Cuando Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra, la tierra era una masa caótica y las tinieblas cubrían el abismo, mientras el espíritu de Dios sacudía la superficie de las aguas. Entonces dijo Dios: —¡Que exista la luz! Y la luz existió. Al ver Dios que la luz era buena, la separó de las tinieblas, llamando a la luz «día» y a las tinieblas, «noche». Vino la noche, llegó la mañana: ese fue el primer día. Y dijo Dios: —¡Que exista el firmamento y separe unas aguas de otras! Y así sucedió. Hizo Dios el firmamento y separó las aguas que están abajo, de las aguas que están arriba. Y Dios llamó «cielo» al firmamento. Vino la noche, llegó la mañana: ese fue el segundo día. Y dijo Dios: —¡Que las aguas debajo del cielo se reúnan en un solo lugar, para que aparezca lo seco! Y así sucedió. Dios llamó «tierra» a lo seco y al conjunto de aguas lo llamó «mar». Y vio Dios que esto era bueno. Y dijo Dios: —¡Que la tierra se cubra de vegetación; que esta produzca plantas con semilla, y árboles que den fruto con semilla, cada uno según su especie! Y así sucedió. Brotó de la tierra vegetación: plantas con semilla y árboles con su fruto y su semilla, todos según su especie. Y vio Dios que esto era bueno. Vino la noche, llegó la mañana: ese fue el tercer día. Y dijo Dios: —¡Que haya lumbreras en el firmamento para separar el día de la noche, para distinguir las estaciones, y señalar los días y los años; para que luzcan en el firmamento y así alumbrar la tierra! Y sucedió así. Hizo Dios los dos grandes astros: el astro mayor para regir el día, y el menor para regir la noche. También hizo las estrellas. Dios puso en el firmamento astros que alumbraran la tierra: los hizo para regir el día y la noche, para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que esto era bueno. Vino la noche, llegó la mañana: ese fue el cuarto día. Y dijo Dios: —¡Rebosen las aguas de seres vivos, y que las aves vuelen sobre la tierra a lo largo y ancho de todo el firmamento! Y creó Dios los grandes animales marinos, y todos los seres vivientes que se mueven y pululan en las aguas; y creó también todas las aves, todas según su especie. Vio Dios que esto era bueno, y los bendijo con estas palabras: «Sed fecundos y multiplicaos; llenad las aguas de los mares y que igualmente las aves se multipliquen sobre la tierra». Vino la noche, llegó la mañana: ese fue el quinto día. Y dijo Dios: —Que produzca la tierra seres vivientes: animales domésticos, reptiles y animales salvajes, todos por especies. Y sucedió así. Dios hizo los animales salvajes, los animales domésticos y todos los reptiles del campo, cada uno según su especie. Vio Dios que esto era bueno. Dijo entonces Dios: —Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza para que domine sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo; sobre los animales domésticos, sobre los animales salvajes y sobre todos los reptiles que se arrastran por el suelo. Y creó Dios al ser humano a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios diciéndoles: «Sed fecundos y multiplicaos; llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todos los reptiles que se arrastran por el suelo». Les dijo también: «Os confío todas las plantas que en la tierra engendran semilla, y todos los árboles con su fruto y su semilla; ellos os servirán de alimento». A todos los animales de la tierra, y a todas las aves del cielo, y a todos los seres vivientes que se arrastran por la tierra, la hierba verde les servirá de alimento. Y así sucedió. Y vio Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno. Vino la noche, llegó la mañana: ese fue el sexto día. Así quedaron concluidos el cielo y la tierra y todo lo que hay en ellos. Para el séptimo día Dios había concluido su obra y descansó el día séptimo de todo lo que había hecho. Y bendijo Dios el día séptimo y lo declaró día sagrado, porque en ese día descansó Dios de toda su obra creadora. Esta es la historia de la creación del cielo y de la tierra. Cuando Dios, el Señor, hizo la tierra y el cielo no había aún arbustos en la tierra ni la hierba había brotado, porque Dios, el Señor, todavía no había hecho llover sobre la tierra ni existía nadie que cultivase el suelo; sin embargo, de la propia tierra brotaba un manantial que regaba toda la superficie del suelo. Entonces Dios, el Señor, modeló al hombre de arcilla del suelo, sopló en su nariz aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente. Dios, el Señor, plantó un jardín en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había modelado. Dios, el Señor, hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y de frutos apetitosos. Además, hizo crecer el árbol de la vida en medio del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y del mal. En Edén nacía un río que regaba el jardín y desde allí se dividía en cuatro brazos: el primero se llama Pisón y rodea toda la región de Javilá, donde hay oro. (El oro de esa región es excelente, y también se dan allí bedelio y ónice). El segundo se llama Guijón, y rodea la región de Cus. El tercero se llama Tigris y pasa al este de Asur. El cuarto es el Éufrates. Dios, el Señor, tomó al hombre y lo puso en el jardín de Edén para que lo cultivara y lo cuidara. Y le dio esta orden: —Puedes comer del fruto de todos los árboles que hay en el jardín, excepto del árbol del bien y del mal. No comas del fruto de ese árbol, porque el día en que comas de él, tendrás que morir. Luego Dios, el Señor, se dijo: —No es conveniente que el hombre esté solo; voy, pues, a hacerle una ayuda adecuada. Entonces Dios, el Señor, modeló con arcilla del suelo todos los animales terrestres y todas las aves del cielo, y se los llevó al hombre para que les pusiera nombre, porque todos los seres vivos llevarían el nombre que él les pusiera. El hombre puso nombre a todos los animales domésticos, a todas las aves y a todos los animales salvajes. Sin embargo, no encontró entre ellos la ayuda adecuada para sí. Entonces Dios, el Señor, hizo caer al hombre en un profundo sueño y, mientras dormía, le sacó una de sus costillas y rellenó con carne el hueco dejado. De la costilla que le había sacado al hombre, Dios, el Señor, formó una mujer, y se la presentó al hombre que, al verla, exclamó: —¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Se llamará varona, porque del varón fue sacada. Por eso el hombre deja a su padre y a su madre, se une a su mujer y los dos se hacen uno solo. Los dos, el hombre y su mujer, estaban desnudos, pero no sentían vergüenza de verse así. La serpiente, el más astuto de todos los animales del campo que Dios, el Señor, había hecho, entabló conversación con la mujer diciendo: —¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín? La mujer le contestó: —Podemos comer del fruto de todos los árboles del jardín; únicamente nos ha prohibido comer o tocar el fruto del árbol que está en medio del jardín, porque moriríamos. Pero la serpiente replicó a la mujer: —De ninguna manera moriréis. Dios sabe que, si un día coméis, se os abrirán los ojos y seréis iguales a él: conoceréis el bien y el mal. Entonces la mujer se dio cuenta de lo hermoso que era el árbol, de lo deliciosos que eran sus frutos y lo tentador que era tener aquel conocimiento; así que tomó del fruto y comió, dándoselo seguidamente a su marido que estaba junto a ella y que también comió. En aquel momento se les abrieron los ojos y descubrieron que estaban desnudos, por lo que entrelazaron unas hojas de higuera y se taparon con ellas. Cuando el hombre y su mujer sintieron los pasos de Dios, el Señor, que estaba paseando por el jardín al fresco de la tarde, corrieron a esconderse entre los árboles del jardín para que Dios no los viera. Pero Dios, el Señor, llamó al hombre diciendo: —¿Dónde estás? El hombre contestó: —Te oí en el jardín, tuve miedo porque estaba desnudo, y me escondí. Entonces Dios, el Señor, le preguntó: —¿Y quién te dijo que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol del que te prohibí comer? El hombre respondió: —La mujer que me diste por compañera me ofreció de ese fruto y yo lo probé. Entonces Dios, el Señor, preguntó a la mujer: —¿Por qué hiciste eso? Ella respondió: —La serpiente me engañó y comí. Entonces Dios, el Señor, dijo a la serpiente: —Por haber hecho esto, maldita serás entre todos los animales, tanto domésticos como salvajes. De ahora en adelante te arrastrarás sobre tu vientre y comerás polvo toda tu vida. Pondré enemistad entre tú y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Su descendencia te aplastará la cabeza, y tú le morderás el talón. A la mujer le dijo: —Multiplicaré sobremanera las molestias en tus embarazos, y con dolor parirás a tus hijos. Tendrás ansia de tu marido y él te dominará. Al hombre le dijo: —Como hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol del que te prohibí comer, la tierra va a ser maldita por tu culpa; con fatiga sacarás de ella tu alimento durante todo el tiempo de tu vida; te producirá espinos y cardos, y comerás hierba del campo. Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra de la cual fuiste formado, pues eres polvo, y al polvo volverás. El hombre puso a su mujer el nombre de Eva porque ella sería la madre de todo ser viviente. Dios, el Señor, hizo para el hombre y su mujer ropas de piel, y los vistió. Después, Dios, el Señor, se dijo: «El ser humano es ya como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal; para ser inmortal solo le falta extender la mano y comer del fruto del árbol de la vida». Así que Dios, el Señor, lo expulsó del jardín de Edén, para que labrase la tierra de la que había sido formado. Y después de expulsarlo, puso al oriente del jardín de Edén a los querubines y a la espada llameante que se revolvía hacia todas partes para custodiar el acceso al árbol de la vida. Adán se unió a Eva, su mujer, y ella concibió y dio a luz a Caín. Y dijo: —He tenido un hombre gracias al Señor. Después dio a luz a Abel, hermano de Caín. Abel se dedicó a criar ovejas, y Caín a labrar la tierra. Al cabo de un tiempo, Caín presentó de los frutos del campo una ofrenda al Señor. También Abel le ofreció las primeras y mejores crías de su rebaño. El Señor miró con agrado a Abel y a su ofrenda, pero no miró del mismo modo a Caín y a la suya. Entonces Caín se irritó sobremanera y puso mala cara. El Señor le dijo: —¿Por qué te irritas? ¿Por qué has puesto esa cara? Si obraras rectamente llevarías la cabeza bien alta; pero como actúas mal el pecado está agazapado a tu puerta, acechándote. Sin embargo, tú puedes dominarlo. Caín propuso a su hermano Abel que fueran al campo y, una vez allí, Caín atacó a su hermano y lo mató. El Señor le preguntó a Caín: —¿Dónde está tu hermano Abel? Él respondió: —No lo sé, ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano? Entonces el Señor replicó: —¡Qué has hecho! La sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra. Por eso, ahora quedarás bajo la maldición de la tierra que ha abierto sus fauces para recibir la sangre de tu hermano que tú has derramado. Aunque labres la tierra, no te volverá a dar sus frutos. Andarás por el mundo errante y vagabundo. Caín respondió al Señor: —Mi crimen es demasiado terrible para soportarlo. Si hoy me condenas al destierro y a ocultarme de tu presencia, tendré que andar errante y vagabundo por el mundo, expuesto a que me mate cualquiera que me encuentre. El Señor le dijo: —¡No será así! Si alguien mata a Caín deberá pagarlo multiplicado por siete. Y el Señor marcó con una señal a Caín, para que no lo matase quien lo encontrara. Caín se alejó de la presencia del Señor y fue a vivir al país de Nod, al este de Edén. Caín se unió a su mujer, la cual concibió y dio a luz a Enoc. Luego Caín fundó una ciudad, a la que le puso el nombre de su hijo Enoc. Enoc engendró a Irad, y este engendró a Mejuyael. Mejuyael engendró a Metusael, y este a Lámec. Lámec tuvo dos mujeres: una de ellas se llamaba Adá y la otra Selá. Adá dio a luz a Jabal, el antepasado de los pastores nómadas. Jabal tuvo un hermano llamado Jubal, el antepasado de los que tocan la cítara y la flauta. Selá, a su vez, dio a luz a Tubalcáin, forjador de herramientas de bronce y de hierro. Tubalcáin tuvo una hermana que se llamaba Naamá. Un día, Lámec dijo a Adá y Selá, sus mujeres: —Escuchadme mujeres de Lámec, prestad atención a mis palabras: He matado a un hombre por herirme y a un muchacho por golpearme; Si Caín ha de ser vengado siete veces, Lámec lo será setenta y siete. Adán volvió a unirse a su mujer, y ella tuvo un hijo al que llamó Set, pues se dijo: —Dios me ha concedido otro hijo en lugar de Abel, a quien mató Caín. Set tuvo también un hijo al que llamó Enós. Desde entonces se comenzó a invocar el nombre del Señor. Esta es la lista de los descendientes de Adán. Cuando Dios creó a los seres humanos, los hizo a su propia imagen, varón y hembra los creó, los bendijo y les dio el nombre de «seres humanos» el día en que fueron creados. Cuando Adán tenía ciento treinta años tuvo un hijo a su imagen y semejanza, a quien puso el nombre de Set. Después del nacimiento de Set, Adán vivió ochocientos años más, tuvo otros hijos e hijas, y a la edad de novecientos treinta años murió. Set tenía ciento cinco años cuando engendró a Enós. Después del nacimiento de Enós, Set vivió ochocientos siete años más, tuvo otros hijos e hijas, y a la edad de novecientos doce años murió. Enós tenía noventa años cuando engendró a Cainán. Después del nacimiento de Cainán, Enós vivió ochocientos quince años más, tuvo otros hijos e hijas, y a la edad de novecientos cinco años murió. Cainán tenía setenta años cuando engendró a Malalel. Después del nacimiento de Malalel, Cainán vivió ochocientos cuarenta años más, tuvo otros hijos e hijas, y a la edad de novecientos diez años murió. Malalel tenía sesenta y cinco años cuando engendró a Járed. Después del nacimiento de Járed, Malalel vivió ochocientos treinta años más, tuvo otros hijos e hijas, y a la edad de ochocientos noventa y cinco años murió. Járed tenía ciento sesenta y dos años cuando engendró a Enoc. Después del nacimiento de Enoc, Járed vivió ochocientos años más, tuvo otros hijos e hijas, y a la edad de novecientos sesenta y dos años murió. Enoc tenía sesenta y cinco años cuando engendró a Matusalén. Enoc vivió de acuerdo con la voluntad de Dios. Después del nacimiento de Matusalén, Enoc vivió trescientos años y tuvo otros hijos e hijas. En total Enoc vivió trescientos sesenta y cinco años. Vivió, pues, Enoc de acuerdo con la voluntad de Dios y desapareció, porque Dios se lo llevó. Matusalén tenía ciento ochenta y siete años cuando engendró a Lámec. Después del nacimiento de Lámec, Matusalén vivió setecientos ochenta y dos años más, tuvo otros hijos e hijas, y a la edad de novecientos sesenta y nueve años murió. Lámec tenía ciento ochenta y dos años cuando engendró un hijo al que llamó Noé, porque dijo: «Él será quien nos alivie de los trabajos y fatigas en el suelo que el Señor ha maldecido». Después del nacimiento de Noé, Lámec vivió quinientos noventa y cinco años más, tuvo otros hijos e hijas, y a la edad de setecientos setenta y siete años murió. Noé tenía quinientos años cuando engendró a Sem, Cam y Jafet. Cuando los seres humanos comenzaron a multiplicarse sobre la tierra y tuvieron hijas, los hijos de Dios, viendo que las hijas de los seres humanos eran hermosas, tomaron como mujeres a todas las que quisieron. Entonces el Señor dijo: —No voy a permitir que mi aliento de vida esté en el ser humano para siempre, porque él no es más que un simple mortal. Así que la duración de su vida será de ciento veinte años. En aquellos tiempos —cuando los hijos de Dios se unieron con las hijas de los seres humanos y tuvieron descendencia con ellas—, e incluso después, habitaban la tierra gigantes. Ellos fueron los famosos héroes de los tiempos antiguos. Y viendo el Señor que la maldad del ser humano crecía sin medida y que todos sus pensamientos tendían constantemente al mal, le pesó haber creado al ser humano sobre la tierra. Entonces, con dolor de corazón, dijo: —Voy a borrar de la superficie de la tierra al ser humano que he creado, y también a los animales, reptiles y aves del cielo. ¡Cómo me arrepiento de haberlos creado! Pero el Señor se apiadó de Noé. Esta es la historia de Noé. Noé era un hombre justo y honrado entre sus contemporáneos que vivía de acuerdo con la voluntad de Dios. Tuvo tres hijos: Sem, Cam y Jafet. La tierra estaba corrompida a los ojos de Dios y llena de violencia, pues toda la gente se había pervertido. Al ver Dios tanta corrupción en la tierra, dijo a Noé: —He decidido acabar con todos los seres vivos, pues por su culpa la tierra se ha corrompido. Voy a poner fin a la tierra y a sus moradores. Pero tú, con madera resinosa constrúyete un arca, dividida en compartimentos, y recúbrela por dentro y por fuera con brea. Sus dimensiones serán: ciento cincuenta metros de largo, veinticinco de ancho y quince de alto. La harás de tres pisos y pondrás una sobrecubierta medio metro por encima de la parte superior del arca. En uno de sus costados pondrás una puerta. Porque voy a enviar a la tierra un diluvio de agua que destruirá todo lo que tiene vida bajo el cielo. Todo cuanto existe en la tierra perecerá. Pero contigo estableceré mi alianza. Entrarás en el arca tú con tus tres hijos, tu mujer y tus nueras. Haz entrar también en el arca una pareja de cada especie de seres vivos, macho y hembra, para que sobrevivan contigo. De cada especie de aves, de ganados y de reptiles de la tierra, entrará contigo una pareja, para que puedan sobrevivir. Aprovisiónate además de toda clase de alimentos y almacénalos, para que tanto tú como ellos dispongáis de comida. Y Noé hizo exactamente todo lo que Dios le había ordenado. El Señor dijo a Noé: —Entra en el arca tú y toda tu familia, porque he visto que eres el único justo de esta generación. De cada animal puro toma siete parejas, cada macho con su hembra; pero de los impuros solo una pareja, un macho y su hembra. También de las aves del cielo toma siete parejas, macho y hembra, para preservar sus especies sobre la tierra, porque dentro de siete días haré que llueva sobre la tierra durante cuarenta días y cuarenta noches, y borraré de ella a todos los seres que he creado. Y Noé hizo todo lo que Dios le había ordenado. Tenía Noé seiscientos años cuando las aguas del diluvio inundaron la tierra. Entonces Noé entró en el arca con sus hijos, su mujer y sus nueras para escapar de las aguas del diluvio. De los animales puros e impuros, de las aves y reptiles, entraron con Noé por parejas, el macho y su hembra, tal como Dios se lo había ordenado. Al cabo de siete días, las aguas del diluvio comenzaron a caer sobre la tierra. Noé tenía seiscientos años cuando reventaron las fuentes del océano y se abrieron las compuertas del cielo. Era el día diecisiete del mes segundo. Cuarenta días y cuarenta noches estuvo lloviendo sobre la tierra. Aquel mismo día entró Noé en el arca con sus hijos, Sem, Cam y Jafet, su mujer y sus tres nueras, y también animales de todas las especies, tanto salvajes como domésticos, reptiles y aves, y toda clase de seres alados. Entraron con Noé en el arca parejas de todos los seres vivos: entraron macho y hembra de cada especie, como le había ordenado Dios. Y tras entrar Noé en el arca, el Señor cerró la puerta. Diluvió sobre la tierra cuarenta días: las aguas subieron de nivel haciendo que el arca comenzase a flotar por encima del suelo. Subían las aguas cada vez más y más, pero el arca se mantenía a flote sobre ellas. El nivel de las aguas subió tanto que hasta las montañas más altas bajo el cielo quedaron cubiertas; incluso el nivel del agua superaba en siete metros las montañas más altas. Así que murió todo ser viviente que se movía sobre la tierra: las aves, los animales tanto salvajes como domésticos, los reptiles y también los seres humanos. Pereció absolutamente todo lo que en tierra firme tenía vida y podía respirar. Fueron aniquilados todos los seres vivientes que había sobre la superficie de la tierra, desde los seres humanos hasta los ganados, los reptiles y las aves del cielo. Todos fueron borrados de la tierra. Solo quedó Noé y los que estaban con él en el arca. La tierra quedó cubierta por las aguas durante ciento cincuenta días. Entonces, Dios se acordó de Noé y de todos los animales, tanto de los salvajes como de los domésticos, que estaban con él en el arca; hizo pasar un viento fuerte sobre la tierra, y el nivel de las aguas comenzó a descender. Se cerraron las fuentes del océano y las compuertas del cielo, y la lluvia cesó. Poco a poco las aguas se fueron retirando de la tierra y, al cabo de ciento cincuenta días, ya había descendido tanto el nivel que el día diecisiete del mes séptimo el arca encalló sobre las montañas de Ararat. Las aguas continuaron bajando paulatinamente hasta el mes décimo; y el primer día de ese mes asomaron los picos de las montañas. Transcurridos cuarenta días, Noé abrió la ventana que había hecho en el arca y soltó un cuervo que voló de acá para allá, hasta que se secaron las aguas sobre la tierra. Después soltó una paloma para comprobar si las aguas ya habían bajado del todo; pero la paloma no encontró dónde posarse y regresó al arca, pues la tierra aún estaba cubierta por las aguas. Así que Noé sacó la mano, tomó la paloma y la metió consigo en el arca. Esperó siete días más y volvió a soltar la paloma desde el arca. Al atardecer, la paloma regresó portando en su pico una rama de olivo recién arrancada. Noé comprendió que las aguas iban desapareciendo. Esperó siete días más y volvió a soltar la paloma, pero esta vez ya no volvió. En el año seiscientos uno de la vida de Noé, el día primero del primer mes, las aguas que cubrían la superficie de la tierra se secaron. Noé levantó la cubierta del arca, miró y descubrió que la tierra ya estaba seca. Para el día veintisiete del mes segundo, la tierra estaba ya completamente seca. Entonces dijo Dios a Noé: —Sal del arca, tú, tu mujer, tus hijos y tus nueras. Saca también a todos los animales que están contigo: aves, ganados y reptiles. ¡Que sean fecundos! ¡Que se reproduzcan y pueblen la tierra! Salió, pues, Noé con sus hijos, su mujer y sus nueras; y con todos los animales: ganados, aves y reptiles. Todos los animales salieron del arca agrupados por especies. Noé construyó un altar al Señor, tomó animales y aves de toda especie pura, y los ofreció en holocausto sobre el altar. Cuando el Señor aspiró el grato aroma se dijo: «Aunque las intenciones del ser humano son perversas desde su juventud, nunca más volveré a maldecir la tierra por su culpa. Jamás volveré a destruir a todos los seres vivientes, como acabo de hacerlo. Mientras el mundo exista no han de faltar siembra y cosecha, frío y calor, verano e invierno, día y noche». Dios bendijo a Noé y a sus hijos, diciéndoles: —Sed fecundos, reproducíos y poblad la tierra. Todos los animales os temerán y os respetarán: las aves del cielo, los reptiles del suelo y los peces del mar están bajo vuestro dominio. Todo lo que se mueve y tiene vida, al igual que los vegetales, os servirá de alimento. Yo lo pongo a vuestra disposición. Pero no comeréis la carne con sangre, porque la sangre es su vida. Yo pediré cuentas de vuestra sangre y de vuestras vidas, se lo reclamaré a cualquier animal. También a cualquier ser humano que mate a un hermano suyo, le pediré cuentas de esa vida. Si alguien derrama la sangre de un ser humano, otro ser humano derramará la suya, porque Dios creó al ser humano a su propia imagen. Vosotros sed fecundos y multiplicaos; poblad la tierra y dominadla. Dios siguió diciéndoles a Noé y sus hijos: —Mirad, yo establezco mi alianza con vosotros, con vuestros descendientes, y con todos los animales que os han acompañado: aves, ganados y bestias; con todos los animales que salieron del arca y ahora pueblan la tierra. Esta es mi alianza con vosotros: la vida no volverá a ser exterminada por las aguas del diluvio, ni habrá otro diluvio que devaste la tierra. Y Dios añadió: —Esta es la señal de la alianza que establezco para siempre con vosotros y con todos los animales que os han acompañado: he puesto mi arco en las nubes como un signo de mi alianza con la tierra. Cuando yo cubra la tierra de nubes y en ellas aparezca el arco, me acordaré de la alianza que he establecido con vosotros y con todos los animales, y las aguas del diluvio no os volverán a aniquilar. Cada vez que aparezca el arco entre las nubes, yo lo veré y me acordaré de la alianza eterna entre Dios y todos los seres vivos que pueblan la tierra. Dios dijo a Noé: —Esta es la señal de la alianza que establezco con todos los seres vivos que pueblan la tierra. Los hijos de Noé que salieron del arca fueron Sem, Cam y Jafet. Cam fue el padre de Canaán. A partir de estos tres hijos de Noé y sus descendientes se pobló toda la tierra. Noé comenzó a cultivar la tierra y plantó una viña. Pero, al beber vino, se emborrachó y quedó tendido desnudo en medio de su tienda. Cuando Cam, el padre de Canaán, vio a su padre desnudo, salió a contárselo a sus dos hermanos. Entonces Sem y Jafet tomaron un manto, se lo echaron sobre los hombros de ambos y taparon a su padre con él; para no verlo desnudo, caminaron de espaldas y mirando hacia otro lado. Cuando se le pasó a Noé la borrachera y se enteró de lo que le había hecho su hijo menor, dijo: ¡Maldito sea Canaán! ¡Será esclavo para sus hermanos, el último de los esclavos! Y agregó: ¡Bendito sea el Señor, Dios de Sem! ¡Que Canaán sea su esclavo! ¡Que Dios engrandezca a Jafet, para que habite en los campamentos de Sem, y Canaán sea su esclavo! Después del diluvio, Noé vivió trescientos cincuenta años, y a la edad de novecientos cincuenta años murió. Estos son los descendientes que les nacieron a Sem, Cam y Jafet, hijos de Noé, después del diluvio. Descendientes de Jafet: Gómer, Magog, Maday, Jabán, Túbal, Mosol y Tirás. Descendientes de Gómer: Asquenaz, Rifat y Togarmá. Descendientes de Jabán: Elisá y Tarsis, Quitín y Dodanín. Estos fueron los descendientes de Jafet que poblaron las costas, según sus clanes e idiomas, territorios y naciones. Descendientes de Cam: Cus, Egipto, Put y Canaán. Descendientes de Cus: Sebá, Javilá, Sabta, Ramá y Sabtecá. Descendientes de Ramá: Sebá y Dedán. Cus fue el padre de Nemrod, que fue el primero en enseñorearse en el país; fue ante el Señor un intrépido cazador, y de ahí el dicho: «Igual a Nemrod que ante el Señor fue un intrépido cazador». Las principales ciudades de su reino fueron: Babel, Erec, Acad y Calné, en la región de Senaar. Desde esa región Nemrod salió hacia Asur donde construyó las ciudades de Nínive, Rejobot Ir, Calaj y Resen, la gran ciudad que está entre Nínive y Calaj. De Egipto descienden los ludíes, los anamíes, los leabíes, los naftujíes, los petusíes, los caslujíes y los caftoríes, de quienes proceden los filisteos. De Canaán descienden Sidón, su primogénito, y Jet, así como los jebuseos, amorreos, guirgaseos, jeveos, araqueos, sineos, arvadeos, semareos y jamateos. Más tarde, los clanes cananeos se dispersaron, y su territorio se extendió desde Sidón hasta Guerar y Gaza, en dirección a Sodoma, Gomorra, Adamá, Seboín y Lesa. Estos fueron los descendientes de Cam, según sus clanes e idiomas, territorios y naciones. También Sem, hermano mayor de Jafet, tuvo descendencia; de él proceden Éber y todos sus descendientes. Descendientes de Sem: Elam, Asur, Arfaxad, Lud y Aram. Descendientes de Aram: Jus, Jul, Guéter y Mas. Arfaxad engendró a Sélaj, y Sélaj a Éber. Éber tuvo dos hijos: el primero se llamó Péleg, porque en su tiempo la [población de la] tierra se dividió. Su hermano, de nombre Joctán, engendró a Almodad, Salef, Jasarmávet, Jarat, Adorán, Uzal, Diclá, Obal, Abimael, Sebá, Ofir, Javilá y Jobab; todos estos fueron hijos de Joctán, y vivieron en el territorio que se extiende desde Mesá hasta Safar, en la región montañosa del oriente. Estos fueron los descendientes de Sem, según sus clanes e idiomas, territorios y naciones. Estos son los clanes de los descendientes de Noé, según sus genealogías y naciones. A partir de estos clanes, las naciones se extendieron sobre la tierra después del diluvio. El mundo entero hablaba una misma lengua y usaba las mismas palabras. Y sucedió que al emigrar desde oriente, encontraron una llanura en la región de Senaar y allí se asentaron. Entonces se dijeron unos a otros: —Vamos a hacer ladrillos y a cocerlos al fuego. (Así fue como usaron ladrillos en lugar de piedra, y alquitrán en lugar de mortero). Y siguieron diciendo: —Vamos a edificar una ciudad y una torre que llegue hasta el cielo, para hacernos famosos y para no dispersarnos por toda la tierra. El Señor bajó a ver la ciudad y la torre que los seres humanos estaban construyendo y pensó: «Si esto es solo el comienzo de su actividad, nada de lo que se propongan hacer les resultará imposible, mientras formen un solo pueblo y tengan una misma lengua. Será mejor que bajemos a confundir su lengua para que no se entiendan entre ellos mismos». Y así fue como el Señor los dispersó desde aquel lugar por toda la superficie de la tierra, y dejaron de construir la ciudad. Por eso aquella ciudad se llamó Babel porque allí confundió el Señor la lengua de todos los habitantes de la tierra y los dispersó por todo el mundo. Estos son los descendientes de Sem: Sem tenía cien años cuando engendró a Arfaxad, dos años después del diluvio. Después de engendrar a Arfaxad, vivió Sem quinientos años más, y tuvo otros hijos e hijas. Arfaxad tenía treinta y cinco años cuando engendró a Sélaj. Después de engendrar a Sélaj, vivió Arfaxad cuatrocientos tres años más, y tuvo otros hijos e hijas. Sélaj tenía treinta años cuando engendró a Éber. Después de engendrar a Éber, vivió Sélaj cuatrocientos tres años más, y tuvo otros hijos e hijas. Éber tenía treinta y cuatro años cuando engendró a Péleg. Después de engendrar a Péleg, vivió Éber cuatrocientos treinta años más, y tuvo otros hijos e hijas. Péleg tenía treinta años cuando engendró a Reú. Después de engendrar a Reú, vivió Péleg doscientos nueve años más, y tuvo otros hijos e hijas. Reú tenía treinta y dos años cuando engendró a Sarug. Después de engendrar a Sarug, vivió Reú doscientos siete años más, y tuvo otros hijos e hijas. Sarug tenía treinta años cuando engendró a Najor. Después de engendrar a Najor, vivió Sarug doscientos años más, y tuvo otros hijos e hijas. Najor tenía veintinueve años cuando engendró a Téraj. Después de engendrar a Téraj, vivió Najor ciento diecinueve años más, y tuvo otros hijos e hijas. Téraj tenía setenta años cuando engendró a Abrán, Najor y Aram. Estos son los descendientes de Téraj: Téraj engendró a Abrán, Najor y Aram. Aram engendró a Lot, y murió en su país natal, en Ur de los caldeos, antes que su padre Téraj. Abrán y Najor se casaron: la mujer de Abrán se llamaba Saray y la de Najor Milcá, que era hija de Aram y hermana de Jiscá. Saray era estéril y no tenía hijos. Téraj tomó a su hijo Abrán, a su nieto Lot, el hijo de Aram, y a su nuera Saray, y salieron todos juntos de Ur de los caldeos para ir al país de Canaán. Sin embargo, al llegar a Jarán, se quedaron allí a vivir. Téraj vivió doscientos cinco años y murió en Jarán. El Señor dijo a Abrán: —Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y dirígete a la tierra que yo te mostraré. Te convertiré en una gran nación, te bendeciré y haré famoso tu nombre, y servirás de bendición para otros. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. ¡En ti serán benditas todas las familias de la tierra! Abrán partió, como le había ordenado el Señor, y con él marchó también Lot. Tenía Abrán setenta y cinco años cuando salió de Jarán. Abrán llevó consigo a Saray, su mujer, y a su sobrino Lot, junto con todos los bienes que poseían y con todos los esclavos que habían adquirido en Jarán, y se encaminaron hacia la tierra de Canaán. Cuando llegaron, Abrán atravesó toda la región hasta Siquén, llegando hasta la encina de Moré. (Por aquel entonces los cananeos habitaban en el país). El Señor se apareció a Abrán y le dijo: —Yo daré esta tierra a tu descendencia. Entonces Abrán erigió allí un altar al Señor, porque se le había aparecido. De allí se dirigió a la zona montañosa, al este de Betel, y allí montó su tienda, teniendo Betel al oeste y Ay al este. En aquel lugar erigió un altar al Señor e invocó allí su nombre. Después, por etapas, Abrán continuó avanzando hacia el Négueb. Pero sobrevino una hambruna en aquella región y, como el hambre apretaba, Abrán bajó a Egipto para establecerse allí. Cuando ya estaba llegando a Egipto, Abrán dijo a Saray, su mujer: —Es evidente que eres una mujer muy bella; cuando te vean los egipcios, dirán: «Es su mujer», por lo que a mí me matarán y a ti te dejarán con vida. Di, por favor, que eres mi hermana; de este modo me tratarán bien por consideración a ti, y podré salvar la vida. Cuando Abrán llegó a Egipto, los egipcios descubrieron, en efecto, lo hermosa que era Saray. También la vieron algunos oficiales del faraón y se la ponderaron tanto al faraón que la mujer fue llevada a su palacio. Por consideración a ella, Abrán recibió un excelente trato, además de ovejas, vacas y asnos, siervos y siervas, asnas y camellos. Pero el Señor castigó al faraón y a su corte con grandes plagas por lo de Saray, la mujer de Abrán. Así que el faraón llamó a Abrán y le dijo: —¿Qué me has hecho? ¿Por qué no me dijiste que era tu mujer? ¿Por qué dijiste que era tu hermana, dando lugar a que yo la tomara por esposa? Ahí tienes a tu mujer; tómala y márchate. Acto seguido el faraón ordenó a los suyos que expulsaran a aquel hombre junto con su mujer y sus posesiones. Abrán subió de Egipto al Négueb con su mujer y todas sus posesiones, y Lot iba con él. Abrán se había hecho muy rico en ganados, plata y oro. Del Négueb regresó por etapas hasta Betel, es decir, hasta el lugar donde había acampado al principio, entre Betel y Ay, y donde se encontraba el altar que había erigido; allí invocó Abrán el nombre del Señor. Lot, que acompañaba a Abrán, también tenía ovejas, vacas y tiendas. Pero aquella región no bastaba para mantener a los dos: tenían demasiados bienes para poder habitar juntos. Además, los cananeos y los fereceos también habitaban allí. Y empezaron las fricciones entre los pastores de los rebaños de Abrán y de Lot. Así que Abrán dijo a Lot: —No quiero que haya altercados entre nosotros dos ni entre nuestros pastores, porque somos hermanos. Tienes delante toda la tierra; sepárate, pues, de mí; si tu vas a la izquierda, yo iré a la derecha, y si vas a la derecha yo iré a la izquierda. Lot echó una mirada a su alrededor y vio que todo el valle del Jordán, hasta llegar a Soar, era tierra de regadío como el jardín del Señor y las tierras de Egipto. (Eso era antes de que el Señor destruyera Sodoma y Gomorra). Entonces Lot escogió para sí todo el valle del Jordán, y partió hacia el este. Se separaron, pues, el uno del otro: Abrán se asentó en Canaán mientras Lot se fue a vivir en las ciudades del valle, estableciendo su tienda cerca de la ciudad de Sodoma. Los habitantes de Sodoma eran perversos y pecaban gravemente contra el Señor. El Señor dijo a Abrán, después que Lot se separó de él: —Desde el lugar donde estás, mira al norte y al sur, al este y al oeste. Toda la tierra que contemplas te la daré a ti y a tu descendencia para siempre. Multiplicaré tu descendencia como el polvo de la tierra; solo la podrá contar quien sea capaz de contar todos los granos de polvo que hay en la tierra. ¡Vete, pues, y recorre esta tierra a lo largo y a lo ancho, porque a ti te la daré! Entonces Abrán levantó la tienda y fue a establecerse en el encinar de Mambré cerca de Hebrón; allí erigió un altar al Señor. En tiempos de Amrafel, rey de Senaar, se juntaron Arioc, rey de Elasar, Codorlaomer, rey de Elam, y Tidal, rey de Goín, para declarar la guerra a Berá, rey de Sodoma, a Birsá, rey de Gomorra, a Sinab, rey de Adamá, a Semebar, rey de Seboín y al rey de Bela, es decir, de Soar. Estos cinco últimos aunaron fuerzas en el valle de Sidín, en el mar Muerto. Durante doce años habían sido vasallos de Codorlaomer, pero en el año décimo tercero se sublevaron contra él. Al año siguiente, el décimo cuarto, vinieron Codorlaomer y sus reyes aliados y derrotaron a los refaítas en Astarot Carnáin, a los zuzíes en Ham, a los emitas en la llanura de Quiriatáin y a los hurritas, en las montañas de Seír, cerca de El-Parán, que está próximo al desierto. Al volver, llegaron a En-Mispat (o sea, Cadés) y conquistaron todo el territorio de los amalecitas y también el de los amorreos que vivían en la región de Jasasón Tamar. Entonces los reyes de Sodoma, Gomorra, Adamá, Seboín y Belá, o sea, Soar, llegaron al valle de Sidín y presentaron batalla a Codorlaomer, rey de Elam, a Tidal, rey de Goín, a Amrafel, rey de Senaar y a Arioc, rey de Elasar. Eran cuatro reyes contra cinco. El valle de Sidín estaba lleno de pozos de alquitrán y, cuando los reyes de Sodoma y Gomorra intentaron huir, cayeron en ellos. Los demás huyeron a los montes. Los vencedores saquearon todos los bienes de Sodoma y Gomorra, así como sus víveres. Y cuando se marcharon se llevaron con ellos a Lot, el sobrino de Abrán, que vivía en Sodoma, con todas sus posesiones. Uno de los que habían escapado fue a dar aviso a Abrán, el hebreo, que estaba acampado junto al encinar de Mambré, el amorreo, que era hermano de Escol y de Aner, aliados de Abrán. Al enterarse Abrán de que su sobrino había sido llevado cautivo, reclutó a trescientos dieciocho criados nacidos en su casa y se lanzó a su búsqueda hasta Dan. Durante la noche, Abrán y sus criados se situaron estratégicamente, atacaron a los raptores y los persiguieron hasta Jobá, al norte de Damasco. Así Abrán recuperó todo el botín y rescató a Lot, su sobrino, con todas sus pertenencias, a las mujeres y al resto de los cautivos. Cuando Abrán volvía de derrotar a Codorlaomer y a sus reyes aliados, el rey de Sodoma salió a su encuentro en el valle de Save, el valle del Rey. Y Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo, le ofreció pan y vino, y bendijo a Abrán con estas palabras: ¡Que el Dios Altísimo, creador del cielo y de la tierra bendiga a Abrán! ¡Bendito sea el Dios Altísimo, que entregó en tus manos a tus enemigos! Entonces Abrán dio a Melquisedec el diezmo de todo. El rey de Sodoma dijo a Abrán: —Dame las personas y quédate con los bienes. Pero Abrán le respondió: —He jurado solemnemente por el Señor, Dios Altísimo, creador del cielo y de la tierra, que no tomaré nada de lo que es tuyo, ni siquiera un hilo ni la correa de una sandalia. Así nunca podrás decir que tú me hiciste rico. No quiero nada para mí, excepto lo que ya han comido los criados. En cuanto a los hombres que me han acompañado, es decir, Aner, Escol y Mambré, que tomen su parte. Después de estos sucesos, el Señor habló a Abrán en una visión y le dijo: —No temas, Abrán, yo soy tu escudo, y muy grande va a ser tu recompensa. Abrán respondió: —Mi Dios y Señor, ¿para qué me vas a dar nada, si yo sigo sin tener hijos y el heredero de mi hacienda será Eliezer el damasceno? Y añadió: —No me has dado descendencia y mi herencia habrá de ser para uno de mis criados. Pero el Señor le respondió: —¡No! Ese hombre no será tu heredero; el heredero será tu propio hijo. Luego lo llevó afuera y continuó diciéndole: —Echa un vistazo al cielo y cuenta las estrellas, si es que puedes contarlas. ¡Así será tu descendencia! Abrán creyó al Señor, y el Señor le concedió su amistad. El Señor le dijo: —Yo soy el Señor que te sacó de Ur de los caldeos para darte esta tierra en posesión. Pero Abrán le preguntó: —Señor mi Dios, ¿cómo sabré que voy a poseerla? El Señor le respondió: —Tráeme una ternera, una cabra y un carnero, todos ellos de tres años, y también una tórtola y un pichón. Abrán trajo todos esos animales, los partió por la mitad y puso cada mitad una frente a la otra. Pero las aves no las partió. Las aves de rapiña se abalanzaban sobre los animales muertos, pero Abrán las espantaba. Cuando el sol estaba a punto de ponerse, Abrán se quedó profundamente dormido y una temible y densa oscuridad lo envolvió. El Señor le dijo: —Es necesario que sepas que tus descendientes vivirán como extranjeros en una tierra extraña; allí serán esclavizados y maltratados durante cuatrocientos años. Pero yo juzgaré a la nación a la que hayan estado sometidos, y al final saldrán cargados de riquezas. En cuanto a ti, irás a reunirte en paz con tus antepasados y te enterrarán después de una vejez feliz. Tus descendientes volverán aquí pasadas cuatro generaciones, porque hasta entonces no se habrá colmado la maldad de los amorreos. Cuando el sol se puso y llegó la oscuridad, un horno humeante y una antorcha de fuego pasaron entre los animales descuartizados. En aquel día hizo el Señor una alianza con Abrán en estos términos: —A tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta el gran río, el Éufrates: la tierra de los quineos, quineceos, cadmeneos, hititas, fereceos, refaítas, amorreos, cananeos, guirgaseos y jebuseos. Saray, la mujer de Abrán, no le había dado hijos. Pero Saray tenía una esclava egipcia, llamada Agar. Y dijo Saray a Abrán: —El Señor no me ha permitido tener hijos; acuéstate con mi esclava y quizá podamos tener familia gracias a ella. Abrán aceptó su propuesta. Diez años habían transcurrido desde que Abrán se instaló en Canaán, cuando Saray, su mujer, tomó a Agar, su esclava egipcia, y se la dio como mujer a Abrán, su marido. Abrán se acostó con Agar, y ella quedó embarazada. Pero cuando Agar supo que esperaba un hijo, perdió el respeto a su señora. Entonces Saray dijo a Abrán: —¡Tú tienes la culpa de que esta me menosprecie! Yo puse a mi esclava en tus brazos y, cuando ella ha visto que espera un hijo, me ha perdido el respeto. ¡Que el Señor actúe de juez entre nosotros! Abrán respondió a Saray: —Mira, la esclava es cosa tuya; haz con ella como mejor te parezca. Entonces Saray empezó a tratarla tan mal que Agar tuvo que huir de ella. El ángel del Señor la encontró en el desierto, junto a un manantial de agua —la fuente que hay en el camino de Sur— y le preguntó: —Agar, esclava de Saray, ¿de dónde vienes y adónde vas? Ella respondió: —Vengo huyendo de mi señora Saray. Y el ángel del Señor le dijo: —Vuelve con tu señora y sométete a su autoridad. Luego añadió: —Multiplicaré tu descendencia de suerte que nadie será capaz de contarla. Y siguió diciendo: —Estás embarazada y darás a luz un hijo a quien pondrás el nombre de Ismael, porque el Señor escuchó tu aflicción. Indómito como un potro salvaje, luchará contra todos y todos lucharán contra él; y vivirá enfrentado a todos sus hermanos. Agar entonces se dijo: ¿Será verdad que yo he visto aquí a aquel que me ve? Por lo que Agar invocó al Señor, que le había hablado, con el nombre de El-Roí. Por eso al pozo aquel, el que se encuentra entre Cadés y Bared, lo llamó Lajay Roí —es decir, Pozo del Viviente que me ve. Agar dio un hijo a Abrán, y Abrán le puso el nombre de Ismael. Abrán tenía ochenta y seis años cuando nació Ismael. Cuando Abrán tenía noventa y nueve años se le apareció el Señor y le dijo: —Yo soy el Todopoderoso. Tenme presente en tu vida y vive rectamente. Yo haré una alianza contigo y multiplicaré tu descendencia inmensamente. Entonces Abrán cayó rostro en tierra mientras Dios continuaba diciendo: —Mira, esta es la alianza que yo hago contigo: tú serás padre de una muchedumbre de pueblos. No te llamarás ya Abrán, sino que tu nombre de ahora en adelante será Abrahán porque yo te hago padre de una muchedumbre de pueblos. Te haré extraordinariamente fecundo; de ti surgirán naciones y reyes. Establezco mi alianza contigo y, después de ti, con todas las generaciones que desciendan de ti. Será una alianza perpetua: yo seré tu Dios y el de tus descendientes. A ti y a los descendientes que te sucedan os daré en posesión perpetua la tierra que ahora recorres como inmigrante, toda la tierra de Canaán. Y yo seré su Dios. Y Dios añadió: —Tú y tus descendientes, de generación en generación, habréis de guardar mi alianza. Esta será la señal de la alianza que establezco con vosotros y con tu descendencia, y que deberéis cumplir: circuncidad a todos vuestros varones. Circuncidaréis la carne de vuestro prepucio y esa será la señal de mi alianza con vosotros. De generación en generación, todos vuestros varones serán circuncidados a los ocho días de nacer; también los esclavos nacidos en casa o comprados por dinero a cualquier extranjero que no sea de vuestra raza. Todos sin excepción, tanto el esclavo nacido en casa como el comprado por dinero, deberán ser circuncidados. Así mi alianza estará marcada en vuestra carne como una alianza perpetua. Pero el varón incircunciso, a quien no se haya cortado la carne de su prepucio, será extirpado del pueblo, porque habrá quebrantado mi alianza. Dijo Dios a Abrahán: —A Saray, tu mujer, ya no la llamarás Saray, sino Sara. Yo la bendeciré y ella te dará un hijo. La bendeciré y será madre de naciones; de ella saldrán reyes de pueblos. Cayó Abrahán rostro en tierra y se puso a reír pensando para sí: «¿Cómo va un centenario a engendrar un hijo, y Sara dar a luz a los noventa?». Entonces Abrahán dijo a Dios: —Me contento con que Ismael viva bajo tu protección. Dios le replicó: —Te digo que Sara te dará un hijo, al que llamarás Isaac. Con él y con sus descendientes mantendré perpetuamente mi alianza. En cuanto a Ismael, he escuchado tu petición y voy a bendecirlo; lo haré fecundo y le daré una descendencia muy numerosa; será padre de doce príncipes y haré de él un gran pueblo. Pero mi alianza será con Isaac, el hijo que te dará Sara dentro de un año por estas fechas. Cuando Dios acabó de hablar con Abrahán, ascendió alejándose de su lado. Aquel mismo día Abrahán tomó a su hijo Ismael y a todos los varones que estaban a su servicio —tanto los que habían nacido en su casa como los que había comprado— y circuncidó la carne de sus prepucios, tal como Dios le había ordenado. Abrahán tenía noventa y nueve años cuando circuncidó la carne de su prepucio, y su hijo Ismael tenía trece cuando fue circuncidado. En el mismo día fueron circuncidados Abrahán y su hijo Ismael; y fueron circuncidados con él todos los varones de su casa, tanto los nacidos en ella como los que fueron comprados a extranjeros. Apretaba el calor y estaba Abrahán sentado a la entrada de su tienda, cuando se le apareció el Señor en el encinar de Mambré. Al alzar la vista vio a tres hombres de pie frente a él. Apenas los vio, corrió a su encuentro desde la entrada de la tienda y, postrándose en tierra, dijo: —Señor mío, será para mí un honor que aceptes la hospitalidad que este siervo tuyo te ofrece. Que os traigan un poco de agua para lavar vuestros pies, y luego podréis descansar bajo el árbol. Ya que me habéis honrado con vuestra visita, permitidme que vaya a buscar algo de comer para que repongáis fuerzas antes de seguir vuestro camino. Ellos respondieron: —Bien, haz lo que dices. Abrahán entró corriendo en la tienda donde estaba Sara, y le dijo: —¡Rápido!, toma tres medidas de la mejor harina, amásalas y prepara unas tortas. Después Abrahán fue corriendo a la vacada, tomó un becerro tierno y cebado y se lo dio a su sirviente, que a toda prisa se puso a prepararlo. Cuando el becerro ya estuvo a punto se lo sirvió acompañado de leche y requesón. Mientras comían, Abrahán se quedó de pie junto a ellos, debajo del árbol. Ellos le preguntaron: —¿Dónde está Sara tu mujer? Abrahán respondió: —Ahí, en la tienda. Uno de ellos le dijo: —El año próximo volveré sin falta a visitarte, y para entonces Sara, tu mujer, habrá tenido un hijo. Mientras tanto, Sara estaba escuchando a la entrada de la tienda, a espaldas del que hablaba. Abrahán y Sara ya eran ancianos, entrados en años, y Sara ya no tenía sus períodos menstruales. Por eso Sara no pudo contener la risa al pensar en sus adentros: «¿Ahora que ya estoy seca voy a tener placer con un marido tan viejo?». Pero el Señor dijo a Abrahán: —¿Cómo es que Sara se ha reído pensando que una mujer tan anciana no puede dar a luz? ¿Acaso hay algo imposible para el Señor? El año que viene por estas fechas volveré a visitarte y Sara habrá tenido un hijo. Sara tuvo miedo, y lo negó diciendo: —Yo no me he reído. Pero el Señor le replicó: —Sí que te has reído. Luego aquellos hombres se levantaron y dirigieron la mirada a Sodoma. Abrahán los acompañó para despedirlos. El Señor se decía: «¿Dejaré que Abrahán ignore lo que voy a hacer, toda vez que se ha de convertir en un pueblo grande y poderoso, hasta el punto de que todas las naciones de la tierra serán bendecidas por él? Yo lo he escogido para que enseñe a sus hijos y a su descendencia a mantenerse en el camino del Señor, haciendo lo que es justo y recto, de modo que se cumpla cuanto ha sido prometido a Abrahán». Así que el Señor dijo a Abrahán: —La denuncia contra Sodoma y Gomorra es tan seria y su pecado tan grave, que bajaré a ver si sus acciones se corresponden con la denuncia que contra ellas ha llegado a mí. Si es o no así, lo averiguaré. Los visitantes se fueron de allí y se encaminaron hacia Sodoma, pero Abrahán se quedó de pie delante del Señor. Entonces Abrahán se acercó al Señor y le dijo: —¿De modo que vas a hacer que perezcan juntos el inocente y el culpable? Supongamos que en la ciudad hay cincuenta inocentes. ¿Destruirás ese lugar, en vez de perdonarlo por amor a los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti hacer una cosa así: hacer que mueran inocentes junto con culpables y que tenga el mismo castigo el justo que el malvado! ¡Lejos de ti! ¿El que juzga toda la tierra, no va a hacer justicia? El Señor respondió: —Si encuentro cincuenta inocentes en la ciudad de Sodoma, por ellos perdonaré a toda la ciudad. Replicó Abrahán: —¡Ya sé que es un atrevimiento hablar así a mi Señor, yo que solo soy polvo y ceniza! Pero tal vez falten cinco inocentes para completar los cincuenta; ¿destruirás toda la ciudad si faltan esos cinco? El Señor respondió: —No la destruiré si encuentro allí a cuarenta y cinco inocentes. Abrahán volvió a insistir: —Supongamos que solo se encuentran cuarenta. El Señor respondió: —No lo haré en atención a esos cuarenta. Pero Abrahán volvió a suplicar: —Que mi Señor no se enfade si insisto. Supongamos que quizá no sean más que treinta. El Señor respondió: —No lo haré si encuentro a treinta inocentes. Abrahán siguió insistiendo: —Una vez más me tomo el atrevimiento de dirigirme a mi Señor. Supongamos que se encuentran veinte. El Señor respondió: —Por consideración a esos veinte, no la destruiré. Todavía insistió Abrahán: —¡Que mi Señor no se enfade si insisto por última vez! ¿Y si no son más que diez los inocentes? El Señor respondió: —En atención a los diez, no la destruiré. Cuando acabó de hablar con Abrahán, el Señor se marchó y Abrahán regresó a su tienda. Al caer la tarde los dos mensajeros llegaron a Sodoma. Lot estaba sentado a la puerta de la ciudad. Al verlos se levantó para recibirlos, e inclinándose hasta el suelo, les dijo: —Por favor, señores míos, venid a casa de vuestro siervo, para que paséis en ella la noche y os lavéis los pies. Mañana por la mañana podréis continuar vuestro camino. Pero ellos respondieron: —No; pasaremos la noche en la plaza. Pero Lot insistió tanto que se fueron con él y entraron en su casa. Les preparó comida, coció panes sin levadura y ellos comieron. Aún no se habían acostado, cuando los habitantes de la ciudad de Sodoma se agolparon alrededor de la casa: jóvenes y ancianos, allí estaban todos sin excepción. Y gritaron a Lot: —¿Dónde están los hombres que han entrado esta noche en tu casa? Hazlos salir fuera para que tengamos relaciones sexuales con ellos. Lot salió a la puerta y, después de cerrarla detrás de sí, les dijo: —Hermanos míos, os ruego que no cometáis tal maldad. Tengo dos hijas que aún son vírgenes; voy a traéroslas para que hagáis con ellas lo que queráis, pero no les hagáis nada a estos hombres que están cobijados bajo mi techo. Pero ellos le contestaron: —¡Quítate de ahí! Este individuo que ni siquiera es de aquí quiere ahora dárselas de juez. ¡Pues vamos a tratarte peor que a ellos! Y empujándolo violentamente, trataron de echar abajo la puerta. Pero los visitantes alargaron el brazo, metieron a Lot con ellos en la casa y cerraron la puerta, y a toda aquella gente que estaba agolpada a la puerta de la casa dejaron ciega, desde el más joven al más anciano, de modo que no eran capaces de encontrar la puerta. Los visitantes dijeron a Lot: —¿Tienes más familiares aquí? Saca de este lugar a tus yernos, a tus hijos e hijas, y a todos los familiares que tengas en esta ciudad, porque vamos a destruirla. La denuncia presentada ante el Señor contra ella es tan grave que el Señor nos envía a destruirla. Entonces Lot salió a avisar a sus futuros yernos, los que se habían de casar con sus hijas, y les dijo: —¡Salid de esta ciudad sin perder tiempo, porque el Señor va a destruirla! Pero los yernos pensaron que Lot lo decía en broma. Al amanecer los ángeles urgieron a Lot: —¡Deprisa! Toma a tu mujer y a tus dos hijas que están aquí si no queréis ser aniquilados junto con la ciudad. Pero como Lot titubeaba, los mensajeros los agarraron de la mano, a él, a su mujer y a sus dos hijas, y los sacaron fuera de la ciudad, porque el Señor tuvo compasión de ellos. Y mientras los sacaban fuera de la ciudad, uno de los ángeles le dijo: —¡Corre, ponte a salvo! No mires atrás ni te detengas para nada en el valle. Huye hacia las montañas, si no quieres morir. Pero Lot les dijo: —Eso no, por favor, Señor mío. Tú has protegido a este siervo tuyo y has mostrado tu gran misericordia salvando mi vida, pero yo no puedo huir a las montañas, porque me alcanzaría la desgracia y moriría. Fíjate, por favor, en esa ciudad que está aquí cerca y déjame refugiarme en ella, pues es insignificante —¿no es verdad que lo es?—. Déjame buscar refugio en ella para poner a salvo mi vida. El ángel le respondió: —Está bien, acepto tu petición. No destruiré la ciudad de que me hablas. Pero, ¡anda!, vete allá de una vez, porque no puedo hacer nada mientras no llegues allí. Por eso a aquella ciudad se le dio el nombre de Soar. Amanecía ya cuando Lot llegó a Soar. Entonces el Señor desde el cielo hizo llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra. Y destruyó estas ciudades y toda la llanura, todos los habitantes de las ciudades y la vegetación del campo. En cuanto a la mujer de Lot, quedó convertida en estatua de sal por haber mirado hacia atrás. Abrahán madrugó y volvió al lugar donde había estado hablando con el Señor. Cuando dirigió su mirada hacia Sodoma y Gomorra y toda la región de la llanura, vio un humo que subía de la tierra, como el humo de un horno. Así, cuando Dios destruyó las ciudades de la llanura, arrasando las ciudades donde había vivido Lot, se acordó de Abrahán y libró a Lot de la catástrofe. Después, por miedo a quedarse en Soar, Lot se fue con sus dos hijas a la región montañosa y se quedaron a vivir en una cueva. Un día la hija mayor le dijo a la menor: —Nuestro padre se va haciendo viejo y no han quedado hombres por esta región con quien podamos unirnos, como se hace en todas partes. Ven, demos de beber vino a nuestro padre hasta que esté borracho y luego nos acostaremos con él; así tendremos descendencia de nuestro padre. Aquella misma noche emborracharon a su padre con vino y la mayor se acostó con él, sin que el padre se diera cuenta de lo que pasó en toda la noche. A la mañana siguiente, la mayor dijo a la menor: —Yo ya me acosté anoche con mi padre. Esta noche volvemos a emborracharlo y te acuestas tú con él; así las dos tendremos hijos de nuestro padre. Aquella misma noche volvieron a emborrachar con vino a su padre y, sin que este se diera cuenta, también su hija menor se acostó con él. Así las dos hijas de Lot quedaron embarazadas de su padre. La mayor tuvo un hijo, al que llamó Moab; es el padre de los actuales moabitas. La menor también tuvo un hijo, al que llamó Ben Amí que es el padre de los actuales amonitas. Desde allí Abrahán se dirigió hacia la región del Négueb, estableciéndose entre Cadés y Sur. Mientras vivió en Guerar, cuando Abrahán hablaba de Sara, su mujer, decía que era su hermana. Entonces Abimélec, rey de Guerar, mandó que le trajeran a Sara. Pero aquella noche Abimélec tuvo un sueño, en el que Dios le dijo: —Vas a morir a causa de la mujer que has tomado, porque ella es una mujer casada. Abimélec, que aún no se había acostado con ella, respondió: —Señor, ¿serás capaz de matar a un inocente? Fue él quien me dijo que era su hermana y ella que él era su hermano. Lo hice de buena fe y actuando limpiamente. Dios le replicó en sueños: —Sí, ya sé que lo hiciste de buena fe; por eso no permití que la tocaras, para que no pecaras contra mí. Pero ahora devuélvele la mujer a ese hombre. Él es un profeta, y va a interceder en favor tuyo para que salves tu vida. Pero, si no se la devuelves, ten por seguro que tú y los tuyos moriréis. Abimélec se levantó de madrugada y llamó a todos sus criados. Les contó confidencialmente lo que había soñado, y ellos se asustaron mucho. Después Abimélec llamó a Abrahán y le dijo: —¿Por qué nos has hecho esto? ¿Qué mal te he causado yo para que nos expusieras a mí y a mi reino a cometer un pecado tan grave? Eso que me has hecho no se le hace a nadie. Y añadió: —¿Qué te ha movido a actuar de ese modo? Y Abrahán contestó: —Yo pensé que en esta región nadie respetaría a Dios y que, por tanto, me matarían para quedarse con mi mujer. Aunque es cierto que ella es mi hermana: es hija de mi padre, aunque no de mi madre; y también es mi mujer. Cuando Dios me hizo andar errante, lejos de la casa de mi padre, le pedí a ella que me hiciese el favor de decir en todos los sitios adonde llegásemos que yo era su hermano. Abimélec tomó entonces ovejas y vacas, criados y criadas, se los dio a Abrahán y le devolvió también a Sara, su mujer. Y le dijo: —Ahí tienes mi territorio, establécete donde mejor te parezca. Y a Sara le dijo: —He dado a tu hermano mil siclos de plata, que servirán para defender tu buena fama ante todos los tuyos y restablecer tu reputación. Entonces Abrahán oró a Dios que sanó a Abimélec, a su mujer y a sus concubinas para que de nuevo pudieran tener hijos, porque Dios, a causa de Sara, la mujer de Abrahán, había hecho estériles a todas las mujeres en la casa de Abimélec. El Señor, tal como había dicho, favoreció a Sara y cumplió la promesa que le había hecho. Sara quedó embarazada y, en la fecha predicha por Dios, le dio un hijo al viejo Abrahán. Y el nombre que Abrahán puso al hijo que Sara le dio, fue Isaac. A los ocho días de nacer, Abrahán circuncidó a su hijo Isaac tal como Dios le había mandado. Cien años tenía Abrahán cuando le nació su hijo Isaac. Entonces Sara pensó: —Dios me ha hecho alegrarme, y todos los que sepan que he tenido un hijo, se alegrarán conmigo. Y añadió: —¡Quién le iba a decir a Abrahán que Sara amamantaría hijos! Sin embargo, yo le he dado un hijo, a pesar de su vejez. El niño creció y fue destetado; el día en que lo destetaron Abrahán ofreció un banquete. Un día, Sara vio que el hijo que Abrahán había tenido de la egipcia Agar jugaba con su hijo Isaac; dijo entonces a Abrahán: —¡Echa de aquí a esa esclava y a su hijo! Porque el hijo de esa esclava no va a compartir la herencia con mi hijo Isaac. Esto le dolió mucho a Abrahán, porque Ismael también era hijo suyo. Pero Dios le dijo: —No te angusties por el muchacho ni por tu esclava. Hazle caso a Sara, porque la descendencia que llevará tu nombre será la de Isaac. Pero también del hijo de la esclava haré una gran nación, porque es descendiente tuyo. Al día siguiente, Abrahán se levantó de madrugada, tomó pan y un odre de agua, lo cargó a hombros de Agar y la despidió con el niño. Ella se marchó y anduvo sin rumbo por el desierto de Berseba. Cuando se acabó el agua del odre, dejó al niño bajo un arbusto, se alejó y se sentó a solas a la distancia de un tiro de arco, pues no quería verle morir. Sentada a distancia lloró amargamente. Dios escuchó al niño llorar, y desde el cielo el mensajero de Dios llamó a Agar y le dijo: —¿Qué te pasa, Agar? No temas, pues Dios ha escuchado los sollozos del niño que está ahí. ¡Anda, vete a donde está el muchacho y agárralo con fuerza de la mano, porque yo haré de él una gran nación! Entonces Dios le abrió a Agar los ojos y vio un pozo de agua. Enseguida fue allá, llenó el odre y dio de beber al niño. Dios protegió al niño, y este fue creciendo. Vivía en el desierto y era un buen tirador de arco; habitó en el desierto de Parán y su madre lo casó con una mujer egipcia. En aquel tiempo Abimélec, acompañado de Picol, jefe de su ejército, dijo a Abrahán: —Dios está contigo en todo lo que haces. Por tanto, júrame por Dios, aquí mismo, que no me traicionarás ni a mí, ni a mis hijos, ni a mis parientes, sino que me tratarás a mí y al país que te ha acogido con la misma lealtad que yo te he mostrado. Abrahán respondió: —Te lo juro. Pero Abrahán llamó la atención a Abimélec por causa de un pozo de agua del cual los siervos de Abimélec se habían apropiado por la fuerza. Y Abimélec le dijo: —No tengo idea de quién pudo haber hecho esto. Yo no sabía nada de esto y tampoco tú me habías dicho nada. Entonces Abrahán tomó algunas ovejas y vacas, se las dio a Abimélec y los dos hicieron una alianza. Después Abrahán apartó siete corderas del rebaño, por lo que Abimélec le preguntó: —¿Para qué has apartado estas siete corderas? Abrahán le respondió: —Para que estas siete corderas que hoy te regalo sirvan de testimonio de que yo cavé este pozo. Por esa razón, aquel lugar se llamó Berseba, pues allí los dos hicieron un juramento. Una vez sellada la alianza en Berseba, Abimélec en compañía de Picol, el jefe de su ejército, regresó al país de los filisteos. Allí, en Berseba, Abrahán plantó un tamarisco, y en ese lugar invocó el nombre del Señor, el Dios eterno. Durante mucho tiempo Abrahán habitó en el país de los filisteos. Después de estos hechos, Dios quiso poner a prueba a Abrahán; así que lo llamó: —¡Abrahán! Respondió Abrahán: —Aquí estoy. Y Dios le dijo: —Toma a tu hijo, el único que tienes y al que tanto amas, a Isaac, dirígete a la región de Moriá y, una vez allí, ofrécemelo en holocausto, en un monte que yo te indicaré. Al día siguiente, de madrugada, Abrahán se levantó y ensilló su asno; cortó leña para el holocausto y, en compañía de dos siervos y de Isaac, se dirigió al lugar que Dios le había indicado. Al tercer día, Abrahán alzó los ojos y divisó el sitio a lo lejos. Entonces dijo a sus siervos: —Vosotros quedaos aquí con el asno. El muchacho y yo seguiremos adelante para adorar a Dios; luego regresaremos con vosotros. Abrahán tomó la leña del holocausto y se la cargó a su hijo Isaac, mientras él llevaba el cuchillo y el fuego. Y los dos siguieron caminando juntos. Isaac dijo a Abrahán, su padre: —¡Padre! Abrahán respondió: —Dime, hijo mío. Dijo Isaac: —Tenemos el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto? Abrahán respondió: —Hijo mío, Dios proveerá el cordero para el holocausto. Y continuaron caminando juntos. Una vez llegaron al lugar que Dios había indicado, Abrahán erigió un altar, preparó la leña y después ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar encima de la leña. Pero cuando Abrahán alargó la mano para tomar el cuchillo con el que degollar a su hijo, el mensajero del Señor le gritó desde el cielo: —¡Abrahán! ¡Abrahán! Él respondió: —Aquí estoy. El mensajero le dijo: —No pongas tu mano sobre el muchacho ni le hagas ningún daño. Ahora sé que obedeces a Dios y ni siquiera te has negado a darme a tu único hijo. Al levantar la vista, Abrahán vio un carnero enredado por los cuernos en los matorrales. Fue entonces, tomó el carnero y lo ofreció en holocausto en sustitución de su hijo. A ese lugar Abrahán le puso el nombre de: «El Señor proveerá», y por eso hasta el día de hoy se dice: «Es el monte donde el Señor provee». El mensajero del Señor llamó por segunda vez a Abrahán desde el cielo, y le dijo: —Juro por mí mismo, dice el Señor, que por haber hecho esto y no haberme negado a tu único hijo, te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las ciudades de sus enemigos y, puesto que me has obedecido, todas las naciones de la tierra serán bendecidas por medio de tu descendencia. Después Abrahán regresó al lugar donde estaban sus criados y partieron juntos hacia Berseba, donde Abrahán se quedó a vivir. Algún tiempo más tarde, Abrahán recibió la noticia de que su hermano Najor también había tenido hijos de Milcá. Su primogénito fue Uz; luego nació su hermano Buz, y luego Camuel, padre de Aram. Después siguieron Quésed, Jazó, Pildás, Jidlaf y Betuel. Betuel fue el padre de Rebeca. Estos fueron los ocho hijos que Milcá dio a Najor, hermano de Abrahán. Además Najor también tuvo hijos con una concubina suya llamada Reumá. Ellos fueron: Tebaj, Gaján, Tajás y Maacá. Sara vivió ciento veintisiete años, y murió en Quiriat Arbá, es decir, en la ciudad de Hebrón, en la tierra de Canaán. Abrahán fue a llorar a su mujer y a hacer duelo por ella. Luego salió de donde estaba el cadáver de Sara y fue a proponer a los hititas lo siguiente: —Aunque soy un forastero, un extranjero entre vosotros, vendedme una sepultura en propiedad dentro de vuestro territorio para poder enterrar a mi mujer difunta. Los hititas le respondieron: —¡Escúchanos, señor! Nosotros te consideramos un hombre distinguido por Dios. Sepulta a tu mujer difunta en el mejor de nuestros sepulcros. Ninguno de nosotros te negará su sepulcro para que la entierres. Puesto en pie, Abrahán hizo una reverencia ante los hititas, los pobladores del país; y les dijo: —Si es vuestra voluntad que entierre aquí a mi mujer difunta, os ruego que intercedáis por mí ante Efrón, el hijo de Sojar, para que me venda la cueva de Macpelá, que se encuentra en el extremo de su campo. Yo le pagaré lo que vale, y así tendré una sepultura en propiedad dentro de vuestro territorio. Como Efrón, el hitita, estaba allí, entre ellos, contestó a Abrahán delante de sus paisanos hititas y de todos los que estaban reunidos a la puerta de la ciudad: —No, señor mío, escúchame bien: te regalo el campo y también la cueva que está en él. Mis paisanos son testigos de que yo te lo regalo. Entierra allí a tu difunta mujer. Pero Abrahán hizo otra reverencia a los habitantes del lugar y, teniéndolos por testigos, dijo a Efrón: —Escúchame, por favor: Yo te pago el precio del campo. Acéptalo para que yo entierre allí a mi difunta mujer. A lo que Efrón respondió: —Escúchame, señor mío: ¿qué es para ti o para mí un terreno que vale cuatrocientos siclos de plata? Anda, entierra a tu difunta mujer. Abrahán cerró el acuerdo con Efrón y le pagó el precio convenido en presencia de los hititas: cuatrocientos siclos de plata de uso corriente entre los comerciantes. Así fue como el campo de Efrón que estaba en Macpelá, frente a Mambré, junto con la cueva y todos los árboles frutales que estaban dentro de sus límites, pasaron a ser propiedad de Abrahán, teniendo por testigos a los hititas y a todos los que asistieron al trato en la puerta de la ciudad. Después de esto, Abrahán enterró a Sara en la cueva del campo de Macpelá, frente a Mambré, es decir, en Hebrón, en la tierra de Canaán. De esta manera, los hititas cedieron a Abrahán, como sepultura en propiedad, tanto el campo como la cueva ubicada en él. Abrahán era un anciano muy entrado en años, y el Señor le había bendecido en todo. Un día llamó al criado más antiguo de su casa, el que le administraba todos los bienes, y le dijo: —Pon tu mano bajo mi muslo y júrame por el Señor, el Dios del cielo y de la tierra, que no dejarás que mi hijo se case con una mujer de este país de Canaán, donde yo habito, sino que irás a mi tierra, donde vive mi familia, y allí buscarás esposa para mi hijo Isaac. El criado le respondió: —¿Qué he de hacer si la mujer me dice que no quiere venir conmigo a esta tierra? ¿Tendré entonces que llevar a tu hijo a la tierra de donde saliste? Abrahán le respondió: —¡De ningún modo lleves a mi hijo allá! El Señor, Dios del cielo, que me sacó de la casa de mi padre y de mi país de origen, que habló conmigo y juró dar esta tierra a mi descendencia, enviará su mensajero delante de ti para que tomes allí esposa para mi hijo. Si la mujer no quiere venir contigo, quedarás libre de este juramento; pero ¡de ninguna manera lleves allá a mi hijo! Entonces el criado puso la mano bajo el muslo de su amo y le juró que cumpliría con este encargo. Luego tomó diez de los camellos de su amo y, llevando consigo toda clase de regalos de su amo, se encaminó a Aram Najaráin, a la ciudad de Najor. Cuando el criado llegó a las afueras de la ciudad, hizo arrodillar a los camellos junto a un pozo de agua. La tarde ya estaba cayendo y ese era el momento en que las aguadoras salían en busca de agua. Así que oró diciendo: —Señor, Dios de mi amo Abrahán, haz que me vaya bien en este día y muéstrate bondadoso con mi amo Abrahán. Yo estaré aquí, junto a esta fuente, mientras las muchachas de esta ciudad salen a por agua. La muchacha a quien yo diga: «por favor, inclina tu cántaro para que pueda beber», y ella me responda: «Bebe, y también voy a dar de beber a tus camellos», esa será la que tú has destinado para tu siervo Isaac. Así podré estar seguro de que has sido bondadoso con mi amo. Aún no había terminado de orar, cuando Rebeca, la hija de Betuel, hijo de Milcá y de Najor, hermano de Abrahán, salía con su cántaro al hombro. La muchacha era muy bella y, además, era virgen pues no había tenido relaciones sexuales con ningún hombre. Bajó a la fuente, llenó el cántaro y ya regresaba cuando el criado de Abrahán corrió a su encuentro y le dijo: —Por favor, déjame beber un poco de agua de tu cántaro. Ella respondió: —Bebe, señor mío. Y enseguida bajó su cántaro y, sosteniéndolo entre sus manos, le dio de beber. Cuando el criado acabó de beber, Rebeca le dijo: —Traeré agua también para que tus camellos beban toda la que quieran. Vació, pues, rápidamente su cántaro en el abrevadero, corrió a sacar más agua del pozo y trajo para todos los camellos. El hombre, mientras tanto, la miraba en silencio, preguntándose si el Señor había dado o no éxito a su viaje. Cuando los camellos terminaron de beber, el hombre tomó un anillo de oro que pesaba unos seis gramos, y dos brazaletes de oro que pesaban algo más de cien gramos para las muñecas de la muchacha, y le dijo: —Dime de quién eres hija y si habrá sitio en la casa de tu padre para pasar la noche. Ella respondió: —Soy hija de Betuel, el hijo de Milcá y de Najor. Y añadió: —En nuestra casa hay paja y forraje en abundancia, y también hay sitio para pasar la noche. Entonces el hombre se arrodilló y adoró al Señor, diciendo: —¡Bendito sea el Señor, el Dios de mi amo Abrahán, que no ha dejado de manifestar con mi amo su amor y su fidelidad guiando mis pasos hasta la casa de sus parientes! La muchacha corrió a casa a contárselo todo a su madre. Y le dijo: —Ven, bendito del Señor, no te quedes ahí fuera. Ya he preparado alojamiento y un lugar para los camellos. El hombre entró en la casa. Enseguida Labán desaparejó los camellos, les dio agua y forraje, y llevó agua para que el criado de Abrahán y sus acompañantes lavaran sus pies. Cuando le ofrecieron de comer, el criado dijo: —No probaré bocado hasta que no diga lo que tengo que decir. Labán le dijo: —Habla. Y él dijo: —Soy criado de Abrahán. El Señor ha bendecido mucho a mi amo y lo ha colmado de riquezas; le ha dado ovejas y vacas, oro y plata, criados y criadas, camellos y asnos. Y Sara, su mujer, siendo ya anciana, le ha dado un hijo que lo heredará todo. Mi amo me hizo jurar, diciendo: «No busques esposa para mi hijo de entre las hijas de los cananeos en cuya tierra habito, sino que irás a la casa de mi padre y escogerás a una que sea de mi clan». Y yo pregunté a mi amo: «¿Y si la mujer no quiere venir conmigo?». Entonces él me contestó: «Yo no me he apartado del camino del Señor. Por tanto él enviará a su ángel para que te guíe y dé éxito a tu viaje encontrando una esposa para mi hijo en casa de mi padre; una que sea de mi clan. Solo quedarás libre del juramento que me haces si, aunque vayas adonde vive mi clan, ellos no te conceden a la muchacha». Cuando hoy llegué a la fuente, dije: «Señor, Dios de mi amo Abrahán, si es tu voluntad, lleva a feliz término la misión que he venido a realizar. Yo me pondré junto a la fuente y pediré a la muchacha que venga a sacar agua, que me deje beber un poco de agua de su cántaro. Si ella me responde: “Bebe, y también sacaré agua para tus camellos”, sabré que ella es la que tú, Señor, has escogido para el hijo de mi amo». Todavía no había yo terminado de orar, cuando salía Rebeca con el cántaro al hombro; bajó a la fuente, sacó agua, y yo le dije: «Dame de beber, por favor». Ella bajó enseguida su cántaro y me dijo: «Bebe, y también daré de beber a tus camellos». Yo bebí y ella abrevó mis camellos. Luego le pregunté: «¿De quién eres hija?». Y ella respondió: «Soy hija de Betuel, el hijo de Milcá y de Najor». Entonces le puse el anillo en la nariz y los brazaletes en los brazos. Luego me incliné para adorar al Señor y bendije al Señor, Dios de mi amo Abrahán, por haberme guiado por el buen camino para llevar la hija de su pariente al hijo de mi amo. Ahora pues, decidme si vais a mostrar lealtad y fidelidad a mi amo; y si no, decídmelo también, para que pueda actuar en consecuencia. Entonces Labán y Betuel le respondieron: —Esto es cosa del Señor, y no nos corresponde a nosotros decir si está bien o está mal. Aquí tienes a Rebeca; tómala y vete; que sea la mujer del hijo de tu amo, tal como el Señor ha dispuesto. Cuando el criado de Abrahán escuchó estas palabras, se postró en tierra ante el Señor. Después sacó joyas de oro y plata, además de vestidos, y se lo dio todo a Rebeca. Y también entregó regalos a su hermano y a su madre. Después, el criado y sus acompañantes comieron y bebieron, y pasaron allí la noche. A la mañana siguiente, cuando se levantaron, el criado de Abrahán dijo: —Permitidme que regrese con mi amo. Pero el hermano y la madre de Rebeca le respondieron: —Deja que la muchacha se quede con nosotros unos diez días. Luego puede irse contigo. Pero el criado insistió: —Ya que el Señor ha dado éxito a mi viaje, no me entretengáis; dejadme regresar con mi amo. Ellos dijeron: —Llamemos a la muchacha y que ella decida. Así que llamaron a Rebeca y le preguntaron: —¿Quieres irte con este hombre? Ella respondió: —Sí. Entonces dejaron marchar a Rebeca y a su nodriza con el criado de Abrahán y sus acompañantes. Y bendijeron a Rebeca con estas palabras: Tú eres nuestra hermana; sé madre de miles y miles, y que tus descendientes conquisten las ciudades enemigas. Después Rebeca y sus criadas se dispusieron para el viaje, montaron en los camellos y siguieron al hombre. Así fue como el criado de Abrahán marchó de allí llevando consigo a Rebeca. Mientras tanto, Isaac había vuelto del pozo de Lajay Roí y estaba viviendo en la región del Négueb. Un atardecer Isaac salió a dar un paseo por el campo y de pronto vio que se acercaba una caravana de camellos. También Rebeca miró y, al ver a Isaac, bajó del camello y le preguntó al criado: —¿Quién es ese hombre que viene por el campo a nuestro encuentro? El criado respondió: —Es mi amo. Entonces Rebeca se cubrió [el rostro] con un velo. El criado le contó a Isaac todo lo que había hecho. Isaac hizo entrar a Rebeca en la tienda que había sido de Sara, su madre. Tomó a Rebeca por esposa y con su amor se consoló de la muerte de su madre. Abrahán tomó después otra mujer, llamada Queturá. Los hijos que tuvo con ella fueron: Zimrán, Joxán, Medán, Madián, Jisboc y Suaj. Joxán engendró a Sabá y a Dedán. Los descendientes de Dedán fueron los asuríes, los litusíes y los leumíes. Los hijos de Madián fueron Efá, Efer, Janoc, Abidá y Eldaá. Todos estos fueron los descendientes de Queturá. Abrahán legó todos sus bienes a Isaac. También hizo regalos a los hijos de sus otras concubinas, pero antes de morir, los apartó de su hijo Isaac, enviándolos hacia el este, a las tierras del oriente. Abrahán vivió ciento setenta y cinco años. Expiró tras una feliz vejez y, colmado de años, fue a reunirse con sus antepasados. Sus hijos, Isaac e Ismael, lo enterraron en la cueva de Macpelá, en el campo de Efrón, hijo de Sojar, el hitita, enfrente de Mambré. Abrahán había comprado ese campo a los hititas, y allí fueron enterrados Abrahán y Sara, su mujer. Después de la muerte de Abrahán, Dios bendijo a su hijo Isaac, quien se quedó a vivir cerca del pozo de Lajay Roí. Estos son los descendientes de Ismael, el hijo de Abrahán y de Agar, la esclava egipcia de Sara. Los nombres de los hijos de Ismael por orden de nacimiento son: el primogénito fue Nebayot; después Quedar, Adbel, Mibsán, Mismá, Dumá, Masá, Adad, Temá, Jetur, Nafís y Quedmá. Estos son los nombres de los doce hijos de Ismael, y con esos mismos nombres se conocieron sus propios territorios y campamentos. Cada uno era jefe de su propio clan. Ismael vivió ciento treinta y siete años al cabo de los cuales expiró y fue a reunirse con sus antepasados. Sus descendientes se establecieron en la región que está entre Javilá y Sur, cerca de Egipto, en la ruta de Asour. Ismael murió estando presentes todos sus hermanos. Esta es la historia de Isaac, hijo de Abrahán. Abrahán engendró a Isaac. Isaac tenía cuarenta años cuando se casó con Rebeca, hija de Betuel, arameo de Parán Aram, y hermana de Labán, también arameo. Isaac suplicó al Señor por su mujer, porque era estéril. El Señor oyó su oración y ella quedó embarazada. Pero los hijos que esperaba se peleaban dentro de su vientre, así que Rebeca se dijo: —Si esto va a seguir así, ¿para qué vivir? Entonces fue a consultar al Señor, y el Señor le respondió: —Dos naciones hay en tu vientre; dos pueblos separados desde tus entrañas; uno será más fuerte que el otro, el mayor servirá al menor. Cuando llegó el momento del parto, resultó que había mellizos en su vientre. Salió primero uno, pelirrojo y todo él velludo como un manto peludo; así que lo llamaron Esaú. Detrás salió su hermano, agarrado con una mano al talón de Esaú. A este lo llamaron Jacob. Cuando nacieron, Isaac tenía sesenta años. Los niños crecieron y Esaú se convirtió en un diestro cazador, que prefería vivir en el campo, mientras que Jacob era un hombre tranquilo, apegado a la vida sedentaria. Isaac tenía preferencia por Esaú, porque le gustaba comer de lo que él cazaba, mientras que Rebeca se inclinaba por Jacob. Cierto día, Jacob estaba guisando un potaje, cuando Esaú llegó muy cansado del campo, y le dijo: —¡Tengo hambre, dame de comer de ese guiso rojo! (Por eso a Esaú también se le conoce como Edom). Jacob respondió: —Solo si me vendes ahora mismo tus derechos de primogenitura. Esaú dijo: —Estoy que me muero de hambre. ¿Qué me importan a mí los derechos de primogenitura? Jacob insistió: —Júramelo antes. Esaú se lo juró, y de ese modo le vendió a Jacob sus derechos de primogénito. Entonces Jacob sirvió a Esaú pan y el potaje de lentejas. Esaú comió, bebió, se levantó y se fue. Así fue como Esaú malvendió sus derechos de primogénito. Por aquel tiempo la región volvió a sufrir hambruna —aparte de la que había padecido anteriormente, en los días de Abrahán—. Por eso Isaac se dirigió a Guerar, donde residía Abimélec, rey de los filisteos. El Señor se le apareció y le dijo: —No bajes a Egipto. Quédate en la tierra que yo te indique. Reside en esta tierra y yo estaré contigo y te bendeciré; porque a ti y a tu descendencia os he de dar todas estas tierras. Así cumpliré el juramento que le hice a tu padre Abrahán. Haré que tu descendencia sea tan numerosa como las estrellas del cielo y te daré todas estas tierras, y todas las naciones de la tierra serán bendecidas por medio de tu descendencia, ya que Abrahán me obedeció y guardó mis preceptos y mandamientos, mis normas y leyes. Isaac se quedó a vivir en Guerar. Y cuando los lugareños le preguntaban si Rebeca era su mujer, él respondía que era su hermana, pues no se atrevía a decirles que era su mujer, no fueran a matarlo por causa de la belleza de Rebeca. La estancia de Isaac en aquel lugar se fue dilatando, y un día Abimélec, rey de los filisteos, mirando por la ventana vio a Isaac acariciando a Rebeca, su mujer. Entonces Abimélec mandó llamar a Isaac y le dijo: —¡Así que Rebeca es tu mujer! ¿Por qué dijiste que era tu hermana? Isaac le respondió: —Yo pensé que tal vez me matarían por causa de ella. Abimélec le dijo: —¿Cómo se te ha ocurrido hacernos esto? Poco ha faltado para que alguno del pueblo se hubiera acostado con tu mujer, y nos hicieses a todos culpables. Y Abimélec ordenó a todo el pueblo: —Quien moleste a este hombre o a su mujer, será condenado a muerte. Isaac sembró en aquella tierra, y ese año cosechó el céntuplo, porque el Señor lo bendijo. Así Isaac se fue enriqueciendo cada vez más, hasta que llegó a ser muy rico. Llegó a tener tantas ovejas y vacas y tantos sirvientes, que los filisteos acabaron envidiándole, y cegaron con tierra todos los pozos que los criados de su padre Abrahán habían cavado, cuando este aún vivía. Entonces Abimélec dijo a Isaac: —¡Apártate de nosotros, porque te has hecho más poderoso que nosotros! Isaac se fue de allí y montó su campamento en el valle de Guerar, donde se estableció. Abrió nuevamente los pozos de agua que habían sido cavados en tiempos de su padre Abrahán y que los filisteos habían cegado después de su muerte, y les puso los mismos nombres que su padre les había dado. Un día, los criados de Isaac, cavando un pozo en el valle, dieron con un manantial. Pero los pastores de Guerar se pusieron a discutir con los pastores de Isaac diciendo: —Esta agua es nuestra. Por eso Isaac llamó al pozo Esec —es decir, «Pelea»—, porque habían peleado por él. Después cavaron otro pozo, y volvieron a discutir por él; por eso Isaac lo llamó Sitná —es decir, «Discusión». Entonces Isaac se fue de allí y volvió a cavar otro pozo, pero esta vez ya no hubo disputas por él. A este pozo lo llamó Rejobot —es decir, «Espacios abiertos»—, pues se dijo: «El Señor nos ha dado espacios abiertos para que prosperemos en esta región». De allí Isaac se dirigió a Berseba. Y aquella misma noche el Señor se le apareció y le dijo: Yo soy el Dios de tu padre Abrahán. No temas, porque yo estoy contigo. Te bendeciré y multiplicaré tu descendencia, por amor a mi siervo Abrahán. Allí Isaac erigió un altar e invocó el nombre del Señor. Montó allí su tienda, y sus criados cavaron otro pozo. Cierto día, Abimélec fue a visitar a Isaac desde Guerar. Llegó acompañado de su amigo Ajuzat y de Picol, el jefe de su ejército. Isaac les preguntó: —¿Por qué venís a visitarme, si me odiáis y hasta me habéis echado de vuestra tierra? Ellos respondieron: —Nos hemos dado cuenta de que el Señor está contigo y queremos proponerte sellar entre nosotros una alianza con juramento. Jura que no nos harás ningún daño, pues nosotros no te hicimos mal, al contrario, siempre te tratamos bien y te despedimos en forma amistosa. Tú eres ahora el bendito del Señor. Isaac les ofreció un banquete y ellos comieron y bebieron. Al día siguiente se levantaron de madrugada y se hicieron mutuo juramento. Luego Isaac los despidió, y ellos se marcharon como amigos. Aquel mismo día los criados de Isaac vinieron a darle noticias del pozo que estaban cavando, y le dijeron: —Hemos encontrado agua. Isaac le puso el nombre de Sebá —es decir, «Juramento»—. Por eso la ciudad se llama hasta el día de hoy Berseba —es decir, «Pozo del Juramento». Cuando Esaú tenía cuarenta años tomó por mujer a Judit, hija de Beerí el hitita, y a Besemat, hija de otro hitita llamado Elón. Estas dos mujeres trajeron muchos disgustos a Isaac y a Rebeca. Isaac era ya anciano y sus ojos se habían nublado tanto que ya no veía. Entonces llamó a Esaú, su hijo mayor, y le dijo: —¡Hijo mío! Él respondió: —Aquí estoy. Continuó Isaac: —Como ves, ya soy un anciano y cualquier día me puedo morir. Quiero que vayas al monte con tu arco y tus flechas y me traigas algo de caza. Después me lo guisas como a mí me gusta y me lo traes para que me lo coma, pues deseo darte mi bendición antes de morir. Pero Rebeca había estado escuchando lo que Isaac le decía a su hijo Esaú y, en cuanto este salió al monte a cazar algo para su padre, ella llamó a su hijo Jacob y le dijo: —Según acabo de escuchar, tu padre le ha pedido a tu hermano Esaú que cace un animal y se lo traiga para hacerle un guiso como a él le gusta, y después le dará su bendición delante del Señor antes de morir. Así que ahora, hijo mío, haz lo que te mando. Vete al rebaño y tráeme dos de los mejores cabritos. Yo prepararé a tu padre un guiso como a él le gusta y tú se lo llevarás para que coma; y así te dará su bendición antes de morir. Pero Jacob replicó a Rebeca, su madre: —Sabes que mi hermano Esaú es velludo y yo soy lampiño. Si resulta que mi padre llega a palparme y descubre que soy un impostor, me acarrearé maldición en lugar de bendición. Su madre le dijo: —Caiga sobre mí esa maldición, hijo mío. Tú haz lo que te digo y tráeme esos cabritos. Jacob fue en busca de los cabritos, se los llevó a su madre y ella preparó el guiso como a su padre le gustaba. Después Rebeca tomó la ropa de su hijo mayor Esaú, el mejor vestido que guardaba en casa, y se lo vistió a Jacob, su hijo menor. Con la piel de los cabritos le cubrió las manos y la parte lampiña del cuello, y puso en las manos de su hijo Jacob el guiso y el pan que había preparado. Jacob entró adonde estaba su padre y le dijo: —¡Padre! Isaac respondió: —Aquí estoy. ¿Quién eres tú, hijo mío? Jacob dijo: —Soy Esaú, tu primogénito. Ya hice lo que me pediste. Ven, incorpórate para comer de lo que he cazado, y después me darás tu bendición. Isaac dijo a su hijo: —¡Qué pronto has encontrado caza! Jacob respondió: —El Señor tu Dios me la puso al alcance. Pero Isaac le dijo: —Acércate, hijo mío, deja que te palpe para saber si de veras eres o no mi hijo Esaú. Y Jacob se acercó a Isaac, su padre, que palpándolo dijo: —La voz es la de Jacob, pero las manos son de Esaú. Así que no lo reconoció porque sus manos eran velludas como las de su hermano Esaú. Ya se disponía a bendecirlo cuando volvió a preguntarle: —¿Eres tú de verdad mi hijo Esaú? Jacob contestó: —Lo soy. Entonces su padre le dijo: —Sírveme de lo que has cazado, hijo mío, para que coma, y te daré mi bendición. Jacob sirvió de comer a su padre, y comió; también le sirvió vino, y bebió. Después Isaac, su padre, le dijo: —Acércate ahora, hijo mío, y bésame. Cuando Jacob se acercó para besarlo, Isaac le olió la ropa. Entonces lo bendijo con estas palabras: «El aroma de mi hijo es como el aroma de un campo que el Señor ha bendecido. Que Dios te conceda del cielo el rocío, y de la tierra una abundante cosecha de vino y de trigo. Que tengas pueblos por vasallos y naciones se inclinen ante ti. Que seas señor de tus hermanos y ante ti se postren los hijos de tu madre. ¡Maldito sea quien te maldiga, y quien te bendiga, bendito sea!». Apenas había terminado Isaac de bendecir a Jacob y de salir este de donde estaba su padre, cuando volvió de cazar Esaú, su hermano. Preparó también Esaú un guiso, se lo llevó a su padre y le dijo: —Levántate, padre, come de esto que ha cazado tu hijo y dame tu bendición. Su padre Isaac le preguntó: —¿Quién eres tú? Él respondió: —Soy Esaú, tu hijo primogénito. Isaac se estremeció sobremanera y exclamó: —Entonces ¿quién es el que fue a cazar y me lo trajo y comí de todo antes de que tú llegaras? Le di mi bendición, y bendecido quedará. Al oír Esaú las palabras de su padre, lanzó un grito atroz, lleno de amargura, y le suplicó: —¡Dame tu bendición a mí también, padre! Pero Isaac le respondió: —Ha venido tu hermano con engaños y te ha robado tu bendición. Esaú exclamó: —¡Con razón le pusieron el nombre de Jacob! Ya van dos veces que me ha hecho trampa; primero me quitó mi primogenitura, y ahora me ha arrebatado mi bendición. ¿No te queda otra bendición para mí? Isaac le respondió: —Mira, lo he puesto por señor tuyo y he declarado siervos suyos a todos sus hermanos. Le he provisto de vino y trigo, ¿qué puedo hacer ya por ti, hijo mío? Pero Esaú insistió: —¿Es que solo tienes una bendición, padre? ¡Bendíceme también a mí, padre mío! Y Esaú se puso a llorar y a dar grandes gritos. Entonces Isaac, su padre, le dijo: Vivirás lejos de la tierra fértil, lejos del rocío del cielo. Vivirás de tu espada y a tu hermano servirás. Pero cuando te rebeles, lograrás quitar su yugo de tu cuello. Desde entonces Esaú guardó un profundo rencor hacia su hermano por la bendición que le había dado su padre, y se decía: «No está lejos el día en que hagamos duelo por la muerte de mi padre; después de eso, mataré a mi hermano Jacob». Alguien contó a Rebeca lo que Esaú, su hijo mayor, estaba tramando; así que mandó llamar a Jacob, el hijo menor, y le dijo: —Mira, tu hermano Esaú quiere matarte para vengarse de ti. Créeme, hijo mío, debes huir enseguida a Jarán, a casa de mi hermano Labán. Quédate con él por algún tiempo, hasta que se apacigüe la furia de tu hermano. Cuando ya se haya calmado y olvide lo que le has hecho, entonces te mandaré aviso para que vuelvas. ¡No quiero perderos a los dos el mismo día! Luego Rebeca dijo a Isaac: —Estas nueras hititas me están amargando la vida. Como Jacob se case también con una de esas hititas, con una nativa de este país, ¡más me valdría morir! Isaac llamó a Jacob, lo bendijo y le ordenó: —No te cases con una mujer cananea. Vete ahora mismo a Parán Aram, a casa de Betuel, tu abuelo materno, y cásate allí con una de las hijas de tu tío Labán. Que el Todopoderoso te bendiga y te haga crecer y multiplicarte hasta llegar a ser una muchedumbre de tribus. Que él te conceda la bendición de Abrahán a ti y a tus descendientes, y llegues a poseer la tierra en la que vives como extranjero, la que Dios entregó a Abrahán. Isaac, pues, despidió a Jacob, y este se fue a Parán Aram, a casa de Labán, hijo del arameo Betuel y hermano de Rebeca, la madre de Jacob y Esaú. Esaú había visto cómo Isaac bendecía a Jacob y lo había enviado a Parán Aram para que buscara allí esposa; vio también cómo, al bendecirlo, le había pedido que no se casase con una mujer cananea, por lo que Jacob, obedeciendo a sus padres, había partido hacia Parán Aram. Comprendió, pues, Esaú que las mujeres cananeas desagradaban a su padre Isaac; así que se dirigió a territorio ismaelita y, aunque tenía otras esposas [cananeas], se casó con Majalat, hija de Ismael —el hijo de Abrahán— y hermana de Nebayot. Jacob partió de Berseba y se dirigió a Jarán. Cuando el sol se puso, se detuvo a pasar la noche en el lugar donde estaba. Tomó una piedra de las que había por allí, se la puso de cabezal y se acostó en aquel lugar. Y tuvo un sueño: vio una escalinata que, apoyada en tierra, alcanzaba el cielo por el otro extremo. Por ella subían y bajaban los ángeles de Dios. El Señor estaba en pie sobre ella y le decía: —Yo soy el Señor, el Dios de tu abuelo Abrahán y el Dios de Isaac; yo te daré a ti y a tu descendencia la tierra sobre la que estás acostado. Tu descendencia será tan numerosa como el polvo de la tierra: te extenderás a oriente y a occidente, al norte y al sur. Por ti y tu descendencia todos los pueblos de la tierra serán benditos. Yo estoy contigo; te protegeré adondequiera que vayas y te traeré de vuelta a esta tierra, porque no te abandonaré hasta que haya cumplido lo que te he prometido. Al despertar Jacob de su sueño, pensó: —¡Realmente el Señor está en este lugar, y yo no lo sabía! Y añadió aterrorizado: —¡Qué lugar más temible es este! ¡Es nada menos que la casa de Dios y la puerta del cielo! A la mañana siguiente Jacob se levantó temprano, tomó la piedra que había usado de cabezal, la erigió como piedra votiva y la consagró ungiéndola con aceite. Y llamó a aquel lugar Betel —es decir, Casa de Dios—. El nombre que anteriormente tenía la ciudad era Luz, pero Jacob le cambió este nombre por el de Betel. Después Jacob hizo esta promesa: —Si Dios me acompaña y me protege en este viaje que acabo de emprender, si me proporciona alimento para sustentarme y vestido con que cubrirme, y si regreso sano y salvo a la casa de mi padre, entonces el Señor será mi Dios, esta piedra votiva que he erigido será casa de Dios y le daré el diezmo de todo lo que me dé. Jacob continuó su viaje y llegó a territorio de los orientales. Vio entonces en medio del campo un pozo, junto al cual reposaban tres rebaños de ovejas, porque los ganados solían abrevar en él. La boca del pozo estaba tapada por una gran piedra que los pastores corrían cuando todos los rebaños se juntaban allí y que, una vez abrevado el ganado, volvían a colocar sobre el brocal del pozo. Jacob preguntó a los pastores: —¿De dónde sois, amigos míos? Ellos respondieron: —Somos de Jarán. Jacob volvió a preguntar: —¿Conocéis a Labán, el hijo de Najor? Ellos contestaron: —Sí, lo conocemos. Siguió preguntando Jacob: —¿Qué tal está? Ellos contestaron: —Está bien. Mira, por ahí viene su hija Raquel con las ovejas. Entonces Jacob les dijo: —Quedan muchas horas de luz y no es aún el momento de recoger el ganado. Abrevad, pues, las ovejas y llevadlas a pastar. Y ellos respondieron: —No podemos hacer eso hasta que no lleguen todos los rebaños y se retire la piedra que está sobre el brocal del pozo; solamente entonces podremos abrevar las ovejas. Mientras Jacob hablaba con ellos, llegó Raquel con las ovejas de su padre, que ella misma pastoreaba. Cuando Jacob vio a Raquel, hija de su tío materno Labán, con las ovejas de este, quitó la piedra que tapaba el brocal del pozo y abrevó las ovejas de su tío Labán. Luego saludó a Raquel con un beso y rompió a llorar. Cuando Jacob le explicó a Raquel que él era hijo de Rebeca y sobrino de Labán, ella salió corriendo a dar la noticia a su padre. Al oír Labán las noticias acerca de su sobrino Jacob, salió a su encuentro y, entre abrazos y besos, lo llevó a su casa. Y cuando Jacob le contó todo lo que había sucedido, Labán le dijo: —¡No cabe duda de que perteneces a mi familia! Jacob se quedó con Labán durante un mes. Un día, Labán dijo a Jacob: —Tú eres pariente mío, pero no por eso has de trabajar gratis para mí. Dime qué salario quieres que te pague. Labán tenía dos hijas. La mayor se llamaba Lía y la menor Raquel. Lía tenía unos ojos apagados; Raquel, en cambio, era hermosa de los pies a la cabeza. Como Jacob se había enamorado de ella, contestó a Labán: —Trabajaré siete años a tu servicio para casarme con Raquel, tu hija menor. Labán le contestó: —Es mejor que te la entregue a ti, y no a un extraño. Quédate conmigo. Y así Jacob trabajó por Raquel durante siete años, pero estaba tan enamorado de ella que le parecieron unos pocos días. Pasado ese tiempo, Jacob dijo a Labán: —Ya se ha cumplido el tiempo, dame a mi mujer para que me una a ella. Entonces Labán invitó a todos los vecinos del lugar a la fiesta de bodas. Pero al anochecer, tomó a su hija Lía y se la entregó a Jacob que se acostó con ella. Además, Labán regaló a Lía una de sus criadas, llamada Zilpá, para que la atendiera. Al día siguiente por la mañana, Jacob se llevó la sorpresa de que se trataba de Lía y fue a protestar a Labán: —¿Qué me has hecho? ¿No te he servido yo por Raquel? Entonces, ¿por qué me has engañado? Labán respondió: —Aquí no es costumbre dar a la hija pequeña antes que a la mayor. Por eso, cumple la semana de festejos que corresponde a la boda con Lía y entonces te daremos también a Raquel a cambio de otros siete años de trabajo a mi servicio. Así lo hizo Jacob; terminó la semana de festejos que correspondía a la boda con Lía, y después Labán le dio por mujer a su hija Raquel. Asimismo, Labán regaló a Raquel una de sus criadas, llamada Bilhá, para que la atendiera. Jacob se acostó también con Raquel y la amó más que a Lía. Y durante siete años más continuó trabajando al servicio de Labán. Cuando el Señor vio que Lía no era amada, la hizo fecunda, mientras Raquel seguía estéril. Lía quedó embarazada y dio a luz un hijo, al que llamó Rubén, pues dijo: —El Señor ha visto mi aflicción; ahora mi marido me amará. Lía volvió a quedar embarazada y dio a luz otro hijo, al que llamó Simeón, y comentó: —El Señor se ha dado cuenta de que era menospreciada, y por eso me dio también este hijo. Volvió a quedar embarazada y dio a luz un tercer hijo, al que llamó Leví, y comentó: —Ahora sí que mi marido se sentirá ligado a mí, porque le he dado tres hijos. Lía volvió a quedar embarazada y dio a luz un hijo más, al que llamó Judá, y comentó: —Esta vez alabaré al Señor. Y Lía dejó de dar a luz. Cuando Raquel vio que no podía dar hijos a Jacob, tuvo envidia de su hermana y dijo a Jacob: —Dame hijos, porque si no, me muero. Pero Jacob se enojó mucho con ella y le dijo: —¿Crees acaso que soy Dios? Es él quien te ha impedido tener hijos. Ella replicó: —Aquí tienes a mi criada Bilhá. Acuéstate con ella y que dé a luz en mis rodillas. Así, por medio de ella, también yo podré formar una familia. De esta manera, Raquel le dio a Jacob su criada Bilhá para que fuera su concubina. Jacob se acostó con Bilhá que quedó embarazada y dio a luz un hijo para Jacob. Y Raquel dijo: —¡Dios me ha hecho justicia! Escuchó mi plegaria y me ha dado un hijo. Por eso Raquel le puso el nombre de Dan. Después, Bilhá, la criada de Raquel, volvió a quedar embarazada y dio a luz un segundo hijo para Jacob. Y Raquel dijo: —Dios me ha hecho competir duramente con mi hermana, pero he vencido. Por eso Raquel le puso el nombre de Neftalí. Cuando Lía vio que ya no podía tener hijos, tomó a su criada Zilpá y se la entregó a Jacob como concubina. Y Zilpá, la criada de Lía, dio a Jacob un hijo. Entonces Lía exclamó: —¡Qué dicha! Y por eso lo llamó Gad. Después Zilpá, la criada de Lía, dio un segundo hijo a Jacob. Lía dijo entonces: —¡Qué felicidad! Ahora las mujeres me felicitarán. Por eso lo llamó Aser. Un día, durante la cosecha del trigo, iba Rubén por el campo, encontró mandrágoras y se las llevó a Lía, su madre. Entonces Raquel le dijo a Lía: —Por favor, dame algunas mandrágoras de las que te trajo tu hijo. Pero Lía le contestó: —¿Te parece poco el haberme quitado el marido, que ahora quieres también quitarme las mandrágoras de mi hijo? Raquel respondió: —Está bien, te propongo que, a cambio de las mandrágoras de tu hijo, Jacob duerma contigo esta noche. Al anochecer, cuando Jacob volvía del campo, Lía salió a su encuentro y le dijo: —Hoy pasarás la noche conmigo, porque te he alquilado a cambio de las mandrágoras de mi hijo. Aquella noche Jacob durmió con Lía, que quedó embarazada y dio a Jacob su quinto hijo. Dios había escuchado su oración. Entonces Lía dijo: —Dios me ha recompensado, por haberle dado yo mi criada a mi marido. Por eso lo llamó Isacar. Lía quedó embarazada de nuevo, y dio a Jacob su sexto hijo. Y dijo: —Dios me ha hecho un buen regalo. Ahora mi marido me honrará, pues le he dado seis hijos. Por eso lo llamó Zabulón. Después Lía tuvo una hija, a la cual llamó Dina. Pero Dios también se acordó de Raquel; oyó su oración y la hizo fecunda. Raquel quedó embarazada y dio a luz un hijo. Entonces dijo: —Dios ha borrado mi desgracia. Por eso lo llamó José, y dijo: —Ojalá me permita Dios tener otro hijo. Después que Raquel dio a luz a José, Jacob le dijo a Labán: —Déjame volver a mi casa, a mi país. Dame las mujeres por las que te he servido, junto con mis hijos, y me marcharé. Sabes bien cómo he trabajado para ti. Pero Labán le contestó: —Si yo significo algo para ti, por favor, escúchame. He sabido por un oráculo que el Señor me ha estado bendiciendo gracias a ti. Así que le propuso: —Dime el salario que quieres ganar, y yo te lo pagaré. Entonces Jacob le dijo: —Tú bien sabes cómo te he servido y cómo le ha ido al ganado que te he cuidado; lo poco que tenías antes de que yo viniera ha aumentado prodigiosamente, pues desde que llegué, el Señor te ha bendecido. Pero ya es hora de que también haga algo por mi propia familia. Labán insistió: —¿Qué quieres que te dé? Jacob le respondió: —No tienes que darme nada. Si aceptas lo que te voy a proponer, volveré a pastorear tu ganado. Hoy, voy a pasar por medio de tu rebaño y pondré aparte todas las ovejas oscuras y todas las cabras manchadas o moteadas. Ese será mi salario. Así, el día de mañana, cuando vengas a ver lo que he ganado, no habrá dudas sobre mi honradez: si encuentras algún cordero que no sea oscuro o alguna cabra que no sea manchada o moteada, es que te he robado. Labán dijo: —Está bien, acepto lo que propones. Aquel mismo día, Labán separó los machos cabríos moteados o manchados, todas las cabras moteadas o manchadas, las que tenían alguna mancha blanca, y todas las ovejas oscuras, y las puso al cuidado de sus hijos. Después se alejó de Jacob unas tres jornadas de camino. Mientras tanto, Jacob seguía pastoreando el resto del rebaño de Labán. Jacob cortó ramas verdes de álamo, almendro y plátano, y las peló de tal manera que quedaran franjas blancas al descubierto. Colocó las ramas peladas frente a los animales, en los abrevaderos adonde se acercaban las ovejas a beber. Y cuando los animales iban a beber, entraban en celo. De este modo, los machos cubrían a las ovejas delante de las ramas, y las ovejas parían crías rayadas, moteadas o manchadas. Además Jacob apartó las ovejas y las apareó con machos oscuros o rayados. De este modo logró formar su propio rebaño, diferente al de Labán. Cuando las ovejas más robustas estaban en celo, Jacob ponía las ramas delante de ellas, en los abrevaderos, para que se apareasen a la vista de las ramas. Pero ante los animales más flacos, no ponía las ramas. Y así los animales más flacos eran para Labán, y los más robustos para Jacob. Con lo cual Jacob prosperó muchísimo: tenía criados y criadas, numerosos rebaños, y también camellos y asnos. Jacob se enteró de que los hijos de Labán andaban diciendo: —Jacob se ha ido apoderando de todo lo que era de nuestro padre; se ha hecho rico a su costa. Advirtió también Jacob que Labán ya no lo trataba como antes. Entonces el Señor le dijo a Jacob: —Vuelve a la tierra de tus padres, donde están tus parientes, que yo estaré contigo. Jacob mandó llamar a Raquel y a Lía para que fuesen al campo donde él tenía el rebaño, y les dijo: —Me he dado cuenta de que vuestro padre ya no me mira con la benevolencia de antes; pero el Dios de mi padre ha estado conmigo. Vosotras sabéis muy bien que yo he trabajado para vuestro padre con todas mis fuerzas; a pesar de ello, él me ha engañado y me ha estado cambiando continuamente el salario. Sin embargo, Dios jamás le permitió que me hiciese mal alguno; al contrario, cuando Labán decía: «te voy a pagar con los corderos moteados», todas las ovejas del rebaño parían corderos moteados; y cuando decía: «te voy a pagar con los rayados», entonces todas parían crías rayadas. Así Dios le ha ido quitando el ganado a vuestro padre y me lo ha ido dando a mí. Una vez, durante el período en que los animales estaban en celo, yo tuve un sueño. De pronto vi que los machos que cubrían a las ovejas eran todos rayados, manchados o moteados. Y en el sueño, el ángel de Dios me dijo: «Jacob». Yo le respondí: «Aquí estoy». Y él me dijo: «Echa una mirada y verás como todos los machos que cubren a las ovejas son rayados, manchados o moteados, porque he visto todo lo que Labán te ha estado haciendo. Yo soy el Dios de Betel, el lugar donde ungiste una piedra votiva y me hiciste una promesa. Márchate, pues, de aquí y regresa a la tierra que te vio nacer». Raquel y Lía le respondieron: —¿Tenemos nosotras acaso parte o herencia en la casa de nuestro padre? Al contrario, nos ha tratado como si fuésemos extrañas. No solo nos vendió, sino que además se ha gastado el dinero que recibió por nosotras. Por tanto, toda la riqueza que Dios le ha quitado a nuestro padre es nuestra y de nuestros hijos. Así que haz todo lo que Dios te ha dicho. Entonces Jacob se preparó para partir, montó a sus hijos y a sus mujeres en los camellos, y se puso en marcha con todo su ganado y con todos los bienes que había acumulado en Parán Aram; luego se encaminó hacia la tierra de Canaán, donde vivía su padre Isaac. Y sucedió que mientras Labán estaba ausente esquilando sus ovejas, Raquel robó los ídolos familiares de su padre. De este modo Jacob se burló de Labán, el arameo, al no comunicarle que se marchaba; además, huyó llevándose todo lo que le pertenecía. Nada más cruzar el río Éufrates, Jacob se encaminó hacia la región montañosa de Galaad. Tres días después Labán recibió la noticia de que Jacob había huido. Entonces, acompañado de sus parientes, salió en su búsqueda; después de siete días lo alcanzó en los montes de Galaad. Pero esa misma noche Dios se apareció en sueños a Labán, el arameo, y le dijo: —¡Que no se te ocurra hacer reproche alguno a Jacob, ni para bien ni para mal! Labán alcanzó a Jacob cuando este acababa de montar su campamento en el monte Galaad; entonces Labán y sus parientes montaron también allí su campamento. Y Labán le preguntó a Jacob: —¿Por qué has hecho esto? Me has traicionado y te has llevado a mis hijas como si fueran prisioneras de guerra. ¿Por qué has huido en secreto, con engaños y sin comunicármelo? Yo te habría despedido con festejos, con cánticos y al son de panderos y cítaras. Pero ni siquiera me dejaste besar a mis hijas y a mis nietos. ¡Te has portado como un insensato! Ahora yo podría castigaros, pero anoche el Dios de tu padre me habló y me dijo que no se me ocurriera hacerte reproche alguno, ni para bien ni para mal. Pero si te marchas porque añoras la casa de tu padre, ¿por qué me has robado mis dioses? Entonces Jacob respondió a Labán: —Es que tuve miedo. Pensé que tal vez me ibas a arrebatar por la fuerza a tus hijas. Eso sí, aquel en cuyo poder se encuentren tus dioses, que lo pague con su vida. Pongo a nuestros parientes como testigos: busca si hay algo tuyo, y llévatelo. Pero Jacob no sabía que los había robado Raquel. Labán entró en la tienda de Jacob, luego en la de Lía, y también en la de las dos criadas, pero no encontró nada. Cuando salió de la tienda de Lía pasó a la de Raquel. Pero Raquel ya había tomado los ídolos, los había escondido debajo de la montura del camello y se había sentado encima de ellos. Mientras tanto Labán registró toda la tienda y no encontró nada. Entonces Raquel le dijo a su padre: —No tome a mal mi señor que no me levante ante ti; tengo la menstruación. Y por más que buscó, Labán no logró encontrar los ídolos. Así que Jacob se enojó con Labán y le recriminó todo indignado: —¿Qué delito, qué falta he cometido para que me persigas así? ¿Has encontrado algo que te pertenezca después de registrar todas mis cosas? Si lo has encontrado, enséñalo aquí, delante de tus parientes y los míos, y que sean ellos quienes decidan quién de los dos tiene razón. Durante los veinte años que pasé contigo jamás tus ovejas o tus cabras abortaron ni yo jamás comí un carnero de tu rebaño; jamás te traje un animal despedazado por las fieras, ya que te lo compensaba con uno de los míos, mientras tú me reclamabas si de día o de noche me robaban ganado. De día me consumía el calor, de noche el frío, y no conciliaba el sueño. Veinte años he estado en tu casa, y esto es lo que me ha tocado: trabajar catorce años a tu servicio por tus dos hijas, y seis años más por tu ganado; y tú continuamente me cambiabas el salario. Si el Dios de mi padre —el Dios de Abrahán, el Terror de Isaac— no hubiera estado conmigo, es bien seguro que me habrías despedido con las manos vacías. Pero Dios vio mi aflicción y el trabajo de mis manos, y anoche salió en mi defensa. Labán le replicó a Jacob: —Estas mujeres son mis hijas, estos muchachos son mis nietos, este ganado también es mío y todo lo que aquí ves me pertenece. ¿Qué puedo hacer hoy por estas hijas mías y por los hijos que han dado a luz? Hagamos una alianza tú y yo, y quede como testimonio entre nosotros. Entonces Jacob tomó una piedra, la erigió a modo de piedra votiva, y dijo a sus parientes: —¡Juntad piedras! Y ellos recogieron piedras, hicieron un montón con ellas, y allí comieron, junto al majano. Labán llamó a aquel lugar Jegar Saadutá, y Jacob lo llamó Galaad. Labán añadió: —Este majano es hoy un testimonio entre nosotros. Por eso aquel lugar se llamó Galaad, y también Mispá, porque Labán juró: —¡Que el Señor nos vigile cuando nos hayamos separado! Si maltratas a mis hijas o si te casas con otras mujeres además de ellas, aunque nadie sea testigo de ello, Dios será testigo entre nosotros. Y Labán siguió diciendo a Jacob: —Mira el montón de piedras y la piedra votiva que he erigido entre nosotros; que este majano y esta piedra votiva sean testigos de que ni tú ni yo traspasaremos esta línea para hacernos daño. Y que el Dios de Abrahán y el Dios de Najor sea nuestro juez. Entonces Jacob juró por el Terror de Isaac, su padre. Luego ofreció Jacob un sacrificio en el monte e invitó a comer a sus parientes. Ellos comieron y pasaron la noche allí, en el monte. Al día siguiente Labán se levantó temprano, besó a sus hijas y a sus nietos y regresó a su casa. Jacob, por su parte, siguió su camino y unos ángeles de Dios salieron a su encuentro. Al verlos exclamó: —Este es un lugar donde Dios acampa. Y llamó a aquel lugar Majanáin. Después Jacob envió por delante unos mensajeros a su hermano Esaú, a la región de Seír, en la campiña de Edom, dándoles esta orden: —Decid a mi señor Esaú. «Tu siervo Jacob nos envía a decirte: He estado viviendo hasta ahora en casa de Labán. Tengo vacas, asnos, ovejas, criados y criadas. Envío este mensaje a mi señor con la esperanza de ser recibido amistosamente.» Cuando los mensajeros regresaron, dijeron a Jacob: —Hemos ido adonde está tu hermano Esaú, y ahora viene a tu encuentro con cuatrocientos hombres. Entonces Jacob se llenó de miedo y angustia. Dividió en dos grupos la gente que lo acompañaba, y lo mismo hizo con las ovejas, las vacas y los camellos, pues pensó: «Si Esaú ataca a un grupo, el otro podrá escapar». Luego oró diciendo: —Dios de mi abuelo Abrahán y de mi padre Isaac, Señor que me dijiste: Regresa a tu tierra natal, donde están tus parientes, que yo te haré prosperar. Yo no merezco el amor y la fidelidad que has tenido con este siervo tuyo. Cuando crucé este río Jordán, no tenía más que mi bastón; pero ahora puedo formar dos campamentos. ¡Por favor, líbrame del poder amenazante de mi hermano Esaú! Tengo miedo de que venga y mate a mujeres y niños. Has sido tú quien me dijiste que me harías prosperar y que mi descendencia sería tan numerosa como la arena de la playa, que es incontable. Aquella noche Jacob durmió allí y, de lo que traía consigo, escogió regalos para su hermano Esaú: doscientas cabras y veinte machos cabríos; doscientas ovejas y veinte carneros; treinta camellas recién paridas, con sus crías; cuarenta vacas y diez novillos; veinte asnas y diez asnos. Luego se los confió a sus criados en rebaños separados, y les dijo: —Id delante de mí y dejad alguna distancia entre rebaño y rebaño. Al primero le dio las siguientes instrucciones: —Cuando te encuentres con mi hermano Esaú y te pregunte de quién eres, adónde vas y para quién es el ganado que llevas, le responderás: «Es un regalo que tu siervo Jacob envía a mi señor Esaú. Él mismo viene detrás de nosotros». Las mismas instrucciones dio Jacob al segundo y al tercero y a todos los que guiaban los rebaños: —Cuando encontréis a Esaú, decidle lo mismo; y añadid: «Tu siervo Jacob viene detrás de nosotros». Porque Jacob pensaba: «Es posible que los regalos que le vayan llegando lo apacigüen y así, cuando me presente ante él, tal vez me reciba amistosamente». Envió, pues, los regalos por delante, mientras él se quedó a pasar la noche en el campamento. Aquella misma noche, Jacob se levantó, tomó a sus dos mujeres junto con sus dos criadas y sus once hijos, y los hizo cruzar el vado del río Yaboc. Los hizo pasar al otro lado del río llevando consigo todo lo que tenía. Y se quedó Jacob solo. Entonces un desconocido luchó con él hasta despuntar el alba. Viendo el desconocido que no podía vencer a Jacob, lo golpeó en la coyuntura de la cadera, y esta parte quedó dislocada mientras luchaban. Y el desconocido le dijo: —Suéltame, que ya despunta el alba. Y Jacob respondió: —No te soltaré hasta que me bendigas. El desconocido le preguntó: —¿Cómo te llamas? Respondió: —Jacob. Entonces el desconocido le dijo: —Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado contra Dios y contra los hombres, y has vencido. Jacob, a su vez, le preguntó: —¿Cuál es tu nombre? Pero el desconocido contestó: —¿Por qué quieres saber mi nombre? Y allí mismo lo bendijo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel, porque dijo: «He visto a Dios cara a cara y sigo vivo». Salía ya el sol cuando Jacob atravesaba Penuel; y caminaba cojeando de la cadera. Por eso los israelitas no comen hasta el presente el tendón que está en la articulación de la cadera, pues Jacob fue herido en dicho tendón. Cuando Jacob vio que se acercaba Esaú con cuatrocientos hombres, repartió a los niños entre Lía, Raquel y las dos criadas. Situó primero a las criadas con sus hijos, detrás a Lía con sus hijos, y por último a Raquel con José. Luego pasó delante de ellos e hizo siete inclinaciones hasta el suelo a medida que se iba acercando a su hermano. Pero Esaú corrió a su encuentro y, echándole los brazos al cuello, lo abrazó y rompieron juntos a llorar. Después Esaú alzó la mirada y fijándose en las mujeres y los niños, preguntó: —Y estos, ¿quiénes son? Jacob respondió: —Son los hijos que Dios ha concedido a tu siervo. Entonces las criadas y sus hijos se acercaron y se inclinaron; luego, Lía y sus hijos hicieron lo mismo y, por último, también se inclinaron Raquel y José. Y preguntó Esaú: —¿Qué pretendías con todos esos rebaños que me he venido encontrando? Jacob respondió: —Lograr que mi señor me recibiese amistosamente. Esaú dijo: —Yo tengo bastante, hermano mío; quédate con lo tuyo. Jacob insistió: —De ninguna manera. Si realmente me has perdonado, acepta este regalo que te ofrezco. Volver a verte ha sido como ver el rostro de Dios ya que me has recibido tan fraternalmente. Te ruego que aceptes el regalo que te he traído, porque Dios ha sido generoso conmigo y tengo de todo. Tanto insistió Jacob, que al fin Esaú aceptó. Después Esaú dijo: —Pongámonos en camino; yo te acompañaré. Pero Jacob respondió: —No olvide mi señor que los niños aún son débiles y que debo también cuidar a las ovejas y vacas que están criando; si se las fuerza a caminar una jornada entera, todas las ovejas morirán. Es mejor que mi señor se adelante a su siervo; yo seguiré poco a poco, al paso del ganado que va delante de mí y al paso de los niños, hasta reunirnos con mi señor en Seír. Entonces Esaú dijo: —Permíteme al menos que te acompañen algunos de mis hombres. Y Jacob respondió: —No hay necesidad. Es bastante con haberme ganado la benevolencia de mi señor. Aquel mismo día, Esaú emprendió el camino de vuelta a Seír. Por su parte, Jacob se dirigió a Sucot y allí construyó una casa para él y cobertizos para su ganado. Por eso Sucot es el nombre de aquel lugar. A su regreso de Parán Aram, Jacob llegó sano y salvo a la ciudad de Siquén, en tierra de Canaán, y acampó fuera, frente a la ciudad. Y el terreno donde montó las tiendas se lo compró a los hijos de Jamor, padre de Siquén, por cien monedas de plata. Y allí mismo erigió un altar y lo dedicó al Dios de Israel. Un día Dina, la hija que Jacob había tenido con Lía, fue a visitar a las muchachas de aquella tierra. La vio Siquén, hijo de Jamor, el jeveo, señor de aquella tierra, y por la fuerza se acostó con ella y la violó. Pero después Siquén no pudo quitarse de la cabeza a Dina, la hija de Jacob, porque se había enamorado de ella; así que trató de ganarse su amor. Dijo, pues, a su padre Jamor: —Consígueme a esa muchacha para que sea mi mujer. Jacob se enteró de que Siquén había violado a Dina, pero como sus hijos estaban en el campo con el ganado, no dijo nada hasta su regreso. Mientras tanto Jamor, padre de Siquén, fue a ver a Jacob para hablar con él. Cuando los hijos de Jacob regresaron del campo y supieron lo que había sucedido, se sintieron ultrajados y se llenaron de ira porque era una ofensa imperdonable para Israel el que Siquén hubiese violado a la hija de Jacob; era algo que nunca debió haber hecho. Pero Jamor habló con ellos y les dijo: —Mi hijo Siquén se ha enamorado de vuestra hermana. Por favor, permitid que él la tome como esposa. Así emparentaremos: dadnos vuestras hijas, tomad vosotros las nuestras y quedaos a vivir con nosotros. Esta tierra está a vuestra disposición; vivid en ella, haced negocios y adquirid posesiones. Siquén, por su parte, dijo al padre y a los hermanos de Dina: —Sed benévolos conmigo y os daré cuanto me pidáis. Imponedme una dote alta y regalos valiosos por la muchacha y os daré lo que me pidáis, con tal de que me la deis en matrimonio. Los hijos de Jacob, ultrajados por lo que Siquén había hecho a su hermana Dina, respondieron con engaño a Jamor y a su hijo, diciéndoles: —No podemos hacer lo que nos pedís, dando nuestra hermana a un hombre que no está circuncidado; eso sería una afrenta para nosotros. Solo podemos aceptar con una condición: que vosotros seáis como nosotros, es decir, que todos vuestros varones se circunciden. Así sí podremos daros a nuestras hijas y nosotros tomar a las vuestras, viviendo entre vosotros y formando un solo pueblo. Pero si no aceptáis nuestra condición de circuncidaros, nos marcharemos con nuestra hermana de aquí. Jamor y Siquén estuvieron de acuerdo con esta propuesta y el muchacho no tardó en tratar de ejecutar lo que habían acordado, porque estaba enamorado de la hija de Jacob. Como Siquén era la persona más respetada en su familia, él y su padre Jamor fueron a la puerta de la ciudad y hablaron así a sus conciudadanos: —Estos hombres son gente de paz. Dejemos que se establezcan en nuestro país y que puedan comerciar aquí, pues hay suficiente espacio para ellos. Nosotros tomaremos por esposas a sus hijas y a ellos les daremos las nuestras. Pero, para que ellos vivan entre nosotros y formemos un solo pueblo, ponen una sola condición: que se circunciden todos nuestros varones tal como ellos acostumbran. Solo tenemos que decir que sí y ellos se quedarán a vivir con nosotros; entonces sus ganados, sus posesiones y todos sus animales serán nuestros. Todos los que estaban presentes en la puerta de la ciudad aceptaron la propuesta de Jamor y de su hijo Siquén; así que todos los varones fueron circuncidados. Pero tres días después, cuando los circuncidados estaban más doloridos, dos de los hijos de Jacob, Simeón y Leví, hermanos de Dina, empuñaron cada uno su espada, entraron en la indefensa ciudad y mataron a todos los varones. Mataron también a filo de espada a Jamor y a su hijo Siquén; luego sacaron a Dina de casa de Siquén y se marcharon. Los otros hijos de Jacob también fueron y, pasando sobre los cadáveres, saquearon la ciudad en venganza por el ultraje cometido contra su hermana. Se apoderaron de sus ovejas, vacas y asnos, de todo cuanto había en la ciudad y en el campo; se llevaron todas las riquezas, incluidos sus niños y mujeres, y saquearon todo lo que encontraron en las casas. Entonces Jacob les dijo a Simeón y Leví: —Me habéis ocasionado la ruina haciéndome enemigo de los habitantes de esta tierra, los cananeos y los fereceos. Yo cuento con muy pocos hombres y si ellos se alían contra mí y me atacan; acabarán conmigo y con toda mi familia. Pero ellos replicaron: —¿Íbamos a permitir que tratasen a nuestra hermana como a una ramera? Dios dijo a Jacob: —Ponte en camino, dirígete a Betel y quédate a vivir allí, donde levantarás un altar al Dios que se te apareció cuando huías de tu hermano Esaú. Jacob dijo a su familia y a todos los que lo acompañaban: —Deshaceos de todos los dioses extraños que tengáis, purificaos y cambiad de ropa. Luego subiremos a Betel donde erigiré un altar al Dios que me escuchó en el peligro y me acompañó en mi viaje. Ellos entregaron a Jacob todos los dioses extraños que conservaban, así como los pendientes que llevaban en las orejas, y Jacob los enterró al pie de la encina que hay junto a Siquén. Después emprendieron camino, y nadie persiguió a los hijos de Jacob, porque un pánico descomunal cundió entre las ciudades de alrededor. Jacob, con toda la gente que lo acompañaba, llegó a Luz, es decir, a Betel, en la tierra de Canaán. Erigió allí un altar y puso a aquel lugar el nombre de Betel, porque allí se le había aparecido Dios cuando huía de su hermano. Por esos días murió Débora, la nodriza de Rebeca, y la enterraron más abajo de Betel, al pie de una encina a la que llamaron Encina del Llanto. Al volver Jacob de Parán Aram, se le apareció de nuevo Dios y lo bendijo diciendo: —Tu nombre es Jacob, pero ya no te llamarás así. De ahora en adelante te llamarás Israel. Y lo llamó Israel. Luego añadió: —Yo soy el Todopoderoso; sé fecundo y multiplícate. Un pueblo, una muchedumbre de naciones nacerá de ti y habrá reyes entre tus vástagos. La tierra que les di a Abrahán y a Isaac, te la doy a ti y a tu descendencia. Y Dios se marchó del lugar donde había hablado con él. Entonces Jacob erigió una piedra votiva en el lugar donde Dios le había hablado, vertió sobre ella una libación y la ungió con aceite. Y Jacob llamó Betel al lugar donde le había hablado Dios. Después partieron de Betel, y todavía faltaba un buen trecho para llegar a Efrata cuando Raquel dio a luz. Tuvo un parto muy complicado y mientras daba a luz con dolores, la partera le iba diciendo: —¡Ánimo, que lo que viene es otro niño! Con su último aliento —porque ya se estaba muriendo—, lo llamó Benoní, pero su padre lo llamó Benjamín. Así murió Raquel a la que enterraron junto al camino de Efrata (hoy Belén). Sobre su tumba Jacob construyó un monumento funerario, el mismo que está en la tumba de Raquel hasta el día de hoy. Israel partió de allí y acampó más allá de Migdal Éder. Mientras vivía en aquella región, Rubén fue y se acostó con Bilhá, concubina de su padre. Y Jacob se enteró. Los hijos de Jacob fueron doce. Hijos de Lía: Rubén, primogénito de Jacob, Simeón, Leví, Judá, Isacar y Zabulón. Hijos de Raquel: José y Benjamín. Hijos de Bilhá, la criada de Raquel: Dan y Neftalí. Hijos de Zilpá, la criada de Lía: Gad y Aser. Estos fueron los hijos que le nacieron a Jacob en Parán Aram. Jacob volvió a casa de su padre Isaac, a Mambré, cerca de Quiriat Arbá, es decir, Hebrón, donde habían vivido Abrahán e Isaac. Tenía Isaac ciento ochenta años cuando murió, anciano y colmado de días, y fue a reunirse con sus antepasados. Sus hijos Esaú y Jacob lo sepultaron. Estos son los descendientes de Esaú, o sea Edom. Esaú se casó con mujeres cananeas: con Adá, hija del hitita Elón; con Olibamá, hija de Aná y nieta de Sibeón el jeveo; y con Basemat, hija de Ismael y hermana de Nebayot. El hijo que Adá dio a Esaú fue Elifaz; Basemat dio a luz a Reguel; y Olibamá dio a luz a Jeús, Jalón y Coraj. Estos son los hijos que le nacieron a Esaú en tierra de Canaán. Esaú tomó a sus esposas junto con sus hijos e hijas y a todos los que vivían con él, todos sus rebaños y ganados y cuanto había adquirido en la tierra de Canaán, y se fue a otra región, lejos de su hermano Jacob. Era tanto lo que poseían los dos que ya no podían vivir juntos; además, la tierra donde vivían no bastaba para alimentar al ganado de ambos. Fue así como Esaú, o sea Edom, se asentó en la región montañosa de Seír. Estos son los descendientes de Esaú, padre de los edomitas, en la montaña de Seír. Los nombres de los hijos de Esaú son estos: Elifaz, hijo de Adá y Esaú; y Reguel, hijo de Basemat y Esaú. Los hijos de Elifaz fueron: Temán, Omar, Sefó, Gatán y Quenaz. Elifaz tuvo una concubina llamada Timná, la cual le dio un hijo que se llamó Amalec. Estos fueron los descendientes de Adá, mujer de Esaú. Los hijos de Reguel fueron: Nájat, Zéraj, Samá y Mizá. Estos fueron los descendientes de Basemat, mujer de Esaú. Los hijos de Olibamá, mujer de Esaú, hija de Aná y nieta de Sibeón, fueron: Jeús, Jalón y Coraj. Los jefes de tribu de los descendientes de Esaú fueron: De los hijos de Elifaz, primogénito de Esaú, los jefes de tribu fueron: Temán, Omar, Sefó, Quenaz, Coraj, Gatán y Amalec. Estos fueron los jefes de tribu de Elifaz en la tierra de Edom, todos ellos descendientes de Adá. De los hijos de Reguel, hijo de Esaú, los jefes de tribu fueron: Nájat, Zéraj, Samá y Mizá. Estos fueron los jefes de tribu de Reguel en la tierra de Edom, todos ellos descendientes de Basemat, mujer de Esaú. De los hijos de Olibamá, hija de Aná y mujer de Esaú, los jefes de tribu fueron: Jeús, Jalón y Coraj. Estos fueron los hijos de Esaú, o sea Edom, y sus jefes de tribus. Los hijos de Seír, el jorreo, que vivía en aquella región, fueron: Lotán, Sobal, Sibeón, Aná, Disón, Éser y Disán. Estos fueron los jefes de tribu de los jorreos, hijos de Seír, en la tierra de Edom. Los hijos de Lotán fueron: Jorí y Hemán. Lotán tenía una hermana llamada Timná. Los hijos de Sobal fueron: Alván, Manajat, Ébal, Sefó y Onán. Los hijos de Sibeón fueron: Ayá y Aná. Este Aná fue el que encontró en el desierto aguas termales mientras apacentaba los asnos de su padre Sibeón. Los hijos de Aná fueron: Disón y Olibamá, hija de Aná. Los hijos de Disón fueron: Jemdán, Esbán, Jitrán y Querán. Los hijos de Éser fueron: Bilán, Zaaván y Acán. Los hijos de Disán fueron: Us y Arán. Los jefes de las tribus de los jorreos fueron: Lotán, Sobal, Sibeón, Aná, Disón, Éser y Disán. Estos fueron los jefes de las tribus de los jorreos. Cada uno de ellos fue jefe de su tribu en la región de Seír. Antes de que los israelitas tuvieran rey, estos fueron los reyes que reinaron en la tierra de Edom: Bela, hijo de Beor, reinó en Edom; el nombre de su capital era Dinhabá. Cuando Bela murió lo sucedió en el trono Jobab, hijo de Zeraj de Bosrá; a Jobab lo sucedió Jusán, natural de Temán; a Jusán lo sucedió Adad, hijo de Badad, que derrotó a Madián en los campos de Moab; el nombre de su capital era Avit. A Adad lo sucedió Samlá de Masrecá; a Samlá lo sucedió Saúl de Rejobot Janajar; a Saúl lo sucedió Baaljanán, hijo de Acbor; a Baaljanán, hijo de Acbor, lo sucedió Adar; su capital se llamaba Pau y su mujer Metabel, hija de Matrad, hija de Mezaab. Estos son los nombres de los jefes de tribu de Esaú según su clan, región y nombre: Timná, Alvá, Jetet, Olibamá, Elá, Finón, Quenaz, Temán, Mibsar, Magdiel e Irán. Estos fueron los jefes de tribu de Edom, de acuerdo con los lugares que habitaron en el territorio de su propiedad. Este es Esaú, antepasado de los edomitas. Jacob se estableció en la tierra de Canaán, la tierra donde su padre había residido de manera itinerante. Esta es la historia de la familia de Jacob. José tenía diecisiete años y apacentaba el ganado con sus hermanos, los hijos de Bilhá y Zilpá, concubinas de su padre. El joven solía llevar a su padre noticias del mal comportamiento de sus hermanos. Israel quería a José más que a sus otros hijos, porque lo había tenido cuando ya era anciano, y mandó que le hicieran una túnica de colores. Sus hermanos, al darse cuenta de que era el preferido de su padre, empezaron a odiarlo y a hablarle con malos modos. Un día José tuvo un sueño y se lo contó a sus hermanos, con lo cual les aumentó el odio que le tenían. Les dijo: —Escuchad lo que he soñado. Nos encontrábamos nosotros en el campo atando gavillas. De pronto, mi gavilla se levantó y quedó erguida, mientras que las vuestras se colocaron alrededor y se inclinaron ante la mía. Sus hermanos le respondieron: —¿Quieres decir que tú vas a ser nuestro rey y que vas a dominarnos? Y el odio que le tenían iba en aumento debido a los sueños que les contaba. José tuvo otro sueño y también se lo contó a sus hermanos. Les dijo: —He tenido otro sueño. En él veía que el sol, la luna y once estrellas se postraban ante mí. Cuando José se lo contó a su padre y a sus hermanos, su padre lo reprendió, diciéndole: —¿Qué significa este sueño? ¿Acaso que tu madre, tus hermanos y yo mismo, tendremos que inclinarnos ante ti? Sus hermanos le tenían envidia, pero su padre meditaba en todo esto. En cierta ocasión, los hermanos de José se fueron a Siquén a apacentar las ovejas de su padre. Entonces Israel dijo a José: —Tus hermanos están apacentando las ovejas en Siquén, y he pensado que podías ir a verlos. Él respondió: —Estoy a tu disposición. Su padre le dijo: —Vete, pues, a ver cómo están tus hermanos y el rebaño, y luego tráeme noticias. Así que lo envió desde el valle de Hebrón, y José se dirigió a Siquén. Un hombre lo encontró perdido en el campo y le preguntó: —¿Qué andas buscando? José respondió: —Ando buscando a mis hermanos. ¿Podrías indicarme dónde están pastoreando? Y aquel hombre le respondió: —Ya se han marchado de aquí, pero les oí decir que iban a Dotán. José siguió buscando a sus hermanos, y los encontró en Dotán. Ellos lo vieron venir de lejos, y antes de que se acercara tramaron un plan para matarlo. Se dijeron unos a otros: —¡Ahí viene el de los sueños! Vamos a matarlo y a echarlo en uno de estos aljibes; después diremos que alguna fiera salvaje lo devoró, y veremos en qué paran sus sueños. Pero Rubén, al oír esto, intentó librarlo de las manos de sus hermanos diciendo: —No lo matemos. Y añadió: —No derraméis sangre; arrojadlo a este aljibe que está aquí en el desierto, pero no pongáis las manos sobre él. Rubén dijo esto porque su intención era salvarlo de ellos y devolverlo luego a su padre. Al llegar José adonde estaban sus hermanos, le arrancaron la túnica de colores que llevaba y, agarrándolo, lo arrojaron a un aljibe que estaba vacío, sin agua. Después se sentaron a comer. Mientras comían, vieron venir una caravana de ismaelitas procedentes de Galaad, con los camellos cargados de resinas aromáticas, bálsamo y mirra, que transportaban a Egipto. Entonces Judá dijo a sus hermanos: —¿Sacamos algún provecho si dejamos morir a nuestro hermano y encubrimos su muerte? Será mejor que lo vendamos a los ismaelitas en vez de poner nuestras manos sobre él; a fin de cuentas es nuestro hermano, es de nuestra propia sangre. Sus hermanos asintieron; y cuando los mercaderes madianitas pasaron por allí, sacaron a José del aljibe y se lo vendieron a los ismaelitas por veinte siclos de plata. Así fue como se llevaron a José a Egipto. Rubén volvió al aljibe y, al ver que José ya no estaba allí, se rasgó las vestiduras; luego volvió adonde estaban sus hermanos y les dijo: —El muchacho no está; y yo, ¿qué hago yo ahora? Ellos degollaron un cabrito y con su sangre mancharon la túnica de José. Después mandaron la túnica de colores a su padre, con este mensaje: «Hemos encontrado esto. Mira a ver si es o no la túnica de tu hijo». En cuanto Jacob la reconoció, exclamó: —¡Es la túnica de mi hijo! Alguna bestia salvaje ha despedazado y devorado a José. Entonces Jacob rasgó sus vestiduras, se vistió de luto y por mucho tiempo hizo duelo por su hijo. Todos sus hijos y sus hijas intentaban consolarlo, pero él no se dejaba consolar; al contrario, lloraba por su hijo y repetía: —Guardaré luto por mi hijo hasta que vaya a reunirme con él en el reino de los muertos. Entre tanto, en Egipto, los madianitas vendieron a José a Potifar, hombre de confianza del faraón y capitán de la guardia real. Por aquel tiempo, Judá se apartó de sus hermanos y se fue a vivir a la casa de un tal Jira, adulamita. Allí Judá conoció a la hija de un cananeo llamado Súa, la tomó por mujer y después de acostarse con ella, quedó embarazada y dio a luz un hijo al que llamó Er. Concibió de nuevo y dio a luz otro hijo al que llamó Onán. De nuevo quedó embarazada y dio a luz otro hijo, al que llamó Selá. Judá estaba en Cazib cuando [su mujer] dio a luz. Judá casó a Er, su hijo primogénito, con una mujer llamada Tamar. Pero no agradó al Señor la conducta de Er, el primogénito de Judá, y le quitó la vida. Entonces Judá dijo a Onán: —Cásate con la viuda de tu hermano y cumple con ella tu deber de cuñado dando descendencia a tu hermano. Pero Onán, sabiendo que los hijos no serían reconocidos como suyos, cada vez que tenía relaciones sexuales con la viuda de su hermano derramaba el semen en tierra para no dar descendencia a su hermano. Esta conducta ofendió mucho al Señor, por lo que también a Onán le quitó la vida. Entonces Judá dijo a su nuera Tamar: —Vuélvete a la casa de tu padre y permanece viuda hasta que mi hijo Selá tenga edad de casarse. Judá decía eso porque temía que también Selá muriese, como había pasado con sus hermanos. Así Tamar regresó a la casa de su padre. Después de mucho tiempo, murió la mujer de Judá, la hija de Súa. Pasado el duelo por ella, subió Judá a Timná, acompañado de su amigo Jirá, el adulamita, para esquilar sus ovejas. Alguien dijo a Tamar que su suegro se dirigía a Timná a esquilar sus ovejas. Entonces ella se quitó el vestido de viuda, se cubrió con un velo para que nadie la reconociese, y se sentó a la entrada de Enáin, que se encuentra en el camino de Timná. Hizo todo esto porque veía que Selá ya tenía edad para casarse y sin embargo no se lo entregaban como esposo. Cuando Judá la vio, creyó que era una prostituta, pues tenía cubierto el rostro; así que se desvió del camino hacia donde estaba ella y, sin saber que era su nuera, le dijo: —Vamos, que quiero acostarme contigo. Ella le preguntó: —¿Cuánto me darás por acostarme contigo? Él respondió: —Te mandaré uno de los cabritos de mi rebaño. Ella replicó: —Está bien, pero me tienes que dejar algo en garantía hasta que me lo mandes. Judá preguntó: —¿Qué quieres que te deje? Ella respondió: —Tu sello con su cordón y el bastón que llevas en la mano. Judá se los entregó, se acostó con ella y la dejó embarazada. Después Tamar se levantó y se fue. Se quitó el velo y volvió a ponerse la ropa de viuda. Más tarde, Judá mandó el cabrito por medio de su amigo adulamita, para recuperar los objetos que había dejado a la mujer, pero Jirá no dio con ella. Así que le preguntó a las gentes del lugar: —¿Dónde está la prostituta que había junto al camino de Enáin? Le contestaron: —Aquí no ha habido ninguna prostituta. El amigo regresó adonde estaba Judá y le dijo: —No la pude encontrar. Además, las gentes del lugar me han asegurado que allí nunca ha habido una prostituta. Y Judá contestó: —Pues que se quede con las cosas; no es cuestión de que hagamos el ridículo. Yo le he enviado el cabrito y tú no la has encontrado. Unos tres meses más tarde le contaron a Judá lo siguiente: —Tamar, tu nuera, se ha prostituido y, en una de sus andanzas, ha quedado embarazada. Entonces Judá ordenó: —¡Que la saquen afuera y la quemen! Pero cuando la estaban sacando, ella envió a decir a su suegro: —Estas cosas pertenecen al hombre que me dejó embarazada. A ver si reconoces de quién es este sello con su cordón y este bastón. Judá reconoció las cosas y declaró: —Ella tiene razón y no yo, pues no le di por esposo a mi hijo Selá. Y no volvió a acostarse con ella. Cuando llegó el tiempo del parto, había mellizos en su seno. En el momento de dar a luz, uno de ellos sacó la mano y la partera le ató una cinta escarlata en la mano diciendo: —Este es el primero en salir. Pero en ese momento el niño retiró la mano, y fue su hermano el que nació primero. Entonces la partera dijo: —¡Vaya brecha que te has abierto! Por eso al niño lo llamaron Fares. Después salió su hermano con la cinta escarlata, y le pusieron el nombre de Záraj. Los ismaelitas llevaron a José a Egipto y allí lo vendieron a un egipcio llamado Potifar, hombre de confianza del faraón y jefe de la guardia real. El Señor estaba con José, así que todo lo que emprendía prosperaba. José fue llevado a casa de su amo egipcio, y mientras estuvo allí, su amo se dio cuenta de que el Señor estaba con José, pues todo cuanto emprendía prosperaba. Esto hizo que José se ganara la simpatía de su amo, el cual lo hizo su hombre de confianza y le confió la administración de su casa y de todos sus bienes. A partir del momento en que le confió el cuidado de su casa y sus bienes, el Señor bendijo la casa del egipcio a causa de José. La bendición del Señor se extendió sobre todo lo que poseía el egipcio, tanto en la casa como en el campo. Así que Potifar dejó todo cuanto tenía en manos de José, sin preocuparse de otra cosa que de comer cada día. José era apuesto y atractivo. Al cabo de algún tiempo la mujer de su amo se fijó en José y un día le propuso: —Acuéstate conmigo. Pero José rehusó diciendo a la mujer de su amo: —Mira, mi amo ha dejado a mi cargo todo lo que posee y cuenta conmigo hasta el punto de no preocuparse de nada; en esta casa mando tanto como él; tú eres lo único que me está prohibido, por ser su mujer. ¿Cómo voy a cometer yo tal infamia y pecar contra Dios? Y, por más que ella insistía día tras día, José rechazaba su invitación a cortejarla y a acostarse con ella. Pero un día, José entró en la casa para despachar sus asuntos sin que ninguno de los criados se encontrara en ella; entonces la mujer de Potifar lo agarró por el manto y le rogó: —Acuéstate conmigo. Pero José, dejando el manto en manos de la mujer, salió huyendo de la casa. Cuando la mujer vio que José se había dejado el manto en sus manos al salir huyendo, llamó a sus criados y les dijo: —Mirad, mi marido nos trajo un hebreo para que se aproveche de nosotros; ha entrado en mi habitación con la intención de acostarse conmigo, pero yo grité con todas mis fuerzas; y cuando oyó que gritaba con todas mis fuerzas, salió corriendo y abandonó su manto a mi lado. Ella guardó el manto de José hasta que regresó su marido a casa. Entonces repitió la misma historia a su marido: —El hebreo que trajiste quiso abusar de mí, pero al oír que yo gritaba con todas mis fuerzas, salió corriendo, abandonando su manto junto a mí. Cuando el marido oyó de labios de su mujer cómo la había tratado su siervo, montó en cólera; acto seguido mandó apresar a José y lo metió en la cárcel, donde estaban recluidos los presos del rey. De este modo José fue a parar a la cárcel. Pero el Señor seguía estando con él y no dejó de mostrarle su favor. Hizo que se ganara la simpatía del jefe de la cárcel, y este lo puso a cargo de todos los presos y de todo lo que allí se hacía. El jefe de la cárcel no tenía que preocuparse por nada de lo que estaba a cargo de José, pues el Señor estaba con él, y cuanto José emprendía, el Señor lo hacía prosperar. Ocurrió, pasado algún tiempo, que el copero y el panadero del rey de Egipto ofendieron a su señor. Se encolerizó el faraón con sus dos cortesanos —el copero mayor y el panadero mayor— y los hizo poner bajo custodia en casa del capitán de la guardia, que era la misma cárcel donde se hallaba preso José. El capitán de la guardia encargó a José que los atendiera. Llevaban varios días en la cárcel, cuando en la misma noche, ambos —el copero y el panadero del rey de Egipto— tuvieron un sueño, cada uno el suyo, y cada sueño con su propio significado. Por la mañana, cuando José fue a verlos, los encontró preocupados; así que preguntó a los dos cortesanos del faraón que estaban presos con él en casa de su señor: —¿Qué os pasa hoy que tenéis tan mala cara? Ellos contestaron: —Hemos tenido un sueño, y no tenemos quien nos lo interprete. José les respondió: —Dios es quien interpreta los sueños; contádmelos. Entonces el copero mayor contó su sueño a José: —En mi sueño veía una vid delante de mí, que tenía tres sarmientos. La vid echó brotes y flores y las uvas iban madurando en los racimos. Con la copa del faraón en la mano, yo tomaba los racimos, los estrujaba en la copa y luego yo mismo la ponía en la mano del faraón. José le dijo: —Esta es la interpretación: los tres sarmientos son tres días. De aquí a tres días, el faraón revisará tu caso y te repondrá en tu cargo, y volverás a poner la copa del faraón en su mano como antes, cuando eras su copero. Solo te pido que te acuerdes de mí cuando todo se haya arreglado. Por favor, háblale de mí al faraón para que me saque de este lugar, pues me raptaron del país de los hebreos, y aquí no he hecho nada para que me tengan en la cárcel. Cuando el panadero mayor vio que José había acertado con la interpretación del sueño le dijo: —Pues yo soñé que llevaba tres canastillos de mimbre sobre mi cabeza. En el canastillo de arriba llevaba los pasteles que se hacen para el faraón, pero las aves venían a picotear de ese canastillo sobre mi cabeza. José le dijo: —Esta es la interpretación: Los tres canastillos son tres días. De aquí a tres días, el faraón revisará tu caso y te hará colgar de una horca, y las aves picotearán la carne de tu cuerpo. Efectivamente, al cabo de tres días, el faraón celebraba su cumpleaños y ofrecía un banquete a todos sus cortesanos. En presencia de estos, mandó sacar de la cárcel al copero mayor y al panadero mayor; al copero mayor lo repuso en el cargo, para que volviese a ser quien pusiera la copa en la mano del faraón; en cambio, mandó ahorcar al panadero mayor, tal como José había dicho. Pero el copero mayor no se acordó de José, sino que se olvidó de él por completo. Pasaron dos años y el faraón tuvo un sueño: Estaba de pie junto al Nilo cuando de pronto, vio salir del río siete vacas robustas y bien cebadas, que se ponían a pastar entre los cañaverales. Detrás de ellas salían del Nilo otras siete vacas flacas y famélicas, y se ponían junto a las otras, a la orilla del Nilo. Y entonces, las siete vacas flacas y famélicas se comían a las siete vacas robustas y bien cebadas. En ese momento el faraón se despertó. Volvió a quedarse dormido y tuvo otro sueño: Siete espigas brotaban de un tallo, hermosas y granadas; pero otras siete espigas, secas y agostadas por el viento solano, brotaban después de ellas. Y las espigas secas devoraron a las siete espigas hermosas y granadas. En eso el faraón se despertó y se dio cuenta de que solo era un sueño. Por la mañana, el faraón, muy intrigado, mandó llamar a todos los adivinos y sabios de Egipto y les contó sus sueños, pero ninguno se los sabía interpretar. Entonces el copero mayor dijo al faraón: —Ahora recuerdo un error que cometí. Cuando el faraón se irritó contra sus siervos y nos mandó a la cárcel, bajo custodia del capitán de la guardia, a mí y al panadero mayor, él y yo tuvimos un sueño la misma noche, cada sueño con su propio significado. Allí, con nosotros, había un joven hebreo, siervo del capitán de la guardia. A él le contamos nuestros sueños y él los interpretó; a cada uno nos dio la interpretación de nuestro sueño. Y se cumplió lo que él nos interpretó: a mí me restablecieron en mi cargo, y al otro lo colgaron. Entonces el faraón mandó llamar a José. Enseguida lo sacaron de la cárcel, lo afeitaron, lo cambiaron de ropa y fue llevado ante el faraón. Este le dijo: —He tenido un sueño que nadie ha podido interpretar. He sabido que tú, si oyes un sueño, eres capaz de interpretarlo. José respondió al faraón: —No soy yo, sino Dios, quien dará al faraón una respuesta propicia. El faraón dijo a José: —En mi sueño, yo estaba de pie a la orilla del Nilo, cuando de pronto, salieron del río siete vacas robustas y bien cebadas que se ponían a pastar entre los cañaverales. Detrás de ellas salieron otras siete vacas flacas, feas y famélicas. Nunca vi en Egipto unas vacas tan raquíticas. Y de pronto, las siete vacas flacas y famélicas se comieron a las siete vacas anteriores, las robustas. Cuando ya se las habían tragado, no se notaba que hubiesen engordado; continuaban tan flacas y famélicas como antes. Y en ese momento me desperté. Después volví a tener otro sueño en el que siete espigas brotaban de un tallo, hermosas y granadas; pero otras siete espigas, secas y agostadas por el viento solano, brotaban después de ellas y devoraron a las siete espigas hermosas. He contado todo esto a los adivinos, pero ninguno de ellos me lo supo interpretar. José dijo al faraón: —Se trata de un único sueño: Dios ha anunciado al faraón lo que él va a hacer. Las siete vacas robustas y las siete espigas hermosas significan siete años. Se trata del mismo sueño. Tanto las siete vacas flacas y famélicas que subieron detrás de las otras, como las siete espigas secas y agostadas por el viento solano, significan siete años, pero siete años de hambre. Es lo que he dicho al faraón: Dios ha mostrado al faraón lo que va a hacer. Van a venir siete años de gran abundancia en todo Egipto, a los que seguirán siete años de hambre, que harán olvidar toda la abundancia que antes hubo en Egipto, porque el hambre consumirá todo el país. Tan terrible será el hambre que no quedarán señales en el país de la abundancia que antes hubo. El hecho de que el sueño del faraón se haya repetido dos veces, quiere decir que Dios está firmemente resuelto a realizarlo; y además será muy pronto. Por tanto, que el faraón busque un hombre sabio y competente y lo ponga al frente de Egipto. Que establezca también gobernadores por todo el país, encargados de recaudar la quinta parte de la cosecha de Egipto durante esos siete años de abundancia. Que los gobernadores, bajo el control del faraón, reúnan toda la producción de esos años buenos que van a venir, y la almacenen en las ciudades, para que haya reservas de alimento. Estas provisiones servirán después de reserva para Egipto durante los siete años de hambruna que van a venir, y así la gente no morirá de hambre. Al faraón y a su corte les pareció acertada la propuesta de José. Entonces el faraón preguntó a sus cortesanos: —¿Es posible que encontremos a un hombre más idóneo que este, dotado del espíritu de Dios? Después dijo a José: —Puesto que Dios te ha hecho saber todo esto, no hay nadie más sabio y competente que tú. Por eso, tú estarás al frente de mis asuntos, y todo mi pueblo obedecerá tus órdenes. Solo el trono real estará por encima de ti. Y añadió: —Mira, te pongo al frente de todo el país de Egipto. Acto seguido el faraón se quitó de la mano el sello oficial y lo puso en la de José. Hizo que lo vistieran con ropa de lino fino, y que le pusieran un collar de oro al cuello. Después lo invitó a subirse al carro reservado al segundo del reino y ordenó que gritaran delante de él: «¡Abrid paso!». Así fue como José fue puesto al frente de todo Egipto. El faraón dijo a José: —Yo soy el faraón, pero nadie en todo Egipto moverá una mano o un pie sin tu consentimiento. Y el faraón impuso a José el nombre de Zafnat-Panej y le dio por mujer a Asenet, hija de Potifera, sacerdote de On. José salió a recorrer Egipto. Tenía José treinta años cuando se presentó ante el faraón, rey de Egipto. Al salir de su presencia, viajó por todo el territorio de Egipto. Durante los siete años de abundancia, la tierra produjo generosas cosechas y José fue acumulando todo el alimento que se produjo en el país durante aquellos siete años, depositándolo en las ciudades y almacenando en cada ciudad las cosechas de los campos de alrededor. José almacenó tal cantidad de grano, que tuvo que dejar de contabilizarlo, porque no se podía llevar la cuenta. Había tanto grano como arena hay en el mar. Antes que llegase el primer año de hambre, José tuvo dos hijos con su esposa Asenet, hija de Potifera, sacerdote de On. Al primogénito lo llamó Manasés, porque dijo: «Dios me ha hecho olvidar todos mis sufrimientos y mi casa paterna». Al segundo lo llamó Efraín porque dijo: «Dios me ha hecho fecundo en esta tierra de mi aflicción». Los siete años de abundancia en Egipto llegaron a su fin y, tal como José lo había predicho, comenzaron los siete años de hambre. Hubo hambre en todos los países, menos en Egipto, pues allí sí tenían alimento. Cuando también en Egipto se hizo sentir el hambre, el pueblo clamó al faraón pidiendo comida. Entonces el faraón dijo a todo el pueblo de Egipto: —Id a ver a José y haced lo que él os diga. José, viendo que el hambre se había extendido por todo el país, abrió los graneros y vendió grano a los egipcios. El hambre fue arreciando cada vez más en Egipto. De todos los países venían a Egipto a comprar grano a José, pues en ningún sitio había qué comer. Cuando Jacob se enteró de que había grano en Egipto, les dijo a sus hijos: —¿Qué hacéis cruzados de brazos? He oído que hay grano en Egipto; así que bajad allá y comprad grano para que podamos sobrevivir; pues si no, moriremos. Por eso, los diez hermanos de José bajaron a Egipto para abastecerse de grano; pero Jacob no permitió que Benjamín, el hermano de José, bajase con ellos, por temor a que le ocurriese alguna desgracia. Así fue como los hijos de Israel, al igual que hacían otros, bajaron a comprar grano, porque el hambre se había apoderado de Canaán. José era el gobernador del país, y el que vendía el grano a la gente que llegaba de todas partes. Cuando sus hermanos llegaron ante él, se postraron rostro en tierra. En cuanto José vio a sus hermanos, los reconoció, pero fingiendo no conocerlos, les preguntó con rudeza: —¿De dónde venís? Ellos respondieron: —Venimos de la tierra de Canaán para comprar grano. José había reconocido a sus hermanos, pero ellos no lo reconocieron. Entonces José recordó los sueños que había tenido acerca de ellos, y les dijo: —Vosotros sois espías y habéis venido para estudiar las zonas desguarnecidas del país. Ellos respondieron: —¡No, mi señor! Tus siervos han venido a comprar alimento. Todos nosotros somos hijos de un mismo padre, gente honrada. Estos siervos tuyos no son espías. Pero José insistió: —¿Cómo que no? Habéis venido a estudiar las zonas vulnerables del país. Ellos respondieron: —Nosotros, tus siervos, éramos doce hermanos, todos hijos de un mismo padre que vive en Canaán. Nuestro hermano, el más pequeño, se ha quedado con nuestro padre, y el otro ya no está con nosotros. Sin embargo, José volvió a decirles: —Ya os decía yo que sois espías. Os pondré a prueba, y os juro por la vida del faraón, que de aquí no saldréis a menos que traigáis acá a vuestro hermano menor. Que uno de vosotros vaya a traerlo; los demás quedaréis prisioneros. Así probaréis vuestras palabras y si habéis dicho la verdad. Porque si no es así, ¡por la vida del faraón que sois espías! José los encerró durante tres días. Al tercer día les dijo José: —Yo soy un hombre temeroso de Dios. Haced lo siguiente y salvaréis vuestra vida. Si sois gente honrada, que se quede aquí preso uno de vosotros mientras los demás van a llevar algo de grano para calmar el hambre de vuestras familias. Pero tenéis que traerme luego a vuestro hermano menor; así se demostrará que habéis dicho la verdad, y no moriréis. Ellos aceptaron, pero se decían unos a otros: —Ahora estamos pagando el mal que le hicimos a nuestro hermano, pues viendo cómo nos suplicaba con angustia, no tuvimos compasión de él. Por eso nos viene ahora esta desgracia. Entonces habló Rubén: —Yo os advertí que no hicierais ningún daño al muchacho, pero no me hicisteis caso, y ahora tenemos que pagar el precio de su muerte. Como José les había hablado valiéndose de un intérprete, no sabían que él entendía todo lo que ellos decían. Entonces José se retiró, porque no podía reprimir las lágrimas. Cuando estuvo en condiciones de hablarles nuevamente, tomó a Simeón y lo hizo encadenar delante de ellos. Después ordenó que les llenaran los costales de grano, que devolvieran a cada uno su dinero poniéndolo dentro de cada costal, y que les dieran provisiones para el camino. Así se hizo. Entonces ellos cargaron el grano sobre sus asnos y se fueron de allí. Cuando se detuvieron para pasar la noche, uno de ellos abrió su costal para dar de comer a su asno y vio que su dinero estaba allí, en la boca del costal. Entonces dijo a sus hermanos: —¡Me han devuelto el dinero! Mirad, ¡aquí está en mi costal! Se les encogió el corazón del susto y se decían unos a otros temblando: —¿Qué es esto que Dios nos ha hecho? Al llegar adonde estaba su padre Jacob, en Canaán, le contaron todo lo que les había pasado: —El hombre que gobierna aquel país nos trató con rudeza y nos acusó de estar espiando su país. Pero nosotros le dijimos: «Somos gente honrada y no espías; éramos doce hermanos, hijos del mismo padre; uno ya no está con nosotros y el menor se ha quedado en Canaán con nuestro padre». Pero aquel hombre, el señor del país, nos dijo: «Voy a comprobar si sois gente honrada: dejad aquí conmigo a uno de vuestros hermanos mientras los demás llevan algo de grano para calmar el hambre de vuestras familias; pero a la vuelta deberéis traer a vuestro hermano menor. Así sabré que no sois espías, sino gente honrada; entonces os devolveré a vuestro hermano y podréis comerciar en mi país». Cuando vaciaron sus costales, se encontraron con que la bolsa de dinero de cada uno estaba allí. Esto hizo que ellos y su padre se llenaran de preocupación. Entonces su padre, Jacob, les dijo: —¡Me vais a dejar sin hijos! José ya no está con nosotros, Simeón tampoco está aquí, ¡y ahora me vais a quitar a Benjamín! ¡Todo se vuelve contra mí! Pero Rubén dijo a su padre: —Confíalo a mi cuidado y yo te lo devolveré. Si no lo hago, puedes dar muerte a mis dos hijos. Pero Jacob respondió: —Mi hijo no irá con vosotros. Su hermano está muerto y él es el único que me queda. Si le sucediese alguna desgracia en el viaje que vais a emprender, vosotros tendríais la culpa de que este pobre viejo se muera de pena. El hambre continuaba asolando el país. Así que cuando a Jacob y a sus hijos se les acabó el grano que trajeron de Egipto, su padre les dijo: —Id otra vez a comprar un poco más de alimento para nosotros. Pero Judá le recordó: —Aquel hombre nos advirtió claramente que no nos recibirá si no llevamos a nuestro hermano menor con nosotros. Si permites que nuestro hermano menor venga con nosotros, bajaremos a comprarte alimento; pero si no lo dejas venir, no iremos. Aquel hombre fue tajante: «Si no traéis a vuestro hermano menor, no os recibiré». Entonces Israel replicó: —¿Por qué me habéis hecho esto, diciendo a aquel hombre que teníais otro hermano? Ellos respondieron: —Porque aquel hombre nos hacía muchas preguntas sobre nosotros y nuestra familia. Nos preguntaba si vivía nuestro padre, si teníamos algún otro hermano; nosotros no tuvimos más remedio que responder a sus preguntas. ¿Cómo íbamos a saber que nos mandaría llevar a nuestro hermano menor? Y Judá dijo a su padre Israel: —Deja que el muchacho venga bajo mi cuidado y pongámonos inmediatamente en marcha; solo así nosotros, tú y nuestros hijos podremos sobrevivir y no moriremos. Yo me hago responsable de él; a mí me pedirás cuentas de lo que le pase. Si no te lo devuelvo sano y salvo, yo seré el culpable ante ti para siempre. Si no hubiéramos titubeado tanto, ya estaríamos de vuelta por segunda vez. Entonces Israel, su padre, les dijo: —Pues si no hay más remedio, haced lo siguiente: meted en vuestros costales regalos para aquel hombre de lo mejor que produce esta tierra: un poco de bálsamo, un poco de miel, perfume, mirra, nueces y almendras. Llevad también el doble de dinero, para devolver el que os pusieron en la boca de los costales, quizá por descuido. Así que tomad a vuestro hermano e id de nuevo a ver a aquel hombre. Que el Dios todopoderoso haga que se apiade de vosotros y os permita regresar con vuestro otro hermano y con Benjamín. Y si yo tengo que verme privado de mis hijos, pues que así sea. Ellos tomaron los regalos junto con el doble de dinero y emprendieron el camino llevando consigo a Benjamín. Llegados a Egipto, se presentaron ante José. Cuando José vio que Benjamín estaba con ellos, dijo a su mayordomo: —Lleva a estos hombres a mi casa. Manda matar un animal y que lo guisen, porque estos hombres comerán conmigo al mediodía. El mayordomo cumplió la orden y los llevó personalmente a casa de José. Ellos, al ver que los llevaban a casa de José, se asustaron, pues pensaban: —Nos han traído aquí a causa del dinero que devolvieron en nuestros costales la vez pasada. Esto es un pretexto para acusarnos, condenarnos, hacernos esclavos y quedarse con nuestros asnos. Así que, al llegar a la puerta de la casa, se acercaron al mayordomo para hablar con él, y le dijeron: —Escucha, señor, la otra vez vinimos verdaderamente para comprar alimento, pero a nuestro regreso, cuando acampamos para pasar la noche, descubrimos que en la boca de cada uno de nuestros costales estaba el dinero que habíamos pagado, la cantidad exacta. Ahora lo hemos traído para devolverlo; y también hemos traído dinero para comprar más alimento. De veras que no sabemos quién pudo poner el dinero en nuestros costales. El mayordomo respondió: —Estad tranquilos, no tengáis miedo. Ha sido vuestro Dios, el Dios de vuestro padre, el que ha puesto ese dinero en vuestros costales; el vuestro lo recibí yo. Luego hizo que trajeran a Simeón y todos fueron a casa de José. Allí les puso agua para que se lavaran los pies y dio de comer a sus asnos. Ellos, mientras tanto, prepararon los regalos y esperaron a que José llegara al mediodía, pues habían oído que comerían allí. Cuando José llegó a la casa, le entregaron el obsequio que le habían traído y se inclinaron rostro en tierra. José se interesó por su salud y luego les preguntó: —¿Qué tal está vuestro anciano padre, del que me hablasteis? ¿Vive aún? Ellos respondieron: —Nuestro padre, tu siervo, vive todavía y se encuentra bien. Ellos se inclinaron e hicieron una reverencia. José miró a su alrededor y, al ver a Benjamín, su hermano de padre y madre, les preguntó: —¿Este es vuestro hermano pequeño del que me hablasteis? ¡Que Dios te sea propicio, hijo mío! Las entrañas de José se conmovieron al ver a su hermano y, no pudiendo contener las lágrimas, marchó apresuradamente a su alcoba y allí estuvo llorando. Después se lavó la cara y, ya más calmado, salió y ordenó: —¡Servid la comida! A José le sirvieron en una mesa, a sus hermanos en otra, y a los comensales egipcios en otra, porque los egipcios no pueden comer con los hebreos, por ser algo abominable para ellos. Los hermanos de José estaban sentados frente a él, colocados por edades de mayor a menor, y unos a otros se miraban con asombro. José les mandaba desde su mesa las porciones, pero la porción de Benjamín era cinco veces mayor que la de los otros. Y así bebieron con él hasta embriagarse. Después José ordenó a su mayordomo: —Llena los costales de estos hombres con todos los víveres que les quepan y pon el dinero de cada uno de ellos en la boca de su costal. Además, esconde mi copa, la de plata, en la boca del costal del hermano menor, junto con el dinero de la compra. El mayordomo hizo lo que José le ordenó. Con los primeros rayos del sol, dejaron partir a los hombres con sus asnos. Todavía no estaban muy lejos de la ciudad, cuando José dijo a su mayordomo: —Vete tras ellos y cuando los alcances diles: —¿Por qué habéis pagado mal por bien? ¿Por qué habéis robado la copa que mi señor usa para beber y para adivinar? No debisteis obrar así. Cuando el mayordomo los alcanzó, les repitió esas mismas palabras. Pero ellos respondieron: —¿Por qué mi señor dice eso? ¡Lejos de nosotros hacer tal cosa! Si vinimos desde Canaán a devolver el dinero que encontramos en la boca de nuestros costales, ¿por qué, entonces, habríamos de robar oro o plata de la casa de tu señor? Si encuentras la copa en poder de alguno de nosotros, que muera el que la tenga; el resto de nosotros seremos esclavos de mi señor. Entonces el mayordomo dijo: —Que sea como decís, pero solo el que tenga la copa será mi esclavo, los demás podréis marcharos. Cada uno de ellos bajó aprisa su costal al suelo, y lo abrió. El mayordomo registró cada costal, comenzando por el del hermano mayor y terminando por el del menor. ¡Y encontró la copa en el costal de Benjamín! Al ver esto, ellos se rasgaron las vestiduras, volvieron a cargar cada uno su asno y regresaron a la ciudad. Todavía estaba José en casa cuando llegaron Judá y los otros hermanos. Entonces se inclinaron rostro en tierra, y José les preguntó: —¿Qué es lo que habéis hecho? ¿Acaso no sabéis que un hombre como yo tiene el don de adivinar? Judá respondió: —¿Qué podemos responder a nuestro señor? ¿Qué palabras pronunciar? ¿Cómo podremos probar nuestra inocencia? Dios ha puesto al descubierto la culpa de tus siervos. Seremos tus esclavos, mi señor, tanto nosotros como aquel en cuyo poder fue hallada la copa. Pero José dijo: —¡Lejos de mí hacer tal cosa! Solo aquel en cuyo poder fue hallada la copa será mi esclavo. Los demás podéis regresar tranquilos a casa de vuestro padre. Entonces Judá se acercó a José y le dijo: —Te ruego, mi señor, que permitas a este siervo tuyo hablarte en privado, sin que te enfades conmigo, porque tú eres como el faraón. Cuando mi señor nos preguntó si todavía teníamos padre o algún hermano, nosotros contestamos a mi señor que teníamos un padre anciano y un hijo que le nació ya en su vejez. Nuestro padre quiere muchísimo a este hijo porque es el único que le queda de la misma madre, ya que el otro murió. Entonces, mi señor, nos pediste que lo trajéramos, porque querías verlo. Nosotros dijimos a mi señor que el joven no podía dejar a su padre porque, si lo hacía, el padre moriría. Pero mi señor insistió y nos advirtió que, si no traíamos a nuestro hermano menor, no seríamos recibidos por ti. Entonces regresamos adonde vive tu siervo, mi padre, y le comunicamos las palabras de mi señor. Y cuando nuestro padre nos mandó que volviéramos a comprar más alimento, nosotros le respondimos que no podíamos bajar sin nuestro hermano menor, porque no seríamos recibidos por aquel hombre a no ser que nuestro hermano menor viniera con nosotros. A lo que tu siervo, mi padre, respondió: «Ya sabéis que mi mujer me dio dos hijos; uno de ellos se fue de mi lado y pienso que lo descuartizó una fiera, porque no he vuelto a verlo. Si arrancáis de mi lado también al otro hijo y le pasa alguna desgracia, vosotros tendréis la culpa de que este pobre viejo se muera de pena». La vida, pues, de mi padre, tu siervo, está tan unida a la vida del muchacho que, si el muchacho no va con nosotros cuando yo regrese, con toda seguridad mi padre, al no verlo, morirá y nosotros seremos los culpables de que nuestro padre muera de pena. Este tu siervo se hizo responsable ante mi padre del cuidado del muchacho. Le dije que si no se lo devuelvo, la culpa será mía de por vida. Por eso, ruego a mi señor permita que yo me quede como esclavo en lugar del muchacho, y que este regrese con sus hermanos. ¿Cómo podría volver junto a mi padre, si el muchacho no va conmigo? Yo no podría soportar el dolor que sufriría mi padre. No pudiendo ya contener la emoción ante los que estaban con él, José exclamó: —Salid todos de mi presencia. Y no quedó nadie con él cuando José se dio a conocer a sus hermanos. Rompió a llorar tan fuerte que lo oyeron los egipcios, llegando la noticia hasta el palacio mismo del faraón. Entonces José dijo a sus hermanos: —Yo soy José. ¿Vive todavía mi padre? Sus hermanos quedaron tan pasmados que no atinaban a dar respuesta. Pero él les dijo: —¡Acercaos! Ellos se acercaron, y José les repitió: —Yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis y que llegó a Egipto. Pero no os aflijáis ni os reprochéis el haberme vendido, pues en realidad fue Dios quien me ha enviado aquí antes que a vosotros, para salvar vidas. Ya van dos años de hambre en el país y todavía faltan cinco años más en que no habrá labranza ni cosecha. Por eso Dios me envió por delante de vosotros para salvaros de modo admirable y asegurar vuestra supervivencia sobre la tierra. Así que no fuisteis vosotros quienes me enviasteis aquí, sino Dios. Él me ha constituido consejero del faraón, señor de su casa y gobernador de todo el país de Egipto. Así que subid sin tardanza adonde está mi padre y decidle: «Así dice tu hijo José: Dios me ha hecho señor de todo Egipto; ven a verme cuanto antes. Vivirás en la región de Gosen y estarás cerca de mí junto con tus hijos, tus nietos, tus ovejas, tus vacas y todas tus posesiones. Esta hambre durará cinco años más, pero yo te proporcionaré lo necesario para que subsistáis tú, tu familia y todo lo que posees». Mi hermano Benjamín y vosotros mismos sois testigos de que soy yo en persona quien habla. Contadle a mi padre el prestigio que tengo en Egipto y todo lo que habéis visto, y traed aquí a mi padre cuanto antes. Entonces José rompió a llorar y se abrazó al cuello de su hermano Benjamín que, abrazado a José, se deshacía también en llanto. Luego, anegado en lágrimas, José besó también a todos sus hermanos que, solo entonces, se atrevieron a hablarle. Cuando llegó a la corte del faraón la noticia de que habían venido los hermanos de José, tanto el faraón como sus cortesanos se alegraron. Y el faraón dijo a José: —Di a tus hermanos que carguen sus asnos, vayan a Canaán, y regresen a mí con su padre y sus familias. Yo les daré lo mejor de la tierra de Egipto y podrán comer de lo más sabroso de este país. Diles además: «Llevaos carros de Egipto para que regreséis trayendo a vuestros niños y mujeres, y también a vuestro padre. Que no se preocupen por las cosas que tengan que dejar, porque lo mejor de todo Egipto será para ellos». Así lo hicieron los hijos de Israel. José les proporcionó carros conforme al mandato del faraón y les entregó también víveres para el camino. A cada uno le dio un vestido nuevo; a Benjamín le dio trescientos siclos de plata y cinco vestidos nuevos. Para su padre cargó diez asnos con los mejores productos de Egipto y diez asnas más con cereales, pan y otras provisiones para su viaje. Al despedirse José de sus hermanos, cuando estos ya partían, les dijo: —No discutáis por el camino. Ellos salieron de Egipto y llegaron a la tierra de Canaán, donde se encontraba su padre Jacob, y le comunicaron la noticia: —José vive y es gobernador de todo Egipto. Pero Jacob ni se inmutó, porque no les creía. Solo cuando ellos le repitieron palabra por palabra lo que les dijo José y vio los carros que José enviaba para llevarlo [a Egipto], recobró la ilusión. Israel entonces exclamó: —¡Esto me basta! José, mi hijo, vive todavía. Iré y lo veré antes de morir. Israel emprendió el viaje con todas sus pertenencias. Al llegar a Berseba ofreció sacrificios al Dios de su padre Isaac. Esa noche Dios habló a Israel en una visión: —¡Jacob! ¡Jacob! Él respondió: —Aquí me tienes. [Dios le] dijo: —Yo soy Dios, el Dios de tu padre. No temas bajar a Egipto, porque allí haré de ti una gran nación. Bajaré contigo a Egipto y yo mismo te haré subir de allí. Y cuando mueras, José te cerrará los ojos. Cuando Jacob partió de Berseba, los hijos de Israel montaron a su padre Jacob junto con sus niños y mujeres en los carros que el faraón había enviado para transportarlos. Así pues, Jacob y todos los suyos se marcharon a Egipto llevando consigo el ganado y todos los bienes que habían adquirido en la tierra de Canaán. Todos sus hijos, hijas, nietos y nietas se fueron con Jacob. Estos son los nombres de los israelitas que fueron a Egipto; es decir, Jacob y sus hijos: Rubén, el primogénito de Jacob. Los hijos de Rubén: Janoc, Falú, Jesrón y Carmí. Los hijos de Simeón: Jemuel, Jamín, Oab, Jaquín, Sojar y Saúl, el hijo de la cananea. Los hijos de Leví: Guersón, Queat y Merarí. Los hijos de Judá: Er, Onán, Selá, Fares y Záraj (Er y Onán habían muerto en Canaán). Los hijos de Fares: Jesrón y Jamul. Los hijos de Isacar: Tolá, Fúa, Job y Simrón. Los hijos de Zabulón: Sered, Elón y Jajlel. Estos fueron los hijos que Jacob tuvo con Lía en Parán Aram, además de su hija Dina. En total, entre hombres y mujeres eran treinta y tres personas. Los hijos de Gad: Sifión, Jaguí, Esbón, Suní, Erí, Arodí y Arelí. Los hijos de Aser: Jimná, Jisvá, Jisví, Beriá y la hermana de ellos que se llamaba Seraj. Los hijos de Beriá: Jéber y Malquiel. Estos fueron los hijos que Jacob tuvo con Zilpá, la esclava que Labán dio a su hija Lía. En total sus descendientes fueron dieciséis personas. Los hijos de Raquel, la mujer de Jacob: José y Benjamín. Los hijos que José tuvo con Asenet, hija de Potifera, sacerdote de On, fueron Manasés y Efraín. Los hijos de Benjamín: Belá, Bejer, Asbel, Guerá, Naamán, Ejí, Ros, Mufín, Jufín y Ared. Esta fue la descendencia que Jacob tuvo con Raquel; en total catorce personas. El hijo de Dan: Jusín. Los hijos de Neftalí: Jajsel, Guní, Jéser y Silén. Estos fueron los hijos que Jacob tuvo con Bilhá, la esclava que Labán dio a su hija Raquel. En total sus descendientes fueron siete personas. Todos los miembros de la familia de Jacob que llegaron a Egipto —es decir, sus descendientes directos— sumaban en total sesenta y seis personas, sin contar a las mujeres de sus hijos. Con los dos hijos de José que le nacieron en Egipto, el total de miembros de la familia de Jacob que emigró a Egipto ascendió a setenta personas. Israel envió por delante a Judá para que anunciara a José su llegada y acudiera a su encuentro en Gosen. Cuando estaban llegando a la región de Gosen, José ordenó que preparasen su carro y salió al encuentro de su padre Israel. Al encontrarse, José se fundió en un abrazo con su padre, y lloró largo rato sobre su hombro. Entonces Israel dijo a José: —Ahora ya puedo morir. Te he visto y sé que estás vivo. José dijo a sus hermanos y a la familia de su padre: —Voy a ver al faraón, para darle la noticia de que mis hermanos y la familia de mi padre, que vivían en Canaán, han venido a estar conmigo; y que han traído consigo cuanto tenían, sus ovejas y sus vacas, porque son pastores y su trabajo es cuidar ganado. Por eso, cuando el faraón os llame y os pregunte a qué os dedicáis, decidle: «Nosotros, tus siervos, nos hemos dedicado a cuidar ganado desde nuestra juventud hasta ahora, y lo mismo hicieron nuestros antepasados». Así os permitirá estableceros en la región de Gosen, porque los egipcios consideran impuros a los pastores de ovejas. José fue a dar la noticia al faraón, y le dijo: —Mi padre y mis hermanos han venido desde Canaán con sus ovejas, sus vacas y con todo cuanto tienen; en este momento ya se encuentran en la región de Gosen. José había llevado consigo a cinco de sus hermanos y se los presentó al faraón que les preguntó: —¿A qué os dedicáis? Ellos respondieron: —Nosotros, tus siervos, somos pastores de ovejas, igual que lo fueron nuestros antepasados. Y añadieron: —Hemos venido a vivir en este país porque en Canaán aprieta el hambre y ya no hay pastos para los rebaños de tus siervos. Por eso te rogamos que permitas a tus siervos establecerse en la región de Gosen. Entonces el faraón dijo a José: —Tu padre y tus hermanos han venido a reunirse contigo. El país de Egipto está a tu disposición. Haz que tu padre y tus hermanos se asienten en la mejor zona del país; que se queden en la región de Gosen. Y si sabes que entre ellos hay algunos con experiencia, ponlos a cargo de mi ganado. Después José presentó a su padre Jacob al faraón. Jacob saludó al faraón con reverencia y este le preguntó: —¿Cuántos años tienes? Jacob respondió: —Ciento treinta años llevo de aquí para allá. Pocos y desgraciados han sido los años de mi vida, y no llegan a sumar los años que mis antepasados vivieron como inmigrantes. Jacob volvió a saludar al faraón, y se retiró de su presencia. José instaló a su padre y a sus hermanos dándoles terrenos en la mejor región de Egipto, en el distrito de Ramsés, tal como lo había ordenado el faraón. José proporcionó alimentos a su padre, a sus hermanos y a toda su familia, según las necesidades de cada uno. En ninguna parte del país había qué comer, y la carestía era tan severa que la gente, tanto en Egipto como en Canaán, se moría de hambre. José, mientras tanto, iba acumulando todo el dinero que los de Egipto y los de Canaán pagaban a cambio del grano que le compraban, e ingresaba este dinero en las arcas reales. Pero cuando se agotó el dinero en Egipto y Canaán, todos los egipcios fueron a decirle a José: —Danos pan. O ¿vas a permitir que muramos, porque ya no nos queda dinero? José les respondió: —Si ya se os acabó el dinero, traed vuestros ganados y os los cambiaré por alimento. Ellos traían el ganado a José que les daba alimento a cambio de caballos, ovejas, vacas y asnos. Durante un año les estuvo proveyendo de alimento a cambio de todo su ganado. Pero pasó ese año, y al año siguiente fueron a decirle a José: —Señor, no podemos ocultarte que el dinero se nos acabó y que el ganado es ya de nuestro señor. No tenemos otra cosa que ofrecer a nuestro señor que nuestros cuerpos y nuestras tierras. ¿Vas a permitir que nosotros muramos y nuestras tierras queden yermas? Cómpranos a nosotros y a nuestras tierras, a cambio de alimento. Nosotros, con nuestras tierras, seremos esclavos del faraón; pero danos semilla para que la tierra no quede desolada y nosotros podamos sobrevivir. De esta manera José adquirió para el faraón todas las tierras de Egipto, pues los egipcios, obligados por el hambre, tuvieron que venderle sus tierras; y así el país pasó a ser propiedad exclusiva del faraón, y todos en Egipto, de uno a otro confín, acabaron siendo esclavos. Los únicos terrenos que José no compró fueron los que pertenecían a los sacerdotes, porque a ellos les había asignado el faraón una ración de alimento; y como vivían de esa asignación que les daba el faraón, no tuvieron que vender sus propiedades. José dijo después al pueblo: —Hoy os he comprado a vosotros y vuestras tierras para el faraón. Aquí tenéis semilla para que sembréis las tierras; pero habréis de entregar al faraón la quinta parte de la cosecha; las otras cuatro partes servirán para sembrar los campos y para alimentaros vosotros, vuestras familias y vuestros hijos. Ellos respondieron: —Señor, aceptamos ser esclavos del faraón, porque hemos contado con tu favor y nos has salvado la vida. Y José promulgó una ley, vigente hasta el día de hoy en toda la tierra de Egipto, según la cual debía entregarse al faraón una quinta parte de las cosechas. Solamente las tierras de los sacerdotes no pasaron a ser propiedad del faraón. Los israelitas se asentaron en Egipto, en la región de Gosen. Adquirieron propiedades allí, prosperaron y llegaron a ser muy numerosos. Jacob vivió diecisiete años en Egipto, y la duración total de su vida fue de ciento cuarenta y siete años. Vivía ya Israel sus últimos días, cuando mandó llamar a su hijo José y le dijo: —Si de verdad me quieres, pon tu mano debajo de mi muslo y júrame que harás lo que te voy a pedir: ¡Por favor, no me entierres en Egipto! Cuando vaya a reunirme con mis antepasados, sácame de Egipto y entiérrame en su sepulcro. José respondió: —Haré lo que me pides. Insistió Jacob: —Júramelo. José se lo juró, y a continuación Israel se reclinó sobre la cabecera de la cama. Sucedió después de estas cosas que dijeron a José: —Tu padre está enfermo. Entonces José fue a visitarlo y llevó consigo a sus dos hijos, Manasés y Efraín. Cuando le avisaron a Jacob que su hijo venía a verlo, hizo un esfuerzo y se incorporó en la cama. Y dijo Jacob a José: —El Dios todopoderoso se me apareció en la ciudad de Luz, en la tierra de Canaán, y me bendijo con estas palabras: Yo te haré fecundo, te multiplicaré y haré que llegues a ser un grupo de tribus; y esta tierra se la daré en posesión perpetua a tu descendencia. Ahora bien, los dos hijos que te nacieron aquí en Egipto, antes de que me reuniera contigo, los considero como míos: Efraín y Manasés serán para mí igual que Rubén y Simeón. En cambio, los hijos que tengas después de ellos te pertenecerán a ti, y solo tendrán parte en la herencia que corresponde a sus hermanos. Cuando yo regresaba de Parán Aram, se me murió Raquel, poco antes de llegar a Efrata, en Canaán, y allí la sepulté junto al camino de Efrata (es decir, Belén). Al ver a los hijos de José, Israel preguntó: —¿Quiénes son? José respondió a su padre: —Son mis hijos, los que Dios me ha concedido aquí. Y Jacob dijo: —Acércamelos para que les dé mi bendición. Israel había perdido vista con la vejez y apenas podía ver. José se los acercó y él los abrazó y los besó. Luego Israel dijo a José: —No pensé que volvería a verte y, sin embargo, Dios me ha concedido ver también a tus hijos. José los retiró de las rodillas de su padre y se postró rostro en tierra. Después, los tomó a los dos, a Efraín con la mano derecha y a Manasés con la izquierda, y se los acercó a su padre. Así Efraín quedó a la izquierda de Israel y Manasés a su derecha. Pero al extender Israel sus manos, las cruzó, y puso la mano derecha sobre la cabeza de Efraín, que era el menor, y la mano izquierda sobre la cabeza de Manasés, a pesar de que este era el primogénito. Y bendijo a José con estas palabras: Que el Dios en cuya presencia caminaron mis padres, Abrahán e Isaac, el Dios que ha sido mi pastor desde el día en que nací hasta hoy, el ángel que me ha librado de todo mal, bendiga a estos muchachos; que en ellos se perpetúe mi nombre y el de mis padres, Abrahán e Isaac; que crezcan y se multipliquen en medio de la tierra. A José no le agradó ver que su padre pusiera la mano derecha sobre la cabeza de Efraín, por lo que tomó la mano de su padre para quitarla de la cabeza de Efraín y pasarla a la de Manasés, mientras le decía: —Así no, padre; el mayor es este y debes poner tu mano derecha sobre su cabeza. Pero su padre se resistió y le contestó: —Ya lo sé, hijo, ya lo sé. También él llegará a ser un pueblo que será igualmente grande; pero su hermano menor será aún más importante, y su descendencia dará origen a muchas naciones. Aquel día los bendijo diciendo: —El pueblo de Israel pronunciará vuestro nombre para bendecir, pues dirán: «Que Dios haga contigo como hizo con Efraín y Manasés». Y puso a Efraín delante de Manasés. Después Israel dijo a José: —Yo estoy a punto de morir, pero Dios estará con vosotros y os llevará otra vez a la tierra de vuestros antepasados. Y a ti, te doy una franja de tierra mayor que a tus hermanos: la franja de Siquén que yo arrebaté a los amorreos con mi espada y mi arco. Jacob llamó a sus hijos y les dijo: —Reuníos, que os voy a contar lo que os va a suceder en el futuro. Agrupaos y escuchadme, hijos de Jacob; escuchad a vuestro padre Israel: Rubén, tú eres mi primogénito, mi fuerza y primicia de mi virilidad, el primero en rango, el primero en poder. Impetuoso como un torrente, ya no tendrás la primacía, porque deshonraste el lecho de tu padre, profanando mi cama con tu acción. Simeón y Leví son hermanos, instrumento de violencia son sus armas. No querría estar presente en sus reuniones, ni comprometer mi honor en sus asambleas, pues cuando se enfurecieron mataron hombres, y en su crueldad desjarretaron bueyes. Maldita su ira tan violenta, y su furor tan feroz. Yo los dividiré en Jacob, los dispersaré en Israel. A ti, Judá, te alabarán tus hermanos, doblegarás el cuello de tus enemigos; los hijos de tu padre se postrarán ante ti. Cachorro de león es mi hijo Judá que vuelve de hacer presa; cuando se echa y se recuesta como león o como leona, ¿quién lo desafiará? No se apartará de Judá el cetro, ni el bastón de mando de entre sus rodillas, hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien obedecerán los pueblos. Él amarra su burro a una vid, y a una cepa las crías de su asna. Él lava en vino su vestido, en sangre de uvas su manto. Son sus ojos más oscuros que el vino, sus dientes más blancos que la leche. Zabulón habita junto al mar, servirá de puerto a los barcos, sus fronteras llegarán hasta Sidón. Isacar es un asno robusto que se tumba entre las alforjas. Viendo que el establo es bueno y que la tierra es confortable, inclina el lomo a la carga y acepta trabajos de esclavo. Dan gobernará a su pueblo como una de las tribus de Israel. Será como serpiente en el camino, como víbora junto al sendero, que muerde al caballo en las patas y hace caer de espaldas al jinete. Espero tu salvación, Señor. A Gad lo asaltan los bandidos, pero él los atacará por la espalda. Aser presume de frutos sabrosos, ofrecerá manjares de reyes. Neftalí es una cierva en libertad, sus cervatillos son preciosos. José es un retoño fértil, fértil retoño junto al agua, sus ramas trepan por el muro. Los arqueros provocaron su ira, lo desafiaron lanzándole flechas. Pero su arco se mantiene firme, ágiles sus manos y sus brazos, pues lo auxilia el Fuerte de Jacob, lo ampara el Pastor, la Roca de Israel. Que te proteja el Dios de tu padre, que el Todopoderoso te bendiga con bendiciones arriba en el cielo, con bendiciones abajo en el abismo, con bendiciones que colmen pechos y senos maternos. Las bendiciones de tu padre, mejores que las de las antiguas montañas, más deliciosas que las colinas eternas, desciendan sobre la cabeza de José, sobre la frente del escogido entre todos sus hermanos. Benjamín es un lobo rapaz, que en la mañana devora a su presa y por la tarde reparte los despojos. Estas son las doce tribus de Israel, y esto es lo que su padre les dijo al bendecirlas; a cada una le dio una bendición especial. Además, Jacob les dio estas instrucciones: —Yo estoy a punto de reunirme con los míos; sepultadme junto a mis antepasados, en la cueva que está en el campo de Efrón el hitita; me refiero a la cueva de Macpelá, la que compró Abrahán al hitita Efrón para tener una sepultura en propiedad y que está frente a Mambré, en la tierra de Canaán. Allí sepultaron a Abrahán y a su mujer Sara; allí sepultaron a Isaac y a su mujer Rebeca, y allí sepulté yo a Lía. El campo y la cueva fueron comprados a los hititas. Cuando Jacob terminó de dar estas instrucciones a sus hijos, encogió sus pies en la cama, expiró y fue a reunirse con los suyos. Entonces José se inclinó sobre el rostro de su padre y lo besó llorando. Después ordenó a los médicos que tenía a su servicio que embalsamaran el cuerpo de su padre Israel, y así lo hicieron. Emplearon en ello cuarenta días, pues ese es el tiempo que lleva embalsamar. Los egipcios guardaron luto durante setenta días. Pasados los días de duelo, José habló con los cortesanos del faraón y les dijo: —Si de verdad me he ganado el respeto de la corte, os ruego que transmitáis este mensaje al faraón: Mi padre, antes de morir, me hizo jurarle que lo sepultaría en la tumba que él mismo preparó en la tierra de Canaán. Ahora ruego me permitas ir a sepultar a mi padre, y luego volveré. El faraón respondió: —Vete y sepulta a tu padre como él te hizo jurar. José, pues, fue a sepultar a su padre; lo acompañaron todos los cortesanos del faraón, los ancianos de su corte, todos los ancianos de Egipto, y toda la familia de José junto con sus hermanos y la familia de su padre. En la región de Gosen solamente dejaron a sus niños, sus ovejas y sus vacas. Subieron también con él carros y jinetes, de modo que el cortejo era impresionante. Al llegar a la era de Hatad, al otro lado del Jordán, celebraron una solemne ceremonia fúnebre. Allí José guardó luto por su padre durante siete días. Cuando los cananeos que vivían en aquella región vieron en la era de Hatad aquellas manifestaciones de duelo, dijeron: «El funeral de los egipcios es muy solemne». Por eso llamaron Abel Misráin a aquel lugar que está al otro lado del Jordán. Los hijos de Jacob hicieron con su padre lo que él les había pedido: lo llevaron a la tierra de Canaán y lo sepultaron en la cueva del campo de Macpelá, frente a Mambré, la cueva que Abrahán había comprado a Efrón el hitita, como sepultura en propiedad. Después José volvió a Egipto con sus hermanos y con todos los que lo habían acompañado a enterrar a su padre. Al ver los hermanos de José que su padre había muerto, se dijeron: —Tal vez José nos odia, y ahora nos devuelva con creces todo el mal que le hicimos. Por eso enviaron a José este mensaje: —Tu padre, antes de morir, nos mandó que te dijéramos: «Perdona a tus hermanos su crimen y su pecado, perdónales el mal que te hicieron». Te rogamos, pues, que perdones nuestro crimen, ya que somos servidores del Dios de tu padre. José, al oírlo, se echó a llorar. Entonces vinieron sus hermanos, se inclinaron delante de él y le dijeron: —Aquí nos tienes, somos tus siervos. Pero José les respondió: —No temáis. ¿Acaso pensáis que yo ocupo el puesto de Dios? Es verdad que vosotros os portasteis mal conmigo, pero Dios lo cambió en bien para hacer lo que hoy estamos viendo: salvar la vida de mucha gente. Por tanto, no temáis. Yo cuidaré de vosotros y de vuestros hijos. De ese modo los consoló, llegándoles al corazón. José y la familia de su padre siguieron viviendo en Egipto. José vivió ciento diez años y llegó a conocer a los biznietos de Efraín. Además, cuando nacieron los hijos de su nieto Maquir, que era hijo de Manasés, José los recibió sobre sus rodillas. Un día, José dijo a sus hermanos: —Mi fin está cerca, pero Dios vendrá a ayudaros y os llevará de este país a la tierra que prometió a Abrahán, Isaac y Jacob. Y José hizo jurar a los hijos de Israel diciendo: —Sin duda Dios vendrá a ayudaros. Cuando esto ocurra, os llevaréis de aquí mis huesos. José murió a los ciento diez años; lo embalsamaron y lo depositaron en un sarcófago en Egipto. Estos son los nombres de los israelitas que llegaron a Egipto con Jacob, cada uno con su familia: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar, Zabulón, Benjamín, Dan, Neftalí, Gad y Aser. Los descendientes de Jacob eran en total setenta personas, incluyendo a José, que ya estaba en Egipto. José murió y también sus hermanos y toda aquella generación. Como los israelitas eran fecundos, se multiplicaron sobremanera, se hicieron fuertes y llenaron el país. Subió por entonces al trono de Egipto un nuevo rey, que no había conocido a José, y dijo a su pueblo: —¡Daos cuenta de que los israelitas se están multiplicando y haciéndose más fuertes que nosotros! Actuemos sabiamente respecto a ellos, no sea que sigan multiplicándose y, en caso de guerra, se pongan del lado de nuestros enemigos, luchen contra nosotros y se marchen del país. Entonces les impusieron capataces que los sometían a trabajos muy duros. Y así fue cómo construyeron para el faraón las ciudades de almacenamiento de Pitón y Ramsés. Pero cuanto más los oprimían, más crecían y se extendían, hasta el punto que los egipcios empezaron a considerarlos un serio problema. Por eso, los egipcios sometieron a los israelitas a una cruel esclavitud. Les hicieron la vida insoportable con trabajos rudos: hacer barro, fabricar adobes, y toda clase de labores del campo. Todos estos trabajos se los impusieron con malos tratos. Además, el rey de Egipto habló con Fuá y Sifrá, comadronas de las hebreas, y les dijo: —Cuando asistáis a las hebreas en sus partos, prestad atención al sexo del recién nacido; si es niño, matadlo; si es niña, dejadla vivir. Pero las comadronas desatendieron, por respeto a Dios, la orden dada por el rey de Egipto, y dejaron vivir también a los niños. Entonces el rey de Egipto las mandó llamar y les preguntó: —¿Por qué habéis actuado así? ¿Por qué habéis dejado con vida a los niños? Ellas le respondieron: —Porque las mujeres hebreas no son como las egipcias; son como animales salvajes y dan a luz antes de que llegue la comadrona. Por eso Dios premió a las comadronas. El pueblo siguió creciendo y haciéndose cada vez más poderoso; en cuanto a las comadronas que habían sido fieles a Dios, fueron agraciadas con una familia numerosa. Entonces el faraón ordenó a todo su pueblo: —Arrojad al río a todos los niños hebreos que nazcan; a las niñas dejadlas vivir. Un hombre de la tribu de Leví se casó con una mujer de su misma tribu; la mujer concibió y dio a luz un niño. Viendo que era hermoso, lo tuvo oculto durante tres meses; pero no pudiendo esconderlo por más tiempo, tomó una canastilla de papiro, la calafateó con betún y brea, colocó en ella al niño y la dejó entre los juncos, a la orilla del río. La hermana del niño se quedó a poca distancia, para ver qué le sucedía. En esto, la hija del faraón bajó a bañarse al río, y mientras sus doncellas la seguían por la orilla, vio la canastilla entre los juncos y ordenó a su sierva que se la trajera. Al abrirla, encontró un niño que estaba llorando. Y con lástima exclamó: —¡Sin duda es un niño hebreo! Entonces, la hermana del niño dijo a la hija del faraón: —¿Quieres que vaya a buscarte una nodriza hebrea para que amamante al niño? La hija del faraón le respondió: —Hazlo. La muchacha fue a buscar a la madre del niño, a la que dijo la hija del faraón: —Encárgate de este niño, críamelo y yo te pagaré. La mujer se llevó al niño y lo crio. Cuando el niño creció, se lo llevó a la hija del faraón, que lo adoptó como hijo suyo, y le puso el nombre de Moisés, diciendo: —«Yo lo saqué de las aguas». Hecho ya un hombre, Moisés salió un día a visitar a sus hermanos y vio sus penalidades. También fue testigo de cómo un egipcio maltrataba a un hebreo, hermano suyo de raza. Miró a uno y otro lado y, viendo que no había nadie, mató al egipcio y lo enterró en la arena. Al día siguiente volvió a salir y vio a dos hebreos que se estaban peleando. Le dijo al agresor: —¿Por qué golpeas a tu compañero? Y este le respondió: —¿Quién te ha nombrado jefe y juez entre nosotros? ¿Acaso pretendes matarme, como mataste al egipcio? Entonces Moisés tuvo miedo, pues pensó: «Sin duda el asunto se ha hecho público». Y, en efecto, el faraón se enteró de lo que había ocurrido y ordenó que lo buscaran y lo ajusticiasen. Pero Moisés, huyendo de él, se refugió en la región de Madián, y allí se sentó junto a un pozo. El sacerdote de Madián tenía siete hijas. Vinieron estas a sacar agua y, mientras estaban llenando el abrevadero para dar de beber al rebaño de su padre, llegaron unos pastores y las echaron de allí. Entonces Moisés salió en su defensa y abrevó el rebaño. Cuando regresaron a casa de su padre Reuel, este les preguntó: —¿Cómo es que hoy habéis regresado tan pronto? A lo cual respondieron: —Un egipcio nos libró de los pastores, sacó agua y abrevó el rebaño. Reuel continuó preguntando: —¿Y dónde está ese hombre? ¿Cómo habéis dejado que se marche? Salid e invitadlo a que se hospede aquí. Moisés se quedó a vivir en casa de Reuel, el cual le dio a su hija Séfora por esposa. Ella dio a luz un niño y Moisés lo llamó Guersón, porque dijo: «Soy un extranjero en una tierra extraña». Pasado mucho tiempo, el rey de Egipto murió, pero los israelitas seguían esclavizados, quejándose y lamentándose. Desde la esclavitud sus gritos de dolor llegaron hasta Dios que, oyendo su gemido, se acordó de la alianza que había hecho con Abrahán, Isaac y Jacob. Y viendo a los israelitas, tuvo conocimiento del trance por el que estaban pasando. Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián. Conduciendo el rebaño a través del desierto, llegó al Horeb, el monte de Dios. Allí se le apareció el ángel del Señor como una llama de fuego, en medio de una zarza. Se fijó y quedó sorprendido al ver que la zarza ardía, pero no se consumía. Entonces Moisés se dijo: —Voy a acercarme para observar este extraño fenómeno, y ver por qué no se consume la zarza. Al ver el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: —¡Moisés! ¡Moisés! —Aquí estoy —respondió Moisés. Dios le dijo: —No te acerques; quítate las sandalias, porque estás pisando un lugar sagrado. Y añadió: —Yo soy el Dios de tus antepasados, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Moisés, sintió miedo de mirar a Dios y se tapó la cara. El Señor continuó diciendo: —He visto la angustiosa situación de mi pueblo en Egipto, he escuchado los gritos de dolor que le causan sus opresores y conozco sus calamidades. Ahora he decidido librarlos del poder de los egipcios y sacarlos de ese país para conducirlos a una tierra fértil y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel, al país de los cananeos, hititas, amorreos, fereceos, jeveos y jebuseos. El lamento de los israelitas ha llegado a mí, y he visto cómo los tiranizan los egipcios. Ve, pues; yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas. Entonces Moisés preguntó a Dios: —¿Quién soy yo para presentarme al faraón y sacar de Egipto a los israelitas? Dios le contestó: —Yo estaré contigo, y esta es la señal de que soy yo quien te envía: cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, me adoraréis en este monte. Moisés le respondió: —De acuerdo, me presentaré ante los israelitas y les diré: «El Dios de vuestros antepasados me envía a vosotros»; pero si ellos me preguntan cuál es su nombre, ¿qué les responderé? Dios dijo a Moisés: —Soy el que soy. Y añadió: —Esto responderás a los israelitas: «Yo soy» me envía a vosotros. Les dirás también: «Yahweh, el Dios de nuestros antepasados, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre eterno: así me llamaréis de generación en generación». Reúne, pues, a los ancianos de Israel y diles: «El Señor, el Dios de vuestros antepasados, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, se me ha aparecido y me ha dicho: Os he visitado y he observado cómo os tratan los egipcios; así que he determinado acabar con vuestras penalidades y llevaros al país de los cananeos, hititas, amorreos, fereceos, jeveos y jebuseos, a una tierra que mana leche y miel». Ellos te harán caso. Entonces, tú y los ancianos de Israel os presentaréis al rey de Egipto, y le diréis: «El Señor, el Dios de los hebreos, ha salido a nuestro encuentro. Permítenos que nos adentremos durante tres días por el desierto para ofrecer sacrificios al Señor, nuestro Dios». Yo sé que el rey de Egipto no os dejará marchar, a no ser por la fuerza. Pero yo desplegaré mi poder y heriré a Egipto valiéndome de toda clase de prodigios, hasta que el faraón os deje marchar. Además, haré que este pueblo se gane el favor de los egipcios, de modo que cuando salgáis no lo hagáis con las manos vacías, sino que cada mujer pedirá a su vecina o a las dueñas de las casas donde se alojan, objetos que sean de plata y oro, y ropas para vestir a sus hijos e hijas. Así será como despojaréis a los egipcios. Moisés replicó: —No me creerán, ni me escucharán; dirán que no se me ha aparecido el Señor. Entonces el Señor le preguntó: —¿Qué tienes en tu mano? —Una vara —respondió Moisés. El Señor le ordenó: —Tírala al suelo. Así lo hizo Moisés, y la vara se convirtió en una serpiente. Trataba Moisés de huir de ella, pero el Señor le dijo: —Alarga tu mano y agárrala por la cola. Moisés alargó la mano y agarró a la serpiente que de nuevo volvió a ser una vara en su puño. —De este modo —añadió el Señor— creerán que el Señor, el Dios de tus antepasados, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, se te ha aparecido. Y continuó diciendo el Señor: —Mete tu mano en el pecho. Así lo hizo Moisés y, cuando la sacó, estaba cubierta de lepra, blanca como la nieve. Entonces el Señor le dijo: —Ahora vuelve a meter tu mano en el pecho. Él la volvió a meter y, cuando la sacó, estaba tan sana como el resto del cuerpo. —Si no te creen ni te hacen caso con el primer prodigio, te creerán con el segundo; pero si no te creen ni te hacen caso con ninguno de estos dos prodigios, toma agua del río, derrámala por el suelo y el agua se convertirá en sangre. Moisés insistió: —Señor, yo no tengo facilidad de palabra, y esto no me ocurre solo ahora que estás hablando con tu siervo, sino que me viene de antes; soy poco elocuente y se me traba la lengua. El Señor le respondió: —¿Quién le ha dado la boca al ser humano? ¿Quién hace al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿Acaso no he sido yo, el Señor? Por tanto, vete. Yo estaré en tu boca cuando hables y te indicaré lo que tienes que decir. Moisés volvió a replicar: —¡Por favor, Señor, envía a cualquier otro! Se enojó el Señor con Moisés y le dijo: —¡Ahí está tu hermano Aarón, el levita! Yo sé que él tiene facilidad de palabra. Además, él viene ya a tu encuentro y se va a alegrar mucho de verte. Tú le indicarás lo que debe decir; yo estaré en vuestra boca cuando habléis, y os daré instrucciones acerca de lo que debéis hacer. Él hablará al pueblo en tu nombre; será tu portavoz, y tú harás para él las veces de Dios. Lleva contigo esta vara, pues con ella harás prodigios. Moisés volvió a casa de su suegro Jetró, y le dijo: —Déjame ir a Egipto. Tengo que regresar adonde están mis hermanos, para ver si siguen vivos. Respondió Jetró: —Vete en paz. Y es que el Señor le había dicho a Moisés en Madián: «Regresa a Egipto porque ya han muerto todos los que querían matarte». Así que Moisés tomó a su mujer y a sus hijos, los montó en un asno y emprendió el regreso a Egipto. En su mano llevaba la vara prodigiosa. El Señor le dijo: —Cuando regreses a Egipto, recuerda todos los prodigios que te he concedido realizar. Hazlos delante del faraón; aunque yo haré que se muestre intransigente y no deje salir a los israelitas. Entonces dirás al faraón: —Esto es lo que ha dicho el Señor: Israel es mi hijo, mi primogénito. Te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me rinda culto. Si te niegas a dejarlo salir, yo daré muerte a tu hijo primogénito. Y sucedió que, mientras iban camino de Egipto, el Señor atacó a Moisés en una posada con intención de matarlo. Entonces Séfora cogió un pedernal afilado, cortó el prepucio a su hijo y, tocando con el prepucio los genitales de Moisés, exclamó: —Eres mi esposo de sangre. El Señor se alejó de Moisés cuando ella lo llamó «esposo de sangre» por lo de la circuncisión. Dijo el Señor a Aarón: —Vete al desierto a recibir a Moisés. Aarón fue y, cuando lo encontró en el monte de Dios, lo abrazó. Moisés le contó a Aarón todo lo que el Señor le había dicho al encomendarle la misión, y le refirió también todos los prodigios que le había ordenado hacer. Después, Moisés y Aarón reunieron a los ancianos de Israel, Aarón les relató todo cuanto el Señor había dicho a Moisés, y este realizó los prodigios ante el pueblo. El pueblo creyó, y al saber que el Señor había visitado a los israelitas y se preocupaba por su opresión, se postraron y lo adoraron. Después de esto, Moisés y Aarón se fueron a ver al faraón y le dijeron: —Esto dice el Señor, Dios de Israel: deja salir a mi pueblo para que celebre en mi honor una fiesta en el desierto. Pero el faraón respondió: —¿Quién es el Señor para que yo lo obedezca y deje salir a los israelitas? Ni conozco al Señor, ni dejaré salir a los israelitas. Replicaron Moisés y Aarón: —El Dios de los hebreos se nos ha manifestado; permítenos, pues, hacer tres días de camino por el desierto para ofrecer sacrificios al Señor, nuestro Dios; de no hacerlo, nos herirá con epidemias y guerras. Pero el rey de Egipto les dijo: —Moisés y Aarón, ¿por qué distraéis al pueblo de su trabajo? ¡Volved a vuestros quehaceres! Y añadió: —Ahora que el pueblo es numeroso, ¿pretendéis que interrumpan sus trabajos? Aquel mismo día el faraón dio a los capataces del pueblo y a los inspectores de las obras las siguientes instrucciones: —A partir de ahora no volveréis a proveer de paja a los israelitas, como antes hacíais, para que fabriquen los adobes; ¡que vayan ellos mismos a buscarla! Pero exigidles la misma cantidad de adobes que antes. ¡No les perdonéis ni un solo adobe! Son unos holgazanes y por eso gritan: «¡Vayamos a ofrecer sacrificios a nuestro Dios!». Haced más duro su trabajo, para que estén siempre ocupados y no atiendan a patrañas. Los capataces y los inspectores de las obras salieron y dijeron al pueblo: —El faraón ha ordenado que en adelante no se os proporcione paja. Iréis vosotros mismos a buscarla donde podáis sin que por eso se os disminuya en nada la tarea. El pueblo se dispersó por todo el territorio de Egipto en busca de rastrojos para abastecerse de paja. Los capataces los apremiaban diciendo: —¡Completad vuestro trabajo de cada día como cuando se os proporcionaba paja! Los capataces egipcios maltrataban a los israelitas encargados de dirigir los trabajos y los recriminaban diciendo: —¿Cómo es que ni ayer ni hoy habéis cubierto el cupo de adobes que se os había asignado? Entonces fueron los encargados israelitas a quejarse al faraón, y le dijeron: —¿Por qué tratas así a tus siervos? Se nos exige que hagamos adobes, pero no se nos proporciona paja. Somos nosotros los que recibimos los golpes, cuando el culpable es tu propio pueblo. El faraón les contestó: —¡Holgazanes!, ¡no sois más que una partida de holgazanes! Por eso andáis diciendo: «Vamos a ofrecer sacrificios al Señor». ¡A trabajar! No se os proporcionará paja, pero debéis hacer igual cantidad de adobes que antes. Los encargados israelitas se vieron en un aprieto cuando les dijeron que no se les rebajaría la producción diaria de adobes. Cuando salían del palacio se encontraron con Moisés y Aarón, que los estaban esperando, y les dijeron: —¡Que el Señor juzgue y sentencie! Por vuestra culpa el faraón y su corte nos odian. Habéis puesto en su mano la espada para que nos maten. Entonces Moisés se quejó al Señor diciendo: —¿Por qué afliges a este pueblo? ¿Para qué me has enviado? Desde que fui a hablar en tu nombre al faraón, él está maltratando a tu pueblo y tú no has hecho nada para librarlo. El Señor respondió a Moisés: —Ahora verás lo que voy a hacer con el faraón: una fuerza poderosa lo obligará a dejarlos salir y no tendrá más remedio que echarlos de su país. Dios habló a Moisés y le dijo: —Yo soy el Señor. Me manifesté a Abrahán, Isaac y Jacob como el Todopoderoso, pero no les revelé mi nombre, el Señor. Establecí mi alianza con ellos para otorgarles la tierra de Canaán, en la que moraron como inmigrantes, y ahora he escuchado el lamento de los israelitas esclavizados en Egipto, acordándome de mi alianza. Por tanto, anuncia a los israelitas: Yo soy el Señor; yo os liberaré de la opresión de los egipcios, os libraré de su esclavitud, os rescataré con gran poder y a ellos los castigaré duramente. Os tomaré para que seáis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios; así reconoceréis que yo soy el Señor vuestro Dios, el que os rescató de la opresión egipcia. Os guiaré a la tierra que juré dar a Abrahán, Isaac y Jacob, la tierra que os daré a vosotros en propiedad. Yo, el Señor. Con estas palabras habló Moisés a los israelitas, pero no le hicieron caso, pues estaban desalentados a causa de su dura esclavitud. Entonces el Señor dijo a Moisés: —Preséntate al faraón, rey de Egipto, y dile que deje salir de su país a los israelitas. Respondió Moisés al Señor: —Si ni siquiera los propios israelitas me hacen caso, ¿cómo me va a hacer caso el faraón, con lo torpe de palabra que soy? Pero el Señor habló a Moisés y a Aarón y les dio órdenes para los israelitas y para el faraón, rey de Egipto, con el fin de sacar a los israelitas del país de Egipto. Estos son los jefes de los clanes patriarcales: Hijos de Rubén, primogénito de Israel: Janoc, Falú, Jezrón y Carmí. Estos son los clanes de Rubén. Hijos de Simeón: Jemuel, Jamín, Ohad, Jaquín, Zohar y Saúl, el hijo de la cananea. Estos son los clanes de Simeón. Leví vivió ciento treinta siete años, y los nombres de sus hijos, por familias, fueron: Guersón, Queat y Merarí. Hijos de Guersón: Libní y Simeí, con sus clanes. Queat vivió ciento treinta y siete años y sus hijos fueron: Amrán, Izhar, Hebrón y Uziel. Hijos de Merarí: Majlí y Musí. Estos son los clanes de Leví, por familias. Amrán se casó con su tía Joquébed de la que tuvo a Aarón y Moisés. Amrán vivió ciento treinta y siete años. Hijos de Izhar: Coré, Néfeg y Zicrí. Hijos de Uziel: Misael, Elzafán y Sitrí. Aarón se casó con Elisebá, hija de Aminadab, hermana de Naasón, de la que tuvo a Nadab, Abihú, Eleazar e Itamar. Hijos de Coré: Asir, Elcaná y Abiasaf. Estos son los clanes coraítas. Eleazar, hijo de Aarón, se casó con una de las hijas de Futiel, la cual dio a luz a Finés. Estos son los jefes de los diversos clanes levitas. A estos clanes pertenecen Aarón y Moisés a los que el Señor dijo: —Sacad a los israelitas del país de Egipto de manera organizada. También fueron ellos, Moisés y Aarón, los que hablaron con el faraón, rey de Egipto, para que dejara salir a los israelitas de su país. El día en que el Señor habló a Moisés en Egipto, le dijo: —Yo soy el Señor. Repite al faraón, rey de Egipto, todo lo que voy a decirte. Pero Moisés replicó al Señor: —¿Cómo me va a escuchar el faraón, con lo torpe de palabra que soy? El Señor respondió a Moisés: —Mira, delante del faraón, te he hecho como un dios, y tu hermano Aarón será tu profeta. Tú dirás todo lo que te ordene y Aarón, tu hermano, hablará con el faraón para que deje salir de su país a los israelitas. Sin embargo, yo haré que el faraón se muestre intransigente, y tendré que realizar muchas señales y prodigios en Egipto. Aun así, el faraón no os escuchará; pero yo descargaré mi poder sobre Egipto y sacaré de allí a Israel mi pueblo como un ejército en orden de batalla, y en medio de grandes castigos. Cuando haya desplegado mi poder y hecho salir a los israelitas de en medio de ellos, reconocerán los egipcios que yo soy el Señor. Moisés y Aarón hicieron exactamente lo que les ordenó el Señor. Cuando hablaron con el faraón, Moisés tenía ochenta años y Aarón ochenta y tres. El Señor dijo a Moisés y Aarón: —Cuando el faraón os pida que hagáis algún prodigio, le dirás a Aarón que tome su vara y la arroje delante del faraón; entonces la vara se convertirá en una serpiente. Moisés y Aarón se presentaron ante el faraón e hicieron exactamente lo que les había ordenado el Señor. Aarón arrojó su vara ante el faraón y sus cortesanos, y la vara se convirtió en una serpiente. El faraón mandó entonces llamar a sus sabios y magos, y los hechiceros de Egipto hicieron lo mismo con sus artes mágicas. Cada uno arrojó su vara que también se convirtió en serpiente; pero la vara de Aarón engulló a las otras. A pesar de ello, tal como predijo el Señor, el faraón se mantuvo intransigente y no les hizo caso. El Señor dijo a Moisés: —El faraón continúa intransigente y no deja salir al pueblo. Así pues, mañana temprano, cuando se dirija al río, hazte el encontradizo con él, a la orilla del Nilo; no olvides llevar contigo la vara que se convirtió en serpiente y dile: —El Señor, Dios de los hebreos, me envía a decirte: «Deja salir a mi pueblo para que me rinda culto en el desierto». Pero hasta ahora no has querido obedecer. Por tanto, esto dice el Señor: Ahora vas a saber que yo soy el Señor. Por eso, cuando yo, Moisés, golpee las aguas del Nilo con la vara que llevo en mi mano, se convertirán en sangre; los peces del Nilo morirán, y el río apestará de tal manera que beber de sus aguas causará una gran repugnancia a los egipcios. El Señor dijo a Moisés: —Manda a Aarón que tome su vara y extienda su mano sobre las aguas de Egipto, sobre sus ríos y canales, sobre sus estanques y todos sus depósitos de agua. Todas las aguas se convertirán en sangre; habrá sangre en todo el país de Egipto, incluso en los recipientes de madera y de piedra. Moisés y Aarón obraron según lo ordenado por el Señor: Aarón alzó su vara, golpeó las aguas del Nilo ante la mirada del faraón y sus cortesanos, y las aguas del río se convirtieron en sangre. Los peces del Nilo murieron, y el río empezó a despedir un olor tan pestilente que los egipcios no pudieron beber de sus aguas. Egipto entero se llenó de sangre. Pero los magos de Egipto, valiéndose de sus artes mágicas, hicieron lo mismo. Así que el faraón continuó intransigente y no escuchó a Moisés y Aarón, tal como el Señor había predicho. Sin dar importancia a lo ocurrido, el faraón se volvió a su palacio. Los egipcios tuvieron que excavar pozos en las márgenes del Nilo para sacar agua potable, pues el agua del Nilo ya no lo era. Siete días después de que el Señor golpeara el agua del Nilo, el Señor dijo a Moisés: —Preséntate ante el faraón y dile: «Esto dice el Señor: Deja salir a mi pueblo para que me rinda culto. Si te opones a dejarlo salir, infestaré tu reino con una plaga de ranas. El Nilo bullirá de ranas, que saldrán de él y se meterán en tu casa, en tu alcoba, y en tu misma cama; se meterán también en las casas de tus cortesanos y de tu pueblo, en tus hornos y en tus artesas. Llegarán incluso a saltar sobre ti, sobre tus cortesanos y sobre todo tu pueblo». Dijo, pues, el Señor a Moisés: —Manda a Aarón que extienda su vara sobre los ríos, canales y estanques, para que se llene de ranas el país de Egipto. Extendió Aarón su mano sobre las aguas de Egipto, y salió tal cantidad de ranas que se llenó de ellas el país. Pero los magos, con sus artes mágicas, hicieron lo mismo: consiguieron que las ranas invadieran todo el país. Entonces el faraón mandó llamar a Moisés y Aarón y les dijo: —Suplicad al Señor para que retire las ranas de mí y de mi pueblo, y dejaré salir a los israelitas para que ofrezcan sacrificios al Señor. Moisés contestó al faraón: —¿Cuándo quieres que interceda por ti, por tus cortesanos y por tu pueblo, para que el Señor retire las ranas de ti y de tu palacio, y se queden tan solo en el río? —Mañana mismo —respondió el faraón. Moisés asintió: —Así se hará, para que reconozcas que no hay nadie como el Señor nuestro Dios. Las ranas se alejarán de ti y de tu palacio, de tus cortesanos y de todo tu pueblo; únicamente encontrarás ranas en el río. Moisés y Aarón salieron de la presencia del faraón, y Moisés suplicó al Señor a propósito de las ranas con que había abrumado al faraón. El Señor accedió a la petición de Moisés y murieron las ranas de las casas, patios y campos. Los egipcios las recogieron y las amontonaron; y un hedor insoportable se extendió por todo el país. Viendo el faraón que se le daba un respiro, se mantuvo intransigente y como había predicho el Señor, no cumplió lo prometido a Moisés y Aarón. El Señor dijo a Moisés: —Manda a Aarón que extienda su vara y golpee con ella el polvo del suelo para que se convierta en mosquitos por todo Egipto. Así lo hicieron. Aarón extendió la vara que tenía en la mano y golpeó el polvo del suelo, el cual se convirtió en una inmensa nube de mosquitos que atacaban a personas y animales. Todo el polvo del suelo de Egipto se transformó en mosquitos. Los magos intentaron hacer lo mismo con sus artes mágicas, pero no lo lograron. Mientras tanto, los mosquitos seguían atacando a personas y animales. Entonces los magos dijeron al faraón: —¡Esto es obra de Dios! Pero el faraón seguía intransigente y no los escuchó, tal como había predicho el Señor. El Señor dijo a Moisés: —Mañana temprano, cuando el faraón se dirija al río, preséntate ante él y dile: «Esto dice el Señor: Deja salir a mi pueblo para que me rinda culto. Porque si no lo dejas salir, yo enviaré sobre ti, sobre tus cortesanos, sobre tu pueblo y tu palacio, tábanos que invadirán las casas de los egipcios, incluso el suelo que pisan. Pero esta vez haré una excepción con la tierra de Gosen, donde habita mi pueblo, de modo que allí no habrá tábanos; así tendrás que reconocer que yo, el Señor, estoy en este país. Haré distinción entre mi pueblo y el tuyo. Mañana mismo tendrá lugar esta señal». El Señor cumplió lo que había anunciado, y un enjambre de tábanos se precipitó sobre el palacio del faraón y las casas de sus cortesanos. Los tábanos dejaron todo el país completamente asolado. Entonces el faraón mandó llamar a Moisés y Aarón y les dijo: —Id y rendid culto a vuestro Dios, pero sin salir de los límites del país. Respondió Moisés: —No podemos hacer eso, pues lo que nosotros ofrecemos en sacrificio al Señor, nuestro Dios, es abominable para los egipcios; y si inmolásemos a la vista de ellos lo que consideran abominable, sin duda nos apedrearían. Debemos hacer un viaje de tres días por el desierto para ofrecer sacrificios al Señor, nuestro Dios, según él nos ha ordenado. El faraón replicó: —Os dejaré salir para ofrecer sacrificios al Señor vuestro Dios, con la condición de que no os alejéis demasiado. Y rogad también por mí. Moisés repuso: —En cuanto yo salga de tu presencia, rogaré al Señor para que mañana mismo los tábanos se alejen de ti, de tus cortesanos y de tu pueblo, pero siempre y cuando no vuelvas a engañarnos ni a impedir que los israelitas salgan a ofrecer sacrificios al Señor. Apenas salió de la presencia del faraón, Moisés suplicó al Señor, y el Señor accedió a la petición de Moisés; los tábanos se alejaron del faraón, de sus cortesanos y de su pueblo. ¡No quedó ni un tábano! Pero el faraón, una vez más, mantuvo su intransigencia y no dejó salir al pueblo. El Señor dijo a Moisés: —Preséntate ante el faraón y dile: «Esto dice el Señor, Dios de los hebreos: Deja salir a mi pueblo para que me rinda culto. Si te resistes a dejarlo salir y continúas reteniéndolo por la fuerza, el poder divino dañará el ganado de tus campos: caballos, asnos, camellos, vacas y ovejas. Habrá una epidemia terrible». Pero el Señor hará distinción entre el ganado de los israelitas y el de los egipcios: ninguna res israelita perecerá. El Señor fijó un plazo diciendo: —Mañana llevaré a cabo esta amenaza contra Egipto. Y, en efecto, al día siguiente, el Señor cumplió su palabra: murió todo el ganado de los egipcios, pero del ganado de los israelitas no murió ni un solo animal. Cuando el faraón mandó evaluar los daños, comprobó que del ganado de los israelitas no había muerto ni un solo animal. A pesar de ello, el faraón siguió mostrándose intransigente y no permitió salir al pueblo. El Señor dijo a Moisés y Aarón: —Tomad ceniza de horno, y que Moisés la esparza por el aire en presencia del faraón. La ceniza se extenderá por todo el país como una polvareda y en todo Egipto producirá úlceras purulentas en personas y animales. Recogieron ceniza de horno, la esparció Moisés por el aire en presencia del faraón y tanto personas como animales se cubrieron de llagas purulentas. Los magos no pudieron enfrentarse a Moisés porque les habían salido llagas al igual que a todos los egipcios. Pero el Señor hizo que el faraón se mantuviera intransigente, sin hacer caso a Moisés y Aarón, como ya había predicho el Señor a Moisés. El Señor dijo a Moisés: —Mañana, bien temprano, preséntate ante el faraón y dile: «Esto dice el Señor, Dios de los hebreos: Deja que mi pueblo salga a rendirme culto, porque si no, voy a desencadenar esta vez sobre ti, sobre tus cortesanos y sobre todo tu pueblo, todas mis plagas. De este modo aprenderás que no hay nadie que se me parezca en toda la tierra. Yo podría haber usado mi poder para herirte a ti y a los tuyos con la peste, y habríais desaparecido de la tierra; pero te he preservado la vida para mostrarte mi poder y para que todo el mundo me conozca ¿Y todavía te resistes a dejar salir a mi pueblo? ¡Pues mira! Mañana a esta hora haré caer una granizada tan recia, como no se vio nunca en Egipto, desde su fundación hasta hoy. Así que pon a resguardo tu ganado y cuanto tienes en el campo, porque la persona o animal que quede fuera sin ponerse a resguardo, será víctima de la granizada que le caerá encima». Los cortesanos del faraón que tomaron en serio la amenaza del Señor, resguardaron bajo techo a sus siervos y al ganado; pero hubo otros que no dieron crédito a la amenaza y dejaron a sus siervos y ganados en el campo. Y el Señor dijo a Moisés: —Alza tu mano hacia el cielo, para que caiga granizo por todo el país de Egipto, sobre personas, animales y sobre los campos sembrados. Moisés alzó su vara hacia el cielo, y el Señor desató una tormenta con truenos y granizo. Cayeron rayos sobre la tierra, y el Señor hizo que granizara en todo Egipto. Caían los granizos y rayos mezclados con el granizo. Desde la fundación de Egipto no se vio jamás una granizada tan violenta. Aquel granizo destrozó en todo el país de Egipto cuanto se encontraba en el campo —personas y animales—, machacó toda la vegetación y tronchó los árboles. Únicamente el territorio de Gosen, donde vivían los israelitas, se libró del granizo. Entonces el faraón mandó llamar a Moisés y Aarón para decirles: —Reconozco que esta vez he pecado. La culpa es mía y de mi pueblo, no del Señor que es justo. Suplicad al Señor que cesen los potentes truenos y el granizo y no os retendré más. Esta vez os dejaré salir. Moisés le respondió: —En cuanto salga de la ciudad, alzaré mis manos al Señor; los truenos y el granizo cesarán; así reconocerás que la tierra es del Señor. Pero bien sé que ni tú ni tus cortesanos teméis todavía a Dios, el Señor. La cosecha de lino y cebada se perdió, pues la cebada estaba ya espigada y el lino en flor. En cambio, al trigo y al centeno no les afectó porque brotan más tarde. Salió Moisés de la presencia del faraón y, una vez fuera de la ciudad, alzó sus manos al Señor. El granizo y los truenos cesaron, y escampó. En cuanto el faraón vio que habían cesado la lluvia, el granizo y los truenos, volvió a pecar. No solo él, sino también sus cortesanos se volvieron intransigentes. El faraón se obstinó en no dejar salir a los israelitas, como el Señor ya había predicho por medio de Moisés. El Señor dijo a Moisés: —Preséntate ante el faraón, porque yo soy el que ha hecho que tanto él como sus cortesanos se muestren intransigentes, a fin de que se pongan de manifiesto en medio de ellos mis prodigios. Así podrás contar a tus hijos y a tus nietos cómo castigué a Egipto y qué prodigios realicé entre ellos; y reconoceréis que yo soy el Señor. Moisés y Aarón se presentaron ante el faraón y le dijeron: —Esto dice el Señor, Dios de los hebreos: ¿Hasta cuándo te negarás a humillarte ante mí y a dejar salir a mi pueblo para que me rinda culto? Si te niegas a dejarlo salir, mañana mismo voy a hacer que una plaga de langosta invada tu país. Cubrirán tu país de tal manera que no se podrá ver el suelo, devorando el resto de la cosecha que se salvó del granizo junto con todos los árboles que crecen en vuestros campos. Llenarán tus palacios, las casas de tus cortesanos y las del resto de los egipcios. ¡Será algo como nunca vieron tus padres ni tus abuelos desde que aparecieron sobre la tierra hasta el presente! Dicho esto, Moisés dio media vuelta y salió de la presencia del faraón. Los cortesanos del faraón le dijeron: —¿Hasta cuándo va a ser este hombre nuestra ruina? Deja marchar a esa gente y que rindan culto al Señor, su Dios. Entonces hicieron volver a Moisés y Aarón ante el faraón, el cual les dijo: —Id y rendid culto al Señor vuestro Dios. Pero ¿quiénes son los que van a ir? Moisés respondió: —Para celebrar la fiesta en honor del Señor, hemos de ir con nuestros niños y ancianos, con nuestros hijos e hijas, con nuestras ovejas y vacas. El faraón les replicó diciendo: —¡Estáis muy equivocados si pensáis que voy a dejar que os marchéis con vuestros niños! ¡Algo estáis tramando! No iréis como decís; solo iréis los varones adultos a rendir culto al Señor, ya que eso es lo que habéis pedido. Acto seguido, los echaron de la presencia del faraón. El Señor dijo a Moisés: —Extiende tu mano sobre Egipto, para que venga sobre el país una plaga de langostas y devore la vegetación que no destruyó el granizo. Moisés extendió su vara, apuntando hacia Egipto, y el Señor hizo soplar sobre el país el viento del este, desde la mañana hasta la noche. Al amanecer, el viento del este había traído una plaga de langostas que invadió todo el país, hasta el último rincón. ¡Nunca antes se había visto tal cantidad de langostas, ni se vio después algo parecido! Las langostas cubrieron el país de tal modo que se oscureció su superficie; devoraron todas las plantas del país y todos los frutos de los árboles que se habían salvado del granizo. No dejaron nada verde en ningún lugar de Egipto: ni en el campo, ni en los árboles. El faraón mandó llamar urgentemente a Moisés y Aarón para decirles: —Reconozco que he pecado contra el Señor, vuestro Dios, y contra vosotros. Os ruego que de nuevo me perdonéis y que roguéis al Señor, vuestro Dios, que aleje de aquí este desastroso castigo. Moisés salió de su presencia y oró al Señor. El Señor cambió la dirección del viento, y un viento fuerte del oeste barrió las langostas y las arrojó al mar de las Cañas. No quedó en todo Egipto una sola langosta. Pero el Señor mantuvo al faraón en su postura intransigente y no dejó salir a los israelitas. El Señor dijo a Moisés: —Alza tu mano hacia el cielo, para que aparezcan sobre todo Egipto unas tinieblas tan densas que se puedan palpar. Moisés así lo hizo, y se cernió sobre Egipto una espesa tiniebla que duró tres días. Durante ese tiempo nadie pudo moverse, pues no se veían unos a otros; pero sí hubo luz donde vivían los israelitas. Una vez más el faraón mandó llamar a Moisés y le dijo: —Id con vuestros hijos a rendir culto al Señor, vuestro Dios, pero dejad aquí vuestras ovejas y vacas. Moisés respondió: —Tienes que dejarnos llevar también las víctimas para los sacrificios y holocaustos en honor del Señor, nuestro Dios; también nuestro ganado ha de venir con nosotros. No dejaremos aquí ni una sola res, porque debemos rendir culto al Señor, nuestro Dios, con las cosas que nos pertenecen; y hasta que no lleguemos allí, no sabremos qué es lo adecuado para rendirle culto. El Señor hizo que el faraón se mantuviera intransigente y que no los dejara salir. Dijo además el faraón a Moisés: —¡Fuera de aquí! Y no vuelvas nunca más a presentarte ante mí, pues el día en que aparezcas nuevamente por aquí, morirás. A lo que Moisés respondió: —Será como dices, no me verás nunca más. El Señor dijo a Moisés: —Todavía voy a mandar una plaga más sobre el faraón y los egipcios; después de ella, no solo os dejará salir, sino que os expulsará. Di, pues, a los israelitas que cada uno pida a sus vecinos y vecinas de Egipto objetos de oro y plata. El Señor hizo que los egipcios fuesen generosos con los israelitas; incluso el mismo Moisés gozaba de gran consideración tanto entre los cortesanos del faraón, como entre el resto de los egipcios. Y dijo Moisés al faraón: —Esto dice el Señor: A eso de la medianoche pasaré a través de Egipto y todos los primogénitos egipcios morirán, desde el primogénito del faraón, su heredero, hasta el primogénito de la sierva que muele en el molino; y lo mismo sucederá con las primeras crías del ganado Entonces resonarán en todo Egipto gritos de desolación, como nunca los hubo ni los habrá jamás. Pero en lo que se refiere a Israel, se trate de personas o de animales, ni un perro les ladrará, para que reconozcáis que el Señor ha tratado de modo diferente a egipcios e israelitas. Entonces, vendrán a verme tus cortesanos que de rodillas me dirán: «Márchate con todo el pueblo que te sigue». Después de esto me marcharé. Y salió Moisés muy indignado de la presencia del faraón. El Señor dijo a Moisés: —El faraón no os hará caso y tendré que multiplicar mis prodigios en Egipto. Moisés y Aarón hicieron todos estos prodigios en presencia del faraón, pero como el Señor mantuvo al faraón intransigente, este no dejó salir de Egipto a los israelitas. Estando aún Moisés y Aarón en Egipto, les dijo el Señor: —Este mes será para vosotros el principal, el mes con que comenzaréis el año. Decid a toda la comunidad de Israel: el diez de este mes cada uno se ha de hacer con un cordero, uno por cada casa y familia. Si la familia es muy pequeña para comérselo entero, que se junte con su vecino más próximo teniendo en cuenta el número de comensales y la porción de cordero que cada uno pueda comer. El cordero deberá ser de un año, macho y sin ningún defecto. Podrá ser cordero o cabrito. Lo guardaréis hasta el día catorce de este mes, y en la tarde de ese día toda la comunidad de Israel procederá a inmolarlo. Untaréis luego con la sangre del animal las jambas y el dintel de la puerta de las casas en que se haya de comer. En esa noche se comerá la carne asada al fuego, acompañada de hierbas amargas y panes sin levadura. No comeréis nada crudo o cocido. Todo deberá estar asado al fuego: cabeza, patas y vísceras. Nada dejaréis para el día siguiente; si queda algo, lo quemaréis. Lo comeréis así: la túnica atada, las sandalias abrochadas y la vara en la mano; os lo comeréis a toda prisa. Es la Pascua del Señor. Esa noche recorreré el país de Egipto para exterminar a todos sus primogénitos, tanto personas como animales. De este modo, yo, el Señor, daré un justo escarmiento a todos los dioses egipcios. La sangre servirá de señal en las casas que habitáis: cuando yo vea la sangre pasaré de largo y no os alcanzará la plaga exterminadora con que castigaré a Egipto. Ese será para vosotros un día memorable; en él celebraréis fiesta en honor del Señor, y esto quedará como institución perpetua para las generaciones futuras. Durante siete días comeréis panes sin levadura; desde el primer día haréis desaparecer la levadura de vuestras casas, porque cualquiera que comiere algo fermentado durante esos días será expulsado de Israel. Tanto el primer día como el séptimo, celebraréis una asamblea sagrada. Durante esos días no estará permitido realizar ningún trabajo, exceptuando únicamente el necesario para preparar la comida. Observaréis la fiesta de los Panes sin levadura, porque en ese día saqué yo a vuestras tribus de Egipto. Celebraréis ese día como institución perpetua para las generaciones venideras. Desde la tarde del día catorce del primer mes hasta la tarde del veintiuno comeréis panes sin levadura. Durante esos siete días no deberá haber levadura en vuestras casas, porque cualquiera que coma algo fermentado, tanto si es extranjero como si es israelita, será expulsado de la comunidad de Israel. No comeréis nada fermentado; dondequiera que habitéis, comeréis panes sin levadura. Moisés convocó a todos los ancianos de Israel y les dijo: —Id a escoger un cordero por familia, e inmoladlo para celebrar la Pascua. Después tomad un manojo de hisopo, empapadlo en la sangre del animal recogida en un recipiente, y untad con ella el dintel y las dos jambas de la puerta. Que nadie salga de su casa hasta la mañana siguiente. Porque el Señor pasará hiriendo de muerte a los egipcios, y cuando vea la sangre en el dintel y en las dos jambas, pasará sin detenerse en aquella puerta y no dejará que el exterminador entre en vuestras casas para matar. Obedeced este mandato del Señor como una ley perpetua para vosotros y para vuestros hijos. Cuando entréis en la tierra que el Señor os va a dar, tal como lo ha prometido, seguiréis manteniendo este rito. Y cuando vuestros hijos os pregunten: «¿Qué significa este rito?», les responderéis: «Es el sacrificio de la Pascua en honor del Señor, que pasó sin detenerse en las casas de los israelitas en Egipto, cuando hirió de muerte a los egipcios y protegió a nuestras familias». Entonces los israelitas se postraron en actitud de adoración. Luego hicieron lo que el Señor había ordenado a Moisés y Aarón. A medianoche, el Señor hizo morir a los primogénitos en Egipto, desde el primogénito del faraón —heredero del trono— hasta el primogénito del que estaba encerrado en el calabozo, y también a las primeras crías del ganado. Se levantó aquella noche el faraón junto con sus cortesanos y todos los egipcios, y un alarido inmenso se oyó en todo Egipto porque no había casa en donde no hubiera algún muerto. Esa misma noche el faraón mandó llamar a Moisés y Aarón para decirles: —Marchaos, alejaos de mi gente; vosotros y todos los israelitas id a ofrecer culto al Señor, como pedisteis. Llevad también con vosotros las ovejas y las vacas, como queríais, y marchaos. Y rogad por mí. Los egipcios acuciaban al pueblo, para que saliese del país cuanto antes, pues decían: «Vamos a morir todos». El pueblo recogió la masa de harina aún sin fermentar y, junto con las artesas, la envolvieron en mantas y se la echaron al hombro. Además, obedeciendo las órdenes de Moisés, les pidieron a los egipcios objetos de oro y plata, y vestidos. El Señor hizo que los israelitas se ganasen el favor de los egipcios, que les dieron todo cuanto les pedían. Así fue como despojaron a los egipcios. Los israelitas partieron de Ramsés en dirección a Sucot; eran más de seiscientos mil hombres de a pie, sin contar los niños. Además partió con ellos una enorme muchedumbre de gente con gran cantidad de ovejas y vacas. Como la masa que sacaron de Egipto no llegó a fermentar, la cocieron e hicieron panes sin levadura, pues al tener que salir precipitadamente, expulsados por los egipcios, no tuvieron tiempo de hacer otras provisiones para el viaje. Los israelitas estuvieron en Egipto cuatrocientos treinta años. Y justo en el mismo día en que se cumplían los cuatrocientos treinta años, todos los ejércitos del Señor salieron de Egipto. Aquella noche el Señor veló para sacarlos de Egipto. Esa es la noche del Señor, noche en que los israelitas también deberán mantenerse en vela generación tras generación. El Señor dijo a Moisés y Aarón: —Estas son las instrucciones relativas a la Pascua: Ningún extranjero podrá comer el cordero pascual. En cambio, sí podrá comer de él el esclavo que hayas comprado y circuncidado. Tampoco lo comerá el inmigrante ni el jornalero. Lo comeréis todo en la misma casa. No se sacará de la casa el más mínimo trozo de carne del animal sacrificado, ni se le quebrará un solo hueso. Toda la comunidad de Israel celebrará la Pascua. Y si el inmigrante que vive con vosotros quiere celebrar la Pascua en honor del Señor, antes deberá circuncidar a todos los varones de su familia. Después de esto podrá celebrar la Pascua como uno más de vosotros. Pero ningún incircunciso participará de la Pascua. Habrá una misma ley para los nativos y para los inmigrantes que habiten entre vosotros. Los israelitas lo hicieron todo según lo ordenado por el Señor a Moisés y Aarón. Y aquel mismo día, el Señor sacó de Egipto a los israelitas como un ejército en orden de batalla. El Señor dijo a Moisés: —Conságrame todos los primogénitos de los israelitas; porque el primer parto de toda madre, sea de persona o de animal, me pertenece. Y Moisés dijo al pueblo: —Recordad siempre este día, en el cual fuisteis liberados de la esclavitud de Egipto, porque el poder del Señor ha sido el que os ha sacado de aquí. Por eso, no comeréis pan fermentado. Salís hoy de aquí, en el mes de Abib. En este mismo mes, cuando el Señor te haya introducido en la tierra de los cananeos, hititas, amorreos, jeveos y jebuseos, una tierra que mana leche y miel y que te daré porque así lo prometió a tus antepasados, entonces celebraréis el siguiente rito: comerás panes sin levadura durante siete días, y el séptimo día harás fiesta en honor del Señor. Durante esos siete días se comerá pan sin levadura; en ninguna parte de tu territorio deberá haber levadura o pan fermentado. Ese día explicarás a tu hijo: «Hacemos esto recordando lo que el Señor hizo por mí cuando salí de Egipto». Este rito será para ti como una marca en tu mano o una señal en tu frente para que te acuerdes de tener siempre en los labios la ley del Señor, pues él te sacó de Egipto con gran poder. Por eso has de celebrar este rito año tras año, en la fecha señalada. Cuando el Señor te haya introducido en la tierra de los cananeos y tomes posesión de ella, como te prometió a ti y a tus antepasados, entonces consagrarás al Señor todos los primogénitos. También las primeras crías de tu ganado, si son machos, pertenecen al Señor. Pero puedes rescatar la primera cría del asno, sustituyéndola por un cordero; si no la rescatas, deberás desnucarla. Estás obligado a presentar ofrenda por cada primogénito humano, para rescatarlo. Y cuando tu hijo te pregunte el día de mañana: «¿Qué significa esto?», le responderás: «El Señor, con su gran poder, nos sacó de Egipto donde vivíamos como esclavos. Y como el faraón se volvió intransigente y no nos dejaba salir, el Señor hirió de muerte a todos los primogénitos de Egipto, lo mismo personas que animales. Por eso le sacrifico al Señor los primogénitos del ganado, si son machos, y rescato los primogénitos de mis hijos. Este rito te servirá como una marca que pones sobre tu mano o como un signo en la frente para recordar que fue el Señor, con su gran poder, el que nos sacó de Egipto». Una vez que el faraón dejó marchar al pueblo, Dios no los condujo por la ruta de los filisteos, aunque era el camino más corto, pues se dijo: «Si esta gente es atacada y tiene que luchar, se acobardará y regresará a Egipto». Por eso Dios hizo que el pueblo diera un rodeo por el camino del desierto hacia el mar de las Cañas. Los israelitas salieron de Egipto bien aprovisionados. Moisés llevó consigo los restos de José, pues este se lo había hecho prometer a los israelitas. Les había dicho: «Sin duda, Dios vendrá a socorreros, y cuando eso ocurra, os llevaréis de aquí mis restos». Partieron de Sucot y acamparon en Etán, donde comienza el desierto. El Señor caminaba delante de ellos: durante el día en una columna de nube para señalarles el camino; y por la noche, en una columna de fuego para alumbrarlos; así podían caminar de día y de noche. Nunca se apartaban del pueblo las columnas: la de nube durante el día, y la de fuego durante la noche. El Señor dijo a Moisés: —Di a los israelitas que cambien de dirección y acampen en Pi Ajirot, entre Migdol y el mar, frente a Baal Sefón. Que instalen las tiendas mirando al mar. El faraón pensará que los israelitas no saben salir de Egipto y que el desierto les cierra el paso. Y yo haré que el faraón no se dé por vencido y os persiga; y de nuevo mostraré mi gloria a costa de él y de todos sus ejércitos. Así los egipcios tendrán que reconocer que yo soy el Señor. Los israelitas cumplieron esta orden. Cuando comunicaron al rey de Egipto que el pueblo había huido, el faraón y sus cortesanos cambiaron de parecer con respecto a los israelitas, y se dijeron: «¿Qué es lo que hemos hecho? Hemos dejado marchar a los israelitas, quedándonos sin mano de obra». Entonces el faraón mandó preparar inmediatamente su carro y reunió a su ejército: los seiscientos carros mejor equipados y el resto de los carros de Egipto, con sus correspondientes capitanes. Y el Señor hizo que el faraón, el rey de Egipto, se obstinase en perseguir a los israelitas que habían partido en plan de vencedores. Los egipcios con todo su ejército, con carros y caballería, salieron a perseguir a los israelitas y les dieron alcance en el lugar donde estaban acampados, a orillas del mar, junto a Pi Ajirot, frente a Baal Sefón. Cuando los israelitas se percataron de que el faraón y su ejército iban hacia ellos, muertos de miedo clamaron al Señor, y dijeron a Moisés: —¿Es que no había sepulcros en Egipto, para que nos hicieses venir a morir al desierto? ¿Para esto nos has sacado de Egipto? ¿No te decíamos allí que nos dejaras en paz sirviendo a los egipcios, pues más nos valía ser esclavos suyos que morir en el desierto? Y Moisés respondió al pueblo: —No tengáis miedo; manteneos firmes y veréis la victoria que el Señor os va a conceder hoy; a esos egipcios que ahora veis, os aseguro que no los veréis nunca más. El Señor luchará por vosotros que solo debéis esperar en silencio. Entonces el Señor dijo a Moisés: —¿A qué vienen esos gritos? Ordena a los israelitas que reanuden la marcha. Y tú levanta tu vara y extiende la mano sobre el mar que se abrirá en dos para que los israelitas lo atraviesen pisando en seco. Yo haré que los egipcios se empeñen en alcanzaros y se metan en el mar detrás de vosotros. Entonces manifestaré mi poder sobre el faraón y todo su ejército, sobre sus carros y su caballería. Y cuando me haya cubierto de gloria a costa del faraón, de sus carros y de su caballería, los egipcios tendrán que reconocer que yo soy el Señor. El ángel de Dios, que iba delante del campamento de Israel, se situó en la retaguardia; y también la columna de nube que marchaba delante de ellos se interpuso entre el ejército egipcio y los israelitas. La nube se oscureció dejando la noche lóbrega, de modo que no pudieron acercarse los unos a los otros. Entonces Moisés extendió su mano sobre el mar, y el Señor hizo que el mar se retirase valiéndose de un viento huracanado del este que sopló durante toda la noche y que dividió las aguas en dos, dejando seco el mar. Los israelitas entraron en medio del mar, pisando en seco, mientras las aguas formaban una especie de muralla a ambos lados. Los egipcios, persiguiéndolos, entraron en medio del mar con los caballos del faraón, sus carros y su caballería. Poco antes de despuntar el alba, el Señor miró al ejército egipcio desde la columna de fuego y nube y lo desbarató. Atascó las ruedas de los carros que a duras penas podían avanzar. Entonces los egipcios se dijeron: —Huyamos de los israelitas, porque el Señor lucha a su favor contra nosotros. Pero el Señor dijo a Moisés: —Extiende tu mano sobre el mar para que las aguas se precipiten sobre los egipcios, sus carros y su caballería. Moisés extendió su mano sobre el mar y, al despuntar el día, el mar volvió a su estado normal. Los egipcios trataron de huir, pero se encontraron con las aguas, y el Señor hizo que los egipcios muriesen anegados por el mar. Las aguas, al juntarse, engulleron carros y caballería, y a todo el ejército del faraón que había entrado en el mar en persecución de los israelitas. No se salvó ni uno. Los israelitas, en cambio, cruzaron el mar por tierra seca, mientras las aguas formaban para ellos una muralla a derecha e izquierda. Aquel día el Señor salvó a Israel del poder de los egipcios. Los israelitas pudieron ver los cadáveres de los egipcios a la orilla del mar, reconociendo el gran poder desplegado por el Señor contra los egipcios. El pueblo veneró al Señor y depositó su confianza en él y en Moisés, su siervo. Entonces Moisés y los israelitas entonaron este canto en honor del Señor: Cantaré al Señor, sublime ha sido su victoria; caballos y jinetes hundió en el mar. El Señor es mi fortaleza y mi refugio, él fue mi salvación. Él es mi Dios, por eso lo alabaré; es el Dios de mi padre, por eso lo ensalzaré. El Señor es un guerrero, su nombre es «Señor». Él hundió en el mar los carros y el ejército del faraón; lo mejor de sus capitanes el mar de las Cañas se tragó. Cayeron hasta el fondo como piedras, el mar profundo los cubrió. Fue tu diestra quien lo hizo, resplandeciente de poder; tu diestra, Señor, aniquiló al enemigo. Con la inmensidad de tu poder aplastaste a tus enemigos; lanzaste el ardor de tu enojo y como paja se consumieron. Al soplo de tu aliento, las aguas se amontonaron, como un muro se alzaron las olas, y los abismos se cuajaron en el corazón del mar. Decía el enemigo: «los perseguiré, los alcanzaré, me repartiré sus despojos, y mi codicia saciaré. Desenvainaré mi espada; con mi poder los destruiré». Al soplo de tu aliento, los cubrió el mar; como plomo se hundieron en las impetuosas aguas. ¿Quién hay como tú, Señor, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible por tus hazañas, autor de prodigios? Extendiste tu diestra y los tragó la tierra. Guiaste con tu amor, al pueblo que rescataste; lo guiaste con tu poder hasta tu santa morada. Lo oyeron los pueblos y se estremecieron; los habitantes de Filistea se echaron a temblar. Se llenaron de horror los jefes de Edom; temblaron de angustia los príncipes de Moab; se acobardaron los habitantes de Canaán. Cayó sobre ellos terror y miedo. Ante la grandeza de tu poder quedaron petrificados, hasta que pasó tu pueblo, Señor, el pueblo que tu adquiriste. Tú los introduces y los plantas en el monte de tu heredad, lugar donde pusiste tu morada, en el santuario, Señor, que fundaron tus manos. ¡El Señor reina eternamente! Cuando la caballería del faraón, con sus carros y jinetes, entró en el mar, el Señor hizo que las aguas se volviesen contra ellos; en cambio, los israelitas cruzaron el mar caminando sobre tierra seca. Entonces María, la profetisa, hermana de Aarón, tomó un pandero en sus manos, y todas las mujeres salieron detrás de ella danzando y tocando panderos, mientras ella les cantaba: «Cantad al Señor, porque sublime ha sido su victoria; caballos y jinetes hundió en el mar». Moisés hizo partir a los israelitas desde el mar de las Cañas en dirección al desierto de Sur. Caminaron por el desierto tres días sin encontrar agua; llegaron a Mará donde no pudieron beber de sus aguas, porque eran amargas. Por eso se llama ese lugar Mará —es decir, amargura. El pueblo comenzó a quejarse de Moisés, diciendo: —¿Qué vamos a beber? Entonces Moisés invocó al Señor, y el Señor le mostró un arbusto. Moisés lo arrojó al agua y las aguas se volvieron dulces. Allí el Señor dio al pueblo leyes y normas, y lo puso a prueba diciéndole: —Si obedeces al Señor, tu Dios, haciendo lo que él aprueba, cumpliendo sus mandatos y observando todas sus leyes, no te enviaré las enfermedades que he enviado a los egipcios, porque yo soy el Señor, quien cuida de tu salud. Después llegaron a Elín, donde había doce manantiales y setenta palmeras, y acamparon allí, junto a los manantiales. Toda la comunidad de Israel partió de Elín y llegó al desierto de Sin, que está entre Elín y el Sinaí, el día quince del segundo mes después de salir de Egipto. Allí, en el desierto, toda la comunidad de los israelitas comenzó a protestar contra Moisés y Aarón, diciendo: —¡Más nos valdría que el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto! Allí nos sentábamos junto a las ollas de carne y comíamos pan hasta saciarnos. Pero vosotros nos habéis traído a este desierto para hacer morir de hambre a toda esta muchedumbre. Entonces el Señor dijo a Moisés: —Yo haré caer pan del cielo y el pueblo saldrá diariamente a recoger únicamente la ración de cada día; así lo pondré a prueba, para ver si se comportan o no según mis instrucciones. El sexto día recogerán y prepararán doble ración. Moisés y Aarón dijeron entonces a los israelitas: —Esta tarde os daréis cuenta de que ha sido el Señor quien os ha sacado de Egipto; y por la mañana veréis la gloria del Señor, pues os ha oído murmurar contra él. Porque, ¿quiénes somos nosotros para que nos critiquéis? Y Moisés añadió: —Esta tarde el Señor os dará carne para comer, y por la mañana pan hasta saciaros, pues os ha oído murmurar contra él. Porque ¿quiénes somos nosotros? En realidad, no habéis murmurado contra nosotros, sino contra el Señor. Luego Moisés dijo a Aarón: —Di a toda la comunidad de los israelitas que se acerquen a la presencia del Señor, porque él ha oído sus murmuraciones. Mientras Aarón les estaba hablando, todos los israelitas miraron hacia el desierto y vieron cómo la gloria del Señor se aparecía en la nube. El Señor habló así a Moisés: —He oído las murmuraciones de los israelitas. Ahora diles: «Al caer la tarde comeréis carne, y por la mañana os saciaréis de pan». Así reconoceréis que yo soy el Señor vuestro Dios. Efectivamente, al llegar la tarde descendieron codornices en tal cantidad, que cubrieron el campamento; y por la mañana había una capa de rocío alrededor del campamento. Cuando se disipó el rocío, había sobre el suelo del desierto una cosa menuda y granulada, algo parecido a la escarcha. Al verlo, los israelitas se preguntaban unos a otros: —¿Manhu? —es decir, ¿qué es esto?—, pues no sabían lo que era. Y Moisés les dijo: —Este es el pan que el Señor os da como alimento. El Señor os manda que cada uno recoja lo que necesite para comer según el número de personas que vivan con él, aproximadamente dos litros por persona. Los israelitas lo hicieron así, y unos recogieron más y otros menos. Luego, al medirlo, vieron que al que había recogido más no le sobraba, ni al que había recogido menos le faltaba, porque cada uno había recogido lo preciso para comer. Además, Moisés les advirtió: —Que nadie guarde nada para el día siguiente. Sin embargo, algunos no le obedecieron y guardaron algo para el día siguiente; pero se llenó de gusanos y se echó a perder. Y Moisés se enojó con ellos. Por la mañana, cada uno recogía la cantidad que iba a comer; lo que quedaba se derretía con el calor del sol. Pero el día sexto recogieron doble porción de alimento: cuatro litros por persona. Los principales de la comunidad fueron a informar de ello a Moisés, y este les contestó: —Esto es lo que ha ordenado el Señor: mañana es sábado, día de descanso, consagrado al Señor. Todo lo que tengáis que cocer y hervir, cocedlo y hervidlo hoy, y guardad para mañana lo que os sobre. Conforme a lo ordenado por Moisés, guardaron para el día siguiente lo que les había sobrado, sin que criara gusanos ni se pudriera. Moisés les dijo: —Comedlo hoy, porque hoy es día de descanso dedicado al Señor, y hoy no lo encontraréis en el campo. Lo recogeréis durante seis días a la semana, pero el séptimo, que es sábado, no lo habrá. Algunos, sin embargo, salieron a recogerlo el séptimo día, pero no encontraron nada. Entonces Moisés les dijo por encargo del Señor: —¿Hasta cuándo vais a seguir desobedeciendo los mandatos y las leyes del Señor? Pensad que si el Señor os ha dado el sábado, el sexto día os proporciona también alimento para dos días. Así que nadie salga de su tienda el séptimo día, sino que permanezca cada uno en su lugar. Así pues, el séptimo día, el pueblo descansó. Los israelitas llamaron a este alimento maná. Era blanco, semejante a la semilla del cilantro, y sabía a torta de miel. Después dijo Moisés: —Esto es lo que ha mandado el Señor: «Llenad de maná un recipiente de dos litros, y conservadlo para que las generaciones venideras puedan ver el pan con que os alimenté en el desierto, cuando os saqué de Egipto». Moisés dijo a Aarón: —Toma una vasija, echa en ella una ración de maná y deposítala ante el Señor, como muestra para las generaciones venideras. Y Aarón, obrando conforme al mandato del Señor a Moisés, depositó la ración de maná ante el Arca del testimonio, para que se conservase. Los israelitas comieron el maná durante cuarenta años, hasta que llegaron a tierras de cultivo, es decir, hasta que cruzaron la frontera de la tierra de Canaán. Una ración equivalía a poco más de dos litros. Toda la comunidad de Israel partió del desierto de Sin y siguió avanzando por jornadas, de acuerdo con las órdenes del Señor, hasta llegar a Refidín, donde acamparon. El pueblo no tenía allí agua para beber, y se enfrentó a Moisés, diciéndole: —¡Danos agua para beber! Respondió Moisés: —¿Por qué os enfrentáis a mí y ponéis a prueba al Señor? Pero el pueblo, sediento, siguió murmurando contra Moisés: —¿Para esto nos has sacado de Egipto, para que muramos de sed, junto con nuestros hijos y nuestro ganado? Moisés suplicó entonces al Señor: —¿Qué puedo hacer con esta gente? ¡Están a punto de apedrearme! Y el Señor le respondió: —Ponte al frente del pueblo acompañado de algunos ancianos de Israel, empuña la vara con la que golpeaste el Nilo y ponte en marcha. Yo estaré contigo allí, junto a la peña de Horeb; golpearás la peña y de ella manará agua para que el pueblo beba. Así lo hizo Moisés a la vista de los ancianos de Israel. Y llamó a aquel lugar Masá (es decir, prueba) y Meribá (es decir, querella), porque los israelitas pusieron a prueba al Señor y se querellaron contra él, diciendo: —¿Está o no está el Señor con nosotros? Aconteció que los amalecitas atacaron a los israelitas en Refidín. Y Moisés dijo a Josué: —Elige unos cuantos hombres y sal a luchar contra los amalecitas. Yo estaré mañana en lo alto del monte, empuñando la vara prodigiosa. Josué, obedeció a Moisés, y salió a combatir a los amalecitas. Entre tanto, Moisés, Aarón y Jur subieron a lo alto del monte. Y cuando Moisés tenía los brazos levantados, los israelitas dominaban en la batalla; pero cuando los bajaba, dominaban los amalecitas. Y como a Moisés se le cansaban los brazos, tomaron una piedra y se la pusieron debajo; Moisés se sentó en ella, mientras Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. De esta manera los brazos de Moisés permanecieron levantados hasta la puesta del sol, y Josué derrotó al ejército de los amalecitas a filo de espada. El Señor dijo a Moisés: —Narra en un libro de memorias lo que ha sucedido hoy y dile a Josué que yo borraré el recuerdo de Amalec de debajo del cielo. Moisés levantó un altar, al que llamó «el Señor es mi bandera», diciendo: —Puesto que Amalec se levantó contra la bandera del Señor, también el Señor estará en guerra contra él de generación en generación. Jetró, sacerdote de Madián y suegro de Moisés, se enteró de todo lo que había hecho Dios en favor de Moisés y de su pueblo Israel, y de cómo lo había sacado de Egipto. Jetró, suegro de Moisés, había acogido a Séfora, mujer de Moisés, cuando este la hizo regresar a su país junto con sus dos hijos: Guersón (por aquello que dijo Moisés: «soy inmigrante en una tierra extraña»), y Eliezer (por lo que también dijo: «el Dios de mi padre me ayudó librándome de la espada del faraón»). Estando Moisés acampado en el desierto, cerca del monte de Dios, le salió al encuentro su suegro Jetró acompañado de la mujer y los hijos de Moisés. Jetró se hizo anunciar con estas palabras: —Aquí está Jetró, tu suegro, que viene a verte acompañado de tu mujer y de tus dos hijos. Moisés salió a su encuentro, se postró ante él y lo besó; y tras interesarse mutuamente por su salud, entraron en la tienda. Moisés contó a su suegro lo que Dios, por amor a Israel, había hecho al faraón y a los egipcios, las dificultades que habían encontrado en el camino, y la forma en que el Señor los había librado de ellas. Jetró se alegró al conocer todo el bien que Dios había hecho a los israelitas, librándolos del poder de los egipcios, y exclamó: —¡Bendito sea el Señor que os ha librado de los egipcios y del faraón! Él ha salvado a los israelitas del yugo egipcio, y de la arrogancia con que os trataron; ahora estoy convencido de que el Señor es más grande que todos los dioses. Después Jetró, suegro de Moisés, ofreció un holocausto y sacrificios al Señor; Aarón y todos los ancianos de Israel, por su parte, compartieron un banquete con el suegro de Moisés, en presencia del Señor. Al día siguiente Moisés se sentó a dirimir los pleitos del pueblo, y los israelitas acudieron a él desde la mañana hasta la tarde. Viendo el suegro de Moisés todo lo que hacía este por el pueblo, le dijo: —¿Por qué te sientas tú solo a juzgar al pueblo mientras son multitud los que acuden a ti desde la mañana hasta la noche? Moisés le respondió: —Porque el pueblo acude a mí para conocer la voluntad de Dios. Vienen a mí con sus querellas, yo se las dirimo y también los instruyo en las leyes y mandamientos del Señor. Entonces el suegro de Moisés le dio este consejo: —Tu procedimiento no es el correcto, pues os agotaréis tú y toda esa gente. La tarea sobrepasa tus posibilidades y no puedes despacharla tú solo. Escucha mi consejo, y que Dios te asista. Tú eres el representante del pueblo ante Dios y a ti te corresponde presentarle sus asuntos. Debes también instruirlos sobre las leyes y preceptos, enseñándoles cómo deben comportarse. Pero tienes que escoger entre el pueblo a hombres capacitados, temerosos de Dios, hombres en quienes puedas confiar, insobornables, y nombrarlos responsables de grupos de mil, de cien, de cincuenta y diez personas. Ellos administrarán la justicia ordinaria; a ti llegarán los asuntos graves mientras ellos se ocuparán de las cosas menos importantes. De este modo, aliviarás tu carga al compartirla con ellos. Si pones esto en práctica, Dios te asistirá, tú podrás aguantar el esfuerzo y la gente quedará satisfecha. Moisés atendió el consejo de su suegro, y lo llevó a la práctica. Escogió de entre todo Israel a hombres capacitados y los responsabilizó de grupos de mil, de cien, de cincuenta y de diez personas. Ellos eran los jueces ordinarios del pueblo; acudían a Moisés en los asuntos graves, y el resto lo resolvían ellos. Después Moisés se despidió de su suegro, y este regresó a su tierra. Justo tres meses después de haber salido de Egipto, los israelitas llegaron al desierto del Sinaí. Habían partido de Refidín, y al llegar al desierto del Sinaí, acamparon allí, frente al monte. Moisés subió a encontrarse con Dios y el Señor lo llamó desde el monte diciéndole: —Anuncia esto a los descendientes de Jacob; dáselo a conocer a los israelitas: Habéis sido testigos de lo que hice con los egipcios y de cómo a vosotros os he guiado hasta mí, trayéndoos como en alas de águila; por tanto, si a partir de ahora me obedecéis y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi pueblo predilecto entre todos los pueblos, pues toda la tierra me pertenece; seréis para mí un reino de sacerdotes, una nación consagrada. Esto es lo que has de decir a los israelitas. Moisés regresó, convocó a los ancianos del pueblo y les expuso todo lo que el Señor le había ordenado. El pueblo contestó unánimemente: —Haremos todo lo que el Señor ha ordenado. Moisés comunicó al Señor la respuesta del pueblo, y el Señor le dijo: —Yo me acercaré a ti en una nube espesa para que el pueblo pueda escucharme cuando hable contigo; de esta manera no volverán a dudar de ti. Moisés transmitió al Señor la respuesta del pueblo. Y el Señor le dijo: —Vuelve con el pueblo, purifícalos hoy y mañana; que laven sus ropas y estén preparados para pasado mañana porque, de aquí a tres días, el Señor descenderá sobre el monte Sinaí a la vista de todo el pueblo. Señala un límite al pueblo alrededor del monte y adviérteles que no deben subir al monte ni acercarse a su ladera, porque el que ponga los pies en el monte morirá sin remedio. Nadie lo tocará; quien lo haga será lapidado o asaeteado. Da igual que sea persona o animal; no quedará con vida. Únicamente podrán subir al monte cuando suene el cuerno. Descendió Moisés del monte y purificó al pueblo; ellos, por su parte, lavaron sus ropas. Después les dijo: —Estad preparados para pasado mañana y absteneos de mantener relaciones sexuales. El tercer día amaneció con relámpagos y truenos; una densa nube cubrió el monte, se oyó un clamoroso sonido de trompeta, y el pueblo que estaba en el campamento se echó a temblar. Entonces Moisés sacó al pueblo del campamento al encuentro de Dios, y se detuvieron al pie del monte. Todo el monte Sinaí estaba envuelto en humo porque el Señor descendió sobre él en medio del fuego. El monte se estremecía violentamente y subía de él una humareda como la humareda de un horno. El resonar de las trompetas fue haciéndose cada vez más atronador. Moisés hablaba y Dios le respondía con la voz del trueno. El Señor descendió sobre el monte Sinaí y pidió a Moisés que subiera a la cima del monte. Moisés subió, y el Señor le dijo: —Baja y advierte al pueblo que no traspasen los límites en su afán de verme; si lo hacen, serán muchos los que perderán la vida. Incluso a los sacerdotes que se han de acercar a mí, purifícalos, para que yo, el Señor, no los fulmine. Moisés contestó al Señor: —El pueblo no puede subir al monte Sinaí porque has sido tú quien nos mandó ponerle un límite alrededor, declarándolo sagrado. El Señor le dijo: —Ahora desciende y regresa después acompañado de Aarón; pero que los sacerdotes y el pueblo no traspasen los límites para venir adonde yo estoy, no sea que los haga morir. Entonces Moisés descendió y advirtió de esto al pueblo. Dios pronunció todas estas palabras: —Yo soy el Señor, tu Dios, el que te libró de la esclavitud de Egipto. No tendrás otros dioses aparte de mí. No te harás escultura alguna o imagen de nada de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas, ni les rendirás culto; porque yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso que castiga en sus hijos, nietos y biznietos la maldad de los padres que me aborrecen; pero con los que me aman y guardan mis mandamientos, soy misericordioso por mil generaciones. No pronunciarás en vano el nombre del Señor tu Dios, porque el Señor no dejará sin castigo al que tal haga. Acuérdate del sábado, para consagrarlo al Señor. Durante seis días trabajarás y harás en ellos todas tus tareas; pero el séptimo es día de descanso consagrado al Señor, tu Dios. En ese día no realizarás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tus animales, ni el inmigrante que viva en tus ciudades. Porque el Señor hizo en seis días el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, y el séptimo día descansó. Por eso mismo bendijo el Señor el sábado y lo declaró día sagrado. Honra a tu padre y a tu madre para que vivas muchos años en la tierra que el Señor tu Dios te da. No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso en perjuicio de tu prójimo. No codiciarás la casa de tu prójimo, ni su mujer, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada de lo suyo. El pueblo entero fue testigo de los truenos y relámpagos, del estruendo como de trompeta y del monte envuelto en humo; los israelitas estaban aterrorizados y se mantenían a distancia. Entonces dijeron a Moisés: —Háblanos tú y te escucharemos; pero que no nos hable Dios, porque moriremos. Moisés les respondió: —No temáis. Dios ha venido para poneros a prueba, para que le tengáis respeto y no pequéis. Y mientras Moisés se aproximaba a la nube oscura en la que estaba Dios, el pueblo se mantuvo a distancia. El Señor dijo a Moisés: —Di a los israelitas: Habéis visto que os he hablado desde el cielo. No os fabriquéis, pues, dioses de oro o plata, ni los pongáis junto a mí. Hazme un altar de tierra en el que me ofrecerás tus ovejas y vacas, como holocaustos y sacrificios de comunión. Vendré y te bendeciré en cualquier lugar donde yo quiera que se recuerde mi nombre. Y si me construyes un altar de piedras, estas no deben estar labradas, porque si las tocas con tus herramientas, las profanarás. Tampoco subirás a mi altar por escalones, para que no se te vean tus partes cuando estés arriba. Estas son las normas que darás a los israelitas: Si compras un esclavo hebreo, trabajará para ti durante seis años, y al séptimo quedará en libertad, sin pagar nada. Si llegó solo, marchará solo; si llegó casado, su mujer marchará con él; si fue su amo quien le proporcionó esposa, de la que ha tenido hijos e hijas, la esposa y los hijos serán para el amo, y solo el esclavo quedará en libertad. Pero si el esclavo renuncia formalmente a quedar libre, porque ama a su mujer y a sus hijos y a su amo, el amo lo llevará ante los jueces y, acercándolo a la puerta o a la jamba, le perforará el lóbulo de la oreja con un punzón, con lo que se convertirá en su esclavo para siempre. Si uno vende a su hija como esclava, esta no quedará en libertad como los esclavos varones. Si el amo, al que había sido destinada, decide no tomarla por esposa porque le desagrada la muchacha, permitirá que paguen su rescate; pero no podrá rechazarla vendiéndola a ningún extranjero. Si la destina para su hijo, tendrá que tratarla como a una hija. Quien toma otra esposa, no privará a la primera de comida, ropa y relaciones conyugales; y si no cumple con alguna de estas tres cosas, ella podrá marcharse sin tener que pagar su rescate. El que hiere a alguien y le causa la muerte, deberá morir también él. Pero si fue por accidente y Dios lo permitió, yo te indicaré un lugar en donde puede encontrar refugio. Si alguien está reñido con su prójimo y lo asesina con premeditación, hasta de mi altar lo arrancarás y harás que muera. El que pegue a su padre o a su madre, deberá morir. El que secuestre a una persona, tanto si la vende como si la retiene, deberá morir. El que maldiga a su padre o a su madre, deberá morir. Puede suceder que en el transcurso de una pelea, un hombre hiera a otro a puñetazos o a pedradas, sin causarle la muerte, pero obligándole a guardar cama; si el herido puede levantarse y salir a la calle con ayuda de un bastón, se absolverá al que lo hirió, pero tendrá que pagarle los gastos de la cura y de la convalecencia. Si alguien apalea a su esclavo o a su esclava y alguno de ellos muere en el acto, el muerto deberá ser vengado; pero si sobreviven un día o más, ya no serán vengados, porque eran propiedad del amo. Si en el transcurso de una pelea entre dos hombres, uno lastima a una mujer embarazada, haciéndola abortar, pero sin causarle ningún otro daño, el agresor deberá pagar la multa que el marido de la mujer solicite y los jueces ratifiquen. Pero si hay otras lesiones, entonces se exigirá vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe. Si uno deja tuerto de un golpe a su esclavo o a su esclava, les dará la libertad en compensación por el ojo. Si le rompe un diente, también le concederá la libertad en compensación por su diente. Si un toro acornea y mata a un hombre o a una mujer, se matará a pedradas al toro y no se comerá su carne; su dueño quedará libre de culpa. Puede suceder que el toro ya hubiera embestido en otras ocasiones y el dueño del animal, estando avisado, no tomara precauciones; en tal supuesto, si el toro mata a un hombre o una mujer, al toro se le matará a pedradas y el dueño deberá morir. Si se le permite rescatar su vida a cambio de una multa, pagará la cantidad impuesta. Se aplicará esta misma ley en el caso de que el acorneado sea un muchacho o una muchacha. Si el toro acornea a un esclavo o a una esclava, el dueño del toro pagará treinta monedas de plata al amo del esclavo o de la esclava, y el animal morirá apedreado. Si alguien tiene un pozo abierto, o abre una fosa y no la tapa, y un toro o un asno caen dentro, el dueño del pozo tendrá que indemnizar por los daños: pagará el precio del animal a su dueño y él se quedará con el animal muerto. Si el toro de uno acornea al toro de otro y lo mata, venderán el toro vivo y se repartirán el importe; también se repartirán la carne del toro muerto. Pero si el toro ya había embestido en otras ocasiones y el dueño del animal, estando ya avisado, no tomó precauciones, entonces pagará al dueño del animal muerto un toro vivo, y él se quedará con el toro muerto. Si alguien roba un toro o una oveja y los mata o los vende, restituirá cinco toros por cada toro y cuatro ovejas por cada oveja. Si un ladrón es sorprendido en el momento del robo y lo hieren de muerte, no se considerará un homicidio; pero si esto sucede a la luz del día, sí se considerará un homicidio. El ladrón tendrá que restituir lo robado y, si no dispone de medios, él mismo será vendido para pagar lo que robó; pero si se encuentran en su poder vivos aún el buey, el asno o la oveja que robó, pagará el doble. Si alguien permite que su ganado paste en el campo o en el viñedo ajeno causando algún daño, resarcirá el daño con los mejores frutos de su propio campo o viñedo. Si alguien prende fuego y este se propaga por los matorrales quemando las gavillas o las mieses sin segar, o incluso el campo entero, el causante del incendio pagará los daños. Si alguien le confía a otra persona su dinero u objetos de valor, y a esa persona se los roban de su propia casa, si se encuentra al ladrón, este restituirá el doble. Pero si no se logra descubrir al ladrón, el dueño de la casa será llevado ante los jueces para atestiguar que no se ha apropiado de los bienes del otro. En caso de duda sobre la propiedad, cuando dos reclaman como suyo un buey, un asno, una oveja, un vestido o cualquier otro objeto perdido, la causa de ambos será presentada ante los jueces; y aquel a quien los jueces condenen, pagará al otro el doble. Si alguien le confía a otra persona un asno, un toro, una oveja u otro animal cualquiera, y se le muere, o se lastima o se lo roban en ausencia de testigos, el pleito se decidirá jurando ante el Señor que no se apropió de los bienes a él confiados. El dueño del animal aceptará el juramento, y el otro no tendrá que pagar nada. Pero si el animal fue robado estando él presente, tendrá que pagárselo al dueño. Si el animal hubiera sido despedazado por alguna alimaña, presentará los despojos como prueba y no tendrá que pagar. Si alguien pide prestado un animal a otro y, sin estar presente su dueño, el animal muere o se lastima, el que lo pidió prestado deberá pagarlo. Pero si el dueño está presente, no tendrá que pagarlo. Si era un animal alquilado, deberá pagar el alquiler. Si uno seduce a una muchacha soltera y se acuesta con ella, pagará su dote y se casará con ella. Pero si el padre de ella no quiere dársela, deberá pagar la dote que suele darse por las vírgenes. No dejarás con vida a ninguna hechicera. Quien tenga trato sexual con un animal, deberá morir. El que ofrezca sacrificios a otros dioses distintos del Señor, será exterminado. No maltrates al inmigrante ni abuses de él, porque también vosotros fuisteis extranjeros en Egipto. No hagas daño al huérfano ni a la viuda porque, si se lo haces, ellos clamarán a mí y yo los atenderé. Mi ira se encenderá contra vosotros y haré que muráis a espada. Entonces serán vuestras mujeres y vuestros hijos quienes se quedarán viudas y huérfanos. Si prestas dinero a alguien de mi pueblo, al necesitado que vive contigo, no te comportes con él como un usurero; no le exijas intereses. Si te da su manto como garantía del préstamo, se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque es lo único que tiene para cubrirse. ¿Con qué si no se tapará para dormir? Yo soy compasivo y, si clama a mí, lo escucharé. No injuries a los jueces ni maldigas al jefe de tu pueblo. No te retrases en presentarme las primicias de tus mieses y de tu vendimia. Me darás el primogénito de tus hijos y lo mismo harás con las primeras crías de tus vacas y ovejas: durante siete días dejarás a la cría con su madre, y al octavo me la entregarás. Vosotros seréis un pueblo consagrado a mí. No comáis carne de animal despedazado en el campo; arrojádsela a los perros. No divulgues rumores falsos, ni apoyes al malvado dando un falso testimonio. Tampoco te inclines a hacer el mal, aunque la mayoría lo haga; ni declares en un juicio del lado de la mayoría, si con ello cometes injusticia. Tampoco favorezcas indebidamente al pobre en sus pleitos. Si encuentras perdido el buey o el asno de tu enemigo, llévaselo. Si ves caído bajo el peso de su carga el burro de alguien que te odia, no te desentiendas y ayúdale a levantarlo. No conculques el derecho de tu compatriota indigente cuando esté involucrado en un juicio. No intervengas en causas fraudulentas. No condenes a muerte al inocente ni al justo, porque yo no absolveré al culpable. No te dejes sobornar con regalos, porque el regalo ciega incluso al honesto y corrompe las causas de los justos. No te aproveches del inmigrante: vosotros también fuisteis inmigrantes en Egipto y sabéis lo que es vivir en un país extraño. Durante seis años sembrarás tu tierra y recogerás su cosecha. Pero el séptimo la dejarás en barbecho, sin cultivar, para que encuentren allí comida los pobres de tu pueblo, y lo restante lo coman las bestias del campo. Esto mismo harás con tus viñas y tus olivares. Durante seis días trabajarás y el séptimo descansarás, a fin de que descansen tu buey y tu asno, y recobren sus fuerzas el hijo de tu esclava y el inmigrante. Prestad atención a todo lo que os he dicho. No invoquéis el nombre de otros dioses; que nadie lo oiga de tus labios. Tres veces al año celebrarás fiesta en mi honor. Celebrarás la fiesta de los Panes sin levadura. Durante siete días comerás panes sin levadura, como te lo mandé, en el tiempo señalado del mes de Abib, porque en ese mes saliste de Egipto. Nadie se presentará ante mí con las manos vacías. Celebrarás la fiesta de la Siega, o sea, de las primicias de tus labores, de todo lo que hayas sembrado en el campo. Y celebrarás también la fiesta de la Recolección, a finales del año, cuando recojas de los campos el producto de tu trabajo. Todos los varones se presentarán ante el Señor, tu Dios, tres veces al año. Cuando me sacrifiques un animal, no acompañarás con pan fermentado su sangre, ni dejarás para el día siguiente la grasa de la víctima ofrecida en sacrificio. Llevarás a la casa del Señor, tu Dios, las primicias de los frutos de tu tierra. No cocerás el cabrito en la leche de su madre. Yo enviaré un ángel delante de ti, para que te proteja en el camino, y te introduzca en el lugar que te he preparado. Hazle caso y escucha su voz; no te rebeles contra él, porque mi autoridad reside en él, y no perdonará vuestros actos de rebeldía. Si le haces caso y haces todo lo que yo te diga, seré enemigo de tus enemigos y adversario de tus adversarios, porque mi ángel irá delante de ti y te conducirá a la tierra de los amorreos, hititas, fereceos, cananeos, jeveos y jebuseos, y yo los aniquilaré. No te postrarás ante sus dioses ni les rendirás culto; no imitarás las costumbres de esos pueblos, sino que derribarás y harás trizas sus piedras votivas. Daréis culto al Señor vuestro Dios, y él bendecirá tu alimento y tu bebida. Yo mantendré alejadas de ti las enfermedades, y en tu país ninguna mujer abortará o será estéril; te concederé vivir largos años. Haré que a tu llegada se extienda el pánico y que huyan los pueblos que encuentres a tu paso. Haré que el pánico cunda delante de ti, poniendo en fuga ante ti a jeveos, cananeos e hititas. Pero no los expulsaré en un solo año, no sea que el país se convierta en un desierto y las fieras salvajes se multipliquen en perjuicio tuyo. Los iré expulsando poco a poco, a medida que vayas haciéndote más numeroso y adueñándote del país. Fijaré tus fronteras desde el mar de las Cañas hasta el mar de los filisteos, y desde el desierto hasta el río Éufrates. Yo he puesto en tus manos a los habitantes del país para que puedas expulsarlos. Guárdate de hacer alianzas con ellos o con sus dioses. Tampoco les permitas vivir en el país, para que no te inciten a pecar contra mí, dando culto a sus dioses; eso sería tu perdición. Dios dijo a Moisés: —Sube a encontrarte conmigo acompañado de Aarón, Nadab y Abihú y de setenta ancianos de Israel. Cuando estéis a una cierta distancia os postraréis. Solo tú podrás aproximarte a mí; los demás no deberán acercarse, ni el pueblo subirá contigo. Moisés comunicó al pueblo todo lo que el Señor le había dicho y ordenado, y el pueblo unánimemente contestó: —¡Haremos todo lo que ha dicho el Señor! Entonces Moisés puso por escrito todas las cosas dichas por el Señor. Al día siguiente se levantó muy temprano, construyó un altar al pie del monte y colocó doce piedras en representación de las doce tribus de Israel. Después mandó a algunos jóvenes israelitas ofrecer holocaustos e inmolar los novillos como sacrificios de comunión en honor del Señor. Moisés recogió la mitad de la sangre en una vasija, y con la otra mitad roció el altar. Seguidamente, tomó el libro de la alianza y lo leyó en voz alta al pueblo, el cual respondió: —Nosotros obedeceremos al Señor y seguiremos sus órdenes. Entonces Moisés tomó el resto de la sangre y roció con ella al pueblo diciendo: —Esta es la sangre que confirma la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, de acuerdo con todas las cláusulas leídas. Moisés, en compañía de Aarón, Nadab, Abihú y los setenta ancianos de Israel, subió al monte, y allí vieron al Dios de Israel: bajo sus pies tenía una especie de escabel de zafiro, tan resplandeciente como el mismo cielo. Y aunque contemplaron a Dios, él no hizo perecer a aquellos privilegiados de Israel. Después comieron y bebieron. El Señor dijo a Moisés: —Sube a encontrarte conmigo en la montaña y quédate allí, pues te daré unas tablas de piedra con la ley y los mandatos que he escrito para instruir a los israelitas. Moisés, junto con su ayudante Josué, subió al monte de Dios, después de decir a los ancianos: —Esperad aquí, hasta que regresemos. Si surge algún problema, acudid a Aarón y Jur, ellos se quedan aquí. Cuando Moisés subió al monte, una nube lo envolvió: era la gloria del Señor que descansaba sobre el monte Sinaí. Durante seis días lo envolvió la nube. Al séptimo día el Señor llamó a Moisés desde la nube. La gloria del Señor era a los ojos de los israelitas como un fuego voraz sobre la cumbre del monte. Moisés se adentró en la nube, subió al monte, y permaneció allí cuarenta días y cuarenta noches. El Señor dijo a Moisés: —Di a los israelitas que destinen un tributo para mí. Únicamente aceptaréis el tributo de aquellos que lo ofrezcan de corazón. Y estas son las cosas que aceptarás como tributo: oro, plata, cobre, púrpura violeta, escarlata y carmesí, lino fino y pelo de cabra, pieles de carnero curtidas, pieles de marsopa, madera de acacia, aceite para la lámpara, especias para el aceite de la unción y para el incienso aromático, piedras de ónice y piedras de engaste para el efod y el pectoral. Me erigirán un santuario, y habitaré en medio de ellos. El santuario y todos sus utensilios los realizaréis según el modelo que yo te mostraré. Harás un Arca de madera de acacia, de ciento veinticinco centímetros de largo, por setenta y cinco de ancho y setenta y cinco de alto. La recubrirás de oro puro por dentro y por fuera, y le pondrás alrededor una moldura también de oro. Fundirás oro para hacer cuatro argollas que colocarás en las cuatro esquinas del Arca; dos a cada lado. Harás también unos varales de madera de acacia, los recubrirás de oro y los meterás por las argollas laterales del Arca, para poder transportarla. Los varales permanecerán metidos dentro de las argollas del Arca y no se sacarán. En el interior del Arca depositarás el testimonio que yo te entregaré. Harás una cubierta de oro puro de ciento veinticinco centímetros de largo, por setenta y cinco de ancho. También harás dos querubines cincelados en oro, para colocarlos en los extremos de la cubierta. Pondrás un querubín en cada extremo, y ambos querubines formarán una sola pieza con ella; los querubines la cubrirán con sus alas extendidas hacia arriba y estarán situados uno frente al otro, mirando al centro de la cubierta. Cerrarás el Arca con la cubierta, no sin antes depositar en su interior el testimonio que yo te entregaré. Allí, sobre la cubierta, entre los dos querubines que están sobre el Arca del testimonio, me manifestaré a ti y te iré dando normas de conducta para los israelitas. Harás una mesa de madera de acacia, de un metro de largo, medio de ancho, y setenta y cinco centímetros de alto. La recubrirás de oro puro y le pondrás alrededor una moldura también de oro. Pondrás alrededor de ella un reborde, como de un palmo de ancho, y en torno a él colocarás una moldura de oro. Después harás cuatro argollas de oro, y se las colocarás en las cuatro esquinas que corresponden a sus cuatro patas. Las argollas estarán sujetas a la moldura, y por ellas se pasarán los varales para transportar la mesa. Los varales los harás de madera de acacia, los recubrirás de oro y con ellos transportarás la mesa. Harás también platos, copas, jarras y tazones para la libación: todo ello de oro puro. Sobre esta mesa pondrás los panes de la ofrenda, de modo que siempre estén delante de mí. Harás, asimismo, un candelabro de oro puro; todo labrado a cincel. Tanto su basa y fuste, como los cubiletes en forma de flor de almendro, con sus cálices y sus corolas formarán una sola pieza. De sus lados arrancarán seis brazos, tres a cada lado. Cada brazo tendrá tres cubiletes en forma de flor de almendro con cáliz y corola. Así han de ser cada uno de los seis brazos que salen del candelabro; y el fuste del candelabro tendrá también cuatro cubiletes en forma de flor de almendro, cada uno con su cáliz y su corola. Debajo de cada pareja de brazos que salen del candelabro habrá un cáliz. Así quedarán cada uno de los tres pares de brazos que salen del candelabro. Sus cálices y sus brazos formarán una sola pieza, toda ella cincelada en oro puro. Después harás siete lámparas y las pondrás en lo alto del candelabro, dispuestas de manera que alumbren hacia delante. De oro puro serán también sus despabiladeras y sus platillos. Para hacer el candelabro y todos sus accesorios emplea treinta y tres kilos de oro. Hazlo todo conforme al modelo que te fue mostrado en el monte. Harás la Morada con diez cortinas de lino trenzado con púrpura violeta, escarlata y carmesí, y con querubines esmeradamente bordados. Cada cortina medirá catorce metros de largo por dos de ancho; todas las cortinas tendrán las mismas medidas. Cinco cortinas estarán unidas una con otra, y las otras cinco irán empalmadas de igual modo. En cada uno de los bordes de las dos series de cortinas harás unas presillas de púrpura violeta; igualmente harás en el borde de la última cortina del otro grupo. Pon cincuenta presillas en la primera cortina, y otras cincuenta en la última del segundo grupo. Las presillas se corresponderán entre sí. Enlaza un cuerpo de cortinas con el otro mediante cincuenta corchetes de oro, de modo que la Morada forme un todo. Después tejerás con pelo de cabra once cortinas que sirvan de cubierta para la Morada. Todas las cortinas deben medir lo mismo: quince metros de largo por dos de ancho. Empalma cinco cortinas por una parte y las seis restantes por la otra; une la sexta cortina de tal manera que pueda plegarse delante de la entrada de la Morada. Remata los bordes de cada serie de cortinas con cincuenta presillas. Y luego harás cincuenta pasadores de bronce, los meterás por las presillas y así cerrarás la Tienda, formando un todo. Como de las cortinas de la Tienda sobra una parte, la mitad de lo que sobra colgará por la parte posterior de la Morada; y el medio metro de cortina que sobra a ambos lados de la Tienda colgará sobre los costados de la Morada, cubriéndola. También harás para la Tienda una cubierta de pieles de carnero curtidas, y una sobrecubierta de pieles de marsopa. Harás unos tableros de madera de acacia, y los colocarás verticalmente para formar la Morada. Cada tablero tendrá cinco metros de largo, por setenta y cinco centímetros de ancho; y tendrán dos espigas, para ensamblarlos uno con otro. Así deberás hacer con todos los tableros de la Morada. Para el lado de la Morada que mira al sur, harás veinte tableros, y debajo de ellos, colocarás cuarenta basas de plata, dos por cada tablero, para sus dos espigas. Para el otro lado de la Morada, el que mira al norte, prepararás otros veinte tableros con sus cuarenta basas, dos por cada tablero. Y para la parte de la Morada que mira a poniente harás seis tableros, más otros dos tableros para las esquinas posteriores de la Morada. Estarán unidos de abajo arriba hasta la primera argolla. Así quedarán conformadas las dos esquinas de la Morada. En total habrá ocho tableros con sus correspondientes dieciséis basas de plata, dos por tablero. Prepararás también cinco travesaños de madera de acacia para los tableros de un lado de la Morada, y cinco para los del otro lado y cinco más para los tableros de la parte posterior, la que mira al poniente. El travesaño central pasará por entre los tableros, de una punta a otra. Revestirás de oro los tableros; forjarás, también de oro, las argollas para pasar por ellas los travesaños, que estarán igualmente revestidos de oro. Construye la Morada conforme al modelo que te fue mostrado en el monte. Harás, asimismo, un velo de lino trenzado y púrpura violeta, escarlata y carmesí; todo ello esmeradamente realizado, y bordarás en él querubines. Después colgarás el velo sujetándolo con ganchos de oro sobre cuatro columnas de madera de acacia, revestidas de oro, sostenidas por cuatro basas de plata. Colgarás el velo en los ganchos, y allí, detrás del velo, colocarás el Arca del testimonio. El velo os servirá de separación entre el lugar santo y el lugar santísimo. Y colocarás la cubierta sobre el Arca del testimonio en el lugar santísimo. Fuera del velo, situarás la mesa, en el lado norte de la Morada, y el candelabro en el lado sur, frente a la mesa. Para la entrada de la Tienda harás una cortina de lino fino trenzado y púrpura violeta, escarlata y carmesí; esmeradamente recamada. Y para colgar esta cortina prepararás cinco columnas de madera de acacia revestidas de oro lo mismo que sus ganchos, y fundirás en bronce cinco basas para las columnas. Harás el altar de madera de acacia; será cuadrado y medirá dos metros y medio por cada lado, y metro y medio de alto. En sus esquinas y formando una sola pieza con él, colocarás cuatro salientes en forma de cuernos que recubrirás de bronce. De este metal también harás todos los utensilios del altar: recipientes para la ceniza, badiles, acetres, garfios y braseros. Le harás un enrejado de bronce, en forma de red, que tendrá en cada esquina una argolla, igualmente de bronce. Luego colocarás el enrejado debajo del friso inferior, de manera que la red baje hasta la mitad del altar. Harás también para el altar unos varales de madera de acacia, que revestirás de bronce. Y cuando haya que transportar el altar, los varales se pasarán por las argollas que tiene a ambos lados. El altar lo harás con tablas y será hueco, conforme al que viste en el monte. Harás de este modo el atrio de la Morada: por el lado sur, el que mira al Négueb, el atrio tendrá cortinas de lino trenzado que medirán cincuenta metros de longitud. Las veinte columnas con sus correspondientes basas serán de bronce, y de plata los ganchos y las molduras de las columnas. Por el lado norte harás lo mismo: las cortinas tendrán una longitud de cincuenta metros, las veinte columnas con sus basas serán de bronce, y de plata los ganchos y las molduras de las columnas. A lo ancho del atrio, por el lado occidental, tendrá cortinas de veinticinco metros de longitud, con diez columnas y diez basas. Por el lado que mira al oriente, el ancho del atrio será de veinticinco metros. A un lado de la entrada habrá tres columnas con sus basas y cortinas de siete metros y medio de longitud. Al otro lado, asimismo, habrá tres columnas con sus correspondientes basas y las cortinas medirán también siete metros y medio. Una cortina de diez metros de longitud, hecha de lino trenzado con púrpura violeta, escarlata y carmesí, recamada artísticamente, hará las veces de puerta del atrio. Esta cortina colgará de cuatro columnas apoyadas sobre sus correspondientes basas. Todas las columnas que rodean el atrio estarán adornadas con basas de bronce, y molduras y ganchos de plata. El atrio tendrá cincuenta metros de longitud, por veinticinco de ancho y dos y medio de alto. Todas sus cortinas serán de lino trenzado y sus basas de bronce. Todos los utensilios del servicio de la Morada, todos sus clavos, y todas las columnas del atrio, serán de bronce. Mandarás a los israelitas que te traigan aceite de oliva puro y refinado para mantener la lámpara continuamente encendida. Aarón y sus hijos se encargarán de su mantenimiento; lo harán dentro de la Tienda del encuentro, al otro lado del velo que oculta el Arca del testimonio. La lámpara debe arder ante el Señor desde la tarde hasta el amanecer. Esta es una norma perpetua para todas las generaciones de israelitas. De entre todos los israelitas, elige a tu hermano Aarón y a sus hijos Nadab, Abihú, Eleazar e Itamar para que sean mis sacerdotes. Harás vestiduras sagradas para Aarón, tu hermano, que muestren el honor y la dignidad de su función sacerdotal. Recurre a los artesanos más competentes, a los que yo he dotado de especial habilidad, para que confeccionen las vestiduras que Aarón llevará cuando sea consagrado como sacerdote mío. Confeccionarán las siguientes vestiduras: un pectoral, un efod, un manto, una túnica bordada, un turbante y una faja. Estas vestiduras sagradas se confeccionarán para cuando tu hermano Aarón y sus hijos oficien como sacerdotes míos; para elaborarlas usarán oro, púrpura violeta, escarlata y carmesí, y lino trenzado. El efod será realizado por manos expertas que usarán oro, púrpura violeta, escarlata y carmesí, y lino fino trenzado. Llevará dos tirantes, quedando unido por sus dos extremos. El fajín para ajustar el efod formará una sola pieza con él y estará confeccionado de la misma forma y con los mismos materiales: oro, púrpura violeta, escarlata y carmesí, y lino fino trenzado. Sobre dos piedras de ónice grabarás los nombres de las tribus israelitas, en el orden en que nacieron: seis nombres en una piedra y los seis restantes en la otra. El grabado de los nombres de las tribus israelitas sobre las dos piedras se hará como se graban los sellos. Después las engastarás en oro. Y las pondrás sobre los tirantes del efod, como piedras que recuerden a los israelitas. Así, cada vez que Aarón se presente ante el Señor, llevará sus nombres sobre los tirantes como un recordatorio. Harás, asimismo, unos engarces de oro y también dos cadenas de oro puro, trenzadas como cordones, y las sujetarás a los engarces. El pectoral del dictamen será también realizado por manos expertas; será confeccionado con los mismos materiales que el efod: oro, púrpura violeta, escarlata y carmesí, y lino fino trenzado. Será cuadrado y de paño doble, de veintidós centímetros por cada lado. Le engastarás una guarnición de piedras dispuestas en cuatro hileras: en la primera fila colocarás un rubí, un topacio y una esmeralda; en la segunda, una turquesa, un zafiro y un diamante; en la tercera, un jacinto, una ágata y una amatista; y en la cuarta, un crisólito, un ónice y un jaspe. Las piedras irán engastadas en oro; en total serán doce, como el número de las tribus israelitas. En cada piedra se grabará, a la manera en que se hace en un sello, el nombre de una de las doce tribus. Harás también para el pectoral unas cadenas de oro puro, trenzadas como cordones, y dos argollas de oro que sujetarás en sus dos extremos. Pasarás los extremos de los dos cordones de oro por las dos argollas superiores del pectoral, y los otros dos extremos de los cordones los engancharás en los dos engarces que fijarás en la parte delantera de los tirantes del efod. Harás, asimismo, dos argollas de oro y las sujetarás en los dos extremos inferiores del pectoral, sobre el borde interior, el que queda junto al efod. Y harás otras dos argollas de oro, que fijarás en los tirantes del efod, por la parte inferior y delantera, o sea, cerca de la costura y encima del fajín del efod. Así el pectoral se podrá sujetar haciendo pasar, entre sus argollas y las argollas del efod, un cordón de púrpura violeta para que el pectoral quede fijo sobre el fajín del efod y no se desprenda de él. Cada vez que Aarón entre en el santuario, llevará sobre su pecho, en el pectoral del dictamen, los nombres de las tribus israelitas para mantener siempre vivo su recuerdo en presencia del Señor. En el pectoral del dictamen pondrás también los Urín y los Tumín, para que estén sobre el pecho de Aarón cuando se presente delante del Señor. Así Aarón llevará constantemente sobre su pecho, en presencia del Señor, el dictamen de Dios acerca de los israelitas. Tejerás el manto del efod todo de púrpura violeta. En el centro tendrá una abertura, como el cuello de un coselete, para que pueda pasar la cabeza; y alrededor de esa abertura tendrá un dobladillo para que no se rasgue. El borde inferior del manto irá adornado con granadas de púrpura violeta, escarlata y carmesí, y alternando con ellas, cascabeles de oro: un cascabel de oro y una granada; otro cascabel de oro y otra granada; así todo el borde inferior del manto. Aarón vestirá el manto cuando oficie como sacerdote, y el tintineo de los cascabeles se escuchará cuando entre en el santuario ante el Señor, y cuando salga; de no llevarlo, moriría. Además harás una placa de oro puro y, como se hace en los sellos, grabarás en ella las palabras: «Consagrado al Señor». La sujetarás con un cordón de púrpura violeta a la parte delantera del turbante. Así estará sobre la frente de Aarón, y este se responsabilizará de cualquier falta que cometan los israelitas contra las cosas santas, al presentar sus ofrendas sagradas. La placa estará siempre sobre su frente para que sus ofrendas sean aceptadas por el Señor. La túnica y el turbante serán tejidos de lino fino, y la faja estará artísticamente bordada. Harás a los hijos de Aarón túnicas, fajas y turbantes que muestren el honor y la dignidad de su función sacerdotal. Una vez revestidos, ungirás a tu hermano Aarón y a sus hijos, les conferirás autoridad y los consagrarás para que ejerzan mi sacerdocio. Les harás también unos calzones de lino que los cubran de la cintura a los muslos, tapando así sus partes. Aarón y sus hijos deberán usarlos cuando entren en la Tienda del encuentro o se acerquen al altar para oficiar como sacerdotes en el santuario. De no hacerlo incurrirán en culpa y morirán. Esta es una norma perpetua para Aarón y sus descendientes. Este es el ritual que seguirás con ellos para consagrarlos a mí como sacerdotes: tomarás un novillo y dos carneros sin defecto, panes sin levadura, tortas sin levadura amasadas con aceite y obleas sin levadura untadas en aceite, elaboradas con harina de excelente calidad. Colocarás todo ello en un canastillo y lo presentarás junto con un novillo y dos carneros. Después conducirás a Aarón y a sus hijos a la entrada de la Tienda del encuentro y los lavarás con agua. Seguidamente tomarás las vestiduras y le pondrás a Aarón la túnica, el manto del efod, el efod y el pectoral, y lo ceñirás con el fajín del efod; colocarás sobre su cabeza el turbante y sobre este pondrás la diadema de la consagración. A continuación, lo ungirás derramando sobre su cabeza el aceite de la unción. Después harás que se acerquen sus hijos: les pondrás las túnicas, ajustarás los turbantes sobre la cabeza de Aarón y sus hijos y les ceñirás los fajines. A ellos les corresponderá el sacerdocio por derecho perpetuo. Así es como consagrarás a Aarón y a sus hijos. Traerás el novillo hasta la Tienda del encuentro; Aarón y sus hijos pondrán sus manos sobre la cabeza del animal, y allí, a la entrada de la Tienda del encuentro, en presencia del Señor, lo degollarás. Con el dedo tomarás un poco de la sangre del novillo y untarás con ella los salientes del altar; con el resto de la sangre rociarás la base del altar. Tomarás la grasa que recubre las vísceras, el lóbulo del hígado, los dos riñones con su grasa y lo quemarás en el altar; sin embargo, la carne del novillo, su piel y sus intestinos, los quemarás fuera del campamento, pues es un sacrificio por el pecado. Después tomarás uno de los carneros sobre cuya cabeza pondrán sus manos Aarón y sus hijos. Lo degollarás y derramarás su sangre alrededor del altar. Luego lo descuartizarás, lavarás sus vísceras y patas, colocándolas sobre los trozos de carne y sobre la cabeza, y dejarás que todo se queme completamente sobre el altar. Este es un holocausto para el Señor, una ofrenda quemada cuyo olor le agrada. Tomarás seguidamente el segundo carnero sobre cuya cabeza pondrán sus manos Aarón y sus hijos. Tú lo degollarás y, tomando un poco de la sangre, untarás el lóbulo de la oreja derecha de Aarón y de sus hijos y los pulgares de sus manos y pies derechos; el resto de la sangre lo derramarás alrededor del altar. Tomarás un poco de la sangre que está sobre el altar y del aceite de la unción, y con ellos rociarás a Aarón y sus vestiduras, y a sus hijos y sus vestiduras. De este modo quedarán consagrados Aarón, sus hijos y las vestiduras de todos ellos. A este carnero sacrificado en el rito de consagración del sacerdote le quitarás el rabo y las partes adiposas: la grasa que cubre las vísceras, el lóbulo del hígado, los dos riñones, la grasa que los recubre y también la pata derecha; y del cestillo de los panes sin levadura presentados al Señor tomarás una rosca de pan, una torta amasada con aceite y una oblea; depositarás todo esto en las manos de Aarón y de sus hijos y lo ofrecerás delante del Señor haciendo el gesto ritual de presentación. Después, volverás a tomarlo de sus manos y lo quemarás en el altar, sobre los restos del anterior holocausto, como fragancia apaciguadora delante del Señor. Es una ofrenda que se quema en honor del Señor. Tomarás también el pecho del carnero que se utilizó para la consagración de Aarón y realizarás con él el ritual de presentación delante del Señor. Es la porción que te corresponde. Apartarás el pecho presentado ritualmente y la pata de la ofrenda, es decir, las partes reservadas y ofrecidas del carnero que sirvieron para el gesto ritual de presentación de Aarón y sus hijos. Es la parte que Aarón y sus hijos recibirán de los israelitas, según un decreto perpetuo. Será una ofrenda que los israelitas deberán seguir aportando en sus sacrificios de comunión, algo reservado como ofrenda en honor del Señor. Las vestiduras sagradas de Aarón las heredarán sus descendientes al ser ungidos y consagrados con ellas. El hijo de Aarón que le suceda en el sacerdocio, las vestirá durante siete días, cada vez que entre en la Tienda del encuentro para oficiar en el santuario. En cuanto al carnero sacrificado en el rito de consagración, cuece su carne en lugar sagrado; Aarón y sus hijos la comerán con el pan del cestillo, a la entrada de la Tienda del encuentro. De este modo comerán todo aquello que sirvió para su expiación cuando fueron investidos como sacerdotes y consagrados a mí. Ningún extraño deberá comer de estas cosas, porque son ofrendas sagradas. Si sobra algo para el día siguiente del pan o de la carne del rito de consagración, quémalo; que nadie lo coma, porque es parte de la ofrenda sagrada. Esto es lo que harás con Aarón y sus hijos, de acuerdo con todas mis instrucciones. La ceremonia de su consagración durará siete días. Cada uno de esos días ofrecerás un novillo como sacrificio de expiación por el pecado; purificarás el altar ofreciendo sobre él un sacrificio por el pecado, y lo consagrarás derramando aceite sobre él. Durante siete días harás expiación por el altar y lo consagrarás. Así el altar quedará tan santificado que todo lo que entre en contacto con él quedará consagrado. Esta es la ofrenda que cada día, perpetuamente, ofrecerás sobre el altar: dos corderos de un año. Ofrecerás uno de ellos al despuntar el día, y el otro al caer la tarde. Con el primer cordero ofrecerás dos kilos de harina de excelente calidad amasada con un litro de aceite y, como libación, un litro de vino. A la caída de la tarde ofrecerás el otro cordero, con una ofrenda y una libación iguales a las de la mañana, como una ofrenda quemada cuyo olor le agrada al Señor. Las generaciones futuras deberán ofrecer perpetuamente este holocausto, que tendrá lugar a la entrada de la Tienda del encuentro, porque es allí donde yo me encontraré contigo para hablarte. Allí me encontraré con los israelitas, y el lugar quedará consagrado por mi gloriosa presencia. Consagraré la Tienda del encuentro y el altar; a Aarón y a sus hijos los consagraré como sacerdotes a mi servicio. Yo habitaré en medio de los israelitas y seré su Dios. Así reconocerán que yo soy el Señor su Dios, el que los sacó de Egipto para vivir entre ellos. Yo soy el Señor su Dios. Harás con madera de acacia un altar para quemar incienso. Su forma será cuadrada y medirá medio metro de largo, por medio metro de ancho, y un metro de alto. Sus salientes en forma de cuernos formarán una pieza con él. Recubrirás de oro puro su parte superior, todos sus lados y sus salientes en forma de cuernos, y le pondrás una moldura de oro alrededor. Fijarás unas argollas de oro debajo de la moldura, dos en un lado y dos en el otro; por ellas pasarás los dos varales que servirán para transportarlo. Los varales los harás de madera de acacia y los recubrirás de oro. Colocarás el altar delante del velo que oculta el Arca del testimonio, frente a la cubierta que lo recubre, allí donde yo me encontraré contigo. Cada mañana, al preparar las lámparas, Aarón quemará incienso aromático sobre él; y a la caída de la tarde, cuando Aarón vuelva a preparar las lámparas, quemará incienso de nuevo. Las generaciones venideras deberán ofrecer perpetuamente esta ofrenda perfumada delante del Señor. Sobre este altar no se debe quemar otro incienso, ni holocaustos, ni ofrendas, ni derramar libación alguna. Una vez al año, Aarón realizará el ritual de la expiación. Lo hará derramando sobre los salientes en forma de cuernos del altar la sangre del sacrificio expiatorio. Este rito será repetido cada año, generación tras generación. El altar será considerado santísimo, porque está consagrado al Señor. El Señor dijo a Moisés: —Cuando hagas el recuento de los israelitas, con el fin de censarlos, cada uno deberá dar una contribución al Señor a modo de rescate de su vida; así no recaerá sobre ellos ninguna calamidad al ser empadronados. Cada uno de los censados dará como contribución al Señor seis gramos de plata, según la tasación oficial del santuario: la ofrenda al Señor será de seis gramos de plata. Todos los censados, siempre que tengan veinte años o más, entregarán esta contribución al Señor. Al entregar cada uno al Señor su contribución para rescatar su vida, ni el rico dará más de seis gramos de plata, ni el pobre menos de seis. Tú recibirás el dinero del rescate de los israelitas y lo destinarás al servicio de la Tienda del encuentro. Así el Señor tendrá siempre presente que los israelitas han pagado por el rescate de sus vidas. El Señor dijo a Moisés: —Harás una pila de bronce, con su base del mismo metal, para realizar las purificaciones. La colocarás entre la Tienda del encuentro y el altar, y la llenarás de agua para que en ella se laven las manos y los pies Aarón y sus hijos. Si no quieren morir, se lavarán con esta agua antes de entrar en la Tienda del encuentro y también antes de acercarse al altar para oficiar y presentar la ofrenda que se quema para el Señor. Se lavarán las manos y los pies; de no hacerlo así, morirán. Esta es una norma que Aarón y sus descendientes deberán observar perpetuamente. El Señor dijo a Moisés: —Provéete de las plantas aromáticas más preciadas: seis kilos de mirra en grano, la mitad, o sea tres kilos, de cinamomo oloroso, tres kilos de caña aromática, seis kilos de casia —pesados según el peso oficial del santuario— y siete litros de aceite de oliva. Estos son los ingredientes para elaborar el aceite sagrado de la unción. Usando el arte de los perfumistas prepararás con ellos el ungüento aromático, con el cual ungirás la Tienda del encuentro, el Arca del testimonio, la mesa con todos sus utensilios, el candelabro con sus accesorios, el altar del incienso, el altar de los holocaustos con todos sus utensilios y la pila con su base. Así los consagrarás y quedarán tan santificados que, todo cuanto entre en contacto con ellos, quedará consagrado. También ungirás a Aarón y a sus hijos y los consagrarás como sacerdotes a mi servicio. A los israelitas dirás: «Este es el aceite que debéis usar para la unción sagrada de ahora en adelante». Pero que nadie lo use para perfumarse, ni imite su receta. Es un aceite sagrado, y como tal debéis considerarlo. Si alguien prepara un ungüento semejante o lo usa con una persona no adecuada, será expulsado de la comunidad. El Señor dijo a Moisés: —Toma en cantidades iguales las siguientes especias olorosas: resina, uña aromática, incienso puro y gálbano aromático; con el arte de los perfumistas, elabora un incienso aromático y añádele sal para que sea puro y santo. Una parte del incienso muélelo muy fino y espolvoréalo ante el Arca del testimonio, en la Tienda del encuentro, es decir, en el lugar donde yo me encontraré contigo. Considerad este incienso como una cosa santísima; por tanto, que nadie imite la receta para uso personal. Consideradlo como algo sagrado y exclusivo del Señor. Si alguno prepara una mezcla semejante para disfrutar de su fragancia, será expulsado de la comunidad. El Señor dijo a Moisés: —Mira, he elegido a Besalel, hijo de Urí, hijo de Jur, de la tribu de Judá, y lo he dotado de habilidades extraordinarias, de destreza, talento y pericia en toda clase de trabajos; podrá así idear proyectos y realizarlos en oro, plata y bronce, tallar y engastar piedras preciosas, trabajar la madera y realizar cualquier otra labor. Le he asignado como ayudante a Oholiab, hijo de Ajisamac, de la tribu de Dan. También he dotado de una habilidad especial a todos los artesanos competentes para que puedan realizar todo lo que he mandado construir, a saber, la Tienda del encuentro, el Arca del testimonio, la cubierta que va sobre el Arca y todos los utensilios de la Tienda: la mesa y sus utensilios, el candelabro de oro puro y todos sus accesorios, el altar del incienso, el altar de los holocaustos y todos sus utensilios, la pila de bronce con su base; las vestiduras de ceremonia, tanto las vestiduras sagradas del sacerdote Aarón como las de sus hijos para cuando oficien como sacerdotes; el aceite de la unción y el incienso aromático para el santuario. Todo lo harán según las instrucciones que te he dado. El Señor dijo a Moisés: —Di a los israelitas: Pero sobre todo, observaréis mis sábados, pues esta es la señal de la alianza sellada entre vosotros y yo durante todas vuestras generaciones. Así se conocerá que he sido yo, el Señor, quien os ha consagrado. El sábado será para vosotros un día sagrado; observadlo. Quien lo profane, morirá sin remedio. Todo aquel que realice cualquier trabajo en ese día será expulsado de su pueblo. Durante seis días podéis trabajar, pero el séptimo día es sábado, día de descanso solemne consagrado a mí. Si alguien trabaja, morirá sin remedio. Los israelitas y sus descendientes observarán el sábado como señal de alianza eterna. Para siempre este día será una señal de la alianza sellada entre los israelitas y yo, porque el Señor hizo el cielo y la tierra en seis días y el séptimo dejó de trabajar y descansó. Cuando el Señor terminó de hablar con Moisés en el monte Sinaí, le dio las dos tablas del testimonio: tablas de piedra escritas por el dedo de Dios. Viendo el pueblo que Moisés tardaba en bajar del monte, se presentaron en masa ante Aarón y le dijeron: —Anda, haznos un dios que nos guíe pues no sabemos qué le habrá pasado a ese Moisés, el hombre que nos sacó de Egipto. Aarón les respondió: —Quitad los pendientes de oro que llevan en las orejas vuestras mujeres, hijos e hijas, y traédmelos. Todos se quitaron los pendientes de oro de las orejas y se los llevaron a Aarón; este los recibió de sus manos e hizo con el oro fundido un becerro modelado a cincel. Entonces ellos exclamaron: —¡Israel, este es tu dios, el que te sacó de Egipto! Cuando Aarón vio esto, construyó un altar delante del becerro y proclamó: —Mañana será un día de fiesta en honor del Señor. Al día siguiente madrugaron y ofrecieron holocaustos y sacrificios de comunión. Después se sentaron a comer y beber y, al finalizar, se levantaron a divertirse. El Señor dijo a Moisés: —Desciende del monte, porque tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto, se ha pervertido. Muy pronto se han apartado del camino que yo les había indicado. Se han fabricado un becerro de metal al que adoran y ofrecen sacrificios al tiempo que proclaman: «¡Israel, este es tu dios, el que te sacó de Egipto!». El Señor continuó diciendo: —Me estoy dando cuenta de que este pueblo es muy testarudo. Déjame, pues, que descargue mi ira contra ellos y los aniquile. Y tú serás el que dé origen a una gran nación. Entonces Moisés intentó aplacar el furor del Señor, su Dios, diciendo: —Señor, ¿por qué vas a descargar tu ira contra tu pueblo, el mismo en favor del que hiciste uso de tu gran fuerza y poder para sacarlo de Egipto? ¿Acaso vas a permitir que los egipcios digan: «Con malos fines los sacó Dios; lo hizo para matarlos en las montañas y borrarlos de la faz de la tierra»? No te dejes llevar por la ira y renuncia al castigo que pensabas para tu pueblo. Acuérdate de tus siervos Abrahán, Isaac e Israel, a quienes hiciste solemne promesa diciendo: «Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo y daré a vuestros descendientes como herencia perpetua la tierra de la que os he hablado». Entonces el Señor renunció a aplicar el castigo con que había amenazado a su pueblo. Moisés se volvió y descendió del monte trayendo en sus manos las dos tablas del testimonio. Estaban escritas por ambos lados, por delante y por detrás. Las tablas y la escritura que había grabada en ellas eran obra de Dios. Cuando Josué escuchó el griterío del pueblo, dijo a Moisés: —Se escuchan gritos de guerra en el campamento. Y Moisés respondió: —No son gritos de victoria ni de derrota; lo que estoy oyendo son cantos festivos. Cuando llegó Moisés al campamento y vio el becerro y las danzas, se enfureció y arrojó al pie del monte las tablas que llevaba en sus manos, haciéndolas añicos. Agarró el becerro que habían fabricado, lo arrojó al fuego y, una vez convertido en ceniza, lo disolvió en agua y obligó a los israelitas a que bebieran esa agua. Y dijo a Aarón: —¿Se puede saber qué te hizo este pueblo para que le indujeras a cometer un acto tan aberrante? Aarón respondió: —Señor mío, no te enfades contra mí; tú sabes que este pueblo es proclive al mal. Me dijeron: «Haznos un dios que nos guíe, pues no sabemos qué le habrá pasado a ese Moisés, el hombre que nos sacó de Egipto». Yo les contesté: «El que tenga oro, que se desprenda de él». Ellos me lo entregaron, yo lo eché al fuego ¡y salió este becerro! Se percató Moisés de que el pueblo estaba descontrolado, pues Aarón no le había puesto freno, y ahora el pueblo estaba expuesto a las burlas de sus enemigos. Entonces Moisés se plantó en la puerta del campamento y gritó: —¡Que se pongan a mi lado los que están de parte del Señor! Y todos los levitas se le unieron. Él les dijo: —Así ha dicho el Señor, el Dios de Israel: Que cada uno se ciña su espada al muslo, recorra el campamento y vaya de puerta en puerta matando a los culpables sin tener en cuenta si es su hermano, su amigo o su vecino. Los levitas cumplieron la orden de Moisés y aquel día murieron unos tres mil hombres del pueblo. Moisés les dijo: —Hoy el Señor os bendice y os constituye sus sacerdotes, pues lo habéis preferido a vuestros propios hijos y hermanos. Al día siguiente Moisés dijo al pueblo: —Habéis cometido un pecado gravísimo; no obstante voy a subir adonde está el Señor, a ver si logro que os perdone. Volvió Moisés adonde estaba el Señor, y le dijo: —Sin duda que este pueblo ha cometido un gran pecado al hacerse un dios de oro. Pero te ruego que les perdones su pecado; si no lo haces, bórrame del libro donde nos tienes inscritos. Pero el Señor le contestó: —Al que haya pecado contra mí, lo borraré del libro. Tú lleva al pueblo al lugar que te dije. Mi ángel te irá guiando. Y llegado el momento les pediré cuentas por su pecado. Y el Señor castigó al pueblo por haber adorado al becerro de oro fabricado por Aarón. El Señor dijo a Moisés: —Anda, ponte en camino con el pueblo que sacaste de Egipto hacia la tierra que juré dar a los descendientes de Abrahán, Isaac y Jacob. Un ángel, que yo enviaré delante de ti, expulsará a los cananeos, amorreos, hititas, fereceos, heveos y jebuseos, para que puedas entrar en la tierra que mana leche y miel. Pero yo no iré contigo, porque sois un pueblo testarudo y puede que os aniquilase en el camino. Al oír el pueblo estas palabras tan duras, guardó luto y nadie se puso sus joyas. Dijo entonces el Señor a Moisés: —Di a los israelitas: «Sois un pueblo muy testarudo y, aunque solo estuviera con vosotros un momento, acabaría por aniquilaros. Desprendeos, pues, de las joyas que lleváis encima, y veré qué hago con vosotros». Y por eso, a partir del monte Horeb, los israelitas dejaron de usar sus joyas. Moisés trasladó la Tienda y la plantó fuera del campamento a cierta distancia, y la llamó «Tienda del encuentro». Si alguien quería consultar al Señor, salía del campamento e iba a la Tienda del encuentro. Cuando Moisés se dirigía a la Tienda del encuentro, todo el pueblo se levantaba y permanecía en pie a la entrada de su propia tienda, siguiendo con la mirada a Moisés hasta que entraba en ella. En cuanto él entraba en la Tienda del encuentro, la columna de nube descendía y se situaba en la puerta mientras el Señor hablaba con Moisés. Y cada uno del pueblo se postraba a la puerta de su propia tienda cuando veían la columna de nube detenida a la entrada de la Tienda. El Señor hablaba cara a cara con Moisés, como lo hace uno con un amigo. Cuando Moisés regresaba al campamento, allí se quedaba Josué, su joven ayudante, que no se movía del interior de la Tienda. Moisés dijo al Señor: —Mira, tú mismo me has encomendado que guíe a este pueblo, pero no me has indicado a quién enviarás para ayudarme. Dices que me he ganado tu confianza y gozo de tu favor; pues si realmente es así, dame a conocer tus intenciones para que sepa que confías en mí. Recuerda que esta gente es tu pueblo. El Señor respondió: —Yo mismo te acompañaré y te conduciré al lugar de tu descanso. A lo que Moisés replicó: —Si tú no nos vas a acompañar, no nos hagas salir de aquí; porque ¿cómo voy a estar seguro de que tu pueblo y yo gozamos de tu favor, si tú no nos acompañas? Precisamente en esto nos diferenciamos tu pueblo y yo del resto de los pueblos que habitan la tierra. Respondió el Señor: —También te concedo esta petición que acabas de hacerme porque gozas de mi favor y te has ganado mi confianza. Moisés suplicó: —¡Déjame ver tu gloria! Y el Señor le respondió: —Haré pasar delante de ti todo mi esplendor. Delante de ti proclamaré mi nombre: «El Señor». Tendré misericordia de quien quiera y seré compasivo con quien me plazca; pero no podrás ver mi rostro, porque nadie puede verlo y quedar con vida. Y añadió: —Aquí, junto a mí, hay un lugar. Ponte sobre la roca, y cuando pase mi gloria, te meteré en una hendidura de la roca y te esconderé en el hueco de mi mano hasta que yo haya pasado. Después, cuando retire mi mano, podrás ver mi espalda, pero no mi rostro. El Señor dijo a Moisés: —Talla dos tablas de piedra iguales a las primeras: Yo escribiré en ellas lo mismo que había en las otras, las que tú hiciste añicos. Prepárate para mañana, pues al amanecer subirás al monte Sinaí, y allí, en la cima del monte, me esperarás. Que nadie suba contigo. No dejes que nadie esté por los alrededores del monte; ni siquiera ovejas o vacas pastando por las cercanías. Moisés talló dos tablas de piedra iguales a las primeras. Se levantó muy temprano y subió al monte Sinaí portando las dos tablas de piedra, tal como el Señor se lo había ordenado. Entonces el Señor descendió en una nube, y se quedó allí, al lado de Moisés, el cual pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó delante de él proclamando: —¡El Señor! ¡El Señor! ¡Dios compasivo y benévolo, lento en airarse y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor a lo largo de mil generaciones y perdona la desobediencia, la rebeldía y los pecados, aunque no los deja impunes, sino que castiga la culpa de los padres en los hijos y en los nietos, en los biznietos y en los tataranietos! Inmediatamente Moisés se postró en el suelo y lo adoró diciendo: —Señor, si de verdad gozo de tu favor, ven con nosotros, aunque seamos un pueblo testarudo. Perdónanos nuestras desobediencias y pecados, y acéptanos como propiedad tuya. El Señor le respondió: —Mira, voy a sellar una alianza. A la vista de todo el pueblo realizaré maravillas como no se han hecho en ningún país ni en ninguna nación. El pueblo que está contigo verá la obra del Señor, porque yo haré cosas impresionantes contigo. Cumple lo que te ordeno hoy y expulsaré de tu presencia a amorreos, cananeos, hititas, fereceos, heveos y jebuseos. Guárdate mucho de pactar con los habitantes del país donde vas a entrar porque serían una trampa para ti. Al contrario, derribad sus altares, destruid sus piedras votivas y talad sus árboles sagrados. No adores a dioses extranjeros porque yo, el Señor, llevo el nombre de «Celoso» y soy un Dios celoso. No hagas ninguna alianza con los habitantes de aquel país, no sea que cuando ellos rindan culto a sus dioses y les ofrezcan sacrificios, te inviten también a ti y tengas que comer de las víctimas sacrificadas. No tomes a sus hijas como esposas para tus hijos, pues puede que cuando ellas rindan culto a sus dioses, induzcan también a vuestros hijos a rendir culto a esos mismos dioses. No te fabriques dioses de metal fundido. Observa la fiesta de los Panes sin levadura: durante siete días y según te mandé, comerás panes sin levadura en la fecha señalada del mes de Abib, porque en ese mes saliste de Egipto. Todos los primogénitos me pertenecen, incluidas las primeras crías de tu ganado tanto vacuno como ovino, siempre que sean machos. Puedes rescatar a la primera cría del asno sustituyéndola por un cordero, pero si no la rescatas, tendrás que desnucarla. A tus hijos primogénitos los rescatarás. Nadie se presentará ante mí con las manos vacías. Durante seis días trabajarás y el séptimo descansarás, incluso en tiempo de siembra o siega. Celebra la fiesta de las Semanas, al comienzo de la siega del trigo; y también la fiesta de la Recolección, al final del año agrícola. Tres veces al año se presentarán todos los varones ante el Señor, Dios de Israel. Cuando yo haya alejado de ti a las demás naciones y haya ampliado tus fronteras, nadie intentará invadir tu territorio aprovechando que subes tres veces al año a presentarte ante el Señor tu Dios. No ofrezcas nada fermentado junto con la sangre de la víctima sacrificada en mi honor, ni conserves para el día siguiente lo que sobre del animal sacrificado en la Pascua. Lleva a la casa del Señor tu Dios las primicias de los frutos de tu tierra. No cuezas el cabrito en la leche de su madre. Después el Señor ordenó a Moisés: —Pon por escrito todos estos mandatos, porque ellos son las cláusulas de la alianza que yo sello contigo y con los israelitas. Y allí permaneció Moisés con el Señor durante cuarenta días y cuarenta noches, sin comer ni beber. Y escribió sobre las tablas las cláusulas de la alianza, es decir, las Diez Palabras. Al bajar Moisés del monte Sinaí, traía consigo las dos tablas del testimonio y no se dio cuenta de que su rostro irradiaba luminosidad porque había hablado con el Señor. Aarón y los israelitas, al ver el rostro radiante de Moisés, temieron acercarse a él. Pero Moisés los llamó y, cuando Aarón y los jefes de la comunidad se le acercaron, conversó con ellos. Se acercaron después a él todos los israelitas, y Moisés les comunicó las órdenes que el Señor le había dado en el monte Sinaí. Cuando terminó de hablar con ellos, se cubrió la cara con un velo. Cada vez que Moisés se presentaba ante el Señor para hablar con él, se quitaba el velo y permanecía así hasta que salía y comunicaba a los israelitas las órdenes que había recibido del Señor. Los israelitas contemplaban cómo el rostro de Moisés irradiaba luminosidad; luego Moisés volvía a ponerse el velo en el rostro y se lo dejaba puesto hasta que entraba de nuevo a hablar con el Señor. Moisés convocó a la comunidad de los israelitas y les dijo: Esto es lo que el Señor os manda hacer: Durante seis días podéis trabajar, pero el séptimo día es sábado, día de descanso consagrado al Señor. Si alguien trabaja durante ese día, será castigado con la muerte. Durante el sábado está prohibido encender fuego en cualquier lugar donde estéis. Moisés dijo a toda la comunidad de los israelitas: Esto es lo que ordena el Señor: Recoged entre vosotros una ofrenda para el Señor. El que quiera ser generoso que traiga para el Señor oro, plata, bronce; lana teñida de púrpura violeta, escarlata y carmesí, lino fino y pelo de cabra; pieles de carnero curtidas, pieles de marsopa, madera de acacia; aceite para la lámpara, especias para el aceite de la unción y para el incienso aromático; piedras de ónice y piedras de engaste para el efod y el pectoral. Todo aquel que tenga habilidades especiales, que las ponga al servicio del Señor para hacer lo que él ha mandado: la Morada, su Tienda y lo que la recubre, sus ganchos, sus tablones, sus varales, sus columnas y sus basas; el Arca y sus varales, su cubierta y el velo que sirve de separación; la mesa con sus varales y todos sus utensilios junto con los panes de la ofrenda; el candelabro, con sus accesorios y sus lámparas y el aceite para el alumbrado; el altar del incienso y sus varales, el aceite de la unción, el incienso aromático y la cortina para la entrada de la Morada; el altar de los holocaustos con su enrejado de bronce, sus varales y todos sus utensilios; la pila con su base; las cortinas del atrio, con sus columnas y basas, la cortina que hace las veces de puerta del atrio; los tableros de la Morada y del atrio, con sus cuerdas; las vestiduras de ceremonia para oficiar en el santuario, las vestiduras sagradas del sacerdote Aarón y las vestiduras que usarán sus hijos cuando oficien como sacerdotes. Entonces, la comunidad de los israelitas se retiró de la presencia de Moisés; todos los que se sintieron movidos por un impulso de generosidad volvieron con ofrendas al Señor para que se construyera la Tienda del encuentro, para todo su servicio y para las vestiduras sagradas. Y vinieron hombres y mujeres trayendo de corazón broches, pendientes, anillos, brazaletes, y toda clase de alhajas de oro; y cada uno presentaba ritualmente ante el Señor su ofrenda de oro. Los que tenían púrpura violeta, escarlata o carmesí, o lino fino o pelo de cabra, o pieles de carnero curtidas o pieles de marsopa, lo traían. Los que podían ofrendar objetos de plata o bronce, los donaban voluntariamente como ofrenda al Señor; y los que disponían de madera de acacia, útil para cualquier trabajo manual, también la traían. Las mujeres con habilidad para tejer traían sus tejidos hechos a mano de color violeta, escarlata o carmesí y también lino fino; y otras mujeres, que conocían bien el oficio, se ofrecieron voluntariamente a tejer el pelo de cabra. Los principales del pueblo aportaron piedras de ónice y otras piedras preciosas para el engaste del efod y el pectoral; aportaron también especias, aceite para las lámparas y para la unción e incienso aromático. Tanto los hombres como las mujeres que sintieron el impulso de ayudar libremente en la obra que el Señor había ordenado a Moisés, trajeron su ofrenda voluntariamente al Señor. Moisés les dijo a los israelitas: —Mirad, el Señor ha escogido a Besalel, hijo de Urí y nieto de Jur, de la tribu de Judá, y lo ha dotado de habilidades extraordinarias, de destreza, talento y pericia en toda clase de trabajos, para idear proyectos y realizarlos en oro, plata y bronce, para tallar y engastar piedras preciosas, para trabajar la madera y realizar cualquier otra labor de artesanía. También lo ha dotado de talento para transmitir sus enseñanzas a otros. A él y a Oholiab, hijo de Ajisamac, de la tribu de Dan, el Señor los ha dotado de manos habilidosas para realizar toda clase de trabajos: de tallado y de diseño, de recamado de telas de púrpura violeta, escarlata o carmesí y de lino fino. Sabrán diseñar proyectos artísticos y ejecutarlos. Así pues, Besalel, Oholiab y aquellos a quienes el Señor había dotado de talento y habilidad especial para realizar los distintos trabajos del santuario, llevaron a cabo todo lo que había ordenado el Señor. Moisés reunió a Besalel, a Oholiab y a todos los artesanos a quienes el Señor había dotado de habilidad y estaban dispuestos a colaborar en la realización de esa tarea, y personalmente les entregó todas las ofrendas que los israelitas habían donado para la realización del santuario. Pero como día tras día el pueblo seguía llevando ofrendas voluntarias, todos los artesanos que trabajaban en el santuario suspendieron su labor para ir a decirle a Moisés: —La gente está trayendo más de lo que se necesita para acabar lo que el Señor ha ordenado. Entonces Moisés mandó pregonar por el campamento: —Que nadie, ni hombre ni mujer, contribuya más para la obra del santuario. Así el pueblo dejó de llevar más ofrendas, pues lo que ya habían aportado era más que suficiente para llevar a cabo todo el trabajo. Los artesanos más hábiles hicieron la Morada con diez cortinas de lino trenzado con púrpura violeta, escarlata y carmesí, y con querubines esmeradamente bordados. Cada cortina medía catorce metros de largo, por dos de ancho; todas las cortinas tenían las mismas medidas. Cinco cortinas estaban unidas una con otra, y las otras cinco las empalmaron de igual modo. Luego, en el borde de la primera serie de cortinas, pusieron unas presillas de púrpura violeta; y lo mismo hicieron en el borde de la última cortina del otro grupo. Pusieron cincuenta presillas en la primera cortina y otras cincuenta en la última del segundo grupo. Las presillas se correspondían entre sí. Enlazaron un cuerpo de cortinas con el otro mediante cincuenta corchetes de oro, de modo que la Morada formó un todo. También se tejieron con pelo de cabra once cortinas para la cubierta de la Morada. Todas las cortinas medían lo mismo: quince metros de largo, por dos de ancho. Cinco cortinas iban empalmadas por una parte, y las seis restantes por la otra. Los bordes de cada serie de cortinas empalmadas iban rematados con cincuenta presillas; fabricaron también cincuenta pasadores de bronce los cuales, metidos por las presillas, cerraban la Tienda formando un todo. Se fabricó, además, para la Tienda una cubierta de pieles de carnero curtidas y una sobrecubierta de pieles de marsopa. Luego prepararon unos tableros de madera de acacia y los colocaron verticalmente para formar la Morada. Cada tablero medía cinco metros de largo por setenta y cinco centímetros de ancho; y tenía dos espigas, para ensamblarlos uno con otro. Todos los tableros de la Morada fueron hechos de la misma forma. Para el lado de la Morada que mira al sur, hicieron veinte tableros debajo de los cuales colocaron cuarenta basas de plata, una para cada una de las dos espigas de cada tablero. Para el otro lado de la Morada, el que mira al norte, también prepararon veinte tableros con sus cuarenta basas de plata, dos por cada tablero. Y para la parte de la Morada que mira a poniente, prepararon seis tableros, además de otros dos que situaron en las esquinas posteriores de la Morada, y que estaban unidos de abajo arriba hasta la primera argolla, formando de este modo los dos ángulos del santuario. Eran, pues, en total ocho tableros con sus correspondientes dieciséis basas de plata; dos por tablero. Prepararon también cinco travesaños de madera de acacia para los tableros de un lado de la Morada, y cinco para los del otro lado y cinco más para los tableros de la parte posterior, la que mira al poniente. El travesaño central lo hicieron de tal forma que pasara por entre los tableros, de una punta a otra. Revistieron de oro los tableros y les pusieron unas argollas de oro por donde pasaban los travesaños, que estaban igualmente revestidos de oro. Hicieron, además, un velo de lino trenzado y púrpura violeta, escarlata y carmesí, con querubines esmeradamente bordados. Para colgar el velo, hicieron cuatro columnas de madera de acacia revestidas de oro, con ganchos también de oro, y las apoyaron sobre cuatro basas de plata. Para la entrada de la Tienda hicieron una cortina de lino fino trenzado y púrpura violeta, escarlata y carmesí, todo ello esmeradamente recamado; y colgaron la cortina de cinco columnas de madera de acacia revestidas de oro lo mismo que sus ganchos, capiteles y molduras; en cambio, las cinco basas para las columnas, se fundieron en bronce. Besalel hizo el Arca de madera de acacia, de ciento veinticinco centímetros de largo, por setenta y cinco de ancho, y setenta y cinco de alto. La recubrió de oro puro por dentro y por fuera, y le puso alrededor una moldura también de oro. Fundió, además, oro para hacer cuatro argollas que colocó en las cuatro esquinas del Arca; dos a cada lado. Luego hizo unos varales de madera de acacia, los recubrió de oro y los metió por las argollas laterales del Arca, para poder transportarla. Después hizo la cubierta del Arca; la hizo de oro puro y con una medida de ciento veinticinco centímetros de largo por setenta y cinco de ancho. Asimismo, hizo dos querubines, cincelados en oro, para los extremos de la cubierta del Arca, uno en cada extremo y formando ambos una sola pieza con la cubierta. Los querubines con sus alas extendidas hacia arriba la cubrían. Estaban situados uno frente al otro, mirando al centro de la cubierta del Arca. También hizo la mesa de madera de acacia, de un metro de largo por medio de ancho y setenta y cinco centímetros de alto; la recubrió de oro puro y le puso alrededor una moldura también de oro. La rodeó de una cornisa, como de un palmo, y en torno a este reborde colocó una moldura de oro. Después hizo cuatro argollas de oro y las colocó en las cuatro esquinas correspondiéndose con sus cuatro patas; las argollas quedaron sujetas a la moldura y por ellas pasaban los varales para transportar la mesa. Los varales para transportar la mesa los hizo de madera de acacia y los recubrió de oro. Finalmente, hizo de oro puro los utensilios que debían estar sobre la mesa: platos, copas, jarras y tazones para la libación. Hizo, asimismo, el candelabro de oro puro; todo labrado a cincel. Tanto su basa y fuste como los cubiletes en forma de flor de almendro, con sus cálices y sus corolas, formaban una sola pieza. De sus lados arrancaban seis brazos, tres a cada lado. Cada uno de los brazos que salían del candelabro tenía tres cubiletes en forma de flor de almendro con cáliz y corola. El fuste del candelabro, en cambio, tenía cuatro cubiletes en forma de flor de almendro, cada una con su cáliz y su corola. Debajo de cada pareja de brazos que salían del candelabro, había un cáliz. Así sucedía con cada uno de los tres pares de brazos que salían del candelabro. Los cálices y sus brazos formaban una sola pieza, toda ella cincelada en oro puro. Después hizo de oro puro sus siete lámparas, sus despabiladeras y sus platillos. Para hacer el candelabro y todos sus utensilios emplearon treinta y tres kilos de oro. Hizo también con madera de acacia el altar para quemar incienso. Su forma era cuadrada y medía medio metro de largo por medio metro de ancho y un metro de alto. Sus salientes en forma de cuernos formaban una pieza con él. Recubrió de oro puro su parte superior, todos sus lados y sus salientes en forma de cuernos, y le puso una moldura de oro alrededor. Fijó unas argollas de oro debajo de la moldura, dos en un lado y dos en el otro, para que pudieran pasar los dos varales que servían para transportarlo. Los varales eran también de madera de acacia y los recubrió de oro. Besalel también preparó el aceite sagrado de la unción y el incienso puro y aromático, según el arte de los perfumistas. Con madera de acacia, hizo el altar de los holocaustos. Su forma era cuadrada y medía dos metros y medio por cada lado y metro y medio de alto. En sus esquinas, formando una sola pieza con él, colocó cuatro salientes en forma de cuernos que recubrió de bronce. Y de este metal hizo también todos los utensilios del altar: recipientes para la ceniza, badiles, acetres, garfios y braseros. También fabricó para el altar un enrejado de bronce en forma de red y lo puso debajo del friso inferior, de manera que la red bajaba hasta la mitad del altar. Puso cuatro argollas en los cuatro extremos del enrejado de bronce para hacer pasar por ellas los varales. Luego hizo los varales de madera de acacia, los revistió de bronce y pasó los varales por las argollas que estaban a ambos lados del altar, para poder transportarlo. El altar era hueco y estaba hecho de tablas. Con el metal de los espejos de las mujeres que prestaban servicio a la entrada de la Tienda del encuentro, hizo la pila de bronce y su base. Hizo también el atrio. Por el lado meridional, el atrio tenía una cortina de lino trenzado que medía cincuenta metros de longitud. Las veinte columnas con sus correspondientes basas eran de bronce; los ganchos de las columnas y sus molduras eran de plata. Por el lado norte, la cortina tenía una longitud de cincuenta metros, y estaba sostenida por veinte columnas apoyadas en sus respectivas basas de bronce; los ganchos de las columnas con sus molduras eran de plata. Por el lado occidental había otra cortina que medía veinticinco metros de longitud y estaba sostenida por diez columnas apoyadas en sus respectivas diez basas; los ganchos de las columnas con sus molduras eran asimismo de plata. Por el lado oriental también había una cortina de veinticinco metros. La cortina colocada a un lado de la entrada medía siete metros y medio de largo, y también contaba con tres columnas con sus tres respectivas basas; La cortina del otro lado medía lo mismo y tenía igualmente tres columnas con sus tres respectivas basas. Todas las cortinas del atrio eran de lino fino trenzado. Las basas para las columnas eran de bronce; sus ganchos y sus molduras eran de plata. Los capiteles también estaban revestidos de plata, y todas las columnas del atrio llevaban molduras de plata. La cortina de la entrada del atrio era de lino trenzado y púrpura violeta, escarlata y carmesí, y estaba recamada artísticamente. Medía diez metros de largo, y su altura —lo mismo que la cortina del atrio— era de dos metros y medio. Sus cuatro columnas y sus respectivas basas eran de bronce, y sus ganchos y molduras eran de plata, así como también el revestimiento de los capiteles y sus molduras. Todos los tableros de la Morada y del atrio que la rodeaba eran de bronce. Estos son los gastos de construcción de la Morada del testimonio. Los levitas hicieron el recuento de gastos por orden de Moisés y bajo la dirección de Itamar, hijo del sacerdote Aarón. Besalel, hijo de Urí, de la tribu de Judá, hizo todo lo que el Señor había ordenado a Moisés, contando con la ayuda de Oholiab, hijo de Ajisamac, de la tribu de Dan, que era artífice, dibujante y recamador en púrpura violeta, escarlata y carmesí, y en lino fino. La cantidad total de oro ofrendado y empleado en la construcción del santuario llegó casi a una tonelada, según la tasación oficial del santuario. La plata recogida entre los miembros de la comunidad registrados en el censo, llegó a tres mil seiscientos veinte kilos, según la tasación oficial del santuario, o sea, que cada uno de los registrados en el censo, de veinte años para arriba, seiscientas tres mil quinientas cincuenta personas en total, ofrendó cinco gramos de plata, según la tasación oficial del santuario. Con tres mil cuatrocientos kilos de plata se fundieron las basas para el santuario y las basas que sostenían las cortinas, a razón de treinta y cuatro kilos por basa; y con los doscientos veinte kilos de plata restantes se hicieron los ganchos y las molduras de las columnas y se revistieron los capiteles. El bronce dado como ofrenda pesó unos dos mil seiscientos kilos, y con él se hicieron las basas para la entrada de la Tienda del encuentro, el altar de bronce con su enrejado y todos los utensilios del altar, además de las basas de alrededor del atrio y las de la puerta del atrio y todos los tableros de la Morada y los de alrededor del atrio. Las vestiduras de ceremonia para oficiar en el santuario y las vestiduras sagradas de Aarón, se hicieron de púrpura violeta, escarlata y carmesí, como el Señor había ordenado a Moisés. El efod lo hicieron de oro, púrpura violeta, escarlata y carmesí, y de lino fino trenzado. Forjaron a martillo unas placas de oro, las cortaron en hebras para entretejerlas hábilmente con la púrpura violeta, escarlata y carmesí, y con el lino fino trenzado. Le pusieron dos tirantes de manera que el efod quedara unido por sus dos extremos. El fajín para ajustar el efod formaba una sola pieza con él y estaba confeccionado de la misma forma: era de oro, púrpura violeta, escarlata y carmesí, y de lino fino trenzado. Sobre las piedras de ónice engastadas en oro, grabaron los nombres de las tribus israelitas como se graban los sellos. Y pusieron las piedras sobre los tirantes del efod para recordar a los israelitas, tal como el Señor se lo había ordenado a Moisés. El pectoral del dictamen lo hicieron también manos expertas y se confeccionó con los mismos materiales que el efod: oro, púrpura violeta, escarlata y carmesí, y lino fino trenzado. Era cuadrado, de paño doble y medía veintidós centímetros por cada lado. Le engastaron una guarnición de piedras dispuestas en cuatro hileras: en la primera fila colocaron un rubí, un topacio y una esmeralda; en la segunda, una turquesa, un zafiro y un diamante; en la tercera, un jacinto, una ágata y una amatista; y en la cuarta, un crisólito, un ónice y un jaspe. Todas ellas iban engastadas en oro y hacían un total de doce piedras, como el número de las tribus israelitas. En cada piedra grabaron, a la manera en que se hace en un sello, el nombre de una de las doce tribus. También hicieron para el pectoral unas cadenas de oro puro, trenzadas como cordones, dos engastes de oro y dos argollas de oro que sujetaron en sus dos extremos. Pasaron los dos extremos de los dos cordones de oro por las dos argollas superiores del pectoral, y los otros dos extremos de los cordones los engancharon en los dos engarces que fijaron en la parte delantera de los tirantes del efod. Hicieron, asimismo, dos argollas de oro y las sujetaron en los dos extremos inferiores del pectoral, sobre el borde inferior, el que queda junto al efod. Además hicieron otras dos argollas de oro, que fijaron en la parte inferior y delantera de los dos tirantes del efod, junto a la costura y encima del fajín del efod. Así sujetaron el pectoral, haciendo pasar entre sus argollas y las argollas del efod un cordón de púrpura violeta, de manera que el pectoral quedaba fijo sobre el fajín y no podía desprenderse del efod. Tejieron el manto del efod todo de púrpura violeta. En el centro tenía una abertura como el cuello de un coselete; alrededor de la abertura la tela tenía un dobladillo para que no se rasgase. Adornaron el borde inferior del manto con granadas de púrpura violeta, escarlata y carmesí y lino fino trenzado. Hicieron además unos cascabeles de oro puro y los colocaron en el borde inferior del manto, alternando con las granadas: un cascabel de oro y una granada; otro cascabel de oro y otra granada; así todo el borde inferior del manto. El manto se usaba para oficiar, como el Señor se lo había ordenado a Moisés. Después hicieron las túnicas de lino fino para Aarón y sus hijos; hicieron el turbante de lino fino, la tiara con adornos de lino fino y los calzones, también de lino fino; igualmente hicieron la faja de lino fino trenzado, recamada artísticamente, de púrpura violeta, escarlata y carmesí, conforme al mandato del Señor a Moisés. Por último, hicieron una placa de oro puro con las palabras: «Consagrado al Señor», grabadas como se graban los sellos. Luego le pusieron un cordón de púrpura violeta para colocar la placa sobre la parte delantera del turbante, conforme al mandato del Señor a Moisés. Así llegó a su fin la construcción de la Morada, la Tienda del encuentro. Los israelitas lo hicieron todo conforme al mandato del Señor a Moisés. Entonces presentaron a Moisés la Morada, su Tienda y lo que la recubre, sus ganchos, sus tablones, sus varales, sus columnas y sus basas; la cubierta de pieles de carnero curtidas, la sobrecubierta de pieles de marsopa y el velo de separación; el Arca del testimonio, sus varales y su cubierta; la mesa con todos sus utensilios y los panes de la ofrenda; el candelabro de oro puro con sus accesorios, las lámparas que deben colocarse en él y el aceite para el alumbrado; el altar de oro, el aceite de la unción, el incienso aromático y la cortina para la entrada de la Tienda; el altar de bronce con su enrejado igualmente de bronce, sus varales y todos sus utensilios; la pila con su base; las cortinas del atrio con sus columnas y bases, la cortina que hace las veces de puerta del atrio, sus cuerdas y sus tableros, y todos los utensilios para el servicio de la Morada, la Tienda del encuentro; las vestiduras de ceremonia para oficiar en el santuario: las vestiduras sagradas del sacerdote Aarón y las vestiduras que usarían sus hijos cuando oficiaran como sacerdotes. Los israelitas lo hicieron todo conforme al mandato del Señor a Moisés. Cuando Moisés revisó todo el trabajo y comprobó que lo habían hecho conforme a lo que había mandado el Señor, los bendijo. El Señor dijo a Moisés: —El día primero del primer mes, montarás la Morada, la Tienda del encuentro. En su interior colocarás el Arca del testimonio y la ocultarás con el velo. Traerás la mesa y colocarás sobre ella sus accesorios; llevarás también el candelabro y le colocarás las lámparas. Delante del Arca del testimonio pondrás el altar de oro para el incienso y colgarás la cortina a la entrada de la Morada. Después colocarás el altar de los holocaustos a la entrada de la Morada, la Tienda del encuentro; y entre el altar y la Tienda del encuentro situarás la pila y la llenarás de agua. Asimismo instalarás el atrio alrededor de la Morada y a su entrada colgarás la cortina. Tomarás el aceite de la unción y ungirás la Morada y todo lo que hay en ella. Así la consagrarás con todos sus utensilios, y será un lugar sagrado. Ungirás igualmente el altar de los holocaustos y todos sus utensilios. Así lo consagrarás, y será algo sacrosanto. También ungirás y consagrarás la pila y su base. Después conducirás a Aarón y sus hijos a la entrada de la Tienda del encuentro, donde los lavarás con agua. Seguidamente, le pondrás a Aarón las vestiduras sagradas, lo ungirás y lo consagrarás como mi sacerdote. Después harás que se acerquen sus hijos; les pondrás las túnicas; y los ungirás de igual modo que ungiste a su padre, para que sean mis sacerdotes. Esta unción les conferirá el sacerdocio por derecho perpetuo, a lo largo de las generaciones. Moisés hizo todo conforme a lo ordenado por el Señor. El primer día del primer mes del segundo año de la salida de Egipto fue montada la Morada. Moisés instaló la Morada, asentó sus basas, colocó sus tableros y travesaños y puso en pie sus columnas; y extendió por encima de la Morada la cubierta, tal como el Señor se lo había ordenado. Después tomó las tablas del testimonio y las depositó en el interior del Arca, puso los varales al Arca y colocó encima su cubierta; luego trasladó el Arca al interior de la Morada, colgó el velo de separación y ocultó así el Arca del testimonio, conforme a lo que el Señor le había ordenado. Colocó la mesa en el interior de la Tienda del encuentro, al lado norte de la Morada, pero fuera del velo. Sobre ella puso ordenadamente los panes de la ofrenda, conforme a lo que el Señor le había ordenado. Puso también el candelabro en el interior de la Tienda del encuentro, frente a la mesa, al lado sur del santuario; y colocó las lámparas en presencia del Señor, conforme a lo que el Señor le había ordenado. Dentro de la Tienda del encuentro y delante del velo, puso el altar de oro y quemó sobre él incienso aromático, conforme a lo que el Señor le había ordenado. Colgó también la cortina a la entrada de la Morada. Asimismo, a la entrada de la Tienda del encuentro colocó el altar de los holocaustos y en él hizo el holocausto y la ofrenda, conforme a lo que el Señor le había ordenado. Entre la Tienda del encuentro y el altar colocó la pila y la llenó de agua, para las purificaciones. Moisés, Aarón y sus hijos se lavaban en ella las manos y los pies siempre que iban a entrar en la Tienda del encuentro o se acercaban al altar, conforme a lo que el Señor le había ordenado. Finalmente, Moisés instaló el atrio alrededor de la Morada y del altar y colgó la cortina a la entrada del atrio. Y así dio Moisés por finalizado el trabajo. Entonces la nube cubrió la Tienda del encuentro y la gloria del Señor llenó la Morada. Moisés no podía entrar en la Tienda del encuentro, pues la nube se había aposentado sobre ella y la gloria del Señor llenaba la Morada. Durante el tiempo que duró la travesía del desierto, cuando la nube se levantaba de encima de la Morada, los israelitas levantaban el campamento; pero si no se levantaba la nube, tampoco ellos levantaban el campamento; esperaban a que la nube volviese a hacerlo. A lo largo del tiempo que duró la travesía, la nube permanecía durante el día sobre la Morada y durante la noche alumbraba como fuego a la vista de todo el pueblo. El Señor llamó a Moisés y le habló en estos términos desde la Tienda del encuentro: —Di a los israelitas: cuando alguien presente al Señor una ofrenda de animales, esta podrá ser de ganado mayor o de ganado menor. Si su ofrenda para el holocausto es de ganado mayor, ofrecerá un macho sin defecto alguno; lo ofrecerá a la entrada de la Tienda del encuentro para que sea agradable al Señor. Pondrá su mano sobre la cabeza del animal destinado al holocausto, para que el sacrificio sea aceptado como expiación de parte suya. Entonces degollará la res en presencia del Señor, y a continuación los sacerdotes aaronitas ofrecerán la sangre rociando con ella los lados del altar que está a la entrada de la Tienda del encuentro. El animal ofrecido en holocausto será desollado y descuartizado. Y los sacerdotes aaronitas pondrán fuego sobre el altar y apilarán leña sobre el fuego. Luego colocarán los trozos del animal, la cabeza y la grasa de las vísceras encima de la leña que arde sobre el altar, y lavarán con agua las vísceras y las patas. El sacerdote hará que lo que está sobre el altar se queme completamente, pues es un holocausto, ofrenda de olor grato para el Señor. Si su ofrenda para el holocausto es de ganado menor, corderos o cabritos, ofrecerá un macho sin defecto alguno. Lo degollará en el lado norte del altar, en presencia del Señor; luego los sacerdotes aaronitas rociarán con su sangre los lados del altar. Una vez descuartizado, el sacerdote colocará los trozos, junto con su cabeza y la grasa de las vísceras, encima de la leña que arde sobre el altar; y después de lavar con agua las vísceras y las patas, el sacerdote hará que lo que está sobre el altar se queme completamente, pues es un holocausto, ofrenda de olor grato para el Señor. Si la ofrenda en holocausto para el Señor es de aves, ofrecerá tórtolas o pichones. El sacerdote traerá el ave al altar, le arrancará la cabeza y hará que se queme en el altar después que su sangre sea exprimida sobre un lado del mismo. Le quitará el buche y las plumas, y los echará al lado oriental del altar, en el lugar de las cenizas. Le rasgará las alas, pero no se las arrancará. El sacerdote hará que lo que está en el altar, encima de la leña que arde, se queme completamente, pues es un holocausto, ofrenda de olor grato para el Señor. Cuando alguien presente una ofrenda de cereal al Señor, su ofrenda será de flor de harina, sobre la que se echará aceite y se pondrá incienso. La presentará luego a los sacerdotes aaronitas; entonces el sacerdote tomará un puñado de flor de harina con el aceite y con todo el incienso y lo quemará sobre el altar como una porción simbólica; ofrenda de olor grato para el Señor. Lo que resta de la ofrenda de cereal será para Aarón y sus descendientes; es la porción más sagrada de las ofrendas que se queman para el Señor. Cuando presentes una ofrenda de cereal cocida al horno, esta será de tortas de flor de harina sin levadura, amasadas con aceite, y de hojaldres sin levadura untados con aceite. Si tu ofrenda de cereal está preparada a la plancha, deberá ser de flor de harina sin levadura, amasada con aceite; la partirás en trozos y echarás aceite sobre ella, pues es una ofrenda de cereal. Si lo que presentas es una ofrenda de cereal preparada en cazuela, deberá ser de flor de harina con aceite. Traerás al Señor la ofrenda de cereal así preparada y la presentarás al sacerdote, quien la llevará al altar. El sacerdote tomará de aquella ofrenda de cereal una porción simbólica y la quemará sobre el altar como ofrenda de olor grato para el Señor. Lo que reste de esta ofrenda de cereal será para Aarón y sus descendientes; es la porción más sagrada de las ofrendas que se queman para el Señor. Toda ofrenda de cereal que ofrezcáis al Señor se hará sin levadura, porque nada que contenga levadura o miel se ha de quemar en ofrenda para el Señor. Sí podrás ofrecerla como ofrenda de primicias para el Señor; pero no la pondrás sobre el altar como ofrenda de olor grato para el Señor. Sazonarás con sal toda ofrenda de cereal que presentes y no dejarás que la sal de la alianza de tu Dios falte jamás en tus ofrendas; todas tus ofrendas estarán sazonadas con sal. Cuando presentes al Señor una ofrenda de las primicias del cereal, la ofrenda deberá ser de grano nuevo, molido y tostado al fuego. Y pondrás aceite e incienso sobre ella, pues es una ofrenda de cereal. Como porción simbólica el sacerdote quemará una parte del grano desmenuzado junto con el aceite y con todo el incienso, pues es una ofrenda para el Señor. Cuando se ofrece al Señor un sacrificio de comunión con ganado mayor, sea macho o hembra, el animal no deberá tener defecto alguno. El oferente pondrá su mano sobre la cabeza del animal ofrecido y lo degollará a la entrada de la Tienda del encuentro; luego los sacerdotes aaronitas rociarán con sangre los lados del altar. De la víctima, pasada por el fuego como sacrificio de comunión, se reservará para el Señor la grasa que cubre las vísceras, toda la grasa que está sobre las entrañas, los dos riñones con su grasa, la grasa de los lomos y el lóbulo del hígado que se extraerá junto con los riñones. Los sacerdotes aaronitas quemarán todo esto en el altar junto con el holocausto que está encima de la leña que arde sobre el altar; es ofrenda de olor grato para el Señor. Cuando se ofrece al Señor un sacrificio de comunión con ganado menor, sea macho o hembra, el animal no deberá tener defecto alguno. Si ofrece un cordero, lo presentará delante del Señor, pondrá su mano sobre la cabeza del animal ofrecido, lo degollará delante de la Tienda del encuentro y los sacerdotes aaronitas rociarán con la sangre los lados del altar. De la víctima, pasada por el fuego como sacrificio de comunión, se reservará para el Señor la grasa, la cola entera cortada desde el espinazo, la grasa de las vísceras y toda la de las entrañas del cordero; asimismo los dos riñones con su grasa, la grasa de los lomos y el lóbulo del hígado que se extraerá junto con los riñones. Entonces el sacerdote quemará todo esto sobre el altar como alimento ofrecido al Señor. Si ofrece una cabra, la presentará al Señor, pondrá su mano sobre la cabeza del animal ofrecido, lo degollará delante de la Tienda del encuentro y los sacerdotes aaronitas rociarán con la sangre los lados del altar. De la víctima, pasada por el fuego, reservará como ofrenda suya para el Señor la grasa de las vísceras y toda la grasa de las entrañas de la cabra como su ofrenda para el Señor, así como los dos riñones con su grasa, la grasa de los lomos y el lóbulo del hígado que se extraerá junto con los riñones. Y el sacerdote quemará esto sobre el altar como alimento ofrecido de olor grato para el Señor. Toda la grasa pertenece al Señor. Esta será una norma perpetua, válida para todos vuestros descendientes y en todos los lugares donde habitéis: no comeréis ni grasa ni sangre. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Habla a los israelitas y diles: Esto haréis cuando alguien peque inadvertidamente contra alguno de los mandamientos del Señor y haga algo prohibido: Si es el sacerdote ungido el que ha pecado, haciendo con ello culpable al pueblo, ofrecerá al Señor un novillo sin defecto alguno como ofrenda de purificación por el pecado que ha cometido. Traerá el novillo ante el Señor a la entrada de la Tienda del encuentro, pondrá su mano sobre la cabeza del novillo y lo degollará en presencia del Señor. El sacerdote ungido tomará sangre del novillo y la traerá a la Tienda del encuentro; luego mojará su dedo en la sangre y hará con ella siete aspersiones hacia el velo del santuario, en presencia del Señor. Seguidamente el sacerdote untará con un poco de esa sangre los salientes del altar del incienso aromático que está en la Tienda del encuentro ante el Señor y derramará el resto de la sangre del novillo al pie del altar del holocausto, que está a la entrada de la Tienda del encuentro. A continuación tomará toda la grasa del novillo ofrecido en sacrificio de purificación: la grasa de las vísceras y la de las entrañas; asimismo los dos riñones con su grasa, la grasa de los lomos y el lóbulo del hígado que se extraerá junto con los riñones. Todo esto lo separará como se hace con la res para el sacrificio de comunión, y el sacerdote lo quemará en el altar del holocausto. El resto de la carne y la piel del novillo, con su cabeza, sus piernas, sus intestinos y sus excrementos, todo lo que quede del novillo, lo sacará fuera del campamento a un lugar puro, al vertedero de las cenizas, y lo quemará sobre la leña. En el vertedero de las cenizas será todo quemado. Si es toda la comunidad israelita la que ha pecado, sin ser consciente de ello, pero haciéndose culpable al violar, aunque inadvertidamente, alguno de los mandamientos del Señor, cuando la comunidad se dé cuenta del pecado que ha cometido, ofrecerá un novillo como sacrificio de purificación. Traerán el novillo delante de la Tienda del encuentro y los líderes de la comunidad pondrán sus manos sobre la cabeza del novillo en presencia del Señor, degollándolo seguidamente ante el Señor. El sacerdote ungido llevará a continuación una parte de la sangre del novillo a la Tienda del encuentro, mojará su dedo en la sangre y, en presencia del Señor, hará con ella siete aspersiones hacia el velo del santuario. Untará luego con la sangre los salientes del altar que está ante el Señor en la Tienda del encuentro, y derramará el resto de la sangre al pie del altar del holocausto, que está a la entrada de la Tienda del encuentro. Separará del novillo toda la grasa y la quemará sobre el altar, haciendo con este novillo lo mismo que se hace con el novillo de la ofrenda de purificación. El sacerdote hará así expiación por ellos, y serán perdonados. Sacará después el novillo fuera del campamento y lo quemará como hizo con el primer novillo. Es el sacrificio de purificación por la comunidad. Si es un jefe el que ha pecado, violando alguno de los mandamientos del Señor su Dios y convirtiéndose así en culpable al hacer, aunque inadvertidamente, algo que está prohibido, tan pronto como se le dé a conocer el pecado que ha cometido, presentará como ofrenda un macho cabrío sin defecto alguno. En presencia del Señor pondrá su mano sobre la cabeza del macho cabrío y lo degollará en el lugar donde se degüella el holocausto; es un sacrificio de purificación. El sacerdote mojará seguidamente su dedo en la sangre de la ofrenda de purificación y untará con ella los salientes del altar del holocausto, derramando el resto de la sangre al pie del altar del holocausto. Luego quemará toda la grasa sobre el altar, como se quema la grasa del sacrificio de comunión. Así el sacerdote expiará el pecado del jefe y este será perdonado. Si es alguien del pueblo de la tierra el que ha pecado inadvertidamente, pero se ha hecho culpable al violar alguno de los mandamientos del Señor y hacer algo que está prohibido, tan pronto como se le dé a conocer el pecado que ha cometido, presentará como ofrenda por su pecado una cabra sin defecto alguno. Pondrá su mano sobre la cabeza de la víctima ofrecida como sacrificio de purificación y la degollará en el lugar del holocausto. Luego el sacerdote mojará su dedo en la sangre, untará con ella los salientes del altar del holocausto y derramará el resto de la sangre al pie del altar. Le quitará toda la grasa, como en el sacrificio de comunión y la quemará sobre el altar en olor grato al Señor. El sacerdote hará así expiación por él, y será perdonado. Si es un cordero lo que presenta como ofrenda por el pecado, deberá ser una hembra sin defecto alguno. Pondrá su mano sobre la cabeza del animal ofrecido como expiación y lo degollará para que sirva de purificación en el lugar donde se degüella el holocausto. Luego el sacerdote mojará su dedo en la sangre de la ofrenda de purificación, untará con ella los salientes del altar del holocausto y derramará el resto de la sangre al pie del altar. Le quitará toda la grasa, como se hace con el cordero del sacrificio de comunión, y la quemará en el altar junto con las otras ofrendas hechas al Señor. El sacerdote hará así expiación por el pecado que tal persona cometió, y esa persona será perdonada. Si alguien es citado a declarar como testigo y se niega a declarar lo que vio u oyó, incurre en pecado y cargará con las consecuencias de su pecado. Puede suceder que una persona toque inadvertidamente alguna cosa impura, sea el cadáver de una fiera, o el de un animal doméstico, o el de un reptil; aun cuando lo haya hecho sin saberlo, esa persona ha quedado impura y se ha hecho culpable. O puede haber tocado algo humano impuro —cualquier cosa que hace a una persona impura aun sin ser consciente de ello—; si luego llega a saberlo, se hará culpable. O puede suceder que alguien haya hecho un juramento a la ligera, tanto para hacer algo malo como algo bueno, sin darse cuenta de que ha jurado indebidamente; si luego cae en la cuenta de lo hecho, se hará culpable de ello. Pues bien, el que se haya hecho culpable de alguna de estas cosas, confesará su pecado y, como ofrenda de purificación por el pecado cometido, presentará al Señor una hembra de sus rebaños: una oveja o una cabra. De esta manera el sacerdote hará expiación por el pecado de esa persona. El que no tenga suficiente para una res de ganado menor, traerá al Señor como ofrenda de purificación por el pecado cometido dos tórtolas o dos pichones, el uno para ofrenda de purificación, y el otro para holocausto. Los presentará al sacerdote, quien primero sacrificará el ave destinada a la ofrenda de purificación, separando la cabeza del cuello, pero sin arrancarla del todo. Con la sangre de esta ofrenda de purificación asperjará a continuación la pared del altar; lo que sobre de la sangre lo exprimirá al pie del altar. Es una ofrenda de purificación. La segunda ave la ofrecerá en holocausto como está prescrito; así el sacerdote hará expiación por el pecado, y aquel que lo cometió será perdonado. Pero si ni siquiera tiene suficiente para dos tórtolas o dos pichones, el que pecó traerá como ofrenda dos kilos de flor de harina por su pecado. No pondrá sobre ella aceite, ni incienso, porque es una ofrenda de purificación. La traerá al sacerdote que tomará un puñado, como una porción simbólica, y la quemará en el altar junto con las otras ofrendas hechas al Señor. Es una ofrenda de purificación. De esta manera el sacerdote hará expiación por el pecado cometido, y aquel que pecó en alguna de estas cosas será perdonado. Lo que sobre será del sacerdote, como en el caso de la ofrenda de cereal. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Cuando alguien cometa un sacrilegio defraudando (aunque sea inadvertidamente) en lo que respecta a las cosas sagradas del Señor, ofrecerá al Señor como sacrificio de reparación por su pecado un carnero de sus rebaños que no tenga ningún defecto, convenientemente valorado en siclos de plata de los utilizados en el santuario. Y restituirá lo que hubiere defraudado de las cosas sagradas, añadiendo a ello la quinta parte y dándoselo todo al sacerdote que hará expiación por él con el carnero de la ofrenda de reparación. De esta manera él quedará perdonado. Igualmente, si una persona peca o hace algo prohibido por los mandamientos del Señor, es culpable aunque no lo haya hecho a sabiendas y cargará con las consecuencias de su pecado. Traerá, pues, al sacerdote como ofrenda de reparación, un carnero de sus rebaños que no tenga defecto alguno y valorado según se estime. El sacerdote hará la expiación por la falta cometida aunque haya sido sin darse cuenta, y esa persona quedará perdonada. Es un sacrificio de reparación, pues tal persona era realmente culpable ante el Señor. El Señor dijo a Moisés: —Puede suceder que una persona defraude al Señor y cometa pecado al no devolver a su prójimo lo que le fue encomendado o dejado en depósito; o bien que haya robado o causado extorsión a su prójimo; o que, habiendo hallado algo que se ha perdido, después lo negare; o que haya jurado en falso acerca de cualquiera de aquellas cosas en que uno suele pecar. En tales casos, cuando uno ha pecado así y se ha hecho culpable, restituirá lo que robó o el depósito que se le encomendó, o lo perdido que halló, o todo aquello sobre lo que juró en falso; lo restituirá completamente a quien pertenece y añadirá a ello la quinta parte de su valor en el día de su sacrificio de reparación. Como ofrenda de reparación presentará al Señor un carnero de sus rebaños que no tenga ningún defecto y valorado según se estime; se lo llevará al sacerdote como ofrenda de reparación. El sacerdote hará expiación por esa persona en presencia del Señor y le será perdonado cualquier pecado en que haya podido incurrir. Le dijo además Dios a Moisés: —Da estas órdenes a Aarón y a sus hijos: Este es el ritual del holocausto: el holocausto estará sobre el altar encima de las brasas toda la noche hasta la mañana, tiempo en el que el fuego del altar deberá permanecer encendido. El sacerdote se vestirá su túnica y calzones de lino y, cuando el fuego haya consumido el holocausto, apartará las cenizas del altar y las pondrá a un lado del mismo. Después se quitará sus ropas, se pondrá otras ropas y llevará las cenizas a un lugar puro fuera del campamento. El fuego se mantendrá permanentemente encendido sobre el altar sin dejar que se apague; cada mañana el sacerdote lo alimentará con leña, colocará el holocausto encima de él y quemará sobre él la grasa de los sacrificios de comunión. El fuego deberá arder continuamente en el altar; no se dejará apagar. Este es el ritual para la ofrenda de cereal: la presentarán los aaronitas en presencia del Señor delante del altar. Se tomará un puñado de flor de harina de la ofrenda de cereal, junto con el aceite y con todo el incienso que corresponda a la ofrenda, y lo quemará sobre el altar como porción simbólica de olor grato al Señor. El resto de la ofrenda lo comerán Aarón y sus hijos; lo comerán sin levadura en lugar sagrado, dentro del atrio de la Tienda del encuentro. No se usará levadura para cocinar la ofrenda. Yo se lo he asignado como participación en mis ofrendas; es algo muy sagrado en cuanto ofrenda de purificación y ofrenda de reparación. Todos los varones aaronitas comerán de ella. Es esta una norma perpetua para las futuras generaciones en lo que se refiere a las ofrendas para el Señor. Cualquier cosa con la que entren en contacto quedará consagrada. Le dijo también Dios a Moisés: —Esta es la ofrenda que Aarón y sus descendientes presentarán al Señor el día de su unción: dos kilos de flor de harina como ofrenda perpetua, la otra mitad por la mañana y la mitad por la tarde. Se preparará con aceite en una sartén; la presentarás bien frita y partida en trozos como ofrenda de pasteles y de olor grato al Señor. Cualquier sacerdote ungido descendiente de Aarón hará esta ofrenda. Es esta una norma perpetua: la ofrenda será quemada completamente en honor del Señor. Esta ofrenda de cereal del sacerdote será quemada totalmente; en ningún caso se comerá. Dijo el Señor a Moisés: —Di a Aarón y a sus hijos: Este es el ritual para la ofrenda de purificación: la víctima para la ofrenda será degollada en presencia del Señor en el lugar donde se degüella el holocausto, pues se trata de algo muy sagrado. La comerá el sacerdote que la haya ofrecido en expiación por el pecado; será comida en lugar sagrado, en el atrio de la Tienda del encuentro. Todo lo que entre en contacto con la carne de la víctima quedará consagrado; y si algún vestido queda salpicado con la sangre de la víctima, lo lavarás en lugar sagrado. Si la víctima fue cocida en vasija de barro, se hará añicos la vasija; si lo fue en vasija de bronce, será fregada y lavada con agua. Cualquier sacerdote varón podrá comer de ella, pues es algo muy sagrado. Pero no se podrá comer ninguna ofrenda de purificación cuya sangre se lleve a la Tienda del encuentro para hacer expiación en el santuario; tal ofrenda debe ser consumida por el fuego. Asimismo este es el ritual para la ofrenda de reparación; se trata de algo muy sagrado. La víctima de la ofrenda de reparación será degollada en el lugar donde se degüella el holocausto y con su sangre se rociará el altar por todos sus lados. Luego se ofrecerá toda la grasa de la víctima, la de la cola y la que cubre las vísceras, los dos riñones, la grasa que los cubre y la que está sobre los lomos; y con los riñones quitará la grasa que está sobre el hígado. El sacerdote lo quemará sobre el altar como ofrenda para el Señor. Es una ofrenda de reparación. Cualquier sacerdote varón podrá comer de ella; será comida en lugar sagrado, pues es algo muy sagrado. Tanto la ofrenda de purificación como la ofrenda de reparación se regirán por la misma normativa. La víctima le pertenece al sacerdote que haga la expiación. Al sacerdote que ofrezca el holocausto, le pertenece la piel de la víctima que se ofrece. De igual manera, será para el sacerdote que la presente toda ofrenda de cereal preparada en horno, sartén o cazuela. Pero toda ofrenda de cereal, tanto la seca como la amasada con aceite, pertenecerá por igual a todos los descendientes de Aarón. Este es el ritual para el sacrificio de comunión ofrecido al Señor: Si se presenta en acción de gracias, se ofrecerá acompañado de tortas sin levadura amasadas con aceite, de hojaldres sin levadura untados con aceite, y de flor de harina preparada en forma de tortas amasadas con aceite. Con el sacrificio de comunión ofrecido en acción de gracias, presentará una ofrenda con tortas de pan fermentado. Y de todas estas ofrendas se reservará una porción como tributo al Señor, porción que será para el sacerdote que rocíe la sangre de los sacrificios de comunión. La carne de este sacrificio de comunión en acción de gracias se comerá el mismo día en que se ofrece, sin dejar nada para otro día. Si es un sacrificio voluntario o en cumplimiento de un voto, la carne de la víctima será comida el mismo día en que se ofrece; lo que sobre podrá comerse al día siguiente; pero si quedase algo para el tercer día, será quemado. Si se come algo de la carne del sacrificio de comunión en el tercer día, el sacrificio no será aceptado, no se le tendrá en cuenta al que lo ofreció; será considerado como algo detestable, y la persona que lo haya comido sufrirá las consecuencias de su pecado. No se podrá comer la carne que haya estado en contacto con cualquier cosa impura; será consumida por el fuego. Toda persona en estado de pureza ritual podrá comer la carne; pero la persona que en estado de impureza ritual coma la carne del sacrificio de comunión ofrecido al Señor, será extirpada de su pueblo. La persona que toque algo impuro, sea impureza humana, animal impuro o cualquier otra cosa impura, y luego coma carne del sacrificio de comunión ofrecido al Señor, será extirpada de su pueblo. Dijo el Señor a Moisés: —Di a los israelitas: no comeréis grasa de buey ni de cordero ni de cabra. La grasa de un animal muerto o despedazado por las fieras se usará para cualquier otra cosa, pero no la comeréis. Porque la persona que coma la grasa de un animal ofrecido al Señor, será extirpada de su pueblo. No comeréis la sangre de aves o bestias en ningún lugar en donde habitéis. La persona que se alimente de cualquier clase de sangre, será extirpada de su pueblo. Dijo el Señor a Moisés: —Di a los israelitas: El que ofrezca un sacrificio de comunión al Señor, traerá ante el Señor la víctima de dicho sacrificio de comunión; con sus propias manos traerá lo que ha de ofrecerse al Señor: traerá la grasa con el pecho para hacer el rito de la elevación en presencia del Señor; la grasa será quemada por el sacerdote en el altar, y el pecho será para Aarón y sus descendientes. Daréis también al sacerdote, como tributo, el muslo derecho de vuestros sacrificios de comunión, pues al descendiente de Aarón que ofrezca la sangre y la grasa de los sacrificios de comunión, le pertenece el muslo derecho como su ración. Reservo, pues, el pecho sometido al rito de la elevación y el muslo ofrecido como tributo de los sacrificios de comunión de los israelitas, y se los doy al sacerdote Aarón y a sus descendientes. Será esta una norma perpetua para los israelitas. Esta es la parte de las ofrendas hechas al Señor que corresponde a Aarón y a sus descendientes desde el día en que fueron consagrados para ser sacerdotes del Señor. Esto es lo que el Señor ha ordenado que les den los israelitas desde el día que él los ungió. Es esta una norma perpetua para las futuras generaciones. Este es el ritual en relación con el holocausto, la ofrenda de cereal, la ofrenda de purificación, la ofrenda de reparación, la ofrenda de consagración y el sacrificio de comunión; esto es lo que el Señor mandó a Moisés en el monte Sinaí, el día que ordenó a los israelitas que presentaran sus ofrendas al Señor estando en el desierto del Sinaí. Le dijo el Señor a Moisés: —Toma a Aarón y a sus hijos, junto con las ropas, el aceite de la unción, el novillo de la ofrenda de purificación, los dos carneros y el canastillo de los panes sin levadura, y convoca a toda la comunidad a la entrada de la Tienda del encuentro. Moisés hizo lo que el Señor le mandó; se reunió la comunidad a la entrada de la Tienda del encuentro y Moisés les comunicó lo que el Señor ordenaba hacer. Entonces Moisés hizo que se acercaran Aarón y sus hijos y los lavó con agua. Luego revistió a Aarón con la túnica y lo ciñó con el fajín; después le puso el manto, y encima le colocó el efod, ciñéndoselo y ajustándoselo con la cinta del efod. A continuación le colocó encima el pectoral y puso dentro del mismo los Urín y los Tumín. Le colocó el turbante en la cabeza y, sobre la parte frontal del turbante, puso la lámina de oro, la diadema sagrada, como el Señor le había ordenado. Seguidamente tomó Moisés el aceite de la unción y ungió la Morada, consagrando todas las cosas que había en ella. Roció el altar siete veces y lo ungió consagrando todos sus utensilios junto con la pila y su peana. Luego derramó el aceite de la unción sobre la cabeza de Aarón y lo ungió para consagrarlo. Después Moisés hizo que se acercaran los hijos de Aarón y les puso las túnicas, los ciñó con fajines y les ajustó las tiaras, como el Señor le había ordenado. Seguidamente hizo traer el novillo de la ofrenda de purificación, y Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza del novillo de la ofrenda de purificación. Moisés lo degolló y, mojando su dedo en la sangre, untó con ella los salientes de los lados del altar, purificando de esta manera el altar; derramó el resto de la sangre al pie del altar, consagrándolo así para que se pudiera hacer la expiación sobre él. Tomó, finalmente, Moisés toda la grasa que envuelve las vísceras, la grasa del hígado y los dos riñones con su grasa, y lo quemó todo sobre el altar. El resto del novillo: piel, carne y excrementos, lo quemó Moisés fuera del campamento, como el Señor se lo había ordenado. Luego hizo traer el carnero del holocausto, sobre cuya cabeza pusieron las manos Aarón y sus hijos. Moisés lo degolló y con la sangre roció el altar por todos sus lados; después Moisés descuartizó el carnero y quemó la cabeza, los trozos y la grasa. Lavó con agua las vísceras y las patas y, tal como el Señor se lo había ordenado, quemó todo el carnero sobre el altar, como holocausto de olor grato ofrecido al Señor. Hizo luego traer el otro carnero, el carnero de la consagración, y Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza del carnero. Moisés lo degolló y con su sangre untó el lóbulo de la oreja derecha de Aarón y los pulgares de su mano y pie derechos. Hizo también Moisés que se acercaran los hijos de Aarón, y con la sangre del carnero untó el lóbulo de sus orejas derechas y los pulgares de sus manos y pies derechos, rociando también con la sangre el altar por todos sus lados. Tomó luego la grasa, la cola, toda la grasa que envuelve las vísceras, la grasa del hígado, los dos riñones con su grasa y el muslo derecho. Tomó también una torta sin levadura, una torta de pan de aceite y un hojaldre del canastillo que estaba ante el Señor conteniendo los panes sin levadura, y colocó todo esto junto con la grasa y con el muslo derecho. Puso todo en las manos de Aarón y de sus hijos, y estos hicieron el rito de la elevación ofreciéndolo en presencia del Señor. De nuevo Moisés lo tomó de manos de Aarón y de sus hijos y lo quemó en el altar sobre el holocausto. Fue este un sacrificio de consagración, sacrificio de grato olor ofrecido al Señor. Moisés tomó entonces el pecho haciendo con él el rito de la elevación en presencia del Señor. Esta fue la parte del carnero de la ofrenda de consagración, que correspondió a Moisés tal como el Señor se lo había ordenado al mismo Moisés. Tomó, finalmente, Moisés el aceite de la unción y la sangre del altar, rociando con ellos a Aarón y a sus ropas, a los hijos de Aarón y a sus ropas; y así quedaron consagrados Aarón, sus hijos y sus ropas. Moisés dijo a Aarón y a sus hijos: —Hervid la carne a la entrada de la Tienda del encuentro, y comedla allí, junto con el pan que está en el canastillo del sacrificio de consagración, según lo ordené cuando dije: «Lo comerán Aarón y sus hijos». Y lo que sobre de la carne y del pan, lo quemaréis. Y no os apartaréis de la entrada de la Tienda del encuentro durante siete días. Permaneceréis allí hasta el día que se cumpla el período de vuestra consagración que durará siete días. Lo que se ha hecho hoy, lo ha ordenado el Señor así para obtener vuestra expiación. Permaneceréis a la entrada de la Tienda del encuentro durante siete días y siete noches, cumpliendo lo previsto por el Señor, para que no muráis. Así me ha sido ordenado. Y Aarón y sus hijos cumplieron todo lo que el Señor había ordenado por medio de Moisés. Al octavo día Moisés llamó a Aarón, a sus hijos y a los ancianos de Israel; y dijo a Aarón: —Toma un novillo para ofrenda de purificación y un carnero para holocausto, ambos sin defecto alguno, y ofrécelos ante el Señor. Y di a los israelitas: «Tomad un macho cabrío para la ofrenda de purificación, y tomad también un novillo y un cordero de un año, ambos sin defecto alguno, para holocausto; tomad luego un toro y un carnero para sacrificio de comunión e inmoladlos en presencia del Señor, junto con una ofrenda de cereal amasada con aceite; porque el Señor se manifestará hoy a vosotros». Llevaron lo que había ordenado Moisés ante la Tienda del encuentro, se acercó toda la comunidad y se colocó en presencia del Señor. Entonces Moisés les dijo: —Haced esto que ha ordenado el Señor para que la gloria del Señor se os manifieste. Y dijo Moisés a Aarón: —Acércate al altar y presenta tu ofrenda de purificación y tu holocausto. Haz de esta manera la expiación por ti y por el pueblo; presenta también la ofrenda del pueblo y haz la expiación por ellos, como ha ordenado el Señor. Entonces se acercó Aarón al altar y degolló el novillo de su ofrenda de purificación. Sus hijos sacerdotes le trajeron la sangre en la que mojó su dedo untando con ella los salientes del altar y derramando el resto de la sangre al pie del altar. Quemó luego sobre el altar la grasa, los riñones y el lóbulo del hígado de la ofrenda de purificación, como el Señor había ordenado a Moisés; la carne y la piel las quemó fuera del campamento. Después Aarón degolló la víctima del holocausto; sus hijos sacerdotes le trajeron la sangre y roció con ella el altar por todos sus lados. Le trajeron también, ya descuartizada, la víctima del holocausto, cabeza incluida, y lo quemó todo sobre el altar. Luego lavó las vísceras y las patas, y las quemó en el altar, sobre el holocausto. Presentó también Aarón la ofrenda del pueblo. Tomó el macho cabrío destinado a la ofrenda de purificación por el pueblo y lo degolló, ofreciéndolo por el pecado, igual que había hecho con el novillo. Ofreció el holocausto según lo ordenado. Asimismo presentó Aarón la ofrenda de cereal, de la que tomó un puñado quemándolo sobre el altar, además del holocausto de la mañana. Degolló también el toro y el carnero como sacrificio de comunión por el pueblo; sus hijos sacerdotes le trajeron la sangre con la que roció el altar por todos sus lados. En cuanto a la grasa del toro y del carnero, la cola, la grasa que envuelve las vísceras, los riñones y el lóbulo del hígado, lo pusieron sobre el pecho de las víctimas, y Aarón lo quemó sobre el altar. Con los pechos y con el muslo derecho hizo Aarón el rito de la elevación en presencia del Señor, como Moisés había ordenado. Luego Aarón, alzando sus manos hacia el pueblo, lo bendijo; y después de hacer la ofrenda de purificación, el holocausto y el sacrificio de comunión, descendió del altar. Moisés y Aarón entraron en la Tienda del encuentro; cuando salieron, bendijeron al pueblo y la gloria del Señor se manifestó a todo el pueblo.. Salió fuego de la presencia del Señor y consumió el holocausto y la grasa que estaba sobre el altar. Al verlo, todo el pueblo prorrumpió en gritos de júbilo y se postraron rostro en tierra. Nadab y Abihú, hijos de Aarón, tomaron sus incensarios, pusieron en ellos incienso sobre brasas encendidas y ofrecieron ante el Señor un fuego indebido que el Señor nunca les había ordenado. Entonces salió de la presencia del Señor un fuego que los consumió, y murieron ante el Señor. Moisés dijo a Aarón: —Esto es lo que había decretado el Señor, cuando dijo: «Mostraré mi santidad a los que se acercan a mí, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado». Aarón, por su parte, permaneció callado. Luego Moisés llamó a Misael y a Elzafán, hijos de Uziel, tío de Aarón, y les dijo: —Venid, retirad a vuestros hermanos de delante del santuario y llevadlos fuera del campamento. Ellos vinieron y, vestidos aún con sus túnicas, los sacaron fuera del campamento tal como les había ordenado Moisés. Entonces Moisés dijo a Aarón y a sus hijos Eleazar e Itamar: —No os revolváis el pelo ni rasguéis vuestras ropas en señal de duelo, para que no muráis ni se desate la ira del Señor sobre toda la comunidad. Serán todos los demás israelitas, vuestros hermanos, los que podrán lamentarse por el incendio que el Señor envió. No os apartéis de la entrada de la Tienda del encuentro, no sea que muráis, pues lleváis con vosotros la unción del Señor. Y ellos hicieron lo que Moisés les mandó. El Señor dijo a Aarón: —Ni tú ni tus hijos deberéis beber vino ni cualquier otro licor cuando entréis en la Tienda del encuentro, pues de lo contrario moriréis. Es esta una norma perpetua para vuestros descendientes a fin de poder discernir entre lo sagrado y lo profano, entre lo puro y lo impuro, y para enseñar a los israelitas todos los preceptos que el Señor les ha transmitido por medio de Moisés. Y Moisés dijo a Aarón y a los hijos que le quedaban, Eleazar e Itamar: —Tomad lo que aún resta de lo ofrecido al Señor en la ofrenda de cereal y comedlo sin levadura junto al altar, porque es algo muy sagrado. Lo comeréis en lugar sagrado, porque es la porción que corresponde a ti y a tus hijos de las ofrendas al Señor; así se me ha ordenado. También comeréis en lugar puro, tú junto con tus hijos e hijas, el pecho ofrecido con el rito de la elevación y el muslo ofrecido como tributo; es la porción de los sacrificios de comunión que hacen los israelitas y que corresponde a ti y a tus hijos. Junto con la ofrenda de la grasa traerán el muslo reservado como tributo y el pecho sometido al rito de elevación ante el Señor; es lo que por derecho perpetuo os corresponde a ti y a tus hijos, como el Señor lo ha ordenado. Luego Moisés preguntó por el macho cabrío de la ofrenda de purificación, y resultó que ya había sido quemado. Se enojó entonces con Eleazar e Itamar, los hijos que le quedaban a Aarón, y les dijo: —¿Por qué no comisteis la ofrenda de purificación en lugar sagrado? Es algo muy sagrado que el Señor os ha dado para borrar los pecados de la comunidad, haciendo expiación por ella en presencia del Señor. Como la sangre no fue llevada al interior del santuario, vosotros debíais haber comido la ofrenda en el lugar sagrado, como yo os lo mandé. Entonces Aarón replicó a Moisés: —Escucha, hoy mis hijos han ofrecido su ofrenda de purificación y su holocausto ante el Señor; ¡y mira lo que me ha sucedido! Si yo hubiera comido del sacrificio de ofrenda de purificación, ¿hubiera esto agradado al Señor? Al oír esto, Moisés se dio por satisfecho. El Señor habló en estos términos a Moisés y a Aarón: —Decid a los israelitas: De entre todos los animales terrestres, podréis comer de los siguientes: todos los animales rumiantes que tengan la pezuña partida; por tanto, aunque sean rumiantes o tengan la pezuña partida, no comeréis: el camello al que consideraréis impuro porque es rumiante, pero no tiene pezuña partida; el conejo al que consideraréis impuro porque es rumiante, pero no tiene la pezuña partida; la liebre a la que consideraréis impura porque es rumiante, pero no tiene la pezuña partida; el cerdo al que consideraréis impuro porque tiene la pezuña partida, pero no es rumiante. No comeréis de la carne de estos animales, ni tocaréis sus cadáveres; los consideraréis impuros. De todos los animales acuáticos, de mar o de río, podréis comer todos los que tienen escamas y aletas. Pero los que no tienen ni aletas ni escamas, reptiles y otros animales acuáticos, los consideraréis impuros. No comeréis la carne de estos animales, ni tocaréis sus cadáveres; los consideraréis impuros. A todo animal acuático que no tenga escamas y aletas, lo consideraréis impuro. De las aves, consideraréis impuras y no se deberán comer por cuanto son algo detestable: el águila, el quebrantahuesos, el águila marina; el milano y toda clase de buitres; todo tipo de cuervos; el avestruz, la lechuza, la gaviota y el gavilán en todas sus especies; el búho, el avetoro, el cisne, la lechuza nocturna, el pelícano, el buitre, la cigüeña, toda clase de garzas, la abubilla y el murciélago. También consideraréis impuro a todo insecto alado que camine sobre cuatro patas. Pero podréis comer de todo insecto alado que, además de caminar sobre cuatro patas, tenga zancas para saltar con ellas sobre el suelo; podréis, pues, comer toda clase de langostas, cortapicos, grillos y saltamontes. Pero consideraréis impuro cualquier otro insecto alado que tenga cuatro patas. El contacto con los siguientes animales os contaminará, de forma que quien toque sus cadáveres quedará impuro hasta la noche; en cuanto al que transporte una parte cualquiera de sus cadáveres deberá lavar sus ropas y quedará impuro hasta la noche. Todo animal que tenga pezuña, pero no partida, o que no rumie, lo consideraréis impuro y cualquiera que entre en contacto con él quedará impuro. Y de los animales cuadrúpedos, consideraréis impuro a todo el que camine sobre sus garras; todo el que toque sus cadáveres quedará impuro hasta la noche. Quien transporte sus cadáveres deberá lavar sus ropas y quedará impuro hasta la noche. A todos estos animales los consideraréis impuros. De los animales que se arrastran sobre la tierra consideraréis impuros a los siguientes: la comadreja, el ratón y cualquier tipo de lagarto; el erizo, el cocodrilo, el topo, la salamandra y el camaleón; estos son los animales que consideraréis impuros de entre los que se arrastran; cualquiera que toque sus cadáveres quedará impuro hasta la noche. Y cualquier objeto que caiga sobre sus cadáveres, sea de madera, de paño, de piel, o de saco, quedará impuro. Cualquiera de estas cosas será metida en agua y quedará impura hasta la noche; solo entonces recobrará la pureza. La vasija de barro dentro de la que caiga alguno de estos animales, y todo lo que haya en ella, será considerado impuro y deberéis romper la vasija. Quedará impuro todo alimento comestible sobre el que caiga el agua de tales vasijas; y quedará impura toda bebida que esas vasijas contengan. Quedará impuro todo aquello sobre lo que caiga la más mínima parte del cadáver de esos animales; el hornillo y el fogón se derribarán: son impuros y por impuros los tendréis. Solo las fuentes y las cisternas donde se recoge el agua permanecerán puras; pero lo que haya estado en contacto con los cadáveres quedará impuro. Si algo de esos cadáveres cae sobre alguna semilla para sembrar, esta permanecerá pura. Pero si la semilla está remojada y cae sobre ella algo de esos cadáveres, la consideraréis impura. Si muere algún animal de los que podéis comer, el que toque su cadáver quedará impuro hasta la noche; y el que coma carne de su cadáver deberá lavar sus ropas y quedará impuro hasta la noche; asimismo el que transporte el cadáver deberá lavar sus ropas y quedará impuro hasta la noche. Es algo abominable comer cualquier reptil que se arrastre sobre la tierra, como lo es comer un animal que camine sobre su vientre, que ande a cuatro o más patas, o que se arrastre por la tierra. No os hagáis, pues, abominables a causa de ningún animal que se arrastre por la tierra, ni os contaminéis con ellos, ni contraigáis impureza a causa de ellos. Yo, el Señor, soy vuestro Dios; vosotros, por tanto, debéis santificaros y ser santos, porque yo soy santo; así que no os contaminéis con ningún animal que se arrastre sobre la tierra. Porque yo soy el Señor que os hice subir del país de Egipto para ser vuestro Dios. Seréis, pues, santos porque yo soy santo. Estas son las normas acerca de los animales terrestres, las aves y todos los vivientes que se mueven en las aguas o se arrastran sobre la tierra. Así podréis distinguir entre lo puro y lo impuro, entre los animales que se pueden comer y los animales que no se pueden comer. El Señor dijo a Moisés: —Di a los israelitas: cuando una mujer quede embarazada y dé a luz un hijo varón, será considerada impura durante siete días, como es considerada impura cuando tiene la menstruación. Al octavo día, el niño será circuncidado. Luego la mujer deberá permanecer en su casa treinta y tres días purificando su sangre. No tocará ninguna cosa consagrada ni entrará en el santuario hasta que haya pasado el período de su purificación. Si diera a luz una niña, entonces será considerada impura por dos semanas, como es considerada impura cuando tiene la menstruación. Luego deberá permanecer en su casa sesenta y seis días purificando su sangre. Cuando haya pasado el tiempo de su purificación, sea por un niño o por una niña, traerá al sacerdote, a la entrada de la Tienda del encuentro, un cordero de un año para ofrecerlo en holocausto y un pichón o una tórtola para ofrecerlo como ofrenda de purificación. El sacerdote los ofrecerá al Señor y hará la expiación por la mujer, que quedará así purificada del flujo de su sangre. Este es el ritual a seguir con respecto a la mujer que da a luz un hijo, sea hombre o mujer. Si no tiene medios suficientes para ofrecer un cordero, traerá dos tórtolas o dos pichones: ofrecerá uno como holocausto y el otro como ofrenda de purificación. El sacerdote hará el rito de expiación por ella y quedará purificada. El Señor dijo a Moisés y a Aarón: —Cuando alguien tenga en la piel una inflamación, una erupción, o una llaga blancuzca, y se forme en su piel como una llaga de lepra, será llevado al sacerdote Aarón o a uno de sus hijos sacerdotes. El sacerdote examinará la llaga de la piel; si el pelo de la parte afectada se ha vuelto blanco y la llaga parece más hundida que el resto de la piel, es una llaga de lepra; el sacerdote lo comprobará y declarará a esa persona impura. Pero si lo que tiene en la piel es una llaga blancuzca que no está más hundida que el resto de la piel ni el pelo se ha vuelto blanco, entonces el sacerdote recluirá al enfermo durante siete días. Al séptimo día el sacerdote lo volverá a examinar; si la llaga conserva el mismo aspecto, no habiéndose extendido por la piel, entonces el sacerdote lo volverá a recluir durante otros siete días. Al séptimo día el sacerdote lo examinará de nuevo: si la llaga parece haberse oscurecido, sin haberse extendido por la piel, entonces el sacerdote lo declarará puro; era solo una erupción; la persona lavará sus ropas y será considerada pura. Pero si después de haberse presentado al sacerdote y haber sido declarada pura, la erupción se extiende por la piel, esa persona deberá presentarse nuevamente al sacerdote. Y si, una vez examinada, el sacerdote ve que la erupción se ha extendido por la piel, se trata de lepra y declarará impura a esa persona. Cuando a alguien le salga una llaga como de lepra, será llevado al sacerdote. El sacerdote lo examinará, y si aparece un tumor blancuzco en la piel, si ha cambiado el color del pelo y se descubre la carne viva, esa persona padece de lepra crónica en la piel; el sacerdote la declarará impura y no será necesario recluirla, porque es impura. Pero si la lepra se extiende por la piel y llega a cubrir toda la piel del enfermo desde la cabeza hasta los pies, en cuanto le es dado observar al sacerdote, entonces este lo examinará y, si la lepra cubre todo su cuerpo, declarará puro al enfermo; toda la piel se ha vuelto blanca y él es puro. Mas si un día aparece en él la carne viva, quedará impuro: el sacerdote examinará la carne viva y lo declarará impuro. La carne viva es impura; es lepra. Pero si la carne viva cambia de nuevo y se vuelve blanca, entonces el enfermo vendrá al sacerdote, que examinará la llaga y, si la llaga se ha vuelto blanca, declarará puro al que la tenía, porque, en efecto, lo es. Cuando alguien ha tenido en la piel una úlcera que se ha curado, pero de pronto donde estaba la úlcera aparece una inflamación o una llaga blanca de tono rojizo, será presentado al sacerdote. El sacerdote lo examinará y, si la llaga está más hundida que la piel y su pelo se ha vuelto blanco, el sacerdote lo declarará impuro; es un caso de lepra que se ha declarado en la úlcera. Pero si cuando el sacerdote la examine, no aparece en la llaga pelo blanco ni está más hundida que la piel, sino que simplemente se ha oscurecido, entonces el sacerdote recluirá al enfermo por siete días; si la llaga se sigue extendiendo por la piel, entonces el sacerdote lo declarará impuro; es un caso de lepra; si, por el contrario, la llaga blanca está localizada y no se ha extendido, es la cicatriz de la úlcera y el sacerdote deberá declarar pura a esa persona. Asimismo cuando alguien haya sufrido una quemadura en la piel y se le produzca sobre la quemadura una llaga blanquecina de tono rojizo o solo blanca, el sacerdote la examinará: si el pelo se ha vuelto blanco en la llaga y esta parece estar más hundida que la piel, es lepra que ha brotado en la quemadura; el sacerdote declarará impura a esa persona; es un caso de lepra. Pero si al examinar la llaga, el sacerdote no encuentra en ella pelo blanco ni está más hundida que la piel, sino que simplemente aparece más oscura, el sacerdote confinará al enfermo por siete días. Al séptimo día el sacerdote examinará nuevamente la llaga: si se ha extendido por la piel, el sacerdote declarará impura a esa persona; es un caso de lepra. Pero si la llaga está localizada, no se ha extendido por la piel y aparece simplemente oscura, es la cicatriz de la quemadura; el sacerdote declarará pura a esa persona, porque es la marca dejada por la quemadura. Si a un hombre o a una mujer se le produce una llaga en la cabeza o en la barbilla, el sacerdote examinará la llaga: si parece estar más hundida que la piel y el pelo de la llaga es amarillento y escaso, entonces el sacerdote declarará impura a esa persona; se trata de tiña, un caso de lepra de la cabeza o de la barbilla. Pero si al examinar la llaga, el sacerdote no la encuentra más hundida que la piel ni hay en ella pelo negro, el sacerdote confinará al enfermo por siete días; al séptimo día el sacerdote examinará nuevamente la llaga: si la tiña no se ha extendido, ni hay en ella pelo amarillento, ni parece que esté más hundida que la piel, entonces el enfermo deberá rasurarse, salvo en la parte afectada, y el sacerdote confinará al que padece la tiña por otros siete días. Al séptimo día examinará el sacerdote nuevamente la tiña: si no se ha extendido por la piel ni parece estar más hundida que la piel, el sacerdote declarará pura a esa persona que deberá lavar sus ropas y será considerada pura. Pero si la tiña se ha ido extendiendo por la piel después de su purificación, y el sacerdote así lo comprueba después del correspondiente examen, no es necesario que el sacerdote indague si el pelo es amarillento; es un caso de impureza. Si, por el contrario, a su modo de ver, la tiña está controlada y en ella ha crecido el pelo negro, es señal de que la tiña está curada; esa persona es pura y así la declarará el sacerdote. Si en la piel de un hombre o de una mujer aparecen manchas blancas, el sacerdote las examinará, y si comprueba que son de color blancuzco, se trata de un simple eczema que ha brotado en la piel; la persona es pura. Si a una persona se le cae el cabello de la cabeza, es simple calvicie; esa persona es pura. Y si pierde el cabello de las sienes, son simples entradas; esa persona es pura. Mas cuando en la calvicie o en las entradas se descubre una llaga blanca de tono rojizo, es un caso de lepra que brota en su calvicie o en sus entradas. Entonces el sacerdote la examinará, y si comprueba que en su calvicie o en sus entradas aparece una inflamación de la llaga blanca de tono rojizo, similar a la lepra de la piel, es que esa persona padece de lepra; es impura y así la declarará el sacerdote; tiene la lepra en su cabeza. El enfermo de lepra andará con sus vestidos rasgados y con el pelo de su cabeza revuelto; se cubrirá la parte inferior de su rostro y pregonará: ¡soy impuro!, ¡soy impuro! Todo el tiempo que le dure la lepra será impuro y, en cuanto impuro, tendrá que vivir aislado; su morada estará fuera del campamento. Puede suceder que aparezca en un vestido una mancha como de lepra, ya sea vestido de lana o de lino, o en urdimbre de lino o de lana, en cuero o en cualquier objeto de cuero; si la mancha es verdosa o de tono rojizo en vestido o en cuero, en urdimbre o en tejido o en cualquier objeto de cuero, se trata de lepra y se ha de indicar al sacerdote. El sacerdote examinará la mancha y aislará el objeto manchado durante siete días. Al séptimo día examinará nuevamente la mancha y si comprueba que se ha extendido por el vestido, en la urdimbre o en el tejido, en el cuero o en cualquier objeto de cuero, se trata de un caso de lepra maligna; el objeto se ha vuelto impuro. El vestido, la urdimbre o tejido de lana o de lino, o cualquier objeto de cuero en que haya una mancha de ese tipo, será quemado porque es un caso de lepra maligna. Pero si el sacerdote examina el objeto y no parece que la mancha se haya extendido en el vestido, en la urdimbre o en el tejido, o en cualquier objeto de cuero, entonces el sacerdote ordenará que se lave el lugar donde está la mancha y aislará otra vez el objeto durante siete días. Si después de haber sido lavada la mancha, el sacerdote la examina y observa que no ha cambiado de aspecto, aunque la mancha no se haya extendido más, el objeto es impuro y deberá ser quemado porque está infectado por el derecho y por el revés. Pero si el sacerdote examina la mancha y comprueba que se ha oscurecido después de ser lavada, la arrancará del vestido, del cuero, de la urdimbre o del tejido. Y si la mancha aparece de nuevo en el vestido, la urdimbre o el tejido, o en cualquier objeto de cuero, extendiéndose por ellos, quemarás todo aquello que resulte afectado por la mancha. En cambio, el vestido, la urdimbre o el tejido, o cualquier objeto de cuero que hayas lavado y del que haya desaparecido la mancha, se lavará por segunda vez y entonces quedará puro. Esta es la norma para los casos de lepra en un vestido sea de lana o de lino, o de urdimbre o de tejido, o de cualquier objeto de cuero, con el fin de declararlo puro o impuro. El Señor dijo a Moisés: —Este será el ritual para la purificación del leproso: el día en que haya de purificarse, será llevado al sacerdote que saldrá fuera del campamento y examinará al enfermo. Si comprueba que la lepra está curada, el sacerdote ordenará traer, para el que ha de purificarse, dos aves vivas y puras, junto con madera de cedro, una cinta escarlata e hisopo. El sacerdote ordenará inmolar una de las aves sobre una vasija de barro con agua corriente. Después tomará el ave aún viva, la madera de cedro, la cinta escarlata y el hisopo, y los mojará en la sangre del ave inmolada sobre la vasija con agua corriente; rociará siete veces al que va a ser purificado de la lepra y lo declarará puro; al ave viva la dejará en libertad por el campo. Y el que se purifica lavará sus ropas, se afeitará completamente, se bañará y quedará puro. Después podrá entrar en el campamento, pero vivirá siete días fuera de su tienda. Pasados los siete días, se rapará la cabeza, la barba, las cejas y todo el pelo; lavará sus ropas, se bañará y quedará puro. El día octavo tomará dos corderos sin defecto alguno y una cordera de un año, también sin defecto alguno, junto con seis kilos de flor de harina amasada con aceite para la ofrenda de cereal y un cuarto de litro de aceite. El sacerdote que efectúa la purificación presentará ante el Señor, a la entrada de la Tienda del encuentro, a la persona que se ha de purificar junto con sus ofrendas; a continuación el sacerdote tomará un cordero como reparación con un cuarto de litro de aceite, haciendo el rito de la elevación en presencia del Señor. Y degollará el cordero en el lugar del santuario donde se inmolan las víctimas del sacrificio por el pecado y se ofrece el holocausto, pues tanto la víctima del sacrificio por el pecado, como la del sacrificio de reparación, corresponden al sacerdote; es algo muy sagrado. El sacerdote tomará parte de la sangre del sacrificio de reparación y untará con ella el lóbulo de la oreja derecha de la persona que se purifica, el pulgar de su mano derecha y el pulgar de su pie derecho. Asimismo el sacerdote tomará el cuarto de litro de aceite, lo echará sobre la palma de su mano izquierda, mojará su dedo derecho en el aceite que tiene en su mano izquierda, y asperjará con su dedo el aceite siete veces en presencia del Señor. Con el aceite restante que hay en su mano, el sacerdote untará el lóbulo de la oreja derecha de quien se purifica, el pulgar de su mano derecha y el pulgar de su pie derecho, encima de donde había untado con la sangre de la ofrenda de reparación. Y el resto del aceite que aún le quede en su mano, lo derramará sobre la cabeza de quien se purifica. De esta manera el sacerdote hará expiación por él en presencia del Señor. El sacerdote presentará luego la ofrenda de purificación, y hará expiación por el que se ha de purificar de su impureza. Seguidamente inmolará la víctima del holocausto y ofrecerá sobre el altar el holocausto y la ofrenda de cereal. El sacerdote hará de esta manera expiación por el oferente que recobrará el estado de pureza. Pero si quien se ha de purificar es pobre y carece de medios suficientes, entonces traerá un cordero como ofrenda de reparación; hará el rito de la elevación y el de expiación, y traerá también dos kilos de flor de harina amasada con aceite para la ofrenda de cereal, un cuarto de litro de aceite, y dos tórtolas o dos pichones, según sus recursos: uno para la ofrenda de purificación y el otro para el holocausto. Al octavo día los presentará al sacerdote para su purificación; lo hará a la entrada de la Tienda del encuentro en presencia del Señor. Tomará entonces el sacerdote el cordero de la ofrenda de reparación y el cuarto de litro de aceite, haciendo con ellos el rito de la elevación ante el Señor, inmolará el cordero del sacrificio de reparación, tomará un poco de la sangre de la víctima inmolada y untará con ella el lóbulo de la oreja derecha, el pulgar de la mano derecha y el pulgar del pie derecho de la persona que se purifica. Luego el sacerdote echará un poco del aceite sobre la palma de su mano izquierda y, con el índice de su mano derecha, hará siete aspersiones ante el Señor utilizando el aceite que tiene en su mano izquierda. A continuación, con el aceite que tiene en su mano, el sacerdote untará el lóbulo de la oreja derecha, el pulgar de la mano derecha y el pulgar del pie derecho de quien se purifica, por encima del lugar untado con la sangre de la ofrenda de reparación. Y lo que reste del aceite que tiene en su mano, lo derramará el sacerdote sobre la cabeza de la persona que se purifica, para hacer expiación por ella en presencia del Señor. Luego ofrecerá las dos tórtolas o los dos pichones, según sus recursos: uno en ofrenda de purificación y el otro en holocausto; presentará, además, la ofrenda de cereal. Así hará el sacerdote expiación en presencia del Señor por la persona que se purifica. Esta es la norma para quien haya padecido de lepra y no tenga recursos suficientes para su purificación. El Señor habló a Moisés y a Aarón, y les dijo: —Cuando entréis en la tierra de Canaán, que os entrego en posesión, si yo hiciera aparecer manchas en alguna casa de vuestra tierra, el propietario de la casa avisará al sacerdote y le dirá «Algo como lepra ha aparecido en mi casa». Antes de entrar a examinarla, el sacerdote ordenará desocupar inmediatamente la casa para evitar que sea contaminado todo lo que hay en ella; a continuación el sacerdote entrará a examinarla. Y si al examinarla, se ven en las paredes de la casa manchas verdosas o rojizas que aparentan estar más hundidas que la superficie de la pared, el sacerdote saldrá a la entrada de la casa y la clausurará durante siete días. Al séptimo día el sacerdote retornará a la casa y, si comprueba que la mancha se ha extendido por las paredes, ordenará que se arranquen las piedras manchadas y que se arrojen en lugar impuro fuera de la ciudad. Ordenará también raspar toda la casa por dentro y el polvo de las raspaduras será arrojado a un lugar impuro fuera de la ciudad. Pondrán otras piedras en lugar de las que se quitaron y revocarán nuevamente con barro el interior de la casa. Y si, después que se arrancaron las piedras, se raspó la casa y se volvió a revocar, salen nuevas manchas, entonces el sacerdote volverá a examinarla: si resulta que las manchas se han extendido por toda la casa, es un caso de lepra maligna en la casa; la casa es impura: deberá ser demolida y sus piedras, sus maderos y la argamasa de sus muros, serán arrojados a un lugar impuro fuera de la ciudad. Y cualquiera que hubiere entrado en aquella casa durante los días en que estuvo clausurada, quedará impuro hasta la noche. Igualmente, el que haya dormido o comido en dicha casa, deberá lavar sus ropas. Pero si el sacerdote entra y, al examinar la casa, observa que las manchas no se han extendido después que la casa fue revocada, declarará pura la casa, porque la infección ha desaparecido. Para purificar la casa el sacerdote tomará dos aves, madera de cedro, una cinta escarlata e hisopo; inmolará una de las aves en una vasija de barro que contenga agua corriente; luego tomará la madera de cedro, el hisopo, la cinta escarlata, la púrpura y el ave viva, mojará todo en la sangre del ave inmolada sobre la vasija con agua corriente y asperjará la casa siete veces. Así purificará la casa con la sangre del ave inmolada, con el agua corriente, con el pájaro vivo, la madera de cedro, el hisopo y la cinta escarlata. Al ave viva la dejará en libertad por el campo. De esta manera hará expiación por la casa, y esta quedará pura. Este es el ritual a seguir acerca de toda mancha de lepra y de tiña, sea lepra de vestidos o de casas, y acerca de inflamaciones, erupciones y manchas blancuzcas, en orden a determinar cuándo algo es puro y cuándo es impuro. Esta es la norma tocante a la lepra. El Señor se dirigió a Moisés y a Aarón y les dijo: —Decid a los israelitas: Cualquier varón que padezca flujo de su miembro viril quedará impuro, tanto si su miembro viril deja salir el flujo como si lo retiene. Toda cama en la que se acueste el que padezca de flujo quedará impura; y cualquier objeto sobre el que se siente, también quedará impuro. En cuanto al que entre en contacto con su cama, deberá lavar sus ropas y bañarse, pero quedará impuro hasta la noche. El que se siente encima de un objeto sobre el que se haya sentado quien padece de flujo, deberá lavar sus ropas y bañarse, pero quedará impuro hasta la noche. Asimismo el que toque el cuerpo de quien padece de flujo, deberá lavar sus ropas y bañarse, pero quedará impuro hasta la noche. Y si quien padece de flujo escupe sobre alguien puro, este último deberá lavar sus ropas y bañarse, pero quedará impuro hasta la noche. Toda silla de montar sobre la que cabalgue el que padece de flujo quedará impura. El que toque un objeto que haya estado debajo del enfermo, quedará impuro hasta la noche; y cualquiera que haya transportado esos objetos deberá lavar sus ropas y bañarse, pero quedará impuro hasta la noche. Y todo aquel a quien toque el que padece de flujo, sin haber lavado previamente con agua sus manos, deberá lavar sus ropas y bañarse, pero quedará impuro hasta la noche. La vasija de barro que haya sido tocada por el que padece de flujo será hecha añicos; si es de madera deberá ser lavada. Cuando alguien que haya padecido de flujo quede curado, contará siete días hasta su purificación, lavará sus ropas, se bañará en aguas corrientes, y quedará purificado. Al octavo día tomará dos tórtolas o dos pichones, y vendrá ante el Señor, a la entrada de la Tienda del encuentro, y se los entregará al sacerdote. El sacerdote ofrecerá uno por el pecado y el otro como holocausto. De este modo el sacerdote hará expiación en presencia del Señor por el flujo del paciente. Cuando el varón haya tenido una pérdida de semen, deberá bañarse de arriba abajo, pero quedará impuro hasta la noche. Y toda ropa o cuero que haya entrado en contacto con el semen, deberá ser lavada, pero quedará afectada de impureza hasta la noche. Si un hombre se acuesta con una mujer y tiene lugar un derrame seminal, ambos deberán bañarse, pero quedarán impuros hasta la noche. Cuando la mujer tenga la menstruación normal, permanecerá durante siete días en estado de impureza y todo el que la toque quedará impuro hasta la noche. Y cualquier objeto sobre el que ella se siente o se acueste durante su estado de impureza, quedará también impuro. El que toque su cama deberá lavar sus ropas y bañarse, pero quedará impuro hasta la noche. Y quien toque cualquier objeto sobre el que ella se haya sentado, deberá lavar sus ropas y bañarse, pero quedará impuro hasta la noche. Asimismo el que toque un objeto que esté sobre su cama o sobre la silla en la que ella se haya sentado, quedará impuro hasta la noche. Finalmente, si alguien se acuesta con ella y se contamina con su menstruación, quedará impuro durante siete días; y toda cama en la que él se acueste quedará también impura. Cuando una mujer tenga hemorragias durante muchos días, fuera del tiempo habitual de su período, o cuando la menstruación le dure más de lo normal, todo el tiempo que tenga hemorragias deberá considerarse en estado de impureza como en los días de su menstruación. Cualquier cama en la que duerma esa mujer, o cualquier objeto sobre el que se siente mientras le dura la hemorragia, serán considerados impuros como durante el período de la menstruación. El que toque esas cosas quedará impuro, deberá lavar sus ropas y se bañará, pero quedará impuro hasta la noche. Cuando sane de su hemorragia, la mujer contará siete días, pasados los cuales, quedará pura. Al octavo día tomará dos tórtolas o dos pichones y los llevará al sacerdote, a la entrada de la Tienda del encuentro; el sacerdote ofrecerá uno como ofrenda por el pecado y el otro como holocausto. De esta manera el sacerdote hará expiación en presencia del Señor por la impureza que causó la hemorragia. Mantendréis así alejados a los israelitas de sus impurezas, a fin de que no mueran al contaminar con ellas la morada que yo tengo en medio de ellos. Esta es la norma para el que padece de flujo o para el que ha tenido una eyaculación y ha quedado impuro por esa causa; norma que vale también para la mujer que tiene la menstruación, para quien padezca de cualquier flujo, sea hombre o mujer, y para el que se acueste con una mujer en estado de impureza. Después de la muerte de los dos hijos de Aarón, los que perecieron por acercarse indebidamente al Señor, se dirigió el Señor a Moisés y esto fue lo que le dijo: —Di a tu hermano Aarón que no debe entrar al santuario en cualquier fecha penetrando detrás del velo, ante la cubierta de oro que está sobre el Arca, no sea que muera; pues yo me manifiesto en una nube sobre la cubierta de oro. Así entrará Aarón en el santuario: traerá un novillo para ofrenda de purificación, y un carnero para holocausto; se vestirá con la túnica de lino consagrada y se pondrá calzones de lino; se ceñirá el fajín de lino y se cubrirá la cabeza con un turbante de lino. Estas son las vestiduras sagradas con las que se revestirá después de bañarse. Recibirá de la comunidad israelita dos machos cabríos para la ofrenda de purificación y un carnero para el holocausto. Aarón presentará su propio novillo como ofrenda de purificación y efectuará la expiación por sí mismo y por su familia. Luego tomará los dos machos cabríos y los presentará ante el Señor, a la entrada de la Tienda del encuentro; allí echará a suerte los dos machos cabríos: uno será para el Señor y el otro para Azazel. Tomará Aarón el macho cabrío que le haya tocado en suerte al Señor y lo ofrecerá en ofrenda de purificación. En cuanto al macho cabrío que le haya tocado en suerte a Azazel, lo presentará vivo ante el Señor para hacer con él el rito de expiación y enviarlo luego al desierto para Azazel. Seguidamente Aarón presentará el novillo destinado al sacrificio por su propio pecado, hará la expiación por sí mismo y por su familia, y lo degollará como ofrenda de purificación. Luego tomará del altar, que está ante el Señor, un incensario lleno de brasas y dos puñados de incienso molido perfumado y lo llevará detrás del velo. Pondrá el incienso sobre el fuego en presencia del Señor para que la nube del perfume cubra la cubierta de oro que está sobre las tablas del testimonio, y así no muera. Tomará también un poco de la sangre del novillo y la asperjará con su dedo en dirección al lado oriental de la cubierta de oro, asperjando siete veces esa sangre con su dedo delante de la cubierta de oro. Después degollará el macho cabrío como ofrenda de purificación por el pueblo, llevará su sangre detrás del velo y hará igual que con la sangre del novillo: rociará con ella la parte superior y frontal de la cubierta de oro. De este modo quedará purificado el santuario de las impurezas de los israelitas, de sus rebeliones y de todas sus transgresiones. Hará lo mismo Aarón con la Tienda del encuentro que está en medio de ellos y de sus impurezas. Nadie podrá permanecer en la Tienda del encuentro desde que Aarón entre a hacer la expiación en el santuario hasta que él salga, una vez hecha la expiación por sí mismo, por su familia y por toda la comunidad israelita. Cuando salga, irá al altar que está ante el Señor y hará la expiación por él. Tomará un poco de la sangre del novillo y de la sangre del macho cabrío, untará con ella los salientes que hay a los lados del altar, haciendo con su dedo siete aspersiones sobre el altar; de este modo lo santificará y lo purificará de las inmundicias de los israelitas. Cuando termine de purificar el santuario, la Tienda del encuentro y el altar, Aarón hará traer el macho cabrío vivo; pondrá ambas manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo y hará confesión sobre él de todas las maldades, rebeliones, y transgresiones de los israelitas; las cargará así sobre la cabeza del macho cabrío que será llevado al desierto por el encargado para tal efecto. De este modo el macho cabrío cargará con todas las maldades de los israelitas llevándolas a una tierra desértica donde el macho cabrío quedará en libertad. Cuando el macho cabrío haya sido liberado en el desierto, vendrá Aarón a la Tienda del encuentro, se quitará las ropas de lino con las que se había revestido para entrar en el santuario y las dejará allí. Luego se bañará en un lugar sagrado, se pondrá sus ropas, saldrá y ofrecerá su holocausto junto con el del pueblo, haciendo de este modo la expiación por sí mismo y por el pueblo. La grasa de la ofrenda de reparación deberá ser quemada en el altar. El encargado de llevar el macho cabrío a Azazel lavará sus ropas, se bañará y después podrá entrar en el campamento. El novillo y el macho cabrío inmolados por el pecado, cuya sangre fue llevada al santuario para hacer la expiación, deberán ser sacados fuera del campamento; su piel, su carne y sus excrementos serán quemados. El que los queme lavará sus ropas, se bañará y después podrá entrar en el campamento. Esta será para vosotros una norma perpetua: el día décimo del séptimo mes, ayunaréis y no haréis trabajo alguno, ni el nacido en el país, ni el extranjero residente entre vosotros. Porque en ese día tendrá lugar la expiación por vosotros y seréis purificados en presencia del Señor de todas vuestras transgresiones. Será para vosotros un día de descanso absoluto y de ayuno; es una norma perpetua. La expiación la hará el sacerdote que haya sido ungido y consagrado para la función sacerdotal en lugar de su padre; la hará vestido con las ropas de lino, las ropas sagradas. Hará el rito de expiación por lo más santo del santuario, por la Tienda del encuentro y por el altar; y también por los sacerdotes y por toda la asamblea del pueblo. Y esto será una norma perpetua; haréis este rito de expiación una vez al año por todas las transgresiones de Israel. Y todo se hizo como el Señor había ordenado a Moisés. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Habla a Aarón, a sus hijos y a todos los israelitas y diles: Esto es lo que ha ordenado el Señor: Cualquier israelita que mate un toro, un cordero, o una cabra, en el campamento o fuera de él, y no lo lleve a la entrada de la Tienda del encuentro para presentarlo como ofrenda al Señor ante su morada, será considerado culpable de derramamiento de sangre y, por haber derramado sangre, será extirpado de su pueblo. Esto se prescribe para que los israelitas traigan al Señor los animales que maten en medio del campo y los presenten al sacerdote ante el Señor a la entrada de la Tienda del encuentro, ofreciéndolos al Señor como sacrificios de comunión. El sacerdote derramará la sangre sobre el altar del Señor, a la entrada de la Tienda del encuentro, y quemará la grasa en olor grato al Señor. De este modo nunca más inmolarán sus víctimas a los demonios a los que han rendido culto. Esta será una norma perpetua para las futuras generaciones. Asimismo les dirás: Cualquier israelita o extranjero residente entre vosotros que ofrezca un holocausto o un sacrificio, y no lo traiga para ofrecerlo al Señor a la entrada de la Tienda del encuentro, será igualmente extirpado de su pueblo. Si un israelita o uno de los extranjeros residentes entre ellos, come cualquier clase de sangre, yo —el Señor— me enemistaré contra él y lo excluiré de su pueblo. Porque la vida de la carne está en la sangre, y yo os he dado la sangre para hacer expiación sobre el altar por vuestras vidas; pues la sangre hace expiación por la persona. Por tanto, he dicho a los israelitas: Ninguna persona de vosotros comerá sangre, ni tampoco lo hará el extranjero residente entre vosotros. Y si un israelita, o uno de los extranjeros residentes entre ellos, caza un animal o ave que sea comestible, deberá derramar su sangre y cubrirla con tierra, porque la vida de toda carne está en su sangre. Por tanto, digo a los israelitas: No comeréis la sangre de ninguna carne, porque la vida de toda carne está en su sangre; quien la coma, será extirpado. Y cualquier persona, sea nacida en el país o sea extranjera residente entre vosotros, que coma carne de un animal hallado muerto o despedazado por las fieras, deberá lavar sus ropas y bañarse, pero quedará impura hasta la noche; luego recuperará su estado de pureza. Si no lava sus ropas ni se baña, cargará con las consecuencias de su culpa. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Habla a los israelitas y diles: Yo soy el Señor, vuestro Dios. No haréis como se hace en Egipto donde habitasteis; ni haréis como se hace en Canaán adonde yo os conduzco; ni seguiréis sus costumbres. Cumplid mis normas y guardad mis leyes comportándoos de acuerdo con ellas. Yo soy el Señor, vuestro Dios. Por lo tanto, cumpliréis mis leyes y mis normas; quien las cumpla, vivirá gracias a ellas. Yo soy el Señor. Ninguno entre vosotros tendrá relaciones sexuales con una familiar cercana. Yo soy el Señor. No tendrás relaciones sexuales con la mujer de tu padre; es tu madre y no deberás tener relaciones sexuales con ella. No tendrás relaciones sexuales con otra esposa de tu padre, pues es esposa de tu padre. No tendrás relaciones sexuales con tu hermana, sea hija de tu padre o de tu madre, haya nacido en casa o fuera. No tendrás relaciones sexuales con tus nietas, pues es como deshonrarte a ti mismo. No tendrás relaciones sexuales con la hija que tu padre haya engendrado de otra esposa; es tu hermana y no deberás tener relaciones sexuales con ella. No tendrás relaciones sexuales con tu tía paterna, pues es como deshonrar a tu padre. No tendrás relaciones sexuales con tu tía materna, pues es como deshonrar a tu madre. No ofenderás a tu tío paterno, teniendo relaciones sexuales con su mujer, pues es la esposa del hermano de tu padre. No tendrás relaciones sexuales con tu nuera; es la mujer de tu hijo y no deberás tener relaciones sexuales con ella. No tendrás relaciones sexuales con tu cuñada, pues es como deshonrar a tu hermano. No tendrás relaciones sexuales con una mujer y con su hija; ni las tendrás con sus nietas, pues es como deshonrar a esa mujer, y es algo aborrecible. Mientras viva tu primera mujer, no tomarás como esposa a una hermana suya teniendo relaciones sexuales con ella y haciéndola así su rival. Tampoco tendrás relaciones sexuales con una mujer durante el tiempo de su impureza menstrual. No te acostarás con la mujer de tu prójimo, contaminándote con ella. No permitirás que ninguno de tus hijos sea sacrificado a Moloc, profanando así el nombre de tu Dios. Yo soy el Señor. No te acostarás con un hombre como se hace con una mujer; es una cosa aborrecible. No tendrás relaciones carnales con ningún animal contaminándote con él, ni tampoco las tendrá mujer alguna con él; es una perversión. No os contaminéis con ninguna de estas prácticas con las que se han corrompido las naciones que yo voy a expulsar ante vosotros. El país, en efecto, se ha contaminado; así que yo he decidido castigar su iniquidad de forma que tenga que vomitar a sus habitantes. Cumplid mis normas y guardad mis leyes; no hagáis ninguna de estas abominaciones, ni el nativo ni el extranjero residente entre vosotros. Los que habitaron esta tierra hicieron todas estas cosas horrendas y la tierra quedó contaminada. ¡Que no os vomite también a vosotros por haberla contaminado, como vomitó a los pueblos que la habitaron antes de vosotros! Porque cualquiera que haga alguna de todas estas cosas horrendas será extirpado de su pueblo. Cumplid, pues, mis mandamientos y no sigáis las costumbres detestables que se practicaban antes de que llegarais vosotros, ni os contaminéis con ellas. Yo soy el Señor, vuestro Dios. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Habla a todos los israelitas y diles: Sed santos, porque yo el Señor, vuestro Dios, soy santo. Que cada uno respete a su madre y a su padre; y guardad mis días de descanso. Yo soy el Señor, vuestro Dios. No deis culto a los ídolos ni os hagáis dioses de metal fundido. Yo soy el Señor, vuestro Dios. Y cuando ofrezcáis un sacrificio de comunión al Señor, hacedlo de tal manera que os sea aceptado. La víctima se ha de comer el mismo día del sacrificio, o al día siguiente; si sobra algo para el tercer día, será quemado. Comer algo el tercer día constituirá una ofensa y el Señor no lo aceptará; el que lo coma sufrirá las consecuencias de su culpa, porque ha profanado lo que es sagrado para el Señor; esa persona será extirpada de su pueblo. Cuando llegue el tiempo de recoger la cosecha en vuestros campos, no segarás hasta el último rincón ni espigarás el campo segado. Tampoco harás rebusco de tu viña ni recogerás los frutos caídos de tu huerto; los dejarás para el pobre y para el extranjero. Yo soy el Señor, vuestro Dios. No robaréis, ni defraudaréis, ni mentiréis el uno al otro. No juraréis en falso por mi nombre, pues sería profanar el nombre de tu Dios. Yo soy el Señor. No oprimirás a tu prójimo ni lo despojarás. No retendrás el salario del jornalero hasta el día siguiente. No maldecirás al sordo ni pondrás tropiezo al ciego, sino que respetarás a tu Dios. Yo soy el Señor. No procederás injustamente en los juicios, ni favoreciendo al pobre ni complaciendo al poderoso; juzgarás con justicia a tu prójimo. No andarás difamando a los de tu pueblo. No pondrás en peligro la vida de tu prójimo. Yo soy el Señor. No guardarás odio a tu hermano en tu corazón; reprenderás a tu prójimo y así no participarás de su pecado. No serás rencoroso ni vengativo con tus compatriotas, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor. Guardad mis leyes. No cruzarás tu ganado con animales de otra especie; no sembrarás tu campo con dos clases de semilla ni te pondrás ropas de dos clases de tejido. Si un hombre se acuesta con una esclava que pertenece a otro y que aún no ha sido rescatada ni se le ha concedido la libertad, ambos serán azotados; pero no hasta la muerte, por cuanto ella no es libre. Él, por su parte, ofrecerá un carnero como sacrificio por su pecado y lo presentará al Señor a la entrada de la Tienda del encuentro. Ofreciendo el carnero como sacrificio de reparación, el sacerdote hará expiación por él en presencia del Señor y le será perdonado el pecado que cometió. Cuando entréis en la tierra y plantéis toda clase de árboles frutales, durante los tres primeros años consideraréis impuros sus frutos, como si estuvieran incircuncisos, y no los comeréis. El cuarto año todos los frutos serán consagrados al Señor en una fiesta de acción de gracias. Y el quinto año podréis ya comer su fruto y almacenar vuestras cosechas. Yo soy el Señor, vuestro Dios. No comeréis nada con su sangre. No practicaréis la adivinación ni la astrología. No os raparéis en redondo vuestras cabezas, ni os recortaréis la barba. No os haréis heridas en el cuerpo por un muerto, ni tatuaje alguno en la piel. Yo soy el Señor. No degradarás a tu hija entregándola a la prostitución, para que tampoco se prostituya la tierra y se llene de inmoralidad. Guardaréis mis días de descanso y honraréis mi santuario. Yo soy el Señor. No acudiréis a los nigromantes ni consultaréis a los espiritistas, contaminándoos con ellos. Yo soy el Señor, vuestro Dios. Te pondrás de pie en presencia de un anciano y lo tratarás con respeto; de esta manera honrarás a tu Dios. Yo soy el Señor. Cuando un extranjero resida en vuestra tierra con vosotros, no lo oprimáis; deberá ser considerado como un nacido en el país y lo amarás como a ti mismo, porque también vosotros fuisteis extranjeros en el país de Egipto. Yo soy el Señor, vuestro Dios. No procedáis injustamente en los juicios, ni en medidas de longitud, peso o capacidad. Tendréis balanzas justas, pesas justas y medidas justas. Yo soy el Señor, vuestro Dios, que os saqué de la tierra de Egipto. Observad todas mis leyes y todos mis mandamientos; ponedlos en práctica. Yo soy el Señor. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Dirás además a los israelitas: Cualquier israelita, o extranjero residente en Israel, que sacrifique alguno de sus hijos a Moloc, será condenado a muerte; el pueblo lo apedreará y yo me volveré contra él y lo extirparé de su pueblo, por cuanto entregó uno de sus hijos a Moloc, contaminando mi santuario y profanando mi sagrado nombre. Si el pueblo cierra los ojos ante esa persona que ha sacrificado uno de sus hijos a Moloc y no la condena a muerte, entonces yo me volveré contra esa persona y contra su familia, y la extirparé de su pueblo, tanto a ella como a todos los que la imiten y adoren a Moloc. Y si una persona acude a nigromantes o espiritistas, adorando con ellos a falsos dioses, yo me volveré contra esa persona y la extirparé de su pueblo. Santificaos, pues, y sed santos, porque yo soy el Señor, vuestro Dios. Cumplid mis mandamientos y ponedlos en práctica. Yo soy el Señor que os santifico. A quien maldiga a su padre o a su madre, se le castigará con la muerte; ha maldecido a su padre o a su madre y se ha hecho responsable de su propia muerte. Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, los dos adúlteros serán castigados con la muerte. Cualquiera que se acueste con la mujer de su padre, deshonra a su propio padre; ambos serán castigados con la muerte y son responsables de su muerte. Si alguno se acuesta con su nuera, ambos han de morir, pues han cometido una infamia y son los responsables de su propia muerte. Si un hombre tiene relaciones sexuales con otro hombre como si fuera con una mujer, ambos han hecho algo repugnante y deben morir; serán los responsables de su propia muerte. El que tome por esposa hija y madre a la vez, comete una depravación y serán quemados tanto él como ellas para que desaparezca esa depravación entre vosotros. Cualquiera que tenga relaciones sexuales con un animal, será castigado con la muerte, y también mataréis al animal. Y si una mujer se prostituye con un animal, matarás a la mujer y al animal; morirán sin remedio y serán los responsables de su muerte. Si alguno toma por esposa a una hermana suya, sea por parte de padre o de madre, y tienen relaciones sexuales, han hecho algo execrable y deben ser exterminados ante la comunidad; ha tenido relaciones sexuales con su hermana y deberá sufrir las consecuencias de su pecado. Si alguien se acuesta con una mujer durante su menstruación y tiene relaciones sexuales con ella, han tratado ambos de descubrir la fuente de la vida y los dos serán extirpados de su pueblo. No tendrás relaciones sexuales con tu tía materna o paterna, porque hacer eso es como deshonrar a tus padres y deberás sufrir las consecuencias de tu pecado. El que se acueste con la cuñada de su padre deshonra a su tío y ambos deberán sufrir las consecuencias de su pecado; además, morirán sin tener hijos. Y el que tome por esposa a su cuñada comete una indecencia; deshonra a su hermano, y no tendrán hijos. Cumplid, pues, todas mis leyes y todos mis mandamientos; ponedlos en práctica no sea que os vomite la tierra a la cual yo os voy a guiar para que habitéis en ella. Y no sigáis las prácticas de los pueblos que yo expulsaré ante vosotros; ellos hicieron todas esas cosas y yo los aborrecí. Os lo he dicho: Poseeréis su tierra, pues soy yo quien os la entrego en posesión; es una tierra de la que fluye leche y miel. Yo soy el Señor, vuestro Dios, que os he separado de los demás pueblos. Distinguid entre animales puros e impuros y entre aves puras e impuras; y no os contaminéis con animal alguno, sean aves o reptiles, de los que yo os he ordenado que os apartéis por ser impuros. Seréis para mí santos, porque yo, el Señor, soy santo y os he apartado de los demás pueblos para que seáis míos. Cualquier hombre o mujer que consulte a los espíritus de los muertos o que se dedique a la adivinación, morirá apedreado y ellos mismos serán los responsables de su muerte. El Señor dijo a Moisés: —Di a los sacerdotes descendientes de Aarón: Ningún sacerdote se expondrá a la impureza por causa de algún muerto de su parentela, excepto por un pariente cercano, sea su madre, su padre, su hijo o su hermano; o por una hermana suya que, siendo aún virgen, viva con él y esté sin desposarse; por una hermana así, sí puede contraer impureza. Pero no se expondrá a la impureza por causa de una hermana casada; en este caso no debe contaminarse. No se raparán la cabeza, ni se cortarán los bordes de la barba, ni se harán incisiones en el cuerpo. Serán santos para su Dios y no profanarán el nombre de su Dios, porque son ellos los que presentan las ofrendas al Señor y los alimentos para su Dios; por tanto, serán santos. No tomarán por esposa a una prostituta ni a una mujer deshonrada; tampoco se casarán con una mujer que haya sido repudiada por su marido; porque el sacerdote está consagrado a su Dios. Lo considerarás algo santo, pues él es quien ofrece el alimento para tu Dios. Considéralo santo porque yo, el Señor que os santifico, soy santo. Si la hija de un sacerdote se dedica a la prostitución, deshonra a su padre y deberá ser quemada en la hoguera. El sumo sacerdote, destacado entre sus hermanos, sobre cuya cabeza fue derramado el aceite de la unción, y que fue consagrado para llevar las vestiduras sagradas, no llevará el pelo revuelto ni rasgadas sus ropas; no entrará en contacto con ningún cadáver, y ni siquiera por su padre o por su madre se contaminará de impureza. No saldrá del santuario para no profanar así el santuario de su Dios, pues ha sido consagrado por el aceite de la unción de su Dios. Yo soy el Señor. Tomará por esposa a una mujer virgen; en ningún caso a una viuda, repudiada, deshonrada o prostituta, sino a una mujer virgen de entre su pueblo. De este modo no profanará su descendencia entre su pueblo; porque yo, el Señor, soy el que lo santifico. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Habla a Aarón y dile: Ninguno de tus futuros descendientes que tenga algún defecto se acercará para ofrecer el alimento de su Dios. Nadie con defecto podrá hacerlo: sea ciego, cojo o con los miembros deformes o atrofiados; o que sea lisiado de pies o de manos; o jorobado o enano o enfermo de los ojos; o que tenga sarna, tiña o los testículos dañados. Ningún descendiente del sacerdote Aarón, que tenga algún defecto, se acercará para presentar las ofrendas al Señor; si tiene un defecto, no podrá acercarse a hacer ofrendas de alimentos a su Dios. Podrá comer de las ofrendas de alimentos hechas a Dios, aunque sean sagradas, pero no podrá pasar detrás del velo, ni se acercará al altar, pues tiene un defecto y profanaría mis lugares santos. Yo, el Señor, soy el que los santifico. Esto fue lo que dijo Moisés a Aarón, a sus hijos y a todos los israelitas. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Informa a Aarón y a sus hijos de los casos en que deben mantenerse apartados de las ofrendas sagradas que me hacen los israelitas, para no profanar mi santo nombre. Yo soy el Señor. Diles: Todo descendiente de vuestras futuras generaciones que se acerque en estado de impureza a las ofrendas sagradas que los israelitas consagran al Señor, será extirpado de mi presencia. Yo soy el Señor. Todo descendiente de Aarón que sea leproso o padezca cualquier tipo de flujo, no comerá de las cosas sagradas hasta que se purifique. El que toque cualquier cosa contaminada por haber estado en contacto con un cadáver o con quien haya tenido derramamiento de semen, o quien haya tocado cualquier reptil causante de impureza al que lo toque, o el que entre en contacto con alguien que le comunique su impureza, esa persona quedará impura hasta la noche y no podrá comer de las ofrendas sagradas si antes no se ha bañado. Cuando se ponga el sol, recuperará el estado de pureza y entonces podrá comer las ofrendas sagradas que le corresponden como alimento. No comerá animal muerto, ni que haya sido despedazado por las fieras, para no contaminarse con ello. Yo soy el Señor. Deben, pues, cumplir mis normas para no incurrir en pecado y tener que morir por haberlas profanado. Yo, el Señor, soy el que los santifico. Ningún extraño comerá de las ofrendas sagradas: ni el huésped del sacerdote ni el jornalero podrán comerlas. Mas cuando el sacerdote compre algún esclavo, este podrá comer de ellas, así como también podrá comer de su alimento el nacido en su casa. La hija del sacerdote que se case con un extraño no podrá comer de las ofrendas sagradas. Pero si la hija del sacerdote es viuda o divorciada, no tiene hijos y ha regresado a la casa de su padre, podrá comer de los alimentos de su padre, como cuando era joven. ¡Pero que ningún extraño coma de las ofrendas sagradas! Y el que por equivocación coma de las ofrendas sagradas, deberá resarcir al sacerdote añadiendo una quinta parte del valor de la ofrenda sagrada. Pero los sacerdotes no profanarán las ofrendas sagradas de los israelitas reservadas al Señor; si comen de tales cosas, incurren en culpa y deberán presentar una ofrenda de purificación. Yo, el Señor, soy el que los santifico. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Habla a Aarón, a sus hijos y a todos los israelitas, y diles: Cualquier israelita o extranjero residente en Israel que presente su ofrenda como holocausto al Señor en cumplimiento de un voto o como ofrenda voluntaria, presentará como víctima, para que sea aceptada, un macho sin defecto alguno, bien del ganado vacuno, bien de los corderos o las cabras. No ofrecerán nada defectuoso, porque no será aceptado. Cuando alguien ofrezca un sacrificio de comunión al Señor para cumplir un voto o como ofrenda voluntaria, para que sea aceptado, sea de vacas o de ovejas, tendrá que ser sin defecto alguno. No ofreceréis animal alguno al Señor que sea ciego, o cojo, o mutilado, o con úlceras, sarna o tiña; no lo pondréis sobre su altar como holocausto. Podréis ofrecer como ofrenda voluntaria un buey o una oveja con los miembros atrofiados o deformes, pero nunca para cumplir un voto. No ofreceréis al Señor reses con testículos heridos o magullados, rasgados o extirpados. No haréis esto nunca en vuestra tierra. Tampoco aceptarás estos animales de gente extranjera para ofrecerlos como el alimento de vuestro Dios, porque están mutilados, son defectuosos y no serán aceptados. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Cuando nazca un ternero, un cordero o un cabrito, lo dejarás mamar de su madre siete días; a partir del octavo día podrá ya servir para ser ofrecido al Señor. No inmolaréis una vaca o una oveja junto con sus crías en un mismo día. Y cuando ofrezcáis un sacrificio de acción de gracias al Señor, hacedlo de forma que sea aceptable. Habrá de ser comido en el mismo día sin dejar nada para el día siguiente. Yo soy el Señor. Cumplid mis mandamientos y ponedlos en práctica. Yo soy el Señor. No profanéis mi santo nombre, para que yo sea santificado en medio de los israelitas. Yo soy el Señor que os santifico, y que os saqué de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios. Yo soy el Señor. Le dijo el Señor a Moisés: —Habla a los israelitas y diles: Estas son mis fiestas, las fiestas dedicadas al Señor en las que convocaréis asambleas sagradas: Durante seis días se podrá trabajar, pero el séptimo día será de descanso, día de asamblea sagrada. No haréis en él trabajo alguno: es día de descanso dedicado al Señor dondequiera que habitéis. Además, estas son las fiestas dedicadas al Señor, las convocatorias sagradas que celebraréis en los tiempos establecidos: El día catorce del primer mes, al atardecer, es la Pascua del Señor. Y el día quince de este mismo mes es la fiesta solemne de los Panes sin levadura en honor del Señor; durante siete días comeréis panes sin levadura. El primer día celebraréis una asamblea solemne; no haréis ningún tipo de trabajo. Durante siete días deberéis presentar ofrendas al Señor; el séptimo día será día de asamblea solemne; no haréis ningún tipo de trabajo. Dijo el Señor a Moisés: —Habla a los israelitas y diles: Cuando hayáis entrado en la tierra que yo os entrego y seguéis allí su mies, llevaréis una gavilla de espigas al sacerdote como primicia de vuestra cosecha. El sacerdote hará con la gavilla el rito de la elevación en presencia del Señor, para que seáis aceptados; hará dicho rito el día siguiente al sábado. Y el mismo día en que ofrezcáis la gavilla, ofreceréis un cordero de un año, sin defecto alguno, en holocausto al Señor con la correspondiente ofrenda de cereal: ocho kilos de flor de harina amasada con aceite, ofrenda de olor grato al Señor; y también la correspondiente libación de dos litros de vino. Hasta el mismo día que presentéis esa ofrenda a vuestro Dios, no comeréis pan, ni grano tostado, ni espigas frescas; es una norma perpetua para las futuras generaciones dondequiera que habitéis. Desde el día en que ofrecisteis la gavilla de espigas mediante el rito de la elevación, es decir, desde el día siguiente al sábado, contaréis siete semanas completas. Deberéis contar hasta el día siguiente de la séptima semana, es decir, cincuenta días; entonces presentaréis al Señor una ofrenda de grano nuevo. Traeréis de vuestras casas, para efectuar con ellos el rito de la elevación, dos panes de ocho kilos de la mejor harina, cocidos con levadura, como primicias para el Señor. Además del pan, ofreceréis en holocausto al Señor siete corderos de un año, sin defecto alguno, un novillo y dos carneros con sus respectivas ofrendas de cereal y sus libaciones, ofrenda de olor grato al Señor. Ofreceréis además un chivo como ofrenda de purificación y dos corderos de un año como sacrificio de comunión. El sacerdote hará con los dos corderos y con el pan de las primicias el rito de la elevación en presencia del Señor; todo quedará así consagrado al Señor, y será para el sacerdote. Convocaréis ese mismo día una asamblea santa y no haréis ningún tipo de trabajo; será esta una norma perpetua para las futuras generaciones dondequiera que habitéis. Cuando seguéis la mies en vuestros campos, no segaréis hasta el último rincón, ni espigarás tu siega, sino que dejarás el espigueo para el pobre y el extranjero. Yo soy el Señor, vuestro Dios. Dijo el Señor a Moisés: —Habla a los israelitas y diles: El primer día del séptimo mes será para vosotros un día de descanso solemne en el que celebraréis una asamblea santa convocada al son de trompeta; no haréis ningún tipo de trabajo y presentaréis ofrendas al Señor. El Señor habló a Moisés y le dijo: —El día décimo de este mes séptimo tendrá lugar el Día de la Expiación; celebraréis una asamblea santa, ayunaréis y presentaréis ofrendas al Señor. No haréis ningún tipo de trabajo en ese día; es el Día de la Expiación, el día en que se hace expiación por vosotros ante el Señor vuestro Dios. Toda persona que no ayune en ese día será extirpada de su pueblo. Y a cualquiera que haga algún tipo de trabajo en ese día, yo lo eliminaré de su pueblo. No haréis, pues, ningún tipo de trabajo, y esta será una norma perpetua para las futuras generaciones dondequiera que habitéis. Será para vosotros un día de descanso absoluto en el que ayunaréis y os abstendréis de trabajar desde el anochecer del día noveno del mes hasta el anochecer del día siguiente. Dijo el Señor a Moisés: —Habla a los israelitas y diles: El día quince de este séptimo mes tendrá lugar la Fiesta de las Tiendas en honor del Señor, una fiesta que durará siete días. El primer día celebraréis asamblea solemne y no haréis ningún tipo de trabajo. Durante siete días presentaréis ofrendas al Señor; el octavo día celebraréis asamblea solemne y presentaréis ofrendas al Señor; es día de asamblea y no haréis ningún tipo de trabajo. Estas son las fiestas establecidas en honor del Señor; convocaréis en ellas asambleas sagradas y presentaréis ofrendas al Señor: holocaustos, ofrendas de cereal, sacrificios y libaciones, cada cosa a su debido tiempo. A esto hay que añadir los sábados dedicados al Señor junto con vuestros dones, vuestros votos y todas las ofrendas voluntarias que entreguéis al Señor. El día quince del séptimo mes, cuando hayáis recogido la cosecha, celebraréis fiesta en honor del Señor durante siete días; los días primero y octavo serán de descanso. El primer día tomaréis frutos de los mejores árboles, ramos de palmera, ramas de árboles frondosos y de sauces de las riberas y haréis fiesta durante siete días en presencia del Señor, vuestro Dios. Cada año, en el séptimo mes, celebraréis fiesta en honor del Señor; será esta una norma perpetua para las futuras generaciones. Durante siete días habitaréis en tiendas de campaña; todo nacido en el país de Israel habitará en tiendas, para que sepan vuestros descendientes que yo hice que los israelitas vivieran en tiendas cuando los saqué de la tierra de Egipto. Yo soy el Señor, vuestro Dios. De este modo Moisés promulgó a los israelitas las fiestas establecidas en honor del Señor. El Señor habló a Moisés y le dijo: —Ordena a los israelitas que te traigan aceite puro de oliva para el alumbrado, para que las lámparas ardan continuamente. Aarón las preparará fuera del velo del testimonio, en la Tienda del encuentro, para que ardan permanentemente desde la tarde hasta la mañana ante el Señor; es norma perpetua para las futuras generaciones. Preparará las lámparas sobre el candelabro de oro puro para que ardan de manera permanente ante el Señor. Tomarás flor de harina y cocinarás con ella doce panes de ocho kilos cada uno; los colocarás ante el Señor en dos hileras sobre la mesa de oro puro, seis en cada hilera. Sobre cada hilera pondrás incienso puro que servirá para el pan como perfume, ofrenda en honor del Señor: Cada sábado, sin excepción, lo prepararás ante el Señor, en nombre de los israelitas, como alianza perpetua. Todo será para Aarón y sus hijos, que lo comerán en lugar sagrado; porque, entre lo ofrecido al Señor, es algo muy sagrado que les pertenece por derecho perpetuo. Había entre los israelitas un hijo de madre israelita y de padre egipcio; un día se enzarzó en una riña con un israelita dentro del campamento y pronunció de manera blasfema el nombre divino. Su madre se llamaba Selomit, hija de Dibri, de la tribu de Dan. Llevado ante Moisés, lo mantuvieron detenido hasta que la palabra del Señor les revelara lo que debían hacer con él. El Señor habló a Moisés y le dijo: —Saca al blasfemo fuera del campamento. Que todos los que lo oyeron blasfemar pongan las manos sobre su cabeza, y que toda la comunidad lo apedree. Después te dirigirás a los israelitas y les dirás: Todo el que maldiga a su Dios, cargará con las consecuencias de su pecado. Y el que blasfeme contra el nombre del Señor será castigado con la muerte: toda la comunidad lo apedreará; sea extranjero o sea nativo, si blasfema contra el nombre divino, morirá. Asimismo el que hiera mortalmente a cualquier persona, será castigado con la muerte. El que mate un animal deberá resarcir al dueño por él: animal por animal. Y al que hiera a su prójimo, se le pagará con la misma moneda: fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente; según la herida hecha a otro, igual se le hará a él. El que hiera a un animal deberá resarcir por ello; mas el que hiera mortalmente a una persona, será castigado con la muerte. Juzgaréis con el mismo estatuto al extranjero que al nativo. Yo soy el Señor, vuestro Dios. Después de hablar así Moisés a los israelitas, ellos sacaron del campamento al blasfemo y lo apedrearon. Los israelitas hicieron según el Señor había ordenado a Moisés. El Señor se dirigió a Moisés en el monte Sinaí y le dijo: —Habla a los israelitas y diles: Cuando hayáis entrado en la tierra que yo os entrego, la tierra deberá disfrutar de un tiempo de descanso en honor del Señor. Seis años sembrarás tu campo, y seis años podarás tu viña y recogerás su producto. Pero el séptimo año la tierra disfrutará de descanso completo en honor del Señor: no sembrarás tu campo, ni podarás tu viña. No cosecharás los rebrotes de la última siega, ni vendimiarás las uvas que pueda producir tu viñedo; será un año de descanso para la tierra. Lo que produzca espontáneamente la tierra en este año de descanso os servirá de alimento a ti, a tu siervo, a tu sierva, a tu criado y al extranjero que viva contigo; también a tu ganado y a los animales que haya en tu tierra, les servirá de alimento todo lo que ella produzca. Contarás siete semanas de años, siete por siete años, o sea, cuarenta y nueve años. El día diez del séptimo mes, que es el Día de la Expiación, harás sonar la trompeta; ese día haréis sonar la trompeta por toda vuestra tierra. Declararéis santo ese año cincuenta y proclamaréis la liberación para todos los habitantes del país. Será para vosotros año jubilar: cada uno recobrará su propiedad y cada cual regresará a su familia. El año cincuenta será para vosotros año jubilar: no sembraréis, ni cosecharéis los rebrotes de la última siega, ni vendimiaréis las uvas que pueda producir vuestro viñedo. Es año jubilar y debe ser sagrado para vosotros: comeréis solo lo que la tierra espontáneamente produzca. En este año de jubileo cada uno recuperará su propiedad. Por tanto, si compráis o vendéis algo a vuestro prójimo, que nadie engañe a su hermano. En lo que compres a tu prójimo se tendrá en cuenta el número de años pasados después del año jubilar; asimismo, él te venderá teniendo en cuenta el número de años de cosecha que quedan. El precio aumentará o disminuirá en proporción a los años que falten para el próximo año jubilar; la venta se hará según el número de las cosechas. Y que ninguno engañe a su prójimo; antes bien, respetad a vuestro Dios. Yo soy el Señor, vuestro Dios. Cumplid mis leyes y guardad mis mandamientos; ponedlos en práctica y así viviréis seguros en la tierra, una tierra que dará su fruto del que comeréis hasta saciaros, viviendo seguros en ella. Tal vez os preguntéis: ¿y qué comeremos el séptimo año, pues no vamos a sembrar ni a recoger nuestros frutos? Pues yo os contesto que os enviaré mi bendición el sexto año, de manera que haya fruto para tres años. El año octavo sembraréis, pero seguiréis comiendo de la cosecha anterior; así haréis hasta el año noveno en que llegue el nuevo fruto. La tierra no se podrá vender a perpetuidad, porque la tierra es mía y vosotros sois como residentes extranjeros en mi propiedad. Por tanto, en toda la tierra que poseéis, concederéis el derecho a rescatar la posesión de la misma. Si se empobrece tu hermano y tiene que vender parte de su propiedad, entonces su pariente más cercano vendrá y rescatará lo que su familiar tuvo que vender. Puede suceder que alguien no tenga quien lo rescate; entonces, si él mismo consigue lo suficiente para el rescate, calculará los años pasados desde la venta, pagará la diferencia al comprador y recobrará su propiedad. Pero si no consigue lo suficiente para recuperarla, la propiedad quedará en poder del comprador hasta el año del jubileo; en el año del jubileo la tierra dejará de pertenecer al comprador, quedará liberada y volverá a su anterior propietario. Quien venda una vivienda en una ciudad amurallada tendrá derecho a recuperarla durante el período de un año a partir de la venta; tendrá un año para poder rescatarla. Si no es rescatada en el plazo de un año, la vivienda que esté situada en una ciudad amurallada quedará para siempre en poder del comprador y de sus descendientes; ni siquiera en el año jubilar será liberada. En cuanto a las casas de aldeas no amuralladas, serán consideradas como los terrenos del campo: podrán ser rescatadas y quedarán liberadas el año jubilar. Los levitas, por su parte, tendrán siempre derecho de rescate sobre las ciudades y casas que posean en ellas. Si no las rescatan, quedarán liberadas el año del jubileo, porque las casas de las ciudades levíticas son su propiedad en medio de los israelitas. Por lo que atañe a los campos que rodean sus ciudades, no podrán ser vendidos, porque les pertenecen a perpetuidad. Si uno de tus hermanos que convive contigo empobrece y se arruina, lo ampararás, aunque sea extranjero residente, para que pueda seguir conviviendo contigo. Por respeto a tu Dios no le exigirás intereses ni recargo alguno. Deja que tu hermano viva contigo. No le prestarás tu dinero con usura ni le cobrarás intereses por proveerle de alimentos. Yo soy el Señor, vuestro Dios, el que os sacó del país de Egipto para entregaros la tierra de Canaán y ser vuestro Dios. Y si un hermano tuyo que convive contigo se arruina y se vende a ti, no lo harás trabajar como esclavo. Permanecerá contigo como empleado o como residente extranjero y trabajará para ti solo hasta el año del jubileo. Entonces tanto él como sus hijos quedarán libres, y podrá regresar a su familia y a la heredad de sus antepasados. Son siervos míos a quienes liberé de la opresión egipcia y no podrán ser vendidos como esclavos. Por respeto a tu Dios no lo tratarás con dureza. El esclavo o la esclava que puedas tener, deberán pertenecer a las naciones que están a vuestro alrededor; de esas naciones sí podréis comprar esclavos y esclavas. También podréis comprar como esclavos a los hijos y familiares de los extranjeros que han nacido en vuestra tierra y viven entre vosotros; estos sí podrán ser de vuestra propiedad. Además, los podréis dejar en herencia para vuestros hijos, como propiedad hereditaria, convirtiéndolos en esclavos vuestros a perpetuidad. Pero entre hermanos israelitas no os trataréis unos a otros con dureza. Si un extranjero residente que convive contigo llega a prosperar y, en cambio, un hermano tuyo que convive con él se arruina y tiene que venderse a ese extranjero o a uno de sus familiares, una vez vendido, le quedará el derecho de rescate; alguien de su familia lo podrá rescatar: su tío o su primo o un pariente cercano de su familia lo podrá rescatar. Incluso, él mismo se podrá rescatar si tiene medios suficientes para ello. Fijará con el comprador el tiempo transcurrido desde el año de la venta hasta el año jubilar y se calculará el precio de venta según el número de los años que quedan, valorando los días de trabajo como los de un jornalero. Si faltan todavía muchos años, pagará por su rescate en proporción al precio por el cual se vendió. Y si quedan pocos años hasta el año del jubileo, entonces hará el cálculo correspondiente y pagará por su rescate según los años que resten. Estará a su servicio como un jornalero de contrato anual y no permitirás que sea tratado con dureza. Pero si no es rescatado durante esos años, en el año del jubileo tanto él como sus hijos quedarán libres. Porque solo a mí me pertenecen los israelitas como siervos; ellos son mis siervos, pues yo fui quien los saqué de la tierra de Egipto. Yo soy el Señor, vuestro Dios. No os fabriquéis ídolos, ni levantéis esculturas o estatuas, ni erijáis en vuestra tierra piedras conmemorativas para postraros ante ellas, porque yo soy el Señor, vuestro Dios. Guardad mis sábados y venerad mi santuario. Yo soy el Señor. Si vivís según mis leyes, guardáis mis mandamientos y los ponéis en práctica, yo os daré la lluvia a su tiempo, la tierra dará sus productos y los árboles del campo darán su fruto. La trilla se alargará hasta la vendimia, y la vendimia hasta la siembra; comeréis vuestro pan hasta saciaros y viviréis seguros en vuestra tierra. Yo garantizaré que haya paz en la tierra y podréis descansar sin que nadie turbe vuestro sueño; haré desaparecer de vuestra tierra los animales dañinos, y la espada enemiga no pasará por vuestro país. Perseguiréis a vuestros enemigos y caerán a espada delante de vosotros. Cinco de vosotros perseguiréis a cien y cien de vosotros perseguiréis a diez mil; vuestros enemigos caerán a filo de espada delante de vosotros. Yo me volveré hacia vosotros, os haré fecundos, os multiplicaré y mantendré mi alianza con vosotros. Comeréis del abundante grano almacenado y tendréis que tirar la cosecha anterior para guardar la nueva. Estableceré mi morada en medio de vosotros y jamás os rechazaré. Caminaré en medio de vosotros, seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo. Yo soy el Señor, vuestro Dios que os saqué de la tierra de Egipto para que no fueseis sus esclavos nunca más; rompí las coyundas de vuestro yugo y os hice caminar en libertad. Pero si no me obedecéis ni vivís de acuerdo a mis mandamientos, si despreciáis mis decretos y detestáis mis estatutos, si quebrantáis mi alianza y no ponéis en práctica todos mis mandamientos, yo haré lo siguiente con vosotros: haré que os visite el terror, la tisis y la fiebre, que consumirán vuestros ojos y atormentarán vuestra vida. Sembraréis en balde, porque vuestros enemigos comerán la cosecha. Me volveré contra vosotros, y sucumbiréis delante de vuestros enemigos; os dominarán quienes os aborrecen y huiréis sin que nadie os persiga. Y si ni siquiera con esto me obedecéis, os castigaré todavía siete veces más por vuestras transgresiones. Quebrantaré vuestra terca soberbia y haré que vuestro cielo sea como el hierro y vuestra tierra como el bronce. Se agotará vuestra fuerza en vano, pues la tierra no dará su cosecha ni los árboles del país darán su fruto. Y si seguís enfrentándoos conmigo y no me queréis obedecer, yo os azotaré siete veces más por vuestras transgresiones. Mandaré contra vosotros animales salvajes que os arrebatarán vuestros hijos y destruirán vuestro ganado; os diezmarán hasta dejar vuestros caminos desiertos. Y si tampoco estas cosas consiguen que os enmendéis, sino que seguís enfrentados conmigo, yo también me enfrentaré con vosotros y os azotaré todavía siete veces por vuestras transgresiones. Traeré contra vosotros la espada vengadora; ella se encargará de vengar la alianza. Y si os refugiáis en vuestras ciudades, yo enviaré la peste contra vosotros y caeréis en manos del enemigo. Cuando yo os corte el sustento de pan, cocerán diez mujeres vuestro pan en un solo horno y os lo darán racionado; comeréis, pero nunca os saciaréis. Y si aun con todo esto no me obedecéis, sino que seguís enfrentándoos conmigo, yo me enfrentaré contra vosotros con ira y os castigaré también siete veces más por vuestras transgresiones: tendréis incluso que comer la carne de vuestros hijos y la carne de vuestras hijas. Destruiré vuestros santuarios de los altos y demoleré vuestros altares de incienso; apilaré vuestros cadáveres sobre los cadáveres de vuestros ídolos y os detestaré. Devastaré vuestras ciudades, asolaré vuestros santuarios y no oleré la fragancia de vuestro suave perfume. Arrasaré la tierra de suerte que vuestros enemigos residentes en ella se horrorizarán al verla; a vosotros os dispersaré entre las naciones, desenvainaré la espada detrás de vosotros, vuestra tierra quedará arrasada y vuestras ciudades desiertas. Entonces la tierra podrá resarcirse de sus años sabáticos, mientras dure la desolación y vosotros estéis en la tierra de vuestros enemigos. La tierra podrá descansar entonces y resarcirse de sus años sabáticos. Mientras dure la desolación, la tierra descansará los días de descanso que no le disteis cuando vivíais en ella. Y a los que de vosotros sobrevivan, los llenaré de tal cobardía que, estando en la tierra de vuestros enemigos, el simple sonido de una hoja que se mueva los pondrá en fuga, huirán como ante la espada y caerán sin que nadie los persiga. Y aunque nadie los persiga, tropezarán los unos con los otros como se tropieza a la vista de la espada. No podréis resistir delante de vuestros enemigos. Pereceréis en medio de las naciones y la tierra de vuestros enemigos os devorará. Y los que sobrevivan se pudrirán por su maldad en las tierras de vuestros enemigos; por la maldad de sus antepasados se pudrirán con ellos. Entonces confesarán su maldad y la maldad de sus antepasados, la rebeldía con la que se rebelaron contra mí. Y porque se enfrentaron a mí, también yo me enfrentaré a ellos y los llevaré a la tierra de sus enemigos; entonces su corazón incircunciso se humillará y reconocerán su pecado. Yo recordaré mi alianza con Jacob, con Isaac y con Abrahán, y también me acordaré de la tierra. Pero antes, ellos tendrán que abandonar la tierra que, estando deshabitada, podrá resarcirse de sus años sabáticos mientras ellos padecen el castigo por sus maldades, pues despreciaron mis decretos y detestaron mis estatutos. Sin embargo, aunque ellos estén en el país de sus enemigos, yo no los rechazaré ni los aborreceré hasta exterminarlos, invalidando así mi alianza con ellos, porque yo soy el Señor, su Dios. Más bien me acordaré en favor suyo de nuestra primera alianza, cuando los saqué de la tierra de Egipto a la vista de las naciones, para ser su Dios. Yo soy el Señor. Estos son los estatutos, ordenanzas y leyes que estableció el Señor entre él y los israelitas en el monte Sinaí por medio de Moisés. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Habla a los israelitas y diles: Cuando alguien haga un voto al Señor, si es concerniente a personas lo tasarás así: a un varón de veinte hasta sesenta años lo valorarás en cincuenta siclos de plata, según el valor del siclo del santuario; a una mujer la valorarás en treinta siclos. De cinco hasta veinte años, al varón lo valorarás en veinte siclos y a la mujer en diez siclos. De un mes hasta cinco años, valorarás al varón en cinco siclos de plata y a la mujer en tres siclos de plata. Si tienen más de setenta años, al varón lo valorarás en quince siclos y a la mujer en diez siclos. Pero si el que ha hecho el voto es muy pobre para pagar lo tasado, entonces será llevado ante el sacerdote, quien fijará el precio de acuerdo con los recursos de quien hizo el voto. Si el voto es concerniente a un animal de los que pueden ser presentados como ofrenda al Señor, todo animal ofrecido al Señor será considerado como algo sagrado. No se podrá cambiar ni sustituir, ni bueno por malo ni malo por bueno; si un animal es cambiado por otro, uno y otro se considerarán como algo sagrado. Si se trata de animales impuros, que no pueden ser presentados como ofrenda al Señor, entonces el animal será presentado al sacerdote, que lo tasará, según sea bueno o sea malo, y el oferente tendrá que atenerse a la tasación del sacerdote. Pero si quien lo ofrece quiere más tarde rescatarlo, deberá añadir una quinta parte del valor sobre lo tasado. Si alguien consagra su casa al Señor, el sacerdote la tasará, según sea buena o sea mala, y habrá que atenerse a la tasación del sacerdote. Si el que consagró su casa al Señor desea más tarde rescatarla, deberá añadir una quinta parte del valor sobre lo tasado, y la casa quedará en su poder. Si una persona consagra parte de su tierra al Señor, la tasación será proporcional a la cantidad de semilla que ese terreno precise: cincuenta siclos de plata por cada doscientos veinte kilos de simiente de cebada. Si consagra la tierra en el año del jubileo, se atendrá a esta tasación. Pero si la consagra después del jubileo, el sacerdote calculará el dinero que corresponda a los años que resten hasta el año del próximo jubileo y hará el descuento correspondiente. Si el que consagró la tierra quiere rescatarla, deberá añadir una quinta parte del valor de lo tasado, y la tierra quedará en su poder. Pero si no rescata la tierra, y esta se vende a otro, ya no podrá rescatarla: cuando sea liberada en el año jubilar, la tierra será considerada sagrada en cuanto tierra dedicada al Señor y pasará a ser posesión del sacerdote. Si alguien dedica al Señor un campo comprado y que, por tanto, no forma parte del patrimonio heredado, entonces el sacerdote calculará el valor de ese campo hasta el año del jubileo y ese mismo día se pagará el precio fijado, como cosa consagrada al Señor. El año del jubileo ese terreno será devuelto al vendedor a quien pertenecía como propiedad hereditaria. Todas las tasaciones serán hechas de acuerdo al valor del siclo del santuario que pesa once gramos. Nadie podrá consagrar los primogénitos de los animales, sean bueyes u ovejas, puesto que, al ser primogénitos, pertenecen ya al Señor. Pero si se trata de un animal impuro, lo rescatarán conforme a su valor tasado añadiendo una quinta parte a ese valor; si no lo rescatan, se venderá de acuerdo a su tasación. Nada de lo que uno posea, sean personas, animales o terrenos de su propiedad, que haya sido consagrado al Señor, podrá ser vendido. Tampoco se rescatará ninguna cosa consagrada, pues todo lo consagrado es algo sacrosanto reservado al Señor. Ninguna persona consagrada al exterminio podrá ser rescatada; deberá morir indefectiblemente. La décima parte de todos los productos de la tierra, sean semillas o frutos de los árboles, pertenece al Señor; es algo dedicado al Señor. Si alguien desea rescatar algo del diezmo, deberá añadir una quinta parte sobre el valor de lo rescatado. También será consagrada al Señor la décima parte de todo el ganado, tanto vacuno como ovino, es decir, todo lo que esté bajo el control del pastor. No se escogerá atendiendo a si el animal es de buena o mala calidad; y no habrá lugar a sustitución; si se produce la sustitución, tanto el primer animal como el sustituto serán considerados algo sagrado y no podrán ser rescatados. Estos son los mandamientos que el Señor dio a los israelitas en el monte Sinaí por medio de Moisés. En el primer día del segundo mes, en el segundo año de la salida del país de Egipto, el Señor se dirigió a Moisés en el desierto del Sinaí, en la Tienda del encuentro, y le dijo: —Haz un censo completo de la comunidad israelita: registrarás uno por uno los nombres de todos los varones según sus clanes y sus casas patriarcales. Tú y Aarón censaréis por escuadrones a todos los varones mayores de veinte años que sean aptos para el servicio militar. Os prestará asistencia un representante de cada tribu, que sea jefe de casa patriarcal. Estos son los nombres de quienes os asistirán: De la tribu de Rubén, Elisur, hijo de Sedeur. De Simeón, Selumiel, hijo de Zurisaday. De Judá, Naasón, hijo de Aminadab. De Isacar, Natanael, hijo de Zuar. De Zabulón, Eliab, hijo de Jelón. De los hijos de José: por Efraín, Elisamá, hijo de Amihud; y por Manasés, Gamaliel, hijo de Pedasur. De Benjamín, Abidán, hijo de Guideoní. De Dan, Ajiezer, hijo de Amisaday. De Aser, Paguiel, hijo de Ocrán. De Gad, Eliasaf, hijo de Deuel. De Neftalí, Ajirá, hijo de Enán. Estos fueron los convocados de entre la comunidad, jefes de sus respectivos clanes patriarcales y comandantes de los escuadrones de Israel. Moisés y Aarón convocaron a estos hombres que habían sido designados por sus nombres, reunieron a toda la comunidad el primer día del segundo mes y censaron uno por uno, según sus clanes y sus casas patriarcales, a todos los mayores de veinte años. Tal como el Señor le había mandado a Moisés, así él los censó en el desierto del Sinaí. De los descendientes de Rubén, primogénito de Israel, quedaron registrados uno por uno, según sus clanes y sus casas patriarcales, los nombres de todos los varones mayores de veinte años aptos para el servicio militar; los censados de la tribu de Rubén fueron cuarenta y seis mil quinientos. De los descendientes de Simeón, quedaron registrados uno por uno, según sus clanes y sus casas patriarcales, los nombres de todos los varones mayores de veinte años aptos para el servicio militar; los censados de la tribu de Simeón fueron cincuenta y nueve mil trescientos. De los descendientes de Gad, quedaron registrados uno por uno, según sus clanes y sus casas patriarcales, los nombres de todos los varones mayores de veinte años aptos para el servicio militar; los censados de la tribu de Gad fueron cuarenta y cinco mil seiscientos cincuenta. De los descendientes de Judá, quedaron registrados uno por uno, según sus clanes y sus casas patriarcales, los nombres de todos los varones mayores de veinte años aptos para el servicio militar; los censados de la tribu de Judá fueron setenta y cuatro mil seiscientos. De los descendientes de Isacar, quedaron registrados uno por uno, según sus clanes y sus casas patriarcales, los nombres de todos los varones mayores de veinte años aptos para el servicio militar; los censados de la tribu de Isacar fueron cincuenta y cuatro mil cuatrocientos. De los descendientes de Zabulón, quedaron registrados uno por uno, según sus clanes y sus casas patriarcales, los nombres de todos los varones mayores de veinte años aptos para el servicio militar; los censados de la tribu de Zabulón fueron cincuenta y siete mil cuatrocientos. De los descendientes de José por parte de Efraín, quedaron registrados uno por uno, según sus clanes y sus casas patriarcales, los nombres de todos los varones mayores de veinte años aptos para el servicio militar; los censados de la tribu de Efraín fueron cuarenta mil quinientos. Y de los descendientes de José por parte de Manasés, quedaron registrados uno por uno, según sus clanes y sus casas patriarcales, los nombres de todos los varones mayores de veinte años aptos para el servicio militar; los censados de la tribu de Manasés fueron treinta y dos mil doscientos. De los descendientes de Benjamín, quedaron registrados uno por uno, según sus clanes y sus casas patriarcales, los nombres de todos los varones mayores de veinte años aptos para el servicio militar; los censados de la tribu de Benjamín fueron treinta y cinco mil cuatrocientos. De los descendientes de Dan, quedaron registrados uno por uno, según sus clanes y sus casas patriarcales, los nombres de todos los varones mayores de veinte años aptos para el servicio militar; los censados de la tribu de Dan fueron sesenta y dos mil setecientos. De los descendientes de Aser, quedaron registrados uno por uno, según sus clanes y sus casas patriarcales, los nombres de todos los varones mayores de veinte años aptos para el servicio militar; los censados de la tribu de Aser fueron cuarenta y un mil quinientos. De los descendientes de Neftalí, quedaron registrados uno por uno, según sus clanes y sus casas patriarcales, los nombres de todos los varones mayores de veinte años aptos para el servicio militar; los censados de la tribu de Neftalí fueron cincuenta y tres mil cuatrocientos. Estos fueron los censados por Moisés y Aarón asistidos por los doce jefes de las respectivas casas patriarcales. El total de israelitas censados según sus clanes patriarcales, todos ellos mayores de veinte años y aptos para el servicio militar, fue de seiscientos tres mil quinientos cincuenta. Pero los levitas no fueron censados según sus respectivos clanes patriarcales, porque el Señor había dicho a Moisés: —No registrarás la tribu de Leví, ni los censarás con los demás israelitas. Pondrás a los levitas a cargo de la Morada del testimonio, de todos sus utensilios, y de todo lo relacionado con ella. Ellos transportarán la Morada, estarán a su servicio y acamparán alrededor de ella. Cuando la Morada haya de trasladarse, los levitas la desmontarán; y cuando haya de detenerse, los levitas la montarán; cualquier intruso que se arrogue ese derecho será condenado a muerte. Los israelitas acamparán por escuadrones, cada uno en su campamento y cada uno junto a su estandarte. Los levitas, sin embargo, acamparán alrededor de la Morada del testimonio para que no se desate la cólera divina sobre la comunidad israelita; a ellos corresponde la custodia de la Morada del testimonio. Los israelitas hicieron puntualmente todo que el Señor mandó a Moisés. El Señor se dirigió a Moisés y a Aarón y les dijo: —Los israelitas acamparán cada uno con su regimiento, bajo las insignias de sus casas patriarcales; acamparán, a cierta distancia, alrededor de la Tienda del encuentro. Al este, es decir, hacia la salida del sol, acamparán por escuadrones los que militen bajo el estandarte del campamento de Judá; su jefe es Naasón, hijo de Aminadab. Su cuerpo de ejército, según el censo, constará de setenta y cuatro mil seiscientos efectivos. Junto a él acamparán los de la tribu de Isacar, cuyo jefe es Natanael, hijo de Zuar. Su cuerpo de ejército, según el censo, constará de cincuenta y cuatro mil cuatrocientos efectivos. Vienen luego los de la tribu de Zabulón, cuyo jefe es Eliab, hijo de Jelón. Su cuerpo de ejército, según el censo, constará de cincuenta y siete mil cuatrocientos efectivos. El total de los censados en el campamento de Judá es de ciento ochenta y seis mil cuatrocientos efectivos. Estos serán los que abrirán la marcha. Al sur acamparán por escuadrones los que militen bajo el estandarte de Rubén; su jefe es Elisur, hijo de Sedeur. Su cuerpo de ejército, según el censo, constará de cuarenta y seis mil quinientos efectivos. Acamparán junto a él los de la tribu de Simeón, cuyo jefe es Selumiel, hijo de Zurisaday. Su cuerpo de ejército, según el censo, constará de cincuenta y nueve mil trescientos efectivos. Vienen luego los de la tribu de Gad, cuyo jefe es Eliasaf, hijo de Deuel. Su cuerpo de ejército, según el censo, constará de cuarenta y cinco mil seiscientos cincuenta efectivos. El total de los censados por escuadrones en el campamento de Rubén es de ciento cincuenta y un mil cuatrocientos cincuenta efectivos. Estos marcharán en segundo lugar. Luego, en medio de los otros campamentos, irá la Tienda del encuentro y el campamento de los levitas. En el mismo orden en que acampan, así marchará cada uno con su regimiento. Al oeste acamparán por escuadrones los que militen bajo el estandarte de Efraín; su jefe es Elisamá, hijo de Amihud. Su cuerpo de ejército, según el censo, constará de cuarenta mil quinientos efectivos. Junto a él acamparán los de la tribu de Manasés, cuyo jefe es Gamaliel, hijo de Pedasur. Su cuerpo de ejército, según el censo, constará de treinta y dos mil doscientos efectivos. Vienen luego los de la tribu de Benjamín, cuyo jefe es Abidán, hijo de Guideoní. Su cuerpo de ejército, según el censo, constará de treinta y cinco mil cuatrocientos efectivos. El total de los censados por escuadrones en el campamento de Efraín es de ciento ocho mil cien efectivos. Estos marcharán en tercer lugar. Al norte acamparán por escuadrones los que militen bajo el estandarte de Dan; su jefe será Ajiezer, hijo de Amisaday. Su cuerpo de ejército, según el censo, constará de sesenta y dos mil setecientos efectivos. Junto a él acamparán los de la tribu de Aser, cuyo jefe es Paguiel, hijo de Ocrán. Su cuerpo de ejército, según el censo, constará de cuarenta y un mil quinientos efectivos. Vienen finalmente los de la tribu de Neftalí, cuyo jefe es Ajirá, hijo de Enán. Su cuerpo de ejército, según el censo, constará de cincuenta y tres mil cuatrocientos efectivos. El total de los censados en el campamento de Dan es de ciento cincuenta y siete mil seiscientos efectivos. Estos marcharán los últimos tras sus estandartes. Estos fueron los israelitas censados según sus casas patriarcales. El total de los censados por escuadrones en sus respectivos campamentos fue de seiscientos tres mil quinientos cincuenta. Además de los levitas que no fueron censados junto con los demás israelitas, tal como el Señor había mandado a Moisés. Hicieron, pues, los israelitas todo lo que el Señor había ordenado a Moisés: acampaban por regimientos y en ese mismo orden emprendían la marcha según sus clanes y sus casas patriarcales. Esta es la descendencia de Aarón y de Moisés, cuando el Señor habló con Moisés en el monte Sinaí y estos eran los nombres de los hijos de Aarón: Nadab el primogénito, Abihú, Eleazar e Itamar. Así se llamaban los hijos de Aarón, sacerdotes ungidos y consagrados para ejercer la función sacerdotal. Pero Nadab y Abihú murieron en el desierto del Sinaí, sin tener hijos, cuando ofrecieron fuego ilícito delante del Señor. Por su parte, Eleazar e Itamar ejercieron el sacerdocio durante la vida de su padre Aarón. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Convoca a los de la tribu de Leví y ponlos a disposición del sacerdote Aarón para que lo asistan. Ellos lo asistirán y asistirán a toda la comunidad en la Tienda del encuentro, desempeñando las tareas de la Morada. Estarán a cargo de todos los utensilios de la Tienda del encuentro, y asistirán a los israelitas, desempeñando las tareas de la Morada. Pondrás los levitas al servicio de Aarón y de sus hijos, pues le han sido donados por parte de los israelitas. Y designarás a Aarón y a sus hijos para que ejerzan el sacerdocio; el intruso que se arrogue ese derecho será condenado a muerte. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Mira, yo me reservo a los levitas de entre los demás israelitas en sustitución de todos los primogénitos —los primeros nacidos— de Israel; los levitas serán, pues, míos. Porque mío es todo primogénito; desde el día en que yo hice morir a todos los primogénitos egipcios, consagré para mí a todos los primogénitos de Israel, tanto personas como animales. Y serán míos, pues yo soy el Señor. El Señor se dirigió a Moisés en el desierto del Sinaí y le dijo: —Haz un censo de los hijos de Leví según sus casas patriarcales, por sus clanes; registrarás a todos los varones mayores de un mes. Y Moisés los registró conforme a la palabra y al mandato del Señor. Estos son los nombres de los hijos de Leví: Guersón, Queat y Merarí. Los nombres de los hijos de Guersón por clanes son Libní y Simeí. Los hijos de Queat por clanes son: Amrán, Jisar, Hebrón y Uziel; y los hijos de Merarí por clanes son: Majlí y Musí. Estos son los clanes de Leví, según las casas patriarcales. A Guersón pertenecía el clan de los libnitas y el de los simeitas; estos eran los clanes guersonitas. Los censados, contando a todos los varones mayores de un mes, fueron siete mil quinientos. Los clanes de Guersón acampaban al occidente detrás de la Morada. El jefe de la casa patriarcal de los guersonitas era Eliasaf, hijo de Lael. A los guersonitas correspondía, en la Tienda del encuentro, el cuidado de la Morada, de la Tienda y su cubierta, de la cortina de la entrada de la Tienda del encuentro, de las cortinas del atrio, y de la cortina de la puerta del atrio, que rodea la Morada, así como del cordaje necesario para todas las tareas de montaje. A Queat pertenecían los clanes de Amrán, Jisar, Hebrón y Uziel; estos eran los clanes de los queatitas. Los censados, que cumplían funciones en el santuario, contando a todos los varones mayores de un mes, fueron ocho mil seiscientos, Los clanes de los queatitas acampaban al lado sur de la Morada. El jefe de la casa patriarcal de los clanes queatitas era Elizafán, hijo de Uziel. A cargo de ellos estaban el Arca, la mesa, el candelabro, los altares, los utensilios del santuario para ejercer el culto, el velo y todo lo necesario para las tareas de montaje. El principal de los jefes de los levitas era Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, responsable de los que servían en las cosas santas. A Merarí pertenecían los clanes de Majlí y Musí; estos eran los clanes meraritas. Los censados, contando a todos los varones mayores de un mes, fueron seis mil doscientos. El jefe de la casa patriarcal de Merarí era Zuriel, hijo de Abijail, y acampaban al lado norte de la Morada. A cargo de los meraritas estaba la custodia de los tablones de la Morada, sus barras, sus columnas, sus basas, todos sus utensilios y todo lo necesario para las tareas de montaje. También estaban a su cargo las columnas alrededor del atrio, sus basas, sus estacas y sus cuerdas. En cuanto a Moisés, a Aarón y a sus hijos, debían acampar al oriente, frente a la Morada, es decir, frente a la Tienda del encuentro, y a su cargo estaban las tareas del recinto sagrado en sustitución de los demás israelitas. Cualquier intruso que se arrogue ese derecho, será condenado a muerte. El total de los levitas que Moisés y Aarón censaron según sus respectivos clanes por orden del Señor —todos ellos varones y mayores de un mes—, fue de veintidós mil. El Señor dijo a Moisés: —Censa a todos los primogénitos varones de los israelitas mayores de un mes, y registra sus nombres. Y reserva a los levitas para mí —yo soy el Señor— en lugar de todos los primogénitos de Israel; reserva también para mí el ganado de los levitas en lugar de todos los primogénitos del ganado de los israelitas. Censó entonces Moisés, como el Señor le había mandado, a todos los primogénitos de los israelitas. El total de todos los primogénitos varones mayores de un mes, registrados por sus nombres, fue de veintidós mil doscientos setenta y tres. Luego el Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Reserva para mí a los levitas en lugar de todos los primogénitos de los israelitas; y reserva también el ganado de los levitas en lugar del ganado de los israelitas; los levitas serán míos. Yo soy el Señor. Y como rescate por los doscientos setenta y tres primogénitos israelitas, que exceden el número de los levitas, tomarás cinco siclos por cabeza, según el valor del siclo del santuario que es de veinte gueras, dando a Aarón y a sus hijos el dinero del rescate de los que exceden. Tomó, pues, Moisés el dinero correspondiente al rescate de los que excedían el número de los rescatados por los levitas —el dinero correspondiente al rescate de los primogénitos de los israelitas que sumaba mil trescientos sesenta y cinco siclos en total, según el valor del siclo del santuario— y se lo dio a Aarón y a sus hijos, conforme a la orden que el Señor había dado a Moisés. El Señor se dirigió a Moisés y a Aarón y les dijo: —Haced entre los levitas el censo de los hijos de Queat según sus clanes y casas patriarcales; censad a todos los comprendidos entre los treinta y los cincuenta años, capaces de prestar servicio en las tareas de la Tienda del encuentro. Los queatitas serán responsables de los objetos más sagrados en la Tienda del encuentro. Cuando haya que levantar el campamento, entrarán Aarón y sus hijos, descolgarán el velo de la Tienda y cubrirán con él el Arca del testimonio; luego pondrán sobre el Arca la cubierta de pieles de delfines, extenderán encima un paño de color púrpura violeta y le pondrán sus varales. Sobre la mesa de los panes presentados extenderán un paño de color púrpura violeta y pondrán sobre ella las escudillas, las cucharas, las copas y los tazones para libar; sobre la mesa estará el pan de la ofrenda permanente. Luego extenderán sobre ella un paño carmesí, la cubrirán con pieles de delfines y le pondrán los varales. Tomarán después un paño de color púrpura violeta y cubrirán con él el candelabro del alumbrado, sus lámparas, sus despabiladeras, sus platillos, y todas las vasijas de aceite que se utilizan en su servicio. Junto con los demás utensilios pondrán todo bajo una cubierta de pieles de delfines y lo colocarán sobre unas parihuelas para transportarlo. Seguidamente extenderán un paño de color púrpura violeta sobre el altar de oro, lo cubrirán con pieles de delfines y le colocarán los varales. Y tomarán todas las vasijas utilizadas en el servicio del santuario, las pondrán sobre un paño de color púrpura violeta, las cubrirán con pieles de delfines y las colocarán sobre unas parihuelas para transportarlas. Quitarán las cenizas del altar, extenderán sobre él un paño carmesí y pondrán sobre el altar todos los utensilios que se utilizan en su servicio: las paletas, los garfios, los braseros y los tazones; lo cubrirán todo con pieles de delfines y pondrán al altar los varales. Cuando al levantar el campamento, Aarón y sus hijos hayan terminado de cubrir todos los utensilios sagrados del santuario, vendrán los queatitas para transportarlos; pero que no entren en contacto con los objetos sagrados si no quieren morir. Estas serán las cosas de la Tienda del encuentro que deberán transportar los queatitas. Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, será responsable del aceite del alumbrado, del incienso aromático, de la ofrenda perpetua de cereal y del aceite de la unción; será el responsable de la Morada y de todo lo que hay en ella, del santuario y de sus utensilios. Se dirigió el Señor a Moisés y a Aarón y les dijo: —No dejéis que los clanes queatitas desaparezcan de entre los levitas. Para que cuando tengan que acercarse a los objetos más sagrados vivan y no mueran, haced que Aarón y sus hijos asignen a cada uno lo que tiene que hacer y transportar. Así no tendrán que contemplar lo santo, ni siquiera por un instante, lo que les acarrearía la muerte. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Haz también un censo de los guersonitas según sus casas patriarcales y sus clanes. Registra a todos los que, entre los treinta y los cincuenta años, estén cualificados para servir en las tareas de la Tienda del encuentro. Estas son las tareas de los clanes guersonitas en lo que respecta al servicio y al transporte: transportarán las lonas de la Morada, la Tienda del encuentro con su cubierta, la sobrecubierta de pieles de delfines y la cortina de la entrada de la Tienda del encuentro; [transportarán también] las cortinas del atrio, la cortina de la entrada del atrio que rodea la Morada, su cordaje, el altar junto con todos sus accesorios y el instrumental necesario para su trabajo, es decir, todo lo que se les ha confiado para realizar su trabajo. En todo lo que transporten o ejecuten, los guersonitas seguirán las indicaciones de Aarón y de sus hijos que les encomendarán todo lo que deben transportar. Estas son las tareas a realizar por los clanes guersonitas en relación con la Tienda del encuentro y su cuidado; todo bajo la dirección de Itamar, hijo del sacerdote Aarón. Harás finalmente el censo de los meraritas según sus clanes y sus casas patriarcales. Registra a todos los que, comprendidos entre los treinta y los cincuenta años, estén cualificados para servir en las tareas de la Tienda del encuentro. Respecto a las tareas relacionadas con la Tienda del encuentro, tendrán a su cargo transportar los tablones de la Morada, sus barras, sus columnas y sus basas, así como las columnas que rodean el atrio, junto con sus basas, sus estacas y su cordaje, además de todos los accesorios y utensilios de trabajo. Asignaréis nominalmente a cada uno los utensilios que les corresponda transportar. Estas son las tareas a realizar por los clanes meraritas en relación con la Tienda del encuentro, todo bajo la dirección de Itamar, hijo del sacerdote Aarón. Hicieron, pues, Moisés y Aarón, junto con los jefes de la comunidad, el censo de los queatitas según sus clanes y sus casas patriarcales, registrando a todos los que, comprendidos entre los treinta y los cincuenta años, estaban cualificados para servir en las tareas de la Tienda del encuentro. Y los registrados por sus clanes fueron dos mil setecientos cincuenta. Estos fueron los registrados de los clanes queatitas, todos ellos aptos para desarrollar sus tareas en la Tienda del encuentro; fueron censados por Moisés y Aarón, según lo mandó el Señor por medio de Moisés. Se hizo también el censo de los guersonitas según sus clanes y sus casas patriarcales, registrando a todos los que, comprendidos entre los treinta y los cincuenta años, estaban cualificados para servir en las tareas de la Tienda del encuentro. Los registrados según sus clanes y sus casas patriarcales fueron dos mil seiscientos treinta. Estos fueron los registrados de los clanes guersonitas, todos ellos aptos para desarrollar sus tareas en la Tienda del encuentro; fueron censados por Moisés y Aarón según lo mandó el Señor. Se hizo finalmente el censo de los meraritas según sus clanes y sus casas patriarcales, registrando a todos los que, comprendidos entre los treinta y los cincuenta años, estaban cualificados para servir en las tareas de la Tienda del encuentro. Los registrados según sus clanes fueron tres mil doscientos. Estos fueron los registrados de los clanes de los meraritas; fueron censados por Moisés y Aarón, según lo mandó el Señor por medio de Moisés. El total de los levitas que Moisés y Aarón junto con los jefes de Israel registraron según sus clanes y sus casas patriarcales, comprendidos entre los treinta y los cincuenta años, y cualificados para servir en las tareas de la Tienda del encuentro, fue de ocho mil quinientos ochenta. Todos fueron registrados según la orden del Señor transmitida por Moisés, y a cada uno se le asignó lo que debía hacer y transportar. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Manda a los israelitas que expulsen del campamento a todo leproso, a todos los que padezcan flujo seminal y a todos los impuros por contacto con un cadáver. Expulsaréis tanto a hombres como a mujeres; los haréis salir fuera para que no contaminen el campamento de aquellos entre los cuales yo habito. Así lo hicieron los israelitas: los expulsaron del campamento, cumpliendo de este modo lo que el Señor había mandado a Moisés. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Di a los israelitas: Cuando un hombre o una mujer es infiel al Señor, cometiendo un pecado en perjuicio de otro, se hace culpable. La persona en cuestión confesará el pecado que cometió, compensará el daño en su totalidad, añadirá a ello la quinta parte y se lo entregará a quien perjudicó. Y si la persona perjudicada no tuviere pariente a quien resarcir por el daño, será el Señor quien, en la persona del sacerdote, reciba la indemnización, además del carnero expiatorio en reparación de la culpa cometida. La ofrenda de cualquier cosa sagrada que los israelitas presenten al sacerdote, será para el sacerdote. Las ofrendas sagradas que haga cada uno, le pertenecen a él; lo que dé al sacerdote, será para el sacerdote. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Di esto a los israelitas: Puede suceder que una mujer se descarríe y sea infiel a su marido acostándose con otro hombre sin que su marido lo sepa, ya que ella lo ha ocultado y no hay testigo contra ella, ni ha sido sorprendida en el acto; si el marido sufre un ataque de celos, tanto si su esposa es inocente como si no lo es, llevará a su mujer ante el sacerdote, aportando como ofrenda por ella dos kilos y doscientos gramos de harina de cebada. No echará sobre la ofrenda aceite, ni pondrá sobre ella incienso, porque es ofrenda de celos, ofrenda que recuerda y trae a la memoria el pecado. El sacerdote hará que la mujer se acerque y se ponga en pie en presencia del Señor; tomará luego agua santa en una vasija de barro, junto con un poco de polvo del suelo donde se asienta la Morada, y lo echará en el agua. Siguiendo la mujer en pie ante el Señor, el sacerdote le descubrirá la cabeza y pondrá en sus manos la ofrenda recordativa, es decir, la ofrenda de los celos, mientras él sostiene en su mano el agua amarga de la maldición. Entonces el sacerdote tomará juramento a la mujer diciéndole: «Si ninguno se ha acostado contigo y no te has deshonrado siendo infiel a tu marido, que te veas libre de estas aguas amargas que acarrean maldición. Pero si has sido infiel a tu marido y te has deshonrado acostándote con alguien que no es tu marido, (aquí el sacerdote proferirá sobre la mujer este juramento de maldición, diciendo:) que el Señor te haga objeto de maldición y execración en medio de tu pueblo, que haga que tu criatura se malogre y que se hinche tu vientre; que esta agua que acarrea maldición penetre en tus entrañas y haga que se hinche tu vientre y se malogre tu criatura». Y la mujer contestará: «Amén, amén». El sacerdote escribirá estas maldiciones en una hoja y las disolverá en el agua de amargura; luego hará beber a la mujer el agua amarga de la maldición, para que penetre en ella con toda su amargura. Después el sacerdote tomará de la mano de la mujer la ofrenda de los celos y la presentará ante el Señor con el rito de la elevación, poniéndola sobre el altar. El sacerdote tomará una parte de la ofrenda como porción representativa, la quemará sobre el altar y finalmente hará beber el agua a la mujer. Una vez que la haya bebido, si verdaderamente se ha deshonrado y ha sido infiel a su marido, el agua de la maldición penetrará en ella con toda su amargura, su vientre se hinchará, se malogrará su criatura y será objeto de maldición en medio de su pueblo. Pero si no se deshonró, sino que está sin mancha alguna, entonces quedará ilesa y será capaz de procrear. Este es el ritual a seguir en casos de celos, cuando una mujer sea infiel a su marido y se deshonre, o cuando el marido tenga un ataque de celos con respecto a su mujer. En tales casos se presentará la mujer ante el Señor y el sacerdote ejecutará en ella este ritual completo. El marido quedará exento de culpa y la mujer cargará con su pecado. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Di a los israelitas: Si alguien, hombre o mujer, hace voto solemne de nazareo, consagrándose al Señor, deberá abstenerse de vino y de cualquier otra bebida embriagadora; no beberá vinagre hecho de vino o de otra bebida embriagadora; tampoco beberá zumo de uva ni comerá uvas frescas ni secas. Durante el período de su nazareato no comerá nada de lo que se obtiene de la vid, ni los granos de la uva ni el hollejo. Mientras dure su voto de nazareato no pasará navaja sobre su cabeza; hasta que se cumpla el tiempo de su consagración al Señor, será algo sagrado y dejará crecer su cabello sin cortarlo. Mientras dure su voto de nazareato en honor del Señor, no se acercará a ninguna persona muerta. Ni siquiera por su padre o su madre o su hermano o su hermana, en caso de que mueran, podrá contaminarse; porque tiene la consagración de Dios sobre su cabeza. Todo el tiempo de su nazareato será una persona consagrada al Señor. Si una persona muere de repente cerca del nazareo, contaminará su cabello consagrado, por lo que deberá afeitar su cabeza el día de su purificación, es decir el día séptimo, y el octavo día traerá dos tórtolas o dos palominos al sacerdote, a la entrada de la Tienda del encuentro. El sacerdote ofrecerá uno como ofrenda de purificación y el otro en holocausto; así hará expiación en favor del nazareo por el pecado en que incurrió al estar cerca del muerto. Ese mismo día consagrará nuevamente su cabeza, comenzará un nuevo período de nazareato dedicado al Señor y traerá un cordero de un año en ofrenda de reparación. El período previo quedará anulado por cuanto su nazareato fue contaminado. Este es el ritual para el nazareo: el día que se cumpla el período de su nazareato será conducido a la entrada de la Tienda del encuentro. Como ofrenda al Señor presentará un cordero de un año sin defecto alguno en holocausto, una cordera de un año sin defecto alguno como ofrenda de purificación y un carnero sin defecto alguno en sacrificio de comunión. Llevará también un canastillo de panes sin levadura hechos de flor de harina amasada con aceite, junto con tortas sin levadura untadas con aceite, además de la ofrenda de cereal y las correspondientes libaciones. El sacerdote lo presentará todo ante el Señor y hará la ofrenda de purificación y el holocausto. Ofrecerá el carnero en sacrificio de comunión al Señor, junto con el canastillo de los panes sin levadura y la ofrenda de cereal acompañada de las correspondientes libaciones. Entonces el nazareo afeitará su cabeza consagrada a la entrada de la Tienda del encuentro, tomará los cabellos de su cabeza consagrada y los pondrá sobre el fuego que arde debajo del sacrificio de comunión. Después el sacerdote tomará la espaldilla ya cocida del carnero, junto con un pan y una torta sin levadura del canastillo, y lo pondrá todo en las manos del nazareo una vez que este haya afeitado su cabeza consagrada. El sacerdote realizará el rito de la elevación en presencia del Señor, y todo le pertenecerá como ofrenda sagrada, además del pecho sometido al rito de la elevación y de la espaldilla reservada. Después de esto el nazareo podrá beber vino. Así reza la ley para el que hace voto de nazareato. Pero si, además de las obligaciones de su nazareato, añade otra ofrenda al Señor, según le permitan sus recursos, deberá cumplir lo prometido de acuerdo con la ley del nazareato. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Di a Aarón y a sus hijos: Así bendeciréis a los israelitas: ¡Que el Señor te bendiga y te proteja! ¡Que el Señor te mire con benevolencia y tenga misericordia de ti! ¡Que el Señor te mire favorablemente y te colme de paz! Invocarán así mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré. Cuando Moisés acabó de instalar la Morada, la ungió y la consagró junto con todos sus utensilios; asimismo ungió y consagró el altar y todos sus utensilios. Una vez que hubo ungido y consagrado todo, los principales de Israel, es decir, los jefes de las casas patriarcales y los jefes de las tribus que habían presidido el censo, se acercaron y trajeron sus ofrendas delante del Señor: seis carros cubiertos y doce bueyes; un carro por cada dos jefes y un buey por cada jefe. Cuando los presentaron ante la Morada, el Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Acéptalos de su parte para el servicio de la Tienda del encuentro y dáselos a los levitas, a cada uno conforme a las tareas que debe desarrollar. Entonces Moisés tomó los carros y los bueyes, y se los dio a los levitas. A los guersonitas les dio dos carros y cuatro bueyes conforme a las tareas que debían desempeñar; a los meraritas dio cuatro carros y ocho bueyes conforme a las tareas que debían desempeñar bajo la dirección de Itamar, hijo del sacerdote Aarón. Pero a los queatitas no les dio nada, porque los objetos sagrados que tenían a su cargo debían transportarlos a hombros. Los jefes también trajeron ofrendas para la consagración y dedicación del altar. Mientras los jefes ofrecían sus ofrendas ante el altar, el Señor dijo a Moisés: —Que cada día un jefe presente su ofrenda para la dedicación del altar. El que presentó su ofrenda el primer día fue Naasón, hijo de Aminadab, de la tribu de Judá. Su ofrenda fue un plato de plata de ciento treinta siclos de peso y un jarro de plata de setenta siclos, según el peso del siclo del santuario, ambos llenos de flor de harina amasada con aceite para la ofrenda de cereal; ofreció también una bandeja de oro de diez siclos, llena de incienso; un becerro, un carnero, un cordero de un año para holocausto; un macho cabrío para ofrenda de purificación; y para sacrificio de comunión, dos bueyes, cinco carneros, cinco machos cabríos y cinco corderos de un año. Esta fue la ofrenda de Naasón, hijo de Aminadab. El segundo día presentó su ofrenda Natanael, hijo de Zuar, jefe de Isacar. Presentó como ofrenda un plato de plata de ciento treinta siclos de peso y un jarro de plata de setenta siclos, según el peso del siclo del santuario, ambos llenos de flor de harina amasada con aceite para la ofrenda de cereal; ofreció también una bandeja de oro de diez siclos, llena de incienso; un becerro, un carnero, un cordero de un año para holocausto; un macho cabrío como ofrenda de purificación; y para sacrificio de comunión, dos bueyes, cinco carneros, cinco machos cabríos y cinco corderos de un año. Esta fue la ofrenda de Natanael, hijo de Zuar. El tercer día fue el turno de Eliab, hijo de Jelón, jefe de los descendientes de Zabulón. Su ofrenda fue un plato de plata de ciento treinta siclos de peso y un jarro de plata de setenta siclos, según el peso del siclo del santuario, ambos llenos de flor de harina amasada con aceite para la ofrenda de cereal; ofreció también una bandeja de oro de diez siclos, llena de incienso; un becerro, un carnero, un cordero de un año para holocausto; un macho cabrío como ofrenda de purificación; y para sacrificio de comunión, dos bueyes, cinco carneros, cinco machos cabríos y cinco corderos de un año. Esta fue la ofrenda de Eliab, hijo de Jelón. El cuarto día fue el turno de Elisur, hijo de Sedeur, jefe de los descendientes de Rubén. Su ofrenda fue un plato de plata de ciento treinta siclos de peso y un jarro de plata de setenta siclos, según el peso del siclo del santuario, ambos llenos de flor de harina amasada con aceite para la ofrenda de cereal; ofreció también una bandeja de oro de diez siclos, llena de incienso; un becerro, un carnero, un cordero de un año para holocausto; un macho cabrío como ofrenda de purificación; y para sacrificio de comunión, dos bueyes, cinco carneros, cinco machos cabríos y cinco corderos de un año. Esta fue la ofrenda de Elisur, hijo de Sedeur. El quinto día fue el turno de Selumiel, hijo de Zurisaday, jefe de los descendientes de Simeón. Su ofrenda fue un plato de plata de ciento treinta siclos de peso y un jarro de plata de setenta siclos, según el peso del siclo del santuario, ambos llenos de flor de harina amasada con aceite para la ofrenda de cereal; ofreció también una bandeja de oro de diez siclos, llena de incienso; un becerro, un carnero, un cordero de un año para holocausto; un macho cabrío como ofrenda de purificación; y para sacrificio de comunión, dos bueyes, cinco carneros, cinco machos cabríos y cinco corderos de un año. Esta fue la ofrenda de Selumiel, hijo de Zurisaday. El sexto día fue el turno de Eliasaf, hijo de Deuel, jefe de los descendientes de Gad. Su ofrenda fue un plato de plata de ciento treinta siclos de peso y un jarro de plata de setenta siclos, según el peso del siclo del santuario, ambos llenos de flor de harina amasada con aceite para la ofrenda de cereal; ofreció también una bandeja de oro de diez siclos, llena de incienso; un becerro, un carnero, un cordero de un año para holocausto; un macho cabrío como ofrenda de purificación; y para sacrificio de comunión, dos bueyes, cinco carneros, cinco machos cabríos y cinco corderos de un año. Esta fue la ofrenda de Eliasaf, hijo de Deuel. El séptimo día fue el turno de Elisamá, hijo de Amihud, jefe de los descendientes de Efraín. Su ofrenda fue un plato de plata de ciento treinta siclos de peso y un jarro de plata de setenta siclos, según el peso del siclo del santuario, ambos llenos de flor de harina amasada con aceite para la ofrenda de cereal; ofreció también una bandeja de oro de diez siclos, llena de incienso; un becerro, un carnero, un cordero de un año para holocausto; un macho cabrío como ofrenda de purificación; y para sacrificio de comunión, dos bueyes, cinco carneros, cinco machos cabríos y cinco corderos de un año. Esta fue la ofrenda de Elisamá, hijo de Amihud. El octavo día fue el turno de Gamaliel, hijo de Pesadur, jefe de los descendientes de Manasés. Su ofrenda fue un plato de plata de ciento treinta siclos de peso y un jarro de plata de setenta siclos, según el peso del siclo del santuario, ambos llenos de flor de harina amasada con aceite para la ofrenda de cereal; ofreció también una bandeja de oro de diez siclos, llena de incienso; un becerro, un carnero, un cordero de un año para holocausto; un macho cabrío como ofrenda de purificación; y para sacrificio de comunión, dos bueyes, cinco carneros, cinco machos cabríos y cinco corderos de un año. Esta fue la ofrenda de Gamaliel, hijo de Pedasur. El noveno día fue el turno de Abidán, hijo de Guideoní, jefe de los descendientes de Benjamín. Su ofrenda fue un plato de plata de ciento treinta siclos de peso y un jarro de plata de setenta siclos, según el peso del siclo del santuario, ambos llenos de flor de harina amasada con aceite para la ofrenda de cereal; ofreció también una bandeja de oro de diez siclos, llena de incienso; un becerro, un carnero, un cordero de un año para holocausto; un macho cabrío como ofrenda de purificación; y para sacrificio de comunión, dos bueyes, cinco carneros, cinco machos cabríos y cinco corderos de un año. Esta fue la ofrenda de Abidán, hijo de Guideoní. El décimo día fue el turno de Ajiecer, hijo de Amisaday, jefe de los descendientes de Dan. Su ofrenda fue un plato de plata de ciento treinta siclos de peso y un jarro de plata de setenta siclos, según el peso del siclo del santuario, ambos llenos de flor de harina amasada con aceite para la ofrenda de cereal; ofreció también una bandeja de oro de diez siclos, llena de incienso; un becerro, un carnero, un cordero de un año para holocausto; un macho cabrío como ofrenda de purificación; y para sacrificio de comunión, dos bueyes, cinco carneros, cinco machos cabríos y cinco corderos de un año. Esta fue la ofrenda de Ajiezer, hijo de Amisaday. El undécimo día fue el turno de Paguiel, hijo de Ocrán, jefe de los descendientes de Aser. Su ofrenda fue un plato de plata de ciento treinta siclos de peso y un jarro de plata de setenta siclos, según el peso del siclo del santuario, ambos llenos de flor de harina amasada con aceite para la ofrenda de cereal; ofreció también una bandeja de oro de diez siclos, llena de incienso; un becerro, un carnero, un cordero de un año para holocausto; un macho cabrío como ofrenda de purificación; y para sacrificio de comunión, dos bueyes, cinco carneros, cinco machos cabríos y cinco corderos de un año. Esta fue la ofrenda de Paguiel, hijo de Ocrán. El duodécimo día fue el turno de Ajirá, hijo de Enán, jefe de los descendientes de Neftalí. Su ofrenda fue un plato de plata de ciento treinta siclos de peso, y un jarro de plata de setenta siclos, según el peso del siclo del santuario, ambos llenos de flor de harina amasada con aceite para la ofrenda de cereal; ofreció también una bandeja de oro de diez siclos, llena de incienso; un becerro, un carnero, un cordero de un año para holocausto; un macho cabrío como ofrenda de purificación; y para sacrificio de comunión, dos bueyes, cinco carneros, cinco machos cabríos y cinco corderos de un año. Esta fue la ofrenda de Ajirá, hijo de Enán. Esta fue la ofrenda que hicieron los jefes de Israel con motivo de la dedicación del altar el día en que este fue consagrado: doce platos de plata, doce jarros de plata, doce bandejas de oro. Cada plato de ciento treinta siclos y cada jarro de setenta siclos; el total de la plata de la vajilla fue de dos mil cuatrocientos siclos, según el peso del siclo del santuario. Las doce bandejas de oro llenas de incienso tenían un valor de diez siclos cada bandeja, según el peso del siclo del santuario; el total del oro de las bandejas fue de ciento veinte siclos. El total de ganado mayor para servir de holocausto fue de doce becerros, doce carneros, doce corderos de un año, con sus respectivas ofrendas de cereal, y doce machos cabríos como ofrenda de purificación. En cuanto al ganado mayor para servir de sacrificio de comunión, el total fue de veinticuatro novillos, sesenta carneros, sesenta machos cabríos y sesenta corderos de un año. Esta fue la ofrenda para la dedicación del altar, una vez que fue consagrado. Cuando Moisés entraba en la Tienda del encuentro para hablar con el Señor, oía la voz que le hablaba por encima de la cubierta de oro que cubría el Arca del testimonio, entre los dos querubines. Y el Señor le hablaba desde allí. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Habla a Aarón y dile: Cuando enciendas las lámparas del candelabro, haz que sus siete lámparas alumbren hacia la parte delantera del mismo. Aarón lo hizo así: encendió las lámparas hacia la parte delantera del candelabro, como el Señor había mandado a Moisés. El candelabro estaba hecho de oro labrado a martillo; desde la peana hasta las flores que lo adornaban, todo se labró a martillo. Se hizo conforme al modelo que el Señor había mostrado a Moisés en una visión. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Separa a los levitas de en medio de los israelitas y haz que se purifiquen. El ritual de purificación será como sigue: rocía sobre ellos el agua de la purificación, haz que se afeiten todo el cuerpo y que laven sus vestidos, quedando así purificados. Que tomen un novillo con la correspondiente ofrenda de cereal —flor de harina amasada con aceite—; por tu parte, tomarás otro novillo como ofrenda de purificación. Harás que los levitas vengan ante la Tienda del encuentro, reunirás a toda la comunidad israelita y, una vez que todos los levitas estén en presencia del Señor, haz que los israelitas pongan sus manos sobre ellos. Entonces Aarón presentará los levitas al Señor mediante el rito de la elevación para que, como ofrenda de los israelitas, se dediquen al servicio del Señor. Los levitas pondrán entonces sus manos sobre la cabeza de los novillos, de los cuales uno será ofrecido como ofrenda de purificación, y el otro como holocausto en honor del Señor, para hacer expiación por los levitas. Pondrás a los levitas bajo la vigilancia de Aarón y de sus hijos, y los presentarás en ofrenda al Señor mediante el rito de la elevación. Separarás así a los levitas del resto de Israel y serán míos. Así pues, una vez que los levitas hayan sido purificados y presentados como ofrenda al Señor mediante el rito de la elevación, quedarán cualificados para oficiar en la Tienda del encuentro. Porque ellos me han sido dados, verdaderamente dados separándolos de entre los israelitas; los he reservado para mí en sustitución de todo primer nacido, en lugar de todo primogénito israelita. Porque mío es todo primogénito israelita, así de personas como de animales; yo los consagré para mí desde el día que herí a los primogénitos egipcios. Ahora, pues, me reservo a los levitas en sustitución de todos los primogénitos de Israel; asigno formalmente los levitas a Aarón y a sus descendientes para que oficien en la Tienda del encuentro de parte de los israelitas y para que hagan expiación por ellos. De este modo no tendrán los israelitas que entrar en el santuario y ningún castigo se abatirá sobre ellos. Moisés, Aarón y toda la comunidad israelita cumplieron puntualmente todo lo que mandó el Señor a Moisés acerca de los levitas. Los levitas se purificaron y lavaron sus vestidos; por su parte Aarón los presentó en ofrenda al Señor mediante el rito de la elevación, haciendo expiación por ellos para dejarlos así purificados. Después de lo cual los levitas quedaron cualificados para ejercer su ministerio en la Tienda del encuentro bajo la vigilancia de Aarón y sus hijos. Se hizo, pues, con los levitas lo que, al respecto, el Señor había mandado a Moisés. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Esta es la reglamentación para los levitas: los mayores de veinticinco años podrán ejercer su ministerio al servicio de la Tienda del encuentro; pero a partir de los cincuenta años cesarán de ejercer su ministerio y nunca más lo ejercerán. Podrán, sí, asistir a sus hermanos levitas en la Tienda del encuentro para montar guardia, pero no realizarán ningún otro servicio. Estas serán las normas que tendrás en cuenta en relación con el ministerio de los levitas. El Señor se dirigió a Moisés en el desierto del Sinaí, en el segundo año después de la salida de Egipto, en el mes primero del año, y le dijo: —Que los israelitas celebren la Pascua a su tiempo. La celebraréis a su debido tiempo el décimocuarto día de este mes, al anochecer, ajustándoos a todos sus ritos y costumbres. Mandó, pues, Moisés a los israelitas que celebraran la Pascua; y así lo hicieron ellos el día catorce del primer mes, al anochecer, en el desierto del Sinaí. Tal como el Señor había mandado a Moisés, así procedieron los israelitas. Pero hubo algunos que estaban impuros por haber tocado un cadáver, y no pudieron celebrar la Pascua aquel día. Los afectados se presentaron aquel mismo día a Moisés y a Aarón y les dijeron: —Es verdad que nosotros estamos impuros por haber tocado un cadáver, pero ¿por qué se nos va a privar de presentar la ofrenda al Señor a su tiempo como los demás israelitas? Moisés les respondió: —Esperad y dejadme conocer lo que dispone el Señor acerca de vosotros. Y el Señor dijo a Moisés: —Dirígete a los israelitas y diles: Cuando alguno de vosotros o de vuestros descendientes esté impuro por haber tocado un cadáver o se encuentre lejos haciendo un viaje, si quiere celebrar la Pascua en honor del Señor, la celebrará el día catorce del segundo mes, al anochecer. La comerán con panes sin levadura y hierbas amargas; no dejarán nada del animal sacrificado para el día siguiente ni quebrarán uno solo de sus huesos. Se ajustarán estrictamente en todo al ritual de la Pascua. Pero si alguien que está en estado de pureza y no se encuentra de viaje rehúsa celebrar la Pascua, tal persona será extirpada de su pueblo. Por no haber presentado a su debido tiempo la ofrenda en honor del Señor, cargará con las consecuencias de su pecado. Y cuando el extranjero que reside entre vosotros, quiera celebrar la Pascua en honor del Señor, deberá hacerlo conforme a las normas rituales de la Pascua. Tendréis un mismo rito tanto para el extranjero como para el ciudadano del país. El día que fue erigida la Morada, es decir, la Tienda del testimonio, la nube cubrió la Morada. Desde el anochecer hasta la mañana, la nube que cubría la Morada tenía una apariencia de fuego. Así sucedía permanentemente: la nube cubría la Morada durante el día mientras que por la noche parecía como un fuego. Cuando se alzaba la nube por encima de la Tienda, los israelitas partían; y en el lugar donde la nube se detenía, allí acampaban los israelitas. A la señal del Señor los israelitas partían, y a la señal del Señor acampaban; permanecían acampados todo el tiempo que la nube permanecía sobre la Morada. Cuando la nube permanecía sobre la Morada durante mucho tiempo, los israelitas obedecían el mandato del Señor y no partían. Si solo permanecía sobre la Morada unos pocos días, igualmente a la señal del Señor acampaban, y a la señal del Señor partían. A veces la nube permanecía solo desde el anochecer hasta la mañana; en tal caso los israelitas partían tan pronto como la nube se levantaba por la mañana. Fuera de día o de noche, cuando la nube se levantaba, ellos partían. Daba lo mismo que fueran dos días, un mes o un año; mientras la nube permanecía sobre la Morada, los israelitas permanecían acampados y no se movían; solamente cuando la nube se levantaba, ellos partían. A la señal del Señor acampaban y a la señal del Señor partían, obedeciendo así la señal del Señor, tal como el Señor lo había mandado por medio de Moisés. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Hazte dos trompetas de plata labradas a martillo. Te servirán para convocar a la comunidad y para dar la orden de partida a los distintos campamentos. Cuando las dos trompetas resuenen, toda la comunidad se reunirá ante ti a la entrada de la Tienda del encuentro; si solo resuena una, entonces se congregarán ante ti únicamente los jefes de los clanes de Israel. Al primer toque agudo de trompeta se pondrán en movimiento los campamentos acampados al oriente. Al segundo toque agudo, lo harán los acampados al sur. Los toques agudos indicarán que hay que emprender la marcha. En cambio, para reunir la comunidad, los toques de trompeta no serán agudos. Los sacerdotes descendientes de Aarón serán los encargados de tocar las trompetas. Esta será una norma perpetua, válida para todos vuestros descendientes. Cuando ya estéis en vuestra tierra y tengáis que salir a la guerra contra un agresor que os ataque, haréis resonar las trompetas con toques agudos; el Señor, vuestro Dios, se acordará de vosotros y os veréis liberados de vuestros enemigos. Y en vuestros días de fiesta, en las solemnidades y novilunios, tocaréis las trompetas en el momento de ofrecer vuestros holocaustos, y vuestros sacrificios de comunión. Eso servirá para que vuestro Dios se acuerde de vosotros. Yo soy el Señor, vuestro Dios. En el año segundo, a los veinte días del segundo mes, la nube se levantó por encima de la Morada del testimonio y los israelitas partieron en orden de marcha del desierto del Sinaí hasta que la nube se detuvo en el desierto de Parán. Partieron por primera vez según lo había dispuesto el Señor por medio de Moisés. Abría la marcha el estandarte del campamento de los descendientes de Judá por escuadrones. Al frente de sus tropas iba Naasón, hijo de Aminadab; al frente de las tropas de la tribu de los descendientes de Isacar iba Natanael, hijo de Zuar; y al frente de las tropas de la tribu de los descendientes de Zabulón iba Eliab, hijo de Jelón. Luego, una vez desmontada la Morada, se pusieron en marcha los guersonitas y los meraritas, que eran los encargados de transportarla. A continuación se puso en marcha el estandarte del campamento de Rubén por escuadrones; Elisur, hijo de Sedeur, iba al frente de sus tropas. Al frente de las tropas de la tribu de los descendientes de Simeón iba Selumiel, hijo de Zurisaday; y al frente de las tropas de la tribu de los descendientes de Gad iba Eliasaf, hijo de Deuel. Seguidamente emprendieron la marcha los queatitas llevando los objetos sagrados; para cuando estos llegaban [a la siguiente acampada], los otros ya habían montado la Morada. Después emprendió la marcha el estandarte del campamento de los descendientes de Efraín por escuadrones; al frente de sus tropas iba Elisamá, hijo de Amihud. Al frente de las tropas de los descendientes de la tribu de Manasés iba Gamaliel, hijo de Pedasur, mientras Abidán, hijo de Guideoní, comandaba las tropas de la tribu de los descendientes de Benjamín. Finalmente, a retaguardia de todos los campamentos, se puso en marcha el estandarte del campamento de los descendientes de Dan por escuadrones. Ajiezer, hijo de Amisaday, iba al frente de sus tropas. Al frente de las tropas de la tribu de los descendientes de Aser iba Paguiel, hijo de Ocrán, mientras Ajirá, hijo de Enán, iba al frente de las tropas de la tribu de los descendientes de Neftalí. Este era el orden de partida cuando los israelitas se ponían en marcha por escuadrones. Moisés dijo a su suegro Jobab del clan madianita de Ragüel: —Nosotros partimos hacia la tierra que el Señor ha prometido darnos. Ven con nosotros y seremos generosos contigo, pues el Señor ha prometido ser generoso con Israel. Pero Jobab le respondió: —Yo no iré, sino que retornaré a mi tierra natal. Moisés insistió: —Te ruego que no nos dejes, pues tú conoces los lugares donde hemos de acampar en el desierto y podrás servirnos de guía. Si vienes con nosotros, compartiremos contigo el bienestar que el Señor nos depare. Marcharon, pues, del monte del Señor e hicieron tres jornadas de camino. El Arca de la alianza del Señor los acompañó durante los tres días de camino, buscándoles un lugar donde acampar; por su parte, desde que salieron del campamento, la nube del Señor no dejaba de acompañarlos durante el día. Cuando el Arca se ponía en marcha, Moisés decía: —¡Ponte, Señor, en acción! Que sean dispersados tus enemigos y huyan de tu presencia los que te aborrecen. Y cuando el Arca se detenía, decía Moisés: —¡Mira con benevolencia, Señor, a los incontables ejércitos de Israel! El pueblo se quejó con acritud ante el Señor. El Señor lo oyó y, ardiendo en cólera, encendió contra ellos su fuego que devoró uno de los flancos del campamento. Entonces el pueblo clamó a Moisés que oró al Señor, y el fuego se extinguió. Y ese lugar se llamó Taberá porque el fuego del Señor se encendió contra ellos. La gente extraña que se había mezclado con los israelitas sintió ansia de comer, y los propios israelitas lloraban diciendo: —¿Quién nos proporcionará carne para comer? ¡Cómo nos acordamos del pescado que comíamos gratis en Egipto, así como de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos! Pero ahora nuestras gargantas están secas, pues solo disponemos de este maná. El maná era como semilla de cilantro, y su color como color de bedelio. El pueblo se diseminaba para recogerlo y lo molía en molinos o lo machacaba en morteros; luego lo cocía en caldera y hacía tortas con él. Su sabor era como el de una torta de aceite. Cuando por la noche descendía el rocío sobre el campamento, también el maná descendía sobre él. Moisés oyó como los componentes de las distintas familias del pueblo se lamentaban, cada uno a la puerta de su tienda. Esto provocó el estallido de la cólera del Señor, cosa que disgustó mucho a Moisés hasta el punto de decir al Señor: —¿Por qué tratas tan mal a tu siervo? ¿Por qué me has retirado tu favor y has puesto la carga de todo este pueblo sobre mí? ¿Concebí yo a todo este pueblo? ¿Acaso engendré yo a este pueblo o lo di a luz para que me digas: «Llévalo en tu regazo —como hace la nodriza con el niño de pecho— a la tierra que prometiste con juramento a sus antepasados»? Porque ¿dónde conseguiré carne para dar de comer a todo este pueblo? Y es que vienen a mí con lamentos y me exigen: «¡Danos carne para comer!». Yo solo no puedo cargar con todo este pueblo, porque es demasiado pesado para mí. Si me vas a tratar así, prefiero que me mates; pero si aún gozo de tu favor, te ruego que no prolongues mi desventura. El Señor contestó a Moisés: —Reúneme setenta hombres de los principales de Israel, de los que tengas constancia que son líderes y maestros del pueblo; tráelos a la entrada de la Tienda del encuentro y ponlos junto a ti. Yo descenderé y hablaré allí contigo; tomaré parte del espíritu que hay en ti y se lo infundiré a ellos; así compartirán contigo la carga del pueblo y no tendrás que llevarla tú solo. Y al pueblo le dirás: «Purificaos para mañana pues vais a comer carne. Vuestras quejas han llegado a oídos del Señor cuando decíais: “¡Quién nos diera carne para comer! ¡Ciertamente nos iba mejor en Egipto!”. Pues bien, el Señor os dará carne, y comeréis. No comeréis un día, ni dos, ni cinco, ni diez, ni veinte, sino durante un mes entero, hasta que os salga por las narices, y la aborrezcáis; así será por cuanto rechazasteis al Señor que está en medio de vosotros al quejaros ante él, diciendo: “¿Para qué salimos de Egipto?”». Entonces dijo Moisés: —El pueblo en medio del cual estoy suma seiscientos mil hombres de a pie y sin embargo tú dices: ¡Les daré suficiente carne para comer durante un mes entero! ¿Acaso hay suficientes ovejas y bueyes que puedan ser degollados? ¿Es posible juntar para ellos todos los peces del mar para que tengan bastante? El Señor respondió a Moisés: —¿Es que tiene un límite el poder del Señor? Enseguida verás si lo que te he dicho se cumple o no. Moisés salió y comunicó al pueblo las palabras del Señor. Luego reunió a setenta hombres de los ancianos del pueblo y los hizo situarse alrededor de la Tienda. Acto seguido el Señor descendió en la nube y le habló; tomó luego parte del espíritu que poseía Moisés y se lo infundió a los setenta ancianos. Y cuando el espíritu entró en ellos, se pusieron a hablar como profetas, cosa que no volvió a repetirse. Dos hombres, uno llamado Eldad y el otro Medad, que habían permanecido en el campamento, se vieron también invadidos por el espíritu; estaban entre los elegidos, pero no habían acudido a la Tienda, a pesar de lo cual comenzaron a hablar como profetas en el campamento. Un joven corrió y dio aviso a Moisés, diciendo: —Eldad y Medad están actuando como profetas en el campamento. Entonces Josué, hijo de Nun y ayudante de Moisés desde su juventud, intervino diciendo: —Señor mío Moisés, ¡detenlos! Pero Moisés le respondió: —¿Estás celoso por mí? Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y el Señor les infundiera su espíritu. Dicho esto, Moisés regresó al campamento junto con los ancianos de Israel. El Señor levantó un viento que trajo bandadas de codornices desde la región marítima, y las arrojó junto al campamento, aleteando a un metro del suelo en un radio de una jornada de camino. El pueblo se dedicó a recoger codornices todo aquel día, toda la noche y todo el día siguiente. El que menos codornices recogió, lo hizo en una gran cantidad y las tendieron alrededor del campamento. Aún tenían la carne entre los dientes, sin acabar de masticarla, cuando la cólera del Señor estalló contra el pueblo y lo hirió el Señor con una terrible plaga. El lugar se llamó Kibrot-Hatavá, por cuanto allí fueron sepultados los culpables de glotonería. Luego el pueblo partió de Kibrot-Hatavá hacia Jaserot. Entonces María y Aarón criticaron a Moisés porque se había casado con una mujer cusita. Decían: —¿Ha hablado el Señor solamente a través de Moisés? ¿No ha hablado también por medio de nosotros? Y el Señor lo oyó. Moisés era un hombre muy humilde; no había sobre la tierra otro más humilde que él. Así que de pronto llamó el Señor a Moisés, a Aarón y a María y les dijo: —¡Acudid vosotros tres a la Tienda del encuentro! Y así lo hicieron. Entonces el Señor descendió en una columna de nube, se detuvo a la entrada de la Tienda y llamó a Aarón y a María. Se acercaron ambos y el Señor les dijo: —Oíd mis palabras. Cuando un profeta surja entre vosotros, yo, el Señor, me revelaré a él en visiones y hablaré con él por medio de sueños; no así con mi siervo Moisés a quien he confiado toda mi casa. Con él hablo cara a cara, claramente y sin enigmas, mientras él contempla mi semblante. ¿Cómo, pues, os habéis atrevido a criticar a Moisés, mi siervo? Estalló entonces contra ellos la cólera del Señor; y se fue. Al apartarse la nube de la Tienda, María se encontró cubierta de lepra, toda ella blanca como la nieve. Aarón la miró y vio que estaba toda cubierta de lepra. Y dijo Aarón a Moisés: —¡Ah! señor mío, no nos tengas en cuenta este pecado que neciamente hemos cometido. Te ruego no quede ella como el aborto que, al salir del vientre de su madre, nace ya medio consumido. Entonces Moisés suplicó al Señor, diciéndole: —¡Te ruego, oh Dios, que la sanes! Pero el Señor respondió a Moisés: —Si su padre le hubiera escupido en el rostro, ¿no cargaría con su vergüenza durante siete días? Pues que permanezca durante siete días fuera del campamento; después se reintegrará a la comunidad. Permaneció María esos siete días fuera del campamento; y el pueblo no prosiguió su marcha hasta que María volvió con ellos. Seguidamente el pueblo partió de Jaserot y fue a acampar en el desierto de Parán. Y el Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Envía hombres, uno por cada tribu paterna y que tenga la condición de jefe, para que exploren la tierra de Canaán que yo voy a dar al pueblo de Israel. Así lo hizo Moisés: conforme al mandato del Señor, envió desde el desierto de Parán a exploradores, todos ellos jefes entre los israelitas, y cuyos nombres eran: De la tribu de Rubén: Samúa, hijo de Zacur. De la tribu de Simeón: Safat, hijo de Jorí. De la tribu de Judá: Caleb, hijo de Jefuné. De la tribu de Isacar: Igal, hijo de José. De la tribu de Efraín: Oseas, hijo de Nun. De la tribu de Benjamín: Paltí, hijo de Rafú. De la tribu de Zabulón: Gadiel, hijo de Sodí. De la tribu de Manasés —por la tribu de José—: Gadí, hijo de Susí. De la tribu de Dan: Amiel, hijo de Guemalí. De la tribu de Aser: Setur, hijo de Micael. De la tribu de Neftalí, Najbi, hijo de Vapsí. De la tribu de Gad: Gueuel, hijo de Maquí. Estos son los nombres de los que Moisés envió a explorar la tierra. A Oseas, hijo de Nun, Moisés le cambió el nombre y le puso por nombre Josué. Al enviarlos a explorar la tierra de Canaán, les dijo Moisés: —Subid por el Négueb, llegad a la zona montañosa, y observad qué tipo de tierra es; ved si el pueblo que la habita es fuerte o débil, si son pocos o muchos, si la tierra que habitan es buena o mala; comprobad si sus ciudades están o no están amuralladas, si su terreno es fértil o baldío, si tiene o no tiene árboles. Portaos valerosamente y traed algún fruto del país. Era el tiempo de las primeras uvas. Subieron los exploradores y recorrieron la tierra desde el desierto de Sin hasta Rejob, en Lebó-Jamat. Remontaron el Négueb y llegaron hasta Hebrón, donde vivían Ajimán, Sesay y Talmay, del clan de los anaquitas. (Hebrón había sido fundada siete años antes que lo fuera Soán en Egipto). Llegaron hasta el valle de Escol y allí cortaron un sarmiento con un racimo de uvas que, valiéndose de un palo, tenían que llevar entre dos; recogieron también algunas granadas e higos. Y se llamó aquel lugar valle de Escol, por el racimo que allí cortaron los israelitas. Al término de los cuarenta días concluyeron la exploración de la tierra. Se dirigieron directamente a Moisés y a Aarón, y a toda la comunidad israelita que acampaba en Cadés —en el desierto de Parán—, les dieron cuenta de la misión realizada y les mostraron los frutos de la tierra. Esto es lo que les dijeron: —Hemos recorrido la tierra a la que nos enviaste, una tierra que ciertamente mana leche y miel; y estos son sus frutos. Sin embargo, el pueblo que habita esa tierra es fuerte, y sus ciudades son grandes y fortificadas; además hemos visto allí a descendientes de Anac. Los amalecitas habitan en el Négueb; los hititas, los jebuseos y los amorreos habitan en la montaña; los cananeos, por su parte, ocupan la franja costera y la ribera del Jordán. Entonces Caleb impuso silencio al pueblo en presencia de Moisés y dijo: —Subamos con decisión y apoderémonos de esa tierra, pues somos más poderosos que ellos. Pero los hombres que habían subido con Caleb le replicaron: —No podremos vencer a ese pueblo, porque es más fuerte que nosotros. Y difundieron entre los israelitas falsos informes acerca de la tierra que habían explorado, diciéndoles: —La tierra que hemos recorrido y explorado es una tierra que devora a sus habitantes. Toda la gente que vimos en ella es de gran estatura; también vimos allí nefilitas (los descendientes de Anac provienen de los nefilitas). Nosotros, a su lado, teníamos la impresión de ser como saltamontes, y eso mismo les parecíamos a ellos. Entonces toda la comunidad comenzó a lamentarse a gritos y el pueblo pasó toda la noche llorando. Toda la comunidad a una murmuraba contra Moisés y Aarón diciendo: —¡Ojalá hubiéramos muerto en el país de Egipto! O si no, ¡ojalá, al menos, hubiéramos muerto en este desierto! ¿Por qué el Señor nos lleva a esa tierra para morir a espada? ¡Nuestras mujeres y nuestros niños servirán de botín! ¡Sería preferible regresar a Egipto! Y se decían unos a otros: —Nombremos a un jefe y regresemos a Egipto. Así las cosas, Moisés y Aarón se postraron rostro en tierra delante de toda la comunidad israelita. Por su parte, Josué, hijo de Nun, y Caleb, hijo de Jefuné, que habían participado en la exploración de la tierra, rasgaron sus vestiduras y, dirigiéndose a toda la comunidad israelita, dijeron: —La tierra que hemos recorrido y explorado es una tierra muy buena. Si el Señor nos es propicio, nos conducirá a esa tierra y nos la entregará; es una tierra que mana leche y miel. Hacéis, pues, mal en rebelaros contra el Señor y en temer a los habitantes de esa tierra. Nos los comeremos como si fueran pan, porque el dios que los protege se ha apartado de ellos, mientras que con nosotros está el Señor; por lo tanto, no los temáis. Pero la comunidad seguía amenazando con apedrearlos. Fue entonces cuando la gloria del Señor se manifestó en la Tienda del encuentro a todos los israelitas. Y el Señor dijo a Moisés: —¿Hasta cuándo me ha de irritar este pueblo? ¿Hasta cuándo seguirán sin creer en mí a pesar de todas las señales que he hecho en medio de ellos? ¡Déjame que los hiera con la peste y los destruya! ¡Déjame que haga de ti una nación más grande y más fuerte que ellos! Pero Moisés respondió al Señor: —Si actúas así, se enterarán los egipcios —de donde sacaste a este pueblo con tu poder— y se lo harán saber a los habitantes de esta tierra. Estos, Señor, tienen noticia de que tú habitas en medio de este pueblo, que te manifiestas a él cara a cara, que lo guías mediante una columna de nube durante el día, y una columna de fuego durante la noche. Pues bien, si ahora aniquilas del todo a este pueblo, las naciones que conocen tu fama dirán: «El Señor no ha podido introducir a este pueblo en la tierra que había jurado darles; por eso los ha aniquilado en el desierto». Ahora, pues, Señor mío, te ruego que hagas honor a tu fortaleza, como tú mismo lo prometiste al decir: «El Señor es tardo para la ira y abundante en misericordia; el Señor perdona la iniquidad y la rebelión, pero no las deja impunes, sino que castiga la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación». Te ruego, pues, que perdones la iniquidad de este pueblo según la grandeza de tu misericordia, y según has venido haciendo desde que lo sacaste de Egipto hasta el presente. Entonces el Señor dijo: —Los perdono conforme a tu petición. Sin embargo, juro por mi vida y por mi gloria, que llena toda la tierra, que ninguno de los que vieron mi gloria y los prodigios que hice en Egipto y en el desierto, ninguno de los que me han puesto a prueba tantas veces y se han negado a escuchar mi voz, entrará en la tierra que prometí con juramento a sus antepasados; ninguno de los que me han irritado la verá. Solo a mi siervo Caleb, por cuanto tuvo una actitud diferente y permaneció leal a mí, lo llevaré a la tierra que ya recorrió y que su descendencia poseerá. Y como los amalecitas y los cananeos habitan en el valle, dad media vuelta y mañana mismo partid para el desierto, camino del mar de las Cañas. El Señor se dirigió a Moisés y a Aarón y les dijo: —He oído las murmuraciones de los israelitas que se quejan de mí. ¿Por cuánto tiempo más murmurará contra mí esta depravada comunidad? Diles, por tanto: «Esto es lo que dice el Señor: Juro por mi vida que os trataré conforme a vuestras murmuraciones. En este desierto caerán vuestros cadáveres. De todos los que fueron censados de entre vosotros, mayores de veinte años y que han murmurado contra mí, ninguno entrará en la tierra en la que juré solemnemente estableceros; con la única excepción de Caleb, hijo de Jefuné, y de Josué, hijo de Nun. A vuestros hijos pequeños, de quienes dijisteis que serían botín del enemigo, sí les permitiré entrar; ellos conocerán la tierra que vosotros habéis rechazado. Así pues, vuestros cadáveres caerán en este desierto y vuestros hijos vagarán por él como nómadas durante cuarenta años, sufriendo el castigo de vuestra infidelidad, hasta que el último de vuestros cadáveres se consuma en el desierto. Cargaréis con las consecuencias de vuestra culpa durante cuarenta años, conforme al número de los cuarenta días que estuvisteis explorando la tierra, un año por cada día; así sabréis lo que significa enfrentaros a mí». Yo, el Señor, he hablado; así trataré a toda esta multitud perversa que se ha confabulado contra mí: en este desierto serán aniquilados. En cuanto a los hombres que Moisés envió a explorar la tierra y que al volver incitaron a toda la comunidad a murmurar contra él, desacreditando aquella tierra y dando falsos informes sobre ella, todos ellos perecieron fulminados ante el Señor. Solo Josué, hijo de Nun, y Caleb, hijo de Jefuné, sobrevivieron. Cuando Moisés transmitió estas cosas a todos los israelitas, el pueblo se afligió mucho. Se levantaron temprano por la mañana para encaminarse a lo más alto de la zona montañosa, diciendo: —Estamos dispuestos a subir al lugar del que nos ha hablado el Señor; porque verdaderamente hemos incurrido en pecado. Pero Moisés les dijo: —¿Por qué vais a quebrantar el mandamiento del Señor? Eso no os saldrá bien. No subáis, pues el Señor no está con vosotros y seríais derrotados por vuestros enemigos. Los amalecitas y los cananeos os harán frente y moriréis a espada porque habéis rehusado seguir al Señor y, por tanto, el Señor no estará con vosotros. Subieron, sin embargo, desafiantes a la cima del monte, aunque ni el Arca de la alianza del Señor ni Moisés se movieron de en medio del campamento. Y los amalecitas y los cananeos, que habitaban en aquella montaña, descendieron, los atacaron y los derrotaron, persiguiéndolos hasta Jormá. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Di a los israelitas: Cuando hayáis entrado en la tierra que os doy para que os establezcáis en ella, si presentáis una ofrenda de vacas o de ovejas al Señor, sea en holocausto, o como sacrificio, bien en cumplimiento de una promesa, bien como ofrenda voluntaria o bien con motivo de vuestras fiestas solemnes, para que sea grata al Señor procederéis así: La persona que presente su ofrenda al Señor traerá como ofrenda de cereal dos kilos y doscientos gramos de flor de harina, amasada con un litro de aceite. Junto con el holocausto o el sacrificio ofrecerá también, por cada cordero, un litro de vino para la libación. Por cada carnero presentarás como ofrenda de cereal cuatro kilos y medio de flor de harina, amasada con litro y medio de aceite; y litro y medio de vino para la libación, como ofrenda de olor grato al Señor. Cuando ofrezcas un novillo en holocausto o como sacrificio en cumplimiento de una promesa, o como sacrificio de comunión al Señor, ofrecerás con el novillo una ofrenda de cereal de seis kilos y medio de flor de harina, amasada con dos litros de aceite; y como libación ofrecerás dos litros de vino, como sacrificio por fuego de olor grato al Señor. Así se hará con cada animal sacrificado, sea toro, carnero, cordero o cabrito; cualquiera que sea el número de las víctimas que ofrezcáis, así haréis con cada una. Así procederá cada israelita nativo cuando ofrezca un sacrificio por fuego de olor grato al Señor. Y cuando un extranjero que resida entre vosotros, o se encuentre de paso entre vosotros, haga una ofrenda de olor grato al Señor, deberá proceder como vosotros. Tendréis un mismo estatuto para vosotros y para el residente extranjero. Esta será una norma perpetua, válida para todos vuestros descendientes. Tanto tú como el extranjero seréis iguales ante el Señor: tanto vosotros como el residente extranjero tendréis un mismo ritual y unas mismas normas. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Di a los israelitas: Cuando entréis en la tierra a la cual yo os llevo, y comencéis a comer pan de esa tierra, apartaréis algo como ofrenda al Señor. De lo primero que amaséis, ofreceréis una torta en ofrenda; lo mismo que hacéis con las primicias de vuestra cosecha. Reservaréis al Señor como ofrenda las primicias de vuestras hornadas a lo largo de todas vuestras futuras generaciones. Puede suceder que por inadvertencia dejéis de obedecer alguno de estos mandamientos que el Señor ha comunicado a Moisés, es decir, alguna de las cosas que el Señor os ha ordenado por medio de Moisés, desde el día que el Señor lo mandó para todas vuestras generaciones. Si el pecado fue cometido inadvertidamente, sin que la comunidad se hubiese percatado del hecho, toda la comunidad ofrecerá un novillo como holocausto de olor grato al Señor, con su correspondiente ofrenda de cereal y su libación, y un macho cabrío como ofrenda de purificación. El sacerdote hará así expiación por toda la comunidad israelita, que podrá ser perdonada, pues fue un error involuntario; por este error y por todos sus errores involuntarios ha presentado su ofrenda de alimentos al Señor, y su ofrenda de purificación ante el Señor. Tanto la comunidad israelita como el residente extranjero serán perdonados, ya que se trata de un error involuntario de todo el pueblo. Si es una sola persona la que ha pecado por inadvertencia, ofrecerá una cabra de un año como ofrenda de purificación. El sacerdote hará expiación ante el Señor por esa persona que ha pecado por inadvertencia, cometiendo así una falta involuntaria; hará expiación por ella y será perdonada. Utilizaréis el mismo ritual con respecto a quien peque involuntariamente, tanto si es ciudadano israelita como si es un residente extranjero que vive entre vosotros. Pero la persona, sea ciudadano nativo o residente extranjero, que cometa un pecado a sabiendas, ultraja al Señor y debe ser extirpada de su pueblo. Por cuanto menospreció la palabra del Señor y violó su mandamiento, esa persona será inexorablemente extirpada [del pueblo] y cargará con las consecuencias de su pecado. Estando los israelitas en el desierto, sorprendieron a un hombre que estaba recogiendo leña en sábado. Los que lo hallaron realizando tal actividad, lo llevaron ante Moisés, Aarón y toda la comunidad, y lo pusieron bajo custodia, porque aún no estaba especificado qué se debía hacer en tales casos. Entonces el Señor dijo a Moisés: —Esa persona debe ser condenada a muerte y toda la comunidad deberá darle muerte a pedradas, fuera del campamento. Entonces la comunidad sacó al culpable fuera del campamento y lo apedrearon hasta darle muerte, tal como el Señor había mandado a Moisés. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Manda a los israelitas que ellos y todos sus descendientes se hagan borlas en los bordes de sus vestidos y que las aten con un cordón de color púrpura violeta. Esto os servirá de señal para que, cuando lo veáis, os acordéis de todos los mandamientos del Señor y los obedezcáis, apartando así vuestro corazón y vuestros ojos de esos deseos inconfesables que os conducen a la infidelidad. De esta manera recordaréis y cumpliréis todos mis mandamientos, viviendo como consagrados a mí que soy vuestro Dios. Yo, el Señor, soy vuestro Dios que os saqué de la tierra de Egipto, para ser vuestro Dios. Yo soy el Señor, vuestro Dios. Coré, hijo de Izhar, nieto de Queat y biznieto de Leví, se confabuló con Datán y Abirán, hijos de Eliab, y con On, hijo de Pelet, de la descendencia de Rubén, y se rebelaron contra Moisés junto con doscientos cincuenta israelitas, jefes de la comunidad y miembros del consejo, todos ellos personas de renombre. Se amotinaron contra Moisés y Aarón y les dijeron: —¡Ya está bien de privilegios! Si toda la comunidad es santa y el Señor está en medio de ella, ¿por qué solo vosotros os arrogáis el derecho a presidir la comunidad del Señor? Cuando Moisés oyó esto, se postró rostro en tierra. Luego se dirigió a Coré y a todos sus secuaces y les dijo: —Venid mañana por la mañana y el Señor mostrará quién es suyo, quién le está consagrado y quién puede acercarse a él; a quien el Señor elija, ese podrá acercársele. Procederéis así: tú, Coré, y todos tus secuaces haceos con incensarios y mañana, en presencia del Señor, poned en ellos fuego e incienso. A quien el Señor escoja, ese será el consagrado. ¡Veremos quién se arroga privilegios, hijos de Leví! Dijo además Moisés a Coré: —Escuchadme, hijos de Leví: ¿no os parece suficiente que el Dios de Israel os haya elegido de entre la comunidad de Israel, permitiendo que os acerquéis a él, que estéis al servicio de la Morada del Señor y que representéis a la comunidad oficiando en su lugar? El Señor os ha permitido, a ti y a tus hermanos levitas, que os acerquéis a él; ¿vais a reclamar también el sacerdocio? En realidad, es contra el Señor contra quien os habéis amotinado tú y tus secuaces. Porque, ¿quién es Aarón para que murmuréis contra él? Moisés mandó llamar a Datán y Abirán, hijos de Eliab; pero ellos respondieron: —No iremos. ¿No es suficiente que nos hayas sacado de una tierra que mana leche y miel para hacernos morir en el desierto, que ahora pretendes también enseñorearte de nosotros? A la vista está que no nos has traído a una tierra que mana leche y miel, ni nos has dado campos y viñas como heredad. ¿A quién quieres engañar ahora? ¡No iremos! Moisés se enojó sobremanera y dijo al Señor: —No aceptes su ofrenda. En cuanto a mí, ni un asno he tomado de ninguno de ellos, ni a ninguno de ellos he agraviado. Moisés dijo a Coré: —Mañana, tú y todos tus secuaces compareced junto con Aarón en presencia del Señor. Que cada uno tome su incensario y ponga incienso en él, doscientos cincuenta incensarios en total; tú y Aarón traeréis también vuestro respectivo incensario. Así pues, cada uno tomó su incensario y después de poner fuego y echar incienso en él, ocuparon su lugar a la entrada de la Tienda del encuentro, al igual que Moisés y Aarón. Coré había reunido contra ellos a toda la comunidad a la entrada de la Tienda del encuentro. Entonces la gloria del Señor se manifestó a toda la comunidad, y el Señor se dirigió a Moisés y a Aarón y les dijo: —¡Apartaos de esa comunidad pues la voy a aniquilar en un instante! Pero ellos se postraron sobre sus rostros y dijeron: —Oh Dios, origen de toda vida, si ha sido uno solo el que pecó, ¿te enojarás contra toda la comunidad? El Señor contestó a Moisés: —Pide a la comunidad que se retire de los alrededores de las tiendas de Coré, Datán y Abirán. Moisés se levantó y, junto con los ancianos de Israel, se dirigió adonde estaban Datán y Abirán. Dijo entonces a la comunidad: —Apartaos de las tiendas de esos hombres impíos y no toquéis ninguna cosa suya si no queréis perecer a causa de todos sus pecados. Así lo hicieron; se apartaron de los alrededores de las tiendas de Coré, de Datán y de Abirán, mientras estos habían salido y estaban a las puertas de sus tiendas, con sus mujeres y sus hijos, incluidos los más pequeños. Y Moisés dijo: —Ahora conoceréis que es el Señor quien me ha enviado para hacer todo esto, y que no lo he hecho por mi propia voluntad. Si estos hombres mueren de muerte natural o siguiendo el destino común de todos los humanos, entonces no es el Señor quien me ha enviado. Pero si el Señor hace algo extraordinario y la tierra, abriendo su boca, los traga con todas sus pertenencias, de suerte que desciendan vivos al reino de los muertos, entonces sabréis que estos hombres han menospreciado al Señor. Apenas terminó Moisés de decir todas estas palabras, cuando la tierra que estaba debajo de ellos abrió su boca y se los tragó, junto con sus casas; lo mismo les ocurrió a todos los secuaces de Coré y a todas sus pertenencias. Descendieron vivos al reino de los muertos; la tierra se cerró sobre ellos y desaparecieron de en medio de la comunidad. Al oír sus gritos, todos los israelitas que estaban cerca de ellos huyeron diciendo: «¡No sea que también a nosotros nos trague la tierra!». Salió entonces un fuego de la presencia del Señor que devoró a los doscientos cincuenta hombres que estaban ofreciendo el incienso. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Ordena a Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, que retire los incensarios de en medio de la hoguera, pues están consagrados, y que esparza el fuego a cierta distancia. Y convertid esos incensarios —los de esos hombres cuyo pecado les costó la vida— en láminas para cubrir al altar; porque una vez que fueron utilizados para presentar ofrendas al Señor, han quedado consagrados, y servirán como advertencia al pueblo de Israel. El sacerdote Eleazar tomó los incensarios de bronce que habían sido presentados como ofrenda por aquellos que murieron devorados por el fuego y los hizo convertir en láminas para cubrir el altar, tal como el Señor lo había ordenado por medio de Moisés. Esto serviría para recordar a los israelitas que ningún profano, ajeno a la estirpe de Aarón, puede ofrecer incienso ante el Señor, si no quiere que le suceda lo que a Coré y a sus secuaces. Al día siguiente, la comunidad israelita en pleno volvió a protestar contra Moisés y Aarón, diciendo: —¡Sois vosotros los que estáis haciendo perecer al pueblo del Señor! Así que, como la comunidad estaba a punto de amotinarse contra ellos, Moisés y Aarón dirigieron su mirada hacia la Tienda del encuentro que había quedado cubierta por la nube, manifestándose de este modo la gloria del Señor. Se acercaron entonces Moisés y Aarón a la Tienda del encuentro, y el Señor dijo a Moisés: —¡Apartaos de esa comunidad pues la voy a aniquilar en este mismo instante! Pero ellos se postraron sobre sus rostros y Moisés dijo a Aarón: —Toma el incensario y pon en él fuego del altar; echa incienso en él, llévalo sin demora adonde está la comunidad, y haz expiación por ellos. Porque la ira ha salido de la presencia del Señor y la plaga ha comenzado. Entonces Aarón tomó el incensario, tal como Moisés le había dicho, y corrió hacia el medio de la comunidad, cuando la plaga había irrumpido ya entre el pueblo. Así que Aarón echó el incienso, hizo expiación por el pueblo y se interpuso entre los muertos y los vivos hasta que cesó la plaga. Los que murieron víctimas de aquella plaga fueron catorce mil setecientos, sin contar los muertos en la rebelión de Coré. Una vez que la plaga cesó, Aarón regresó a la Tienda del encuentro donde estaba Moisés. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Habla con los israelitas y diles que te traigan una vara por cada tribu, es decir, una por cada jefe de casa patriarcal, doce en total. Escribe el nombre de cada uno en su vara, pues habrá una vara por cada jefe de casa patriarcal. Y escribirás el nombre de Aarón en la vara de Leví. Deposítalas en la Tienda del encuentro ante el Arca del testimonio, donde yo me manifiesto a vosotros. La vara de aquel a quien yo elija, esa florecerá. Así acabaré con las protestas de los israelitas contra vosotros. Habló, pues, Moisés con los israelitas y los jefes de familia y le trajeron una vara por cada tribu, una por cada jefe de casa patriarcal. Y la vara de Aarón estaba entre ellas. Depositó Moisés las varas ante el Señor en la Tienda del testimonio y sucedió que cuando al día siguiente Moisés fue a la Tienda del testimonio, la vara de Aarón —perteneciente a la tribu de Leví— había retoñado, hasta el punto de echar brotes, salir flores y producir almendras. Seguidamente Moisés retiró todas las varas de la presencia del Señor y se las mostró a los israelitas que las examinaron, tomando cada uno la suya. Y dijo el Señor a Moisés: —Pon de nuevo la vara de Aarón ante el Arca del testimonio, con el fin de que permanezca como advertencia para los rebeldes, de modo que dejen de protestar contra mí y así no tengan que morir. Moisés lo hizo tal y como el Señor se lo había ordenado. Pero los israelitas dijeron a Moisés: —¡Estamos perdidos! ¡Todos vamos a morir sin remedio! Todo el que se aproxime a la Morada del Señor morirá inexorablemente. ¿Es que todos vamos a morir? El Señor dijo a Aarón: —Tú, tus hijos y el clan familiar que te suceda, seréis los responsables de cualquier profanación de las cosas sagradas; seréis también los responsables de los pecados cometidos en el ejercicio de vuestro sacerdocio. En cuanto a tus hermanos de la tribu de Leví, la tribu de tu padre, haz que te ayuden y te asistan, mientras tú y tus descendientes ejerzáis el ministerio en la Tienda del testimonio. Ellos estarán a tu servicio y al servicio de la Tienda, pero no entrarán en contacto con los utensilios sagrados ni con el altar, no sea que muráis tanto vosotros como ellos. Serán tus ayudantes y tendrán a su cargo el servicio de la Tienda del encuentro incluyendo todas las tareas de la Tienda; ningún extraño se mezclará con vosotros. A vosotros os corresponde el servicio del santuario y del altar, para que la cólera [divina] no ataque más a los israelitas. Tomo, pues, de entre los israelitas, a vuestros hermanos levitas y os los asigno como si fueran un don del Señor, para que sirvan en el ministerio de la Tienda del encuentro. En cuanto a ti y tus descendientes, ejerceréis vuestro sacerdocio en todo lo relacionado con el altar y con lo que está detrás del velo. Así desempeñaréis vuestro servicio, pues os he concedido el sacerdocio como un don; y cualquier intruso que se arrogue ese derecho, será condenado a muerte. Dijo además el Señor a Aarón: —Te confío el cuidado de las ofrendas que me pertenecen, y también el cuidado de todas las ofrendas sagradas de los israelitas; te lo concedo a ti y a tus descendientes como prerrogativa perpetua de la unción sacerdotal. Y esto será lo que te corresponde de las cosas sagradas consumidas por el fuego: todo lo que presenten los israelitas, a saber, toda ofrenda de cereal, toda ofrenda de purificación y toda ofrenda de reparación. Todas estas ofrendas te pertenecerán a ti y a tus descendientes; las comerás en el santuario; solo los varones las podrán comer; las considerarás como algo sagrado. También te corresponden las ofrendas que presenten los israelitas mediante el rito de la elevación; todo esto te lo asigno a ti, a tus hijos y a tus hijas, por estatuto perpetuo; cualquiera de tu familia que se encuentre en estado de pureza lo podrá comer. Te concedo igualmente lo más escogido del aceite, del vino y del cereal, es decir, las primicias de todo eso que los israelitas han de presentar al Señor. Tuyas serán las primicias de todos los frutos de la tierra que ellos deben presentar al Señor; cualquiera de tu familia que se encuentre en estado de pureza lo podrá comer. También te corresponderá todo lo que en Israel sea consagrado al exterminio. Los primogénitos de toda criatura, tanto de personas como de animales, que los israelitas presenten al Señor, serán tuyos; pero tú harás que los primogénitos humanos sean rescatados; también rescatarás los primogénitos de los animales impuros. Los rescatarás al mes de nacer y, como precio por el rescate, pagarás cinco siclos, según el valor del siclo del santuario, que es de veinte gueras. Pero no rescatarás a los primogénitos de la vaca, de la oveja o de la cabra, pues son algo sagrado. Derramarás su sangre sobre el altar y quemarás su grasa como sacrificio de olor grato al Señor. Pero su carne te pertenece a ti, lo mismo que el pecho pasado por el rito de la elevación y el muslo derecho. Todas las ofrendas sagradas que los israelitas presenten al Señor, te las he dado a ti y a todos tus descendientes por estatuto perpetuo. Es una alianza irrompible, sellada con sal, hecha en presencia del Señor y válida para ti y para toda tu descendencia. El Señor dijo a Aarón: —Tú, sin embargo, no poseerás heredad alguna en la tierra de los israelitas, ni tendrás porción entre ellos. Yo soy tu porción y tu heredad en medio de los israelitas. En cuanto a los levitas, yo les asigno por heredad todos los diezmos de Israel en pago del servicio que prestan en la Tienda del encuentro. Por tanto, los israelitas no tendrán que entrar en la Tienda del encuentro, cosa que los haría incurrir en pecado y les acarrearía la muerte. Solamente los levitas desarrollarán tareas en la Tienda del encuentro e incurrirán en culpa si no lo hacen así; es esta una norma perpetua para vuestros descendientes. Los levitas no tendrán heredad entre los demás israelitas, pues a ellos les he dado por heredad los diezmos que los israelitas presentarán al Señor en ofrenda. Por eso les he dicho que no tendrán heredad entre los israelitas. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Di a los levitas: Cuando recibáis de los israelitas los diezmos que yo os he asignado como heredad, presentaréis la décima parte de esos diezmos como ofrenda hecha al Señor mediante el rito de la elevación. Esto os será tomado en cuenta como si hicierais una ofrenda del grano de la era o del mosto del lagar; así haréis también vosotros una ofrenda al Señor de todos los diezmos que recibáis de los israelitas; es una ofrenda de lo reservado al Señor que entregaréis al sacerdote Aarón. De todo lo que recibís en donación reservaréis para el Señor lo mejor de cada cosa consagrada. Diles además: —Una vez que me hayáis reservado lo mejor de cada cosa, el resto será para vosotros, los levitas, como producto de la era y del lagar. Vosotros y vuestras familias lo podréis comer en cualquier lugar, pues es el pago por vuestro servicio en la Tienda del encuentro. Y no incurriréis en pecado alguno por ello, una vez que hayáis reservado lo mejor. De esta manera no profanaréis las cosas santas de los israelitas, y no tendréis que morir. El Señor dijo a Moisés y a Aarón: —Esta es la disposición legal que el Señor establece: Di a los israelitas que te traigan una vaca roja, sin defecto ni imperfección alguna y sobre la cual no se haya puesto yugo. Se la entregaréis al sacerdote Eleazar que la sacará fuera del campamento y la hará degollar en su presencia. El sacerdote Eleazar mojará su dedo en la sangre de la vaca y efectuará siete aspersiones hacia la parte delantera de la Tienda del encuentro. La vaca será quemada ante sus ojos; se quemará su piel, su carne, su sangre e incluso sus excrementos; luego el sacerdote tomará madera de cedro, una rama de hisopo y tela de color escarlata, y lo echará todo al fuego en que arde la vaca. A continuación, el sacerdote lavará sus vestiduras y su cuerpo con agua; después de esto podrá entrar al campamento, pero quedará impuro hasta la noche. De igual manera, el encargado de quemar la vaca lavará con agua sus vestidos y su cuerpo, y quedará impuro hasta la noche. Alguien que se encuentre en estado de pureza recogerá las cenizas de la vaca y las depositará fuera del campamento en un lugar limpio. Allí quedarán en reserva para que con ellas pueda la comunidad israelita obtener el agua de purificación cuando haya que ofrecer un sacrificio por el pecado. También el que recogió las cenizas de la vaca lavará sus vestidos y quedará impuro hasta la noche. Esta será norma perpetua para los israelitas y para el extranjero que resida entre ellos. El que toque un cadáver de cualquier persona quedará impuro durante siete días. Se purificará al tercer día con el agua de purificación, y al séptimo día quedará purificado; pero si no se purifica al tercer día, tampoco quedará purificado al séptimo día. Todo aquel que toque un cadáver, es decir, el cuerpo de una persona que ha muerto, y no se purifique, está profanando la Morada del Señor; tal persona será extirpada de Israel. Al no haber sido rociada con el agua de purificación, quedará impuro y su impureza permanecerá en él. Este es el ritual a seguir cuando una persona muera en una tienda de campaña: cualquiera que entre en la tienda y todos los que estén en ella quedarán impuros durante siete días; y toda vasija destapada, o cuya tapa no esté bien ajustada, será impura. Asimismo, cualquiera que, en campo abierto, toque a alguien que ha sido asesinado, o que haya muerto de muerte natural, o cualquiera que entre en contacto con huesos humanos o con una sepultura, quedará impuro durante siete días. Para purificar a la persona que haya quedado impura se tomará parte de la ceniza de la víctima quemada en sacrificio y se echará sobre ella agua corriente en una vasija. Una persona purificada tomará hisopo, lo mojará en el agua y rociará la tienda junto con todos los enseres y las personas que estén allí, así como a todo aquel que hubiese entrado en contacto con un asesinado, con huesos de muerto o con una sepultura. La persona purificada rociará al tercer día con esa agua a la persona impura y al séptimo día quedará purificada. Lavará luego con agua sus vestidos y su cuerpo, y cuando llegue la noche quedará purificada. Si una persona que ha quedado impura no se purifica, tal persona será extirpada de la comunidad por haber contaminado el santuario del Señor; no fue rociada con el agua de purificación y es impura. Esto será para los israelitas norma perpetua. También el que haya hecho la aspersión con el agua de la purificación lavará sus vestidos; y el que toque esta agua quedará impuro hasta la noche. Y todo lo que toque tal persona impura, quedará impuro hasta la noche. Toda la comunidad israelita llegó al desierto de Sin el primer mes del año, y el pueblo acampó en Cadés. María murió allí, y allí fue sepultada. La comunidad padecía falta de agua y se amotinaron contra Moisés y Aarón. El pueblo se quejó contra Moisés, diciendo: —¡Ojalá hubiéramos muerto también nosotros cuando perecieron nuestros hermanos en presencia del Señor! ¿Por qué has traído a la comunidad del Señor a este desierto para que nosotros y nuestros animales muramos aquí? ¿Por qué nos habéis hecho partir de Egipto para traernos a este miserable lugar donde no hay cereales, ni higueras, ni viñas, ni granados? ¡Ni siquiera hay agua para beber! Moisés y Aarón se apartaron de la comunidad, se dirigieron a la entrada de la Tienda del encuentro, y se postraron sobre sus rostros. Entonces se les manifestó la gloria del Señor y el Señor dijo a Moisés: —Toma la vara y, junto con tu hermano Aarón, reúne a la comunidad; luego hablad a la roca en presencia de los israelitas, y brotará agua de la roca. Harás, pues, que mane agua de la roca para los israelitas y darás de beber a la comunidad y a sus animales. Tomó Moisés la vara que estaba ante el Señor, tal como se le había mandado y, junto con Aarón, reunió a la comunidad delante de la roca y dijo a los israelitas: —Oíd, rebeldes: ¿podremos hacer que brote para vosotros agua de esta roca? Dicho lo cual, alzó Moisés su mano y golpeó la roca dos veces con su vara. Y brotó de ella agua en abundancia, de la que bebieron la comunidad y sus animales. Pero el Señor dijo a Moisés y a Aarón: —Por no haber confiado en mí y no haber hecho que se manifestara mi santidad delante de los israelitas, no guiaréis esta comunidad a la tierra que les he dado. Estas son las aguas de Meribá, donde los israelitas se querellaron contra el Señor y él les manifestó su santidad. Desde Cadés envió Moisés mensajeros al rey de Edom y le dijo: —Así dice Israel, tu hermano: Ya conoces todas las dificultades que nos han sobrevenido. Nuestros ancestros bajaron a Egipto y allí hemos permanecido un largo tiempo durante el cual, tanto ellos como nosotros, hemos sido maltratados por los egipcios. Nosotros clamamos al Señor que oyó nuestro clamor y envió un ángel que nos sacó de Egipto. Ahora estamos en Cadés, ciudad cercana a tus fronteras. Te rogamos que nos permitas cruzar tu país. No atravesaremos campos de labranza, ni viñas, ni beberemos agua de pozos. Seguiremos la calzada real, sin desviarnos ni a derecha ni a izquierda, hasta que hayamos cruzado tu territorio. Pero Edom le respondió: —No cruzarás mi país; y si lo haces, saldré con la espada a tu encuentro. Los israelitas insistieron: —Iremos por la ruta habitual y si nosotros o nuestro ganado bebiéramos tu agua, te pagaremos por ello. Solo pedimos que nos dejes pasar a pie, ¡no pedimos más que eso! Pero Edom replicó: —No pasaréis. Y Edom salió contra ellos con mucha gente fuertemente armada. Así que Edom no permitió pasar a Israel por su territorio, por lo que Israel tuvo que alejarse de él. Los israelitas partieron de Cadés y toda la comunidad llegó al monte Hor. Se dirigió entonces el Señor a Moisés y a Aarón en el monte Hor, en la frontera del país de Edom, y les dijo: —Ha llegado el tiempo de que Aarón se reúna con sus antepasados, pues él no entrará en la tierra que yo he dado a los israelitas, por cuanto os rebelasteis contra mí en las aguas de Meribá. Toma a Aarón y a su hijo Eleazar y sube con ellos al monte Hor. Despoja a Aarón de sus vestiduras sacerdotales y pónselas a su hijo Eleazar; porque Aarón debe reunirse con sus antepasados, pues va a morir. Moisés hizo tal como el Señor le había mandado. Subieron, pues, al monte Hor, a la vista de toda la comunidad, y Moisés despojó a Aarón de sus vestiduras sacerdotales y se las puso a su hijo Eleazar. Y Aarón murió allí en la cumbre del monte. Cuando Moisés y Eleazar descendieron del monte, toda la comunidad supo que Aarón había muerto. Todos los clanes de Israel hicieron duelo por él durante treinta días. Cuando el rey cananeo de Arad, en el Négueb, supo que Israel venía por el camino de Atarín, le presentó batalla e hizo algunos prisioneros. Entonces Israel hizo un voto al Señor, diciendo: —Si me entregas a este pueblo, consagraré al exterminio sus ciudades. El Señor atendió la petición de Israel y puso en sus manos a los cananeos que, junto con sus ciudades, fueron consagrados al exterminio. Por eso se dio a aquel lugar el nombre de Jormá. Después partieron los israelitas del monte Hor, camino del mar de las Cañas, rodeando el país de Edom. Pero el pueblo se impacientó por el camino y protestó contra Dios y contra Moisés, diciendo: —¿Por qué nos habéis hecho salir de Egipto para hacernos morir en este desierto? Pues no hay pan ni agua, y estamos hastiados de este alimento miserable. El Señor envió entonces contra el pueblo serpientes venenosas que los mordían. Fueron muchos los israelitas que murieron, por lo que el pueblo acudió a Moisés y le suplicó: —Hemos pecado al hablar contra el Señor y contra ti. Intercede ante el Señor para que aleje estas serpientes de nosotros. Moisés intercedió por el pueblo y el Señor le dijo: —Haz esculpir una serpiente venenosa y colócala en la punta de una asta; cualquiera que sea mordido y la mire, se recuperará. Esculpió, en efecto, Moisés una serpiente de bronce y la puso en la punta de una asta; cuando uno cualquiera era mordido por una serpiente, miraba a la serpiente de bronce y se recuperaba. Los israelitas continuaron su marcha y acamparon en Obot. Luego partieron de Obot y acamparon en Iyé-Abarín, en el desierto que está frente a Moab, al oriente. Partieron de allí y acamparon en el valle de Záred. Partieron de allí y acamparon al otro lado del Arnón que cruza el desierto y procede del territorio de los amorreos; y es que el Arnón marca la frontera entre Moab y los amorreos. Por eso se dice en el libro de las Batallas del Señor: «… Waheb en Sufa y los arroyos del Arnón; sus afluentes se alargan hasta donde se asienta Ar y fluyen a lo largo de la frontera de Moab». Desde allí se dirigieron a Beer, que es el pozo donde el Señor le dijo a Moisés: «Reúne al pueblo y yo le proporcionaré agua». Fue entonces cuando Israel entonó esta canción: ¡Brota, pozo! ¡Cantad en su honor! Es el pozo que cavaron los príncipes, excavado por los jefes del pueblo; con sus cetros lo cavaron, con sus propios cayados. Desde el desierto se dirigieron a Mataná; de Mataná a Najaliel, de Najaliel a Bamot y de Bamot al valle que está en la campiña de Moab, hasta llegar a la cumbre del Pisga desde donde se domina la estepa. Entonces Israel envió mensajeros a Sejón, rey de los amorreos, y le dijo: —Déjame pasar por tu país. No iremos por los sembrados, ni por las viñas, ni beberemos agua de los pozos. Iremos por la calzada real, hasta que hayamos cruzado tu territorio. Pero Sejón no dejó pasar a Israel por su territorio, sino que convocó a todo su pueblo e hizo frente a Israel en el desierto. Se encontró con Israel en Jasá y le presentó batalla. Pero Israel los pasó a espada, se apoderó de su tierra desde el Arnón hasta el Yaboc, llegando hasta la frontera de los amonitas, frontera que estaba fuertemente fortificada. Israel capturó todas estas ciudades y se asentó en todas las ciudades de los amorreos, en Jesbón y en todas sus aldeas anejas. Jesbón era la ciudad de Sejón, rey de los amorreos, quien había guerreado con el anterior rey de Moab y le había arrebatado todo su territorio hasta el Arnón. Por eso cantan los trovadores: ¡Venid a Jesbón! ¡Qué fortificada estaba y qué firmemente construida, la ciudad de Sejón! Pero salió fuego de Jesbón, llamas de la ciudad de Sejón, que devoraron Ar de Moab, a los señores de los altos del Arnón. ¡Ay de ti, Moab! ¡Estás perdido, pueblo de Quemós! Tus hijos se dieron a la fuga, tus hijas siguen cautivas de Sejón, el rey amorreo. El poder de Moab ha perecido desde Jesbón hasta Dibón; todo lo hemos arrasado desde Nofaj hasta Madabá. Así fue como Israel ocupó el territorio de los amorreos. Luego envió Moisés a explorar el territorio de Jazer, se apoderaron de sus aldeas y expulsaron a los amorreos que habitaban allí. Siguiendo la marcha, tomaron el camino de Basán. Por aquel entonces ocupaba el trono de Basán el rey Og quien, con todo su pueblo, salió al encuentro de los israelitas y les presentó batalla en Edreí. Pero el Señor dijo a Moisés: —No le temas porque lo he puesto en tus manos junto con todo su pueblo y su territorio. Harás con él lo que hiciste con Sejón, rey de los amorreos, que habitaba en Jesbón. Y así fue; los israelitas derrotaron a Og junto con sus hijos y todo su pueblo; no dejaron ni un solo superviviente y se apoderaron de su territorio. Los israelitas siguieron su marcha y acamparon en la llanura de Moab junto al Jordán, a la altura de Jericó. Balac hijo de Zipor estaba enterado de todo lo que Israel había hecho con los amorreos. Así que Moab se alarmó al ver un pueblo tan numeroso. Asustado ante los israelitas, Moab dijo a los ancianos de Madián: —Ahora esta gente devorará todos nuestros bienes, como devora el buey el pasto del campo. Balac, hijo de Zipor, que era entonces rey de Moab, envió mensajeros a Balaán, hijo de Beor, que residía en Petor, ciudad que está junto al río Éufrates y era su país de origen, para que le dijeran: —Un pueblo ha salido de Egipto y cubre ya la faz de la tierra; ahora se ha asentado delante de mí. Ven, pues, y maldice a este pueblo de mi parte pues es más fuerte que yo; quizá entonces yo pueda derrotarlo y expulsarlo de mi territorio. Porque yo sé bien que será bendito quien reciba tu bendición y a quien tú maldigas, maldito será. Los ancianos de Moab y los ancianos de Madián partieron llevando consigo el pago por el vaticinio. Llegaron adonde estaba Balaán y le dieron el mensaje de Balac. Él les respondió: —Pasad aquí esta noche y yo os contestaré según me diga el Señor. Se quedaron, en efecto, con Balaán aquella noche los dignatarios de Moab. Y tuvo Balaán una visión en la que Dios le preguntó: —¿Qué es lo que quieren esos hombres de ti? Balaán respondió a Dios: —Balac, hijo de Zipor, rey de Moab, me ha enviado este mensaje: «Un pueblo ha salido de Egipto y cubre ya la faz de la tierra. Ven, pues, y maldice a ese pueblo de mi parte; quizá entonces yo pueda derrotarlo y expulsarlo de mi territorio». Pero Dios dijo a Balaán: —No vayas con ellos. Tú no debes maldecir a ese pueblo porque es un pueblo bendito. Balaán se levantó por la mañana y dijo a los dignatarios de Balac: —Retornad a vuestra tierra, porque el Señor no me deja ir con vosotros. Los dignatarios de Moab partieron y regresaron donde estaba Balac y le dijeron: —Balaán rehusó venir con nosotros. Entonces Balac envió otros dignatarios, más numerosos y más honorables que los anteriores, los cuales llegaron adonde estaba Balaán y le dijeron: —Así dice Balac, hijo de Zipor: Te ruego que no rehúses venir a mí. Yo te recompensaré espléndidamente y haré todo lo que me digas; ven, pues, ahora y maldice a este pueblo de mi parte. Pero Balaán respondió a los enviados de Balac: —Aunque Balac me dé su palacio repleto de plata y oro, yo no podré hacer nada, grande o pequeño, que vaya contra lo mandado por el Señor, mi Dios. Os ruego, por tanto, que paséis aquí esta noche para que yo averigüe si el Señor tiene algo que decirme. Esa noche se apareció Dios a Balaán y le dijo: —Ya que esos hombres han venido a buscarte, puedes ir con ellos. Pero solo harás lo que yo te ordene. Cuando Balaán se levantó por la mañana, aparejó su burra y partió con los dignatarios moabitas. Pero, una vez en marcha, se encendió la ira de Dios y el ángel del Señor se interpuso en el camino cerrándole el paso. Iba él montado en su burra, con sus dos criados acompañándole, cuando de pronto la burra vio al ángel del Señor, de pie en medio del camino con su espada desenvainada en la mano; se desvió entonces la burra del camino y tiró campo a través, mientras Balaán golpeaba a la burra para hacerla volver al camino. Pero el ángel del Señor le cerró el camino poniéndose en medio de una senda que discurría entre las viñas, con una tapia por ambos lados. Al ver al ángel del Señor, la burra se pegó al muro apretando contra él la pierna de Balaán que volvió a apalearla. De nuevo el ángel del Señor se adelantó y se plantó en una angostura donde no había camino para desviarse ni a derecha ni a izquierda. Cuando la burra vio otra vez al ángel del Señor, se tumbó en el suelo teniendo encima a Balaán que, por su parte, estaba enfurecido y no cesaba de apalearla con su vara. Entonces el Señor hizo que la burra hablara e increpara a Balaán: —¿Qué te he hecho, para que me hayas apaleado ya tres veces? Balaán le contestó: —Tú te has burlado de mí. Si tuviera una espada a mano, te mataría ahora mismo. La burra replicó a Balaán: —Mira, yo soy la burra que te ha servido de cabalgadura desde tus primeros días hasta hoy; ¿acaso me he portado alguna vez de esta manera contigo? Balaán respondió: —No. Entonces el Señor abrió los ojos de Balaán que, al ver al ángel del Señor de pie en medio del camino con la espada desenvainada en su mano, hizo una profunda reverencia y se postró rostro a tierra. El ángel del Señor le dijo: —¿Por qué has apaleado tres veces a tu burra? Era yo quien te cerraba el paso, pues no me agrada tu viaje. Cuando la burra me vio, se desvió por mi causa estas tres veces. De no haberse desviado, yo te hubiera matado a ti, dejándola a ella viva. Entonces Balaán dijo al ángel del Señor: —He pecado al no saber que eras tú quien te interponías en mi camino. Si el viaje te sigue pareciendo mal, regresaré de inmediato. Pero el ángel del Señor dijo a Balaán: —Vete con esos hombres; pero solo dirás lo que yo te ordene. Marchó, pues, Balaán con los dignatarios de Balac. Y cuando Balac oyó que venía Balaán, salió a recibirlo a Ir Moab, ciudad que está junto a la frontera del Arnón, en el límite de su territorio. Balac dijo a Balaán: —¿Por qué no viniste cuando te mandé llamar por primera vez? ¿Acaso no está en mi mano recompensarte? A lo que Balaán respondió: —Y ahora que he venido a ti, ¿podré decir lo que quiera? ¡Pues no! Solo podré pronunciar las palabras que Dios ponga en mi boca. Acompañó Balaán a Balac hasta Quiriat-Jus donde Balac ofreció un sacrificio de toros y ovejas, del que envió porciones a Balaán y a los dignatarios que estaban con él. A la mañana siguiente, Balac subió con Balaán a Bamot-Baal desde donde podía contemplarse parte de la comunidad israelita. Entonces dijo Balaán a Balac: —Constrúyeme aquí siete altares y prepárame siete becerros y siete carneros. Balac hizo como Balaán le dijo y juntos ofrecieron en cada altar un becerro y un carnero. Luego Balaán dijo a Balac: —Quédate junto a tu holocausto mientras yo me retiro por si el Señor quiere manifestárseme; si es así, te comunicaré cualquiera cosa que me revele. Se fue Balaán hacia una colina sin vegetación donde Dios se le manifestó. Balaán le dijo: —He mandado preparar siete altares y he ofrecido un becerro y un carnero en cada altar. Entonces el Señor comunicó a Balaán las palabras que debía pronunciar, diciéndole: —Regresa adonde está Balac y comunícale mis palabras. Regresó Balaán adonde había dejado a Balac y lo encontró de pie junto a su holocausto, acompañado de todos los dignatarios de Moab. Entonces recitó Balaán este poema: De Aram me ha hecho venir Balac, el rey de Moab, desde los montes de oriente. «Ven, maldíceme a Jacob; ven, lanza imprecaciones contra Israel». ¿Cómo podré maldecir yo al que Dios no ha maldecido? ¿Cómo lanzaré imprecaciones contra el que el Señor no lo ha hecho? Los veo desde la cumbre de los montes, los contemplo desde las colinas: es un pueblo que habita separado y no se considera como una nación más. Jacob es como nube de polvo, ¿quién podrá contarlos? ¿Quién enumerará las multitudes de Israel? Muera yo la muerte de los rectos y mi destino sea como el suyo. Entonces Balac dijo a Balaán: —¿Qué me has hecho? ¡Yo te he traído para que maldigas a mis enemigos y tú, por el contrario, los bendices! Balaán respondió: —Yo solo puedo repetir fielmente lo que el Señor me comunica. Le replicó Balac: —Ven conmigo a otro lugar pues desde aquí solo puedes ver una parte de ese pueblo, pero no a todos; desde allí los maldecirás de mi parte. Y lo llevó al mirador de los vigías en la cumbre del Pisga. Construyó allí siete altares y ofreció un becerro y un carnero en cada altar. Entonces Balaán dijo a Balac: —Permanece aquí junto a tu holocausto mientras yo voy a encontrarme con Dios. El Señor se manifestó a Balaán y, después de comunicarle las palabras que debía pronunciar, le dijo: —Vuelve adonde está Balac y comunícale mis palabras. Balaán regresó adonde había dejado a Balac y lo encontró de pie junto a su holocausto, acompañado de los dignatarios de Moab. Y Balac le preguntó: —¿Qué te ha dicho el Señor? Entonces Balaán recitó este poema: Balac, presta atención y oye, escúchame, hijo de Zipor: No es Dios un ser humano para que pueda mentir, ni es mortal para cambiar de opinión. ¿Dirá algo y no lo hará? ¿Prometerá y no lo cumplirá? Mi orden era bendecir; si él ha bendecido, yo no puedo revocarlo. No hay desgracia a la vista para Jacob, ni cabe infortunio en Israel. El Señor su Dios está con él y como su rey ellos lo aclaman. Dios los está liberando de Egipto, mostrando la fuerza de un búfalo. No sirven conjuros contra Jacob, ni adivinación contra Israel. A su tiempo Jacob e Israel escucharán las maravillas hechas por Dios. Es un pueblo que se yergue como una leona, y como león se pone en pie: no descansará hasta devorar la presa y beber la sangre de sus víctimas. Balac dijo a Balaán: —¡Ya que no puedes maldecirlos, al menos no los bendigas! A lo que respondió Balaán: —¿No te he dicho que todo lo que el Señor me ordene, eso tengo que hacer? Dijo entonces Balac a Balaán: —Ven, te llevaré a otro lugar. Quizás le parecerá bien a Dios que los maldigas de mi parte desde allí. Balac llevó a Balaán a la cumbre de Peor, desde donde se domina el desierto. Balaán dijo a Balac: —Constrúyeme aquí siete altares y prepárame siete becerros y siete carneros. Así lo hizo Balac, tal como Balaán le dijo, ofreciendo un becerro y un carnero en cada altar. Al ver Balaán que lo que agradaba al Señor era que él bendijera a Israel, no fue, como las otras veces, en busca de presagios, sino que dirigió su mirada hacia el desierto. Pero cuando Balaán alzó sus ojos y vio a Israel acampado tribu por tribu, el espíritu de Dios vino sobre él y recitó este poema: Oráculo de Balaán hijo de Beor, oráculo del hombre de ojos abiertos, oráculo del que oye las palabras de Dios y recibe visiones del Altísimo, del que cae en éxtasis con ojos abiertos. ¡Cuán hermosas son tus tiendas, Jacob, tus asentamientos, Israel! Son como filas de palmeras, como huertos junto al río, como áloes plantados por el Señor, como cedros junto a las aguas. Sus ramas destilan humedad, el agua empapa sus raíces. Su rey será enaltecido más que Agag, su reino será engrandecido. Es Dios quien los está liberando de Egipto, mostrándose con ellos fuerte como un búfalo. Devora a las naciones enemigas, tritura sus huesos y los destruye con sus flechas. Se agazapa y se tumba como un león, como una fiera leona; ¿quién hará que se levante? ¡Benditos los que te bendigan! ¡Malditos los que te maldigan! Entonces Balac palmoteó enfurecido contra Balaán y le dijo: —¡Te he llamado para maldecir a mis enemigos y los has bendecido por tres veces! Regresa, pues, a tu tierra. Yo te iba a recompensar espléndidamente, pero el Señor te ha privado de la recompensa. Balaán le respondió: —¿Acaso no dije a los mensajeros que me enviaste: «Aunque Balac me dé su palacio repleto de plata y oro, no podré hacer nada por propia iniciativa, ni bueno ni malo, si es contrario al mandato del Señor. Lo que el Señor ordene, eso diré»? Ahora regreso a mi tierra, pero antes quiero anunciarte lo que el pueblo de Israel hará con el tuyo en el futuro. Entonces Balaán recitó este poema: Oráculo de Balaán hijo de Beor, oráculo del hombre de ojos abiertos, oráculo del que oye las palabras de Dios y recibe visiones del Altísimo, del que cae en éxtasis con ojos abiertos. Lo que veo, no sucederá enseguida; lo que contemplo, no está cercano: una estrella sale de Jacob, un rey surge en Israel que aplastará las sienes de Moab, el cráneo de todos los hijos de Set. Edom será conquistada y Seír, su enemigo, caerá en su poder, mientras Israel sale triunfante. De Jacob saldrá el dominador que destruirá lo que quede de Ir. Entonces Balaán vio a Amalec y recitó este poema: Amalec es líder entre las naciones, pero acabará pereciendo para siempre. Luego vio a los quenitas y recitó este poema: Aunque es segura tu morada y tienes en la roca tu nido, tu nido será destruido cuando Asiria te lleve cautivo. Finalmente recitó este poema: ¡Ay! ¿Quién sobrevivirá si Dios lo condena? Vendrán naves de la costa de Quitín y subyugarán a Assur, subyugarán a Éber, pero también ellos acabarán pereciendo. Después de esto Balaán partió de regreso a su tierra; y también Balac se fue por su camino. Acampó Israel en Sitín y el pueblo comenzó a prostituirse con las mujeres de Moab que lo incitaban a participar en los sacrificios en honor de su dios. El pueblo participó en esos sacrificios y adoró a ese dios, rindiendo culto a Baal-Peor. Ello hizo que estallara contra Israel la cólera del Señor que ordenó a Moisés: —Convoca a todos los líderes del pueblo y cuélgalos públicamente en mi presencia para que mi ardiente cólera se aparte de Israel. Entonces Moisés ordenó a los magistrados de Israel: —Que cada uno de vosotros dé muerte a aquellos de los vuestros que hayan rendido culto a Baal-Peor. Y sucedió que un israelita se hizo presente en medio de sus hermanos llevando a su tienda una mujer madianita; hizo esto a la vista de Moisés y de toda la comunidad israelita que lloraba a la entrada de la Tienda del encuentro. Cuando lo vio Finés, hijo de Eleazar y nieto del sacerdote Aarón, se levantó de en medio de la comunidad, tomó una lanza en su mano, siguió al israelita hasta su tienda y traspasó a ambos por el vientre, al israelita y a la mujer madianita. Con ello cesó el castigo que se había desencadenado contra los israelitas, un castigo en el que murieron veinticuatro mil. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Finés, hijo de Eleazar y nieto del sacerdote Aarón, ha apartado de los israelitas mi furor, saliendo en mi defensa en medio de ellos y evitando así que mi furor los aniquilara. Por tanto diles: «Yo hago con Finés una alianza de paz. Para él y para todos sus descendientes será una alianza que le asegure para siempre el sacerdocio, por cuanto salió en defensa de su Dios e hizo expiación por los israelitas». El nombre del israelita muerto, ejecutado junto con la mujer madianita, era Zimrí, hijo de Salú, jefe de una familia de la tribu de Simeón; el nombre de la mujer madianita muerta era Cozbí, hija de Zur, jefe de clan en una familia patriarcal de Madián. El Señor se dirigió entonces a Moisés y le dijo: —Atacad a los madianitas y derrotadlos, pues ellos, con sus ardides, se han convertido en vuestros enemigos; así se portaron en el caso de Baal-Peor y en el de su compatriota Cozbí —hija de un jefe madianita— que murió el día del castigo desencadenado por lo de Peor. Cuando cesó el castigo, el Señor se dirigió a Moisés y a Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, y les dijo: —Haced un censo de toda la comunidad israelita, registrando por casas patriarcales a todos los mayores de veinte años que sean aptos para el servicio militar en Israel. Entonces Moisés y el sacerdote Eleazar dieron a los israelitas instrucciones al respecto, estando ya en la llanura de Moab, junto al Jordán y a la altura de Jericó. Les dijeron: —Hay que hacer el censo de los mayores de veinte años, tal como ha mandado el Señor a Moisés. Y estos resultaron ser los israelitas que habían salido del país de Egipto: Descendientes de Rubén, el primogénito de Israel, eran: el clan de los enoquitas, que procedía de Enoc; el de los faluitas, que procedía de Falú; el de los jesronitas, que procedía de Jesrón, y el de los carmitas, que procedía de Carmí. Estos eran los clanes de los rubenitas; el total de personas registradas fue de cuarenta y tres mil setecientas treinta. Hijo de Falú fue Eliab, e hijos de Eliab fueron: Nemuel, Datán y Abirán. Estos son los mismos Datán y Abirán elegidos como consejeros de la comunidad y que se amotinaron contra Moisés y Aarón cuando Coré y sus secuaces se rebelaron contra el Señor. Fue cuando la tierra abrió su boca y se tragó a Coré junto con todos sus secuaces, siendo devoradas por el fuego doscientas cincuenta personas, para servir de escarmiento. Los hijos de Coré, sin embargo, no murieron. Descendientes de Simeón por clanes eran: el clan de los nemuelitas, que procedía de Nemuel; el de los jaminitas, que procedía de Jamín; el de los zerajitas, que procedía de Zeraj; el de los saulitas, que procedía de Saúl. Estos eran los clanes de los simeonitas; un total de veintidós mil doscientas personas. Descendientes de Gad por clanes eran: el clan de los sefonitas, que procedía de Sefón; el de los jaguitas, que procedía de Jaguí; el de los sunitas que procedía de Suní; el de los oznitas, que procedía de Ozní; el de los eritas, que procedía de Erí; el de los aroditas, que procedía de Arod; y el de los arelitas, que procedía de Arelí. Estos eran los clanes de Gad; el total de personas registradas fue de cuarenta mil quinientas. Hijos de Judá fueron Er y Onán que murieron en tierra de Canaán. Descendientes de Judá por clanes eran: el clan de los selaítas que procedía de Selá; el de los faresitas, que procedía de Farés; el de los zeraítas, que procedía de Zerá. Descendientes de Farés eran: el clan de los jesronitas, que procedía de Jesrón; y el de los jamulitas, que procedía de Jamul. Estos eran los clanes de Judá; el total de personas registradas fue de setenta y seis mil quinientas. Descendientes de Isacar por clanes eran: el clan de los tolaítas, que procedía de Tolá; el de los fuitas, que procedía de Fúe; el de los jasubitas, que procedía de Jasub; de los simronitas, que procedía de Simrón. Estos eran los clanes de Isacar; el total de personas registradas fue de sesenta y cuatro mil trescientas. Descendientes de Zabulón por clanes eran: el clan de los sereditas, que procedía de Séred; el de los elonitas, que procedía de Elón; el de los jajlelitas, que procedía de Jajleel. Estos eran los clanes de Zabulón; el total de personas registradas fue de sesenta mil quinientas. Descendientes de José por clanes, a través de sus hijos Manasés y Efraín, eran: de Manasés, el clan de los maquiritas, que procedía de Maquir, el padre de Galaad; el clan de los galaaditas, que procedía de Galaad. Descendientes de Galaad eran: el clan de los jezeritas, que procedía de Jezer; el de los jelequitas, que procedía de Jéleq; el de los asrielitas, que procedía de Asriel; el de los siquenitas, que procedía de Siquén; el de los semidaítas, que procedía de Semidá; el de los jeferitas, que procedía de Jéfer. Hijo de Jéfer fue Selofjad que no tuvo hijos, sino solamente hijas; los nombres de las hijas de Selofjad fueron Majlá, Noá, Joglá, Milcá y Tirsá. Estos eran los clanes de Manasés; el total de personas registradas fue de cincuenta y dos mil setecientas. Los descendientes de Efraín por clanes eran: el clan de los sutelajitas, que procedía de Sutelaj; el de los bequeritas, que procedía de Béquer; el de los tajanitas, que procedía de Taján; de Sutelaj descendían Erán y su clan. Estos eran los clanes de Efraín; el total de personas registradas fue de treinta y dos mil quinientas. Descendientes de Benjamín por clanes eran: el clan de los belaítas, que procedía de Belá; el de los asbelitas, que procedía de Asbel; el de los ajiramitas, que procedía de Ajirán; el de los sufanitas, que procedía de Sufán; el de los jufanitas, que procedía de Jufán. Hijos de Belá fueron Ard y Naamán; de Ard procedía el clan de los arditas, y de Naamán el de los naamitas. Estos eran los clanes de Benjamín; el total de personas registradas fue de cuarenta y cinco mil seiscientas. Descendientes de Dan por clanes eran: el clan de los sujamitas, que procedía de Suján y que tenía registradas un total de sesenta y cuatro mil cuatrocientas personas. Descendientes de Aser por clanes eran: el clan de los imnitas, que procedía de Imní; el clan de los isuitas, que procedía de Isuí; el de los beriaítas, que procedía de Beriá. Descendientes de Beriá fueron: el clan de los jeberitas, que procedía de Jéber; y el de los malquielitas, que procedía de Malquiel. El nombre de la hija de Aser fue Será. Estos eran los clanes de Aser; el total de personas registradas fue de cincuenta y tres mil cuatrocientas. Descendientes de Neftalí por clanes eran: el clan de los Jajselitas, que procedía de Jajseel; el de los gunitas, que procedía de Guní; el de los jezeritas, que procedía de Jezer; y el de los silemitas, que procedía de Silem. Estos eran los clanes de Neftalí; el total de personas registradas fue de cuarenta y cinco mil cuatrocientas. El total de personas israelitas censadas fue de seiscientas una mil setecientas treinta. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Entre estos se repartirá la tierra en heredad, de acuerdo con el número de los registrados. A los clanes más numerosos darás mayor heredad; a los menos numerosos, una heredad menor. A cada clan se le dará una heredad en conformidad con las personas que tenga registradas. La tierra será repartida por sorteo y la heredad estará en relación con el número de las personas de su familia. La heredad de cada clan será asignada por sorteo, tanto para los más numerosos como para los más reducidos. Los levitas registrados por clanes fueron estos: el clan de los guersonitas, que procedía de Guersón; el de los queatitas, que procedía de Queat; el de los meraritas, que procedía de Merarí. Figuraban, además, entre los clanes levíticos: el clan de los libnitas, el de los hebronitas, el de los majlitas, el de los musitas y el de los coreítas. Queat fue el padre de Amrán, cuya mujer se llamaba Jocabed, hija, a su vez, de Leví y nacida en Egipto. Amrán y Jocabed fueron los padres de Aarón y de Moisés y de su hermana María. De Aarón nacieron Nadab, Abihú, Eleazar e Itamar. Pero Nadab y Abihú murieron cuando ofrecieron fuego ilícito en presencia del Señor. El total de levitas censados fue de veintitrés mil, todos varones mayores de un mes, que no fueron incluidos en el censo regular de los israelitas, porque no se les había asignado heredad entre los israelitas. Estos fueron los censados por Moisés y el sacerdote Eleazar, encargados de hacer el censo de los israelitas en las estepas de Moab, junto al Jordán, a la altura de Jericó. Entre los censados no había ninguno de los que figuraban en el censo de los israelitas que Moisés y el sacerdote Aarón hicieron en el desierto del Sinaí. Porque el Señor los había condenado a morir en el desierto y, en efecto, ninguno de ellos sobrevivió, salvo Caleb, hijo de Jefuné, y Josué, hijo de Nun. Las hijas de Selofjad, que se llamaban Majlá, Noá, Joglá, Milcá y Tirsá, y que pertenecían a la tribu de José a través de Jéfer, Galaad, Maquir y Manasés, vinieron y se presentaron ante Moisés, ante el sacerdote Eleazar, ante los jefes y ante la comunidad en pleno, a la entrada de la Tienda del encuentro, diciendo: —Nuestro padre murió en el desierto. Él no formó parte de los secuaces de Coré, que se amotinaron contra el Señor, sino que murió por su propio pecado sin dejar hijos varones. ¡Que no se pierda el nombre de nuestro padre entre su clan por no haber tenido un hijo varón! ¡Danos, pues, una propiedad entre los parientes de nuestro padre! Moisés presentó el caso ante el Señor que le contestó: —El requerimiento de las hijas de Selofjad es justo: les darás una propiedad en posesión hereditaria entre los parientes de su padre, transfiriéndoles la posesión hereditaria de su padre. Además dirás esto a los israelitas: «Cuando alguno muera sin hijos, transferirá la herencia a su hija. Si tampoco tiene hijas, la herencia pasará a sus hermanos; y si no tiene hermanos, daréis la herencia a los hermanos de su padre. Y si su padre no tiene hermanos, se la daréis como herencia al pariente más cercano de su clan familiar». Esto servirá como estatuto judicial para los israelitas, según el Señor mandó a Moisés. El Señor dijo a Moisés: —Asciende a la cumbre del Abarín y contempla la tierra que he dado a los israelitas. Cuando la hayas contemplado, también tú te reunirás con los tuyos, lo mismo que tu hermano Aarón, pues cuando la comunidad se rebeló en el desierto de Sin, desobedecisteis mi mandato y no pusisteis de manifiesto ante los israelitas mi santidad por medio del agua; hablo de las aguas de Meribá de Cadés en el desierto de Sin. Moisés respondió al Señor y le dijo: —Que el Señor, origen de toda vida ponga alguien al frente de la comunidad para que la presida y la guíe, de manera que la comunidad del Señor no sea como un rebaño de ovejas que no tienen pastor. El Señor dijo a Moisés: —Toma a Josué, hijo de Nun, hombre dotado de espíritu, e impón tu mano sobre él. Preséntalo ante el sacerdote Eleazar y ante toda la comunidad y, en presencia de todos ellos, dale las órdenes oportunas. Transmítele tu autoridad, para que toda la comunidad israelita lo obedezca. Se presentará Josué al sacerdote Eleazar, quien consultará por él la decisión del Señor a través de los Urín cuyo dictamen seguirán tanto él como toda la comunidad israelita. Moisés hizo tal como el Señor le había mandado. Tomó a Josué y lo presentó al sacerdote Eleazar y a toda la comunidad; impuso sobre él sus manos y le dio las oportunas instrucciones, tal como se lo había ordenado el Señor. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Di a los israelitas: Estad atentos a presentarme en los tiempos prefijados mis ofrendas, es decir, los alimentos que me pertenecen, junto con mis otras ofrendas que me causan un grato olor. Indícales, además, cuáles son las ofrendas que han de presentar al Señor y que serán las siguientes: Como holocausto diario ofreceréis dos corderos de un año sin defecto alguno: un cordero por la mañana y otro a la caída de la tarde, acompañados de la correspondiente ofrenda de cereal, a saber, dos kilos y cuarto de flor de harina amasada con un litro de aceite de olivas machacadas. Este es el holocausto perpetuo, que fue instituido en el monte Sinaí, como ofrenda sacrificial de olor grato al Señor. La libación que debe acompañar este sacrificio será de un litro [de vino ] por cordero; esta libación de bebida fermentada en honor del Señor ha de hacerse en el santuario. El segundo cordero lo ofrecerás a la caída de la tarde, preparando la misma ofrenda de cereal y la misma libación que por la mañana, todo como ofrenda de olor grato al Señor. Cada sábado ofrecerás dos corderos de un año sin defecto alguno; los ofrecerás con cuatro kilos y medio de flor de harina amasada con aceite como ofrenda de cereal, junto con su correspondiente libación. Este será el holocausto de cada sábado, además del holocausto diario y su correspondiente libación. Cada primer día del mes ofreceréis en holocausto al Señor dos becerros, un carnero y siete corderos de un año sin defecto alguno. Como ofrenda de cereal por cada becerro ofreceréis seis kilos y medio de flor de harina amasada con aceite; como ofrenda de cereal por cada carnero, cuatro kilos y medio de flor de harina amasada con aceite y como ofrenda de cereal por cada cordero, dos kilos y cuarto de flor de harina amasada con aceite. Este será un holocausto de olor grato, una ofrenda sacrificial al Señor. Las correspondientes libaciones serán: dos litros de vino por cada becerro, litro y medio por cada carnero y un litro por cada cordero. Este es el holocausto de cada primero de mes para todos los meses del año. Además del holocausto diario con su libación, se ofrecerá al Señor un macho cabrío como ofrenda de purificación con su correspondiente libación. El día catorce del primer mes es la Pascua en honor del Señor. Y el día quince de ese mes es día de fiesta; durante siete días se comerán panes sin levadura. El primer día se celebrará una asamblea solemne y no haréis ningún tipo de trabajo. Presentaréis como ofrenda sacrificial en holocausto al Señor, dos becerros, un carnero y siete corderos de un año, todos sin defecto alguno. La ofrenda de cereal que los acompañe será de flor de harina amasada con aceite: seis kilos y medio por cada becerro, cuatro kilos y medio por cada carnero y dos kilos y cuarto por cada uno de los siete corderos. Ofreceréis, además, un macho cabrío como ofrenda de purificación por vosotros. Ofreceréis todo esto además del holocausto de la mañana, que forma parte del holocausto perpetuo. Presentaréis estas ofrendas cada uno de los siete días, como ofrenda de alimentos y como ofrenda sacrificial de olor grato al Señor; la presentaréis con sus correspondientes libaciones además del holocausto diario. Y el séptimo día celebraréis asamblea solemne y no haréis ningún tipo de trabajo. El día de las primicias, cuando presentéis al Señor la ofrenda del nuevo cereal en la fiesta de las Semanas, celebraréis asamblea solemne y no haréis ningún tipo de trabajo. Como holocausto de olor grato al Señor ofreceréis dos becerros, un carnero y siete corderos de un año. La ofrenda de cereal que los acompañe será de flor de harina amasada con aceite: seis kilos y medio por cada becerro, cuatro kilos y medio por cada carnero y un kilo y cuarto por cada uno de los siete corderos. Ofreceréis, además, un macho cabrío como ofrenda de purificación por vosotros. Presentaréis las ofrendas con sus correspondientes libaciones, además del holocausto diario acompañado de su ofrenda de cereal. Los animales ofrecidos no tendrán defecto alguno. El primer día del séptimo mes, celebraréis asamblea solemne y no haréis ningún tipo de trabajo. Lo celebraréis como el día del resonar de las trompetas. Como holocausto de olor grato al Señor, ofreceréis un becerro, un carnero y siete corderos de un año sin defecto alguno. La ofrenda de cereal que los acompañe será de flor de harina amasada con aceite: seis kilos y medio por cada becerro, cuatro kilos y medio por cada carnero y dos kilos y cuarto por cada uno de los siete corderos. Ofreceréis también un macho cabrío como ofrenda de purificación por vosotros, además del holocausto del día primero de mes con su ofrenda de cereal, y del holocausto diario con su ofrenda de cereal, todo ello acompañado de las correspondientes libaciones, tal y como está reglamentado; serán ofrendas sacrificiales de olor grato al Señor. El día diez del mismo séptimo mes celebraréis asamblea solemne. Ayunaréis y no haréis ningún tipo de trabajo. Como holocausto de olor grato al Señor ofreceréis un becerro, un carnero y siete corderos de un año, todos sin defecto alguno. Las ofrendas de cereal que los acompañen serán de flor de harina amasada con aceite: seis kilos y medio por cada becerro, cuatro kilos y medio por cada carnero y dos kilos y cuarto por cada uno de los siete corderos. Ofreceréis también un macho cabrío como ofrenda de purificación, además de la ofrenda expiatoria en el Día del Perdón, y del holocausto diario acompañado de las ofrendas de cereal y de las correspondientes libaciones. El día quince de ese mismo séptimo mes celebraréis asamblea solemne. No haréis ningún tipo de trabajo y durante siete días estaréis de fiesta en honor del Señor. Como holocausto, en ofrenda sacrificial de olor grato al Señor, ofreceréis trece becerros, dos carneros y catorce corderos de un año, todos sin defecto alguno. Las ofrendas de cereal que los acompañen serán de flor de harina amasada con aceite: seis kilos y medio por cada uno de los trece becerros, cuatro kilos y medio por cada uno de los dos carneros y dos kilos y cuarto por cada uno de los catorce corderos. Ofreceréis también un macho cabrío como ofrenda de purificación, además del holocausto diario, con su ofrenda de cereal y su correspondiente libación. El segundo día ofreceréis doce becerros, dos carneros y catorce corderos de un año sin defecto alguno, con sus correspondientes ofrendas de cereal y sus libaciones, según está reglamentado en razón del número de becerros, carneros y corderos. Ofreceréis también un macho cabrío como ofrenda de purificación, además del holocausto diario, con su ofrenda de cereal y su correspondiente libación. El tercer día ofreceréis once becerros, dos carneros y catorce corderos de un año sin defecto alguno, con sus correspondientes ofrendas de cereal y sus libaciones, según está reglamentado en razón del número de becerros, carneros y corderos. Ofreceréis también un macho cabrío como ofrenda de purificación, además del holocausto diario, con su ofrenda de cereal y su correspondiente libación. El día cuarto ofreceréis diez becerros, dos carneros y catorce corderos de un año sin defecto alguno, con sus correspondientes ofrendas de cereal y sus libaciones, según está reglamentado en razón del número de becerros, carneros y corderos. Ofreceréis también un macho cabrío como ofrenda de purificación, además del holocausto diario, con su ofrenda de cereal y su correspondiente libación. El quinto día ofreceréis nueve becerros, dos carneros y catorce corderos de un año sin defecto alguno, con sus correspondientes ofrendas de cereal y sus libaciones, según está reglamentado en razón del número de becerros, carneros y corderos. Ofreceréis también un macho cabrío como ofrenda de purificación, además del holocausto diario, con su ofrenda de cereal y su correspondiente libación. El sexto día ofreceréis ocho becerros, dos carneros y catorce corderos de un año sin defecto alguno, con sus correspondientes ofrendas de cereal y sus libaciones, según está reglamentado en razón del número de becerros, carneros y corderos. Ofreceréis también un macho cabrío como ofrenda de purificación, además del holocausto diario, con su ofrenda de cereal y su correspondiente libación. El séptimo día ofreceréis siete becerros, dos carneros y catorce corderos de un año sin defecto alguno, con sus correspondientes ofrendas de cereal y sus libaciones, según está reglamentado en razón del número de becerros, carneros y corderos. Ofreceréis también un macho cabrío como ofrenda de purificación, además del holocausto diario, con su ofrenda de cereal y su correspondiente libación. El octavo día será día de asamblea solemne en el que no haréis ningún tipo de trabajo. Como holocausto de olor grato al Señor ofreceréis un becerro, un carnero y siete corderos de un año sin defecto alguno, con sus correspondientes ofrendas de cereal y sus libaciones, según está reglamentado en razón del número de becerros, carneros y corderos. Ofreceréis también un macho cabrío como ofrenda de purificación, además del holocausto diario, con su ofrenda de cereal y su correspondiente libación. Estas son las ofrendas que presentaréis al Señor en vuestras fiestas solemnes, además de las ofrendas que hagáis voluntariamente o en virtud de una promesa, sean holocaustos, ofrendas de cereal, libaciones o sacrificios de comunión. De esta manera Moisés instruyó a los israelitas conforme a todo lo que el Señor le había mandado. Se dirigió Moisés a los líderes de las tribus israelitas y les dijo: —Esto es lo que el Señor ha mandado. Si alguien hace una promesa al Señor o se impone con juramento una obligación a sí mismo, no quebrantará su palabra, sino que cumplirá aquello a lo que se comprometió. Si una mujer, que es aún joven y reside en la casa de su padre, hace una promesa al Señor, y su padre, conocedor de la promesa y de la obligación que ha asumido, no pone objeción a ello, todas las promesas de la joven serán firmes y los compromisos que haya asumido serán válidos. Pero si, al enterarse de las promesas que ha hecho y de las obligaciones que ha asumido, su padre se opone, entonces ni las promesas hechas ni las obligaciones asumidas serán firmes y el Señor no se lo tendrá en cuenta, por cuanto su padre se opuso. Puede suceder que la joven se case mientras las promesas hechas y las obligaciones asumidas están vigentes; si su marido se entera y no pone objeción, tanto las promesas hechas como las obligaciones asumidas serán firmes. Pero si su marido pone objeción al enterarse, entonces la promesa que hizo y la obligación que asumió la esposa quedarán anuladas y el Señor no se lo tendrá en cuenta. La promesa o cualquier otro compromiso que haya asumido una viuda o repudiada, será firme. Si hizo una promesa o se comprometió con juramento mientras permanecía en casa de su marido sin que este, al enterarse, haya puesto objeción, entonces tanto las promesas hechas como las obligaciones asumidas serán firmes. Pero si su marido, al enterarse, las anuló, entonces todas las promesas salidas de sus labios y todas las obligaciones asumidas serán nulas; el Señor no se lo tendrá en cuenta por cuanto su marido las anuló. Cualquier promesa o juramento por el que la esposa se obligue a ayunar, podrá ser confirmado o anulado por su marido. Si, pasados dos días después de enterarse, su marido no pone objeción, se entiende que ha confirmado todas las promesas hechas y todas las obligaciones asumidas. Pero si las anula pasado un tiempo después de haberse enterado, entonces cargará con la culpa que le correspondía a la esposa. Estas son las normas que el Señor prescribió a Moisés acerca del marido y su esposa, y acerca del padre y su hija mientras esta es aún joven y permanece en la casa de su padre. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Haz primero que los israelitas se venguen de los madianitas; después irás a reunirte con tus antepasados. Así que Moisés se dirigió al pueblo con estas palabras: —Escoged de entre vosotros hombres que vayan a la guerra contra Madián y ejecuten así la venganza decretada por el Señor contra Madián. Pondréis en pie de guerra a mil varones de cada una de las tribus de Israel. Se alistaron, en efecto, entre los batallones de Israel, mil de cada tribu: un total de doce mil movilizados para la guerra. Y Moisés envió a la guerra a esos mil de cada tribu, con Finés, hijo del sacerdote Eleazar, como sacerdote de campaña, encargado de llevar los objetos sagrados y de hacer sonar las trompetas. Presentaron batalla contra los madianitas, tal como el Señor se lo había mandado a Moisés, y dieron muerte a todos los varones. Entre los muertos estaban también los cinco reyes de Madián: Eví, Requén, Zur, Jur y Rebá. También pasaron a espada a Balaán, hijo de Beor. Los israelitas hicieron prisioneras a las mujeres madianitas junto con sus hijos y se apoderaron de todo su ganado, de sus rebaños y de toda su riqueza, incendiando todas las ciudades y aldeas en que habitaban. Juntaron luego todos los despojos y todo el botín, tanto de personas como de animales, y lo pusieron todo —prisioneros y botín— a disposición de Moisés, del sacerdote Eleazar y de la comunidad israelita que se encontraba acampada en los llanos de Moab, junto al Jordán y a la altura de Jericó. Moisés, el sacerdote Eleazar y todos los jefes de la comunidad, salieron a recibirlos fuera del campamento. Y Moisés se enojó contra los comandantes del ejército y contra los jefes de millar y de cien que volvían de la guerra, diciéndoles: —¿Cómo es que habéis dejado con vida a todas las mujeres? Fueron precisamente ellas las que, por consejo de Balaán, incitaron a los israelitas a rebelarse contra el Señor dando culto a Baal-Peor, lo que provocó que el castigo se abatiera sobre la comunidad del Señor. Matad, pues, ahora a todos los niños varones y a toda mujer que haya tenido relaciones sexuales con un hombre. Pero dejad con vida para vosotros a todas las mujeres jóvenes que no hayan tenido relaciones sexuales con hombres. En cuanto a vosotros, permaneced fuera del campamento durante siete días; y cualquiera de vosotros o de vuestros prisioneros que haya dado muerte a una persona o tocado un cadáver, deberá purificarse al tercer y al séptimo día. Asimismo purificaréis todo vestido y toda prenda fabricada con piel o con pelo de cabra y también todo utensilio de madera. El sacerdote Eleazar dijo a las tropas que habían tomado parte en la batalla: —Esta es la disposición legal que el Señor ha prescrito a Moisés: todo objeto de oro, plata, bronce, hierro, estaño o plomo, capaz de resistir el calor, lo haréis pasar por el fuego y quedará purificado, aunque deberá ser purificado también con el agua de purificación. En cuanto a lo que no resista el fuego, deberéis pasarlo por el agua de purificación. El séptimo día lavaréis vuestros vestidos, quedaréis así purificados y podréis ya entrar en el campamento. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Tú, el sacerdote Eleazar y los jefes de familia de la comunidad haced un inventario del botín que se ha capturado, tanto de personas como de animales; y dividid por igual el botín entre los combatientes que participaron directamente en la guerra y el resto de la comunidad. Reservarás un tributo para el Señor: para los combatientes que participaron directamente en la batalla, reservarás una parte de cada quinientos, tanto de las personas como de los bueyes, asnos y ovejas; lo tomarás de la parte que les corresponde y se lo darás al sacerdote Eleazar como contribución al Señor. De lo que corresponde al resto de los israelitas, tomarás una parte de cada cincuenta, tanto de las personas como de los bueyes, asnos, ovejas y demás animales; se lo darás todo a los levitas que tienen encomendado el servicio de la Morada del Señor. Moisés y el sacerdote Eleazar hicieron tal como el Señor había mandado a Moisés. Lo que quedaba del botín capturado por los combatientes ascendía a seiscientas setenta y cinco mil ovejas, setenta y dos mil bueyes, y sesenta y un mil asnos, además de un total de treinta y dos mil personas, es decir, de mujeres que no habían tenido relaciones sexuales con hombres. La porción de los que habían participado directamente en la batalla fue de trescientas treinta y siete mil quinientas ovejas, de las que se reservaron seiscientas setenta y cinco como tributo para el Señor; treinta y seis mil bueyes, de los que se reservaron setenta y dos como tributo para el Señor; treinta mil quinientos asnos, de los que se reservaron sesenta y uno como tributo para el Señor; y dieciséis mil personas, de las que se reservaron treinta y dos como tributo para el Señor. Moisés entregó el tributo al sacerdote Eleazar para que fuera presentado como ofrenda al Señor mediante el rito de la elevación, tal como el Señor lo había mandado a Moisés. La porción correspondiente a la comunidad israelita —es decir, la que Moisés separó de la que pertenecía a los que habían participado directamente en la batalla— fue de trescientas treinta y siete mil quinientas ovejas, treinta y seis mil bueyes, treinta mil quinientos asnos, y dieciséis mil personas. De esta porción de los israelitas, Moisés tomó una parte de cada cincuenta, tanto de personas como de animales, y lo entregó todo a los levitas, que tenían encomendado el servicio de la Morada del Señor, cumpliendo así lo que el Señor había mandado a Moisés. Los comandantes de las tropas israelitas, junto con los jefes de millar y de cien, se presentaron a Moisés y le dijeron: —Tus siervos han contado a los combatientes a nuestro cargo y no falta ninguno. Por lo cual traemos como ofrenda al Señor artículos de oro de lo que nos ha tocado a cada uno: brazaletes, pulseras, anillos, zarcillos y cadenas, para hacer expiación por nosotros delante del Señor. Moisés y el sacerdote Eleazar aceptaron los objetos de oro que les traían, así como todo tipo de joyas. El total de oro aportado por los jefes de millar y de cien, y ofrecido al Señor mediante el rito de la elevación, fue de dieciséis mil setecientos cincuenta siclos. Pero la tropa regular del ejército se quedó con el botín que había tomado cada uno para sí. Así que Moisés y el sacerdote Eleazar aceptaron el oro de los jefes de millar y de cien y lo llevaron a la Tienda del encuentro como memorial de los israelitas ante el Señor. Los rubenitas y los gaditas poseían ganado en gran cantidad. Viendo que la tierra de Jazer y de Galaad era una región apropiada para el ganado, los gaditas y los rubenitas vinieron a Moisés, al sacerdote Eleazar y a los jefes de la comunidad, y les dijeron: —Atarot, Dibón, Jazer, Nimrá, Jesbón, Elalé, Sebán, Nebo y Beón —territorio que el Señor ha conquistado para la comunidad de Israel— es un territorio apropiado para el ganado, y tus siervos tienen ganado. Nos haríais un favor si nos das esta tierra en posesión y no nos haces cruzar el Jordán. Moisés respondió a los gaditas y a los rubenitas: —¿Van a ir vuestros hermanos a la guerra mientras vosotros os quedáis aquí? ¿Por qué desanimáis a los israelitas para que no crucen a la tierra que el Señor les ha dado? Eso es precisamente lo que hicieron vuestros padres, cuando los envié desde Cadés Barnea para que explorasen la tierra: después de llegar hasta el valle de Escol y de hacer un reconocimiento de la tierra, desalentaron a los israelitas para que no entrasen a la tierra que el Señor les había dado. Fue entonces cuando el Señor estalló en cólera y juró: Los mayores de veinte años que salieron de Egipto no verán la tierra que prometí con juramento a Abrahán, Isaac y Jacob, porque no permanecieron leales a mí; ninguno la verá, excepto Caleb, hijo de Jefuné el cenezeo, y Josué, hijo de Nun, que permanecieron leales al Señor. La cólera del Señor estalló contra Israel y durante cuarenta años los hizo andar errantes por el desierto, hasta que desapareció toda la generación que había provocado el enojo del Señor. Y ahora vosotros, estirpe de pecadores, seguís las huellas de vuestros padres, incrementando aún más la cólera del Señor contra Israel. Si os apartáis del Señor, volverá a haceros andar errantes por el desierto, y acarrearéis una gran calamidad a todo este pueblo. Entonces ellos se acercaron a Moisés y le dijeron: —Edificaremos aquí majadas para nuestro ganado y ciudades para nuestros niños. Pero iremos bien pertrechados como tropas de choque delante de los israelitas, hasta que los hayamos establecido en el territorio que tienen destinado; mientras tanto nuestros niños permanecerán en las ciudades fortificadas, a buen recaudo de los habitantes de esta tierra. No retornaremos a nuestras casas hasta que cada uno de los israelitas posea su heredad. Y renunciamos a tener con ellos heredad en el territorio al otro lado del Jordán, por cuanto hemos recibido ya nuestra heredad al oriente del Jordán. Entonces Moisés les respondió: —Si lo hacéis así, si vais a la batalla como tropas de choque siguiendo la indicación del Señor, y cada combatiente de entre vosotros cruza el Jordán siguiendo la indicación del Señor, sin regresar hasta que el Señor haya expulsado a sus enemigos ante sí, cuando la tierra haya sido sometida en presencia del Señor y volváis a vuestro territorio, quedaréis libres de culpa ante el Señor y ante Israel, y el Señor os concederá esta tierra en posesión. Pero si no lo hacéis así, pecaréis contra el Señor y cargaréis con las consecuencias de vuestro pecado. Así que edificad ciudades para vuestros niños y majadas para vuestras ovejas, pero haced lo que habéis prometido. Los gaditas y los rubenitas respondieron a Moisés: —Haremos como mi señor manda. Nuestros niños, nuestras mujeres, nuestros ganados y todos nuestros animales se quedarán en las ciudades de Galaad; pero, según lo ha dispuesto mi señor, todos los que entre nosotros, tus siervos, sean aptos para la guerra, entrarán en combate, siguiendo la indicación del Señor. Entonces Moisés dio estas instrucciones al sacerdote Eleazar, a Josué, hijo de Nun, y a los jefes de clan de las tribus israelitas. Les dijo al respecto Moisés: —Si los gaditas y rubenitas, debidamente pertrechados, cruzan con vosotros el Jordán, dispuestos a presentar batalla, siguiendo las indicaciones del Señor, una vez que el país os quede sometido, les daréis la tierra de Galaad en posesión. Pero si no cruzan con vosotros [el Jordán] debidamente pertrechados, entonces recibirán su heredad junto con vosotros en el país de Canaán. Los gaditas y los rubenitas respondieron: —Haremos lo que el Señor ha dicho a tus siervos. Nosotros pasaremos al país de Canaán debidamente pertrechados, siguiendo las indicaciones del Señor, si de esta manera podemos mantener nuestra posesión hereditaria a este lado del Jordán. Así pues, Moisés asignó a los gaditas, a los rubenitas y a la media tribu de Manasés, hijo de José, el reino de Sejón, rey amorreo, y el reino de Og, rey de Basán, todo el país con sus ciudades y los territorios de las ciudades de alrededor. Los gaditas reedificaron Dibón, Atarot, Aroer, Atarot Sofán, Jazer, Jogboá, Bet Nimrá y Bet Arán, como ciudades fortificadas o como majadas para ovejas. Los rubenitas reedificaron Jesbón, Elalé, Quiriatáin, Nebo, Baal Meón —algunos de estos nombres han cambiado— y Sibmá; y pusieron nombre a las ciudades que construyeron. Los maquiritas, descendientes de Manasés, fueron a Galaad, la conquistaron y expulsaron de allí a los amorreos; Moisés, por su parte, dio Galaad a los maquiritas, descendientes de Manasés, quienes se establecieron allí. Jaír, descendiente de Manasés, se apoderó de sus aldeas, a las que llamó Aldeas de Jaír. Asimismo Nobaj se apoderó de Kenat y sus aldeas, a las que puso su propio nombre de Nobaj. Estas son las etapas que recorrieron los israelitas guiados por Moisés y Aarón, cuando salieron del país de Egipto por escuadrones. Por mandato del Señor, Moisés consignó por escrito los puntos de partida de sus itinerarios. Y estos son los itinerarios de su marcha de acuerdo a sus puntos de partida. Salieron de Ramsés el día quince del primer mes. Al día siguiente de la Pascua los israelitas salieron desafiantes, a la vista de todo Egipto. Los egipcios, mientras tanto, enterraban a sus primogénitos a quienes el Señor había abatido, ejecutando así la sentencia contra sus dioses. Partieron los israelitas de Ramsés y acamparon en Sucot. Partieron de Sucot y acamparon en Etán, que está al borde del desierto. Partieron de Etán y, torciendo hacia Pi Ajirot que está frente a Baal Sefón, acamparon delante de Migdol. Partieron de Pi Ajirot y, cruzando el mar rumbo al desierto, anduvieron tres días de camino por el desierto de Etán y acamparon finalmente en Mará. Partieron de Mará y llegaron a Elín; había en Elín doce manantiales y setenta palmeras, así que acamparon allí. Partieron de Elín y acamparon junto al mar de las Cañas. Partieron del mar de las Cañas y acamparon en el desierto de Sin. Partieron del desierto de Sin y acamparon en Dofcá. Partieron de Dofcá y acamparon en Alús. Partieron de Alús y acamparon en Refidín, donde el pueblo no tuvo agua para beber. Partieron de Refidín y acamparon en el desierto del Sinaí. Partieron del desierto del Sinaí y acamparon en Kibrot-Hatavá. Partieron de Kibrot-Hatavá y acamparon en Jaserot. Partieron de Jaserot y acamparon en Ritmá. Partieron de Ritmá y acamparon en Rimón Peres. Partieron de Rimón Peres y acamparon en Libná. Partieron de Libná y acamparon en Risá. Partieron de Risá y acamparon en Queletá. Partieron de Queletá y acamparon en el monte Séfer. Partieron del monte Séfer y acamparon en Jaradá. Partieron de Jaradá y acamparon en Macelot. Partieron de Macelot y acamparon en Tajat. Partieron de Tajat y acamparon en Taraj. Partieron de Taraj y acamparon en Mitcá. Partieron de Mitcá y acamparon en Jasmoná. Partieron de Jasmoná y acamparon en Moserot. Partieron de Moserot y acamparon en Bené Jacán. Partieron de Bené Jacán y acamparon en el monte Guidgad. Partieron del monte Guidgad y acamparon en Jotbatá. Partieron de Jotbatá y acamparon en Abroná. Partieron de Abroná y acamparon en Esionguéber. Partieron de Esionguéber y acamparon en el desierto de Sin, es decir, en Cadés. Partieron de Cadés y acamparon en el monte Hor, en la frontera de Edom. Aarón, el sacerdote, subió por orden del Señor al monte Hor y allí murió a los cuarenta años de la salida de los israelitas del país de Egipto, en el primer día del quinto mes. Aarón tenía ciento veintitrés años de edad cuando murió en el monte Hor. Y el rey cananeo de Arad, que habitaba en el Négueb, en el país de Canaán, tuvo noticia de la llegada de los israelitas. Partieron los israelitas del monte Hor y acamparon en Salmoná. Partieron de Salmoná y acamparon en Punón. Partieron de Punón y acamparon en Obot. Partieron de Obot y acamparon en Iyé-Abarín, en la frontera de Moab. Partieron de Iyé-Abarín y acamparon en Dibón Gad. Partieron de Dibón Gad y acamparon en Almón Diblatáin. Partieron de Almón Diblatáin y acamparon en los montes de Abarín, frente a Nebo. Partieron de los montes de Abarín y acamparon en las estepas de Moab, junto al Jordán, a la altura de Jericó. Finalmente acamparon junto al Jordán, desde Bet Jesimot hasta Abel Sitín, en las estepas de Moab. Y el Señor se dirigió a Moisés en las estepas de Moab junto al Jordán, a la altura de Jericó, y le dijo: —Manda esto al pueblo de Israel: Cuando crucéis el Jordán y entréis en el país de Canaán, expulsaréis a todos los habitantes del país, destruiréis todos sus ídolos de piedra y todas sus imágenes fundidas, demoliendo todos sus lugares de culto. Y tomaréis posesión de la tierra y habitaréis en ella, pues yo os la he asignado en propiedad. Repartiréis la tierra por sorteo entre vuestros clanes: a los clanes más numerosos les daréis una porción mayor; a los menos numerosos, una porción menor. Cada uno tendrá la propiedad que le toque en suerte y haréis el reparto entre vosotros por clanes patriarcales. Pero si no expulsáis a los habitantes del país, aquellos a quienes les permitáis quedarse, serán como aguijones en vuestros ojos y espinas en vuestros costados, y os hostigarán en la tierra en que vais a residir. Y yo os trataré a vosotros como tenía pensado tratarlos a ellos. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Da estas normas a los israelitas: cuando entréis en el país de Canaán, estas serán las fronteras de la tierra que os tocará como heredad: La frontera sur se extenderá desde el desierto de Sin hasta el límite con Edom, arrancando del extremo sur del mar Muerto hacia el oriente. Luego la frontera torcerá hacia el sur hasta la cuesta de Acrabín y continuará hasta Sin; se extenderá hasta el sur de Cadés Barnea, pasando por Jasar Adar y continuando hasta Asmón. Desde Asmón la frontera torcerá hacia el torrente de Egipto y terminará en el mar. Por frontera oeste tendréis la costa del mar Grande; este te servirá de frontera occidental. La frontera norte será esta: desde el mar Grande trazaréis una línea hasta el monte Hor; y desde el monte Hor trazaréis otra línea que, pasando por Lebó Jamat, se prolongue hasta Zedad. La frontera seguirá hasta Zifrón y terminará en Jasar Enán. Esta será la frontera norte. Para la frontera este trazaréis una línea desde Jasar Enán hasta Sefán. Desde Sefán la frontera bajará a Ribla, al lado este de Ain; desde allí la frontera descenderá y llegará hasta la ribera oriental del lago de Kinéret. La frontera descenderá luego a lo largo del Jordán y terminará en el mar Muerto. Esta será vuestra tierra con sus respectivas fronteras circundantes. Moisés dio entonces a los israelitas las siguientes instrucciones: —Esta es la tierra que recibiréis por sorteo como porción hereditaria y que el Señor ha mandado que se dé a las nueve tribus y media. Porque las tribus de Rubén y de Gad, junto con la media tribu de Manasés, ya han recibido su porción, según sus respectivas casas patriarcales. Esas dos tribus y media recibieron ya su porción a este lado del Jordán, a la altura de Jericó, al oriente. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Estos son los nombres de quienes harán el reparto de la tierra: Eleazar, el sacerdote, y Josué, hijo de Nun, a quienes acompañarán en el reparto de la tierra un jefe de cada tribu. Estos son sus respectivos nombres: De la tribu de Judá, Caleb, hijo de Jefuné. De la tribu de los descendientes de Simeón, Semuel, hijo de Amihud. De la tribu de Benjamín, Elidad, hijo de Quislón. De la tribu de los descendientes de Dan, el jefe Buquí, hijo de Joglí. Por parte de los hijos de José: de la tribu de los descendientes de Manasés, el jefe Janiel, hijo de Efod; y de la tribu de los descendientes de Efraín, el jefe Kemuel, hijo de Siftán. De la tribu de los descendientes de Zabulón, el jefe Elisafán, hijo de Parnac. De la tribu de los descendientes de Isacar, el jefe Paltiel, hijo de Azán. De la tribu de los descendientes de Aser, el jefe Ajihud, hijo de Selomí. Y de la tribu de los descendientes de Neftalí, el jefe Pedael, hijo de Amihud. A estos designó el Señor para que repartieran entre los israelitas el país de Canaán. El Señor se dirigió a Moisés en las estepas de Moab, junto al Jordán, a la altura de Jericó, y le dijo: —Manda a los israelitas que, de sus posesiones hereditarias, asignen a los levitas ciudades donde puedan habitar, junto con terrenos de pastoreo alrededor de ellas. Ellos habitarán en esas ciudades, mientras sus ganados y el resto de sus animales pastarán en los respectivos terrenos de pastoreo. El terreno de pastoreo de las ciudades que asignaréis a los levitas tendrá una extensión de medio kilómetro alrededor de cada ciudad a partir de su muralla. Mediréis, a partir del exterior de la ciudad, un kilómetro por cada uno de los lados —este, sur, oeste y norte— quedando la ciudad en el centro; y este será el terreno que tendrán las ciudades como lugar de pastoreo. Entre las ciudades que asignaréis a los levitas habrá seis ciudades de asilo donde podrán refugiarse los homicidas; a ellas añadiréis otras cuarenta y dos ciudades. Serán, pues, cuarenta y ocho las ciudades que asignaréis a los levitas, con sus correspondientes terrenos de pastoreo. Al asignar a los levitas ciudades pertenecientes al patrimonio de los otros israelitas, tomaréis más de la tribu que más tenga, y menos de la que menos tenga; así cada tribu cederá de sus ciudades a los levitas en proporción a la heredad que haya recibido. El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: —Di a los israelitas: Cuando hayáis cruzado el Jordán y entrado en el país de Canaán, estableceréis unas ciudades que os sirvan como lugares de refugio, donde pueda encontrar asilo el homicida que haya matado a alguien sin intención. Estas ciudades os servirán como refugio frente al vengador de la sangre, para que no muera el homicida hasta que comparezca en juicio delante de la comunidad. Las ciudades que os reservaréis como ciudades de refugio serán seis: tres ciudades al otro lado del Jordán, y otras tres en el país de Canaán; ellas servirán como ciudades de refugio. Estas seis ciudades servirán de asilo al que haya matado a alguien sin intención de hacerlo, tanto si el homicida es israelita como si es extranjero o se encuentra de paso. Pero si alguien golpea a otro con un objeto de hierro y lo mata, se trata de un asesinato, y el asesino deberá morir ejecutado. Si lo golpea con un instrumento de piedra capaz de causar la muerte y, en efecto, el golpeado muere, se trata de un asesinato, y el asesino deberá morir ejecutado. De igual manera, si el objeto con que lo golpea es un instrumento de madera capaz de causar la muerte y el golpeado muere, se trata de un asesinato, y el asesino deberá morir ejecutado. El vengador de la sangre matará por sí mismo al asesino tan pronto como lo encuentre. Igualmente si lo empujó por odio, o lanzó a propósito contra él alguna cosa ocasionándole la muerte, o lo golpeó con su propia mano por enemistad y también le ocasionó la muerte, el agresor es un asesino y debe morir. El vengador de la sangre matará al asesino tan pronto como lo encuentre. Pero puede suceder que lo haya empujado casualmente y sin ánimo de hacer mal, o que haya lanzado sin querer algún objeto contra él, o bien que, sin haberlo visto, haya dejado caer sobre él algún objeto de piedra capaz de causar la muerte y, en efecto, lo mata sin que sea su enemigo ni tenga ánimo de hacerle daño; en tal caso, la comunidad juzgará entre el homicida y el vengador de la sangre conforme a estas leyes, protegerá al homicida del vengador de la sangre y lo hará retornar a la ciudad de asilo, donde se había refugiado, permaneciendo allí hasta que muera el sumo sacerdote, que fue ungido con el aceite santo. Pero puede suceder que el homicida salga alguna vez fuera de los límites de su ciudad de refugio; si el vengador de la sangre, al encontrarlo fuera de los límites de su ciudad de refugio, da muerte al homicida, no comete ningún crimen. Porque el homicida debe permanecer en su ciudad de refugio hasta que muera el sumo sacerdote; después de la muerte del sumo sacerdote, el homicida podrá volver a la tierra donde tenía su heredad. Estas disposiciones constituirán normas de derecho para vosotros y todos vuestros descendientes dondequiera que habitéis. Si alguien mata a una persona, el homicida será ejecutado, pero solo ante la evidencia de varios testigos; el testimonio de una sola persona no será suficiente para condenar a muerte a alguien. No aceptarás compensación económica por la vida del homicida, pues está condenado a muerte, y debe morir sin remisión. Ni tampoco aceptarás compensación económica por el que huyó a su ciudad de refugio y quiere volver a residir en su tierra antes de que muera el sumo sacerdote. No contaminaréis la tierra en donde residís, porque la sangre contamina la tierra, y la tierra no puede ser purificada de la sangre derramada sobre ella, si no es por la sangre del que la derramó. No contaminéis, pues, la tierra donde residís y en medio de la cual yo habito; porque yo el Señor habito en medio de Israel. Los cabezas de familia del clan descendiente de Galaad, hijo de Maquir y nieto de Manasés —uno de los clanes de los descendientes de José— acudieron a Moisés y a los jefes de las casas patriarcales de los israelitas diciéndoles: —El Señor mandó a mi señor que asignase la tierra a los israelitas en posesión por sorteo; además el Señor ha mandado a mi señor que la herencia de nuestro pariente Selofjad pase a ser posesión de sus hijas. Ahora bien, si ellas se casan con miembros de otras tribus israelitas, su herencia dejará de pertenecer a nuestra familia pasando a incrementar la heredad de la tribu a la que se unan, con lo cual quedaría reducida nuestra heredad. E incluso cuando llegue para los israelitas el año jubilar, la parte de esas mujeres pasará a incrementar la heredad de la tribu de sus maridos; con ello, la parte de esas mujeres dejará de pertenecer a la heredad de la tribu de nuestra familia. Entonces Moisés, por mandato del Señor, habló a los israelitas y dispuso lo siguiente: —La solicitud de la tribu de los hijos de José es justa. Esto es, pues, lo que el Señor ha mandado acerca de las hijas de Selofjad: pueden casarse con quienes les plazca, pero ha de ser con alguien del clan de la tribu de su padre, para que la heredad de los israelitas no se transfiera de una tribu a otra, sino que cada israelita permanezca ligado a la heredad de su tribu paterna. Cualquier hija que herede un patrimonio dentro de las tribus israelitas deberá casarse con alguien del clan de la tribu de su padre, para que los israelitas mantengan cada uno la posesión de la heredad paterna. De esta manera no se transferirá el patrimonio de una tribu a otra, sino que cada una de las tribus de los israelitas estará ligada a su heredad. Las hijas de Selofjad hicieron tal como el Señor había mandado a Moisés. Majlá, Tirsá, Joglá, Milcá y Noá, hijas de Selofjad, se casaron con hijos de sus tíos paternos, con lo que, al casarse dentro del clan de los descendientes de Manasés, hijo de José, su heredad permaneció dentro de la tribu a la que pertenecía el clan de su padre. Estos son los preceptos y normas que mandó el Señor por medio de Moisés a los israelitas en las estepas de Moab, junto al Jordán, a la altura de Jericó. Estas son las palabras que Moisés comunicó a todo Israel, al otro lado del Jordán, en el desierto, en la Arabá, frente a Suf, entre Parán, Tofel, Labán, Jaserot y Di Zahab. Desde el monte Horeb hasta Cadés Barnea hay once jornadas de camino, por la ruta de la montaña de Seír. El día primero del undécimo mes, en el año cuarenta, Moisés comunicó a los israelitas todo lo que el Señor le había encomendado que les dijese, después de haber derrotado a Sijón, rey de los amorreos, que residía en Jesbón, y a Og, rey de Basán, que residía en Astarot y Edreí. Al otro lado del Jordán, en tierra de Moab, comenzó Moisés a promulgar esta ley, diciendo: El Señor, nuestro Dios, nos dijo esto en el Horeb: —¡Ya lleváis mucho tiempo en estas montañas! Desmontad, pues, el campamento y poneos en marcha; dirigíos a las montañas de los amorreos y a todas sus zonas vecinas: la Arabá, la Montaña, la Sefela, el Négueb y el litoral. Seguid por la tierra de los cananeos hasta llegar al Líbano y al río grande: el río Éufrates. ¡Mirad! Yo os he entregado el país; ahora entrad y tomad posesión de la tierra que el Señor os prometió según juró a vuestros antepasados, Abrahán, Isaac y Jacob, y a sus descendientes. En aquella ocasión os dije: «Yo solo no doy abasto con todos vosotros, porque el Señor vuestro Dios, os ha multiplicado de tal manera que sois tan numerosos como las estrellas del cielo. ¡Que el Señor, el Dios de vuestros antepasados, os haga mil veces más numerosos todavía y os bendiga como os ha prometido! Pero ¿cómo podré yo solo sobrellevar vuestras cargas, vuestras disputas y pleitos? Elegid de cada tribu hombres experimentados, que sean conocidos por su sabiduría y prudencia y yo los pondré al frente de vosotros». Me respondisteis: «Estamos de acuerdo con lo que nos propones». Entonces elegí de entre los jefes de las tribus a algunos hombres sabios y experimentados, y les di autoridad sobre vosotros. A unos los puse a cargo de grupos de mil hombres; a otros, a cargo de cien; a otros, de cincuenta; a otros, de diez, y a otros los nombré oficiales responsables de cada tribu. Al mismo tiempo, di a los jueces estas normas: «Escuchad a vuestros hermanos y administrad justicia cuando tengan pleitos entre ellos o con extranjeros. No seáis parciales en las sentencias; considerad de igual manera la causa de los débiles y la de los poderosos; no os dejéis intimidar por nadie, porque el juicio es de Dios. Y si el asunto os sobrepasa, pasádmelo a mí para que yo lo atienda». Yo os indiqué entonces todo lo que debíais hacer. Así pues, dejamos el Horeb y recorrimos todo ese inmenso y espantoso desierto que habéis visto, camino de las montañas de los amorreos, hasta que llegamos a Cadés Barnea, como el Señor nuestro Dios nos había mandado. Entonces os dije: «Ya habéis llegado a las montañas de los amorreos, que el Señor nuestro Dios nos da. El Señor tu Dios te entrega esta tierra: ¡Adelante, pues!, toma posesión de ella tal como te ha dicho el Señor, el Dios de tus antepasados. No temas ni te acobardes». Pero todos vosotros vinisteis a decirme: «¿Qué tal si primero enviamos algunos hombres para que inspeccionen esta tierra y averigüen qué rutas debemos seguir y las ciudades en las que podemos entrar?». Vuestra propuesta me pareció buena, así que escogí a doce de vosotros, uno por cada tribu. Ellos partieron y subieron por la montaña hasta llegar al valle de Escol y exploraron la zona. Después tomaron algunos frutos de la tierra, nos los trajeron y nos dijeron: «La tierra que el Señor nuestro Dios nos da es realmente espléndida». Sin embargo, vosotros os rebelasteis contra la orden del Señor vuestro Dios, os negasteis a subir, y os pusisteis a murmurar dentro de vuestras tiendas diciendo: «El Señor debe odiarnos; nos sacó de Egipto para entregarnos en manos de los amorreos y destruirnos». ¡Adónde vamos a ir! Nuestros hermanos nos han metido el miedo en el cuerpo al decirnos que la gente de allí es más fuerte y más alta que nosotros, que las ciudades son enormes y están provistas de murallas que tocan el cielo. ¡Para colmo, nos dicen que vieron anaquitas por allí! Entonces os respondí: «No os asustéis ni les tengáis miedo. El Señor vuestro Dios va delante de vosotros y combatirá por vosotros, como ya visteis que lo hizo en Egipto. Y también has visto cómo el Señor tu Dios te conducía a lo largo de todo el camino que habéis recorrido por el desierto hasta llegar aquí, con el cuidado con que un padre lleva a su hijo». A pesar de eso, ninguno de vosotros confió en el Señor vuestro Dios, que iba delante de vosotros para buscaros dónde acampar. De noche lo hacía en forma de fuego, para que vierais el camino a seguir, y de día os acompañaba en forma de nube. Cuando el Señor escuchó vuestras murmuraciones, se enojó e hizo este juramento: «Nadie de esta generación perversa verá esta tierra fértil que juré dar a vuestros antepasados. Solo la verá Caleb, hijo de Jefuné. A él y a sus hijos les daré la tierra que ha explorado, porque él sí ha confiado plenamente en el Señor». También el Señor se enojó conmigo, por vuestra culpa, y me dijo: «Tampoco tú entrarás en esa tierra. Quien sí entrará es tu ayudante, Josué hijo de Nun. Infúndele valor, porque él será quien haga que Israel posea la tierra. En cuanto a vuestros niños, que aún no tienen uso de razón —y que pensasteis que acabarían siendo botín de guerra—, ellos sí entrarán en la tierra y la poseerán, porque yo se la he dado. En cuanto a vosotros, dad media vuelta, regresad al desierto y encaminaos de nuevo al mar de las Cañas». Entonces me respondisteis diciendo: «Hemos pecado contra el Señor, pero ahora iremos y lucharemos tal como el Señor nuestro Dios nos lo ha mandado». Y os equipasteis para la guerra, pensando que era fácil subir a la montaña. Pero el Señor me dijo: «Adviérteles que no suban a pelear si no quieren ser derrotados por el enemigo, porque yo no estaré con ellos». Yo os lo advertí, pero no me escuchasteis; os rebelasteis contra la orden del Señor y tuvisteis la osadía de subir a la montaña. Entonces los amorreos que habitaban las montañas salieron a vuestro encuentro y os hicieron correr como si os persiguiese un enjambre de avispas, y os derrotaron desde Seír hasta Jormá. De vuelta llorasteis ante el Señor, pero no os escuchó ni os prestó atención. Por eso tuvisteis que permanecer tanto tiempo en Cadés Barnea. Después dimos la vuelta y nos dirigimos hacia el desierto por la ruta del mar de las Cañas, como me había ordenado el Señor. Nos llevó mucho tiempo rodear la montaña de Seír. Hasta que por fin el Señor me dijo: Ya habéis estado bastante tiempo dando vueltas alrededor de esta montaña; dirigíos ahora al norte. Da esta orden al pueblo: «Vais a pasar por el territorio de vuestros hermanos, los descendientes de Esaú, que habitan en Seír. Aunque ellos os tienen miedo, andaos con cuidado y no los provoquéis, pues yo no os daré nada de su territorio, ni siquiera el espacio donde posar la planta del pie, pues la montaña de Seír se la di en posesión a Esaú. Tanto los alimentos que comáis, como el agua que bebáis los adquiriréis con dinero. Porque el Señor tu Dios te ha bendecido en todo lo que has emprendido, ha protegido tu caminar a través de este inmenso desierto y nada te ha faltado durante estos cuarenta años, porque el Señor tu Dios ha estado contigo». Así, pues, seguimos la ruta de la Arabá, que parte de las ciudades de Elat y Esionguéber, y entramos en el territorio de nuestros hermanos, los descendientes de Esaú, que habitan en Seír. Después torcimos y fuimos hacia el desierto de Moab. El Señor también me dijo: Tampoco ataques a Moab ni lo incites a guerrear, porque no te daré nada de su territorio, ya que la región de Ar se la di en posesión a los descendientes de Lot. (En la antigüedad vivió allí un pueblo fuerte y numeroso; el de los emitas. Ellos eran tan altos como los anaquitas. Tanto a ellos como a los anaquitas se los tenía por refaítas, si bien los moabitas los llamaban emitas. También, en la antigüedad, habitaron en Seír los hurritas, pero los descendientes de Esaú los desalojaron y los aniquilaron, instalándose en su lugar, lo mismo que hizo Israel con la tierra que el Señor le dio en posesión). Y ahora, reanudad la marcha y cruzad el torrente de Záred. Y así lo hicimos. Los años transcurridos desde que salimos de Cadés Barnea hasta que cruzamos el torrente de Záred fueron treinta y ocho. Para entonces todos los hombres de aquella generación aptos para la guerra habían muerto, tal como se lo había jurado el Señor. El poder del Señor se hizo sentir en medio del campamento hasta que, finalmente, los eliminó por completo. Cuando ya no quedó en el pueblo ningún hombre apto para la guerra —porque habían muerto—, el Señor me dijo: Hoy vas a cruzar por Ar la frontera de Moab y vas a entrar en contacto con los amonitas, descendientes de Lot. No los ataques ni los pongas en trance de combatir, pues no te daré nada de su territorio; se lo he dado en posesión a los descendientes de Lot. (También este era tenido por un territorio de refaítas, porque antiguamente ellos vivieron allí, si bien los amonitas los llamaban zonzonitas. Era un pueblo fuerte y numeroso, altos como los anaquitas; pero el Señor los aniquiló por medio de los amonitas que, apoderándose de su territorio, se instalaron en él. De igual modo actuó el Señor con los descendientes de Esaú, que vivían en Seír: estos aniquilaron a los hurritas y se apoderaron de su territorio instalándose en él hasta el día de hoy. En cuanto a los jeveos que vivían en las aldeas cercanas a Gaza, fueron aniquilados por los caftoritas, oriundos de Creta, que ocuparon su lugar). Y ahora, reanudad la marcha y cruzad el torrente Arnón. Te entrego al amorreo Sijón, rey de Jesbón, junto con su territorio. Declárale la guerra y lánzate a su conquista. A partir de hoy comenzaré a infundir pavor y miedo hacia ti entre todas las naciones que hay debajo del cielo; cuando oigan hablar de ti, temblarán y se estremecerán. Desde el desierto de Cademot envié embajadores a Sijón, rey de Jesbón, con esta propuesta de paz: «Permíteme pasar por tu territorio; seguiré la ruta establecida sin desviarme a derecha ni a izquierda. Te pagaré el agua que beba y los víveres que consuma. Solo te pido que me permitas cruzar tu territorio como lo han hecho los descendientes de Esaú, que viven en Seír, y los moabitas de Ar, hasta que pasemos el Jordán y entremos en la tierra que el Señor nuestro Dios nos da». Pero Sijón, rey de Jesbón, se negó a dejarnos cruzar por su territorio, porque el Señor tu Dios había ofuscado su espíritu y endurecido su corazón, a fin de convertirlo en súbdito tuyo, como lo es hasta el día de hoy. Entonces el Señor me dijo: Estoy dispuesto a entregarte a Sijón y su territorio; comienza, pues, la conquista y apodérate de su territorio. Sijón nos salió al encuentro con sus tropas, para presentarnos batalla en Jasá. El Señor nuestro Dios lo entregó en nuestro poder y lo derrotamos a él, a sus hijos y a todas sus tropas. Conquistamos todas sus ciudades y las consagramos al exterminio matando a hombres, mujeres y niños. No dejamos a nadie con vida. Únicamente nos quedamos con los ganados y el despojo de las ciudades que conquistamos. Desde Aroer que está al borde del torrente Arnón, y desde la ciudad que está en el valle, hasta el límite con Galaad, no hubo ciudad que se nos resistiera; todas nos las entregó el Señor, nuestro Dios. Solo dejaste de invadir el territorio amonita, la cuenca del Yaboc, los pueblos de la montaña y los lugares que el Señor nuestro Dios nos había prohibido conquistar. Después torcimos y nos dirigimos hacía Basán. Pero, Og, rey de Basán, nos salió al encuentro con todas sus tropas, dispuesto a presentarnos batalla en Edreí. Entonces el Señor me dijo: No le tengas miedo, porque lo he entregado en tu poder con todo su pueblo y su territorio. Harás con él lo mismo que hiciste con Sijón, el rey de los amorreos, que vivía en Jesbón. El Señor nuestro Dios nos entregó también a Og, rey de Basán, con todo su pueblo, y nadie vivió para contarlo. Conquistamos todas sus ciudades sin que quedara ciudad de la que no nos apoderásemos: en total sesenta ciudades, es decir, toda la región de Argob, del reino de Og, en Basán; todas ellas ciudades fortificadas, con altas murallas y portones con trancas; sin contar muchas otras aldeas pereceas sin amurallar. Y las consagramos al exterminio, igual que habíamos hecho con Sijón, rey de Jesbón, matando en cada ciudad a hombres, mujeres y niños; pero nos quedamos con los ganados y el despojo de las ciudades. Así fue como, en aquella ocasión, conquistamos el territorio de los dos reyes amorreos al otro lado del Jordán: desde el torrente Arnón hasta el monte Hermón (al cual los sidonios llaman Sirión y los amorreos Senir); todas las ciudades de la meseta, todo Galaad y todo Basán, hasta Salcá y Edreí, ciudades que pertenecían al reino de Og en Basán. En cuanto a Og, rey de Basán, era el último superviviente de la raza de los gigantes, como puede apreciarse por su sarcófago de basalto, que se encuentra todavía en Rabat de los amonitas y que mide cuatro metros y medio de largo por dos de ancho. Una vez que nos apoderamos de esa tierra, di a Rubén y a Gad la mitad de la serranía de Galaad con todas sus ciudades: desde Aroer hasta el torrente Arnón. A la media tribu de Manasés le di todo Basán, es decir, el reino de Og, y la parte restante de Galaad. (La región entera de Argob y de Basán era conocida como el país de los refaítas. Y sucedió que Jaír, hijo de Manasés, se adueñó de toda la región de Argob hasta el límite con Guesur y Maacá, y puso su propio nombre a esa parte de Basán llamándola: Aldeas de Jaír, que es el nombre que aún conservan). A Maquir le di Galaad. A las tribus de Rubén y de Gad les di una parte de Galaad: por un lado, hasta el Arnón, siendo frontera la mitad del torrente; por otro lado, hasta el torrente Yaboc, frontera de los amonitas; además, hacia el oriente, la Arabá y el Jordán hacían de frontera, desde el lago Kinéret hasta el mar de la Arabá, que es el mar Muerto, al pie de las laderas del Pisga. En aquel tiempo os ordené lo siguiente: «El Señor vuestro Dios, os ha dado en posesión esta tierra. Ahora, pues, que todos los guerreros tomen sus armas y avancen al frente de sus hermanos israelitas. Solo vuestras mujeres, vuestros niños y vuestros ganados —sé que vuestros ganados son abundantes— se quedarán en las ciudades que os he dado. Y no regresaréis a la heredad que os he dado hasta que el Señor, vuestro Dios, no conceda también a vuestros hermanos el reposo, como ha hecho con vosotros, y tomen posesión, ellos también, de la tierra que el Señor les da al otro lado del Jordán». Y a Josué también le hice esta advertencia: «Tú has visto con tus propios ojos todo lo que el Señor, vuestro Dios, ha hecho con estos dos reyes. Pues lo mismo hará el Señor con el resto de los reinos por donde has de pasar. No les tengáis miedo, porque el Señor, vuestro Dios, luchará a vuestro favor». Hice entonces al Señor esta súplica: «Señor mi Dios, tú has comenzado a mostrar a este siervo tuyo tu grandeza y la fuerza de tu brazo, pues ¿qué Dios hay en el cielo o en la tierra capaz de hacer las hazañas y proezas que tú haces? Déjame, te ruego, pasar a ver esa tierra fértil que está al otro lado del Jordán, esa hermosa montaña y el Líbano». Pero por vuestra culpa el Señor se enojó conmigo y no me concedió lo que le pedí, sino que me respondió: ¡Basta ya; no me hables más de este asunto! Sube a la cima del Pisga y extiende tu mirada hacia los cuatro puntos cardinales. Contempla lo que ves con tus ojos, porque tú no cruzarás el Jordán. Dale a Josué las debidas instrucciones; infúndele valor y ánimo; porque él pasará al frente del pueblo, y él les repartirá la tierra que vas a ver. Y nos quedamos en el valle, frente a Bet Peor. Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las normas que os enseño a cumplir, para que viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que os da el Señor, Dios de vuestros antepasados. No añadáis ni quitéis palabra alguna a lo que yo os mando, sino cumplid estos mandamientos del Señor, vuestro Dios, que yo os prescribo. Con vuestros propios ojos habéis visto lo que el Señor hizo con Baal Peor: a todo aquel que siguió a Baal Peor, el Señor tu Dios, lo exterminó de en medio de ti; en cambio vosotros, los que os mantuvisteis fieles al Señor, vuestro Dios, seguís hoy todavía con vida. Mirad, os he enseñado las normas y preceptos como me mandó el Señor, mi Dios, para que los pongáis en práctica en la tierra donde vais a entrar para tomar posesión de ella. Obedecedlos puntualmente, y así mostraréis a los demás pueblos lo sabios y prudentes que sois. Cuando oigan hablar de vuestras leyes, dirán: «¡Qué sabiduría y sensatez tiene esa gran nación!». ¿Existe acaso alguna nación tan grande que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está de nosotros el Señor, nuestro Dios, cada vez que lo invocamos? Y ¿qué nación hay tan grande cuyos preceptos y normas sean tan justas como toda esta ley que yo os promulgo hoy? Pero ten cuidado, no permitas que se te olviden las cosas que han visto tus ojos ni dejes que se aparten de tu memoria en todos los días de tu vida; cuéntaselas a tus hijos y a tus nietos. El día en que estuviste delante del Señor tu Dios, en el Horeb, cuando el Señor me dijo: «Reúneme al pueblo y les haré escuchar mis palabras, para que aprendan a respetarme mientras vivan en la tierra y se las enseñen a sus hijos», vosotros os acercasteis y permanecisteis al pie de la montaña, mientras la montaña ardía envuelta en llamas que llegaban hasta el corazón del cielo, en medio de oscuros y densos nubarrones. El Señor os habló desde el fuego: vosotros oíais rumor de palabras, pero no veíais figura alguna; solamente escuchabais una voz. Así os reveló su alianza y os mandó cumplir los diez mandamientos que escribió en dos tablas de piedra: Y a mí el Señor me mandó entonces que os enseñase los preceptos y normas que habíais de cumplir en la tierra donde vais a entrar para tomar posesión de ella. El día que el Señor os habló desde el fuego en el Horeb, no visteis figura alguna. Por lo tanto, cuidaos muy mucho de no pervertiros haciéndoos estatuas en forma de ídolos: sean imágenes de hombre o de mujer; de animales terrestres o de aves que vuelan por el cielo; de reptiles que se arrastran por el suelo o de peces que viven en las aguas, debajo de la tierra. Y cuando mires al cielo y veas el sol, la luna, las estrellas y todos los astros del firmamento, no te dejes seducir de manera que te postres ante ellos y los adores. El Señor tu Dios se los ha repartido como dioses a todos los pueblos que hay bajo el cielo. A vosotros, en cambio, el Señor os tomó y os sacó del horno de hierro de Egipto, para que fueseis el pueblo de su propiedad, como efectivamente ahora lo sois. Sin embargo, por vuestra culpa, el Señor se enojó conmigo y juró que yo no cruzaría el Jordán ni entraría en la fértil tierra que él te da en herencia. Por tanto, yo voy a morir en esta tierra sin haber cruzado el Jordán, pero vosotros lo cruzaréis y tomaréis posesión de esa fértil tierra. Tened mucho cuidado de no olvidar la alianza que el Señor vuestro Dios ha pactado con vosotros. No os fabriquéis ningún ídolo, ninguna imagen de aquello que el Señor te ha prohibido, ya que el Señor tu Dios es fuego devorador, es un Dios celoso. Si después de haber tenido hijos y nietos, y de haber habitado largo tiempo en el país, os pervertís esculpiendo tallas de ídolos que representen cualquier cosa, y causáis enojo al Señor tu Dios haciendo lo que él reprueba, hoy pongo al cielo y a la tierra por testigos contra vosotros, de que desapareceréis inmediatamente de la tierra que vais a tomar en posesión una vez que crucéis el Jordán, y de que no pasaréis mucho tiempo allí sin que seáis aniquilados por completo. El Señor os dispersará entre las naciones y no quedaréis más que unos pocos en medio de esas naciones a las que el Señor os deportará. Allí daréis culto a dioses que han sido fabricados por manos humanas, con piedra y madera; dioses que no ven ni oyen, no comen ni huelen. Entonces, desde allí, buscarás al Señor tu Dios, y lo encontrarás si lo buscas con todo tu corazón y con toda tu alma. Cuando al cabo de los años hayas pasado por estos sufrimientos y angustias, entonces te volverás al Señor tu Dios y le obedecerás, porque el Señor tu Dios es un Dios misericordioso, que no te abandonará ni te aniquilará ni se olvidará de la alianza que con juramento hizo a tus antepasados. Pregunta, si no, a los tiempos pasados que te precedieron, remontándote al día en que Dios creó al ser humano sobre la tierra, a ver si de un extremo a otro del cielo ha sucedido algo tan admirable o se ha oído cosa semejante. ¿Acaso existe algún pueblo que, como vosotros, haya oído a Dios hablándole desde el fuego y continúe con vida? ¿Acaso algún dios se ha atrevido a tomar para sí a un pueblo en medio de otro, con tantas pruebas, milagros y prodigios, combatiendo con poder y destreza sin igual, y realizando tremendas hazañas, como realizó por vosotros y ante vuestros ojos el Señor, vuestro Dios, en Egipto? Pues a ti te ha mostrado el Señor todo esto para que sepas que solo él es Dios y no hay otro fuera de él. Desde el cielo te permitió escuchar su voz para instruirte, y en la tierra te permitió ver su gran fuego mientras escuchabas sus palabras que salían del fuego. Por amor a tus antepasados y porque escogió a su descendencia después de ellos, el Señor en persona te sacó de Egipto con gran poder; expulsó delante de ti a naciones más numerosas y fuertes que tú, te condujo a su tierra y te la dio en posesión, como está hoy a la vista. Así que reconoce hoy y convéncete de que el Señor es el único Dios: ni arriba en el cielo ni abajo en la tierra hay ningún otro. Cumple sus normas y preceptos que hoy te prescribo. De este modo seréis dichosos tú y tus hijos después de ti, y viviréis mucho tiempo en la tierra que el Señor tu Dios te da para siempre. Moisés escogió entonces tres ciudades al este del Jordán, para que, refugiándose en una de estas ciudades, pudiera buscar asilo y salvar su vida el homicida que sin querer y sin previa enemistad hubiese matado a su prójimo. Estas ciudades fueron: para los rubenitas, Béser, que está situada en la zona desértica de la meseta; para los gaditas, Ramot de Galaad; y para los manasitas, Golán, en Basán. Esta es la ley que promulgó Moisés a los israelitas. Estas son las normas, estatutos y preceptos que les propuso Moisés a los israelitas después de salir de Egipto, cuando estaban al este del Jordán, en el valle cercano a Bet Peor, en el territorio de Sijón, rey de los amorreos, que vivía en Jesbón y que fue derrotado por Moisés y los israelitas cuando salieron de Egipto. Los israelitas se apoderaron de su territorio y del territorio de Og, rey de Basán, dos reyes amorreos que vivían en el lado oriental del Jordán, y cuyo territorio abarcaba desde Aroer, junto al torrente de Arnón, hasta el monte Sirión —o sea, el Hermón—, y toda la Arabá, en la parte oriental del Jordán, hasta el mar Muerto, al pie de las laderas del Pisga. Moisés convocó a todo Israel y les dijo: —Escucha, Israel, las normas y preceptos que yo os promulgo hoy. Aprendedlos y poned atención en cumplirlos. El Señor nuestro Dios hizo con nosotros una alianza en Horeb. No la hizo solamente con nuestros antepasados, sino también con todos nosotros que hoy estamos vivos. Allí, en el monte, el Señor os habló cara a cara, desde el fuego. Y yo hice de intermediario entre vosotros y el Señor para transmitiros sus palabras, porque vosotros, aterrorizados por aquel fuego, no subisteis al monte. Fue entonces cuando dijo el Señor: —Yo soy el Señor, tu Dios, el que te libró de la esclavitud de Egipto. No tendrás otros dioses aparte de mí. No te harás escultura alguna o imagen de nada de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas, ni les rendirás culto porque yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la maldad de los padres que me aborrecen, en sus hijos, nietos y biznietos; pero con los que me aman y cumplen mis mandamientos, soy misericordioso por mil generaciones. No pronunciarás en vano el nombre del Señor tu Dios, porque el Señor no dejará sin castigo al que tal haga. Observa el sábado, para consagrarlo como el Señor tu Dios te ha mandado. Durante seis días trabajarás y harás en ellos todas tus tareas, pero el séptimo es día de descanso consagrado al Señor tu Dios. En ese día no realizarás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu buey, ni tu asno, ni ninguno de tus animales, ni el inmigrante que viva en tus ciudades, para que tu esclavo y tu esclava descansen igual que tú. Recuerda que tú también fuiste esclavo en Egipto, y que el Señor tu Dios te sacó de allí con gran poder y destreza sin igual. Por eso tu Dios te ordena observar el sábado. Honra a tu padre y a tu madre, como el Señor tu Dios te lo ha mandado, para que vivas muchos años y seas dichoso en la tierra que el Señor tu Dios te da. No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso en perjuicio de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni desearás la casa de tu prójimo, ni su campo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada de lo suyo. Estos son los mandamientos que el Señor promulgó con potente voz, desde el fuego y la densa oscuridad, ante toda vuestra asamblea, en la montaña. No añadió nada más. Los escribió en dos tablas de piedra y me las entregó. Al oír la voz que salía de las tinieblas, mientras la montaña ardía envuelta en llamas, todos vosotros, jefes de tribu y ancianos, vinisteis a hablar conmigo, para decirme: «El Señor nuestro Dios nos ha mostrado su gloria y su grandeza, y hemos oído su voz que salía del fuego. Hoy hemos visto que un simple mortal puede hablar con Dios y continuar con vida. Pero ¿por qué tenemos que arriesgarnos de nuevo a morir devorados por este terrible fuego? Si seguimos oyendo la voz del Señor nuestro Dios, moriremos. Pues ¿qué mortal existe, que habiendo oído la voz del Dios vivo hablándole desde el fuego, como la hemos oído nosotros, haya vivido para contarlo? Por eso, acércate tú al Señor nuestro Dios, escucha todo lo que él te diga, y luego tú nos lo transmites. Nosotros lo escucharemos y lo obedeceremos». El Señor os escuchó cuando me hablabais, y me dijo: He oído lo que te decía este pueblo, y me parece muy bien todo lo que han dicho. ¡Ojalá conserven siempre esa actitud, respetándome y cumpliendo mis mandamientos todos los días, para que tanto ellos como sus hijos tengan siempre una vida dichosa! Ahora ve a decirles que regresen a sus tiendas. Pero tú quédate aquí conmigo, y te daré a conocer todos los estatutos, normas y decretos que deberás enseñarles, para que los observen en la tierra que les voy a dar en herencia. Tened, pues, cuidado de hacer lo que el Señor vuestro Dios os ha mandado, sin desviaros a derecha ni a izquierda. Id por el camino que el Señor vuestro Dios os ha trazado: así seréis dichosos y tendréis larga vida en la tierra de la que vais a tomar posesión. Estos son los estatutos, normas y preceptos que el Señor vuestro Dios ordenó que os enseñara, para que los cumpláis en la tierra a la cual vais a pasar para tomarla en posesión. De este modo respetarás al Señor tu Dios, tú, tus hijos y tus nietos. A lo largo de todos los días de tu vida cumplirás las normas y preceptos que yo te doy. Así gozarás de larga vida. Por eso, presta atención, Israel, y esfuérzate en obedecerlos, para que seas dichoso en la tierra que mana leche y miel y llegues a ser muy numeroso, como te ha prometido el Señor, el Dios de tus antepasados. Escucha, Israel: el Señor —y únicamente el Señor— es nuestro Dios. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Graba en tu corazón estas palabras que hoy te he dicho. Incúlcaselas a tus hijos; háblales de ellas cuando estés en tu casa y cuando vayas de camino, cuando te acuestes y cuando te levantes; átalas a tu muñeca como un signo; llévalas en tu frente como una señal; escríbelas en las jambas de tu casa y en tus puertas. Y cuando el Señor tu Dios te introduzca en la tierra que él te dará, porque así lo juró a tus antepasados Abrahán, Isaac y Jacob, allí encontrarás ciudades grandes y prósperas que tú no edificaste; casas colmadas de todo lo mejor que tú no llenaste; pozos ya excavados que tú no cavaste; viñas y olivos que tú no plantaste. Cuando comas y te sacies, ten mucho cuidado de no olvidar al Señor, que te liberó de la esclavitud de Egipto. Al Señor tu Dios respetarás, a él rendirás culto y por su nombre jurarás. No vayáis tras otros dioses, esos dioses de los pueblos que están a vuestro alrededor, porque la ira del Señor caería sobre ti como fuego y te borraría completamente de la faz de la tierra, pues el Señor tu Dios, que está en medio de ti, es un Dios celoso. No pongáis a prueba al Señor vuestro Dios, como hicisteis en Masá. Cumplid cuidadosamente las normas y preceptos que el Señor vuestro Dios te ha ordenado. Haz lo que el Señor aprueba como recto y bueno, así serás dichoso y tomarás posesión de la fértil tierra que el Señor prometió a tus antepasados, porque el Señor expulsará delante de ti a todos tus enemigos, tal como te ha prometido. Y el día de mañana, cuando tu hijo te pregunte: «¿Qué significan estos estatutos, normas y preceptos que el Señor nuestro Dios os ha dado?», tú le responderás: «El Señor nos sacó con gran poder de Egipto donde éramos esclavos del faraón. Ante nuestros propios ojos, el Señor realizó grandes y tremendos milagros y prodigios en Egipto contra el faraón y toda su corte. Y nos sacó de allí para conducirnos y darnos la tierra que prometió a nuestros antepasados. El Señor nuestro Dios nos mandó, entonces, que lo respetásemos cumpliendo estos preceptos, para que seamos siempre dichosos y él nos conserve la vida como hasta ahora. Por su parte, el Señor nuestro Dios será justo con nosotros siempre que cumplamos cuidadosamente todos estos mandamientos, tal como él nos lo ha ordenado». El Señor tu Dios te va a introducir en la tierra de la que vas a tomar posesión, y va a expulsar delante de ti a pueblos más grandes que tú: hititas, guirgaseos, amorreos, cananeos, fereceos, jeveos y jebuseos, siete pueblos más numerosos y fuertes que tú. Cuando el Señor tu Dios te los haya entregado y tú los hayas derrotado, los consagrarás sin remisión al exterminio. No harás alianza con ellos, ni tendrás compasión de ellos. Tampoco establecerás vínculos de parentesco con esos pueblos permitiendo que vuestros hijos e hijas se casen con los de ellos, porque harán que vuestros hijos se aparten de mí y adoren a otros dioses; y entonces la ira del Señor se encenderá contra vosotros y no tardaréis en ser aniquilados. Lo que tenéis que hacer es derribar sus altares, hacer pedazos sus piedras votivas, talar sus árboles sagrados y quemar sus ídolos. Porque tú eres un pueblo consagrado al Señor tu Dios, y a ti te ha elegido el Señor tu Dios, entre todos los pueblos de la tierra, para que seas el pueblo de su propiedad. Si el Señor se prendó de vosotros y os eligió no fue por ser vosotros el pueblo más numeroso de todos —porque sois el más insignificante—, sino por el amor que os tiene y para mantener el juramento que había hecho con vuestros antepasados. Por eso os rescató del poder del faraón, rey de Egipto, y os liberó de la esclavitud con grandes manifestaciones de poder. Reconoce, entonces, que el Señor tu Dios es realmente Dios. Él es Dios fiel, que a lo largo de mil generaciones mantiene su alianza y tiene misericordia de aquellos que lo aman y cumplen sus mandamientos, pero que castiga y hace perecer a aquellos que lo aborrecen. No tarda en darles su merecido. Cumple, pues, los estatutos, normas y preceptos que hoy te prescribo. Si prestáis atención a estas normas, las cumplís y las ponéis en práctica, entonces el Señor tu Dios mantendrá la alianza y la fidelidad que prometió a tus antepasados. Te amará, te bendecirá y te multiplicará. Bendecirá el fruto de tus entrañas y el fruto de tu tierra —tu trigo, tu vino y tu aceite— y las crías de tus vacas y tus ovejas, en la tierra que te dará como juró a tus antepasados. Serás bendito, más que cualquier otro pueblo; no habrá entre tu gente ni entre tus ganados macho o hembra estéril. El Señor mantendrá alejada de ti toda enfermedad; no te hará sufrir las funestas plagas que tú ya conociste en Egipto. Las tendrá reservadas, en cambio, para los que te aborrezcan. Tú deberás aniquilar a todos los pueblos que el Señor tu Dios entregue en tus manos. No te apiades de ellos, ni rindas culto a sus dioses, porque eso sería tu perdición. Es posible que te preguntes: «¿Cómo voy a expulsar a esos pueblos siendo ellos más numerosos que yo?». ¡No les tengas miedo! Tú recuerda lo que hizo el Señor tu Dios con el faraón y con todos los egipcios. Acuérdate de las terribles pruebas que viste con tus propios ojos, los milagros y prodigios, y el gran poder y destreza sin igual con las que el Señor tu Dios te sacó de allí. Lo mismo hará el Señor tu Dios con todos los pueblos a quienes ahora temes. Y los que escapen y huyan a esconderse, el Señor tu Dios hará que también perezcan a causa del pánico. No les tengas miedo, porque está contigo el Señor tu Dios, Dios grande y terrible. Poco a poco el Señor tu Dios irá expulsando a los pueblos que encuentres a tu paso. No deberás aniquilarlos de un golpe, no sea que las fieras salvajes se multipliquen en perjuicio tuyo. Pero el Señor tu Dios te los entregará y hará que el pánico cunda entre ellos hasta destruirlos. Entregará a sus reyes en tu poder, y tú harás que nadie los recuerde nunca más. Ante tu ataque, nadie podrá ofrecer resistencia. Quemarás las imágenes de sus dioses, pero no intentarás quedarte con el oro o la plata que las recubre; eso sería tu perdición, pues es algo abominable para el Señor tu Dios. No metas en tu casa nada de lo que el Señor detesta, para que no seas tú también consagrado al exterminio lo mismo que aquello. Aborrece todo eso y detéstalo, porque está consagrado al exterminio. Cumplid cuidadosamente todos los estatutos que hoy os prescribo, para que viváis y lleguéis a ser un pueblo numeroso y entréis a tomar posesión de la tierra que el Señor os prometió según juró a vuestros antepasados. Acuérdate del camino que durante cuarenta años el Señor tu Dios te hizo recorrer por el desierto para afligirte y ponerte a prueba, con el fin de conocer las inclinaciones de tu corazón y ver si cumplirías sus mandamientos. Te afligió y te hizo pasar hambre, y después te alimentó con el maná —comida que ni tú ni tus antepasados conocíais—, con lo que te enseñó que no solo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor. Durante esos cuarenta años no se desgastó la ropa que llevabas puesta, ni se te hincharon los pies. Reconoce, entonces, en tu corazón, que el Señor tu Dios te corrige del mismo modo que un padre corrige a su hijo. Cumple los mandamientos del Señor tu Dios, siguiendo sus caminos y respetándole. Cuando el Señor tu Dios te introduzca en esa tierra fértil, tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales que brotan de vegas y montes; tierra de trigo y cebada, de viñedos, higueras y granados, olivares y de miel; tierra en la que no escaseará el pan y donde nada te faltará; tierra donde las rocas son de hierro y de sus montes extraerás cobre; entonces, comerás hasta saciarte y bendecirás al Señor tu Dios por la fabulosa tierra que te habrá dado. Pero, ten mucho cuidado, no sea que te olvides del Señor tu Dios y dejes de cumplir los estatutos, normas y preceptos que yo te prescribo hoy. No suceda que cuando hayas comido hasta saciarte, cuando hayas construido confortables casas en que habitar, cuando se multipliquen tus vacas y ovejas, y tu oro y plata sean abundantes y se acrecienten todas tus riquezas, te envanezcas y te olvides del Señor tu Dios, que te liberó de la esclavitud de Egipto; que te hizo caminar por aquel desierto inmenso y espantoso habitado por serpientes venenosas y escorpiones; que en esa tierra reseca y sedienta hizo brotar de la dura roca agua para ti; que te alimentó en el desierto con el maná, un alimento que no conocieron tus antepasados. El Señor te afligió y te probó, para al final hacerte dichoso. Que no se te ocurra pensar: «He alcanzado esta prosperidad gracias a mi esfuerzo y mis propios medios». Recuerda que ha sido el Señor tu Dios quien te ha dado las fuerzas para obtener esa prosperidad; así ha confirmado hoy la alianza que juró a tus antepasados. Pero si llegas a olvidarte del Señor tu Dios y sigues a otros dioses, rindiéndoles culto y adorándolos, ten por seguro, desde ahora, que pereceréis irremisiblemente. De la misma manera que el Señor va a ir destruyendo a las naciones que encontréis a vuestro paso, así pereceréis también vosotros por haber desobedecido al Señor vuestro Dios. Escucha, Israel: Ha llegado el momento de cruzar el Jordán e ir a la conquista de naciones más numerosas y fuertes que tú, ciudades inmensas y fortificadas, que casi tocan el cielo; sus habitantes son fuertes y de gran estatura, como los descendientes de los anaquitas, a los cuales ya conoces y de los que has oído decir: «¿Quién es capaz de hacer frente a los anaquitas?». Pero entiende hoy que es el Señor tu Dios el que avanzará delante de ti como fuego devorador, y los derrotará y destruirá ante tu presencia. Tú los expulsarás y los aniquilarás rápidamente, tal como te ha dicho el Señor. Y cuando el Señor tu Dios los haya expulsado ante tus ojos, no vayas a pensar: «El Señor me ha permitido tomar posesión de esta tierra porque soy justo». Si el Señor los expulsó delante de ti, es porque ellos son culpables. Si vas a tomar posesión de esta tierra no es por tus méritos ni porque seas mejor, sino que el Señor los expulsará delante de ti a causa de la propia maldad de ellos y para cumplir la alianza que juró a tus antepasados Abrahán, Isaac y Jacob. No te quepa duda de que, si el Señor te da esta fértil tierra, no es por tus méritos ni porque seas mejor, pues tú también eres un pueblo terco. Recuerda esto y nunca olvides cómo encendiste la ira del Señor tu Dios en el desierto. Desde el día en que saliste de Egipto hasta que llegaste a este lugar no habéis dejado de rebelaros contra el Señor. Hasta tal punto irritasteis al Señor en Horeb y tanto se enojó contra vosotros, que a punto estuvo de destruiros. Cuando subí al monte Horeb para recibir las tablas de piedra, las tablas de la alianza que el Señor sellaba con vosotros, yo permanecí arriba, en el monte, cuarenta días y cuarenta noches sin comer ni beber. Allí el Señor me dio dos tablas de piedra en las que él mismo había escrito con su dedo todas las palabras que os dijo en el monte, en medio del fuego, el día de la asamblea. Pasados aquellos cuarenta días y cuarenta noches, el Señor me dio las dos tablas de piedra, las tablas de la alianza, y me dijo: Desciende enseguida del monte, porque tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto, se ha pervertido; muy pronto se ha apartado del camino que yo les había indicado, y se ha fabricado un ídolo de metal fundido. Y añadió el Señor: Me estoy dando cuenta de que este pueblo es muy terco; déjame que los aniquile hasta que nadie los recuerde nunca más. Después haré que tú des origen a una nación más numerosa y fuerte que la de ellos. Yo me volví y descendí de la montaña, que ardía envuelta en llamas, llevando en mis manos las dos tablas de la alianza. Y cuando vi que, efectivamente, vosotros habíais pecado contra el Señor vuestro Dios al fabricaros un becerro de metal, y os habíais apartado muy pronto del camino que el Señor os había indicado, tomé las dos tablas que traía en mis manos y las arrojé delante de vosotros haciéndolas añicos. Luego me postré ante el Señor, como ya hiciera antes, y durante cuarenta días y cuarenta noches estuve sin comer ni beber, por causa del gran pecado que habíais cometido haciendo lo que el Señor reprueba y provocando así su ira. Tenía miedo del enojo y de la ira con que el Señor se enfureció contra vosotros hasta el punto de querer aniquilaros. Pero el Señor me escuchó una vez más. Tan airado estaba el Señor con Aarón que incluso a él quiso aniquilarlo, pero también en esa ocasión intervine en su favor. Después, agarré el objeto de vuestro pecado, el becerro que os habíais fabricado, y lo eché al fuego y, una vez desmenuzado y convertido en ceniza, lo tiré al torrente que baja de la montaña. En Taberá, en Masá y en Quibrot Hatavá provocasteis también la ira del Señor. Y cuando el Señor os envió desde Cadés Barnea con esta orden: «Id y tomad posesión de la tierra que os he dado», os rebelasteis contra esa orden y no confiasteis en él ni le obedecisteis. ¡Desde que os conozco, habéis sido rebeldes al Señor! Como el Señor amenazaba con aniquilaros, me postré ante él y así estuve cuarenta días y cuarenta noches. Entonces intercedí ante el Señor diciendo: Señor mi Dios, no aniquiles a tu heredad, a tu propio pueblo que con tu grandeza liberaste y sacaste de Egipto con gran poder. Acuérdate de tus siervos Abrahán, Isaac y Jacob. No tengas en cuenta la terquedad de este pueblo, su maldad ni su pecado, no sea que allí, en el país de donde nos sacaste, digan: «El Señor fue incapaz de hacerlos entrar en la tierra que les había prometido, o los sacó por odio para hacerlos perecer en el desierto». Son tu pueblo y tu propia heredad, los que tú sacaste de Egipto con gran poder y destreza sin igual. En aquella ocasión el Señor me dijo: Talla dos tablas de piedra iguales a las primeras y súbemelas al monte. Haz también un Arca de madera. Yo escribiré en las tablas lo mismo que había en las otras, las que tú hiciste añicos, y las pondrás en el Arca. Hice, pues, un Arca de madera de acacia, tallé dos tablas de piedra iguales a las primeras y subí al monte llevando en mis manos las dos tablas. El Señor escribió en las tablas lo mismo que había escrito en las anteriores, los diez mandamientos que os promulgó en el monte, en medio del fuego, el día de la asamblea y me las entregó. Yo descendí del monte y deposité las tablas dentro del Arca que había hecho. Y allí están aún, como me ordenó el Señor. Los israelitas partieron de los pozos de Bené Jacán y se dirigieron a Moserá. Allí murió Aarón y allí lo enterraron. Su hijo Eleazar le sucedió en el sacerdocio. De allí se dirigieron a Gudgoda, y siguieron hasta Jotbatá, una región de abundantes torrentes. En aquella ocasión el Señor apartó a la tribu de Leví para que transportara el Arca de la alianza del Señor y estuviera a disposición del Señor para servirle y pronunciar bendiciones en su nombre, como lo viene haciendo hasta hoy. Por eso Leví no tiene parte ni heredad entre sus hermanos; su heredad es el Señor, tal como el mismo Señor tu Dios le prometió. Yo permanecí en la montaña, como la primera vez, cuarenta días y cuarenta noches. Y una vez más el Señor me escuchó y no quiso destruirte, sino que me dijo: Anda, ponte al mando y guía al pueblo, para que entren a tomar posesión de la tierra que juré dar a sus antepasados. Y ahora, Israel, ¿qué es lo que demanda de ti el Señor tu Dios? Solamente que lo respetes y sigas todos sus caminos; que lo ames y rindas culto al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, y que cumplas los mandamientos y los preceptos del Señor que yo te prescribo hoy, para que seas dichoso. Del Señor tu Dios son los cielos y los cielos de los cielos, la tierra y todo lo que hay en ella. Sin embargo, de quien se enamoró el Señor fue de tus antepasados; los amó, y después de ellos escogió a su descendencia, o sea a vosotros, entre todos los pueblos, como hoy podemos ver. Por eso, abrid vuestro corazón a Dios y no seáis tercos; el Señor vuestro Dios es Dios supremo y soberano Señor; es el Dios grande, fuerte y temible, que no actúa con parcialidad ni acepta sobornos, que defiende la causa de la viuda y del huérfano, y muestra su amor por el inmigrante proveyéndole de pan y vestido. Mostrad vosotros también amor por el inmigrante, porque también vosotros fuisteis extranjeros en el país de Egipto. Respetarás al Señor tu Dios y a él solo adorarás; serás fiel a él y solo en su nombre jurarás. Solo a él debes alabar porque él es tu Dios, que hizo por ti las proezas y maravillas que tú mismo presenciaste. Cuando tus antepasados bajaron a Egipto eran apenas setenta personas, pero ahora el Señor tu Dios te ha convertido en un pueblo tan numeroso como las estrellas del cielo. Amarás al Señor tu Dios y cumplirás siempre todos sus mandamientos, sus estatutos, sus normas y preceptos. Reconoced hoy —me refiero a vosotros no a vuestros hijos que nada han visto ni experimentado— lo que os ha enseñado el Señor vuestro Dios, su grandeza, su gran poder y destreza sin igual: las señales y hazañas que realizó en Egipto contra el faraón, rey de Egipto y todo su país; lo que hizo el Señor al ejército egipcio, con sus carros y caballos, cuando os perseguían y precipitó sobre ellos las aguas del mar Rojo, aniquilándolos para siempre; lo que hizo por vosotros en el desierto hasta que llegasteis a este lugar; lo que hizo con Datán y Abirán, hijos de Eliab el rubenita, cuando, en presencia de todo Israel, la tierra abrió sus fauces y se los tragó con sus familias, sus tiendas, y todos los bienes que tenían. Me dirijo, pues, a vosotros que habéis sido testigos de las grandes hazañas que ha hecho el Señor. Cumplid todos los mandamientos que yo os prescribo hoy: solamente así seréis lo suficientemente fuertes para conquistar la tierra a la que estáis a punto de entrar para tomarla en posesión. Así prolongaréis vuestros días en la tierra que el Señor juró dar a vuestros antepasados y a su descendencia, tierra que mana leche y miel. La tierra a la que te diriges para tomar posesión de ella no es como la tierra de Egipto, de la que salisteis; allí vosotros plantabais la semilla y teníais que regarla con la ayuda del pie, como se riegan las hortalizas del huerto. La tierra a la que estáis a punto de entrar para tomar posesión de ella es un territorio de montes y valles regados por la lluvia del cielo; es una tierra que está bajo el cuidado constante del Señor tu Dios, que no aparta sus ojos de ella en ningún momento del año. Si cumplís escrupulosamente los mandamientos que yo os prescribo hoy, amando al Señor vuestro Dios y adorándole con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma, yo haré llegar la lluvia a vuestra tierra cuando sea necesaria, en el otoño y en la primavera, para que puedas cosechar tu trigo, tu mosto y tu aceite; haré también crecer en tu campo el pasto para tu ganado, y comerás hasta saciarte. ¡Pero cuidado!, no os dejéis seducir ni os apartéis del Señor rindiendo culto a otros dioses y postrándoos ante ellos, porque entonces se encenderá la ira del Señor contra vosotros, cerrará los cielos y no caerá más lluvia; la tierra no dará más frutos y vosotros no tardaréis en desaparecer de esa tierra fértil que os da el Señor. Grabad en vuestro corazón y en vuestra alma estas palabras; atadlas a vuestra muñeca como un signo, ponedlas como una señal sobre vuestra frente. Inculcádselas a vuestros hijos y habladles de ellas cuando estéis en casa y cuando vayáis de camino; cuando os acostéis y os levantéis. Escríbelas en las jambas de tu casa y en tus puertas, para que vuestra vida y la de vuestros descendientes dure en la tierra que el Señor prometió dar a tus antepasados tanto como el cielo se mantenga sobre la tierra. Si cumplís fielmente todos estos mandamientos que os prescribo para que los pongáis en práctica, si amáis al Señor vuestro Dios, seguís todos sus caminos y le sois fieles, entonces el Señor irá expulsando delante de vosotros a todas esas naciones, y os adueñaréis de ellas aunque sean más numerosas y fuertes que vosotros. Será vuestra toda la tierra que pise la planta de vuestro pie; vuestro territorio se extenderá desde el desierto hasta el Líbano, desde el río Éufrates hasta el mar Occidental. Nadie podrá resistiros, porque el Señor hará que todos se amilanen ante vosotros y cunda el pánico en toda la tierra que piséis, tal como os ha prometido. Mirad, hoy os doy a elegir entre la bendición y la maldición: la bendición, si cumplís los mandamientos que yo, el Señor vuestro Dios, os prescribo hoy; la maldición, si desobedecéis los mandamientos del Señor vuestro Dios y os apartáis del camino que hoy os marco, para ir tras dioses extranjeros que no habéis conocido. Cuando el Señor tu Dios te haya introducido en la tierra donde vas a entrar para tomar posesión de ella, pondrás la bendición en el monte Garizín y la maldición en el monte Ébal. ( Estos dos montes se encuentran, como es sabido, al otro lado del Jordán, detrás del camino del oeste, en el territorio de los cananeos que habitan en la Arabá, frente a Guilgal, junto al encinar de Moré). Estáis a punto de cruzar el Jordán para entrar a tomar posesión de la tierra que el Señor vuestro Dios os da. Cuando os hayáis apoderado de ella y ya estéis asentados allí, poned mucho empeño en cumplir todas las normas y preceptos que os he dado hoy. Estas son las normas y preceptos que debéis cumplir cuidadosamente todos los días de vuestra vida, en la tierra que el Señor, el Dios de tus antepasados, os da en posesión. Destruid completamente todos los lugares en los que las naciones que vais a conquistar han dado culto a sus dioses, sea en lo alto de los montes, en las colinas y bajo cualquier árbol frondoso. Derribad sus altares, haced pedazos sus piedras votivas, quemad sus árboles sagrados, derribad las imágenes de sus dioses y haced desaparecer su recuerdo de esos lugares. Con el Señor vuestro Dios obraréis de modo diferente. Tan solo iréis a buscar al Señor vuestro Dios al lugar que él escoja de entre todas vuestras tribus para convertirlo en su morada y hacer que allí resida su nombre. Allí llevaréis vuestros holocaustos y sacrificios, vuestros diezmos y contribuciones, vuestras ofrendas votivas y voluntarias, y también las primeras crías de tus vacas y ovejas. Allí, en presencia del Señor vuestro Dios, vosotros y vuestras familias comeréis y haréis fiesta por los frutos de vuestro trabajo con que el Señor tu Dios te haya bendecido. Allí no haréis lo que ahora hacemos aquí, donde cada uno hace lo que mejor le parece, porque todavía no habéis llegado al lugar de descanso, a la herencia que el Señor tu Dios te da. Pero una vez que hayáis cruzado el Jordán y viváis en la tierra que el Señor vuestro Dios os da en herencia, él os mantendrá a salvo de los enemigos que os rodean, y viviréis tranquilos. Y al llegar al lugar que el Señor vuestro Dios escoja como morada de su nombre, llevaréis allí todo lo que os he ordenado: vuestros holocaustos y vuestros sacrificios, vuestros diezmos y vuestras contribuciones, junto con las ofrendas más selectas de vuestras posesiones que le hayáis prometido al Señor. Y haréis fiesta en presencia del Señor vuestro Dios, vosotros, vuestros hijos e hijas, vuestros siervos y siervas, y también el levita que vive en vuestras ciudades, ya que él no recibió parte o herencia con vosotros. Ten cuidado de no ofrecer sacrificios allá donde te apetezca. Tus holocaustos los ofrecerás únicamente en el lugar escogido por el Señor en una de las tribus. Solo allí harás todo lo que yo te ordeno. Sin embargo, eres libre de matar animales y comer carne en cualquiera de tus ciudades, en la medida de los bienes que el Señor tu Dios te haya dado. Podrán comerla el puro y el impuro, como si se tratase de gacela o ciervo. Pero no comeréis la sangre, sino que la derramarás en la tierra, como el agua. No podrás comer en tus ciudades el diezmo de tu trigo, de tu vino y de tu aceite, ni las primeras crías de tus vacas y de tus ovejas, ni lo que hayas prometido con voto, ni tus ofrendas voluntarias ni tus contribuciones, sino que lo comerás en presencia del Señor tu Dios, en el lugar que él escoja. Así también lo harán tu hijo y tu hija, tu siervo y tu sierva, y el levita que vive en tus ciudades. Te regocijarás ante el Señor tu Dios por el fruto de tu trabajo. Ten cuidado de no desamparar jamás al levita mientras vivas en tu tierra. Cuando el Señor tu Dios ensanche tu territorio, como te ha prometido, si sientes deseos de comer carne, podrás comerla siempre que te apetezca. Si el lugar que el Señor tu Dios escogió como morada de su nombre queda demasiado lejos de donde tú resides, podrás matar tanto vacas como ovejas de las que te dé el Señor, y comer en tu ciudad toda la carne que te apetezca. Pero hazlo tal como él te ha prescrito. Lo mismo que se come la carne de gacela o ciervo, así la comerás. Podrá comerla tanto el puro como el impuro. Pero de ninguna manera comas la sangre, porque la sangre es la vida, y no debes comer la vida al comer la carne. No comerás, pues, la sangre sino que debes derramarla en tierra como el agua. Si lo haces así, seréis dichosos tú y tus hijos después de ti, porque habréis actuado del modo que agrada al Señor. Al lugar que el Señor haya escogido, llevarás solo las cosas que hayas consagrado y las que ofrezcas como voto. Allí ofrecerás tus holocaustos: la carne y la sangre, sobre el altar del Señor tu Dios. Comerás la carne, pero la sangre la derramarás sobre el altar del Señor tu Dios. Cumple escrupulosamente todo esto que te mando y haz aquello que agrada y place al Señor tu Dios. Así seréis dichosos para siempre tú y tus hijos después de ti. Cuando el Señor tu Dios haya aniquilado ante ti las naciones que estás a punto de conquistar, cuando las hayas despojado y tú ya estés asentado allí después de haberlas aniquilado, ten mucho cuidado de no caer en la trampa de imitar su ejemplo e interesarte por sus dioses averiguando cómo les rendían culto para hacer tú lo mismo. No los imites cuando rindas culto al Señor tu Dios. Nada hay más odioso y abominable para el Señor que lo que hacían esos pueblos en los cultos a sus dioses, pues llegaban al extremo de sacrificar a sus hijos e hijas en el fuego. Cumpliréis cuidadosamente todo esto que yo os ordeno, sin añadir ni quitar nada. Puede que surja un profeta o un visionario en medio de ti que anuncie una señal o un prodigio, y que te diga: «Vayamos tras otros dioses, que tú no conoces, para rendirles culto». Aunque se cumplan la señal o el prodigio, no hagas caso de las palabras de ese profeta o de los sueños de ese visionario. Es que el Señor vuestro Dios os estará probando para saber si verdaderamente amáis al Señor vuestro Dios con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma. Seguid únicamente al Señor vuestro Dios y respetadlo; cumplid sus mandamientos y obedecedlo. Rendidle culto y manteneos fieles a él. Y ese profeta o visionario deberá morir, porque os ha predicado que os rebeléis contra el Señor vuestro Dios que te sacó de Egipto y te liberó de la esclavitud. Así extirparás el mal de en medio de ti, pues ese profeta intentaba apartarte del camino que el Señor tu Dios te ha mandado seguir. Si tu propio hermano, o tu hijo, o tu hija, o la mujer de tu corazón, o tu amigo del alma te insinúa a escondidas dar culto a otros dioses, que ni tú ni tus antepasados conocisteis, como son los dioses de los pueblos que, cercanos o lejanos, os rodean de uno al otro extremo de la tierra, no cedas a sus deseos ni le hagas caso. No te apiades ni tengas compasión de él; no lo encubras. ¡Mátalo! Tú mismo iniciarás el castigo contra él, y después de ti hará lo mismo el resto del pueblo. Lo apedrearás hasta que muera, porque trató de apartarte del Señor tu Dios, que te liberó de la esclavitud de Egipto. Todo Israel, cuando se entere, escarmentará y no volverá a cometerse una infamia semejante en medio de ti. Si en alguna de las ciudades que el Señor tu Dios te va a dar para que habites en ellas, llega el rumor de que han surgido entre vosotros canallas que descarrían a sus conciudadanos instigándoles a rendir culto a otros dioses desconocidos para vosotros, investiga e infórmate a fondo de lo que pasa. Si resulta que realmente se ha producido esa aberración entre vosotros, entonces pasarás a espada a todos los habitantes de esa ciudad, y la consagrarás al exterminio con todo lo que haya en ella, incluido su ganado, que también pasarás a espada. Y en honor del Señor tu Dios amontonarás todo el botín en medio de la plaza e incendiarás la ciudad con todo el botín. Esa ciudad quedará convertida para siempre en un montón de ruinas, y nunca más será reconstruida. No te quedes con nada de lo destinado al exterminio, para que así el Señor aplaque el ardor de su ira, se apiade de ti y, compadecido, te haga prosperar, tal como prometió a tus antepasados. Así será, siempre y cuando obedezcas al Señor tu Dios, cumpliendo todos los mandamientos que hoy te prescribo y practicando lo que agrada al Señor tu Dios. Vosotros sois hijos del Señor vuestro Dios. No os haréis incisiones ni os raparéis la frente por un muerto, porque tú eres un pueblo consagrado al Señor tu Dios, y a ti te ha elegido el Señor de entre todos los pueblos de la tierra para que seas el pueblo de su propiedad. No comerás nada abominable. Estos son los animales que podréis comer: el buey, el cordero, el cabrito, el ciervo, la gacela, el venado, la cabra montés, el íbice, el antílope y el rebeco. Podéis, pues, comer cualquier animal rumiante que tenga la pezuña partida y hendida en dos partes. Sin embargo, aunque sean rumiantes o tengan la pezuña partida, no podréis comer el camello, la liebre y el conejo, porque aunque son rumiantes no tienen la pezuña partida. A estos consideradlos impuros; y lo mismo el cerdo que tiene la pezuña partida pero no es rumiante; no comeréis su carne ni tocaréis su cadáver. De todos los animales que viven en el agua podréis comer los que tienen aletas y escamas; pero los que no tienen aletas ni escamas no los podéis comer; consideradlos impuros para vosotros. Podréis comer cualquier ave que sea pura; pero no podéis comer el águila, el quebrantahuesos y el azor; tampoco el buitre, ni especie alguna de milanos, halcones o cuervos. No podéis comer el avestruz, la lechuza, la gaviota, ni especie alguna de gavilanes; tampoco el búho, el ibis, el cisne, el pelícano, el calamón, el cormorán, la cigüeña, la garza en cualquiera de sus especies, la abubilla y el murciélago. A los insectos con alas consideradlos impuros; por tanto, no son comestibles. Pero sí podéis comer cualquier animal volador que sea puro. No comeréis nada que encontréis ya muerto. Se lo podrás dar al inmigrante, que reside en tus ciudades, para que lo coma, o vendérselo al forastero. Pero tú eres un pueblo consagrado al Señor tu Dios. No cocerás el cabrito en la leche de su madre. Cada año, puntualmente, apartarás el diezmo de lo que hayan producido tus campos. Y en presencia del Señor tu Dios, en el lugar que él escoja como morada de su nombre, comerás el diezmo de tu trigo, de tu vino y de tu aceite; también las primeras crías de tus vacas y ovejas, para que aprendas a respetar al Señor tu Dios toda tu vida. Si el lugar que el Señor tu Dios ha escogido como morada de su nombre se encuentra distante del lugar donde tú vives y el camino es demasiado largo para transportar el diezmo de aquello con lo que el Señor tu Dios te ha bendecido, entonces lo venderás y llevarás el dinero al lugar escogido por el Señor tu Dios. Una vez allí, con ese dinero podrás comprar lo que te parezca conveniente: vacas, ovejas, vino u otra bebida fermentada, cualquier cosa que te apetezca, y en presencia del Señor tu Dios comerás y lo festejarás con tu familia. No desampares al levita que vive en tus ciudades, porque él no ha recibido parte o herencia como tú. Cada tres años reunirás el diezmo de los productos de ese año y lo depositarás a la puerta de tus ciudades, para que cuando venga bien el levita, que no recibió parte o herencia como tú, bien el inmigrante, el huérfano y la viuda que viven en tu ciudad, puedan comer hasta quedar satisfechos. Y el Señor tu Dios te bendecirá en todo lo que hagas. Cada siete años perdonarás las deudas. Lo harás del siguiente modo: cuando se proclame el perdón de las deudas en honor del Señor, todo el que haya hecho un préstamo a su prójimo o a su hermano, le perdonará la deuda y no se la reclamará más. Podrás reclamar el pago de la deuda al forastero, pero perdonarás la deuda que tengas contraída con tu hermano. Así no habrá mendigos entre los tuyos, ya que el Señor te colmará de bendiciones en la tierra que el Señor tu Dios te va a dar en herencia para que la poseas, siempre y cuando obedezcas al Señor tu Dios y cumplas cada uno de los mandamientos que yo te prescribo hoy. El Señor tu Dios te bendecirá, tal como te lo ha prometido; podrás prestar a muchas naciones, pero tú no tendrás que pedir prestado; dominarás a muchos pueblos, pero ninguno te dominará a ti. Cuando en alguna de las ciudades de la tierra que el Señor tu Dios te va a dar veas a algún pobre entre los tuyos, no seas inhumano negando tu ayuda a ese hermano necesitado; al contrario, tiéndele la mano y préstale lo que necesite para remediar su penuria. Y que no se te pase por la mente el perverso pensamiento de poner mala cara a tu hermano necesitado y no prestarle nada ya que se acerca el año séptimo, año de perdonar las deudas. Él podría clamar al Señor contra ti y te harías culpable de pecado. Debes prestarle, y además sin mezquindad; así el Señor tu Dios bendecirá todos tus trabajos y todo lo que emprendas. Nunca dejará de haber pobres en esta tierra; por eso te mando que abras generosamente la mano a tu hermano, al pobre y al indigente de tu tierra. Si tu hermano hebreo, hombre o mujer, se vende a ti como esclavo y te sirve durante seis años, en el séptimo año lo dejarás libre. Y cuando lo liberes no lo dejarás marchar con las manos vacías, sino que le darás generosamente de aquello con lo que el Señor tu Dios te haya bendecido: de tu ganado, de tu era o de tu lagar. Recuerda que fuiste esclavo en Egipto y que el Señor tu Dios te liberó; por eso te ordeno esto hoy. Pero si ese esclavo te dice: «No quiero irme de tu lado», porque se ha encariñado de ti y de tu familia y porque contigo se encuentra a gusto, entonces con un punzón le perforarás el lóbulo de la oreja contra la puerta, y así se convertirá en tu esclavo de por vida. Lo mismo harás si se trata de tu esclava. No te pese dejar en libertad a tu esclavo, porque te sirvió durante seis años por la mitad de lo que habrías pagado a un jornalero; y, además, el Señor tu Dios bendecirá cuanto hagas. Todo primogénito macho que nazca de tus vacas o de tus ovejas lo consagrarás al Señor tu Dios. No utilizarás para trabajar al primogénito de tus vacas, ni esquilarás al primogénito de tus ovejas, sino que cada año, tú y tu familia lo comeréis en presencia del Señor tu Dios, en el lugar que él haya escogido. Pero si el animal tiene algún defecto: es cojo, ciego o tiene cualquier otra falta, no lo presentarás en sacrificio al Señor tu Dios. En tal caso, lo comerás en tu ciudad, igual que si se tratase de gacela o ciervo; y lo podrá comer tanto el puro como el impuro. Pero la sangre no la comerás, la derramarás en tierra, como el agua. No dejes de celebrar la Pascua en honor del Señor, tu Dios, en el mes de Abib, porque en una noche del mes de Abib él te sacó de Egipto. En el lugar que el Señor haya escogido como morada de su nombre inmolarás vacas y ovejas como víctima pascual en honor del Señor tu Dios. No acompañarás la comida con pan fermentado, sino que durante siete días comerás pan sin levadura, pan de aflicción, porque saliste de Egipto apresuradamente. Así recordarás toda tu vida el día en que saliste de Egipto. Durante esos siete días no habrá levadura en todo tu territorio, y de la carne inmolada al atardecer del primer día no ha de quedar nada para la mañana siguiente. No podrás sacrificar la víctima pascual en cualquiera de las ciudades que el Señor tu Dios te haya dado. Solo podrás sacrificarla en el lugar que el Señor tu Dios haya escogido como morada de su nombre. Y lo harás al atardecer, cuando se pone el sol, porque ese fue el momento en que saliste de Egipto. La carne del sacrificio de la Pascua la cocerás y la comerás en el lugar que el Señor tu Dios haya elegido, y a la mañana siguiente emprenderás el regreso a casa. Durante seis días comerás pan ácimo y el séptimo celebrarás una asamblea sagrada en honor del Señor tu Dios. En ese día no realizarás trabajo alguno. Cuenta siete semanas a partir del momento en que comience la siega de los sembrados. Celebrarás entonces en honor del Señor tu Dios la fiesta solemne de las Semanas, en la que presentarás ofrendas voluntarias en proporción a las bendiciones que del Señor tu Dios hayas recibido. Irás al lugar que el Señor tu Dios haya escogido como morada de su nombre; y allí, en presencia del Señor tu Dios, celebrarás la fiesta en su honor con tus hijos e hijas, con tus esclavos y esclavas, con los levitas que viven en tus ciudades, con los inmigrantes, y con los huérfanos y las viudas que vivan en medio de ti. Recuerda que fuiste esclavo en Egipto; por tanto, cumple y pon en práctica estos preceptos. Una vez acabada la vendimia y la recogida de la cosecha celebrarás durante siete días la fiesta de las Enramadas. La celebrarás con tus hijos e hijas, tus esclavos y esclavas, con los levitas, inmigrantes, huérfanos y viudas que viven en tus ciudades. Durante siete días celebrarás esta fiesta en honor del Señor tu Dios, en el lugar que escoja el Señor, porque él bendecirá todas tus cosechas y todo el trabajo de tus manos, y eso te hará sentir tremendamente dichoso. Tres veces al año irán todos los varones a presentarse ante el Señor tu Dios, al lugar que el Señor haya escogido: en la fiesta de los Panes sin levadura, en la fiesta de las Semanas y en la fiesta de las Enramadas. Nadie se presentará ante el Señor con las manos vacías, sino que cada uno llevará ofrendas, conforme a las bendiciones que del Señor tu Dios haya recibido. En todas las ciudades que el Señor tu Dios te da, nombrarás, por tribus, jueces y oficiales que se encargarán de juzgar con justicia al pueblo. No quebrantarás el derecho ni actuarás con parcialidad. No aceptarás soborno, porque el soborno ciega los ojos de los sabios y falsea la causa del inocente. Actúa siempre con toda justicia, para que vivas y poseas la tierra que el Señor tu Dios te da. Cuando levantes un altar en honor del Señor tu Dios, no plantes a su lado árbol sagrado alguno, ni erijas ninguna piedra votiva, pues el Señor tu Dios las detesta. No inmolarás al Señor tu Dios ningún toro u oveja que tenga algún defecto o falta, porque eso sería una abominación para el Señor tu Dios. Puede suceder que en alguna de las ciudades que el Señor tu Dios te da, un hombre o una mujer hagan lo que desagrada al Señor, quebrantando su alianza y practicando lo que yo prohibí, al dar culto y postrarse ante otros dioses, o ante el sol, la luna o el ejército del cielo; si te denuncian el hecho o te enteras del particular, deberás hacer una investigación minuciosa y, si se confirma que se ha cometido tal abominación en Israel, llevarás a las puertas de la ciudad al hombre o la mujer que cometió tal delito y los apedrearás hasta que mueran. Para que alguien sea condenado a muerte es necesaria la declaración de dos o más testigos; no se le podrá condenar a muerte por el testimonio de un solo testigo. Los primeros en ejecutar el castigo serán los testigos, y luego los seguirá el resto del pueblo. Así extirparás el mal de en medio de ti. Si en tu ciudad se da un caso que para ti resulta demasiado difícil de juzgar, tal como homicidio, pleito, violencia u otro asunto grave, irás al lugar que el Señor tu Dios haya escogido y expondrás el caso a los sacerdotes levitas y al juez de turno, los cuales te indicarán cómo habrás de resolverlo. Actuarás según la sentencia dictada por los del lugar escogido por el Señor. Sigue al pie de la letra lo que te digan. Procederás de acuerdo a su veredicto y siguiendo sus instrucciones en cada detalle. El que por soberbia desobedezca el veredicto dado por el sacerdote o por el juez que están allí sirviendo al Señor tu Dios, será condenado a muerte. Así extirparás el mal de Israel. Y cuando el pueblo se entere, sentirá temor y nadie volverá a actuar con arrogancia. Si una vez que hayas entrado en la tierra que el Señor tu Dios te da, la hayas conquistado y ya estés establecido allí, dices: «Quiero tener un rey como lo tienen todas las naciones vecinas», te nombrarás como rey aquel a quien el Señor tu Dios escoja. El rey deberá pertenecer a tu mismo pueblo; no harás rey a un extranjero, a alguien que no sea de los tuyos. El rey no deberá poseer una caballería numerosa ni hacer que el pueblo vuelva a Egipto para adquirir más caballos, pues el Señor dijo: «No volváis más por ese camino». Tampoco tendrá muchas mujeres para que no se descarríe su corazón, ni acumulará oro y plata en cantidad excesiva. Cuando el rey tome posesión del trono real, mandará que le hagan una copia del Libro de la Ley que está al cuidado de los sacerdotes levitas. La llevará siempre consigo y la leerá todos los días de su vida para que aprenda a respetar al Señor su Dios, observando todos los preceptos de esta ley y poniendo en práctica sus prescripciones, de modo que no se crea superior a sus hermanos ni se aparte lo más mínimo de esta ley. Así, tanto él como sus descendientes tendrán un largo reinado en Israel. Los sacerdotes levitas (es decir, la tribu completa de Leví) no tendrán parte ni heredad como los demás israelitas. Vivirán de los sacrificios ofrecidos al Señor y de la parte que les pertenece. No recibirán parte de la heredad de sus hermanos; el Señor será su heredad, tal como les prometió. Cuando alguien del pueblo sacrifique como ofrenda un toro o un cordero, el sacerdote tiene derecho a recibir la espaldilla, la quijada y el cuajar. También le darás las primicias de tu trigo, de tu vino y de tu aceite, y la primera lana que esquiles de tus ovejas; porque el Señor tu Dios lo ha escogido a él y a sus hijos, de entre todas tus tribus, para que estén siempre en su presencia, dando culto a su nombre. Si un levita se traslada voluntariamente de la ciudad de Israel donde residía, sea la que sea, al lugar escogido por el Señor, podrá oficiar allí y dar culto al Señor su Dios, igual que todos sus hermanos levitas que ya sirven en aquel lugar, ante el Señor; y comerá una ración igual a la de los demás, sin tener en cuenta cuál sea su patrimonio familiar. Cuando hayas entrado en el país que el Señor tu Dios te va a dar, no imites las prácticas abominables de aquellas naciones. Que no haya entre vosotros quien inmole en el fuego a su hijo o a su hija, ni quien practique la adivinación, el sortilegio, la brujería o la hechicería; que nadie haga conjuros, consulte a espíritus y espectros, o evoque a los muertos. El Señor detesta a quienes practican estas artes. Precisamente por estas costumbres abominables, el Señor tu Dios expulsa de tu presencia a esas naciones. Sé completamente fiel al Señor tu Dios; es cierto que esas naciones, cuyo territorio vas a poseer, escuchan a hechiceros y adivinos, pero a ti te ha prohibido todo eso el Señor tu Dios. El Señor tu Dios suscitará en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo; a él deberéis escuchar. Eso fue lo que le pediste al Señor tu Dios en Horeb, el día de la asamblea, cuando le dijiste: «No quiero escuchar más la voz del Señor mi Dios ni quiero volver a contemplar aquel terrible fuego, para no morir». Entonces el Señor me dijo: «Tienen razón». Por eso yo suscitaré entre sus hermanos un profeta como tú; pondré mis palabras en su boca, y él les comunicará todo lo que yo le mande. Y todo aquel que no preste oído a las cosas que el profeta diga en mi nombre, yo mismo le pediré cuentas. Pero si un profeta se atreve a decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado decir o habla en nombre de otros dioses, ese profeta morirá. Y si te inquieta saber cómo puedes descubrir si un mensaje no viene del Señor, ten esto en cuenta: si lo que el profeta ha dicho en nombre del Señor no sucede ni se cumple, entonces es señal de que ese mensaje no viene del Señor. Ese profeta es un presuntuoso. No tengas respeto por una persona así. Cuando el Señor tu Dios haya aniquilado a las naciones cuya tierra va a darte en posesión, cuando tú las hayas derrotado y te encuentres ya instalado en sus ciudades y en sus casas, escoge tres ciudades en medio de la tierra que el Señor tu Dios te dará en posesión. Dividirás en tres regiones el territorio que el Señor tu Dios te dará en heredad, y abrirás caminos que faciliten el acceso a esas ciudades, para que allí pueda encontrar asilo el que haya cometido un homicidio. Pero únicamente podrá refugiarse allí y salvar la vida aquel que haya matado a otro involuntariamente, sin existir enemistad entre ellos. Supongamos que un hombre se va con otro al bosque a cortar leña y al blandir en su mano el hacha para cortar un árbol, se separa el hierro del mango y golpea a su prójimo matándolo; ese hombre podrá buscar refugio en una de esas ciudades y ponerse a salvo. Es conveniente que la distancia a esa ciudad no sea excesiva para evitar que el vengador del delito de sangre persiga encolerizado al homicida, le dé alcance y lo mate, cuando en realidad no merecía la muerte, puesto que no existía enemistad entre ellos. Por eso te ordeno que escojas tres ciudades. Y si el Señor tu Dios ensancha tu territorio, como se lo juró a tus antepasados, y te da toda la tierra que les prometió —con tal que cumplas cuidadosamente todos los mandamientos que yo te prescribo hoy, amando al Señor tu Dios y siguiendo sus caminos toda la vida—, entonces, a esas tres ciudades añadirás otras tres. De este modo no se derramará sangre inocente en la tierra que el Señor tu Dios te va a dar en posesión, y tú no serás responsable de esa muerte. Pero si un hombre que está enemistado con otro le sigue los pasos, lo ataca, lo mata y luego huye buscando refugio en una de estas ciudades, los ancianos de dicha ciudad lo mandarán sacar de allí y lo entregarán en manos del vengador del delito de sangre para que lo mate. No tendrás compasión de él pues, si quieres que te vaya bien, debes evitar que se derrame sangre inocente en Israel. Cuando ocupes la tierra que el Señor tu Dios te va a dar en posesión, no muevas los mojones de tu prójimo que fueron colocados en tiempos pasados. Un solo testigo no será suficiente para probar la culpabilidad de alguien acusado de cometer algún crimen o delito. Hará falta la declaración de dos o tres testigos para fallar una causa. Si un falso testigo acusa a alguien de un crimen, los dos contendientes en la causa se presentarán ante el Señor y ante los sacerdotes y jueces que estén en funciones en esos días. Los jueces estudiarán el caso minuciosamente, y si descubren que el testigo mintió declarando en falso contra su hermano, le aplicarán la pena que él pretendía para su hermano. Así extirparás el mal de en medio de ti. Los demás, cuando se enteren, escarmentarán y no se atreverán a cometer maldad semejante en medio de ti. No tengas compasión del culpable: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie. Cuando salgas a combatir contra tus enemigos y te encuentres un ejército con caballos y carros de combate superior al tuyo, no te amedrentes, porque está contigo el Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto. Cuando llegue la hora de combatir, el sacerdote pasará al frente y arengará a la tropa con estas palabras: «¡Escucha, Israel! Hoy vais a entrar en batalla contra vuestros enemigos; no os desaniméis ni os amedrentéis, no os acobardéis ni os atemoricéis ante ellos, porque el Señor vuestro Dios va con vosotros; él luchará a vuestro favor para daros la victoria sobre vuestros enemigos». Después, los oficiales dirán a la tropa: «El que haya construido una casa nueva y no la haya estrenado todavía, que se marche a casa, no sea que muera en el combate y otro la estrene. El que haya plantado un viñedo y no lo haya vendimiado todavía, que se marche a casa, no sea que muera en el combate y otro lo vendimie. El que esté comprometido con una mujer y aún no se haya casado, que se marche a casa, no sea que muera en el combate y otro se case con ella». Además, los oficiales dirán a la tropa: «El que tenga miedo o le falte el valor, que se marche a casa, no sea que contagie su cobardía al resto de sus compañeros». Una vez que los oficiales hayan terminado de hablar al pueblo, se pondrán al frente de él jefes de tropa. Cuando te acerques a una ciudad para atacarla, primero proponle la paz. Si acepta tus términos de paz y abre sus puertas, todos sus habitantes te pagarán tributo y serán sometidos a trabajos forzados. Si rechaza tu propuesta de paz y te declara la guerra, sitia entonces la ciudad; y cuando el Señor tu Dios la entregue en tus manos, pasarás a cuchillo a todos sus hombres. Las mujeres, los niños, el ganado y todos los bienes que haya en la ciudad podrás quedártelos como botín, y también podrás hacer uso de las pertenencias de los enemigos que el Señor tu Dios te haya entregado. De igual modo procederás con todas las ciudades lejanas que no pertenezcan a las naciones vecinas. Pero en las ciudades de esas naciones que el Señor tu Dios te da como heredad, no dejarás a nadie con vida, sino que consagrarás al exterminio a los hititas, amorreos, cananeos, fereceos, jeveos y jebuseos, como te ha ordenado el Señor tu Dios. Así evitaréis que os enseñen las prácticas abominables que hacen en honor a sus dioses, y no pecaréis contra el Señor vuestro Dios. Si tienes que sitiar una ciudad durante mucho tiempo, no tales sus árboles a golpe de hacha antes de conquistarla. Come de sus frutos, pero no los tales. ¿Acaso los árboles del campo son parte de los enemigos a los que sitias? Solamente debes utilizar y talar los árboles que sabes que no son frutales; con ellos podrás construir instrumentos de asedio contra la ciudad que tengas sitiada, hasta que la sometas. Si en la tierra que el Señor tu Dios te va a dar en posesión se encuentra un cuerpo tendido en el campo y no se sabe quién lo mató, tus ancianos y tus jueces irán a medir las distancias que hay entre el cadáver y las ciudades de alrededor. Medida la distancia, los ancianos de la ciudad más cercana al cadáver tomarán una becerra que no haya trabajado todavía ni llevado yugo, la llevarán hasta algún valle donde no se haya nunca arado ni sembrado, y donde haya un arroyo que siempre lleve agua, y allí, junto al arroyo, la desnucarán. Se acercarán entonces los sacerdotes levitas, ya que a ellos los eligió el Señor tu Dios para que estén a su servicio y bendigan en nombre del Señor; a ellos corresponde también dictar sentencia en pleitos y casos de violencia. Luego, todos los ancianos de la ciudad más próxima al lugar donde se encontró el cadáver lavarán sus manos en el torrente, sobre la becerra desnucada, y declararán: «Nuestras manos no derramaron esta sangre, nuestros ojos nada vieron. Perdona a tu pueblo Israel, al que tú rescataste; no le hagas responsable de la muerte de un inocente». Y quedarán absueltos de la sangre derramada. Así te quitarás de encima la responsabilidad por la sangre inocente, y habrás hecho lo que agrada al Señor. Cuando vayas a la guerra contra tus enemigos y el Señor tu Dios los entregue en tus manos, si haces prisioneros y ves entre ellos alguna mujer hermosa, te enamoras de ella y quieres tomarla por esposa, la llevarás a tu casa y harás que se rape la cabeza, se corte las uñas, se deshaga de su ropa de cautiva y se aposente en tu casa. Después de que haya llorado a su padre y a su madre durante un mes entero, podrás unirte a ella; serás su marido y ella será tu mujer. Si luego ella deja de gustarte, permitirás que se marche si lo desea, pero no podrás venderla por dinero ni tratarla como a una esclava después de haberla humillado. Si un hombre que tiene dos mujeres ama a una más que a la otra, pero ambas le dan hijos y el primogénito es el hijo de la mujer que no ama, cuando aquel hombre haga el reparto de la herencia entre los hijos, no podrá dar el derecho de primogenitura al hijo de la mujer a quien ama, en perjuicio del verdadero primogénito, el hijo de la mujer menos querida. Tendrá que reconocer a este, al hijo de la mujer menos querida, como el primogénito y darle dos tercios de todos sus bienes, porque él es el primer fruto de su virilidad y a él le corresponde el derecho de primogenitura. Si uno tiene un hijo conflictivo y rebelde que no obedece a sus padres, y ni aun castigándolo hacen carrera de él, su padre y su madre lo llevarán a la puerta de la ciudad, lo presentarán ante los ancianos y les dirán: «Este hijo nuestro es conflictivo y rebelde, no nos obedece, es pendenciero y borracho». Entonces todos los hombres de la ciudad lo lapidarán hasta que muera. Así extirparás el mal de en medio de ti y todo Israel, al enterarse, sentirá temor. Si alguien, por ser culpable de un delito, es condenado a muerte y lo ejecutan colgándolo de un árbol, su cuerpo no deberá dejarse allí toda la noche, sino que tendrá que ser enterrado el mismo día, porque el que muere colgado de un árbol es maldito de Dios, y tú no debes convertir en impura la tierra que el Señor, tu Dios, te da en heredad. Si ves el buey o la oveja de tu hermano extraviados, no te desentiendas; ve a devolvérselos. Si resulta que el dueño no vive cerca o no sabes quién es, encierra el animal en tu corral y tenlo allí hasta que el dueño venga a reclamártelo; entonces se lo devolverás. Lo mismo harás si se trata de su asno, su manto o cualquier cosa que tu hermano haya perdido y que tú encuentres. No te hagas el desentendido. Si ves caídos en el camino el asno o el buey de tu hermano, no te hagas el desentendido; ayúdale a ponerlos en pie. La mujer no debe usar ropas de hombre ni el hombre ropas de mujer, porque el que hace tal cosa es abominable para el Señor tu Dios. Si mientras vas caminando te encuentras en un árbol o en el suelo un nido de pájaros con polluelos o con huevos y la madre está echada encima de ellos, no te quedes con la madre y los polluelos; deja volar a la madre y quédate con los polluelos. Así serás dichoso y tendrás una larga vida. Si construyes una casa nueva, pon barandillas en la azotea; así evitarás que tu familia sea responsable de la muerte del que pueda caer desde allí. No siembres tu viñedo con dos tipos de plantas, no sea que todo quede consagrado a Dios: tanto el fruto de la vid como lo otro que sembraste. No uncirás asno con buey para arar. No te harás vestidos de paño tejido con lana e hilo juntamente. Ponle borlas en las cuatro puntas del manto con que te cubres. Si un hombre se casa con una mujer y, después de acostarse con ella, le toma aversión, la calumnia y la difama alegando: «Me casé con esta mujer y al acostarme con ella he descubierto que no era virgen», entonces el padre y la madre de la muchacha tomarán las pruebas de su virginidad y las presentarán ante los ancianos, a la puerta de la ciudad. El padre de la muchacha declarará delante de ellos: «Yo entregué a mi hija a este hombre para que fuera su esposa, pero él le ha tomado aversión, y ahora la calumnia diciendo que ha descubierto que no era virgen. ¡Esta es la prueba de que sí lo era!». A continuación sus padres mostrarán la sábana nupcial ante los ancianos de la ciudad, que apresarán al hombre y lo castigarán. Además, por haber difamado a una virgen israelita, le impondrán una multa de cien siclos de plata, que darán al padre de la muchacha. Ella continuará siendo su mujer y, mientras viva, no podrá repudiarla. Pero si la acusación resulta verdadera y, en efecto, la muchacha no era virgen, la sacarán a la puerta de la casa paterna y los hombres de la ciudad la apedrearán hasta que muera, por haber cometido una acción infame en Israel deshonrando la casa paterna. Así extirparás el mal de en medio de ti. Si un hombre es sorprendido acostado con una mujer casada, los dos morirán, tanto la mujer como el hombre que se acostó con ella. Así extirparás el mal de Israel. Si un hombre encuentra en una ciudad a una muchacha virgen, prometida con otro hombre, y se acuesta con ella, llevaréis a ambos a la puerta de la ciudad y les daréis muerte a pedradas: a la muchacha, porque dentro de la ciudad no pidió socorro y al hombre por haber violado a la mujer de otro. Así extirparás el mal de en medio de ti. Pero si es en el campo donde el hombre encontró a la muchacha prometida y se acuesta con ella por la fuerza, solo ha de morir el hombre que se acostó con ella. A la muchacha no le harás nada, porque no ha cometido ningún delito que merezca la muerte. Se trata de un caso semejante al de uno que ataca a otro y lo mata; en efecto, el hombre encontró a la muchacha prometida en el campo y, aunque ella gritó pidiendo socorro, nadie acudió a defenderla. En el caso de que un hombre encuentre a una muchacha virgen que no está prometida, y se acuesta con ella por la fuerza, si son sorprendidos, el hombre que se acostó con ella dará al padre de la muchacha cincuenta siclos de plata y tendrá que casarse con ella por haberla violado, y no podrá repudiarla en toda su vida. Nadie tendrá relaciones íntimas con una de las esposas de su padre, pues eso supondría usurpar los derechos del padre. El que tenga los testículos magullados o amputado el miembro viril no será admitido en la asamblea del Señor. El bastardo no será admitido en la asamblea del Señor; tampoco podrá hacerlo ninguno de sus descendientes, hasta la décima generación. No serán nunca admitidos en la asamblea del Señor los amonitas ni los moabitas, ni ninguno de sus descendientes, ni aun después de la décima generación; porque no salieron a vuestro encuentro a recibiros con comida y bebida al camino, cuando cruzasteis por su territorio después de haber salido de Egipto. Además, pagaron a Balaán, hijo de Beor, de Petor, en Mesopotamia, para que te maldijese. Sin embargo, como el Señor tu Dios te ama, no quiso escuchar a Balaán y cambió la maldición en bendición. Así que, mientras vivas, no procures la paz ni el bienestar de esos pueblos. Ahora bien, no aborrezcas al edomita, porque es tu hermano; ni al egipcio, porque fuiste extranjero en su tierra; sus descendientes a partir de la tercera generación sí podrán formar parte de la asamblea del Señor. Cuando emprendas una campaña militar contra tus enemigos, evita todo aquello que pueda hacerte impuro. Si entre tus hombres hay alguien impuro por una polución nocturna, que salga del campamento y se quede fuera. Al caer la tarde se lavará con agua, y al ponerse el sol podrá regresar al campamento. Designarás un lugar fuera del campamento para hacer allí tus necesidades. Como parte de tu equipo llevarás una estaca. Cuando salgas a hacer tus necesidades, harás con ella un hoyo y luego lo volverás a tapar para cubrir tus excrementos. Harás esto porque el Señor tu Dios anda en medio de tu campamento para protegerte y darte la victoria sobre tus enemigos. Por eso tu campamento debe ser un lugar sagrado, y si él ve alguna cosa que le desagrada, dejará de acompañarte. Si un esclavo huye de su amo y te pide refugio, concédeselo. Permítele que viva en medio de ti, en el lugar que escoja dentro de una de tus ciudades donde se encuentre más a gusto; no lo oprimirás. Ningún hombre o mujer de Israel practicará la prostitución sagrada. No entregarás a la casa del Señor tu Dios, en cumplimiento de un voto, los beneficios conseguidos por medio de la prostitución sagrada, tanto masculina como femenina; ambas son abominables al Señor tu Dios. No le exijas intereses a tu hermano si le haces un préstamo de dinero, alimentos o cualquier otra cosa que se suele prestar a interés. Podrás exigirle intereses al extranjero, pero no a tu hermano. Así el Señor tu Dios te bendecirá en todo lo que hagas en la tierra adonde vas a entrar para tomarla en posesión. Si le haces una promesa al Señor tu Dios, no tardes en cumplirla, porque ten por seguro que el Señor tu Dios te pedirá cuentas de ella; y si no la cumples cargarás con un pecado. No pecas, sin embargo, si te abstienes de hacer promesas. Pero, si por tu propia voluntad haces una promesa al Señor tu Dios con tus labios, sé fiel en cumplir lo que prometiste. Si entras en el viñedo de tu prójimo, podrás comer todas las uvas que quieras hasta saciarte, pero no podrás llevarte ninguna en tu cesta. Si entras en el trigal de tu prójimo, podrás arrancar espigas con las manos, pero no metas la hoz en el trigo de tu prójimo. Si un hombre se casa con una mujer, pero después le toma aversión por haber encontrado en ella algo censurable; podrá escribirle un acta de divorcio, entregársela en mano y con ella echarla de su casa. Una vez fuera de la casa, ella podrá casarse con otro hombre. Pero si el segundo marido también le toma aversión y, redactando un acta de divorcio, se la entrega en mano y la echa de su casa, o si muere este segundo marido, el primer marido, que la había echado de su casa, no podrá casarse con ella de nuevo, puesto que ahora ella es impura. Hacer eso sería algo abominable para el Señor, y tú no debes corromper la tierra que el Señor tu Dios te da en herencia. Si un hombre está recién casado, no tendrá que ir a la guerra ni se le impondrán otros deberes; quedará libre de cualquier servicio durante un año. Que se quede en casa para hacer feliz a su mujer. No tomarás en prenda de una deuda las dos piedras de un molino, ni siquiera la muela, porque eso sería lo mismo que tomar en prenda la vida de su dueño. Si se descubre que alguien ha raptado a uno de sus hermanos israelitas, para convertirlo en esclavo o para venderlo, el secuestrador ha de morir. Así extirparás el mal de en medio de ti. En caso de infección de la piel, observad minuciosamente todas las instrucciones que os den los sacerdotes levitas y seguid al pie de la letra todo lo que yo les he ordenado. Recuerda lo que el Señor tu Dios hizo con María cuando ibais de camino al salir de Egipto. Si le prestas a tu prójimo cualquier cosa, no entres en su casa para recuperar lo prestado; espera fuera y deja que él mismo te lo traiga. Si se trata de una persona pobre que ha depositado su manto en prenda, no te quedes con la prenda durante la noche; devuélvele el manto antes de la puesta del sol, para que se cubra con él durante la noche. Él estará agradecido contigo y el Señor tu Dios tendrá en cuenta esta buena acción. No explotarás al jornalero pobre y necesitado, bien se trate de un hermano tuyo israelita o bien de un inmigrante que reside en tu tierra, en tus ciudades. Le pagarás su jornal cada día, antes de la puesta del sol, porque él es pobre y su vida depende de ese jornal. Así no clamará al Señor contra ti y tú no te harás responsable de pecado. Los padres no morirán por culpa de los hijos ni los hijos por culpa de los padres. Cada cual morirá por su propio pecado. No le niegues sus derechos al inmigrante o al huérfano, ni tomes en prenda las ropas de la viuda. Recuerda que fuiste esclavo en Egipto, y que el Señor tu Dios te sacó de allí; por eso te ordeno que obres de este modo. Cuando siegues la mies de tu campo, si olvidas en él una gavilla, no vuelvas a buscarla. Déjala para el inmigrante, el huérfano y la viuda. Así el Señor tu Dios te bendecirá en todo lo que hagas. Cuando varees tus olivos, no rebusques en las ramas; lo que quede, déjaselo para el inmigrante, el huérfano y la viuda. Cuando vendimies tu viñedo, no te dediques al rebusco; los racimos que queden déjaselos para el inmigrante, el huérfano y la viuda. Recuerda que fuiste esclavo en Egipto; por eso te ordeno que obres de este modo. En caso de pleito entre dos personas, que los contendientes acudan al tribunal para ser juzgados: el inocente será absuelto y el culpable condenado. Si el culpable merece ser azotado, el juez lo obligará a tenderse en el suelo y hará que en su presencia le den el número de azotes que su crimen merezca. Podrán darle hasta cuarenta azotes, no más; aplicar un castigo excesivo serviría para humillar públicamente a tu hermano. No le pondrás bozal al buey mientras trilla. Si dos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin dejar hijos, la viuda no se casará con un extraño que no sea de la familia. Su cuñado tiene el deber de tomarla, casarse con ella y cumplir con los deberes legales de cuñado. El primer hijo que ella tenga llevará el nombre del hermano muerto, para que su memoria no desaparezca de Israel. Pero si el cuñado no quiere casarse con su cuñada, ella recurrirá ante los ancianos que están en la puerta de la ciudad y les dirá: «Mi cuñado se niega a mantener viva en Israel la memoria de su hermano. Se niega a cumplir conmigo su deber de cuñado». Entonces los ancianos de la ciudad lo citarán e intentarán convencerlo. Si él persiste en su negativa, diciendo: «No quiero casarme con ella», su cuñada se acercará a él en presencia de los ancianos, le quitará la sandalia del pie, le escupirá en la cara y le dirá: «Esto es lo que se hace con quien se niega a perpetuar la familia de su hermano». Y en adelante, se conocerá en Israel a esa familia por el apodo de «los descalzos». Si dos hombres se están peleando y la mujer de uno de ellos, para librar a su marido del que lo golpea, mete la mano y agarra los genitales del otro, le cortarás a ella la mano sin contemplaciones. No tendrás en tu bolsa dos pesas desiguales: una más pesada que la otra. Tampoco tendrás en tu casa dos medidas desiguales: una más grande que la otra. Tendrás pesas y medidas precisas y cabales, y así vivirás mucho tiempo en la tierra que el Señor tu Dios te da. Porque quien practica el fraude y la estafa es abominable para el Señor tu Dios. Recuerda lo que te hicieron los amalecitas cuando ibais de camino, después de haber salido de Egipto: te asaltaron en el camino, aprovechando que estabas cansado y extenuado, y sin el menor respeto a Dios atacaron por la espalda a los rezagados. Por eso, cuando el Señor tu Dios te libre de todos los enemigos que te rodean, en la tierra que el Señor tu Dios va a darte en heredad para que la poseas, borrarás el recuerdo de los amalecitas de debajo del cielo. ¡No lo olvides! Cuando hayas entrado en la tierra que el Señor tu Dios te da en herencia, hayas tomado posesión de ella y ya estés establecido allí, recogerás las primicias de los frutos que produzca la tierra que el Señor tu Dios va a darte, las pondrás en una cesta e irás con ellas al lugar que el Señor tu Dios escoja como morada de su nombre. Te presentarás al sacerdote que esté en funciones por aquellos días, y le dirás: «Yo declaro hoy ante el Señor tu Dios, que he entrado en la tierra que él prometió darnos, según juró a nuestros antepasados». El sacerdote tomará la cesta que tú le entregues y la depositará ante el altar del Señor tu Dios; entonces tú dirás ante el Señor tu Dios: «Un arameo errante era mi padre. Bajó a Egipto y allí vivió como emigrante con un puñado de personas convirtiéndose en una nación grande, fuerte y numerosa. Pero los egipcios nos maltrataron, nos hicieron sufrir y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros antepasados, y él escuchó nuestras súplicas y vio nuestra miseria, nuestras fatigas y nuestra opresión. Por eso el Señor nos sacó de Egipto con gran poder y destreza sin igual, con terribles portentos, señales y prodigios; nos condujo a este lugar y nos dio esta tierra que mana leche y miel. Por eso ofrezco ahora los primeros frutos que produce esta tierra que tú Señor, me has dado». Acto seguido, pondrás la cesta delante del Señor tu Dios y te postrarás ante él. Después festejarás con alegría los bienes que el Señor tu Dios te haya dado a ti y a tu familia. Se unirán a tu celebración los levitas e inmigrantes que viven en medio de ti. En el tercer año, el año del diezmo, cuando ya hayas apartado el diezmo de todas tus cosechas y se lo hayas dado al levita, al inmigrante, al huérfano y a la viuda, para que coman y se sacien en tus ciudades, declararás ante el Señor tu Dios: «Ya he retirado de mi casa la porción consagrada a ti, y se la he dado al levita, al inmigrante, al huérfano y a la viuda, conforme a todo lo que tú me mandaste. No he desobedecido ninguno de tus mandamientos ni los he olvidado. Mientras estuve de luto no comí nada de lo consagrado; tampoco lo he apartado encontrándome en estado de impureza ni lo he ofrecido a un muerto. Te he obedecido, Señor mi Dios, y he cumplido todo lo que me has ordenado. Mira desde el cielo, desde tu santa morada, y bendice a tu pueblo Israel y a la tierra que nos has dado, tal como se lo juraste a nuestros antepasados: una tierra que mana leche y miel». Hoy el Señor tu Dios te ordena cumplir estas normas y preceptos. Pon todo tu corazón en cumplirlos; pon todo tu empeño en ponerlos en práctica. Hoy has declarado que el Señor es tu Dios y seguirás sus caminos, que lo obedecerás y cumplirás sus estatutos, normas y preceptos. También el Señor ha declarado hoy que tú serás el pueblo de su propiedad, tal como te había prometido; y tú cumplirás todos sus mandamientos. El Señor te hará superior en dignidad, fama y gloria a todas las naciones que él ha creado, para que seas un pueblo consagrado al Señor tu Dios, como te ha prometido. Moisés y los ancianos de Israel dieron al pueblo esta orden: —Cumplid todos los mandamientos que yo os prescribo hoy. El día en que cruces el Jordán para entrar en la tierra que el Señor tu Dios va a darte, erigirás unas grandes piedras, las revocarás con cal y escribirás en ellas todos los mandamientos de esta ley. Esto lo harás cuando hayas cruzado el Jordán. Así podrás entrar en la tierra que el Señor tu Dios va a darte: una tierra que mana leche y miel, tal como te prometió el Señor, el Dios de tus antepasados. Cuando estéis al otro lado del Jordán, erigiréis esas piedras en el monte Ébal, tal como os ordeno hoy y las revocarás con cal. Construirás allí un altar de piedra en honor del Señor tu Dios. No usarás ningún instrumento de hierro para labrar las piedras, porque el altar del Señor tu Dios deberá estar construido con piedras sin labrar. Sobre él ofrecerás holocaustos al Señor tu Dios; ofrecerás sacrificios de comunión y los comerás allí haciendo fiesta ante el Señor tu Dios; y sobre las piedras escribirás, de manera bien legible, todos los mandamientos de esta ley. Después, Moisés y los sacerdotes levitas dijeron a todo Israel: —¡Guarda silencio, Israel, y presta atención! Hoy te has convertido en el pueblo del Señor tu Dios. Obedecerás al Señor tu Dios y cumplirás los mandamientos y preceptos que yo te prescribo hoy. Aquel mismo día Moisés dio esta orden al pueblo: —Cuando hayáis cruzado el Jordán, las tribus de Simeón, Leví, Judá, Isacar, José y Benjamín se situarán en el monte Garizín para pronunciar la bendición a favor del pueblo; y las tribus de Rubén, Gad, Aser, Zabulón, Dan y Neftalí se situarán en el monte Ébal para pronunciar la maldición. Los levitas se dirigirán a todos los israelitas y proclamarán en voz alta lo siguiente: ¡Maldito sea quien haga un ídolo tallado o de metal fundido —creación humana, que el Señor abomina— y lo adore en secreto! Y el pueblo a una responderá: ¡Amén! ¡Maldito sea quien desprecie a su padre o a su madre! Y el pueblo a una responderá: ¡Amén! ¡Maldito sea quien mueva los mojones de su vecino! Y el pueblo a una responderá: ¡Amén! ¡Maldito sea quien desvíe de su camino a un ciego! Y el pueblo a una responderá: ¡Amén! ¡Maldito sea quien quebrante los derechos del inmigrante, del huérfano o de la viuda! Y el pueblo a una responderá: ¡Amén! ¡Maldito sea quien se acueste con una de las mujeres de su padre, porque usurpa los derechos de su padre! Y el pueblo a una responderá: ¡Amén! ¡Maldito sea quien tenga trato sexual con un animal! Y el pueblo a una responderá: ¡Amén! ¡Maldito sea quien se acueste con su hermana, hija de su padre o de su madre! Y el pueblo a una responderá: ¡Amén! ¡Maldito sea quien se acueste con su suegra! Y el pueblo a una responderá: ¡Amén! ¡Maldito sea quien mate a escondidas a su prójimo! Y el pueblo a una responderá: ¡Amén! ¡Maldito sea quien se deje sobornar para quitar la vida a un inocente! Y el pueblo a una responderá: ¡Amén! ¡Maldito sea quien no cumpla y ponga en práctica los mandamientos de esta ley! Y el pueblo a una responderá: ¡Amén! Si realmente obedeces al Señor tu Dios, y cumples fielmente todos estos mandamientos que hoy te prescribo, el Señor tu Dios hará que seas superior a todas las naciones de la tierra. Si obedeces al Señor tu Dios, vendrán sobre ti y te alcanzarán todas estas bendiciones: Bendito serás en la ciudad y bendito en el campo. Benditos serán el fruto de tus entrañas y el fruto de tu tierra, las crías de tu ganado, las terneras de tus manadas y las crías de tus rebaños. Bendita será tu cesta y bendita tu artesa. Bendito serás al salir y bendito al entrar. El Señor te entregará vencidos a los enemigos que se alcen contra ti: vendrán a atacarte por un camino, y por siete caminos huirán de ti. El Señor tu Dios bendecirá tus graneros y todo el trabajo de tus manos; te bendecirá en la tierra que él te da. Si cumples los mandamientos del Señor tu Dios y sigues sus caminos, el Señor hará de ti un pueblo consagrado a él, tal como te ha jurado. Todos los pueblos de la tierra verán que con razón eres llamado pueblo de Dios, y te respetarán. El Señor te concederá abundancia de bienes: te dará muchos hijos y multiplicará tus ganados y tus cosechas en la tierra que prometió darte según juró a tus antepasados. El Señor abrirá los cielos —su rico tesoro— para derramar a su debido tiempo la lluvia sobre la tierra, y para bendecir todo el trabajo de tus manos. Prestarás a muchas naciones, pero tú no tendrás que pedir prestado. El Señor te pondrá a la cabeza, nunca a la cola; estarás siempre encima, nunca debajo; solo es preciso que obedezcas los mandamientos del Señor tu Dios que yo te prescribo hoy, que los pongas en práctica, y que no te apartes jamás, ni a derecha ni a izquierda, de ninguna de las palabras que yo te prescribo hoy, y que no sirvas ni rindas culto a otros dioses. Pero si no obedeces al Señor tu Dios ni pones en práctica todos sus mandamientos y preceptos que yo te prescribo hoy, vendrán sobre ti y te alcanzarán todas estas maldiciones: Maldito serás en la ciudad y maldito en el campo. Maldita serán tu canasta y maldita tu artesa. Malditos serán el fruto de tus entrañas, y el fruto de tu tierra, las crías de tu ganado, las terneras de tus manadas y las crías de tus rebaños. Maldito serás al salir y maldito al entrar. El Señor hará que maldición, angustia y fracaso te acompañen en todo lo que emprendas, hasta que seas exterminado y desaparezcas sin tardanza, por tu mal proceder al abandonarle. El Señor te enviará la peste hasta acabar contigo en la tierra que va a darte en posesión. El Señor te castigará con epidemias mortales, fiebres malignas e inflamaciones, con calor sofocante y sequía, y con plagas y pestes sobre tus cultivos. Estos desastres te perseguirán hasta que te hagan perecer completamente. Sobre tu cabeza, el cielo será como bronce; bajo tus pies, la tierra será como hierro. El Señor cambiará la lluvia de tu tierra en arena y ceniza que caerán del cielo sobre ti hasta que seas aniquilado. El Señor hará que tus enemigos te derroten. Avanzarás contra ellos en perfecta formación, pero huirás en desbandada. ¡Todos los reinos de la tierra sentirán espanto al verte! Tu cadáver servirá de pasto a las aves del cielo y a las bestias de la tierra, y no habrá quien las ahuyente. El Señor te hará sufrir con úlceras como las de Egipto, con tumores, sarna y tiña incurables. El Señor también te hará padecer locura, ceguera y delirio, de manera que en pleno día andarás a tientas, como el ciego en la oscuridad. Fracasarás en todo lo que hagas; día tras día serás oprimido; te robarán y nadie acudirá en tu ayuda. Te casarás con una mujer, pero será otro quien se acueste con ella; te construirás una casa, y no llegarás a habitarla; plantarás un viñedo, pero no llegarás a disfrutar de su fruto. Tu buey será degollado ante tus propios ojos y no probarás su carne; te arrebatarán tu asno, estando tú presente, y no te lo devolverán; tus ovejas pasarán a manos de tus enemigos, y nadie te ayudará a recuperarlas. Tus hijos y tus hijas serán entregados a un pueblo extranjero; tú lo contemplarás con desconsuelo, pero nada podrás hacer. Un pueblo desconocido se comerá los frutos de tu tierra y todo el producto de tu trabajo; te explotará y te maltratará sin parar. Y enloquecerás cuando veas con tus propios ojos esas cosas. El Señor te herirá con úlceras purulentas e incurables en las rodillas, en las piernas, desde la planta del pie hasta la coronilla. El Señor hará que tanto tú como el rey que hayas elegido para ser tu soberano, seáis deportados a un país que ni tú ni tus antepasados conocisteis. Allí rendirás culto a otros dioses, hechos de madera y de piedra. Serás motivo de espanto, de burla y escarnio en todas las naciones a las que te lleve el Señor. Sembrarás abundante semilla en el campo, pero cosecharás una miseria, porque la langosta la devorará. Plantarás viñedos y los cultivarás, pero no vendimiarás las uvas ni beberás el vino, porque el gusano atacará la cepa. Tendrás olivos por toda tu tierra, pero no te darán aceite ni para ungirte, porque se pudrirán las aceitunas. Tendrás hijos e hijas, pero no podrás tenerlos contigo, porque serán llevados al cautiverio. ¡Enjambres de langosta devorarán todos los árboles y las cosechas de tu tierra! El emigrante que resida contigo subirá cada día más alto, mientras que tú caerás cada vez más bajo; él será tu acreedor y tú serás su deudor; él irá a la cabeza y tú quedarás rezagado. Todas estas maldiciones caerán sobre ti. Te perseguirán y te alcanzarán hasta destruirte, porque desobedeciste al Señor tu Dios y no cumpliste los mandamientos y preceptos que él te ha mandado. Ellos serán una señal y una advertencia permanente para ti y tu descendencia, pues no rendiste culto al Señor tu Dios con alegría y generosidad cuando tenías de todo en abundancia. Por eso sufrirás hambre y sed, desnudez y suma pobreza, y serás esclavo de los enemigos que el Señor enviará contra ti. Ellos te pondrán un yugo de hierro sobre el cuello hasta que te aniquile. El Señor hará que se levante contra ti una nación muy lejana, cuyo idioma no podrás entender; vendrá de los confines de la tierra, veloz como un águila. Esa nación, de aspecto feroz, no sentirá compasión de los ancianos ni se apiadará de los niños. Se comerá las crías de tu ganado y las cosechas de tu tierra, hasta arruinarte; no te dejará trigo, ni mosto, ni aceite, ni terneras en las manadas, ni corderos en los rebaños. ¡Te dejará completamente arruinado! Sitiará todas tus ciudades hasta que se desplomen en todo el país las murallas altas y fortificadas en que habías depositado tu confianza. Sí, él te sitiará en todas las ciudades, en toda la tierra que el Señor tu Dios te da. Tal será tu penuria durante el asedio a que te someta tu enemigo, que acabarás comiéndote el fruto de tu vientre, ¡la carne misma de los hijos y las hijas que el Señor tu Dios te ha dado! Incluso el hombre más delicado y sensible de tu pueblo recelará de su propio hermano, de su esposa a la que ama y de los hijos que todavía le queden, hasta el punto de no compartir con ellos nada de la carne de sus hijos, que comerá por no haberle quedado ninguna otra cosa después de la angustia que te hará sentir tu enemigo durante el asedio de todas tus ciudades. Igualmente, la mujer más fina y delicada de tu pueblo, tan fina y delicada que no se atrevería a rozar el suelo con la punta de su pie, recelará de su propio esposo al que ama, de sus hijos y de sus hijas. No compartirá el hijo que acaba de parir ni su placenta, sino que se los comerá en secreto, pues será lo único que le quede debido a la angustia que te hará sentir tu enemigo durante el asedio de todas tus ciudades. Si no cumples cuidadosamente todas las palabras de esta ley, que están escritas en este libro, ni respetas el glorioso y temible nombre del Señor tu Dios, entonces el Señor enviará terribles y persistentes plagas contra ti y tus descendientes, junto con enfermedades malignas e incurables. Enviará sobre ti todas las plagas de Egipto, que tanto espanto te causaron, y no te podrás librar de ellas. El Señor enviará contra ti, hasta exterminarte, toda clase de enfermedades y desastres, incluso los que no se mencionan en el libro de esta ley. Y vosotros, que como pueblo llegasteis a ser tan numerosos como las estrellas del cielo, quedaréis reducidos a unos cuantos por no haber obedecido al Señor tu Dios. Así como el Señor se complacía en multiplicarte y hacerte prosperar, ahora se complacerá en arrasaros y destruiros. ¡Seréis arrancados de la tierra adonde vais a entrar para tomarla en posesión! El Señor te dispersará por todas las naciones, de uno al otro extremo de la tierra. Allí rendirás culto a otros dioses, dioses de madera y de piedra, que ni tú ni tus antepasados conocisteis. En esas naciones no hallarás paz ni descanso, porque el Señor hará que vivas atemorizado, triste y acongojado. Tu vida estará pendiente de un hilo; tendrás miedo de día y de noche; nunca vivirás seguro. Será tanto el miedo que se apoderará de ti y tales las cosas que verán tus ojos, que por la mañana dirás: «¡Ojalá fuera de noche!», y por la noche: «¡Ojalá fuera de día!». Y aunque el Señor te dijo que no volverías a recorrer el camino de Egipto, sin embargo te hará volver allí en barcos. Allí seréis ofrecidos como esclavos y esclavas a vuestros enemigos, pero nadie os querrá comprar. Estos son los términos de la alianza que el Señor ordenó a Moisés pactar con los israelitas en Moab, además de la alianza que ya había hecho con ellos en Horeb. Moisés convocó a todo Israel y les dijo: —Vosotros habéis sido testigos de todo lo que el Señor hizo en Egipto al faraón, a sus cortesanos y a todo el país; con tus propios ojos viste aquellas duras pruebas, y aquellos admirables portentos y prodigios. Pero hasta el día de hoy el Señor no os había dado un entendimiento capaz de comprender, ni unos ojos capaces de ver, ni unos oídos capaces de oír. Durante cuarenta años os conduje a través del desierto y no se os desgastó la ropa que llevabais puesta ni el calzado de vuestros pies. Y si no comisteis pan ni bebisteis vino ni licor, fue para que comprendieseis que yo soy el Señor vuestro Dios. Cuando llegasteis a este lugar, Sijón, rey de Jesbón, y Og, rey de Basán, nos salieron al paso para atacarnos, pero los derrotamos, conquistamos sus tierras y se las dimos en herencia a las tribus de Rubén y Gad, y a la mitad de la tribu de Manasés. Por lo tanto, cumplid las cláusulas de esta alianza y ponedlas en práctica, para que os vaya bien en todo cuanto emprendáis. Hoy todos vosotros estáis aquí, delante del Señor vuestro Dios: vuestros jefes de tribu, vuestros ancianos, vuestros oficiales y todos los hombres de Israel; y también vuestros niños, vuestras mujeres y los inmigrantes que viven en vuestros campamentos, desde los que cortan la leña hasta los que acarrean el agua; estáis aquí para comprometeros en la alianza y en el compromiso solemne que el Señor tu Dios sella hoy contigo, a fin de convertirte en su pueblo y ser él tu Dios, como te prometió y como juró a tus antepasados Abrahán, Isaac y Jacob. Yo, el Señor, no hago esta alianza, este compromiso solemne, solo con vosotros, los que hoy estáis aquí presentes delante del Señor, sino también con los que hoy no están con nosotros. Vosotros sabéis cómo fue nuestra vida en la tierra de Egipto, y cómo hemos tenido que atravesar luego diversas naciones; y habéis visto los ídolos abominables que [esas naciones] tienen consigo, ídolos de madera, piedra, plata y oro. ¡Que ninguno de vosotros, hombre o mujer, familia o tribu, aparte hoy su corazón del Señor nuestro Dios para dar culto a los dioses de esas naciones! ¡Que no haya entre vosotros raíz que produzca amargura y veneno! Si alguien al escuchar estas imprecaciones se engaña pensando: «Todo me irá bien, aunque persista yo en hacer lo que me plazca, puesto que el terreno regado no tiene sequedad», el Señor no lo perdonará, sino que su ira y su celo se encenderán contra esa persona, todas las maldiciones escritas en este libro caerán sobre ella, y el Señor hará que nunca más quede memoria de ella. El Señor la apartará de todas las tribus de Israel, para su desgracia, conforme a todas las maldiciones de la alianza escritas en este libro de la ley. Vuestros hijos y las generaciones futuras, y los inmigrantes que vengan de países lejanos, verán las calamidades y enfermedades con que el Señor habrá azotado esta tierra; verán una tierra devastada por el azufre y la sal, donde nada podrá plantarse, donde nada germinará, ni siquiera crecerá la hierba. Será como cuando el Señor destruyó, llevado por su ira y su furor, las ciudades de Sodoma y Gomorra, Adamá y Seboín. Todas las naciones preguntarán: «¿Por qué el Señor ha tratado así a esta tierra? ¿Por qué se encendió tanto el ardor de su ira?». Y les responderán: «Porque este pueblo abandonó la alianza que el Señor, el Dios de sus antepasados, hizo con ellos; él los sacó de Egipto, pero ellos se fueron a rendir culto y a postrarse ante otros dioses que no conocían y que no se los había asignado el Señor. Por eso se encendió la ira del Señor contra esta tierra, e hizo caer sobre ella todas las maldiciones escritas en este libro. El Señor los arrancó de su tierra lleno de ira e indignación y los arrojó a otros países, como hoy podemos ver». Únicamente al Señor nuestro Dios conciernen las cosas ocultas; pero las cosas reveladas nos conciernen a nosotros y a nuestros hijos eternamente, para que cumplamos todos los mandamientos de esta ley. Cuando se cumplan en ti todas estas cosas —la bendición y la maldición de las que te he hablado— y las recuerdes en cualquier nación por donde el Señor tu Dios te haya dispersado, si te vuelves al Señor tu Dios, tú y tus hijos, con todo tu corazón y toda tu alma, tal como hoy te lo ordeno, entonces el Señor tu Dios, compadecido de ti, cambiará tu suerte y te volverá a reunir de entre todos los pueblos por donde te había dispersado. Aunque tus desterrados se encuentren en los lugares más distantes de la tierra, hasta allí llegará el Señor tu Dios para reunirte y traerte de vuelta. Y te hará volver a la tierra que perteneció a tus padres y volverás a poseerla; te hará prosperar y te multiplicará más que a tus antepasados. El Señor tu Dios te dará un corazón fiel a ti y a tus descendientes, para que lo ames con todo tu corazón y con toda tu alma, y así tengas vida. Además, el Señor tu Dios hará caer todas estas maldiciones sobre tus enemigos que te persiguieron con saña. Y tú obedecerás de nuevo al Señor y pondrás en práctica todos estos mandamientos que yo te ordeno hoy. El Señor tu Dios hará que todo lo que hagas prospere: multiplicará el fruto de tu vientre, las crías de tu ganado y las cosechas de tus campos. El Señor volverá a alegrarse contigo de tu prosperidad, así como se deleitaba con tus antepasados, siempre y cuando obedezcas al Señor tu Dios, cumplas los estatutos y mandamientos escritos en este libro de la ley, y te vuelvas al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma. Este mandamiento que yo te prescribo hoy no es superior a tus fuerzas ni está fuera de tu alcance. No está en el cielo, para que preguntes: «¿Quién puede subir al cielo por nosotros para que nos lo traiga, nos lo dé a conocer y lo pongamos en práctica?». Tampoco está más allá de los mares, para que preguntes: «¿Quién cruzará por nosotros hasta el otro lado de los mares, para que nos lo traiga, nos lo dé a conocer y lo pongamos en práctica?». La palabra está muy cerca de ti, la tienes en tu boca y en tu corazón, para que puedas cumplirla. Hoy te propongo que escojas entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal. Si cumples los mandamientos del Señor tu Dios, que yo te prescribo hoy, amando al Señor tu Dios, siguiendo sus caminos y poniendo en práctica sus estatutos, normas y preceptos, vivirás, crecerás y te bendecirá en la tierra que vas a entrar para tomar posesión de ella. Pero si tu corazón se rebela y no obedeces, si te dejas seducir y te postras ante otros dioses y les rindes culto, te anuncio hoy que serás destruido sin remedio, y no vivirás mucho tiempo en la tierra a la que vas a entrar para tomar posesión de ella después de cruzar el Jordán. Pongo hoy como testigos contra vosotros al cielo y a la tierra: te he dado a elegir entre la vida y la muerte, entre la bendición y la maldición. Elige la vida y viviréis tú y tu descendencia. Ama al Señor tu Dios, obedécele y sé fiel a él; en ello te va la vida, y el Señor te concederá muchos años de vida para habitar en la tierra que él te había prometido según juró a tus antepasados, a Abrahán, Isaac y Jacob. Moisés habló de nuevo a todo Israel, y le dijo: —Tengo ciento veinte años y no me quedan fuerzas para andar yendo y viniendo. Además el Señor me ha dicho que no cruzaré el Jordán, pues ha ordenado que sea Josué quien vaya al frente. El Señor tu Dios irá delante de ti y destruirá a tu paso esas naciones para que puedas conquistarlas. El Señor las aniquilará como hizo con Sijón y con Og, reyes de los amorreos, y con su país. Pero cuando el Señor ponga a esas naciones en tus manos, haréis con ellas lo que yo os he ordenado. ¡Sed fuertes y decididos, no temáis ni os acobardéis ante ellas! El Señor tu Dios va contigo, no te dejará ni te abandonará. Después Moisés llamó a Josué y, en presencia de todo Israel, le dijo: —Sé fuerte y decidido, porque tú harás entrar a este pueblo en la tierra que el Señor os prometió dar según juró a tus antepasados. Tú repartirás la tierra entre los israelitas. El Señor irá delante de ti y estará contigo; nunca te dejará ni te abandonará; por lo tanto, no temas ni te acobardes. Moisés escribió esta ley y se la entregó a los sacerdotes levitas, que transportaban el Arca del testimonio del Señor, y a todos los ancianos de Israel. Y Moisés les dio esta orden: —Cada siete años, al llegar el año del perdón de las deudas durante la fiesta de las Enramadas, cuando venga todo Israel a presentarse ante el Señor tu Dios en el lugar que él haya escogido, proclamarás esta ley ante todo Israel. Reúne al pueblo —hombres, mujeres y niños, y también a los inmigrantes que vivan en tus ciudades— para que escuchen y aprendan a respetar al Señor vuestro Dios, cumpliendo cuidadosamente todos los mandamientos de esta ley. También sus hijos, que aún no tienen uso de razón, la oirán para que aprendan a respetar al Señor vuestro Dios, mientras viváis en la tierra que vais a poseer tras cruzar el Jordán. El Señor dijo a Moisés: —Mira, se acerca la hora de tu muerte. Llama a Josué y presentaos en la Tienda del encuentro, para que le dé mis órdenes. Moisés y Josué se presentaron, y allí se les apareció el Señor en una columna de nube que se situó a la entrada de la Tienda; y le dijo el Señor a Moisés: —Pronto irás a reunirte con tus antepasados, y este pueblo me será infiel y dará culto a los dioses de la tierra en la que vais a entrar. Me rechazará y romperá la alianza que hice con él. Ese día mi furor se encenderá contra él, lo abandonaré y no me acordaré de él; será presa fácil [para sus enemigos] y le sobrevendrán multitud de desgracias y calamidades. Aquel día se preguntará si esas desgracias le han venido porque el Señor su Dios ya no está con él. Pero cuando llegue ese momento, seguiré sin acordarme de él, pues se portó mal al irse tras otros dioses. Y ahora, escribid este cántico, enseñádselo a los israelitas y haced que lo reciten, para que sea un testimonio contra ellos. Porque cuando yo haya introducido a este pueblo en la tierra que prometí darle según juré a sus antepasados, tierra que mana leche y miel, comerá hasta saciarse y engordará; entonces se volverá hacia otros dioses para rendirles culto, rechazándome a mí y rompiendo mi alianza. Pero cuando le sobrevengan desgracias y calamidades sin número, este cántico será un testimonio que los acusará, porque sus descendientes lo recordarán y lo recitarán. Y es que conozco sus malas intenciones, aun antes de introducirle en la tierra que juré darle. Aquel mismo día Moisés escribió este cántico y se lo hizo aprender a los israelitas. Y el Señor le dio a Josué, hijo de Nun, estas órdenes: —Sé fuerte y decidido, porque tú harás entrar a los israelitas a la tierra que juré darles. Yo estaré contigo. Cuando Moisés terminó completamente de escribir en un libro todas las palabras de esta ley, ordenó esto a los levitas que transportaban el Arca de la alianza del Señor: —Tomad este libro de la ley y ponedlo junto al Arca de la alianza del Señor vuestro Dios; que quede allí como testimonio contra ti, pues sé que eres rebelde y obstinado. Si hoy, que aún estoy con vosotros, sois rebeldes al Señor, ¡cuánto más lo seréis cuando ya no esté! Reunid ante mí a todos los ancianos de vuestras tribus y a vuestros oficiales, para que pueda comunicarles personalmente estas cosas y poner al cielo y a la tierra como testigos de su responsabilidad. Yo sé que después de mi muerte os pervertiréis y os desviaréis del camino que os he trazado; por eso al cabo del tiempo os sobrevendrán calamidades, ya que habréis hecho lo que desagrada al Señor, provocando su ira con vuestra conducta. Entonces Moisés recitó hasta el final este cántico, mientras la asamblea de Israel escuchaba. Escuchad, cielos, que voy a hablar; oye, tierra, las palabras de mi boca. Que caiga mi enseñanza como lluvia y desciendan como rocío mis palabras, como aguacero sobre la hierba, como lluvia abundante sobre los pastos. Proclamaré el nombre del Señor. ¡Reconoced la grandeza de nuestro Dios! Él es la Roca; su obra es perfecta y todos sus caminos son justos. Dios es fiel y sin maldad, es justo y recto. Pero se comportaron mal con él los que ya no son sus hijos a causa de su depravación: ¡esa generación torcida y perversa! ¿Y así le pagáis al Señor, pueblo insensato y necio? ¿Acaso no es él tu Padre, tu Creador, el que te creó y te dio el ser? Recuerda los días de antaño, piensa en los tiempos pasados; pídele a tu padre que te lo cuente, a tus ancianos que te lo expliquen: cuando el Altísimo dio su herencia a las naciones, cuando dividió a toda la humanidad y fijó las fronteras a los pueblos según el número de los hijos de Dios. Pero la parte del Señor es su pueblo, la porción de su herencia es Jacob: lo halló en una tierra desolada, en la rugiente soledad del desierto; lo envolvió en sus brazos y lo protegió, lo cuidó como a la niña de sus ojos; como un águila que revolotea sobre el nido y anima a sus polluelos a emprender el vuelo, así el Señor extendió sus alas, lo tomó y lo llevó sobre sus plumas. Solo el Señor lo guiaba; ningún dios extraño tuvo que ir con él. Le hizo cabalgar sobre los montes y lo alimentó con los frutos del campo; lo crio con miel de la peña y aceite de la dura roca; con cuajada de vaca y leche de oveja, y con corderos cebados y cabritos; con carneros oriundos de Basán; con los mejores granos de trigo y la sangre fermentada de la uva. Pero engordó Jesurún y se sacudió la carga. ¡Sí, engordaste, te pusiste rollizo te hiciste corpulento! Abandonó al Dios que lo creó, y despreció a su Roca salvadora. Provocaron sus celos con dioses extraños, lo enojaron con abominaciones. Ofrecieron sacrificios a demonios que no son Dios; a dioses que no habían conocido, a dioses nuevos, recién llegados, a quienes sus antepasados no adoraron. Despreciaste a la Roca que te engendró; olvidaste al Dios que te dio la vida. Y el Señor se llenó de ira, al ver cómo sus hijos e hijas le ofendían. Entonces dijo: Voy a ocultarles mi rostro, ¡y a ver en qué terminan! Sin duda son una generación perversa, hijos desleales. Provocaron mis celos adorando a quien no es Dios, me han enojado con sus ídolos vanos; ahora yo provocaré sus celos con un pueblo que no es pueblo; los irritaré con una nación insensata. Se ha encendido el fuego de mi ira, que quema hasta lo profundo del abismo; devorará la tierra y sus cosechas, y consumirá la raíz de las montañas. Amontonaré desastres sobre ellos y serán blanco de todas mis flechas. Quedarán extenuados por el hambre y la fiebre, consumidos por epidemias malignas; enviaré contra ellos colmillos de fieras y serpientes venenosas que muerden el polvo. En la calle caerán sus hijos a filo de espada, y en sus casas reinará el espanto; perecerán el muchacho y la muchacha, el anciano y el niño de pecho. Me dije: Voy a destruirlos y a borrar de la tierra su recuerdo. Pero temí las burlas del enemigo, que los adversarios pudieran entenderlo mal y pensaran: «La victoria ha sido nuestra, nada de esto lo ha hecho el Señor». Porque es un pueblo que ha perdido el juicio y carece de cordura. Si fueran sabios, lo entenderían y comprenderían cuál será su fin. ¿Cómo podría uno solo hacer huir a mil o dos poner en fuga a diez mil, si no es porque los ha vendido su Roca y los ha entregado el Señor? ¡Bien saben nuestros enemigos que su roca no es como la nuestra! Su viña es un retoño de la cepa de Sodoma y de los campos de Gomorra; sus uvas son uvas venenosas, sus racimos saben amargos; su vino es veneno de víbora, ¡ponzoña mortal de serpientes! Todo esto lo tengo guardado, atesorado en mi recuerdo, para el día de la venganza, cuando llegue el tiempo de darles su merecido, el momento de su caída. Porque se apresura su desastre, su ruina es inminente. El Señor saldrá en defensa de su pueblo cuando lo vea desfallecer; se compadecerá de sus siervos cuando ya no queden ni esclavos ni libres. Entonces dirá: ¿Dónde están ahora sus dioses, la roca en la cual buscaron refugio, los que comían la grasa de sus sacrificios y bebían el vino de sus ofrendas? ¡Que se levanten a ayudaros! ¡Que vengan a protegeros! ¡Ved ahora que yo soy el único Dios! No hay otros dioses fuera de mí. Yo doy la muerte y la vida, yo causo la herida y la sano. ¡Nadie puede librarse de mi poder! Levanto la mano al cielo y juro: Tan cierto como que vivo para siempre, es que me vengaré de mis adversarios cuando afile mi espada reluciente y comience a impartir justicia. ¡Daré su merecido a los que me odian! Mis flechas se embriagarán de sangre, y mi espada se hartará de carne: sangre de heridos y de cautivos, cabezas de jefes enemigos. ¡Alegraos, naciones, con su pueblo, porque él vengará la sangre de sus siervos. Dios se vengará de sus enemigos, y purificará su tierra y a su pueblo! Moisés, acompañado de Josué, hijo de Nun, se presentó ante todo el pueblo de Israel y les recitó completo este cántico. Cuando Moisés terminó de recitar a todo Israel el cántico, les dijo: —Meditad bien en todas estas palabras con las que hoy doy testimonio contra vosotros y decidles a vuestros hijos que cumplan fielmente todas las cláusulas de esta ley. Porque no son palabras que vosotros debáis tomar a la ligera, sino que de ellas depende vuestra vida; y por ellas prolongaréis vuestros días en la tierra que vais a tomar en posesión al otro lado del Jordán. Aquel mismo día el Señor le dijo a Moisés: —Sube a las montañas de Abarín, al monte Nebo, en el territorio de Moab, enfrente de Jericó, y contempla la tierra de Canaán que voy a dar en posesión a los israelitas. Allí, en el monte al que vas a subir, morirás y te reunirás con tus antepasados, al igual que tu hermano Aarón, que murió en el monte Hor y fue a reunirse con sus antepasados. Vosotros dos me fuisteis infieles a la vista de todos los israelitas, cuando estabais en las aguas de Meribá, en Cadés, en el desierto de Sin; allí no reconocisteis mi santidad delante de ellos. Por eso no entrarás en la tierra que voy a dar a los israelitas; solamente la verás de lejos. Esta es la bendición con que Moisés, hombre de Dios, bendijo a los israelitas antes de morir: El Señor viene del Sinaí: brilla para ellos desde Seír; resplandece desde el monte Parán, y llega a Meribá, en Cadés, trayendo en su diestra el fuego de la ley. Él ama a los pueblos; protege a los que se consagran a él. Por eso se postran a tus pies y de ti reciben instrucción. Es la ley que nos prescribió Moisés, y que dio en posesión a la asamblea de Jacob. Hubo un rey en Jesurún, cuando se reunieron los jefes del pueblo y las tribus de Israel. Que viva la tribu de Rubén, que no desaparezca aunque sea poco numerosa. Y esto dijo acerca de Judá: Oye, Señor, el clamor de Judá; hazlo volver a su pueblo, pues se defiende solo con sus fuerzas. ¡Ayúdalo contra sus enemigos! Acerca de Leví dijo: Tú, Señor, has confiado tus Urín y Tumín a un hombre que te es fiel, que pusiste a prueba en Masá y con él contendiste en Meribá, el que dijo a su padre y a su madre: «Jamás os he visto»; el que no reconoció a sus hermanos ni quiso saber nada de sus propios hijos. Pero ellos han guardado tu palabra y han obedecido tu alianza; ellos enseñan a Jacob tus normas e instruyen a Israel en tu ley; hacen subir hasta ti el incienso y ofrecen el holocausto en tu altar. Bendice, Señor, sus logros y acepta la obra de sus manos. Quiebra la espalda de sus adversarios, y que jamás prosperen los que lo odian. Acerca de Benjamín dijo: Que el amado del Señor viva seguro, porque el Altísimo lo protege cada día y descansa tranquilo entre sus hombros. Acerca de José dijo: El Señor bendiga su tierra con el rocío precioso del cielo y con las aguas que brotan de la tierra; con las mejores cosechas del año y los mejores frutos del mes; con lo más selecto de los montes antiguos, con lo mejor de las colinas eternas. Que todos los mejores frutos de la tierra y el favor del que mora en la zarza reposen sobre la cabeza de José, sobre la frente del elegido entre sus hermanos. José es como el primogénito de un toro; todo él es gallardía; sus cuernos, como cuernos de búfalo; con ellos embestirá a las naciones, hasta arrinconarlas en los confines del mundo. ¡Tales son las multitudes de Efraín, tales son los millares de Manasés! Acerca de Zabulón dijo: ¡Alégrate, Zabulón, de tus expediciones, y tú, Isacar, quedándote en tu tienda! Invitarán a los pueblos a subir al monte para ofrecer allí sacrificios de justicia. Disfrutarán de la abundancia del mar y de los tesoros escondidos en la arena. Acerca de Gad dijo: ¡Bendito el que ensanche los dominios de Gad! Allí se tiende al acecho, como una leona, desgarrando brazos y cabezas. Escogió la mejor tierra para sí, la parte digna de un jefe, y se ha unido a los jefes del pueblo. Cumplió la justa voluntad del Señor, los decretos que había dado a su pueblo. Acerca de Dan dijo: Dan es un cachorro de león, que se abalanza desde Basán. Acerca de Neftalí dijo: Neftalí, colmado de favores, repleto de las bendiciones del Señor; desde el mar hasta el desierto se extienden sus dominios. Acerca de Aser dijo: ¡Bendito entre todos Aser! Sea el favorito de sus hermanos, y en aceite bañe sus pies. Que tus cerrojos sean de hierro y bronce; y tu poder dure tanto como tu vida. No hay nadie comparable al Dios de Jesurún, que cabalga lleno de majestad sobre las nubes del cielo para venir en tu ayuda. El Dios eterno es tu refugio, por siempre te sostiene entre sus brazos; expulsa de tu presencia al enemigo y te ordena que lo destruyas. ¡Vive seguro, Israel! ¡Habita sin enemigos, estirpe de Jacob! Tu tierra está llena de trigo y de mosto, tus cielos destilan rocío. ¡Dichoso tú, Israel! ¿Quién como tú, pueblo rescatado por el Señor? Él es tu escudo protector, él es tu espada victoriosa. Tus enemigos te adularán, pero tú pisotearás sus espaldas. Moisés subió desde las llanuras de Moab al monte Nebo, a la cima del monte Pisga, frente a Jericó. El Señor le permitió contemplar toda la tierra que se extiende desde Galaad hasta Dan, todo el territorio de Neftalí, Efraín y Manasés, toda la tierra de Judá hasta el mar Occidental; el Négueb, la región del valle de Jericó, la ciudad de las palmeras, hasta Soar, y le dijo: —Esta es la tierra que prometí con juramento a Abrahán, Isaac y Jacob diciendo: «Se la daré a tus descendientes». He querido que la veas con tus propios ojos, pero tú no entrarás en ella. Allí, en Moab, murió Moisés, siervo del Señor, como lo había dispuesto el Señor. Y lo enterró en el valle de Moab, frente a Bet Peor, y hasta la fecha nadie sabe dónde está enterrado. Moisés murió a la edad de ciento veinte años, pero ni sus ojos se habían debilitado, ni había disminuido su vigor. Los israelitas lloraron a Moisés en la llanura de Moab durante treinta días, guardando así el tiempo de luto por su muerte. Y Josué hijo de Nun, estaba lleno de espíritu de sabiduría porque Moisés le había impuesto las manos. Los israelitas lo obedecieron y cumplieron lo que el Señor había ordenado a Moisés. No ha vuelto a surgir en Israel un profeta semejante a Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara. Nadie ha vuelto a hacer las señales y prodigios que el Señor le mandó hacer en el país de Egipto contra el faraón, sus cortesanos y su territorio. No ha habido nadie que haya tenido un poder tan extraordinario, ni haya sido capaz de realizar las tremendas hazañas que Moisés hizo a la vista de todo Israel. Una vez que murió Moisés, siervo del Señor, dijo el Señor a Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés: —Moisés, mi siervo, ha muerto. Disponte, pues, a cruzar ese Jordán, con todo este pueblo, hacia la tierra que yo doy a los israelitas. Os entrego todo lugar donde pongáis el pie, según prometí a Moisés. Vuestro territorio abarcará desde el desierto hasta el Líbano, y desde el río Grande, el Éufrates, hasta el mar Grande por el oeste (todo el país de los hititas). Nadie te podrá hacer frente mientras vivas: lo mismo que estuve con Moisés, estaré contigo; no te dejaré ni te abandonaré. Pórtate, pues, con fortaleza y valentía porque vas a ser tú quien darás a este pueblo la posesión de la tierra que juré dar a sus antepasados. Esto es lo único que se te pide: que seas fuerte y valiente y cumplas toda la ley que te dio mi siervo Moisés. No te desvíes de ella ni a la derecha ni a la izquierda; así tendrás éxito en todo lo que emprendas. Medita día y noche el libro de esta ley teniéndolo siempre en tus labios; si obras en todo conforme a lo que se prescribe en él, prosperarás y tendrás éxito en todo cuanto emprendas. Te he mandado que seas fuerte y valiente. No tengas, pues, miedo ni te acobardes, porque el Señor tu Dios estará contigo dondequiera que vayas. Josué dio a los funcionarios del pueblo la orden siguiente: —Recorred el campamento y ordenad esto al pueblo: «Aprovisionaos convenientemente, porque dentro de tres días cruzaréis ese Jordán, para ir a tomar posesión de la tierra que el Señor, vuestro Dios, os da en propiedad». A los de Rubén, a los de Gad y a la media tribu de Manasés les dijo: —Acordaos de lo que os mandó Moisés, siervo del Señor. El Señor, vuestro Dios, os ha dado el descanso al entregaros esta tierra. Vuestras mujeres, vuestros niños y vuestros rebaños se quedarán aquí en Transjordania, en el territorio que os ha dado Moisés. Pero vosotros pasaréis en orden de batalla al frente de todos vuestros guerreros y ayudaréis a vuestros hermanos, hasta que el Señor conceda el descanso a vuestros hermanos igual que os lo ha concedido a vosotros, y también ellos tomen posesión de la tierra que el Señor, vuestro Dios, les va a dar. Entonces regresaréis al territorio de vuestra propiedad, el que os dio Moisés, siervo del Señor, aquí al lado oriental del Jordán. Ellos respondieron a Josué: —Haremos todo lo que nos has mandado; iremos adondequiera que nos envíes. Del mismo modo que obedecimos en todo a Moisés, te obedeceremos a ti. Que el Señor, tu Dios, esté contigo como estuvo con Moisés. El que se rebele contra ti y no obedezca tus órdenes, cualesquiera que sean, morirá. Tú, sé fuerte y valiente. Josué, hijo de Nun, envió en secreto desde Sitín a dos espías encomendándoles: —Id y reconoced la región y la ciudad de Jericó. Ellos fueron y entraron en casa de una prostituta, llamada Rajab, y se quedaron a dormir allí. Entonces alguien avisó al rey de Jericó: —Mira, unos israelitas han entrado aquí esta tarde para reconocer el país. El rey de Jericó mandó este recado a Rajab: —Haz salir a los hombres que han entrado en tu casa, porque han venido para reconocer toda la región. Pero la mujer había escondido a los dos hombres y respondió: —Es cierto que esos hombres han venido a mi casa, pero yo no sabía de dónde procedían; cuando, al anochecer, estaba a punto de cerrarse la puerta de la ciudad, esos hombres salieron y no sé adónde han ido. Si os dais prisa en perseguirlos, los alcanzaréis. Pero ella los había hecho subir a la terraza y los había escondido entre unos manojos de lino que tenía amontonados allí. Salieron unos hombres en su persecución hacia los vados del Jordán, y la puerta de la ciudad se volvió a cerrar en cuanto los perseguidores salieron tras ellos. Todavía no se habían acostado los espías, cuando Rajab subió a la terraza, donde ellos estaban, y les dijo: —Ya sé que el Señor os ha entregado esta tierra, que nos ha invadido el pánico y que todos los habitantes de esta región tiemblan ante vosotros. Nos hemos enterado de cómo el Señor secó las aguas del mar de las Cañas delante de vosotros cuando salisteis de Egipto, y de lo que habéis hecho con los dos reyes amorreos del otro lado del Jordán, con Sijón y con Og, a quienes consagrasteis al exterminio. Al enterarnos, ha desfallecido nuestro corazón y vuestra llegada nos ha dejado a todos sin aliento, porque el Señor, vuestro Dios, es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra. Juradme, pues, ahora por el Señor que así como yo os he tratado con benevolencia, vosotros también trataréis con benevolencia a la casa de mi padre. Dadme una señal segura de que respetaréis la vida de mi padre y de mi madre, de mis hermanos y hermanas, y de todos los suyos, y de que nos libraréis de la muerte. Aquellos hombres le respondieron: —Nuestra vida a cambio de la vuestra, siempre que no nos denunciéis. Cuando el Señor nos haya entregado la tierra, te trataremos a ti con benevolencia y lealtad. Ella los descolgó por la ventana con una soga, pues la casa en que vivía estaba adosada a la muralla. Les dijo: —Dirigíos hacia la montaña, para que vuestros perseguidores no os encuentren. Quedaos escondidos allí tres días hasta que regresen los que salgan en vuestra persecución; después podréis seguir vuestro camino. Los hombres le respondieron: —Nosotros quedaremos libres del juramento que nos has exigido si tú no cumples con esta condición: cuando entremos en el país, deberás atar a la ventana por la que nos has descolgado este cordón de hilo rojo después de haber reunido contigo en esta casa a tu padre, a tu madre, a tus hermanos y a toda la familia de tu padre. Si alguno sale de tu casa, se hará responsable de su muerte; nosotros seremos inocentes. Pero, si alguien pone su mano sobre cualquiera que esté contigo dentro de tu casa, seremos nosotros los responsables de su muerte. Ahora bien, si nos denuncias, quedaremos libres del juramento que nos has exigido. Ella respondió: —Sea como decís. Los despidió y, cuando se fueron, ató el cordón rojo a la ventana. Marcharon los espías, se adentraron en el monte y se quedaron allí tres días, hasta que sus perseguidores, que los buscaron por todas partes, regresaron sin encontrarlos. Entonces los dos hombres bajaron del monte, cruzaron el río y llegaron adonde estaba Josué, hijo de Nun, a quien contaron todo lo que les había pasado. Le dijeron a Josué: —El Señor ha puesto todo el país en nuestras manos; todos sus habitantes están ya temblando ante nosotros. Josué se levantó de madrugada y, junto con todos los israelitas, partió de Sitín llegando hasta el Jordán. Allí pernoctaron antes de cruzarlo. Al cabo de tres días, los responsables recorrieron el campamento y dieron esta orden al pueblo: —Cuando veáis que los sacerdotes levitas se disponen a transportar el Arca de la alianza del Señor vuestro Dios, poneos también vosotros en marcha e id tras ella. Así sabréis el camino que habéis de seguir, pues nunca hasta ahora habéis pasado por él. Pero que haya entre vosotros y el Arca una distancia de unos mil metros; no os acerquéis, pues, a ella. Josué dijo al pueblo: —Purificaos, porque mañana el Señor hará maravillas en medio de vosotros. Y a los sacerdotes les dijo: —Tomad el Arca de la alianza y cruzad el río al frente del pueblo. Ellos tomaron el Arca de la alianza y se pusieron en marcha al frente del pueblo. El Señor dijo a Josué: —Hoy mismo voy a empezar a engrandecerte ante todo Israel, para que sepan que estoy contigo, lo mismo que estuve con Moisés. Tú da esta orden a los sacerdotes encargados de transportar el Arca de la alianza: «En cuanto lleguéis a tocar el agua de la orilla del Jordán, deteneos allí». Josué dijo a los israelitas: —Acercaos y escuchad las palabras del Señor, vuestro Dios. Y añadió: —Esta será la señal de que el Dios vivo está en medio de vosotros y de que, al llegar vosotros, va a expulsar al cananeo, al hitita, al jeveo, al fereceo, al guirgaseo, al amorreo y al jebuseo. El Arca del Señor, dueño de toda la tierra, va a cruzar el Jordán delante de vosotros. Escoged, pues, doce hombres de las tribus de Israel, un hombre por cada tribu. En cuanto toquen las aguas del Jordán las plantas de los pies de los sacerdotes encargados de transportar el Arca del Señor, dueño de toda la tierra, las aguas del Jordán que vienen de arriba quedarán cortadas y se detendrán formando como un dique. Cuando el pueblo levantó el campamento dispuesto a cruzar el Jordán, los sacerdotes marchaban al frente del pueblo llevando el Arca de la alianza. Pues bien, en cuanto los sacerdotes que llevaban el Arca llegaron al Jordán y sus pies tocaron el agua de la orilla (el Jordán baja crecido hasta los bordes todo el tiempo de la siega), el agua que bajaba de arriba se detuvo y formó como un embalse hasta muy lejos, hasta Adam, ciudad que está cerca de Sartán, mientras que las que bajaban hacia el mar de la Arabá, o mar de la Sal, quedaron completamente cortadas de manera que el pueblo pudo cruzar el río frente a Jericó. Los sacerdotes que transportaban el Arca de la alianza del Señor se mantuvieron a pie firme, en medio del cauce seco del Jordán, mientras todo Israel iba atravesando el río por el cauce seco, hasta que todo el pueblo acabó de cruzarlo. Cuando todo el pueblo acabó de cruzar el Jordán, el Señor dijo a Josué: —Escoged doce hombres del pueblo, uno por cada tribu, y mandadles que saquen doce piedras del lecho del Jordán, donde los sacerdotes han estado parados; luego llevadlas con vosotros y depositadlas en el lugar en que pernoctéis. Llamó Josué a los doce hombres que había elegido de entre los israelitas, uno por cada tribu, y les dijo: —Entrad hasta el medio del Jordán, donde está el Arca de la alianza del Señor, y cargue cada uno al hombro una piedra, una por cada tribu de Israel, para que sirva de recuerdo conmemorativo entre vosotros. Cuando el día de mañana os pregunten vuestros hijos: «¿Qué hacen ahí esas piedras?», les responderéis: «Es que las aguas del Jordán quedaron cortadas ante el Arca de la alianza del Señor: cuando el Arca cruzaba el Jordán, las aguas del Jordán se cortaron». Estas piedras servirán a los israelitas de recuerdo para siempre. Los israelitas hicieron lo que Josué les mandó: sacaron doce piedras del lecho del Jordán, una por cada tribu de Israel, tal como había mandado el Señor a Josué; las llevaron al lugar donde iban a pernoctar y las depositaron allí. Josué, por su parte, erigió doce piedras en el lecho del Jordán, en el lugar donde los sacerdotes portadores del Arca de la alianza habían plantado los pies; y allí siguen todavía hoy. Los sacerdotes portadores del Arca estuvieron parados en medio del Jordán hasta que se cumplió todo lo que Josué había mandado al pueblo por orden del Señor (conforme en todo a lo que Moisés había ordenado a Josué). El pueblo se dio prisa en pasar. En cuanto acabó de pasar todo el pueblo, pasó el Arca del Señor y los sacerdotes volvieron a situarse a la cabeza del pueblo. Los rubenitas, los gaditas y la media tribu de Manasés se colocaron en orden de batalla a la cabeza de los israelitas, como les había mandado Moisés. Los que pasaron ante el Señor, hacia la llanura de Jericó, fueron unos cuarenta mil guerreros armados, dispuestos para el combate. Aquel día el Señor engrandeció a Josué a la vista de todo Israel; y lo mismo que habían respetado a Moisés, respetaron también a Josué durante toda su vida. El Señor dijo a Josué: —Manda a los sacerdotes que llevan el Arca del testimonio que salgan del Jordán. Josué mandó a los sacerdotes: —Salid del Jordán. Cuando los sacerdotes portadores del Arca de la alianza del Señor salieron del Jordán, apenas las plantas de sus pies tocaron la orilla, las aguas del Jordán volvieron a su lugar y llenaron el cauce hasta el borde como antes. Era el día décimo del primer mes cuando el pueblo salió del Jordán y acampó en Guilgal, al oriente de Jericó. Josué erigió en Guilgal las doce piedras que habían sacado del Jordán. Y dijo a los israelitas: —Cuando el día de mañana os pregunten vuestros hijos: «¿Qué hacen ahí esas piedras?», se lo explicaréis así: «Israel pasó ese Jordán a pie enjuto, pues el Señor, vuestro Dios, secó ante vosotros las aguas del Jordán hasta que lo atravesasteis, como había hecho el Señor vuestro Dios con el mar de las Cañas al que secó ante nosotros hasta que lo atravesamos. De este modo todos los pueblos de la tierra reconocerán lo poderosa que es la mano del Señor, y vosotros respetaréis siempre al Señor, vuestro Dios». Cuando los reyes de los amorreos que habitaban al lado occidental del Jordán y los reyes de los cananeos que vivían en la región costera, oyeron que el Señor había mantenido seco el cauce del Jordán hasta que los israelitas lo atravesaron, desfalleció su corazón y les faltó el aliento para hacer frente a los israelitas. Por aquellos días dijo el Señor a Josué: —Hazte unos cuchillos de pedernal y circuncida por segunda vez a los israelitas. Así lo hizo Josué y circuncidó a los israelitas en el Collado de los Prepucios. El motivo por el que Josué practicó esta circuncisión fue que toda la población masculina salida de Egipto y útil para la guerra, había muerto en el desierto después de salir de Egipto, mientras iban de camino; esta era una población que estaba ya circuncidada. Pero la gente nacida mientras iban de camino por el desierto después de salir de Egipto, no había sido circuncidada. Los israelitas, en efecto, anduvieron por el desierto durante cuarenta años, hasta que perecieron todos los hombres útiles para la guerra que habían salido de Egipto. Desobedecieron la voz del Señor y el Señor les juró que no les dejaría ver la tierra que mana leche y miel, la tierra que iba a darnos conforme había prometido a nuestros antepasados. El Señor los sustituyó por sus hijos y estos son los que Josué circuncidó, porque, al no haber sido circuncidados mientras iban de camino, estaban sin circuncidar. Cuando todos quedaron circuncidados, permanecieron en el campamento, donde estaban, hasta que se curaron. Entonces dijo el Señor a Josué: —Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto. Por eso aquel lugar recibió el nombre de Guilgal y todavía se llama así. Los israelitas acamparon en Guilgal y el día catorce de aquel mes, al atardecer, celebraron allí la Pascua, en la llanura de Jericó. A partir del día siguiente a la celebración de la Pascua comieron ya de los productos del país: panes sin levadura y espigas tostadas. Desde ese mismo día en que comenzaron a comer de los productos del país, cesó el maná para los israelitas que, ya aquel año, se alimentaron de los productos de la tierra de Canaán. Estando ya cerca de Jericó, Josué alzó los ojos y vio enfrente a un hombre de pie con una espada desenvainada en la mano. Josué se acercó a él y le preguntó: —¿Eres amigo o enemigo? Respondió el interpelado: —Yo soy el jefe del ejército del Señor y acabo de llegar. Cayó Josué rostro en tierra, lo adoró y le preguntó: —¿Qué manda mi Señor a su siervo? El jefe del ejército del Señor respondió a Josué: —Quítate las sandalias de los pies, porque el lugar que pisas es sagrado. Y Josué lo hizo así. Jericó estaba cerrada a cal y canto por miedo a los israelitas: nadie podía entrar ni salir. El Señor dijo a Josué: —Mira, yo te entrego a Jericó y a su rey. Todos vuestros guerreros darán cada día una vuelta alrededor de la ciudad. Así durante seis días. Siete sacerdotes llevarán delante del Arca siete trompetas de cuerno de carnero. El séptimo día daréis siete vueltas a la ciudad y los sacerdotes tocarán las trompetas. Cuando los sacerdotes toquen el cuerno de carnero y oigáis el sonar de la trompeta, todo el pueblo prorrumpirá en un poderoso grito de guerra y la muralla de la ciudad se derrumbará. El pueblo se lanzará entonces al asalto cada uno por enfrente de donde está. Josué, hijo de Nun, llamó a los sacerdotes y les dijo: —Tomad el Arca de la alianza y que siete sacerdotes vayan delante del Arca del Señor llevando siete trompetas de cuerno de carnero. Y al pueblo le dijo: —Poneos en marcha y dad una vuelta a la ciudad; que los que van armados se coloquen delante del Arca del Señor. En cuanto acabó de hablar Josué al pueblo, los siete sacerdotes que llevaban las siete trompetas de cuerno de carnero delante del Arca del Señor se pusieron en marcha y tocaron las trompetas; el Arca de la alianza del Señor iba tras ellos; los que iban armados marchaban delante de los sacerdotes que tocaban las trompetas, mientras la retaguardia caminaba detrás del Arca al son de las trompetas. Josué había dado esta orden al pueblo: —No lancéis gritos de guerra ni dejéis oír vuestras voces: que no salga ni una palabra de vuestra boca, hasta el día en que yo os mande lanzar el grito de guerra. Entonces lo lanzaréis. Hizo, pues, Josué que dieran una vuelta a la ciudad con el Arca del Señor, rodeándola una vez; luego regresaron al campamento, donde pasaron la noche. Josué se levantó de madrugada y los sacerdotes cargaron a hombros el Arca del Señor. Los siete sacerdotes que llevaban las siete trompetas de cuerno de carnero delante del Arca del Señor, iban tocando las trompetas según caminaban. Los que iban armados marchaban delante de ellos mientras la retaguardia desfilaba detrás del Arca del Señor al son de las trompetas. El segundo día dieron otra vuelta a la ciudad y regresaron al campamento. Así durante seis días. El séptimo día, se levantaron de madrugada y, siguiendo el mismo ritual, dieron siete vueltas a la ciudad; únicamente el séptimo día dieron siete vueltas a la ciudad. A la séptima vuelta, los sacerdotes tocaron las trompetas y Josué dijo al pueblo: —¡Lanzad el grito de guerra, porque el Señor os ha entregado la ciudad! La ciudad, con todo lo que hay en ella, será consagrada al exterminio en honor del Señor. Solo quedará con vida Rajab, la prostituta, junto con todos los que están con ella en su casa, pues ocultó a los exploradores que enviamos a Jericó. Pero vosotros, guardaos de quedaros con algo consagrado al exterminio, pues si os dejáis llevar de la codicia y os quedáis con algo de lo que está consagrado, acarrearíais la desgracia a todo el campamento de Israel convirtiéndolo en objeto de exterminio. Toda la plata, todo el oro y todos los objetos de bronce y de hierro están consagrados al Señor y deberán ingresarse en su tesoro. El pueblo lanzó el grito de guerra y sonaron las trompetas. Al escuchar el pueblo el sonar de la trompeta, lanzó un poderoso grito de guerra y la muralla se desplomó. El pueblo asaltó la ciudad, cada uno por enfrente de donde se encontraba, y se apoderaron de ella. Consagraron al exterminio todo lo que había en la ciudad: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, bueyes, ovejas y asnos, pasándolos a filo de espada. Josué dijo a los dos hombres enviados a explorar el país: —Entrad en casa de la prostituta y haced salir de ella a esa mujer con todo lo que le sea propio, pues así se lo jurasteis. Los jóvenes espías fueron e hicieron salir a Rajab, a su padre, a su madre, a sus hermanos con todo cuanto le pertenecía. También permitieron salir a todos los de su familia, dejándolos fuera del campamento de Israel. Luego prendieron fuego a la ciudad con todo lo que contenía. Solo la plata, el oro y los objetos de bronce y de hierro los depositaron en el tesoro de la casa del Señor. Pero Josué respetó la vida de Rajab, la prostituta, así como la de la familia de su padre y la de todos los suyos que continúan viviendo en medio de Israel hasta el día de hoy. Todo ello porque Rajab escondió a los espías que envió Josué a explorar Jericó. En aquella ocasión Josué pronunció este juramento: —¡Maldito sea ante el Señor quien se atreva a reconstruir esta ciudad! ¡Echar sus cimientos le costará la vida de su primogénito, y asentar sus puertas la de su hijo menor! Y el Señor estuvo con Josué, cuya fama se divulgó por toda la tierra. Pero los israelitas cometieron un gran delito con lo consagrado al exterminio. Acán, hijo de Carmí, hijo de Zabdí, hijo de Céraj, de la tribu de Judá, se quedó con algo de lo consagrado, y el Señor se encolerizó contra los israelitas. Josué mandó unos hombres desde Jericó hasta Ay, que está junto a Bet-Avén, al oriente de Betel, con este encargo: —Id a explorar la comarca. Los hombres fueron y exploraron Ay. Cuando regresaron, dijeron a Josué: —Que no suba todo el pueblo; para atacar a Ay basta con que vayan dos o tres mil guerreros. No molestes a todo el pueblo haciendo que suba hasta allí, porque ellos son pocos. Subieron, pues, unos tres mil guerreros, pero tuvieron que huir ante los hombres de Ay que mataron a unos treinta y seis israelitas y persiguieron a los demás desde la puerta de la ciudad hasta Sebarín, batiéndolos en la bajada. Entonces el pueblo se desalentó y se sintió desfallecer. Josué se rasgó las vestiduras, se postró en adoración delante del Arca del Señor hasta la tarde, y con él los ancianos de Israel; todos esparcieron polvo sobre sus cabezas. Dijo Josué: —¡Ah, Señor mi Dios! ¿Por qué has hecho cruzar el Jordán a este pueblo? ¿Lo has hecho para entregarnos en manos de los amorreos y acabar con nosotros? ¡Ojalá hubiésemos seguido viviendo al otro lado del Jordán! Ahora que Israel ha huido ante sus enemigos, ¿qué puedo decir yo? Cuando se enteren los cananeos y todos los habitantes de este país, se aliarán contra nosotros y borrarán nuestro nombre de la tierra. ¿Qué harás tú entonces para salvaguardar el honor de tu nombre? El Señor respondió a Josué: —¡Levántate! ¡Vamos! ¿Por qué permaneces así postrado en tierra? Israel ha pecado. Ha violado la alianza que yo había establecido para ellos. Se han quedado con algo de lo consagrado al exterminio; lo han robado y lo han escondido metiéndolo entre su ajuar. Los israelitas no podrán hacer frente a sus enemigos; huirán ante ellos, porque se han convertido en objeto de maldición. Yo no estaré ya con vosotros, a no ser que hagáis desaparecer de en medio de vosotros lo consagrado al exterminio. Así que purifica al pueblo y diles: «Purificaos para mañana, porque así dice el Señor, el Dios de Israel: Hay dentro de ti, Israel, algo consagrado al exterminio; no podrás hacer frente a tus enemigos mientras no lo extirpéis de entre vosotros. Mañana por la mañana os presentaréis por tribus: la tribu que el Señor señale mediante el sorteo se presentará por clanes, el clan que el Señor señale se presentará por familias, y la familia que el Señor señale se presentará individuo por individuo. A quien la suerte señale como poseedor de lo consagrado al exterminio será entregado al fuego con todo lo que le pertenece, por haber quebrantado la alianza del Señor y haber cometido una infamia en Israel». Josué se levantó de madrugada y mandó que Israel se presentara tribu por tribu, quedando señalada mediante sorteo la tribu de Judá. Mandó que se presentaran los clanes de Judá, y el sorteo designó al clan de Céraj. Mandó que se presentara el clan de Céraj por familias, y el sorteo designó a la familia de Zabdí. Mandó que se presentara la familia de Zabdí, individuo por individuo, y el sorteo designó a Acán, hijo de Carmí, hijo de Zabdí, hijo de Céraj, de la tribu de Judá. Dijo entonces Josué a Acán: —Hijo mío, da gloria al Señor, Dios de Israel, y ríndele alabanza; confiésame lo que has hecho, no me lo ocultes. Acán respondió a Josué: —Es cierto, yo soy el que ha pecado contra el Señor, Dios de Israel, haciendo lo siguiente: vi entre el botín un manto precioso de Senaar, doscientos siclos de plata y un lingote de oro de cincuenta siclos de peso, me gustaron y me quedé con ellos. Están escondidos bajo tierra en medio de mi tienda; la plata está debajo. Josué envió unos emisarios, que fueran corriendo a la tienda y, en efecto, todo estaba escondido en la tienda y la plata debajo. Lo sacaron de la tienda y lo llevaron ante Josué y ante todos los israelitas, depositándolo delante del Señor. Entonces Josué tomó a Acán, hijo de Céraj, con la plata, el manto y el lingote de oro; tomó también a los hijos e hijas de Acán, junto con su buey, su asno, sus ovejas, su tienda y todas sus pertenencias, llevándolo todo al valle de Acor. El pueblo entero acompañaba a Josué. Dijo entonces Josué: —¿Por qué nos has acarreado la desgracia? Que el Señor descargue sobre ti esa misma desgracia en este día. Así que los israelitas lo apedrearon, y después de apedreados, los quemaron en la hoguera y levantaron sobre él un gran montón de piedras, que existe todavía hoy. Así se calmó el furor de la cólera del Señor. Por eso aquel lugar se llama todavía hoy valle de Acor. El Señor dijo entonces a Josué: —¡No tengas miedo ni te acobardes! Toma contigo a toda la gente de guerra y disponte a atacar a Ay. Yo te entrego al rey de Ay, junto con su pueblo, su ciudad y su territorio. Harás con Ay y con su rey lo que has hecho con Jericó y con su rey. Pero podéis quedaros con el botín y el ganado. Pon una emboscada por detrás de la ciudad. Josué, con todos sus guerreros, se dispuso a marchar sobre Ay. Escogió Josué treinta mil guerreros valientes y los hizo partir de noche, con esta orden: —Mirad, vosotros os apostaréis emboscados detrás de la ciudad, pero no os alejéis mucho de ella y estad bien alerta. Yo, con toda la gente que me acompaña, me acercaré a la ciudad. Cuando la gente de Ay salga a nuestro encuentro como la primera vez, fingiremos huir ante ellos. Saldrán en nuestra persecución y los alejaremos de la ciudad, porque se dirán: «Huyen ante nosotros como la primera vez». Entonces vosotros saldréis de la emboscada y os apoderaréis de la ciudad; es el Señor, vuestro Dios, quien os la entregará. En cuanto conquistéis la ciudad le prenderéis fuego. Esta es la orden del Señor y esto es lo que yo os mando. Josué, pues, los hizo partir y ellos prepararon la emboscada apostándose entre Betel y Ay, al oeste de Ay. Por su parte Josué, que pasó la noche con la tropa, se levantó de mañana, pasó revista a la tropa y, junto con los ancianos de Israel, se dirigió contra Ay al frente de la misma. Todos los guerreros que estaban con él se fueron acercando hasta llegar frente a la ciudad y acamparon al norte de Ay, dejando el valle entre ellos y la ciudad. Josué había tomado como unos cinco mil hombres y había tendido con ellos una emboscada entre Betel y Ay, al oeste de la ciudad. Pero el grueso de la tropa acampó al norte, quedando la emboscada al oeste. Josué pasó aquella noche en medio del valle. En cuanto el rey de Ay vio esto, salió de madrugada con toda su gente se apresuró a presentar batalla a Israel en la pendiente que da a la Arabá, sin saber que le habían tendido una emboscada detrás de la ciudad. Josué y todo Israel, haciéndose los derrotados, se dieron a la fuga camino del desierto. Entonces todos los que estaban en la ciudad salieron a una en su persecución. Al perseguir a Josué, se alejaron de la ciudad, no quedando un solo hombre en Ay (ni en Betel) que no saliera en persecución de Israel. Así que, por perseguir a Israel, dejaron la ciudad indefensa. El Señor dijo entonces a Josué: —Apunta hacia Ay con el dardo que tienes en tu mano, porque te la voy a entregar. Josué apuntó hacia la ciudad con el dardo que tenía en la mano. Tan pronto como extendió la mano, los emboscados salieron rápidamente de su escondite, y entraron a la carrera en la ciudad, se apoderaron de ella e inmediatamente la incendiaron. Los hombres de Ay miraron hacia atrás y vieron la humareda que desde la ciudad subía hacia el cielo; pero ya no tuvieron posibilidad de escapar ni por un lado ni por otro, pues los israelitas que iban huyendo hacia el desierto se volvieron contra los perseguidores. Josué y todo Israel, viendo que los emboscados habían conquistado la ciudad, de la que subía una gran humareda, dieron media vuelta y atacaron a los hombres de Ay. A su vez, los israelitas que habían conquistado la ciudad salieron de la ciudad a su encuentro, de modo que los hombres de Ay se encontraron entre dos fuegos, copados por los israelitas que los derrotaron hasta no dejar con vida a un solo fugitivo. Al rey de Ay lo prendieron vivo y lo condujeron ante Josué. Una vez que Israel acabó de matar, en el campo y en el desierto, a todos los habitantes de Ay que habían salido en su persecución —ni uno solo quedó que no cayera a filo de espada—, todo Israel se volvió sobre Ay pasando también a cuchillo a su población. Perecieron aquel día todos los habitantes de Ay: un total de doce mil, entre hombres y mujeres. Josué no retiró la mano que tenía extendida con el dardo hasta que fueron consagrados al exterminio todos los habitantes de Ay. Y conforme el Señor había indicado a Josué, los israelitas se quedaron como botín el ganado y otros enseres de la ciudad. Josué incendió Ay y la convirtió para siempre en un montón de ruinas, en una desolación que todavía hoy permanece. Hizo colgar de un árbol al rey de Ay y lo mantuvo así hasta la puesta del sol en que ordenó bajar el cadáver del árbol; luego lo dejaron tirado junto a la puerta de la ciudad y lo cubrieron con un gran montón de piedras, que existe todavía hoy. Entonces Josué construyó un altar al Señor, Dios de Israel, en el monte Ébal, conforme a lo que Moisés, siervo del Señor, había mandado a los israelitas y está escrito en el libro de la Ley de Moisés, a saber: un altar de piedras sin labrar, no tocadas por el hierro. A continuación ofrecieron al Señor holocaustos sobre él e inmolaron sacrificios de comunión. Y allí mismo grabó Josué sobre las piedras una copia de la ley que Moisés había escrito en presencia de los israelitas. Y todo Israel, con sus ancianos, sus funcionarios y sus jueces, estaba de pie a ambos lados del Arca, ante los sacerdotes levitas que portaban el Arca de la alianza del Señor; extranjeros y nativos se colocaron la mitad en la falda del monte Garizín y la otra mitad en la falda del monte Ébal, según había mandado Moisés, siervo del Señor, cuando bendijo por primera vez al pueblo de Israel. Luego, Josué leyó todas las palabras de la ley —tanto bendiciones como maldiciones— tal como está escrito en el libro de la Ley. Ni una sola palabra de cuantas Moisés había prescrito dejó Josué de leer en presencia de toda la asamblea de Israel, incluidas las mujeres, los niños y los extranjeros que vivían entre ellos. Cuando los reyes de Cisjordania, de la Montaña, de la Sefela y de toda la costa del mar Grande hasta la región del Líbano (hititas, amorreos, cananeos, fereceos, jeveos y jebuseos), se enteraron de esto, se aliaron para hacer frente juntos a Josué y a Israel. Por su parte, los habitantes de Gabaón —que se habían enterado de cómo había tratado Josué a Jericó y a Ay—, recurrieron a la astucia. Se proveyeron, al efecto, de víveres, tomaron alforjas viejas para sus asnos y odres de vino viejos, rotos y recosidos; se pusieron también ropas usadas y sandalias viejas y remendadas. El pan que llevaban para su sustento era todo él seco y desmigajado. Llegaron al campamento de Guilgal, donde se encontraba Josué, y le dijeron a él y a los demás israelitas: —Venimos de un país lejano y queremos hacer un pacto con vosotros. Los israelitas replicaron a aquellos jeveos: —¿Y si habitáis en nuestro territorio? Porque en tal caso, no podemos hacer un pacto con vosotros. Respondieron a Josué: —Siervos tuyos somos. Josué les preguntó: —¿Quiénes sois y de dónde venís? Le respondieron: —Tus siervos vienen de muy lejana tierra, atraídos por la fama del Señor tu Dios, pues hemos oído hablar de él, de todo lo que ha hecho en Egipto y de cómo ha tratado a los dos reyes amorreos de Transjordania, a Sijón, rey de Jesbón, y a Og, rey de Basán, que vivía en Astarot. Nuestros ancianos y los habitantes de nuestra tierra nos indicaron que tomásemos provisiones para el viaje y saliéramos a vuestro encuentro diciéndoos: «Somos vuestros siervos y queremos hacer un pacto con vosotros». Mirad, este pan que traemos estaba caliente el día en que nos aprovisionamos de él en nuestras casas y decidimos venir a vuestro encuentro; ahora está duro y hecho migas. Estos odres de vino, que eran nuevos cuando los llenamos, ahora están rotos; nuestras sandalias y nuestros vestidos están gastados a causa de un camino tan largo. Los israelitas, sin consultar previamente al Señor, aceptaron los obsequios que les traían los viajeros. Josué concertó con ellos un tratado de paz y se comprometió a conservarles la vida; igualmente se lo juraron los jefes de la comunidad. Pero, a los tres días de cerrado el pacto, los israelitas se enteraron de que vivían cerca y habitaban en territorio de Israel. Partieron, pues, los israelitas del campamento y en tres días llegaron a las ciudades gabaonitas, que eran Gabaón, Quefirá, Beerot y Quiriat Jearín. Pero los israelitas no los mataron, porque así se lo habían jurado los jefes de la comunidad por el Señor, Dios de Israel. Entonces toda la comunidad comenzó a criticar a los jefes, que se explicaron así ante la comunidad reunida: —Puesto que se lo hemos jurado por el Señor, Dios de Israel, no podemos hacerles ningún daño. Tenemos, pues, que respetarles la vida si no queremos que descargue sobre nosotros la cólera por el juramento que les hemos hecho. Y añadieron los príncipes: —Que conserven la vida, pero que sean leñadores y aguadores para toda la comunidad. Conforme a esta decisión de los jefes, Josué convocó a los gabaonitas y les dijo: —¿Por qué nos habéis engañado diciendo que vivís muy lejos de nosotros, siendo así que habitáis en nuestro territorio? Que la maldición caiga sobre vosotros de manera que nunca dejéis de servir como leñadores y aguadores de la casa de mi Dios. Los gabaonitas respondieron a Josué: —Nosotros, tus siervos, conocíamos lo que el Señor tu Dios había dicho a Moisés su siervo, a saber, que os entregaría todo este país y exterminaría a vuestra llegada a todos sus habitantes. Así que cuando llegasteis, temimos mucho por nuestras vidas y por eso hemos actuado así. Ahora estamos en tus manos y puedes hacer con nosotros lo que te parezca bueno y justo. Y esto es lo que Josué hizo con ellos aquel día: los libró de perecer a manos de los israelitas, pero los destinó a ser leñadores y aguadores de la comunidad y del altar del Señor en el lugar que el Señor había de elegir; y esta es su ocupación hasta el día de hoy. Cuando Adonisédec, rey de Jerusalén, se enteró de que Josué había conquistado Ay y la había consagrado al exterminio (tratando a Ay y a su rey lo mismo que había tratado a Jericó y a su rey), y de que los habitantes de Gabaón habían concertado un pacto con Israel, conviviendo con los israelitas, le entró mucho miedo. Y es que Gabaón era una de las más importantes ciudades reales, mayor incluso que Ay, y todos sus hombres eran gente valiente. Entonces Adonisédec, rey de Jerusalén, mandó este mensaje a Oán, Pirán, Jafia y Debir, reyes respectivamente de Hebrón, Jarmut, Laquis y Eglón: —Venid en mi auxilio, a ver si derrotamos a Gabaón, pues ha firmado un tratado de paz con Josué y con los israelitas. Se aliaron, pues, los cinco reyes amorreos: el rey de Jerusalén, el rey de Hebrón, el rey de Jarmut, el rey de Laquis y el rey de Eglón que subieron con todas sus tropas, asediaron Gabaón y la atacaron. Los gabaonitas mandaron mensajeros al campamento de Guilgal para decir a Josué: —No abandones a tus siervos a su suerte. Ven deprisa hasta nosotros y sálvanos. Socórrenos, porque se han aliado contra nosotros todos los reyes amorreos de la montaña. Acudió Josué desde Guilgal con los mejores guerreros de su ejército y el Señor le dijo: —No les tengas miedo, porque los he entregado en tus manos; ninguno de ellos podrá hacerte frente. Caminó Josué toda la noche desde Guilgal y cayó sobre ellos de improviso. El Señor hizo que Israel los desbaratara y les infligiera una severa derrota en Gabaón, persiguiéndolos y destrozándolos por el camino de la cuesta de Bet Jorón, hasta llegar a Acecá y Maquedá. Y sucedió que, mientras huían ante Israel por la bajada de Bet Jorón, el Señor lanzó desde el cielo sobre ellos grandes piedras hasta Acecá, ocasionando su muerte. Fueron más los que murieron por las piedras que los que murieron por la espada de los israelitas. Fue aquel mismo día, el día en que el Señor entregó a los amorreos en manos de los israelitas, cuando Josué se dirigió al Señor, en presencia de Israel, y dijo: «Detente, sol, en Gabaón, y tú, luna, sobre el valle de Ayalón». Y el sol se detuvo y la luna se paró hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos. ¿No es así como está escrito esto en el Libro del Justo: «El sol se paró en medio del cielo y tardó un día entero en ponerse»? No hubo antes ni ha habido después un día como aquel, en que el Señor obedeciera a un ser humano. Es que el Señor combatía en favor de Israel. A continuación Josué regresó con todo Israel al campamento de Guilgal. Los cinco reyes derrotados huyeron y se escondieron en la cueva de Maquedá. Y se informó a Josué: —Han sido descubiertos los cinco reyes; están escondidos en la cueva de Maquedá. Josué ordenó: —Haced rodar unas piedras grandes hasta la boca de la cueva y custodiadla con algunos efectivos. Y vosotros moveos y perseguid a vuestros enemigos; cortadles la retirada y no los dejéis entrar en sus ciudades, porque el Señor vuestro Dios los ha entregado en vuestras manos. Cuando Josué y los israelitas los derrotaron totalmente, hasta acabar con ellos, los que lograron escapar se refugiaron en las plazas fuertes. Todo el pueblo regresó sano y salvo al campamento de Josué, en Maquedá. Y no hubo quien se atreviera a oponerse a los israelitas. Dijo entonces Josué: —Abrid la boca de la cueva y sacadme de ella a esos cinco reyes. Así lo hicieron: sacaron de la cueva a los cinco reyes: al rey de Jerusalén, al rey de Hebrón, al rey de Jarmut, al rey de Laquis y al rey de Eglón. Una vez fuera, se los presentaron a Josué que convocó a todos los israelitas y dijo a los capitanes de tropa que lo acompañaban: —Acercaos y poned vuestros pies sobre la nuca de esos reyes. Ellos se acercaron y pusieron los pies sobre las nucas de los reyes. Josué añadió: —Sed decididos y valientes; no tengáis miedo ni os acobardéis, pues así tratará el Señor a todos los enemigos contra los que tenéis que combatir. Acto seguido, Josué los hirió de muerte y los mandó colgar de cinco árboles, permaneciendo así hasta el atardecer. Al ponerse el sol, Josué ordenó que los descolgaran de los árboles y los arrojaran a la cueva en la que se habían ocultado. A la boca de la cueva pusieron unas grandes piedras que allí están todavía hoy. Aquel mismo día Josué se apoderó de Maquedá y la pasó a cuchillo, consagrando al exterminio a la ciudad, a su rey y a todos los seres vivos que había en ella, sin dejar escapar a nadie. Trató al rey de Maquedá como había tratado al rey de Jericó. Desde Maquedá Josué, con todo Israel, se dirigió a Libná y la atacó. El Señor entregó la ciudad junto con su rey en manos de los israelitas, que la pasaron a cuchillo con todos los seres vivos que había en ella: no dejaron ni uno solo con vida. Josué trató a su rey como había tratado al rey de Jericó. Desde Libná Josué, con todo Israel, se dirigió a Laquis, sitiándola y atacándola. El Señor entregó Laquis en manos de los israelitas, que la conquistaron en dos días y la pasaron a cuchillo con todos los seres vivos que había en ella, del mismo modo que habían hecho con Libná. Entonces Horán, rey de Guécer, acudió en ayuda de Laquis, pero Josué lo derrotó a él y a su ejército, sin dejar un solo superviviente. Desde Laquis Josué, con todo Israel, se dirigió a Eglón, sitiándola y atacándola. La conquistaron aquel mismo día y la pasaron a cuchillo. Josué consagró al exterminio aquel día a todos los seres vivos que había en ella, del mismo modo que había hecho con Laquis. Desde Eglón Josué, con todo Israel, se dirigió a Hebrón a la que atacó y conquistó, pasándola a cuchillo, junto con su rey, con toda la población vecina y con todos los seres vivos que había en ella. No dejó ni un superviviente, igual que había hecho con Eglón. La consagró al exterminio, así como a todos los seres vivientes que había en ella. Finalmente Josué, con todo Israel, se dirigió contra Debir y la atacó. Se apoderó de ella, de su rey y de toda la población vecina, pasándola a cuchillo y consagrando al exterminio a todos los seres vivos que había en ella, sin dejar uno solo con vida. Trató a Debir y a su rey como había tratado tanto a Hebrón como a Libná y a su rey. Así fue como Josué conquistó todo el país: la Montaña, el Négueb, la Sefela y las estribaciones de la montaña; derrotó a todos sus reyes y no dejó a un solo superviviente. Consagró al exterminio a todos los seres vivos, como el Señor, el Dios de Israel, le había ordenado. Josué conquistó el territorio que va desde Cadés Barnea hasta Gaza, y toda la región de Gosen hasta Gabaón. Derrotó a todos aquellos reyes y se apoderó de sus territorios en una sola campaña, porque el Señor, el Dios de Israel, peleaba en favor de Israel. Después Josué regresó, con todo Israel, al campamento de Guilgal. Cuando Jabín, rey de Jasor, se enteró de esto, envió una embajada a Jobab, rey de Madón, al rey de Simerón, al de Axaf, y a los reyes que reinaban en la montaña del norte, en el valle del Jordán al sur de Kinéret, en la Sefela y en las alturas de Dor, al oeste; mandó asimismo aviso a los cananeos que habitaban al este y al oeste, a los amorreos, hititas, fereceos y jebuseos de la montaña; y también a los hititas de las faldas del Hermón, en la región de Mispá. Partieron estos con todas sus tropas —una multitud tan incontable como la arena de la playa— con gran número de caballos y carros. Reunidos todos estos reyes, llegaron y acamparon en un único campamento cerca de las aguas de Merón dispuestos a luchar contra Israel. El Señor dijo entonces a Josué: —No les tengas miedo, porque mañana, a esta misma hora, haré que perezcan todos ellos ante Israel; tú desjarretarás sus caballos y quemarás sus carros. Al frente de todo su ejército, Josué los alcanzó de improviso junto a las aguas de Merón y cayó sobre ellos. El Señor se los entregó a Israel que los batió y persiguió por el oeste hasta Sidón la Grande y Misrefot, y por el este hasta el valle de Mispá. Los derrotó hasta no dejar uno solo con vida. Josué los trató como le había mandado el Señor: desjarretó sus caballos y quemó sus carros. Al regreso [de la batalla] Josué conquistó Jasor y pasó a su rey a filo de espada. (Jasor era por entonces la capital de todos aquellos reinos). Pasaron a cuchillo a todos los que habitaban en ella, consagrándolos al exterminio. Ni uno quedó con vida, siendo Jasor entregada a las llamas. Se apoderó Josué de todas las ciudades de aquellos reyes a los que pasó a cuchillo, consagrando todo al exterminio, según le había mandado Moisés, siervo del Señor. Pero Israel no prendió fuego a ninguna de las ciudades situadas sobre las colinas; únicamente Jasor fue incendiada por Josué. Los israelitas se repartieron el botín de esas ciudades, incluido el ganado; pero pasaron a cuchillo a todo ser humano hasta acabar con todos. Ni a uno solo dejaron con vida. Josué ejecutó fielmente lo que Moisés, siervo del Señor, le había encomendado por orden del Señor: no descuidó nada de lo que el Señor había ordenado a Moisés. Conquistó, pues, Josué todo el país, a saber: la montaña, el Négueb, la región de Gosen, la Sefela, la Arabá, la montaña de Israel y también sus valles. Apresó y ejecutó a todos sus reyes desde el monte Jalac, que sube hacia Seír, hasta Baal Gad en el valle del Líbano, al pie del monte Hermón. Josué tuvo que combatir durante mucho tiempo contra todos estos reyes. Excepto los hititas que habitaban en Gabaón, ninguna otra ciudad firmó la paz con los israelitas; de todas las demás tuvieron que apoderarse por la fuerza. Y es que el Señor había decidido endurecer el corazón de esas ciudades para que combatieran contra Israel y así fueran aniquiladas y consagradas sin remisión al exterminio tal como había mandado el Señor a Moisés. Por entonces Josué exterminó a todos los anaquitas de la montaña: a los que habitaban en Hebrón, Debir, Anab, y en toda la montaña tanto de Judá como de Israel; los consagró al exterminio a ellos y sus ciudades. No quedó un anaquita en tierra de Israel; solo quedaron en Gaza, Gad y Asdod. Josué se apoderó de toda la tierra, tal como el Señor le había prometido a Moisés, y se la dio en heredad a Israel, repartida en lotes para cada tribu. Y, acabada la conquista, el país quedó en paz. Estos son los reyes del país que fueron vencidos por los israelitas y despojados de sus tierras en Transjordania, al este, desde el río Arnón hasta el monte Hermón, incluido todo el valle oriental del Jordán: Sijón, rey de los amorreos, que residía en Jesbón. Sus dominios abarcaban desde Aroer, que está a la orilla del río Arnón, toda la cuenca de este río y la mitad de Galaad hasta el río Yaboc, que hace de frontera con los amonitas; abarcaba también el valle oriental del Jordán, desde el mar de Kinéret hasta el mar de la Arabá, en dirección a Bet Jesimot, hasta el pie de las laderas del Pisga por el sur. Y Og, rey de Basán, un resto de los refaítas, que residía en Astarot y en Edreí. Sus dominios abarcaban el Monte Hermón, Salecá y todo Basán hasta la frontera de los guesuritas y los macatitas; abarcaban también la mitad de Galaad hasta la frontera de Sijón, rey de Jesbón. Ambos reyes habían sido derrotados por los israelitas acaudillados por Moisés, siervo del Señor, que dio sus tierras en propiedad a las tribus de Rubén y Gad y a la media tribu de Manasés. Y estos son los reyes del país, a los que Josué y los israelitas derrotaron en Cisjordania, desde Baal Gad, en el valle del Líbano, hasta el monte Jalac, que se alza en dirección a Seír. Sus tierras se las repartió Josué en herencia a las tribus de Israel por sorteo: en la montaña, en la Sefela, en la Arabá y sus cercanías, en el desierto, en el Négueb; eran territorios habitados por hititas, amorreos, cananeos, fereceos, jeveos y jebuseos. [Y estos eran sus reyes]: el rey de Jericó, uno; el rey de Ay, que está junto a Betel, uno; el rey de Jerusalén, uno; el rey de Hebrón, uno; el rey de Jarmut, uno; el rey de Laquis, uno; el rey de Eglón, uno; el rey de Guécer, uno; el rey de Debir, uno; el rey de Guéder, uno; el rey de Jormá, uno; el rey de Arad, uno; el rey de Libná, uno; el rey de Adulán, uno; el rey de Maquedá, uno; el rey de Betel, uno; el rey de Tapuaj, uno; el rey de Jéfer, uno; el rey de Afec, uno; el rey de Sarón, uno; el rey de Merón, uno; el rey de Jasor, uno; el rey de Simrón Merón, uno; el rey de Axaf, uno; el rey de Tanac, uno; el rey de Meguido, uno; el rey de Quedés, uno; el rey de Jocmeán, en el Carmelo, uno; el rey de Dor, en la región de Dor, uno; el rey de Goyín, en Guilgal, uno; el rey de Tirsá, uno. Total de reyes: treinta y uno. Era ya Josué viejo y muy entrado en años cuando el Señor le dijo: —Eres viejo; tienes muchos años y es mucha todavía la tierra por conquistar. Quedan aún todos los distritos de los filisteos y todos los de los guesuritas. Desde el río Sijor, en la frontera de Egipto, hasta el término de Ecrón por el norte, es considerado como de los cananeos. Quedan los cinco principados filisteos: el de Gaza, el de Asdod, el de Ascalón, el de Gat y el de Ecrón. Quedan los avitas, al sur, y toda la región de los cananeos, desde Arah, territorio de los sidonios, hasta Afec y hasta la frontera de los amorreos. Queda además la región de los guiblitas y todo el Líbano oriental, desde Baal Gad, al pie del monte Hermón, hasta el Paso de Jamat. Aún he de expulsar ante los israelitas a todos los habitantes de la montaña, desde el Líbano hasta Misrefot, al occidente, y a todos los sidonios. A ti te corresponde repartir a suertes la tierra como heredad entre los israelitas, según te he ordenado. Distribuye, pues, esta tierra como heredad entre las nueve tribus y la media tribu de Manasés. Las tribus de Rubén y de Gad, así como la otra media tribu de Manasés, habían recibido ya como heredad la parte que en el reparto hecho por Moisés, siervo del Señor, se les había asignado en Transjordania, a saber: el territorio que va desde Aroer, a orillas del río Arnón, incluida la ciudad que está en medio de la vaguada y toda la llanura desde Madabá hasta Dibón; todas las ciudades de Sijón, rey amorreo que reinó en Jesbón, hasta la frontera con los amonitas. Y también Galaad junto con el territorio de los guesuritas y de los macatitas, además de toda la montaña del Hermón y todo Basán hasta Salcá. Y en Basán, todo el reino de Og que reinó en Astarot y en Edreí, y era el último residuo de los refaítas. A estos reyes los había derrotado y expulsado Moisés. Pero los israelitas no consiguieron expulsar ni a los guesuritas ni a los macatitas, de manera que Guesur y Macá siguen todavía hoy viviendo en medio de Israel. Solo a la tribu de Leví no se le asignó heredad, pues el Señor, Dios de Israel, había de ser su heredad, tal como él se lo había dicho. Moisés había asignado a la tribu de Rubén una parte, por clanes. Les correspondió el territorio que va desde Aroer, a orillas del río Arnón, incluida la ciudad que está en medio de la vaguada y toda la llanura hasta Madabá; Jesbón con todas las ciudades de la llanura: Dibón, Bamot Baal, Bet Baal Meón, Jasá, Quedemot, Mefat, Quiriatáin, Sibmá y Seret Sajar, en el monte y en el valle; Bet Peor, las laderas del Pisga, Bet Jesimot, todas las ciudades de la llanura y todo el reino de Sijón, rey amorreo que reinó en Jesbón y a quien derrotó Moisés, lo mismo que a Eví, Requen, Sur, Jur y Rebá, príncipes de Madián y vasallos de Sijón, que vivían en aquella región. (Al adivino Balaán, hijo de Beor, los israelitas lo habían pasado a cuchillo junto con los demás). Así pues, el territorio de los rubenitas lindaba con el Jordán. Esta fue la heredad de los descendientes de Rubén, por clanes: las ciudades y sus aldeas. A la tribu de Gad, es decir, a los descendientes de Gad, les había asignado Moisés por clanes un territorio que comprendía: Jacer con todas las ciudades de Galaad y la mitad del país de los amonitas, hasta Aroer, que está enfrente de Rabá; desde Jesbón hasta Ramat Mispá y Betonín; desde Majanáin hasta el territorio de Lodebar. Y en el valle: Bet Harán, Bet Nimrá, Sucot, Safón y el resto del reino de Sijón, rey de Jesbón. El Jordán era el límite hasta el extremo sur del mar de Kinéret, por el lado oriental del Jordán. Esta fue la heredad de los descendientes de Gad, por clanes: las ciudades y sus aldeas. A media tribu de Manasés le había asignado Moisés, por clanes, un territorio que, desde Majanáin, comprendía todo el territorio de Og, rey de Basán, todas las Aldeas de Jaír en Basán: sesenta ciudades. La mitad de Galaad junto con Astarot y Edreí, ciudades del reino de Og en Basán, fue para la mitad de los descendientes de Maquir, hijo de Manasés, por clanes. Este es el reparto que, como heredad, hizo Moisés en las estepas de Moab, al otro lado del Jordán, al oriente de Jericó. Pero Moisés no asignó heredad a la tribu de Leví, pues el Señor, el Dios de Israel, había de ser su heredad, como les había dicho. Esta es la heredad que recibieron los israelitas en el país de Canaán, heredad que les repartieron el sacerdote Eleazar y Josué, hijo de Nun, y los cabezas de familia de las tribus de Israel. El reparto a las nueve tribus de Israel y a la media tribu de Manasés se hizo a suertes, como el Señor había dispuesto por medio de Moisés. Porque Moisés había dado ya su heredad a las dos tribus y media en Transjordania. A los levitas no les asignó heredad entre las otras tribus. En cuanto a los descendientes de José, vinieron a formar dos tribus: Manasés y Efraín. A los levitas no se les dio parte alguna de territorio, sino solo ciudades donde residir, con los pastos correspondientes para los ganados de su propiedad. Los israelitas hicieron el reparto de la tierra tal como el Señor había mandado a Moisés. Los descendientes de Judá se presentaron a Josué en Guilgal. Y Caleb, hijo de Jefuné el queniceo, le dijo: —Ya sabes lo que le encargó el Señor a Moisés, el hombre de Dios, acerca de ti y de mí en Cadés Barnea. Cuarenta años tenía yo cuando Moisés, siervo del Señor, me envió desde Cadés Barnea a explorar esta tierra y yo le di mi informe con toda sinceridad. Los hermanos que me habían acompañado desanimaron al pueblo, pero yo me mantuve fiel al Señor, mi Dios. Aquel día Moisés me hizo este juramento: «Te juro que la tierra que han pisado tus pies será heredad tuya y de tus descendientes para siempre, porque has sido fiel al Señor mi Dios». Ahora pues, mira cómo el Señor me ha conservado la vida, según lo prometió. Hace cuarenta y cinco años que el Señor dijo esto a Moisés, cuando Israel iba por el desierto, y ahora tengo ochenta y cinco años. Todavía estoy tan fuerte como el día en que Moisés me encargó aquella misión. Conservo todo mi vigor de entonces para combatir y para moverme por doquier. Así que dame esta montaña que el Señor me prometió aquel día. Tú oíste aquel día cómo hay en ella anaquitas y ciudades grandes y fuertes. Que el Señor esté conmigo y yo los expulsaré como él me lo prometió. Josué bendijo a Caleb, hijo de Jefuné, y le dio Hebrón en heredad. Por eso Hebrón sigue siendo, hasta el día de hoy, heredad de Caleb, hijo de Jefuné el queniceo, por haber sido fiel al Señor, Dios de Israel. El nombre primitivo de Hebrón era Quiriat Arbá. Arbá había sido el hombre más alto de los anaquitas. Y, concluida la conquista, el país quedó en paz. El territorio que tocó en suerte a la tribu de Judá, por clanes, lindaba con la frontera de Edom, en el extremo meridional del desierto de Sin. Su límite meridional partía de la lengua o extremo sur del mar de la Sal; luego se dirigía por el sur de la cuesta de Acrabín, pasaba hacia Sin y subía por el sur de Cadés Barnea; pasando por Jesrón, subía hacia Adar y volvía hacia Carcá; pasaba por Asmón, se dirigía hacia el torrente de Egipto y terminaba en el mar. Esa será vuestra frontera por el sur. Por el este, el territorio limitaba con el mar de la Sal hasta la desembocadura del Jordán. El límite septentrional partía de la lengua de mar en la que desemboca el Jordán; luego llegaba a Bet Joglá, pasaba por el norte de Bet Arabá y subía hasta la Peña de Bohán, hijo de Rubén; continuaba subiendo desde el valle de Acor hasta Debir y volvía hacia el norte hasta Guilgal, frente a la cuesta de Adumín, que está al sur del Torrente. El límite pasaba junto a las aguas de En Semes y venía a salir a la fuente de Roguel. De allí subía por el valle de Ben Hinón, en el flanco sur del Jebuseo, es decir, por Jerusalén; subía luego por el oeste hasta la cima del monte frente al valle de Hinón, en el extremo norte del valle de los refaítas. A continuación torcía desde la cumbre del monte hacia los manantiales de Neftoaj y seguía en dirección a las ciudades del monte Efrón torciendo hacia Baalá, es decir, Quiriat Jearín. Desde Baalá, el límite doblaba por el oeste hacia el monte Seír y, pasando por la vertiente norte del monte Jearín, o sea, Quesalón, bajaba hasta Bet Semes, llegando a Timná. Luego se dirigía hacia el norte de Ecrón, doblaba hacia Sicarón, pasaba por el monte Baalá y salía a Jabneel. Esta frontera norte terminaba en el mar. El límite occidental era el mar Grande. Esos eran los límites del territorio de los descendientes de Judá, por clanes. A Caleb, hijo de Jefuné, se le asignó una parte entre los descendientes de Judá, tal como había mandado el Señor a Josué: Quiriat Arbá, la ciudad del padre de Anac, es decir, Hebrón. Caleb expulsó de allí a los tres hijos de Anac: Sesay, Ajimán y Talmay, descendientes de Anac. Desde allí se dirigió contra los habitantes de Debir, que antes era conocida como Quiriat Séfer. Caleb prometió dar por esposa a su hija Axá a quien derrotara y conquistara Qiryat Séfer. El que la conquistó fue Otoniel, hijo de Quenaz, hermano de Caleb; así que este le dio por esposa a su hija Axá. Cuando Axá se dirigía a casa de su marido, este la instigó a que pidiera a su padre un campo. Al ver que su hija se apeaba del asno, Caleb le preguntó: —¿Qué quieres? Ella respondió: —Hazme un regalo; ya que me has asignado el desierto del Négueb, proporcióname también manantiales. Y él le dio los manantiales de arriba y los de abajo. Esta fue la heredad de la tribu de Judá, por clanes. Las poblaciones fronterizas entre Edom y la tribu de Judá son: En el Négueb: Cabsel, Éder, Jagur, Quiná, Dimoná, Adadá, Cadés, Jasor, Jitnán, Zif, Telen, Bealot, Jasor Jadatá, Queriyot Jesrón (o sea, Jasor), Amán, Semá, Moladá, Jasar Gadá, Jesmón, Bet-Pelet, Jasar Sual, Berseba con sus aldeas, Balá, Iyín, Esen, Eltolad, Quesil, Jormá, Siclag, Madmaná, Sansaná, Lebaot, Siljín, y En Rimón. En total, veintinueve ciudades con sus aldeas. En la Sefela: Estaol, Sorá, Asná, Zanoaj, En Ganín, Tapuaj, Enán, Jarmut, Adulán, Socó, Acecá, Saráin, Aditáin, Guederá y Guederotáin: catorce ciudades con sus aldeas. Senán, Jadasá, Migdal Gad, Dilán, Mispé, Joqtel, Laquis, Boscat, Eglón, Cabón, Lajmás, Quitlís, Guederot, Bet Dagón, Naamá y Maquedá: dieciséis ciudades con sus aldeas. Libná, Éter, Asán, Jiftaj, Asná, Nesib, Queilá, Aczib y Maresá: nueve ciudades con sus aldeas. Ecrón con sus filiales y aldeas. Desde Ecrón hasta el mar, todas las poblaciones que están cerca de Asdod con sus aldeas. Asdod con sus filiales y aldeas, Gaza con sus filiales y aldeas, hasta el torrente de Egipto, y las ciudades costeras del mar Grande. En la montaña: Samir, Jatir, Socó, Daná, Quiriat Saná (o sea, Debir), Anab, Estemoa, Anín, Gosen, Jolón y Guiló: once ciudades y sus aldeas. Arab, Dumá, Esán, Janín, Bet Tapuaj, Afecá, Juntá, Quiriat Arbá (o sea, Hebrón) y Sior: nueve ciudades y sus aldeas. Maón, Carmel, Cif, Jutá, Jezrael, Jocdeán, Zanoj, Hacáin, Guibeá y Timná: diez ciudades con sus aldeas. Jaljul, Bet Sur, Guedor, Maarat, Bet Anot y Eltecón: seis ciudades con sus aldeas. Quiriat Baal, que es Quiriat Jearín, y Rabá: dos ciudades con sus aldeas. En el desierto: Bet Arabá, Midín, Secacá, Nibsán, la ciudad de la Sal y Enguedí: seis ciudades con sus aldeas. Pero los descendientes de Judá no lograron expulsar a los jebuseos que ocupaban Jerusalén. Por eso los jebuseos viven todavía hoy en Jerusalén, en medio de Judá. El territorio que tocó en suerte a los descendientes de José partía, por el este, desde el Jordán cerca de Jericó, y continuaba por el oasis de Jericó y por el desierto que sube desde Jericó a la montaña de Betel; desde Betel seguía hasta Luz, pasaba hacia la frontera de los arqueos en Atarot, bajaba después al oeste hacia el territorio de los jafletitas, llegaba hasta Bet Jorón de Abajo y hasta Guécer, y venía a salir al mar. Esta fue la heredad de Manasés y Efraín, los hijos de José. Esta fue la frontera del territorio de los descendientes de Efraín, por clanes: el límite de su heredad iba por el este desde Atarot Adar hasta Bet Jorón de Arriba; a partir de ahí se prolongaba hasta el mar, teniendo a Micmetá al norte. El límite doblaba al este hacia Taanat Siló; luego pasaba al este de Janojá, bajaba de Janojá a Atarot y a Naará y tocaba en Jericó para terminar en el Jordán. Desde Tapuaj, la frontera se alargaba hacia el oeste bordeando el torrente de Caná y venía a parar al mar. Esta fue la heredad de la tribu de los descendientes de Efraín, por clanes; a ello hay que añadir las ciudades reservadas para los descendientes de Efraín dentro de la heredad de Manasés; todas las ciudades con sus aldeas. Los cananeos que ocupaban Guécer no fueron expulsados y así continúan viviendo todavía hoy en medio de Efraín, aunque sometidos a trabajos forzados. Este fue el territorio que le correspondió en suerte a la tribu de Manasés, primogénito de José. A Maquir, primogénito de Manasés y padre de Galaad, que era un valiente guerrero, le tocó Galaad y Basán. También les tocó en suerte un territorio a los otros hijos de Manasés, por clanes: a los hijos de Abiecer, a los hijos de Jéleq, a los hijos de Asriel, a los hijos de Siquén, a los hijos de Jéfer, a los hijos de Semidá. Estos eran, por clanes, los hijos varones de Manasés, hijo de José. Pero Selofjad, hijo de Jéfer, hijo de Galaad, hijo de Maquir, hijo de Manasés, no tenía hijos; solo hijas. Sus hijas se llamaban: Majlá, Noá, Joglá, Milcá y Tirsá. Estas se presentaron ante el sacerdote Eleazar, ante Josué, hijo de Nun, y ante los jefes del pueblo, diciéndoles: —El Señor ordenó a Moisés que se nos asignara una heredad entre nuestros hermanos. Se les asignó, pues, según la orden del Señor, una heredad entre los hermanos de su padre. Así que a la tribu de Manasés le correspondieron diez partes —además de Galaad y Basán, territorios de Transjordania—, pues las hijas de Selofjad, descendiente de Manasés, obtuvieron una heredad entre los descendientes de Manasés. El país de Galaad fue para los descendientes de los otros hijos de Manasés. El territorio de Manasés limitaba, por el lado de Aser, con Mikmetá, que está frente a Siquén; desde allí la línea fronteriza iba hacia el sur, hacia la fuente de Tapuaj. La zona de Tapuaj era de Manasés, pero el mismo Tapuaj, en la frontera de Manasés, era de los descendientes de Efraín. La línea limítrofe bajaba por la vaguada de Caná; al sur de la vaguada estaban las ciudades que tenía Efraín entre las de Manasés; el territorio de Manasés estaba al norte de la vaguada, e iba a salir al mar. El territorio del sur era de Efraín y el del norte de Manasés; la línea divisoria llegaba hasta el mar. El territorio de Manasés lindaba al norte con el de Aser y con el de Isacar al este. Dentro del territorio de Isacar y de Aser, le correspondieron a Manasés Bet Seán y sus filiales, Jibleán y sus filiales, los habitantes de Dor y sus filiales, a los habitantes de Endor y sus filiales, a los habitantes de Tanac y Meguido y sus filiales. Sin embargo, los descendientes de Manasés no consiguieron apoderarse de esas ciudades, de modo que los cananeos se mantuvieron en aquella región. Pero, cuando los israelitas fueron lo bastante fuertes, los sometieron a trabajos forzados, aunque no llegaron a expulsarlos. Los descendientes de José dijeron a Josué: —¿Por qué nos has asignado en heredad únicamente una suerte, un solo lote, siendo como somos tan numerosos, gracias a que el Señor nos ha bendecido? Josué respondió: —Puesto que sois un pueblo tan numeroso, subid a la región de los fereceos y de los refaítas y talad para vosotros sus bosques, ya que la montaña de Efraín os resulta demasiado estrecha. Los descendientes de José respondieron: —La montaña no nos basta y, por otra parte, los cananeos que habitan en el llano tienen carros de hierro, tanto los de Betsán y sus filiales como los de la llanura de Jezrael. Josué respondió a la casa de José, a Efraín y Manasés: —Vosotros sois un pueblo muy numeroso y muy fuerte; así que no tendréis un solo lote; también la región montañosa será vuestra; está cubierta de bosques, pero vosotros talaréis sus árboles y la haréis vuestra. Y expulsaréis a los cananeos, aunque tengan carros de hierro y sean muy poderosos. La comunidad de los israelitas en pleno se reunió en Siló, donde plantaron la Tienda del encuentro. El país entero les estaba sometido. Pero había aún siete tribus israelitas a las que no se les había asignado heredad. Dijo, pues, Josué a los israelitas: —¿Hasta cuándo vais a esperar para ir a tomar posesión de la tierra que os ha dado el Señor, el Dios de vuestros antepasados? Escoged tres representantes por cada tribu, y los enviaré a recorrer el país para que así puedan hacer un plano de él en orden al reparto; luego regresarán a mí. Dividirán el territorio en siete lotes. Judá se quedará en su territorio al sur y la casa de José se quedará en el suyo al norte. Vosotros haced la descripción del país distribuyéndolo en siete lotes y traedme esa distribución para que sortee aquí los lotes, en presencia del Señor nuestro Dios. (Porque los levitas no tienen territorio entre vosotros, pues su heredad es ser sacerdotes del Señor. En cuanto a Gad, Rubén y media tribu de Manasés, ya han recibido en Transjordania la heredad que les asignó Moisés, siervo del Señor). Los representantes de cada tribu se pusieron en camino. Josué, por su parte, dio esta orden a los encargados de hacer la descripción del país: —Id a recorrer el país y haced un plano; luego regresad a mí y yo os sortearé el territorio aquí, delante del Señor, en Siló. Fueron los representantes de cada tribu, recorrieron la comarca e hicieron su descripción, ciudad por ciudad, distribuyendo el territorio en siete lotes; luego presentaron por escrito el resultado a Josué en el campamento de Siló. Josué les sorteó la tierra en Siló, delante del Señor, y allí la repartió entre los israelitas, por lotes. A la tribu de Benjamín, por clanes, le tocó en suerte un territorio que estaba comprendido entre el de la tribu de Judá y el de la tribu de José. Su frontera, por el lado norte, partía del Jordán, subía por el flanco norte de Jericó, cruzaba la montaña hacia el oeste y llegaba hasta el desierto de Bet-Avén. Desde allí la frontera pasaba por el sur de Luz —o sea, de Betel— y bajaba a Atarot Adar por el monte que hay al sur de Bet Jorón de Abajo. Torcía la frontera y doblaba por el oeste hacia el sur, desde el monte que está frente a Bet Jorón, para ir a salir hacia Quiriat Baal —o sea, Quiriat Jearín—, ciudad que pertenecía a los descendientes de Judá. Esa era la frontera por el lado oeste. Por el lado sur, la frontera arrancaba de Quiriat Jearín, cerca de la fuente del arroyo de Neftóaj; luego bajaba por el extremo del monte que está frente al valle de Ben Hinón, al norte del valle de Refaín, hasta llegar al valle de Hinón por el flanco sur de los jebuseos y seguir descendiendo hasta la fuente de Roguel. Doblaba después hacia el norte en dirección a En Semes y salía al círculo de piedras que hay frente a la cuesta de Adumín, bajando hasta la Peña de Bohán, hijo de Rubén. Pasaba luego hacia la vertiente de Bet Arabá por el norte y bajaba hacia la Arabá; seguía por el norte de la pendiente de Bet Joglá e iba finalmente a dar en el extremo septentrional del mar de la Sal, en la desembocadura del Jordán. Esa era la frontera meridional, mientras el Jordán constituía el límite por el este. Esa fue la heredad de los descendientes de Benjamín, por clanes, con las fronteras de su entorno. Las ciudades de la tribu de los descendientes de Benjamín, por clanes, fueron: Jericó, Bet Joglá y Émec Quesís; Bet Arabá, Semaráin y Betel; Avín, Pará y Ofrá; Quefar Amoní, Ofní y Gueba: doce ciudades con sus aldeas. Gabaón, Ramá y Berot; Mispé, Quefirá y Mosá; Requen, Jirpel y Taralá; Selá Alef, Jebús (es decir, Jerusalén), Guibeá y Quiriat: catorce ciudades con sus aldeas. Esa fue la heredad de los descendientes de Benjamín, por clanes. El segundo lote le correspondió a Simeón (es decir, a la tribu de los descendientes de Simeón), por clanes. Su heredad estaba dentro de la heredad de la tribu de Judá y comprendía: Berseba, Semá y Moladá; Jasar Sual, Balá y Asén; Eltolad, Betul y Jormá; Siclag, Bet Marcabot y Jasar Susá; Bet Lebaot y Sarujén: trece ciudades con sus aldeas. Ayín, Rimón, Éter y Asán; cuatro ciudades con sus aldeas. Además todas las aldeas de los alrededores de estas ciudades hasta Baalat Beer y Ramá del Négueb. Esa fue la heredad de la tribu de Simeón, por clanes; una heredad que se tomó del lote asignado a la tribu de Judá, pues el territorio asignado a la tribu de Judá era demasiado grande para esta. Por eso la tribu de Simeón recibió su heredad dentro del territorio de la tribu de Judá. El tercer lote correspondió a la tribu de Zabulón, por clanes. Su territorio se extendía hasta Sarid y su frontera discurría por el oeste en dirección a Maralá, pasando por Dabéset y siguiendo el torrente que hay frente a Jocmeán. De Sarid torcía hacia el este, hacia la salida del sol, hasta el término de Quislot Tabor; seguía luego hacia Daberat y subía a Jafiá. Desde allí continuaba hacia el este, pasando por Guitá Jéfer y por Itacasín; luego tomaba la dirección de Rimón y torcía hacia Neá. La frontera continuaba por el norte hacia Janatón e iba a salir al valle de Jiftajel. Su territorio comprendía también, Catat, Nahalal, Simerón, Jidalá y Belén: un total de doce ciudades con sus aldeas. Esa fue la heredad de los descendientes de Zabulón, por clanes, con sus ciudades y sus aldeas. El cuarto lote le correspondió a Isacar (es decir, a los descendientes de Isacar), por clanes. Su territorio comprendía Jezrael, Quesulot y Sunén; Jafaráin, Sion y Anajará; Rabit, Quisyón y Ebes; Rémet, En Ganín, En Jadá y Bet Pasés. Su frontera pasaba por el Tabor, Sajasima y Bet Semes, terminando en el Jordán; dieciséis ciudades con sus aldeas. Esa fue la heredad de la tribu de Isacar, por clanes, con sus ciudades y sus aldeas. El quinto lote le correspondió a la tribu de Aser, por clanes. Su territorio comprendía: Jelcat, Jalí, Beten, Axaf, Alamélec, Amad y Misal. La frontera, por el oeste, llegaba al Carmelo hasta el río Libnat; torcía hacia el este hasta Bet Dagón y llegaba por el norte hasta el territorio de Zabulón y el valle de Jiftajel; continuaba hasta Bet Emec y Neyel, para terminar por la izquierda en Kabul, Abdón, Rejob, Jamón, Caná y Sidón la Grande. La línea fronteriza giraba luego hacia Ramá llegando hasta la plaza fuerte de Tiro; de allí continuaba hasta Josá y terminaba en el mar, incluyendo Majaleb, Aczib, Aco, Afec y Rejob: un total de veintidós ciudades con sus aldeas. Esa fue la heredad de la tribu de los descendientes de Aser, por clanes, con sus ciudades y sus aldeas. A los descendientes de Neftalí, por clanes, les correspondió el sexto lote. Su frontera discurría desde Jélef y la Encina de Sananín, desde Adamí Néqueb y Jabnel hasta Lacún terminando en el Jordán. Torcía luego hacia el oeste por Aznot Tabor llegando hasta Jucoc; lindaba con Zabulón al sur, con Aser al oeste y con el Jordán al este. Y las ciudades fuertes eran: Asidín, Ser, Jammat, Racat, Kinéret, Adamá, Ramá y Jasor; Cadés, Edreí, En Jasor, Jirón, Migdalel, Jorén, Bet Anat y Bet Semes: un total de diecinueve ciudades con sus aldeas. Esa fue la heredad de los descendientes de Neftalí, por clanes, con sus ciudades y sus aldeas. A la tribu de Dan, por clanes, le correspondió el séptimo lote. El territorio de su heredad comprendía: Sorá, Estaol e Ir Semes; Salabín, Ayalón y Jitlá; Elón, Timná y Ecrón; Eltequé, Guibetón y Balat; Jeud, Bené Beraq, Gat Rimón y Meyarcón con el territorio enfrente de Jope. Pero a la tribu de Dan le resulto demasiado incómodo su territorio. Por eso, los descendientes de Dan decidieron atacar a Lesen; la conquistaron y la pasaron a cuchillo. Una vez conquistada la ciudad, se establecieron en ella. Y a Lesen la llamaron Dan, en recuerdo del nombre de su antepasado Dan. Esa fue la heredad de la tribu de Dan, por clanes, con sus ciudades y sus aldeas. Y se dio por terminado el sorteo del país con sus fronteras. A Josué, hijo de Nun, los israelitas le dieron una heredad en medio de ellos. Según la orden del Señor, le dieron la ciudad de Timná Séraj, en la montaña de Efraín, tal como él había pedido. Reconstruyó la ciudad y se estableció en ella. Esas son las heredades que el sacerdote Eleazar, con Josué, hijo de Nun, y los cabezas de familia sortearon entre las tribus de Israel en Siló, en presencia del Señor, a la entrada de la Tienda del encuentro. Fue así como se llevó a cabo el reparto de la tierra. El Señor dijo a Josué: —Manda a los israelitas que señalen las ciudades de asilo, de las que yo les hablé por medio de Moisés. En ellas podrá refugiarse el homicida que haya matado a alguien involuntariamente; esas ciudades le servirán de asilo para escapar del vengador de la sangre. El homicida huirá a una de esas ciudades: se detendrá a la entrada de la puerta de la ciudad y expondrá su caso a los ancianos de la ciudad. Estos lo admitirán en su ciudad y le asignarán una casa para que habite con ellos. Si el vengador de la sangre lo persigue, no lo entregarán al homicida, pues ha herido a su prójimo involuntariamente y sin tenerle odio con anterioridad. El homicida permanecerá en esa ciudad hasta que comparezca en juicio ante la comunidad y hasta la muerte del sumo sacerdote que en aquel momento esté en ejercicio. Entonces el homicida podrá regresar a su ciudad y a su casa, a la ciudad de la que huyó. Los israelitas designaron como ciudades sagradas: Cadés en Galilea, en la montaña de Neftalí; Siquén, en la montaña de Efraín; Quiriat Arbá, o sea Hebrón, en la montaña de Judá. En Transjordania, al este de Jericó, señalaron: Béser, en la llanura desértica de la tribu de Rubén; Ramot Galaad, en el territorio de la tribu de Gad, y Golán en Basán, en el territorio de la tribu de Manasés. Estas son las ciudades señaladas para todos los israelitas, así como para los extranjeros que vivan entre ellos, para que pueda refugiarse en ellas cualquiera que haya matado a alguien involuntariamente; así no morirá a manos del vengador de la sangre antes de haber comparecido ante la comunidad. Los cabezas de familia de los levitas se presentaron al sacerdote Eleazar, a Josué, hijo de Nun, y a los cabezas de familia de las tribus de Israel, en Siló, en el país de Canaán, y les dijeron: —El Señor ordenó, por medio de Moisés, que se nos proporcionaran ciudades donde residir, con lugares de pasto para nuestro ganado. Los israelitas, atendiendo el mandato del Señor, proporcionaron a los levitas, de su propia heredad, las siguientes ciudades con sus correspondientes lugares de pasto. Hecho el sorteo para los clanes de Queat, correspondieron a una parte de estos levitas, descendientes del sacerdote Aarón, trece ciudades de las tribus de Judá, Simeón y Benjamín. A los restantes hijos de Queat, por clanes, les correspondieron diez ciudades de las tribus de Efraín, de Dan y de media tribu de Manasés. A los hijos de Guersón, por clanes, les correspondieron trece ciudades de las tribus de Isacar, Aser, Neftalí y de la otra media tribu de Manasés, en Basán. A los hijos de Merarí, por clanes, les correspondieron doce ciudades de las tribus de Rubén, Gad y Zabulón. Y estas fueron las ciudades que, con sus correspondientes lugares de pasto, los israelitas asignaron a los levitas por sorteo, tal como el Señor había ordenado por medio de Moisés: De la tribu de Judá y de la tribu de Simeón les asignaron las ciudades que se nombran a continuación. A los descendientes de Aarón pertenecientes al clan de Queat, hijo de Leví, les correspondió la primera suerte, a saber: Quiriat Arbá (ciudad del padre de Anac), o sea Hebrón, en la montaña de Judá, con los correspondientes lugares de pasto, si bien la campiña de esta ciudad con sus aldeas se la habían dado en propiedad a Caleb, hijo de Jefuné. Además de Hebrón (que era ciudad de asilo para los homicidas) con sus correspondientes lugares de pasto, se asignaron a los descendientes de Aarón: Libná, Jatir, Estemoa, Jolón, Debir, Asán, Jutá y Bet Semes, todas ellas con sus correspondientes lugares de pasto: un total de nueve ciudades pertenecientes a esas dos tribus. De la tribu de Benjamín les asignaron las ciudades de Gabaón, Gueba, Anatot y Almón, todas ellas con sus correspondientes lugares de pasto: un total de cuatro ciudades. El total de ciudades asignadas a los sacerdotes descendientes de Aarón fue de trece con sus correspondientes lugares de pasto. A los otros clanes queatitas (los restantes levitas descendientes de Queat), les correspondieron en suerte ciudades de la tribu de Efraín. Como ciudad de asilo para los homicidas, se les asignó Siquén, en la montaña de Efraín, con sus correspondientes lugares de pasto. Además, les correspondieron: Guécer, Quibsáin y Bet Jorón con sus correspondientes lugares de pasto; un total de cuatro ciudades. De la tribu de Dan les correspondieron: Eltequé, Guibetón, Ayalón y Gat Rimón con sus correspondientes lugares de pasto; un total de cuatro ciudades. De media tribu de Manasés les correspondieron: Tanac y Jibleán con sus correspondientes lugares de pasto; un total de dos ciudades. El total de ciudades para los restantes clanes de los descendientes de Queat fue de diez con sus correspondientes lugares de pasto. A los clanes levíticos de los descendientes de Guersón, les asignaron, dentro del territorio de la otra media tribu de Manasés en la región de Basán, las ciudades de Golán (esta como ciudad de asilo para los homicidas) y de Astarot, ambas con sus correspondientes lugares de pasto; un total de dos ciudades. De la tribu de Isacar, les asignaron Quisyón, Daberat, Jarmut y En Ganín con sus correspondientes lugares de pasto; un total de cuatro ciudades. De la tribu de Aser, les asignaron Misal, Abdón, Jelcat y Rejob, todas ellas con sus correspondientes lugares de pasto; un total de cuatro ciudades. De la tribu de Neftalí, les asignaron Cadés de Galilea, como ciudad de asilo para los homicidas, y además Jamot Dor y Racat con sus correspondientes lugares de pasto; un total de tres ciudades. El total de ciudades asignadas a los guersonitas, por clanes, fue de trece, con sus correspondientes lugares de pasto. A los clanes de los descendientes de Merarí, es decir, al resto de los levitas, les asignaron: en el territorio de la tribu de Zabulón, las ciudades de Joqneán, Cartá, Rimón y Nahalal, todas ellas con sus correspondientes lugares de pasto; un total de cuatro ciudades. En el territorio de la tribu de Rubén, al otro lado del Jordán, les asignaron como ciudad de asilo para los homicidas, Béser con sus correspondientes lugares de pasto, situada en la meseta desértica. Y además Jasá, Quedemot y Mefat con sus correspondientes lugares de pasto; un total de cuatro ciudades. En el territorio de la tribu de Gad, les asignaron Ramot de Galaad como ciudad de asilo para los homicidas; y además Majanáin, Jesbón y Jacer, todas ellas con sus correspondientes lugares de pasto; un total de cuatro ciudades. El total de ciudades asignadas por suerte a los clanes de los descendientes de Merarí, es decir, al resto de los clanes levíticos, fue de doce ciudades. Así pues, las ciudades asignadas a los levitas en medio de la propiedad de los israelitas, fueron en total cuarenta y ocho con sus correspondientes lugares de pasto. Cada una de las ciudades comprendía la ciudad y los pastos circundantes. Así ocurría en todas las ciudades mencionadas. El Señor dio a Israel toda la tierra que había jurado dar a sus antepasados. Los israelitas la ocuparon y se establecieron en ella. El Señor les concedió paz en todo su territorio, tal como había jurado a sus antepasados. Ninguno de sus enemigos pudo hacerles frente, pues el Señor puso a todos ellos en manos de Israel. Ninguna de las magníficas promesas que el Señor había hecho a la casa de Israel falló. Todas se cumplieron. Josué convocó a las tribus de Rubén y de Gad y a la media tribu de Manasés, y les dijo: —Habéis cumplido todo lo que os mandó Moisés, siervo del Señor, y me habéis obedecido en todo lo que os he mandado. No habéis abandonado a vuestros hermanos en ningún momento durante todo este largo tiempo; habéis cumplido así lo que el Señor, vuestro Dios, os mandó. Ahora que el Señor vuestro Dios ha dado a vuestros hermanos el descanso que les había prometido, podéis regresar a vuestras tiendas, a la tierra que Moisés, siervo del Señor, os dio en propiedad al otro lado del Jordán. Únicamente poned cuidado en cumplir los mandamientos y la ley que os dio Moisés, siervo del Señor, amando al Señor, vuestro Dios, siguiendo todos sus caminos, guardando sus mandamientos, permaneciendo unidos a él y sirviéndole con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma. Josué los bendijo y los despidió, y ellos se fueron a sus tiendas. Moisés había dado a media tribu de Manasés la parte de heredad que le correspondía en la región de Basán; a la otra media se la dio Josué entre sus hermanos, en la Cisjordania. Al mandarlos a sus tiendas, Josué les dio la bendición y les dijo: —Regresáis a vuestras tiendas con grandes riquezas, con rebaños numerosos, con plata, oro, bronce, hierro y muchos vestidos; debéis, pues, repartir con vuestros hermanos el botín arrebatado a vuestros enemigos. Los rubenitas y los gaditas, con la media tribu de Manasés, regresaron a su territorio, dejando a sus hermanos israelitas en Siló, en el país de Canaán; regresaron al país de Galaad, tierra de su propiedad, en la que se habían establecido siguiendo el mandato del Señor dado por medio de Moisés. Cuando llegaron al círculo de piedras que está junto al Jordán, todavía en el país de Canaán, los rubenitas y los gaditas y la media tribu de Manasés levantaron un altar a orillas del Jordán, un altar monumental. Al enterarse los israelitas de que los rubenitas, los gaditas y la media tribu de Manasés habían erigido un altar frente al país de Canaán y junto al círculo de piedras que está a orillas del Jordán, en territorio israelita, toda la comunidad se reunió en Siló para hacerles la guerra. Al efecto, los israelitas enviaron al país de Galaad, donde estaban los rubenitas, los gaditas y la media tribu de Manasés, al sacerdote Finés, hijo de Eleazar, y con él enviaron a diez notables, uno por cada tribu israelita, todos ellos cabezas de familia en los clanes de Israel. Cuando se presentaron ante los rubenitas, los gaditas y la media tribu de Manasés, en el país de Galaad, les hablaron así: —Esto dice toda la comunidad del Señor: «¿Qué prevaricación es esa que habéis cometido hoy contra el Dios de Israel, apartándoos del Señor y rebelándoos contra él al construiros un altar? ¿No nos bastaba con el crimen de Peor del que aún estamos sin purificarnos del todo, a pesar de la plaga que sobrevino a la comunidad del Señor? Si vosotros os apartáis hoy del Señor y os rebeláis contra él, mañana se encenderá su ira contra toda la comunidad de Israel. Si os parece impura vuestra heredad, venid al territorio que constituye sin lugar a dudas la heredad del Señor, donde él ha establecido su morada, y adquirid una heredad en medio de nosotros. Pero no os rebeléis contra el Señor, ni nos hagáis cómplices de vuestra rebeldía al construiros un altar distinto del altar del Señor nuestro Dios. ¿No violó Acán, hijo de Zéraj, la ley de lo consagrado al exterminio y la cólera divina se desató contra toda la comunidad de Israel, a pesar de que solo él había pecado? ¿Y no murió él también por su crimen?». Los rubenitas, los gaditas y la media tribu de Manasés respondieron a los jefes de los clanes de Israel: —El Dios de los dioses, el Señor, lo sabe bien, y debe saberlo también Israel. Si nos hemos rebelado contra el Señor o le hemos sido infieles, que no nos perdone hoy. Y si hemos erigido un altar para apartarnos del Señor, ofreciendo en él holocaustos, oblaciones o sacrificios de comunión, que el Señor nos pida cuentas. Pero no ha sido así. Lo hemos hecho preocupados por si el día de mañana vuestros descendientes podrían decir a los nuestros: «¿Qué tenéis que ver vosotros con el Señor, el Dios de Israel? Entre nosotros y vosotros —rubenitas y gaditas— el Señor ha puesto la frontera del Jordán. No tenéis parte con el Señor». De esta manera, vuestros descendientes harían que los nuestros dejaran de respetar al Señor. Así las cosas, nos hemos dicho: Construyamos un altar, pero no para holocaustos, ni sacrificios, sino como testimonio, tanto entre nosotros y vosotros como entre los que nos sucedan, de que rendimos culto al Señor con los holocaustos y sacrificios de comunión que ofrecemos en su presencia. Así el día de mañana vuestros descendientes no podrán decir a los nuestros: «No tenéis parte con el Señor». Hemos pensado que si el día de mañana alguien se dirigiera a nosotros o a nuestros descendientes con estas palabras, les podremos responder: «Observad la forma del altar del Señor que hicieron nuestros antepasados, que no es como para ofrecer holocaustos ni sacrificios, sino para que sirva de testigo entre vosotros y nosotros». Lejos de nosotros rebelarnos hoy contra el Señor y apartarnos de su servicio, erigiendo —con el fin de ofrecer en él holocaustos, oblaciones o sacrificios— un altar distinto del altar que el Señor, nuestro Dios, ha erigido delante de su morada. Cuando el sacerdote Finés, los jefes de la comunidad y los notables de los clanes israelitas que lo acompañaban, oyeron la explicación ofrecida por los rubenitas, los gaditas y los de la media tribu de Manasés, se dieron por satisfechos. Y el sacerdote Finés, hijo de Eleazar, dijo a rubenitas, gaditas y manasitas: —Ahora reconocemos que el Señor está en medio de nosotros, pues no le habéis sido infieles y así habéis librado a los israelitas de ser castigados por el Señor. El sacerdote Finés, hijo de Eleazar, y los jefes de la comunidad, se despidieron de los rubenitas y de los gaditas, regresando del país de Galaad al de Canaán e informando a los israelitas de lo ocurrido. El informe dejó satisfechos a los israelitas que dieron gracias a Dios y no hablaron más de atacar y devastar el territorio habitado por los rubenitas y los gaditas. Estos, a su vez, llamaron al altar «Testigo», porque se dijeron: «Será testigo entre nosotros de que el Señor es Dios». Había pasado mucho tiempo desde que el Señor concediera a Israel la paz con todos los enemigos de alrededor. Josué, que era ya muy viejo, convocó a todo Israel, a sus ancianos, jefes, jueces y funcionarios, diciéndoles: —Yo soy un anciano muy entrado en años. Vosotros sois testigos de todo lo que el Señor, vuestro Dios, ha hecho ante vosotros con todos estos pueblos: él ha sido quien ha combatido por vosotros. Mirad, yo os he asignado por sorteo, como heredad para vuestras tribus, tanto esos pueblos que aún quedan por conquistar, como todos los pueblos que exterminé, desde el Jordán hasta el mar Grande de occidente. El Señor mismo, vuestro Dios, los expulsará y los privará de su tierra ante vosotros, y vosotros entraréis en posesión de su territorio, como os lo ha prometido el Señor, vuestro Dios. Poned el mayor esfuerzo en observar y cumplir todo lo prescrito en el libro de la Ley de Moisés, no desviándoos de ella ni a la derecha ni a la izquierda. No os mezcléis con esos pueblos que quedan todavía entre vosotros. No mentéis el nombre de sus dioses ni juréis por ellos. No les deis culto ni os postréis ante ellos. Permaneced unidos al Señor, vuestro Dios, como habéis hecho hasta el presente. El Señor ha expulsado delante de vosotros a pueblos numerosos y fuertes, y nadie os ha podido resistir hasta el presente. Uno solo de vosotros era capaz de perseguir a mil, porque el Señor mismo, vuestro Dios, era quien peleaba en vuestro lugar tal como os tenía prometido. Procurad con todo empeño amar al Señor, vuestro Dios: en ello os va la vida. Pero si os apartáis del Señor y os juntáis con ese resto de naciones que aún queda entre vosotros, si emparentáis con ellas y entráis en tratos con ellas, estad seguros de que el Señor, vuestro Dios, no seguirá arrojando delante de vosotros a esos pueblos. Serán para vosotros red, lazo, aguijón en vuestros costados y espina en vuestros ojos, hasta que desaparezcáis de esta espléndida tierra que os ha dado el Señor, vuestro Dios. Mirad que yo estoy ya próximo a morir. Reconoced en lo más íntimo de vuestro ser que ni una sola promesa ha fallado de todas las que el Señor vuestro Dios os había hecho. Todas se han cumplido; ni una sola ha quedado sin cumplir. Pues de la misma manera que habéis visto cumplidas todas las espléndidas promesas que os hizo el Señor vuestro Dios, veréis también cumplidas todas sus amenazas, hasta haceros desaparecer de esta espléndida tierra que el Señor, vuestro Dios, os ha dado. Pero si quebrantáis la alianza que el Señor, vuestro Dios, ha sellado con vosotros, si rendís culto a otros dioses y los adoráis, la ira del Señor se encenderá contra vosotros y no tardaréis en desaparecer de esta espléndida tierra que él os ha regalado. Josué reunió en Siquén a todas las tribus de Israel, convocando a los ancianos de Israel, a sus jefes, jueces y funcionarios. Una vez que se presentaron ante Dios, Josué dijo a todo el pueblo: —Esto dice el Señor, Dios de Israel: Vuestros antepasados, en particular Téraj, padre de Abrahán y de Najor, habitaban antaño al otro lado del Río y rendían culto a otros dioses. Yo tomé a vuestro padre Abrahán del otro lado del Río, le hice recorrer toda la tierra de Canaán y multipliqué su descendencia dándole a Isaac. A Isaac le di dos hijos: Jacob y Esaú. A Esaú le di en posesión la montaña de Seír. Jacob y sus hijos bajaron a Egipto. Envié después a Moisés y Aarón y castigué a los egipcios obrando prodigios en medio de ellos. Luego os saqué de allí. Saqué de Egipto a vuestros padres y llegasteis hasta el mar. Los egipcios persiguieron a vuestros padres con sus carros y caballos hasta el mar de las Cañas. Clamaron entonces al Señor que interpuso una oscura nube entre vosotros y los egipcios, al tiempo que el mar se abalanzaba sobre ellos y los anegó. Habéis visto con vuestros propios ojos lo que hice con Egipto. Después habitasteis largo tiempo en el desierto. Os introduje luego en el país de los amorreos, que habitaban al otro lado del Jordán; ellos os declararon la guerra, pero yo los entregué en vuestras manos; los exterminé al llegar vosotros y así fue como pudisteis ocupar su territorio. Balac, hijo de Zipor, que era a la sazón rey de Moab, se propuso pelear contra Israel. Al efecto mandó llamar a Balaán, hijo de Beor, para que os maldijera. Pero como yo no quise escuchar a Balaán, no tuvo más remedio que bendeciros. De esta manera yo os libré de las manos de Balac. Pasasteis después el Jordán y llegasteis a Jericó. Los jefes de Jericó os hicieron la guerra; y lo mismo hicieron los amorreos, los fereceos, los cananeos, los hititas, los guirgaseos, los jeveos y los jebuseos, pero yo os los entregué. Mandé delante de vosotros avispas que, al llegar vosotros, pusieron en fuga a los dos reyes amorreos; es algo que no debes a tu espada ni a tu arco. Os he dado una tierra que no habéis ganado con vuestro sudor, unas ciudades que no habéis edificado y en las que, sin embargo, habitáis; viñedos y olivares que no habéis plantado y de cuyos frutos os alimentáis. Ahora, pues, respetad al Señor y servidle con todo esmero y lealtad; quitad de en medio los dioses a los que dieron culto vuestros antepasados en Mesopotamia y en Egipto y rendid culto al Señor. Pero, si os parece duro rendir culto al Señor, elegid hoy a quién queréis rendir culto, si a los dioses a quienes adoraron vuestros antepasados en Mesopotamia o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitáis ahora. Yo y mi casa rendiremos culto al Señor. El pueblo respondió: —Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses, pues ha sido el Señor, nuestro Dios, el que nos sacó, a nosotros y a nuestros padres, del país de Egipto, de la casa de la esclavitud, y el que ante nuestros ojos obró tan grandes prodigios y nos protegió a lo largo de todo el camino que recorrimos, poniéndonos a salvo de todas las naciones por las que pasamos. Además el Señor expulsó ante nosotros a todos esos pueblos y a los amorreos que habitaban en el país. Por tanto, también nosotros rendiremos culto al Señor, porque él es nuestro Dios. Entonces Josué dijo al pueblo: —No sé si seréis capaces de rendir culto al Señor, pues es un Dios santo, un Dios celoso, que no perdonará vuestras rebeldías ni vuestros pecados. Si abandonáis al Señor para rendir culto a dioses extranjeros, él a su vez, después de haberos hecho tanto bien, os acarreará el mal y acabará con vosotros. El pueblo respondió a Josué: —Nosotros rendiremos culto al Señor. Josué dijo al pueblo: —Testigos sois contra vosotros mismos de que habéis elegido al Señor para servirlo. Ellos respondieron: —¡Somos testigos! —Entonces —concluyó Josué—, quitad de en medio los dioses extranjeros y prometed fidelidad al Señor, Dios de Israel. El pueblo respondió a Josué: —Rendiremos culto al Señor, nuestro Dios, y le obedeceremos. Aquel día, selló Josué una alianza con el pueblo, dándole preceptos y normas en Siquén. Josué escribió estas palabras en el libro de la Ley de Dios. Acto seguido, tomó una gran piedra y la erigió allí, al pie de la encina que hay en el santuario del Señor. Y dijo Josué a todo el pueblo: —Mirad, esta piedra será testigo contra nosotros, pues ha oído todas las palabras que el Señor nos ha dicho; será también testigo contra vosotros para que no reneguéis de vuestro Dios. Y Josué despidió al pueblo, regresando cada uno a su heredad. Después de estos acontecimientos, murió Josué, hijo de Nun, siervo del Señor, a la edad de ciento diez años. Fue sepultado en el término de su heredad, es decir, en Timná Séraj, que está al norte del monte Gaás, en la zona montañosa de Efraín. Israel rindió culto al Señor durante toda la vida de Josué y de los ancianos que sobrevivieron a Josué y que conocían las hazañas que el Señor había hecho en favor de Israel. Los huesos de José, que los israelitas habían traído de Egipto, fueron enterrados en Siquén, en la parcela que había comprado Jacob a los hijos de Jamor, padre de Siquén, por cien monedas de plata, y que pasó a ser propiedad de los descendientes de José. También murió Eleazar, hijo de Aarón; lo sepultaron en Guibeá, ciudad adjudicada a su hijo Finés, en la montaña de Efraín. Muerto Josué, los israelitas hicieron esta consulta al Señor: —¿Quién de nosotros será el primero en combatir contra los cananeos? El Señor respondió: —Será Judá en cuyas manos he puesto el país. Judá dijo a su hermano Simeón: —Ven conmigo al territorio que me ha tocado; atacaremos a los cananeos y después yo también iré contigo a tu territorio. Y Simeón marchó con él. Subió Judá, y el Señor hizo que derrotara a los cananeos y a los fereceos matando en Bécec a diez mil hombres. Encontraron en Bécec a Adoni Bécec, lo atacaron y derrotaron a los cananeos y a los fereceos. Adoni Bécec escapó, pero lo persiguieron, lo capturaron y le cortaron los pulgares de manos y pies. Y Adoni Bécec dijo: —Setenta reyes, con los pulgares de manos y pies cortados, recogían migajas bajo mi mesa. Dios me ha pagado según mi conducta. Lo llevaron a Jerusalén y allí murió. Los de la tribu de Judá atacaron a Jerusalén, la conquistaron, la pasaron a cuchillo y prendieron fuego a la ciudad. Después, los de la tribu de Judá bajaron a atacar a los cananeos que ocupaban la Montaña, el Négueb y la Sefela. Se dirigió luego Judá contra los cananeos que habitaban en Hebrón (que antes se llamaba Quiriat Arbá) y derrotó a Sesay, a Ajimán y a Talmay. A continuación marchó contra los habitantes de Debir (que antes se llamaba Quiriat Séfer). Y Caleb dijo: —Al que ataque a Quiriat Séfer y la conquiste, le daré por esposa a mi hija Axá. La conquistó Otoniel, hijo de Quenaz, el hermano pequeño de Caleb. Y Caleb le dio por esposa a su hija Axá. Cuando iba a casa de su marido, Otoniel la instigó para que pidiera a su padre un campo. Se apeó Axá del asno y Caleb le preguntó: —¿Qué quieres? Ella contestó: —Hazme un regalo. Ya que me has dado tierras en el Négueb, dame también manantiales de agua. Y Caleb le dio los manantiales de arriba y los de abajo. Los hijos del quenita Jobab, suegro de Moisés, subieron con los de Judá desde la ciudad de las Palmeras al desierto de Arad, y fueron a establecerse entre los amalecitas. Judá y su hermano Simeón derrotaron a los cananeos que habitaban en Sefat y consagraron la ciudad al exterminio. Por eso la ciudad se llamó Jormá. Judá no pudo apoderarse de Gaza y su comarca, ni de Ascalón y su comarca, ni de Ecrón y su comarca. El Señor asistió a Judá, que conquistó la región montañosa; pero no pudo expulsar a los que habitaban la llanura porque tenían carros de hierro. A Caleb le fue asignada Hebrón, según las órdenes de Moisés; y él expulsó de allí a los tres hijos de Anac. Pero la tribu de Benjamín no consiguió expulsar a los jebuseos que habitaban en Jerusalén; por eso los jebuseos siguen habitando en Jerusalén con los benjaminitas hasta el día de hoy. También los de la casa de José atacaron Betel; y el Señor los asistió. Los de la casa de José hicieron un reconocimiento previo por los alrededores de Betel (que antes se llamaba Luz). Los espías vieron a un hombre que salía de la ciudad y le dijeron: —Indícanos por dónde se entra en la ciudad y tendremos compasión de ti. Él les indicó la entrada de la ciudad. Los israelitas pasaron a cuchillo a sus habitantes, pero dejaron libre a aquel hombre con toda su familia. El hombre marchó al país de los hititas y edificó allí una ciudad a la que llamó Luz. Es el nombre que tiene hasta la fecha. Manasés no pudo apoderarse de Bet Seán con sus aldeas, ni de Tanac con sus aldeas. No pudo expulsar a los habitantes de Dor con sus aldeas, ni a los de Jibleán con sus aldeas, ni a los de Meguido con sus aldeas; así que los cananeos siguieron ocupando la región. Pero cuando Israel cobró más fuerza, sometió a los cananeos a trabajos forzados, aunque no llegó a expulsarlos. Tampoco Efraín pudo expulsar a los cananeos que habitaban en Guécer, con lo que los cananeos siguieron viviendo en Guécer, en medio de Efraín. Y lo mismo le sucedió a Zabulón: no pudo expulsar a los habitantes de Quitrón, ni a los de Nahalol; así que los cananeos se quedaron en medio de Zabulón, aunque sometidos a trabajos forzados. Tampoco Aser pudo expulsar a los habitantes de Aco, ni a los de Sidón, ni a los de Majaleb, ni a los de Aczib, ni a los de Jelbá, ni a los de Afic, ni a los de Rejob; por eso los de la tribu de Aser, al no poder expulsarlos, tuvieron que convivir con los cananeos que habitaban en la región. Y tampoco Neftalí pudo expulsar a los habitantes de Bet Semes, ni a los de Bet Anat, y tuvo que convivir con los cananeos que ocupaban el país; pero los habitantes de Bet Semes y de Bet Anat fueron sometidos a trabajos forzados. Los amorreos rechazaron hacia la montaña a los hijos de Dan y no les permitieron bajar a la llanura. Los amorreos se mantuvieron en Jar Jéres, en Ayalón y en Salbín. Pero luego la tribu de José los sojuzgó y los sometió a trabajos forzados. (El territorio de los edomitas se extendía desde la cuesta de Acrabín y de Selá hacia arriba). El ángel del Señor subió de Guilgal a Betel y dijo: —Yo os saqué de Egipto, os traje a la tierra que había prometido con juramento a vuestros antepasados y os dije: «No romperé jamás mi alianza con vosotros; por vuestra parte, no haréis alianza con los habitantes de este país y destruiréis sus altares». Pero no habéis escuchado mi voz. ¿Por qué habéis obrado así? Por eso no los expulsaré ante vosotros; serán vuestros opresores, y sus dioses una trampa para vosotros. Apenas el ángel del Señor dijo estas palabras a todos los israelitas, el pueblo se puso a llorar a gritos. Así que llamaron a aquel lugar Bokín. Y ofrecieron allí sacrificios al Señor. Josué despidió al pueblo, y los israelitas se volvieron cada uno a su heredad para tomar posesión de ella. El pueblo sirvió al Señor mientras vivieron Josué y los ancianos que le sobrevivieron y que habían sido testigos de todas las grandes hazañas que el Señor había hecho en favor de Israel. Pero Josué, hijo de Nun, siervo del Señor, murió a la edad de ciento diez años. Lo enterraron en el término de su heredad, en Timná Séraj, en la montaña de Efraín, al norte del monte Gaas. También aquella generación fue a reunirse con sus antepasados y surgió otra generación que no conocía al Señor ni lo que había hecho por Israel. Entonces los israelitas hicieron lo que desagrada al Señor: dieron culto a los Baales; abandonaron al Señor, el Dios de sus antepasados, que los había sacado de Egipto, y siguieron a otros dioses de los pueblos de alrededor; se postraron ante ellos e irritaron al Señor. Dejaron al Señor y dieron culto a Baal y a las Astartés. Entonces se encolerizó el Señor contra Israel y los entregó en manos de salteadores que los saqueaban; los dejó a merced de los enemigos de alrededor y no pudieron ya resistir ante ellos. En todas sus campañas el Señor se les ponía en contra haciendo que fracasaran tal como el Señor se lo tenía dicho y jurado. Los puso así en gran aprieto. Pero entonces el Señor hacía surgir jueces que los ponían a salvo de quienes los saqueaban. Sin embargo, tampoco hicieron caso de esos jueces. Dieron culto a otros dioses y se postraron ante ellos. Se desviaban enseguida del camino seguido por sus padres que habían sido dóciles a los mandamientos del Señor y no los imitaban. Cuando el Señor les suscitaba jueces, el Señor asistía al juez y, mientras este vivía, estaban a salvo de sus enemigos, porque el Señor se compadecía de los gemidos que proferían ante los que los maltrataban y oprimían. Pero en cuanto moría el juez, volvían a corromperse más todavía que sus padres e iban detrás de otros dioses, dándoles culto, postrándose ante ellos y siguiendo en todo las prácticas y la conducta obstinada de sus padres. Así que el Señor se encolerizó con el pueblo israelita y dijo: —Ya que este pueblo ha quebrantado la alianza que sellé con sus antepasados y no ha escuchado mi voz, tampoco yo seguiré expulsando ante ellos a ninguno de los pueblos que Josué al morir dejó sin conquistar. El Señor quería poner a prueba con esos pueblos a los israelitas, a ver si seguían o no los caminos del Señor, como los habían seguido sus antepasados. Por eso el Señor no se metió con aquellos pueblos, y no los expulsó enseguida, ni los entregó en manos de Josué. Estos son los pueblos que el Señor dejó para poner a prueba con ellos a los israelitas que no habían conocido ninguna de las guerras de Canaán —fue solo para que las generaciones de los israelitas aprendieran el arte de la guerra; porque antes no la conocían—: los cinco principados de los filisteos y todos los cananeos, los sidonios y los hititas que vivían en la montaña del Líbano, desde el monte de Baal Hermón hasta el Paso de Jamat. Sirvieron para poner a prueba con ellos a Israel, a ver si cumplían los mandamientos que el Señor había prescrito a sus antepasados por medio de Moisés. Así pues, los israelitas convivieron con los cananeos, hititas, amorreos, fereceos, jeveos y jebuseos; se casaron con sus hijas, dieron como esposas sus propias hijas a los hijos de ellos y rindieron culto a sus dioses. Los israelitas hicieron lo que desagrada al Señor. Se olvidaron del Señor, su Dios, y rindieron culto a los Baales y a las Aseras. Entonces se encolerizó el Señor contra Israel y los dejó a merced de Cusán Risatáin, rey de Edom, que tuvo sometidos a los israelitas durante ocho años. Los israelitas suplicaron al Señor y el Señor les concedió un libertador que los salvó: Otoniel, hijo de Quenaz y hermano menor de Caleb. El espíritu del Señor lo invadió, se constituyó en juez de Israel y salió a la guerra. Y el Señor puso en sus manos a Cusán Risatáin, rey de Edom, y triunfó sobre Cusán Risatáin. Y el país gozó de paz durante cuarenta años. Y murió Otoniel, hijo de Quenaz. Volvieron los israelitas a hacer lo que desagrada al Señor; y el Señor aumentó el poder de Eglón, rey de Moab, sobre Israel, porque hacían lo que desagrada al Señor. Los amonitas y los amalecitas hicieron causa común con Eglón que salió y derrotó a Israel apoderándose de la ciudad de las Palmeras. Los israelitas estuvieron sometidos a Eglón, rey de Moab, dieciocho años. Entonces los israelitas suplicaron al Señor y el Señor les concedió un libertador: Ejud, hijo de Guerá, benjaminita, que era zurdo. Los israelitas le encomendaron la entrega del tributo a Eglón, rey de Moab. Ejud se hizo un puñal de dos filos, de casi medio metro de largo, y se lo ciñó debajo de la ropa sobre el muslo derecho. Presentó el tributo a Eglón, rey de Moab, que era extremadamente gordo. En cuanto terminó de presentar el tributo, Ejud mandó marchar a la gente que le había acompañado a llevar el tributo. Él, por su parte, se volvió desde el lugar llamado Los Ídolos, en la región de Guilgal, y dijo: —Tengo un mensaje secreto para ti, ¡oh rey! El rey ordenó: —¡Que nos dejen solos! Y salieron de su presencia todos los que estaban con él. Ejud se le acercó. El rey estaba sentado tomando el fresco en su galería particular. Ejud le dijo: —Tengo una palabra de Dios para ti. El rey se levantó de su silla, momento en que Ejud agarró con su mano izquierda el puñal que llevaba en su muslo derecho y se lo hundió en la barriga. Tras la hoja entró también la empuñadura y la grasa se cerró sobre el puñal, pues Ejud no le sacó el puñal del vientre. Luego saltó por la ventana, llegó al portal, cerró las puertas de la galería y echó el cerrojo. Cuando él salía los criados entraban. Al ver que las puertas de la galería tenían echado el cerrojo, se dijeron: —Sin duda estará haciendo sus necesidades en el aposento de la galería de verano. Y se quedaron esperando. Hasta que desconcertados porque nadie abría las puertas de la galería, se hicieron con una llave y abrieron. Su amo yacía en tierra, muerto. Mientras ellos esperaban, Ejud huyó, rebasando Los Ídolos y poniéndose a salvo en Seirá. En cuanto llegó, tocó el cuerno de guerra en la montaña de Efraín. Los israelitas bajaron de la montaña con Ejud que se puso al frente de ellos y les dijo: —Seguidme, porque el Señor os ha entregado a Moab, vuestro enemigo. Fueron con él, cortaron a Moab los vados del Jordán y no dejaron pasar a nadie. Derrotaron en aquella ocasión a los de Moab, que eran unos diez mil hombres, todos fuertes y valientes; no escapó ni uno. Aquel día Moab quedó sometido a Israel, y el país gozó de paz ochenta años. Después de Ejud vino Sangar, hijo de Anat. Derrotó a los filisteos, que eran seiscientos hombres, valiéndose de una aguijada para conducir bueyes. También él salvó a Israel. Cuando murió Ejud, los israelitas volvieron a hacer lo que desagrada al Señor, por lo que el Señor los dejó a merced de Jabín, rey cananeo que reinaba en Jasor. El jefe de su ejército era Sísara, que habitaba en Jaróset Goyín. Entonces los israelitas suplicaron al Señor porque Jabín tenía novecientos carros de hierro y llevaba veinte años oprimiendo duramente a los israelitas. Por aquel tiempo, Débora, una profetisa, mujer de Lapidot, era juez en Israel. Se sentaba a juzgar bajo la Palmera de Débora, entre Ramá y Betel, en la montaña de Efraín; y los israelitas acudían a ella en busca de justicia. Débora mandó llamar a Barac, hijo de Abinoán, de Cadés de Neftalí, y le dijo: —El Señor, Dios de Israel, te ordena: «Vete, recluta gente y reúne contigo en el monte Tabor a diez mil hombres de los hijos de Neftalí y de los hijos de Zabulón. Yo atraeré hacia ti al torrente Quisón a Sísara, jefe del ejército de Jabín, con sus carros y sus tropas, y lo pondré en tus manos». Barac le respondió: —Si tú vienes conmigo, yo también iré. Pero si tú no vienes conmigo, tampoco yo iré. Respondió ella: —Iré contigo, pero ya no será tuya la gloria de la campaña que vas a emprender, porque el Señor entregará a Sísara en manos de una mujer. Débora se levantó y marchó con Barac a Cadés. Y Barac convocó en Cadés a Zabulón y Neftalí. Subieron tras él diez mil hombres y Débora subió con él. Jéber, el quenita, se había separado de la tribu de Caín y del clan de los hijos de Jobab, el suegro de Moisés, y había plantado su tienda cerca de la Encina de Sananín, en Cadés. Avisaron a Sísara que Barac, el hijo de Abinoán, había subido al monte Tabor. Y Sísara reunió todos sus carros, novecientos carros de hierro, y todas sus tropas, llevándolas desde Jaróset Goyín al torrente Quisón. Débora dijo a Barac: —¡Ánimo!, que este es el día en que el Señor te va a entregar a Sísara. ¿Acaso no va el Señor delante de ti? Barac bajó del monte Tabor seguido de sus diez mil hombres. El Señor sembró el pánico en Sísara, en todos sus carros y en todo su ejército ante Barac. Sísara se bajó del carro y huyó a pie. Barac persiguió a los carros y al ejército hasta Jaróset Goyín. Todo el ejército de Sísara cayó a filo de espada: no quedó ni uno. Pero Sísara huyó a pie hacia la tienda de Jael, mujer de Jéber, el quenita, porque reinaba la paz entre Jabín, rey de Jasor, y la familia de Jéber, el quenita. Jael salió al encuentro de Sísara y le dijo: —Entra, señor mío, entra en mi casa. No temas. Sísara entró en la tienda y ella lo cubrió con una manta. Él le pidió: —Por favor, dame de beber un poco de agua, que tengo sed. Ella abrió el odre de la leche, le dio de beber y lo volvió a tapar. Sísara le dijo: —Quédate a la entrada de la tienda y si alguien viene y te pregunta: «¿Hay alguien aquí?», respóndele que no. Pero Jael, mujer de Jéber, cogió una clavija de la tienda, tomó el martillo en la mano, se le acercó silenciosamente y le hincó la clavija en la sien hasta clavarla en tierra. Y Sísara que, agotado de cansancio, estaba profundamente dormido, murió. Cuando llegó Barac persiguiendo a Sísara, Jael le salió al encuentro y le dijo: —Ven, que te voy a mostrar al hombre que buscas. Barac entró en la tienda donde Sísara yacía muerto con la clavija clavada en la sien. Así humilló Dios aquel día a Jabín, rey cananeo, ante los israelitas que cada vez fueron acosando más duramente a Jabín, rey cananeo, hasta que terminaron con él. Aquel día, Débora y Barac, hijo de Abinoán, entonaron este cántico: Porque Israel se desmelena, porque el pueblo acude voluntario, ¡bendecid al Señor! ¡Oíd, reyes! ¡Atended, príncipes! Voy a cantar al Señor; para el Señor, Dios de Israel, voy a tocar. Señor, cuando salías de Seír, cuando avanzabas por los campos de Edom, tembló la tierra, chorrearon los cielos, las nubes chorrearon agua. Los montes se derritieron delante del Señor, el Dios del Sinaí, delante del Señor, el Dios de Israel. En los días de Sangar, hijo de Anat, en los días de Jael, se cerraron los caminos; marchaban los caminantes por senderos desviados. Vacíos los poblados, vacíos en Israel, hasta que tú, Débora, te alzaste, hasta que te alzaste, madre de Israel. Preferían dioses nuevos; la guerra les llegaba a las puertas; no se veía un escudo, ni una lanza entre los cuarenta mil de Israel. Mi corazón está con los capitanes de Israel, con los voluntarios del pueblo. ¡Bendecid al Señor! Los que cabalgáis en blancas asnas, los que os sentáis sobre las albardas, los que vais por el camino, cantad, mientras junto a los abrevaderos se oye la voz de quienes pregonan el botín. Allí se cantan las victorias del Señor, las victorias de su señorío en Israel. Entonces bajó a las puertas el pueblo del Señor. ¡Arriba, Débora, arriba! ¡Arriba, arriba, entona un cantar! ¡En pie, Barac! ¡Apresa a los que te apresaron, hijo de Abinoán! El superviviente somete a los poderosos, el pueblo del Señor a los guerreros. Los de Efraín tienen sus raíces en el valle; detrás de ti Benjamín, en medio de tu gente. De Maquir han bajado capitanes, de Zabulón son los que empuñan el bastón de mando. Los príncipes de Isacar con Débora, y Neftalí, con Barac, en la llanura, lanzado tras sus pasos. En los arroyos de Rubén, largas deliberaciones. ¿Por qué te has quedado en los corrales, escuchando las flautas entre los rebaños? En los arroyos de Rubén, largas deliberaciones. Galaad se ha quedado al otro lado del Jordán; y Dan, ¿por qué tan lejos en sus naves? Aser se ha instalado a orillas del mar, allí en sus puertos mora. Zabulón es un pueblo que reta a la muerte, y Neftalí, en las alturas de sus campos. Llegaron los reyes y combatieron, combatieron los reyes de Canaán, en Tanac, junto a las aguas de Meguido, mas no lograron botín de plata. Desde los cielos combatieron las estrellas, desde sus órbitas combatieron contra Sísara. El torrente Quisón los barrió, el viejo torrente, el torrente Quisón. ¡Avanza, alma mía, con denuedo! Cascos de caballos sacuden el suelo: ¡galopan, galopan los corceles! Maldecid a Meroz, maldecidla, dice el ángel del Señor, maldecid a sus moradores: porque no vinieron en ayuda del Señor, en ayuda del Señor, entre los héroes. Bendita entre las mujeres Jael, mujer de Jéber, el quenita; bendita sea entre las mujeres que habitan en tiendas. Pedía agua, le dio leche, en copa de príncipes nata le ofreció. Tendió la izquierda a la clavija, la diestra al martillo carpintero. Hirió a Sísara, le partió la cabeza, lo golpeó y le atravesó la sien; a sus pies se desplomó, se acostó y cayó; a sus pies se desplomó y cayó; allí se desplomó, y allí cayó destrozado. A la ventana se asoma y atisba la madre de Sísara, tras la celosía: «¿Por qué tarda en llegar su carro? ¿Por qué se retrasa el galopar de su carroza?». La más discreta de sus damas le responde; ella se lo repite a sí misma: «Se habrán apoderado del botín y lo reparten: una doncella, dos doncellas para cada guerrero; botín de paños de colores para Sísara, botín de paños de colores; un manto, dos mantos bordados para mi cuello». Perezcan así, Señor, todos tus enemigos, y sean tus amigos como el sol cuando sale con toda su fuerza. Y el país gozó de paz durante cuarenta años. Los israelitas hicieron lo que desagrada al Señor y el Señor los sometió durante siete años al dominio de Madián, que oprimió duramente a Israel. Para librarse de Madián, los israelitas se refugiaron en las hendiduras de las montañas, en las cuevas y en las cumbres escarpadas. Sembraba Israel, pero venía Madián con Amalec y los hijos de Oriente, atacaban a Israel, acampaban en sus tierras y arrasaban las cosechas de la región hasta cerca de Gaza. No dejaban ser vivo en Israel: ni ovejas, ni bueyes, ni asnos. Porque venían numerosos como plaga de langostas, con sus rebaños y sus tiendas y sus camellos que eran innumerables. Invadían el país y lo saqueaban, quedando Israel reducido a una gran miseria por causa de Madián. Suplicaron entonces los israelitas al Señor a causa de la opresión madianita y, ante su clamor, el Señor les envió un profeta que les dijo: —Esto dice el Señor, Dios de Israel: «Yo os hice subir de Egipto, os saqué de la casa de la esclavitud. Os libré de la mano de los egipcios y de todos los que os oprimían. Los expulsé ante vosotros, os di sus tierras, y os dije: Yo soy el Señor, vuestro Dios. No veneréis a los dioses de los amorreos, en cuya tierra habitáis; pero no habéis escuchado mi voz». Vino el ángel del Señor y se sentó bajo la encina de Ofrá, que pertenecía a Joás de Abiecer. Su hijo Gedeón estaba desgranando trigo en la bodega para ocultárselo a Madián, cuando el ángel del Señor se le apareció y le dijo: —El Señor está contigo, valiente guerrero. Contestó Gedeón: —Perdón, señor mío. Si el Señor está con nosotros, ¿cómo es que nos ocurre todo esto? ¿Dónde quedan todos esos prodigios que nos cuentan nuestros padres, cuando nos dicen que el Señor nos hizo salir de Egipto? Pero ahora el Señor nos ha abandonado, nos ha entregado en manos de Madián. El Señor se volvió hacia él y le dijo: —Vete y, con esa fuerza que tienes, salva a Israel del dominio de Madián. Soy yo el que te envío. Le respondió Gedeón: —Perdón, señor mío, ¿cómo voy a salvar yo a Israel? Mi clan es el más insignificante de la tribu de Manasés y yo el último en la familia de mi padre. El Señor le respondió: —Yo estaré contigo, y derrotarás a Madián como si se tratara de un solo hombre. Gedeón le dijo: —Si he alcanzado tu favor, dame una señal de que eres realmente tú el que estás hablando conmigo. No te marches de aquí, por favor, hasta que yo vuelva. Te traeré mi ofrenda y te la pondré delante. El ángel del Señor respondió: —Aquí me quedaré hasta que vuelvas. Gedeón se fue, preparó un cabrito y con una medida de harina hizo unas tortas sin levadura; puso la carne en un canastillo y el caldo en una olla, y se lo llevó todo debajo de la encina. Cuando se acercaba, le dijo el ángel del Señor: —Toma la carne y las tortas sin levadura, ponlas sobre esa roca y vierte el caldo. Gedeón lo hizo así. Entonces el ángel del Señor alargó la punta del bastón que tenía en la mano y tocó la carne y las tortas sin levadura. De la roca salió un fuego que consumió la carne y las tortas sin levadura. Y el ángel del Señor desapareció de su vista. Gedeón se dio cuenta de que era el ángel del Señor y exclamó: —¡Ay mi Dios y Señor, que he visto cara a cara al ángel del Señor! Pero el Señor le dijo: —La paz sea contigo. No temas, no morirás. Gedeón levantó allí un altar al Señor que llamó Señor-Paz y que todavía hoy está en Ofrá de Abiecer. Aquella misma noche el Señor dijo a Gedeón: —Toma el toro de tu padre, el de siete años; derriba el altar de Baal propiedad de tu padre y corta el árbol sagrado que está junto a él. Construye luego al Señor, tu Dios, en la cima de esa altura escarpada, un altar bien asentado. Toma el toro y quémalo en holocausto, con la leña del árbol que habrás cortado. Gedeón tomó consigo diez de sus criados e hizo como el Señor le había ordenado. Pero, como tenía miedo de su familia y de la gente de la ciudad, en lugar de hacerlo de día, lo hizo de noche. A la mañana siguiente, cuando se levantó la gente de la ciudad, el altar de Baal estaba derruido, el árbol sagrado que se alzaba junto a él, cortado; y el toro que había sido ofrecido en holocausto estaba sobre el nuevo altar. Se decían unos a otros: —¿Quién lo habrá hecho? Hechas las oportunas averiguaciones dijeron: —Lo ha hecho Gedeón, el hijo de Joás. La gente de la ciudad dijo entonces a Joás: —Entréganos a tu hijo, y que muera, porque ha derruido el altar de Baal y ha cortado el árbol sagrado que se alzaba a su lado. Joás respondió a todos los que tenía delante: —¿Es que vais a salir vosotros en defensa de Baal? ¿Os corresponde a vosotros salvarlo? El que salga en defensa de Baal, será hombre muerto antes del amanecer. Si Baal es dios, que se defienda a sí mismo, ya que le han destruido el altar. Aquel día le apodaron a Gedeón «Jerubaal», porque comentaron: —¡Que Baal se defienda, pues le han destruido el altar! Todo Madián, Amalec y los hijos de Oriente se aliaron, cruzaron el Jordán y acamparon en la llanura de Jezrael. El espíritu del Señor invadió a Gedeón que tocó la trompeta de guerra y Abiecer se reunió con él. Envió mensajeros por todo Manasés que respondió a su llamada; y también por Aser, Zabulón y Neftalí, que se unieron a él. Gedeón dijo a Dios: —Si verdaderamente vas a servirte de mí para salvar a Israel, como has dicho, lo comprobaré tendiendo un vellón sobre la era; si el rocío empapa solamente el vellón y todo el suelo alrededor queda seco, sabré que te servirás de mí para salvar a Israel, como me has prometido. Así sucedió. Gedeón se levantó de madrugada, estrujó el vellón y con el rocío llenó de agua una vasija. Gedeón dijo a Dios: —No te enojes contra mí si me atrevo a hablarte otra vez. Déjame, por favor, que haga una última prueba con el vellón: que solo el vellón permanezca seco y que el rocío empape todo el suelo alrededor. Así lo hizo Dios aquella noche. Quedó seco solamente el vellón mientras el rocío empapó todo el suelo alrededor. Jerubaal (o sea, Gedeón) se levantó de madrugada, así como toda su gente, y acampó junto a En Jarod. El campamento de Madián quedaba al norte, al pie de la colina de Moré, en el valle. El Señor dijo a Gedeón: —Esa gente que te acompaña es demasiada para que yo pueda entregarles a Madián; se podría enorgullecer Israel a mi costa diciendo: «¡Es mi fuerza la que me ha salvado!». Así pues, difunde entre la gente este pregón: «El que tenga miedo y tiemble, que se vuelva». Gedeón los puso así a prueba. Y se retiraron veintidós mil hombres de gente reclutada, quedando solo diez mil. El Señor dijo a Gedeón: —Son todavía demasiados; hazlos bajar a la fuente y allí los someteré a examen. Aquel de quien yo te diga que vaya contigo, irá contigo. Y aquel de quien yo te diga que no vaya contigo, no irá. Gedeón hizo bajar la gente hasta la fuente. Y el Señor le dijo: —A todos los que laman el agua con la lengua como lo hace un perro, ponlos a un lado; y a todos los que se arrodillen para beber, ponlos al otro. Los que lamieron el agua (llevándosela con las manos a la boca) resultaron ser trescientos. Todo el resto de la gente se arrodilló para beber. Entonces el Señor dijo a Gedeón: —Con los trescientos hombres que han lamido el agua os salvaré, y pondré a Madián en tus manos. Que todos los demás regresen a su casa. Los elegidos se pertrecharon oportunamente y tomaron sus trompetas de guerra. A los restantes israelitas, Gedeón los mandó a su casa y se quedó solo con los trescientos hombres. Madián había acampado abajo, en el valle. Aquella noche el Señor dijo a Gedeón: —¡Ánimo!, baja al campamento, porque lo he puesto en tus manos. Pero, si te da miedo bajar solo al campamento, que te acompañe tu criado Purá, y escucha lo que dicen. Cobrarás ánimo y no dudarás en atacar el campamento. Bajó, pues, hasta las mismas avanzadillas del campamento, acompañado de su criado Purá. Madián, Amalec y todos los hijos de Oriente habían inundado el valle, numerosos como plaga de langostas, y sus camellos eran incontables como la arena de la playa. Cuando se acercó Gedeón, un hombre estaba contando un sueño a su vecino. Le decía: —He tenido un sueño: una hogaza de pan de cebada rodaba por el campamento de Madián. Llegó hasta la tienda, chocó contra ella y la volcó de arriba abajo. El vecino le respondió: —Eso no puede ser otra cosa que la espada de Gedeón, hijo de Joás, el israelita. Dios ha puesto en sus manos a Madián y a todo el campamento. Cuando Gedeón escuchó el sueño y su interpretación, adoró al Señor. Regresó luego al campamento de Israel y dijo: —¡Ánimo!, pues el Señor ha puesto en vuestras manos el campamento de Madián. Gedeón dividió a los trescientos hombres en tres cuerpos. Les dio a cada uno una trompeta de guerra y un cántaro vacío, con una antorcha dentro de cada cántaro. Y les dijo: —Fijaos en mí y haced lo que yo haga. Cuando llegue yo al borde del campamento, haced lo que yo haga. Yo y todos los que estén conmigo tocaremos las trompetas; entonces vosotros también tocad las trompetas alrededor del campamento y gritad: «¡Por el Señor y por Gedeón!». Gedeón y los cien hombres que le acompañaban llegaron al borde del campamento cuando comenzaba la guardia de la medianoche y se acababa de hacer el relevo de los centinelas. Tocaron, entonces, las trompetas de guerra y rompieron los cántaros que llevaban en la mano; los tres cuerpos del ejército tocaron las trompetas, y rompieron los cántaros; en la izquierda tenían las antorchas y en la derecha las trompetas para poder tocarlas. Y gritaron: —¡Por el Señor y por Gedeón! Y se quedaron todos quietos, cada uno en su puesto, alrededor del campamento. Todo el campamento se despertó y, lanzando alaridos, se dieron a la fuga. Mientras los trescientos de Gedeón tocaban las trompetas de guerra, el Señor hizo que los madianitas se mataran unos a otros por todo el campamento y que salieran huyendo hacia Bet Sitá y Sartán, hasta la ribera de Abel Mejolá, frente a Tabat. Entonces los israelitas de Neftalí, de Aser y de todo Manasés se reunieron y persiguieron a Madián. Gedeón envió mensajeros que fueron avisando por toda la montaña de Efraín: —Bajad al encuentro de Madián y cortadles la retirada ocupando los vados del Jordán hasta Bet Bará. Se reunieron todos los hombres de Efraín y ocuparon los vados del Jordán hasta Bet Bará. Hicieron prisioneros a los dos jefes de Madián, Oreb y Zeb; mataron a Oreb en la Peña de Oreb y a Zeb en el Lagar de Zeb. Y, tras perseguir a Madián, presentaron a Gedeón las cabezas de Oreb y Zeb, al otro lado del Jordán. Los de Efraín dijeron a Gedeón: —¿Qué nos has hecho? ¿Cómo no has contado con nosotros cuando has ido a combatir contra Madián? Y discutieron con él violentamente. Gedeón les respondió: —¿Qué vale lo que he hecho yo en comparación con lo que habéis hecho vosotros? ¿No vale más la rebusca de Efraín que la vendimia de Abiecer? Dios os ha entregado a Oreb y a Zeb, los jefes de Madián. ¿Qué he hecho yo en comparación con vosotros? Con estas palabras que les dijo, se calmó su enfado contra Gedeón. Gedeón llegó al Jordán y lo atravesó. Pero tanto él como los trescientos hombres que llevaba consigo estaban agotados por la persecución. Dijo, pues, a la gente de Sucot: —Por favor, dadle unas hogazas de pan a la tropa que me sigue, porque está agotada, y yo voy persiguiendo a Cébaj y a Salmuná, reyes de Madián. Los jefes de Sucot le respondieron: —¿Acaso tienes ya en tu poder a Cébaj y Salmuná para que suministremos pan a tu ejército? Gedeón les respondió: —Bien; cuando el Señor me haya entregado a Cébaj y a Salmuná, os desgarraré las carnes con cardos y espinas del desierto. De allí subió a Penuel y les habló de igual manera. Pero la gente de Penuel le respondió como lo había hecho la gente de Sucot. Gedeón contestó también a los de Penuel: —Cuando regrese vencedor, derribaré esa torre. Cébaj y Salmuná estaban en Carcor con sus tropas, unos quince mil hombres, todos los que habían quedado del ejército de los hijos de Oriente. Los guerreros que habían caído eran ciento veinte mil. Gedeón subió por la ruta de los beduinos, al este de Nóbaj y de Jogboá, y atacó al campamento, que se creía ya seguro. Cébaj y Salmuná lograron huir. Pero él los persiguió e hizo prisioneros a estos dos reyes de Madián, Cébaj y Salmuná. Y destruyó todo su ejército. Después de la batalla, Gedeón, hijo de Joás, volvió por la pendiente de Jares. Detuvo a un joven de la gente de Sucot, lo interrogó, y él le dio por escrito los nombres de los jefes de Sucot y de los ancianos: setenta y siete hombres. Gedeón se dirigió entonces a la gente de Sucot y les dijo: —Aquí tenéis a Cébaj y a Salmuná, a cuenta de los cuales os burlasteis de mí diciendo: «¿Acaso tienes ya en tu poder a Cébaj y a Salmuná para que tengamos que suministrar pan a tus tropas agotadas?». Apresó entonces a los ancianos de la ciudad y, recogiendo espinas y cardos del desierto, desgarró las carnes de los hombres de Sucot. Derribó la torre de Penuel y mató a los habitantes de la ciudad. Luego dijo a Cébaj y a Salmuná: —¿Cómo eran los hombres que matasteis en el Tabor? Ellos respondieron: —Eran como tú; cualquiera de ellos parecía un hijo de rey. Respondió Gedeón: —Eran mis hermanos, hijos de mi madre. ¡Vive el Señor, que, si los hubieseis dejado con vida, no os mataría yo ahora! Y dijo a Jéter, su hijo mayor: —¡Anda! ¡Mátalos! Pero el muchacho no desenvainó la espada; no se atrevía, porque era todavía un muchacho. Cébaj y Salmuná dijeron: —Anda, mátanos tú, pues un hombre se mide por su valentía. Gedeón se levantó, mató a Cébaj y a Salmuná y se quedó con las lunetas que llevaban al cuello sus camellos. Los hombres de Israel dijeron a Gedeón: —Reina tú sobre nosotros; tú, tu hijo y tu nieto, pues nos has salvado del dominio de Madián. Pero Gedeón les respondió: —No seré yo quien reine sobre vosotros; ni yo ni mi hijo. Vuestro rey será el Señor. Y añadió Gedeón: —Os voy a pedir una cosa: que cada uno de vosotros me dé un anillo de su botín. (Porque los vencidos eran ismaelitas y tenían anillos de oro). Respondieron ellos: —Te los damos con mucho gusto. Extendió él su manto y ellos echaron en él cada uno un anillo de su botín. El peso de los anillos de oro que les había pedido fue de mil setecientos siclos de oro, sin contar las lunetas, los pendientes y los vestidos de púrpura de los reyes de Madián, ni los collares que pendían del cuello de sus camellos. Gedeón hizo con todo ello un efod, que colocó en su ciudad, en Ofrá. Y todo Israel le rindió culto, lo que vino a ser una trampa para Gedeón y su familia. De esta manera Madián quedó sometido a los israelitas, y no volvió a levantar cabeza. El país gozó de paz durante cuarenta años, mientras vivió Gedeón. Se fue, pues, Jerubaal, hijo de Joás, y se quedó en su casa. Gedeón tuvo setenta hijos, todos engendrados por él, pues tenía muchas mujeres. Y una concubina que tenía en Siquén le dio también un hijo, al que puso por nombre Abimélec. Y murió Gedeón, hijo de Joás, tras una dichosa vejez, y fue enterrado en la sepultura de su padre Joás, en Ofrá de Abiecer. Después de la muerte de Gedeón, los israelitas volvieron a rendir culto a los Baales y eligieron por dios a Baal Berit. Los israelitas se olvidaron del Señor, su Dios, que los había librado de la mano de todos los enemigos de alrededor. Y no fueron agradecidos con la casa de Jerubaal-Gedeón, a pesar de todo el bien que había hecho a Israel. Abimélec, hijo de Jerubaal, marchó a Siquén, donde vivían los hermanos de su madre, y les propuso este plan a ellos y a todo el clan de su madre: —Pregonad esto, por favor, a todos los señores de Siquén: «¿Qué os conviene más, que os estén mandando setenta hombres, todos los hijos de Jerubaal, o que os mande uno solo? Recordad, además, que yo formo parte de vuestra familia». Los hermanos de su madre hablaron de él en los mismos términos a todos los señores de Siquén, y el corazón de estos se inclinó hacia Abimélec, porque se decían: «Es nuestro hermano». Le dieron setenta siclos de plata del templo de Baal Berit, con los que Abimélec contrató a unos hombres miserables y vagabundos, que se fueron con él. Se dirigió a casa de su padre, a Ofrá, y mató a sus hermanos, los hijos de Jerubaal, setenta hombres en total, sobre una misma piedra. Solo escapó Jotán, el hijo pequeño de Jerubaal, porque se escondió. Luego se reunieron todos los señores de Siquén y de Bet Miló, y proclamaron rey a Abimélec junto a la encina de la estela que hay en Siquén. Le informaron de esto a Jotán, que subió a la cumbre del monte Garizín, alzó la voz y gritó: Escuchadme, señores de Siquén, y que Dios os escuche. Una vez los árboles se fueron para ungir a uno como su rey. Y dijeron al olivo: «Sé tú nuestro rey». Les respondió el olivo: «¿Voy a renunciar a mi aceite honra de dioses y humanos, para ir a mecerme por encima de los árboles?». Los árboles dijeron a la higuera: «Ven tú y reina sobre nosotros». Les respondió la higuera: «¿Voy a renunciar a mi dulzura y a mi sabroso fruto, para ir a mecerme por encima de los árboles?». Los árboles dijeron a la vid: «Ven tú y reina sobre nosotros». Les respondió la vid: «¿Voy a renunciar a mi mosto, alegría de dioses y de humanos, para ir a mecerme por encima de los árboles?». Todos los árboles dijeron a la zarza: «Ven tú y reina sobre nosotros». La zarza respondió a los árboles: «Si de veras venís a ungirme para que reine sobre vosotros, venid y cobijaos a mi sombra. Y si no, que brote fuego de la zarza y devore los cedros del Líbano». Pues bien, ¿es que habéis obrado con sinceridad y lealtad al elegir rey a Abimélec? ¿Os habéis portado bien con Jerubaal y su familia y lo habéis tratado según merecía? Mi padre combatió por vosotros, arriesgó su vida, os libró de la mano de Madián; vosotros, en cambio, os habéis alzado hoy contra la familia de mi padre, habéis asesinado a sus hijos, setenta hombres sobre una misma piedra, y habéis puesto por rey sobre los señores de Siquén a Abimélec, el hijo de una esclava suya, con el pretexto de que él es hermano vuestro. Si habéis obrado con sinceridad y lealtad con Jerubaal y con su familia en el día de hoy, que Abimélec sea vuestra alegría y vosotros la suya. Pero si no, que salga fuego de Abimélec y devore a los señores de Siquén y de Bet Miló; y que salga fuego de los señores de Siquén y Bet Miló y devore a Abimélec. Después de esto, Jotán huyó y se puso a salvo en Beer, donde se estableció, lejos del alcance de su hermano Abimélec. Abimélec gobernó durante tres años en Israel. Pero Dios envió un espíritu de discordia entre Abimélec y los señores de Siquén hasta el punto de que estos traicionaron a Abimélec, para que el crimen cometido contra los setenta hijos de Jerubaal fuera vengado y su sangre cayera sobre su hermano Abimélec, que los había asesinado, y sobre los señores de Siquén que le habían ayudado a asesinar a sus hermanos. Los señores de Siquén pusieron contra él emboscadas en las cumbres de los montes y saqueaban a todo el que pasaba cerca por el camino. Se dio aviso de ello a Abimélec. Gaal, hijo de Obed, acompañado de sus hermanos, vino a Siquén y se ganó la confianza de los señores de Siquén. Salieron estos al campo a vendimiar sus viñas, pisaron las uvas, hicieron fiesta y entraron en el templo de su dios. Comieron y bebieron y maldijeron a Abimélec. Entonces Gaal, hijo de Obed, exclamó: —¿Quién es Abimélec y quién es Siquén para que tengamos que servirlos? ¿No es verdad que tanto el hijo de Jerubaal, como Zebul, su lugarteniente, sirvieron a la gente de Jamor, padre de Siquén? ¿Por qué hemos de servirles ahora nosotros? ¡Ojalá tuviera poder sobre este pueblo! Yo derrocaría a Abimélec y le diría: «Organiza tu ejército y sal a pelear». Al enterarse Zebul, gobernador de la ciudad, de la propuesta de Gaal, hijo de Obed, montó en cólera y envió secretamente mensajeros a Abimélec, con este aviso: —Gaal, hijo de Obed, ha llegado a Siquén con sus hermanos y está soliviantando a la ciudad contra ti. Sal esta misma noche, con la gente que tienes contigo, y pon una emboscada en el campo; por la mañana temprano, en cuanto amanezca, te pones en marcha y atacas a la ciudad. Cuando Gaal salga a tu encuentro con su gente, harás con él lo que te acomode. Abimélec salió de noche con todas las tropas de que disponía y pusieron una emboscada frente a Siquén, repartiéndose en cuatro grupos. Cuando Gaal, hijo de Obed, salió y se detuvo a la entrada de la puerta de la ciudad, Abimélec y la tropa que lo acompañaba surgieron de la emboscada. Gaal vio la tropa y dijo a Zebul: —Mira cuánta gente baja de las cumbres de los montes. Zebul le respondió: —Es la sombra de los montes lo que ves y te parecen hombres. Gaal insistió: —No, sino que es gente que baja por la ladera del Ombligo de la Tierra; y otro grupo viene por el camino de la encina de los Adivinos. Zebul le dijo entonces: —¿Dónde está ahora lo que decías: «¿Quién es Abimélec para que le sirvamos?». ¿No es esa la gente que despreciabas? Sal, pues, ahora y hazles frente. Gaal salió al mando de los señores de Siquén y presentó batalla a Abimélec. Abimélec persiguió a Gaal, pero este se le escapó; y muchos cayeron muertos antes de alcanzar la puerta de la ciudad. Abimélec se volvió a su residencia de Arumá; y Zebul expulsó a Gaal y a sus hermanos y no les dejó habitar en Siquén. Al día siguiente la gente de Siquén salió al campo. Informado de ello, Abimélec dividió su tropa en tres cuerpos y puso una emboscada en el campo. Cuando vio que la gente salía de la ciudad, cayó sobre ellos y los derrotó. Abimélec, con la parte de la tropa que estaba con él, atacó y tomó posiciones a la entrada de la puerta de la ciudad; los otros dos cuerpos de la tropa se lanzaron contra los que estaban en el campo y los derrotaron. Abimélec estuvo el día entero atacando a la ciudad. Cuando se apoderó de ella, mató a la población, arrasó la ciudad y la sembró de sal. Al saberlo, los señores de Torre de Siquén se refugiaron en la cripta del templo de El Berit. Se comunicó a Abimélec que todos los señores de Torre de Siquén estaban refugiados en el mismo lugar. Entonces Abimélec subió al monte Salmón con toda su tropa, cortó una rama de árbol con un hacha, se echó al hombro la rama y dijo a la tropa que lo acompañaba: —¡Deprisa! Haced lo que me veis hacer. Todos sus hombres cortaron cada uno su rama; luego siguieron a Abimélec, pusieron las ramas encima de la cripta y prendieron fuego a la cripta con los señores de Siquén dentro. Así murieron también todos los habitantes de Torre de Siquén, unos mil entre hombres y mujeres. Después marchó Abimélec contra Tebes, la asedió y la conquistó. Había en medio de la ciudad una torre fortificada, y en ella se refugiaron todos los hombres y mujeres, y todos los señores de la ciudad. Cerraron por dentro y subieron a la terraza de la torre. Abimélec llegó hasta la torre, la atacó y se acercó a la puerta de la torre para prenderle fuego. Entonces una mujer le arrojó una muela de molino a la cabeza y le partió el cráneo. Él llamó enseguida a su escudero y le dijo: —Saca tu espada y mátame. Para que no se diga de mí que una mujer me dio muerte. Su escudero lo atravesó con la espada, y murió. Cuando la gente de Israel vio que Abimélec había muerto, se volvió cada uno a su casa. Así devolvió Dios a Abimélec el mal que había hecho a su padre Jerubaal matando a sus setenta hermanos. Y también hizo Dios recaer sobre la cabeza de la gente de Siquén toda su maldad. De este modo cayó sobre ellos la maldición de Jotán, hijo de Jerubaal. Después de Abimélec surgió, para salvar a Israel, Tolá, hijo de Puá, hijo de Dodó. Era de la tribu de Isacar y habitaba en Samir, en la montaña de Efraín. Fue juez de Israel durante veintitrés años. Murió y fue sepultado en Samir. Tras él surgió Jaír, de Galaad. Fue juez de Israel durante veintidós años. Tuvo treinta hijos que montaban treinta asnos y tenían treinta poblados, que se llaman todavía hoy aldeas de Jaír, en el país de Galaad. Murió Jaír y fue sepultado en Camón. Los israelitas volvieron a hacer lo que desagrada al Señor: rindieron culto a los Baales y a las Astartés, a los dioses de Aram y Sidón, a los dioses de Moab, a los de los amonitas y a los de los filisteos. Abandonaron al Señor y ya no le rendían culto. Entonces se encolerizó el Señor contra los israelitas y los dejó a merced de los filisteos y de los amonitas. Estos molestaron y oprimieron durante dieciocho años a todos los israelitas que vivían en Transjordania, en el país amorreo de Galaad. Los amonitas cruzaron el Jordán para atacar también a Judá, a Benjamín y a los de Efraín; e Israel pasó por un grave aprieto. Los israelitas suplicaron al Señor diciendo: —Hemos pecado contra ti, Señor, al abandonarte a ti, nuestro Dios, para rendir culto a los Baales. Y el Señor respondió a los israelitas: —Cuando los egipcios, los amorreos, los amonitas, los filisteos, los sidonios, Amalec y Madián os oprimían y me suplicasteis, ¿no os libré de ellos? Sin embargo, vosotros me habéis abandonado para rendir culto a otros dioses. Por eso no he de salvaros ya más. Id y suplicad a los dioses que habéis elegido: que os salven ellos en la hora de vuestra angustia. Los israelitas respondieron al Señor: —Hemos pecado. Haz con nosotros lo que te plazca; pero, por favor, hoy sálvanos. Quitaron de en medio los dioses extranjeros y dieron culto al Señor que ya no pudo soportar más la aflicción de Israel. Los amonitas se concentraron y vinieron a acampar en Galaad. Los israelitas se reunieron y acamparon en Mispá. La gente se decía: —¿Quién será el primero que ataque a los amonitas? El que lo haga, será el caudillo de todos los habitantes de Galaad. Jefté, el galaadita, era un valiente guerrero. Era hijo de una prostituta y su padre era Galaad. Pero Galaad tuvo también hijos de su esposa legítima. Cuando estos hijos crecieron, echaron de casa a Jefté diciéndole: —Tú no heredarás a nuestro padre, porque eres hijo de una mujer extraña. Jefté huyó lejos de sus hermanos y se quedó en el país de Tob. Se le unió una banda de gente miserable y juntos hacían incursiones. Andando el tiempo, los amonitas declararon la guerra a Israel. Cuando los amonitas atacaron a Israel, los ancianos de Galaad fueron al país de Tob a buscar a Jefté. Le dijeron: —Ven, sé nuestro caudillo en la guerra contra los amonitas. Pero Jefté respondió a los ancianos de Galaad: —¿No sois vosotros los que me odiabais y me echasteis de la casa de mi padre? ¿Por qué ahora, que estáis en un aprieto, acudís a mí? Los ancianos de Galaad replicaron a Jefté: —Por eso mismo ahora acudimos a ti: ven con nosotros, ataca a los amonitas y sé nuestro jefe y el de todos los que habitamos en Galaad. Jefté respondió a los ancianos de Galaad: —Si me hacéis volver para combatir a los amonitas y el Señor me los entrega, yo seré vuestro jefe. Respondieron a Jefté los ancianos de Galaad: —Que el Señor nos lo demande si no hacemos lo que dices. Jefté se fue con los ancianos de Galaad y el pueblo lo nombró su jefe y caudillo. Jefté repitió todas sus condiciones ante el Señor, en Mispá. Jefté envió mensajeros al rey de los amonitas con este mensaje: —¿Qué te he hecho yo para que vengas a atacarme en mi propia tierra? El rey de los amonitas respondió a los mensajeros de Jefté: —Cuando Israel salió de Egipto, se apoderó de mi tierra desde el Arnón hasta el Yaboc y el Jordán. Así que ahora devuélvemela y quedaremos en paz. Jefté envió de nuevo mensajeros al rey de los amonitas para decirle: —Esto dice Jefté: Israel no se apoderó ni de la tierra de Moab ni de la tierra de los amonitas. Cuando Israel salió de Egipto, caminó por el desierto hasta el mar Rojo y llegó a Cadés. Entonces Israel envió mensajeros al rey de Edom para decirle: «Déjame, por favor, pasar por tu país». Pero el rey de Edom no les hizo caso. Envió también mensajeros al rey de Moab, el cual también se negó. Entonces Israel se quedó en Cadés. Luego, avanzando por el desierto, bordeó Edom y Moab y llegó al oriente del país de Moab. Acamparon al otro lado del Arnón, sin cruzar la frontera de Moab (pues el Arnón es la frontera de Moab). Israel envió mensajeros a Sijón, rey de los amorreos, que reinaba en Jesbón, y le dijo: «Déjame, por favor, pasar por tu tierra hasta llegar a mi tierra». Pero Sijón no solo le negó a Israel el paso por su territorio, sino que reunió toda su gente, acampó en Jasá, y atacó a Israel. El Señor, Dios de Israel, entregó a Sijón y a toda su gente en manos de Israel, que los derrotó, y así conquistó Israel todo el país de los amorreos que habitaban allí. Conquistaron todo el territorio de los amorreos, desde el Arnón hasta el Yaboc y desde el desierto hasta el Jordán. Si, pues, el Señor, Dios de Israel, quitó su heredad a los amorreos para dársela a su pueblo Israel, ¿ahora se la vas a arrebatar tú? ¿No posees todo lo que tu dios Quemós quitó a sus propietarios para dártelo a ti? Igualmente nosotros poseemos todo lo que el Señor nuestro Dios quitó a sus propietarios para dárnoslo a nosotros. ¿Vas a ser tú más que Balac, hijo de Zipor, rey de Moab? ¿Acaso pudo él prevalecer en su lucha contra Israel? Hace ya trescientos años que Israel está establecido en Jesbón y en sus aldeas, en Aroer y en sus aldeas y en todos los poblados que están a ambos lados del Arnón, ¿cómo es que no lo habéis recuperado en todo ese tiempo? Yo no te he ofendido; eres tú el que te portas mal conmigo declarándome la guerra. El Señor sea juez hoy entre israelitas y amonitas. Pero el rey de los amonitas hizo caso omiso del mensaje que le envió Jefté. El espíritu del Señor se apoderó de Jefté, que recorrió Galaad y Manasés, llegó a Mispá de Galaad y desde Mispá de Galaad se adentró en el territorio de los amonitas. Y Jefté hizo un voto al Señor: —Si entregas en mis manos a los amonitas, el primero que salga a mi encuentro por las puertas de mi casa cuando regrese después de haber vencido a los amonitas, lo consagraré al Señor y lo ofreceré en holocausto. Jefté se adentró en territorio amonita para atacarlos, y el Señor se los entregó. Los persiguió desde Aroer hasta cerca de Minit (veinte poblados) y hasta Abel Queramín. La derrota fue total y los amonitas quedaron sometidos a los israelitas. Cuando Jefté volvía a su casa de Mispá, su hija le salió al encuentro bailando al son de las panderetas. Era su única hija; no tenía otros hijos ni otras hijas. Al verla, rasgó sus vestiduras y gritó: —¡Ay, hija mía, me has destrozado! ¿Por qué has de ser tú la causa de mi desgracia? Me comprometí ante el Señor y no puedo volverme atrás. Ella le respondió: —Padre mío, puesto que te has comprometido ante el Señor, haz conmigo lo que prometiste, ya que el Señor te ha concedido vengarte de tus enemigos, los amonitas. Después dijo a su padre: —Solo te pido que me concedas esta gracia: déjame vagar dos meses por los montes y llorar mi virginidad con mis compañeras. Su padre le dijo: —Vete. Y la dejó marchar por el tiempo de dos meses. Ella se fue con sus compañeras y anduvo por los montes llorando su virginidad. Al cabo de los dos meses, volvió a casa de su padre y él cumplió con ella el voto que había hecho. La joven no había tenido relaciones con varón. Y se hizo costumbre en Israel que las jóvenes israelitas se lamentasen todos los años durante cuatro días por la hija de Jefté, el galaadita. Los de Efraín se juntaron, cruzaron el Jordán en dirección a Safón y dijeron a Jefté: —¿Por qué has ido a combatir contra los amonitas y no nos has invitado a acompañarte? Vamos a prender fuego a tu casa contigo dentro. Jefté les respondió: —Cuando yo y los míos tuvimos un gran conflicto con los amonitas, os pedí ayuda y no me la disteis. Como vi que nadie venía a ayudarme, arriesgué mi vida, combatí contra los amonitas y el Señor los entregó en mis manos. ¿Por qué, pues, venís hoy contra mí para hacerme la guerra? Jefté reunió a todos los hombres de Galaad y atacó a Efraín; los de Galaad derrotaron a los de Efraín, y eso que estos solían decir: «Vosotros los galaaditas no sois más que fugitivos de Efraín, unas veces en medio de Efraín, otras en medio de Manasés». Galaad cortó a Efraín los vados del Jordán. Cuando los fugitivos de Efraín decían: «Dejadme pasar», los hombres de Galaad les preguntaban: «¿Eres de Efraín?». Si respondía: «No», le añadían: «Pues di Shibólet». Pero si no podía pronunciarlo correctamente y decía: «Sibólet», entonces le echaban mano y lo degollaban junto a los vados del Jordán. Perecieron en aquella ocasión cuarenta y dos mil hombres de Efraín. Jefté fue juez en Israel durante seis años. Cuando Jefté, el galaadita, murió, fue sepultado en su ciudad de Galaad. Después de Jefté fue juez en Israel Ibsán de Belén. Tenía treinta hijos y treinta hijas. A estas las casó fuera y para sus hijos trajo treinta mujeres de fuera. Fue juez en Israel durante siete años. Murió Ibsán y fue sepultado en Belén. Después de Ibsán fue juez en Israel Elón, de Zabulón. Juzgó a Israel durante diez años. Murió Elón de Zabulón y fue sepultado en Ayalón, en tierra de Zabulón. Después de Elón fue juez en Israel Abdón, hijo de Hilel, de Piratón. Tuvo cuarenta hijos y treinta nietos, que montaban setenta pollinos. Juzgó a Israel durante ocho años. Murió Abdón, hijo de Hilel, de Piratón, y fue sepultado en Piratón, en tierra de Efraín, en el monte de Amalec. Los israelitas volvieron a hacer lo que desagrada al Señor y el Señor los dejó a merced de los filisteos durante cuarenta años. Había un hombre en Sorá, de la tribu de Dan, llamado Manóaj. Su mujer era estéril y no había tenido hijos. El ángel del Señor se apareció a esta mujer y le dijo: —Mira, eres estéril y no has tenido hijos, pero vas a concebir y darás a luz un hijo. En adelante guárdate de beber vino o bebidas fermentadas y no comas nada impuro. Porque vas a concebir y a dar a luz un hijo. No pasará la navaja por su cabeza, porque el niño será un consagrado a Dios desde el vientre de su madre. Él librará a Israel del dominio filisteo. La mujer fue a decírselo a su marido: —Un hombre de Dios ha venido a verme; su aspecto era sobrecogedor, como el de un ángel de Dios. No le he preguntado de dónde venía ni él me ha manifestado su nombre. Pero me ha dicho: «Vas a concebir y a dar a luz un hijo. En adelante no bebas vino ni bebida fermentada y no comas nada impuro, porque el niño será un consagrado a Dios desde el vientre de su madre hasta el día de su muerte». Manóaj invocó al Señor de esta manera: —Te ruego, Señor, que el hombre de Dios que has enviado venga otra vez a vernos y nos instruya sobre lo que tenemos que hacer con el niño cuando nazca. Dios escuchó a Manóaj y el ángel de Dios se le presentó otra vez a la mujer cuando estaba ella sentada en el campo. Su marido Manóaj no estaba con ella. La mujer corrió enseguida a informar a su marido: —Mira, aquel hombre que vino a verme el otro día, se me ha aparecido. Manóaj se levantó y, siguiendo a su mujer, llegó donde estaba el hombre y le dijo: —¿Eres tú el que ha hablado con esta mujer? Él respondió: —Yo soy. Le dijo Manóaj: —Cuando tu palabra se cumpla, ¿cuál deberá ser el estilo de vida y la conducta del niño? El ángel del Señor respondió a Manóaj: —Deberá abstenerse de todo lo que indiqué a esta mujer. No probará nada de lo que procede de la vid, no beberá vino ni bebida fermentada, ni comerá nada impuro; así observará todo lo que le he mandado. Manóaj dijo entonces al ángel del Señor: —Por favor, permanece un poco más con nosotros y te prepararemos un cabrito. Porque Manóaj no sabía que era el ángel del Señor. Pero el ángel del Señor dijo a Manóaj: —Aunque me obligues a quedarme, no probaré tu comida. Pero, si quieres, prepara un holocausto y ofréceselo al Señor. Manóaj preguntó entonces al ángel del Señor: —¿Cómo te llamas, para que, cuando se cumpla tu palabra, te lo podamos agradecer? El ángel del Señor le respondió: —¿Por qué me preguntas el nombre? Es misterioso. Manóaj tomó el cabrito y la ofrenda y se lo ofreció sobre la roca en holocausto al Señor, el que actúa misteriosamente, mientras Manóaj y su mujer lo contemplaban. Cuando la llama se elevó desde el altar hacia el cielo, el ángel del Señor subió en la llama. Manóaj y su mujer, que lo estaban contemplando, cayeron rostro en tierra. Al desaparecer el ángel del Señor de la vista de Manóaj y de su mujer, Manóaj comprendió que era el ángel del Señor. Y dijo Manóaj a su mujer: —Seguro que vamos a morir, porque hemos visto a Dios. Su mujer le respondió: —Si el Señor hubiera querido matarnos, no habría aceptado de nuestra mano el holocausto ni la ofrenda, ni nos habría revelado todas estas cosas, ni nos habría hecho oír cosa semejante. La mujer dio a luz un hijo y le puso de nombre Sansón. El niño creció y el Señor lo bendijo. Y el espíritu del Señor comenzó a actuar por medio de él en el Campamento de Dan, entre Sorá y Estaol. Sansón bajó a Timná y vio allí a una mujer filistea. Regresó a Sorá y dijo a su padre y a su madre: —He visto en Timná una mujer filistea: conseguídmela por esposa. Su padre y su madre le replicaron: —¿Es que no hay ninguna mujer en tu tribu o en todo nuestro pueblo, para que tengas que elegir esposa entre esos filisteos incircuncisos? Sansón respondió a su padre: —Consígueme esa, porque esa es la que me gusta. Ni su padre ni su madre sabían que esto venía del Señor, que buscaba un pretexto contra los filisteos, pues por aquel tiempo los filisteos tiranizaban a Israel. Sansón bajó a Timná y, al llegar a las viñas de Timná, un cachorro de león le salió al paso rugiendo. El espíritu del Señor invadió a Sansón y, sin nada en la mano, desgarró al león como se desgarra un cabrito; pero no contó ni a su padre ni a su madre lo que había hecho. Luego bajó a Timná, habló con la mujer y quedó prendado de ella. Pasado algún tiempo, volvió Sansón para concertar con ella el compromiso matrimonial. Al regresar dio un rodeo para ver el cadáver del león y resultó que en el esqueleto del león había un enjambre de abejas con un panal de miel. Tomó el panal en las manos y, mientras caminaba, se lo iba comiendo. Cuando llegó a casa de su padre y su madre, les dio miel y comieron; pero no les dijo que la había encontrado en el esqueleto del león. Bajaron Sansón y su padre adonde residía la mujer y dieron una fiesta como es costumbre entre los jóvenes. Los filisteos, por su parte, eligieron treinta mozos para acompañarlo. Sansón les dijo: —Os voy a proponer una adivinanza. Si me la resolvéis correctamente dentro de los siete días de la fiesta, os daré treinta túnicas y treinta mudas. Pero si no lográis resolverla, vosotros me daréis a mí treinta túnicas y treinta mudas. Ellos le dijeron: —Propón tu adivinanza, que te escuchamos. Sansón les dijo: «Del que come salió comida, y del fuerte salió dulzura». Pasaron tres días y no consiguieron resolver la adivinanza. Al cuarto día dijeron a la mujer de Sansón: —Consigue que tu marido nos descifre la adivinanza. De otro modo, tú y tu familia seréis pasto de las llamas. ¿O es que nos habéis invitado para robarnos? La mujer de Sansón se puso a lloriquearle, y le decía: —Tú me odias, no me amas. Has propuesto una adivinanza a mi gente y no me la quieres descifrar. Sansón le respondió: —No se la he descifrado a mi padre ni a mi madre ¿y te la voy a descifrar a ti? Ella estuvo lloriqueándole los siete días que duró la fiesta. Hasta que al séptimo día se la descifró, porque lo tenía aburrido. Acto seguido, ella comunicó a su gente la solución del enigma. Así que el séptimo día, antes de que Sansón entrara en la alcoba, la gente de la ciudad dijo a Sansón: —¿Qué hay más dulce que la miel, y qué más fuerte que el león? Sansón les replicó: —Si no hubierais arado con mi novilla, no habríais descifrado mi adivinanza. Entonces el espíritu del Señor invadió a Sansón que bajó a Ascalón y mató allí a treinta hombres; recogió sus despojos y entregó las mudas a los acertantes de la adivinanza. Luego, enfurecido, subió a casa de su padre. En cuanto a la mujer de Sansón, la dieron por esposa a uno de sus amigos más cercanos. Algún tiempo después, en los días de la siega del trigo, fue Sansón a visitar a su esposa llevándole un cabrito. Y dijo: —Quiero acostarme con mi esposa en la alcoba. Pero el padre de ella no lo dejó entrar. Y le explicó: —Yo me dije: «La ha aborrecido», y se la di a tu compañero. ¿No es más hermosa su hermana pequeña? Que sea tuya en lugar de la otra. Sansón le replicó: —En adelante no me hago responsable del daño que haga a los filisteos. Se fue Sansón, cazó trescientas zorras y ató los animales cola con cola poniendo una tea entre las dos colas; luego prendió fuego a las teas y soltó las zorras por las mieses de los filisteos. Las gavillas ya atadas y el trigo todavía por segar fueron pasto del fuego; incluso se quemaron las viñas y los olivares. Los filisteos preguntaron: —¿Quién ha hecho esto? Les respondieron: —Sansón, el yerno del timnita, porque este le ha quitado su esposa y se la ha dado a su amigo. Entonces los filisteos quemaron a aquella mujer y a toda su familia. Sansón les dijo: —¿Con que así os portáis? Pues no he de parar hasta vengarme de vosotros. Y les fue asestando golpe tras golpe hasta causarles un gran estrago. Después bajó a la cueva de la peña de Etán y se quedó allí. Los filisteos acamparon en territorio de Judá e hicieron una incursión por los alrededores de Lejí. Les dijeron los hombres de Judá: —¿Por qué habéis subido a luchar contra nosotros? Respondieron: —Hemos venido para capturar a Sansón y devolverle con creces lo que nos ha hecho. Tres mil hombres de Judá bajaron a la gruta de la peña de Etán y dijeron a Sansón: —¿No sabes que somos vasallos de los filisteos? ¡Vaya faena que nos has hecho! Sansón les respondió: —Yo los he tratado como ellos me han tratado a mí. Ellos le dijeron: —Hemos bajado para amarrarte y entregarte a los filisteos. Sansón les dijo: —Juradme que no me vais a matar vosotros mismos. Le respondieron: —No; solo queremos amarrarte y entregarte a ellos; pero nosotros no te mataremos. Lo amarraron, pues, con dos cordeles nuevos y lo sacaron de la cueva. Cuando llegó a Lejí, los filisteos salieron a su encuentro con gritos de triunfo. Pero entonces, el espíritu del Señor invadió a Sansón, los cordeles que sujetaban sus brazos no ofrecieron mayor resistencia que la de hilos quemados por el fuego y las ligaduras se deshicieron en sus manos. Agarró una quijada de asno todavía fresca que vio a mano, mató con ella a mil hombres y dijo: «Con quijada de jumento bien que los amontoné; con quijada de jumento, mil hombres maté». Cuando terminó de hablar, se deshizo de la quijada; por eso se llama aquel lugar Ramat Lejí («Alto de la Quijada»). Entonces sintió una sed terrible y gritó al Señor diciendo: —Tú has logrado esta gran victoria valiéndote de mí, ¿voy ahora a caer muerto de sed en manos de esos incircuncisos? Entonces Dios hizo surgir un manantial en Lejí del que Sansón bebió, recobrando fuerzas y reanimándose. Por eso, a la fuente que existe todavía hoy en Lejí, se le dio el nombre de En Hacoré («fuente del Grito»). Sansón fue juez en Israel en la época de los filisteos por espacio de veinte años. De allí Sansón fue a Gaza donde vio una prostituta en cuya casa entró. Alguien avisó a los de Gaza: —Sansón está aquí. Rodearon la casa y lo esperaron apostados a la puerta de la ciudad. Pasaron la noche sin mayor preocupación diciéndose: —Esperemos hasta que despunte el día; entonces lo mataremos. Sansón estuvo durmiendo hasta media noche. A media noche se levantó, agarró las dos hojas de la puerta de la ciudad con sus jambas y su barra, las arrancó, se las cargó a la espalda, y las subió hasta la cima del monte que está frente a Hebrón. Después de esto, se enamoró de una mujer de la vaguada de Sórec, que se llamaba Dalila. Los jefes de los filisteos acudieron a Dalila y le dijeron: —Engáñalo y averigua de dónde le viene esa fuerza tan enorme, y cómo podríamos amarrarlo bien fuerte y de esta manera dominarlo. Te daremos cada uno de nosotros mil cien siclos de plata. Dalila dijo a Sansón: —Dime, por favor, ¿de dónde te viene esa fuerza tan enorme y con qué habría que amarrarte para que no puedas desatarte? Sansón le respondió: —Si me amarraran con siete cuerdas de arco todavía frescas y sin secar, perdería la fuerza y sería como un hombre cualquiera. Los jefes de los filisteos le llevaron a Dalila siete cuerdas de arco frescas, sin secar aún, y ella lo amarró con ellas. Tenía ella hombres escondidos en la alcoba y le gritó: —¡Sansón! ¡Los filisteos! Rompió Sansón las cuerdas de arco como se rompe el hilo de estopa en cuanto lo toca el fuego. Y no se descubrió el secreto de su fuerza. Entonces Dalila dijo a Sansón: —Te has reído de mí contándome una patraña; dime, por favor, con qué habría que amarrarte. Respondió Sansón: —Si me amarraran fuertemente con cordeles nuevos sin usar, perdería la fuerza y sería como un hombre cualquiera. Tomó Dalila unos cordeles nuevos, lo amarró con ellos y le gritó: —¡Sansón! ¡Los filisteos! Tenía ella hombres escondidos en la alcoba, pero él rompió los cordeles de sus brazos como si fueran un hilo. Entonces Dalila dijo a Sansón: —Hasta ahora te has estado burlando de mí y solo me has contado patrañas. Dime de una vez con qué habría que amarrarte. Él le respondió: —Si entretejieras las siete trenzas de mi cabellera con cordel de tejer y las clavaras con la clavija del tejedor, perdería la fuerza y sería como un hombre cualquiera. Esperó, pues, que Sansón se durmiera, le entretejió las siete trenzas de su cabellera con el cordel de tejer, las clavó con la clavija y le gritó: —¡Sansón! ¡Los filisteos! Él se despertó de su sueño y arrancó el cordel y la clavija. Y no se descubrió el secreto de su fuerza. Dalila le dijo: —¿Cómo puedes decir: «Te amo», si tu corazón no es mío? Por tres veces te has reído de mí y no me has dicho en qué consiste esa fuerza tan enorme que tienes. Como todos los días lo importunaba con sus palabras y lo tenía ya aburrido, le abrió todo su corazón y le dijo: —La navaja no ha pasado nunca por mi cabeza, porque soy un consagrado a Dios desde el vientre de mi madre. Si me cortaran el pelo, mi fuerza se retiraría de mí, me debilitaría y sería como un hombre cualquiera. Dalila comprendió que le había abierto todo su corazón, mandó llamar a los jefes de los filisteos y les dijo: —Venid, que esta vez me ha abierto todo su corazón. Vinieron los jefes de los filisteos con el dinero para la mujer, y esta adormeció a Sansón sobre sus rodillas y llamó a un hombre que le cortó las siete trenzas de su cabellera. Inmediatamente Sansón comenzó a debilitarse, y perdió su fuerza. Dalila entonces gritó: —¡Sansón! ¡Los filisteos! Se despertó Sansón de su sueño pensando: —Saldré airoso como las otras veces y me los sacudiré de encima. No sabía que el Señor ya no estaba con él. Los filisteos se apoderaron de él, le sacaron los ojos, y lo llevaron a Gaza. Allí lo ataron con una doble cadena de bronce y lo encerraron en la cárcel donde daba vueltas a la rueda de molino. Pero, apenas cortado, el pelo de su cabeza empezó a crecer de nuevo. Los jefes de los filisteos se reunieron para ofrecer un gran sacrificio a su dios Dagón. En medio de la grandiosa fiesta proclamaban: Nuestro dios nos ha entregado a Sansón, nuestro enemigo. Al verlo, la gente alababa a su dios repitiendo: Nuestro dios ha puesto en nuestras manos a Sansón nuestro enemigo, al que asolaba nuestra tierra y multiplicaba nuestros muertos. Y como estaban alegres, dijeron: —Llamad a Sansón para que nos divierta. Trajeron, pues, a Sansón de la cárcel y se divertían a costa de él. Luego lo dejaron de pie entre las columnas. Sansón entonces dijo al muchacho que lo llevaba de la mano: —Ponme donde pueda tocar las columnas sobre las que descansa el edificio, para que me pueda apoyar en ellas. El edificio estaba abarrotado de hombres y mujeres. Estaban dentro todos los jefes de los filisteos y, en el terrado, unos tres mil hombres y mujeres que se divertían a costa de Sansón. Entonces Sansón invocó al Señor exclamando: —Mi Dios y Señor, acuérdate de mí; dame fuerzas, aunque solo sea esta vez, oh Dios, para que de un solo golpe me vengue de los filisteos que me sacaron los ojos. Sansón tanteó las dos columnas centrales sobre las que descansaba el edificio, las abrazó, una con el brazo derecho, la otra con el izquierdo, y gritó: —¡Muera yo con los filisteos! Sacudió las columnas con todas sus fuerzas y el edificio se derrumbó sobre los jefes de los filisteos y sobre toda la gente allí reunida. Y los que mató al morir fueron más que los que había matado en vida. Sus hermanos y toda la familia de su padre vinieron y se lo llevaron, sepultándolo entre Sorá y Estaol, en el sepulcro de su padre Manóaj. Había juzgado a Israel durante veinte años. Había en la montaña de Efraín un hombre llamado Micaías. Dijo a su madre: —Aquellos mil cien siclos de plata que te quitaron, por lo que tú lanzaste una maldición que yo oí con mis oídos…, esa plata la tengo yo; yo te la robé. Pues ahora te la devuelvo. Su madre le respondió: —Que mi hijo sea bendito del Señor. Y él le devolvió los mil cien siclos de plata. Y su madre dijo: —Consagro solemnemente, en favor de mi hijo, esta plata mía al Señor, para hacer con ella una imagen de madera y un ídolo de fundición. Tomó su madre doscientos siclos de plata y se los entregó al fundidor. Este le hizo una imagen de madera y un ídolo de metal fundido, que quedó en casa de Micaías. Este Micá tenía un santuario en su casa; hizo un efod y unos terafim y consagró sacerdote a uno de sus hijos. En aquel tiempo no había rey en Israel y hacía cada uno lo que le parecía bien. Un joven de Belén de Judá, de la familia de Judá, que era levita, residía allí como inmigrante. Este hombre dejó la ciudad de Belén de Judá para ir a residir donde pudiera. Puesto en camino, llegó a la montaña de Efraín, a la casa de Micá. Micá le preguntó: —¿De dónde vienes? Le respondió: —Soy un levita de Belén de Judá. Vengo de paso para residir donde pueda. Micá le dijo: —Quédate en mi casa, y serás mi padre y mi sacerdote; yo te daré diez siclos de plata al año, vestido y comida. El levita accedió a quedarse en casa de aquel hombre y el joven fue para él como uno de sus hijos. Micá consagró al joven levita para que fuera su sacerdote. Y se quedó el joven en casa de Micá que dijo: —Ahora estoy seguro de que el Señor me favorecerá, porque tengo a este levita como sacerdote. Era un tiempo en que no había rey en Israel. La tribu de Dan andaba buscando un territorio donde establecerse, pues hasta entonces no le había correspondido ninguna heredad entre las tribus de Israel. Los danitas enviaron desde Sorá y Estaol a cinco hombres valientes de su tribu para que recorrieran el país y lo exploraran. Les encargaron: —Id a explorar esa tierra. Llegaron a la montaña de Efraín, cerca de la casa de Micá, y pasaron allí la noche. Como estaban junto a la casa de Micá, reconocieron la voz del joven levita, se le acercaron y le preguntaron: —¿Con quién has venido aquí? ¿Qué haces por estos pagos? ¿Qué se te ha perdido en este lugar? El levita les respondió: —Esto y esto ha hecho Micá por mí. Me ha tomado a sueldo y soy su sacerdote. Ellos le dijeron: —Consulta, entonces, a Dios a ver si tendrá éxito el viaje que hemos emprendido. Les respondió el sacerdote: —Id en paz; el Señor mira con buenos ojos vuestro viaje. Los cinco hombres partieron y llegaron a Lais. Vieron que las gentes de allí vivían seguras, tranquilas y confiadas, al estilo de los sidonios y vieron también que no faltaba allí ningún producto de la tierra; por otra parte, estaban lejos de los sidonios y no tenían relaciones con los arameos. Regresaron a Sorá y Estaol donde residían sus hermanos, y estos les preguntaron: —¿Qué noticias traéis? Ellos respondieron: —¡Ánimo! Vayamos contra ellos, porque hemos visto el país y es excelente. No os quedéis ahí quietos, sino poneos en camino hacia aquella tierra para conquistarla. Cuando lleguéis, os encontraréis con un pueblo pacífico y un país espacioso: Dios os lo ha entregado; es un lugar que no carece de nada de cuanto puede haber sobre la tierra. Así pues, el clan de los danitas —unos seiscientos hombres bien armados— partió de Sorá y Estaol. Subieron y acamparon en Quiriat Jearín, en Judá. Por eso, todavía hoy, se llama aquel lugar el Campamento de Dan. Está detrás de Quiriat Jearín. De allí se dirigieron a la montaña de Efraín y llegaron a la casa de Micá. Los cinco hombres que habían estado previamente explorando la tierra, tomaron la palabra y dijeron a sus hermanos: —¿No sabéis que en esta casa hay un efod, unos terafim, una imagen y un ídolo de metal fundido? Pensad, pues, lo que habéis de hacer. Fueron allá y entraron en la casa de Micá, donde estaba el joven levita, y le dieron el saludo de paz. Mientras los seiscientos hombres danitas con sus armas de guerra permanecían en el umbral de la puerta, los cinco hombres que habían ido a explorar la tierra entraron en la casa y se apropiaron de la imagen, el efod, los terafim y el ídolo de fundición. Entretanto, el sacerdote estaba en el umbral de la puerta con los seiscientos hombres armados. Aquellos, pues, que habían entrado en la casa de Micá, se apropiaron de la imagen, el efod, los terafim y el ídolo de fundición. El sacerdote les dijo: —Pero ¿qué estáis haciendo? Le contestaron: —Calla, cierra la boca y ven con nosotros. Serás nuestro padre y nuestro sacerdote. ¿O prefieres ser sacerdote de la casa de un particular a ser sacerdote de una tribu y de un clan de Israel? Se alegró con ello el corazón del sacerdote, tomó el efod, los terafim y la imagen y se fue en medio de la tropa. Reemprendieron el camino, colocando en cabeza a las mujeres, los niños, los rebaños y los objetos de valor. Estaban ya lejos de la casa de Micá, cuando los de las casas vecinas a la casa de Micá dieron la alarma y salieron en persecución de los danitas. Al oír los gritos de los perseguidores, los danitas miraron hacia atrás y dijeron a Micá: —¿Qué te sucede? ¿Por qué gritas así? Respondió: —Me habéis quitado mi dios, el que yo me había hecho, y me habéis arrebatado a mi sacerdote. Os marcháis sin dejarme nada y encima me decís: «¿Qué te sucede?». Los danitas le contestaron: —Calla de una vez, no sea que algunos de los nuestros pierdan la paciencia y arremetan contra vosotros, con lo que tú y tu familia perderíais la vida. Los danitas siguieron su camino. Micá, por su parte, viendo que eran más fuertes, se volvió a su casa. Los danitas tomaron el dios que Micá se había fabricado, junto con su sacerdote, y marcharon contra Lais, pueblo pacífico y confiado. Pasaron a cuchillo a la población e incendiaron la ciudad. Nadie vino en su ayuda, porque estaba lejos de Sidón y no tenía relaciones con los arameos. Lais estaba situada en el valle que se extiende hacia Bet Rejob. Los danitas reconstruyeron la ciudad, se establecieron en ella, y le pusieron el nombre de Dan, en recuerdo de su antepasado Dan, hijo de Israel. Antiguamente la ciudad se llamaba Lais. Construyeron también un altar en honor de la imagen, y Jonatán, hijo de Guersón, hijo de Moisés, y después de él sus descendientes actuaron como sacerdotes en la tribu de Dan hasta el tiempo de la deportación del país. Rindieron culto a la imagen que se había fabricado Micá y que permaneció allí mientras estuvo en Siló la casa de Dios. Sucedió por aquel tiempo, cuando aún no había rey en Israel, que un levita que residía como inmigrante en la región más remota de la montaña de Efraín, tomó por concubina a una mujer de Belén de Judá. Pero ella le fue infiel, lo abandonó y regresó a casa de su padre, en Belén de Judá, donde permaneció unos cuatro meses. Su marido se puso en camino y fue a reunirse con ella, para hablarle al corazón y hacerla volver. Llevaba consigo un criado y un par de asnos. Cuando llegó a casa del padre de la joven, este los vio y salió contento a su encuentro. Su suegro, el padre de la joven, lo invitó a quedarse en casa y el levita se quedó tres días; comieron y bebieron y durmieron allí. Al cuarto día se levantaron de madrugada para ponerse en camino, pero el padre de la joven dijo a su yerno, el levita: —Toma primero un bocado de pan para reponer fuerzas; luego podéis marchar. Se sentaron, y se pusieron los dos a comer y beber. Luego el padre de la joven le dijo al hombre: —Anda, pasa aquí también esta noche: te sentará bien. El hombre se dispuso a marchar, pero el suegro le porfió tanto que se quedó también aquella noche. Al cabo de cinco días el levita madrugó para marchar, pero el padre de la joven le dijo: —Repón fuerzas primero, por favor. Y mientras comían juntos fue pasando el tiempo. Finalmente el marido con su concubina y su siervo tomaron la decisión de marchar, pero una vez más su suegro, el padre de la joven, le dijo: —Mira, la tarde está cayendo. Pasa aquí la noche, te sentará bien. Y mañana de madrugada os vais y regresáis a vuestra casa. Pero el hombre no quiso pasar la noche allí. Se puso en camino y llegó frente a Jebús, o sea, Jerusalén. Llevaba consigo los dos asnos cargados, a su concubina y a su criado. Cuando llegaban cerca de Jebús, declinaba ya el día. El criado dijo al amo: —Deberíamos hacer un alto en el camino y entrar en esa ciudad de los jebuseos para pasar la noche en ella. Su amo le respondió: —No quiero entrar en una ciudad de extranjeros, que no son israelitas; pasaremos de largo y llegaremos a Guibeá. Y añadió: —Sigamos hasta uno de esos poblados y pasemos la noche en Guibeá o en Ramá. Pasaron, pues, de largo y continuaron su camino. A la puesta del sol, llegaron frente a Guibeá de Benjamín hacia la que se desviaron con la intención de pernoctar allí. El levita entró y se sentó en la plaza de la ciudad, pero nadie les ofreció casa donde pasar la noche. Entonces llegó un anciano que regresaba al atardecer de las faenas del campo. Era un hombre de la montaña de Efraín, que residía como inmigrante en Guibeá; la gente del lugar era benjaminita. El anciano vio al viajero que estaba en la plaza de la ciudad, y le preguntó: —¿Adónde vas y de dónde vienes? El levita le respondió: —Estamos de paso, venimos de Belén de Judá y vamos a la zona norte de la montaña de Efraín. Yo soy de allí. Fui a Belén de Judá y ahora regreso a mi casa, pero nadie me ha ofrecido la suya; y eso que tenemos paja y forraje para nuestros asnos, y pan y vino para mí, para tu servidora y para el joven que acompaña a tu siervo. No nos falta de nada. El anciano le dijo: —La paz sea contigo; yo proveeré a todas tus necesidades; pero no pases la noche en la plaza. Lo llevó a su casa y echó pienso a los asnos. Ellos, por su parte, se lavaron los pies, comieron y bebieron. Mientras recobraban fuerzas, los hombres de la ciudad, gente malvada, cercaron la casa y, golpeando la puerta, le dijeron al anciano, dueño de la casa: —Sácanos al hombre que ha entrado en tu casa, para que nos acostemos con él. El dueño de la casa salió fuera y les dijo: —No, hermanos míos; por favor, no obréis semejante maldad. Habiendo entrado este hombre en mi casa no cometáis esa infamia. Aquí está mi hija, que es doncella, y la concubina de él. Os las voy a sacar. Abusad de ellas y haced con ellas lo que os parezca; pero no cometáis con este hombre semejante infamia. Pero aquellos hombres no quisieron escucharle. Entonces el levita tomó a su concubina y la sacó afuera. Ellos la violaron, la maltrataron toda la noche hasta la mañana, y al amanecer la dejaron. Ya de madrugada, la mujer se desplomó a la entrada de la casa del hombre donde estaba su marido; y allí quedó hasta que fue de día. Por la mañana se levantó su marido, abrió la puerta de la casa y salió para continuar su camino; y vio que la mujer, su concubina, estaba tendida a la entrada de la casa, con las manos sobre el umbral. Y le dijo: —Levántate, vamos. Pero ella no respondía. Entonces el hombre la cargó en su asno y se fue a su pueblo. Cuando llegó a su casa, agarró un cuchillo, descuartizó a su concubina en doce trozos y los envió por todo el territorio de Israel. Y dio esta orden a sus emisarios: —Esto habéis de decir a todos los israelitas: ¿Se ha visto alguna vez cosa semejante desde que los israelitas salieron de Egipto hasta hoy? Pensadlo, deliberad y tomad una decisión. Y todos los que lo veían, comentaban: —Nunca ha ocurrido ni se ha visto cosa igual desde que los israelitas salieron de Egipto hasta hoy. Acudieron entonces todos los israelitas desde Dan hasta Berseba junto con los del país de Galaad y se reunieron todos de común acuerdo delante del Señor en Mispá. Los jefes de todo el pueblo y todas las tribus de Israel se presentaron a la asamblea del pueblo de Dios: eran cuatrocientos mil hombres de a pie, todos ellos hábiles en el manejo de la espada. Se enteraron los de Benjamín de que los israelitas se habían reunido en Mispá. Los reunidos, por su parte, pidieron al levita: —Contadnos cómo ha tenido lugar el crimen. El levita, marido de la mujer asesinada, tomó la palabra y dijo: —Llegué yo con mi concubina a Guibeá de Benjamín para pasar la noche. Los de Guibeá se levantaron contra mí y rodearon por la noche la casa; intentaron matarme a mí, y abusaron tanto de mi concubina que murió. Tomé entonces a mi concubina, la despedacé y envié los trozos por todo el territorio israelita, porque se había cometido un crimen infame en Israel. Aquí estáis todos, israelitas: deliberad y tomad ahora mismo una resolución. Todo el pueblo, de común acuerdo, se puso en pie diciendo: —Ninguno de nosotros marchará a su tienda, nadie volverá a su casa. Esto es lo que hemos de hacer con Guibeá: echaremos a suertes y tomaremos de todas las tribus de Israel diez hombres por cada cien, cien por cada mil, y mil por cada diez mil; ellos recogerán víveres para los soldados que tratarán a Guibeá de Benjamín como corresponde a la infamia que han cometido en Israel. Y toda la gente de Israel hizo una piña y se juramentó contra la ciudad de Guibeá. Las tribus de Israel enviaron emisarios a toda la tribu de Benjamín para decirles: —¿Qué crimen es ese que se ha cometido entre vosotros? Entregadnos a esos desalmados de Guibeá; les daremos muerte y desaparecerá la maldad en Israel. Pero los de Benjamín no hicieron caso a sus hermanos israelitas. Al contrario, dejando sus poblados, se reunieron en Guibeá para combatir contra los israelitas. Aquel día los benjaminitas llegados de los diversos poblados hicieron el censo, que dio en total veinticinco mil hombres armados de espada, sin contar los habitantes de Guibeá. En toda aquella tropa había setecientos hombres elegidos, zurdos, capaces todos ellos de lanzar una piedra con la honda contra un cabello sin errar el tiro. La gente de Israel hizo también el censo. Sin contar a Benjamín, eran cuatrocientos mil guerreros, todos ellos valientes y hábiles en el manejo de la espada. Subieron los israelitas a Betel y consultaron a Dios: —¿Quién de nosotros subirá el primero a combatir contra Benjamín? El Señor respondió: —Judá subirá el primero. Los israelitas se pusieron en marcha temprano y acamparon frente a Guibeá. Salieron los hombres de Israel para combatir contra Benjamín y se desplegaron en orden de batalla frente a Guibeá. Pero los benjaminitas hicieron una salida de Guibeá y dejaron tendidos por tierra aquel día a veintidós mil hombres de Israel. El ejército de Israel se reorganizó y volvió a presentar batalla en el mismo lugar que el primer día. Los israelitas se reunieron en Betel y estuvieron llorando delante del Señor hasta la tarde. Luego consultaron al Señor si debían volver a combatir contra su hermano Benjamín. El Señor les respondió: —Subid contra él. El segundo día los israelitas se aproximaron a los de Benjamín; pero también aquel día Benjamín les salió al encuentro desde Guibeá y volvió a dejar tendidos por tierra a dieciocho mil israelitas; todos ellos hábiles en el manejo de la espada. Entonces todos los israelitas se reunieron de nuevo en Betel; se quedaron allí sentados todo el día llorando delante del Señor, ayunando hasta la tarde y ofreciendo al Señor holocaustos y sacrificios de comunión. Consultaron luego al Señor, pues el Arca de la alianza de Dios se encontraba allí, y Finés, hijo de Eleazar, hijo de Aarón, estaba entonces a su servicio. Preguntaron: —¿He de volver a combatir contra mi hermano Benjamín o debo desistir? El Señor respondió: —Subid, porque mañana lo entregaré en vuestras manos. Israel puso gente emboscada alrededor de Guibeá. El tercer día los israelitas marcharon contra los benjaminitas y se pusieron en orden de batalla frente a Guibeá, como las otras veces. Los benjaminitas les salieron al encuentro alejándose de la ciudad. Comenzaron como las otras veces a matar gente del pueblo por los dos caminos que suben, uno a Betel y otro a Guibeá; y dejaron muertos por el campo a unos treinta hombres de Israel. Los benjaminitas se decían: —Estamos derrotándolos, igual que la vez anterior. Pero los israelitas se habían dicho: —Vamos a fingir que huimos para alejarlos de la ciudad, hacia los caminos. Entonces todos los hombres de Israel salieron de sus puestos, y se desplegaron en Baal Tamar. Los emboscados de Israel por su parte atacaron desde su puesto al oeste de Gueba. Diez mil hombres elegidos de todo Israel se situaron frente a Guibeá. El combate se endureció; los benjaminitas no sospechaban la calamidad que se les venía encima. El Señor derrotó a Benjamín ante Israel y aquel día los israelitas mataron a veinticinco mil cien hombres de Benjamín, todos ellos hábiles guerreros en el manejo de la espada. Los benjaminitas se dieron cuenta de que estaban derrotados. Los hombres de Israel habían cedido terreno a Benjamín, porque contaban con la emboscada que habían puesto en torno a Guibeá. Los emboscados asaltaron rápidamente Guibeá pasando a cuchillo a toda la ciudad. La gente de Israel y los emboscados habían convenido en utilizar como señal una columna de humo que se alzaría sobre la ciudad, mientras los hombres de Israel simulaban huir en el combate. Benjamín comenzó matando a algunos israelitas, unos treinta hombres. Y comentaban: —Están completamente derrotados, como en la batalla anterior. Pero entonces, la señal convenida, la columna de humo, comenzó a alzarse sobre la ciudad. Los de Benjamín, mirando atrás, vieron que toda la ciudad ardía en llamas, que subían hasta el cielo. Entonces los hombres de Israel dieron media vuelta y los benjaminitas temblaron al ver el desastre que se les venía encima. Se dieron a la fuga ante Israel por el camino del desierto, pero los perseguidores los alcanzaron, y los que venían de la ciudad les cortaron el paso y los destrozaron. Así cercaron a Benjamín, lo persiguieron sin descanso y lo aplastaron hasta llegar frente a Gueba por el este. Cayeron dieciocho mil hombres de Benjamín, todos ellos hombres valerosos. Algunos supervivientes huyeron al desierto, hacia la Peña de Rimón. Los israelitas destrozaron por los caminos a cinco mil hombres. Luego persiguieron a Benjamín hasta Guidón y le mataron dos mil más. El total de los benjaminitas que cayeron aquel día fue de veinticinco mil hombres, todos ellos hombres valerosos y hábiles en el manejo de la espada. Seiscientos hombres lograron escapar al desierto, a la Peña de Rimón y permanecieron allí durante cuatro meses. Por su parte, las tropas de Israel remataron a los benjaminitas, pasaron a cuchillo a los varones de la ciudad, al ganado, a todo lo que encontraban a su paso e incendiaron todos los poblados a su alcance. Los de Israel habían hecho este juramento en Mispá: —Ninguno de nosotros dará su hija en matrimonio a Benjamín. El pueblo fue a Betel y allí permaneció hasta la tarde delante de Dios, llorando y suplicando con grandes gemidos. Decían: —Señor, Dios de Israel, ¿por qué tiene que desaparecer hoy en Israel una de sus tribus? Al día siguiente el pueblo se levantó de madrugada, construyó allí un altar, y ofreció holocaustos y sacrificios de comunión. Dijeron los israelitas: —¿Qué tribu de Israel no acudió a la asamblea ante el Señor? Porque se habían juramentado solemnemente a castigar con la muerte al que no se presentara en Mispá ante el Señor. Pero los israelitas estaban apenados por su hermano Benjamín y decían: —Hoy ha sido borrada una tribu de Israel. ¿Qué haremos para proporcionar mujeres a los que quedan? Pues nosotros hemos jurado por el Señor no darles nuestras hijas en matrimonio. Entonces se dijeron: —¿Cuál es la única tribu de Israel que no se presentó ante el Señor en Mispá? Y resultó que nadie de Jabés de Galaad había acudido al campamento, a la asamblea. Se hizo el recuento de la gente y no estaba ninguno de los habitantes de Jabés de Galaad. Entonces la comunidad escogió a doce mil hombres valientes y les dio esta orden: —Id y pasad a cuchillo a los habitantes de Jabés de Galaad, incluidas las mujeres y los niños. Esto es lo que habéis de hacer: consagraréis al exterminio a todo varón y a toda mujer que no sea virgen, pero dejaréis con vida a las doncellas. Así lo hicieron. Encontraron entre los habitantes de Jabés de Galaad cuatrocientas muchachas vírgenes que no habían tenido relaciones sexuales con varón y las llevaron al campamento de Siló, en el país de Canaán. Toda la comunidad mandó emisarios a los benjaminitas que estaban en la Peña de Rimón para hacer las paces. Regresaron entonces los benjaminitas. Y les dieron las mujeres de Jabés de Galaad que habían quedado con vida. Pero no hubo bastantes para todos. El pueblo se compadeció de Benjamín, porque el Señor había dejado un vacío en las tribus de Israel. Decían los ancianos de la comunidad: —¿Qué podríamos hacer para proporcionar mujeres a los que aún quedan, pues las mujeres de Benjamín han sido exterminadas? Y añadían: —¿Cómo conservar un resto de Benjamín para que no sea borrada una tribu de Israel? Porque nosotros no podemos darles nuestras hijas en matrimonio. (Los israelitas, en efecto, habían pronunciado este juramento: «Maldito el que dé mujer a Benjamín»). Entonces se dijeron: —En estos días tiene lugar la fiesta del Señor, la que se celebra todos los años en Siló. (Esta ciudad está al norte de Betel, en la parte oriental del camino que sube de Betel a Siquén y al sur de Leboná.) Así que dieron estas instrucciones a los benjaminitas: —Id y escondeos entre las viñas. Y estad alerta. Cuando las muchachas de Siló salgan para danzar en corro, salís de las viñas y raptáis cada uno una mujer de entre las muchachas de Siló y os vais a tierra de Benjamín. Si luego vienen sus padres o sus hermanos a demandaros, les diremos: «Perdonadlos, por favor, pues han capturado cada uno una mujer como en la guerra». Y tampoco puede decirse que se las habéis dado vosotros, porque en ese caso seríais culpables. Así lo hicieron los benjaminitas: raptaron tantas danzarinas como eran ellos; luego se fueron, regresaron cada uno a su heredad, reconstruyeron las ciudades y se establecieron en ellas. Por su parte, los israelitas se marcharon de allí cada uno a su tribu, a su clan y a su heredad. Porque era un tiempo en que no había rey en Israel y cada uno hacía lo que le venía en gana. En la época de los jueces hubo hambre en el país y un hombre de Belén de Judá emigró con su mujer y sus dos hijos a las tierras de Moab. Este hombre se llamaba Elimélec; su mujer, Noemí; y sus dos hijos, Majlón y Quilión. Todos eran efrateos, de Belén de Judá. Cuando llegaron a las tierras de Moab, se quedaron allí. Murió Elimélec, el marido de Noemí, y ella se quedó con sus dos hijos, que se casaron con dos mujeres moabitas: una se llamaba Orfá y la otra Rut. Al cabo de unos diez años de estancia en Moab, murieron también sus dos hijos, Majlón y Quilión; y Noemí se quedó sola, sin su marido y sus hijos. Cuando Noemí se enteró de que el Señor había bendecido a su pueblo, proporcionándole pan, se dispuso a regresar con sus nueras desde las tierras de Moab. Partió con sus dos nueras del lugar donde vivía y emprendieron el camino de regreso al país de Judá. Entonces Noemí dijo a sus dos nueras: —Andad y volveos a vuestra casa materna. Que el Señor os trate con la misma bondad que vosotras habéis demostrado con los difuntos y conmigo y os permita encontrar una vida dichosa en la casa de un nuevo marido. Noemí las besó y ellas se echaron a llorar y le dijeron: —¡No! Volveremos contigo a tu pueblo. Pero Noemí insistió: —Volveos, hijas mías. ¿A qué vais a venir conmigo? Ya no tendré más hijos que puedan casarse con vosotras. Volveos, hijas mías, y marchaos, que soy demasiado vieja para casarme. Y aunque pensara que aún tengo esperanzas y me casara esta misma noche y tuviera hijos, ¿ibais a aguardar vosotras hasta que fueran mayores, renunciando por ellos a casaros de nuevo? No, hijas mías. Mi pena es mayor que la vuestra, pues la mano del Señor se ha excedido conmigo. Ellas se echaron de nuevo a llorar y Orfá se despidió de su suegra, pero Rut se quedó con Noemí. Entonces Noemí le dijo: —Mira, tu cuñada regresa a su pueblo y a su dios. Vuelve tú también con ella. Pero Rut le contestó: —No me pidas que te abandone y que me separe de ti, pues iré adonde vayas y viviré donde vivas, que tu pueblo es mi pueblo y tu Dios es mi Dios. Moriré donde mueras y allí seré enterrada. ¡Que Dios me castigue, si nos separa otra cosa que la muerte! Como vio que Rut estaba empeñada en acompañarla, Noemí dejó de insistirle y las dos prosiguieron su camino hasta Belén. Cuando llegaron, toda la ciudad se alborotó por su causa y las mujeres comentaban: —¿No es esa Noemí? Pero ella les decía: —No me llaméis Noemí. Llamadme Mara, porque el Todopoderoso me ha amargado la vida. Me marché cargada y el Señor me devuelve vacía. ¿Por qué me seguís llamando Noemí, si el Señor todopoderoso me ha afligido y maltratado? Y así fue como Noemí, acompañada de su nuera, Rut, volvió de las tierras de Moab. Cuando llegaron a Belén, comenzaba la cosecha de la cebada. Noemí tenía, por parte de la familia de su marido Elimélec, un pariente rico e influyente llamado Boaz. Cierto día Rut, la moabita, dijo a Noemí: —Déjame ir al campo, a recoger espigas detrás de aquel que me lo permita. Noemí le contestó: —Vete, hija mía. Rut se marchó a espigar al campo detrás de los segadores y por casualidad se encontró en una finca de Boaz, el pariente de Elimélec. En esas, Boaz llegaba de Belén y saludó a los segadores: —¡Que el Señor sea con vosotros! Y ellos le contestaron: —¡Que el Señor te bendiga! Luego Boaz preguntó al capataz de los segadores: —¿De quién es esa joven? El capataz le respondió: —Es la joven moabita que ha venido con Noemí de las tierras de Moab. Me pidió permiso para espigar y reunir unas gavillas detrás de los segadores. Llegó esta mañana y ha estado en pie desde entonces hasta ahora, sin descansar un momento. Boaz dijo a Rut: —Escucha, hija, no vayas a espigar a ningún otro campo; no te alejes de aquí y así podrás seguir con mis criadas. Fíjate en qué campo cosechan y síguelas. He dado órdenes a los criados para que no te molesten. Y cuando tengas sed, te acercas a los cántaros y bebes del agua que saquen los criados. Rut inclinó su rostro, hizo una reverencia en tierra y le dijo: —¿Por qué me tratas con amabilidad y te interesas por mí, que soy una extranjera? Boaz le respondió: —Me han contado con todo detalle cómo te has portado con tu suegra después de la muerte de tu marido y cómo has dejado a tus padres y tu país natal, para venir a un pueblo hasta ayer desconocido para ti. ¡Que el Señor te lo pague! Que el Señor, Dios de Israel, en quien has buscado protección, te recompense con creces. Ella le dijo: —Te estoy muy agradecida, señor, porque me has reconfortado y me has hablado cordialmente, aunque no puedo compararme a ninguna de tus criadas. A la hora de comer, Boaz le dijo: —Ven aquí, toma un trozo de pan y mójalo en la vinagreta. Rut se sentó junto a los segadores y Boaz le ofreció grano tostado. Ella comió hasta hartarse y aún le sobró. Luego se puso a espigar. Entonces Boaz ordenó a sus criados: —Dejadla que espigue también entre las gavillas y no la molestéis. Podéis incluso tirar espigas de los manojos y se las dejáis para que las recoja, sin reprenderla. Rut estuvo espigando en aquel campo hasta el atardecer. Luego desgranó lo que había recogido y sacó un total de veintidós kilos de cebada. Se lo cargó, regresó a la ciudad y enseñó a su suegra lo que había espigado. Sacó también las sobras de la comida y se las dio. Su suegra le preguntó: —¿Dónde has espigado hoy? ¿Con quién has trabajado? ¡Bendito sea el que te ha tratado así! Rut le contó a su suegra con quién había estado trabajando y le dijo: —El hombre con el que he estado trabajando hoy se llama Boaz. Noemí dijo a su nuera: —¡El Señor lo bendiga, pues él se mantiene fiel a los vivos y a los muertos! Y Noemí añadió: —Ese hombre es pariente nuestro y uno de nuestros rescatadores legales. Rut, la moabita prosiguió: —También me ha dicho que siga con sus criados hasta que concluya toda su cosecha. Noemí respondió a su nuera: —Sí, hija mía, es preferible que sigas con sus criadas. Así no te molestarán en otros campos. Y Rut siguió espigando con las criadas de Boaz hasta el final de la siega de la cebada y del trigo. Mientras tanto, vivía con su suegra. Unos días después Noemí dijo a Rut: —Hija mía, quiero buscarte un hogar donde seas feliz. Ya sabes que ese Boaz, con cuyas criadas has estado trabajando, es pariente nuestro y precisamente esta noche va a aventar la cebada en la era. Así que, lávate, perfúmate, arréglate bien y baja a la era. Pero no dejes que él te vea hasta que termine de comer y beber. Fíjate bien en el lugar donde duerme; cuando se acueste, vas y le destapas los pies y te acuestas allí, y él te dirá lo que tienes que hacer. Rut le contestó: —Haré todo lo que me has dicho. Luego se fue a la era e hizo todo lo que su suegra le había ordenado. Boaz comió, bebió y se sintió a gusto. Después fue a acostarse junto al montón de grano. Entonces Rut llegó con sigilo, le destapó los pies y se acostó allí. A medianoche el hombre sintió un escalofrío y, al darse la vuelta, encontró una mujer acostada a sus pies, y le preguntó: —¿Quién eres tú? Ella respondió: —Soy Rut, tu servidora. Cúbreme con tu manto, pues eres mi rescatador legal. Boaz le dijo: —¡El Señor te bendiga, hija! Esta muestra de fidelidad supera aún a la anterior, pues no has pretendido a ningún joven, sea rico o pobre. Bien, hija, no te preocupes, que haré por ti lo que me pides, pues en el pueblo todos saben que eres una gran mujer. Ahora bien, aunque es cierto que yo soy tu rescatador legal, hay otro con más derecho que yo. Quédate aquí esta noche y mañana, si el otro quiere responder por ti, que lo haga; y si no quiere, te juro que yo responderé por ti. Acuéstate hasta mañana. Ella durmió a sus pies hasta la mañana y se levantó antes de que pudiese ser reconocida, pues él había dicho: —Que nadie sepa que esta mujer ha venido a la era. Luego le dijo: —Trae el manto que llevas y sujétalo. Mientras ella lo sujetó, él echó unos ciento treinta kilos de cebada y le ayudó a cargarlos. Luego Rut se fue a la ciudad. Cuando llegó a casa de su suegra, esta le preguntó: —¿Qué tal, hija mía? Rut le contó todo lo que Boaz había hecho por ella, y añadió: —También me ha dado toda esta cebada y me ha dicho: «No quiero que vuelvas a casa de tu suegra con las manos vacías». Noemí le dijo: —Hija mía, aguarda hasta que sepas qué sucede, pues este hombre no descansará hasta dejar solucionado hoy mismo el asunto. Boaz fue a sentarse a la puerta de la ciudad y cuando pasó el rescatador del que antes había hablado, lo llamó: —Oye, paisano, acércate y siéntate aquí. Él se acercó y se sentó. Luego convocó a diez ancianos de la ciudad y les dijo: —Sentaos aquí. Y ellos se sentaron. Entonces Boaz dijo al rescatador: —Noemí, que ha vuelto de las tierras de Moab, vende la parcela de tierra que pertenecía a nuestro pariente Elimélec. He pensado hacértelo saber y decirte que la compres delante de los presentes y de los ancianos del pueblo. Si quieres rescatarla, rescátala. Y si no quieres, dímelo, para que yo lo sepa; pues a ti te corresponde el derecho de rescate antes que a mí. El otro contestó: —Sí, la compro. Pero Boaz le dijo: —Si te haces cargo del campo de Noemí, también debes hacerte cargo de Rut, la moabita, la esposa del difunto, a fin de conservar su apellido junto a su heredad. Entonces dijo el rescatador: —En ese caso yo no puedo hacerlo, porque perjudicaría a mis herederos. Te cedo mi derecho de rescate, pues yo no puedo ejercerlo. Antiguamente existía en Israel esta costumbre: cuando se trataba del derecho de rescate o de intercambios, uno se quitaba su sandalia y se la daba al otro para cerrar el trato. Y así se daba fe. Así pues, el rescatador dijo a Boaz: —Compra tú la parcela. Luego se quitó la sandalia y se la dio. Entonces Boaz dijo a los ancianos y a todos los presentes: —Vosotros sois hoy testigos de que adquiero todas las posesiones de Elimélec y las de Majlón y Quilión de manos de Noemí; y de que también tomo como esposa a Rut, la moabita, mujer de Majlón, para conservar el apellido del difunto junto a su heredad y para que no desaparezca su nombre entre sus parientes y en su ciudad. Vosotros sois testigos. Todos los que estaban en la puerta de la ciudad y los ancianos dijeron: —Sí, somos testigos. Que el Señor haga a la mujer que va a entrar hoy en tu casa como a Raquel y Lía, las dos que edificaron la casa de Israel. Que hagas fortuna en Efrata y adquieras fama en Belén. Que por la descendencia que el Señor te conceda de esta joven, tu familia sea como la de Peres, el hijo que Tamar dio a Judá. Entonces Boaz tomó a Rut y la convirtió en su esposa. Se unió a ella y el Señor hizo que concibiera y diera a luz un hijo. Las mujeres decían a Noemí: —¡Bendito sea el Señor que no te ha privado hoy de un rescatador que será famoso en Israel! El niño te dará nuevos ánimos y te sostendrá en la vejez, pues te lo ha dado tu nuera, la que tanto te ama y es para ti más valiosa que siete hijos. Noemí tomó en brazos al niño, lo recostó en su regazo y se convirtió en su nodriza. Las vecinas le querían poner nombre, diciendo: —¡Noemí ha tenido un hijo! Así que le llamaron Obed. Fue el padre de Jesé y el abuelo de David. Estos son los descendientes de Peres: Peres engendró a Jesrón, Jesrón a Ram, Ram a Aminadab, Aminadab a Najsón, Najsón a Salmá, Salmá a Boaz, Boaz a Obed, Obed a Jesé y Jesé a David. Vivía en Ramá un sufita de la montaña de Efraín, llamado Elcaná, hijo de Jeroján y descendiente de Elihú, de Tojú y de Suf, de la tribu de Efraín. Tenía dos mujeres: una llamada Ana y la otra Peniná. Peniná tenía hijos, pero Ana no los tenía. Este hombre subía todos los años desde su aldea para dar culto y ofrecer sacrificios al Señor del universo en Siló, donde dos hijos de Elí, Jofní y Finés, oficiaban como sacerdotes del Señor. Cuando ofrecía el sacrificio, Elcaná repartía raciones a Peniná y a todos sus hijos e hijas, mientras que daba una sola ración a Ana; pues, aunque era su preferida, el Señor la había hecho estéril. Su rival la provocaba para humillarla, porque el Señor la había hecho estéril. Y todos los años sucedía lo mismo: cuando subían al santuario del Señor, la insultaba de igual manera y Ana lloraba y no comía. Su marido Elcaná le decía: —Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué te entristeces? ¿No valgo yo más que diez hijos? Una vez, después del banquete ritual en Siló, Ana se levantó. El sacerdote Elí estaba sentado a la puerta del santuario del Señor. Ella, llena de tristeza, suplicó al Señor, llorando a lágrima viva, y le hizo esta firme promesa: —Señor del universo, si prestas atención a la humillación de tu esclava, si me tienes en cuenta y no me olvidas, si me concedes un hijo varón, te prometo que te lo entregaré de por vida y que nunca se afeitará la cabeza. Elí, por su parte, observaba los labios de Ana que no cesaba de orar al Señor. Como hablaba para sí, moviendo los labios, pero sin alzar la voz, Elí creyó que estaba borracha y le dijo: —¿Hasta cuándo te va a durar la borrachera? Arroja el vino que tienes dentro. Ana le respondió: —No es eso, señor; es que soy una mujer desgraciada, pero no he bebido vino ni alcohol; solo desahogaba mis penas ante el Señor. No me tomes por una desvergonzada; si me he excedido al hablar, lo he hecho abrumada por mi dolor y mi desgracia. Elí le dijo: —Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda la gracia que le has pedido. Ana respondió: —Que tu servidora cuente con tu favor. La mujer se marchó, comió y cambió de semblante. A la mañana siguiente madrugaron, adoraron al Señor y regresaron a su casa en Ramá. Elcaná se acostó con Ana, su mujer, y el Señor se acordó de ella. Ana quedó embarazada y, pasado el tiempo debido, dio a luz un hijo al que puso de nombre Samuel, explicando: «Al Señor se lo pedí». Al año siguiente subió el marido Elcaná con su familia a ofrecer al Señor el sacrificio anual y a cumplir su promesa, pero Ana no subió, excusándose a su marido: —Cuando destete al niño, lo llevaré para presentarlo ante el Señor y para que se quede allí de por vida. Elcaná, su marido, le contestó: —Haz lo que mejor te parezca. Quédate hasta que lo destetes y que el Señor cumpla su palabra. Ana se quedó en casa, criando a su hijo hasta que lo destetó. Entonces lo llevó al santuario del Señor en Siló, junto con un novillo, un saco de harina y un pellejo de vino. Sacrificaron el novillo y presentaron el niño a Elí. Y Ana le dijo: —Por favor, señor, escúchame. Yo soy la mujer que estuvo aquí, junto a ti, orando al Señor. Este es el niño que pedía y el Señor me ha concedido la petición que le hice. Ahora se lo entrego al Señor para que sea suyo de por vida. Y adoraron allí al Señor. Y Ana comenzó a orar así: Mi corazón salta de alegría por el Señor, mi fuerza reside en el Señor, mi boca se ríe de mis rivales, porque he disfrutado de tu ayuda. Nadie es santo como el Señor, nadie es fuerte como nuestro Dios, porque no hay otro como tú. No pronunciéis discursos altaneros, arrojad la arrogancia de vuestras bocas, porque el Señor es un Dios sabio y evalúa todas las acciones. El arco de los valientes se hace trizas y los cobardes se arman de valor. Los hartos se alquilan por pan y los hambrientos se sacian: la mujer estéril da a luz siete hijos y la madre fecunda se marchita. El Señor da la muerte y da la vida, hunde en el abismo y salva de él. El Señor empobrece y enriquece, rebaja y engrandece; saca del lodo al miserable, levanta de la basura al pobre para sentarlo entre los príncipes y adjudicarle un puesto de honor. Del Señor son los pilares de la tierra y sobre ellos cimentó el universo. Él guía los pasos de sus amigos, mientras los malvados se pierden en la oscuridad, porque nadie triunfa por sus fuerzas. El Señor desarma a sus adversarios, el Altísimo lanza truenos desde el cielo; el Señor juzga hasta el lugar más apartado; el Señor fortalece a su rey y engrandece el poder de su ungido. Elcaná volvió a su casa en Ramá, mientras el niño quedaba al servicio del Señor, bajo la custodia del sacerdote Elí. Los hijos de Elí eran unos desalmados que no respetaban al Señor, ni tenían en cuenta las obligaciones de los sacerdotes para con el pueblo. Cuando alguien ofrecía un sacrificio, mientras se guisaba la carne, llegaba el ayudante del sacerdote con el tenedor trinchante en la mano, pinchaba en la olla, en el caldero, en el perol o en la cazuela y todo lo que enganchaba el trinchante se lo quedaba el sacerdote. Esto era lo que hacían con todos los israelitas que iban a Siló. Incluso antes de que se quemara la grasa, llegaba el ayudante del sacerdote y decía al que estaba ofreciendo el sacrificio: —Dame la carne para asársela al sacerdote, pues él no te aceptará carne asada, sino cruda. A lo que el oferente respondía: —Primero se ha de quemar la grasa, después podrás coger lo que quieras. Entonces el otro replicaba: —No. Me la das ahora mismo, o me la llevo por la fuerza. El pecado de aquellos jóvenes ante el Señor era muy grave porque menospreciaban la ofrenda hecha al Señor. Samuel estaba al servicio del Señor y vestía una túnica de lino. Su madre le hacía cada año una pequeña túnica y se la llevaba cuando subía con su marido a ofrecer el sacrificio anual. Elí bendijo a Elcaná y a su mujer, diciendo: —Que el Señor te conceda hijos con esta mujer en recompensa por la donación que ella ha hecho al Señor. Luego volvieron a su hogar. El Señor bendijo a Ana, que volvió a quedar embarazada y dio a luz tres hijos y dos hijas. Mientras tanto, el joven Samuel iba creciendo junto al Señor. Elí era ya muy mayor; cuando se enteró de lo que hacían sus hijos con los israelitas y de cómo se acostaban con las mujeres que prestaban servicio a la entrada de la Tienda del encuentro, les dijo: —¿Por qué hacéis estas cosas? Todo el mundo me comenta vuestros abusos. No, hijos míos; no son buenos los rumores que oigo de que estáis escandalizando al pueblo del Señor. Si una persona ofende a otra, el Señor puede actuar de árbitro; pero si alguien ofende a Dios, ¿quién mediará en su favor? Pero ellos no hacían caso a su padre, porque Dios había decidido que murieran. Mientras tanto, el joven Samuel seguía creciendo, apreciado por Dios y por la gente. Un hombre de Dios se presentó a Elí diciendo: —Esto dice el Señor: Yo me manifesté abiertamente a la familia de tu antepasado, cuando vivía en Egipto al servicio del faraón, y de entre todas las tribus de Israel lo elegí a él como sacerdote, para que atendiera mi altar, quemara el incienso y llevara el efod ante mí; y adjudiqué a la familia de tu antepasado todas las ofrendas de los israelitas. ¿Por qué, entonces, habéis pisoteado mi altar y las ofrendas que establecí en el santuario? ¿Por qué tienes más consideración con tus hijos que conmigo, permitiéndoles que engorden con lo más exquisito de todas las ofrendas de mi pueblo Israel? Por eso —oráculo del Señor, Dios de Israel—, aunque prometí que tu familia y la familia de tus antepasados me servirían eternamente, ahora —oráculo del Señor— retiro lo dicho. Porque yo respeto a los que me respetan, pero los que me desprecian se verán deshonrados. Se acerca el día en que os despojaré de privilegios a ti y a la familia de tu antepasado, de manera que nadie llegará a viejo en tu familia. Te concomerás de envidia al contemplar la prosperidad de Israel, sin que nadie llegue jamás a viejo en tu familia. Mantendré a alguno al servicio de mi altar, hasta que se apaguen tus ojos y se extinga tu vida, pero la mayor parte de tu familia morirá violentamente. Tendrás la confirmación de esto en lo que les va a suceder a tus hijos, Jofní y Finés: ambos morirán el mismo día. Yo designaré un sacerdote fiel que actúe conforme a mi criterio y mi voluntad. Le proporcionaré una familia estable y vivirá siempre al servicio de mi ungido. Y cualquier superviviente de tu familia se inclinará ante él para mendigar unas monedas y una hogaza de pan, suplicándole: «Por favor, asígname cualquier tarea sacerdotal para poder comer un trozo de pan». El joven Samuel estaba al servicio del Señor bajo la custodia de Elí. Por aquel entonces los mensajes del Señor eran excepcionales y escaseaban las visiones. Cierto día Elí dormía en su habitación; sus ojos se estaban apagando y no podía ver. La lámpara divina aún no se había extinguido y Samuel dormía en el santuario del Señor, donde está el Arca de Dios. El Señor llamó a Samuel que respondió: —¡Aquí estoy! Fue corriendo adonde estaba Elí y le dijo: —Aquí estoy, presto a tu llamada. Elí le contestó: —Yo no te he llamado, hijo mío. Vuelve a acostarte. Y Samuel fue a acostarse. El Señor volvió a llamar otra vez a Samuel y este se levantó y se presentó ante Elí, diciendo: —Aquí estoy, presto a tu llamada. Elí contestó: —Yo no te he llamado, hijo mío. Vuelve a acostarte. Y es que Samuel todavía no conocía al Señor, ni se le había revelado su palabra. El Señor volvió a llamar a Samuel por tercera vez y él se levantó y se presentó ante Elí, diciendo: —Aquí estoy, presto a tu llamada. Entonces comprendió Elí que era el Señor quien llamaba al muchacho y le dijo: —Vuelve a acostarte y si alguien te llama, respóndele: «Habla, Señor, que tu servidor escucha». Y Samuel se fue a acostar a su habitación. El Señor volvió a insistir y lo llamó como antes: —¡Samuel! ¡Samuel! Y él le respondió: —Habla, que tu servidor escucha. Y el Señor dijo a Samuel: —Mira, voy a hacer una cosa en Israel que a los que la oigan les retumbarán los oídos. En ese momento voy a cumplir todo lo que he anunciado contra Elí y su familia de principio a fin. Ya le he comunicado que voy a condenar a su familia para siempre, porque él sabía que sus hijos ultrajaban a Dios, pero no los corrigió. Por eso, juro a la familia de Elí que ni sacrificios ni ofrendas podrán reparar nunca su delito. Samuel se acostó hasta la mañana siguiente. Luego abrió las puertas del santuario, pero no se atrevió a contarle a Elí la visión. Elí lo llamó: —Samuel, hijo mío. Y él contestó: —Aquí estoy. Elí le preguntó: —¿Qué te ha dicho? No me lo ocultes. Que Dios te castigue si me ocultas una sola palabra de lo que te ha dicho. Entonces Samuel se lo contó todo, sin omitir nada. Elí comentó: —Él es el Señor, que haga lo que mejor le parezca. Samuel seguía creciendo y el Señor lo protegía, sin dejar de cumplir ni una sola de sus palabras. Así supo todo Israel, desde Dan hasta Berseba, que Samuel era un profeta acreditado ante Dios. El Señor siguió manifestándose en Siló, donde revelaba su palabra a Samuel. La palabra de Samuel se recibía en todo Israel. Por aquellos días Israel salió a luchar contra los filisteos y acampó en Eben Ézer, mientras que los filisteos acamparon en Afec. Los filisteos se desplegaron para atacar a Israel, se entabló el combate e Israel fue derrotado por los filisteos, perdiendo a cuatro mil hombres en el campo de batalla. Cuando el ejército volvió al campamento, los ancianos de Israel dijeron: —¿Por qué ha permitido el Señor que hoy nos derrotaran los filisteos? ¡Vamos a traernos de Siló el Arca de la alianza del Señor, para que nos acompañe y nos libre de nuestros enemigos! Enviaron gente a Siló y trajeron de allí el Arca de la alianza del Señor del universo, entronizado sobre querubines. Los dos hijos de Elí, Jofní y Finés, acompañaban al Arca de la alianza de Dios. Cuando el Arca de la alianza del Señor llegó al campamento, todos los israelitas lanzaron un grito de guerra tan fuerte que retembló la tierra. Los filisteos oyeron aquel estruendo y se preguntaron: —¿A qué viene ese estruendo tan grande en el campamento hebreo? Y cuando se enteraron de que el Arca del Señor había llegado al campamento, los filisteos se asustaron y se decían: —¡Su Dios ha llegado al campamento! ¡Pobres de nosotros, porque nunca antes había pasado nada igual! ¡Pobres de nosotros! ¿Quién nos librará de un Dios tan poderoso? Porque ese es el Dios que diezmó a los egipcios con toda clase de plagas en el desierto. ¡Ánimo y sed fuertes, filisteos! Que no os esclavicen los hebreos como vosotros los habéis esclavizado. ¡Sed valientes y combatid! Los filisteos atacaron y derrotaron a Israel que huyó a la desbandada hasta su campamento. Hubo una gran masacre y la infantería israelita perdió treinta mil hombres. El Arca de Dios fue capturada y los dos hijos de Elí, Jofní y Finés, también murieron. Un benjaminita salió corriendo del campo y llegó a Siló el mismo día, con la ropa hecha jirones y la cabeza cubierta de polvo. Cuando llegó, Elí estaba sentado en su silla junto al camino vigilando preocupado por la suerte del Arca de Dios. El hombre entró en la población para dar la noticia y todos los habitantes se pusieron a gritar. Elí oyó el griterío y se preguntaba qué significaba aquel tumulto. Entonces el mensajero llegó presuroso a darle la noticia a Elí. Con noventa y ocho años, Elí tenía la mirada fija y no veía nada. El mensajero le dijo: —Acabo de llegar del campo de batalla, del que hoy mismo he logrado escapar. Elí le preguntó: —¿Qué ha pasado, hijo mío? Y el mensajero respondió: —Israel ha huido ante los filisteos y el ejército ha sufrido una gran derrota. Tus dos hijos, Jofní y Finés, también han muerto y el Arca de Dios ha sido capturada. Al mencionar el Arca de Dios, Elí se cayó de la silla hacia atrás contra la puerta, se rompió la nuca y murió, pues era viejo y estaba grueso. Había sido juez de Israel durante cuarenta años. Su nuera, la mujer de Finés, estaba embarazada y a punto de dar a luz. Cuando oyó las noticias de la captura del Arca de Dios y de las muertes de su suegro y su marido, le sobrevinieron los dolores del parto, se agachó y dio a luz. Como estaba a punto de morir, las que la asistían le decían: —¡Ánimo, que has tenido un niño! Pero ella no respondió ni hizo caso. Al niño le puso por nombre Icabod, pues decía: «Israel se ha quedado sin gloria», refiriéndose a la captura del Arca de Dios y a las muertes de su suegro y de su marido. Y repetía: «Israel se ha quedado sin gloria, pues el Arca de Dios ha sido capturada». Después de capturar el Arca, los filisteos la trasladaron desde Eben Ézer hasta Asdod. Tomaron el Arca, la llevaron al templo de Dagón y la colocaron junto a Dagón. Cuando los de Asdod se levantaron al día siguiente, encontraron a Dagón caído en el suelo ante el Arca del Señor. Agarraron a Dagón y lo pusieron en su sitio. Cuando se levantaron a la mañana siguiente, encontraron de nuevo a Dagón caído en el suelo ante el Arca del Señor. Tenía la cabeza y las dos manos arrancadas y tiradas sobre el umbral; de Dagón solo quedaba el tronco. Por esta razón, los sacerdotes de Dagón y los que visitan su templo en Asdod siguen sin pisar el umbral hasta el presente. El Señor castigó gravemente a los asdoditas y los aterrorizó, asolando con tumores a Asdod y a su comarca. Cuando los asdoditas vieron lo que sucedía, dijeron: —El Arca del Dios de Israel no debe quedarse entre nosotros, porque su poder se recrudece contra nosotros y contra nuestro dios Dagón. Entonces convocaron a todos los príncipes filisteos y los consultaron: —¿Qué podemos hacer con el Arca del Dios de Israel? Ellos contestaron: —Que la lleven a Gat. Así pues, trasladaron a Gat el Arca del Dios de Israel. Pero, nada más trasladarla, el Señor castigó a la ciudad e hizo cundir el pánico, pues hirió a sus habitantes, pequeños y grandes, y les salieron tumores. Entonces enviaron el Arca de Dios a Ecrón. Y, al llegar allí, los ecronitas se pusieron a gritar: —¡Han traído aquí el Arca del Dios de Israel para que nos aniquile a todos! Entonces convocaron de nuevo a todos los príncipes filisteos y les dijeron: —Llevaos el Arca del Dios de Israel y que vuelva a su sitio, para que no nos aniquile a todos. Y es que por toda la ciudad cundía un pánico mortal, pues el Señor la había castigado muy duramente. Los que no morían estaban infectados de tumores y el clamor de la ciudad llegaba al cielo. El Arca del Señor permaneció siete meses en territorio filisteo. Los filisteos hicieron llamar a los sacerdotes y adivinos para consultarles: —¿Qué podemos hacer con el Arca del Señor? Indicadnos cómo debemos enviarla a su lugar. Ellos respondieron: —Si queréis devolver el Arca del Dios de Israel, no la mandéis vacía; devolvedla con una compensación. Entonces os curaréis y sabréis por qué su castigo no os dejaba en paz. Y preguntaron: —¿Qué compensación debemos hacerle? Contestaron: —A razón del número de príncipes filisteos, cinco tumores de oro y cinco ratas de oro, pues una misma plaga habéis sufrido todos vosotros y vuestros príncipes. Haréis imágenes de los tumores y de las ratas que exterminan el país para glorificar al Dios de Israel. Tal vez así aplaque su castigo sobre vosotros, vuestros dioses y vuestro país. No seáis tan obstinados como lo fueron los egipcios y el faraón que solo cuando él los golpeó dejaron marchar a Israel. Así pues, construid una carreta nueva, tomad dos vacas que estén criando y que nunca hayan llevado yugo, enganchadlas a la carreta y dejad sus terneros en el establo. Tomad luego el Arca del Señor, colocadla en la carreta junto con los objetos de oro que le ofrecéis como reparación metidos en una bolsa, y dejadla marchar. Observad entonces: si se encamina hacia su territorio y sube hacia Bet Semes, demostrará que él nos ha causado esta terrible plaga. Si no es así, sabremos que él no nos ha castigado y que ha sido un accidente. Y así lo hicieron. Tomaron dos vacas que estaban criando, las engancharon a la carreta y encerraron a sus terneros en el establo. Luego colocaron en la carreta el Arca del Señor y la bolsa con las ratas de oro y las imágenes de sus tumores. Las vacas tiraron derechas en dirección a Bet Semes. Caminaban mugiendo siempre por el mismo camino, sin desviarse a ningún lado, y los príncipes filisteos las siguieron hasta el término de Bet Semes. Las gentes de Bet Semes, que estaban cosechando el trigo en el valle, levantaron la vista y, al ver el Arca, se alegraron. La carreta llegó al campo de Josué, el de Bet Semes, y se detuvo allí, junto a una piedra grande. Entonces partieron la madera de la carreta y ofrecieron las vacas en holocausto al Señor. Los levitas habían bajado el Arca del Señor y la bolsa que contenía los objetos de oro, colocándolos sobre la piedra grande. Aquel día la gente de Bet Semes ofreció holocaustos y sacrificios de comunión al Señor. Los cinco príncipes filisteos estuvieron observando y regresaron a Ecrón el mismo día. Los cinco tumores de oro que los filisteos ofrecieron en compensación al Señor correspondían respectivamente a Asdod, Gaza, Ascalón, Gat y Ecrón. El número de ratas de oro correspondía al total de las ciudades filisteas gobernadas por los cinco príncipes, incluyendo ciudades fortificadas y aldeas anejas. En cuanto a la piedra grande sobre la que colocaron el Arca del Señor, todavía hoy puede verse en el campo de Josué, el de Bet Semes. Pero el Señor castigó a la gente de Bet Semes por mirar el Arca del Señor, hiriendo a setenta de sus hombres. El pueblo hizo duelo por el duro castigo que el Señor le había infligido. Entonces los habitantes de Bet Semes dijeron: —¿Quién podrá resistir ante el Señor, ante este Dios Santo? ¿A quién enviarla para quitárnosla de encima? Enviaron, pues, emisarios a los habitantes de Quiriat Jearín con este mensaje: —Los filisteos han devuelto el Arca del Señor. Venid y lleváosla con vosotros. Los habitantes de Quiriat Jearín vinieron y recogieron el Arca del Señor; la llevaron a la casa de Abinadab, en la colina, y consagraron a su hijo Eleazar para que la cuidase. Pasaron muchos años, unos veinte, desde la instalación del Arca en Quiriat Jearín y todo Israel añoraba al Señor. Entonces Samuel se dirigió a todos los israelitas para decirles: —Si queréis volver totalmente al Señor, retirad de entre vosotros a los dioses y diosas extranjeros, entregaos plenamente al Señor, adoradlo en exclusiva y él os librará de los filisteos. Los israelitas retiraron las imágenes de Baal y Astarté y adoraron al Señor en exclusiva. Samuel les ordenó: —Convocad a todo Israel en Mispá y yo oraré por vosotros al Señor. Se reunieron en Mispá, sacaron agua, la derramaron ante el Señor y ayunaron aquel día, diciendo: —Hemos pecado contra el Señor. Samuel juzgó a los israelitas en Mispá. Cuando los filisteos se enteraron de que los israelitas estaban reunidos en Mispá, los príncipes filisteos subieron contra Israel. Los israelitas, al saberlo, se asustaron y dijeron a Samuel: —No dejes de suplicar por nosotros al Señor nuestro Dios, para que nos defienda de los filisteos. Samuel tomó un cordero lechal, lo sacrificó al Señor en holocausto, clamó al Señor en favor de Israel y el Señor lo escuchó. Mientras Samuel estaba ofreciendo el sacrificio, llegaron los filisteos para atacar a Israel. Entonces el Señor lanzó un fuerte trueno contra los filisteos, los desconcertó y cayeron derrotados ante Israel. Los israelitas salieron de Mispá persiguiendo a los filisteos y los fueron aniquilando hasta más abajo de Bet Car. Samuel colocó entonces una piedra entre Mispá y Sen, diciendo: —Hasta aquí nos ha ayudado el Señor. Por eso la llamó Eben Ézer. Los filisteos, derrotados, ya no volvieron a invadir el territorio israelita y el Señor los tuvo sometidos mientras vivió Samuel. Israel reconquistó las ciudades situadas entre Ecrón y Gat que los filisteos le habían arrebatado, liberó su territorio del dominio filisteo y estuvo en paz con los amorreos. Samuel fue juez de Israel durante toda su vida. Anualmente hacía una gira por Betel, Guilgal y Mispá, dirimiendo los pleitos de Israel en estos lugares. Luego volvía a Ramá, donde tenía su residencia y seguía juzgando a Israel. Y allí construyó un altar al Señor. Cuando Samuel se hizo viejo nombró a sus hijos jueces de Israel. El primogénito se llamaba Joel y el segundo Abías, y ambos ejercían en Berseba. Sin embargo sus hijos no siguieron sus pasos, pues buscaban su provecho, aceptaban sobornos y pervertían la justicia. Por ello, todos los ancianos de Israel se reunieron, fueron a Ramá a ver a Samuel y le dijeron: —Mira, tú ya eres viejo y tus hijos no siguen tus pasos. Por tanto, nómbranos un rey que nos gobierne, como en todas las naciones. Le disgustó a Samuel el hecho de que le pidieran un rey para que los gobernara y se puso a orar al Señor. Pero el Señor le dijo: —Escucha la voz del pueblo en todo lo que te pidan, pues no te rechazan a ti, sino que es a mí a quien rechazan como rey suyo. Lo mismo que me han tratado a mí desde que los saqué de Egipto hasta hoy, abandonándome para dar culto a otros dioses, así te tratan también a ti. Ahora, pues, escúchalos; pero ponlos sobre aviso y dales a conocer los privilegios del rey que reinará sobre ellos. Samuel transmitió las palabras del Señor a la gente que le pedía un rey y les dijo: —Estos serán los derechos del rey que os gobierne: alistará a vuestros hijos y a unos los destinará a sus carros y a sus caballos para que vayan delante de su carroza; a otros los nombrará jefes y oficiales de su ejército; a otros los pondrá a trabajar sus campos y a cuidar sus cosechas, o a fabricar su armamento y los pertrechos de sus carros. A vuestras hijas las pondrá a su servicio como perfumistas, cocineras o panaderas. Requisará vuestros mejores campos, viñas y olivares para dárselos a sus funcionarios. Os cobrará el diezmo de vuestros cereales y viñas y se lo dará a sus oficiales y funcionarios. Os quitará vuestros siervos y siervas junto con vuestros mejores bueyes y asnos para emplearlos en sus trabajos. Os exigirá impuestos por vuestros rebaños, y vosotros mismos os convertiréis en sus esclavos. En ese momento os quejaréis del rey que habíais elegido, pero entonces el Señor no os responderá. El pueblo no quiso escuchar a Samuel e insistió: —¡No importa! Queremos tener rey. Así también nosotros seremos como todos los pueblos: nuestro rey nos gobernará y nos conducirá a luchar en las guerras. Samuel escuchó lo que decía el pueblo y se lo comunicó al Señor. El Señor le contestó: —Atiende a su petición y nómbrales un rey. Entonces Samuel ordenó a los israelitas: —¡Todo el mundo a sus pueblos! En la tribu de Benjamín había un hombre de buena posición llamado Quis, hijo de Abiel y descendiente de Seror, Becorat y Afiaj, el benjaminita. Quis tenía un hijo, llamado Saúl, un joven atractivo y el más esbelto entre los israelitas, pues les sacaba la cabeza a todos los demás. A su padre, Quis, se le habían extraviado las asnas; así que le dijo a su hijo Saúl: —Llévate a uno de los criados y vete a buscar las asnas. Recorrió la serranía de Efraín y el término de Salisá, pero no encontró las asnas. Recorrió el término de Saalín, y nada. Recorrió también el término de Benjamín y tampoco las encontró. Cuando llegaron al término de Suf, Saúl dijo al criado que lo acompañaba: —Vamos a regresar, no sea que mi padre empiece a preocuparse más por nosotros que por las asnas. Pero el criado le respondió: —Mira, en esta ciudad vive un hombre de Dios muy respetado, pues todo lo que dice se cumple puntualmente. Acudamos a él y quizá nos indique el camino que debemos seguir. Saúl le contestó: —Pero, si vamos, ¿qué podemos llevar a ese hombre? Porque ya no nos queda pan en las alforjas y no tenemos nada que ofrecerle. ¿Qué nos queda? Y el criado le dijo: —Mira, tengo a mano una pequeña moneda de plata. Se la daré al hombre de Dios para que nos indique el camino. (En Israel antiguamente, cuando alguien iba a consultar a Dios, decía: «Vamos a ver al vidente»; pues al que actualmente llamamos «profeta» antes se le llamaba «vidente»). Y Saúl respondió: —De acuerdo, vamos. Y se dirigieron a la aldea donde vivía el hombre de Dios. Cuando subían la cuesta de la aldea, encontraron a unas muchachas que iban en busca de agua y les preguntaron: —¿Está aquí el vidente? Ellas les contestaron: —Sí, ahí un poco más adelante. Pero daos prisa, pues ha llegado hoy a la aldea, porque el pueblo celebra un sacrificio en el santuario. Al llegar a la aldea lo encontraréis, antes de que suba a comer al santuario. La gente no comerá hasta que él llegue, pues debe bendecir la ofrenda. Después podrán comer los invitados. Así que subid ahora, porque lo encontraréis inmediatamente. Ellos subieron hacia la aldea y cuando entraban en ella, se toparon con Samuel que salía para subir al santuario local. El día anterior de la llegada de Saúl, el Señor había revelado directamente a Samuel lo siguiente: —Mañana a estas horas te enviaré a un hombre de la región de Benjamín y tú lo ungirás como jefe de mi pueblo Israel. Él defenderá a mi pueblo del poder de los filisteos, pues he visto el sufrimiento de mi pueblo y me han llegado sus lamentos. Cuando Samuel vio a Saúl, el Señor le comunicó: —Ahí tienes al hombre del que te hablé. Ese gobernará a mi pueblo. Saúl se acercó a Samuel a la entrada de la ciudad y le dijo: —Por favor, indícame dónde está la casa del vidente. Samuel le respondió: —Yo soy el vidente. Sube delante de mí al santuario, que hoy comeréis conmigo y mañana por la mañana te dejaré marchar y te revelaré todo cuanto te preocupa. En cuanto a las asnas que se te perdieron hace tres días, deja de pensar en ellas, porque ya han aparecido. Ahora el principal interés de Israel sois tú y la familia de tu padre. Y Saúl contestó: —¿Por qué me dices eso si yo no soy más que un benjaminita, de la tribu más pequeña de Israel, y mi familia es de las más insignificantes entre las familias de la tribu de Benjamín? Samuel tomó a Saúl y a su criado, los introdujo en la sala y les asignó el lugar de la presidencia entre los invitados, que eran unos treinta. Luego dijo al cocinero: —Tráete la ración que te di y que te encargué que guardaras. El cocinero sacó una pierna entera y se la sirvió a Saúl. Samuel le dijo: —Ahí tienes lo que estaba reservado: sírvete y come, pues se te había guardado para este momento cuando invité a la gente. Y Saúl comió aquel día con Samuel. Luego bajaron del santuario a la aldea, prepararon a Saúl un lecho en la terraza y se acostó. Al amanecer, Samuel llamó a Saúl, diciéndole: —Levántate, que voy a despedirte. Saúl se levantó y los dos salieron a la calle. Cuando bajaban por las afueras de la aldea, Samuel dijo a Saúl: —Di a tu criado que nos adelante. Y tú espera un momento, que tengo que comunicarte la palabra de Dios. Entonces Samuel tomó la aceitera, la derramó sobre la cabeza de Saúl y lo besó, diciendo: —El Señor te unge como jefe de su pueblo. Hoy mismo, cuando te separes de mí, encontrarás junto a la tumba de Raquel, en territorio de Benjamín, en Selsaj, a dos hombres que te dirán: «Han aparecido las asnas que saliste a buscar; pero ahora tu padre, que se ha olvidado del asunto de las asnas, está preocupado por vosotros y preguntándose qué podría hacer por su hijo». Sigue adelante y cuando llegues a la encina del Tabor, te saldrán al encuentro tres hombres que suben a Betel a dar culto a Dios, uno con tres cabritos, otro con tres panes y el otro con un pellejo de vino. Ellos te saludarán, te ofrecerán dos panes y tú se los aceptarás. Luego llegarás a Guibeá de Dios donde está el destacamento filisteo y, al entrar en la ciudad, te tropezarás con un grupo de profetas que bajan del santuario en trance profético, precedidos de arpas, tambores, flautas y cítaras. Entonces te invadirá el espíritu de Dios que te transformará en otra persona, y profetizarás con ellos. Cuando te hayan ocurrido estas señales, actúa como quieras, porque Dios está contigo. Luego desciende a Guilgal antes de que yo lo haga, pues también yo bajaré contigo para ofrecer holocaustos y sacrificios de comunión. Espera siete días hasta que me reúna contigo y te indique lo que tienes que hacer. En cuanto Saúl se dio la vuelta, despidiéndose de Samuel, Dios le cambió el corazón y aquel mismo día le ocurrieron todas estas señales. Cuando llegaron a Guibeá, les salió al encuentro un grupo de profetas. Entonces el espíritu de Dios invadió a Saúl y se puso a profetizar con ellos. Cuantos lo conocían de antes y lo veían ahora profetizando entre los profetas comentaban entre sí: —¿Qué le ha pasado al hijo de Quis? ¿También Saúl se ha hecho profeta? Y uno de ellos añadió: —¡A saber de quién serán esos! (De ahí viene el dicho: «¿También Saúl se ha hecho profeta?»). Cuando acabó de profetizar, Saúl volvió a su casa. Su tío les preguntó a él y a su criado: —¿Dónde habéis ido? Y él contestó: —A buscar las asnas; pero como no aparecían, fuimos a ver a Samuel. Su tío le dijo: —Cuéntame qué os ha dicho Samuel. Respondió: —Nos aseguró que las asnas habían aparecido. Pero no le mencionó nada del asunto de la realeza del que le había hablado Samuel. Samuel convocó al pueblo ante el Señor en Mispá y habló así a los israelitas: —Esto dice el Señor, Dios de Israel: «Yo saqué a Israel de Egipto y os libré del poder de los egipcios y de todos los reyes que os oprimían». Pero ahora vosotros habéis rechazado a vuestro Dios, el que os ha salvado de todas las desgracias y dificultades, y le habéis pedido que os nombre un rey. Pues bien, presentaos ante el Señor por tribus y por clanes. Samuel ordenó acercarse a todas las tribus de Israel y la suerte recayó en la tribu de Benjamín. Después ordenó acercarse a los clanes de la tribu de Benjamín y la suerte recayó en el clan de Matrí. Finalmente la suerte recayó en Saúl, el hijo de Quis, a quien buscaron sin encontrarlo. Entonces volvieron a consultar al Señor: —¿Pero está aquí ese hombre? El Señor respondió: —Está escondido entre el equipaje. Corrieron a sacarlo de allí y se presentó ante el pueblo: destacaba entre toda la gente, sacándoles la cabeza. Entonces Samuel dijo a todo el pueblo: —¿Habéis visto al elegido del Señor? En todo el pueblo no hay quien se le pueda comparar. Y todo el pueblo aclamó: —¡Viva el rey! Entonces Samuel expuso al pueblo el protocolo real y lo escribió en un libro que depositó ante el Señor. Luego despidió al pueblo, y se fueron cada uno a su casa. También Saúl marchó a su casa en Guibeá y con él marcharon aquellos valientes a los que Dios infundió ánimos. En cambio, los descontentos comentaban: —¿De qué va a salvarnos ese? Y no le quisieron hacer regalos. Pero Saúl no se dio por aludido. El amonita Najás subió y acampó frente a Jabés de Galaad. Los habitantes de Jabés le propusieron: —Haz un pacto con nosotros y nos someteremos a ti. Najás les respondió: —Haré ese pacto, con la condición de sacaros a cada uno el ojo derecho. Así humillaré a todo Israel. Los ancianos de Jabés le contestaron: —Danos siete días de plazo para enviar mensajeros por todo el territorio de Israel y si nadie viene a ayudarnos nos rendiremos a ti. Los mensajeros llegaron a Guibeá de Saúl, dieron la noticia al pueblo y toda la gente se puso a gritar y a llorar. Saúl volvía del campo con los bueyes y preguntó: —¿Qué sucede? ¿Por qué llora la gente? Le contaron lo que habían dicho los de Jabés y, al enterarse de la noticia, Saúl, invadido por el espíritu del Señor, se enfureció, agarró la yunta de bueyes, los descuartizó y por medio de mensajeros los repartió por todo Israel con este mensaje: —Lo mismo se hará con los bueyes de quien no siga a Saúl y a Samuel. El temor del Señor sobrecogió al pueblo, que se alistó sin faltar uno solo. Saúl pasó revista en Bézec y había trescientos mil hombres de Israel y treinta mil de Judá. Entonces dijo a los mensajeros que habían venido: —Decid a los de Jabés que mañana al mediodía recibirán ayuda. Cuando los mensajeros llegaron y comunicaron la noticia, los habitantes de Jabés se llenaron de alegría y dijeron a Najás: —Mañana nos rendiremos y podréis hacer lo que mejor os parezca con nosotros. Al día siguiente Saúl organizó a la gente en tres columnas; irrumpieron en el campamento antes del alba y estuvieron destrozando a los amonitas hasta el mediodía. Los supervivientes se dispersaron, de suerte que no quedaron dos juntos. Entonces la gente dijo a Samuel: —¿Quiénes ponían en duda que Saúl sería nuestro rey? Entregadnos a esos hombres para que los matemos. Pero Saúl replicó: —Nadie debe morir en un día como este, pues hoy el Señor ha dado la victoria a Israel. Luego Samuel dijo al pueblo: —Venga, vayamos a Guilgal. Inauguraremos allí la monarquía. Todo el pueblo fue a Guilgal y proclamaron rey a Saúl ante el Señor, allí en Guilgal; ofrecieron sacrificios de comunión al Señor y después Saúl y los israelitas celebraron allí una gran fiesta. Samuel dijo a todo Israel: —Ya veis que he escuchado todas las peticiones que me habéis hecho y que os he nombrado un rey. Pues bien, ahí tenéis al rey que ha de guiaros. Por lo que a mí respecta, ya estoy viejo y canoso, y mis hijos están entre vosotros. Os he dirigido desde mi juventud hasta el día de hoy. Y aquí me tenéis si queréis acusarme de algo ante el Señor y ante su ungido. ¿Le he quitado a alguien un buey o un asno? ¿He explotado o maltratado a alguno? ¿He aceptado algún soborno para hacer la vista gorda? Si es así, os lo devolveré. Respondieron: —No nos has explotado ni maltratado, ni has aceptado sobornos de nadie. Samuel replicó: —El Señor es hoy testigo contra vosotros, al igual que su ungido, de que no habéis encontrado en mí culpa alguna. Respondieron: —Sí, es testigo. Y Samuel dijo al pueblo: —El Señor es quien eligió a Moisés y Aarón y quien sacó a vuestros antepasados de Egipto. Y ahora preparaos, porque voy a pediros cuentas ante el Señor de todos los beneficios que él os ha hecho a vosotros y a vuestros antepasados. Cuando Jacob llegó a Egipto, vuestros antepasados pidieron auxilio al Señor y él envió a Moisés y a Aarón para que sacasen a vuestros antepasados de Egipto y los instalasen en este lugar. Pero ellos olvidaron al Señor su Dios y él los entregó en poder de Sísara, general del ejército de Jasor, y en poder de los filisteos y del rey de Moab, que lucharon contra ellos. Entonces clamaron al Señor, diciendo: «Hemos pecado, abandonando al Señor para rendir culto a las imágenes de Baal y de Astarté. Líbranos del poder de nuestros enemigos y te serviremos». Y el Señor envió a Jerubaal, a Barac, a Jefté y a Samuel para que os librasen del poder de vuestros enemigos vecinos y pudieseis vivir tranquilos. Ahora, cuando habéis visto que Najás, el rey de los amonitas, os amenazaba, me habéis pedido un rey que os gobernara, aunque el Señor vuestro Dios era vuestro rey. Pues bien, ahí tenéis al rey que habéis elegido y que habéis exigido. Ya veis que el Señor os ha dado un rey. Si honráis al Señor y le dais culto, si escucháis su palabra y no desobedecéis sus mandatos, entonces os irá bien tanto a vosotros como al rey que os gobierna. Pero si no escucháis la palabra del Señor y desobedecéis sus mandatos, el Señor os castigará a vosotros como castigó a vuestros antepasados. Y ahora permaneced aquí y contemplaréis el gran prodigio que Dios va a realizar delante de vosotros. ¿No estamos en época de siega? Pues voy a invocar al Señor y él hará tronar y llover, para que reconozcáis el gran pecado que habéis cometido ante al Señor al pedir un rey. Samuel invocó al Señor y el Señor envió aquel día truenos y lluvia. Todo el pueblo sintió pánico del Señor y de Samuel. Y dijeron a Samuel: —Intercede por tus siervos ante el Señor tu Dios, para que no perezcamos, ya que hemos añadido a todos nuestros pecados el delito de pedirnos un rey. Samuel respondió al pueblo: —No temáis. Es cierto que habéis cometido ese delito, pero ahora no os apartéis del Señor y servidle de todo corazón. No os apartéis para seguir a nulidades que no pueden ayudaros ni salvaros, porque son inútiles. El Señor no abandonará a su pueblo por el honor de su nombre, pues el Señor ha decidido convertiros en su pueblo. Por mi parte, Dios me libre de pecar contra el Señor, dejando de interceder por vosotros. Yo os enseñaré el camino bueno y recto. Así que honrad al Señor y servidle con sinceridad y de todo corazón, ya que habéis reconocido los muchos beneficios que os ha hecho. Pero si persistís en el mal seréis aniquilados tanto vosotros como vuestro rey. Saúl era un hombre joven cuando comenzó a reinar, y habiendo reinado algunos años sobre Israel escogió a tres mil israelitas: dos mil estaban con él en Micmás y en la montaña de Betel, y otros mil estaban con Jonatán en Guibeá de Benjamín. Al resto de la gente la envió a sus casas. Jonatán derrotó a la guarnición filistea que había en Guibeá y los filisteos se enteraron. Entonces Saúl hizo sonar el cuerno en todo el país para que también se enteraran los hebreos. Y todo Israel se enteró de que Saúl había derrotado a la guarnición filistea acarreándose con ello Israel el odio de los filisteos. Entonces la gente se reunió con Saúl en Guilgal. A su vez, los filisteos se concentraron para luchar contra Israel con tres mil carros, seis mil jinetes y una infantería tan numerosa como la arena de las playas. Luego subieron a acampar en Micmás, al este de Bet-Avén. Los israelitas, al sentirse acosados, se vieron en peligro y fueron a esconderse en cuevas y cavernas, entre riscos o en sótanos y aljibes. Algunos hebreos cruzaron el Jordán hacia la región de Gad y Galaad. Saúl resistía en Guilgal, mientras toda su tropa estaba acobardada. Saúl esperó siete días, el plazo fijado por Samuel, pero Samuel no llegaba a Guilgal y la gente comenzaba a desertar. Entonces Saúl ordenó: —Traedme el holocausto y los sacrificios de comunión. Y Saúl ofreció el holocausto. Cuando terminaba de ofrecerlo, llegó Samuel, y Saúl salió a su encuentro para saludarlo. Samuel le preguntó: —¿Qué has hecho? Y Saúl contestó: —Cuando vi que la gente desertaba, que tú no venías en el plazo acordado y que los filisteos se concentraban en Micmás, pensé que los filisteos me iban a atacar en Guilgal sin haber podido aplacar al Señor, y me vi obligado a ofrecer el holocausto. Samuel dijo a Saúl: —¡Has perdido el juicio! Si hubieras guardado el precepto que el Señor tu Dios te impuso, el Señor habría consolidado para siempre tu reinado sobre Israel. Pero ahora tu reinado no durará. El Señor se ha buscado un hombre de su confianza para convertirlo en jefe de su pueblo, puesto que no has cumplido lo que te ordenó. Y Samuel se puso en camino para subir desde Guilgal hasta Guibeá de Benjamín. Saúl pasó revista a la gente que le quedaba: eran unos seiscientos. Saúl, su hijo Jonatán y la gente que los acompañaba se establecieron en Guibeá de Benjamín, mientras que los filisteos acamparon en Micmás. Del campamento filisteo salió un destacamento de castigo dividido en tres patrullas: una se dirigió hacia Ofrá, hacia la región de Sual; otra se dirigió hacia Bet Jorón y la tercera se dirigió hacia la frontera que domina el valle de Seboín, hacia el desierto. En todo el territorio de Israel no había un solo herrero, pues los filisteos no querían que los hebreos forjasen espadas o lanzas. Y todos los israelitas tenían que acudir a los filisteos para aguzar cada uno su reja, su azada, su hacha y su hoz. Afilar rejas o azadas costaba dos tercios de siclo y un tercio afilar hachas o arreglar aguijadas. Por eso, el día del combate ninguno de los que acompañaban a Saúl y a Jonatán tenían espadas y lanzas. Solo las tenían Saúl y su hijo Jonatán. Un destacamento filisteo salió hacia el paso de Micmás. Cierto día Jonatán, hijo de Saúl, dijo a su escudero: —Vamos a pasar hasta el destacamento filisteo que está al otro lado. Pero no dijo nada a su padre. Saúl estaba acampado en el término de Guibeá, bajo el granado que hay en Migrón, con un ejército de unos seiscientos hombres. Ajías, hijo de Ajitub, hermano de Icabod, hijos de Finés, el hijo de Elí, el sacerdote del Señor en Siló, llevaba el efod. La gente no sabía que Jonatán se había marchado. Flanqueando los vados por los que Jonatán intentaba cruzar hasta el destacamento filisteo había dos peñascos: uno se llamaba Boses y el otro Sene. Uno de los salientes estaba al norte, frente a Micmás; el otro estaba al sur, frente a Guibeá. Jonatán dijo a su escudero: —Vamos a cruzar hasta el destacamento de esos incircuncisos. A ver si el Señor nos ayuda, pues a él le da igual salvar con muchos o con pocos. El escudero respondió: —Actúa como te parezca. Me tienes a tu disposición. Jonatán le dijo: —Vamos a cruzar en dirección a esos hombres, para que nos vean. Si nos dicen: «¡Alto ahí, hasta que nos acerquemos!», nosotros nos quedaremos quietos, sin llegar a ellos. Pero si nos dicen: «Subid hasta aquí», entonces subiremos, pues esa será la señal de que el Señor nos los ha entregado. Los dos se dejaron ver por el destacamento de los filisteos y estos comentaron: —Mirad, unos hebreos salen de las cuevas donde estaban escondidos. Los hombres del destacamento dijeron a Jonatán y a su escudero: —Subid hasta aquí, que tenemos algo que deciros. Entonces Jonatán le dijo a su escudero: —Sígueme, porque el Señor los ha entregado en poder de Israel. Jonatán subió trepando con manos y pies, seguido de su escudero. Los filisteos iban cayendo ante Jonatán mientras su escudero, por detrás, los iba rematando. En este primer ataque Jonatán y su escudero mataron a unos veinte hombres en una corta extensión de terreno. El pánico cundió en el campamento, en el campo abierto y entre toda la gente; también se asustaron el destacamento y la patrulla de asalto. La tierra tembló y se produjo un pánico sobrecogedor. Desde Guibeá de Benjamín los centinelas de Saúl vieron que la multitud se dispersaba en desbandada. Saúl dijo a la tropa que lo acompañaba: —Pasad revista y comprobad si nos falta alguien. Pasaron revista y echaron en falta a Jonatán y a su escudero. Entonces Saúl dijo a Ajías: —Trae aquí el Arca de Dios. (Pues aquel día el Arca de Dios estaba con los israelitas). Mientras Saúl hablaba con el sacerdote el tumulto en el campamento filisteo iba en aumento. Saúl dijo al sacerdote: —Retira tu mano. Saúl y la tropa que lo acompañaba se congregaron y se lanzaron hacia el campo de batalla y allí vieron que la gente se atacaba entre sí en medio de un completo caos. Los hebreos que vivían desde hacía tiempo con los filisteos y que habían subido con ellos al campamento se pasaron también a los israelitas que acompañaban a Saúl y a Jonatán. Cuando todos los israelitas que se habían escondido en los montes de Efraín se enteraron de la huida de los filisteos, se sumaron también a su persecución. El Señor salvó aquel día a Israel y la batalla llegó hasta Bet-Avén. Los israelitas terminaron aquel día agotados, pues no habían probado bocado. Y es que Saúl los había juramentado, diciendo: —¡Maldito el que coma algo antes de la tarde, hasta que yo me haya vengado de mis enemigos! La tropa llegó a un bosque donde había miel por el suelo. Cuando la gente entró en el bosque, vio destilar la miel, pero nadie llegó a probarla por respeto al juramento. Jonatán, en cambio, no se había enterado del juramento que su padre había impuesto al pueblo. Así que alargó la vara que llevaba en la mano, mojó la punta en un panal de miel, se la llevó a la boca y se le iluminó el semblante. Alguien de los presentes le comentó: —Tu padre ha juramentado al pueblo, maldiciendo al que coma algo hoy. Por eso la gente está agotada. Jonatán le respondió: —Mi padre ha perjudicado al país. Observa cómo se me ha iluminado el semblante al probar solo un poco de miel. A buen seguro que si la gente hubiera comido hoy del botín capturado al enemigo, la derrota de los filisteos habría sido mucho mayor. Aquel día el pueblo derrotó a los filisteos desde Micmás hasta Ayalón, pero estaba completamente agotado. Entonces la gente se lanzó sobre el botín, echaron mano a ovejas, vacas y terneros, los sacrificaron en el suelo y se comieron hasta la sangre. Avisaron a Saúl: —La gente está ofendiendo al Señor, comiendo sangre. Él contestó: —¡Estáis siendo infieles! Traed hasta aquí ahora mismo una piedra grande. Luego añadió: —Dispersaos entre la gente y decidles que cada uno me traiga su res o su oveja. Luego las sacrificáis aquí y coméis. Pero no ofendáis al Señor comiendo la sangre. Aquella misma noche toda la gente aportó su propia res y las sacrificaron allí. Luego Saúl levantó un altar al Señor. Este fue el primer altar que construyó al Señor. Después dijo: —Vamos a perseguir esta noche a los filisteos y a saquearlos hasta el amanecer sin dejar ni un superviviente. Le respondieron: —Haz como mejor te parezca. Pero el sacerdote dijo: —Vamos a consultar al Señor. Entonces Saúl consultó al Señor: —¿Puedo perseguir a los filisteos? ¿Los entregarás en poder de Israel? Pero aquel día no le respondió. Saúl ordenó: —Acercaos todos los jefes del pueblo e investigad quién ha pecado hoy. Porque os juro por el Señor, el Salvador de Israel, que, aunque se trate de mi hijo Jonatán, tendrá que morir. Pero ninguno de los presentes le respondió. Entonces Saúl dijo a todos los israelitas: —Poneos todos vosotros a un lado, y yo y mi hijo Jonatán nos pondremos al otro. La gente respondió: —Haz lo que te parezca mejor. Saúl invocó al Señor, Dios de Israel: —Muéstranos la verdad. La suerte recayó en Saúl y Jonatán, y el pueblo quedó libre. Saúl dijo: —Echad la suerte entre mi hijo Jonatán y yo. Y la suerte recayó en Jonatán. Entonces Saúl dijo a Jonatán: —Dime qué has hecho. Jonatán le respondió: —Ciertamente probé un poco de miel con la punta de mi vara. Aquí estoy, dispuesto a morir. Saúl sentenció: —Que Dios me castigue si no mueres, Jonatán. Pero el pueblo dijo a Saúl: —¿Cómo va a morir Jonatán que ha proporcionado esta gran victoria a Israel? ¡De ninguna manera! Vive Dios que no caerá en tierra ni un cabello de su cabeza, pues la gesta de hoy la ha realizado con la ayuda de Dios. Y así el pueblo libró de la muerte a Jonatán. Saúl dejó de perseguir a los filisteos, que regresaron a sus casas. Después de asumir la realeza sobre Israel, Saúl combatió contra todos los enemigos de alrededor: Moab, los amonitas, Edom, los reyes de Sobá y los filisteos, venciendo en todas sus campañas y haciendo proezas. También derrotó a Amalec y salvó a Israel del poder de sus opresores. Los hijos de Saúl fueron Jonatán, Jisví y Malquisúa. La mayor de sus hijas se llamaba Merab y la pequeña Mical. Su mujer se llamaba Ajinoán, hija de Ajimás; y el general de su ejército se llamaba Abner, hijo de Ner, tío de Saúl. Quis, el padre de Saúl, y Ner, el padre de Abner, eran hijos de Abiel. A lo largo de todo el reinado de Saúl hubo guerra encarnizada contra los filisteos. Por eso Saúl reclutaba a todos los hombres fuertes y valientes que encontraba. Cierto día Samuel le dijo a Saúl: —El Señor me envió para ungirte como rey de su pueblo Israel. Escucha ahora las palabras del Señor. Esto dice el Señor del universo: «He decidido pedir cuentas a Amalec» por todo lo que le hizo a Israel, cerrándole el paso cuando subía de Egipto. Por tanto, ataca a Amalec, consagra sin miramientos al exterminio todas sus pertenencias y mata hombres y mujeres, muchachos y bebés, vacas y ovejas, camellos y asnos. Saúl movilizó al pueblo, al que pasó revista en Teláin: había doscientos mil hombres de infantería y diez mil hombres de Judá. Luego avanzó hasta la capital de Amalec y se emboscó junto al río. Entonces mandó decir a los quenitas: —Salid y apartaos de los amalecitas, para que no os confunda con ellos, pues vosotros tratasteis bien a todos los israelitas cuando subían de Egipto. Y los quenitas se apartaron de Amalec. Saúl derrotó a Amalec desde Javilá hasta la entrada de Sur, en la frontera de Egipto. Capturó vivo a Agag, rey de Amalec, y exterminó a todo el pueblo a filo de espada. Pero Saúl y el ejército perdonaron la vida a Agag y a las mejores ovejas y vacas, a las terneras y a los corderos, es decir, a todo lo valioso, y no quisieron consagrarlo al exterminio. En cambio sí aniquilaron todas las cosas inútiles y sin valor. El Señor dirigió a Samuel este mensaje: —Me arrepiento de haber elegido rey a Saúl, pues me ha vuelto la espalda y no ha cumplido mis órdenes. Samuel se entristeció y estuvo suplicando al Señor toda la noche. Por la mañana madrugó para ir al encuentro de Saúl, pero le informaron que Saúl había ido a Carmel para levantar un monumento, y que luego, dando un rodeo, había bajado a Guilgal. Entonces Samuel llegó adonde estaba Saúl y este le dijo: —El Señor te bendiga. He cumplido el encargo del Señor. Pero Samuel le preguntó: —¿Y qué significan esos balidos que escucho y esos mugidos que estoy oyendo? Saúl le respondió: —Los han traído de Amalec. La gente ha perdonado la vida a las mejores ovejas y vacas, para ofrecerlas en sacrificio al Señor tu Dios. El resto lo hemos consagrado al exterminio. Samuel repuso: —Calla, que te voy a comunicar lo que el Señor me ha dicho esta noche. Saúl respondió: —Habla. Samuel dijo: —Aunque te consideras insignificante, eres el jefe de las tribus de Israel, pues el Señor te ha ungido como rey de Israel. El Señor te ha enviado a esta campaña con la orden de consagrar al exterminio a esos amalecitas pecadores y de atacarlos hasta acabar con ellos. ¿Por qué te has apoderado del botín desobedeciendo la orden del Señor y haciendo lo que el Señor desaprueba? Saúl le contestó: —Sí que he obedecido la orden del Señor. He realizado la campaña que me encomendó, he traído a Agag, rey de Amalec, y he consagrado al exterminio a los amalecitas. Y si la gente tomó como botín las ovejas y vacas, destinadas al exterminio, fue para ofrecérselas en sacrificio al Señor tu Dios en Guilgal. Samuel respondió: —¿Acaso el Señor valora más los holocaustos y sacrificios que la obediencia a su palabra? Mira, la obediencia vale más que el sacrificio y la docilidad más que la grasa de carneros. En cambio, la rebeldía es como el pecado de espiritismo, y la arrogancia, como el delito de idolatría. Puesto que has rechazado la palabra del Señor, él te rechaza como rey. Entonces Saúl dijo a Samuel: —He pecado, pues he violado el mandato del Señor y tus palabras, y he obedecido a la gente por miedo. Ahora te ruego que me perdones y que me acompañes para adorar al Señor. Samuel le respondió: —No te acompañaré, pues has rechazado la palabra del Señor y el Señor te rechaza como rey de Israel. Samuel se dio la vuelta para marcharse, pero Saúl le agarró el borde del manto y se lo rompió. Entonces Samuel le dijo: —El Señor también te arranca hoy el reino de Israel para dárselo a otro mejor que tú. Y es que la Gloria de Israel no miente ni se arrepiente, pues no es un ser humano para arrepentirse. Saúl insistió: —He pecado. Pero ahora te ruego que me rehabilites ante los ancianos del pueblo y ante Israel, y que me acompañes para adorar al Señor, tu Dios. Samuel volvió con Saúl y este adoró al Señor. Luego Samuel ordenó: —Traedme a Agag, el rey de Amalec. Agag se acercó a él confiado pensando que ya había superado el mal trago de la muerte. Pero Samuel le dijo: —Así como tu espada dejó a muchas madres sin hijos, ahora tu madre quedará privada de hijos, igual que ellas. Y Samuel descuartizó a Agag ante el Señor en Guilgal. Luego se marchó a Ramá y Saúl volvió a su casa de Guibeá de Saúl. Samuel ya no volvió a ver en su vida a Saúl, pero sentía pena por él, porque el Señor se había arrepentido de haberlo nombrado rey de Israel. El Señor dijo a Samuel: —¿Hasta cuándo vas a seguir llorando por Saúl, si yo mismo lo he rechazado como rey de Israel? Llena tu cuerno de aceite y prepárate que voy a enviarte a Jesé, el de Belén, pues me he elegido un rey entre sus hijos. Samuel replicó: —¿Cómo me las arreglo para ir? Si Saúl se entera me matará. Y Dios le respondió: —Llévate contigo una novilla y dices que vas a ofrecer un sacrificio al Señor. Luego invitas a Jesé al sacrificio y yo te indicaré lo que tienes que hacer; me ungirás a quien yo te indique. Samuel hizo tal y como le había dicho el Señor. Cuando llegó a Belén, los ancianos de la ciudad salieron preocupados a recibirlo y le dijeron: —¡Bienvenido! Samuel respondió: —¡Salud! Vengo a ofrecer un sacrificio al Señor. Purificaos y venid conmigo al sacrificio. Samuel purificó a Jesé y a sus hijos y los invitó al sacrificio. Cuando llegaron, vio a Eliab y pensó: —Aquí está el ungido del Señor. Pero el Señor le dijo: —No valores solo su aspecto y su buena planta, porque yo lo he descartado. Aquí no valen miras humanas. Pues vosotros os fijáis en las apariencias, pero yo miro al corazón. Jesé llamó a Abinadab y lo presentó a Samuel, que dijo: —A este tampoco lo ha elegido el Señor. Jesé le presentó a Samá, y Samuel volvió a decir: —Tampoco a este lo ha elegido el Señor. Jesé le presentó a sus siete hijos, pero Samuel le dijo: —El Señor no ha elegido a ninguno de estos. Luego preguntó a Jesé: —¿No te quedan más hijos? Y Jesé le respondió: —Falta el más pequeño, que está guardando el rebaño. Y Samuel le dijo: —Manda a buscarlo, pues no comenzaremos hasta que venga. Jesé mandó traerlo. Era sonrosado, de hermosos ojos y bien parecido. El Señor le dijo: —Prepárate a ungirlo porque es este. Samuel tomó el cuerno de aceite y lo ungió ante sus hermanos. Y a partir de aquel día el espíritu del Señor acompañó a David. Luego Samuel emprendió el regreso a Ramá. El espíritu del Señor se había apartado de Saúl y lo atormentaba un mal espíritu, enviado por el Señor. Sus servidores le dijeron: —Ya ves que te está atormentando un mal espíritu. Permite a tus siervos que busquemos a alguien que sepa tocar el arpa. Así, cuando te sobrevenga el mal espíritu, él tocará y te sentirás mejor. Saúl les ordenó: —Buscadme a alguien que toque bien y traédmelo. Entonces uno de los servidores le dijo: —Yo conozco a un hijo de Jesé, el de Belén, que sabe tocar y que además es valiente, buen guerrero, elocuente, atractivo y el Señor está con él. Saúl mandó emisarios a decir a Jesé: —Envíame a tu hijo David, el que está con el rebaño. Jesé preparó un asno, tomó pan, un pellejo de vino y un cabrito y se los envió a Saúl con su hijo David. David llegó y se presentó ante Saúl. Este le tomó mucho cariño y lo hizo su escudero. Luego mandó decir a Jesé: —Deja que David se quede a mi servicio, pues me ha caído bien. Y cuando el mal espíritu atacaba a Saúl, David tomaba el arpa y se ponía a tocar. Entonces Saúl se calmaba, se sentía mejor y se le pasaba el mal espíritu. Los filisteos reunieron sus tropas para la guerra, se concentraron en Soco de Judá y acamparon en Efes Damín, entre Soco y Acecá. Saúl y los israelitas también se reunieron, acamparon en el valle de Elá y se organizaron para enfrentarse a los filisteos. Los filisteos tomaron posiciones en un monte y los israelitas en otro, separados por un valle. Del campamento filisteo se adelantó un campeón llamado Goliat de más de tres metros de estatura. Llevaba un casco de bronce en la cabeza y vestía una coraza de mallas también de bronce, que pesaba unos cincuenta y cinco kilos. Llevaba en los pies botas de bronce y una jabalina del mismo metal a la espalda. El asta de su lanza era como un madero de telar y su punta de hierro pesaba seiscientos siclos. Delante de él iba su escudero. Goliat se detuvo y gritó a los escuadrones israelitas: —¿Cómo es que salís en orden de batalla? Yo soy el filisteo y vosotros los servidores de Saúl. Elegid a uno que venga hasta aquí. Si es capaz de pelear conmigo y me vence, nosotros seremos vuestros esclavos. Pero si gano yo y lo venzo, vosotros seréis nuestros esclavos y nos tendréis que servir. Y el filisteo añadió: —Yo desafío hoy a las filas israelitas. Enviadme a alguien para que luchemos cuerpo a cuerpo. Cuando Saúl y los israelitas oyeron las palabras de aquel filisteo quedaron desconcertados y llenos de miedo. David era hijo de un efrateo de Belén de Judá, llamado Jesé, que tenía ocho hijos y que en tiempos de Saúl era ya un anciano entrado en años. Los tres hijos mayores de Jesé habían ido a la guerra con Saúl. Los nombres de los tres eran: Eliab el primogénito, Abinadab el segundo y Samá el tercero. David era el más pequeño. Como los tres mayores se habían ido con Saúl, David iba ocasionalmente donde Saúl, pero volvía para cuidar el rebaño de su padre en Belén. Durante cuarenta días el filisteo se acercó desafiante mañana y tarde. Jesé dijo a su hijo David: —Toma esta medida de grano tostado y estos diez panes para tus hermanos y llévalos rápido al campamento. Lleva también estos diez quesos al capitán de su unidad. Interésate por la salud de tus hermanos y vuelve con alguna señal. Están con Saúl y los israelitas en el valle de Elá, luchando contra los filisteos. Al día siguiente David madrugó, dejó el rebaño al cuidado de un pastor, cargó las provisiones y se marchó, como le había mandado su padre. Cuando llegó al campo de batalla, el ejército salía a tomar posiciones, lanzando el grito de guerra. Israelitas y filisteos tomaron posiciones frente a frente. David dejó la carga que llevaba al cuidado del encargado de intendencia, corrió hacia la formación y se interesó por la salud de sus hermanos. Mientras hablaba con ellos, aquel campeón filisteo llamado Goliat, de Gat, salió de las filas filisteas y volvió a repetir las consabidas palabras. Y David lo oyó. Cuando vieron a aquel hombre, todos los israelitas huyeron de su presencia llenos de miedo. Un israelita dijo: —¿Habéis visto a ese hombre que se adelanta? Viene a desafiar a Israel. A quien sea capaz de vencerlo el rey lo colmará de riquezas, le entregará a su hija y eximirá de impuestos a su familia. Entonces David preguntó a los que estaban junto a él: —¿Qué se le dará a quien venza a ese filisteo y limpie la deshonra de Israel? Y ¿quién es ese filisteo incircunciso para desafiar a las huestes del Dios vivo? La gente le repitió lo mismo de antes sobre la recompensa que recibiría el que lo venciese. Su hermano mayor, Eliab, oyó a David hablar con los soldados y, encolerizado contra él, le dijo: —¿A qué has venido? ¿A quién le has dejado el pequeño rebaño en el desierto? Ya conozco tu insolencia y tus artimañas, pues solo has venido para ver la batalla. David le respondió: —Pero ¿qué he hecho yo ahora? Solo estaba preguntando. Se alejó de su hermano y acercándose a otro, le hizo la misma pregunta. Y la gente volvió a responderle como antes. Al oír lo que decía David, fueron a contárselo a Saúl y este lo mandó llamar. David dijo a Saúl: —¡Que nadie se desmoralice por su culpa! ¡Este siervo tuyo irá a luchar contra ese filisteo! Saúl le respondió: —Tú no puedes ir a enfrentarte con ese filisteo, pues tú no eres más que un muchacho y él es todo un guerrero desde su mocedad. Pero David le replicó: —Este siervo tuyo ha sido pastor del rebaño de mi padre y cuando llegaba un león o un oso a llevarse alguna oveja del rebaño, yo lo perseguía, lo golpeaba y se la quitaba de la boca. Y si me atacaba, lo agarraba de la cabeza y lo golpeaba hasta matarlo. Este siervo tuyo ha matado leones y osos, y ese filisteo incircunciso correrá la misma suerte por haber desafiado a las huestes del Dios vivo. Y añadió: —El Señor que me ha librado de las garras del león y de las garras del oso, me librará del poder de ese filisteo. Entonces Saúl le dijo: —Anda y que el Señor te acompañe. Saúl vistió a David con su armadura, le puso en la cabeza un casco de bronce y lo revistió con una coraza. Luego David se ciñó la espada de Saúl sobre sus ropas e intentó andar, pero no estaba entrenado. Entonces le dijo a Saúl: —No puedo moverme con esto, porque no estoy entrenado. Se quitó, pues, todo aquello de encima, agarró su bastón, escogió cinco piedras lisas del arroyo, las metió en los bolsillos de su zurrón de pastor y, con su honda en la mano, se acercó al filisteo. El filisteo, precedido de su escudero, se iba acercando poco a poco a David. El filisteo miró y, cuando vio a David, lo menospreció, pues no era más que un muchacho de piel sonrosada y bien parecido. El filisteo le dijo a David: —¿Acaso me tomas por un perro y vienes a atacarme con un palo? Y maldijo a David invocando a sus dioses. Luego le dijo: —Ven aquí, que voy a echar tu carne a las aves del cielo y a las fieras del campo. David le respondió: —Tú vienes contra mí armado de espada, lanza y jabalina; yo voy contra ti en nombre del Señor del universo, el Dios de las huestes de Israel, a quien tú has desafiado. Hoy mismo el Señor te entregará en mis manos, te mataré y te arrancaré la cabeza. Y hoy mismo echaré tu cadáver y los cadáveres del campamento filisteo a las aves del cielo y a las fieras del campo. Así sabrá todo el mundo que Israel tiene un Dios. Y todos los aquí reunidos reconocerán que el Señor da la victoria sin espadas ni lanzas, pues esta es la guerra del Señor y él os entregará en nuestro poder. Entonces el filisteo se puso en marcha para acercarse a David; este, por su parte, salió corriendo velozmente a su encuentro, echó mano a su zurrón, sacó una piedra, la lanzó con la honda y le pegó en la frente al filisteo. La piedra se le clavó en la frente y cayó de bruces al suelo. Y así, con la honda y la piedra, David venció al filisteo; lo golpeó y lo mató sin empuñar espada. Luego echó a correr y se detuvo junto al filisteo, agarró su espada, la desenvainó, lo remató y le cortó con ella la cabeza. Vieron los filisteos que su campeón había muerto y salieron huyendo. Entonces los soldados de Israel y Judá lanzaron el grito de guerra y salieron en persecución de los filisteos hasta la entrada de Gat y hasta las puertas de Ecrón. Y el camino que va desde Saaráin hasta Gat y Ecrón quedó sembrado de cadáveres filisteos. Cuando dejaron de perseguir a los filisteos, los israelitas regresaron a saquear su campamento. En cuanto a David, tomó la cabeza del filisteo para llevarla a Jerusalén, pero guardó sus armas en su propia tienda. Cuando Saúl vio salir a David al encuentro del filisteo, preguntó a Abner, general del ejército: —Abner, ¿de quién es hijo ese muchacho? Abner respondió: —Te juro que no lo sé. Saúl le dijo: —Pregunta de quién es hijo el joven. Cuando David volvió de matar al filisteo, Abner lo tomó y lo presentó a Saúl con la cabeza del filisteo en la mano. Saúl le preguntó: —Muchacho, ¿de quién eres hijo? David le respondió. —De tu siervo Jesé, el de Belén. Cuando David acabó de hablar con Saúl, Jonatán y David se hicieron amigos íntimos, pues Jonatán lo quería como a sí mismo. Por su parte, Saúl tomó consigo a David aquel día y no lo dejó volver a casa de su padre. Jonatán y David sellaron un pacto, pues Jonatán lo quería como a sí mismo. Jonatán se quitó el manto que llevaba puesto y se lo dio a David, junto con su armadura, su espada, su arco y su cinturón. David tenía éxito en todas las misiones que le encomendaba Saúl, por lo que este lo puso al frente de su ejército. David caía bien a todo el mundo, incluso a los ministros de Saúl. Cuando volvían, después de que David matara al filisteo, las mujeres de todas las ciudades salían al encuentro del rey Saúl, cantando y danzando alegremente con panderos y platillos. Y las mujeres cantaban a coro: Saúl mató a mil y David a diez mil. A Saúl no le gustó la copla y muy enfadado pensaba: a David le dan diez mil y a mí me dan mil. ¡Solo falta que lo hagan rey! Y a partir de aquel momento Saúl sintió celos de David. Al día siguiente, el mal espíritu atacó a Saúl que andaba por el palacio fuera de sí. David estaba tocando el arpa, como otros días. Saúl tenía la lanza en la mano y la arrojó contra David pensando clavarlo en la pared. Pero David la esquivó por dos veces. Saúl tenía miedo de David, porque el Señor estaba con él y se había, en cambio, apartado de Saúl. Por eso lo apartó de su lado nombrándolo capitán, con lo que David realizaba continuas expediciones al frente del pueblo y tenía éxito en todas sus campañas, porque el Señor estaba con él. Al ver Saúl que David tenía éxito, le entró mucho miedo. En cambio, todos los de Israel y Judá querían a David, porque él los guiaba en sus expediciones. Cierto día Saúl dijo a David: —Mira, te daré como esposa a mi hija mayor, Merab, con tal que me sirvas como un valiente y combatas las guerras del Señor. Pues se decía: «No atentaré personalmente contra él; que lo hagan los filisteos». David le respondió: —¿Quiénes somos yo y la familia de mi padre en Israel para aspirar a convertirme en yerno del rey? Pero cuando llegó el momento de casar a Merab, la hija de Saúl, con David, esta fue dada por esposa a Adriel, el de Mejolá. Mical, hija de Saúl, estaba enamorada de David. Se lo contaron a Saúl y le pareció bien, pues pensó: «Se la daré para que actúe como cebo y lo maten los filisteos». Así que Saúl dijo a David: —Por segunda vez hoy puedes ser mi yerno. Luego ordenó a sus servidores: —Hablad confidencialmente con David y decidle: «Mira, el rey te aprecia y todos sus servidores te quieren. Así que acepta ser yerno del rey». Los servidores de Saúl comunicaron a David estas palabras y él respondió: —¿Pensáis que es cosa fácil convertirse en yerno del rey? Y yo solo soy un hombre pobre y humilde. Los servidores de Saúl le transmitieron la respuesta que había dado David. Y Saúl les dijo: —Comunicadle a David que el rey no quiere dote, sino cien prepucios de filisteos para vengarse de sus enemigos. Pues Saúl tramaba hacer caer a David en poder de los filisteos. Los servidores de Saúl transmitieron estas palabras a David que consideró justa la propuesta para convertirse en yerno del rey. Antes de cumplirse el plazo David se puso en camino con sus hombres, mató a doscientos filisteos, se llevó sus prepucios y se los entregó al rey para poder ser su yerno. Entonces Saúl le dio a David a su hija Mical por esposa. Saúl comprendió que el Señor estaba con David y que su hija Mical lo amaba. Por eso Saúl le temió aún más y se convirtió en su enemigo de por vida. Cada vez que los jefes filisteos hacían incursiones, David tenía más éxito que todos los oficiales de Saúl. Por ello, su nombre ganó mucho prestigio. Saúl comentó ante su hijo Jonatán y ante todos sus servidores su plan para matar a David. Pero Jonatán, el hijo de Saúl, estimaba mucho a David y le advirtió: —Mi padre Saúl, intenta matarte. Así que, mañana por la mañana ten cuidado, ponte a salvo y escóndete. Yo saldré acompañando a mi padre al paraje donde tú estarás. Le hablaré de ti a mi padre a ver qué pasa y luego te informaré. Y Jonatán habló a su padre, Saúl, en favor de David: —Que el rey no ofenda a su siervo David, pues él no te ha ofendido y te ha proporcionado grandes beneficios. Tú mismo lo viste y te alegraste, cuando se jugó la vida, matando al filisteo, con lo que el Señor concedió a Israel una gran victoria. ¿Por qué habrías de mancharte con sangre inocente, matando a David sin motivo? Saúl atendió a las razones de Jonatán e hizo un juramento: —¡Juro por el Señor que no morirá! Entonces Jonatán llamó a David y le contó todo esto. Luego lo llevó ante Saúl y David quedó a su servicio como antes. Cuando se reanudó la guerra, David salió a combatir contra los filisteos, les infligió una gran derrota y los puso en fuga. Pero el mal espíritu, enviado por el Señor, atacó a Saúl, cuando estaba sentado en su palacio con la lanza en la mano, mientras David tocaba el arpa. Entonces intentó clavar a David en la pared con su lanza, pero David esquivó a Saúl y la lanza se clavó en la pared. Y aquella noche David escapó y se puso a salvo. Saúl envió emisarios a la casa de David para vigilarlo y matarlo a la mañana siguiente. Pero su mujer, Mical, le advirtió: —Si no te pones a salvo esta noche, mañana serás hombre muerto. Mical descolgó por la ventana a David, quien salió huyendo y se puso a salvo. Luego Mical cogió los ídolos familiares, los metió en la cama, puso una piel de cabra sobre la almohada y los tapó con ropa. Y cuando Saúl envió a los emisarios en busca de David, Mical les dijo que estaba enfermo. Pero Saúl volvió a enviar a los emisarios en busca de David con esta orden: —Traédmelo en la cama para matarlo. Cuando llegaron los emisarios, encontraron los ídolos en la cama y la piel de cabra en la almohada. Entonces Saúl dijo a Mical: —¿Por qué me has engañado así, dejando escapar a mi enemigo para que se ponga a salvo? Y Mical le contestó: —Porque me ha amenazado con matarme si no lo dejaba escapar. David había huido, poniéndose a salvo. Llegó a Ramá, donde estaba Samuel y le contó todo lo que le había hecho Saúl. Luego se fue con Samuel y se quedaron en Nayot. Le contaron a Saúl que David estaba en Nayot de Ramá y envió emisarios para capturarlo. Estos vieron a un grupo de profetas profetizando, dirigidos por Samuel. Entonces los invadió el espíritu de Dios y se pusieron también a profetizar. Se lo dijeron a Saúl, que envió nuevos emisarios. Pero también se pusieron a profetizar. Por tercera vez Saúl envió mensajeros y también estos se pusieron a profetizar. Entonces fue él mismo en persona a Ramá y, al llegar al gran aljibe que hay en Socú, preguntó: —¿Dónde están Samuel y David? Le contestaron: —En Nayot de Ramá. Entonces se dirigió a Nayot de Ramá y también a él lo invadió el espíritu de Dios. Así que fue profetizando por el camino hasta llegar a Nayot de Ramá. Allí también él se desnudó y estuvo profetizando ante Samuel. Luego cayó desnudo y así estuvo todo el día y toda la noche. Y de ahí viene el dicho: «Hasta Saúl se ha metido a profeta». David huyó de Nayot de Ramá y fue a encontrarse con Jonatán para decirle: —¿Qué he hecho yo? ¿Cuál es mi delito? ¿En qué he ofendido a tu padre para que atente contra mi vida? Jonatán le dijo: —¡De ninguna manera! No vas a morir. Mira, mi padre no hace nada, por insignificante que sea, sin contármelo. ¿Por qué habría de ocultarme este asunto? No hay nada de eso. Pero David siguió insistiendo: —Tu padre sabe muy bien que me aprecias y pensará: «Que Jonatán no se entere, para que no se disguste». Pero, te juro por el Señor y por tu vida, que estoy a un paso de la muerte. Jonatán le respondió: —Haré por ti lo que me digas. David le dijo: —Mira, mañana es luna nueva y yo debería sentarme a comer con el rey. Permíteme que me esconda en el campo hasta pasado mañana por la tarde; y si tu padre pregunta por mí le dices: «Me pidió permiso urgente para ir a su pueblo, Belén, ya que toda su familia celebra allí el sacrificio anual». Si a él le parece bien, entonces estaré tranquilo; pero, si se enfurece, ten por seguro que ha decidido mi desgracia. Hazme este favor por el pacto sagrado que sellaste conmigo. Ahora bien, si crees que soy culpable, mátame tú mismo sin aguardar a entregarme a tu padre. Jonatán le dijo: —¡De ninguna manera! Si compruebo que mi padre ha decidido tu desgracia, te lo haré saber. David le preguntó: —¿Quién me comunicará si tu padre te responde violentamente? Jonatán le dijo: —Salgamos al campo. Y salieron juntos al campo. Entonces Jonatán dijo a David: —Te prometo, por el Señor, Dios de Israel, que mañana o pasado mañana a estas horas sondearé a mi padre y si está bien dispuesto hacia ti, mandaré a informarte. Pero que el Señor me castigue si mi padre ha decidido tu desgracia y no te lo hago saber, para que te pongas a salvo. ¡Que el Señor esté contigo como estuvo con mi padre! Si yo vivo todavía, trátame con el mismo favor divino. Y si muero, no retires nunca tu favor a mi familia, cuando el Señor suprima de la faz de la tierra a todos tus enemigos. Jonatán selló un pacto con la familia de David, diciendo: —¡Que el Señor pida cuentas a los enemigos de David! Y Jonatán juró de nuevo a David por el amor que le tenía, pues lo quería como a sí mismo, diciéndole: —Mañana es luna nueva y se te echará de menos, pues tu asiento estará vacío. Pasado mañana tu ausencia se notará aún más. Entonces te vas al lugar donde te escondiste la otra vez y te quedas junto al montón de piedras. Yo lanzaré tres flechas en esa dirección, como si tirase al blanco; luego mandaré al criado a buscarlas. Si le digo: «Mira, las flechas están más acá, recógelas», entonces puedes venir, pues estás a salvo y no hay peligro, ¡vive Dios! Pero si le digo al mozo: «Mira, las flechas están más allá», entonces márchate, pues el Señor quiere que te vayas. En cuanto a lo que hemos hablado tú y yo, el Señor es testigo entre los dos para siempre. David se escondió en el campo y cuando llegó la luna nueva el rey asistió al banquete y se sentó en su sitio de costumbre, junto a la pared; Jonatán se sentó enfrente y Abner al lado de Saúl. Pero el sitio de David quedó vacío. Saúl no dijo nada aquel día, pues pensó: «Le habrá ocurrido algo, estará impuro y no se habrá purificado». Pero el segundo día, el siguiente de la luna nueva, el sitio de David seguía vacío. Entonces Saúl preguntó a su hijo Jonatán: —¿Por qué no ha venido el hijo de Jesé al banquete ni ayer ni hoy? Jonatán le respondió: —Me pidió permiso urgente para ir a Belén. Me dijo que lo dejase marchar, pues su familia celebraba un sacrificio en su pueblo y su hermano le había pedido que fuera; y que, si yo le concedía el favor, podría ir a visitar a sus hermanos. Por eso no ha venido al banquete del rey. Entonces Saúl se enfureció contra Jonatán y le dijo: —¡Hijo de mala madre! Bien sabía yo que estabas de parte del hijo de Jesé, para deshonra tuya y vergüenza de tu madre. Pero mientras el hijo de Jesé siga vivo sobre la tierra, ni tú ni tu reino estaréis seguros. Así que manda a capturármelo, porque está condenado a muerte. Jonatán le contestó a su padre: —¿Por qué ha de morir? ¿Qué ha hecho? Pero Saúl le arrojó la lanza para herirlo, y Jonatán, convencido de que su padre había decidido matar a David, se levantó de la mesa enfurecido y no quiso comer nada el segundo día de la luna nueva, pues estaba entristecido por la afrenta que su padre había hecho a David. A la mañana siguiente Jonatán salió al campo en compañía de un joven criado al encuentro de David y le dijo al criado: —Corre a buscarme las flechas que voy a disparar. El criado salió corriendo y él disparó una flecha que lo sobrepasó. Cuando el criado llegó al lugar donde estaba la flecha que había disparado Jonatán, este le gritó: —La flecha está más allá. Y Jonatán le volvió a gritar: —Date prisa y no te quedes parado. El criado recogió la flecha y se la llevó a su señor. Pero no se enteró de nada, porque solo Jonatán y David conocían la clave. Luego Jonatán entregó sus armas al criado y le dijo: —Anda y llévalas a la ciudad. Cuando el criado se marchó, David salió de su escondite, cayó a tierra ante él y se postró tres veces. Después se abrazaron el uno al otro y estuvieron llorando juntos hasta que David se recuperó. Entonces Jonatán dijo a David: —Vete en paz y, como hemos jurado los dos en el nombre del Señor, que él sea siempre testigo entre tú y yo y entre nuestros descendientes. David se puso en camino y Jonatán volvió a la ciudad. David llegó a Nob donde estaba el sacerdote Ajimélec. Este salió asustado a su encuentro y le preguntó: —¿Cómo es que vienes solo, sin nadie que te acompañe? David le respondió: —El rey me ha encomendado una misión y me ha dicho que nadie debía saber nada del asunto que me ha encargado y de la misión que me ha encomendado. En cuanto a mis subordinados, los he citado en un lugar determinado. Y ahora, si los tienes a mano, dame cinco panes o lo que encuentres. El sacerdote le dijo: —No tengo pan corriente, solo dispongo de pan consagrado, con tal de que tus subordinados se hayan abstenido de trato con mujeres. David le contestó: —Por supuesto, siempre que salimos de campaña, nos abstenemos de mujeres. Y si los muchachos van purificados cuando se trata de una misión corriente, ¡con mayor razón lo estarán hoy! Entonces el sacerdote le dio pan consagrado, pues allí no había más pan que el de la ofrenda, que había sido retirado de la presencia del Señor para ser sustituido por pan tierno. Aquel día andaba por allí uno de los servidores de Saúl, que había tenido que quedarse en el santuario. Se llamaba Doeg, el edomita, y era el jefe de los pastores de Saúl. David preguntó a Ajimélec: —¿No tienes a mano una lanza o una espada? Pues, como la misión encomendada por el rey era urgente, no he traído ni mi espada ni mis armas. El sacerdote le respondió: —Ahí está la espada de Goliat, el filisteo, al que mataste en el valle de Elá. Está envuelta en un paño detrás del efod. Si la quieres, llévatela, pues aquí no hay otra. David le dijo: —¡No hay otra igual! Dámela. David siguió huyendo aquel día lejos de Saúl y llegó donde Aquís, rey de Gat. Los servidores de Aquís le dijeron: —Ese es David, el rey del país, al que le cantaban bailando aquello de «Saúl mató a mil y David a diez mil». David se preocupó por aquellos comentarios y sintió miedo de Aquís, el rey de Gat. Entonces modificó su aspecto y se hizo el loco ante ellos arañando las puertas y dejando que la baba le chorreara por la barba. Aquís dijo a sus criados: —¿No veis que ese hombre está loco? ¿Para qué me lo habéis traído? ¿No tengo ya bastantes maniáticos, para que me traigáis uno más a hacer tonterías en mi presencia? ¿Qué pinta este en mi palacio? David se marchó de allí y se refugió en la cueva de Adulán. Cuando se enteraron sus hermanos y toda su familia, bajaron hasta allí a encontrarse con él. También se le juntaron todos los que estaban en dificultades, los que tenían deudas y los descontentos. Eran en total unos cuatrocientos, y David se convirtió en su jefe. Luego marchó a Mispá de Moab y le dijo al rey de Moab: —Deja que mi padre y mi madre se queden con vosotros hasta que yo sepa lo que Dios quiere de mí. David los llevó ante el rey de Moab y se quedaron con él todo el tiempo que David estuvo en el refugio. El profeta Gad dijo a David: —No te quedes en el refugio. Vete y entra en territorio de Judá. Entonces David se marchó y se adentró en el bosque de Járet. Saúl estaba en Guibeá, sentado bajo el tamarisco del santuario, con su lanza en la mano y rodeado de todos sus servidores. Cuando se enteró de que David y sus hombres habían sido vistos, dijo a sus servidores: —Escuchadme, benjaminitas. ¿Acaso creéis que el hijo de Jesé os repartirá también a todos vosotros campos y viñas y que os nombrará a todos jefes y oficiales de su ejército? Todos vosotros habéis conspirado contra mí, pues nadie me ha informado del pacto de mi hijo con el hijo de Jesé y ninguno de vosotros se preocupa por mí, ni me informa de que mi hijo ha instigado a un siervo mío para atentar contra mí, como sucede ahora. Doeg, el edomita, que se hallaba entre los servidores de Saúl, intervino diciendo: —Yo vi al hijo de Jesé cuando fue a Nob a ver a Ajimélec, el hijo de Ajitub. Ajimélec consultó al Señor por él y además le dio víveres y la espada de Goliat, el filisteo. El rey mandó llamar al sacerdote Ajimélec, el hijo de Ajitub, y a todos sus familiares, sacerdotes en Nob. Cuando todos llegaron ante el rey, Saúl dijo: —Escúchame, hijo de Ajitub. Él respondió: —Aquí me tienes, majestad. Saúl le preguntó: —¿Por qué tú y el hijo de Jesé habéis conspirado contra mí? Tú le has dado pan y una espada y has consultado al Señor por él, para que se subleve y atente contra mí, como sucede ahora. Ajimélec respondió al rey: —Entre todos tus servidores no hay ninguno tan leal como David, que además es yerno del rey, jefe de tu guardia y tratado con honores en tu palacio. Y tampoco aquella fue la primera vez que consulté a Dios por él. ¡Lejos de mí ofender al rey! Por tanto, que el rey no acuse a su siervo ni a toda su familia, porque tu siervo no sabía absolutamente nada de todo este asunto. El rey le dijo: —Te aseguro, Ajimélec, que tú y toda tu familia vais a morir. Luego dijo a los de su guardia personal: —Acercaos y matad a los sacerdotes del Señor, porque también ellos han ayudado a David: sabían que estaba huyendo y no me lo hicieron saber. Pero los servidores del rey no se atrevieron a poner sus manos sobre los sacerdotes del Señor. Entonces el rey dijo a Doeg: —Acércate tú y mata a los sacerdotes. Doeg, el edomita, se acercó y mató personalmente a los sacerdotes. Aquel día mató a ochenta y cinco hombres que vestían efod de lino. En Nob, la ciudad de los sacerdotes, mató a filo de espada a hombres y mujeres, muchachos e incluso niños de pecho. También mató bueyes, asnos y ovejas. Solo escapó un hijo de Ajimélec, el hijo de Ajitub, llamado Abiatar que huyó en busca de David. Y Abiatar informó a David de que Saúl había matado a los sacerdotes del Señor. David le dijo: —Ya me di cuenta aquel día de que estaba allí Doeg, el edomita, y que le contaría todo a Saúl. Yo soy el responsable de la muerte de toda la familia de tu padre. Quédate conmigo y no tengas miedo, pues quien atente contra tu vida, atentará contra la mía; y conmigo estarás a salvo. Cuando informaron a David de que los filisteos estaban atacando Queilá y saqueando las eras, David consultó al Señor: —¿Puedo ir a atacar a esos filisteos? El Señor le respondió: —Sí, derrota a los filisteos y libera Queilá. Pero sus hombres le dijeron: —Mira, si aquí en Judá vivimos atemorizados, cuánto más si vamos a Queilá a luchar contra las huestes filisteas. David volvió a consultar al Señor, y el Señor le respondió: —Marcha hacia Queilá, porque voy a poner a los filisteos en tus manos. Entonces David y sus hombres marcharon hacia Queilá, atacaron a los filisteos, les infligieron una dura derrota y se llevaron sus ganados. Así salvó David a los habitantes de Queilá. Mientras tanto Abiatar, el hijo de Ajimélec, había huido refugiándose junto a David en Queilá y llevando consigo el efod. Informaron a Saúl de que David había ido a Queilá y dijo: —Dios lo ha puesto en mis manos, pues al meterse en una ciudad con puertas y cerrojos ha quedado encerrado. Entonces Saúl movilizó a toda la gente a la lucha para bajar a Queilá y sitiar a David y a sus hombres. Cuando David se enteró de que Saúl tramaba su desgracia, ordenó al sacerdote Abiatar: —Tráete el efod. Y David dijo: —Señor, Dios de Israel, tu siervo ha oído que Saúl se propone venir a Queilá y destruir la ciudad por mi causa. ¿Me entregarán en su poder los nobles de la ciudad? ¿Bajará Saúl como tu siervo ha oído? Señor, Dios de Israel, responde a tu siervo. El Señor respondió: —Sí, bajará. David insistió: —¿Nos entregarán los nobles de Queilá a mí y a mis hombres en poder de Saúl? Y el Señor respondió: —Sí, os entregarán. Entonces David y sus hombres, unos seiscientos, partieron de Queilá y anduvieron errantes y sin rumbo. Se enteró Saúl de que David había escapado de Queilá y suspendió la expedición. David se estableció en los refugios del desierto y vivió en los montes del desierto de Zif. Durante todo ese tiempo Saúl lo estuvo buscando, pero Dios lo libró de sus manos. David estaba atemorizado, porque Saúl había salido para matarlo, mientras se encontraba en Jorés, en el desierto de Zif. Jonatán, el hijo de Saúl, se puso en camino hacia Jorés para ver a David. Allí lo reanimó en nombre de Dios diciéndole: —No temas, porque la mano de mi padre Saúl no te alcanzará. Tú serás rey de Israel y yo seré tu segundo. Eso lo sabe hasta mi padre. Luego los dos sellaron un pacto ante el Señor. David se quedó en Jorés y Jonatán volvió a su casa. Gentes de Zif subieron a Guibeá a informar a Saúl: —David está escondido entre nosotros, en los refugios de Jorés, en la colina de Jaquilá, al sur del desierto. Así que, majestad, puedes bajar cuando quieras, que nosotros lo entregaremos en poder del rey. Saúl les respondió: —Que Dios os bendiga por haberos compadecido de mí. Andad, aseguraos aún más y comprobad el lugar por donde anda y si alguien lo ha visto, porque me han dicho que es muy astuto. Comprobad también todos los escondites en que se oculta y regresad aquí con datos seguros, que yo iré con vosotros y, si está en esa comarca, yo lo buscaré entre todos los clanes de Judá. Ellos se pusieron en camino hacia Zif por delante de Saúl. Mientras tanto, David y sus hombres estaban en el desierto de Maón, en la llanura al sur del desierto. Saúl y su gente salieron en su busca. Cuando informaron a David, este bajó al roquedal del desierto de Maón. Saúl se enteró y se puso a perseguir a David por el desierto de Maón. Saúl iba por un lado del monte y David y sus hombres por el otro lado. Trataba David de escapar cuanto antes de Saúl, ya que este y sus hombres estaban cercando a David con la intención de atraparlo, cuando a Saúl le llegó un mensajero, diciendo: —Ven inmediatamente, que los filisteos han invadido el país. Entonces Saúl dejó de perseguir a David y marchó al encuentro de los filisteos. Por esta razón a aquel lugar se le llama «Roca de la separación». David subió de allí y se estableció en los refugios de Enguedí. Cuando Saúl volvió de perseguir a los filisteos, le informaron que David estaba en el desierto de Enguedí. Saúl tomó consigo a tres mil hombres de lo más selecto de Israel y marchó a buscar a David y a sus hombres por los Riscos de los Rebecos. Cuando llegó a unos apriscos de ovejas junto al camino, entró en una cueva que había allí a hacer sus necesidades. David y sus hombres estaban al fondo de la cueva. Los hombres de David le dijeron: —Esta es la ocasión que te anunció el Señor cuando te dijo: «Voy a poner a tu enemigo en tus manos. Haz con él lo que mejor te parezca». David se levantó sin hacer ruido y cortó el borde del manto de Saúl. Pero luego le remordió la conciencia por haberle cortado el borde del manto a Saúl. Y dijo a sus hombres: —Dios me libre de hacerle eso a mi rey, el ungido del Señor, y de atentar contra él. ¡Es el ungido del Señor! David aplacó a sus hombres con estas palabras y no les permitió atacar a Saúl. Mientras tanto, Saúl salió de la cueva y siguió su camino. Inmediatamente después, David salió de la cueva y se puso a gritar tras Saúl: —¡Señor! ¡Majestad! Saúl miró hacia atrás y David se inclinó hacia el suelo e hizo una reverencia. Luego dijo a Saúl: —¿Por qué haces caso a los que dicen que David busca tu ruina? Ahora mismo puedes comprobar que el Señor te ha puesto hoy en mis manos dentro de la cueva: me animaron a matarte, pero te he respetado y he dicho que no atentaría contra mi rey, porque es el ungido del Señor. Fíjate bien, padre mío, en lo que tengo en la mano: el borde de tu manto. Y si he cortado el borde de tu manto y no te he matado, has de reconocer que mis manos están limpias de maldad y de traición y que no te he ofendido. Tú, en cambio, me acosas para matarme. Que el Señor sea nuestro juez y que salga en mi defensa ante ti; pero yo no levantaré mi mano contra ti. Como dice un antiguo refrán: «De los malos sale la maldad»; pero yo no levantaré mi mano contra ti. ¿Contra quién ha salido el rey de Israel? ¿A quién estás persiguiendo? ¡A un perro muerto! ¡A una pulga! Que el Señor dicte sentencia entre los dos: que examine, defienda mi causa y me libre de tu mano. Cuando David terminó de decir estas palabras, Saúl exclamó: —¿Es esa tu voz, David, hijo mío? E inmediatamente se echó a llorar. Luego dijo a David: —Tú eres más inocente que yo, pues tú me has pagado muy bien y yo muy mal. Tú me acabas de demostrar ahora lo bien que te has portado conmigo, pues el Señor me ha puesto en tus manos y tú no me has matado. Cuando alguien encuentra a su enemigo, no lo deja marchar por las buenas. ¡Que el Señor te recompense por esto que acabas de hacer hoy conmigo! Ahora sé a ciencia cierta que serás rey y que en ti se consolidará el reino de Israel. Júrame, pues, por el Señor que no aniquilarás mi descendencia ni borrarás mi apellido. David se lo juró a Saúl. Luego Saúl volvió a casa y David y sus hombres subieron al refugio. Samuel murió y todo Israel se reunió para hacerle duelo. Luego lo enterraron en su casa de Ramá. David se puso en camino y bajó al desierto de Parán. Había un hombre de Maón que tenía su hacienda en Carmel. Era muy rico: tenía tres mil ovejas y mil cabras, y estaba esquilando las ovejas en Carmel. Pertenecía al clan de Caleb y se llamaba Nabal. Su mujer, Abigail, era una mujer inteligente y muy hermosa. Pero él era mezquino y maleducado. David se enteró en el desierto de que Nabal estaba esquilando su ganado y envió a diez muchachos con este encargo: —Subid a Carmel, id a ver a Nabal y saludadlo de mi parte, diciéndole: ¡Por mi vida! Que tengáis salud tú, tu familia y toda tu hacienda. Me he enterado de que estabas esquilando. Pues bien, tus pastores estuvieron con nosotros; no los molestamos, ni perdieron nada mientras estuvieron en Carmel. Pregunta a tus criados y te informarán. Así que atiende favorablemente a mis muchachos, pues venimos en buen momento. Y dale a tus siervos y a tu hijo David lo que tengas a mano. Cuando los muchachos de David llegaron, comunicaron a Nabal todas estas palabras en nombre de David y se quedaron aguardando. Nabal les respondió: —¿Y quién es ese David? ¿Quién es ese hijo de Jesé? Porque hoy día abundan los esclavos que huyen de sus amos. ¿Creéis que voy a tomar mi pan, mi agua y la carne que he sacrificado para mis esquiladores y se la voy a dar a unos hombres que desconozco de dónde vienen? Los muchachos de David dieron media vuelta y regresaron adonde estaba David a quien contaron las palabras de Nabal. David ordenó a sus hombres: —¡Todos a las armas! Todos empuñaron su espada, al igual que David, y partieron tras él unos cuatrocientos hombres, mientras que otros doscientos se quedaban guardando las pertenencias. Uno de los criados avisó a Abigail, esposa de Nabal: —Mira, David ha enviado unos mensajeros desde el desierto para saludar a nuestro amo y él los ha humillado. Esos hombres se portaron muy bien con nosotros, pues ni nos molestaron, ni nos quitaron nada durante el tiempo que anduvimos con ellos por el campo. Día y noche nos protegieron como una cerca durante todo el tiempo que estuvimos junto a ellos cuidando el ganado. Así que mira a ver qué puedes hacer, porque seguramente está decidida la ruina de nuestro amo y de toda su familia. Y él es un insolente con el que no se puede hablar. Abigail preparó rápidamente doscientos panes, dos odres de vino, cinco corderos ya preparados, cinco medidas de trigo tostado, cien tortas de pasas y otras doscientas de higos; las cargó sobre los asnos y ordenó a sus criados: —Id vosotros delante, que yo os seguiré. Sin decirle nada a su marido Nabal, bajó montada en el burro por la ladera del monte, mientras David y sus hombres bajaban en dirección contraria y les salió al encuentro. David había dicho: «¡Inútilmente he estado cuidando las posesiones de ese fulano en el desierto, para que no echara nada de menos, si ahora me devuelve mal por bien! Que Dios me castigue si al amanecer dejo vivo a un solo varón de los que están con él». Nada más ver a David, Abigail bajó rápidamente del burro, se postró en tierra ante él y le hizo una reverencia. Luego, postrada a sus pies, le dijo: —¡Yo tengo toda la culpa, señor! Pero déjame que te hable y escucha las palabras de esta tu sierva. Que mi señor no tome en serio a ese insolente de mi marido, Nabal, porque hace honor a su nombre: se llama Imbécil y la imbecilidad lo define. Pero esta sierva tuya no vio a los muchachos que mi señor envió. Ahora, señor mío, por la vida del Señor y por tu propia vida, es el Señor quien te impide derramar sangre y tomarte la justicia por tu mano. ¡Ojalá sean como Nabal todos tus enemigos y los que buscan la ruina de mi señor! Que el obsequio que esta sierva tuya ha traído a su señor se reparta entre los muchachos que lo acompañan. Te ruego disculpes la falta de esta sierva tuya, porque el Señor va a construirte una casa estable, pues mi señor combate las guerras del Señor y ninguna desgracia te alcanzará en toda tu vida. Cuando alguien quiera perseguirte y atentar contra tu vida, la vida de mi señor quedará a buen recaudo en la bolsa de la vida, al cuidado del Señor tu Dios; mientras que la vida de tus enemigos será arrojada lejos como piedra en la honda. Que cuando el Señor cumpla a mi señor todo el bien que le ha prometido y lo constituya jefe de Israel, mi Señor no tenga que sufrir remordimiento o pesar por haber derramado sangre inocente y haberse tomado la justicia por su mano. Y que cuando el Señor te haya colmado de bienes, te acuerdes de esta tu sierva. David le contestó: —¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel, que te ha enviado hoy a mi encuentro! ¡Bendita tu sensatez y también tú que me has impedido hoy derramar sangre y tomarme la justicia por mi mano! ¡Te juro por el Señor, Dios de Israel, que me ha impedido hacerte daño, porque si tú no te hubieras apresurado en salir a mi encuentro, al amanecer no le habría quedado vivo a Nabal ni un solo varón! Luego David aceptó todo lo que ella le había traído y le dijo: —Puedes volver tranquila a tu casa. Ya ves que he escuchado tus palabras y he atendido a tu petición. Cuando Abigail llegó adonde estaba Nabal, este estaba celebrando un banquete digno de un rey. Como estaba muy contento y completamente borracho, ella no le comentó nada hasta el amanecer. A la mañana siguiente, cuando a Nabal se le había pasado la borrachera, su esposa le contó todo lo sucedido. Entonces le falló el corazón y se quedó de piedra. Al cabo de unos diez días, el Señor hirió de muerte a Nabal y este falleció. Cuando David se enteró de que Nabal había muerto, comentó: —¡Bendito sea el Señor que me ha vengado de la afrenta que me hizo Nabal y ha preservado a su siervo de actuar mal, haciendo recaer sobre Nabal su propia maldad! Luego envió una embajada a Abigail con una proposición de matrimonio. Cuando los criados de David llegaron a Carmel, dijeron a Abigail: —David nos envía a ti para tomarte como esposa. Ella se levantó, se postró en tierra y les dijo: —Esta servidora es tu esclava y está dispuesta a lavar los pies de los criados de mi señor. Luego Abigail se preparó rápidamente, montó en su burro, acompañada por cinco doncellas, siguió a los mensajeros de David y se casó con él. David se casó también con Ajinoán, de Jezrael, y las dos fueron sus esposas; pues Saúl había entregado a su hija Mical, la mujer de David, a Paltí, hijo de Lais, el de Galín. Gentes de Zif llegaron a Guibeá a informar a Saúl: —David está escondido en la colina de Jaquilá, frente al desierto. Entonces Saúl se puso en camino y bajó al desierto de Zif con tres mil hombres de lo más selecto de Israel para buscar allí a David. Saúl acampó en la colina de Jaquilá, frente al desierto, al lado del camino. Pero David, que vivía en el desierto, se enteró de que Saúl había venido a perseguirlo al desierto y envió espías para investigar dónde estaba Saúl. Entonces David fue hasta el lugar donde estaba acampado Saúl e inspeccionó el sitio donde estaban acostados Saúl y Abner, el hijo de Ner, general de su ejército. Saúl estaba acostado dentro del recinto y la gente acampaba a su alrededor. David consultó con Ajimélec, el hitita, y con Abisay, hijo de Seruyá y hermano de Joab y les preguntó: —¿Quién está dispuesto a bajar conmigo al campamento de Saúl? Y Abisay respondió: —Yo bajaré contigo. David y Abisay llegaron, pues, hasta donde estaba la tropa. Saúl dormía acostado dentro del recinto, con su lanza clavada en el suelo junto a la cabecera. Abner y la tropa estaban acostados a su alrededor. Abisay dijo a David: —Dios pone hoy a tu enemigo en tus manos. Déjame, pues, que lo clave en tierra de una sola lanzada y no habrá que rematarlo. Pero David respondió a Abisay: —No lo mates, porque no se puede atentar impunemente contra el ungido del Señor. Y añadió: —¡Vive Dios, que habrá de ser el Señor quien lo hiera, o cuando le llegue la hora de la muerte, o cuando caiga y perezca al entrar en combate! ¡El Señor me libre de atentar contra su ungido! Así que toma la lanza que está a su cabecera y la cantimplora, y vámonos. David tomó la lanza y la cantimplora de la cabecera de Saúl y se marcharon, sin que nadie los viese, ni se enterase, ni despertase. Todos estaban dormidos, pues el Señor los había hecho caer en un profundo sueño. David cruzó al lado opuesto, se detuvo lejos, en la cima del monte, dejando una buena distancia entre ellos y gritó a la tropa y a Abner, el hijo de Ner: —Abner, respóndeme. Abner respondió: —¿Quién eres tú para gritar al rey? David le dijo: —Tú, que eres el hombre más aguerrido de Israel, ¿cómo es que no has protegido al rey, tu señor, cuando un cualquiera ha ido a matarlo? No está bien lo que has hecho. Vive Dios que merecéis la muerte por no haber protegido a vuestro señor, al ungido del Señor. ¡Mira, si no, dónde están la lanza del rey y la cantimplora que había a su cabecera! Entonces Saúl reconoció la voz de David y le dijo: —¿Es esa tu voz, David, hijo mío? David respondió: —Sí, es mi voz, majestad. Y añadió: —¿Por qué persigue mi señor a este siervo suyo? ¿Qué he hecho yo? ¿Qué delito he cometido? Ruego a mi señor, el rey, que se digne escuchar las palabras de su siervo. Si es el Señor quien te empuja contra mí, se aplacará con una ofrenda; pero si son los hombres, ¡que el Señor los maldiga! Porque hoy me expulsan y me impiden participar en la herencia del Señor, mandándome a servir a otros dioses. Que no caiga, pues mi sangre por tierra, lejos de la presencia del Señor, ya que el rey de Israel ha salido en busca de una simple pulga, como si fuese a cazar una perdiz en el monte. Saúl le dijo: —He pecado. Regresa, David, hijo mío, que no volveré a hacerte daño, pues hoy has respetado mi vida. He sido un insensato y me he equivocado del todo. David le respondió: —¡Aquí está la lanza del rey! Que alguno de los muchachos venga a recogerla. El Señor pagará a cada cual según su justicia y su lealtad. El Señor te ha entregado hoy en mi mano, pero yo no he querido levantar mi mano contra el ungido del Señor. Y así como yo he respetado hoy tu vida, que el Señor respete la mía y me libre de cualquier peligro. Y Saúl dijo a David: —¡Bendito seas, David, hijo mío! Tendrás éxito en todas tus empresas. Luego David siguió su camino y Saúl regresó a casa. David se hizo el siguiente razonamiento: —Cualquier día de estos voy a sucumbir a manos de Saúl. Lo mejor que puedo hacer es huir al país de los filisteos. Así Saúl dejará de perseguirme por todo el territorio de Israel y podré escapar de sus manos. Luego David se puso en camino y, con los seiscientos hombres que tenía, se pasó a Aquís, hijo de Maón y rey de Gat. David se estableció con Aquís en Gat, junto con sus hombres, cada uno con su familia; llevó también consigo a sus dos mujeres: Ajinoán de Jezrael y Abigail, la mujer de Nabal, el de Carmel. Saúl fue informado de que David había huido a Gat y dejó de perseguirlo. Un día David dijo a Aquís: —Si merezco tu confianza, te ruego que me asignes un sitio en cualquiera de las aldeas del término, para que pueda instalarme allí; pues tu siervo no debe residir junto a ti en la ciudad real. Y aquel mismo día Aquís le asignó Siclag. Por eso Siclag ha pertenecido a los reyes de Judá hasta hoy. David permaneció en territorio filisteo durante un año y cuatro meses. David y sus hombres salían a saquear a los guesureos, guercitas y amalecitas, pues esos son los pueblos que habitaban desde siempre la región en dirección a Surá hasta el país de Egipto. David devastaba la región, sin dejar con vida a hombres ni mujeres; se llevaba ovejas, vacas, burros, camellos y ropas y regresaba junto a Aquís. Cuando Aquís le preguntaba: —¿Dónde habéis estado saqueando hoy? David le respondía: —En la región al sur de Judá. O bien: —En la región de los jerajmelitas. O bien: —En la región de los quenitas. David no llevaba a Gat ningún hombre o mujer con vida, para que no lo denunciasen por lo que hacía. Y esa fue su forma de actuar durante todo el tiempo que vivió en territorio filisteo. Aquís se fiaba de David, pensando que estaba enemistado con su pueblo, Israel, y que sería siempre su vasallo. Por aquellos días, los filisteos reunieron sus tropas para ir a luchar contra Israel. Y Aquís le dijo a David: —Has de saber que tú y tus hombres saldréis conmigo de campaña. David le respondió: —De acuerdo. Vas a saber lo que tu servidor es capaz de hacer. Y Aquís le replicó: —Entonces te haré de mi guardia personal para siempre. Samuel había muerto y todo Israel lo había llorado, enterrándolo en Ramá, su ciudad. Saúl, por su parte, había expulsado del país a los hechiceros y adivinos. Los filisteos se concentraron y fueron a acampar a Sunán. Saúl también concentró a todo Israel y acampó en Guilboa. Pero cuando vio el campamento filisteo, sintió miedo y se llenó de espanto. Entonces consultó al Señor, pero el Señor no le respondió ni por los sueños, ni por las suertes ni por los profetas. Finalmente dijo a sus servidores: —Buscadme una hechicera, para ir a consultarla. Sus servidores le contestaron: —En Endor vive una hechicera. Saúl se disfrazó cambiando de ropa y partió con dos hombres. Llegó de noche adonde vivía la mujer y le dijo: —Prepara tus hechizos y evócame a quien yo te diga. La mujer le respondió: —Ya sabes lo que ha hecho Saúl, que ha expulsado del país a hechiceros y nigromantes. ¿Es que quieres ponerme en peligro de muerte? Pero Saúl, jurando por Dios, le dijo: —¡Te juro por el Señor que no serás castigada por esto! La mujer le preguntó: —¿A quién quieres que te evoque? Y Saúl respondió: —Evócame a Samuel. Cuando la mujer vio a Samuel, pegó un grito y le dijo a Saúl: —¿Por qué me has engañado? ¡Tú eres Saúl! El rey le dijo: —No tengas miedo. ¿Qué ves? La mujer le respondió: —Un espíritu que sale de la tierra. Saúl le preguntó: —¿Qué aspecto tiene? Ella le dijo: —El de un anciano vestido con un manto. Saúl comprendió entonces que se trataba de Samuel, se postró rostro en tierra e hizo una reverencia. Samuel dijo a Saúl: —¿Por qué me has perturbado, haciéndome venir? Saúl respondió: —Estoy en un gran aprieto. Los filisteos me atacan y Dios me ha abandonado y ya no me responde ni por medio de los profetas ni a través de los sueños. Por eso te he llamado, para que me indiques qué debo hacer. Samuel le dijo: —Si el Señor te ha abandonado y se te ha vuelto enemigo, ¿por qué me preguntas a mí? El Señor ha realizado lo que te había anunciado a través de mí: te ha quitado el reino para dárselo a otro, a David. Como desobedeciste al Señor y no ejecutaste su castigo contra Amalec, por eso ahora el Señor ha hecho esto contigo. Además, el Señor entregará a Israel junto contigo en poder de los filisteos. Mañana mismo tú y tus hijos estaréis conmigo y el Señor entregará el campamento israelita en poder de los filisteos. Saúl cayó de repente al suelo, todo lo largo que era, muy impresionado por las palabras de Samuel y además agotado porque no había podido comer nada en todo el día y toda la noche. La mujer se acercó a él y, al verlo tan asustado, le dijo: —Mira, esta servidora te ha obedecido y ha arriesgado su vida por obedecer tus órdenes. Escucha ahora tú a esta servidora. Voy a traerte algo de comida para que comas, recuperes las fuerzas y puedas reanudar tu camino. Saúl se negó: —No quiero comer. Pero sus criados y la mujer le insistieron y finalmente obedeció, se levantó del suelo y se sentó en el diván. La mujer se apresuró a matar un ternero rollizo que tenía en casa; tomó harina, la amasó y coció panes sin levadura. Luego se los sirvió a Saúl y a sus servidores, que comieron y se pusieron en camino aquella misma noche. Los filisteos concentraron todas sus tropas en Afec, mientras los israelitas estaban acampados en la fuente de Jezrael. Los jefes filisteos desfilaban encabezando escuadrones de cien y de mil soldados, mientras David y sus hombres desfilaban en retaguardia junto a Aquís. Los jefes filisteos preguntaron: —¿Qué hacen aquí esos hebreos? Y Aquís les respondió: —Este es David, súbdito de Saúl, el rey de Israel, que lleva conmigo un par de años y desde el día que vino a mí hasta hoy no he encontrado nada que reprocharle. Pero los jefes filisteos se enfadaron con él y le dijeron: —Ordénale que regrese al lugar que le asignaste y que no nos acompañe en la batalla, no sea que nos traicione en el fragor del combate. Podría buscar reconciliarse con su señor a costa de las cabezas de nuestros hombres. ¿No es este el David al que cantaban bailando aquello de «Saúl mató a mil y David a diez mil»? Entonces Aquís llamó a David y le dijo: —¡Vive el Señor!, que eres un hombre recto y me agrada tu forma de comportarte conmigo en el campamento. Yo no he encontrado nada que reprocharte desde que viniste a mí hasta el presente; pero a los jefes filisteos no les caes bien. Así que regresa en paz y no hagas nada que les desagrade. Y David le replicó: —Pero ¿qué he hecho yo? ¿En qué te he fallado desde el día en que me presenté a ti hasta hoy? ¿Por qué no puedo ir yo a combatir contra los enemigos de mi señor el rey? Aquís le respondió: —De sobra sé que para mí has sido como un enviado de Dios. Pero los jefes filisteos no quieren que nos acompañes en la batalla. Así que mañana por la mañana tú y los servidores que te acompañan os levantáis temprano y, al clarear el día, os marcháis. David y sus hombres madrugaron y regresaron temprano a territorio filisteo, mientras que los filisteos subían hacia Jezrael. Cuando David y sus hombres llegaron a Siclag, dos días después, los amalecitas habían hecho una incursión por el Négueb y Siclag, habían atacado e incendiado la ciudad y se habían llevado prisioneros a las mujeres, a los pequeños y a los ancianos del lugar. Aunque no habían matado a nadie, se los habían llevado y habían seguido su camino. Cuando David y sus hombres llegaron a la ciudad y vieron que había sido incendiada, y que sus mujeres, hijos e hijas habían sido hechos prisioneros, se pusieron a gritar y a llorar, hasta quedarse sin fuerzas. También habían capturado a las dos mujeres de David, Ajinoán, la de Jezrael, y Abigail, la mujer de Nabal, el de Carmel. David estaba muy preocupado, porque la gente, afligida por sus hijos e hijas, hablaba de apedrearlo. Pero, reconfortado por el Señor, su Dios, pidió al sacerdote Abiatar, hijo de Ajinoán: —Tráeme el efod. Abiatar le llevó el efod y David consultó al Señor: —¿Puedo perseguir a esa banda? ¿Los alcanzaré? El Señor le respondió: —Persíguela, porque los alcanzarás y liberarás a los prisioneros. David partió, acompañado de seiscientos hombres, y llegaron al arroyo de Besor donde algunos se quedaron. Entonces David continuó la persecución con cuatrocientos hombres. Los otros doscientos se quedaron allí, pues estaban demasiado fatigados para cruzar el arroyo de Besor. Encontraron a un egipcio por el campo y se lo llevaron a David. Luego le dieron pan para comer y agua para beber. Le dieron también una torta de higos y dos racimos de pasas. Él comió y se sintió reanimado, pues llevaba tres días y tres noches sin comer ni beber nada. Entonces David le preguntó: —¿De quién eres y de dónde vienes? El muchacho egipcio contestó: —Soy esclavo de un amalecita. Mi amo me ha abandonado, porque caí enfermo hace tres días. Habíamos hecho una incursión al sur de los quereteos, de Judá y de Caleb, y hemos incendiado Siclag. David le preguntó: —¿Puedes llevarme hasta esa banda? El muchacho respondió: —Si me juras por Dios que no me matarás ni me entregarás a mi amo, te llevaré hasta esa banda. Él los llevó y los encontraron desperdigados por el campo, comiendo, bebiendo y celebrando el gran botín capturado en territorio filisteo y en Judá. David los estuvo atacando desde el amanecer hasta el atardecer y no escapó ninguno, a excepción de cuatrocientos muchachos que cogieron los camellos y huyeron. David recuperó todo lo que se habían llevado los amalecitas y rescató a sus dos mujeres. No les faltó nada, pues David lo recuperó todo: del mayor al más pequeño, los hijos y las hijas, el botín y todo lo que les habían quitado. También se apoderó David de todos los rebaños de ovejas y vacas. Los que iban delante conduciendo aquel rebaño decían: —Este es el botín de David. Cuando David llegó adonde estaban los doscientos hombres que por desfallecimiento no habían podido acompañarlo y se habían quedado en el arroyo de Besor, estos salieron a recibir a David y a la gente. David se acercó a ellos y los saludó. Pero algunos de los que habían acompañado a David, gente desalmada y ruin, dijeron: —Como no han venido con nosotros, no tendrán parte del botín recuperado. Que cada cual tome a su mujer y a sus hijos y se marche. Pero David replicó: —No podéis hacer eso, hermanos, pues ha sido el Señor quien nos lo ha dado; él nos ha protegido y nos ha entregado la banda que nos había atacado. Nadie tendrá en cuenta vuestro parecer en este asunto, y tanto el que entra en combate como el que guarda el equipaje, tendrá la misma parte. Y desde aquel día hasta el presente esto ha sido norma y costumbre en Israel. Cuando David llegó a Siclag, envió parte del botín a los ancianos de Judá, compatriotas suyos, con estas palabras: —Aquí tenéis un regalo del botín capturado a los enemigos del Señor. Lo mismo hizo con los de Betul, con los de Ramot Négueb y con los de Jatir; con los de Aroer, los de Sifemot, los de Estemoa y los de Racal; así como con las ciudades de Jerajmel y las ciudades quenitas; con los de Jormá, Borasán, Atac, Hebrón y con todos los lugares por donde habían estado David y sus hombres. Los filisteos lucharon contra Israel y los israelitas se dieron a la fuga ante ellos y cayeron heridos de muerte en el monte Guilboa. Los filisteos acosaron a Saúl y a sus hijos, dando muerte a Jonatán, Abinadab y Malquisúa, los hijos de Saúl. El peso del combate recayó entonces sobre Saúl. Cuando los arqueros lo descubrieron, se puso a temblar al verlos y le dijo a su escudero: —Desenvaina tu espada y atraviésame antes de que vengan esos incircuncisos y me atraviesen ellos, ensañándose conmigo. Pero el escudero se negó, porque tenía mucho miedo. Entonces Saúl empuñó su espada y se arrojó sobre ella. Cuando el escudero vio que Saúl había muerto, también él se arrojó sobre su espada y murió con Saúl. Y así murieron juntos aquel día Saúl, sus tres hijos, su escudero y todos sus hombres. Cuando los israelitas que vivían al otro lado del valle y en Transjordania vieron que los israelitas habían huido y que Saúl y sus hijos habían muerto, huyeron también, abandonando sus ciudades. Entonces los filisteos llegaron y las ocuparon. Al día siguiente, cuando los filisteos fueron a despojar a los muertos, encontraron a Saúl y a sus tres hijos, caídos en el monte Guilboa. Le cortaron la cabeza, le quitaron sus armas y enviaron mensajeros por todo el territorio filisteo, publicando la noticia por los templos de sus ídolos y entre el pueblo. Luego pusieron las armas de Saúl en el templo de Astarté y colgaron su cadáver en las murallas de Betsán. Cuando los habitantes de Jabés de Galaad se enteraron de lo que los filisteos habían hecho con Saúl, los más valientes reaccionaron, caminaron durante toda la noche y descolgaron de la muralla de Betsán los cadáveres de Saúl y de sus hijos. Luego regresaron a Jabés y los quemaron allí. Después enterraron sus huesos bajo el tamarisco de Jabés y guardaron ayuno durante siete días. Después de la muerte de Saúl, David había vuelto a Siclag tras derrotar a los amalecitas y estuvo allí dos días. Al tercer día llegó un hombre del campamento de Saúl, con la ropa destrozada y la cabeza cubierta de polvo. Cuando llegó ante David, se postró en tierra e hizo una reverencia. David le preguntó: —¿De dónde vienes? Y él le contestó: —He logrado escapar del campamento israelita. David le dijo: —¿Qué ha sucedido? Cuéntamelo. Y él respondió: —La tropa ha huido de la batalla y ha habido muchas bajas y muchos muertos entre la gente. También han muerto Saúl y su hijo Jonatán. David preguntó al muchacho que le informaba: —¿Cómo sabes que Saúl y su hijo Jonatán han muerto? El muchacho le contestó: —Yo me encontraba casualmente en el monte Guilboa, cuando vi a Saúl apoyado sobre su lanza y acosado por los carros y los jinetes. Entonces se volvió y, al verme, me llamó; y yo me puse a sus órdenes. Luego me preguntó quién era y yo le respondí que era un amalecita. Después me dijo: «Por favor, acércate y remátame, porque estoy agonizando y no acabo de morir». Así que me acerqué y lo rematé, pues comprendí que no sobreviviría a su caída. Luego tomé la corona de su cabeza y el brazalete de su brazo y se los traigo aquí a mi señor. Entonces David rasgó sus vestiduras, al igual que sus hombres. Hicieron duelo, lloraron y ayunaron hasta el atardecer por Saúl y por su hijo Jonatán, por el pueblo del Señor y por la casa de Israel, pues habían caído a espada. Luego David dijo al muchacho que le había traído la noticia: —¿De dónde eres? Él respondió: —Soy hijo de un emigrante amalecita. David le dijo: —¿Y cómo es que te has atrevido a levantar tu mano para matar al ungido del Señor? David llamó a uno de sus muchachos y le ordenó: —Acércate y ejecútalo. Él lo golpeó y lo mató. David añadió: —¡Eres responsable de tu propia muerte! Tú mismo te has delatado al confesar que habías matado al ungido del Señor. David entonó entonces esta elegía por Saúl y por su hijo Jonatán, mandando que la aprendiesen los habitantes de Judá. Está escrita en el Libro del Justo: ¡Ay, Israel, tu gloria quedó herida en las alturas! ¡Cómo han caído los héroes! No lo contéis en Gat, no lo anunciéis por las calles de Ascalón, para que no se alegren las muchachas filisteas, ni lo festejen las hijas de los incircuncisos. Montes de Guilboa, no caiga sobre vosotros ni lluvia ni rocío. Campos baldíos, sobre los que se quebró el escudo de los héroes. Escudo de Saúl, no untado con aceite, sino con la sangre de vencidos, con la grasa de los héroes; arco de Jonatán, que jamás retrocedía; espada de Saúl, que nunca se envainaba limpia. Saúl y Jonatán, amados y queridos, ni la vida ni la muerte os pudieron separar, más rápidos que águilas, más fieros que leones. Mujeres israelitas, llorad por Saúl, que os vistió de púrpura y de joyas, que adornó con oro vuestros mantos. ¡Cómo han caído los héroes en el fragor del combate! ¡Jonatán, herido en tus alturas! ¡Qué pena me has dejado, hermano mío, Jonatán! ¡Me eras tan querido! Tu amor me era más dulce que el amor de las mujeres. ¡Cómo han caído los héroes! ¡Las armas de la guerra han sucumbido! Después de esto, David consultó al Señor: —¿Puedo ir a alguna ciudad de Judá? El Señor le contestó: —Sí. David preguntó: —¿A cuál debo ir? Y el Señor respondió: —A Hebrón. David marchó a Hebrón con sus dos mujeres: Ajinoán, la de Jezrael, y Abigail, la mujer de Nabal, el de Carmel. Llevó también a sus hombres con sus familias y se establecieron en las aldeas de Hebrón. Después llegaron los de Judá y ungieron allí a David como rey de Judá. Luego le informaron: —Los de Jabés de Galaad son los que han enterrado a Saúl. Entonces David envió unos mensajeros a los de Jabés de Galaad para decirles: —Que el Señor os bendiga por la compasión que habéis demostrado hacia Saúl, vuestro señor, dándole sepultura. Que el Señor os trate con compasión y lealtad; yo, por mi parte, también os recompensaré por la buena acción que habéis realizado. Ahora recobrad el ánimo y sed fuertes, pues aunque ha muerto Saúl, vuestro señor, la casa de Judá me ha ungido a mí para que sea su rey. Pero Abner, hijo de Ner y jefe del ejército de Saúl, tomó a Isbóset, hijo de Saúl, se lo llevó a Majanáin y lo nombró rey de Galaad, de Aser, de Jezrael, de Efraín, de Benjamín y de todo Israel. Cuarenta años tenía Isbóset, el hijo de Saúl, cuando comenzó a reinar sobre Israel y reinó durante dos años. Solo Judá siguió a David. David reinó sobre Judá en Hebrón durante siete años y seis meses. Abner, hijo de Ner, salió de Majanáin con los súbditos de Isbóset, el hijo de Saúl, en dirección a Gabaón. Por su parte, Joab, hijo de Seruyá, también salió con los súbditos de David, y se encontraron junto a la alberca de Gabaón. Se colocaron allí, unos a un lado de la alberca y los otros al otro lado. Entonces Abner propuso a Joab: —Que se adelanten los jóvenes y luchen ante nosotros. Joab respondió: —De acuerdo. Así que se adelantaron doce muchachos de Benjamín, por parte de Isbóset, hijo de Saúl, y otros doce de los súbditos de David. Cada cual agarró por la cabeza a su adversario y le hundió la espada en las costillas, de suerte que cayeron todos muertos a la vez. Y aquel paraje de Gabaón fue llamado Campo de las Costillas. Aquel día la lucha fue muy violenta. Abner y los israelitas fueron derrotados por la gente de David. Estaban allí los tres hijos de Seruyá: Joab, Abisay y Asael. Asael corría como un ciervo en campo abierto, y se lanzó en persecución de Abner sin desviarse lo más mínimo de su objetivo. Abner miró hacia atrás y preguntó: —¿Eres Asael? Él contestó: —Sí. Abner le dijo: —Desvíate a cualquier lado, agarra a alguno de los muchachos y quédate con sus despojos. Pero Asael no quiso dejar de perseguirlo. Abner le insistió: —Deja ya de perseguirme o me obligarás a aplastarte. Y luego, ¿con qué cara me presento ante tu hermano Joab? Pero Asael no quiso apartarse y entonces Abner le clavó en el vientre la empuñadura de su lanza y le salió por la espalda. Y allí mismo cayó muerto. Todos los que llegaban al lugar donde Asael había caído muerto se detenían. Joab y Abisay se lanzaron en persecución de Abner y al ponerse el sol llegaron a Amá, frente a Guiaj, en el camino del desierto de Gabaón. Los benjaminitas se reagruparon tras Abner y se detuvieron, cerrando filas, en lo alto de la colina. Entonces Abner gritó a Joab: —¿Es que la espada no va a dejar de hacer estragos? ¿No sabes que al final todo será amargura? ¿Cuándo vas a decirle a la gente que deje de perseguir a sus hermanos? Joab respondió: —Te juro por Dios que, si no hubieras hablado, mi gente habría seguido persiguiendo a sus hermanos hasta el amanecer. Inmediatamente Joab tocó el cuerno y toda la gente se detuvo, dejaron de perseguir a los israelitas y cesó el combate. Abner y sus hombres caminaron por la Arabá toda aquella noche, cruzaron el Jordán y, después de caminar durante toda la mañana, llegaron a Majanáin. Por su parte, Joab dejó de perseguir a Abner y reunió a toda la tropa. De los súbditos de David faltaban diecinueve hombres, además de Asael. En cambio, los súbditos de David habían matado a trescientos sesenta benjaminitas de los hombres de Abner. Se llevaron a Asael y lo enterraron en la sepultura familiar, en Belén. Luego Joab y sus hombres caminaron durante toda la noche y amanecieron en Hebrón. La guerra entre las familias de Saúl y David se prolongó; pero mientras David se hacía cada día más fuerte, la familia de Saúl se iba debilitando. Los hijos que David tuvo en Hebrón fueron: Amnón, su primogénito, de Ajinoán, la de Jezrael; el segundo, Quilab, de Abigail, la mujer de Nabal, el de Carmel; el tercero, Absalón, hijo de Maacá, la hija de Tolmay, rey de Guesur; el cuarto, Adonías, hijo de Jaguit; el quinto, Sefatías, hijo de Abital; y el sexto Jitreán, de Eglá, la mujer de David. Todos estos fueron los hijos que le nacieron a David en Hebrón. Mientras duró la guerra entre las familias de Saúl y de David, Abner fue afianzando su posición entre la familia de Saúl. Saúl había tenido una concubina, llamada Rispá, hija de Ayá. E Isbóset preguntó a Abner: —¿Por qué te has acostado con la concubina de mi padre? Abner se enfadó mucho por aquella pregunta de Isbóset y le contestó: —¿Acaso me tomas por un perro judaíta? He trabajado fielmente con la casa de Saúl, tu padre, con sus hermanos y amigos, y no te he entregado en poder de David, ¿y ahora me echas en cara un delito con esa mujer? Pues que Dios me castigue, si no hago que se cumpla lo que el Señor juró a David: arrebatar la realeza a la familia de Saúl y consolidar el trono de David sobre Israel y Judá, desde Dan hasta Berseba. Isbóset fue incapaz de responderle nada a Abner, porque le tenía miedo. Entonces Abner envió unos mensajeros a proponer en su nombre a David: —¿De quién es el país? Haz un pacto conmigo y yo te ayudaré a poner a todo Israel de tu parte. David respondió: —Está bien. Haré un pacto contigo. Solo te pongo una condición: no te recibiré si, cuando vengas a verme, no me traes a Mical, la hija de Saúl. David, además, envió mensajeros a decir a Isbóset, el hijo de Saúl: —Devuélveme a mi mujer Mical, con la que me casé a cambio de cien prepucios de filisteos. Entonces Isbóset mandó quitársela a su marido Paltiel, hijo de Lais. Su marido salió con ella y fue llorando detrás hasta Bajurín. Abner le dijo: —Anda, vuélvete ya. Y él se volvió. Abner habló con los ancianos de Israel y les dijo: —Desde hace algún tiempo estáis intentando que David sea vuestro rey. Pues ahora podéis conseguirlo, porque el Señor ha dicho a propósito de David: «Por medio de mi siervo David salvaré a mi pueblo Israel del poder de los filisteos y de todos sus enemigos». Abner habló también con los de Benjamín y luego fue a Hebrón a comunicarle a David el parecer de Israel y de Benjamín. Cuando Abner, escoltado por veinte hombres, llegó a Hebrón para hablar con David, este les ofreció un banquete a él y a sus acompañantes. Luego Abner dijo a David: —Ahora me iré a reunir a todo Israel ante el rey, mi señor, para que hagan un pacto contigo y puedas ser rey, como deseas. David despidió a Abner y él se marchó en paz. Los soldados de David venían con Joab de una expedición, trayendo consigo un gran botín. Abner ya no estaba con David en Hebrón, pues lo había despedido y se había marchado en paz. Cuando llegaron Joab y la tropa que lo acompañaba, les contaron que Abner, el hijo de Ner, había venido a ver al rey y que este lo había despedido y le había dejado irse en paz. Entonces Joab se presentó al rey y le dijo: —¿Qué has hecho? Resulta que Abner viene a ti, ¡y tú lo dejas marchar tan tranquilo! ¿Acaso no sabes que Abner, el hijo de Ner, ha venido para engañarte, para espiar tus movimientos y para conocer todo lo que haces? Cuando Joab salió de hablar con David, envió unos mensajeros tras Abner, que lo hicieron volver desde el pozo de Sirá, sin que David se enterara. Cuando Abner volvió a Hebrón, Joab se lo llevó aparte, junto a la puerta de la ciudad, como para hablar con él en privado, y allí mismo lo hirió en el vientre y lo mató para vengar a su hermano Asael. Inmediatamente después, David se enteró y dijo: —¡Yo y mi reino somos inocentes ante el Señor y para siempre de la sangre de Abner, el hijo de Ner! ¡Que la culpa recaiga sobre la cabeza de Joab y sobre toda su familia! ¡Que nunca falten en su casa quienes padezcan flujos de sangre o lepra, quienes manejen el huso, quienes mueran a espada o carezcan de alimento! Joab y su hermano Abisay habían matado a Abner, porque este les había matado a su hermano en la batalla de Gabaón. David ordenó a Joab y a todos sus acompañantes: —Rasgaos las vestiduras, vestíos con sacos y haced duelo por Abner. El rey David iba detrás del féretro. Cuando enterraron a Abner en Hebrón, el rey se puso a gritar y a llorar junto a la tumba de Abner, y también lloró todo el pueblo. Entonces el rey entonó esta elegía por Abner: ¿Tenías que morir, Abner, de una muerte tan infame? Tus manos estaban libres y en tus pies no había cadenas. Caíste como quien cae a manos de criminales. Y todo el pueblo siguió llorando por él. Luego se allegaron a David para hacerle comer algo mientras aún fuese de día. Pero David hizo este juramento: —¡Que Dios me castigue, si antes de ponerse el sol pruebo pan o alguna otra cosa! Cuando la gente se enteró, a todos les pareció bien, como todo lo que hacía el rey. Y aquel día todo el pueblo y todo Israel quedaron convencidos de que el rey no había tenido nada que ver en el asesinato de Abner, el hijo de Ner. El rey dijo a sus servidores: —Habréis de saber que hoy ha caído en Israel un gran jefe. Yo hoy me siento débil, aunque sea el rey ungido, y esa gente, los hijos de Seruyá, son más fuertes que yo. ¡Que el Señor les dé su merecido por su maldad! Cuando Isbóset, el hijo de Saúl, se enteró de la muerte de Abner en Hebrón, quedó abatido y cundió la alarma en todo Israel. Isbóset tenía dos jefes de banda: uno se llamaba Baaná y el otro Recab, hijos de Rimón de Beerot, de la tribu de Benjamín, pues también Beerot forma parte de Benjamín. Los de Beerot huyeron a Guitáin y allí siguen como emigrantes hasta el día de hoy. Por otra parte, Jonatán, el hijo de Saúl, tenía un hijo parapléjico. Tenía cinco años cuando llegó de Jezrael la noticia de la muerte de Saúl y Jonatán. La nodriza lo tomó en brazos para huir, pero con las prisas de la huida el niño cayó y quedó cojo. Se llamaba Mefibóset. Recab y Baaná, los hijos de Rimón de Beerot, partieron y a la hora más calurosa del día llegaron a la casa de Isbóset, que estaba durmiendo la siesta. La portera se había quedado dormida, mientras limpiaba el trigo, por lo que Recab y su hermano Baaná pasaron sin ser vistos. Entraron en la casa, mientras Isbóset dormía en el lecho de su habitación, lo hirieron mortalmente y lo decapitaron. Luego tomaron la cabeza y caminaron por la Arabá durante toda la noche. Llevaron la cabeza de Isbóset a David, a Hebrón, y dijeron al rey: —Aquí tienes la cabeza de Isbóset, el hijo de Saúl, tu enemigo que intentó matarte. El Señor ha concedido al rey, mi señor, vengarse hoy de Saúl y de su descendencia. Pero David respondió a Recab y a su hermano Baaná, hijos de Rimón de Beerot: —¡Vive el Señor que ha salvado mi vida de todo peligro! Si al que me anunció la muerte de Saúl, creyendo que me daba una buena noticia, yo lo detuve y lo hice matar en Siclag, pagándole así su buena noticia, ahora que unos desalmados habéis matado a un hombre inocente en su propia casa y en su misma cama, ¡os haré pagar su muerte y os borraré del mapa! A una orden de David, sus soldados los mataron, les cortaron las manos y los pies y los colgaron junto a la alberca de Hebrón. Luego recogieron la cabeza de Isbóset y la enterraron en la sepultura de Abner, en Hebrón. Todas las tribus de Israel fueron a Hebrón a ver a David y a decirle: —Nosotros somos de tu misma raza. Ya antes, aunque Saúl era nuestro rey, eras tú el que dirigías a Israel. Además, el Señor te dijo: «Tú pastorearás a mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel». Todos los ancianos de Israel llegaron a Hebrón ante el rey, y David hizo con ellos un pacto ante el Señor en Hebrón. Luego ungieron a David como rey de Israel. David tenía treinta años cuando comenzó a reinar y reinó durante cuarenta años: en Hebrón reinó durante siete años y medio sobre Judá, y en Jerusalén reinó treinta y tres años sobre Israel y Judá. El rey y sus hombres marcharon hacia Jerusalén, contra los jebuseos, habitantes de la región. Estos le dijeron: —No entrarás aquí. Hasta los ciegos y los cojos te lo impedirán. Pues pensaban que David no entraría. Pero David conquistó la fortaleza de Sion, la llamada Ciudad de David. Aquel mismo día había dicho: —El que quiera matar al jebuseo, incluidos los ciegos y los cojos que son enemigos de David, que se acerque por el canal. Y de ahí viene el dicho: «Ni ciegos ni cojos entrarán en el Templo». David se instaló en la fortaleza y la llamó Ciudad de David. Luego construyó un muro alrededor, desde el terraplén hasta el palacio. David iba haciéndose cada día más poderoso, pues el Señor, Dios del Universo estaba con él. Jirán, rey de Tiro, envió emisarios a David con madera de cedro, carpinteros y canteros, para construirle un palacio. Entonces David comprendió que el Señor lo había consolidado como rey de Israel y que hacía prosperar su reino por amor a su pueblo Israel. Después de abandonar Hebrón, David tomó en Jerusalén otras concubinas y esposas, que le dieron nuevos hijos e hijas. He aquí los nombres de los hijos que le nacieron en Jerusalén: Samúa, Sobab, Natán, Salomón, Jibjar, Elisúa, Néfeg, Jafía, Elisamá, Elyadá y Elifélet. Cuando los filisteos oyeron que habían ungido a David como rey de Israel, subieron todos para atacarlo. David se enteró y bajó a la fortaleza. Los filisteos llegaron y ocuparon el valle de Refaín. Entonces David consultó al Señor: —¿Debo atacar a los filisteos? ¿Me los vas a entregar? El Señor le respondió: —Atácalos, que yo los pondré en tus manos. David llegó a Baal Perasín y allí los derrotó. Entonces dijo: —El Señor me ha abierto una brecha entre los enemigos como una vía de agua. Por eso aquel lugar se llama Baal Perasín. Los filisteos abandonaron allí a sus dioses y David y sus hombres los recogieron. Los filisteos volvieron a insistir y ocuparon el valle de Refaín. David consultó al Señor que le respondió: —No ataques de frente. Primero rodéalos por detrás y luego atácalos por el lado de las moreras. Cuando oigas rumor de pasos por encima de las moreras, entonces lánzate al ataque, pues en ese momento el Señor saldrá delante de ti para derrotar al ejército filisteo. David actuó tal y como el Señor le había ordenado y derrotó a los filisteos desde Gabaón hasta la entrada de Guézer. David volvió a reunir a lo más selecto de Israel en número de treinta mil hombres y se dispuso a partir con toda la gente que lo acompañaba a Baalá de Judá para traer de allí el Arca de Dios, sobre la que se invoca el nombre del Señor del universo, entronizado sobre querubines. Cargaron el Arca de Dios en una carreta nueva y la sacaron de la casa de Abinadab, en la colina. Uzá y Ajió, los hijos de Abinadab, conducían la carreta con el Arca de Dios y Ajió marchaba delante del Arca. David y todo Israel iban bailando ante el Señor y cantando al son de cítaras, arpas, panderos, castañuelas y platillos. Cuando llegaron a la era de Nacón, los bueyes tropezaron y Uzá echó mano al Arca para sujetarla. Pero el Señor se enfureció con Uzá, lo fulminó allí mismo por su atrevimiento y murió junto al Arca de Dios. David se disgustó porque el Señor había mandado a Uzá a la fosa y llamó a aquel lugar Peres Uzá, nombre que perdura hasta el día de hoy. David sintió miedo del Señor aquel día y se dijo: —¿Cómo va a venir conmigo el Arca del Señor? Por ello, David no quiso llevarse consigo el Arca del Señor a la ciudad de David, sino que la llevó a casa de Obededón, el de Gat. El Arca del Señor permaneció tres meses en casa de Obededón, el de Gat, y el Señor lo bendijo a él y a toda su familia. Cuando informaron al rey David que el Señor había bendecido a la familia de Obededón y toda su hacienda a causa del Arca de Dios, entonces David fue a trasladar el Arca de Dios de la casa de Obededón a la ciudad de David con gran alegría. Cuando los que llevaban el Arca del Señor avanzaron seis pasos, sacrificó un toro y un ternero cebado. David, vestido con una túnica de lino, iba bailando incansablemente delante del Señor, mientras todos los israelitas lo acompañaban subiendo el Arca del Señor al son de vítores y trompetas. Cuando el Arca del Señor entraba en la ciudad de David, Mical, la hija de Saúl, que estaba asomada a la ventana, vio al rey David saltando y bailando delante del Señor y sintió un profundo desprecio por él. Introdujeron el Arca del Señor y la colocaron en su sitio, dentro de la Tienda que David había preparado al efecto. Luego David ofreció al Señor holocaustos y sacrificios de comunión. Cuando terminó de ofrecerlos, bendijo al pueblo en nombre del Señor del universo y repartió a toda la gente de la multitud israelita, tanto a hombres como a mujeres, una hogaza de pan, un pastel de dátiles y otro de pasas a cada uno. Finalmente, todo el mundo volvió a su casa. Cuando David volvió a casa para bendecir a su familia, Mical, la hija de Saúl, salió a recibirlo y le dijo: —¡Cómo se ha cubierto de gloria hoy el rey de Israel, desnudándose a la vista de las esclavas de sus servidores, como lo haría cualquier don nadie! Pero David le contestó: —He bailado delante del Señor que me ha preferido a tu padre y a toda su familia, eligiéndome jefe de su pueblo Israel. Y estoy dispuesto a humillarme aún más, aunque eso signifique rebajarme ante ti. En cuanto a esas esclavas a las que te has referido, ¡ellas sí que me apreciarán! Mical, la hija de Saúl, no tuvo hijos en toda su vida. Una vez que David se hubo instalado en su casa y el Señor le concedió un respiro frente a todos sus enemigos de los alrededores, dijo el rey al profeta Natán: —Mira, yo estoy viviendo en una casa de cedro, mientras que el Arca de Dios está en una tienda. Natán le respondió: —Haz lo que estás pensando, que el Señor está contigo. Pero aquella misma noche Natán recibió este mensaje del Señor: —Ve a decir a mi siervo David: «Esto dice el Señor: No serás tú quien me construya a mí una casa para vivir en ella. Yo nunca he vivido en una casa desde el día en que saqué de Egipto a los israelitas hasta hoy, sino que he estado peregrinando de un sitio a otro en una tienda como morada. Y en todo el tiempo en que estuve viajando de un sitio a otro con los israelitas, nunca le hablé a ninguno de los jueces que elegí para pastorear a mi pueblo, Israel, de construirme una casa de cedro». Ahora, pues, dile a mi siervo David: «Esto dice el Señor del universo: Yo te saqué de los pastos y de cuidar rebaños para ser el jefe de mi pueblo, Israel; te he acompañado por dondequiera que has ido, te he librado de tus enemigos y pienso hacerte tan famoso como los más famosos de la tierra. Asignaré un lugar a mi pueblo, Israel, y lo asentaré en él para que lo habite sin sobresaltos y sin que los malvados vuelvan a oprimirlo como lo oprimieron al principio, cuando nombré jueces en mi pueblo, Israel. Además te he hecho vivir en paz con todos tus enemigos. Pues bien, ahora el Señor te anuncia que te fundará una dinastía. Cuando tu vida se acabe y descanses con tus antepasados, mantendré a tu descendencia, a un vástago salido de tus entrañas, y consolidaré su reino. Él construirá una casa en mi honor y yo consolidaré para siempre su trono real. Yo seré su padre y él será mi hijo. Y si se porta mal, yo lo corregiré con mano dura según la costumbre humana, pero no le retiraré mi fidelidad, como se la retiré a Saúl, a quien rechacé en beneficio tuyo. Tu casa y tu reino se mantendrán permanentemente ante mí y tu trono quedará consolidado para siempre». Natán comunicó a David todas estas palabras y visiones. Entonces el rey David entró a presentarse ante el Señor y dijo: —¿Quién soy yo, Señor Dios, y qué es mi familia para que me hayas hecho llegar hasta aquí? Y por si te pareciera poco, Señor Dios, te has referido además a la dinastía de tu siervo para el futuro, como si se tratase de una ley humana, mi Señor. ¿Qué más puedo añadir yo, si tú, Señor Dios, conoces de sobra a tu siervo? Por tu palabra y según tu voluntad has realizado toda esta gran obra y se la has dado a conocer a tu siervo. ¡Por eso eres grande, Señor Dios! No hay nadie como tú, ni hay Dios fuera de ti, por todo lo que ha llegado a nuestros oídos. ¿Qué nación hay en la tierra que sea como tu pueblo, Israel, a quien Dios haya ido a rescatar para convertirlo en su pueblo y para hacerlo famoso, realizando grandes hazañas y prodigios en su favor y expulsando a las naciones y a sus dioses ante tu pueblo, al que rescataste de Egipto? Has constituido a tu pueblo, Israel, en pueblo tuyo para siempre y tú, Señor, te has convertido en su Dios. Así pues, Dios, el Señor, mantén siempre la promesa que has hecho a tu siervo y a su familia, y cumple cuanto has dicho, para que tu nombre se haga famoso y puedan decir: «El Señor del universo es el Dios de Israel». Y que la casa de tu siervo David se mantenga firme en tu presencia. Tú, Señor del universo, Dios de Israel, has revelado a tu siervo: «Yo te construiré una dinastía». Por eso tu siervo se ha atrevido a dirigirte esta plegaria. Tú, mi Señor, eres Dios; tus palabras son dignas de crédito y has prometido esta merced a tu siervo. Dígnate, pues, bendecir a la dinastía de tu siervo, para que permanezca siempre en tu presencia. Tú, Señor Dios, has hablado y por tu bendición la dinastía de tu siervo será siempre bendita. Después de esto, David derrotó a los filisteos, los sometió y les arrebató Gat y sus dominios. También derrotó a Moab; los tumbó en el suelo y los midió a cordel: por cada dos condenados a muerte, dejaba a uno con vida. Moab quedó sometido a David como vasallo tributario. Más tarde derrotó a Adadézer, hijo de Rejob, rey de Sobá, cuando iba a restablecer su dominio en el río Éufrates. David capturó mil setecientos soldados de caballería, veinte mil de infantería, y quebró las patas de todos los caballos de tiro, dejando solo cien carros. Los arameos de Damasco acudieron a socorrer a Adadézer, rey de Sobá, pero David mató a veinte mil de sus hombres. Luego David puso gobernadores sobre los arameos de Damasco, que le quedaron sometidos como vasallos tributarios. Y el Señor hacía triunfar a David en todas sus campañas. David se apoderó de los escudos de oro que llevaban los oficiales de Adadézer y los llevó a Jerusalén. El rey David se incautó igualmente de una gran cantidad de bronce que había en Tébaj y Berotay, ciudades de Adadézer. Cuando Toy, el rey de Jamat, se enteró de que David había derrotado a todo el ejército de Adadézer, envió a su hijo Jorán con objetos de oro, plata y bronce, para saludar y felicitar al rey David por su victoria en la guerra contra Adadézer, pues era enemigo de Toy. El rey David consagró los objetos al Señor, como había hecho con la plata y el oro provenientes de las naciones sometidas: Edom, Moab, los amonitas y los filisteos, Amalec y el botín de Adadézer, hijo de Rejob, rey de Sobá. David se hizo famoso cuando regresó de derrotar a dieciocho mil edomitas en el valle de la Sal. Luego puso gobernadores en todo Edom y los edomitas quedaron sometidos a David. Y el Señor hacía triunfar a David en todas sus campañas. David reinó sobre Israel, administrando el derecho y la justicia para todo su pueblo. Joab, hijo de Seruyá, era el jefe del ejército; Josafat, hijo de Ajilud, era el heraldo; Sadoc, hijo de Ajitub, y Abiatar, hijo de Ajimélec, eran los sacerdotes; Seraías era el secretario; Banaías, hijo de Joyadá, era el jefe de los quereteos y peleteos y los hijos de David eran sacerdotes. Cierto día David preguntó: —¿Queda algún superviviente de la familia de Saúl a quien yo pueda favorecer en memoria de Jonatán? Había un criado de la familia de Saúl, llamado Sibá, al que hicieron venir ante David. El rey le preguntó: —¿Eres tú Sibá? Y él respondió: —Soy tu servidor. El rey le dijo: —¿Queda alguien de la familia de Saúl a quien yo pueda favorecer como Dios manda? Sibá respondió al rey: —Aún queda un hijo de Jonatán, cojo de ambos pies. El rey le preguntó: —¿Dónde está? Y Sibá respondió al rey: —En Lodebar, en casa de Maquir, el hijo de Amiel. El rey mandó que lo trajeran de allí. Cuando Mefibóset, hijo de Jonatán y nieto de Saúl, llegó ante David, inclinó la cabeza e hizo una reverencia. David le preguntó: —¿Eres Mefibóset? Él contestó: —Aquí está tu servidor. David le dijo: —No temas, porque estoy dispuesto a favorecerte en memoria de tu padre, Jonatán. Te devolveré todas las tierras de tu abuelo Saúl y además comerás siempre a mi mesa. Él hizo una reverencia y dijo: —¿Quién es tu servidor, para que te fijes en un perro muerto como yo? El rey llamó a Sibá, el criado de Saúl, y le dijo: —Todas las posesiones de Saúl y su familia se las he entregado al hijo de tu amo. Tú, tus hijos y tus siervos le cultivaréis las tierras y le entregarás las cosechas para el mantenimiento de la familia de tu amo. Pero Mefibóset, el hijo de tu amo, comerá siempre a mi mesa. Sibá, que tenía quince hijos y veinte esclavos, contestó al rey: —Tu servidor hará todo lo que el rey le ha mandado. Mefibóset comía a la mesa del rey, como uno de sus hijos. Tenía un hijo pequeño, llamado Micá. Todos los moradores de la casa de Sibá estaban al servicio de Mefibóset. Pero él vivía en Jerusalén, porque comía siempre a la mesa del rey y, además, estaba cojo de ambos pies. Después de esto murió el rey de los amonitas y le sucedió en el trono su hijo Janún. David dijo: —Quiero mostrar a Janún, el hijo de Najás, la misma lealtad que su padre tuvo conmigo. Y envió a sus servidores para darle el pésame por su padre. Pero cuando los servidores de David llegaron al país amonita, los dignatarios amonitas dijeron a su señor Janún: —¿Crees que David ha enviado emisarios solo para darte el pésame y mostrarte su estima por tu padre? ¿No te habrá enviado más bien su embajada para inspeccionar la ciudad, explorarla y luego destruirla? Entonces Janún apresó a los servidores de David, les afeitó la mitad de la barba, les cortó los vestidos hasta las nalgas y luego los expulsó. Cuando David se enteró, envió mensajeros a su encuentro, pues se sentían muy avergonzados, para decirles: —Quedaos en Jericó hasta que os crezca la barba y entonces regresáis. Los amonitas comprendieron que habían provocado a David y enviaron a contratar como mercenarios a veinte mil soldados arameos de Bet Rejob y de Sobá, a mil hombres del rey de Maacá y doce mil hombres de Tob. David se enteró y mandó a Joab con todo el ejército de guerreros. Los amonitas salieron y formaron en orden de batalla a la entrada de la ciudad. Los arameos de Sobá y Rejob y los hombres de Tob y Maacá se quedaron aparte, en el campo. Cuando Joab se vio envuelto en un doble frente, por delante y por detrás, escogió un grupo selecto de soldados israelitas y tomó posiciones frente a los arameos. Puso el resto del ejército bajo el mando de su hermano Abisay para que tomara posiciones frente a los amonitas y le dijo: —Si los arameos me superan, vienes en mi ayuda; y si los amonitas te superan, yo iré a ayudarte. ¡Ánimo y a luchar por nuestro pueblo y por las ciudades de nuestro Dios! Y el Señor hará lo que le plazca. Joab y su gente se lanzaron al ataque contra los arameos, pero estos salieron huyendo ante él. Y cuando los amonitas vieron que los arameos huían, ellos también salieron huyendo ante Abisay y se refugiaron en la ciudad. Joab volvió de su campaña contra los amonitas y regresó a Jerusalén. Al verse derrotados por Israel, los arameos se reagruparon. Por su parte, Adadézer hizo venir a los arameos que estaban al otro lado del río Éufrates, los cuales llegaron a Jelán, al mando de Sobac, jefe del ejército de Adadézer. Informado de ello, David movilizó a todo Israel, cruzó el Jordán y llegó a Jelán. Los arameos formaron en orden de combate contra David y le presentaron batalla. Pero finalmente se dieron a la fuga ante Israel, y David dio muerte a setecientos caballos de tiro y a cuarenta mil hombres. También hirió a su jefe, Sobac, que murió allí mismo. Al verse derrotados por Israel, todos los reyes vasallos de Adadézer sellaron la paz con Israel y le quedaron sometidos. Y los arameos ya no se atrevieron a seguir ayudando a los amonitas. Al año siguiente, en la época en que los reyes salen de campaña, David envió a Joab con sus oficiales y todo Israel para aniquilar a los amonitas y poner cerco a Rabá. David, en cambio, se quedó en Jerusalén. Una tarde, después de levantarse de la siesta y mientras paseaba por la terraza de palacio, David vio desde allí a una mujer que se estaba bañando. Era una mujer muy hermosa. David mandó a preguntar por ella y le dijeron: —Se trata de Betsabé, la hija de Elián y esposa de Urías, el hitita. David envió a unos emisarios a que se la trajeran y cuando llegó, se acostó con ella recién purificada de su regla. Luego ella regresó a su casa. La mujer quedó embarazada y mandó a informar a David: —Estoy embarazada. Entonces David envió recado a Joab: —Mándame a Urías, el hitita. Y Joab se lo mandó. Cuando Urías llegó, David le preguntó por Joab, por el ejército y por la guerra. Luego le ordenó: —Baja a tu casa a lavarte los pies. Urías salió del palacio real, seguido de un obsequio enviado por el rey. Pero Urías no quiso bajar a su casa y durmió a la entrada del palacio real con los guardias de su señor. Informaron a David que Urías no había ido a su casa y David le dijo: —Después del viaje que has hecho, ¿por qué no has ido a tu casa? Y Urías le respondió: —Si el Arca, Israel y Judá viven en tiendas, y si tanto mi jefe, Joab, como sus oficiales acampan al raso, ¿cómo iba a ir yo a mi casa a comer, a beber y a acostarme con mi mujer? ¡Por Dios y por tu vida, que yo no haré tal cosa! David le dijo: —Quédate aquí también hoy y mañana te dejaré marchar. Y Urías se quedó en Jerusalén aquel día. Al día siguiente David lo invitó a comer y a beber con él, y lo emborrachó. Al atardecer, Urías salió a acostarse junto a los guardias de su señor y tampoco bajó a su casa. A la mañana siguiente David escribió una carta a Joab y se la mandó por medio de Urías. La carta decía: «Poned a Urías en primera línea de combate, en lo más duro de la lucha, y dejadlo solo, para que lo hieran y muera». Joab, que estaba asediando la ciudad, puso a Urías en el lugar donde sabía que estaban los soldados más aguerridos. Los defensores de la ciudad hicieron una salida y atacaron a Joab. Hubo algunos caídos entre el ejército y entre los oficiales de David. También murió Urías, el hitita. Joab mandó a informar a David de todos los pormenores de la batalla y dio al mensajero estas instrucciones: —Cuando hayas terminado de contar al rey todos los pormenores de la batalla, si el rey monta en cólera y te dice: «¿Por qué os acercasteis a la ciudad en la lucha? ¿No sabíais que os dispararían desde lo alto de la muralla? ¿Quién mató a Ajimélec, el hijo de Jerubaal? ¿No fue una mujer la que le lanzó desde lo alto de la muralla una piedra de moler que lo mató en Tebes? ¿Por qué os acercasteis a la muralla?», entonces tú le dirás: «También murió tu siervo Urías, el hitita». El mensajero partió y, al llegar, comunicó a David todo lo que Joab le había mandado. El mensajero dijo al rey: —Sus hombres eran más fuertes que nosotros y nos atacaron en campo abierto, pero nosotros los rechazamos hasta la entrada de la ciudad. Entonces los arqueros dispararon sobre nosotros desde lo alto de la muralla y algunos de los oficiales del rey murieron. También murió tu siervo Urías, el hitita. Entonces David dijo al mensajero: —Dile a Joab que no se disguste por este asunto, pues unas veces caen unos y otras veces otros; y que redoble el ataque contra la ciudad hasta destruirla. Y tú dale ánimos. La mujer de Urías se enteró de que su marido había muerto e hizo duelo por él. Cuando pasó el luto, David mandó a buscarla, la recogió en palacio, la tomó por esposa y ella le dio a luz un hijo. Pero lo que había hecho David desagradó al Señor. El Señor envió a Natán a ver a David. Cuando llegó, le dijo: —En una ciudad vivían dos hombres, uno rico y otro pobre. El rico tenía muchos rebaños de ovejas y vacas. Pero el pobre no tenía nada más que una pequeña cordera que había comprado. La había criado y había crecido con él y con sus hijos. Comía de su boca, bebía de su vaso y dormía en su regazo, como una hija. Un día que el rico tuvo una visita, no quiso utilizar ninguna de sus ovejas y vacas para preparárselas a su visitante, sino que tomó la corderilla del pobre y se la preparó al hombre que lo había visitado. David se enfureció contra aquel hombre y le dijo a Natán: —¡Por Dios! ¡El hombre que ha hecho eso merece la muerte! ¡Y tendrá que pagar cuatro veces el precio de la corderilla, por haber actuado así, sin mostrar compasión! Entonces Natán dijo a David: —¡Ese hombre eres tú! Y esto te dice el Señor, Dios de Israel: «Yo te ungí como rey de Israel y te libré del poder de Saúl. Yo te entregué la casa de tu señor y puse sus mujeres en tus brazos; te entregué las tribus de Israel y de Judá y, por si esto fuera poco, pensaba darte aún mucho más». ¿Por qué has despreciado la palabra del Señor, haciendo lo que le desagrada? Has asesinado a Urías, el hitita, por medio de la espada amonita, y te has apoderado de su mujer. Pues bien, por haberme despreciado, tomando a la mujer de Urías, el hitita, para convertirla en tu esposa, la espada ya nunca abandonará tu casa. Esto dice el Señor: Yo haré que la desgracia te sobrevenga desde tu propia casa. Tomaré tus mujeres en tu propia cara y se las entregaré a tu prójimo, para que se acueste con ellas en tu cara y a la luz de este sol. Lo que tú hiciste a escondidas yo lo haré delante de todo el pueblo y a plena luz. David dijo a Natán: —¡He pecado contra el Señor! Natán le respondió: —El Señor ha perdonado tu pecado. No morirás. Pero por haber despreciado totalmente al Señor actuando así, el hijo que has tenido morirá. Natán se fue a su casa. El Señor hirió al hijo que la mujer de Urías había dado a David y cayó enfermo. David suplicó a Dios por el niño, hizo ayuno y pasaba las noches acostado en el suelo. Los ancianos de su casa intentaron levantarlo del suelo, pero él no quiso y tampoco aceptó comer nada con ellos. Al séptimo día murió el niño y los servidores de David temían darle la noticia de su muerte, pues se decían: —Si cuando el niño estaba vivo, le hablábamos y no nos escuchaba, ¿cómo vamos a decirle ahora que ha muerto el niño? ¡Cometerá alguna locura! David se dio cuenta de que sus servidores cuchicheaban entre sí y comprendió que el niño había muerto. David preguntó a sus servidores: —¿Ha muerto el niño? Ellos respondieron: —Sí, ha muerto. Entonces David se levantó del suelo, se bañó, se perfumó, se cambió de ropa y fue a la casa del Señor para adorarlo. Luego volvió a su casa, pidió que le prepararan de comer y comió. Sus servidores le preguntaron: —¿Por qué actúas así? Mientras el niño estaba vivo, ayunabas y llorabas por él; y ahora que ha muerto, te levantas y te pones a comer. Pero David les contestó: —Mientras el niño estaba vivo, yo ayunaba y lloraba por él, pensando que el Señor podría apiadarse de mí y dejaría vivir al niño. Pero ahora que ha muerto, ¿por qué voy a seguir ayunando? ¿Acaso podría recuperarlo? ¡Soy yo el que irá junto a él, pero él no volverá junto a mí! Luego David consoló a su mujer Betsabé, fue a verla y se acostó con ella. Tuvo un hijo y David le puso de nombre Salomón. El Señor lo amó y envió al profeta Natán, que le puso de sobrenombre Jedidías, en honor del Señor. Joab atacó Rabá, la capital amonita, y se apoderó de la ciudad real. Entonces envió mensajeros para decirle a David: —He atacado Rabá y me he apoderado de la ciudadela de las aguas. Moviliza, pues, al resto del ejército y ven a asediar la ciudad para conquistarla. Pues, si la conquisto yo, le pondrán mi nombre. David movilizó a todo el ejército, marchó hacia Rabá, la atacó y la conquistó. Se apoderó de la corona real, la corona que pesaba treinta y tres kilos de oro, y de una piedra preciosa, que David puso sobre su cabeza, y sacó de la ciudad un inmenso botín. Sacó también a la gente que había en la ciudad y la puso a trabajar con sierras, picos y hachas o a fabricar ladrillos. Y lo mismo hizo con todas las ciudades amonitas. Después David regresó con todo el ejército a Jerusalén. Absalón, hijo de David, tenía una hermana muy hermosa, llamada Tamar, y Amnón, también hijo de David, se enamoró de ella. Sentía tal pasión que cayó enfermo por Tamar, pues su hermana era virgen y le parecía muy difícil hacer algo con ella. Amnón tenía un amigo muy astuto, llamado Jonadab, hijo de Simá, el hermano de David. Y le preguntó: —¿Qué te pasa, príncipe, que cada día estás más decaído? ¿No me lo vas a contar? Amnón le respondió: —Estoy enamorado de Tamar, la hermana de mi hermano Absalón. Jonadab le dijo: —Métete en la cama como si estuvieras enfermo y cuando tu padre vaya a verte, le pides que mande a tu hermana Tamar para darte de comer; luego le dices que te prepare la comida delante de ti, para que tú la veas, y que te sirva ella misma. Amnón se acostó fingiéndose enfermo y cuando el rey vino a verlo, le dijo: —Haz que venga mi hermana Tamar, para que me prepare aquí delante dos rosquillas, y ella misma me sirva de comer. David mandó llamar a Tamar a su casa, y le dijo: —Anda y ve a casa de tu hermano Amnón y prepárale la comida. Tamar fue a casa de su hermano Amnón, que estaba acostado. Tomó la harina, la amasó, preparó las rosquillas a su vista y las coció. Luego las puso en la cazuela y se las sirvió, pero él no quiso comer, y ordenó: —¡Salid todos fuera! Cuando todos hubieron salido, Amnón dijo a Tamar: —Tráeme la comida a la alcoba y dame de comer. Ella tomó las rosquillas que había preparado y las llevó a la alcoba de su hermano Amnón. Cuando se acercó para darle de comer, él la agarró y le dijo: —Ven, hermana mía, y acuéstate conmigo. Pero ella le dijo: —¡No, hermano mío! No me fuerces, porque eso no se hace en Israel. No cometas esa infamia. ¿Adónde podría ir yo con mi deshonra? Y tú quedarías como un infame ante Israel. Por favor, habla con el rey, pues no se negará a que sea tuya. Pero él no quiso escucharla y, como era más fuerte, la forzó y se acostó con ella. Luego Amnón la odió profundamente y el odio que sintió hacia ella fue aún mayor que el amor con que la había amado. Entonces Amnón le ordenó: —Levántate y vete. Ella le dijo: —No, que echarme ahora sería un daño mucho mayor que el que acabas de hacerme. Pero él no quiso escucharla, llamó a su criado y le ordenó: —¡Échame a esta de aquí y ciérrale la puerta! El criado la sacó fuera y le cerró la puerta. Ella llevaba una túnica con mangas, tal y como vestían las princesas que eran vírgenes. Entonces Tamar se echó tierra en la cabeza, rasgó la túnica que llevaba puesta y se marchó dando gritos con las manos sobre la cabeza. Su hermano Absalón le preguntó: —¿Ha estado contigo tu hermano Amnón? Pues entonces cállate, que es tu hermano, y no te preocupes por este asunto. Entonces Tamar, desolada, se quedó en casa de su hermano Absalón. Cuando el rey David se enteró de estos sucesos, se enfureció mucho. Absalón no volvió a dirigir una sola palabra a Amnón, pues lo odiaba por haber violado a su hermana Tamar. Dos años después, cuando la gente de Absalón estaba de esquileo en Baal Jasor, cerca de Efraín, Absalón invitó a todos los hijos del rey. Se presentó al rey y le dijo: —Tu servidor está ahora de esquileo. Venga, pues, el rey con su corte a casa de tu servidor. Pero el rey le contestó: —No, hijo mío, no podemos ir todos, pues seríamos una carga para ti. Él volvió a insistir, pero el rey no quiso ir, aunque le dio su bendición. Absalón dijo: —¿Y no podría venir con nosotros mi hermano Amnón? El rey le preguntó: —¿Por qué habría de ir contigo? Pero Absalón insistió y el rey permitió que Amnón y todos los hijos del rey lo acompañaran. Absalón ordenó a sus criados: —Fijaos bien: cuando Amnón se ponga alegre con el vino y yo os ordene que lo ataquéis, lo matáis. No tengáis miedo, pues soy yo quien os lo ordeno. Tened ánimo y valor. Los criados hicieron con Amnón lo que Absalón les había mandado. Entonces todos los hijos del rey se levantaron, montaron en sus mulas y emprendieron la huida. Cuando estaban de camino, le llegó a David esta noticia: —Absalón ha matado a todos los hijos del rey y no ha dejado ni uno. Entonces David se levantó, rasgó sus vestiduras y se echó en el suelo. Todos los servidores que lo acompañaban rasgaron también sus vestiduras. Pero Jonadab, hijo de Simá, el hermano de David, dijo: —No crea mi señor que han matado a todos los jóvenes hijos del rey, pues solo ha muerto Amnón. Absalón lo tenía decidido desde el día en que Amnón violó a su hermana Tamar. No se preocupe, pues, mi señor, el rey, pensando que han muerto todos sus hijos, porque solo ha muerto Amnón. Mientras tanto, Absalón había huido. El centinela levantó la vista y vio un gran grupo de gente que venía por el camino de Joronáin, por la ladera del monte. Entonces Jonadab dijo al rey: —Ya vienen los hijos del rey, tal y como tu siervo había dicho. Cuando terminaba de hablar, llegaron los hijos del rey llorando a gritos. También el rey y todos sus servidores se pusieron a llorar a lágrima viva. Absalón, por su parte, huyó y se fue con Talmay, hijo de Amijur, rey de Guesur, mientras David guardaba luto por su hijo todos los días. Absalón, que había huido a Guesur, permaneció allí durante tres años. El rey, ya consolado por la pérdida de Amnón, aplacó su enfado contra Absalón. Joab, hijo de Seruyá, se dio cuenta de que el rey echaba de menos a Absalón. Entonces mandó que le trajeran de Tecoa una mujer astuta que vivía allí. Joab le dijo: —Finge que estás de luto, ponte ropa de luto y no te eches perfume, para que parezcas una mujer que desde hace tiempo guarda luto por un difunto. Preséntate al rey y dile lo que te voy a decir. Y Joab sugirió a la mujer lo que tenía que decir. La mujer de Tecoa se presentó ante el rey, inclinó su rostro e hizo una reverencia. Luego le dijo: —Socórreme, majestad. El rey le preguntó: —¿Qué te pasa? Ella respondió: —Que soy una mujer viuda, pues mi marido murió. Tu servidora tenía dos hijos: tuvieron una pelea en el campo y, sin nadie que los separara, uno golpeó al otro y lo mató. Y ahora toda la familia se me ha enfrentado, exigiendo que les entregue al fratricida, para darle muerte, vengar a su hermano asesinado y acabar también con el único heredero. Así apagarán el rescoldo que me queda y dejarán a mi marido sin apellido ni descendencia sobre la tierra. El rey le dijo a la mujer: —Vete a casa, que yo solucionaré tu problema. La mujer de Tecoa insistió: —Majestad, yo y mi familia somos los responsables; el rey y su trono no tienen culpa. El rey le dijo: —Si alguien te dice algo, me lo traes, que no te volverá a molestar. Ella le dijo: —Su majestad pida a Dios que el defensor de la sangre no aumente las desgracias, acabando con mi hijo. Él afirmó: —¡Vive Dios, que nadie tocará ni un pelo de tu hijo! La mujer insistió: —Permita su majestad que su servidora añada algo más. El rey le dijo: —Habla. La mujer dijo: —¿Por qué, entonces, proyectas hacer lo mismo contra el pueblo de Dios? Tus mismas palabras te acusan, majestad, por no dejar volver a tu desterrado. Todos hemos de morir, pues somos como agua derramada en tierra que no puede recogerse. Dios no quiere quitar la vida. Al contrario, desea que el desterrado no siga alejado de él. Si yo he venido a hablar a su majestad de este asunto, ha sido porque la gente me ha asustado y me he dicho: «Voy a hablar con el rey, a ver si quiere hacer lo que su sierva le pide, escuchándola y librándola del hombre que quiere arrancarnos a mí y a mi hijo juntos de la heredad de Dios». Esta sierva tuya pensó: «Que la palabra del rey, mi señor, nos devuelva la paz, pues el rey, mi señor, es como un enviado de Dios que sabe discernir entre el bien y el mal». Que el Señor, tu Dios, esté contigo. El rey contestó a la mujer: —Por favor, responde sinceramente a mi pregunta. La mujer dijo: —Habla, majestad. El rey le preguntó: —¿No te ha metido Joab en todo este asunto? La mujer respondió: —¡Por tu vida! Su majestad ha acertado plenamente en lo que acaba de decir. Efectivamente ha sido tu siervo Joab quien me ha mandado y el que me ha sugerido todas mis intervenciones. Tu siervo Joab ha actuado así para cambiar la actual situación, pero mi señor tiene la sabiduría de un enviado de Dios y conoce todo lo que sucede en el país. Luego el rey dijo a Joab: —Bien, he decidido que vayas y traigas al joven Absalón. Joab se inclinó en tierra, hizo una reverencia, bendijo al rey y dijo: —Ahora sé que cuento con tu favor, majestad, pues me has concedido este deseo. Joab se incorporó, partió hacia Guesur y trajo a Absalón a Jerusalén. Pero el rey dijo: —Que se retire a su casa y que no se presente ante mí. Entonces Absalón se fue a su casa, sin presentarse ante el rey. No había en todo Israel hombre tan alabado por su belleza como Absalón: de pies a cabeza no tenía un solo defecto. Cuando se cortaba el pelo, cosa que hacía de año en año porque le pesaba mucho, el cabello de su cabeza pesaba más de dos kilos en la balanza real. Absalón tuvo tres hijos y una hija, llamada Tamar, que era muy hermosa. Absalón vivió en Jerusalén durante dos años sin ver al rey. Absalón mandó llamar a Joab para enviarlo al rey, pero Joab no quiso acudir. Lo volvió a llamar por segunda vez y tampoco quiso. Entonces ordenó a sus criados: —Mirad, Joab tiene una parcela de tierra junto a la mía que está sembrada de cebada. Id a prenderle fuego. Los criados de Absalón prendieron fuego a la parcela. Joab fue inmediatamente a casa de Absalón y le preguntó: —¿Por qué tus criados han prendido fuego a mi parcela? Y Absalón le respondió: —Mira, te he mandado llamar para que vinieras y fueras a decirle al rey: «¿Para qué he vuelto de Guesur? ¡Era preferible seguir allí!». Ahora, quiero ver al rey y, si soy culpable, que me mate. Joab fue a informar al rey. Luego el rey llamó a Absalón y, cuando este llegó ante el rey, le hizo una reverencia postrado en tierra. Entonces el rey abrazó a Absalón. Después de esto, Absalón se procuró un carro, caballos y una escolta de cincuenta hombres. Se ponía temprano junto al camino de la entrada de la ciudad y a todo el que llegaba con algún pleito a pedir justicia al rey, Absalón lo llamaba y le preguntaba: «¿De qué ciudad eres?». Cuando el interpelado le respondía: «este siervo tuyo es de tal tribu de Israel», entonces Absalón le decía: —Mira, tu demanda es buena y justa, pero no hay quien te atienda en el tribunal del rey. Y añadía: —Si me nombraran juez de este país, todo el que tuviese algún pleito podría llegar hasta mí y yo le haría justicia. Y cuando alguien se le acercaba para arrodillarse ante él, Absalón le tendía la mano, lo levantaba y lo abrazaba. Absalón actuaba de igual manera con todos los que iban a pedir justicia al rey, ganándose así el afecto de los israelitas. Al cabo de cuatro años, Absalón dijo al rey: —Permíteme ir a Hebrón a cumplir la promesa que hice al Señor, pues cuando tu servidor estaba en Guesur de Aram, hizo esta promesa: «Si el Señor me permite volver a Jerusalén, le ofreceré un sacrificio». David le respondió: —Vete en paz. Entonces Absalón marchó hacia Hebrón y envió espías por todas las tribus de Israel con esta consigna: —Cuando oigáis el toque de la trompeta, gritad: ¡Absalón reina en Hebrón! Absalón partió de Jerusalén con doscientos invitados que lo acompañaron con total ingenuidad y sin sospechar nada del asunto. Durante los sacrificios, Absalón mandó a buscar a su ciudad a Ajitófel, el de Guiló, consejero de David. La conspiración tomaba cuerpo, mientras iban aumentando los partidarios de Absalón. Alguien llevó a David esta información: —Los israelitas se han puesto de parte de Absalón. Entonces David dijo a todos los servidores que lo acompañaban en Jerusalén: —Preparaos para la huida, pues no tendremos escapatoria ante Absalón. Daos prisa en marchar, antes de que él llegue a alcanzarnos, precipite la desgracia sobre nosotros y pase a cuchillo la ciudad. Sus servidores le respondieron: —Majestad, tus siervos harán lo que tú decidas. El rey salió acompañado de toda su corte y dejó diez concubinas para guardar el palacio. El rey y toda la gente que lo acompañaba se detuvieron junto a la última casa de la ciudad. Todos sus servidores marchaban a su lado, mientras que los quereteos, los peleteos y los guititas, en total unos seiscientos hombres que lo siguieron desde Gat, marchaban delante de él. El rey dijo a Itay, el de Gat: —¿Cómo vienes tú también con nosotros? Vuelve y quédate con el rey, pues eres un extranjero, desterrado de tu país. Acabas de llegar ayer mismo y no voy a permitir que andes errante con nosotros, cuando ni yo mismo sé adónde voy. Vuélvete, pues, y llévate contigo a tus paisanos. Y que el Señor sea misericordioso y fiel contigo. Pero Itay le respondió: —¡Por el Señor y por el rey, mi señor! Allí donde esté mi señor, el rey, en vida o muerte, allí estará tu servidor. Entonces David le dijo: —Está bien, pasa. Y pasó Itay, el de Gat, con todos los hombres y los niños que lo acompañaban. Toda la gente lloraba a gritos mientras iba desfilando. Luego David cruzó el torrente Cedrón por el camino que lleva al desierto, y con él cruzó toda la gente. También estaba Sadoc con todos los levitas que llevaban el Arca de la alianza de Dios. Colocaron el Arca junto a Abiatar, hasta que toda la gente terminó de salir de la ciudad. El rey dijo a Sadoc: —Devuelve el Arca de Dios a la ciudad, que si alcanzo el favor del Señor, él me permitirá volver a ver el Arca y su morada. Pero si manifiesta que no le agrado, estaré dispuesto a que haga conmigo lo que quiera. Y el rey insistió al sacerdote Sadoc: —Mira, regresad en paz a la ciudad junto con vuestros dos hijos, con tu hijo Ajimás y con Jonatán, el hijo de Abiatar. Y estad atentos, pues yo estaré esperando en los pasos del desierto hasta que me llegue alguna información vuestra. Sadoc y Abiatar regresaron a Jerusalén con el Arca de Dios y se quedaron allí. Cuando David subía la cuesta de los olivos, iba llorando, con la cabeza cubierta y los pies descalzos. La gente que lo acompañaba llevaba también la cabeza cubierta y subía llorando. Entonces informaron a David que Ajitófel formaba parte de la conspiración de Absalón, y David suplicó: —Confunde, Señor, los consejos de Ajitófel. Cuando David llegó a la cumbre, lugar donde se daba culto a Dios, le salió al encuentro Jusay, el arquita, con la túnica rasgada y la cabeza llena de tierra. David le dijo: —Si te vienes conmigo, solo serás una carga para mí. Pero si le dices a Absalón: «Majestad, soy tu servidor. He sido servidor de tu padre y a partir de ahora, seré tu servidor», me ayudarás a hacer fracasar los consejos de Ajitófel. Allí estarán contigo los sacerdotes Sadoc y Abiatar, a los que podrás informar de todo lo que escuches en palacio. También estarán con ellos sus dos hijos, Ajimás, el de Sadoc, y Jonatán, el de Abiatar, a través de los cuales me haréis llegar todo lo que escuchéis. Jusay, el amigo de David, llegó a la ciudad cuando Absalón entraba en Jerusalén. Apenas David había cruzado la cima, cuando le salió al encuentro Sibá, el criado de Mefibóset, con un par de burros aparejados y cargados con doscientos panes, cien racimos de pasas, cien higos y un pellejo de vino. El rey le preguntó: —¿Qué pretendes con eso? Y Sibá respondió: —Los burros son para que suba la familia del rey; los panes y los frutos, para que coman los muchachos; y el vino, para que beban los que desfallezcan en el desierto. El rey le preguntó: —¿Y dónde está el hijo de tu amo? Sibá le respondió: —Se ha quedado en Jerusalén, pensando que la casa de Israel le devolverá ahora el reino de su padre. El rey dijo a Sibá: —Todo lo de Mefibóset ahora es tuyo. Y Sibá le dijo: —¡Me postro a tus pies! ¡Que pueda seguir contando con el favor de mi señor el rey! Cuando el rey David llegó a Bajurín, salió de allí un pariente de Saúl, llamado Simeí, hijo de Guerá. Salía insultando y tirando piedras a David y a todos los servidores del rey, a pesar de que la gente y los guerreros iban a su lado. Simeí lo maldecía diciendo: —¡Vete, vete, asesino despiadado! El Señor te ha castigado por todos los crímenes contra la familia de Saúl, cuyo trono has usurpado, y ha entregado el reino en poder de tu hijo Absalón. ¡Ahora te sobreviene la desgracia por ser un asesino! Abisay, el hijo de Seruyá, dijo al rey: —¿Por qué ese perro muerto ha de insultar a mi señor el rey? Déjame que vaya y le corte la cabeza. Pero el rey le contestó: —¡Esto no es asunto vuestro, hijos de Seruyá! Si me maldice porque Dios le ha ordenado que maldiga a David, ¿quién va a pedirle cuentas? Luego David siguió diciendo a Abisay y a todos sus servidores: —Si mi propio hijo, salido de mis entrañas, atenta contra mi vida, ¿qué no podrá hacer un benjaminita? ¡Dejadlo que maldiga, pues el Señor se lo ha mandado! Tal vez el Señor tenga en cuenta mi aflicción y recompense con bendiciones estas maldiciones de hoy. David y sus hombres siguieron su camino, mientras que Simeí los seguía por la ladera del monte, maldiciendo, tirando piedras y levantando polvo. David y toda la gente que lo acompañaba llegaron agotados al Jordán y descansaron allí. Absalón entró en Jerusalén con todo el grupo de israelitas. También lo acompañaba Ajitófel. Cuando Jusay, el arquita amigo de David, llegó ante Absalón, le dijo: —¡Viva el rey, viva el rey! Absalón le replicó: —¿Esta es la lealtad que profesas a tu amigo? ¿Por qué no te has ido con tu amigo? Jusay respondió a Absalón: —No. Yo solo estaré y viviré con aquel al que han elegido tanto el Señor como este pueblo y todos los israelitas. Además, ¿a quién voy a servir yo, sino a su hijo? De la misma manera que serví a tu padre, te serviré a ti. Entonces Absalón dijo a Ajitófel: —Aconsejadme qué debemos hacer. Ajitófel dijo a Absalón: —Acuéstate con las concubinas que tu padre dejó al cuidado del palacio. Así se enterará todo Israel de que te has enfrentado a tu padre y reforzarás los ánimos de todos tus partidarios. Inmediatamente le pusieron a Absalón una tienda en la terraza y él se acostó con las concubinas de su padre a la vista de todo Israel. Los consejos que daba Ajitófel en aquella época se valoraban como oráculos divinos. Y eso valía para todos los consejos que dio, tanto a David como a Absalón. Ajitófel dijo a Absalón: —Déjame escoger doce mil hombres para salir en persecución de David esta misma noche. Lo sorprenderé agotado y sin fuerzas, lo intimidaré, y sus acompañantes huirán. Así mataré solo al rey y haré volver contigo a toda la gente que lo acompaña. La muerte de aquel a quien buscas provocará la vuelta de todos, y todo el pueblo quedará en paz. El consejo agradó a Absalón y a todos los ancianos de Israel. Pero Absalón dijo: —Llamad también a Jusay, el arquita, para que oigamos igualmente su opinión. Cuando Jusay llegó ante Absalón, este le dijo: —Esto es lo que nos ha propuesto Ajitófel. ¿Debemos hacer lo que él dice? Si no, haz tu propuesta. Jusay le respondió: —Por esta vez no es acertado el consejo que ha dado Ajitófel. Y añadió: —Tú sabes bien que tu padre y sus hombres son unos valientes y que ahora estarán enfurecidos, como una osa privada de sus crías en el campo. Tu padre es un hombre ducho en la guerra y no pasará la noche con la tropa. Seguramente ahora estará escondido en alguna cueva o en algún otro lugar. Si en las primeras escaramuzas tenemos bajas, se correrá la noticia de que ha habido pérdidas entre los seguidores de Absalón, y entonces hasta los más valientes, aunque sean fieros como leones, se acobardarán. Porque todo Israel sabe que tu padre es un valiente y los que lo acompañan, unos aguerridos. Por eso, yo aconsejo que se reúnan contigo todos los israelitas desde Dan hasta Berseba, tan numerosos como la arena de las playas, y que tú personalmente los lleves al combate. Entonces lo alcanzaremos allí donde se encuentre y caeremos sobre él, como rocío sobre la tierra, y no quedarán vivos ni él, ni ninguno de todos los que lo acompañan. Y si se refugia en alguna ciudad, todos los israelitas llevarán cuerdas a esa ciudad y la arrastraremos hasta el río, hasta que no quede allí ni una piedra. Absalón y todos los israelitas dijeron: —El consejo de Jusay el arquita es mejor que el de Ajitófel. Y es que el Señor había decidido hacer fracasar el consejo de Ajitófel, que era el mejor, para atraer la desgracia sobre Absalón. Luego Jusay dijo a los sacerdotes Sadoc y Abiatar: —Ajitófel ha aconsejado esto a Absalón y a los ancianos de Israel y yo les he aconsejado esto otro. Así que, enviad urgentemente a alguien para que informe a David y le diga: «No pases la noche en los vados del desierto; cruza al otro lado», para evitar que aniquilen al rey y a toda la gente que lo acompaña. Jonatán y Ajimás estaban en la fuente de Roguel y, como si entraban en la ciudad alguien podía verlos, una sirvienta iba a informarles, para que ellos llevasen la información al rey David. Pero un muchacho los descubrió e informó a Absalón. Entonces los dos se fueron rápidamente y entraron en la casa de un hombre de Bajurín, que tenía un pozo en el patio, y se metieron en él. La mujer extendió una estera sobre la boca del pozo, echó encima trigo y no se notaba nada. Llegaron los servidores de Absalón a casa de la mujer y le preguntaron: —¿Dónde están Ajimás y Jonatán? La mujer les respondió: —Han ido hacia el agua. Ellos los buscaron y, al no encontrarlos, regresaron a Jerusalén. Después de marcharse salieron ellos del pozo y fueron a informar al rey David: —Preparaos a cruzar inmediatamente el río, porque Ajitófel ha dado este consejo contra vosotros. David y la gente que lo acompañaba se pusieron a cruzar el Jordán y al amanecer no quedaba ninguno que no hubiese cruzado el río. Cuando Ajitófel vio que no ponían en práctica su consejo, aparejó el burro y se marchó a casa, a su ciudad. Luego puso en orden su casa, se ahorcó y murió, siendo enterrado en el sepulcro de su padre. Cuando David llegaba a Majanáin, Absalón cruzó el Jordán con todos los israelitas que lo acompañaban. Absalón había puesto al frente del ejército a Amasá, en lugar de Joab. Amasá era hijo de un hombre llamado Jitrá, un ismaelita que se había unido a Abigal, hija de Najás y hermana de Seruyá, la madre de Joab. Israel y Absalón acamparon en el territorio de Galaad. Cuando David llegó a Majanáin, Sobí, hijo de Najás, de Rabá de Amón, junto con Maquir, hijo de Amiel de Lodebar y Barzilay, galadita de Roguelín, trajeron colchones, mantas, cacharros de barro, trigo, cebada, harina, grano tostado, alubias, lentejas, miel, requesón de oveja y queso de vaca, y se lo ofrecieron a David y a la gente que lo acompañaba para que comieran, pensando que estarían hambrientos, fatigados y sedientos de andar por el desierto. David pasó revista a sus tropas y designó jefes de millar y jefes de centuria. Luego dividió el ejército en tres tercios: el primero al mando de Joab, el segundo al mando de Abisay, hijo de Seruyá y hermano de Joab, y el tercero al mando de Itay, el de Gat. Y dijo a la gente: —Yo también iré con vosotros. Pero ellos le contestaron: —Tú no debes venir, pues si tenemos que huir, nadie nos prestará atención; y aunque muramos la mitad de nosotros, tampoco nos prestarán atención. Pero tú vales tanto como diez mil de nosotros y es preferible que nos ayudes desde la ciudad. Entonces el rey les dijo: —Haré lo que os parezca mejor. Y se quedó junto a la puerta, mientras todo el ejército salía por grupos de mil y de cien. Luego el rey dio a Joab, a Abisay y a Itay el siguiente encargo: —Tratad con respeto al joven Absalón. Y toda la tropa escuchó las órdenes del rey a los capitanes a propósito de Absalón. El ejército salió al campo para enfrentarse a Israel. La batalla tuvo lugar en el bosque de Efraín: allí cayó derrotado el ejército de Israel ante la gente de David. Aquel día sufrió una gran derrota: cayeron doce mil hombres. La lucha se extendió por todo el territorio y aquel día el bosque causó más estragos que la espada. Absalón, montado en un mulo, se encontró de frente con la gente de David y, al pasar el mulo bajo las ramas de una gran encina, se le enredó la cabeza en la encina y quedó colgando en el aire, mientras el mulo que montaba siguió adelante. Alguien que lo vio informó a Joab: —He visto a Absalón colgando de una encina. Joab dijo al que le traía la información: —Si lo has visto, ¿por qué no lo abatiste allí mismo? Te habría dado diez siclos de plata y un cinturón. Pero el hombre dijo a Joab: —Ni aunque tuviese en la mano diez mil siclos de plata atentaría yo contra el hijo del rey. Con nuestros propios oídos escuchamos la orden que el rey os dio a ti, a Abisay y a Itay de respetar al joven Absalón. Entonces habría arriesgado mi vida en vano, pues el rey lo descubre todo y tú te habrías quedado al margen. Joab le contestó: —¡No quiero seguir perdiendo el tiempo contigo! Echó mano a tres flechas y las clavó en el corazón de Absalón, que todavía colgaba vivo de la encina. Luego diez muchachos, asistentes de Joab, rodearon a Absalón y lo remataron. Entonces Joab hizo sonar el cuerno, y el ejército cesó de perseguir a Israel, pues Joab lo detuvo. Luego recogieron el cuerpo de Absalón, lo arrojaron a una fosa grande que había en el bosque y pusieron encima un buen montón de piedras. Todos los israelitas huyeron a sus tiendas. Absalón se había levantado en vida un monumento en el valle del Rey, pues pensaba: «No tengo un hijo que conserve mi nombre». Así que puso su nombre al monumento y todavía hoy se denomina Monumento de Absalón. Ajimás, hijo de Sadoc, dijo: —Voy corriendo a llevarle al rey la buena noticia de que el Señor lo ha librado de sus enemigos. Pero Joab le dijo: —Tú no eres el más indicado para llevar hoy la noticia; otro día será. Hoy no darías buenas noticias, porque ha muerto el hijo del rey. Entonces Joab dijo a un cusita: —Ve a comunicar al rey lo que has visto. El cusita hizo una reverencia ante Joab y salió corriendo. Pero Ajimás, el hijo de Sadoc, volvió a insistirle a Joab: —A pesar de todo, déjame que vaya corriendo también yo tras el cusita. Y Joab le dijo: —¿Por qué te empeñas en correr también tú, hijo mío, si no obtendrás ninguna recompensa? Él insistió: —A pesar de todo, quiero ir. Entonces Joab le dijo: —Corre, pues. Ajimás echó a correr por el camino de la llanura y adelantó al cusita. David estaba sentado entre las dos puertas. El centinela subió al observatorio de la puerta, sobre la muralla, alzó la vista y vio venir a un hombre solo. El centinela gritó para avisar al rey. Y el rey dijo: —Si viene solo es que trae buenas noticias. El centinela vio a otro hombre corriendo y gritó al guardián: —Viene otro hombre corriendo solo. Y el rey dijo: —También ese trae buenas noticias. El centinela dijo: —Por su forma de correr, el primero me parece Ajimás, el hijo de Sadoc. Y David comentó: —Es buena gente, vendrá con buenas noticias. Ajimás se acercó y saludó al rey: —¡Salud! Luego hizo una reverencia al rey inclinando su rostro y añadió: —¡Bendito sea el Señor, tu Dios, que ha entregado en tu poder a la gente que se había rebelado contra el rey, mi señor! Y el rey le preguntó: —¿Está bien el joven Absalón? Ajimás respondió: —Vi un gran alboroto cuando tu servidor Joab me enviaba, pero no sé lo que era. El rey le dijo: —Apártate y quédate ahí. Él se retiró y se quedó allí. Entonces llegó el cusita y dijo: —¡Hay buenas noticias para mi señor, el rey! El Señor te ha librado hoy de todos los que se habían rebelado contra ti. El rey preguntó al cusita: —¿Está bien el joven Absalón? Y el cusita respondió: —¡Que acaben como él todos los enemigos del rey, mi señor, y cuantos se rebelen para hacerte daño! El rey se conmovió, subió a la habitación que había encima de la puerta y se puso a llorar diciendo mientras subía: —¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón! ¡Ojalá hubiera muerto yo en tu lugar! ¡Absalón, hijo mío, hijo mío! Informaron a Joab de que el rey estaba llorando y lamentándose por Absalón; así que la victoria de aquel día se transformó en luto para toda la tropa, pues la gente oyó decir aquel mismo día que el rey estaba muy afectado por su hijo. Y la tropa entró a escondidas aquel día en la ciudad, como hacen los que se sienten avergonzados por haber huido del combate. Mientras tanto el rey se tapaba el rostro y decía a grandes gritos: —¡Hijo mío, Absalón, Absalón, hijo mío, hijo mío! Entonces Joab se presentó ante el rey y le dijo: —Hoy has cubierto de vergüenza a tus servidores que acaban de salvaros la vida a ti, a tus hijos e hijas, y a tus mujeres y concubinas; resulta que amas a los que te odian y odias a los que te aman. Hoy has demostrado que para ti no cuentan ni jefes ni soldados. Ahora me doy cuenta de que te habría gustado más que Absalón estuviera vivo y todos nosotros muertos. Así que, decídete y sal a animar a los soldados; pues te juro por Dios que si no sales ahora, no quedará nadie contigo esta noche; y esta será la peor de todas las desgracias que te hayan sobrevenido desde tu juventud hasta ahora. Entonces el rey se levantó, se sentó en la puerta y avisaron a la tropa: —El rey está sentado en la puerta. Y toda la tropa se presentó ante el rey. Los israelitas habían huido a sus tiendas, y en todas las tribus de Israel la gente discutía, diciendo: —El rey nos ha salvado de todos nuestros enemigos y nos ha librado de los filisteos. Pero ha tenido que abandonar el país por culpa de Absalón. Y Absalón, al que habíamos ungido como jefe, ha muerto en la batalla. Entonces, ¿a qué esperáis para restablecer al rey? Cuando los comentarios de Israel llegaron a oídos del rey, él mandó a decir a los sacerdotes Sadoc y Abiatar: —Decid a los ancianos de Judá: «¿Por qué vais a ser los últimos en restablecer al rey en su palacio? Vosotros sois mis hermanos de sangre, ¿seréis los últimos en restablecer al rey?». Y a Amasá le diréis: «Tú eres mi pariente. Que Dios me castigue si no te nombro general vitalicio del ejército en sustitución de Joab». David se ganó a todos los de Judá de forma unánime, y ellos mandaron a decir al rey: —Regresa con toda tu gente. El rey emprendió el regreso y llegó al Jordán. Los de Judá fueron a Guilgal para salir al encuentro del rey y ayudarle a cruzar el Jordán. Simeí, el hijo de Guerá, benjaminita de Bajurín, se apresuró a bajar con los hombres de Judá al encuentro del rey David. Iba acompañado por mil hombres de Benjamín. También llegó Sibá, el criado de la familia de Saúl, con sus quince hijos y veinte siervos. Ambos llegaron al Jordán antes que el rey y cruzaron el vado para ayudar a pasar a la familia del rey y ponerse a su disposición. Simeí, el hijo de Guerá, se postró ante el rey, cuando iba a cruzar el Jordán, y le dijo: —Que mi señor no tenga en cuenta mi delito, ni recuerde las ofensas de su siervo el día en que el rey, mi señor, salía de Jerusalén. Que el rey no se las tome a pecho. Tu siervo reconoce que te ha ofendido. Por eso, hoy he sido el primero de toda la casa de José en venir a recibir al rey, mi señor. Abisay, el hijo de Seruyá, intervino diciendo: —¿Y con esto va a seguir vivo Simeí, siendo así que maldijo al ungido del Señor? David contestó: —¡Esto no es asunto vuestro, hijos de Seruyá! ¡Dejad hoy de ponerme a prueba! Hoy no debe morir nadie en Israel, pues ahora estoy seguro de que soy el rey de Israel. Luego dijo a Simeí: —No vas a morir. Y el rey se lo juró. Mefibóset, el nieto de Saúl, bajó también al encuentro del rey. No se había lavado los pies, ni arreglado la barba, ni lavado sus ropas desde el día en que el rey se marchó hasta el día en que volvía a salvo. Cuando llegó de Jerusalén al encuentro del rey, este le preguntó: —Mefibóset, ¿por qué no viniste conmigo? Él respondió: —Majestad, mi criado me traicionó. Pues yo me dije: «voy a aparejar el burro, para montar en él y marchar con el rey», ya que tu servidor está cojo. Por lo tanto, han calumniado a tu servidor ante el rey, mi señor. Pero su majestad es como un enviado de Dios. Haz, pues, lo que te parezca mejor. Y aunque para mi señor, el rey, toda la familia de mi padre merecía la muerte, tú invitaste a tu servidor a comer en tu mesa. ¿Con qué derecho, pues, voy a exigir nada más al rey? El rey le dijo: —¡Déjate de monsergas! He decidido que tú y Sibá os repartáis las tierras. Mefibóset dijo al rey: —Puede incluso quedarse con todo, toda vez que mi señor, el rey, vuelve a casa sano y salvo. Barzilay, el de Galaad, bajó desde Roguelín para cruzar el Jordán con el rey y despedirlo desde allí. Barzilay era muy viejo, tenía ochenta años, y había mantenido al rey durante su estancia en Majanáin, pues era un hombre muy rico. El rey dijo a Barzilay: —Tú seguirás conmigo, que yo te mantendré ahora en Jerusalén. Pero Barzilay respondió al rey: —¿Cuántos años de vida me quedan para irme ahora con el rey a Jerusalén? Ya he cumplido ochenta años y ya no sé distinguir lo bueno de lo malo, ni saboreo lo que como y lo que bebo, ni puedo escuchar la voz de cantores y cantoras. Tu servidor solo sería ya una carga para mi señor, el rey. Tu servidor solo quiere acompañar un poco al rey hasta cruzar el Jordán, pero no es necesario que el rey me dé esa recompensa. Déjame que regrese a morir en mi ciudad, junto a la sepultura de mis padres, y que tu servidor Quimeán siga con mi señor, el rey, y lo trate como le parezca mejor. El rey dijo: —Está bien. Que venga conmigo Quimeán y yo lo trataré como mejor te parezca, pues yo haré por ti todo lo que desees. Toda la gente cruzó el Jordán y el rey también cruzó. Luego el rey abrazó a Barzilay, lo bendijo y él regresó a su tierra. El rey siguió hasta Guilgal y Quimeán iba con él. Todo Judá y la mitad de Israel acompañaban al rey. Entonces todos los israelitas vinieron a decir al rey: —¿Cómo es que nuestros hermanos de Judá te han acaparado, ayudando a cruzar el Jordán al rey, a su familia y a toda su gente? Todos los de Judá respondieron a los de Israel: —Porque el rey es pariente nuestro. Pero ¿por qué os enfadáis así? ¿Acaso hemos comido a costa del rey o hemos sacado algún provecho? Pero los de Israel replicaron a los de Judá: —Nosotros tenemos diez partes en el rey y más derechos que vosotros sobre David. ¿Por qué nos habéis despreciado? ¿Acaso no salió de nosotros la iniciativa de restablecer a nuestro rey? Entonces los de Judá respondieron con palabras aún más duras que los de Israel. Se encontraba en Guilgal un indeseable llamado Sebá, hijo de Bicrí, de la tribu de Benjamín. Hizo sonar el cuerno y gritó: —¡No tenemos nada que ver con David, ni repartimos herencia con el hijo de Jesé! ¡Israel, a tus tiendas! Todos los israelitas abandonaron a David y siguieron a Sebá. Los judíos, en cambio, acompañaron fielmente a su rey desde el Jordán hasta Jerusalén. Cuando David llegó a su palacio en Jerusalén, encerró en el harén a las diez concubinas que había dejado al cuidado del palacio. Las siguió manteniendo, pero no volvió a acostarse con ellas y estuvieron encerradas hasta el día de su muerte, como viudas de por vida. Luego el rey dijo a Amasá: —Convoca a la gente de Judá en el plazo de tres días y luego te presentas aquí. Amasá fue a convocar a Judá, pero tardó más tiempo del previsto. Entonces David dijo a Abisay: —Ahora Sebá, el hijo de Bicrí, nos puede hacer más daño que Absalón. Sal con los hombres de tu señor a perseguirlo, antes de que llegue a las ciudades fortificadas y se nos escape. Abisay partió de Jerusalén al frente de los hombres de Joab, los quereteos, los peleteos y todos los valientes y salieron en persecución de Sebá, el hijo de Bicrí. Cuando estaban junto a la piedra grande que hay en Gabaón, se encontraron con Amasá. Joab llevaba sobre su vestimenta un cinturón con una espada envainada, atada al muslo. La espada se le salió y cayó. Joab saludó a Amasá: —¿Estás bien, hermano? Luego lo agarró de la barba con su mano derecha para besarlo. Pero Amasá no reparó en la espada que Joab llevaba en la otra mano y este se la clavó en la barriga; se le salieron los intestinos a Amasá y así, de un solo golpe, murió. Luego Joab y su hermano Abisay reanudaron la persecución de Sebá, el hijo de Bicrí. Uno de los soldados de Joab se quedó junto a Amasá y gritó: —¡El que esté con Joab y David, que siga a Joab! Amasá yacía en medio del camino, bañado en su propia sangre y, cuando el soldado aquel vio que la gente se detenía, retiró el cadáver fuera del camino y lo cubrió con un manto, pues había visto que todos los que llegaban junto a él se detenían. Y cuando Amasá hubo sido retirado del camino, todo el mundo siguió a Joab en persecución de Sebá, el hijo de Bicrí. Sebá recorrió todas las tribus de Israel y llegó hasta Abel Bet Maacá, donde se congregaron todos los beritas entrando tras él. Llegaron también los de Joab y sitiaron a Sebá en Abel Bet Maacá; construyeron una rampa de asedio contra la ciudad, la colocaron sobre la muralla y toda la gente de Joab se puso a golpear la muralla para derribarla. Entonces una mujer sensata se puso a gritar desde la ciudad: —¡Escuchad, escuchad! Decidle a Joab que se acerque aquí, que quiero hablarle. Él se acercó y la mujer le preguntó: —¿Eres tú Joab? Él respondió: —Sí, yo soy. La mujer le dijo: —Por favor, escucha las palabras de tu sierva. Joab le dijo: —Te escucho. Entonces ella dijo: —Antiguamente se solía decir: «Que pregunten en Abel, y caso resuelto». Somos israelitas pacíficos y fieles ¡y tú pretendes destruir una ciudad importante de Israel! ¿Por qué quieres arruinar el patrimonio del Señor? Joab contestó: —¡Líbreme Dios! ¡Líbreme Dios de arruinar y destruir! No es ese el caso. Se trata de un hombre de la montaña de Efraín, llamado Sebá, hijo de Bicrí, que se ha rebelado contra el rey David. Entregádnoslo a él solo y abandonaré la ciudad. La mujer respondió a Joab: —Te echaremos su cabeza desde la muralla. La mujer convenció a toda la gente con su sensatez: cortaron la cabeza a Sebá, el hijo de Bicrí, y se la arrojaron a Joab. Luego Joab hizo sonar el cuerno, levantaron el asedio de la ciudad y cada cual marchó a su tienda. Joab por su parte regresó a Jerusalén, junto al rey. Joab era el jefe de todo el ejército de Israel; Benaías, hijo de Joyadá, estaba al mando de los quereteos y peleteos; Adorán era inspector de trabajos forzados; Josafat, hijo de Ajilud, era el heraldo; Seraías era secretario; y Sadoc y Abiatar, sacerdotes. Irá, de Jaír, también era sacerdote de David. En tiempos de David hubo un hambre que duró tres años seguidos. David consultó al Señor, y el Señor le respondió: —Es porque Saúl y su familia están manchados de sangre desde que mató a los gabaonitas. Los gabaonitas no eran israelitas, sino descendientes de un resto de amorreos. Los israelitas estaban vinculados a ellos por juramento, pero Saúl, llevado de su celo por Israel y Judá, había intentado exterminarlos. David los convocó, habló con ellos y les dijo: —¿Qué puedo hacer por vosotros? ¿Cómo podría desagraviaros para que podáis bendecir la heredad del Señor? Los gabaonitas respondieron: —No queremos ni plata ni oro de Saúl y su familia, ni tampoco queremos que muera nadie en Israel. David les dijo: —Haré por vosotros lo que me digáis. Ellos le contestaron: —Que se nos entreguen siete descendientes de quien quiso acabar con nosotros, haciendo planes para destruirnos y hacernos desaparecer de todo el territorio de Israel, y los colgaremos ante el Señor en Guibeá de Saúl, el elegido del Señor. El rey les dijo: —Yo os los entregaré. El rey perdonó la vida a Mefibóset, hijo de Jonatán, el hijo de Saúl, en virtud del juramento sagrado sellado entre David y Jonatán, el hijo de Saúl. Tomó, pues, el rey a Armoní y Mefibóset, los dos hijos que Rispá, hija de Ayá, había dado a Saúl; tomó también a los cinco hijos que Mical, la hija de Saúl, le había dado a Adriel, hijo de Barzilay, el de Mejolá; se los entregó a los gabaonitas y estos los colgaron en el monte ante el Señor. Cayeron los siete juntos y fueron ajusticiados en la época de la siega, al comienzo de la siega de la cebada. Rispá, la hija de Ayá, cogió un saco, lo extendió sobre una roca y estuvo allí desde el comienzo de la siega hasta que empezaron a caer las lluvias del cielo, sin dejar que se posasen sobre los cadáveres las aves del cielo por el día, ni los animales del campo por la noche. Cuando informaron a David de lo que había hecho Rispá, hija de Ayá, la concubina de Saúl, fue a recoger los restos de Saúl y de su hijo Jonatán, que estaban en poder de los ciudadanos de Jabés de Galaad, pues los habían robado de la plaza de Betsán, donde los filisteos los habían colgado el día en que derrotaron a Saúl en Guilboa. Trajo, pues, de allí los restos de Saúl y de su hijo Jonatán, los juntaron con los restos de los ahorcados y enterraron los restos de Saúl y de su hijo Jonatán en territorio de Benjamín, en Selá, en la sepultura de Quis, el padre de Saúl. Se hizo todo lo que mandó el rey y, después de esto, Dios se apiadó del país. Se reanudó la guerra entre los filisteos e Israel y David bajó con sus seguidores a combatir contra los filisteos. David se sentía cansado. Y un tal Jesbi Benob, de la raza de los gigantes, con una lanza de bronce que pesaba unos treinta y cinco kilos y una espada nueva, dijo que iba a matar a David. Pero Abisay, el hijo de Seruyá, salió en su ayuda, atacó al filisteo y lo mató. Entonces los hombres de David le hicieron jurar diciendo: —No vuelvas a salir con nosotros a la guerra, para que no apagues la lámpara de Israel. Después de esto, hubo otra batalla contra los filisteos en Gob, y el jusita Sibcay derrotó a Saf, de la raza de los gigantes. En otra batalla contra los filisteos, acaecida en Nob, Eljanán, hijo de Jaír de Belén, derrotó a Goliat, el de Gat, que tenía una lanza con un asta como el madero de un telar. Hubo otra batalla en Gat. Un hombre muy alto con seis dedos en cada mano y en cada pie, veinticuatro en total, que también era de la raza de los gigantes, desafió a Israel; pero Jonatán, hijo de Samá, el hermano de David, lo mató. Estos cuatro eran de la raza de los gigantes de Gat y cayeron a manos de David y sus hombres. David dirigió al Señor las palabras de este cántico el día que el Señor lo salvó de Saúl y de todos sus enemigos. Dijo: El Señor es mi bastión, mi baluarte, mi salvador; es mi Dios, la fortaleza en que me resguardo; es mi escudo, mi refugio y mi defensa; el salvador que me libra de los violentos. Yo invoco al Señor, digno de alabanza, y quedo a salvo de mis enemigos. Me rodeaban olas mortales, me aterraban torrentes devastadores; me envolvían las redes del abismo, me acosaban trampas mortales. En mi angustia supliqué al Señor, a mi Dios invoqué. Desde su santuario escuchó mi grito, a sus oídos llegó mi clamor. La tierra tembló y se estremeció, se conmovieron los cimientos de los cielos, retemblaron por su furia. Salió humo de su nariz, fuego devorador de su boca, brasas ardientes despedía. Inclinó los cielos y descendió caminando sobre la densa niebla. Se montó en un querubín, emprendió el vuelo y se elevó sobre las alas del viento. De las tinieblas que lo envolvían hizo su tienda, entre aguaceros y densos nubarrones. De su propio resplandor salían chispas de fuego. El Señor tronó desde el cielo, el Altísimo alzó su voz; disparó sus flechas y los dispersó, su rayo y los dejó aturdidos. Emergieron los lechos de las aguas, se mostraron los cimientos del mundo con el estruendo del Señor, ante el soplo de su ira. Desde la altura me asió con su mano, me sacó de las aguas turbulentas. Me salvó de un enemigo poderoso, de adversarios más fuertes que yo. En un día aciago me atacaron, pero el Señor fue mi apoyo; me puso a salvo, me libró porque me amaba. El Señor me premia por mi buena conducta, me recompensa por la inocencia de mis manos; porque he respetado los caminos del Señor y no he sido infiel a mi Dios; tengo presentes todos sus mandatos y no me alejo de sus normas; he sido recto con él y me he apartado del pecado. El Señor me premia por mi buena conducta, por mi inocencia ante sus ojos. Eres fiel con quien es fiel, honrado con el honrado, sincero con el sincero; sagaz con el retorcido. Salvas al pueblo humillado y tu mirada abate a los altivos. Pues tú, Señor, eres mi lámpara; el Señor ilumina mi oscuridad. Contigo me lanzo al asalto, con mi Dios franqueo la muralla. El camino de Dios es perfecto, la palabra del Señor, exquisita; es un escudo para los que en él confían. Pues, ¿quién es Dios, aparte del Señor? ¿quién una fortaleza, sino nuestro Dios? Dios es mi plaza fuerte y hace perfecto mi camino; Él me da pies de gacela y me mantiene firme en las alturas; adiestra mis manos para la guerra y mis brazos para tensar el arco de bronce. Tú me ofreces tu escudo protector y tu benevolencia me engrandece. Agilizas mis pasos al andar y no se tuercen mis tobillos. Persigo a mis enemigos y los derroto, no retrocedo hasta acabar con ellos. Acabo con ellos, los abato y no se levantan, quedan postrados a mis pies. Me has armado de valor para el combate, sometes bajo mis pies a mis enemigos. Pones en fuga a mis enemigos y aniquilas a mis adversarios. Piden auxilio y no hay quien los salve, claman al Señor y no les responde. Yo los trituro como el polvo de la tierra, los pisoteo y los aplasto como el barro de la calle. Tú me libras de las disputas de mi pueblo, me pones al frente de las naciones, me sirven pueblos que no conozco. Los extranjeros se humillan ante mí, apenas me oyen y ya me obedecen. Los extranjeros quedan sin fuerza y salen temblando de sus refugios. ¡Viva el Señor! ¡Bendita sea mi Roca! Sea ensalzado Dios mi salvador, el Dios que me da la revancha y me somete los pueblos, quien me libra de mis enemigos. Tú me encumbras sobre mis adversarios, me proteges de los violentos. Por eso te ensalzo entre los pueblos y alabo tu nombre, Señor. Él acrecienta las victorias de su rey y se mantiene fiel a su ungido, a David y a su descendencia para siempre. Estas son las últimas palabras de David: Oráculo de David, hijo de Jesé, oráculo del hombre encumbrado, ungido del Dios de Jacob, favorito de los cantos de Israel. El espíritu del Señor habla por mí y su palabra está en mi lengua. El Dios de Israel ha hablado, la Roca de Israel me ha dicho: «Quien gobierna a los humanos justamente, el que los gobierna respetando a Dios, es como la luz de la mañana cuando sale el sol; como mañana sin nubes, que tras la lluvia hace brotar la hierba de la tierra». Así está mi casa junto a Dios, pues ha sellado conmigo una alianza eterna, estipulada al detalle y respetada. Él me da la victoria completa y cumple todos mis deseos. Pero los malhechores son como cardos arrancados que nadie recoge con sus manos: cuando alguien quiere tocarlos, utiliza un hierro o el asta de una lanza para quemarlos allí mismo con fuego. He aquí los nombres de los héroes de David: Isbóset, el Jaquemonita, el jefe de los Tres, que una vez mató a ochocientos con su lanza. Después, Eleazar, hijo de Dodó, el de Ajojí, uno de los tres héroes que acompañaron a David cuando desafiaron a los filisteos reunidos allí para el combate. Los israelitas se retiraron, pero él resistió y estuvo matando filisteos hasta que su mano cansada se le quedó pegada a la espada. Aquel día el Señor consiguió una gran victoria. Luego el ejército regresó con Eleazar, pero únicamente para apoderarse del botín. El siguiente fue Samá, hijo de Agué, el ararita. Los filisteos se habían reagrupado en Lejí, donde había un campo sembrado de lentejas, y la gente huyó ante ellos. Pero él se mantuvo firme en medio del campo y derrotó a los filisteos. También aquel día el Señor obtuvo una gran victoria. En otra ocasión, en la época de la cosecha, tres de los Treinta bajaron y fueron a la cueva de Adulán, a ver a David mientras un destacamento filisteo estaba acampado en el valle de Refaín. David se encontraba en el refugio, al tiempo que una patrulla filistea estaba en Belén. David formuló este deseo: —¡Quién me diera a beber agua del pozo que hay a las puertas de Belén! Entonces los tres héroes irrumpieron en el campamento filisteo, sacaron agua del pozo que hay a las puertas de Belén y se la llevaron a David. Pero él no quiso beberla y la derramó como ofrenda al Señor, diciendo: —¡Líbreme el Señor de beberla, pues es como la sangre de los hombres que han ido a buscarla arriesgando sus vidas! Y no quiso beberla. Eso es lo que hicieron los tres héroes. Abisay, hermano de Joab e hijo de Seruyá, era el jefe de los Treinta. Atacó con su lanza a trescientos hombres, los mató y adquirió fama con los Tres. Recibió mayores honores que los Treinta y llegó a ser su jefe, pero no igualó a los Tres. Benaías, hijo de Joyadá, era un valiente de Cabsel que realizó numerosas proezas: mató a los dos hijos de Ariel, de Moab, y en un día de nieve bajó a un aljibe a matar a un león. También mató a un egipcio gigantesco que iba armado con una lanza. Benaías lo atacó con un palo, arrebató al egipcio la lanza de las manos y lo mató con su propia lanza. Esto fue lo que hizo Benaías, el hijo de Joyadá, con lo que adquirió fama entre los Treinta héroes. Pero, aunque recibió mayores honores que los Treinta, no llegó a igualar a los Tres. David lo puso al frente de su guardia personal. También formaban parte de los Treinta: Asael, el hermano de Joab; Eljanán, hijo de Dodó, de Belén; Samá, el jarodita; Elicá, también jarodita; Jeles, el paltita; Irá, hijo de Iqués, de Tecoa; Abiezer, de Anatot; Mebunay, el jusatita; Salmón, el ajojita; Maharay, de Netofá; Jéleb, hijo de Baaná, también de Netofá; Itay hijo de Ribay, de Guibeá de Benjamín; Benaías, de Piratón; Iday, de los Arroyos de Gaás; Abialbón, el arbateo; Azmávet, de Bajurín; Elyajbá, el saalbonita, y sus hijos, Jasén y Jonatán; Samá, el ararita; Ajiab, hijo de Sarar, también ararita; Elifélet, hijo de Ajasbay, de Maacá; Elián, hijo de Ajitófel, el guilonita; Jesray, de Carmel; Paaray, el arbita; Jigal, hijo de Natán, de Sobá; Bení, el gadita; Sélec, el amonita; Najeray, de Beerot, escudero de Joab, el hijo de Seruyá; Irá, el jitrita; Gareb, también jitrita; y Urías, el hitita. En total, treinta y siete. El Señor volvió a enojarse con Israel e instigó a David para que les causara daño, diciéndole: —Haz el censo de Israel y de Judá. El rey ordenó a Joab, jefe de su ejército: —Recorre todas las tribus de Israel, desde Dan hasta Berseba y haz el censo de la población, para que pueda conocer su número. Joab replicó al rey: —Que el Señor, tu Dios, multiplique por cien la población y que el rey, mi señor, pueda verlo con sus propios ojos. Pero ¿por qué quiere el rey hacer tal cosa? Sin embargo, la orden del rey prevaleció sobre el parecer de Joab y el de los jefes del ejército. Así que Joab y los jefes del ejército se retiraron de la presencia del rey para ir a censar a la población de Israel. Cruzaron el Jordán y se detuvieron en Aroer, al sur de la ciudad que está situada junto al torrente de Gad, en dirección a Jazer. Llegaron a Galaad y al país de Jodsí; luego llegaron a Dan y de allí giraron hacia Sidón. Después llegaron a la fortaleza de Tiro y a todas las poblaciones de los jeveos y los cananeos. Finalmente se dirigieron al sur de Judá, llegando hasta Berseba. Así recorrieron todo el país y, al cabo de nueve meses y veinte días, regresaron a Jerusalén. Joab entregó al rey las cifras del censo de la población: en Israel había ochocientos mil guerreros, diestros con la espada; y en Judá, quinientos mil. Después de haber hecho el censo de la población, a David le remordió la conciencia y dijo al Señor: —He cometido un grave delito haciendo esto. Ahora, Señor, perdona la culpa de tu siervo, pues he sido muy insensato. A la mañana siguiente, cuando David se levantó, el Señor dirigió al profeta Gad, vidente de David, este mensaje: —Ve a decir a David: «Esto dice el Señor: Te propongo tres castigos; elige uno de ellos y yo lo llevaré a cabo». Gad fue a ver a David y le dijo: —¿Qué prefieres: siete años de hambre en tu territorio, tres meses de huida perseguido por tu adversario, o tres días de peste en tu territorio? Piénsatelo y decide qué debo responder a quien me ha enviado. David respondió a Gad: —Me pones en un gran aprieto. Pero es preferible caer en manos de Dios, por su gran compasión, a caer en manos humanas. El Señor envió la peste sobre Israel, desde aquella mañana hasta el plazo fijado, y desde Dan hasta Berseba murieron setenta mil personas del pueblo. Cuando el ángel extendía su mano para castigar a Jerusalén, el Señor se arrepintió del castigo y dijo al ángel que aniquilaba a la población: —¡Basta ya! ¡Retira tu mano! El ángel del Señor estaba junto a la era de Arauná, el jebuseo. Cuando David vio al ángel exterminando a la población, dijo al Señor: —¡Soy yo el que he pecado, yo soy el culpable! ¿Qué ha hecho este rebaño? ¡Descarga tu mano contra mí y contra mi familia! Aquel mismo día Gad se presentó a decir a David: —Sube a construir un altar al Señor en la era de Arauná, el jebuseo. David fue a hacer lo que le había dicho Gad por orden del Señor. Arauná se asomó y, cuando vio que el rey y sus servidores se dirigían hacia él, salió e hizo una reverencia al rey con su rostro hacia el suelo. Luego Arauná preguntó: —¿A qué se debe la visita de mi señor, el rey, a su servidor? David le respondió: —Vengo a comprarte la era para construirle un altar al Señor, a ver si se aleja del pueblo esta plaga. Arauná le dijo: —Que mi señor el rey tome y ofrezca lo que le parezca mejor. Ahí están los bueyes para el holocausto y las trillas y los yugos para el fuego. Todo esto, majestad, se lo entrega Arauná al rey. Y añadió: —¡Que el Señor, tu Dios, te bendiga! Pero el rey respondió a Arauná: —No. Quiero comprártela a su precio. No quiero ofrecer al Señor sacrificios de balde. Y David compró la era y los bueyes por cincuenta siclos de plata. Luego David construyó allí un altar al Señor y ofreció holocaustos y sacrificios de comunión. Entonces el Señor se compadeció del país y la plaga se alejó de Israel. El rey David era ya un anciano entrado en años y, aunque lo cubrían con mantas, no entraba en calor. Entonces sus servidores le dijeron: —Hay que buscar a nuestro señor, el rey, una muchacha virgen que lo atienda, lo cuide y duerma a su lado para que nuestro señor el rey entre en calor. Buscaron una muchacha hermosa por todo el territorio de Israel, encontraron a Abisag, la sunamita, y se la llevaron al rey. La muchacha, que era muy hermosa, cuidaba al rey y lo servía; pero el rey no tuvo relaciones con ella. Adonías, hijo de Jaguit, presumiendo de que él sería el rey, se procuró un carro, caballos y una escolta de cincuenta hombres. Su padre David nunca le había regañado ni le pedía cuentas de lo que hacía, pues había nacido después de Absalón y era también muy atractivo. Adonías se había confabulado con Joab, el hijo de Seruyá, y con el sacerdote Abiatar, que secundaban sus propósitos. En cambio, el sacerdote Sadoc, Benaías, el hijo de Joyadá, el profeta Natán, Simeí, Reí y los valientes de David no estaban a favor de Adonías. Un día Adonías fue a sacrificar corderos, toros y terneros cebados a la piedra de Zojélet, cerca de la fuente de Roguel. Invitó al sacrificio a todos sus hermanos, los hijos del rey, y a todos los hombres de Judá que estaban al servicio del rey; pero no invitó al profeta Natán, ni a Benaías, ni a los paladines, ni a su hermano Salomón. Entonces Natán dijo a Betsabé, la madre de Salomón: —¿No has oído que Adonías, el hijo de Jaguit, se ha proclamado rey sin que lo sepa David, nuestro señor? Ahora voy a darte un consejo, para que puedas salvar tu vida y la de tu hijo Salomón. Preséntate ante el rey David y dile: «Majestad, tú juraste a una servidora que mi hijo Salomón te sucedería como rey y se sentaría en tu trono. ¿Por qué, entonces, se ha proclamado rey Adonías?». Y mientras estés tú allí hablando con el rey, yo entraré detrás y confirmaré tus palabras. Inmediatamente Betsabé se presentó en la alcoba real. El rey estaba muy viejo, atendido por Abisag, la sunamita. Betsabé se inclinó ante el rey y le hizo una reverencia. El rey le preguntó: —¿Qué quieres? Ella le respondió: —Señor, tú le juraste a tu servidora por el Señor, tu Dios, que mi hijo Salomón te sucedería como rey y se sentaría en tu trono; y ahora resulta que Adonías ha sido proclamado rey sin que mi señor, el rey, lo sepa. Ha sacrificado toros, terneros cebados y corderos en cantidad y ha invitado a todos los hijos del rey, al sacerdote Abiatar y al jefe del ejército Joab, pero no ha invitado a tu siervo Salomón. Ahora, majestad, todo Israel está pendiente de ti y de que les anuncies quién va a suceder en el trono al rey, mi señor. Pues, cuando el rey, mi señor, vaya a reunirse con sus padres, yo y mi hijo Salomón quedaremos como culpables. Todavía estaba ella hablando con el rey, cuando llegó Natán y lo anunciaron al rey: —Está aquí el profeta Natán. Natán se presentó ante el rey, le hizo una reverencia inclinando su rostro y le dijo: —Majestad, ¿has decretado tú que Adonías te suceda como rey y se siente en tu trono? Porque hoy ha ido a sacrificar toros, terneros cebados y corderos en cantidad, ha invitado a todos los hijos del rey, a los capitanes del ejército y al sacerdote Abiatar; ahora están comiendo y bebiendo con él mientras lo aclaman: «¡Viva el rey Adonías!». Pero no me ha invitado a mí, ni al sacerdote Sadoc, ni a Benaías, el hijo de Joyadá, ni a tu siervo Salomón. ¿Acaso mi señor, el rey, ha tomado tal decisión sin haber comunicado a sus servidores quién le sucedería en el trono? El rey David ordenó: —Llamad a Betsabé. Betsabé se presentó al rey y se quedó de pie ante él. Entonces David hizo este juramento: —¡Vive Dios que me ha salvado de todos los peligros! Hoy mismo voy a cumplir lo que te juré ante el Señor, Dios de Israel, cuando te prometí que tu hijo Salomón me sucedería como rey y se sentaría en el trono en mi lugar. Betsabé se inclinó rostro en tierra, hizo una reverencia al rey y dijo: —¡Viva siempre mi señor, el rey David! Luego David ordenó: —Llamadme al sacerdote Sadoc, al profeta Natán y a Benaías, el hijo de Joyadá. Ellos se presentaron ante el rey y él les dijo: —Tomad con vosotros a los servidores reales, subid a Salomón en mi propia mula y llevadlo a Guijón. Una vez allí, el sacerdote Sadoc y el profeta Natán lo consagrarán como rey de Israel. Entonces tocaréis la trompeta y gritaréis: «¡Viva el rey Salomón!». Luego subiréis tras él, y cuando llegue aquí se sentará en mi trono y empezará a reinar en mi lugar, pues lo he designado jefe de Israel y de Judá. Benaías, el hijo de Joyadá, respondió al rey: —¡Amén! Que así lo decrete el Señor, Dios de mi señor, el rey. Que el Señor esté con Salomón como lo ha estado con mi señor, el rey, y que haga su reino más poderoso que el reino de mi señor, el rey David. Entonces el sacerdote Sadoc, el profeta Natán, Benaías, el hijo de Joyadá, los quereteos y los peleteos fueron a montar a Salomón en la mula del rey David y lo llevaron a Guijón. El sacerdote Sadoc tomó el cuerno de aceite del santuario y consagró a Salomón. Después hicieron sonar la trompeta y toda la gente se puso a gritar: —¡Viva el rey Salomón! Luego todos subieron tras él al son de trompetas y con tanto alboroto que la tierra parecía temblar con sus gritos. Adonías y todos sus invitados lo oyeron cuando acababan de comer. Joab escuchó el sonido de la trompeta y dijo: —¿Por qué hay tanto alboroto en la ciudad? Mientras hablaba llegó Jonatán, el hijo del sacerdote Abiatar, y Adonías le dijo: —Entra, que tú eres persona influyente y traerás buenas noticias. Pero Jonatán le respondió: —¡Todo lo contrario! Nuestro señor, el rey David, ha proclamado rey a Salomón. El rey ha mandado al sacerdote Sadoc, al profeta Natán, a Benaías, el hijo de Joyadá, a los quereteos y a los peleteos y lo han montado en la mula del rey. Luego el sacerdote Sadoc y el profeta Natán lo han consagrado en Guijón y han subido desde allí muy alegres. La ciudad anda alborotada: esa es la razón del griterío que habéis oído. Además, Salomón ha tomado posesión del reino y los servidores reales han ido a felicitar al rey David, diciendo: «¡Que tu Dios haga a Salomón más famoso que a ti, y que haga su reino más poderoso que el tuyo!». Incluso el rey ha hecho una reverencia en su lecho y ha dicho: «¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel, que ha permitido hoy que alguien se siente en mi trono y que yo lo pueda ver!». Todos los invitados de Adonías se echaron a temblar, se levantaron y se dispersaron. Adonías, temiendo a Salomón, se levantó y fue a refugiarse al amparo del altar. Alguien informó a Salomón: —Adonías, por miedo al rey Salomón, se ha refugiado al amparo del altar, pidiendo al rey que le jure hoy mismo que no va a matar a su siervo. Salomón respondió: —Si actúa como un hombre de bien, no se le tocará ni un pelo; pero, si se le descubre en falta, morirá. Entonces el rey Salomón mandó que lo sacaran del altar. Luego él llegó a rendirle homenaje. Pero Salomón le dijo: —¡Vete a tu casa! Sintiéndose próximo a la muerte, David dio a su hijo Salomón estas instrucciones: —Yo estoy a punto de morir. Sé fuerte y pórtate con valor. Sigue las instrucciones del Señor tu Dios, caminando por sus sendas y observando sus preceptos, mandatos, decretos y normas, como están escritos en la ley de Moisés. Así tendrás éxito en todas tus empresas y proyectos y el Señor cumplirá la promesa que me hizo: «si tus hijos cuidan su conducta y actúan sinceramente ante mí, con todo su corazón y todo su ser, no te faltarán descendientes en el trono de Israel». Ya sabes, además, lo que me hizo Joab, el hijo de Seruyá, con los dos jefes del ejército de Israel: Abner, el hijo de Ner, y Amasá, el hijo de Jéter; y cómo los asesinó, derramando sangre de guerra en tiempos de paz y salpicando de sangre inocente su ropa y sus sandalias. Actúa como te dicte tu prudencia, pero no lo dejes ir tranquilamente al otro mundo. Trata, en cambio, con generosidad a los hijos de Barzilay, el galaadita, e invítalos a tu mesa, pues también ellos me socorrieron cuando huía de tu hermano Absalón. Ahí tienes también a Simeí, el hijo de Guerá, benjaminita de Bajurín: me maldijo con saña cuando me dirigía a Majanáin, pero salió a recibirme al Jordán y le tuve que jurar por el Señor que no lo mataría. Ahora, no lo dejes impune, pues tú eres un hombre sabio y sabrás lo que tienes que hacer con él para mandarlo manchado de sangre al otro mundo. David murió y fue enterrado en la ciudad de David. Reinó sobre Israel durante cuarenta años: siete años en Hebrón y treinta y tres en Jerusalén. Salomón se sentó en el trono de su padre David y su reino quedó consolidado. Adonías, el hijo de Jaguit, fue a ver a Betsabé, la madre de Salomón, y ella le preguntó: —¿Vienes en son de paz? Adonías respondió: —Sí. Luego añadió: —Tengo algo que decirte. Ella le contestó: —Dilo. Entonces Adonías dijo: —Tú sabes que la realeza me correspondía a mí y que todo Israel esperaba que yo fuera rey; pero las cosas se torcieron y la realeza fue a parar a mi hermano, porque el Señor se la había destinado. Pues bien, ahora solo quiero pedirte un favor; no me lo niegues. Ella le respondió: —Habla. Él le dijo: —Pídele al rey Salomón un favor, que él no te negará: que me dé por esposa a Abisag, la sunamita. Betsabé le respondió. —Está bien. Yo hablaré al rey de tu parte. Betsabé fue a ver al rey Salomón para hablarle de Adonías. El rey se levantó para recibirla y le hizo una reverencia. Luego se sentó en su trono y mandó poner otro trono para su madre. Ella se sentó a su derecha y le dijo: —Quiero pedirte un pequeño favor que, espero, no me negarás. El rey le respondió: —Madre, pídelo, que no te lo negaré. Ella le dijo: —Dale a tu hermano Adonías por esposa a Abisag, la sunamita. Pero el rey Salomón respondió a su madre: —¿Cómo es que me pides a Abisag, la sunamita, para Adonías? ¡Podías pedirme también la realeza para él, puesto que es mi hermano mayor y tiene de su parte al sacerdote Abiatar y a Joab, el hijo de Seruyá! Luego el rey Salomón juró por el Señor: —¡Que Dios me castigue, si a Adonías no le cuesta la vida haber hecho esa petición! ¡Juro por el Señor, que me ha asentado firmemente en el trono de mi padre David y que me ha dado una dinastía, como había prometido, que hoy mismo morirá Adonías! Entonces el rey Salomón envió a Benaías, el hijo de Joyadá, para que lo ejecutara, y Adonías murió. En cuanto al sacerdote Abiatar, el rey le dijo: —¡Márchate a Anatot, a tus tierras! Estás condenado a muerte, pero hoy no voy a matarte, ya que llevaste el Arca del Señor Dios, delante de mi padre David y lo acompañaste en todas sus desgracias. Y Salomón destituyó a Abiatar de su cargo de sacerdote del Señor, cumpliendo la sentencia que el Señor había pronunciado contra la casa de Elí en Siló. Cuando le llegó la noticia a Joab, que había apoyado a Adonías, aunque no a Absalón, huyó al santuario del Señor y se refugió al amparo del altar. Cuando informaron al rey Salomón de que Joab había huido a la Tienda del Señor y que estaba junto al altar, Salomón envió a decir a Joab: —¿Qué te pasa, que has huido al altar? Y Joab respondió: —Tuve miedo de ti y he huido junto al Señor. Entonces el rey Salomón envió a decir a Benaías, hijo de Joyadá: —Ve a matarlo. Benaías llegó al santuario del Señor y le dijo: —El rey te ordena que salgas. Joab respondió: —No. Moriré aquí. Benaías volvió a transmitir al rey la respuesta de Joab Entonces el rey le ordenó: —Haz lo que dice: mátalo y entiérralo. Así nos limpiarás a mí y a la familia de mi padre de la sangre inocente derramada por Joab y el Señor le hará responsable de haber matado a dos hombres más justos y mejores que él: Abner, el hijo de Ner, capitán del ejército de Israel, y Amasá, el hijo de Jéter, capitán del ejército de Judá, a quienes asesinó sin que mi padre lo supiese. ¡Que Joab y sus descendientes sean por siempre responsables de ambas muertes! ¡Y que la paz del Señor acompañe a David, a su descendencia y a su trono! Benaías, el hijo de Joyadá, fue a ejecutar a Joab. Lo mató y lo enterró en su propiedad, en el desierto. Luego el rey puso a Benaías, el hijo de Joyadá, al frente del ejército, en lugar de Joab; y al sacerdote Sadoc, en lugar de Abiatar. Más tarde, el rey mandó llamar a Simeí y le dijo: —Hazte una casa en Jerusalén y quédate allí sin salir a ningún sitio. Porque el día que salgas y cruces el torrente Cedrón, ten por seguro que irremediablemente morirás y tú serás el responsable. Simeí respondió al rey: —Está bien. Tu servidor hará como dice mi señor, el rey. Simeí estuvo viviendo en Jerusalén mucho tiempo. Pero, al cabo de tres años, se le escaparon dos esclavos y se fueron con Aquís, el hijo de Maacá, rey de Gat. Cuando informaron a Simeí de que sus esclavos estaban en Gat, él aparejó su burro, marchó a Gat, donde se encontraba Aquís, a buscar a sus esclavos y se los trajo de allí. Cuando comunicaron a Salomón que Simeí había ido de Jerusalén a Gat, y que había vuelto, mandó llamar a Simeí y le dijo: —¿No te hice jurar por el Señor y te advertí que el día que salieses y fueses a cualquier sitio podías tener la seguridad de que morirías irremediablemente, y tú me respondiste que estabas de acuerdo y que te dabas por avisado? ¿Por qué no has cumplido lo que juraste por el Señor y la orden que te di? Y el rey añadió: —Tú conoces perfectamente todo el daño que hiciste a mi padre David. Por eso el Señor hace recaer ahora tu maldad sobre ti. En cambio, el rey Salomón será bendecido y el trono de David permanecerá siempre firme ante el Señor. Entonces Salomón dio órdenes a Benaías, el hijo de Joyadá, que salió y lo mató. Y el reino se consolidó en manos de Salomón. Salomón emparentó con el faraón, rey de Egipto, casándose con una hija suya, a la que llevó a la ciudad de David mientras terminaba de construir su palacio, el Templo del Señor y las murallas de Jerusalén. En aquellos días, como aún no se había construido el Templo en honor del Señor, la gente seguía ofreciendo sacrificios en los santuarios locales. Salomón amaba al Señor, siguiendo las instrucciones de su padre David. Sin embargo, también él subía a ofrecer sacrificios y a quemar incienso en los santuarios locales. El santuario principal estaba en Gabaón, y el rey fue allí a ofrecer mil víctimas en holocausto. Por la noche el Señor se apareció allí en sueños a Salomón y le dijo: —Pídeme lo que quieras. Salomón respondió: —Tú trataste a tu siervo, mi padre David, con especial favor, pues él actuó siempre ante ti con fidelidad, justicia y rectitud de corazón; además, le has mantenido ese especial favor dándole un hijo que hoy se sienta en su trono. Efectivamente, Señor Dios mío, tú has hecho rey a este tu siervo, como sucesor de mi padre David, aunque soy muy joven e inexperto. Tu siervo vive en medio del pueblo que elegiste, un pueblo tan numeroso, que no se puede contar ni calcular. Dale a tu siervo un corazón atento para gobernar a tu pueblo y para discernir entre el bien y el mal, pues ¿quién es capaz de gobernar a un pueblo tan importante como el tuyo? Al Señor le agradó que Salomón le pidiera eso y le dijo: —Ya que me has pedido eso y no me has pedido larga vida, riquezas o la muerte de tus enemigos, sino inteligencia para administrar justicia, te concedo lo que me has pedido: un corazón sabio y prudente, como nadie lo ha tenido antes de ti ni lo tendrá después. Y te concedo también lo que no has pedido: riquezas y fama tales como no las tendrá rey alguno mientras tú vivas. Y si cumples mi voluntad y guardas mis instrucciones y mandatos, como hizo tu padre David, te daré larga vida. Salomón se despertó y comprendió que había sido un sueño. Luego volvió a Jerusalén, se presentó ante el Arca de la alianza del Señor, ofreció holocaustos y sacrificios de comunión e invitó al banquete a todos sus cortesanos. Un día acudieron al rey dos prostitutas. Se presentaron ante él y una de ellas le dijo: —Majestad, esta mujer y yo vivimos en la misma casa. Yo di a luz, estando ella en casa, y tres días después ella también dio a luz. Estábamos nosotras solas, no había nadie con nosotras en casa: solo estábamos nosotras dos. Una noche murió el hijo de esta mujer, porque se durmió encima de él. Entonces ella se levantó de noche y, mientras yo estaba dormida, tomó a mi hijo de mi lado, lo acostó a su lado y luego puso junto a mí a su hijo muerto. Cuando me levanté por la mañana a dar el pecho a mi hijo, vi que estaba muerto. Pero a la luz del día lo observé atentamente y descubrí que ese no era el hijo que yo había dado a luz. La otra mujer replicó: —¡No! Mi hijo es el vivo y el tuyo, el muerto. Pero la primera insistía: —¡No! Tu hijo es el muerto y el mío, el vivo. Y se pusieron a discutir delante del rey. Entonces el rey dijo: —Una dice: «Mi hijo es este, el que está vivo, y el tuyo es el muerto». Y la otra replica: «No, tu hijo es el muerto y mi hijo, el vivo». Y añadió: —Traedme una espada. Le llevaron una espada y el rey ordenó: —Partid en dos al niño vivo y dadle una mitad a una y la otra mitad a la otra. Entonces la madre del niño vivo, profundamente angustiada por su hijo, suplicó al rey: —Majestad, dadle a ella el niño vivo. ¡No lo matéis! La otra, en cambio, decía: —¡Ni para ti ni para mí! ¡Que lo partan! Entonces el rey sentenció: —Dadle a aquella mujer el niño vivo y no lo matéis, porque esa es su madre. Al enterarse de la sentencia que había dictado el rey, todo Israel sintió respeto por él, pues comprendieron que estaba dotado de una sabiduría excepcional para hacer justicia. El rey Salomón reinó sobre todo Israel. He aquí la lista de sus ministros: sumo sacerdote, Azarías, hijo de Sadoc; secretarios, Elijóref y Ajías, hijos de Sisá; heraldo, Josafat, hijo de Ejilud; jefe del ejército, Benaías, hijo de Joyadá; sacerdotes, Sadoc y Abiatar; superintendente, Azarías, hijo de Natán; consejero real, Zabud, hijo de Natán; mayordomo de palacio, Ajisar; y jefe de trabajos forzados, Adonirán, hijo de Abdá. Salomón tenía doce gobernadores en todo Israel, que eran los proveedores del rey y de su palacio, durante un mes al año cada uno. He aquí la lista: un hijo de Jur en la montaña de Efraín. Un hijo de Déquer en Macás, Saalbín, Bet Semes, Elón y Bet Janán. Un hijo de Jésed en Arubot, y también en Socó y en toda la región de Jéfer. Un hijo de Abinadab, esposo de Fataf, la hija de Salomón, en toda la comarca de Dor. Baaná, hijo de Ajilud, en Taanac y Meguido hasta más allá de Jocmeán, en todo Betsán, por debajo de Jezrael; y desde Betsán hasta Abel Mejolá, junto a Sartán. Un hijo de Guéber en Ramot de Galaad. Tenía también las aldeas de Jaír, hijo de Manasés, situadas en Galaad; y la región de Argob, en Basán: sesenta grandes ciudades amuralladas y con cerrojos de bronce. Ajinadab, hijo de Idó, en Majanáin. Ajimás, esposo de Bosmat, la hija de Salomón, en Neftalí. Baaná, hijo de Jusay, en Aser y en Alot. Josafat, hijo de Paruaj, en Isacar. Simeí, hijo de Elá, en Benjamín. Guéber, hijo de Urí, en el territorio de Gad y en los territorios de Sijón, rey amorreo, y de Og, rey de Basán. Había también un gobernador en el país de Judá. Israel y Judá eran tan numerosos como la arena de las playas, y todos comían y bebían felices. Salomón era soberano de todos los reinos desde el Éufrates hasta el país filisteo y la frontera de Egipto: todos le pagaban tributo y fueron sus vasallos durante toda su vida. La provisión diaria de víveres de Salomón era de unas seis toneladas y media de flor de harina y unas trece toneladas de harina; diez reses cebadas, veinte de pasto y cien corderos, además de ciervos, gacelas, corzos y aves de corral. Salomón dominaba en toda la región occidental del Éufrates, desde Tifsaj hasta Gaza, y sobre todos los reyes al oeste del Éufrates, viviendo en paz con todos los territorios fronterizos. Mientras vivió Salomón, Judá e Israel, desde Dan hasta Berseba, vivieron tranquilos, cada cual a la sombra de su parra y su higuera. Salomón también tenía cuadras para cuarenta mil caballos de tiro y doce mil de montar. Los gobernadores antedichos abastecían, cada uno en su mes, al rey Salomón y a todos sus comensales, sin dejar que les faltase de nada. También hacían llegar por turnos al lugar donde estuviera el rey, cebada y paja para los caballos de tiro y de montar. Dios concedió a Salomón una sabiduría y una inteligencia excepcionales y un corazón tan dilatado como las playas marinas. La sabiduría de Salomón superó a la de todos los orientales y a toda la sabiduría de Egipto. Llegó a ser más sabio que nadie, más que Etán, el indígena, y más que Hemán, Calcol y Dardá, los hijos de Majol; su fama se extendió por todas las naciones vecinas. Salomón inventó tres mil proverbios y compuso cinco mil canciones. Estudió las plantas, desde el cedro del Líbano hasta el musgo que brota en las tapias; y estudió también los animales, las aves, los reptiles y los peces. La gente venía a escuchar la sabiduría de Salomón desde todos los pueblos, y de parte de todos los reyes de la tierra que oían hablar de ella. Jirán, rey de Tiro, se enteró de que Salomón había sucedido a su padre como rey y le envió embajadores, pues Jirán había sido amigo de David durante toda su vida. Salomón, por su parte, mandó decir a Jirán: —Tú sabes que mi padre David no pudo construir un Templo en honor del Señor, su Dios, a causa de las guerras en que se vio envuelto, hasta que el Señor, su Dios, sometió totalmente a sus enemigos. Ahora, en cambio, el Señor, mi Dios, ha puesto paz en mis fronteras y no tengo enemigos ni graves amenazas. Por eso, he decidido construir un Templo en honor del Señor, mi Dios, cumpliendo lo que dijo el Señor a mi padre David: «Tu hijo, al que haré tu sucesor en el trono, será quien construya un Templo en mi honor». Ordena, pues, que me corten cedros del Líbano. Mis servidores ayudarán a los tuyos y yo te pagaré el salario que me pidas por ellos, pues ya sabes que nosotros no tenemos taladores tan expertos como los sidonios. Cuando Jirán escuchó el mensaje de Salomón, se alegró mucho y exclamó: —¡Bendito sea el Señor, que le ha dado a David un hijo sabio para gobernar a tan gran pueblo! Luego Jirán mandó decir a Salomón: —He recibido tu petición. Yo te prepararé toda la madera de cedro y de pino que quieras. Mis servidores la bajarán desde el Líbano hasta el mar y haré que la transporten en almadías por el mar al lugar que me indiques. Allí desatarán las almadías y luego los tuyos se encargarán de acarrearla. Tú, por tu parte, me corresponderás, abasteciendo mi palacio de alimentos. Jirán dio a Salomón toda la madera de cedro y de pino que quiso y Salomón, por su parte, entregó a Jirán unas cuatro mil quinientas toneladas de trigo para alimento de su palacio y noventa hectólitros de aceite puro de oliva. Esto era lo que Salomón pagaba anualmente a Jirán. El Señor, pues, concedió sabiduría a Salomón, tal como le había prometido. Jirán y Salomón vivieron en paz y firmaron un tratado. Salomón decretó un reclutamiento de trabajo obligatorio por todo Israel: reclutó a treinta mil hombres y los envió al Líbano en turnos de diez mil por mes. Así, pasaban un mes en el Líbano y dos meses en casa. Adonirán estaba al mando del trabajo obligatorio. Salomón tenía, además, setenta mil acarreadores y ochenta mil canteros en la montaña, sin contar los tres mil trescientos capataces que tenía en las obras para supervisar a los trabajadores. El rey mandó extraer bloques de piedra de buena calidad para cimentar el Templo con piedras labradas. Los constructores de Salomón, los de Jirán y los guebalitas tallaron la piedra y prepararon la madera y la piedra para construir el Templo. El año cuatrocientos ochenta de la salida de los israelitas de Egipto, el año cuarto del reinado de Salomón sobre Israel, en el mes de Ziv, es decir, el segundo mes, Salomón comenzó a construir el Templo del Señor. El Templo que el rey Salomón construyó al Señor tenía treinta metros de largo, diez de ancho y quince de alto. El vestíbulo que había en la parte delantera del edificio tenía diez metros de largo en toda su anchura y cinco de ancho en su parte frontal. En el Templo puso ventanas con celosías y construyó, adosada al muro del Templo, una galería que rodeaba las paredes del edificio, alrededor de la nave y del camarín, con habitaciones laterales alrededor. La galería baja tenía dos metros y medio de ancho; la galería intermedia tenía tres metros y la galería superior, tres metros y medio, pues había colocado unos salientes externos alrededor del edificio para no empotrar las vigas en los muros. En la construcción del Templo se emplearon piedras talladas en la cantera y no se oyeron golpes de martillos, picos o cualquier otra herramienta de hierro durante su construcción. La entrada de la galería baja estaba a la derecha del edificio. Por una escalera se subía a la galería intermedia, y de esta a la galería superior. Cuando Salomón terminó la construcción del Templo lo recubrió con un artesonado de cedro. Construyó la galería de dos metros y medio de altura y la unió al edificio con vigas de cedro. El Señor dijo a Salomón: —Por este Templo que estás construyendo, si caminas según mis normas, pones en práctica mis decretos y guardas mis mandamientos, conduciéndote de acuerdo a ellos, yo te cumpliré la promesa que hice a tu padre, David: habitaré entre los israelitas y no abandonaré a mi pueblo Israel. Cuando Salomón terminó de construir el Templo, decoró las paredes interiores del edificio con paneles de cedro, desde el suelo hasta las vigas del techo; recubrió el interior con madera y cubrió el suelo del edificio con tablas de pino. Decoró los diez metros de la parte trasera del edificio, desde el suelo hasta el techo, con paneles de cedro y lo convirtió en camarín o lugar santísimo. Delante de él se encontraba la nave del Templo, que tenía veinte metros. La decoración interior del Templo era de cedro con relieves de calabazas y flores abiertas. Todo era de cedro y no se veía la piedra. Dispuso el camarín en el interior del Templo, en la parte central, para colocar allí el Arca de la alianza del Señor. El camarín tenía diez metros de largo, diez de ancho y diez de alto. Lo recubrió de oro puro y construyó un altar de cedro. También recubrió de oro puro el interior del Templo, puso cadenas de oro delante del camarín y lo recubrió de oro. Recubrió de oro todo el interior del edificio, hasta completarlo, así como todo el altar que había en el camarín. Colocó en el camarín dos querubines de madera de olivo, de cinco metros de altura. Las alas de cada querubín medían dos metros y medio, en total, cinco metros desde el extremo de un ala al extremo de la otra. El segundo querubín también medía cinco metros, pues ambos querubines tenían la misma dimensión y la misma forma. La altura de ambos querubines era de cinco metros. Colocó los serafines en medio del edificio, en su interior, con las alas extendidas, de forma que el ala de uno tocaba una pared y el ala del otro tocaba la pared opuesta, mientras que las alas interiores se tocaban, ala contra ala. Luego recubrió de oro los querubines. Hizo esculpir todos los muros interiores y exteriores del edificio con bajorrelieves de querubines, palmas y guirnaldas de flores. Recubrió de oro el pavimento del edificio por dentro y por fuera. Puso en el camarín puertas de madera de olivo, con el dintel y las jambas en forma de pentágono. Y sobre las dos puertas de madera de olivo grabó figuras de querubines, palmas y guirnaldas de flores; luego las recubrió de oro, concentrándolo sobre los querubines y las palmas. Para la entrada de la nave hizo igualmente puertas cuadradas de madera de olivo y dos puertas de madera de pino, con dos hojas giratorias cada una. Esculpió también en ellas figuras de querubines, palmas y guirnaldas de flores, y recubrió de oro las partes talladas. Finalmente construyó el atrio interior con tres hileras de piedras labradas y una hilera de vigas de cedro. En el año cuarto, en el mes de Ziv, se pusieron los cimientos del edificio, y en el año undécimo, en el mes de Bul, es decir, el mes octavo, el edificio quedó terminado en todos sus detalles y según su proyecto. Su construcción duró, pues, siete años. Salomón también construyó su propio palacio y lo terminó en trece años. Construyó igualmente el edificio denominado Bosque del Líbano, que tenía cincuenta metros de largo, veinticinco de ancho y quince de alto, y estaba sostenido por tres filas de columnas de cedro en las que descansaban vigas también de cedro. Puso un artesonado de cedro sobre las vigas que se apoyaban en las columnas: en total había cuarenta y cinco columnas, en tres series de quince columnas cada una. Había tres filas de ventanas con celosías, ordenadas de tres en tres y unas frente a otras. Todas las puertas y montantes eran cuadrangulares y las ventanas estaban colocadas unas frente a otras, de tres en tres. Hizo también el patio de las columnas, de veinticinco metros de largo por quince de ancho, y delante un pórtico con columnas y un saliente frontal. Hizo el salón del trono o sala de audiencias, donde administraba justicia, y lo revistió de cedro desde el suelo hasta el techo. Su residencia personal estaba en un atrio distinto del salón, aunque tenía idéntica estructura. E hizo finalmente una residencia parecida a aquel salón para la hija del faraón con la que se había casado. Todas estas construcciones, desde los cimientos hasta las cornisas y desde la fachada al patio principal, eran de piedra de primera calidad, talladas a medida y serradas por sus caras interior y exterior. Los cimientos eran también de piedra de primera calidad, grandes piedras de cinco y cuatro metros. Sobre ellos había piedras de primera calidad talladas a medida y recubiertas de madera de cedro. Alrededor del patio principal había tres hileras de piedra tallada y una de vigas de cedro, al igual que el patio interior del Templo y el salón del palacio. El rey Salomón mandó traer de Tiro a Jirán, hijo de una viuda de la tribu de Neftalí y de padre tirio. Era un experto broncista, dotado de habilidad, conocimientos y técnica para toda clase de trabajos en bronce. Se presentó al rey Salomón y realizó todos sus encargos. Hizo dos columnas de bronce que medían nueve metros de altura y seis de perímetro cada una, y dos capiteles de bronce fundido, de dos metros y medio de altura cada uno, para colocarlos encima de las columnas. Luego hizo trenzados de red, en forma de cadena, para adornar los capiteles de las columnas, siete en cada capitel. Hizo también dos hileras de granadas alrededor de cada trenzado, para cubrir los capiteles de las columnas. Los capiteles que había sobre las columnas tenían forma de lirio y medían dos metros. Sobre los capiteles de las columnas, en la parte más ancha a lo largo del trenzado, había doscientas granadas en dos hileras. Finalmente erigió las columnas en el atrio del Templo: a la columna de la derecha la llamó Firmeza y a la columna de la izquierda la llamó Fuerza. La parte superior de las columnas tenía forma de lirio. Con ello quedó terminada la obra de las columnas. Hizo también un gran recipiente de metal fundido, en forma circular, con cinco metros de diámetro, dos metros y medio de altura y quince de circunferencia. Debajo del borde, alrededor de todo el recipiente, había dos orlas con bajorrelieves de frutos, a razón de veinte por metro, que habían sido fundidas con el recipiente. Este descansaba sobre doce toros, de los que tres miraban al norte, tres al oeste, tres al sur y tres al este. El recipiente descansaba sobre los toros, que tenían los cuartos traseros hacia dentro. Su grosor era de un palmo y el borde imitaba el cáliz de un lirio. Tenía una capacidad de unos cuatrocientos cincuenta hectólitros. Hizo también diez soportes de bronce, de dos metros de largo, dos de ancho y uno y medio de alto cada uno de ellos. Los soportes tenían unos paneles sujetos a un armazón, decorados con leones, toros y querubines. Y en el armazón, por encima y por debajo de los leones y los toros, había guirnaldas colgantes. Cada soporte tenía cuatro ruedas de bronce, con ejes también de bronce. Sobre sus cuatro ángulos había unos pies de fundición que soportaban la pila, por debajo de las guirnaldas. En la parte superior del soporte había una cavidad interna de medio metro de altura. La cavidad era redonda y medía setenta y cinco centímetros de diámetro. En sus bordes tenía también guirnaldas y sus paneles no eran redondos, sino cuadrados. Las cuatro ruedas estaban bajo los paneles, con los ejes unidos al armazón del soporte, y medían setenta y cinco centímetros de diámetro. Las ruedas eran como las de los carros; sus ejes, llantas, radios y cubos eran de fundición. Había cuatro apoyos en los ángulos de cada soporte, formando con él una sola pieza. En la parte superior del soporte había una cavidad redonda de veinticinco centímetros de altura que formaba una sola pieza con los ejes y paneles. Sobre las planchas de los ejes y sobre los paneles grabó querubines, leones y palmeras, según el espacio disponible, con guirnaldas alrededor. Así fue como hizo los diez soportes, con la misma fundición, la misma medida y la misma forma para todos. E hizo también diez pilas de bronce, cada una de las cuales tenía una capacidad de unos novecientos litros y medía dos metros; y puso una pila sobre cada uno de los diez soportes. Luego puso cinco soportes al lado derecho del edificio y otros cinco al lado izquierdo; y colocó el gran depósito en el lado derecho, hacia el sureste del edificio. Finalmente, Jirán hizo los ceniceros, las palas y los acetres y con ello concluyó todas las obras que le había encomendado el rey Salomón para el Templo del Señor: las dos columnas, los capiteles redondos que remataban las columnas, los dos entrelazados que cubrían los capiteles redondos; las cuatrocientas granadas para los dos entrelazados, dos series de granadas para cada uno; los diez soportes y las diez pilas que soportaban; el gran depósito y los doce toros que iban debajo; los ceniceros, las palas y los acetres. Todos los objetos que Jirán hizo, por encargo del rey Salomón, para el Templo del Señor eran de bronce bruñido. El rey los mandó fundir en arcilla, en el valle del Jordán, entre Sukot y Sartán. Luego Salomón mandó colocar todos estos objetos; y eran tantos que era imposible calcular el peso del bronce. Salomón también mandó hacer todos los restantes objetos del Templo del Señor: el altar de oro, la mesa de oro, sobre la que se ponían los panes de la ofrenda; los candelabros de oro puro del camarín, cinco a la derecha y cinco a la izquierda, las flores, lámparas y despabiladeras de oro; las copas, cuchillos, acetres, cucharillas e incensarios de oro puro; y los quicios de oro para las puertas del lugar santísimo y de la nave del Templo. Cuando concluyeron todas las obras que el rey había encargado hacer para el Templo del Señor, Salomón llevó lo que su padre David había dedicado para el Templo: oro y plata y otros utensilios, y lo depositó en el tesoro del Templo del Señor. Entonces Salomón convocó ante sí, en Jerusalén, a los ancianos de Israel, a todos los jefes de las tribus y a los cabezas de familia israelitas para trasladar el Arca de la alianza del Señor desde la ciudad de David que es Sion, y todos los israelitas se reunieron con el rey Salomón en la fiesta del mes de Etanín, el mes séptimo. Cuando llegaron todos los ancianos de Israel, los sacerdotes cargaron el Arca y la trasladaron junto con la Tienda del encuentro y todos los objetos sagrados que había en ella y que fueron llevados por los sacerdotes y los levitas. El rey Salomón y toda la asamblea de Israel reunida con él ante el Arca sacrificaron ovejas y toros en cantidades incalculables. Los sacerdotes llevaron el Arca de la alianza del Señor a su lugar, al camarín del Templo o lugar santísimo, bajo las alas de los querubines, pues los querubines tenían sus alas extendidas sobre el lugar que ocupaba el Arca y cubrían por encima el Arca y sus varales. Los varales eran tan largos que sus extremos se podían ver desde el lugar santo que estaba ante el camarín, aunque no se veían desde el exterior. Y allí siguen hasta el presente. El Arca solo contenía las dos tablas de piedra que Moisés depósito allí en el Horeb, cuando el Señor hizo alianza con los israelitas tras la salida del país de Egipto. Cuando los sacerdotes salieron del lugar santo, la nube llenó el Templo del Señor, de forma que los sacerdotes no pudieron continuar su servicio, a causa de la nube, pues la gloria del Señor había llenado el Templo. Entonces Salomón exclamó: —El Señor había decidido vivir en la oscuridad, pero yo te he construido un palacio, una morada en la que habites para siempre. Luego el rey se dio la vuelta y bendijo a toda la asamblea de Israel que estaba en pie, diciendo: —Bendito sea el Señor, Dios de Israel, que habló a mi padre David, y con su poder ha realizado lo que prometió: «Desde el día en que saqué a mi pueblo Israel de Egipto nunca elegí una ciudad entre todas las tribus de Israel para construir un Templo donde residiera mi nombre. En cambió elegí a David para que gobernara a mi pueblo Israel». Mi padre, David, pensaba construir un Templo en honor del Señor, Dios de Israel; pero el Señor le dijo: «Has pensado construir un Templo en mi honor y lo que piensas está bien. Pero no serás tú quien construya el Templo, sino un hijo tuyo, salido de tus entrañas; él será quien construya el Templo en mi honor». El Señor ha cumplido la promesa que hizo: yo he sucedido a mi padre, David, en el trono de Israel, como había prometido el Señor y he construido el Templo en honor del Señor, Dios de Israel. Además, he preparado en él un lugar para el Arca de la alianza del Señor, la alianza que hizo con nuestros antepasados cuando los sacó de Egipto. Salomón, de pie ante el altar del Señor y en presencia de toda la asamblea de Israel, levantó las manos al cielo y dijo: —Señor, Dios de Israel: no hay un Dios como tú ni en el cielo ni en la tierra. Tú mantienes la alianza y la fidelidad con tus siervos cuando proceden sinceramente ante ti. Tú has mantenido cuanto dijiste a tu siervo, mi padre David, y has cumplido hoy con obras lo que prometiste de palabra. Señor, Dios de Israel, mantén también ahora a tu siervo, mi padre David, la promesa que le hiciste: «No te faltará en mi presencia alguien que se siente en el trono de Israel, siempre que tus descendientes se porten rectamente y procedan ante mí como lo has hecho tú». Ahora, pues, Dios de Israel, cumple la promesa que hiciste a tu siervo, mi padre David. Pero ¿puede Dios habitar realmente en la tierra? Si ni los cielos, en toda su inmensidad, pueden contenerte, ¿cómo podría hacerlo este Templo que he construido? Atiende, pues, Señor, Dios mío, a la súplica y a la plegaria de tu siervo; escucha el grito y la súplica que tu siervo te dirige hoy. Mantén tus ojos abiertos noche y día sobre este Templo, el lugar donde quisiste que residiera tu nombre, y escucha las súplicas que te dirija tu siervo hacia este lugar. Escucha las plegarias que tu siervo y tu pueblo, Israel, hagan hacia este lugar. Escúchalas desde el cielo, el lugar donde habitas. Escucha y perdona. Cuando alguien ofenda a su prójimo y le obliguen a hacer juramento, si viene a jurar ante tu altar en este Templo, escucha tú desde el cielo y haz justicia a tus siervos; condena al culpable dándole su merecido, y absuelve al inocente reconociéndole su inocencia. Cuando tu pueblo Israel caiga derrotado ante sus enemigos por haberte ofendido, pero se arrepienta, invoque tu nombre y te dirija sus plegarias y súplicas desde este Templo, escucha tú desde el cielo, perdona el pecado de Israel, tu pueblo, y hazlo volver a la tierra que diste a sus antepasados. Cuando se cierren los cielos y no llueva por haberte ofendido, si dirigen su plegaria hacia este lugar, invocan tu nombre y se arrepienten tras tu castigo, escucha tú desde el cielo, perdona el pecado de tus siervos y de tu pueblo Israel, muéstrales el buen camino a seguir y envía la lluvia sobre la tierra que diste en herencia a tu pueblo. Cuando en el país haya hambre, a causa de la sequía o de plagas de hongos, saltamontes o pulgón; o porque el enemigo asedia las ciudades del país; o por cualquier calamidad o enfermedad; si un individuo o todo tu pueblo de Israel, arrepentido de corazón, te dirige cualquier súplica o plegaria con las manos extendidas hacia este lugar, escucha tú desde el cielo, el lugar donde habitas, perdona y actúa, pagando a cada cual según su conducta, pues conoces su corazón. Porque solo tú conoces el corazón de todos los humanos. Así te respetarán mientras vivan sobre la tierra que diste a nuestros antepasados. Cuando incluso el extranjero que no pertenece a tu pueblo Israel, venga de un país lejano, atraído por tu fama (porque oirán hablar de tu gran fama, de tu mano fuerte y de tu brazo poderoso), y llegue a orar en este Templo, escucha tú desde el cielo, el lugar donde habitas, y concédele lo que te pida, para que todos los pueblos de la tierra reconozcan tu fama, te respeten, como lo hace tu pueblo Israel, y sepan que tu nombre es invocado en este Templo que he construido. Cuando tu pueblo salga a luchar contra el enemigo, siguiendo tus órdenes, y ore al Señor vuelto hacia la ciudad que has elegido y al Templo que he construido en tu honor, escucha desde el cielo sus plegarias y súplicas y hazles justicia. Y cuando pequen contra ti, pues nadie está libre de pecado, y tú, enfurecido contra ellos, los entregues al enemigo para que los lleve cautivos a un país enemigo, lejano o cercano, si en el país adonde hayan sido deportados recapacitan, se arrepienten y te suplican, reconociendo su pecado, su delito y su culpa, si en el país de los enemigos que los hayan deportado, se convierten a ti de todo corazón y con toda el alma y te suplican vueltos a la tierra que diste a sus antepasados, a la ciudad que has elegido y al Templo que he construido en tu honor, escucha desde el cielo, el lugar donde habitas, sus plegarias y súplicas y hazles justicia. Perdona a tu pueblo sus pecados y todas las rebeldías que han cometido contra ti e inspira compasión en sus deportadores, para que se compadezcan de ellos; pues ellos son tu pueblo y tu heredad, a quienes sacaste de Egipto y de su horno de hierro. Mantén tus ojos abiertos a las súplicas de tu siervo y de tu pueblo Israel, para escucharlos cuando te invoquen, pues tú, Señor Dios, los apartaste como propiedad entre todos los pueblos de la tierra, tal como dijiste por medio de tu siervo Moisés, cuando sacaste a nuestros antepasados de Egipto. Una vez que Salomón terminó de dirigir al Señor todas estas plegarias y súplicas, se levantó ante el altar del Señor, donde estaba arrodillado con las manos alzadas hacia el cielo, y puesto en pie bendijo a toda la asamblea de Israel, diciendo en voz alta: —Bendito sea el Señor que ha concedido el descanso a su pueblo Israel, tal como había prometido. No ha fallado ni una sola de todas las promesas que hizo por medio de su siervo Moisés. Que el Señor, nuestro Dios, esté a nuestro lado, como estuvo al lado de nuestros antepasados; que no nos deje ni nos abandone. Que oriente nuestros corazones hacia él, para que sigamos todos sus caminos y cumplamos todos los mandamientos, preceptos y decretos que dio a nuestros antepasados. Que el Señor, nuestro Dios, tenga presentes noche y día estas súplicas que he dirigido al Señor y que haga justicia a su siervo y a su pueblo Israel, según las necesidades de cada día, para que todos los pueblos de la tierra reconozcan que el Señor es Dios y que no hay otro. Y que vuestro corazón pertenezca íntegramente al Señor, nuestro Dios, cumpliendo sus preceptos y guardando sus mandamientos, como en este día. El rey y todo Israel con él ofrecieron sacrificios al Señor. Salomón sacrificó veintidós mil toros y ciento veinte mil corderos, como sacrificio de comunión en honor del Señor. Así dedicaron el rey y todos los israelitas el Templo del Señor. Aquel día el rey consagró el interior del atrio que hay delante del Templo del Señor, ofreciendo allí los holocaustos, las ofrendas y la grasa de los sacrificios de comunión, pues el altar de bronce que hay delante del Señor era demasiado pequeño para contener los holocaustos, las ofrendas y la grasa de los sacrificios de comunión. En aquella ocasión Salomón y con él todo Israel, una gran asamblea venida desde el paso de Jamat hasta el torrente de Egipto, celebraron la fiesta religiosa ante el Señor nuestro Dios durante siete días; al octavo día despidió al pueblo. Ellos bendijeron al rey y se marcharon a sus casas alegres y felices por todos los beneficios que el Señor había concedido a su siervo David y a su pueblo Israel. Cuando Salomón terminó de construir el Templo del Señor, el palacio real y todo cuanto deseaba hacer, se le apareció el Señor por segunda vez, como se le había aparecido en Gabaón, y le dijo: —He escuchado las súplicas y plegarias que me has dirigido. He consagrado este Templo que has construido como residencia perpetua de mi nombre: aquí estarán siempre mis ojos y mi corazón. Si tú procedes conmigo, como hizo tu padre David, con rectitud e integridad de corazón, cumpliendo lo que te he mandado y guardando mis preceptos y decretos, reafirmaré para siempre tu reinado sobre Israel, tal como prometí a tu padre David: «No te faltarán descendientes en el trono de Israel». Pero si vosotros y vuestros hijos me abandonáis, si dejáis de observar los mandamientos y preceptos que os he dado y os vais a servir y a adorar a otros dioses, arrancaré a Israel de la tierra que le he dado, rechazaré este Templo que he consagrado a mi nombre, e Israel quedará convertido en refrán y burla de todos los pueblos. Este Templo quedará en ruinas y todo el que pase a su lado silbará extrañado y preguntará: «¿Por qué ha tratado así el Señor a este país y a este Templo?». Entonces le responderán: «Porque abandonaron al Señor, su Dios, que sacó a sus antepasados de Egipto, y se aferraron a otros dioses para adorarlos y servirlos. Por eso el Señor ha hecho caer sobre ellos todos estos castigos». En un período de veinte años Salomón construyó los dos edificios: el Templo del Señor y el palacio real. Jirán, el rey de Tiro, proporcionó a Salomón madera de cedro y de pino y todo el oro que quiso. Entonces el rey Salomón entregó a Jirán veinte ciudades en la región de Galilea. Jirán salió de Tiro para inspeccionar las ciudades que le había entregado Salomón, pero no le gustaron y le dijo: —¡Qué ciudades que me has dado, hermano! Y les puso el nombre de Tierra Kabul, que permanece actualmente. Jirán, por su parte, había mandado al rey Salomón ciento veinte talentos de oro. He aquí la explicación del reclutamiento de trabajadores que hizo el rey Salomón para construir el Templo del Señor y su palacio, el terraplén, la muralla de Jerusalén, Jasor, Meguido y Guézer. El faraón, rey de Egipto, había hecho una incursión y había capturado Guézer. Tras incendiarla y matar a los cananeos que la habitaban, se la había entregado como dote a su hija, la esposa de Salomón. Luego Salomón reconstruyó Guézer, Bet Jorón de Abajo, Balat y Tamar en el desierto del país, las ciudades de avituallamiento que tenía, las postas de carros y caballos y todo cuanto quiso construir en Jerusalén, en el Líbano y en todo el territorio de su soberanía. A todos los supervivientes de los amorreos, hititas, fereceos, jeveos y jebuseos que no eran israelitas, y que eran descendientes de aquellos que habían quedado en el país porque los israelitas no habían podido exterminarlos, Salomón los sometió a trabajos forzados. Y así siguen en la actualidad. En cuanto a los israelitas, no los sometió a trabajos forzados, pues eran sus soldados, sus servidores, sus oficiales, sus escuderos y los encargados de sus carros y caballos. Los capataces que Salomón había puesto al frente de sus obras eran quinientos cincuenta y supervisaban a la gente que trabajaba en sus obras. Cuando la hija del faraón se trasladó desde la ciudad de David al palacio que Salomón le había construido, este levantó el terraplén. Tres veces al año Salomón ofrecía holocaustos y sacrificios de comunión sobre el altar que había construido al Señor, quemaba incienso ante el Señor y mantenía el Templo. El rey Salomón organizó una flota en Esionguéber, junto a Elat, en la costa del mar Muerto, en territorio de Edom. Y Jirán envió para la flota a sus servidores como tripulantes y marineros expertos, junto con los servidores de Salomón. Llegaron hasta Ofir y trajeron de allí al rey Salomón unos cuatrocientos veinte talentos de oro. La reina de Sabá tuvo noticia de la fama de Salomón para gloria del Señor y vino a ponerlo a prueba con enigmas. Llegó a Jerusalén con una magnífica caravana de camellos cargados de perfumes, oro en abundancia y piedras preciosas. Cuando se presentó ante Salomón le formuló todas las cuestiones que traía. Salomón contestó a todas sus preguntas: no hubo ninguna tan difícil que el rey no supiera responder. Cuando la reina de Sabá comprobó toda la sabiduría de Salomón, el palacio que había construido, los manjares de su mesa, la disposición de sus comensales, la compostura y los uniformes de sus camareros, las bebidas y los holocaustos que ofrecía en el Templo del Señor, se quedó asombrada y dijo al rey: —¡Es cierto lo que había oído en mi país acerca de tus palabras y de tu sabiduría! Yo no me lo creía, hasta que he venido y lo he visto con mis propios ojos. Pero no me habían contado ni la mitad, pues tu sabiduría y riquezas superan las noticias que tenía. ¡Felices tus esposas y cortesanos, que están siempre a tu lado disfrutando de tu sabiduría! ¡Bendito sea el Señor, tu Dios, que ha tenido a bien ponerte en el trono de Israel y, por el amor eterno a su pueblo, te ha designado rey para garantizar la justicia y el derecho! La reina regaló al rey ciento veinte talentos de oro, gran cantidad de perfumes y piedras preciosas. Nunca habían llegado tantos perfumes como los que la reina de Sabá regaló al rey Salomón. Además, la flota de Jirán, que había traído el oro de Ofir, trajo también gran cantidad de madera de sándalo y piedras preciosas. Con la madera de sándalo el rey hizo barandas para el Templo del Señor y para el palacio real y cítaras y arpas para los músicos. Madera como aquella no ha vuelto a llegar ni se ha visto hasta el presente. El rey Salomón, por su parte, dio a la reina de Sabá todo cuanto ella quiso y pidió, aparte de los regalos que él le hizo de acuerdo con su generosidad. Luego la reina y su séquito regresaron a su país. Salomón recibía anualmente seiscientos sesenta y seis talentos de oro, sin contar el oro que llegaba de los mercaderes, del tráfico de los comerciantes, de todos los reyes de Arabia y de los gobernadores del país. El rey Salomón mandó hacer doscientos escudos chapados en oro, de seiscientos siclos de oro cada uno, y otros trescientos escudos más pequeños, también chapados en oro, de tres minas de oro cada uno, y los colocó en el edificio del Bosque del Líbano. El rey mandó hacer también un gran trono de marfil, recubierto de oro fino. El trono tenía seis escalones, un respaldo rematado en un dosel circular y dos brazos a ambos lados del asiento, con dos leones de pie junto a los brazos y otros doce leones, también de pie, a ambos lados de los seis escalones. Nunca se había hecho nada parecido en ningún reino. Toda la vajilla del rey Salomón era de oro y también los objetos del edificio del Bosque del Líbano eran de oro puro. No había nada de plata, pues en tiempos de Salomón estaba devaluada. El rey tenía en el mar una flota de Tarsis, junto con la de Jirán, y cada tres años llegaba la flota de Tarsis, cargada de oro, plata, marfil, monos y pavos reales. El rey Salomón superó a todos los reyes de la tierra en riquezas y en sabiduría; así que todo el mundo quería conocerlo para escuchar la sabiduría que Dios le había concedido. Y cada cual le traía su regalo: objetos de plata y oro, vestidos, armas, perfumes, caballos y mulos. Y así, año tras año. Salomón también reunió carros y caballos: llegó a tener mil cuatrocientos carros y doce mil caballos que guardaba en las ciudades con establos y junto al propio rey en Jerusalén. El rey hizo que en Jerusalén hubiera tanta plata como piedras y tantos cedros como higueras silvestres en la llanura. Los caballos de Salomón provenían de Egipto y de Quevé, donde los compraban los proveedores del rey. El carro importado de Egipto valía seiscientos siclos de plata y el caballo, ciento cincuenta, exactamente igual que los exportados a los reinos hititas y arameos por los mismos proveedores. Además de la hija del faraón, el rey Salomón se enamoró de muchas mujeres extranjeras: moabitas, amonitas, edomitas, fenicias e hititas, mujeres de las naciones acerca de las cuales el Señor había prevenido a los israelitas: «No os unáis a ellas ni ellas a vosotros, porque seguramente desviarán vuestro corazón tras sus dioses». Pero Salomón, con sus amores, se unió a ellas y tuvo setecientas esposas de sangre real y trescientas concubinas, que desviaron su corazón. Cuando Salomón llegó a viejo, sus mujeres desviaron su corazón tras otros dioses y ya no perteneció íntegramente al Señor, como el corazón de su padre David. Salomón siguió a Astarté, diosa de los sidonios, y a Milcón, abominable ídolo de los amonitas. Ofendió con su conducta al Señor y no siguió fielmente al Señor, como lo había seguido su padre David. Entonces construyó en el monte que hay frente a Jerusalén un santuario a Quemós, abominable ídolo de Moab, y otro a Milcón, abominable ídolo de los amonitas. Y lo mismo hizo para todas sus mujeres extranjeras, que quemaban incienso y ofrecían sacrificios a sus dioses. El Señor se encolerizó contra Salomón por haber apartado su corazón del Señor, Dios de Israel, que se le había aparecido dos veces, y que le había ordenado expresamente no seguir a otros dioses. Pero Salomón había desobedecido la orden del Señor. Entonces el Señor dijo a Salomón: —Por haber actuado así conmigo, por no haber guardado mi alianza y las leyes que te di, te voy a quitar el reino para dárselo a uno de tus servidores. Pero no lo haré mientras vivas, en consideración a tu padre David, sino que se lo quitaré a tu hijo. Y tampoco le quitaré todo el reino, pues dejaré una tribu a tu hijo, en consideración a David, tu padre, y a Jerusalén, mi ciudad preferida. El Señor hizo surgir contra Salomón un adversario, el edomita Hadad, de la familia real de Edom. Cuando David derrotó a Edom, el jefe del ejército, que era Joab, subió a enterrar a los caídos y mató a todos los hombres de Edom. Durante seis meses permaneció allí, con todos los israelitas, hasta aniquilar a todos los hombres de Edom. Pero Hadad, que era entonces un muchacho, huyó a Egipto con algunos edomitas, servidores de su padre. Partieron de Madián y llegaron a Parán, donde se les agregaron algunos hombres de allí. Luego llegaron a Egipto y se presentaron al faraón, rey de Egipto, que proporcionó casa a Hadad, le asignó manutención y le regaló tierras. Hadad se ganó de tal manera el aprecio del faraón, que este le dio por esposa a su cuñada, la hermana de Tajfnes, la reina madre. La hermana de Tajfnes le dio un hijo, llamado Guenubat, que fue criado por Tajfnes en el palacio real, con los hijos del faraón. Cuando Hadad se enteró en Egipto de que David y Joab, el general del ejército, habían muerto, dijo al faraón: —Déjame ir a mi tierra. El faraón le contestó: —¿Qué es lo que echas de menos a mi lado, para que quieras irte ahora a tu tierra? Él respondió: —Nada, pero, por favor, déjame marchar. Dios también hizo surgir contra Salomón otro adversario, Rezón, hijo de Elyada, que había huido de su amo, Adadézer, rey de Sobá. Había reunido consigo unos cuantos hombres y se había convertido en jefe de bandidos. Cuando David los atacó, ellos huyeron a Damasco y se establecieron allí, llegando a reinar en Damasco. Fue enemigo de Israel mientras vivió Salomón. Y este era el peligro que representaba Hadad: odiaba a Israel y reinó sobre Aram. Jeroboán, hijo de Nabat, era oriundo de Seredá. Su madre se llamaba Seruá y era viuda. Siendo servidor de Salomón, se rebeló contra el rey. Las circunstancias de su rebelión contra el rey fueron estas: Salomón estaba construyendo el terraplén para cerrar la brecha de la ciudad de su padre David. Jeroboán era un tipo fuerte y competente, y cuando Salomón advirtió cómo trabajaba el joven, lo puso al frente de todos los trabajadores de la casa de José. Un día en que Jeroboán salía de Jerusalén, se encontró en el camino con el profeta Ajías de Siló. Este iba cubierto con un manto nuevo y estaban los dos solos en el campo. Ajías cogió el manto que llevaba puesto, lo rasgó en doce trozos y dijo a Jeroboán: —Quédate con diez trozos, pues esto dice el Señor, Dios de Israel: Voy a quitarle el reino a Salomón y voy a darte a ti diez tribus. A él le dejaré una tribu, en consideración a David, mi siervo, y a Jerusalén, mi ciudad preferida entre todas las tribus de Israel. Lo haré así porque me ha abandonado para adorar a Astarté, diosa fenicia, a Quemós, dios moabita, y a Milcón, dios de los amonitas; y no ha seguido mis caminos, ni ha practicado lo que me agrada, mis mandatos y decretos, lo que sí hizo su padre David. Pero no le quitaré todo el reino, sino que lo mantendré como rey mientras viva, en consideración a mi siervo David, a quien elegí y quien guardó mis mandatos y leyes. Le quitaré el reino a su hijo, y a ti te daré diez tribus. A su hijo le dejaré solo una tribu, para que mi siervo David conserve siempre su lámpara ante mí en Jerusalén, la ciudad que escogí como residencia de mi nombre. En cuanto a ti, yo te tomaré para que reines donde desees y para que seas el rey de Israel. Si obedeces mis órdenes, sigues mis caminos y te comportas rectamente, guardando mis leyes y mandatos, como hizo mi siervo David, yo estaré contigo, te garantizaré una dinastía estable, como la garanticé a David y te entregaré a Israel. Sin embargo, castigaré a la descendencia de David por este motivo, aunque no para siempre. Salomón intentaba matar a Jeroboán, pero él huyó a Egipto con el rey Sisac y permaneció allí hasta la muerte de Salomón. El resto de la historia de Salomón, sus hechos y su sabiduría están escritos en el libro de la Historia de Salomón. Salomón reinó en Jerusalén sobre todo Israel durante cuarenta años. Cuando murió, lo enterraron en la ciudad de su padre David. Su hijo Roboán le sucedió en el trono. Roboán fue a Siquén, adonde había acudido todo Israel para proclamarlo rey. Cuando se enteró de ello Jeroboán, el hijo de Nabat, que se había refugiado en Egipto huyendo del rey Salomón, regresó de Egipto. Lo mandaron llamar y Jeroboán llegó con toda la asamblea de Israel para decir a Roboán: —Tu padre nos impuso un yugo insoportable. Si tú aligeras ahora la dura servidumbre y el yugo insoportable que tu padre nos impuso, nosotros te serviremos. Él les respondió: —Marchaos y volved a verme dentro de tres días. La gente se marchó y el rey Roboán pidió consejo a los ancianos que habían asistido a su padre Salomón, mientras vivió: —¿Qué me aconsejáis responder a esta gente? Ellos le dijeron: —Si hoy te conviertes en servidor de esta gente, si los atiendes y les respondes con buenas palabras, ellos te servirán de por vida. Pero Roboán desoyó el consejo que le dieron los ancianos y consultó a los jóvenes que se habían criado con él y que ahora estaban a su servicio. Él les preguntó: —¿Qué me aconsejáis vosotros responder a esta gente que me ha pedido que les suavice el yugo que les impuso mi padre? Los jóvenes que se habían criado con él le respondieron: —Esa gente te ha dicho: «Tu padre nos impuso un yugo insoportable, aligéranoslo tú». Diles tú lo siguiente: «Mi dedo meñique es más gordo que la cintura de mi padre: si mi padre os cargó con un yugo insoportable, yo aumentaré vuestra carga; si mi padre os castigaba con azotes, yo os castigaré a latigazos». Al tercer día, Jeroboán y todo el pueblo fueron a ver a Roboán, tal y como el rey les había dicho. Pero el rey respondió al pueblo con dureza, desoyendo el consejo que le habían dado los ancianos, y les habló siguiendo el consejo de los jóvenes: —Mi padre os impuso un yugo insoportable, pero yo aumentaré vuestra carga. Mi padre os castigó con azotes, pero yo os castigaré a latigazos. Y el rey no quiso escuchar al pueblo, según la decisión del Señor, para cumplir así la promesa que había hecho a Jeroboán, hijo de Nabat, por medio de Ajías de Siló. Cuando todos los israelitas vieron que el rey no les hacía caso, le replicaron diciendo: —¡No tenemos nada que ver con David, ni repartimos herencia con el hijo de Jesé! ¡A tus tiendas, Israel! Y que ahora David se preocupe de su casa. Y los israelitas marcharon a sus casas. Roboán siguió reinando sobre los israelitas que residían en las ciudades de Judá. El rey Roboán envió a Adonirán, jefe de los trabajos forzados, pero los israelitas lo apedrearon hasta matarlo; entonces el rey Roboán tuvo que apresurarse a subir en su carro para huir a Jerusalén. Así fue como Israel se rebeló contra la dinastía de David hasta el día de hoy. Cuando los israelitas se enteraron del regreso de Jeroboán, mandaron a llamarlo ante la asamblea y lo proclamaron rey sobre todo Israel. Y solo la tribu de Judá siguió fiel a la dinastía de David. Cuando Roboán llegó a Jerusalén, reunió a ciento ochenta mil guerreros escogidos de toda la casa de Judá y de la tribu de Benjamín, para atacar a la casa de Israel y devolver el reino a Roboán, hijo de Salomón. Pero Dios dirigió este mensaje al profeta Semaías: —Di a Roboán, hijo de Salomón y rey de Judá, a toda la casa de Judá y Benjamín y al resto del pueblo: «Esto dice el Señor: No vayáis a luchar contra vuestros hermanos, los israelitas; que todos vuelvan a sus casas, pues esto ha sucedido por voluntad mía». Ellos obedecieron la palabra del Señor y suspendieron el ataque, como el Señor les había ordenado. Jeroboán fortificó Siquén, en la montaña de Efraín, y se estableció allí. Luego salió de Siquén y fortificó Penuel. Entonces Jeroboán pensó: «El reino podría volver a la dinastía de Judá. Si esta gente sube a Jerusalén a ofrecer sacrificios en el Templo del Señor, su corazón se volverá hacia su señor Roboán, el rey de Judá; luego me matarán a mí y regresarán con Roboán, el rey de Judá». Así que el rey pidió consejo y mandó hacer dos becerros de oro. Después dijo a los israelitas: —Ya no tenéis que ir más a Jerusalén. ¡Israel, aquí tienes a tu Dios, el que te sacó de Egipto! Y colocó un becerro en Betel y otro en Dan. Esto se convirtió en ocasión de pecado, pues la gente iba hasta Betel y Dan para adorarlos. Construyó también santuarios en los montes y nombró sacerdotes a gentes del pueblo que no eran de la tribu de Leví. Declaró festivo el día quince del mes octavo, imitando la fiesta que se celebraba en Judá, y subió al altar que había erigido en Betel a ofrecer sacrificios a los ídolos que había mandado hacer. Estableció en Betel a los sacerdotes de los santuarios que había construido. Subió al altar que había erigido en Betel el día quince del mes octavo, un mes elegido a su gusto. Instituyó una fiesta para los israelitas y subió al altar a quemar incienso. Mientras Jeroboán estaba junto al altar quemando incienso, llegó a Betel desde Judá un hombre de Dios enviado por el Señor, que se puso a gritar contra el altar, por orden del Señor: —¡Altar, altar! Esto dice el Señor: «Nacerá un descendiente de David, llamado Josías, que sacrificará sobre ti a los sacerdotes de los santuarios que ofrecen incienso sobre ti y quemará sobre ti huesos humanos». E inmediatamente el profeta ofreció una señal, diciendo: —He aquí la prueba de lo que el Señor ha dicho: el altar va a romperse en pedazos y se esparcirán las cenizas que hay en él. Cuando el rey escuchó las palabras que el profeta gritaba contra el altar de Betel, extendió su mano desde el altar y ordenó: —Apresadlo. Pero la mano que había levantado contra él se le quedó rígida y no podía bajarla. El altar se rompió en pedazos y se esparcieron sus cenizas, de acuerdo con la señal que el hombre de Dios había anunciado por orden del Señor. Entonces el rey suplicó al hombre de Dios: —Por favor, aplaca al Señor, tu Dios, e intercede por mí para que pueda mover mi mano. El hombre de Dios aplacó al Señor y el rey volvió a mover su mano, que se le quedó como antes. Luego el rey le dijo: —Acompáñame a palacio a comer algo, que quiero hacerte un regalo. Pero el hombre de Dios respondió al rey: —No iré contigo, ni aunque me dieses la mitad de tu palacio. No puedo comer ni beber nada en este lugar, pues el Señor me ha ordenado que no coma ni beba nada, ni regrese por el mismo camino que he venido. Así que se fue por otro camino y no regresó por el camino que le había traído hasta Betel. Vivía entonces en Betel un profeta anciano. Sus hijos llegaron a contarle lo que aquel hombre de Dios había hecho ese día en Betel y lo que le había dicho al rey. El padre les preguntó: —¿Qué camino ha tomado? Sus hijos le indicaron el camino que había tomado el hombre de Dios venido de Judá, y él les ordenó: —Aparejadme el burro. Ellos se lo aparejaron. Entonces él se subió al burro, marchó tras el hombre de Dios y lo encontró sentado debajo de una encina. Entonces le preguntó: —¿Eres tú el hombre de Dios que ha venido de Judá? El otro respondió: —Yo soy. El primero le dijo: —Acompáñame a casa a comer algo. El otro le contestó: —No puedo volver contigo ni acompañarte. No comeré ni beberé nada contigo en este lugar, pues el Señor me ha ordenado que no coma ni beba nada aquí y que no regrese por el mismo camino por el que he venido. Pero el anciano insistió: —Yo también soy profeta, como tú, y un ángel me ha ordenado, de parte del Señor, que te lleve conmigo a mi casa para que comas y bebas algo. Así lo engañó y el otro fue con él a comer y beber en su casa. Mientras estaban sentados a la mesa, el Señor habló al profeta que lo había hecho volver y este gritó al hombre de Dios venido de Judá: —Esto dice el Señor: Por haber desobedecido las órdenes del Señor y no haber cumplido el mandato que te dio, regresando a comer y beber a este lugar donde él te lo había prohibido, tu cadáver no será enterrado en la sepultura de tus padres. Cuando terminó de comer y beber, aparejó el burro del profeta al que había hecho volver. Este se marchó, pero en el camino un león le salió al encuentro y lo mató. Su cadáver quedó tendido en el camino, mientras el burro y el león se quedaban de pie junto a él. Pasaron unos hombres que vieron el cadáver tendido en el camino y al león de pie junto a él y fueron a dar la noticia a la ciudad donde vivía el profeta anciano. Cuando este se enteró, comentó: —Ese es el profeta que desobedeció el mandato del Señor; por eso el Señor lo ha entregado al león, que lo ha despedazado y matado, tal y como le anunció el Señor. Entonces ordenó a sus hijos: —Aparejadme el burro. Cuando se lo aparejaron, él partió y encontró el cadáver tendido en el camino y al burro y al león de pie junto al cadáver. El león no había devorado el cadáver ni despedazado al burro. El profeta recogió el cadáver del hombre de Dios, lo cargó en el burro y regresó con él a su ciudad para hacerle duelo y enterrarlo. Lo enterró en su propia sepultura y le cantaron la elegía «¡Ay, hermano mío!». Después de enterrarlo, dijo a sus hijos: —Cuando yo muera, enterradme en la sepultura donde está enterrado el hombre de Dios y poned mis huesos junto a los suyos; porque inexorablemente se cumplirá la amenaza que lanzó, por orden del Señor, contra el altar de Betel y contra todos los santuarios de los montes que hay en las ciudades de Samaría. Después de todo esto, Jeroboán no abandonó su mala conducta; al contrario, volvió a nombrar sacerdotes de los santuarios a gente del pueblo. A todo el que lo deseaba, lo consagraba sacerdote de los santuarios. Este fue el pecado de la dinastía de Jeroboán, por lo que fue exterminada y borrada del mapa. En aquellos días cayó enfermo Abías, el hijo de Jeroboán, y este dijo a su mujer: —Anda, disfrázate, para que nadie sepa que eres mi mujer, y vete a Siló, donde vive el profeta Ajías, el que me anunció que sería rey de este pueblo. Llévale diez panes, unas tortas y un tarro de miel, y preséntate a él, pues él te dirá lo que le sucederá al niño. La mujer de Jeroboán lo hizo así; se preparó, marchó a Siló y llegó a la casa de Ajías. Aunque Ajías no podía ver, pues estaba casi ciego a causa de la vejez, el Señor le había advertido: —Va a venir la mujer de Jeroboán a consultarte sobre su hijo, que está enfermo. Ella vendrá disfrazada y tú le dirás esto y esto. Cuando Ajías escuchó el ruido de sus pasos al entrar por la puerta, dijo: —Pasa, mujer de Jeroboán. ¿Por qué te haces pasar por otra? Tengo que darte malas noticias. Ve y di a Jeroboán: «Esto dice el Señor: Yo te saqué de en medio del pueblo y te convertí en jefe de mi pueblo Israel. Yo le quité el reino a la dinastía de David para dártelo a ti. Pero tú no te has parecido a mi siervo David, que guardó mis mandamientos y me siguió de corazón actuando correctamente ante mí. Al contrario, te has portado peor que todos tus antecesores, pues has llegado a fabricarte dioses distintos e ídolos para ofenderme, mientras a mí me volvías la espalda. Por eso, yo voy a traer la desgracia a la familia de Jeroboán: exterminaré a todos sus varones, esclavos o libres, y barreré su descendencia por completo, como se barre la basura. Al que de los suyos muera en la ciudad lo devorarán los perros; al que muera en el campo lo devorarán las aves del cielo. ¡Lo ha dicho el Señor! En cuanto a ti, prepárate a volver a casa, pues cuando entres en la ciudad, el niño morirá. Todo Israel lo llorará y lo enterrará. Será el único de la familia de Jeroboán que descansará en una sepultura, pues solo en él, entre toda su familia, ha encontrado algo bueno el Señor, Dios de Israel. El Señor se elegirá un rey en Israel que acabará ese día con la dinastía de Jeroboán. El Señor golpeará a Israel como un carrizo sacudido por el agua; arrancará a Israel de esta buena tierra que dio a sus antepasados y lo dispersará al otro lado del Éufrates, porque se fabricaron columnas sagradas, ofendiendo con ello al Señor. El Señor castigará a Israel por los pecados que Jeroboán ha cometido y los que ha hecho cometer a Israel». La mujer de Jeroboán emprendió el regreso, llegó a Tirsá y, al cruzar el umbral de su casa, el niño murió. Lo enterraron y todo Israel hizo duelo por él, como el Señor había anunciado por medio de su siervo, el profeta Ajías. El resto de la historia de Jeroboán, sus batallas y su reinado, están escritos en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Jeroboán reinó veintidós años. Cuando murió, su hijo Nadab le sucedió como rey. Roboán, hijo de Salomón, tenía cuarenta y un años cuando comenzó a reinar sobre Judá. Reinó durante diecisiete años en Jerusalén, la ciudad que el Señor había elegido entre todas las tribus de Israel como residencia de su nombre. Su madre se llamaba Naamá y era amonita. Judá ofendió al Señor provocando su ira más que sus antepasados con los pecados que cometieron. También ellos se construyeron santuarios en los montes, columnas y postes sagrados sobre todas las colinas prominentes y debajo de todos los árboles frondosos. Incluso se permitió la prostitución sagrada en el país e imitaron todas las infamias de las naciones que el Señor había expulsado ante los israelitas. El quinto año del reinado de Roboán, Sisac el rey de Egipto atacó Jerusalén. Saqueó los tesoros del Templo y los del palacio real y se lo llevó todo. También se llevó todos los escudos de oro que Salomón había mandado hacer. El rey Roboán los sustituyó con escudos de bronce y los puso al cuidado de los jefes de la escolta que custodiaban la entrada del palacio real. Cada vez que el rey entraba al Templo del Señor, la escolta los llevaba y luego los devolvía a la sala de guardia. El resto de la historia de Roboán y todo lo que hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá. Roboán y Jeroboán estuvieron siempre en guerra. Cuando murió Roboán, fue enterrado con sus antepasados en la ciudad de David. Su hijo Abías le sucedió como rey. Abías comenzó a reinar en Judá en el año décimo octavo del reinado de Jeroboán, hijo de Nabat. Reinó en Jerusalén durante tres años. Su madre se llamaba Maacá y era hija de Absalón. Cometió los mismos pecados que había cometido su padre, antes que él, y no fue enteramente fiel al Señor, su Dios, como lo había sido su antepasado David. En consideración a David, el Señor, su Dios, le mantuvo una lámpara encendida en Jerusalén, concediéndole un sucesor y manteniendo a Jerusalén. Pues David había actuado correctamente ante el Señor, sin desviarse de sus preceptos en toda su vida, salvo en el asunto de Urías, el hitita. Roboán y Jeroboán estuvieron siempre en guerra. El resto de la historia de Abías y todo cuanto hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá; entre Abías y Jeroboán hubo una permanente hostilidad. Cuando murió Abías, fue enterrado en la ciudad de David y su hijo Asá le sucedió como rey. El rey Asá comenzó a reinar en Judá en el año vigésimo del reinado de Jeroboán de Israel. Reinó en Jerusalén durante cuarenta y un años. Su abuela se llamaba Maacá y era hija de Absalón. Asá agradó al Señor con su conducta, como su antepasado David. Abolió la prostitución sagrada en el país y retiró todos los ídolos fabricados por sus antepasados. Incluso destituyó de su título real a su abuela Maacá por haber dedicado una imagen abominable a Astarté; Asá destruyó la imagen y la quemó en el torrente Cedrón. No desaparecieron los santuarios locales de los montes, pero Asá fue totalmente fiel al Señor durante toda su vida. Llevó al Templo del Señor las ofrendas de su padre y las suyas propias: oro, plata y otros objetos. Asá y Basá, el rey de Israel, estuvieron permanentemente en guerra. Basá, el rey de Israel, atacó a Judá y fortificó Ramá, para cortar las comunicaciones a Asá, el rey de Judá. Asá cogió todo el oro y la plata que quedaban en los tesoros del Templo del Señor y del palacio real y se los envió por medio de sus servidores a Benadad, hijo de Tabrimón y nieto de Jezyón, rey de Aram, que residía en Damasco, con este mensaje: —Hagamos un pacto tú y yo, como lo hicieron nuestros padres. Te envío plata y oro como regalo. Rompe tu pacto con Basá, para que deje de atacarme. Benadad aceptó la propuesta del rey Asá y envió a los jefes de sus ejércitos contra las ciudades de Israel, que atacaron Iyón, Dan, Abel Bet Maacá y toda la región de Kinéret hasta el territorio de Neftalí. Cuando se enteró Basá, dejó de fortificar Ramá y regresó a Tirsá. Entonces el rey Asá convocó a todo Judá, sin excepción, se llevaron de Ramá las piedras y la madera que Basá había empleado para fortificarla y con ellas fortificó Guibeá de Benjamín y Mispá. El resto de la historia de Asá, todas sus hazañas y gestas y las ciudades que fortificó, está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá. En su vejez, Asá enfermó de gota. Cuando Asá murió, fue enterrado con sus antepasados en la ciudad de David, y su hijo Josafat le sucedió como rey. Nadab, hijo de Jeroboán, empezó a reinar en Israel en el segundo año del reinado de Asá en Judá y reinó sobre Israel durante dos años. Nadab ofendió al Señor, siguió los pasos de su padre e imitó los pecados que este hizo cometer a Israel. Basá, hijo de Ajías, de la tribu de Isacar, se sublevó contra él y lo mató en Guibetón, ciudad filistea que Nadab estaba sitiando con todos los israelitas. Basá lo mató en el año tercero del reinado de Asá de Judá y lo suplantó como rey. Cuando subió al trono mató a toda la familia de Jeroboán, hasta exterminarla completamente, tal y como el Señor había anunciado por medio de su siervo Ajías, el de Siló, a causa de los pecados que Jeroboán cometió e hizo cometer a Israel, provocando con ellos la ira del Señor, Dios de Israel. El resto de la historia de Nadab y todo lo que hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Asá y Basá, rey de Israel, estuvieron permanentemente en guerra. Basá, hijo de Ajías, comenzó a reinar sobre Israel en Tirsá el tercer año del reinado de Asá en Judá y reinó durante veinticuatro años. Basá ofendió al Señor, siguió los pasos de Jeroboán e imitó los pecados que hizo este cometer a Israel. El Señor dirigió su palabra a Jehú, el hijo de Jananí, contra Basá, en estos términos: —Yo te saqué de la nada y te convertí en jefe de mi pueblo Israel; pero tú has seguido los pasos de Jeroboán y has hecho pecar a mi pueblo Israel, que me ha ofendido con sus pecados. Por eso, voy a eliminar a Basá y a su dinastía, dejándola como la dinastía de Jeroboán, el hijo de Nabat. A los de Basá que mueran en la ciudad los devorarán los perros, y al que muera en el campo lo devorarán las aves del cielo. El resto de la historia de Basá, lo que hizo y sus hazañas, está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Cuando murió Basá, fue enterrado en Tirsá y su hijo Elá le sucedió como rey. El Señor habló por medio del profeta Jehú, hijo de Jananí, contra Basá y contra su familia por haber ofendido al Señor, irritándolo con sus obras a imitación de la familia de Jeroboán, y por haber exterminado la dinastía de Jeroboán. Elá, hijo de Basá, empezó a reinar sobre Israel en Tirsá el año vigésimo sexto del reinado de Asá en Judá y reinó durante dos años. Su oficial Zimrí, jefe de la mitad de los carros, se sublevó contra él mientras se emborrachaba en casa de Arsá, mayordomo de palacio. Zimrí entró, lo mató y lo suplantó como rey en el año vigésimo séptimo del reinado de Asá en Judá. Cuando subió al trono y comenzó a reinar, mató a toda la familia de Basá, sin dejar a uno solo con vida, pariente o amigo. Zimrí exterminó a toda la familia de Basá, tal y como había anunciado el Señor a Basá por medio del profeta Jehú, a causa de los pecados de Basá y los de su hijo Elá: los que ellos cometieron y los que hicieron cometer a Israel, irritando al Señor, Dios de Israel, con sus ídolos. El resto de la historia de Elá y todo cuanto hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Zimrí comenzó a reinar en Tirsá el año vigésimo séptimo del reinado de Asá en Judá y reinó durante siete días. Mientras el ejército estaba acampado junto a la ciudad filistea de Guibetón, la gente se enteró de que Zimrí se había sublevado y había matado al rey. Y aquel mismo día en el campo de batalla todos los israelitas proclamaron rey de Israel a Omrí, general del ejército. Entonces Omrí, acompañado de todo el ejército israelita, subió desde Guibetón a sitiar Tirsá. Cuando Zimrí vio que la ciudad había sido tomada, se metió en el alcázar del palacio real, prendió fuego al palacio y murió. Sucedió así por los pecados que cometió, ofendiendo al Señor y siguiendo los pasos de Jeroboán, y por los pecados que hizo cometer a Israel. El resto de la historia de Zimrí y de la sublevación que llevó a cabo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Entonces el pueblo de Israel se dividió: la mitad del pueblo siguió a Tibní, el hijo de Guinat, para proclamarlo rey; y la otra siguió a Omrí. Finalmente, los seguidores de Omrí se impusieron a los seguidores de Tibní, el hijo de Guinat. Tibní murió y Omrí fue el rey. Omrí comenzó a reinar sobre Israel el año trigésimo primero del reinado de Asá en Judá, y reinó durante doce años, seis de ellos en Tirsá. Compró a Sémer el monte de Samaría por dos talentos de plata fortificó el monte y edificó una ciudad a la que llamó Samaría en honor de Sémer, el dueño del monte. Omrí ofendió al Señor y fue peor que todos sus antecesores. Siguió los pasos de Jeroboán, hijo de Nabat, e imitó los pecados que hizo cometer a Israel, irritando al Señor, Dios de Israel, con sus ídolos. El resto de la historia de Omrí, lo que hizo y sus hazañas, está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Cuando murió Omrí, fue enterrado en Samaría, y su hijo Ajab le sucedió como rey. Ajab, hijo de Omrí, comenzó a reinar sobre Israel el año trigésimo octavo del reinado de Asá en Judá. Reinó en Samaría durante veintidós años. Ajab, el hijo de Omrí, ofendió al Señor más que todos sus antecesores. Imitó los pecados de Jeroboán, hijo de Nabat, y aún lo superó, pues se casó con Jezabel, la hija de Etbaal, rey de Sidón, y llegó a servir y a adorar a Baal. Levantó un altar a Baal en el templo que le había construido en Samaría. Levantó además una columna sagrada y siguió irritando al Señor, Dios de Israel, más que todos los reyes de Israel que lo habían precedido. Durante su reinado Jiel, el de Betel, reconstruyó Jericó. Pero los cimientos le costaron la vida de su primogénito Abirán, y las puertas, la vida de su hijo menor, Segub, tal y como había anunciado el Señor por medio de Josué, el hijo de Nun. Elías, natural de Tisbé de Galaad, dijo a Ajab: —Te juro por el Señor, Dios de Israel, a quien sirvo, que en estos años no habrá lluvia ni rocío, hasta que yo lo ordene. Luego el Señor mandó a Elías este mensaje: —Vete de aquí en dirección a oriente y escóndete en el arroyo de Querit, al este del Jordán. Allí podrás beber agua del arroyo y, además, he ordenado a los cuervos que te lleven comida. Elías se marchó e hizo como le había dicho el Señor: se fue a vivir junto al arroyo Querit, al este del Jordán. Los cuervos le llevaban pan y carne por la mañana y por la tarde, y bebía agua del arroyo. Al cabo de un tiempo, el arroyo se secó, porque no había llovido en el país. Entonces el Señor le envió este mensaje: —Dirígete a Sarepta, en Sidón, y quédate a vivir allí, que yo le he ordenado a una viuda que te proporcione comida. Elías se puso en camino hacia Sarepta y a la entrada de la ciudad encontró a una viuda recogiendo leña. Elías la llamó y le dijo: —Por favor, tráeme en una jarra un poco de agua para beber. Cuando iba a buscarla, Elías le gritó: —Por favor, trae también un trozo de pan. Pero ella le respondió: —Te juro por el Señor, tu Dios, que no me queda pan. Apenas me queda un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la alcuza. Precisamente estaba recogiendo algo de leña, para ir a cocerlo para mí y para mi hijo. Nos lo comeremos y luego moriremos. Elías le dijo: —No te apures. Anda y haz lo que dices. Pero primero prepárame de ahí un panecillo y tráemelo. Después podrás hacerlo para ti y para tu hijo. Porque el Señor, Dios de Israel, ha dicho que ni la tinaja de harina se acabará ni la alcuza de aceite se vaciará hasta el día en que él mande la lluvia sobre la tierra. La mujer fue a hacer lo que le dijo Elías y pudieron comer él, ella y su familia durante mucho tiempo. La tinaja de harina no se acabó ni la alcuza de aceite se vació, tal y como el Señor había anunciado por medio de Elías. Algún tiempo después de estos sucesos, el hijo de la dueña de la casa cayó enfermo y la enfermedad se agudizó tanto que murió. Entonces la mujer dijo a Elías: —¿Qué tienes contra mí, hombre de Dios? ¿Has venido a mi casa para recordarme mis culpas y hacer morir a mi hijo? Pero él le dijo: —Dame a tu hijo. Y tomándolo de su regazo, lo subió a la habitación donde se alojaba y lo acostó en su cama. Luego clamó al Señor: —Señor, Dios mío, ¿es que vas a hacer sufrir también a esta viuda que me ha hospedado, haciendo morir a su hijo? Luego se tendió tres veces sobre el niño y volvió a clamar al Señor: —¡Señor, Dios mío, devuelve el aliento a este niño! El Señor escuchó a Elías y el niño recuperó el aliento y revivió. Entonces Elías tomó al niño, lo bajó de su habitación y se lo entregó a su madre, diciéndole: —Mira, tu hijo está vivo. La mujer dijo a Elías: —Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y que Dios habla de verdad por medio de ti. Mucho tiempo después, al tercer año, el Señor envió este mensaje a Elías: —Vete y preséntate a Ajab, porque voy a mandar la lluvia sobre la tierra. Elías marchó a presentarse a Ajab. En Samaría había un hambre atroz. Ajab llamó a Abdías, el mayordomo de palacio. Abdías era profundamente religioso y cuando Jezabel quiso acabar con los profetas del Señor, recogió a cien de ellos, los escondió en cuevas en dos grupos de cincuenta y les proporcionó alimento y agua. Ajab dijo a Abdías: —Vamos a recorrer todas las fuentes y arroyos del país, a ver si encontramos pasto y mantenemos vivos a caballos y mulos sin tener que sacrificar animales. Se dividieron el territorio a recorrer: Ajab se fue por un lado y Abdías por otro. Mientras Abdías iba de camino, Elías le salió al encuentro. Al reconocerlo, Abdías se inclinó ante él y le pregunto: —¿Eres tú mi señor Elías? Él le respondió: —Sí, soy yo. Vete y dile a tu amo que Elías está aquí. Abdías le dijo: —¿Qué pecado he cometido para que me entregues a Ajab y me mate? ¡Te juro por el Señor, tu Dios, que no hay nación ni reino donde mi amo no haya mandado a buscarte! Y cuando respondían que no estabas, él hacía jurar a la nación o al reino que no te habían encontrado. ¡Y ahora me dices que vaya a decirle a mi amo que Elías está aquí! Seguro que cuando me separe de ti, el espíritu del Señor te llevará a un lugar desconocido; así que cuando yo llegue a comunicárselo a Ajab, al no encontrarte, me matará. Este siervo tuyo ha respetado al Señor desde su juventud. ¿No te han contado lo que hice cuando Jezabel estaba matando a los profetas del Señor? Escondí a cien de ellos en dos cuevas, cincuenta por cueva, y les proporcioné alimento y comida. ¡Y ahora me dices que vaya a decirle a mi amo que Elías está aquí! ¡Me matará! Elías le dijo: —¡Te juro por el Señor del universo, a quien sirvo, que hoy me presentaré ante Ajab! Abdías fue a buscar a Ajab para informarle. Entonces Ajab salió al encuentro de Elías y cuando lo vio, le dijo: —¿Eres tú, azote de Israel? Elías le respondió: —No soy yo el azote de Israel, sino tú y tu familia que habéis abandonado los mandamientos del Señor para seguir a los baales. Pero ahora manda que se reúna conmigo todo Israel en el monte Carmelo, con los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal y de Astarté, mantenidos por Jezabel. Ajab envió emisarios a todos los israelitas y reunió a los profetas en el monte Carmelo. Elías se acercó a la gente y dijo: —¿Hasta cuándo seguiréis danzando una vez sobre un pie y otra vez sobre otro? Si el Señor es Dios, seguidlo; si lo es Baal, seguid a Baal. Pero la gente no respondió. Elías dijo a la gente: —De los profetas del Señor he quedado yo solo, mientras que los profetas de Baal son cuatrocientos cincuenta. Pues bien, que nos den dos novillos y que ellos escojan uno, lo descuarticen y lo pongan sobre la leña sin prenderle fuego; yo haré lo mismo con el otro novillo. Vosotros invocaréis a vuestro dios y yo invocaré al Señor; el que responda enviando fuego será el verdadero Dios. Toda la gente asintió: —Es una buena propuesta. Elías dijo entonces a los profetas de Baal: —Elegid un novillo y preparadlo vosotros primero, ya que sois más numerosos. Luego invocáis a vuestro dios, pero sin prenderle fuego. Prepararon ellos el novillo que les dieron y se pusieron a invocar a Baal desde la mañana hasta el mediodía, gritando: —Baal, respóndenos. Pero no se oyó ninguna voz ni respuesta. Entonces se pusieron a danzar alrededor del altar que habían hecho. Hacia el mediodía Elías comenzó a burlarse de ellos, diciendo: —¡Gritad más fuerte! Aunque Baal sea dios, tendrá sus ocupaciones y sus necesidades, o estará de viaje. A lo mejor está dormido y tendrá que despertar. Ellos se pusieron a gritar más fuerte y, como tenían por costumbre, se hicieron cortes con espadas y lanzas hasta quedar cubiertos de sangre. Después de mediodía entraron en éxtasis hasta la hora de la ofrenda. Pero no se oyó ninguna voz, ni hubo respuesta ni reacción alguna. Entonces Elías dijo a la gente: —Acercaos a mí. Toda la gente se acercó y Elías reconstruyó el altar del Señor que estaba derrumbado. Tomó doce piedras, conforme a las tribus de los hijos de Jacob, a quien el Señor había dicho: «Te llamarás Israel», y con ellas levantó un altar en honor del Señor. Hizo también una zanja alrededor del altar con una capacidad de dos medidas de grano, colocó la leña, descuartizó el novillo y lo puso sobre la leña. Luego ordenó: —Traed cuatro cántaros de agua y echadla sobre la víctima y la leña. Y añadió: —Hacedlo otra vez. Lo hicieron, pero Elías insistió: —Hacedlo por tercera vez. Y así lo hicieron. El agua corrió alrededor del altar e incluso llenó la zanja. Al llegar la hora del sacrificio, el profeta Elías se acercó y dijo: —Señor, Dios de Abrahán, Isaac e Israel: haz que hoy se reconozca que tú eres el Dios de Israel y que yo soy tu siervo que he actuado así por orden tuya. Respóndeme, Señor, respóndeme, para que este pueblo reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que eres tú el que harás volver sus corazones a ti. Entonces descendió el fuego divino, devoró el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, y secó el agua de la zanja. Al verlo, toda la gente cayó en tierra, exclamando: —¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios! Elías les ordenó: —¡Apresad a los profetas de Baal y que no escape ni uno! Los apresaron y Elías mandó bajarlos al arroyo Quisón y allí los degolló. Elías dijo a Ajab: —Vete a comer y a beber, pues se oye el ruido del aguacero. Ajab se fue a comer y beber. Elías, por su parte, subió a la cima del Carmelo, se sentó en tierra con el rostro entre las rodillas y dijo a su criado: —Sube y mira en dirección al mar. El criado subió, miró y dijo: —No se ve nada. Por siete veces Elías le dijo: —Vuelve a hacerlo. A la séptima vez, el criado dijo: —Viene del mar una nube pequeña como la palma de la mano. Entonces Elías le dijo: —Vete a decirle a Ajab: «Engancha y márchate, antes de que la lluvia te lo impida». Inmediatamente, por efecto de las nubes y el viento, el cielo se encapotó y se desencadenó el aguacero. Ajab montó en su carro y marchó a Jezrael. Elías, impulsado por la fuerza del Señor, se ciñó la ropa a la cintura y se fue corriendo delante de Ajab hasta llegar a Jezrael. Ajab contó a Jezabel todo lo que había hecho Elías y cómo había degollado a todos los profetas. Entonces Jezabel envió un mensajero a comunicar a Elías: —Que los dioses me castiguen, si mañana a estas horas no hago contigo lo que les has hecho a ellos. Elías se asustó y emprendió la huida para ponerse a salvo. Cuando llegó a Berseba de Judá, dejó allí a su criado. Luego siguió por el desierto una jornada de camino y al final se sentó bajo una retama y se deseó la muerte diciendo: —¡Basta ya, Señor! Quítame la vida, pues yo no valgo más que mis antepasados. Se echó bajo la retama y se quedó dormido. Pero un ángel lo tocó y le dijo: —Levántate y come. Elías miró y a su cabecera vio una torta de pan cocido sobre piedras calientes junto a una jarra de agua. Comió, bebió y volvió a acostarse. Pero el ángel del Señor lo tocó de nuevo y le dijo: —Levántate y come, porque el camino se te hará muy largo. Elías se levantó, comió y bebió; y con la fuerza de aquella comida caminó durante cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios. Una vez allí, se metió en una cueva para pasar la noche. El Señor le dirigió la palabra, preguntándole: —¿Qué haces aquí, Elías? Él contestó: —Ardo en celo por el Señor, Dios del universo, porque los israelitas han roto tu alianza, han derribado tus altares y han asesinado a filo de espada a tus profetas. Solo he quedado yo y me andan buscando para matarme. El Señor le dijo: —Sal y quédate de pie sobre el monte ante el Señor, que el Señor va a pasar. Vino un viento huracanado y violento que sacudía los montes y quebraba las peñas delante del Señor, pero el Señor no estaba en el viento. Tras el viento hubo un terremoto, pero el Señor tampoco estaba en el terremoto. Tras el terremoto hubo un fuego, pero el Señor tampoco estaba en el fuego. Tras el fuego se oyó un ligero susurro, y al escucharlo, Elías se tapó el rostro con su manto, salió de la cueva y se quedó de pie a la entrada. Entonces oyó una voz que le preguntaba: —¿Qué haces aquí, Elías? Él contestó: —Ardo en celo por el Señor, Dios del universo, porque los israelitas han roto tu alianza, han derribado tus altares y han asesinado a filo de espada a tus profetas. Solo he quedado yo y me andan buscando para matarme. El Señor le dijo: —Anda, vuelve por el camino por el que has venido hacia el desierto en dirección a Damasco. Cuando llegues, unge a Jazael como rey de Siria; unge a Jehú, hijo de Nimsí, como rey de Israel; y unge a Eliseo, hijo de Safat, de Abel Mejolá, como profeta sucesor tuyo. A quien escape de la espada de Jazael, lo matará Jehú; y a quien escape de la espada de Jehú, lo matará Eliseo. Solo dejaré en Israel un resto de siete mil: aquellos que no doblaron la rodilla ante Baal, ni lo besaron con sus labios. Elías se marchó de allí y encontró a Eliseo, hijo de Safat, que estaba arando con doce yuntas de bueyes e iba detrás de la última. Elías pasó junto a él y lo cubrió con su manto. Eliseo dejó los bueyes, corrió detrás de Elías y le dijo: —Déjame despedirme de mis padres. Luego te sigo. Elías le respondió: —Vete y vuelve. Yo no te lo impido. Eliseo se volvió, agarró la yunta de bueyes y los sacrificó. Luego asó la carne con los aperos de los bueyes e invitó a comer a la gente. Después emprendió la marcha tras Elías y se puso a su servicio. Benadad, rey de Siria, reunió todas sus tropas y acompañado de treinta y dos reyes vasallos, caballos y carros subió hasta Samaría para sitiarla y atacarla. Una vez allí, envió sus mensajeros a la ciudad para decir a Ajab: —Así dice Benadad: «Dame tu plata y tu oro, tus mujeres y tus mejores hijos». El rey de Israel le respondió: —Hágase como deseas, mi rey y señor. Yo y todo lo que tengo estamos a tu disposición. Los mensajeros volvieron a decirle: —Así dice Benadad: «He enviado a comunicarte que me des tu plata y tu oro, tus mujeres y tus hijos. Mañana a estas horas te enviaré a mis soldados para que registren tu palacio y las casas de tus súbditos; tomarán todo lo que más aprecias y se lo llevarán». El rey de Israel convocó a todos los ancianos del país y les dijo: —Como podéis ver, este anda buscando mi desgracia, pues me ha reclamado mis mujeres, mis hijos, mi plata y mi oro, a pesar de que yo no me he negado. Todos los ancianos y el pueblo le aconsejaron: —No le hagas caso ni aceptes sus exigencias. Ajab dijo a los emisarios de Benadad: —Decid a vuestro señor el rey, que haré todo lo que me ordenó la primera vez; pero que no puedo hacer esto otro. Los emisarios llevaron al rey la respuesta. Entonces Benadad mandó a decir a Ajab: —¡Que los dioses me castiguen, si queda de Samaría polvo suficiente para darle un puñado a cada uno de mis seguidores! Pero el rey de Israel respondió: —Decidle que no cante victoria antes de la batalla. Benadad, que estaba bebiendo con los reyes en el campamento, dijo a sus soldados al escuchar esta respuesta: —¡Cada uno a su puesto! E inmediatamente tomaron posiciones frente a la ciudad. Pero entonces un profeta se acercó a Ajab, rey de Israel y le dijo: —Así dice el Señor: «¿Ves todo ese gran ejército? Pues te lo voy a entregar hoy mismo, para que reconozcas que yo soy el Señor». Ajab preguntó: —¿Por medio de quién? El profeta respondió: —El Señor dice que por medio de los escuderos de los gobernadores de provincias. Ajab insistió: —¿Quién iniciará el ataque? Respondió: —Serás tú. Ajab pasó revista a los escuderos de los gobernadores de provincias: eran doscientos treinta y dos. Luego pasó revista a todo el ejército israelita, que eran siete mil. Al mediodía hicieron una salida, mientras Benadad seguía emborrachándose en el campamento con los treinta y dos reyes aliados. Abrían la avanzadilla los escuderos de los gobernadores de provincias. Benadad pidió informes y le comunicaron: —Acaban de salir unos hombres de Samaría. Benadad ordenó: —Si salen en son de paz, prendedlos vivos; y si salen a atacar, también. Los que habían salido de la ciudad eran los escuderos de los gobernadores de provincias, y el ejército salió tras ellos. Cada uno mató a su contrincante, y los sirios huyeron, perseguidos por los israelitas. Benadad, el rey de Siria, logró escapar a caballo con algunos jinetes. Salió también el rey de Israel, atacó a la caballería y a los carros e infringió a los sirios una gran derrota. El profeta se acercó al rey de Israel y le dijo: —Anda, refuérzate y piensa bien lo que tienes que hacer, porque dentro de un año el rey de Siria volverá a atacarte. Por su parte, los oficiales del rey de Siria dijeron a su señor: —Su Dios es dios de los montes y por eso nos han derrotado. Si los atacamos en la llanura, seguro que los venceremos. Te aconsejamos, pues, hacer lo siguiente: quita a los reyes y sustitúyelos por gobernadores. Organiza luego un ejército como el que has perdido, con igual número de caballos y carros. Los atacaremos en la llanura y sin duda los venceremos. Benadad atendió sus razones y actuó en consecuencia. Al año siguiente Benadad pasó revista al ejército sirio y partió hacia Afec para luchar contra Israel. También los israelitas pasaron revista, se aprovisionaron y salieron al encuentro de los sirios. Cuando acamparon frente a ellos, parecían dos rebaños de cabras, mientras que los sirios ocupaban todo el terreno. Un hombre de Dios se acercó al rey de Israel y le dijo: —Así dice el Señor: Puesto que los sirios han dicho que el Señor es un dios de los montes y no de los valles, entregaré en tu poder a ese ejército tan numeroso, para que reconozcáis que yo soy el Señor. Durante siete días estuvieron acampados unos frente a otros. Al séptimo día se entabló la batalla: los israelitas derrotaron a los arameos y mataron en un solo día a cien mil soldados de infantería. Los supervivientes se refugiaron en la ciudad de Afec. Pero la muralla se desplomó sobre los veintisiete mil supervivientes. Benadad también huyó y entró en la ciudad, escondiéndose de casa en casa. Sus oficiales le dijeron: —Hemos oído decir que los reyes de Israel suelen ser clementes. Vamos a vestirnos con sacos y con una cuerda al cuello; nos presentaremos así al rey de Israel, a ver si te perdona la vida. Se vistieron con sacos y con cuerdas al cuello y se presentaron ante el rey de Israel, diciendo: —Tu siervo Benadad te suplica que le perdones la vida. Ajab respondió: —Pero ¿todavía vive? ¡Es mi hermano! Aquellos hombres lo interpretaron como buena señal y, tomándole la palabra, se apresuraron a contestar: —¡Sí, Benadad es tu hermano! Ajab les dijo: —Id y traedlo. Benadad se presentó ante Ajab y él lo subió en su carro. Entonces Benadad le dijo: —Te devolveré las ciudades que mi padre le quitó a tu padre y además podrás instalar bazares en Damasco, como mi padre los instaló en Samaría. Ajab respondió: —Con ese compromiso te dejaré en libertad. Ajab firmó un tratado con él y lo dejó en libertad. Un miembro de la comunidad de profetas dijo a un compañero, por orden del Señor: —¡Pégame! El compañero se negó y el otro le dijo: —Por no haber obedecido la palabra del Señor, cuando te separes de mí, te matará un león. Y cuando se separó de él, lo encontró un león y lo mató. El profeta encontró a otro hombre y le pidió: —¡Pégame! Aquel hombre le pegó y lo dejó herido. Luego se fue a esperar al rey junto al camino, disfrazado con una venda en los ojos. Cuando pasó el rey, el profeta le dijo a voces: —Cuando tu servidor estaba en el fragor de la batalla, un hombre se acercó y me entregó un prisionero, encargándome: «Vigila a este hombre y, como llegue a escapar, lo pagarás con tu vida o con un talento de plata». Pero mientras tu servidor andaba ocupado en otras cosas, el prisionero desapareció. El rey de Israel le dijo: —¡Tú mismo acabas de pronunciar tu sentencia! Pero inmediatamente se quitó la venda de los ojos y el rey de Israel lo reconoció como uno de los profetas. Entonces le dijo al rey: —Así dice el Señor: Por haber dejado en libertad al hombre que yo había condenado al exterminio, tú y tu pueblo pagaréis con la vida por la de él y la de su pueblo. El rey de Israel entró en Samaría y se encerró en su palacio malhumorado y furioso. Algún tiempo después tuvo lugar este suceso. Nabot, el de Jezrael, tenía una viña en Jezrael junto al palacio de Ajab, el rey de Samaría. Ajab propuso a Nabot: —Cédeme tu viña, la que linda con mi palacio, para hacer una huerta. Yo te daré a cambio una viña mejor o, si lo prefieres, te pagaré su valor en dinero. Nabot le respondió: —¡Dios me libre de cederte la herencia de mis padres! Ajab regresó a palacio malhumorado y furioso por la respuesta de Nabot, el de Jezrael, que no había querido cederle la herencia de sus padres. Se acostó, escondió el rostro y no quiso comer. Su mujer Jezabel se le acercó y le preguntó: —¿Por qué estás deprimido y no quieres comer? Él le respondió: —He hablado con Nabot, el de Jezrael y le he dicho que me vendiera su viña o que me la cambiara por otra, si así lo prefería; pero me ha dicho que no me la da. Su mujer Jezabel le respondió: —¿Y eres tú quien manda en Israel? Anda, come algo y tranquilízate, que yo te daré la viña de Nabot, el de Jezrael. Inmediatamente se puso a escribir unas cartas en nombre de Ajab, las selló con el sello real y las envió a los ancianos y notables de la ciudad, paisanos de Nabot. Las cartas decían: «Proclamad un ayuno y sentad a Nabot presidiendo la asamblea. Haced luego que comparezcan ante él dos desalmados que lo acusen de haber maldecido a Dios y al rey. Entonces lo sacáis fuera y lo apedreáis hasta matarlo». Los paisanos de Nabot, los ancianos y los notables hicieron lo que les había mandado Jezabel, tal y como estaba escrito en las cartas que les había enviado: convocaron un ayuno y sentaron a Nabot ante la presidencia de la asamblea; a continuación llegaron los dos desalmados que comparecieron ante Nabot y lo acusaron en presencia de la asamblea, diciendo: —Nabot ha maldecido a Dios y al rey. Entonces lo sacaron fuera de la ciudad y lo apedrearon hasta que murió. Luego enviaron a decir a Jezabel: —Nabot ha muerto apedreado. Cuando Jezabel supo que Nabot había muerto apedreado, le dijo a Ajab: —Ve a tomar posesión de la viña que Nabot, el de Jezrael, no quería venderte; pues él ya no vive, ha muerto. Cuando Ajab supo que Nabot había muerto, bajó inmediatamente a tomar posesión de la viña de Nabot, el de Jezrael. Entonces el Señor envió este mensaje a Elías, el tesbita: —Baja al encuentro de Ajab, el rey de Israel, que vive en Samaría. Ahora está en la viña de Nabot, adonde ha ido a tomar posesión. Le dirás lo siguiente: «Así te dice el Señor: ¡Has asesinado para robar!». Y añadirás: «Pues el Señor te anuncia que en el mismo sitio donde los perros lamieron la sangre de Nabot, lamerán también la tuya». Ajab dijo a Elías: —¡Me has descubierto, enemigo mío! Elías respondió: —¡Sí, te he descubierto! Puesto que has ofendido al Señor con tus acciones, él descargará sobre ti la desgracia, aniquilará tu descendencia y exterminará en Israel a todo varón de la familia de Ajab, esclavo o libre. Tratará a tu dinastía como a la de Jeroboán, hijo de Nabat, y a la de Basá, hijo de Ajías, por haber provocado su indignación y haber hecho pecar a Israel. También contra Jezabel dice el Señor: Los perros devorarán a Jezabel en los campos de Jezrael. Cualquiera de la familia de Ajab que muera en la ciudad será devorado por los perros, y el que muera en el campo será devorado por las aves del cielo. (Ciertamente no hubo nadie como Ajab que ofendiera tan gravemente al Señor con sus acciones, incitado por su esposa Jezabel. Procedió, además, de manera infame siguiendo a los ídolos, como habían hecho los amorreos que el Señor había expulsado ante los israelitas). Cuando Ajab escuchó esas palabras, se rasgó las vestiduras, se vistió de saco y ayunó; se acostaba con el saco y se mostraba afligido. Entonces, el Señor envió este mensaje a Elías, el tesbita: —¿Has visto cómo se ha humillado Ajab ante mí? Por haberse humillado así, no lo castigaré mientras viva. Castigaré a su familia en vida de su hijo. Pasaron tres años sin guerras entre Siria e Israel. Pero al tercer año, Josafat, rey de Judá, fue a visitar al rey de Israel. El rey de Israel dijo a sus oficiales: —Como bien sabéis, la ciudad de Ramot de Galaad es nuestra; pero nosotros no hacemos nada para rescatarla del dominio del rey de Siria. Luego preguntó a Josafat: —¿Quieres venir conmigo a atacar Ramot de Galaad? Josafat le respondió: —Yo, mi gente y mi caballería estamos a tu disposición. Josafat añadió al rey de Israel: —Consulta antes al Señor. El rey de Israel reunió a unos cuatrocientos profetas y les preguntó: —¿Puedo ir a atacar Ramot de Galaad o no? Ellos le respondieron: —Puedes ir, porque el Señor te la va a entregar. Pero Josafat preguntó: —¿No hay por aquí algún profeta del Señor al que podamos consultar? El rey de Israel le respondió: —Sí, aún queda alguien a través del cual podemos consultar al Señor: Miqueas, el hijo de Jimlá. Pero yo lo detesto, porque no me profetiza venturas, sino desgracias. Josafat le dijo: —El rey no debe hablar así. Entonces el rey de Israel llamó a un funcionario y le dijo: —¡Que venga inmediatamente Miqueas, el hijo de Jimlá! El rey de Israel y Josafat, el rey de Judá, estaban sentados en sus tronos con sus vestiduras reales, en la plaza de la entrada de Samaría, mientras todos los profetas profetizaban ante ellos. Sedecías, el hijo de Quenaná, se hizo unos cuernos de hierro y decía: —El Señor dice: «¡Con estos cuernos embestirás a los sirios hasta aniquilarlos!». Y todos los profetas profetizaban lo mismo: —¡Ataca Ramot de Galaad, que tendrás éxito! ¡El Señor la entregará al rey! Mientras, el mensajero que había ido a llamar a Miqueas le decía: —Ten en cuenta que los profetas están anunciado unánimemente la victoria al rey; procura, pues, que tu profecía coincida también con la suya y anuncia la victoria. Miqueas contestó: —¡Juro por el Señor que solo anunciaré lo que me diga el Señor! Cuando llegó ante el rey, este le preguntó: —Miqueas, ¿puedo ir a atacar Ramot de Galaad o no? Él le contestó: —Ataca, que tendrás éxito, pues el Señor te la entregará. Pero el rey le dijo: —¿Cuántas veces tendré que pedirte bajo juramento que me digas solo la verdad en nombre del Señor? Entonces Miqueas dijo: —He visto a todo Israel disperso por los montes como un rebaño sin pastor y el Señor decía: No tienen dueño; que vuelvan en paz a sus casas. El rey de Israel dijo a Josafat: —¿Qué te decía yo? No me profetiza venturas, sino desgracias. Miqueas añadió: —Por eso, escucha esta palabra de parte del Señor: He visto al Señor sentado en su trono y toda la corte celeste estaba de pie ante él, a derecha e izquierda. El Señor preguntó: «¿Quién confundirá a Ajab para que ataque a Ramot de Galaad y perezca?». Unos decían una cosa y otros, otra. Entonces un espíritu se presentó ante el Señor y le dijo: «Yo lo confundiré». Y el Señor preguntó: «¿Cómo lo harás?». El espíritu respondió: «Iré y me convertiré en espíritu de mentira en boca de todos sus profetas». El Señor le dijo: «¡Conseguirás confundirlo! Vete y hazlo así». Así que ahora ya sabes que el Señor ha inspirado mentiras a todos estos profetas tuyos y ha anunciado tu desgracia. Entonces Sedecías, el hijo de Quenaná, se acercó a Miqueas, le dio una bofetada y le dijo: —¿Es que me ha abandonado el espíritu del Señor para hablarte a ti? Miqueas le respondió: —Tú mismo lo verás el día en que vayas escondiéndote de casa en casa. Entonces el rey de Israel ordenó: —Prended a Miqueas, entregádselo a Amón, el gobernador de la ciudad, y al príncipe Joel y decidles: «El rey ha ordenado que lo metáis en la cárcel y que le racionéis el pan y el agua hasta que el rey regrese sano y salvo». Miqueas le dijo: —Si consigues regresar sano y salvo, es que el Señor no ha hablado por mi boca. El rey de Israel y Josafat, el rey de Judá, fueron a atacar Ramot de Galaad. El rey de Israel dijo a Josafat: —Yo voy a disfrazarme para entrar en combate y tú te vistes con mis ropas. Así que el rey de Israel entró en combate disfrazado. El rey de Siria había ordenado a sus treinta y dos jefes de carros que no atacasen ni a soldados ni a oficiales; solo al rey de Israel. Cuando los jefes de carros vieron a Josafat creyeron que se trataba del rey de Israel y se dispusieron a atacarlo; pero Josafat se puso a gritar y cuando los jefes de los carros se dieron cuenta de que él no era el rey de Israel, dejaron de perseguirlo. Entonces un soldado lanzó una flecha al azar que hirió al rey de Israel, entrando por las juntas de la coraza. Inmediatamente el rey ordenó al conductor de su carro: —Da la vuelta y sácame del campo de batalla, que estoy herido. Pero en aquel momento la batalla se recrudeció tanto, que el rey tuvo que aguantar en su carro haciendo frente a los sirios, y al atardecer murió, mientras la sangre de su herida corría por el suelo del carro. A la puesta del sol comenzó a correr la voz en el campo de batalla: —¡Cada uno a su pueblo y a su tierra! ¡El rey ha muerto! Entonces llevaron al rey a Samaría y lo enterraron allí. Luego fueron a lavar el carro a una alberca de Samaría, y los perros lamieron la sangre de Ajab y las prostitutas se bañaron en ella, como había anunciado el Señor. El resto de la historia de Ajab, todo lo que hizo, el palacio de marfil que mandó edificar y las ciudades que construyó, está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Cuando murió Ajab, su hijo Ocozías le sucedió como rey. Josafat, hijo de Asá, comenzó a reinar en Judá durante el cuarto año del reinado de Ajab en Israel. Cuando comenzó a reinar, tenía treinta y cinco años y reinó en Jerusalén durante veinticinco años. Su madre se llamaba Azubá y era hija de Siljí. Josafat siguió los pasos de su padre Asá, sin apartarse lo más mínimo y actuando rectamente ante el Señor. Sin embargo, no desaparecieron los santuarios locales de los altos y el pueblo siguió ofreciendo sacrificios y quemando incienso en ellos. Josafat hizo las paces con el rey de Israel. El resto de la historia de Josafat, las gestas y batallas que llevó a cabo, está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá; además eliminó del país a las prostitutas que aún quedaban de la época de su padre Asá. Entonces no había rey en Edom, sino un delegado del rey. Josafat mandó construir naves de Tarsis para ir a traer oro de Ofir, pero no pudo salir, porque las naves naufragaron en Esionguéber. Ocozías, el hijo de Ajab, propuso a Josafat: —Deja que mis marineros vayan con los tuyos. Pero Josafat se negó. Cuando murió Josafat, lo enterraron con sus antepasados en la ciudad de David y su hijo Jorán lo sucedió como rey. Ocozías, hijo de Ajab, comenzó a reinar en Samaría durante el décimo séptimo año del reinado de Josafat en Judá. Reinó dos años sobre Israel. Ofendió al Señor con sus acciones y siguió los pasos de sus antepasados y los de Jeroboán, hijo de Nabat, que hizo pecar a Israel. Además, sirvió a Baal y lo adoró, provocando la indignación del Señor, Dios de Israel, tal y como había hecho su padre. Después de la muerte de Ajab, Moab se sublevó contra Israel. Cierto día, Ocozías se cayó por la ventana del piso superior de su palacio en Samaría y quedó malherido. Entonces envió unos mensajeros a consultar a Baal Zebub, dios de Ecrón, si se iba a recuperar de sus heridas. Pero el ángel del Señor dijo a Elías, el tesbita: —Sal al encuentro de los mensajeros del rey de Samaría y diles: «¿Es que no hay Dios en Israel, para que tengáis que ir a consultar a Baal Zebub, dios de Ecrón? Por eso, así dice el Señor: No volverás a levantarte de la cama en que yaces, porque vas a morir». Elías cumplió el encargo. Los mensajeros regresaron ante el rey y él les preguntó: —¿Por qué os habéis vuelto? Nos salió al encuentro un hombre y nos dijo que nos volviéramos al rey que nos había enviado y que le dijéramos: «Así dice el Señor: ¿Es que no hay Dios en Israel, para que tengáis que ir a consultar a Baal Zebub, dios de Ecrón? Por eso, no volverás a levantarte de la cama en que yaces, porque vas a morir». El rey les preguntó: —¿Qué aspecto tenía ese hombre que os salió al encuentro y os dijo eso? Le respondieron: —Era un hombre vestido de pieles, con un cinturón de cuero a la cintura. El rey exclamó: —¡Es Elías, el de Tisbé! Entonces envió contra él a un capitán con cincuenta hombres. Cuando llegó, Elías estaba sentado en la cima del monte. Entonces le dijo: —Hombre de Dios, el rey ordena que bajes. Elías le respondió: —Si yo soy el hombre de Dios, que caiga un rayo del cielo y os consuma a ti y a tus cincuenta hombres. Y al instante cayó un rayo del cielo que consumió al capitán y a sus cincuenta hombres. El rey volvió a enviar a otro capitán con cincuenta hombres, que subió y dijo a Elías: —Hombre de Dios, el rey ordena que bajes inmediatamente. Elías le respondió: —Si soy el hombre de Dios, que caiga un rayo del cielo y os consuma a ti y a tus cincuenta hombres. Y al instante Dios lanzó un rayo desde el cielo, que consumió al capitán y a sus cincuenta hombres. Por tercera vez el rey le envió a otro capitán con cincuenta hombres. Subió y cuando llegó, se arrodilló ante Elías y le suplicó: —Hombre de Dios, respeta mi vida y la de estos cincuenta servidores tuyos. Antes han caído rayos del cielo que han consumido a los dos capitanes anteriores y a sus hombres. Te ruego que ahora respetes mi vida. El ángel del Señor dijo a Elías: —Baja con él, no le tengas miedo. Entonces Elías bajó con él a ver al rey y le dijo: —Así dice el Señor: Por haber enviado mensajeros a consultar a Baal Zebub, dios de Ecrón, como si en Israel no hubiera un Dios a quien consultar, no volverás a levantarte de la cama donde yaces, porque vas a morir. Ocozías murió, de acuerdo con la palabra de Dios anunciada por Elías, y su hermano Jorán le sucedió como rey, en el año segundo de Jorán de Judá, pues Ocozías no tenía hijos. El resto de la historia de Ocozías y cuanto hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Cuando el Señor iba a ascender a Elías al cielo en el torbellino, Elías y Eliseo partieron de Guilgal. Elías dijo a Eliseo: —Quédate aquí, pues el Señor me ha ordenado ir a Betel. Pero Eliseo contestó: —Juro por el Señor y por tu vida que no te abandonaré. Bajaron a Betel y la comunidad de profetas que vivía allí salió a recibir a Eliseo y le dijo: —¿No sabes que el Señor te arrebatará hoy a tu maestro? Él respondió: —¡Ya lo sé! ¡Callaos! Luego Elías dijo a Eliseo: —Quédate aquí, pues el Señor me ha ordenado ir a Jericó. Pero Eliseo contestó: —Juro por el Señor y por tu vida que no te abandonaré. Fueron a Jericó y los profetas que vivían allí formando un grupo se acercaron a Eliseo y le dijeron: —¿No sabes que el Señor te arrebatará hoy a tu maestro? Él respondió: —¡Ya lo sé! ¡Callaos! Después le dijo Elías: —Quédate aquí, pues el Señor me ha ordenado ir al Jordán. Pero Eliseo contestó: —Juro por el Señor y por tu vida que no te abandonaré. Y se fueron los dos. Fueron también cincuenta profetas y se detuvieron a cierta distancia, frente a ellos. Ellos dos se detuvieron junto al Jordán. Entonces Elías agarró el manto, lo enrolló y golpeó con él las aguas, que se partieron por la mitad y ellos atravesaron por lo seco. Cuando cruzaron, Elías dijo a Eliseo: —Pídeme lo que quieras, antes de que sea arrebatado de junto a ti. Eliseo le dijo: —Déjame recibir dos tercios de tu espíritu. Elías respondió: —¡Me pides demasiado! Pero si logras verme cuando sea arrebatado de tu lado, lo tendrás. Si no me ves, no lo tendrás. Mientras ellos seguían caminando y hablando, un carro de fuego tirado por caballos de fuego los separó y Elías subió al cielo en el torbellino. Eliseo lo miraba y gritaba: —¡Padre mío, padre mío, carro y caballería de Israel! Cuando dejó de verlo, rompió en dos su vestido, recogió el manto que se le había caído a Elías, se volvió y se detuvo a orillas del Jordán. Golpeó entonces las aguas con el manto que se le había caído a Elías y exclamó: —¿Dónde está el Señor, el Dios de Elías? ¿Dónde está? Volvió a golpear las aguas, que se partieron por la mitad, y Eliseo las atravesó. Cuando lo vieron los profetas de Jericó que estaban enfrente, exclamaron: —¡Eliseo lleva el espíritu de Elías! Entonces fueron a su encuentro y se inclinaron ante él. Luego le dijeron: —Mira, entre tus servidores hay cincuenta valientes. Deja que vayan a buscar a tu maestro, no sea que el espíritu del Señor lo haya arrebatado y arrojado en algún monte o valle. Pero Eliseo respondió: —No los mandéis. Pero le insistieron tanto que no tuvo más remedio que permitírselo. Enviaron a los cincuenta hombres que estuvieron buscándolo durante tres días, aunque no lo encontraron. Cuando regresaron a Jericó, donde se había quedado Eliseo, este les dijo: —¿No os dije que no fuerais? Los habitantes de Jericó dijeron a Eliseo: —Mira, la situación de la ciudad es buena, como puedes ver. Pero el agua es mala y la tierra, estéril. Eliseo les dijo: —Traedme un plato nuevo con sal. Cuando se lo llevaron, Eliseo fue al manantial y echó en él la sal, diciendo: —Así dice el Señor: He purificado estas aguas y no volverán a causar muerte ni esterilidad. Y las aguas quedaron purificadas hasta el presente, conforme al oráculo pronunciado por Eliseo. Eliseo marchó de allí a Betel y cuando iba subiendo por el camino, salieron de la ciudad unos chiquillos, que empezaron a burlarse de él, gritando: —¡Sube, calvo! ¡Sube, calvo! Él se volvió y, cuando los vio, los maldijo en el nombre del Señor. Entonces salieron del bosque dos osos que despedazaron a cuarenta y dos chiquillos. Eliseo marchó de allí al monte Carmelo y desde allí volvió a Samaría. Jorán, hijo de Ajab, comenzó a reinar sobre Israel en Samaría el año décimo octavo del reinado de Josafat en Judá. Reinó durante doce años. Ofendió al Señor con sus acciones, aunque no tanto como su padre y su madre, pues suprimió la columna de Baal que había levantado su padre. Aun así, imitó los pecados que Jeroboán, hijo de Nabat, había hecho cometer a Israel y no se apartó de ellos. Mesá, el rey de Moab, era pastor y pagaba al rey de Israel un tributo de cien mil corderos y cien mil carneros lanudos. Pero, cuando murió Ajab, el rey de Moab se sublevó contra el rey de Israel. El rey Jorán salió inmediatamente de Samaría, pasó revista a todo el ejército israelita y mandó decir a Josafat, rey de Judá: —El rey de Moab se ha rebelado contra mí. ¿Quieres acompañarme a luchar contra Moab? Él contestó: —Sí, te acompaño. Yo, mi gente y mi caballería estamos a tu disposición. Luego preguntó: —¿Qué camino tomamos? Contestó: —El camino del desierto de Edom. Los reyes de Israel, Judá y Edom emprendieron la marcha y al cabo de siete días de camino faltó el agua para el ejército y para los animales que llevaban. Entonces el rey de Israel exclamó: —¡Ay, que el Señor nos ha reunido a los tres reyes para entregarnos en poder de Moab! Josafat preguntó: —¿No hay por aquí algún profeta a través del cual podamos consultar al Señor? Uno de los servidores del rey de Israel respondió: —Por aquí anda Eliseo, el hijo de Safat, que era asistente de Elías. Josafat dijo: —¡Él anuncia la palabra del Señor! Entonces el rey de Israel, Josafat y el rey de Edom bajaron a ver a Eliseo. Y Eliseo dijo al rey de Israel: —¡No tengo nada que ver contigo! Consulta a los profetas de tu padre y de tu madre. Pero el rey de Israel le contestó: —No, pues ha sido el Señor quien nos ha reunido a los tres reyes para entregarnos en poder de Moab. Eliseo contestó: —Te juro por el Señor del universo, a quien sirvo, que si no fuera por respeto a Josafat, el rey de Judá, no te haría caso ni te miraría. Ahora, traedme un músico. Mientras el músico tocaba, el Señor se apoderó de Eliseo y este dijo: —El Señor manda que llenéis de zanjas esta vaguada. Pues, según dice el Señor, no se verá viento ni lluvia, pero esta vaguada se llenará de agua y podréis beber vosotros, vuestros ganados y vuestros animales. Y por si esto no fuera suficiente, el Señor entregará a Moab en vuestro poder y destruiréis todas las ciudades fortificadas e importantes, talaréis todos los árboles frutales, cegaréis todas las fuentes de agua y llenaréis de piedras todas las tierras de cultivo. A la mañana siguiente, a la hora de la ofrenda, empezó a venir agua de la parte de Edom y el terreno se inundó. Cuando los moabitas se enteraron de que los reyes subían a atacarlos, movilizaron a toda la gente apta para la guerra y tomaron posiciones en la frontera. Cuando se levantaron a la mañana siguiente, el sol reverberaba sobre el agua y a los moabitas, de lejos, las aguas les parecieron rojas como la sangre. Entonces exclamaron: —¡Eso es sangre! Seguro que los reyes se han acuchillado y se han matado unos a otros. ¡Moabitas, al saqueo! Cuando los moabitas llegaban al campamento de Israel, los israelitas les hicieron frente, derrotaron a Moab y los pusieron en fuga. Luego los israelitas penetraron en Moab y lo devastaron. Destruyeron sus ciudades, lanzaron piedras a las tierras de cultivo, cegaron todas las fuentes de agua y talaron todos los árboles frutales. Solo quedó en pie Quir Jaréset, pero los honderos la cercaron y la atacaron. Cuando el rey de Moab vio que la batalla estaba perdida, tomó consigo a setecientos hombres armados con espadas y trató de abrir brecha por donde estaba el rey de Edom, pero no lo consiguió. Entonces cogió a su hijo primogénito, el que debía sucederle como rey, y lo ofreció en holocausto sobre la muralla. El hecho causó tan gran indignación entre los israelitas, que levantaron el asedio y regresaron a su país. Una mujer, casada con uno de la comunidad de profetas, fue a suplicar a Eliseo: —Mi marido, servidor tuyo, ha muerto; y tú sabes que era un hombre religioso. Ahora ha venido el acreedor a llevarse a mis dos hijos como esclavos. Eliseo le dijo: —¿Qué puedo hacer por ti? Dime qué tienes en casa. Ella respondió: —Solo me queda en casa una alcuza de aceite. Eliseo le dijo: —Sal a pedir vasijas a todas tus vecinas, vasijas vacías en abundancia. Cuando vuelvas, te encierras en casa con tus hijos, empiezas a echar aceite en todas esas vasijas y pones aparte las llenas. La mujer se marchó y se encerró en casa con sus hijos. Ellos le acercaban las vasijas, y ella echaba el aceite. Cuando llenó todas las vasijas, pidió a uno de sus hijos: —Acércame otra vasija. Pero él le dijo: —Ya no quedan más. Entonces se agotó el aceite. La mujer fue a contárselo al profeta y este le dijo: —Ahora vende el aceite, paga a tu acreedor y con el resto podréis vivir tú y tus hijos. Un día Eliseo pasó por Sunán y una mujer rica que vivía allí le insistió para que se quedase a comer. Desde entonces, cada vez que pasaba por allí, se detenía a comer. La mujer dijo a su marido: —Mira, creo que ese que nos visita cada vez que pasa es un profeta santo. Vamos a construirle en la terraza una habitación pequeña con una cama, una mesa, una silla y un candil, para que se aloje en ella cuando venga a visitarnos. Un día que Eliseo llegó allí, subió a la terraza y se acostó en la habitación. Luego dijo a su criado Guejazí: —Llama a esa sunamita. Él la llamó y cuando se presentó ante él, Eliseo ordenó a su criado que le dijese: —Ya que te has tomado todas estas molestias por nosotros, dinos qué podemos hacer por ti. ¿Necesitas pedir algo al rey o al jefe del ejército? Pero ella respondió: —Vivo a gusto entre mi gente. Eliseo insistió: —¿Qué podríamos hacer por ella? Entonces Guejazí sugirió: —No sé. No tiene hijos y su marido es viejo. Eliseo dijo: —Llámala. La llamó y ella se quedó en la puerta. Eliseo le dijo: —El año que viene por estas fechas estarás abrazando a un hijo. Ella respondió: —¡No, señor mío, hombre de Dios! ¡No engañes a tu servidora! Pero la mujer quedó embarazada y dio a luz un hijo al año siguiente por aquellas fechas, tal como le había anunciado Eliseo. El niño creció. Un día, en que salió a ver a su padre que estaba con los segadores, le dijo: —¡Me estalla la cabeza! El padre ordenó a un criado: —Llévaselo a su madre. El criado lo llevó a su madre y ella lo tuvo sentado en su regazo hasta el mediodía. Pero el niño murió. La mujer lo subió, lo acostó en la cama del profeta, cerró la puerta y salió. Luego llamó a su marido y le dijo: —Mándame a un criado con una burra; quiero ir corriendo a ver al profeta y regresaré inmediatamente. Él le preguntó: —¿Cómo es que vas a visitarlo hoy, si no es luna nueva ni sábado? Ella contestó: —No te preocupes. La mujer aparejó la burra y ordenó a su criado: —Llévame, camina y no me detengas hasta que yo te lo ordene. Partió y llegó al monte Carmelo, donde estaba el profeta. Al verla de lejos, el profeta dijo a su criado Guejazí: —Por ahí viene la sunamita. Corre a su encuentro y pregúntale cómo están ella, su marido y su hijo. Ella respondió: —Estamos bien. Cuando llegó al monte en donde estaba el profeta, ella se abrazó a sus pies. Guejazí se acercó para apartarla, pero el profeta le dijo: —Déjala, que está llena de amargura. El Señor me lo había ocultado, sin hacérmelo saber. Ella le dijo: —¿Acaso te pedí yo un hijo? ¿No te advertí que no me engañaras? Eliseo ordenó a Guejazí: —Prepárate, coge mi bastón y ponte en camino. Si encuentras a alguien, no lo saludes; y si alguien te saluda, no le respondas. Luego pones mi bastón en la cara del niño. La madre del niño le dijo: —Juro por el Señor y por tu vida, que no me iré sin ti. Entonces Eliseo se levantó y partió detrás de ella. Guejazí se les había adelantado y había puesto el bastón sobre la cara del niño, pero no obtuvo respuesta ni señales de vida. Entonces salió al encuentro de Eliseo y le dijo: —El niño no ha despertado. Eliseo entró en la casa y encontró al niño muerto y acostado en su cama. Pasó a la habitación, cerró la puerta tras de sí y se puso a orar al Señor. Luego se subió a la cama y se tendió sobre el niño, poniendo boca sobre boca, ojos sobre ojos y manos sobre manos. Mientras estaba tendido sobre él, el cuerpo del niño empezó a entrar en calor. Eliseo se bajó y se puso a andar de un lado para otro. Luego volvió a subirse y a tenderse sobre él. Entonces el niño estornudó siete veces y abrió los ojos. Entonces Eliseo llamó a Guejazí y le dijo: —Llama a la sunamita. La llamó, y ella se presentó ante Eliseo, que le dijo: —Toma a tu hijo. Ella se acercó, se echó a sus pies, le hizo una reverencia, tomó al niño y se fue. Eliseo regresó a Guilgal y por entonces había mucha hambre en la región. Los profetas estaban sentados a su alrededor y él ordenó a su criado: —Pon al fuego la olla grande y prepara un guiso para los profetas. Uno de ellos salió al campo a recoger hierbas, encontró un arbusto silvestre y llenó su manto con sus frutos. Cuando volvió, los troceó y los echó a la olla del guisado sin saber lo que era. Cuando sirvieron la comida a los hombres y probaron el guiso, se pusieron a gritar: —¡La comida está envenenada, hombre de Dios! Y no pudieron comer. Entonces Eliseo ordenó: —Traedme harina. La echó en la olla y dijo: —Sirve a la gente, para que coman. Y desapareció el veneno de la olla. Por entonces llegó un hombre de Baal Salisá a traer al profeta el pan de las primicias: veinte panes de cebada y grano nuevo en su alforja. Eliseo ordenó: —Dáselo a la gente para que coma. Pero el criado respondió: —¿Cómo puedo dar esto a cien personas? Y Eliseo insistió: —Dáselo a la gente, para que coma; pues el Señor ha dicho que comerán y sobrará. Entonces el criado les sirvió, comieron y sobró, como había dicho el Señor. Naamán, general del ejército del rey de Siria, era un hombre muy apreciado y distinguido por su rey, pues el Señor había dado la victoria a Siria valiéndose de él. Este hombre, que era un valiente guerrero, tenía lepra. En una de sus incursiones por Israel, una banda de sirios había tomado cautiva a una muchacha que luego había pasado al servicio de la mujer de Naamán. La muchacha dijo a su señora: —Si mi señor fuese a ver al profeta que hay en Samaría, él lo curaría de la lepra. Naamán fue a informar a su rey: —La muchacha israelita me ha dicho esto. El rey de Siria le dijo: —Anda y vete, que yo enviaré una carta al rey de Israel. Naamán partió, llevando consigo diez talentos de plata, seis mil siclos de oro y diez vestidos, y entregó al rey de Israel la carta, que decía así: «Con esta carta, te envío a mi general Naamán, para que lo cures de su lepra». Cuando el rey de Israel leyó la carta, se rasgó las vestiduras y dijo: —¿Acaso soy yo Dios, dueño de la muerte y la vida, para que este me encargue curar a un hombre de su lepra? Analizadlo y comprobaréis que lo que él quiere es provocarme. El profeta Eliseo se enteró de que el rey se había rasgado las vestiduras y mandó a decirle: —¿Por qué te has rasgado las vestiduras? Que venga a mí y sabrá que hay un profeta en Israel. Naamán llegó con sus caballos y su carro y se detuvo a la puerta de la casa de Eliseo que le mandó un mensajero a decirle: —Ve a bañarte siete veces en el Jordán y tu carne quedará sana y purificada. Naamán se marchó indignado y murmurando: —Yo pensaba que saldría a recibirme y que, puesto en pie, invocaría al Señor, su Dios; que me tocaría con su mano y me libraría de la lepra. ¿Acaso no valen más los ríos de Damasco, el Abaná y el Farfar, que todas las aguas de Israel? ¿Y no podría haberme bañado en ellos para quedar limpio? Naamán dio media vuelta y se marchó enfurecido. Pero sus servidores se acercaron y le dijeron: —Padre, si el profeta te hubiera mandado algo extraordinario, ¿no lo habrías hecho? Pues con más razón cuando solo te ha dicho que te bañes para quedar limpio. Entonces Naamán bajó al Jordán, se bañó siete veces, como le había mandado el profeta, y su carne quedó limpia como la de un niño. Luego volvió con toda su comitiva a ver al profeta. Al llegar, se presentó ante él y le dijo: —Ahora reconozco que en toda la tierra no hay más Dios que el de Israel. Te ruego, pues, que aceptes un regalo de tu servidor. Pero Eliseo respondió: —Te juro por el Señor a quien sirvo que no aceptaré nada. Y por más que le insistió, no quiso aceptar. Entonces Naamán dijo: —Permite, al menos, que me lleve en un par de mulas dos cargas de tierra de Israel, pues no volveré a ofrecer holocaustos ni sacrificios a más dioses que al Señor. Solo pido perdón al Señor por una cosa: cuando mi soberano vaya a orar al templo de Rimón, apoyándose en mi brazo y yo tenga que arrodillarme con él en el templo de Rimón, que el Señor me perdone por esa acción. Eliseo le dijo: —Vete tranquilo. Naamán se marchó y apenas hubo recorrido un corto trayecto, Guejazí, el criado del profeta Eliseo, pensó: «Mi amo ha dejado marchar al sirio ese, Naamán, sin aceptar lo que le ofrecía. Juro por el Señor que voy a correr tras él a ver si consigo algo». Guejazí salió tras Naamán y cuando este lo vio corriendo en pos de él, se apeó de su carro para recibirlo y le preguntó: —¿Va todo bien? Guejazí respondió: —Sí, todo va bien; pero mi amo me ha enviado a decirte que acaban de llegarle de la montaña de Efraín dos muchachos de la comunidad de profetas y que hagas el favor de darme para ellos un talento de plata y dos vestidos. Naamán le dijo: —Te ruego que aceptes dos talentos. Le insistió y metió en dos sacos dos talentos de plata y dos vestidos. Luego encargó a dos criados para que se los llevasen a Guejazí. Cuando llegó a la colina, Guejazí recogió todo y lo escondió en su casa. A continuación despidió a los criados y estos se marcharon. Se presentó entonces ante su amo y Eliseo le preguntó: —¿De dónde vienes, Guejazí? Él respondió: —No he ido a ningún sitio. Eliseo le replicó: —Yo te seguía en espíritu cuando un hombre se bajaba del carro para ir a tu encuentro. ¿Acaso era el momento de aceptar plata y vestidos para comprar olivos y viñas, ovejas y vacas, siervos y siervas? ¡Ahora la lepra de Naamán se os pegará para siempre a ti y tus descendientes! Y cuando Guejazí salió de allí llevaba la piel blanca como la nieve. Un día los de la comunidad profética dijeron a Eliseo: —Mira, el lugar donde nos reunimos contigo es demasiado pequeño para nosotros. Déjanos ir al Jordán donde nos aprovisionaremos de un tronco cada uno para hacernos un nuevo lugar de reunión. Eliseo les dijo: —Podéis ir. Uno de ellos le pidió: —Acompáñanos, por favor. Él respondió: —Está bien, iré con vosotros. Se fue con ellos y cuando llegaron al Jordán, se pusieron a cortar árboles. Pero a uno de los que talaban troncos se le cayó al río el hierro del hacha y se puso a gritar: —¡Ay, maestro, que el hacha era prestada! El profeta preguntó: —¿Dónde ha caído? Le indicó el lugar y entonces Eliseo cortó un palo, lo arrojó allí y el hierro salió a flote. Luego le dijo: —Sácalo. El otro extendió el brazo y lo sacó. El rey de Siria estaba en guerra con Israel y reunió en consejo a sus oficiales para proponerles: —Acamparemos en tal sitio. Entonces el profeta mandó decir al rey de Israel: —Procura no pasar por tal sitio, pues los sirios están acampados allí. El rey de Israel envió gente al lugar que el profeta le había indicado. Y esto sucedió más de dos veces: el profeta le advertía y él tomaba precauciones. El rey de Siria, desconcertado, reunió a sus oficiales y les dijo: —Decidme quién de los nuestros informa al rey de Israel. Uno de los oficiales respondió: —Ninguno, majestad. Se trata de Eliseo, el profeta de Israel, que informa a su rey de todo cuanto hablas en tu intimidad. Entonces el rey ordenó: —Id a averiguar dónde está y enviaré a capturarlo. Cuando le informaron que estaba en Dotán, el rey de Siria envió allí un gran destacamento de tropas con caballos y carros, que llegaron de noche y cercaron la ciudad. Cuando el criado del profeta se levantó al amanecer, salió y descubrió que un ejército cercaba la ciudad con caballos y carros. Entonces dijo a Eliseo: —¡Ay, maestro! ¿Qué hacemos? Él respondió: —No temas. Los nuestros son más que los de ellos. Luego oró así: —Señor, ábrele los ojos para que pueda ver. El Señor abrió los ojos al criado y este vio que el monte estaba lleno de caballos y carros de fuego alrededor de Eliseo. Cuando los sirios bajaban a capturarlo, Eliseo oró de nuevo al Señor: —Deja ciega a esa gente. Y el Señor los dejó ciegos conforme a la petición de Eliseo. Entonces Eliseo les dijo: —Este no es el camino, ni esta la ciudad. Seguidme y os llevaré hasta el hombre que buscáis. Y los llevó a Samaría. Cuando llegaron a Samaría, Eliseo oró: —Señor, ábreles los ojos, para que puedan ver. El Señor les abrió los ojos y ellos descubrieron que estaban dentro de Samaría. Cuando el rey de Israel los vio, le preguntó a Eliseo: —Padre, ¿los mato? —No los mates. ¿Acaso acostumbras a matar a los que no has capturado con tu espada y tu arco? Ofréceles pan y agua, para que coman y beban y luego se marchen con su señor. El rey les preparó un gran banquete y ellos comieron y bebieron. Luego los despidió y regresaron a su señor. A partir de entonces las bandas de sirios no volvieron a invadir territorio israelita. Algún tiempo después, Benadad, rey de Siria, movilizó a todo su ejército y puso cerco a Samaría. El hambre llegó a ser tan grave a causa del asedio, que una cabeza de burro llegó a costar ochenta siclos de plata y un puñado de palomina, cinco siclos. Un día, el rey paseaba por la muralla y una mujer le gritó: —¡Majestad, socórreme! Él respondió: —Si el Señor no te socorre, ¿con qué voy a socorrerte yo? ¿Con trigo o con mosto? Y el rey le preguntó: —¿Qué te pasa? Ella respondió: —Esta mujer me dijo: «Trae a tu hijo, lo comeremos hoy, y mañana nos comeremos el mío». Así que cocimos a mi hijo y nos lo comimos. Pero cuando al día siguiente le pedí que nos entregara a su hijo para comérnoslo, ella lo escondió. Cuando el rey escuchó las palabras de la mujer, se rasgó las vestiduras y, como estaba paseando por la muralla, la gente pudo ver que llevaba un sayal pegado al cuerpo. Luego dijo: —¡Que Dios me castigue, si Eliseo, el hijo de Safat, salva hoy su cabeza! Eliseo estaba en su casa sentado con los ancianos, cuando el rey le envió a uno de sus asistentes. Pero antes de que llegase el mensajero, Eliseo dijo a los ancianos: —Ya veréis como ese asesino manda a alguien a cortarme la cabeza. Estad atentos y cuando el mensajero llegue, atrancad la puerta y no lo dejéis pasar, pues tras él se oyen los pasos de su amo. Todavía estaba hablando con ellos, cuando el mensajero llegó hasta él y le dijo: —Esta desgracia viene del Señor. ¿Qué puedo ya esperar de él? Eliseo respondió: —Escuchad la palabra del Señor, pues dice así: Mañana a estas horas en el mercado de Samaría una medida de harina costará un siclo y lo mismo costarán dos medidas de cebada. El capitán, que era el brazo derecho del rey, respondió al profeta: —Eso no sucederá, ni aunque el Señor abra las compuertas del cielo. Eliseo replicó: —¡Tú mismo lo verás, pero no lo catarás! A la entrada de la ciudad había cuatro leprosos comentando entre sí: —¿Qué hacemos sentados aquí, esperando la muerte? Si nos decidimos a entrar en la ciudad, moriremos de hambre allí dentro; y si nos quedamos aquí, moriremos también. Vamos, pues, a entrar en el campamento sirio: si nos dejan vivos, viviremos; y si nos matan, moriremos. Al anochecer se levantaron para entrar en el campamento sirio; pero, cuando llegaron a los límites del campamento, descubrieron que allí no había nadie. Resulta que el Señor había hecho resonar en el campamento sirio un estrépito de carros y caballos, el fragor de un gran ejército, y se habían dicho unos a otros: «Seguro que el rey de Israel ha contratado a los reyes hititas y egipcios para que nos ataquen». Así que al anochecer habían emprendido la huida, abandonando sus tiendas, sus caballos, sus burros y el campamento tal como estaba, para ponerse a salvo. Aquellos leprosos, que habían llegado a los límites del campamento, entraron en una tienda, comieron y bebieron y se llevaron de allí plata, oro y ropa, y fueron a esconderlo. Luego volvieron, entraron en otra tienda, se llevaron más cosas de allí y fueron también a esconderlas. Pero luego comentaron entre sí: —No estamos actuando bien. Hoy es día de buenas noticias y nosotros nos las guardamos. Si esperamos a que amanezca, nos considerarán culpables. Vamos, pues, a informar a palacio. Cuando llegaron a la ciudad, llamaron a los centinelas y les informaron: —Hemos entrado en el campamento sirio y allí no hay nadie, ni se oye a nadie; solo hay caballos y burros atados, y las tiendas tal como estaban. Los centinelas, a su vez, llamaron y dieron la noticia en palacio. El rey se levantó de noche y dijo a sus oficiales: —Os voy a explicar lo que nos preparan los sirios: como sabían que estamos pasando hambre, han salido del campamento para esconderse en el campo, pensando atraparnos vivos y apoderarse de la ciudad cuando salgamos. Pero uno de los oficiales propuso: —Enviemos a unos hombres con cinco de los caballos que aún nos restan a ver qué pasa, pues los que aún quedan en la ciudad van a correr la misma suerte que toda la multitud de israelitas que ya han perecido. Uncieron dos carros a los caballos y el rey los mandó seguir al ejército sirio, encargándoles: —Id a ver qué pasa. Ellos siguieron su rastro hasta el Jordán y encontraron todo el camino lleno de ropa y de objetos que los sirios habían abandonado en su huida apresurada. Luego los emisarios regresaron a informar al rey. Inmediatamente la gente salió a saquear el campamento sirio. La medida de harina costaba un siclo y lo mismo, dos medidas de cebada, como había anunciado el Señor. El rey había encargado la vigilancia de la entrada al capitán que era su brazo derecho, pero el gentío lo atropelló en la entrada y murió, como había predicho el profeta cuando el rey bajó a verlo. En efecto, cuando el profeta dijo al rey: «Mañana a estas horas en el mercado de Samaría una medida de harina costará un siclo, y lo mismo costarán dos medidas de cebada», el capitán había replicado al profeta: «Eso no sucederá, ni aunque el Señor abra las compuertas del cielo». Y entonces el profeta le había respondido: «Tú mismo lo verás, pero no lo catarás». Y así sucedió: el gentío lo atropelló en la entrada y murió. Un día Eliseo dijo a la madre del niño al que había resucitado: —Ponte en camino con tu familia y emigra donde puedas, pues el Señor ha decidido enviar el hambre, que va a azotar el país durante siete años. La mujer se apresuró a hacer lo que le había dicho el profeta: se marchó con su familia a territorio filisteo y vivió allí durante siete años. Al cabo de los siete años la mujer regresó de territorio filisteo y fue a reclamar al rey su casa y sus tierras. El rey estaba hablando con Guejazí, el criado del profeta, al que había pedido: —Cuéntame todos los prodigios que ha realizado Eliseo. Y cuando el criado contaba al rey cómo Eliseo había resucitado a un muerto, llegó la madre del niño resucitado, reclamando al rey su casa y sus tierras. Entonces Guejazí dijo: —Majestad, esta es la mujer y este es el niño al que resucitó Eliseo. El rey preguntó a la mujer y ella se lo contó. Luego el rey puso a disposición de la mujer un funcionario con estas órdenes: —Haz que le devuelvan todas sus posesiones, junto con las rentas de sus tierras desde el día en que las dejó hasta el presente. Eliseo fue a Damasco. Benadad, el rey de Siria, estaba enfermo y le informaron: —Ha llegado el profeta. Entonces el rey ordenó a Jazael: —Lleva contigo algún regalo, vete a ver al profeta y consulta al Señor por medio de él si saldré vivo de esta enfermedad. Jazael fue a ver al profeta; llevaba como regalo todo lo mejor de Damasco, cargado en cuarenta camellos. Cuando llegó, se presentó ante él y le dijo: —Tu hijo Benadad, el rey de Siria, me ha enviado a consultarte si saldrá vivo de esta enfermedad. Eliseo le respondió: —Dile que saldrá vivo de esta enfermedad, aunque el Señor me ha revelado que, en todo caso, va a morir. Entonces el semblante de Eliseo quedó totalmente rígido e inmóvil y luego se echó a llorar. Jazael le preguntó: —Señor, ¿por qué lloras? Eliseo respondió: —Porque sé el daño que tú vas a causar a los israelitas: incendiarás sus fortalezas, pasarás a cuchillo a sus jóvenes guerreros, descuartizarás a sus niños de pecho y destriparás a las embarazadas. Jazael objetó: —¿Quién soy yo, sino un perro, para llevar a cabo tales hazañas? Pero Eliseo le dijo: —El Señor me ha revelado que tú serás rey de Siria. Jazael se despidió de Eliseo, se presentó ante su señor y este le preguntó: —¿Qué te ha dicho Eliseo? Él respondió: —Me ha dicho que saldrás vivo. Pero al día siguiente Jazael cogió una manta, la empapó en agua y la puso sobre el rostro del rey hasta que murió. Entonces Jazael reinó en su lugar. Jorán, hijo de Josafat, comenzó a reinar sobre Judá en el quinto año del reinado de Jorán, hijo de Ajab, en Israel. Jorán tenía treinta y dos años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante ocho años. Siguió los pasos de los reyes de Israel, como había hecho la dinastía de Ajab, pues se había casado con una hija de Ajab, y ofendió al Señor. Pero el Señor no quiso destruir a Judá en consideración a su siervo David, al que había prometido mantener siempre una lámpara encendida en su presencia. Durante su reinado Edom se independizó del dominio de Judá y se eligió un rey. Jorán llegó a Seír con sus carros y atacó de noche a Edom que los tenía cercados a él y a los jefes de los carros, pero la tropa huyó a sus tiendas. Y así fue como Edom se independizó del dominio de Judá hasta el presente. Por entonces también se independizó Libná. El resto de la historia de Jorán y todo cuanto hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá. Cuando Jorán murió fue enterrado con sus antepasados en la ciudad de David. Su hijo Ocozías le sucedió como rey. Ocozías, hijo de Jorán, comenzó a reinar en Judá el duodécimo año del reinado de Jorán, hijo de Ajab, en Israel. Ocozías tenía veintidós años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante un año. Su madre se llamaba Atalía y era hija de Omrí, el rey de Israel. Siguió los pasos de la dinastía de Ajab y ofendió al Señor, como la dinastía de Ajab, con la que estaba emparentado. Se alió con Jorán, el hijo de Ajab, para luchar contra Jazael, el rey de Siria, en Ramot de Galaad. Pero los sirios hirieron a Jorán, y el rey tuvo que retirarse a Jezrael para curarse de las heridas que había recibido de los sirios en Ramot, cuando luchaba contra Jazael, rey de Siria. Ocozías, el hijo de Jorán, rey de Judá, fue a Jezrael a visitar a Jorán, el hijo de Ajab, pues estaba enfermo. El profeta Eliseo llamó a uno de la comunidad de profetas y le ordenó: —Prepárate, llévate esta alcuza de aceite y vete a Ramot de Galaad. Cuando llegues allí, busca a Jehú, el hijo de Josafat y nieto de Nimsí. Entra donde esté, sácalo de entre sus compañeros y llévatelo a una habitación aparte. Toma entonces la alcuza de aceite y derrámala sobre su cabeza, diciendo: Así dice el Señor: «Yo te consagro como rey de Israel». Luego abres la puerta y escapas sin detenerte. El joven profeta marchó a Ramot de Galaad. Cuando llegó encontró a los capitanes del ejército reunidos y dijo: —Capitán, traigo un mensaje para ti. Jehú preguntó: —¿Para quién de nosotros? Y él respondió: —Para ti, capitán. Jehú se levantó, entró en la casa, y el joven profeta vertió el aceite sobre su cabeza, diciéndole: —Así dice el Señor, Dios de Israel: Yo te consagro como rey de Israel, el pueblo del Señor. Eliminarás a la familia de Ajab, tu señor, y yo vengaré así en Jezrael la sangre de mis siervos, los profetas, y la sangre de todos los siervos del Señor. Toda la dinastía de Ajab perecerá y le exterminaré a todo israelita varón esclavo o libre. Trataré a la dinastía de Ajab, como traté a la dinastía de Jeroboán, el hijo de Nabat, y a la dinastía de Baasá, el hijo de Ajías. En cuanto a Jezabel, será devorada por los perros en los campos de Jezrael y no tendrá sepultura. Luego el profeta abrió la puerta y escapó. Cuando Jehú salió a reunirse con los oficiales de su señor, uno le preguntó: —¿Qué sucede? ¿Por qué ha venido a verte ese loco? Él les respondió: —Ya conocéis a ese tipo de personas y sus monsergas. Pero ellos insistieron: —¡Mentiroso! Venga, cuéntanoslo. Entonces Jehú contestó: —Pues me ha dicho lo siguiente: «Así dice el Señor: Yo te consagro como rey de Israel». Inmediatamente cada uno tomó su manto, lo puso a los pies de Jehú sobre los escalones, hicieron sonar el cuerno y aclamaron: —¡Viva el rey Jehú! Jehú, hijo de Josafat y nieto de Nimsí, tramó una conspiración contra Jorán. Resulta que Jorán estaba defendiendo con todo el ejército israelita Ramot de Galaad ante el ataque de Jazael, rey de Siria. El rey Jorán se había retirado a Jezrael para curarse de las heridas recibidas de los sirios en el combate con Jazael, rey de Siria. Entonces Jehú dijo: —Si estáis de acuerdo, que no salga nadie de la ciudad para ir a dar la noticia en Jezrael. Jehú montó en su carro y marchó a Jezrael, donde Jorán estaba convaleciente. Ocozías, el rey de Judá, había bajado a verlo. El centinela que estaba en la torre de Jezrael vio venir al grupo de Jehú y dio el aviso: —Veo venir un grupo. Jorán ordenó: —Elige a un jinete y mándalo a su encuentro a preguntarles si traen buenas noticias. El jinete fue a su encuentro y le dijo: —El rey pregunta si traéis buenas noticias. Jehú le respondió: —A ti no te importa. Ponte detrás de mí. El centinela informó: —El centinela ha llegado hasta ellos, pero no vuelve. El rey envió otro jinete que al llegar a ellos dijo: —El rey pregunta si traéis buenas noticias. Jehú contestó: —A ti no te importa. Ponte detrás de mí. El centinela volvió a informar: —Ha llegado hasta ellos, pero no vuelve. La manera de conducir es la de Jehú, el hijo de Nimsí, pues conduce a lo loco. Entonces Jorán ordenó: —Engancha el carro. Engancharon su carro y Jorán, el rey de Israel, y Ocozías, el rey de Judá, salieron cada uno en su carro al encuentro de Jehú y se encontraron con él en la heredad de Nabot, el de Jezrael. Cuando Jorán vio a Jehú le preguntó: —¿Traes buenas noticias, Jehú? Pero Jehú respondió: —¿Qué buenas noticias puede haber mientras tu madre, Jezabel, siga con sus prostituciones y sus brujerías? Inmediatamente Jorán dio la vuelta para escapar, gritando a Ocozías: —¡Traición, Ocozías! Pero Jehú disparó su arco e hirió a Jorán por la espalda. La flecha le atravesó el corazón y cayó desplomado en su carro. Entonces Jehú ordenó a su asistente Bidcar: —Bájalo y tíralo en el campo de Nabot, el de Jezrael. Recuerda que cuando tú y yo cabalgábamos juntos con su padre Ajab, el Señor pronunció este oráculo contra él: «Ayer vi la sangre de Nabot y la sangre de sus hijos. Pues en este mismo campo te daré tu merecido —oráculo del Señor—». Así que, bájalo y arrójalo a la heredad de Nabot, como dijo el Señor. Cuando Ocozías, el rey de Judá, vio lo que pasaba, salió huyendo en dirección a Ben Hagán. Pero Jehú lo persiguió y ordenó: —Matadlo también a él. Lo hirieron sobre su carro en la cuesta de Gur, cerca de Jibleán; pero él logró huir hasta Meguido, donde murió. Sus oficiales lo llevaron en carro a Jerusalén y lo enterraron con sus antepasados en la ciudad de David. Jorán había comenzado a reinar en Judá el año undécimo de Jorán, el hijo de Ajab. Jezabel se enteró de que Jehú llegaba a Jezrael. Entonces se pintó los ojos, se arregló el pelo y se asomó a la ventana. Cuando Jehú entraba a la ciudad, Jezabel le dijo: —¿Cómo estás, Zimrí, asesino de su señor? Jehú miró a la ventana y preguntó: —A ver, ¿quién está conmigo? Se asomaron dos o tres cortesanos a los que Jehú ordenó: —¡Tiradla abajo! La tiraron y su sangre salpicó sobre las paredes y los caballos, que la pisotearon. Jehú entró a comer y a beber y luego ordenó: —Ocupaos de esa maldita y enterradla, pues es hija de reyes. Cuando fueron a enterrarla solo encontraron su cráneo, sus pies y sus manos. Volvieron a informar a Jehú, y él comentó: —Así se cumple la palabra que el Señor pronunció por medio de su siervo Elías, el de Tisbé: «Los perros devorarán el cuerpo de Jezabel en los campos de Jezrael, su cadáver será como estiércol sobre el campo y nadie podrá reconocerla». Ajab tenía setenta hijos en Samaría. Jehú escribió cartas y las envió a Samaría, a los notables de Israel, a los ancianos y a los tutores de los hijos de Ajab. En ellas decía: «Ya que tenéis con vosotros a los hijos de vuestro señor, carros y caballos, una ciudad fortificada y armamento, cuando recibáis esta carta, discernid cuál es el mejor y el más recto entre los hijos de vuestro señor, sentadlo en el trono de su padre y defended la dinastía de vuestro señor». Ellos quedaron aterrorizados y dijeron: —Si dos reyes no han podido resistírsele, ¿cómo podremos nosotros? Así que el mayordomo del palacio, el gobernador de la ciudad, los ancianos y los preceptores mandaron a decir a Jehú: —Somos tus servidores y haremos todo lo que nos digas, pero no proclamaremos a nadie rey. Haz lo que te parezca mejor. Entonces Jehú les escribió otra carta que decía: «Si estáis conmigo y queréis obedecerme, venid a verme mañana a estas horas a Jezrael, trayendo las cabezas de los descendientes de vuestro señor». Los setenta hijos del rey vivían con los nobles de la ciudad, que se encargaban de criarlos. Cuando recibieron la carta, mataron a los setenta hijos del rey, pusieron sus cabezas en cestos y se las enviaron a Jezrael. Cuando llegó el mensajero, le comunicó: —Ya han traído las cabezas de los hijos del rey. Entonces Jehú ordenó: —Dejadlas en dos montones a la entrada de la ciudad hasta mañana. A la mañana siguiente, Jehú salió y, puesto en pie, dijo a todo el pueblo: —Vosotros sois inocentes. He sido yo quien ha conspirado contra mi señor y lo ha matado. Pero ¿quién ha matado a todos estos? Sabed, pues, que ninguna de las palabras que el Señor pronunció contra la dinastía de Ajab caerá en saco roto. El Señor ha realizado lo que anunció por medio de su siervo Elías. Jehú mató a todos los supervivientes de la familia de Ajab en Jezrael y a todas sus autoridades, parientes y sacerdotes, hasta no dejar ni uno vivo. Después emprendió el camino hacia Samaría y cuando llegó a Betequed de los Pastores se encontró con los parientes de Ocozías, el rey de Judá, y les preguntó: —¿Quiénes sois? Ellos respondieron: —Somos parientes de Ocozías, que venimos a saludar a los hijos del rey y a los hijos de la reina madre. Entonces Jehú ordenó: —Prendedlos vivos. Los prendieron vivos y los degollaron junto al pozo de Betequed. Eran cuarenta y dos, y no se salvó ninguno. Se fue de allí y se encontró con Jonadab, el hijo de Recab que había ido a visitarlo. Lo saludó y le preguntó: —¿Estás de acuerdo conmigo, como yo lo estoy contigo? Jonadab respondió: —Sí, lo estoy. Jehú le dijo: —Entonces dame la mano. Le dio la mano y Jehú lo hizo subir con él en su carro. Luego le dijo: —Ven conmigo y comprobarás cómo defiendo la causa del Señor. Cuando llegó a Samaría mató a todos los supervivientes de la familia de Ajab que había allí hasta exterminarlos, como el Señor había anunciado a Elías. Luego convocó a toda la gente y les dijo: —Si Ajab rindió culto a Baal, Jehú lo superará. Así que, llamadme a todos los profetas de Baal y a todos sus fieles y sacerdotes sin excepción, porque quiero ofrecer a Baal un gran sacrificio. El que falte morirá. Jehú actuaba con astucia para exterminar a los fieles de Baal. A continuación ordenó: —Anunciad una celebración solemne en honor de Baal. La anunciaron. Luego envió mensajeros por todo Israel y llegaron todos los fieles de Baal, sin faltar ninguno. Entraron al templo de Baal y lo llenaron por completo. Entonces Jehú ordenó al encargado del vestuario: —Saca vestiduras para todos los fieles de Baal. Él se las sacó. Jehú y Jonadab, el hijo de Recab, entraron en el templo, y Jehú dijo a los fieles de Baal: —Comprobad que aquí entre vosotros solo hay fieles de Baal y que no hay fieles del Señor. Luego entraron a ofrecer sacrificios y holocaustos. Jehú había dejado apostados fuera ochenta hombres con estas órdenes: —El que deje escapar a alguno de los hombres que yo os entregue, lo pagará con su vida. Y cuando concluyó el holocausto, Jehú ordenó a los guardias y oficiales: —Entrad y matadlos. Que no escape ninguno. Los guardias y oficiales los pasaron a cuchillo y los arrojaron fuera. Luego fueron al camarín del templo de Baal, sacaron de allí la estatua de Baal y la quemaron. Finalmente derribaron las columnas y el templo de Baal y convirtieron el lugar en una cloaca hasta el día de hoy. Y así fue como Jehú erradicó de Israel a Baal. Sin embargo, Jehú no se apartó de los pecados que Jeroboán, el hijo de Nabat, hizo cometer a Israel: los becerros de oro de Betel y Dan. El Señor le dijo: «Porque has obrado bien y has actuado correctamente respecto a mí, ejecutando todo cuanto había dispuesto contra la dinastía de Ajab, tus descendientes se sentarán en el trono de Israel hasta la cuarta generación». Pero Jehú no se preocupó de cumplir de corazón la ley del Señor, Dios de Israel, ni se apartó de los pecados que Jeroboán hizo cometer a Israel. Por entonces el Señor empezó a reducir el territorio de Israel. Jazael derrotó a Israel en todas sus fronteras, desde el Jordán hacia el este, en todo el territorio de Galaad, Gad, Rubén y Manasés; y desde Aroer, junto al arroyo Arnón, hasta Galaad y Basán. El resto de la historia de Jehú, todo cuanto hizo y sus hazañas, está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Cuando Jehú murió, fue enterrado en Samaría y su hijo Joacaz le sucedió como rey. Jehú reinó sobre Israel en Samaría veintiocho años. Cuando Atalía, la madre de Ocozías, supo que su hijo había muerto, se puso a eliminar a toda la familia real. Pero Josebá, hija del rey Jorán y hermana de Ocozías, apartó a Joás, hijo de Ocozías, de sus hermanos que iban a ser asesinados y lo escondió con su nodriza en el dormitorio, ocultándolo de Atalía y salvándolo de la muerte. Joás estuvo escondido con su nodriza en el Templo durante seis años, mientras Atalía reinaba en el país. El séptimo año Joyadá mandó llamar a los centuriones de los carios y de la guardia real, los llevó consigo al Templo del Señor, selló allí con ellos un pacto bajo juramento y les mostró al príncipe. Luego les ordenó lo siguiente: —Esto es lo que haréis: el tercio que entra de servicio el sábado y hace la guardia en palacio, junto con el tercio de la puerta de Sur y el tercio de la puerta trasera de la guardia haréis la guardia en el Templo por turnos. Y las otras dos secciones, con todos los que salen de servicio el sábado, haréis la guardia en el Templo junto al rey. Rodearéis completamente al rey con las armas en la mano y si alguien intenta forzar las filas, lo matáis. Tenéis que acompañar al rey a todas partes. Los centuriones hicieron todo lo que el sacerdote Joyadá les había ordenado: cada uno con sus hombres, tanto los que entraban de servicio el sábado, como los que salían, se presentaron al sacerdote Joyadá. El sacerdote entregó a los centuriones las lanzas y los escudos del rey David que se guardaban en el Templo del Señor. Los guardias, empuñando sus armas, tomaron posiciones desde el ala derecha del Templo hasta el ala izquierda, entre el altar y el Templo, alrededor del rey. Entonces Joyadá sacó al hijo del rey, le entregó la corona y el testimonio, lo ungió y lo proclamó rey; finalmente aplaudieron, aclamándolo: —¡Viva el rey! Al oír Atalía el griterío de los guardias y del pueblo, se acercó a la gente que estaba en el Templo del Señor. Cuando vio al rey de pie sobre el estrado, según la costumbre, a los oficiales y a los que tocaban las trompetas junto al rey, y a todo el pueblo de fiesta, mientras sonaban las trompetas, se rasgó las vestiduras y gritó: —¡Traición! ¡Traición! El sacerdote Joyadá ordenó a los centuriones que estaban al mando del ejército: —Sacadla de las filas y pasad a cuchillo al que la siga. Como el sacerdote había ordenado que no la matasen en el Templo, le echaron mano cuando entraba en el palacio por la puerta de las caballerías y la mataron allí. Joyadá selló el pacto entre el Señor por una parte, y el rey y el pueblo por otra, comprometiéndose a ser el pueblo del Señor; y (un pacto) entre el rey y el pueblo. Entonces toda la gente se dirigió al templo de Baal y lo destruyeron, hicieron trizas sus altares e imágenes y degollaron ante los altares a Matán, el sacerdote de Baal. Luego el sacerdote Joyadá puso guardia en el Templo del Señor; tomó consigo a los centuriones, a los carios, a la guardia real y a toda la gente, bajaron al rey desde el Templo, lo llevaron hasta el palacio real por la puerta de la guardia, y el rey se sentó en el trono real. Todo el pueblo hizo fiesta y la ciudad quedó tranquila. En cuanto a Atalía, había muerto a filo de espada en el palacio real. Joás comenzó a reinar a los siete años, en el séptimo año de Jehú, y reinó en Jerusalén durante cuarenta años. Su madre se llamaba Sibiá y era de Berseba. Joás actuó correctamente ante el Señor durante toda su vida, pues lo había educado el sacerdote Joyadá. Sin embargo, no desaparecieron los santuarios locales de los montes y el pueblo siguió ofreciendo sacrificios y quemando incienso en ellos. Joás dijo a los sacerdotes: —Todo el dinero consagrado que entre en el Templo del Señor, tanto el dinero de las tasas, como el del rescate de las personas, todo el dinero de los donativos voluntarios que llega al Templo lo recogerán los sacerdotes, cada uno su parte, y ellos se encargarán de reparar los desperfectos que encuentren en el Templo. Pero el año vigésimo tercero del reinado de Joás los sacerdotes aún no habían reparado los desperfectos del Templo. Entonces el rey Joás convocó a Joyadá y a los demás sacerdotes y les dijo: —¿Por qué no habéis reparado aún los desperfectos del Templo? A partir de ahora no os quedaréis con el dinero de vuestros donantes, sino que lo entregaréis para los desperfectos del Templo. Los sacerdotes accedieron a no recibir dinero del pueblo y a no reparar los desperfectos del Templo. El sacerdote Joyadá preparó un cofre, le hizo un agujero en la tapa y lo colocó junto al altar, según se entra al Templo, a la derecha. Los sacerdotes encargados de la entrada echaban allí todo el dinero que se llevaba al Templo. Cuando veían que el dinero llenaba el cofre, subía el secretario real con el sumo sacerdote, lo vaciaban y contaban el dinero que había en el Templo. Luego entregaban el dinero ya contado a los maestros de obras encargados del Templo del Señor y estos lo empleaban para pagar a los carpinteros y a los constructores que trabajaban en el Templo, así como a los albañiles y canteros, y para comprar madera y piedras talladas a fin de reparar los desperfectos del Templo y para todos los gastos de las reparaciones. En cambio, con el dinero que se llevaba al Templo no se hicieron copas de plata, ni cuchillos, aspersorios, trompetas, ni objeto alguno de plata y oro. El dinero se entregaba a los maestros de obras y con él reparaban el Templo del Señor. Sin embargo, no se pedían cuentas a quienes se entregaba el dinero para pagar a los maestros de obras, porque actuaban con honradez. El dinero de los sacrificios penitenciales y el dinero por los pecados no iba a parar al Templo, pues era para los sacerdotes. Por aquella época Jazael, el rey de Siria, subió a atacar Gat y la conquistó. Después se volvió para atacar a Jerusalén. Entonces Joás, el rey de Judá, tomó todas las ofrendas votivas que habían consagrado Josafat, Jorán y Ocozías, los reyes de Judá antepasados suyos, junto a sus propias ofrendas, y todo el oro que encontró en los tesoros del Templo y del palacio real; se lo envió todo a Jazael, el rey de Siria, que se retiró de Jerusalén. El resto de la historia de Joás y todo cuanto hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá. Sus propios súbditos tramaron una conspiración contra él y lo mataron en la casa del Terraplén, en la bajada a Silá. Los que lo mataron fueron sus súbditos Jozabad, hijo de Simat, y Jeozabad, hijo de Somer. Luego lo enterraron con sus antepasados en la ciudad de David, y su hijo Amasías le sucedió como rey. Joacaz, hijo de Jehú, comenzó a reinar sobre Israel en el vigésimo tercer año del reinado de Joás, hijo de Ocozías, rey de Judá. Reinó en Samaría durante diecisiete años. Joacaz ofendió al Señor y persistió en el pecado que Jeroboán, el hijo de Nabat, había hecho cometer a Israel, sin apartarse de él. El Señor se encolerizó contra Israel y lo entregó en poder de Jazael, el rey de Siria, y de su hijo Benadad, durante todo aquel tiempo. Pero Joacaz suplicó al Señor y el Señor lo escuchó, pues había visto cómo oprimía el rey de Siria a los israelitas. El Señor dio a Israel un salvador que lo libró del dominio sirio, y los israelitas pudieron vivir en sus casas como antes. Sin embargo, no se apartaron de los pecados que la dinastía de Jeroboán había hecho cometer a Israel, sino que persistieron en ellos y mantuvieron una estela sagrada en Samaría. Por eso, el Señor no le dejó a Joacaz más que cincuenta jinetes, diez carros y diez mil soldados de infantería, pues el rey de Siria los había destruido por completo. El resto de la historia de Joacaz, todo cuanto hizo y su valor, está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Cuando Joacaz murió, fue enterrado en Samaría y su hijo Joás le sucedió como rey. Joás, hijo de Joacaz, comenzó a reinar sobre Israel el año treinta y siete del reinado de Joás en Judá. Reinó en Samaría durante seis años. Ofendió al Señor y no se apartó de los pecados que Jeroboán, el hijo de Nabat, hizo cometer a Israel, persistiendo en ellos. El resto de la historia de Joás, todo lo que hizo y su valor en la guerra con Amasías, el rey de Judá, está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Cuando Joás murió, Jeroboán le sucedió en el trono. Joás fue enterrado en Samaría con los reyes de Israel. Eliseo estaba gravemente enfermo y Joás, el rey de Israel, bajó a visitarlo. Al verlo se puso a llorar, diciendo: —¡Padre mío, padre mío! ¡Carro y caballería de Israel! Eliseo le dijo: —Toma un arco y unas flechas. Joás lo hizo así y Eliseo le ordenó: —Empuña el arco. Joás empuñó el arco, y Eliseo puso sus manos sobre las manos del rey; luego le dijo: —Abre la ventana que da a oriente. El rey la abrió, y Eliseo le ordenó: —¡Dispara! Él disparó y Eliseo exclamó: —¡Flecha victoriosa del Señor! ¡Flecha victoriosa frente a Siria! Derrotarás a Siria en Afec, hasta acabar con ella. Luego añadió: —Toma las flechas. El rey de Israel las tomó, y Eliseo le dijo: —Golpea el suelo. Lo golpeó tres veces y se detuvo. Entonces el profeta se enfadó con él y le dijo: —Si hubieras golpeado cinco o seis veces, habrías derrotado a Siria hasta acabar con ella; pero así solo la derrotarás tres veces. Eliseo murió y lo enterraron. A primeros de año bandas moabitas hicieron incursiones por el país. Unos hombres, que estaban enterrando a un muerto, al divisar a estas bandas, arrojaron el muerto en la tumba de Eliseo y se fueron. Y cuando entró en contacto con los huesos de Eliseo, el muerto revivió y se puso en pie. Jazael, rey de Siria, había oprimido a Israel durante todo el reinado de Joacaz. Pero el Señor se compadeció de ellos y los atendió en consideración a su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob. Por eso no quiso exterminarlos ni expulsarlos de su presencia hasta el presente. Cuando murió Jazael, el rey de Siria, su hijo Benadad le sucedió como rey. Entonces Joás, el hijo de Joacaz, arrebató a Benadad, el hijo de Jazael, las ciudades que este había arrebatado a su padre Joacaz en la guerra. Joás lo derrotó tres veces, recuperando así las ciudades de Israel. Amasías, hijo de Joás, comenzó a reinar en Judá el año segundo del reinado de Joás, hijo de Joacaz, en Israel. Amasías tenía veinticinco años cuando comenzó a reinar, y reinó durante veintinueve años. Su madre se llamaba Joadán y era de Jerusalén. Actuó correctamente ante el Señor, aunque no tanto como su antepasado David. Actuó como su padre Joás. Pero no desaparecieron los santuarios de los altos y la gente seguía ofreciendo sacrificios y quemando incienso en ellos. Cuando consolidó su soberanía, mató a los súbditos que habían asesinado a su padre, el rey. Pero no mató a los hijos de los asesinos, de acuerdo con lo escrito en la ley de Moisés, promulgada por el Señor: «Los padres no morirán por las culpas de los hijos, ni los hijos por las culpas de los padres. Cada cual morirá por su propio pecado». Amasías derrotó a diez mil edomitas en el valle de la Sal y tomó por asalto Selá, a la que puso el nombre de Joctael, que mantiene hasta el presente. Entonces Amasías envió mensajeros a Joás, el hijo de Joacaz y nieto de Jehú, rey de Israel, diciéndole: —¡Ven a que nos veamos las caras! Pero Joás, el rey de Israel, mandó responder así a Amasías, el rey de Judá: —El cardo del Líbano mandó esta embajada al cedro del Líbano: «Dale tu hija por esposa a mi hijo». Pero pasó por allí un animal silvestre del Líbano y pisoteó el cardo. Has derrotado estrepitosamente a Edom y te has envalentonado. Disfruta de tu fama, pero quédate en tu casa. ¿Por qué te empeñas en atraer la desgracia sobre ti y sobre Judá? Pero Amasías no le hizo caso. Entonces Joás, el rey de Israel, subió a verse las caras con Amasías, el rey de Judá, en Bet Semes, que está en territorio de Judá. Judá cayó derrotado ante Israel y todos huyeron a sus casas. Joás, el rey de Israel, hizo prisionero en Bet Semes a Amasías, el rey de Judá, hijo de Joás y nieto de Ocozías. Luego fue a Jerusalén y abrió una brecha de unos doscientos metros en su muralla, desde la puerta de Efraín hasta la Puerta de la Esquina. Se apoderó, además, de todo el oro y la plata y de todos los objetos que había en el Templo y en el tesoro del palacio real; tomó algunos rehenes y regresó a Samaría. El resto de la historia de Joás, todo lo que hizo y su valor en la guerra con Amasías, el rey de Judá, está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Cuando Joás murió, fue enterrado en Samaría con los reyes de Israel y su hijo Jeroboán le sucedió como rey. Amasías, el rey de Judá, sobrevivió quince años a Joás, el hijo de Ocozías, rey de Israel. El resto de la historia de Amasías está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá. Tramaron contra él una conspiración en Jerusalén y huyó a Laquis. Pero enviaron gente a Laquis en su persecución y lo mataron allí. Luego lo transportaron en caballos a Jerusalén y lo enterraron con sus antepasados en la ciudad de David. Entonces todo el pueblo de Judá proclamó como rey a Azarías, que tenía dieciséis años, en sustitución de su padre Amasías. Azarías reconstruyó Eilat y la devolvió a Judá, una vez que el rey, su padre, descansó con sus antepasados. Jeroboán, hijo de Joás, rey de Israel, comenzó a reinar en Samaría el año décimo quinto del reinado de Amasías, el hijo de Joás, rey de Judá. Reinó durante cuarenta y un años. Ofendió al Señor y no se apartó de todos los pecados que Jeroboán, el hijo de Nabat, hizo cometer a Israel. Restableció la frontera de Israel desde la entrada de Jamat hasta el mar Muerto, de acuerdo con la palabra que el Señor, Dios de Israel, había anunciado por medio de su servidor, el profeta Jonás, hijo de Amitay, de Bat Jéfer. El Señor se había fijado en el terrible sufrimiento de Israel, pues no había quedado nadie, esclavo o libre, ni había nadie que pudiera ayudar a Israel. Y es que el Señor aún no había decidido borrar del mapa el nombre de Israel, y lo salvó por medio de Jeroboán, el hijo de Joás. El resto de la historia de Jeroboán, todo cuanto hizo, su valor en la guerra y la recuperación de Damasco y Jamat para Israel, está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Cuando Jeroboán murió, fue enterrado con los reyes de Israel. Su hijo Zacarías le sucedió como rey. Azarías, hijo de Amasías, comenzó a reinar en Judá el año vigésimo séptimo del reinado de Jeroboán, rey de Israel. Tenía dieciséis años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante cincuenta y dos años. Su madre se llamaba Jecolías y era de Jerusalén. Actuó correctamente ante el Señor, como su padre Amasías. Pero no desaparecieron los santuarios de los altos y la gente siguió ofreciendo sacrificios y quemando incienso en ellos. El Señor le hizo contraer la lepra hasta el día de su muerte, por lo que tuvo que vivir apartado en una casa, mientras su hijo Jotán quedaba al frente del palacio y gobernaba al pueblo. El resto de la historia de Azarías y todo cuanto hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá. Cuando Azarías murió fue enterrado con sus antepasados en la ciudad de David. Su hijo Jotán le sucedió como rey. Zacarías, hijo de Jeroboán, comenzó a reinar sobre Israel el año trigésimo octavo del reinado de Azarías en Judá, y reinó en Samaría durante seis meses. Ofendió al Señor, como sus antepasados, y no se apartó de los pecados que Jeroboán, el hijo de Nabat, hizo cometer a Israel. Salún, el hijo de Jabés, conspiró contra él, lo atacó en presencia del pueblo, lo mató y reinó en su lugar. El resto de la historia de Zacarías está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. En él se cumplió el anuncio que el Señor hizo a Jehú: «Tus descendientes se sentarán en el trono de Israel hasta la cuarta generación». Y así fue. Salún, hijo de Jabés, comenzó a reinar el año trigésimo noveno del reinado de Azarías en Judá. Reinó en Samaría durante un mes. Menajén, hijo de Gadí, subió desde Tirsá, llegó a Samaría y allí derrotó a Salún, hijo de Jabés; lo mató y lo suplantó como rey. El resto de la historia de Salún junto con la conspiración que tramó, está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Por entonces Menajén atacó Tifsaj y su término desde Tirsá matando a todos sus habitantes porque no le habían abierto las puertas. También destripó a todas las embarazadas. Menajén, hijo de Gadí, comenzó a reinar sobre Israel el año trigésimo noveno del reinado de Azarías en Judá. Reinó en Samaría durante diez años. Ofendió al Señor y no se apartó en toda su vida de los pecados que Jeroboán, el hijo de Nabat, había hecho cometer a Israel. Pul, el rey de Asiria, invadió el país. Pero Menajén pagó a Pul mil talentos de plata para que le ayudase a consolidar el reino en su poder. Para pagar al rey de Asiria, Menajén impuso tributos a todos los ricos de Israel a razón de cincuenta siclos cada uno. El rey de Asiria se retiró, sin detenerse más tiempo en el país. El resto de la historia de Menajén y todo cuanto hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Cuando Menajén murió, su hijo Pecajías le sucedió como rey. Pecajías comenzó a reinar sobre Israel el año quincuagésimo del reinado de Azarías en Judá y reinó en Samaría durante dos años. Ofendió al Señor y no se apartó de los pecados que Jeroboán, el hijo de Nabat, hizo cometer a Israel. Su capitán Pecaj, hijo de Remalías, conspiró contra él, acompañado de cincuenta hombres de Galaad. Lo atacó en Samaría, en la torre del palacio real, con Argob y Arié, matándolo y suplantándolo como rey. El resto de la historia de Pecajías y todo cuanto hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Pecaj, hijo de Remalías, comenzó a reinar sobre Israel el año quincuagésimo segundo de Azarías en Judá. Reinó en Samaría durante veinte años. Pecaj ofendió al Señor y no se apartó de los pecados que Jeroboán, el hijo de Nabat, hizo cometer a Israel. Durante su reinado, llegó Tiglatpileser, el rey de Asiria, se apoderó de Iyón, Abel Bet Maacá, Janóaj, Cadés, Jasor, Galaad, Galilea y todo el territorio de Neftalí; y se llevó a sus habitantes deportados a Asiria. Oseas, hijo de Elá, tramó una conspiración contra Pecaj, hijo de Remalías, lo atacó, lo mató y lo suplantó como rey el año vigésimo del reinado de Jotán, hijo de Azarías. El resto de la historia de Pecaj y todo cuanto hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Israel. Jotán, hijo de Azarías, comenzó a reinar en Judá el año segundo del reinado de Pecaj, el hijo de Remalías, en Israel. Cuando comenzó a reinar tenía veinticinco años y reinó en Jerusalén durante dieciséis años. Su madre se llamaba Jerusá y era hija de Sadoc. Jotán actuó correctamente ante el Señor, como su padre Ozías. Sin embargo, no desaparecieron los santuarios de los altos y el pueblo seguía ofreciendo sacrificios y quemando incienso en ellos. Él fue quien construyó la puerta superior del Templo del Señor. El resto de la historia de Jotán y lo que hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá. Por entonces el Señor comenzó a instigar contra Judá a Resín, el rey de Siria, y a Pecaj, hijo de Remalías. Cuando Jotán murió, fue enterrado con sus antepasados en la ciudad de David. Su hijo Ajaz le sucedió como rey. Ajaz, hijo de Jotán, comenzó a reinar en Judá el año décimo séptimo del reinado de Pecaj, hijo de Remalías. Ajaz tenía veinte años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante dieciséis años. No actuó correctamente ante el Señor, su Dios, como su antepasado David, sino que siguió los pasos de los reyes de Israel. Llegó incluso a quemar a su hijo en sacrificio, imitando las perversas costumbres de las naciones que el Señor había expulsado ante los israelitas. También ofreció sacrificios y quemó incienso en los santuarios de los altos, sobre las colinas y bajo cualquier árbol frondoso. Durante su reinado, Resín, rey de Siria, y Pecaj, hijo de Remalías y rey de Israel, se pusieron de acuerdo para atacar a Jerusalén y sitiar a Ajab; pero no pudieron conquistar Jerusalén. Por entonces, Resín, el rey de Siria, recuperó Eilat para Siria y expulsó de allí a los judíos. Luego los edomitas llegaron a Eilat y quedaron establecidos allí hasta hoy. Ajaz envió emisarios a Tiglatpileser, el rey de Asiria, con este mensaje: «Soy tu hijo y tu vasallo. Ven a librarme del poder de los reyes de Siria y de Israel, que me están atacando». Ajaz cogió la plata y el oro que había en el Templo y en los tesoros del palacio real y se los envió como regalo al rey de Asiria. Por su parte, el rey de Asiria atendió su petición: atacó a Damasco, la conquistó, deportó a sus habitantes a Quir y mató a Resín. Entonces el rey Ajaz fue a Damasco a encontrarse con Tiglatpileser, el rey de Asiria; vio el altar que había en Damasco y envió al sacerdote Urías una reproducción del altar y un plano con todos sus detalles. El sacerdote Urías construyó el altar, siguiendo todas las instrucciones enviadas por el rey Ajaz desde Damasco y lo concluyó antes de que el rey Ajaz regresara de Damasco. Cuando el rey llegó, vio el altar, se acercó, subió a él, quemó su holocausto y su ofrenda, derramó su libación y lo roció con la sangre de sus sacrificios de comunión. Luego retiró de su sitio el altar de bronce que estaba ante el Señor, frente al Templo, entre el altar nuevo y el Templo, lo colocó al norte del nuevo altar y ordenó al sacerdote Urías: —Sobre el altar grande quemarás el holocausto de la mañana y la ofrenda de la tarde, el holocausto del rey y su ofrenda y los holocaustos del pueblo con sus ofrendas y libaciones, y derramarás sobre él toda la sangre de los holocaustos y de los sacrificios. Del altar de bronce, ya me ocuparé yo. El sacerdote Urías hizo todo lo que el rey Ajaz le ordenó. El rey Ajaz desmontó los paneles de las basas y retiró de ellas las pilas; bajó también el gran depósito circular de los toros de bronce que lo sostenían y lo colocó sobre el pavimento de piedra. Y por deferencia hacia el rey de Asiria, Ajaz quitó del Templo del Señor la tribuna del sábado, construida en el edificio, y también la entrada exterior reservada al rey. El resto de la historia de Ajaz y lo que hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá. Cuando Ajab murió, fue enterrado con sus antepasados en la ciudad de David y su hijo Ezequías le sucedió como rey. Oseas comenzó a reinar en Israel el año duodécimo del reinado de Ajab en Judá. Ofendió al Señor, aunque no tanto como los reyes de Israel que lo precedieron. Salmanasar, el rey de Asiria, lo atacó y Oseas se convirtió en vasallo tributario suyo. Sin embargo, el rey de Asiria descubrió que Oseas conspiraba contra él, pues había mandado emisarios a So, el rey de Egipto, y había dejado de enviarle el tributo anual. Por ello, lo arrestó y lo metió en prisión. Luego el rey de Asiria invadió el país, atacó a Samaría y la asedió durante tres años. Finalmente, el año noveno de Oseas, tomó Samaría y deportó a los israelitas a Asiria, estableciéndolos en Jalaj, en las riberas del Jabor, río de Gozán, y en las ciudades de Media. Esto sucedió porque los israelitas habían pecado contra el Señor su Dios, que los sacó del país de Egipto y del poder de su rey, el faraón. Habían adorado a otros dioses, imitando las costumbres de las naciones que el Señor había expulsado ante los israelitas y las costumbres que los reyes de Israel habían introducido. Los israelitas hicieron cosas inadmisibles ante el Señor, su Dios: se hicieron santuarios en los montes de todas sus ciudades, desde las torres de vigía hasta las plazas fuertes y erigieron columnas y postes sagrados en cualquier colina alta y bajo cualquier árbol frondoso, quemando en ellos incienso como las naciones que el Señor había deportado ante ellos y cometiendo maldades que provocaron la indignación del Señor. Sirvieron a los ídolos, aunque el Señor les había prohibido hacer tal cosa. El Señor había advertido a Israel y a Judá, por medio de todos sus profetas y videntes: «Apartaos de vuestro mal camino y guardad mis mandatos y preceptos, de acuerdo con la ley que di a vuestros antepasados y que os transmití por medio de mis siervos, los profetas». Pero ellos no hicieron caso, se obstinaron tanto como sus antepasados que no habían confiado en el Señor su Dios, y despreciaron sus decretos, la alianza que había hecho con sus antepasados y las advertencias que les había hecho. Siguieron al vacío y se quedaron vacíos; siguieron a las naciones de su alrededor, aunque el Señor les había prohibido imitarlas. Abandonaron los mandamientos del Señor, su Dios: se fabricaron dos becerros de metal fundido y una representación de Astarté y adoraron a todas las fuerzas astrales y a Baal. Incluso llegaron a quemar a sus hijos e hijas en sacrificio, practicaron la adivinación y la brujería y se dedicaron a ofender al Señor y a provocar su indignación. Por todo ello el Señor se enfureció contra Israel, los expulsó de su presencia, y solo quedó la tribu de Judá. Pero tampoco Judá guardó los mandamientos del Señor, su Dios, sino que imitó las costumbres introducidas por Israel. El Señor rechazó a toda la estirpe de Israel y la humilló, entregándola en poder de saqueadores, hasta que los expulsó de su presencia. Cuando Israel se separó de la dinastía de David y eligieron rey a Jeroboán, el hijo de Nabat, Jeroboán apartó a Israel de su Señor y le hizo cometer un pecado grave. En efecto, los israelitas imitaron todos los pecados de Jeroboán, sin apartarse de ellos, hasta que el Señor terminó por expulsar a Israel de su presencia, como había anunciado por medio de sus siervos, los profetas, e Israel fue deportado desde su tierra a Asiria, donde permanecen hasta el presente. El rey de Asiria trajo gente de Babilonia, Cutá, Avá, Jamat y Sefarváin y la estableció en las ciudades de Samaría, en lugar de los israelitas. Esa gente tomó posesión de Samaría y se instaló en sus ciudades. Pero, como al comienzo de su instalación no respetaron al Señor, el Señor les envió leones que los devoraban. Así que dijeron al rey de Asiria: —Las gentes que has deportado y establecido en las ciudades de Samaría no conocen la religión del dios del país. El rey de Asiria reaccionó dando esta orden: —Llevad allí a alguno de los sacerdotes que habéis traído deportados; que vaya a vivir con ellos y les enseñe la religión del dios de aquel país. Así pues, uno de los sacerdotes deportados de Samaría vino a vivir a Betel, donde les estuvo enseñando a respetar al Señor. Pero cada pueblo se hacía sus propios dioses en las ciudades donde cada uno vivía y los colocaba en los santuarios de los altos que habían construido los samaritanos. Así, los procedentes de Babilonia hicieron una imagen de Sucot Benot; los de Cutá, una imagen de Nergal; los de Jamat, una de Asimat; los de Avá hicieron imágenes de Niblat y de Tartac; y los procedentes de Sefarváin quemaban a sus hijos en sacrificio a sus dioses, Adramélec y Anarmélec. También veneraban al Señor y nombraron sacerdotes a gentes de entre ellos para que prestaran servicio en los santuarios de los altos. Así que, por un lado, veneraban al Señor y, por otro, daban culto a otros dioses, según la religión de la nación de donde habían sido deportados. Y todavía hoy siguen portándose según sus antiguas costumbres: no veneran al Señor ni proceden según sus decretos y normas, ni según la ley y los mandamientos que el Señor dio a los hijos de Jacob, a quien puso el nombre de Israel. El Señor había hecho con ellos una alianza diciéndoles: —No veneraréis a otros dioses, ni los adoraréis; no los serviréis ni les ofreceréis sacrificios. Solo veneraréis, adoraréis y ofreceréis sacrificios al Señor que os sacó del país de Egipto con gran demostración de poder. Guardaréis los decretos y normas, la ley y los mandamientos que os ha dado por escrito, para que los cumpláis siempre; no veneraréis a otros dioses. No olvidaréis la alianza que he hecho con vosotros y no veneraréis a otros dioses. Solo veneraréis al Señor, vuestro Dios, y él os librará de todos vuestros enemigos. Pero no hicieron caso y siguieron actuando según sus antiguas costumbres. Estas gentes respetaban al Señor, pero siguieron dando culto a sus ídolos, al igual que sus hijos y nietos, haciendo lo mismo que sus antepasados hasta hoy. Ezequías, hijo de Ajaz, comenzó a reinar sobre Judá el año tercero del reinado de Oseas, hijo de Elá, en Israel. Ezequías tenía veinticinco años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante veintisiete años. Su madre se llamaba Abí y era hija de Zacarías. Actuó correctamente ante el Señor como había hecho su antepasado David. Suprimió los santuarios de los altos, derribó las columnas, rompió los postes sagrados e hizo trizas la serpiente de bronce que había hecho Moisés, pues los israelitas seguían quemándole incienso todavía; la llamaban Nejustán. Ezequías confió firmemente en el Señor, Dios de Israel, y entre todos los reyes de Judá no hubo ninguno como él, ni antes ni después. Permaneció fiel al Señor, sin apartarse de él, y cumplió los mandamientos que el Señor había dado a Moisés. El Señor lo acompañó y tuvo éxito en todas sus empresas. Se rebeló contra el rey de Asiria y dejó de rendirle vasallaje. Combatió a los filisteos hasta Gaza y devastó su territorio, incluyendo las torres de vigía y las plazas fortificadas. El año cuarto del reinado de Ezequías y el séptimo de Oseas, hijo de Elá, rey de Israel, Salmanasar, rey de Asiria, atacó Samaría y la sitió. Y al cabo de tres años, el año sexto de Ezequías, el noveno de Oseas, rey de Israel, la conquistó. El rey de Asiria deportó a los israelitas a Asiria y los estableció en Jalat, en la región del Jabor, el río de Gozán y en las ciudades de Media. Esto sucedió porque no obedecieron al Señor, su Dios, rompiendo su alianza al no obedecer ni cumplir todo lo que les había mandado Moisés, el siervo del Señor. El año décimo cuarto del reinado de Ezequías, Senaquerib, el rey de Asiria, atacó y conquistó todas las ciudades fortificadas de Judá. Entonces Ezequías, el rey de Judá, mandó a decir al rey de Asiria que estaba en Laquis: —He actuado mal. Retírate de aquí y yo te pagaré el tributo que me impongas. El rey de Asiria impuso a Ezequías, el rey de Judá, un tributo de trescientos talentos de plata y treinta de oro. Ezequías entregó toda la plata que encontró en el Templo y en el tesoro del palacio real. En aquella ocasión, Ezequías arrancó del Templo del Señor las puertas y sus marcos, que él mismo había recubierto de oro, y se los entregó al rey de Asiria. El rey de Asiria envió desde Laquis a Jerusalén al general en jefe, al jefe de eunucos y al copero mayor con un importante contingente de tropas a entrevistarse con el rey Ezequías. Ellos subieron y llegaron a Jerusalén deteniéndose junto al canal de la alberca de arriba, en el camino del campo del Batanero. Llamaron al rey y salieron a recibirlos Eliaquín, hijo de Jelcías, el mayordomo de palacio, acompañado del secretario Sobná y Joaj, hijo de Asaf, que era el canciller. El copero mayor les dijo: —Comunicad a Ezequías el mensaje del emperador, el rey de Asiria: «¿En qué basas tu confianza? ¿Piensas acaso que la estrategia y el valor militar son meras palabras? ¿En quién confías para osar rebelarte contra mí? Veo que confías en Egipto, ese bastón de caña astillada, que se clava y agujerea la mano de quien se apoya en él. Solo eso es el faraón, el rey de Egipto, para quienes confían en él. Y si me decís que confiáis en el Señor, vuestro Dios, ¿no es ese el Dios cuyos santuarios y altares demolió Ezequías ordenando a Judá y a Jerusalén que solo lo adoraran en el altar de Jerusalén?». Haz, pues, una apuesta con mi señor, el rey de Asiria: te daré dos mil caballos si consigues otros tantos jinetes que los monten. ¿Cómo te atreves a rechazar a uno de los subordinados de mi señor, confiando en que Egipto te va a suministrar carros y jinetes? ¿Crees, además, que he venido a destruir esta ciudad sin el consentimiento del Señor? Ha sido el Señor quien me ha dicho: «Ataca y devasta este país». Eliaquín, el hijo de Jilquías, Sobná y Joaj respondieron al copero mayor: —Por favor, háblanos en arameo, que lo entendemos. No nos hables en hebreo delante de la gente que está en la muralla. Les contestó el copero mayor: —¿Acaso me ha enviado mi señor a comunicar este mensaje solo a tu señor y a ti? También he de transmitirlo a la gente que está en la muralla y que acabará comiendo sus propios excrementos y bebiendo su propia orina junto contigo. Entonces el copero mayor se puso en pie y les dijo en hebreo a voz en grito: —Escuchad el mensaje del emperador, el rey de Asiria, que dice esto: «No os dejéis engañar por Ezequías, porque no podrá libraros de mi mano. Que Ezequías no os haga confiar en Dios, diciendo: Estoy convencido de que el Señor nos salvará y no entregará esta ciudad en poder del rey de Asiria». No hagáis caso a Ezequías, sino al rey de Asiria que os dice: «Haced la paz conmigo y rendíos a mí; de esa manera cada cual podrá seguir comiendo los frutos de su parra y de su higuera y podrá seguir bebiendo agua de su pozo; luego llegaré yo en persona y os llevaré a una tierra como la vuestra, una tierra de grano y de mosto, una tierra de mieses y viñas, una tierra de aceite y miel, donde viviréis y no moriréis». Pero no hagáis caso a Ezequías, pues os engaña diciendo que el Señor os librará. ¿Acaso los dioses de otras naciones los han podido librar del poder del rey de Asiria? ¿Dónde están los dioses de Jamat y Arpad? ¿Dónde, los dioses de Sefarváin, Hená y Evá? ¿Acaso fueron capaces de librar a Samaría de mi poder? Si ninguno de los dioses de esos países pudo librarlos de mi ataque, ¿pensáis que el Señor podrá librar a Jerusalén? La gente se quedó callada sin responder palabra, pues el rey les había ordenado que no le respondieran. Entonces, el mayordomo de palacio Eliaquín, hijo de Jelcías, el secretario Sobná y el canciller Joaj, hijo de Asaf, se presentaron a Ezequías con las ropas rasgadas y le transmitieron el mensaje del copero mayor. Cuando el rey Ezequías lo oyó, rasgó sus ropas, se vistió de sayal y fue al Templo del Señor. Al mismo tiempo envió al mayordomo de palacio Jelcías, al secretario Sobná y a los sacerdotes más ancianos, vestidos de sayal, a ver al profeta Isaías, hijo de Amós, y a comunicarle lo siguiente: —Esto dice Ezequías: «Vivimos hoy momentos de angustia, de castigo y de ignominia, como si el hijo fuera a nacer y la madre no tuviera fuerzas para alumbrarlo. Ojalá el Señor, tu Dios, haya escuchado las palabras del copero mayor enviado por su amo, el rey de Asiria, para insultar al Dios vivo, y lo castigue por esas palabras que el Señor, tu Dios, ha oído. Por tu parte, intercede por el resto que aún subsiste». Los servidores del rey Ezequías fueron a ver al profeta Isaías que les dijo: —Esto responderéis a vuestro señor: «Así dice el Señor: Que no te asusten las palabras insultantes que has oído proferir a los oficiales del rey de Asiria contra mí. Yo mismo le voy a infundir un espíritu tal que, al oír cierta noticia, tendrá que regresar a su país donde lo haré morir a espada». Regresó el copero mayor y, al enterarse de que el rey de Asiria se había retirado de Laquis para atacar Libná, fue allí a su encuentro. Y es que el rey de Asiria había oído que Tirhacá, el rey de Etiopía, se había puesto en camino para plantarle batalla. Entonces, el rey de Asiria envió nuevos emisarios a Ezequías con el siguiente mensaje: —Decid a Ezequías, el rey de Judá: «Que no te engañe tu Dios, en quien confías, asegurándote que Jerusalén no caerá en poder del rey de Asiria. Seguro que has oído cómo han tratado los reyes de Asiria a todos los países que han consagrado al exterminio. ¿Y piensas que tú vas a librarte? ¿Salvaron sus dioses a las naciones que mis antepasados destruyeron, a saber: Gozán, Jarán, Résef y los habitantes de Edén, en Telasar? ¿Dónde están los reyes de Jamat, de Arpad, de Laír, de Sefarváin, de Ená y de Evá?». Ezequías tomó la carta traída por los mensajeros y la leyó. Luego subió al Templo, la abrió en presencia del Señor y oró así: —Señor, Dios de Israel, entronizado sobre querubines; únicamente tú eres el Dios de todos los reinos del mundo. Tú has creado el cielo y la tierra. Presta oído, Señor, y escucha; abre los ojos, Señor, y mira. Escucha las palabras que ha transmitido Senaquerib insultando con ellas al Dios vivo. Es cierto, Señor, que los reyes asirios han asolado a las naciones y sus territorios, arrojando sus dioses a las llamas y destruyéndolos; claro que no eran dioses, sino obra de manos humanas fabricados con madera y piedra. Pero ahora, Señor, Dios nuestro, sálvanos de su poder, para que todos los reinos del mundo reconozcan que únicamente tú eres, Dios, el Señor. Isaías, hijo de Amós, envió este mensaje a Ezequías: —Así dice el Señor, Dios de Israel: He escuchado la súplica que me has dirigido a propósito de Senaquerib, el rey de Asiria. Y esta es la palabra que el Señor pronuncia contra él: Te desprecia y se burla de ti una simple muchacha, la ciudad de Sion; te hace mofa a tus espaldas la ciudad de Jerusalén. ¿A quién insultas e injurias? ¿Contra quién levantas tu voz, alzando altanera la mirada? ¡Contra el Santo de Israel! Por medio de tus mensajeros has insultado al Señor, diciendo: «Gracias a mis carros numerosos he subido a las cumbres más altas, al corazón del Líbano; he talado sus cedros más esbeltos, sus más escogidos cipreses; me adentré en su lugar más oculto, en sus bosques más espesos. Alumbré y bebí aguas extranjeras; sequé bajo la planta de mis pies todos los ríos de Egipto». ¿Acaso no te has enterado de que hace tiempo lo tengo decidido. Lo he planeado desde antaño y ahora lo llevo a término? Voy a reducir a escombros todas las ciudades fortificadas. Sus habitantes, impotentes, espantados y humillados, son como hierba del campo, como césped de pastizal, como verdín de los tejados, como mies agostada antes de sazón. Sé bien cuándo te sientas, conozco tus idas y venidas, y cuándo te enfureces contra mí. Puesto que ha llegado a mis oídos tu furia y tu arrogancia contra mí, pondré mi garfio en tu nariz y mi argolla en tu hocico, y te haré volver por el camino por donde habías venido. Y esto, Ezequías, te servirá de señal: este año comeréis lo que retoñe, y el siguiente, lo que nazca sin sembrar, pero el tercer año sembraréis y cosecharéis; plantaréis viñas y comeréis sus frutos. El resto superviviente de Judá volverá a echar raíces por abajo y a producir fruto por arriba, pues de Jerusalén saldrá un resto, y habrá supervivientes en el monte Sion. El amor apasionado del Señor del universo lo cumplirá. Por eso, así dice el Señor a propósito del rey de Asiria: No entrará en esta ciudad, no disparará flechas contra ella, no la cercará con escudos, ni la asaltará con rampas. Se volverá por donde vino y no entrará en esta ciudad —oráculo del Señor—. Protegeré esta ciudad para salvarla, por mi honor y el de David, mi servidor. Aquella misma noche salió el enviado del Señor, hirió a ciento ochenta mil hombres en el campamento asirio; al levantarse los asirios por la mañana no había más que cadáveres. Senaquerib, el rey de Asiria, levantó el campamento, regresó a Nínive y se quedó allí. Y un día, mientras estaba orando en el templo de su dios Nisroc, sus hijos Adramélec y Saréser lo asesinaron y huyeron al país de Ararat. Su hijo Asaradón le sucedió como rey. Por aquel tiempo enfermó gravemente Ezequías. El profeta Isaías, hijo de Amós, fue a visitarlo y le dijo: —Esto dice el Señor: «Pon en orden tus asuntos, pues vas a morir; no te curarás». Ezequías se volvió cara a la pared y oró con estas palabras al Señor: —¡Ay, Señor!, recuerda que me he comportado con fidelidad y rectitud en tu presencia, haciendo lo que te agrada. Y rompió a llorar a lágrima viva. Antes de que Isaías hubiese salido del patio, le llegó este mensaje del Señor: —Vuelve y dile a Ezequías, el jefe de mi pueblo: «Así dice el Señor, Dios de tu antepasado David: He oído tu oración y he visto tus lágrimas. Voy a curarte, y dentro de tres días podrás ir al Templo del Señor. Voy a alargar tu vida otros quince años; os libraré a ti y a esta ciudad de caer en poder del rey de Asiria, y la defenderé por mi honor y el de David, mi servidor». Luego Isaías ordenó: —Traedme una torta de higos. Se la llevaron, la aplicaron sobre la parte enferma y Ezequías sanó. Entonces Ezequías preguntó a Isaías: —¿Cuál será la señal de que el Señor me curará y de que en tres días podré ir al Templo? Isaías le respondió: —Esta será la señal de que el Señor cumplirá la promesa que te ha hecho. ¿Qué prefieres, que la sombra avance diez grados o que retroceda otros tantos? Ezequías dijo: —Lo normal es que la sombra avance. Prefiero que retroceda diez grados. Entonces el profeta Isaías invocó al Señor, y el Señor hizo que la sombra retrocediera diez grados en el reloj de sol de Ajaz. Por entonces el rey de Babilonia, Merodac Baladán, hijo de Baladán, mandó una carta y un regalo a Ezequías, pues se había enterado de que estaba enfermo. Ezequías atendió a los mensajeros y les mostró el palacio y sus tesoros: la plata y el oro, las especias y perfumes, la armería y todo lo que había en sus depósitos. Ezequías no dejó nada sin enseñarles de su palacio y de todos sus dominios. Luego el profeta Isaías fue a ver al rey Ezequías y le preguntó: —¿Qué te dijeron esos hombres? ¿De dónde han venido? Ezequías respondió: —Han venido de Babilonia, un país lejano. Isaías preguntó de nuevo: —¿Y qué han visto en tu palacio? Ezequías le dijo: —Todo lo que hay en palacio. No ha quedado nada de mis tesoros por enseñarles. Entonces Isaías le dijo: —Escucha este mensaje del Señor: «Llegará un día en que se llevarán a Babilonia todo lo que hay en tu palacio, todo lo que tus antepasados han reunido hasta hoy, y no quedará nada, dice el Señor. Incluso a algunos de los hijos que tienes y que has engendrado, los emplearán como eunucos en el palacio del rey de Babilonia». Ezequías dijo: —Me parece bien la palabra del Señor que me has anunciado. Pues pensaba que durante su vida, al menos, habría paz y seguridad. El resto de la historia de Ezequías y todas sus hazañas, la alberca y el canal que hizo para llevar las aguas a la ciudad, está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá. Cuando Ezequías murió, su hijo Manasés le sucedió como rey. Manasés tenía doce años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante cincuenta y cinco años. Su madre se llamaba Jefsibá. Manasés ofendió al Señor imitando las perversiones de los pueblos que el Señor había expulsado ante los israelitas. Reconstruyó los santuarios de los altos que su padre Ezequías había destruido, levantó altares a Baal, erigió una columna como la de Ajab, el rey de Israel, y adoró y dio culto a todos los astros del cielo. Construyó altares en el Templo del que el Señor había dicho: «En Jerusalén se invocará mi nombre». Levantó altares a todos los astros del cielo en los dos patios del Templo. Quemó a su hijo en sacrificio, practicó el espiritismo y la brujería, instituyó nigromantes y adivinos y ofendió tanto al Señor, que provocó su indignación. Hizo una estatua de Asera y la colocó en el Templo sobre el que el Señor había dicho a David y a su hijo Salomón: «En este Templo y en Jerusalén, mi ciudad elegida entre todas las tribus de Israel, residirá mi nombre por siempre. No volveré a dejar que Israel ande errante, lejos de la tierra que di a sus antepasados, con tal que cumplan y se comporten conforme a todo lo que les he mandado, y conforme a la ley que les dio Moisés, mi servidor». Pero no hicieron caso, y Manasés los indujo a portarse peor que las naciones que el Señor había aniquilado ante los israelitas. Entonces el Señor les habló por medio de sus servidores, los profetas, diciendo: —Puesto que Manasés, el rey de Judá, ha cometido tales perversiones y se ha portado peor que los amorreos que lo precedieron, haciendo pecar a Judá con sus ídolos, así dice el Señor, Dios de Israel: «Voy a descargar tal castigo sobre Jerusalén y Judá, que a todo el que lo oiga le retumbarán los oídos. Mediré a Jerusalén con la vara de Samaría, con el nivel de la dinastía de Ajab; y lavaré a Jerusalén como se lava un plato y luego se pone boca abajo». Abandonaré al resto de mi heredad y los entregaré como despojos y botín en poder de sus enemigos, porque me han ofendido y han provocado mi indignación desde que sus antepasados salieron de Egipto hasta hoy. Además, Manasés derramó tanta sangre inocente que llegó a inundar Jerusalén por todos lados; y esto, sin contar los pecados que hizo cometer a Judá, ofendiendo al Señor. El resto de la historia de Manasés, todo lo que hizo y los pecados que cometió, está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá. Cuando Manasés murió fue enterrado en el jardín de su palacio, el jardín de Uzá, y su hijo Amón le sucedió como rey. Amón tenía veintidós años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante dos años. Su madre se llamaba Mesulémet y era hija de Jarús, natural de Jotbá. Amón ofendió al Señor como su padre Manasés y siguió en todo las huellas de su padre: dio culto a los ídolos y los adoró, como había hecho su padre. Abandonó al Señor, Dios de sus antepasados, y no siguió sus caminos. Sus servidores conspiraron contra el rey y lo asesinaron en su palacio. Pero el pueblo mató a todos los que habían conspirado contra el rey Amón y en su lugar nombraron rey a su hijo Josías. El resto de la historia de Amón, todo cuanto hizo, está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá. Lo enterraron en su sepultura, en el jardín de Uzá y su hijo Josías le sucedió como rey. Josías tenía ocho años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante treinta y un años. Su madre se llamaba Jedidá y era hija de Adaías, natural de Boscat. Actuó correctamente ante el Señor y siguió siempre las huellas de su antepasado David, sin desviarse lo más mínimo. En el año décimo octavo del reinado de Josías, el rey envió al Templo al secretario Safán, hijo de Asalías y nieto de Mesulán, con este mensaje: —Sube a ver al sumo sacerdote Jilquías y dile que prepare el dinero del Templo aportado por la gente y recogido por los porteros. Que se lo entregue a los encargados de las obras del Templo, para que paguen a los obreros que llevan a cabo la reparación de los desperfectos del Templo, carpinteros, constructores y albañiles, y para que compren madera y piedras labradas con destino a la reparación del Templo. Y que no se les pida cuenta del dinero entregado, porque actúan con honradez. El sumo sacerdote Jilquías dijo al secretario Safán: —He encontrado en el Templo el Libro de la Ley. Jilquías entregó el libro a Safán y este lo leyó. Luego se presentó al rey para informarle: —Tus servidores han recogido el dinero que había en el Templo y se lo han entregado a los constructores encargados de las obras del Templo. Luego Safán dio la noticia al rey: —El sacerdote Safán me ha entregado un libro. Y Safán se lo leyó al rey. Cuando el rey oyó las palabras del Libro de la Ley, se rasgó las vestiduras y ordenó al sacerdote Jilquías, a Ajicán, hijo de Safán, a Acbor, hijo de Miqueas, al secretario Safán y a Asayá, el oficial del rey: —Id a consultar al Señor por mí y por todo el pueblo de Judá sobre el contenido de este libro que se acaba de encontrar, pues el Señor estará muy furioso contra nosotros, ya que nuestros antepasados no han obedecido las palabras de este libro ni han cumplido todo cuanto está escrito en él. El sacerdote Jilquías, Ajicán, Acbor, Safán y Asayá fueron a visitar a la profetisa Julda, esposa de Salún, el hijo de Ticuá y nieto de Jarjás, encargado del guardarropa, que vivía en el Barrio Nuevo de Jerusalén, y le contaron el asunto. Ella les contestó: —Esto dice el Señor, Dios de Israel: Decid al hombre que os ha enviado: «Así dice el Señor: Voy a traer la desgracia sobre este lugar y sus habitantes, de acuerdo con el contenido de este libro que ha leído el rey de Judá. Puesto que me han abandonado y han quemado incienso a otros dioses, provocando mi indignación con todas sus acciones, mi cólera arderá contra este lugar y no se apagará». Y al rey de Judá que os ha enviado a consultar al Señor le diréis: «Esto dice el Señor, Dios de Israel, con relación a las palabras que has escuchado: Puesto que te has conmovido de corazón y te has humillado ante el Señor, al escuchar lo que he anunciado contra este lugar y sus habitantes, que se convertirán en objeto de ruina y maldición; puesto que has desgarrado tus vestiduras y has llorado ante mí, yo también te he escuchado —oráculo del Señor—. Por eso, cuando yo te reúna con tus antepasados, te enterrarán en paz y no llegarás a ver toda la desgracia que voy a traer sobre este lugar». Entonces los enviados llevaron la respuesta al rey. El rey mandó convocar a todos los ancianos de Judá y Jerusalén. Luego el rey subió al Templo, acompañado por toda la gente de Judá, todos los habitantes de Jerusalén, los sacerdotes, los profetas y todo el pueblo, pequeños y grandes, y allí les leyó en voz alta todo el contenido del Libro de la Alianza encontrado en el Templo. Entonces se puso en pie junto a la columna y selló la alianza ante el Señor, comprometiéndose a seguirlo, a observar sus mandamientos, normas y preceptos con todo el corazón y toda el alma y a cumplir todas las estipulaciones contenidas en el libro de la Alianza. Y todo el pueblo se comprometió con esta alianza. Luego el rey ordenó al sumo sacerdote Jilquías, a los sacerdotes auxiliares y a los porteros que sacasen del Templo todos los objetos dedicados a Baal, a Astarté y a todos los astros celestes; los hizo quemar fuera de Jerusalén, en los campos del Cedrón y mandó llevar sus cenizas a Betel. Destituyó a los sacerdotes instituidos por los reyes de Judá para quemar incienso en los santuarios de las ciudades de Judá y alrededores de Jerusalén y a los que quemaban incienso a Baal, al sol, a la luna, a los signos del zodíaco y a todos los astros celestes. Sacó del Templo la columna sagrada, la llevó fuera de Jerusalén, al torrente Cedrón, y la quemó allí hasta reducirla a cenizas, que luego tiró a la fosa común. Demolió las habitaciones del Templo dedicadas a la prostitución sagrada, donde las mujeres tejían mantos para Astarté. Hizo venir de las ciudades de Judá a todos los sacerdotes y profanó los santuarios donde quemaban incienso, desde Gueba hasta Berseba. Destruyó los santuarios de los sátiros que había junto a la puerta de Josué, gobernador de la ciudad, a mano izquierda de la entrada a la ciudad. Sin embargo, los sacerdotes de los santuarios no podían servir en el altar del Señor en Jerusalén y solo podían compartir con sus hermanos los panes sin levadura. Josías profanó también el quemadero del valle de Ben Hinón, para que nadie quemase a sus hijos o hijas en sacrificio a Moloc. Retiró los caballos que los reyes de Judá habían dedicado al sol a la entrada del Templo, junto a la habitación del eunuco Natanmélec, en los anejos del Templo, y quemó los carros del sol. Josías demolió los altares que los reyes de Judá habían construido en la azotea de la sala de Ajab y los altares construidos por Manasés en los dos patios del Templo, los pulverizó y arrojó el polvo en el torrente Cedrón. Profanó también los santuarios que había frente a Jerusalén, al sur del monte de los Olivos, construidos por Salomón, el rey de Israel, en honor de Astarté, diosa despreciable de los fenicios, en honor de Quemós, dios despreciable de Moab, y de Malcón, dios despreciable de los amonitas. Trituró las estatuas, derribó los postes sagrados y rellenó sus huecos con huesos humanos. También derribó el altar de Betel y el santuario construido por Jeroboán, el hijo de Nabat, con el que hizo pecar a Israel; quemó el santuario hasta reducirlo a cenizas y quemó igualmente el poste sagrado. Josías giró el rostro y al ver los sepulcros que había en el monte, mandó recoger los huesos de los sepulcros y los quemó sobre el altar, para profanarlo, cumpliendo así la palabra del Señor proclamada por el hombre de Dios que predijo estos hechos. Luego preguntó: —¿Qué monumento es ese que veo? La gente de la ciudad le respondió: —Es la sepultura del hombre de Dios que vino de Judá y profetizó todo lo que acabas de hacer contra el altar de Betel. Entonces Josías ordenó: —Dejadlo. Que nadie toque sus huesos. Y así se respetaron sus huesos junto con los del profeta que había venido de Samaría. Josías eliminó también todas las construcciones de los santuarios locales construidos por los reyes de Israel en las ciudades de Samaría para provocar la indignación del Señor e hizo con ellos lo mismo que había hecho en Betel. Luego degolló sobre los altares a todos los sacerdotes de los santuarios que había allí, quemó sobre ellos huesos humanos y regresó a Jerusalén. Entonces el rey ordenó a todo el pueblo: —Celebrad la Pascua en honor del Señor, vuestro Dios, según está escrito en este Libro de la Alianza. No se había celebrado una Pascua como esta desde la época en que los jueces gobernaban a Israel, ni durante el período de los reyes de Israel y de Judá. Esta Pascua en honor del Señor se celebró en Jerusalén el año décimo octavo del reinado de Josías. Finalmente, Josías eliminó también a los brujos y adivinos, así como los dioses familiares, los ídolos y todas las aberraciones religiosas que encontró en el territorio de Judá y en Jerusalén, cumpliendo así las cláusulas de la ley escritas en el libro que el sacerdote Jilquías había encontrado en el Templo. Ni antes ni después de Josías hubo un rey como él, que se convirtiera al Señor de todo corazón y con toda el alma, totalmente de acuerdo con la ley de Moisés. Sin embargo, el Señor no aplacó su terrible cólera contra Judá, causada por la indignación que le había provocado Manasés. El Señor dijo: —Expulsaré de mi presencia también a Judá, como expulsé a Israel, y rechazaré a Jerusalén, mi ciudad preferida, y al Templo en el que quise que residiera mi nombre. El resto de la historia de Josías y todo cuanto hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá. Durante su reinado, el faraón Necó, rey de Egipto, subió para ayudar al rey de Asiria junto al río Éufrates, y Josías le salió al paso. Pero cuando se encontraron en Meguido, Necó lo mató. Sus oficiales trasladaron su cadáver en un carro y desde Meguido lo llevaron a Jerusalén, donde lo enterraron en su sepultura. Entonces el pueblo tomó a Joacaz, el hijo de Josías, y lo consagró rey en lugar de su padre. Joacaz comenzó a reinar a los veintitrés años, y reinó en Jerusalén durante tres meses. Su madre se llamaba Jamutal y era hija de Jeremías, natural de Libná. Joacaz ofendió al Señor, igual que sus antepasados. El faraón Necó lo encarceló en Ribla, en territorio de Jamat, impidiéndole reinar en Jerusalén, e impuso al país un tributo de cien talentos de plata y un talento de oro. El faraón Necó nombró rey a Eliaquín, el hijo de Josías, en lugar de su padre, cambiando su nombre por el de Joaquín. Luego llevó a Egipto a Joacaz, donde murió. Joaquín entregó al faraón la plata y el oro. Pero tuvo que gravar con impuestos al país para satisfacer las exigencias del faraón y así recaudó de la gente, de cada uno según sus posibilidades, la plata y el oro para pagar al faraón Necó. Joaquín tenía veinticinco años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante once años. Su madre se llamaba Zebidá y era hija de Pedaías, natural de Rumá. Joaquín ofendió al Señor, igual que sus antepasados. Durante su reinado, Nabucodonosor, el rey de Babilonia, hizo una expedición, y Joaquín le quedó sometido por tres años; pero después se rebeló contra él. Entonces el Señor mandó contra Joaquín bandas de caldeos, sirios, moabitas y amonitas. Las envió contra Judá para destruirla, de acuerdo con la palabra que el Señor había anunciado por medio de sus servidores, los profetas. En realidad esto sucedió porque el Señor había decidido expulsar a Judá de su presencia, por todos los pecados que había cometido Manasés y por la sangre inocente que derramó hasta inundar Jerusalén. Por ello, el Señor no quiso perdonar. El resto de la historia de Joaquín y todo cuanto hizo está escrito en el libro de los Anales de los Reyes de Judá. Cuando Joaquín murió, su hijo Jeconías le sucedió como rey. El rey de Egipto no volvió a salir de su país, porque el rey de Babilonia había conquistado todas sus posesiones desde el Nilo hasta el Éufrates. Jeconías tenía dieciocho años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante tres meses. Su madre se llamaba Nejustá y era hija de Elnatán, natural de Jerusalén. Jeconías ofendió al Señor tanto como su padre. Durante su reinado, las tropas de Nabucodonosor, el rey de Babilonia, marcharon hacia Jerusalén y la cercaron. El rey Nabucodonosor llegó a la ciudad mientras sus tropas la asediaban. Jeconías se rindió al rey de Babilonia junto con su madre, sus servidores, sus jefes y sus oficiales. El rey de Babilonia lo hizo prisionero el año octavo de su reinado. Nabucodonosor se llevó también todos los tesoros del Templo y los del palacio real y destruyó todos los objetos de oro que Salomón, el rey de Israel, había hecho para el Templo, tal como el Señor había anunciado. Luego deportó a toda Jerusalén: a todos los mandatarios y poderosos, unos diez mil en total, y a todos los artesanos y herreros. Solo quedó la gente más humilde del país. Nabucodonosor deportó a Jeconías, a la reina madre, a las esposas del rey, a sus oficiales y a los nobles del país, a todos los llevó deportados de Jerusalén a Babilonia. El rey también se llevó deportados a Babilonia a los poderosos, unos siete mil, a los artesanos y herreros, unos mil, todos ellos en edad militar. Luego el rey de Babilonia designó como rey sucesor a Matanías, tío de Jeconías, y le cambió el nombre por el de Sedecías. Sedecías tenía veintiún años cuando comenzó a reinar, y reinó once años en Jerusalén. Su madre se llamaba Jamital y era hija de Jeremías, natural de Libná. Sedecías ofendió al Señor, siguiendo los pasos de Joaquín. Por eso Jerusalén y Judá sufrieron las consecuencias de la cólera del Señor que los arrojó de su presencia. Sedecías, por su parte, se rebeló contra el rey de Babilonia. El año noveno del reinado de Sedecías, el día diez del décimo mes, Nabucodonosor, el rey de Babilonia, llegó a Jerusalén con todo su ejército. Acampó junto a ella y mandó construir torres de asalto alrededor. La ciudad estuvo sitiada hasta el año undécimo del reinado de Sedecías. El día nueve del cuarto mes el hambre se hizo insoportable en la ciudad y la gente no tenía nada que comer. Entonces el enemigo abrió una brecha en la muralla de la ciudad y, mientras los caldeos rodeaban la ciudad, los soldados, aprovechando la noche, huyeron por una puerta entre las dos murallas, la que da a los jardines reales, y se marcharon por el camino de la Arabá. El ejército caldeo persiguió al rey y le dio alcance en la llanura de Jericó, mientras sus tropas se dispersaron dejándolo solo. Los caldeos apresaron al rey y lo llevaron ante el rey de Babilonia que estaba en Ribla, y allí mismo dictaron sentencia contra él. Luego degollaron a los hijos de Sedecías delante de su padre, a él le sacaron los ojos y se lo llevaron encadenado a Babilonia. El día siete del quinto mes (que corresponde al año décimo noveno del reinado de Nabucodonosor, rey de Babilonia), llegó a Jerusalén Nabusardán, jefe de la guardia y consejero del rey de Babilonia. Incendió el Templo del Señor, el palacio real y todas las casas de Jerusalén, pegando fuego a todos los edificios principales. El ejército caldeo, comandado por el jefe de la guardia, derribó las murallas de Jerusalén. Nabusardán, jefe de la guardia, se llevó deportados al resto de la gente que había quedado en la ciudad, a los que se habían pasado al rey de Babilonia y al resto de la población. El jefe de la guardia solo dejó a unos pocos de la gente humilde del país al cuidado de las viñas y los campos. Los caldeos destrozaron las columnas de bronce del Templo del Señor, los pedestales y la pila de bronce que había en el Templo y se llevaron el bronce a Babilonia. También se llevaron las ollas, las palas, los cuchillos, las bandejas y todos los objetos de bronce destinados al culto. El jefe de la guardia se llevó consigo los incensarios y aspersorios, tanto los que eran de oro como los que eran de plata. Las dos columnas, la pila de bronce y los pedestales (todo lo que Salomón mandó hacer para el Templo del Señor) tenían un peso en bronce incalculable. Cada columna medía unos nueve metros de altura y estaba rematada por un capitel de bronce de unos dos metros y medio de altura, adornado por guirnaldas y granadas a su alrededor, todo de bronce. Las dos columnas eran iguales. El jefe de la guardia apresó al sumo sacerdote Seraías, al segundo sacerdote Sofanías y a los tres porteros. Apresó también en la ciudad a un alto funcionario que estaba al frente de la tropa, a cinco miembros del consejo real que se habían quedado en la ciudad, al secretario del jefe del ejército, encargado de reclutar a la gente del país, y a sesenta miembros de esa gente del país que se encontraban en la ciudad. Nabusardán, el jefe de la guardia, los apresó a todos y los condujo ante el rey de Babilonia que se encontraba en Ribla. Y el rey de Babilonia los hizo ejecutar en Ribla, en territorio de Jamat. Así fue deportado Judá lejos de su tierra. Nabucodonosor, el rey de Babilonia, designó a Godolías, hijo de Ajicán y nieto de Safán, como gobernador de la gente que había quedado y que él había dejado en territorio de Judá. Cuando los jefes de las tropas y sus hombres se enteraron de que el rey de Babilonia había nombrado gobernador a Godolías, fueron con sus hombres a verlo a Mispá. Entre ellos estaban Ismael, hijo de Natanías; Juan, hijo de Carej; Seraías, hijo de Tanjumet, de Netofá; y Jazanías, de Maacá. Godolías les juró: —No tengáis miedo de servir a los caldeos. Quedaos en el país, servid al rey de Babilonia y prosperaréis. Pero el séptimo mes Ismael, hijo de Natanías y nieto de Elisamá, descendiente de la familia real, llegó con diez hombres y asesinaron a Godolías, así como a los judíos y caldeos que estaban con él en Mispá. Entonces toda la gente, pequeños y grandes, junto con los jefes de las tropas emprendieron la marcha hacia Egipto, por miedo a los caldeos. El año trigésimo séptimo de la deportación de Jeconías, rey de Judá, el día veinticinco del duodécimo mes, Evil Merodac, rey de Babilonia, con motivo de su entronización, liberó de la prisión a Jeconías, rey de Judá. Le dio un trato de favor y le asignó un rango superior a los demás reyes que había con él en Babilonia. Mandó que le quitaran la ropa de preso y lo hizo comensal de su mesa durante el resto de su vida. Y el rey [de Babilonia] proveyó de por vida a su sustento diario. Adán, Set, Enós, Quenán, Mahalalel, Járed, Enoc, Matusalén, Lámec, Noé, Sem, Cam y Jafet. Descendientes de Jafet: Gómer, Magag, Maday, Javán, Tubal, Mésec y Tirás. Descendientes de Gómer: Ascanaz, Rifat y Togarmá. Descendientes de Javán: Elisá, Tarsis, los queteos y los rodenses. Descendientes de Cam: Cus, Egipto, Put y Canaán. Descendientes de Cus: Sebá, Javilá, Sabtá, Ramá, Sabtecá y los hijos de Ramá, Sebá y Dedán. Cus fue el padre de Nimrod, el primer guerrero de la tierra. Egipto fue el padre de los lidios, anamitas, lehabitas, naftujitas, patrusitas, caslujitas y cretenses, de los que proceden los filisteos. Canaán fue el padre de Sidón, su primogénito, de Jet y de los jebuseos, amorreos, guirgaseos, jivitas, arquitas, sinitas, arvaditas, semaritas y jamatitas. Descendientes de Sem: Elam, Asur, Arfacsad, Lud, Aram, Us, Jul, Guéter y Mésec. Arfacsad fue el padre de Salaj, y este, de Éber. Éber tuvo dos hijos: uno se llamaba Péleg, porque en su tiempo se dividió la tierra, y su hermano, Joctán. Joctán fue el padre de Almodad, Sélef, Jasarmávet y Jéraj, Hadorán, Uzal, Diclá, Ébal, Abimael, Sebá, Ofir, Javilá, Jobab, todos ellos descendientes de Joctán. Sem, Arfacsad, Sélaj, Éber, Péleg, Reú, Serug, Najor, Téraj y Abrán o Abrahán. Hijos de Abrahán: Isaac e Ismael. Y sus descendientes son estos: Nebayot, primogénito de Ismael, Quedar, Adbeel, Mibsán, Mismá, Dumá, Masá, Jedad, Temá, Jetur, Nafís y Quedmá. Estos son los descendientes de Ismael. Descendientes de Quetura, concubina de Abrahán, que engendró a Zimrán, Jocsán, Medán, Madián, Jisbac y Súaj. Descendientes de Jocsán: Sebá y Dedán. Descendientes de Madián: Efá, Éfer, Enoc, Abidá y Eldaá; todos ellos, descendientes de Quetura. Abrahán fue el padre de Isaac. Descendientes de Isaac: Esaú e Israel. Descendientes de Esaú: Elifaz, Reuel, Jeús, Jaalán y Córaj. Descendientes de Elifaz: Temán, Omar, Sefó, Gatán, Quenaz, Timná y Amalec. Descendientes de Reuel: Nájat, Zéraj, Samá y Mizá. Descendientes de Seír: Lotán, Sobal, Sibeón, Aná, Disón, Éser y Disán. Descendientes de Lotán: Jorí y Homán. Timná era hermana de Lotán. Descendientes de Sobal: Alván, Manájat, Ébal, Sefó y Onán. Descendientes de Sibeón: Ayá y Aná. Descendientes de Aná: Disón. Descendientes de Disón: Jamrán, Esbán, Jitrán y Querán. Descendientes de Éser: Bilán, Zaaván y Jaacán. Descendientes de Disón: Us y Arán. Esta es la lista de los reyes que reinaron en el país de Edom, antes de que los israelitas tuvieran rey: Bela, el hijo de Beor, en la ciudad de Dinhabá. Cuando murió Bela, le sucedió Jobab, el hijo de Zéraj, de Bosrá. Cuando murió Jobab, le sucedió Jusán, del país de Temán. Cuando murió Jusán, le sucedió Hadad, el hijo de Bedad, que derrotó a Madián en los campos de Moab. Su ciudad era Avit. Cuando murió Hadad, le sucedió Samlá, de Masrecá. Cuando murió Samlá, le sucedió Saúl, de Rejobot del Río. Cuando murió Saúl, le sucedió Baaljanán, el hijo de Acbor. Cuando murió Baaljanán, le sucedió Hadad, de la ciudad de Paú. Su esposa se llamaba Mehetabel, hija de Matred y nieta de Mezaab. Cuando murió Hadad, fueron jeques de Edom el jeque Timná, el jeque Alvá, el jeque Jétet, el jeque Oholibamá, el jeque Elá, el jeque Pinón, el jeque Quenaz, el jeque Temán, el jeque Mibsar, el jeque Magdiel y el jeque Irán. Estos fueron los jefes de Edom. Estos son los hijos de Israel: Rubén, Simeón, Leví y Judá; Isacar y Zabulón; Dan, José y Benjamín; Neftalí, Gad y Aser. Descendientes de Judá: Er, Onán y Selá, los tres nacidos de la hija de Súa, la cananea. Er, primogénito de Judá, ofendió al Señor con su conducta y él lo hizo morir. Tamar, la nuera de Judá, le dio a Fares y Zéraj. En total, Judá tuvo cinco hijos. Descendientes de Fares: Jesrón y Jamul. Descendientes de Zéraj: Zimrí, Etán, Hemán, Calcol y Dará, cinco en total. Descendiente de Carmí: Acán, que perjudicó a Israel por haber transgredido la ley del exterminio. Descendiente de Etán: Azarías. Descendientes que tuvo Jesrón: Jerajmeel, Ram y Quelubay. Ram fue padre de Aminadab, y Aminadab fue padre de Najsón, el príncipe de los descendientes de Judá. Najsón fue padre de Salmá, Salmá fue padre de Boaz; Boaz fue padre de Obed y Obed fue padre de Jesé. Jesé fue el padre de Eliab, su primogénito; de Abinadab, el segundo; de Simá, el tercero; de Netanel, el cuarto; de Raday, el quinto; de Osen, el sexto; y de David, el séptimo. Sus hermanas fueron Seruyá y Abigail. Seruyá tuvo tres hijos: Abisay, Joab y Asael. Abigail fue madre de Amasá, cuyo padre fue Jéter, el ismaelita. Caleb, el hijo de Jesrón, tuvo hijos con su esposa Azubá y con Jeriot. Los hijos de Azubá fueron Jéser, Sobab y Ardón. Cuando Azubá murió, Caleb se casó con Efrata, que le dio a Jur. Jur fue padre de Urí, y Urí fue padre de Besalel. Cuando Jesrón tenía sesenta años se casó con la hija de Maquir, el padre de Galaad, y ella le dio a Segub. Segub fue padre de Jaír, que tuvo veintitrés ciudades en el territorio de Galaad. Además arrebató a Guesur y a Aram las aldeas de Jaír junto con Quenat y sus anejos, sesenta aldeas en total. Todos estos fueron descendientes de Maquir, el padre de Galaad. Después de la muerte de Jesrón, Caleb se unió a Efrata, la esposa de su padre Jesrón, que le dio a Asjur, el padre de Tecoa. Descendientes de Jerajmeel, primogénito de Jesrón: Ram, el primogénito, Buná, Oren y su hermano Osen. Jerajmeel tuvo otra mujer llamada Atará, que fue la madre de Onán. Descendientes de Ram, primogénito de Jerajmeel: Maás, Jamín y Équer. Descendientes de Onán: Samay y Jadá. Descendientes de Samay: Nadab y Abisur. La mujer de Abisur se llamaba Abihail, que le dio a Ajbán y Molid. Descendientes de Nadab: Séled y Apáin. Séled murió sin hijos. El descendiente de Apáin fue Jisí; el descendiente de Jisí, Sesán; y el descendiente de Sesán, Ajlay. Descendientes de Jadá, el hermano de Samay: Jéter y Jonatán. Jéter murió sin hijos. Descendientes de Jonatán: Pélet y Zazá. Estos fueron los descendientes de Jerajmeel. Sesán no tuvo hijos, sino solo hijas. Pero tenía un esclavo egipcio llamado Jarjá. Sesán dio a Jarjá a una de sus hijas por esposa, y de esta nació Atay. Atay fue padre de Natán; Natán fue padre de Zabad, Zabad fue padre de Eflal, Eflal fue padre de Obed, Obed fue padre de Jehú, Jehú fue padre de Azarías, Azarías fue padre de Jeles, Jeles fue padre de Elasá, Elasá fue padre de Sismay, Sismay fue padre de Salún, Salún fue padre de Jecamías, y Jecamías fue padre de Elisamá. Descendientes de Caleb, el hermano de Jerajmeel: Mesá, el primogénito que fue padre de Zif, y el segundo Maresá, padre de Hebrón. Descendientes de Hebrón: Córaj, Tapuaj, Requen y Sema. Sema fue padre de Rajan, el padre de Jorqueán; y Requen fue el padre de Samay. Descendiente de Samay fue Maón, el padre de Betsur. Efá, la concubina de Caleb, fue madre de Jarán, Mosá y Gazez. Jarán fue el padre de Gazez. Descendientes de Johday: Reguen, Jotán, Guesán, Pélet, Efá y Sáaf. Maacá, la concubina de Caleb, fue madre de Séber y Tirjaná. También fue madre de Sáaf, el padre de Madmaná, y de Sevá, el padre de Macmená y de Guibeá. Acsá era hija de Caleb. Estos fueron los descendientes de Caleb. Descendientes de Jur, primogénito de Efrata: Sobal, padre de Quiriat Jearín; Salmá, padre de Belén; y Jaref, padre de Bet Guéder. Descendientes de Sobal, padre de Quiriat Jearín, fueron Haroé, la mitad de los manajetitas y las familias de Quiriat Jearín; los jeteritas, los futeos, los sumateos y los misraítas, de los que proceden los soraítas y los estaolitas. Descendientes de Solmá: Belén y los netofatitas, Atrot Bet Joab, la otra mitad de los manajetitas, los soraítas, las familias de los soferitas que vivían en Jabés, los tiratitas, los simateos y los sucateos. Estos son quenitas descendientes de Jamat, antepasado de los recabitas. Lista de los hijos de David nacidos en Hebrón: el primogénito, Amnón, de Ajinoán, la jezraelita; el segundo Daniel, de Abigail, la carmelita; el tercero, Absalón, de Maacá, la hija de Tolmay, el rey de Guesur; el cuarto, Adonías, de Jaquit; el quinto, Sefatías, de Abital; y el sexto Jitrán, de su esposa Eglá. Los seis le nacieron en Hebrón, donde reinó durante siete años y seis meses, mientras que en Jerusalén reinó treinta y tres años. Y esta es la lista de los hijos que le nacieron en Jerusalén: Simeá, Sobab, Natán, Salomón, los cuatro de Betsabé, hija de Amiel. Jibjar, Elisamá, Elifélet, Nogah, Néfeg, Jafía, Elisamá, Elyadá y Elifélet, o sea, nueve. Todos estos fueron los hijos de David, sin contar los hijos de sus concubinas. Tamar fue hermana de ellos. Descendientes de Salomón: Roboán, Abías, Asá, Josafat, Jorán, Ocozías, Joab, Amasías, Azarías, Jotán, Ajaz, Ezequías, Manasés, Amón y Josías. Hijos de Josías: el primogénito Jonatán, segundo Joaquín, tercero Sedecías y cuarto Salún. Hijos de Joaquín: Jeconías y Sedecías. Hijos de Jeconías, el prisionero, fueron Sealtiel, Malquirán, Pedaías, Senasar, Jecamías, Hosamá y Nedabías. Hijos de Pedaías: Zorobabel y Simeí. Hijos de Zorobabel: Mesulán, Jananías y su hermana Selomit; y otros cinco: Jasubá, Ohel, Berequías, Jasadías y Jusab-Jésed. Descendientes de Jananías: Peletías, Isaías, Refaías, Arnán, Abdías y Secanías. Descendientes de Secanías: Semaías y sus hijos: Jatús, Jigal, Baríaj, Nearías y Safat, seis. Hijos de Nearías: Elyoenay, Ezequías y Azricán, tres. Hijos de Elyoenay: Hodaías, Eliasib, Pelaías, Acub, Jonatán, Delaías y Ananí, siete. Descendientes de Judá: Fares, Jesrón, Carmí, Jur y Sobal. Reaías, hijo de Sobal, fue padre de Jájat; y Jájat fue padre de Ajumay y Lahad. Estas son las familias de los soraítas. Estos son los descendientes de Etán: Jezrael, Jismá y Jidbás. Su hermana se llamaba Haslelfoní. Penuel fue padre de Guedor y Ézer fue padre de Jusá. Estos fueron los descendientes de Jur, primogénito de Efrata y padre de Belén. Asjur, padre de Tecoa, tuvo dos mujeres: Jelá y Naará. Naará fue madre de Ajuzán, Jéfer, Temení y Haajastarí. Estos fueron los hijos de Naará. Y los hijos de Jelá fueron: Séret, Sójar y Etnán. Cos fue padre de Anub, de Hasobebá y de los clanes de Ajarjel, hijo de Arún. Jabés fue más ilustre que sus hermanos y su madre lo llamó Jabés diciendo: «Lo he parido con dolor». Jabés clamó al Dios de Israel: «Bendíceme, ensancha mis fronteras, ayúdame y líbrame de la desgracia para que no sufra». Y Dios le concedió lo que había pedido. Quelub, hermano de Sujá, fue padre de Mejir y este fue padre de Estón. Estón fue padre de Bet Rafá, Paséaj y Tejiná, el fundador de la villa de Najás. Estos son los hombres de Recá. Descendientes de Quenaz: Otoniel y Seraías. Descendientes de Otoniel: Jatat y Meonotay. Meonotay fue padre de Ofrá, y Seraías fue padre de Joab, fundador del valle de Jarasín, habitado por artesanos. Descendientes de Caleb, hijo de Jefuné: Irú, Elá y Naán. Descendiente de Elá: Quenaz. Descendientes de Jehalelel: Zif, Zifá, Tiryá y Asarel. Descendientes de Esdras: Jéter, Méred, Éfer y Jalón. Jéter fue padre de María, Samay y Jisbaj, el padre de Estemoa. De su esposa egipcia nacieron Jéred, el padre de Guedor, Jéber, el padre de Socó, y Jecutiel, el padre de Zanóaj. Estos son los hijos de Bitiá, la hija del faraón con la que se casó Méred. Hijos de su esposa judía, hermana de Naján, el padre de Queilá: Simón, padre de Jomán, el garmita, y Estemoa, el maacateo. Descendientes de Simón: Amnón, Riná, Ben Janán y Tilón. Descendientes de Jiseí: Zojet y Ben-Zojet. Descendientes de Selá, el hijo de Judá: Er, padre de Lecá, Laedá, padre de Maresá, las familias de los que trabajan el lino en Bet Asbea, Joquín, las gentes de Cozebá, Joás y Saraf que sometieron a Moab y regresaron a Belén, según datos muy antiguos. Ellos eran alfareros, residían en Netaín y Guederá y vivían allí con el rey, trabajando para él. Descendientes de Simeón: Nemuel, Jamín, Jarib, Zéraj, Saúl y sus descendientes: Salún, Mibsán y Mismá. Descendientes de Mismá: Jamuel, Zacur y Simeí. Simeí tuvo dieciséis hijos y seis hijas, pero sus hermanos tuvieron pocos hijos y sus familias no se multiplicaron tanto como los descendientes de Judá. Residieron en Berseba, Moladá, Jasar-Sual, Bilhá, Esen, Tolad, Betuel, Jormá, Siclag, Bet Marcabot, Jasar Susín, Bet Birí y Saráin. Estas fueron sus ciudades hasta el reinado de David. Y estas sus cinco aldeas: Emán, Ain, Rimón, Toquén y Asán, así como todas las aldeas anejas a dichas ciudades hasta Baalat. Tales fueron sus lugares de residencia y sus genealogías. Mesobab, Jamlec, Josá, el hijo de Amasías, Joel, Jehú, descendiente de Josibías, de Seraías y de Asiel, Elyoenay, Jacobá, Jesojaías, Asaías, Adiel, Jesimiel, Benaías y Zizá, descendiente de Sifí, de Alón, de Jedaías, de Simrí y de Semaías. Todos los aquí nombrados fueron jefes de clanes y sus familias llegaron a ser muy numerosas. Se trasladaron hasta la entrada de Guedor, al este del valle, buscando pastos para sus ganados y los encontraron buenos y abundantes en una región extensa, tranquila y segura, habitada anteriormente por los camitas. Los arriba nombrados llegaron en tiempos de Ezequías, rey de Judá, atacaron los campamentos y los refugios que encontraron allí, los dejaron completamente aniquilados hasta hoy y se establecieron en su lugar, puesto que habían encontrado pastos para sus ganados. Quinientos hombres de entre los descendientes de Simeón se dirigieron a la montaña de Seír, comandados por Pelatías, Nearías, Refaías y Uziel, hijos de Jisí, derrotaron a un resto de supervivientes amalecitas y se establecieron allí hasta el día de hoy. Descendientes de Rubén, primogénito de Israel. Porque, efectivamente, Rubén era el hijo mayor, pero como profanó el lecho de su padre su condición de primogénito pasó a los hijos de José, hijo de Israel, y dejó de ser considerado como tal. Y aunque Judá llegó a ser más poderoso que sus hermanos y de él salió el príncipe, la primogenitura le correspondió a José. Descendientes de Rubén, primogénito de Israel: Janok, Palú, Jesrón y Carmí. Descendientes de Joel: Semaías, Gog, Simeí, Micá, Reaías, Baal y Beerá, jefe de los rubenitas deportado por el rey de Asiria Tiglatpileser. Hermanos suyos, por familias según registro genealógico, fueron: el primero Jeiel, Zacarías y Belá, descendiente de Azaz; Semá y Joel, que se estableció en Aroer, hasta Nebó y Baal Meón, y por oriente hasta los límites del desierto que se extiende desde el río Éufrates, pues tenía mucho ganado en la región de Galaad. En tiempos de Saúl lucharon contra los agarenos, los derrotaron y ocuparon sus campamentos por toda la zona oriental de Galaad. Frente a ellos, en la región de Basán hasta Salcá, habitaban los descendientes de Gad: el primero Joel, el segundo Safán, Jaenay y Safat en Basán. Hermanos suyos, por familias, eran Miguel, Mesulán, Sebá, Joray, Jacán, Zía y Éber, siete. Estos eran descendientes en línea directa de Abijail, de Jurí, de Jaróaj, de Galaad, de Miguel, de Jesisay, de Jajdó y de Buz. Ají, descendiente de Abdiel y Guní, era el jefe del clan familiar. Se establecieron en Galaad, en Basán y sus anejos y en todos los ejidos de Sarón hasta sus confines. Todos ellos fueron inscritos en tiempos de los reyes Jotán de Judá y Jeroboán de Israel. Los descendientes de Rubén, Gad y media tribu de Manasés formaron un ejército de cuarenta y cuatro mil setecientos sesenta soldados, armados de escudo y espada, diestros en el manejo del arco y entrenados para la guerra, que combatieron contra los agarenos, y contra Jetur, Nafís y Nodab. En medio de la batalla invocaron a Dios que los escuchó, por haber confiado en él: acudió en su ayuda y los agarenos y todos sus aliados cayeron en su poder. Se apoderaron de sus ganados: cincuenta mil camellos, doscientas cincuenta mil ovejas y dos mil asnos. Hicieron cien mil prisioneros y muchos cayeron muertos, pues se trataba de la guerra de Dios. Luego ocuparon su territorio hasta el destierro. Media tribu de Manasés se estableció en la región que abarca desde Basán hasta Baal Jermón, Senir y el monte Hermón, pues era muy numerosa. Sus jefes de familia fueron Éber, Jisí, Eliel, Azriel, Jeremías, Hodavías y Jajdiel. Eran hombres valientes y famosos y fueron los jefes de sus familias. Pero fueron infieles al Dios de sus antepasados y se vendieron a los dioses de los pueblos que Dios había exterminado a su llegada. Entonces el Dios de Israel instigó a los reyes de Asiria Pul y Tiglatpileser que deportó a los rubenitas, a los gaditas y a la mitad de Manasés y los llevó a Jelaj, Jabor, Hará y a la comarca del río Gozán, donde hoy residen. Descendientes de Leví: Guersón, Queat y Merarí. Descendientes de Queat: Amrán, Jisar, Hebrón y Uziel. Descendientes de Amrán: Aarón, Moisés y María. Descendientes de Aarón: Nadab, Abihú, Eleazar e Itamar. Eleazar fue padre de Finés, Finés de Abisúa, Abisúa de Buquí, Buquí de Uzí, Uzí de Zerajías, Zerajías de Merayot, Merayot de Amarías, Amarías de Ajitub, Ajitub de Sadoc, Sadoc de Ajimás, Ajimás de Azarías, Azarías de Yojanán, Yojanán de Azarías, sacerdote del Templo construido por Salomón en Jerusalén, Azarías fue padre de Amarías, Amarías de Ajitub. Ajitub de Sadoc, Sadoc de Salún, Salún de Jilquías, Jilquías de Azarías, Azarías de Seraías, Seraías de Josadac, que fue al exilio cuando el Señor desterró a Judá y Jerusalén en tiempos de Nabucodonosor. Descendientes de Leví: Guersón, Queat y Merarí. Nombres de los descendientes de Guersón: Libní y Simeí. Descendientes de Queat: Amrán, Jisar, Hebrón y Uziel. Descendientes de Merarí: Majlí y Musí. Estos son los clanes de Leví por familias. Descendientes de Guersón en línea directa: Libní, Jájat, Zimá, Joab, Idó, Zéraj y Jeatray. Descendientes de Queat en línea directa: Aminadab, Córaj, Asir, Elcaná, Ebyasaf, Asir, Tájat, Uriel, Uzías y Saúl. Descendientes de Elcaná: Amasay y Ajimot, Elcaná, Sofay, Nájat, Eliab, Jeroján, Elcaná y Samuel. Hijos de Samuel: el primogénito Joel y el segundo Abías. Descendientes de Merarí en línea directa: Majlí, Libní, Simeí, Uzá, Simá, Jaguías y Asaías. Estos son los que David puso al frente del servicio del canto en el santuario del Señor después del traslado del Arca. Ellos ejercieron el servicio del canto ante la Morada de la Tienda del encuentro, actuando según el ritual prescrito, hasta que Salomón construyó el Templo del Señor en Jerusalén. Estos son, pues, los encargados y sus familias. De la descendencia de Queat: Hemán el cantor, hijo de Joel y descendiente de Samuel, de Elcaná, de Jeroján, de Eliel, de Tojú, de Suf, de Elcaná, de Májat, de Amasay, de Elcaná, de Joel, de Azarías, de Sofonías, de Tájat, de Asir, de Ebyasaf, de Córaj, de Jisar, de Queat y de Leví, hijo de Israel. A la derecha de Hemán oficiaba su pariente Asaf. Y Asaf era hijo de Berequías y descendiente de Simá, de Miguel, de Baasías, de Malquías, de Etní, de Zéraj, de Adaías, de Etán, de Zimá, de Simeí, de Jájat, de Guersón y de Leví. A la izquierda de Hemán oficiaban sus parientes, los descendientes de Merarí: Etán, hijo de Quisí y descendiente de Abdí, de Maluc, de Jesabías, de Amasías, de Jilquías, de Amsí, de Baní, de Sémer, de Majlí, de Musí, de Merarí y de Leví. Sus parientes levitas tenían asignados todos los demás servicios de la Morada del Templo de Dios. Aarón y sus descendientes ofrecían sacrificios sobre el altar de los holocaustos e incienso sobre el altar de los perfumes en todos los servicios concernientes al lugar santísimo y hacían el rito de expiación por Israel, conforme a todo lo prescrito por Moisés, el siervo de Dios. Estos son los descendientes de Aarón en línea directa: Eleazar, Finés, Abisúa, Buquí, Uzí, Zerajías, Merayot, Amarías, Ajitub, Sadoc y Ajimás. Estos fueron sus lugares de residencia por demarcación territorial: los descendientes de Aarón, del clan de Queat, a quienes tocó el primer lote, recibieron Hebrón con los ejidos circundantes en el territorio de Judá. Sin embargo, los campos y aldeas de la villa fueron dados a Caleb, el hijo de Jefuné. Los descendientes de Aarón recibieron también, como ciudades de asilo, Hebrón, Libná con sus ejidos, Jatir y Estemoa con sus ejidos, Jilaz con sus ejidos, Debir y sus ejidos, Asán y sus ejidos, Bet Semes con sus ejidos. Y de la tribu de Benjamín, Gueba con sus ejidos, Alémet con sus ejidos, Anatot con sus ejidos. En total, trece ciudades con sus ejidos. A las otras familias de Queat les tocaron en suerte diez ciudades de la media tribu de Manasés. A las familias descendientes de Guersón les tocaron trece ciudades de las tribus de Isacar, Aser, Neftalí y Manasés en Basán. Y a las familias descendientes de Merarí les tocaron en suerte doce ciudades de las tribus de Rubén, de Gad y Zabulón. Los israelitas dieron a los levitas estas ciudades con sus ejidos. También asignaron por suerte las ciudades antes mencionadas de las tribus de Judá, Simeón y Benjamín. A las restantes familias de Queat les tocaron en suerte ciudades de la tribu de Efraín y, como ciudades de asilo, se les asignaron: Siquén con sus ejidos en la montaña de Efraín, Guézer con sus ejidos, Jocmeán con sus ejidos, Bet Jorón con sus ejidos, Ayalón con sus ejidos y Gat Rimón con sus ejidos. Y a las restantes familias de Queat les asignaron en media tribu de Manasés: Aner con sus ejidos y Bileán con sus ejidos. Al clan de los descendientes de Guersón correspondieron: de media tribu de Manasés, Golán con sus ejidos en Basán, y Astarot con sus ejidos. De la tribu de Isacar: Cadés con sus ejidos, Daberat con sus ejidos, Ramot con sus ejidos y Anén con sus ejidos. De la tribu de Aser: Masal con sus ejidos, Abdón con sus ejidos, Jococ con sus ejidos y Rejob con sus ejidos. Y de la tribu de Neftalí: Cadés de Galilea con sus ejidos, Jamón con sus ejidos y Quiriatáin con sus ejidos. A los demás descendientes de Merarí correspondieron de la tribu de Zabulón Rimón con sus ejidos y Tabor con sus ejidos. Y en Transjordania, frente a Jericó, al este del Jordán, de la tribu de Rubén correspondieron: Béser en el desierto con sus ejidos, Jasá con sus ejidos, Quedemot con sus ejidos y Mefáat con sus ejidos. Y de la tribu de Gad: Ramot de Galaad con sus ejidos, Majanáin con sus ejidos, Jesbón con sus ejidos y Jaazer con sus ejidos. Descendientes de Isacar: Tolá, Puá, Jasub y Simrón, cuatro. Descendientes de Tolá: Uzí, Refaías, Jeriel, Jajmay, Jibsán y Samuel, jefes de familia de Tolá. En tiempos de David su número, por genealogías, ascendía a veintidós mil guerreros valerosos. Descendientes de Uzí: Jizrajías. Descendientes de Jizrajías: Miguel, Abdías, Joel y Jisías, en total cinco jefes. Según su genealogía familiar, formaban un ejército de treinta y seis mil guerreros, pues tenían muchas mujeres e hijos. Sus parientes, pertenecientes a todos los clanes de Isacar, constituían un censo total de ochenta y siete mil guerreros valerosos. Descendientes de Benjamín: Bela, Béquer y Jediael, tres. Descendientes de Bela: Esbón, Uzí, Uziel, Jerimot e Irí, cinco cabezas de familia y guerreros valerosos, que constituían un censo de veintidós mil treinta y cuatro hombres. Descendientes de Béquer: Zemirá, Joás, Eliezer, Elyoenay, Omrí, Jerimot, Abías, Anatot y Alémet. Todos ellos eran descendientes de Béquer y según las genealogías de sus cabezas de familia constituían un censo de veintidós mil doscientos guerreros valerosos. Descendiente de Jediael: Bilhán. Descendientes de Bilhán: Jeús, Benjamín, Ejud, Quenaná, Zetán, Tarsis y Ajisajar. Todos ellos eran descendientes de Jediael, cabezas de familia y guerreros valerosos con un ejército de diecisiete mil hombres aptos para la guerra. Sufín y Jupín eran descendientes de Ir y Jusín era descendiente de Ajer. Descendientes de Neftalí: Jajasiel, Guní, Jéser y Salún, hijos de Bilhá. Descendientes de Manasés: Asriel, nacido de su concubina aramea, de la que también nació Maquir, el padre de Galaad. Maquir se casó con una mujer llamada Maacá; su segundo hijo se llamaba Selofjad, que solo tuvo hijas. Maacá, la mujer de Maquir, tuvo un hijo al que llamó Fares; su hermano se llamaba Seres y sus hijos, Ulán y Requen. Descendiente de Ulán: Bedán. Estos son los descendientes de Galaad, descendiente de Maquir y de Manasés. Su hermana Hamoléquet fue madre de Ishot, Abiezer y Majlá. Descendientes de Simidá: Ajián, Siquén, Licjí y Anián. Descendientes en línea directa de Efraín: Sutélaj, Béred, Tájat, Eladá, Tájat, Zabad y Sutélaj. A Ézer y Elad los mataron los nativos de Gat, porque habían intentado apoderarse de su ganado. Su padre Efraín les guardó luto durante mucho tiempo y sus parientes vinieron a consolarlo. Después se unió a su mujer, que quedó embarazada y dio a luz un hijo al que llamó Beriá por la desgracia que había sufrido su familia. Su hija Seerá fundó Bet Jorón de Abajo y de Arriba y Uzén Seerá. Y sus descendientes fueron: Réfaj, Résef, Télaj, Tájat, Ladán, Amihud, Elisamá, Nun y Josué. Su territorio de asentamiento comprendía Betel con sus aldeas, hacia el este Naarán y hacia el oeste Guézer, Siquén y Ayá con sus respectivas aldeas. A los descendientes de Manasés pertenecían Betsán, Taanak, Meguido y Dor con sus respectivas aldeas. En ellas habitaron los descendientes de José, el hijo de Israel. Descendientes de Aser: Jimná, Jisvá, Jisví, Beriá y su hermana Séraj. Descendientes de Beriá: Jéber y Malquiel, padre de Biszait. Jéber fue padre de Jaflet, Somer, Jotán y su hermana Suá. Descendientes de Jaflet: Pásac, Bimhal y Asvat. Estos fueron los descendientes de Jaflet. Descendientes de Somer: Ají, Rohgá, Jehubá, Jajbá y Aram. Descendientes de su pariente Elen: Sofaj, Jimná, Seles y Amal. Descendientes de Sofaj: Súaj, Jarnéfer, Sual, Berí, Jimrá, Béser, Hod, Samá, Silsá, Jitrán y Beerá. Descendientes de Jéter: Jefuné, Pispá y Ará. Descendientes de Ulá: Araj, Janiel y Sisiá. Todos estos descendientes de Aser fueron cabezas de familia, gente selecta, guerreros valerosos y jefes de príncipes, con un censo de veintiséis mil hombres aptos para la guerra. Benjamín tuvo cinco hijos: el primogénito Bela, el segundo Asbel, el tercero Ajraj, el cuarto Nojá y el quinto Rafá. Los descendientes de Bela fueron Adar, Guerá, Abijud, Abisúa, Naamán, Ajóaj, Guerá, Sefután y Jurán. Estos son los descendientes de Ejud, cabezas de familia de los habitantes de Gueba que fueron desterrados a Manájat: Naamás, Ajías y Guerá, el padre de Uzá y Ajijud, que fue quien los desterró. Sajaráin tuvo hijos en la campiña de Moab, después de haber abandonado a sus esposas Jusín y Baará. Con su esposa Jodes fue padre de Jobab, Sibías, Mesá, Malcán, Jeús, Saquías y Mirmá. Estos fueron sus descendientes, cabezas de familia. Con Jusín había tenido a Abitub y a Elpáal. Descendientes de Elpáal: Éber, Misán, Sémed, fundador de Onó y Lod con sus aldeas, Beriá y Sema, que fueron cabezas de familia de los habitantes de Ayalón y expulsaron a los habitantes de Gat. Ajió, Samac, Jeremot, Zebadías, Arad, Éder, Miguel, Jispá y Jojá eran descendientes de Beriá. Zebadías, Mesulán, Jizquí, Jéber, Jismeray, Jizliá y Jobab eran descendientes de Elpáal. Jaquín, Zicrí, Zabdí, Elienay, Siltay, Eliel, Adaías, Beraías y Simrat eran descendientes de Simeí. Jispán, Éber, Eliel, Abdón, Zicrí, Janán, Jananías, Elán, Antotías, Jifdías y Penuel eran descendientes de Sasac. Samseray, Sejarías, Atalías, Jaresías, Elías y Zicrí eran descendientes de Jeroján. Todos ellos fueron cabezas de familia y antepasados genealógicos que residieron en Jerusalén. En Gabaón residían el fundador de Gabaón, su esposa llamada Maacá, su primogénito Abdón, Sur, Quis, Baal, Nadab, Guedor, Ajió, Zéquer, y Miclot, el padre de Simá. También estos, como sus hermanos, residían en Jerusalén con ellos. Ner fue padre de Quis, Quis fue padre de Saúl y Saúl fue padre de Jonatán, Malquisúa, Abinadab e Isbaal. Meribaal fue hijo de Jonatán y padre de Micá. Descendientes de Micá: Pitón, Mélec, Tarea y Ajaz. Ajaz fue padre de Joadá; Joadá fue padre de Alémet, Azmávet y Zimrí; y Zimrí fue padre de Mosá. Mosá fue padre de Bineá que lo fue de Rafá, que lo fue de Elasá, que lo fue de Asel. Asel tuvo seis hijos, cuyos nombres eran: Azricán, Bocrú, Ismael, Searías, Abdías y Janán, todos ellos hijos de Asel. Los hijos de su hermano Ésec fueron el primogénito Ulán, el segundo Jeús y el tercero Elifélet. Los descendientes de Ésec fueron guerreros valerosos y arqueros expertos. Tuvieron muchos hijos y nietos, ciento cincuenta. Todos estos fueron descendientes de Benjamín. Todo Israel quedó censado y registrado en el libro de los Reyes de Israel. Judá fue desterrado a Babilonia por su infidelidad. Los primeros que regresaron a sus posesiones y ciudades fueron tanto israelitas seglares como sacerdotes, levitas y sirvientes del Templo. En Jerusalén se establecieron descendientes de Judá, Benjamín, Efraín y Manasés. De los descendientes del judaíta Fares: Utay, descendiente de Amihud, de Omrí, de Imrí y de Baní. De los descendientes de Selá: el primogénito Asaías y sus hijos. De los descendientes de Zéraj, Jeuel y sus parientes, seiscientos noventa en total. De los descendientes de Benjamín, Salú, descendiente de Mesulán, de Hodavías y de Hasenuá; Jibnías, descendiente de Jeroján; Elá, descendiente de Uzí y de Micrí; y Mesulán, descendiente de Safatías, de Reuel y de Jibnías; y sus parientes genealógicos, novecientos cincuenta y seis en total. Todos ellos eran cabezas de familia en sus respectivas familias. De los sacerdotes: Jedaías, Joyarib, Jaquín, Azarías, descendiente de Jilquías, de Mesulán, de Sadoc, de Merayot y de Ajitub, el encargado del Templo; Adaías, descendiente de Jeroján, de Pasjur y de Malquías; Masay, descendiente de Adiel, de Jajzerá, de Mesulán, de Mesilemit y de Imer; y sus parientes, cabezas de familia, en total mil setecientos sesenta, gente eficaz en las tareas del servicio del Templo. De los levitas: Semaías, descendiente de Jasub, de Azricán y de Jasabías, del clan de Merarí; Bacbacar, Jeres, Galal y Matanías, descendiente de Micá, de Zicrí y de Asaf; Abdías, descendiente de Semaías, de Galal y de Jedutún; y Beraquías, descendiente de Asá y de Elcaná, que residía en las aldeas netofatitas. De los porteros, Salún, Acub, Talmón y Ajimán. Su hermano Salún era el jefe. Hasta el día de hoy están en la puerta del rey, a oriente, y son los porteros de los campamentos de levitas. Salún, descendiente de Coré, de Abiasaf y de Córaj, y sus parientes del clan de los corajitas estaban encargados del servicio de guardia de la entrada de la Tienda, igual que sus antepasados habían sido los guardianes de la entrada del campamento del Señor. Antiguamente su jefe había sido Finés, el hijo de Eleazar; y el Señor estaba con él. Zacarías, hijo de Meselemías, era el portero de la entrada de la Tienda del encuentro. Todos los elegidos para porteros de las entradas sumaban doscientos doce y estaban censados en sus pueblos. David y el profeta Samuel los habían elegido por su fidelidad. Ellos y sus descendientes estaban encargados de las puertas del Templo del Señor, es decir, del santuario. Había porteros en los cuatro puntos cardinales: al este, al oeste, al norte y al sur. Sus parientes, que vivían en sus pueblos, tenían que venir de vez en cuando para acompañarlos durante siete días. Pero los cuatro porteros principales, que eran levitas, tenían servicio permanente y estaban encargados de las dependencias y de los tesoros del Templo de Dios. Pasaban la noche en los alrededores del Templo, pues estaban encargados de vigilarlo y abrirlo cada mañana. Algunos de ellos tenían a su cargo los objetos del culto y los contaban al guardarlos y al sacarlos. Otros estaban encargados de los utensilios y vasos sagrados, de la flor de harina, el vino, el aceite, el incienso y los perfumes. Pero eran los sacerdotes quienes hacían la mezcla de los perfumes. El levita Matatías, primogénito del corajita Salún, se encargaba siempre de preparar las frituras y algunos de sus parientes queatitas eran los encargados de colocar cada sábado los panes de la ofrenda. Los cantores, cabezas de familia levitas, residían en las dependencias del Templo y estaban liberados porque se ocupaban de su servicio noche y día. Todos estos eran los cabezas de familia levitas, según sus genealogías, y residían en Jerusalén. En Gabaón residían Jeiel, el fundador de Gabaón, su esposa llamada Maacá, su primogénito Abdón, Sur, Quis, Baal, Ner, Nadab, Guedor, Ajió, Zacarías y Miclot. Miclot fue padre de Simán. También estos, como sus hermanos, residían en Jerusalén con ellos. Ner fue padre de Quis, Quis fue padre de Saúl y Saúl fue padre de Jonatán, Malquisúa, Abinadab e Isbaal. Meribaal fue hijo de Jonatán y padre de Micá. Descendientes de Micá: Pitón, Mélec, Tarea y Ajaz. Ajaz fue padre de Jará, Jará fue padre de Alémet, Azmávet y Zimrí, y Zimrí fue padre de Mosá. Mosá fue padre de Bineá, que lo fue de Rafaías, que lo fue de Elasá, que lo fue de Asel. Asel tuvo seis hijos, cuyos nombres eran: Azricán, Bocrú, Ismael, Searías, Abdías y Janán, todos ellos hijos de Asel. Los filisteos lucharon contra Israel, y los israelitas se dieron a la fuga ante ellos y cayeron heridos de muerte en el monte Guilboa. Los filisteos acosaron a Saúl y a sus hijos, y mataron a Jonatán, Abinadab y Malquisúa, los hijos de Saúl. El peso del combate recayó entonces sobre Saúl. Cuando los arqueros lo descubrieron, lo hirieron con sus flechas. Entonces le dijo a su escudero: —Desenvaina tu espada y atraviésame, antes de que vengan esos incircuncisos y se ensañen conmigo. Pero el escudero se negó, porque tenía mucho miedo. Entonces Saúl empuñó su espada y se arrojó sobre ella. Cuando el escudero vio que Saúl había muerto, también él se arrojó sobre su espada y murió. Y así murieron juntos Saúl, sus tres hijos y toda su familia. Cuando todos los israelitas que vivían en el valle vieron que Israel había huido y que Saúl y sus hijos habían muerto, huyeron también, abandonando sus ciudades. Entonces los filisteos llegaron y las ocuparon. Al día siguiente, cuando los filisteos fueron a despojar a los muertos, encontraron a Saúl y a sus tres hijos, caídos en el monte Guilboa. Lo despojaron, se apoderaron de su cabeza y de sus armas y enviaron mensajeros por todo el territorio filisteo, comunicando la noticia entre el pueblo y por los templos de sus ídolos. Luego pusieron las armas de Saúl en el templo de sus dioses y colgaron su cabeza en el templo de Dagón. Cuando todo Jabés de Galaad se enteró de lo que los filisteos habían hecho con Saúl, todos los valientes se apresuraron, recogieron los cadáveres de Saúl y de sus hijos y los llevaron a Jabés. Luego enterraron sus huesos bajo la encina de Jabés y guardaron ayuno durante siete días. Saúl murió a causa de la infidelidad que cometió contra el Señor, por no atender a su palabra y por haber consultado a una hechicera, en lugar de consultar al Señor. Por eso el Señor lo hizo morir y entregó el reino a David, el hijo de Jesé. Todo Israel se reunió con David en Hebrón y le dijeron: —Nosotros somos de tu misma raza. Ya antes, cuando Saúl aún reinaba, eras tú el que dirigías a Israel. Además, el Señor tu Dios te ha dicho: «Tú pastorearás a mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel». Todos los ancianos de Israel llegaron, pues, a Hebrón ante el rey, y David hizo con ellos un pacto ante el Señor en Hebrón. Luego ungieron a David como rey de Israel, conforme había anunciado el Señor por medio de Samuel. David y todo Israel marcharon hacia Jerusalén, llamada Jebús, cuyo territorio estaba habitado por los jebuseos. Los habitantes de Jebús dijeron a David: —No entrarás aquí. Pero David conquistó la fortaleza de Sion, la llamada Ciudad de David. David había dicho: —El primero que mate a un jebuseo será ascendido a capitán general. Joab, el hijo de Seruyá, atacó en primer lugar y fue ascendido a capitán. David se instaló en la fortaleza, por lo que la llamaron Ciudad de David. Luego edificó la ciudad de alrededor, desde el terraplén hasta la muralla, mientras Joab restauraba el resto de la ciudad. David iba haciéndose cada día más poderoso, pues el Señor del universo estaba con él. Estos son los principales héroes de David, los que lo afianzaron en su reinado junto con todo Israel, haciéndolo reinar conforme a la palabra anunciada por el Señor a Israel. Esta es la lista de los héroes de David: Jasobán, hijo de Jacmoní y jefe de los Tres, que una vez mató a ochocientos con su lanza. Después Eleazar, el hijo de Dodó el ajotita, que fue uno de los tres héroes. Estaba con David en Pasdamín, donde los filisteos se habían concentrado para la batalla y donde había un campo sembrado de cebada; cuando la gente huyó ante los filisteos, él se plantó en medio del campo, lo defendió, derrotó a los filisteos y el Señor les consiguió una gran victoria. En otra ocasión, en la época de la cosecha, tres de los Treinta bajaron a la peña y fueron a la cueva de Adulán, a ver a David, mientras un destacamento filisteo estaba acampado en el valle de Refaín. David se encontraba en el refugio, al tiempo que una patrulla filistea estaba en Belén. David formuló este deseo: —¡Quién me diera a beber agua del pozo que hay a las puertas de Belén! Entonces los tres irrumpieron en el campamento filisteo, sacaron agua del pozo que hay a las puertas de Belén y se la llevaron a David. Pero él no quiso beberla y la derramó como ofrenda al Señor, diciendo: —¡Mi Dios me libre de beberla, pues sería como beber la sangre de los hombres que la han traído arriesgando sus vidas! Y no quiso beberla. Eso es lo que hicieron los tres héroes. Abisay, el hermano de Joab, era el jefe de los Treinta. Atacó con su lanza a trescientos hombres, los mató y adquirió fama con los Tres. Recibió mayores honores que los Treinta y llegó a ser su jefe, pero no igualó a los Tres. Benaías, hijo de Joyadá, era un valiente de Cabsel que realizó numerosas proezas: mató a los dos hijos de Ariel, de Moab, y en un día de nieve bajó a un aljibe a matar a un león. También mató a un egipcio que medía unos dos metros y medio e iba armado con una lanza como el madero de un telar. Él lo atacó con un palo, arrebató al egipcio la lanza de las manos y lo mató con su propia lanza. Esto hizo Benaías, el hijo de Joyadá, y adquirió fama con los tres héroes. Pero, aunque recibió más honores que los Treinta, no llegó a igualar a los Tres. David lo puso al frente de su guardia personal. Lista de guerreros valerosos: Asael, hermano de Joab; Eljanán, hijo de Dodó, de Belén; Samot, el jarodita, Jeles, el paltita; Irá, hijo de Iqués, de Tecoa; Abiezer, de Anatot; Sibcay, el jusita; Ilay, el ajojita; Maharay, de Netofá; Jéled, hijo de Baaná, también de Netofá; Itay, hijo de Ribay, de Guibeá de Benjamín; Benaías, de Piratón; Juray, de los arroyos de Gaás; Abiel, el arbateo; Azmávet, de Bajurín; Elyajbá, el saalbonita; Hasén, el guizonita; Jonatán, hijo de Sagué, el ararita; Ajiab, hijo de Sacar, también ararita; Elifal, hijo de Ur; Jéfer, el mequeratita; Ajías, el pelonita; Jesró, de Carmel; Naaray, hijo de Ezbay; Joel, hermano de Natán; Mibjar, hijo de Agrí; Sélec, el amonita; Najeray, de Beerot, escudero de Joab, el hijo de Seruyá; Irá, el jitrita; Garreb, también jitrita; Urías, el hitita; Zabad, hijo de Ajlay; Adiná, el de Sizá, el rubenita, jefe de los rubenitas, y treinta con él; Janán, hijo de Maacá; Josafat, el mitnita; Uzías, de Asterot; Samá y Jehiel, hijos de Jotán, de Aroer; Jediael, hijo de Simrí; y su hermano Jojá, el tisita; Eliel, el majavita; Jeribay y Josavías, hijos de Elnaán; Jitmá, el moabita; Eliel, Obed y Jaasiel, de Sobá. Lista de los que se unieron con David en Siclag, cuando estaba proscrito de Saúl, el hijo de Quis, engrosando las filas de los guerreros que le ayudaron en sus batallas. Eran arqueros, capaces de lanzar piedras o disparar flechas con ambas manos. Benjaminitas, parientes de Saúl: El jefe Ajiecer y Joás, hijos de Semaá, de Guibeá; Jeciel y Pélet, hijos de Azmávet; Beracá y Jehú, de Anatot; Jismaías, el gabaonita, héroe de los Treinta y jefe de treinta; Jeremías, Jajaciel, Yojanán y Jozabad, de Guederot; Eluzay, Jerimot, Bealías, Semarías y Sefatías, de Jarif; Elcaná, Jisías, Azarel, Joécer y Jasobán, corajitas; Joelá y Zebadías, hijos de Jerotán, de Guedor. También se retiraron con David al refugio del desierto algunos gaditas valerosos, guerreros expertos, armados de lanza y escudo, fieros como leones y ligeros como gacelas: el primero era Ézer; el segundo, Abdías; el tercero, Eliab; el cuarto, Mismaná; el quinto, Jeremías; el sexto, Atay; el séptimo, Eliel; el octavo, Yojanán; el noveno, Elzabad; el décimo, Jeremías y el undécimo, Macbanay. Estos gaditas eran jefes del ejército: el menor de ellos valía por cien y el mayor por mil. Ellos fueron los que cruzaron el Jordán en el primer mes, cuando se desborda por ambas márgenes, y pusieron en fuga a todos los habitantes de los valles oriental y occidental. Llegaron también al refugio, con David, algunos de Benjamín y de Judá. Cuando David salió a recibirlos, les advirtió: —Si venís a mí como amigos y colaboradores, os acepto de todo corazón. Pero si venís para entregarme a mis enemigos, siendo yo inocente, que el Dios de nuestros antepasados sea testigo y haga justicia. Entonces Amasay, invadido por el espíritu, exclamó: ¡Tuyos somos, David! ¡Estamos contigo, hijo de Jesé! ¡Paz! ¡Paz a ti y paz a tus aliados, pues tu Dios es tu auxilio! David los acogió y los nombró jefes de tropa. Algunos de Manasés se pasaron a David, cuando iba con los filisteos a luchar contra Saúl (aunque no llegó a ayudarlos, pues los príncipes filisteos, tras deliberar, decidieron expulsarlo, pensando: «Se pasará a su señor Saúl con riesgo de nuestras propias cabezas»). Y cuando volvía a Siclag se pasaron a él de Manasés: Adnaj, Jozabad, Jediael, Miguel, Jozabad, Elihú y Siltay, jefes de millar en la tribu de Manasés. Ellos ayudaron a David en sus incursiones, pues todos eran guerreros valerosos y se convirtieron en capitanes del ejército. Y día tras día llegaban a David nuevos refuerzos, hasta formar un gran ejército, un ejército inmenso. Número de soldados útiles para la guerra que se reunieron con David en Hebrón para traspasarle el reino de Saúl, conforme al mandato del Señor: Seis mil ochocientos de Judá, útiles para la guerra, armados de escudo y lanza. Siete mil cien de Simeón, guerreros valerosos para la guerra. Cuatro mil seiscientos de Leví, más tres mil setecientos al mando del príncipe aaronita Joyadá y veintidós jefes de la familia de Sadoc, joven y valeroso guerrero. Tres mil benjaminitas, parientes de Saúl, la mayoría de los cuales hasta entonces se habían mantenido fieles a la dinastía de Saúl. Veinte mil ochocientos de Efraín, guerreros valientes y famosos en sus clanes. Dieciocho mil de media tribu de Manasés, elegidos personalmente para ir a entronizar a David. Doscientos jefes de Isacar al frente de todos sus hermanos. Eran expertos conocedores de los momentos y estrategias de actuación de Israel. Cincuenta mil de Zabulón, que salían de campaña equipados con toda clase de armamento, prestos a la lucha y a ayudar a David con total lealtad. Mil jefes de Neftalí con treinta y siete mil soldados armados de escudo y lanza. Veintiocho mil seiscientos de Dan, prestos a la lucha. Cuatro mil de Aser, que salían de campaña prestos a la lucha. Y de Transjordania ciento veinte mil de Rubén, Gad y la otra mitad de Manasés, equipados con toda clase de armamento. Todos estos soldados, formados en orden de batalla, llegaron a Hebrón plenamente decididos a entronizar a David como rey de todo Israel. Los demás israelitas estaban también unánimemente de acuerdo en entronizar a David. Y estuvieron allí tres días con David, comiendo y bebiendo lo que sus compatriotas les habían preparado. Además, sus vecinos hasta Isacar, Zabulón y Neftalí habían llevado en asnos, camellos, mulos y bueyes abundantes provisiones de harina, tortas de higos y pasas, vino y aceite, vacas y ovejas, pues Israel estaba de fiesta. David consultó a todos los capitanes y mandos de millares y centurias y propuso a toda la asamblea de Israel: —Si os parece bien, y Dios nuestro Señor lo permite, vamos a avisar a nuestros compatriotas de todas las regiones de Israel, junto con los sacerdotes y levitas que viven en sus ciudades y aldeas, a que se reúnan con nosotros para traer a nuestro lado el Arca de nuestro Dios, pues durante el reinado de Saúl no nos hemos preocupado de ella. Toda la asamblea aprobó el proyecto, pues la idea agradaba a toda la gente. David convocó a todo Israel, desde el torrente Sijor en los límites de Egipto hasta la entrada de Jamat, para traer desde Quiriat Jearín el Arca de Dios. David subió, pues, con todo Israel a Baalá, es decir, Quiriat Jearín, de Judá, para subir desde allí el Arca de Dios, sobre la que se invoca el nombre del Señor todopoderoso entronizado sobre querubines. Cargaron el Arca de Dios desde la casa de Abinadab en una carreta nueva, en la que iban conduciendo Uzá y Ajió. David y todo Israel iban bailando ante Dios con todas sus fuerzas y cantando al son de cítaras, arpas, panderos, timbales y trompetas. Cuando llegaron a la era de Quidón, los bueyes tropezaron y Uzá tendió la mano para sujetar el Arca. Pero el Señor se enfureció con Uzá, lo fulminó por haber tendido su mano sobre el Arca y murió allí mismo ante él. David se disgustó porque el Señor había mandado a Uzá a la fosa y llamó a aquel lugar Fares Uzá, nombre que perdura hasta el día de hoy. David sintió miedo del Señor aquel día y se dijo: —¿Cómo voy a llevar conmigo el Arca de Dios? Por ello, no se llevó consigo el Arca a la ciudad de David y la dejó en casa de Obededón, el de Gat. El Arca de Dios permaneció tres meses en casa de Obededón, el de Gat, y el Señor bendijo a la familia de Obededón y todas sus posesiones. Jirán, rey de Tiro, envió emisarios a David con madera de cedro, albañiles y carpinteros, para construirle un palacio. Entonces David comprendió que el Señor lo había consolidado como rey de Israel y que había engrandecido su reino por amor a su pueblo Israel. David tomó en Jerusalén otras esposas y tuvo nuevos hijos e hijas. He aquí los nombres de los hijos que le nacieron en Jerusalén: Samúa, Sobab, Natán, Salomón, Jibjar, Elisúa, Elpélet, Nogá, Néfeg, Jafía, Elisamá, Beelyadá y Elifélet. Cuando los filisteos oyeron que David había sido ungido rey de todo Israel, subieron todos para atacarlo. David se enteró y salió a su encuentro. Los filisteos llegaron e invadieron el valle de Refaín. Entonces David consultó a Dios: —¿Debo atacar a los filisteos? ¿Me los vas a entregar? El Señor le respondió: —Atácalos, que yo los pondré en tus manos. Los filisteos subieron a Baal Faresín y David los derrotó allí. Entonces dijo: —Con mi intervención Dios ha abierto brecha entre mis enemigos, como una vía de agua. Por eso aquel lugar se llama Baal Faresín. Los filisteos abandonaron allí a sus dioses y David los mandó quemar. Los filisteos volvieron a insistir e invadieron el valle. David consultó de nuevo a Dios que le respondió: —No ataques de frente. Primero rodéalos por detrás y luego atácalos por el lado de las moreras. Y cuando oigas rumor de pasos por encima de las moreras, entonces lánzate al ataque, pues en ese momento Dios saldrá delante de ti para derrotar al ejército filisteo. David actuó como Dios le había ordenado y derrotó a los filisteos desde Gabaón hasta la entrada de Guézer. La fama de David corrió por todos los países y el Señor lo hizo temible a todas las naciones. David se construyó edificios en la Ciudad de David. Luego preparó un lugar para el Arca de Dios y le levantó una Tienda. Entonces David ordenó: —Solo los levitas podrán transportar el Arca de Dios, pues a ellos los ha elegido el Señor para transportar su Arca y servirle siempre. Luego convocó en Jerusalén a todo Israel para trasladar el Arca del Señor al lugar que le había preparado. Reunió también a los descendientes de Aarón y a los levitas: Uriel al frente de ciento veinte parientes descendientes de Queat; Asaías al frente de doscientos veinte parientes descendientes de Merarí; Joel al frente de ciento treinta parientes descendientes de Guersón; Semaías al frente de doscientos parientes descendientes de Elisafán; Eliel al frente de ochenta parientes descendientes de Hebrón; y Aminadab al frente de ciento doce parientes descendientes de Uziel. David llamó a los sacerdotes Sadoc y Abiatar y a los levitas Uriel, Asaías, Joel, Semaías, Eliel y Aminadab, y les dijo: —Vosotros, que sois los jefes de los clanes levitas, habréis de purificaros, junto con vuestros parientes, para poder trasladar el Arca del Señor, Dios de Israel al lugar que le he preparado; pues por no estar vosotros la vez anterior, el Señor nuestro Dios nos castigó, porque no cumplimos con la norma. Los sacerdotes y levitas se purificaron para poder trasladar el Arca del Señor Dios de Israel. Los levitas cargaron el Arca de Dios con los varales sobre sus hombros, como lo había dispuesto Moisés por orden del Señor. David ordenó también a los jefes de los levitas que organizasen a sus parientes cantores con instrumentos musicales, salterios, cítaras y platillos, para que los tocasen con ímpetu y júbilo. Los levitas eligieron a Hemán, hijo de Joel, y a sus parientes Asaf, hijo de Berequías, y Etán, hijo de Cusaías y descendiente de Merarí. Y con ellos, como porteros, a sus parientes de segundo orden: Zacarías, Aziel, Semiramot, Jejiel, Uní, Eliab, Benaías, Maasías, Matatías, Eliflehu, Micneías, Obededón y Jeiel. Los cantores Hemán, Asaf y Etán tocaban los platillos de bronce. Zacarías, Aziel, Semiramot, Jejiel, Uní, Eliab, Maasías y Benaías tocaban los salterios en tonos agudos. Matatías, Eliflehu, Micneías, Obededón, Jeiel y Azazías tocaban cítaras en tonos graves para entonar los cantos. Quenanías, jefe de los levitas encargados del transporte, dirigía el traslado, pues era muy experto. Berequías y Elcaná eran los guardianes del Arca. Los sacerdotes Sebanías, Josafat, Natanael, Amasay, Zacarías, Benaías y Eliezer tocaban las trompetas ante el Arca de Dios; y Obededón y Jejías eran también guardianes del Arca. Entonces David con los ancianos de Israel y los capitanes del ejército fueron a trasladar el Arca de Dios desde la casa de Obededón con gran alegría. Y como Dios protegía a los levitas portadores del Arca de la alianza, se sacrificaron siete novillos y siete carneros. David iba revestido de un manto de lino, como todos los levitas portadores del Arca, los músicos y Quenanías, el director del traslado. David llevaba también una túnica de lino. Todo Israel subía el Arca de la alianza del Señor entre vítores, al son de cuernos, trompetas y platillos, y haciendo sonar arpas y cítaras. Cuando el Arca de la alianza del Señor entraba en la ciudad de David, Mical, la hija de Saúl, que estaba asomada a la ventana, vio al rey David brincando y bailando, y sintió un profundo desprecio por él. Introdujeron el Arca de Dios y la colocaron dentro de la Tienda que David había preparado al efecto. Luego ofrecieron a Dios holocaustos y sacrificios de comunión. Cuando terminó de ofrecerlos, bendijo al pueblo en nombre del Señor y repartió a todos los israelitas, hombres y mujeres, una torta de pan, un pastel de dátiles y otro de pasas a cada uno. David puso al servicio del Arca del Señor a algunos levitas encargados de invocar, dar gracias y alabar al Señor Dios de Israel. Asaf era el jefe, Zacarías el segundo, y luego Aziel, Semiramot, Jejiel, Matatías, Eliab, Benaías, Obededón y Jeiel con salterios y cítaras, mientras Asaf hacía sonar los platillos. Los sacerdotes Benaías y Jajaziel tocaban siempre las trompetas ante el Arca de la alianza de Dios. Y aquel día fue la primera vez que David encargó a Asaf y a sus parientes alabar al Señor. Alabad al Señor, aclamad su nombre, proclamad entre los pueblos sus hazañas. Cantad y tocad para él, pregonad todas sus maravillas, enorgulleceos de su nombre santo; ¡que se alegren los que buscan al Señor! Recurrid al poder del Señor, buscad constantemente su presencia. Recordad sus acciones portentosas, sus prodigios y sus justas decisiones; vosotros, estirpe de Israel, su siervo, descendencia de Jacob, su elegido. Él es el Señor, nuestro Dios, sus leyes dominan toda la tierra. Él recuerda eternamente su alianza, la promesa hecha por mil generaciones, el pacto que selló con Abrahán, el juramento que hizo a Isaac y que confirmó como ley para Jacob, como alianza perpetua para Israel diciendo: «Te daré el país de Canaán como propiedad hereditaria». Cuando eran solo unos pocos, un puñado de emigrantes en el país que iban vagando de nación en nación, pasando de un reino a otro reino, no permitió que nadie los maltratara, y por su causa castigó a algunos reyes: «No toquéis a mis ungidos, no hagáis daño alguno a mis profetas». Cantad al Señor toda la tierra, pregonad día a día su salvación. Pregonad su gloria entre las naciones, sus prodigios entre todos los pueblos, porque es grande el Señor, es digno de alabanza, y más admirable que todos los dioses. Todos los dioses paganos son nada, pero el Señor ha hecho los cielos. Gloria y esplendor hay en él, poder y alegría en su morada. Rendid al Señor, familias de los pueblos, rendid al Señor gloria y poder; reconoced que es glorioso su nombre; traedle ofrendas y entrad en su presencia; adorad al Señor en su hermoso Templo. Que tiemble ante él toda la tierra, asentó el universo y no se mueve. Que se alegren los cielos y exulte la tierra; que se diga en las naciones: «¡El Señor es rey!». Que retumbe el mar y cuanto lo llena, que el campo entero se llene de gozo. Que griten de júbilo los árboles del bosque ante el Señor que viene a gobernar la tierra. Alabad al Señor por su bondad, porque es eterno su amor. Y proclamad: «Sálvanos, Dios, Salvador nuestro. Reúnenos y rescátanos de entre las naciones, para que alabemos tu santo nombre y nos llene de orgullo tu alabanza». ¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel, desde siempre y para siempre! Y todo el pueblo dijo: —¡Amén! ¡Aleluya! David dejó allí ante el Arca de la alianza del Señor a Asaf y a sus hermanos, para su servicio permanente, según el ritual cotidiano. Y designó como porteros a Obededón y a sesenta y ocho de sus familiares, junto con Obededón, hijo de Jedutún, y Josá. Al sacerdote Sadoc y a sus familiares sacerdotes los encargó de la Tienda del Señor que había en el santuario de Gabaón, para que ofreciesen holocaustos permanentemente al Señor sobre el altar de los holocaustos, por la mañana y por la tarde, según lo prescrito en la ley que el Señor dictó a Israel. Con ellos estaban Hemán, Jedutún y el resto de los escogidos y designados nominalmente para alabar al Señor, cuyo amor no tiene fin. Hemán y Jedutún hacían sonar trompetas, timbales y los instrumentos de la alabanza divina. Los hijos de Jedutún eran porteros. Finalmente todo el pueblo se marchó, cada cual a su casa, mientras David regresaba también a bendecir su casa. Una vez que David se hubo instalado en su casa dijo al profeta Natán: —Mira, yo estoy viviendo en una casa de cedro, mientras que el Arca de la alianza del Señor está bajo una lona. Natán le respondió: —Haz lo que estás pensando, que Dios está contigo. Pero aquella misma noche Natán recibió este mensaje del Señor: —Di a mi siervo David: «Esto dice el Señor: No serás tú quien me construya a mí una casa para vivir en ella. Yo nunca he vivido en una casa desde el día en que hice subir a Israel hasta hoy, sino que he estado de tienda en tienda y de santuario en santuario. Y en todo el tiempo en que estuve viajando de un sitio a otro con todo Israel, a ninguno de los jueces que elegí para pastorear a mi pueblo le hablé de construirme una casa de cedro». Ahora, pues, dile a mi siervo David: «Esto dice el Señor del universo: Yo te saqué de los pastos y de cuidar rebaños para ser el jefe de mi pueblo, Israel; te he acompañado en todas tus andanzas, te he quitado de la vista a tus enemigos y pienso hacerte tan famoso como los más famosos de la tierra. Asignaré un lugar a mi pueblo, Israel, y lo asentaré en él para que lo habite sin sobresaltos y sin que los malvados vuelvan a humillarlo, como al principio cuando nombré jueces en mi pueblo, Israel; también someteré a todos tus enemigos. Además, te anuncio que el Señor te edificará una dinastía. Y cuando tu vida se acabe para irte con tus antepasados, mantendré después de ti a tu descendencia, a uno de tus hijos, y consolidaré su reino. Él me construirá una casa y yo consolidaré su trono para siempre. Yo seré su padre y él será mi hijo, y no le retiraré mi fidelidad, como se la retiré a tu predecesor. Lo estableceré en mi casa y en mi reino eternamente y su trono quedará consolidado para siempre». Natán comunicó a David todas estas palabras y visiones. Entonces el rey David entró a presentarse ante el Señor y dijo: —¿Quién soy yo, Dios, Señor, y qué es mi familia para que me hayas hecho llegar hasta aquí? Y por si te pareciera poco, oh Dios, te has referido a la dinastía de tu siervo para el futuro y me has tratado como a una persona importante, Dios, Señor. ¿Qué más podría yo añadirte en relación con el honor de que has revestido a tu siervo, si tú me conoces de sobra? Señor, por amor a tu siervo y según tu voluntad has realizado toda esta gran obra, para dar a conocer todas tus maravillas. Señor, no hay nadie como tú, ni hay Dios fuera de ti, por todo lo que ha llegado a nuestros oídos. ¿Qué otra nación hay en la tierra que sea como tu pueblo, Israel, a quien Dios haya ido a rescatar para convertirlo en su pueblo y hacerte famoso con grandes hazañas y prodigios y expulsando a las naciones ante tu pueblo, al que rescataste de Egipto? Has hecho a tu pueblo, Israel, pueblo tuyo para siempre y tú, Señor, te has convertido en su Dios. Así pues, Señor, que se confirme para siempre la promesa que has hecho a tu siervo y a su familia, y cumple cuanto has dicho. Que se confirme, para que tu nombre sea siempre famoso y puedan decir: «El Señor del universo es el Dios de Israel». Y que la casa de tu siervo David se mantenga en tu presencia. Puesto que tú, mi Dios, has revelado a tu siervo que le edificarás una dinastía, por eso tu siervo se ha atrevido a dirigirte esta plegaria. Tú, Señor, eres Dios y has prometido esta dicha a tu siervo. Dígnate, pues, bendecir la dinastía de tu siervo, para que permanezca siempre en tu presencia. Ya que lo que tú bendices, Señor, bendito queda para siempre. Después de esto, David derrotó a los filisteos, los sometió y les arrebató Gat y sus dominios. También derrotó a Moab y quedó sometido a David como vasallo tributario. Más tarde derrotó a Adadézer, rey de Sobá en Jamat, cuando iba a establecer su dominio en el río Éufrates. David le capturó mil carros, siete mil soldados de caballería y veinte mil de infantería, y quebró las patas de todos los caballos de tiro, dejando solo cien carros. Los arameos de Damasco acudieron a socorrer a Adadézer, rey de Sobá, pero David mató a veinte mil de sus hombres. Luego David puso gobernadores sobre los arameos de Damasco, que le quedaron sometidos como vasallos tributarios. Y el Señor hacía triunfar a David en todas sus campañas. David se apoderó de los escudos de oro que llevaban los oficiales de Adadézer y los llevó a Jerusalén. Y en Tébaj y Cun, ciudades de Adadézer, David se incautó de una gran cantidad de bronce, con el que Salomón fabricó el mar de bronce, las columnas y los utensilios de bronce. Cuando Tou, el rey de Jamat, se enteró de que David había derrotado a todo el ejército del rey de Sobá, Adadézer, envió a su hijo Hadorán al rey David para saludarlo y felicitarlo por su victoria en la guerra contra Adadézer, pues este era enemigo de Tou. Hadorán llevaba toda clase de objetos de oro, plata y bronce. El rey David consagró estos objetos al Señor, junto con la plata y el oro requisados a todas las naciones: Edom, Moab, los amonitas, los filisteos y Amalec. Abisay, hijo de Seruyá, derrotó a dieciocho mil edomitas en el valle de la Sal. Luego puso gobernadores en Edom, quedando los edomitas sometidos a David. Y el Señor hacía triunfar a David en todas sus campañas. David reinó sobre todo Israel, administrando el derecho y la justicia para todo su pueblo. Joab, hijo de Seruyá, era el jefe del ejército; Josafat, hijo de Ajilud, era el heraldo; Sadoc, hijo de Ajitub, y Abimélec, hijo de Abiatar, eran los sacerdotes; Sausá era el secretario; Banaías, hijo de Joyadá, era el jefe de los quereteos y peleteos; y los hijos de David eran los principales ayudantes del rey. Después de esto murió Najás, el rey de los amonitas, y le sucedió en el trono su hijo Janún. David dijo: —Quiero mostrar a Janún, el hijo de Najás, la misma lealtad que su padre tuvo conmigo. Y envió embajadores para darle el pésame por su padre. Pero cuando los servidores de David llegaron al país amonita a dar el pésame a Janún, los dignatarios amonitas dijeron a Janún: —¿Crees que David ha enviado emisarios solo para darte el pésame y mostrarte su estima por tu padre? ¿No habrán venido sus servidores a explorar, espiar y destruir el país? Entonces Janún apresó a los servidores de David, los afeitó, les cortó los vestidos por la mitad hasta las nalgas y luego los expulsó. Cuando fueron a contar a David lo de estos hombres, él envió mensajeros a su encuentro, pues se sentían muy avergonzados, para decirles: —Quedaos en Jericó hasta que os crezca la barba y entonces regresáis. Los amonitas comprendieron que habían provocado a David, por lo que Janún y los amonitas enviaron mil talentos de plata para contratar carros y jinetes de Aram Najaráin, de Aram Maacá y de Sobá. Y tomaron a sueldo treinta y dos mil carros y al rey de Maacá con su ejército, que acamparon delante de Madabá. Los amonitas por su parte se reunieron en sus ciudades, dispuestos para la batalla. Cuando David se enteró, envió a Joab con todo el ejército de guerreros. Los amonitas salieron y formaron en orden de batalla a la entrada de la ciudad, mientras los reyes aliados se quedaban aparte, en el campo. Cuando Joab se vio envuelto en un doble frente, por delante y por detrás, escogió un grupo selecto de soldados israelitas y tomó posiciones frente a los arameos. Puso el resto del ejército bajo el mando de su hermano Abisay para que tomara posiciones frente a los amonitas y le dijo: —Si los arameos me superan, vienes en mi ayuda; y si los amonitas te superan, yo iré a ayudarte. ¡Ánimo y a luchar por nuestro pueblo y por las ciudades de nuestro Dios! Y el Señor hará lo que le plazca. Joab y su gente se lanzaron al ataque contra los arameos, pero estos salieron huyendo ante él. Cuando los amonitas vieron que los arameos huían, también ellos salieron huyendo ante su hermano Abisay y se metieron en la ciudad. Entonces Joab regresó a Jerusalén. Al verse derrotados por Israel, los arameos enviaron emisarios para hacer venir a los arameos del otro lado del Éufrates, al mando de Sofac, jefe del ejército de Adadézer. Informado de ello, David movilizó a todo Israel, cruzó el Jordán, llegó donde estaban y tomó posiciones frente a ellos. David formó sus tropas contra los arameos y estos le presentaron batalla. Pero finalmente se dieron a la fuga ante Israel y David dio muerte a siete mil jinetes y cuarenta mil infantes. También mató a Sofac, jefe del ejército. Al verse derrotados por Israel, los vasallos de Adadézer sellaron la paz con David y le quedaron sometidos. Y a partir de entonces los arameos se negaron a seguir ayudando a los amonitas. Al año siguiente, en la época en que los reyes salen de campaña, Joab condujo al grueso del ejército para devastar el territorio amonita. Llegó a Rabá y le puso cerco, mientras David se quedaba en Jerusalén. Joab conquistó Rabá y la destruyó. David se apoderó de la corona real que pesaba un talento de oro y tenía una piedra preciosa, que David puso sobre su cabeza. También se llevó de la ciudad un inmenso botín. Sacó luego a la gente que había en la ciudad y la puso a trabajar con sierras, picos y hachas de hierro. Y lo mismo hizo con todas las ciudades amonitas. Después David regresó con todo el ejército a Jerusalén. Después de esto, se entabló en Guézer una batalla contra los filisteos y el jusita Sibcay derrotó a Sifay, de la raza de los gigantes. Los filisteos quedaron sometidos. En otra batalla contra los filisteos Eljanán, hijo de Jaír, derrotó a Lajmí, hermano de Goliat, el de Gat, que tenía una lanza con un asta como el madero de un telar. Hubo otra batalla en Gat. Un hombre muy alto con seis dedos en cada mano y en cada pie, veinticuatro en total, que también era de la raza de los gigantes, desafió a Israel; pero Jonatán, hijo de Simá, el hermano de David, lo mató. Todos ellos eran de la raza de los gigantes de Gat y cayeron a manos de David y sus hombres. Satán se enfrentó a Israel e instigó a David a censar a Israel. Y David, pues, ordenó a Joab y a los jefes del pueblo: —Id a hacer el censo de Israel, desde Berseba hasta Dan, y traédmelo, para que conozca su número. Joab replicó al rey: —Que el Señor multiplique a su pueblo por cien. ¿Acaso, majestad, no son todos ellos servidores de mi señor? ¿Qué pretende con esto mi señor? ¿Cargar con las culpas a Israel? Pero la orden del rey prevaleció sobre el parecer de Joab, que salió a recorrer todo el territorio de Israel. Cuando regresó a Jerusalén Joab entregó al rey las cifras del censo de la población: en todo Israel había un millón cien mil hombres, diestros con la espada; y en Judá, cuatrocientos setenta mil. Sin embargo, Joab no incluyó en el censo a Leví y a Benjamín, porque le había disgustado la orden del rey. Lo del censo desagradó a Dios, que castigó a Israel. Entonces David dijo a Dios: —He cometido un grave delito haciendo esto. Ahora, perdona la culpa de tu siervo, pues he sido muy insensato. El Señor dijo a Gad, vidente de David: —Ve a decir a David: «Esto dice el Señor: Te propongo tres cosas; elige una de ellas y yo la llevaré a cabo». Gad fue a decir a David: —Esto dice el Señor: «¿Qué prefieres: Tres años de hambre, tres meses de huida ante los enemigos, perseguido por la espada de tu adversario, o tres días de espada del Señor y peste en el país con el ángel del Señor aniquilando todo el territorio de Israel?». Ahora, decide qué debo responder a quien me ha enviado. David respondió a Gad: —Me pones en un gran aprieto. Pero prefiero caer en manos del Señor, que es muy compasivo, a caer en manos humanas. El Señor envió la peste sobre Israel y cayeron setenta mil israelitas. Dios envió un ángel a Jerusalén para destruirla. Pero cuando vio cómo la destruía, el Señor se arrepintió del castigo y dijo al ángel exterminador: —¡Basta ya! ¡Retira tu mano! El ángel del Señor estaba junto a la era de Ornán, el jebuseo. Al levantar la vista, David vio al ángel del Señor entre la tierra y el cielo, empuñando su espada desenvainada y extendida contra Jerusalén. Entonces David y los ancianos, vestidos de sayal, cayeron rostro en tierra, y David dijo a Dios: —¡Fui yo quien mandó censar al pueblo! ¡Soy yo el que ha pecado, yo soy el culpable! ¿Qué ha hecho este rebaño? Señor, Dios mío, descarga tu mano contra mí y contra mi familia, ¡pero no azotes a tu pueblo! Entonces Gad, por encargo del ángel del Señor, dijo a David que subiera a construir un altar al Señor en la era de Ornán, el jebuseo. Y David fue a hacer lo que le había dicho Gad en nombre del Señor. Ornán, que estaba trillando trigo, se volvió y vio al ángel. Entonces los cuatro hijos que lo acompañaban se escondieron. David se acercó hasta Ornán y este, al ver a David, salió de la era y le hizo una reverencia con su rostro hacia el suelo. David dijo a Ornán: —Dame el terreno de la era para construirle un altar al Señor, a ver si se aleja del pueblo esta plaga. Véndemelo en su justo precio. Ornán le dijo: —Tómalo y que mi señor el rey haga lo que le parezca mejor. Mira, también te doy los bueyes para el holocausto, las trillas para el fuego y el trigo para la ofrenda. Todo te lo doy. Pero el rey David respondió a Ornán: —No. Quiero comprarla por su justo precio. No quiero tomar para el Señor lo que es tuyo, ni ofrecer sacrificios de balde. Y David pagó a Ornán la suma de seiscientos siclos de oro por el terreno. Luego David construyó allí un altar al Señor y ofreció holocaustos y sacrificios de comunión e invocó al Señor, que le respondió enviando fuego del cielo sobre el altar del holocausto. Luego el Señor ordenó al ángel que envainara la espada. Viendo David que el Señor le había respondido en la era de Ornán el jebuseo, ofreció sacrificios allí. Pues, aunque la Tienda del Señor que había levantado Moisés en el desierto y el altar del holocausto estaban a la sazón en el santuario de Gabaón, David no había podido ir allí personalmente a consultar al Señor, porque estaba asustado por la espada del ángel del Señor. Y David dijo: —Este será el Templo del Señor Dios y este el altar de los holocaustos de Israel. David mandó reunir a los extranjeros residentes en territorio israelita y los utilizó como canteros para labrar piedras con las que edificar el Templo de Dios. Preparó también hierro en abundancia para los clavos de las hojas de las puertas y para los empalmes, una cantidad incalculable de bronce, e incontable madera de cedro que sidonios y tirios traían a David en gran cantidad. Pues David pensaba: —Mi hijo Salomón es todavía joven e inexperto; por otra parte, el Templo que hay que edificarle al Señor ha de ser magnífico, famoso y admirable en todos los países. Voy a hacerle, pues, los preparativos. Así que David hizo grandes preparativos antes de su muerte y luego llamó a su hijo Salomón y le encargó edificar un Templo al Señor Dios de Israel. David dijo a Salomón: —Hijo mío, yo tenía proyectado edificar un Templo en honor del Señor mi Dios. Pero el Señor me comunicó lo siguiente: «Tú has derramado mucha sangre y has librado grandes batallas. No podrás, pues, edificar un Templo en mi honor, porque has derramado mucha sangre ante mí. Pero te nacerá un hijo que será un hombre apacible y yo le daré tranquilidad con todos sus enemigos circundantes. Se llamará Salomón, y en sus años concederé paz y descanso a Israel. Él edificará un Templo en mi honor. Él será mi hijo y yo seré su padre, y consolidaré para siempre su reinado sobre Israel». Ahora, hijo mío, que el Señor te acompañe para que aciertes a edificar el Templo del Señor tu Dios, tal y como te lo ha predicho. Solo precisas que Dios te conceda sensatez e inteligencia para que, cuando él te encargue gobernar a Israel, guardes la ley del Señor tu Dios. Tendrás éxito si procuras practicar los mandatos y normas que el Señor prescribió a Israel por medio de Moisés. ¡Ten ánimo y valor! ¡No temas ni te acobardes! Mira, con qué sacrificio yo he preparado para el Templo del Señor cien mil talentos de oro, un millón de talentos de plata y una cantidad tan abundante de bronce y hierro que resulta incalculable. He preparado además madera y piedra que tú podrás aumentar. También tienes a tu disposición un gran número de obreros, albañiles, maestros carpinteros y canteros, y a especialistas en cualquier tipo de trabajo. El oro, la plata, el bronce y el hierro son incalculables. Así que, manos a la obra y que el Señor te acompañe. David ordenó a todos los dignatarios de Israel que ayudasen a su hijo Salomón: —El Señor vuestro Dios está con vosotros y ha pacificado vuestras fronteras, pues ha entregado en mi poder a los habitantes del país, ahora sometido al Señor y a su pueblo. Disponeos, pues, a servir al Señor vuestro Dios con todo vuestro ser y empezad a construir su santuario, para poder llevar el Arca del Señor y los objetos sagrados al Templo construido en honor del Señor. Siendo ya un anciano de edad avanzada, David designó a su hijo Salomón como rey de Israel. Luego reunió a todos los dignatarios de Israel, a los sacerdotes y levitas, y se hizo el censo de los levitas mayores de treinta años, cuyo número ascendía a treinta y ocho mil hombres. De ellos, veinticuatro mil supervisarían las obras del Templo; seis mil serían secretarios y jueces; cuatro mil, porteros; y cuatro mil, cantores para alabar al Señor acompañados de los instrumentos creados por David al efecto. David los distribuyó por clanes, correspondientes a los hijos de Leví: Guersón, Queat y Merarí. Descendientes de Guersón: Ladán y Simeí. Descendientes de Ladán, tres: el primogénito Jejiel, Zetán y Joel. Descendientes de Simeí, tres: Selomit, Jaciel y Harán, que fueron los cabezas de familia de Ladán. También eran descendientes de Simeí estos cuatro: Jájat, Ziná, Jeús y Beriá. Jájat era el primogénito y Ziná, el segundo. Jeús y Beriá no tuvieron muchos descendientes, por lo que fueron registrados como una sola familia. Descendientes de Queat, cuatro: Amrán, Jisar, Hebrón y Uziel. Descendientes de Amrán: Aarón y Moisés. Aarón y sus descendientes fueron escogidos para el servicio perpetuo de lo más sagrado, para quemar incienso ante el Señor, servirlo y bendecir su nombre por siempre. Los descendientes de Moisés, el hombre de Dios, fueron incluidos en la tribu de Leví. Descendientes de Moisés: Guersón y Eliezer. El primogénito de Guersón fue Sebuel. El primogénito de Eliezer fue Rejabías. Eliezer ya no tuvo más descendientes, pero los de Rejabías fueron muy numerosos. El primogénito de Jisar fue Selomit. Descendientes de Hebrón: el primogénito Jerías, el segundo Amarías, el tercero Jajaciel y el cuarto Jecamán. Descendientes de Uziel: el primogénito Micá y el segundo Jisías. Descendientes de Merarí: Majlí y Musí. Descendientes de Majlí: Eleazar y Quis. Eleazar murió sin hijos; solo tuvo hijas que se casaron con sus parientes, los descendientes de Quis. Descendientes de Musí, tres: Majlí, Éder y Jeremot. Estos eran los descendientes de Leví, distribuidos por clanes, y los cabezas de familia, según el registro nominal de cada uno, que se dedicaban al servicio del Templo a partir de los veinte años, pues David había dicho: —Puesto que el Señor, Dios de Israel, ha concedido reposo a su pueblo y ha fijado su morada definitiva en Jerusalén, los levitas ya no tendrán que transportar la Tienda y todos los objetos de culto. Y según estas últimas disposiciones de David, los levitas eran inscritos en el censo a partir de los veinte años, y estaban a las órdenes de los descendientes de Aarón para el servicio del Templo del Señor en los patios y habitaciones, en la limpieza de los objetos sagrados y otras tareas del servicio del Templo de Dios. Se encargaban también de los panes de la ofrenda, de la harina selecta para las ofrendas, de las obleas de pan sin levadura, de las frituras y cocciones y de toda clase de medidas y pesos. Tenían que presentarse diariamente por la mañana y por la tarde para alabar y dar gracias al Señor, y ofrecer siempre en presencia del Señor los holocaustos de los sábados, lunas nuevas y fiestas, según sus números y ritos respectivos. Y se encargaban también de atender la Tienda del encuentro, al santuario y a sus hermanos, los hijos de Aarón, en el servicio del Templo. Clanes de los aaronitas. Descendientes de Aarón: Nadab, Abihú, Eleazar e Itamar. Como Nadab y Abihú murieron antes que su padre y sin descendencia, Eleazar e Itamar se encargaron del sacerdocio. David, junto con Sadoc, descendiente de Eleazar, y Ajimélec, descendiente de Itamar, los distribuyó por turnos para que ejercieran su ministerio. Y resultó que entre los descendientes de Eleazar había más varones que entre los de Itamar, por lo que a los descendientes de Eleazar correspondieron dieciséis cabezas de familia y a los descendientes de Itamar, ocho. El reparto de unos y otros se hizo por sorteo, ya que tanto entre los descendientes de Eleazar como entre los de Itamar, había ministros del santuario y ministros de Dios. El secretario Semaías, levita hijo de Natanael, los inscribió en presencia del rey, de las autoridades, del sacerdote Sadoc, de Ajimélec, hijo de Abiatar, y de los jefes de las familias sacerdotales y levíticas. Dos turnos correspondían a la familia de Eleazar y uno a la de Itamar. El primer turno tocó a Jeorib, el segundo a Jedaías, el tercero a Jarín, el cuarto a Seorín, el quinto a Malquías, el sexto a Miyamín, el séptimo a Hacós, el octavo a Abías, el noveno a Jesúa, el décimo a Secanías, el undécimo a Eliasib, el duodécimo a Jaquín, el décimo tercero a Jupá, el décimo cuarto a Jesebab, el décimo quinto a Bilgá, el décimo sexto a Imer, el décimo séptimo a Jerib, el décimo octavo a Hapises, el décimo noveno a Petajías, el vigésimo a Ezequiel, el vigésimo primero a Jaquín, el vigésimo segundo a Gamul, el vigésimo tercero a Delaías y el vigésimo cuarto a Maazías. Así quedó su distribución para el servicio del Templo, de acuerdo con las normas que su padre Aarón les había dado por orden del Señor Dios de Israel. Los restantes levitas se distribuían así: de los descendientes de Amrán, Subael; de los descendientes de Subael, Jejdías; de los descendientes de Rejabías el primogénito era Jisías; de los jisaritas, Selomit; de los descendientes de Selomit, Jájat; de los descendientes de Hebrón, el primero Jerías, el segundo Amarías, el tercero Jajciel y el cuarto Jecamán. Micá era descendiente de Uziel; de los descendientes de Micá, Samir; Jisías era hermano de Micá; de los descendientes de Jisías, Zacarías; Majlí y Musí eran descendientes de Merarí; descendientes de Jaazías, su hijo; descendientes de Merarí a través de su hijo Jaazías: Sohán, Zacur e Ibrí; de Mahlí, Eleazar, que no tuvo descendientes; de los descendientes de Quis, Jerajmeel; los descendientes de Musí fueron Majlí, Éder y Jerimot. Estos eran los levitas por familias paternas. También ellos, como sus parientes aaronitas, se distribuyeron por sorteo en presencia del rey David, de Sadoc y Ajimélec, y de los jefes de las familias sacerdotales y levíticas, compartiendo la misma suerte las familias principales y las más pequeñas. David y los responsables del culto separaron para el servicio del canto a los descendientes de Asaf, Hemán y Jedutún para que cantasen como profetas al son de cítaras, salterios y platillos. He aquí la lista de los hombres adscritos a este servicio: De la familia de Asaf: Zacur, José, Natanael y Asarelá, hijos de Asaf, dirigidos por su padre, profeta cantor a las órdenes de David. De la familia de Jedutún: Guedalías, Serí, Isaías, Simeí, Jasabías y Matatías; los seis dirigidos por su padre Jedutún, que profetizaba al son de la cítara para dar gracias y alabar al Señor. De la familia de Hemán, Buquías, Matanías, Uziel, Sebuel, Jerimot, Jananías, Jananí, Eliatá, Guidaltí, Romanti Ézer, Josbecasá, Malotí, Hotir y Majaziot; todos ellos eran hijos de Hemán, el vidente del rey, que le transmitía los oráculos divinos para acrecentar su poder, pues Dios había dado a Hemán catorce hijos y tres hijas. Todos ellos, bajo la dirección de su padre, cantaban en el Templo del Señor con platillos, salterios y cítaras al servicio del Templo de Dios. Asaf, Jedutún y Hemán estaban a las órdenes del rey. Su número, incluidos sus hermanos instruidos en el canto al Señor, todos ellos expertos, era de doscientos ochenta y ocho. Repartieron a suertes los turnos de servicio, sin distinguir pequeños y grandes, maestros y discípulos. El primer turno correspondió a José, de la familia de Asaf; el segundo a Guedalías, que sumaba doce con hijos y parientes; el tercero a Zacur, el cuarto a Jisrí, el quinto a Natanael, el sexto a Buquías, el séptimo a Jesarelá, el octavo a Isaías, el noveno a Matanías, el décimo a Simeí, el undécimo a Azarel, el duodécimo a Jasabías, el décimo tercero a Subael, el décimo cuarto a Matatías, el décimo quinto a Jeremot, el décimo sexto a Jananías, el décimo séptimo a Josbecasá, el décimo octavo a Jananí, el décimo noveno a Malotí, el vigésimo a Eliatá, el vigésimo primero a Hotir, el vigésimo segundo a Guidaltí, el vigésimo tercero a Majaziot y el vigésimo cuarto a Romanti Ézer. Distribución de los porteros coreítas: Por los descendientes de Asaf: Meselemías, descendiente de Coré. Descendientes de Meselemías: el primogénito Zacarías, segundo Jediael, tercero Zebadías, cuarto Jatniel, quinto Elán, sexto Yojanán y séptimo Elioenay. Descendientes de Obededón: el primogénito Semaías, segundo Jozabat, tercero Joaj, cuarto Sacar, quinto Natanael, sexto Amiel, séptimo Isacar y octavo Peuletay, pues Dios había bendecido a Obededón. Su hijo Semaías tuvo descendientes que sobresalieron en sus respectivas familias, pues eran gente valerosa. Descendientes de Semaías: Otní, Rafael, Obed, Elzabad y sus parientes, gente valerosa, Elihú y Semaquías. Todos estos eran los descendientes de Obededón y con sus hijos y parientes, valerosos y competentes en su oficio, sumaban sesenta y dos. Los descendientes y parientes de Meselemías sumaban dieciocho personas valerosas. Descendientes de Josá, de la familia de Merarí: primero Simrí, pues, aunque no era el primogénito, su padre lo puso de jefe; segundo Jilquías, tercero Tebalías, y cuarto Zacarías. En total, los descendientes y parientes de Josá eran trece. A estos grupos de porteros, tanto a los jefes como a sus parientes, se les encomendó el servicio del Templo del Señor. Y se repartieron a suertes por familias, lo mismo pequeños que grandes, cada una de las puertas. La puerta oriental le correspondió a Selemías; a su hijo Zacarías, prudente consejero, le correspondió la puerta del norte tras nuevo sorteo; a Obededón le tocó la puerta del sur y a sus hijos los almacenes; a Supín y a Josá, la occidental, junto con la puerta de Saléquet, en el camino de la cuesta. Las guardias eran proporcionales: en la puerta oriental había seis levitas al día; en la del norte, cuatro; en la del sur, cuatro; y en los almacenes, dos y dos; y en el pórtico occidental, cuatro para la calzada y dos para el pórtico. Estos eran los grupos de porteros descendientes de Coré y de Merarí. Sus parientes levitas también se encargaban de los tesoros del Templo y de las ofrendas consagradas. Los descendientes de Ladán, descendientes de Guersón por Ladán, incluían a los jielitas como cabezas de familia del guersonita Ladán. Zetán y su hermano Joel, descendientes de Jiel, custodiaban los tesoros del Templo del Señor. De las familias de Amrán: Jisar, Hebrón y Aziel. El tesorero jefe era Sebuel, descendiente de Guersón, hijo de Moisés. Descendientes de su hermano Eliezer en línea directa: Rejabías, Isaías, Zicrí y Selomit. Este Selomit y sus parientes estaban al cargo de todas las ofrendas sagradas que habían consagrado el rey David, los cabezas de familia, los capitanes de millar y de cien y los jefes del ejército. Pues habían consagrado parte del botín de guerra para el mantenimiento del Templo del Señor. Y todo lo que habían consagrado el profeta Samuel, Saúl, el hijo de Quis, Abner, el hijo de Ner, y Joab, el hijo de Seruyá, todas las ofrendas estaban al cargo de Selomit y sus parientes. De los jesharitas, Quenanías y sus descendientes se encargaban de los asuntos externos de Israel como escribanos y jueces. De los hebronitas, Jasabías y sus parientes, mil setecientos hombres valerosos, se encargaban del gobierno de Israel, al oeste de Transjordania, en todos los asuntos concernientes al Señor y al servicio del rey. El jefe de los hebronitas era Jerías. El año cuarenta del reinado de David se hizo una investigación sobre el árbol genealógico de los hebronitas y se descubrió que de su clan quedaba gente de valía en Jaezer de Galaad. Sus parientes eran gente de valía que sumaban dos mil setecientos cabezas de familia. El rey David los puso al frente de los rubenitas, de los gaditas y de la media tribu de Manasés para todos los asuntos religiosos y los negocios del rey. Lista de los israelitas cabezas de familia, de los jefes de mil y de ciento y de los funcionarios que servían al rey en todos los asuntos. Las secciones se turnaban por meses durante todo el año y cada sección estaba formada por veinticuatro mil hombres. Al mando de la primera sección, para el primer mes, estaba Jasobán, hijo de Zabdiel. Pertenecía al clan de Fares y era el jefe de todos los oficiales del ejército a quienes correspondía el turno del primer mes. Al mando de la sección del turno correspondiente al segundo mes estaba Daday el ajojita, ayudado por el jefe Miclot. El jefe de la sección correspondiente al turno del tercer mes era Benaías, hijo del sumo sacerdote Joyadá. El tal Benaías era uno de los treinta héroes y jefe de ellos. Su hijo Amizabad también estaba en su sección. El jefe de la sección correspondiente al turno del cuarto mes era Asael, hermano de Joab. Le sucedió su hijo Zebadías. El jefe de la sección correspondiente al turno del quinto mes era el jefe Samhut de Jizraj. El jefe de la sección correspondiente al turno del sexto mes era Irá, hijo de Iqués, de Tecoa. El jefe de la sección correspondiente al turno del séptimo mes era Jeles, pelonita descendiente de Efraín. El jefe de la sección correspondiente al turno del octavo mes era Sibecay, jusatita del clan de Zéraj. El jefe de la sección correspondiente al turno del noveno mes era Abiezer, benjaminita de Anatot. El jefe de la sección correspondiente al turno del décimo mes era Mahray, netofatita del clan de Zéraj. El jefe de la sección correspondiente al turno del undécimo mes era Benaías, piratonita descendiente de Efraín. Y el jefe de la sección correspondiente al turno del duodécimo mes era Jelday, netofatita de Otoniel. Jefes de las tribus de Israel: el jefe de los rubenitas era Eliezer, hijo de Zicrí; el de los simeonitas, Sefatías, hijo de Maacá; el de los levitas, Jasabías, hijo de Quemuel; el de Aarón, Sadoc; el de Judá, Eliú, hermano de David; el de Isacar, Omrí, hijo de Miguel; el de Zabulón, Jismaías, hijo de Abdías; el de Neftalí, Jerimot, hijo de Azriel; el de los efraimitas, Oseas, hijo de Azaías; el de media tribu de Manasés, Joel, hijo de Pedaías; el de la otra mitad de Manasés en Galaad, Jidó, hijo de Zacarías; el de Benjamín, Jasiel, hijo de Abner; y el de Dan, Azarel, hijo de Jeroján. Estos eran los jefes de las tribus de Israel. David no incluyó en el censo a los menores de veinte años, porque el Señor había prometido multiplicar a Israel como las estrellas del cielo. Joab, el hijo de Seruyá, comenzó a hacer el censo, pero no lo concluyó, pues por su causa se desencadenó la cólera del Señor sobre Israel. Por eso, sus resultados no se registraron en los anales del rey David. Azmávet, hijo de Adiel, era el intendente de los almacenes reales; y Jonatán, hijo de Uzías, era el intendente de los almacenes del campo, de las ciudades, las aldeas y las fortalezas. Ezrí, hijo de Quelub, era el encargado de los que cultivaban la tierra. Simeí de Ramá, era el encargado de los viñedos, y Zabdí de Sefán, el de las vendimias y bodegas. Baal Janán de Guéder era el encargado de los olivares y sicómoros de la Sefela; y Joás, el de los almacenes de aceite. Sitray el saronita era el encargado de las vacadas que pastaban en el Sarón; y Safat, hijo de Adlay, el de las vacadas de los valles; el ismaelita Obil, el de los camellos; el meronita Jejdías, el de las asnas; y Jaziz de Agar, el del ganado menor. Todos estos eran los intendentes de la hacienda del rey David. Jonatán, el tío de David, hombre inteligente, era consejero y secretario. Jiel, hijo de Jacmoní, era preceptor de los hijos del rey. Ajitófel era consejero del rey y Jusay el arquita, amigo del rey. A Ajitófel le sucedieron Joyadá, hijo de Benaías, y Abiatar. Joab era el jefe del ejército real. David reunió en Jerusalén a todas las autoridades de Israel: a los jefes de tribus y de las secciones que servían al rey, a los capitanes de compañías y batallones, a los administradores de la hacienda y el ganado del rey y de sus hijos, a los cortesanos, a los héroes de guerra y a toda la gente de valía. Luego el rey David se puso en pie y dijo: —Hermanos míos y pueblo mío, escuchadme. Yo había proyectado edificar un Templo para descanso del Arca de la alianza del Señor y escabel de los pies de nuestro Dios y había hecho los preparativos para su construcción. Pero Dios me dijo: «Tú no edificarás un Templo en mi honor, pues eres un hombre belicoso y has derramado sangre». Sin embargo, el Señor, Dios de Israel, me ha elegido entre toda mi familia para convertirme en rey de todo Israel por siempre, pues escogió a Judá como príncipe; y entre la tribu de Judá, a la familia de mi padre; y entre mis hermanos, a mí para hacerme rey de todo Israel. Y entre todos mis hijos (pues el Señor me ha dado numerosos hijos) ha elegido a mi hijo Salomón para sentarse en el trono del reino de Dios sobre Israel. Y me dijo: «Tu hijo Salomón será quien edifique mi Templo y mis atrios, pues lo he elegido como hijo y yo seré su padre. Yo consolidaré su reino para siempre, si se mantiene firme en el cumplimiento de mis mandatos y decretos, como hoy lo hace». Ahora, pues, ante todo Israel, que es la asamblea del Señor, y ante nuestro Dios, guardad y seguid todos los mandatos del Señor vuestro Dios, para que sigáis poseyendo esta magnífica tierra y la podáis legar después a vuestros hijos para siempre. Y tú, hijo mío, Salomón, reconoce al Dios de tu padre y sírvelo de forma exclusiva y generosa, pues él sondea todos los corazones y penetra en todas las intenciones. Si lo buscas, se dejará encontrar; pero si lo abandonas, él te abandonará para siempre. Piensa que el Señor te ha escogido para que le edifiques el santuario. ¡Valor y manos a la obra! David entregó a su hijo Salomón el diseño del atrio del Templo y de sus edificaciones anejas: almacenes, cámaras superiores, dependencias interiores y el lugar de la expiación; junto con el diseño que tenía proyectado para los atrios del Templo, para todas las dependencias circundantes; para los tesoros del Templo y las ofrendas consagradas; para los turnos sacerdotales y levíticos, para los diversos servicios del culto y para todos los utensilios del Templo. Además, le indicó las respectivas cantidades de oro y plata que debían contener, según su función, los distintos objetos de culto; así como el peso de los distintos candelabros y lámparas de oro y plata, según la función de cada candelabro; la cantidad de oro para las mesas de oro de los panes de la ofrenda, y la de plata para las mesas de plata; el oro puro de los tenedores, cuencos y jarrones; el peso de oro y plata para las diversas copas; el peso de oro fino para el altar del incienso y el diseño del carro de los querubines de oro que cubren con sus alas extendidas el Arca de la alianza del Señor. Todo de acuerdo con un escrito que el Señor había dado a David, explicando todos los detalles del diseño. Luego David añadió a su hijo Salomón: —¡Ten valor y ánimo, y pon manos a la obra! No temas ni te acobardes, porque Dios, el Señor, mi Dios, te acompaña, y no te dejará ni abandonará hasta que culmines toda la obra del servicio del Templo. Tienes a tu disposición a las clases sacerdotales y levíticas para todos los servicios del Templo de Dios, y en los distintos trabajos podrás contar con voluntarios expertos en cada especialidad y con las autoridades y todo el pueblo, que estarán a tus órdenes. Luego el rey David se dirigió a toda la asamblea: —Mi hijo Salomón, el único a quien Dios ha escogido, es joven e inexperto y la empresa es enorme, pues no es este el palacio para un hombre, sino para Dios, el Señor. Con todas mis fuerzas yo he preparado para el Templo de mi Dios el oro, la plata, el bronce, el hierro y la madera necesarios para sus respectivos objetos, así como piedras de ónice y de engaste, piedras multicolores para mosaicos, toda clase de piedras preciosas y mármol en abundancia. Además, por amor al Templo de mi Dios, aparte de todo lo que he preparado para el santuario, he entregado el oro y la plata de mi propiedad personal para el Templo de mi Dios: trescientos talentos de oro de Ofir, setecientos talentos de plata fina para recubrir las paredes de las dependencias, oro y plata para sus objetos respectivos y para toda la obra de los orfebres. ¿Quién está hoy dispuesto a hacer voluntariamente su donativo generoso al Señor? Entonces los cabezas de familia, los jefes de las tribus de Israel, los capitanes de millar y de cien y los encargados de obras del rey hicieron donativos voluntarios y entregaron para el servicio del Templo cinco mil talentos y diez mil dracmas de oro, diez mil talentos de plata, dieciocho mil de bronce y cien mil de hierro; y los que tenían piedras preciosas las depositaron en manos del guersonita Jiel para el tesoro del Templo. El pueblo se alegraba de los donativos voluntarios que habían hecho al Señor de todo corazón. El rey David también se alegró mucho y bendijo al Señor ante toda la asamblea diciendo: —¡Bendito seas Señor, Dios de nuestro padre Israel, por siempre y para siempre! Tuyos son, Señor, la grandeza, el poder, la gloria, el honor y la majestad, porque todo cuanto hay en cielo y tierra te pertenece, y ejerces el reinado y el dominio sobre todo. Tu presencia irradia riqueza y gloria, Tú eres soberano de todo, en tu mano están la fuerza y la grandeza y con tu mano engrandeces y fortaleces a todos. Por eso, Dios nuestro, nosotros te damos gracias y alabamos tu nombre glorioso. Ni yo ni mi pueblo somos nadie para atrevernos a hacerte estos donativos, pues todo procede de ti y solo te damos lo que de ti hemos recibido. Ante ti no somos más que extranjeros y advenedizos, al igual que todos nuestros antepasados, y nuestra vida terrena es solo una sombra efímera. Señor Dios nuestro, todo este cúmulo de preparativos que hemos hecho para edificar un Templo en honor de tu santo nombre procede de ti y todo te pertenece. Bien sé, Dios mío, que tú sondeas las conciencias y amas la sinceridad. Por eso, yo te he hecho todos estos donativos voluntaria y sinceramente, y ahora veo con alegría que tu pueblo, aquí presente, también ha contribuido voluntariamente. Señor Dios de nuestros antepasados Abrahán, Isaac e Israel, conserva siempre en el corazón de tu pueblo estas actitudes e intenciones y encamina sus corazones hacia ti. Da a mi hijo Salomón un corazón íntegro para poner en práctica todos tus mandatos, leyes y preceptos y para edificar el Templo que te he preparado. Luego David dijo a toda la asamblea: —Bendecid al Señor Dios vuestro. Y toda la asamblea bendijo al Señor Dios de sus antepasados y se inclinó con reverencia ante el Señor y ante el rey. Al día siguiente ofrecieron sacrificios y holocaustos al Señor: mil novillos, mil carneros y mil corderos, con sus respectivas libaciones, y otros muchos sacrificios por todo Israel. Aquel día comieron y bebieron en presencia del Señor con gran alegría, y por segunda vez proclamaron rey a Salomón, hijo de David, consagrándolo ante el Señor como príncipe, y a Sadoc como sacerdote. Salomón se sentó en el trono del Señor como sucesor de su padre David y tuvo éxito. Todo Israel lo obedeció, y todas las autoridades, los guerreros y los hijos de David rindieron homenaje al rey Salomón. El Señor lo engrandeció extraordinariamente ante todo Israel y le concedió un reinado tan glorioso como no había tenido en Israel ningún rey precedente. David, hijo de Jesé, había reinado sobre todo Israel durante cuarenta años: siete en Hebrón y treinta y tres en Jerusalén. Murió en buena vejez, colmado de años, riquezas y gloria. Su hijo Salomón le sucedió como rey. La historia del rey David, de principio a fin, está escrita en los libros de los profetas Samuel, Natán y Gad, incluyendo todo su reinado, sus gestas y cuanto le sucedió a él, a Israel y a los demás países. Salomón, hijo de David, se afianzó en su reino. El Señor su Dios estaba con él y lo engrandeció extraordinariamente. Salomón convocó a todo Israel, a los capitanes de millar y de cien, a los gobernadores y a todos los cabezas de familia que eran jefes en Israel y acompañado de toda la asamblea se dirigió al santuario de Gabaón, donde se encontraba la Tienda del encuentro con Dios que Moisés, el siervo del Señor, había hecho en el desierto. David había trasladado el Arca de Dios desde Quiriat Jearín para colocarla en Jerusalén en la Tienda que le había preparado. Pero el altar de bronce, fabricado por Selalel, hijo de Urí y nieto de Jur, estaba allí, ante el santuario del Señor, adonde habían ido Salomón y la asamblea para consultarlo. Salomón subió allí al altar de bronce que estaba ante el Señor, en la Tienda del encuentro, y ofreció mil holocaustos. Aquella misma noche Dios se apareció a Salomón y le dijo: —Pídeme lo que quieras. Salomón le respondió: —Tú trataste a mi padre David con especial favor y a mí me has permitido reinar en su lugar. Ahora, Dios, el Señor, cumple la promesa que hiciste a mi padre David, pues me has hecho rey de un pueblo tan numeroso como el polvo de la tierra. Concédeme, pues, sabiduría e inteligencia para dirigir a este pueblo, pues ¿quién es capaz de gobernar a un pueblo tan grande como el tuyo? Y Dios respondió a Salomón: —Puesto que ese es tu deseo, y no has pedido riquezas, bienes y fama, ni la muerte de los que te odian, ni larga vida, sino sabiduría e inteligencia para juzgar a mi pueblo, del que te he convertido en rey, se te conceden sabiduría e inteligencia y además te daré riquezas, bienes y fama como no las han tenido los reyes que te precedieron ni las tendrán los que te sucedan. Salomón regresó a Jerusalén desde la Tienda del encuentro del santuario de Gabaón y reinó sobre Israel. Salomón reunió carros y caballos: llegó a tener mil cuatrocientos carros y doce mil caballos que guardaba en los establos de las ciudades y en Jerusalén junto a él. El rey hizo que en Jerusalén hubiera tanta plata y oro como piedras y tantos cedros como higueras silvestres en la llanura. Los caballos de Salomón provenían de Egipto y de Quevé, donde los compraban los proveedores del rey. El carro importado de Egipto valía seiscientas monedas de plata y el caballo, ciento cincuenta, exactamente igual que los exportados a los reinos hititas y arameos por los mismos proveedores. Salomón decidió edificar un Templo en honor del Señor y un palacio para su reino. Salomón reclutó setenta mil cargadores y ochenta mil canteros, a las órdenes de tres mil seiscientos capataces. Salomón envió a Jirán, el rey de Tiro, esta embajada: —Mantén conmigo el mismo tratado que hiciste con mi padre David, cuando le mandaste madera de cedro para la construcción de su palacio de residencia. Mira, yo voy a construir un Templo en honor del Señor mi Dios, para consagrarlo a él y quemarle incienso perfumado, colocar los panes de la ofrenda y ofrecerle los holocaustos matutinos y vespertinos, los de los sábados, los de primeros de mes y los de las demás fiestas del Señor nuestro Dios, como es costumbre inmemorial en Israel. El Templo que quiero construir ha de ser grande, porque nuestro Dios es el más grande de todos los dioses. Pero ¿quién sería capaz de construirle un Templo cuando los cielos y todo el universo son incapaces de contenerlo? ¿Y quién soy yo para construirle un Templo, aunque solo sea para quemarle incienso en él? Mándame, pues, un especialista en trabajos de oro, plata, bronce y hierro; que domine las tintas púrpura, carmesí y azul, y que sepa grabar, para que se una a los expertos que preparó mi padre David y que están conmigo en Judá y Jerusalén. Envíame también madera de cedro, ciprés y sándalo del Líbano, pues bien sé que tus súbditos son expertos taladores de árboles del Líbano y podrán trabajar con mis súbditos, para prepararme madera en cantidad, pues el Templo que quiero construir ha de ser grandioso y admirable. Yo, por mi parte, aportaré para sustento de tus súbditos, los taladores de árboles, cuatro mil cuatrocientas toneladas de trigo, otras tantas de cebada, cuatro mil cuatrocientos hectólitros de vino y otros tantos de aceite. Jirán, rey de Tiro, respondió a Salomón con una carta en la que le decía: «Por amor a su pueblo, el Señor te ha convertido en su rey. ¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel, que hizo los cielos y la tierra, y que ha dado al rey David un hijo sabio, prudente e inteligente, capaz de edificar un Templo al Señor y un palacio real para sí mismo! Te envío a Jirán Abí, hombre experto e inteligente, hijo de madre danita y de padre tirio, especialista en oro, plata, bronce y hierro; en piedra y madera; en tintas color púrpura, azul, carmesí y en lino blanco; especialista también en toda clase de grabados y capaz de ejecutar cualquier proyecto que se le encargue, junto con tus maestros y los de mi señor, tu padre David. Envía, pues, a tus servidores el trigo, la cebada, el aceite y el vino que has prometido, y nosotros cortaremos toda la madera del Líbano que necesites y te la llevaremos en balsas a Jafa por mar, para que tú la transportes a Jerusalén». Salomón hizo el censo de todos los extranjeros residentes en territorio israelita, después del censo que hizo su padre David; había un total de ciento cincuenta y tres mil seiscientos. De ellos empleó a setenta mil como cargadores, a ochenta mil como canteros y a tres mil seiscientos como capataces encargados del trabajo del personal. Salomón comenzó a edificar el Templo del Señor en Jerusalén, en el monte Moria donde el Señor se había aparecido a su padre David, en el lugar que este había preparado en la era de Ornán, el jebuseo. La construcción comenzó el segundo mes del cuarto año de su reinado. Estas son las dimensiones que Salomón dio a los cimientos del Templo, en medida antigua: treinta metros de largo por diez de ancho. El vestíbulo que había en la parte delantera del edificio tenía diez metros de largo, diez de ancho y diez de alto y su interior estaba recubierto de oro fino. Revistió la sala grande con madera de pino, recubierta de oro fino con grabados de palmas encadenadas. Adornó el Templo con piedras preciosas y con oro de Parváin. Recubrió de oro el Templo, las vigas, las jambas, las paredes y las puertas y esculpió querubines sobre las paredes. Luego hizo la sala del lugar santísimo, que tenía diez metros de largo, en correspondencia con la anchura del Templo, por otros tantos de ancho; y lo revistió todo empleando seiscientos talentos de oro puro. Los clavos de oro pesaban cincuenta siclos. También recubrió de oro las salas superiores. Mandó tallar en la sala del lugar santísimo dos esculturas de querubines que también hizo recubrir de oro. Las alas de los querubines medían diez metros de longitud: un ala del primer querubín medía dos metros y medio y llegaba hasta la pared, mientras que la otra, también de dos metros y medio, llegaba hasta el ala del otro querubín. De igual manera, un ala del segundo querubín, de dos metros y medio, llegaba hasta la pared y la otra, también de dos metros y medio, llegaba hasta el ala del primer querubín. Las alas extendidas de ambos querubines medían un total de diez metros. Estaban de pie, mirando a la sala. Empleó para el velo púrpura violeta, escarlata y carmesí, y lino, y sobre él bordó querubines. Delante de la nave puso dos columnas de diecisiete metros y medio de altas, rematadas por sendos capiteles de dos metros y medio. Hizo cadenas en forma de collar y las puso sobre los capiteles de las columnas, y luego puso cien granadas sobre las cadenas. Luego colocó las columnas a la entrada del edificio, una a la derecha y otra a la izquierda. A la de la derecha la llamó Firmeza y a la de la izquierda la llamó Fuerza. Salomón hizo construir un altar de bronce de diez metros de largo, diez de ancho y cinco de alto. E hizo también un gran recipiente de metal fundido, en forma circular, con cinco metros de diámetro, dos metros y medio de altura y quince de circunferencia. Por debajo, alrededor de todo el recipiente, había dos hileras de figuras de toros, a razón de veinte por metro, que habían sido fundidas con el recipiente. Descansaba sobre doce toros, de los que tres miraban al norte, tres al oeste, tres al sur y tres al este. El recipiente descansaba sobre los toros, que tenían los cuartos traseros hacia dentro. Su grosor era de unos veintitrés centímetros y el borde imitaba el cáliz de un lirio. Tenía una capacidad de unos seiscientos sesenta hectólitros. Hizo también diez pilas de bronce y colocó cinco a la derecha y cinco a la izquierda, para lavar en ellas todo lo que se utilizaba en los holocaustos. En cambio, los sacerdotes se lavaban en el recipiente. Hizo diez candelabros de oro puro, según el diseño prescrito, y colocó cinco a la derecha y cinco a la izquierda del santuario. Hizo también diez mesas que puso en el santuario, cinco a la derecha y cinco a la izquierda, y cien cuencos de oro. Hizo también el patio de los sacerdotes, el patio mayor con sus puertas, que recubrió de bronce. Y colocó el gran depósito en el lado derecho, hacia el sureste. Finalmente Jirán hizo los ceniceros, las palas y los acetres y con ello concluyó todas las obras que le había encomendado el rey Salomón para el Templo del Señor: las dos columnas, los capiteles redondos que remataban las columnas, los dos entrelazados que cubrían los capiteles redondos; las cuatrocientas granadas para los dos entrelazados, dos series de granadas para cada uno; las diez bases que servían de soporte a las diez pilas; el gran depósito y los doce toros que iban debajo; los ceniceros, las palas y los acetres. Todos los objetos que Jirán Abihú hizo, por encargo del rey Salomón, para el Templo del Señor eran de bronce bruñido. El rey los mandó fundir en arcilla, en el valle del Jordán, entre Sukot y Seredá. Salomón hizo todos estos objetos; y eran tantos que era imposible calcular el peso del bronce. Salomón también mandó hacer todos los restantes objetos del Templo del Señor: el altar de oro, las mesas sobre las que se ponían los panes de la ofrenda; los candelabros con sus lámparas de oro puro para arder ante el camarín, como está prescrito; las flores, lámparas y despabiladeras de oro purísimo; los cuchillos, acetres, cucharillas e incensarios de oro puro. También eran de oro las puertas de la entrada del Templo, las puertas del lugar santísimo y las que daban acceso a la gran sala del Templo. Cuando concluyeron todas las obras que había encargado hacer para el Templo del Señor, Salomón llevó las ofrendas de oro y plata y otros utensilios consagrados por su padre David, y los depositó en el tesoro del Templo de Dios. Salomón convocó en Jerusalén, a los ancianos de Israel, a todos los jefes de las tribus y a los cabezas de familia israelitas para trasladar el Arca de la alianza del Señor desde la ciudad de David o Sion, y todos los israelitas se reunieron con el rey en la fiesta del mes séptimo. Cuando llegaron todos los ancianos de Israel, los levitas cargaron el Arca y la trasladaron junto con la Tienda del encuentro y todos los objetos sagrados que había en ella y que fueron llevados por los sacerdotes levitas. El rey Salomón y toda la asamblea de Israel reunida junto a él ante el Arca sacrificaron ovejas y toros en cantidades incalculables. Los sacerdotes llevaron el Arca de la alianza del Señor a su lugar, al camarín del Templo o lugar santísimo, bajo las alas de los querubines. Los querubines tenían sus alas extendidas sobre el lugar que ocupaba el Arca y cubrían por encima el Arca y sus varales. Los varales eran tan largos que sus extremos se podían ver desde el lugar santo que estaba delante del camarín, aunque no se veían desde el exterior. Y allí siguen hasta el presente. El Arca solo contenía las dos tablas que Moisés entregó en el Horeb, cuando el Señor hizo alianza con los israelitas tras la salida del país de Egipto. Cuando los sacerdotes salieron del lugar santo (pues todos los sacerdotes presentes, sin distinción de turnos, se habían purificado), todos los levitas cantores, descendientes y parientes de Asaf, Hemán y Jedutún, vestidos de lino, estaban de pie a la derecha del altar, tocando platillos, salterios y cítaras, acompañados de ciento veinte sacerdotes que tocaban las trompetas. Y cuando los que tocaban las trompetas y los cantores entonaron al unísono la alabanza y la acción de gracias al Señor, haciendo sonar las trompetas, los platillos y demás instrumentos musicales y alabando al Señor [con estas palabras]: «porque es bueno y su amor no tiene fin», el Templo se llenó con la nube de la gloria del Señor, de forma que los sacerdotes no pudieron continuar su servicio a causa de la nube, pues la gloria del Señor había llenado el Templo de Dios. Entonces Salomón exclamó: —Tú, Señor, habías decidido vivir en la oscuridad, pero yo te he construido un palacio, una morada en la que habites para siempre. Luego el rey se dio la vuelta y bendijo a toda la asamblea de Israel que estaba en pie, diciendo: —Bendito sea el Señor, Dios de Israel, que habló a mi padre David, y que ha realizado lo que prometió: «Desde el día en que saqué a mi pueblo Israel de Egipto no elegí ninguna ciudad entre todas las tribus de Israel para construir un Templo donde residiera mi nombre, ni escogí a ningún hombre como príncipe de mi pueblo Israel. En cambio he elegido a Jerusalén como morada de mi nombre y a David como jefe de mi pueblo Israel». Mi padre, David, pensaba construir un Templo en honor del Señor, Dios de Israel; pero el Señor le dijo: «Has pensado construir un Templo en mi honor y lo que piensas está bien. Pero no serás tú quien construya el Templo, sino un hijo tuyo, salido de tus entrañas; él será quien construya el Templo en mi honor». El Señor ha cumplido la promesa que hizo: yo he sucedido a mi padre, David, en el trono de Israel, como había prometido el Señor y he construido el Templo en honor del Señor, Dios de Israel. Y, además, he colocado en él el Arca de la alianza del Señor, la alianza que hizo con los israelitas. Salomón se puso en pie ante el altar del Señor en presencia de toda la asamblea de Israel y levantó sus manos. Salomón había colocado en medio del atrio un estrado de bronce, de dos metros y medio de largo, por dos y medio de ancho, y uno y medio de alto. Subió al estrado, se arrodilló ante toda la asamblea de Israel, levantó las manos al cielo y dijo: —Señor, Dios de Israel: no hay un dios como tú ni en el cielo ni en la tierra. Tú mantienes la alianza y la fidelidad con tus siervos cuando proceden sinceramente ante ti. Tú has mantenido cuanto dijiste a tu siervo, mi padre David, y has cumplido hoy con obras lo que prometiste de palabra. Señor, Dios de Israel, mantén también ahora a tu siervo, mi padre David, la promesa que le hiciste: «No te faltará en mi presencia alguien que se siente en el trono de Israel, siempre que tus descendientes mantengan su camino y procedan ante mí como lo has hecho tú». Ahora, pues, Señor, Dios de Israel, cumple la promesa que hiciste a tu siervo David. Pero ¿puede Dios habitar realmente en la tierra con los seres humanos? Si ni los cielos, en toda su inmensidad, pueden contenerte, ¿cómo podría hacerlo este Templo que he construido? Atiende, pues, Señor, Dios mío, a la súplica y a la plegaria de tu siervo; escucha el grito y la súplica que tu siervo te dirige. Mantén tus ojos abiertos noche y día sobre este Templo, el lugar donde quisiste que residiera tu nombre, y escucha las súplicas que te dirija tu siervo hacia este lugar. Escucha las plegarias que tu siervo y tu pueblo, Israel, hagan hacia este lugar. Escúchalas desde el cielo, el lugar donde habitas. Escucha y perdona. Cuando alguien ofenda a su prójimo y lo obliguen a prestar juramento, si viene a jurar ante tu altar en este Templo, escucha tú desde el cielo y haz justicia a tus siervos; castiga al culpable dándole su merecido, y absuelve al inocente reconociendo su inocencia. Cuando tu pueblo, Israel, caiga derrotado ante sus enemigos por haberte ofendido y se arrepienta, invoque tu nombre y te dirija sus plegarias y súplicas desde este Templo, escucha tú desde el cielo, perdona el pecado de tu pueblo, Israel, y hazlo volver a la tierra que les diste a él y a sus antepasados. Cuando se cierren los cielos y no llueva por haberte ofendido, si dirigen su plegaria hacia este lugar, invocan tu nombre y se arrepienten tras tu castigo, escucha tú desde el cielo, perdona el pecado de tus siervos y de tu pueblo, Israel; muéstrales el buen camino a seguir y envía la lluvia sobre la tierra que diste en herencia a tu pueblo. Cuando en el país haya hambre, a causa de la sequía o de plagas de hongos, de saltamontes o de pulgón, o porque el enemigo asedia las ciudades del país, o por cualquier calamidad o enfermedad, si un individuo o todo tu pueblo de Israel, con su pena y su dolor, te dirige cualquier súplica o plegaria con las manos extendidas hacia este lugar, escucha tú desde el cielo, el lugar donde habitas, perdona y paga a cada cual según su conducta, pues conoces su corazón. Porque solo tú conoces el corazón de todos los humanos. Así te respetarán y seguirán tus caminos mientras vivan sobre la tierra que diste a nuestros antepasados. Cuando incluso el extranjero que no pertenece a tu pueblo, Israel, venga de un país lejano, atraído por tu gran fama, tu mano fuerte y tu brazo poderoso, y llegue a orar en este Templo, escucha tú desde el cielo, el lugar donde habitas, y concédele lo que te pida, para que todos los pueblos de la tierra reconozcan tu fama, te respeten, como lo hace tu pueblo Israel, y sepan que tu nombre es invocado en este Templo que he construido. Cuando tu pueblo salga a luchar contra el enemigo, siguiendo tus órdenes, y ore al Señor vuelto hacia esta ciudad que has elegido y al Templo que he construido en tu honor, escucha desde el cielo sus plegarias y súplicas y hazles justicia. Y cuando pequen contra ti, pues nadie está libre de pecado, y tú, enfurecido contra ellos, los entregues al enemigo para que los lleve cautivos a un país lejano o cercano, si en el país donde hayan sido deportados recapacitan y se arrepienten, y desde su destierro te suplican reconociendo su pecado, su delito y su culpa, si se convierten a ti de todo corazón y con toda el alma en el país de destierro adonde los hayan deportado, y te suplican vueltos a la tierra que diste a sus antepasados, a la ciudad que has elegido y al Templo que he construido en tu honor, escucha desde el cielo, el lugar donde habitas, sus plegarias y súplicas, hazles justicia y perdona a tu pueblo los pecados cometidos contra ti. Mantén, Dios mío, tus ojos abiertos y tus oídos atentos a las súplicas que se hagan en este lugar. Y ahora ponte en acción, Dios, Señor y ven a tu lugar de descanso con tu Arca poderosa. Que tus sacerdotes, Señor Dios, vistan galas de victoria y tus fieles disfruten de la felicidad. Dios, Señor, no te escondas de tu consagrado y acuérdate de los favores que hiciste a tu siervo David. Cuando Salomón terminó su plegaria, bajó fuego del cielo que consumió el holocausto y los sacrificios, y la gloria de Dios llenó el Templo. Los sacerdotes no pudieron entrar en el Templo del Señor porque su gloria lo llenaba. Cuando todos los israelitas vieron que el fuego y la gloria del Señor bajaban al Templo, se postraron rostro en tierra sobre el pavimento y adoraron y dieron gracias al Señor, «porque es bueno y su amor no tiene fin». El rey y todo el pueblo ofrecieron sacrificios al Señor. El rey Salomón ofreció en sacrificio veintidós mil toros y ciento veinte mil corderos. Así dedicaron el rey y todos los israelitas el Templo del Señor. Los sacerdotes cumplían su ministerio y los levitas tocaban los instrumentos de música sagrada que el rey David había fabricado y utilizaba para alabar y dar gracias al Señor, «porque su amor no tiene fin». Los sacerdotes tocaban las trompetas frente a ellos y todo Israel se mantenía en pie. Salomón consagró el interior del atrio que hay delante del Templo del Señor, ofreciendo allí los holocaustos y la grasa de los sacrificios de comunión, pues el altar de bronce que había hecho Salomón era incapaz de contener los holocaustos, las ofrendas y la grasa de los sacrificios de comunión. En aquella ocasión Salomón y con él todo Israel, una gran asamblea venida desde el paso de Jamat hasta el torrente de Egipto, celebraron la fiesta religiosa durante siete días. Al octavo día celebraron solemne asamblea, pues la dedicación del altar había durado siete días y la fiesta otros siete días. Y el día veintitrés del mes séptimo el rey despidió al pueblo a sus casas, alegres y felices por todos los beneficios que el Señor había concedido a David, a Salomón y a su pueblo Israel. Cuando Salomón terminó el Templo del Señor y el palacio real y remató con éxito todo cuanto proyectaba hacer en ellos, se le apareció el Señor de noche y le dijo: —He escuchado tus súplicas y he elegido este lugar como Templo para ofrecer sacrificios. Cuando yo cierre el cielo para que no llueva, cuando mande a los saltamontes devorar la tierra o envíe una epidemia a mi pueblo, si mi pueblo, que lleva mi nombre, se humilla, ora, me busca y se arrepiente de su mala conducta, yo lo escucharé desde el cielo, perdonaré sus pecados y devolveré la salud a su tierra. Mantendré mis ojos abiertos y mis oídos atentos a las oraciones de este lugar. He elegido y consagrado este Templo que has construido como residencia perpetua de mi nombre: aquí estarán siempre mis ojos y mi corazón. Si tú procedes conmigo, como tu padre David, cumpliendo lo que te he mandado y guardando mis preceptos y decretos, reafirmaré tu reinado, tal como le prometí a tu padre David: «No te faltarán descendientes que gobiernen a Israel». Pero si vosotros me abandonáis, olvidáis los mandamientos y preceptos que os he dado y os vais a servir y a adorar a otros dioses, os arrancaré de mi tierra que os he dado, abandonaré este Templo que he consagrado a mi nombre y lo convertiré en refrán y burla de todos los pueblos. Y todo el que pase junto a este Templo, que era magnífico, preguntará extrañado: «¿Por qué ha tratado así el Señor a este país y a este Templo?». Entonces le responderán: «Porque abandonaron al Señor, Dios de sus antepasados, a los que sacó de Egipto, y se aferraron a otros dioses para adorarlos y servirlos. Por eso ha hecho caer sobre ellos todos estos castigos». En un período de veinte años Salomón construyó el Templo del Señor y su palacio. Salomón reconstruyó las veinte ciudades que le había dado Jirán e instaló en ellas a los israelitas. Después atacó Jamat de Sobá y la conquistó. Reconstruyó Tadmor en el desierto y todas las ciudades de avituallamiento que había construido en Jamat. Convirtió a Bet Jorón de arriba y a Bet Jorón de abajo en plazas fuertes con murallas, puertas y cerrojos. Y lo mismo hizo con Baalat, con todas las ciudades de avituallamiento que tenía, con las postas de carros y caballos y con todo cuanto quiso construir en Jerusalén, en el Líbano y en todo el territorio de su soberanía. A todos los supervivientes de los hititas, amorreos, fereceos, jeveos y jebuseos que no eran israelitas, y que eran descendientes de aquellos que habían quedado en el país, porque los israelitas no habían podido aniquilarlos, Salomón los sometió a trabajos forzados. Y así siguen en la actualidad. En cuanto a los israelitas, no los sometió a trabajos forzados durante su reinado, pues eran sus soldados, sus oficiales, sus escuderos y los encargados de sus carros y caballos. Los capataces del rey eran doscientos cincuenta, que supervisaban a la gente. Salomón trasladó a la hija del faraón desde la ciudad de David al palacio que le había construido, pues pensaba que su esposa no debía residir en el palacio de David, el rey de Israel, ya que los lugares donde había entrado el Arca eran sagrados. Entonces Salomón ofreció holocaustos al Señor sobre el altar que le había construido delante del atrio. Y según el ritual diario ofrecía holocaustos, de acuerdo con las prescripciones de Moisés, los sábados, los primeros de mes y las tres fiestas anuales: la de los Panes sin levadura, la de las Semanas y la de las Tiendas. De acuerdo con las disposiciones de su padre David, estableció los turnos de ministerio de los sacerdotes, los servicios de los levitas como cantores y ayudantes de los sacerdotes, según el ritual diario, y los turnos de los porteros en cada una de las puertas, pues así lo había dispuesto David, el hombre de Dios. Y no desatendieron ninguna de las disposiciones del rey relativas a los sacerdotes y levitas, a los tesoros y a todas las demás cosas. Así se realizó toda la obra de Salomón, desde el día en que se pusieron los cimientos del Templo del Señor hasta su total terminación. Salomón se dirigió a Esionguéber y a Elat, en la costa del mar, en territorio de Edom. Y Jirán le envió, por medio de sus servidores, barcos y marineros expertos que junto con los servidores de Salomón llegaron hasta Ofir y trajeron de allí cuatrocientos cincuenta talentos de oro para el rey Salomón. La reina de Sabá tuvo noticia de la fama de Salomón y para ponerlo a prueba con enigmas, vino a Jerusalén con una magnífica caravana de camellos cargados de perfumes, oro en abundancia y piedras preciosas. Cuando se presentó ante Salomón debatió con él todas las cuestiones que traía. Salomón contestó a todas sus preguntas: no hubo ninguna tan difícil que el rey no supiera responderle. Cuando la reina de Sabá comprobó toda la sabiduría de Salomón, el palacio que había construido, los manjares de su mesa, la disposición de sus comensales, la compostura y los uniformes de sus sirvientes, los uniformes de sus camareros y los holocaustos que ofrecía en el Templo del Señor, se quedó asombrada y dijo al rey: —¡Es cierto lo que había oído en mi país acerca de tus palabras y de tu sabiduría! Yo no me lo creía, hasta que he venido y lo he visto con mis propios ojos. Pero no me habían contado ni la mitad de tu gran sabiduría, pues superas las noticias que tenía. ¡Felices tus esposas y cortesanos, que están siempre a tu lado disfrutando de tu sabiduría! ¡Bendito sea el Señor, tu Dios, que ha tenido a bien ponerte en su trono como rey del Señor tu Dios y, reafirmando su eterno amor a Israel, te ha convertido en su rey para garantizar la justicia y el derecho! La reina regaló al rey ciento veinte talentos de oro, gran cantidad de perfumes y piedras preciosas. Nunca hubo perfumes como los que la reina de Sabá regaló al rey Salomón. Además, los siervos de Jirán y los de Salomón, que habían traído el oro de Ofir, trajeron también gran cantidad de madera de sándalo y piedras preciosas. Con la madera de sándalo el rey hizo entarimados para el Templo del Señor y para el palacio real y cítaras y arpas para los músicos. Sándalo como aquel no se había visto antes en el territorio de Judá. El rey Salomón, por su parte, dio a la reina de Sabá todo cuanto ella quiso y pidió, superando lo que ella había llevado al rey. Luego la reina y su séquito regresaron a su país. Salomón recibía anualmente seiscientos sesenta y seis talentos de oro, sin contar el que llegaba de mercaderes y comerciantes; y todos los reyes de Arabia y los gobernadores del país traían oro y plata a Salomón. El rey Salomón mandó hacer doscientos escudos chapados en oro, de seiscientos siclos de oro cada uno, y otros trescientos escudos más pequeños, también chapados en oro, de trescientos siclos de oro cada uno, y los colocó en el edificio del Bosque del Líbano. El rey mandó hacer también un gran trono de marfil, recubierto de oro puro. El trono tenía seis escalones, un escabel de oro fijado al trono y dos brazos a ambos lados del asiento, con dos leones de pie junto a los brazos y otros doce leones, también de pie, a ambos lados de los seis escalones. Nunca se había hecho nada parecido en ningún reino. Toda la vajilla del rey Salomón era de oro y los objetos del edificio del Bosque del Líbano, de oro puro. No había nada de plata, pues en tiempos de Salomón la plata estaba devaluada. El rey tenía una flota de barcos que iban a Tarsis, con los servidores de Jirán, y cada tres años llegaban los barcos de Tarsis, cargados de oro, plata, marfil, monos y pavos reales. El rey Salomón superó a todos los reyes de la tierra en riquezas y en sabiduría, y todos los reyes de la tierra querían conocerlo para escuchar la sabiduría que Dios le había dado. Cada cual le traía su regalo: objetos de plata y oro, vestidos, armas, perfumes, caballos y mulos. Y así, año tras año. Salomón tenía también cuatro mil caballerizas para sus caballos y carros y doce mil caballos de montar, que guardaba en las ciudades con establos y en Jerusalén junto al propio rey. Era soberano de todos los reyes desde el Éufrates hasta el país filisteo y la frontera de Egipto. El rey hizo que en Jerusalén hubiera tanta plata como piedras y tantos cedros como higueras silvestres en la llanura. Los caballos de Salomón provenían de Egipto y de todos los demás países. El resto de la historia de Salomón, de principio a fin, está escrito en la historia del profeta Natán, en la profecía de Ajías de Siló y en las visiones del vidente Idó acerca de Jeroboán, el hijo de Nabat. Salomón reinó en Jerusalén sobre todo Israel durante cuarenta años. Cuando murió, lo enterraron en la ciudad de su padre David. Su hijo Roboán le sucedió en el trono. Roboán fue a Siquén, adonde había acudido todo Israel para proclamarlo rey. Cuando se enteró Jeroboán, hijo de Nabat, que se había refugiado en Egipto huyendo del rey Salomón, regresó de Egipto, pues lo habían mandado llamar, y Jeroboán llegó con toda la asamblea de Israel para decir a Roboán: —Tu padre nos impuso un yugo insoportable. Si tú aligeras ahora la dura servidumbre y el yugo insoportable que tu padre nos impuso, nosotros te serviremos. Él les respondió: —Volved a verme dentro de tres días. La gente se marchó y el rey Roboán pidió consejo a los ancianos que habían asistido a su padre Salomón mientras vivió: —¿Qué me aconsejáis responder a esta gente? Ellos le dijeron: —Si te portas bien con esta gente, si los complaces y les respondes con buenas palabras, ellos te servirán de por vida. Pero Roboán desoyó el consejo que le dieron los ancianos y consultó a los jóvenes que se habían criado con él y estaban a su servicio. Él les preguntó: —¿Qué me aconsejáis vosotros responder a esta gente que me ha pedido que les suavice el yugo que les impuso mi padre? Los jóvenes que se habían criado con él le respondieron: —Esa gente te ha dicho: «Tu padre nos impuso un yugo insoportable, aligéranoslo tú». Respóndeles así: «Mi dedo meñique es más gordo que la cintura de mi padre: si mi padre os cargó con un yugo insoportable, yo aumentaré vuestra carga; si mi padre os castigaba con azotes, yo lo haré a latigazos». Al tercer día, Jeroboán y todo el pueblo fueron a ver a Roboán, tal y como el rey les había dicho. Pero el rey les respondió con dureza: desoyó el consejo de los ancianos, y les habló siguiendo el consejo de los jóvenes: —Mi padre os impuso un yugo insoportable, pero yo aumentaré vuestra carga. Mi padre os castigó con azotes, pero yo lo haré a latigazos. Y el rey no quiso escuchar al pueblo; así lo había decidido Dios para cumplir de esta manera la promesa que el Señor había hecho a Jeroboán, hijo de Nabat, por medio de Ajías de Siló. Cuando todos los israelitas vieron que el rey no les hacía caso, le replicaron diciendo: —¡No tenemos nada que ver con David, ni repartimos herencia con el hijo de Jesé! ¡A tus tiendas, Israel! Y que ahora David se preocupe de su casa. Y los israelitas marcharon a sus casas. Roboán siguió reinando sobre los israelitas que residían en las ciudades de Judá. El rey Roboán envió a Adonirán, jefe de los trabajos forzados, pero los israelitas lo apedrearon hasta matarlo, y entonces el rey Roboán tuvo que apresurarse a subir en su carro para huir a Jerusalén. Así fue como Israel se rebeló contra la dinastía de David hasta el día de hoy. Cuando Roboán llegó a Jerusalén, reunió a ciento ochenta mil guerreros escogidos de las casas de Judá y Benjamín, para atacar a Israel y devolver el reino a Roboán. Pero el Señor dirigió este mensaje al profeta Semaías: —Di a Roboán, hijo de Salomón y rey de Judá, y a todos los israelitas residentes en Judá y Benjamín: «Esto dice el Señor: No vayáis a luchar contra vuestros hermanos; que todos vuelvan a sus casas, pues esto ha sucedido por voluntad mía». Ellos obedecieron la palabra del Señor y suspendieron el ataque contra Jeroboán. Roboán se estableció en Jerusalén y edificó plazas fuertes en Judá. Además fortificó Belén, Etán, Tecoa, Betsur, Socó, Adulán, Gat, Maresá, Zif, Adoráin, Laquis, Acecá, Sorá, Ayalón y Hebrón, plazas fuertes de Judá y Benjamín. Reforzó las defensas, puso en ellas gobernadores y las proveyó de almacenes de víveres, aceite y vino. Reforzó al máximo cada una de las ciudades, abasteciéndolas de escudos y lanzas. Y así Roboán se quedó con Judá y Benjamín. Los sacerdotes y levitas que había en Israel se pasaron a Roboán desde sus territorios. Los levitas abandonaron sus tierras y posesiones y se fueron a Judá y a Jerusalén, pues Jeroboán y sus hijos les habían prohibido ejercer el sacerdocio del Señor. Y es que Jeroboán había nombrado sus propios sacerdotes para los santuarios locales y para las imágenes de sátiros y becerros que había mandado fabricar. Siguiendo a los levitas, gentes de todas las tribus de Israel, deseando seguir al Señor Dios de Israel, fueron a Jerusalén para hacer sacrificios al Señor, Dios de sus antepasados. De esta manera consolidaron el Reino de Judá y fortalecieron a Roboán, el hijo de Salomón, durante tres años, los tres años en que él siguió los pasos de David y Salomón. Roboán se casó con Majalat, hija de Jerimot y nieta de David y Abihail, la hija de Eliab y nieta de Jesé. Majalat le dio como hijos a Jeús, Semarías y Zahán. Después se casó con Maacá, la hija de Absalón, que le dio a Abías, Atay, Zizá y Selomit. Roboán amaba a Maacá, la hija de Salomón, más que a todas sus demás esposas y concubinas, pues tuvo dieciocho esposas y sesenta concubinas, con las que tuvo veintiocho hijos y sesenta hijas. Roboán designó a Abías, el hijo de Maacá, como jefe y príncipe de sus hermanos, pues quería hacerlo rey, y distribuyó hábilmente a todos los demás hijos por los territorios de Judá y Benjamín y en todas las plazas fuertes, dándoles abundantes provisiones y proporcionándoles muchas mujeres. Cuando Roboán consolidó su reino y se afianzó, él y todo Israel abandonaron la ley del Señor. Y, por su infidelidad para con el Señor, el rey de Egipto Sisac atacó a Jerusalén en el año quinto de su reinado, con mil doscientos carros, sesenta mil caballos y un ejército innumerable de libios, suquitas y cusitas, procedentes de Egipto. Conquistó las plazas fuertes de Judá y llegó a Jerusalén. Entonces el profeta Semaías fue a ver a Roboán y a los jefes de Judá que, ante el ataque de Sisac, se habían concentrado en Jerusalén y les dijo: —Esto dice el Señor: Puesto que vosotros me habéis abandonado, también yo os abandono en manos de Sisac. Los jefes de Israel y el rey reconocieron humildemente: —El Señor tiene razón. Cuando el Señor vio cómo se habían arrepentido dijo de nuevo a Semaías: —Puesto que se han arrepentido, no los destruiré: dentro de poco los salvaré y no descargaré mi cólera sobre Jerusalén a través de Sisac. Pero le quedarán sometidos para que reconozcan la diferencia que hay entre servirme a mí y servir a los reyes de la tierra. Sisac, el rey de Egipto, atacó Jerusalén, saqueó los tesoros del Templo y los del palacio real y se lo llevó todo. También se llevó los escudos de oro que Salomón había mandado hacer. El rey Roboán los sustituyó con escudos de bronce y los puso al cuidado de los jefes de la escolta que custodiaban la entrada del palacio real. Cada vez que el rey entraba al Templo del Señor, la escolta iba también, los llevaba [al Templo] y luego los devolvía a la sala de guardia. Por haberse arrepentido, el Señor apaciguó su ira y no los destruyó totalmente, de suerte que Judá siguió disfrutando de prosperidad. El rey Roboán se afianzó en Jerusalén y siguió reinando, pues tenía cuarenta y un años cuando comenzó a reinar; durante diecisiete años reinó en Jerusalén, la ciudad que el Señor había elegido entre todas las tribus de Israel como residencia de su nombre. Su madre se llamaba Naamá y era amonita. Roboán obró mal, pues no puso empeño en buscar al Señor. La historia de Roboán está escrita de principio a fin en los libros del profeta Semaías y del vidente Idó. Roboán y Jeroboán estuvieron siempre en guerra. Cuando murió Roboán, fue enterrado con sus antepasados en la ciudad de David y su hijo Abías le sucedió como rey. Abías comenzó a reinar en Judá en el año décimo octavo del reinado de Jeroboán y reinó en Jerusalén durante tres años. Su madre se llamaba Micaías y era hija de Uriel de Guibeá. Abías y Jeroboán estuvieron siempre en guerra. Abías se preparó para el combate con un ejército de cuatrocientos mil guerreros escogidos y valerosos, mientras que Jeroboán se enfrentó a él con ochocientos mil guerreros igualmente escogidos y valerosos. Abías subió a la cima del monte Semaráin, en la sierra de Efraín, y gritó: —Jeroboán e israelitas todos, escuchadme: ¿Acaso no sabéis que el Señor, Dios de Israel, ha concedido a David y a sus hijos la realeza perpetua sobre Israel mediante alianza inviolable? Sin embargo, Jeroboán, hijo de Nabat y servidor de Salomón, hijo de David, se alzó en rebeldía contra su señor, seguido por una cuadrilla de vagos e indeseables que se impusieron a Roboán, hijo de Salomón, aprovechándose de que Roboán era un joven apocado que no pudo controlarlos. Y ahora vosotros pretendéis enfrentaros al reino del Señor, regido por los descendientes de David, porque os sabéis numerosos y tenéis con vosotros los becerros de oro que Jeroboán os impuso por dioses. Ya habéis expulsado a los sacerdotes del Señor, descendientes de Aarón, y a los levitas, para haceros sacerdotes como los de los demás pueblos, pues a todo el que llega con un novillo y siete carneros lo consagráis sacerdote de dioses falsos. Para nosotros, en cambio, el Señor es nuestro Dios y no lo hemos abandonado; los sacerdotes que lo sirven son descendientes de Aarón y los levitas, los encargados del culto; y ofrecen al Señor los sacrificios matutinos y vespertinos, el incienso perfumado, preparan los panes de la ofrenda sobre la mesa y encienden cada tarde el candelabro de oro con sus lámparas; pues nosotros guardamos las prescripciones del Señor nuestro Dios, al que vosotros habéis abandonado. Sabed que nuestro Dios viene con nosotros en cabeza y sus sacerdotes tienen las trompetas preparadas para dar el toque de guerra contra vosotros. Así que, israelitas, no luchéis contra el Señor, Dios de vuestros antepasados, porque no venceréis. Jeroboán tendió una emboscada para atacarles por la espalda, de modo que ellos quedaban frente a Judá y la emboscada por detrás. Cuando los judíos se volvieron y se dieron cuenta de que les presentaban batalla de frente y por detrás, clamaron al Señor mientras los sacerdotes hacían sonar las trompetas y los hombres de Judá lanzaban el grito de guerra. Cuando los hombres de Judá lanzaron el grito de guerra, Dios derrotó a Jeroboán y a todo Israel ante Abías y Judá. Los israelitas huyeron ante Judá y Dios los entregó en su poder. Abías y su ejército les infligieron una gran derrota, pues Israel sufrió quinientas mil bajas. En aquella ocasión los israelitas quedaron humillados, mientras que los judíos vencieron por haberse apoyado en el Señor, Dios de sus antepasados. Abías persiguió a Jeroboán y le arrebató las ciudades de Betel, Jesaná y Efrón con sus respectivas aldeas anejas. Jeroboán ya no volvió a recuperarse en tiempos de Abías: el Señor lo hirió y murió. En cambio, Abías se fortaleció: tuvo catorce mujeres, veintidós hijos y dieciséis hijas. El resto de la historia de Abías, su conducta y sus hechos están escritos en el comentario del profeta Idó. Cuando murió Abías, fue enterrado en la ciudad de David y su hijo Asá le sucedió como rey. Durante su reinado el país disfrutó de diez años de paz. Asá hizo el bien y agradó con su conducta al Señor, su Dios. Suprimió los altares extranjeros y los santuarios locales; destruyó las columnas y los postes sagrados; exhortó a Judá a buscar al Señor, Dios de sus antepasados, y a cumplir la ley y los mandamientos; y eliminó de todas las ciudades de Judá los santuarios locales de los montes y los altares de incienso. Y el reino disfrutó de paz bajo su gobierno. Como el Señor le había dado tranquilidad, y el país estaba por aquellos años en paz y sin guerras, Asá construyó ciudades fortificadas en Judá. Asá les dijo: —Puesto que hemos seguido al Señor nuestro Dios y él nos ha dado paz con los vecinos, fortifiquemos estas ciudades construyendo a su alrededor murallas, torres, puertas y cerrojos, ahora que el país está en nuestro poder. Y concluyeron con éxito las obras de construcción. Asá tenía un ejército de trescientos mil judíos armados de escudos y lanzas, y doscientos ochenta mil benjaminitas armados de escudos y arcos; todos ellos, guerreros valerosos. El cusita Zéraj los atacó con un ejército de un millón de hombres y trescientos carros, y llegó hasta Maresá. Asá salió a su encuentro y tomaron posiciones para la batalla en el valle de Sefatá, junto a Maresá. Entonces Asá invocó al Señor, su Dios, diciendo: —Cuando tú ayudas, Señor, no haces distinciones entre el fuerte y el débil. Ayúdanos, Señor Dios nuestro, pues en ti nos apoyamos y en tu nombre vamos a luchar contra esa multitud. Señor, tú eres nuestro Dios. Que nadie prevalezca contra ti. El Señor derrotó a los cusitas ante Asá y Judá, y ellos se dieron a la fuga. Asá y su gente los persiguieron hasta Guerar y los cusitas cayeron sin dejar supervivientes, pues habían quedado destrozados ante el Señor y ante su ejército, que capturó un enorme botín. Luego atacaron y saquearon todas las ciudades de la región de Guerar, que estaban aterrorizadas ante el Señor y tenían mucho botín. Atacaron también los campamentos de ganado y se llevaron gran cantidad de ovejas y camellos. Finalmente regresaron a Jerusalén. Azarías, hijo de Oded, impulsado por el espíritu del Señor, se presentó ante Asá y le dijo: —Escuchadme, Asá y todo Judá y Benjamín: Dios estará con vosotros mientras vosotros estéis con él; y si lo buscáis, se dejará encontrar; pero si lo abandonáis, también él os abandonará. Durante mucho tiempo Israel estuvo sin verdadero Dios, sin sacerdote instructor y sin ley. Pero en medio de la adversidad volvió al Señor Dios de Israel, lo buscó y él se dejó encontrar. En aquellos tiempos nadie tenía paz y todos los habitantes de los países vivían continuamente sobresaltados. Pueblos y ciudades se destruían entre sí, pues Dios los sacudía con calamidades de todo tipo. Así que vosotros manteneos firmes y no bajéis la guardia, porque vuestros esfuerzos se verán recompensados. Cuando Asá escuchó las palabras de la profecía de Azarías, hijo del profeta Oded, se armó de valor e hizo desaparecer los ídolos de todo el territorio de Judá y Benjamín y de las ciudades que había conquistado en la sierra de Efraín, y restauró el altar del Señor que había delante del atrio del Templo. Luego convocó a todo Judá y Benjamín y a los de Efraín, Manasés y Simeón que vivían entre ellos (pues muchos israelitas se habían pasado a su lado al comprobar que el Señor su Dios estaba con él) y los reunió en Jerusalén el tercer mes del año décimo quinto del reinado de Asá. Aquel día ofrecieron al Señor setecientos toros y siete mil ovejas del botín que habían traído, y se comprometieron en alianza a seguir al Señor, Dios de sus antepasados, con todo el corazón y toda el alma, y a declarar reo de muerte a todo aquel que no siguiese al Señor Dios de Israel, fuese niño o adulto, hombre o mujer. Lo juraron ante el Señor en voz alta, con gritos de júbilo y al son de trompetas y cuernos. Todo Judá estaba feliz con el juramento, pues lo habían hecho de todo corazón y habían seguido al Señor con su mejor voluntad por lo que el Señor se había dejado encontrar por ellos, concediéndoles paz con sus vecinos circundantes. El rey Asá retiró el título real a su madre Maacá por haber dedicado una imagen abominable a Astarté; Asá destruyó la imagen, la hizo trizas y la quemó en el torrente Cedrón. Y aunque no desaparecieron en Israel los santuarios de los montes, Asá fue totalmente fiel al Señor durante toda su vida. Además, llevó al Templo de Dios las ofrendas de su padre y las suyas propias: oro, plata y otros objetos. Y no hubo guerra hasta el año trigésimo quinto de su reinado. El año trigésimo sexto del reinado de Asá, Basá, el rey de Israel, atacó a Judá y fortificó Ramá para cortar las comunicaciones a Asá, el rey de Judá. Asá sacó oro y plata de los tesoros del Templo del Señor y del palacio real y se los envió a Benadad, rey de Aram, que residía en Damasco, con este mensaje: —Hagamos un pacto tú y yo, como lo hicieron nuestros padres. Te envío plata y oro. Rompe tu pacto con Basá, para que deje de atacarme. Benadad aceptó la propuesta del rey Asá y envió a los jefes de sus ejércitos contra las ciudades de Israel; atacaron Iyón, Dan, Abel Main y todos los almacenes de las ciudades de Neftalí. Cuando Basá se enteró, dejó de fortificar Ramá y suspendió las obras. Entonces el rey Asá tomó consigo a todo Judá, se llevaron de Ramá las piedras y la madera que Basá había empleado para fortificarla y con ellas fortificó Guibeá y Mispá. En aquella ocasión el profeta Jananí se presentó ante Asá, rey de Judá, y le dijo: —Por haberte apoyado en el rey de Aram, en vez de apoyarte en el Señor tu Dios, el ejército del rey de Aram se te ha escapado. Recuerda que los cusitas y los libios tenían un gran ejército con numerosos carros y caballos; y sin embargo, el Señor los entregó en tu poder, porque te apoyaste en él. El Señor recorre toda la tierra con su mirada para fortalecer a los que le son plenamente fieles. Pero tú, en esta ocasión, has perdido la cabeza. Por eso, a partir de ahora tendrás guerras. Asá se indignó con el profeta y lo metió en la cárcel, enfurecido por sus palabras. Por aquella época Asá también reprimió duramente a algunos ciudadanos. La historia de Asá, de principio a fin, está escrita en el libro de los Reyes de Judá e Israel. El año trigésimo noveno de su reinado, Asá enfermó gravemente de gota, pero tampoco en la enfermedad acudió al Señor, sino a los médicos. Asá murió el año cuadragésimo primero de su reinado y descansó con sus antepasados. Fue enterrado en el sepulcro que se había hecho en la Ciudad de David, colocado en un lecho lleno de diversas clases de perfumes, elaborados por expertos perfumistas. Luego encendieron en su honor una enorme pira. Le sucedió como rey su hijo Josafat, que se hizo fuerte frente a Israel. Puso guarniciones en todas las ciudades fortificadas de Judá y nombró gobernadores para el territorio de Judá y para las ciudades de Efraín conquistadas por su padre Asá. El Señor estuvo con Josafat, porque siguió los pasos que había recorrido anteriormente su antepasado David y no acudió a los baales, sino al Dios de sus antepasados, cumpliendo sus mandamientos, a diferencia del proceder de Israel. El Señor consolidó el reino bajo su mando: todo Judá pagaba tributo a Josafat, y llegó a tener grandes riquezas y honores. Se sentía orgulloso de seguir al Señor y suprimió de Judá los santuarios locales y los postes sagrados. El año tercero de su reinado envió a sus oficiales Benjáil, Abdías, Zacarías, Natanael y Miqueas a impartir enseñanza por las ciudades de Judá, acompañados de los levitas Semaías, Natanías, Zebadías, Asael, Simiramot, Jonatán, Adonías, Tobías y Tobadonías, y de los sacerdotes Elisamá y Jorán. Impartían instrucción en Judá con el Libro de la Ley del Señor y así recorrieron todas las ciudades de Judá enseñando al pueblo. Todos los reinos de los países vecinos de Judá sentían pánico sagrado y dejaron de luchar contra Josafat. Los filisteos le pagaron tributo en especie y en dinero, y los árabes, en ganado: siete mil setecientos carneros y siete mil machos cabríos. Josafat se iba haciendo cada día más poderoso y edificó fortalezas y ciudades de avituallamiento en Judá. Tenía abundantes provisiones en las ciudades de Judá y un ejército de soldados aguerridos en Jerusalén, con arreglo al siguiente registro familiar: jefes de millar en Judá: Adná, jefe de trescientos mil guerreros valerosos; y a sus órdenes estaban Yojanán, jefe de doscientos ochenta mil, y Amasías, hijo de Zicrí, voluntario al servicio del Señor, con doscientos mil guerreros valerosos. Por Benjamín, el valeroso Elyadá con doscientos mil hombres armados de arco y escudo; y a sus órdenes Jozabad con ciento ochenta mil hombres bien entrenados. Todos ellos estaban al servicio del rey, sin contar a los que había distribuido en las ciudades fortificadas por todo Judá. Josafat llegó a tener grandes riquezas y honores, y emparentó con Ajab. Al cabo de unos años bajó a Samaría a visitar a Ajab, quien sacrificó en su honor y en el de sus acompañantes gran cantidad de ovejas y toros. Luego lo convenció para atacar Ramot de Galaad. Ajab, el rey de Israel, propuso a Josafat, rey de Judá: —¿Quieres venir conmigo a Ramot de Galaad? Josafat le respondió: —Yo y mi gente estamos a tu disposición e iremos contigo a la guerra. Y Josafat añadió al rey de Israel: —Consulta antes al Señor. El rey de Israel reunió a unos cuatrocientos profetas y les preguntó: —¿Podemos ir a atacar Ramot de Galaad o no? Ellos le respondieron: —Puedes ir, porque Dios te la va a entregar. Pero Josafat preguntó: —¿No hay por aquí algún profeta del Señor al que podamos consultar? El rey de Israel le respondió: —Sí, aún queda alguien a través del cual podemos consultar al Señor: Miqueas, el hijo de Jimlá. Pero yo lo detesto, porque no me profetiza venturas, sino siempre desgracias. Josafat le dijo: —El rey no debe hablar así. Entonces el rey de Israel llamó a un funcionario y le dijo: —¡Que venga inmediatamente Miqueas, el hijo de Jimlá! El rey de Israel y Josafat, el rey de Judá, estaban sentados en sus tronos con sus vestiduras reales, en la plaza de la entrada de Samaría, mientras todos los profetas hacían profecías ante ellos. Sedecías, el hijo de Quenaná, se hizo unos cuernos de hierro y decía: —El Señor dice: «¡Con estos cuernos embestirás a los arameos hasta aniquilarlos!». Y todos los profetas profetizaban lo mismo: —¡Ataca a Ramot de Galaad, que tendrás éxito! ¡El Señor la entregará al rey! Mientras, el mensajero que había ido a llamar a Miqueas le decía: —Ten en cuenta que los profetas están anunciando unánimemente la victoria al rey, procura que tu profecía coincida también con la suya y anuncia la victoria. Miqueas contestó: —¡Juro por el Señor que solo le anunciaré lo que me diga mi Dios! Cuando llegó ante el rey, este le preguntó: —Miqueas, ¿podemos ir a atacar Ramot de Galaad o no? Él le contestó: —Atacad, que tendréis éxito, pues el Señor os la entregará. Pero el rey le dijo: —¿Cuántas veces tendré que pedirte bajo juramento que me digas solo la verdad en nombre del Señor? Entonces Miqueas dijo: —He visto a todo Israel disperso por los montes como un rebaño sin pastor y el Señor decía: «No tienen dueño; que vuelvan en paz a sus casas». El rey de Israel dijo a Josafat: —¿Qué te decía yo? No me profetiza venturas, sino desgracias. Miqueas añadió: —Por eso, escuchad la palabra del Señor. He visto al Señor sentado en su trono y toda la corte celeste estaba de pie, a su derecha y a su izquierda. El Señor preguntó: «¿Quién confundirá a Ajab, el rey de Israel, para que ataque a Ramot de Galaad y perezca?». Unos decían una cosa y otros, otra. Entonces un espíritu se presentó ante el Señor y le dijo: «Yo lo confundiré». Y el Señor preguntó: «¿Cómo lo harás?». Él respondió: «Iré y me convertiré en espíritu de mentira en boca de todos sus profetas». A lo que el Señor dijo: «¡Conseguirás confundirlo! Vete y hazlo así». Ahora ya sabes que el Señor ha inspirado mentiras a estos profetas tuyos y ha anunciado tu desgracia. Entonces Sedecías, el hijo de Quenaná, se acercó a Miqueas, le dio una bofetada y le dijo: —¿Es que me ha abandonado el espíritu del Señor para hablarte a ti? Miqueas le respondió: —Tú mismo lo verás el día en que vayas escondiéndote de casa en casa. Entonces el rey de Israel ordenó: —Prended a Miqueas, entregádselo a Amón, el gobernador de la ciudad, y al príncipe Joel y decidles: «El rey ha ordenado que lo metáis en la cárcel y que le racionéis el pan y el agua hasta que el rey regrese sano y salvo». Miqueas le dijo: —Si consigues regresar sano y salvo, es que el Señor no ha hablado por mi boca. El rey de Israel y Josafat, el rey de Judá, fueron a atacar Ramot de Galaad. El rey de Israel dijo a Josafat: —Yo voy a disfrazarme para entrar en combate, pero tú conserva tus vestiduras reales. Así que el rey de Israel entró en combate disfrazado. El rey de Siria había ordenado a sus jefes de carros que no atacasen ni a soldados ni a oficiales; solo al rey de Israel. Cuando los jefes de carros vieron a Josafat creyeron que se trataba del rey de Israel y se dispusieron a atacarlo; pero Josafat se puso a gritar y el Señor lo ayudó, apartándolos de él, pues cuando los jefes de los carros se dieron cuenta de que no era el rey de Israel, dejaron de perseguirlo. Entonces un soldado lanzó una flecha al azar que hirió al rey de Israel, entrando por las juntas de la coraza. Inmediatamente el rey ordenó al conductor de su carro: —Da la vuelta y sácame del campo de batalla, que estoy herido. Pero en aquel momento la batalla se recrudeció tanto, que el rey tuvo que aguantar en su carro haciendo frente a los sirios hasta el atardecer, y a la caída del sol murió. Cuando Josafat, rey de Judá, regresaba sano y salvo a su palacio de Jerusalén, le salió al encuentro el profeta Jehú, hijo de Jananí, para decirle: —¿Así que ayudas al malvado y amas a los que odian al Señor? Por eso, te ha castigado el Señor. Sin embargo, también tienes cosas buenas a tu favor, pues has quemado los postes sagrados del país y has puesto todo tu empeño en seguir a Dios. Aunque Josafat residía en Jerusalén, volvió a visitar al pueblo desde Berseba hasta la serranía de Efraín, con la intención de convertirlo al Señor, Dios de sus antepasados; nombró también jueces en todas y cada una de las ciudades fortificadas del territorio de Judá, y les dio estas órdenes: —Mirad bien lo que hacéis, porque no administráis la justicia humana, sino la justicia del Señor, que estará con vosotros cuando dictéis sentencia. Por tanto, respetad al Señor y tened cuidado con lo que hacéis, porque el Señor nuestro Dios no tolera corrupciones, ni favoritismos, ni sobornos. Josafat designó también en Jerusalén a algunos levitas, sacerdotes y cabezas de familia israelitas para administrar la justicia del Señor y para dirimir pleitos. Residían en Jerusalén y Josafat les dio estas instrucciones: —Deberéis actuar con respeto al Señor, con fidelidad y con total integridad. En cualquier pleito que os presenten vuestros hermanos que habitan en sus ciudades, sean causas criminales o asuntos relativos a la ley, mandamientos, normas y decretos, los instruiréis para que no pequen contra el Señor y no recaiga su ira sobre vosotros y vuestros hermanos. Si actuáis así, no pecaréis. El sacerdote Amarías será el encargado de los asuntos religiosos y Zebadías, hijo de Ismael y jefe de Judá, el de los asuntos civiles. Los levitas os servirán como oficiales. ¡Ánimo y manos a la obra! ¡Que el Señor acompañe a los justos! Algún tiempo después los moabitas y amonitas, acompañados por meunitas, se movilizaron para atacar a Josafat. Sus informadores le dijeron: —Una gran multitud procedente de Edom, al otro lado del mar, viene contra ti y ya está en Jasesón Tamar, o sea, en Enguedí. Josafat se asustó y recurrió al Señor, proclamando un ayuno para todo Judá. Gente procedente de todas las ciudades de Judá se reunió para consultar al Señor. Josafat se puso en pie en medio de la asamblea de Judá y Jerusalén, que se encontraba reunida ante el atrio nuevo del Templo del Señor, y exclamó: —Señor, Dios de nuestros antepasados: tú eres el Dios de los cielos, tú gobiernas todos los reinos de las naciones y tienes el poder y la fuerza, sin que nadie pueda resistirte. Tú, Dios nuestro, expulsaste a los habitantes de esta tierra ante tu pueblo Israel y se la entregaste a perpetuidad a la descendencia de tu amigo Abrahán. Ellos la habitaron y construyeron un santuario en tu honor, pensando: «Si nos sobreviene alguna desgracia (guerra, castigo, epidemia o hambre), nos presentaremos ante ti en este Templo, donde reside tu nombre, te invocaremos en nuestra angustia, y tú nos escucharás y nos salvarás». Ahí tienes a los amonitas, moabitas y habitantes de la montaña de Seír: tú no permitiste a Israel atravesar su territorio cuando venía de Egipto, sino que los evitaron para no tener que destruirlos. Y ahora nos lo pagan viniendo a expulsarnos de la propiedad que nos diste en herencia. Dios nuestro, dales su merecido, pues nosotros nos sentimos indefensos ante esta enorme multitud que nos ataca y no sabemos qué hacer, si no es poner en ti nuestra mirada. Todos los judíos estaban en pie ante el Señor con sus chiquillos, sus mujeres y sus hijos. El espíritu del Señor inspiró entonces en medio de la asamblea a Jajaziel, hijo de Zacarías y descendiente de Benaías, Jeiel y Matanías, levita del clan de Asaf, que dijo: —Prestad todos atención, pueblo de Judá, habitantes de Jerusalén y rey Josafat. Esto os dice el Señor: No temáis ni os acobardéis ante esa gran multitud, porque la batalla no va con vosotros sino con Dios. Mañana bajaréis hacia ellos cuando suban la cuesta de Sis y los encontraréis al final del arroyo, frente al desierto de Jeruel. Pero no tendréis que luchar esta vez. Deteneos y quedaos quietos y veréis la victoria que os depara el Señor. Judá y Jerusalén, no temáis ni os acobardéis. Salid mañana a su encuentro, que el Señor estará con vosotros. Josafat se arrodilló rostro en tierra, y todo Judá y los habitantes de Jerusalén se inclinaron ante el Señor para adorarlo. Los levitas descendientes de Queat y de Coré se levantaron para alabar a voz en grito al Señor, Dios de Israel. Al día siguiente madrugaron para salir al desierto de Tecoa y mientras iban saliendo, Josafat, en pie, les decía: —Escuchadme, Judá y habitantes de Jerusalén: Confiad en el Señor vuestro Dios y estaréis seguros; confiad en sus profetas y venceréis. Tras consultar con el pueblo, designó a algunos para que fuesen delante de la formación vestidos con ornamentos sagrados, cantando y alabando al Señor con el estribillo: «Dad gracias al Señor, porque es eterno su amor». Y en el momento en que comenzaron los cantos y las súplicas, el Señor sembró discordias entre los amonitas, los moabitas y los habitantes de la montaña de Seír que venían contra Judá, y se destruyeron entre sí. Los amonitas y los moabitas atacaron a los habitantes de la montaña de Seír hasta destrozarlos y exterminarlos; y cuando acabaron con los habitantes de Seír se pusieron a destruirse mutuamente. Cuando los de Judá llegaron al promontorio del desierto y miraron hacia la multitud, no vieron más que cadáveres caídos en tierra y ningún superviviente. Cuando Josafat y su gente llegaron dispuestos al saqueo, encontraron tal cantidad de ganado, riquezas, vestidos y objetos preciosos que no pudieron cargar con ellos. Necesitaron tres días para consumar el saqueo. El cuarto día se reunieron en el valle de Beracá, donde bendijeron al Señor. Por eso aquel lugar se llama valle de la Bendición hasta el presente. Los hombres de Judá y Jerusalén, con Josafat a la cabeza, regresaron contentos a Jerusalén, pues el Señor los había llenado de alegría a costa de sus enemigos. Llegaron a Jerusalén y entraron en el Templo al son de salterios, cítaras y trompetas. Un pánico sagrado invadió a todos los reinos vecinos al enterarse de que el Señor luchaba contra los enemigos de Israel. El reinado de Josafat, en cambio, fue tranquilo y Dios le concedió paz con sus vecinos. Josafat reinó en Judá. Cuando comenzó a reinar tenía treinta y cinco años y reinó en Jerusalén durante veinticinco años. Su madre se llamaba Azubá y era hija de Siljí. Josafat siguió los pasos de su padre Asá, sin apartarse lo más mínimo y actuando rectamente ante el Señor. Sin embargo, los santuarios locales de los altos no desaparecieron, pues el pueblo seguía sin entregarse de corazón al Dios de sus antepasados. El resto de la historia de Josafat, de principio a fin, está escrito en la Historia de Jehú, hijo de Jananí, que fue incluida en el libro de los Reyes de Israel. Además, Josafat, rey de Judá, se alió con Ocozías, rey de Israel, de conducta perversa. Se asociaron para construir naves con destino a Tarsis, y las construyeron en Esionguéber. Pero Eliezer, hijo de Dodavahu, de Maresá, profetizó contra Josafat, diciendo: —Por haberte aliado con Ocozías, el Señor destruirá tu obra. Y, en efecto, las naves naufragaron y no pudieron ir a Tarsis. Cuando murió Josafat, lo enterraron con sus antepasados en la ciudad de David y su hijo Jorán lo sucedió como rey. Los hermanos de Jorán fueron: Azarías, Jiel, Zacarías, Uzías, Miguel y Sefatías. Todos ellos eran hijos de Josafat, rey de Judá. Su padre les hizo cuantiosos regalos en plata, oro y objetos preciosos, junto con ciudades fortificadas de Judá; pero entregó el reino a Jorán, por ser el primogénito. Cuando Jorán subió al trono de su padre y se afianzó en él, mató a espada a todos sus hermanos y también a algunos jefes de Israel. Jorán tenía treinta y dos años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante ocho años. Siguió los pasos de los reyes de Israel, como había hecho la dinastía de Ajab, pues se había casado con una hija de Ajab, y ofendió al Señor. Pero el Señor no quiso destruir a la dinastía de David en consideración a la alianza que había sellado con David y a la lámpara que había prometido mantener por siempre a él y a sus hijos. Durante su reinado, Edom se independizó del dominio de Judá y se eligió un rey. Jorán con sus jefes y todos sus carros atacó de noche a Edom, que los tenía cercados a él y a los jefes de los carros. Pero Edom se independizó del dominio de Judá hasta el presente. Por entonces también Libná se independizó de su dominio, ya que Jorán había abandonado al Señor Dios de sus antepasados. Además, había levantado santuarios locales en los montes de Judá, provocando la prostitución de los habitantes de Jerusalén y el extravío de Judá. Le llegó un escrito del profeta Elías, que decía: —Así dice el Señor, Dios de tu antepasado David: Puesto que no has seguido los pasos de tu padre Josafat, ni los de Asá, el rey de Judá, sino que has seguido los pasos de los reyes de Israel, provocando la prostitución de Judá y de los habitantes de Jerusalén e imitando a la dinastía de Ajab, y has asesinado además a tus hermanos paternos, que eran mejores que tú, el Señor va a azotar a tu pueblo, a tus hijos, a tus mujeres y a toda tu hacienda con una terrible plaga. Tú mismo sufrirás graves enfermedades y un dolor de intestinos tal, que día tras día se te irán saliendo a causa de la enfermedad. El Señor incitó contra Jorán la enemistad de los filisteos y de los árabes vecinos de los cusitas, que atacaron Judá, la invadieron y se llevaron todas las riquezas que encontraron en el palacio, junto con sus hijos y mujeres, sin dejar ninguno, a excepción de Joacaz, su hijo menor. Después de todo esto el Señor lo hirió con una enfermedad de intestinos incurable. Pasó el tiempo y al cabo de dos años se le salieron los intestinos por culpa de la enfermedad y murió entre horribles dolores. Su pueblo no le dedicó una pira como las de sus antepasados. Había comenzado a reinar con treinta y dos años y reinó en Jerusalén durante ocho años. Partió sin ser llorado y lo enterraron en la ciudad de David, fuera del panteón real. Los habitantes de Jerusalén proclamaron rey sucesor de Jorán a su hijo menor Ocozías, pues una banda de árabes llegada al campamento había asesinado a los hijos mayores. Por eso reinó Ocozías, hijo de Jorán, rey de Judá. Ocozías tenía veintidós años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante un año. Su madre se llamaba Atalía y era hija de Omrí. También él siguió los pasos de la dinastía de Ajab, pues su madre lo incitaba a hacer el mal y ofendió al Señor, como la dinastía de Ajab, pues tras la muerte de su padre ellos fueron sus consejeros para su perdición. Precisamente por su consejo se alió con Jorán, el hijo de Ajab, rey de Israel, para luchar contra Jazael, el rey de Siria, en Ramot de Galaad. Pero los sirios hirieron a Jorán, y tuvo que retirarse a Jezrael para curarse de las heridas que había recibido en Ramot, cuando luchaba contra Jazael, rey de Siria. Ocozías, el hijo de Jorán, rey de Judá, fue a Jezrael a visitar a Jorán, el hijo de Ajab, pues estaba enfermo. Por decisión divina, la visita de Ocozías a Jorán se convirtió en su perdición; apenas llegó, salió con Jorán al encuentro de Jehú, hijo de Nimsí, ungido por el Señor para exterminar a la dinastía de Ajab. Jehú hizo justicia con la dinastía de Ajab, matando también a los príncipes de Judá y a los parientes de Ocozías que estaban a su servicio. Luego mandó buscar a Ocozías, que se había escondido en Samaría; lo apresaron y lo llevaron ante Jehú, que lo mandó ejecutar. Pero, por ser hijo de Josafat, que había seguido íntegramente al Señor, lo enterraron. Y no quedó nadie en la familia de Ocozías capaz de reinar. Cuando Atalía, la madre de Ocozías, supo que su hijo había muerto, se puso a eliminar a toda la familia real de Judá. Pero la princesa Josebá tomó a Joás, hijo de Ocozías, lo apartó de sus hermanos que iban a ser asesinados y lo escondió con su nodriza en el dormitorio. De esta manera, Josebá, hija del rey Jorán, esposa del sacerdote Joyadá y hermana de Ocozías, lo ocultó de Atalía y evitó que lo matara. Joás estuvo escondido con ellos en el Templo durante seis años, mientras Atalía reinaba en el país. El séptimo año Joyadá se armó de valor y tomó consigo a los centuriones Azarías, hijo de Jeroján; Ismael, hijo de Yojanán, Azarías, hijo de Obed; Maasías, hijo de Adaías, y Elisafat, hijo de Zicrí. Hicieron un pacto y recorrieron Judá convocando a los levitas de todas las ciudades de Judá y a los cabezas de familia de Israel para ir a Jerusalén. Luego toda la asamblea selló un pacto con el rey en el Templo de Dios, y Joyadá les dijo: —Os presento al príncipe que debe reinar, tal como el Señor prometió a los descendientes de David. Esto es lo que haréis: el tercio de sacerdotes y levitas que entra de servicio el sábado hará guardia en las puertas; otro tercio se ocupará del palacio real, y el otro de la puerta de la Fundación, mientras todo el pueblo se quedará en los atrios del Templo del Señor. Nadie entrará en el Templo del Señor, a excepción de los sacerdotes y los levitas que estén de servicio, que podrán entrar por estar consagrados. Pero el resto de la gente observará las prescripciones del Señor. Los levitas rodearán completamente al rey con las armas en la mano y si alguien intenta entrar en palacio, lo matáis. Tenéis que acompañar al rey a todas partes. Los levitas y todo Judá hicieron todo lo que el sacerdote Joyadá les había ordenado: cada uno con sus hombres, tanto los que entraban de servicio el sábado, como los que salían, pues el sacerdote Joyadá no había licenciado a ningún turno. El sacerdote Joyadá entregó a los centuriones las lanzas y los escudos grandes y pequeños del rey David que se guardaban en el Templo; al mismo tiempo distribuyó a toda la gente empuñando sus armas, desde el ala derecha del Templo hasta el ala izquierda, entre el altar y el Templo, alrededor del rey. Entonces sacaron al príncipe, le entregaron la corona y el testimonio y lo proclamaron rey. Joyadá y sus hijos lo ungieron, aclamándolo: —¡Viva el rey! Atalía oyó el griterío del pueblo que corría y aclamaba al rey, y se acercó a la gente que estaba en el Templo del Señor. Cuando vio al rey de pie sobre el estrado, junto a la entrada, a los oficiales y a los que tocaban las trompetas junto al rey, y a todo el pueblo de fiesta, mientras sonaban las trompetas y los cantores con los instrumentos musicales entonaban cánticos de alabanza, se rasgó las vestiduras y gritó: —¡Traición! ¡Traición! El sacerdote Joyadá ordenó a los centuriones que estaban al mando del ejército: —Sacadla de las filas y pasad a cuchillo al que la siga. Como el sacerdote había ordenado que no la matasen en el Templo, le echaron mano cuando entraba en el palacio por la puerta de las caballerías y la mataron allí. Joyadá selló un pacto con el rey y con todo el pueblo, que se comprometió a ser el pueblo del Señor. Entonces toda la gente se dirigió al templo de Baal y lo destruyeron, hicieron trizas sus altares e imágenes y degollaron ante los altares a Matán, el sacerdote de Baal. Luego Joyadá puso guardia en el Templo del Señor a las órdenes de los sacerdotes y levitas que David había asignado al Templo del Señor para ofrecer holocaustos al Señor, conforme está escrito en la ley de Moisés, con los cantos de alegría compuestos por David; y colocó porteros a las puertas del Templo del Señor, para impedir la entrada de personas impuras por cualquier causa. Finalmente tomó consigo a los centuriones, a los notables, a las autoridades y a toda la gente, bajó al rey desde el Templo, lo llevaron hasta el palacio real por la puerta superior y sentaron al rey en el trono real. Todo el pueblo hizo fiesta y la ciudad quedó tranquila, una vez que Atalía había muerto a filo de espada. Joás comenzó a reinar a los siete años y reinó en Jerusalén durante cuarenta años. Su madre se llamaba Sibiá y era de Berseba. Joás actuó correctamente ante el Señor durante toda la vida del sacerdote Joyadá. Este le proporcionó dos esposas con las que tuvo hijos e hijas. Algún tiempo después, Joás decidió restaurar el Templo del Señor. Reunió a sacerdotes y levitas y les dijo: —Recorred las ciudades de Judá y recaudad dinero de todo Israel para reparar todos los años el Templo de vuestro Dios. Y daos prisa. Pero los levitas no se dieron prisa. Entonces el rey llamó al sumo sacerdote Joyadá y le dijo: —¿Por qué no te has preocupado de que los levitas cobrasen a Judá y a Jerusalén el tributo impuesto por Moisés, el siervo del Señor, y la asamblea de Israel con destino a la Tienda del testimonio? Porque la perversa Atalía y sus secuaces han destrozado el Templo de Dios y han dedicado a los baales todos los objetos consagrados del Templo. Y el rey mandó hacer un cofre para colocarlo en la puerta del Templo, por fuera; pregonando por Judá y Jerusalén que trajesen al Señor el tributo impuesto por Moisés, el siervo del Señor, a Israel en el desierto. Todos los jefes y el pueblo traían contentos el dinero y lo echaban en el cofre, hasta que se llenaba. Y cada vez que los levitas llevaban el cofre a la inspección real, si veían que había mucho dinero, venían el secretario real y el inspector del sumo sacerdote, vaciaban el cofre y lo colocaban de nuevo en su sitio. Repitiendo periódicamente la misma operación, recaudaban mucho dinero. Luego el rey y Joyadá lo entregaban a los maestros de obras al servicio del Templo del Señor, y estos contrataban canteros, carpinteros y artesanos herreros y broncistas para reparar el Templo del Señor. Los obreros trabajaron de firme e hicieron progresar las obras de restauración de tal manera, que restituyeron el Templo a su aspecto y solidez antiguos. Cuando terminaron devolvieron el resto del dinero al rey y a Joyadá, quienes mandaron hacer con él utensilios para el Templo: utensilios para el culto y los holocaustos, vasos y otros objetos de oro y plata. Y mientras vivió Joyadá se ofrecieron continuamente holocaustos en el Templo del Señor. Joyadá envejeció y murió de edad muy avanzada: cuando murió tenía ciento treinta años. Fue sepultado con los reyes en la ciudad de David, pues había hecho el bien en Israel, con Dios y con su Templo. Después de la muerte de Joyadá, los jefes de Judá vinieron a rendir homenaje al rey y el rey les prestó atención. Pero luego se desentendieron del Templo del Señor, Dios de sus antepasados, y dieron culto a los postes sagrados y a los ídolos, pecado que desencadenó la cólera divina contra Judá y Jerusalén. El Señor les envió profetas para hacerlos volver a él, pero no hicieron caso de sus advertencias. Zacarías, hijo del sacerdote Joyadá, investido del espíritu de Dios, se enfrentó al pueblo y dijo: —Esto dice Dios: ¿Por qué habéis transgredido los mandamientos del Señor? Nada ganaréis con ello, pues, por haberlo abandonado, el Señor os abandonará. Pero se confabularon contra él y, por orden del rey, lo apedrearon en el atrio del Templo del Señor. El rey Joás se olvidó de la lealtad que le había profesado Joyadá, padre de Zacarías, y asesinó a su hijo, que al morir dijo: —¡Que el Señor sea testigo y os pida cuentas! Al cabo de un año, el ejército sirio lo atacó, invadió Judá y Jerusalén y exterminó a todos los jefes del pueblo y envió todo el botín al rey de Damasco. Aunque el ejército sirio contaba con pocos efectivos, el Señor hizo caer en su poder a un gran ejército, por haber abandonado al Señor, Dios de sus antepasados. Así hicieron justicia con Joás. Cuando los sirios se retiraron, dejándolo gravemente enfermo, sus súbditos conspiraron contra él en venganza por la muerte del hijo del sacerdote Joyadá, lo hirieron en su lecho y murió. Lo sepultaron en la ciudad de David, fuera del panteón real. Los conspiradores fueron Zabad, hijo de la amonita Simat, y Jozabat, hijo de la moabita Simrit. Lo relativo a sus hijos, a los numerosos tributos recibidos y a la restauración del Templo, está escrito en el comentario al Libro de los Reyes. Su hijo Amasías le sucedió como rey. Amasías tenía veinticinco años cuando comenzó a reinar, y reinó durante veintinueve años. Su madre se llamaba Joadán y era de Jerusalén. Actuó correctamente ante el Señor, aunque no fue totalmente intachable. Cuando consolidó su soberanía, mató a los súbditos que habían asesinado a su padre, el rey. Pero no mató a sus hijos, de acuerdo con lo escrito en la ley de Moisés, promulgada por el Señor: «Los padres no morirán por las culpas de los hijos, ni los hijos por las culpas de los padres. Cada cual morirá por su propio pecado». Amasías reunió a Judá y lo organizó por familias paternas, al mando de jefes de millar y de cien para todo Judá y Benjamín. Hizo el censo de los mayores de veinte años y resultaron trescientos mil soldados escogidos, aptos para el ejército y armados de lanza y escudo. Reclutó también como mercenarios a cien mil guerreros de Israel por cien talentos de plata. Pero un profeta se presentó ante él y le dijo: —Majestad, no te apoyes en el ejército israelita pues el Señor no está con Israel ni con los efraimitas. Y si vas así, creyéndote reforzado para la batalla, Dios te hará caer ante el enemigo, pues Dios tiene el poder de apoyar y hacer caer. Amasías preguntó al profeta: —¿Y qué va a pasar con los cien talentos de plata que he entregado a la tropa de Israel? El profeta le respondió: —El Señor te los devolverá aumentados. Entonces Amasías licenció a la tropa que había traído de Efraín para que se fuese a casa. Pero ellos se enfurecieron contra Judá y volvieron a sus casas muy enojados. Amasías se armó de valor y al frente de su ejército marchó hacia el valle de la Sal, donde mató a diez mil hombres de Seír. Los judíos capturaron vivos a otros diez mil, los subieron a la cima de un peñasco, los arrojaron desde allí y los estrellaron a todos. Mientras tanto, los mercenarios de la tropa licenciada por Amasías para que no lo acompañara en la batalla invadieron las ciudades de Judá entre Samaría y Bet Jorón, mataron a tres mil personas y capturaron un cuantioso botín. Cuando Amasías regresó de derrotar a los edomitas, trajo consigo a los dioses de Seír y los convirtió en sus propios dioses, adorándolos y quemándoles incienso. El Señor se enfureció contra Amasías y le envió un profeta a decirle: —¿Por qué recurres a unos dioses que no han podido salvar a su pueblo de tu poder? Mientras hablaba, Amasías le interrumpió: —¿Quién te ha nombrado consejero del rey? ¡Cállate, si no quieres que te maten! El profeta concluyó diciendo: —Sé muy bien que Dios ha decidido aniquilarte, por actuar así y no escuchar mi consejo. Amasías, rey de Judá, pidió consejo y envió a decir a Joás, el hijo de Joacaz y nieto de Jehú, rey de Israel: —¡Ven a que nos veamos las caras! Pero Joás, el rey de Israel, mandó responder así a Amasías, el rey de Judá: —El cardo del Líbano mandó esta embajada al cedro del Líbano: «Dale tu hija por esposa a mi hijo». Pero pasó por allí un animal silvestre del Líbano y pisoteó el cardo. Presumes de haber derrotado estrepitosamente a Edom y te has envalentonado por la fama conseguida. Pero ahora quédate en tu casa. ¿Por qué te empeñas en atraer la desgracia sobre ti y sobre Judá? Pero Amasías no le hizo caso, porque Dios había decidido entregarlo en manos de Joás por haber recurrido a los dioses de Edom. Entonces Joás, el rey de Israel, subió a verse las caras con Amasías, el rey de Judá, en Bet Semes, que está en territorio de Judá. Judá cayó derrotado ante Israel y cada cual huyó a su casa. Joás, el rey de Israel, hizo prisionero en Bet Semes a Amasías, el rey de Judá, hijo de Joás y nieto de Ocozías. Luego fue a Jerusalén y abrió una brecha de unos doscientos metros en su muralla, desde la puerta de Efraín hasta la Puerta de la Esquina. Se apoderó, además, de todo el oro y la plata y de todos los objetos que había en el Templo al cargo de Obededón y en el tesoro del palacio real; tomó algunos rehenes y regresó a Samaría. Amasías, el rey de Judá, sobrevivió quince años a Joás, el hijo de Ocozías, rey de Israel. El resto de la historia de Amasías, de principio a fin, está escrito en el libro de los Reyes de Judá e Israel. Algún tiempo después de que Amasías se apartara del Señor, tramaron contra él una conspiración en Jerusalén y huyó a Laquis. Pero enviaron gente a Laquis en su persecución y lo mataron allí. Luego lo transportaron en caballos a Jerusalén y lo enterraron con sus antepasados en la ciudad de David. Entonces todo el pueblo de Judá tomó a Ozías, que tenía dieciséis años, y lo proclamaron rey en sustitución de su padre Amasías. Azarías reconstruyó Eilat y la devolvió a Judá, una vez que el rey, su padre, descansó con sus antepasados. Ozías tenía dieciséis años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante cincuenta y dos años. Su madre se llamaba Jecolías y era de Jerusalén. Actuó correctamente ante el Señor, como su padre Amasías. Recurrió a Dios mientras vivió Zacarías, que lo educó en el respeto a Dios; y mientras recurrió al Señor, Dios le dio prosperidad. Salió a luchar contra los filisteos, derribó las murallas de Gat, Jabné y Asdod y edificó ciudades en la comarca de Asdod y en territorio filisteo. Dios lo ayudó contra los filisteos, contra los árabes de Gur Baal y contra los meunitas. Los amonitas le pagaban tributo y su fama se extendió hasta la frontera de Egipto, pues se había hecho muy poderoso. Ozías construyó torres en Jerusalén: sobre la puerta de la esquina, sobre la puerta del valle, y sobre el ángulo, y las fortificó. Construyó torres en el desierto y abrió muchos pozos, ya que tenía gran cantidad de ganado en la Sefela y en la llanura; también tenía agricultores y viñadores en los montes y en las huertas, pues le gustaba la agricultura. Ozías tenía un ejército en pie de guerra, organizado en divisiones, según el censo elaborado por el escriba Jiel y el comisario Maseías, a las órdenes de Jananías, uno de los oficiales del rey. El total de cabezas de familia era de dos mil seiscientos, guerreros valerosos que tenían bajo su mando un ejército de trescientos siete mil quinientos guerreros esforzados, listos para socorrer al rey contra el enemigo. Ozías armó a todo el ejército con escudos, lanzas, cascos, corazas, arcos y hondas. En Jerusalén hizo construir catapultas inventadas por un experto para colocarlas sobre las torres y en los ángulos con capacidad para lanzar flechas y pedruscos. Su fama llegó lejos, pues recibió una ayuda portentosa hasta hacerse muy poderoso. Pero en la plenitud de su poder el orgullo lo llevó a la perdición y se rebeló contra el Señor, su Dios, entrando al Templo del Señor para quemar incienso en el altar del incienso. Tras él entró el sacerdote Azarías, acompañado de ochenta valerosos sacerdotes del Señor, que se enfrentaron al rey Ozías y le dijeron: —Ozías, no te corresponde a ti quemar incienso al Señor, sino a los sacerdotes descendientes de Aarón, consagrados para ello. Sal del santuario, porque has pecado y no mereces tal honor del Señor Dios. Ozías con el incensario en la mano se encolerizó contra los sacerdotes y en ese momento le salió lepra en la frente allí mismo, ante los sacerdotes, en pleno Templo, junto al altar del incienso. Cuando el sumo sacerdote Azarías y los demás sacerdotes lo miraron y se dieron cuenta de que tenía lepra en la frente, lo echaron inmediatamente de allí, y él mismo se apresuró a salir, consciente de que el Señor lo había castigado. El rey Ozías siguió leproso hasta el día de su muerte, por lo que tuvo que vivir apartado en una casa, pues como leproso tenía prohibida la entrada en el Templo del Señor. Su hijo Jotán quedó al frente del palacio y gobernaba al pueblo. El resto de la historia de Ozías, de principio a fin, fue escrita por el profeta Isaías, hijo de Amón. Cuando Ozías murió fue enterrado con sus antepasados en un cementerio de propiedad real, por ser un leproso; su hijo Jotán le sucedió como rey. Cuando comenzó a reinar Jotán tenía veinticinco años, y reinó en Jerusalén durante dieciséis años. Su madre se llamaba Jerusá y era hija de Sadoc. Jotán actuó correctamente ante el Señor, como su padre Ozías, sin profanar el Templo del Señor. Pero el pueblo seguía pervirtiéndose. Construyó la puerta superior del Templo del Señor e hizo otras muchas obras en la muralla del Ófel Edificó ciudades en la montaña de Judá, y fortalezas y torres en los bosques. Luchó contra el rey de los amonitas y lo venció; y aquel mismo año los amonitas le pagaron cien talentos de plata, dos mil doscientas toneladas de trigo y diez mil de cebada, lo mismo que le pagaron los dos años siguientes. Jotán se hizo poderoso, porque mantuvo una conducta correcta ante el Señor su Dios. El resto de la historia de Jotán, con todas sus guerras y andanzas, está escrito en el libro de los Reyes de Israel y Judá. Cuando comenzó a reinar tenía veinticinco años, y reinó en Jerusalén durante dieciséis años. Cuando Jotán murió, fue enterrado con sus antepasados en la ciudad de David y su hijo Ajaz le sucedió como rey. Ajaz tenía veinte años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante dieciséis años. No actuó correctamente ante el Señor, su Dios, como su antepasado David, sino que siguió los pasos de los reyes de Israel, llegando incluso a fundir estatuas de los baales. Ofreció incienso en el valle de Ben Hinón y quemó a su hijo en sacrificio, imitando las perversas costumbres de las naciones que el Señor había expulsado ante los israelitas. También ofreció sacrificios y quemó incienso en los santuarios de los altos, sobre las colinas y bajo cualquier árbol frondoso. El Señor, su Dios, lo entregó en poder del rey de Siria que, después de derrotarlo, capturó un gran número de prisioneros, que se llevó a Damasco. También lo entregó en poder del rey de Israel, que le infligió una gran derrota. Pecaj, el hijo de Remalías, mató en un solo día a ciento veinte mil judíos, todos valerosos, por haber abandonado al Señor, Dios de sus antepasados. Y Zicrí, guerrero efraimita, mató al príncipe Maasías, a Azricán, mayordomo de palacio, y a Elcaná, lugarteniente del rey. Los israelitas tomaron de sus hermanos a doscientos mil prisioneros, contando mujeres, hijos e hijas, y se apoderaron también de un cuantioso botín, que se llevaron a Samaría. Había allí un profeta del Señor, llamado Obed, que salió al encuentro del ejército, cuando llegaba a Samaría, y les dijo: —El Señor, Dios de vuestros antepasados, enfurecido contra Judá, los ha entregado en vuestro poder. Pero vosotros los habéis matado con una saña que clama al cielo. ¡Y encima pretendéis convertir a los habitantes de Judá y Jerusalén en vuestros esclavos y esclavas! ¿Acaso vosotros mismos no habéis pecado contra el Señor vuestro Dios? Así que, hacedme caso y devolved a los prisioneros que habéis tomado de entre vuestros hermanos, porque os amenaza la ardiente cólera del Señor. Algunos jefes efraimitas, como Azarías, hijo de Yojanán; Berequías, hijo de Mesilemot; Ezequías, hijo de Salún, y Amasá, hijo de Jadlay, se enfrentaron con el ejército que volvía, diciendo: —No metáis aquí a los prisioneros, porque nos haríais culpables ante el Señor. ¿O es que pensáis aumentar nuestros pecados y culpas, con lo grandes que son, y atraer la cólera ardiente del Señor contra Israel? Entonces la tropa dejó los prisioneros y el botín ante las autoridades y ante toda la asamblea. Hombres personalmente elegidos se dispusieron a hacerse cargo de los prisioneros: vistieron a todos los desnudos con material del botín, los vistieron y calzaron, les dieron de comer y de beber, los curaron, montaron en burros a los más débiles y los llevaron a Jericó, la ciudad de las palmeras, junto a sus hermanos. Luego regresaron a Samaría. Por entonces el rey Ajaz pidió ayuda a los reyes de Asiria, pues los edomitas habían vuelto a atacar a Judá, llevándose prisioneros; y los filisteos habían invadido las ciudades de la Sefela y del Négueb, pertenecientes a Judá, y se habían apoderado de Bet Semes, Ayalón y Guederón, así como de Socó, Timná, Guimzó y de sus aldeas respectivas, estableciéndose allí. Y es que el Señor humillaba a Judá por culpa de su rey Ajaz, que había promovido el libertinaje en Judá y había sido absolutamente infiel al Señor. Cuando llegó Tiglatpileser, el rey de Asiria, lo asedió, en vez de ayudarlo. Y aunque Ajaz despojó el Templo, el palacio real y las casas de las autoridades para pagar al rey de Asiria, no le sirvió de nada. Incluso en los momentos del asedio el rey Ajaz aumentó su infidelidad al Señor, pues ofreció sacrificios a los dioses de Damasco que lo habían derrotado, pensando: «Puesto que los dioses de Aram ayudan a sus reyes, les ofreceré sacrificios y también me ayudarán a mí». Sin embargo, fueron su perdición y la de todo Israel. Ajaz reunió los objetos del Templo y los hizo añicos, cerró las puertas del Templo del Señor y se hizo altares en todos los rincones de Jerusalén. Construyó también santuarios en cada ciudad de Judá para quemar incienso a los dioses ajenos, indignando con ello al Señor, Dios de sus antepasados. El resto de la historia de Ajaz, y todas sus andanzas de principio a fin, está escrito en el libro de los Reyes de Judá e Israel. Cuando Ajaz murió, fue enterrado en la ciudad de Jerusalén, pero no lo llevaron al panteón real. Su hijo Ezequías le sucedió como rey. Ezequías tenía veinticinco años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante veintisiete años. Su madre se llamaba Abías y era hija de Zacarías. Actuó correctamente ante el Señor como había hecho su antepasado David. El primer mes del año primero de su reinado abrió las puertas del Templo del Señor y las reparó. Luego convocó a los sacerdotes y levitas, los reunió en la plaza oriental y les dijo: —Levitas, escuchadme: Purificaos ahora, purificad el Templo del Señor, Dios de vuestros antepasados, y sacad del santuario la impureza. Pues nuestros antepasados se revelaron y ofendieron al Señor nuestro Dios; lo abandonaron, se despreocuparon de la morada del Señor y le volvieron la espalda. Incluso llegaron a cerrar las puertas del atrio, apagando las lámparas y dejando de quemar incienso y de ofrecer holocaustos en el santuario al Dios de Israel. Por eso el Señor se ha enfurecido contra Judá y Jerusalén y las ha convertido en objeto de espanto, estupefacción y burla, como estáis viendo con vuestros propios ojos. Por eso nuestros mayores murieron a espada, y nuestros hijos, hijas y mujeres fueron deportados. Ahora quiero sellar una alianza con el Señor, Dios de Israel, para que aparte de nosotros su cólera. Por tanto, hijos míos, no os descuidéis, porque el Señor os ha elegido para estar con él, para servirlo como ministros y para ofrecerle incienso. Estos son los levitas que intervinieron: Májat, hijo de Amasay, y Joel, hijo de Azarías, descendientes de Queat; Quis, hijo de Abdí, y Azarías, hijo de Jalelel, descendientes de Merarí; Joaj, hijo de Zimá, y su hijo Eden, descendientes de Guersón; Simrí y Jiel, descendientes de Elisafán; Zacarías y Matanías, descendientes de Asaf; Jejiel y Simeí, descendientes de Hemán; y Semaías y Uziel, descendientes de Jedutún. Ellos reunieron a sus hermanos, se purificaron y fueron a limpiar el Templo como había ordenado el rey a instancias del Señor. Los sacerdotes entraron en el interior del Templo para limpiarlo y sacaron al atrio todas las cosas impuras que encontraron en el Templo; luego los levitas las recogieron para tirarlas fuera, al torrente Cedrón. El día uno del primer mes comenzaron la purificación, el día ocho llegaron a la nave del Templo y dedicaron otros ocho días a la purificación del Templo, que concluyeron el día dieciséis del primer mes. Entonces se presentaron ante el rey Ezequías y le dijeron: —Ya hemos limpiado todo el Templo del Señor: el altar del holocausto con todos sus utensilios y la mesa de los panes de la ofrenda con los suyos. También hemos reparado y purificado todos los objetos que profanó el rey Ajaz con sus infidelidades durante su reinado, y los hemos dejado ante el altar del Señor. A la mañana siguiente el rey Ezequías reunió a las autoridades de la ciudad y subió al Templo. Llevaron siete novillos, siete carneros, siete corderos y siete machos cabríos para expiar los pecados de la monarquía, del santuario y de Judá; acto seguido el rey ordenó a los sacerdotes descendientes de Aarón que los ofreciesen en holocausto sobre el altar del Señor. Los sacerdotes sacrificaron los novillos, recogieron la sangre y la derramaron sobre el altar; y lo mismo hicieron con los carneros y los corderos. Luego acercaron los chivos expiatorios ante el rey y ante la comunidad, que pusieron sus manos sobre ellos; por su parte, los sacerdotes los sacrificaron y derramaron su sangre sobre el altar en expiación por los pecados de todo Israel, pues el rey había ordenado que el holocausto y el sacrificio se ofreciesen por todo Israel. A continuación el rey hizo instalar en el Templo a los levitas con platillos, salterios y cítaras, según lo dispuesto por David, por Gad, el vidente del rey, y por el profeta Natán; lo hicieron según la orden divina transmitida por los profetas. Los levitas estaban de pie con los instrumentos musicales de David, y los sacerdotes, con las trompetas. Entonces Ezequías ordenó ofrecer el holocausto sobre el altar y, en el momento en que comenzaba el holocausto, comenzó también el canto en honor del Señor y el toque de trompetas, acompañados por los instrumentos musicales de David, rey de Israel. Toda la asamblea permaneció postrada hasta que terminó el holocausto, mientras sonaban los cantos y tocaban las trompetas. Terminado el holocausto, el rey y todos los presentes se arrodillaron en actitud de adoración. El rey Ezequías y las autoridades ordenaron a los levitas que alabaran al Señor con salmos de David y del vidente Asaf. Los levitas cantaron con gran entusiasmo y se inclinaron en actitud de adoración. Luego Ezequías tomó la palabra y dijo: —Ahora que habéis quedado consagrados al Señor, acercaos a traer al Templo sacrificios y ofrendas de acción de gracias. Entonces la comunidad llevó sacrificios y ofrendas de acción de gracias y los más generosos también llevaron holocaustos. El número de víctimas que la comunidad ofreció al Señor en holocausto fue de setenta toros, cien carneros y doscientos corderos. En total se ofrecieron seiscientos toros y tres mil corderos. Como los sacerdotes resultaban insuficientes para desollar todas las víctimas, sus hermanos levitas los ayudaron a terminar la tarea, hasta que los sacerdotes se purificaron, pues los levitas se mostraron más predispuestos a purificarse que los sacerdotes. Además de la gran cantidad de holocaustos, se ofreció también la grasa de los sacrificios de comunión y las libaciones de los holocaustos. De esta manera quedó restablecido el culto del Templo del Señor. Ezequías y toda la gente se alegraron de que Dios hubiera animado al pueblo, pues todo se había hecho con rapidez. Ezequías envió mensajeros por todo Israel y Judá y escribió cartas a Efraín y Manasés, invitando a acudir al Templo de Jerusalén para celebrar la Pascua del Señor, Dios de Israel. El rey, las autoridades y toda la asamblea de Jerusalén habían acordado celebrar la Pascua el segundo mes, al no haber podido celebrarla a su tiempo, porque no había suficientes sacerdotes purificados y el pueblo aún no había podido reunirse en Jerusalén; al rey y a toda la comunidad les pareció acertado el acuerdo. Así que decidieron hacer correr la voz por todo Israel, desde Berseba hasta Dan, para que acudiesen a Jerusalén a celebrar la Pascua del Señor, Dios de Israel, pues muchos no lo hacían como estaba prescrito. Los correos, con las cartas del rey y de las autoridades, fueron recorriendo todo Israel y Judá, pregonando el decreto real: —Israelitas, convertíos al Señor, Dios de Abrahán, Isaac e Israel, y el Señor se reconciliará con el resto de los que habéis escapado del poder de los reyes de Asiria. No imitéis a vuestros padres y hermanos que, por ser infieles al Señor, Dios de sus antepasados, fueron condenados al horror, como vosotros mismos habéis podido comprobar. No seáis tan tercos como vuestros padres; reconciliaos con el Señor, acudid a su santuario consagrado para siempre y servid al Señor, vuestro Dios, para que su ardiente cólera se aparte de vosotros. Si os convertís al Señor, vuestros hermanos e hijos hallarán compasión en quienes los han deportado y podrán regresar a este país, pues el Señor es misericordioso y compasivo y no os dará la espalda, si os convertís a él. Los correos recorrieron los territorios de Efraín y Manasés de ciudad en ciudad, hasta llegar a Zabulón; pero la gente se reía y se burlaba de ellos. Solo algunas personas de Aser, Manasés y Zabulón se arrepintieron y acudieron a Jerusalén. En cambio, en Judá Dios los movió a cumplir de forma unánime el decreto del rey y de las autoridades, a instancias del Señor. Mucha gente se reunió en Jerusalén para celebrar la fiesta de los Panes sin levadura en el segundo mes, formando una asamblea muy numerosa. Comenzaron por destruir todos los altares y lugares para quemar incienso que había en Jerusalén, y los arrojaron al torrente Cedrón. El día catorce del mes segundo sacrificaron el cordero pascual. Los sacerdotes y levitas, arrepentidos, se purificaron y llevaron holocaustos al Templo del Señor. Luego ocuparon sus puestos, según lo prescrito en la ley de Moisés, el hombre de Dios: los sacerdotes derramaban la sangre que recibían de los levitas. Como muchos de la asamblea no se habían purificado, los levitas se encargaron de sacrificar los corderos pascuales en lugar de todos los que no estaban suficientemente limpios a fin de consagrarlos al Señor. La mayoría de la gente, entre ellos muchos de Efraín, Manasés, Isacar y Zabulón no se habían purificado y comieron la Pascua sin cumplir lo prescrito. Pero Ezequías intercedió por ellos, diciendo: —El Señor, que es bueno, perdone a todos los que buscan sinceramente a Dios, el Señor, el Dios de sus antepasados, aunque no tengan la pureza que requieren las cosas sagradas. El Señor escuchó a Ezequías y curó al pueblo. Los israelitas que se encontraban en Jerusalén celebraron la fiesta de los Panes sin levadura durante siete días con gran entusiasmo, mientras los sacerdotes y levitas alababan diariamente al Señor con sonoros instrumentos. Ezequías felicitó a todos los levitas por la buena disposición que habían mostrado para con el Señor, pues habían cumplido los siete días de fiesta ofreciendo sacrificios de comunión y dando gracias al Señor, Dios de sus antepasados. Luego toda la asamblea decidió prolongar la fiesta otros siete días, que celebraron con alegría, porque Ezequías, el rey de Judá, había proporcionado a la comunidad mil toros y siete mil ovejas, y las autoridades, otros mil toros y diez mil ovejas; y además muchos sacerdotes se habían purificado. Todos estaban felices: la comunidad de Judá, los sacerdotes y levitas, la comunidad de Israel, los forasteros procedentes del territorio de Israel y los habitantes de Judá. Una alegría tan grande no se había vivido en Jerusalén desde los tiempos de Salomón, hijo de David y rey de Israel. Finalmente, los sacerdotes y levitas se pusieron a bendecir a la gente, Dios escuchó su voz y su plegaria llegó a su santa morada celestial. Cuando todo esto concluyó, todos los israelitas recorrieron las ciudades de Judá, derribando las columnas, talando los postes sagrados y destruyendo los santuarios locales de los altos y todos los altares levantados en Judá y Benjamín, en Efraín y Manasés, hasta acabar con ellos. Luego los israelitas regresaron a sus ciudades y haciendas. Ezequías restableció los turnos de sacerdotes y levitas, asignando a cada cual su función sacerdotal o levítica; restableció también los holocaustos y sacrificios de comunión, el servicio litúrgico, los cantos de acción de gracias y los himnos de alabanza a las puertas de los atrios del Templo. El rey asignó una parte de sus propiedades para todos los holocaustos: los matutinos y vespertinos, los de los sábados, los de primeros de mes y demás festividades, según lo prescrito en la ley del Señor. Y ordenó a la gente que residía en Jerusalén entregar la cuota correspondiente a los sacerdotes y levitas, para que pudiesen dedicarse a la ley del Señor. Conocida la orden, los israelitas incrementaron las primicias de cereales, vino, aceite, miel y de todos los productos agrícolas, y pagaron con creces todos los diezmos. Por su parte, los israelitas y los judíos que residían en las ciudades de Judá trajeron también los diezmos del ganado mayor y menor junto con el diezmo de todo lo consagrado al Señor su Dios y lo apilaron por montones. Comenzaron a hacer los montones en el tercer mes y terminaron en el octavo. Cuando Ezequías y las autoridades llegaron y vieron los montones, bendijeron al Señor y a su pueblo Israel. Ezequías preguntó por el significado de los montones a los sacerdotes y levitas, y el sumo sacerdote Azarías, de la familia de Sadoc, le respondió: —Desde que comenzaron a traer ofrendas al Templo del Señor, hemos comido hasta la saciedad y aún ha sobrado mucho, porque el Señor ha bendecido a su pueblo. Toda esta cantidad es lo que ha sobrado. El rey ordenó preparar despensas en el Templo. Se prepararon y metieron fielmente en ellas las contribuciones, los diezmos y las ofrendas consagradas, poniéndolo al cuidado del levita Quenanías, como intendente, y de su hermano Simeí, como ayudante. Jiel, Azazías, Nájat, Asael, Jerimot, Jozabad, Eliel, Jismaquías, Májat y Benaías fueron designados por el rey Ezequías y por Azarías, el prefecto del Templo, para actuar como inspectores a las órdenes de Quenanías y de su hermano Simeí. El levita Coré, hijo de Jimná, portero de la puerta oriental, era el encargado de las ofrendas voluntarias y de distribuir las contribuciones al Señor y las ofrendas consagradas. En las ciudades sacerdotales estaban a sus órdenes Eden, Minyamín, Josué, Semaías, Amarías y Secanías, que eran los encargados de abastecer fielmente a sus hermanos, grandes y pequeños, según sus clases, y a los varones censados a partir de los tres años y a los que venían diariamente al Templo a desempeñar por turnos sus servicios litúrgicos respectivos. Los sacerdotes estaban censados por familias paternas y los levitas mayores de veinte años, por servicios litúrgicos y turnos. Se censaban con toda su familia, incluyendo mujeres, hijos e hijas, dentro de toda la comunidad, pues debían estar plenamente dedicados a las cosas sagradas. En cada ciudad había personas designadas personalmente para abastecer a todos los sacerdotes descendientes de Aarón que vivían en los campos comunales de cada ciudad y a todos los levitas censados. Ezequías actuó así en todo Judá, obrando con bondad, rectitud y fidelidad ante el Señor su Dios. Y todo cuanto emprendió al servicio del Templo, o referente a la ley y los mandamientos, lo hizo recurriendo a su Dios sinceramente. Y por eso tuvo éxito. Después de estas muestras de fidelidad, Senaquerib, el rey de Asiria, invadió Judá, puso cerco a las ciudades fortificadas y ordenó conquistarlas. Cuando Ezequías advirtió que Senaquerib venía con intención de atacar a Jerusalén, propuso a sus jefes y oficiales cegar las fuentes de agua que había fuera de la ciudad y ellos lo apoyaron. Se reunió mucha gente que cegó todos los manantiales y el arroyo subterráneo, diciendo: —¡Cuando lleguen los reyes de Asiria no van a encontrar mucha agua! Ezequías se armó de valor y reconstruyó todas las partes derruidas de la muralla, levantó torres y una segunda muralla exterior, fortificó el terraplén de la ciudad de David y mandó fabricar gran cantidad de lanzas y escudos. Puso también jefes militares al frente del pueblo y luego reunió a todo el mundo en la plaza principal de la ciudad y los arengó con estas palabras: —¡Valor y coraje! No temáis ni os asustéis del rey de Asiria y de la multitud que lo acompaña, pues contamos con algo más que él: él cuenta con fuerzas humanas, pero nosotros contamos con el Señor nuestro Dios que está dispuesto a ayudarnos y a combatir con nosotros. Y la gente quedó reconfortada con las palabras de Ezequías, rey de Judá. Más adelante, Senaquerib, el rey de Asiria, que estaba en Laquis con todas sus tropas, envió una embajada a Jerusalén para decir al rey Ezequías y a todos los judíos reunidos en Jerusalén: —Esto dice Senaquerib, el rey de Asiria: ¿En qué confiáis para resistir sitiados en Jerusalén? Ezequías os engaña, para luego haceros morir de hambre y sed, prometiéndoos que el Señor vuestro Dios os librará del poder del rey de Asiria. ¿No es ese el Dios al que Ezequías le ha quitado los santuarios y altares locales, ordenando a Judá y a Jerusalén que solo debéis adorarlo y quemarle incienso en un único altar? ¿Es que no sabéis cómo hemos tratado mis antepasados y yo a todos los pueblos de la tierra? ¿Acaso los dioses de estas naciones han podido librar a sus territorios de mi poder? Y si ninguno de los dioses de las naciones a las que mis antepasados exterminaron pudo salvarlos de mi poder, ¿cómo va a poder libraros vuestro Dios? Así que no os dejéis engatusar o engañar por Ezequías. Y no le creáis; pues si ningún dios ha podido librar de mi poder o del poder de mis antepasados a ninguna nación o reino, tampoco vuestro Dios podrá salvaros ahora. Los súbditos de Senaquerib continuaron hablando contra Dios, el Señor, y contra su siervo Ezequías. El rey asirio también había escrito cartas insultando al Dios de Israel y hablando contra él en estos términos: «Lo mismo que los dioses de las naciones de la tierra no han podido librar a sus pueblos de mi poder, tampoco el Dios de Ezequías podrá librar a su pueblo». Gritaban a plena voz y en hebreo a la gente de Jerusalén que había sobre la muralla, para asustarla e intimidarla y poder conquistar la ciudad. Y hablaban del Dios de Jerusalén como de los dioses de las demás naciones, fabricados por manos humanas. En tal coyuntura el rey Ezequías y el profeta Isaías, hijo de Amón, se pusieron a orar, clamando al cielo. Entonces el Señor envió un ángel que aniquiló a todos los valientes del ejército y a sus jefes y oficiales en el campamento del rey de Asiria, que tuvo que regresar abochornado a su tierra. Y cuando entraba en el templo de sus dioses fue asesinado por sus propios hijos. El Señor salvó a Ezequías y a los habitantes de Jerusalén del poder del rey de Asiria y de todos los enemigos, concediéndoles la paz con los vecinos de alrededor. Muchos fueron a Jerusalén a llevar ofrendas al Señor y regalos a Ezequías, rey de Judá, que a partir de entonces adquirió un gran prestigio ante las demás naciones. Por aquellos días Ezequías cayó gravemente enfermo. Pero suplicó al Señor, que le habló y le concedió un prodigio. Sin embargo, Ezequías no correspondió al don recibido, pues se llenó de orgullo, y el Señor se enfureció contra él y contra Judá y Jerusalén. Pero se arrepintió de su orgullo, junto con los habitantes de Jerusalén, por lo que la cólera del Señor no llegó a estallar contra ellos en vida de Ezequías. Ezequías gozó de grandes riquezas y honores y adquirió tesoros de plata, oro, piedras preciosas, perfumes, escudos y objetos de valor de todo tipo. Hizo también almacenes para las cosechas de cereales, mosto y aceite, establos para toda clase de ganado y rediles para los rebaños. Construyó ciudades y tuvo gran cantidad de ganado mayor y menor, pues Dios le concedió una inmensa riqueza. También fue Ezequías quien cegó la salida de las aguas del Guijón y las condujo por vía subterránea a la parte occidental de la Ciudad de David. Ezequías tuvo éxito en todas sus empresas. Y así, en el asunto de la embajada de los príncipes de Babilonia enviados para indagar sobre el prodigio que había sucedido en el país, Dios lo abandonó solo para probarlo y conocer todas sus intenciones. El resto de la historia de Ezequías y de sus obras piadosas está escrito en el libro de las visiones del profeta Isaías, hijo de Amós, en el libro de los Reyes de Judá e Israel. Cuando Ezequías murió, fue enterrado en la cuesta donde están las tumbas de los hijos de David, y a su muerte todo Judá y los habitantes de Jerusalén le rindieron honores. Su hijo Manasés le sucedió como rey. Manasés tenía doce años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante cincuenta y cinco años. Manasés ofendió al Señor imitando las perversiones de los pueblos que el Señor había expulsado ante los israelitas. Reconstruyó los santuarios locales de los altos que su padre Ezequías había derruido, levantó altares a los baales, erigió columnas y adoró y dio culto a todos los astros del cielo. Construyó altares en el Templo del que el Señor había dicho: «En Jerusalén estará siempre mi nombre». Levantó altares a todos los astros del cielo en los dos patios del Templo. Quemó a sus hijos en sacrificio en el valle de Ben Hinón, practicó el espiritismo, la brujería y la hechicería, instituyó nigromantes y adivinos y ofendió tanto al Señor, que provocó su indignación. Hizo una estatua idolátrica y la colocó en el Templo del que Dios había dicho a David y a su hijo Salomón: «En este Templo y en Jerusalén, mi ciudad elegida entre todas las tribus de Israel, residirá mi nombre por siempre. No volveré a dejar que Israel abandone la tierra que di a sus antepasados, con tal que guarden y cumplan todo lo que les he mandado por medio de Moisés: la ley, los preceptos y las normas». Pero Manasés indujo a Judá y a los habitantes de Jerusalén a portarse peor que las naciones que el Señor había aniquilado ante los israelitas. El Señor habló a Manasés y a su pueblo, pero no le hicieron caso. Entonces el Señor hizo venir contra ellos a los jefes del ejército del rey de Asiria, que apresaron a Manasés con ganchos, lo ataron con cadenas de bronce y lo llevaron a Babilonia. Pero en la adversidad trató de buscar al Señor, su Dios: se humilló profundamente ante el Dios de sus antepasados, le suplicó, y Dios lo atendió, lo escuchó e hizo que regresara a Jerusalén y a su reino. Entonces Manasés reconoció que el Señor era el verdadero Dios. Luego reconstruyó la muralla exterior de la Ciudad de David, al oeste del torrente Guijón hasta la puerta del Pescado, rodeando el Ófel, y la elevó considerablemente. Además, puso jefes militares en todas las ciudades fortificadas de Judá. Retiró del Templo los dioses extranjeros y el ídolo, así como todos los altares que había levantado en el monte del Templo y en Jerusalén, y los arrojó fuera de la ciudad. Restauró el altar del Señor, ofreció sobre él sacrificios de comunión y de acción de gracias, y ordenó a Judá que sirviera al Señor, Dios de Israel. Sin embargo, el pueblo seguía ofreciendo sacrificios en los santuarios locales de los altos, aunque solo al Señor su Dios. El resto de la historia de Manasés, su oración al Señor y los oráculos de los profetas que le hablaron en nombre del Señor, está escrito en la historia de los Reyes de Israel. Su oración y la escucha divina, todos sus pecados e infidelidades, los lugares donde construyó santuarios locales y erigió columnas e ídolos antes de convertirse, están escritos en la historia de Jozay. Cuando Manasés murió fue enterrado en su palacio, y su hijo Amón le sucedió como rey. Amón tenía veintidós años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante dos años. Amón ofendió al Señor como su padre Manasés, dando culto y ofreciendo sacrificios a todos los ídolos que había hecho su padre. Sin embargo, no se humilló ante el Señor, como había hecho su padre Manasés, sino que multiplicó sus culpas. Sus servidores conspiraron contra él y lo asesinaron en su palacio. Pero el pueblo mató a todos los que habían conspirado contra el rey Amón y en su lugar nombraron rey a su hijo Josías. Josías tenía ocho años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante treinta y un años. Actuó correctamente ante el Señor y siguió las huellas de su antepasado David, sin desviarse lo más mínimo. En el octavo año de su reinado, cuando era joven, empezó a consultar al Dios de su antepasado David, y en el duodécimo año empezó a limpiar Judá y Jerusalén de los santuarios locales, postes sagrados, ídolos e imágenes. Se demolieron en su presencia los altares de los baales y derribó los altares para el incienso que había encima; trituró y redujo a polvo los postes sagrados, los ídolos y las imágenes, y luego lo esparció sobre las tumbas de sus adoradores. Quemó los huesos de los sacerdotes sobre los altares, purificando así a Judá y Jerusalén. En las ciudades de Manasés, Efraín, Simeón, Neftalí y lugares de alrededor destruyó también los altares, redujo a polvo los postes sagrados y los ídolos, y derribó todos los altares de incienso del territorio de Israel. Finalmente regresó a Jerusalén. En el año décimo octavo de su reinado, después de haber purificado el país y el Templo, Josías envió a Safán, hijo de Asalías, a Maasías, gobernador de la ciudad y al canciller Joaj, hijo de Joajaz, a reparar el Templo del Señor, su Dios. Ellos se presentaron al sumo sacerdote Jilquías con el dinero ingresado en el Templo y recogido por los levitas porteros en Manasés y Efraín, en el resto de Israel, en todo Judá y Benjamín y en Jerusalén; dinero que entregaron a los encargados de las obras del Templo, para que pagasen a los obreros que llevaban a cabo la reparación de los desperfectos del Templo. Se lo dieron a los carpinteros y constructores para comprar piedras labradas y madera de carpintería para las vigas de los edificios arruinados por la desidia de los reyes de Judá. Estos hombres hacían su trabajo con honradez, bajo la supervisión de los levitas Jájat y Abdías, del clan de Merarí, y de Zacarías y Mesulán, del clan de Queat, que los dirigían. Los levitas, todos ellos expertos en instrumentos musicales, dirigían a los acarreadores y a todos los trabajadores en cada una de sus tareas. Otros levitas eran secretarios, inspectores y porteros. Cuando estaban sacando el dinero ingresado en el Templo, el sumo sacerdote Jilquías encontró el Libro de la Ley del Señor escrito por Moisés. Jilquías comunicó al secretario Safán: —He encontrado en el Templo el Libro de la Ley. Y Jilquías entregó el libro a Safán. Safán lo llevó al rey y le rindió cuentas: —Tus servidores están haciendo todo lo que se les ha encargado. Han recogido el dinero que estaba destinado al Templo y se lo han entregado a los encargados y a los trabajadores. Luego Safán dio la noticia al rey: —El sacerdote Jilquías me ha entregado un libro. Y Safán se lo leyó al rey. Cuando el rey oyó las palabras de la ley, se rasgó las vestiduras y ordenó lo siguiente al sacerdote Jilquías, a Ajicán, el hijo de Safán, a Abdón, el hijo de Miqueas, al secretario Safán y a Asaías, el oficial del rey: —Id a consultar al Señor por mí, por el resto de Israel y por Judá sobre el contenido de este libro que se acaba de encontrar, pues el Señor estará muy furioso contra nosotros, ya que nuestros antepasados no han obedecido las palabras del Señor ni han cumplido todo cuanto está escrito en este libro. El sacerdote Jilquías y los enviados del rey fueron a ver a la profetisa Julda, esposa de Salún, el hijo de Ticuá y nieto de Jarjás, encargado del guardarropa, que vivía en el Barrio Nuevo de Jerusalén, y le contaron lo sucedido. Ella les contestó: —Esto dice el Señor, Dios de Israel: Decid al hombre que os ha enviado: «Así dice el Señor: Voy a traer la desgracia sobre este lugar y sus habitantes; se cumplirán todas las maldiciones escritas en el libro que han leído ante el rey de Judá. Puesto que me han abandonado y han quemado incienso a otros dioses, provocando mi indignación con todas sus acciones, mi cólera estallará contra este lugar y no se apagará». Y al rey de Judá que os ha enviado a consultar al Señor le diréis: «Esto dice el Señor, Dios de Israel, con relación a las palabras que has escuchado: Puesto que te has conmovido de corazón y te has humillado ante el Señor, al escuchar sus palabras contra este lugar y sus habitantes, que se convertirán en objeto de ruina y maldición; puesto que te has humillado ante mí, has desgarrado tus vestiduras y has llorado ante mí, yo también te he escuchado —oráculo del Señor—. Cuando yo te reúna con tus antepasados, te enterrarán en paz y no llegarás a ver toda la desgracia que voy a traer sobre este lugar y sobre sus habitantes». A continuación los enviados llevaron la respuesta al rey. El rey mandó convocar a todos los ancianos de Judá y Jerusalén. Luego el rey subió al Templo, acompañado por toda la gente de Judá, los habitantes de Jerusalén, los sacerdotes, los levitas y todo el pueblo, pequeños y grandes, y allí les leyó en voz alta todo el contenido del Libro de la Alianza encontrado en el Templo. Entonces se puso en pie sobre su estrado y selló la alianza ante el Señor, comprometiéndose a seguir a Dios, a observar sus mandamientos, normas y preceptos con todo el corazón y toda el alma y a poner en práctica todas las estipulaciones de la alianza contenidas en este libro. Josías hizo que todos los que se hallaban en Jerusalén ratificasen la alianza. Y los habitantes de Jerusalén actuaron de acuerdo con la alianza del Señor, Dios de sus antepasados. Suprimió Josías todas las prácticas abominables en todo el territorio israelita y comprometió a todos los que residían en Israel a rendir culto al Señor su Dios. Y durante su vida no abandonaron al Señor, Dios de sus antepasados. Josías celebró la Pascua del Señor en Jerusalén y sacrificaron el cordero pascual el día catorce del primer mes. Restableció a los sacerdotes en sus funciones y los animó a cumplir su servicio en el Templo del Señor. Y dijo a los levitas instructores de Israel y consagrados al Señor: —Dejad el Arca santa en el Templo que construyó Salomón, el hijo de David, rey de Israel, pues ya no tenéis que llevarla a hombros, y servid ahora al Señor, vuestro Dios, y a su pueblo, Israel. Organizaos por familias y por turnos como prescribieron David, rey de Israel, y su hijo Salomón. Ocupad vuestros puestos en el santuario según la distribución de las familias de vuestros hermanos del pueblo y según la distribución de las familias levitas. Sacrificad el cordero pascual, santificaos y preparadlo a vuestros hermanos, cumpliendo lo que Dios mandó por medio de Moisés. Josías proporcionó a la gente, de su propio ganado, treinta mil corderos y cabritos, como víctimas pascuales para los allí presentes, y tres mil novillos. De igual manera, sus oficiales hicieron donaciones voluntarias al pueblo, a los sacerdotes y a los levitas. Jilquías, Zacarías y Jiel, intendentes del Templo dieron a los sacerdotes mil seiscientas víctimas pascuales y trescientos novillos. Por su parte, los jefes levitas Conanías, Semaías, su hermano Natanael, Jasabías, Jiel y Josabad proporcionaron a sus hermanos cinco mil víctimas pascuales y quinientos novillos. Una vez organizado el servicio, los sacerdotes ocuparon sus puestos y los levitas se distribuyeron por turnos, como el rey había ordenado. Entonces sacrificaron las víctimas pascuales, y mientras los sacerdotes recibían la sangre y rociaban con ella las víctimas, los levitas las desollaban, separaban las partes que debían ser quemadas y las entregaban a los grupos de familias del pueblo para ofrecerlas a Dios, tal y como está escrito en el libro de Moisés. Y lo mismo hicieron con los novillos. Luego asaron las víctimas pascuales, según lo prescrito, y cocieron las partes consagradas en ollas, calderos y cazuelas, para repartirlas inmediatamente entre la gente del pueblo. Después los levitas prepararon su parte y la de los sacerdotes, pues los sacerdotes descendientes de Aarón estuvieron ocupados hasta la noche en ofrecer los holocaustos y las grasas. Por eso los levitas las prepararon para sí y para los sacerdotes. También los cantores, descendientes de Asaf, estaban en sus puestos, según lo prescrito por David, Asaf, Hemán y Jedutún, vidente del rey; a su vez, los porteros estaban en sus puertas respectivas, sin necesidad de abandonar sus servicios, ya que sus hermanos levitas les prepararon su parte. Así fue como se organizó aquel día todo el servicio religioso para poder celebrar la Pascua y ofrecer los holocaustos en el altar del Señor, como había ordenado el rey Josías. Los israelitas que se hallaban presentes en aquella ocasión celebraron la Pascua y la fiesta de los Panes sin levadura durante siete días. No se había celebrado en Israel una Pascua como aquella desde la época del profeta Samuel; ningún rey de Israel había celebrado una Pascua como la que celebraron Josías, los sacerdotes, los levitas, toda la gente de Judá e Israel que estaba presente y los habitantes de Jerusalén. Aquella Pascua se celebró el año décimo octavo del reinado de Josías. Después de todo esto, cuando Josías terminó de organizar el Templo, Necó, el rey de Egipto, subió a luchar en Carquemis, junto al río Éufrates, y Josías le salió al encuentro. Necó le envió emisarios a decirle: —¡No tengo cuentas contigo, rey de Judá! Mi guerra no tiene que ver contigo, sino con otra dinastía, y Dios me ha dicho que me apresure. Deja, pues, de enfrentarte a Dios, que está conmigo, no sea que te castigue. Pero Josías no se retiró, pues estaba decidido a enfrentarse con él, y desoyendo las palabras de Necó, inspiradas por Dios, le presentó batalla en el valle de Meguido. Los arqueros dispararon al rey Josías, y este dijo a sus servidores: —¡Sacadme de aquí, que estoy malherido! Sus servidores lo sacaron del carro y, cambiándolo al carro que tenía de reserva, lo trasladaron a Jerusalén, donde murió. Luego lo enterraron en la sepultura de sus antepasados, mientras todo Judá y Jerusalén hicieron duelo por Josías. Jeremías le dedicó una elegía, y hasta el día de hoy todos los cantores y cantoras siguen recordando a Josías en sus elegías, que se convirtieron en una tradición para Israel y ahora están escritas en las Lamentaciones. El resto de la historia de Josías, sus obras piadosas, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor, y sus hechos de principio a fin, están escritos en el libro de los Reyes de Israel y Judá. El pueblo tomó a Joacaz, el hijo de Josías, y lo nombró rey en Jerusalén en lugar de su padre. Joacaz comenzó a reinar a los veintitrés años, y reinó en Jerusalén durante tres meses. El rey de Egipto lo destronó en Jerusalén, impuso al país un tributo de cien talentos de plata y un talento de oro y nombró rey de Judá y Jerusalén a su hermano Eliaquín, cambiando su nombre por el de Joaquín. Luego Necó llevó cautivo a Egipto a su hermano Joacaz. Joaquín tenía veinticinco años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante once años. Joaquín ofendió al Señor, su Dios. Nabucodonosor, el rey de Babilonia, hizo una expedición contra él y se lo llevó a Babilonia cargado de cadenas, llevándose también algunos objetos del Templo, que colocó en su palacio de Babilonia. El resto de la historia de Joaquín, los delitos abominables que cometió y cuanto le aconteció, está escrito en el libro de los Reyes de Israel y Judá. Su hijo Jeconías ocupó su lugar como rey. Jeconías tenía dieciocho años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante tres meses y diez días, en los que ofendió al Señor. A primeros de año, el rey Nabucodonosor mandó que lo llevaran a Babilonia junto con los objetos de valor del Templo, y nombró rey de Judá y Jerusalén a su tío Sedecías. Sedecías tenía veintiún años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén durante once años. Sedecías ofendió al Señor y no hizo caso a Jeremías, el profeta inspirado por Dios. Se rebeló contra el rey Nabucodonosor, al que había jurado vasallaje en nombre de Dios, y se negó por completo a convertirse al Señor, Dios de Israel. Igualmente, todos los jefes de Judá, los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, imitando las perversiones de otras naciones, y profanaron el Templo que el Señor había santificado en Jerusalén. El Señor, Dios de sus antepasados, les advirtió continuamente por medio de sus mensajeros, pues sentía compasión de su pueblo y de su morada; pero ellos se reían de los mensajeros divinos, despreciaban sus palabras y se burlaban de sus profetas, hasta que estalló la cólera del Señor y no hubo remedio. Entonces envió contra ellos al rey de los caldeos que mató a filo de espada a sus jóvenes en su santuario, sin tener compasión de jóvenes o doncellas, de mayores o ancianos; a todos los entregó en sus manos. Nabucodonosor se llevó a Babilonia todos los objetos del Templo, grandes y pequeños, y los tesoros del Templo, los del palacio real y los de las autoridades. Incendiaron el Templo, derribaron las murallas de Jerusalén, prendieron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos de valor. Luego desterró a Babilonia a los supervivientes de la matanza, donde se convirtieron en esclavos suyos y de sus descendientes, hasta la llegada del imperio persa. Así se cumplió la palabra del Señor pronunciada por medio de Jeremías: «Hasta que haya recuperado sus descansos sabáticos, el país descansará durante el tiempo de la desolación que durará setenta años». El año primero del reinado de Ciro, rey de Persia, y para que se cumpliera la palabra del Señor pronunciada por Jeremías, el Señor hizo que Ciro, rey de Persia, publicara en todo su reino de palabra y por escrito lo siguiente: «Esto es lo que Ciro, rey de Persia, decreta: El Señor, Dios de los cielos me ha entregado todos los reinos de la tierra y me ha encargado construirle un Templo en Jerusalén de Judá. Todo aquel que de entre vosotros pertenezca a su pueblo puede regresar y que el Señor, su Dios, lo acompañe». En el año primero de Ciro, rey de Persia, para que se cumpliera la palabra del Señor anunciada a través de Jeremías, despertó el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que hizo proclamar de palabra y por escrito lo siguiente: «Esto es lo que decreta Ciro, rey de Persia: El Señor, Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha comisionado para que le construya un Templo en Jerusalén, capital de Judá. Cualquiera de vosotros que pertenezca a ese pueblo puede regresar a Jerusalén, capital de Judá, y reedificar, con la protección divina, el Templo del Señor, Dios de Israel, el Dios que habita en Jerusalén. Y que a los supervivientes de ese pueblo, residan donde residan, la gente del lugar los ayude con plata, oro, bienes, ganado y otras ofrendas voluntarias para el Templo de Dios, que está en Jerusalén». Entonces, los cabezas de familia de Judá y Benjamín, los sacerdotes, los levitas y todos aquellos a quienes el Señor se lo inspiró, decidieron regresar a Jerusalén y reconstruir allí el Templo del Señor. Todos sus vecinos les echaron una mano proporcionándoles objetos de plata y de oro, así como otros bienes, ganado y valiosos presentes, además de todas las ofrendas voluntarias. El rey Ciro devolvió los objetos del Templo del Señor, que Nabucodonosor había expoliado de Jerusalén y colocado en el templo de sus dioses. Los devolvió Ciro, rey de Persia, por medio del tesorero Mitrídates que los contó ante Sesbasar, príncipe de Judá. La suma era la siguiente: treinta tazones de oro, mil tazones de plata, veintinueve cuchillos, treinta tazas de oro, cuatrocientas diez tazas de plata y un millar de utensilios varios. Todos estos objetos de oro y plata —cinco mil cuatrocientos en total— se los llevó Sesbasar a Jerusalén cuando regresaron los desterrados desde Babilonia. Esta es la lista de los que, perteneciendo a la provincia [de Judá] y siendo descendientes de aquellos que Nabucodonosor, rey de Babilonia, había desterrado a Babilonia, regresaron del exilio retornando a Jerusalén y a Judá, cada uno a su ciudad. Estaban encabezados por Zorobabel, Josué, Nehemías, Seraías, Reelaías, Mardoqueo, Bilsán, Mispar, Bigvay, Rejún y Baaná. Número de los varones del pueblo de Israel: dos mil ciento setenta y dos descendientes de Parós; trescientos setenta y dos descendientes de Sefatías; setecientos setenta y cinco descendientes de Araj; dos mil ochocientos doce descendientes de Pajat-Moab (es decir, de Josué y de Joab); mil doscientos cincuenta y cuatro descendientes de Elam; novecientos cuarenta y cinco descendientes de Zatú; setecientos sesenta descendientes de Zacay; seiscientos cuarenta y dos descendientes de Baní; seiscientos veintitrés descendientes de Bebay; mil doscientos veintidós descendientes de Azgad; seiscientos sesenta y seis descendientes de Adonicán; dos mil cincuenta y seis descendientes de Bigvay; cuatrocientos cincuenta y cuatro descendientes de Adín; noventa y ocho descendientes de Ater (es decir, de Ezequías); trescientos veintitrés descendientes de Besay; ciento doce descendientes de Joráh; doscientos veintitrés descendientes de Jasún, noventa y cinco descendientes de Guibar; ciento veintitrés descendientes de Belén; cincuenta y seis varones de Netofá y ciento veintiocho de Anatot; cuarenta y dos descendientes de Bet Azmávet; setecientos cuarenta y tres descendientes de Quiriat Jearín, Quefirá y Beerot; seiscientos veintiún descendientes de Ramá y Gueba; ciento veintidós varones de Micmás y doscientos veintitrés de Betel y Hay; cincuenta y dos descendientes de Nebó; ciento cincuenta y seis descendientes de Magbís; mil doscientos cincuenta y cuatro descendientes del otro Elam; trescientos veinte descendientes de Jarín; setecientos descendientes de Lod, Jadid y Onó; trescientos cuarenta y cinco descendientes de Jericó; tres mil seiscientos treinta descendientes de Senaá. En la lista de los sacerdotes, novecientos sesenta y tres eran descendientes de Jedaías, de la familia de Josué; mil cincuenta y dos descendientes de Imer; mil doscientos cuarenta y siete descendientes de Pasur; y mil diecisiete descendientes de Jarín. En cuanto a los levitas, setenta y cuatro eran descendientes de Josué y de Cadmiel, descendientes a su vez de Jodavías. Entre los cantores, ciento veintiocho que eran descendientes de Asaf; y entre los porteros, ciento treinta y nueve que eran descendientes de Salún, Ater, Talmón, Acub, Jatitá y Sobay. Entre los donados estaban los descendientes de Sijá, Jasufá, Tabaot, Querós, Sía, Padón, Lebaná, Jagabá, Acub, Jagab, Salmay, Janán, Guidel, Gájar, Reaías, Resín, Necodá, Gazán, Uzá, Paséaj, Besay, Asná, Meunín, Nefusín, Bacbuc, Jacufá, Jarjur, Baslut, Mejidá, Jarsá, Barcós, Siserá, Temá, Nezía y Jatifá. Entre los descendientes de los siervos de Salomón estaban los descendientes de Sotay, Soféret, Perudá, Jaalá, Darcón, Guidel, Sefatías, Hatil, Poquéret-Hasebáin y Amí. Los donados y los siervos de Salomón sumaban en total trescientos noventa y dos. Y de los que regresaron de Tel-Mélaj, Tel-Jarsá, Querub, Adán e Imer y no pudieron probar que su familia y su linaje procedían de Israel, estaban seiscientos cincuenta y dos descendientes de Delaiá, Tobías y Necodá. A estos descendientes de los sacerdotes hay que sumar los descendientes de Jobaías, Cos y Barzilay; este último se había casado con una hija del galaadita Barzilay de quien recibió el nombre. Todos estos buscaron su respectivo registro genealógico, pero no lo encontraron; así que se los excluyó del sacerdocio. El gobernador les prohibió comer de las cosas sagradas hasta que se presentase un sacerdote para [consultar] el Urín y el Tumín. Toda la comunidad, en conjunto, constaba de cuarenta y dos mil trescientas sesenta y seis personas, aparte de los siete mil trescientos treinta y siete siervos y siervas. Asimismo había doscientos cantores y cantoras. Poseía, además, setecientos treinta y seis caballos, doscientas cuarenta y cinco mulas, cuatrocientos treinta y cinco camellos y seis mil setecientos veinte asnos. Algunos de los cabezas de familia, al llegar al Templo del Señor en Jerusalén, entregaron espontáneamente donativos para que el Templo de Dios fuera reconstruido en su lugar. Conforme a sus posibilidades dieron al tesorero de la obra sesenta y un mil dracmas de oro, cinco mil minas de plata y cien túnicas sacerdotales. Los sacerdotes, los levitas y una parte del pueblo se establecieron en Jerusalén, los cantores, los porteros y los donados en las ciudades que les correspondía; el resto de Israel habitó en sus respectivas ciudades. El séptimo mes, instalados ya los israelitas en sus ciudades, se reunió el pueblo, de común acuerdo, en Jerusalén. Entonces Josué, hijo de Josadac, junto con sus hermanos sacerdotes y con Zorobabel, hijo de Salatiel, acompañado también de sus hermanos, se pusieron a construir el altar del Dios de Israel para ofrecer holocaustos en él como está escrito en la ley de Moisés, varón de Dios. Aunque temían a las gentes del lugar, erigieron el altar en su emplazamiento original y ofrecieron sobre él holocaustos al Señor, los holocaustos de la mañana y de la tarde. Celebraron la fiesta de las Tiendas según estaba prescrito, ofreciendo cada día los holocaustos señalados en el ritual. A partir de ese momento ofrecieron también el sacrificio perpetuo, los de la luna nueva, los de todas las solemnidades dedicadas al Señor y los de cualquiera que presentase espontáneamente su ofrenda al Señor. Desde el primer día del séptimo mes comenzaron a ofrecer holocaustos al Señor, a pesar de que no se habían echado los cimientos del Templo del Señor. Entregaron dinero a los canteros y a los carpinteros, y suministraron víveres, bebidas y aceite a los sidonios y a los tirios a cambio de que, desde el Líbano, enviaran a Jope por vía marítima maderas de cedro de acuerdo con la autorización que había concedido Ciro, rey de Persia. En el mes segundo del segundo año de su llegada a Jerusalén, Zorobabel, hijo de Salatiel y Josué, hijo de Josadac, junto con el resto de sus hermanos: sacerdotes, levitas y todos los que llegaron a Jerusalén desde el destierro, comenzaron la obra del Templo. Encomendaron a los levitas de más de veinte años la dirección de los trabajos del Templo del Señor. Josué con sus hijos y hermanos se reunieron formando piña con Cadmiel y sus hijos, descendientes de Judá, para dirigir a los que hacían los trabajos en el Templo de Dios. Estaban también los hijos de Jenadad y sus hermanos levitas. Cuando los albañiles echaron los cimientos del Templo del Señor, los sacerdotes, ataviados con sus ropajes y provistos de trompetas, se pusieron en pie. Los levitas descendientes de Asaf llevaban címbalos para alabar al Señor según lo dispuesto por David, rey de Israel. Cantaban así, alabando y dando gracias al Señor: «Porque el Señor es bueno, porque su bondad perdura por siempre sobre Israel». Y todo el pueblo aclamaba al Señor y lo alababa lleno de júbilo porque se habían echado los cimientos del Templo del Señor. Muchos de los sacerdotes, levitas y cabezas de familia más ancianos que habían visto el primer Templo, al ver cómo se echaban los cimientos de este, lloraban a lágrima viva. Otros, sin embargo, daban grandes gritos de alegría. No se podía distinguir entre las manifestaciones de alegría y de llanto porque el clamor popular era enorme, oyéndose a larga distancia el griterío. Cuando los enemigos de Judá y Benjamín se enteraron de que los repatriados estaban construyendo un Templo al Señor, Dios de Israel, se acercaron a Zorobabel, a Josué y a los cabezas de familia y les dijeron: —Dejadnos que colaboremos con vosotros en la construcción, porque también nosotros hemos recurrido a vuestro Dios y le hemos ofrecido sacrificios desde los días en que Asaradón, rey de Asiria, nos estableció aquí. Zorobabel, Josué y el resto de los cabezas de familia de Israel les contestaron: —No podemos edificar un Templo a nuestro Dios junto con vosotros. Tan solo nosotros hemos de construirlo para el Señor, Dios de Israel, como nos ha ordenado Ciro, rey de Persia. Sucedió, entonces, que las gentes del lugar desalentaron al pueblo de Judá y los atemorizaron para que no siguieran construyendo. Sobornaban a funcionarios del gobierno para hacer que fracasara su propósito y continuaron así durante todo el tiempo en que Ciro fue rey de Persia y hasta el reinado de Darío, rey de Persia. En el reinado de Asuero, al comienzo de su mandato, presentaron una acusación contra los habitantes de Judá y Jerusalén. Y en tiempos de Artajerjes, rey de Persia, se dirigieron también a él por escrito Bislán, Mitrídates, Tabeel y el resto de sus colegas. La carta estaba escrita en caracteres arameos y traducida a dicha lengua. Por su parte, el vicegobernador Rejún y el secretario Simsay escribieron a Artajerjes una carta contra Jerusalén. La escribieron el vicegobernador Rejún y el secretario Simsay juntamente con sus colegas, los jueces, gobernadores y funcionarios persas de Erec, de Babilonia, de los elamitas de Susa y del resto de los pueblos que el grande y glorioso Asnapar deportó e hizo habitar en las ciudades de Samaría y en el resto del territorio del otro lado del Éufrates. Esta es la copia que enviaron: «Al rey Artajerjes: Tus siervos del otro lado del río te saludan. Con relación a los judíos que de parte tuya vinieron hasta nosotros y se instalaron en Jerusalén, sepa el rey que están reconstruyendo esa ciudad rebelde y malvada: levantan las murallas y reparan los cimientos. Sepa, además, el rey que si es reconstruida la ciudad y son levantadas las murallas, no pagarán tributos, impuestos, ni peaje y el erario real vendrá a menos. Y puesto que recibimos de palacio nuestro salario, no podemos permitir que el rey sea afrentado; remitimos, pues, al rey este informe con el fin de que se investigue en los archivos de sus antepasados. Por lo que se encuentra en esos archivos comprobarás que se trata de una ciudad rebelde, perniciosa para los reyes y las provincias, y que desde antiguo ha fomentado insurrecciones, razón por la cual fue destruida. Informamos al rey que, si se reedifica esta ciudad y se levantan sus murallas, el territorio del otro lado del Éufrates dejará de ser suyo». El rey envió esta respuesta: «Al vicegobernador Rejún, al secretario Simsay y al resto de colegas que viven en Samaría y en las demás regiones del otro lado del Éufrates, salud y paz. La carta que nos remitisteis ha sido leída ante mí debidamente traducida. Ordené que se indagara y se comprobó que esa ciudad ha sido desde hace tiempo un foco permanente de rebeliones y que en ella han proliferado los levantamientos y las insurrecciones. Además, en Jerusalén ha habido reyes poderosos que dominaron el territorio del otro lado del Éufrates y a los que se les pagaba tributos, impuestos y peaje. Así que mandad a esos hombres que desistan de reconstruir la ciudad hasta que os envíe nueva orden. Y procurad no ser negligentes en esto para que no se incremente el daño en perjuicio del reino». Apenas fue leída la copia de la carta de Artajerjes ante Rejún, el secretario Simsay y sus colegas, estos se pusieron rápidamente en marcha hacia Jerusalén donde, utilizando la violencia, forzaron a los judíos a suspender las obras. De esta manera se detuvo la obra del Templo de Dios en Jerusalén y quedó suspendida hasta el segundo año del reinado de Darío, rey de Persia. Los profetas Ageo y Zacarías, descendiente de Idó, hablaron en nombre del Dios de Israel, que estaba con ellos, a los judíos de Judá y Jerusalén. Entonces Zorobabel, hijo de Salatiel, y Josué, hijo de Josadac, reanudaron en Jerusalén la construcción del Templo de Dios. Los acompañaban y ayudaban los profetas de Dios. En ese tiempo vinieron Tatnay, gobernador del otro lado del Éufrates, y Setar-Boznay junto con sus colegas y preguntaron: —¿Quién os ha dado autorización para reedificar este Templo y levantar las murallas? Inquirieron además: —¿Cómo se llaman los individuos que construyen este edificio? Pero Dios protegía a los responsables de los judíos y no los obligaron a parar la obra hasta que Darío tratase el asunto y diera una respuesta sobre el particular. Esta es la copia que Tatnay, gobernador del otro lado del Éufrates, Setar-Boznay y sus colegas, los gobernantes del otro lado del Éufrates, enviaron al rey Darío. En el informe que remitieron se escribió lo siguiente: Al rey Darío, salud y paz: Sepa el rey que hemos visitado la provincia de Judea y el Templo del gran Dios, que se construye con grandes piedras labradas y cuyas paredes se refuerzan con maderos. La obra se hace con premura y progresa rápidamente. Así que hemos preguntado a los responsables diciéndoles: «¿Quién os ha dado autorización para reedificar este Templo y levantar las murallas?». Les hemos preguntado también cómo se llaman los responsables de la obra para comunicar al rey por escrito los nombres de dichos responsables. Y nos han respondido: «Nosotros somos siervos del Dios del cielo y de la tierra. Reconstruimos el Templo que un gran rey de Israel construyó y finalizó hace muchos años. Posteriormente, nuestros antepasados irritaron al Dios de los cielos que los entregó en manos del caldeo Nabucodonosor, rey de Babilonia, quien destruyó este Templo y deportó el pueblo a Babilonia. En el primer año de su reinado, Ciro, rey de Babilonia, ordenó que este Templo de Dios fuera reedificado. Los objetos de oro y plata que Nabucodonosor había tomado del Templo de Jerusalén y que llevó al templo de Babilonia, los sacó Ciro del templo de Babilonia y los confió a Sesbasar, a quien había nombrado gobernador, diciéndole: “Toma estos objetos y llévalos al Templo de Dios que debe ser reedificado en su emplazamiento original de Jerusalén”. Vino, entonces, Sesbasar y puso los cimientos del Templo de Dios en Jerusalén; desde entonces hasta ahora se está reconstruyendo, pero aún no está terminado. Si le parece bien al rey, ordene que se investigue en el archivo real de Babilonia a ver si es verdad que el rey Ciro dio autorización para reedificar este Templo de Dios en Jerusalén; y que se nos remita la decisión del rey sobre este asunto». El rey Darío dio la orden de que se investigara en el archivo real de Babilonia donde se guardaban los documentos. Pero fue en Acmetá, en el palacio de la provincia de Media, donde se encontró un rollo que rezaba: Memoria: En el primer año de su reinado, el rey Ciro promulgó el siguiente edicto con relación al Templo de Dios en Jerusalén: «Que se edifique el Templo como lugar donde se ofrezcan sacrificios y que se echen sus cimientos. Su altura será de treinta metros y de otros tantos su anchura, con tres hileras de grandes piedras labradas y una de maderos. Los gastos correrán a cargo del rey. Se restituirán además al Templo de Dios los objetos de oro y plata que Nabucodonosor sacó del Templo de Jerusalén y llevó a Babilonia. Volverán al lugar que les corresponde en el Templo de Dios en Jerusalén». Por tanto, Tatnay, gobernador del otro lado del Éufrates, Setar-Boznay y demás colegas que gobernáis al otro lado del Éufrates, ¡alejaos de allí! Dejad que se realicen las obras del Templo de Dios y que el gobernador de Judea y los responsables de los judíos reconstruyan ese Templo de Dios en su emplazamiento original. Estas son mis órdenes sobre cómo debéis colaborar con los responsables de los judíos para llevar a cabo la reedificación del Templo de Dios: A cuenta del erario real y con dinero procedente de los tributos de la provincia Transeufratina, páguense puntualmente los gastos de esos hombres y que no pare la obra. Y según las indicaciones de los sacerdotes de Jerusalén, dad también lo necesario para los holocaustos al Dios del cielo: becerros, carneros y corderos, trigo, sal, vino y aceite. Que todo esto se les dé cada día, sin falta, para que puedan ofrecer sacrificios agradables al Dios del cielo y oren por la vida del rey y de sus hijos. Ordeno, además, que a cualquier persona que infrinja este decreto se le arranque una viga de su casa, sea empalado en ella y se convierta su casa en un montón de escombros. Dios, que ha hecho habitar allí su nombre, derribe a cualquier rey o pueblo que intente destruir el Templo de Dios que está en Jerusalén. Yo, Darío, he promulgado este decreto. Que sea puntualmente ejecutado. Entonces Tatnay, gobernador del otro lado del Éufrates, Setar-Boznay y sus colegas, actuaron exactamente como había ordenado el rey Darío. Por su parte, los responsables de los judíos, de acuerdo con las palabras proféticas de Ageo y Zacarías, descendiente de Idó, llevaron a cabo con éxito las obras de reconstrucción. Construyeron y acabaron la edificación según la orden del Dios de Israel y el mandato de Ciro, de Darío y de Artajerjes, reyes de Persia. Finalizó la construcción de este Templo el tercer día del mes de Adar, el sexto año del reinado de Darío. Los israelitas, los sacerdotes, los levitas y el resto de los repatriados dedicaron este Templo a Dios con alegría. Ofrecieron, con motivo de la dedicación del Templo, cien becerros, doscientos carneros, cuatrocientos corderos y, como expiación por todo Israel, doce machos cabríos, según el número de las tribus de Israel. Igualmente, organizaron a los sacerdotes por turnos y a los levitas según sus clases para el servicio de Dios en Jerusalén, conforme a lo escrito en el libro de Moisés. Los que regresaron del cautiverio celebraron la Pascua el día catorce del primer mes. Los sacerdotes y levitas se habían purificado sin excepción y todos estaban limpios. Así que sacrificaron la Pascua por los que habían vuelto del cautiverio, por sus hermanos sacerdotes y por sí mismos. Y la comieron, tanto los israelitas que habían vuelto del destierro como todos los que se habían separado de las impurezas de las gentes del lugar para buscar al Señor, Dios de Israel. Durante siete días celebraron con regocijo la fiesta de los Panes sin levadura porque el Señor los había llenado de gozo y había dispuesto favorablemente el corazón del rey de Asiria para darles ánimo en la obra del Templo del Dios de Israel. Después de estas cosas, en el reinado de Artajerjes, rey de Persia, Esdras que era hijo de Seraías, y descendiente de Azarías, de Jelcías, de Salún, de Ajitub, de Amarías, de Azarías, de Meraiot, de Zeraías, de Uzi, de Buquí, de Abisúa, de Finés, de Eleazar y de Aarón, el primer sacerdote, volvió de Babilonia. Era Esdras un escriba versado en la ley de Moisés otorgada por el Señor, Dios de Israel. El rey le concedía todo lo que pedía porque Esdras gozaba del favor del Señor. En el séptimo año del rey Artajerjes, volvieron con él a Jerusalén algunos israelitas; entre ellos había sacerdotes, levitas, cantores, porteros y donados. Llegó a Jerusalén en el quinto mes de dicho séptimo año del rey. Había comenzado el viaje el día uno del primer mes y llegó a Jerusalén el primer día del quinto mes, pues su Dios lo protegió. Esdras había preparado su corazón para investigar la ley del Señor, para practicarla y para enseñar en Israel sus estatutos y decretos. Esta es la copia de la carta que dio el rey Artajerjes a Esdras, sacerdote y escriba versado en los mandamientos del Señor y en los estatutos concernientes a Israel: «Artajerjes, rey de reyes, a Esdras, sacerdote y escriba experto en la ley del cielo: paz. He dado la orden siguiente: aquel que, en mi reino, pertenezca al pueblo de Israel, a sus sacerdotes o a sus levitas y quiera regresar a Jerusalén, que lo haga. Vas como enviado del rey y de sus siete consejeros a inspeccionar Judea y Jerusalén de acuerdo con la ley de tu Dios que te ha sido confiada. Llevarás también la plata y el oro que el rey y sus consejeros han ofrecido voluntariamente al Dios de Israel, cuya morada está en Jerusalén, además de toda la plata y oro que reúnas en la provincia de Babilonia y de todas las ofrendas voluntarias que el pueblo y los sacerdotes donen espontáneamente al Templo de su Dios, en Jerusalén. Con ese dinero date prisa en comprar becerros, carneros y corderos, con sus correspondientes ofrendas y libaciones. Las ofrecerás sobre el altar del Templo de vuestro Dios, en Jerusalén. Con lo que quede de la plata y el oro haced lo que mejor os parezca a ti y a tus hermanos. Hacedlo según la voluntad de vuestro Dios. Los objetos que se te entregan para el servicio del Templo de Dios los depositarás ante el Dios de Jerusalén. Todo lo que precises y consideres necesario para el Templo de tu Dios, tómalo del erario real. Yo, el rey Artajerjes, doy la orden a los tesoreros de la provincia Transeufratina para que todo cuanto os pida Esdras, sacerdote y escriba de la ley del Dios del cielo, se ejecute eficazmente; deberéis proporcionarle hasta cien talentos de plata, veintidós mil kilos de trigo, veintidós mil litros de vino, otros tantos de aceite y sal sin medida. Todo lo mandado por el Dios del cielo en relación con su Templo, ejecútese sin tardanza para que no descargue su ira contra el reino, el rey y sus hijos. Os hacemos saber que a los sacerdotes, levitas, cantores, porteros, donados y siervos del Templo de Dios no se les impondrá tributo, impuesto o peaje. Y tú, Esdras, conforme a la sabiduría que te ha otorgado tu Dios, pon jueces y magistrados que administren justicia a todo el pueblo que está al otro lado del Éufrates y conoce las leyes de tu Dios; a quienes no la conocen, enséñasela. Todo aquel que no cumpla la ley de tu Dios o la ley del rey será rigurosamente castigado, bien con la muerte, bien con destierro, multa o prisión». ¡Bendito sea el Señor, Dios de nuestros antepasados, que inspiró estas cosas al rey para honrar el Templo del Señor en Jerusalén, inclinando hacia él el favor del rey, de sus consejeros y de los altos dignatarios reales! Así que confortado por el Señor, mi Dios, de cuya protección gozaba, reuní a los principales de Israel para que regresaran conmigo. Estos son, según sus genealogías, los cabezas de familia que vinieron conmigo de Babilonia en el reinado de Artajerjes, rey de Babilonia: De los descendientes de Finés: Guersón. De los descendientes de Itamar: Daniel. De los descendientes de David: Jatús. De los descendientes de Secanías y de los descendientes de Parós: Zacarías, con el que se registraron otros ciento cincuenta varones. De los descendientes de Pajat-Moab: Elioenay, hijo de Zeraías y con él otros doscientos varones. De los descendientes de Zatú: Secanías, hijo de Jajaziel y con él otros trescientos varones. De los descendientes de Adín: Ebed, hijo de Jonatán, y con él otros cincuenta varones. De los descendientes de Elam: Isaías, hijo de Atalías, y con él otros setenta varones. De los descendientes de Sefatías: Zebadías, hijo de Micael, y con él otros ochenta varones. De los descendientes de Joab: Abdías, hijo de Jejiel, y con él otros doscientos ochenta varones. De los descendientes de Baní: Selomit, hijo de Josifías, y con él otros ciento sesenta varones. De los descendientes de Bebay: Zacarías, hijo de Bebay, y con él otros veintiocho varones. De los descendientes de Azgad: Jojanán, hijo de Jocatán, y con él otros ciento diez varones. De los descendientes de Adonicán, los últimos, estos son sus nombres: Elifélet, Jeiel y Semaías, y con ellos otros sesenta varones. De los descendientes de Bigvay: Utay y Zabud, y con ellos otros setenta varones. Reuní a todos junto al río que discurre hacia Ahavá y acampamos allí durante tres días. Observé que había gente del pueblo y sacerdotes, pero ningún levita. Entonces llamé a los jefes Eliezer, Ariel, Semaías, Elnatán, Jarib, Elnatán, Natán, Zacarías y Mesulán, así como a los eruditos Joyarib y Elnatán, y los envié a Idó, jefe en un lugar denominado Casifyá, indicándoles lo que debían decir a Idó y a sus hermanos (los donados residentes en la localidad de Casifyá) a fin de que nos facilitaran servidores para el Templo de nuestro Dios. Gracias a la protección de nuestro Dios nos enviaron a Serebías, hombre entendido de los descendientes de Majli, hijo de Leví, hijo de Israel; venían con él sus hijos y sus hermanos en un total de dieciocho varones. Nos enviaron, además, a Jasabías, y con él, Isaías, de los descendientes de Merarí, junto con sus hermanos e hijos; veinte personas en total. A ellos hay que añadir doscientos veinte más, todos designados por su nombre, de los donados que David y los jefes destinaron al servicio de los levitas. Allí, a orillas del río Ahavá, proclamé un ayuno con el fin de humillarnos ante nuestro Dios y solicitarle un feliz viaje para nosotros, nuestros hijos y toda nuestra hacienda. Me dio vergüenza pedir al rey tropa y caballerías que nos protegieran del enemigo durante el camino, pues habíamos dicho al rey: «Nuestro Dios protege bondadosamente a los que lo buscan, mientras que descarga su ira y poder contra los que lo abandonan». Así que ayunamos y suplicamos por todo esto al Señor y él nos atendió. Elegí, entonces, a doce de entre los principales sacerdotes, y también a Serebías y a Jasabías con diez de sus parientes. Les pesé la plata, el oro y los objetos que el rey, sus consejeros, los notables y todos los israelitas allí residentes habían ofrecido con destino al Templo de nuestro Dios. Lo pesé todo y confié a su custodia seiscientos cincuenta talentos de plata, otros objetos de plata por valor de cien talentos de oro, veinte tazones de oro valorados en mil dáricos y dos vasos de bronce bruñido, valiosos como si fueran de oro. Y les dije: —Vosotros estáis consagrados al Señor, y también lo están estos objetos de oro y plata que son ofrenda voluntaria al Señor, Dios de vuestros antepasados. Vigiladlos y custodiadlos hasta que sean pesados en Jerusalén, en los aposentos del Templo del Señor ante los responsables de los sacerdotes, los levitas y los cabezas de familia de Israel. Los sacerdotes y los levitas se hicieron cargo del oro, la plata y demás objetos con todo su peso con el fin de llevarlo a Jerusalén, al Templo de nuestro Dios. Partimos del río Ahavá el doce del primer mes para ir a Jerusalén, y la mano de nuestro Dios nos protegió librándonos de enemigos y salteadores durante el viaje. Llegados a Jerusalén descansamos durante tres días. Al cuarto día se pesaron la plata, el oro y los demás objetos en el Templo de nuestro Dios. Se entregaron al sacerdote Meremot, hijo de Urías, y a Eleazar, hijo de Finés. Con ellos estaban los levitas Josabab, hijo de Josué y Noadías hijo de Binúi. Todo fue contado y pesado anotándose la totalidad del peso. Los repatriados venidos del destierro sacrificaron holocaustos al Dios de Israel: doce becerros, noventa y seis carneros, setenta y siete corderos por todo Israel, y doce machos cabríos por los pecados. Todos fueron sacrificados en honor del Señor. Luego se entregaron los decretos del rey a los sátrapas del monarca y a los gobernadores del otro lado del Éufrates, los cuales se mostraron favorables al pueblo y al Templo del Señor. Concluidas estas cosas, se acercaron a mí los jefes diciendo: —Ni el pueblo de Israel, ni los sacerdotes, ni los levitas se han apartado de las gentes del lugar, sino que han imitado en sus abominaciones a los cananeos, hititas, moabitas, egipcios y amorreos, casándose ellos y sus hijos con las hijas de esos pueblos. Han mezclado así al pueblo santo con las gentes del lugar, siendo sus jefes y responsables los primeros en ser infieles. Al oír esto rasgué mi túnica y mi manto, me arranqué el pelo de mi cabeza y de mi barba, y me senté completamente desolado. A causa de esta infidelidad de los que habían regresado del exilio, se congregaron junto a mí todos los que respetaban las palabras del Dios de Israel. Yo permanecí sentado y desolado hasta la ofrenda de la tarde. A esa hora superé mi aflicción y, con mi túnica y mi manto rasgados, doblé mis rodillas y extendí mis manos al Señor, mi Dios suplicando: —Dios mío, estoy avergonzado y confuso y no me atrevo a levantar mi rostro hacia ti, pues nuestros pecados se han multiplicado y nuestras culpas se amontonan hasta llegar al cielo. Desde los días de nuestros antepasados hasta hoy, hemos incurrido en gran culpa. Por nuestras iniquidades, tanto nosotros como nuestros reyes y nuestros sacerdotes, hemos sido entregados a los reyes de otros países, a la espada, al cautiverio, al saqueo y al oprobio, hasta este momento. Pero ahora, por un instante, se ha hecho presente la bondad del Señor, nuestro Dios, al dejarnos un resto, concedernos un refugio en su santuario, dar luz a nuestros ojos y procurarnos un pequeño respiro en medio de nuestra servidumbre. Hemos sido esclavos, pero nuestro Dios no nos ha abandonado en nuestra esclavitud, sino que ha desplegado su misericordia ante los reyes de Persia para animarnos a levantar el Templo de nuestro Dios, para restaurar sus ruinas y darnos protección en Judá y Jerusalén. ¡Oh Dios nuestro!, ¿qué podemos decir ahora después de todo esto? Porque hemos abandonado tus mandamientos, aquellos que ordenaste por medio de tus siervos los profetas, diciendo: «La tierra que vais a poseer es tierra inmunda a causa de la corrupción de las gentes de esos territorios y de las abominaciones con que la han contaminado de un extremo al otro. No caséis, por tanto, vuestras hijas con sus hijos, ni vuestros hijos con sus hijas. No concertéis pactos con ellos ni busquéis su favor; de esta manera vosotros os haréis fuertes, comeréis los mejores frutos de la tierra y la dejaréis como herencia a vuestros hijos para siempre». Pues bien, después de todo lo que nos ha pasado a causa de nuestras malas acciones y de nuestra gran culpa, tú, ¡oh Dios nuestro!, no nos has castigado como merecían nuestras iniquidades, sino que nos has concedido ser este resto que ahora somos. ¿Volveremos a quebrantar tus mandamientos y a emparentar con pueblos que cometen tales abominaciones? ¿No te indignarás contra nosotros hasta aniquilarnos, hasta que no quede el más mínimo resto? ¡Oh Señor, Dios de Israel!, eres justo pues has permitido que sobreviva este resto que ahora somos. Aquí estamos ante ti con nuestras culpas; son ellas precisamente las que nos impiden permanecer en tu presencia. Mientras Esdras oraba y se confesaba llorando, postrado ante el Templo de Dios, se congregó junto a él una grandísima multitud de israelitas: hombres, mujeres y niños que lloraban también a lágrima viva. Tomó, entonces, la palabra Secanías, hijo de Jejiel, de la descendencia de Elam y dijo a Esdras: —Hemos sido infieles a nuestro Dios casándonos con mujeres extranjeras de las gentes del lugar. Pero a pesar de esto, todavía hay esperanza para Israel. Si le parece bien a mi señor y a cuantos respetan los mandamientos de nuestro Dios, comprometámonos ahora con nuestro Dios a despedir a todas esas mujeres y a sus hijos, haciendo que se cumpla la ley. Así que toma una decisión porque este asunto te incumbe. Nosotros estaremos contigo. ¡Ten ánimo y actúa! Entonces Esdras se puso en pie e hizo jurar a los jefes de los sacerdotes, a los levitas y a todo Israel que procederían según lo pactado. Y lo juraron. Seguidamente Esdras se retiró del Templo de Dios y se marchó a la casa de Jojanán, hijo de Eliasib. Allí estuvo sin comer ni beber totalmente abrumado a causa de la infidelidad de los repatriados. Corrieron entonces la voz por Judá y Jerusalén para que todos los que habían vuelto del exilio se congregaran en Jerusalén. Aquel que no viniera en el plazo de tres días, conforme al acuerdo de los jefes y responsables de la comunidad, perdería toda su hacienda y sería expulsado de la comunidad de los repatriados. En tres días se reunieron todos los hombres de Judá y Benjamín en Jerusalén. Era el día veinte del noveno mes cuando se sentó todo el pueblo en la plaza del Templo de Dios, temblando por el asunto a tratar y por la lluvia que caía. Esdras, el sacerdote, se puso en pie y les dijo: —Vosotros habéis pecado casándoos con mujeres extranjeras y habéis aumentado así la culpa de Israel. Dad, ahora, gracias al Señor, Dios de vuestros antepasados; cumplid su voluntad y apartaos de las gentes del lugar y de las mujeres extranjeras. Toda la asamblea asintió y dijo en alta voz: —Hágase conforme a lo que dices; pero el pueblo es numeroso, el tiempo lluvioso y no podríamos resistir a la intemperie, ya que la tarea no es de un día ni de dos, pues somos muchos los que hemos pecado. Que se queden nuestros jefes en representación de toda la asamblea. Y que todos los que en nuestras ciudades se han casado con mujeres extranjeras vengan en fechas concretas y acompañados de los responsables y jueces de cada ciudad hasta que aplaquemos el furor de la ira de nuestro Dios con relación a este tema. Solo Jonatán, hijo de Asael, y Jajazías, hijo de Ticvá, se opusieron apoyados por Mesulán y el levita Sabtay. El resto de los repatriados actuaron conforme a lo acordado. Al respecto, junto con el sacerdote Esdras fueron designados nominalmente los jefes de las respectivas familias, y el día primero del décimo mes se sentaron a investigar el asunto. El día primero del primer mes concluyó la investigación de los casos de quienes se habían casado con mujeres extranjeras. Entre los descendientes de los sacerdotes que se habían casado con mujeres extranjeras, se encontraron los siguientes: De los descendientes de Josué, hijo de Josadac, y de sus hermanos: Maasías, Eliezer, Jarib y Guedalías, los cuales se comprometieron bajo juramento a despedir a sus mujeres y a ofrecer un carnero del rebaño como reparación de su culpa. De los descendientes de Imer: Jananí y Zebadías. De los descendientes de Jarín: Maasías, Elías, Semaías, Jejiel y Ozías. De los descendientes de Pasur: Elioenay, Maasías, Ismael, Natanael, Jozabad y Elasá. Entre los levitas: Jozabad, Simí, Quelaías (este es quelita), Petaías, Judá y Eliezer. Entre los cantores: Eliasib. Entre los porteros: Salún, Télem y Urí. Entre los israelitas seglares: de los descendientes de Parós: Ramías, Jezías, Malquías, Mijamín, Eleazar, Malquías y Benaías. De los descendientes de Elam: Matanías, Zacarías, Jejiel, Abdí, Jeremot y Elías. De los descendientes de Zatú: Elioenay, Eliasib, Matanías, Jeremot, Zabad y Azizá. De los descendientes de Bebay: Jojanán, Jananías, Zabay y Atlay. De los descendientes de Baní: Mesulán, Maluc, Adaías, Jasub, Seal y Ramot. De los descendientes de Pajat-Moab: Adná, Quelal, Benaías, Maasías, Matanías, Besalel, Binúi y Manasés. De los descendientes de Jarín: Eliezer, Jisías, Malquías, Semaías, Simeón, Benjamín, Maluc y Semarías. De los descendientes de Jasún: Matenay, Matatá, Zabad, Elifélet, Jeremay, Manasés y Simí. De los descendientes de Baní: Madai, Amrán, Uel, Benaías, Bedías, Quelují, Vanías, Meremot, Eliasib, Matanías, Matenay, Jaasay, Baní, Binúi, Simí, Selemías, Natán, Adaías, Macnadbay, Sasay, Saray, Azarel, Selemías, Semarías, Salún, Amarías y José. De los descendientes de Nebo: Jeiel, Matatías, Zabad, Zebiná, Jadau, Joel y Benaías. Todos estos se habían casado con mujeres extranjeras, algunas de las cuales habían tenido hijos. Palabras de Nehemías, hijo de Jacalías. Corría el mes de Quisleu del año veinte y me encontraba yo en la ciudadela de Susa. Llegó entonces Jananí, uno de mis hermanos, con algunos hombres de Judá y les pregunté por los judíos que habían sobrevivido a la cautividad y también por Jerusalén. Me respondieron: —Los que han sobrevivido a la cautividad y viven en aquella provincia se encuentran en una situación lamentable y humillante. Las murallas de Jerusalén siguen derruidas y sus puertas quemadas. Al oír estas palabras me senté, rompí a llorar y durante algunos días hice duelo, orando y ayunando en presencia del Dios de los cielos. Y dije: —Por favor, Señor, Dios de los cielos, Dios grande y terrible que eres fiel a la alianza y misericordioso para con los que te aman y guardan tus mandamientos: mantén atentos tus oídos y abiertos tus ojos para escuchar la oración que este tu siervo te dirige hoy, día y noche, a favor de los israelitas, tus servidores. Confieso los pecados que los israelitas hemos cometido contra ti: tanto yo como la familia de mi padre hemos pecado y te hemos ofendido gravemente no observando los mandamientos, estatutos y preceptos que diste a tu siervo Moisés. Recuerda, por favor, lo que prometiste a tu siervo Moisés diciendo: «Si pecáis, os dispersaré entre los pueblos; pero si os arrepentís, guardáis mis mandamientos y los lleváis a la práctica, aunque os encontréis dispersos en el último rincón del mundo, de allí os juntaré y os traeré hasta el lugar que escogí para que en él more mi nombre». Ellos, tus siervos y tu pueblo, son los que redimiste con tu gran poder y mano poderosa. Escucha, Señor, la oración de tu siervo y la plegaria de tus servidores que solo desean honrar tu nombre. Concede hoy éxito a tu siervo haciendo que sea bien acogido por el rey. Por aquel tiempo era yo copero del rey. Corría el mes de Nisán del año vigésimo del rey Artajerjes, y estaba yo con el vino a punto delante del rey; lo levanté y se lo serví. Como nunca antes había estado triste en su presencia, el rey me preguntó: —Si no estás enfermo, ¿por qué está triste tu semblante? Solo puede ser porque tienes el corazón afligido. Me asusté mucho y contesté al rey: —¡Viva el rey para siempre! ¿Cómo no voy a estar triste si la ciudad donde se hallan los sepulcros de mis antepasados está desolada y sus puertas devoradas por el fuego? —¿Qué necesitas? —me preguntó el rey. Entonces yo me encomendé al Rey de los cielos y contesté al rey: —Si le parece correcto a su majestad y aprecia a este su siervo, envíeme a Judá, a la ciudad donde están los sepulcros de mis antepasados, y la reedificaré. El rey, a cuyo lado estaba sentada la reina, me preguntó: —¿Cuánto durará tu viaje y cuándo vas a regresar? Le propuse un plazo que le pareció bien y me dejó partir. Dije, además, al rey: —Si le place a su majestad, ordene que se me den cartas dirigidas a los gobernantes del otro lado del Éufrates para que me dejen franco el paso hasta Judá. Y ordene, asimismo, que se me dé una carta dirigida a Asaf, guardabosques del rey, para que me proporcione madera con destino a la construcción de las puertas de la ciudadela que está junto al Templo, así como de la muralla de la ciudad y de la casa que habitaré. El rey me lo concedió gracias a la bondad de mi Dios que velaba sobre mí. Me dirigí, pues, a los gobernadores del otro lado del Éufrates y les entregué las cartas del rey, que también me había facilitado una escolta de oficiales y gente de a caballo. Cuando se enteraron de ello Sambalat, el joronita, y su ayudante amonita Tobías, les desagradó sobremanera que alguien viniera a procurar el bien de los israelitas. Llegué a Jerusalén y estuve allí tres días. Me levanté de noche con unos cuantos hombres, sin comunicar a nadie lo que mi Dios me había inspirado hacer en Jerusalén. La única cabalgadura que había era la que yo cabalgaba. Salí de noche por la Puerta del Valle en dirección a la fuente del Dragón y a la Puerta del Muladar; inspeccioné las murallas de Jerusalén que estaban derruidas y también las puertas que habían sido devoradas por el fuego; me dirigí luego a la Puerta de la Fuente y al Estanque del Rey, pero no había modo de pasar con la cabalgadura. Así que, todavía de noche, subí por el torrente, examiné la muralla y volví a pasar por la Puerta del Valle, regresando a casa. No supieron las autoridades a dónde había ido ni qué había hecho, pues hasta aquel momento nada había comunicado a los judíos: ni a los sacerdotes, ni a los nobles, ni a las autoridades, ni a los encargados de la obra. Solo entonces les dije: —Ya veis la ruinosa situación en la que estamos: Jerusalén desolada y sus puertas devoradas por el fuego. Venid y reconstruyamos la muralla de Jerusalén; dejaremos así de ser objeto de oprobio. Los puse al corriente de lo que me había dicho el rey y de cómo Dios me había protegido. Ellos, por su parte, animándose mutuamente para una tarea tan hermosa, respondieron: —¡Manos a la obra y comencemos la reconstrucción! Cuando se enteraron de esto Sambalat, el joronita, su ayudante amonita Tobías y el árabe Guesén, se burlaron de nosotros y nos dijeron con menosprecio: —¿Qué es lo que estáis haciendo? ¿Acaso intentáis rebelaros contra el rey? Les repliqué: —El Dios de los cielos nos dará éxito. Nosotros, sus siervos, pondremos manos a la obra y llevaremos a cabo la reconstrucción. Vosotros, en cambio, no tenéis parte, ni derecho, ni nada que recordar en Jerusalén. Así pues, el sumo sacerdote Eliasib y sus hermanos, los sacerdotes, pusieron manos a la obra y reconstruyeron la Puerta de las Ovejas. La montaron y la consagraron y luego continuaron la obra de reconstrucción hasta la Torre de Ciento y hasta la Torre de Jananel, obra que también consagraron. Codo con codo con ellos trabajaron asimismo los de Jericó y Zacur, hijo de Imrí. La familia de Senaá construyó la Puerta del Pescado, poniendo las vigas, montando las hojas de las puertas y colocando las cerraduras y las barras. Junto a ellos participaron en la restauración Meremot, hijo de Urías y nieto de Cos, y también Mesulán, hijo de Berequías y nieto de Mesezabel, junto con Sadoc, hijo de Baaná. También los tecoítas colaboraron en la obra, si bien sus notables rehusaron participar en la obra de sus señores. La Puerta Vieja fue restaurada por Joyadá, hijo de Paséaj, y por Mesulán, hijo de Besodías, quienes pusieron las vigas y colocaron las hojas de las puertas con sus cerraduras y sus barras. Junto a ellos trabajaron Melatías, el gabaonita, y Jadón, el meronita, oriundos de Gabaón y de Mispá, todos a expensas del gobernador del otro lado del Éufrates. A su lado trabajaron también Uziel, hijo de Jaraías, del gremio de los orfebres, y Jananías, del gremio de los perfumeros. Todos estos restauraron la muralla de Jerusalén hasta el muro ancho. A su vez Refaías, hijo de Jur y jefe de la mitad del distrito de Jerusalén, junto con Jedaías, hijo de Jarumaf, en el tramo situado frente a su casa, con Jatús, hijo de Jasabnías, con Malquías, hijo de Jarín, y con Jasub, hijo de Pajat-Moab, restauraron el segundo sector hasta la Torre de los Hornos. Codo con codo junto a ellos, y acompañado de sus hijas, participó en la restauración Salún, hijo de Jalojes y jefe de la otra mitad del distrito de Jerusalén. La Puerta del Valle la reconstruyeron Janún y los habitantes de Zanoaj; la reedificaron y montaron las hojas de las puertas con sus cerraduras y sus barras, restaurando además medio kilómetro de muralla, hasta la Puerta del Muladar. La Puerta del Muladar la restauró Malquías, hijo de Recab, jefe del distrito de Bet Jaquerén; la reedificó y colocó las hojas de sus puertas con sus cerraduras y sus barras. La Puerta de la Fuente la restauró Salún, hijo de Coljoze, jefe del distrito de Mispá. La reedificó, puso las vigas, colocó las hojas de sus puertas con sus cerraduras, sus barras y restauró también el muro del Estanque de Siloé, junto al Huerto del Rey, hasta la escalinata por la que se baja de la ciudad de David. Siguiendo sus pasos, Nehemías, hijo de Azbuc y jefe de la mitad del distrito de Bet Sur, continuó la obra de restauración hasta llegar a los sepulcros de David, la alberca artificial y la Casa de los Héroes. El tramo siguiente, correspondiente a su sector, lo restauraron los levitas Rejún, hijo de Baní y Jasabías, jefe de la mitad del distrito de Queila. Prosiguieron la restauración sus parientes, entre ellos Bavay, hijo de Jenadad, gobernador de la otra mitad del distrito de Queila. Por su parte, Ezer, hijo de Josué, jefe de Mispá, reconstruyó el tramo del Ángulo situado frente a la Subida de la Armería; y Baruc, hijo de Zabay, restauró el tramo que va desde el Ángulo hasta la entrada de la mansión de Eliasib, el sumo sacerdote. Continuó el trabajo Meremot, hijo de Urías y nieto de Cos que restauró el tramo que va desde la entrada de la mansión de Eliasib hasta el final de la misma. Y también colaboraron en la obra los sacerdotes residentes en la llanura. Benjamín y Jasub restauraron el tramo que estaba frente a su casa, mientras Azarías, hijo de Maasías y nieto de Ananías, hacía lo propio con el de la suya. Por su parte Binuí, hijo de Jenadad, restauró el tramo que va desde la casa de Azarías hasta el rincón del Ángulo. Palal, hijo de Uzay, restauró el sector que está enfrente del Ángulo y enfrente de la torre que sobresale en el palacio del Rey, la que da al patio de la cárcel. A continuación Pedaías, hijo de Parós, y con él los donados que vivían en el Ófel restauraron en dirección este hasta llegar frente a la Puerta de las Aguas y la torre que sobresale. Los tecoítas repararon el tramo que está frente a la Gran Torre que sobresale hasta llegar al muro del Ófel, mientras los sacerdotes lo hicieron en el tramo que cada uno tenía frente a su casa a partir de la Puerta de los Caballos. Después de ellos Sadoc, hijo de Imer, restauró el tramo que estaba frente a su casa, y Semaías, hijo de Secanías y guardián de la Puerta Oriental, continuó el trabajo. Jananías, hijo de Selemías, y Janún, sexto hijo de Salaf, restauraron otro tramo de la muralla, mientras Mesulán, hijo de Berequías, restauraba el tramo situado delante de su casa. Finalmente, Malquías, del gremio de los orfebres, llevó a cabo la restauración del tramo que se prolonga hasta la Casa de los Donados y de los Comerciantes, llegando frente a la Puerta de la Inspección y a la cámara alta del Ángulo. Los orfebres y comerciantes, por su parte, restauraron el tramo comprendido entre la cámara alta del Ángulo y la Puerta de las Ovejas. Al enterarse Sambalat de que estábamos reconstruyendo la muralla, se enfureció sobremanera y burlándose de los judíos se expresó en estos términos ante sus colegas y la guarnición de Samaría: —¿Qué están haciendo esos judíos muertos de hambre? ¿Es que nadie se lo va a impedir? ¿Volverán a ofrecer sacrificios? ¿Serán capaces de terminar la obra? Las piedras calcinadas ¿recobrarán vida de entre los montones de escombros? Tobías, el amonita, que estaba junto a él, comentó: —Bastará que una zorra suba a la muralla que están construyendo para que se desmorone. [Entonces oré al Señor]: —¡Escucha, Dios nuestro, cómo se burlan de nosotros! ¡Que sus insultos se vuelvan contra ellos y que se conviertan en despojos humanos en un país que los esclavice! No toleres su iniquidad ni borres de tu presencia su pecado ante ti, pues se han ensañado con los que reconstruyen la muralla. Reconstruimos, pues, la muralla completando la obra hasta media altura, gracias a que el pueblo puso el corazón en el empeño. Cuando Sambalat, Tobías, los árabes, los amonitas y los de Asdod se enteraron de que se avanzaba en la restauración de las murallas de Jerusalén y de que se iban cerrando las brechas, se enfurecieron y todos a una conspiraron para luchar contra Jerusalén y causarle el mayor daño posible. Así que oramos a nuestro Dios y establecimos contra ellos una guardia de día y de noche. Los de Judá decían: —Empiezan a fallar las fuerzas de los acarreadores y el escombro es mucho. No podremos reconstruir la muralla. Por su parte nuestros enemigos decían: —Que no se enteren ni nos vean hasta que irrumpamos en medio de ellos, los matemos y paremos la obra. Pero los judíos que residían entre ellos no cesaban de advertirnos: —De todos los sitios caerán sobre vosotros. Así que coloqué al pueblo por familias con sus espadas, lanzas y arcos en las partes bajas por detrás de la muralla y en los lugares descubiertos. Inspeccioné el dispositivo, me puse en pie y dije a los nobles, a las autoridades y al resto del pueblo: —¡No temáis ante ellos! ¡Acordaos que el Señor es grande y poderoso! ¡Luchad por vuestros hermanos, hijos e hijas, por vuestras mujeres y vuestras casas! Constataron nuestros enemigos que estábamos apercibidos y que Dios había desbaratado sus planes; así que pudimos volver a las murallas, cada uno a su trabajo. Desde aquel día, la mitad de mis muchachos trabajaba en la obra y la otra mitad empuñaba lanzas, escudos, arcos y corazas, mientras los jefes todos de Judá los apoyaban incondicionalmente. Los que construían la muralla y los que portaban las cargas realizaban con una mano el trabajo y con la otra empuñaban un arma. Cada albañil tenía una espada ceñida a la cintura y así realizaba su labor. A mi lado estaba permanentemente alguien que tocara la corneta. Dije a los nobles, a las autoridades y al resto del pueblo: —La obra es extensa y estamos desperdigados a lo largo de la muralla, lejos los unos de los otros. Así que cuando oigáis el sonido de la corneta acudid allí para ayudarnos. Nuestro Dios luchará por nosotros. Desde el amanecer hasta que salían las estrellas trabajábamos en la obra, siempre con la mitad de nosotros empuñando las lanzas. Dije también al pueblo: —Que cada uno pernocte con su criado dentro de Jerusalén, haciendo guardia de noche y trabajando de día. Ni yo, ni mis familiares, ni mis muchachos, ni los hombres de la guardia que me acompañaban nos quitábamos el vestido; nadie se separaba de su arma. Se levantó entonces un gran clamor del pueblo y de sus mujeres contra sus compatriotas judíos. Había quienes decían: —Nosotros, nuestros hijos e hijas somos muchos. Que se nos proporcione cereal para que podamos comer y vivir. Otros se quejaban: —Hemos tenido que empeñar nuestros campos, viñas y casas para obtener cereal y combatir el hambre. Y otros se lamentaban: —Hemos tenido que pedir préstamos a causa del tributo real sobre nuestros campos y viñas. Somos de la misma raza que nuestros otros compatriotas y nuestros hijos son como los suyos; sin embargo, tenemos que someterlos a servidumbre. Algunas de nuestras hijas se han convertido en esclavas y no hemos podido impedirlo porque nuestros campos y viñas son de otros. Al oír estas quejas y estos razonamientos me indigné sobremanera y, después de reflexionar, recriminé a los nobles y a las autoridades diciéndoles: —¿Cómo es que exigís interés a vuestros hermanos? A renglón seguido convoqué contra ellos una gran asamblea y les dije: —Nosotros hemos rescatado, dentro de nuestras posibilidades, a nuestros compatriotas judíos que habían sido vendidos a los paganos; ¡y ahora vosotros vendéis a vuestros compatriotas para que tengamos que volver a rescatarlos! Se callaron porque no tenían argumentos. Yo entonces añadí: —No está bien lo que hacéis. ¿No deberíais más bien respetar a nuestro Dios para que no nos menosprecien los paganos, nuestros enemigos? Yo, mis familiares y mis muchachos, también les hemos prestado dinero y cereal. ¡Perdonemos todos las deudas! Devolvedles hoy mismo sus campos, sus viñas, sus olivares y sus casas, así como cualquier interés que hayáis podido cobrarles por el dinero, el cereal, el vino y el aceite. Respondieron: —Lo devolveremos y no reclamaremos nada. Haremos como nos pides. Mandé llamar a los sacerdotes y les hice jurar que cumplirían lo prometido. Sacudí mi manto y dije: —Sacuda Dios la casa y los bienes de todo aquel que no cumpla esta promesa; que se vea sacudido y despojado. —¡Amén! —respondió toda la asamblea. Alabó entonces el pueblo al Señor y cumplió su promesa. Desde el día en que fui nombrado gobernador de Judá, a saber, desde el año vigésimo al trigésimo segundo del reinado de Artajerjes, doce años en total, ni yo ni mis familiares hemos vivido a expensas de lo que corresponde al gobernador. Todo lo contrario de los gobernadores que me precedieron y que abrumaron al pueblo cobrándole más de cuarenta siclos cada día por el pan y el vino, además de que sus servidores tiranizaban al pueblo. Yo no actué de esa manera por respeto a Dios. Participé en los trabajos de reconstrucción de la muralla sin adquirir campo alguno; y toda mi gente estaba también allí colaborando en la obra. A mi mesa se sentaban ciento cincuenta comensales, entre judíos y autoridades, sin contar los que acudían a nosotros de las naciones de nuestro alrededor. Cada día se preparaba un buey, seis carneros seleccionados y aves. Se traía también vino en abundancia cada diez días y, a pesar de ello, nunca me aproveché de lo que me correspondía como gobernador, porque ya era bastante insoportable la carga que pesaba sobre el pueblo. ¡Acuérdate de mí, Dios mío, y recompénsame por todo lo que he hecho en favor de este pueblo! Cuando Sambalat, Tobías, el árabe Guesén y el resto de nuestros enemigos se enteraron de que había sido reconstruida la muralla y tapadas todas las brechas (aunque por entonces todavía no habían sido colocadas las hojas de las puertas), Sambalat y Guesén me enviaron un mensaje para que me entrevistara con ellos en una de las aldeas de la vega de Onó. Sin duda tramaban hacerme algún daño, por lo que les envié mensajeros con esta respuesta: —La obra que tengo entre manos es de gran envergadura y no puedo bajar. ¿Por qué he de interrumpir la obra y abandonarla para ir a entrevistarme con vosotros? Cuatro veces me vinieron con este mensaje y siempre respondí lo mismo. Sambalat, por quinta vez, envió a su criado con una carta abierta, que decía: —Corre por ahí la voz —y Gasmú lo confirma— que tú y los judíos pensáis rebelaros y que esa es la razón por la que estáis reconstruyendo la muralla. Comentan incluso que pretendes ser su rey para lo que has designado profetas que, refiriéndose a ti, proclamen en Jerusalén: «¡Judá tiene ya rey!». Antes de que lleguen al rey estos rumores, ven y dialoguemos. Contesté a Sambalat: —Nada de lo que dices es verdad; son simples invenciones tuyas. Lo que pretendían era atemorizarnos pensando: «Terminarán por desanimarse y no acabarán la obra». Así que hazme poner más empeño. Después de esto fui a casa de Semaías, hijo de Delaías y nieto de Mejetabel, que se encontraba recluido en casa. Me dijo: —Reunámonos en el Templo de Dios, en el interior del santuario, y cerremos sus puertas porque esta noche van a venir a matarte. Pero yo le contesté: —¿Ha de huir alguien como yo? Uno como yo no puede refugiarse en el santuario para salvar la vida. ¡De ninguna manera entraré! Y es que, en realidad, me di cuenta de que no hablaba como portavoz de Dios, sino que intentaba traicionarme porque había sido comprado por Tobías y Sambalat. Había sido contratado para intimidarme y hacerme pecar al comportarme de ese modo. Pretendían con ello crearme mala fama y desprestigiarme. ¡Ten en cuenta, Dios mío, todo lo que me han hecho Tobías y Sambalat! ¡Acuérdate, también, de la profetisa Noadías y de los demás profetas que me intimidaban! El veinticinco del mes de Elul, al cabo de cincuenta y dos días, se concluyó la restauración de la muralla. Al enterarse nuestros enemigos y las gentes de nuestro alrededor, se llenaron de temor y reconocieron que esta obra se había realizado gracias a nuestro Dios. En aquella época muchos de los principales de Judá se carteaban con Tobías y este con ellos. En Judá había muchos partidarios de Tobías porque era yerno de Secanías, hijo de Araj, y Jojanán, su hijo, había tomado por mujer a la hija de Mesulán, hijo de Berequías. Me contaban lo bien que Tobías hacía las cosas y, a la vez, le informaban de mí. Él, por su parte, seguía enviándome misivas atemorizadoras. Tras reconstruirse la muralla y colocar las puertas, se designaron los porteros, cantores y levitas. A Jananí, mi hermano, y a Jananías, jefe de la fortaleza de Jerusalén, que era un hombre íntegro y que sobresalía entre los demás por el respeto a Dios, les ordené lo siguiente: —No se abrirán las puertas de Jerusalén hasta que el sol caliente y deberán cerrarse con los correspondientes barrotes antes de que se ponga. Se establecerán, además, centinelas de entre los habitantes de Jerusalén para que hagan guardia cerca de su casa. La ciudad era espaciosa y extensa pero la habitaba poca gente y apenas si había casas reedificadas. Por inspiración de Dios convoqué a los nobles, a las autoridades y al pueblo para hacer un censo por familias. Encontré el registro genealógico de los que habían regresado a Jerusalén al principio y en él estaba escrito lo siguiente: «Estos son los pertenecientes a la provincia [de Judá] que regresaron de la cautividad adonde los había desterrado Nabucodonosor, rey de Babilonia, y que volvieron a Jerusalén y a Judá, cada uno a su ciudad, con Zorobabel, Josué, Nehemías, Azarías, Raamías, Najamán, Mardoqueo, Bilsán, Misperet, Bigvay, Rejún y Baaná. Número de los varones [seglares] israelitas: Dos mil ciento setenta y dos descendientes de Parós; trescientos setenta y dos descendientes de Sefatías; seiscientos cincuenta y dos descendientes de Araj; dos mil ochocientos dieciocho descendientes de Pajat-Moab (es decir, de Josué y de Joab); mil doscientos cincuenta y cuatro descendientes de Elam; ochocientos cuarenta y cinco descendientes de Zatú; setecientos sesenta descendientes de Zacay; seiscientos cuarenta y ocho descendientes de Baní; seiscientos veintiocho descendientes de Bebay; dos mil trescientos veintidós descendientes de Azgad; seiscientos sesenta y siete descendientes de Adonicán; dos mil sesenta y siete descendientes de Bigvay; seiscientos cincuenta y cinco descendientes de Adín; noventa y ocho descendientes de Ater (es decir, de la descendencia de Ezequías); trescientos veintiocho descendientes de Jasún; trescientos veinticuatro descendientes de Besay; ciento doce descendientes de Jarif; noventa y cinco descendientes de Gabaón. Hay que añadir ciento ochenta y ocho varones oriundos de Belén y de Netofá, ciento veintiocho oriundos de Anatot, cuarenta y dos de Bet Azmávet, y setecientos cuarenta y tres de Quiriat-Jearín, Quefirá y Beerot; seiscientos veintiún varones oriundos de Ramá y de Gueba, ciento veintidós de Micmás, ciento veintitrés de Betel y de Hay, y cincuenta y dos del otro Nebó. Además de mil doscientos cincuenta y cuatro oriundos del otro Elam, trescientos veinte de Jarín, trescientos cuarenta y cinco de Jericó, setecientos veintiuno de Lod, Jadid y Onó y tres mil novecientos treinta oriundos de Senaá. Entre los sacerdotes estaban: novecientos setenta y tres descendientes de Jedaías (de la familia de Josué); mil cincuenta y dos descendientes de Imer; mil doscientos cuarenta y siete descendientes de Pasur, y mil diecisiete descendientes de Jarín. Entre los levitas estaban: setenta y cuatro descendientes de Josué y de Cadmiel (de los descendientes de Hodavías); había también ciento cuarenta y ocho cantores de los descendientes de Asaf y ciento treinta y ocho porteros descendientes de Salún, Ater, Talmón, Acub, Jatitá y Sobay. Entre los donados estaban los descendientes de Sijá, Jasufá, Tabaot, Querós, Sía, Padón, Lebaná, Jagab, Salmay, Janán, Gidel, Gájar, Reaías, Resín, Necodá, Gazán, Uzá, Paséaj, Besay, Meunín, Nefisesín, Bacbuc, Jacufá, Jarjur, Baslut, Mejidá, Jarsá, Barcós, Sísara, Temá, Nezía y Jatifá. Entre los descendientes de los siervos de Salomón estaban los de Sotay, Soferet, Perudá, Jaalá, Darcón, Guidel, Sefatías, Jatil, Poquéret-Hasebáin y Amón. Todos los donados y descendientes de los siervos de Salomón sumaban en total trescientos noventa y dos. Entre los que regresaron de Tel-Mélaj, Tel-Jarsá, Querub, Addón e Imer sin poder demostrar que su familia y su linaje eran israelitas estaban: ciento cuarenta y dos descendientes de Delaías, Tobías y Necodá. Y por lo que se refiere a los sacerdotes, los descendientes de Jobaías, Cos, Barzilay (que tomó mujer entre las hijas del galaadita Barzilay y fue conocido con el nombre de ellas) indagaron en sus registros genealógicos y no los encontraron, así que fueron excluidos del sacerdocio. El gobernador les dijo que no comieran manjares consagrados hasta que se presentase un sacerdote para [consultar] el Urín y el Tumín. Toda la comunidad constaba, en conjunto, de cuarenta y dos mil trescientas sesenta personas, aparte de los siete mil trescientos treinta y siete siervos y siervas; había asimismo doscientos cuarenta y cinco cantores y cantoras. Y tenían, además, cuatrocientos treinta y cinco camellos y seis mil setecientos veinte asnos. Algunos cabezas de familia hicieron ofrendas para la obra. El gobernador dio para el tesoro mil dracmas de oro, cincuenta tazones y quinientas treinta túnicas sacerdotales. Los cabezas de familia aportaron al presupuesto de la obra veinte mil dracmas de oro y dos mil minas de plata. El resto del pueblo donó veinte mil dracmas de oro, dos mil minas de plata y setenta y siete túnicas sacerdotales. Los sacerdotes, levitas, porteros, cantores, gente del pueblo, donados y todos los demás israelitas se establecieron en sus ciudades. Al llegar el séptimo mes, residían ya los israelitas en sus respectivas ciudades». Se congregó todo el pueblo, de común acuerdo, en la plaza que está delante de la Puerta de las Aguas y pidieron al escriba Esdras que trajese el libro de la Ley de Moisés, la que había dado el Señor a Israel. Era el primer día del séptimo mes y el sacerdote Esdras trajo el Libro de la Ley ante todos los hombres y mujeres reunidos, ante todos los que estaban capacitados para entender, y lo leyó en la plaza que está delante de la Puerta de las Aguas, desde el alba hasta el mediodía, en presencia de los hombres, las mujeres y los capacitados para entender. Los oídos de todo el pueblo prestaban atención. Esdras, el escriba, se encontraba en pie sobre un estrado de madera que se había levantado para la ocasión. Junto a él, a su derecha, estaban Matatías, Sema, Anaías, Urías, Jelcías y Maasías, y a su izquierda estaban Pedaías, Misael, Malquías, Jasún, Jasbadana, Zacarías y Mesulán. Esdras abrió el libro ante los ojos de todo el pueblo (pues sobresalía por encima de ellos) y, al abrirlo, todo el pueblo se puso en pie. Bendijo Esdras al Señor, Dios grande, y todo el pueblo respondió: «Amén, amén». Alzaron sus manos, se inclinaron y adoraron al Señor rostro en tierra. Josué, Baní, Serebías, Jamín, Acub, Sabetay, Hodiyías, Maasías, Quelitá, Azarías, Jozabad, Janán, Pelaías, e incluso los levitas, explicaban la ley al pueblo que se mantenía atento. El Libro de la Ley era leído con claridad y [los levitas] explicaban su sentido de manera que comprendieran la lectura. El gobernador Nehemías, el sacerdote y escriba Esdras y los levitas que enseñaban a la gente dijeron a todo el pueblo: —Hoy es un día dedicado al Señor, vuestro Dios. No os entristezcáis ni lloréis. Y es que el pueblo lloraba al oír las palabras de la Ley. Les dijo además: —Id a comer manjares escogidos, bebed vinos generosos e invitad al que no disponga de nada para sí. Hoy es un día consagrado a nuestro Señor; no os entristezcáis porque la alegría del Señor es vuestra fuerza. Los levitas tranquilizaban a todo el pueblo diciendo: —¡No lloréis ni os entristezcáis! Este es un día consagrado. Se retiró todo el pueblo a comer y a beber; invitaron a otros y dieron muestras de una gran alegría porque habían entendido las palabras que les habían enseñado. Al día siguiente se reunieron los cabezas de familia de todo el pueblo, los sacerdotes, los levitas y el escriba Esdras para profundizar en las palabras de la ley. Y en la ley promulgada por Moisés encontraron escrito que los israelitas debían habitar en cabañas durante la fiesta del séptimo mes y que, por tanto, debían hacer correr la voz por Jerusalén y por todas sus ciudades para que salieran al monte y trajeran ramas de olivo y de acebuche, de mirto, de palmeras y de otros árboles frondosos para hacer cabañas, según lo prescrito. Salió, pues, el pueblo, trajo las ramas e hicieron con ellas cabañas para cada uno en sus patios y terrazas, así como en los atrios del Templo de Dios, en la plaza de la Puerta de las Aguas y en la plaza de la Puerta de Efraín. Todos los que habían regresado del destierro construyeron cabañas y habitaron en ellas. Era algo que los israelitas no hacían desde los días de Josué, hijo de Nun, hasta entonces. Y hubo una alegría muy grande. Se leyó el Libro de la Ley de Dios todos los días, desde el primero hasta el último. Hicieron fiesta durante siete días y al octavo se celebró, según la costumbre, una solemne asamblea. El vigésimo cuarto día de ese mes se reunieron los israelitas y ayunaron vestidos de sayal y cubiertos de polvo. Se separaron los del linaje de Israel de todos los extranjeros y, en pie, confesaron sus pecados y las culpas de sus antepasados. Durante una cuarta parte del día, estando de pie en su sitio, leyeron el Libro de la Ley del Señor, su Dios; durante otra cuarta parte del día reconocieron sus pecados y adoraron al Señor, su Dios. Luego subieron al estrado los levitas Josué, Baní, Cadmiel, Sebanías, Bunní, Serebías, Baní y Quenaní e invocaron en alta voz al Señor, su Dios. Esto es lo que dijeron los levitas Josué, Cadmiel, Baní, Jasabnías, Serebías, Hodías, Sebanías y Petaías: —Decidíos a bendecir al Señor vuestro Dios: Desde siempre y para siempre sea bendito tu nombre glorioso, que sobrepasa toda bendición y alabanza. Tú eres el Señor, solo tú. Tú hiciste los cielos, lo más alto de los cielos y todos sus ejércitos; la tierra y cuanto hay en ella, los mares y todo cuanto hay en ellos. A todas las cosas das vida y te adoran los ejércitos del cielo. Tú eres el Señor, el Dios que escogió a Abrán, a quien sacaste de Ur de los Caldeos y pusiste por nombre Abrahán. Viste que te era fiel e hiciste alianza con él, para darle a él y a su linaje la tierra del cananeo, del hitita, del amorreo, del fereceo, del jebuseo y del guirgaseo. Y siendo como eres leal, has cumplido tu palabra. Tú viste cómo sufrían nuestros antepasados en Egipto, escuchaste en el mar de las Cañas su clamor. Hiciste señales y prodigios contra el faraón y todos sus siervos, contra todo el pueblo de su tierra, porque pudiste comprobar con cuánta insolencia los trataban. Así te labraste una fama que hoy todavía perdura. Abriste el mar ante ellos y lo cruzaron a pie enjuto. Arrojaste a sus perseguidores al abismo como se lanza una piedra a las aguas turbulentas. Durante el día los guiaste mediante una columna de nube; por la noche los alumbrabas mediante una columna de fuego para que prosiguieran su camino. Descendiste al monte Sinaí y hablaste con ellos desde el cielo. Les diste normas justas, leyes verdaderas, buenos preceptos y estatutos. Les hiciste saber que el sábado es día consagrado a ti. Por medio de tu siervo Moisés les procuraste mandamientos, unos estatutos y una ley. Para su hambre, les diste pan del cielo; para su sed, agua brotada de la peña. Les dijiste que entraran a poseer la tierra, que habías jurado solemnemente regalarles. Pero nuestros antepasados actuaron con soberbia y desoyeron, tercos, tus mandatos. No quisieron escucharte, no se acordaron de las maravillas que hiciste en su favor; rebeldes y tozudos, se empeñaron en regresar a su situación de esclavitud. Pero tú eres un Dios que perdona, un Dios clemente y compasivo, lento a la ira y rico en amor. Así que no los abandonaste, ni siquiera cuando se hicieron un becerro fundido y proclamaron: «Este es el dios que te sacó de Egipto», cometiendo así un tremendo pecado. Tú, por tu inmensa ternura, no los abandonaste en el desierto. No les faltó la columna de nube para guiarlos por el camino durante el día, ni la columna de fuego, para alumbrar por la noche la senda que debían recorrer. Les diste tu buen espíritu y de esa manera los instruiste; no retiraste tu maná de su boca, y para su sed los abasteciste de agua. Los sustentaste en el desierto y nada echaron en falta: no envejecieron sus vestidos, ni se hincharon sus pies. Les diste reinos y pueblos que se repartieron por distritos. Se apoderaron del país de Sejón, rey de Jesbón, de la tierra de Og, rey de Basán. Multiplicaste sus hijos como las estrellas del cielo; los introdujiste en la tierra que habías jurado dar a sus antepasados. Vinieron sus hijos y conquistaron el país: les sometiste sus habitantes, pusiste a los cananeos en sus manos, tanto a los reyes como a la gente del país, para que dispusieran de ellos a su antojo. Conquistaron ciudades fortificadas y también la tierra fértil. Se hicieron con casas repletas de bienes, con cisternas excavadas, con viñas y olivares, con gran cantidad de árboles frutales. Comieron, se saciaron, engordaron; y gracias a tu bondad disfrutaron de una vida deliciosa. Pero no te obedecieron y se rebelaron contra ti dando la espalda a tu ley. Mataron a tus profetas, que les reprendían para que se convirtieran a ti, y te ofendieron gravemente. Así que los entregaste a sus enemigos y estos los oprimieron. Entonces angustiados, clamaron a ti y tú los escuchaste desde el cielo: lleno de compasión les procuraste libertadores que los salvasen de sus enemigos. Pero apenas se sentían en paz, otra vez volvían a ofenderte, y otra vez los entregabas en manos de sus enemigos que volvían a oprimirlos. De nuevo clamaban a ti y tú los escuchabas desde el cielo. Así fue como los libraste muchas veces conforme a tu gran misericordia. No cesabas de amonestarlos para que se convirtieran a tu ley; ellos, sin embargo, fueron soberbios y no escucharon tus mandatos. Pecaron contra tus normas que dan vida a quien las cumple; rebeldes, te dieron la espalda y, tercos, no quisieron escuchar. Los soportaste durante años, tu espíritu los amonestó por medio de tus profetas, pero ellos no quisieron escuchar; por eso los entregaste a gentes de [otros] países. Pero en tu gran misericordia no los abandonaste ni aniquilaste, tú que eres un Dios clemente y compasivo. Ahora, pues, Dios nuestro, Dios grande, poderoso y terrible, que eres misericordioso y te mantienes fiel a la alianza: ¡No tengas en poco todo el dolor que sufrieron nuestros reyes, nuestros príncipes y sacerdotes, nuestros profetas y todo tu pueblo desde los tiempos de los reyes asirios hasta el día de hoy! Te has portado justamente en cuanto nos ha sucedido; tú has actuado rectamente, nosotros hemos sido los perversos. Nuestros reyes y nuestros jefes, nuestros sacerdotes y antepasados incumplieron tu ley: no atendieron tus mandamientos ni las advertencias que les hiciste. Les habías concedido un reino y una gran prosperidad en una tierra fértil y espaciosa; pero no te sirvieron ni se apartaron del mal. Pues bien, hoy vivimos como esclavos en la tierra que diste a nuestros antepasados para que comieran sus frutos y gozaran de sus bienes. ¡Hoy vivimos en ella como esclavos! Produce frutos abundantes, pero son para los soberanos que has puesto sobre nosotros a causa de nuestros pecados. Disponen a su capricho tanto de personas como de ganados, mientras una tremenda angustia ha hecho presa en nosotros. En consecuencia, hicimos un firme compromiso que pusimos por escrito y que fue sellado por nuestros jefes, levitas y sacerdotes. Los que lo sellaron fueron: Nehemías, el gobernador, hijo de Jacalías, junto con Sedequías, Seraías, Azarías, Jeremías, Pasur, Amarías, Malquías, Jatús, Sebanías, Maluc, Jarín, Meremot, Obadías, Daniel, Guinnetón, Baruc, Mesulán, Abías, Mijamín, Maazías, Bilgay y Semaías; estos eran sacerdotes. Los levitas fueron: Josué, hijo de Azanías; Binuí, de los descendientes de Jenadad; Cadmiel y sus parientes Sebanías, Hodías, Quelitá, Pelaías, Janán, Micá, Rejob, Jasabías, Zacur, Serebías, Sebanías, Hodías, Baní y Beninu. Los jefes del pueblo: Paros, Pajat-Moab, Elam, Zatú, Baní, Bunní, Azgad, Beba, Adonías, Bigva, Adín, Ater, Ezequías, Azur, Hodías, Jasún, Besay, Jarif, Anatot, Nebay, Magpías, Mesulán, Jezir, Mesezabel, Sadoc, Jadúa, Pelatías, Janán, Anaías, Oseas, Jananías, Jasub, Halojés, Piljá, Sobec, Rejún, Jasabná, Maasías, Ajías, Janán, Anán, Maluc, Jarín, Baaná. El resto del pueblo, los sacerdotes, levitas, porteros, cantores, donados, y todos los que se separaron de las gentes del lugar para seguir la ley de Dios, junto con sus mujeres, hijos, hijas y todos los capacitados para entender, se adhirieron a sus parientes y a sus jefes comprometiéndose con solemne juramento a caminar en la ley de Dios que fue dada a través de Moisés, siervo de Dios, y que mandaba guardar y cumplir todos los mandamientos del Señor, nuestro Dios, sus ordenanzas y estatutos. Un compromiso de no casar nuestras hijas con gentes paganas, ni casar nuestros hijos con sus hijas, así como de no comprarles nada, ni cereales ni otras mercancías, si lo traían a vender en sábado o en otro día sagrado; un compromiso de no cultivar la tierra y de perdonar todas las deudas el séptimo año. Nos impusimos, además como norma, dar cada año la tercera parte de un siclo para el servicio del Templo de nuestro Dios, con destino a los panes presentados, a la ofrenda y al holocausto perpetuos, a los sacrificios de los sábados, de los novilunios y de otras festividades; y también para otras ofrendas sagradas, para los sacrificios de expiación de todo el pueblo y para cualquier obra del Templo de nuestro Dios. Los sacerdotes, los levitas y el pueblo echamos también a suertes para ver a qué familias correspondía traer cada año al Templo de nuestro Dios, por turno y en el tiempo determinado, la ofrenda de leña para quemarla sobre el altar del Señor, nuestro Dios, como está escrito en la ley. Nos comprometimos asimismo a presentar cada año en el Templo de nuestro Dios los primeros frutos de la tierra y de cualquier clase de árbol, así como los primogénitos de nuestros hijos y de nuestro ganado, tal como está escrito en la ley. Los primogénitos de nuestras vacas y ovejas los traeríamos al Templo de nuestro Dios para los sacerdotes que ofician en el mismo. También nos comprometimos a traer a los almacenes del Templo de nuestro Dios, y con destino a los sacerdotes, lo mejor de nuestra harina, de nuestras contribuciones, de los frutos de cualquier clase de árbol, del vino y del aceite. A los levitas les entregaremos el diezmo del fruto que produzca nuestra tierra; ellos mismos lo recogerán en todas las poblaciones donde trabajamos. Cuando los levitas reciban el diezmo, estará presente un sacerdote, descendiente de Aarón, y los levitas llevarán la décima parte del diezmo al Templo de nuestro Dios, a los almacenes de la casa del tesoro. Porque a estos almacenes deben llevar, tanto los israelitas como los levitas en particular, las ofrendas de cereales, de vino y de aceite. Allí están los objetos del santuario y allí residen los sacerdotes oficiantes, los porteros y los cantores. ¡No desatenderemos el Templo de nuestro Dios! Los jefes del pueblo decidieron establecerse en Jerusalén, mientras el resto del pueblo lo echó a suertes, de manera que uno de cada diez fijara su residencia en Jerusalén, la ciudad santa, y los otros nueve en sus respectivas ciudades. Bendijo el pueblo a todos aquellos que se ofrecieron voluntariamente para residir en Jerusalén. A continuación va la lista de los jefes de la provincia que decidieron residir en Jerusalén: Por su parte los israelitas en general, los sacerdotes, levitas, donados y los descendientes de los siervos de Salomón, se establecieron en las ciudades de Judá, cada uno en su respectiva ciudad y propiedad. En Jerusalén se establecieron los descendientes de Judá y de Benjamín. Descendientes de Judá: Ataías, descendiente en línea directa de Uzías, Zacarías, Amarías, Sefatías y Majalalel, todos ellos de la descendencia de Peres; y también Maasías, descendiente en línea directa de Baruc, Coljoze, Jazaías, Adaías, Joyarib, Zacarías y Siloní. Los descendientes de Peres que se establecieron en Jerusalén fueron en total cuatrocientos sesenta y ocho hombres de guerra. Descendientes de Benjamín: Salú, descendiente en línea directa de Mesulán, Joed, Pedaías, Colaías, Maasías, Itiel e Isaías; y además Galbai y Salai, [un total de] novecientos veintiocho. Su jefe era Joel, hijo de Zicrí, y el segundo jefe de la ciudad era Judá, hijo de Hasenuá. Sacerdotes [residentes en Jerusalén]: Jedaías, Joyarib, Jaquín, y Seraías que era jefe del Templo de Dios y descendía en línea directa de Jelcías, Mesulán, Sadoc, Merayot y Ajitub; lo acompañaban sus parientes encargados de la obra del Templo, [un total de] ochocientos veintidós. Estaban, además, Adaías, descendiente en línea directa de Jeroján, Pelalías, Amsí, Zacarías, Pasur y Malquías, al que acompañaban sus parientes cabezas de familia, [un total de] doscientos cuarenta y dos. Estaba finalmente Amasai, descendiente en línea directa de Azarel, Azay, Mesilemot e Imer, al que acompañaban sus parientes, [un total de] ciento veintiocho hombres de guerra. El jefe de todos ellos era Zabdiel, hijo de Guedolín. Levitas [residentes en Jerusalén]: Semaías, descendiente en línea directa de Jasub, Azricán, Jasabías, Bunní; estaban también Sabetai y Jozabad, jefes de los levitas y responsables de la obra exterior del Templo de Dios; estaba Matanías, descendiente en línea directa de Micá, Zabdí, Asaf, que era quien dirigía el canto y comenzaba la oración de acción de gracias; y estaba Bacbuquías, el segundo entre sus hermanos, además de Abdá, descendiente en línea directa de Samúa, Galal y Jedutún. Todos los levitas que residían en la ciudad santa eran doscientos ochenta y cuatro. Porteros [residentes en Jerusalén]: Acub, Talmón y sus parientes encargados de guardar las puertas: [un total de] ciento setenta y dos. El resto de los israelitas y los demás sacerdotes residían en las otras ciudades de Judá, cada uno en su heredad. Los donados tenían su residencia en el Ófel, y Sijá y Guispá eran sus jefes. El responsable de los levitas en Jerusalén era Uzí, descendiente en línea directa de Baní, Jasabías, Matanías y Micá; pertenecía a la descendencia de Asaf, encargada del canto en el servicio del Templo de Dios. Con relación a ellos existía un mandato del rey que reglamentaba cómo tenían que actuar cada día los cantores. En cuanto a Petaías, hijo de Mesezabel, de la descendencia de Zera, hijo de Judá, era el delegado del rey para todo lo que tuviera que ver con el pueblo. Respecto a las ciudades de la campiña, algunos de la tribu de Judá habitaron en Quiriat-Arbá, Dibón, Jecabsel y sus respectivas aldeas. Y también en Jesúa, Molada, Bet-Pelet, Jasar-Sual, Berseba y sus respectivas aldeas; en Siclag, Mecona, Bet-Pelet, Enrimón, Sora, Jarmut, Zanoaj, Adulán y sus respectivas aldeas; en Laquis y su comarca; en Acecá y sus aldeas. Acamparon desde Berseba hasta el valle de Hinón. Los de la tribu de Benjamín se establecieron en Gueba, Micmás, Aja, Betel y sus respectivas aldeas; en Anatot, Nob, Ananías, Jasor, Ramá, Guitáin, Jadid, Seboín, Nebalat, Lod, Onó y en el valle de los artesanos. De entre los levitas, unos habitaron en Judá y otros en Benjamín. Estos fueron los sacerdotes y los levitas que volvieron con Zorobabel, hijo de Salatiel, y con Josué: Seraías, Jeremías, Esdras, Amarías, Maluc, Jatús, Secanías, Rejún, Meremot, Idó, Guinnetón, Abías, Mijamín, Maadías, Bilgá, Semaías, Joyarib, Jedaías, Salú, Amoc, Jelcías y Jedaías. Estos eran los jefes de los sacerdotes y de sus parientes en los días de Josué. Los levitas eran: Josué, Binuí, Cadmiel, Serebías, Judá y Matanías que, con sus parientes, se encargaban de los himnos de acción de gracias. Bacbuquías y Unní, sus parientes, se turnaban con ellos en el ejercicio de sus funciones. Y Josué engendró a Joaquín, Joaquín a Eliasib, Eliasib a Joyadá, Joyadá a Jonatán y Jonatán a Jadúa. En tiempo de Joaquín, los jefes de las familias sacerdotales eran: de la de Seraías, Meraías; de la de Jeremías, Jananías; de la de Esdras, Mesulán; de la de Amarías, Hojanán; de la de Maluc, Jonatán; de la de Sebanías, José; de la de Jarín, Adná; de la de Merayot, Jelcay; de la de Idó, Zacarías; de la de Guinnetón, Mesulán; de la de Abías, Zicrí; de la de Minjamín…, de la de Moadías, Piltai; de la de Bilgá, Samúa; de la de Semaías, Jonatán; de la de Joyarib, Matenay; de la de Jedaías, Uzi; de la de Salay, Calay; de la de Amoc, Éber; de la de Jelcías, Jasabías; y de la de Jedaías, Natanael. En la época de Eliasib, Joyadá, Jojanán y Jadúa fueron inscritos los levitas que eran cabeza de familia, así como los sacerdotes, hasta el reinado de Darío, el persa. Los levitas que eran cabeza de familia fueron inscritos en el libro de las Crónicas hasta la época de Jojanán, nieto de Eliasib. Los jefes de los levitas eran: Jasabías, Serebías, Josué, hijo de Cadmiel, encargados, junto con sus hermanos [levitas], de cantar a dos coros las alabanzas y la acción de gracias de acuerdo con el mandato de David, varón de Dios. Matanías, Bacbuquías, Obadías, Mesulán, Talmón y Acub eran porteros que custodiaban las puertas de los almacenes. Todos estos vivieron en la época de Joaquín, hijo de Josué y nieto de Josadac, y en la época del gobernador Nehemías y de Esdras, sacerdote y escriba. Para dedicar la muralla de Jerusalén se solicitó la asistencia de todos los levitas desde sus respectivos lugares de residencia, y se los trajo a Jerusalén para celebrar la fiesta de la dedicación con alegría, con acción de gracias y con cánticos, címbalos, salterio y cítaras. Se congregaron, pues, los cantores de la región de alrededor de Jerusalén así como los de las aldeas de los netofatitas, de Bet Guilgal, de los campos de Gueba y de Azmávet (y es que los cantores se habían construido lugares de residencia en los alrededores de Jerusalén). Se purificaron los sacerdotes y los levitas; incluso fue purificado el pueblo junto con las puertas y la muralla. Hice subir a la muralla a los principales de Judá y formé con ellos dos grandes coros: uno de los coros se dirigió a la derecha caminando sobre la muralla hacia la Puerta del Muladar. Detrás iba Osaías y la mitad de los principales de Judá: Azarías, Esdras, Mesulán, Judá, Benjamín, Semaías y Jeremías. Los sacerdotes llevaban trompetas y eran: Zacarías, descendiente en línea directa de Jonatán, Semaías, Matanías, Micaías, Zacur y Asaf; junto con sus parientes Semaías, Azarel, Milalay, Guilalay, Maay, Natanael, Judá y Jananí; llevaban los instrumentos de música de David, varón de Dios, y Esdras, el sacerdote, caminaba al frente. Al llegar a la Puerta de la Fuente, ascendieron la escalinata de la ciudad de David, subiendo por la muralla, por encima del palacio de David hasta la Puerta de las Aguas, al oriente. El segundo coro se dirigió hacia la izquierda y yo iba detrás de él con la otra mitad de los principales del pueblo. Caminaba sobre la muralla desde la Torre de Hornos hasta el Muro Ancho, pasando por la Puerta de Efraín, la Puerta Vieja, la Puerta del Pescado, la Torre de Jananel, la Torre de Ciento y la Puerta de las Ovejas deteniéndose junto a la Puerta de la Guardia. Ambos coros se pararon ante el Templo de Dios, así como yo mismo, la mitad de los principales que estaban conmigo y los sacerdotes Eliaquín, Maasías, Minjamín, Micaías, Elioenay, Zacarías y Jananías con sus trompetas, además de Maasías, Semaías, Eleazar, Uzí, Jojanán, Malquías, Elam y Ézer. Entonces se hicieron oír los cantores dirigidos por Izrahías. En aquel día se ofrecieron solemnes sacrificios e hicieron fiesta porque Dios los había colmado de gozo. También se alegraron las mujeres y los niños, y el júbilo de Jerusalén se percibía a gran distancia. Se designaron, aquel día, inspectores para que custodiaran las cámaras donde se almacenaban las ofrendas, las primicias y los diezmos, y donde se recogían los productos procedentes del campo que rodea las ciudades y que por ley corresponden a sacerdotes y levitas. Y es que Judá se sentía gozosa al ver a los sacerdotes y levitas desempeñando sus funciones y asegurando de este modo el servicio de Dios y el cumplimiento de los ritos purificatorios, mientras los cantores y porteros actuaban conforme a los mandatos de David y de su hijo Salomón. Pues ya desde antiguo, desde los días de David y Asaf, había responsables tanto de los cantores como de los cánticos de alabanza y de acción de gracias a Dios. Todo Israel, en los días de Zorobabel y en los de Nehemías, proporcionaba alimentos a los cantores y a los porteros; esta era una práctica diaria que se ampliaba también a los levitas, y estos, a su vez, daban la parte correspondiente a los sacerdotes. En aquel tiempo se leyó en público el libro de Moisés y se encontró un texto en el que se prohibía terminantemente que amonitas y moabitas entraran a formar parte del pueblo de Dios, por no haber salido a recibir a los hijos de Israel con pan y con agua; al contrario, contrataron a Balaán para que los maldijera, aunque nuestro Dios cambió la maldición en bendición. Al oír esta ley, excluyeron de Israel a todos los extranjeros. Antes de esto, el sacerdote Eliasib, que estaba emparentado con Tobías y era el responsable de los aposentos del Templo de nuestro Dios, había reservado a Tobías una gran sala donde antes se guardaban las ofrendas, el incienso, los utensilios y el diezmo de los cereales, del vino y del aceite que estaba destinado a los levitas, cantores, porteros, así como la ofrenda correspondiente a los sacerdotes. Por aquel entonces no estaba yo en Jerusalén, porque en el año treinta y dos del reinado de Artajerjes había yo regresado a la corte real. Pasado un tiempo pedí permiso al rey para regresar a Jerusalén donde pude comprobar el mal que había hecho Eliasib al reservar a Tobías una sala en los atrios del Templo de Dios. Me disgusté tanto que arrojé fuera de la sala todo el ajuar de la casa de Tobías. Mandé purificar los aposentos y traje nuevamente a aquel lugar los objetos del Templo de Dios junto con las ofrendas y el incienso. Me enteré de que no se había dado a los levitas lo que les correspondía y que los levitas y cantores encargados del servicio se habían marchado, cada uno a su heredad. Me enfrenté a las autoridades responsables y los recriminé: —¿Por qué se encuentra abandonado el Templo de Dios? A renglón seguido volví a reunir a los [levitas y cantores] y los restablecí en su puesto. Trajo todo Judá a los almacenes el diezmo del cereal, del vino y del aceite. Al cargo de los almacenes puse al sacerdote Selemías y al escriba Sadoc y a un levita de nombre Pedaías; como adjunto nombré a Janán, hijo de Zacur y nieto de Matanías; a todos se les consideraba personas de confianza. A su cargo estaba hacer el reparto entre sus hermanos. —¡Acuérdate de mí, Dios mío, por todo esto y no olvides el bien que hice en el Templo de mi Dios y en su servicio! En aquellos días vi en Judá a algunos que en sábado pisaban lagares y acarreaban haces de mies y los cargaban sobre asnos; y lo mismo hacían con el vino, las uvas, los higos y otras mercancías que traían a Jerusalén en sábado. Los reprendí porque vendían sus mercancías en ese día. Residían en Jerusalén oriundos de Tiro que traían pescado y todo tipo de mercaderías, vendiéndolas en sábado a los hijos de Judá. Reprendí a los responsables de Judá y les dije: —¿Por qué hacéis esta maldad, profanando el día del sábado? Esto es lo que hicieron vuestros antepasados y nuestro Dios descargó sobre esta ciudad toda suerte de calamidades. ¡Estáis profanando el día del sábado y con ello acarreáis la ira sobre Israel! Ordené, al respecto, que antes de que comenzara el sábado, al ponerse el sol sobre las puertas de Jerusalén, se cerraran esas puertas y no se abrieran hasta que pasara el sábado; y para que nadie introdujera mercancía alguna en día de sábado, aposté algunos de mis servidores junto a las puertas. Sin embargo, varios comerciantes y vendedores de todo tipo de mercancías, pasaron la noche una o dos veces fuera de Jerusalén. Así que les advertí: —¿Por qué permanecéis ante la muralla? Si lo hacéis otra vez os haré arrestar. Y desde aquel instante no volvieron en sábado. Pedí a los levitas que se purificaran y vinieran a custodiar las puertas para que el sábado no fuera profanado. ¡Acuérdate de mí, Dios mío, también por esto, y apiádate de mí por la grandeza de tu misericordia! Descubrí también, por aquellos días, que algunos judíos se habían casado con mujeres de Asdod, de Amón y de Moab, resultando que la mitad de sus hijos eran ya incapaces de hablar el idioma judío y solo hablaban el de Asdod o el de otra nación. Discutí con ellos, los maldije, hice que los azotaran y les raparan la cabeza; después los conjuré en nombre de Dios: —No caséis vuestras hijas con sus hijos, ni os caséis vosotros o vuestros hijos con sus hijas. ¿Acaso no consistió precisamente en esto el pecado de Salomón, rey de Israel? Aunque no hubo entre las naciones un rey como él, a quien Dios amó y estableció como rey sobre todo Israel, las mujeres extranjeras le hicieron pecar. ¿Se dirá también de vosotros que estáis cometiendo este pecado tan grave de ser desleales a Dios al casaros con mujeres extranjeras? Incluso a uno de los hijos de Joyadá, hijo del sumo sacerdote Eliasib, que era yerno del joronita Sambalat, lo aparté de mi lado. ¡No olvides, Dios mío, a los que han profanado el sacerdocio y la alianza sacerdotal y levítica! Los purifiqué, pues, de todo contacto con extranjeros y restablecí las funciones sacerdotales y levíticas, asignando a cada uno su tarea. Restablecí asimismo la ofrenda de la leña según los tiempos señalados, así como la ofrenda de los primeros frutos. ¡Acuérdate de mí, Dios mío, para bien! Esta historia sucedió en los días en que el reino de Asuero se extendía sobre ciento veintisiete provincias, desde la India hasta Etiopía, y su trono real se hallaba establecido en la ciudadela de Susa. En el tercer año de su reinado ofreció un banquete a todos sus oficiales y altos funcionarios. Los jefes del ejército de los persas y los medos, los nobles y los gobernadores de las provincias se dieron cita allí. Durante muchos días, más de ciento ochenta, hizo ostentación de las riquezas de su reino y del magnífico esplendor de su grandeza. Pasado ese tiempo, el rey ofreció en el patio de los jardines reales un banquete de siete días al que invitó a toda la población, ricos y pobres por igual, que se hallaba en la ciudadela de Susa. Cortinas blancas y violetas, atadas con cordones de lino blanco y púrpura violeta a unas anillas de plata, pendían de columnas de mármol blanco; sobre un pavimento de mosaico realizado con malaquita, alabastro, nácar y mármoles de colores, había divanes de oro y plata. En copas de oro de las más diversas formas se servía el vino real, el cual corría a raudales, como cabía esperar de la generosidad de un rey. Todos los invitados podían beber cuanto quisieran, pues los sirvientes habían recibido la orden del rey de servir a cada cual lo que deseara. También la reina Vasti ofreció un banquete a las mujeres en el palacio del rey Asuero. El séptimo día, alegre por el vino, el rey ordenó a Maumán, Biztá, Jarboná, Bigtá, Abagtá, Zetar y Carcás —los siete eunucos que servían personalmente al rey—, que trajeran a su presencia a la reina Vasti, luciendo la corona real, para que el pueblo y los principales del reino pudieran admirar la belleza de la reina, pues era realmente hermosa. Pero cuando los eunucos comunicaron a la reina Vasti la orden del rey, esta se negó a ir. El rey se enfureció muchísimo, montó en cólera, y consultó a los entendidos en leyes, porque era frecuente que los asuntos reales se tratasen con los expertos en leyes y en derecho. De ellos, los más allegados al rey eran Carsená, Setar, Tarsis, Mares, Marsená y Mamucán, los siete altos oficiales de Persia y Media, que ocupaban los puestos más importantes del reino y formaban parte del consejo real. El rey les preguntó: —Según la ley, ¿qué ha de hacerse con la reina Vasti por haber desobedecido la orden del rey enviada a través de los eunucos? En presencia del rey y del consejo real, Mamucán respondió: —La reina Vasti no ha ofendido tan solo al rey, sino también a todas las autoridades y a todos los súbditos de las provincias del rey Asuero. Porque cuando las mujeres sepan lo que ha hecho la reina Vasti perderán el respeto a sus maridos. Dirán: «El rey Asuero mandó venir a su presencia a la reina Vasti, y ella no acudió». Y a partir de hoy, cuando las mujeres de la nobleza de Persia y Media se enteren de la conducta de la reina, responderán a los oficiales del rey del mismo modo; les faltarán al respeto y habrá problemas. Por lo tanto, si le parece bien al rey, promulgue con carácter irrevocable un decreto real que se inscriba en la legislación de persas y medos en estos términos: «La reina Vasti no podrá presentarse nunca más ante el rey Asuero. Su título de reina se conferirá a otra mujer más digna que ella». Cuando este decreto real sea conocido en todo tu vasto imperio, todas las mujeres respetarán a sus maridos, independientemente de su condición social. La propuesta agradó al rey y a sus oficiales; así que el rey llevó a cabo la sugerencia de Mamucán. Envió cartas por todas las provincias del reino, a cada provincia según su escritura y a cada pueblo según su lengua, ordenando que el marido fuese el señor de su casa y que en ella se hablase la lengua del marido. Después de algún tiempo, el rey Asuero, con el ánimo ya calmado, pensó en Vasti, en lo que esta había hecho y en lo que se había decretado contra ella. Entonces los consejeros del rey le hicieron esta propuesta: —Estaría bien buscar para el rey muchachas vírgenes y hermosas. El rey puede nombrar delegados en cada una de las provincias de su reino, con el encargo de reunir a todas esas jóvenes vírgenes y hermosas en el harén de la ciudadela de Susa; luego serán puestas al cuidado de Hegeo, el eunuco real guardián del harén, quien les proporcionará cosméticos. La muchacha que más agrade al rey puede ocupar el puesto de Vasti. La propuesta agradó al rey, y se llevó a cabo. En la ciudadela de Susa vivía un judío llamado Mardoqueo, hijo de Jaír y descendiente de Simeí y de Quis, de la tribu de Benjamín. Era uno de los muchos que el rey Nabucodonosor de Babilonia había llevado cautivos de Jerusalén junto con Jeconías, rey de Judá. Mardoqueo tenía a su cargo a una prima, huérfana de padre y madre, llamada Hadasá —es decir, Ester—. Al morir sus padres, Mardoqueo la había adoptado como hija suya. La joven era hermosa y atractiva. Cuando se promulgaron la orden y el edicto del rey, muchas jóvenes fueron reunidas en la ciudadela de Susa y puestas al cuidado de Hegeo. Ester también fue llevada al palacio real y confiada a Hegeo, guardián de las mujeres. La joven agradó mucho a Hegeo y se ganó su favor, por lo que pronto le proporcionó cremas de belleza y alimentos, y puso a su disposición siete doncellas escogidas de lo mejor de la corte real, trasladándola junto con las doncellas al mejor lugar del harén. Ester, siguiendo el consejo que Mardoqueo le había dado, no quiso revelar cuál era su raza ni a qué familia pertenecía. Cada día, Mardoqueo paseaba frente al patio del harén para saber cómo le iba a Ester y cómo la trataban. Ahora bien, según la costumbre del harén, para poder presentarse ante el rey Asuero, cada muchacha debía completar un tratamiento de belleza de doce meses. En los primeros seis meses el tratamiento se realizaba con aceite de mirra, y los seis meses restantes con bálsamos y otros cosméticos femeninos. Al finalizar, la muchacha ya estaba lista para presentarse ante el rey; a tal efecto, se le permitía llevar consigo del harén al palacio real todo lo que quisiera. Iba al palacio real por la noche y, a la mañana siguiente, se la trasladaba a un segundo harén, en donde quedaba al cuidado de Saasgaz, el eunuco real encargado de las concubinas. Y no volvía a presentarse ante el rey, a no ser que él la deseara y la mandara llamar expresamente. Cuando a Ester, la joven que Mardoqueo había adoptado y que era hija de su tío Abijail, le llegó el turno de presentarse ante el rey, ella no pidió nada fuera de lo aconsejado por Hegeo, eunuco real guardián del harén. Ester cautivaba a todo aquel que la veía. Llevaron, pues, a Ester al palacio real para presentarla ante el rey Asuero, en el décimo mes, es decir, el mes de Tébet, del séptimo año de su reinado. Le gustó Ester al rey más que las otras mujeres, y ella se ganó su cariño y su afecto más que todas las demás muchachas hasta el punto que el rey la coronó y la proclamó reina en lugar de Vasti. Después, en honor de Ester, el rey ofreció un gran banquete a todos sus oficiales y altos funcionarios; rebajó los impuestos a las provincias y repartió regalos como corresponde a un rey generoso. Cuando Ester pasó al segundo harén con las otras jóvenes, Mardoqueo se hallaba sentado a la puerta del palacio real. Ester seguía sin revelar cuál era su raza ni a qué familia pertenecía, siguiendo el consejo de Mardoqueo, pues ella seguía obedeciéndole como cuando estaba bajo su tutela. Por aquellos días, estando Mardoqueo sentado a la puerta del palacio real, Bigtán y Teres, dos eunucos de la guardia real que custodiaban la puerta, descontentos con el rey Asuero, planeaban un atentado contra él. Al enterarse Mardoqueo del plan, se lo hizo saber a Ester, y esta se lo comunicó al rey de parte de Mardoqueo. El asunto fue investigado, y cuando se descubrió que era cierto, los dos eunucos fueron ahorcados. De todo esto quedó constancia al ser anotado, en presencia del rey, en las crónicas del reino. Algún tiempo después, el rey Asuero elevó a un alto cargo a Amán, hijo de Hamdatá, de la región de Agag, dándole preeminencia sobre el resto de los oficiales como él. A su paso, todos los servidores del palacio se arrodillaban e inclinaban la cabeza ante él, porque así lo había ordenado el rey. Pero Mardoqueo no se arrodillaba ni inclinaba la cabeza a su paso. Entonces los guardias reales que custodiaban la puerta del palacio le preguntaron a Mardoqueo: —Y tú, ¿por qué desobedeces el mandato real? Y como todos los días le preguntaban lo mismo, y él no les hacía caso, lo denunciaron a Amán, para ver si valían sus excusas, pues les había declarado que era judío. Al comprobar Amán que Mardoqueo no se arrodillaba ni inclinaba la cabeza a su paso, montó en cólera. Y al saber que Mardoqueo era judío, decidió no solo castigarlo a él, sino exterminar con él a todos los de su raza, a todos los judíos que vivían en el reino de Asuero. Para determinar el día y el mes, se celebró ante Amán en el primer mes, que es el mes de Nisán, del año duodécimo del reinado de Asuero, el sorteo llamado «pur». Y la suerte cayó en el día trece del duodécimo mes, el mes de Adar. Y dijo Amán al rey Asuero: —Entre todos los pueblos que forman las provincias de tu imperio existe uno que vive separado y disperso; se rige por leyes diferentes a las de los otros pueblos y no obedece las leyes del rey. No creo que convenga al rey tolerarlos. Por lo tanto, si al rey le parece bien, emita un decreto para exterminarlos, y yo contribuiré con diez mil talentos de plata a la hacienda real para realizar esta labor. Entonces el rey se quitó el anillo y se lo dio a Amán, hijo de Hamdatá, de la región de Agag, enemigo de los judíos, diciendo: —Puedes quedarte con la plata, y haz con ese pueblo lo que mejor te parezca. El día trece del mes primero fueron convocados los secretarios reales. Estos redactaron en la escritura de cada provincia y en la lengua de cada pueblo, todo lo que Amán ordenaba a los sátrapas reales, a los gobernadores de cada una de las provincias y a los jefes de cada pueblo. Todo se escribió en nombre del rey Asuero y se selló con el anillo real. Luego, los mensajeros llevaron estos documentos a todas las provincias del reino con la orden de destruir, matar y exterminar en un solo día, el día trece del duodécimo mes, es decir, el mes de Adar, a todos los judíos, jóvenes y ancianos, niños y mujeres, y de apoderarse de todos sus bienes. El texto de este edicto debía ser promulgado como ley en todas las provincias y en todos los pueblos a fin de que estuvieran preparados para ese día. Los mensajeros partieron de inmediato con la orden real. El edicto se hizo público también en la ciudadela de Susa. Y mientras el rey y Amán se dedicaban a banquetear, en la ciudad de Susa reinaba la consternación. Cuando Mardoqueo se enteró de lo ocurrido, se rasgó la ropa, se vistió de sayal y se echó ceniza por encima y salió a la calle gritando con enorme angustia. Así llegó hasta la entrada del palacio real, pero no pudo pasar porque estaba prohibido entrar vestido de esa manera. En cada provincia adonde llegaban el edicto y la orden real, llegaba también la aflicción para los judíos, quienes manifestaban su dolor ayunando, llorando y gimiendo. Muchos se vestían de sayal y se tendían sobre ceniza. Cuando las doncellas y los eunucos contaron a Ester lo que estaba sucediendo, la reina quedó consternada y envió ropas a Mardoqueo para que se las pusiera en lugar del sayal, pero él no aceptó. Ester llamó entonces a Atac, un eunuco real que estaba a su servicio, y le ordenó que fuese a ver a Mardoqueo para averiguar qué le pasaba y por qué actuaba de aquel modo. Atac fue a hablar con Mardoqueo, que estaba en la plaza de la ciudad, delante del palacio real, y Mardoqueo le puso al tanto de lo que estaba ocurriendo; también mencionó lo de la cantidad de plata que Amán había ofrecido donar a la hacienda real a cambio de exterminar a los judíos. Además le dio una copia del edicto de exterminio que se había promulgado en Susa, para que se lo mostrara a Ester y la informase de lo que estaba ocurriendo, pidiéndole que se presentase ante el rey a fin de implorar clemencia para su pueblo. Atac regresó e informó a Ester de lo que Mardoqueo le había dicho. Ester, entonces, dio a Atac este recado para Mardoqueo: —Todos los servidores del rey y los habitantes de las provincias de su reino saben que existe una ley que condena a muerte a todos los hombres y mujeres que entren en el patio interior sin haber sido llamados por el rey, a no ser que el rey extienda su cetro de oro hacia esa persona y le salve la vida. En cuanto a mí, hace ya treinta días que no he sido reclamada por el rey. Cuando Mardoqueo recibió la respuesta de Ester, le envió a su vez este mensaje: —No pienses que por estar en palacio estás a salvo de la suerte que vamos a correr todos los judíos. Si no te atreves a interceder en una situación como esta, el consuelo y la liberación de los judíos vendrá de otra parte, pero tú y toda tu familia moriréis. ¡Quién sabe si no has llegado a ser reina para mediar en una situación como esta! Y Ester respondió a Mardoqueo: —Reúne a todos los judíos de Susa y ayunad por mí, sin comer ni beber durante tres días con sus noches. Mis doncellas y yo ayunaremos igualmente y luego me presentaré ante el rey, aunque sea en contra de la ley; y si por ello tengo que morir, moriré. Entonces Mardoqueo se fue a cumplir todas las indicaciones dadas por Ester. Pasados los tres días, Ester se puso sus vestiduras reales y entró en el patio interior del palacio, que era visible desde el salón del trono. Allí estaba el rey sentado en su trono real, frente a la puerta de entrada. Cuando el rey vio a Ester en el patio le agradó su compañía y extendió hacia ella el cetro de oro que llevaba en la mano. Entonces Ester se acercó y tocó la punta del cetro. El rey preguntó a Ester: —¿Qué te ocurre reina Ester? ¡Dime lo que deseas, y lo tendrás; aunque sea la mitad de mi reino! Ester respondió: —Si al rey le parece bien, venga hoy acompañado de Amán al banquete que he preparado en su honor. El rey entonces ordenó que viniese Amán inmediatamente para aceptar la invitación de Ester. Así pues, el rey y Amán asistieron al banquete que Ester había organizado. Llegado el momento de brindar el rey preguntó a Ester: —¡Dime lo que deseas, y lo tendrás; aunque sea la mitad de mi reino! Ester respondió: —Mi petición y mi deseo son que, si me he ganado el favor del rey y si le agrada cumplir mi deseo y acceder a mi petición, asista también mañana, acompañado de Amán, a otro banquete que le voy a ofrecer en su honor, y entonces le responderé. Amán salió aquel día contento y de buen humor, pero cuando vio a la entrada del palacio a Mardoqueo que no se levantaba ni mostraba signo alguno de respeto a su paso, Amán montó en cólera contra él; se contuvo, sin embargo, y se fue a casa. Luego mandó llamar a sus amigos y a Zeres, su mujer, y les habló de sus cuantiosas riquezas y de sus muchos hijos, y de cómo el rey le había honrado poniéndole por encima de sus oficiales y altos funcionarios. Y añadió: —Yo soy el único a quien la reina Ester ha invitado al banquete que ha dado en honor del rey. Es más, también me ha invitado a acompañar al rey mañana a otro banquete. Pero todo esto no significa nada para mí, mientras vea a ese judío, Mardoqueo, sentado a la puerta del palacio real. Entonces su esposa Zeres y sus amigos le dijeron: —¿Por qué no mandas construir una horca de veinticinco metros de altura, y por la mañana le pides al rey que cuelgue en ella a Mardoqueo? Así irás feliz al banquete con el rey. La sugerencia agradó a Amán, que mandó construir la horca. Aquella noche, como el rey estaba desvelado, mando que le trajeran el libro de los anales de la historia nacional para que se lo leyesen. En él encontraron escrito que Mardoqueo había delatado a Bigtán y Teres, dos eunucos de la guardia real, que habían planeado atentar contra el rey Asuero. El rey preguntó: —¿Qué honor o reconocimiento se concedió a Mardoqueo por esto? Los cortesanos a su servicio respondieron: —No se le concedió ninguno. Entonces el rey preguntó: —¿Quién está en el patio? Amán acababa de entrar en el patio exterior del palacio para solicitar al rey que ordenara colgar a Mardoqueo en la horca que le estaba preparando. Los cortesanos le respondieron: —Es Amán el que está en el patio. —¡Hacedlo pasar! —ordenó el rey. Cuando Amán hubo entrado, el rey le preguntó: —¿Qué se puede hacer por una persona a quien el rey desea honrar? Amán dijo para sí: «¿A quién va a querer el rey honrar sino a mí?». Así que respondió al rey: —Para esa persona a la que el rey quiere honrar habría que mandar traer vestiduras reales, de las que usa su majestad, un caballo de los que monta el rey, y un distintivo real para su cabeza. La vestidura y el caballo se entregarían a uno de los más dignos funcionarios reales, para que él mismo vista a la persona a la que el rey quiere honrar; luego la paseará a caballo por la plaza de la ciudad, pregonando ante ella: «¡Así se agasaja a quien el rey quiere honrar!». Entonces dijo el rey a Amán: —Vete de inmediato, toma las vestiduras y el caballo, como acabas de sugerir, y haz eso mismo con Mardoqueo, el judío que está sentado a la puerta del palacio real. No descuides ningún detalle de lo que has dicho. Así pues, Amán tomó las vestiduras y el caballo, vistió a Mardoqueo y lo paseó a caballo por la plaza de la ciudad, pregonando ante él: «¡Así se agasaja a quien el rey quiere honrar!». Después, mientras Mardoqueo volvía a la puerta real, Amán se dirigió a su casa entristecido y tapándose la cara. Amán contó a Zeres, su mujer, y a todos sus amigos lo que había sucedido. Zeres y sus consejeros le dijeron: —Si ese Mardoqueo, ante el cual estás empezando a caer, es de raza judía, no podrás vencerlo. Sin duda que acabarás fracasando. Aún estaban hablando con Amán, cuando llegaron los eunucos reales para acompañarle inmediatamente al banquete que ofrecía Ester. El rey Asuero y Amán asistieron al banquete de la reina Ester, y también en este segundo día, durante el brindis, dijo el rey a Ester: —¡Dime lo que deseas, y lo tendrás; aunque sea la mitad de mi reino! La reina Ester respondió: —Si me he ganado el favor del rey, y si esto le parece bien, mi petición y mi deseo es que el rey me conceda mi vida y la de mi pueblo. Pues mi pueblo y yo hemos sido vendidos para ser exterminados, asesinados, aniquilados. Si hubiéramos sido vendidos como esclavos y esclavas, me habría callado, pues este no sería un motivo tan serio como para molestar al rey. El rey Asuero le preguntó a la reina Ester: —¿Quién es y dónde está el que ha concebido tal cosa? —¡El enemigo y adversario es ese miserable de Amán! —respondió Ester. Amán, entonces, quedó aterrado ante el rey y la reina. El rey, por su parte, se levantó enfurecido del banquete y salió al jardín del palacio. Mientras tanto, Amán, dándose cuenta de que el rey seguramente lo iba a condenar a muerte, se quedó implorando a la reina Ester que le perdonara la vida. Cuando el rey regresó del jardín del palacio y entró en la sala del banquete se encontró a Amán reclinado sobre el diván donde Ester estaba recostada. Al ver esto, el rey exclamó: —¡Además te atreves a abusar de la reina en mi propia casa! Enseguida cubrieron la cabeza de Amán, pues las palabras pronunciadas por el rey ya lo habían sentenciado. Y Jarboná, uno de los eunucos reales, dijo: —En la casa de Amán está preparada una horca de veinticinco metros de altura, que él mandó levantar para Mardoqueo, aquel que denunció la conspiración contra el rey. —¡Pues colgadlo en ella! —ordenó el rey. Y Amán fue colgado en la horca que él había dispuesto para Mardoqueo, con lo que la ira del rey se aplacó. Ese mismo día el rey Asuero dio a la reina Ester las posesiones de Amán, el enemigo de los judíos, y Mardoqueo fue presentado al rey, porque ya Ester le había revelado el parentesco que los unía. El rey se quitó el anillo que había recobrado de Amán y se lo dio a Mardoqueo a quien Ester nombró administrador de las posesiones que habían sido de Amán. Volvió luego Ester a interceder ante el rey; echándose a sus pies y llorando le suplicó que anulase los perversos planes ideados por Amán, de Agag, contra los judíos. Cuando el rey extendió hacia Ester el cetro de oro, ella se levantó, y de pie ante el rey dijo: —Si me he ganado el favor del rey y cree que mi petición es justa, si está contento conmigo, haga revocar por escrito los decretos que mandó redactar Amán, hijo de Hamdatá, de Agag, para exterminar a los judíos de todas las provincias del reino. Porque no puedo soportar la tragedia que se cierne sobre mi pueblo. ¿Cómo podría contemplar el exterminio de los de mi raza? Entonces el rey Asuero les dijo a Ester y a Mardoqueo, el judío: —Mirad, he mandado ahorcar a Amán por sus maquinaciones contra los judíos, y sus posesiones ya están en manos de Ester. Pero un decreto escrito en mi nombre y sellado con mi anillo es irrevocable. Así pues, redactad ahora, en mi nombre, otro decreto en favor de los judíos, como vosotros consideréis más adecuado y selladlo con mi anillo real. Inmediatamente se llamó a los escribas reales. Era el día veintitrés del mes tercero, es decir, el mes de Siván. Todo lo que ordenó Mardoqueo fue puesto por escrito para los judíos, los sátrapas reales, los gobernadores y los altos funcionarios de las ciento veintisiete provincias, desde la India hasta Etiopía, en la escritura de cada provincia y en la lengua de cada pueblo. A los judíos también se les escribió en su escritura y lengua. Los decretos se escribieron en nombre del rey Asuero, se sellaron con el anillo real y se enviaron por medio de mensajeros reales, que montaban veloces corceles de las caballerizas reales. El edicto real concedía permiso a los judíos, en cualquier ciudad donde estuvieran, a organizarse y defenderse, a destruir y matar, aniquilar y apoderarse de los bienes de toda la gente armada, de cualquier pueblo o provincia que los atacase, sin respetar a mujeres ni a niños. Para llevar todo esto a cabo en todas las provincias del rey Asuero se fijo una fecha: el día trece del duodécimo mes, es decir, el mes de Adar. El texto de este edicto debía ser promulgado como una ley en todas las provincias, y dado a conocer en cada pueblo a fin de que los judíos estuvieran preparados ese día para vengarse de sus enemigos. Los mensajeros, según la orden real, partieron de inmediato montando veloces corceles de las caballerizas reales. El decreto se promulgó también en la ciudad de Susa. Mardoqueo salió del palacio real con vestiduras regias de color violeta y blanco, con una gran corona de oro y un manto de lino fino de color púrpura. En la ciudad de Susa se escucharon gritos de alegría, pues para los judíos fue tiempo de luz y alegría, de fiesta y triunfo. En cada provincia y en cada ciudad, a medida que iba llegando el decreto real, los judíos se llenaban de alegría y felicidad, y celebraban fiestas y banquetes. Muchos habitantes del país se hicieron judíos por miedo a ellos. El día trece del duodécimo mes, es decir, el mes de Adar, día en el que debía ejecutarse el decreto real, cuando los enemigos de los judíos esperaban dominarlos, cambiaron las tornas y fueron los judíos quienes les dominaron a ellos. En todas las provincias del rey Asuero los judíos se organizaron en sus ciudades para plantar cara a aquellos que buscaban exterminarlos. Y nadie se atrevió a enfrentarse a los judíos, porque les tenían miedo. Los jefes de las provincias, los sátrapas, los gobernantes y altos funcionarios reales se pusieron del lado judío por miedo a Mardoqueo, pues este era ya un personaje importante en el palacio real, su fama se extendía por todas las provincias y cada día era más poderoso. Los judíos hicieron con sus enemigos lo que quisieron; los pasaron a filo de espada, los masacraron y acabaron con ellos. Tan solo en la ciudadela de Susa mataron y aniquilaron a quinientas personas; acabaron también con Parsandatá, Dalfón, Aspatá, Poratá, Adalía, Aridatá, Parmastá, Arisay, Ariday y Jezatá, que eran los diez hijos de Amán, hijo de Hamdatá, enemigo de los judíos. Los mataron, pero no saquearon sus bienes. Aquel mismo día, al conocer el rey el número de los que habían perecido en la ciudadela de Susa, dijo a la reina Ester: —Si solo en Susa los judíos han matado y aniquilado a quinientas personas, además de los diez hijos de Amán ¡qué no habrán hecho en el resto de las provincias del reino! ¡Dime si quieres algo más, y te lo daré; si deseas algo más, lo tendrás! Ester respondió: —Si al rey le parece bien, permita que se prorrogue hasta mañana el edicto que era válido solo para hoy, de forma que los judíos de Susa puedan colgar en la horca los cuerpos de los diez hijos de Amán. El rey ordenó que así se hiciera. Se promulgó un edicto en Susa, y colgaron en la horca los cuerpos de los diez hijos de Amán. Los judíos de Susa se volvieron a organizar el día catorce del mes de Adar, y dieron muerte allí a trescientas personas más, pero tampoco saquearon sus bienes. Los restantes judíos que vivían en las otras provincias del reino se organizaron también para defenderse y librarse de sus enemigos; mataron a setenta y cinco mil de ellos, pero no saquearon sus bienes. Esto sucedió el día trece del mes de Adar. El día catorce los judíos descansaron y lo dedicaron a festejarlo con alegría. En cambio, los judíos de Susa descansaron y lo festejaron con alegría el día quince, pues los días trece y catorce habían estado defendiéndose. Esta es la razón por la que los judíos que viven en zonas rurales —los que viven en aldeas— celebran con alegres festejos el día catorce del mes de Adar intercambiándose regalos unos con otros. Mardoqueo consignó estas cosas por escrito y envió cartas a todos los judíos de todas las provincias del rey Asuero, tanto a las próximas como a las lejanas. Ordenaba en ellas que cada año se celebrasen los días catorce y quince del mes de Adar como los días en que los judíos se libraron de sus enemigos, y como el mes en que su aflicción se transformó en alegría y su dolor en fiesta. Por eso debían celebrarlos con festejos alegres e intercambiando regalos unos con otros, y dando limosna a los pobres. Los judíos convirtieron en costumbre este festejo que Mardoqueo había ordenado por escrito y que ellos habían comenzado a celebrar; pues Amán, hijo de Hamdatá, de Agag, el enemigo de los judíos, había maquinado un plan para exterminarlos llevando a cabo un sorteo llamado «pur», para determinar cuándo vejarlos y aniquilarlos: Sucedió, sin embargo, que cuando Ester se presentó ante el rey, este ordenó por escrito que el perverso plan maquinado por Amán contra los judíos recayese sobre su cabeza, con lo que Amán y sus hijos fueron colgados en la horca. Por tal razón, a estos días se los llamó «purim», de la palabra «pur». De acuerdo con el contenido de aquella carta, y a la vista de lo que les había sucedido, los judíos se comprometieron de manera irrevocable, ellos, sus descendientes y los prosélitos, a celebrar anualmente esos dos días, según lo dispuesto en aquel escrito y en la fecha indicada. Estos días debían ser conmemorados y celebrados de generación en generación, en cada familia, en cada provincia y en cada ciudad. Y estos días de los «purim» no debían dejar de festejarse entre los judíos ni debía desaparecer su recuerdo en las generaciones venideras. La reina Ester, hija de Abijail, y Mardoqueo, el judío, escribieron urgiendo el cumplimiento de la segunda carta referente a la fiesta de Purim; así que enviaron cartas a todos los judíos de las ciento veintisiete provincias del rey Asuero deseándoles paz y seguridad y ratificando las fechas indicadas de los días de Purim, según lo ordenado por Mardoqueo, el judío, y la reina Ester, tal y como se habían comprometido ellos mismos y sus descendientes; añadían, además, algunas cláusulas sobre ayunos y lamentaciones. Las instrucciones sobre cómo celebrar la fiesta de Purim fueron dadas por Ester, y todo fue consignado por escrito. El rey Asuero impuso un tributo a los habitantes del interior y de las regiones marítimas. Las gestas heroicas del rey y su valor, así como el relato detallado de la alta dignidad que el rey confirió a Mardoqueo se hallan registrados en las crónicas de los reyes de Persia y Media. Mardoqueo, el judío, fue la máxima autoridad después del rey Asuero. Los judíos lo consideraban un gran hombre, y fue muy estimado por todos sus compatriotas; él procuró el bienestar de su pueblo y trabajó para que los de su raza disfrutaran de paz. Érase una vez un hombre llamado Job, que vivía en el país de Hus. Era justo, honrado y respetuoso de Dios, y vivía apartado del mal. Tenía siete hijos y tres hijas. Poseía siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientas burras y muchísimos siervos. Era el más rico de los hombres de Oriente. Sus hijos solían juntarse para comer, cada día en casa de uno, e invitaban a sus tres hermanas. Terminados esos días de fiesta, Job los hacía venir para purificarlos; y de mañana ofrecía un holocausto por cada uno, por si habían pecado maldiciendo a Dios en su interior. Cada vez hacía Job lo mismo. Un día se presentaron ante el Señor los hijos de Dios; también Satán entró con ellos. El Señor preguntó a Satán: —¿De dónde vienes? Satán respondió al Señor: —Vengo de dar vueltas por la tierra; de andar por ella. El Señor añadió: —¿Te has fijado en mi siervo Job? En la tierra no hay otro como él: es un hombre justo, honrado y respetuoso de Dios, y vive apartado del mal. Satán contestó al Señor: —¿Y crees que Job respeta a Dios sin motivo? Tú mismo lo has rodeado de seguridad; lo has protegido, junto con su hogar y sus pertenencias: has bendecido sus trabajos, y sus rebaños llenan el país. Pero te apuesto que si extiendes tu mano y dañas sus posesiones, te maldecirá a la cara. El Señor respondió a Satán: —Haz lo que quieras con sus cosas, pero no se te ocurra tocar su persona. Satán abandonó la presencia del Señor. Un día que sus hijos e hijas banqueteaban en casa del hermano mayor, llegó un mensajero a casa de Job con la siguiente noticia: —Mientras los bueyes estaban arando y las burras pastando a su lado, cayeron sobre ellos unos sabeos, acuchillaron a los mozos y se llevaron el ganado. Solo yo he podido escapar para contártelo. Aún no había acabado el mensajero de hablar, cuando llegó otro con la siguiente noticia: —Ha caído un rayo del cielo que ha quemado y consumido a las ovejas y a los pastores. Solo yo he podido escapar para contártelo. Aún no había acabado este de hablar, cuando llegó otro con la siguiente noticia: —Una banda de caldeos, divididos en tres grupos, ha caído sobre los camellos y se los ha llevado, después de acuchillar a los mozos. Solo yo he podido escapar para contártelo. Aún no había acabado este de hablar, cuando llegó otro con la siguiente noticia: —Estaban tus hijos y tus hijas banqueteando en casa del hermano mayor, cuando un huracán que cruzaba el desierto embistió la casa por los cuatro costados; la casa se derrumbó sobre los jóvenes y los mató. Solo yo he podido escapar para contártelo. Job se levantó, se rasgó la ropa, se afeitó la cabeza, se echó por tierra y dijo: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor». A pesar de todo lo sucedido, Job no pecó ni maldijo a Dios. Un día se presentaron ante el Señor los hijos de Dios; también Satán entró con ellos. El Señor preguntó a Satán: —¿De dónde vienes? Satán respondió al Señor: —Vengo de dar vueltas por la tierra; de andar por ella. El Señor añadió: —¿Te has fijado en mi siervo Job? En la tierra no hay otro como él: es un hombre justo, honrado y respetuoso de Dios, y vive apartado del mal. Pero tú me has incitado contra él para que lo aniquilara sin motivo; sin embargo, todavía persiste en su honradez. Satán contestó al Señor: —Piel por piel; cualquiera lo da todo por salvar su vida. Te apuesto que si pones la mano sobre él y lo hieres en su carne y en sus huesos, te maldecirá a la cara. El Señor respondió a Satán: —Haz lo que quieras con él, pero respétale la vida. Satán abandonó la presencia del Señor. Entonces hirió a Job con llagas malignas, desde la planta del pie hasta la cabeza. Job, sentado en el polvo, se rascaba con una tejuela. Su mujer le dijo: —¿Todavía persistes en tu honradez? Maldice a Dios y muérete. Job contestó: —Hablas como una insensata. Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males? A pesar de lo ocurrido, Job no pecó con sus labios. Tres amigos de Job, cuando se enteraron de las desgracias que había sufrido, llegaron desde sus respectivos países. Eran Elifaz de Temán, Bildad de Súaj y Sofar de Naamat, que se pusieron de acuerdo para ir a compartir su pena y consolarlo. Lo vieron de lejos pero no lo reconocieron; entonces rompieron a llorar, se rasgaron el manto y echaron polvo sobre sus cabezas y hacia el cielo. Después se sentaron junto a Job en el suelo y estuvieron siete días y siete noches; pero ninguno le decía nada, viendo su terrible sufrimiento. ¡Muera el día en que nací y la noche que anunció: «Se ha concebido un varón»! Que ese día se vuelva tinieblas, que en lo alto Dios prescinda de él, que la luz no lo ilumine. Que sombrías tinieblas lo reclamen, que se ciernan sobre él nubarrones, que un eclipse lo llene de espanto. Que la oscuridad se apodere de esa noche, que no se sume a los días del año, que no entre en el cómputo de los meses. Que esa noche quede estéril, que no se oigan los gritos de júbilo; que la maldigan los que maldicen al Océano, los que saben conjurar a Leviatán. Que se ofusquen las estrellas de su aurora, que espere en vano la luz, que no vea el parpadeo del alba. ¿Por qué no se me cerró la salida del vientre y se me evitó contemplar tanto dolor? ¿Por qué no morí dentro de las entrañas y perecí antes de salir del vientre? ¿Por qué me recibió un regazo y unos pechos me dieron de mamar? Ahora descansaría en paz, ahora dormiría tranquilo con esos reyes y consejeros de la tierra que se hacen construir mausoleos, o con los nobles que abundan en oro, que acumulan plata en sus palacios. Como aborto ignorado, no existiría; como criatura que no llega a ver la luz. Allí acaba la agitación de los canallas, allí descansan los que están exhaustos. Con ellos reposan los prisioneros, sin oír las órdenes del capataz; se confunden pequeños y grandes y el esclavo se libra de su dueño. ¿Por qué iluminó a un desgraciado y dio vida a los que viven amargados, esos que ansían la muerte y no aparece, que la buscan como se busca un tesoro, que disfrutarían al ver el túmulo y se alegrarían al encontrar la tumba, a quien no encuentra su camino porque Dios le ha cerrado la salida? Por pan tengo mis sollozos, los gemidos se me escapan como agua. Lo que más temía me sale al paso, lo que más me aterraba me acontece. Ya no tengo paz ni sosiego, temo intranquilo un sobresalto. Elifaz de Temán respondió así: ¿Aguantarás si te dirigen la palabra? ¿Pero quién puede frenar una respuesta? Tú, que a tantos dabas lecciones, que fortalecías los brazos débiles, que animabas al vacilante con tus consejos, que robustecías las rodillas temblorosas, ¿ahora que te toca, flaqueas? ¿Te llega el turno y te asustas? ¿No ponías tu confianza en tu piedad? ¿No ponías la esperanza en tu honradez? ¿Recuerdas a un inocente destruido? ¿Has visto a algún justo exterminado? Yo he visto que quien cultiva maldad y siembra desgracia, eso cosecha. Echa Dios su aliento y perecen, los consume el resoplido de su cólera. Ruge el león, gruñe la fiera, pero a los cachorros les arrancan los dientes. Muere el león cuando no tiene presa, las crías de la leona se dispersan. Me llegó una palabra furtiva, escuché su suave susurro; entre pesadillas y visiones nocturnas, cuando el sopor rinde a los humanos, el terror y la agitación me atenazaron, se estremecieron todos mis huesos. Un viento rozó mi rostro, se erizó el vello de mi cuerpo. Allí estaba, no lo reconocí, pero su imagen permanecía ante mí. Una voz rasgó el silencio: ¿«Puede un mortal ser justo ante Dios, un ser humano ser puro ante su Hacedor»? Si ni siquiera confía en sus siervos, y hasta en sus mensajeros ve defectos, ¿qué decir de los que moran entre adobes, en casas construidas sobre barro? ¡Se los aplasta igual que a la polilla! De la mañana al atardecer se derrumban, desaparecen sin que a nadie le importe; les arrancan los vientos de su tienda y mueren por falta de sabiduría. Anda, grita, a ver quién te responde, ¿a qué santo vas ahora a recurrir? Al necio lo mata el despecho, y al simple lo remata la envidia. He visto a un necio echar raíces y de pronto hundirse su morada, a sus hijos metidos en problemas, acosados en un juicio, sin defensa. El hambriento devorará su cosecha —Dios se la quitará de entre los dientes— y el sediento beberá sus bienes. Pues la desgracia no germina del polvo, ni brota de la tierra el sufrimiento; nace para el dolor el ser humano como las chispas que se alzan volando. Yo que tú apelaría a Dios, confiaría a Dios mi causa. Él hace prodigios misteriosos, realiza maravillas sin cuento: derrama lluvia sobre la tierra, envía el agua a los campos; pone a los humildes en lo alto, en lugar seguro a los afligidos; frustra los planes del astuto, hace que fracasen sus intrigas; enreda en su astucia a los sabios, arruina los planes tortuosos; en pleno día se topan con tinieblas, van a tientas lo mismo que de noche. Pero salva al pobre de lenguas afiladas, lo libra de manos opresoras; así el indigente vive con esperanza, pues la maldad cierra su boca. ¡Dichoso aquel a quien Dios corrige! No rechaces la lección del Todopoderoso, porque hiere, pero pone la venda, golpea, pero él mismo cura. Seis veces te salva de apuros y a la séptima te evita los males; no te dejará morir en plena carestía, en plena refriega te librará de la espada; te pondrá a salvo del azote de la lengua, sin miedo a que se cierna el desastre. Te reirás de carestías y desastres, no tendrás miedo a las fieras salvajes; pactarás con los espíritus del campo, tendrás paz con las bestias salvajes; disfrutarás de la paz de tu tienda, verás prosperar tus propiedades; conocerás una numerosa progenie, nutrida como la hierba del campo; bajarás a la tumba ya maduro, como manojo de trigo en sazón. Hemos comprobado que todo esto es cierto; haz caso y aprende la lección. Job respondió así: Si se pudiera calcular mi dolor junto con mis males en una balanza, pesarían más que la arena del mar; por eso desatino al hablar. Llevo clavadas en mí las flechas del Todopoderoso; mi garganta absorbe su veneno, los terrores de Dios me acechan. ¿Rebuzna el onagro al ver la hierba?, ¿muge el buey a la vista del forraje? ¿Come alguien lo soso sin sal o saca gusto al jugo de malva? Lo que mi boca se negaba a comer es ahora mi alimento de enfermo. Ojalá se cumpliese mi petición y Dios respondiese a mi esperanza: que tuviese a bien triturarme y arrancase mi trama con su mano. Me serviría por lo menos de consuelo, aun torturado sin piedad me alegraría pues nunca he rechazado las palabras del Santo. ¿Me quedan fuerzas para esperar o tengo una meta que me impulsa a seguir? ¿Soy acaso fuerte como las rocas o es acaso mi cuerpo de bronce? Ya no puedo valerme por mí mismo y no espero que alguien me auxilie. El enfermo cuenta con la piedad de su amigo, aunque no tema al Todopoderoso; pero mis hermanos me engañan como un torrente, como una rambla cuando ha pasado la riada. Cuando se funde el hielo [los torrentes] bajan turbios, crecidos con la nieve derretida; pero llega el estiaje y se secan, el calor reseca su cauce; las huellas de su curso se difuminan, desaparecen cuando penetran en el desierto. Los divisan las caravanas de Temá, los buscan los comerciantes de Sabá; mas su esperanza acaba frustrada: al llegar se sienten defraudados. También vosotros sois nada, veis un desastre y tembláis. ¿Acaso os he pedido algo o me he aprovechado de vuestros bienes para que me librarais de manos enemigas o me rescataseis de manos violentas? Si me explicáis las cosas, callaré; hacedme ver en qué me he equivocado; los argumentos razonados persuaden, ¿pero qué demuestran vuestras razones? ¡Creéis que un discurso zanja una cuestión y que solo es viento la voz desesperada! Seríais capaces de rifaros un huérfano, de poner precio a vuestro propio amigo. Miradme ahora frente a frente, que no he de mentiros a la cara. Volved, y que no haya trampas; volved, que sigue intacta mi honradez. ¿Percibís malicia en mi lengua? ¿No distingo lo que es falso cuando hablo? El ser humano cumple un servicio en la tierra, son sus días los de un jornalero; como el esclavo, busca la sombra; como el jornalero, espera su salario. Yo he heredado meses baldíos, me han asignado noches de agobio. Me acuesto y pienso: ¿cuándo me levantaré? La noche se alarga sin medida y me harto de dar vueltas hasta el alba; mi cuerpo está cubierto de gusanos y costras, la piel se me rasga y supura. Corren mis días con toda rapidez, se consumen, vacíos de esperanza. Recuerda que mi vida es un soplo, que mis ojos no verán ya la dicha. Los ojos que me ven no me verán, me buscarás con la mirada y no estaré. Igual que nube que pasa y se disipa es el que baja al reino de los muertos; ya no volverá a subir; ya no regresará a su casa, ni su morada lo reconocerá. Así que no pondré freno a mi lengua, hablará mi espíritu angustiado, me quejaré henchido de amargura. ¿Soy acaso el Mar o el Dragón para que tú me pongas un guardián? Cuando pienso que el lecho será mi alivio, que la cama adormecerá mis gemidos, entonces me aterras con sueños, entonces me atemorizas con pesadillas. Preferiría morir asfixiado; antes la muerte que vivir así. ¡Qué más da! Si no viviré para siempre, déjame en paz; mis días son un soplo. ¿Qué es el ser humano para que de él te ocupes, para que te muestres interesado por él, para que le pases revista por la mañana y a cada instante lo examines? ¿Por qué no dejas de vigilarme? ¡Ni tragar saliva me permites! Si he pecado, ¿en qué te afecta, vigía de los humanos? ¿Por qué me conviertes en tu blanco y me has considerado tu carga? ¿Por qué no perdonas mi culpa y pasas por alto mi ofensa? Pues pronto me acostaré en el polvo; me buscarás, pero ya no estaré. Bildad de Súaj respondió así: ¿Hasta cuándo hablarás de ese modo, con el viento impetuoso de tus palabras? ¿Puede Dios trastocar el derecho, pervertir la justicia el Todopoderoso? Si tus hijos pecaron contra él, ya los hizo cargar con su delito. Mas si buscas cuanto antes a Dios, si diriges tu súplica al Todopoderoso, si eres honrado e intachable, entonces se ocupará de ti, te devolverá tu legítima heredad. Tu pasado será insignificante comparado con tu glorioso futuro. Ve y pregunta a pasadas generaciones, seguras en la experiencia de sus mayores. Ayer nacimos, nada sabemos; nuestra vida en este mundo es una sombra. Pero ellos te enseñarán, te informarán con máximas que brotan de su reflexión. ¿Brota el papiro fuera de la marisma o prosperan los juncos si falta el agua? Todavía verdes, sin ser segados, pueden agostarse antes que otra hierba. Así acaba quien se olvida de Dios, la esperanza del malvado sucumbe; su confianza no es más que un hilo; su seguridad, una tela de araña; si se apoya en ella, no lo aguanta; si se aferra a ella, no lo sostiene. Como planta lozana a pleno sol, sus tallos brotaban por el jardín; sus raíces escalaban el muro, se adherían firmes a las tapias. Pero si es arrancada de su sitio, este la niega: «Nunca te he visto». Así acabará su existencia, otros brotarán en su lugar. Pero Dios no rechaza al honrado, ni tiende la mano al malvado. Llenará de nuevo tu boca de risas, tus labios gritarán jubilosos. Tus enemigos quedarán avergonzados, la tienda del malvado dejará de existir. Respondió Job: Sé que las cosas son así: que no es justo ante Dios el ser humano. Si quiere litigar con él, no le rebatirá de mil razones una. Dios es sabio y poderoso, ¿quién le hace frente y queda ileso? Con su cólera remueve los montes, los desplaza y nadie lo nota. Sacude la tierra en sus cimientos, hace que vacilen sus pilares; si lo ordena, el sol ya no brilla y retiene bajo sello a las estrellas. Él solo despliega los cielos y camina sobre la espalda del Mar; él ha hecho la Osa y el Orión, las Pléyades y las Cámaras del Sur. Hace prodigios inexplicables, realiza maravillas incontables. Si pasa a mi vera, no lo veo; me roza y no me doy cuenta; si apresa algo, ¿quién se lo impedirá o quién le dirá: «qué estás haciendo»? Dios no renuncia a su cólera, a él se someten los aliados de Rahab. ¡Cuánto menos podré yo defenderme, afinando argumentos contra él! Aun teniendo yo razón, no respondería; tendría que suplicar a mi adversario; aunque respondiera a mi requerimiento, no creo que atendiera a mis palabras. ¡Él es capaz de aplastarme por una tontería, de multiplicar sin motivo mis heridas; no me deja respirar tranquilo, me tiene saciado de amargura! Si es cuestión de fuerza, ahí está su poder; si se trata de justicia, ¿quién lo emplazará? Aun teniendo yo razón, su boca me condenaría; aun siendo yo inocente, demostraría mi culpa. Pero ¿soy inocente? Ni siquiera lo sé. ¡Desprecio mi existencia! Aunque da lo mismo. Así que afirmo: destruye igual al inocente que al culpable. Si una peste matase de repente, se burlaría del dolor del inocente. Entrega un país a un malvado y ciega los ojos de los magistrados. ¿Quién puede hacerlo, sino él? Mis días corren más que un correo, escapan sin que pueda ver la dicha; se deslizan como balsas de junco, como el águila al caer sobre la presa. Si me digo: «Olvidaré la tristeza, que la alegría cambie mi semblante», tengo miedo de lo que pueda sufrir, pues sé que no me crees inocente. Y si resulta que soy culpable, ¿qué sentido tiene luchar en vano? Aunque me lavase con jabón y frotara mis manos con sosa, tú me arrastrarías por la porquería hasta que me diera asco mi ropa. No es un ser humano como yo para decirle: «Enfrentémonos juntos en un juicio». Pero no existe un mediador que ponga su mano entre los dos, que retire su vara de mi espalda y me libre del terror que me atenaza. Si lo hubiera, le hablaría sin miedo, pues creo que no soy culpable. Me da asco mi existencia, daré rienda suelta a mis quejas, hablaré repleto de amargura. Diré a Dios: «No me declares culpable; y dime por qué eres mi adversario. ¿Disfrutas acaso oprimiéndome, rechazando la obra de tus manos, y aprobando los planes del malvado? ¿Son acaso tus ojos de carne y ves las cosas lo mismo que un humano? ¿Es tu vida la de un simple mortal, tu existencia la de un ser humano, para que busques algo malo en mí e indagues si tengo pecado? De sobra sabes que no soy culpable, pero nadie me librará de tus manos. Tus manos me modelaron, me hicieron, ¿y ahora te vuelves y me destruyes? Recuerda que me hiciste de barro y que al polvo me vas a devolver. ¿No me vertiste como leche y me cuajaste como al queso? Me forraste de piel y carne, me tejiste con huesos y tendones. Me concediste el favor de la vida, rodeaste mi existencia de atenciones. Pero algo planeabas en secreto, sé que planeabas lo siguiente: si pecaba, me estarías vigilando y no disculparías mis fallos; si era culpable, ¡pobre de mí!; si inocente, no alzaría la frente, saciado de afrentas, harto de aflicción; si tratara de mostrarme firme, me darías caza como un león, repitiendo tus hazañas a mi costa; renovarías tu enemistad contra mí, contra mí aumentarías tu furor atacándome con tropas de refresco. ¿Para qué me sacaste del vientre? Habría muerto sin que nadie lo viese, sería como si no hubiera existido, arrastrado del vientre a la tumba. ¡Qué rápida discurre mi vida! ¡Déjame! ¡Aléjate de mí! Deja que disfrute un poco, antes de que vaya al país de tinieblas, y de sombras de muerte, sin que pueda regresar, al país lúgubre como la oscuridad, con sombras de muertos, caótico, donde la luz solo es oscuridad». Sofar de Naamat contestó así: ¿Quedará sin respuesta tanta palabrería y tendrá razón un charlatán? ¿Hará callar a otros tu verborrea y te burlarás sin que nadie te contradiga? Tú has dicho: «Mi conducta es limpia, nada malo me puedes reprochar». Pero ojalá Dios te hablase, abriese la boca para responderte: te enseñaría secretos de sabiduría, que son prodigios de habilidad. Entonces acabarías sabiendo que aún te perdona parte de tu culpa. ¿Puedes sondear la profundidad de Dios, descubrir la perfección del Todopoderoso? Es más alta que el cielo: ¿qué harás? Más honda que el reino de los muertos: ¿qué podrás saber tú? Es más larga que la tierra y más ancha que el mar. Si se presenta y encierra en prisión, si cita a juicio, ¿quién lo impedirá? Pues conoce a quienes nada valen, cuando ve la maldad se fija bien. Y es que el necio se hará sensato cuando un asno salvaje se haga manso. Pero si no vacila tu mente, si extiendes las manos hacia él, si apartas tu mano de la maldad y no alojas en tu tienda la injusticia, podrás alzar la frente sin mancilla; te acosarán, pero no tendrás miedo; podrás olvidar tu infortunio, recordándolo como agua que pasó. Tu vida será más luminosa que el mediodía, tus tinieblas serán como un amanecer; vivirás seguro y con esperanza, te sentirás protegido, dormirás tranquilo; descansarás libre de sobresaltos y muchos buscarán tu favor. Pero los ojos del malvado se apagan, no podrá encontrar un refugio, su esperanza es solo un suspiro. Job respondió así: ¡Desde luego, sois de esa gente con la cual se agotará la sabiduría! Pero también yo soy inteligente, no me creo inferior a vosotros. ¿Quién no sabe tales cosas? El hazmerreír de sus vecinos, ese soy yo; yo, que me comunicaba con Dios. ¡El hazmerreír, siendo íntegro y honrado! «¡Respondamos con burla a la desgracia —dice quien se siente satisfecho—, empujemos al suelo al que se tambalea!» ¡Pero los bandidos habitan en paz, viven seguros quienes provocan a Dios, los que tienen a Dios en un puño! Pregunta a las bestias y te instruirán, a las aves del cielo y te informarán; habla con los reptiles y te enseñarán, te lo contarán los peces del mar. ¿Quién de todos ellos no sabe que la mano del Señor lo hizo todo? Él retiene la vida de los seres, el aliento de todo ser humano. ¿No distingue el oído las palabras y el paladar saborea la comida? ¿No es propia de los ancianos la sabiduría y destaca la prudencia entre los viejos? Pues él posee sabiduría y poder, prudencia e inteligencia son suyas. Si él destruye, nadie reconstruye; si aprisiona, no hay escapatoria; si retiene la lluvia, llega la sequía; si la deja libre, se inunda la tierra. Él dispone de fuerza y eficacia, suyos son el engañado y el que engaña; hace ir descalzos a los consejeros, hace enloquecer a los magistrados; deja a los reyes sin insignias, les ata una soga a la cintura; hace ir descalzos a los sacerdotes, arruina a los que están bien situados; retira la palabra a los confidentes, deja sin discreción a los ancianos; llena de desprecio a los señores, afloja el cinturón de los robustos. Revela la hondura de las tinieblas, saca a la luz las densas sombras; levanta pueblos y los destruye, ensancha naciones y las destierra; priva de su talento a los jefes, los guía por desiertos intransitables, por donde caminan a tientas y a oscuras, tropezando lo mismo que borrachos. Todo esto ya lo han visto mis ojos, mis oídos lo oyeron y lo entendí. Sé lo que vosotros sabéis, no soy inferior a vosotros. Pero quiero hablar con el Todopoderoso, deseo disputar con Dios, pues todo lo blanqueáis con mentiras, parecéis médicos sin serlo. ¡Cuándo acabaréis de hablar demostrando así que sois sabios! A ver si escucháis mis descargos y oís los argumentos que pronuncio. ¿Falseáis la realidad por defender a Dios y sois capaces de mentir por él? ¿Tratáis por ventura de excusarlo y disputáis acaso a su favor? ¿Qué tal si él os sondease? ¿Lo engañaríais igual que a un humano? Seguro que os pediría cuentas por ser parciales con disimulo. Su majestad os dejaría aterrados, su terror se abatiría sobre vosotros. Vuestras acusaciones serían como ceniza; vuestros argumentos, argumentos de barro. Silencio, que quiero hablar, pues pase lo que me pase, voy a jugármelo todo, pienso arriesgar mi vida. Aunque quiera matarme, no me queda otra esperanza; quiero defenderme en su presencia; con eso me sentiría salvado, pues el malvado no comparece ante él. Escuchad con atención mis palabras, prestad oído a mi declaración; tengo preparada mi defensa y sé que soy inocente. ¿Alguien quiere pleitear conmigo? Estoy dispuesto a callar y morir. Concédeme solo estas dos cosas y permaneceré siempre en tu presencia: que mantendrás tu mano lejos de mí y que no me espantarás con tu terror. Después acúsame y responderé, o deja que me explique y tú replicarás. ¿Cuántos son mis errores y mis culpas? ¡Demuéstrame mis delitos y errores! ¿Por qué me ocultas tu rostro y me tratas como a un enemigo? ¿Acosarías a una hoja volandera o perseguirías a una paja ya agostada? Anotas en mi cuenta rebeldías, me acusas de faltas de juventud; metes en cepos mis pies, vigilas todas mis andanzas, indagas las huellas de mis pasos. ¡A uno que se desgasta como un odre, como vestido comido por la polilla! El ser humano, nacido de mujer, es corto de días y largo de aflicciones; como brote florece y se marchita, huye como sombra pasajera. ¿Y en uno así clavas los ojos y lo llevas a juicio contigo? ¡Nadie hará puro lo impuro! Si sus días están ya contados, si conoces el número de sus meses (una frontera infranqueable), deja de mirarlo y que descanse, hasta que acabe sus días de jornalero. Aunque un árbol sea talado, tiene esperanza de retoñar, de que no le faltarán renuevos. Aunque sean viejas sus raíces soterradas, aunque agonice su tocón en el polvo, reverdece cuando siente el agua, rebrota como una planta joven. Pero el ser humano, al morir, desaparece; cuando expira el mortal, ¿dónde está? Como agua evaporada en un lago, como río que se seca y aridece, el ser humano se acuesta y no se levanta; se desgastarán los cielos y no despertará, nadie lo espabilará de su sueño. ¡Ojalá me escondieras en el reino de los muertos oculto hasta que pase tu cólera! ¡Ojalá pusieras una fecha para acordarte de mí! ¿Pero puede un muerto revivir? ¡Aguardaría todo el tiempo de mi milicia, esperando que llegase mi relevo! Llamarías y yo respondería, añorarías la obra de tus manos. Seguro que contarías mis pasos, pero no vigilarías mis errores; meterías mis delitos en un saco y cubrirías con cal mis fallos. Como monte que se hunde erosionado, como riscos desplazados de su sitio, como agua que desgasta las rocas y avenida que arrastra la tierra, así destruyes la esperanza del mortal. Lo destrozas para siempre y se va, lo desfiguras y lo haces desaparecer. Si prosperan sus hijos, no lo sabe; si se hunden en la miseria, ni se entera. Solo siente su propio dolor, lamenta solo su existencia. Elifaz de Temán respondió así: ¿Da un sabio respuestas vanas? ¿Llena su vientre de viento del este? ¿Propone argumentos inútiles, palabras que no valen nada? Peor tú, que te muestras impío y anulas así los coloquios con Dios. Tu pecado inspira tus palabras, usas el lenguaje de la astucia. Tu boca te condena, no yo; tus labios testifican contra ti. ¿Eres el primogénito de la humanidad y te engendraron antes que a las colinas? ¿Has asistido al consejo divino? ¿Solo tú posees sabiduría? ¿Qué sabes tú que nosotros no sepamos, qué entiendes tú que nosotros no entendamos? Entre nosotros hay ancianos venerables, más repletos de días que tu padre. ¿Te sabe a poco el consuelo de Dios, las amables palabras que escuchas? ¿Por qué dejas que te domine la pasión y miras con ojos desorbitados, haciendo a Dios objeto de tu cólera y lanzando esas palabras por tu boca? ¿Qué es el ser humano para sentirse puro, el nacido de mujer para creerse inocente? Si Dios no confía en sus santos ni le parecen puros los cielos, ¿qué decir del infame y corrompido, del ser humano que se sacia de maldad? Escúchame, que quiero hablarte, voy a decirte lo que he visto, lo que han contado los sabios y han transmitido sus antepasados, aquellos a quienes entregaron el país, cuando no había mezcla de extranjeros. El malvado vive entre tormentos, al tirano le esperan años contados; le zumban los oídos con ecos de terrores, lo asalta el Devastador mientras vive en paz. Que no piense que escapará de las tinieblas, pues está destinado a la espada; desechado como pasto de buitres, sabe que es cierta su ruina. Los días tenebrosos lo aterran, lo atenazan angustia y ansiedad, como a un rey que se lanza al ataque. Y es que alzó su mano contra Dios e intentó retar al Todopoderoso, arremetiendo directo contra él tras la maciza panza de su escudo. Aunque rebosen grasa sus carrillos y el sebo forre sus lomos, vivirá en pueblos arruinados, en casas donde nadie habita, destinadas a ser escombreras. No se enriquecerá ni durarán sus bienes, no crecerán sus posesiones sobre la tierra. No podrá huir de la oscuridad, una llama secará sus brotes, el viento barrerá sus renuevos. Que no confíe en su buena talla, pues su rama acabará fracasando. Antes de tiempo se marchitará, sus ramas no reverdecerán. Será viña cuyas uvas no maduran, olivo que pierde sus flores. No da frutos la casta de los impíos, el fuego consume sus hogares. Quien se preña de maldad, pare desgracia; en su vientre se prepara la decepción. Job respondió así: Muchas cosas parecidas he oído, vuestro consuelo solo es agobio. ¿Acabará tanta palabra vana? ¿Dime qué es lo que te impulsa a replicar? ¿Os hablaría yo como vosotros si por ventura estuvierais en mi lugar? ¿Os atacaría lanzando discursos y agitaría la cabeza contra vosotros? ¡No! Mis palabras os confortarían, mis labios os tranquilizarían. Pero si hablo, no se alivia mi dolor; si me callo, permanece junto a mí. Ahora el dolor me tiene agotado, (restas valor a mi testimonio y me acosas). Mi agotamiento se ha convertido en testigo que se alza y me acusa a la cara. Su cólera me ataca y me desgarra; me enseña sus dientes rechinando y me observa con ojos hostiles. La gente se burla en mi cara, me afrentan dándome bofetadas, todos se alían contra mí. Dios me entrega a gente injusta, me arroja en manos de malvados. Vivía yo tranquilo y me zarandeó, me asió por la nuca y me hizo trizas; me convirtió en su diana, sus arqueros me pusieron cerco; me atravesó las entrañas sin piedad, regando la tierra con mi hiel. Me desgarró cubriéndome de brechas, atacándome lo mismo que un guerrero. He cosido un saco a mi piel, he enterrado en el polvo mi honor. El llanto enrojece mi rostro, mis ojos sombríos reflejan la muerte, aunque no he obrado con violencia ni es interesada mi oración. ¡Tierra, no cubras mi sangre! ¡Que el sepulcro no ahogue mi grito! Mi testigo está ahora en el cielo, mi defensor habita en lo alto —es mi grito quien habla por mí, aguardo inquieto la respuesta divina—; que juzgue entre Dios y el ser humano, como es habitual entre mortales, pues me esperan años contados y recorreré un camino sin vuelta. Me falta el aliento, mis días se extinguen, me espera la tumba. Vivo rodeado de escarnios, las provocaciones me desvelan. Conviértete tú en mi garantía, ¿quién, si no, me defenderá? Has cerrado su mente a la razón y no permitirás que salgan airosos. ¿O eres como quien invita a sus amigos, mientras sus hijos se ven necesitados? Me ha convertido en burla de la gente, mi cara es blanco de salivazos. La agonía consume mis ojos, mi cuerpo es solo una sombra. Los justos se espantan al verlo, el inocente se revuelve contra el impío. Pero el justo se mantiene en su camino, el de manos limpias redobla su energía. Venga, vosotros, seguid atacándome, que no encontraré un sabio entre vosotros. Mis días y mis planes han pasado, se van desvaneciendo mis esperanzas. ¿Pretendéis que crea que la noche es día, que hay luz cuando solo hay tinieblas? Únicamente espero habitar en el reino de los muertos, hacer mi lecho en las tinieblas, llamar al sepulcro «padre mío», «madre» y «hermana» a los gusanos. ¿Dónde está mi esperanza? ¿Alguien ha visto mi dicha? ¿Descenderán conmigo al reino de los muertos y reposaremos juntos en el polvo? Bildad de Súaj habló así: ¿Cuándo acabaréis con tanto discurso? Reflexionad primero y hablemos después. ¿Por qué dejarnos tratar como animales? ¿O pensáis acaso que carecemos de talento? Tu cólera está acabando contigo, ¿pero quedará por eso deshabitada la tierra y serán las rocas desencajadas de su sitio? La lámpara del malvado se apaga, ya no brilla el resplandor de su hogar. La luz de su tienda va menguando, el candil que lo alumbra se extingue. Pierde fuerza su pie vigoroso, lo descarrían sus propios proyectos; sus pies lo conducen a la red, camina por encima de una malla; un lazo le atrapa los tobillos, un cepo se cierra sobre ellos; un nudo se oculta en el suelo, una trampa lo aguarda en el camino. Lo rodean terrores espantosos, lo acosan cuando intenta caminar: la Desgracia lo persigue hambrienta, el Desastre espera su traspiés; la Enfermedad devora su piel, la Muerte corroe sus miembros. Arrancado del amparo de su tienda, lo arrastran ante el Rey de los terrores. El fuego se instala en su tienda, esparcen azufre en su morada; por abajo se pudren sus raíces, por arriba se secan sus ramas; su memoria se borra en el país, se queda sin nombre en la comarca. Lo llevan de la luz a las tinieblas, acaba expulsado del mundo, sin familia ni prole entre los suyos, sin nadie que ocupe su terruño. Su destino espanta al Occidente, el terror atenaza a los de Oriente. Así acaba la morada del malvado, el lugar de quien no reconoce a Dios. Job respondió así: ¿Hasta cuándo seguiréis atormentándome, machacándome con tanta palabrería? Ya me habéis humillado bastante, me habéis atacado sin reparos. Aun pensando que hubiera pecado, solo a mí afectaría mi culpa. Pero ya que queréis prevalecer sobre mí usando mi dolor como prueba, sabed bien que Dios me ha atacado, que me ha atrapado en sus redes. Si grito «violencia», nadie responde; imploro «socorro», pero no hay justicia. Ha vallado mi camino y me impide pasar, ha ocultado mi senda con densa oscuridad. Me ha despojado de mi honor, ha dejado mi cabeza sin corona. Me socava por doquier y me deshago, ha arrancado la raíz de mi esperanza. Ha atizado su cólera contra mí, me trata como a un enemigo. Llegan sus tropas en masa, construyen taludes de ataque, asedian mi tienda por doquier. Mis parientes se alejan de mi lado, mis conocidos me tienen por extraño; me abandonan vecinos y deudos, se olvidan de mí mis invitados. Mis siervas me tienen por intruso, me tratan igual que a un extraño; mi siervo no responde a mi llamada, aunque se lo pida por favor. Mi aliento repugna a mi esposa, doy asco a mis propios hermanos. Incluso los niños me desprecian; me levanto y se burlan de mí. Todos mis íntimos me detestan, mis mejores amigos me atacan. Mis huesos se pegan a la piel y a la carne, he escapado con la piel de mis dientes. ¡Piedad, amigos míos, piedad, que me ha herido la mano de Dios! ¿Por qué, igual que Dios, me acosáis y no os hartáis de escarnecerme? ¡Ojalá se escribieran mis palabras! ¡Ojalá se grabaran en cobre, con cincel de hierro y con plomo, impresas para siempre en la roca! Yo sé que vive mi Vengador, que se alzará el último sobre el polvo, que después que me arranquen la piel, ya sin carne, podré ver a Dios. Sí, yo mismo lo contemplaré; mis ojos lo verán, no un extraño. ¡Tal ansia me consume por dentro! Vosotros decís: «¿Cómo lo acosaremos? ¿Qué pretexto encontraremos contra él?». Pero temblad entonces ante la espada (pues vuestra cólera merece la espada) y pensad que hay un juicio por llegar. Sofar de Naamat respondió: Mi turbación me obliga a contestar, debido a la impaciencia que siento. He oído una reflexión bochornosa, y mi inteligencia me inspira la respuesta. ¿No sabes tú que ya desde antaño, desde que la humanidad existe, el triunfo del malvado es pasajero, efímera la alegría del impío? Aunque su talla alcance los cielos y su cabeza llegue a las nubes, desaparece para siempre, como estiércol; los que lo vieron preguntan: «¿Dónde está?». Vuela como un sueño pasajero, se esfuma como visión nocturna. El ojo que lo vio ya no lo ve, su morada ya no lo contempla. Sus hijos piden limosna a los mendigos, pues tuvo que abandonar sus bienes. Aunque sus huesos desborden energía, acabarán con él en el polvo. Aunque le sepa dulce la maldad y la guarde debajo de la lengua, —atento a no dejarla escapar y reteniéndola pegada al paladar—, acabará pudriéndose en su vientre, transformada en veneno de víboras. Vomitará la riqueza que devoró, Dios hace que la eche del vientre. Chupaba ponzoña de víboras, lo matará la lengua del áspid. No disfrutará de arroyos de aceite, de torrentes de miel y requesón. Devolverá sus ganancias sin catarlas, sin gozar del fruto de sus negocios, pues defraudó sin pudor al pobre, robando casas que no construyó. Su vientre no se veía satisfecho, nada escapaba a su ambición; comió sin dejar nada a los demás, así que no durará su prosperidad. En plena abundancia sucumbirá, la mano de la desgracia lo alcanzará. Para que el malvado sacie su vientre, Dios le enviará su cólera ardiente, como lluvia que le sirva de alimento. Aunque evite el arma de hierro, la flecha de bronce lo traspasará; intentará arrancarla de su espalda, de su hígado la punta bruñida, pero los terrores se abatirán sobre él. Lo acosan profundas tinieblas, lo consume un fuego no atizado que devora los restos de su tienda. El cielo desvela su culpa, la tierra, en pie, lo denuncia. Un diluvio arrambla con su casa, los torrentes del día de la cólera. Esto es lo que Dios depara al malvado, la herencia que le tiene reservada. Job respondió así: Escuchad atentos mis palabras, concededme al menos ese consuelo. Tened paciencia mientras hablo; cuando termine, os podréis burlar. ¿Me quejo acaso de alguno o pierdo la paciencia sin razón? Escuchadme, quedaréis atónitos y no sabréis qué decir. Al pensarlo, me lleno de horror, escalofríos me atenazan el cuerpo. ¿Por qué siguen vivos los malvados, envejecen mientras aumenta su poder? Ven a sus hijos medrar seguros, contemplan cómo fructifican sus retoños: sus casas, prósperas y tranquilas, el castigo de Dios no los alcanza. Sus toros fecundan sin fallar, sus vacas nunca malparen. Sus hijos retozan como corderos, sus niños brincan satisfechos. Cantan con liras y tambores, se divierten al son de la flauta; gozan dichosos de la vida y bajan en paz al reino de los muertos. Y eso que decían a Dios: «¡Déjanos en paz! No queremos conocer tus designios. ¿Por qué serviremos al Todopoderoso? ¿Qué sacamos en limpio con invocarlo?». ¿No depende del malvado su dicha, aunque su plan esté lejos de Dios? ¿Cuándo se apaga la lámpara del malvado? ¿Cuándo le sobreviene la desgracia o la cólera divina lo colma de dolor? ¿Son paja acosada por el viento o tamo que avienta el huracán? ¿Va a castigar Dios a sus hijos? ¡Que lo pague él y escarmiente! ¡Que él mismo asista a su ruina, que absorba la cólera del Todopoderoso! ¿Qué le importa su hacienda una vez muerto, cuando sus meses no puedan ya contarse? ¿Quién puede enseñar algo a Dios, si solo él es capaz de gobernar el cielo? Hay quien muere en pleno vigor, rebosante de dicha y de paz, con sus lomos forrados de grasa y jugosa la médula de sus huesos. Y hay quien muere saciado de amargura, sin haber experimentado la dicha. Pero ambos se acostarán en el polvo bajo una cubierta de gusanos. Bien me sé lo que pensáis, todo lo que tramáis contra mí. Decís: «¿Dónde está la casa del soberbio, la tienda donde moraban los impíos?». ¿Por qué no preguntáis a quienes viajan y sabréis bien lo que piensan? El malvado se libra el día del desastre, se encuentra a salvo el día de la cólera. ¿Quién le reprocha su conducta o le pasa cuentas de lo que ha hecho? Es conducido al cementerio, la gente vela junto a su tumba, no siente el peso de la tierra. Tras él desfila todo el mundo, lo precede una turba innumerable. ¿A qué entonces me consoláis con vaciedades? ¡Si tan solo argumentáis con engaños! Elifaz de Temán respondió así: ¿Puede un mortal ser útil a Dios cuando apenas el sabio lo es para sí? ¿Le importa al Todopoderoso tu honradez? ¿Le aprovecha en algo tu recta conducta? ¿Crees que te castiga por tu piedad, o te emplaza a juicio por eso? ¿No será por tu maldad sin límites, por tus incontables delitos? Exigías sin motivo prendas a tus hermanos, despojabas de su ropa al desnudo; no dabas agua al sediento, negabas el pan al hambriento. Como poderoso dueño del país, arrogante habitante de él, despedías a las viudas de vacío y debilitabas los brazos de los huérfanos. Por eso te encuentras entre redes, te asalta de improviso el terror, la oscuridad no te permite ver, te engullen aguas caudalosas. ¿No está Dios en lo alto del cielo? ¡Bajo él contempla las altas estrellas! Y encima dices: «¿Qué sabe Dios? ¿Podrá ver a través de las nubes? El manto de nubes no le deja ver cuando recorre la órbita del cielo». ¿Caminarás por la antigua ruta que hollaron perversos mortales, aventados antes de tiempo, cuando la riada arrancó sus cimientos? Decían a Dios: «¡Déjanos en paz!, ¿qué puede hacernos el Todopoderoso?». Y eso que colmaba sus casas de bienes. ¡Lejos de mí el consejo de los malvados! Los justos se alegran al verlo, los rectos se burlan de ellos, pues sus posesiones han sido barridas, su abundancia ha sido consumida por el fuego. Reconcíliate con él y haz las paces, de ese modo te devolverá la dicha. Acepta la instrucción de su boca, piensa siempre en lo que te dice. Si vuelves al Todopoderoso con humildad, si alejas de tu hogar la injusticia, si arrojas tu oro al polvo, el Ofir a las piedras del arroyo, el Todopoderoso será tu tesoro, será tu plata en abundancia; el Todopoderoso será tu delicia, mirarás a Dios con confianza. Él escuchará tus plegarias y podrás cumplir tus votos; tendrás éxito en tus decisiones, la luz iluminará tu camino. Él humilla a los arrogantes, el humilde encontrará un salvador; incluso el culpable se verá a salvo gracias a la pureza de tus manos. Job respondió así: También hoy me lamento y me rebelo pues su mano multiplica mis gemidos. ¡Si supiera al menos dar con él, si pudiese entrar en su morada! Expondría mi causa ante él, llenaría mi boca de razones; sabría en qué términos se defiende, entendería lo que quiere decirme. ¿Recurriría en el pleito a su gran fuerza? No creo; me escucharía con atención. Yo discutiría limpiamente con él y ganaría finalmente el caso. Mas voy a Oriente y no está allí; a Occidente y no puedo distinguirlo; se oculta en el Norte y no lo veo; escondido en el Sur, no lo descubro. Él, en cambio, conoce mis andanzas; si me prueba, saldré purificado como el oro. He seguido de cerca sus huellas, firme en su camino, sin desviarme; no me he apartado de las normas de su boca, he guardado en el pecho sus decretos. Pero él es firme en sus decisiones, ¿quién podrá disuadirlo? Siempre lleva a cabo sus proyectos. Seguro que ejecuta mi sentencia, como hace en casos parecidos. Por eso tengo miedo de verlo; cuando pienso en ello, me espanto. Dios me ha arrancado el valor, me aterroriza el Todopoderoso. ¡Ojalá desapareciese en la tiniebla y la oscuridad ocultase mi rostro! Si Dios todopoderoso se reserva tiempos de juicio, ¿por qué sus fieles no los descubren? Hay personas que remueven linderos, roban rebaños y los llevan a apacentar; se llevan el asno del huérfano, y en prenda el buey de la viuda; apartan del camino a los necesitados, los pobres de la región se esconden. Hay otros que, como onagros, viajeros de la estepa, madrugan para iniciar su tarea, en busca de la presa, mientras la estepa alimenta a sus crías. Espigan en el campo del inicuo, rebuscan en la viña del malvado; pasan la noche desnudos, sin ropa alguna que ponerse, sin abrigo, expuestos al frío. La lluvia del monte los empapa; sin refugio, se arriman a las rocas. Arrancan del pecho al huérfano y toman en prenda al hijo del pobre. Andan desnudos, sin ropa; hambrientos, acarrean gavillas. Prensan aceite en el molino; sedientos, pisan en el lagar. Moribundos gimen en la ciudad, ¡gritos de auxilio de los heridos! Pero Dios nada malo ve en ello. Otros son rebeldes a la luz: no conocen sus caminos, no suelen andar por sus senderos. El asesino madruga con el alba para matar a pobres y necesitados; por la noche se dedica a robar. El adúltero acecha entre dos luces y piensa que no hay quien lo vea, pues lleva cubierto su rostro. De noche asaltan casas, de día se encierran en ellas; ignoran lo que es la luz. Para ellos la mañana es sombra, habituados al terror de la noche. Son broza que arrastra el agua, su hacienda es maldita en la tierra, nadie toma el sendero de su viña. Sequía y bochorno derriten la nieve; de igual modo el reino de los muertos arrebata a los pecadores. El seno materno los olvida, son la delicia de los gusanos; su nombre no es recordado. ¡Es tronchada como un árbol la injusticia! Maltratan a la estéril sin hijos y privan de bienes a la viuda. Aunque siga el poderoso en el poder y parezca prosperar, su vida es insegura; Dios puede hacer que se sienta confiado, pero sus ojos vigilan todos sus pasos. Se encumbra un momento y ya no existe; se abate como flor que se marchita, se agosta lo mismo que una espiga. Esto es así, ¿quién me dejará por mentiroso, restando valor a mis argumentos? Bildad de Súaj respondió así: Dios tiene un poder temible, impone la paz en las alturas. ¿Quién puede enumerar sus tropas? ¿Sobre quién no se alza su luz? ¿Puede ser justo el mortal ante Dios, o puro el que ha nacido de mujer? ¡Si hasta la luna carece de brillo y los astros no son puros a sus ojos! ¡Cuánto menos el mortal, un gusano, el ser humano, que solo es una larva! Job respondió así: ¡Qué bien sabes ayudar al débil! ¡Qué bien socorres al brazo sin fuerza! ¡Qué bien aconsejas al necio! ¡Con qué talento asesoras! ¿A quién van dirigidas tus razones? ¿De quién emana tu inspiración? Las sombras se estremecen de miedo, se espantan el mar y sus moradores. El reino de los muertos se encuentra desnudo ante él, el abismo se halla al descubierto. Él tendió el Septentrión sobre el vacío, suspendió la tierra sobre la nada. Él encerró las aguas en las nubes, sin que el nublado estalle con el peso. Él ocultó a las miradas su trono, desplegando su nube ante él. Él limitó con un cerco las aguas en la frontera de la luz y las tinieblas. Se tambalean las columnas del cielo, aterradas cuando él las amenaza. Con su poder dominó el Mar, con su ingenio machacó a Rahab. Su soplo desplegó los cielos, su mano traspasó al Dragón Huidizo. Esto es solo un ejemplo de sus obras, solo un susurro mortecino que nos llega; el potencial de su poder, ¿quién lo captará? Job continuó con su discurso: Por Dios, que niega mis derechos, por el Todopoderoso, que me colma de amargura, juro que mientras respire y el soplo de Dios aliente en mí, mis labios nunca mentirán, ni mi boca dirá falsedades. No pienso daros la razón, me mantendré íntegro hasta la muerte. Me aferro a mi honradez, sin soltarla, sin reprocharme ninguno de mis días. Que mi enemigo resulte culpable e injusto mi adversario en el tribunal. ¿Qué esperanza le queda al impío cuando le arrebatan la existencia, cuando Dios lo despoja de su vida? ¿Escuchará Dios sus protestas de inocencia cuando esté desbordado por la angustia, cuando suplique el favor del Todopoderoso e invoque a Dios de continuo? Os instruiré sobre el poder de Dios, sin ocultar la verdad sobre el Todopoderoso; pero si ya lo habéis comprobado, ¿a qué viene hablar inútilmente? Esto es lo que Dios reserva al malvado, la suerte que da el Todopoderoso al violento: si tiene muchos hijos, la espada los abatirá, su descendencia nunca se hartará de pan; la peste enterrará a sus supervivientes, sus viudas no plañirán por ellos. Aunque acumule plata como polvo, y almacene ropa como barro, la almacenará, pero el justo la vestirá, y el inocente disfrutará de la plata. Será como de paja la casa que construya, como la choza que edifica un vigilante. Se acuesta rico, pero ya es el final; abre sus ojos y se encuentra sin nada. Como riada, los terrores se lo llevan, la tormenta lo arrebata por la noche. El viento del este lo transporta en vilo, entre torbellinos lo arranca de su sitio; lo zarandea después sin compasión y en vano intenta rechazar sus ataques. La gente bate palmas y le silba cuando tiene que abandonar su sitio. Existen minas de plata, lugares donde el oro se refina. El hierro se saca de la tierra, el bronce, de la piedra fundida. Allí, al límite de las tinieblas, el ser humano rastrea lo profundo, entre rocas oscuras y siniestras. Abre galerías lejos de la gente, olvidado, en lugares nunca hollados; colgado, alejado de los humanos. La tierra que proporciona alimentos se trastorna con fuego subterráneo; sus rocas ocultan zafiros, sus terrones, pepitas de oro. La rapaz desconoce su entrada, el ojo del halcón no la divisa; no la pisan las fieras arrogantes, ni siquiera la atraviesan los leones. El ser humano maneja el pedernal, revuelve el vientre de las montañas; excava galerías en la roca, descubre objetos preciosos; explora los hontanares de los ríos y saca lo oculto a la luz. ¿Pero de dónde se saca la Sabiduría o dónde está el yacimiento de la Inteligencia? El ser humano ignora su camino, no se halla en el mundo de los vivos. Dice el Abismo: «No está en mí»; responde el Mar: «No está conmigo». No puede comprarse con oro ni pagarse a peso de plata; no se adquiere con oro de Ofir, con ónices preciosos o zafiros; no la igualan el oro ni el vidrio, ni se paga con vasos de oro fino; nada valen el cristal y los corales, la Sabiduría es más cara que las perlas; no la iguala el topacio de Etiopía, ni se cambia por el oro más puro. ¿Pero de dónde proviene la Sabiduría o dónde está el yacimiento de la Inteligencia? Se oculta a los ojos de las fieras y se esconde de las aves del cielo. Muerte y Abismo confiesan: «Conocemos su fama de oídas». Solo Dios encontró su camino, solo él descubrió su morada, pues contempla los límites del orbe y observa cuanto hay bajo el cielo. Cuando señalaba su peso al viento y definía la medida de las aguas, cuando imponía su ley a la lluvia y su ruta al relámpago y al trueno, entonces la vio y la calculó, la penetró y examinó a fondo. Después dijo al ser humano: «Venerar al Señor es sabiduría, apartarse del mal, prudencia». Job continuó así su discurso: ¡Si pudiera revivir el pasado, cuando Dios se ocupaba de mí, cuando su lámpara brillaba sobre mi cabeza y su luz iluminaba mis tinieblas! ¡Aquellos días de mi otoño, cuando Dios era un íntimo en mi tienda, cuando sentía al Todopoderoso conmigo y todos mis hijos me rodeaban! Cuando lavaba mis pies en leche y la roca me daba arroyos de aceite. Cuando iba a la puerta de la ciudad y, al tomar asiento en la plaza, los jóvenes se escondían al verme, los ancianos se ponían de pie; la gente principal callaba, tapándose la boca con la mano; enmudecía la voz de los notables, se les pegaba la lengua al paladar. La gente que me oía me felicitaba, quien lo veía se ponía de mi parte; yo libraba al pobre suplicante, al huérfano carente de ayuda; recibía la gratitud del moribundo, devolvía la alegría a las viudas. La justicia me cubría como un vestido, me arropaba lo mismo que un manto, y el derecho me servía de turbante. Yo era ojos para el ciego, era pies para los cojos; era padre de los pobres, abogado de extranjeros. Rompía los colmillos del malvado y arrancaba la pieza de sus dientes. Pensaba: «Moriré en mi nido, prolongaré mi vida como el Fénix, con mis raíces a la orilla del agua y el rocío de la noche en mi ramaje; mi prestigio irá en aumento y mi arco se reafirmará en mi mano». La gente me escuchaba expectante, en silencio, esperando mi consejo; nada añadían cuando yo terminaba, recibían mis palabras como rocío; me esperaban como a lluvia temprana, boquiabiertos al agua de primavera. Les sonreía y no daban crédito, los animaba la luz de mi rostro. Les mostraba el camino y los guiaba, lo mismo que un rey ante sus tropas; los guiaba y se dejaban conducir. Pero ahora se burlan de mí muchachos más jóvenes que yo, a cuyos padres no habría puesto al frente de los perros de mi rebaño. La fuerza de sus brazos no servía, pues estaban carentes de vigor. Agotados por la hambruna y la miseria, andaban royendo por la estepa, de noche, en desolada soledad; buscaban armuelle entre las matas, comían raíces de retama. Aislados de la vida en sociedad, ahuyentados lo mismo que ladrones, vivían en taludes de barrancas, en grutas y en grietas de la roca; aullaban metidos en la maleza, refugiados debajo de espinos. ¡Gente villana y sin nombre, expulsada a golpes del país! Pero ahora me sacan coplas, convertido en tema de sus burlas; se alejan de mí, me aborrecen, e incluso me escupen al pasar. Dios me ha debilitado y afligido, por eso me humillan desenfrenados. A mi derecha se alza una chusma que hace que mis pasos flaqueen, que piensa el modo de exterminarme. Deshacen mi sendero, traman con afán mi ruina, nadie les pone freno; irrumpen como por ancha brecha, al asalto, en medio del estruendo. Se desatan contra mí los terrores, se llevan como viento mi dignidad, como nube se disipa mi prestigio. Entretanto mi vida se diluye: me tocan jornadas de aflicción, la noche perfora mis huesos, pues no duerme el dolor que me roe. [Dios] me agarra violento por la ropa, me sofoca con el cuello de la túnica, me arroja por tierra, en el fango, confundido con el barro y la ceniza. Te pido auxilio y no respondes; me presento ante ti y no haces caso. Te has convertido en mi verdugo y tu potente brazo se ceba en mí. Me arrebatas a lomos del viento, sacudido indefenso por el huracán. Ya sé que me devuelves a la muerte, donde todos los vivos se dan cita. ¿No tendí yo la mano al necesitado que me pedía ayuda angustiado? ¿No lloré por el que vive en apuros? ¿No mostré compasión por el indigente? Esperaba la dicha y llegó el fracaso; anhelaba la luz y vino la oscuridad. Me hierven las entrañas sin parar, esperando jornadas de aflicción. Mi vida discurre sombría, sin sol; pido auxilio, de pie ante la asamblea. Convertido en pariente de chacales comparto la amistad con avestruces. Mi piel ha quedado curtida, mis huesos arden por la fiebre. Mi lira está afinada para el duelo, mi flauta acompaña a plañideras. Yo hice un pacto con mis ojos de no fijarme en doncella. ¿Qué suerte nos reserva Dios allá arriba, qué herencia nos guarda el Todopoderoso en lo alto? ¿No reserva el desastre al criminal y no le espera el fracaso al malhechor? ¿No vigila mi conducta y observa mis andanzas? ¿Caminé acompañado del embuste y han corrido mis pies tras la mentira? Que me pese en balanza sin trampa y así comprobará Dios mi integridad. Si aparté mis pasos del camino, guiado por los caprichos de mis ojos; si se pegó alguna mancha a mis manos, ¡que otro devore mi sembrado, que me arranquen mis retoños! Si cedí a la atracción de otra mujer, acechando a la puerta del vecino, ¡que mi esposa muela para otro, que un extraño se acueste con ella! Pues sería un caso de infamia, una ofensa que reclama justicia: un fuego que consumiría hasta el Abismo, que devoraría mi hacienda de raíz. Si denegué su derecho al esclavo o a la esclava, que pleiteaban conmigo, ¿qué haré cuando Dios se levante, qué responderé cuando me interrogue? ¿No los hizo en el vientre como a mí y no nos formó en el seno el mismo Dios? Si me cerré al débil necesitado o a la viuda consumida por el llanto; si comí el pan en soledad sin querer compartirlo con el huérfano (yo que desde joven lo cuidé como un padre y lo guié desde el día en que nació); si vi a un transeúnte sin vestido o a un pobre sin nada que ponerse y no me lo agradecieron sus cuerpos, calientes con la lana de mis ovejas; si alcé la mano contra el huérfano contando con el apoyo del tribunal, ¡que se me salga el hombro de la espalda, que se me rompa el brazo por el codo! Me aterra el castigo de Dios, nada podría frente a su majestad. No puse en el oro mi confianza ni llamé «seguridad» al oro fino; no me complacía en mi inmensa riqueza, en la fortuna conseguida con mis manos. No miré al sol en su esplendor ni a la luna en su curso luminoso, dejándome seducir en secreto y enviándoles un beso con la mano. También sería una ofensa criminal, una traición al Dios Altísimo. No disfruté con la ruina del enemigo, ni gocé cuando la desgracia lo abatió; tampoco permití que mi lengua pecara pidiendo su muerte con maldiciones. Cuando los de mi casa decían: «¡Quién pudiera saciarse de su carne!», el forastero no durmió al sereno, porque abrí mis puertas al viajero. No oculté mi pecado como Adán, ni escondí mi delito en mi interior; no he guardado silencio ni he dejado de salir a la calle por miedo a la opinión de los demás, por temor al desprecio de mi gente. ¡Ojalá hubiera quien me escuchara! ¡Aquí está mi firma! ¡Que responda el Todopoderoso! ¡Que mi rival redacte su alegato! Juro que lo llevaré sobre el hombro o ceñido como una diadema. Le daría cuenta de mis pasos, saldría a su encuentro como un príncipe. Si mis campos me recriminan algo y sus surcos lloran al unísono, por comer sus frutos sin pagarlos y dejar sin su jornal a los braceros, ¡que en vez de trigo produzcan espinas; en vez de cebada, ortigas! Fin de las palabras de Job. Aquellos tres hombres ya no respondieron a Job, convencidos de que se consideraba inocente. Pero Elihú, hijo de Baraquel, del clan de Ram, natural de Buz, se indignó contra Job, porque pretendía tener razón frente a Dios. También se indignó contra los tres compañeros, porque, al no encontrar respuesta, habían dejado a Dios por culpable. Elihú había esperado en silencio mientras hablaban con Job, porque eran mayores que él; pero, al ver que ninguno de los tres daba una respuesta convincente, Elihú, hijo de Baraquel el buzita, intervino molesto en los siguientes términos: Yo soy joven, vosotros ya viejos; por eso, intimidado, he evitado exponeros todo lo que sé. Yo pensaba: «Que hable la edad, los muchos años enseñan sabiduría». Pero lo que hace perspicaz al ser humano, es el espíritu que infunde el Todopoderoso; pues los años no dan sabiduría, ni la vejez procura discernimiento. Por eso os pido que me escuchéis, pues quiero exponeros mi saber. He esperado mientras hablabais, escuchaba atento vuestras razones, cómo afinabais los argumentos. Me iba fijando con atención, pero ninguno refutaba a Job, ninguno desmentía sus cargos. No digáis: «¡Dimos con una sabiduría que solo Dios, no los humanos, puede refutar!». Como no ha argumentado contra mí, no lo refutaré con vuestras razones. Ahí están, perplejos, sin respuesta; sus argumentos los han abandonado. He esperado a que acabaran de hablar, y ahí están, plantados, sin respuesta. Pero quiero hacer mi aportación; expondré mi saber, desde luego, pues estoy repleto de palabras, preñado de un aliento incontenible. Mi vientre es un odre nuevo que el vino sin escape revienta. Hablaré y me quedaré tranquilo, abriré mi boca y responderé. Con nadie seré parcial, a nadie voy a adular. Primero porque no sé adular; además mi Creador me destruiría. Escucha, Job, mis palabras; presta oído a lo que digo: Ya comienzo a abrir la boca; mi lengua y mi paladar empiezan a formar palabras. Hablaré con corazón sincero, mis labios dirán la pura verdad. El soplo de Dios me formó, el Todopoderoso me hizo vivir. Contéstame, si eres capaz; permanece firme frente a mí. Para Dios, yo soy como tú; modelado también con arcilla. No te voy a llenar de terror, ni pienso ensañarme contigo. Tú declaraste ante mí (yo mismo oí tus palabras): «Soy puro, sin un delito; soy inocente, sin culpa. Es Dios quien busca excusas, quien me tiene por enemigo y pone cepos a mis pies controlando todos mis pasos». Pues te digo que no tienes razón: si es más grande Dios que el ser humano, ¿por qué te atreves a acusarlo de no responder a tus razones? Dios habla de muchas formas, aunque no sepamos verlo: en sueños o visiones nocturnas, cuando cae el sopor sobre nosotros y el sueño nos invade en la cama. Abre entonces el oído a las personas e inculca en ellas sus advertencias: para impedir que cometan maldad y protegerlas del orgullo humano; para impedirles que caigan en la fosa, que su vida atraviese el Canal. Prueba al ser humano en el dolor con la agonía incesante de sus miembros, hasta que acaba detestando la comida y le repugna su manjar favorito. Puedes ver cómo su cuerpo se consume, sus huesos, antes ocultos, aparecen; su existencia se acerca a la tumba, su vida al lugar de los muertos. Pero si tiene un ángel junto a él, un mediador entre mil, que pueda defender su honradez, suplicará piedad en su favor: «Líbralo de bajar a la fosa, he encontrado quien rescate su vida». Entonces su cuerpo retoñará, volverá a sus años lozanos. Dios escuchará sus plegarias, podrá ver su rostro con alegría, pues le ha devuelto su integridad. Luego proclamará delante de todos: «Me equivoqué y pervertí el derecho, pero no me ha pagado como merecía. Me ha librado de bajar a la fosa, mi existencia está abierta a la luz». Dios suele hacer todo esto una y mil veces al ser humano, para librar su vida de la fosa e inundarlo de la luz de la vida. Escucha, Job, presta atención; calla mientras estoy hablando. Si tienes argumentos, contéstame; habla, que deseo darte la razón. Pero, si no los tienes, atiende; calla y te enseñaré sabiduría. Elihú continuó con su discurso: Escuchad, sabios, mis palabras; prestadme atención los doctos, pues el oído distingue las palabras lo mismo que la boca los sabores. Pongámonos de acuerdo en lo que es justo; aclaremos entre nosotros lo que es bueno. Job ha dicho: «Soy inocente, pero Dios anula mi derecho. ¿Voy a mentir sobre mi caso? Me hieren de muerte sin culpa». ¿Hay por ventura alguien como Job, que beba sarcasmos como agua? Anda acompañado de malhechores, busca la sociedad de los malvados, y dice: «Nada se consigue buscando el favor de Dios». Escuchadme, quienes sois sensatos: ¡Lejos de Dios la maldad, lejos del Todopoderoso la injusticia! Paga a cada uno según sus acciones, trata a los humanos según su conducta. Está claro que Dios no actúa con maldad, que el Todopoderoso no pervierte el derecho. ¿Quién le encargó del cuidado de la tierra y le confió la custodia del universo? Si decidiera por propia voluntad retirar su espíritu y su aliento, perecerían todos los vivientes, volverían los humanos al polvo. Si tienes conocimiento, escucha; presta atención a mis palabras. ¿Podría gobernar quien odia la justicia? ¿Vas a condenar al que es justo y poderoso, al que puede llamar a un rey «canalla» o tratar de «bandidos» a los nobles? ¿Al que no tiene preferencia por los príncipes, ni favorece al grande contra el débil, porque todos han sido creados por él? Todos mueren de pronto, a medianoche; se alborota la gente y desaparecen; el tirano es derribado sin esfuerzo. Dios vigila la conducta humana, controla cualquier comportamiento; no hay sombra ni densa tiniebla que pueda ocultar al malvado. No es el ser humano quien decide cuándo ha de comparecer ante el Dios que destruye a los poderosos sin indagar y establece a otros en su lugar. Como Dios conoce bien sus acciones, de noche los trastorna y destruye; les paga su maldad azotándolos en un lugar donde la gente los vea, por haberle sido desleales, por haber ignorado sus designios, provocando ante él el grito del pobre, haciéndole oír el gemido del necesitado. Si Dios guarda silencio, ¿quién condenará al malvado? Si oculta su rostro, ¿quién podrá verlo? Pero él vigila a personas y países, para evitar que prevalezca un impío y someta al pueblo a su capricho. Si alguien reconoce ante Dios: «Me he enorgullecido, no lo haré más; enséñame tú lo que yo no puedo ver; si algo malo he hecho, no reincidiré», ¿debería [Dios] castigar, en tu opinión, cuando tú rechazas su criterio? Eres tú quien debe decidir, no yo; demuestra todo lo que sabes. Si la gente sensata me escuchara, si los sabios me oyesen, dirían: «Job no argumenta con sensatez; sus palabras carecen de sentido. Debería ser examinado hasta el extremo, pues responde igual que los malvados; se empeña en seguir pecando, se burla de nosotros, multiplica sus palabras contra Dios». Elihú continuó su discurso: ¿Crees que es justo afirmar: «Tengo razón contra Dios»? O decir: «¿Qué más le da?, ¿qué saco yo con no pecar?». Voy a responder a tus argumentos y, de paso, a los de tus amigos. Contempla atento el cielo, fíjate en las nubes tan altas. ¿Qué mal le causas a Dios cuando pecas o en qué le afectan tus numerosos delitos? Si eres honrado, ¿qué le das o qué recibe de tu mano? Tu maldad afectaría a alguien como tú; tu honradez, a los seres humanos. La gente protesta bajo la dura opresión, pide socorro ante el poder del tirano; pero no dice: «¿Dónde está mi Hacedor, que llena la noche de cantos de júbilo y nos hace más sabios que las bestias de la tierra, más inteligentes que las aves del cielo?». Algunos protestan, pero no responde; el orgullo de los malvados tiene la culpa. Dios no escucha falsedades, el Todopoderoso no hace ni caso. Y menos cuando dices: «No lo veo, le he expuesto mi causa y espero». Pero como su cólera no estalla ni parece prestar atención al delito, Job abre su boca y echa viento, multiplicando palabras sin sentido. Elihú siguió diciendo: Ten paciencia y te convenceré, pues aún quedan razones en favor de Dios. Espigaré mi saber en el pasado, demostraré que mi Creador tiene razón. Mis palabras no son vanas, desde luego; ante ti tienes ciencia consumada. Dios es poderoso y no vacila, poderoso y de firmes decisiones. No permite que viva el malvado, sino que hace justicia al afligido; no aparta sus ojos de los justos: los pone junto a reyes, en sus tronos, los entroniza y exalta para siempre. Pero si Dios los carga de cadenas y los ata con sogas de aflicción, es para denunciar sus acciones, sus delitos nacidos del orgullo; hace que ellos escuchen su advertencia, los conmina a dejar el pecado. Si escuchan y saben ser dóciles, su vida se colmará de prosperidad, el bienestar acompañará su existencia; si no escuchan, cruzarán el Canal; morirán repletos de ignorancia. La mente del impío almacena cólera, cuando Dios lo encadena no pide socorro; su vida se consume en plena juventud, muere a la edad de los hieródulos. Pero salva al afligido con la aflicción, lo instruye mediante el sufrimiento. Te arrancaría de las fauces de la angustia, llevándote a un lugar sin agobios, espacioso, a una mesa con platos sustanciosos. Pero tu causa es propia de un culpable, el pleito y el derecho te obsesionan. No te dejes seducir por la riqueza, ni un soborno sustancioso te corrompa: de nada servirá ante la angustia todo el poder de tus riquezas. No suspires por que llegue esa noche en que la gente desaparece de su sitio. Cuidado con volver a la maldad, que por ella probaste la aflicción. ¡Qué sublime y poderoso es Dios! ¿Hay maestro que se le pueda comparar? ¿Quién se atreverá a calificar su conducta o podrá acusarlo de obrar mal? Acuérdate de ensalzar sus obras, pues todos las han alabado; toda la humanidad las contempla, los mortales las perciben de lejos. Dios es sublime, incomprensible; incalculable el número de sus años. Atrae hacia sí las gotas de agua, las filtra de su fuente como lluvia, la lluvia que destilan las nubes, que riega copiosa a los humanos. ¿Quién conoce las dimensiones de su nube o el fragor que retumba en su tienda? El Altísimo despliega su relámpago, que ilumina la profundidad del mar. De este modo alimenta a los pueblos, les regala sustento en abundancia. Oculta el relámpago en sus manos, lo dirige directo hacia el blanco. El Altísimo habla con su trueno, su cólera provoca la tormenta. Ante esto se estremece mi corazón, salta incluso fuera de su sitio. Escuchad atentos el fragor de su voz, el estruendo que sale de su boca; envía su rayo por debajo del cielo y alcanza los confines de la tierra; truena tras él su voz, resuena de forma majestuosa; después de escuchar su voz, ninguno le sigue la pista. Atruena Dios con su voz prodigiosa, hace maravillas que ignoramos. Ordena a la nieve: «Cae a tierra», y al aguacero: «Llueve con fuerza»; de esta manera frena el trabajo humano para que todos reconozcan sus obras. Las fieras se encierran en sus cuevas, permanecen ocultas en sus guaridas. La tormenta sale de su cámara, traen el frío los vientos del norte; sopla Dios y se forma el hielo, se congela la superficie del agua. Carga las nubes de humedad, mientras el nubarrón disemina su rayo, que gira de uno a otro lado, conducido por él alrededor, para cumplir así sus órdenes por toda la superficie del orbe. Es [Dios] quien hace que descargue sobre su tierra el nubarrón, como azote o bien como favor. Escucha esto tranquilo, Job; piensa en las maravillas de Dios. ¿Sabes cómo se lo ordena Dios y el rayo brilla desde su nube? ¿Sabes cómo equilibra las nubes, maravilla de ciencia consumada? Tú, que te agobias debajo de la ropa cuando el solano aletarga la tierra, ¿puedes tender como él el firmamento, sólido como espejo de metal fundido? Dinos lo que hemos de aconsejarle, no podemos discutir a oscuras. ¿Ha de ser informado cuando hablo o hay que comunicarle lo que otro dice? A veces no se puede ver el sol, oculto como está entre nubarrones, pero el viento se mueve y los disipa. Llegan del norte resplandores de oro, rodea a Dios terrible majestad; nos es inalcanzable el Todopoderoso, sublime en poder y equidad; es justo, no viola el derecho. Por eso, mortales, respetadlo, que él no teme a los sabios. El Señor se dirigió a Job desde la tormenta: ¿Quién es ese que confunde mis designios pronunciando tales desatinos? Si tienes agallas, cíñete los lomos; te preguntaré y tú me instruirás. ¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra? Dímelo tú, si tanto sabes. ¿Sabes quién diseñó sus dimensiones o le aplicó la cinta de medir? ¿Dónde se asienta su basamento o quién colocó su piedra angular mientras aclamaban los astros matutinos y los vitoreaban los hijos de Dios? ¿Quién clausuró el mar con una puerta, cuando salía impetuoso de su seno; cuando le puse nubes por mantillas y nubes de tormenta por pañales; cuando determiné sus límites poniéndole puertas y cerrojos, y le dije: «De aquí no pasarás, aquí se estrellará el orgullo de tus olas»? ¿Has mandado alguna vez a la mañana o has señalado su puesto a la aurora para que agarre la tierra por los bordes y sacuda de ella a los malvados; para marcarla como arcilla bajo el sello y darle color como a un vestido; para negar la luz a los malvados y hacer trizas el brazo sublevado? ¿Has penetrado en las fuentes del Mar o paseado por la hondura del Abismo? ¿Te han enseñado las puertas de la Muerte o has visto los portales de las Sombras? ¿Has examinado las dimensiones de la tierra? Cuéntamelo, si lo sabes todo. ¿Dónde está la casa de la luz y dónde viven las tinieblas? ¿Podrías guiarlas a su país o indicarles el camino de casa? Lo sabrás, pues ya habías nacido: ¡tienes tantísimos años! ¿Has entrado en los silos de la nieve y observado los depósitos del granizo que reservo para la hora de la angustia, para el día de la guerra y del combate? ¿Por dónde se difunde la luz, por dónde se dispersa el viento del este? ¿Quién ha excavado un canal al aguacero y ha abierto un camino al rodar de los truenos, para que llueva en tierras despobladas, en el desierto no habitado por humanos; para que empape la estepa desolada y brote un vergel en el páramo? ¿Quién es el padre de la lluvia o quién engendra el rocío?, ¿de qué vientre sale el hielo o quién pare la escarcha del cielo, cuando el agua se endurece como piedra y se atasca la faz del Abismo? ¿Puedes atar los lazos de las Pléyades o soltar las riendas de Orión, hacer salir a su hora al Zodíaco, guiar a la Osa y a sus crías? ¿Conoces las leyes que rigen el cielo y haces que se cumplan en la tierra? ¿Puedes dar órdenes a las nubes para que envíen sobre ti un chaparrón? ¿Usas como mensajeros a los rayos, que acuden y te dicen: «A tus órdenes»? ¿Quién dio sabiduría al dosel de nubes y puso perspicacia en mi tienda celeste? ¿Quién sabe enumerar las nubes e inclina los cántaros del cielo, cuando el polvo se funde en una masa y se pegan los terrones entre sí? ¿Le cazas la presa a la leona o sacias el hambre de sus crías, cuando se encierran en sus guaridas o acechan agazapados en la maleza? ¿Quién da de comer al cuervo cuando sus crías graznan a Dios y aletean nerviosas por el hambre? ¿Sabes cuándo paren las rebecas o has asistido alguna vez al parto de las ciervas? ¿Has contado sus meses de gestación y conoces el tiempo en que paren, cuando, acurrucadas, echan a sus crías, y expulsan fuera a sus hijos? Sus cachorros crecen sanos, se hacen adultos en el campo, se van y ya no regresan. ¿Quién deja en libertad al onagro o desata al asno salvaje, al que di la estepa por morada, la tierra reseca por hogar? Se ríe del bullicio del pueblo, no escucha la voz del arriero. Busca su pasto en los montes, rastrea cualquier hierba tierna. ¿Crees que el búfalo te prestará un servicio y pasará la noche en tu establo? ¿Lo atarías al arado en la besana y rastrillaría el campo labrado tras de ti? ¿Te fiarías de su fuerza descomunal, hasta cederle el peso de tus tareas? ¿Le confiarías la cosecha del cereal y su acarreo después de la trilla? El avestruz aletea con arrogancia, como si tuviese alas de cigüeña. Pero pone sus huevos en el suelo y deja que se incuben en la arena sin pensar que pueden ser pisados o aplastados por una fiera salvaje. Se muestra cruel con sus pollos, igual que si no fuesen suyos; no le importa fatigarse en vano. Es que Dios le negó sabiduría, no le dio su porción de inteligencia. Mas, cuando se alza encabritada, se ríe del caballo y del jinete. ¿Le das tú al caballo su brío o le cubres el cuello de crines? ¿Le haces saltar como langosta? Su relincho provoca terror, piafa inquieto en el valle, se lanza impetuoso al ataque. Se burla del miedo, no teme; nunca retrocede ante las armas, aunque silben las flechas alrededor o lanzas y venablos centelleen. Devora su ruta nervioso y con estrépito, nadie lo sujeta cuando suena la trompeta; responde a la trompeta con relinchos, ventea de lejos la batalla, el grito de guerra de los jefes. ¿Enseñas a volar al halcón, cuando despliega sus alas hacia el sur? ¿Acaso porque tú lo ordenas, remonta el águila su vuelo y hace su nido en los riscos? Construye su hogar en la roca, se oculta en repisas rocosas; desde allí otea a sus presas, sus ojos las divisan de lejos. Sus crías se alimentan de sangre; se deja ver donde hay un cadáver. El Señor siguió diciendo a Job: ¿Quiere el censor discutir con el Todopoderoso? El que critica a Dios, que responda. Job respondió al Señor: Me siento pequeño, ¿qué contestaré? Me taparé la boca con la mano. Hablé una vez, no insistiré; hablé dos veces, nada añadiré. El Señor replicó a Job desde la tormenta: Si tienes redaños, cíñete los lomos; te preguntaré y tú me instruirás: ¿Pretendes acaso violar mi derecho, condenarme para salir tú absuelto? ¿Tienes un brazo poderoso como Dios y es potente tu voz como la suya? ¡Pues vístete de gloria y majestad, rodéate de gloria y esplendor; da rienda suelta a tu cólera y abate con tu mirada al soberbio; hunde con tu mirada al arrogante y machaca a los malvados donde estén; entiérralos juntos en el polvo, mételos a todos en el calabozo! Entonces yo también te alabaré: «Tu diestra te ha dado la victoria». Ahí tienes a Behemot, a quien creé, igual que a ti; come hierba, lo mismo que el buey. Fíjate en la dureza de sus lomos, en la fuerza de los músculos del vientre; empina su cola como un cedro, se traban los nervios de sus muslos; sus huesos parecen tubos de bronce, sus miembros, hierro forjado. Es primicia de las obras de Dios, su Hacedor lo amenazó con la espada. Los montes le pagan tributo, junto a él retozan las bestias. Se tumba arropado por los lotos, oculto en los carrizos de la marisma; los lotos le proporcionan sombra, los sauces del río lo protegen. No le asusta que el río se desborde, que un Jordán le llegue hasta el hocico. ¿Quién será capaz de atraparlo o taladrarle con ganchos la nariz mientras él está vigilante? ¿Pescarías con anzuelo a Leviatán y sujetarías su lengua con cuerdas? ¿Le pasarías un junco por la nariz y traspasarías su mandíbula con garfios? ¿Te va a dirigir ruegos insistentes o calmarte con voz suplicante? ¿Haría un contrato contigo, para ser tu siervo de por vida? ¿Vas a jugar con él como con un pájaro, atándolo para que tus hijas se diviertan? ¿Lo pondrían en venta los pescadores y se lo disputarían los mercaderes? ¿Le traspasarías la piel con arpones, la cabeza con artes de pesca? Si le has puesto la mano encima, te acordarás del combate y no volverás a intentarlo. No esperes atraparlo, que es inútil; su sola presencia causa terror; ¡nadie es capaz de provocarlo! ¿Quién, pues, será capaz de hacerme frente? ¿Quién me ha venido con regalos para que deba yo recompensarle? ¡Si todo bajo el cielo es mío! ¿No hice que callara su arrogancia, su firme palabra y su alegato? ¿Quién le abrió el manto de su piel y penetró por su doble coraza? ¿Quién abrió las puertas de sus fauces, tachonadas de dientes espantosos? Su lomo son hileras de escudos, bien apretados y sellados; sus piezas se unen tan trabadas que ni el aire se filtra entre ellas; se sueldan unas con otras, formando un bloque compacto. Su estornudo proyecta destellos, sus ojos parpadean como el alba. Sus fauces lanzan antorchas, proyectan chispas de fuego; de su hocico sale una humareda, como caldero que hierve atizado; su aliento enciende carbones, arroja llamaradas por su boca. Su fuerza está en su cuello, ante él tiembla el espanto. Son compactos los pliegues de su carne; como pegados a su cuerpo, ni se mueven. Su corazón es duro como la roca, resistente como piedra de moler. Su majestad asusta a los dioses; cuando oyen su estrépito, retroceden. De nada sirve la espada contra él, tampoco dardo, lanza o jabalina. El hierro es paja para él, madera podrida el bronce. No hay flecha que lo ponga en fuga, las piedras de la honda son como paja. Paja le parece el mazo, se ríe del silbar de las saetas. Su vientre son lastras afiladas, que arrastra como trillo por el lodo. Hace hervir las aguas profundas, convierte el mar en pebetero. Deja tras de sí un surco luminoso, una blanca cabellera en el Abismo. Nadie lo iguala en la tierra, pues es criatura sin miedo. Se enfrenta a los más altivos, es el rey de todas las bestias. Job respondió al Señor: Reconozco que todo lo puedes, que ningún proyecto se te resiste. [Dijiste:] «¿Quién es ese que confunde mis designios pronunciando tales desatinos?». Sí, hablé de cosas que no sabía, de maravillas que superan mi comprensión. [Dijiste:] «Escucha y déjame hablar; te preguntaré y tú me instruirás». Te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos; por eso, me retracto y me arrepiento, tumbado en el polvo y la ceniza. Cuando el Señor terminó de decir esto a Job, se dirigió a Elifaz de Temán: —Estoy enfadado contigo y con tus dos compañeros, porque no habéis hablado de mí como hay que hablar, al contrario de como lo ha hecho mi siervo Job. Así que tomad siete novillos y siete carneros, id donde está mi siervo Job y ofrecedlos por vosotros en holocausto. Mi siervo Job intercederá por vosotros, yo le haré caso y no os trataré como merece vuestra audacia, por no haber hablado de mí como hay que hablar, al contrario de como lo ha hecho mi siervo Job. Elifaz de Temán, Bildad de Súaj y Sofar de Naamat hicieron lo que el Señor ordenó, y el Señor mostró su favor a Job. Cuando Job intercedió en favor de sus compañeros, el Señor cambió su suerte y duplicó todas sus posesiones. Vinieron a visitarlo sus hermanos y hermanas, junto con viejos conocidos; comieron con él en su casa, se lamentaron y lo consolaron de la desgracia que el Señor le había enviado. Cada uno le regaló una suma de dinero y un anillo de oro. El Señor bendijo a Job al final de su vida más aún que al principio. Se hizo con catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil borricas. Tuvo siete hijos y tres hijas: la primera se llamaba Paloma; la segunda, Acacia, y la tercera, Azabache. No había en toda la comarca mujeres más hermosas que las hijas de Job. Su padre las hizo herederas, igual que a sus hermanos. Job vivió ciento cuarenta años más y conoció a sus hijos, a sus nietos y a sus bisnietos. Murió anciano tras una larga vida. Dichoso quien no sigue el consejo de los malvados, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en compañía de los necios se sienta, sino que se complace en la ley del Señor sobre la que reflexiona día y noche. Es como un árbol plantado junto al arroyo: da fruto a su tiempo y no se secan sus hojas; consigue todo cuanto emprende. No ocurre así a los malvados, paja que el viento arrastra. No vencerán los malvados en el juicio, ni los pecadores en la asamblea de los justos pues el Señor protege la senda de los justos mientras la senda de los malvados se desvanece. ¿Por qué las naciones se sublevan y los pueblos urden planes sin sentido? Los reyes de la tierra se rebelan, los príncipes conspiran juntos contra el Señor y su ungido: «¡Rompamos sus ataduras, desprendámonos de su yugo!». El que habita en el cielo se ríe, el Señor se burla de ellos. Les habla entonces con furia, con su ira los atemoriza: «He ungido a mi rey en Sion, mi monte santo». Voy a proclamar el mandato del Señor. Él me ha dicho: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pídemelo y te daré las naciones en herencia, los confines de la tierra en heredad. Los aplastarás con cetro de hierro, los destrozarás cual vasija de alfarero». Y ahora, reyes, reflexionad, recapacitad, jueces de la tierra. Servid al Señor con reverencia, festejadlo emocionados, [besad al hijo], no sea que se enoje y andéis perdidos al estallar de repente su ira. ¡Dichosos los que en él confían! Señor, ¡son tantos mis enemigos, tantos quienes se alzan contra mí! ¡Tantos los que de mí dicen: «No tiene salvación en Dios»! [ Pausa ] Pero tú, Señor, eres mi escudo, mi gloria, quien me enaltece. Cuando clamo al Señor, él me responde desde su monte santo. [ Pausa ] Me acuesto y me quedo dormido, me despierto porque el Señor me sostiene. No temo a esa ingente multitud que me ha puesto cerco por doquier. ¡Ponte en acción, Señor! ¡Sálvame, Dios mío!, tú que golpeaste la mejilla de mis enemigos, tú que rompiste los dientes de los malvados. La salvación viene del Señor, ¡que tu bendición descienda sobre tu pueblo! [ Pausa ] Respóndeme cuando te llame, tú, oh Dios, que eres mi defensor; tú que en la angustia me confortaste, apiádate de mí, escucha mi oración. Y vosotros, ¿hasta cuándo me deshonraréis, amaréis lo vano y desearéis lo falso? [ Pausa ] Sabed que el Señor enaltece al que es fiel, el Señor me escucha cuando lo llamo. Temblad y no pequéis más, meditad en vuestro lecho y guardad silencio; [ Pausa ] ofreced sacrificios justos, confiad en el Señor. Muchos dicen: «¿Quién nos mostrará el bien?». ¡Extiende sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor! Tú has alegrado mi corazón más que cuando abunda el trigo y el mosto. En paz me acuesto y al instante me duermo porque solo tú, Señor, me haces vivir tranquilo. Señor, escucha mis palabras, atiende mi queja; Rey mío, Dios mío, oye mi grito de socorro, que a ti dirijo mi ruego. Señor, por la mañana escuchas mi súplica; de madrugada ante ti la presento y me quedo esperando. No eres un Dios que desee la maldad, en ti no encuentra refugio el malvado. No resisten tu mirada los necios, odias a los malhechores, aniquilas a los mentirosos; al cruel y al traidor, el Señor los aborrece. Pero yo, por tu inmenso amor, acudiré a tu morada y me postraré venerándote en tu santuario. Señor, guíame con tu justicia porque tengo enemigos, allana ante mí tu camino. No es su boca sincera, su interior es perverso, una tumba abierta es su garganta, aduladora es su lengua. Castígalos, Señor, que fracasen sus planes; expúlsalos por sus muchos crímenes, porque se han rebelado contra ti. ¡Que se alegren los que en ti confían, que por siempre se regocijen! Protege a los que te aman, para que se gocen en ti; porque tú, Señor, bendices al justo y tu bondad lo rodea como escudo. Señor, no me reprendas airado, no me castigues con furia. Señor, apiádate de mí que estoy débil; fortaléceme, pues me siento sin fuerzas y estoy profundamente abatido. Señor, ¿hasta cuándo? Mírame, Señor, y ponme a salvo; que tu amor me libre de la muerte, pues si uno muere pierde tu recuerdo; pues ¿quién puede alabarte en el reino de los muertos? Estoy cansado de llorar, cada noche baño en lágrimas mi cama, con mi llanto inundo mi lecho. Mis ojos se consumen de dolor, envejecen de tanta tristeza. ¡Alejaos de mí, malvados, porque el Señor ha escuchado mi llanto! El Señor ha escuchado mi ruego, el Señor ha acogido mi súplica. Mis enemigos, confusos y aterrados, huirán, quedarán de repente humillados. Señor, Dios mío, en ti me refugio, líbrame de los que me acosan, protégeme; que no me devoren como un león que despedaza sin salvación alguna. Señor, Dios mío, si algo de esto hice, si hay maldad en mis manos, si dañé al que estaba en paz conmigo, si protegí sin motivo a mi adversario, que el enemigo me persiga y me dé alcance, que tire por tierra mi vida y hunda mi honor en el polvo. [ Pausa ] Señor, decídete a actuar lleno de ira, álzate contra la furia de mis rivales, vela por mí, tú que estableces la justicia. La asamblea de las naciones te rodea, ¡vuélvete hacia ella desde el cielo! Señor, haz justicia a los pueblos; júzgame, Señor, como mi rectitud merece, como corresponde a mi honradez. ¡Que acabe la maldad de los malvados! Fortalece a la persona recta, tú que sondeas el corazón y las entrañas, tú que eres un Dios justo. Dios es mi defensor, él salva a los de corazón íntegro. Dios es un juez justo, Dios descarga su ira en todo tiempo. Si no se arrepiente, afila su espada, tensa su arco y apunta. Armas mortales dispone contra el malvado, flechas de fuego tiene preparadas contra el que concibe el mal, contra el que engendra injusticia y hace que nazca la mentira; ese que cava una fosa, ahonda en ella y acaba cayendo en su propia trampa. Su maldad se vuelve contra él, su violencia caerá sobre él. Alabaré al Señor porque es justo, cantaré al Dios Altísimo. Señor Dios nuestro, ¡qué grande es tu nombre en la tierra entera! Alzas tu gloria sobre los cielos y de la boca de lactantes y niños has hecho un baluarte frente a tus rivales para silenciar al enemigo y al rebelde. Miro el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has fijado, ¿qué es el mortal para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te ocupes? Lo has hecho algo inferior a un dios, lo has revestido de honor y de gloria, lo has puesto al frente de tus obras, todo lo has sometido a su poder: el ganado menor y mayor, todo él, y también los animales del campo, los pájaros del cielo, los peces del mar y cuanto surca los senderos de los mares. Señor Dios nuestro, ¡qué grande es tu nombre en la tierra entera! Te doy gracias, Señor, con todo mi corazón, yo proclamaré todas tus maravillas. En ti me alegraré y me regocijaré; alabaré, Altísimo, tu nombre. Mis enemigos retroceden, se debilitan, sucumben ante ti, porque tú me has hecho justicia sentado, juez justo, en tu trono. Tú castigas al pagano, destruyes al malvado borrando su nombre para siempre. El enemigo se ha derrumbado sin remedio, has demolido sus ciudades, anulado su recuerdo. Pero el Señor permanecerá por siempre; él prepara su trono para el juicio, para juzgar al mundo con justicia, para juzgar con rectitud a las naciones. Sea el Señor refugio del oprimido, refugio en tiempo de angustia. En ti confían los que conocen tu nombre pues tú, Señor, no abandonas a quien te busca. ¡Ensalzad al Señor que mora en Sion, cantad a los pueblos sus proezas! El vengador se acuerda de ellos, no olvida el grito de los humildes. ¡Ten piedad, Señor, de mí; mira cómo mis enemigos me afligen! Tú que me alejas de las puertas de la muerte para que pueda proclamar tus alabanzas y alegrarme en tu salvación a las puertas de Sion. Los paganos se hundieron en la fosa que excavaron, su pie quedó aprisionado en la trampa que tendieron. El Señor se ha revelado, ha hecho justicia, el malvado está atrapado en sus propias obras. [ Pausa ] ¡Que vuelvan al reino de los muertos los malvados, todos los paganos que se olvidan de Dios! El pobre no caerá para siempre en el olvido, ni se desvanecerá eternamente la esperanza del humilde. Ponte, Señor, en acción; que no cante victoria el ser humano, que los paganos sean juzgados ante ti. Señor, infúndeles temor, haz saber a los paganos que son mortales. [ Pausa ] Señor, ¿por qué permaneces lejos y te ocultas en tiempo de angustia? Con su arrogancia el malvado acosa al débil; ¡ojalá quede atrapado en la trama que ha urdido! El malvado se enorgullece de su ambición, el codicioso blasfema e injuria al Señor. El malvado, en su soberbia, de nada se preocupa: «No hay Dios»; esto es todo lo que piensa. Sus caminos siempre prosperan, tus mandatos están lejos de él, a todos sus enemigos desprecia. Él piensa: «Nadie me hará caer; seré feliz, no me alcanzará la desgracia». Su boca está llena de maldición, mentira y engaño; bajo su lengua hay injusticia y maldad. Se aposta al acecho junto a los poblados, a escondidas mata al inocente, sus ojos espían al desvalido. Se esconde al acecho como león en su guarida, acecha para apresar al humilde, lo apresa atrayéndolo a su trampa. Se agazapa, se encorva y caen en sus garras los desvalidos. Piensa: «Dios lo ha olvidado, ha ocultado su rostro, nunca vio nada». ¡Ponte, Señor, en acción! ¡Muestra, oh Dios, tu poder! No olvides a los humildes. ¿Por qué el malvado injuria al Señor pensando: «de nada me hace responsable»? Pero tú lo has visto, tú miras la miseria y el dolor para acogerlos en tus manos. En ti se abandona el desvalido, tú eres quien protege al huérfano. Destruye el poder del malvado y del injusto, hazle responder de su maldad hasta que desaparezca por completo. El Señor es el rey eterno, los paganos desaparecerán de su tierra. Tú atiendes, Señor, el deseo de los humildes, fortaleces su corazón, les prestas oído; haces justicia al huérfano y al oprimido, ¡que el simple mortal no vuelva a sembrar el miedo! En el Señor confío, ¿cómo podéis decirme: «Vuela a los montes como un pájaro, si los malvados ya han tensado su arco y tienen ya la flecha en la cuerda para disparar en la penumbra a los honrados? Cuando son arrasados los cimientos, ¿qué puede hacer el justo?». El Señor está en su santo Templo, el Señor tiene su trono en el cielo. Sus ojos están observando, su mirada sondea a los humanos: el Señor sondea al justo y al malvado, él detesta al que ama la violencia. Hará llover sobre los malos brasas y azufre, un viento ardiente será la porción de su copa. Porque el Señor es justo y ama la justicia; quien es recto podrá contemplar su rostro. Sálvanos, Señor, que ha desaparecido el fiel, no queda lealtad entre los seres humanos. Se mienten unos a otros, conversan con lengua aduladora y corazón doble. Que el Señor extirpe la palabra aduladora, la lengua que habla con arrogancia; que aniquile a quienes dicen: «Con nuestra lengua nos hacemos fuertes, en nuestras palabras confiamos, ¿quién podrá dominarnos?». Por la opresión de los humildes, por los gritos de los desvalidos estoy decidido a actuar —dice el Señor— y daré la salvación a quien suspira por ella. Las palabras del Señor son palabras puras, plata aquilatada en un crisol de barro, que ha sido refinada siete veces. Tú, Señor, nos protegerás, nos librarás de esta generación por siempre. Los malvados vagan errantes por todas partes, la vileza humana llega al colmo. ¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a olvidarme para siempre? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro? ¿Hasta cuándo estaré intranquilo con mi corazón apenado día tras día? ¿Hasta cuándo me vencerá mi enemigo? ¡Mira y respóndeme, Señor, Dios mío! Ilumina mis ojos para que no quede sumido en la muerte, para que no pueda decir mi enemigo: «lo dominé», ni se regocijen mis adversarios si tropiezo. Yo en tu bondad confío, mi corazón se regocija en tu salvación. Cantaré al Señor que me ha favorecido. Piensan los insensatos: «No hay Dios». Son perversos, su conducta es detestable, no hay quien haga el bien. El Señor desde los cielos contempla a los humanos para ver si hay algún sensato que busque a Dios. Pero todos se han pervertido, se han corrompido sin excepción; no hay quien haga el bien, ni uno solo. ¿No comprenderán los malvados que devoran a mi pueblo como si fuera pan? No invocan al Señor y van a estremecerse de miedo, porque Dios está con los justos. Quisisteis frustrar el proyecto del humilde, pero el Señor es su refugio. ¡Ojalá venga de Sion la salvación de Israel! Cuando el Señor restaure a su pueblo, se regocijará Jacob, se alegrará Israel. Señor, ¿quién podrá habitar en tu Tienda?, ¿quién podrá morar en tu monte santo? El que camina con rectitud, practica la justicia y es sincero en su interior; el que no calumnia con su lengua, ni hace mal a su prójimo, ni humilla al que tiene cerca; aquel que desprecia al perverso y respeta al que es fiel al Señor; aquel que, jurando en su perjuicio, no se retracta; el que no presta su dinero a usura, ni acepta soborno contra el inocente. El que así se comporta, jamás sucumbirá. Dios, protégeme, que en ti confío. Dijiste al Señor: «Tú eres mi dueño, mi felicidad está en ti». En cuanto a las divinidades de esta tierra: esos poderes que tanto me complacían, esos muchos ídolos tras los que corren, yo no les ofreceré sacrificios ni pronunciaré su nombre con mis labios. El Señor es la parte de mi herencia y mi copa, tú eres quien diriges mi destino. Me ha tocado una buena porción, mi heredad me deleita. Bendeciré al Señor que me aconseja, aún de noche me remuerde mi conciencia. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no sucumbiré. Por eso se alegra mi corazón, mi interior se regocija, todo mi ser descansa tranquilo, pues no me abandonarás en el reino de los muertos, no permitirás que tu fiel vea la tumba. Tú me muestras el camino de la vida, junto a ti abunda la alegría, a tu lado el gozo no tiene fin. ¡Escucha, Señor, lo que es justo! Atiende mi súplica, presta oído a mi ruego, pues mis labios no mienten. Tú dictarás mi sentencia, tus ojos discernirán lo que es justo. Me has sondeado, me has examinado de noche, me has probado y no has hallado mal alguno. Mi boca no ha pecado; frente a otras conductas humanas, yo evité el camino del violento, siguiendo la palabra de tus labios. He mantenido mis pasos firmes en tus sendas y no he dejado que mis pies se extravíen. Yo te invoco y tú, Dios, me respondes. ¡Acerca tu oído a mí, escucha mis palabras! Haz resplandecer tu amor, tú que salvas de sus atacantes a quienes se refugian en ti. Protégeme como a la niña de tus ojos, dame cobijo a la sombra de tus alas, que los injustos me acosan, los enemigos me asedian con saña. Han endurecido su corazón, hablan con arrogancia; me acosan, me tienen cercado y clavan en mí sus ojos para abatirme. Son como un león ávido de devorar, como un cachorro que acecha en lo oculto. ¡Ponte, Señor, en acción; hazle frente, derrótalo! ¡Que tu espada me libre del malvado y tu mano, Señor, de los mortales! Su heredad está en esta vida; llena, pues, su vientre con tus bienes y que sacien a sus hijos y a sus pequeños dejen las sobras. Pero yo, Señor, me he portado rectamente y por eso contemplaré tu rostro; al despertarme, me saciaré de tu imagen. Te quiero, Señor, eres mi fuerza. El Señor es mi bastión, mi baluarte, el que me salva; mi Dios es la fortaleza en que me resguardo; es mi escudo, mi refugio y mi defensa. Yo invoco al Señor, digno de alabanza, y quedo a salvo de mis enemigos. Me rodeaban las cadenas de la muerte, me aterraban torrentes devastadores, me envolvían las redes del abismo, me acosaban trampas mortales. En mi angustia invoqué al Señor, a mi Dios le pedí ayuda. Desde su santuario escuchó mi grito, a sus oídos llegó mi clamor. La tierra tembló y se estremeció, se conmovieron los cimientos del mundo, retemblaron por su furia. Salió humo de su nariz, fuego devorador de su boca, despedía brasas ardientes. Inclinó los cielos y descendió, caminando sobre la niebla. Montó en un querubín, emprendió el vuelo y se elevó sobre las alas del viento. De las tinieblas hizo su refugio, de aguaceros y densas nubes una tienda que lo cubría. Ante su resplandor las nubes se deshicieron en granizo y chispas de fuego. El Señor tronó desde el cielo, el Altísimo alzó su voz, granizo y fuego abrasador; disparó sus flechas y los dispersó, con rayos incontables los dejó aturdidos. Emergieron los lechos de las aguas, se mostraron los cimientos del mundo por tu estruendo, Señor, por el soplo de tu ira. Desde la altura me asió con su mano, me sacó de las aguas turbulentas. Me salvó de un enemigo poderoso, de adversarios más fuertes que yo. En un día aciago me atacaron, pero el Señor fue mi apoyo, me puso a salvo, me libró porque me amaba. El Señor me premia por mi buena conducta, me recompensa por la inocencia de mis manos, porque he respetado los caminos del Señor, no he sido infiel a mi Dios; tengo presentes todos tus mandatos, no me alejo de sus normas; he sido recto con él, me he apartado del pecado. El Señor me premia por mi buena conducta, porque soy inocente ante sus ojos. Eres fiel con quien es fiel, honrado con el honrado, sincero con el sincero, sagaz con el retorcido. Porque tú salvas al pueblo humillado y abates las miradas altivas. Tú enciendes mi lámpara, Señor, iluminas, ¡oh Dios!, mi oscuridad. Contigo me lanzo al asalto, con mi Dios franqueo la muralla. El camino de Dios es perfecto, la palabra del Señor exquisita; es un escudo para los que en él confían. Pues, ¿quién es Dios, aparte del Señor? ¿Quién una fortaleza, sino nuestro Dios? Dios es quien me ciñe de fuerza y hace perfecto mi camino. Él me da pies de gacela y me mantiene firme en las alturas; adiestra mis manos para la guerra y mis brazos para tensar arco de bronce. Me ofreces tu escudo protector, tu diestra me sostiene, tu benevolencia me engrandece. Agilizas mis pasos al andar y no se tuercen mis tobillos. Persigo a mis enemigos y los alcanzo, no retrocedo hasta acabar con ellos; los abato y no pueden levantarse, quedan postrados a mis pies. Me has armado de valor para el combate, los agresores me han quedado sometidos. Pones en fuga a mis enemigos y yo aniquilo a mis adversarios. Piden auxilio y no hay quien los salve, claman a Dios y no les responde. Yo los convierto en polvo que se lleva el viento, los aplasto como el barro de las calles. Tú me libras de las disputas del pueblo, me pones al frente de las naciones, me sirven pueblos que no conozco. Apenas me oyen y ya me obedecen, los extranjeros se humillan ante mí, los extranjeros quedan sin fuerza y salen temblando de sus refugios. ¡Viva el Señor! ¡Bendita sea mi Roca! Sea ensalzado Dios mi salvador, el Dios que me da la revancha y me somete los pueblos, quien me libra de mis enemigos. Tú me encumbras sobre mis adversarios, me proteges del violento. Por eso te ensalzo entre los pueblos y alabo tu nombre, Señor. Él acrecienta las victorias de su rey y se mantiene fiel a su ungido, a David y su descendencia para siempre. Los cielos proclaman la grandeza del Señor, el firmamento pregona la obra de sus manos; el día al día comunica su mensaje, la noche a la noche anuncia la noticia: sin lenguaje, sin palabras, sin que se escuche su voz, se difunde su sonido por toda la tierra, y por los confines del mundo su mensaje. En ellos ha erigido una tienda para el sol que recorre alegre su camino como atleta, como novio que sale de su alcoba. Sale por un extremo del cielo y en su órbita llega hasta el otro: nada escapa a su calor. La ley del Señor es perfecta, reconforta al ser humano; el mandato del Señor es firme, al sencillo lo hace sabio; los decretos del Señor son rectos, alegran el corazón; el mandamiento del Señor es nítido, llena los ojos de luz; venerar al Señor comunica santidad, es algo que permanece para siempre; los juicios del Señor son verdad, todos ellos son justos. Son más cautivadores que el oro, más que abundante oro fino, más dulces que la miel, que la miel virgen del panal. Tu siervo está atento a ellos; grande es el premio si se respetan. Pero ¿quién conoce sus propios errores? Perdóname los que ignoro. Libra a tu siervo de la arrogancia, ¡que no me domine! Y entonces seré íntegro, inocente de un gran pecado. Que te sean gratas mis palabras y te deleiten mis pensamientos, Señor, mi fortaleza, mi redentor. El Señor te atienda en el día de angustia, el nombre del Dios de Jacob te salve. Desde el santuario te preste ayuda, desde Sion te proteja. Recuerde todas tus ofrendas, que tu holocausto le agrade. [ Pausa ] Te conceda lo que deseas, realice lo que te propones. Y nos alegraremos con tu victoria, enarbolaremos banderas en nombre de nuestro Dios. ¡Que el Señor te otorgue cuanto has pedido! Ahora sé que el Señor dará la victoria a su ungido: desde sus santos cielos le responde con el poder salvador de su diestra. Unos confían en sus carros, otros en sus caballos, nosotros invocamos al Señor nuestro Dios. Ellos se doblegan y caen, nosotros permanecemos en pie. Señor, concede la victoria al rey, atiéndenos cuando te invoquemos. Señor, por tu poder se alegra el rey, ¡cómo se regocija por tu victoria! Le concedes lo que su corazón desea, no le niegas lo que sus labios piden; [ Pausa ] con las mejores bendiciones te acercas a él, ciñes a su cabeza una corona de oro fino. Te pidió vida y se la diste, una larga vida que no tendrá fin. Por tu victoria es grande su honor, tú le confieres gloria y majestad, le otorgas bendiciones eternas, lo llenas, junto a ti, de alegría. Porque el rey confía en el Señor, por el amor del Altísimo no sucumbirá. Tu mano golpeará a tus enemigos, tu diestra golpeará a tus adversarios. Harás de ellos un horno ardiente cuando estalle tu ira, Señor, cuando los consuma tu cólera y el fuego los devore. Harás desaparecer a sus hijos de esta tierra, a sus descendientes de entre los mortales. Porque intentaron hacerte daño, tramaron intrigas sin éxito alguno. Tú los pondrás en fuga tensando tu arco contra ellos. Álzate, Señor, con tu poder; nosotros cantaremos y alabaremos tu bravura. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Está lejos mi salvación y son mis palabras un gemido. Dios mío, te llamo de día y no me respondes, de noche y no encuentro descanso. Tú eres el Santo, el que se sienta en el trono, rodeado por las alabanzas de Israel. En ti confiaron nuestros antepasados, confiaron y tú los liberaste; te imploraron y quedaron libres, confiaron en ti y no fueron defraudados. Pero yo soy un gusano, no una persona, la deshonra del ser humano, la vergüenza del pueblo. Cuantos me ven se ríen de mí, hacen muecas con los labios, balancean la cabeza: «¡Que acuda al Señor; que él lo libre; que lo salve si tanto lo ama!». Fuiste tú quien me sacó del vientre, quien me protegió junto al pecho de mi madre; desde el seno materno te fui confiado, desde el vientre de mi madre tú eres mi Dios. No te separes de mí, que la angustia está cerca y no hay quien me ayude. Manadas de novillos me cercan, toros de Basán me acosan. Abren sus fauces contra mí cual león que ruge y despedaza. Me diluyo como el agua, mis huesos se desencajan, mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas; está agostada mi fuerza como la tierra seca, mi lengua está pegada al paladar; tú me hundes en el polvo de la muerte. Me acorralan jaurías, hordas de criminales me asedian, como un león asedian mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos. Ellos me miran, se fijan en mí, se reparten mis ropas, echan a suertes mis vestiduras. Pero tú, Señor, no te alejes, fuerza mía, date prisa en ayudarme. Libra mi ser de la espada, mi vida de las dentelladas del perro. Sálvame de las fauces del león, protégeme de los cuernos del búfalo. Yo proclamaré tu nombre a mis hermanos, te alabaré en medio de la asamblea. Los que veneráis al Señor, alabadlo, vosotros, estirpe de Jacob, honradlo, vosotros, estirpe de Israel, respetadlo. Porque no despreció ni rechazó el dolor del afligido; no le ocultó su rostro, sino que lo escuchó cuando clamaba. De ti nace mi alabanza en la gran asamblea; delante de sus fieles cumpliré mis votos. Los necesitados comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan. ¡Que todos vosotros viváis por siempre! Recordarán al Señor y volverán hacia él desde todos los confines de la tierra; se postrarán ante ti todas las naciones. Porque del Señor es la realeza, él domina a las naciones. Ante el Señor se postrarán los que descansan en la tierra, se arrodillarán los que bajan al polvo, los que no pueden preservar su vida. La posteridad ha de servirlo, por siempre será proclamado el Señor. Se anunciarán sus acciones salvíficas al pueblo que va a nacer: esto es lo que hizo el Señor. El Señor es mi pastor, nada me falta. En verdes praderas me hace descansar, junto a aguas tranquilas me lleva. El Señor me reconforta, me conduce por caminos rectos haciendo honor a su nombre. Aunque camine por valles sombríos no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan. Ante mí preparas una mesa delante de mis enemigos, unges mi cabeza con aceite y mi copa rebosa. El bien y la bondad estarán conmigo todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor durante días sin fin. Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el mundo y quienes lo habitan. Él la cimentó sobre los mares, él la asentó sobre los ríos. ¿Quién podrá subir al monte del Señor? ¿Quién podrá permanecer en su santa morada? El de manos honradas y corazón limpio, quien no desea la mentira ni jura en falso. Ese recibirá la bendición del Señor, la recompensa del Dios que lo salva. Esta es la generación de quienes lo buscan, de los que anhelan tu rostro, Dios de Jacob. [ Pausa ] ¡Puertas, elevad vuestros dinteles, alzaos, portones eternos, que llega el rey de la gloria! ¿Quién es el rey de la gloria? El Señor valeroso y aguerrido, el Señor adalid de la guerra. ¡Puertas, elevad vuestros dinteles, alzaos, portones eternos, que llega el rey de la gloria! ¿Quién es el rey de la gloria? El Señor del universo, él es el rey de la gloria. [ Pausa ] A ti me dirijo, Señor. Dios mío, en ti confío, no me defraudes, que mis enemigos no se burlen de mí. Quien en ti espera no quedará defraudado; pero sí quedará confundido el que es infiel sin motivo. Señor, muéstrame tus caminos, enséñame tus sendas, instrúyeme en tu verdad; enséñame, porque tú eres el Dios que me salva, en ti pongo mi esperanza cada día. Recuerda, Señor, tu misericordia y tu amor que desde siempre existen; olvida mis faltas de juventud y mis pecados, recuérdame en tu amor, por tu bondad, Señor. El Señor es bueno y recto, él muestra el camino a los pecadores, instruye en la justicia a los humildes, enseña a los humildes su camino. Las sendas del Señor son amor y verdad para quienes respetan su alianza y sus mandatos. Señor, haciendo honor a tu nombre, perdona mi grave pecado. A quien venere al Señor, él le enseñará qué camino elegir; vivirá con prosperidad y su descendencia heredará la tierra. El Señor se confía a sus fieles anunciándoles su alianza. Mis ojos tengo siempre en el Señor, él libera mis pies de la trampa. Atiéndeme, apiádate de mí que estoy solo y desvalido. Mis angustias se multiplican, líbrame tú de mis pesares. Mira mis aflicciones y penas, perdóname mis pecados; mira cuántos son mis enemigos y el rencor con que me odian. Protégeme, sálvame, no me defraudes, pues en ti confío. La integridad y la rectitud me protejan porque en ti tengo puesta mi esperanza. ¡Señor, libera a Israel de todas sus angustias! Hazme justicia, Señor, pues camino con rectitud. En el Señor confío, jamás dudaré. Señor, examíname, ponme a prueba, sondea mi conciencia y mis pensamientos. Ante mí tengo presente tu amor y con tu verdad recorro mi camino. No tomo asiento con los falsos ni me alío con los hipócritas; detesto la asamblea de los malvados y no me siento con los perversos. Lavo mis manos en señal de inocencia y me acerco a tu altar, Señor, para hacer resonar un clamor de gratitud y proclamar todas tus maravillas. Señor, yo amo la casa en que habitas, el lugar que es morada de tu gloria. No me reúnas con pecadores, ni con gente sanguinaria, que el mal está en sus manos y el soborno colma su diestra. Pero yo camino con rectitud, sálvame y apiádate de mí. Mis pies están firmes en el camino recto. En medio de la asamblea bendeciré al Señor. El Señor es mi luz, mi salvación, ¿de quién tendré miedo? El Señor es mi refugio, ¿a quién temeré? Cuando los malvados me atacan para devorarme, son ellos, enemigos y adversarios, los que tropiezan y caen. Si acampara contra mí un ejército, no tendría miedo; si se declarase contra mí una guerra, me sentiría seguro. Una sola cosa pido al Señor, solo esto quiero: sentarme en la casa del Señor todos los días de mi vida, contemplar la gracia del Señor y frecuentar su Templo. Me resguardará en su cabaña en el tiempo adverso, me protegerá al abrigo de su Tienda, me alzará sobre una roca. Y entonces yo venceré al enemigo que me asedia, ofreceré en su tienda sacrificios jubilosos; cantaré y alabaré al Señor. Escúchame, Señor, yo te llamo; apiádate de mí, atiéndeme. De ti el corazón me dice: «¡Busca mi rostro!». Y yo, Señor, tu rostro estoy buscando. No me ocultes tu rostro, no rechaces con ira a tu siervo; tú eres mi ayuda: no me dejes, no me abandones, Dios salvador mío. Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá. Muéstrame, Señor, tu camino, llévame por la senda recta porque tengo enemigos. No me dejes a merced de mis rivales, que se alzan contra mí testigos falsos y se extiende la violencia. Confío en ver la bondad del Señor en la tierra de los vivos. Espera en el Señor, sé fuerte, ten firmeza; pon tu esperanza en el Señor. Señor, a ti te llamo; no me ignores, fortaleza mía, que si tú no me hablas seré como los muertos. Escucha mi grito de súplica cuando te invoco, cuando alzo mis manos hacia tu santuario. No me arrojes con los malvados ni con los que hacen el mal: hablan de paz con sus amigos, pero en su corazón hay violencia. Trátalos según sus acciones y la maldad de sus actos; trátalos de acuerdo a sus obras, ¡dales tú su merecido! Pues no reconocen las acciones del Señor ni tampoco la obra de sus manos, ¡que él los derribe y no vuelva a levantarlos! Bendito sea el Señor que escucha mi grito de súplica. El Señor es mi fortaleza y mi escudo, en él mi corazón confía. Me ha socorrido y estoy alegre, con mis cantos le doy gracias. El Señor es el baluarte de su pueblo, la fortaleza que salva a su ungido. Salva a tu pueblo, bendice a tu heredad, sé su pastor y guíalos por siempre. ¡Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad su gloria y su poder! ¡Aclamad el nombre glorioso del Señor! ¡Adorad al Señor en el esplendor del Templo! La voz del Señor domina las aguas, el Dios de la gloria ha tronado, el Señor domina las aguas caudalosas. La voz del Señor es poderosa, la voz del Señor es espléndida. La voz del Señor quiebra los cedros, quiebra el Señor los cedros del Líbano; hace brincar al Líbano como un ternero y al Sarión cual cría de búfalo. La voz del Señor produce llamas ardientes; la voz del Señor hace temblar el desierto, el Señor hace temblar el desierto de Cadés. La voz del Señor estremece a las ciervas y arranca los árboles del bosque. En su Templo todo dice ¡gloria! El Señor reina sobre el diluvio; el Señor, rey eterno, está en su trono. El Señor fortalece a su pueblo, el Señor bendice a su pueblo con la paz. Señor, te alabaré porque me has salvado y no has dejado que mis enemigos se burlen de mí. Señor Dios mío, a ti clamé y me curaste. Señor, me libraste de ir al reino de los muertos, me devolviste la vida cuando agonizaba. Cantad al Señor los que le sois fieles, alabad su santo nombre, pues es pasajera su ira y eterna su bondad: quien de noche se retira llorando, por la mañana es un clamor de alegría. Yo, sosegado, decía: «Nunca más sucumbiré». Señor, tu ayuda me exaltó cual monte poderoso, pero ocultaste tu rostro y sentí miedo. A ti, Señor, clamo; a mi Señor suplico. ¿Qué provecho hay en mi muerte, en que yo baje a la tumba? ¿Podrá alabarte el polvo? ¿Anunciará él tu fidelidad? ¡Escucha, Señor, ten compasión de mí; Señor, ven en mi ayuda! Convertiste mi llanto en danza, me despojaste del luto, me vestiste de fiesta para que te cante sin callar nunca; Señor, Dios mío, te alabaré por siempre. Señor, en ti confío, que no quede jamás defraudado; ¡líbrame con tu fuerza salvadora! Acerca hacia mí tu oído, date prisa en socorrerme. Sé para mí fortaleza protectora, morada inaccesible que me salve, pues tú eres mi bastión, mi baluarte; honrando tu nombre, guíame y condúceme. Libérame de la trampa que me tienden, porque tú eres mi refugio. A tus manos encomiendo mi vida; tú, Señor, Dios fiel, me has rescatado. Odio a quienes sirven a ídolos falsos, en Dios pongo mi confianza. Por tu amor me alegro y me regocijo, porque tú has mirado mis pesares, tú conoces mis angustias. No me entregaste al enemigo, me mantuviste en lugar seguro. Apiádate de mí, Señor, que soy presa de la angustia; se consumen de pena mis ojos, todo mi ser y mis entrañas. Se agota mi vida en el dolor, en gemidos mi existencia, se debilita mi fuerza por mi maldad y mis huesos se consumen. Soy la burla de mis adversarios y, aún más, la de mis vecinos, el horror de los que me conocen; quien me ve por la calle, huye de mí. He sido olvidado como un muerto, soy como un cacharro roto. Puedo oír a muchos difamando, hay terror por todas partes; contra mí conspiran juntos, traman arrebatarme la vida. Pero yo, Señor, en ti confío, yo he dicho: «Tú, Señor, eres mi Dios». Mi destino está en tus manos, líbrame de mis rivales y de quienes me persiguen. Muéstrate favorable con tu siervo, por tu amor ponme a salvo. Señor, a ti te invoco, que no quede defraudado; queden así los malvados, que en el abismo sucumban. Enmudezcan los labios mentirosos que se insolentan contra el justo llenos de orgullo y desprecio. ¡Qué inmensa es la bondad que reservas a quien te venera! La ofreces a quienes en ti confían, y todo el mundo es testigo. Tu rostro los ampara y protege de las conjuras humanas; los resguardas en tu Tienda de las lenguas pendencieras. ¡Bendito sea el Señor que me demostró su amor en momentos de angustia! Yo, azorado, llegué a pensar: «Me has apartado de tu presencia». Pero tú oías mi voz suplicante mientras a ti clamaba. ¡Amad al Señor todos sus fieles! El Señor cuida a quienes son leales y a los arrogantes castiga con creces. ¡Manteneos firmes, seguid con ánimo cuantos en el Señor tenéis esperanza! Dichoso aquel a quien se perdona su falta, aquel a quien de su pecado se absuelve. Dichoso aquel a quien el Señor no le imputa culpa alguna, ni en su espíritu alberga engaño. Mientras callaba, envejecían mis huesos de tanto gemir todo el día, pues noche y día me abrumaba tu mano, se extinguía mi vigor entre intensos calores. [ Pausa ] Pero yo reconocí mi pecado, no te oculté mi culpa; me dije: «Confesaré mi culpa ante el Señor». Y tú perdonaste la maldad de mi pecado. [ Pausa ] Por eso todo fiel te implora en los momentos de angustia; y aunque a raudales se desborde el agua, no les podrá dar alcance. Tú eres para mí un refugio, tú me proteges de la angustia y me rodeas de cantos de salvación. [ Pausa ] Yo te instruiré y te enseñaré el camino que debes seguir, te aconsejaré y pondré mis ojos en ti. No seáis como caballos o mulos que nada entienden: con el freno y las riendas hay que dominar su brío, pues de otro modo no se acercarán a ti. Muchos son los sufrimientos del malvado, pero el amor rodea al que confía en el Señor. Alegraos en el Señor los justos, regocijaos, gritad de gozo los de corazón recto. Regocijaos, justos, en el Señor; es buena para los honrados la alabanza. Ensalzad al Señor con la cítara, con un arpa de diez cuerdas alabadlo; cantad para él un cántico nuevo, tocad con esmero entre gritos de júbilo. Porque recta es la palabra del Señor y toda acción suya es sincera. Él ama la justicia y el derecho, el amor del Señor llena la tierra. Con la palabra del Señor se hicieron los cielos, con el soplo de su boca el cortejo celeste. Él embalsa como un dique las aguas de los mares, guarda en depósitos las aguas del abismo. Que toda la tierra venere al Señor, que lo respeten los que moran en el mundo, porque habló y todo fue hecho, él dio la orden y todo existió. El Señor frustra los planes de las naciones, hace fracasar los proyectos de los pueblos; pero por siempre perdura el plan del Señor, generación tras generación sus proyectos. ¡Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que escogió como heredad suya! El Señor observa desde los cielos, contempla a los seres humanos; él mira desde su morada a cuantos en la tierra habitan. Es él quien modela sus corazones, él quien conoce todos sus actos. No se salva el rey con su gran ejército, ni el valiente se libra por su fuerza; no da la victoria el caballo, ni con todo su brío permite escapar. La mirada del Señor está sobre los justos, sobre los que en su amor ponen su esperanza; quiere librarlos de la muerte y salvar sus vidas en tiempo de hambre. Nosotros esperamos en el Señor, él es nuestra ayuda y nuestro escudo; en él nuestro corazón se alegra porque en su santo nombre confiamos. Que tu amor, Señor, nos acompañe, pues así lo esperamos de ti. Yo bendigo al Señor en todo momento, su alabanza sin cesar está en mi boca. Todo mi ser se gloría en el Señor; que lo oigan los humildes y se alegren. Glorificad conmigo al Señor, ensalcemos su nombre todos juntos. Yo busqué al Señor y me respondió, me libró de todos mis miedos. Quienes lo miran, se llenan de luz y no se sonrojan sus rostros. Clama el humilde y el Señor lo escucha, de todas sus angustias lo salva. El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los defiende. Sentid y ved qué bueno es el Señor, feliz todo el que en él confía. Venerad al Señor sus consagrados pues al que lo venera nada le falta. Los ricos se empobrecen, pasan hambre; al que busca al Señor nada bueno le falta. Hijos míos, ¡venid y escuchadme! Yo os enseñaré cómo venerar al Señor. ¿Quién es el que ama la vida, y desea días para ser feliz? Guarda tu lengua del mal, y tus labios de la mentira; aléjate del mal, haz el bien, busca la paz, marcha tras ella. La mirada del Señor está sobre los justos, sus oídos junto a su grito de socorro; el Señor se encara con los malhechores para borrar de la tierra su recuerdo. Gritan y el Señor los escucha, de todas sus angustias los libra. El Señor está cerca de los afligidos, salva a los que están tristes. Muchos son los males del justo, pero de todos lo libra el Señor; protege cada uno de sus huesos y ni uno de ellos se ha roto. La maldad hará morir al malo, quienes odian al justo serán castigados. El Señor libera a sus siervos, los que en él confían no serán castigados. Señor, ataca a los que me atacan, haz frente a los que luchan contra mí; embraza el escudo, ponte la coraza y decídete a actuar en mi ayuda; empuña la lanza y detén a quienes me persiguen; dime: «Yo soy tu salvación». Que sean defraudados y humillados los que desean mi muerte, que retrocedan y queden turbados los que pretenden dañarme. Que sean como paja frente al viento cuando el ángel del Señor los acose; que sea su camino resbaladizo y sombrío cuando el ángel del Señor los persiga. Pues sin motivo me tendieron una trampa, sin motivo me cavaron una fosa. Que los sorprenda un desastre inesperado, que los atrape la trampa que tendieron, que caigan en la fosa que cavaron. Y yo en el Señor me alegraré, por su salvación me llenaré de gozo. Todo mi ser proclamará: «Señor, ¿quién como tú?». Tú libras al débil del que es más fuerte, al humilde y al pobre del explotador. Surgen testigos falsos que me preguntan lo que no sé; me devuelven mal por bien, todos me han abandonado. Pero yo, cuando ellos enfermaban, me vestía con tela de saco, ayunando me mortificaba y no dejaba de orar dentro de mí. Como por un amigo o un hermano, como quien llora a su madre, caminaba triste y abatido. Pero, al caer yo, ellos se alegran, se unen todos contra mí, me dañan y nada entiendo, me desgarran sin cesar. Como hipócritas burlones contra mí rechinan sus dientes. Dios mío, ¿vas a seguir impasible? Líbrame de los que rugen, de estos leones libra mi vida. Te daré gracias en la gran asamblea, te alabaré en medio de la multitud. Que no se burlen de mí quienes sin razón me detestan, que no se hagan guiños quienes sin motivo me odian. No son de paz sus palabras, y contra la gente tranquila maquinan calumnias. Se ríen de mí diciendo: «Lo vimos con nuestros ojos». Señor, tú lo has visto, no te quedes callado; Dios mío, no te alejes de mí. Despierta, ponte en acción, hazme justicia y defiéndeme, tú que eres mi Señor y mi Dios. Júzgame según tu justicia; Señor, Dios mío, que no se burlen de mí; que no digan: «Lo conseguimos»; que no piensen: «Lo hemos destruido». Queden defraudados y turbados los que se alegran de mi desgracia, que la vergüenza y la humillación cubran a los que se muestran soberbios conmigo. Que se regocijen y alegren quienes quieren para mí justicia, que en todo momento exclamen: «¡Qué grande es el Señor que desea la paz de su siervo!». Mi lengua proclamará tu justicia y tu alabanza durante todo el día. El pecado habla al malvado en el fondo del corazón; el miedo a Dios no existe para él. Se enorgullece de sí mismo, incapaz de descubrir y odiar su culpa. Son sus palabras maldad y mentira, no quiere ser sensato ni obrar bien. En su cama maquina maldades, se aferra al mal camino, no rechaza la maldad. Señor, tu amor llega al cielo, tu fidelidad hasta las nubes; es tu justicia como los altos montes, como el profundo abismo tus juicios; Señor, tú salvas a personas y animales. ¡Qué espléndido es tu amor, Señor! Bajo tus alas se refugian los humanos. Con los manjares de tu casa se sacian, con el río de tus delicias apagas su sed. Pues la fuente de la vida está en ti, por tu luz vemos nosotros la luz. Trata con amor a quienes te conocen y con justicia a quienes son rectos. Que no me aplaste el pie del soberbio, que no me haga huir la mano del malvado. Allí mismo han caído los malhechores, están abatidos y no pueden levantarse. No te exasperes con los malvados, no envidies a los que obran mal, pues como la hierba pronto se secan, como el prado verde se agostan. Confía en el Señor y haz el bien, habita esta tierra y sé fiel. Deléitate en el Señor y él te dará cuanto pidas. Encomienda tu camino al Señor, confía en él y él actuará. Hará que como la luz resplandezca tu justicia, como el mediodía tu derecho. Descansa en el Señor y pon en él tu esperanza; no envidies a quien prospera, a quien no para de tramar intrigas. No te enfurezcas, no te enojes, no te exasperes, que harás mal. Pues los malvados serán aniquilados; heredarán, en cambio, la tierra los que confían en el Señor. Dentro de poco no habrá ni un malvado, mirarás dónde estaba y no habrá nadie. Los humildes heredarán la tierra y se deleitarán en una inmensa paz. El malvado maquina contra el justo, rechina sus dientes contra él. Pero mi Dios se ríe de él porque ve que llega su fin. Desenvainan su espada y tensan su arco los impíos para abatir al humilde y al oprimido, para aniquilar a los honrados. Pero su espada se hundirá en su corazón y quedarán rotos sus arcos. Es mejor la pobreza de un justo que la riqueza de muchos malvados; el poder del malvado se desvanece, mientras el Señor protege a los justos. El Señor conoce la vida de los buenos y su herencia durará por siempre. No serán defraudados en tiempo adverso, en tiempo de hambre quedarán saciados. Pero los malvados desaparecerán, los enemigos del Señor se extinguirán como el verdor del prado, se esfumarán como el humo. El malvado toma prestado y no devuelve, el justo es compasivo y dadivoso. Los que el Señor bendice heredarán la tierra, los que maldice serán aniquilados. El Señor afianza los pasos del ser humano y en su conducta se complace. Aunque caiga, no quedará postrado, porque el Señor sostiene su mano. Fui joven, soy ya viejo, pero nunca vi a un justo abandonado ni a sus hijos pidiendo pan. El justo es siempre compasivo y presta, ¡bendito sea su linaje! Apártate del mal, haz el bien y por siempre tendrás una morada. Porque el Señor ama el derecho y no abandona a sus fieles; en todo momento los protege y extermina el linaje de los malvados. Los justos poseerán la tierra y habitarán en ella por siempre. La boca del justo vierte sabiduría, su lengua proclama la justicia. La ley del Señor está en su corazón y sus pies no tropiezan. El malvado acecha al justo y pretende darle muerte. Pero el Señor no lo pondrá en sus manos, no dejará que lo condenen en el juicio. Espera en el Señor, respeta su camino; él te alzará para que heredes la tierra y tú contemplarás el exterminio del malvado. Yo vi a un malvado engreído, ufanándose como un cedro frondoso; pero volví a pasar y no estaba, lo estuve buscando y no lo encontré. Observa al bueno, mira al honrado, porque al pacífico le aguarda un mañana; pero los pecadores serán aniquilados, el futuro de los malvados se desvanecerá. Del Señor viene la salvación de los justos, él es su refugio en tiempo de angustia. El Señor los ayuda y los libra, los libra de los malvados y los salva, porque han puesto en él su confianza. Señor no me reprendas airado, no me castigues con furia; tus flechas en mí se clavan, tu mano sobre mí se abate. No hay nada sano en mi cuerpo a causa de tu cólera, no hay nada ileso en mis huesos por culpa de mis pecados. Mis faltas me sobrepasan, como pesada carga me abruman. Mis heridas supuran infectadas por culpa de mi insensatez. Estoy agobiado y abatido, camino afligido todo el día. Mis entrañas están inflamadas, no hay nada sano en mi cuerpo. Estoy agotado y muy débil, tengo el corazón atormentado y gimo. Dios mío, ante ti están mis deseos, no se esconde ante ti mi sollozo. Mi corazón palpita, mi fuerza me abandona y hasta la luz de los ojos he perdido. Amigos y compañeros se apartan de mi mal, también mis parientes permanecen lejos. Me tienden trampas los que desean mi muerte, los que pretenden dañarme me amenazan y pasan el día urdiendo calumnias. Pero yo, como un sordo, no escucho, soy como un mudo que no abre su boca; soy como una persona que no oye ni puede replicar con su boca. En ti, Señor, pongo mi esperanza, atiéndeme tú, Señor y Dios mío. Yo digo: «Que no se burlen de mí, que cuando mi pie resbale, no se muestren soberbios conmigo». Porque estoy a punto de caer y mi dolor está siempre conmigo. Pero yo reconoceré mi falta, me estremeceré por mis pecados. Son activos y fuertes mis enemigos, muchos los que sin causa me odian, los que mal por bien me devuelven y me detestan porque busco hacer el bien. ¡Señor, no me abandones, Dios mío, no te alejes de mí! Date prisa en ayudarme, ¡Dios mío, sálvame! Me dije: «Mis pasos vigilaré para no pecar con mi lengua; en mi boca pondré una mordaza cuando esté ante mí el malvado». Guardé un completo silencio, quedé totalmente callado, pero mi dolor crecía, ardía mi corazón dentro de mí; de tanta angustia me iba inflamando hasta que mi lengua rompió a hablar: «Señor, hazme saber mi fin y cuánto va a durar mi vida, hazme saber lo efímero que soy». Concedes a mi vida unos instantes, mi existencia no es nada para ti. Solo es vanidad el ser humano, [ Pausa ] una sombra fugaz que deambula, que en vano se angustia acumulando riquezas que no sabe para quién serán. Dios mío, ¿qué puedo esperar yo? Solo tú eres mi esperanza. Líbrame de todos mis pecados, no me conviertas en burla del necio. Guardo silencio, no abro mi boca, porque eres tú quien lo ha hecho. Aparta de mí tus golpes, que por la ira de tu mano muero. Corriges a los seres humanos castigando sus culpas; como la polilla destruyes sus encantos, pues solo es vanidad el ser humano. [ Pausa ] Señor, escucha mi oración, presta oído a mi grito; no seas sordo a mi llanto pues soy un huésped que habita contigo, un forastero como mis antepasados. Concédeme poder serenarme antes de que me vaya y deje de existir. Puse mi esperanza en el Señor, él se inclinó hacia mí y escuchó mi lamento. Me sacó de la fosa desolada, del fango cenagoso; me alzó sobre una roca afianzando mis pasos. Puso en mi boca un canto nuevo, una alabanza a nuestro Dios; cuantos lo ven, lo veneran y confían en el Señor. Feliz quien ha puesto en el Señor su confianza y no sigue a los idólatras perdidos en la mentira. Tú, Señor y Dios mío, has multiplicado tus maravillas y tus proyectos para nosotros. ¡No hay quien a ti se iguale! Los pregonaría, los proclamaría, pero son demasiados para contarlos. No quieres sacrificios ni ofrendas; tú, que me has abierto el oído, no deseas ni víctimas ni holocaustos. Entonces yo dije: «Aquí vengo, en el libro se ha escrito de mí: Quiero hacer tu voluntad, tu ley llevo en mis entrañas». He pregonado tu justicia en la gran asamblea; no he cerrado mis labios y tú, Señor, lo sabes. No he escondido tu justicia en lo más hondo de mí, sino que he proclamado tu fidelidad y salvación; no he ocultado tu amor y tu verdad ante la gran asamblea. Tú, Señor, no apartes de mí tu misericordia, que tu verdad y tu amor por siempre me protejan. Pues sobre mí se ciernen males que no tienen fin, se acumulan mis pecados y no puedo ver nada; son más que los pelos de mi cabeza y las fuerzas me fallan. Señor, ven a librarme; Señor, date prisa en ayudarme. Queden confundidos y humillados los que buscan quitarme la vida, que retrocedan y se avergüencen los que pretenden dañarme. Sean destruidos por su infamia los que se burlan de mí. Que en ti se alegren y gocen todos cuantos te buscan; los que anhelan tu salvación digan en todo momento: «¡Sea alabado el Señor!». Soy pobre y necesitado, pero mi Dios cuidará de mí. Tú eres mi ayuda y mi salvación, ¡no tardes, Dios mío! Feliz quien atiende al desvalido, el Señor lo salvará en el día adverso. El Señor lo protegerá, le hará vivir feliz en esta tierra y no lo dejará a merced del enemigo. El Señor lo conforta en el lecho del dolor, le devuelve la salud si está postrado. Yo dije: «Señor, apiádate de mí; cúrame, pues he pecado contra ti». Mis enemigos auguran mi desgracia: «¿Cuándo morirá y desaparecerá su nombre?». Si uno viene a verme, habla fingiendo, guarda para sí el engaño y al salir fuera lo cuenta. Cuantos me odian murmuran juntos de mí, maquinan contra mí una desgracia: «Un mal devastador lo invade, se acostó y no volverá a levantarse». Hasta mi íntimo amigo en quien confiaba, el que comía de mi pan, me ha traicionado. Pero tú, Señor, apiádate de mí, restabléceme, que yo les daré su merecido. Por esto sé que me quieres: mi enemigo no puede cantar victoria. Por mi rectitud tú me sostienes y por siempre me mantienes ante ti. ¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel, desde siempre y para siempre! ¡Amén, amén! Como la gacela suspira por torrentes de agua así, Dios mío, suspiro yo por ti. Estoy sediento de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo llegaré a ver el rostro de Dios? Mi llanto es mi alimento día y noche mientras no dejan de preguntarme: «¿Dónde está tu Dios?». Siento gran tristeza al recordar cómo avanzaba yo entre el gentío, llevándolos a la casa de Dios entre vítores de gozo y alabanza en medio de una muchedumbre en fiesta. ¿Por qué estoy abatido? ¿Por qué estoy tan turbado? En Dios pondré mi esperanza, no cesaré de alabarlo. ¡Él es mi Dios salvador! Estoy abatido; por eso te evoco desde la tierra del Jordán y el Hermón, desde el monte Mizar. El abismo grita al abismo ante el fragor de tus cascadas; tu oleaje, tus impetuosas olas me han anegado por entero. De día el Señor envía su amor, de noche un canto me acompaña, una oración al Dios de mi vida. Pregunto a Dios, mi roca: «¿Por qué me has olvidado? ¿Por qué he de andar afligido por el acoso del enemigo?». Mis huesos están dañados, mis adversarios me insultan y no dejan de preguntarme: «¿Dónde está tu Dios?». ¿Por qué estoy abatido? ¿Por qué estoy tan turbado? En Dios pondré mi esperanza, no cesaré de alabarlo, ¡él es mi Dios salvador! Hazme justicia, oh Dios, defiende tú mi causa contra este pueblo infiel; líbrame del falso y del malvado. Tú eres el Dios que me ampara, ¿por qué me has rechazado? ¿Por qué he de andar afligido por el acoso del enemigo? Envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen y me lleven a tu santo monte, al lugar donde tú vives. Y llegaré al altar de Dios, al Dios de mi intenso gozo, y te alabaré con la cítara, oh Dios, Dios mío. ¿Por qué estoy abatido? ¿Por qué estoy tan turbado? En Dios pondré mi esperanza, no cesaré de alabarlo, ¡él es mi Dios salvador! Lo hemos escuchado con nuestros oídos, oh Dios; nuestros padres nos han contado lo que tú hiciste en sus días, en los días del pasado. Expulsaste naciones para asentarlos a ellos, oprimiste a pueblos para que ellos crecieran. No conquistaron la tierra con la espada ni fue su brazo quien les dio la victoria; fue tu diestra y tu brazo, fue la luz de tu rostro porque tú los amabas. Tú, Dios, eres mi rey, tú decides la victoria de Jacob. Contigo atacamos a nuestros rivales, por tu nombre humillamos al adversario. Pues no confié yo en mi arco ni mi espada me dio la victoria. Tú nos salvaste de nuestros rivales, tú hiciste fracasar a nuestros enemigos. A Dios alabamos en todo momento, tu nombre ensalzamos por siempre. [ Pausa ] Pero tú nos has rechazado y humillado, ya no marchas con nuestras tropas. Nos haces retroceder ante el rival, los enemigos nos han saqueado. Nos entregas como oveja al matadero, nos has dispersado entre las naciones. Vendes tu pueblo por nada, no le has puesto un alto precio; nos haces la burla de los vecinos, la risa y la mofa de quienes nos rodean; nos haces la irrisión de las naciones y los pueblos mueven burlones la cabeza. Estoy siempre abochornado y la vergüenza cubre mi rostro a causa del grito insultante y ofensivo del enemigo, del que quiere vengarse. Todo esto nos ha sucedido y, aun así, no te hemos olvidado, no hemos quebrantado tu alianza; no se ha descarriado nuestro corazón, no se han desviado de tus sendas nuestros pasos, aunque nos oprimiste en tierras de chacales y nos cubriste con sombras tenebrosas. Si hubiéramos olvidado el nombre de nuestro Dios o alzado nuestras manos hacia un dios extraño, ¿no lo hubiera averiguado Dios, él, que conoce los secretos del corazón? Por tu causa no dejan de matarnos, nos ven como ovejas del matadero. ¡Despierta! ¿Por qué sigues dormido? ¡Ponte, Señor, en acción! No nos rechaces para siempre. ¿Por qué ocultas tu rostro y olvidas nuestra opresión y miseria? Estamos postrados en el polvo, con el vientre adherido a la tierra. ¡Ponte en acción, danos tu ayuda y que tu amor nos redima! De mi corazón nace un hermoso canto, voy a recitar mi poema al rey; es mi lengua pluma de diestro poeta. Tú eres el más bello de los hombres, en tus labios la gracia se derrama, por eso Dios te bendice por siempre. Valiente, cíñete al costado la espada que es tu esplendor y tu grandeza. Cabalga victorioso en favor de la verdad, la clemencia y la justicia; que tu diestra te colme de hazañas. Tus flechas están afiladas, se te someten los pueblos, desfallecen los enemigos del rey: Tu trono, como el de Dios, es eterno, es tu cetro real cetro de rectitud. Tú amas la justicia y odias la maldad, por eso Dios, tu Dios, te ha ungido entre tus amigos con aceite de gozo. Mirra, acacia y áloe impregnan tus vestiduras, entre palacios de marfil las arpas te deleitan. Hijas de reyes hay entre tus escogidas, a tu derecha está la reina entre oro de Ofir. Escucha, hija, mira, acerca tu oído, olvida tu pueblo y la casa de tu padre. El rey está prendado de tu belleza, él es tu señor, ¡póstrate ante él! Hija de Tiro, con obsequios te agasajan los poderosos del pueblo. Toda radiante entra la hija del rey, de brocado de oro es su vestido. Con bordados ropajes la llevan al rey, las doncellas marchan tras ella, sus amigas la acompañan. Avanzan con gozo y alegría, van entrando al palacio del rey. Tendrás hijos a cambio de tus padres y los erigirás príncipes por toda la tierra. Yo haré que su nombre se recuerde por siempre, eternamente han de alabarte los pueblos. Es Dios nuestro refugio y fortaleza, es ayuda constante en la desgracia. Por eso no tememos si la tierra tiembla, si se desmoronan los montes en medio del mar, si sus aguas se agitan encrespadas, si por su oleaje las montañas se mueven. [ Pausa ] La corriente de un río alegra la ciudad de Dios, la más santa morada del Altísimo. Dios está en medio de ella y nunca caerá, Dios la auxilia al despertar el día. Las naciones se turban, tiemblan los reinos, él levanta su voz y se deshace la tierra. El Señor del universo está con nosotros, el Dios de Jacob es nuestro baluarte. [ Pausa ] Venid y contemplad las obras de Dios, pues ha hecho prodigios sobre la tierra. Hasta sus confines detiene las guerras, rompe el arco, quiebra la lanza, destruye en el fuego los carruajes. «Desistid y sabed que soy Dios, que me alzo sobre las naciones, sobre todos los pueblos de la tierra». El Señor del universo está con nosotros, el Dios de Jacob es nuestro baluarte. [ Pausa ] Pueblos, batid palmas todos juntos; aclamad a Dios con gritos de júbilo porque el Señor Altísimo es admirable, es el gran rey de la tierra entera. Él nos somete a los pueblos, las naciones pone a nuestros pies. Él escogió nuestra heredad, la gloria de Jacob, su amado. [ Pausa ] Dios asciende entre aclamaciones, el Señor entre sones de trompeta. Cantad y ensalzad a Dios, cantad y ensalzad a nuestro rey. Dios es rey de la tierra entera, ¡cantadle vosotros un himno! Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su santo trono. Los nobles de los pueblos se reúnen junto con el pueblo del Dios de Abrahán; pues a Dios pertenecen los reyes de la tierra, a Dios cuya grandeza es inmensa. El Señor es grande y digno de toda alabanza; en la ciudad de nuestro Dios está su santo monte, la hermosa colina que alegra la tierra entera; el monte Sion es el confín del norte, es la ciudad del gran rey. Dios está en sus palacios, se muestra como un baluarte. Se habían aliado los reyes y avanzaban todos juntos, pero al verla enmudecieron y, aterrados, huyeron presurosos. Los invadió un temblor cual dolor de parturienta, como cuando el viento del este destroza las naves de Tarsis. Lo que oímos lo hemos visto en la ciudad del Señor del universo, en la ciudad de nuestro Dios. ¡Que Dios la afiance para siempre! [ Pausa ] Oh Dios, evocamos tu amor en el interior de tu Templo; tu nombre y tu alabanza llegan hasta los confines de la tierra, tu diestra está llena de justicia. Que el monte de Sion se alegre, que se alegren las hijas de Judá por tus justas decisiones. Recorred Sion, dadle la vuelta, contad vosotros sus torres; mirad sus murallas, recorred sus palacios, para poder anunciar a la generación venidera que este es Dios, nuestro Dios eterno, que él es quien nos conduce por siempre. Escuchad esto todos los pueblos, oíd cuantos habitáis la tierra, el pueblo llano y los nobles, los ricos y los humildes. Proclamaré palabras sabias, serán sensatas mis reflexiones, prestaré atención al proverbio, expondré con la cítara mi enigma. ¿Por qué he de temer en tiempo adverso que me cerque la maldad de mis rivales, de aquellos que confían en sus bienes y de su inmensa riqueza se jactan? Pues nadie puede redimir a otro, ni pagar a Dios su rescate. Es tan alto el precio de su vida que siempre les falta algo. ¿Seguirá vivo por siempre? ¿Acaso no verá él la tumba? He aquí que también perecen los sabios, lo mismo que mueren los necios e ignorantes, y dejan a otros sus riquezas. Piensan que sus casas son eternas, que son perpetuas sus moradas, que para siempre dominan las tierras. Pero el ser humano no perdura por su riqueza; como los animales mueren, igual él. Este es el destino del que en sí confía, el porvenir de los que hablan satisfechos. [ Pausa ] Se dirigen al reino de los muertos cual rebaño al que la misma muerte pastorea. De mañana los someten los íntegros mientras su imagen se desfigura en el reino de los muertos; lejos de sus palacios. Pero a mí Dios va a rescatarme de la garra del reino de los muertos, sí, él me llevará consigo. [ Pausa ] No recelaré si alguno se enriquece, si aumenta el prestigio de su casa, pues al morir nada podrá llevarse, su prestigio no descenderá tras él. Mientras él vivía, se felicitaba diciendo: «Te admiran porque has prosperado». Marchará junto a sus antepasados que ya nunca más verán la luz. No perdura el ser humano por su riqueza; como mueren los animales, igual él. El Señor, el Dios de dioses, habló y convocó a la tierra desde el levante al poniente. Desde Sion, toda hermosa, Dios se ha mostrado. Ya viene nuestro Dios, no callará; un fuego devorador lo precede, a su alrededor estalla la tormenta. Desde la altura convoca a cielos y tierra para juzgar a su pueblo: «Congregadme vosotros a mis fieles que con un sacrificio sellaron mi alianza». Los cielos proclaman su justicia porque es Dios mismo el que juzga. [ Pausa ] Escucha, pueblo mío, y hablaré; Israel, contra ti yo testifico: «Yo soy Dios, tu Dios. No te reprendo por tus sacrificios, pues tus holocaustos están siempre ante mí. No tomaré el becerro de tu casa ni el macho cabrío de tus corrales, pues mías son las fieras del bosque y el ganado de los montes de pastoreo; conozco cada ave de las montañas y los animales del campo son míos. Si tuviera hambre no te lo diría, pues mía es la tierra y cuanto la llena. ¿Acaso como yo carne de toros o bebo la sangre de machos cabríos? Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y cumple tus promesas al Altísimo. Invócame en tiempo de angustia, yo te salvaré y tú me darás gloria». Pero al malvado Dios le dice: «¿Por qué proclamas mis normas y tienes en tu boca mi alianza, tú que odias la instrucción, tú que desprecias mis palabras? Si ves un ladrón corres con él, con los adúlteros te mezclas; tu boca arroja maldad, urde calumnias tu lengua. Te sientas y hablas contra tu hermano, a tu propio hermano deshonras. Esto haces, ¿me quedaré callado? ¿Piensas que soy como tú? Yo te acuso, ante ti lo declaro». Entendedlo bien los que olvidáis a Dios, no sea que os destruya y nadie os salve. Quien ofrece un sacrificio de alabanza me da gloria: al de conducta íntegra le haré ver la salvación de Dios. Apiádate de mí, oh Dios, por tu amor, por tu gran compasión borra mi falta; límpiame por entero de mi culpa, purifícame de mis pecados. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, solo contra ti pequé, yo hice lo que tú aborreces; así que serás justo en tu sentencia, serás irreprochable cuando juzgues. Yo, en la culpa fui engendrado, en pecado me concibió mi madre. Tú amas la verdad en lo más íntimo, la sabiduría me muestras en lo oculto. Rocíame con hisopo y quedaré purificado, límpiame y seré más blanco que la nieve. Déjame sentir la alegría y el regocijo; que se gocen los huesos que dañaste. Aparta tu rostro de mis pecados, borra tú todas mis culpas. Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme. No me alejes de tu presencia, no apartes de mí tu santo espíritu. Devuélveme el gozo de tu salvación, que un espíritu generoso me sostenga. Yo enseñaré tus sendas a los malvados y los pecadores regresarán a ti. Líbrame de verter sangre, oh Dios, Dios que me salvas, y mi lengua cantará tu justicia. Señor, abre mis labios y mi boca pregonará tu alabanza. No te satisfacen los sacrificios, si te ofrezco un holocausto no lo quieres. El sacrificio a Dios es un espíritu apenado, tú, Dios, no rechazas el corazón dolorido y humilde. Favorece complacido a Sion, reconstruye los muros de Jerusalén; entonces te agradarán los sacrificios justos, los holocaustos y el sacrificio perfecto, entonces sobre tu altar te ofrecerán novillos. ¿Por qué, engreído, te jactas del mal si el amor de Dios es constante? Tú maquinas maldades, tu lengua, afilada navaja, difunde calumnias. Prefieres el mal al bien, la mentira a la sinceridad. Amas la palabra que destruye y es engañosa tu lengua. Dios te aniquilará para siempre, te expulsará, te sacará de tu tienda, te arrancará de la tierra de los vivos. [ Pausa ] Y los justos lo verán asustados y empezarán a reírse de él: «Mira, esta es la persona que no hizo de Dios su fortaleza, que confió en su inmensa riqueza, que se refugió en su maldad». Pero yo soy frondoso olivo en la morada de Dios y por siempre jamás confío en su amor. Yo siempre te alabaré por lo que has hecho y proclamaré tu buen nombre ante los que te son fieles. El insensato piensa: «No hay Dios». Son perversos, su conducta es detestable. No hay quien haga el bien. Dios desde los cielos contempla a los humanos para ver si hay algún sensato que busque a Dios. Todos están perdidos, corrompidos sin excepción, no hay quien haga el bien, ni uno solo. ¿No lo comprenderán los malvados que devoran a mi pueblo como si fuera pan? No invocan a Dios. Se estremecerán de miedo los que nada temían, pues Dios esparce los huesos del que te acosa; han quedado humillados porque Dios los desprecia. ¡Ojalá venga de Sion la salvación de Israel! Cuando Dios restaure a su pueblo, se regocijará Jacob, se alegrará Israel. ¡Oh Dios, por el honor de tu nombre sálvame, con tu poder defiende mi causa! ¡Escucha, oh Dios, mi oración, estate atento a mis palabras! Se alzan contra mí extranjeros, gente cruel desea mi muerte sin tener presente a Dios. [ Pausa ] Pero es Dios quien me ayuda, mi Señor está con los que me protegen. Que el mal se vuelva contra mis rivales y tú, por tu fidelidad, hazlos perecer. Te ofreceré sacrificios voluntarios, alabaré tu nombre, Señor, porque es bueno. Él me ha librado de todas mis angustias y he visto a mis enemigos derrotados. Escucha, oh Dios, mi oración, no ignores mi súplica; atiéndeme, respóndeme. Estoy turbado por mi pesar, aturdido por el clamor del enemigo, por la opresión del malvado, pues me cargan de desgracias y me hostigan con furia. Mi corazón palpita en mi interior, un terror mortal me sobreviene; me invaden el temor y el miedo, me sobrecoge el espanto. Me digo: «¡Ojalá tuviera alas de paloma para poder volar y hallar descanso! Entonces, me alejaría huyendo, en el desierto habitaría [ Pausa ] y buscaría pronto un refugio frente al fuerte viento y la tormenta». Tú, mi Señor, destrúyelos, haz que su lengua se confunda, porque he visto violencia y discordia en esta ciudad. Día y noche rondan su muralla, hay maldad y miseria dentro de ella; hay crímenes en su interior y nunca abandonan su plaza la mentira ni el engaño. Si me ofendiera un enemigo, podría soportarlo; si se alzase contra mí un rival, podría esconderme de él; ¡pero eres tú, alguien como yo, mi amigo íntimo, el que conozco! Juntos la intimidad compartimos y entre la multitud paseamos por la morada de Dios. Que les sorprenda la muerte, que bajen vivos al reino de los muertos, pues el mal anida en su corazón, en lo más profundo de ellos. Pero yo invocaré a Dios y el Señor me salvará. Mañana, tarde y mediodía no dejo de gemir y sollozar; pero él escuchará mi clamor, me colmará de paz y me salvará de todo ataque, aunque muchos me hagan frente. Que me oiga Dios y los humille, él, que desde siempre reina; [ Pausa ] porque ni se convierten ni respetan a Dios. Atacan a sus amigos y quebrantan su alianza; son dulces las lisonjas de su boca, pero en su corazón hay violencia; sus palabras, más suaves que el aceite, no son más que afiladas espadas. Confía al Señor tus inquietudes, pues él será siempre tu apoyo y jamás permitirá que el justo caiga. Y tú, oh Dios, los arrojarás a la fosa: los sanguinarios y los falsos no alcanzarán la mitad de su vida. Pero yo en ti pongo mi confianza. Ten piedad, oh Dios, que me acosa la gente, me ataca todo el día y me atormenta; todo el día me acosan mis adversarios, me ataca con arrogancia una multitud. Cuando tengo miedo, en ti confío; y si en Dios, cuya palabra alabo, he puesto sin temor mi confianza, ¿qué podrá hacerme el mortal? Todo el día contrarían mis palabras, cuanto piensan es para hacerme daño; ellos están al acecho, me observan, vigilan mis pasos buscando mi muerte. ¿Escaparán impunes ante tanta maldad? Oh Dios, abate a los pueblos con furia. Tú que tienes presente mi vida errante, recoge mis lágrimas en tu odre; ¿no está todo esto en tu libro? Retrocederán mis enemigos el día en que yo te invoque. Yo sé que Dios está conmigo, el Dios cuya palabra alabo, el Señor cuya palabra ensalzo. En Dios confío y no tengo miedo, ¿qué podrá hacerme el ser humano? Debo, oh Dios, cumplir lo prometido: te ofreceré un sacrificio de alabanza porque tú me has librado de la muerte, tú has librado mis pies de la caída para que camine ante Dios a la luz de la vida. Apiádate de mí, oh Dios, apiádate, que en ti pongo mi confianza; bajo tus alas me refugiaré hasta que pase la desgracia. Invocaré al Dios Altísimo, al Dios que es bueno conmigo. Me salvará desde el cielo y humillará a quien me acosa; [ Pausa ] ¡Dios enviará su amor y verdad! Estoy tendido entre leones que devoran a seres humanos; sus dientes son lanzas y flechas, es su lengua una espada afilada. Oh Dios, álzate sobre los cielos, alza tu gloria sobre la tierra entera. A mis pies tendieron una trampa y todo mi ser quedó abatido; delante de mí cavaron una fosa, pero ellos mismos cayeron dentro. [ Pausa ] Mi corazón está firme, oh Dios, se siente firme mi corazón. Voy a cantar, voy a tocar: ¡Despierta, corazón mío! ¡Despertaos, cítara y arpa, que yo despertaré a la aurora! Te alabaré entre los pueblos, Señor, te cantaré entre las naciones, pues tu amor llega hasta el cielo, hasta el firmamento tu verdad. Oh Dios, álzate sobre los cielos, alza tu gloria sobre la tierra entera. Jueces, ¿en verdad proclamáis la justicia y juzgáis a las personas con rectitud? No; en vuestro interior tramáis el mal y propagáis la violencia en esta tierra. Los malvados desde que nacen están perdidos, los falsos desde su nacimiento se extravían. Es su veneno como el veneno de la serpiente, son como víbora sorda que tapa sus oídos para no oír la voz de los encantadores, ni la del hechicero experto en hechizos. Oh Dios, rompe los dientes de su boca, destroza, Señor, las fauces de estos leones. Que se evaporen como agua que se diluye, que disparen flechas que no puedan clavarse; que sean cual babosa que al andar se deshace, como aborto de mujer que no pudo ver el sol; que antes que vuestras ollas noten el fuego vivo y crepitante, lo apague un vendaval. Se alegrará el justo cuando vea la venganza y bañará sus pies en la sangre del malvado. Y todos dirán: «El justo tiene su premio, hay un Dios que imparte justicia en la tierra». Dios mío, líbrame de mis enemigos, protégeme de mis agresores; líbrame de los malhechores, sálvame de los sanguinarios que están acechando mi vida. Me atacan, Señor, los poderosos sin que yo haya cometido falta ni pecado; corren y se preparan contra mí sin que yo tenga culpa alguna. ¡Despierta, sal a mi encuentro, mírame! Tú, Señor, Dios del universo, Dios de Israel, decídete a castigar a las naciones, no te apiades de ningún traidor. [ Pausa ] Al atardecer regresan, aúllan como perros, rondan por la ciudad. Mira, ladran con sus bocas, hay espadas en sus labios: «¿Quién puede oírnos?». Pero tú, Señor, te ríes de ellos, te burlas de todas las naciones. Fuerza mía, en ti espero porque tú eres, oh Dios, mi refugio. El Dios de bondad me acogerá, Dios hará que vea a mis rivales derrotados. No los mates, no sea que mi pueblo los olvide; dispérsalos con tu poder y humíllalos, tú, mi Señor, que eres nuestro escudo. Es pecadora su boca cuando hablan; que sean presos de su propia soberbia, de las maldiciones y mentiras que lanzan. Destrúyelos con tu ira; que no quede ninguno para que sepan que Dios domina en Jacob, hasta los confines de la tierra. [ Pausa ] Al atardecer regresan, aúllan como perros, rondan por la ciudad. Vagabundean buscando comida, gruñen si no quedan saciados. Pero yo cantaré tu poder, al alba aclamaré tu amor, porque tú eres mi refugio, mi fortaleza en la angustia. Fuerza mía, a ti te canto, porque Dios es mi refugio, él es el Dios que me ama. Oh Dios, nos has rechazado, nos has destruido; aunque estás enfurecido, ¡acógenos de nuevo! Tú haces temblar la tierra, la resquebrajas, ¡cierra sus grietas pues se está desmoronando! Hiciste pasar a tu pueblo duras pruebas, nos diste a beber un vino que aturde; la bandera que diste a tus fieles fue para que huyeran ante los arqueros. [ Pausa ] Sálvanos con tu poder, atiéndenos, para que tus amados queden libres. Dios ha hablado en su santuario: «Me regocijaré al repartir Siquén, cuando divida el valle de Sucot. Mío es Galaad, mío es Manasés, es Efraín el yelmo de mi cabeza, es Judá el cetro de mi poder; es Moab la vasija en que me lavo, sobre Edom arrojo mi sandalia, sobre Filistea proclamo mi victoria». ¿Quién me llevará a la ciudad fortificada, quién me conducirá hasta Edom? Solo tú, Dios, tú que nos rechazaste, tú que ya no sales con nuestras tropas. Préstanos ayuda frente al enemigo, pues de nada valen ayudas humanas. Con Dios lograremos triunfar, él humillará a nuestros enemigos. Oye, oh Dios, mi clamor, escucha mi ruego. Desde el confín de la tierra te llamo mientras mi corazón desfallece; llévame a la roca que se alza inaccesible, porque tú eres para mí un refugio, una fortaleza frente al enemigo. Quisiera morar siempre en tu Tienda, refugiarme al amparo de tus alas, pues tú, Dios, aceptaste mis promesas, me diste la heredad de quien te honra. Concede largos años al rey, que dure su vida por generaciones. ¡Que él reine por siempre ante Dios! Convoca para protegerlo al amor y a la verdad; yo cantaré eternamente tu nombre y cumpliré mis promesas día tras día. Solo Dios es mi descanso, de él viene mi salvación; solo él es mi roca, mi salvación, mi fortaleza, ¡no sucumbiré! ¿Hasta cuándo atacaréis a uno tratando de derribarlo todos juntos como a un muro que se desploma, como a una pared a punto de caer? Solo buscan arrebatarle su grandeza, se complacen en la mentira: mientras bendicen con su boca están maldiciendo en su interior. [ Pausa ] Solo Dios es mi descanso, de él viene mi esperanza. Solo él es mi roca, mi salvación, mi fortaleza, ¡no sucumbiré! En Dios está mi salvación, mi gloria y mi fortaleza; en Dios está mi refugio. Confiad siempre en él los que formáis su pueblo; abrid ante él vuestro corazón, pues Dios es nuestro refugio. [ Pausa ] Solo un soplo es el ser humano, solo un espejismo son los mortales; todos puestos en una balanza, todos juntos, pesan menos que un soplo. No confiéis en la violencia, no os ilusionéis con el robo; si aumenta vuestra riqueza, no le prestéis atención. Solo una cosa ha dicho Dios, dos cosas yo he oído: que de Dios es el poder y tuyo el amor, mi Señor; que tú pagas a cada uno como merecen sus obras. Oh Dios, tú eres mi Dios y al alba te busco; de ti tengo sed y por ti desfallezco en una tierra árida, seca y sin agua. Te contemplé en tu santuario, vi tu poder y tu gloria. Tu amor es mejor que la vida, mis labios cantarán tu alabanza. Te bendeciré mientras viva, por tu nombre alzaré mis manos. Me saciaré de aceite y de grasa, te ensalzará mi boca con gozo. Si acostado te recuerdo, no duermo pensando en ti; pues tú eres mi socorro, bajo tus alas me regocijo. Estoy adherido a ti, tu diestra me sostiene. Quienes desean destruirme acabarán bajo la tierra, quedarán a merced de la espada, serán presa de chacales. Y el rey se alegrará en Dios, se gozará quien juró por él y enmudecerán los mentirosos. Escucha, oh Dios, mi amargo clamor, guarda mi vida del terror del enemigo; protégeme de la conjura de los malvados, de la conspiración de los malhechores. Ellos afilan su lengua como espada, lanzan como flechas palabras envenenadas; disparan a escondidas contra el inocente, le disparan por sorpresa sin temer nada. Entre ellos se animan a hacer el mal, hablan de tender trampas ocultas diciendo: «¿Quién se dará cuenta?». Andan maquinando crímenes: «Llevemos a cabo nuestro plan, que el interior del ser humano y su corazón son insondables». Pero Dios les lanza una flecha y caen heridos de repente; su lengua se vuelve contra ellos, cuantos los ven agitan la cabeza. Todos, entonces, sienten miedo y pregonan la obra de Dios, comprendiendo su proceder. Que el justo se alegre en el Señor, que en él ponga su confianza, que se enorgullezcan los rectos. Tú mereces la alabanza, oh Dios que estás en Sion, mereces que se te cumplan las promesas, pues tú escuchas las oraciones y todos los humanos acuden a ti. Las culpas nos tienen abrumados, pero tú perdonas nuestros pecados. Felices a quienes escoges y llevas a que habiten en tus atrios. Nos saciaremos de los bienes de tu casa, de los dones sagrados de tu Templo. Tu justicia salvadora nos responde con prodigios, oh Dios, salvador nuestro, esperanza del confín del mundo y de los mares más remotos. Con su fuerza afianza los montes revestido todo él de poder; calma el fragor de los mares, serena el fragor de sus olas y el estruendo de los pueblos. Cuantos viven en el confín del mundo te veneran por tus prodigios, tú alegras a oriente y occidente. Cuidas la tierra y la riegas, la colmas de bienes sin fin; la acequia caudalosa rebosa de agua, pones a punto la tierra para el grano: inundas los surcos, deshaces los terrones, con lluvia la ablandas, bendices su semilla. Tú coronas el año con tus bienes, y tus decisiones son fuente de abundancia. Los pastos del desierto rezuman, tú ciñes de alegría los montes, los prados se revisten de rebaños y los valles se cubren de grano y cantan gritando de alegría. Aclamad a Dios, tierra entera, cantad la gloria de su nombre, tributadle gloria y alabanza. Decid a Dios: «¡Son admirables tus obras!». Por tu gran poder tus enemigos se rinden. Ante ti se postra la tierra entera cantándote, cantando tu nombre. [ Pausa ] Venid y contemplad las obras de Dios, su prodigiosa actuación con los humanos. Convirtió el mar en tierra seca y andando atravesaron el río. Allí, con él, nos llenamos de gozo. Con su poder gobierna por siempre, sus ojos vigilan a los pueblos, no podrán sublevarse los rebeldes. [ Pausa ] Pueblos, bendecid a nuestro Dios, haced resonar su alabanza. Él es quien nos hace vivir, quien evita que nuestros pies tropiecen. Tú, Dios, nos pusiste a prueba, purificándonos como a la plata: nos dejaste caer en una trampa, descargaste un gran peso en nuestra espalda; permitiste que sobre nosotros cabalgaran, tuvimos que atravesar agua y fuego, pero tú nos llevaste a la abundancia. Yo iré a tu casa con holocaustos, cumpliré lo que te había prometido, lo que te prometieron mis labios, lo que dije estando angustiado. Te ofreceré animales en holocausto y humeantes sacrificios de carneros, te ofreceré bueyes y machos cabríos. [ Pausa ] Venid y oídme; yo os contaré a cuantos veneráis a Dios lo que él ha hecho por mí. Mi boca lo invocó, mi lengua lo alababa. Si yo hubiese apreciado el mal, mi Señor no me habría escuchado; pero Dios me ha escuchado, Dios ha atendido mi súplica. Bendito sea Dios que no ignoró mi ruego, ni apartó su amor de mí. Que Dios tenga piedad y nos bendiga, que haga brillar su rostro sobre nosotros, [ Pausa ] para que en la tierra se conozcan sus designios y en todas las naciones su salvación. Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que se alegren, que se gocen las naciones porque juzgas con rectitud a los pueblos, y gobiernas las naciones de la tierra. [ Pausa ] Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. La tierra ha dado su cosecha; Dios, nuestro Dios, nos bendice. Que Dios nos bendiga, que lo venere la tierra entera. Dios se pone en acción, sus enemigos se dispersan, sus adversarios huyen de su presencia. Tú los disipas como se disipa el humo; como cera que se derrite ante el fuego, así se desvanecen los malvados ante Dios. Pero los justos se alegran y regocijan, se llenan de gozo ante Dios. Cantad a Dios, alabad su nombre, glorificad al que cabalga sobre las nubes; su nombre es el Señor, regocijaos ante él. Padre de los huérfanos, defensor de las viudas es Dios en su santa morada. Dios acoge en su casa a los desamparados y libra a los cautivos entre cantos de júbilo, mientras los rebeldes habitan en árido yermo. Oh Dios, cuando saliste delante de tu pueblo, cuando marchaste a través del desierto, [ Pausa ] tembló la tierra, se desbordaron los cielos en presencia de Dios, el del Sinaí, en presencia de Dios, el Dios de Israel. Tú, oh Dios, derramaste una lluvia generosa, tú reconfortaste a tu agotada heredad. Tu grey se estableció en la tierra que preparaste bondadoso para el pobre. Mi Dios ha dado la orden, un inmenso tropel difunde la noticia. Los reyes de los ejércitos huyen, la mujer de la casa reparte el botín; mientras vosotros reposáis entre fogones, se cubren de plata las alas de la paloma y de un pálido oro su plumaje. Cuando el Todopoderoso dispersó a los reyes, nevaba en el monte Salmón. Un monte altísimo es el monte Basán, un monte escarpado es el monte Basán. ¿Por qué, montes escarpados, envidiáis la montaña que Dios quiso por morada? El Señor vivirá por siempre en ella. Miles y miles son los carros de Dios, está mi Señor en medio de ellos, viene desde el Sinaí al santuario. Subiste a la altura, tomaste cautivos; recibiste tributos de los seres humanos, incluso de los mismos rebeldes, hasta tener, Señor Dios, una morada. Bendito sea mi Señor día tras día, que Dios nuestro salvador nos sostenga. [ Pausa ] Nuestro Dios es un Dios de salvación, el Señor Dios puede librarnos de la muerte. Solo Dios rompe la cabeza de sus enemigos, el cráneo del que camina entre sus crímenes. Mi Señor ha dicho: «Los haré volver de Basán, los haré volver de las profundidades del mar, para que hundas tus pies en sangre enemiga y sea lamida por la lengua de tus perros». Ahí están, oh Dios, tus comitivas, las comitivas de mi Dios en el santuario: van delante los cantores, los músicos detrás, en medio las doncellas tocando panderos. En las asambleas alabad a Dios, al Señor desde el origen de Israel. Allí va el joven Benjamín a la cabeza, los príncipes de Judá con sus arqueros, los príncipes de Zabulón, los príncipes de Neftalí. Tú, oh Dios, impón tu poder, el poder con el que nos favoreces. A tu Templo en Jerusalén los reyes te llevan presentes. Castiga a la bestia del cañaveral, a la manada de toros, a los novillos de los pueblos, a quienes yacen entre lingotes de plata; dispersa a los pueblos que fomentan la guerra. Y vendrán los magnates desde Egipto, extenderá Etiopía sus manos hacia Dios. Reinos de la tierra, cantad a Dios, tañed instrumentos para el Señor [ Pausa ] que cabalga sobre el alto y eterno cielo. Él ha alzado su voz, su voz poderosa. Reconoced el poder de Dios: su grandeza está sobre Israel, en los cielos está su fuerza. Magnífico es Dios desde su santuario, él es el Dios de Israel que da poder y fuerza al pueblo. ¡Bendito sea Dios! Oh Dios, sálvame, que estoy con el agua al cuello, que me hundo en un profundo cenagal y no tengo dónde apoyar el pie; me encuentro en el seno de las aguas y me arrastra la corriente. Estoy cansado de gritar, tengo seca la garganta y se consumen mis ojos mientras espero a mi Dios. Más numerosos que mis cabellos son los que me odian sin motivo; son fuertes quienes quieren destruirme, quienes me detestan sin razón alguna. ¿Tendré que devolver lo que no robé? Oh Dios, tú conoces mi necedad, no se te ocultan mis pecados. Que no se avergüencen por mi culpa quienes ponen en ti su esperanza, Dios mío, Señor del universo; que no se sonrojen por mi culpa quienes te buscan, Dios de Israel, pues por ti soporto la humillación y la vergüenza cubre mi rostro. Soy un desconocido para mis hermanos, un extraño para los hijos de mi madre. Me consume la pasión por tu Templo, me abate el desprecio de quienes te desprecian. Yo me mortifico con el ayuno y soy por esto motivo de burla; me visto con tela de saco y soy para ellos motivo de risa. Me critican los que se sientan en la plaza y también los bebedores en sus cantos. Pero yo, Señor, te dirijo mi oración en el momento propicio. Oh Dios, por tu inmenso amor, respóndeme; por tu fidelidad, sálvame. Sácame del barro, que no me hunda; líbrame de mis enemigos y del seno de las aguas. Que no me arrastre la corriente, que no me trague el abismo, que no se cierre sobre mí el brocal del pozo. Respóndeme, Señor, por la bondad de tu amor; por tu gran misericordia vuélvete hacia mí. No apartes tu rostro de tu siervo; estoy angustiado, respóndeme pronto. Acércate a mí y redímeme, rescátame porque tengo enemigos. Tú conoces mi humillación, mi vergüenza y mi deshonra; todos mis rivales te son conocidos. El insulto ha roto mi corazón y no tiene cura alguna; esperé consuelo pero no lo tuve, no encontré quien me confortara. Pusieron veneno en mi comida y apagaron mi sed con vinagre. Que su mesa se convierta en su red, en una trampa para sus amigos; que se queden ciegos y no vean, que sin cesar tiemble su espalda. Derrama sobre ellos tu furor, que los alcance tu cólera ardiente; que su campamento sea arrasado, que no quede nadie en sus tiendas. Porque persiguen al que tú hieres, pregonan el sufrimiento de tus víctimas. Impútales todas sus culpas y que no les alcance tu perdón; que sean borrados del libro de los vivos, que no sean inscritos con los justos. Pero a mí, humilde y sufriente, que tu poder salvador, oh Dios, me proteja. Alabaré con canciones el nombre de Dios, con himnos de gratitud lo ensalzaré. Y esto complacerá a Dios más que un toro, más que un novillo astado con pezuñas. Que se alegren los humildes cuando lo vean, que se reanime el corazón de los que a Dios buscáis. Porque el Señor escucha a los oprimidos, no desprecia a los cautivos. Que lo alaben los cielos y la tierra, los mares y cuanto se mueve en ellos, pues Dios salvará a Sion, reconstruirá las ciudades de Judá, habitarán allí y la heredarán; la poseerá la estirpe de sus siervos, los que aman su nombre vivirán en ella. Oh Dios, ven a librarme, Señor, date prisa en ayudarme. Queden defraudados y humillados los que desean mi muerte, que retrocedan y se avergüencen los que pretenden dañarme; queden desolados por su infamia los que se burlan de mí. Que en ti se alegren y se gocen todos cuantos te buscan; que los que anhelan tu salvación digan en todo momento: «¡Sea alabado el Señor!». Soy humilde y desvalido, oh Dios, acude a mí; tú eres mi ayuda y mi salvación, Señor, no tardes. Señor, en ti confío, que no quede jamás defraudado. Por tu fuerza salvadora líbrame, libérame; acerca hacia mí tu oído y ponme a salvo. Sé para mí fortaleza protectora donde siempre pueda entrar; tú has decidido salvarme, mi baluarte y mi bastión eres tú. Dios mío, líbrame de la mano del malvado, de la garra del criminal y el opresor. Porque tú, Señor, eres mi esperanza, mi refugio, Señor, desde mi juventud. Desde el vientre materno en ti me apoyaba, del seno de mi madre me hiciste salir; tuya ha sido siempre mi alabanza. He sido para muchos un prodigio, y tú, para mí refugio seguro. Mi boca se llena de tu alabanza, de tu gloria durante todo el día. No me rechaces en mi vejez, no me dejes cuando mi fuerza se pierde. Porque mis enemigos hablan de mí, quienes me asedian conspiran juntos diciendo: «Dios lo ha abandonado; perseguidlo y dadle alcance, que no hay quien lo salve». Oh Dios, no te alejes de mí; Dios mío, date prisa en ayudarme. Queden defraudados y humillados quienes me tienen odio, cubran la confusión y la vergüenza a los que quieren dañarme. Y yo seguiré confiando, alabándote sin cesar. Pregonará mi boca tu justicia y tus actos salvadores todo el día, aunque no puedo contarlos. Recitaré las hazañas de Dios mi Señor, recordaré tu triunfo, solo el tuyo. Dios me instruyó desde mi juventud y hasta ahora anuncio tus prodigios. A pesar de mi vejez y mi pelo encanecido, tú, oh Dios, no me abandones, hasta que anuncie tu poder a esta generación, tu fuerza a todos sus descendientes. Tu justicia, oh Dios, llega hasta el cielo, tú has hecho grandes prodigios, ¿quién puede igualarse a ti? Me mostraste desgracias y males, pero volverás a darme la vida y a sacarme de los abismos de la tierra; tú acrecentarás mi dignidad, tú volverás a confortarme. Y yo alabaré con el arpa tu verdad, Dios mío; te cantaré con la cítara, oh santo de Israel. Te cantarán jubilosos mis labios, se alegrará mi vida que tú rescataste. Mi boca todo el día proclamará tu justicia, pues están avergonzados y humillados los que pretenden dañarme. Oh Dios, confía tus juicios al rey, tu justicia al hijo del monarca. Él juzgará a tu pueblo con justicia, a los humildes con rectitud. De los montes llegará al pueblo la paz, de las colinas la justicia. Hará justicia a los humildes, salvará a los oprimidos, aplastará al explotador. Que dure tanto como el sol, tanto como la luna, generación tras generación. Que descienda como la lluvia sobre la hierba, como aguacero que empapa la tierra. Que en sus días florezca la justicia y abunde la paz mientras dure la luna. Que domine de mar a mar, desde el gran río al confín de la tierra. Que se postren ante él las tribus del desierto, que muerdan el polvo sus enemigos. Que los reyes de Tarsis y las islas le traigan obsequios, que los reyes de Sabá y de Sebá le ofrezcan presentes. ¡Que todos los reyes se inclinen ante él, que todas las naciones lo sirvan! Pues él salvará al desvalido que clama, al humilde a quien nadie ayuda; se apiadará del oprimido y del pobre, a los desvalidos salvará la vida; los librará del engaño y la violencia porque estima mucho sus vidas. Que viva y reciba el oro de Sabá, que oren siempre por él, que sin cesar se le bendiga. Que haya grano abundante en la tierra, que la mies ondee en la cima de los montes, que sus frutos florezcan como el Líbano, sus gavillas como la hierba del campo. Que su fama dure por siempre, que perdure por siempre bajo el sol; que en su nombre se bendiga, que todas las naciones lo elogien. Bendito sea Dios, el Señor, el Dios de Israel, el único que hace prodigios; bendito sea su glorioso nombre por siempre, que llene su gloria la tierra entera. ¡Amén, amén! Aquí terminan las oraciones de David, hijo de Jesé. En verdad es bondadoso Dios con Israel, con los que tienen limpio el corazón. Pero mis pasos casi se tuercen, mis pies por poco resbalan, pues envidié a los soberbios al ver la dicha de los malos. No se angustian por su muerte, todo su cuerpo está sano; ignoran las fatigas humanas, no sufren su azote como los demás. Por eso, el orgullo ciñe su cuello, un manto de violencia los cubre. La maldad surge de sus entrañas, la ambición desborda su corazón. Se burlan y hablan con malicia, se expresan con arrogante tiranía. Ofenden al cielo con su boca, con su lengua a los que habitan la tierra. Por eso el pueblo los sigue y bebe con deleite su enseñanza. Dicen: «¡Qué puede saber Dios! ¿Está el saber junto al Altísimo?». Mira, estos son los malvados: viven en paz y atesoran riqueza. ¿De qué me vale purificar mi corazón, lavar mis manos en señal de inocencia, si cada día soy golpeado, castigado cada mañana? Si dijese: «Hablaré como ellos», traicionaría al linaje de tus hijos. Yo medité tratando de entenderlo y fue para mí una dura tarea, hasta que llegué al santuario de Dios y comprendí entonces su destino. Porque en verdad tú los colocas sobre una pendiente resbaladiza, los empujas a la ruina. ¡Qué pronto son destruidos, perecen muertos de miedo! Son, Señor, como un sueño al despertar, imágenes que olvidas al levantarte. Cuando mi corazón se enfurecía y sentía envidia en mi interior, yo, necio, no comprendía nada, era como un animal ante ti. Pero ahora estoy siempre contigo, tú me agarras de la mano, con tus consejos me conduces y después me colmas de gloria. ¿A quién sino a ti tengo en el cielo? A tu lado no me agrada ya la tierra. Aunque mi corazón y mi cuerpo desfallezcan, mi refugio y mi heredad por siempre es Dios. Quienes de ti se alejan, mueren; tú destruyes a quien de ti se aparta. Pero yo junto a Dios soy feliz, en Dios mi Señor me refugio para proclamar todas sus obras. ¿Por qué, Dios, nos has abandonado para siempre y tu ira se ha encendido contra tu rebaño? Recuerda a la comunidad que antaño adquiriste, a la tribu que rescataste como heredad tuya, a este monte Sion donde tú habitas. Encamina tus pasos hacia las ruinas eternas: el enemigo ha devastado todo en el santuario. Tus rivales rugían en medio de tu asamblea, levantaban como señal de victoria sus estandartes. Aparecieron como quien blande un hacha en un bosque espeso; con hachas y martillos destrozaron los bajorrelieves; prendieron fuego a tu santuario, profanaron la morada de tu nombre. Pensaron: «¡Destruyámoslos de una vez!». Y quemaron las moradas de Dios en la tierra. No tenemos bandera, no queda un profeta y nadie entre nosotros sabe cuánto durará. ¿Hasta cuándo, oh Dios, blasfemará el rival? ¿Difamará siempre tu nombre el enemigo? ¿Por qué está inactiva tu mano y tu diestra reposa en tu regazo? Dios es mi rey desde antiguo, mi salvador en medio de la tierra. Tú dividiste el mar con poder, rompiste la cabeza de los monstruos marinos; destrozaste las cabezas de Leviatán, lo diste como pasto a una jauría de alimañas. Tú hiciste fluir manantiales y arroyos, secaste los ríos de corrientes sin fin. Tuyo es el día, tuya la noche; tú creaste la luna y el sol, fijaste los límites de la tierra, verano e invierno tú formaste. Recuerda, Señor, que el enemigo te ha injuriado, que un pueblo miserable difama tu nombre. ¡No arrojes a las fieras la vida de tu tórtola, no olvides jamás la vida de tus humildes! Dirige tu mirada a la alianza, pues hasta los últimos rincones del país están repletos de violencia. Que el oprimido no regrese avergonzado, que el humilde y el pobre alaben tu nombre. Oh Dios, ponte en acción, defiende tu causa, recuerda que sin cesar te ofende el insensato. No olvides el clamor de tu adversario, el grito de tus rivales que no para de crecer. Te damos gracias, oh Dios, te damos gracias, invocando tu nombre, proclamando tus maravillas. «Cuando yo lo decida, juzgaré con rectitud; aunque tiemble la tierra y quienes la habitan, soy yo quien sostiene sus columnas. [ Pausa ] Dije a los insolentes: ¡no os insolentéis! Y a los malvados: ¡no alcéis la frente! No alcéis tanto vuestra frente, no habléis con el cuello erguido». No vendrá del este ni del oeste, ni del desierto ni de las montañas; es Dios quien juzga: a este humilla, a aquel exalta. Una copa hay en la mano del Señor, un vino espumoso mezclado con especias; de él escancia y los malvados de la tierra lo beben, lo apuran hasta el fondo. Pero yo siempre proclamaré y cantaré al Dios de Jacob: combatiré a los malvados, el justo saldrá victorioso. En Judá Dios se da a conocer, en Israel es grande su nombre; en Salén tiene su tienda, en Sion está su morada. Allí rompió las flechas del arco, el escudo, la espada y las armas. [ Pausa ] Esplendoroso, majestuoso eres tú, más que los montes llenos de caza. Los valientes, despojados, cayeron dormidos; quedaron sin fuerza los hombres valerosos. Oh Dios de Jacob, a tu grito se aturdieron caballos y carros. Tú eres temible, ¿quién resistirá ante ti cuando tu cólera estalle? Desde el cielo proclamas la sentencia; la tierra se atemoriza y guarda silencio cuando Dios se levanta para juzgar, para salvar a los humildes de la tierra. [ Pausa ] Hasta el furor de los humanos te engrandece, los que escapan a tu cólera te sirven de corona. Haced promesas a Dios vuestro Señor y cumplidlas; que cuantos lo rodean traigan ofrendas al Temible, pues él deja sin aliento a los príncipes e infunde respeto a los reyes de la tierra. Mi voz alzo a Dios y pido auxilio, mi voz alzo a Dios y él me escucha. Cuando estoy angustiado busco a mi Señor, de noche alzo mis manos sin descanso y no acepto recibir consuelo alguno. Recuerdo a Dios y me estremezco, reflexiono y quedo abatido. [ Pausa ] Tú me impides cerrar los ojos, estoy inquieto y no puedo hablar. Pienso en los días de antaño, en los años del pasado; de noche recuerdo mi canto, reflexiono y me pregunto: «¿Nos abandona para siempre el Señor y no vuelve nunca a aceptarnos? ¿Se acabó para siempre su bondad? ¿Ha cesado eternamente su palabra? ¿Acaso olvidó Dios ser compasivo? ¿Ha cerrado con ira sus entrañas?». [ Pausa ] Y yo digo: «Esto es lo que me aflige, que el favor del Altísimo ha cambiado». Recuerdo las proezas de Dios, recuerdo tus prodigios de antaño; sobre todos tus actos medito, sobre tus hechos reflexiono. Oh Dios, santo es tu camino, ¿qué dios es tan grande como Dios? Tú eres el Dios que haces prodigios, tú muestras tu poder entre los pueblos; con tu brazo redimiste a tu pueblo, a los hijos de Jacob y José. [ Pausa ] Te vieron, oh Dios, las aguas, te vieron las aguas y temblaron, los abismos del mar se estremecieron; las nubes vertieron lluvias, tronaron los cielos, zigzaguearon tus rayos. Tu voz tronaba en el torbellino, los rayos iluminaron el mundo, se estremeció y tembló la tierra. En el mar trazaste tu camino, en las aguas caudalosas tu sendero, y nadie descubrió tu rastro. Cual rebaño guiaste a tu pueblo por medio de Moisés y Aarón. Pueblo mío, escucha mi enseñanza, atended a las palabras de mi boca. Con sentencias sabias hablaré, proclamaré enigmas de antaño. Lo que nosotros oímos y sabemos, lo que nuestros padres nos contaron, no lo ocultaremos a sus hijos; a la nueva generación le contaremos las proezas del Señor y su poder, las maravillas que él hizo. Él estableció una norma en Jacob, una ley instituyó en Israel; él ordenó a nuestros padres enseñarlas a sus hijos, para que la generación venidera lo sepa y los hijos que habrán de nacer se dispongan a contarlo a sus hijos. Así estos confiarán en Dios, no olvidarán sus proezas y respetarán sus mandatos; no serán como sus padres, generación terca y rebelde que no fue fiel a Dios. Los hijos de Efraín, diestros arqueros, huyeron el día de la batalla. No respetaron la alianza, no quisieron seguir su ley; olvidaron sus proezas, los portentos que les mostró. Ante sus padres hizo prodigios en el país de Egipto, en los campos de Soán. Abrió el mar y los hizo pasar, como un dique detuvo las aguas; con una nube los guiaba de día, con luz de fuego durante la noche; en el desierto hendió las rocas, calmó su sed en caudalosos manantiales; hizo brotar arroyos de las peñas y como ríos descendieron las aguas. Pero de nuevo pecaron contra él, se rebelaron contra el Altísimo en el desierto. En su interior retaron a Dios, reclamaron comida con ansia. Hablaron contra Dios, dijeron: «¿Podrá Dios preparar una mesa en el desierto? Es verdad que golpeó la roca y el agua manó, los arroyos fluyeron; pero ¿podrá también dar pan, proporcionar carne a su pueblo?». Lo oyó el Señor y se llenó de furia, su ira se encendió contra Jacob, se alzó en cólera contra Israel, porque no habían creído en Dios, no confiaban en su salvación. Entonces dio la orden a las nubes y las puertas del cielo se abrieron. Les hizo llover maná para comer, les ofreció trigo del cielo. Pan de ángeles comió el ser humano, víveres mandó para saciarlos. En el cielo hizo soplar viento del este, viento del sur levantó con su poder. Les llovió carne abundante como el polvo, aves numerosas como la arena del mar; en medio del campamento las hizo caer, alrededor de sus tiendas. Ellos comieron hasta hartarse y él cumplió así sus deseos. Pero no estaban aún satisfechos, aún tenían la comida en la boca cuando Dios se enfureció con ellos y acabó con los más vigorosos, abatió a los mejores de Israel. A pesar de ello siguieron pecando, no confiaron en sus maravillas. Entonces en un soplo consumió sus días, sus años en un súbito terror. Si los hacía morir lo buscaban, se arrepentían dirigiéndose a él; recordaban que Dios era su refugio, el Dios Altísimo su redentor. Pero con su boca lo engañaban, con su lengua le mentían; su corazón no era sincero, eran infieles a su alianza. Él, misericordioso, perdonaba su pecado y no los destruía; su ira contenía una y otra vez, no desplegaba todo su furor. Recordaba que eran humanos, un soplo que pasa y no vuelve. ¡Cuántas veces se rebelaron en el desierto y en el yermo lo llenaron de tristeza! Una y otra vez provocaban a Dios, enojaban al Santo de Israel. No se acordaban de su poder, del día que los salvó del enemigo, cuando en Egipto hizo prodigios y portentos en los campos de Soán. Él convirtió en sangre sus ríos, sus arroyos para que no bebieran. Les envió plagas que los devoraron, ranas que los destruyeron, entregó a los saltamontes sus cosechas, a las langostas sus tareas campesinas; destruyó con el granizo sus viñedos, con la helada sus higueras; abandonó su ganado al pedrisco, a los rayos sus rebaños. Lanzó contra ellos el furor de su ira, cólera, furia y calamidades, una hueste de aciagos mensajeros. Dio rienda suelta a su ira y no los salvó de la muerte, sino que entregó sus vidas a la peste; a todo primogénito abatió en Egipto, a todo primer nacido en las tiendas de Cam. Como a un rebaño sacó a su pueblo, por el desierto lo condujo como a ovejas; en sosiego los guiaba y no temían, pero a sus enemigos los cubría el mar. Y los llevó hasta su tierra sagrada, al monte que su mano conquistó. Ante ellos expulsó naciones, repartió en lotes su heredad y en sus tiendas alojó a las tribus de Israel. Pero ellos lo pusieron a prueba, se rebelaron contra el Dios Altísimo, no respetaron sus mandamientos. Lo abandonaron, lo traicionaron como sus padres, se desviaron como un arco mal tensado. Lo enfurecieron con sus altares, con sus ídolos le dieron celos. Dios lo oyó y se llenó de furia, detestó intensamente a Israel. Abandonó su morada en Siló, la Tienda que tenía en medio de ellos. Al cautiverio entregó su poder, a manos del enemigo su gloria; abandonó su pueblo a la espada, se enfureció contra su heredad; a sus jóvenes consumió el fuego, no hubo cantos de boda para sus doncellas; sus sacerdotes murieron a espada, sus viudas no los lloraron. Pero el Señor despertó como quien duerme, cual guerrero aturdido por el vino, y atacó a sus enemigos por la espalda, los cubrió de una vergüenza eterna. Rechazó a la casa de José, no eligió a la tribu de Efraín; eligió a la tribu de Judá, al monte Sion que él ama. Erigió su santuario como el cielo, como la tierra que asentó para siempre. Eligió a David su siervo, del redil de las ovejas lo tomó; lo sacó de detrás de las corderas para pastorear a Jacob, su pueblo, y a Israel su heredad. Y los pastoreó con corazón íntegro, los condujo con mano diestra. Oh Dios, los paganos han invadido tu heredad, han profanado tu santo Templo, han reducido Jerusalén a escombros; han arrojado el cadáver de tus siervos como alimento a los pájaros del cielo, el cuerpo de tus fieles a las fieras de la tierra; han derramado su sangre como agua por toda Jerusalén y nadie los sepulta. Somos la burla de nuestros vecinos, la mofa, la risa de los que están cerca. ¿Hasta cuándo, Señor? ¿Estarás siempre airado? ¿Estallará como el fuego tu celo? Descarga tu ira sobre los pueblos que te ignoran, sobre los reinos que no invocan tu nombre. Porque ellos devoraron a Jacob, convirtieron en ruinas su morada. No esgrimas contra nosotros los pecados de antaño; que nos llegue pronto tu misericordia porque estamos exhaustos. Ayúdanos, Dios salvador nuestro, por la gloria de tu nombre; líbranos, perdona nuestros pecados haciendo honor a tu nombre. ¿Por qué han de decir las naciones: «Dónde está su Dios»? Que ante nosotros conozcan las naciones el castigo por la muerte de tus siervos. Que el grito del cautivo llegue a ti, salva con tu poder la vida a los condenados; pero a los vecinos devuélveles con creces la ofensa que ellos, mi Dios, te hicieron. Y nosotros, tu pueblo, rebaño de tus prados, te daremos gracias por siempre, proclamaremos tu alabanza por generaciones. Escucha, pastor de Israel, tú que conduces a José como a un rebaño, tú que te sientas sobre querubines, muéstrate; delante de Efraín, Benjamín y Manasés manifiesta tu poder, ven a salvarnos. ¡Oh Dios, renuévanos, ilumina tu rostro y estaremos salvados! Oh Señor, Dios del universo, ¿hasta cuándo te enfurecerá la oración de tu pueblo? Un pan de lágrimas le diste a comer, un sinfín de lágrimas le diste a beber. Nos has hecho la burla de los vecinos, se ríen de nosotros nuestros enemigos. ¡Dios del universo, renuévanos, ilumina tu rostro y estaremos salvados! Tú arrancaste una viña de Egipto, expulsaste naciones y volviste a plantarla; preparaste el suelo para ella, echó raíces y llenó la tierra. Su sombra cubrió los montes, sus ramas los majestuosos cedros; llegaron hasta el mar sus brotes y hasta el Éufrates sus retoños. ¿Por qué has derribado su valla? Cuantos pasan la vendimian, el jabalí la destroza con sus dientes, las alimañas del campo pacen en ella. Dios del universo, vuélvete, observa desde el cielo, mira; trata a esta viña con bondad, pues la cepa que plantó tu mano, el retoño que tú robusteciste, fue quemado, arrancado de raíz. ¡Que mueran ante tu faz amenazante! Protege al que está a tu diestra, a la persona que tú fortaleciste. No nos alejaremos más de ti, danos la vida e invocaremos tu nombre. ¡Oh Señor, Dios del universo, renuévanos, ilumina tu rostro y estaremos salvados! ¡Cantad a Dios, nuestro refugio, aclamad al Dios de Jacob! Entonad un canto, tocad el pandero, la melodiosa cítara y el arpa; tocad la trompeta en el novilunio, en luna llena, el día de nuestra fiesta. Porque esto es una ley para Israel, es un mandato del Dios de Jacob, una norma que impuso a José cuando este salió de Egipto. Oí un lenguaje que no conocía: «Yo quité la carga de sus hombros, sus manos se libraron de la espuerta. En la angustia gritaste y te salvé, te contesté oculto en la tormenta, junto a las aguas de Meribá te probé». [ Pausa ] Escucha, pueblo mío, voy a prevenirte: ¡Israel, ojalá quieras escucharme! No tengas junto a ti a un dios extraño, no rindas culto a un dios ajeno. Yo soy Dios, tu Señor, quien te sacó de la tierra de Egipto. ¡Abre tu boca y yo te saciaré! Pero mi pueblo no me escuchó, Israel no quiso nada conmigo. Y yo los dejé a su antojo, caminando según sus deseos. Si mi pueblo me hubiera escuchado, si siguiese Israel mis caminos, vencería en un instante a sus rivales, volvería mi mano contra sus enemigos. Los que odian al Señor lo adularían, sería este su destino para siempre; a Israel le haría comer el mejor trigo, lo saciaría con miel de las peñas. Dios se alza en la asamblea divina, entre los dioses imparte justicia. «¿Hasta cuándo juzgaréis injustamente y seréis favorables a los malos? [ Pausa ] Haced justicia al huérfano y al pobre, defended al humilde y al necesitado, poned a salvo al desvalido y al pobre, ¡libradlos de las garras del malvado!» Pero no entienden, no comprenden, en medio de la oscuridad deambulan. ¡Que tiemblen los cimientos de la tierra! Y yo dije: «Vosotros sois dioses, hijos del Altísimo sois todos, pero vais a morir como humanos, caeréis como un príncipe cualquiera». ¡Ponte, oh Dios, en acción y juzga a la tierra porque todas las naciones son tuyas! Oh Dios, no te quedes callado, no enmudezcas ni estés impasible. Mira, tus enemigos se amotinan, se ensoberbecen quienes te odian. Traman intrigas contra tu pueblo, conspiran contra tus protegidos. Dicen: «¡Destruyámoslos como nación! ¡Que no vuelva a recordarse el nombre de Israel!». Se confabulan, se ponen de acuerdo y sellan un pacto contra ti: las gentes de Edom e Ismael, Moab y los agarenos, Guebal, Amón y Amalec, Filistea con los de Tiro; también Asiria se ha unido a ellos y prestan su apoyo a los hijos de Lot. [ Pausa ] Trátalos tú como a Madián, como a Sísara y Jabín en el torrente Quisón: en Endor ellos fueron arrasados, sirvieron de abono a la tierra. Trata a sus nobles como a Oreb y Zeb, a sus príncipes como a Zebaj y Salmaná quienes decían: «¡Hagamos nuestros los dominios de Dios!». Dios mío, haz que sean como hojarasca, como una brizna ante el viento. Como fuego que abrasa el bosque, como llama que devora las montañas, así tu huracán los ponga en fuga y los llene de terror tu torbellino. Cubre sus rostros de vergüenza y que ellos, Señor, busquen tu nombre. Sean avergonzados y turbados para siempre, que sean deshonrados y perezcan; que sepan que tu nombre es el Señor y solo tú eres Altísimo en la tierra entera. ¡Qué gratas son tus moradas, oh Señor del universo! Añoro y siento nostalgia de los atrios del Señor; mi corazón y mi cuerpo cantan con gozo al Dios vivo. Hasta el pájaro encuentra casa y un nido la golondrina para poner a sus crías cerca de tus altares, ¡oh Señor del universo, rey mío y Dios mío! Felices quienes moran en tu casa y te alaban sin cesar; [ Pausa ] feliz quien en ti encuentra su fuerza, y peregrina de buen grado hacia ti. Pasan por el valle de los Álamos y hacen de él un manantial; lo cubre de bendiciones la lluvia. Cada vez caminan con más brío, se presentan ante Dios en Sion. Señor, Dios del universo, atiende mi oración, ¡escucha, Dios de Jacob! [ Pausa ] Dios, escudo nuestro, mira, contempla el rostro de tu ungido. Es mejor un día en tus atrios que mil días fuera de ellos; prefiero el umbral de la casa de mi Dios a morar en las tiendas del malvado. Porque Dios, el Señor, es sol y escudo, el Señor otorga gracia y gloria; él no niega bien alguno a quien camina con rectitud. Señor del universo, feliz aquel que en ti pone su confianza. Señor, has sido misericordioso con tu tierra, has cambiado la suerte de Jacob; has perdonado la falta de tu pueblo, has ocultado todos sus pecados; [ Pausa ] has contenido toda tu furia, has calmado el ardor de tu ira. Dios, salvador nuestro, renuévanos, ¡aparta tu cólera de nosotros! ¿Seguirás siempre enfadado? ¿Durará tu ira por generaciones? ¿No volverás a darnos la vida para que tu pueblo en ti se goce? Señor, muéstranos tu amor, danos tu salvación. Voy a escuchar lo que Dios dice: el Señor habla de paz a su pueblo y a sus fieles, ¡que no vuelvan a ser necios! Su salvación está cerca de quien lo venera, la gloria va a morar en nuestra tierra. El amor y la verdad se han encontrado, la justicia y la paz se abrazan. La verdad brota de la tierra, la justicia surge del cielo. El Señor traerá prosperidad y nuestra tierra dará su cosecha. La justicia caminará ante él, sus pasos trazarán el camino. Atiéndeme, Señor, escúchame, que soy humilde, pobre soy. Protégeme porque soy fiel; tú, mi Dios, salva a tu siervo que ha puesto en ti su confianza. Apiádate de mí, Dios mío, que a ti clamo sin cesar. Inunda de gozo a tu siervo, que hacia ti yo me dirijo. Tú, mi Dios, eres bueno y clemente, lleno de amor para quienes te invocan. Señor, atiende mi ruego, escucha mi voz suplicante. Cuando estoy angustiado te llamo porque tú me respondes. No hay entre los dioses uno como tú, Dios mío, no hay obras como las tuyas. Todas las naciones que forjaste vendrán, mi Dios, a postrarse ante ti y darán gloria a tu nombre. Pues tú eres grande y haces prodigios; tú, solo tú, eres Dios. Señor, muéstrame tu camino y en tu verdad caminaré; guía mi corazón para que venere tu nombre. Señor, Dios mío, de todo corazón te alabaré, por siempre glorificaré tu nombre porque ha sido grande tu amor conmigo, del reino de los muertos me sacaste. Oh Dios, los arrogantes me atacaban, gente violenta buscaba mi muerte sin tenerte a ti presente. Pero tú, mi Dios, Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y de verdad, vuélvete hacia mí y apiádate; da tu fuerza a tu siervo, salva al hijo de tu esclava. Haz un signo de bondad conmigo; que mis enemigos se avergüencen al verlo, pues tú, Señor, me ayudas y me consuelas. Sion está asentada sobre montes santos; el Señor ama sus puertas más que todas las moradas de Jacob. Maravillas se cuentan de ti, ciudad de Dios: [ Pausa ] Citaré a Babilonia y Egipto entre quienes me conocen; filisteos, tirios y etíopes, todos nacieron allí. De Sion pueden decir: «Todos han nacido en ella, el Altísimo la ha fundado». El Señor anota en el libro de los pueblos: «Este nació allí». Y ellos danzan y cantan: «Todas mis fuentes están en ti». Señor, Dios salvador mío, día y noche ante ti grito. Que mi súplica llegue a ti, que escuche tu oído mi clamor; porque estoy harto de males y roza mi vida el reino de los muertos. Me ven ya entre los difuntos, parezco un ser acabado. Entre los muertos me encuentro, estoy como los que yacen en su tumba sin que tú ya los recuerdes, pues están alejados de ti. En una fosa profunda me has dejado, en las tinieblas, en las sombras; sobre mí ha caído tu ira, con tus olas me golpeas. [ Pausa ] Has alejado de mí a mis amigos, me has hecho odioso para ellos; estoy encerrado y no puedo salir; mis ojos se consumen de pena. Señor, a ti clamo sin cesar, hacia ti elevo mis manos. ¿Harás un milagro por los muertos? ¿Se alzarán para alabarte las sombras? ¿Se proclama tu amor en la tumba, tu fidelidad en el mundo de los muertos? ¿Se conocen tus prodigios en la fosa, tu justicia en la tierra del olvido? Pero yo, Señor, te imploro, de mañana mi ruego a ti llega. Señor, ¿por qué me rechazas y me ocultas tu rostro? Débil, agonizante desde mi juventud, aguanto tus horrores y estoy desconcertado. Tu ira ha pasado sobre mí, tus terrores me han destruido. Como agua me rodean todo el día y me cercan todos juntos. Alejaste de mí al amigo, al compañero, ¡las tinieblas me hacen compañía! El amor del Señor cantaré eternamente, proclamaré tu fidelidad por generaciones. Así dije: «Para siempre se alza el amor, en el mismo cielo tu fidelidad sustentas». Con mi elegido he sellado un pacto, esto he jurado a mi siervo David: «Afianzaré tu linaje eternamente, mantendré tu trono por generaciones». [ Pausa ] Señor, alaba el cielo tus maravillas, la asamblea de los santos tu fidelidad. ¿Quién en el cielo al Señor se asemeja? ¿Quién de los dioses iguala al Señor? Dios es venerado en la asamblea de los santos, él infunde respeto a cuantos le rodean. Señor, Dios del universo, ¿quién como tú? Poderoso eres tú, la fidelidad te envuelve. Tú dominas las mareas del mar, tú calmas sus olas cuando se encrespan. Tú aplastaste a Rahab como a un cadáver, disipaste a tus rivales con tu brazo poderoso. Tuyo es el cielo, tuya es la tierra, tú fijaste el orbe y cuanto lo llena. Tú has creado el norte y el sur, el Tabor y el Hermón aclaman tu nombre. Tuyo es el brazo poderoso, fuerte es tu mano, excelsa tu diestra. La justicia y el derecho sustentan tu trono, el amor y la verdad te preceden. Feliz el pueblo que sabe aclamarte; caminará, Señor, a la luz de tu rostro. En tu nombre se alegran todo el día, por tu justicia se enorgullecen. Porque tú eres la gloria de su fuerza, tú nos encumbras con tu favor. El Señor es nuestro escudo, el santo de Israel es nuestro rey. Un día, en una visión, hablaste a tus fieles y así les dijiste: «He prestado mi apoyo a un guerrero, he enaltecido a un joven del pueblo. He encontrado a mi siervo David, con mi aceite sagrado lo he ungido. Mi mano estará con él, mi brazo le dará fuerza. No podrá atormentarlo el enemigo, ni le hará sufrir el malvado. Ante él destrozaré a sus rivales, golpearé a quienes lo odian. Mi fidelidad y mi amor lo acompañan, con mi nombre voy a encumbrarlo. Bajo su mano he puesto el mar, bajo su diestra los ríos. Él me dirá: “Tú eres mi padre, mi Dios, el refugio que me salva”. Haré de él mi primogénito, el mayor de los reyes de la tierra. Mi bondad lo protegerá siempre, mi pacto con él será firme. Mantendré eternamente su linaje y su trono mientras el cielo exista. Mas si abandonan sus hijos mi ley, si no caminan según mis decretos, si quebrantan mis preceptos y no guardan mis mandatos, castigaré con la vara su pecado y con azotes sus culpas. Pero de él no apartaré mi amor, no traicionaré mi fidelidad, no romperé mi pacto, no cambiarán mis palabras. Por mi santidad juré una vez y no mentiré a David. Será eterna su descendencia, será su trono como el sol ante mí, como la luna siempre firme, testigo fiel en el cielo». [ Pausa ] Pero tú lo rechazaste y despreciaste, tú te enfureciste con tu ungido, rompiste la alianza con tu siervo, tiraste por tierra su corona. Destruiste sus murallas, arrasaste sus fortalezas; los caminantes la saquean, sus vecinos se burlan de ella. Has exaltado el poder de sus rivales, a sus enemigos has llenado de gozo. El filo de su espada has doblado, no le has dado apoyo en la batalla; has puesto fin a su esplendor, has tirado por tierra su trono. Tú has acortado su juventud, lo has cubierto de vergüenza. [ Pausa ] ¿Hasta cuándo, Señor? ¿Te esconderás para siempre? ¿Arderá como el fuego tu ira? Recuerda que mi vida es un soplo, ¿por qué creaste al ser humano tan frágil? ¿Quién vivirá sin ver la muerte? ¿Quién escapará de las garras del reino de los muertos? [ Pausa ] Señor, ¿dónde está tu antiguo amor, el que juraste a David por tu fidelidad? Recuerda, mi Señor, la humillación de tu siervo, a todos los pueblos que he de soportar. Tus enemigos me humillan, Señor, desprecian las huellas de tu ungido. ¡Bendito sea Dios por siempre! ¡Amén, amén! Señor, durante generaciones tú has sido nuestro refugio. Antes que se formasen los montes y la tierra y el orbe surgieran, desde siempre y para siempre tú eres Dios. Tú haces que el ser humano vuelva al polvo, diciendo: ¡Regresad hijos de Adán! Porque mil años son ante tus ojos como un día, como un ayer que ya pasó, como una vigilia en la noche. Tú los arrastras al sueño de la muerte, son como hierba que brota en la mañana: por la mañana brota y florece, por la tarde se agosta y se seca. Con tu ira nos has consumido, con tu furor nos aterras. Ante ti has puesto nuestras culpas, a la luz de tu faz nuestros secretos. Nuestros días decaen bajo tu furia, como un suspiro pasan nuestros años. Setenta años dura nuestra vida, durará ochenta si se es fuerte; pero es su brío tarea inútil, pues pronto pasa y desaparecemos. ¿Quién conoce el poder de tu cólera? Como tu furor, así es el respeto que inspiras. Enséñanos a contar nuestros días y tendremos así un corazón sabio. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? ¡Apiádate de tus siervos! Cólmanos de tu amor por la mañana, para que cantemos alegres toda la vida. Alégranos tanto como días nos afligiste, como años conocimos el mal. Que se muestre a tus siervos tu obra y a tus hijos tu esplendor. Que descienda sobre nosotros la gracia del Señor, nuestro Dios. Afianza la obra de nuestras manos; sí, afianza la obra de nuestras manos. Tú que habitas al amparo del Altísimo, tú que vives al abrigo del Todopoderoso, di al Señor: «Tú eres mi refugio, mi baluarte, mi Dios en quien confío». Él te librará de la red del cazador y de la peste asoladora; con sus plumas te resguardará, bajo sus alas te dará cobijo, escudo y armadura será su lealtad. No temerás el terror de la noche, ni la flecha que ondea de día, ni la peste que surca la niebla, ni la plaga que devasta a pleno día. Que caigan mil a tu lado, diez mil a tu diestra, ¡a ti no podrán alcanzarte! Solo con abrir los ojos verás el escarmiento del malvado, porque el Señor es tu refugio, y has hecho del Altísimo tu amparo. No vendrá sobre ti la desgracia, ni mal alguno alcanzará tu tienda, pues él ordenará a sus ángeles protegerte en todas tus sendas. Te llevarán en las palmas de sus manos para que tu pie no tropiece en la piedra. Caminarás sobre el león y la víbora, pisarás al león y al dragón. Voy a salvarlo, pues se acogió a mí; lo protegeré, pues me conoce. Me llamará y le responderé, estaré con él en la angustia, lo libraré y lo engrandeceré; le daré una larga vida, le haré ver mi salvación. Qué bueno es alabar al Señor, elogiar, oh Altísimo, tu nombre, pregonar tu amor durante el día, tu fidelidad durante la noche, al son del arpa y la cítara, con los acordes de la lira. Tú, Señor, con tus actos me alegras, con la obra de tus manos me regocijas. Señor, ¡qué grandes son tus obras, qué profundos tus pensamientos! El ignorante nada sabe, el necio no entiende nada de esto: aunque broten los malvados como hierba, aunque todos los malhechores prosperen, acabarán destruidos para siempre. Mas tú, Señor, por siempre eres excelso. Señor, aquí tienes a tus enemigos, a los enemigos que han de perecer, a los malvados que se dispersarán. Pero tú me has dado la fuerza del búfalo, me has ungido con aceite nuevo. Mis ojos verán caer a mis rivales, mis oídos se enterarán de quiénes son los que me atacan. El justo florecerá cual palmera, crecerá como un cedro del Líbano; plantado en la casa del Señor, brotará en los atrios de nuestro Dios. Aún en la vejez darán su fruto, se mantendrán fecundos y frondosos, para anunciar la rectitud del Señor, mi refugio, en quien no hay maldad. El Señor es rey, está vestido de majestad; el Señor está vestido y ceñido de poder; la tierra está segura, no se derrumbará. Tu trono está firme desde siempre, desde la eternidad tú existes. Señor, alzaron los ríos su fragor, elevaron su estruendo los torrentes. Poderoso es el Señor en el cielo más que el fragor de aguas caudalosas, más que las impetuosas olas del mar. Tus mandamientos son perpetuos, la santidad engalana tu casa, Señor, por días sin término. ¡Dios justiciero, Señor, Dios justiciero, muéstrate! Ponte en acción, juez de la tierra, da su merecido a los soberbios. Señor, ¿hasta cuándo los malvados, hasta cuándo se regocijarán? Presumen, hablan con arrogancia, se ensoberbecen los malhechores; oprimen, Señor, a tu pueblo, humillan a tu heredad. Matan a la viuda y al forastero, quitan la vida a los huérfanos y dicen: «Dios no lo ve, el Dios de Jacob no se da cuenta». Entended, necios del pueblo; insensatos, ¿cuándo vais a razonar? Quien formó el oído, ¿no oirá? Quien hizo el ojo, ¿no verá? Quien corrige a las naciones, ¿no castigará? Quien enseña al ser humano, ¿no sabrá? El Señor conoce los planes humanos y sabe que son únicamente vanidad. Feliz a quien tú, oh Dios, corriges, a quien instruyes en tu ley; le darás paz en días de desgracia, mientras se cava la fosa del malvado. Porque el Señor no olvida a su pueblo, él no abandona a su heredad. Se juzgará de nuevo con justicia y los rectos caminarán tras ella. ¿Quién me defenderá ante los malvados? ¿Quién me apoyará frente a los malhechores? Si el Señor no me hubiese ayudado, el país del silencio sería pronto mi morada. Si yo digo: «Mi pie resbala», tu bondad, Señor, me sostiene. Cuando me invaden las penas, tus consuelos me dan alegría. ¿Te aliarás con el juez corrupto que utiliza la ley para cometer injusticias? Atacan la vida del justo, declaran culpable al inocente. Pero el Señor es mi refugio; mi Dios, la fortaleza que me ampara. Se volverá contra ellos su propia maldad; el Señor, nuestro Dios, los destruirá, por sus maldades los destruirá. ¡Venid, cantemos con gozo al Señor, aclamemos al que es nuestro amparo salvador! ¡Vayamos hacia él dándole gracias, aclamémosle con cantos! Porque el Señor es un Dios grande, un gran rey sobre todos los dioses. En su mano están las simas de la tierra, las cumbres de los montes son suyas; suyo es el mar, pues él lo hizo, y la tierra firme que crearon sus manos. Venid, adorémoslo de rodillas, postrémonos ante el Señor que nos hizo, porque él es nuestro Dios y nosotros el pueblo que apacienta, el rebaño que él guía. ¡Ojalá escuchéis hoy su voz! «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como en el desierto el día de Masá, cuando vuestros padres me retaron, me probaron aun conociendo mi obra». Cuarenta años rechacé a esta generación y dije: «Son un pueblo extraviado, no conocen mis caminos». Yo juré lleno de cólera: «No entrarán en mi lugar de descanso». Cantad al Señor un cántico nuevo, que cante al Señor la tierra entera; cantad al Señor, bendecid su nombre; pregonad su salvación día tras día. Pregonad su gloria entre las naciones, sus prodigios entre todos los pueblos. Porque es grande el Señor, es digno de alabanza, más admirable que todos los dioses. Todos los dioses paganos son nada, pero el Señor ha hecho los cielos. Gloria y esplendor hay ante él, majestad y poder en su santuario. Rendid al Señor, familias de los pueblos, rendid al Señor gloria y poder; reconoced que es glorioso su nombre, traedle ofrendas y entrad en su presencia; adorad al Señor en su hermoso Templo, que tiemble ante él la tierra entera. Decid a las naciones: «El Señor es rey». El universo está seguro, no se derrumbará. Él juzgará con rectitud a los pueblos. Que se alegre el cielo y se goce la tierra, que retumbe el mar y cuanto lo llena; que el campo entero se llene de gozo, que griten de júbilo los árboles del bosque, delante del Señor que viene dispuesto a gobernar la tierra. Él juzgará al universo con justicia y a los pueblos con su fidelidad. El Señor es rey, que se goce la tierra, que se alegren los países lejanos. La bruma y la niebla lo rodean, la justicia y el derecho sostienen su trono. El fuego avanza ante él, abrasa en derredor a sus rivales; sus rayos iluminan el orbe, los ve la tierra y tiembla. Los montes se funden como cera ante el Señor, ante el dueño de toda la tierra; los cielos pregonan su justicia, todos los pueblos contemplan su gloria. Que se avergüencen los idólatras, los que cifran en los ídolos su orgullo, que se postren ante él todos los dioses. Sion lo oye y se llena de gozo, se alegran las ciudades de Judá a causa de tus juicios, Señor. Porque tú eres, Señor, el Altísimo en toda la tierra, tú quien se alza sobre los dioses. Odiad el mal los que amáis al Señor: él guarda la vida de sus fieles, los libra de las garras del malvado. La luz se propaga para el justo, la alegría para quienes son rectos. ¡Alegraos, justos, en el Señor, alabad su santo nombre! Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas; su diestra, su santo brazo, le ha dado la victoria. El Señor ha proclamado su victoria, ante las naciones desvela su justicia. Ha recordado su amor y su verdad hacia la casa de Israel, han visto los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor tierra entera, gritad de júbilo, alegraos, cantad. Cantad al Señor con la cítara, con la cítara y con voz melodiosa; con clarines y al son de trompetas, aclamad al Señor, el rey. Que brame el mar y cuanto lo llena, el mundo y los que en él habitan; que batan palmas los ríos y los montes se alegren juntos ante el Señor que viene, que llega a juzgar a la tierra: juzgará al mundo con justicia y con rectitud a los pueblos. El Señor es rey, que los pueblos se estremezcan; sobre querubines tiene su trono, que tiemble la tierra. El Señor es grande en Sion, sobre todos los pueblos se alza. Que alaben tu nombre grande y temible: ¡Él es santo! Rey poderoso que amas la justicia, tú mismo estableciste la equidad; la justicia y el derecho tú instauraste en Jacob. Alabad al Señor nuestro Dios, postraos ante el estrado de sus pies: ¡Él es santo! De sus sacerdotes, Moisés y Aarón; de los que invocaban su nombre, Samuel: ellos llamaban al Señor y él les respondía. Desde la columna de nube hablaba con ellos; ellos respetaban sus mandatos y la ley que les había dado. Señor, Dios nuestro, tú les respondías; tú eras para ellos el Dios que perdona y quien castiga sus maldades. Alabad al Señor nuestro Dios, postraos ante su santo monte, porque santo es el Señor nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, acudid con gozo a su presencia. Sabed que el Señor es Dios: él nos ha hecho y a él pertenecemos; somos su pueblo, el rebaño que apacienta. Cruzad sus puertas dando gracias, sus atrios con alabanzas; dadle gracias y bendecid su nombre, porque el Señor es bueno, su bondad perdura por siempre, su fidelidad por generaciones. Quiero cantar el amor y la justicia, a ti, Señor, quiero cantarte; quiero aprender la senda de los rectos, ¿cuándo vendrás a mí? Actuaré rectamente en medio de mi casa, en nada indigno fijaré mi ojos; odio el proceder de los rebeldes, no dejaré que me contagie. Que el perverso se aleje de mí, no quiero conocer al malvado. Al que difama en secreto a su amigo, voy a dejarlo callado; al que es ambicioso y soberbio, no voy a tolerarlo. En los fieles del país me fijaré para que habiten conmigo: quien siga la senda de los rectos, ese será quien me sirva. No vivirá en mi casa quien engaña, no aguantará mi mirada quien miente. Yo haré callar cada mañana a todos los malvados del país, para expulsar de la ciudad del Señor a todos los malhechores. Señor, escucha mi ruego, que mi grito llegue a ti. No me ocultes tu rostro cuando estoy angustiado; acerca hacia mí tu oído, respóndeme pronto si te llamo. Pues mi vida se desvanece como el humo, mis huesos arden como una hoguera; mi corazón se seca como hierba segada, hasta de comer mi pan me olvido. De tanto gritar sollozando tengo los huesos pegados a la piel. Me parezco al pelícano del yermo, soy como el búho de las ruinas. No puedo dormir, aquí estoy como ave solitaria en un tejado. Sin cesar mis enemigos me injurian, furiosos contra mí me maldicen. En vez de pan me alimento de polvo, mezclo la bebida con mi llanto a causa de tu enojo y de tu cólera, pues tú me alzaste y me abatiste luego. Es mi vida como sombra que declina, como la hierba me voy marchitando. Pero tú, Señor, reinas por siempre, tu recuerdo dura por generaciones. Tú te alzarás, te apiadarás de Sion, que es hora ya de apiadarse de ella, que el plazo ya se ha cumplido. Tus siervos aman sus piedras, sienten piedad de sus ruinas. Venerarán las naciones tu nombre, Señor, y tu gloria los reyes de la tierra; cuando el Señor reconstruya Sion, cuando se muestre en toda su gloria, cuando atienda la súplica del pobre y no desprecie su oración. Quede esto escrito para la generación futura, que el pueblo que nazca alabe a Dios; el Señor mira desde su santo cielo, observa la tierra desde el firmamento para escuchar el grito del cautivo, para librar a los reos de muerte. Será aclamado en Sion el Señor y en Jerusalén se proclamará su alabanza, cuando pueblos y reinos se reúnan para servir al Señor. Él doblegó mi fuerza en el camino, él hizo más corta mi vida. Yo digo: «Dios mío, no me lleves en mitad de mi vida». Tus años duran por generaciones; tú antaño fundaste la tierra, y el cielo es obra de tus manos. Ellos perecen y tú perduras, se desgastan todos como la tela; tú como a un traje los cambias y ellos se desvanecen. Pero tú eres el mismo y no se acaban tus años. Habitarán seguros los hijos de tus siervos, permanecerá ante ti su descendencia. Bendice, alma mía, al Señor y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, no te olvides de sus favores. Él perdona todos tus pecados, él sana todos tus males; él libra tu vida de la fosa, te corona de amor y de ternura; colma de bienes tu existencia, y tú te rejuveneces como un águila. El Señor imparte justicia y derecho a los oprimidos. Mostró sus caminos a Moisés, a los hijos de Israel sus proezas. El Señor es clemente y compasivo, paciente y lleno de amor. No estará para siempre litigando, no estará eternamente resentido. No nos trata según nuestros pecados, no nos paga según nuestras culpas. Pues como el cielo dista de la tierra abunda su amor para con sus fieles; como está lejos el este del oeste, él aleja nuestras faltas de nosotros. Como un padre quiere a sus hijos, el Señor quiere a sus fieles. Conoce cuál es nuestro origen, recuerda que somos polvo. Como hierba es la vida humana, como la flor del campo florece; la azota el viento y no existe, no vuelve a saberse dónde estuvo. Mas el amor del Señor dura por siempre, nunca abandona a quienes le honran; su justicia llega a los hijos de sus hijos, a aquellos que respetan su alianza, que recuerdan sus preceptos y los cumplen. El Señor erige su trono en el cielo, su realeza lo domina todo. Bendecid al Señor, ángeles suyos, valerosos guerreros que cumplís sus órdenes y prestáis atención a su palabra. Bendecid al Señor sus ejércitos todos, servidores suyos que hacéis su voluntad. Bendecid al Señor todas sus obras, en todos los lugares que él domina. ¡Bendice, alma mía, al Señor! ¡Bendice, alma mía, al Señor! Señor, Dios mío, qué grande eres; de gloria y majestad te vistes. Como un manto te envuelve la luz, como un tapiz extiendes el cielo. Alzas tus aposentos sobre las aguas, haces de las nubes tu carroza, en alas del viento caminas; a los vientos haces mensajeros tuyos, a las llamas ardientes, tus servidores. Afirmaste la tierra sobre sus cimientos y nunca jamás podrá derrumbarse. Como vestido le pusiste el océano, hasta los montes se alzaban las aguas; ante tu grito amenazante huían, ante tu voz tronante escapaban; subían a los montes, por los valles bajaban hasta el lugar que tú mismo les fijaste. Les fijaste una frontera que no cruzarán y no volverán a cubrir la tierra. Tú conviertes a los manantiales en ríos que serpentean entre montañas, proporcionan bebida a las bestias del campo y apagan la sed de los asnos salvajes; en sus orillas moran las aves del cielo que entre las ramas andan trinando. Desde tus aposentos riegas los montes, se sacia la tierra del fruto de tus obras. Tú haces brotar la hierba para el ganado, y las plantas que cultiva el ser humano para sacar el pan de la tierra; y también el vino que alegra a los humanos, dando a su rostro más brillo que el aceite, junto con el alimento que los reconforta. Reciben su riego los árboles del Señor, los cedros del Líbano que él plantó. En ellos las aves ponen sus nidos mientras la cigüeña lo pone en los cipreses; los altos montes son de los ciervos, las rocas, refugio de los tejones. Para marcar los tiempos hiciste la luna y el sol que sabe cuándo ocultarse. Dispones la oscuridad y cae la noche: bullen en ella los seres del bosque, rugen los leones ante la presa y piden a Dios su alimento. Sale el sol y ellos se esconden, descansan en sus madrigueras. Entonces sale el ser humano a su trabajo, a su labor que dura hasta la tarde. ¡Qué abundantes son tus obras, Señor! Con tu sabiduría las hiciste todas, la tierra está llena de tus criaturas. Aquí está el inmenso y ancho mar, allí un sinfín de animales marinos, seres pequeños y grandes; allí se deslizan los barcos y Leviatán, a quien formaste para jugar con él. Todos ellos te están esperando para tener la comida a su tiempo. Tú se la das y ellos la atrapan, abres tu mano, los sacias de bienes. Pero si ocultas tu rostro se aterran, si les quitas el aliento agonizan y regresan al polvo. Les envías tu aliento y los creas, renuevas la faz de la tierra. Que la gloria del Señor sea eterna, que el Señor se goce en sus obras. Él mira la tierra y ella tiembla, toca las montañas y echan humo. Mientras viva cantaré al Señor, alabaré al Señor mientras exista. Que mi poema le agrade, que yo en el Señor me alegre. Que sean los pecadores extirpados de la tierra, que los malvados no existan más. ¡Bendice, alma mía, al Señor! ¡Aleluya! Alabad al Señor, aclamad su nombre, proclamad entre los pueblos sus hazañas. Cantadle, tocad para él, pregonad todas sus maravillas. Enorgulleceos de su santo nombre, que se gocen los que buscan al Señor. Recurrid al poder del Señor, buscad siempre su rostro; recordad las maravillas que hizo, sus prodigios, las sentencias de su boca, vosotros, estirpe de Abrahán, su siervo, vosotros, descendencia de Jacob, su elegido. Él es el Señor, nuestro Dios, sus leyes dominan toda la tierra. Recuerda eternamente su alianza, la promesa hecha por mil generaciones: el pacto que selló con Abrahán, el juramento que hizo a Isaac, lo que confirmó como ley para Jacob, como alianza perpetua para Israel diciendo: «Te daré el país de Canaán, como propiedad hereditaria». Cuando eran solo unos pocos, un puñado de emigrantes en el país, que iban vagando de nación en nación; pasando de un reino a otro reino, no permitió que nadie los maltratara y por su causa castigó a algunos reyes: «No toquéis a mis ungidos, no hagáis daño alguno a mis profetas». Sobre el país trajo el hambre, los dejó sin provisiones. Envió delante a un hombre, a José, vendido como esclavo. Apresaron sus pies con grilletes, rodearon su cuello con argollas, hasta que se cumplió su anuncio y la palabra del Señor lo acreditó. Entonces mandó el rey dejarlo libre, el soberano de pueblos que lo soltaran. Y lo hizo señor de su casa, gobernador de todos sus bienes para imponer su voluntad a los príncipes, para que hiciera sabios a sus ancianos. Entonces Israel entró en Egipto, moró Jacob en el país de Cam. Dios hizo que su pueblo prosperara, lo hizo más fuerte que sus rivales. Pero cambió los sentimientos de los egipcios haciendo que odiaran a su pueblo e intrigaran contra sus siervos. Envió a Moisés, su siervo, a Aarón a quien él escogió; ellos hicieron signos prodigiosos, hechos portentosos en la tierra de Cam. Envió tinieblas y todo se oscureció, pero ni aun así escucharon su palabra. Transformó en sangre sus aguas, hizo morir a sus peces. Infestó de ranas el país, hasta las alcobas de sus reyes. Habló y sobrevino otra plaga: mosquitos por toda su tierra. En vez de lluvia envió granizos, llamas de fuego sobre el país. Destruyó luego sus viñas e higueras, destrozó la arboleda de su territorio. Habló y acudieron langostas, saltamontes imposibles de contar, que devoraron toda hierba en el país, devoraron los frutos de la tierra. Mató en el país a todo primogénito, primicia de su fuerza varonil. Pero a ellos los sacó entre plata y oro, ninguno entre sus tribus sucumbió. Egipto se alegró cuando partieron, porque el miedo los sobrecogía. Extendió para cubrirlos una nube, un fuego para iluminar la noche. Suplicaron y envió codornices, los sació con pan del cielo. Hendió una roca y brotó agua, como un río fluyó por el desierto. Se acordó de su santa promesa, la que había hecho a Abrahán, su siervo, y con gozo liberó a su pueblo, con regocijo a sus elegidos. Les entregó la tierra de los paganos, heredaron la riqueza de los pueblos; así respetarían sus leyes y cumplirían sus mandatos. ¡Aleluya! ¡Aleluya! Alabad al Señor por su bondad, porque es eterno su amor. ¿Quién podrá contar las proezas del Señor, quién proclamar toda su alabanza? Felices quienes respetan el derecho, quienes practican siempre la justicia. Señor, acuérdate de mí por amor a tu pueblo, con tu fuerza salvadora ven a mí, para que me goce con tus elegidos, me alegre con la alegría de tu pueblo, me llene de orgullo con tu heredad. Como nuestros antepasados, también nosotros hemos pecado; cometimos faltas, hicimos el mal. En Egipto nuestros padres no comprendieron tus maravillas, no recordaron tu inmenso amor, se rebelaron contra ti en el mar de las Cañas. Pero él los salvó honrando su nombre, y mostrando así su poder. Gritó al mar de las Cañas y quedó seco, los guio por los abismos como por el desierto. Los salvó de la mano de su enemigo, los libró de la garra de su rival. El agua anegó a sus adversarios, ni uno de ellos sobrevivió. Creyeron entonces en sus palabras, cantaron sus alabanzas. Pero pronto se olvidaron de sus obras, no confiaron en sus designios. En el desierto la avidez los consumía, en el yermo retaron a Dios. Él les dio lo que pedían, pero también les envió un mal devastador. Envidiaron a Moisés en el campamento, también a Aarón, el consagrado del Señor. La tierra se abrió y engulló a Datán, enterró a la banda de Abirán: el fuego abrasó a sus secuaces, una llama devoró a los malvados. En Horeb hicieron un becerro, adoraron una imagen de metal, cambiaron a quien era su gloria por la estatua de un toro que come hierba. Olvidaron a Dios salvador suyo, el que hizo cosas grandes en Egipto, maravillas en la tierra de Cam, prodigios en el mar de las Cañas. Pensaba el Señor exterminarlos, pero Moisés, su elegido, intercedió delante de él para calmar su furia destructora. Despreciaron una tierra deliciosa, no confiaron en su palabra. Se quejaban en sus tiendas, no escuchaban la voz del Señor. Por eso el Señor les juró solemnemente que los haría morir en el desierto, que a su estirpe arrojaría entre paganos, que los dispersaría entre los países. Ellos siguieron a Baal Peor y comieron sacrificios de muertos. Con sus actos enfurecieron al Señor y descargó sobre ellos una plaga. Entonces surgió Finés, hizo justicia y la plaga se detuvo. Esto se le contó en su haber de padres a hijos para siempre. En las aguas de Meribá lo enojaron causando la desgracia de Moisés, pues le hicieron rebelarse y habló sin pensar lo que decía. No destruyeron a los pueblos como el Señor les ordenó. Se mezclaron con los paganos, aprendieron sus costumbres y adoraron a sus ídolos que se convirtieron en trampa para ellos. Sacrificaron a sus hijos y a sus hijas a demonios; vertieron sangre inocente, la sangre de sus hijos y sus hijas, que inmolaron a los ídolos de Canaán, profanando con sangre el país. Con sus acciones se deshonraron, con sus hechos se pervirtieron. Y el Señor se airó contra su pueblo, aborreciendo su heredad. Los entregó a las naciones, sus rivales los dominaron, los subyugaron sus enemigos, los sometieron a su poder. El Señor los libró muchas veces, pero ellos se obstinaron en su idea, se hundieron en su propia culpa. Pero él se fijó en su angustia, escuchó su clamor y recordó su alianza con ellos; por su inmenso amor se compadeció, e hizo que se apiadaran quienes los tenían cautivos. Señor, Dios nuestro, sálvanos. Reúnenos de entre las naciones para que alabemos tu santo nombre y nos llene de orgullo tu alabanza. ¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel, desde siempre y para siempre! Y que todo el pueblo diga: ¡Amén! ¡Aleluya! Alabad al Señor por su bondad, porque es eterno su amor. Que lo digan los que el Señor ha salvado, los que ha salvado del poder del enemigo, los que reunió de entre los países, de oriente y de occidente, del norte y del poniente. Vagaban perdidos por el árido desierto, no hallaban el camino a una ciudad habitada. Estaban hambrientos, tenían sed, su vida se iba agotando. Pero en su angustia gritaron al Señor y él los salvó de sus penurias; los guio por un camino recto hasta llegar a una ciudad habitada. ¡Que alaben al Señor por su amor, por sus maravillas con el ser humano! Porque él sació la garganta ávida, al hambriento llenó de manjares. En oscuridad y tinieblas vivían, cautivos de la miseria y el hierro, por desobedecer la palabra de Dios, por despreciar el designio del Altísimo. Él doblegó su corazón con penas, desfallecían y nadie los ayudaba. Pero en su angustia gritaron al Señor y él los salvó de sus penurias. Los sacó de tinieblas y sombras, rompió sus cadenas. ¡Que alaben al Señor por su amor, por sus maravillas con el ser humano! Pues rompió las puertas de bronce, destrozó los cerrojos de hierro. Enloquecidos por su mala conducta, abatidos por sus faltas, les repugnaba toda comida, rozaban ya las puertas de la muerte. Pero en su angustia gritaron al Señor y él los salvó de sus penurias. Envió su palabra y los salvó, los libró de la tumba. ¡Que alaben al Señor por su amor, por sus maravillas con el ser humano! Que le ofrezcan sacrificios de alabanza, que pregonen sus obras con alegría. Los que surcan el mar en naves, comerciando por aguas caudalosas, han visto las obras del Señor, sus maravillas en el mar profundo. Pues habló y se alzó un viento huracanado que hizo encresparse a las olas. Subían hasta el mismo cielo, hasta el abismo bajaban, desfallecidos por el terror; rodaban, daban tumbos cual borracho, y era inútil su destreza. Pero en su angustia gritaron al Señor y él los salvó de sus penurias. Hizo que la tormenta amainara, que enmudecieran las olas. Se alegraron al verlas en calma y Dios los condujo al puerto añorado. ¡Que alaben al Señor por su amor, por sus maravillas con el ser humano! Que en la asamblea del pueblo lo ensalcen, que en la reunión de los ancianos lo alaben. El Señor convierte en un desierto los ríos, los manantiales en tierra seca, la tierra fértil en tierra estéril, por la maldad de quienes la habitan. Convierte el desierto en un lago, en un manantial el árido yermo, y allí asienta a los hambrientos que fundan la ciudad donde vivir. Siembran campos, plantan viñas, cosechan frutos de la tierra. Él los bendice y prosperan, no deja que decrezca su ganado. Mas si decaen y están abatidos por el peso de penas y tristezas, Dios, que desprecia a los príncipes y los hace vagar por un yermo sin sendas, levanta al pobre de su miseria, aumenta cual rebaño a sus familias. Lo ven los rectos y se alegran, mientras los malvados guardan silencio. Quien sea sabio que medite estas cosas, que comprenda el amor del Señor. Oh Dios, mi corazón está firme, voy a cantar, voy a tocar: en ello pongo mi gloria. Despertaos cítara y arpa, que yo despertaré a la aurora. Te alabaré entre los pueblos, Señor, te cantaré entre las naciones, pues tu amor llega hasta el cielo, hasta el firmamento tu verdad. Oh Dios, álzate sobre los cielos, alza tu gloria sobre la tierra entera. Sálvanos con tu poder, atiéndenos, para que tus amados queden libres. Dios ha hablado en su santuario: «Me regocijaré al repartir Siquén, cuando divida el valle de Sucot. Mío es Galaad, mío Manasés, es Efraín el yelmo de mi cabeza, Judá el cetro de mi poder; es Moab la vasija en que me lavo, sobre Edom arrojo mi sandalia, sobre Filistea proclamo mi victoria». ¿Quién me llevará a la ciudad fortificada, quién me conducirá hasta Edom? Solo tú, Dios, tú que nos rechazaste, tú que no sales con nuestras tropas. Préstanos ayuda frente al enemigo, pues de nada vale la ayuda humana. Con Dios lograremos triunfar, él humillará a nuestros enemigos. No te quedes callado, Dios de mi alabanza, que las bocas malvadas y embusteras se han abierto contra mí, con mentiras me han hablado. Con palabras de odio me acosan, me atacan sin motivo alguno. En pago de mi amistad, me acusan y yo no hago sino interceder por ellos. Me devuelven mal por bien, odio en pago de mi amor. [Dicen:] «Nombra en su contra a un malvado, que en lugar de abogado tenga un fiscal, que al juzgarlo lo condenen, que su demanda se torne en condena. Que sea breve su vida, que otro ocupe su cargo; queden huérfanos sus hijos, quede viuda su esposa; que sus hijos vaguen y mendiguen, que los echen de sus casas en ruinas. Que el acreedor le embargue cuanto tiene, que saquee sus bienes gente extraña, que no haya quien lo trate bien ni sienta piedad de sus huérfanos. Que sea destruida su descendencia, borrado su nombre en la generación siguiente; que la culpa de su padre se recuerde ante el Señor, que el pecado de su madre no se olvide, que el Señor los tenga siempre presentes y borre de la tierra su recuerdo. Porque olvidó hacer el bien, persiguió al oprimido y al pobre, al afligido para darle muerte. Amaba la maldición: que caiga sobre él; odiaba la bendición: que de él se aleje. La maldición lo vestía como un manto: que penetre como agua en sus entrañas y como aceite en sus huesos, que sea para él cual vestido que lo cubra, como cinturón que lo ciña para siempre». Así pague el Señor a quienes me acusan, a quienes hablan mal de mí. Pero tú, Señor, Dios mío, actúa en mi favor honrando tu nombre, por tu bondadoso amor, sálvame. Yo soy un pobre y desvalido, tengo desgarrado el corazón. Como sombra que declina voy cayendo, como a un saltamontes me espantan. Mis rodillas flaquean por el ayuno, mi cuerpo languidece privado de alimento. Soy para ellos motivo de burla, me ven y mueven la cabeza. Señor, Dios mío, ayúdame, sálvame por tu amor, para que sepan que aquí está tu mano, que tú, Señor, lo has hecho. Que ellos maldigan mientras tú bendices, que sean humillados mientras tu siervo se alegra; que cubra la infamia a quienes me acusan, que la vergüenza los envuelva como un manto. Con mi boca daré gracias al Señor, entre la multitud lo alabaré, porque es el abogado del pobre para salvarlo de los jueces. Oráculo del Señor a mi señor: «Siéntate a mi derecha, hasta que haga de tus rivales el estrado de tus pies». El Señor te entrega desde Sion un cetro poderoso. ¡Domina en medio de tus enemigos! Tu pueblo se te ofrecerá cuando se manifieste tu poder; con sagrado esplendor, desde el seno de la aurora, como rocío te he engendrado. El Señor lo ha jurado y no va a arrepentirse: «Tú serás sacerdote para siempre, como lo fue Melquisedec». El Señor está a tu derecha, abate a los reyes el día de su ira; juzga a las naciones, las llena de cadáveres, aplasta cabezas por toda la tierra. En el camino beberá de un torrente, por ello alzará su cabeza. ¡Aleluya! Alabaré al Señor de todo corazón, en la reunión de los justos y en la asamblea. Las obras del Señor son grandiosas, cuantos las aman meditan sobre ellas. Espléndido y majestuoso es lo que hace, su justicia permanece para siempre. Ha hecho prodigios memorables, clemente y compasivo es el Señor. Da alimento a quienes lo veneran, recuerda eternamente su alianza. El poder de sus obras muestra a su pueblo al entregarles la heredad de las naciones. Actúa con verdad y justicia, son inquebrantables sus preceptos, firmes por siempre jamás, forjados de verdad y rectitud. Dio la libertad a su pueblo, estableció para siempre su alianza, santo y venerable es su nombre. Venerar al Señor es la esencia del saber, los que así actúan son juiciosos. Su alabanza permanecerá por siempre. ¡Aleluya! Feliz quien venera al Señor y se complace en sus mandatos. En la tierra será poderosa su estirpe, se bendecirá el linaje de los rectos. Riqueza y bienes habrá en su casa, su justicia permanecerá por siempre. Brilla en la oscuridad, es luz para los rectos, es clemente, es compasivo, es justo. Feliz quien se apiada y presta, quien atiende sus asuntos con justicia, porque nunca zozobrará, será eterno el recuerdo del justo. No temerá las malas noticias, su corazón está seguro, confiado en el Señor. Su corazón firme nada teme, mirará con desdén a sus enemigos. Reparte, da a los pobres, su justicia permanece para siempre y alza su frente con honor. El malvado mira y se enfurece, rechina sus dientes y se consume. Los planes del malvado fracasarán. ¡Aleluya! ¡Alabad, servidores del Señor, alabad el nombre del Señor! Que el nombre del Señor sea bendecido desde ahora y para siempre; desde que sale el sol hasta su ocaso, sea alabado el nombre del Señor. El Señor se alza sobre todas las naciones, sobre los cielos está su gloria. ¿Quién como el Señor, Dios nuestro, que en las alturas tiene su trono, que se inclina para contemplar los cielos y la tierra? Él levanta del polvo al pobre, saca al desvalido del estiércol, para sentarlo con los príncipes, con los príncipes de su pueblo; él da un hogar a la estéril, feliz al ser madre de hijos. ¡Aleluya! Cuando Israel salió de Egipto, la casa de Jacob de un pueblo extranjero, Judá se convirtió en su santuario, Israel en sus dominios. Lo vio el mar y salió huyendo, el Jordán retrocedió. Como carneros saltaron los montes, como corderillos las colinas. ¿Qué tienes tú, mar, que huyes y tú, Jordán, que retrocedes? Montes, ¿por qué saltáis como carneros y vosotras, colinas, como corderillos? Tiembla, oh tierra, ante el Señor, delante del Dios de Jacob, que la roca torna en estanque, la peña en un manantial. No a nosotros, Señor, no a nosotros, que sea a tu nombre al que des gloria, por tu amor y tu bondad. ¿Por qué las naciones preguntan: «Dónde se halla su Dios?». ¡Nuestro Dios está en el cielo, todo cuanto quiere hace! Los ídolos paganos son plata y oro, obra de manos humanas. Tienen boca y no hablan, ojos pero no ven, oídos pero no oyen, nariz y no pueden oler; tienen manos y no palpan, tienen pies y no caminan, con su garganta no emiten sonidos. Sean como ellos quienes los hacen, todo el que en ellos confía. Israel, confía en el Señor: él es tu ayuda y tu escudo; casa de Aarón, confía en el Señor: él es tu ayuda y tu escudo; los que veneráis al Señor, confiad en él: él es vuestra ayuda y vuestro escudo. El Señor nos recuerda y nos bendice, bendecirá a la casa de Israel, bendecirá a la casa de Aarón; bendecirá a quienes lo veneran, a los pequeños y grandes. Que el Señor os multiplique, a vosotros y a vuestros hijos, que seáis bendecidos por el Señor, creador del cielo y de la tierra. El cielo es del Señor, la tierra se la dio a los humanos. Los muertos no alaban al Señor, ni tampoco quienes bajan al silencio, pero nosotros bendecimos al Señor desde ahora y para siempre. ¡Aleluya! Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante. Lo invocaré de por vida, porque es todo oídos para mí. Las cadenas de la muerte me cercaban, me alcanzaba la tristeza del abismo, era presa de la angustia y el dolor. Pero invoqué el nombre del Señor: «Te ruego, Señor, que me salves». El Señor es clemente y justo, es compasivo nuestro Dios. El Señor protege a los sencillos: estaba yo abatido y me salvó. ¡A ver si recobro la calma, pues el Señor ha sido bueno conmigo! Me ha librado de la muerte, ha preservado mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída. Caminaré en presencia del Señor en la tierra de los vivos. Tenía yo confianza aunque decía: «¡Qué desgraciado soy!». En mi turbación exclamaba: «Todos los humanos mienten». ¿Cómo pagaré al Señor todos los beneficios que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocaré el nombre del Señor. Cumpliré al Señor mis promesas delante de todo su pueblo. Mucho le importa al Señor la muerte de sus fieles. Yo soy tu siervo, Señor; soy tu siervo, el hijo de tu esclava; tú desataste mis ataduras. Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocaré el nombre del Señor. Cumpliré al Señor mis promesas delante de todo su pueblo, en los atrios de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén. ¡Aleluya! Aclamad al Señor todas las naciones, alabadlo todos los pueblos, pues su amor nos sobrepasa, la verdad del Señor es eterna. ¡Aleluya! Dad gracias al Señor por su bondad, porque es eterno su amor. Que lo diga Israel: es eterno su amor. Que lo diga la casa de Aarón: es eterno su amor. Que lo digan quienes lo veneran: es eterno su amor. En la angustia invoqué al Señor y el Señor me respondió dándome alivio. El Señor está conmigo, nada temo, ¿qué podrá hacerme el mortal? El Señor está conmigo, es mi ayuda, prevaleceré sobre mis enemigos. Es mejor refugiarse en el Señor que confiar en los mortales, mejor refugiarse en el Señor que confiar en los príncipes. Todas las naciones me cercaban, mas en nombre del Señor yo las destruyo; me rodeaban, me cercaban todas ellas, mas en nombre del Señor yo las destruyo; todas me cercaban como avispas y como fuego de zarzas se extinguieron, pues en nombre del Señor yo las destruyo. Me empujaban intentando derribarme, pero el Señor me ayudó. Dios es mi fuerza y mi potencia, él fue para mí la salvación. Gritos de gozo y victoria hay en las tiendas de los justos: «La diestra del Señor realiza hazañas, la diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor realiza hazañas». No he de morir, viviré para contar las proezas del Señor. Dios me ha castigado con dureza, pero no me ha entregado a la muerte. ¡Abridme las puertas de la justicia! Entraré por ellas dando gracias a Dios. Esta es la puerta del Señor, por ella entrarán los justos. Te doy gracias pues me has escuchado, tú fuiste para mí la salvación. La piedra que desecharon los constructores, es ahora la piedra angular. Del Señor viene todo esto y nos parece admirable. Este es el día en que actuó el Señor, alegrémonos, gocémonos en él. Te lo ruego, Señor, sálvanos, te lo ruego, Señor, haznos triunfar. Bendito el que viene en nombre del Señor, desde la casa del Señor os bendecimos. Dios es el Señor, él nos alumbra, ¡atad con ramas la víctima festiva a los salientes del altar! Tú eres mi Dios y te doy gracias, eres mi Dios a quien ensalzo. Dad gracias al Señor por su bondad, porque es eterno su amor. Felices los de conducta intachable, los que caminan en la ley del Señor. Felices los que guardan sus mandatos y los buscan con todo el corazón, los que no han cometido mal alguno y marchan por sus caminos. Tú estableciste tus preceptos para que se cumplieran fielmente. ¡Ojalá mi conducta fuera firme en el respeto a tus normas! Entonces no me sonrojaría al ver todos tus mandamientos. Te daré gracias sinceramente cuando aprenda tus justos decretos. Yo quiero respetar tus normas, ¡no me abandones por completo! ¿Cómo podrá un joven portarse rectamente? Viviendo de acuerdo a tu palabra. De todo corazón te busco, no dejes que incumpla tus mandatos. Guardo tus palabras en mi corazón para así no pecar contra ti. Bendito seas, Señor, enséñame tus normas. Yo proclamo con mis labios todos los decretos de tu boca. Al seguir tus mandatos me alegro más que en todas las riquezas. Meditaré tus preceptos y contemplaré tus sendas. En tus normas me deleitaré, no he de olvidar tu palabra. Favorece a tu siervo: viviré y respetaré tu palabra. Abre mis ojos para que vea las maravillas de tu ley. Soy extranjero en esta tierra, no me ocultes tus mandamientos. Me consumo anhelando sin cesar tus decisiones. Tú reprendes a los soberbios, maldito quien se aparte de tus mandatos. Aleja de mí la burla y la mofa, que yo guardo tus mandamientos. Aunque conspiren contra mí los poderosos, tu siervo medita tus normas. Tus mandatos son mi deleite, ellos son mis consejeros. Estoy postrado en el polvo, dame la vida según tu promesa. Te conté mis avatares y me escuchaste, enséñame tus normas. Enséñame la senda de tus preceptos, que yo meditaré tus maravillas. Me estoy consumiendo de pena, confórtame según tu promesa. Aparta de mí el camino falso y dame la gracia de tu ley. Escogí el camino de la fidelidad, he tenido presentes tus decisiones; me he adherido a tus mandamientos, Señor, no me defraudes. Correré por la senda de tus mandatos y tú alegrarás mi corazón. Muéstrame, Señor, el camino de tus normas, que yo las guardaré hasta el fin. Instrúyeme para cumplir tu ley, la respetaré de todo corazón. Guíame por la senda de tus mandamientos, porque en ella me complazco. Inclina mi corazón a tus mandatos y no hacia la riqueza. Aparta mi vista de lo que es vano, haz que viva en tu camino. Cumple la promesa que hiciste a este tu siervo que te honra. Aleja de mí la burla que me inquieta, porque son buenas tus decisiones. Siento amor por tus preceptos, por tu justicia dame vida. Cólmame, Señor, de tu amor, sálvame según tu promesa; podré así replicar al que me humilla, pues yo confío en tu palabra. No apartes de mi boca la palabra sincera, que en tus decisiones pongo mi esperanza. Respetaré tu ley constantemente, por siempre jamás la cumpliré. Caminaré sin estorbos, porque busco tus preceptos. Proclamaré ante los reyes tus mandatos sin sentir vergüenza alguna. Me deleitaré en tus mandamientos porque los amo intensamente; hacia ellos alzaré mis manos, meditando tus normas. Recuerda la promesa hecha a tu siervo, la que mantiene mi esperanza. Esto me consuela cuando sufro: que tu promesa me da vida. Mucho me insultan los soberbios, pero yo no me aparto de tu ley. Recuerdo, Señor, tus decretos de antaño, y en ellos encuentro consuelo. Me invade el furor por los malvados, por aquellos que abandonan tu ley. Tus normas eran cantos para mí cuando vivía en el destierro. Señor, de noche recuerdo tu nombre y tengo respeto por tu ley. A mí me corresponde guardar tus preceptos. El Señor es mi heredad, he prometido guardar tus palabras. Te imploro de todo corazón, apiádate de mí según tu promesa. He reflexionado sobre mi conducta, me comporto según tus mandatos. Sin demorarme me he apresurado a respetar tus mandamientos. Las redes de los malvados me cercaban, pero yo no he olvidado tu ley. Me levanto en mitad de la noche para alabarte por tus justos decretos. Soy amigo de cuantos te veneran, de los que respetan tus preceptos. Tu amor, Señor, llena la tierra, enséñame tus normas. Fuiste bueno con tu siervo, según tu promesa, Señor. Enséñame el buen juicio y el saber, que en tus mandatos yo confío. Antes de haber sufrido pequé, pero ahora respeto tu palabra. Tú eres bueno y haces el bien, enséñame tus normas. Los soberbios me calumnian, pero yo guardo sinceramente tus preceptos. Su corazón es insensible, yo, en cambio, me deleito en tu ley. Me vino bien haber sufrido para así aprender tus normas. Prefiero la ley de tu boca a miles de monedas de oro y plata. Tus manos me hicieron y me formaron; hazme entender y aprenderé tus mandatos. Quienes te veneran se alegran al verme, porque en tu palabra pongo mi esperanza. Yo sé, Señor, que tus decretos son justos, que con razón me hiciste sufrir. Que sea tu amor mi consuelo, según la promesa hecha a tu siervo. Que tu piedad venga a mí y viviré, pues tu ley hace mis delicias. Que se avergüencen los soberbios, los que sin razón me afligieron; por mi parte, medito tus preceptos. Que vengan a mí quienes te veneran, quienes conocen tus mandatos. Sea mi corazón fiel a tus normas y no tendré que avergonzarme. Yo ansío tu salvación, en tu palabra pongo mi esperanza. Se consumen mis ojos por tu promesa y me pregunto: «¿Cuándo te apiadarás de mí?». Soy como un odre arrugado por el humo, pero no he olvidado tus normas. ¿Cuánto tiempo vivirá tu siervo? ¿Cuándo juzgarás a quienes me persiguen? Me han cavado fosas los soberbios, los que no viven de acuerdo a tu ley. Todos tus mandamientos son verdad, ayúdame, que me persiguen sin motivo. En esta tierra casi me destruyen, pero yo no abandoné tus preceptos. Mantenme vivo por tu amor, que yo respetaré los mandatos de tu boca. Señor, tu palabra es eterna, en los cielos permanece firme. Tu fidelidad dura por generaciones, tú fundaste la tierra y ella persiste. Todo permanece según lo decretaste, cuanto existe está a tu servicio. Si tu ley no hiciera mis delicias, habría perecido en mi dolor. No olvidaré nunca tus preceptos, pues con ellos me das vida. Tuyo soy, sálvame, que yo he buscado tus preceptos. Los malvados pretenden destruirme, mas yo sigo atento a tus mandatos. He visto que todo lo perfecto es limitado, pero es inabarcable tu mandato. ¡Cuánto amo tu ley! Sobre ella medito todo el día. Más sabio que mis rivales me hace tu mandato, porque él está siempre conmigo. Soy más docto que todos mis maestros, porque tus mandamientos medito. Soy más sensato que los ancianos, porque guardo tus preceptos. Aparto mis pies del mal camino para así respetar tu palabra. No me desvío de tus decretos, pues tú mismo me has instruido. ¡Qué dulce a mi paladar es tu palabra, en mi boca es más dulce que la miel! Gracias a tus preceptos soy sensato, por eso odio los senderos falsos. Tu palabra es antorcha de mis pasos, es la luz en mi sendero. Hice un juramento y lo mantengo: guardaré tus justos decretos. Señor, es intenso mi dolor, hazme vivir según tu promesa. Acepta, Señor, las plegarias de mi boca y enséñame tus decretos. Siempre estoy en peligro, pero no olvido tu ley. Los malvados me tendieron una trampa, pero yo no me aparté de tus preceptos. Mi heredad perpetua son tus mandamientos, alegría de mi corazón. He decidido cumplir tus normas, mi recompensa será eterna. Odio a los hipócritas y amo, en cambio, tu ley. Tú eres mi refugio y mi escudo, en tu palabra pongo mi esperanza. ¡Alejaos de mí, malvados, que yo guardaré los mandatos de mi Dios! Protégeme según tu promesa y viviré, no defraudes mi esperanza. Socórreme y estaré a salvo, me entregaré siempre a tus normas. Desprecias a quien se aparta de tus normas, porque es mentira su astucia. Rechazas como escoria a los malvados del país y por eso yo amo tus mandatos. Mi ser se estremece ante ti, por tus decretos te venero. He seguido la justicia y el derecho, no me entregues a mis opresores. Favorece a tu siervo, que los soberbios no me humillen. Se nublan mis ojos esperando tu auxilio, tu promesa de justicia. Trata a tu siervo de acuerdo con tu amor y enséñame tus normas. Yo soy tu siervo, instrúyeme para que pueda conocer tus mandatos. Señor, ya es tiempo de actuar: tu ley ha sido violada. Por eso amo tus mandamientos y al oro más puro los prefiero; por eso encuentro justos todos tus preceptos y aborrezco los senderos falsos. Tus mandatos son admirables, por eso yo los observo. Explicar tu palabra es fuente de luz, hace que aprendan los sencillos. Abro mi boca y suspiro, porque anhelo tus mandamientos. Atiéndeme, apiádate de mí; así lo haces con quienes aman tu nombre. Afianza mis pasos con tu promesa, que no me domine mal alguno. Líbrame de la opresión del ser humano y podré respetar tus decretos. Que brille tu rostro sobre tu siervo, enséñame tus normas. Vierten mis ojos ríos de agua, porque no se respeta tu ley. Señor, tú eres justo, son rectas tus decisiones. Has establecido tus mandatos con plena fidelidad y justicia. Mi celo me consume, porque olvidan mis rivales tus palabras. Tu promesa es genuina, por eso la ama tu siervo. Soy pequeño y despreciado, mas no olvido tus preceptos. Tu justicia es justicia perenne, tu ley es fuente de verdad. Aunque el pesar y la angustia me invadan, tus mandamientos son mi delicia. Por siempre son justos tus mandatos, hazme entenderlos y seguiré viviendo. Clamo con todo el corazón; respóndeme, Señor, y cumpliré tus normas. Yo te invoco, sálvame y observaré tus mandamientos. Antes del alba me levanto y pido auxilio, en tus palabras pongo mi esperanza. Antes de la aurora abro mis ojos, para así reflexionar en tu promesa. Escucha mi grito por tu amor; por tu justicia, Señor, dame vida. Gentes infames se acercan, gentes que están lejos de tu ley. Pero tú, Señor, estás cerca, todos tus mandatos son verdad. Hace mucho que sé que tus mandatos los has establecido para siempre. Mira mi pesar y líbrame, que no he olvidado tu ley. Defiende mi causa, sálvame, dame vida según tu promesa. La salvación está lejos de los malvados, pues no les preocupan tus normas. Señor, tu misericordia es inmensa, dame vida según tu justicia. Muchos me persiguen y me acosan, pero yo no me he apartado de tus normas. He visto traidores que detesto, porque no han respetado tu promesa. Observa cómo amo tus preceptos; Señor, por tu amor, dame la vida. Esencia de tu palabra es la verdad, son eternos tus justos decretos. Sin razón los poderosos me persiguen, pero lo único que yo respeto es tu palabra. Me alegro tanto por tu promesa como quien halla un gran botín. Odio y detesto la mentira, estoy enamorado de tu ley. Siete veces al día te alabo por tus justas decisiones. Gozan de paz quienes aman tu ley, no encuentran obstáculo alguno. Señor, tu salvación espero, cumplo tus mandamientos; yo respeto tus mandatos y los amo intensamente. Respeto tus preceptos y mandatos, eres testigo de toda mi conducta. Señor, que mi grito llegue hasta ti, hazme entender según tu palabra. Atiende, Señor, mi súplica; sálvame tú según tu promesa. Que mis labios proclamen tu alabanza, porque tú me enseñas tus normas. Que mi lengua pregone tu promesa, pues todos tus mandatos son justos. Que tu mano venga en mi ayuda, porque yo escogí tus preceptos. Anhelo, Señor, tu salvación, tu ley constituye mi delicia. Que yo viva para alabarte, que tus preceptos me ayuden. Ando errante como oveja descarriada; ven a buscar a tu siervo, que no olvido tus mandatos. Clamo al Señor en mi angustia y él me responde. Señor, líbrame de los labios mentirosos, de la lengua embustera. ¿Qué te darán, con qué te pagarán, lengua embustera? Con flechas afiladas de guerrero y brasas ardientes de retama. ¡Ay de mí que he tenido que emigrar a Mésec, que habito entre las tiendas de Quedar! Demasiado tiempo he vivido con quienes odian la paz. Yo soy persona de paz; mas si hablo de paz, ellos quieren la guerra. Levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio? Mi auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. No dejará que tropiece tu pie, no dormirá quien te protege. No duerme, no está dormido el protector de Israel. El Señor es quien te cuida, es tu sombra protectora. De día el sol no te hará daño, ni la luna de noche. El Señor te protege de todo mal, él protege tu vida. El Señor protege tus idas y venidas desde ahora y para siempre. Me alegro cuando me dicen: «Vamos a la casa del Señor». Nuestros pies ya descansan a tus puertas, Jerusalén. Jerusalén, construida como ciudad armoniosamente conjuntada. Allí suben las tribus, las tribus del Señor, para alabar el nombre del Señor, como es norma en Israel. Allí están los tribunales de justicia, los tribunales del palacio de David. Pedid paz para Jerusalén, que tengan paz quienes te aman; que reine la paz entre tus muros, la tranquilidad en tus palacios. Por mis hermanos y amigos diré: «¡Que la paz esté contigo!». Por amor a la casa del Señor nuestro Dios, me desviviré por tu bien. Levanto mis ojos hacia ti que habitas en el cielo. Como dirigen sus ojos los siervos hacia la mano de sus señores, como dirige sus ojos la esclava hacia la mano de su señora, así dirigimos nuestros ojos hacia Dios, Señor nuestro, hasta que él se apiade de nosotros. Apiádate, Señor, apiádate de nosotros, pues estamos hartos de desprecio; estamos ya cansados de la burla de los arrogantes, del desprecio de los soberbios. Si el Señor no hubiese estado con nosotros, —Israel es testigo—, si el Señor no hubiese estado con nosotros cuando los demás nos atacaban, nos habrían devorado vivos al estallar su ira contra nosotros; nos habrían anegado las aguas, una riada nos habría cubierto, nos habrían cubierto las impetuosas aguas. ¡Bendito sea el Señor que nos liberó de sus fauces! Escapamos como el pájaro de la trampa que le tienden: se rompió la trampa y escapamos. Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra. Los que confían en el Señor son como el monte Sion, inamovible, firme por siempre. Como los montes rodean Jerusalén, así el Señor rodea a su pueblo desde ahora y para siempre. El cetro de la maldad no se abatirá sobre los justos, para que estos no se entreguen al mal. Señor, trata bien a los buenos, a los que son de corazón recto. Mas a quienes siguen senderos tortuosos, que el Señor los lleve con los malhechores. ¡Que reine la paz en Israel! Cuando el Señor hizo renacer a Sion, creíamos estar soñando. Entonces nuestra boca se llenó de sonrisas, nuestra lengua de canciones. Los otros pueblos decían: «El Señor ha hecho maravillas por ellos». El Señor ha hecho maravillas por nosotros y estamos alegres. Señor, haznos renacer como a torrentes del Négueb. Los que siembran entre lágrimas, cosecharán entre cánticos. Al ir, va llorando el que lleva las semillas; pero volverá entre cantos trayendo sus gavillas. Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan sus constructores; si el Señor no protege la ciudad, en vano vigila el centinela. En vano os levantáis de madrugada, en vano os vais tarde a descansar y coméis pan ganado con esfuerzo: ¡El Señor lo da a su amigo mientras duerme! Son los hijos herencia que da el Señor, son los descendientes una recompensa. Como flechas en la mano del guerrero, son los hijos que en la juventud se tienen. ¡Feliz quien llena con ellas su aljaba! No será humillado si se enfrenta al adversario en la puerta de la ciudad. Feliz quien venera al Señor, quien marcha por sus caminos. Comerás del trabajo de tus manos, serás feliz y te irá bien. Será tu esposa como parra fecunda en la intimidad de tu casa; serán tus hijos como ramas de olivo en torno a tu mesa. Así será bendecido todo el que venera al Señor: «Que el Señor te bendiga desde Sion, que veas la dicha de Jerusalén todos los días de tu vida, que veas a los hijos de tus hijos. ¡Que reine la paz en Israel!». Desde mi juventud fueron muchos mis rivales, —Israel es testigo—; desde mi juventud fueron muchos mis rivales, mas no han podido conmigo. Labradores araron mi espalda, abrieron sus largos surcos. Pero el Señor es justo, ha roto el yugo de los malvados. ¡Que se avergüencen y huyan cuantos odian a Sion! Que sean como hierba del tejado que antes de arrancarla se seca y no llena la mano del segador, ni el regazo de quien ata las gavillas; tampoco los que pasan dicen: «¡Que os bendiga el Señor; en nombre del Señor os bendecimos!». Señor, desde lo más hondo a ti clamo. Dios mío, escucha mi grito; que tus oídos atiendan mi voz suplicante. Señor, si recuerdas los pecados, ¿quién podrá resistir, Dios mío? Pero eres un Dios perdonador y eres por ello venerado. En el Señor espero, espero y confío en su palabra; yo anhelo a mi Dios más que los centinelas la aurora. Israel, confía en el Señor pues en el Señor está el amor y de él viene la plena redención. Él liberará a Israel de todos sus pecados. Señor, mi corazón no es arrogante ni son altivos mis ojos; no persigo dignidades ni cosas que me superan. Estoy en calma, estoy tranquilo, como un niño en el regazo de su madre, como un niño, así estoy yo. Confía en el Señor, Israel, desde ahora y para siempre. Señor, acuérdate de David, de todos sus afanes. Él hizo un juramento al Señor, una promesa al protector de Jacob: «No me aposentaré en mi mansión, no me acostaré en mi lecho, no dejaré que se cierren mis ojos, que mis párpados se adormezcan, hasta que halle un lugar para el Señor, una morada para el protector de Jacob». Oímos que el Arca estaba en Efrata, la encontramos en los campos de Jaar. ¡Vayamos a su santuario, postrémonos ante el estrado de sus pies! ¡Ponte, Señor, en acción! Acude a tu morada, tú y el Arca de tu poder. Que tus sacerdotes se vistan de fiesta, que tus fieles griten de alborozo. Por tu siervo David, no rechaces a tu ungido. El Señor se lo juró a David, en verdad no va a retractarse: «A uno de tus descendientes yo pondré sobre tu trono. Si respetan tus hijos mi alianza, los mandatos que voy a enseñarles, también sus hijos se sentarán en tu trono para siempre». Porque el Señor ha escogido a Sion, la ha querido por morada suya: «Sion será mi morada para siempre, aquí residiré porque ella me complace. Bendeciré sus provisiones, colmaré de pan a los hambrientos, a sus sacerdotes vestiré de fiesta y sus fieles gritarán de alegría. Allí haré renacer el poder de David, prepararé una lámpara a mi ungido. A sus enemigos cubriré de vergüenza, a él lo coronaré de esplendor». ¡Qué bueno, qué agradable es que los hermanos vivan juntos! Es como aceite que perfuma la cabeza, que desciende por la barba, por la barba de Aarón hasta la orla de su vestido; es como rocío del Hermón que baja por los montes de Sion. Allí derrama el Señor su bendición, la vida para siempre. Bendecid al Señor los que al Señor servís, los que en la casa del Señor pasáis las noches. Alzad vuestras manos hacia el santuario y bendecid al Señor. Desde Sion te bendiga el Señor, que hizo el cielo y la tierra. ¡Aleluya! Alabad el nombre del Señor, alabadlo los que al Señor servís, los que estáis en la casa del Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios. Alabad al Señor por su bondad, festejadlo por su amabilidad, porque el Señor escogió a Jacob, a Israel como heredad suya. Yo sé bien que el Señor es grande, nuestro Dios supera a todos los dioses. El Señor hace cuanto desea, en el cielo y la tierra, en mares y abismos. Desde el confín de la tierra alza las nubes, forja rayos para que llueva, saca el viento de sus refugios. Dio muerte a los primogénitos de Egipto, desde las personas hasta el ganado. En medio de ti, Egipto, envió prodigios y signos contra el faraón y sus siervos. Él abatió a muchas naciones, aniquiló a reyes poderosos: a Sijón, rey de los amorreos, a Og, rey de Basán, a todos los reyes de Canaán; y entregó sus territorios como heredad, a su pueblo Israel los entregó. Señor, tu nombre es eterno, tu fama perdura por generaciones. Porque el Señor hace justicia a su pueblo, se compadece de sus siervos. Los ídolos de las naciones son plata y oro, obra de manos humanas. Tienen boca y no hablan, ojos pero no ven, oídos pero no oyen, no tiene aliento su boca. Que sean como ellos quienes los hacen, todo el que en ellos confía. Casa de Israel, bendecid al Señor, casa de Aarón, bendecid al Señor; casa de Leví, bendecid al Señor, los que veneráis al Señor, bendecidlo. ¡Bendito sea el Señor en Sion, el que habita en Jerusalén! ¡Aleluya! Alabad al Señor por su bondad, porque es eterno su amor. Alabad al Dios de dioses, porque es eterno su amor. Alabad al Señor de señores, porque es eterno su amor. Al único que hace maravillas, porque es eterno su amor. Al que hizo los cielos con inteligencia, porque es eterno su amor. Al que afirmó la tierra sobre las aguas, porque es eterno su amor. Al que hizo los grandes astros, porque es eterno su amor; el sol que domina el día, porque es eterno su amor; la luna y las estrellas que dominan la noche, porque es eterno su amor. Al que mató a los primogénitos de Egipto, porque es eterno su amor; al que sacó a Israel de en medio de ellos, porque es eterno su amor, con mano fuerte y brazo extendido, porque es eterno su amor. Al que hendió el mar de las Cañas, porque es eterno su amor, e hizo que Israel lo atravesara, porque es eterno su amor; al faraón y su ejército hundió en él, porque es eterno su amor. Al que por el desierto condujo a su pueblo, porque es eterno su amor. Al que abatió a los grandes reyes, porque es eterno su amor, y mató a reyes poderosos, porque es eterno su amor: a Sijón, rey de los amorreos, porque es eterno su amor; a Og, el rey de Basán, porque es eterno su amor, y como heredad entregó sus territorios, porque es eterno su amor, a su siervo Israel, porque es eterno su amor. Estando abatidos se acordó de nosotros, porque es eterno su amor; nos libró de nuestros enemigos, porque es eterno su amor. El Señor da sustento a toda criatura, porque es eterno su amor. ¡Alabad al Dios del cielo porque es eterno su amor! Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos entre lágrimas al recordar a Sion. En los álamos que allí había, colgábamos nuestras cítaras. Quienes nos deportaron nos pedían canciones, alegría quienes nos estaban oprimiendo: «¡Cantadnos un canto de Sion!». ¿Cómo cantaremos un canto al Señor si estamos en tierra extraña? Que pierda mi diestra su destreza si me olvido de ti, Jerusalén; que mi lengua se pegue al paladar si no me acuerdo de ti, si no hago de Jerusalén la cima de mi alegría. Recuerda Señor a los hijos de Edom, que el día de Jerusalén decían: «¡Arrasad, arrasadla hasta los cimientos!». Tú, Babilonia, serás devastada. ¡Feliz quien te haga lo que tú nos hiciste! ¡Feliz quien tome a tus niños y los lance contra la roca! Te doy gracias de todo corazón, en presencia de dioses te canto. Me postraré ante tu santo Templo, por tu amor y tu verdad te alabaré, pues haces que tu promesa supere tu fama. Cuando clamé, me respondiste, hiciste que aumentara mi fuerza. Señor, te alabarán todos los reyes de la tierra cuando escuchen las palabras de tu boca. Cantarán en los caminos del Señor que la gloria del Señor es inmensa, que es excelso el Señor: atiende al humilde, reconoce al soberbio desde lejos. Si camino en peligro, me salvas la vida, extiendes tu mano contra mis rivales y tu diestra me pone a salvo. El Señor acabará lo que ha hecho por mí. ¡Señor, tu amor es eterno! ¡No abandones la obra de tus manos! Señor, tú me sondeas y me conoces, tú sabes si me siento o me levanto, tú, desde lejos, conoces mis pensamientos. Distingues si camino o reposo, todas mis sendas te son familiares. No está aún la palabra en mi lengua y tú, Señor, la conoces bien. Me rodeas por delante y por detrás, posas tu mano sobre mí. Me supera este saber admirable, tan elevado que no puedo entenderlo. ¿A dónde iré lejos de tu espíritu? ¿A dónde huiré lejos de tu presencia? Si subo al cielo, allí estás tú; si bajo al reino de los muertos, estás allí; si me elevo en alas de la aurora y me instalo en el confín del mar, también allí me guía tu mano, tu diestra me controla. Si digo: «Que me cubra la tiniebla, que la luz se haga noche en torno a mí», tampoco para ti es oscura la tiniebla; la noche es luminosa como el día, pues como la luz, así es para ti la oscuridad. Tú creaste mis entrañas, en el seno de mi madre me tejiste. Te alabo, pues me asombran tus portentos, son tus obras prodigiosas: lo sé bien. Tú nada desconocías de mí, que fui creado en lo oculto, tejido en los abismos de la tierra. Veían tus ojos cómo me formaba, en tu libro estaba todo escrito; estaban ya trazados mis días cuando aún no existía ni uno de ellos. ¡Qué profundos me son tus pensamientos, Dios mío, qué numerosos todos juntos! Los contaría, pero son más que la arena; yo me despierto y tú sigues conmigo. Dios mío, ¡ojalá abatieras al malvado! Que los sanguinarios se alejen de mí: esos enemigos que te injurian, que juran en falso contra ti. Señor, ¿no voy a odiar a quienes te odian?, ¿no voy a aborrecer a tus enemigos? Yo los odio intensamente, ellos son mis adversarios. Sondéame, oh Dios, conoce mi corazón, pruébame, penetra mis pensamientos; mira si me conduzco mal y guíame por el camino eterno. Señor, líbrame del malvado, sálvame de los violentos, de los que traman maldades en su corazón y sin cesar maquinan guerras. Afilan sus lenguas como serpientes, sus labios esconden veneno de víbora. [ Pausa ] Señor, guárdame de la garra del malvado, sálvame de los violentos, los que traman hacerme caer. Me ponen trampas los soberbios, extienden una red bajo mis pies, junto al camino me tienden lazos. [ Pausa ] Yo dije al Señor: «Mi Dios eres tú, escucha mi voz suplicante». Señor, Dios mío, mi fuerza salvadora, tú proteges mi cabeza el día del combate. Señor, no cumplas los deseos del malvado, no dejes que sus planes prosperen; no permitas que se enorgullezcan [ Pausa ] aquellos que me cercan; antes bien, que su propia maldad les sirva de castigo; que caigan sobre ellos brasas ardientes, que sean arrojados a simas de donde no salgan. Que quien calumnia no perdure en la tierra, que la desgracia golpee al violento sin cesar. Sé que el Señor hará justicia al humilde, defenderá el derecho del pobre. Los justos alabarán tu nombre, los rectos vivirán en tu presencia. Señor, a ti clamo, acude a mí, escucha mi voz cuando te llamo. Que mi oración sea ante ti como incienso, mis manos alzadas como ofrenda de la tarde. Señor, pon en mi boca un centinela que vigile a la puerta de mis labios. No dejes que mi corazón se incline al mal, que cometa injusticias con los malhechores. ¡Que no pruebe yo sus manjares! Que el justo por amor me corrija y me reprenda, que el aceite del malvado no perfume mi cabeza, que mi oración se alce frente a sus maldades. Serán arrojados sus magistrados contra las rocas y sabrán entonces que eran suaves mis palabras. Como tierra que se rompe y desmenuza, se esparcen sus huesos a las puertas del reino de los muertos. Señor, Dios mío, hacia ti dirijo mis ojos, en ti me refugio, no me desampares. Guárdame de la red que me han tendido, de las trampas de los malhechores. Que caigan los malvados en sus trampas, mientras yo sigo adelante. A voz en grito invoco al Señor, a voz en grito al Señor ruego. Ante él desahogo mi pesar, ante él proclamo mi angustia. Cuando mi ánimo desfallece, tú sabes por dónde camino; en la senda que recorro, una trampa me han tendido. Mira a la derecha, observa: no hay nadie que me conozca; me he quedado sin refugio, no hay quien cuide de mí. Señor, a ti te invoco y digo: «Mi refugio eres tú, mi porción en la tierra de los vivos». Atiende mi clamor, que estoy muy abatido; líbrame de quienes me persiguen, que son más fuertes que yo. Sácame de esta prisión para así alabar tu nombre. Los justos me rodearán, cuando tú me favorezcas. Señor, escucha mi oración, atiende mis ruegos; respóndeme por tu lealtad, por tu justicia. No lleves a tu siervo al tribunal, porque ante ti nadie es justo. El enemigo me persigue, tira por tierra mi vida; en las tinieblas me hace morar como a los que ya han muerto. Mi ánimo desfallece, mi corazón se estremece. Recuerdo los días de antaño, medito en todas tus acciones, reflexiono sobre la obra de tus manos. Extiendo hacia ti mis manos, soy ante ti como tierra reseca. [ Pausa ] Señor, respóndeme pronto, que mi vida se agota. ¡No me ocultes tu rostro, que no sea yo como los muertos! Anúnciame tu amor por la mañana, que en ti confío; enséñame qué senda he de seguir, que a ti te anhelo. Señor, líbrame de mis rivales, que a ti me acojo. Enséñame a hacer tu voluntad, que tú eres mi Dios; que tu buen espíritu me lleve por una tierra llana. Señor, por tu nombre, dame vida, por tu justicia, sácame de la angustia. Por tu amor, destruye a mis enemigos, haz perecer a cuantos me hostigan porque yo soy tu siervo. Bendito sea el Señor, mi fortaleza, que adiestra mi mano para el combate, mis dedos para la guerra. Él es mi bien, mi baluarte, mi defensa y quien me salva; el escudo que me sirve de refugio, el que me somete a mi pueblo. Señor, ¿qué es el ser humano para que lo cuides, el simple mortal para que pienses en él? El ser humano se parece a un soplo, su vida es como sombra que pasa. Señor, inclina los cielos y baja, toca los montes y que echen humo. Lanza rayos y dispérsalos, envía tus flechas y destrúyelos. Desde el cielo extiende tu mano, líbrame, sálvame de las aguas turbulentas, de la mano de gente extranjera, pues es mentirosa su boca, es engañosa su diestra. Señor, te cantaré un cántico nuevo, tocaré para ti con un arpa de diez cuerdas. Tú que das la victoria a los reyes, tú que salvas de la espada mortal a tu siervo David, líbrame y sálvame de la mano de gente extranjera, pues es mentirosa su boca, es engañosa su diestra. Sean nuestros hijos como plantas que en su juventud van creciendo; sean nuestras hijas pilares tallados que sustentan un palacio. Que rebosen nuestros graneros de toda clase de granos, que las ovejas aumenten por miles, por millares en nuestros campos; que vayan bien cargados nuestros bueyes, que no haya brecha ni grieta en la muralla, que no haya gritos en nuestras plazas. ¡Feliz el pueblo que esto tiene, feliz el pueblo que al Señor tiene por Dios! Dios mío, mi rey, yo te alabaré, bendeciré tu nombre por siempre jamás. Cada día te bendeciré, alabaré tu nombre por siempre jamás. El Señor es grande, digno de alabanza, es insondable su grandeza. Por generaciones se ensalzarán tus obras, se contarán tus proezas. Proclamaré tus maravillas y el esplendor de tu gloria. Se hablará del poder de tus prodigios, yo narraré tus grandezas. Se evocará tu inmensa bondad, se cantará tu justicia. El Señor es clemente y compasivo, paciente y grande en amor. El Señor es bueno con todos, su amor llega a todas sus obras. Señor, que todas tus obras te alaben, que te bendigan tus fieles; que pregonen la gloria de tu reino, que hablen de tus proezas; que proclamen a todos tus hazañas, el glorioso esplendor de tu reino. Es tu reino un reino eterno, tu poder dura por generaciones. El Señor sostiene a cuantos flaquean, levanta a los abatidos. Todos te miran con esperanza y tú les das la comida a su tiempo. Abres generosamente tu mano y sacias a todo ser viviente. El Señor es justo en todos sus actos, actúa con amor en todas sus obras. El Señor está cerca de cuantos lo invocan, de cuantos lo invocan sinceramente. Él cumple el deseo de sus fieles, escucha su grito y los salva. El Señor protege a cuantos lo aman, pero a todos los malvados aniquila. ¡Que mi boca alabe al Señor! ¡Que todos bendigan su santo nombre, por siempre jamás! ¡Aleluya! ¡Alma mía, alaba al Señor! Alabaré al Señor mientras viva, mientras exista cantaré a mi Dios. No confiéis en los poderosos, en quienes son incapaces de salvar. Expiran y vuelven a la tierra, ese día sucumben sus proyectos. Feliz al que ayuda el Dios de Jacob, quien pone su esperanza en Dios su Señor, el que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto lo llena. El Dios que siempre permanece fiel, que hace justicia a los oprimidos y da pan a quien tiene hambre; el Señor libera a los cautivos, el Señor da la vista a los ciegos, el Señor levanta a los abatidos, el Señor ama a los justos. El Señor protege al extranjero, a la viuda y al huérfano sostiene, trastorna los planes del malvado. ¡El Señor reina por siempre, tu Dios, Sion, por generaciones! ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Qué bueno es cantar a nuestro Dios! ¡Qué grata una hermosa alabanza! El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los dispersos de Israel; sana a los de corazón dolido y venda sus heridas. El Señor cuenta las estrellas y a todas llama por su nombre. Nuestro Dios es grande y poderoso, es infinita su sabiduría. El Señor levanta a los humildes, a los malvados hunde en la tierra. Cantad al Señor con gratitud, tocad la cítara para el Señor, que cubre de nubes el cielo, que proporciona lluvia a la tierra, que en los montes hace brotar hierba, que da su sustento al ganado, a las crías de cuervo que claman. No estima el vigor del caballo, no aprecia las piernas del guerrero: el Señor ama a quienes lo veneran, a los que esperan en su amor. Jerusalén, ensalza al Señor; Sion, alaba a tu Dios: él afianza los cerrojos de tus puertas, y bendice a tus hijos en medio de ti. Él pacifica tus fronteras, te sacia con el mejor trigo; envía su mensaje a la tierra, rápido se extiende su palabra. Él derrama nieve como lana, como ceniza esparce escarcha; como migas de pan arroja hielo y ¿quién podrá aguantar su frío? Da la orden y todo se derrite, sopla su viento y fluyen las aguas. El Señor anunció su palabra a Jacob, sus normas y decretos a Israel. Con ninguna nación hizo esto, no les dio a conocer sus decretos. ¡Aleluya! ¡Aleluya! Alabad al Señor desde los cielos, alabad al Señor en las alturas. Alabadlo todos sus ángeles, alabadlo todo su ejército. Alabadlo, sol y luna, alabadlo estrellas brillantes. Alabadlo, los cielos más altos, las aguas que estáis sobre ellos. Que alaben el nombre del Señor, pues lo mandó y fueron creados, los asentó para siempre jamás, los sometió a una ley que nunca pasará. Alabad al Señor desde la tierra, monstruos marinos y todos los mares, fuego y granizo, nubes y nieve, viento huracanado que cumple su mandato, montañas y todas las colinas, árboles frutales y todos los cedros, fieras y todo el ganado, reptiles y pájaros alados; reyes de la tierra y pueblos todos, príncipes y jueces de la tierra, los jóvenes y también las doncellas, los ancianos con los niños. Alabad el nombre del Señor, que solo su nombre es excelso, su majestad domina cielos y tierra. Él reviste de fortaleza a su pueblo, es motivo de alabanza para sus fieles, para Israel, su pueblo cercano. ¡Aleluya! ¡Aleluya! Cantad al Señor un cántico nuevo, alabadlo en la asamblea de los fieles. Que Israel se regocije en su creador, que los hijos de Sion se gocen en su rey. Que alaben su nombre entre danzas, que le canten con cítara y pandero, porque el Señor ama a su pueblo, a los humildes honra con la victoria. Que los fieles exulten triunfantes, que en sus lechos griten de alegría, con himnos a Dios en sus gargantas y espadas de dos filos en sus manos; se vengarán así de las naciones, castigarán a los pueblos, apresarán a sus reyes con grilletes, a sus poderosos con cadenas de hierro. Se cumplirá de este modo la sentencia escrita, y será un honor para todos sus fieles. ¡Aleluya! ¡Aleluya! Alabad a Dios en su santuario, alabadlo en su majestuoso cielo; alabadlo por sus proezas, alabadlo por su grandeza. Alabadlo al son de trompetas, alabadlo con cítara y arpa; alabadlo con danza y pandero, alabadlo con cuerdas y flautas; alabadlo con címbalos sonoros, alabadlo con címbalos vibrantes. ¡Que cuanto respira alabe al Señor! ¡Aleluya! Proverbios de Salomón, hijo de David y rey de Israel. Han sido reunidos para conocer sabiduría y educación, para entender expresiones inteligentes, para adquirir la educación adecuada: justicia, derecho y honradez; para enseñar agudeza a los ignorantes, conocimiento y discreción a los jóvenes; —el sabio atiende y aprende más, el inteligente adquiere maestría—; para entender proverbios y refranes, los dichos y enigmas de los sabios. Respetar al Señor es el principio del saber, pero los necios desprecian la sabiduría y la educación. Hijo mío, atiende a la educación paterna y no olvides la enseñanza materna, pues serán corona preciosa en tu cabeza, collar alrededor de tu cuello. Hijo mío, no consientas cuando los malvados intenten seducirte. Tal vez te digan: «Acompáñanos a poner trampas mortales asaltando a inocentes por diversión. Nos los tragaremos vivos como el abismo, enteros como los que caen al hoyo. Conseguiremos un montón de riquezas y llenaremos nuestras casas de despojos. Comparte tu suerte con nosotros y haremos un fondo común». Hijo mío, no sigas sus caminos y aleja tus pasos de sus sendas, porque corren disparados hacia el mal y van decididos a derramar sangre. ¿No ves que es inútil poner trampas a la vista de los pájaros? Se ponen emboscadas a sí mismos, atentan contra su propia vida. Ese es el destino de la avaricia: quienes la practican no viven. La sabiduría pregona por las calles, alza su voz en las plazas; grita por encima del tumulto, ante las puertas de la ciudad anuncia su pregón: «¿Hasta cuándo los ingenuos amaréis la ingenuidad, los insolentes disfrutaréis con la insolencia, los necios odiaréis el saber? Atended a mis advertencias: os transmitiré mi espíritu y os explicaré mis dichos. Os llamé y no hicisteis caso, os tendí la mano y nadie atendió; despreciasteis todos mis consejos y rechazasteis mis advertencias. También yo me reiré de vuestra desgracia, me burlaré cuando os invada el pavor; cuando os llegue como huracán el terror, cuando os sobrevenga la desgracia como vendaval, cuando os lleguen los problemas y la angustia. Entonces me llamarán y no responderé, me buscarán y no me encontrarán. Porque odiaron el saber y no quisieron respetar al Señor; porque no aceptaron mis consejos y despreciaron mis advertencias, se comerán los frutos de su conducta y quedarán hartos de sus planes. Su propia rebeldía matará a los ingenuos y la autosatisfacción perderá a los insensatos. Pero el que me preste atención vivirá seguro». Hijo mío, si aceptas mis palabras y guardas cual tesoro mis mandatos, prestando atención a la sabiduría y abriendo tu mente a la prudencia; si invocas a la inteligencia y llamas a la prudencia; si la persigues como al dinero y la rastreas como a un tesoro, entonces comprenderás lo que es respetar al Señor y encontrarás el conocimiento de Dios. Porque el Señor concede la sabiduría y de su boca salen el saber y la prudencia; otorga el éxito a los honrados y es escudo de conductas íntegras; protege al que se comporta rectamente y custodia el camino de sus fieles. Entonces comprenderás la justicia, el derecho y la honradez: todos los caminos del bien. Pues la sabiduría entrará en tu mente y el saber se te hará atractivo; la sensatez cuidará de ti y la prudencia te protegerá; te apartará del mal camino y de quienes hablan con maldad; de los que abandonan los senderos rectos y andan por caminos sombríos; de los que disfrutan haciendo el mal y gozan con la perversión; de los que siguen senderos tortuosos y caminos extraviados. Te librará de la mujer ajena, de la extraña de palabras seductoras, la que abandona al compañero de su juventud y olvida la alianza de su Dios; su casa se precipita en la muerte y sus sendas en el reino de las sombras. Los que allí entran no regresan, ni reencuentran los senderos de la vida. Tú, en cambio, sigue el camino de los buenos y mantén el sendero de los justos. Porque los honrados habitarán la tierra y los rectos permanecerán en ella; pero los malvados serán arrancados de la tierra, los perversos serán extirpados de ella. Hijo mío, no olvides mi enseñanza y guarda en tu memoria mis mandatos, pues te prolongarán los días y tendrás años de vida y bienestar. Que el amor y la verdad no se separen de ti: átalos a tu cuello, grábalos en tu corazón; así obtendrás estima y favor ante Dios y ante los hombres. Confía plenamente en el Señor y no te fíes de tu inteligencia. Cuenta con él en todos tus caminos y él dirigirá tus senderos. No presumas de sabio, respeta al Señor y evita el mal; ello dará salud a tu cuerpo y fortaleza a tus huesos. Honra al Señor con tus riquezas, con las primicias de todas tus cosechas: tus graneros se llenarán de trigo y tus bodegas rebosarán de vino. Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor ni te disguste su reprensión, porque el Señor reprende a quien ama, como un padre al hijo preferido. Feliz quien encuentra sabiduría, la persona que adquiere inteligencia: es de más valor que la plata, y más rentable que el oro; es más valiosa que las joyas, ningún placer se le puede comparar. Con su derecha ofrece larga vida, con su izquierda, fama y riqueza. Sus caminos son una delicia, apacibles todas sus sendas. Es árbol de vida para quienes la consiguen, los que la mantienen son felices. El Señor fundó la tierra con sabiduría, fijó los cielos con inteligencia; por su saber las aguas abismales se separan y las nubes gotean rocío. Hijo mío, mantén la discreción y el buen juicio y jamás los pierdas de vista, pues serán fuente de vida para ti y te adornarán como un collar. Así caminarás tranquilo y tus pies no tropezarán. Cuando te acuestes no tendrás miedo y, acostado, tendrás dulces sueños. No temerás el terror imprevisto ni la ruina que sobreviene a los malvados, porque el Señor estará a tu lado y pondrá tus pies a salvo de las trampas. No niegues un favor a quien lo necesita, si está en tu mano el concederlo. Si ahora tienes, no digas a tu prójimo: «Vete y vuelve, mañana te daré». No planees daños contra tu prójimo mientras vive confiado junto a ti. No pleitees contra cualquiera sin motivo, si no te ha hecho ningún daño. No envidies a la persona violenta, ni trates de imitar su proceder; porque el Señor aborrece al desalmado y brinda su confianza a los honrados. El Señor maldice la casa del malvado y bendice el hogar de los justos; se burla de los burlones y concede su favor a los humildes. Los sabios heredan honores, los necios cargan con la deshonra. Escuchad, hijos, las advertencias paternas, atended para adquirir inteligencia; puesto que os doy buena enseñanza, no abandonéis mis instrucciones. También yo fui hijo de mi padre, amado con ternura por mi madre. Él me instruía diciéndome: «Guarda mis palabras en tu mente, cumple mis mandatos y vivirás. Adquiere sabiduría e inteligencia, no te olvides ni te apartes de mis palabras. No la abandones y ella cuidará de ti, ámala y ella te protegerá. Antes que nada adquiere sabiduría, con toda tu fortuna adquiere inteligencia. Apréciala y ella te engrandecerá; abrázala y ella te dará prestigio; adornará tu cabeza con una diadema preciosa, te obsequiará con una corona de gloria». Escucha, hijo mío, acoge mis palabras y vivirás muchos años. Te he enseñado el camino de la sabiduría, te he orientado por sendas de honradez. Cuando camines, no se trabarán tus pasos; cuando corras, no tropezarás. Agárrate a la instrucción y no la sueltes; consérvala, pues te va la vida en ello. No te adentres en senda de malvados, ni pises en camino de perversos; evítalo, no lo transites; apártate y sigue adelante. Solo cuando hacen daño, duermen tranquilos los malvados; solo haciendo caer a alguien, logran conciliar el sueño; comen el pan del delito y beben el vino de la violencia. La senda de los justos es como amanecer que va clareando hasta pleno día; el camino de los malvados es noche oscura, van a tropezar y no saben dónde. Presta, hijo mío, oído a mi discurso, pon atención a mis palabras. No las pierdas de vista, consérvalas en tu corazón, pues son vida para quien las descubre y salud para todo su cuerpo. Vigila atentamente tu interior, pues de él brotan fuentes de vida. Aparta de tu boca el engaño y aleja la falsedad de tus labios. Que tus ojos miren de frente, que sea franca tu mirada. Observa el sendero que pisas y todos tus caminos serán firmes. No te desvíes a ningún lado y aleja tus pasos del mal. Hijo mío, atiende a mi sabiduría, presta oído a mi inteligencia; así conservarás el buen juicio y tus labios guardarán el saber. Los labios de la mujer ajena rezuman miel y su boca es más suave que el aceite; pero acaba siendo amarga como ajenjo y cortante como arma de dos filos. Sus pies se precipitan en la muerte, sus pasos van derechos al abismo. No le preocupa la senda de la vida, camina a la perdición y no lo sabe. Por tanto, hijo mío, escúchame y no rechaces mis palabras: aleja de ella tu camino y no te acerques a la puerta de su casa; no vayas a entregar tu honor a otros y tu dignidad a un hombre despiadado; no vayas a saciar a extraños con tu esfuerzo y acabe tu fatiga en casa ajena. Al final habrás de lamentarlo cuando tus carnes se consuman, y tengas que decir: «¿Cómo pude rechazar la corrección y mi mente despreció las advertencias? ¿Por qué no escuché a mis maestros ni presté atención a mis educadores? Casi me hundo en la desgracia ante la asamblea reunida». Bebe el agua de tu aljibe, las corrientes de tu pozo. No viertas tus arroyos por la calle ni tus fuentes por las plazas. Utilízalos tú solo, no los compartas con extraños. Que tu fuente sea bendita, disfruta con la esposa de tu juventud, cierva querida, gacela encantadora; que sus pechos te embriaguen cada día y su amor te cautive sin cesar. ¿Por qué has de enamorarte, hijo mío, de una ajena y caer en brazos de una desconocida? El Señor ve los caminos del ser humano, examina todos sus senderos. Al malvado lo atrapan sus propios delitos, las redes de su pecado lo aprisionan; morirá por falta de corrección, por su gran insensatez se perderá. Hijo mío, si has salido fiador de tu prójimo, si has cerrado un trato con un extraño, si has empeñado tu palabra y has quedado obligado por lo dicho, haz lo siguiente, hijo mío, para salir bien librado, pues has caído en manos de tu prójimo: Trágate el orgullo e importuna a tu prójimo; no te entregues al sueño ni te des un instante de reposo; escapa cual gacela de la trampa, como ave de la red del cazador. Mira a la hormiga, perezoso, observa su conducta y aprende: aunque no tiene jefe, ni inspector, ni gobernante, prepara en el verano su alimento, en tiempo de siega almacena su comida. ¿Cuánto tiempo dormirás, perezoso? ¿Cuándo te levantarás del sueño? Un rato de sueño, otro de siesta, cruzas los brazos y a descansar; y te asalta como un bandido la pobreza y la penuria como un hombre armado. El perverso y malhechor camina con gesto torcido, mirando con mala intención, arrastrando los pies, señalando con los dedos, urdiendo maldades en su mente perversa y provocando riñas continuamente. Por eso llegará su ruina repentina, será destruido de inmediato y sin remedio. Hay seis cosas que detesta el Señor y una séptima que aborrece del todo: ojos altaneros, lengua mentirosa, manos manchadas de sangre inocente, mente que trama planes perversos, pies ligeros para correr hacia el mal, testigo falso que difunde mentiras y el que atiza discordias entre hermanos. Cumple, hijo mío, los mandatos de tu padre y no desprecies las enseñanzas de tu madre. Llévalos siempre grabados en tu mente y átalos alrededor de tu cuello. Cuando camines, te guiarán; cuando te acuestes, te protegerán; cuando despiertes, conversarán contigo. Porque el mandato es lámpara, la enseñanza es luz y la reprensión que corrige es camino de vida. Te protegerán de la mujer mala, de la lengua melosa de la extraña. No te dejes seducir por su belleza, ni te dejes cautivar por sus miradas. Pues a la prostituta basta una hogaza de pan, mas la casada persigue a personas valiosas. Nadie puede llevar fuego en su pecho sin que se le queme la ropa; nadie puede caminar sobre ascuas sin abrasarse los pies; así sucede a quien va tras la mujer del prójimo: quien la toque no quedará impune. Al ladrón se le desprecia aunque robe para saciar el estómago hambriento; si lo sorprenden, pagará siete veces y entregará todos los bienes de su casa. El adúltero es un insensato, actuando así arruina su vida; tendrá que soportar palos e insultos y no podrá borrar su infamia. Porque los celos enfurecen al marido y su venganza será implacable; no admitirá compensaciones, no se calmará aunque multipliques los regalos. Hijo mío, conserva mis palabras y guarda en tu interior mis mandatos. Conserva mis mandatos y vivirás, cuida mi enseñanza como a la niña de tus ojos. Átatelos en tus dedos, escríbelos en tu mente. Hermánate con la sabiduría y emparenta con la inteligencia, para que te protejan de la mujer ajena, de la extraña de palabras seductoras. Un día estaba yo en la ventana de mi casa, observando entre las rejas; miraba a una pandilla de incautos y distinguí entre ellos a un joven insensato: cruzó la calle, junto a la esquina, y se encaminó a la casa de la mujer. Era la hora del ocaso, al caer la tarde, cuando llega la noche y oscurece. Entonces una mujer le salió al paso con ropas y ademanes de prostituta. Bullanguera y descarada, sus pies nunca paran en casa. Un rato en la calle, otro en la plaza, en cualquier esquina hace la espera. Ella le echó mano, lo besó y descaradamente le dijo: «Tenía prometidos unos sacrificios y hoy he cumplido mis promesas; por eso he salido a buscarte; tenía ganas de verte y te he encontrado. He cubierto mi lecho de colchas y sábanas de lino egipcio; he perfumado mi alcoba con mirra, con áloe y con canela. Saciémonos de caricias hasta el amanecer y disfrutemos de los placeres del amor; mi marido no está en casa: ha emprendido un largo viaje, se ha llevado la bolsa del dinero y no volverá a casa hasta la luna llena». Con todas estas artes lo sedujo, lo rindió con sus labios lisonjeros e inmediatamente él la siguió, como buey llevado al matadero, como ciervo atrapado en la red; una flecha le atraviesa las entrañas y como pájaro cae en la trampa, sin saber que le va a costar la vida. Y ahora, hijo mío, escúchame y presta atención a mis palabras: no te dejes arrastrar por ella, no te extravíes tras sus huellas, porque ha dejado a muchos malheridos y sus víctimas son muy numerosas. Su casa es el camino del abismo que baja a la morada de la muerte. La Sabiduría está pregonando, la inteligencia levanta su voz. Sobre los promontorios al borde del camino, de pie en las encrucijadas, junto a las puertas de la ciudad, a la entrada de los patios está gritando: «A vosotros, seres humanos, os llamo, a vosotros dirijo mi pregón. Inexpertos, adquirid prudencia; y vosotros, necios, sed sensatos. Escuchad, que mis labios proclaman cosas rectas, cosas excelentes comunican. Mi boca paladea la verdad, pues la maldad repugna a mis labios. Todos mis discursos son sinceros, ninguno es hipócrita ni retorcido; todos son claros para el inteligente, irreprochables para los que adquieren saber. Preferid mi instrucción a la plata y el conocimiento al oro puro; pues la sabiduría es más valiosa que las perlas, ninguna joya se le puede comparar. Yo, la Sabiduría, convivo con la prudencia y he encontrado el arte de la discreción. (Respetar al Señor es odiar el mal.) Aborrezco la soberbia y la arrogancia, el mal proceder y la mentira. Tengo buen juicio y competencia, me pertenecen la inteligencia y el poder. Gracias a mí reinan los reyes y los soberanos administran la justicia. Gracias a mí gobiernan los príncipes y los magistrados juzgan con justicia. Yo amo a los que me aman y los que me buscan me encuentran. Me acompañan riquezas y honores, fortuna duradera y justicia. Mi fruto es mejor que oro de ley, mi cosecha es mejor que plata fina. Camino por sendas justas y voy por senderos rectos; así legaré mis bienes a los que me aman y los colmaré de riqueza. El Señor me creó al principio de mi actividad, antes de sus obras primeras; desde el comienzo del tiempo fui fundada, antes de los orígenes de la tierra. Aún no había océanos cuando fui engendrada, aún no existían manantiales ricos en agua; antes de que estuvieran formados los montes, antes que existieran las colinas fui engendrada. Aún no había creado la tierra y los campos, ni las primeras partículas del mundo. Yo estaba allí cuando colocaba los cielos, cuando extendía el firmamento sobre el océano; cuando sujetaba las nubes en lo alto, cuando fijaba las fuentes subterráneas; cuando imponía al mar sus límites para que las aguas no se desbordasen. Cuando echaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como aprendiz; yo era su alegría cotidiana y jugaba en su presencia a todas horas; jugaba en su mundo habitado, compartiendo con los humanos mi alegría. Y ahora, hijos, escuchadme: felices quienes siguen mis caminos. Aceptad la corrección, no la rechacéis y seréis sabios. Felices aquellos que me escuchan velando a mis puertas cada día, vigilando los dinteles de mi entrada. Quien me encuentra, encuentra la vida y obtiene el favor del Señor. Mas quien me ofende, se daña a sí mismo; los que me odian, aman la muerte». La Sabiduría edificó su casa, talló sus siete columnas, sacrificó las víctimas, mezcló su vino y hasta preparó su mesa. Después mandó a sus criadas a pregonar por los lugares dominantes de la ciudad: «Que los inexpertos vengan aquí». A los insensatos, por su parte, les decía: «Venid a compartir mi comida y a beber el vino que he preparado. Dejad de ser insensatos y viviréis, seguid rectos el camino de la inteligencia». Quien corrige al cínico recibe insultos, quien reprende al malvado, desprecio. No reprendas al cínico, que te odiará; corrige al sabio y te amará. Dale al sabio y será más sabio; enseña al justo y aprenderá más. El comienzo de la sabiduría es el respeto del Señor, conocer al Santo es inteligencia. Gracias a mí vivirás muchos días, prolongarás los años de tu vida. Si eres sabio, te aprovechará el serlo; si eres cínico, sufrirás las consecuencias. Doña Necedad es chismosa, simplona e ignorante. Se sienta a la puerta de su casa en una silla desde donde domina la ciudad; desde allí grita a los transeúntes, a los que van derechos por su camino: «Que los inexpertos vengan aquí»; y a los insensatos les dice: «El agua robada es dulce, el alimento prohibido es exquisito». Pero ignora que allí habitan los fantasmas y que sus huéspedes están en el fondo del abismo. Proverbios de Salomón. Hijo sabio, alegría del padre; hijo necio, disgusto de su madre. La riqueza deshonesta no aprovecha, pero la justicia libra de la muerte. El Señor no deja pasar hambre al justo, reprueba la avaricia del malvado. Mano indolente empobrece, manos decididas enriquecen. El prudente cosecha en verano, quien se duerme al cosechar merece el desprecio. Hay bendiciones para la cabeza del justo, la boca del malvado esconde violencia. El recuerdo del justo es bendición, la fama del malvado se apolilla. La persona sensata acepta órdenes, labios alocados llevan a la ruina. Quien actúa con rectitud camina seguro, quien anda con rodeos queda al descubierto. Quien guiña los ojos causa disgustos, quien reprende a la cara favorece la paz. Es fuente de vida la boca del justo, la del malvado esconde violencia. El odio provoca pendencias, el amor oculta las faltas. En labios inteligentes hay sabiduría, una vara para la espalda del insensato. Los sabios atesoran saberes, la boca del necio es ruina inminente. El alcázar del rico es su hacienda; la amenaza del pobre, su pobreza. La recompensa del justo es la vida; la cosecha del malvado, el delito. Quien acepta la corrección camina a la vida, quien desprecia la reprensión se extravía. Labios embusteros esconden odio, quien difunde calumnias es necio. El que mucho habla, mucho yerra; el prudente refrena sus labios. Es plata de ley la lengua del justo, la mente malvada simple ganga. Los labios del justo instruyen a muchos, los necios perecen por falta de seso. La bendición del Señor enriquece sin que nada le añada el esfuerzo. Al necio le divierte urdir intrigas; al inteligente, la sabiduría. Al malvado le sucede lo que teme, al justo se le cumplen sus deseos. Tras la tormenta desaparece el malvado, el justo permanece para siempre. Vinagre a los dientes y humo a los ojos es el perezoso para quien lo envía. El respeto al Señor prolonga la vida, los años del malvado se acortan. El porvenir del justo es alegre, la esperanza del malvado perece. El camino del Señor es refugio para el recto, ruina para los malhechores. El justo siempre se mantendrá firme, los malvados no habitarán la tierra. La boca del justo destila sabiduría, la lengua embustera será extirpada. Los labios del justo procuran placer; la boca del malvado, perversión. El Señor detesta las balanzas trucadas y aprueba el peso exacto. La arrogancia acarrea deshonra, la humildad trae sabiduría. La rectitud guía a los honrados, la perversión arruina a los desleales. La riqueza no sirve en el día del juicio; en cambio, la justicia libra de la muerte. El justo encuentra llano el camino, el malvado cae por su propia maldad. La justicia salva a los honrados, los desleales quedan presos de su ambición. Cuando muere el malvado perece su esperanza, se acaba la confianza que ha puesto en las riquezas. El justo se libra del apuro y el malvado ocupa su lugar. Las palabras del impío arruinan a su prójimo, los justos se libran por su saber. Si los justos prosperan, se alegra la ciudad; si los malvados fracasan, se llena de júbilo. La bendición de los rectos engrandece a una ciudad, las palabras de los malvados la arruinan. El insensato desprecia a su prójimo, el inteligente guarda silencio. El chismoso desvela secretos, quien es de fiar se guarda las cosas. Cuando hay desgobierno, el pueblo se hunde; muchos consejeros traen la salvación. Quien avala a un extraño se perjudica, quien evita hacer tratos vive tranquilo. La mujer agraciada alcanza honores, los audaces consiguen riquezas, El bondadoso se hace bien a sí mismo, el despiadado perjudica su salud. El malvado obtiene ganancia engañosa; a quien siembra justicia, recompensa segura. Quien practica la justicia vivirá, quien va detrás del mal morirá. El Señor detesta las mentes perversas y le complace la conducta intachable. No quedará impune el malvado, la estirpe de los justos se salvará. Anillo de oro en morro de cerdo es la mujer hermosa, pero sin seso. Los justos desean solo el bien, al malvado le aguarda la ira. Hay desprendidos que se enriquecen y tacaños que se empobrecen. Quien es generoso prosperará, a quien ofrece de beber no le faltará agua. La gente maldice al que acapara trigo, bendice al que lo ofrece en venta. Quien madruga hacia el bien, obtiene ayuda; quien busca el mal, se topa con él. Quien confía en sus riquezas se hundirá, los justos florecerán como rosales. Quien descuida su casa heredará viento; el necio será esclavo del sabio. El fruto del justo es árbol de vida, quien gana adeptos es sabio. Si el justo recibe su paga en la tierra, ¡cuánto más el malvado y el pecador! Quien ama la educación ama el saber, quien odia la corrección es un estúpido. El Señor favorece al que es bueno y condena al malintencionado. Nadie está seguro en la maldad, la raíz de los justos es inconmovible. Mujer de valía es corona del marido; la desvergonzada, cáncer de sus huesos. Los justos tienen intenciones rectas; los malvados, planes traicioneros. Las palabras de los malvados son trampas mortales; las de los honrados, fuente de salvación. El malvado se derrumba y desaparece mientras la casa del justo sigue en pie. Por su buen juicio es alabada una persona, la mente retorcida es despreciada. Más vale un don nadie bien servido que un presuntuoso hambriento. El justo se preocupa de su ganado, las entrañas del malvado son crueles. Quien cultiva su tierra se harta de pan, quien persigue quimeras es un insensato. La codicia es la red del malvado, la raíz de los justos da fruto. El malvado se enreda en sus propias mentiras, el justo sale airoso del apuro. Cada uno se alimenta de sus palabras y recoge el producto de sus manos. El necio cree que lleva buen camino, el sabio se deja aconsejar. El enfado del necio se percibe al instante, el prudente disimula la afrenta. Quien dice verdad hace brillar la justicia, el testigo falso difunde mentira. Habla el charlatán y da puñaladas, habla el sabio y todo lo sana. Labios veraces se mantienen siempre; lengua mentirosa, solo un instante. Hay mentira en la mente de los que traman el mal, alegría en la de quienes promueven la paz. Al justo no le alcanza ningún daño, los malvados están llenos de males. El Señor detesta los labios mentirosos y concede su favor a los sinceros. La persona prudente oculta su saber, la insensata pregona su necedad. La persona laboriosa alcanzará el mando, a la perezosa le tocará servir. La angustia deprime al ser humano, una palabra buena lo hace feliz. El justo se aparta del mal, al malvado lo extravía su camino. El perezoso nunca logra asar su caza, no hay mayor riqueza que una persona diligente. La senda de la justicia conduce a la vida; el camino del rencor lleva a la muerte. El hijo sabio acepta la corrección paterna, el insolente no hace caso a reprimendas. Cada cual se alimenta con sus palabras, los traidores tienen hambre de violencia. Quien controla su boca protege su vida, quien habla en demasía va a la ruina. El perezoso desea y no se sacia, los diligentes satisfacen sus deseos. El justo aborrece la mentira, el malvado apesta y deshonra. La justicia protege al intachable, la maldad pervierte al pecador. Hay quien presume de rico y nada tiene, quien pasa por pobre y tiene gran fortuna. La riqueza defiende la vida del rico, pero al pobre ni siquiera lo amenazan. Luz de justos brilla alegremente, lámpara de malvados se extingue. La insolencia solo produce discordia, la sabiduría acompaña a los discretos. Riqueza efímera mengua; quien reúne poco a poco prospera. Esperanza aplazada oprime el corazón, deseo realizado es árbol de vida. Quien desprecia un precepto se pierde, el que respeta un mandato queda a salvo. La enseñanza del sabio es fuente de vida, sirve para huir de los lazos de la muerte. El buen juicio se granjea estima, el camino del traidor es su ruina. El prudente obra con conocimiento, el estúpido esparce necedad. El mal mensajero acarrea desgracias, el enviado fiel pone remedio. Miseria y deshonra a quien rechaza advertencias, quien acepta corrección recibirá honor. Deseo realizado es deleite del alma, los necios detestan evitar el mal. Quien anda con sabios acaba sabio, el que se junta con necios acaba mal. La desgracia persigue a los pecadores, el bien recompensa a los justos. Una persona de bien deja herencia a sus nietos, la riqueza del pecador será para el justo. El barbecho del pobre da comida abundante; donde falta justicia, todo se pierde. Quien no usa la vara no quiere a su hijo; quien lo ama, lo corrige a tiempo. El justo come y sacia su apetito, el vientre del malvado pasa hambre. La mujer sabia edifica su casa, la necia la arruina con sus manos. Quien procede honradamente respeta al Señor, el de conducta torcida lo desprecia. Las palabras del necio son brote de soberbia, las del sabio le sirven de protección. Donde no hay bueyes, granero vacío; la fuerza del toro trae cosecha abundante. Testigo fiel no miente, testigo falso esparce mentiras. El insolente busca sabiduría sin éxito, para el inteligente es fácil el saber. Aléjate de la persona insensata, pues no recibirás saber de sus labios. La sabiduría del prudente le hace conocer su camino, la necedad de los estúpidos es un fraude. Los necios se mofan de sus culpas, los honrados gozan del favor. El corazón conoce su propia amargura y no comparte su alegría con extraños. Mansión de malvados se arruina, cabaña de honrados prospera. Hay caminos que parecen rectos y al final son caminos de muerte. Aun entre risas sufre el corazón, al final la alegría acaba en llanto. Al infiel lo nutren sus extravíos; a la persona de bien, sus obras. El incauto se lo cree todo, el prudente medita sus pasos. El sabio teme un mal y lo evita, el necio se mete en él confiado. El impulsivo comete locuras, el juicioso mantiene la calma. Los incautos heredan necedad, los prudentes abrazan el saber. Los malos se someterán a los buenos, los malvados se inclinarán ante el justo. Aun al amigo le es odioso el pobre, los amigos del rico son muchos. Quien desprecia a su prójimo peca, quien se apiada de los pobres es dichoso. Se extravían quienes traman el mal, amor y verdad para los que buscan el bien. Todo trabajo rinde beneficios; la palabrería, solo penuria. El ingenio es corona de sabios; la insensatez, distintivo de necios. El testigo veraz salva vidas, el falso propaga mentiras. El respeto del Señor da plena confianza, será para sus hijos un refugio. El respeto del Señor es fuente de vida, libra de los lazos de la muerte. Pueblo numeroso, gloria del rey; escasez de gente, ruina del príncipe. El paciente demuestra gran inteligencia, el impulsivo delata necedad. La mente sana vivifica al cuerpo, la envidia corroe los huesos. Quien oprime al pobre insulta a su Creador, quien se apiada del indigente lo honra. El malvado tropieza en su maldad, el justo halla refugio en su honradez. La sabiduría habita en mente inteligente, pero es desconocida entre los necios. La justicia engrandece a una nación, el pecado cubre a los pueblos de vergüenza. El rey favorece al siervo eficiente y descarga su cólera sobre el inepto. Respuesta amable aplaca la ira, palabra hiriente enciende la cólera. Lengua de sabios perfecciona el saber, boca de necios esparce necedad. En todas partes los ojos del Señor observan a malos y buenos. Lengua sana es árbol de vida, lengua perversa rompe el corazón. El necio desprecia la corrección paterna, el que observa la advertencia se hace sagaz. La casa del justo abunda en riqueza, la renta del malvado es insegura. Los labios del sabio esparcen saber, la mente del necio todo lo contrario. El Señor aborrece el sacrificio del malvado, la oración del honrado le agrada. El Señor aborrece la conducta del malvado y ama al que va tras la justicia. Quien abandona su senda sufrirá escarmiento, el que odia la corrección morirá. Conoce el Señor Abismo y Perdición, ¡cuánto más la mente humana! El insolente odia a quien lo reprende y evita la compañía de los sabios. Corazón contento mejora el semblante, corazón triste deprime el ánimo. Mente inteligente busca el saber, boca de necios pace necedad. Para el desdichado todos los días son malos, el corazón feliz siempre está de fiesta. Más vale poco con respeto al Señor que gran tesoro con preocupación. Más vale ración de verduras con amor, que buey suculento con odio. El violento provoca peleas, el paciente aplaca contiendas. El camino del perezoso es un zarzal, la senda de los honrados amplia calzada. Hijo sabio alegra al padre, hijo necio deshonra a su madre. La necedad divierte al insensato, el inteligente camina con rectitud. Cuando falta consejo fracasan los planes; cuando abundan los consejeros, se cumplen. Respuesta a tiempo causa alegría, ¡qué buena es la palabra oportuna! El sensato asciende por sendas de vida, así se libra de bajar al abismo. El Señor derriba la casa del soberbio y reafirma los linderos de la viuda. El Señor aborrece los planes perversos y le agradan las palabras sinceras. Quien codicia en exceso arruina su casa, quien rechaza el soborno vivirá. La mente del justo medita sus respuestas, la boca del malvado esparce maldades. El Señor está lejos de los malvados y escucha la oración de los justos. Mirada radiante alegra el corazón, buena noticia fortalece los huesos. El que presta oído a reprensión saludable habitará entre los sabios. Quien rechaza la educación se desprecia a sí mismo, quien atiende a la reprensión adquiere cordura. El respeto al Señor es escuela de sabiduría, la humildad es antesala de gloria. El ser humano propone, pero es Dios el que dispone. A uno le puede parecer intachable su conducta, pero el Señor juzga las intenciones. Encomienda al Señor tus obras y se realizarán tus planes. El Señor hace todo con un fin: al malvado, para el día del castigo. El Señor aborrece toda arrogancia, seguro que no la dejará impune. Amor y verdad reparan delitos, el respeto al Señor aparta del mal. Cuando el Señor aprueba a alguien, hasta con sus enemigos lo reconcilia. Más vale poco con justicia que muchas ganancias ilícitas. El ser humano proyecta su camino, pero es el Señor quien dirige sus pasos. El rey habla de parte de Dios, su boca no yerra en el juicio. Balanza y platillos exactos son del Señor, todas las pesas son obra suya. Es detestable que los reyes hagan el mal, pues la justicia sustenta su trono. El rey se complace en los labios sinceros y ama al que habla rectamente. La ira del rey es presagio de muerte, pero el sabio consigue aplacarla. El rostro radiante del rey es promesa de vida, su favor es nube preñada de lluvia. Mejor es comprar sabiduría que oro, más vale comprar inteligencia que plata. La senda del honrado se aparta del mal, quien vigila su conducta protege su vida. La soberbia precede a la ruina y el orgullo al fracaso. Más vale rebajarse entre pobres que compartir botín de soberbios. Al que atiende la palabra le irá bien, dichoso quien confía en el Señor. Mente sabia es garantía de prudencia, palabras amables consiguen persuadir. La sensatez es vida para su dueño, la necedad es el castigo del necio. A mente sabia palabras prudentes y labios persuasivos. Panal de miel son las palabras amables: endulzan el alma y sanan el cuerpo. Hay caminos que parecen rectos y al final son caminos de muerte. La penuria del obrero lo impulsa a trabajar, pues su hambre lo apremia. Persona desalmada excava maldad y echa por sus labios fuego abrasador. Persona perversa provoca peleas; si es chismosa, separa a los amigos. Persona violenta seduce a su prójimo y lo arrastra a cometer el mal. El que guiña los ojos medita engaños, quien se muerde los labios ya ha hecho el mal. Las canas son aureola de gloria que se consigue practicando la justicia. Más vale paciente que valiente, dueño de sí que conquistador de ciudades. Los dados se tiran sobre el tablero, pero la decisión depende del Señor. Más vale mendrugo seco en paz, que comilonas en medio de riñas. Siervo eficiente suplantará al hijo indigno y compartirá la herencia con los hermanos. La plata en el crisol y el oro en el horno, a los corazones los prueba el Señor. El malhechor presta oído a labios dañinos, el mentiroso hace caso a malas lenguas. Quien se burla del pobre insulta a su Creador, quien se alegra de una desgracia no quedará impune. La aureola de los viejos son los nietos, la gloria de los hijos son sus padres. Ni al tonto le pega el discurso elevado, ni al noble el discurso mentiroso. A quien lo practica, el soborno le parece un amuleto: en cualquier circunstancia obtiene éxito. Quien disculpa una ofensa consigue amistad, quien la recuerda pierde al amigo. Más hondo le cala un reproche al sensato que cien palos al necio. El malvado provoca revueltas, recibirá crueldad como respuesta. Mejor toparse con osa privada de sus oseznos que con tonto de remate. Quien devuelve mal por bien no echará el mal de su casa. Iniciar un conflicto es abrir una compuerta; antes de enzarzarte en pleitos, retírate. Absolver al malvado y condenar al justo son dos cosas que detesta el Señor. ¿De qué le sirve al necio tener dinero? Si no tiene seso, ¿podrá comprar sabiduría? El amigo ama en todo momento, el hermano nace para ayudar en la desgracia. Insensato el que hace un trato saliendo fiador de su prójimo. El que ama las riñas, ama el delito; el que agranda su puerta, se busca la ruina. Mente retorcida no hallará dicha, el deslenguado caerá en desgracia. Un hijo insensato produce dolor, ser padre de un necio no causa alegría. Corazón contento es buena medicina, ánimo abatido debilita los huesos. El corrupto acepta soborno secreto y así tuerce el curso del derecho. En la cara del inteligente brilla la sabiduría, la mirada del necio se pierde en el horizonte. Hijo necio, pena del padre y amargura de la madre. No está bien castigar al justo, azotar a gente honorable va contra el derecho. El parco en palabras es rico en saber, mantener la calma es de inteligentes. Hasta el necio que calla es tenido por sabio, quien mide sus palabras, por inteligente. El solitario persigue su interés, cualquier consejo lo enfada. Al necio no le gusta comprender, sino expresar su opinión. La deshonra acompaña al malvado y el desprecio a la ofensa. Aguas profundas, las palabras humanas; río caudaloso, el manantial de la sabiduría. No está bien favorecer al culpable condenando al inocente en el juicio. Los labios del necio se meten en líos, sus palabras le ocasionan golpes. La boca del necio es su ruina; sus palabras, una trampa mortal. Las palabras del calumniador son golosinas que penetran hasta lo más profundo. El descuidado en su trabajo es hermano del destructor. El nombre del Señor es fortaleza, a ella acude el justo para protegerse. El alcázar del rico es su hacienda, cual muralla protectora la imagina. A la soberbia sigue la ruina, a la humildad la fama. Quien responde sin escuchar se abochorna en su necedad. El animoso soporta la enfermedad; al abatido, ¿quién lo levantará? Mente inteligente adquiere saber, oído sabio busca conocimiento. El regalo abre todas las puertas, introduce a cualquiera ante los grandes. Quien primero habla en un pleito cree estar en posesión de la razón, pero llega su adversario y lo desmiente. La suerte zanja disputas y decide entre poderosos. Hermano ofendido es fortín irreductible, las disputas son los cerrojos de su encastillamiento. Una persona se alimenta de sus palabras y se sacia con el producto de sus labios. Muerte y vida dependen de la lengua, según se utilice así será el resultado. Quien encuentra esposa encuentra un bien y obtiene el favor del Señor. El pobre habla suplicando, el rico responde con dureza. Hay camaradas que se destrozan, pero también amigos más íntimos que hermanos. Más vale pobre de conducta recta que necio de labios perversos. Cuando no hay saber, no vale afán; pies apresurados se pierden. El necio arruina su destino y en su interior echa las culpas al Señor. La riqueza hace muchas amistades, pero al pobre hasta su amigo lo abandona. Testigo falso no quedará impune, el mentiroso sufrirá las consecuencias. Muchos buscan el favor del poderoso y todos se hacen amigos del espléndido. Si al pobre lo desprecian sus hermanos, con más razón lo abandonan sus amigos. El que adquiere cordura aprecia su vida, quien cuida la inteligencia halla la dicha. Testigo falso no quedará impune, el mentiroso perecerá. No es propio de necios vivir entre lujos, tampoco es de siervos gobernar a príncipes. Persona sensata domina su ira y tiene a gala disculpar una ofensa. La cólera del rey es rugido de león, su favor es rocío sobre la hierba. Hijo necio, desgracia del padre; mujer pendenciera, gotera incesante. Casa y hacienda, herencia de los padres; mujer prudente, regalo del Señor. La pereza hunde en la modorra, el indolente pasará hambre. Quien respeta el precepto respeta su vida, quien deshonra su conducta morirá. Quien favorece al pobre presta al Señor y recibirá su recompensa. Castiga a tu hijo mientras hay esperanza, pero no te obceques hasta matarlo. El violento cargará con su multa; si lo disculpas, empeorarás las cosas. Escucha el consejo, acepta la corrección y al final llegarás a sabio. El ser humano concibe proyectos, lo que prevalece es la decisión del Señor. Lo que uno busca es ser leal, más vale pobre que mentiroso. El respeto al Señor lleva a la vida: hace dormir a gusto y sin pesadillas. El perezoso mete la mano en el plato, pero no es capaz de llevarla a la boca. Castiga al insolente y el ingenuo se hará cauto, corrige al inteligente y aprenderá la lección. Quien maltrata al padre y expulsa a la madre es hijo infame y falto de vergüenza. Si dejas, hijo mío, de escuchar la enseñanza, te alejarás de los dichos sensatos. Testigo desalmado se burla de la justicia, la boca del malvado no se harta de maldad. Listos están los látigos para los arrogantes y los azotes para la espalda del necio. Pendenciero es el vino y agresivo el alcohol, quien se pierde en ellos no llegará a sabio. El furor del rey es rugido de león, quien lo provoca pierde la vida. Es honorable evitar contiendas, pero todo insensato se mete en peleas. Tras la cosecha el perezoso no ara, luego busca en tiempo de siega y no hay nada. Agua profunda es el consejo en el corazón, la persona inteligente la saca. Son muchos los que proclaman su lealtad, pero ¿quién hallará una persona fiel? El justo procede con rectitud, ¡dichosos los hijos que deja! Rey sentado en tribunal descubre con sus ojos todo mal. ¿Quién puede decir: «Mi conciencia es pura, estoy limpio de pecado»? Pesos y medidas dobles: el Señor aborrece ambas cosas. Ya en sus obras anticipa el muchacho si será pura y recta su conducta. Oído que escucha y ojo que ve, los dos son obra del Señor. No ames el sueño y no empobrecerás; mantente vigilante y no te faltará pan. «¡Qué mala mercancía!», dice el comprador; pero una vez comprada, se felicita. Abundan el oro y las piedras preciosas; la joya más preciosa, unos labios instruidos. Quítale el vestido por ser fiador de extraños, tómale prenda, pues avaló a un desconocido. Resulta sabroso el pan fraudulento, mas luego es como arena en la boca. Confirma los proyectos con consejos y emprende la guerra después de calcular bien. El chismoso divulga secretos, no te juntes con gente parlanchina. A quien maldice a su padre y a su madre se le apagará la lámpara en plena oscuridad. Riqueza apresurada en sus comienzos, a la postre no será bendecida. No digas: «Me vengaré del mal»; confía en el Señor y él te salvará. El Señor aborrece el doble peso, las balanzas trucadas son ilícitas. El Señor dirige los pasos humanos; ¿cómo conocerá una persona su camino? Es peligroso decir a la ligera: «Esto prometo» y después reconsiderar lo prometido. Rey sabio avienta a los malvados y hace que el trillo los triture. El Señor ha dado al ser humano un espíritu como luz que sondea lo más profundo de su ser. Amor y verdad protegen al rey; su trono se sostiene en la bondad. La fuerza es el orgullo de los jóvenes; las canas, el honor de los ancianos. Heridas y llagas purifican del mal, los golpes sanan lo más profundo del ser. La mente del rey es una acequia que el Señor dirige adonde quiere. Una persona puede considerar intachable su conducta, pero el Señor juzga las intenciones. Practicar la justicia y el derecho es para el Señor preferible al sacrificio. Ojos altivos, mente arrogante y malvados que triunfan, todo ello es detestable. Proyectos diligentes, ganancia cierta; los apresurados, pobreza segura. Amasar fortuna con lengua engañosa es ilusión fugaz y riesgo de muerte. La violencia arrastra a los malvados pues se niegan a observar el derecho. Retorcido es el camino del canalla, claro es el honrado en su actuación. Mejor es vivir en rincón de buhardilla que en amplia mansión con mujer pendenciera. El malvado respira maldad, no siente compasión de su prójimo. El castigo del cínico hace sabio al incauto; con la instrucción del sabio, adquiere saber. El justo observa la casa del malvado y mira cómo se precipita en la desgracia. Quien cierra su oído a los gritos del pobre no obtendrá respuesta cuando clame. Regalo en secreto amansa la cólera, obsequio discreto aplaca el furor. Cuando se cumple el derecho, el justo se alegra y los malhechores se echan a temblar. Quien se desvía del camino de la sensatez irá a parar al reino de las sombras. El que ama el placer se empobrece, quien ama vino y perfumes no se hará rico. El malvado pagará por el justo, el desleal por los honrados. Mejor es vivir en el desierto que con mujer pendenciera y quisquillosa. Valiosos tesoros y perfumes en la casa del sabio, pero el necio los dilapida. El que busca justicia y bondad encontrará vida y fama. El sabio asaltará una ciudad fortificada, derribará el alcázar que la protege. Quien mide sus palabras guarda su vida de aprietos. El insolente es arrogante y fanfarrón, actúa con orgullo desmedido. De deseos se consume el perezoso, pues sus manos no quieren trabajar. Todo el día está el malvado codiciando, el justo da y no escatima. Sacrificio de malvados es abominable, y más si se ofrece con doblez. Testigo falso perecerá, quien sabe escuchar siempre podrá hablar. El malvado se porta con descaro, el honrado actúa con seguridad. No hay sabiduría, ni inteligencia, ni consejo que pueda enfrentarse al Señor. Preparamos el caballo para la batalla, pero el Señor da la victoria. Más vale fama que grandes riquezas; mejor que oro y plata, la buena estima. En una cosa coinciden el rico y el pobre: a ambos los hizo el Señor. El prudente ve el peligro y se esconde, los incautos se arriesgan y lo pagan. Humildad y respeto al Señor traen riqueza, vida y honor. Espinos y trampas en la senda del perverso, quien cuida su vida se aleja de ellos. Enseña al muchacho al comienzo de su camino y ni de viejo se apartará de él. El rico domina a los pobres, el deudor es esclavo de su acreedor. Quien siembra injusticia cosecha desgracias, la vara de su arrogancia se quebrará. El generoso será bendecido por compartir su pan con el pobre. Aleja al insolente y se irá la discordia, cesarán disputas e insultos. Corazón sincero y labios afables se granjearán la amistad del rey. El Señor vela por el sabio y confunde las palabras del pérfido. El perezoso dice: «Afuera hay un león, me matará en medio de la calle». Fosa profunda es la boca de la extraña, el que ofende al Señor caerá en ella. Necedad y juventud caminan unidas, un castigo a tiempo logrará separarlas. Quien explota a un pobre lo enriquece, el que da a un rico se empobrece. Escucha atentamente los dichos de los sabios y abre tu mente a mi experiencia: te gustará guardarlos en tu interior y tenerlos siempre a flor de labios. Hoy también te instruyo a ti para que confíes en el Señor. Te he escrito treinta sentencias que contienen sabios consejos; así conocerás con certeza la verdad y se la podrás comunicar a quien te envía. No estafes al pobre por ser pobre, ni atropelles al humilde en el tribunal, pues el Señor defenderá su causa y hará morir a quienes lo explotan. No te asocies con el iracundo ni acompañes al violento, no sea que aprendas sus mañas y pongas tu vida en peligro. No te apresures a cerrar tratos ni a salir fiador de deudas, pues si no puedes pagar, te quitarán hasta la cama. No desplaces viejas lindes que fijaron tus ancestros. Si hay alguien experto en su oficio, servirá a reyes y no a desconocidos. Si te sientas a comer con un notable, mira bien a quién tienes delante Si eres voraz en demasía, pon un cuchillo en tu garganta y no codicies manjares exquisitos, pues son comida engañosa. No te afanes buscando riqueza, desecha ese pensamiento. Te vuelves para mirarla y ya no hay nada, pues le salen alas de águila y desaparece en las alturas. No compartas la comida del tacaño, ni apetezcas sus exquisitos manjares que son como pelo en la garganta. «¡Come y bebe!», te dice, pero no te es sincero. Vomitarás lo que has comido y habrás malgastado tus amables palabras. No hables a oídos del necio, pues desoirá tus sensatas razones. No desplaces viejas lindes, ni invadas el campo del huérfano, porque su defensor es poderoso y defenderá su causa contra ti. Aplica tu mente a la instrucción y tu oído a la voz de la experiencia. No ahorres corrección al niño: no morirá por azotarlo con la vara. Azótalo, pues, con la vara y salvarás su vida del abismo. Hijo mío, si llegas a ser sabio, también yo me alegraré de corazón; todo mi ser celebrará que tus labios hablen rectamente. No envidies a los pecadores y respeta siempre al Señor, porque así tendrás futuro y tu esperanza no se quebrará. Escucha, hijo mío, hazte sabio y sigue el camino recto. No te juntes con los que beben vino ni con los que se atiborran de carne, pues borrachos y glotones se arruinan y la modorra los viste de harapos. Escucha a tu padre que él te engendró, y no desprecies a tu madre, aunque envejezca. Compra verdad y no la vendas; y lo mismo sabiduría, instrucción e inteligencia. Rebosa de gozo el padre del justo, quien tiene un hijo sabio se alegra. Que tu padre se alegre por ti y goce la que te dio a luz. Hijo mío, confía en mí y mira con buenos ojos mis indicaciones. Zanja profunda es la ramera y pozo angosto la mujer ajena. Está al acecho como un ladrón y fomenta la discordia entre los hombres. ¿Quién se lamenta? ¿Quién se queja? ¿Quién riñe? ¿Quién llora? ¿Quién golpea sin motivo? ¿Quién tiene ojos turbios? Los que se pasan con el vino y no cesan de catar bebidas. No mires el vino cuando rojea: ¡Cómo brilla en la copa! ¡Qué suavemente entra! Pero al final muerde como serpiente, clava los dientes como víbora. Tus ojos alucinarán, tu mente te hará decir tonterías; te sentirás como alguien flotando en alta mar, como quien se bambolea en la punta de un mástil; y te dirás: «Me han pegado y no me duele; me han golpeado y no lo siento; en cuanto despierte pediré más vino». No envidies a los malvados, ni desees estar con ellos, pues su mente trama violencias y sus labios hablan de desgracias. Con sabiduría se edifica una casa, con inteligencia se consolida y con arte se llenan sus piezas de muebles confortables y valiosos. Más vale sabio que fuerte y persona docta que robusta; pues la estrategia gana las guerras y los buenos consejos dan victorias. La sabiduría es inaccesible al necio, incapaz de abrir su boca en público. Al que trama maldades lo llaman malintencionado. La intriga del insensato es pecado, y la gente detesta al insolente. Si en día aciago flaqueas, eres flaco de fuerzas. Salva a los condenados a muerte, libra a los conducidos al suplicio. Pues, aunque digas que no lo sabías, el que juzga los corazones lo conoce, el que vigila tu vida lo sabe; y él paga a cada cual según sus obras. Come miel, hijo mío, porque es buena, el panal endulzará tu paladar. Pues así es la sabiduría para tu vida: si la encuentras, tendrás futuro y tu esperanza no se quebrará. No aceches la casa del justo, ni asaltes su morada; pues siete veces cae el justo y se levanta, pero los malvados se hunden en la desgracia. Cuando caiga tu enemigo, no te alegres; si tropieza, no saltes de gozo; no sea que el Señor, al verlo, se moleste y deje de estar enojado con él. No te irrites por los malhechores, ni envidies a los malvados. Porque el malo no tendrá futuro, la lámpara de los malvados se apagará. Respeta, hijo mío, al Señor y al rey, no provoques a ninguno de los dos; porque de repente llega su castigo y nadie conoce el furor de los dos. También lo que sigue es de los sabios: Discriminar personas en el juicio no está bien. A quien declara inocente al culpable, lo maldicen los pueblos, lo desprecia la gente; a quienes condenan al culpable, les va bien y son felicitados. Como beso en los labios es la respuesta acertada. Arregla tus asuntos urbanos, soluciona los del campo, y luego construirás tu casa. No declares sin razón contra tu prójimo ni utilices palabras engañosas. No digas: «Le pagaré con la misma moneda, me vengaré de lo que me ha hecho». Pasé por el campo del perezoso y visité la viña del necio: todo estaba lleno de espinos, los cardos cubrían la tierra y la cerca de piedras estaba derruida. Al contemplarlo reflexioné, al verlo aprendí la lección: un rato de sueño, otro de siesta, cruzas los brazos y a descansar; y te asalta como un bandido la pobreza y la penuria como un hombre armado. Nuevos proverbios de Salomón, recopilados por los hombres de Ezequías, rey de Judá. Es gloria de Dios ocultar cosas, es gloria de reyes investigarlas. La altura de los cielos, la profundidad de la tierra y la mente de los reyes son indescifrables. Separa la escoria de la plata y el platero sacará una copa; separa al malvado del rey y la justicia presidirá su reinado. No presumas delante del rey, ni te coloques entre los grandes; es mejor que te inviten a subir, que ser humillado ante los nobles. Lo que han visto tus ojos no tengas prisa en denunciarlo, pues ¿qué harás al final cuando tu prójimo te desmienta? Arregla tu pleito con tu prójimo y no descubras secreto ajeno, no sea que algún oyente te avergüence y tu deshonra no tenga remedio. Manzana de oro engastada en plata, una palabra dicha a tiempo. Anillo y collar de oro puro, reprensión sabia en oído atento. Frescura de nieve en día de siega, el mensajero fiel para quien lo envía, pues reanima a su señor. Nubes y viento que no dejan lluvia, quien presume de regalos que no ha hecho. Con paciencia se convence al gobernante, palabra amable quiebra la resistencia. Si encuentras miel, come lo necesario; no sea que te hartes y la vomites. Visita con mesura la casa del vecino, no sea que se harte y te aborrezca. Maza, espada y flecha aguda, quien da falso testimonio contra el prójimo. Diente picado y pie vacilante es confiar en traidor en el apuro. Cantar coplas a un corazón malherido es como echar vinagre en la llaga o tiritar de frío sin tener con qué abrigarse. Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber; así harás que la cara le arda de vergüenza y el Señor te recompensará. El viento del norte provoca lluvia; la lengua embustera, rostros airados. Mejor es vivir en rincón de buhardilla que en amplia mansión con mujer pendenciera. Agua fresca en garganta sedienta, una buena noticia de tierras lejanas. Fuente turbia y manantial contaminado es el justo que tiembla ante el malvado. No es bueno comer mucha miel, ni empacharse de honores. Ciudad desarmada y sin muralla, la persona que no tiene autocontrol. Ni nieve al verano ni lluvia a la siega ni honores al necio sientan bien. Como gorrión o golondrina sin rumbo, la maldición sin motivo no prospera. Látigo para el caballo, ramal para el asno y vara para la espalda de los necios. No respondas al necio con su insensatez no sea que también tú te vuelvas como él. Responde al necio por su insensatez no vaya a presumir de sabio. Se amputa los pies y se busca problemas quien envía mensajes por medio de necios. Como fallan las piernas al cojo, así el proverbio en boca de necios. Como atar una piedra a la honda, así es rendir honores a un necio. Cardo en manos de borracho, el proverbio en boca de necios. Arquero que hiere a cualquier transeúnte, quien contrata a necio o vagabundo. Como el perro que lame su vómito, el necio que repite sus sandeces. Más se puede esperar de un necio que de alguien que presume de sabio. Dice el perezoso: «¡Hay un león en el camino! ¡Una fiera en medio de la calle!». La puerta gira en sus bisagras, el perezoso da vueltas en su cama. El perezoso mete la mano en el plato, pero le cansa llevarla a su boca. El perezoso se cree más sabio que siete que saben responder. Tira de las orejas a un perro quien va de paso y se mete en riña ajena. Como un loco que dispara flechas y saetas mortales, así es el que engaña a su prójimo y luego dice que todo era broma. Cuando falta la leña, se apaga el fuego; donde no hay chismosos, se acaban las riñas. Con carbón se hacen brasas y con leña fuego, las peleas las atiza el camorrista. Las palabras del calumniador son golosinas, penetran hasta lo más profundo. Baño de plata en vasija de barro son los labios melosos con mala intención. Disimula al hablar el que odia, pero en su interior alberga engaño; aunque te hable con dulzura, no te fíes; su mente esconde siete maldiciones; aunque oculte su odio con astucia, su maldad quedará probada en público. En la fosa que cavas caerás, la piedra que ruedas te aplastará. Lengua mentirosa tortura a sus víctimas, boca aduladora lleva a la ruina. No presumas del mañana, pues no sabes lo que el hoy dará de sí. Que sea otro quien te alabe y no tú; un extraño y no tú mismo. Es pesada la piedra y es pesada la arena; más que ambas, la ira del tonto. Cruel es la furia e impetuosa la cólera; mas ¿quién puede resistir a la envidia? Más vale reprensión manifiesta que amistad encubridora. Leales son los golpes de amigo, falaces los besos de enemigo. Estómago harto pisotea la miel, estómago hambriento endulza lo amargo. Como pájaro que vuela del nido es la persona que vuela de su hogar. Perfume e incienso alegran el corazón, consejo de amigo endulza la vida. No abandones al amigo, ni al tuyo ni al de tu padre; no vayas con tus problemas a casa de tu hermano. Más vale vecino cerca que hermano lejos. Hazte sabio, hijo mío, y me harás feliz; podré así replicar a mi ofensor. El prudente ve el peligro y se esconde; los incautos se arriesgan y lo pagan. Quítale el vestido por ser fiador de extraños, tómale prenda pues avaló a un desconocido. Quien de madrugada saluda a gritos al vecino es igual que si lo estuviera insultando. Da lo mismo mujer pendenciera que gotera incesante en día de lluvia; contenerla es contener al viento y recoger aceite con la mano. El hierro se aguza con hierro; la persona, en contacto con su prójimo. Quien cuida una higuera come su fruto, quien vela por su amo recibe honores. Como el agua es espejo del rostro, la conciencia lo es del ser humano. Abismo y Perdición son insaciables, e insaciables son los ojos del ser humano. La plata se refina en el crisol, el oro en el horno; a una persona la pone a prueba quien la alaba. Aunque machaques al necio en un mortero, no le quitarás su necedad. Conoce bien el estado de tu ganado y presta atención a tus rebaños, pues no es eterna la riqueza, ni dura para siempre la fortuna. Cuando brote la hierba, crezca el pasto y se siegue el heno de los prados, los corderos te proporcionarán vestido los cabritos dinero para un campo; las cabras te darán leche suficiente para alimentarte a ti y a tu familia, y para mantener a tus criadas. El malvado huye sin que lo persigan, el justo se siente seguro como un león. En país revuelto todos quieren mandar, el inteligente y experto mantiene el orden. El pobre que explota a otro pobre es como aguacero que deja sin pan. Los que violan la ley aplauden al malvado, quienes la observan se enfrentan con él. Los malvados no entienden el derecho, los que buscan al Señor lo entienden todo. Más vale ser pobre y honrado que millonario pervertido. Quien observa la ley es hijo inteligente, quien anda de juerga deshonra a su padre. Bienes acumulados con usura e interés serán para quien se apiada de los pobres. Quien cierra su oído para no oír la ley verá su oración aborrecida. Quien extravía a los rectos por mal camino, acabará cayendo en su propia fosa. El rico presume de sabio, el pobre inteligente lo desenmascara. Cuando triunfan los justos, hay gran celebración; cuando prevalecen los malvados, todos se esconden. El que oculta sus delitos no prosperará; quien los reconoce y se enmienda, obtendrá compasión. Dichoso quien vive siempre vigilante, el contumaz caerá en desgracia. León rugiente y oso hambriento, el malvado que explota a un pueblo desvalido. Gobernante insensato aumenta la opresión, el que odia la rapiña alargará su vida. El abrumado por un asesinato huye hasta la tumba sin que se lo impidan. Quien procede sin tacha se salvará, el pervertido caerá en la fosa. Quien cultiva su tierra se hartará de pan, quien persigue quimeras se hartará de miseria. La persona fiel será colmada de bendiciones, quien se enriquece rápido no quedará impune. No está bien discriminar personas; por un trozo de pan se comete un delito. El avaro se apresura a enriquecerse y no sabe que le aguarda la miseria. Quien reprende será al final más apreciado que el de lengua aduladora. El que roba a sus padres, diciendo: «No es delito», es cómplice de delincuentes. El ambicioso provoca peleas, quien confía en el Señor prosperará. Quien confía en sí mismo es un necio, quien actúa con sabiduría se salvará. Quien da al pobre no pasará necesidad, a quien lo ignora le lloverán maldiciones. Cuando triunfan los malvados, todos se esconden; cuando perecen, aumentan los justos. El reprendido que no cambia será aniquilado pronto y sin remedio. Cuando gobiernan los justos, el pueblo disfruta; cuando manda el malvado, el pueblo sufre. El que ama la sabiduría alegra a su padre, quien frecuenta prostitutas derrocha su fortuna. Un rey justo sostiene a un país, el partidario de sobornos lo arruina. Persona que halaga a su prójimo tiende una trampa ante sus pies. El delito es la trampa del malhechor, el justo da gritos de alegría. El justo respeta los derechos del pobre, el malvado ni siquiera los conoce. Los provocadores agitan la ciudad, los sensatos calman los ánimos. Si un sabio pleitea con un necio, se enfade o se ría, nada logrará. Los sanguinarios odian al honrado, los rectos se preocupan por él. El necio da rienda suelta a sus pasiones, el sabio acaba dominándolas. Al gobernante que hace caso de calumnias, todos sus servidores le parecen malvados. En una cosa coinciden pobre y explotador: ambos reciben del Señor la vista. Rey que juzga con justicia a los pobres afirma su trono para siempre. Vara y corrección dan sabiduría, muchacho consentido avergüenza a su madre. A muchos malvados, muchos delitos; mas los justos verán su caída. Corrige a tu hijo y vivirás tranquilo, te colmará de satisfacciones. Cuando no hay profecía, el pueblo se desmanda; dichoso el que cumple la ley. Con palabras no se corrige al siervo, pues entiende pero no hace caso. Más se puede esperar de un necio que de un charlatán apresurado. Esclavo mimado desde niño acabará siendo desagradecido. El furioso provoca peleas y el violento acumula delitos. El orgulloso termina humillado, el humilde conseguirá honores. El cómplice del ladrón se hace daño a sí mismo: oye la maldición, pero no lo delata. El temor humano es una trampa, quien confía en el Señor está a salvo. Muchos buscan el favor del gobernante, pero solo el Señor imparte justicia. Los justos detestan al criminal, el malvado al que se porta rectamente. Palabras de Agur, hijo de Jaqué, de Masá. Oráculo de este hombre. Me he fatigado, oh Dios, y estoy agotado. Nadie hay más estúpido que yo, no tengo inteligencia humana. No he aprendido sabiduría, no conozco la ciencia santa. ¿Quién subió hasta el cielo y luego bajó? ¿Quién encerró el viento en su puño? ¿Quién recogió el mar en su vestido? ¿Quién estableció los confines de la tierra? ¿Sabes cuál es su nombre y el de su hijo? Toda palabra de Dios es digna de crédito, es un escudo para cuantos confían en él. No añadas nada a sus palabras, no sea que te corrija y demuestre tu mentira. Dos cosas te he pedido, concédemelas antes de morir: aleja de mí la falsedad y la mentira; y no me des pobreza ni riqueza, sino solo el alimento necesario; no sea que, si estoy saciado, reniegue de ti y diga: «¿Quién es el Señor?»; y si estoy necesitado, me dedique a robar y a ofender así el nombre de mi Dios. No acuses a un criado ante su amo, pues te maldecirá y lo pagarás. Hay gente que maldice a su padre y no bendice a su madre; hay gente que se cree pura y no ha lavado sus manchas; hay gente de ojos altivos, gente cuya mirada es altanera. Y hay gente con espadas por dientes y cuchillos en lugar de muelas para devorar a los humildes del país y a los pobres de la tierra. La sanguijuela tiene dos hijas y las dos se llaman «dame». Hay tres cosas insaciables y una cuarta que nunca se harta: abismo, vientre estéril, tierra sedienta de agua y fuego que nunca se harta. Quien mira a su padre en son de burla y desprecia a su anciana madre, los cuervos le sacarán [los ojos] y será devorado por los buitres. Hay tres cosas que me desbordan y una cuarta que no comprendo: el rastro del águila por el cielo, el rastro de la serpiente sobre la roca, el rastro del barco en alta mar y el rastro del hombre en la mujer. Este es el proceder de la adúltera: come, se limpia la boca y dice: «¡No he hecho nada malo!». Tres cosas hay que hacen temblar la tierra y una cuarta que no puede soportar: esclavo que llega a rey, necio sobrado de alimento, arpía que caza marido y criada que hereda de su ama. Hay cuatro pequeños seres en la tierra que son más sabios que los sabios: las hormigas, pueblo débil que en verano asegura su alimento; los tejones, pueblo sin fuerza que hace madrigueras en la roca; las langostas, que no tienen rey y avanzan todas bien organizadas; la lagartija, que la atrapas con las manos y habita en palacios reales. Hay tres seres de paso garboso y un cuarto de airoso caminar: el león, el animal más fuerte que ante nada retrocede, el gallo orgulloso, el macho cabrío, y el rey al frente de su pueblo. Si hiciste el tonto presumiendo y has reflexionado, cierra la boca; apretar la leche produce manteca, apretar la nariz produce sangre, apretar la ira produce riñas. Palabras de Lemuel, rey de Masá, que le enseñó su madre. ¿Qué decirte, hijo mío, hijo de mis entrañas, hijo de mis promesas? Que no entregues tu energía a las mujeres, ni tu vigor a las que pierden a reyes. No es digno de reyes, Lemuel, no es digno de reyes beber vino, ni de gobernantes consumir licores; pues, si beben, olvidan la ley y traicionan a los más humildes. Dad alcohol al desesperado y vino al que está amargado: que beba y olvide su miseria, que no se acuerde más de sus penas. Habla por el que no puede hablar, sal en defensa de los desvalidos; habla para juzgar con justicia y para defender a humildes y pobres. ¿Quién encontrará a una mujer ideal? Vale mucho más que las piedras preciosas. Su marido confía plenamente en ella y no le faltan ganancias. Le da beneficios sin mengua todos los días de su vida. Adquiere lana y lino y los trabaja con finas manos. Es como un barco mercante que de lejos trae provisiones. Se levanta cuando aún es de noche para dar de comer a su familia y organizar a sus criadas. Examina y compra tierras, con sus ganancias planta viñas. Se arremanga con decisión y trabaja con energía. Comprueba si sus negocios van bien y de noche no apaga su lámpara. Sus manos se aplican al telar y sus dedos manejan la aguja. Tiende sus manos al necesitado y ofrece su ayuda al indigente. No teme por su familia cuando nieva, pues todos los suyos van bien abrigados. Fabrica sus propias mantas y se viste con las telas más finas. Su marido es conocido en la ciudad y se sienta con los ancianos del lugar. Teje y vende prendas de lino y provee de cinturones al comerciante. Va vestida de fuerza y dignidad y mira con optimismo el porvenir. Abre su boca con sabiduría y su lengua instruye con cariño. Vigila la marcha de su casa y no come el pan de balde. Sus hijos se apresuran a felicitarla y su marido entona su alabanza: «Muchas mujeres han hecho proezas, ¡pero tú las superas a todas!». Engañoso es el encanto y fugaz la belleza; la mujer que respeta al Señor es digna de alabanza. Recompensadle el fruto de su trabajo y que sus obras publiquen su alabanza. Palabras de Cohélet, hijo de David, rey de Jerusalén. ¡Pura ilusión! —dice Cohélet— ¡Pura ilusión! ¡Todo es ilusión! ¿Qué ganancia saca el ser humano de toda la fatiga con que se afana bajo el sol? Las generaciones se suceden, y la tierra permanece siempre quieta. El sol sale, el sol se pone y corre hacia el lugar de donde volverá a salir. Sopla al sur y sopla al norte; y, gira que te gira, el viento vuelve a reanudar sus giros. Todos los ríos van al mar, pero el mar nunca se llena; del lugar donde los ríos van, vuelven de nuevo a fluir. Todas las palabras se agotan, sin que nadie alcance a decirlas, ni los ojos se sacian de ver, ni el oído se harta de oír. Lo que fue, sucederá; lo que se hizo, se hará: nada es nuevo bajo el sol. Y aunque alguien te presente cualquier cosa como nueva, ¡seguro que ya existió en los siglos precedentes! No queda memoria del pasado, mas tampoco el porvenir dejará memoria alguna en quienes vengan después. Yo, Cohélet, he sido rey de Israel en Jerusalén, y me he entregado a buscar y a investigar con sabiduría todo cuanto se hace bajo el cielo. ¡Pesada carga esta que Dios ha impuesto al ser humano para atarearlo! He observado todo cuanto se hace bajo el sol: todo es pura ilusión y vano afán. No se puede enderezar lo torcido, ni contar lo que no existe. Me decía interiormente: he ampliado y aumentado la sabiduría en relación con todos mis predecesores en Jerusalén y he adquirido sabiduría y ciencia extraordinarias. Me he aplicado a distinguir sabiduría y ciencia de lo que es locura y estupidez, y he comprendido que también eso era vano afán, pues a mayor sabiduría, mayor tormento; y a más ciencia, más dolor. Entonces me dije a mí mismo: prueba la alegría y procura el bienestar. Pero también esto es pura ilusión. Dije a la risa: ¡desquiciada! Y a la alegría: ¿para qué sirves? Probé a regalar mi cuerpo con vino y a entregarme a la necedad, sin renunciar a la sabiduría, para descubrir en qué consistía el bienestar de los seres humanos y qué es lo que hacían bajo el cielo en los días contados de su vida. Realicé grandes obras: me construí palacios, planté viñas, me hice huertos y jardines y en ellos planté toda clase de frutales; perforé pozos para regar con ellos un bosque lleno de árboles. Compré esclavos y esclavas, además de los nacidos en casa; reuní también muchos más rebaños de vacas y ovejas que todos mis predecesores en Jerusalén. Acumulé plata y oro y una fortuna proveniente de reyes y provincias; me procuré cantores y cantoras, placeres humanos y un harén de concubinas. Prosperé y superé a todos mis predecesores en Jerusalén, mientras la sabiduría me asistía. No negué a mis ojos nada de cuanto deseaban, ni me privé de alegría alguna, pues disfrutaba de todos mis afanes, y esa era la recompensa de todas mis fatigas. Entonces reflexioné sobre todas mis obras y sobre la fatiga que me habían costado, y concluí que todo era ilusión y vano afán, pues no se saca ninguna ganancia bajo el sol. Volví a reflexionar sobre la sabiduría, la insensatez y la necedad, pues ¿qué puede hacer el sucesor del rey? Repetir lo ya hecho. Y observé que la sabiduría era más provechosa que la necedad, como la luz es más provechosa que la oscuridad. El sabio tiene los ojos abiertos y el necio camina a oscuras. Pero yo también sé que un mismo destino aguarda a ambos. Y entonces me dije: si el destino del necio será mi destino, ¿de qué me sirve haber sido más sabio? Y pensé que también esto era ilusión, pues no quedará memoria duradera ni del sabio ni del necio; en los años venideros ya todo estará olvidado. ¿Acaso no muere el sabio igual que el necio? Llegué a odiar la vida, pues me disgustaba cuanto se hacía bajo el sol. Porque todo es pura ilusión y vano afán. Llegué a odiar también todos mis fatigosos trabajos que he realizado bajo el sol, y cuyo fruto habré de dejar a mi sucesor. ¿Y quién sabe si será sabio o necio? Pero él se apropiará de todo el trabajo que yo hice con fatiga y sabiduría. ¡También esto es ilusión! Así que terminé decepcionado de todo mi trabajo y fatiga bajo el sol. Porque a menudo quien trabaja con sabiduría, ciencia y eficacia tiene que dejar su recompensa a quien no la ha trabajado. ¡También esto es ilusión y gran desgracia! ¿Qué le queda, entonces, al ser humano de todas las fatigas y afanes que lo atarean bajo el sol? Todos sus días son dolorosos, su tarea penosa, y ni de noche descansa. ¡También esto es ilusión! No hay para el ser humano más felicidad que comer, beber y disfrutar de su trabajo, pues he descubierto que también esto es don de Dios, y nadie come ni disfruta sin su consentimiento. A quien le agrada, Dios le concede sabiduría, ciencia y alegría; pero al pecador le impone la tarea de recoger y acumular para dejárselo al que agrada a Dios. ¡También esto es ilusión y vano afán! Todas las cosas bajo el sol tienen un tiempo y un momento: Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado. Hay un tiempo para matar y un tiempo para curar; un tiempo para destruir y un tiempo para construir. Hay un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para hacer duelo y un tiempo para bailar. Hay un tiempo para arrojar piedras y un tiempo para recogerlas; un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse. Hay un tiempo para buscar y un tiempo para perder; un tiempo para guardar y un tiempo para tirar. Hay un tiempo para rasgar y un tiempo para coser; un tiempo para callar y un tiempo para hablar. Hay un tiempo para amar y un tiempo para odiar; un tiempo de guerra y un tiempo de paz. ¿Qué ganancia saca el trabajador de sus fatigas? He observado la tarea que Dios ha impuesto a los seres humanos para que se dediquen a ella: todo lo hizo hermoso y a su tiempo, e incluso les hizo reflexionar sobre el sentido del tiempo, sin que el ser humano llegue a descubrir la obra que Dios ha hecho de principio a fin. Y he comprendido que no hay para ellos más felicidad que alegrarse y pasarlo bien en la vida, pues también es don de Dios que toda persona coma, beba y disfrute en todas sus fatigas. He comprendido que todo lo que hace Dios durará siempre, sin añadirle ni quitarle nada. Así Dios se hace respetar. Lo que es, ya fue; lo que será, ya sucedió, pues Dios recupera lo pasado. He observado otra cosa bajo el sol: en la sede del derecho, el delito; en el tribunal de justicia, la injusticia. Y pensé: Dios juzgará al justo y al injusto, pues hay un tiempo para cada cosa y para cada acción. Me puse a reflexionar sobre la conducta de los seres humanos: Dios los prueba para demostrarles que son como animales. En efecto, seres humanos y animales comparten un mismo destino: la muerte de estos es como la muerte de aquellos y todos tienen un mismo aliento vital, sin que el ser humano aventaje al animal, pues todo es ilusión. Todos van al mismo sitio: todos proceden del polvo y todos vuelven al polvo. Nadie sabe si el aliento vital de los seres humanos sube a las alturas y el de los animales cae bajo tierra. Por eso, he descubierto que para el ser humano no hay más felicidad que disfrutar de sus obras, porque esa es su recompensa. Pues nadie lo traerá a ver lo que sucederá después de él. Volví a considerar todas las opresiones que se cometen bajo el sol. Ahí está el llanto de los oprimidos, ¡y no encuentran consuelo! La fuerza en manos de sus opresores, ¡y no encuentran consuelo! Y estimé a los que ya habían muerto más afortunados que los que aún vivían; pero todavía estimé más afortunados a los que aún no existían, porque no podían contemplar los atropellos que se cometen bajo el sol. Yo he visto que toda fatiga y éxito en el trabajo provoca la envidia entre compañeros. También esto es ilusión y vano afán. El necio se cruza de brazos y se devora a sí mismo. Más vale un puñado de tranquilidad, que dos de fatiga y vano afán. He reflexionado sobre otra cosa bajo el sol que también es pura ilusión: una persona sola, sin nadie, sin hijos ni hermanos, que se fatiga sin descanso y no se harta de riquezas: ¿Para quién se fatiga, privándose de la felicidad? También esto es pura ilusión y mal asunto. Mejor dos que uno, pues obtienen mayor recompensa en sus fatigas. Porque, si caen, uno levantará al otro. Pero, ¡ay si uno cae sin tener a nadie que lo levante! Si dos se acuestan juntos, se calientan; pero uno solo, ¿cómo se calentará? Uno puede ser vencido; dos, en cambio, resisten mejor; pues no se rompe fácilmente una cuerda de tres cabos. Más vale muchacho pobre y listo, que rey viejo y tonto, incapaz de aceptar consejos, aunque el muchacho llegue a reinar tras salir de la prisión o haya nacido pobre en el reino. Y he visto a todos los vivientes que se mueven bajo el sol seguir a ese muchacho como sucesor del rey: era inmenso el gentío al que gobernaba. Pero los que vengan después tampoco estarán contentos con él, porque también esto es pura ilusión y vano afán. Cuando vayas al Templo, vigila tus pasos: si te acercas, hazlo para escuchar y no para ofrecer sacrificios propios de necios que ignoran que obran mal. Que no se precipite tu boca ni se apresure tu mente a pronunciar una palabra ante Dios, porque Dios está en el cielo y tú estás en la tierra. Por eso, sé parco en palabras, pues excesivo trajín produce sueño, y excesivas palabras dan lugar a tonterías. Cuando hagas una promesa a Dios, no tardes en cumplirla, porque no le gustan los necios. Cumple tus promesas, aunque es mejor no hacer promesas, que hacerlas y no cumplirlas. No peques con tus palabras ni digas ante el ministro de Dios que fue sin darte cuenta. ¿Por qué irritar a Dios con lo que dices de manera que arruine tus obras? Donde abundan sueños, abundan ilusiones y palabras. Tú, en cambio, respeta a Dios. Si en una región observas que el pobre es oprimido y son violados el derecho y la justicia, no te extrañes de la situación, porque un alto cargo protege a otro, y a estos, otros superiores. La ganancia de un país en todo esto es un rey al servicio del campo. Quien ama el dinero, nunca se harta de él; quien ama las riquezas, no les saca fruto; y esto también es pura ilusión. Cuando aumentan los bienes, aumentan los parásitos. ¿Y qué provecho saca el dueño, sino verlo con sus ojos? Dulce es el sueño del trabajador, coma poco o coma mucho; la abundancia al rico no le permite dormir. Una grave desgracia he visto bajo el sol: la riqueza que guarda el dueño para su propio daño. Pierde esta riqueza en un mal negocio y el hijo que tiene se queda con las manos vacías. Según salió del vientre de su madre, así volverá: tan desnudo como vino, sin llevarse en la mano nada de lo que sacó con sus fatigas. También esto es gran desgracia: que se irá, como vino. ¿Y qué ganancia sacará de haberse fatigado inútilmente? Consumir todos sus días a oscuras, entre grandes disgustos, dolor y rabia. Esta es la felicidad que yo he encontrado: que conviene comer, beber y disfrutar de todos los afanes y fatigas bajo el sol, durante los contados días de vida que Dios da al ser humano, porque esa es su recompensa; y si Dios concede a cada cual bienes y riquezas y le permite comer de ellas, recibir su recompensa y disfrutar de sus fatigas, eso es un don de Dios. Porque no se preocupará demasiado de los días de su vida, si Dios le llena de alegría el corazón. Hay otra grave desgracia para el ser humano que he observado bajo el sol: alguien a quien Dios da bienes, riqueza y honores sin que le falte nada de cuanto pueda desear, pero al que Dios no le concede comer de ello, porque un extraño lo devora. Esto es pura ilusión y gran desgracia. Si alguien tiene cien hijos y vive muchos años, por muy larga que sea su vida, si no disfruta de felicidad y ni siquiera tiene una sepultura, yo digo que un aborto es más afortunado que él. Pues en un soplo vino, en la oscuridad se va y su recuerdo queda oculto en las tinieblas. No vio ni conoció el sol, pero descansa mejor que el otro. Y aunque hubiera vivido dos mil años, si no disfrutó de felicidad, ¿no van todos al mismo sitio? El ser humano se fatiga solo para comer, y a pesar de ello su apetito no se sacia. ¿En qué, pues, aventaja el sabio al necio? ¿En qué al pobre que sabe vivir la vida? Más vale lo que ven los ojos que los deseos imposibles. También esto es pura ilusión y vano afán. Cuanto existe ya estaba prefijado, y todos saben que el ser humano no puede enfrentarse a quien es más fuerte que él. A más palabras, más vana ilusión, y el ser humano no saca ningún provecho. Pues, ¿quién sabe lo que conviene al ser humano en la vida, durante los contados días de su ilusa vida que pasa como una sombra? Y ¿quién le contará lo que sucederá después de él bajo el sol? Más vale buen nombre que buen perfume, y el día de la muerte más que el día del nacimiento. Mejor ir a un duelo que a una fiesta, porque en duelo acaba toda vida humana, y el que aún vive debe tenerlo en cuenta. Más vale pena que risa, pues tras una cara triste hay un corazón feliz. Los sabios piensan en la muerte, los necios en la diversión. Más vale oír reprensión de sabio que escuchar coplas de necios; como crepitar de cardos bajo la olla así es la risa del necio; y esto también es vana ilusión. La violencia ofusca al sabio y el soborno pervierte la conciencia. Más vale el final que el comienzo, más vale paciencia que arrogancia. No te dejes llevar por la cólera, pues la cólera habita dentro del necio. No te preguntes por qué cualquier tiempo pasado fue mejor, pues esa no es pregunta de sabios. Mucho vale sabiduría con hacienda y aprovecha a todos los que viven; porque sabiduría y riqueza dan la misma sombra; la ventaja de la sabiduría es que da vida a sus dueños. Observa la obra de Dios: ¿quién podrá enderezar lo que él torció? En día de felicidad, sé feliz; en día de adversidad, reflexiona; uno y otro los ha hecho Dios para que nadie descubra su futuro. He visto de todo en mis días ilusos: gente honrada que perece en su honradez y gente mala que perdura en su maldad. No seas demasiado honrado, ni te hagas sabio en exceso; ¿por qué causar tu propia ruina? No seas demasiado malo, ni seas insensato; ¿por qué morir antes de tu hora? Bueno es tener en cuenta las dos cosas, pues el que respeta a Dios de todo sale bien parado. La sabiduría hace al sabio más fuerte que diez gobernadores de una ciudad. No hay nadie tan honrado en la tierra que haga el bien sin pecar nunca. No hagas caso de todo lo que se dice, y no tendrás que oír que tu siervo te critica; pues bien sabes que muchas veces también tú has criticado a otros. Todo esto lo he investigado con sabiduría pensando llegar a sabio, pero estaba lejos de mi alcance. Cuanto existe es remoto y muy profundo: ¿quién podrá descubrirlo? Me dediqué a conocer, examinar y buscar sabiduría y perspicacia, para reconocer que la maldad es necedad, y la insensatez, locura. Y he descubierto que la mujer es más amarga que la muerte: es, en efecto, una trampa, su corazón un lazo y sus brazos cadenas. El que agrada a Dios se libra de ella, pero el pecador queda atrapado en sus redes. Mira, esto he descubierto —dice Cohélet— después de analizar caso por caso: aunque, no encontré; si hallé a un hombre entre mil, mujer no encontré ninguna. Mira lo único que he averiguado: Dios hizo al ser humano perfecto, pero ellos se buscaron excesivas complicaciones. ¿Quién es como el sabio? ¿Quién sabe interpretar cualquier cosa? La sabiduría ilumina el rostro humano y transforma la dureza del semblante. Cumple la orden del rey en virtud del juramento divino; no tengas prisa en retirarte de su presencia, ni te empeñes en intrigas, pues hará todo lo que quiera. La palabra del rey es soberana: ¿quién puede pedirle explicaciones? Quien cumple lo mandado nada sabe de intrigas; solo el sabio conoce el tiempo de la decisión, pues cada cosa ha de ser decidida a su tiempo, porque un grave problema tiene el ser humano: no sabe lo que va a suceder y nadie se lo anunciará. Nadie es dueño de su vida ni es capaz de conservarla; no hay poder sobre la hora de la muerte, no hay modo de escapar en la batalla, no salvará la maldad a quien la trama. Esto es lo que he observado reflexionando sobre todo lo que sucede bajo el sol, cuando una persona domina a otra para hacerle daño. Y así, he visto a malvados llevados a enterrar, y al volver del camposanto se alababa en la ciudad su conducta anterior. También esto es vana ilusión: que no se ejecute inmediatamente la sentencia contra las malas acciones, y en consecuencia los humanos están deseando hacer el mal; o también que el pecador haga cien veces el mal y le alarguen la vida. Con todo, yo sé que les va bien a los que respetan a Dios, precisamente por respetarlo. En cambio, no le irá bien al malvado: no se alargará su vida que pasará como una sombra, porque no respeta a Dios. Pero en la tierra tiene lugar otro absurdo: hay justos tratados según la conducta de los malvados, y malvados tratados según la conducta de los justos. Y digo que también esto es un absurdo. Así que yo recomiendo la alegría, porque no hay más felicidad para el ser humano bajo el sol que comer, beber y disfrutar, pues eso le acompañará en sus fatigas durante los días que Dios le conceda vivir bajo el sol. Conforme me he dedicado a conocer la sabiduría y a observar las tareas que se hacen en la tierra —pues ni de día ni de noche los ojos conocen el sueño—, he considerado todas las obras de Dios, y el ser humano no puede descubrir todas las obras que se hacen bajo el sol. Por más que el ser humano se afana en buscar, no encuentra; y aunque el sabio pretenda saberlo, tampoco es capaz de descubrirlo. En efecto, he reflexionado sobre todo esto y he concluido que los justos y los sabios están, junto con sus obras, en manos de Dios; los seres humanos no tienen conocimiento del amor ni del odio, aunque todo lo tienen delante y a todos les aguarda un mismo destino: al justo y al malvado, al puro y al impuro, al que ofrece sacrificios y al que no los ofrece, tanto al bueno como al pecador, al que jura y al que teme jurar. Esto es lo malo de todo lo que sucede bajo el sol: que un mismo destino aguarda a todos. Además, la mente de los humanos rebosa maldad, la insensatez anida en ellos durante toda su vida, y al final, ¡con los muertos! Es verdad que mientras hay vida, hay esperanza, pues más vale perro vivo que león muerto. Porque los vivos saben que han de morir, pero los muertos no saben nada, ni esperan recompensa, pues se olvida su memoria. Se acabaron hace tiempo sus amores, sus odios y sus celos; nunca más tomarán parte en todo lo que sucede bajo el sol. Anda, come con alegría tu pan y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aprobado tus obras. Ponte en todo momento vestidos blancos y que no falte perfume en tu cabeza. Disfruta de la vida con la mujer amada durante esta efímera existencia que se te ha dado bajo el sol, porque esa es tu recompensa en la vida y en las fatigas que pasas bajo el sol. Todo lo que esté a tu alcance, hazlo con todas tus fuerzas, pues no hay actividad, ni razón, ni ciencia, ni sabiduría en el reino de los muertos adonde te encaminas. He visto además bajo el sol que los veloces no ganan siempre la carrera, ni los valientes la guerra, ni los sabios tienen sustento, ni los inteligentes riqueza, ni los instruidos estima, pues en todo interviene el tiempo y el azar. Porque, además, el mortal desconoce su momento: como peces atrapados en la red fatal y como pájaros apresados en la trampa, así son atrapados los humanos cuando la desgracia les sobreviene de improviso. Observé también bajo el sol esta enseñanza, que me parece importante: había una ciudad pequeña, de pocos habitantes; vino contra ella un gran rey que la cercó y la asedió con grandes fortificaciones. Vivía allí un hombre pobre y sabio, que hubiera podido salvar la ciudad con su sabiduría; pero nadie se acordó de él. Y digo yo: más vale sabiduría que fuerza; pero la sabiduría del pobre es despreciada y sus palabras no se escuchan. Se oye mejor el susurro de los sabios que los gritos del rey de los necios. Más vale sabiduría que armas de guerra, pero un solo error echa a perder mucho bien. Una mosca muerta pudre un perfume; un poco de necedad cuenta más que sabiduría y honor. El sabio tiene la mente en su sitio, el necio la tiene trastocada. El necio, falto de seso, llama tonto a todo el que encuentra. Si el jefe se enfurece contra ti, no abandones tu puesto, porque la mesura evita errores graves. He observado otra desgracia bajo el sol, un desacierto propio de la autoridad: la necedad encumbrada en altos puestos, mientras los que valen se sientan abajo. He visto esclavos a caballo y príncipes que iban a pie, como esclavos. El que cava una fosa, cae en ella; al que derriba un muro, le muerde una serpiente. El que saca piedras, se lastima con ellas; el que corta leña, puede hacerse daño. Si se embota el hacha y no se afilan sus caras, hay que redoblar esfuerzos. El éxito está en usar la sabiduría. Si la serpiente muerde porque no ha sido encantada, no hay ganancia para el encantador. Las palabras del sabio provocan la estima, las del necio causan su ruina. El comienzo de su discurso es necedad; su conclusión, fatal desvarío. El necio habla demasiado y como nadie conoce el futuro, nadie le anunciará lo que ha de suceder. El trabajo hastía tanto al necio, que ni siquiera sabe cómo ir a la ciudad. ¡Ay del país donde reina un muchacho, y cuyos nobles banquetean de madrugada! ¡Dichoso el país donde reina un noble y cuyos príncipes comen a su hora, para recobrar fuerzas y no para emborracharse! Al perezoso se le hunde el techo, al ocioso se le llena la casa de goteras. Para divertirse se celebran banquetes, el vino alegra la vida y el dinero todo lo arregla. Ni en tu fuero interno maldigas al rey, ni en tu propia alcoba maldigas al rico; porque un pájaro del cielo correrá la voz y un ser alado contará el asunto. Echa tu pan a navegar y al cabo del tiempo lo reencontrarás. Reparte entre siete o entre ocho, porque no sabes qué desgracia vendrá sobre la tierra. Cuando las nubes van cargadas, vierten lluvia sobre la tierra; cuando el árbol cae al sur o al norte, en el lugar donde cae, allí se queda. El que solo observa el viento, no siembra; el que solo mira las nubes, no siega. Igual que no conoces cuál es la dirección del aliento vital que traspasa los huesos dentro del vientre de la preñada, tampoco conoces la obra de Dios que lo hace todo. Por la mañana siembra tu semilla, y por la tarde repite la tarea; pues no sabes cuál de las dos dará resultado, o si son igualmente buenas. Dulce es la luz y un placer para los ojos ver el sol. Por muchos años que viva el ser humano, que los disfrute todos, y tenga en cuenta que los días oscuros aún han de ser muchos: todo lo que se avecina es ilusión. Disfruta, joven, en tu adolescencia y sé feliz en tus días de juventud; sigue los sentimientos de tu corazón y lo que es atractivo a tus ojos; pero debes saber que por todo esto Dios te pedirá cuentas. Aleja las penas de tu corazón y aparta el sufrimiento de tu cuerpo, porque efímera es la juventud. Ten en cuenta a tu creador en tus días de juventud, antes de que lleguen los días malos y se acerquen los años en que digas: «no siento ningún placer»; antes de que se oscurezca el sol, y no den luz la luna y las estrellas, y retornen las nubes tras la lluvia; cuando tiemblen los guardianes de la casa y se encorven los valientes; cuando se paren las que muelen, por ser pocas, y queden a oscuras las que miran por las ventanas; cuando se cierren las puertas de la calle y se apague el ruido del molino; cuando se extinga el canto del pájaro y enmudezcan todas las canciones; cuando den miedo las alturas y haya sobresaltos en el camino; cuando no se aprecie el almendro, se haga pesada la langosta y sea ineficaz la alcaparra; porque va el ser humano a su morada eterna y merodean por la calle las plañideras. Antes de que se rompa el hilo de plata, y se quiebre la copa de oro; antes de que se haga añicos el cántaro en la fuente y se precipite la polea en el pozo; antes de que vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios, que lo dio. ¡Pura ilusión! —dice Cohélet— ¡Todo es ilusión! Cohélet, además de ser un sabio, también instruyó al pueblo; investigó, estudió y compuso muchos proverbios. Cohélet procuró encontrar palabras adecuadas para escribir con acierto sentencias veraces. Las palabras de los sabios son como aguijones y, reunidas en colecciones, son como estacas bien clavadas, regalos de un mismo pastor. Aparte de esto, hijo mío, ten cuidado: escribir muchos libros es tarea sin fin y excesivo estudio perjudica la salud. Conclusión del discurso: todo está dicho. Respeta a Dios y guarda sus mandamientos, pues en eso consiste ser persona. Porque Dios juzgará toda acción, incluso las ocultas, sean buenas o malas. El cantar sublime, de Salomón. ¡Que me bese con besos de su boca! Son mejores que el vino tus amores, el olor de tu perfume es exquisito, tu nombre es esencia penetrante, ¡por eso te aman las muchachas! Condúceme detrás de ti y corramos: ¡llévame, rey, a tu alcoba! Disfrutemos y gocemos los dos juntos, saboreando más que el vino tus amores. ¡Con razón ellas te aman! Soy morena, pero hermosa, muchachas de Jerusalén, como tiendas de Quedar, como lonas de Salmá. No miréis que estoy morena: es que me ha quemado el sol. Los hijos de mi madre, enfadados conmigo, me encargaron de las viñas ¡y no pude cuidar mi propia viña! Dime tú, amor de mi vida, dónde pastoreas, dónde sesteas al mediodía, para que no ande yo sin rumbo tras los rebaños de tus compañeros. Si no lo sabes tú, hermosa entre las mujeres, sigue las huellas del rebaño y lleva a pastar tus cabritillas por las cabañas de los pastores. Amor mío, eres como la yegua de la carroza del faraón. ¡Qué hermosas tus mejillas resaltando entre pendientes, y tu cuello con collares! Te haremos pendientes de oro engastados en plata. Mientras el rey se sentaba a la mesa, mi nardo esparcía su aroma. Mi amado es una bolsa de mirra que descansa entre mis pechos. Mi amado es un manojo de alheña de las viñas de Engadí. ¡Qué hermosa eres, amor mío! ¡Qué hermosa eres! ¡Tus ojos son palomas! ¡Qué hermoso eres, amor mío! ¡Todo es delicia en ti! Nuestro lecho es de hierba, nuestras vigas son cedros y cipreses nuestro techo. Soy narciso de Sarón y azucena de los valles. Una azucena entre zarzas es mi amada entre las mozas. Un manzano entre árboles silvestres es mi amado entre los mozos. Me gusta sentarme a su sombra, paladear su dulce fruta. Me introdujo en la bodega bajo la bandera de su amor. Reconfortadme con pasas, reanimadme con manzanas, que estoy enferma de amor. En su izquierda reposa mi cabeza, con su derecha me abraza. Juradme, muchachas de Jerusalén, por las gacelas y ciervas del campo, que no despertaréis ni turbaréis al amor hasta que él quiera. ¡Es la voz de mi amor! Miradlo cómo viene, brincando por los montes, saltando por los cerros. Mi amor es como un corzo, es como un cervatillo. Mirad, se ha parado tras la tapia, mirando por las ventanas, espiando entre las rejas. Mi amor habla y me dice: «Levántate, mi amada, hermosa mía, y ven. Que el invierno ha pasado, han cesado y se han ido las lluvias. Brotan flores en la tierra, llega el tiempo de los cantos y el arrullo de la tórtola ya se oye en nuestros campos. Las higueras echan higos y hay aroma de uva en flor. Levántate, mi amada, hermosa mía, y ven. Paloma mía, escondida en las grietas de las rocas, en los huecos más recónditos, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz, ¡es tan dulce tu voz y tan bella tu figura!». Cazadnos las raposas, las raposas pequeñas que destrozan las viñas, nuestras viñas en flor. Mi amado es mío y yo de mi amado, que pasta entre azucenas. Mientras despunta el día y se esfuman las sombras, amor mío, vuélvete como corzo o cervatillo por las montañas de Béter. En mi cama, por la noche, busqué al amor de mi vida, lo busqué y no lo encontré. Entonces me levanté y recorrí la ciudad; por las calles y las plazas busqué al amor de mi vida, lo busqué y no lo encontré. Me descubrieron los guardias que hacían ronda en la ciudad: «¿Habéis visto vosotros al amor de mi vida?». Y a poco de pasarlos hallé al amor de mi vida; lo agarré y no lo solté hasta meterlo en casa de mi madre, en la alcoba de la que me engendró. Juradme, muchachas de Jerusalén, por las gacelas y ciervas del campo, que no despertaréis ni turbaréis al amor hasta que él quiera. ¿Qué es eso que sube del desierto como columna de humo con olor a incienso y mirra y a mil aromas exóticos? Esa es la litera de Salomón, escoltada por sesenta valientes, de lo más escogido de Israel: todos van armados con espadas, como expertos guerreros; cada uno con su espada al flanco ante amenazas nocturnas. El rey Salomón se hizo un palanquín con maderas del Líbano: sus columnas son de plata, su respaldo de oro, sus asientos de púrpura y su interior está decorado con amor por las muchachas de Jerusalén. Salid a admirar, muchachas de Sion, al rey Salomón con la corona que le ciñó su madre el día de su boda, un día feliz para él. ¡Qué hermosa eres, amor mío! ¡Qué hermosa eres! Tus ojos son palomas entre el velo, y tu pelo, un rebaño de cabras que baja las laderas de Galaad. Tus dientes, un rebaño esquilado recién salido del baño; cada oveja con mellizos, no hay ni una estéril. Una cinta carmesí son tus labios, deliciosos cuando hablas; dos mitades de granada tus mejillas tras tu velo. Tu cuello es la torre de David destinada a museo de armas: mil escudos penden de ella, las adargas de los héroes. Tus dos pechos, dos crías mellizas de gacela paciendo entre azucenas. Mientras despunta el día y se esfuman las sombras, iré al monte de la mirra, al otero del incienso. ¡Tú eres toda hermosa, amor mío! ¡No hay en ti ningún defecto! Ven, novia, desde el Líbano, vente del Líbano, vuelve; baja de la cumbre de Amaná, de las cimas del Senir y del Hermón de las guaridas y montes de leones y leopardos. Me robaste el corazón, hermana y novia mía, me robaste el corazón con una sola mirada, con una sola perla del collar. ¡Qué suaves son tus amores, hermana y novia mía! ¡Son más dulces que el vino tus amores! ¡Es mejor que todo aroma el olor de tus perfumes! Miel silvestre hay en tus labios, novia mía; miel y leche debajo de tu lengua; y el olor de tus vestidos es como aroma del Líbano. Eres jardín cerrado, hermana y novia mía, eres jardín cerrado, fuente secreta. De ti brota un jardín de granados con frutos exquisitos, de alheña y de nardo; nardo y azafrán, canela y cinamomo; con toda clase de árboles de incienso, mirra y áloe, con las más selectas especias. ¡Fuente de los jardines, manantial de agua viva que fluye desde el Líbano! ¡Despierta, cierzo! ¡Ven aquí, ábrego! Oread mi jardín, que esparza sus aromas. Que venga mi amor a su jardín y coma de sus frutos exquisitos. Ya llego a mi jardín, hermana y novia mía, a recoger mi mirra y mis especias, a comer de mi miel y mi panal, a beber de mi vino y de mi leche. ¡Comed, amigos, bebed y embriagaos de amores! Yo dormía con el corazón en vela y escuché la voz de mi amor: —Ábreme, hermana y compañera mía, mi paloma sin defecto, que traigo la cabeza cubierta de rocío y los rizos mojados del relente nocturno. —Ya me quité la túnica, ¿cómo voy a ponérmela? Ya me lavé los pies, ¿cómo voy a mancharlos? Mi amor metió su mano en la rendija y se me estremecieron las entrañas. Me levanté para abrirle a mi amor: mis manos goteaban mirra y mis dedos mirra líquida sobre el cerrojo de la puerta. Yo misma abrí a mi amor y mi amor se había marchado. ¡El alma se me fue con sus palabras! Lo busqué y no lo hallé, lo llamé y no respondió. Me descubrieron los guardias que hacían ronda en la ciudad: me golpearon, me hirieron y me quitaron el manto los guardias de las murallas. Juradme, muchachas de Jerusalén, que si encontráis a mi amor, esto le habréis de decir: ¡que estoy enferma de amor! ¿Qué distingue a tu amor de cualquier otro, hermosa entre las mujeres? ¿Qué distingue a tu amor de cualquier otro, para que así nos supliques? Mi amor es moreno claro, descollante entre diez mil. Su cabeza es oro puro con los cabellos rizados y más negros que los cuervos. Sus ojos son dos palomas sobre pilones de agua, que se bañan en leche y se posan en la alberca. Sus mejillas, balsameras y macizos de perfumes; y sus labios como lirios que destilan mirra líquida. Sus manos, argollas de oro, enjoyadas de topacio; su vientre, marfil labrado, recubierto de zafiros. Dos columnas de mármol, sus piernas, firmes sobre basas de oro. Su apariencia es como el Líbano, distinguido como el cedro. Su paladar es dulcísimo, ¡todo él es un encanto! Así es mi amor y mi amigo, muchachas de Jerusalén. ¿Adónde se ha ido tu amor, hermosa entre las mujeres? ¿Adónde ha vuelto tu amor, para buscarlo contigo? Mi amor ha bajado a su jardín, a los macizos de bálsamos, a apacentar en los huertos, a recoger azucenas. Yo soy de mi amado y mi amado es mío, que pasta entre azucenas. Eres bella, amiga mía, como Tirsá, atractiva como Jerusalén, imponente como nube de banderas. ¡Aparta de mí tus ojos, que me torturan! Tu pelo es rebaño de cabras que se descuelga del monte Galaad; tus dientes, un rebaño de ovejas recién salido del baño; cada oveja con mellizos, no hay ni una estéril; dos mitades de granada tus mejillas tras tu velo. Aunque hay sesenta reinas, ochenta concubinas e incontables doncellas, única es mi paloma sin defecto, única para su madre, favorita de la que la parió. Al verla, muchachas la felicitan, reinas y concubinas la ensalzan. ¿Quién es esa que surge como el alba, bella como la luna, radiante como el sol, e imponente como ejército con las banderas desplegadas? A mi nogueral bajé a ver los brotes del valle, a ver las vides en cierne y los granados en flor. Y sin que me diera cuenta me sentí transportada al carruaje de mi príncipe. Vuelve, vuelve, Sulamita; vuelve, vuelve, que te veamos. ¿Qué veis en la Sulamita cuando danza entre dos coros? ¡Qué hermosos tus pies en las sandalias, princesa! Las curvas de tus caderas son alhajas fabricadas por manos de artesanos. Tu ombligo es copa redonda donde no falta el licor. Tu vientre, montón de trigo rodeado de azucenas. Tus dos pechos son dos crías mellizas de gacela. Torre de marfil, tu cuello; pozos de Jesbón, tus ojos, junto a la puerta mayor; tu nariz, torre del Líbano, centinela de Damasco. Tu cabeza se levanta igual que el monte Carmelo, tu cabello es como púrpura que a un rey enreda en sus trenzas. ¡Qué hermosa y qué dulce eres, amor mío, qué delicia! Tu talle es una palmera y tus pechos, los racimos. Dije: «Subiré a la palmera y recogeré sus dátiles». Tus pechos serán racimos de uvas y tu aliento, aroma de manzanas. Tu paladar es como vino bueno que me baja suavemente, remojando los labios y los dientes. Yo pertenezco a mi amor que siente pasión por mí. Ven, amor mío, vayamos al campo y pasemos la noche en las aldeas. De madrugada iremos a las viñas a ver si están en cierne las vides, si despuntan los retoños, si florecen los granados. ¡Y allí te daré mi amor! Las mandrágoras esparcen sus aromas y a la puerta están todos los frutos, tanto nuevos como añejos, que he guardado, amor mío, para ti. ¡Quién te diera ser mi hermano, criado a los pechos de mi madre! Si te encontrara en la calle, incluso podría besarte sin temor a los reproches. Te llevaría y te entraría a la casa de mi madre, donde tú me enseñarías y yo te serviría el vino oloroso y mi licor de granadas. En su izquierda reposa mi cabeza, con su derecha me abraza. Juradme, muchachas de Jerusalén por las gacelas y ciervas del campo, que no despertaréis ni turbaréis al amor hasta que él quiera. ¿Quién es esa que sube del desierto, recostada en el hombro del amor? Debajo del manzano te desperté, allí donde te concibió tu madre, allí donde te concibió y te dio a luz. Grábame como un sello sobre tu corazón, como un sello en tu brazo; porque el amor es más fuerte que la muerte, la pasión, más implacable que el abismo. Sus saetas son saetas de fuego, llamarada divina. No podrán los océanos apagar el amor, ni los ríos anegarlo. Para el que quiera comprar el amor con todas sus riquezas, el más profundo desprecio. A nuestra hermana pequeña no le han crecido los pechos. ¿Qué vamos a hacer con ella cuando vengan a pedirla? Si es una muralla, la coronaremos de almenas de plata; y si es una puerta, la recubriremos con tablas de cedro. Soy una muralla y mis pechos, torres; mas seré para él remanso de paz. Salomón tenía una viña en Baal Hamón. Le dio la viña a los guardas y cada cual le pagaba por su cosecha con mil monedas de plata. Mi viña, mi propia viña es solo mía; para ti, rey Salomón, las mil monedas; y da a los guardas doscientas por custodiar la cosecha. Señora de los jardines, mis compañeros te escuchan, ¡déjame escuchar tu voz! Amor mío, huye corriendo como corzo o cervatillo por las montañas de especias. Visión que tuvo Isaías, hijo de Amós, sobre Judá y Jerusalén, en tiempos de Ozías, Jotán, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá. Oye, cielo; escucha, tierra, porque va a hablar el Señor. Hijos hermosos crié, que se han vuelto contra mí. El buey conoce a su dueño, el asno, el pesebre del amo; pero Israel no conoce, mi pueblo no entiende. ¡Ay del país pecador, del pueblo abrumado por la culpa: raza de canallas, prole degenerada! Han abandonado al Señor, despreciaron al Santo de Israel, le han dado la espalda. ¿Dónde seguir golpeándoos, rebeldes recalcitrantes? La cabeza es pura llaga, todo enfermo el corazón; de los pies a la cabeza nada sano queda en él: contusiones, cicatrices, heridas sin restañar, sin limpiar y sin vendar, sin suavizar con aceite. Vuestra tierra devastada, vuestros pueblos calcinados; veis como de vuestros campos se aprovechan extranjeros. Desolación y desastre como en Sodoma. La capital Sion ha quedado como choza en una viña, cual cabaña en melonar, como una ciudad sitiada. Si el Señor del universo no nos hubiera dejado un resto, seríamos como Sodoma, parecidos a Gomorra. Escuchad la palabra del Señor, gobernantes de Sodoma; oíd la enseñanza de nuestro Dios, pobladores de Gomorra. ¿Qué utilidad me reportan vuestros abundantes sacrificios? —dice el Señor—. Estoy harto de holocaustos de carneros, de la enjundia de cebones; no me agrada la sangre de novillos, de corderos y machos cabríos. Cuando entráis en mi presencia y penetráis por mis atrios, ¿quién os exige esas cosas? No traigáis más ofrendas injustas, el humo de su cremación me resulta insoportable. Novilunio, sábado, asamblea… no soporto reuniones de malvados. Odio novilunios y fiestas, me resultan ya insoportables, intento en vano aguantarlos. Cuando tendéis las manos suplicantes, aparto mi vista de vosotros; por más que aumentéis las oraciones, no pienso darles oído; vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, purificaos; apartad de mi vista todas vuestras fechorías; dejad ya de hacer el mal. Aprended a hacer el bien, tomad decisiones justas, restableced al oprimido, haced justicia al huérfano, defended la causa de la viuda. Venid y discutamos esto, —dice el Señor—. Aunque sean vuestros pecados tan rojos como la grana, blanquearán como la nieve; aunque sean como la púrpura, como lana quedarán. Si estáis dispuestos a obedecer, comeréis lo mejor de la tierra; si os negáis y os rebeláis, la espada os comerá. Es el Señor quien ha hablado. ¡Ved convertida en ramera a la que era Villa Fiel! Rebosante de derecho, albergue de la justicia, ¡ahora rebosa de criminales! Tu plata es escoria, tu vino está aguado: tus jefes, revoltosos compadres de ladrones, amantes de sobornos, en busca de regalos. No hacen justicia al huérfano, rehúyen la defensa de la viuda. Por eso —oráculo del Señor, Dios del universo, del Poderoso de Israel—, pediré cuentas a mis adversarios, me vengaré de mis enemigos y volveré mi mano contra ti; te limpiaré de escoria en el crisol, separaré de ti cuanto sea ganga; haré que tus jueces sean como antes, y tus consejeros como eran al principio. Después de esto te llamarán Ciudad Justa, Villa Fiel. Rescataré a Sion haciendo justicia, a sus repatriados, fiel a mi decisión. Rebeldes y pecadores serán destruidos, desaparecerán los que abandonan al Señor. Os sentiréis avergonzados de las encinas que anhelabais, os llenarán de rubor los jardines que elegíais. Seréis como encina de hojas marchitas, igual que un jardín sin nada de agua. El fuerte será la estopa y sus acciones la chispa: los dos arderán juntos sin nadie que los apague. Visión que tuvo Isaías, hijo de Amós, sobre Judá y Jerusalén. Cuando pase mucho tiempo, quedará afianzado el monte de la casa del Señor: el primero entre los montes, descollando entre las colinas. A él confluirán todas las naciones, acudirán cantidad de pueblos, que dirán: «Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob; él nos indicará sus caminos, nosotros iremos por sus sendas». Y es que saldrá de Sion la ley; de Jerusalén la palabra del Señor. Juzgará entre nación y nación, arbitrará a pueblos numerosos. Convertirán sus espadas en arados, harán hoces con sus lanzas. No se amenazarán las naciones con la espada, ni se adiestrarán más para la guerra. ¡Venid, pueblo de Jacob, caminemos a la luz del Señor! Has abandonado a tu pueblo, a la casa de Jacob, que estaba repleta de adivinos, de magos, como entre filisteos, y hacía tratos con extraños. Se llenó su país de oro y plata, sus tesoros eran infinitos; se llenó su país de caballos, sus carros eran infinitos. Y se llenó su país de ídolos, adoraban la obra de sus manos, la que modelaron sus dedos. El mortal quedó rebajado, el ser humano quedó humillado, ¡pero no lo perdones! Métete en la roca, ocúltate en el polvo, que llega el Señor terrible, henchido de majestad. Será humillada la mirada altiva, abatida la arrogancia humana; solo el Señor será ensalzado cuando llegue aquel día: el día del Señor del universo, contra todo orgullo y arrogancia, contra toda altanería y altivez; contra todos los cedros del Líbano, cedros encumbrados y empinados, contra todas las encinas de Basán; contra todos los montes encumbrados, contra todas las colinas elevadas; contra todas las altas torres, contra toda muralla defensiva; contra todas las naves de Tarsis, contra todos los barcos comerciales. Será abatida la arrogancia humana, humillada la altivez del ser humano; solo el Señor será ensalzado cuando llegue aquel día; los ídolos se esfumarán del todo. Se meterán en las grutas de las rocas, en las grietas del terreno, cuando llegue el Señor terrible, henchido de majestad, dispuesto a causar terror a la tierra. Aquel día la gente se deshará de sus ídolos de plata y de oro (que se hizo para darles culto), de los topos y de los murciélagos; se meterá en las grutas de las rocas, en las grietas de las peñas, cuando llegue el Señor terrible, henchido de majestad, dispuesto a causar terror a la tierra. No os apoyéis en el ser humano que solo es un soplo en la nariz; ¿qué valor tiene en realidad? El Señor, Dios del universo va a privar a Jerusalén y a Judá de sustento y de soporte, de todo abasto de pan y de todo abasto de agua: de valientes y guerreros, de jueces y de profetas, de adivinos y de ancianos; de capitanes y nobles, de consejeros y artesanos, de expertos en encantamientos. Pondré de jefes a jóvenes, a chiquillos de regentes. Se acosará la gente entre sí, todos atacarán a su prójimo: el joven al anciano, el plebeyo al noble. Hermano a hermano abordará en plena casa paterna y le dirá: «Tienes un manto, serás nuestro jefe; hazte responsable de estas ruinas». Y aquel día el otro dirá: «No pienso hacer de médico; no tengo en casa manto ni pan; no me hagáis jefe del pueblo». Cae Jerusalén, Judá se derrumba; atacan de palabra y obra al Señor, acaban rebelándose contra su gloria. Sus favoritismos hablan contra ellos, proclaman sus errores, sin ocultarlos. ¡Ay de ellos, se acarrean su propia desgracia! Dichoso el justo, le irá bien, comerá del fruto de sus acciones. ¡Ay del malvado, le irá mal, recibirá la paga de sus obras! Pueblo mío, te oprimen chiquillos, eres gobernado por mujeres. Pueblo mío, tus guías te extravían, borran la huella de tus senderos. El Señor se levanta para litigar, se alza para juzgar a su pueblo. Viene el Señor dispuesto a juzgar a los ancianos y príncipes de su pueblo. Vosotros habéis depredado la viña, vuestra casa oculta el expolio del pobre. ¿Quiénes sois para aplastar a mi pueblo y triturar el rostro de los desvalidos? —Oráculo de Dios, Señor del universo. Dice el Señor: Porque son altaneras las mujeres de Sion y caminan con el cuello estirado, haciendo guiños con los ojos; por caminar con paso menudo sonando las ajorcas de sus pies, el Señor cubrirá de tiña la nuca de las mujeres de Sion, el Señor descubrirá sus vergüenzas. Aquel día arrancará el Señor sus galas: ajorcas, diademas y lunetas; pendientes, pulseras y velos; redecillas, cadenillas y cinturones; pomos de perfume y amuletos; anillos y aros para la nariz; trajes, mantos, chales y bolsos; ropa de gasa y de seda, tocados y mantillas. Y tendrán: En lugar de perfume, olor a podredumbre; en lugar de cinturón, una soga; en lugar de rizos, calvicie; en lugar de túnica, saco; en lugar de belleza, vergüenza. Tus hombres caerán a espada, tus valientes en la guerra; gemirán, harán duelo tus puertas; yacerás desolada por tierra. Siete mujeres agarrarán a un mismo hombre; y le dirán aquel día: «Comeremos nuestro pan, vestiremos nuestra ropa, pero danos tu apellido, líbranos de nuestra afrenta». Aquel día el retoño del Señor se convertirá en honra y gloria; el fruto de la tierra será orgullo y honor para los supervivientes de Israel. Los que queden en Sion, el resto de Jerusalén, serán llamados santos: destinados a la vida en Jerusalén. Cuando lave el Señor la mugre de las hijas de Sion y rasque la sangre derramada en Jerusalén con un viento justiciero y devastador, creará entonces el Señor en todo el ámbito del monte Sion y en los lugares de asamblea una nube para el día y una humareda con brillo llameante para la noche. La gloria del Señor lo cubrirá todo como tienda que resguarda del calor durante el día, como refugio y abrigo cuando llegan el chubasco y la lluvia. Voy a cantar por mi amigo la canción de amor por su viña: Mi amigo tenía una viña en una fértil colina. La cavó y la descantó, y plantó cepas selectas. Levantó en medio una torre y excavó en ella un lagar. Esperó que diera uvas, pero solo crio agraces. Ahora, vecinos de Jerusalén, habitantes todos de Judá, juzgad entre mí y mi viña. ¿Qué puedo hacer por mi viña que aún no haya hecho? ¿Por qué, si esperaba uvas, ella solo produjo agraces? Ahora os daré a conocer lo que voy a hacer con mi viña: derribar su cerca y que sirva de pasto, romper su muro y que sea pisoteada. Pienso acabar con ella: nadie la podará ni escardará, cardos y zarzas crecerán; voy a ordenar a las nubes que no la rieguen con lluvia. La viña del Señor del universo es la casa de Israel; los habitantes de Judá, su plantel predilecto. Esperaba de él derecho, y ya veis: asesinatos; esperaba de él justicia, y solo se escuchan alaridos. ¡Ay de los que especulan con casas y juntan campo con campo, hasta no dejar ya espacio y ocupar solos el país! Por eso ha jurado el Señor del universo que sus muchas casas quedarán desoladas (las grandes y lujosas), vacías de vecinos. Pues diez yugadas de viña solo darán una cántara, y una carga de semilla solo dará una canasta. ¡Ay de los que ya de madrugada andan en busca de licores, y siguen así hasta el ocaso, hasta que el vino los enchispa! Andan entre arpas y cítaras, entre panderos y flautas, y con vino en sus banquetes, y no advierten la obra del Señor, no ven lo que hacen sus manos. Por eso irá mi pueblo al destierro, por falta de perspicacia, con sus nobles hambrientos, sus notables abrasados por la sed. Por eso abre sus fauces el reino de los muertos y dilata su boca sin medida, para tragar su gloria y su nobleza, todo su bullicio y su alegría. El mortal quedó rebajado, el ser humano quedó humillado, humillados los ojos altaneros. El Señor del universo quedó ensalzado en el juicio, el Dios santo demostró su santidad sentenciando. Corderos pacerán como en sus prados, chivos extranjeros pastarán entre ruinas. ¡Ay de los que van arrastrando la culpa como con cuerdas de buey, el pecado como con sogas de carreta! Los que dicen: «deprisa, que acelere su obra y la veamos; que se acerque, que llegue el plan del Santo de Israel, y así lo conozcamos». ¡Ay de los que llaman bien al mal y mal al bien, que hacen luz de la tiniebla y tiniebla de la luz, toman lo amargo por dulce y lo dulce por amargo! ¡Ay de los que se creen sabios, y se tienen por juiciosos! ¡Ay de los valientes con el vino, de los campeones mezclando licores, que absuelven al culpable por dinero y deniegan la justicia al inocente! Por eso, como lame el fuego la paja y la llama consume la rastrojera, así su raíz acabará podrida, su flor volará como el tamo; pues rechazaron la ley del Señor del universo, despreciaron la palabra del Santo de Israel. Por eso arde en cólera el Señor contra su pueblo, y ha alargado hacia él su mano para herirlo; tiemblan los montes y aparecen sus cadáveres, lo mismo que basura en medio de las calles. Y con todo no se sacia su cólera, su mano sigue amenazante. Alzará una enseña a un pueblo lejano, le silbará desde el confín de la tierra. ¡Mirad qué ágil, qué rápido llega! Ni se cansa ni tropieza, ni dormita ni se duerme; no se quita el cinturón de sus lomos, ni se suelta el cordón de su calzado. Tiene afiladas sus flechas, todos sus arcos bien tensos; son como pedernal los cascos de sus caballos, y sus ruedas, torbellino. Su rugido es de león, ruge como los leoncillos, brama y atrapa la presa, la retiene sin remedio. Bramará aquel día contra él lo mismo que brama el mar. La tierra aparecerá cubierta de densa niebla, la luz se oscurecerá metida entre nubarrones. El año en que murió el rey Ozías, vi al Señor sentado en su alto y excelso trono. El ruedo de su manto llenaba el Templo. Por encima de él había serafines, con seis alas cada uno: con dos se tapaban la cara, con otras dos se tapaban los genitales, y con el tercer par de alas se mantenían en vuelo. Se gritaban entre sí, diciendo: «Santo, santo, santo, el Señor del universo; la tierra toda rebosa de su gloria». Los quicios de las puertas temblaron ante el estruendo de su voz, y el Templo se llenó de humo. Me dije entonces: «¡Ay de mí, estoy perdido! Soy un hombre de labios impuros, yo, que habito entre gente de labios impuros, y he visto con mis propios ojos al Rey, Señor del universo». Voló entonces hacia mí uno de los serafines, con un ascua en su mano; la había tomado del altar con unas tenazas y la puso en mi boca diciendo: «Al tocar esto tus labios, tu culpa desaparece, se perdona tu pecado». Oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros? Contesté: «Yo mismo. Envíame». Él añadió: Ve a decir a este pueblo: Escuchad con atención, pero no entendáis; observad con cuidado, pero no aprendáis. Embota el corazón de este pueblo, endurece sus oídos y ciega sus ojos, no sea que acaben viendo y oyendo, que su corazón entienda, se convierta y se cure. Yo pregunté: «¿Hasta cuándo, Señor?». Me respondió: Hasta que queden desoladas y sin habitantes las ciudades, las casas sin personas, los campos devastados. El Señor alejará a la gente, aumentará el abandono del país. Si queda una décima parte, será de nuevo arrasada; como una encina o un roble, que al talarlos queda un tocón. Semilla santa será su tocón. En tiempo de Ajaz, hijo de Jotán y nieto de Ozías, rey de Judá, subieron a Jerusalén Rasín, rey de Siria, y Pécaj, hijo de Remalías, rey de Israel, con ánimo de atacarla, pero no consiguieron conquistarla. Comunicaron al heredero de David que los sirios habían acampado en Efraín. Entonces se estremeció su corazón y también el corazón de su pueblo lo mismo que los árboles del bosque azotados por el viento. Dijo el Señor a Isaías: —Sal al encuentro de Ajaz con tu hijo Sear Jasub. Dirígete al extremo del canal de la Alberca Superior, a la calzada del Campo del Batanero, y dile: «Sé prevenido y ten calma. No temas, ni flaquee tu ánimo por esos dos tizones humeantes, es decir, por el ardor colérico de Rasín y de los sirios, y por el hijo de Remalías. Es verdad que los sirios y Efraín, acaudillado por el hijo de Remalías, han planeado tu desgracia decidiendo atacar a Judá, sitiarla y abrir brecha en ella con la intención de establecer como rey al hijo de Tabel». Pero así dice el Señor Dios: No tendrá éxito ni prosperará: Damasco es la capital de Siria, y Rasín el capitoste de Damasco; Dentro de sesenta y cinco años, Efraín será aniquilado, dejará de ser nación. Samaría es la capital de Efraín, y el hijo de Remalías el capitoste de Samaría. Si no creéis, no duraréis. El Señor volvió a hablar a Ajaz en estos términos: —Pide una señal al Señor tu Dios, bien en lo profundo del abismo bien en lo alto del cielo. Pero Ajaz respondió: —No pienso pedirla, para no tentar al Señor. Contestó entonces [Isaías]: —Escucha, heredero de David, ¿os parece poco cansar a simples humanos que tratáis también de cansar a mi Dios? Pues bien, será el propio Señor quien os dará una señal: Vedla, la joven está embarazada y va a dar a luz un hijo, al que llamará Dios-con-nosotros. Comerá requesón y miel mientras aprende a rechazar el mal y a elegir el bien. Pues antes de que el niño aprenda a rechazar el mal y a elegir el bien, quedará arrasado el país de los dos reyes que te hacen la vida imposible. Pero el Señor hará venir sobre ti, sobre tu pueblo y sobre tu dinastía días como no los ha habido desde que Efraín se separó de Judá. Aquel día el Señor silbará a los tábanos del confín del delta de Egipto y a las abejas del país de Asiria. Vendrán todas y se posarán en las gargantas de los desfiladeros, en las grietas de las rocas, en los matojos espinosos y en todo abrevadero. Aquel día lo afeitará el Señor, con navaja alquilada allende el Éufrates, la cabeza y el pelo de sus partes, y rapará asimismo su barba. Aquel día criará cada cual una novilla y dos ovejas, y habrá tantísima leche que podrán comer requesón; pues requesón y miel comerán todos los que queden en el país. Aquel día, aunque las fincas contengan mil cepas, aunque valgan mil siclos de plata, cardos y zarzas darán. Con arcos y flechas penetrarán allí, pues cardos y zarzas será el país. En los montes, antes escardados con escarda, ya no penetrarán por miedo a tantos cardos y zarzas: serán pastizal de vacas, lugar hollado por ovejas. Me dijo el Señor: —Hazte con una tablilla grande y escribe en ella con un punzón normal: «Maher Salal, Jas Baz». Me busqué dos testigos fidedignos, al sacerdote Urías y a Zacarías, hijo de Baraquías. Luego me acosté con la profetisa, que concibió y dio a luz un hijo. El Señor me dijo: —Lo llamarás Maher Salal, Jas Baz, pues, antes de que sepa el niño decir «papá» y «mamá», serán llevados ante el rey de Asiria las riquezas de Damasco y el botín de Samaría. El Señor volvió a hablarme en estos términos: —Este pueblo ha despreciado las aguas de Siloé, que corren mansas, y se ha alegrado ante el orgullo invasor de Rasín y del hijo de Remalías. Por eso, el Señor va a hacer que los aneguen las aguas del Éufrates, poderosas y caudalosas: se saldrán de su cauce, correrán inundando riberas, penetrarán impetuosas por Judá, llegarán hasta el cuello. Sus límites se extenderán hasta cubrir la anchura de la tierra. ¡Oh Dios-con-nosotros! Reuníos, pueblos, y echaos a temblar; escuchad los de tierras lejanas: aunque os ciñáis las armas, seréis derrotados; aunque os preparéis para la guerra, seréis quebrantados. Si hacéis un plan, fracasará; vuestra palabra no se sostendrá, pues está Dios-con-nosotros. Así me dijo el Señor sujetándome con la mano e impidiéndome caminar con este pueblo: No llaméis conspiración a lo que este pueblo llama conspiración. No temáis ni os asustéis ante lo que él teme. Llamad «conspirador» al Señor del universo, porque él será vuestro temor y vuestro miedo. Se convertirá en conspirador, en piedra de tropiezo y en obstáculo rocoso para las dos casas de Israel, en lazo y en trampa para los vecinos de Jerusalén. Muchos tropezarán allí, caerán, quedarán destrozados, quedarán enlazados, atrapados. Guardo esta advertencia, pongo sello a esta instrucción para mis discípulos. Seguiré esperando en el Señor; aunque oculte su rostro a la casa de Jacob, en él seguiré esperando. Yo y los hijos que me dio el Señor seremos signo y presagio en Israel; es cosa del Señor del universo, que habita en el monte Sion. Ya veréis como os dicen: «Consultad a los espíritus, a los adivinos que susurran y musitan. ¿No tiene un pueblo que evocar a los muertos en favor de los vivos, en busca de advertencia e instrucción?». Seguro que así os hablará quien carece de poder para evocar. Andará por el país abatido y hambriento, y a causa de su rabia y de su hambruna maldecirá a su rey y a su Dios. Volverá su cara hacia arriba, mirará después a la tierra: verá persecución y tiniebla, verá oscuridad angustiosa, noche cerrada sin luz. Pues no hay escape posible para quien se halla acosado. En otro tiempo humilló al país de Zabulón y al país de Neftalí; al final ensalzará el camino de la mar, cuando se cruza el Jordán: Galilea de los paganos. El pueblo que a oscuras caminaba vio surgir una luz deslumbradora; habitaban un país tenebroso y una luz brillante los cubrió. Multiplicas el gozo, aumentas la alegría; se alegran ante ti igual que al cosechar, lo mismo que gozan al repartir el botín. Pues como hiciste el día de Madián has roto el yugo que lo oprimía, la coyunda sobre su hombro, la vara de su opresor. Y todas las botas que retumban al pisar y todas las capas bañadas en sangre, acabarán quemadas, pasto del fuego. Pues nos ha nacido un niño, un hijo se nos ha dado: trae el señorío encima de sus hombros, y tiene como nombre: Consejero Admirable, Héroe Divino, Padre Eterno, Príncipe Pacífico. Para aumentar el señorío con una paz sin fronteras sobre el trono de David; lo asentará en todo su territorio con seguridad y firmeza, con justicia y con derecho, desde ahora y para siempre. El celo del Señor del universo piensa ejecutar todo esto. El Señor ha mandado un aviso a Jacob, que caerá sobre Israel. Todo el pueblo podrá entenderlo, Efraín y quien habite en Samaría, que dicen orgullosos y altaneros: «Si fallan los ladrillos, construiremos con piedra, si talan los sicómoros, los cambiaremos por cedros». El Señor los lanzará contra Israel, instigará a sus adversarios contra él: por oriente los arameos, los filisteos por la espalda, se comerán a Israel a dos carrillos. Con todo, su cólera persiste, su mano sigue amenazante. Y el pueblo no vuelve a quien lo hiere, no consulta al Señor del universo. El Señor cortó cabeza y cola, palmas y juncos en un solo día. Son la cabeza el anciano y el noble; la cola, el profeta experto en mentiras. Sus propios guías al pueblo extravían, los guiados desaparecen engullidos. Por eso, el Señor no hará caso de los jóvenes, tampoco se apiadará de huérfanos y viudas, pues todos son impíos y malvados, toda boca profiere necedades. Con todo, su cólera persiste, su mano sigue amenazante. La maldad arde como fuego que devora zarzas y cardos, se ceba en la fronda del bosque, y se alzan remolinos de humo. La ira del Señor del universo abrasa al país, el pueblo se convierte en pasto de las llamas. Nadie se compadece de su prójimo, cada cual devora a su hermano, dentellea a la derecha y sigue con hambre, come a la izquierda y no se sacia: Manasés a Efraín, Efraín a Manasés, los dos juntos a Judá. Con todo, su cólera persiste, Su mano sigue amenazante. ¡Ay de quienes dictan leyes injustas, de quienes firman decretos opresores, para impedir que se haga justicia a los débiles, para privar del derecho a los pobres de mi pueblo, para hacer de las viudas su presa y dedicarse al saqueo de huérfanos! ¿Qué haréis cuando os pasen cuentas, cuando se acerque de lejos la tormenta? ¿A quién acudiréis en busca de auxilio? ¿Dónde dejaréis vuestra riqueza? Iréis abatidos como prisioneros, caeréis como los heridos de muerte. Con todo, su cólera persiste, su mano sigue amenazante. ¡Ay de Asiria, vara de mi cólera, que empuña el bastón de mi furor! La envío contra una nación impía, la mando contra el pueblo objeto de mi cólera, para que lo saquee y lo expolie a placer, para que lo pisotee como el barro de las calles. Mas ella no pensaba así, eso no entraba en sus planes: pensaba solo en masacrar, en destruir no pocos pueblos. Decía: «¿No son reyes mis ministros? ¿No es Calno como Carquemis? ¿No es Jamat igual que Arpad? ¿No es Samaría como Damasco? Igual que me apoderé de aquellos reinos paganos, con dioses más numerosos que en Jerusalén y Samaría, eso mismo he hecho también con Samaría y sus ídolos, eso mismo pienso hacer con Jerusalén y sus dioses». Cuando termine el Señor su tarea en el monte Sion y en Jerusalén, pasará cuentas al rey de Asiria del resultado de sus planes orgullosos y castigará su mirada satisfecha y altanera. Decía [el rey de Samaría]: «Lo he hecho con la fuerza de mi mano, con mi sabiduría y con mi perspicacia. Desvié las fronteras de los pueblos, me he apropiado de todos sus tesoros, abatí como un héroe a sus reyes. Me he apoderado, como si fuera un nido, de todas las riquezas de los pueblos; como quien recoge huevos abandonados, me hice dueño de toda la tierra, sin nadie que siquiera aleteara, que abriese el pico y piara». ¿Cree ser más el hacha que quien la blande? ¿Se cree superior la sierra al aserrador? Como si el bastón moviese a quien lo levanta, como si la vara manejase a quien no es un leño. Por eso, el Señor del universo hará macilenta su gordura, y en su esplendor estallará como un incendio de fuego. La luz de Israel será fuego, su Santo será una llama, quemará y devorará sus zarzas, sus cardos en un solo día; destruirá el esplendor de su huerto, la savia y la madera de su bosque, como un carcomerse de carcoma. Pocos árboles quedarán en su bosque, hasta un niño podrá contarlos. Aquel día el resto de Israel, quienes queden en la casa de Jacob, no volverán a apoyarse en su agresor; se apoyarán en el Señor, en el Santo de Israel. Un resto volverá, un resto de Jacob, hacia el Dios guerrero. Aunque fuese tu pueblo, Israel, lo mismo que la arena del mar, solo un resto volverá. La destrucción decretada desborda justicia. Dios, el Señor del universo, va a llevar a término la destrucción decretada en medio de todo el país. Por eso, así dice Dios, el Señor del universo: No temas a Asiria, pueblo mío que habitas en Sion, aunque te azote con la vara y te amenace con el bastón, como suele hacer Egipto. Pues dentro de muy poco mi ira los consumirá, mi cólera los destruirá. El Señor del universo empuñará su látigo contra ella, como cuando el azote de Madián en la roca de Oreb, o cuando alzó su bastón sobre el mar, como ocurrió en Egipto. Aquel día caerá su carga de tu hombro, será arrancado su yugo de tu cuello. Subiendo desde Samaría, ya va llegando hasta Ayat; cruza luego por Migrón, deja el bagaje en Micmás; va y cruza el desfiladero, pasa la noche en Gueba. Tiembla de miedo Ramá, huye Guibá de Saúl. Grita fuerte, Bat Galín; Lais, escúchala tú; dale respuesta, Anatot. Madmená no sabe a dónde va, los de Guebín buscan seguridad. Un día para hacer alto en Nob y ya alarga su mano hacia el monte Sion. Mas ved cómo el Señor del universo desgaja las ramas con el hacha: troncos corpulentos abatidos; los más empinados, por el suelo. A hachazos cortará las frondas del bosque, el Líbano caerá con todo su esplendor. Un rebrote saldrá del tocón de Jesé, de sus raíces brotará un renuevo. El espíritu del Señor en él reposará: espíritu de inteligencia y sabiduría, espíritu de consejo y de valor, espíritu de conocimiento y de respeto al Señor. Se inspirará en el respeto al Señor. No juzgará a primera vista ni dará sentencia de oídas; juzgará con justicia a los pobres, con rectitud a los humildes de la tierra; herirá al violento con la vara de su boca, con el soplo de sus labios matará al malvado; la justicia será su ceñidor, la lealtad rodeará su cintura. El lobo vivirá con el cordero, la pantera se echará con el cabrito, novillo y león pacerán juntos, y un muchacho será su pastor. La vaca pastará con el oso, sus crías se echarán juntas; el león comerá paja como el buey. Jugará el lactante junto a la hura del áspid, el niño hurgará en el agujero de la víbora. Nadie hará daños ni estragos en todo mi monte santo, pues rebosa el país conocimiento del Señor como las aguas colman el mar. Aquel día la raíz de Jesé será el estandarte de los pueblos, a ella acudirán las naciones y será esplendorosa su morada. Aquel día tenderá otra vez su mano el Señor y rescatará al resto de su pueblo: lo que quedó de Asiria y de Egipto, de Patros, de Cus y de Elam, de Senaar, de Jamat y de las islas. Alzará un estandarte a las naciones y reunirá a los dispersos de Israel, congregará a los diseminados de Judá de los cuatro extremos de la tierra. Acabarán los celos de Efraín, cesará la enemistad de Judá; Efraín no tendrá celos de Judá, Judá no oprimirá a Efraín. Juntos atacarán por occidente a Filistea, unidos saquearán a la gente de oriente. Su mano caerá sobre Edom y Moab, los de Amón serán sus vasallos. El Señor secará el canal de Egipto, descargará su mano contra el Éufrates, su potente aliento lo golpeará, dividiéndolo en siete riachuelos, y podrá ser cruzado en sandalias. Existirá una calzada para el resto de mi pueblo, para el resto que quedó de Asiria, lo mismo que la hubo para Israel el día que salió de Egipto. Aquel día dirás: Te doy gracias, Señor. Estabas airado, pero desviaste tu ira y me consolaste. Pues Dios es mi salvación, en él confío y nada temo; Dios es mi fuerza y mi canto, el Señor es mi salvación. Sacaréis agua gozosos del manantial de la salvación. Aquel día diréis: Dad gracias al Señor, invocad su nombre; contad entre los pueblos sus gestas, proclamad que su nombre es excelso. Cantad al Señor, porque ha hecho proezas, difundid la noticia por toda la tierra. Gritad, vitoread, habitantes de Sion, que es grande entre vosotros el Santo de Israel. Oráculo contra Babilonia revelado a Isaías, hijo de Amós: Alzad una enseña en un otero, gritadles a voz en cuello, hacedles señas con la mano y que entren por las puertas de los príncipes. He adiestrado a mis consagrados, he convocado a los soldados de mi ira, que celebran mi honor con entusiasmo. Ecos de un tropel en los montes, parece una gran muchedumbre; ecos de un tumulto de reinos, de una coalición de naciones. El Señor del universo revista sus tropas para el combate. Vienen de tierras lejanas, del confín del horizonte: el Señor y las armas de su ira para arrasar todo el país. Lamentaos, se acerca el día del Señor, ya llega como azote del Todopoderoso. Por eso, las fuerzas flaquean, se sienten incapaces de pensar; agarrotados por angustias y espasmos, se retuercen igual que parturientas; cada cual se asusta del prójimo, sus rostros son rostros llameantes. Llega inexorable el día del Señor, cargado de cólera, ardiente de ira: para dejar la tierra desolada, barrida, sin ningún pecador. Astros del cielo y constelaciones dejan de emitir su brillo; se ofusca el sol en su aurora, no irradia su luz la luna. Castigaré la malicia del mundo, los crímenes de todos los malvados; acabaré con el orgullo y la arrogancia, aplastaré la altanería del tirano. Haré a los humanos más escasos que el oro, a los mortales más que el oro de Ofir; por eso el cielo se estremece, se desplaza la tierra temblando, por la ira del Señor del universo, ante el día en que arderá su cólera. Serán como ciervo acosado, igual que un rebaño sin guía; volverá cada cual a su gente, huirá cada cual a su tierra. Si los encuentran, son acribillados, si los capturan, perecen a espada. Estrellan a sus niños en su presencia, saquean sus casas, violan a sus mujeres. Estoy incitando contra ellos a los medos que no valoran la plata ni aprecian el oro: sus arcos acribillan a los jóvenes, no se apiadan del fruto del vientre, miran sin compasión a los niños. Babilonia, esa perla de reino, adorno y orgullo de los caldeos, quedará arrasada por Dios, lo mismo que Sodoma y Gomorra. No volverán a habitarla, a poblarla de edad en edad. Los árabes no montarán allí su tienda, ni los pastores apacentarán allí. Allí se agruparán las alimañas, ocuparán sus casas los mochuelos; habitarán allí las crías del avestruz, y los sátiros brincarán allí. Las hienas aullarán en sus fortalezas, los chacales en sus palacios de recreo. Llega, está cerca su hora, sus días no tardarán. El Señor se apiadará de Jacob, volverá a elegir a Israel; lo hará reposar en su tierra. A ellos se unirán forasteros, agregados a la casa de Jacob. Otros pueblos los irán recogiendo y los llevarán a su lugar; pero la casa de Israel después los poseerá como esclavos y esclavas en la tierra del Señor; capturarán a sus captores, dominarán a sus dominadores. El día en que el Señor te haga descansar de tus congojas, de tus desasosiegos y de la dura esclavitud a la que te viste sometida, entonarás esta sátira contra el rey de Babilonia: ¡Cómo ha acabado el tirano! ¡Cómo ha terminado su arrogancia! Rompió el Señor el cetro del malvado, el bastón de mando del tirano: machacaba pueblos con saña, sacudiendo un golpe tras otro; oprimía con rabia a las naciones, las perseguía de forma implacable. Ahora descansa tranquila la tierra y prorrumpe en gritos de júbilo; se alegran por ti los cipreses, se alegran los cedros del Líbano. Desde que pereciste no ha vuelto a subir contra nosotros el leñador. El reino de los muertos se estremece en lo profundo al salir a tu encuentro, despertando en tu honor a las sombras, a los grandes del mundo, haciendo que se alcen de sus tronos los reyes de los pueblos. Todos te entonan un canto: ¡También tú estás consumido, ya eres parecido a nosotros y entierras tu fausto en el reino de los muertos con el son melodioso de tus arpas! Te acuestas en lecho de gusanos, te cubre una colcha de lombrices. ¡Cómo has caído del cielo, lucero, hijo de la aurora! ¡Cómo yaces ahora por tierra, tú, sometedor de naciones! Tú, que solías decirte: «Voy a escalar el cielo; por encima de los astros divinos pienso establecer mi trono. Me sentaré en el monte de los dioses, allá por los confines del norte; cabalgaré en las crestas de las nubes y seré lo mismo que el Altísimo». Pero acabaste hundido en el reino de los muertos, en lo más profundo de la fosa. Los que te ven te miran atentos, observando hasta el último detalle: «¿No es este el que atemorizaba la tierra, el que hacía temblar a los reinos, convertía la tierra en desierto, dejaba sus ciudades arrasadas y negaba a los cautivos la libertad?». Los reyes de la tierra reposan con honor, cada cual en su morada. Pero tú has sido tirado y privado de tu tumba, igual que un feto asqueroso; estás cubierto de muertos, de traspasados a espada, como un cadáver pisoteado. No compartirás su sepulcro, pues arruinaste tu país y masacraste a tu pueblo. Nunca será mencionada la estirpe del malvado. Preparad la matanza de sus hijos, debido a la culpa de su padre; que no vuelvan a adueñarse del país y no llenen la tierra de ciudades. Voy a levantarme contra ellos —oráculo del Señor del universo—, arrancaré a Babilonia apellido, vestigio, retoño y vástago. —Oráculo del Señor—. Haré de ella un habitáculo de erizos, una zona de aguas pantanosas. La allanaré con llana de destrucción —oráculo del Señor del universo. Lo ha jurado el Señor del universo: «Sucederá según lo he planeado, se cumplirá según lo he decidido: acabaré con Asiria en mi tierra, será pisoteada en mis montes; se librarán los míos de su yugo, caerá su carga de sus hombros». Este es el plan adoptado sobre toda la tierra, esta es la mano extendida sobre todos los pueblos. ¿Quién puede desbaratar el plan del Señor del universo? ¿Quién puede desviar su mano extendida amenazante? El año de la muerte del rey Ajaz, tuvo lugar el siguiente oráculo: No te alegres a coro, Filistea, porque se haya roto la vara que te hería, pues la raíz de la culebra dará una víbora, su fruto será un dragón volador. Los desvalidos pastarán como corderos, los pobres reposarán confiados. Matará de hambre tu raíz, asesinando lo que quede de ti. ¡Clama, puerta; ciudad, grita; tiembla, Filistea toda! Una polvareda se acerca desde el norte, sin nadie que escape a su ímpetu. ¿Qué se puede responder a los legados de esa nación? Que el Señor fundó Sion como refugio para los desvalidos de su pueblo. Oráculo sobre Moab: Que de noche fue asolada, arrasada Ar Moab. Que de noche fue asolada, arrasada Quir Moab. Ha subido la gente de Dibón a las alturas sagradas a llorar. En Nebo y en Madabá Moab se queja llorosa: con las cabezas rapadas, con las barbas afeitadas. Ceñidos de saco caminan, por calles, plazas y azoteas; todos se quejan llorosos, deshechos todos en llanto. Gritan Jesbón y Elalé, hasta Jahas llega su voz; tiemblan los lomos de Moab, se le entrecorta el aliento. Grito angustiado por Moab: sus fugitivos van a Soar, van hacia Eglat Salisá. Por la cuesta de Lujit sube la gente llorando; por el camino de Joronáin se oyen gritos desgarradores. Las aguas de Nimrín dan paso a la aridez: se seca el heno, se acaba la hierba, no queda verdor. Por eso, recogen lo que queda, van acaparando provisiones, las transportan al torrente de los Sauces. Su grito angustiado recorre todas las fronteras de Moab, su alarido llega a Egláin, hasta Beer Elín su clamor. Rebosan sangre las aguas de Dimón, y nuevas desgracias traeré a Dimón: un león contra el resto de Moab, espanto contra los supervivientes. Haced llegar carneros al regente del país, desde la Peña del páramo hasta el monte Sion. (Como aves desorientadas, como pájaros sin nido son las chicas de Moab al vadear el Arnón). Danos un consejo, toma una decisión. Haz de tu sombra una noche en plena luz del día; oculta a los que escapan, no descubras al fugitivo. Que habiten dentro de ti los escapados de Moab. Sírveles de refugio frente al devastador. Cuando no haya opresión y acabe la devastación, cuando desaparezca del país la gente que lo pisoteaba, un trono se afianzará en el amor, se sentará en él con lealtad (dentro de la tienda de David) un juez que practique el derecho, todo un experto en justicia Nos enteramos del orgullo de Moab, de su soberbia fuera de límite, de su orgullo, soberbia y altivez, de su inútil palabrería. Los moabitas lloran por Moab, todos ellos se lamentan; por las tortas de Quir Jaréset suspiran llenos de aflicción. Languidece arrasada Jesbón, el viñedo de Sibmá, los dueños de las naciones arrancaron sus guías, que llegaban a Jazer, extendidas por el páramo; sus brotes esparcidos sobrepasaban el mar. Por eso, ahora lloro con el llanto de Jazer, por la viña de Sibmá. Os riego con mi llanto, Jesbón y Elalé: callaron las alegres melodías de vuestra cosecha y vendimia. En el huerto callaron el gozo y el júbilo, no suenan en las viñas gritos de alegría; no hay quien pise el vino en el lagar, tocaron a su fin las alegres melodías. Por eso tiemblan mis entrañas como cuerdas de un arpa, por Moab, mi interior por Quir Jaréset. Y aunque Moab se fatigue subiendo a su colina sagrada y yendo a orar a su santuario, de nada le servirá. Esta es la palabra que pronunció el Señor contra Moab en otro tiempo. Y ahora habla el Señor así: «Dentro de tres años, años de jornalero, de nada valdrán los señores de Moab y toda su nutrida población. Serán un resto, unos pocos, una miseria, sin importancia». Oráculo contra Damasco: Damasco desaparecerá como ciudad convertida en montones de ruinas; las villas de Aroer abandonadas solo servirán para que se tumbe el ganado, sin que nadie lo espante. Efraín quedará sin plazas fuertes, se acabará el poderío de Damasco; a los que queden de Aram les pasará lo mismo que a los nobles de Israel —oráculo del Señor del universo. Aquel día se debilitará el poder de Jacob, su carne rolliza se consumirá; será como el haz que abraza el segador, como las espigas que recoge su brazo, como quien pasa espigando por el valle de Refaín. Quedará solo el rebusco, como quien varea el olivo y encuentra un par de aceitunas en lo alto de la copa, y pocas más en sus ramas. —Oráculo del Señor, Dios de Israel. Aquel día mirará la gente a su Hacedor, fijará su mirada en el Santo de Israel. No mirará los altares, obra de sus manos y hechura de sus dedos; no se fijará en cipos ni estelas. Aquel día tus ciudades fortificadas quedarán abandonadas, como las de heveos y amorreos ante el ataque israelita; quedarán deshabitadas. Pues olvidaste a tu Dios salvador, no te acordaste de tu Roca inexpugnable. Y plantabas parterres exóticos, injertabas esquejes importados. El mismo día los plantabas y crecían, de mañana germinaba la semilla. Pero un día aciago se pierde la cosecha: ¡un sufrimiento irremediable! ¡Ay, turbulencia de pueblos que retumban, que braman como braman los mares! ¡Tumulto de naciones tumultuosas, como aguas impetuosas! Naciones que se agitan como aguas caudalosas. Pero grita amenazante y se escapan desde lejos, como tamo de los montes impelido por el viento, como nube de vilanos a merced del vendaval. Por la tarde se presenta el espanto: nadie queda al llegar la mañana. Esto les queda a quienes nos saquean, este es el lote de quienes nos despojan. ¡Ay del país donde zumban enjambres, más allá de los ríos de Cus, que envía sus correos por el mar, por el agua en canoas de junco! Id, rápidos, mensajeros a esa gente esbelta y de tez brillante, a ese pueblo temido por doquier, que domina con fuerza y con nervio, con su tierra surcada por ríos. Habitantes del mundo, moradores de la tierra, mirad cuando se alce una enseña en los montes, escuchad cuando oigáis el sonido del cuerno. Pues así me dijo el Señor: Desde mi sitio contemplo sereno: como el calor ardiente del sol, como nube de rocío en plena siega. Antes de la vendimia, pasada la floración, cuando están madurando los agraces, se aplica la podadera a los racimos, se cortan y se tiran los sarmientos. Quedarán a merced de las rapaces del monte, abandonados a las fieras del campo: pasarán allí el verano las rapaces, el invierno las fieras del campo. Entonces traerá tributo al Señor del universo la gente esbelta de tez brillante, el pueblo temido por doquier, que domina con fuerza y con nervio, con su tierra surcada por ríos; lo traerán al lugar donde se invoca el nombre del Señor del universo, al monte Sion. El Señor cabalga sobre tenue nube, vedlo entrando en Egipto; tiemblan ante él los ídolos de Egipto, el corazón de Egipto flaquea por dentro. Voy a incitar a egipcios contra egipcios, lucharán entre sí hermanos y amigos, ciudad contra ciudad, reino contra reino. El ímpetu egipcio no tiene salida, yo destruiré sus planes; consultarán a ídolos y adivinos, también a nigromantes y hechiceros. Voy a entregar a Egipto en manos de un amo cruel, un rey poderoso los gobernará —oráculo del Señor del universo—. Se agotarán las aguas del mar, el Nilo quedará reseco, los canales acabarán apestando, el delta menguará hasta secarse, cañas y juncos se agostarán; las espadañas de la orilla del Nilo, todos los sembrados del Nilo se secarán y el viento los llevará. Hacen duelo los pescadores, se lamentan los que lanzan al Nilo el anzuelo, desfallecen los que echan las redes. Los que trabajan el lino, defraudados, palidecen con tejedores e hiladores; los contratistas están consternados, los jornaleros están desanimados. ¡Qué necios los cortesanos de Soán! Los consejeros del faraón desatinan. ¿Cómo osáis decir al faraón: somos descendientes de sabios, estirpe de reyes antiguos? ¿Dónde están tus sabios? ¡Pues a ver si saben anunciarte lo que ha decidido contra Egipto el Señor del universo! ¡Qué inútiles los cortesanos de Soán, cómo se engañan los cortesanos de Nof! Descarrían a Egipto sus gobernadores. El Señor ha derramado en el país espíritu de extravío: están desorientando a Egipto en todas sus empresas, como cuando un borracho se tambalea sacudido por su vómito. Nada que hacer tiene Egipto: lo haga la cabeza o la cola, lo haga la palma o el junco. Aquel día será Egipto como las mujeres: temblará y temerá cuando vea agitarse sobre él la mano del Señor del universo. La tierra de Judá causará terror a Egipto: cuando alguien se la mencione, temblará de miedo ante el plan que el Señor del universo ha proyectado sobre él. Aquel día habrá cinco ciudades en el país de Egipto que hablarán la lengua de Canaán y jurarán por el Señor del universo. Una se llamará Ciudad del Sol. Aquel día habrá un altar dedicado al Señor en medio del país de Egipto, y una piedra votiva cerca de su frontera, en honor del Señor. Serán señal y testimonio de la presencia del Señor del universo en tierra de Egipto: cuando clamen al Señor agobiados por sus opresores, les enviará un salvador que los defenderá y los libertará. El Señor se dará a conocer a Egipto, y conocerán los egipcios al Señor aquel día; servirán al Señor con sacrificios y ofrendas, le harán votos y los cumplirán. El Señor irá imponiendo a Egipto castigos saludables, que le harán volver al Señor que los escuchará y los sanará. Aquel día habrá una calzada de Egipto a Asiria, por la que Asiria irá a Egipto y Egipto a Asiria; y ambos servirán al Señor. Aquel día Israel hará de mediador entre Egipto y Asiria, será una bendición en medio de la tierra, pues los bendecirá así el Señor del universo: «Bendito sea Egipto, mi pueblo; y Asiria, obra de mis manos; e Israel, mi heredad». El año en que llegó a Asdod el general en jefe enviado por Sargón, rey de Asiria, la atacó y la capturó. Por aquel entonces mandó un mensaje el Señor a Isaías, hijo de Amós, en estos términos: —Ve, descíñete el saco de la cintura y quítate las sandalias de los pies. Así lo hizo [Isaías] y anduvo desnudo y descalzo. Dijo el Señor: —Lo mismo que mi siervo Isaías ha andado desnudo y descalzo durante tres años como signo y presagio contra Egipto y contra Cus, así conducirá el rey de Asiria a los deportados de Egipto y a los prisioneros de Cus, lo mismo a jóvenes que a ancianos, desnudos y descalzos, mostrando sus vergüenzas. Quedarán acobardados y avergonzados los que confiaban en Cus, los que se gloriaban de la amistad egipcia. Dirán aquel día los habitantes de esta costa: «A esto han ido a parar aquellos a quienes pedimos ayuda para que nos salvaran del rey de Asiria. ¿Cómo nos pondremos a salvo?». Oráculo desde la estepa marítima: Igual que torbellinos que barren el Négueb, vienen de la estepa, de un país temible. Una visión terrible me ha sido revelada: un traidor que traiciona, un devastador que devasta. ¡Atacad, elamitas; medos, al asedio! ¡Pondré fin a su orgullo! Por eso mis entrañas se llenan de espasmos; angustias me atenazan como de parturienta. Me inquieto al oírlo, al verlo me espanto; me siento turbado, me espanta el terror; la tarde anhelada solo trae temblor. ¡Preparad la mesa, poned el mantel, comed y bebed! ¡En pie, oficiales; bruñid los escudos! Así me ha dicho el Señor: Ve e instala un vigía, que anuncie lo que vea. Si ve gente montada, un par de jinetes, a lomos de burros, a lomos de camellos, que escuche atento, con mucha atención. Gritó el centinela: «En la atalaya estoy, Señor, vigilante siempre de día; en mi puesto de guardia estoy sin moverme toda la noche. Mirad, ahí vienen hombres cabalgando, un par de jinetes». Alguien dijo entonces: «Cayó, cayó Babilonia, todas las estatuas de sus dioses yacen por tierra hechas añicos». Pueblo mío machacado, trillado en la era, te comunico lo que he oído al Señor del universo, al Dios de Israel. Oráculo sobre Dumá: Me gritan desde Seír: «Centinela, ¿cuánto queda, cuánto queda de la noche?». Responde el centinela: «Ya llega la mañana, pero aún es de noche. Si queréis preguntar, volved otra vez». Oráculo en la estepa: Pernoctad en el oasis de la estepa, caravanas de Dedán. Recibid con agua a los sedientos, habitantes de Temá, llevad pan a los que huyen. Van huyendo de la espada, de la espada afilada, de los arcos tensados, de la dura batalla. Así me ha dicho el Señor: Dentro de un año, de un año de jornalero, acabará el esplendor de Quedar. Se verá reducido el número de los arqueros de Quedar. Quedarán unos pocos. Ha hablado el Señor, Dios de Israel. Oráculo del valle de la Visión: ¿Qué te pasa que subes en masa a las terrazas, llena de jolgorio, ciudad bulliciosa, villa bullanguera? Tus heridos no son de espada, tus muertos no son de guerra. Tus jefes huyeron en bloque, los capturaron sin haber disparado; tus valientes eran apresados aunque habían huido lejos. Por eso digo: «Dejadme en paz. Lloraré hasta la amargura. No insistáis en consolarme del desastre de mi pueblo». Un día de espanto y desconcierto envía Dios, el Señor del universo: en el valle de la Visión se agrieta la muralla, gritos de angustia se elevan a los montes. Elam apresta su aljaba, envía carros y jinetes; Quir desnuda su escudo. Tus hermosos valles están llenos de carros, los jinetes apostados enfrente de las puertas; Judá está sin defensas. Aquel día pasabais revista a las armas en la Casa del Bosque, cuando visteis las grietas numerosas en los muros de la ciudad de David. Recogisteis el agua de la alberca de abajo; calculasteis el número de las casas de Jerusalén, derruisteis viviendas por reforzar los muros; hicisteis un depósito entre muralla y muralla, para recoger el agua de la alberca vieja. Pero no mirasteis a quien lo había hecho, no visteis a quien ya lo tenía dispuesto. Aquel día Dios, el Señor del universo, convocaba al llanto y al duelo, a afeitaros la cabeza, a vestiros de sayal. Ahora, en cambio, fiesta y alegría: a matar novillos y corderos, a hartaros de carne y de vino: «Comamos y bebamos, que mañana moriremos». Pero Dios, Señor del universo, me ha revelado personalmente que este pecado no será expiado; seguiréis así hasta que muráis lo ha dicho el Señor del universo. Así ha dicho Dios, Señor del universo: Vete y di al administrador, a Sebna, el jefe de palacio: ¿Qué o a quién tienes aquí para labrarte aquí un sepulcro, excavarte en lo alto una tumba, abrirte un panteón en la roca? Verás: el Señor te va a zarandear con toda fuerza, gran hombre; te hará un fardo bien atado, te hará rodar como una bola hasta un país ancho y llano. ¡Allí morirás, allí acabarán tus espléndidas carrozas, vergüenza del palacio de tu señor! Te echaré de tu puesto, te quitaré de tu cargo. Aquel día llamaré a mi siervo, a Eliaquín, hijo de Jelcías. Lo vestiré con tu túnica, le ceñiré tu fajín, le entregaré tus poderes. Será lo mismo que un padre para la gente de Jerusalén, para la casa de Judá. Pondré sobre su hombro la llave de la casa de David: si abre, nadie cerrará, si cierra, nadie abrirá. Lo hincaré como estaca en lugar firme, será trono de gloria para la casa paterna. De él dependerá la gloria de su casa paterna: sus vástagos y hojas; toda la vajilla menor: de cuencos a jarras. Aquel día —oráculo del Señor del universo— cederá la estaca hincada en lugar firme, y la carga que soportaba se soltará, caerá y se romperá. Lo ha dicho el Señor. Oráculo contra Tiro: Lamentaos, naves de Tarsis, vuestra ensenada está destrozada. Lo comprobaron al volver de Quitín. Callad, habitantes de la costa, vosotros, mercaderes de Sidón, que tenéis mercaderes por el mar. El grano de Egipto era su ganancia, su beneficio el comercio extranjero. Cúbrete de vergüenza, Sidón, fortaleza del mar, porque ha dicho el mar: «No he parido entre dolores, no he criado muchachos, no he educado muchachas». Cuando llegue a oídos de Egipto, temblará con las noticias de Tiro. Cruzad hasta Tarsis, lamentaos, gente de la costa. ¿Es esta vuestra alegre ciudad, fundada en tiempos remotos, a quien sus pies condujeron a fundar lejanas colonias? ¿Quién tomó esta decisión contra Tiro, la que coronaba gente? Sus mercaderes eran como príncipes, sus comerciantes, señores del país. El Señor del universo lo decidió, decretó mancillar la arrogancia, humillando a todo señorío, a todos los señores del país. Cultiva tu tierra, hija de Tarsis, pues ya no existe el puerto. El Señor extendió su mano sobre el mar, y temblaron los reinos; dio orden de que fueran destruidos Canaán y sus alcázares. Dijo: No volverás a alegrarte, doncella violada, ciudad de Sidón. Ponte en camino y vete a Quitín, que allí tampoco habrá sosiego. Mira el país de Caldea, un pueblo que ya no existe, sin fundamentos, en ruinas. Hicieron torres de asalto, destruyeron sus palacios, lo redujeron a escombros. Gemid a gritos, naves de Tarsis: que vuestro alcázar está destruido. Aquel día Tiro será olvidada durante setenta años, los años de la vida de un rey. Después de setenta años, le pasará a Tiro como en la copla de la prostituta: «Toma la cítara ronda por la ciudad, ramera olvidada. Toca con maestría, canta sin descanso, a ver si te recuerdan». Después de setenta años, el Señor visitará Tiro, que reincidirá en cobrar sus servicios prostituyéndose con todos los reinos, a lo largo y ancho del mundo. Pero el fruto de sus mercancías y de sus servicios será consagrado al Señor. No será almacenado ni acumulado, pues servirá para que los que habitan junto al Señor coman hasta saciarse y se vistan con elegancia. Mirad, el Señor ha decidido devastar y asolar la tierra; replegará su superficie, aventará a sus habitantes: a pueblo y sacerdotes, siervos y señores, siervas y señoras, comprador y vendedor, prestatario y prestamista, acreedor y deudor. La tierra será devastada, será saqueada sin remedio, que así lo ha dicho el Señor. Languidece y se agosta la tierra, el orbe se agosta y languidece, el cielo y la tierra se marchitan. Sus habitantes profanan la tierra: violan las leyes, cambian las normas, quebrantan la alianza eterna. Por eso, la maldición devora la tierra, son castigados los que habitan en ella. Por eso, se consumen los que habitan la tierra, solo quedan unas pocas personas. Se pierde el mosto, se agosta la vid, se lamenta la gente dicharachera. Enmudece la alegría de los panderos, han cesado bullicio y diversión, enmudece la alegría de la cítara. No brindan ya entre canciones, el licor amarga a los que beben. La ciudad, vacía, se desmorona, no se puede entrar en las casas. Se lamentan, sin vino, por las calles, la alegría declina mortecina, el gozo escapa de la tierra. La ciudad es una escombrera, con sus puertas heridas de ruina. Sucederá en el corazón de la tierra y en el centro de todos los pueblos lo mismo que al varear la aceituna, igual que cuando acaba la vendimia. Algunos gritan alegres, cantan la grandeza del Señor, lo vitorean desde occidente, honran al Señor en oriente, en las costas el nombre del Señor, el nombre del Dios de Israel. Desde el confín de la tierra oímos cantos de alegría: «Gloria al justo». Yo, en cambio, pensaba: «Pobre de mí, pobre de mí, ay de mí, los traidores traicionan, los traidores traman traiciones». Terror, trampa y zanja para ti, morador del país. El que huya del grito aterrador caerá de lleno en la trampa. Aquel que salga de la trampa, será apresado en la zanja. Las compuertas celestes se abren, tiemblan los cimientos del orbe; se raja y resquebraja la tierra, se quiebra y agrieta la tierra, tiembla y retiembla la tierra. La tierra se tambalea como un borracho, insegura, lo mismo que una choza, soportando el peso de sus faltas: caerá sin volver a levantarse. Aquel día juzgará el Señor al ejército del cielo en el cielo y a los reyes de la tierra en la tierra. Serán reunidos, amontonados, encadenados en una mazmorra, encerrados en un calabozo, juzgados con el paso del tiempo. La luna escapará avergonzada, el sol se ocultará abochornado, pues reina el Señor del universo en el monte Sion y en Jerusalén, honrado en medio de sus ancianos. Señor, tú eres mi Dios, te ensalzo y te doy gracias, pues hiciste cosas admirables, planes fieles y firmes. Convertiste en escombros la ciudad, la villa amurallada en derribo; el palacio extranjero no es ciudad, nunca será reconstruido. Por eso te honra la nación poderosa, pueblos violentos te temen, pues fuiste refugio del pobre, refugio del mísero oprimido, abrigo en la lluvia, sombra en el calor. El ánimo violento es lluvia invernal, lo mismo que el calor en tierra baldía. Sofocas la algarabía de los extranjeros, pones fin al canto de los tiranos. El Señor del universo preparará para todos los pueblos en este monte un banquete de platos sustanciosos, un banquete con vinos de solera, platos sustanciosos y gustosos, vinos de solera, generosos. Rasgará el Señor en este monte el velo que tapa a los pueblos, el paño que cubre a las naciones. Destruirá para siempre a la muerte, el Señor Dios enjugará el llanto que cubre los rostros, barrerá la afrenta de su pueblo en toda la superficie del país. Lo ha dicho el Señor. Aquel día dirás: Aquí está nuestro Dios, esperábamos que él nos salvara. Él es el Señor, nuestra esperanza, celebremos alegres su victoria. La mano del Señor reposa en este monte. Pisarán a Moab donde esté, como se pisa la paja en el estercolero: moverá los brazos dentro de él igual que el nadador al nadar. El Señor humillará su orgullo, a pesar del esfuerzo de sus brazos. Derribará tu alcázar amurallado, lo abatirá, reduciéndolo a polvo. Aquel día entonarán este canto en tierra de Judá: «Nuestra ciudad es una fortaleza, murallas y baluartes la protegen. Abrid los portones, que pase el pueblo fiel, el pueblo que guarda lealtad. Su propósito es firme, va atesorando bienestar, pues confía en ti. Confiad siempre en el Señor, él es nuestra Roca eterna: humilló a los habitantes de la altura, doblegó a la ciudad encumbrada, la aplastó, la aplastó por tierra, la hizo morder el polvo. La pisotean los pies del humilde, los pobres al caminar». El camino del justo es derecho, tú allanas la senda del justo. Echamos de menos, Señor, tu forma de hacer justicia; anhelamos tu nombre y tu recuerdo. Mi ser te ansía de noche, mi espíritu madruga en tu busca, pues de tu forma de juzgar en la tierra aprenden justicia sus habitantes. Aunque el malvado sea perdonado, nunca aprenderá justicia: pervierte el derecho en el país, no se fija en la grandeza del Señor. Señor, tu mano está alzada, pero no se fijan en ella. Que vean avergonzados tu celo por el pueblo, que un fuego devore a tus adversarios. Señor, de seguro nos darás bienestar, pues tú realizas todas nuestras obras. Señor, Dios nuestro, nos dominaron otros señores, mas solo reconocemos tu nombre. Los que han muerto ya no viven, no se levantan las sombras, por eso los castigas y destruyes, y acabas así con su recuerdo. Pero tú multiplicas el pueblo, lo multiplicas y demuestras tu poder, ensanchas las fronteras del país. Señor, en el peligro acudíamos a ti, cuando más nos afligía tu castigo: como embarazada a punto de parir, que se retuerce y grita entre dolores, eso parecíamos, Señor, ante ti. Parimos, nos retorcimos, pero dimos a luz viento: no supimos socorrer al país, no parimos habitantes al mundo. Tus muertos revivirán y se alzarán sus despojos, despertarán clamorosos los que habitan en el polvo. Pues tu rocío es rocío de luz y el país de las sombras parirá. Pueblo mío, entra en tu casa, cierra las puertas tras de ti, escóndete solo un momento hasta que pase la cólera. Que el Señor sale de su morada y piensa castigar la culpa de todo el que habita en el país: la tierra, empapada de sangre, ya no ocultará a sus muertos. Aquel día el Señor castigará con su espadón, sólido y fuerte, a Leviatán, serpiente huidiza, a Leviatán, serpiente tortuosa, y matará al Dragón del mar. Aquel día cantad a la viña selecta: Yo, el Señor, me ocupo de ella, la riego muy a menudo; para que no le falten hojas, la cuido de noche y día. Se me ha pasado el enfado: aunque dé zarzas y cardos, me acerco y les prendo fuego. Quien quiera mi protección, que haga las paces conmigo, las paces haga conmigo. Vienen días en que echará raíces Jacob, en que Israel rebrotará y florecerá, sus frutos llenarán el mundo. ¿Lo ha herido como hiere a los que lo hieren? ¿Lo ha matado como mata a los que lo matan? Lo condenas expulsándolo con espanto, lo castigas con un viento impetuoso, como un día con viento del este. Así será expiada la culpa de Jacob, este será el coste de borrar su pecado: cuando convierta las piedras del altar en piedra caliza desmenuzada, cuando no queden en pie estelas ni altares en honor del sol. Sola está la ciudad fortificada: no es más que una morada abandonada, olvidada lo mismo que un desierto. Allí pastan los terneros, tumbados consumen sus ramas. Al secarse, el ramaje se quiebra; se acercan mujeres y lo queman. Este pueblo no tiene conocimiento, por eso no se apiada de él su Hacedor, no se compadece su Creador. Aquel día el Señor trillará las mieses desde el Éufrates al torrente de Egipto. Pero vosotros seréis espigados uno a uno, hijos de Israel. Aquel día sonará el cuerno grande, volverán los dispersos por Asiria, los prófugos de la tierra de Egipto. Todos se postrarán ante el Señor en el monte santo de Jerusalén. ¡Ay de la hermosa corona de los ebrios de Efraín! Su pompa y sus atavíos no son más que flor caduca en el cabezo del valle fértil de los ahítos de vino. Mirad, uno fuerte y recio viene de parte del Señor: como lluvia acompañada de granizo, igual que destructora tempestad, como lluvia torrencial anegadora; derriba por tierra de un golpe. Será aplastada bajo sus pies la hermosa corona de los ebrios de Efraín. La flor caduca de su pompa y atavíos, situada en el cabezo del valle fértil, será como breva que presagia el verano; quien la ve, la atrapa y se la come. Aquel día el Señor del universo será para el resto de su pueblo corona, pompa y hermoso atavío: anhelo de justicia para los jueces, valor para quienes repelen los ataques a las puertas. A estos el vino los extravía, el licor los hace desvariar: a sacerdote y profeta el licor los extravía, son consumidos por el vino, el licor los hace desvariar; fallan en sus visiones, vacilan cuando juzgan. Sus mesas están empapadas de vómito, solo hay espacio para la inmundicia. ¿A quién pretende enseñar, a quién va a explicar el mensaje? ¿A niños que ya no maman, a críos ya destetados? «La ese con la ese, la ce con la ce, esto aquí y esto allí». Pues con labios balbucientes y usando una lengua extraña va a dirigirse a esta gente, a la que ya había dicho: «Esto es lugar de reposo; dad, pues, reposo al cansado; es un lugar de descanso»; pero no le hicieron caso. Y así les hablará el Señor: «La ese con la ese, la ce con la ce, esto aquí y esto allí», y tropezarán sin poder avanzar, aturdidos, atrapados, capturados. Escuchad la palabra del Señor, vosotros, gente burlona, gobernantes de este pueblo que habita en Jerusalén. Habéis dicho: «Hemos hecho una alianza con la Muerte; nosotros hemos sellado un pacto con el reino de los muertos. Cuando cruce el azote, no nos alcanzará, pues tenemos por refugio la mentira, la falsedad es nuestro cobijo». Por eso, así dice el Señor Dios: Voy a poner una piedra en Sion, una piedra resistente, una valiosa piedra angular, firme, que sirva de base; el que crea no se tambaleará. Utilizaré como plomada el derecho, usaré como nivel la justicia. Y el granizo destruirá vuestro falso refugio, vuestro cobijo sufrirá el azote del agua. Será anulada vuestra alianza con la Muerte, no se mantendrá vuestro pacto con el reino de los muertos; cuando pase la riada desbordante os dejará como cacharro pisoteado; siempre que pase os arrollará, pues pasará mañana tras mañana, también por el día y por la noche. Será suficiente el terror para entender lo que os digo. Será corto el lecho para estirarse y estrecha la manta para arroparse. El Señor se alzará como en el monte Perasín, se excitará como en el valle de Gabaón para realizar su obra, su obra inaudita, para hacer su tarea, su tarea singular. Y ahora no sigáis burlándoos, no sea que aprieten vuestras cadenas; pues he oído el decreto de destrucción de Dios, Señor del universo, sobre toda la tierra. Escuchad con atención mi voz, escuchad con cuidado mi palabra. ¿Se pasa todo el día labrando el labrador, removiendo la tierra y haciendo surcos? Cuando ha nivelado la superficie, ¿no siembra a voleo hinojo y comino, no esparce trigo y cebada, y mijo en el ribazo? Pues el Señor da las normas, su Dios es quien lo instruye. El hinojo no se trilla con trillo, ni se pasa la rueda sobre el comino; el hinojo se tunde con la vara y el comino se sacude con el látigo. También el grano se golpea, pero no se tritura del todo; la rueda del carro lo trilla, lo rompe, pero no lo aplasta. También todo esto viene del Señor del universo, que aconseja admirablemente, magníficamente, con acierto. ¡Ay, Ariel, Ariel, ciudad sitiada por David! Dejad que pasen los años, que ruede el ciclo festivo; entonces asediaré a Ariel, habrá lloros y lamentos. Serás para mí un ariel; te asediaré como hizo David, te estrecharé con trincheras, te atacaré con baluartes. Hablarás abatida desde el suelo, desde el polvo sonarán tus palabras: tu voz fantasmal desde el suelo, tu palabra mortecina desde el polvo. El tropel de los enemigos será numeroso lo mismo que el polvo; el tropel de los agresores será lo mismo que tamo aventado. Pero rápido, de repente intervendrá el Señor del universo con trueno, temblor y estruendo, con vendaval, tempestad y llama devoradora. Pasará como un sueño o visión nocturna el tropel de las naciones que atacan a Ariel: los que la atacan, la cercan y la asedian. Como cuando sueña el hambriento que come y se despierta con la boca vacía; como cuando sueña el sediento que bebe y se despierta con la boca reseca: eso le ocurrirá al tropel de naciones que atacan al monte Sion. Quedad espantados y estupefactos, con los ojos velados, sin ver; emborrachaos, pero no de vino, haced eses, pero no por el licor. Que el Señor os va a insuflar un deseo profundo de dormir, que hará que cerréis, profetas, los ojos, y cubráis, videntes, vuestras cabezas. La visión de todo esto se os volverá como las palabras de un libro sellado, que se lo dan a uno que sabe leer, diciéndole: «Léenos esto», y responde: «No puedo, porque está sellado». O se lo dan a uno que no sabe leer, diciéndole: «Léenos esto», y responde: «No sé leer». El Señor ha dicho: Este pueblo me da culto de palabra y me honra solo con sus labios, mientras su corazón está lejos de mí y su piedad hacia mí se reduce a fórmulas humanas rutinarias. Por eso, seguiré mostrando a este pueblo acciones prodigiosas, sorprendentes; se esfumará la sabiduría de sus sabios, se eclipsará la listeza de sus listos. ¡Ay de los que se ocultan del Señor pretendiendo esconder sus proyectos! Realizan las cosas a escondidas, pensando: «¿Quién nos ve o nos conoce?». ¡Necios! ¿Por qué comparáis al barro y al alfarero? ¿Puede decir una obra: «mi creador no me ha hecho»? ¿Puede pensar un cacharro: «quien me modeló no entiende»? Dentro de un breve tiempo, el Líbano se volverá un vergel, el vergel parecerá un bosque. Aquel día los sordos oirán las palabras escritas en el libro; los ciegos podrán ya ver, libres de sus densas tinieblas. Otra vez la gente desgraciada gozará de la ayuda del Señor; los más pobres de la sociedad se alegrarán en el Santo de Israel. Violentos y cínicos acabarán consumidos, los que se aprestan al mal serán aniquilados: los que engañan a la gente en un pleito, ponen trampas al defensor en el juicio y condenan por una nadería al inocente. Por eso, así dice a Jacob el Señor, que rescató a Abrahán: Ya no se avergonzará Jacob, ya no le saldrán los colores, pues, cuando vea lo que haré con él, reconocerá mi santo nombre, confesará al Santo de Jacob, respetará al Dios de Israel. Los descaminados sabrán entender, los que protestan aprenderán la lección. ¡Ay de los hijos rebeldes —oráculo del Señor— que toman decisiones sin contar conmigo, que conciertan alianzas no inspiradas por mí, acumulando así error tras error; que bajan a Egipto sin consultarme, para ampararse en el poder del faraón y refugiarse a la sombra de Egipto! El amparo del faraón será su deshonra, el refugio a la sombra de Egipto, su vergüenza. Cuando estén en Soán vuestros jefes y vuestros mensajeros lleguen a Hanés, todos quedarán avergonzados a la vista de un pueblo inútil, incapaz de ayudar ni servir, a no ser de vergüenza y oprobio. Oráculo contra la Bestia del Sur: Por una tierra que da miedo y angustia, llena de rugidos de leones y leonas, repleta de víboras y serpientes voladoras, transportan su riqueza a lomos de asnos, sus tesoros sobre gibas de camellos, hacia un pueblo que no sirve de nada: a Egipto, cuya ayuda es inútil y vana. Por eso lo llamo así: «Rahab, el domesticado». Ve ahora y lo escribes en una tablilla, lo grabas en un rollo de cobre; que sirva para el mañana como testimonio perpetuo. Son un pueblo rebelde, gente capaz de traicionar, gente que se niega a escuchar la enseñanza del Señor. Dicen a los videntes: «No vaticinéis»; y a los profetas: «No profeticéis la verdad». Decidnos cosas agradables, profetizad fantasías. Apartaos del camino, retiraos de la senda, quitad de nuestra vista al Santo de Israel. Por eso, así dice el Santo de Israel: Por haber despreciado esta palabra y confiado en la opresión y la perversión, y por refugiaros en ellas, esa culpa será para vosotros una grieta que baja resquebrajando la obra de una alta muralla, y de repente, de improviso, va y se desmorona como un cacharro de barro que se hace añicos sin remedio, entre los que no se encuentra un trozo con que recoger ascuas del rescoldo o sacar agua del pozo. Así dice el Señor Dios, el Santo de Israel: Si os convertís y confiáis, os salvaré; vuestra fuerza está en confiar serenamente; pero rechazáis esto y decís: «Huiremos a caballo»; seguro que huiréis. «Cabalgaremos a toda velocidad»; pero serán más veloces los que os persigan. Mil huirán ante el reto de uno. Huiréis ante el reto de cinco y, si queda alguno, será como un asta en la cima de un monte, como estandarte en lo alto de un cabezo. Pero el Señor espera para apiadarse, se pone en pie para perdonaros, pues es un Dios de justicia; dichosos los que esperan en él. Sí, pueblo de Sion que habitas en Jerusalén, puedes ya dejar de llorar, pues se compadecerá al oír tu grito, cuando te oiga, te responderá. El Señor no tasará el pan y el agua, ya no se ocultará tu Maestro, tus ojos verán a tu Maestro. Tus oídos oirán una palabra sonando así a tus espaldas: Este es el camino que seguirás cuando camines a derecha o a izquierda. Tendrás por metal impuro la plata que recubre tus ídolos y el oro que adorna tus estatuas. Los tirarás como algo inmundo, los considerarás solo basura. Dará lluvia a la semilla que siembras en la tierra, y el grano que produzca la tierra será grueso y sustancioso. Aquel día tus rebaños pastarán en amplios prados. Los bueyes y asnos que trabajan la tierra comerán forraje fermentado, aventado con palas y horcas. En todos los cerros elevados y en todas las altas colinas habrá acequias y agua abundante el día de la gran matanza, cuando caigan abatidas las torres. La luna brillará como el sol, y el sol brillará siete veces más, [como la luz de siete días], cuando el Señor vende la herida de su pueblo y le cure los golpes recibidos. El Señor en persona viene de lejos, arde su cólera entre densa humareda, sus labios están repletos de furor, su lengua parece fuego devorador. Su aliento, torrente impetuoso, se desborda y llega hasta el cuello. Conducirá a los pueblos con brida que no controlan, pondrá ronzal de extravío en la quijada de las naciones. Pero vosotros cantaréis un canto como en vigilia de fiesta sagrada, como quien va dichoso entre flautas acercándose al monte del Señor, al monte de la Roca de Israel. El Señor hará oír su voz majestuosa, mostrará el poder destructor de su brazo con ira, furia y llama devoradora, con tormenta, aguacero y granizo. Asiria temblará ante el trueno del Señor, cuando los ataque a golpes de vara; y cada vez que los castigue con la vara, cuando el Señor la descargue sobre ellos, se celebrará con tambores y arpas; en dura batalla los aniquilará. Lleva tiempo preparado el Tófet también para el rey: se dispuso, ancha y profunda, su pira, con leña abundante; y el soplo del Señor la encenderá, convertido en torrente de azufre. ¡Ay de los que bajan a Egipto para buscar quien los ayude, de los que en sus caballos se apoyan! Confían en la abundancia de carros de guerra y en la gran fortaleza de los jinetes, no hacen caso del Santo de Israel ni van a consultar al Señor. Pero él, que es sabio, traerá el desastre, y no se volverá atrás de sus palabras. Se alzará contra el grupo de los malvados, contra la ayuda ofrecida por los malhechores. Que los egipcios son hombres, no dioses; y sus caballos, carne y no espíritu. El Señor va a extender su mano: tropezará el auxiliador, caerá el auxiliado, los dos juntos serán aniquilados. Así me dijo el Señor: Lo mismo que ruge el león, junto con su cachorro, por la presa, y no les asustan los gritos ni los acobarda el clamor de los pastores unidos contra ellos, así bajará el Señor del universo a combatir sobre la cumbre del monte Sion. Como los pájaros extienden sus alas, así protegerá a Jerusalén el Señor del universo: protegerá y salvará, rescatará y liberará. Israelitas, volved a él, contra quien tan seriamente os rebelasteis. Aquel día cada cual tirará sus ídolos de plata y de oro, los que os fabricasteis con vuestras manos pecadoras. Asiria caerá bajo espada no humana, una espada no humana la devorará; y aunque consiga huir ante la espada, sus jóvenes acabarán como esclavos. Su roca desaparecerá presa del terror, sus oficiales, temblando, dejarán el estandarte. Oráculo del Señor, que tiene una hoguera en Sion, que dispone de un horno en Jerusalén. Si un monarca reina con justicia y los príncipes gobiernan rectamente, serán como refugio contra el viento, como cobijo ante la lluvia, como acequias que riegan en secano, como sombra de peñasco en erial. Los ojos de los que miren no se cerrarán, los oídos de los que escuchen atenderán, la mente del lanzado adquirirá sensatez, la lengua del tartamudo hablará lanzada. Ya no llamarán noble al necio, ni dirán honorable al granuja, pues el necio profiere necedades y su mente planea insensateces. Pensando en cometer infamias y diciendo estupideces del Señor, frustra el apetito del hambriento y le niega el agua al sediento. Los farsantes recurren al mal, urdiendo acciones infames para arruinar con mentiras al pobre, al desvalido que reclama su derecho. Pero el noble planea acciones nobles, y en nobles acciones se sustenta. ¡En guardia, mujeres satisfechas, disponeos a oír mi voz! ¡Vosotras, muchachas confiadas, prestad oído a mis palabras! Poco más de un año y las confiadas temblaréis, cuando veáis fracasar la vendimia y la cosecha quede frustrada. Alarmaos, satisfechas, temblad las confiadas. ¡Desvestíos, desnudaos, ceñíos la cintura! Golpeaos el pecho, lamentaos por la campiña, por la fértil viña; doleos por la tierra de mi pueblo fecunda en zarzas y cardos, por sus vecinos alegres, por la ciudad divertida. Ved: el palacio abandonado, la ciudad bulliciosa vacía, la colina y la atalaya convertidas en montón eterno de ruinas: delicia para los asnos, pastizal para rebaños. Hasta que se derrame sobre nosotros un espíritu llegado de lo alto, cuando la estepa se convierta en huerto y el huerto parezca una selva. Habitará en la estepa el derecho, la justicia se asentará en el huerto; la justicia producirá la paz, el resultado de la justicia será tranquilidad y confianza eternas. Mi pueblo habitará en plácidos pastos: confiados en sus moradas, satisfechos en sus casas, aunque sea talada la selva, aunque sea arrasada la ciudad. Dichosos los que sembráis en regadío, los que dais suelta al buey y al asno. ¡Ay de ti, devastador no devastado, traidor que no ha sido traicionado! Cuando hayas devastado te devastarán, después de traicionar serás traicionado. Piedad, Señor, que esperamos en ti; sé nuestra fuerza cada mañana, nuestra victoria en tiempo de aprieto. Tu voz atronadora ahuyenta a los pueblos, al levantarte se dispersan las naciones. Se acumulaba botín lo mismo que langosta, se lanzaban sobre él lo mismo que saltamontes. Excelso es el Señor, que habita en lo alto, colma a Sion de justicia y derecho; tus días transcurrirán en la estabilidad, sabiduría y conocimiento te darán seguridad, honrar al Señor será tu tesoro. Oíd cómo gritan los guerreros por las calles, lloran con amargura los mensajeros de paz; los caminos aparecen desiertos, han dejado de pasar caminantes. Ha roto la alianza, desprecia a los testigos, no siente respeto por nadie. El país se marchita y agosta, se amustia reseco el Líbano, el Sarón parece una estepa, desmochados Basán y el Carmelo. Ahora me levanto, dice el Señor, ahora me alzo, ahora me yergo: concebisteis paja, tamo pariréis, mi aliento como fuego os consumirá; los pueblos quedarán calcinados, quemados como cardos segados. Los de lejos escuchad lo que he hecho, los de cerca enteraos de mi valor. Temen los pecadores de Sion, un temblor paraliza a los impíos: «¿Quién de nosotros habitará un fuego devorador? ¿Quién de nosotros habitará unas brasas eternas?». El que se conduzca y hable con justicia, el que rehúse aprovecharse de la opresión; el que sacuda su mano rechazando el soborno, el que tape su oído a propuestas criminales, el que cierre sus ojos al mal. Ese habitará en la altura, refugiado en un baluarte rocoso, recibirá sin falta pan y agua. Tus ojos verán a un rey espléndido, podrán contemplar un país ilimitado. Pensarás en el terror pasado: «¿Dónde están contable y cobrador? ¿Dónde el que contaba las fortificaciones?». Ya no verás al pueblo insolente, al pueblo de lenguaje oscuro y raro, de una lengua extraña, incomprensible. Mira a Sion, ciudad de nuestras fiestas; tus ojos contemplarán Jerusalén, morada tranquila, tienda inamovible: sus estacas no serán arrancadas, sus cuerdas no serán aflojadas. Pues allí estará el Señor, que es todo poder, con nosotros, en un lugar de ríos anchísimos; no navegarán barcas de remos, no los cruzarán naves de guerra. Pues el Señor nos gobierna y da leyes, el Señor es nuestro rey victorioso. Tus maromas están tan flojas que ya no aguantan el mástil, ya no están tensas las velas. Entonces se repartirá cuantioso botín, hasta los cojos se lanzarán al saqueo. Ningún habitante dirá que está enfermo pues habrán sido perdonados los residentes en Jerusalén. Reuníos, pueblos, y escuchad; prestad atención, naciones. Escuche la tierra y sus habitantes, el mundo y todo lo que él produce. Que el Señor está airado con todos los pueblos, su cólera se dirige contra todos sus ejércitos; los va a exterminar y a entregar a la matanza. Sus muertos yacerán esparcidos, sus cadáveres difundirán hedor; los montes se empaparán con su sangre, todas las colinas se descompondrán. El cielo se enrollará como un pergamino, y todo su ejército se marchitará como se marchita la hoja de la vid, como las hojas muertas de la higuera. Blande el Señor su espada en el cielo: ved cómo la descarga sobre Edom, sobre un pueblo condenado a muerte. La espada del Señor está llena de sangre, está toda empapada de grasa, de sangre de corderos y cabritos, de grasa de vísceras de carneros. Pues el Señor celebra una matanza en Bosrá, un degüello imponente en tierra de Edom. Búfalos caerán con ellos, novillos junto con toros. Su tierra se empapará de sangre, su suelo chapoteará de grasa. Que es el día de la venganza del Señor, el año del desquite por la causa de Sion; por sus torrenteras fluirá la pez, su polvo se transformará en azufre: pez ardiente será su tierra, ni de noche ni de día se apagará, su humareda se alzará por siempre. Quedará desolada por generaciones, sin transeúntes por siempre jamás. Se instalarán allí el mochuelo y el erizo, la habitarán la lechuza y la corneja. Extenderá sobre ella el Señor cordel de caos, plomada de vacío. No habrá nobles para crear un reino, no quedará uno solo de sus príncipes. Crecerán espinos en sus palacios, cardos y ortigas en sus torreones: convertida en guarida de chacales, en terreno de crías de avestruz. Se juntarán gatos salvajes con hienas, los sátiros se llamarán entre sí; allí descansará Lilit, se hará con una guarida. Allí anidará la serpiente, pondrá e incubará sus huevos. Allí se juntarán los buitres, ninguno carecerá de compañera. Comprobadlo en el Libro del Señor, no falta ninguno de ellos, porque su boca lo ha ordenado y su aliento los ha reunido. Los ha sorteado por lotes, ha repartido a suertes el país para que lo posean siempre y lo habiten de generación en generación. ¡Que se alegren la estepa y el yermo, que exulte el desierto y florezca! ¡Como el narciso florezca sin falta, que exulte con gritos de alegría! Le darán la gloria del Líbano, la majestad del Carmelo y el Sarón; podrán ver la gloria del Señor, también la majestad de nuestro Dios. Fortaleced las manos débiles, asegurad las rodillas vacilantes; decid a los alocados: «Seguid firmes, no temáis, que viene vuestro Dios a vengaros, él os trae la recompensa y viene en persona a salvaros». Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se destaparán. Entonces saltará el cojo como el ciervo, la lengua del mudo cantará. Pues manarán aguas en la estepa, habrá torrenteras en el desierto; el páramo se convertirá en estanque, el sequedal en lugar de manantiales. La guarida donde sesteaban los chacales será lugar de cañas y de juncos. Allí habrá una calzada consagrada, que llevará por nombre Vía Sacra; no será hollada por los impuros, ni los necios caminarán por ella. No habrá por allí leones ni merodearán bestias feroces; caminarán por allí los redimidos. Volverán los rescatados del Señor y entrarán con cánticos en Sion: encabezados por eterna alegría, seguidos de fiesta y de gozo; penas y suspiros huirán. El año décimo cuarto del reinado de Ezequías, Senaquerib, rey de Asiria, atacó y conquistó todas las ciudades fortificadas de Judá. El rey de Asiria envió a su copero mayor desde Laquis con orden de trasladarse de Laquis a Jerusalén, con un importante contingente de tropas, para entrevistarse con el rey Ezequías. Al llegar, se detuvo junto a la Alberca de Arriba, en el camino del campo del Batanero. Salió a su encuentro Eliaquín, hijo de Jelcías, mayordomo de palacio, acompañado del secretario Sobná y de Joaj, hijo de Asaf, que era el canciller. El copero mayor les dijo: —Comunicad a Ezequías este mensaje del emperador, rey de Asiria: «¿En qué basas tu confianza? ¿Piensas acaso que la estrategia y el valor militar son meras palabras? ¿En quién confías para osar rebelarte contra mí? Veo que confías en Egipto, ese bastón de caña astillada que se clava y agujerea la mano de quien se apoya en él. Solo eso es el faraón, rey de Egipto, para quienes confían en él. Y si me dices que confiáis en el Señor, vuestro Dios, ¿no es ese el Dios cuyos santuarios y altares demolió Ezequías, ordenando a Judá y a Jerusalén que solo lo adoraran en este altar?». Haz, pues, una apuesta con mi señor, el rey de Asiria: te daré dos mil caballos si consigues otros tantos jinetes que los monten. ¿Cómo te atreves a rechazar a uno de los subordinados de mi señor, confiando en que Egipto te va a suministrar carros y jinetes? ¿Crees, además, que he venido a devastar este país sin el consentimiento del Señor? El Señor me ha dicho: Ataca este país y devástalo. Eliaquín, Sobná y Joaj respondieron al copero mayor: —Por favor, háblanos en arameo, que lo entendemos. No nos hables en hebreo delante de la gente que está en las murallas. Contestó el copero mayor: —¿Acaso me ha enviado mi señor a comunicar este mensaje solo a tu señor y a ti? También he de transmitirlo a la gente que está en la muralla, que acabará comiendo sus propios excrementos y bebiendo su propia orina junto contigo. Entonces el copero mayor se puso en pie y les dijo en hebreo a voz en grito: —Escuchad el mensaje del emperador, rey de Asiria; que dice esto: «No os dejéis engañar por Ezequías, pues no podrá libraros de mi mano. Que Ezequías no os haga confiar en el Señor, diciendo: “Estoy convencido de que el Señor nos salvará y no entregará esta ciudad en poder del rey de Asiria”. No hagáis caso a Ezequías, pues esto dice el rey de Asiria: “Haced la paz conmigo y rendíos a mí; de esta manera cada cual podrá seguir comiendo los frutos de su parra y de su higuera; y podrá seguir bebiendo agua de su pozo, hasta que yo vaya en persona y os lleve a una tierra como la vuestra, una tierra de grano y de mosto, una tierra de mieses y viñas”. Que no os engañe Ezequías diciendo que el Señor os librará. ¿Acaso los dioses de otras naciones las han podido librar del poder del rey de Asiria? ¿Dónde están los dioses de Jamat y de Arpad? ¿Dónde los dioses de Sefarváin? ¿Acaso fueron capaces de librar a Samaría de mi poder? Si ninguno de los dioses de esos países pudo librarlos de mi ataque, ¿pensáis que el Señor podrá librar a Jerusalén?». Ellos callaron, sin responder palabra, pues el rey había ordenado que no le respondieran. Entonces el mayordomo de palacio Eliaquín, hijo de Jelcías, junto con el secretario Sobná y el canciller Joaj, hijo de Asaf, se presentaron ante Ezequías con las ropas rasgadas y le transmitieron el mensaje del copero mayor. Cuando el rey Ezequías lo oyó, rasgó sus ropas, se vistió de sayal y fue al Templo del Señor. Al mismo tiempo envió al mayordomo de palacio, Eliaquín, al secretario Sobná y a los sacerdotes más ancianos, vestidos de sayal, a ver al profeta Isaías, hijo de Amós, y a comunicarle lo siguiente: —Esto dice Ezequías: «Vivimos hoy momentos de angustia, de castigo y de ignominia, como si el hijo fuera a nacer y la madre no tuviera fuerzas para alumbrarlo. Ojalá el Señor, tu Dios, haya escuchado las palabras del copero mayor, enviado por su amo, el rey de Asiria, para insultar al Dios vivo, y lo castigue por esas palabras que el Señor, tu Dios, ha oído. Por tu parte, intercede por el resto que aún subsiste». Los servidores del rey Ezequías fueron a ver al profeta Isaías, que les dijo: —Esto responderéis a vuestro señor: «Así dice el Señor: Que no te asusten las palabras insultantes que has oído proferir a los oficiales del rey de Asiria contra mí. Yo mismo le voy a infundir un espíritu tal que, al oír cierta noticia, tendrá que regresar a su país, donde lo haré morir a espada». Regresó el copero mayor y, al enterarse de que el rey de Asiria se había retirado de Laquis para atacar Libná, fue allí a su encuentro. Y es que el rey de Asiria había oído que Tirhacá, rey de Etiopía, se había puesto en camino para plantarle batalla. Entonces, el rey de Asiria envió nuevos emisarios a Ezequías con el siguiente mensaje: —Decid a Ezequías, rey de Judá: «Que no te engañe tu Dios, en quien confías, asegurándote que Jerusalén no caerá en poder del rey de Asiria. Seguro que has oído cómo han tratado los reyes de Asiria a todos los países que han consagrado al exterminio. ¿Y piensas que tú vas a librarte? ¿Salvaron sus dioses a las naciones que mis antepasados destruyeron, a saber: Gozán, Jarán, Resef y los habitantes de Edén, en Telasar? ¿Dónde están los reyes de Jamat, de Arpad, de Laír, de Sefarváin, de Ená y de Ivá?». Ezequías tomó la carta traída por los mensajeros y la leyó. Luego subió al Templo del Señor, la abrió ante el Señor y oró así: —Señor del universo, Dios de Israel, entronizado sobre querubines, tú solo eres el Dios de todos los reinos del mundo. Tú has creado el cielo y la tierra. Presta oído, Señor, y escucha; abre tus ojos, Señor, y mira. Escucha las palabras que ha transmitido Senaquerib, insultando con ellas al Dios vivo. Es cierto, Señor, que los reyes de Asiria han asolado todos los países y sus territorios, arrojando a sus dioses a las llamas y destruyéndolos; claro que no eran dioses, sino obra de manos humanas, fabricados con madera y piedra. Pero ahora, Señor, Dios nuestro, sálvanos de su poder para que todos los reinos de la tierra reconozcan que solo tú eres el Señor. Isaías, hijo de Amós, envió este mensaje a Ezequías: —Así dice el Señor, Dios de Israel: He escuchado la súplica que me has dirigido a propósito de Senaquerib, rey de Asiria. Y esta es la palabra que el Señor pronuncia contra él: Te desprecia y se burla de ti una simple muchacha, la ciudad de Sion; te hace mofa a tus espaldas la ciudad de Jerusalén. ¿A quién insultas e injurias? ¿Contra quién levantas tu voz, alzando altanera la mirada? ¡Contra el Santo de Israel! Por medio de tus mensajeros has insultado al Señor diciendo: «Gracias a mis carros numerosos he subido a las cumbres más altas, al corazón del Líbano; he talado sus cedros más esbeltos, sus más escogidos cipreses; me adentré en su lugar más oculto, en sus bosques más espesos. Alumbré y bebí aguas extranjeras, sequé bajo la planta de mis pies todos los ríos de Egipto». ¿Acaso no te has enterado de lo que tengo decidido hace tiempo? Lo he planeado desde antaño y ahora lo llevo a término; voy a reducir a montones de escombros todas las ciudades fortificadas. Sus habitantes, impotentes, espantados y humillados, son como hierba del campo, como césped de pastizal, como verdín de los tejados, como mies agostada antes de sazón. Sé bien si te levantas o te sientas, conozco tus idas y venidas; cuando te enfureces contra mí. Puesto que ha llegado a mis oídos tu furia y tu arrogancia contra mí, pondré mi garfio en tu nariz y mi argolla en tu hocico, y te haré volver por el camino por donde habías venido. Y esto, Ezequías, te servirá de señal: este año comeréis lo que retoñe; y el siguiente, lo que nazca sin sembrar. Pero el tercer año sembraréis y cosecharéis; plantaréis viñas y comeréis sus frutos. El resto superviviente de Judá volverá a echar raíces por abajo y a producir fruto por arriba, pues un resto saldrá de Jerusalén y habrá supervivientes en el monte de Sion. El amor apasionado del Señor del universo lo cumplirá. Por eso, así dice el Señor acerca del rey de Asiria: No entrará en esta ciudad ni disparará flechas contra ella, no la cercará con escudos ni la asaltará con rampas. Volverá por donde vino y no entrará en esta ciudad —oráculo del Señor—. Protegeré a esta ciudad para salvarla, por mi honor y el de David, mi servidor. El enviado del Señor irrumpió en el campamento asirio y mató a ciento ochenta y cinco mil soldados; al levantarse los asirios por la mañana, no había más que cadáveres. Senaquerib, rey de Asiria, levantó el campamento, regresó a Nínive y se quedó allí. Y un día, mientras estaba orando en el templo de su dios Nisroc, sus hijos Adramélec y Saréser lo asesinaron y huyeron al país de Ararat. Su hijo Asaradón le sucedió como rey. Por aquel tiempo enfermó gravemente Ezequías. El profeta Isaías, hijo de Amós, fue a visitarlo y le dijo: —Así dice el Señor: Pon en orden tus asuntos, pues vas a morir; no te curarás. Ezequías se volvió cara a la pared y oró al Señor con estas palabras: —¡Ay, Señor! Recuerda que me he comportado con fidelidad y rectitud en tu presencia, haciendo lo que te agrada. Y rompió a llorar a lágrima viva. El Señor volvió a hablar a Isaías: —Anda y di a Ezequías: «Así dice el Señor, Dios de tu antepasado David: He oído tu oración y he visto tus lágrimas. Pues bien, alargaré tu vida otros quince años. Os libraré a ti y a esta ciudad de caer en poder del rey de Asiria y seré el escudo protector de esta ciudad. Y esta será la señal de que el Señor cumplirá la promesa que te ha hecho: Haré que la sombra del sol retroceda los diez grados que ha bajado en las escaleras de Ajaz». Y la sombra del sol retrocedió los diez grados que había bajado en las escaleras. Cántico de Ezequías, rey de Judá, cuando se recuperó de su enfermedad: Yo pensé: «Ahora en la mitad de mis días he de irme a las puertas del reino de los muertos, privado del resto de mis años». Pensaba: «Ya no veré al Señor en la tierra de los vivos; ya a nadie contemplaré entre los habitantes del mundo. Desmontan mi vida y se la llevan igual que una tienda de pastores. Devanas mi vida como tejedor y cortas la trama; de la mañana a la noche acabas conmigo, mientras yo grito hasta el amanecer. Quiebras mis huesos como un león, de la mañana a la noche acabas conmigo. Estoy piando como golondrina, zureo igual que paloma; mis ojos se consumen mirando a lo alto. ¡Señor, me siento oprimido, sal fiador en mi favor!». ¿Pero qué puedo decirle si es él quien lo ha hecho? Caminaré lo que me queda de vida sumido en la amargura de mi alma. Sobreviven los que el Señor protege, y entre ellos alentará mi espíritu: tú me curas y me mantienes con vida. La amargura se me ha vuelto dicha, pues has detenido mi vida al pie de una tumba vacía: has echado a tus espaldas todas mis torpes acciones. En el reino de los muertos nadie te da gracias; tampoco la muerte te alaba, ni espera en tu fidelidad la gente que baja a la fosa. Solo la vida te da gracias, como hago yo ahora ante ti. El padre enseña a los hijos lo que es tu fidelidad. Señor, sálvame y haremos resonar las arpas todos los días de nuestra vida en el Templo del Señor. Isaías entonces dijo: —Que traigan un emplasto de higos y se lo pongan en la herida para que se cure. Intervino Ezequías: —¿Cuál es la prueba de que subiré al Templo del Señor? Por aquella época, el rey de Babilonia, Merodac Baladán, hijo de Baladán, envió cartas y un regalo a Ezequías, pues se había enterado de que había estado enfermo y se había recuperado. Ezequías se alegró, y enseñó a los embajadores el lugar donde guardaba su tesoro: la plata, el oro, los perfumes y el aceite aromático; también les mostró su arsenal y todo lo que tenía almacenado. No hubo nada en su palacio y en todos sus dominios que Ezequías no les enseñase. El profeta Isaías fue a ver al rey Ezequías y le preguntó: —¿Qué te han dicho esos hombres? ¿De dónde han venido? Ezequías respondió: —Han venido de un país lejano, de Babilonia. Isaías siguió preguntando: —¿Y qué han visto en tu palacio? Respondió Ezequías: —Han visto todo. No hay nada de mis tesoros que no les haya enseñado. Entonces Isaías dijo a Ezequías: —Escucha la palabra del Señor del universo: Llegará un día en que se llevarán a Babilonia todo lo que tienes en tu palacio y todo cuanto atesoraron tus antepasados hasta hoy; y no quedará nada, dice el Señor. También se llevarán a algunos de tus descendientes, que emplearán como siervos en el palacio del rey de Babilonia. Ezequías contestó a Isaías: —Me parece bien la palabra del Señor que me has transmitido. (Pues pensaba: al menos durante mi vida habrá paz y seguridad). Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén, anunciadle a gritos que se acabó su servidumbre, que su culpa ha sido perdonada; que ha recibido de mano del Señor doble castigo por sus extravíos. Una voz anuncia a gritos: «Preparad en el desierto un camino al Señor, allanad en la estepa una senda a nuestro Dios. Las vaguadas serán levantadas, montañas y colinas allanadas. Lo tortuoso será enderezado, lo escabroso será aplanado. Aparecerá la gloria del Señor, y todo ser vivo podrá ver que ha hablado la boca del Señor». Dice una voz: «¡Grita!». Respondo: «¿Qué he de gritar?». «Que todo ser vivo es hierba, su hermosura flor de campo. Se seca la hierba, se amustia la flor, cuando sopla sobre ellas el aliento del Señor. ¡Ciertamente como hierba es el pueblo! Se seca la hierba, se amustia la flor, permanece inmutable la palabra de nuestro Dios». Súbete a un monte encumbrado, tú que traes buenas nuevas a Sion. Alza luego con fuerza tu voz, tú que traes buenas nuevas a Jerusalén. Alza tu voz sin miedo, di a las ciudades de Judá: «Aquí tenéis a vuestro Dios. Aquí llega con fuerza el Señor Dios; su brazo le proporciona poder. Aquí llega acompañado de su salario, su recompensa le abre camino. Conduce a su rebaño como un pastor, lo va reuniendo con su brazo; lleva en su regazo a los corderos, va guiando a las que crían». ¿Quién ha medido con su mano el mar, o ha calculado a palmos el cielo, o ha metido en un celemín el polvo de la tierra? ¿Quién ha pesado los montes en la balanza o calculado en el peso las colinas? ¿Quién podrá medir el espíritu del Señor o le enseñará lo que ha de hacer? ¿De quién se aconsejó para entender, para aprender el camino de la justicia, para que le enseñara a conocer y le mostrara la senda del discernimiento? Ved lo que son las naciones: una gota que se escurre de un cubo, un grano de tierra en la balanza. Ved lo que son las islas: una mota de polvo en un peso. El Líbano no da abasto de leña, los animales no dan abasto de víctimas. Ante él nada son las naciones, las tiene por nada de nada. ¿Con quién compararéis a Dios, a qué imagen lo asemejaréis? El escultor funde un ídolo, el orfebre lo recubre de oro, le funde adornos de plata. El que es pobre de recursos elige madera incorruptible; se busca un escultor profesional que le haga una imagen consistente. ¿No lo sabéis ni lo habéis oído? ¿No os lo han dicho desde el principio? ¿No habéis llegado a entender cómo se sostiene la tierra? Él habita en el orbe terrestre (sus habitantes le parecen saltamontes), despliega el cielo como un toldo y lo extiende como tienda habitable. Él convierte en nada a los príncipes y transforma en nulidad a los gobernantes: apenas los plantan, apenas los siembran, apenas arraigan sus tallos en tierra, si sopla sobre ellos, se agostan y el vendaval los avienta como paja. ¿Con quién me compararéis? ¿Con quién me asemejaréis? —dice el Santo—. Levantad los ojos a lo alto, ved quién ha creado esas cosas: el que saca a su ejército innumerable y llama a cada cual por su nombre, tan sobrado de poder y de fuerza que no puede fallarle ninguno. ¿Por qué afirmas, Jacob, y andas diciendo, Israel: «Mi conducta está oculta al Señor, mi Dios se desentiende de mi causa»? ¿No lo sabes, no has oído que el Señor es un Dios eterno, creador de los confines de la tierra? No se cansa ni desfallece, su inteligencia es inescrutable. Da fuerza al cansado, aumenta el vigor de los débiles. Los jóvenes se cansan y se agotan, una y otra vez tropiezan los mozos; recobran, en cambio, su fuerza, los que esperan en el Señor, alzan su vuelo como las águilas; corren pero no se cansan, andan y no se fatigan. Escuchadme, islas, en silencio; pueblos, esperad mi reprensión. Que se acerquen y entonces hablaremos, comparezcamos juntos a juicio. ¿Quién lo ha suscitado por oriente y le ofrece la victoria a cada paso, pone a su alcance a las naciones y le somete a sus reyes? Su espada los reduce a polvo, su arco los avienta como paja; los persigue y avanza seguro, y ni tocan sus pies el camino. ¿Quién lo ha hecho y realizado? El que llama al futuro desde el principio. Yo soy el Señor, el primero; y estaré presente con los últimos. Las islas lo contemplan temerosas, tiemblan los confines de la tierra; ya se acercan, ya están aquí. Cada cual ayuda a su compañero, y dice al de al lado: «Ánimo». El escultor anima al orfebre, el forjador al que golpea el yunque; le dice: «Va bien la soldadura», y la sujeta bien fuerte con clavos. Y tú, Israel, siervo mío, tú, Jacob, mi elegido, estirpe de mi amigo Abrahán, a quien tomé del confín de la tierra, a quien llamé de lejanas regiones; a quien dije: Tú eres mi siervo; te he elegido, no te he rechazado. No temas, que estoy contigo; no te angusties, que soy tu Dios. Te doy fuerza y voy a ayudarte, te sostiene mi diestra salvadora. Mira: se retraen avergonzados todos los que se afanan contra ti; en nada quedarán, perecerán todos los que pleitean contigo. Buscarás pero no encontrarás a la gente que te anda provocando; en nada quedarán, sin valor, todos los que te hacen la guerra. Porque yo, el Señor tu Dios, soy quien te toma de la mano, quien te dice: Nada temas, porque yo soy tu auxilio. No temas, gusanito de Jacob; no te angusties, cosita de Israel; te voy a auxiliar —oráculo del Señor—. Tu redentor es el Santo de Israel. Voy a convertirte en trillo cortante, en trillo nuevo, lleno de dientes. Trillarás, triturarás montañas, reducirás a paja las colinas; los aventarás, el viento los dispersará, el torbellino los arrebatará consigo. Pero tú te alegrarás en el Señor, te gloriarás del Santo de Israel. En vano los pobres buscan agua, la sed reseca su lengua. Yo, el Señor, les respondo; como Dios de Israel, no los abandono. Abriré canales en cumbres peladas, fuentes en medio de los valles; transformaré la estepa en estanque, la tierra desierta en manantiales. Llenaré la estepa de cedros, de acacias, mirtos y olivos; plantaré en el desierto cipreses, y a la vez olmos y abetos. Para que así vean y entiendan, y a la vez se fijen y aprendan que lo ha hecho la mano del Señor, lo ha creado el Santo de Israel. Presentad vuestra causa, dice el Señor, aducid vuestras pruebas, dice el Rey de Jacob; que se acerquen y nos digan lo que va a suceder. Decidnos cómo fue el pasado y prestaremos atención; anunciadnos el futuro y lo reconoceremos cuando llegue; predecid los signos del futuro y sabremos que sois dioses. Haced algo, bueno o malo, y que todos lo veamos admirados. Mas vosotros no sois nada, vuestras obras son vacío; es detestable elegiros como dioses. Del norte he suscitado a uno que está llegando; de oriente lo llamo por su nombre: pisoteará príncipes como barro, como pisa un alfarero la arcilla. ¿Quién lo dijo de antemano para que lo supiéramos por adelantado, para que asintiéramos diciendo: «Es cierto»? Pero nadie lo cuenta ni lo explica, y nadie escucha vuestras palabras. Lo he anunciado primero en Sion, he enviado un heraldo a Jerusalén. Miré, pero a nadie vi, ni un consejero entre ellos que pudiese responder a mi pregunta. Son todos pura nadería, sus obras un cero a la izquierda, viento y nulidad sus estatuas. Este es mi siervo, a quien sostengo, mi elegido, en quien me complazco. Lo he dotado de mi espíritu, para que lleve el derecho a las naciones. No gritará ni alzará la voz, ni se hará escuchar por las calles. No romperá la caña ya quebrada, ni apagará la llama que aún vacila; proclamará el derecho con verdad. No desfallecerá ni se quebrará, hasta que implante el derecho en la tierra, en las islas que esperan su enseñanza. Así dice Dios, el Señor, que ha creado y desplegado el cielo, que ha establecido la tierra y su vegetación, que ha dado aliento a la gente que hay en ella, vida a cuantos se mueven por ella: Yo, el Señor, te llamo con amor, te tengo asido por la mano, te formo y te convierto en alianza de un pueblo, en luz de las naciones; para que abras los ojos a los ciegos y saques a los presos de la cárcel, del calabozo a los que viven a oscuras. Yo soy el Señor, así me llamo, y no cedo a nadie esa gloria, ni ese honor a los ídolos. Como ya se ha cumplido lo antiguo, voy a anunciar cosas nuevas; antes de que germinen os lo digo. Cantad al Señor un cántico nuevo, llegue su alabanza a los confines de la tierra; lo ensalce el mar y cuanto hay en él, las islas y los que habitan en ellas. Exulten la estepa y sus poblados, las aldeas donde habita Quedar; griten alegres los que moran en Selá, aclamen desde las cimas de los montes; reconozcan la gloria del Señor, proclamen su alabanza en las islas. El Señor sale como un guerrero, excita su ardor como un soldado; lanza el grito, el alarido de guerra, se muestra valiente ante sus enemigos. Por mucho tiempo he callado, me contenía en silencio; pero, igual que parturienta, grito, resuello y jadeo. Secaré montes y cerros, agostaré su verdor; de sus ríos haré un yermo, secaré sus humedales. Guiaré a los ciegos por rutas que ignoran, los encaminaré por sendas desconocidas; convertiré a su paso la tiniebla en luz, transformaré lo escabroso en llanuras. Todo esto haré, sin dejar nada. Retrocederán llenos de vergüenza todos los que confían en los ídolos, los que dicen a simples estatuas: «Vosotros sois nuestros dioses». Vosotros, sordos, escuchad; ciegos, mirad con atención. ¿Quién es ciego, sino mi siervo?, ¿quién sordo, sino mi enviado? ¿Quién es ciego, sino mi elegido?, ¿quién sordo, sino el siervo del Señor? Mucho has visto, pero no has hecho caso; oías muy bien, pero no escuchabas. El Señor, por su justicia, se propuso engrandecer y exaltar su propósito; pero es un pueblo saqueado y despojado, atrapados todos en cuevas, detenidos todos en mazmorras, convertidos en botín, sin salvación, en despojo, sin que nadie lo reclame. ¿Quién de vosotros prestará oído, escuchará con atención el futuro? ¿Quién entregó a Jacob como botín y dio a Israel a los saqueadores? ¿Acaso no pecamos contra el Señor? Rehusaron caminar por sus sendas, no escucharon sus indicaciones; así que derramó sobre Israel su cólera, la violencia de la guerra; lo incendiaba y no comprendía, lo quemaba y no hacía caso. Y ahora, así dice el Señor, el que te ha creado, Jacob, el que te ha formado, Israel: No temas, que te he rescatado, te llamo por tu nombre y eres mío. Si cruzas las aguas estoy contigo, si pasas por ríos no te hundirás; si pisas ascuas no te quemarás, la llama no te abrasará. Pues yo soy el Señor, tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador. Entregué a Egipto para rescatarte, a Etiopía y Sabá en tu lugar, pues eres precioso a mis ojos, muy importante, y te quiero. Entregaré tierras en tu lugar, naciones por salvar tu vida. No temas, que estoy contigo. Traeré de oriente a tus hijos, desde occidente te reuniré. Al norte diré: «¡Dámelos!», y al sur: «¡No los retengas!». Trae a mis hijos desde lejos, a mis hijas del confín de la tierra; a los que son llamados con mi nombre, a los que he creado para mi gloria, a los que he formado y he hecho. Saca al pueblo ciego, aunque tiene ojos, a esos sordos, aunque tienen oídos. Que se reúnan todos los pueblos, que se junten todas las naciones. ¿Quién de ellos puede decir esto, hablarnos de cosas pasadas? Que traigan sus testigos y se justifiquen, que sean oídos y se diga: «Es cierto». Vosotros sois mis testigos —oráculo del Señor—, mi siervo, a quien he elegido, para que comprendáis y creáis en mí, para que entendáis que yo soy. Antes de mí no fue formado ningún dios, y ninguno habrá después de mí. Yo, yo soy el Señor; no hay salvador fuera de mí. Yo lo predije, yo salvé y lo hice saber, sin que tuvierais un dios extranjero. Y vosotros sois mis testigos —oráculo del Señor—. Yo soy Dios, desde siempre lo soy, y no hay quien libre de mi mano. ¿Quién puede cambiar lo que hago? Así dice el Señor, vuestro redentor, el Santo de Israel: Por vosotros envío gente contra Babilonia y arranco los cerrojos de vuestra prisión; la alegría de los caldeos cambia en llanto. Yo soy el Señor, vuestro Santo, el creador de Israel, vuestro rey. Así dice el Señor que abre un camino en el mar, una senda en aguas caudalosas; que pone en acción carros y caballos, ejército y valientes a una: caen para no levantarse, se apagan, se extinguen como mecha. No recordéis lo pasado, no penséis en lo de antes. Pues voy a hacer algo nuevo; ya brota, ¿no lo sentís? Abriré un camino en la estepa, pondré arroyos en el desierto; me honrarán las bestias del campo, chacales y crías de avestruz. Llenaré de agua la estepa, pondré arroyos en el desierto para que beba mi pueblo, mi elegido, este pueblo que formé para mí; él proclamará mi alabanza. No me has invocado, Jacob, te cansaste de mí, Israel. No me trajiste ovejas en holocausto ni me honraste con tus sacrificios; no te obligué a servirme ofrendas ni te cansé exigiéndote incienso; no me compraste caña aromática ni me saciaste con la grasa de tus ofrendas. Al contrario, me agobiaste con tus pecados y llegaste a cansarme con tus culpas. Yo, soy yo quien borra tus crímenes y decido no acordarme de tus pecados. Aduce tus razones y discutamos, dilas, si quieres ser absuelto. Tu padre fue el primero en pecar, tus guías se rebelaron contra mí. Por eso dejé sin honra a los jefes del santuario, entregué a Jacob al exterminio y expuse a Israel a la ignominia. Y ahora escucha, Jacob, siervo mío, Israel, a quien he elegido. Así dice el Señor, tu Hacedor, que te formó en el vientre y te auxilia: No temas, Jacob, siervo mío, Jesurún, a quien he elegido. Voy a derramar agua en secano, arroyos regarán la paramera; derramaré mi espíritu en tu linaje, mi bendición llegará a tus retoños; crecerán como hierba regada, como sauces junto a la corriente. Uno dice: «Pertenezco al Señor»; otro se pondrá el nombre de Jacob; este escribirá en su brazo: «Del Señor»; aquel se pondrá de nombre Israel. Así dice el Señor, rey de Israel, su redentor, el Señor del universo: Yo soy el primero y el último, no hay Dios fuera de mí. ¿Quién es como yo? Que lo diga, que lo proclame y lo exponga ante mí. ¿Quién anunció el futuro de antemano? Que nos digan lo que va a suceder. No tengáis miedo ni temáis, ¿no lo anuncié y lo dije hace tiempo? Y vosotros sois mis testigos: ¿Acaso hay Dios fuera de mí? Yo no conozco ninguna otra Roca. Los que fabrican ídolos no valen nada, sus dioses predilectos en nada aprovechan. Sus fieles testigos nada pueden ver, nada sienten y quedan defraudados. ¿Quién hace un dios o funde una imagen que no va a servir para nada? Todos sus amigos quedarán defraudados, pues los artífices solo son humanos. Si se juntan y comparecen todos, quedarán avergonzados y asustados. El herrero corta el metal, después lo trabaja en las brasas, le va dando forma con el mazo, lo trabaja con brazo vigoroso. Acaba hambriento y exhausto, pasa sed y siente fatiga. El carpintero aplica la regla, dibuja la imagen con punzón, la trabaja con gubia y compás; le da figura de hombre, igual que una imagen humana, destinada a habitar una casa. Corta madera de cedro, escoge una encina o un roble, elige entre los árboles del bosque. Planta un pino, que crece con la lluvia y sirve de leña a la gente; usa una parte para calentarse o también para cocer el pan. Pero fabrica un dios y lo adora, hace una imagen y la reverencia. Quema una mitad en el fuego, asa carne en la lumbre y se sacia; se calienta y dice: «¡Qué bien; qué caliente delante del hogar!». Con el resto fabrica un dios, que luego adora y reverencia, y le pide con una oración: «Sálvame, que eres mi dios». No saben nada ni entienden, son sus ojos incapaces de ver, sus mentes no saben comprender. Es incapaz de pensar, carece de conocimiento y de criterio para decir: «He quemado la mitad en el fuego, he cocido pan en las brasas, he asado carne y he comido; ¿haré del resto algo abominable? ¿me postraré ante un tronco de árbol?». Esta gente se apacienta de ceniza, la ilusión de su mente los hace delirar; son incapaces de salvarse reconociendo que es pura mentira lo que tienen en su mano. Acuérdate de esto, Jacob, de que eres mi siervo, Israel. Te he formado y eres mi siervo, Israel, no te olvidaré. Como niebla disipé tus rebeldías, igual que una nube tus pecados. Vuelve a mí, que te he redimido. Alégrate, cielo, que ha actuado el Señor; aclamad jubilosas, simas de la tierra. Prorrumpan los montes en alegría, el bosque y los árboles que contiene. El Señor ha rescatado a Jacob, despliega su gloria en Israel. Así dice el Señor, tu redentor, el que te ha formado desde el vientre: Yo soy el Señor, creador de todo, que extendió él solo los cielos que afianzó la tierra sin ayuda; que frustra los augurios de los adivinos, que hace desvariar a los agoreros; que hace retroceder a los sabios y convierte en ignorancia su saber; que confirma la palabra de sus siervos y cumple el consejo de sus mensajeros. El que dice de Jerusalén: «será habitada»; y de las ciudades de Judá: «serán reconstruidas, pondré en pie de nuevo sus ruinas»; el que dice al abismo: «Aridece, voy a secar tus corrientes»; el que llama a Ciro: «pastor mío»: él llevará a cabo mis propósitos, ordenará la reconstrucción de Jerusalén y la instalación de los cimientos del Templo. Así dice el Señor de su ungido, de Ciro, a quien llevo de la mano: Someteré ante él a las naciones, desceñiré los lomos de los reyes, abriré ante él las puertas, los portones no le resistirán. Caminaré delante de ti, te iré allanando el camino, romperé las puertas de bronce, quebraré los cerrojos de hierro. Te daré tesoros ocultos, riquezas bien escondidas, y reconocerás que soy el Señor, aquel que te llama por tu nombre, el Dios de Israel. Por mi siervo Jacob, por mi elegido Israel, te llamé por tu nombre, te concedí este honor aunque no me conocías. Yo soy el Señor, no hay otro; no hay Dios fuera de mí. Te ciño como guerrero, aunque no me conoces, para que sepan en oriente y occidente que no hay nadie fuera de mí. Yo soy el Señor, no hay otro: el que hace la luz y crea la tiniebla, el que opera la paz y crea la desgracia. Yo, el Señor, hago todo esto. Deja, cielo, caer tu rocío; lloved, nubes, la justicia; ábrase la tierra y brote la salvación, que junto con ella germine la justicia. Yo, el Señor, hago todo esto. ¡Ay de quien pleitea con su artífice no siendo más que un cacharro! ¿Dice el barro al alfarero: «¿qué haces?», o lo acusa su obra diciendo: «¿dónde está tu habilidad?»? ¡Ay de quien dice a un padre: «¿qué engendras?»; o a la esposa: «¿qué estás dando a luz?»! Así dice el Señor, el Santo de Israel, su creador: ¿Tenéis algo que decir de mis hijos? ¿Me instruiréis sobre la obra de mis manos? Yo he hecho la tierra y he creado en ella al ser humano; mis propias manos tendieron el cielo, di instrucciones a todo su ejército. Yo lo he suscitado para salvar, voy a allanar todos sus caminos; él reconstruirá mi ciudad, liberará a mis deportados sin pedir dinero ni rescate, dice el Señor del universo. Así dice el Señor: La riqueza de Egipto, el comercio de Etiopía y los sabeos, gente de elevada estatura, pasarán a ti y serán tuyos; tras de ti marcharán encadenados, ante ti se postrarán y dirán suplicantes: «En ti está Dios, y no hay otro, no hay ningún otro Dios». Sí, tú eres un Dios invisible, Dios y salvador de Israel. Quedan defraudados y avergonzados, abochornados los que fabrican ídolos. Pero el Señor salva a Israel con una victoria permanente. No se sentirán defraudados ni avergonzados nunca jamás. Así dice el Señor, el que creó el cielo y es Dios, el que hizo y modeló la tierra; el que la afianzó y no la creó vacía, sino que la hizo habitable: Yo soy el Señor, no hay otro. No he hablado a escondidas, en un lugar oscuro de la tierra; no dije a los hijos de Jacob que me buscaran en el vacío. Yo soy el Señor, y digo la verdad; anuncio las cosas que son justas. Reuníos, venid, acercaos todos, supervivientes de las naciones. Nada saben los que llevan su ídolo de madera, los que rezan a un dios incapaz de salvar. Hablad, traed pruebas, deliberad todos juntos. ¿Quién anunció esto desde antaño, quién predijo esto desde siempre? ¿No fui yo, el Señor? No hay dios fuera de mí; soy un Dios justo y salvador y no hay otro aparte de mí. Volveos a mí y os salvaré, confines todos de la tierra, pues yo soy Dios, no hay otro. Lo juro por mí mismo, de mi boca sale la verdad, una palabra que no se desdice; ante mí se doblará toda rodilla, por mí jurará toda lengua. Se dirá: «Ciertamente en el Señor están la salvación y el poder». Y se le acercarán avergonzados los que se enardecían contra él. En el Señor se gloriarán victoriosos todos los hijos de Israel. Bel se ha caído, Nebo se desploma; son sus estatuas carga para animales, llevadas a cuestas por bestias cansadas. Se desploman y caen a la vez, no pueden salvar a quien los carga, ellos mismos van al destierro. Escuchadme, casa de Jacob, resto de la casa de Israel, que os llevé desde el seno materno, que os transporté desde el vientre: hasta que seáis viejos seré el mismo, hasta que seáis ancianos os sostendré; os he llevado y os llevaré, os sostendré y os salvaré. ¿A quién me compararéis e igualaréis, me asemejaréis y asimilaréis? Los que sacan oro de la bolsa y pesan plata en la balanza contratan un orfebre que les haga un dios, se postran ante él y hasta lo adoran. Lo levantan y lo llevan a hombros; si lo dejan en el suelo, allí queda incapaz de moverse de su sitio; le piden ayuda y no responde, a nadie libera de su angustia. Recordad esto y avergonzaos, tenedlo en cuenta, rebeldes; recordad el pasado lejano. Yo soy Dios, no hay otro; yo soy Dios, nadie como yo. Anuncio el futuro desde el principio, de antemano lo que no ha sucedido; hago que se mantengan mis decisiones, llevo a cabo todo lo que quiero. Llamo al ave de presa desde oriente, desde lejos al hombre que he elegido. Lo dije y lo llevaré a cabo, lo decidí y lo realizaré. Escuchadme, pusilánimes los que os creéis lejos de la salvación: muy pronto os salvaré, mi victoria ya no tardará; concederé la victoria a Sion, mi gloria al pueblo de Israel. Siéntate humillada en el polvo, capital de Babilonia; siéntate en tierra, destronada, capital de los caldeos, que no volverán a llamarte «la fina y delicada». Toma la muela y muele la harina, quítate el velo y regázate el vestido, muestra tus muslos y cruza los ríos; enseña tu desnudez, que vean tus vergüenzas. Me vengaré de forma despiadada, dice nuestro redentor, el que se llama Señor del universo, el Santo de Israel. Siéntate en silencio, entre tinieblas, capital de los caldeos, que no volverán a llamarte «señora de los reinos». Me irrité contra mi pueblo y profané mi heredad: en tus manos la entregué, la trataste sin piedad; sometiste al anciano cruelmente a tu yugo. Creías que ibas a ser señora para siempre; pero no pensaste en esto, no sospechaste el final. Pues ahora escucha, lasciva, tú que vives confiada, que dices en tu interior: «Yo sola y ninguno más; ni viuda voy a vivir ni me quedaré sin hijos». Pero ambas cosas vendrán, de repente, en un solo día: acabarás sin hijos y viuda; todo eso te sobrevendrá, por mucho que multipliques tus hechizos, a pesar de tus poderosas brujerías. Confiabas en tu maldad y decías: «No hay nadie que me vea»; pero tu destreza y tu saber han acabado por extraviarte. Decías en tu interior: «Yo sola y nadie más»; mas te llega una desgracia que no sabrás conjurar; te caerá encima un desastre que no podrás evitar; te vendrá de forma inesperada una catástrofe imprevista. Persiste en tus brujerías, en tus muchos sortilegios, que te han ocupado desde joven; quizá saques provecho, quizá inspires terror. Estás harta de tantos consejeros; que vengan ahora y te salven los que hacen mapas astrales, los que observan las estrellas, y cada luna predicen lo que te va a suceder. Se han convertido en paja y el fuego los ha quemado; y no han librado su vida del alcance de las llamas: no eran brasas para calentarse ni hogar donde buscar reparo. Así acabó la gente con la que traficabas, los mercaderes que tratabas desde joven: uno tras otro se desvanecen, no tienes a nadie que te salve. Escuchad esto, casa de Jacob, los que lleváis el nombre de Israel, los que salís de las entrañas de Judá, los que juráis en nombre del Señor e invocáis al Dios de Israel, pero sin verdad ni sinceridad, aunque apeláis a la ciudad santa y os apoyáis en el Dios de Israel, que se llama Señor del universo. Hace tiempo que predije lo pasado, de mi boca salió y lo anuncié, de improviso lo hice y sucedió. Ya sé que eres obstinado, que tienes cerviz de hierro, que tu frente es como el bronce; por eso lo predigo de antemano, antes de que suceda lo anuncio, para que no digas: «Lo han hecho mis ídolos; lo han mandado mis dioses de leño y metal». Mira ahora todo lo que oíste, ¿acaso no piensas contarlo? Desde ahora te anuncio cosas nuevas, escondidas, que aún no conoces; ahora son creadas, no son viejas; hasta hoy no oíste nada de ellas. Así no dirás: «Ya lo sabía». Ni lo oíste mencionar ni lo sabías, pues no estaba aún abierto tu oído bien sé yo lo pérfido que eres, rebelde te llaman desde el seno materno. Por amor de mi nombre retraso mi cólera, por mi honor me contengo para no aniquilarte. Te he purificado, aunque no como plata, te he probado en el crisol de la desgracia. Por mí, por mí mismo lo hago, pues no quiero que deshonren mi nombre ni cedo mi gloria a los demás. Escúchame, Jacob, Israel, a quien llamé: Yo soy, yo soy el primero y también soy el último. Sí, mi mano fundó la tierra, y mi diestra extendió el cielo; si les doy una orden se presentan juntos. Reuníos todos y escuchad: ¿Quién de vosotros predijo estas cosas? El Señor lo ama y él [Ciro] hará su voluntad en Babilonia, entre los hijos de los caldeos. Yo mismo he hablado y lo he llamado, lo he traído y triunfará su misión. Acercaos a mí, escuchad esto: Nunca he hablado a escondidas, desde que algo sucede estoy presente. Y ahora el Señor Dios me ha enviado y su espíritu… Así dice el Señor, tu redentor, el Santo de Israel: Yo soy el Señor, tu Dios, te educo para tu provecho, te guío por el camino que has de seguir. Si hubieras escuchado mis mandatos, tu plenitud discurriría como un río, tu prosperidad como las olas del mar; tu descendencia sería como la arena, los retoños de tu vientre como sus granos. No permitiré que sea aniquilado ni destruido tu nombre ante mí. Salid de Babilonia, huid de los caldeos. Contadlo con alborozo, proclamad todo esto, difundid la noticia hasta el confín de la tierra. Decid: «El Señor ha rescatado a su siervo Jacob». No tuvieron sed cuando iban por el desierto; agua de la roca les dio para beber; hendió la roca y brotó agua. No hay paz para el malvado, —dice el Señor. Escuchadme, costas remotas, atended, pueblos lejanos. Ya en el vientre me llamó el Señor, en el seno materno pronunció mi nombre. Hizo de mi boca espada afilada, me ocultó al amparo de su mano; hizo de mí una flecha puntiaguda, me puso dentro de su aljaba. Me dijo: Tú eres mi siervo, Israel, en ti va a resplandecer mi gloria. Pero yo pensaba: «En vano he trabajado, en viento y por nada he malgastado mis fuerzas»; sin embargo, mi causa la llevaba el Señor, mi recompensa dependía de mi Dios. Y ahora así dice el Señor, que me hizo su siervo ya en el vientre, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel (fui valioso a los ojos del Señor, mi Dios fue mi fuerza): Es muy poco que seas mi siervo para restaurar a las tribus de Jacob y reconducir al resto de Israel. Voy a hacerte luz de las naciones para que llegue mi salvación hasta el confín de la tierra. Así dice el Señor, redentor y Santo de Israel, al que ha sido despreciado y aborrecido de las naciones, al esclavo de los opresores: Los reyes lo verán y se pondrán de pie, los príncipes se postrarán humillados, a causa del Señor, que es fiel, del Santo de Israel, que te ha elegido. Así dice el Señor: Te he respondido en el momento adecuado, te he auxiliado el día de la victoria; te formo, te convierto en alianza del pueblo, para que restaures el país y repartas heredades devastadas; para que digas a los prisioneros: «Salid», y a los que están en tinieblas: «Apareced». Pastarán por todos los caminos, tendrán pasto en todas las dunas. No pasarán hambre ni sed, no los herirá el calor del sol; pues los guía el compasivo, los conduce junto a manantiales. Convertiré los montes en camino, elevaré el nivel de los senderos. Mirad, ya llegan de lejos: unos del norte y del oeste, otros del país de Siene. Festéjalo, cielo; alégrate, tierra. Estallad, montes, en aclamaciones, que el Señor consuela a su pueblo, tiene compasión de sus desgraciados. Decía Sion: «Me ha dejado el Señor, mi Dios se ha olvidado de mí». ¿Se olvida una madre de su criatura, deja de amar al hijo de sus entrañas? Pues aunque una madre se olvidara, yo jamás me olvidaré. Aquí estás, tatuada en mis palmas, tengo siempre a la vista tus murallas; quienes te reconstruyen se dan más prisa que aquellos que te destruyeron; los que te asolaban se alejan de ti. Alza en torno tus ojos y mira, todos se reúnen y vienen a ti. Juro por mi vida —oráculo del Señor— que todos serán adorno de tus vestidos, te ceñirás con ellos como una esposa. Cuando se alejen de ti los que te devoraban, tus ruinas, tus escombros y tu tierra devastada resultarán estrechos para sus moradores. Oirás decir de nuevo a los hijos que dabas por perdidos: «Este sitio es estrecho para mí, dame más espacio para vivir». Y dirás para tus adentros: «¿Quién me ha engendrado a estos? Yo era estéril y sin hijos, exiliada y expulsada; ¿quién me ha criado a estos? Si había quedado sola, ¿de dónde han salido estos?». Así dice el Señor Dios: Haré señas con mi mano a las naciones, levantaré mi estandarte a los pueblos, y traerán en brazos a tus hijos, a tus hijas subidas al hombro; sus reyes serán tus tutores, sus princesas serán tus nodrizas; se echarán rostro en tierra ante ti, lamerán el polvo de tus pies; y sabrás que yo soy el Señor, que no defraudo a los que esperan en mí. ¿Se le puede quitar al guerrero su presa? ¿Puede un prisionero huir del poderoso? Pues así dice el Señor: Pueden quitarle el prisionero al guerrero o la presa puede huir del poderoso, pero seré yo quien defienda tu causa, yo seré quien salve a tus hijos. Haré comer su propia carne a tus opresores, se embriagarán de su sangre como de licor, y todo ser vivo deberá reconocer que soy el Señor, tu salvador, tu redentor, el Fuerte de Jacob. Así dice el Señor: ¿Dónde está el acta de divorcio según la cual repudié a vuestra madre? ¿A cuál de mis acreedores os he vendido como esclavos? Por vuestras culpas fuisteis vendidos, solo por vuestras rebeldías fue repudiada vuestra madre. ¿Por qué cuando vengo no hay nadie, llamo y ninguno responde? ¿Es pequeña mi mano para redimir, o no tengo fuerza para salvaros? Solo con un grito seco el mar, convierto los ríos en desierto, y muertos de sed por falta de agua, se pudren todos sus peces. Yo visto el cielo de negro, lo cubro con vestido de luto. El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo, para saber dar al cansado una palabra de estímulo. Por la mañana estimula mi oído para que escuche como un discípulo. El Señor Dios me ha abierto el oído y yo no me he rebelado, ni le he vuelto la espalda. Ofrecí mi espalda a los que me azotaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba; y no me tapé la cara cuando me insultaban y escupían. Pero el Señor Dios es mi ayuda, por eso no sentía los insultos; por eso endurecí mi cara como piedra, sabiendo que no quedaría defraudado. Mi defensor está cerca, ¿quién pleiteará conmigo? Comparezcamos juntos. ¿Quién me quiere acusar? Que se acerque a mí. Si tengo al Señor Dios como ayuda, ¿quién podrá condenarme? Ved a todos desgastados como ropa, la polilla los ha ido devorando. ¿Quién de entre vosotros respeta al Señor? ¿Quién hace caso a la voz de su siervo? El que ande entre tinieblas sin un rayo de luz, que confíe en el nombre del Señor, que se apoye en su Dios. En cuanto a vosotros, brasas ardientes, portadores de teas incendiarias, sed pasto de vuestro propio fuego, de las teas que habéis encendido. Todo esto es obra de mi mano, yaceréis entre tormentos. Escuchadme, los que anheláis la salvación, los que andáis buscando al Señor. Mirad la piedra de donde os tallaron, la cantera de donde os sacaron. Mirad a Abrahán, vuestro padre, a Sara, que os trajo al mundo; era uno solo cuando lo llamé, pero lo bendije y multipliqué. El Señor consuela a Sion, consuela a todas sus ruinas; transformará su desierto en Edén, su desolación en jardín del Señor; en ella habrá gozo y alegría, acciones de gracias y cantos. ¡Escúchame, pueblo mío! ¡Prestadme atención, gente mía! Sale de mí una instrucción, mis normas son luz de los pueblos. En breve aparecerá mi victoria, está en camino mi salvación, mi brazo gobernará a los pueblos, las islas me están esperando, confiadas en mi brazo poderoso. Levantad los ojos al cielo, bajad la mirada a la tierra: el cielo se disipa como niebla, la tierra se desgasta como ropa, sus habitantes mueren como moscas; pero mi salvación es para siempre, mi victoria no se agotará. Escuchadme, los que conocéis la salvación, pueblo mío, a quien instruyo: no temáis las afrentas humanas, no tengáis miedo a los ultrajes: los consumirá la polilla como ropa, los comerán los gusanos como lana; pero mi victoria es para siempre, mi salvación no se agotará. ¡Despierta, brazo del Señor, despierta y revístete de fuerza! Despierta como en los días de antaño, como en aquellas antiguas generaciones. ¿No fuiste tú quien destrozó a Rahab, quien traspasó al Dragón del mar? ¿No fuiste tú quien secó el mar, las aguas abismales del océano? ¿El que abrió una senda en el fondo del mar para que cruzaran por ella los rescatados? Los redimidos del Señor volverán, llegarán cantando a Sion, precedidos de eterna alegría, seguidos de júbilo exultante; se acabaron penas y aflicciones. Yo soy, yo, quien os consuela. ¿Por qué has de temer a un simple mortal, a alguien que se consume como hierba? Olvidaste al Señor, que te hizo, aquel que desplegó los cielos, que puso los cimientos de la tierra. Tenías miedo de continuo al ataque furioso del opresor, cuando se preparaba para arrasar. ¿Dónde está la furia del opresor? Se aprestan a soltar al prisionero; no acabará muerto en la fosa, no andará escaso de pan. Yo soy el Señor, tu Dios, que agito el mar y braman sus olas; mi nombre es Señor del universo. Pongo mis palabras en tu boca, te oculto al amparo de mi mano para extender el cielo y cimentar la tierra, para decir a Sion: «Mi pueblo eres tú». ¡Espabila, Jerusalén, espabila y ponte en pie! Ya has bebido de manos del Señor la copa de su cólera, ya apuraste hasta el fondo el cáliz que aturde. No hay nadie capaz de guiarla de entre todos los hijos que engendró; nadie que la tome de la mano de entre todos los hijos que crio. Te han venido este par de desgracias, ¿quién hará duelo por ti? Ruina y quebranto, hambre y espada, ¿quién te podrá consolar? Tus hijos yacen extenuados a la vuelta de todas las esquinas, lo mismo que un ciervo en la red; traspasados por la ira del Señor, por el grito furibundo de tu Dios. Escucha, pues, esto, desdichada, borracha, mas no de vino. Así dice tu Señor, tu Dios, defensor de su pueblo: Voy a retirar de tu mano la copa que aturde; no volverás a beber el cáliz de mi cólera. Lo pondré en manos de tus verdugos, de aquellos que solían decirte: «Túmbate para que pasemos»; y ponías tu espalda como suelo, como calle para los transeúntes. ¡Despierta, Sion, despierta y revístete de poder! Ponte tu traje de gala, Jerusalén, ciudad santa; que ya no entrarán en ti incircuncisos e impuros. ¡Sacúdete el polvo y ponte en pie, Jerusalén cautiva! Suelta las correas de tu cuello, Sion, capital cautiva, pues así dice el Señor: Si por nada fuisteis vendidos, sin rescate seréis liberados. Porque así dice el Señor Dios: Al principio mi pueblo bajó a Egipto, para habitar allí como forastero, y después Asiria lo oprimió sin motivo. Y ahora —oráculo del Señor Dios—, ¿qué tengo que ver yo en esto: en que se lleven a mi pueblo por nada? Sus dirigentes lanzan gritos de protesta —oráculo del Señor— y continuamente, a diario, ultrajan mi nombre. Por eso mi pueblo reconocerá mi nombre aquel día, sabrá que soy yo el que afirma: «Aquí estoy». ¡Qué grato es oír por los montes los pies del que trae buenas nuevas, que proclama la paz y el bienestar, que lanza el pregón de la victoria, que dice a Sion: «Tu Dios es rey»! Tus vigías lo proclaman a gritos, lanzan vítores a coro, pues ven con sus propios ojos que el Señor vuelve a Sion. Cantad a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor se compadece de su pueblo, que ha rescatado a Jerusalén. El Señor muestra su poder a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria que trae nuestro Dios. ¡Salid de Babilonia, salid! No toquéis lo que es impuro; salid de ella ya purificados, llevando solo el ajuar del Señor. No saldréis a toda prisa, no escaparéis en desbandada, pues el Señor irá a la cabeza, y en retaguardia el Dios de Israel. Veréis a mi siervo triunfar, exaltado, sumamente enaltecido. Así como muchos se espantaban de él al verlo tan desfigurado, sin aspecto de persona, con una figura sin rasgos humanos, así asombrará a pueblos numerosos. Los reyes, ante él, cerrarán la boca, al ver lo que nadie les contó, al descubrir lo que no habían oído. ¿Quién se fio de lo que decíamos? ¿A quién se reveló el poder del Señor? Fue creciendo ante el Señor como un brote, como raíz en tierra de secano, sin aspecto atrayente, sin lozanía. Despreciado y rechazado por la gente, sometido a dolores, habituado al sufrimiento, ante el cual todos se tapan la cara; lo despreciamos y no hicimos caso de él. De hecho cargó con nuestros males, soportó nuestros dolores, y pensábamos que era castigado, herido por Dios y humillado. Pero fue herido por nuestras faltas, triturado por nuestros pecados; aguantó el castigo que nos salva, con sus heridas fuimos curados. Todos íbamos errantes como ovejas, cada cual por su propio camino, y el Señor cargó sobre él las culpas de todos nosotros. Era maltratado, humillado, pero él no abría su boca: era como cordero arrastrado al sacrificio, como oveja que va a ser esquilada. Detenido sin defensa ni juicio, ¿quién se ocupó de su suerte? Fue arrancado de la tierra de los vivos, herido por la rebeldía de mi pueblo. Dispusieron su tumba entre malvados, lo enterraron entre ricos. Aunque nunca cometió violencia ni su boca profirió mentiras, el Señor quiso machacarlo con males. Por entregar su vida como ofrenda expiatoria, verá su descendencia, vivirá muchos años, por su mano triunfará el designio del Señor. Después del sufrimiento verá la luz, el justo se saciará de su conocimiento. Mi siervo hará justos a muchos, pues cargó con los pecados de ellos. Le daré a todos en posesión, tendrá como botín una multitud, pues expuso su vida a la muerte y fue contado entre los rebeldes, cargó con las culpas de muchos e intercedió por los rebeldes. Alégrate estéril, que no concebías; grita de júbilo, tú que no parías, pues tiene más hijos la abandonada que la casada, dice el Señor. Amplía el espacio de tu tienda, despliega sin reparo tus lonas; alarga tus cuerdas, afianza tus clavijas, pues vas a extenderte a derecha e izquierda: tus hijos heredarán naciones, repoblarán ciudades desiertas. No temas, no serás defraudada, no te apures, no te afrentarán. Olvidarás la vergüenza de tu mocedad, no recordarás la afrenta de tu viudez. Pues tu esposo será tu Creador, su nombre es Señor del universo; tu redentor será el Santo de Israel, llamado Dios de toda la tierra. Como a esposa abandonada y afligida te volverá a llamar el Señor, pues no podrá ser repudiada la esposa de la juventud, —dice tu Dios—. Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te acogeré; en un arrebato de cólera te oculté por un momento mi rostro, pero te quiero con amor eterno dice tu redentor, el Señor. Me ocurre como en tiempos de Noé, cuando juré que las aguas del diluvio no inundarían otra vez la tierra: juro ahora no encolerizarme ni volver de nuevo a amenazarte. Aunque se muevan las montañas y se vengan abajo las colinas, mi cariño por ti no menguará, mi alianza de paz se mantendrá dice el Señor, que te quiere. ¡Ciudad abatida, zarandeada y desconsolada! Yo mismo recompondré tus piedras sobre azabache, reimplantaré tus cimientos sobre zafiros; te pondré almenas de esmeralda, tus puertas serán de rubíes, tu muralla de piedras preciosas. Yo instruiré a tus constructores, será grande la paz de tus hijos; tu bienestar estará asegurado. Alejada de la angustia, nada temerás; el terror no se te acercará. Si alguien te asedia, no contará conmigo; si alguien te ataca, caerá frente a ti. Pues yo he creado al herrero que atiza las brasas al rojo para forjar las armas apropiadas; pero he creado también al que las usa para destruir; no tendrá, pues, éxito ninguna arma esgrimida contra ti, y podrás vencer en juicio a cualquiera que pleitee contra ti. Esta es la herencia de los siervos del Señor, esta es la victoria que por mí alcanzarán —oráculo del Señor. Vosotros, sedientos, venid por agua, venid también los que no tenéis dinero. Comprad grano y comed de balde, leche y vino que no cuestan nada. ¿Por qué gastáis en lo que no es comida? ¿Por qué os fatigáis en lo que no sacia? Escuchadme atentos y comeréis bien, Saborearéis manjares deliciosos; prestad atención e id tras de mí, escuchad y vuestra vida progresará. Pactaré con vosotros alianza eterna, la promesa firme que hice a David. Lo nombré testigo para los pueblos, soberano y preceptor de naciones. Llamarás a un pueblo que no conoces, correrá a ti un pueblo que no te conoce, porque yo soy el Señor, tu Dios, el Santo de Israel, que te honra. Buscad al Señor mientras es posible encontrarlo, invocadlo mientras está cercano; que el malvado abandone sus proyectos y la persona inicua sus planes; que se convierta al Señor misericordioso, a nuestro Dios, rico en perdón. Mis planes no son vuestros planes, mi proyecto no es vuestro proyecto —oráculo del Señor—. Cuanto se alza el cielo sobre la tierra, así se alzan mis proyectos sobre los vuestros, así superan mis planes a vuestros planes. Como bajan la lluvia y la nieve del cielo y no vuelven sin antes empapar la tierra, preñarla de vida y hacerla germinar, para que dé simiente al que siembra y alimento al que ha de comer, así será la palabra que sale de mi boca, no volverá a mí sin cumplir su cometido, sin antes hacer lo que me he propuesto: será eficaz en lo que la he mandado. Saldréis con alegría, guiados en paz; montes y colinas clamarán a vuestro paso, los árboles del campo os irán aplaudiendo. En lugar de espinos crecerán cipreses, en lugar de ortigas brotarán los mirtos. Y servirá de renombre al Señor, de señal indestructible y eterna. Así dice el Señor: Observad lo prescrito, practicad lo que es recto, que mi salvación pronto llegará y mi victoria se va a manifestar. Dichosa la persona que obra así, el mortal que se aferra a ello, que observa el sábado sin profanarlo, que se guarda de obrar el mal. Que no diga el extranjero que se ha entregado al Señor: «El Señor me excluye de su pueblo»; y que no diga el eunuco: «Aquí estoy, como árbol seco». Porque así dice el Señor: A los eunucos que observan mis sábados, que deciden cumplir mis deseos y se aferran con fuerza a mi alianza, les concedo en mi Templo y mi ciudad un apellido memorable, mejor que hijos e hijas; les daré un renombre perpetuo, que nadie podrá destruir. A los extranjeros entregados al Señor, que le rinden culto y aman su nombre, que quieren entregarse a su servicio, que observan el sábado sin profanarlo, que se aferran con fuerza a mi alianza, los traeré a mi monte santo, tomarán parte en las fiestas celebradas en mi casa de oración. Sus holocaustos y sus sacrificios serán bien recibidos en mi altar, pues mi Templo es casa de oración, así lo llamarán todos los pueblos. Oráculo del Señor Dios, que reúne a los dispersos de Israel: Todavía volveré a reunir a otros con los que están ya reunidos. ¡Fieras del campo, venid a comer; [venid] fieras todas de la selva! Sus guardianes están ciegos, no se dan cuenta de nada; todos, como perros mudos, ya no saben ni ladrar; los vigilantes se tumban, habituados a dormir; son también perros voraces, que no conocen la hartura. Y hasta sus mismos pastores no saben ni entienden nada; todos siguen su camino, todos van tras su provecho: «Venid, que voy por vino, vamos a hartarnos de licor; mañana será como hoy, habrá provisión de sobra». Desaparece el honrado sin que nadie lo perciba; los fieles son eliminados sin que nadie se dé cuenta. Aunque sucumba ante el mal, el justo entrará en la paz; descansarán en su lecho los que proceden con honradez. Acercaos, engendros de bruja, hijos de prostituta. ¿De quién os burláis abriendo la boca, sacando la lengua? ¿No sois acaso hijos ilegítimos, criaturas bastardas? Os calentáis entre robles, bajo todo árbol frondoso; degolláis niños en torrentes, al abrigo de grutas rocosas. Heredarás las rocas del torrente, ellas serán lo que te toque. Derramaste en su honor libaciones, por ellas ofreciste sacrificios, ¿y piensas que tendré compasión? A un monte alto, elevado, fuiste a instalar tu cama, y allí solías subir a ofrecer tus sacrificios. Tras la puerta, en la jamba, colgabas tu amuleto; olvidada de mí, te desnudabas, subías a tu lecho haciendo sitio. Hiciste tratos con ellos, te gustaba tenerlos en el lecho y contemplar así su desnudez. Prodigabas ungüento a Moloc, multiplicabas tus perfumes, enviabas lejos a tus mensajeros, los hacías bajar al reino de los muertos. De tanto andar te cansabas, pero no decías: «Es inútil»; reponías fuerzas y continuabas sin cansarte. ¿Quién te preocupaba? ¿A quién temías para traicionarme? No te acordabas de mí ni me tenías presente. ¿Quizá porque siempre me callaba acabaste perdiéndome el respeto? Denunciaré tu proceder, tus malas acciones de nada te servirán. ¡Grita, a ver si te salvan tus ídolos! Serán todos presa del viento, serán arrebatados por un soplo. Pero quien se acoja a mí heredará el país, recibirá en herencia mi monte santo. ¡Allanad el camino, allanadlo y dejadlo expedito! Quitad obstáculos del camino de mi pueblo. Pues esto dice el Alto y Excelso, el que vive por siempre, de nombre Santo: Yo habito en las alturas sagradas, pero miro por humildes y abatidos, para reanimar el espíritu abatido, para reanimar el corazón humillado. No estaré siempre con pleitos, no me irritaré de continuo, pues ante mí sucumbiría el espíritu, el hálito de vida que he creado. Por su culpa me enojé un momento, lo herí y me oculté irritado, pero siguió obstinado en su camino; yo soy testigo de sus andanzas. Pero lo sanaré compadecido, lo recompensaré con consuelos; y a los que hacen duelo con él crearé en sus labios este canto: «Paz, paz al lejano y al cercano dice el Señor, voy a sanarlo». En cuanto a los malvados, son como mar revuelto, a quien nadie puede devolver la calma; tienen sus aguas tintas de fango y de barro. «No hay paz para el malvado», dice mi Dios. Grita incansable, bien fuerte, deja oír tu voz como trompeta, denuncia a mi pueblo sus delitos, a la casa de Jacob sus descarríos. Día a día consultan mi oráculo, desean conocer mis intenciones, como gente que practica la justicia, que no abandona el mandato de su Dios. Me piden que haga justicia, desean la cercanía de Dios: «¿Para qué ayunamos si no nos miras, nos mortificamos y no te das cuenta?». Porque el día de ayuno buscáis vuestro interés y sois implacables con vuestros sirvientes. Ayunáis, sí, pero entre pleitos y disputas, repartiendo puñetazos sin piedad. No ayunéis como hacéis ahora, si queréis que se oiga en el cielo vuestra voz. ¿Creéis que es este el ayuno que deseo cuando uno decide mortificarse: que mueva su cabeza como un junco, que se acueste sobre saco y ceniza? ¿A esto llamáis ayuno, día agradable al Señor? Este es el ayuno que deseo: abrir las prisiones injustas, romper las correas del cepo, dejar libres a los oprimidos, destrozar todos los cepos; compartir tu alimento con el hambriento, acoger en tu casa a los vagabundos, vestir al que veas desnudo, y no cerrarte a tus semejantes. Entonces brillará tu luz como la aurora, tus heridas se cerrarán enseguida, tus buenas acciones te precederán, te seguirá la gloria del Señor. Entonces llamarás al Señor y responderá, pedirás socorro y dirá: «Aquí estoy». Si apartas los cepos de en medio de ti, si no delatas acusando en falso; si partes tu comida con el hambriento y sacias el hambre del indigente, entonces brillará tu luz en la tiniebla, tu oscuridad será igual que el mediodía. El Señor será siempre tu guía, saciará tu hambre en el desierto, hará vigoroso tu cuerpo, serás como un huerto regado, como un manantial de aguas cuyo cauce nunca se seca. Volverás a levantar viejas ruinas, cimientos desolados por generaciones; te llamarán reparador de brechas, repoblador de lugares ruinosos. Si te abstienes de comerciar en sábado, de negociar en mi día santo; si llamas al sábado tu delicia y lo consagras a honrar al Señor; si lo honras sin pensar en tus asuntos, sin buscar tu interés y tus negocios, entonces te deleitarás en el Señor, te llevaré a las alturas de la tierra, te haré gustar la herencia de tu padre Jacob. Ha hablado la boca del Señor. No es tan corta la mano del Señor que no pueda salvar; tampoco su oído es tan duro que no pueda oír; son vuestros pecados los que crean un abismo entre vosotros y vuestro Dios; son vuestros delitos los que hacen que oculte su rostro y no os oiga, por no veros ni oíros. Están vuestras manos repletas de crímenes, vuestros dedos tintos en sangre, vuestros labios hablan en falso, vuestra lengua musita maldades. Nadie recurre a la justicia, nadie pleitea con lealtad; se basan en naderías y dicen falsedades, se preñan de injusticia y paren maldad. Incuban huevos de serpiente, tejen telas de araña; quien come de sus huevos, muere; si los abren, sale una víbora. Lo que tejen no sirve de vestido, con lo que fabrican, no te puedes cubrir; sus acciones son todas criminales, sus manos perpetran violencia. Sus pies caminan deprisa hacia el mal, se apresuran a derramar sangre inocente; sus proyectos son proyectos inicuos, en sus sendas abundan azote y destrucción. No conocen el camino de la paz, carecen de derecho sus senderos; caminan por sendas tortuosas, quien las pisa desconoce la paz. Por eso tenemos lejos el derecho, no ha llegado a nosotros la justicia; esperábamos luz y estamos a oscuras, claridad, y andamos en tinieblas. Palpamos como ciegos la pared, como invidentes andamos a tientas; trompicamos a mediodía como si fuera de noche; rebosamos salud y parecemos muertos. Todos gruñimos como osos, zureamos igual que palomas. Esperábamos derecho, ¡y nada!, salvación, y la tenemos lejos. Nuestros delitos contra ti son muchos, nuestros pecados testifican contra nosotros; nuestros crímenes siempre nos acompañan, y conocemos bien nuestras culpas: rebelarnos y renegar del Señor, dejar de seguir a nuestro Dios; hablar de opresiones y revueltas, urdir palabras engañosas. Y queda marginado el derecho, la justicia permanece alejada, pues tropieza en las calles la lealtad, la honradez no sabe abrirse paso. La lealtad brilla por su ausencia, quien se aparta del mal es despojado. El Señor ha visto disgustado que ya no existe el derecho; ha visto asombrado que nadie pone remedio. Así que ha decidido poner en juego su poder, apoyarse en su propia justicia: como coraza se ha vestido la justicia, como casco se ha puesto la salvación; se ha vestido con ropas de venganza, se ha ceñido el manto de la cólera. Pagará a cada cual conforme a sus obras, furia a sus adversarios, afrenta a sus enemigos; las islas recibirán el pago de sus acciones. Y temerán en occidente el nombre del Señor, en oriente respetarán su gloria, pues vendrá como torrente impetuoso, impulsado por el aliento del Señor. Pero vendrá como redentor a Sion, a los arrepentidos de la casa de Jacob —oráculo del Señor. Por mi parte, esta es mi alianza con ellos, dice el Señor: el espíritu que derramé sobre ti y las palabras que puse en tu boca, no desaparecerán de tu boca, ni de la boca de tus descendientes, ni de la boca de los descendientes de tus descendientes. Lo dice el Señor desde ahora y para siempre. ¡Álzate radiante, que llega tu luz, la gloria del Señor clarea sobre ti! Mira: la tiniebla cubre la tierra, negros nubarrones se ciernen sobre los pueblos, mas sobre ti clarea la luz del Señor, su gloria se dejará ver sobre ti; los pueblos caminarán a tu luz, los reyes al resplandor de tu alborada. Alza en torno tus ojos y mira, todos vienen y se unen a ti; tus hijos llegan de lejos, a tus hijas las traen en brazos. Entonces lo verás radiante, tu corazón se ensanchará maravillado, pues volcarán sobre ti las riquezas del mar, te traerán el patrimonio de los pueblos. Te cubrirá una multitud de camellos, de dromedarios de Madián y de Efá. Llegan todos de Sabá, trayendo oro e incienso, proclamando las gestas del Señor. Traerán para ti rebaños de Quedar, te regalarán carneros de Nebayot; aceptaré que los inmolen sobre mi altar, y así engrandeceré mi glorioso Templo. ¿Quiénes son esos que vuelan como nubes, que se dirigen como palomas a su palomar? Navíos de las islas acuden a mí, en primer lugar las naves de Tarsis, para traer a tus hijos de lejos, cargados con su plata y con su oro, para glorificar al Señor, tu Dios, al Santo de Israel que te honra. Extranjeros levantarán tus muros, sus reyes estarán a tu servicio; cierto que te herí en mi cólera, pero ahora te quiero complacido. Tus puertas estarán siempre abiertas, no se cerrarán ni de noche ni de día, para traerte las riquezas de los pueblos, que vendrán guiados por sus reyes. El pueblo y el reino que no te sirvan acabarán en ruinas, serán desolados. A ti acudirá la pompa del Líbano, cipreses, abetos y pinos juntos, para dar prestancia a mi santa morada: así honraré el estrado de mis pies. Vendrán a ti, humillados, los hijos de quienes te oprimían; te honrarán postrados a tus plantas todos los que te despreciaban; te llamarán Ciudad del Señor, la Sion del Santo de Israel. En lugar de estar abandonada, despreciada, sin habitantes, te convertiré en orgullo de los siglos, gozo de generaciones y generaciones. Mamarás la leche de los pueblos, mamarás de los pechos de reyes, y sabrás que yo, el Señor, te salvo; que tu redentor es el Fuerte de Jacob. En lugar de bronce, te traeré oro, en lugar de hierro, te traeré plata, en lugar de madera, bronce, y hierro en lugar de piedras. Te pondré como gobernante la paz, la justicia será quien te dirija. Ya no habrá violencia en tu tierra, ni exterminio ni destrucción dentro de tus fronteras; llamarás a tu muralla «Victoria» y dirás a tus puertas «Alabanza». Ya no será el sol tu luz durante el día, ni el resplandor de la luna te alumbrará, pues será el Señor tu luz para siempre, tu Dios te servirá de resplandor; tu sol ya no se pondrá y tu luna no menguará, pues será el Señor tu luz para siempre y se habrá cumplido tu tiempo de luto. Todos los de tu pueblo serán justos, poseerán la tierra a perpetuidad: ellos son el brote que planté, la obra que realicé para mi gloria. El pequeño acabará siendo mil, el más joven un pueblo potente. Yo, el Señor, no tardaré en cumplir todo esto a su tiempo. El espíritu del Señor Dios me acompaña, pues el propio Señor me ha ungido, me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones destrozados, a proclamar la libertad a los cautivos, a gritar la liberación a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor y un día de venganza de parte de nuestro Dios; a dar consuelo a los que están de luto, a cubrirlos de honor en lugar de polvo, de perfume de fiesta en lugar de penas, de traje festivo en lugar de abatimiento. Los llamarán «robles fruto de la justicia», plantío para gloria del Señor. Reconstruirán las ruinas antiguas, reedificarán los escombros de antaño, renovarán las ciudades devastadas, los escombros abandonados por generaciones. Se verán extraños pastoreando vuestro ganado, extranjeros trabajarán vuestros campos y viñas, y a vosotros os proclamarán sacerdotes del Señor, os llamarán servidores de nuestro Dios. Os haréis con la riqueza de las naciones, sus posesiones pasarán a vuestras manos. A cambio de su vergüenza doblada, hecha de ultrajes y de oprobio, poseerán doble recompensa en su tierra, serán felices para siempre. Yo, el Señor, amo la justicia, detesto el pillaje y el crimen; les daré cumplida recompensa, haré con ellos una alianza eterna. Sus hijos serán famosos entre las naciones, sus vástagos entre todos los pueblos. Todos los que los vean reconocerán que son la estirpe bendita del Señor. Reboso de dicha en el Señor, me alegro animoso en mi Dios, que me ha puesto un vestido de fiesta, me ha envuelto en un manto de victoria, como un novio que se pone la corona, como novia que se viste sus atuendos. Igual que la tierra produce sus renuevos, lo mismo que germinan brotes en un jardín, así hace germinar el Señor Dios la liberación y el canto de triunfo ante todos los pueblos. Por amor de Sion no callaré, no descansaré por Jerusalén, hasta que irradie su justicia como luz y arda como antorcha su salvación. Verán las naciones tu prosperidad, los reyes contemplarán tu grandeza, y te pondrán un nombre nuevo, designado por la boca del Señor. Serás corona de honor en mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán «Abandonada», ni dirán a tu tierra «Desolada», pues te llamarán «Querida mía», dirán a tu tierra «Desposada»; pues el Señor te quiere a ti y tu tierra tendrá ya marido. Como un joven se casa con su novia, así te desposa quien te construyó; la alegría del novio por su novia es la alegría de tu Dios por ti. Sobre tus muros, Jerusalén, he apostado centinelas; ni de día ni de noche permanecen en silencio. Los que se lo recordáis al Señor, no os toméis descanso alguno; no deis descanso al Señor hasta que la consolide, hasta que haga de Jerusalén tema de alabanza en la tierra. Lo ha jurado el Señor solemnemente, levantando su brazo poderoso: no daré otra vez tu trigo para que lo coman tus enemigos; no beberán extranjeros tu mosto, que tantos trabajos te costó. Lo comerán los cosechadores y alabarán al Señor; lo beberán los vendimiadores en mis santos atrios. Pasad, pasad por las puertas, señalad al pueblo el camino; allanad, allanad la calzada, dejadla bien despedregada; izad una enseña a los pueblos. El Señor proclama un mensaje hasta el confín de la tierra: Decid a la ciudad de Sion: «ya está aquí tu Salvador; con él llega su recompensa, viene precedido de su premio». Los llamarán «Pueblo del Santo», les dirán «Rescatados del Señor», y a ti te llamarán «Anhelada», te dirán «Ciudad no abandonada». ¿Quién es ese que llega de Edom, de Bosrá, con vestido enrojecido, ese con ropas elegantes, que avanza henchido de poder? Soy yo, que proclamo lo justo, que tengo poder para salvar. ¿Por qué están rojos tus vestidos y tu ropa se parece a la de quien pisa en el lagar? Yo solo he pisado en el lagar, sin la ayuda de ningún otro pueblo; los pisé encendido de cólera, los estrujé henchido de furor. Su sangre salpicó mi ropa, me manché todos mis vestidos. Este es el día en que voy a vengarme, ha llegado el año en que voy a liberar. Miraba buscando un ayudante, extrañado de que nadie me apoyase, pero mi brazo me sirvió de ayuda y conté con el apoyo de mi cólera. Pisoteé pueblos enfurecido, embriagué a todos con mi cólera, esparciendo por tierra su sangre. Voy a recordar los favores del Señor, voy a cantar sus alabanzas, lo que hizo por nosotros el Señor, sus muchos beneficios a Israel; lo que hizo lleno de compasión, conforme a su gran misericordia. Dijo: Son ellos mi pueblo, hijos que no defraudarán. Y fue para ellos salvador en todos sus peligros. No usó mensajeros ni enviados, él en persona los salvó; llevado de su amor y compasión, él mismo los rescató; los liberó y cargó con ellos todos los días de antaño. Pero ellos acabaron rebelándose, afligieron su santo espíritu; y él se convirtió en su enemigo, e hizo la guerra contra ellos. Se acordaron de los días de antaño, de los tiempos de Moisés y su pueblo: ¿Dónde está el que los sacó del mar, junto con el pastor de su rebaño? ¿Dónde el que su santo espíritu infundió en su interior? ¿Dónde el que puso su glorioso poder al servicio del brazo de Moisés; el que hendió las aguas ante ellos creándose fama perpetua; el que los condujo por el fondo del mar, como caballos por la estepa, sin tropezar, como animales que descienden al valle? El espíritu del Señor los guió hasta su lugar de descanso. Así condujiste a tu pueblo, ganándote fama y honor. Mira atento desde el cielo, desde tu santa y gloriosa mansión. ¿Qué es de tu celo y tu valor, de tu inmensa ternura y compasión? No la reprimas, que eres nuestro padre, pues Abrahán no sabe quiénes somos e Israel no ha llegado a conocernos. Tú eres el Señor, nuestro padre, desde siempre te llamas «Redentor». ¿Por qué nos dejas, Señor, apartarnos de tus caminos? ¿por qué permites que no te respete nuestro duro corazón? Vuélvete a nosotros, tus siervos, a las tribus que forman tu heredad. ¿Por qué los malvados conculcaron tu santidad y nuestros enemigos pisotearon tu santuario? Somos gente a quien hace tiempo ya no guías, sobre quienes ya no se invoca tu nombre. ¡Ah, si rasgases el cielo y bajases! Los montes se fundirían ante ti, como sarmientos pasto de las llamas, como agua que el fuego consume al hervir. Así sabrán tus enemigos quién eres y temblarán ante ti las naciones, cuando hagas prodigios inesperados y, al bajar, los montes se fundan ante ti. Nunca hemos tenido noticia de ello: jamás nadie ha visto ni escuchado que fuera de ti haya un Dios que favorezca así a quien espera en él. ¡Ah, si encontraras a alguien que practicase con gozo la justicia, que tuviera en cuenta tus proyectos! Pero te has irritado porque fallamos, borra nuestra culpa y nos salvaremos. Todos somos como gente impura, valemos lo que ropa contaminada; todos nos marchitamos como hojarasca, nuestra culpa nos arrastra como el viento. No hay quien invoque tu nombre, ni se desvele por aferrarse a ti. Nos has ocultado tu rostro y nos has abandonado a nuestras culpas. Pero tú, Señor, eres nuestro padre, nosotros el barro y tú el alfarero; todos somos obra de tus manos. No te excedas, Señor, en tu cólera, no te acuerdes siempre de la culpa; ten en cuenta que somos tu pueblo. Tus santas ciudades son un desierto: Sion está desierta, Jerusalén desolada. Nuestro santo Templo, nuestro orgullo, en el que te alabaron nuestros padres, ha sido consumido por las llamas; nuestras cosas más queridas han quedado convertidas en ruinas. ¿Callarás, Señor, viendo todo esto? ¿Seguirás afligiéndonos en silencio? Yo ofrecía respuesta a quienes no preguntaban, me dejaba encontrar por quienes no me buscaban. Yo decía: «Aquí estoy, aquí estoy» a un pueblo que no invocaba mi nombre. Todo el día extendía mis manos en dirección a un pueblo rebelde, que llevaba un camino equivocado, siempre detrás de sus caprichos; un pueblo que me andaba provocando cara a cara, sin descanso, que sacrificaba en jardines sagrados, que ofrecía incienso sobre ladrillos, que frecuentaba cuevas sepulcrales y pernoctaba dentro de las grutas, que comía carne de puerco, con caldo impuro en sus platos, que decía: «No te acerques, no me toques, que estoy consagrado». Todo esto enciende mi cólera, como un fuego que arde sin parar. Lo tengo todo escrito, a la vista, y no pararé hasta haceros pagar vuestras culpas y las de vuestros padres —dice el Señor—. Quemaban incienso en los cabezos, en las colinas me ofendían. Por eso tengo calculada su paga y tendrán que cargar con ella. Así dice el Señor: Si aparece un racimo con zumo, se dice: «No dejéis que se pierda, parece que promete buen vino»; pues lo mismo haré con mis siervos, no dejaré que todos se pierdan. Sacaré descendientes de Jacob, de Israel quien herede mis montes; los poseerán quienes yo elija, allí se instalarán mis siervos. Será el Sarón aprisco de ovejas, el valle de Acor, establo de vacas, para los de mi pueblo que me busquen. Pero a quienes abandonasteis al Señor, a los que olvidasteis mi monte santo, a los que preparabais la mesa a Gad y hacíais ofrendas a Mení, yo os destino a la espada; os encorvaréis para ser degollados. Pues llamé y no respondisteis, os hablé y no me escuchasteis, hicisteis el mal que detesto y elegisteis lo que no me gusta. Por eso, así dice el Señor Dios: Veréis a mis siervos comer, mientras vosotros pasáis hambre; veréis a mis siervos beber, mientras vosotros pasáis sed; veréis a mis siervos de fiesta, mientras vosotros andáis abochornados; veréis a mis siervos cantar con corazón satisfecho; pero vosotros gritaréis con corazón atormentado, aullaréis con el espíritu quebrantado. Prestaréis a mis elegidos vuestro nombre, que les servirá para maldecir así: «Que el Señor Dios te dé muerte, como a ellos». Pero a mis siervos se les dará otro nombre. El que quiera parabienes en el país, el Dios veraz los recibirá; el que quiera jurar en el país, lo hará por el Dios veraz. Se olvidarán los apuros de antaño, quedarán ocultos a mis ojos, pues voy a crear un nuevo cielo, junto con una nueva tierra. No rememorarán lo de antaño, ya no será recordado; al contrario, alegraos y gozad sin límites por lo que voy a crear. En efecto, voy a crear una Jerusalén que sea todo gozo, con una población llena de alegría. Saltaré de júbilo por Jerusalén, sentiré alegría por mi pueblo; no se oirán llantos en ella, ni gritos pidiendo socorro. Ya no habrá niños en ella que mueran a los pocos días; ni adultos que no alcancen una cumplida madurez. Será joven quien muera a los cien años, y maldito quien no los alcance. Construirán viviendas y las habitarán, plantarán viñas y comerán su fruto; no construirán para que otros habiten, no plantarán para que otros se alimenten. Mi pueblo durará lo que duren sus plantíos, mis elegidos disfrutarán del fruto de su trabajo. No trabajarán para que todo se malogre, no tendrán hijos para verlos morir, pues serán semilla bendita del Señor, y lo mismo sus retoños junto con ellos. Antes de que me llamen responderé, estarán aún hablando y los escucharé. Juntos pastarán el lobo y el cordero, el león, como la vaca, paja comerá, [la serpiente se alimentará de polvo]. No habrá maldad ni destrucción en todo mi monte santo —dice el Señor. Así dice el Señor: El cielo es mi trono, la tierra, el escabel de mis pies. ¿Qué templo vais a construirme, o qué lugar donde pueda residir? Todo eso lo ha hecho mi mano, y así es como todo existió —oráculo del Señor—. En el pobre pongo mis ojos, en el abatido que respeta mis palabras. Hay quien inmola un toro y también mata a un ser humano; hay quien sacrifica una oveja y también desnuca a un perro; hay quien presenta una ofrenda y también sangre de cerdo; quien ofrece un memorial de incienso y quien bendice a un dios cualquiera. Pues si ellos eligieron su camino, complacidos en sus abominaciones, yo también elegiré sus castigos, les traeré lo que más los espanta, pues llamé y nadie respondió, les hablé y no me escucharon, hicieron el mal que detesto y eligieron lo que no me gusta. Escuchad la palabra del Señor, vosotros que tembláis ante ella. Dicen vuestros hermanos, que os odian, que os detestan a causa de mi nombre: «Que el Señor muestre su gloria y veremos en qué para vuestro gozo». ¡Pues van a quedar confundidos! Una voz atronadora sale de la ciudad, una voz que procede del Templo; es la voz del Señor que retribuye, que da su merecido a sus enemigos. Sin tener contracciones, ya había dado a luz; antes de venirle los dolores, ha dado vida a un varón. ¿Quién oyó algo semejante, quién ha visto cosa igual? ¿Se puede engendrar un país en un día, o dar a luz a un pueblo de una vez? Pues apenas sintió los dolores, Sion dio a luz a sus hijos. Si soy yo quien abre la matriz, ¿no seré quien haga dar a luz? —dice el Señor—. Y si soy quien hago dar a luz, ¿voy acaso a cerrarle el paso? —dice tu Dios—. ¡Festejad a Jerusalén, alegraos por ella, todos los que la amáis; gozad con su gozo los que os dolíais por ella! Para mamar hasta hartaros del consuelo de sus pechos; para apurar con delicia sus ubres bien repletas. Pues así dice el Señor: Voy a dirigir hacia ella la paz, igual que un río; como un torrente crecido, la riqueza de los pueblos. Mamaréis mecidos en los brazos, acariciados sobre las rodillas; como a un niño consolado por su madre, así pienso yo consolaros. Al verlo, se alegrará vuestro corazón, florecerán vuestros huesos como prado. El Señor mostrará su poder a sus siervos, y lanzará su cólera contra sus enemigos. Ved al Señor, que llega como fuego, con sus carros igual que el torbellino; descargará enfurecido su cólera, lanzará su bramido entre llamas. El Señor va a juzgar con fuego, con su espada a todo viviente, y hará morir a muchos el Señor. La gente que se consagra y purifica para entrar en los jardines sagrados siguiendo al sacerdote que preside, los que comen carne de cerdo, de ratas y animales asquerosos, todos a una perecerán junto con sus acciones y proyectos. En cuanto a mí, voy a reunir a todas las naciones y lenguas, que llegarán y contemplarán mi gloria. Les pondré una señal y enviaré a algunos de sus supervivientes a las naciones: a Tarsis, Put, Lud, Masac, Túbal, Javán y las islas lejanas, que no conocen mi fama ni han visto mi gloria, y hablarán de mi gloria entre las naciones. Y traerán de todas las naciones, como ofrenda al Señor, a todos vuestros hermanos, montados en caballos, en carros y en literas, sobre mulos o dromedarios; los traerán a Jerusalén, mi monte santo —dice el Señor—, del mismo modo que traen los israelitas su ofrenda en una vasija pura al Templo del Señor. Elegiré a algunos de ellos como sacerdotes o levitas dice el Señor. Del mismo modo que el nuevo cielo y la nueva tierra que voy a hacer perdurarán ante mí, así perdurará vuestra descendencia y vuestro apellido. Luna nueva tras luna nueva y sábado tras sábado, vendrá todo viviente a postrarse ante mí —oráculo del Señor—. Cuando salgan del Templo podrán contemplar los cadáveres de aquellos que se rebelaron contra mí, pues su gusano no muere y su fuego no se extingue. Y serán un espanto para todos los vivientes. Palabras de Jeremías, hijo de Jelcías, uno de los sacerdotes de Anatot, en territorio de Benjamín. Le llegó la palabra del Señor en tiempos de Josías, hijo de Amón, rey de Judá, el año décimo tercero de su reinado. También le llegó en tiempos de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá, hasta el final del año undécimo de Sedecías, hijo de Josías, rey de Judá; hasta la deportación de Jerusalén en el mes quinto. Me llegó la palabra del Señor en estos términos: —Antes de formarte yo en el vientre, ya te conocía; antes de que salieras de las entrañas maternas, te consagré profeta y te destiné a las naciones. Respondí: —Ay, Señor mi Dios. ¡Pero si no sé ni hablar; soy muy joven! Me contestó el Señor: —No digas que eres joven. Irás a todos los sitios adonde yo te envíe y dirás todo lo que te ordene. No les tengas miedo, pues estoy contigo para defenderte —oráculo del Señor. El Señor alargó su brazo, me tocó en la boca y me dijo: —He puesto mis palabras en tu boca. Mira, hoy mismo te doy poder sobre naciones y reinos, para arrancar y arrasar, para destruir y demoler, para construir y plantar. El Señor me dirigió la palabra en estos términos: —¿Qué ves, Jeremías? Respondí: —Veo una rama de almendro. Añadió el Señor: —Has visto bien. Pues yo también vigilo para que se cumpla mi palabra. Por segunda vez me dirigió el Señor su palabra en estos términos: —¿Qué ves? Respondí: —Veo un caldero hirviendo, con sus bordes inclinados del lado del norte. El Señor me dijo: —El desastre se precipitará desde el norte sobre todos los habitantes del país, pues pienso citar a todos los clanes y reinos del norte —oráculo del Señor. Vendrán y pondrán su sitial a la entrada de las puertas de Jerusalén, en torno a todas sus murallas y en todas las ciudades de Judá. Expondré mis cargos contra ellos, por el mal que hicieron olvidándome, quemando incienso a otros dioses, adorando a las obras de sus manos. Y tú, disponte a pelear, puesto en pie les dirás todo lo que yo te ordene. Y no les tengas miedo, o seré yo el que te intimide. Mira, te he convertido desde hoy en plaza fuerte, serás columna de hierro, igual que muro de bronce, enfrentado a todo el país: a los reyes y príncipes de Judá, sacerdotes y pueblo de la tierra. Te atacarán, pero no te vencerán, pues estoy contigo para ayudarte —oráculo del Señor. Me llegó la palabra del Señor en estos términos: Vete y proclama lo siguiente a oídos de Jerusalén: Esto dice el Señor: Recuerdo el cariño de tu juventud, el amor que me tenías de prometida: seguías mis pasos por el desierto, por tierra donde nadie siembra. Israel estaba consagrado al Señor, era el fruto primero de su cosecha; quienes comían de él, sufrían las consecuencias, el castigo se cernía sobre ellos —oráculo del Señor. Escuchad la palabra del Señor, casa de Jacob, familias todas de la casa de Israel. Así dice el Señor: ¿Qué culpa encontraron en mí vuestros antepasados, qué maldad para alejarse de mí? Se fueron detrás de naderías y acabaron siendo una nada. No preguntaron: «¿Dónde está el Señor, que nos hizo subir de Egipto, que nos fue guiando por la estepa, por terrenos desérticos y quebrados, por terrenos áridos y tenebrosos, por terrenos que nadie atraviesa, por terrenos donde nadie reside?». Os guié a una tierra de huertos, para comer sus frutos deliciosos, pero al entrar contaminasteis mi tierra, hicisteis mi heredad abominable. Los sacerdotes no preguntaban: «¿Dónde está el Señor?». No me conocían los expertos en la ley, los pastores se rebelaban contra mí. Los profetas profetizaban por Baal, caminaban detrás de los inútiles. Por eso vuelvo a pleitear con vosotros —oráculo del Señor—, con los hijos de vuestros hijos pleiteo. Cruzad hasta las costas de Chipre y mirad, recorred Quedar y observad con atención, y ved si sucedió algo parecido. ¿Cambia una nación de dioses? (¡Y eso que no son dioses!) Pues mi pueblo cambió su Gloria por algo totalmente inútil. ¡Espántate, cielo, de esto; pásmate y tiembla aterrado! —Oráculo del Señor—, porque un doble crimen cometió mi pueblo: abandonarme a mí, fuente de agua viva, y excavarse pozos, pozos agrietados, que no retienen agua. ¿Era acaso un siervo Israel, alguien nacido en esclavitud? Pues, ¿cómo se ha vuelto presa de leones que rugen en torno, que le lanzan gruñidos? Dejaron su tierra desolada, sus ciudades incendiadas, deshabitadas. Incluso los de Menfis y Tafne vendrán a raparte el cogote. ¿No ves que a esto te conduce el abandono del Señor, tu Dios? ¿Qué buscas ahora camino de Egipto? ¿Beber el agua del Nilo? ¿Qué buscas camino de Asiria? ¿Beber el agua del Éufrates? Tu propia maldad te castigará, tu apostasía te va a escarmentar; recuerda bien que es malo y amargo abandonar al Señor, tu Dios, y no sentir respeto por mí —oráculo de Dios, Señor del universo. Hace mucho que te has sacudido el yugo y has hecho trizas tus correas diciendo: «No volveré a ser esclavo». Y en toda colina elevada, bajo cualquier árbol frondoso te tumbas como una prostituta. ¡Y pensar que yo te planté vid selecta, de cepa noble! ¿Cómo te me has hecho extraña, degenerando en viña bastarda? Aunque te laves con sosa y uses cantidad de jabón, tu culpa sigue presente ante mí —oráculo del Señor Dios—. ¿Cómo dices: «No estoy contaminada, no he andado detrás de los baales»? ¡Mira tu conducta en el valle, reconoce todo lo que has hecho!, camella alocada, sin rumbo, asna habituada al desierto, que en pleno celo ventea. ¿Quién controlará su pasión? No se fatiga quien la ansía, siempre la encuentra dispuesta. No dejes tus pies descalzos, no permitas que se seque tu garganta. Pero dices: «Eso sí que no. Estoy enamorada de extranjeros y pienso caminar tras ellos». Como siente vergüenza el ladrón sorprendido, avergonzado quedará Israel: ellos, sus reyes y sus príncipes, también sus sacerdotes y profetas; los que dicen a un leño: «Tú eres mi padre», y a un trozo de piedra: «Tú me has parido». Me vuelven la espalda, sin mirarme; mas llega el desastre y me dicen: «Venga, sálvanos». ¿Dónde están los dioses que te fabricaste? ¡Que vengan a salvarte cuando llega el desastre! ¡Pues son tantos tus dioses cuantas son tus ciudades, Judá! ¿Por qué pleiteáis conmigo cuando sois vosotros los rebeldes? En vano castigué a vuestros hijos, pues no han aprendido la lección. Vuestra espada devoró a los profetas, lo mismo que un león depredador. Los de esta generación, prestad atención a la palabra del Señor. ¿Soy un desierto para Israel, quizá una tierra tenebrosa? ¿Por qué dice mi pueblo: «Nos vamos, no pensamos volver ya a ti»? ¿Se olvida una joven de sus joyas? ¿Una novia, de sus atavíos? Pues hace infinidad de tiempo que mi pueblo se ha olvidado de mí. ¡Qué bien te preparaste el camino para ir en busca de tus amores! ¡Qué bien te has acostumbrado a los caminos del mal! Pues también en tus manos hay sangre de gente inocente y desvalida que no habías sorprendido cometiendo un acto delictivo. Y, encima de todo esto, dices: «Soy inocente, su ira se apartará de mí». Pues ahora te voy a juzgar, por decir que no has pecado. ¿Por qué tomas a la ligera tu cambio de estilo de vida? Acabarás decepcionada de Egipto, lo mismo que de Asiria. También de allí saldrás con las manos cubriendo tu cabeza, pues ha rechazado el Señor a aquellos en quienes confiabas, y no tendrá éxito su ayuda. Si un hombre repudia a su mujer y esta se va de su lado, y se casa con otro hombre, ¿volverá el primero a ella?, ¿no es ya tierra profanada? Y tú, que te has prostituido con tantos y tantos amantes, ¿vas ahora a volver a mí? Alza tu mirada a las dunas, ¿dónde no has sido gozada? Los esperabas sentada en los caminos, igual que un beduino en el desierto, y así has profanado la tierra con tus infames fornicaciones. Fallaron los chaparrones y las lluvias no llegaron, mas tú, ramera descarada, te resistías a humillarte. Ahora vienes y me dices: «Padre, amor de mi primera juventud, ¿me guardarás rencor por siempre?, ¿me vas a vigilar eternamente?». Así hablabas, mientras hacías todas las maldades que podías. Me dijo el Señor en tiempo del rey Josías: —¿Has visto lo que ha hecho la apóstata Israel? Ha recorrido todos los santuarios de los montes y se ha prostituido bajo todos los árboles frondosos. Yo me dije: «Después de hacerme todo lo que me ha hecho, volverá a mí». Pero no volvió. Y Judá, su hermana infiel, aunque vio que, debido a todos sus adulterios, yo había despedido a la apóstata Israel y le había dado el acta de divorcio, no tuvo miedo; así que su infiel hermana Judá siguió adelante y se prostituyó ella también. Y con la frivolidad de su prostitución, profanó el país y cometió adulterio con la piedra y con el leño. Y a pesar de todo ello, su infiel hermana Judá no volvió a mí con corazón sincero, sino fingidamente —oráculo del Señor. Me dijo el Señor: —Es más inocente la apóstata Israel que la infiel Judá. —Vete y proclama estas palabras en dirección al norte. Dirás: Vuelve, Israel, apóstata —oráculo del Señor—, que no os frunciré el ceño, porque yo soy bondadoso —oráculo del Señor— y no guardo rencor por siempre. Reconoce, sin embargo, tu culpa, tu rebeldía contra el Señor, tu Dios: prodigaste tus amores a extranjeros debajo de todo árbol frondoso, sin escuchar siquiera mi voz —oráculo del Señor. Volved, hijos apóstatas —oráculo del Señor—, que yo soy vuestro dueño. Voy a elegir uno de cada ciudad y dos de cada clan, y voy a traeros a Sion. Os daré los pastores que yo crea conveniente, y os apacentarán con profesionalidad y acierto. Cuando por aquel entonces os multipliquéis y fructifiquéis en el país —oráculo del Señor—, no volverán a nombrar el Arca de la alianza del Señor; no se recordará ni se hablará de ella. No la echarán de menos ni se construirá otra. Por aquel tiempo llamarán a Jerusalén «Trono del Señor», y se congregarán en ella todas las naciones (en el nombre del Señor y en el de Jerusalén); y ya no seguirán a su obstinado y perverso corazón. En aquellos días, Judá caminará con Israel, y vendrán juntos de un país del norte a la tierra que di en heredad a vuestros antepasados. Yo había pensado: Voy a contarte entre mis hijos, te daré una tierra deliciosa, la heredad más hermosa de las naciones. Pensaba que me llamarías «Padre», que no te apartarías de mí. Pero igual que una esposa traiciona a su marido, así me traicionasteis, pueblo de Israel —oráculo del Señor—. Se escuchan voces por las dunas, el llanto suplicante de Israel, porque han equivocado su camino, han olvidado al Señor, su Dios. ¡Volved, hijos apóstatas, que voy a sanar vuestra apostasía! «Aquí estamos, venimos a ti, pues eres el Señor, nuestro Dios. ¡Qué mentira son las colinas, los montes son pura confusión! Solo en el Señor, nuestro Dios, está la salvación de Israel. La ignominia ha devorado, ya desde que éramos jóvenes, los logros de nuestros antepasados: sus ovejas y sus vacas, sus hijos y sus hijas. ¡Acostémonos en nuestra vergüenza, cubrámonos con nuestra deshonra! Desde que éramos jóvenes hasta hoy, nosotros, lo mismo que nuestros antepasados, hemos pecado contra el Señor, nuestro Dios, nos hemos negado a obedecerlo». ¡Ojalá te convirtieras, Israel, —oráculo del Señor—, ojalá volvieras a mí! Si quitas de mi vista tu culto abominable, no andarás perdido. Si juras sinceramente «por vida del Señor», con derecho y con justicia, las naciones se bendecirán, se alabarán entre sí en el nombre del Señor. Pues así dice el Señor a la gente de Judá y a Jerusalén: Roturad nuevas fincas y no sembréis entre espinos. Circuncidaos para el Señor, extirpad el prepucio de vuestros corazones, gente de Judá y de Jerusalén; para que no estalle mi ira como fuego y arda sin que nadie la extinga, a causa de vuestras malas acciones. Anunciadlo en Judá, hacedlo saber en Jerusalén, tocad la trompeta en el país; proclamadlo, confirmadlo, decid: «Juntémonos y entremos en las ciudades fortificadas». Alzad la enseña hacia Sion; en marcha, no os detengáis, pues traigo una desgracia del norte, acompañada de una gran calamidad. Sube un león de la espesura, se apresta un destructor de pueblos; ya está saliendo de su escondrijo para hacer de tu tierra un erial; tus ciudades serán incendiadas, todas quedarán deshabitadas. Vestíos, pues, de sayal; haced duelo y lamentaos, que no se aparta de nosotros el incendio de la ira del Señor. Aquel día —oráculo del Señor— se hundirá el ánimo del rey y también el de los príncipes; los sacerdotes quedarán espantados, los profetas sin palabras. Yo dije: «Ay, Señor mi Dios, ciertamente engañaste a este pueblo y a Jerusalén, pues dijiste que tendrían paz, pero la espada amenaza su garganta». En aquel tiempo dirán a este pueblo y a Jerusalén: «Un aire sofocante llega de las dunas, avanza por el desierto camino de la capital». No es un viento para aventar o cribar, sino un viento poderoso a mis órdenes. Ahora es el momento de lanzar mis acusaciones contra ellos. Miradlo avanzar como las nubes, sus carros igual que el torbellino, sus caballos más ligeros que las águilas. ¡Ay de nosotros, seremos devastados! Limpia tu corazón de maldad, Jerusalén, si quieres salvarte. ¿Hasta cuándo ocuparán tu pecho tantos proyectos criminales? La voz de un mensajero llega desde Dan, noticias de muerte de la montaña de Efraín. Comunicad esto a las naciones, hacedlo saber en Jerusalén: Llegan dando gritos de tierras lejanas, lanzan sus voces contra los pueblos de Judá; te asedian en torno como guardias de campo, por haberte rebelado contra mí —oráculo del Señor. Tu propia conducta y tus acciones te han acarreado estas cosas; tu maldad ha acabado en amargura, te ha penetrado hasta el corazón. ¡Ay mis entrañas, mis entrañas! ¡Cómo me tiembla el corazón! Tengo el corazón palpitando, no puedo seguir en silencio. He oído el sonido de la trompeta, el alarido que preludia la guerra; se anuncia desastre tras desastre, devastación a lo largo del país. De pronto son arrasadas las tiendas, en un momento el campamento. ¿Hasta cuándo veré el estandarte, escucharé el sonido de la trompeta? Mi pueblo es un necio, ni siquiera me conoce; son gente insensata, que no recapacita; expertos en el mal, inexpertos para el bien. Miré a la tierra: caos y vacío; al cielo: ausencia de luz. Miré a los montes: temblaban; todas las colinas se estremecían. Miré y no había ni un ser humano, habían volado hasta los pájaros. Miré y el vergel era estepa, los pueblos estaban arrasados, por la ira ardiente del Señor. Pues así ha dicho el Señor: Devastado quedará el país, pero no provocaré su fin. Por ello el país hará duelo, arriba el cielo se oscurecerá. Lo dije y no me arrepiento, lo he pensado y no me desdigo. Griterío de jinetes y arqueros ponen en fuga a la ciudad: penetran en la maleza, suben por los desfiladeros. La ciudad ha sido abandonada, no han quedado habitantes en ella. Y una vez devastada, ¿qué harás, tú, que te vistes de púrpura, te adornas con joyas de oro y resaltas tus ojos con sombra? De nada sirve embellecerte; tus amantes te han rechazado, y solo buscan tu muerte. Oigo quejidos de parturienta, angustias como de primeriza: son quejidos y suspiros de Sion, que estira doliente sus brazos: ¡Ay de mí, que estoy agotada, me están quitando la vida! Patrullad las calles de Jerusalén, mirad bien y comprobad; buscad por todas sus plazas a ver si encontráis a alguien, uno siquiera que sea justo, que vaya tras la verdad, y yo lo perdonaré. Cuando juran «por vida del Señor», ¿acaso no juran en falso siendo así, Señor, que tus ojos buscan la verdad? Los golpeaste y no les afectó, los destrozaste y no se corrigieron; endurecían su cara como la piedra, no quisieron convertirse a ti. Yo pensaba: «Se trata de pobre gente, de personas ignorantes que no saben cómo actúa el Señor, ni qué es lo que quiere su Dios. Iré, pues, donde los bien situados, voy a dirigirme a quienes conocen cómo actúa el Señor y qué es lo que quiere su Dios». Pero habían roto el yugo y habían soltado las riendas. Por eso, un león de la selva los herirá, un lobo estepario los destrozará; una pantera acecha sus ciudades y desgarra a quien sale de ellas. Pues son numerosas sus rebeldías, han multiplicado sus traiciones. ¿Por qué debería perdonarte? Tus hijos me han abandonado, juraron por dioses falsos; después de haberlos saciado, ellos cometieron adulterio, acudieron en masa al burdel. ¡Sementales ardientes y lascivos, que relinchan por la mujer de su vecino! ¿Y no castigaré estas cosas? —Oráculo del Señor. De un pueblo que así se comporta, ¿no he de vengarme en persona? Pasad por las hileras de la viña, destruid, pero no aniquiléis; arrancad todos sus sarmientos, porque ya no son del Señor. Pues tanto Israel como Judá me han traicionado sin pudor —oráculo del Señor. Han renegado del Señor, iban diciendo: «Es un don nadie; no nos alcanzará la desgracia, no veremos espada ni hambre; los profetas no son más que viento, no hay en ellos palabras del Señor». Pues así dice el Señor, Dios del universo: Por haber hablado de este modo, así les va a suceder: haré que sean mis palabras lo mismo que fuego en tu boca; el pueblo será el combustible y el fuego los devorará. Voy a traer contra vosotros, gente de la casa de Israel, un pueblo de tierras lejanas —oráculo del Señor—, un pueblo vetusto y antiguo, un pueblo cuya lengua desconoces, y no entenderás lo que diga. Su aljaba es una tumba abierta, todos son valientes guerreros; devorarán tu mies y tu comida, devorarán a tus hijos e hijas; devorarán tus ovejas y tus vacas, devorarán tu viña y tus higueras. Conquistarán a espada las ciudades fortificadas, esas en las que tienes puesta tu confianza. Pero tampoco en aquellos días acabaré con vosotros —oráculo del Señor. Y cuando digan: «¿Por qué nos ha hecho todas estas cosas el Señor, nuestro Dios?», les responderás: «Por haberme abandonado y haber servido a dioses extranjeros en vuestra tierra, también serviréis a extraños en una tierra extraña». Anunciad esto a la casa de Jacob, hacédselo saber así a Judá: Escuchad lo que voy a decir, pueblo necio e insensato. Tienen ojos y no ven, oídos pero no escuchan. ¿Es que no me respetáis? —oráculo del Señor— ¿No tembláis en mi presencia? Yo mismo puse arena como límite al mar, una linde perpetua que no traspasará; hierven las aguas, pero son impotentes, mugen las olas, pero no lo traspasan. En cambio este pueblo tiene corazón terco y rebelde; se apartan de mí y se van, incapaces de decir en su interior: «Respetemos al Señor, nuestro Dios, que es quien proporciona lluvia, en otoño y primavera, a su tiempo; quien garantiza los tiempos de la siega». Vuestras culpas lo han trastornado todo, vuestros pecados os dejan sin lluvia, pues mi pueblo está lleno de canallas que espían como pajarero al acecho: tienden trampas y atrapan personas. Como un cesto repleto de pájaros, así rebosan sus casas de fraudes; por eso prosperan y se enriquecen, engordan y se ponen lustrosos. También rebosan de maledicencia, no juzgan conforme a justicia, no atienden la causa del huérfano ni defienden el derecho de los pobres. ¿Y no castigaré estas cosas? —oráculo del Señor—. De un pueblo que así se comporta, ¿no he de vengarme en persona? Una cosa espantosa y horrible está sucediendo en el país: los profetas profetizan en falso, los sacerdotes actúan a su antojo, y a mi pueblo le gustan estas cosas. ¿Qué haréis cuando todo esto acabe? Buscad refugio, benjaminitas, buscadlo fuera de Jerusalén; tocad la trompeta en Tecoa, alzad una enseña en Bet Queren, pues acecha por el norte una desgracia, se cierne un desastre imponente. A un pastizal delicioso puede compararse Sion; en ella entran los pastores al frente de sus rebaños, plantan en torno sus tiendas y apacienta cada cual en su sección. ¡Convocad contra Sion la guerra santa; adelante, la atacaremos a mediodía! ¡Ay de nosotros, que declina el día y se extienden las sombras de la tarde! ¡Adelante, ataquemos de noche, dejemos en ruinas sus palacios! Pues así dice el Señor del universo: Talad árboles, preparad contra Jerusalén un terraplén para asaltarla: es una ciudad condenada, toda repleta de opresión. Como el agua fresca de un pozo, así mantiene fresca su maldad: se oye en ella violencia y destrucción, soy testigo de desgracias y de heridas. Aprende la lección, Jerusalén, no sea que me hastíe de ti, no sea que te deje desolada, como una región deshabitada. Así dice el Señor del universo: Rebusca en el resto de Israel igual que se rebusca en una viña; pasa tu mano como el vendimiador examinando los pámpanos. ¿A quién me voy a dirigir, a quién conjuraré para que me escuchen? ¡Si tienen un oído incircunciso, incapaz de prestar atención! ¡Si consideran la palabra del Señor vergüenza, porque no les agrada! Pues yo estoy repleto de la ira del Señor, y me siento incapaz de contenerla. Derrámala sobre los niños, en la calle; también sobre los grupos de jóvenes. Caerán a la vez marido y mujer, adultos junto con ancianos. Sus casas pasarán a otros, también sus campos y mujeres, pues voy a extender mi mano sobre los habitantes del país —oráculo del Señor. Es que del pequeño al grande todos piensan en medrar; del profeta al sacerdote todos andan entre fraudes. Han curado la herida de mi pueblo, pero solo por encima, diciendo: «Paz, paz», pero no hay paz. Deberían sentirse avergonzados por haber cometido abominaciones; pero no se van a avergonzar, ni siquiera conocen el pudor. Por eso caerán entre otros caídos, se hundirán cuando venga a castigarlos —dice el Señor. Esto es lo que ha dicho el Señor: Paraos en los caminos y observad, preguntad por las sendas de antaño, por el buen camino: andad por él y así encontraréis reposo. Pero dijeron: «No iremos». Os di también centinelas: «Atención al toque de trompeta». Pero dijeron: «Ni caso». Por tanto, escuchad, naciones, sabed lo que he decidido; escucha también tú, tierra, lo que voy a hacer con ellos: Traeré sobre este pueblo un desastre, como fruto de sus maquinaciones, pues no escucharon mis palabras, despreciaron lo que yo les ordenaba. ¿Para qué me traes incienso de Sabá, caña aromática de tierras lejanas? No me agradan vuestros holocaustos, no me gustan vuestros sacrificios. Por eso, así ha dicho el Señor: Pondré a este pueblo obstáculos, donde tropiecen padres e hijos, donde sucumban vecinos y amigos. Así dice el Señor: Mirad, viene un pueblo de tierras del norte, una nación poderosa del extremo de la tierra, armados con arco y jabalina; son crueles, no tienen compasión, sus gritos son un mar embravecido, cabalgan a lomos de caballo, todos dispuestos para el combate, para atacarte, Sion capital. Al oír la noticia nos fallaron las fuerzas, llenos de angustia, con dolores de parturienta. No os aventuréis por campos ni caminos, la espada enemiga siembra el terror en torno. Capital de mi pueblo, vístete de sayal y revuélcate en el polvo; haz duelo y llora amargamente como por un hijo único, pues de improviso nos llegará el devastador. Te he nombrado examinador de mi pueblo, para que pruebes y examines su conducta. Son todos rebeldes y calumniadores, una cuadrilla de devastadores. El fuelle resopla, el fuego está listo: ¡echa el plomo, el bronce y el hierro! Pero es inútil refinarlos, no se desprende la escoria. Les llaman plata de desecho, pues el Señor los ha desechado. Palabra que recibió Jeremías de parte del Señor: —Ponte en la puerta del Templo del Señor y proclama allí esta palabra. Dirás: Escuchad la palabra del Señor, judíos todos que entráis por estas puertas para postraros ante el Señor. Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Mejorad vuestra conducta y vuestras acciones, y habitaré entre vosotros en este lugar. No confiéis en las mentiras de quienes dicen: «Este es el Templo del Señor, el Templo del Señor, el Templo del Señor». Si mejoráis vuestra conducta y vuestras acciones; si actuáis con justicia entre unos y otros; si no oprimís al huérfano y a la viuda; si no derramáis sangre inocente en este lugar; si no vais tras dioses extraños para vuestra desgracia, entonces habitaré entre vosotros en este lugar, en la tierra que di a vuestros antepasados antaño y para siempre. Vosotros confiáis en mentiras que no sirven de nada. Robáis, matáis, cometéis adulterio, juráis en falso, ofrecéis incienso a Baal, vais tras dioses extraños que no conocíais, ¿y venís después a poneros ante mí, en este Templo que lleva mi nombre, diciendo «Estamos a salvo», para seguir cometiendo todas esas abominaciones? ¿Pensáis que es una cueva de bandidos este Templo que lleva mi nombre? ¡Pero si yo mismo lo he visto! —oráculo del Señor—. Id a mi santuario de Siló, en el que habité al principio; ved lo que hice con él por la maldad de mi pueblo Israel. En consecuencia, por haber perpetrado todas estas acciones —oráculo del Señor—, porque os hablé sin descanso y no me escuchasteis, porque os llamé y no respondisteis, pienso hacer con este Templo que lleva mi nombre, en el que confiáis, y con el lugar que di a vuestros antepasados y a vosotros, lo mismo que hice con Siló. Os arrojaré de mi presencia como arrojé a vuestros hermanos, a toda la estirpe de Efraín. En cuanto a ti, no intercedas por este pueblo, ni eleves por ellos gritos ni súplicas; no insistas ante mí, pues no pienso escucharte. ¿No ves lo que están haciendo en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén? Los hijos recogen palos, los padres hacen fuego y las mujeres amasan para hacer tortas votivas a la Reina del Cielo, y derraman libaciones en honor de dioses extraños, con el fin de irritarme. ¿Y piensan que me irritan a mí —oráculo del Señor—? ¿No se hacen daño a sí mismos, para su propia vergüenza? Por eso, así dice el Señor Dios: Voy a derramar mi ira y mi cólera sobre este lugar, sobre personas y animales, sobre los árboles del campo y sobre los frutos de la tierra; arderán y no se apagarán. Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: —¡Ofreced, si queréis, holocaustos y sacrificios, y comed la carne! Pero cuando saqué a vuestros antepasados del país de Egipto, no les hablé ni les di instrucciones sobre holocaustos o sacrificios; solo les impuse este precepto: Hacedme caso, y yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo; seguid por el camino que yo os ordene, para que todo os vaya bien. Pero no escucharon ni prestaron atención; más bien siguieron su propio parecer, la maldad de su mente retorcida; me dieron la espalda en lugar de volver su rostro hacia mí. Desde el día en que salieron vuestros antepasados del país de Egipto hasta el día de hoy, os he estado enviando sin descanso a mis siervos los profetas. Pero no me escucharon ni prestaron atención; se hicieron más tercos y se portaron peor que sus antepasados. Les repetirás esto palabra por palabra, pero no te escucharán; los llamarás, pero no te contestarán. Dirás en su presencia: «Esta es la nación que no obedeció al Señor su Dios, que no aprendió la lección; la sinceridad ha desaparecido, ha sido extirpada de su boca». Corta tu melena de consagrado, tírala por ahí, y entona en las dunas esta endecha, pues el Señor ha rechazado y abandonado a la generación que se ha hecho objeto de su cólera. En efecto, la gente de Judá hizo lo que me parece mal —oráculo del Señor—: instalaron ídolos en el Templo que lleva mi nombre, y lo contaminaron; construyeron recintos sagrados en el Tófet, que está en el valle de Ben Hinón, para quemar allí a sus hijos e hijas, algo que no les mandé hacer y que ni siquiera me pasó por la imaginación. Así que llegan días —oráculo del Señor— en que ya no se llamará Tófet ni valle de Ben Hinón, sino valle de la Matanza, y enterrarán en el Tófet por falta de sitio. Los cadáveres de este pueblo servirán de alimento a las aves y a las bestias carroñeras, y nadie las ahuyentará. Haré que enmudezcan en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén las voces alegres de fiesta, las canciones del novio y de la novia, pues el país quedará en ruinas. En aquel tiempo —oráculo del Señor— sacarán de sus tumbas los huesos de los reyes de Judá, los huesos de sus príncipes, los huesos de los sacerdotes, los huesos de los profetas y los huesos de los habitantes de Jerusalén. Los expondrán al sol y a la luna, y a todo el ejército del cielo, a quien amaban, a quien servían, a quien seguían, a quien consultaban y a quien adoraban; no los recogerán ni los enterrarán; quedarán como estiércol en el campo. Todos los supervivientes de esta gente perversa, en todos los lugares por donde los dispersé, preferirán la muerte a la vida —oráculo del Señor del universo. Les dirás: Así dice el Señor: ¿No se levantan los que caen? ¿No vuelve el que se marchó? ¿Por qué, pues, se ha extraviado este pueblo, y Jerusalén es una apóstata recalcitrante? Se aferran al engaño, se niegan a volver. Presté atención y escuché: Sus palabras no eran de fiar; nadie se arrepiente de su maldad preguntándose: «¿Qué he hecho?». Cada cual sigue sus correrías, como caballo lanzado al ataque. Hasta la cigüeña en el cielo conoce el tiempo establecido; la tórtola, la golondrina y la grulla están atentas al tiempo del regreso. Pero mi pueblo no conoce el orden fijado por el Señor. ¿Cómo decís «Somos sabios, tenemos la ley del Señor», si resulta que la ha corrompido la pluma corrupta de los expertos? Los sabios están avergonzados, asustados, y quedan atrapados. Si han rechazado la palabra del Señor, ¿de qué puede servirles su sabiduría? Por eso, voy a dar a otros vuestras mujeres, entregaré vuestros campos a los conquistadores. Es que del pequeño al grande todos piensan en medrar; del profeta al sacerdote todos andan entre fraudes. Han curado la herida de mi pueblo, pero solo por encima, diciendo: «Paz, paz», pero no hay paz. Deberían sentirse avergonzados por haber cometido abominaciones; pero no se van a avergonzar, ni siquiera conocen el pudor. Por eso caerán entre otros caídos, se hundirán cuando venga a castigarlos —oráculo del Señor—. Quisiera cosechar algo —oráculo del Señor—, pero no hay uvas en la cepa, tampoco higos en la higuera; tienen las hojas marchitas. ¡Pues los convertiré en bosque pelado! ¿Qué hacemos aquí sentados? Vayamos juntos a las ciudades fortificadas y acabemos allí de una vez, pues es el Señor nuestro Dios quien quiere acabar con nosotros; nos da a beber nuestras lágrimas, pues hemos pecado contra el Señor. Esperábamos paz y nada va bien; un tiempo saludable, y llega el terror. Desde Dan se puede oír resoplar a sus caballos, relinchar a sus corceles: la tierra se estremece. Llegan devorando la tierra y cuanto contiene, las ciudades y todos sus habitantes. Voy a enviar contra vosotros serpientes y víboras, que no responden a encantamientos: os morderán. —Oráculo del Señor—. Me siento abrumado de dolor, tengo enfermo el corazón, al oír los gritos de mi pueblo desde una tierra lejana: «¿No está el Señor en Sion? ¿No está su rey en ella?». «¿Por qué me irritaron con sus ídolos, con esas naderías extranjeras?». Pasó la cosecha, se acabó el verano, pero nosotros no hemos sido salvados. Los destrozos en la capital me tienen del todo destrozado, ando entristecido, presa del espanto. ¿Ya no hay bálsamo en Galaad? ¿No quedan médicos allí? ¿Por qué, pues, sigue abierta la herida de la capital de mi pueblo? ¿Por qué no será mi cabeza una fuente y mis ojos un manantial de lágrimas, para llorar de día y de noche por las víctimas de la capital de mi pueblo? ¡Ojalá encontrara refugio en el desierto para abandonar y alejarme de mi pueblo, pues todos son adúlteros, banda de traidores! Tensan sus lenguas, su arco es la mentira, se imponen en el país no con la verdad. Van de maldad en maldad, y no me conocen —oráculo del Señor—. Hasta del amigo hay que guardarse, ni siquiera en el hermano se puede confiar, pues los hermanos son suplantadores y los amigos buscan calumniaros; cada cual estafa a su prójimo y ninguno dice la verdad; enseñan a sus lenguas a mentir, están pervertidos sin remedio: opresión y más opresión, engaño y más engaño. Y es que no quieren conocerme —oráculo del Señor—. Por eso, así dice el Señor del universo: He pensado refinarlos y probarlos, ¿qué otra cosa puedo hacer con su maldad? Su lengua es flecha afilada, su boca profiere mentiras; desean bienestar a su prójimo, pero por dentro planean emboscadas. ¿Y no los castigaré por estas cosas? —oráculo del Señor—. De un pueblo que así se comporta, ¿no he de vengarme en persona? Entonaré una endecha sobre los montes, sobre los pastos de la estepa una elegía: están quemados, sin nadie que transite, no se escuchan los mugidos del ganado, hasta aves y bestias se han marchado. Haré de Jerusalén una ruina, la convertiré en cueva de chacales; arrasaré las ciudades de Judá, sin nadie que pueda habitarlas. ¿Quién es el sabio que puede entender esto? Que lo diga el que haya sido confidente del Señor. ¿Por qué está deshecho el país, abrasado, como desierto intransitable? Respondió el Señor: Por abandonar la ley que yo les promulgué, por no obedecerme ni seguir mis mandatos; por haber rendido culto a los baales como, llevados de su obstinación, aprendieron de sus antepasados. Por eso, así dice el Dios de Israel, Señor del universo: Daré a este pueblo ajenjo para comer, les daré a beber agua emponzoñada. Los dispersaré por países que no conocen, y que tampoco conocieron sus padres; mandaré a la espada que los persiga hasta que acabe finalmente con ellos. Así dice el Señor del universo: Haced venir plañideras, buscad a las más expertas; que se den prisa en venir y nos entonen una elegía; que nuestros ojos derramen lágrimas, que destilen llanto nuestros párpados. Voces de duelo llegan desde Sion: «¡Qué desolados estamos, qué terrible decepción! Hemos abandonado el país, nos echaron de nuestras moradas». Oíd, mujeres, la palabra del Señor, escuchen vuestros oídos la palabra de su boca. Enseñad una endecha a vuestras hijas, cada una a su amiga esta elegía: «La muerte subió por nuestras ventanas, se metió dentro de nuestros palacios; exterminó a los niños en las calles, a los jóvenes en medio de las plazas». Habla: Así dice el Señor: Quedarán tendidos los cadáveres como estiércol por todo el campo, como espigas que deja el segador y nadie se molesta en recoger. Así dice el Señor: Que no alardee el sabio de sabiduría, que no alardee el poderoso de poder, que no alardee el rico de riqueza. El que alardee, alardee de esto: de tener entendimiento y conocerme, de saber que yo soy el Señor, que pongo en práctica la fidelidad, la justicia y el derecho en el país. Estas son las cosas que me agradan —oráculo del Señor. Ya está llegando el tiempo —oráculo del Señor— en que voy a pedir cuentas a todos los circuncisos: a Egipto, Judá, Edom, los amonitas y Moab, y a la gente del desierto que se afeita las sienes. Porque todos, también Israel en su totalidad, son incircuncisos de corazón. Escuchad, israelitas, la palabra que os dirige el Señor. Así dice el Señor: No aprendáis las mañas de los paganos, no os asusten los signos celestes; que sean los paganos quienes se asusten. Los ritos de esos pueblos son pura insensatez: se tala un árbol en el bosque, lo trabaja el artesano con la gubia; lo chapea con oro y con plata, lo asegura con clavos y martillo, de modo que no se tambalee. Igual que espantajos de melonar, son incapaces de hablar; tienen que ser transportados, son incapaces de andar. No los temáis, pues no pueden hacer mal, aunque tampoco aportan beneficios. ¡Nadie, Señor, tan grande como tú! ¡Qué grande y qué poderoso es tu nombre! ¿Quién no te respetará, rey de las naciones? Es algo que tú mereces, pues entre todos los sabios y todos los reyes paganos, nadie hay como tú. Son todos necios e insensatos, educados por ídolos de madera hechos con plata refinada de Tarsis, con oro traído de Ofir; ídolos hechos por orfebres y fundidores, vestidos de púrpura y de grana; todos son obra de artesanos. Pero el Señor, Dios verdadero, es un Dios vivo, rey eterno; su cólera zarandea la tierra, los paganos no aguantan su ira. [Por eso les diréis: Los dioses que no han hecho cielo y tierra desaparecerán de la tierra y bajo el cielo]. Él hizo la tierra con su poder, estableció el orbe con su sabiduría, desplegó el cielo con su inteligencia. Cuando él alza la voz retumban las aguas del cielo, hace subir las nubes desde el confín de la tierra; con los rayos provoca la lluvia y saca de sus depósitos el viento. Se embrutece quien se fía de su ciencia, el orfebre se avergüenza del ídolo que ha hecho: sus imágenes son mentira, sin espíritu; son frustrantes, obras engañosas, desaparecerán el día del castigo. No es así la porción de Jacob, pues él ha creado todo; Israel es tribu de su propiedad, se llama Señor del universo. Saca tus enseres de casa, tú que vives asediada, pues así dice el Señor: Esta vez voy a expulsar con honda a todos los habitantes del país; voy a hostigarlos de tal modo que no les permitiré escapar. ¡Ay de mí, qué desastre, es muy grave mi herida! Y eso que yo me decía: «Es un mal que puedo aguantar». Mi tienda destrozada, las cuerdas arrancadas; mis hijos se me han ido, ya no los tengo conmigo. Ya no hay quien monte mi tienda ni quien levante las lonas. Los pastores perdieron el juicio, ya no consultan al Señor; no son competentes y se ha dispersado su rebaño. Corre la noticia: «Ahí llega un estruendo imponente desde el norte, que convertirá a las ciudades de Judá en desolación, en cueva de chacales». Ya sé, Señor, que la persona no es dueña de su conducta; que no es dueño el caminante de ir regulando sus pasos. Corrígeme, Señor, pero hazlo con medida, si no tu cólera acabaría conmigo. Derrama tu ira sobre las naciones que no te reconocen; derrámala también sobre los pueblos que no invocan tu nombre. Pues han devorado a Jacob, lo han devorado y consumido, y han asolado su morada. Palabra que recibió Jeremías de parte del Señor: —Escucha los términos de esta alianza y exponlos a la gente de Judá y a los habitantes de Jerusalén. Les dirás: Así dice el Señor, Dios de Israel: Maldito quien no escuche los términos de esta alianza, que yo establecí con vuestros antepasados cuando los saqué del país de Egipto, del horno de hierro, cuando les dije: Hacedme caso y poned en práctica todo lo que os ordeno; de ese modo seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios. Y así mantendré el juramento que hice a vuestros antepasados de darles una tierra que mana leche y miel, como sucede ahora. Yo respondí: —Amén, Señor. El Señor me dijo: —Proclama lo que voy a decirte en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén: Escuchad los términos de esta alianza y cumplidlos. Pues ya se lo advertí solemnemente a vuestros antepasados cuando los hice subir del país de Egipto; y hasta el día de hoy no he dejado de repetir la advertencia: Hacedme caso. Pero no escucharon ni prestaron atención, sino que todos siguieron la maldad de su mente retorcida. Por eso hice caer sobre ellos todas las amenazas de esta alianza que les ordené cumplir y no cumplieron. El Señor me dijo: —Se ha descubierto una conjura entre la gente de Judá y los habitantes de Jerusalén. Han vuelto a los pecados de sus antepasados, que se negaron a escuchar mis palabras: van detrás de dioses extranjeros y les dan culto; tanto Israel como Judá han roto la alianza que hice con sus antepasados. Por eso, así dice el Señor: —Voy a traerles una desgracia de la que no podrán escapar; me llamarán a gritos, pero no pienso escucharlos. Las ciudades de Judá y los habitantes de Jerusalén irán a invocar a los dioses a quienes quemaban incienso, pero no podrán auxiliarlos cuando llegue la desgracia. Tenías tantos dioses como ciudades, Judá; y en cada una de las calles de Jerusalén construiste otros tantos altares para quemar incienso a Baal. En cuanto a ti, no intercedas por este pueblo, ni eleves por ellos gritos ni súplicas, pues no pienso escucharlos cuando me invoquen en el momento de la desgracia. ¿Qué hace mi amada en mi casa, cuando ha cometido tantas vilezas? ¿Crees que promesas y sacrificios podrán apartar de ti la desgracia? ¿Podrás entonces celebrarlo a gritos? Olivo verde de hermoso fruto te puso por nombre el Señor; pero ahora te ha prendido fuego y tus ramas serán consumidas. El Señor del universo, que te plantó, ha decretado una desgracia contra ti, a causa de la maldad de Israel y de Judá, de todo lo que hicieron para irritarme, quemando incienso a Baal. El Señor me lo explicó y lo supe. Señor, me hiciste ver lo que tramaban. Yo era un cordero llevado al matadero; no sabía que andaban maquinando mi muerte: «Destruyamos el árbol en pleno verdor, vamos a arrancarlo del mundo de los vivos, que su nombre no vuelva a ser mencionado». Señor del universo, juez justo, que sondeas lo que sentimos y pensamos, quiero ver cómo te vengas de ellos, pues a ti he encomendado mi causa. Pues bien, el Señor se dirige a los de Anatot que tratan de matarte y andan diciendo: «No profetices en el nombre del Señor y no tendremos que darte muerte». Esto es lo que dice el Señor del universo: Voy a tomarles cuentas: los jóvenes morirán a espada; sus hijos e hijas morirán de hambre. No les quedará ni un resto, pues pienso traer una desgracia a la gente de Anatot el año en que venga a pedir cuentas. Tú tienes razón, Señor, cuando discuto contigo; pero quiero exponerte un caso: ¿Por qué prospera la conducta del malvado? ¿Por qué viven tranquilos los traidores? Los plantas, y echan raíces, se desarrollan, dan fruto. Estás presente en su boca, pero lejos de sus sentimientos. Tú, Señor, me conoces y me ves, has examinado mi actitud hacia ti. Ponlos aparte como ovejas destinadas al matadero, sepáralos para el día de la matanza. ¿Hasta cuándo guardará luto la tierra y permanecerá agostada la hierba del campo? Por la maldad de los que habitan en él, desaparecen aves y animales. Porque llegaron a decir: «El Señor no verá nuestro futuro». Si corres con la infantería y te cansas, ¿cómo vas a competir con los caballos? Si en lugares tranquilos no te sientes seguro, ¿qué harás en la maleza del Jordán? Incluso tus hermanos, tu familia, han sido contigo traidores; te van calumniando a tus espaldas. Tampoco te fíes de ellos, aunque te digan buenas palabras. He abandonado mi casa, he desechado mi heredad; he puesto al amor por quien suspiro en manos de sus enemigos. Mi heredad era para mí igual que un león en plena selva: lanzaba contra mí su rugido, por eso llegué a detestarla. ¿Es mi heredad una cueva de hienas, con los buitres rondando junto a ella? ¡Reuníos, fieras del campo, venid todas a comer! Muchos pastores destrozaron mi viña, han pisoteado mi parcela; convirtieron mi hermosa parcela en una estepa desolada; la han convertido en desolación y se duele desolada ante mí. Todo el país está desolado y nadie reflexiona sobre ello. Por todas las dunas de la estepa van llegando depredadores, la espada del Señor devora el país de punta a cabo, nadie puede vivir en paz. Sembraron trigo, cosecharon cardos; acabaron cansados sin sacar provecho; quedaron decepcionados de su cosecha, por la cólera ardiente del Señor. Así dice el Señor a todos los malos vecinos que se apoderaron de la herencia que di a mi pueblo Israel: Voy a arrancarlos de su tierra y arrancaré también de en medio de ellos a Judá. Pero después de arrancarlos, me compadeceré otra vez de ellos y los haré volver a su heredad, cada cual a su terruño. Y si, igual que enseñaron a mi pueblo a jurar por Baal, aprenden ahora en serio a jurar por mi nombre diciendo: «Por vida del Señor» según tiene costumbre mi pueblo, entonces vivirán entre mi pueblo. Pero a la nación que no me escuche, la arrancaré en serio y la destruiré —oráculo del Señor. Me dijo el Señor: —Ve a comprarte un cinturón de lino, y te lo ciñes a la cintura. Pero sin haberlo mojado antes. Compré el cinturón, como me había mandado el Señor, y me lo ceñí a la cintura. Entonces me dirigió el Señor la palabra por segunda vez, en estos términos: —Toma el cinturón que has comprado y que llevas puesto; vete al Éufrates y cuando llegues, lo escondes en el hueco de una roca. Yo fui y lo escondí en el Éufrates, conforme me había ordenado el Señor. Después de cierto tiempo me dijo el Señor: —Vete al Éufrates y cuando llegues, recoge el cinturón que te ordené esconder allí. Fui al Éufrates, excavé en el sitio donde lo había escondido y recogí el cinturón. Y resulta que estaba podrido; no servía para nada. Entonces me llegó la palabra del Señor en estos términos: —Así dice el Señor: Del mismo modo dejaré que se pudra el orgullo de Judá y el desmedido orgullo de Jerusalén. Este pueblo canalla que se niega a escuchar mis palabras, que sigue la maldad de su mente retorcida, que va tras dioses extraños dándoles culto y adorándolos, acabará como este cinturón que no sirve para nada. Pues lo mismo que el cinturón se ajusta a la cintura del hombre, así hice yo que Israel y Judá se ajustaran a mí —oráculo del Señor—, de modo que fueran mi pueblo y mi renombre, mi gloria y mi honor. Pero no me escucharon. Les dirás estas palabras: —Así dice el Señor, Dios de Israel: Las cántaras se llenan de vino. Te contestarán: —¿Te crees que no sabemos que las cántaras se llenan de vino? Tú insistirás: —Así dice el Señor: Voy a poner borrachos perdidos a todos los habitantes de esta tierra, a los reyes que se sientan en el trono de David, a los sacerdotes, a los profetas y a todos los habitantes de Jerusalén. Haré que se destrocen entre sí, los padres con los hijos —oráculo del Señor—. No pienso conmoverme; ni piedad ni compasión impedirán que los destruya. Escuchad y prestad atención sin orgullo, que habla el Señor. Honrad al Señor, vuestro Dios, antes de que irrumpa la oscuridad; antes de que tropiecen vuestros pies por los montes, a la hora del crepúsculo; antes de que la luz que esperáis se convierta en sombras mortales, se transforme en densa oscuridad. Pero si no escucháis, lloraré en secreto vuestra arrogancia; mis ojos llorarán cuando se lleven deportado al rebaño del Señor. Di al rey y a la reina madre: Tomad asiento en el suelo, que ha caído de vuestras cabezas la corona de vuestra dignidad. Las ciudades del Négueb están cercadas, sin nadie que pueda romper el cerco; Judá entera ha sido deportada, ha sido deportada por completo. Levanta tus ojos, mira a los que vienen del norte. ¿Dónde está el rebaño que se te confió, las ovejas que eran tu gloria? ¿Qué vas a decir, Jerusalén, cuando ellos te castiguen, tú que les habías enseñado a tratarte como amigos? Seguro que te aprietan los dolores, igual que a mujer en parto. Dirás para tus adentros: «¿Por qué me ocurre a mí esto?». Debido a tus muchos pecados te alzan las faldas y te violan. ¿Cambia el etíope de piel o un leopardo sus manchas? Lo mismo pasa con vosotros: ¿Podríais practicar el bien estando educados en el mal? Os aventaré como paja que vuela cuando sopla el viento de la estepa. Esta es tu suerte, la paga medida que te tengo asignada —oráculo del Señor—, por haberte olvidado de mí y haber confiado en la mentira. También yo te he levantado el vestido hasta la cara: que se vean tus vergüenzas, adulterios y relinchos, tus planes de prostituta. Por las colinas del campo vi tus abominaciones. ¡Ay de ti, Jerusalén, que no estás purificada! ¿Hasta cuándo todavía? Palabra del Señor que recibió Jeremías con motivo de la sequía: Judá está de luto, sus puertas languidecen por tierra, ennegrecidas. Jerusalén lanza gritos. Sus nobles han enviado a sus sirvientes por agua; ya llegan a los aljibes, y no encuentran ni una gota; ya regresan de vacío, confusos, decepcionados, con la cabeza cubierta. La tierra está extenuada, pues no hay lluvia en el país; los labradores están decepcionados, van con la cabeza cubierta. Hasta la cierva en el campo abandona a la cría tras parir: está la tierra sin pastos. Los asnos salvajes están junto a las dunas, ventean lo mismo que chacales; tienen los ojos mortecinos: está la tierra sin hierba. Aunque nos acusen nuestras culpas, haz algo, Señor, para honrar tu nombre. Sí, son muchas nuestras rebeldías, hemos pecado contra ti. Esperanza de Israel, salvador en la desgracia, ¿por qué te estás portando como un forastero en el país, lo mismo que un transeúnte que solo se queda a pernoctar? ¿Por qué te estás portando como quien está adormecido, como guerrero incapaz de salvar? Pero tú, Señor, estás entre nosotros, somos reconocidos por tu nombre. ¡No nos abandones! Así piensa el Señor de este pueblo: Cierto, les gusta moverse y no ponen freno a sus pies. Pero el Señor no se complace en ellos: ahora se acuerda de sus culpas y va a castigar sus pecados. Me dijo el Señor: —No intercedas por el bien de este pueblo. Aunque ayunen, no pienso escuchar sus gritos; y, aunque ofrezcan holocaustos y sacrificios, no voy a complacerme en ellos. Los pienso aniquilar mediante la espada, el hambre y la peste. Yo respondí: —¡Ay, Señor mi Dios! La culpa es de los profetas que les dicen: «No veréis la espada ni pasaréis hambre; os concederé permanente seguridad en este lugar». Me contestó el Señor: —Los profetas anuncian mentiras en mi nombre. No los envié ni les ordené tales cosas; no les dirigí la palabra. Os profetizan visiones y oráculos falsos, necedades y fantasías de su mente. Por eso, así dice el Señor a los profetas que profetizan en mi nombre sin que yo los haya enviado, a esos que dicen que este país no experimentará la espada ni pasará hambre: Esos profetas serán consumidos por la espada y por el hambre. Y el pueblo a quien profetizan yacerá tirado por las calles de Jerusalén, víctima del hambre y de la espada. Y nadie los enterrará: ni a ellos, ni a sus mujeres, ni a sus hijos ni a sus hijas. Haré que recaigan sobre ellos sus maldades. Les comunicarás esta palabra: Mis ojos se deshacen en lágrimas, de noche y de día, sin descanso, por el terrible quebranto sufrido por la doncella, capital de mi pueblo, herida de un golpe fatal. Si salgo a descampado, víctimas de la espada; si entro en la ciudad, extenuados por el hambre. Incluso sacerdotes y profetas recorren el país desorientados. ¿De verdad has rechazado a Judá y te has hartado de Sion? ¿Por qué nos hieres sin nadie que nos cure? Esperábamos bienestar y nada va bien, un tiempo para sanar, y llega el terror. Señor, reconocemos nuestra maldad, también la culpa de nuestros antepasados. ¡Hemos pecado contra ti! Por amor a tu nombre, no nos rechaces; no deshonres tu trono glorioso; acuérdate y no rompas tu alianza con nosotros. ¿Hay entre los paganos dioses de la lluvia, o es el cielo el que descarga los chubascos? ¿No eres tú, Señor, Dios nuestro, en quien ponemos nuestra esperanza? ¡Sí, tú eres quien hace todo eso! Me dijo el Señor: —Aunque se presentaran ante mí Moisés y Samuel, no me sentiría bien dispuesto hacia este pueblo. Échalos de mi presencia y que salgan. Y si te preguntan a dónde han de salir, les dices: Así dice el Señor: El destinado a la muerte, a la muerte; el destinado a la espada, a la espada; el destinado al hambre, al hambre; el destinado al destierro, al destierro. Les enviaré cuatro destructores —oráculo del Señor—: la espada para matar, los perros para despedazar, las aves del cielo y las bestias de la tierra para devorar y destrozar. Los pondré como escarmiento de todos los reinos de la tierra, por culpa de Manasés, hijo de Ezequías, rey de Judá; por lo que hizo en Jerusalén. ¿Quién te va a compadecer, Jerusalén? ¿Quién plañirá por ti? ¿Quién dará un rodeo para interesarse por tu bienestar? Fuiste tú quien me rechazaste —oráculo del Señor—, tú quien me diste la espalda; por eso alargué mi mano para aniquilarte, cansado ya de compadecerte. Los aventé con el bieldo por las ciudades del país; dejé a mi pueblo sin hijos, lo destruí por completo, pero no cambiaron de conducta. Aumenté el número de sus viudas más que las arenas del mar; contra las madres con hijos jóvenes traje devastadores en pleno mediodía; precipité sobre ellas de repente pánico y turbación. La que ha parido siete hijos desfallece exhalando suspiros; se pone para ella el sol en pleno día, está desconcertada y confusa. El resto lo entregaré a la espada como presa para sus enemigos —oráculo del Señor. ¡Ay de mí, madre mía, pues me has engendrado para pleitear y discutir por todo el país! Ni he prestado ni me han prestado, y en cambio todos me maldicen. Dijo el Señor: ¿No te he fortalecido para bien? ¿No he intervenido en tu favor cuando el enemigo te causaba desgracias y peligros? ¿Puede romperse el hierro, el hierro del norte y el bronce? Voy a entregar al pillaje tu riqueza y tus tesoros por los pecados que has cometido en todo tu territorio. Haré que sirvas a tus enemigos en un país desconocido, pues mi cólera arde como fuego y va a prender en vosotros. Tú lo sabes, Señor: No me olvides y ocúpate de mí, véngame de quienes me persiguen. No descargues mucho tiempo tu ira sobre mí, ya sabes que soporto oprobios por ti. Si encontraba tus palabras las devoraba: tus palabras me servían de gozo, eran la alegría de mi corazón. ¡Yo era reconocido por tu nombre: Señor, Dios del universo! Nunca andaba entre la gente amiga de la juerga y del disfrute; me obligabas a andar solo, pues me habías llenado de furor. ¿Por qué dura tanto mi dolor y mi herida se vuelve incurable, imposible de sanar? Te me has vuelto cauce engañoso, cuyas aguas son inconstantes. Por eso, así dice el Señor: Si vuelves, te dejaré volver y estarás a mi servicio; si quitas la escoria del metal, yo hablaré por tu boca. Ellos volverán a ti, pero no vuelvas tú a ellos. Haré que seas para este pueblo muralla de bronce inexpugnable. Lucharán contra ti, pero no te podrán, pues yo estoy contigo para ayudarte y salvarte —oráculo del Señor. Te salvaré de manos de los malvados, te rescataré del puño de los violentos. Me llegó la palabra del Señor en estos términos: —No te cases, ni tengas hijos e hijas en este lugar, pues así dice el Señor a los hijos y a las hijas nacidos en este lugar, a las madres que los han dado a luz y a los padres que los han engendrado en este país: Morirán de muerte terrible; no serán llorados ni enterrados; servirán de estiércol para el campo. Serán aniquilados por la espada y el hambre, y sus cadáveres servirán de alimento a las aves del cielo y a las bestias de la tierra. Pues así dice el Señor: No entres en casas donde estén de luto, no participes en el duelo ni llores por ellos, pues he retirado de este pueblo mi paz —oráculo del Señor—, mi amor y mi compasión. La gente mayor y los pequeños que mueran en esta tierra no serán enterrados ni llorados; nadie se hará incisiones ni se rapará la cabeza por ellos; nadie partirá el pan del duelo para consolar a los que lloran a los muertos, ni les darán a beber la copa del consuelo por su padre o por su madre. No entres en ninguna casa donde estén de fiesta, para comer y beber con los comensales. Pues así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Pienso poner fin en este lugar, en vuestra presencia y en vida vuestra, a las voces alegres de fiesta, las canciones del novio y de la novia. Cuando transmitas a este pueblo todas estas palabras, seguramente te dirán: «¿Por qué ha pronunciado el Señor contra nosotros toda esta enorme desgracia? ¿Cuáles son las culpas y pecados que hemos cometido contra el Señor, nuestro Dios?». Tú les responderás: «Porque vuestros antepasados me abandonaron —oráculo del Señor— y se fueron tras dioses extranjeros para darles culto y adorarlos; me abandonaron a mí y no cumplieron mi ley». Pero vuestras acciones son peores que las de vuestros antepasados, pues vosotros vais tras los planes de vuestro obstinado y perverso corazón, y os negáis a escucharme. Os arrojaré de esta tierra a otra tierra que ni vosotros ni vuestros padres conocéis; allí daréis culto a dioses extranjeros, día y noche, pues no pienso concederos mi gracia. Vienen días —oráculo del Señor— en que ya no se jurará: «Por vida del Señor, que hizo subir a los israelitas del país de Egipto», sino: «Por vida del Señor, que hizo subir a los israelitas de un país del norte y de todos los países por donde los dispersó». Y los haré volver a su tierra, la que di a sus antepasados. Voy a enviar a muchos pescadores —oráculo del Señor— a que los pesquen, y después enviaré a muchos cazadores a que los cacen por montes y colinas, y por las hendiduras de las rocas. Vigilo su conducta, nada se me escapa; su maldad no puede esconderse a mis ojos. Les haré pagar el doble por su culpa y su pecado, por haber profanado mi tierra con la carroña de sus ídolos y haber llenado mi heredad con sus abominaciones. Señor, fuerza y fortaleza mías, mi amparo cuando llega el peligro. A ti acudirán los paganos de todos los rincones de la tierra diciendo: «Solo mentira es el legado de nuestros antepasados: pura nadería, inutilidad completa». ¿Puede alguien fabricarse dioses? ¡Pero si esos no son dioses! Por eso, voy a enseñarles, esta vez voy a mostrarles mi fuerza y mi poder, y reconocerán que mi nombre es «el Señor». El pecado de Judá está escrito con un punzón de hierro, grabado con punta de diamante sobre la tabla de su corazón, en los ángulos de los altares. Lo que sus hijos recuerdan son sus altares y Aseras junto a todo árbol frondoso, sobre elevadas colinas, en los cabezos del campo. Voy a entregar al pillaje tu riqueza y tus tesoros pues pecabas en tus cerros, en todo tu territorio. Haré que abandones tu tierra, la heredad que te otorgué; haré que sirvas a tus enemigos en un país desconocido, pues mi cólera arde como fuego y ha prendido para siempre. Así dice el Señor: Maldito quien confía en el ser humano y busca el apoyo de los seres creados, apartando su corazón del Señor. Será como un matojo del desierto que no llegará a ver la lluvia; vivirá en los sequedales de la estepa, en tierra salobre, inhabitable. Bendito quien confía en el Señor, quien pone en el Señor su seguridad. Será un árbol plantado junto al agua, que alarga a la corriente sus raíces; no temerá la llegada del estío, mantendrá siempre verde su follaje. No le inquietará un año de sequía, ni dejará por eso de dar fruto. Nada hay más engañoso que el corazón; no tiene remedio, ¿quién lo conoce? Yo, el Señor, examino el corazón, sondeo el interior de las personas, para pagar a cada cual su conducta, conforme al fruto de sus acciones. Perdiz que empolla huevos que no puso el que hace fortuna de modo injusto: en la flor de sus días lo abandona y acabará su vida como un necio. Trono glorioso, excelso desde el principio es el lugar donde se alza nuestro santuario. Señor, esperanza de Israel, todo el que te abandona fracasa. Los que se apartan de ti serán inscritos en el polvo, pues abandonaron al Señor, la fuente de agua viva. Cúrame, Señor, y quedaré curado; ponme a salvo y a salvo quedaré, pues tú eres el objeto de mi alabanza. Fíjate en ellos, cómo me dicen: «¿Dónde está la palabra del Señor? ¡A ver si se cumple!». Pero yo no te presioné para pedirte desgracias; tampoco estuve deseando la llegada de un día infausto. Tú conoces lo que han dicho mis labios, pues lo han dicho en tu presencia. No seas para mí causa de terror, tú eres mi refugio en la desgracia. ¡Fracasen mis perseguidores, no sea yo el fracasado; que sientan ellos terror, no sea yo el aterrado! ¡Envíales el día funesto, destrózalos con doble destrozo! Así me dijo el Señor: —Ponte en la Puerta de Benjamín, por la que entran y salen los reyes de Judá, y en todas las puertas de Jerusalén. Les dirás: «Escuchad la palabra del Señor, reyes de Judá, judíos todos y habitantes de Jerusalén que entráis por estas puertas. Así dice el Señor: Andaos con cuidado y no transportéis cargas en sábado ni las metáis por las puertas de Jerusalén. No saquéis carga alguna de vuestras casas en sábado ni llevéis a cabo actividad alguna; santificaréis el sábado como ordené a vuestros antepasados, aunque no escucharon ni prestaron atención. Se hicieron más tercos, hasta el punto de no escuchar ni aprender la lección. Pero si vosotros me escucháis de verdad —oráculo del Señor— y no metéis cargas por las puertas de esta ciudad en sábado, y santificáis este día no llevando a cabo actividad alguna, entonces entrarán por las puertas de esta ciudad los reyes que se sientan en el trono de David, montados en carruajes y en caballos, junto con sus ministros, con gente de Judá y con habitantes de Jerusalén; y esta ciudad estará siempre habitada. Vendrán de las ciudades de Judá, del distrito de Jerusalén, del territorio de Benjamín, de la Sefela, de la zona montañosa y del Négueb: unos traerán consigo lo necesario para ofrecer en el Templo del Señor holocaustos, sacrificios y ofrendas, así como incienso; otros traerán las víctimas de acción de gracias. Pero si no me escucháis y no santificáis el sábado, si seguís transportando y metiendo cargas por las puertas de Jerusalén en sábado, prenderé fuego a sus puertas, un fuego que consumirá los palacios de Jerusalén; y no se apagará». Palabra que recibió Jeremías de parte del Señor: —Anda, baja a la casa del alfarero, que allí te transmitiré mis palabras. Bajé a la casa del alfarero en el momento en que estaba trabajando en el torno. Cuando le salía mal la vasija de barro que estaba torneando, se ponía a hacer otra, tal como a él le parecía. Me llegó entonces la palabra del Señor en estos términos: —¿No puedo yo trataros igual que este alfarero, pueblo de Israel? Pues lo mismo que el barro en manos del alfarero, también vosotros estáis en mi mano, pueblo de Israel. Si en algún momento yo hablo de arrancar, arrasar y destruir un pueblo y un reino, pero resulta que ese pueblo se convierte de su maldad, entonces también yo me arrepentiré del mal que había decidido hacerle. Y si en otro momento yo hablo de construir y plantar un pueblo y un reino, pero resulta que ese pueblo hace lo que me parece mal, no escuchando mi voz, entonces me arrepentiré del bien que había prometido hacerles. Y ahora habla así a la gente de Judá y a los habitantes de Jerusalén: «Así dice el Señor: Yo soy el alfarero y estoy dando forma a una desgracia y meditando un plan contra vosotros. Que cada cual se convierta de su mala conducta y mejore su conducta y sus acciones». Seguro que te dicen: «Nada de eso, seguiremos nuestros planes, actuaremos según nuestro perverso y obstinado corazón». Por eso, así dice el Señor: Preguntad por tierras de paganos si alguien oyó cosa igual: algo horripilante ha cometido la doncella, capital de Israel. ¿Abandona los riscos escarpados la nieve que cae sobre el Líbano? ¿Se corta el agua fresca que fluye libremente? Pues mi pueblo me ha olvidado y ofrece incienso a una nada: tropiezan por sus caminos, por los senderos de siempre, van caminando por sendas y veredas escabrosas. Dejan así su tierra desolada, objeto de burla eterna; todo el que pasa se espanta, se burla moviendo la cabeza. Los aventaré como viento del este, cuando estén enfrente del enemigo; les mostraré la espalda, no la cara, el día que les llegue el descalabro. Algunos dijeron: «Tramemos un plan contra Jeremías, pues no faltará la instrucción del sacerdote, el consejo del sabio y la palabra del profeta. Así que vamos a calumniarlo y a hacer caso omiso de lo que dice». Hazme tú caso, Señor; oye lo que dicen mis oponentes. ¿Se paga el bien con el mal? ¡Pues me han cavado una fosa! Recuerda que estuve ante ti pidiendo clemencia para ellos, apartando de ellos tu cólera. Entrega, pues, sus hijos al hambre, que queden a merced de la espada, viudas y sin hijos sus mujeres, sus hombres heridos de muerte, sus jóvenes caídos en combate, traspasados por la espada. Se oirán gritos que salen de sus casas cuando envíes salteadores contra ellos, pues cavaron una fosa para atraparme, pusieron trampas en mi camino. Puesto que tú sabes, Señor, que han tramado mi muerte, no disimules su culpa ni borres su pecado. Haz que se tambaleen delante de ti; actúa contra ellos cuando estalle tu ira. Así ha dicho el Señor: —Compra una jarra de loza. Luego, con algunos ancianos del pueblo y de los sacerdotes, sal hacia el valle de Ben Hinón, por la Puerta de los Cascotes, y pronuncia allí las palabras que te voy a transmitir. Dirás: «Escuchad la palabra del Señor, reyes de Judá y habitantes de Jerusalén. Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Voy a traer una calamidad tal sobre este lugar, que a quien la oiga le zumbarán los oídos. Porque me abandonaron, desnaturalizaron este lugar y ofrecieron incienso en él a dioses extranjeros, que ni ellos ni sus antepasados conocían, y los reyes de Judá llenaron este lugar de sangre inocente. Construyeron recintos sagrados a Baal, para quemar en ellos a sus hijos como holocausto en honor de Baal, algo que ni les ordené, ni les dije, ni me pasó por la imaginación. Por eso, van a llegar días en que este lugar ya no se llamará Tófet ni valle de Ben Hinón, sino valle de la Matanza. En este lugar echaré por tierra los planes de Judá y de Jerusalén, los haré caer a espada ante sus enemigos, los entregaré en manos de los que quieren quitarles la vida, y daré sus cadáveres como alimento a las aves del cielo y a las bestias de la tierra. Convertiré esta ciudad en desolación; el que pase junto a ella quedará espantado y silbará en son de burla al ver tantas heridas. Haré que coman la carne de sus hijos y de sus hijas; se comerán unos a otros durante el angustioso asedio al que los someterán los enemigos que tratan de quitarles la vida». Después romperás la jarra delante de los que te han acompañado, y les dirás: «Esto dice el Señor del universo: Así voy a romper a este pueblo y a esta ciudad, igual que el alfarero rompe un cacharro que ya no tiene arreglo; y serán enterrados en el Tófet, por no quedar lugares de enterramiento. Esto es lo que pienso hacer con este lugar y con sus habitantes —oráculo del Señor—; trataré a esta ciudad igual que a Tófet. Las viviendas de Jerusalén y los palacios de los reyes de Judá quedarán impuros, igual que el recinto de Tófet, esas viviendas en cuyas azoteas quemaban ofrendas de incienso a todo el ejército del cielo y donde hacían libaciones a dioses extranjeros». Jeremías volvió de Tófet, donde el Señor lo había enviado a profetizar, se detuvo en el atrio del Templo del Señor y dijo a todos los presentes: —Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Voy a traer sobre esta ciudad y todas sus aldeas todas las desgracias que he anunciado, pues se han vuelto más tercos y no quieren escuchar mis palabras. Pasjur, hijo de Imer, el principal sacerdote supervisor del Templo del Señor, oyó a Jeremías profetizar todo aquello. Entonces Pasjur mandó que azotaran al profeta Jeremías y que lo metieran en el cepo que hay en la Puerta de Benjamín, la de arriba, en el Templo del Señor. A la mañana siguiente mandó Pasjur sacar a Jeremías del cepo. Jeremías entonces le dijo: —El Señor ya no te llama Pasjur, sino Magor Missabib (Terror-En-Derredor); pues así dice el Señor: Te voy a convertir en terror para ti y todos tus allegados, que caerán abatidos por la espada enemiga delante de tus ojos. Y voy a entregar a toda la gente de Judá en manos del rey de Babilonia, que los deportará a Babilonia donde los matará a espada. Respecto a la riqueza de esta ciudad, a sus posesiones, a sus objetos de valor y a todos los tesoros de los reyes de Judá, voy a ponerlos a merced de sus enemigos, que los saquearán, los tomarán y se los llevarán a Babilonia. Y tú, Pasjur, junto con toda la gente de tu casa, irás al destierro, a Babilonia. Allí morirás y allí serás enterrado con todos tus allegados, a quienes profetizabas en falso. Me sedujiste, Señor, y quedé seducido; me agarraste con fuerza y me sometiste. Yo era objeto de mofa todo el día, todo el mundo se burlaba de mí. Cuando hablo, tengo que gritar anunciando violencia y destrucción; la palabra del Señor me servía de insulto y burla todo el día. Me decía: No me acordaré más de él, no hablaré más en su nombre. Pero algo ardía en mi corazón como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos, que trataba inútilmente de apagar. Oía a muchos murmurar: «Este es Terror-En-Derredor, denunciadlo, vamos a denunciarlo». La gente que me era más cercana andaba acechando mi traspié: «Tal vez, seducido, lo sometamos y podamos vengarnos de él». Pero el Señor está conmigo como poderoso defensor; por eso tropiezan al perseguirme y son incapaces de someterme. Quedan decepcionados al fracasar, nunca se olvidará su eterno deshonor. Señor, que examinas al honrado, que ves sentimientos y pensamientos, ¡que yo vea que te vengas de ellos, ya que a ti he encomendado mi causa! ¡Cantad al Señor, alabad al Señor, que libró la vida del pobre del poder de los malvados! ¡Maldito el día en que nací; no sea bendito el día en que me dio a luz mi madre! ¡Maldito el que felicitó a mi padre diciendo: «Te ha nacido un hijo varón», dándole así una alegría! ¡Sea ese hombre como las ciudades que el Señor destruyó sin compasión! ¡Que oiga alaridos por la mañana y toque de alarma a mediodía! ¡Por qué no me mataría en el vientre! Mi madre habría sido mi tumba, con su vientre preñado para siempre. ¿Para qué salí del vientre? ¿Para pasar penas y problemas y consumir mis días deshonrado? Palabra que recibió Jeremías de parte del Señor, cuando el rey Sedecías le envió a Pasjur, hijo de Malaquías, y al sacerdote Sofonías, hijo de Maasías, con este encargo: —Consulta al Señor por nosotros, ahora que Nabucodonosor, rey de Babilonia, está en guerra con nosotros. Tal vez el Señor realice a nuestro favor sus conocidos prodigios, y Nabucodonosor levante el cerco. Les respondió Jeremías: —Esto le diréis a Sedecías: «Así dice el Señor, Dios de Israel: Voy a hacer que las tropas con que tratáis de hacer frente, fuera de las murallas, al rey de Babilonia y a los caldeos que os cercan, retrocedan y se reúnan en medio de esta ciudad. Yo en persona lucharé contra vosotros, con mano extendida y potente brazo, con ira, con cólera y con rabia incontrolada. Mataré a los habitantes de esta ciudad: personas y animales morirán víctimas de una gran peste. Después de esto —oráculo del Señor—, entregaré a Sedecías, rey de Judá, a sus cortesanos y a la gente de esta ciudad que haya sobrevivido a la peste, a la espada y al hambre, en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia, en manos de sus enemigos y en manos de los que quieren matarlos. Acabará con ellos a filo de espada, sin piedad, sin misericordia y sin compasión». Y a este pueblo le dirás: «Así dice el Señor: Pongo ante vosotros un camino de muerte y un camino de vida: el que se quede en esta ciudad, morirá a espada, de hambre o de peste; el que salga y se pase a los caldeos que os están asediando, seguirá con vida: su vida será su botín. Pues he dirigido mi mirada hacia esta ciudad para mal, no para bien —oráculo del Señor—; será entregada en manos del rey de Babilonia, que la pasará a fuego». Familia real de Judá, escucha la palabra del Señor. Porque esto dice el Señor a los descendientes de David: juzgad cada mañana conforme a derecho, liberad al desposeído de manos del opresor, para que no estalle mi ira como fuego y arda sin nadie que la apague, a causa de vuestras malas acciones. Aquí estoy contra ti, ciudad asentada en el valle, roca que domina la llanura —oráculo del Señor. Decís: «¿Quién vendrá contra nosotros? ¿Quién entrará en nuestros escondrijos?». Pues pienso pediros cuentas, conforme al fruto de vuestras acciones —oráculo del Señor—: pegaré fuego a su bosque y arderá todo alrededor. Así dice el Señor: —Baja al palacio del rey de Judá y comunícale lo siguiente. Le dirás: «Escucha la palabra del Señor, rey de Judá, tú que te sientas en el trono de David; y que la escuchen también tus cortesanos y tu pueblo, que entran por estas puertas. Así dice el Señor: Actuad conforme a derecho y justicia, liberad al desposeído de manos del opresor, no explotéis ni tratéis con violencia al inmigrante, al huérfano y a la viuda, ni derraméis sangre inocente en este lugar. Si ponéis en práctica todo esto, entrarán por las puertas de este palacio reyes que se sentarán en el trono de David; lo harán montados en carros y caballos, junto con sus cortesanos y su séquito. Pero si no escucháis estas palabras, lo juro por mí mismo —oráculo del Señor— que convertiré en ruinas este palacio». Pues esto dice el Señor sobre el palacio del rey de Judá: Eres para mí como Galaad, como la cumbre del Líbano, pero juro que te convertiré en desierto; serán las ciudades lugares desprovistos de habitantes. Elegiré contra ti destructores: hombres provistos de armas, que talarán la flor de tus cedros para arrojarlos al fuego. Pasarán muchos pueblos por esta ciudad y se preguntarán unos a otros: «¿Por qué ha tratado así el Señor a esta metrópoli?». Y les responderán: «Porque abandonaron la alianza del Señor, su Dios, y adoraron y dieron culto a dioses extranjeros». No lloréis ni os lamentéis por un muerto, llorad, llorad por el que se va, porque ya no volverá ni verá la tierra que lo vio nacer. Pues así dice el Señor a Salún, que sucedió a su padre Josías, rey de Judá: El que salió de este lugar ya no volverá a él. Morirá en el lugar adonde fue desterrado, y no volverá a ver esta tierra. ¡Ay de quien construye su palacio, sus salones sin justicia ni derecho! Obliga a trabajar gratis a su prójimo, sin darle el sueldo que le corresponde. Piensa: «Me haré un palacio espacioso, salones superiores bien ventilados; le abriré ventanas lo revestiré de cedro, lo pintaré de color escarlata». ¿Acaso piensas que reinas porque compites en cedros? Tu padre comió y bebió, pero actuó con justicia y derecho, por eso le fue tan bien. Hizo justicia a pobres y desvalidos, ¿acaso no es eso conocerme? —oráculo del Señor—. Pero tú no tienes ojos ni corazón si no es para tu propio provecho, para derramar sangre de inocentes, para oprimir y atropellar. Por eso, así dice el Señor a Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá: Nadie hará duelo por él: «¡Ay hermano! ¡Ay hermana!». Nadie hará duelo por él: «¡Ay Señor! ¡Ay Majestad!». Será enterrado como un asno, será arrastrado y arrojado fuera de las puertas de Jerusalén. Sube al Líbano y grita, alza tu voz en Basán; grita desde Abarín, pues están destrozados tus amantes. Te hablé cuando vivías tranquila, y dijiste: «No pienso escuchar». Esta es tu conducta desde joven: no escuchar lo que te digo. El viento apacentará a tus pastores, tus amantes irán al destierro. Entonces quedarás defraudada, avergonzada de toda tu maldad. Tú, que te asientas en el Líbano, que tienes tu nido entre cedros, ¡cómo gritarás cuando lleguen los dolores, cuando te retuerzas como una parturienta! Juro por mi vida —oráculo del Señor— que si tú, Jeconías, hijo de Joaquín, rey de Judá, fueses el sello de mi mano derecha, te arrancaría y te entregaría en manos de los que tratan de matarte, en manos de los que más temes, de Nabucodonosor, rey de Babilonia, y de los caldeos. Os expulsaré a ti y a la madre que te trajo al mundo a otro país, donde no nacisteis, y allí moriréis. Y no volverán a la tierra por la que suspiran volver. ¿Es una vasija despreciable y rota este tal Jeconías, o quizá un cacharro inútil? ¿Por qué fue expulsado con su familia, arrojado a un país que desconocían? ¡Tierra, tierra, tierra, escucha la palabra del Señor! Así dice el Señor: Escribid sobre este hombre: «no ha tenido hijos, es un varón malogrado en su vida». No logró que alguien de su estirpe se sentara en el trono de David y siguiera gobernando en Judá. ¡Ay de los pastores que descarrían y dispersan el rebaño de mi pastizal! —oráculo del Señor—. Por eso, así dice el Señor, Dios de Israel, acerca de los pastores que apacientan a mi pueblo: Vosotros dispersasteis mi rebaño, lo expulsasteis y no os habéis preocupado de él. Pues bien, yo os voy a pedir cuentas de vuestras malas acciones —oráculo del Señor— y yo mismo reuniré al resto de mis ovejas de todos los países por donde las dispersé y las haré volver a su pastizal, donde fructificarán y se multiplicarán. Les pondré pastores que las apacienten; ya no tendrán miedo, no se espantarán ni faltará ninguna —oráculo del Señor. Ya llegan días —oráculo del Señor— en que daré a David un vástago legítimo. Será un rey que reinará con prudencia, impondrá justicia y derecho en el país. En sus días estará a salvo Judá, Israel vivirá con tranquilidad, y la gente le pondrá de nombre: «El Señor es nuestra justicia». Ya llegan días —oráculo del Señor— en que no se dirá: «Por vida del Señor, que hizo subir a los israelitas del país de Egipto». Más bien se dirá: «Por vida del Señor, que hizo subir a la estirpe de Israel del país del norte y de todos los países por donde los dispersó, para que habiten en su tierra». A los profetas: Tengo roto en mi pecho el corazón, se estremecen todos mis huesos; me siento igual que un borracho, como un hombre cargado de vino; y todo a causa del Señor, a causa de sus santas palabras. El país está lleno de adulterios, por eso la tierra está de luto, como una maldición, y se secan los pastos de la estepa. Siguen el curso del mal, ponen su fuerza en la injusticia. Hasta profetas y sacerdotes son impíos, hasta en mi Templo encuentro su maldad —oráculo del Señor—. Por eso, su camino se les hará resbaladizo; empujados a las tinieblas, en las tinieblas caerán. Traeré contra ellos la desgracia el año en que les pida cuentas —oráculo del Señor—. Entre los profetas de Samaría he visto una cosa inmoral: profetizan en nombre de Baal y extravían a mi pueblo Israel. Entre los profetas de Jerusalén he visto una cosa espantosa: son adúlteros, van tras la mentira, se ponen a favor de los malvados y nadie se aparta de su maldad. Son todos para mí como Sodoma, sus habitantes igual que Gomorra. Por eso, así dice el Señor del universo acerca de los profetas: Voy a daros a comer ajenjo, y a beber, agua emponzoñada, pues los profetas de Jerusalén habéis esparcido la impiedad por el país. Así dice el Señor del universo: No escuchéis las palabras de los profetas que os despiertan esperanzas vanas y os transmiten visiones imaginarias, cosas que no ha hablado el Señor. A los que desprecian la palabra del Señor les dicen: «Tendréis paz»; a los que siguen su corazón obstinado les dicen: «No os alcanzará el mal». ¿Quién estuvo en el consejo del Señor y vio todo y escuchó su palabra? ¿Quién prestó la debida atención, de modo que pudiera oír esa palabra? Ya ha estallado la tempestad del Señor, que gira sobre la cabeza de los malvados; no cesará la cólera del Señor hasta haber ejecutado sus designios. Después de que pase ese tiempo, lograréis entenderlo del todo. Yo no envié a los profetas, pero ellos se apresuraban a hablar; tampoco les dirigí mi palabra, pero ellos profetizaban. Si hubieran participado en mi consejo, transmitirían mis palabras a mi pueblo para que se convirtiera de su mal camino y abandonase sus malvadas acciones. ¿Acaso soy Dios solo de cerca —oráculo del Señor— y no lo soy también de lejos? Si alguien se oculta en su escondrijo, ¿creéis que no puedo verlo? —Oráculo del Señor—. ¿No lleno yo cielo y tierra? —Oráculo del Señor—. He oído lo que dicen los profetas, los que profetizan mentiras en mi nombre, los que dicen: «He tenido un sueño, he tenido un sueño». ¡Basta ya! La mente de los profetas está repleta de falsas profecías, producto de su fantasía. Con los sueños que se cuentan entre sí, tratan de que mi pueblo me olvide, como me olvidaron sus antepasados por Baal. El profeta que tenga un sueño, que cuente un sueño; y el que tenga mi palabra, que la diga tal cual es. ¿Qué tiene que ver la paja comparada con el grano? —oráculo del Señor—. ¿No es mi palabra como fuego —oráculo del Señor—, o mazo que cuartea la roca? Por eso, aquí estoy contra los profetas —oráculo del Señor— que se roban unos a otros mis palabras. Aquí estoy contra los profetas —oráculo del Señor— que hacen uso de su lengua para lanzar oráculos. Aquí estoy contra los profetas que tienen falsos sueños —oráculo del Señor—, que luego los cuentan y extravían a mi pueblo con sus mentiras y sus pretensiones. Y resulta que yo ni los envié ni les di ninguna orden. Por eso, no pueden ser útiles a este pueblo —oráculo del Señor—. Si alguien de este pueblo, un profeta o un sacerdote te preguntan: «¿Cuál es el oráculo del Señor?», les dirás: «La carga sois vosotros, y voy a dejaros caer» —oráculo del Señor—. Y si el profeta, el sacerdote o alguna otra persona del pueblo dice «oráculo del Señor», le pediré cuentas a él y a su familia. Así, cuando habléis entre vosotros, diréis: «¿Qué ha respondido el Señor? ¿Qué ha hablado el Señor?». Pero ya no mencionéis la expresión «oráculo del Señor», pues una carga será para cada cual su propia palabra, ya que habéis pervertido las palabras del Dios vivo, del Señor del universo, nuestro Dios. Así preguntarás al profeta: «¿Qué te ha respondido el Señor? ¿Qué te ha hablado el Señor?». Y ahora, así dice el Señor: Si seguís empeñados en pronunciar la expresión «oráculo del Señor», siendo así que os había dado orden de que no dijeseis «oráculo del Señor», voy a levantaros en vilo y a arrojaros de mi presencia a vosotros y a esta ciudad que os di a vosotros y a vuestros antepasados. Haré que seáis presa de una afrenta eterna y de una vergüenza eterna, que no se olvidarán. El Señor me hizo ver dos cestas de higos que estaban delante del santuario del Señor. [El suceso tuvo lugar después de que Nabucodonosor, rey de Babilonia, deportara de Jerusalén a Jeconías, hijo de Joaquín, rey de Judá, y a los dignatarios de Judá, juntamente con los artesanos y herreros de Jerusalén, llevándoselos a Babilonia.] Una de las cestas contenía higos excelentes, como las brevas; la otra cesta contenía higos que no se podían comer de puro malos. Me preguntó el Señor: —¿Qué ves, Jeremías? Respondí: —Veo higos. Los higos buenos son buenísimos; pero los malos son tan malos que no se pueden comer. Entonces recibí la palabra del Señor en estos términos: —Así dice el Señor, Dios de Israel: Como ocurre con estos higos buenos, también yo me fijaré con agrado en los desterrados de Judá que expulsé de este lugar al país de los caldeos. Los miraré con benevolencia y los haré volver a esta tierra; los construiré y no los destruiré; los plantaré y no los arrancaré. Les daré un corazón capaz de conocerme, de reconocer que yo soy el Señor; y serán mi pueblo y yo seré su Dios, cuando vuelvan a mí de todo corazón. En cambio, así dice el Señor: Como ocurre con los higos malos, que no se pueden comer de puro malos, así trataré a Sedecías, rey de Judá, a los dignatarios y al resto de Jerusalén que quede en esta tierra o que resida en el país de Egipto. Los pondré como escarmiento de todos los reinos de la tierra: serán motivo de insultos, refranes, sátiras y maldiciones en todos los lugares adonde los disperse. Enviaré contra ellos la espada, el hambre y la peste, hasta hacerlos desaparecer de la tierra que les di a ellos y a sus antepasados. Palabra que recibió Jeremías relativa a todo el pueblo de Judá, el año cuarto del reinado de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá. Era el año primero de Nabucodonosor, rey de Babilonia. El profeta Jeremías se la comunicó a todo el pueblo de Judá y a todos los habitantes de Jerusalén, en estos términos: —Desde el año décimo tercero de Josías, hijo de Amón, rey de Judá, hasta el día de hoy (veintitrés años en total) he recibido la palabra del Señor y os la he comunicado día tras día, pero no habéis escuchado. También el Señor os ha enviado puntualmente a sus siervos los profetas, pero no escuchasteis ni os esforzasteis por escuchar. Os decían: «Si cada cual abandona su mala conducta y sus malas acciones, volverá a la tierra que el Señor os dio a vosotros y a vuestros antepasados, desde siempre y para siempre. No vayáis detrás de dioses extranjeros, sirviéndolos y adorándolos, y no me irritéis con vuestras obras; así tampoco os trataré mal». Pero, para vuestra desgracia, no me escuchasteis —oráculo del Señor— y seguisteis irritándome con vuestras obras. Por eso, así dice el Señor del universo: Por no haber escuchado mis palabras, mandaré a buscar a todas las tribus del norte —oráculo del Señor— y a mi siervo Nabucodonosor, rey de Babilonia, y los traeré contra esta tierra y sus habitantes, y contra todos los pueblos de alrededor a los que consagraré al exterminio y convertiré en objeto de horror y burla, y en desolación perpetua. Pondré fin a las voces alegres de fiesta, a las canciones del novio y de la novia, al ruido del molino y a la luz de la lámpara. Y todo este país se convertirá en ruina y desolación, y los pueblos de alrededor servirán al rey de Babilonia durante setenta años. Cuando se cumplan los setenta años, pediré cuentas al rey de Babilonia y a aquella nación —oráculo del Señor— por todos sus crímenes, y convertiré el país de los caldeos en desolación perpetua. Haré que se cumplan contra aquel país todas las palabras que pronuncié contra ellos, todo lo escrito en este libro, el de las profecías de Jeremías contra todas las naciones. También ellos estarán esclavizados a numerosas naciones y a reyes poderosos; les pagaré conforme a sus acciones, a lo que hayan realizado. Así me dijo el Señor, Dios de Israel: —Toma esta copa del vino de la cólera que te doy, y házsela beber a todas las naciones adonde voy a enviarte. Beberán, se tambalearán y se comportarán como locos ante la espada que voy a lanzar en medio de ellos. Tomé la copa que me daba el Señor y se la hice beber a todas las naciones a las que me envió el Señor: a Jerusalén, a las ciudades de Judá, a sus reyes y dignatarios, para convertirlos en ruina y desolación, en motivo de burla y maldición [como ocurre hasta el presente]. Se la di también a beber al faraón, rey de Egipto, a sus cortesanos y dignatarios, a todo su pueblo y a sus mercenarios; a todos los reyes del país de Us, y a los reyes de territorio filisteo: Ascalón, Gaza, Ecrón y lo que queda de Asdod; a Edom, a Moab y a los amonitas; a todos los reyes de Tiro y de Sidón, y a los reyes de las costas de ultramar; a Dedán, Temá y Buz, y a todos los que se afeitan las sienes; a todos los reyes de Arabia y de las distintas razas que viven en la estepa; a todos los reyes de Zimrí, de Elam y de Media; a todos los reyes del norte, cercanos y lejanos, uno detrás de otro, y a todos los reinos de la superficie de la tierra. Y cuando acaben ellos, beberá el rey de Sisac. También les dirás: «Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Bebed, emborrachaos, vomitad y caed para no levantaros ante la espada que voy a lanzar en medio de vosotros». Y, si se niegan a aceptar la copa que les ofreces para beber, les dirás: «Así dice el Señor del universo: Tenéis que beber, pues si voy a empezar el castigo por la ciudad que lleva mi nombre, ¿creéis que vosotros vais a quedar impunes? No quedaréis impunes, pues voy a convocar a la espada para que acabe con todos los habitantes de la tierra» —oráculo del Señor del universo. Tú profetízales lo siguiente. Les dirás: El Señor ruge desde lo alto, clama desde su santa morada; ruge sin parar contra su pastizal, grita como los pisadores de uva contra todos los habitantes del país. Resuena el vocerío hasta el confín de la tierra: tiene el Señor un pleito con los paganos, viene a juzgar a todo ser viviente, entregará a los malvados a la espada —oráculo del Señor—. Así dice el Señor del universo: La desgracia va pasando de una a otra nación; un violento huracán se moviliza desde los extremos de la tierra. Aquel día las víctimas del Señor llegarán de un extremo al otro de la tierra. Nadie les hará duelo ni los enterrará. Servirán de estiércol sobre el campo. Gritad, pastores, y dad ayes, revolcaos, mayorales del ganado, que ha llegado el tiempo de la matanza, el tiempo de vuestra dispersión; caeréis como carneros cebados. Los pastores se quedarán sin refugio, no escaparán los mayorales del ganado. Ya se oye el grito de los pastores, el llanto de los mayorales del ganado, pues el Señor destruye sus pastos. Enmudecen las fértiles praderas ante la cólera ardiente del Señor. Abandona como un león su guarida, porque su tierra solo es desolación ante el incendio devastador, ante el incendio de su cólera. Al comienzo del reinado de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá, [Jeremías] recibió esta palabra de parte del Señor: —Así dice el Señor: Ponte en el atrio del Templo del Señor y habla contra todas las ciudades de Judá, contra esos que vienen al Templo a adorar al Señor. Les dirás todo lo que yo te he ordenado; no dejes ni una palabra. A lo mejor escuchan, se convierten de su mala conducta y me arrepiento del mal que estoy pensando hacerles, por la maldad de sus acciones. Les dirás: Así dice el Señor: Si os negáis a escucharme y a conduciros según la ley que os promulgué, si no escucháis las palabras de mis siervos los profetas, que continuamente os estoy enviando (a pesar de que no les escucháis), haré con este Templo lo mismo que hice con Siló, y convertiré esta ciudad en fórmula de maldición para todas las naciones de la tierra. Los sacerdotes, los profetas y toda la gente escucharon este discurso de Jeremías en el Templo del Señor. Cuando Jeremías terminó de transmitir todo lo que el Señor le había ordenado decir al pueblo, los sacerdotes y profetas lo detuvieron y le dijeron: —Eres reo de muerte. ¿Por qué dices profetizar en nombre del Señor y afirmas que este Templo acabará como Siló y que esta ciudad quedará desolada y deshabitada? Toda la gente se amotinó contra Jeremías en el Templo del Señor. Los dignatarios de Judá se enteraron de todo, se trasladaron del palacio real al Templo del Señor y se sentaron en el tribunal de la Puerta Nueva. Los sacerdotes y los profetas se dirigieron a los dignatarios y a toda la gente en estos términos: —Este hombre es reo de muerte, pues profetiza contra esta ciudad, como habéis podido oír. Dijo Jeremías a los dignatarios y a todos los presentes: —El Señor me ha enviado a profetizar contra este Templo y contra esta ciudad todo lo que habéis oído. En consecuencia, mejorad vuestra conducta y vuestras acciones, y haced caso a lo que dice el Señor, vuestro Dios; solo así se arrepentirá del mal que había anunciado contra vosotros. En cuanto a mí, en vuestras manos estoy. Haced conmigo lo que os parezca bien y justo. Pero habéis de saber que, si me matáis, os haréis responsables de una muerte inocente vosotros, esta ciudad y cuantos la habitan, pues es cierto que el Señor me ha enviado a transmitiros todo lo que he dicho. Los dignatarios y la gente presente dijeron a los sacerdotes y a los profetas: —Este hombre no es reo de muerte, pues nos ha hablado en nombre del Señor, nuestro Dios. Entonces algunos ancianos del país se pusieron de pie y dijeron a la asamblea del pueblo: —Miqueas de Morasti profetizó en tiempos de Ezequías, rey de Judá, a toda la población de Judá, en estos términos: Así dice el Señor del universo: Sion será un campo arado, Jerusalén, un montón de ruinas, y el monte del Templo un cerro de maleza. ¿Lo condenaron a muerte Ezequías, rey de Judá, y los propios judíos? ¿No sintieron más bien respeto por el Señor y lo aplacaron? De ese modo, el Señor se arrepintió del mal que había previsto hacerles. Nosotros, en cambio, nos estamos acarreando una terrible desgracia. Hubo otro hombre que profetizó en nombre del Señor: Urías, hijo de Semaías, de Quiriat Jearín. Profetizó contra esta ciudad y contra este país, en los mismos términos que Jeremías. El rey Joaquín, sus oficiales y sus dignatarios oyeron sus palabras, y el rey trató de matarlo. Cuando Urías se enteró, huyó atemorizado y se refugió en Egipto. El rey Joaquín envió a Egipto a Elnatán, hijo de Acbor, con unos cuantos hombres. Capturaron a Urías en Egipto y se lo trajeron al rey Joaquín, que lo mandó ajusticiar a espada, y arrojaron su cadáver a la sepultura común. Entonces Ajicán, hijo de Safán, se hizo cargo de Jeremías para que no lo entregaran en manos del pueblo y le dieran muerte. Al comienzo del reinado de Sedecías, hijo de Josías, rey de Judá, el Señor dirigió la palabra a Jeremías en estos términos: —Así dice el Señor: Hazte unas correas y un yugo, y échatelo al cuello. Envía un mensaje a los reyes de Edom y de Moab, al rey de los amonitas y a los reyes de Tiro y de Sidón. Envíalo por medio de los mensajeros que han llegado a Jerusalén a entrevistarse con Sedecías, rey de Judá. Y ordénales que digan a sus señores: Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Decid a vuestros señores: Yo hice la tierra, el ser humano y los animales que se mueven por la tierra. Lo hice con mi gran poder y con brazo extendido, y se lo doy a quien me parece. Ahora he puesto todos estos territorios en manos de mi siervo Nabucodonosor, rey de Babilonia, y hasta le he sometido los animales del campo. Le estarán sometidas todas las naciones: a él, a su hijo y a su nieto, hasta que también le llegue a su país el tiempo de someterse a numerosas naciones y a reyes poderosos. Y si una nación o reino no se somete a Nabucodonosor, rey de Babilonia, y no pone su cuello bajo el yugo del rey de Babilonia, yo mismo castigaré a esa nación con la espada, el hambre y la peste —oráculo del Señor—, hasta que haya acabado con ellos por medio de él. Vosotros no escuchéis a vuestros profetas, adivinos, intérpretes de sueños, agoreros y magos cuando os dicen: «No acabaréis sometidos al rey de Babilonia», pues os profetizan mentiras; en realidad acabaréis lejos de vuestra tierra, yo os dispersaré y vosotros pereceréis. En cambio, si una nación pone su cuello bajo el yugo del rey de Babilonia y se le somete, la dejaré en su tierra —oráculo del Señor— para que la trabaje y la habite. A Sedecías, rey de Judá, le hablé de idéntica manera: Poned vuestro cuello bajo el yugo del rey de Babilonia y someteos a él y a su pueblo, si queréis seguir con vida. ¿Por qué vais a morir tú y tu pueblo a espada, hambre y peste, como anunció el Señor a la nación que no se sometiese al rey de Babilonia? No escuchéis las palabras de los profetas que os dicen: «No acabaréis sometidos al rey de Babilonia», pues os profetizan mentiras. Y, aunque no los he enviado —oráculo del Señor—, ellos andan profetizando mentiras en mi nombre para que yo os expulse y os destruya junto con los profetas que os profetizan. Hablé también a los sacerdotes y a todo el pueblo en estos términos: Así dice el Señor: No escuchéis las palabras de vuestros profetas que os profetizan diciendo: «El ajuar del Templo del Señor va a ser devuelto en breve de Babilonia», pues os profetizan una mentira; no les hagáis caso. Vosotros someteos al rey de Babilonia si es que queréis vivir. ¿Por qué razón deberá quedar reducida a ruinas esta ciudad? Y si son profetas y está con ellos la palabra del Señor, que intercedan ante el Señor del universo para que no se lleven a Babilonia el ajuar que queda en el Templo del Señor y en el palacio del rey de Judá. Pues así dice el Señor del universo acerca de las columnas, de la pila de bronce, de los pedestales y del resto del ajuar de esta ciudad, el que no se llevó Nabucodonosor, rey de Babilonia, cuando deportó de Jerusalén a Babilonia a Jeconías, hijo de Joaquín, rey de Judá, y a todos los notables de Judá y de Jerusalén; respecto a ese ajuar que aún ha quedado en el Templo del Señor, en el palacio del rey de Judá y en Jerusalén, esto es lo que dice el Señor del universo, Dios de Israel: Será llevado a Babilonia, y allí quedará hasta que me presente personalmente —oráculo del Señor— y lo suba y lo devuelva a este lugar. Aquel mismo año, es decir, el año cuarto del reinado de Sedecías, rey de Judá, el mes quinto, Ananías, hijo de Azur, profeta natural de Gabaón, me dijo en el Templo del Señor en presencia de los sacerdotes y de toda la gente: —Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: He roto el yugo del rey de Babilonia. Dentro de dos años haré que devuelvan a este lugar todo el ajuar del Templo del Señor que Nabucodonosor, rey de Babilonia, se llevó consigo de este lugar a Babilonia. Y haré volver también a este lugar a Jeconías, hijo de Joaquín, rey de Judá, y a toda la gente de Judá deportada a Babilonia —oráculo del Señor—, pues haré pedazos el yugo del rey de Babilonia. El profeta Jeremías respondió al profeta Ananías en presencia de los sacerdotes y de todo el pueblo que estaba en el Templo del Señor, en los siguientes términos: —¡Amén, así lo haga el Señor! Que el Señor mantenga las palabras que has profetizado haciendo que vuelvan de Babilonia a este lugar tanto todos los desterrados como el ajuar del Templo del Señor. Pero escucha bien las palabras que voy a dirigirte a ti y a todos los presentes: Desde siempre, los profetas que nos precedieron a ti y a mí profetizaron a numerosos países y grandes reinos, anunciando guerras, desastres y peste. Cuando un profeta anunciaba bienestar, solo se reconocía que había sido enviado de verdad por el Señor cuando se cumplía la palabra del profeta en cuestión. El profeta Ananías arrancó el yugo del cuello del profeta Jeremías y lo rompió. Después dijo Ananías ante todos los presentes: —Así dice el Señor: De este modo voy a romper el yugo de Nabucodonosor, rey de Babilonia. Dentro de dos años lo retiraré del cuello de todas las naciones. Entonces el profeta Jeremías se retiró. Pero algún tiempo después que el profeta Ananías le arrancara el yugo de su cuello, Jeremías recibió la palabra del Señor en estos términos: —Vete a decir a Ananías: Así dice el Señor: Has roto un yugo de madera, pero yo lo sustituiré por un yugo de hierro. Pues así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Voy a poner un yugo de hierro en el cuello de todas las naciones, para que estén sometidas a Nabucodonosor, rey de Babilonia, y pondré también a su servicio todos los animales del campo. El profeta Jeremías habló así al profeta Ananías: —Escucha bien, Ananías. El Señor no te ha enviado, y tú en cambio has hecho que este pueblo confíe en la mentira. Por eso, así dice el Señor: He decidido echarte de la tierra. Este año morirás, por haber profetizado rebelión contra el Señor. El profeta Ananías murió aquel año, el mes séptimo. Este es el texto de la carta que el profeta Jeremías envió desde Jerusalén a los desterrados: a los ancianos, sacerdotes y profetas, y a toda la gente que Nabucodonosor había deportado de Jerusalén a Babilonia. [El hecho tuvo lugar después de que el rey Jeconías partiese de Jerusalén con la reina madre, los eunucos y los dignatarios de Judá y de Jerusalén, así como con los gremios de artesanos y de trabajadores del metal]. La envió a Nabucodonosor, rey de Babilonia, por medio de Elasá, hijo de Safán, y de Guemarías, hijo de Jelcías, mensajeros de Sedecías, rey de Judá. Decía lo siguiente: «Así dice el Señor del universo, Dios de Israel, a toda la gente deportada de Jerusalén a Babilonia: Construid casas e instalaos en ellas, plantad huertos y alimentaos de sus frutos. Casaos y tened hijos e hijas; tomad esposas para vuestros hijos y dad vuestras hijas a otros hombres, y que tengan a su vez hijos e hijas. De este modo creceréis y no menguaréis. Buscad el bienestar de la ciudad a la que habéis sido deportados y orad por ella al Señor, pues de su bienestar dependerá el vuestro. Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Que no os engañen los profetas y adivinos que viven entre vosotros; no hagáis caso de las fantasías que sueñan, pues os profetizan mentiras en mi nombre, cuando yo no los he enviado —oráculo del Señor—. Así dice el Señor: En cuanto pasen setenta años en Babilonia, os visitaré y haré que se cumpla en vosotros mi promesa de bienestar, haciéndoos volver a este lugar. Yo conozco mis designios sobre vosotros —oráculo del Señor—. Son designios de bienestar, no de desgracia, pues os ofrezco un futuro y una esperanza. Me invocaréis y vendréis a suplicarme, y yo os escucharé; me buscaréis y me encontraréis, si es que venís a buscarme de todo corazón. Me dejaré encontrar por vosotros —oráculo del Señor—, acabaré con vuestro destierro y os reuniré de todas las naciones y lugares por donde os dispersé, y os haré regresar al lugar de donde os hice deportar —oráculo del Señor—. Respecto a vuestra afirmación de que el Señor os ha suscitado profetas en Babilonia, así dice el Señor al rey que se sienta en el trono de David y a toda la gente que habita en esta ciudad, es decir, a vuestros hermanos que no partieron con vosotros al destierro: Así dice el Señor del universo: Voy a enviar contra ellos la espada, el hambre y la peste; los trataré como a los higos podridos que no se pueden comer de puro malos. Los perseguiré con la espada, el hambre y la peste; servirán de escarmiento a todos los reinos de la tierra, y de fórmula de maldición, espanto, burla e ignominia de todas las naciones por donde los dispersé. Porque no escucharon mis palabras —oráculo del Señor—; porque les envié continuamente a mis siervos los profetas y no les hicieron caso —oráculo del Señor. Pero vosotros, desterrados que envié de Jerusalén a Babilonia, escuchad la palabra del Señor. Así dice el Señor del universo, Dios de Israel, a propósito de Ajab, hijo de Colaías, y de Sedecías, hijo de Maasías, que os profetizan mentiras en mi nombre: Voy a entregarlos en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia, que los matará en vuestra presencia. En ellos tendrá su origen una maldición, que será usada por todos los deportados de Judá que están en Babilonia: “Que el Señor te haga lo que a Sedecías y a Ajab, a quienes pasó a fuego el rey de Babilonia”, porque perpetraron infamias en Israel, cometieron adulterio con las mujeres de otros y hablaron mentiras en mi nombre, algo que no les mandé. Lo sé personalmente, y doy testimonio de ello». —Oráculo del Señor. Dirás a Semaías el nejlamita: Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Tú has enviado cartas firmadas de puño y letra a toda la gente que vive en Jerusalén y al sacerdote Sofonías, hijo de Maasías, así como a todos los sacerdotes, en estos términos: «El Señor te ha nombrado sacerdote en lugar del sacerdote Joyadá, para que estés al frente del Templo del Señor. A todo el que desvaríe o profetice lo entregarás para que lo metan en el cepo y lo sujeten con argollas. Entonces, ¿por qué no has llamado la atención a Jeremías, de Anatot, que actúa de profeta entre vosotros? Pues nos ha enviado a Babilonia un mensaje diciendo que la cosa va para largo, por lo que debemos construir casas e instalarnos en ellas, plantar huertos y alimentarnos de sus frutos». El sacerdote Sofonías leyó esta carta en presencia del profeta Jeremías. Y Jeremías recibió la palabra del Señor en estos términos: —Envía este mensaje a todos los deportados: «Así dice el Señor a Semaías el nejlamita: Semaías os ha profetizado sin que yo lo haya enviado, haciéndoos confiar en la mentira. Por eso, así dice el Señor: Voy a castigar a Semaías el nejlamita tomando una decisión sobre su descendencia: ya no tendrá descendiente que viva en medio de este pueblo y que pueda gozar de los bienes que voy a conceder a mi pueblo». —Oráculo del Señor. Palabra que recibió Jeremías de parte del Señor: —Así dice el Señor, Dios de Israel: Pon por escrito todo lo que te he dicho, pues ya llegan días —oráculo del Señor— en que cambiaré la suerte de mi pueblo Israel y de Judá, dice el Señor; los haré volver a la tierra que di en herencia a sus antepasados. Estas son las palabras que dirigió el Señor sobre Israel y Judá: Así dice el Señor: Se oyen gritos de terror, de miedo, pues ya no hay paz; preguntad y averiguad si dan a luz los varones. ¿Por qué veo entonces a los varones con las manos en las caderas, lo mismo que parturientas, con el rostro demudado? ¡Ay! ¡Qué grande será aquel día! No habrá ninguno como él: tiempo de angustia para Jacob, pero se verá libre de ella. Aquel día —oráculo del Señor del universo— romperé el yugo que llevas al cuello y desataré tus correas; no volverán a servir a extranjeros. Servirán al Señor, su Dios, y a David, el rey que nombraré para gobernarlos. No temas, siervo mío, Jacob —oráculo del Señor—, no tengas miedo, Israel. Te traeré ya libre, de lejos, traeré a tus hijos del destierro; Jacob volverá y descansará, tranquilo y sin sobresaltos, pues estoy contigo para salvarte —oráculo del Señor—. Acabaré con todas las naciones por donde os había dispersado; pero contigo no acabaré, solo te corregiré como conviene para que no quede impune tu pecado. Así dice el Señor: Tu fractura es incurable, tu herida está infectada; tu llaga no tiene remedio, no hay medicina que la cierre. Tus amantes te olvidaron, ya no andarán tras de ti. Te herí por medio del enemigo (sin duda un escarmiento cruel), a causa de tus muchas culpas, de la gran cantidad de tus pecados. ¿Por qué gritas por tu herida? ¿Porque es tu llaga incurable? Si te traté de esa manera, ha sido a causa de tus muchas culpas, de la gran cantidad de tus pecados. Pero los que te comen serán comidos, tus enemigos irán desterrados; tus saqueadores serán saqueados, los que te despojan, serán despojados. Haré que se cierre tu herida, curaré todas tus llagas —oráculo del Señor. Te llamaban Repudiada, Sion, a quien nadie busca. Pero así dice el Señor: Cambiaré la suerte de las tiendas de Jacob, me voy a compadecer de sus moradas; reconstruirán la ciudad sobre sus ruinas, los palacios estarán donde corresponde. En ellos se oirán alabanzas, voces con aire de fiesta. Haré que crezcan y no mengüen, que sea reconocida su importancia y que no los desprecie la gente. Sus hijos serán como antaño, su asamblea, estable ante mí; yo castigaré a sus opresores. De entre ellos un príncipe surgirá, saldrá un gobernante de entre ellos, lo acercaré y estará junto a mí; pues, ¿quién arriesgaría su vida poniéndose cerca de mí? Seréis así mi pueblo y yo seré vuestro Dios. Ya ha estallado la tempestad del Señor, que gira sobre la cabeza de los malvados; no cesará la cólera del Señor hasta haber ejecutado sus designios. Después de que pase ese tiempo, lograréis entenderlo del todo. En aquel tiempo —oráculo del Señor— seré el Dios de todas las tribus de Israel, y ellos serán mi pueblo. Así dice el Señor: Encontró favor en el desierto el pueblo escapado de la espada; Israel se dirige a su descanso, de lejos se le mostró el Señor. Te quise con amor eterno, por eso he prolongado mi favor; te reconstruiré y quedarás reconstruida, doncella capital de Israel; volverás a adornarte con panderos, a danzar en plan de fiesta. Volverás a plantar viñas en los cerros de Samaría; quienes las planten, vendimiarán. Un día gritarán los vigías allá por la montaña de Efraín: «Venga, subamos a Sion, allí está el Señor nuestro Dios». Así dice el Señor: Gritad de alegría por Jacob, de gozo por la primera de las naciones; que se deje oír vuestra alabanza: «El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel». Voy a traeros de un país del norte, a reuniros de los rincones de la tierra: vendrán hasta ciegos y cojos, junto con preñadas y paridas; volverá una enorme muchedumbre. Vendrán todos llorando y yo los guiaré entre consuelos; los llevaré a la vera de arroyos, por senda recta, sin tropiezos. Soy como un padre para Israel, Efraín es mi hijo primogénito. Escuchad, naciones, la palabra del Señor, contadlo luego en las costas lejanas; decid: «El que dispersó a Israel lo reunirá, lo guardará como un pastor a su rebaño». Pues el Señor ha redimido a Israel, lo rescató de una mano más fuerte. Subirán alborozados a Sion, acudirán a recibir los dones del Señor: el grano, el mosto y el aceite, las crías del rebaño y la vacada; quedarán saciados como un huerto regado, ya no volverán a desfallecer. Las muchachas gozarán bailando, junto con jóvenes y adultos; cambiaré su duelo en alegría, los consolaré, alegraré sus penas. Saciaré a los sacerdotes con la parte mejor de las ofrendas, mi pueblo se hartará de mis dones —oráculo del Señor—. Así dice el Señor: Se oyen gritos en Ramá, quejidos y un llanto amargo: Raquel llora por sus hijos y se niega a ser consolada, pues se ha quedado sin ellos. Así dice el Señor: Contén tus gemidos y tu llanto, reprime las lágrimas de tus ojos: tus penas serán recompensadas, volverán del país enemigo —oráculo del Señor—. Tu futuro rebosa esperanza, tus hijos volverán a su patria —oráculo del Señor—. He oído claramente el lamento de Efraín: «Me has tratado con dureza como a un novillo sin domar, y ya estoy escarmentado. Haz que vuelva y volveré, pues tú eres mi Dios, Señor. Tras volver, me he arrepentido; ahora que lo he comprendido me doy golpes en el muslo. Estoy abochornado y avergonzado, al tener que soportar la vergüenza de lo que hice en mis años mozos». ¿No es Efraín mi hijo querido? ¿No es mi niño encantador? Cada vez que lo reprendo, vuelvo a acordarme de ello, mis entrañas se conmueven, me apiado sin falta de él —oráculo del Señor—. Instala mojones, coloca postes, atención a la senda, al camino que recorres. Vuelve, doncella de Israel, vuelve a estas tus ciudades; ¿hasta cuándo andarás errante, muchacha rebelde? El Señor ha creado algo nuevo en el país: ¡La mujer cortejará al varón! Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Cuando yo cambie su suerte, volverán a decir esta letrilla en el territorio de Judá y en sus ciudades: «Que el Señor te bendiga, morada de justicia, montaña santa». En Judá y en sus ciudades vivirán juntos labradores y ganaderos trashumantes, pues regaré la garganta reseca y saciaré la garganta hambrienta. En esto me desperté y miré: ¡me resultó un dulce sueño! Ya llegan días —oráculo del Señor— en que sembraré a Israel y a Judá con simiente humana y simiente de animales. Y del mismo modo que los vigilé para arrancar y destruir, para arrasar, aniquilar y maltratar, también los vigilaré para reconstruir y plantar —oráculo del Señor—. En aquellos días ya no dirán: «los padres comieron los agraces y los hijos padecen dentera», sino: «cada cual morirá por su propia culpa: todas las personas que coman agraces, padecerán dentera». Ya llegan días —oráculo del Señor— en que pactaré una nueva alianza con Israel y con Judá, no como la alianza que pacté con sus antepasados el día que los tomé de la mano para sacarlos del país de Egipto: ellos quebrantaron mi alianza, aunque yo los había desposado —oráculo del Señor—. Esta es la alianza que voy a pactar con Israel después de aquellos días —oráculo del Señor—: Pondré mi ley en su interior, la escribiré en sus corazones y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Nadie enseñará a nadie diciendo: «Conoced al Señor», porque todos me conocerán, del más pequeño al más grande —oráculo del Señor—; perdonaré sus culpas y ya no me acordaré de sus pecados. Así dice el Señor, que ha puesto el sol para alumbrar de día, la luna y las estrellas para alumbrar la noche; el que agita el mar y hace que bramen sus olas: su nombre es Señor del universo. Solo cuando fallen estas leyes —oráculo del Señor—, dejará Israel de ser nación para mí. Así dice el Señor: Si pudieran medirse los cielos allá arriba y escrutarse abajo los cimientos de la tierra, también yo rechazaría a la estirpe de Israel en pago de todo lo que ha hecho —oráculo del Señor. Ya llegan días —oráculo del Señor— en que la ciudad del Señor será reconstruida, desde la Torre de Jananel hasta la Puerta del Ángulo. Una vez más la cuerda de medir irá derecha hasta la loma de Gareb y luego girará hacia Goá. Todo el valle de los cadáveres y de las cenizas, y los campos que llegan hasta el torrente Cedrón y hasta la esquina de la Puerta de los Caballos, a oriente, estarán consagrados al Señor. Ya no volverán a ser destruidos ni arrasados. Palabra que recibió Jeremías de parte del Señor el año décimo de Sedecías, rey de Judá, que corresponde al año décimo octavo de Nabucodonosor. Por aquel entonces las fuerzas del rey de Babilonia estaban asediando Jerusalén, y el profeta Jeremías estaba preso en el patio de la guardia, en el palacio del rey de Judá. Lo había encarcelado Sedecías, rey de Judá, con esta acusación: —Tú has profetizado que el Señor va a entregar esta ciudad en manos del rey de Babilonia para que la conquiste, y que Sedecías, rey de Judá, no escapará de manos de los caldeos, pues será entregado sin remedio en manos del rey de Babilonia, con quien hablará directamente y a quien podrá ver cara a cara; y has dicho que se llevarán a Sedecías a Babilonia, donde permanecerá hasta que el Señor —según su palabra— se ocupe personalmente de él, y que, aunque luchemos contra los caldeos, no vamos a conseguir nada. Jeremías le había respondido: —Yo he recibido la palabra del Señor en estos términos: Janamel, hijo de tu tío Salún, vendrá a decirte: «Compra mi campo de Anatot, porque tuyo es el derecho de rescatarlo mediante compra». Pues bien, tal como había dicho el Señor, mi primo Janamel vino a verme al patio de la guardia y me dijo: «Compra mi campo de Anatot, en territorio de Benjamín, pues tú tienes el derecho de adquisición y de rescate; cómpramelo». Yo me di cuenta de que se trataba de la palabra del Señor. Así que compré el campo de Anatot a mi primo. El dinero que pesé ascendía a diecisiete siclos de plata. Firmé el contrato y lo sellé en presencia de los testigos, y pesé la plata en la balanza. Después tomé el contrato de compra, ya sellado, con el acuerdo y las condiciones, y una copia abierta. A continuación entregué el contrato de compra a Baruc, hijo de Nerías y nieto de Majsías, en presencia de mi primo Janamel, de los testigos que habían firmado el contrato y de los judíos que estaban en el patio de la guardia. En presencia de todos, di esta orden a Baruc: —Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Toma estos contratos de compra, el que está sellado y la copia abierta, y mételos en un recipiente de loza, para que se conserven durante mucho tiempo. Pues así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Se volverán a comprar casas, campos y viñas en esta tierra. Después de entregar el contrato de compra a Baruc, hijo de Nerías, oré al Señor así: —¡Ay, Señor mi Dios! Tú eres quien ha hecho el cielo y la tierra con gran poder y brazo extendido. Nada te resulta imposible. Aunque pones de manifiesto tu amor por generaciones, castigas la culpa de los padres en sus descendientes. Eres un Dios grande y poderoso: ¡Te llamas Señor del universo! Tus proyectos son soberbios, magníficas tus acciones; tus ojos advierten la conducta humana y pagas a cada uno conforme a sus obras, según merecen sus acciones. Hiciste signos y prodigios en el país de Egipto, en Israel y entre todas las gentes, y te has ganado un renombre que dura hasta hoy. Sacaste a tu pueblo Israel del país de Egipto con signos y prodigios, con mano dura y brazo extendido, y con gran terror. Les diste esta tierra, que habías jurado dar a sus antepasados, una tierra que mana leche y miel. Vinieron a tomar posesión de ella, pero no hicieron caso ni a ti ni a tus leyes; no cumplieron las normas que les diste, por eso convocaste contra ellos todas estas desgracias. En estos momentos los taludes llegan a la ciudad para conquistarla, y la ciudad está condenada a caer en manos de los caldeos, que la atacan con la espada, el hambre y la peste. Lo que anunciaste ha tenido lugar; tú mismo lo estás viendo. ¿Cómo, pues, me dices, Señor Dios, que compre el campo delante de testigos, cuando la ciudad está siendo entregada a los caldeos? Jeremías recibió la palabra del Señor en estos términos: —Yo soy el Señor, Dios de todo viviente; ¿crees que algo me resulta imposible? Por eso, así dice el Señor: Voy a entregar esta ciudad en manos de los caldeos y en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia, que la conquistará. Los caldeos que la atacan vendrán y pegarán fuego a esta ciudad, y la quemarán junto con las casas sobre cuyas terrazas se quemaban ofrendas de incienso a Baal y se hacían libaciones a dioses extranjeros, con el ánimo de irritarme. Porque los israelitas y los judíos hacen desde su juventud lo que me parece mal, me han irritado con sus obras —oráculo del Señor—. Esta ciudad ha provocado mi ira y mi cólera desde el día en que la construyeron hasta hoy, hasta el punto de tener que apartarla de mi vista, debido a todas las maldades que cometieron israelitas y judíos para irritarme; y no solo el pueblo llano, sino también sus reyes, dignatarios, sacerdotes y profetas, la gente de Judá y los habitantes de Jerusalén. Me dieron la espalda, que no la cara; yo los instruía continuamente, pero no escuchaban ni aprendían la lección. Metieron sus ídolos abominables en el Templo que lleva mi nombre, profanándolo. Construyeron santuarios a Baal en el valle de Ben Hinón, para pasar a fuego a sus hijos e hijas en honor a Moloc, algo que no les había ordenado ni me había pasado por la imaginación. Con esas abominaciones hicieron pecar a Judá. Pues ahora, así dice el Señor, Dios de Israel, a esta ciudad de la que decís que ha sido entregada en manos del rey de Babilonia mediante la espada, el hambre y la peste: Voy a reunirlos de todos los países adonde los dispersé con ira, con cólera y con rabia incontrolada. Los haré volver a este lugar y lo habitarán tranquilos. Serán mi pueblo y yo seré su Dios. Les daré otro corazón y haré que se comporten de tal modo que me respeten continuamente y les vaya bien a ellos y a sus descendientes. Pactaré con ellos una alianza perpetua, y así no dejaré de hacerles el bien; haré que me respeten de corazón, para que no se aparten de mí. Me alegraré de poder hacerles el bien; los plantaré de verdad en esta tierra, con todo mi corazón y con toda mi alma. Pues así dice el Señor: Del mismo modo que traje contra este pueblo esa gran calamidad, ahora voy a traerles todos los bienes que les estoy prometiendo. Se comprarán campos en esta tierra de la que decís que es una desolación, sin gente y sin animales, y que ha sido entregada en manos de los caldeos. La gente comprará campos, firmará los contratos y los sellará ante testigos en el territorio de Benjamín, en las pedanías de Jerusalén, en las ciudades de Judá, en las ciudades de la montaña, en las ciudades de la Sefela y en las ciudades del Négueb, pues voy a cambiar su suerte —oráculo del Señor. De nuevo recibió Jeremías la palabra del Señor, mientras seguía detenido en el patio de la guardia: —Así dice el Señor, el Creador, el que da forma y consolida todo, el que tiene como nombre «el Señor»: Llámame y te responderé; te comunicaré cosas importantes y recónditas, que no conoces. Pues así dice el Señor, Dios de Israel, sobre las casas de esta ciudad y los palacios de los reyes de Judá, destruidos ahora mediante las rampas de asalto y la espada: Los caldeos vienen a luchar contra la ciudad, y las casas se llenarán de los cadáveres de las personas que he decidido aniquilar lleno de ira y de cólera, pues oculté mi rostro a esta ciudad a causa de todas sus maldades. Pero luego yo mismo les proporcionaré cura y remedio, los sanaré y les revelaré el bienestar y la estabilidad que les voy a conceder. Haré cambiar la suerte de Judá y la suerte de Israel, y los reconstruiré como al principio. Los purificaré de todos los pecados que cometieron contra mí y perdonaré todos los pecados y rebeldías que cometieron contra mí. Y la ciudad será objeto de alegría, de alabanza y de honor para todas las naciones que escuchen los beneficios que le voy a conceder; y se estremecerán y se conmoverán a la vista de los beneficios y el bienestar que le voy a proporcionar. Así dice el Señor: En este lugar del que decís que está en ruinas, sin gente y sin animales, en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén, desoladas, sin gente, sin habitantes y sin animales, podrán oírse de nuevo voces alegres de fiesta, las canciones del novio y de la novia, las voces de los que entran en el Templo del Señor con acciones de gracias proclamando: «Dad gracias al Señor del universo, porque el Señor es bueno, porque es eterno su amor». Pues pienso cambiar la suerte del país dejándolo como al principio, dice el Señor. Así dice el Señor del universo: En este lugar arruinado, sin gente y sin animales, y en todas sus ciudades todavía habrá dehesas donde los pastores hagan reposar a sus ganados. Por las ciudades de la montaña, de la Sefela y del Négueb, en el territorio de Benjamín, en las pedanías de Jerusalén y en las ciudades de Judá, todavía pasarán las ovejas junto al que las cuenta, dice el Señor. Ya llegan días —oráculo del Señor— en que cumpliré lo que anuncié sobre Israel y Judá. En aquellos días y en aquel tiempo le brotará a David un vástago legítimo que impondrá en el país la justicia y el derecho. En aquellos días Judá quedará a salvo y Jerusalén podrá vivir confiada, y la llamarán «el Señor es nuestra justicia». Pues así dice el Señor: No le faltará a David quien se siente en el trono de Israel. Tampoco le faltarán a la tribu de Leví sacerdotes que ofrezcan holocaustos, que me quemen ofrendas y que me hagan sacrificios a diario. Jeremías recibió la palabra del Señor en estos términos: —Así dice el Señor: Si sois capaces de romper mi pacto con el día y con la noche, de modo que no haya día ni noche cuando corresponde, también podrá romperse mi alianza con mi siervo David, de modo que ya no tenga quien le suceda en el trono, y con mis servidores los sacerdotes de la tribu de Leví. Así como no es posible contar los astros del cielo o calcular la arena del mar, así de incontable e incalculable haré a la descendencia de mi siervo David y a los levitas, mis servidores. Jeremías recibió la palabra del Señor en estos términos: —¿No has visto lo que anda diciendo esta gente: que el Señor ha rechazado a las dos familias que había elegido? Pues hablando así desprecian a mi pueblo y no lo tienen por nación. Así dice el Señor: Tan cierto como que he pactado una alianza con el día y con la noche, y he establecido las leyes del cielo y de la tierra, lo es que no voy a impedir que surjan de la estirpe de Jacob y de mi siervo David personas que gobiernen a la estirpe de Abrahán, de Isaac y de Jacob, pues voy a cambiar su suerte y me compadeceré de ellos. Palabra que recibió Jeremías de parte del Señor mientras Nabucodonosor, rey de Babilonia, al mando de su ejército y de todos los reinos de la tierra bajo su dominio, luchaba contra Jerusalén y contra sus ciudades: —Así dice el Señor, Dios de Israel: Di a Sedecías, rey de Judá, lo siguiente: Así dice el Señor: Voy a entregar esta ciudad en manos del rey de Babilonia, que la incendiará. Y tú no escaparás, pues serás capturado y entregado en sus manos: verás cara a cara al rey de Babilonia y hablarás directamente con él. Y acabarás en Babilonia. Y ahora escucha la palabra del Señor, Sedecías, rey de Judá: Esto dice el Señor sobre ti: No morirás a espada. Morirás tranquilamente, y del mismo modo que quemaron perfumes en los funerales de tus antepasados, los reyes que te precedieron, también a ti te quemarán perfumes y plañirán por ti diciendo: ¡Ay, Señor! Esta es mi palabra —oráculo del Señor. El profeta Jeremías transmitió todas estas palabras a Sedecías, rey de Judá, en Jerusalén. Por entonces el ejército de Babilonia estaba atacando Jerusalén y las ciudades que aún quedaban en Judá: Laquis y Acecá. Eran las plazas fuertes de Judá que todavía resistían. El Señor dirigió su palabra a Jeremías con motivo del pacto que hizo Sedecías con la gente de Jerusalén proponiéndoles que dejasen en libertad a los esclavos: cada uno debía poner en libertad a su esclavo hebreo o a su esclava hebrea, de modo que nadie impusiera la servidumbre a un hermano judaíta. Todos los nobles y toda la gente que se habían comprometido mediante el pacto a liberar a su esclavo o a su esclava, de modo que no volvieran a servirles, los dejaron en libertad tras escuchar lo estipulado. Pero después se desdijeron e hicieron volver a los esclavos y esclavas que previamente habían puesto en libertad, reduciéndolos así a su condición previa. Entonces Jeremías recibió esta palabra de parte del Señor: —Así dice el Señor, Dios de Israel: Yo pacté una alianza con vuestros antepasados cuando los saqué del país de Egipto, de la casa de la esclavitud, en estos términos: Pasados siete años, dejaréis en libertad al hermano hebreo que hayáis comprado y que os haya servido durante seis años; lo dejaréis marchar libre. Pero vuestros antepasados no me escucharon ni me prestaron atención. Ahora os habíais convertido y habíais hecho lo que considero justo: proclamar una remisión entre vosotros sellando un pacto en mi presencia, en el Templo que lleva mi nombre. Pero os habéis arrepentido de lo hecho y habéis profanado mi nombre, haciendo volver cada cual a su esclavo o esclava, después de haberlos dejado en libertad, y los habéis reducido así a su condición previa. Por eso, así dice el Señor: Por no haber hecho caso a mi deseo de que cada cual proclamase la liberación de su hermano y su prójimo, ahora voy a proclamar yo —oráculo del Señor— la liberación por la espada, la peste y el hambre, y voy a hacer de vosotros ejemplo de escarmiento para todos los reinos de la tierra. A quienes rompieron mi pacto y no cumplieron lo convenido en el pacto sellado en mi presencia, los trataré como al novillo que partieron para pasar entre sus dos mitades. A los dignatarios de Judá y de Jerusalén, a los eunucos, sacerdotes y a toda la gente que pasó entre las dos mitades del novillo, los entregaré en manos de sus enemigos y de los que quieren quitarles la vida. Sus cadáveres servirán de alimento a las aves del cielo y a las bestias de la tierra. También a Sedecías, rey de Judá, y a sus cortesanos los entregaré en manos de sus enemigos y de los que quieren quitarles la vida, y en manos del ejército del rey de Babilonia, que acaba de retirarse. Ahora voy a dar la orden —oráculo del Señor— de que regresen a esta ciudad para atacarla, conquistarla y prenderle fuego, y convertiré las ciudades de Judá en tierra desolada sin habitantes. Palabra que recibió Jeremías de parte del Señor en tiempos de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá: —Vete donde están los recabitas, habla con ellos, tráelos a una de las salas del Templo del Señor y ofréceles vino. Traje conmigo a Jazanías, hijo de Jeremías y nieto de Abasinías, a sus parientes, a todos sus hijos y a la familia entera de los recabitas. Los llevé al Templo del Señor, a la sala de los hijos de Janán, hijo de Jigdalías, el hombre de Dios, la sala que está junto al salón de los dignatarios y encima de la sala de Maasías, hijo de Salún, el portero. Puse ante los recabitas varias copas llenas de vino y les dije que bebieran. Ellos respondieron: —No bebemos vino, pues Jonadab, hijo de nuestro antepasado Recab, nos impuso esta norma: «Nunca beberéis vino, ni vosotros ni vuestros hijos; no construiréis casas, ni sembraréis, ni plantaréis viñas. Pasaréis vuestra existencia en tiendas, de modo que viváis muchos años sobre la tierra en la que sois forasteros». Nosotros hemos obedecido a Jonadab, hijo de nuestro antepasado Recab, en todo lo que nos mandó. Por eso nunca bebemos vino, ni nosotros, ni nuestras mujeres, ni nuestros hijos ni nuestras hijas; no construimos casas para habitarlas ni tenemos viñas ni campos para sembrar; y habitamos en tiendas, obedeciendo y haciendo todo lo que nos mandó nuestro antepasado Jonadab. Pero, cuando Nabucodonosor, rey de Babilonia, invadió el país, nos dijimos: «Vamos a Jerusalén para huir del ejército caldeo y del ejército arameo», y nos establecimos en Jerusalén. Jeremías recibió la palabra del Señor en estos términos: —Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Di a la gente de Judá y a los habitantes de Jerusalén: ¿Nunca vais a aprender la lección y a hacer caso a mis palabras? —oráculo del Señor—. Jonadab, hijo de Recab, mandó a sus hijos que no bebieran vino y, cumpliendo su mandato, no lo han probado hasta el día de hoy. Ellos obedecieron el mandato de su antepasado, pero a mí, que les he hablado sin descanso, no me han hecho caso. Os envié una y otra vez a mis siervos los profetas con este mensaje: «Que cada cual abandone su mala conducta y mejore sus acciones, y no vayáis tras dioses extranjeros para darles culto, de ese modo habitaréis la tierra que os di a vosotros y a vuestros antepasados». Pero no prestasteis atención ni me hicisteis caso. Los hijos de Jonadab, hijo de Recab, cumplieron el mandato que les dio su antepasado, pero este pueblo no es capaz de hacerme caso. Por eso, así dice el Señor, Dios del universo, Dios de Israel: Voy a traer contra Judá y contra todos los habitantes de Jerusalén todas las desgracias que les anuncié, pues les hablé y no escucharon, los llamé y no respondieron. Y Jeremías dijo a la familia de los recabitas: —Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Vosotros habéis obedecido el mandato de vuestro antepasado Jonadab, habéis cumplido sus preceptos y habéis actuado conforme a lo que os ordenó. Pues bien, así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Nunca faltará un descendiente a Jonadab, hijo de Recab, que esté día tras día a mi servicio. El año cuarto de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá, recibió Jeremías la palabra de parte del Señor en estos términos: —Toma un rollo y escribe en él todo lo que te he dicho relativo a Israel, a Judá y a todas las naciones, desde que empecé a hablarte en tiempos de Josías hasta hoy. Quizá escuche Judá todas las desgracias que he pensado enviarles, de modo que cada cual abandone su mala conducta y yo les perdone sus culpas y pecados. Jeremías llamó a Baruc, hijo de Nerías, quien escribió en el rollo todas las palabras del Señor que le dictaba Jeremías. Después Jeremías le ordenó a Baruc: —Como estoy preso, no puedo ir al Templo del Señor. Así que vete tú y lee en el rollo las palabras del Señor que te he dictado. Las lees en presencia de la gente que esté celebrando una jornada de ayuno en el Templo del Señor y de la que haya venido de las ciudades de Judá. Tal vez así lleguen sus súplicas ante el Señor y abandone cada cual su mala conducta, porque son enormes la ira y la cólera con las que ha hablado el Señor a este pueblo. Baruc, hijo de Nerías, hizo lo que el profeta Jeremías le había mandado: leyó en el Templo del Señor las palabras escritas en el libro. El año quinto de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá, el noveno mes, se proclamó un ayuno ante el Señor para la población de Jerusalén y la gente que había acudido a la capital desde las ciudades de Judá. Una vez en el Templo, Baruc leyó en el libro las palabras de Jeremías, desde la sala de Guemarías, hijo del canciller Safán, en el patio superior, a la entrada de la Puerta Nueva del Templo, en presencia de toda la gente. Miqueas, hijo de Guemarías y nieto de Safán, oyó todas las palabras del Señor que habían sido leídas. Entonces bajó al palacio real, a la sala del canciller, y encontró allí reunidos a los dignatarios: al canciller Elisamá, a Delaías, hijo de Semaías; a Elnatán, hijo de Acbor; a Guemarías, hijo de Safán; a Sedecías, hijo de Jananías, y al resto de dignatarios. Miqueas les transmitió todas las palabras que había oído leer a Baruc en presencia del pueblo. Entonces los dignatarios enviaron donde Baruc a Jehudí, hijo de Netanías, y a Selemías, hijo de Cusí, con este mensaje para Baruc: «Toma el rollo que has leído en presencia del pueblo y tráenoslo personalmente». Baruc, hijo de Nerías, les llevó el rollo. Ellos le dijeron: —Siéntate y léelo ante nosotros. Y Baruc lo leyó ante ellos. Cuando oyeron el texto que contenía, se asustaron y decidieron que tenían que comunicar todo aquello al rey. Le preguntaron a Baruc: —Dinos cómo has escrito este texto. Baruc les respondió: —Él me suele dictar todo y yo lo escribo en el libro. Dijeron los dignatarios a Baruc: —Vete y ocúltate junto con Jeremías, y que nadie sepa dónde estáis. Después acudieron al rey, por el patio interior, tras haber guardado el rollo en la sala de Elisamá, el canciller, y contaron al rey todo lo sucedido. El rey mandó a Jehudí en busca del rollo. Lo trajo de la sala del canciller Elisamá y lo leyó ante el rey y todos los dignatarios que se ponían junto al rey. Como era el mes noveno, el rey estaba en la residencia de invierno, y tenía delante un brasero encendido. Cada vez que Jehudí leía tres o cuatro columnas del rollo, el rey hacía un corte con el cortaplumas del canciller y tiraba al brasero la parte ya leída, hasta que todo el rollo acabó en el fuego del brasero. Pero el rey y los ministros que escuchaban aquel texto ni se asustaron ni rasgaron sus vestiduras. Elnatán, Delaías y Guemarías habían insistido al rey pidiéndole que no quemara el rollo, pero no les había hecho caso. Después el rey mandó a Jerajmeel, príncipe real, a Seraías, hijo de Azriel, y a Selemías, hijo de Abdeel, con la orden de arrestar al secretario Baruc y al profeta Jeremías. Pero el Señor los ocultó. Jeremías recibió la palabra del Señor después de que el rey hubiese quemado el rollo que contenía las palabras que Baruc había escrito al dictado de Jeremías. Le dijo: —Toma otro rollo y escribe en él las mismas palabras que estaban escritas en el rollo anterior que ha quemado Joaquín, rey de Judá. Luego dirás a Joaquín, rey de Judá: Así dice el Señor: Tú has quemado ese rollo diciendo: «¿Por qué has escrito en él que el rey de Babilonia destruirá esta ciudad y exterminará a las personas y los animales que la habiten?». Pues bien, el Señor asegura a Joaquín, rey de Judá, que no tendrá a nadie que le suceda en el trono de David y que su cadáver quedará expuesto al calor del día y al frío de la noche. A él, a sus descendientes y a sus ministros les pediré cuentas de sus pecados, y traeré sobre ellos, sobre los habitantes de Jerusalén y sobre la gente de Judá todas las calamidades que les anuncié, sin que me hicieran caso. Jeremías tomó otro rollo y se lo dio al secretario Baruc, hijo de Nerías, que escribió, a su dictado, todo el texto del libro que había quemado Joaquín, rey de Judá. E incluso añadió otras muchas palabras del mismo tenor. Sedecías, hijo de Josías, sucedió en el trono a Jeconías, hijo de Joaquín. Nabucodonosor, rey de Babilonia, lo había nombrado rey de Judá. Ni él, ni sus ministros ni la gente del país hicieron caso de las palabras que el Señor había comunicado por medio del profeta Jeremías. El rey Sedecías envió a Jehucal, hijo de Selemías, y a Sofonías, hijo del sacerdote Maasías, con este mensaje para el profeta Jeremías: «Consulta de nuestra parte al Señor, nuestro Dios». Por entonces Jeremías andaba entre la gente, pues aún no lo habían metido en la cárcel. Los caldeos estaban sitiando Jerusalén, pero al enterarse de que el ejército del faraón había salido de Egipto, levantaron el cerco. El profeta Jeremías recibió la palabra del Señor en estos términos: —Así dice el Señor, Dios de Israel: Esto dirás al rey de Judá que te ha enviado a consultarme: El ejército del faraón, que había salido en vuestra ayuda, se vuelve a Egipto, su país. Los caldeos volverán, atacarán esta ciudad, la capturarán y le prenderán fuego. Así dice el Señor: No os engañéis a vosotros mismos pensando que los caldeos van a levantar el cerco, pues no se irán. Aunque destruyerais al ejército caldeo, que en estos momentos os ataca, y quedasen solo algunos heridos en sus tiendas, se levantarían y pegarían fuego a esta ciudad. Cuando el ejército caldeo levantó el cerco de Jerusalén ante la llegada del ejército del faraón, salió Jeremías de Jerusalén en dirección al territorio de Benjamín, para repartir unas tierras entre sus familiares. Al llegar a la Puerta de Benjamín, estaba allí el capitán de la guardia, llamado Jirías, hijo de Selemías y nieto de Jananías, que apresó al profeta Jeremías acusándolo de haberse pasado a los caldeos. Jeremías le dijo: —Eso es mentira. Yo no me he pasado a los caldeos. Pero Jirías no le hizo caso. Apresó a Jeremías y lo llevó ante los dignatarios. Estos se irritaron contra Jeremías y mandaron que lo azotaran y lo metieran en prisión, en casa del funcionario Jonatán, que habían acondicionado como cárcel. Jeremías fue llevado al calabozo del sótano, donde permaneció largo tiempo. El rey Sedecías mandó que se lo llevaran a palacio y le preguntó en secreto: —¿Hay alguna palabra de parte del Señor? Jeremías respondió: —Sí. Serás entregado en manos del rey de Babilonia. Y Jeremías añadió dirigiéndose al rey Sedecías: —¿En qué os he fallado a ti, a tus ministros o a este pueblo para que hayas mandado que me encierren en la cárcel? ¿Dónde están vuestros profetas, los que os profetizaban: «El rey de Babilonia no os atacará ni penetrará en el país»? Y ahora escúchame, majestad; te pido que aceptes mi súplica. No ordenes que me devuelvan a casa del funcionario Jonatán, de lo contrario moriré allí. El rey Sedecías ordenó que custodiaran a Jeremías en el patio de la guardia y que le dieran una hogaza diaria de pan, de la calle de los Panaderos, hasta que se acabase el pan en la ciudad. Jeremías se quedó, pues, en el patio de la guardia. Sefatías, hijo de Matán; Godolías, hijo de Pasjur; Jucal, hijo de Selamías; y Pasjur, hijo de Malquías, oyeron todo lo que Jeremías estaba diciendo al pueblo: —Así dice el Señor: El que se quede en esta ciudad morirá a espada, de hambre o de peste. Pero el que se pase a los caldeos vivirá: su vida será su botín. Así dice el Señor: Esta ciudad será entregada en manos del ejército del rey de Babilonia, que la conquistará. Los dignatarios dijeron al rey: —Ese hombre debe morir, porque, al hablar de tal modo, está debilitando el ánimo de los soldados que quedan en la ciudad y del resto de la gente. En realidad, ese hombre no busca el bienestar del pueblo, sino su desgracia. Respondió el rey Sedecías: —Lo dejo a vuestra disposición, pues ni siquiera el rey puede nada contra vosotros. Agarraron a Jeremías y lo arrojaron a la cisterna de Malquías, príncipe real, la que está en el patio de la guardia, bajándolo con sogas. La cisterna no tenía agua, pero estaba llena de barro, y Jeremías se hundió en él. El cusita Ebedmélec, un eunuco que vivía en el palacio real, se enteró de que Jeremías había sido arrojado a la cisterna. El rey estaba en la Puerta de Benjamín; así que Ebedmélec salió del palacio y fue a entrevistarse con el monarca. Le dijo: —Majestad, no está bien que esos hombres hayan maltratado al profeta Jeremías arrojándolo a la cisterna. Seguro que morirá de hambre, pues no queda pan en la ciudad. El rey dio esta orden a Ebedmélec, el cusita: —Toma tres hombres a tus órdenes y saca al profeta Jeremías de la cisterna antes de que muera. Ebedmélec tomó consigo a los hombres, entró en el palacio real y fue al guardarropa, donde se proveyó de algunos jirones de telas y de ropas inservibles. Después los echó en la cisterna junto con las sogas. Ebedmélec, el cusita, dijo a Jeremías: —Ponte esos trozos de tela en los sobacos, por debajo de las sogas. Jeremías obedeció. Entonces tiraron de él con las sogas y lo sacaron de la cisterna. Después Jeremías se quedó en el patio de la guardia. El rey Sedecías mandó traer a su presencia al profeta Jeremías, a la tercera entrada del Templo del Señor y, una vez allí, le dijo: —Te quiero preguntar una cosa. No me mientas en nada. Jeremías respondió a Sedecías: —Si te digo la verdad, seguramente me matarás; y si te doy un consejo, no me harás caso. El rey Sedecías hizo un juramento a Jeremías, sin que nadie lo oyera: —¡Por vida del Señor, al que debemos la existencia, que no te mataré ni te entregaré en manos de esos hombres que quieren quitarte la vida! Entonces Jeremías habló así a Sedecías: —Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Si sales y te entregas a los oficiales del rey de Babilonia, conservarás la vida; y además esta ciudad no será entregada a las llamas. Conservarás la vida junto con tu familia. Pero si no sales y te entregas a los oficiales del rey de Babilonia, esta ciudad será entregada en manos de los caldeos y acabará siendo pasto de las llamas. Y tú no conseguirás escapar de sus manos. El rey Sedecías respondió a Jeremías: —Tengo miedo de ser entregado a judíos que se hayan pasado a los caldeos; pues me maltratarían. Contestó Jeremías: —No te entregarán en sus manos. Haz caso de lo que te dice el Señor a través de mí, pues te irá bien y conservarás la vida. Pero si te niegas a salir y entregarte, escucha la palabra que me ha comunicado el Señor: Todas las mujeres que quedan en el palacio del rey de Judá serán sacadas y entregadas a los oficiales del rey de Babilonia, y dirán así: «Te han engañado y vencido los que eran tus íntimos amigos: tus pies se han hundido en el fango, pero ellos se batieron en retirada». Todas tus mujeres y tus hijos caerán en poder de los caldeos, y tú no podrás escapar. Caerás en manos del rey de Babilonia, y esta ciudad será incendiada. Dijo Sedecías a Jeremías: —Que nadie se entere de esto que me acabas de decir, de lo contrario morirás. Y si los dignatarios se enteran de que he hablado contigo y van a preguntarte: «¿Qué has hablado con el rey y qué te ha dicho?, si nos ocultas algo te mataremos», tú les responderás: «Le estaba suplicando al rey que no me hiciese volver a casa de Jonatán, pues moriría allí». Los dignatarios fueron a interrogar a Jeremías, y él les respondió conforme a las instrucciones del rey. Ellos callaron y se fueron, pues el asunto no había trascendido. Jeremías se quedó en el patio de la guardia hasta que Jerusalén fue conquistada. El año noveno de Sedecías, rey de Judá, el mes décimo, Nabucodonosor, rey de Babilonia, llegó con todo su ejército a Jerusalén y la sitió. El año undécimo de Sedecías, el día noveno del mes cuarto, abrieron brecha en las murallas de la ciudad. Los generales del rey de Babilonia, a saber, Nergal Saréser, príncipe de Sin Maguir, jefe de los magos, y Nabusasbán, jefe de los eunucos, y el resto de los generales del rey de Babilonia entraron y ocuparon la puerta principal de la ciudad. Cuando Sedecías, rey de Judá, y los soldados se apercibieron del hecho, aprovecharon la noche para huir de la ciudad: atravesaron los jardines reales, por una puerta entre las dos murallas, y se dirigieron hacia la zona desértica. El ejército caldeo los persiguió, y dio alcance a Sedecías en las estepas de Jericó. Lo apresaron y lo condujeron a presencia de Nabucodonosor, rey de Babilonia, que estaba en Ribla, en territorio de Jamat. Y allí mismo dictó sentencia. El rey de Babilonia mandó degollar en Ribla a los hijos de Sedecías en presencia de este, y también hizo degollar a la gente principal de Judá. A Sedecías le sacó los ojos, lo encadenó y se lo llevó a Babilonia. Los caldeos prendieron fuego al palacio real y a las viviendas de la ciudad, y derribaron las murallas de Jerusalén. Nabusardán, jefe de la guardia, se llevó deportados a Babilonia a la gente que había quedado en la ciudad y a los que se habían pasado a ellos. A la gente pobre, carente de posesiones, los dejó Nabusardán en Judá y les hizo donación de viñas y tierras. Respecto a Jeremías, Nabucodonosor, rey de Babilonia, había dado a Nabusardán, jefe de la guardia, la siguiente orden: —Preocúpate de él y no le hagas ningún daño. Y pórtate con él como él mismo te diga. Nabusardán, jefe de la guardia; Nabusasbán, jefe de los eunucos; y Nergal Saréser, jefe de los magos, mandaron traer a Jeremías del patio de la guardia y se lo entregaron a Godolías, hijo de Ajicán y nieto de Safán para que lo llevase a su casa y pudiese hacer vida normal. Jeremías había recibido la palabra del Señor estando detenido en el patio de la guardia. Le había dicho: —Di a Ebedmélec, el cusita: Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Voy a hacer que se cumplan las palabras que pronuncié contra esta ciudad, palabras de desgracia, que no de ventura; y ese día serás testigo de su cumplimiento. Pero a ti ese día te pondré a buen recaudo —oráculo del Señor— y no serás entregado en manos de las personas que temes; puedes estar seguro que te haré escapar: no caerás a espada, y tu vida será tu botín, por haber confiado en mí —oráculo del Señor. Palabra que recibió Jeremías de parte del Señor después que Nabusardán, jefe de la guardia, lo hiciera venir de Ramá y se hiciera cargo de él cuando iba encadenado con todos los cautivos de Jerusalén y de Judá, que iban desterrados a Babilonia. El jefe de la guardia hizo traer a Jeremías y le dijo: —El Señor, tu Dios, anunció la desgracia que ha padecido este lugar. El Señor la ha provocado y ejecutado, conforme predijo, porque pecasteis contra él y no le hicisteis caso. Por eso os ha sucedido todo esto. Ahora voy a quitarte las cadenas de las manos. Si te parece bien venir conmigo a Babilonia, puedes hacerlo; yo me ocuparé de ti. Ahora bien, si te parece mal venir conmigo a Babilonia, puedes quedarte. Tienes ante ti todo el país; puedes ir donde te guste o donde te parezca bien. Al ver que Jeremías no se decidía, añadió: —Regresa junto a Godolías, hijo de Ajicán y nieto de Safán, a quien el rey de Babilonia ha nombrado gobernador de las ciudades de Judá. Quédate con él y haz vida normal entre tus paisanos; o vete donde te parezca bien. El jefe de la guardia le dio provisiones y regalos, y lo dejó marchar. Jeremías fue a Mispá, donde se encontraba Godolías, hijo de Ajicán, y se quedó con él, haciendo vida normal entre la gente que había quedado en el país. Los oficiales del ejército de Judá que se habían dispersado con sus tropas por los campos se enteraron que el rey de Babilonia había nombrado gobernador del país a Godolías, hijo de Ajicán, y que había puesto bajo su custodia a los hombres, mujeres, niños y gente pobre que no habían sido deportados a Babilonia. Entonces se trasladaron a Mispá, junto a Godolías, los siguientes: Ismael, hijo de Natanías; Yojanán y Jonatán, hijos de Caréaj; Seraías, hijo de Tanjumet; los hijos de Efaí, el netofatita; y Jezanías, el maacatita; acudieron todos estos junto con sus hombres. Godolías, hijo de Ajicán y nieto de Safán, les hizo este juramento a ellos y a sus hombres: —No tengáis miedo de someteros a los caldeos. Quedaos en el país, vivid sometidos al rey de Babilonia y os irá bien. En cuanto a mí, tengo que quedarme en Mispá a disposición de los caldeos que vengan a nuestro país. Vosotros cosechad vino, fruta y aceite, haced acopio de todo en recipientes, y estableceos en las ciudades que hayáis ocupado. Los judíos que estaban en Moab, en Amón y en Edom, o dispersos por otros países, se enteraron también de que el rey de Babilonia había dejado un resto en Judá y de que había nombrado gobernador a Godolías, hijo de Ajicán y nieto de Safán. Los judíos de todas las localidades de la dispersión fueron a territorio de Judá, a Mispá, a entrevistarse con Godolías. Y cosecharon gran cantidad de vino y fruta. Yojanán, hijo de Caréaj, junto con todos los oficiales que se habían dispersado por los campos, fueron a Mispá, donde estaba Godolías y le dijeron: —¿Te has enterado que Baalís, rey de los amonitas, ha enviado a Ismael, hijo de Netanías, para matarte? Pero Godolías, hijo de Ajicán, no quiso creerles. Entonces Yojanán, hijo de Caréaj, se entrevistó en secreto con Godolías en Mispá y le dijo: —He pensado ir yo mismo a matar a Ismael, hijo de Netanías. Que nadie se entere. Si te quita la vida, todos los judíos que se han reunido en torno a ti se dispersarán, y desaparecerá el resto de Judá. Godolías, hijo de Ajicán, respondió a Yojanán, hijo de Caréaj: —No hagas una cosa así. Lo que dices de Ismael es falso. El mes séptimo, Ismael, hijo de Netanías y nieto de Elisamá, de estirpe real, vino con diez hombres a entrevistarse con Godolías, hijo de Ajicán, en Mispá. Mientras comían juntos, se levantó Ismael, hijo de Netanías, con sus diez acompañantes, y apuñalaron a Godolías, hijo de Ajicán y nieto de Safán, hasta matarlo. [Godolías había sido nombrado gobernador por el rey de Babilonia]. Ismael mató también a todos los judíos que estaban con Godolías en Mispá, así como a los soldados caldeos que se encontraban allí. Al día siguiente del asesinato de Godolías, sin que nadie lo supiese aún, llegaron ochenta hombres de Siquén, de Siló y de Samaría, con la barba rapada, con la ropa desgarrada y con incisiones en el cuerpo. Llevaban consigo ofrendas e incienso para ofrecerlos en el Templo del Señor. Ismael, hijo de Netanías, salió de Mispá a su encuentro; caminaba llorando. Al llegar donde ellos, les dijo: —Venid a encontraros con Godolías, hijo de Ajicán. Cuando ya estuvieron dentro de la ciudad, Ismael los degolló y los arrojó en la cisterna con la ayuda de los hombres que lo acompañaban. Había, además, otros diez hombres que dijeron a Ismael: —No nos mates. Tenemos escondido en el campo trigo, cebada, aceite y miel. Ismael desistió de su plan y no los mató como a sus compañeros. La cisterna a la que Ismael había arrojado todos los cadáveres de los hombres asesinados, una cisterna enorme, era la que había mandado excavar el rey Asá para defenderse de Basá, rey de Israel. Ismael, hijo de Netanías, la llenó de cadáveres. Ismael capturó al resto de la población de Mispá y a las princesas reales que Nabusardán, jefe de la guardia, había confiado a Godolías, hijo de Ajicán. Tras hacerlos prisioneros, Ismael, hijo de Netanías, se puso en marcha para cruzar hacia territorio amonita. Yojanán, hijo de Caréaj, y todos los oficiales que estaban con él se enteraron de la fechoría que había cometido Ismael, hijo de Netanías. Así que reunió a todos sus hombres y se dispuso a luchar contra Ismael, hijo de Netanías. Lo encontraron junto a la gran alberca de Gabaón. Cuando la gente que Ismael llevaba prisionera vio a Yojanán, hijo de Caréaj, y a todos sus oficiales, se alegró. Toda la gente que Ismael llevaba cautiva desde Mispá se dio la vuelta y se pasó a Yojanán, hijo de Caréaj. Pero Ismael, hijo de Netanías, escapó de Yojanán con un grupo de ocho hombres y se dirigió a territorio amonita. Yojanán, hijo de Caréaj, y los oficiales que lo acompañaban se hicieron cargo del resto de gente que Ismael, hijo de Netanías, se había llevado de Mispá tras dar muerte a Godolías, hijo de Ajicán. Eran soldados, mujeres, niños y funcionarios, que Yojanán hizo volver desde Gabaón. La gente se puso en marcha e hicieron una parada en el albergue de Quinhán, junto a Belén, con la intención de dirigirse hacia Egipto, pues tenían miedo a los caldeos por el hecho de que Ismael, hijo de Netanías, había dado muerte a Godolías, hijo de Ajicán, a quien el rey de Babilonia había nombrado gobernador. Entonces los oficiales, acompañados de Yojanán, hijo de Caréaj, de Jezanías, hijo de Osaías, y de toda la gente, pequeños y adultos, acudieron al profeta Jeremías y le dijeron: —Acepta, por favor, nuestra súplica y consulta al Señor, tu Dios, por nosotros y por todo este resto, pues quedamos muy pocos de tantos que éramos, como tú mismo puedes comprobar. Que el Señor, tu Dios, nos indique el camino que hemos de seguir y lo que tenemos que hacer. El profeta Jeremías les respondió: —De acuerdo. Voy a consultar al Señor, vuestro Dios, conforme a vuestra petición; y todo lo que responda el Señor sobre vosotros, os lo transmitiré. No os ocultaré nada. Ellos dijeron a Jeremías: —Que el Señor sea testigo veraz y firme contra nosotros si no hacemos todo lo que el Señor, tu Dios, te mande decirnos. Sea favorable o desfavorable lo que responda, haremos caso al Señor, nuestro Dios, a quien te enviamos, para que nos vaya bien. Haremos caso al Señor, nuestro Dios. Al cabo de diez días, Jeremías recibió la palabra del Señor. Llamó a Yojanán, hijo de Caréaj, a todos los oficiales que lo acompañaban y al resto de la gente, pequeños y adultos y les dijo: —Así dice el Señor, Dios de Israel, a quien me enviasteis para hacerle llegar vuestra súplica: Si os instaláis en esta tierra, os construiré y no os destruiré, os plantaré y no os arrancaré, pues me arrepiento del daño que os he hecho. No tengáis miedo del rey de Babilonia, a quien ahora teméis; no le tengáis miedo —oráculo del Señor—, pues yo estoy con vosotros para auxiliaros y para libraros de su mano. Le daré entrañas para que se compadezca de vosotros y os deje volver a vuestra tierra. Pero si decidís no instalaros en esta tierra, haciendo caso omiso al Señor, vuestro Dios; si decís: «No; vamos a ir al país de Egipto, donde no veremos guerras ni oiremos el toque de trompeta ni pasaremos hambre; allí nos instalaremos», entonces escuchad la palabra del Señor, resto de Judá: Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Si os empeñáis en ir a Egipto a instalaros allí como forasteros, la espada que tanto teméis os alcanzará en el país de Egipto, y el hambre que tanto os asusta no os dejará tranquilos en Egipto. Allí moriréis. Todos los que se empeñen en ir a Egipto a residir allí como forasteros morirán víctimas de la espada, del hambre y de la peste. No quedará superviviente que pueda ponerse a salvo de la calamidad que pienso traer sobre ellos. Pues así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Del mismo modo que se derramaron mi ira y mi cólera sobre los habitantes de Jerusalén, así se derramará mi cólera sobre vosotros cuando vayáis a Egipto. Os convertiréis en maldición y espanto, en objeto de execración e ignominia; y no volveréis a ver este lugar. Esto os dice el Señor, resto de Judá: No vayáis a Egipto; tenedlo bien en cuenta, pues yo os lo atestiguo hoy. Os engañasteis a vosotros mismos cuando me enviasteis al Señor, vuestro Dios, pidiéndome que consultara por vosotros y diciendo que os comunicara lo que decía el Señor, para ponerlo en práctica. Os lo acabo de comunicar hoy, pero no habéis hecho caso al Señor, vuestro Dios, en nada de lo que me ha enviado a deciros. Pues ahora, tenedlo bien presente: moriréis víctimas de la espada, del hambre y de la peste en el lugar que habéis elegido para residir como forasteros. Cuando Jeremías acabó de transmitir a toda aquella gente las palabras del Señor, su Dios —todas las palabras que le había encomendado el Señor, su Dios—, Azarías, hijo de Osaías, y Yojanán, hijo de Caréaj, junto con todos los demás hombres dijeron con insolencia a Jeremías: —Lo que estás diciendo es mentira. El Señor, nuestro Dios, no te ha enviado a decirnos que no vayamos a Egipto a residir allí como forasteros. Es Baruc, hijo de Nerías, quien te incita contra nosotros para que nos entregues en manos de los caldeos y nos maten o nos lleven cautivos a Babilonia. Ni Yojanán, hijo de Caréaj, ni los oficiales ni el resto del pueblo quisieron obedecer al Señor, que les mandaba establecerse en tierras de Judá. Así pues, Yojanán, hijo de Caréaj, y sus oficiales reunieron al resto de Judá que había vuelto de todas las naciones de la dispersión para establecerse en Judá: hombres, mujeres, niños, princesas reales y cuantas personas había encomendado Nabusardán, jefe de la guardia, a Godolías, hijo de Ajicán y nieto de Safán; y también al profeta Jeremías y a Baruc, hijo de Nerías. Desobedeciendo al Señor, se dirigieron al país de Egipto y llegaron a Tafne. Jeremías recibió en Tafne la palabra del Señor, en estos términos: —Toma unas piedras grandes y entiérralas en la argamasa del pavimento que hay a la entrada del palacio del faraón en Tafne, en presencia de los judíos. Luego les dices: «Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Voy a mandar que traigan a mi siervo Nabucodonosor, rey de Babilonia; pondré su trono sobre estas piedras que he enterrado y desplegará encima su dosel. Cuando llegue, destruirá el país de Egipto: los destinados a la muerte, morirán; los destinados al destierro, irán desterrados; los destinados a la espada, morirán a espada. Yo prenderé fuego a los templos de los dioses de Egipto y él los incendiará y se llevará cautivos a sus dioses. Se cubrirá [el Señor] en el país de Egipto como un pastor se arropa con su manta y saldrá de allí sin obstáculos. Hará pedazos las estelas del templo del Sol, en Egipto, e incendiará los templos de los dioses egipcios». Palabra que recibió Jeremías sobre los judíos instalados en territorio egipcio: en Migdol, en Tafne, en Menfis y en la región de Patros. Estas fueron sus palabras: —Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Vosotros sois testigos de las desgracias que he traído sobre Jerusalén y sobre todas las ciudades de Judá, que aún siguen arruinadas y deshabitadas, debido a las maldades que cometieron: me irritaron quemando ofrendas de incienso y dando culto a dioses extraños que ni ellos, ni vosotros ni vuestros antepasados conocían. Os envié continuamente a mis siervos los profetas para que os dijeran: «No cometáis esas abominaciones que tanto odio». Pero no quisisteis escuchar, no obedecisteis mi mandato de abandonar la maldad y dejar de quemar ofrendas de incienso a otros dioses. Por eso estallaron mi ira y mi cólera, que prendieron en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén, dejándolas desoladas y arruinadas hasta el día de hoy. Ahora pues, así dice el Señor, Dios del universo, Dios de Israel: ¿Por qué os hacéis tanto daño a vosotros mismos provocando en Judá el exterminio de hombres y mujeres, niños y lactantes? ¿No os dais cuenta de que no os quedará un resto? Además me irritáis con vuestras obras, pues quemáis ofrendas de incienso a dioses extraños en el país de Egipto, al que habéis venido a vivir como forasteros; de esa forma vosotros mismos seréis exterminados y os convertiréis en maldición e ignominia para todas las naciones de la tierra. ¿Habéis olvidado las maldades de vuestros antepasados, las de los reyes de Judá y de sus mujeres, vuestras propias maldades y las de vuestras mujeres, las que todos cometisteis en territorio de Judá y en las calles de Jerusalén? Hasta el presente no os habéis arrepentido, no me habéis respetado ni habéis vivido conforme a mi ley y a mis preceptos que os di a vosotros y a vuestros antepasados. Por eso, así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Estoy dirigiendo mi mirada hacia vosotros para mal, para extirpar a todos los de Judá. Aniquilaré al resto de Judá que dirigió su mirada hacia Egipto con el deseo de residir allí como forasteros; todos tendrán su fin en Egipto: serán víctimas de la espada y del hambre. Morirán pequeños y grandes, víctimas de la espada y del hambre; y se convertirán en maldición y espanto, en objeto de execración e ignominia. Castigaré a los habitantes del país de Egipto como castigué a Jerusalén: con la espada, el hambre y la peste; y de los supervivientes de Judá que vinieron a Egipto a residir como forasteros, no quedará uno con vida, nadie podrá ponerse a salvo. Tampoco podrán regresar a Judá, a pesar de que ansían ardientemente volver para instalarse allí. [Solo algunos fugitivos conseguirán volver]. Todos los hombres que sabían que sus mujeres quemaban ofrendas de incienso a dioses extraños, todas las mujeres presentes en aquella gran asamblea y la gente en general residente en Patros, en el país de Egipto, respondieron a Jeremías: —No queremos escuchar la palabra que nos has dirigido en nombre del Señor, sino que vamos a hacer todo lo que hemos decidido: quemar ofrendas de incienso a la Reina del Cielo y hacerle libaciones, como hemos venido haciendo nosotros, nuestros antepasados, nuestros reyes y nuestros dignatarios en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén. Entonces nos saciábamos de comida, nos iba bien y no experimentábamos desgracias. Pero desde que hemos dejado de quemar ofrendas de incienso a la Reina del Cielo y de hacerle libaciones, nos falta de todo y vamos muriendo a espada o de hambre. Y cuando nosotras quemamos ofrendas de incienso a la Reina del Cielo, le ofrecemos libaciones o le hacemos tortas con su efigie, no lo hacemos sin el consentimiento de nuestros maridos. Respondió Jeremías a toda la gente, hombres, mujeres y niños, que así le habían contestado: —¿Pensáis que el Señor no recordaba y tenía presente el incienso que ofrecíais en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén, vosotros, vuestros padres, vuestros reyes, vuestros dignatarios y la gente del país? El Señor ya no pudo aguantar la maldad de vuestras acciones y las abominaciones que cometíais, y vuestra tierra se convirtió en ruinas, desolación y maldición, y se quedó sin habitantes hasta el día de hoy. Y es que quemabais ofrendas de incienso y pecabais contra el Señor, sin hacerle caso y sin vivir conforme a su ley, a sus mandatos y a sus decisiones. Por eso os sobrevino aquella desgracia, que continúa hoy. Y añadió Jeremías a toda la gente y a las mujeres: —Escuchad la palabra del Señor, judíos que vivís en el país de Egipto. Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Vosotros y vuestras mujeres lo decís de palabra y lo realizáis en la práctica: «Pensamos cumplir los votos que hemos hecho de ofrecer incienso a la Reina del Cielo y de hacerle libaciones»; y seguro que mantendréis vuestros votos y cumpliréis vuestras promesas por todos los medios. Pero escuchad la palabra del Señor, judíos todos que habitáis en el país de Egipto: He jurado por mi ilustre nombre —dice el Señor— que mi nombre no volverá a ser invocado por ninguna persona de Judá, por esos que suelen jurar: «Por vida del Señor Dios» en el país de Egipto. Los estoy vigilando con intención de enviarles no beneficios, sino calamidades; haceros daño, no bien. Todos los judíos que viven en Egipto morirán víctimas de la espada y del hambre, hasta que yo acabe con ellos. [Serán unos pocos los que escapen de la espada y regresen del país de Egipto a territorio de Judá]. Y entonces los supervivientes de Judá que han venido a Egipto a residir como forasteros sabrán qué palabra es la que se cumple, si la mía o la de ellos. Y esto os servirá de señal —oráculo del Señor—: Pienso castigaros en este lugar para que reconozcáis que las calamidades que os anuncié se cumplirán sin falta. Así dice el Señor: Voy a entregar al faraón Ofrá, rey de Egipto, en manos de sus enemigos, de los que quieren quitarle la vida, del mismo modo que entregué a Sedecías, rey de Judá, en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia, el enemigo que quería quitarle la vida. El año cuarto de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá, el profeta Jeremías dirigió estas palabras a Baruc, hijo de Nerías, cuando escribía en un rollo lo que le dictaba Jeremías: —Esto dice el Señor de ti, Baruc: Tú dices: «¡Ay de mí!, que el Señor añade sufrimiento a mi dolor; estoy cansado de gemir y no encuentro reposo». Pues esto es lo que dice el Señor: Mira, lo que he construido, lo destruyo; y lo que he plantado, lo arranco; y así con toda la tierra. ¿Y me vienes pidiendo intervenciones prodigiosas? —oráculo del Señor—. No las pidas, pues pienso traer la desgracia sobre todo ser viviente. Tú confórmate con que el botín que consigas, vayas por donde vayas, sea tu propia vida. Palabras del Señor sobre las naciones, que recibió el profeta Jeremías: Referente a Egipto. Contra el ejército del faraón Necó, rey de Egipto, cuando estaba junto al río Éufrates, en Carquemis, y fue derrotado por Nabucodonosor, rey de Babilonia, el año cuarto de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá: ¡Aprestad escudos y adargas, lanzaos a la batalla! ¡Enganchad los caballos, montad los corceles! ¡Colocaos los cascos, bruñid las lanzas, poneos las corazas! ¿Qué es lo que veo? Están aterrados, dan marcha atrás; sus soldados derrotados se han dado a la fuga, no vuelven la cara, los rodea el pavor —oráculo del Señor—. ¡Que no escape el ágil, que no se libre el valiente! Por el norte, junto al Éufrates, tropezaron y cayeron. ¿Quién es ese que crece como el Nilo, que agita sus aguas como los ríos, que dice: «Creceré e inundaré la tierra, acabaré con ciudades y habitantes»? ¡Adelante, caballos! ¡Lanzaos, carros! ¡Al ataque, soldados! ¡Los de Etiopía y Libia con escudos, los lidios empuñando el arco! Pero es el día de Dios, Señor del universo, día de venganza, contra sus enemigos. La espada devora hasta hartarse, hasta quedar ahíta de su sangre; pues celebra un banquete Dios, Señor del universo, en tierras del norte, junto al Éufrates. Sube a Galaad por bálsamo, doncella, capital de Egipto: es inútil que amontones remedios, pues tu herida no tiene cura. Las naciones conocieron tu deshonra, pues tus gritos llenaron la tierra; tropezaron soldado con soldado, juntos cayeron los dos. Palabra que recibió el profeta Jeremías de parte del Señor, cuando Nabucodonosor, rey de Babilonia, se dirigió a destruir el país de Egipto: Contadlo en Egipto, anunciadlo en Migdol, anunciadlo en Tafne y en Menfis; decid: ¡En formación, prepárate, que la espada devora por doquier! ¿Por qué yace postrado el buey Apis? No está en pie porque el Señor lo embistió repetidas veces: se tambaleó y cayó. Se decían unos a otros: «Vamos, volvamos donde los nuestros, vayamos a nuestra tierra nativa, huyamos de la espada mortífera». Pusieron de mote al faraón «Estrépito que llega a destiempo». ¡Por mi vida —oráculo del Rey que se llama Señor del universo— que así tiene todo que suceder, tan real como el Tabor entre los montes, como el Carmelo cerca del mar! Preparaos el ajuar del deportado, habitantes de la capital de Egipto, pues Menfis quedará desolada, incendiada, sin ningún habitante. Egipto es una hermosa novilla, un tábano la ataca desde el norte; los mercenarios que tiene son como novillos cebados, pero también ellos le dan la espalda: huyen a una sin detenerse, pues les llega el día del desastre, el tiempo de pedirles cuentas. Silba Egipto como serpiente que huye, pues lo atacan los ejércitos: vienen contra él con hachas, igual que si fueran leñadores, y talan su selva —oráculo del Señor—. Son, en efecto, innumerables, más que una plaga de langosta y nadie puede contarlos; se amustia la capital de Egipto, en manos de un pueblo del norte. Dice el Señor del universo, Dios de Israel: Voy a pedir cuentas al dios Amón de Tebas, a Egipto, a sus dioses, al faraón y a los que confían en él. Los entregaré en manos de los que quieren destruirlos: de Nabucodonosor, rey de Babilonia, y de sus oficiales. Pero, pasado esto, será habitada como en los tiempos antiguos —oráculo del Señor. Tú no temas, siervo mío, Jacob; no tengas miedo, Israel; te traeré sano y salvo de lejos, a tus hijos, del país del cautiverio. Jacob volverá y descansará seguro, sin nadie que lo hostigue. Tú no temas, siervo mío, Jacob —oráculo del Señor—, que yo estoy contigo. Exterminaré a todas las naciones por cuyas tierras te dispersé; no voy a acabar contigo, pero en justicia debo castigarte, no puedo dejarte impune. Palabras sobre los filisteos, que recibió el profeta Jeremías de parte del Señor antes de que el faraón conquistara Gaza: Así dice el Señor: Desde el norte se acercan las aguas, se convierten en torrente desbordante, que inunda el país y cuanto lo llena. La gente gritará, gemirán todos los habitantes del país al oír los cascos de sus corceles y el estrépito de carros y de ruedas. Los padres, desmoralizados, no se interesan por sus hijos, pues llega el día desolador para toda la gente filistea. Tiro y Sidón perderán sus últimos aliados cuando el Señor destruya a los filisteos, al resto de las costas de Creta. A Gaza le crece la calva, Ascalón ha quedado silenciosa. Y vosotros, resto de los anaquitas, ¿hasta cuándo os haréis incisiones? ¡Ay espada del Señor! ¿cuándo pararás de una vez? ¡Métete en la vaina, descansa ya, aquiétate! ¿Cómo puede estar quieta si recibió una orden del Señor, si la ha convocado contra Ascalón y el litoral? Así dice el Señor del universo, Dios de Israel, sobre Moab: ¡Ay de Nebo, desolada! ¡Quiriatáin humillada y conquistada, la fortaleza humillada y deshecha! Nadie volverá a ensalzar a Moab, en Jesbón se fraguó su desgracia: «¡Vamos a extirparla de las naciones!». También Madmén enmudece, la espada corre tras ella. Salen gritos de Joronáin: gran desolación y desastre. Moab está hecha pedazos, lanzan gritos sus pequeños. Por la cuesta de Lujit suben llorando sin parar; por la bajada de Joronáin se oyen gritos desgarradores. Huid, salvad vuestra vida, igual que asno salvaje en la estepa. Por haber confiado en tus obras y tesoros, serás conquistada. Quemós saldrá hacia el destierro, con él sus sacerdotes y dignatarios. El destructor entrará en cada ciudad, de modo que ninguna se salve; los valles quedarán desolados, las llanuras serán esquilmadas —lo ha dicho el Señor. ¡Haced señales a Moab, que salga deprisa! Sus ciudades van a ser desoladas, no quedarán habitantes en ellas. ¡Maldito quien sea negligente en la tarea que encargó el Señor! ¡Maldito quien trate de impedir que su espada se harte de sangre! Moab ha vivido tranquila desde joven, como vino dejado en reposo; no la trasvasaron de vasija a vasija, nunca tuvo que partir al destierro; por eso conserva su sabor y nunca ha perdido su aroma. Pero llegan días —oráculo del Señor— en que enviaré trasvasadores que la trasvasen: vaciarán las vasijas y romperán los recipientes. Entonces Moab se avergonzará de Quemós, como se avergonzó la casa de Israel de Betel, en quien confiaba. ¿Cómo os atreveréis a decir: «Somos valientes soldados preparados para la guerra»? Sube el destructor de Moab y sus ciudades, baja al matadero la flor de sus guerreros —oráculo del Rey, del Señor del universo. Ya está cerca el desastre de Moab, ya llega su desgracia a toda prisa; lloradla, naciones vecinas, todos los que conocéis su fama. Decid: «¡Ay, cómo se ha roto la vara de mando, el cetro glorioso!». Renuncia a tu esplendor, siéntate en tierra sedienta, población de Dibón; te ataca el devastador de Moab y va a derruir tus fortalezas. Ponte en el camino y vigila, población de Aroer; pregunta al que huye escapado, dile: «¿Qué ha sucedido?». ¡Moab humillada y destruida! Lanzad gritos y alaridos, haced saber por el Arnón que Moab ha sido devastada. Se cumple la sentencia sobre el país de la llanura: sobre Jolón, Jasá y Mepaat; sobre Dibón, Nebo y Bet Diblatáin; sobre Quiriatáin, Bet Gamul y Bet Maón; sobre Quiriat, Bosrá y todas las ciudades del país de Moab, lejanas y cercanas. Le han arrancado el cuerno a Moab, le han hecho trizas su brazo —oráculo del Señor—. Emborrachadla, pues se alzó contra el Señor. Moab se revolcará en su vómito y la gente se burlará de ella. ¿No te burlabas tú de Israel, como cuando a uno se le sorprende entre ladrones? ¿No movías burlona la cabeza cuando hablabas de Israel? Dejad las ciudades, habitad en los riscos habitantes de Moab; anidad como palomas a la entrada de las grietas. Conocemos el orgullo de Moab, sabemos de su inmensa soberbia, su arrogancia, orgullo y vanidad, lo altivo que es su corazón. Conozco su genio violento —oráculo del Señor—, sus palabras tan poco de fiar, sus acciones tan poco honradas. Por eso, clamaré por Moab, por Moab entera gritaré, por la gente de Quir Jeres gemiré. Lloraré por ti, viña de Sibmá más que por Jazer. Tus sarmientos llegaban al mar, se extendían a tierras de Jazer; pero tu cosecha y tu vendimia cayeron en manos del devastador. Se acabaron la alegría y el gozo en los huertos del país de Moab; agoté el vino de tus cubas, ya no habrá quien pise en el lagar cantando copla tras copla. Los gritos de auxilio de Jesbón llegan a Jahás y a Elalé; las voces de la gente de Soar llegan a Joronáin y Eglat Salisá, pues incluso las aguas de Nimrín se van a convertir en sequedales. Pondré fin en Moab —oráculo del Señor— a los que van a los santuarios de los altos y ofrecen incienso a sus dioses. Por eso, mi corazón, como si fuera una flauta de duelo, lanza gemidos por Moab y por la gente de Quir Jeres, pues han perdido el fruto de su trabajo. Todas las cabezas están afeitadas y todas las barbas rapadas; los brazos están llenos de incisiones y los lomos vestidos de sayal. En las azoteas de Moab y en sus calles todos andan de duelo, pues he hecho pedazos a Moab como si fuera un cacharro inútil —oráculo del Señor—. ¡Qué catástrofe!, grita la gente. ¡Cómo vuelve Moab la espalda avergonzada, convertida en espanto e irrisión de todas las naciones vecinas! Pues así dice el Señor: Vedlo lanzarse como un águila, con sus alas abiertas sobre Moab. Las ciudades han sido conquistadas, han caído las plazas fortificadas. Aquel día los soldados de Moab se sentirán como una parturienta. Moab, destruida, no es nación, pues se rebeló contra el Señor. El terror, la zanja y el lazo, contra vosotros, habitantes de Moab —oráculo del Señor. El que huya del terror caerá en la zanja, el que salga de la zanja caerá en el lazo; pues haré que le llegue a Moab el año en que le pida cuentas —oráculo del Señor. A la sombra de Jesbón se paran faltos de fuerza los fugitivos: pues un fuego ha salido de Jesbón, llamas de la ciudad de Sijón, que consumen las sienes de Moab y el cogote de la gente de Saón. ¡Ay de ti, Moab! ¡Estás perdido, pueblo de Quemós! Van tus hijos cautivos al destierro, tus hijas caminan deportadas. Mas después que pasen los años cambiaré la suerte de Moab —oráculo del Señor. Hasta aquí la sentencia contra Moab. Respecto a la gente de Amón, así dice el Señor: ¿No tiene hijos Israel, ni nadie que le herede? ¿Por qué entonces el dios Milcón se ha apoderado de Gad y su pueblo habita en sus poblados? Por eso, llegan días —oráculo del Señor— en que haré resonar por Rabat Amón el alarido que anuncia la guerra. Se convertirá en montón de ruinas, sus ciudades serán incendiadas, e Israel heredará a su heredero. Gime, Jesbón, pues Ay ha sido devastada; gritad, ciudades del distrito de Rabat; ceñíos de sayal, haced duelo de arriba abajo entre las cercas, pues Milcón saldrá para el destierro, y con él sus sacerdotes y dignatarios. ¿De qué te glorías, ciudad rebelde? ¿Acaso de tus fértiles valles? ¿Confías acaso en tus tesoros? Tú decías: «¿Quién me va a atacar?». Pues haré que sientas terror de todos los pueblos que te rodean —oráculo de Dios, Señor del universo—: cada cual huirá por su lado, nadie reunirá a los fugitivos. Pero después cambiaré la suerte de Amón —oráculo del Señor. Respecto a Edom, así dice el Señor del universo: ¿Ya no hay sabiduría en Temán? ¿Ya no hay consejos de expertos? ¿Se ha vuelto rancia su sabiduría? Huid, volveos, gente de Dedán, excavad refugios para vivir, pues traigo el desastre a Esaú, el momento de pedirle cuentas. Si vienen a tu viña vendimiadores, ¿no dejarán en ella un rebusco?; si llegan ladrones nocturnos, ¿arramblarán con más de lo que juzguen suficiente? Pues yo voy a despojar a Esaú, a poner al descubierto sus escondrijos, de modo que no pueda ocultarse; será destruido su linaje, todos sus hermanos y vecinos, y él dejará de existir. Si tú abandonas a tus huérfanos, yo me ocuparé de que vivan; tus viudas confiarán en mí. Pues así dice el Señor: Los que estaban decididos a no beber la copa, la van a beber sin remedio. ¿Y crees tú que vas a quedar impune? ¡Desde luego que no! La beberás sin remedio. Juro por mí mismo —oráculo del Señor— que Bosrá y todas sus poblaciones se convertirán en desolación, oprobio y maldición: un eterno montón de ruinas. He recibido un mensaje del Señor, un heraldo dice a las naciones: «Reuníos y atacad a Edom, disponeos a la batalla». Te haré insignificante entre las naciones, serás despreciado por la gente. Fracasaron tus acciones que infundían terror, la arrogancia que llenaba tu corazón: habitas en los huecos de la roca, pertrechado en lo más alto de las cumbres; pero aunque anides arriba como el águila, haré que desciendas de allí —oráculo del Señor. Edom se convertirá en desolación. Todo el que pase junto a él se espantará y silbará al ver todas sus heridas. Será algo parecido a la catástrofe que asoló a Sodoma, Gomorra y sus vecinas —dice el Señor—. Ya no habrá nadie que habite allí; no habrá persona que more en ella. Como león que sale de la espesura del Jordán en busca de frescas praderas, los sacaré de allí en un momento y haré que gobierne aquel a quien yo elija. ¿Quién se puede comparar a mí? ¿Quién puede citarme a juicio? ¿Qué pastor me puede plantar cara? Escuchad ahora la decisión que ha tomado el Señor contra Edom, los planes que ha elaborado contra los habitantes de Temán: hasta los corderos serán arrebatados, la propia dehesa quedará desolada. Con el ruido de su caída tiembla la tierra, llegan sus gritos hasta el mar de las Cañas. Alza el vuelo y se lanza como el águila, con sus alas abiertas sobre Bosrá; aquel día los soldados de Edom se sentirán como una parturienta. Acerca de Damasco. Jamat y Arpad están confundidas, han oído una noticia terrible; inquietas, se agitan como el mar, incapaces de encontrar la calma. Se acobarda Damasco, se vuelve y escapa, la atenaza el terror; se siente agarrada por angustias y dolores, como una parturienta. ¡Ay, cómo ha sido abandonada una ciudad tan famosa, la villa que era mi alegría! Aquel día sus jóvenes caerán en las calles, todos los soldados serán abatidos —oráculo del Señor del universo—. Prenderé fuego a la muralla de Damasco, y devorará los palacios de Benadad. Contra Quedar y los reinos de Jasor, conquistados por Nabucodonosor, rey de Babilonia. Así dice el Señor: Vamos, atacad a Quedar, destruid a las tribus de Oriente. Les serán quitadas sus tiendas y ganados, sus pabellones y todo su ajuar; les arrebatarán también sus camellos y les gritarán: «Estáis rodeados de terror». Huid, dispersaos, habitantes de Jasor, excavad refugios para vivir —oráculo del Señor—, pues Nabucodonosor, rey de Babilonia, ha tomado una decisión sobre vosotros, ha elaborado un plan al respecto. Vamos, atacad al pueblo que vive tranquilo y confiado, —oráculo del Señor—. Está sin puertas ni cerrojos, y además vive solitario. Sus camellos servirán de botín, sus muchos rebaños, de despojo. A esos de sienes afeitadas los dispersaré a los cuatro vientos; en todos los lugares que recorran desencadenaré sobre ellos la desgracia —oráculo del Señor—. Cueva de chacales será Jasor, convertida en eterna desolación; ya no habrá nadie que habite allí, no habrá persona que more en ella. Palabra del Señor que recibió el profeta Jeremías contra Elam, al principio del reinado de Sedecías, rey de Judá: Así dice el Señor del universo: Voy a hacer trizas el arco de Elam, lo más representativo de su poder. Convocaré cuatro vientos sobre Elam de los cuatro extremos del cielo; los aventaré a esos cuatro vientos, y no habrá una sola nación donde no lleguen refugiados de Elam. Aterrorizaré a Elam ante sus enemigos, ante aquellos que quieren aniquilarlo; traeré sobre sus habitantes la desgracia, el incendio de mi cólera —oráculo del Señor. Mandaré tras ellos la espada, hasta que haya acabado con ellos. Instalaré mi trono en Elam, acabaré con su rey y sus príncipes —oráculo del Señor. Después, al cabo de los años, cambiaré la suerte de Elam —oráculo del Señor. Palabra que pronunció el Señor contra Babilonia, contra el país de los caldeos, por medio del profeta Jeremías: Contadlo entre las naciones, alzad la bandera, anunciadlo; no os calléis, comunicadlo: «Babilonia ha sido conquistada, Bel ha sido humillado, Marduc está confundido, sus imágenes humilladas y confundidos sus ídolos». La ataca un pueblo desde el norte, que dejará su tierra desolada, sin nadie que pueda habitarla, pues lo mismo personas que animales todos huirán en desbandada. Aquellos días y en aquel momento —oráculo del Señor— llegarán juntos israelitas y judíos, irán llorando mientras caminan, buscando al Señor, su Dios. Preguntarán dónde está Sion, dirigirán allá sus pasos: «Vamos a unirnos al Señor en una alianza eterna que nunca sea olvidada». Mi pueblo era un rebaño descarriado, lo habían extraviado mis pastores por los montes; recorría montañas y colinas, había olvidado su majada. Quienes los encontraban, los devoraban; sus enemigos decían: «No somos culpables; ellos son los que han pecado contra el Señor, que era su legítima dehesa y esperanza de sus antepasados». Huid de Babilonia, país de los caldeos; salid como carneros al frente del rebaño. Pues voy a incitar contra Babilonia una asamblea de naciones poderosas; llegarán desde el norte contra ella y desde el norte será conquistada. Sus flechas, como de experto guerrero, no volverán de vacío. Los caldeos serán despojados y los saqueadores se hartarán —oráculo del Señor. Aunque lo celebréis alegres, los que habéis expoliado mi heredad; aunque saltéis como novilla en el prado y relinchéis igual que corceles, vuestra madre quedará abochornada, afrentada la que os ha parido; será la última de las naciones: una estepa reseca, un desierto. Quedará deshabitada por la ira del Señor, toda ella convertida en pura desolación; los que pasen junto a Babilonia quedarán espantados, silbarán burlones al ver tantas heridas. En formación, rodead Babilonia todos los que manejáis el arco; disparad y no ahorréis una flecha, pues ha pecado contra el Señor. ¡Lanzad el alarido, rodeadla! La ciudad se ha entregado, sus pilares se desploman, se derrumban sus murallas. Es la venganza del Señor, vengaos también vosotros de ella: hacedle lo que ella hizo. No dejéis quien siembre en Babilonia, ni quien empuñe la hoz en la siega; por temor a la espada letal, volverá cada cual a su gente, huirá cada cual a su tierra. Israel era oveja descarriada, siempre espantada por leones. Primero la devoró el rey de Asiria; después la despedazó Nabucodonosor, rey de Babilonia. Por eso, así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Voy a pedir cuentas al rey de Babilonia y a su país, igual que le pedí cuentas al rey de Asiria. Devolveré Israel a su dehesa, pastará en el Carmelo y en Basán; en la montaña de Efraín y en Galaad podrá saciar su apetito. Aquellos días y en aquel momento —oráculo del Señor— buscarán en vano la culpa de Israel, no encontrarán los pecados de Judá, pues perdonaré a los que deje con vida. ¡Ataca al país de Meratáin, lanza un ataque contra él y también contra los habitantes de Pecod! ¡Aniquila, extermina a su gente, haz lo que te he ordenado! ¡Gritos de guerra en el país, una catástrofe enorme! ¡Han arrancado y destrozado la maza que aplastaba la tierra! ¡Desolada ha quedado Babilonia en medio de las naciones! Te puse una trampa y caíste, Babilonia, sin darte cuenta; te encontraron, fuiste capturada, por haber retado al Señor. El Señor abrió su arsenal y sacó los instrumentos de su cólera, pues tiene Dios, el Señor del universo, una tarea en el país de los caldeos. Acudid de todas partes contra ella, desparramad sus graneros, amontonadla en gavillas y después la extermináis: que no quede resto de ella. Matad todas sus reses, que acaben en el matadero. ¡Ay de ellos, llega su día, el momento de rendir cuentas! Se oyen voces de fugitivos, de evadidos del país de Babilonia: van a proclamar en Sion la venganza del Señor, nuestro Dios, por haber destruido su Templo. Convocad saeteros contra Babilonia, todos los que manejan el arco; acampad en torno a ella, que nadie pueda escapar. Pagadle según sus obras, hacedle lo que ella hizo. Por ser insolente con el Señor, con el Dios santo de Israel, caerán sus jóvenes en las calles, sus guerreros serán abatidos aquel día —oráculo del Señor. Aquí me tienes, insolente —oráculo de Dios, Señor del universo—, que ya ha llegado tu día, el momento de rendir cuentas. Tropezará el insolente y caerá, y no encontrará quien lo levante. Prenderé fuego a sus ciudades, que devorará todo alrededor. Así dice el Señor del universo: Están oprimidos los israelitas junto con la gente de Judá; los han deportado y los retienen, se niegan a dejarlos marchar; pero es poderoso su rescatador, se llama Señor del universo; defenderá la causa de ellos: así traerá paz a la tierra y terror a la gente de Babel. ¡Espada contra los caldeos, contra los habitantes de Babilonia, contra sus nobles y sus sabios! ¡Espada contra sus charlatanes que acabarán desatinando! ¡Espada contra sus guerreros que acabarán aterrados! ¡Espada contra caballos y carros, contra todas sus tropas auxiliares que se portarán como mujeres! ¡Espada contra sus tesoros que acabarán saqueados! ¡Espada contra sus canales que acabarán secos! Pues es una tierra de ídolos y se vuelven locos por ellos. La habitarán chacales y hienas, allí se instalarán avestruces; ya nunca será repoblada, nadie vivirá en ella por generaciones: como cuando Dios destruyó Sodoma, Gomorra y sus ciudades vecinas —oráculo del Señor. Ya no habrá nadie que habite allí, no habrá persona que more en ella. Llega un ejército del norte, una poderosa nación, se movilizan numerosos reyes desde todos los rincones de la tierra. Manejan arco y jabalina, son crueles, sin entrañas; su voz es un mar embravecido, cabalgan a lomos de corceles; formados para entrar en lucha contra ti, ciudad de Babilonia. Al oír la noticia, le flaquean las fuerzas al rey de Babilonia: lo atenaza la angustia, dolores de parturienta. Como león que sale de la espesura del Jordán en busca de frescas praderas, los sacaré de ella en un momento y haré que gobierne aquel a quien yo elija. ¿Quién se puede comparar a mí? ¿Quién puede citarme a juicio? ¿Qué pastor me puede plantar cara? Escuchad ahora la decisión que ha tomado el Señor contra Babilonia, los planes que ha elaborado contra la tierra de los caldeos; hasta los corderos serán arrebatados, la propia dehesa quedará consternada. Los gritos de Babilonia capturada hacen que tiemble la tierra, por las naciones se oyen sus lamentos. Así dice el Señor: Voy a suscitar contra Babilonia y contra sus habitantes, los caldeos, un viento que será devastador. Enviaré contra Babilonia extranjeros que la aventarán y vaciarán su territorio: la atacarán por todas partes el día de la catástrofe. ¡Que no desfallezcan los arqueros ni se cansen los que visten coraza! No perdonéis a sus guerreros, exterminad a todo su ejército. Caerán heridos en tierra caldea, gente atravesada en sus calles. ¡Que no han enviudado Israel y Judá de su Dios, el Señor del universo! En cambio la tierra caldea es culpable ante el Santo de Israel. Huid de en medio de Babilonia, poned a salvo vuestras vidas, no perezcáis por su culpa; que es la hora de la venganza del Señor, el día en que les dará su merecido. Babilonia era una copa de oro, manejada por la mano del Señor, que emborrachaba a toda la tierra; las naciones bebían de su vino y así quedaban aturdidas. Y Babilonia cayó de repente y se rompió: ¡llorad por ella! Traed bálsamo para sus heridas, tal vez la podamos curar. Quisimos curar a Babilonia, pero es imposible: ¡dejadla, vayamos cada cual a nuestra tierra! Pues su condena llega hasta el cielo, alcanza la altura de las nubes. El Señor ha sentenciado a nuestro favor; vamos, contaremos en Sion la hazaña del Señor, nuestro Dios. Afilad las flechas, embrazad los escudos; el Señor incita a los reyes de Media, porque ha decidido destruir Babilonia: es la venganza del Señor por haber destruido su Templo. Levantad las enseñas contra los muros de Babilonia; reforzad la guardia, poned centinelas, tended emboscadas. El Señor ejecuta lo que piensa, lo que predijo contra Babilonia. Ciudad llena de tesoros, situada junto a aguas caudalosas, te cortan la trama, terminan tus rapiñas. El Señor del universo lo jura por su vida: Te he llenado de gente, innumerable como plaga de langosta, que cantarán victoria sobre ti. Él hizo la tierra con su poder, estableció el orbe con su sabiduría, desplegó el cielo con su inteligencia. Cuando él alza la voz, retumban las aguas del cielo, hace subir a las nubes desde el confín de la tierra; con los rayos provoca la lluvia y saca de sus depósitos el viento. Se embrutece quien se fía de su ciencia, el orfebre se avergüenza del ídolo que ha hecho: sus imágenes son mentira, sin espíritu; son frustrantes, obras engañosas, desaparecerán el día del castigo. No es así la porción de Jacob, pues él ha creado todo; Israel es tribu de su propiedad, su nombre es Señor del universo. Tú eres mi maza, mi instrumento de guerra: contigo machacaré naciones, contigo aniquilaré reinos; machacaré caballos y jinetes, machacaré carros y aurigas; machacaré hombres y mujeres, machacaré jóvenes y adultos, machacaré muchachos y muchachas; machacaré pastores y rebaños, machacaré labriegos y yuntas, machacaré gobernadores y magistrados. Y haré que pague Babilonia y toda la gente caldea todo el mal que perpetraron en Sion delante de vosotros —oráculo del Señor. Aquí me tienes, montaña asesina, asesina de toda la tierra —oráculo del Señor. Extenderé mi mano contra ti, te lanzaré rodando desde las peñas, te convertiré en montaña quemada. Nadie acudirá donde ti a buscar una piedra angular o una piedra para cimentar, pues serás una ruina perpetua —oráculo del Señor. Alzad el estandarte sobre la tierra, tocad a rebato entre los pueblos; convocad naciones a una guerra santa contra ella, reclutad reinos contra ella: Ararat, Miní y Asquenaz; designad contra ella un general, enviad caballos como langostas erizadas. Convocad naciones a una guerra santa contra ella, llamad a los reyes de Media, a sus gobernadores y magistrados, y a todo el territorio que gobierna. La tierra temblará y se estremecerá cuando se cumplan contra Babilonia los planes del Señor para con ella: convertidla en pura desolación, sin nadie que la habite. Los soldados de Babilonia ya no luchan, se quedan metidos en las fortalezas, se agota su valor, son como mujeres; el fuego consume sus edificios, sus cerrojos están destrozados. Un correo alcanza a otro correo, un mensajero a otro mensajero, para comunicar al rey de Babilonia que ha caído totalmente su ciudad. Los vados están cortados, han incendiado las esclusas, los soldados están aterrados. Así dice el Señor del universo, Dios de Israel: Ha quedado la capital de Babilonia como una era en tiempo de trilla; cuando pase un poco de tiempo, le llegará la hora de la cosecha. Nabucodonosor, rey de Babilonia, me ha comido, me ha devorado y ha dejado el plato vacío; me ha engullido como un dragón, ha llenado su vientre con lo más delicioso de mí, y después me ha vomitado. Dice la población de Sion: «Sea Babilonia responsable de la violencia que he sufrido». Dice también Jerusalén: «Sean los caldeos responsables de haber derramado mi sangre». Por eso, así dice el Señor: Voy a defender tu causa, voy a tomar venganza en tu lugar: secaré todas sus aguas, agotaré todas sus fuentes; Babilonia acabará en ruinas, en una cueva de chacales, objeto de espanto y de burla, sin nadie que la habite. Rugen todos como leones, gruñen como crías de león. Cuando estén en pleno ardor, les proporcionaré bebidas, haré que se emborrachen para que, llegada la euforia, duerman un sueño eterno y no despierten —oráculo del Señor. Los llevaré como corderos al matadero, lo mismo que carneros o cabritos. ¡Cómo ha sido conquistada Babilonia, capturada la admiración de toda la tierra! ¡Cómo ha sido reducida a espanto en medio de las naciones! El mar se estrelló contra Babilonia, la inundó con sus olas tumultuosas; sus ciudades quedaron desoladas, como tierra desértica y reseca; ya no habrá nadie que las habite, nadie que pase por ellas. Pediré cuentas a Bel en Babilonia, le haré vomitar lo que ha tragado; ya no afluirán los pueblos a ella, hasta su muralla se ha derrumbado. ¡Salid de ella, pueblo mío, que todos se pongan a salvo del incendio de la ira del Señor! Que no desfallezca vuestro ánimo por los rumores que recorren el país, pues cada año corre un rumor: «la violencia reina en el país, un gobernante expulsa a otro gobernante». Pues bien, llegan días en que destruiré los ídolos de Babilonia, su país quedará desconcertado, todo él repleto de víctimas. Cielo, tierra y cuanto hay en ellos prorrumpirán en gritos de alegría cuando sepan lo que le espera a Babilonia, pues los devastadores llegan del norte contra ella —oráculo del Señor. Por toda la tierra cayeron los heridos que causó Babilonia; ahora tiene que caer Babilonia por las víctimas causadas a Israel. Los que habéis sobrevivido a la espada, marchaos, no os quedéis aquí: acordaos del Señor, cuando estéis lejos, llevad a Jerusalén en el corazón. Hemos oído avergonzados la ignominia, nuestro rostro se cubrió de vergüenza: dicen que extranjeros han pisado la parte más santa del Templo del Señor. Pues bien, llegan días —oráculo del Señor— en que pediré cuentas a sus ídolos, y sus heridos gemirán por todo el país. Aunque Babilonia suba hasta el cielo y ponga su fortaleza en las alturas, enviaré contra ella a los devastadores —oráculo del Señor. Se oyen gritos pidiendo auxilio en Babilonia, intenso llanto en el país de los caldeos; es que el Señor devasta Babilonia, pone fin a todo su griterío, aunque bramen como las olas del océano y alcen sus voces tumultuosas. El devastador ataca Babilonia: sus soldados caerán prisioneros, sus arcos serán destrozados, porque el Señor, Dios que retribuye, les va a dar lo que merecen. Emborracharé a sus nobles, a sus sabios y gobernantes, a sus magistrados y soldados; dormirán un sueño eterno del que no despertarán —oráculo del rey que se llama Señor del universo. Así dice el Señor del universo: La ancha muralla de Babilonia será destruida sin remedio, sus altas puertas, quemadas; ha sido inútil el esfuerzo de los pueblos, para ser pasto del fuego se afanaron las naciones. Encargo que dio el profeta Jeremías a Seraías, hijo de Nerías y nieto de Majsías, cuando fue a Babilonia con Sedecías, rey de Judá. Corría el año cuarto de su reinado, y Seraías era jefe de intendencia. Jeremías escribió en un rollo la catástrofe que le aguardaba a Babilonia, es decir, las profecías escritas hasta aquí contra Babilonia. Jeremías dijo a Seraías: —Cuando llegues a Babilonia, busca la forma de leer todas estas profecías. Dirás: «Señor, tú has dicho que este lugar sería destruido, que no iba a quedar en él alma viviente, ni personas ni animales, y que sería una perpetua desolación». Pues bien, cuando termines de leer este rollo, le atas una piedra y lo arrojas al Éufrates, mientras dices: «Así se hundirá Babilonia, para no levantarse», pues pienso provocar contra ella una terrible desgracia. Hasta aquí las palabras de Jeremías. Sedecías tenía veintiún años cuando empezó a reinar, y reinó once años en Jerusalén. Su madre se llamaba Jamital y era hija de Jeremías, natural de Libná. Sedecías cometió acciones mal vistas por el Señor, siguiendo en ello los pasos de su predecesor Joaquín. Por eso, Jerusalén y Judá sufrieron las consecuencias de la cólera del Señor, que los arrojó de su presencia. Sedecías, por su parte, se rebeló contra el rey de Babilonia. El año noveno de su reinado, el día diez del décimo mes, Nabucodonosor, rey de Babilonia, llegó a Jerusalén con todo su ejército. Acampó junto a ella y mandó construir torres de asalto alrededor. La ciudad estuvo sitiada hasta el año undécimo del reinado de Sedecías. El día nueve del cuarto mes, el hambre se hizo insoportable en la ciudad y la gente no tenía nada que comer. Entonces el enemigo abrió una brecha en la muralla de la ciudad y todos los soldados, aprovechando la noche, huyeron de la ciudad por una puerta entre las dos murallas, la que da a los jardines reales, mientras los caldeos rodeaban la ciudad, y se marcharon por el camino de la Arabá. El ejército caldeo persiguió al rey Sedecías y le dio alcance en la llanura de Jericó, al tiempo que las tropas reales se dispersaban, dejándolo solo. Los caldeos apresaron al rey y lo condujeron ante el rey de Babilonia, que estaba en Ribla, en territorio de Jamat. Y allí mismo dictó sentencia contra él. El rey de Babilonia mandó degollar a los hijos de Sedecías en presencia de este, y también hizo degollar en Ribla a todos los nobles de Judá. A Sedecías le sacó los ojos y se lo llevó encadenado a Babilonia, donde lo encerró en prisión hasta su muerte. El día diez del mes quinto (que corresponde al año décimo noveno del reinado de Nabucodonosor, rey de Babilonia), llegó a Jerusalén Nabusardán, jefe de la guardia y consejero del rey de Babilonia. Incendió el Templo del Señor, el palacio real y todas las casas de Jerusalén, pegando fuego a todos los edificios principales. El ejército caldeo comandado por el jefe de la guardia derribó las murallas de Jerusalén. Nabusardán, jefe de la guardia, se llevó deportados al resto de la gente que había quedado en la ciudad, a los que se habían pasado al rey de Babilonia y al resto de los artesanos. Nabusardán, jefe de la guardia, solo dejó a unos pocos de la gente humilde del país al cuidado de las viñas y de los campos. Los caldeos destrozaron las columnas de bronce del Templo del Señor, los pedestales y la pila de bronce que había en el Templo, y se llevaron todo el bronce a Babilonia. También se llevaron las ollas, palas, cuchillos, aspersorios, bandejas y todos los objetos de bronce destinados al culto. El jefe de la guardia se llevó consigo las palanganas, incensarios, aspersorios, ollas, candelabros, bandejas y fuentes destinadas a las ofrendas, tanto lo que era de oro como lo que era de plata. Las dos columnas, la pila de bronce, los doce toros de bronce que lo sostienen y los pedestales (todo lo que el rey Salomón había mandado hacer para el Templo del Señor) tenían un peso en bronce incalculable. Cada columna medía unos nueve metros de altura, seis de perímetro y ocho centímetros de grosor. Tenían sendos capiteles de bronce de dos metros y medio, decorados con trenzados y con granadas, también de bronce, todo alrededor. En cada capitel sobresalían noventa y seis granadas; y en total, las granadas que había sobre la circunferencia sumaban cien. El jefe de la guardia apresó al sumo sacerdote Seraías, al segundo sacerdote Sofonías y a los tres porteros. Apresó también en la ciudad a un alto funcionario que estaba al frente de la tropa, a siete miembros del consejo real, que se habían quedado en la ciudad, al secretario del jefe del ejército, encargado de reclutar a la gente del país, y a sesenta miembros de esa gente del país que se encontraban en la ciudad. Nabusardán, el jefe de la guardia, los apresó a todos y los condujo ante el rey de Babilonia, que se encontraba en Ribla. Y el rey de Babilonia los hizo ejecutar en Ribla, en territorio de Jamat. Así fue deportado Judá lejos de su tierra. El número de personas que deportó Nabucodonosor fue el siguiente: el año séptimo, tres mil veintitrés judíos; el año décimo octavo de Nabucodonosor, ochocientos treinta y dos habitantes de Jerusalén; el año vigésimo tercero de Nabucodonosor, Nabusardán, jefe de la guardia, deportó a setecientos cuarenta y cinco judíos. El total de deportados ascendió a cuatro mil seiscientas personas. El año trigésimo séptimo de la deportación de Jeconías, rey de Judá, el día veinticinco del duodécimo mes, Evil Merodac, rey de Babilonia, el año de su ascensión al trono, indultó a Jeconías, rey de Judá, y lo sacó de la prisión. Le dio un trato de favor y le asignó un rango superior al de los demás reyes que había con él en Babilonia. Mandó que le quitaran la ropa de preso y lo hizo comensal asiduo de su mesa durante el resto de su vida. El rey de Babilonia proveyó a su sustento diario de por vida, hasta el día de su muerte. ¡Qué solitaria se encuentra la ciudad superpoblada! Ha quedado como viuda la grande ante las naciones. La reina de las provincias se ha convertido en esclava. Pasa las noches llorando, riega el llanto sus mejillas; no hay nadie que la consuele entre todos sus amantes; sus amigos la han dejado y se le han vuelto enemigos. Desterrada y humillada, Judá sufre esclavitud y habita entre las naciones sin encontrar su morada; todos sus perseguidores le han dado caza en su asedio. De luto están las calzadas de Sion, sin peregrinos; sus puertas están en ruinas y sus sacerdotes gimen; sus doncellas se lamentan y ella padece amargura. Sus enemigos la oprimen, sus adversarios prosperan, porque el Señor la ha afligido por sus copiosos pecados; sus niños van al destierro delante del enemigo. Sion se ha visto privada de toda su majestad; sus príncipes, como ciervos que no han encontrado pastos, caminan desfallecidos ante sus perseguidores. Recuerda Jerusalén días tristes de vida errante, cayendo en mano enemiga sin que nadie la ayudara. Los enemigos, al verla, se burlaban de su ruina. ¡Jerusalén ha pecado: por eso ha quedado impura! Los que la honraban la humillan porque la han visto desnuda; ella también se lamenta y hasta se vuelve de espaldas. Su impureza está en sus ropas, no pensó en tales extremos. Su caída fue increíble y ya no hay quien la consuele. «Mira, Señor, mi desgracia y el triunfo del enemigo». Mano ha puesto el enemigo sobre todos sus tesoros; ella ha visto a los paganos profanar el santuario, aunque tú habías prohibido que entraran en tu asamblea. Toda su gente se queja, anda en busca de alimento; cambian sus joyas por pan para mantenerse vivos. «Mira, Señor, y contempla en qué vileza he caído». ¿No os dice nada a vosotros, los que vais por el camino? Mirad bien si hay un dolor como el dolor que me aflige, que el Señor me castigó el día de su furor. Desde el cielo mandó un fuego que me ha abrasado los huesos; tendió una trampa a mi paso y me hizo volver atrás; me ha dejado destrozada y sufriendo todo el día. Con mi delito hizo un yugo bien atado por su mano y me lo cargó en el cuello, debilitando mis fuerzas; pues me ha entregado mi Dios a quien no puedo hacer frente. Desbarató a mis valientes mi Dios en medio de mí; llamó contra mí un ejército para acabar con mis jóvenes. ¡Mi Dios pisó en el lagar a la virgen de Judá! Por eso yo estoy llorando y mis ojos vierten lágrimas, porque no hay quien me consuele ni quien me devuelva el ánimo. Mis hijos están atónitos por la victoria enemiga. Aunque Sion tiende sus manos, no hay nadie que la consuele. Mandó el Señor que a Jacob lo cercasen enemigos; Jerusalén ha quedado mancillada en medio de ellos. El Señor ha sido justo, pues me opuse a su mandato. Escuchadme, pueblos todos, y contemplad mi dolor: mis jóvenes y doncellas se marcharon al destierro. Pedí auxilio a mis amantes, pero ellos me traicionaron. Mis sacerdotes y ancianos murieron en la ciudad buscando algún alimento con que reanimar sus vidas. Contempla, Señor, mi angustia: mis entrañas se estremecen, dentro el corazón se agita porque he sido muy rebelde. Fuera me quedo sin hijos y en casa ronda la muerte. Aunque escuchan mis gemidos, ¡no hay nadie que me consuele! Mi enemigo oye mi mal y celebra lo que has hecho. ¡Haz que llegue el día anunciado y corra mi misma suerte! Ten presente su maldad y trátalo a él también como me has tratado a mí por todas mis rebeldías. ¡Que son muchos mis lamentos y mi corazón flaquea! ¡Cómo ha nublado mi Dios, con su cólera a Sion! Desde el cielo echó por tierra el esplendor de Israel, olvidó lleno de ira al pedestal de sus pies. Dios destruyó sin piedad las moradas de Jacob, arrasó las fortalezas de la hija de Judá y echó por tierra, humillados, a su reino y a sus príncipes. Quebró, encendido de cólera, todo el poder de Israel, su mano escondió en la espalda ante el ataque enemigo y prendió fuego en Jacob devorando sus contornos. Enemigo, tensó el arco y lo afianzó en su derecha; cual adversario mató todo lo más apreciado, y en las tiendas de Sion prendió el fuego de su cólera. Es mi Dios un enemigo que ha aniquilado a Israel: desmanteló sus palacios, derribó sus fortalezas y llenó la capital de gemidos y lamentos. Forzó, cual huerto, su tienda y arrasó el lugar de encuentro; borró el Señor en Sion festividades y sábados; y rechazó enfurecido a reyes y a sacerdotes. Rechazó mi Dios su altar y repudió su santuario, entregando al enemigo los muros de sus palacios; daban gritos en el Templo, como en un día de fiesta. Decidió el Señor destruir las murallas de Sion; echó el cordel, sin quitar la mano que derribaba; muro y baluarte gemían al desmoronarse juntos. Tiró por tierra sus puertas, quitó y rompió sus cerrojos; su rey y sus príncipes viven entre paganos; no hay ley, ni los profetas reciben sus visiones del Señor. Silenciosos y por tierra, los ancianos de Sion se echan polvo en sus cabezas y se visten de sayal; humillan su rostro en tierra las doncellas de Sion. El llanto seca mis ojos, mis entrañas se estremecen y la hiel se me derrama por la ruina de mi pueblo; niños y bebés sucumben por las calles del lugar. «¿Dónde están el pan y el vino?», interpelan a las madres, mientras yacen moribundos en medio de la ciudad y van quedando sin vida en los brazos de sus madres. ¿Con quién puedo compararte, ciudad de Jerusalén? ¿Con qué ejemplo consolarte, virgen, hija de Sion? Un mar inmenso es tu herida: ¿quién te la podrá curar? Tus profetas te anunciaban falsas e ilusas visiones: no descubrieron tu culpa para hacer cambiar tu suerte; solo te dieron oráculos falaces y seductores. Baten palmas contra ti todos los que van de paso; silban, menean la cabeza burlándose de Sion. «¿Es esta la urbe más bella y más alegre del mundo?» Abren contra ti sus bocas todos tus enemigos; silban, rechinan los dientes y dicen: «¡Ya es pan comido! ¡Es el día que esperábamos! ¡Al fin lo hemos conseguido!» Ha hecho el Señor lo fijado y ha cumplido la promesa que hace tiempo formuló: sin piedad ha destruido, alegrando a tu enemigo y aumentando su poder. ¡Grita con fuerza a mi Dios, oh muralla de Sion! Deja correr noche y día el torrente de tus lágrimas; no te des ninguna tregua, que no descansen tus ojos. Álzate y grita en la noche, al comienzo de las guardias; desahoga el corazón en presencia de mi Dios y levanta hacia él tus manos por la vida de tus niños. Mira, Señor, ten en cuenta que a nadie has tratado así: ¿Tenían que comer las madres a sus hijos, niños tiernos, o morir en el santuario sacerdotes y profetas? En el polvo de las calles yacen muchachos y ancianos; mis doncellas y mis jóvenes caen a filo de espada. En tu cólera mataste, masacrando sin piedad. Como a fiesta has convocado los terrores que me cercan; nadie ha podido escapar del enojo del Señor. A los que cuidé y crié mi enemigo los mató. Yo he sufrido la aflicción en la vara de su cólera. Me ha guiado y hecho andar por tinieblas y sin luz. Vuelve sin cesar su mano todo el día contra mí. Me ha comido carne y piel y me ha quebrado los huesos. Me ha levantado un asedio de veneno y sufrimiento. Me ha hecho vivir en tinieblas como a los muertos antiguos. Me ha tapiado sin salida, cargándome de cadenas. Aunque grité y pedí auxilio, no hizo caso de mi súplica. Me ha amurallado el camino y me ha cambiado las sendas. Me ha acechado como un oso, como un león escondido. Me ha extraviado y hecho trizas, me ha dejado destrozado. Me ha apuntado con su arco, me ha hecho blanco de sus flechas. Me ha clavado en las entrañas las flechas de su carcaj. Soy la burla de mi pueblo y su copla todo el día. Me ha saciado de amargura, me ha dado a beber ajenjo. Me ha machacado los dientes, me ha revolcado en el polvo. Me han secuestrado la paz y hasta he olvidado la dicha. Pienso que estoy sin fuerza, que se ha agotado del todo mi esperanza en el Señor. Recuerda mi pena amarga que es ajenjo envenenado. Me acuerdo constantemente y se me derrumba el ánimo. Pero algo viene a mi mente que me llena de esperanza: que tu amor, Señor, no cesa, ni tu compasión se agota; ¡se renuevan cada día por tu gran fidelidad! Tú eres mi herencia, Señor, por eso confío en ti. Es bueno el Señor con quien confía en él y lo busca. Es bueno esperar callado la salvación del Señor. Es bueno que el ser humano cargue el yugo desde niño, que aguante solo y callado pues el Señor se lo ha impuesto; que su boca bese el polvo por si aún queda esperanza; y que ofrezca su mejilla al que lo hiere y lo afrenta. Porque no ha de rechazarnos eternamente mi Dios: pues, aunque aflige, se apiada porque es inmenso su amor; que no disfruta afligiendo o humillando al ser humano. Si alguien pisotea a todos los cautivos de un país, si se agravia a un ser humano en presencia del Altísimo, o si se altera un proceso, ¿es que mi Dios no lo ve? ¿Quién dice algo y sucede si mi Dios no lo ha ordenado? ¿No salen males y bienes de la boca del Altísimo? ¿Por qué alguno se lamenta, si vive aunque haya pecado? Revisemos nuestras sendas y volvamos al Señor. Alcemos al Dios del cielo nuestras plegarias sinceras. Fuimos rebeldes e infieles, ¡por eso no perdonaste! Airado nos perseguiste, nos mataste sin piedad. Te ocultaste en una nube para no escuchar las súplicas. Nos convertiste en basura y desecho entre los pueblos. Nos provocan con insultos todos nuestros enemigos. Miedo y pánico es lo nuestro, desolación y fracaso. Mis ojos son ríos de lágrimas por la capital en ruinas. Mis ojos lloran sin tregua y no sentirán alivio hasta que el Señor se asome y mire desde los cielos. Siento dolor en mis ojos por mi ciudad y sus hijas. Los que me odian sin motivo me cazaron como a un pájaro. Me arrojaron vivo a un pozo, echándome encima piedras. Me sumergieron las aguas y me dije: «¡Estoy perdido!». Invoqué, Señor, tu nombre desde lo hondo del pozo. ¡Escucha mi voz, no cierres tu oído al grito de auxilio! Cuando llamé te acercaste y me dijiste: «¡No temas!». Me has defendido, Dios mío, y me has salvado la vida. Ya ves que sufro injusticia: ¡hazme justicia, Señor! Ya ves todas sus intrigas de venganza contra mí. Tú oyes, Señor, sus insultos y sus planes contra mí; mi adversario cuchichea todo el día contra mí. Míralos: de pie o sentados, me hacen tema de sus coplas. Págales, Señor, a todos como merecen sus obras. Enduréceles la mente, échales tu maldición. Persíguelos con tu cólera y bórralos bajo el cielo. ¡Qué deslucido está el oro, qué pálido el oro fino! ¡Las piedras santas están tiradas por las esquinas! De Sion los nobles hijos, más apreciados que el oro, parecen cuencos de barro, hechura de un alfarero. Hasta los chacales dan de mamar a sus cachorros; la hija de mi pueblo es cruel como avestruz del desierto. De sed se pega la lengua al paladar del bebé. Los pequeños piden pan sin que nadie se lo dé. Los que antes banqueteaban desfallecen por las calles; los criados entre púrpura revuelven los basureros. La culpa de mi ciudad supera a la de Sodoma, arrasada en un momento sin intervención humana. Como leche y nieve pura resplandecían sus príncipes; coral rojo eran sus cuerpos y un zafiro, su figura. Y hoy, más negros que el carbón, nadie afuera los conoce; su piel al hueso pegada y enjutos como sarmientos. Mejor le fue al caído en guerra que a las víctimas del hambre: extenuadas se consumen por carencia de alimentos. Manos tiernas de mujeres cuecen a sus propios hijos y los sirven de comida mientras cae la capital. Colmó el Señor su furor, derramó su ardiente cólera y prendió un fuego en Sion que calcinó sus cimientos. Ni los reyes de la tierra ni los que habitan el orbe pensaron ver enemigos entrando en Jerusalén. Por pecados de profetas y culpas de sacerdotes se derramó en su interior sangre de gente inocente. Tropezando como ciegos caminan ensangrentados, sin que nadie por las calles pueda tocar sus vestidos. ¡Apartaos! —les gritaban— ¡Un impuro! ¡No toquéis! Y cuando huían vagabundos, los paganos les decían: «No podéis vivir aquí». El Señor los dispersó y no volverá a mirarlos. Negaron honra y piedad a sacerdotes y ancianos. Se gastaban nuestros ojos aguardando ayuda en vano; vigilantes esperábamos a un aliado que no salva. Vigilaban nuestros pasos sin dejarnos caminar. Nuestro fin estaba cerca, nuestros días ya cumplidos, había llegado el final. Los perseguidores eran más veloces que las águilas: nos acosaron con trampas por los montes y el desierto. Con sus trampas dieron caza al rey, que era nuestro aliento, pues a su sombra esperábamos vivir entre las naciones. Goza y alégrate, Edom, la que habitas tierras de Us; ya te pasarán la copa y andarás ebria y desnuda. Expiaste tu culpa, Sion; no volverá a desterrarte. Serás castigada, Edom, descubiertos tus pecados. Recuerda, Señor, lo que hemos pasado; contempla y mira nuestra desgracia. Nuestra herencia es de extranjeros, nuestras casas son de extraños. Somos huérfanos de padre y son viudas nuestras madres. Pagamos hasta el agua que bebemos, compramos nuestra leña con dinero. Con el yugo al cuello, aún nos acosan; agotados, no nos dan respiro. Suplicamos a Egipto ayuda, a Asiria pedimos alimentos. Nuestros padres pecaron y no viven, nosotros sufrimos su castigo. Somos dominados por esclavos y no hay quien nos libre de su mano. Nos jugamos la vida por el pan, afrontamos los peligros del desierto. Nuestra piel abrasa como un horno por los ardores que causa el hambre. Violaron a mujeres en Sion, a doncellas en ciudades de Judá. Colgaron de sus manos a los nobles, los ancianos no fueron respetados. Muchachos empujaban el molino, niños tropezaban bajo el peso de la leña. Los ancianos no acudían a la plaza ni los jóvenes cantaban sus canciones. Quedó sin alegría el corazón, nuestros bailes acabaron en duelo. Se nos ha caído la corona. ¡Ay de nosotros, que hemos pecado! Por eso nos duele el corazón, por eso se nos nublan los ojos: porque el monte Sion está asolado y por él merodean las raposas. Pero tú, Señor, reinas por siempre, tu trono permanece eternamente. ¿Por qué has de olvidarnos para siempre y nos vas a abandonar por tanto tiempo? Haznos volver a ti, Señor, y volveremos; haz que nuestros días sean como antaño. ¿O nos has rechazado por completo, enojado del todo con nosotros? El año treinta, el día cinco del cuarto mes, estaba yo con los deportados junto a la orilla del río Quebar. Entonces se abrió el cielo y tuve una visión divina. El día cinco del mes (era el año quinto de la deportación del rey Jeconías), el Señor comunicó su palabra al sacerdote Ezequiel, hijo de Buzí, en el país de los caldeos, a orillas del río Quebar. La mano del Señor se posó sobre él. Entonces sentí un viento huracanado que soplaba del norte; y vi una densa nube rodeada de resplandor: lanzaba rayos en todas direcciones, y entre los rayos se percibía como el brillo del electro. En medio de ellos podía verse la figura de cuatro seres vivientes, cuyo aspecto era humano. Cada uno tenía cuatro rostros y cuatro alas. Sus piernas eran rectas, y las plantas de sus pies parecían pezuñas de novillo; brillaban igual que el bronce bruñido. Debajo de sus alas tenían manos humanas, por los cuatro costados; los cuatro tenían también rostros y alas; las alas de cada par se unían entre sí. Cuando andaban, no se volvían; andaban siempre de frente. Los rostros de los cuatro parecían de ser humano; los cuatro tenían rostro de león por la parte derecha, y de toro por la parte izquierda; y los cuatro tenían rostro de águila. Sus alas estaban desplegadas hacia arriba: dos de ellas se unían, y las otras dos cubrían sus cuerpos. Cada cual caminaba de frente, allá donde los dirigía el viento; cuando andaban, no se volvían. En medio de estos seres vivientes había una especie de brasas encendidas, como unas antorchas que iban de un lado a otro entre ellos; el fuego, que brillaba intensamente, despedía rayos. Los seres vivientes iban y venían rápidos como el rayo. Al fijarme, vi en el suelo una rueda junto a cada uno de los cuatro seres vivientes. El aspecto de las ruedas recordaba al brillo del crisólito; las cuatro tenían la misma apariencia, y estaban ensambladas, como si una encajara dentro de la otra. De este modo, podían marchar en las cuatro direcciones, sin necesidad de dar la vuelta cuando avanzaban. Su circunferencia era enorme, y las llantas de las cuatro estaban llenas de destellos. Cuando los seres vivientes avanzaban, se movían con ellos las ruedas, y cuando se alzaban del suelo, se alzaban también las ruedas. Iban adonde los dirigía el viento, y las ruedas se alzaban con ellos, pues el espíritu de los seres vivientes estaba en ellas. Así, [las ruedas] avanzaban cuando avanzaban ellos, y se detenían cuando ellos se detenían; cuando ellos se alzaban del suelo, se alzaban también las ruedas, pues el espíritu de los seres vivientes estaba en ellas. Sobre las cabezas de los seres vivientes había una especie de plataforma, brillante como el cristal, que se extendía por encima de sus cabezas. Sus alas se hallaban emparejadas por debajo de la plataforma, y cada uno se cubría el cuerpo con un par de ellas. Entonces oí el ruido que hacían sus alas: parecía el estruendo de aguas caudalosas, como si fuera la voz del Todopoderoso; sobre todo al caminar, el ruido era atronador, parecido al estruendo que se oye en una batalla. Cuando se paraban, plegaban sus alas. Se oyó después un ruido sobre la plataforma que había encima de sus cabezas. Por encima de la plataforma había una especie de zafiro, parecido a un trono, y por encima de esta especie de trono sobresalía una figura que parecía humana. Luego vi algo así como el brillo del electro (una especie de fuego que salía de dentro y lo envolvía) desde lo que parecía su cintura para arriba, y de lo que parecía su cintura para abajo vi una especie de fuego que brillaba todo alrededor. Se parecía al arco iris que asoma por entre las nubes en días de lluvia; eso es lo que parecía el brillo que le rodeaba: la propia gloria del Señor. Al verlo, caí rostro en tierra y oí que alguien hablaba. Me dijo una voz: —Hijo de hombre, ponte de pie, que quiero hablar contigo. En cuanto empezó a hablarme, entró en mí el espíritu y me hizo poner de pie. Y pude oír al que me hablaba. Me dijo lo siguiente: —Hijo de hombre, voy a enviarte adonde están los israelitas, un pueblo levantisco que se ha rebelado contra mí. Como hicieron sus antepasados, también ellos se han sublevado contra mí, hasta este mismo día. Te envío a gente obstinada y dura de mollera. Les dirás: «Esto dice el Señor Dios», te escuchen o no te escuchen, pues son gente rebelde; así reconocerán que hay un profeta entre ellos. Y tú, hijo de hombre, no les tengas miedo ni te asusten sus palabras; ni te acobardes ante ellos. Ya sabes que son gente rebelde. Les transmitirás mis palabras, escuchen o no escuchen, pues son gente rebelde. Por tu parte, hijo de hombre, escucha lo que voy a decirte: No seas rebelde como ellos; abre bien la boca y come lo que voy a darte. Al mirar, vi una mano extendida hacia mí, que sostenía un libro enrollado. Me lo abrió y vi que estaba escrito por las dos caras; contenía elegías, lamentos y ayes. Después me dijo: —Hijo de hombre, come este libro enrollado y vete a hablar a los israelitas. Yo abrí la boca y me hizo comer el libro. Después me dijo: —Hijo de hombre, alimenta tu vientre y llena tus entrañas con este libro enrollado que te doy. Yo lo comí y me supo dulce como la miel. A continuación me dijo: —Hijo de hombre, vete sin falta a los israelitas y transmíteles mis palabras. Pues no te envío a gente que habla de forma extraña o que tiene una pronunciación rara, sino al pueblo de Israel. No te envío a diversos pueblos que hablan de forma extraña o que tienen una pronunciación rara, cuya lengua nunca has oído; aunque estoy seguro de que si te enviara a ellos, te harían caso. Pero Israel no querrá escucharte porque no está dispuesto a escucharme a mí, pues todos los israelitas son obstinados y duros de mollera. Así que voy a hacerte tan persistente y obstinado como ellos. Hago tu cabeza más dura que la piedra, así que no temas ni les tengas miedo. Ya sabes que son gente rebelde. Después me dijo: —Hijo de hombre, escucha con atención y retén en la memoria todas las palabras que voy a decirte. Luego vete sin falta adonde están los desterrados, tus compatriotas, y se las transmites. Les dirás: «Esto dice el Señor Dios», te escuchen o no te escuchen. A continuación me arrebató el espíritu y escuché a mis espaldas el ruido de un gran terremoto, al tiempo que se elevaba la gloria del Señor del lugar donde estaba. Era el ruido causado por las alas de los seres vivientes, al golpear una contra otra, el chirrido de las ruedas al rozar y el estruendo de un gran terremoto. El espíritu me arrebató y me transportó; yo me dejé llevar enardecido, mientras el Señor dejaba sentir la fuerza de su mano sobre mí. Así llegué a Tel Abib, donde estaban instalados los desterrados a orillas del río Quebar; y me quedé con ellos, aturdido, durante siete días. Cuando pasaron los siete días, el Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, te convierto en vigía de Israel. Cuando me oigas hablar, les darás la alarma de mi parte. Si yo dicto sentencia de muerte contra el malvado y tú no lo pones sobre aviso instándolo a que abandone su mala conducta, para que pueda así seguir con vida, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuentas de su vida. En cambio, si pones sobre aviso al malvado pero no se convierte de su mala conducta, él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida. Si una persona honrada se desvía de su honradez y comete algo malo, haré que tropiece y morirá; como tú no le has puesto en guardia, morirá por su pecado y su honradez no será tenida en cuenta, pero a ti te pediré cuentas de su vida. Pero si pones sobre aviso al honrado diciéndole que no peque, y en efecto no peca, vivirá por haber sido puesto sobre aviso, y además tú habrás salvado tu vida. Sentí sobre mí la mano del Señor, que me dijo: —Vete de inmediato a la llanura, que voy a hablarte allí. Me puse inmediatamente en marcha hacia la llanura, y allí estaba la gloria del Señor (era la gloria que había visto a orillas del río Quebar). Al verla, caí rostro en tierra. El espíritu penetró en mí y me puso de pie; a continuación me habló así: —Vete y enciérrate en tu casa. Ten en cuenta que usarán cuerdas para atarte, y que no podrás soltarte. Voy a pegarte la lengua al paladar, y quedarás mudo; así no podrás recriminarles nada (ya sabes que son gente rebelde). Cuando yo te hable, abriré tu boca para que les anuncies: «Esto dice el Señor Dios»; el que quiera escuchar, que escuche; y el que no quiera, que no escuche. Ya te he dicho que son gente rebelde. Hijo de hombre, toma un adobe, ponlo delante de ti y graba en él una ciudad [Jerusalén]. Dibuja un asedio, levanta torres de asalto y construye un talud; después sitúa tropas de atacantes y arietes todo alrededor. A continuación tomas una sartén de hierro y la colocas como una defensa férrea entre ti y la ciudad; pero dirige tu mirada hacia ella: quedará sitiada; tú le estrecharás el cerco. Se trata de una señal contra la comunidad de Israel. Acuéstate del lado izquierdo y yo te pondré encima la culpa de Israel. Cargarás con su culpa durante todos los días que estés acostado. Yo te señalo en cómputo de días los años de su culpa: trescientos noventa días; durante ese tiempo cargarás con la culpa de Israel. Cuando acaben esos días, te acostarás del lado derecho, y cargarás con la culpa de Judá durante cuarenta días: te señalo, pues, un día por año. Después mirarás de frente hacia el asedio de Jerusalén, con el brazo desnudo, y profetizarás contra la ciudad. He decidido atarte con cuerdas, de modo que no puedas cambiarte de lado hasta que acabe el tiempo del asedio. Toma trigo, cebada, judías, lentejas, mijo y espelta, y pon todo en un recipiente; lo cocinarás para que te sirva de alimento durante los trescientos noventa días que estés acostado de lado. Comerás tu alimento tasado: veinte siclos por día; y lo comerás a una hora determinada. También el agua que bebas estará racionada: un litro por día, que beberás a una hora determinada. Comerás pan de cebada, que cocerás delante de ellos sobre excrementos humanos. Y añadió el Señor: —De este modo, los israelitas comerán un pan impuro en los países por donde pienso dispersarlos. Yo dije: —¡Ay, Señor mi Dios! Date cuenta que mi boca no ha probado nada impuro, que no he comido carne de animal encontrado muerto o despedazado, que desde mi juventud no he probado carne en malas condiciones. Me respondió: —Mira, te voy a permitir que utilices boñigas de vaca en lugar de excrementos humanos para que cuezas sobre ellas tu pan. Y añadió: —Hijo de hombre, voy a recortar el suministro de pan en Jerusalén. Comerán el pan tasado y con miedo; y beberán el agua racionada y con angustia. De ese modo, al faltarles el pan y el agua, se mirarán entre sí espantados al ver que se consumen por su propia culpa. Hijo de hombre, toma una espada afilada, como si fuera una navaja de afeitar, y pásatela por la cabeza y por la barba; toma después una balanza y divide el pelo en partes. Un tercio lo quemas en una fogata, en medio de la ciudad, cuando acabe el período de asedio; toma otro tercio y ve golpeándolo con la espada en torno a la ciudad; el último tercio lo lanzas al viento, y yo lo perseguiré con la espada desenvainada; pero dejarás unos pocos pelos, que meterás apretujados en el orillo de tu manto. Vuelve a tomar unos pocos de estos y échalos al fuego para que se quemen, de ellos se extenderá un fuego por toda la casa de Israel. Luego dirás a los israelitas: Esto dice el Señor Dios: Se trata de Jerusalén. La puse en medio de las naciones, rodeada de países. Pero ella se rebeló contra mis normas, con más malicia que las otras naciones; despreció mis leyes, más que los países que la rodeaban. Sí, rechazaron mis normas y no vivieron conforme a mis leyes. Por eso, así dice el Señor Dios: Habéis ganado en rebeldía a las naciones que os rodeaban, pues no habéis vivido conforme a mis leyes ni habéis puesto en práctica mis normas; y ni siquiera habéis obrado como es costumbre en esas otras naciones. Por eso, esto dice el Señor Dios: Aquí me tienes contra ti. Voy a ejecutar mi sentencia en medio de ti, a la vista de todas las naciones. Voy a actuar contra ti como nunca he actuado y como nunca volveré a actuar, a causa de tus acciones abominables. Serás testigo de cómo los padres se comen a sus hijos y de cómo los hijos se comen a sus padres. Ejecutaré mi sentencia contra ti, y esparciré a los cuatro vientos a todos tus supervivientes. Así pues, juro por mí mismo —oráculo del Señor Dios— que, por haber profanado mi santuario con todos tus asquerosos ídolos y tus acciones abominables, también yo voy a rechazarte; ni te miraré con compasión ni te perdonaré. Una tercera parte de los tuyos morirá de peste y se consumirá de hambre en medio de ti; otra tercera parte caerá víctima de la espada a tu alrededor; y a la otra tercera parte la lanzaré a todos los vientos y la perseguiré con la espada desenvainada. Daré así satisfacción a mi ira, descargaré mi cólera contra ellos y me quedaré a gusto. Y así reconocerán que yo, el Señor, hablaba lleno de celos cuando descargaba mi cólera contra ellos. Haré de ti una ruina vergonzosa entre las naciones que te rodean; todos cuantos pasen lo podrán ver. Te convertirás en el escarnio y el sarcasmo de las naciones que te rodean, el día en que ejecute en ti mi sentencia lleno de ira y de cólera, infligiéndote severos castigos. Soy yo, el Señor, quien lo dice. Cuando yo dispare contra vosotros las flechas fatídicas de la hambruna, será para exterminaros (las dispararé para exterminaros); haré que arrecie la hambruna entre vosotros, y reduciré el suministro de pan. Pienso enviar contra vosotros hambruna y fieras, que os dejarán sin hijos; serás presa de la peste y la muerte, y yo mismo enviaré la espada contra ti. Soy yo, el Señor, quien lo dice. Me llegó la palabra del Señor: —Hijo de hombre, ponte mirando a los montes de Israel y profetiza contra ellos. Les dirás: Montes de Israel, escuchad la palabra del Señor Dios. Esto dice el Señor Dios a los montes y colinas, barrancas y vaguadas: Mirad que traigo contra vosotros la espada para destruir vuestros santuarios de los altos. Vuestros altares serán demolidos y destrozados vuestros cipos, y haré que vuestros muertos caigan ante vuestros ídolos. Arrojaré los cadáveres de los israelitas delante de sus ídolos, y esparciré vuestros huesos alrededor de vuestros altares. Las poblaciones de todas vuestras comarcas quedarán devastadas, y los santuarios de los altos arrasados; así vuestros altares quedarán devastados y arrasados, vuestros ídolos destrozados y vuestros cipos arrancados; y no quedará huella de vuestras obras. Caerá gente muerta en medio de vosotros, y reconoceréis que yo soy el Señor. Los que de vosotros consigan huir de la espada a otras naciones, los que se dispersen por otros países, se acordarán de mí en esas naciones adonde vayan deportados. Haré trizas su corazón adúltero, que se apartó de mí, y arrancaré sus ojos, que se prostituyeron con sus ídolos. Tendrán entonces asco de sí mismos, por las maldades que cometieron, por todas sus acciones abominables. Y reconocerán que yo, el Señor, no hablaba en vano cuando decía que iba a traerles esa desgracia. Esto dice el Señor Dios: Palmotea y golpea con los pies; diles: ¡Ay, qué graves son las abominaciones de Israel! Caerán víctimas de la espada, la hambruna y la peste. El que esté lejos morirá de peste, el que esté cerca caerá a espada, el que sobreviva morirá de hambre. Me serviré de ellos para dar satisfacción a mi cólera. Y reconoceréis que yo soy el Señor cuando veáis sus cadáveres mezclados con sus ídolos alrededor de sus altares, en las colinas, en los cabezos, al pie de cualquier árbol frondoso o de cualquier encina bravía, esos lugares donde ofrecían a sus ídolos aromas que aplacan. Extenderé mi mano contra vosotros y convertiré el país en un desierto desolado: todos los poblados, desde el desierto hasta Ribla. Y reconocerán que yo soy el Señor. Me llegó la palabra del Señor: —Hijo de hombre, di: Esto dice el Señor Dios a la tierra de Israel: ¡Llega el fin, llega el fin por todos los extremos del país! Ya te ha tocado el fin, enviaré mi ira contra ti; te juzgaré como merece tu conducta, te haré responsable de tus maldades. No te miraré compadecido, ni pienso perdonarte: te haré responsable de tu conducta, tendrás contigo a tus maldades. Y reconoceréis que yo soy el Señor. Esto dice el Señor Dios: Ya está aquí la desgracia, llega el fin, el fin llega; se te acerca, está llegando. Os llega el turno, habitantes del país; os llega la hora, el día está cerca, sin tregua, sin retraso. Pronto derramaré mi ira sobre ti, en ti satisfaré mi cólera; te juzgaré como merece tu conducta, te haré responsable de tus maldades. No te miraré compadecido, ni pienso perdonarte: te haré responsable de tu conducta, tendrás contigo a tus maldades. Y reconoceréis que yo soy el Señor, el que castiga. Aquí está el día, ya está llegando, te toca el turno. Florece la prepotencia, despunta la insolencia, brota la violencia, el poder del malvado. Nada de ellos quedará: nada de su bullicio, nada de su boato, no habrá tregua para ellos. Llega el tiempo, el día se acerca; que no se alegre el comprador, que no esté triste el vendedor, pues el fuego de la cólera se cierne sobre ellos. No recuperará el vendedor lo vendido, aunque él y el comprador sigan con vida, pues la profecía que amenaza a todos no será revocada. Nadie conservará su vida. Tocan a rebato, todos se preparan, pero nadie acude a la batalla, pues el fuego de mi cólera se cierne sobre ellos. La espada espera en la calle, la peste y la hambruna en casa: el que se encuentre en descampado morirá herido por la espada, el que se encuentre en la ciudad será devorado por la hambruna y la peste. Algunos escaparán huyendo por las montañas, gimiendo como palomas; pero todos morirán, cada cual por su pecado. Todas las manos se debilitan, todas las rodillas flaquean; se visten de sayal, los cubre el espanto; sus rostros están llenos de vergüenza, todas sus cabezas rapadas. Arrojan su plata por las calles, tienen por inmundicia su oro; ni su plata ni su oro podrán salvarlos el día de la cólera del Señor, porque fueron la ocasión de su pecado. Su apetito no se saciará, su vientre no se llenará. Con sus espléndidas alhajas, que ellos lucían con orgullo, fabricaban sus ídolos detestables; pero yo se las convertiré en inmundicia, las entregaré como botín a extranjeros, como presa a los criminales de la tierra, que las profanarán. Apartaré mi rostro de ellos, dejaré que profanen mi tesoro; entrarán en él saqueadores, que lo profanarán. Prepara grilletes, que el país está lleno de sangre, que la ciudad rebosa violencia. Traeré a pueblos malvados, que se adueñarán de sus casas; acabaré con su espléndida fortaleza, serán profanados sus santuarios. Cuando se acerque el pánico, buscarán inútilmente la paz: el desastre seguirá al desastre, la alarma sucederá a la alarma. Buscarán en vano el oráculo del profeta, faltará la instrucción del sacerdote, se quedará sin consejo el anciano. El rey se entregará al duelo, el príncipe se vestirá de espanto; temblarán las manos de la gente del país. Los trataré según su conducta, los juzgaré conforme a sus hechos, y reconocerán que yo soy el Señor. El año sexto, el día cinco del sexto mes, estando yo en mi casa en compañía de los ancianos de Judá, se posó sobre mí la mano del Señor Dios. Me fijé y vi una figura como de hombre: de lo que parecían sus caderas hacia abajo era de fuego, y de sus caderas hacia arriba era resplandeciente, como el brillo del electro. Alargó una especie de mano y me agarró por los cabellos; el espíritu me levantó en vilo entre la tierra y el cielo y me llevó a Jerusalén, mediante una visión divina, hasta la entrada de la puerta interior que mira al norte, donde está instalado el ídolo que provoca los celos del Señor. Y me encontré allí con la gloria del Dios de Israel, de modo semejante a como la había visto en la llanura. Me dijo: —Hijo de hombre, dirige tu mirada hacia el norte. Miré hacia el norte y vi que al norte del pórtico del altar, justo a la entrada, estaba el ídolo que provoca los celos. Entonces me dijo: —Hijo de hombre, ¿no ves lo que hacen estos? Los israelitas cometen aquí horribles abominaciones, pretendiendo que abandone mi santuario. Y te aseguro que verás otras abominaciones mayores. Me llevó a la entrada del atrio, en cuya pared vi un agujero. Me dijo: —Hijo de hombre, perfora la pared. La perforé hasta que quedó una puerta. Añadió entonces: —Entra y mira las asquerosas abominaciones que están cometiendo aquí. Entré y vi toda clase de imágenes de reptiles y animales repugnantes; todos los ídolos de Israel grabados en la pared, todo alrededor. Setenta ancianos de Israel (entre ellos Jazanías, hijo de Safán) estaban delante de ellos, cada uno con su incensario, mientras se elevaba el humo del incienso. Entonces me dijo: —¿Has visto, hijo de hombre, lo que hacen en la oscuridad los ancianos de Israel, cada cual junto a la hornacina donde están sus imágenes, al tiempo que piensan: «El Señor no nos ve, pues ha abandonado el país»? Y añadió: —Pues seguirás viendo las horribles abominaciones que cometen. Me condujo a la entrada del Templo del Señor que da al norte, y vi a unas mujeres que estaban allí llorando a Tamuz. Me dijo entonces: —¿Ves esto, hijo de hombre? Pues todavía verás abominaciones mayores que estas. Me condujo al atrio interior del Templo del Señor. Y a la entrada del santuario, entre el vestíbulo y el altar, vi a unos veinticinco hombres de espaldas al santuario del Señor y vueltos hacia oriente: estaban adorando al sol. Me dijo entonces: —¿Ves esto, hijo de hombre? ¿No le basta a Judá con cometer las abominaciones que cometen aquí, que encima llenan el país de violencia y me irritan una y otra vez? Mira cómo se llevan el ramo a la nariz. Pues también yo actuaré con cólera; no pienso compadecerme ni perdonarlos. Me llamarán a gritos, pero no les prestaré atención. Lo oí después gritar con voz potente: —Que se acerquen los que van a castigar a la ciudad, cada uno con su instrumento de destrucción. Vi entonces a seis hombres que venían por el camino de la puerta de arriba, la que da al norte. Cada cual empuñaba su mazo destructor. En medio de ellos vi a un hombre con ropa de lino, que llevaba una cartera de escribano a la cintura. Entraron y se pusieron junto al altar de bronce. La gloria del Dios de Israel se alzó por encima de los querubines sobre los que reposaba y se dirigió hacia el umbral del Templo. Llamó entonces al hombre con ropa de lino, el que llevaba a la cintura una cartera de escribano. Le dijo el Señor: —Recorre la ciudad de Jerusalén y pon una señal en la frente de todos los que gimen y sollozan por las abominaciones que se cometen en ella. Y oí que les decía a los otros: —Recorred la ciudad tras él y golpead sin compasión ni piedad. Matad a ancianos y jóvenes, a muchachas, niños y mujeres, hasta acabar con todos. Pero no toquéis a la gente que lleva la señal. Empezad por mi santuario. Empezaron por los ancianos que estaban ante el Templo. Les dijo después: —Profanad el Templo llenando sus atrios de cadáveres. ¡En marcha! Salieron, pues, y empezaron a matar por la ciudad. Mientras ellos mataban, yo, que me había quedado solo, caí rostro en tierra y dije a gritos: —¡Ay, Señor mi Dios! ¿Piensas exterminar a todo el resto de Israel, derramando tu cólera sobre Jerusalén? Él me respondió: —La culpa de Israel y de Judá es enorme. El país se ha empapado de sangre y la ciudad está llena de injusticia. La gente dice: «El Señor se ha desentendido del país; por tanto, no ve nada». Así que no pienso compadecerme ni perdonarlos; he decidido hacerlos responsables de su conducta. Entonces el hombre con ropa de lino, el que llevaba la cartera de escribano a la cintura, presentó su informe: —He hecho lo que me mandaste. Me fijé entonces y vi sobre la plataforma que se alza sobre las cabezas de los querubines una especie de zafiro, algo así como un trono, que destacaba sobre ellos. Y [el Señor] dijo al hombre con ropa de lino: —Métete entre las ruedas que hay debajo de los querubines y toma un puñado de brasas de debajo de los querubines. Después las esparces por la ciudad. Y entró estando yo allí. Cuando entró el hombre, los querubines estaban en la parte derecha del Templo, y la nube llenaba el atrio interior. La gloria del Señor se elevó sobre los querubines y se dirigió al umbral del Templo. El Templo se llenó de la nube y el atrio se inundó del resplandor de la gloria del Señor. El ruido del batir de alas de los querubines se oía en el atrio exterior; parecía el ruido de la voz del Todopoderoso. Cuando ordenó al hombre con ropa de lino que tomara el fuego que había debajo del carro (debajo de los querubines), este se puso junto a la rueda. Uno de los querubines alargó su mano hacia el fuego que había en medio de ellos, lo tomó y lo puso en las manos del hombre con ropa de lino. Este lo tomó y salió. Entonces apareció una especie de mano humana debajo de las alas de los querubines. Me fijé y vi cuatro ruedas junto a los querubines, una al lado de cada uno. Parecía que las ruedas brillaban como el crisólito. Las cuatro tenían el mismo aspecto, como si una rueda estuviese dentro de la otra. Cuando se movían, avanzaban en las cuatro direcciones. No giraban al avanzar, pues seguían la dirección en la que estaban orientadas, sin tener necesidad de girar para avanzar. Su cuerpo, espalda, manos y alas (lo mismo que las ruedas) estaban rodeados de destellos. Pude oír que a las ruedas se les daba el nombre de «galgal». Cada uno tenía cuatro caras: la primera de querubín, la segunda de hombre, la tercera de león y la cuarta de águila. Los querubines se levantaron: era el ser viviente que yo había visto a orillas del río Quebar. Cuando los querubines andaban, avanzaban las ruedas junto a ellos. Y cuando desplegaban sus alas para elevarse sobre la tierra, tampoco las ruedas se desviaban de su lado. Cuando ellos se paraban, se paraban ellas; y cuando ellos se elevaban, se elevaban ellas también, pues el espíritu del ser viviente estaba en ellas. La gloria del Señor salió por el umbral del Templo y se posó sobre los querubines. Estos desplegaron sus alas y vi cómo se elevaban sobre la tierra, y las ruedas seguían junto a ellos. Se detuvieron a la entrada de la puerta oriental del Templo del Señor, mientras la gloria del Dios de Israel seguía encima de ellos. Era el ser viviente que había visto debajo del Dios de Israel a orillas del río Quebar; y supe que eran querubines. Cada uno tenía cuatro caras y cuatro alas, y las manos que les salían debajo de las alas parecían humanas. Sus rostros eran como los que yo había visto a orillas del río Quebar. Todos caminaban de frente. El espíritu me elevó y me condujo a la puerta oriental del Templo del Señor, la que da al este. A la entrada pude ver a veinticinco hombres; entre ellos estaba Jazanías, hijo de Azur, y Pelatías, hijo de Benaías, principales del pueblo. Me dijo el Señor: —Hijo de hombre, estos son quienes traman el mal y ofrecen consejos perniciosos en esta ciudad. Dicen: «¿No está ya cerca el tiempo de construir casas? La ciudad es la olla y nosotros la carne». Así pues, profetiza contra ellos; profetiza, hijo de hombre. Me invadió el espíritu del Señor y me dijo: —Habla a la gente y diles: Esto dice el Señor: Eso es lo que habéis hablado, pueblo de Israel; conozco vuestro espíritu altanero. Habéis multiplicado los cadáveres en esta ciudad, habéis llenado sus calles de muertos. Por eso, así dice el Señor Dios: Los muertos que habéis dejado tirados en la ciudad son la carne, y la ciudad es la olla; pero pienso sacaros de en medio de ella. Ya que teméis la espada, voy a traerla contra vosotros —oráculo del Señor Dios—. Os sacaré de en medio de ella y os entregaré a extranjeros; de esta forma os juzgaré. Caeréis a espada; os juzgaré en el territorio de Israel, para que sepáis que yo soy el Señor. Ya no os servirá de olla, ni vosotros seréis la carne, pues os juzgaré en territorio de Israel. Así reconoceréis que yo soy el Señor y que no os habéis conducido según mis preceptos ni habéis puesto en práctica mis normas, pues habéis obrado según las costumbres de los pueblos que os rodean. Mientras estaba profetizando, murió Pelatías, hijo de Benaías. Yo caí rostro en tierra y dije entre gritos: —¡Ay, Señor mi Dios! ¿Vas a exterminar al resto de Israel? El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, los habitantes de Jerusalén dicen de vuestros parientes, de vuestros familiares y de toda la comunidad de Israel: «Esos están lejos del Señor. A nosotros se nos ha dado el país en herencia». Así pues, diles: Esto dice el Señor Dios: Cuando los llevé a naciones lejanas y los dispersé por otros países, yo fui su santuario, por poco tiempo, en los países adonde llegaron. Por eso, así dice el Señor Dios: Os recogeré de entre los pueblos y os reuniré de entre los países por donde os dispersé; y os daré la tierra de Israel. Cuando vuelvan, retirarán de ella todos sus ídolos y abominaciones. Les daré otro corazón y derramaré en medio de ellos un espíritu nuevo; les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que vivan según mis preceptos y respeten mis normas y las cumplan. De esta manera ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios. Pero a la gente cuyo corazón esté apegado a sus ídolos y abominaciones, les haré responsables de su conducta —oráculo del Señor Dios. Los querubines desplegaron sus alas: las ruedas seguían junto a ellos y la gloria del Dios de Israel continuaba encima de ellos. La gloria del Señor se alzó de en medio de la ciudad y se detuvo sobre el monte situado al oriente de la ciudad. El espíritu me arrebató y, en la visión que me proporcionaba el espíritu de Dios, me llevó a territorio caldeo, donde estaban los desterrados. Después desapareció la visión que había tenido. Yo conté a los deportados todo lo que el Señor me había permitido ver. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, vives entre ciudadanos rebeldes que tienen ojos pero no ven, y oídos pero no oyen; son realmente rebeldes. Así pues, hijo de hombre, prepárate un equipo de deportado y sal como deportado en pleno día, a la vista de todos. Abandona tu residencia y ve a otra residencia a la vista de todos, como un deportado; tal vez así se den cuenta de que son ciudadanos rebeldes. Sacarás tu equipo de deportado en pleno día, a la vista de todos, pero tú saldrás por la tarde, como salen los deportados. Haz un agujero en la pared a la vista de todos, y sal por él. Te echarás el equipo al hombro, a la vista de todos, y saldrás cuando haya anochecido, con la cara cubierta para no ver la tierra, pues te he convertido en un símbolo para Israel. Yo hice como se me había ordenado: saqué mi equipo de día, como si fuera el de un deportado; por la tarde practiqué un agujero en la pared y salí con mi equipo al hombro cuando ya había anochecido, a la vista de todos. Por la mañana el Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, ¿no te han preguntado los israelitas, esa gente rebelde, qué es lo que haces? Si lo hacen, les dirás: «Esto dice el Señor Dios: Este oráculo se refiere a Jerusalén y a todos los israelitas que viven allí». Y añadirás: «Yo soy un símbolo para vosotros». Tendrán, pues, que hacer lo mismo que he hecho yo; marcharán deportados al destierro. Hasta el príncipe que vive con ellos tendrá que cargar su equipo al hombro cuando haya anochecido; practicarán un agujero en la pared para que pueda salir por él, y saldrá con la cara cubierta para no ver la tierra. Extenderé mi red a su paso para que caiga en mi trampa; después lo llevaré a Babilonia, la tierra de los caldeos, donde morirá sin poder verla. Dispersaré a los cuatro vientos a sus ayudas de cámara y a todo su séquito, y desenvainaré la espada en pos de ellos. Así, cuando los disperse por las naciones paganas y los disemine por otras tierras, reconocerán que yo soy el Señor. Pero dejaré a algunos de ellos, que escaparán a la espada, al hambre y a la peste; de ese modo podrán contar en las naciones adonde vayan las abominaciones que habéis cometido, y así reconocerán que yo soy el Señor. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, cuando comas, lo harás atemorizado, y cuando bebas, estarás inquieto y angustiado. Dirás a la gente del país: Esto dice el Señor Dios con respecto a los habitantes de Jerusalén, a los que viven en la tierra de Israel: Cuando coman, lo harán atemorizados; y cuando beban, estarán asustados, pues su tierra quedará devastada, vacía de cuanto contiene, por culpa de la violencia de sus habitantes. Las ciudades habitadas quedarán en ruinas, y la tierra será pura desolación; así reconoceréis que yo soy el Señor. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, ¿qué dicho es ese que utilizáis referente a la tierra de Israel, cuando decís: «Pasan los días y las visiones no se cumplen»? Pues les dirás lo siguiente: Esto dice el Señor Dios: Voy a poner fin a este dicho; ya no volverá a ser pronunciado en Israel. Y les dirás además: «Los días ya están cerca, y con ellos el contenido de cada visión». Ya no habrá visiones falsas ni presagios engañosos en la comunidad de Israel. Yo soy el Señor, quien habla, y lo que hablo se cumplirá sin dilación. Y precisamente en vuestros días, casa rebelde, pronunciaré una palabra y haré que se cumpla —oráculo del Señor Dios. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, ahí tienes a la comunidad de Israel, que anda diciendo: «La visión de este va para largo, profetiza para un tiempo aún lejano». Diles lo siguiente: Esto dice el Señor Dios: No volverán a retrasarse mis palabras; todo lo que yo diga, se cumplirá —oráculo del Señor Dios. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, profetiza contra los profetas de Israel; di a esos que profetizan lo que se les viene a la cabeza: Escuchad la palabra del Señor: Esto dice el Señor Dios: ¡Ay de los profetas necios que siguen a su propio espíritu y, en realidad, no han visto nada! Como raposas entre ruinas han sido tus profetas, Israel. No os apostasteis en las brechas ni cercasteis a Israel con un muro, para que resistiera en la refriega el día del Señor. Tienen visiones falsas y vaticinan mentiras esos que dicen «oráculo del Señor» sin que él los haya enviado, ¡y encima esperan que se cumpla su palabra! ¿Acaso no habéis tenido visiones falsas y habéis vaticinado mentiras los que decís «oráculo del Señor» sin que yo haya hablado? Por eso, así dice el Señor Dios: Por ser vana vuestra palabra y falsa vuestra visión, aquí me tenéis, enfrentado a vosotros —oráculo del Señor Dios—. Descargaré mi mano contra los profetas que tienen visiones falsas y vaticinan mentiras; no tomarán parte en el consejo de mi pueblo, no serán inscritos en el registro de la comunidad de Israel ni entrarán en la tierra de Israel, y así reconocerán que yo soy el Señor Dios. Pues han engañado a mi pueblo anunciando paz, cuando no hay paz; y mientras él construye un muro, ellos lo van encalando. Di a esos que lucen el muro: Cuando lleguen lluvias torrenciales, sea azotado por el granizo y se desencadene un viento huracanado, caerá el muro sin remedio. ¿Creéis que no os preguntarán: «Dónde está el enlucido que pusisteis»? Por eso, así dice el Señor Dios: Movido por la rabia, voy a desencadenar un viento huracanado; lleno de cólera, descargaré una lluvia torrencial; y henchido de furia destructora, haré que os azote el granizo. Derribaré el muro que enlucisteis, lo tiraré por tierra y quedarán a la vista sus cimientos. Cuando caiga, pereceréis debajo de él, y así reconoceréis que yo soy el Señor. Desfogaré mi cólera contra el muro y contra los que lo han enlucido; os diré: Ya no existe el muro ni quienes lo enlucieron. Me refiero a los profetas de Israel que profetizaban a Jerusalén, a los que le anunciaban visiones de paz cuando no había paz —oráculo del Señor Dios—. Hijo de hombre, encárate con tus paisanas, con esas que profetizan lo que se les viene a la cabeza. Profetiza contra ellas y diles: Esto dice el Señor Dios: ¡Ay de las que cosen lazos para cualquier puño y hacen velos para cabezas de cualquier medida, con intención de cazar a la gente! ¿Creéis que salvaréis vuestras vidas intentando, como intentáis, cazar a la gente de mi pueblo? Me deshonráis ante mi pueblo por unos puñados de cebada y por unos trozos de pan, hasta el punto de dejar morir a las personas que no deben morir, y dejar con vida a las personas que no deben quedar con vida, engañando así a mi pueblo, que escucha vuestras mentiras. Por eso, así dice el Señor Dios: Aquí estoy contra vuestros lazos, con los que cazáis a las personas como a pájaros; yo los arrancaré de vuestros brazos y dejaré libres a las personas que andáis cazando como a pájaros. Destrozaré vuestros velos y libraré a mi pueblo de vuestra mano para que no se conviertan más en presa vuestra, y reconoceréis que yo soy el Señor. Porque habéis perturbado la mente del justo con mentiras, cuando ni yo mismo lo perturbo, y habéis fortalecido las manos del malvado, incitándolo a persistir en su equivocado camino e impidiéndole así salvar su vida. Por eso, ya no tendréis visiones falsas ni volveréis a pronunciar vaticinios. Libraré a mi pueblo de vuestra mano, y reconoceréis que yo soy el Señor. Se me presentaron algunos ancianos de Israel y se sentaron delante de mí. Entonces el Señor me dirigió la palabra: Hijo de hombre, esta gente tiene su corazón puesto en sus ídolos y solo tiene ojos para la causa de su pecado, ¿y voy a dejarme consultar por ellos? Así pues, háblales y diles: Esto dice el Señor Dios: A todo aquel de la comunidad de Israel que tenga el corazón puesto en sus ídolos y que solo tenga ojos para la causa de su pecado, y luego venga a consultar al profeta, yo mismo, el Señor, le responderé como merece la multitud de sus ídolos. Y así ganaré el corazón de los israelitas, esos que se alejaron de mí para seguir a todos sus ídolos. Di, por tanto, a Israel: Esto dice el Señor Dios: Convertíos y apartaos de vuestros ídolos, apartad la vista de todas vuestras abominaciones. Pues a todo israelita o al forastero residente en Israel que deje de seguirme, que tenga puesto su corazón en sus ídolos y solo tenga ojos para la causa de su pecado, y que luego venga a consultarme por medio del profeta, yo mismo, el Señor, le responderé. Me encararé con esa persona y la convertiré en motivo de refrán; la extirparé de mi pueblo, y así reconoceréis que yo soy el Señor. Y si el profeta es seducido y pronuncia un oráculo en esa situación, es que yo, el Señor, he seducido al profeta en cuestión; lo asiré con mi mano y lo haré desaparecer de mi pueblo Israel. Y cada cual cargará con su culpa: el que consulta y el profeta. De esta manera Israel no volverá a andar desorientado y alejado de mí, ni se contaminará con sus crímenes. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios —oráculo del Señor Dios. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, si un país peca contra mí cometiendo infidelidad y extiendo mi mano contra él, acabo con su abasto de pan, lo hago víctima del hambre y acabo con las personas y los animales que lo habitan, y resulta que en ese país viven tres hombres: Noé, Daniel y Job, estos salvarán su vida por su honradez —oráculo del Señor Dios—. Y si envío bestias salvajes contra ese país para dejarlo sin habitantes y convertirlo en desolación, sin que nadie se atreva a transitar por él por miedo a las bestias salvajes, y resulta que en él viven esos tres hombres, juro por mí mismo —oráculo del Señor Dios— que no se salvarán hijos ni hijas; solo ellos conseguirán ponerse a salvo; y el país quedará desolado. O imaginemos que envío la espada contra ese país ordenando que extermine a personas y animales; si resulta que en él viven esos tres hombres, juro por mí mismo —oráculo del Señor Dios— que no se salvarán hijos ni hijas; solo ellos conseguirán ponerse a salvo. O imaginemos que envío la peste contra ese país y derramo sobre él mi sangrienta cólera, con ánimo de acabar con personas y animales; si resulta que viven en él Noé, Daniel y Job, juro por mí mismo —oráculo del Señor Dios— que no se salvarán hijos ni hijas, si bien ellos pondrán a salvo su vida por su honradez. Esto dice el Señor Dios: Cuando envíe contra Jerusalén mis cuatro azotes funestos: la espada, el hambre, las bestias salvajes y la peste, con ánimo de acabar con personas y animales, quedarán en la ciudad algunos supervivientes que tratarán de poner a salvo a sus hijos e hijas, saliendo a vuestro encuentro. Comprobaréis entonces su conducta y sus acciones, y así no os sorprenderá la desgracia que he acarreado sobre Jerusalén, todo lo que he hecho en contra de ella. Encontraréis explicación al ver su conducta y sus acciones, y reconoceréis que lo que he hecho contra ella no ha carecido de motivos —oráculo del Señor Dios mi Dios. El Señor me dirigió la palabra: ¿Vale más, hijo de hombre, la madera de la vid que los troncos de madera de otros árboles del bosque? ¿Se toma de ella un trozo para hacer algún objeto, o se fabrica una percha para colgar los cacharros? Si se echa al fuego como combustible, sus extremos se consumen en las llamas y por dentro queda calcinada; ¿servirá entonces para algo? Si, cuando estaba intacta, ya no servía para nada, una vez devorada por el fuego, ¿qué utilidad podrá tener? Por eso, así dice el Señor Dios: Como he arrojado al fuego, para que sirva de combustible, esa madera de la vid, un árbol entre los otros del bosque, eso mismo es lo que haré con los habitantes de Jerusalén, pues pienso encararme con ellos. Han escapado del fuego, pero el fuego los consumirá; y reconocerán que yo soy el Señor cuando me encare con ellos. Convertiré el país en desolación, debido a sus infidelidades —oráculo del Señor Dios. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, da a conocer a Jerusalén sus infidelidades. Dirás: Esto dice el Señor Dios a Jerusalén: Por tu origen y tus antepasados, eres del país de los cananeos. Tu padre era amorreo y tu madre hitita. El día de tu nacimiento no te cortaron el cordón umbilical, no fuiste lavada, no fuiste frotada con sal ni envuelta en pañales. Nadie se compadeció de ti ni, movido por la piedad, te hizo nada de eso, sino que fuiste arrojada en el campo el día de tu nacimiento, pues dabas asco. Pero pasé junto a ti y te vi revolcándote en tu sangre; entonces te dije: Vive y desarróllate como los brotes del campo. Efectivamente, te desarrollaste, creciste y te llegó el tiempo de la menstruación. Tus pechos se afianzaron y te brotó el vello púbico, pero seguías desnuda del todo. Pasé junto a ti y, al verte, me di cuenta que te había llegado el tiempo del amor. Extendí entonces mi manto y cubrí tu desnudez, e hice alianza contigo bajo juramento —oráculo del Señor Dios—. Así fuiste mía. Te lavé, te limpié la sangre que llevabas encima y te perfumé. Después te vestí con ropa recamada, te puse sandalias de cuero fino, un ceñidor de lino y un manto de seda. Te cubrí de joyas, te puse pulseras en las muñecas y una gargantilla en el cuello. Te puse un arete en la nariz y pendientes en las orejas, y una espléndida corona en la cabeza. Ibas enjoyada de oro y plata, vestida de lino, seda y ropa recamada; te alimentabas de flor de harina, miel y aceite. Te hiciste sumamente hermosa, digna de ser una reina. Tu fama se extendió por otros países, pues era perfecta tu hermosura, el esplendor con que yo te había dotado —oráculo del Señor Dios—. Pero, pagada de tu belleza y aprovechando tu fama, te prostituiste y prodigaste tus encantos de prostituta con todo el que pasaba, quienquiera que fuese. Tomaste algunos de tus vestidos y te hiciste tiendas de colores para instalarlas en los santuarios de los altos, y te prostituiste en ellas. Tomaste los adornos que te hermoseaban, hechos con el oro y la plata que yo te había regalado, y te fabricaste ídolos para prostituirte con ellos. Los cubriste con tus vestidos recamados y les ofreciste el aceite y el incienso que yo te había dado. También les ofreciste, como ofrenda aromática, el pan que yo te había dado y la flor de harina, el aceite y la miel con que yo te había alimentado —oráculo del Señor Dios—. Tomaste a tus hijos e hijas, que me habías dado a luz, y se los ofreciste en sacrificio como alimento. Y como te parecía poco tu conducta de prostituta, degollaste a mis hijos y se los ofreciste para que fueran pasados por el fuego. Con todas tus abominaciones y prostituciones no te acordaste de cuando eras una niña y estabas desnuda del todo, de cuando te revolcabas en tu sangre. Y aparte de todas estas infamias ¡ay de ti! —oráculo del Señor Dios—, te construiste un prostíbulo y en todas las plazas te hiciste una plataforma. Erigiste tu plataforma en los cruces de todos los caminos, deshonrando tu hermosura, y te abrías de piernas a todo el que pasaba, agravando así tu conducta de prostituta. Te prostituiste con los egipcios, esos vecinos tuyos de enormes genitales, y agravaste tu conducta de prostituta con ánimo de provocarme. Entonces extendí mi mano contra ti, reduje tu ración y te puse a merced de tus enemigas las filisteas, que se avergonzaron de tu conducta inmoral. Te prostituiste con los asirios, pues por lo visto no habías tenido suficiente, y aun así no te hartaste. Agravaste tu conducta de prostituta en tierra de comerciantes, en Caldea; y ni aun así te hartaste. ¡Qué enfebrecido tiene que estar tu corazón —oráculo del Señor Dios— para hacer todas estas cosas, acciones propias de una prostituta empecinada, para construir tu prostíbulo en los cruces de todos los caminos y para erigir tu plataforma en todas las plazas! Pero no fuiste como la prostituta profesional, pues despreciabas tu paga. La esposa adúltera, que prescinde de su marido, acepta regalos; a todas las prostitutas se les paga lo convenido. Tú, en cambio, hacías regalos a todos tus amantes y los atraías con mercedes para que vinieran de los alrededores a fornicar contigo. Te ha ocurrido lo contrario que a las demás mujeres pues, como nadie ha ido tras de ti solicitándote, has sido tú la que ha pagado en lugar de recibir lo convenido. ¡Justo al revés! Por tanto, prostituta, escucha la palabra del Señor. Esto dice el Señor Dios: Por haber puesto al descubierto tu sexo y haber enseñado tu desnudez al fornicar con tus amantes (esos ídolos abominables a los que ofreciste la sangre de tus hijos), pienso reunir a todos los amantes que complaciste, a los que amabas y a los que odiabas. Te los reuniré de los alrededores y descubriré tu desnudez ante ellos para que contemplen tus vergüenzas. Te aplicaré el castigo de las adúlteras y de las homicidas, descargaré sobre ti el furor que me provocan los celos. Te entregaré en sus manos, abatirán tu prostíbulo, demolerán tus plataformas, rasgarán tus vestidos, te quitarán las joyas y te dejarán desnuda del todo. Te atacarán en tropel, te apedrearán y te atravesarán con sus espadas. Prenderán fuego a tus casas y te aplicarán la sentencia en presencia de numerosas mujeres; pondré fin a tus prostituciones y no volverás a dar regalos a tus amantes. Una vez que descargue en ti mi cólera, se acabarán los celos que siento por ti, me sosegaré y no volveré a irritarme. Por no haberte acordado de cuando eras joven y por haberme irritado con todas esas cosas, te haré responsable de tu conducta —oráculo del Señor Dios—. Porque, además de todas tus abominaciones, ¿acaso no has cometido infamia? Verás cómo los que inventan refranes te sacarán el siguiente: «De tal madre tal hija». Eres hija de tu madre, que aborreció a su marido y a sus hijos; y hermana de tus hermanas, que aborrecieron a sus maridos y a sus hijos. Vuestra madre era hitita y vuestro padre amorreo. Tu hermana mayor es Samaría que, con sus ciudades, está situada a tu izquierda; tu hermana menor es Sodoma que, con sus ciudades, está situada a tu derecha. ¿No te has portado igual de mal que ellas y has cometido sus mismas abominaciones? ¿Incluso no las has superado con toda tu conducta corrompida? Lo juro por mí mismo —oráculo del Señor Dios— que tu hermana Sodoma y sus ciudades no se han portado tan mal como tú y tus ciudades. Este fue el pecado de tu hermana Sodoma y de sus ciudades: orgullo, hartura de pan y despreocupación; fue incapaz de echar una mano al pobre y al indigente. Se enorgullecieron y cometieron abominaciones en mi presencia; por eso las hice desaparecer, como has podido ver. Respecto a Samaría, no ha cometido ni la mitad de los pecados que tú; tus abominaciones son más numerosas que las suyas, de tal modo que has dejado en buen lugar a tus hermanas con todas las abominaciones que has perpetrado. Así pues, carga con tu afrenta por haber inclinado la balanza a favor de tus hermanas; con tus abominables pecados las has dejado en buen lugar. Así pues, avergüénzate y carga con tu afrenta, por haber dejado en buen lugar a tus hermanas. Pero cambiaré la suerte de Sodoma y sus ciudades y la suerte de Samaría y sus ciudades, y la tuya junto con la de ellas, de este modo tendrás que soportar tu afrenta y avergonzarte de todo lo que has hecho, convirtiéndote así en un consuelo para ellas. Tu hermana Sodoma y sus ciudades volverán a su situación anterior; tu hermana Samaría y sus ciudades volverán a su situación anterior; y también tú y tus ciudades volveréis a vuestra situación anterior. ¿No hiciste de tu hermana Sodoma objeto de tus comentarios hirientes en tu época arrogante, antes de que quedase al descubierto tu desnudez? Pues del mismo modo resuena ahora a tu alrededor el insulto de las ciudades edomitas, de sus circunvecinas y de las ciudades filisteas, que te desprecian. Ahora tendrás que cargar con tu inmoralidad y tus abominaciones —oráculo del Señor. Pues esto dice el Señor Dios: Debería hacer contigo lo mismo que tú hiciste, cuando despreciaste el juramento y rompiste la alianza. Pero yo me acordaré de la alianza que sellé contigo cuando eras joven y estableceré contigo una alianza eterna. Por tu parte, recordarás tu conducta y te avergonzarás cuando yo tome a tus hermanas, mayores y menores, y te las dé como hijas, aunque no como partícipes de tu alianza. Estableceré mi alianza contigo y tendrás que reconocer que yo soy el Señor, de modo que, al acordarte del pasado, te avergüences y, avergonzada, no vuelvas a abrir la boca, pues voy a perdonarte todo lo que has hecho —oráculo del Señor Dios. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, propón un enigma y cuenta una alegoría al pueblo de Israel. Le dirás: Esto dice el Señor Dios: El águila gigante, de gran envergadura y largas alas remeras, de tupido plumaje, todo colorido, vino al Líbano y arrancó un pimpollo del cedro, cortó su tallo más alto y lo transportó a tierra de mercaderes, lo replantó en una ciudad de comerciantes. Tomó semilla del país y la plantó en una fértil parcela; la puso junto a aguas abundantes, como si fuera un sauce, de modo que brotara y se hiciera una vid frondosa, achaparrada; sus sarmientos se inclinaron hacia el águila, sus raíces le quedaron sometidas. Se convirtió en cepa: brotaron los vástagos, se cubrió de sarmientos. Pero había otra águila de gran envergadura y abundante plumaje. Dobló la vid sus raíces y las extendió hacia ella; dirigió a ella sus sarmientos para recibir más agua que en el bancal donde estaba plantada. Plantada en fértil campiña, a la vera de aguas abundantes, podía echar ramas y frutos, ser una vid portentosa. Di: Esto dice el Señor Dios: ¿Saldrá adelante la vid? ¿No le arrancará [el águila] las raíces y hará que se malogre su fruto, dejando secos sus rebrotes [sin necesitar gran esfuerzo, sin el concurso de mucha gente], hasta que quede arruinada, sin raíz? ¿Prosperará aunque esté plantada? ¿No se secará cuando la azote el viento que viene del este? Se secará en el bancal donde brotó. El Señor me dirigió la palabra: —Dile a esta casa rebelde: ¿Sabéis lo que esto significa? Que llegó a Jerusalén el rey de Babilonia, tomó prisioneros al rey y a sus ministros y se los llevó consigo a Babilonia. Tomó a uno de estirpe real y, tras llevarse a la nobleza del país, pactó con él una alianza y le hizo prestar juramento de que sería un reino sumiso, que no intentaría rebelarse, que sabría respetar su alianza, y así podría subsistir. Pero se rebeló contra él y envió sus mensajeros a Egipto, para que le proporcionase caballos y un ejército numeroso. ¿Prosperará? ¿Se salvará el que hace tales cosas? ¿Puede escapar quien rompe una alianza? Lo juro por mí mismo —oráculo del Señor Dios— que morirá en Babilonia, en el país del rey que lo puso en el trono, cuyo juramento menospreció y cuya alianza rompió. Y cuando se construyan contra él torres de asalto y un terraplén para eliminar a una multitud de personas, que no cuente con que el faraón vaya a ayudarlo en la batalla con su poderoso ejército y sus numerosos soldados. Despreció el juramento hasta romper la alianza, haciendo todas esas cosas, incluso después de haberse comprometido. ¡No tiene posibilidad de salvación! Por eso, así dice el Señor Dios: Juro por mí mismo que lo haré responsable de mi juramento, que despreció, de mi alianza, que rompió. Le echaré mi red y caerá en mi trampa. Lo llevaré a Babilonia y allí lo juzgaré por haberme sido infiel. Lo más selecto de todas sus huestes a espada caerá. Los que queden serán dispersados a todos los vientos. Y reconoceréis que yo soy el Señor, que ha hablado. Esto dice el Señor Dios: También yo arrancaré un pimpollo del cedro, cortaré su tallo más alto. Yo mismo pienso plantarlo en un monte alto y encumbrado: en la excelsa montaña de Israel. Producirá ramas y frutos, se hará un cedro portentoso. En él anidarán los pájaros, las aves de toda especie; habitarán a la sombra de sus ramas. Y tendrán que reconocer los árboles del campo que yo soy el Señor, que humillo al árbol elevado y exalto al árbol chaparro, que seco el árbol verde y hago reverdecer el árbol seco. Yo, el Señor, lo digo y lo hago. El Señor me dirigió la palabra: —¿Qué queréis decir cuando repetís este refrán en territorio de Israel: «Los padres comieron los agraces y los hijos padecen la dentera»? Lo juro por mí mismo —oráculo del Señor Dios— que no tendréis oportunidad de repetir este refrán en Israel. Todas las personas me pertenecen, lo mismo un padre que su hijo. Y la persona que peque, morirá. Si una persona es honrada y practica el derecho y la justicia, si no participa en los banquetes sacrificiales de los montes ni pone sus ojos en los ídolos de Israel, si no deshonra a la mujer de su prójimo ni tiene relaciones con una mujer durante la menstruación, si no extorsiona a nadie, devuelve la prenda al deudor y no roba, si da su pan al hambriento y proporciona ropa al desnudo, si no presta a interés ni saca de ello provecho alguno, si evita hacer el mal y juzga rectamente a los demás, si vive conforme a mis normas y observa mis disposiciones actuando con honradez, esa persona es recta y seguro que vivirá —oráculo del Señor Dios. Y si esa persona engendra un hijo ladrón y asesino, que hace todas las cosas que su padre no había hecho: tomar parte en los banquetes sacrificiales de los montes, deshonrar a la mujer de su prójimo, extorsionar al pobre y al indigente, robar, no devolver las prendas, poner sus ojos en los ídolos, cometer abominaciones, prestar a interés sacando provecho de ello, tal persona no vivirá. Por haber cometido todas esas abominaciones, será condenada a muerte y solo ella será la responsable. Y si engendra un hijo que, al ver los pecados cometidos por su padre, decide no cometerlos, es decir, decide no tomar parte en los banquetes sacrificiales de los montes, no poner sus ojos en los ídolos de Israel, no deshonrar a la mujer de su prójimo, no extorsionar a la gente, devolver las prendas, no robar, dar su pan al hambriento y proporcionar ropa al desnudo, apartarse del mal y no prestar a usura sacando provecho de ello, si además observa mis disposiciones y vive conforme a mis normas, esa persona no morirá por el pecado de su padre. Seguro que vivirá. Si su padre cometió extorsión, robó y no hizo el bien entre sus parientes, morirá por su propio pecado. Pero vosotros decís: «¿Por qué el hijo no ha de cargar con el pecado del padre?». Pues porque el hijo ha practicado el derecho y la justicia, ha respetado y puesto en práctica todas mis normas, y por tanto os aseguro que vivirá. La persona que peque, morirá; el hijo no cargará con la culpa del padre ni este cargará con la culpa del hijo. La persona honrada será tratada como honrada, y la persona malvada será responsable de su maldad. Pero si el malvado se aparta de todos los pecados que cometió, observa todas mis normas y practica el derecho y la justicia, seguro que vivirá; no morirá. Ninguna de las ofensas que haya cometido le será recordada; vivirá por haberse comportado honradamente. ¿Creéis que me complace la muerte del malvado? —oráculo del Señor Dios—. Pues no, prefiero que se aparte de su mala conducta y viva. En cambio, a la persona honrada que abandone su honradez y empiece a actuar con malicia, cometiendo las mismas infamias que cometía el malvado del que hemos hablado, no le será recordada la honradez con la que había actuado; morirá conforme a las malas acciones y a los pecados que haya cometido. Pero vosotros decís: «No es justo el proceder del Señor». A ver si prestáis atención, israelitas: ¿Creéis que es injusto mi proceder? ¿No será vuestro proceder el que no es justo? Si el honrado abandona su honradez y empieza a actuar con malicia, y muere, morirá por su propia malicia. En cambio, si el malvado abandona su inveterada maldad y empieza a practicar el derecho y la justicia, pondrá a salvo su vida. Si lo piensa bien y se aparta de las ofensas cometidas, seguro que vivirá; no morirá. Dicen los israelitas: «No es justo el proceder del Señor». ¿Que no es justo mi proceder? ¿No será más bien vuestro proceder el que es injusto? En consecuencia, voy a juzgaros a cada uno según vuestro proceder, pueblo de Israel —oráculo del Señor Dios—. Volved a mí y abandonad vuestra conducta rebelde, de modo que evitéis cualquier ocasión de culpa. Dejad a un lado la conducta rebelde que habéis llevado y procuraos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué habéis de morir, pueblo de Israel? ¿No veis que no me complace la muerte de nadie? —oráculo del Señor Dios—. Convertíos y viviréis. Entona una elegía sobre los príncipes de Israel. Di lo siguiente: ¿No era tu madre una leona que vivía con otros leones, tumbada en medio de leoncillos, que sacó adelante a sus cachorros? Uno de sus cachorros creció, convirtiéndose en un joven león; aprendió a desgarrar presas, aprendió a devorar personas. Las naciones tuvieron noticias de él, quedó atrapado en su fosa y lo llevaron entre garfios a Egipto. Al ver ella que era inútil esperarlo, que se había esfumado su esperanza, se dedicó a otro de sus cachorros y lo convirtió también en un joven león. Andaba con otros leones, convertido ya en joven león. Aprendió a desgarrar presas, aprendió a devorar personas. Arruinó sus palacios, devastó sus ciudades; la tierra y sus habitantes se aterraban con su rugido. Le pusieron cerco las naciones, las provincias de los alrededores; entonces le tendieron sus redes y quedó atrapado en su fosa. Después lo encerraron entre barrotes, lo llevaron al rey de Babilonia y lo metieron en un calabozo, para que ya no se oyese su rugido allá por los montes de Israel. Tu madre parecía una vid plantada a la vera del agua; era fecunda y frondosa gracias al agua abundante. Echó sarmientos vigorosos, que valían para cetros reales. Su talla sobresalía entre los arbustos; se podía distinguir por su altura, por la gran abundancia de ramas. Pero fue arrancada con violencia y arrojada después por tierra; el viento del este la secó, fueron arrancados sus sarmientos; se secó su rama vigorosa, acabó devorada por el fuego. Ahora está plantada en la estepa, en medio de un erial sediento. Salió fuego de su rama, devoró sus sarmientos y su fruto. Ya no le quedan ramas vigorosas que puedan ser cetros reales. Se trata de una elegía, y como elegía ha de cantarse. El año séptimo, el día diez del quinto mes, llegaron unos ancianos de Israel a consultar al Señor y se pusieron delante de mí. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, habla a los ancianos de Israel y diles lo siguiente: Esto dice el Señor Dios: ¿Así que venís a consultarme? Pues lo juro por mí mismo que no me dejaré consultar por vosotros —oráculo del Señor Dios—. ¿Quieres juzgarlos tú? ¿Quieres juzgarlos, hijo de hombre? Pues hazles saber las abominaciones de sus antepasados. Les dirás: Esto dice el Señor Dios: El día en que elegí a Israel hice un juramento solemne a la estirpe de Jacob; me di a conocer a ellos en el país de Egipto y juré solemnemente: «Yo soy el Señor, vuestro Dios». Aquel día juré solemnemente que los sacaría del país de Egipto y los conduciría a una tierra que había elegido para ellos, una tierra que mana leche y miel, una joya entre todos los países. Y les dije: Desprendeos de todos y cada uno de los dioses falsos que os seducen y no os contaminéis con los ídolos de Egipto; yo soy el Señor, vuestro Dios. Pero se rebelaron contra mí y no quisieron escucharme; no se desprendieron de los dioses falsos que los seducían ni prescindieron de los ídolos de Egipto. Pensé entonces derramar mi cólera sobre ellos y desahogar mi ira contra ellos en pleno territorio egipcio. Pero actué teniendo en cuenta mi reputación, para no quedar en mal lugar ante las naciones entre las que se encontraban, pues ante ellas me había comprometido a sacarlos del país de Egipto. Y efectivamente los saqué del país de Egipto y los conduje al desierto. Les promulgué mis normas y les di a conocer mis preceptos, que dan vida a la persona que los cumple. También les impuse los sábados, que iban a servir de signo de mi unión con ellos, para que supieran que yo soy el Señor, que los consagra. Pero Israel se rebeló contra mí en el desierto: no se condujeron conforme a mis normas y despreciaron mis preceptos, que dan vida a la persona que los cumple; profanaron mis sábados todo lo que quisieron. Pensé entonces derramar mi cólera sobre ellos en el desierto, hasta exterminarlos. Pero actué teniendo en cuenta mi reputación, para no quedar en mal lugar ante las naciones, que eran testigos de que los había sacado de Egipto. Y volví a jurar solemnemente en el desierto que no los conduciría a la tierra que había pensado darles, una tierra que mana leche y miel, una joya entre todos los países. Lo hice porque habían despreciado mis preceptos y no se habían conducido conforme a mis normas, porque habían profanado mis sábados y sus pensamientos se habían extraviado tras sus ídolos. Pero me compadecí al verlos en la fosa y no acabé con ellos en el desierto. Dije a sus hijos en el desierto: No os conduzcáis conforme a las normas de vuestros antepasados, no sigáis sus costumbres y no os contaminéis con sus ídolos. Yo soy el Señor vuestro Dios; conducíos conforme a mis normas, observad mis preceptos y cumplidlos; respetad la santidad de mis sábados, pues servirán de signo de mi unión con vosotros, para que así reconozcáis que yo soy el Señor, vuestro Dios. Pero también los hijos se rebelaron contra mí: no se condujeron conforme a mis normas, no observaron ni pusieron en práctica mis preceptos, que dan vida a la persona que los cumple, y profanaron mis sábados. Pensé entonces derramar mi cólera sobre ellos y desahogar mi ira contra ellos en el desierto. Pero retiré mi mano y actué teniendo en cuenta mi reputación, para no quedar en mal lugar ante las naciones, que eran testigos de que los había sacado de Egipto. Y volví a jurar solemnemente en el desierto que los dispersaría entre las naciones y que los aventaría por los países. Lo hice porque no habían cumplido mis preceptos, habían despreciado mis normas, habían profanado mis sábados y se habían dejado seducir por los ídolos de sus antepasados. Y hasta les promulgué normas que no eran buenas y preceptos que no servían para dar vida. Los contaminé con sus ofrendas, haciendo que pasaran por el fuego a sus primogénitos, para que acabaran aterrorizados y reconocieran que yo soy el Señor. Así pues, habla a los israelitas, hijo de hombre, y diles lo siguiente: Esto dice el Señor Dios: Hay otra cosa en la que vuestros antepasados me ultrajaron, siéndome infieles. Los conduje a la tierra que juré solemnemente darles, pero, en cuanto vieron colinas elevadas y árboles frondosos, empezaron a ofrecer allí sus sacrificios, a presentar dones irritantes, a depositar ofrendas de aroma que aplaca y a hacer sus libaciones. Entonces les pregunté: ¿Qué altozano es ese al que soléis ir? (Y se le dio el nombre de «altozano» hasta el día de hoy). Por eso, di a los israelitas: Esto dice el Señor Dios: Resulta que vosotros os contamináis siguiendo la conducta de vuestros antepasados y rendís culto a sus ídolos. Presentáis vuestras ofrendas y hacéis pasar a vuestros hijos por el fuego; os habéis contaminado hasta hoy con vuestros ídolos, ¿y pretendéis que me deje consultar por vosotros, pueblo de Israel? Lo juro por mí mismo —oráculo del Señor Dios— que no pienso dejarme consultar por vosotros. Jamás sucederá lo que os imagináis, cuando decís: «Seremos como las naciones, como las tribus de otros países, que dan culto al leño y a la piedra». Lo juro por mí mismo —oráculo del Señor Dios— que reinaré sobre vosotros con mano firme, brazo invencible y cólera incontenible. Os sacaré de entre los pueblos y, con mano firme, brazo invencible y cólera incontenible os reuniré de los países en que os dispersasteis. Os conduciré al desierto, fuera de los pueblos donde estáis, y allí entablaré un pleito con vosotros, cara a cara. Del mismo modo que entablé un pleito con vuestros antepasados en el desierto de Egipto, así haré ahora con vosotros —oráculo del Señor Dios—. Os haré pasar bajo el cayado y os someteré al vínculo de la alianza. Separaré de vosotros a los rebeldes y sacaré del país donde residen a los que se han alzado contra mí, pero no entrarán en la tierra de Israel, y así reconocerán que yo soy el Señor. En cuanto a vosotros, pueblo de Israel, esto dice el Señor Dios: Que cada cual vaya a servir a sus ídolos, pero juro que después me escucharéis y no volveréis a profanar mi santo nombre con vuestras ofrendas y vuestros ídolos. Pues en mi monte santo, en el excelso monte de Israel —oráculo del Señor Dios—, me servirá el pueblo entero de Israel, todo el que habita en esta tierra. Allí los acogeré gustosamente, y allí buscaré vuestras ofrendas y las primicias de vuestros dones, siempre que me queráis consagrar algo. Os acogeré gustosamente, como aroma que aplaca, cuando os saque de entre los pueblos y os reúna de los países por los que os dispersasteis; y pondré de manifiesto mi santidad en vosotros, a la vista de las naciones. Y reconoceréis que yo soy el Señor cuando os lleve a la tierra de Israel, a la tierra que juré solemnemente dar a vuestros padres. Allí recordaréis vuestra antigua conducta, todas las acciones con las que os contaminasteis; y os daréis asco a vosotros mismos por todas las maldades que cometisteis. Y reconoceréis que yo soy el Señor cuando actúe con vosotros teniendo en cuenta mi reputación, no en virtud de vuestra mala conducta y de vuestras acciones inmorales, pueblo de Israel —oráculo del Señor Dios. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, ponte mirando hacia el mediodía, pronuncia tus palabras en dirección sur y profetiza contra el bosque del Négueb. Di al bosque del Négueb: Escucha la palabra del Señor, pues esto dice el Señor Dios: Voy a prenderte fuego, un fuego que devorará todos tus árboles verdes y todos tus árboles secos. Las imponentes llamas no se apagarán, y de norte a sur quedará toda la tierra abrasada. Y todo ser vivo podrá ver que yo, el Señor, lo he encendido y no puede apagarse. Yo dije: —¡Ay, Señor mi Dios! Esos andan diciendo de mí que no hago más que contar parábolas. Pero el Señor me dirigió estas palabras: —Hijo de hombre, ponte mirando hacia Jerusalén, pronuncia tus palabras en dirección al santuario y profetiza contra la tierra de Israel. Di a la tierra de Israel: Esto dice el Señor: Voy a sacar mi espada de la vaina y a extirpar de en medio de ti a justos y a malvados. Mi espada va a salir de la vaina para extirpar de en medio de ti a justos y a malvados, a todo ser viviente, de norte a sur. Y todo ser viviente sabrá que yo, el Señor, he sacado mi espada de la vaina y que no volverá a ser enfundada. En cuanto a ti, hijo de hombre, lanza gemidos sujetándote los riñones, lanza amargos gemidos en su presencia. Y si te preguntan por qué lanzas gemidos, les dirás: «Porque llega una noticia ante la cual todos quedarán descorazonados y acobardados, los ánimos se debilitarán y las rodillas flaquearán. Ya está llegando, y se cumplirá». —Oráculo del Señor Dios. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, profetiza con estas palabras: Esto dice el Señor Dios: Espada, espada, afilada y bruñida: afilada para degollar, bruñida para destellar. [¿Vamos a alegrarnos de que el cetro, mi hijo, desdeñe a todos los árboles?] La hizo bruñir para ser empuñada; ella es la espada afilada y bruñida, para entregarla después en manos del asesino. Grita y clama, hijo de hombre, pues está destinada a mi pueblo, a todos los príncipes de Israel: compartirán la espada con mi pueblo. Por tanto, golpéate el pecho, [pues se ha investigado, ¿y qué si (eso significa que) el cetro desdeñoso no continuará?] —oráculo del Señor Dios. Pero tú, hijo de hombre, profetiza y bate palmas: que golpee la espada hasta tres veces, pues es una espada para matar. La enorme espada de la matanza, ya los tiene acorralados; así flaquearán los corazones y serán más los que tropiecen. Contra todas sus puertas dirijo la espada asesina, hecha para destellar, desnuda para degollar. Ataca hacia atrás, a derecha, a izquierda, a lo que tengas enfrente. También yo aplaudiré y mi cólera se saciará. Yo, el Señor, he hablado. El Señor me dirigió la palabra: —Y tú, hijo de hombre, señala dos caminos por los que tenga que venir la espada del rey de Babilonia. Que los dos partan del mismo país. Pon un indicador en la cabecera de cada camino, que señale la ciudad adonde va. Señalarás uno por el que vaya la espada contra Rabá de los amonitas, y otro contra Judá, contra la fortaleza de Jerusalén. Pues el rey de Babilonia se ha detenido en el cruce, en la cabecera de ambos caminos, para ver qué dicen los presagios. Ha agitado las flechas, ha consultado a los terafim y ha examinado el hígado de la víctima. En su mano derecha ya tiene el vaticinio que indica Jerusalén; ya puede abrir su boca para lanzar el grito de guerra, para ordenar la instalación de arietes junto a las puertas, la construcción de un terraplén y la preparación del asedio. Los de Jerusalén piensan que es un presagio vano, pues se les hizo un juramento; pero él les recuerda su culpa, por la que merecen el cautiverio. Por eso, así dice el Señor Dios: Por haber puesto en evidencia vuestras culpas, haber descubierto vuestra rebeldía convirtiendo en pecado cuanto hacéis y jactándoos de ello, seréis capturados por la fuerza. Respecto a ti, maldito criminal, príncipe de Israel, cuya hora ha llegado coincidiendo con la culpa final, esto dice el Señor Dios: ¡Quítate el turbante real, fuera esa corona! Las cosas no pueden seguir así; lo humillado será exaltado, y lo exaltado humillado. Ruina, ruina y más ruina; a eso lo reduciré. Pero tampoco esto sucederá hasta que llegue aquel a quien le corresponde el juicio, a quien yo se lo tengo asignado. Y tú, hijo de hombre, profetiza y di: —Esto dice el Señor Dios contra los amonitas y sus insultos: Espada, espada desenvainada para degollar, bruñida para exterminar, hecha para destellar, para degollar a los malditos criminales cuya hora ha llegado coincidiendo con la culpa final; espada sobre la que se tienen visiones falsas y se presagian mentiras. ¡Vuelve a tu vaina! Pienso juzgarte en el lugar donde fuiste creada, en tu país de origen. Voy a derramar mi ira sobre ti, atizaré contra ti mi ardiente cólera y te entregaré en manos de gente sanguinaria, de expertos destructores. Acabarás devorada por el fuego, tu sangre podrá verse por todo el país, nadie se acordará de ti. Yo, el Señor, he hablado. El Señor me dirigió la palabra: —Y tú, hijo de hombre, juzga a la ciudad sanguinaria y échale en cara todas sus abominaciones. Diles: Esto dice el Señor Dios: ¡Ciudad que derrama la sangre de sus habitantes, acelerando así su hora, y que fabrica ídolos, contaminándose así con ellos! Eres culpable de la sangre que has derramado, te has contaminado con los ídolos que te has fabricado; tus días se acortan, tus años llegan a término. Por eso, te he convertido en burla de las naciones, en escarnio de todos los países. Los países cercanos y lejanos se burlarán de ti, ciudad contaminada, capital de los desórdenes. Ahí tienes a los príncipes de Israel: cada cual utiliza su poder para cometer crímenes; en ti son despreciados padres y madres; en ti es oprimido el forastero; en ti son vejados huérfanos y viudas. Menosprecias mis cosas santas y profanas mis sábados. En ti hay delatores que provocan crímenes; en ti hay gente que participa en los banquetes sacrificiales de los montes; en ti se cometen infamias; en ti se pone al descubierto la desnudez del padre y se fuerza a las mujeres que están con la menstruación. Hay hombres que cometen acciones inmorales con la mujer de su prójimo, otros se contaminan teniendo relaciones con sus nueras y hay quienes violan a sus hermanas, a las hijas de su propio padre. En ti se aceptan sobornos, que acaban en asesinatos; practicas la usura y el interés; te aprovechas de tu prójimo practicando la violencia. Y así te has olvidado de mí —oráculo del Señor Dios. En consecuencia, voy a descargar mi puño contra tus ilegítimas ganancias y contra los criminales que hay entre tus muros. ¿Cuánto durará tu valor? ¿Se mantendrán firmes tus manos durante el tiempo en que yo intervenga contra ti? Yo, el Señor, lo digo y lo hago. Te dispersaré por las naciones, te aventaré por otros países y acabaré con la impureza que hay en ti. Las naciones serán testigos de tu deshonra, y reconocerás que yo soy el Señor. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre: los israelitas se me han convertido en escoria. Todos ellos son cobre, estaño, hierro y plomo metidos en un horno; no son más que escoria. Por eso, así dice el Señor Dios: Por haberos convertido todos en escoria, he decidido juntaros en medio de Jerusalén. Y del mismo modo que se suelen mezclar plata, cobre, hierro, plomo y estaño dentro de un horno, y se atiza después el fuego para que se fundan, así os juntaré yo lleno de ira y de cólera, y os fundiré. Os juntaré y atizaré contra vosotros el fuego de mi cólera, y os fundiré en su interior. Como se funde la plata dentro del horno, así seréis fundidos dentro de ella, y reconoceréis que yo, el Señor, he derramado mi cólera sobre vosotros. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, dile [a Jerusalén] lo siguiente: Eres una tierra que no ha recibido lluvia ni se ha empapado el día de mi furor. Los príncipes que residen en ella son como un león rugiente que desgarra su presa. Han eliminado gente, se han apropiado de haciendas y riquezas, han hecho aumentar el número de viudas que la habitan. Sus sacerdotes han violado mi ley y han profanado mis cosas santas: no han separado lo santo de lo profano, no han enseñado a distinguir lo impuro de lo puro; han cerrado los ojos para no ver mis sábados, y yo he sido deshonrado entre ellos. Los nobles que la habitan son como lobos que desgarran su presa, proclives al crimen, a acabar con la gente para sacar provecho de tales situaciones. Sus profetas los cubren de cal a base de visiones falsas y presagios engañosos, cuando dicen: «Esto dice el Señor Dios», y resulta que el Señor no ha hablado. La gente del país se dedica a la explotación y al pillaje, oprimen al pobre y al menesteroso, y explotan a los forasteros privándolos del derecho. He buscado entre ellos uno solo que construyese un muro y que, en defensa del país, se mantuviese en la brecha frente a mí para evitar que yo lo destruyera, pero no he encontrado a nadie. Entonces derramé sobre ellos mi furor, los aniquilé con el fuego de mi cólera y los hice responsables de su conducta —oráculo del Señor Dios. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre: Había dos mujeres, hijas de la misma madre. Se prostituyeron en Egipto siendo jóvenes. Allí fueron manoseados sus pechos y acariciados sus senos de doncella. La mayor se llamaba Oholá y su hermana Oholibá. Llegaron a ser mías y tuvieron hijos e hijas. Oholá era Samaría y Oholibá Jerusalén. Oholá se prostituyó estando bajo mi autoridad; se prendó de los amantes que tenía cerca, los asirios, que llevaban vestidos de púrpura; eran gobernadores y magistrados, todos jóvenes apuestos, jinetes a lomos de caballos. Les concedió sus lascivos favores; eran la flor y nata de los asirios, y se contaminó con los ídolos de quienes se había prendado. No abandonó su talante de prostituta que había arrastrado desde Egipto, donde se habían acostado con ella cuando era joven, donde acariciaron sus senos de doncella y desahogaron con ella su lujuria. Por eso, la entregué en manos de sus amantes asirios, de quienes se había prendado. Ellos dejaron al descubierto su desnudez y le quitaron a sus hijos e hijas, y a ella misma la mataron a espada. Y así se convirtió en escarmiento de las mujeres, pues se había hecho justicia con ella. Vio todo esto su hermana Oholibá, pero se corrompió más que su hermana, a quien superó en pasión y en lascivia. Se prendó de sus vecinos los asirios, de sus gobernadores y magistrados, magníficamente vestidos, jinetes a lomos de caballos, todos ellos jóvenes apuestos. Me di cuenta de que se había contaminado (de hecho, la conducta de ambas era la misma). Pero esta superó a la otra en prostituciones. Vio en la pared relieves de figuras masculinas, representaciones grabadas de caldeos pintadas con bermellón, con las caderas ceñidas con cinturones, tocados con turbantes sueltos por detrás. Todos tenían aspecto de oficiales; eran imágenes de los babilonios, nativos de Caldea. Ella se prendó de lo que habían visto sus ojos y envió mensajeros a Caldea. Acudieron a ella los babilonios a compartir su lecho de amor; la mancillaron con su lascivia y, una vez mancillada, se hastió de ellos. Dejó así al descubierto sus prostituciones y su desnudez, y entonces yo me hastié de ella, como me había hastiado de su hermana. Pero multiplicó sus prostituciones, hasta el punto de recordar cuando, siendo joven, se prostituía en Egipto y se quedaba prendada de aquellos disolutos, que tenían unos miembros como los de los asnos y echaban tanto esperma como los caballos. Añorabas la lascivia de tu juventud, cuando manoseaban tus pechos en Egipto y acariciaban tus senos de doncella. Por eso, Oholibá, así dice el Señor Dios: Voy a incitar contra ti a tus amantes, a esos de quienes te hastiaste, y haré que te ataquen por todos los flancos: los babilonios y todos los caldeos de Pecod, de Soa y de Coa; todos los asirios, aquellos jóvenes apuestos, gobernadores y magistrados, capitanes y héroes, todos montados en sus caballos. Te atacarán por el norte carros de combate y carretas, y un nutrido ejército. Por todas partes te harán frente con paveses, escudos y yelmos; por mi parte les concederé la posibilidad de juzgar, y te juzgarán conforme a sus leyes. Descargaré mis celos contra ti y serás víctima de su furor; te cortarán nariz y orejas, y tu descendencia caerá a filo de espada. Se llevarán a tus hijos e hijas, y tus supervivientes serán devorados por el fuego. Te quitarán la ropa y se apoderarán de tus joyas. Pondré fin a tu inmoralidad y a tus prostituciones, que empezaron en tierra de Egipto; no volverás a poner tus ojos en ellos, ni te acordarás ya de Egipto. Pues esto dice el Señor Dios: He decidido entregarte en manos de los que odias, en poder de quienes te has hastiado. Te tratarán con odio, te desposeerán de tus bienes y te dejarán desnuda del todo; dejarán al descubierto tu desnudez de prostituta. Tu inmoralidad y tus prostituciones te han acarreado todo esto, por haberte prostituido yendo detrás de las naciones, por haberte contaminado con sus ídolos. Por haber seguido el camino de tu hermana, pondré su copa en tu mano. Esto dice el Señor Dios: Beberás la copa de tu hermana, la copa profunda y ancha, que servirá de risa y de burla, una copa de gran capacidad. Quedarás embriagada y afligida. Copa de horror y devastación la copa de tu hermana Samaría. La beberás hasta la última gota, consumirás incluso sus heces y te rasgarás los pechos. Yo soy quien ha hablado —oráculo del Señor Dios. Por consiguiente, esto dice el Señor Dios: Por haberme olvidado y haberme vuelto la espalda, tendrás que cargar con tu inmoralidad y tus prostituciones. Me dijo el Señor: —Hijo de hombre, si quieres juzgar a Oholá y a Oholibá, repróchales sus abominaciones. Han cometido adulterio, tienen sangre en sus manos, se han prostituido con sus ídolos e incluso han pasado a fuego a los hijos que me habían dado. Pero hicieron algo más: aquel día contaminaron mi santuario y profanaron mis sábados. Y, tras sacrificar a sus hijos en honor de sus ídolos, entraron ese mismo día en mi santuario para profanarlo. Eso es lo que hicieron dentro de mi propia casa. Incluso enviaron mensajeros para que vinieran hombres de tierras lejanas. En cuanto llegaron, te lavaste, te pintaste los ojos y te enjoyaste. Te recostaste en tu magnífico diván, frente al cual estaba dispuesta una mesa, sobre la que habías puesto el incienso y los perfumes que me correspondían a mí. Ella disfrutaba con el ruido causado por una multitud de hombres despreocupados, llegados del desierto, que ponían brazaletes en las muñecas de ellas y hermosas coronas en sus cabezas. Y yo me preguntaba si aquella mujer, desgastada de tanto cometer adulterios, sería capaz de seguir con sus fornicaciones. Acudían a ella como quien acude donde una prostituta: eso es lo que hacían cuando visitaban a las depravadas Oholá y a Oholibá. Pero otros hombres justicieros les aplicarán el castigo reservado a las adúlteras y homicidas, pues son realmente adúlteras y sus manos están manchadas de sangre. Esto dice el Señor Dios: Que las ataque un ejército y las someta al terror y al saqueo. Las apedrearán y las destrozarán con sus espadas; matarán a sus hijos e hijas e incendiarán sus viviendas. Pondré fin en el país a la inmoralidad, y esto servirá de aviso a todas las mujeres para que no cometan adulterio como tú has hecho. Se os hará responsables de vuestra inmoralidad, cargaréis con los pecados cometidos con vuestros ídolos, y reconoceréis que yo soy el Señor Dios. El año noveno, el día diez del décimo mes, el Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre: Pon por escrito esta fecha, la del día de hoy, pues el rey de Babilonia ha iniciado el asedio de Jerusalén precisamente hoy. Cuenta una parábola a ese pueblo de rebeldes. Diles: Esto dice el Señor Dios: Pon ya la olla, ponla, vete llenándola de agua; echa en ella tajadas selectas de pierna y de lomo, llénala de huesos escogidos; elige los mejores corderos. Coloca la leña debajo, que cuezan a borbotones los huesos que hay dentro de ella. Pues esto dice el Señor Dios: ¡Ay de la ciudad sanguinaria, de la olla llena de roña, cuya herrumbre no se quita! Vacíala tajada a tajada pues no tiene posibilidad de perdón. Sigue todavía ensangrentada y su sangre está esparcida sobre roca; no ha sido derramada por el suelo para cubrirla después con tierra. Para que la cólera estalle y se cumpla la venganza, he esparcido su sangre sobre roca pelada: así no será cubierta. Por eso, así dice el Señor Dios: ¡Ay de la ciudad sanguinaria! Yo mismo agrandaré la pira: trae más cantidad de leña, enciende el fuego, deja que se cueza la carne, retira el caldo, que se quemen los huesos. Déjala vacía sobre las brasas, haz que se caliente a tope para que el bronce se ponga al rojo; así se desprenderá su roña y se consumirá su herrumbre. Pero, a pesar de los esfuerzos, no desaparece la roña, ni con fuego se le quita. He intentado purificarte de tu impureza y tú no te has dejado; pues bien, no quedarás limpia hasta que descargue mi cólera en ti. Yo, el Señor, he hablado de lo que va a suceder y lo haré. No me contendré, no tendré misericordia ni me compadeceré. Te juzgarán conforme a tu conducta y tus acciones —oráculo del Señor Dios. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, voy a quitarte de repente la delicia de tus ojos. Pero no harás duelo ni llorarás, ni derramarás una sola lágrima. Suspira en silencio, no hagas duelo de difuntos; ponte el turbante, cálzate las sandalias, no te cubras la barba ni comas el pan de duelo. Yo hablé a la gente por la mañana, y por la tarde murió mi esposa. A la mañana siguiente hice lo que se me había ordenado. La gente me dijo: —¿No nos explicas qué relación tiene con nosotros lo que estás haciendo? Yo les respondí: —Es que el Señor me ha hablado así: Di a los israelitas: Esto dice el Señor Dios: Voy a profanar mi santuario, manifestación de vuestro orgullo y poder, delicia de vuestros ojos, aquello por lo que suspiráis apasionados. Los hijos e hijas que dejasteis caerán a espada. Haréis lo mismo que yo: no os cubriréis la barba ni comeréis pan de duelo; os pondréis el turbante y os calzaréis las sandalias; no haréis duelo ni lloraréis. Os consumiréis pensando en vuestras culpas y gemiréis los unos por los otros. Ezequiel os servirá de ejemplo; haréis lo que él ha hecho. Y cuando esas cosas sucedan, reconoceréis que yo soy el Señor Dios. Por lo que a ti respecta, hijo de hombre, cuando yo los despoje de su seguridad, del gozo que les proporciona su esplendor, de la alegría de sus ojos, de aquello por lo que suspiran, cuando los deje sin hijos e hijas, ese día llegará a ti un fugitivo para darte la noticia. Ese día se abrirá tu boca, podrás hablar con el fugitivo y no volverás a enmudecer. Les servirás de ejemplo, y reconocerán que yo soy el Señor. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, ponte mirando hacia los amonitas y profetízales. Dirás a los amonitas: Escuchad la palabra del Señor Dios. Esto dice el Señor Dios: Por haberte carcajeado cuando mi santuario fue profanado, cuando la tierra de Israel fue devastada y cuando Judá tuvo que ir al destierro, he decidido entregaros a la gente de oriente para que os sometan; montarán sus campamentos en tu territorio, y se establecerán en él; comerán tus frutos y beberán tu leche. Convertiré a Rabá en establo de camellos, a sus ciudades en corral de ovejas, y reconoceréis que yo soy el Señor. Esto dice el Señor Dios: Por haber batido palmas y haber pataleado de alegría, por haberte regocijado, lleno de desprecio y animosidad, de lo ocurrido a la tierra de Israel, voy a dirigir mi mano contra ti: te entregaré como presa a las naciones, te extirparé de entre los pueblos, te borraré de los países y te aniquilaré, y así reconocerás que yo soy el Señor. Esto dice el Señor Dios: —Porque Moab y Seír han dicho: «Judá es ahora como cualquier otra nación», he decidido poner al descubierto el flanco de Moab, privarle de sus ciudades de un extremo al otro del país, privarle de sus joyas que son Bet Jesimot, Baal Meón y Quiriatáin. Además de los amonitas, entregaré a la gente de oriente, como posesión, el territorio de Moab, de modo que ya no sea recordado entre las naciones. Actuaré con justicia en Moab, y reconocerán que yo soy el Señor. Esto dice el Señor Dios: —Porque Edom ha sido vengativo con Judá y se ha cargado de culpabilidad al vengarse así de ella, esto dice el Señor Dios: Voy a dirigir mi mano contra Edom: lo dejaré sin personas y animales, haré de él una ruina, caerán a espada desde Temán hasta Dedán. Descargaré mi venganza en Edom por medio de mi pueblo Israel, que tratará a Edom de acuerdo con mi cólera y mi ira, y así experimentarán mi venganza —oráculo del Señor Dios. Esto dice el Señor Dios: —Porque los filisteos han sido vengativos y se han tomado la revancha con desprecio y animosidad, destruyendo todo impulsados por un odio de siglos, esto dice el Señor Dios: Voy a dirigir mi mano contra los filisteos: extirparé a los quereteos y acabaré con los habitantes que queden en la costa. Ejecutaré contra ellos mi suprema venganza, experimentarán mis castigos y mi cólera; y reconocerán que yo soy el Señor cuando descargue mi venganza sobre ellos. El año undécimo, el día primero del mes, el Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, Tiro se ha carcajeado de Jerusalén y ha dicho: «Ahí está hecha añicos la puerta de las naciones; todo ha caído en mi poder; me enriqueceré a costa de sus ruinas». Por eso, así dice el Señor Dios: Aquí me tienes, Tiro, contra ti; haré que te ataquen pueblos numerosos, lo mismo que el mar inunda con sus olas. Abatirán las murallas de Tiro, dejarán arruinadas sus torres. Yo mismo barreré su polvo, la dejaré como roca desnuda. Igual que un secadero de redes quedará en medio del mar, porque así lo he dicho yo. —oráculo del Señor Dios—: acabará como botín de las naciones. Sus poblados tierra adentro morirán a filo de espada, y reconocerán que soy el Señor. Esto dice el Señor Dios: —Voy a traer contra Tiro a Nabucodonosor, rey de Babilonia. El rey de reyes vendrá del norte al mando de su caballería, de sus carros de combate, de sus jinetes y de un numeroso ejército. Tus poblados tierra adentro morirán a filo de espada. Te cercará con torres de asalto, levantará contra ti un terraplén, dispondrá sus escudos frente a ti, golpeará tus murallas con arietes, abatirá y arruinará tus torreones. Sus hordas de caballos te cubrirán de polvo; al estrépito de sus jinetes, de sus carros y carretas, temblarán tus murallas. Él penetrará por tus puertas como quien entra en una ciudad con sus muros llenos de brechas. Los cascos de su caballería hollarán todas tus calles, a espada morirá tu gente; todas tus soberbias estelas caerán demolidas por tierra; tus riquezas serán expoliadas, tus mercancías servirán de botín; tus murallas quedarán arruinadas, demolidos tus preciosos edificios. Echarán al fondo del mar tus piedras, maderos y escombros. Acabaré con el bullicio de tus cantos, ya no volverán a oírse los sones armoniosos de tus arpas. Te convertiré en roca desnuda, serás un secadero de redes. Ya no serás reconstruida, pues yo, el Señor, he hablado —oráculo del Señor Dios. Esto dice el Señor Dios a Tiro: —Cuando oigan el estruendo de tu caída y el gemido de tus heridos, cuando arrecie la carnicería en tu interior, ¿no se estremecerán las costas lejanas? Todos los príncipes de las ciudades costeras bajarán de sus tronos, se despojarán de sus mantos y se quitarán su ropa recamada; se pondrán el pánico por vestido, se sentarán en el suelo, temblarán una y otra vez, y quedarán desolados al verte. Y te entonarán esta elegía: ¡Cómo desapareció la reina del mar, la afamada ciudad! ¡Poderosa en el mar con sus moradores, que infundían terror en todo el continente! Y ahora tiemblan las costas, ahora que ven tu caída; están aterradas las costas al ver en qué has acabado. Esto dice el Señor Dios: —Cuando te convierta en una ciudad en ruinas, igual que las ciudades no habitadas; cuando haga subir el océano contra ti y te aneguen sus aguas caudalosas, te haré bajar a la fosa con los muertos, con la gente de antaño; te daré una morada en el mundo subterráneo, entre ruinas perpetuas, junto con los que han muerto, para que no vuelvas a habitar la tierra de los vivos. Te convertiré en objeto de espanto y dejarás de existir; te buscarán, pero ya nunca te encontrarán —oráculo del Señor Dios. El Señor me dirigió la palabra: —Por lo que a ti respecta, hijo de hombre, entona una endecha sobre Tiro. Dirás a Tiro, la reina de las rutas del mar, que comercia con los pueblos de las costas lejanas: Esto dice el Señor Dios: Eras, Tiro, un navío de acabada belleza. Tus fronteras se extendían por el corazón del mar; tus constructores te dotaron de perfecta hermosura. Te construyeron con tablas de cipreses de Senir; usaron cedro del Líbano para fabricar tu mástil, con encinas de Basán hicieron tus remos; te pusieron cubierta de ciprés traído de las costas de Quitín; hecha de lino recamado de Egipto, tu vela te servía de enseña; tu toldo, de púrpura y grana, era de las costas de Elisá. Los habitantes de Sidón y Arvad eran tus remeros. Tus expertos, que iban a bordo, hacían de timoneles. Los ancianos de Guebal, con sus expertos a bordo, reparaban tus averías. Navíos y marineros intercambiaban contigo mercancías. Los de Persia, Lud y Put se alistaban como soldados en tu ejército; en ti colgaban escudos y yelmos, y así te daban esplendor. Los de Arvad, con tu ejército, guarnecían el contorno de tus murallas; los de Gamad custodiaban tus torres. Colgaban sus escudos en torno a tus murallas y hacían de ti un dechado de belleza. Tarsis era tu cliente, atraída por la abundancia de tus riquezas; a cambio te daba plata, hierro, estaño y plomo. Javán, Túbal y Mésec comerciaban contigo; a cambio te proporcionaban esclavos y utensilios de bronce. Los de Bet Togarmá te daban a cambio caballos de tiro y de competición, así como mulos. También comerciaba contigo la gente de Rodán; numerosos enclaves marítimos eran clientes tuyos, y a cambio de tus servicios te daban colmillos de marfil y madera de ébano. Edom era cliente tuyo, atraído por la abundancia de tus manufacturas; a cambio te daba malaquita, púrpura, telas recamadas, lino, corales y rubíes. También Judá e Israel comerciaban contigo; a cambio de tus servicios te proporcionaban trigo de Minit, galletas, miel, aceite y bálsamo. Damasco era cliente tuya, atraída por la abundancia de tus manufacturas y de tus riquezas; a cambio te daba vino de Jelbón y lana de Sajar. Dan y Javán, desde Uzal, te proporcionaban hierro forjado, canela y caña aromática. Dedán comerciaba contigo en sillas de montar. Arabia y todos los príncipes de Quedar intercambiaban contigo productos: corderos, carneros y machos cabríos. Los mercaderes de Sabá, Asur, Quilmad y Ramá comerciaban contigo; te daban a cambio perfumes exquisitos, piedras preciosas de toda clase y oro. Jarán, Cané y Edén comerciaban contigo en vestidos de lujo, mantos de púrpura, telas recamadas, tapices multicolores y sólidas maromas trenzadas. Las naves de Tarsis transportaban tus mercancías. Te hiciste rica y opulenta, anclada en el corazón del mar. Pero los remeros de tus naves te condujeron a alta mar y el viento del este te destrozó allí, en el corazón del mar. Tus riquezas, mercancías y fletes, tus marinos, timoneles y calafates, tus agentes comerciales, tus guerreros y toda la tripulación que transportas, se hundirán en medio del mar, contigo, el día que naufragues. Al grito de auxilio de tus timoneles todas las costas se asustarán; entonces desembarcarán de sus naves todos los que empuñan los remos; marineros y hombres de mar se quedarán quietos en tierra. Lanzarán gritos por ti, acompañados de amargos gemidos; se echarán polvo en la cabeza, se revolcarán en la ceniza; se raparán la cabeza por tu causa, se ceñirán la cintura de sayal; llorarán amargamente por ti, harán un amargo duelo. Entonarán por ti una elegía, te dedicarán una lamentación: «¿Quién era comparable a Tiro en medio del mar?». Cuando desembarcabas tus mercancías, saciabas a pueblos numerosos; con tus riquezas y productos abundantes enriquecías a los reyes de la tierra. Ahora, destrozada por las olas, yaces en el fondo del mar; tu carga y tu tripulación se hundieron junto contigo. Todos los habitantes de las costas quedaron desolados por ti; sus reyes están horripilados, tienen el rostro demudado. Comerciantes de otros pueblos silban asombrados por ti: te has convertido en espanto, has desaparecido para siempre. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, di al príncipe de Tiro: Esto dice el Señor Dios: Tienes corazón altanero, y dices: «Yo soy un dios instalado en morada divina, allí en el corazón del mar». Pero solo eres un hombre, no Dios, aunque hayas puesto tu corazón a la altura del corazón de los dioses. ¡Te crees más sabio que Daniel, ningún enigma se te oculta! Tu sabiduría y talento te enriquecieron, acumulaste tesoros de oro y plata; con gran talento de comerciante fuiste multiplicando tu riqueza, que hizo altanero tu corazón. Por eso, así dice el Señor Dios: Por haber puesto tu corazón a la altura del corazón de los dioses, haré que te ataquen extranjeros, los más feroces entre los pueblos. Desenvainarán sus espadas contra tu brillante sabiduría, mancillarán tu esplendor. Te harán bajar a la tumba, morirás de muerte violenta allí en el corazón del mar. ¿Osarás decir «Soy un dios» delante de tus ejecutores? Un hombre, no un dios, serás en manos de quienes te traspasen. Morirás como los incircuncisos, a manos de gente extranjera. Soy yo quien ha hablado —oráculo del Señor Dios. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, entona una elegía al rey de Tiro y dile: Esto dice el Señor Dios: Eras el cuño de una obra maestra, colmo de sabiduría, dechado de belleza; vivías en Edén, jardín de los dioses, estabas adornado de piedras preciosas: rubí, topacio y diamante, crisólito, ónice y jaspe, zafiro, malaquita y esmeralda; aretes y colgantes de oro labrado te fueron preparados el día de tu creación. Hice de ti un querubín protector con alas desplegadas; estabas en el monte de los dioses, caminabas entre seres de fuego. Tu conducta fue intachable desde el día en que fuiste creado, hasta que apareció tu maldad. A fuerza de tanto comerciar te llenaste de violencia y pecado. Te desterré del monte de los dioses, te eliminé, querubín protector, de en medio de los seres de fuego. Tu belleza te había hecho altanero, se había corrompido tu sabiduría a causa de tanto esplendor. Te he precipitado por tierra, convertido en espectáculo de reyes. Con tus muchas culpas y tus sucios negocios, profanaste tus santuarios; por eso hice estallar en tu seno un fuego que te ha devorado; te reduje a ceniza esparcida por el suelo a los ojos de cuantos te veían. Todos los pueblos amigos quedaron pasmados al verte. Te has convertido en espanto, has desaparecido para siempre. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, ponte mirando hacia Sidón y profetiza contra ella. Dirás: Esto dice el Señor Dios: Aquí estoy contra ti, Sidón, en ti seré glorificado; reconocerán que yo soy el Señor cuando haga justicia con ella y manifieste en ella mi santidad. Traeré contra ella la peste, la sangre correrá por sus calles, su gente caerá atravesada por la espada que la rodea amenazante. Y reconocerán que yo soy el Señor. Israel ya no padecerá pinchazos de espino ni heridas de zarza por parte de los vecinos que la desprecian. Y reconocerán que yo soy el Señor Dios. Esto dice el Señor Dios: Cuando reúna a Israel de entre las naciones por donde ha sido dispersado, manifestaré en ellos mi santidad a la vista de los pueblos. Se establecerán en la tierra que di a mi siervo Jacob. Se establecerán en ella tranquilamente, construirán viviendas y plantarán viñas. Se establecerán en ella tranquilamente cuando yo juzgue a todos los vecinos que la desprecian. Y reconocerán que yo soy su Dios. El año décimo, el día doce del décimo mes, el Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, ponte mirando al faraón, rey de Egipto, y profetiza contra él y contra todo Egipto. Dirás: Esto dice el Señor Dios: Aquí estoy contra ti, faraón, rey de Egipto, cocodrilo gigantesco tumbado en medio del Nilo. «Mío es mi Nilo —dices—, yo mismo lo hice». Aplicaré ganchos a tus fauces, pegaré a tus escamas los peces del Nilo, te haré salir de en medio de tu Nilo, con los peces pegados a tus escamas. Voy a arrojarte al desierto junto con los peces de tu Nilo; quedarás tendido en el campo, sin nadie que te recoja y te entierre. He decidido entregarte en alimento a las bestias del campo, a las aves del cielo. Y todos los habitantes de Egipto reconocerán que yo soy el Señor. Has sido un bastón de caña para el pueblo de Israel: cuando ellos te agarraban, te rompías y herías su mano; al apoyarse en ti, te cascabas y les hacías perder el equilibrio. Por eso, así dice el Señor Dios: Voy a traer contra ti la espada, que extirpará de ti personas y animales. Egipto quedará desolado y en ruinas, y reconocerán que yo soy el Señor. Por haber dicho: «Mío es el Nilo, yo mismo lo hice», aquí estoy contra ti y contra tu Nilo; convertiré la tierra de Egipto en ruina y desolación, desde Migdol hasta Asuán y hasta la frontera de Etiopía. No la pisarán ni personas ni animales; quedará deshabitada durante cuarenta años. Convertiré a Egipto en el más desolado de los países; sus ciudades serán las más arruinadas y asoladas, durante cuarenta años. Dispersaré a los egipcios por las naciones, los aventaré por los países. Porque esto dice el Señor Dios: Al cabo de cuarenta años reuniré a los egipcios de entre los pueblos adonde fueron dispersados. Cambiaré la suerte de los egipcios y los haré volver a la tierra de Patrós, su país de origen, donde formarán un reino modesto. Será el más modesto de los reinos y no volverá a elevarse por encima de las naciones; haré que sea minúsculo para que no se imponga a las naciones. Israel ya no pondrá en él su confianza, al recordar la culpa contraída por haberlo seguido. Y reconocerán que yo soy el Señor Dios. El año vigésimo séptimo, el día uno del primer mes, el Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, Nabucodonosor, rey de Babilonia, empleó a su ejército en una violenta campaña contra Tiro. Toda cabeza quedó rapada y toda espalda llagada, pero ni él ni su ejército sacaron provecho de la campaña desatada contra Tiro. Por eso, esto dice el Señor Dios: Voy a entregar a Nabucodonosor, rey de Babilonia, el país de Egipto. Saqueará sus riquezas, lo expoliará y lo entregará al pillaje, y servirá de paga a su ejército. En recompensa por la campaña contra Tiro, le entregaré el país de Egipto, pues trabajaron para mí —oráculo del Señor Dios—. Aquel día haré que se despliegue el poder de Israel, y te daré permiso para abrir la boca en medio de ellos. Y reconocerán que yo soy el Señor. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, profetiza y di: Esto dice el Señor Dios: Gritad: ¡Ay aquel día!, pues cerca está ese día, cerca el día del Señor, día cargado de nubarrones; será la hora de las naciones. Llegará la espada contra Egipto, la angustia atenazará a Etiopía, cuando caigan víctimas en Egipto, cuando sean saqueadas sus riquezas y sus cimientos reducidos a escombros. Etiopía, Put, Lud y las distintas tropas mercenarias, Cub junto con sus tropas auxiliares, caerán víctimas de la espada. Esto dice el Señor Dios: Caerán los que apoyan a Egipto, se abatirán su orgullo y su poder; de Migdol a Asuán caerán todos, víctimas de la espada. Se convertirán en los más desolados de los países; sus ciudades serán las más arruinadas. Y reconocerán que yo soy el Señor cuando prenda fuego a Egipto y destruya a quienes lo ayudan. Aquel día enviaré mensajeros en navíos para sembrar el terror en Etiopía, que se cree segura; la angustia la atenazará cuando llegue el día de Egipto, que ya está cerca, como veis. Esto dice el Señor Dios: Acabaré con la opulencia de Egipto por medio de Nabucodonosor, rey de Babilonia. Junto con su ejército, terror de las naciones, llega para asolar el país. Desenvainarán sus espadas contra Egipto y llenarán de víctimas el país. Convertiré el Nilo en sequedal y venderé el país a bandidos. Entregaré el país y cuanto hay en él en manos de gente extraña. Yo, el Señor, he hablado. Esto dice el Señor Dios: Pondré fin a los ídolos, acabaré con los dioses de Nof; ya no habrá príncipe en Egipto, llenaré el país de terror. Dejaré Patrós devastada, prenderé fuego a Soán y haré justicia contra No. Derramaré mi cólera en Sin, la fortaleza de Egipto, y acabaré con la numerosa población de No. Prenderé fuego a Egipto, Sin se retorcerá de dolor, abrirán brecha en No y Nof será asaltada en pleno día. Los jóvenes de On y de Pi Béset caerán a espada, y el resto de sus habitantes irán al destierro. En Tafnis se oscurecerá el día, cuando haga trizas el cetro de Egipto y ponga fin a su orgullo y su poder. Quedará oculto por nubarrones, y la gente de sus ciudades irá al destierro. Haré justicia contra Egipto, y reconocerán que yo soy el Señor. El año undécimo, el día siete del primer mes, el Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, he roto el brazo del faraón, rey de Egipto. Nadie se lo ha curado con medicamentos y vendas, de modo que recupere la fuerza y pueda empuñar la espada. Por eso, así dice el Señor Dios: Aquí estoy yo contra el faraón, rey de Egipto: quebraré sus brazos, el sano y el roto, y haré que la espada se desprenda de su mano. Dispersaré a Egipto por entre las naciones y aventaré a sus habitantes por otros países. Fortaleceré los brazos del rey de Babilonia y pondré mi espada en su mano, y quebraré los brazos del faraón, que lanzará ante él gemidos al sentirse víctima de la espada. Fortaleceré los brazos del rey de Babilonia y dejaré inertes los brazos del faraón, y reconocerán que yo soy el Señor cuando ponga mi espada en la mano del rey de Babilonia, que la manejará contra el país de Egipto. Dispersaré a Egipto entre las naciones, aventaré a sus habitantes por otros países, y reconocerán que yo soy el Señor. El año undécimo, el día uno del tercer mes, el Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, di al faraón, rey de Egipto, y a su ejército: ¿A quién compararte en tu grandeza? Pues mira, a un cedro del Líbano, frondoso y de hermoso ramaje, umbroso y de espléndida talla, que mece su copa entre las nubes. Las aguas lo han hecho crecer, el abismo le ha dado estatura, haciendo fluir sus corrientes por abajo, en torno a sus raíces, al tiempo que extendía sus acequias a todos los árboles del campo. Así se elevó su estatura sobre todos los árboles del campo, sus ramas se multiplicaron, su ramaje se fue extendiendo con el agua abundante que le llegaba. En su ramaje anidaban todas las aves del cielo; bajo sus frondas parían todas las bestias del campo; a su sombra se instalaban numerosas naciones. Era hermoso por su talla, por la magnitud de sus ramas, pues se hundían sus raíces en aguas abundantes. No lo igualaban los cedros plantados en el jardín de los dioses; tampoco podían los cipreses competir con su hermoso follaje; los plátanos no lucían su ramaje. Ningún árbol del jardín de los dioses podía igualarlo en hermosura. Lo hice hermoso, cuajado de fronda, lo envidiaban los árboles de Edén, plantados en el jardín de los dioses. Por eso, así dice el Señor Dios: Por haberse elevado sobre su talla, haber mecido su copa entre las nubes y haber henchido su corazón de orgullo, lo he puesto en manos de la nación más eminente, para que lo trate conforme a su maldad. Después de haberlo desechado yo, lo talaron los extranjeros más crueles y lo tiraron por los montes. Sus ramas quedaron esparcidas por todas las colinas; su follaje quedó desgajado por todos los barrancos; los pueblos de la tierra huyeron de su sombra, dejándolo tirado. Sobre sus restos se reunieron todas las aves del cielo; pisotearon sus ramas todas las bestias del campo. Así no se enorgullecerán de su talla los árboles plantados junto al agua ni mecerán su copa entre las nubes; y ningún árbol bien regado se elevará por encima de su altura. Pues todos están destinados a la muerte, a bajar a lo profundo de la tierra, mezclados con los seres humanos, con todos los que bajan a la fosa. Esto dice el Señor Dios: El día que [el cedro] bajó al reino de los muertos, hice que el abismo hiciera duelo por él, detuve sus corrientes y cesaron sus caudalosas aguas; en su memoria, cubrí de luto al Líbano y por él languidecieron los árboles del campo. Hice temblar a las naciones con el estruendo de su caída, cuando lo precipité al reino de los muertos junto con los que bajan a la fosa. En el mundo subterráneo se consolaron todos los árboles de Edén, lo más selecto y hermoso del Líbano, todos los árboles bien regados. También estos bajaron con él al reino de los muertos, donde están los muertos a espada, los que constituían su poder y habitaban a su sombra en medio de las naciones. ¿A cuál de entre los árboles del bosque te pareces por tu importancia y tu grandeza? También a ti te obligarán a descender al mundo subterráneo, entre incircuncisos, junto con los árboles de Edén, y yacerás con los muertos a espada. Se trata del faraón y de todo su ejército —oráculo del Señor Dios. El año duodécimo, el día uno del duodécimo mes, el Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, entona una elegía al faraón, rey de Egipto. Le dirás: ¡León de las naciones, estás acabado! Eras un cocodrilo acuático, chapoteabas en tus aguas, las enturbiabas con tus patas pateando su corriente. Esto dice el Señor Dios: Echaré mi copo para pescarte en medio de pueblos numerosos; serás atrapado con mi red. Te dejaré tirado por tierra, abandonado en medio del campo. Haré que se ceben en ti todas las aves del cielo; haré que se sacien con tu carne todas las bestias de la tierra. Tiraré tu carne por los montes, llenaré los valles con tu carroña; empaparé la tierra con tu sangre que fluirá por los montes y rebosará por los torrentes. Cuando te extingas, oscureceré el cielo y haré que se oscurezcan las estrellas; taparé el sol con nubarrones, y la luna no emitirá luz. A todos los astros del cielo enlutaré en memoria de ti; ocultaré tu tierra entre tinieblas. —Oráculo del Señor Dios. Llenaré de preocupación a mucha gente cuando lleve la noticia de tu caída a otras naciones, a países que no conoces. Haré que muchos pueblos queden desolados por tu causa; a sus reyes se les erizarán los cabellos por ti, cuando me vean blandir mi espada; temblarán sin parar por su propia vida el día de tu caída. Pues esto dice el Señor Dios: Te atacará la espada del rey de Babilonia, con espada de valientes abatiré a tu tropa, con espada de la más cruel de las naciones. Acabarán con la soberbia de Egipto, su ejército quedará aniquilado. Haré desaparecer su ganado, que pasta junto a aguas caudalosas; ya no las enturbiará pie humano, pezuña de animal no las enturbiará. Entonces amansaré sus aguas, haré correr su caudal como el aceite —oráculo del Señor Dios. Cuando entregue a Egipto a la desolación y todo cuanto lo habita desaparezca, cuando hiera a todos sus moradores, reconocerán que yo soy el Señor. Se trata de una elegía que entonarán las capitales de las naciones. La entonarán por Egipto y su ejército —oráculo del Señor Dios. El año duodécimo, el día quince, el Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, entona un canto fúnebre por el ejército egipcio y hazlo bajar, junto con la gente de las capitales de naciones ilustres, al mundo subterráneo, donde están los que han bajado a la fosa. ¿Te crees que superas a alguien en belleza? ¡Pues desciende y ponte entre los incircuncisos! Caerán en medio de las víctimas de la espada: su ejército junto con él. Los soldados más notables dirán de ellos en el reino de los muertos: «Han bajado con sus aliados; yacen entre los incircuncisos víctimas de la espada». Allí está Asiria y toda su gente en torno a su lecho de muerte; todos ellos han caído víctimas de la espada. Los que llenaron de terror la tierra de los vivos están ahora sepultados en lo más profundo de la fosa. Allí está Elam con todo su ejército en torno a su lecho de muerte; todos ellos han caído víctimas de la espada. Los que llenaron de terror la tierra de los vivos han bajado con los incircuncisos al mundo subterráneo y soportan su deshonor con los que han bajado a la fosa. Se le ha preparado un lecho entre las víctimas; todo su ejército, el conjunto de los muertos a espada, yace ahora en torno a su lecho de muerte; todos son incircuncisos, víctimas de la espada, que llenaron de terror la tierra de los vivos, y soportan su deshonor con los que han bajado a la fosa. Allí están Mésec, Túbal y todos sus ejércitos en torno a su lecho de muerte; todos son incircuncisos, víctimas de la espada, pues llenaron de terror la tierra de los vivos. No yacen con los grandes guerreros del pasado, que bajaron al reino de los muertos con sus armas, a quienes les pusieron sus espadas bajo sus cabezas y sus escudos sobre sus huesos, pues llenaron de terror la tierra de los vivos. Y tú, Egipto, yacerás en medio de incircuncisos, con las víctimas de la espada. Allí está Edom, sus reyes y todos sus príncipes que, a pesar de su valentía, yacen con las víctimas de la espada, entre incircuncisos, con los que han bajado a la fosa. Allí están todos los príncipes del norte y todos los sidonios, que bajaron con las víctimas, a pesar del terror que infundía su valor. Yacen, incircuncisos, con las víctimas de la espada y soportan su deshonor con los que han bajado a la fosa. Cuando el faraón los vea, se consolará de la pérdida de su ejército —oráculo del Señor Dios—. Pues, aunque llenaba de terror la tierra de los vivos, el faraón y su ejército yacerán entre los incircuncisos, junto con las víctimas de la espada —oráculo del Señor Dios. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, habla a tus compatriotas y diles: Supongamos que ordeno a la espada que ataque un país, y la gente de ese país elige a uno de los suyos y lo nombra centinela; y supongamos que este, al ver que la espada se acerca al país, hace sonar el cuerno para alertar a la gente. Si luego resulta que alguien oye el sonido del cuerno, pero no hace caso y la espada acaba con él, solo él será responsable de su muerte. Como oyó el sonido del cuerno y no hizo caso, solo él será responsable de su muerte; en cambio, el que haga caso, salvará su vida. Pero si el centinela ve que la espada se acerca y no hace sonar el cuerno para que la gente se mantenga alerta, si luego la espada mata a alguno de ellos, este morirá por su propia culpa, pero haré responsable de su muerte al centinela. Hijo de hombre, te he nombrado centinela de Israel. Si escuchas alguna palabra mía, alértalos de mi parte. Si digo al malvado: «Eres reo de muerte», pero tú no lo alertas para que abandone su conducta, el malvado morirá por su propia culpa, mas yo te pediré cuentas de su muerte. Pero si alertas al malvado para que abandone su conducta, aunque él no se convierta y muera por su propia culpa, tú habrás salvado tu vida. Hijo de hombre, di a los israelitas: Vosotros andáis diciendo: «Nuestros delitos y pecados nos abruman, y nos sentimos consumidos por ellos. ¿Cómo podremos vivir?». Tú les dirás: Juro por mí mismo —oráculo del Señor Dios— que no me complace la muerte del malvado; solo quiero que cambie de conducta y viva. Convertíos, convertíos de vuestra malvada conducta. ¿Por qué tenéis que morir, pueblo de Israel? Hijo de hombre, di a tus compatriotas: La justicia del justo no lo salvará cuando peque, y la maldad del malvado no le hará sucumbir cuando se aparte de su maldad. Si el justo peca, no podrá vivir apelando a su justicia. Supongamos que digo al justo: «Vivirás»; si él, confiando en que es justo, comete una injusticia, no se le tendrán en cuenta todas sus obras justas, sino que morirá por la injusticia que cometió. Y si digo al malvado: «Eres reo de muerte», pero se arrepiente de sus pecados y comienza a practicar el derecho y la justicia: devuelve lo que tiene en prenda, restituye lo robado, se conduce según los preceptos que dan la vida y decide no cometer injusticias, seguro que vivirá, no morirá. No se recordará ninguno de los pecados que cometió; puesto que ha practicado el derecho y la justicia, ciertamente vivirá. Tus compatriotas dicen: «No es justo el proceder del Señor»; en realidad, es su proceder el que no es justo. Si el justo se aparta de su justicia y comete una injusticia, morirá por ella; y si el malvado se aparta de su maldad y practica la justicia y el derecho, vivirá por ello. Y aunque insistáis: «No es justo el proceder del Señor», juzgaré a cada uno de vosotros según su conducta, pueblo de Israel. El año duodécimo de nuestra cautividad, el día cinco del décimo mes, vino a mí un fugitivo de Jerusalén anunciando que la ciudad había sido tomada. Aquella tarde, antes de la llegada del fugitivo, la mano del Señor se había posado sobre mí y había abierto mi boca antes de que aquel llegara por la mañana. Después de abrirme la boca ya no volví a quedar mudo. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, los que viven entre ruinas en la tierra de Israel andan diciendo: «Abrahán, que era uno, tomó posesión de esta tierra; y nosotros, que somos muchos, hemos recibido la tierra como heredad». Pues bien, diles: Esto dice el Señor Dios: Vosotros coméis alimentos sin quitarles la sangre, alzáis suplicantes vuestros ojos a los ídolos, cometéis asesinatos, ¿y pensáis que vais a heredar esta tierra? Confiáis en vuestras espadas, cometéis abominaciones, cada cual deshonra a la mujer de su prójimo, ¿y pensáis que vais a heredar esta tierra? Y añadirás: Esto dice el Señor Dios: Juro por mí mismo que los que habitan entre ruinas caerán víctimas de la espada, juro que entregaré como alimento a las fieras a los que estén en campo abierto, y que los que se refugian en lugares escarpados y cuevas morirán de peste. Convertiré el país en pura desolación, se acabarán su orgullo y su poder, y los montes de Israel quedarán desérticos, sin nadie que transite por ellos. Y reconocerán que soy el Señor cuando convierta el país en pura desolación, por todas las abominaciones que cometieron. En cuanto a ti, hijo de hombre, tus compatriotas andan hablando de ti junto a las paredes y las puertas de las casas. Se dicen unos a otros: «Vamos a escuchar qué palabra nos envía el Señor». Después llegan en masa, se sientan ante ti y prestan atención a tus palabras, pero no las ponen en práctica. Me halagan de palabra, pero luego actúan buscando su interés y su capricho. Y tú te has convertido para ellos en una especie de intérprete de cantos de amor, de hermosa voz, que se acompaña de instrumentos afinados. Ellos escuchan tus palabras, pero no ponen en práctica ninguna de ellas. Pero cuando todo esto se cumpla (y ved que ya se está cumpliendo), reconocerán que ha habido un profeta en medio de ellos. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, profetiza contra los pastores de Israel; profetiza y diles: Esto dice el Señor Dios: ¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos! ¿No es función de los pastores apacentar el rebaño? Habéis bebido la leche de las ovejas, os habéis vestido con su lana y habéis sacrificado a las más rollizas: no habéis apacentado el rebaño. No habéis robustecido a las ovejas débiles, no habéis curado a las enfermas, no habéis vendado a las heridas, no habéis recuperado a las descarriadas, no habéis buscado a las perdidas, sino que las habéis dominado con dureza y violencia. Han andado dispersas, sin pastor, convertidas en presa de todas las fieras del campo. Mi rebaño anda errante por todos los montes y colinas, disperso por todo el país, sin que nadie se preocupe por él ni lo busque. Por eso, escuchad, pastores, la palabra del Señor. Lo juro por mí mismo —oráculo del Señor Dios—: Habéis abandonado a mi rebaño a merced del pillaje, hasta convertirlo, por falta de pasto, en presa de todas las fieras del campo; no os habéis preocupado de mi rebaño y os habéis apacentado a vosotros mismos, en lugar de apacentar a mi rebaño; pues escuchad ahora, pastores, la palabra del Señor. Esto dice el Señor Dios: Aquí estoy, enfrentado a los pastores. Voy a exigir que me devuelvan mi rebaño, voy a poner fin a su oficio de pastores; ya no volverán a apacentarse a sí mismos; arrancaré a mis ovejas de sus fauces para que ya no les sirvan de alimento. Esto dice el Señor Dios: Yo mismo buscaré a mi rebaño y velaré por él. Del mismo modo que el pastor vela por sus ovejas cuando andan dispersas, así velaré yo por mis ovejas y las sacaré de todos los lugares por donde se habían dispersado en días de densa niebla. Las sacaré de los pueblos y las reuniré de los países; las traeré a su tierra y las pastorearé por los montes de Israel, por las cañadas y por todas las zonas habitadas del país. Las apacentaré en pastos deliciosos, y su majada estará en las altas cumbres de Israel. Reposarán en majada deleitosa y pacerán en tiernos pastos por los montes de Israel. Yo mismo reuniré a mis ovejas y las pastorearé —oráculo del Señor Dios—. Buscaré a las ovejas perdidas y haré volver a las descarriadas; vendaré a las heridas y robusteceré a las débiles. Por lo que respecta a las robustas, las apacentaré como se debe. En cuanto a vosotras, ovejas mías, esto dice el Señor Dios: Aquí estoy, dispuesto a juzgar entre ovejas y ovejas, entre carneros y machos cabríos. ¿Os parece poco el delicioso pasto en el que pastáis, que encima pisoteáis el resto de vuestros pastos? ¿Os parece poco el caudal de agua en el que abreváis, que encima enturbiáis con vuestros pies el agua restante? Mis ovejas tienen que pastar lo que vosotros habéis pisoteado y tienen que beber el agua que vuestros pies han enturbiado. Por eso, así dice el Señor Dios: Yo mismo juzgaré entre ovejas gordas y ovejas flacas. Puesto que habéis embestido con el costado y el lomo, y habéis acorneado a todas las ovejas débiles hasta dispersarlas y expulsarlas, voy a poner a salvo a mi rebaño, para que no vuelva a ser presa de nadie, y voy a juzgar entre ovejas y ovejas. Pondré a su servicio un pastor que las apaciente: a mi siervo David. Él se encargará de apacentarlas y de ser su pastor. Yo, el Señor, seré su Dios; y David será su príncipe. Yo, el Señor, he hablado. Haré con ellos una alianza de paz y expulsaré para siempre del país a las fieras salvajes. Habitarán tranquilamente en la estepa y dormirán en los bosques. Los asentaré en torno a mi colina y haré que la lluvia llegue a su tiempo: será una lluvia de bendición. Los árboles del campo darán su fruto y la tierra producirá su cosecha; así estarán tranquilamente en su tierra. Y reconocerán que yo soy el Señor cuando rompa las ataduras de su yugo y los libere de quienes los mantienen esclavizados. Ya no servirán de botín a otras naciones ni los devorarán las bestias salvajes: vivirán tranquilos sin que nadie los atemorice. Les proporcionaré prósperas plantaciones, de modo que ya nadie muera de hambre en el país, ni las naciones vuelvan a ultrajarlos. Y reconocerán que yo soy el Señor, su Dios, y que ellos, los israelitas, son mi pueblo —oráculo del Señor Dios—. Vosotros sois mi rebaño, las ovejas que apaciento, y yo soy vuestro Dios. —Oráculo del Señor Dios. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, ponte mirando a la montaña de Seír y profetiza contra ella. Le dirás: Esto dice el Señor Dios: Aquí estoy contra ti, montaña de Seír; voy a extender mi mano contra ti; en pura desolación te voy a convertir. Convertiré tus ciudades en ruinas, te reduciré a desolación. Tendrás que reconocer así que yo soy el Señor. Por haber nutrido en tu interior un odio eterno y haber entregado a la espada a los israelitas cuando el día final fueron víctimas de la desgracia y pagaron por su pecado, juro por mí mismo —oráculo del Señor Dios— que te reduciré a sangre y que la sangre te perseguirá; eres rea de sangre y la sangre te perseguirá. Haré un desierto desolado de la montaña de Seír; exterminaré al que está de paso y al que vuelve. Llenaré tus montes de heridos; en tus colinas, vaguadas y en todos tus valles caerá gente atravesada por la espada. Te convertiré en eterna desolación, tus ciudades no serán rehabitadas; así reconoceréis que yo soy el Señor. Por haber dicho «Las dos naciones, los dos países van a ser míos, vamos a apoderarnos de ellos», siendo así que el Señor estaba allí, lo juro por mí mismo —oráculo del Señor Dios— que actuaré con la misma cólera y el mismo celo con que tú has actuado contra ellos; de esta manera me daré a conocer a ellos cuando te castigue. Y tendrás que reconocer que yo, el Señor, escuchaba todos tus insultos, cuando hablabas contra los montes de Israel diciendo: «Están desolados, nos han sido entregados para que los devastemos». Me habéis desafiado de palabra, no habéis hecho más que hablar contra mí; lo he oído. Pues esto dice el Señor Dios: Haré de ti una desolación para que todo el país se alegre; del mismo modo que tú te alegrabas de Israel, mi heredad, cuando quedó reducido a desolación, así haré contigo: la montaña de Seír será una desolación, lo mismo que todo Edom. Y reconocerán que yo soy el Señor. En cuanto a ti, hijo de hombre, profetiza así sobre los montes de Israel: ¡Montes de Israel, escuchad la palabra del Señor! Esto dice el Señor Dios: Por haber dicho el enemigo de vosotros: «Ja, estas alturas eternas han pasado a ser posesión nuestra», profetiza y diles: Esto dice el Señor Dios: Puesto que todos cuantos os rodean os han devastado y codiciado, hasta el punto de convertiros en propiedad de las restantes naciones, blanco de las habladurías y de la difamación de la gente, escuchad, montes de Israel, la palabra del Señor Dios. Esto dice el Señor Dios a los montes, a las colinas, a los valles y vaguadas, a las ruinas devastadas y a las ciudades abandonadas, convertidas en botín y hazmerreír ante las naciones que los rodean. Sí, esto dice el Señor Dios: Movido por el fuego de mi celo, hablo contra las demás naciones y contra todo Edom, que, con el corazón rebosante de gozo y con el alma henchida de desprecio, se apoderaron de mi país como si fuera posesión suya, para entregar su pastizal al pillaje. Por eso, profetiza sobre la tierra de Israel; di a los montes, a las colinas, a las vaguadas y a los valles: Esto dice el Señor Dios: Aquí estoy, hablando lleno de celo y de cólera, pues habéis tenido que soportar el ultraje de las naciones. Por eso, así dice el Señor Dios: Juro solemnemente que las naciones que os rodean tendrán que soportar sus propios ultrajes. Pero vosotros, montes de Israel, echaréis follaje y produciréis frutos para mi pueblo Israel, pues está a punto de volver. Aquí me tenéis, vuelto hacia vosotros: seréis cultivados y sembrados. Multiplicaré los habitantes de Israel; las ciudades serán habitadas y las ruinas reconstruidas. Multiplicaré personas y animales, que serán numerosos y fecundos. Haré que pobléis el país como antaño y mejoraré la situación que teníais antes; así reconoceréis que yo soy el Señor. Haré que por vosotros —pueblo mío de Israel— transiten personas. Tomarán posesión de ti, te convertirás en su heredad y no volverás a dejarles sin hijos. Esto dice el Señor Dios: Puesto que dicen de ti que devoras a la gente y que has dejado a tu nación sin hijos, ten presente que ya no devorarás más gente y que tu nación no quedará sin hijos —oráculo del Señor Dios—. No permitiré que se vuelvan a oír los ultrajes que te dirigen las naciones ni que tengas que soportar los insultos de los pueblos; tampoco tu nación se quedará sin hijos —oráculo del Señor Dios. El Señor me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, los israelitas contaminaron su tierra con su conducta y sus acciones; su conducta me resultaba impura como una menstruación femenina. Entonces derramé sobre ellos mi cólera, a causa de la sangre que derramaron sobre el país, al que contaminaron con sus acciones. Los dispersé por las naciones y los aventé por otras tierras: los juzgué como merecía su conducta y sus acciones. Cuando llegaron a esas naciones profanaron mi santo nombre hasta el punto de que se decía de ellos: «Son el pueblo del Señor y han tenido que salir de su tierra». Así que tuve que defender mi santo nombre, profanado por Israel en todas las naciones por donde había ido. Por eso, di a los israelitas: Esto dice el Señor Dios: No hago esto por consideración a vosotros, pueblo de Israel, sino por mi santo nombre, que habéis profanado en las naciones por donde habéis ido. Santificaré mi nombre glorioso, profanado por vosotros entre las naciones, y reconocerán las naciones que yo soy el Señor —oráculo del Señor Dios— cuando vean que me sirvo de vosotros para manifestar mi santidad. Os tomaré de entre las naciones, os reuniré de entre todos los países y os traeré a vuestra tierra. Os rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras impurezas; pienso purificaros de todos vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y derramaré un espíritu nuevo en medio de vosotros; os arrancaré del cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Derramaré mi espíritu en medio de vosotros y haré que os portéis conforme a mis normas: respetaréis y cumpliréis mis leyes. Habitaréis en el país que di a vuestros antepasados; seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios. Os pondré a salvo de todas vuestras inmundicias; haré que el grano abunde y se multiplique, y no dejaré que paséis hambre. Multiplicaré los frutos de los árboles y la cosecha del campo, para que no tengáis que soportar de nuevo entre las naciones el oprobio que supone pasar hambre. Entonces os acordaréis de vuestra conducta indigna y de vuestras malas acciones, y sentiréis asco de vosotros mismos, de vuestros pecados y de vuestras abominaciones. Que quede claro que no haré eso por consideración a vosotros —oráculo del Señor Dios—; avergonzaos y abochornaos de vuestra conducta, pueblo de Israel. Esto dice el Señor Dios: El día en que os purifique de todos vuestros pecados, repoblaré las ciudades y serán reconstruidas las ruinas; la tierra devastada será cultivada, dejará de ser aquella desolación que contemplaban todos cuantos pasaban. Y la gente dirá: Aquella tierra devastada se ha convertido en un jardín de Edén, y las ciudades arruinadas, devastadas y demolidas se han transformado en fortalezas habitadas. Y las naciones que han sobrevivido en torno a vosotros reconocerán que yo, el Señor, he reconstruido lo demolido y he replantado lo devastado. Yo, el Señor, lo digo y lo hago. Esto dice el Señor Dios: Todavía dejaré que me busquen los israelitas, de modo que yo los multiplique como si fueran un rebaño humano, un rebaño de reses consagradas, como el rebaño que se concentra en Jerusalén con ocasión de las grandes festividades. De manera parecida, las ciudades arruinadas se llenarán de un rebaño humano. Y reconocerán que yo soy el Señor. El Señor puso su mano sobre mí, me sacó por medio de su espíritu y me dejó en medio de la llanura, que estaba llena de huesos. Me hizo pasar por entre ellos, de aquí para allá, y pude ver que eran muchísimos; cubrían la superficie de la llanura y estaban completamente secos. Me dijo: —Hijo de hombre, ¿volverán a vivir estos huesos? Yo respondí: —Señor Dios, tú lo sabes. De nuevo me dirigió la palabra: —Profetiza sobre estos huesos. Diles: ¡Huesos secos, escuchad la palabra del Señor! Esto dice el Señor Dios a estos huesos: Voy a infundir en vosotros un espíritu que os hará revivir. Os pondré nervios y haré que os crezca carne; os cubriré de piel y os infundiré un espíritu que os hará revivir. Y reconoceréis que yo soy el Señor. Yo profeticé conforme me fue ordenado. Mientras estaba profetizando, oí un ruido y sentí que todo temblaba. Entonces los huesos se ensamblaron entre sí. Pude ver cómo les crecían nervios y carne, y cómo se cubrían de piel de abajo arriba. Pero no tenían espíritu. Entonces me dijo: —Habla al espíritu, hijo de hombre, habla al espíritu y dile: «Esto dice el Señor Dios: Espíritu, ven de los cuatro vientos y sopla en estos muertos para que revivan». Yo hablé conforme me fue ordenado. Entonces el espíritu penetró en ellos, recobraron la vida y se pusieron de pie. Era un ejército enorme, inmenso. Después me dijo: —Hijo de hombre, estos huesos son el pueblo entero de Israel. Andan diciendo: «Nuestros huesos están secos, hemos perdido la esperanza, todo ha acabado para nosotros». Por eso, profetiza y diles: Esto dice el Señor Dios: Voy a abrir vuestras tumbas y a sacaros de ellas, pueblo mío; os llevaré a la tierra de Israel. Y sabréis que yo soy el Señor cuando abra vuestras tumbas y os saque de ellas, pueblo mío. Os infundiré un espíritu para que viváis y os estableceré en vuestra tierra. Yo, el Señor, lo digo y lo hago. —Oráculo del Señor. El Señor me dirigió la palabra: —En cuanto a ti, hijo de hombre, toma una vara y escribe en ella: «Judá y los israelitas asociados a él». Toma otra vara y escribe en ella: «José, vara de Efraín, y todos los israelitas asociados a él». Júntalas después de modo que, cuando las agarres, parezcan una sola vara. Y, cuando tus compatriotas te digan: «¿No nos vas a decir qué es eso que tienes ahí?», les responderás: «Esto dice el Señor Dios: Voy a tomar la vara de José, que está en la mano de Efraín, y a las tribus de Israel asociadas a él, y pondré encima de ellas la vara de Judá: así los convertiré en una sola vara; serán una sola cosa en mi mano». Sujetarás con la mano las varas en las que has escrito, de modo que las vean, y les dirás: Esto dice el Señor Dios: Voy a recoger a los israelitas de entre las naciones por las que han vagado, los reuniré de los países limítrofes y los traeré a su tierra. Los convertiré en una nación en el país, en los montes de Israel, y seré para todos un rey único; no volverán a ser dos naciones ni se escindirán de nuevo en dos reinos. No volverán a contaminarse con sus ídolos, sus imágenes y sus crímenes; los pondré a salvo de las infidelidades que cometieron y los purificaré. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios. Mi siervo David será su rey: será un único pastor para todos ellos; se conducirán según mis leyes y respetarán y cumplirán mis normas. Se instalarán en la tierra que di a mi siervo Jacob, donde estuvieron instalados vuestros antepasados; en ella vivirán siempre ellos, sus hijos y sus nietos, y mi siervo David será su príncipe para siempre. Haré con ellos una alianza de paz, que será para ellos una alianza eterna, y haré que se multipliquen. Pondré mi santuario en medio de ellos para siempre; mi morada estará junto a ellos. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Las naciones reconocerán que yo soy el Señor, que santifico a Israel, cuando mi santuario esté en medio de ellos para siempre. El Señor me dirigió esta palabra: —Hijo de hombre, ponte mirando hacia Gog, del país de Magog, príncipe supremo de Mésec y Túbal, y profetiza contra él. Le dirás: Esto dice el Señor Dios: Aquí estoy contra ti, Gog, príncipe supremo de Mésec y Túbal. Te haré dar la vuelta, sujetaré tus fauces con garfios y te haré salir con tu ejército, caballos y jinetes, equipados con sus pertrechos, una gran muchedumbre con adargas y escudos, todos diestros con la espada. Los acompañan Persia, Cus y Put, todos pertrechados de escudo y casco. Contigo están Gómer y todas sus tropas, Bet Togarmá, del extremo norte, y todas sus tropas; en fin, pueblos numerosos. Prepárate sin falta, tú y toda la muchedumbre unida a ti, y ponte a mi servicio. Al cabo de mucho tiempo recibirás órdenes; después de muchos años atacarás el país que escapó a la espada, cuyos habitantes fueron reunidos, de entre pueblos numerosos, en los montes de Israel, que tanto tiempo habían estado en ruinas. Desde que la gente fue sacada de entre esos pueblos, viven todos tranquilos. Subirás como un huracán, llegarás como un nubarrón para cubrir todo el país, tú y todas tus tropas, pueblos numerosos. Esto dice el Señor Dios: Aquel día te vendrán a la mente ciertos proyectos y concebirás un plan perverso. Pensarás: «Voy a atacar un país lleno de brechas, a gente confiada que vive en ciudades sin murallas, cerrojos ni puertas. Me dedicaré al pillaje y al saqueo, hurgando entre ruinas repobladas, actuando contra un pueblo reunido de entre las naciones, que se ha hecho con ganado y otras propiedades, y que habita en el ombligo del mundo». Sabá, Dedán, los mercaderes de Tarsis y todos sus comerciantes te preguntarán: «¿Has venido para dedicarte al pillaje? ¿Has reunido a tu ejército para saquear, para llevarte la plata y el oro, para robar el ganado y el resto de las propiedades; en suma, para hacerte con un botín incalculable?». Por eso, profetiza, hijo de hombre. Comunica lo siguiente a Gog: Esto dice el Señor Dios: Aquel día, cuando mi pueblo Israel se establezca confiado, seguro que te enterarás y llegarás desde tu tierra, del extremo norte, acompañado de pueblos numerosos, todos montados a caballo: una enorme muchedumbre, un ejército inmenso. Atacarás a mi pueblo Israel, desplegándote como un nubarrón para cubrir el país. Sucederá que al final de los días te convocaré contra mi tierra para que otras naciones me reconozcan al ver que me sirvo de ti, Gog, para manifestar mi santidad. Esto dice el Señor Dios: ¿No eres tú aquel de quien hablé antiguamente a través de mis siervos, los profetas de Israel, que en aquellos días profetizaron que yo te traería para atacarlos? Aquel día, cuando Gog llegue para atacar la tierra de Israel —oráculo del Señor Dios—, se excitarán mi furor, mi cólera y mi pasión. Afirmo, enardecido por la ira, que aquel día habrá un gran terremoto en la tierra de Israel. Mi presencia hará temblar a los peces del mar, a las aves del cielo, a las fieras del campo, a todos los animales que reptan y a todos los habitantes de la tierra. Los montes se derrumbarán, se desplomarán las rocas y las murallas caerán por tierra. Convocaré contra Gog toda clase de terrores —oráculo del Señor Dios—; cada cual volverá la espada contra su compañero. Mi pleito con él acabará en peste y sangre; desencadenaré sobre él lluvias torrenciales, granizo, fuego y azufre; y sufrirán las consecuencias sus tropas y los numerosos pueblos aliados con él. Así me revelaré en mi grandeza y mi santidad, numerosas naciones percibirán mi presencia y reconocerán que yo soy el Señor. En cuanto a ti, hijo de hombre, profetiza contra Gog. Le dirás: —Esto dice el Señor Dios: Aquí estoy contra ti, Gog, príncipe supremo de Mésec y Túbal. Te haré dar la vuelta, te guiaré y te haré subir del extremo norte para que ataques los montes de Israel. Pero romperé el arco que empuñas con la mano izquierda y haré que caigan al suelo las flechas que sujetas con la derecha. Caerás en los montes de Israel junto con tus tropas y los pueblos aliados; te entregaré como alimento a toda clase de aves carroñeras y a las bestias del campo. Quedarás tendido en el campo, yo soy quien lo digo —oráculo del Señor Dios—. Lanzaré fuego contra Magog y los confiados habitantes de las costas, y reconocerán que yo soy el Señor. Daré a conocer mi santo nombre en medio de mi pueblo Israel y no permitiré que vuelva a ser profanado, y las naciones tendrán que reconocer que yo soy el Señor, el santo en Israel. Ya está llegando todo esto y va a realizarse —oráculo del Señor Dios— el día que yo predije. Los habitantes de las ciudades de Israel saldrán y pegarán fuego a las armas: escudos y adargas, arcos y flechas, mazas y lanzas; y harán fuego con ellas durante siete años. No necesitarán traer leña del campo ni hacer talas en los bosques, pues harán fuego con las armas. Saquearán a sus saqueadores y harán pillaje entre sus depredadores —oráculo del Señor Dios. Aquel día proporcionaré a Gog una tumba allí, en Israel, en el valle de Abarín (al este del mar Muerto), que quedará inutilizable cuando Gog y su ejército sean enterrados allí. Lo llamarán valle del Ejército de Gog. La comunidad de Israel tardará siete meses en enterrarlos, para poder purificar el país. Toda la gente del país tomará parte en el enterramiento, y redundará en su honor el día en que yo aparezca en mi gloria —oráculo del Señor Dios—. Elegirán a un grupo de personas dedicadas exclusivamente a recorrer el país y a enterrar a los que hayan quedado esparcidos por el suelo, para purificarlo. Comenzarán la búsqueda al cabo de siete meses. Cuando el grupo elegido recorra el país, si alguien ve huesos humanos, pondrá una señal junto a ellos para que los sepultureros los entierren en el valle del ejército de Gog y así purifiquen el país. También una ciudad recibirá el nombre de Hamoná. En cuanto a ti, hijo de hombre, esto dice el Señor Dios: Di a las aves de todas las clases y a todas las bestias del campo: reuníos, venid, juntaos de los alrededores y participad en el sacrificio de proporciones gigantescas que voy a ofreceros en los montes de Israel: comeréis carne y beberéis sangre. Comeréis carne de militares y beberéis sangre de los príncipes de la tierra: todos son carneros, corderos, machos cabríos y rollizos toros de Basán. Comeréis grasa hasta hartaros; beberéis sangre hasta emborracharos cuando participéis en el sacrificio que voy a ofreceros. Os hartaréis en mi mesa de caballos, jinetes, oficiales y soldados. —Oráculo del Señor Dios. Manifestaré mi gloria entre las naciones; todas las naciones serán testigos del juicio que voy a celebrar, cuando descargue mi mano sobre ellos. Y, a partir de aquel día, Israel reconocerá que yo soy el Señor su Dios. Y las naciones reconocerán que Israel padeció el destierro a causa de sus pecados, pues me fueron infieles. Tuve que privarlos de mi presencia y los entregué en manos de sus enemigos: todos cayeron víctimas de la espada. Los traté como merecían su conducta inmoral y sus rebeldías: tuve que privarlos de mi presencia. Por eso, así dice el Señor Dios: Ahora cambiaré la suerte de Jacob, me compadeceré de toda la comunidad de Israel y defenderé con pasión mi santo nombre. Una vez que se instalen en su tierra y vivan tranquilos sin que nadie los inquiete, se tomarán en serio la deshonra que tuvieron que padecer y la infidelidad que me demostraron. Cuando los haga volver de entre los pueblos y los reúna de los países de sus enemigos, pondré de manifiesto mi santidad por medio de ellos, a la vista de numerosas naciones. Y reconocerán que yo soy el Señor su Dios cuando, tras haberlos desterrado entre las naciones, los reúna en su tierra sin que falte ninguno de ellos. Y ya no los privaré de mi presencia, una vez que derrame mi espíritu sobre Israel. —Oráculo del Señor Dios. El año vigésimo quinto de nuestra deportación, al comienzo del año, el día diez del mes, el año décimo cuarto después de que la ciudad fuese destruida, ese mismo día sentí sobre mí la mano del Señor, que me condujo allá. Por medio de una visión divina me transportó a la tierra de Israel y me dejó en un monte altísimo, sobre el que había unas construcciones que parecían una ciudad, orientada hacia el sur. Cuando me llevó allá, vi un hombre que parecía ser de bronce. Llevaba en su mano una cuerda de lino y una vara para medir; estaba de pie junto a la puerta. El hombre me dirigió la palabra: —Hijo de hombre, observa bien, escucha con atención y pon interés en todo lo que te voy a mostrar, pues te he hecho venir aquí para mostrarte algo; luego transmite a los israelitas todo lo que veas. Vi un muro que señalaba el perímetro exterior del Templo. La vara de medir que tenía el hombre en la mano tenía una longitud de tres metros; con ella midió la construcción: tres metros de ancho y otros tres de alto. Se dirigió luego al pórtico oriental, subió los escalones y midió el umbral del pórtico: tres metros de ancho. Luego las alcobas, cada una de las cuales medía tres metros de largo por tres de ancho; la distancia entre alcoba y alcoba era de dos metros y medio; y el umbral del pórtico que estaba junto al vestíbulo interior medía tres metros. Después midió el vestíbulo del pórtico por la parte interior: tenía cuatro metros de profundidad, y sus pilastras medían un metro de espesor. Había tres alcobas a cada lado del pórtico que daba al este. Las alcobas tenían las mismas dimensiones, así como las pilastras situadas a cada lado del pasillo. Después midió la anchura del vano del pórtico, que resultó ser de cinco metros; el pórtico medía seis metros y medio de largo. En la parte frontal de las alcobas había parapetos que medían medio metro por cada lado; y las alcobas tenían tres metros por cada lado. Midió también la estructura del pórtico, desde el fondo de una alcoba hasta el fondo de la otra: y había doce metros y medio. Midió después el vestíbulo, que tenía diez metros; el atrio rodeaba por todas partes al pórtico. Desde la parte frontal del pórtico, justo a la entrada, hasta la parte frontal del vestíbulo en su parte interior había veinticinco metros. Las alcobas tenían ventanas enrejadas todo alrededor del pórtico, por la parte interior; también el vestíbulo tenía ventanas todo alrededor, por la parte interior. Las pilastras del pórtico tenían palmeras esculpidas. A continuación me condujo al atrio exterior, en el que pude ver habitaciones y un enlosado construido en torno al atrio; enfrente del enlosado había treinta habitaciones. El enlosado, es decir, el enlosado inferior, lindaba con los pórticos, y su anchura era la misma que la longitud de estos. Después midió la distancia que había desde el frontal interior del pórtico inferior hasta el frontal exterior del pórtico interior, y resultó ser de cincuenta metros. A continuación midió la longitud y la anchura del pórtico septentrional del atrio exterior. Todas sus alcobas (tres a cada lado), pilastras y vestíbulo tenían las mismas dimensiones que las del primer pórtico: veinticinco metros de largo por doce y medio de ancho. Las ventanas del vestíbulo y las palmeras ornamentales eran iguales que las del pórtico oriental. Conducía a él una escalinata de siete peldaños, y el vestíbulo estaba al fondo. Lo mismo que en el pórtico oriental, había un pórtico que conducía al atrio interior. Midió entonces la distancia entre los dos pórticos y resultó ser de cincuenta metros. Después me condujo en dirección sur, y pude ver el pórtico meridional. Entonces midió sus pilastras y su vestíbulo, y las dimensiones eran las mismas que las del primer pórtico. Tanto el pórtico como su vestíbulo tenían ventanas alrededor, por la parte interior, lo mismo que en los otros pórticos. El pórtico medía veinticinco metros de largo por veinticinco de ancho. Tenía una escalinata de siete peldaños, y su vestíbulo estaba al fondo. Tenía también palmeras esculpidas en sus pilastras, una a cada lado. El atrio interior tenía un pórtico orientado hacia el sur; cuando midió la distancia que había entre los pórticos meridionales, resultó ser de cincuenta metros. Después me condujo al atrio interior, a través del pórtico meridional, y midió el pórtico, que tenía las mismas dimensiones que los demás. Sus alcobas, pilastras y vestíbulo medían lo mismo que las del primer pórtico. Al igual que su vestíbulo, tenía ventanas alrededor. Medía veinticinco metros de largo por doce y medio de ancho. El perímetro del vestíbulo era de doce metros y medio de largo por dos y medio de ancho. Su vestíbulo daba al atrio exterior, y llevaba esculpidas tres palmeras en sus pilastras; su escalinata tenía ocho peldaños. Después me condujo en dirección este, al atrio interior, y midió el llamado pórtico oriental. Tenía las mismas dimensiones que los demás. Sus alcobas, pilastras y vestíbulo tenían las mismas medidas que los anteriores. Tanto el pórtico como su vestíbulo tenían ventanas alrededor. Medía veinticinco metros de largo por doce y medio de ancho. Su vestíbulo daba al atrio exterior, y llevaba esculpidas palmeras a cada lado. Su escalinata tenía ocho peldaños. Después me condujo al pórtico septentrional y lo midió. Se encontraron las mismas dimensiones que las anteriores, tanto para el pórtico como para sus alcobas, pilastras y vestíbulo. Alrededor de él había ventanas. Medía veinticinco metros de largo por doce y medio de ancho. Su vestíbulo daba al atrio exterior y llevaba esculpidas palmeras a cada lado. Su escalinata tenía ocho peldaños. Con el vestíbulo del pórtico comunicaba una sala, donde se lavaban las víctimas de los holocaustos. En el propio vestíbulo había unas mesas, dos a cada lado. Eran usadas para degollar a las víctimas de los holocaustos y de los sacrificios expiatorios y penitenciales. En la parte de fuera, en dirección al pórtico septentrional, había dos mesas; otras dos estaban colocadas al otro lado, en dirección al vestíbulo del pórtico. Había, pues, cuatro mesas en la parte interior del pórtico y otras cuatro fuera: un total de ocho mesas dedicadas a los sacrificios. Las cuatro mesas destinadas a las víctimas de los holocaustos estaban construidas con sillares; medían tres cuartos de metro de largo y de ancho, por medio metro de alto. en ellas se colocaban los instrumentos utilizados para degollar las víctimas de los holocaustos y de las ofrendas sacrificiales. Las repisas que estaban empotradas en las murallas medían un palmo de ancho; La carne de las ofrendas debía ser colocada sobre las mesas. Fuera del pórtico interior había dos salas, en el atrio interior: una daba al sur y la otra, al lado del pórtico meridional, estaba orientada al norte. Entonces me dijo: —Esta sala orientada al sur está destinada a los sacerdotes responsables del servicio del Templo, mientras que la sala que da al norte está destinada a los sacerdotes responsables del servicio del altar. Estos últimos son los sadoquitas, descendientes de Leví, que pueden acercarse al Señor para servirlo. Después midió el atrio central: era cuadrado, de cincuenta metros de lado; el altar estaba delante del Templo. Después me condujo al vestíbulo del Templo y midió sus pilastras: dos metros y medio por cada lado. El pórtico medía siete metros de ancho, y sus paredes laterales metro y medio. El vestíbulo tenía diez metros de ancho por doce de largo. Se ascendía a él por diez peldaños, y tenía una columna junto a cada una de las pilastras. Después me introdujo en la nave del Templo y midió las pilastras: cada una medía tres metros de espesor. La entrada era de cinco metros de ancho, y cada una de las paredes laterales de la entrada medía dos metros y medio. Después midió su longitud: veinte metros, y su anchura: diez metros. Después penetró en el interior y midió las pilastras de la entrada: cada una medía un metro de espesor, mientras que la propia entrada tenía tres metros de ancho. Cada una de las paredes laterales próximas a la entrada medía tres metros y medio de ancho. A continuación midió su longitud y su anchura; eran iguales: diez metros. Después me dijo: —Este es el lugar santísimo. Midió el muro del Templo, que resultó ser de tres metros de espesor. La anchura del pasillo que rodeaba el Templo era de dos metros. Las habitaciones anejas formaban una pieza de tres pisos, con treinta habitaciones cada uno. En el muro del Templo había unos salientes destinados a estribar las habitaciones anejas que lo rodeaban; de ese modo estas no penetraban en el muro del Templo. Conforme se subía, las habitaciones anejas se iban ensanchando. El ensanchamiento se lograba ganando espacio al muro. En consecuencia, el Templo se iba ensanchando de abajo arriba. Desde el piso inferior se podía subir al intermedio y al superior. El Templo estaba rodeado por una especie de talud, una construcción elevada que servía de base a las habitaciones anejas; medía tres metros. El espesor del muro exterior del pasillo era de dos metros y medio. Quedaba un solar entre las habitaciones anejas al Templo y el resto de las habitaciones: rodeaba el Templo y medía diez metros de ancho. El pasillo tenía puertas que daban al solar: una orientada al norte y otra al sur. El muro que rodeaba el solar medía dos metros y medio de espesor. El edificio que bordeaba el patio por la parte occidental medía treinta y cinco metros y medio de ancho; estaba rodeado por un muro de dos metros y medio de espesor y cuarenta y cinco metros de longitud. Después midió el Templo, que tenía cincuenta metros de largo, y el edificio con sus muros más el patio, que midió cincuenta metros. La anchura de la fachada del Templo más el patio oriental era de cincuenta metros. Después midió la longitud del edificio a lo largo del patio que tenía detrás: cincuenta metros. La parte interior de la nave del Templo y su atrio exterior estaban revestidos de paneles de madera. Las ventanas enrejadas y las galerías de los tres lados estaban guarnecidas de madera todo alrededor, excepto los alféizares. Desde el suelo hasta las ventanas había también un revestimiento, hasta el paño que carga sobre la puerta. Dentro del Templo y por la parte exterior, cubriendo todo el muro por fuera y por dentro, había representados querubines y palmeras, alternándose unos y otras. Cada querubín tenía dos caras, una humana y otra de león, que miraban en direcciones opuestas, hacia las palmeras que tenía a ambos lados. El Templo ofrecía este tipo de ornamentación en todos sus muros: estaban cubiertos de querubines y palmeras, desde el suelo hasta el paño que carga sobre la puerta. La puerta de la nave del Templo tenía jambas cuadradas. Delante del santuario había un objeto que parecía un altar de madera; medía metro y medio de alto, uno de largo y otro de ancho. Tenía ángulos salientes, y su base y lados eran de madera. Entonces me dijo: —Esta es la mesa que está en presencia del Señor. La nave del Templo tenía una puerta doble; también el santuario tenía una puerta doble. Cada puerta doble tenía hojas que se abrían a derecha y a izquierda, dos hojas por cada puerta. Sobre las puertas de la nave había reproducciones de querubines y palmeras, iguales que las de los muros. En la fachada del vestíbulo, por el exterior, había una barandilla de madera. A ambos lados del vestíbulo había ventanas enrejadas y palmeras. También las habitaciones anejas tenían barandillas. Después me sacó de allí y me condujo en dirección norte, al atrio exterior. Me llevó a un conjunto de habitaciones situadas frente al patio y frente al edificio, por el norte. Medía cincuenta metros de largo por la parte norte y tenía veinticinco metros de ancho y constituía una construcción de tres galerías superpuestas que se levantaba entre el atrio interior de diez metros y el enlosado que forma parte del atrio. Frente a las habitaciones había un corredor de cinco metros de ancho, que daba acceso al interior, y un muro de medio metro de espesor; sus puertas daban al norte. Las habitaciones superiores no tenían la anchura normal, pues las galerías de los pisos bajo e intermedio les robaban espacio. Ello se debía a que las habitaciones estaban construidas en tres alturas y, en vez de tener columnas como las demás que había en los atrios, se iban estrechando desde la base del edificio en relación con los pisos bajo e intermedio. El muro exterior discurría paralelo a las habitaciones; iba en dirección al atrio exterior y medía veinticinco metros de largo, pues esa era la longitud del conjunto de habitaciones que daban al atrio exterior, si bien las que miraban a la nave del Templo medían cincuenta metros. En la parte baja de estas habitaciones había una entrada por el lado oriental, que daba acceso desde el atrio exterior, en el arranque del muro del atrio. En dirección sur, a lo largo del patio y del edificio, había otras habitaciones, y un corredor frente a ellas. Tenían el mismo aspecto que las habitaciones de la parte norte: idéntica longitud, anchura, salidas, adornos y puertas. Al final de un corredor, junto al muro de protección, había una entrada que daba acceso a ellas. A continuación me dijo: —Las habitaciones del norte y del sur, que están junto al patio, son las habitaciones sagradas donde comen las ofrendas consagradas los sacerdotes que pueden acercarse al Señor. Allí han de poner también las ofrendas consagradas: ofrendas de cereales, ofrendas expiatorias y penitenciales, pues el lugar es sagrado. Una vez que los sacerdotes entran en el santuario, no pueden salir al atrio exterior sin antes quitarse las vestiduras litúrgicas, pues son sagradas. Tendrán que ponerse otra ropa antes de acercarse a un lugar público. Cuando acabó de medir el interior del Templo, me sacó por el pórtico oriental y midió su perímetro. Utilizó la vara para medir el lado oriental, cuya longitud resultó ser de doscientos cincuenta metros. Después cambió de dirección y midió el lado norte: también doscientos cincuenta metros. A continuación se dirigió al lado sur, que medía asimismo doscientos cincuenta metros. Finalmente tomó las medidas del lado occidental: doscientos cincuenta metros. Lo midió por los cuatro lados: el muro que lo rodeaba tenía doscientos cincuenta metros de largo por otros tantos de ancho. Tenía como finalidad separar el espacio sagrado del espacio profano. Después me condujo al pórtico oriental. En aquel momento la gloria del Dios de Israel llegaba por el este: oí un ruido, como el estruendo de aguas caudalosas, y su gloria llenó de resplandor la tierra. La visión se parecía a la que tuve cuando el Señor vino a destruir la ciudad y a la que había presenciado a orillas del río Quebar. Entonces caí rostro en tierra, al tiempo que la gloria del Señor llegaba al Templo en dirección al pórtico oriental. El espíritu me puso en pie y me llevó al atrio interior mientras la gloria del Señor llenó el Templo. Oí entonces que alguien me hablaba desde el interior del Templo, y advertí que junto a mí había un hombre. Me dijo: —Hijo de hombre, este es el lugar donde se asienta mi trono, el estrado de mis pies, donde voy a habitar para siempre en medio de los israelitas. Ni los israelitas ni sus reyes volverán a profanar mi nombre santo con su conducta inmoral y con los mausoleos que erigen tras la muerte de sus reyes. Cuando pusieron su umbral junto al mío y sus jambas junto a la mía, de modo que solo había una pared que nos separase, profanaron mi santo nombre con sus abominaciones, y entonces los consumí con mi cólera. De ahora en adelante alejarán de mí su conducta inmoral y sus mausoleos reales, y habitaré en medio de ellos para siempre. En cuanto a ti, hijo de hombre, describe este Templo a los israelitas, para que se avergüencen de sus pecados. Cuando observen sus medidas y estructura, se avergonzarán de todo lo que han hecho. Infórmales del plano y la estructura del Templo, de sus salidas y entradas, y de todas las instrucciones y disposiciones sobre él. Dibújalo ante ellos para que puedan respetar todas las instrucciones y disposiciones, y las cumplan. Esta es la ley relativa al Templo situado en la cumbre de la montaña: todo el territorio que lo rodea es especialmente santo. Estas eran las medidas del altar: el foso que lo rodeaba tenía medio metro de hondo y otro tanto de ancho, mientras que el reborde que rodeaba la orilla era de un palmo. La base del altar, que sobresalía, estaba construida de la siguiente manera: la distancia que iba desde el foso, a la altura del suelo, hasta el borde de la base inferior era de un metro, y la anchura del borde era de medio metro. Desde el borde de la base pequeña hasta el de la grande había una distancia de dos metros y una anchura de medio metro. El hogar de la cremación tenía dos metros de altura, y desde él salían cuatro cuernos. El hogar medía seis metros de largo por seis de ancho, es decir, un cuadrado perfecto. La base tenía siete metros de largo por siete de ancho, es decir, un cuadrado perfecto. El reborde que lo rodeaba medía un cuarto de metro de ancho, mientras que el mencionado foso se extendía medio metro todo alrededor. Sus escalones estaban orientados al norte. Después me dijo: —Hijo de hombre, esto dice el Señor Dios: Estas son las normas relativas al altar, según las cuales deberá ser construido para ofrecer en él holocaustos y asperjarlo con sangre. A los sacerdotes levitas de la estirpe de Sadoc, que tienen acceso a mi servicio —oráculo del Señor Dios—, les proporcionarás un novillo para que lo ofrezcan como sacrificio expiatorio. Con parte de su sangre rociarás los cuatro salientes del altar, los cuatro ángulos de la base y el borde en todo su perímetro. Así lo purificarás y harás expiación por él. Tomarás después el toro elegido para el sacrificio expiatorio y lo dejarás quemar fuera del santuario, en el lugar designado en el recinto del Templo. Al día siguiente ofrecerás un cabrito sin defecto como sacrificio por el pecado y para purificar el altar; seguirás el mismo rito que con el novillo. Cuando hayas acabado el rito de expiación, ofrecerás un novillo y un carnero, ambos sin defecto. Los ofrecerás en presencia del Señor; los sacerdotes les echarán sal y los ofrecerán como holocausto al Señor. Durante siete días ofrecerás diariamente un cabrito como ofrenda expiatoria; ofrecerán también un novillo y un carnero, ambos sin defecto. Durante siete días expiarán y purificarán el altar, y así lo consagrarán. Después de este período, a partir del día octavo, los sacerdotes ofrecerán sobre el altar vuestros holocaustos y sacrificios de acción de gracias, y yo los aceptaré gustoso —oráculo del Señor Dios. Me hizo volver al pórtico exterior del santuario, el que está orientado hacia el este, pero estaba cerrado. Entonces me dijo: —Este pórtico permanecerá cerrado; nadie lo abrirá ni entrará por él, pues el Señor, Dios de Israel, ha entrado por él y debe permanecer cerrado. Solo el príncipe podrá sentarse en él para comer en presencia del Señor. Entrará por el vestíbulo del pórtico y saldrá por el mismo sitio. Después me llevó hacia el pórtico septentrional, frente al Templo. Me fijé y, al ver que la gloria del Señor llenaba el Templo, caí rostro en tierra. Entonces me dijo: —Hijo de hombre, pon interés, observa bien y escucha con atención todo lo que voy a decirte sobre todas las normas y disposiciones relativas al Templo. Fíjate bien en quiénes tienen acceso al Templo y en quiénes son excluidos del santuario. Di a esos israelitas rebeldes: Esto dice el Señor Dios: ¿No tenéis bastante con las abominaciones que habéis cometido, pueblo de Israel? Habéis permitido que extranjeros incircuncisos de corazón y de cuerpo entren en mi santuario para profanarlo cuando me ofrecéis pan, grasa y sangre. Habéis roto mi alianza con esas vuestras prácticas abominables y habéis desatendido el servicio a mis cosas santas, cediéndoles a ellos el servicio que se me debe en el santuario. Esto dice el Señor Dios: Ningún extranjero incircunciso de corazón y de cuerpo entrará en mi santuario, ningún extranjero que habite entre los israelitas. Los levitas que se alejaron de mí cuando Israel se descarrió abandonándome y yendo detrás de sus ídolos cargarán con su culpa. Serán los responsables del servicio de seguridad en mi santuario, vigilando las puertas, y desempeñarán otras funciones en el área del Templo. Serán los encargados de degollar las víctimas de los holocaustos y las sacrificadas en favor del pueblo, a cuya disposición estarán para servirlo. Por haber dado culto a los ídolos, siendo ocasión de pecado para la comunidad israelita, juro solemnemente —oráculo del Señor Dios— que tendrán que cargar con su culpa. No se acercarán a mí para oficiar como sacerdotes ni tocarán nada que yo considere santo o santísimo. Tienen que soportar la vergüenza que merecen y las consecuencias de las abominaciones que cometieron. Los responsabilizaré de las tareas del área del Templo y de todos los trabajos que haya que hacer en él. Los sacerdotes levitas de la estirpe de Sadoc, que estuvieron al servicio de mi santuario cuando los israelitas se descarriaron, podrán acercarse a mí para servirme; estarán en mi presencia para ofrecerme grasa y sangre —oráculo del Señor Dios—. Entrarán en mi santuario, se acercarán a mi mesa para servirme y cumplirán con sus deberes. Cuando entren por los pórticos del atrio interior vestirán ropa de lino y no se pondrán vestidos de lana cuando oficien en los pórticos del atrio interior o más adentro. Llevarán en sus cabezas turbantes de lino y se pondrán calzones de lino; no vestirán ropa que les haga sudar. Cuando salgan al atrio exterior, donde está la gente, se quitarán la ropa que llevaban durante el servicio litúrgico y la dejarán en las habitaciones del santuario; se pondrán otra ropa, y así no transmitirán a la gente la santidad de la ropa litúrgica. No se afeitarán la cabeza, pero tampoco se dejarán melena; llevarán el pelo muy corto. Ningún sacerdote beberá vino cuando penetre en el atrio interior. No se casarán con viudas o divorciadas, sino solo con vírgenes de estirpe israelita; podrán, sin embargo, casarse con viudas de sacerdotes. Enseñarán a mi pueblo la diferencia que existe entre lo sagrado y lo profano, y los instruirán en la distinción entre lo puro y lo impuro. Cuando haya un pleito, presidirán el juicio y decidirán de acuerdo con mis disposiciones. En todas las fiestas dedicadas a mí aplicarán mis leyes y mis normas; santificarán mis sábados. No se acercarán a un cadáver para no contaminarse, a no ser que se trate del padre o de la madre, de un hijo o de una hija, o de una hermana soltera. Después de la purificación deberán dejar pasar siete días. El día en que vuelvan al santuario y entren en el atrio interior para desempeñar su tarea, ofrecerán un sacrificio de expiación por ellos mismos —oráculo del Señor Dios—. No tendrán heredad alguna: yo seré su heredad. No se les dará en Israel propiedad alguna: yo seré su propiedad. Se alimentarán de las ofrendas de cereales y de las víctimas de los sacrificios expiatorios y penitenciales; a ellos les pertenece también todo lo consagrado al exterminio en Israel. Los sacerdotes podrán disponer de lo mejor de las primicias y de todas vuestras ofrendas. Al sacerdote le daréis lo mejor de vuestras hornadas, para que vuestra casa se llene de bendiciones. Los sacerdotes no podrán comer cadáveres o cuerpos destrozados de aves o de animales. Cuando echéis a suertes el reparto de la tierra, reservaréis como ofrenda al Señor un terreno sagrado de doce mil quinientos metros de largo por diez mil de ancho. Será sagrado en toda su extensión. De él se tomará para el santuario un cuadrado de doscientos cincuenta metros de lado, rodeado de una zona libre de veinticinco metros de ancho. De todo el terreno acotaréis también un espacio de doce mil quinientos metros de largo por cinco mil de ancho; allí se construirá el santuario, el lugar santísimo. Será el terreno sagrado del país, destinado a los sacerdotes que ofician en el santuario y que se acercan al Señor para servirle. Les servirá de solar para sus viviendas y de pasto para el ganado. Los levitas que sirven en el Templo tendrán reservado un terreno de doce mil quinientos metros de largo por cinco mil de ancho, para que tengan una propiedad donde habitar. Como área urbana fijaréis un terreno de dos mil quinientos metros de ancho por doce mil quinientos de largo, junto a la parte reservada al santuario. Será propiedad de toda la comunidad de Israel. Al príncipe se le asignarán territorios a ambos lados del terreno reservado al santuario y al área urbana; ocuparán el espacio que discurre a lo largo de la linde del terreno reservado al santuario y del reservado al área urbana, y llegarán hasta el mar por occidente y hasta la frontera por oriente. Desde la frontera marítima a la frontera oriental habrá una longitud igual a cada una de las partes sorteadas para las tribus. Esta será su propiedad en Israel y así mis príncipes no volverán a oprimir a mi pueblo; a los israelitas, por tribus, se les asignará el resto de la tierra. Esto dice el Señor Dios: ¡Ya está bien, príncipes de Israel! ¡Ya está bien de violencia y rapiña! Practicad el derecho y la justicia, dejad ya de expropiar a mi pueblo —oráculo del Señor Dios—. Ocupaos de que las balanzas no estén trucadas y de que las pesas y las medidas sean las correctas. La medida base será igual para líquidos y sólidos, a saber, de una capacidad de veintidós litros. En cuanto al siclo equivaldrá a veinte gueras; veinte siclos más veinticinco siclos, más quince siclos equivaldrán a una mina. Esta será la ofrenda que haréis: por cada doscientos kilos de trigo o de cebada, ofreceréis tres kilos y medio. En cuanto a la cosecha de aceite, esta será la norma: por cada doscientos veinte litros, ofreceréis dos litros y cuarto de aceite. Y por cada rebaño de doscientas cabezas que pasten en los prados de Israel se reservará una oveja para hacer ofrendas, holocaustos y sacrificios de comunión, que les sirvan de expiación. Toda la población presentará esta ofrenda a favor del príncipe de Israel. El príncipe será responsable de los holocaustos, las ofrendas de cereales y las libaciones en las fiestas, novilunios y sábados, así como en todas las solemnidades que celebren los israelitas; también él ofrecerá el sacrificio expiatorio, la ofrenda de cereales, el holocausto y los sacrificios de comunión, que servirán para expiar los pecados de Israel. Esto dice el Señor Dios: El día uno del primer mes tomarás un novillo sin defecto y lo sacrificarás para purificar el santuario. El sacerdote tomará parte de la sangre de la víctima y untará con ella las jambas del Templo, los cuatro ángulos del zócalo del altar y las jambas del pórtico del atrio interior. Lo mismo harás el día siete de cada mes por quien haya pecado por inadvertencia o irreflexión, y así haréis la expiación del Templo. El día catorce del primer mes celebraréis la fiesta de la Pascua; durante siete días comeréis pan sin levadura. Ese día el príncipe ofrecerá por él y por toda la gente del pueblo un novillo como sacrificio expiatorio. Durante los siete días de la fiesta ofrecerá diariamente como holocausto al Señor siete novillos y siete carneros sin defecto, y un macho cabrío diario como víctima expiatoria. Como oblación de cereales ofrecerá veintidós kilos de cereal por cada novillo y otro tanto por cada carnero, más cuatro litros de aceite por cada veintidós kilos de cereal. El día quince del séptimo mes, con ocasión del comienzo de la fiesta, ofrecerá lo mismo durante siete días: sacrificio expiatorio, holocausto, oblación de cereales y aceite. Esto dice el Señor Dios: El pórtico del atrio interior orientado hacia el este permanecerá cerrado los seis días laborables; se abrirá el sábado y el día de novilunio. Cuando el príncipe entre en el vestíbulo del pórtico, se parará en el umbral y los sacerdotes ofrecerán su holocausto y sus sacrificios de comunión; él se postrará en el zaguán del pórtico y después saldrá. El pórtico no se cerrará hasta la tarde. La gente del pueblo se postrará a la entrada de este pórtico, en la presencia del Señor, los sábados y novilunios. El holocausto que ofrezca el príncipe al Señor el sábado será de seis corderos y un carnero, todos sin defecto; como oblación de cereales, ofrecerá veintidós kilos de cereal por el carnero, y por los corderos lo que buenamente pueda, aparte de cuatro litros de aceite por cada veintidós kilos de cereal. El día de novilunio las víctimas serán un novillo, seis corderos y un carnero, todos sin defecto. Como oblación de cereales, ofrecerá veintidós kilos de cereal por el novillo y otro tanto por el carnero, y por los corderos lo que buenamente pueda, aparte de cuatro litros de aceite por cada veintidós kilos de cereal. Cuando el príncipe entre, lo hará por el vestíbulo del pórtico, y por él saldrá. Cuando la gente del pueblo se presente ante el Señor con ocasión de las festividades, el que entre por el pórtico septentrional para adorar saldrá por el pórtico meridional, y el que entre por el pórtico meridional saldrá por el pórtico septentrional; no saldrá por el pórtico por el que entró, sino por el de enfrente. El príncipe que acompañe a la gente entrará con ellos y saldrá con ellos. En las fiestas y solemnidades, la ofrenda de cereales será de veintidós kilos de cereal para el novillo y otro tanto para el carnero; para los corderos lo que buenamente se pueda, aparte de cuatro litros de aceite por cada veintidós kilos de cereal. Cuando el príncipe haga una ofrenda voluntaria al Señor, sea holocausto o sacrificio de comunión, se le abrirá el pórtico que da al oriente para que pueda ofrecer su holocausto o sacrificio de comunión, como hace los sábados. Después de salir, se cerrará el pórtico. Ofrecerás diariamente al Señor, como holocausto, un cordero añal sin defecto. Lo ofrecerás cada mañana. Ofrecerás junto con él, cada mañana, como oblación de cereales, unos cuatro kilos de cereal y un litro de aceite para amasar con él la harina. Esta oblación de cereales al Señor será una de las normas permanentes. El cordero, la oblación de cereales y el aceite serán ofrecidos cada mañana como holocausto habitual. Esto dice el Señor Dios: Si el príncipe hace una donación de sus propios bienes a alguno de sus hijos, la donación pasará como herencia a sus hijos. Pero si hace una donación de sus propios bienes a alguna de las personas que está a su servicio, el regalo pertenecerá a este hasta el año jubilar, y después pasará al príncipe. Después de todo, es posesión suya y deben heredarla sus hijos. El príncipe no tomará nada de las propiedades hereditarias del pueblo, despojando a la gente de forma violenta. Dará a sus hijos como herencia sus propias posesiones, para evitar que mi pueblo sea expulsado de su propia heredad. Después [el hombre que me guiaba] me hizo entrar por la entrada adyacente al pórtico y me condujo a las habitaciones sagradas de los sacerdotes, que están orientadas al norte, y pude ver allí, en el fondo, un espacio que daba al oeste. Entonces me dijo: —Este es el lugar en el que los sacerdotes han de cocer las víctimas de reparación y las expiatorias, y donde deben hornear las ofrendas de cereales, para no tener que sacarlas al atrio exterior y transmitir su santidad a la gente. Después me sacó al atrio exterior y me hizo recorrer sus cuatro ángulos: en cada uno había un recinto menor. Eran recintos adosados a los cuatro ángulos del atrio, todos de la misma medida: veinte metros de largo por quince de ancho. Cada uno de los cuatro tenía un muro bajo alrededor, y en la parte inferior, siguiendo la línea de los muros, había unos hogares para cocinar. Después me dijo: —Estas son las cocinas, donde los que están al servicio del Templo deben cocinar las víctimas ofrecidas por la gente. Después me hizo volver a la entrada del Templo y vi que, por debajo de su umbral, fluía una corriente de agua en dirección este, hacia donde se orienta la fachada del Templo. El agua bajaba por la parte derecha del Templo, al sur del altar. Me sacó después y me condujo hacia el pórtico septentrional; me hizo dar la vuelta hacia el pórtico exterior, hacia oriente, y vi que el agua fluía por el lado derecho. El hombre salió hacia oriente con un cordón en la mano. Midió quinientos metros y me hizo atravesar: el agua me llegaba a los tobillos. Midió otros quinientos metros y me hizo atravesar: el agua me llegaba a las rodillas. De nuevo midió quinientos metros y me hizo atravesar: el agua me llegaba a la cintura. Midió otros quinientos metros: era ya un torrente que no pude atravesar, pues el agua había crecido y solo a nado se podía atravesar: era un torrente que no se podía vadear. Me dijo entonces: —¿Has visto, hijo de hombre? Después me hizo volver a la orilla del torrente. Al llegar vi que a ambos lados del torrente había muchísimos árboles. Me dijo entonces: —Estas aguas, que fluyen hacia la zona oriental, irán bajando hasta la Arabá. Después desembocarán en el mar Muerto, el de las aguas sin vida, que quedarán saneadas. Todos los animales que se muevan por donde pasa la corriente vivirán, y además habrá numerosos peces. Cuando el agua llegue allí, el mar quedará saneado y habrá vida en los lugares por donde pase el torrente. En sus orillas se apostarán los pescadores, y desde Engadí hasta Egláin la gente tenderá redes. La pesca será como la del mar Grande, y además abundantísima. Pero sus marismas y lagunas no quedarán saneadas: servirán de salinas. A ambas orillas del torrente crecerán toda clase de árboles frutales, de hoja perenne y cargados siempre de fruta; todos los meses producirán nuevos frutos, pues el agua que los riega es la que sale del santuario. Sus frutos servirán de alimento, y sus hojas serán medicinales. Esto dice el Señor Dios: Esta será la frontera de la tierra que os repartiréis como propiedad particular las doce tribus de Israel. Os repartiréis por lotes iguales la tierra que juré solemnemente dar a vuestros antepasados y que ahora os corresponde en herencia. Esta será la frontera: por el norte, desde el mar Grande, pasando por Jetlón y la Entrada de Jamat, hasta Sedadá; después, a través de Berotá y Sibráin, situadas entre el territorio de Damasco y el de Jamat, hasta Jaser Enón, en los límites del Jaurán. Así pues, la frontera irá desde el mar hasta Jaser Enón, quedando al norte el territorio de Damasco y el de Jamat. Esta será la frontera septentrional. Por el este, la frontera partirá de la zona comprendida entre el Jaurán y Damasco, y después el Jordán servirá de frontera entre Galaad y la tierra de Israel, en dirección al mar Muerto, hasta Tamar. Esta será la frontera oriental. Por el sur, la frontera partirá de Tamar, irá hasta las aguas de Meribá de Cadés y seguirá por el torrente hasta el mar Grande Esta será la frontera meridional. Por el oeste, la frontera será el mar Grande; el límite septentrional estará situado a la altura de la Entrada de Jamat. Esta será la frontera occidental. Os repartiréis este territorio entre las tribus de Israel. Lo asignaréis por suertes como heredad tanto para vosotros como para los extranjeros que residen entre vosotros y que han tenido familia en el país. Los trataréis como israelitas nativos y participarán en la distribución de las heredades junto con las tribus de Israel. A los extranjeros les proporcionaréis su heredad correspondiente en el territorio de las tribus donde residan —oráculo del Señor Dios. Esta es la lista de los territorios tribales: El territorio de Dan estará situado en el extremo norte, cerca del límite formado por Jetlón, la Entrada de Jamat y Jaser Enón, al sur del territorio de Damasco, y pegando a Jamat. Se extenderá desde la frontera oriental hasta el mar. El territorio de Aser bordeará por el sur los límites de Dan, desde la frontera oriental hasta el mar. El territorio de Neftalí bordeará por el sur los límites de Aser, desde la frontera oriental hasta el mar. El territorio de Manasés bordeará por el sur los límites de Neftalí, desde la frontera oriental hasta el mar. El territorio de Efraín bordeará por el sur los límites de Manasés, desde la frontera oriental hasta el mar. El territorio de Rubén bordeará por el sur los límites de Efraín, desde la frontera oriental hasta el mar. El territorio de Judá bordeará por el sur los límites de Rubén, desde la frontera oriental hasta el mar. Bordeando por el sur el territorio de Judá, desde la frontera oriental hasta el mar, habrá una zona reservada, de doce mil quinientos metros de anchura y tan larga como los demás lotes mencionados. En el centro estará el santuario. Esta zona reservada y consagrada al Señor medirá doce mil quinientos metros de largo por diez mil de ancho. Tendrán también su parte reservada los colectivos siguientes: los sacerdotes dispondrán de un área de doce mil quinientos metros de longitud por el norte y por el sur, y de cinco mil metros de anchura por el este y el oeste. En el centro estará el santuario del Señor. Será la parte de los sacerdotes consagrados, descendientes de Sadoc, que cumplieron con su servicio para conmigo y no participaron en los extravíos de los israelitas, como hicieron los levitas. Les corresponderá, pues, una zona reservada del país, un área especialmente sagrada junto al territorio de los levitas. Estos dispondrán de una zona junto al territorio de los sacerdotes: medirá doce mil quinientos metros de largo por cinco mil de ancho. No podrán vender, ni cambiar ni traspasar nada de esta excepcional parte del país, pues está consagrada al Señor. El espacio restante, de dos mil quinientos metros de ancho por doce mil quinientos de largo, será profano: formará parte de la circunscripción de la ciudad y estará destinado a viviendas y pastos. La ciudad ocupará el centro. Sus medidas serán las siguientes: cada uno de sus lados (norte, sur, este y oeste) tendrá dos mil doscientos cincuenta metros. En torno a estos cuatro lados de la ciudad habrá una zona de pastos de ciento veinticinco metros. En cuanto al terreno restante, que discurre paralelamente a la zona consagrada, medirá cinco mil metros por el este y el oeste, y sus productos servirán de alimento a los trabajadores de la ciudad. Lo cultivarán los trabajadores de la ciudad, sea cual sea la tribu de donde procedan. Así pues, el territorio reservado en su totalidad medirá doce mil quinientos metros de lado. Tendréis que considerar este territorio como algo reservado, incluido lo que pertenece a la ciudad. Los espacios restantes a cada lado de la parte consagrada y de lo que pertenece a la ciudad serán asignados al príncipe. El espacio que da al oriente confinará con el área de doce mil quinientos metros y se extenderá hacia la frontera oriental, mientras que el espacio occidental confinará también con el área de doce mil quinientos metros y se extenderá hacia la frontera occidental. Los espacios que discurren paralelamente al resto de las heredades repartidas serán asignados al príncipe. El territorio sagrado, en el que estará situado el santuario y que se encuentra limitado por las propiedades de los levitas y de la ciudad, y que está flanqueado por los terrenos pertenecientes al príncipe, estará localizado entre los territorios de Judá y de Benjamín. Por lo que respecta al resto de las tribus, Benjamín se extenderá desde la frontera oriental hasta el mar. Simeón se extenderá desde la frontera oriental hasta el mar, bordeando el territorio de Benjamín. Isacar se extenderá desde el límite oriental hasta el mar, bordeando el territorio de Benjamín. Zabulón se extenderá desde el límite oriental hasta el mar, bordeando el territorio de Isacar. Gad se extenderá desde el límite oriental hasta el mar, bordeando el territorio de Zabulón. La frontera meridional del territorio de Gad coincidirá con la frontera que discurre desde Tamar, a través de las aguas de Meribá de Cadés y del torrente (de Egipto), hasta el mar Grande. Este es en concreto el país que habéis de repartir en heredades a las tribus de Israel —oráculo del Señor Dios. Estas serán las salidas de la ciudad: por el lado septentrional, que medirá dos mil doscientos cincuenta metros, habrá tres puertas, que llevarán el nombre de otras tantas tribus de Israel: puerta de Rubén, puerta de Judá y puerta de Leví. Por el lado oriental, que medirá dos mil doscientos cincuenta metros, habrá otras tres puertas: puerta de José, puerta de Benjamín y puerta de Dan. Por el lado meridional, que medirá dos mil doscientos cincuenta metros, habrá otras tres puertas: puerta de Simeón, puerta de Isacar y puerta de Zabulón. Por el lado occidental, que medirá dos mil doscientos cincuenta metros, habrá otras tres puertas: puerta de Gad, puerta de Aser y puerta de Neftalí. Por tanto, el perímetro medirá nueve mil metros. Y, de ahora en adelante, la ciudad se llamará: «El Señor está allí». El año tercero del reinado de Joaquín, rey de Judá, Nabucodonosor, rey de Babilonia, se dirigió a Jerusalén y la sitió. El Señor puso en sus manos a Joaquín, rey de Judá, junto con parte de los objetos del Templo de Dios. Se llevó estos objetos al país de Senar y los depositó en el tesoro del templo de su dios. El rey ordenó a Aspenaz, jefe del personal de la corte, que eligiera entre los israelitas de estirpe real o de familias nobles algunos jóvenes sin defectos físicos y de buena presencia, que estuvieran instruidos en todas las ramas del saber y que fueran inteligentes y perspicaces, capaces de estar al servicio de la corona y de aprender la literatura y la lengua de los caldeos. El rey ordenó que se les diera una ración diaria de la comida y del vino que se servían en la mesa real. Mandó también que fueran educados durante tres años antes de ponerlos al servicio del rey. Entre aquellos jóvenes había unos que procedían de Judá, y se llamaban Daniel, Ananías, Misael y Azarías. El jefe del personal de la corte les puso otros nombres: a Daniel lo llamó Baltasar; a Ananías le puso Sadrac; a Misael, Mesac, y a Azarías, Abednegó. Daniel decidió no contaminarse con la comida y el vino de la mesa real, y pidió al jefe del personal que le permitiera no contaminarse. Dios hizo que Daniel se ganara la benevolencia y el favor del jefe del personal que dijo a Daniel: —Tengo miedo del rey, mi señor, pues os ha asignado lo que tenéis que comer y beber. Si os encuentra más demacrados que el resto de los jóvenes de vuestra edad, haréis que me juegue la cabeza ante el rey. Entonces Daniel dijo al responsable a quien el jefe del personal había confiado a Daniel, Ananías, Misael y Azarías: —Mira, vas a poner a prueba a estos siervos tuyos durante diez días. Que nos den legumbres para comer y agua para beber. Después compara personalmente nuestro aspecto con el de los jóvenes que comen a la mesa del rey; una vez comprobados los resultados, toma con nosotros la decisión que debas tomar. Él aceptó su propuesta y los puso a prueba durante diez días. Cuando pasaron los diez días, comprobó que su aspecto era mejor que el de los demás jóvenes que comían a la mesa del rey; incluso se los veía más fuertes. A partir de entonces, el responsable les retiraba las raciones de comida y el vino, y les daba legumbres. Dios concedió a aquellos cuatro jóvenes sabiduría y conocimientos en toda clase de literatura y de actividades sapienciales. Daniel, en particular, entendía de visiones y de sueños. Cuando pasó el tiempo que el rey había dispuesto para que le fueran presentados los jóvenes, el jefe del personal los llevó ante Nabucodonosor. El rey habló con ellos, pero entre todos no encontró a ninguno como Daniel, Ananías, Misael y Azarías, por lo que pasaron al servicio del rey. En todas las materias que el rey les preguntaba, materias que requerían sabiduría e inteligencia, los encontró diez veces superiores a todos los magos y adivinos de su reino. Daniel permaneció allí hasta el año primero del reinado de Ciro. El año segundo de su reinado, Nabucodonosor tuvo unos sueños que turbaron su espíritu y no le dejaban dormir. El rey ordenó llamar a los magos, adivinos, hechiceros y astrólogos para que interpretaran sus sueños. Una vez que comparecieron ante su presencia, el rey les dijo: —He tenido un sueño y estoy intrigado por conocer su sentido. Los astrólogos respondieron al rey en arameo: —¡Larga vida al rey! Cuenta el sueño a tus siervos y daremos con su interpretación. El rey les respondió: —He tomado una determinación: como no me contéis el sueño y deis con su interpretación, seréis cortados en pedazos y vuestras casas serán demolidas. Pero, si me contáis el sueño y dais con su interpretación, os colmaré de regalos, obsequios y honores. Os conviene, pues, contarme el sueño y dar con su interpretación. Ellos insistieron: —Que el rey nos cuente su sueño y nosotros daremos con su interpretación. El rey respondió: —Me parece que intentáis ganar tiempo, pues sabéis que he tomado la determinación de haceros reos de una misma sentencia si no sois capaces de contarme el sueño. Seguro que os habéis puesto de acuerdo para mentirme y engañarme, en espera de que cambie la situación. Así que contadme de una vez el sueño; de ese modo me convenceré de que también sois capaces de interpretarlo. Los astrólogos respondieron al rey: —No hay nadie en el mundo que pueda responder a lo que pide su majestad. Y tampoco ha existido un rey, por muy grande y poderoso que haya sido, que haya preguntado cosa semejante a ningún mago, adivino o astrólogo. Lo que pide su majestad es algo muy difícil. Nadie puede darlo a conocer al rey, excepto los dioses, que no habitan entre los mortales. Entonces el rey se enfureció sobremanera y mandó acabar con todos los sabios de Babilonia. Una vez hecha pública la orden de matar a los sabios, se buscó a Daniel y a sus compañeros, pues también a ellos les afectaba la orden real. Pero cuando Arioc, jefe de la guardia real, iba a cumplir la orden de matar a los sabios de Babilonia, Daniel hizo gala de su prudencia y sensatez, y le preguntó: —¿Por qué ha promulgado el rey una orden tan severa? Cuando Arioc le puso al corriente de la situación, Daniel pidió audiencia y propuso al rey que le concediese un plazo para dar con la interpretación del sueño. Cuando volvió a casa, Daniel informó del asunto a sus compañeros Ananías, Misael y Azarías, y les pidió que imploraran la misericordia del Dios del cielo para poder descifrar aquel misterio. De otro modo, Daniel y sus compañeros morirían junto con los demás sabios de Babilonia. El misterio le fue revelado a Daniel en una visión nocturna. Entonces bendijo al Dios del cielo con estas palabras: Sea el nombre de Dios bendito por siempre; suyos son sabiduría y poder. Él hace que se alternen años y estaciones; él entroniza reyes y él mismo los destrona. Concede sabiduría a los sabios y ciencia a los perspicaces. Revela lo profundo y lo secreto, conoce lo que ocultan las sombras y la luz mora junto a él. Te alabo y te doy gracias, Dios de mis antepasados, pues me das sabiduría y poder, me revelas lo que habíamos pedido y me manifiestas el asunto del rey. Daniel fue después donde estaba Arioc, a quien el rey había dado orden de ejecutar a los sabios de Babilonia, y le dijo: —No ejecutes a los sabios de Babilonia. Preséntame ante el rey y yo le interpretaré el sueño. Arioc llevó a Daniel sin pérdida de tiempo ante el rey, y le dijo: —He encontrado entre los deportados de Judá a uno que dice ser capaz de interpretar el sueño de su majestad. El rey dijo a Daniel (apodado Baltasar): —¿De verdad eres capaz de contarme el sueño que he tenido y de interpretarlo? Daniel respondió: —No hay ningún sabio, adivino, mago o astrólogo capaz de descifrarle a su majestad ese misterio. En cambio, hay un Dios en el cielo que revela misterios y que ha dado a conocer al rey Nabucodonosor lo que sucederá al final de los tiempos. El sueño y las visiones que tuviste mientras dormías son como siguen: —Majestad, mientras estabas acostado, reflexionabas intentando saber lo que sucederá en el futuro. Pues bien, el que revela misterios te ha dado a conocer lo que sucederá. A mí precisamente se me ha revelado este misterio, no porque mi sabiduría sea superior a la de los demás, sino para poner en conocimiento de su majestad la interpretación del sueño y para que comprendas los pensamientos que te turban. Majestad, la visión que tuviste es la siguiente: Ante ti se alzaba una estatua enorme, de brillo deslumbrante y aspecto terrible. La cabeza de la estatua era de oro puro, su pecho y brazos de plata, y su vientre y sus caderas de bronce; sus piernas eran de hierro, y sus pies mitad de hierro y mitad de barro. Mientras la contemplabas, se desprendió una piedra sin que interviniera fuerza alguna, chocó contra los pies de hierro y barro de la estatua y los hizo añicos. Al mismo tiempo, todo quedó pulverizado: el hierro con el barro, el bronce, la plata y el oro. Todo quedó como el tamo de la era que el viento arrebata en verano sin dejar rastro. Pero la piedra que había chocado contra la estatua se convirtió en una montaña enorme, que cubrió toda la tierra. Este fue el sueño. Ahora le ofreceremos a su majestad la interpretación. Tú, majestad, rey de reyes, has recibido del Dios del cielo imperio, poder, fuerza y gloria. Él ha puesto en tus manos a los seres humanos, las bestias del campo y las aves del cielo, allí donde habiten, y te ha dado dominio sobre todo ello. Eso quiere decir que tú eres la cabeza de oro. Después de ti surgirá otro reino inferior al tuyo, y a continuación un tercer reino de bronce que dominará toda la tierra. Después aparecerá un cuarto reino, duro como el hierro que todo lo tritura y pulveriza; del mismo modo que el hierro, él triturará y pulverizará a todos los demás. Los pies y los dedos que viste, mitad de barro de alfarero y mitad de hierro, significan que habrá un reino dividido: será sólido como el hierro, pues viste cómo el barro estaba mezclado con hierro. Los dedos de los pies, mitad de hierro y mitad de barro, significan que el reino será al mismo tiempo sólido y frágil. Los linajes se mezclarán, del mismo modo que viste mezclados hierro y barro, pero no se fundirán, pues hierro y barro no pueden fundirse. En tiempo de estos reyes, el Dios del cielo hará que surja un reino que nunca será destruido. No cederá su poder a otros pueblos, antes bien hará trizas y aniquilará a los otros reinos; y él subsistirá para siempre. Este es el significado de la piedra que viste desprenderse del monte sin intervención de fuerza alguna, la piedra que hizo añicos el hierro, el bronce, el barro, la plata y el oro. El gran Dios ha revelado a su majestad los acontecimientos del futuro. El sueño es verdadero, y su interpretación fidedigna. Entonces el rey Nabucodonosor cayó rostro en tierra ante Daniel y mandó que le presentaran ofrendas y le dieran perfumes. Después el rey dijo a Daniel: —Está claro que vuestro Dios es Dios de dioses, Señor de reyes y revelador de misterios, pues tú has conseguido desvelar este misterio. Después el rey honró a Daniel y le hizo muchos y magníficos regalos. Lo nombró gobernador de la provincia de Babilonia y jefe supremo de todos los sabios de Babilonia. Daniel suplicó al rey que concediera la administración de la provincia de Babilonia a Sadrac, Mesac y Abednegó, y así lo hizo. Daniel, por su parte, se quedó en la corte. El rey Nabucodonosor mandó hacer una estatua de oro, de treinta metros de alto por tres de ancho. Hizo que la colocaran en la llanura de Dura, provincia de Babilonia. El rey Nabucodonosor convocó a los sátrapas, prefectos, gobernadores, consejeros, tesoreros, juristas y jueces, así como a los que tuviesen alguna autoridad en la provincia, para que asistieran a la dedicación de la estatua que él había mandado erigir. Y así fue. Se reunieron los sátrapas, prefectos, gobernadores, consejeros, tesoreros, juristas y jueces, así como los que tenían alguna autoridad en la provincia, para presenciar la dedicación de la estatua que el rey Nabucodonosor había mandado erigir. Todos formaron ante la estatua erigida por el rey Nabucodonosor. El heraldo proclamó con todas sus fuerzas: —A la gente de todos los pueblos, naciones y lenguas, se os hace saber que, en cuanto oigáis el sonido de los cuernos, flautas, cítaras, liras, arpas, zampoñas y demás instrumentos musicales, deberéis postraros para adorar la estatua de oro erigida por el rey Nabucodonosor. Los que no se postren para adorarla serán inmediatamente arrojados al horno ardiente. Así que, en cuanto se oyó el sonido de los cuernos, flautas, cítaras, liras, arpas, zampoñas y demás instrumentos musicales, la gente congregada de todos los pueblos, naciones y lenguas se postró para adorar la estatua de oro erigida por el rey Nabucodonosor. Entonces algunos caldeos acusaron a los judíos ante el rey Nabucodonosor diciéndole: —¡Larga vida al rey! Majestad, tú has decretado que todos los presentes, al oír el sonido de los cuernos, flautas, cítaras, liras, arpas, zampoñas y demás instrumentos musicales, deben postrarse para adorar la estatua de oro. También has decidido que quien no lo haga será arrojado al horno ardiente. Pues bien, hay unos judíos, en concreto Sadrac, Mesac y Abednegó, a quienes confiaste la administración de la provincia de Babilonia, que han desoído tu orden. Majestad, esos hombres no dan culto a tu dios ni adoran la estatua de oro erigida por ti. Entonces Nabucodonosor, irritado sobremanera, hizo venir a Sadrac, Mesac y Abednegó. En cuanto los trajeron ante el rey, Nabucodonosor les dijo: —¿Es verdad, Sadrac, Mesac y Abednegó, que no dais culto a mis dioses ni adoráis la estatua de oro erigida por mí? ¿Estáis ahora dispuestos, en cuanto oigáis el sonido de los cuernos, flautas, cítaras, liras, arpas, zampoñas y demás instrumentos musicales, a postraros para adorar la estatua que he mandado erigir? Lo digo porque, si no la adoráis, seréis arrojados al instante al horno ardiente. Y entonces, ¿qué dios será capaz de libraros de mis manos? Sadrac, Mesac y Abednegó respondieron al rey Nabucodonosor: —De ese asunto no tenemos nada que responder. Si el Dios a quien adoramos puede librarnos del horno ardiente y de tu mano, seguro que nos librará, majestad. Pero, aunque no lo hiciera, puedes estar seguro, majestad, que no daremos culto a tus dioses ni adoraremos la estatua de oro que has erigido. Entonces Nabucodonosor, henchido de cólera y con el rostro demudado por la respuesta de Sadrac, Mesac y Abednegó, ordenó que encendiesen el horno siete veces más fuerte que de costumbre, que los soldados más fornidos maniatasen a Sadrac, Mesac y Abednegó y que los arrojasen en el horno ardiente. Estos tres hombres, una vez maniatados, fueron arrojados en medio del horno ardiente con la ropa que llevaban puesta: túnicas, turbantes, mantos y demás vestimenta. Como la orden del rey había sido tan apremiante y el horno estaba al rojo vivo, las llamaradas abrasaron a los hombres que habían llevado a Sadrac, Mesac y Abednegó, mientras los tres jóvenes, Sadrac, Mesac y Abednegó, caían maniatados en medio del horno. Entonces el rey Nabucodonosor se quedó pasmado, se levantó de golpe y preguntó a sus consejeros: —¿No hemos arrojado a las llamas a tres hombres maniatados? Le respondieron: —Cierto, majestad. El rey insistió: —Pues yo estoy viendo cuatro hombres que pasean desatados en medio del fuego, sin quemarse. ¡Y el cuarto tiene todo el aspecto de un hijo de los dioses! Entonces Nabucodonosor se arrimó más a la boca del horno ardiente y gritó: —Sadrac, Mesac y Abednegó, siervos del Dios Altísimo, salid y venid. Sadrac, Mesac y Abednegó salieron de en medio del fuego. Los sátrapas, prefectos, gobernadores y consejeros del rey se acercaron a examinar a aquellos hombres: las llamas no habían tocado sus cuerpos ni les habían chamuscado los cabellos; seguían con las túnicas intactas y ni siquiera olían a quemado. Nabucodonosor exclamó: —Bendito sea el Dios de Sadrac, Mesac y Abednegó, que ha enviado a su ángel para liberar a sus siervos. Ellos, confiando en él, desobedecieron la orden del rey y expusieron sus cuerpos a la muerte antes que dar culto y adorar a otro dios fuera del suyo. Ordeno, pues, que toda persona, del pueblo, nación o lengua que sea, que hable mal del Dios de Sadrac, Mesac y Abednegó, sea cortado en pedazos y su casa convertida en vertedero, pues no existe otro dios capaz de salvar como este. Después el rey encomendó cargos de gobierno a Sadrac, Mesac y Abednegó en la provincia de Babilonia. El rey Nabucodonosor, a la gente de todos los pueblos, naciones y lenguas de toda la tierra: ¡Que vuestra paz aumente día a día! Me complace haceros partícipes de las señales y prodigios que el Dios Altísimo ha tenido a bien hacer conmigo. ¡Qué grandes son sus señales, qué poderosos sus prodigios! ¡Su reino es un reino eterno, su imperio no tiene fin! Mientras yo, Nabucodonosor, vivía tranquilo en mi residencia, rodeado de prosperidad en mi palacio, tuve un sueño que me preocupó; las visiones que pasaron por mi mente mientras dormía llegaron a alarmarme. Di entonces la orden de que trajeran a mi presencia a todos los sabios de Babilonia, con la intención de que me proporcionaran la interpretación del sueño. Así pues, se presentaron magos, adivinos, astrólogos y hechiceros, y les relaté mi sueño, pero no supieron dar con su interpretación. Al final se presentó ante mí Daniel, apodado Baltasar en referencia al nombre de mi dios y partícipe del espíritu de los dioses santos. Y yo le relaté mi sueño: —Baltasar, jefe de los magos, sé que posees el espíritu de los dioses santos y que no hay misterios para ti. Escucha el sueño que he tenido e interprétalo. En las visiones que pasaban por mi mente mientras dormía, contemplé lo siguiente: Había un árbol enorme en el centro mismo de la tierra. El árbol creció corpulento, su copa llegaba al cielo, visible desde toda la tierra. Tenía un ramaje magnífico y tal cantidad de frutos que había comida para todos. Las fieras del campo venían a cobijarse a su sombra; todas las aves del cielo acudían a anidar en sus ramas. Todos los seres vivientes se nutrían de aquel árbol. En las visiones que pasaban por mi mente mientras dormía, pude ver cómo un santo vigilante bajaba del cielo y gritaba a pleno pulmón: ¡Talad el árbol, cortad su ramaje; arrancad sus hojas, tirad sus frutos! Que las bestias huyan de debajo del árbol, que los pájaros todos abandonen sus ramas. Pero dejad en tierra tocón y raíces, sujetos con cadenas de hierro y de bronce, como una más de las matas del campo. Que el rocío del cielo lo empape de humedad, que comparta con las bestias la hierba del campo. Que sea desposeído de entendimiento humano, que su razón se equipare a la de un animal, hasta que hayan pasado siete años. Esta es la sentencia que dictan los Vigilantes, esta es la decisión tomada por los Santos. Así reconocerán todos los vivientes que el Altísimo controla los reinos humanos: se los da a quien le place y ensalza al más humilde. Este es el sueño que tuve yo, el rey Nabucodonosor. Por tu parte, Baltasar, dime cómo se interpreta, pues ningún sabio de mi reino ha podido hacerlo. Tú serás sin duda capaz de ello, pues participas del espíritu de los dioses santos. Daniel (apodado Baltasar) quedó un rato perplejo, alarmado por sus pensamientos. El rey insistió: —Baltasar, no te sientas alarmado por el sueño y su interpretación. Baltasar contestó: —Señor, ¡ojalá este sueño se refiriese a tus adversarios y tus enemigos fuesen los destinatarios de su interpretación! El árbol que viste crecer corpulento, cuya copa llegaba hasta el cielo y que era visible desde toda la tierra, que tenía un ramaje magnífico y tal cantidad de frutos que podía alimentar a todos, con una sombra bajo la cual iban a cobijarse los animales salvajes y unas ramas en las que anidaban las aves del cielo, ese árbol eres tú, majestad. Te has hecho grande y poderoso: tu grandeza ha llegado hasta el cielo y tu poder se ha expandido por los confines de la tierra. También viste, majestad, a un vigilante santo que bajaba del cielo y decía: «Talad el árbol y hacedlo astillas, pero dejad en tierra el tocón y las raíces, sujetos con cadenas de hierro y de bronce, como una más de las matas del campo. Que lo empape el rocío del cielo y se alimente como las bestias del campo, hasta que pasen siete años». Pues bien, majestad, esta es su interpretación y la decisión que el Altísimo ha tomado sobre el rey, mi señor: Dejarás de estar entre las personas y vivirás en compañía de las bestias del campo. Te darán hierba, igual que a los toros; quedarás empapado por el rocío del cielo. Tendrán que transcurrir siete años hasta que reconozcas que el Altísimo tiene poder sobre los reinos humanos, y los da a quien le place. La orden de dejar el tocón y las raíces del árbol significa que el reino te será devuelto en cuanto reconozcas que el único que tiene poder es el Dios del cielo. Así pues, majestad, acepta de buen grado mi consejo: corrige tus desvíos haciendo buenas obras y expía tus delitos practicando la misericordia con los pobres; de ese modo, se prolongará tu felicidad. Esto fue lo que le sucedió al rey Nabucodonosor. Transcurridos doce meses, mientras paseaba por la terraza del palacio real de Babilonia, el rey iba pensando: «Esta es la gran Babilonia, construida por mí como residencia real, obra de mi poder y manifestación de mi magnificencia». Todavía andaba el rey con estos pensamientos, cuando una voz bajó del cielo: —Contigo hablo, rey Nabucodonosor: has sido desposeído de tu reino. Serás retirado de en medio de las personas y vivirás con las bestias del campo; comerás hierba como los toros, y tendrán que transcurrir siete años hasta que reconozcas que el Altísimo tiene poder sobre los reinos humanos y que los da a quien le place. En aquel mismo momento se cumplieron en Nabucodonosor las palabras pronunciadas: dejó de vivir entre personas y empezó a comer hierba como los toros, su cuerpo quedó empapado por el rocío del cielo, los cabellos le crecieron como plumas de águila y le salieron uñas como las de las aves. Pasado el tiempo fijado, yo, Nabucodonosor, alcé los ojos al cielo y recobré la razón. Bendije entonces al Altísimo, alabé y glorifiqué al que vive eternamente, cuyo poder es eterno y cuyo reino no tiene fin. Ante él nada son los habitantes de la tierra, y hace lo que quiere con el ejército del cielo y con los habitantes de la tierra. Nadie puede detenerle la mano ni pedirle cuentas de lo que hace. En aquel momento recobré la razón. También recuperé el honor y la majestad, para gloria de mi reino. Mis consejeros y ministros me reclamaron, se me devolvió el reino y se acrecentó mi poder. Por eso yo, Nabucodonosor, alabo, ensalzo y reconozco la gloria del Rey del cielo: todas sus obras son verdaderas; todas sus formas de actuar, justas. Él tiene poder para humillar a las personas arrogantes. El rey Baltasar ofreció un gran festín a mil de sus dignatarios, y todos fueron testigos de la cantidad de vino que bebió. Cuando estaba aturdido por el vino, mandó traer las copas de oro y plata que su padre Nabucodonosor se había llevado del Templo de Jerusalén, para beber en ellas el propio rey, sus dignatarios, sus mujeres y sus concubinas. Enseguida trajeron las copas de oro y plata del Templo de Jerusalén, de la casa de Dios, y bebieron en ellas el propio rey, sus dignatarios, sus mujeres y sus concubinas. Y, mientras bebían, alababan a sus dioses de oro y de plata, de bronce y de hierro, de leño y de piedra. En aquel momento apareció una mano humana que, con sus dedos, se puso a escribir, a la luz del candelabro, en la cal de la pared del palacio real. Cuando el rey vio la mano que escribía, palideció y quedó aturdido, incapaz de sostenerse, con las rodillas temblando. Se puso entonces a gritar desesperado y mandó llamar a los adivinos, magos y astrólogos. Después dijo a los sabios de Babilonia: —Quien sepa leer esa inscripción y pueda interpretar su significado será vestido de púrpura, llevará un collar de oro y ocupará el tercer puesto en mi reino. Acudieron todos los sabios que estaban al servicio del rey, pero ninguno fue capaz de leer la inscripción e interpretarla. El rey Baltasar se sintió turbado sobremanera y palideció todavía más; sus dignatarios estaban desconcertados. Cuando llegó a oídos de la reina lo que decían el rey y sus dignatarios, se presentó en la sala del banquete y dijo: —¡Larga vida al rey! No te alarmes ni palidezcas, pues tienes en tu reino a un hombre que participa del espíritu de los dioses santos. En vida de tu padre demostró tener una clarividencia, una inteligencia y una sabiduría propias de los dioses. El rey Nabucodonosor, tu padre, lo nombró jefe de los magos, adivinos, hechiceros y astrólogos. Se llama Daniel, aunque el rey le puso por nombre Baltasar. Parece estar dotado de un saber y de una inteligencia superiores, capaces de interpretar sueños, descifrar enigmas y resolver complicados problemas. Que llamen, pues, a Daniel para que te interprete la inscripción. Daniel fue traído de inmediato a la presencia del rey, que le preguntó: —¿Eres tú Daniel, uno de aquellos deportados que mi padre, el rey, trajo de Judá? He oído decir que participas del espíritu de los dioses y que sobrepasas a todos en clarividencia, inteligencia y sabiduría. Hace un momento han traído a mi presencia a los sabios y adivinos para que leyeran este escrito y me lo interpretaran, pero no han sido capaces de dar con su significado. Además he oído decir que sabes interpretar y resolver complicados problemas. Pues bien, si eres capaz de leer e interpretarme esta inscripción, te haré vestir de púrpura, llevarás un collar de oro y ocuparás el tercer puesto en mi reino. Daniel le respondió: —Puedes quedarte con tus regalos y ofrecer tus obsequios a otros. De todos modos, voy a leer la inscripción y ofreceré a su majestad la interpretación. El Dios Altísimo, majestad, concedió a tu padre Nabucodonosor soberanía, poder, fama y honor. A causa de aquel poder que el Dios Altísimo le había concedido, la gente de todos los pueblos, naciones y lenguas temblaban de miedo ante él. Ejecutaba o dejaba con vida a quien quería; a unos engrandecía y a otros humillaba. Pero, al volverse soberbio, orgulloso y arrogante, fue desposeído del trono y despojado de su gloria. Dejó de vivir entre personas, su entendimiento quedó reducido al de las bestias, vivía entre los asnos salvajes, comía hierba como los toros y el rocío empapaba su cuerpo; hasta que reconoció que el Dios Altísimo controla los reinos humanos y se los da a quien quiere. Tú, Baltasar, que eres hijo suyo, sabías bien todo esto. Sin embargo, no has sido humilde, te has rebelado contra el Señor del cielo haciendo traer las copas de su Templo para beber en ellas en compañía de tus dignatarios, tus mujeres y tus concubinas, al tiempo que alababas a tus dioses de plata y de oro, de bronce y de hierro, de leño y de piedra, que ni ven, ni oyen ni entienden. Además no has glorificado al Dios que tiene tu vida en sus manos y de quien depende todo lo que hagas. Por eso ha enviado la mano que ha dejado esa inscripción. La inscripción dice así: «mené, téquel, fares». Su interpretación es la siguiente: «mené» quiere decir «contado», es decir: Dios ha contado los días de tu reinado y ha determinado su fin; «téquel» quiere decir «pesado», es decir: has sido pesado en la balanza y te falta peso; y «fares» quiere decir «dividido», es decir: tu reino ha sido dividido y entregado a medos y persas. Baltasar ordenó entonces que vistieran de púrpura a Daniel, que le pusieran un collar de oro y que pasara a ocupar el tercer puesto en su reino. Aquella misma noche, Baltasar, rey de los caldeos, fue asesinado. El reino pasó a manos de Darío el medo, que por entonces tenía sesenta y dos años. Pensó Darío que era oportuno nombrar ciento veinte sátrapas para que administrasen su reino. Por encima de ellos designó a tres ministros (entre los que se encontraba Daniel), a quienes los sátrapas deberían dar cuenta de su administración. De ese modo se evitarían situaciones que perjudicasen los intereses del rey. Daniel sobresalía por encima de los ministros y de los sátrapas, pues estaba más capacitado que ninguno de ellos, hasta tal punto que el rey tenía pensado ponerlo al frente de todo el reino. Por tal motivo, los otros dos ministros y los sátrapas trataban de buscar alguna excusa que implicase a Daniel en una mala administración del reino. Pero no pudieron encontrar nada, ni siquiera indicios de irregularidad, pues Daniel era leal y no podían acusarle de irregularidad o negligencia. Entonces aquellos hombres se dijeron: «No podremos encontrar nada que acuse a Daniel, a no ser que lo busquemos en materia relacionada con la ley de su Dios». Los ministros y sátrapas se presentaron inmediatamente ante el rey y le dijeron: —¡Larga vida al rey Darío! Los ministros del reino, prefectos, sátrapas, consejeros y gobernadores todos hemos pensado en la conveniencia de promulgar un real decreto con esta prohibición: «Durante treinta días nadie podrá dirigir una oración a cualquier otro dios o ser humano, salvo a ti, majestad. Quien lo haga, será arrojado al foso de los leones». Si te parece bien, majestad, firma este real decreto y sanciona así la prohibición, de modo que nadie pueda modificarlo, tal como se refleja en la ley irrevocable de los medos y los persas. El rey Darío firmó la prohibición. Cuando Daniel se enteró de la firma de aquel decreto, se retiró a su casa. La habitación superior de la vivienda tenía las ventanas orientadas hacia Jerusalén. Daniel se recluía en ella tres veces al día y, puesto de rodillas, oraba y alababa a su Dios. Siempre lo había hecho así. Los hombres antes mencionados se presentaron en la casa y encontraron a Daniel orando y suplicando a su Dios. Acudieron de inmediato al rey y le recordaron el real decreto: —¿No has firmado un decreto ordenando que, durante treinta días, nadie rece a cualquier otro dios o ser humano, salvo a ti, majestad, so pena de ser arrojado al foso de los leones? El rey respondió: —Así es, y se trata de un decreto irrevocable, según la ley de los medos y de los persas. Entonces dijeron al rey: —Pues Daniel, uno de los deportados de Judá, no te obedece, majestad, pues pasa por alto el decreto que firmaste. Ora tres veces al día. Al oírlo, el rey se entristeció y se propuso salvar a Daniel; lo estuvo intentando hasta la puesta de sol. Pero aquellos hombres acudieron en masa al rey y le dijeron: —Ya sabes, majestad, que, según la ley de los medos y de los persas, todo real decreto es irrevocable una vez promulgado. El rey acabó cediendo y mandó que trajeran a Daniel y lo arrojaran al foso de los leones. Antes le dijo: —Tu Dios, a quien tan fielmente das culto, te salvará. Una vez dentro, trajeron una piedra para cerrar la boca del foso, y el rey la selló con su anillo y el de sus dignatarios para que, conforme a la sentencia, nadie pudiese hacer nada por Daniel. El rey regresó a palacio y pasó la noche ayunando, sin la compañía de las concubinas y sin poder conciliar el sueño. Se levantó al rayar el alba y fue a toda prisa al foso de los leones. Cuando estaba ya cerca, llamó a Daniel con voz angustiada: —Daniel, siervo del Dios vivo, ¿te ha podido salvar de los leones el Dios al que das culto diariamente? Daniel respondió: —¡Larga vida al rey! Mi Dios ha enviado a su ángel a cerrar la boca de los leones, y no me han hecho daño alguno. Él sabe que soy inocente y que no he cometido nada irregular contra ti, majestad. El rey se alegró mucho y mandó que sacasen a Daniel del foso. Una vez fuera, comprobaron que no tenía ni un rasguño, porque había confiado en su Dios. El rey ordenó a continuación que arrojasen al foso de los leones a los hombres que habían denunciado a Daniel, junto con sus hijos y sus esposas. Todavía no habían llegado al suelo, cuando los leones se lanzaron sobre ellos y les trituraron los huesos. El rey Darío escribió la siguiente carta a la gente de todos los pueblos, naciones y lenguas de la tierra: —¡Que vuestra paz aumente día a día! Ordeno que en todos los dominios de mi reino todos veneren y respeten al Dios de Daniel. Él es el Dios vivo y eterno; su reino no será aniquilado, su imperio durará hasta el fin. Es capaz de salvar y liberar, él hace señales y prodigios lo mismo en el cielo que en la tierra. Él ha salvado a Daniel de morir en las garras de los leones. En cuanto a Daniel, prosperó durante los reinados de Darío y de Ciro, el persa. El año primero de Baltasar, rey de Babilonia, Daniel tuvo un sueño y visiones mientras dormía. Al despertar, puso por escrito el sueño que había tenido: En mi visión nocturna contemplé cómo los cuatro vientos del cielo agitaban el inmenso mar, y cómo salían de él cuatro bestias enormes, diferentes entre sí. La primera parecía un león con alas de águila. Mientras la estaba contemplando, le arrancaron las alas, la levantaron en vilo, la pusieron derecha sobre sus patas, como si fuera un ser humano, y le concedieron entendimiento humano. Apareció después la segunda bestia, parecida a un oso; estaba erguida sobre un costado y llevaba tres costillas en las fauces, entre los dientes. Le decían: «Vete y atibórrate de carne». Después vi otra bestia, parecida a un leopardo, con cuatro alas de ave en la espalda y cuatro cabezas. Le dieron el poder. Después de esta, mientras contemplaba la visión nocturna, pude ver una cuarta bestia. Era terrible, espantosa y fortísima. Tenía unos enormes dientes de hierro, con los que devoraba y trituraba; después pisoteaba las sobras con sus patas. Era distinta a las anteriores. Tenía diez cuernos. Estaba yo mirándolos, cuando de pronto vi que, entre los diez cuernos, aparecía otro más pequeño. Para hacerle sitio, tuvieron que arrancar tres de los anteriores. Aquel nuevo cuerno tenía ojos humanos y una boca que hablaba con insolencia. Mientras seguía mirando, pude ver cómo colocaban unos tronos y cómo se sentaba un anciano. Su ropa era blanca como la nieve, y sus cabellos parecían lana purísima. Su trono eran llamas, y las ruedas que lo sostenían, fuego ardiente. Por delante de él manaba un río de fuego. Le servían miles y miles; sus asistentes se contaban por millones. El tribunal se sentó y fueron abiertos unos libros. Yo seguía mirando, asustado por las palabras insolentes que profería el cuerno. Entonces vi que mataban a la bestia, troceaban su cuerpo y lo arrojaban al fuego. Las otras bestias fueron privadas de poder, pero se les permitió seguir con vida hasta un tiempo y momento determinados. Después, mientras contemplaba la visión nocturna, vi venir sobre las nubes del cielo a alguien que parecía un ser humano. Cuando llegó junto al anciano, lo presentaron ante él y le fueron concedidos poder, honor y reino. Le rindieron homenaje gentes de todos los pueblos, naciones y lenguas. Su poder es eterno, nunca sucumbirá; su reino no será destruido. Yo, Daniel, quedé profundamente impresionado, alarmado por las visiones de mi imaginación. Así que me acerqué a uno de los presentes y le rogué que me explicara el significado de todo aquello. Él me respondió con la siguiente interpretación: «Esas cuatro bestias enormes representan a cuatro reyes que aparecerán en la tierra. Después de ellos, los santos del Altísimo recibirán el reino y lo poseerán para siempre, por los siglos de los siglos». Quise entonces conocer el significado de la cuarta bestia, pues era distinta a las anteriores, terrible en extremo: tenía dientes de hierro y uñas de bronce, con los que devoraba y trituraba, para después pisotear las sobras con sus patas. Quise también conocer el significado de los diez cuernos de la cabeza de la bestia, así como el del cuerno que le salió a continuación y que desplazó a otros tres, que tenía ojos humanos y una boca que hablaba con insolencia, y que parecía más grande que los otros. Yo había sido testigo de cómo aquel cuerno luchaba contra los santos y los vencía, hasta que hizo su aparición el anciano para hacer justicia a los santos del Altísimo y llegaba el momento en que los santos tomaban posesión del reino. Me dijo: —La cuarta bestia representa a un cuarto reino que aparecerá sobre la tierra, diferente de todos los demás. Devorará la tierra entera, la pisoteará y la hará añicos. Los diez cuernos representan a diez reyes que aparecerán en ese reino. Después aparecerá otro, distinto de ellos, que destronará a tres. Blasfemará contra el Altísimo, perseguirá a los santos del Altísimo y tratará de cambiar las fiestas y la ley. Los santos le estarán sometidos durante un tiempo, dos tiempos y medio tiempo. Finalmente el tribunal lo juzgará y le quitará el poder, hasta destruirlo y aniquilarlo totalmente. Y el pueblo de los santos del Altísimo recibirá la soberanía, el poder y la gloria de todos los reinos que existen bajo el cielo. Su reino será eterno y todos los poderes le obedecerán y estarán a su servicio. Aquí termina el relato. Yo, Daniel, quedé preocupado con todas las ideas que me bullían y hasta se me mudó el color del semblante, al tiempo que guardaba en mi corazón todas aquellas cosas. El año tercero del reinado de Baltasar, yo, Daniel, tuve una visión, aparte de la que había tenido anteriormente. Me vi a mí mismo en Susa, plaza fuerte de la provincia de Elam, a orillas del río Ulay. Cuando alcé la vista pude ver un carnero junto al río. Tenía dos cuernos enormes, uno más alto que otro; pero el más alto había sido el último en salir. Pude ver también cómo el carnero embestía en tres direcciones: oeste, norte y sur. Ninguna bestia era capaz de aguantar su embestida; nadie podía sustraerse a su poder. Hacía lo que quería y su dominio crecía por momentos. Estaba yo tratando de comprender lo que veía, cuando apareció por el occidente un macho cabrío, que iba recorriendo el mundo sin tocar el suelo. Tenía entre los ojos un cuerno enorme. Cuando llegó cerca del carnero de dos cuernos que yo había visto junto al río, se abalanzó contra él con todas sus fuerzas. Vi cómo se acercaba al carnero corriendo y cómo lo embestía enfurecido: el carnero, con los dos cuernos rotos, fue incapaz ya de hacerle frente. El macho cabrío lo abatió por tierra y lo pisoteó, sin que nadie pudiera ayudar al carnero. El macho cabrío creció y creció, y cuando más fuerte era, se le rompió el cuerno grande: en su lugar aparecieron otros cuatro cuernos, orientados hacia los cuatro puntos cardinales. De uno de ellos salió otro cuerno pequeño, que creció y creció hacia el sur, hacia el este y hacia la Tierra del Esplendor. Creció tanto que llegó hasta donde estaba el ejército del cielo, derribó parte de él por tierra y pisoteó las estrellas. Llegó incluso a desafiar al jefe mismo del ejército del cielo; suprimió el sacrificio permanente y socavó los cimientos de su santuario. En pleno apogeo de la rebeldía, le fueron entregados el ejército y el sacrificio permanente; acabó con la lealtad y tuvo éxito en todo cuanto emprendió. Oí entonces hablar a uno de los santos, mientras otro le preguntaba: —¿Cuánto durará todavía esta visión del sacrificio permanente [suprimido], la profanación devastadora, el santuario entregado y el ejército [del cielo] pisoteado? El otro respondió: —Durará dos mil trescientas tardes y mañanas. Después será purificado el santuario. Mientras yo, Daniel, contemplaba la visión y hacía lo posible por entenderla, se presentó ante mí alguien con aspecto humano. Oí también una voz humana proveniente del río Ulay, que gritaba: —Gabriel, interpreta la visión a este tal Daniel. Se acercó entonces [Gabriel] adonde yo estaba. Cuando llegó, me eché por tierra asustado. Él me dijo: —Has de saber, hijo de hombre, que la visión se refiere al tiempo final. Mientras me hablaba, permanecí con el rostro en tierra, como aletargado. Pero él me tocó e hizo que me incorporase. Después continuó: —Te voy a dar a conocer lo que sucederá cuando pase el tiempo de la cólera, porque ya está fijado el fin. El carnero que has visto con dos cuernos representa a los reyes de Media y de Persia. El macho cabrío peludo representa al imperio de Grecia, y el enorme cuerno que tiene entre los ojos no es otro que el primer rey. Los cuatro cuernos que ocuparon el lugar del cuerno que se rompió representan a los cuatro reinos salidos de esa nación, aunque no serán tan poderosos como el primero. Cuando sus reinados lleguen al final y su perversión alcance su límite, vendrá un rey insolente e intrigante. Crecerá fuerte y poderoso, será un terrible destructor, triunfará en todas sus empresas; destruirá a la gente poderosa, también al pueblo de los santos. Con su astucia hará que triunfe la traición en todos sus propósitos; pensará que es el más grande. Destruirá a muchos confiados, se alzará contra el príncipe de príncipes, pero al fin será destrozado, sin intervención de poderes humanos. La visión de las tardes y las mañanas, tal como ha sido revelada, es digna de crédito, pero mantenla en secreto, pues se cumplirá pasado mucho tiempo. Yo, Daniel, quedé debilitado y estuve enfermo durante unos días. Pasada ya mi postración, fui a ocuparme de los asuntos del rey. Sin embargo, la visión me tenía desconcertado, pues no acababa de entenderla. El año primero de Darío, hijo de Asuero, de ascendencia meda y rey del imperio caldeo, el año primero de su reinado, yo, Daniel, estuve investigando en las Escrituras sobre los setenta años que tenía que permanecer Jerusalén en ruinas, según la palabra dirigida por el Señor al profeta Jeremías. Me dirigí al Señor, mi Dios, implorándole con oraciones y súplicas, ayunando, vestido de sayal y cubierto de ceniza. Supliqué al Señor, mi Dios, con la siguiente confesión: —Señor, Dios grande y terrible, que conservas la alianza y la fidelidad con todos los que te aman y guardan tus mandamientos. Hemos pecado y cometido maldades. Somos culpables, pues nos hemos rebelado y hemos abandonado tus mandamientos y tu ley. No hicimos caso a tus siervos, los profetas, que hablaban en tu nombre a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros antepasados y a toda la gente del país. Tú, Señor, eres justo, mientras que nosotros, la gente de Judá, los habitantes de Jerusalén y todo Israel, los de cerca y los de lejos, en todos los países por donde nos dispersaste a causa de nuestra infidelidad hacia ti, nos encontramos ahora cubiertos de vergüenza. Señor, tanto nosotros como nuestros reyes, nuestros príncipes y nuestros antepasados estamos cubiertos de vergüenza, pues sabemos que hemos pecado contra ti. El Señor, nuestro Dios, es compasivo y clemente, aunque nos hayamos rebelado contra él al no obedecer al Señor, nuestro Dios, ni seguir las leyes que nos dio a través de sus siervos los profetas. Israel en masa ha transgredido tu ley, te ha dado la espalda y no te ha obedecido. Por haber pecado contra ti, han caído sobre nosotros las maldiciones y amenazas escritas en la ley de Moisés, siervo de Dios. Cumpliste las palabras pronunciadas contra nosotros y contra nuestros gobernantes, desencadenando contra nosotros una calamidad de tales dimensiones que lo que le ocurrió a Jerusalén nunca antes había ocurrido bajo el cielo. Nos ha alcanzado esta calamidad conforme a lo escrito en la ley de Moisés, pues no hemos aplacado al Señor, nuestro Dios, abandonando nuestras iniquidades y reconociendo tu fidelidad. El Señor no dudó en desencadenar contra nosotros esta calamidad, ya que el Señor, nuestro Dios, actúa siempre con justicia, pero nosotros no le hemos obedecido. Ahora, Señor Dios nuestro, que sacaste a tu pueblo de Egipto con gran poder, ganándote así una fama que todavía perdura, confesamos que hemos pecado y actuado injustamente. Señor, en vista de la justicia que manifiestas en tus acciones, aparta tu ira y tu cólera de Jerusalén, que es tu ciudad, tu monte santo. Nuestros pecados y las iniquidades de nuestros antepasados han convertido a Jerusalén y a tu pueblo en objeto de escarnio entre nuestros vecinos. Escucha, Dios nuestro, la plegaria y las súplicas de tu siervo. Por tu honor, Señor, mira con buenos ojos tu santuario desolado. Señor, presta atención y escucha; abre los ojos y contempla la desolación de la ciudad en la que se invoca tu nombre. No te presentamos nuestras súplicas porque seamos justos, sino confiados en la grandeza de tu misericordia. ¡Escúchanos, Señor! ¡Perdónanos, Señor! ¡Atiende y actúa sin tardanza, Señor! Hazlo por tu honor, Dios mío, pues tu ciudad y tu pueblo invocan tu nombre. Estaba yo hablando y orando, confesando mi pecado y el de mi pueblo Israel, pidiendo al Señor, mi Dios, que actuase a favor de su monte santo; todavía estaba yo orando, cuando Gabriel, aquel a quien había visto antes en una visión, se me acercó volando ágilmente a la hora de la ofrenda vespertina. Al llegar, me dijo: —Daniel, acabo de salir para ayudarte a discernir las cosas. Tan pronto como empezaste a orar, se produjo la respuesta, y he venido a comunicártela, pues eres una persona muy apreciada. Así pues, atiende al mensaje y entiende la visión: Han sido fijadas setenta semanas para que tu pueblo y tu ciudad santa pongan fin al delito, acaben con los pecados, expíen su culpa, establezcan una justicia eterna, sellen la visión y la profecía y consagren el lugar santísimo. Entérate y entiende bien esto: desde que se promulgó el decreto de restaurar y reconstruir Jerusalén hasta la llegada de un príncipe ungido, pasarán siete semanas y sesenta y dos semanas. Será reconstruida con sus calles y fosos, pero en momentos difíciles. Después de las sesenta y dos semanas, el ungido será eliminado. Las tropas de un príncipe que llegará después destruirán la ciudad y el santuario. Su fin será una catástrofe, pero hasta entonces habrá guerras, pues han sido decretadas devastaciones. Pactará con muchos una alianza firme durante una semana; y a la mitad de la semana pondrá fin al sacrificio y a la ofrenda. En un ala [del Templo] implantará la abominación devastadora hasta que el final decretado se abata sobre el devastador. El año tercero de Ciro, rey de Persia, Daniel (apodado Baltasar) tuvo una revelación. El mensaje, que era digno de crédito, se refería a una gran guerra. Él entendió el mensaje, pues la visión le proporcionó perspicacia. Por entonces, yo, Daniel, estuve tres semanas haciendo penitencia. No comí alimentos apetitosos; no probé carne ni bebí vino; ni me perfumé hasta que pasaron las tres semanas. El día vigésimo cuarto del primer mes estaba yo a orillas del Tigris cuando, al alzar la vista, vi ante mí a un hombre vestido de lino, con un cinturón de oro puro. Su cuerpo parecía de crisólito, su cara destellaba como el relámpago, sus ojos semejaban antorchas encendidas, sus brazos y piernas brillaban como el bronce bruñido, y su voz resonaba como si hablara una multitud. Yo, Daniel, fui el único testigo de la visión; ninguno de los que estaban conmigo la vio, pues, sobrecogidos por el terror, huyeron a esconderse. Así que me quedé solo contemplando aquella gran visión. Me quedé sin fuerzas, mi semblante se cubrió de una palidez mortal y me abandonó el vigor. En aquel momento oí el sonido de su voz y caí de bruces, en trance. Sentí entonces que una mano me tocaba y me levantaba tembloroso sobre mis manos y mis rodillas. Luego me dijo: —Daniel, tú que eres una persona tan apreciada, presta mucha atención al mensaje que voy a transmitirte y ponte en pie, pues acabo de ser enviado a ti. Cuando oí estas palabras, me incorporé tembloroso. El [hombre vestido de lino] continuó: —No temas, Daniel. Tus palabras fueron escuchadas desde el primer día en que te propusiste comprender y te humillaste ante tu Dios. Yo he venido a responder a esas palabras. Pero el príncipe del reino de Persia me ha opuesto resistencia durante veintiún días. Menos mal que Miguel, uno de los primeros príncipes, acudió en mi ayuda, pues yo estaba retenido junto a los reyes de Persia. Pero ahora he podido venir a explicarte lo que sucederá a tu pueblo en los últimos días, pues la visión se refiere a un tiempo todavía por llegar. Mientras me dirigía estas palabras, di con mi rostro en tierra y enmudecí. Pero alguien que parecía un hombre tocó mis labios; entonces abrí la boca y comencé a hablar. Dije al que estaba frente a mí: —Señor, me siento invadido por la angustia a causa de la visión, y me he quedado sin fuerzas. ¿Cómo podrá tu siervo hablar contigo, Señor? Las fuerzas me han abandonado y casi no puedo respirar. El que parecía un hombre me tocó y me devolvió las fuerzas. Después me dijo: —No temas, pues eres muy apreciado. La paz sea contigo. Ahora sé fuerte y ten ánimo. Mientras me hablaba, sentí que recuperaba las fuerzas y dije: —Puedes hablar, Señor, pues me has devuelto las fuerzas. Entonces me preguntó: —¿Sabes por qué he venido hasta ti? Pronto volveré a luchar contra el príncipe de Persia; cuando me vaya, llegará el príncipe de Grecia. Pero antes te revelaré lo que está escrito en el Libro de la Verdad. No hay nadie que me ayude a luchar contra esos príncipes, salvo Miguel, vuestro Príncipe. Por mi parte, el año primero de Darío el medo estuve a su lado para darle fuerzas y apoyo. Y ahora voy a revelarte la verdad. Tres reyes más aparecerán en Persia, y el cuarto será mucho más rico que los otros. Cuando haya crecido en poder gracias a su riqueza, incitará a todos contra el reino de Grecia. Después surgirá un rey batallador, que desplegará un poder inmenso y actuará a su capricho. Pero estando aún en el poder, su reino será destruido y repartido hacia los cuatro puntos cardinales. Mas no será para sus descendientes que no tendrán el poder que él había ejercido, pues su reino será arrancado de raíz y entregado a otros. Crecerá la fuerza del rey del sur, pero uno de sus generales llegará a ser más fuerte que él y gobernará sus propios dominios con un poder inmenso. Pasados algunos años, concertarán una alianza. La hija del rey del sur acudirá al rey del norte a ratificar la alianza; pero no conservará su poder ni su descendencia subsistirá, pues será entregada junto con su séquito, su hijo y quien la había servido de apoyo. Un retoño de sus raíces ocupará su lugar. Atacará al ejército del rey del norte y penetrará en sus fortalezas; luchará contra ellos y saldrá victorioso. Incluso se llevará consigo a Egipto, como botín, a sus dioses, sus ídolos de metal y otros valiosos utensilios de plata y oro. Durante algunos años dejará tranquilo al rey del norte. Después el rey del norte invadirá el país del rey del sur, pero acabará retirándose a su propio territorio. Sus hijos, sin embargo, romperán las hostilidades y congregarán un ejército inmenso, que barrerá todo como una impetuosa inundación; después uno de ellos regresará y seguirá combatiendo hasta la fortaleza. Entonces, el rey del sur se pondrá en marcha encolerizado y luchará contra el rey del norte, que movilizará un ejército enorme, pero acabará derrotado. La derrota del ejército enemigo llenará de orgullo al rey del sur, que mandará matar a miles de personas, aunque no conseguirá imponerse, pues el rey del norte movilizará una multitud mayor que la primera y, después de varios años, avanzará con un colosal ejército perfectamente pertrechado. En aquel tiempo se alzarán muchos contra el rey del sur. Gente violenta de tu propio pueblo se rebelará en cumplimiento de la visión, pero sin éxito. Entonces el rey del norte llegará, mandará construir terraplenes y acabará conquistando una ciudad fortificada. Las tropas del rey del sur serán demasiado débiles como para resistir; incluso lo mejor de su ejército carecerá de fuerzas para mantenerse. El invasor actuará a su capricho; nadie podrá hacerle frente. Se establecerá en la Tierra del Esplendor, que caerá por entero en su poder. Decidirá venir con la fuerza de todo su reino para establecer una alianza con el rey del sur; le dará una hija en matrimonio con el propósito de destruir el reino, pero sus planes no tendrán éxito ni le servirán de nada. Entonces dirigirá su mirada a las ciudades de las zonas costeras y se apoderará de algunas de ellas, pero un general acabará poniendo fin a su insolencia haciendo que esta recaiga sobre él. Después de esto, regresará a las fortalezas de su país, pero tropezará y caerá para no reaparecer. Su sucesor enviará a un cobrador de tributos para expoliar el esplendor del reino. Sin embargo, será destruido en pocos años, sin enfados ni luchas. Ocupará su lugar en el trono una persona despreciable, a quien nadie le ha concedido el honor de la realeza. Invadirá el reino cuando sus habitantes estén confiados y se hará con él mediante intrigas. Los ejércitos enemigos se desmoronarán ante él, y acabarán siendo aniquilados junto con el príncipe de la alianza. Usará la traición contra sus propios aliados y se hará con el poder con unos pocos efectivos. Cuando las provincias más ricas se sientan confiadas, las invadirá y llevará a cabo lo que no habían hecho ni sus padres ni sus abuelos: repartir el botín, los despojos y las riquezas entre sus seguidores. Planeará el ataque de las ciudades fortificadas, aunque por breve tiempo. Desplegará todo su poder y su coraje para atacar al rey del sur con un gran ejército. El rey del sur le hará frente con un ejército enorme y muy poderoso, pero no podrá resistir a causa de las conspiraciones urdidas contra él, pues hasta sus propios comensales intentarán destruirlo. Su ejército será aniquilado y muchos caerán en el campo de batalla. Los dos reyes, urdiendo planes funestos, se sentarán a la misma mesa y se intercambiarán mentiras, pero nada de lo que planeen tendrá éxito, pues el fin solo llegará en el tiempo fijado. El rey del norte volverá a su país con grandes riquezas, pero planeando hacer frente a la santa alianza, proyecto que llevará a cabo antes de regresar. Volverá e invadirá el sur en el tiempo fijado, pero esta vez las cosas no serán como la vez anterior, pues lo atacarán naves de Quitín. Él se acobardará y huirá, pero desfogará su cólera contra la santa alianza. Y volverá a ponerse de acuerdo con los dispuestos a abandonar la santa alianza. Enviará tropas que ocuparán y profanarán el Templo y la ciudadela, y suprimirán el sacrificio permanente. Después instalarán la abominación devastadora. Corromperá con halagos a los que han violado la alianza, pero la gente que es leal a su Dios le hará frente con firmeza. La gente sabia del pueblo instruirá a muchos, aunque durante algún tiempo caerán víctimas de la espada, serán quemados o soportarán cautiverios y saqueos. Cuando caigan, recibirán poca ayuda; incluso algunos se unirán a ellos con falsedad. Algunos sabios caerán, pero eso les valdrá para ser probados, purificados y quedar sin mancha hasta que llegue el momento final, pues hay todavía un intervalo hasta el tiempo fijado. El rey actuará a su capricho. Se engrandecerá y se exaltará a sí mismo por encima de todos los dioses y dirá cosas inauditas contra el Dios de los dioses. Y tendrá éxito hasta que se haya colmado el tiempo de la cólera, pues lo que ha sido decidido tiene que cumplirse. No mostrará respeto alguno por los dioses de sus antepasados ni por el favorito de las mujeres, ni respetará a dios alguno; antes bien, se exaltará a sí mismo por encima de todos. En su lugar rendirá honores al dios de las fortalezas, un dios desconocido de sus antepasados; lo honrará con oro y plata, piedras preciosas y objetos valiosos. Con la ayuda de un dios extranjero atacará las más sólidas fortalezas. Colmará de honores a quienes lo reconozcan, los nombrará gobernadores de una inmensa ciudadanía y les repartirá tierras en recompensa. En el tiempo final el rey del sur le declarará la guerra. Pero el rey del norte se lanzará contra él con carros de combate, caballería y numerosas naves. Invadirá numerosos países y barrerá todo como una inundación. Invadirá también la Tierra del Esplendor y caerán numerosos países, aunque Edom, Moab y una parte principal de los amonitas podrán librarse de su mano. Ampliará su poder a numerosos países; Egipto no escapará: se hará con el control de los tesoros de oro y plata y de todas las riquezas de Egipto. Libios y nubios seguirán el mismo camino. Pero llegarán informes de oriente y del norte que lo alarmarán; partirá enfurecido con ánimo de destruir y aniquilar a cuantos sea necesario. Montará el campamento real entre los mares, en el monte santo del Esplendor. Sin embargo, le llegará el fin sin nadie que lo ayude. En aquel tiempo aparecerá Miguel, el gran Príncipe protector de tu pueblo. Habrá un tiempo de angustia como no la ha habido desde que existen las naciones. Pero en ese tiempo será salvado tu pueblo, todos los que tengan el nombre escrito en el libro. Despertarán muchos que duermen en el polvo de la tierra: unos a una vida eterna, otros a la vergüenza y al desprecio eternos. Los sabios brillarán como el resplandor del cielo, y los que convirtieron a otros a la justicia lucirán como las estrellas para siempre. Por tu parte, Daniel, guarda en secreto estas palabras y sella el libro hasta el tiempo final. Muchos lo consultarán y aumentará su saber. Yo, Daniel, me fijé y vi en pie ante mí a otros dos, uno a cada orilla del río. Uno de ellos dijo al hombre vestido de lino, que estaba sobre el agua del río: —¿Cuánto tiempo pasará hasta que se cumplan estas cosas tan sorprendentes? El hombre vestido de lino, que estaba sobre el agua del río, levantó sus manos al cielo y lo oí jurar por el que vive eternamente: —Durará un tiempo, dos tiempos y medio tiempo. Todas estas cosas se cumplirán cuando la fuerza del pueblo santo quede totalmente quebrantada. Lo oí, pero no pude entenderlo. Así que pregunté: —Señor, ¿cuál será el resultado de todo esto? Él me respondió: —Sigue tu camino, Daniel, pues estas palabras deben guardarse en secreto y el libro está sellado hasta el tiempo final. Muchos serán purificados, probados y quedarán sin mancha, pero los malvados seguirán haciendo el mal. Ningún malvado lo entenderá, pero los sabios lo entenderán. Desde el día en que sea abolido el sacrificio permanente y entronizada la profanación devastadora pasarán mil doscientos noventa días. Dichoso el que sea capaz de esperar y llegue a los mil trescientos treinta y cinco días. En cuanto a ti, vete y descansa. Después, al final de los días, te levantarás para recibir tu recompensa. Palabra que el Señor dirigió a Oseas, hijo de Beerí, en tiempos de Ozías, Jotán, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá, y en tiempo de Jeroboán, hijo de Joás, rey de Israel. Comienzo de la palabra del Señor por medio de Oseas. El Señor dijo a Oseas: —Anda, cásate con una prostituta y engendra hijos de prostitución, porque el país se ha prostituido, apartándose del Señor. Él fue y se casó con Gómer, hija de Dibláin, la cual concibió y le dio a luz un hijo. Entonces el Señor le dijo: —Ponle de nombre Jezrael porque dentro de poco pediré cuentas a la familia de Jehú por los crímenes de Jezrael y pondré fin al Reino de Israel. En ese día romperé el arco de Israel en el valle de Jezrael. Concibió de nuevo Gómer y dio a luz una hija. El Señor dijo a Oseas: —Ponle de nombre Lo-Rujama —es decir, No-Amada—, porque no amaré a Israel en adelante, ni lo soportaré más. Sin embargo a la casa de Judá la amaré y los salvaré por el honor del Señor su Dios. No los salvaré por medio de arco, espada o guerra, ni por medio de caballos o jinetes. Apenas había destetado a Lo-Rujama cuando concibió y dio a luz otro hijo. El Señor dijo: —Ponle por nombre Lo-Ammí —No-Mi Pueblo— porque vosotros no sois mi pueblo, ni yo existo para vosotros. Los israelitas serán tantos como la arena del mar que no se cuenta ni se mide. Y en aquel lugar no se los llamará más No-Mi-Pueblo, sino Hijos del Dios vivo. Los hijos de Judá y los hijos de Israel se reunirán, tendrán un solo jefe y desbordarán de la tierra porque será grande el día de Jezrael. Llamad a vuestros hermanos: «Ammí» —pueblo mío—, y a vuestras hermanas: «Rujama» —amada mía. Acusad, juzgad a vuestra madre, porque ella no es mi mujer y yo no soy su marido; que aparte de su persona los signos de su prostitución y, de entre sus senos, las marcas de su adulterio. Si no lo hace así, la despojaré y la dejaré desnuda, como en el día de su nacimiento; la dejaré como un desierto, la convertiré en tierra reseca y la haré morir de sed. Y no amaré a sus hijos, porque son hijos de prostitución. Se ha prostituido su madre, está cubierta de vergüenza la que los concibió. Decía: «Me iré detrás de mis amantes, los que me dan pan y agua, lana y lino, aceite y bebidas». Pues bien, voy a cerrar con espinos su camino y a ponerle una valla para que no encuentre el sendero. Perseguirá a sus amantes, pero no los encontrará; los buscará y no los hallará. Entonces dirá: «Volveré a mi primer marido, pues me iba mejor antes que ahora». Ella no comprendía que era yo quien le daba el trigo, el vino nuevo y el aceite; y quien le facilitaba la plata y el oro que utilizaba para hacer baales. Por eso, volveré a recoger mi trigo a su tiempo, mi vino nuevo en su sazón, y le quitaré mi lana y mi lino que le di para cubrir su desnudez. Entonces descubriré su infamia delante de sus amantes y nadie la librará de mi mano. Haré cesar toda su alegría, sus fiestas, novilunios y sábados, y todas sus solemnidades. Devastaré su viña y su higuera de las que decía: «Son la paga que me dieron mis amantes». Las convertiré en matorral y las devorarán las bestias del campo. Le pediré cuentas por los días dedicados a los baales, a los que quemaba incienso. Luego se adornaba de sortijas y collares, corría detrás de sus amantes y se olvidaba de mí —oráculo del Señor. Pero he aquí que voy a seducirla: la llevaré al desierto y le hablaré al corazón. Le devolveré sus viñas y haré del valle de Acor una puerta de esperanza; y ella me responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que salió de Egipto. Y ese día —oráculo del Señor— me llamarás «marido mío» y nunca más «baal mío». Quitaré de su boca los nombres de los baales y no los recordará más. En aquel día estableceré a favor de ellos un pacto con las bestias del campo, con las aves que surcan el cielo y los reptiles que se arrastran por la tierra; en el país quebraré el arco, la espada y la guerra para que puedan descansar seguros. Te desposaré para siempre; te desposaré en justicia y en derecho, con amor y con ternura. Te desposaré en fidelidad y me reconocerás como Señor. Aquel día —oráculo del Señor— me dirigiré a los cielos que darán su respuesta a la tierra; y la tierra dará el trigo, el vino nuevo y el aceite que serán para Jezrael. Estableceré a mi pueblo en la tierra. Amaré a Lo-Rujama —No-Amada—, y a Lo-Ammí —No-Mi Pueblo— le diré: «Tú eres mi pueblo» y él responderá: «Y tú mi Dios». El Señor me dijo: —Vete de nuevo y ama a una mujer amada por otro y adúltera, porque así también el Señor ama a los israelitas, aunque ellos se vuelven a otros dioses y saborean los pasteles de pasas. La compré, en efecto, por quince siclos de plata y una medida y media de cebada. Y le dije: —Durante mucho tiempo permanecerás conmigo sin prostituirte ni entregarte a otro hombre, y yo me portaré de la misma manera contigo. Porque durante mucho tiempo los israelitas estarán sin rey ni príncipe, sin sacrificios ni estelas, sin efod ni terafim. Luego, buscarán de nuevo al Señor Dios y a David, su rey, y acudirán respetuosos al Señor y a sus bienes por siempre. Escuchad, israelitas, la palabra del Señor, porque el Señor está en pleito con los habitantes del país, pues no hay fidelidad ni amor ni conocimiento de Dios en el país. Proliferan perjurios y mentiras, asesinatos y robos, adulterios y violencias; los crímenes se multiplican. Por eso el país está de luto y todos sus habitantes languidecen; desaparecen las aves del cielo, las bestias del campo e incluso los peces del mar. Pero que no se acuse ni se censure a nadie, pues contra ti, sacerdote, va dirigida mi querella. Tú tropezarás en pleno día, y también el profeta tropezará contigo de noche; perecerás junto con tu estirpe. Mi pueblo perece por falta de conocimiento; y como tú rechazaste el conocimiento, yo te rechazaré a ti de mi sacerdocio; por haber olvidado la ley de tu Dios, también yo me olvidaré de tus hijos. Cuantos más eran [los sacerdotes] más pecaban contra mí; por eso cambiaré su gloria en infamia. Se alimentan del pecado de mi pueblo, están ávidos de sus delitos. Pero pueblo y sacerdotes correrán la misma suerte: les pediré cuentas de su conducta y les haré pagar sus acciones. Comerán sin saciarse, se prostituirán sin procrear, porque han dejado de respetar al Señor. La prostitución, el mosto y el vino le han hecho perder el seso: mi pueblo consulta a un madero y se deja instruir por un leño; un espíritu de prostitución los extravía y se prostituyen apartándose de su Dios. En la cima de las montañas ofrecen sacrificios, en las colinas queman incienso; bajo la encina, el álamo y el terebinto, —¡es tan agradable su sombra!— se prostituyen vuestras hijas y vuestras nueras cometen adulterio. Pero no castigaré a vuestras hijas a causa de sus prostituciones, ni a vuestras nueras por sus adulterios; son ellos los que se van con rameras y ofrecen sacrificios con prostitutas sagradas; y así es como va a la ruina un pueblo que no entiende. Si tú, Israel, te prostituyes, que Judá no se haga culpable. No vayáis a Guilgal, no subáis a Bet-Avén y no juréis diciendo: «Vive el Señor». Israel se ha vuelto obstinado como una vaca embravecida: ¿va el Señor a pastorearlos ahora como a corderos en la pradera? Efraín se alía con los ídolos. ¡Déjalo! Borrachos se entregan a la prostitución y sus jefes se apasionan por la ignominia. Un huracán los arrebatará con sus alas y se avergonzarán de sus sacrificios. Escuchad esto, sacerdotes; atención, casa de Israel; presta oído, casa real. Contra vosotros es el juicio pues habéis sido trampa en Mispá y una red tendida en el Tabor. En Sitín habéis cavado una fosa, pero yo los castigaré a todos. Conozco a fondo a Efraín y de Israel nada se me oculta. Tú, Efraín, te has prostituido e Israel se ha manchado. Sus acciones no les permiten convertirse a su Dios porque dentro de ellos hay un espíritu de prostitución y no conocen al Señor. La arrogancia de Israel testifica contra él mismo. Israel y Efraín tropiezan en sus faltas, y con ellos tropieza también Judá. Vienen en busca del Señor con sus ovejas y sus vacas, pero no lo encontrarán. ¡Se ha apartado de ellos! Han traicionado al Señor, han engendrado bastardos; cuando llegue la luna nueva, van a ser devorados junto con toda su herencia. Tocad el cuerno en Guibeá, la trompeta en Ramá, dad el grito de guerra en Bet-Avén. ¡Te atacan por la espalda, Benjamín! En el día del castigo Efraín se convertirá en ruina; lo anuncio como algo seguro a las tribus de Israel. Los jefes de Judá desplazan los linderos, pero yo derramaré sobre ellos como avalancha de agua mi furor. Efraín es un opresor, conculca el derecho se empeña en ir tras los ídolos. Seré, pues, tiña para Efraín, carcoma para la casa de Judá. Ha visto Efraín su enfermedad y Judá es consciente de su herida. Por eso Efraín ha acudido a Asiria y ha enviado mensajeros al gran rey; pero este no podrá sanaros ni curar vuestra herida. Pues yo seré león para Efraín, un cachorro de león para Judá. Yo mismo desgarraré la presa, la llevaré y nadie me la quitará. Me iré, volveré a mi morada, hasta que ellos me busquen, reconociendo su culpa. En su angustia me buscarán. «Venid, volvamos al Señor, porque él nos ha desgarrado y él será quien nos cure; él nos ha hecho la herida y él nos la vendará. Al cabo de dos días nos devolverá la vida; al tercero nos levantará y viviremos en su presencia. Esforcémonos en conocer al Señor; segura como la aurora es su venida: vendrá a nosotros como la lluvia, como lluvia de primavera que empapa la tierra». ¿Qué haré contigo Efraín? ¿Qué haré contigo Judá? Vuestro amor es como nube matutina, como rocío que pronto se disipa. Por eso los he golpeado por medio de los profetas, con mis palabras los he quebrantado y mi juicio resplandece como luz. Porque quiero amor y no sacrificio, conocer a Dios y no holocaustos. Pero ellos, como Adán, han quebrantado la alianza y allí me han sido infieles. Ciudad de malvados es Galaad, toda empapada de sangre. Cual banda de ladrones al acecho, así los sacerdotes en grupo asesinan y cometen tropelías en el camino de Siquén. He visto cosas horribles en la casa de Israel; allí se prostituye Efraín e Israel queda manchado. También para ti, Judá, tengo preparado un castigo cuando me decida a cambiar la suerte de mi pueblo. Cada vez que quiero curar a Israel, se manifiesta el pecado de Efraín y las maldades de Samaría. Y es que practican la mentira; el ladrón entra en las casas y, fuera, hacen estragos los bandidos. No acaban de tener en cuenta que yo recuerdo todas sus maldades; ahora sus acciones los envuelven y están presentes ante mí. Divierten al rey con su malicia, a los funcionarios con sus mentiras. Todos ellos son adúlteros; son como un horno ardiendo, aunque no lo atice el panadero, desde que la masa está preparada hasta que llega a fermentar. En la fiesta de nuestro rey los funcionarios quedan aturdidos por los vapores del vino, mientras el rey no tiene reparo en mezclarse con los agitadores. Cuando estos se acercan son como un fuego de horno, su corazón está lleno de intrigas; por la noche su cólera duerme, pero al clarear el alba se enciende como fuego ardiente. Todos arden como un horno, devoran a sus magistrados, sucumben todos sus reyes y ninguno de ellos clama hacia mí. Efraín se alía con otros pueblos, es un bizcocho mal cocido. Extranjeros devoran su vigor, pero él ni siquiera se entera; las canas cubren su cabeza, pero tampoco se entera. La soberbia de Israel testifica contra Efraín, pero no vuelven al Señor, su Dios, ni lo buscan a pesar de todo esto. Efraín es como una paloma, ingenua y atolondrada: llaman a Egipto y acuden a Asiria. Y mientras ellos van allí, yo los envuelvo en mi red, los atrapo como pájaros del cielo y los barreré por su maldad. ¡Ay de ellos, pues huyeron de mí! ¡Ruina para ellos porque se han rebelado contra mí! ¡Cómo los podré liberar si solo dicen mentiras contra mí! No es a mí a quien invocan cuando se lamentan en sus lechos, cuando se hacen incisiones y se rebelan contra mí, en busca del trigo y el mosto. Yo los había adiestrado y había fortalecido sus brazos, pero ellos maquinaban contra mí. Se vuelven, pero no hacia lo alto; son como un arco que falla; sus autoridades caerán a espada por la insolencia de su lengua. ¡Serán irrisión en el país de Egipto! ¡Haz sonar la trompeta pues un águila se cierne sobre la casa del Señor! Porque han transgredido mi alianza y se rebelaron contra mi instrucción. Ellos vienen a mí gritando: «¡Los de Israel te reconocemos como Dios!». Pero Israel ha rechazado el bien y el enemigo lo perseguirá. Han creado reyes sin contar conmigo, han nombrado príncipes sin saberlo yo. Con su plata y con su oro se han fabricado ídolos que causaron su ruina. Me repugna tu becerro, Samaría; por eso mi cólera ha estallado contra ellos. ¿Hasta cuándo permanecerán impuros? Ese becerro de Samaría es obra de un artesano israelita; no es, por consiguiente, Dios y terminará hecho pedazos. Puesto que siembran viento, cosecharán tempestad. Tampoco tendrán mies ni dará harina la espiga; y si la da, extranjeros la devorarán. Israel ha sido devorado; ahora está entre las naciones como un cacharro inútil. Cuando acudieron a Asiria, Efraín se compró amantes, como asno salvaje desbocado. Han sobornado a las naciones, pero ahora yo los reuniré y muy pronto temblarán bajo la opresión del rey soberano. Efraín pecó en muchos altares, que solo para pecar le sirvieron. Aunque les haya prescrito mil leyes, consideran que vienen de un extraño. No cesan de ofrecer sacrificios, de sacrificar y comer la carne; pero el Señor no los acepta, sino que recuerda sus pecados y castigará sus iniquidades; tendrán, pues, que volver a Egipto. Olvidó Israel a su Creador y se ha construido palacios. También Judá ha multiplicado sus ciudades fortificadas, pero yo enviaré a esas ciudades un fuego que devorará sus baluartes. No te alegres Israel, no saltes de júbilo como hacen otros pueblos; porque te has prostituido abandonando a tu Dios, has recibido paga de prostituta en todas las eras donde se trilla el trigo. Ni la era ni el lagar los podrán sustentar; hasta el mosto les fallará. No habitarán ya más en la tierra del Señor; Efraín volverá a Egipto, y un manjar impuro tendrán que comer en Asiria. No harán ofrendas de vino al Señor y no le agradarán sus sacrificios. Serán para ellos como pan de duelo que hará impuro a quien lo coma; será un pan solo para ellos y no se ofrecerá en el Templo del Señor. ¿Qué haréis el día de la solemnidad, el día de la fiesta del Señor? La devastación los ha hecho huir; se reunirán en Egipto, Menfis será su sepultura. Las ortigas heredarán sus tesoros y las zarzas invadirán sus tiendas. Han llegado los días del castigo, ha llegado el tiempo de la paga. ¡Que lo sepa Israel! Está trastornado el profeta, desvaría el hombre del espíritu a causa de tu gran iniquidad, de la enormidad de tu odio. El profeta es centinela de Efraín y está junto a mi Dios, pero se le tienden trampas en todos los caminos, es odiado en el Templo de su Dios. Ha llegado al colmo su corrupción, como en los días de Guibeá; pero Dios se acordará de su maldad y castigará sus pecados. Como uvas en el desierto, así fue mi encuentro con Israel. Como brevas en la higuera así elegí a vuestros antepasados; pero cuando llegaron a Baal Peor se consagraron a la ignominia y se hicieron tan abominables como los ídolos que amaban. Como pájaro que vuela se disipa la gloria de Efraín. No habrá nacimientos, ni gestaciones, ni concepciones. Aunque lleguen a criar hijos, yo se los arrebataré antes que se conviertan en hombres. ¡Ay de ellos cuando yo los abandone! He visto a Efraín como palmera en verdes prados plantada, pero ahora tendrá que sacar a sus hijos y entregarlos al verdugo. Dales, Señor… ¿Qué les darás? Dales un vientre que aborte y unos pechos que no den leche. Toda su perversidad se manifestó en Guilgal; allí llegué a odiarlos. Por sus perversas acciones los arrojaré de mi casa y no los volveré a amar. Todos sus jefes son rebeldes. Efraín ha sido golpeado, sus raíces están secas, no producirá ya fruto. Aunque engendren hijos, haré que muera su fruto querido. Porque no escucharon a mi Dios, él los rechazará; entre las naciones tendrán que andar errantes. Israel era una viña frondosa, que daba fruto abundante. Cuantos más eran sus frutos, más se multiplicaban sus altares. Cuanto más rica era su tierra, más embellecía sus estelas. Tienen el corazón dividido y ahora lo van a pagar. El Señor romperá sus altares y destruirá sus estelas. Ahora andan diciendo: «Nos hemos quedado sin rey por no haber respetado al Señor; pero ¿qué haría por nosotros el rey?». Pronuncian discursos, juran en falso, hacen pactos; pero el derecho es planta venenosa que crece en los surcos del campo. Los habitantes de Samaría tiemblan por el becerro de Bet-Avén; el pueblo y sus sacerdotes hacen duelo por él, por su gloria, ahora que ha sido deportado. También a él lo llevan a Asiria, como ofrenda para el gran rey. Efraín cargará con su vergüenza e Israel se avergonzará de su acción. Desaparecerá el rey de Samaría como astilla que arrastra el agua. Los altozanos de la iniquidad, lugar del pecado de Israel, serán completamente destruidos; cardos y espinas crecerán en sus altares. Dirán a las montañas: «Cubridnos», y a las colinas: «Caed sobre nosotros». Desde los días de Guibeá has seguido pecando, Israel. ¡Han persistido en su pecado! ¿No será entonces en Guibeá donde la guerra alcance a los inicuos? Se han hecho reos de doble culpa y seré yo quien los castigue reuniendo pueblos contra ellos. Efraín era novilla bien domada a quien le gustaba trillar. Pues bien, yo pondré el yugo sobre su hermosa cerviz; unciré a Efraín para que are y, mientras Judá abre los surcos, a Jacob le tocará rastrillar. Sembrad justicia y cosecharéis amor; preparad el barbecho para el cultivo, porque es tiempo de buscar al Señor; [esperad] hasta que él venga y derrame sobre vosotros salvación. Pero como sembrasteis maldad, cosechasteis iniquidad y comisteis el fruto de la mentira. Porque confiaste en tu poder, en la multitud de tus guerreros, un clamor de guerra se alza contra tu pueblo; todas tus fortalezas serán asoladas, como Salmán asoló a Bet-Arbel aquel día de la batalla, cuando, junto con sus hijos, fue estrellada la madre [contra el suelo]. Es lo que os acarreará Betel a causa de vuestra extrema maldad. Y al nacer el día, morirá el rey de Israel. Cuando Israel era niño, yo lo amé y de Egipto llamé a mi hijo. Pero cuanto más los llamaba, más se apartaban de mí: ofrecían sacrificios a los Baales y quemaban ofrendas a los ídolos. Fui yo quien enseñó a andar a Efraín sosteniéndolo por los brazos; sin embargo no comprendieron que era yo quien los cuidaba. Con lazos humanos y vínculos de amor los atraía. Fui para ellos como quien alza a un niño hasta sus mejillas; me inclinaba hacia ellos para darles de comer. Pero rehusaron convertirse, por lo que tendrán que volver a Egipto y un asirio será su rey. La espada arrasará sus ciudades, socavará sus defensas y todos serán destruidos a causa de sus maquinaciones. Mi pueblo persiste en su infidelidad; gritan a lo alto, pero nadie los ayuda. ¿Cómo te trataré, Efraín? ¿Acaso te abandonaré, Israel? ¿Te trataré como traté a Adamá o haré contigo como con Seboín? Mi corazón está conturbado y mis entrañas se conmueven. No actuaré según mi ardiente ira, no volveré a destruir a Efraín porque yo soy Dios y no hombre; soy el Santo en medio de ti y no me voy a enfurecer. Ellos seguirán al Señor que rugirá como un león; rugirá y sus hijos vendrán temblando desde Occidente. Como aves vendrán temblando desde el país de Egipto, y como palomas desde Asiria; y yo haré que habiten en sus casas —oráculo del Señor—. Efraín me ha rodeado de mentiras y el pueblo de Israel de engaños, pero Judá aún camina con Dios y se mantiene fiel al muy Santo. Efraín se alimenta de aire y corre todo el día tras el viento; multiplica sus mentiras y violencias, hace pactos con Asiria y regala aceite a Egipto. El Señor entabla pleito a Israel, va a castigar la conducta de Jacob, le va a retribuir según sus acciones. Ya en el seno materno suplantó a su hermano y en su edad viril luchó con Dios, luchó con un ángel y lo venció. Luego lloró y pidió compasión; Dios lo encontró en Betel y allí habló con nosotros. El Señor es Dios del universo; su nombre es el Señor. En cuanto a ti, conviértete a tu Dios, practica el amor y el derecho y confía siempre en tu Dios. Canaán maneja pesas falsas, pues le agrada estafar. Y Efraín dice: «Me he hecho rico, he conseguido una fortuna; en todas mis ganancias nadie podrá acusarme de pecado». Pero yo que soy el Señor, tu Dios, desde que estabas en Egipto, haré que vivas de nuevo en tiendas de campaña como en los días del encuentro. Hablaré a los profetas, multiplicaré sus visiones y me expresaré en parábolas por medio de esos profetas. En Galaad se da culto a ídolos que no son más que dioses falsos; en Guilgal se inmolan toros en altares que solo son majanos en medio de los surcos del campo. Huyó Jacob a la campiña de Aram; allí Israel sirvió por una mujer y por ella se hizo pastor de rebaños. Más tarde el Señor sacó a Israel de Egipto por medio de un profeta, y por medio de un profeta lo cuidó. Pero Efraín ha irritado [al Señor] cometiendo una amarga ofensa; así que su Señor le devolverá los agravios y le hará pagar por sus crímenes. Cuando Efraín hablaba, imponía respeto en Israel. Pero se hizo culpable al adorar a Baal, y pereció. Con todo, aún siguen pecando: con su plata se fabrican estatuas, ídolos fundidos con destreza, obra de expertos artesanos. Luego dicen: «Ofrecedles sacrificios»; y rinden homenaje a los becerros. Por eso serán como nube mañanera, como el rocío de madrugada que al instante se disipa; como paja que el viento arrebata de la era, o humo que sale por chimenea. Pero yo que soy el Señor, tu Dios, desde el país de Egipto —tú no conoces a otro Dios ni tienes otro salvador fuera de mí—, te he conocido en el desierto, en una tierra abrasadora. Pero cuando hallaron alimento y tuvieron ocasión de saciarse, se les llenó de orgullo el corazón y terminaron olvidándose de mí. Seré, pues, para ellos un león, una pantera acechando en el camino. Los atacaré como una osa cuando es privada de sus crías; desgarraré sus entrañas, los devoraré allí como leona, y las bestias salvajes los destrozarán. Te destruiré, Israel, y nadie podrá evitarlo. ¿Dónde está ahora tu rey para que te salve en tus ciudades? ¿Dónde, tus jueces a los que decías: «Dame un rey y autoridades»? Bien a mi pesar te di un rey y en mi furor ahora te lo quito. Anotada está la culpa de Efraín, puesto a buen recaudo su pecado. Le sobrevendrán dolores de parto, pero es un hijo torpe que, para nacer, no sabe colocarse a la puerta del útero. ¿Tendré que librarlos del reino de los muertos, rescatarlos del sepulcro? ¿Dónde está, muerte, tu poder destructor? ¿Dónde tus calamidades, reino de los muertos? Ya no volveré a tener compasión. Aunque prospere entre los suyos, vendrá el viento del este, el viento que el Señor hace soplar desde el desierto, un viento que secará las fuentes, agotará los manantiales y arrebatará de su tesoro todos los objetos preciosos. Pagará su culpa Samaría, pues contra su Dios se ha rebelado. Morirán a filo de espada, sus niños serán estrellados, las embarazadas abiertas en canal. ¡Vuelve, Israel, al Señor tu Dios pues caíste a causa de tu iniquidad! Buscad las palabras oportunas y volved al Señor diciendo: «Perdona toda nuestra culpa y acepta esto que es bueno y que nosotros te ofrecemos: las palabras de nuestros labios. Asiria no puede salvarnos; tampoco escaparemos a caballo ni llamaremos más “Dios nuestro” a las obras de nuestras manos. Solo en ti halla el huérfano piedad». Yo curaré su apostasía, los amaré generosamente, pues mi cólera ya no los afecta. Seré para Israel como el rocío, florecerá como el lirio y sus raíces serán tan firmes como los árboles del Líbano. Sus retoños se extenderán, tendrá el esplendor del olivo y la fragancia del Líbano. Regresarán aquellos que habitaban a su sombra, crecerán como el trigo, florecerán como la vid y como el vino del Líbano, será famoso su recuerdo. Entonces Efraín [se dirá]: «¿Qué me importan los ídolos?». Y yo respondo y lo protejo, pues soy como abeto siempre verde y de mí procede tu fruto. Que los sabios y prudentes entiendan este mensaje: los caminos del Señor son rectos y por ellos caminan los justos; los malvados, en cambio, tropiezan. Palabras que el Señor comunicó a Joel, hijo de Petuel. ¡Oíd esto vosotros, los ancianos; habitantes todos del país, escuchad! ¿Aconteció algo igual en vuestros días o en los días de vuestros antepasados? Contádselo a vuestros hijos, vuestros hijos a los suyos, y sus hijos a una nueva generación. Lo que dejó la «devastadora» lo comió la «acaparadora»; lo que dejó la «acaparadora» lo comió la «lamedora», y lo que dejó la «lamedora» lo comió la «devoradora». Despertad, los embriagados, y llorad. Gemid, los bebedores de vino, por el mosto que se os ha quitado de la boca. Porque un pueblo ha invadido mi tierra; es poderoso e innumerable; sus dientes son dientes de león, y tiene muelas como de leona. Ha asolado mi viñedo, ha destrozado mis higueras, las ha descortezado del todo haciendo blanquear sus ramas; luego las ha derribado. Llora tú como una joven vestida de luto por causa del marido de su juventud. Ofrenda y libación han cesado en el Templo del Señor; hacen duelo los sacerdotes, los servidores del Señor. El campo está devastado, enlutada la tierra; el trigo se ha perdido, se echa en falta el mosto, se ha agotado el aceite. Consternaos, labradores, gemid, viñadores, pues se ha echado a perder la cosecha del trigo y la cebada. Está reseco el viñedo y marchita la higuera, así como el granado, el manzano y la palmera: se han secado por completo todos los árboles del campo. Incluso entre la gente ha desaparecido la alegría. Vestíos de luto y llorad, sacerdotes; gemid vosotros, servidores del altar; venid a dormir sobre esteras, los que servís a mi Dios, pues ofrenda y libación han cesado en el Templo de vuestro Dios. Promulgad un ayuno, convocad una asamblea, reunid a los ancianos y a todos los que habitan el país en el Templo del Señor, vuestro Dios, y clamad al Señor. ¡Ay, qué terrible aquel día! Porque el día del Señor está cerca; la destrucción del Destructor está a punto de llegar. Ante nuestros propios ojos nos ha sido arrebatada la comida junto con la alegría y el gozo en el Templo de nuestro Dios. Las semillas se han podrido debajo de los terrones; están los graneros en ruinas y los silos derruidos, porque el trigo se ha perdido. ¡Cómo muge el ganado! Deambula vacilante la vacada porque no encuentra pastos; también las ovejas desfallecen. A ti clamo, Señor, porque el fuego ha consumido los matorrales de la estepa, y las llamas han abrasado todos los árboles del campo. Incluso las bestias salvajes braman dirigiéndose a ti, porque se han secado los arroyos y el fuego ha consumido los matorrales de la estepa. ¡Tocad la trompeta en Sion, dad la alarma en mi santo monte! Tiemblen todos los que habitan el país, porque viene el día del Señor; está ya a las puertas: día de oscuridad y de tinieblas, de nubarrones y densa niebla. Como el amanecer sobre los montes, así avanza un pueblo fuerte y numeroso; nunca antes hubo otro como él, ni volverá a existir después por muchas generaciones que pasen. Su vanguardia es fuego consumidor, llama abrasadora su retaguardia. Antes de su paso, era el país un paraíso; después, todo es estepa desolada: nada se escapa ante él. Similar a los caballos es su aspecto, cabalgan como si fueran jinetes. Retumban como carros de guerra, saltan por las cimas de los montes; son igual que el crepitar del fuego cuando consume el rastrojo; igual que un pueblo poderoso dispuesto para el combate. Ante él tiemblan los pueblos, palidecen todos los semblantes. Avanzan como valientes, cual guerreros escalan la muralla; cada uno marcha en su fila, sin desviarse de su trayectoria; ninguno estorba al compañero, avanza cada cual por su camino; aunque caigan flechas a su alrededor, no rompen la formación. Invaden la ciudad, escalan la muralla; asaltan las casas irrumpiendo como ladrones a través de las ventanas. En su presencia tiembla la tierra, los cielos se estremecen, el sol y la luna se oscurecen y dejan de brillar las estrellas. El Señor alza la voz al frente de su ejército; son innumerables sus tropas y fuerte el que ejecuta su palabra. El día del Señor es grandioso y temible: ¿quién podrá resistirlo? Ahora, pues, —oráculo del Señor— volveos hacia mí de todo corazón, con ayuno, lágrimas y lamento. Rasgad vuestro corazón en lugar de vuestros vestidos; volveos al Señor, vuestro Dios, que es misericordioso y compasivo, lento para airarse y lleno de amor, siempre dispuesto a no hacer mal. Quizá se decida a no hacer daño y a sembrar bendiciones a su paso: ofrendas y libaciones para el Señor, vuestro Dios. ¡Tocad la trompeta en Sion! Decretad un ayuno, convocad una asamblea; congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos, juntad a los niños, incluso a los que aún maman; salga de la alcoba el esposo y la esposa de su lecho nupcial. Lloren los sacerdotes entre el atrio y el altar; digan los servidores del Señor: «Perdona, Señor, a tu pueblo; no expongas tu heredad al oprobio ni a la burla de los paganos. Que no se diga entre los pueblos: ¿dónde está su Dios?». Lleno de amor por su tierra, el Señor se compadeció de su pueblo y le respondió diciendo: Voy a enviaros trigo, vino y aceite hasta que estéis saciados; nunca más os expondré al oprobio de los paganos. Alejaré de vosotros al enemigo del norte haré que se disperse por terrenos áridos y desolados: su vanguardia hacia el mar Oriental, hacia el Occidental su retaguardia; despedirá hedor y pestilencia, porque ha hecho cosas tremendas. No temáis, campos de cultivo, regocijaos y alegraos: el Señor hará cosas grandiosas. No temáis, bestias del campo; reverdecerán los matorrales de la estepa, los árboles producirán su fruto, darán su riqueza la vid y la higuera. También vosotros, habitantes de Sion, regocijaos y alegraos en el Señor, vuestro Dios, pues os ha dado la lluvia oportuna en otoño y derramará sobre vosotros como antaño las lluvias de otoño y primavera. Las eras se llenarán de trigo, los lagares rebosarán de vino y aceite. Os compensaré por aquellos años en que todo lo arrasaron la «recolectora», la «lamedora», la «devoradora» y la «devastadora», aquel inmenso ejército que envié contra vosotros. Comeréis hasta quedar saciados y alabaréis el nombre del Señor, vuestro Dios, que hizo portentos con vosotros. Y nunca jamás mi pueblo volverá a quedar cubierto de oprobio. Tendréis que reconocer así que estoy en medio de Israel y que yo, y ningún otro, soy el Señor, vuestro Dios. Y nunca jamás mi pueblo volverá a quedar cubierto de oprobio. Después de estos sucesos, derramaré mi espíritu sobre todo ser humano: vuestros hijos e hijas profetizarán, soñarán sueños vuestros ancianos, y vuestros jóvenes verán visiones. También sobre los siervos y las siervas derramaré mi espíritu en aquellos días. Haré prodigios en el cielo y en la tierra: habrá sangre, fuego y columnas de humo; el sol se convertirá en tinieblas y la luna se volverá roja como sangre ante la llegada del día del Señor, día grandioso y temible. Pero todo el que invoque al Señor alcanzará la salvación, porque habrá un resto de liberados en la montaña de Sion y en Jerusalén según lo ha dicho el Señor: serán los supervivientes a quienes ha escogido el Señor. Palabras que Amós, uno de los pastores de Tecoa, recibió sobre Israel en visión profética en tiempos de Ozías, rey de Judá, y de Jeroboán, hijo de Joás, rey de Israel, dos años antes del terremoto. Decía: Ruge el Señor desde Sion, desde Jerusalén levanta su voz; las praderas de los pastores se agostan, está reseca la cumbre del Carmelo. Esto es lo que dice el Señor: Son tantos los delitos de Damasco que no los dejaré sin castigo. Por haber triturado a Galaad empleando trillos de hierro, mandaré fuego a la casa de Jazael y devorará los palacios de Benadad; haré saltar el cerrojo de Damasco, aniquilaré al que habita en Bicat Avén y al que empuña el cetro en Bet Edén. El pueblo de Siria irá cautivo a Quir —dice el Señor. Esto es lo que dice el Señor: Son tantos los delitos de Gaza, que no los dejaré sin castigo. Por haber deportado a poblaciones enteras entregándoselas a Edom, mandaré contra las murallas de Gaza un fuego que devorará sus palacios; aniquilaré al que habita en Asdod y al que empuña el cetro en Ascalón. Lanzaré mi mano contra Ecrón y no quedará ni un filisteo, —dice el Señor Dios. Esto es lo que dice el Señor: Son tantos los delitos de Tiro que no los dejaré sin castigo. Por haber deportado a poblaciones enteras para entregárselas a Edom sin acordarse del pacto fraterno, mandaré contra las murallas de Tiro un fuego que devorará sus palacios, —dice el Señor. Esto es lo que dice el Señor: Son tantos los delitos de Edom que no los dejaré sin castigo. Por perseguir a su hermano a punta de espada y no haber tenido compasión, manteniendo un odio implacable y perpetuo, mandaré contra Temán un fuego que devorará los palacios de Bosrá. Esto es lo que dice el Señor: Son tantos los delitos de Amón que no los dejaré sin castigo. Por haber abierto en canal a las embarazadas de Galaad para ensanchar su territorio, mandaré contra las murallas de Rabá un fuego que devore sus palacios entre el griterío de un día de guerra y el huracán de un día de tormenta. Y su rey será deportado junto con todos sus príncipes, —dice el Señor. Esto es lo que dice el Señor: Son tantos los delitos de Moab que no los dejaré sin castigo. Por haber quemado y calcinado los huesos del rey de Edom, mandaré contra Moab un fuego que devorará los palacios de Queriyot. Y perecerá Moab entre estruendos, gritos de guerra y toques de trompeta. Extirparé de en medio al que gobierna y aniquilaré a todos sus magistrados, —dice el Señor. Esto es lo que dice el Señor: Son tantos los delitos de Judá que no los dejaré sin castigo. Por haber rechazado la ley del Señor y no haber cumplido sus mandamientos, por haberse dejado extraviar por ídolos a quienes ya sus antepasados adoraron, enviaré contra Judá un fuego que devorará los palacios de Jerusalén. Esto es lo que dice el Señor: Son tantos los delitos de Israel que no los dejaré sin castigo. Venden al inocente por dinero, al pobre por un par de sandalias; aplastan contra el polvo al desvalido y no imparten justicia al indefenso; padre e hijo acuden a la misma joven, profanando así mi santo nombre. Se tienden junto a cualquier altar sobre ropas tomadas en prenda, y beben en el templo de su dios vino comprado con multas injustas. Yo exterminé ante ellos al amorreo, alto como los cedros y fuerte como las encinas; extirpé sus raíces y malogré sus frutos. A vosotros, en cambio, os saqué de Egipto y os conduje cuarenta años por el desierto hasta conquistar el país de los amorreos. Suscité profetas entre vuestros hijos y nazareos entre vuestros jóvenes. ¿No es así, israelitas? —oráculo del Señor. Pero obligasteis a beber vino a los nazareos y no dejasteis profetizar a los profetas. Pues bien, yo haré que el suelo se os hunda como se hunde bajo un carro cargado de mies. Ni el más ligero podrá huir, ni al más fuerte le valdrán sus fuerzas, ni el más valiente salvará su vida; el arquero no conseguirá resistir, el ágil de piernas no escapará; el que monta a caballo no se salvará; y hasta el valiente más intrépido tendrá que huir desnudo aquel día, —oráculo del Señor. Escuchad, israelitas, esta palabra que el Señor pronuncia contra vosotros, contra toda la familia que hice salir de Egipto: Solamente a vosotros elegí entre todas las familias de la tierra; por eso os pediré cuentas de todas vuestras iniquidades. ¿Caminarán dos juntos si no se han puesto de acuerdo? ¿Rugirá un león en la selva a no ser que encuentre presa? ¿Gruñirá el cachorro en su guarida a no ser que haya cazado algo? ¿Caerá un pájaro a tierra si no se le tiende una trampa? ¿Saltará la red desde el suelo a no ser que haya atrapado una pieza? ¿Sonará la trompeta en la ciudad sin que la población se alarme? ¿Sucederá una desgracia en la ciudad si no es el Señor quien la envía? Ciertamente nada hace el Señor Dios, sin revelárselo a sus siervos, los profetas. Si ruge el león, ¿quién no temblará? Si el Señor Dios lo manda, ¿quién no hablará en su nombre? Proclamadlo en los palacios de Asur, pregonadlo en los de Egipto, y decid: «Reuníos en los montes de Samaría, mirad cómo rebosa de desórdenes, cómo abunda la violencia dentro de ella». No saben obrar con rectitud, —oráculo del Señor—; sus palacios están repletos del fruto de su violencia y su rapiña. Por eso, así dice el Señor Dios: El enemigo pondrá cerco al país, te despojará de tu fuerza y serán saqueados tus palacios. Esto es lo que dice el Señor: Como rescata el pastor de la boca del león dos patas o la punta de una oreja, eso es lo que se rescatará de los israelitas que moran en Samaría y se recuestan en divanes y en lechos confortables. Escuchad, pues, y testimoniad contra Jacob, —oráculo del Señor, Dios del universo. Porque el día en que pida cuentas a Israel de todos sus delitos destruiré también los altares de Betel, serán arrancados los salientes del altar y caerán por tierra. Derribaré la mansión de invierno y también la de verano; desaparecerán los palacios de marfil y se desplomarán muchas mansiones, —oráculo del Señor. Escuchad esto, vacas de Basán que [moráis] en la montaña de Samaría, vosotras que oprimís a los pobres, maltratáis a los necesitados y decís a vuestros maridos: «Traednos algo de beber». El Señor Dios lo jura por su santidad: Vendrán sobre vosotras días en que os sacarán con garfios y a vuestros hijos con arpones de pesca; una tras otra saldréis por las brechas y seréis arrojadas al Harmón, —oráculo del Señor. Encaminaos a Betel y pecad, a Guilgal y multiplicad vuestros pecados; traed cada mañana vuestros sacrificios y cada tres días vuestros diezmos. Quemad panes sin levadura en acción de gracias y anunciad a bombo y platillo vuestras ofrendas voluntarias, porque eso es, israelitas, lo que os gusta, —oráculo del Señor Dios. Yo os he hecho pasar hambre en todas vuestras ciudades, he condenado a la carestía a todas vuestras poblaciones; pero seguís sin convertiros a mí, —oráculo del Señor. Soy yo quien os negué la lluvia faltando tres meses para la siega, yo el que hice caer la lluvia en una ciudad sí y en otra no; y mientras la lluvia empapaba un campo, otro, al carecer de agua, se secaba. Ibais de ciudad en ciudad buscando agua sin que lograseis apagar la sed; pero seguís sin convertiros a mí, —oráculo del Señor. Os golpeé con tizón y con añublo, agosté vuestros huertos y viñedos; devoró la langosta higueras y olivares; pero seguís sin convertiros a mí, —oráculo del Señor. Desencadené sobre vosotros una peste como la que desencadené sobre Egipto; pasé a filo de espada a vuestros jóvenes; me llevé como botín vuestros caballos y el hedor de los cadáveres inundó vuestros campamentos; pero seguís sin convertiros a mí, —oráculo del Señor. Os destruí como a Sodoma y Gomorra, y quedasteis como tizón arrancado del fuego; pero seguís sin convertiros a mí, —oráculo del Señor. Pues bien, mira cómo te voy a tratar, Israel; y porque voy a tratarte así, disponte a encontrarte con tu Dios. Porque él es quien formó los montes y dio existencia a los vientos; él es quien revela al ser humano sus proyectos, quien cambia las tinieblas en aurora y camina sobre las cumbres de la tierra. Su nombre es el Señor, Dios del universo. Escuchad, israelitas, esta palabra, esta lamentación que entono por vosotros: Ha caído Israel, la doncella, y ya no se levantará más; yace por tierra y nadie la levanta. Porque así habla a Israel, el Señor Dios: De la ciudad que reclute mil soldados, no quedarán más que cien; y de la que se recluten cien en Israel, no quedarán más que diez. Pues esto dice el Señor a Israel: Buscadme si queréis vivir. No busquéis nada en Betel, no os dirijáis a Guilgal, no os encaminéis a Berseba; Guilgal será deportada sin remedio y Betel quedará reducida a la nada. Buscad al Señor y tendréis vida; no sea que prenda fuego a la casa de José sin que haya en Betel quien lo apague. ¡Ay de los que cambian el derecho en amargura y arrastran por tierra la justicia! Él es quien ha creado el Orión y las Pléyades, el que cambia en amanecer la oscuridad y hace que el día dé paso a la noche; él es quien convoca las aguas del mar y las derrama sobre la superficie de la tierra: su nombre es el Señor. Él es quien acarrea la ruina a los fuertes y hace que la fortaleza se desplome. Mas ellos odian a quien pide un juicio justo y detestan al que testifica con verdad. Y porque pisoteáis al indigente exigiéndole el impuesto del grano, no habitaréis esas casas construidas sirviéndoos de piedras talladas, ni tampoco beberéis el vino de los selectos viñedos que plantasteis. Conozco vuestras muchas rebeldías y vuestros innumerables pecados: aplastáis al inocente, aceptáis sobornos, atropelláis al desvalido en el tribunal. Por eso, guarde silencio el prudente, porque estamos en tiempo de desgracia. Buscad el bien y no el mal; así viviréis y el Señor, Dios del universo, estará con vosotros, según decís. Detestad el mal y amad el bien; implantad el derecho en el tribunal y quizá el Señor, Dios del universo, tenga compasión del resto de José. Así habla el Señor, Dios del universo: En todas las plazas habrá lamentos, en todas las calles, gritos de dolor; será convocado a duelo el campesino, y las plañideras para que se lamenten. En todas las viñas habrá llanto cuando yo pase entre vosotros, —dice el Señor. ¡Ay de los que añoran el día del Señor! ¿De qué os servirá el día del Señor si será para vosotros tinieblas y no luz? Os pasará como a quien huye de un león y se topa de pronto con un oso; o como al que entra en su casa, apoya la mano en la pared y lo muerde una serpiente. Será tinieblas y no luz el día del Señor, densa oscuridad sin claridad alguna. Detesto y aborrezco vuestras fiestas, me disgustan vuestras asambleas. Me presentáis vuestros holocaustos, vuestras ofrendas que no acepto; me sacrificáis novillos cebados, pero yo los aparto de mi vista. Alejad de mí el ruido de los cánticos; me molesta la melodía de vuestras arpas. Que fluya el derecho como agua y la justicia como un río inagotable. ¿Me presentasteis acaso, israelitas, ofrendas y sacrificios en el desierto, los cuarenta años que estuvisteis en él? Cargaréis con Sacut y Keván, las imágenes de esos dioses astrales que vosotros os habéis fabricado, cuando yo os deporte más allá de Damasco, —dice el Señor, cuyo nombre es Dios del universo. ¡Ay de quienes se sienten seguros en Sion y viven tranquilos en la montaña de Samaría! ¡Los que presumen de jefes de la nación más importante y a los que acude el pueblo de Israel! Pasad por Calné y observad; id desde allí a Jamat, la grande, y luego bajad a Gat de los filisteos. ¿Sois vosotros mejores que esos reinos? ¿Es vuestro territorio más extenso? Pretendéis alejar la desgracia, pero hacéis que reine la violencia. Se acuestan en camas de marfil, se recuestan en cómodos divanes, comen los corderos del rebaño y los terneros que sacan del establo. Canturrean al son del arpa y, siguiendo el ejemplo de David, inventan instrumentos musicales. Beben vino en grandes copas y se ungen con olorosos aceites, sin que les duela el desastre de José. Por eso ahora irán al destierro encabezando la fila de cautivos; así acabará la orgía de tanto disoluto. El Señor Dios lo jura por sí mismo, —oráculo del Señor, Dios del universo—: Yo detesto la soberbia de Jacob y aborrezco todos sus palacios; por eso entregaré la ciudad al enemigo con todo cuanto hay en ella. Si en una casa quedan diez hombres, morirán sin remedio los diez. Y cuando el pariente saque de la casa los cadáveres para quemarlos y diga al que está en el fondo de la casa: «¿Queda todavía alguien contigo?», el otro responderá: «no queda ninguno». Y añadirá: «Guardad silencio», pues no hay que mencionar el nombre del Señor. Es el Señor quien da la orden para que se resquebraje la casa grande y se desplome la pequeña. ¿Galopan los caballos sobre las rocas? ¿se ara con bueyes el mar? ¡Pues vosotros habéis convertido el derecho en veneno y la justicia en fruto amargo! Os alegráis por Lodebar y decís: ¿No conquistamos Carnáin con nuestras fuerzas? Pues bien, israelitas, suscitaré contra vosotros —oráculo del Señor, Dios del universo— una nación que os oprimirá desde el paso de Jamat hasta el torrente del Arabá. Esto me mostró el Señor Dios: comenzaba a crecer la hierba, la que brota a continuación de la que se corta para el rey, cuando [Dios] preparó una plaga de langostas. Al verlas dispuestas a devorar toda la hierba del país, dije: «Perdona, te lo ruego, Señor mi Dios, pues, ¿cómo podrá resistir Jacob, siendo como es tan pequeño?». Se arrepintió de ello el Señor y dijo: «Eso no sucederá» —aseguró el Señor. El Señor Dios me mostró otra visión: convocaba el Señor Dios a un juicio por fuego; [el fuego] había devorado al gran abismo y amenazaba con devorar al territorio. Entonces dije: «Señor Dios, detente, te lo pido por favor; pues, ¿cómo podrá resistir Jacob, siendo como es tan pequeño?». Se arrepintió de ello el Señor y dijo: «Tampoco eso sucederá» —aseguró el Señor Dios. [El Señor] me mostró otra visión: estaba mi Dios sobre una muralla, sosteniendo con la mano una plomada. El Señor preguntó: «¿Qué ves Amós?». Yo respondí: «Veo una plomada». Entonces mi Dios replicó: «Pues yo aplicaré una plomada a Israel y no le toleraré [un pecado] más. Serán devastados los altozanos de Isaac, arrasados los santuarios de Israel; entonces pelearé espada en mano contra la dinastía de Jeroboán». Amasías, sacerdote de Betel, envió a decir a Jeroboán, rey de Israel: «Amós anda conspirando contra ti en medio de Israel y el país no puede tolerar más sus palabras, pues anda diciendo que Jeroboán morirá a espada y todo Israel será deportado lejos de su tierra». Así que Amasías dijo a Amós: —Vete, vidente, y ponte a salvo en el país de Judá donde puedes ganarte el pan profetizando allí. Pero no vuelvas a profetizar en Betel porque aquí está el santuario del rey, el templo real. Amós respondió a Amasías: —Yo no soy un profeta de profesión. Yo estaba al cuidado del ganado y cultivaba higueras. Pero el Señor me hizo dejar el rebaño y me dijo: Vete a hablar de mi parte a mi pueblo Israel. Ahora pues, escucha la palabra del Señor: Tú dices: «¡No hables de parte de Dios contra Israel, no pronuncies oráculos contra la estirpe de Isaac!». Pues así habla el Señor: Tu mujer ejercerá de prostituta en plena ciudad; tus hijos e hijas sucumbirán a filo de espada; echarán a suertes tus tierras y tú morirás en un territorio impuro. Israel será deportado sin remedio lejos de su tierra. El Señor Dios me mostró una canasta de frutas maduras y me dijo: —¿Qué ves, Amós? Yo respondí: «Una canasta con fruta madura». El Señor me dijo: «Mi pueblo Israel está maduro», no le toleraré [un pecado] más. Ese día —oráculo del Señor Dios— los cantos de palacio se volverán lamentos, y serán innumerables los cadáveres que serán desparramados en silencio. Escuchad esto, los que aplastáis al pobre y queréis eliminar a la gente humilde del país diciendo: «¿Cuándo pasará la fiesta del novilunio para que podamos vender el cereal, y el sábado para dar salida al trigo? Usaremos medidas trucadas, aumentaremos el peso del siclo y falsearemos las balanzas. Compraremos al indigente por dinero y al pobre a cambio de un par de sandalias; incluso haremos negocio con el salvado del trigo». Pues bien, el Señor ha jurado por el honor de Jacob que nunca se olvidará de esas acciones. ¿No se va a estremecer la tierra a la vista de todo esto? ¿No harán sus habitantes duelo? Toda ella crecerá como el Nilo, crecerá y decrecerá como el río de Egipto. Aquel día —oráculo del Señor Dios— haré que el sol se ponga a mediodía y que, a pleno sol, se oscurezca la tierra. Convertiré en duelo vuestras fiestas, en lamentaciones vuestros cánticos. Haré que todos os vistáis de sayal y tengáis que raparos la cabeza. Será como llanto por el hijo único con un final preñado de amargura. Vendrán días —oráculo del Señor Dios— en que enviaré el hambre a este país; no será hambre de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra del Señor. Andarán errantes de mar a mar, desde el septentrión hasta el oriente; buscarán la palabra del Señor, pero no lograrán encontrarla. Aquel día desfallecerán de sed las hermosas muchachas y los jóvenes; y también los que juran por el ídolo de Samaría, diciendo: «Lo juro, Dan, por quien adoras como dios; y lo juro también, Berseba, por tu dios». Caerán a tierra y no se levantarán. De pie, junto al altar, vi a mi Señor que decía: Golpea los capiteles hasta que se desplomen los dinteles; destroza a los que van en cabeza, que al resto les daré muerte a espada. Ni uno entre ellos podrá escapar, nadie logrará ponerse a salvo. Si se esconden en el reino de los muertos de allí los sacará mi mano; si suben a lo más alto del cielo, haré que desciendan de allí; si se esconden en la cima del Carmelo, los buscaré hasta sacarlos de allí; si se esconden de mí en el fondo del mar, mandaré a la Serpiente que los muerda; si sus enemigos los llevan cautivos, haré que la espada los degüelle. ¡Para mal y no para bien los tendré siempre ante mi vista! Soy Dios, el Señor del universo; toco la tierra y la hago estremecer, mientras todos sus habitantes hacen duelo. Crece toda ella como el Nilo y decrece como el río de Egipto. Soy el que pone en el cielo su trono y asienta sobre la tierra su bóveda; el que convoca a las aguas del mar y las derrama sobre la faz de la tierra. Mi nombre es el Señor. Vosotros, israelitas, sois para mí como si fuerais oriundos de Cus —oráculo del Señor— si yo saqué a Israel de Egipto, también saqué a los filisteos de Creta y a los arameos de la tierra de Quir. Tengo clavados mis ojos —[dice] el Señor Dios— sobre este reino pecador: lo borraré de la faz de la tierra, aunque no destruiré totalmente la descendencia de Jacob, —oráculo del Señor—. Voy a ordenar que la casa de Israel sea zarandeada entre las naciones como se zarandea [el grano] en la criba, sin que ni un guijarro caiga al suelo. A filo de espada morirán todos los pecadores de mi pueblo, los que dicen: «No se acercará, no nos alcanzará la desgracia». Reconstruiré aquel día la choza caída de David, repararé sus brechas, levantaré sus ruinas y la reconstruiré como antaño, para que posean el resto de Edom, además de todas las naciones en las que se ha invocado mi nombre, —oráculo del Señor, que lo cumplirá—. Llegan días —oráculo del Señor— en los cuales el que ara seguirá de cerca al segador y el que vendimia, al que siembra; días en que destilarán mosto los montes y se tambalearán todas las colinas. Cambiaré la suerte de mi pueblo Israel: reconstruirán las ciudades devastadas y volverán a habitar en ellas; plantarán viñas y beberán su vino, cultivarán huertos y comerán sus frutos. Yo los plantaré en su tierra y jamás volverán a ser arrancados de esa tierra que yo les regalé, —dice el Señor, tu Dios. Visión de Abdías. Esto ha dicho el Señor Dios acerca de Edom: Hemos oído un mensaje del Señor y un heraldo ha sido enviado a las naciones: «¡Arriba! ¡Alcémonos en son de guerra contra ella!». Te he hecho la más pequeña entre las naciones, eres lo más despreciable. La soberbia de tu corazón te ha engañado; tú, que habitas en lugares rocosos, asentada sobre las alturas, dices en tu corazón: «¿Quién me derribará por tierra?». Pues aunque te eleves como el águila y entre las estrellas pongas tu nido, de allí te derribaré —oráculo del Señor. Si vinieran a ti ladrones o salteadores nocturnos, ¿robarían más de lo preciso? Si vinieran a ti vendimiadores, ¿no te dejarían algún racimo? En cambio, ¡cómo ha sido expoliado Esaú y saqueados sus tesoros más ocultos! Hasta la frontera te han empujado todos tus aliados traicionándote; tus mejores amigos se han enseñoreado de ti; los que compartían tu mesa han tendido una trampa a tus pies. ¡Ya no queda sabiduría en Edom! Porque, efectivamente, aquel día —oráculo del Señor— acabaré con los sabios de Edom y con el entendimiento del monte de Esaú. Tus guerreros, Temán, se acobardarán, y en la masacre perecerá hasta el último varón del monte de Esaú. Por tu violencia contra Jacob, tu hermano, serás humillado y exterminado para siempre. Allí estabas tú presente aquel día: cuando extranjeros capturaron su ejército y extraños traspasaron sus puertas repartiéndose a Jerusalén por sorteo, ¡tú fuiste también como uno de ellos! Hiciste mal contemplando con agrado la desgracia de tu hermano, alegrándote a costa de las gentes de Judá el día en que las aniquilaron, expresándote con soberbia en el día de su angustia. Hiciste mal traspasando la puerta de mi pueblo el día de su ruina, contemplando satisfecho su desgracia el día de su desastre, apropiándote de sus riquezas el día de su calamidad. Hiciste mal apostándote en todas las encrucijadas para matar a sus fugitivos, y entregar a los supervivientes el día de la angustia. Mas ahora se acerca el día del Señor, amenazante contra todas las naciones. Conforme a lo que hiciste se hará contigo; tus acciones recibirán su merecido. De la misma manera que vosotros sufristeis en mi santo monte, así sufrirán sin tregua todas las naciones; sufrirán hasta la extenuación y, como si nunca hubieran existido, así desaparecerán. Pero en el monte de Sion, nuevamente lugar santo, quedará a salvo un resto y la descendencia de Jacob recobrará sus posesiones. La casa de Jacob será fuego, y llama la casa de José; la casa de Esaú será paja que será abrasada y consumida. No quedará ninguno vivo entre los descendientes de Esaú. Así lo ha decretado el Señor. Los del Négueb se apoderarán de la montaña de Esaú, y los de la Sefela ocuparán la tierra de los filisteos; se apoderarán también de los campos de Efraín y Samaría. Y Benjamín ocupará Galaad. Los repatriados israelitas —toda una multitud— se apoderarán de la tierra de los cananeos hasta Sarepta, mientas que los desterrados de Jerusalén que están en Sefarad, se apoderarán de las ciudades del Négueb. Subirán victoriosos al monte de Sion y gobernarán en el monte de Esaú. ¡El reinado será del Señor! El Señor se dirigió a Jonás, hijo de Amitay, diciéndole: —Disponte a ir a la gran ciudad de Nínive y proclama un castigo contra ella, porque la noticia de su maldad ha llegado hasta mí. Pero Jonás, queriendo eludir el mandato del Señor, decidió huir a Tarsis. Así que bajó hasta Jope, donde encontró un barco que zarpaba para Tarsis; pagó su pasaje y se embarcó en él rumbo a Tarsis, para alejarse del Señor. Pero el Señor hizo que un fuerte viento azotase el mar hasta levantar una tempestad cuya violencia amenazaba con destrozar el barco. Los marineros, atemorizados, comenzaron a suplicar ayuda cada uno a su dios y arrojaron al mar todos los enseres que había a bordo para aligerar la carga. Entretanto, Jonás había bajado a la bodega del barco donde se acostó y quedó profundamente dormido. El capitán llegó hasta él y le dijo: —¿Qué haces tú dormido? ¡Levántate y suplica ayuda a tu dios! Tal vez, él se interese por nosotros y no perezcamos. Seguidamente comenzaron a decirse unos a otros: —Echemos suertes para saber a quién se debe nuestra desgracia. Así pues, echaron suertes y le tocó a Jonás. Entonces le dijeron: —Dinos por qué nos ha sobrevenido esta desgracia. ¿Cuál es tu trabajo? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país? ¿De qué pueblo eres? Jonás les respondió así: —Yo soy hebreo y adoro al Señor, Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra firme. Al oírlo, aquellos hombres fueron presa de un gran temor y, habiendo comprendido por la confesión de Jonás que este iba huyendo del Señor, le preguntaron: —¿Qué es lo que has hecho? Pero como el mar seguía encrespándose, volvieron a preguntarle: —¿Qué podríamos hacer contigo para que el mar se calme? Él les contestó: —Tiradme al mar, y el mar se calmará porque yo sé que esta violenta tempestad os ha sobrevenido por culpa mía. Sin embargo, los marineros se pusieron a remar con la intención de volver a tierra firme; pero no pudieron lograrlo porque el mar se embravecía más y más alrededor de ellos. Clamaron entonces al Señor diciendo: —Te suplicamos, oh Señor, que no perezcamos nosotros por causa de este hombre, y que tampoco nos hagas responsables de la vida de un inocente, porque tú, oh Señor, has actuado según tu beneplácito. Luego alzaron a Jonás, lo arrojaron al agua y el mar se calmó. Al ver esto, aquellos marineros se sintieron sobrecogidos por un gran respeto hacia el Señor y le ofrecieron un sacrificio acompañado de promesas. El Señor dispuso entonces que Jonás fuera tragado por un gran pez en cuyo vientre permaneció durante tres días y tres noches. Desde el vientre del pez, Jonás suplicó al Señor, su Dios, con estas palabras: En mi angustia clamé al Señor y fui atendido por él; desde las profundidades del reino de los muertos pedí auxilio y tú me escuchaste. Me arrojaste a las simas del mar, sus corrientes me cercaron, tu recio oleaje me arrolló. Me dije: «He sido expulsado lejos de tu presencia, pero aún volveré a ver tu Templo santo». Las aguas me anegaron hasta el cuello, el abismo me envolvía, las algas se enredaban en mi cabeza. Me hundí hasta el cimiento de los montes; la tierra se cerraba tras de mí para siempre. Sin embargo tú, Señor Dios mío, me hiciste salir vivo de la tumba. Estando ya sin aliento, me acordé del Señor y elevé hacia ti mi oración, hacia tu santo Templo. Los que adoran a ídolos vanos, es que han olvidado tu amor. Mas yo, con un canto agradecido, te he de presentar sacrificios: ¡cumpliré lo que he prometido! ¡La salvación se halla en el Señor! Entonces, el Señor dio instrucciones al pez y este vomitó a Jonás en tierra firme. Por segunda vez el Señor habló a Jonás de esta manera: —Disponte a ir a la gran ciudad de Nínive para pregonar allí el mensaje que yo te encargo. Partió Jonás al instante hacia Nínive de acuerdo con la orden del Señor. Nínive era una ciudad tan grande que se necesitaba andar tres días para recorrerla. Comenzó, pues, Jonás a recorrer la ciudad y estuvo un día entero proclamando: —¡Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida! Los habitantes de Nínive creyeron a Dios, anunciaron un tiempo de ayuno, y desde el mayor hasta el más pequeño de ellos se vistió de sayal. Cuando el mensaje llegó hasta el rey de Nínive, este se levantó del trono, se despojó de su manto regio, se vistió de sayal y se sentó en ceniza. Luego, hizo pregonar en Nínive, por orden del rey y de los grandes del reino, este decreto: «Que no coman nada las personas ni los animales que no pasten los bueyes ni las ovejas, y que ninguno beba agua. Vestíos personas y animales con ropa de sayal; que toda persona suplique a Dios fervorosamente y que se convierta de su mala conducta y de la violencia de sus acciones. ¡Tal vez Dios se arrepienta, se calme el furor de su ira y no perezcamos!». Al ver Dios la actuación de los ninivitas y cómo se habían arrepentido de su mala conducta, se retractó del castigo que les había anunciado y no lo llevó a cabo. Entonces le invadió a Jonás un profundo malestar, se enojó y oró al Señor con estas palabras: —¡Oh, Señor! ¿Acaso no era esto lo que yo me decía mientras estaba en mi tierra? Por esto me apresuré a huir hacia Tarsis, porque yo sabía que tú eres un Dios benévolo y compasivo, lento para enojarte y lleno de amor; yo sabía que te retractas del castigo. Así pues, Señor, te ruego que me quites la vida, porque prefiero morir a vivir. El Señor contestó a Jonás: —¿Piensas que haces bien en enojarte de esta manera? Jonás, por su parte, salió de la ciudad y se instaló al oriente de la misma; hizo allí una cabaña y se sentó bajo su sombra esperando a ver qué sucedía en la ciudad. Entonces, el Señor Dios hizo crecer un ricino por encima de Jonás para dar sombra a su cabeza y librarlo de su enojo. Una gran alegría invadió a Jonás a causa del ricino. Pero al apuntar la aurora del día siguiente, Dios hizo aparecer un gusano que dañó el ricino hasta secarlo. Luego Dios hizo soplar un viento tórrido del oriente al tiempo que el sol, desde lo alto, abrasaba la cabeza de Jonás; este se sintió desfallecer y se deseó la muerte diciéndose a sí mismo: —¡Mejor me es morir que vivir! A lo que Dios replicó: —¿Piensas que haces bien en enojarte por lo sucedido con el ricino? —¡Claro que hago bien en enojarme hasta desear la muerte! —respondió Jonás. Le dijo entonces el Señor: —Tú te lamentas por un ricino en cuyo crecimiento no has intervenido, que en una noche creció y en la siguiente se secó. ¿No voy yo a compadecerme de Nínive, esa gran ciudad en la que viven más de ciento veinte mil niños y en la que hay mucho ganado? Palabra del Señor que fue dirigida a Miqueas de Moréset en tiempos de Jotán, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá, y visiones que tuvo referentes a Samaría y Jerusalén. ¡Escuchad, pueblos todos! Presta atención, tierra, y todo cuanto la llena: El Señor Dios en su santo Templo va a testimoniar contra vosotros. El Señor sale de su morada, desciende sobre los montes de la tierra. A su paso se derriten los montes como cera en presencia del fuego, se resquebrajan los valles como cortados por el agua que se precipita en torrentera. Y es que Jacob se ha rebelado, Israel amontona pecados. ¿Cuál es la rebelión de Jacob? ¿No está acaso en Samaría? ¿Cuáles los altozanos de Judá? ¿No están en la misma Jerusalén? Pues bien, reduciré a Samaría a un montón de ruinas, a un campo donde se planten viñas. Haré rodar sus piedras hasta el valle y dejaré al descubierto sus cimientos. Todos sus ídolos serán destruidos y echadas a las llamas sus ganancias; haré trizas todas sus imágenes que, si fueron paga de prostitución, en paga de prostitución se convertirán. Por eso me lamentaré y haré duelo, caminaré descalzo y desnudo, aullaré como hacen los chacales y gemiré como las avestruces. Porque su herida es incurable, ha llegado hasta Judá, hasta la capital de mi pueblo, hasta alcanzar Jerusalén. No lo proclaméis en Gat, no os lamentéis en Kabón, revolcaos en el polvo de Bet Leofrá. Desnudos y avergonzados caminan los habitantes de Safir; los de Saanán no pueden salir; resuenan lamentos en Bet Ezel y nadie puede ayudaros. Llenos están de amargura los habitantes de Marot porque hasta las puertas de Jerusalén ha llevado el Señor la desgracia. Enganchad los corceles al carro, habitantes de Laquis; allí comenzó el pecado de Sion, en ti se dieron cita las rebeldías de Israel. Da, pues, acta de divorcio a Moréset Gat; trampa para los reyes de Israel serán las casas de Aczib. Sobre vosotros, gente de Maresá, todavía enviaré un conquistador y la flor de Israel tendrá que huir a Adulán. Aféitate y córtate el pelo, hazlo por tus hijos tan amados; vuélvete calvo como el buitre, pues han sido deportados lejos de ti. ¡Ay de los que planean la maldad y traman iniquidades en sus lechos! En cuanto se hace de día lo ejecutan, pues tienen poder para ello. Codician campos y los roban, casas y se apoderan de ellas; oprimen al cabeza de familia y a los que conviven con él, a la persona y a sus propiedades. Por eso, así dice el Señor: Yo planeo contra esta gente un mal del que no podréis hurtar el cuello ni tampoco caminar altaneros, pues serán tiempos de tragedia. Ese día os dedicarán una copla y os entonarán una elegía que diga: «Nos han arruinado del todo, han vendido mi herencia familiar; se nos arrebatan los campos y se reparten entre los invasores». Así que no tendrás a nadie que, en la asamblea del Señor, eche a suertes los lotes de la tierra. Vosotros no desvariéis, (que sean ellos quienes desvaríen); no desvariéis diciendo: «No nos alcanzará la desgracia». ¿Está acaso maldita la descendencia de Jacob? ¿Se ha agotado la paciencia del Señor y va a ser esa su manera de actuar? ¿No son benévolas sus palabras para quien procede honradamente? Ayer mi pueblo se alzaba contra el enemigo, hoy arrebata túnica y manto a quienes transitan confiados al regreso de la guerra. A las mujeres de mi pueblo las expulsáis de sus queridos hogares, a sus hijos los priváis para siempre del honor que procede de mí. ¡Levantaos, poneos en marcha, que no es este un tiempo de descanso! Tu impureza provoca la destrucción, una destrucción que será terrible. Si alguien corriera tras del viento, urdiendo falsedades como esta: «por vino y licor vaticinaré en tu favor», ese sería el profeta de este pueblo. Voy a reunirte, Jacob, todo entero; voy a congregar al resto de Israel. Los juntaré como a ovejas en redil, como a rebaño en la pradera, y producirán un rumor de multitud. Al frente está el que abre camino; los demás ensanchan la brecha, cruzan la puerta y salen por ella. Delante de ellos va su rey, el Señor a la cabeza. Yo digo: Escuchadme, jefes de Jacob, oídme, dirigentes de Israel: ¿No os corresponde a vosotros ocuparos del derecho? Odiáis el bien y amáis el mal, arrancáis la piel a la gente y dejáis sus huesos al desnudo. Esos que comen la carne de mi pueblo, le arrancan la piel y quiebran sus huesos, cortan su carne en pedazos para echarlos a la olla o la caldera, cuando griten al Señor, no tendrán respuesta alguna. El Señor les ocultará su rostro a causa de sus malas acciones. Así dice el Señor contra los profetas que extravían a mi pueblo: Mientras tienen algo que comer, proclaman: «Todo es paz», pero declaran una guerra santa a quien se niega a llenarles la boca. Por eso se abatirá sobre vosotros una noche sin visiones, una oscuridad sin predicciones; se ocultará el sol para esos profetas, el día se les convertirá en tinieblas. Avergonzados y ruborizados, videntes y adivinos taparán su rostro al no tener respuesta de Dios. Pero yo estoy lleno de valor, de espíritu divino, justicia y fortaleza, para reprochar a Jacob sus crímenes y sus pecados a Israel. Escuchad esto, jefes de Jacob, oíd, gobernantes de Israel, los que detestáis la justicia y violáis todo derecho, construyendo a Sion con sangre y a Jerusalén a fuerza de delitos. Sus jueces juzgan por soborno, sus sacerdotes predican a sueldo y sus profetas vaticinan por dinero. Pero aún se apoyan en el Señor y dicen: «¿Acaso no está el Señor con nosotros? ¡No nos alcanzará la desgracia!». Pues bien, por vuestra culpa Sion será arada como un campo, Jerusalén terminará en montón de piedras y el monte del Templo en cerro de espinos. Cuando pase mucho tiempo el monte de la casa del Señor quedará afianzado entre los montes, descollará entre las colinas. Hacia él confluirán las naciones, acudirán pueblos numerosos que dirán: «Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Él nos indicará sus caminos y nosotros iremos por sus sendas. Y es que de Sion saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Señor». Él será juez de pueblos numerosos, arbitrará a naciones poderosas y lejanas. Convertirán sus espadas en arados, harán hoces con sus lanzas. No se amenazarán las naciones con espadas, ni se adiestrarán más para la guerra. Reposarán bajo su parra y su higuera sin que nadie los moleste. Lo ha dicho el Señor del universo. Otros pueblos caminan en nombre de su dios, nosotros lo hacemos en nombre del Señor que es nuestro Dios por siempre jamás. Ese día —oráculo del Señor— recogeré a las ovejas cojas, reuniré a las descarriadas y a las que yo había maltratado. Con las cojas formaré un resto, con las alejadas una nación poderosa. Y será el Señor en el monte Sion su rey ahora y para siempre. En cuanto a ti, torre del rebaño, colina donde se asienta Jerusalén, recobrarás el poder de antaño y la realeza volverá a Jerusalén. Y ahora, ¿a qué vienen esos gritos? ¿Te has quedado sin rey? ¿Ha desaparecido tu consejero y estás atenazada por el dolor como mujer en trance de parto? Retuércete de dolor, Jerusalén, y gime como parturienta, Sion, porque ahora saldrás de la ciudad y tendrás que vivir en el campo. Irás a Babilonia, pero serás liberada; allí te rescatará el Señor de tus enemigos. Ahora se reúnen contra ti un sinfín de naciones que dicen: «Que [Jerusalén] sea profanada y que nuestros ojos se recreen contemplando la ruina de Sion». Pero desconocen los designios del Señor y no comprenden que los ha reunido para [trillarlos] como gavillas en la era. ¡Arriba, pues, Jerusalén y tríllalos! Te armaré con cuernos de hierro, te daré pezuñas de bronce. Triturarás a esos pueblos, consagrarás al Señor su botín y sus riquezas al dueño de toda la tierra. Pero ahora, hazte incisiones, Jerusalén, y prepárate para la guerra, pues nos han puesto asedio y golpean duramente en la mejilla a los que gobiernan Israel. En cuanto a ti, Belén Efrata, tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti saldrá el caudillo de Israel, cuyo origen se remonta a días antiguos, a un tiempo inmemorial. Por eso el Señor abandonará a los suyos hasta que dé a luz la que ha de dar a luz. Y el que aún quede de sus hermanos volverá a reunirse con el pueblo de Israel. [El que ha de nacer] se mantendrá firme y pastoreará con la fuerza del Señor y con la majestad del Señor, su Dios. Ellos, por su parte, vivirán seguros, porque él extenderá su poder hasta los confines mismos de la tierra. Él nos traerá la paz; y cuando Asiria invada nuestra tierra e irrumpa en nuestros palacios, nos enfrentaremos a ella con siete pastores y ocho príncipes que pastorearán Asiria con la espada y el país de Nemrod con el acero. Porque él será quien nos libre cuando Asiria invada nuestra tierra y ponga su pie en nuestro territorio. Será entonces el resto de Jacob como rocío del Señor entre las naciones, como lluvia que cae sobre la hierba y para nada depende de humanos. Será entonces el resto de Jacob, entre pueblos y naciones numerosas, como un león entre fieras salvajes, como un cachorro de león en medio de rebaños de ovejas: penetra, pisotea y desgarra sin que haya nadie que defienda. ¡Muestra tu poder contra tus adversarios y destruye a todos tus enemigos! Aquel día —oráculo del Señor— exterminaré tus caballos y haré desaparecer tus carros. Eliminaré las ciudades de tu país y demoleré todas tus fortalezas; acabaré con tus hechicerías y no te quedarán adivinos. Destruiré tus ídolos y tus estelas y no adorarás más la obra de tus manos; Arrancaré tus postes sagrados y convertiré en ruinas tus ciudades. Con cólera y con furor me vengaré de las naciones que no han obedecido. Escuchad lo que dice el Señor: Ponte en pie y entabla un pleito en presencia de las montañas; que las colinas escuchen tu voz. Oíd, montañas, y también vosotros, firmes cimientos de la tierra, el pleito que entabla el Señor: el Señor entra en juicio con su pueblo, se quiere querellar contra Israel. Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿en qué te he ofendido? Respóndeme. Te saqué del país de Egipto, te rescaté cuando eras esclavo, te di como guías a Moisés, Aarón y María. Recuerda, pueblo mío, lo que tramaba Balac, rey de Moab, y cómo respondió Balaán, hijo de Beor. [Recuerda cómo pasaste] de Sitín a Guilgal; así reconocerás las victorias del Señor. ¿Con qué me presentaré ante el Señor y me postraré ante el Dios de lo alto? Me presentaré ante él con holocaustos, con novillos que tengan un año. ¿Agradarán al Señor miles de carneros? ¿Le complacerán diez mil ríos de aceite? ¿Le entregaré mi primogénito por mi delito, el fruto de mis entrañas por mi pecado? Se te ha hecho conocer lo que está bien, lo que el Señor exige de ti, ser mortal: tan solo respetar el derecho, practicar con amor la misericordia y caminar humildemente con tu Dios. Oíd al Señor que llama a la ciudad, —y es de sabios respetar su nombre—; escucha, pueblo y consejo de la ciudad. ¿Voy a seguir soportando vuestra maldad y el que os hayáis enriquecido inicuamente, usando medidas menguadas y detestables? ¿Voy a dar por buenas las balanzas trucadas o la bolsa llena de pesas engañosas? Los ricos están llenos de violencia, miente la población [de la ciudad], su boca solo pronuncia mentiras. Pues bien, he comenzado a golpearte, a devastarte a causa de tus pecados. Comerás sin poder saciarte y el hambre te devorará por dentro; si guardas algo, se echará a perder; lo que conserves, lo entregaré al pillaje. Sembrarás, pero no cosecharás; molerás en la prensa la aceituna, pero no te ungirás con aceite; harás mosto, pero no beberás el vino. Puesto que sigues lo prescrito por Omrí y las prácticas de la casa de Ajab, conduciéndote según sus directrices, yo te entregaré a la devastación; tus habitantes serán objeto de escarnio y soportaréis la desgracia de mi pueblo. ¡Ay de mí! Soy como quien siega en verano, como quien rebusca después de la vendimia. Ni un racimo hay para comer, ni una de esas brevas que tanto me gustan. No hay en el país ninguno que sea fiel, no queda ningún justo entre la gente; todos acechan para derramar sangre, se tienden trampas unos a otros. Emplean sus manos para el mal: el príncipe pone exigencias para el bien, el juez se deja sobornar, el poderoso proclama su ambición. Es como una zarza el mejor de ellos, y el más recto [peor] que mata de espinos. Tú vas a intervenir en el día de la cuenta que tus centinelas han anunciado; con ello llegará su desgracia. No os fiéis de vuestro prójimo, ni pongáis la confianza en el amigo; incluso con la que duerme en tu seno, ten buen cuidado de lo que dices. El hijo trata con desprecio al padre, la hija se alza contra la madre y la nuera contra su suegra: los enemigos de uno son sus parientes. Pero yo pongo mi confianza en el Señor, espero en Dios, mi salvador, seguro de que mi Dios me escuchará. No te alegres de mi suerte, enemiga mía; si he caído, me levantaré, si estoy en tinieblas, el Señor es mi luz. Tengo que soportar la ira del Señor hasta que se haga cargo de mi causa y restablezca mi derecho, pues he pecado contra el Señor. Él me llevará hasta la luz y me hará experimentar su victoria. Lo contemplará mi enemiga, la que decía: «¿Dónde está tu Dios?», y quedará cubierta de vergüenza. Y yo me alegraré al verla pisoteada como si fuera barro de las calles. Llega el día de reconstruir tus muros, el día de ensanchar tus fronteras. Ese día llegarán hasta ti desde Asiria hasta Egipto, desde Egipto hasta el Éufrates, de un mar a otro mar, de una montaña a otra montaña. El país se convertirá en desierto por la conducta de sus habitantes. Pastorea a tu pueblo con tu cayado, al rebaño que constituye tu heredad y pasta solitario entre matorrales; que paste, como antaño, en Basán y Galaad. Como cuando salió de Egipto, haré que experimente maravillas. Lo comprobarán las naciones y quedarán avergonzadas a pesar de todo su poderío; se taparán la boca con la mano y quedarán sordos sus oídos; lamerán el polvo como la serpiente, como reptiles arrastrándose por tierra. Temblando saldrán de sus guaridas para ir hacia el Señor nuestro Dios; estarán aterradas [las naciones] ante ti. ¿Qué Dios perdona el pecado y pasa por alto, como haces tú, las culpas al resto de su heredad? No mantendrá por siempre su ira, pues se complace en el amor. Volverá a manifestarnos su ternura, olvidará y arrojará al mar nuestras culpas. Otorgarás a Jacob tu fidelidad y dispensarás a Abrahán tu amistad, como lo prometiste en otro tiempo a quienes fueron nuestros antepasados. Oráculo sobre Nínive. Libro de la visión de Nahum, el de Elcós. El Señor es Dios celoso y vengador, él toma venganza con gran indignación; el Señor se venga de sus adversarios, se enoja contra sus enemigos. El Señor es paciente, pero fuerte; a ningún culpable deja impune. En el huracán y la tempestad traza su sendero, las nubes son el polvo que levanta a su paso. Increpa al mar y lo seca, deja sin agua a los ríos; el Basán y el Carmelo languidecen, se marchitan las flores del Líbano. Tiemblan ante él los montes, las colinas se estremecen; la tierra en su presencia se conmueve, el mundo y cuantos en él habitan. ¿Quién podrá hacer frente a su cólera? ¿Quién podrá resistir el ardor de su ira? Su indignación se derrama como fuego, las rocas quedan desmenuzadas ante él. El Señor es bondadoso, refugio en día de angustia; acoge a quienes en él se refugian. Mas con una inundación arrolladora destruirá la tierra de los adversarios y a sus enemigos sumirá en tinieblas. ¿Qué tramáis contra el Señor? Su acción destructora será total, no se repetirá la opresión. Embotados como están en su embriaguez, serán consumidos como hojarasca, como una maraña de espinos. De ti, [Nínive], ha salido quien trama el mal contra el Señor: un consejero de perversas intenciones. Así ha dicho el Señor: Aunque sean muchos y vigorosos, serán talados y no quedará rastro. Y a ti, [Judá], que te afligí, no te afligiré más; quebraré el yugo que te impusieron y romperé tus ataduras. Contra ti, en cambio, [Nínive], esto ha dispuesto el Señor: No se perpetuará tu estirpe, haré desaparecer del templo de tus dioses los ídolos de talla, las imágenes de fundición; ¡eres tan despreciable que voy a prepararte la tumba! ¡Mirad! Ved sobre los montes las pisadas de un heraldo, de uno que anuncia la paz. Celebra tus fiestas, Judá, cumple tus promesas. Nunca más te hollará el malvado pues ha sido totalmente destruido. Un destructor avanza contra ti. ¡Monta la guardia en la fortaleza! ¡Vigila todos los accesos! ¡Prepárate a luchar! ¡Haz acopio de toda tu fuerza! El Señor va a restaurar la viña de Jacob y la viña de Israel que los saqueadores habían arrasado destruyendo sus sarmientos. El escudo de sus guerreros es rojo, los soldados visten de púrpura; están listos para el combate, empuñan las lanzas. El acero de los carros flamea como fuego; recorren vertiginosos los caminos, se precipitan por las plazas; parecen antorchas encendidas, que se agitan como relámpagos. [El rey] pasa revista a sus capitanes que se atropellan en su marcha al correr hacia la muralla para asegurar el parapeto. Las esclusas de los canales son forzadas, el palacio se desploma. La reina, descubierta, es deportada; sus esclavas se golpean el pecho y gimen igual que palomas. Nínive es como un estanque cuyas aguas se escapan. ¡Deteneos, deteneos! Mas nadie se da la vuelta. ¡Saquead la plata, saquead el oro! El tesoro es magnífico, los objetos preciosos incontables. Destrucción, vacío y devastación, corazones desfallecidos, rodillas temblorosas, entrañas estremecidas, rostros demudados. ¿Dónde está la guarida de los leones? En ella los cachorros se alimentaban; al salir el león, quedaba la leona para que nadie atemorizara a los cachorros. Desgarraba el león la presa para sus cachorros, la despedazaba para sus leonas y llenaba de caza sus guaridas, de carne fresca sus cuevas. ¡Aquí estoy contra ti!, —dice el Señor del universo—. Convertiré tus carros en humo, y la espada devorará tus cachorros; acabaré con tus rapiñas sobre la tierra y no se oirá más la voz de tus mensajeros. ¡Ay de ti, ciudad sanguinaria, que estás llena de mentira y acumulas rapiña! ¡Tu pillaje no tiene fin! Chasquidos de látigo, estrépito de ruedas, caballos al galope, carros que saltan, caballería a la carga, flamear de espadas, relampagueo de lanzas; multitud de heridos, montones de muertos, cadáveres incontables en los que todos tropiezan. Todo por culpa de esa prostituta hermosa y atractiva, maestra en hechizos, que seducía a las naciones con su desenfrenada lujuria, a los pueblos con sus hechizos. ¡Aquí estoy contra ti!, dice el Señor del universo: te levantaré las faldas hasta la cara, enseñaré a las naciones tu desnudez, mostraré a los reinos tus vergüenzas; te cubriré de inmundicias, deshonrándote y exponiéndote a pública vergüenza. Todos los que te vean se apartarán de ti diciendo: «¡Nínive ha sido devastada! ¿Quién la compadecerá? ¿Dónde se podrá encontrar gente que te consuele?». ¿Eres tú mejor que Tebas, que se asentaba junto al Nilo, toda rodeada de aguas, a la que el río le servía de baluarte y las aguas de muralla? Etiopía y Egipto constituían su fuerza ilimitada; Put y Libia eran sus aliados. Pero también ella, cautiva, tuvo que marchar al destierro; también fueron estrellados sus niños en las encrucijadas de los caminos; sobre todos sus nobles echaron suertes y a sus magnates ataron con grilletes. Pues bien, también a ti te van a emborrachar; también tú buscarás abrigo adonde escapar del enemigo. Tus baluartes serán como higueras cargadas de brevas: cuando las sacuden, caen en la boca de quien las espera. Las tropas que hay en tu interior son como mujeres; las puertas del país se abren de par en par ante tus enemigos y el fuego consume tus cerrojos. Abastécete de agua para el asedio, refuerza tus fortificaciones; pisa el barro, amasa la arcilla y prepara el molde de hacer ladrillos. Allí te consumirá el fuego, te destruirá la espada: te devorará como lo hace la langosta. Te multiplicaste como la langosta, te multiplicaste como el saltamontes; eran multitud tus mercaderes, más numerosos que las estrellas del cielo: langostas que despliegan sus alas y se echan a volar. Tus guardianes eran como saltamontes y tus oficiales como nube de langostas que se posan sobre los vallados en los días de invierno, pero huyen cuando sale el sol, y nadie sabe a dónde van. Tus pastores, rey de Asiria, se han quedado dormidos, tus capitanes están soñolientos, dispersas tus tropas por los montes. ¡No hay nadie que las agrupe! No hay alivio para tu desastre, tu herida es incurable. Todos los que oyen la noticia, aplauden tu desgracia, porque ¿quién no sufrió una y mil veces tu crueldad? Mensaje que el profeta Habacuc recibió en una visión. ¿Hasta cuándo, Señor, he de pedir ayuda sin que tú me escuches, y he de clamar a ti contra la violencia sin que tú me salves? ¿Por qué me haces ver tanta iniquidad y, sin más, contemplas la opresión? Ante mí veo violencia y destrucción; surge la querella y se alza la contienda. La ley se ha vuelto inoperante, ya no prevalece el derecho; el impío puede acorralar al justo, cuyo derecho queda conculcado. Mirad a las naciones, observad y quedaréis asombrados: en vuestros días actuaré de forma tal que, cuando se os cuente, no lo creeréis. Pongo en pie de guerra a los caldeos, pueblo cruel e impetuoso, que merodea por toda la tierra para adueñarse de territorios ajenos. Es pueblo espantoso y temible; solo reconoce su derecho, no hay más supremacía que la suya. Veloces como guepardos sus caballos, más fieros que lobos nocturnos; su caballería ya ha iniciado el avance, sus jinetes vienen de lejos: vuelan como águilas imperiales cuando se aprestan a devorar. Todos avanzan con violencia, sus rostros reflejan decisión; amontonan prisioneros como arena. Se burlan de los reyes, se mofan de los gobernantes; se ríen de cualquier fortaleza: levantan un terraplén y al punto la conquistan. Luego recobran el aliento y prosiguen, no tienen más dios que su fuerza. ¿No eres desde siempre el Señor, Dios mío, Santo mío? ¡Eres inmortal! Tú, Señor, has destinado [a este pueblo] para hacer justicia; tú, la Roca, lo has fundado para infligir castigo. Si tus ojos son demasiado limpios para contemplar el mal y no puedes soportar la opresión, ¿por qué contemplas callado la traición viendo cómo el impío devora al que es más justo que él? Tratas a los humanos como a peces del mar, como a reptiles que no tienen dueño. A todos pesca con el anzuelo [el invasor], los arrastra con su esparavel, los amontona en su red; luego se alegra con regocijo, ofreciendo sacrificios a su esparavel y quemando ofrendas a su red, pues por ellos su comida es abundante y es suculento su alimento. Después vaciará una vez más sus redes, y seguirá aniquilando pueblos sin piedad. Voy a apostarme en mi puesto de guardia, voy a instalarme en mi atalaya; aguardaré para ver qué me responde Dios, qué puede replicar a mi queja. Y el Señor me respondió: Escribe lo que has visto, consígnalo en unas tablillas para que pueda leerse de corrido. Es una visión a largo plazo, pero vuela hacia su cumplimiento y no fallará; aunque se demore, tú espérala, porque ciertamente se cumplirá sin retraso. El arrogante no prosperará; el justo, en cambio, vivirá por su fidelidad. Aunque sea traicionero como el vino, nada conseguirá el jactancioso: abre sus fauces como el reino de los muertos, es insaciable como la muerte, se apodera de todas las naciones, y pretende acaparar todos los pueblos. Pues bien, todos los pueblos lanzarán contra él sátiras, sarcasmos y adivinanzas. Dirán: ¡Ay del que acumula lo que no es suyo! ¿Hasta cuándo amontonará prendas de empeño para sí? Cuando menos lo esperes se presentarán tus acreedores, surgirán quienes te exijan lo suyo y te convertirás en su botín. Has expoliado a muchas naciones, has derramado sangre humana, has colmado de violencia al país, a las ciudades y a sus habitantes; ahora todos esos pueblos vendrán a expoliarte a ti. ¡Ay del que forja su casa con el fruto de la maldad, para poner a salvo su nido y librarse de la adversidad! Al aniquilar a tantos pueblos, deshonraste tu casa, dañaste tu propia existencia: desde los muros claman las piedras y la viga del maderamen responde. ¡Ay del que edifica una ciudad con sangre y la cimenta sobre el crimen! ¿No ha decidido el Señor del universo que el fuego consuma el trabajo de los pueblos, y que las naciones se fatiguen en vano? Porque la tierra se ha de llenar del conocimiento de la gloria del Señor, igual que las aguas colman el mar. ¡Ay del que hace beber a su prójimo y lo emborracha con bebida drogada, para luego contemplarlo desnudo! Te has cubierto de deshonra y no de gloria. Bebe tú también y enseña tu desnudez; el Señor te pasará su cáliz, y tu gloria se convertirá en ignominia. Has derramado sangre humana, has colmado de violencia al país, a las ciudades y a sus habitantes; ahora la violencia hecha al Líbano caerá implacable sobre ti, bestias feroces te destrozarán. ¿De qué sirve un ídolo, hechura de artesano, imagen fundida, oráculo engañoso? ¿Puede confiar en él su artífice si ha fabricado un ídolo mudo? ¡Ay del que dice a un leño: «Despierta», y a una piedra muda: «Ponte en pie»! ¿Podrá alguno de ellos hablar? Está recubierto de oro y plata, pero no alberga ningún aliento vital. Mas el Señor está en su santo Templo, ¡que calle ante él toda la tierra! Oración del profeta Habacuc. Al estilo de las endechas. He oído, Señor, tu proclama y respeto tu actuación. Hazla realidad en medio de los tiempos, dala a conocer en el curso de los años; en momentos de ira, acuérdate de la misericordia. Dios viene desde Temán; el Santo, desde el monte Parán. [ Pausa ] Se extiende por los cielos su majestad, de sus alabanzas está llena la tierra. Como la luz es su resplandor, rayos brotan de su mano, allí es donde radica su poder. Delante de él marcha la peste, tras sus pasos camina la epidemia. Se detiene y tiembla la tierra, a su mirada toda nación se sobresalta. Se desmoronan los antiquísimos montes, las colinas ancestrales se desploman por donde siempre transitaron sus sendas. He visto las tiendas de Cusán hundidas en la desgracia, estremecido el país de Madián. ¿Arde la ira del Señor contra los ríos? ¿Se enciende contra ellos tu enojo, y tu furor contra los mares cuando montas sobre tus caballos y conduces tus carros victoriosos? Desenfundas y preparas tu arco, tus juramentos son como flechas, los torrentes resquebrajan la tierra. [ Pausa ] Se estremecen los montes al verte y cae una inmensa tromba de agua; el océano hace oír su fragor y se encrespan sus olas enormes. El sol y la luna permanecen en su puesto ante el fulgor de tus veloces saetas, ante el brillo relampagueante de tu lanza. Recorres la tierra enfurecido, machacas airado a las naciones. Pero sales para salvar a tu pueblo, para poner a salvo a tu ungido. Destruyes la mansión del impío, la arrasas hasta los cimientos. [ Pausa ] Atraviesas con sus propios dardos las cabezas de sus caudillos, los que se lanzaban en tromba intentando dispersarme, alborozados, dispuestos a devorar al indefenso en su refugio. Cabalgas con tus caballos sobre el mar, sobre la inmensidad de las aguas encrespadas. Al oírlo se conmovieron mis entrañas; a su voz temblaron mis labios; mis huesos comenzaron a pudrirse y a vacilar mis piernas al andar. Pero yo aguardo sereno que llegue el día de la angustia sobre el pueblo que nos ha oprimido. Aunque no eche brotes la higuera, ni den las vides ningún fruto; aunque nada se espere del olivo, ni los labrantíos den para comer; aunque no haya ovejas en el aprisco, ni queden vacas en los establos; aun así, yo me gozaré en el Señor, me alegraré en Dios, mi salvador. El Señor, mi Dios, es mi fuerza; da a mis pies agilidad de gacela y me hace caminar por las alturas. Al director del coro Para instrumentos de cuerda. Palabras que el Señor comunicó a Sofonías, hijo de Cusí, hijo de Guedalías, hijo de Amarías, hijo de Ezequías, siendo rey de Judá Josías, hijo de Amón. Voy a aniquilar todo lo existente sobre la superficie de la tierra —oráculo del Señor—. Aniquilaré toda persona y animal: no dejaré pájaros en el cielo ni peces en el mar; haré perecer a los malvados y exterminaré a todo ser humano sobre la superficie de la tierra —oráculo del Señor—. Extenderé mi mano contra Judá y contra todas las gentes de Jerusalén; borraré de este lugar hasta el último rastro de Baal: a todos sus servidores y sacerdotes; a los que adoran en los terrados al ejército de los cielos, a los que se postran ante el Señor jurando al mismo tiempo por él y por Milcón, a los que se alejan del Señor y no lo buscan ni consultan. ¡Silencio ante el Señor Dios! Ya está próximo el día del Señor: él tiene preparado un sacrificio, y ha consagrado a sus invitados. En el día de ese sacrificio, yo castigaré a los príncipes, castigaré a los hijos del rey, a todos los que visten al modo de los extranjeros. En aquel día castigaré también a los que saltan por encima del umbral, a los que llenan de fraude y violencia el Templo de su Señor. En aquel día —oráculo del Señor— se oirán clamores en la Puerta del Pescado, gemidos en el Barrio Nuevo, lamentos desde los collados. Llorad los del barrio del Mortero, pues han sido barridos los mercaderes, eliminados los cambistas. Acontecerá además en aquel tiempo, que inspeccionaré a Jerusalén linterna en mano y castigaré a los desaprensivos que dentro de su corazón se dicen: «El Señor no actúa, ni para mal ni para bien». Sus riquezas serán saqueadas, sus casas quedarán destruidas; las edificarán, mas no las habitarán; plantarán viñas, pero no beberán su vino. Se acerca el gran día del Señor, rápidamente se aproxima; en ese día se alzará un gran clamor, hasta el valiente quedará angustiado. Día de ira será aquel día, día de angustia y aflicción, día de ruina y desolación, día de oscuridad y tinieblas, día de densos nubarrones, día de clarines y gritos de guerra contra las fortificadas ciudades, contra sus elevadas almenas. Colmaré de angustia a la gente que andará, como los ciegos, a tientas; su sangre será derramada como polvo y su carne [tirada] como estiércol, por haber pecado contra el Señor. Ni su plata ni su oro podrán librarlos cuando se encienda la ira del Señor; el fuego ardiente de su celo consumirá totalmente la tierra, y acabará de forma aterradora con todos los que la habitan. Acudid y congregaos, nación impenitente, antes que se cumpla el decreto y llegue el día en que seáis aventados como paja; antes que descargue sobre vosotros el enojo enfurecido del Señor; antes que venga contra vosotros el día de la cólera del Señor. Buscad al Señor vosotros, todos los humildes de la tierra, los que cumplís sus preceptos; practicad la justicia y buscad la humildad; tal vez esto os proteja en el día de la ira del Señor. Gaza será asolada, Ascalón destruida, saqueada Asdod a pleno día, y Ecrón arrancada de raíz. ¡Ay de los que moráis en el litoral, vosotros, los del pueblo quereteo! El Señor ha dicho contra vosotros: Canaán, territorio de los filisteos, te asolaré hasta no dejar habitante. Toda la franja costera quedará reducida a región de pastoreo, a lugar para rediles de ovejas; se convertirá en propiedad de los supervivientes de Judá; allí apacentarán sus rebaños, y por la noche se alojarán en las casas de Ascalón. Porque intervendrá el Señor para favorecer a Judá y hacer que cambie su suerte. He oído los ultrajes de Moab y las ofensas de los amonitas; contra mi pueblo lanzaban injurias y prosperaron a costa de su territorio. Pero juro por mi vida —oráculo del Señor del universo, Dios de Israel— que Moab quedará como Sodoma, y los amonitas como Gomorra: serán un territorio de ortigas, un campo sembrado de sal, un lugar asolado para siempre. Los saqueará el resto de mi pueblo, los supervivientes de mi nación se adueñarán de ellos. Esto les sucederá por su altivez, porque ultrajaron al pueblo del Señor del universo, y se engrandecieron a costa de él. El Señor se mostrará terrible con ellos: destruirá a todos los dioses de la tierra, y será adorado en sus propios territorios por los pueblos más alejados. También vosotros, los de Etiopía, seréis atravesados por mi espada. El Señor extenderá su mano hacia los países del norte y Asiria será destruida. Hará de Nínive un lugar devastado, la convertirá en árido desierto; se tumbará allí el ganado, rebaños de toda especie; incluso el pelícano y el erizo dormirán en sus capiteles; el búho ululará en las ventanas y los cuervos [graznarán] en los umbrales; el artesonado de cedro ha quedado al descubierto. Esto sucederá a la ciudad alegre, la que vivía confiada diciendo en su corazón: «Solo yo y nadie más». ¡Cómo ha quedado asolada, convertida en guarida de bestias! Todo el que pase junto a ella silbará y agitará su mano. ¡Ay de la ciudad rebelde, manchada y opresora! No ha escuchado la voz ni ha admitido la corrección; no ha confiado en el Señor ni se ha acercado a su Dios. Son sus gobernantes en medio de ella igual que leones rugientes; sus jueces, lobos nocturnos que nada dejan para la mañana. Son jactanciosos sus profetas, hombres traicioneros; sus sacerdotes han profanado lo santo, han violado la ley. Pero el Señor está libre de toda iniquidad y hace justicia en medio de ella; cada mañana sin falta dicta sentencia al despuntar el día. Aun así, el inicuo no se avergüenza. Yo he destruido naciones y he derribado sus torres; sus calles están asoladas, nadie transita por ellas; sus ciudades están arrasadas sin que nadie las habite. Yo me decía: «Me respetarás, admitirás la corrección y no volveré a destruir tu morada cuando venga a tomar cuentas». Pero ellos se han apresurado a obrar perversamente. Así pues, esperad el día —oráculo del Señor— en que me ponga en pie para acusaros, pues he decidido reunir a las naciones y congregar en uno a todos los reinos para descargar sobre ellos mi enojo y todo el furor de mi ira, hasta que mi ardiente celo devore totalmente la tierra. Devolveré entonces a los pueblos unos labios enteramente puros para que invoquen el nombre del Señor y le rindan culto todos a una. Desde más allá de los ríos de Etiopía, mis hijos dispersos, los que me suplican, acudirán a presentarme sus ofrendas. Aquel día no tendrás que avergonzarte por causa de las muchas obras con las que te rebelaste contra mí, pues arrancaré de en medio de ti a los que se alegran de tu altanería, y no te jactarás más en mi santo monte. En medio de ti dejaré como resto un pueblo de gente pobre y humilde, que buscará protección en mi nombre. Será un resto de Israel que no practicará la iniquidad ni hablará con mentiras; no pronunciarán sus labios ninguna palabra engañosa. Pastarán y reposarán sin que nadie los haga temblar. ¡Regocíjate, ciudad de Sion! ¡Grita con júbilo, Israel! ¡Alégrate con todo tu corazón, y gózate, ciudad de Jerusalén! El Señor ha alejado a tus enemigos, ha revocado plenamente tu condena. El Señor, rey de Israel, está contigo: ningún mal has de temer. Aquel día se dirá a Jerusalén: «¡No temas, ciudad de Sion, que no desfallezcan tus manos!». El Señor, tu Dios, está contigo; él es poderoso y salva. Se regocija por ti con alegría, su amor te renovará, salta de júbilo por ti. Alejaré de ti la desgracia, el oprobio que pesaba sobre ti. En aquel tiempo actuaré contra todos tus opresores; socorreré a los inválidos, reuniré a los dispersos; les daré fama y renombre donde hoy son objeto de oprobio. En aquel tiempo os haré volver y, cuando os tenga reunidos, os daré fama y renombre en todas las naciones de la tierra; ante vuestros propios ojos cambiaré vuestra suerte, —oráculo del Señor. El segundo año del reinado de Darío, en el primer día del mes sexto, el Señor habló en estos términos por medio del profeta Ageo al gobernador de Judá, Zorobabel, hijo de Sealtiel, y al sumo sacerdote Josué, hijo de Josadac: —Así ha dicho el Señor del universo: Este pueblo afirma que aún no ha llegado el momento adecuado para reconstruir el Templo del Señor. A lo que el Señor replicó a través del profeta Ageo: —¿De veras pensáis que es tiempo de vivir en vuestras casas artesonadas, mientras el Templo está en ruinas? Pues bien, esto os dice el Señor del universo: ¡Reflexionad sobre vuestra situación! Sembráis mucho, pero recogéis poco; coméis, pero no os saciáis; bebéis, pero sin llegar a disfrutar; os vestís, pero no entráis en calor; y el jornalero echa su salario en bolsa agujereada. Así dice el Señor del universo: ¡Reflexionad sobre vuestra situación! Subid al monte, traed madera y reconstruid el Templo; yo me complaceré en él y seré glorificado, dice el Señor. Esperáis encontrar mucho, pero halláis poco: lo que traéis a casa yo lo disipo de un soplo. ¿Por qué causa es así? —dice el Señor del universo—. Pues porque es mi Templo el que está en ruinas, mientras cada uno de vosotros se preocupa de su propia casa. Por esa razón los cielos os han escatimado la lluvia y la tierra no os ha dado su fruto. Yo decreté la sequía sobre la tierra y sobre los montes, sobre la cosecha de cereales, sobre el vino, sobre el aceite, sobre todos los frutos del campo, sobre las bestias, sobre toda obra humana. Al oír esto Zorobabel, hijo de Sealtiel, y el sumo sacerdote Josué, hijo de Josadac, junto con todo el pueblo restante, prestaron atención a la voz del Señor, su Dios, y a las palabras que el Señor, su Dios, encargó decir al profeta Ageo. El pueblo sintió un profundo respeto por el Señor y Ageo, el enviado del Señor, transmitió este mensaje de parte del Señor: «Yo estoy con vosotros» —oráculo del Señor—. De esta forma, el Señor despertó el espíritu del gobernador de Judá, Zorobabel, hijo de Sealtiel, y el del sumo sacerdote Josué, hijo de Josadac, así como el espíritu de todo el pueblo restante. Vinieron, pues, y emprendieron las obras del Templo del Señor del universo, su Dios. Era el día veinticuatro del mes sexto del segundo año del rey Darío. El año segundo del reinado de Darío, el día veintiuno del mes séptimo, el Señor habló a través del profeta Ageo y le dijo: —Dirígete al gobernador de Judá, Zorobabel, hijo de Sealtiel, y al sumo sacerdote Josué, hijo de Josadac, así como al resto del pueblo, y diles lo siguiente: «¿Quién queda entre vosotros que haya conocido este Templo en su esplendor inicial? ¿Cómo lo veis ahora? ¿No os salta a la vista su insignificancia? Sin embargo, anímate Zorobabel —oráculo del Señor—, anímate sumo sacerdote Josué, hijo de Josadac, y que se anime toda la gente del país —oráculo del Señor—. Poned manos a la obra porque yo estoy con vosotros, dice el Señor del universo. Este es el compromiso que pacté con vosotros cuando salisteis de Egipto: mi espíritu estará en medio de vosotros; por tanto, no temáis». Porque dice también el Señor del universo: Dentro de poco tiempo haré temblar los cielos y la tierra, el mar y los continentes; haré temblar a todas las naciones. Llegarán aquí todas las naciones con sus valiosos tesoros, y llenaré este Templo de esplendor —oráculo del Señor del universo—. Mía es la plata y mío es el oro —oráculo del Señor del universo—. Así pues, el futuro esplendor de este Templo será mayor que el del primero —oráculo del Señor del universo—. Además, estableceré la paz en este lugar —oráculo del Señor del universo. En el segundo año de Darío, el día veinticuatro del mes noveno, el Señor habló así al profeta Ageo: —El Señor del universo dice: Pide a los sacerdotes el dictamen de la ley sobre este caso: si alguno lleva carne consagrada entre los pliegues de su ropa y esta toca el pan, las viandas cocidas, el vino, el aceite o cualquier otra comida, ¿quedará todo ello santificado? Los sacerdotes respondieron negativamente. Después Ageo preguntó: —Si una persona impura por contacto con un cadáver tocase alguna de estas cosas, ¿vendrán a ser impuras? Los sacerdotes respondieron: —Sí, quedarán impuras. Entonces Ageo replicó: —Así sucede con este pueblo y esta nación que está ante mí —oráculo del Señor—: todo lo que hacen y todo lo que me ofrecen es impuro. Pues bien, sacad las consecuencias de lo que sucederá desde hoy en adelante. Antes de comenzar a reconstruir el Templo del Señor, venían a un montón de grano para sacar veinte medidas y solo había diez; venían al lagar para sacar cincuenta medidas y solo había veinte. Yo asolaba con viento abrasador, con tizón y con granizo todo vuestro trabajo, pero no os convertisteis a mí —oráculo del Señor—. Pues bien, comparad entre lo que sucederá desde ahora en adelante, a partir de hoy, día veinticuatro del mes noveno, y lo que ocurría el día en que se pusieron los cimientos del Templo del Señor. Es cierto que aún no hay grano en el granero y que todavía la vid no ha dado fruto, ni tampoco la higuera, el granado y el olivo; pero desde hoy os bendeciré. El veinticuatro del mismo mes, el Señor se dirigió por segunda vez a Ageo con estas palabras: —Di a Zorobabel, gobernador de Judá: Yo haré temblar los cielos y la tierra; volcaré los tronos de los reinos y aniquilaré el poder de los reinos extranjeros; volcaré los carros de guerra junto con sus aurigas; caballos y jinetes caerán atravesados por la espada de sus mismos hermanos. En aquel día —oráculo del Señor del universo—, te tomaré a ti, Zorobabel, hijo de Sealtiel, siervo mío —oráculo del Señor—, y te convertiré en mi sello, porque yo te he elegido —oráculo del Señor del universo. El octavo mes del año segundo de Darío el Señor dirigió esta palabra al profeta Zacarías, hijo de Berequías y nieto de Idó: —Vuestros antepasados irritaron sobremanera al Señor. Di, pues, a los israelitas: «Esto dice el Señor del universo: Volved a mí —oráculo del Señor del universo— y yo me volveré a vosotros». Es palabra del Señor del universo. No imitéis a vuestros antepasados a quienes ya los más antiguos profetas interpelaban diciendo: «Así os habla el Señor del universo: Cambiad de conducta; abandonad vuestro mal proceder y vuestras perversas acciones». Pero ni me escucharon ni me hicieron caso alguno —oráculo del Señor—. Pues bien, ¿dónde están ahora vuestros antepasados? Y los profetas, ¿acaso van a vivir indefinidamente? Sin embargo, las palabras y preceptos que encomendé transmitir por medio de mis siervos, los profetas, encontraron acogida en vuestros antepasados que se convirtieron reconociendo que el Señor del universo los había tratado de acuerdo con su proceder y sus acciones. El día veinticuatro del undécimo mes —es decir, el mes de Sebat— del reinado de Darío, el Señor dirigió su palabra al profeta Zacarías, hijo de Berequías y nieto de Idó, que se expresó en estos términos: —He tenido durante la noche una visión: vi a un hombre que estaba sentado en un caballo rojo entre los mirtos de la hondonada; detrás de él había caballos rojos, alazanes y blancos. Yo entonces pregunté: —¿Quiénes son estos, mi Señor? El ángel que hablaba conmigo me respondió: —Yo te indicaré quiénes son. Entonces intervino el hombre que estaba entre los mirtos y dijo: —Estos son los que ha enviado el Señor a recorrer la tierra. Ellos entonces se dirigieron al ángel del Señor y le informaron: —Hemos recorrido toda la tierra y la hemos encontrado tranquila y en calma. El ángel del Señor exclamó: —Señor del universo, ¿cuándo, por fin, te apiadarás de Jerusalén y de las ciudades de Judá contra las que llevas ya setenta años irritado? Entonces el Señor dio al ángel que me hablaba una contestación amable y consoladora. Así que el ángel que hablaba conmigo me dijo: —Proclama: «Esto dice el Señor del universo: Estoy profundamente enamorado de Jerusalén y de Sion, y es grande mi enojo contra las naciones que, seguras de sí mismas, se aprovecharon de que yo no estaba muy irritado [contra ellas] para intensificar su hostilidad. Por eso así dice el Señor: Miro compasivo a Jerusalén donde será reconstruido mi Templo —oráculo del Señor del universo— junto con el resto de la ciudad». Y proclama también: «Esto dice el Señor del universo: Mis ciudades rebosarán bienestar, el Señor colmará de nuevo a Sion de consuelo y Jerusalén podrá aún ser elegida». Alcé la vista y, al mirar, vi cuatro cuernos. Pregunté entonces al ángel que hablaba conmigo: —¿Qué representan esos cuernos? El ángel me respondió: —Representan el poder de quienes dispersaron a Judá, a Israel y a Jerusalén. A continuación el Señor me hizo ver cuatro herreros. Y yo pregunté: —¿Qué es lo que estos vienen a hacer? Me contestó: —Los cuernos representan a quienes dispersaron a Judá hasta el punto de que ya nadie podía levantar cabeza; los herreros, por su parte, vienen para hacer temblar y derribar los poderes que esas naciones desencadenaron contra el país de Judá a fin de dispersarlo. Alcé la vista y, al mirar, vi a un hombre que tenía en la mano una cinta para medir. Le pregunté: —¿Adónde te diriges? Me respondió: —A medir Jerusalén para saber cuál será su anchura y su longitud. Se marchaba ya el ángel que estaba hablando conmigo, cuando otro ángel le salió al encuentro y le dijo: —Anda y di a ese joven: «Jerusalén será una ciudad abierta, habitada por una multitud de personas y animales. Y yo seré para ella —oráculo del Señor— una muralla de fuego alrededor y un motivo de gloria en medio de ella». ¡Ea, vamos! Escapad del país del norte —oráculo del Señor—. Yo os dispersé —dice el Señor— por los cuatro puntos cardinales; pues bien, ¡arriba, Sion!, trata de ponerte a salvo, tú que habitas en Babilonia. Esto dice el Señor del universo —de quien soy su mensajero autorizado— acerca de las naciones que os despojaron: El que os toca a vosotros, toca a las niñas de mis ojos. Yo castigaré a esas naciones que serán botín de sus esclavos, y así reconoceréis que he sido enviado por el Señor del universo. ¡Grita de alegría, Sion, pues en medio de ti vengo a morar! —oráculo del Señor—. En aquel día se unirán al Señor naciones sin cuento; se convertirán en pueblo mío, yo habitaré en medio de ti y tú reconocerás que es el Señor del universo quien a ti me ha enviado. Judá será la tierra santa, posesión y heredad del Señor que de nuevo elegirá a Jerusalén. Calle, pues, ante el Señor todo viviente porque está decidido a entrar en acción desde su santa morada. Me mostró [el Señor] a Josué, el sumo sacerdote, que estaba de pie ante el ángel del Señor, mientras que Satán estaba a su derecha para acusarlo. El ángel del Señor dijo a Satán: —Que el Señor te amoneste, Satán; que el Señor que ha elegido a Jerusalén te amoneste. ¿No es acaso este un tizón sacado del fuego? Estaba Josué vestido con ropas sucias de pie en presencia del ángel que se dirigió a los que estaban junto a él y les ordenó: —Quitadle esas ropas sucias. A continuación dijo a Josué: —Mira, te libro de tu pecado y te visto con traje de fiesta. Y añadió: —Que pongan un turbante limpio sobre su cabeza. Pusieron, en efecto, sobre su cabeza un turbante limpio y lo revistieron de sus vestiduras. Entonces el ángel del Señor, que permanecía en pie, hizo este pacto con Josué: «Así dice el Señor del universo: Si sigues mis caminos y cumples mis preceptos, estarás al cargo de mi Templo, custodiarás mis atrios y te daré un puesto entre los que están a mi servicio». Escucha, además, sumo sacerdote Josué, tanto tú como los compañeros que se sientan ante ti y que constituyen un presagio profético: Mirad que voy a suscitar a mi siervo Germen. Y ahí está la piedra que pongo ante Josué, una piedra única que tiene siete ojos y sobre la que voy a grabar su inscripción —oráculo del Señor del universo—. En un solo día borraré la iniquidad de esta tierra, y aquel día —oráculo del Señor del universo— os invitaréis unos a otros a la sombra de la parra y de la higuera. Retornó el ángel que hablaba conmigo y me despertó como se despierta a alguien que está dormido. Y me preguntó: —¿Qué estás viendo? Respondí: —Veo un candelabro de oro macizo rematado en lo alto con un depósito de aceite; tiene siete lámparas y siete tubos que llevan el aceite a cada una de las lámparas. Junto a él hay dos olivos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Pregunté entonces al ángel que hablaba conmigo: —Señor, ¿qué significa esto? El ángel me contestó: —¿No sabes lo que significa? Le respondí: —No lo sé, Señor. El ángel me dijo: Esta es la palabra que el Señor dirigió a Zorobabel: —No depende [el éxito] de la fuerza o de la violencia —dice el Señor del universo—, sino de mi espíritu. Tú que presumes de ser una grandiosa montaña, quedarás convertida en llanura ante Zorobabel que extraerá de ella la piedra angular mientras proclaman: «¡Qué hermosa es, qué hermosa!». Me dirigió también el Señor esta palabra: —Las manos de Zorobabel pusieron los cimientos de este Templo y ellas rematarán la obra. Así reconoceréis que ha sido el Señor del universo quien me ha enviado a vosotros. —Las siete lámparas representan los ojos del Señor que inspeccionan toda la tierra. ¿Dónde están los que un día no tomaron en serio los modestos comienzos? Ahora se alegran al ver a Zorobabel llevar adelante la obra. Le pregunté de nuevo: —Y tanto los dos olivos que están a la derecha e izquierda del candelabro, como las dos ramas de olivo que, por sus conductos de oro, vierten su aceite dorado, ¿qué representan? El ángel me respondió: —¿No sabes lo que representan? Le contesté: —No lo sé, Señor. Entonces él me dijo: —Son los dos ungidos que están al servicio del Dueño de toda la tierra. Alcé de nuevo la vista y, al mirar, vi un libro que volaba. El ángel me preguntó: —¿Qué ves? Yo respondí: —Un libro que va volando y que tiene diez metros de largo por cinco de ancho. El ángel me dijo: —Es la maldición que abarca a toda esta tierra, pues por una cara lleva escrito: «ningún ladrón quedará impune»; y por la otra cara: «ningún perjuro quedará impune». Yo le he dado licencia —oráculo del Señor del universo— para que entre en la casa del ladrón y del que jura en falso utilizando mi nombre, y para que se instale allí hasta que todas sus vigas y sus piedras se conviertan en ruinas. El ángel que hablaba conmigo dio un paso adelante y me dijo: —Alza la vista y mira eso que aparece. Yo pregunté: —¿De qué se trata? Me respondió: —Es un recipiente y representa —añadió el ángel— la maldad de todo el país. Levantaron entonces la tapadera que era de plomo y apareció una mujer sentada en el interior del recipiente. El ángel me dijo: —Es la maldad. Seguidamente la empujó hasta el fondo del recipiente al que tapó con la tapadera de plomo. Alcé entonces la vista y vi a dos mujeres que tenían alas como de cigüeña; el viento impulsaba sus alas y levantaron el recipiente entre la tierra y el cielo. Pregunté al ángel que hablaba conmigo: —¿Adónde llevan el recipiente? Me contestó: —Al país de Senaar donde le construirán un santuario y lo colocarán sobre un pedestal. De nuevo alce la vista y, al mirar, vi cuatro carros que salían de entre dos montañas que eran de bronce. El primer carro iba tirado por caballos alazanes, el segundo por caballos negros, el tercero por caballos blancos, y el cuarto por caballos tordos. Pregunté entonces al ángel que hablaba conmigo: —Señor mío, ¿qué representan esos caballos? El ángel me respondió: —Representan a los cuatro vientos del cielo que se ponen en movimiento después de haber estado en presencia del Dueño de toda la tierra. El carro de caballos negros sale hacia el norte, el de caballos blancos parte siguiendo sus pasos, y el de caballos tordos avanza hacia el país del sur. Salieron con ímpetu decididos a recorrer toda la tierra. Apenas se les ordenó que salieran a recorrer toda la tierra, la recorrieron de inmediato. Y [el ángel] me llamó para decirme: —Mira, los que se dirigen al norte intentan aplacar la ira del Señor en el país del norte. El Señor me habló en estos términos: —Vete a casa de Josías, hijo de Sofonías, adonde acaban de llegar de Babilonia los deportados Jelday, Tobías y Jedaías, y haz una colecta. Toma oro y plata, fabrica una corona, ponla sobre la cabeza del sumo sacerdote Josué, hijo de Josadac, y dile: «Así dice el Señor del universo: Aquí está el hombre llamado Germen; a su paso todo germinará; él reconstruirá el Templo del Señor. Reconstruirá, en efecto, el Templo del Señor, recibirá honores reales y se sentará en el trono para gobernar. Un sacerdote se sentará en el trono y reinará entre ambos la concordia». En cuanto a la corona, se conservará en el Templo del Señor para perpetuar la memoria de Jelday, Tobías, Jedaías y Josías, hijo de Sofonías. Vendrá gente de lejos a trabajar en la reconstrucción del Templo del Señor y tendréis que reconocer que el Señor del universo me ha enviado a vosotros. Todo esto se cumplirá si obedecéis puntualmente al Señor, vuestro Dios. El año cuarto del reinado de Darío, en el día cuarto del noveno mes —el mes de Casleu—, el Señor dirigió su palabra a Zacarías. Betel-Sareser había enviado a Réguem-Mélec, junto con sus colaboradores, para implorar el perdón del Señor y preguntar a los sacerdotes del Templo del Señor del universo y a los profetas lo siguiente: —¿Debemos hacer duelo el quinto mes y ayunar tal como lo hemos hecho durante muchos años? Entonces el Señor del universo me dirigió su palabra en estos términos: —Di a los sacerdotes y a todo el pueblo de la tierra: Cuando ayunabais y hacíais duelo en el quinto y séptimo mes desde hace ya setenta años, ¿acaso lo hacíais para honrarme a mí? Y cuando comíais y bebíais, ¿no lo hacíais acaso para vuestro provecho? Además, ¿no eran esas las palabras que el Señor pronunció por medio de los más antiguos profetas, cuando Jerusalén y las ciudades de su entorno estaban habitadas y vivían en paz, y cuando el Négueb y la Sefela estaban también habitados? De nuevo el Señor dirigió su palabra a Zacarías: —Así dice el Señor del universo: Juzgad con justicia y equidad, y practicad con vuestros hermanos el amor y la fidelidad. No oprimáis a la viuda, al huérfano, al extranjero o al pobre, y no maquinéis en vuestro interior nada malo contra el prójimo. Pero no me hicieron caso, sino que me volvieron la espalda y, rebeldes, rehusaron escucharme. Endurecieron como un diamante su corazón para no prestar oído a la ley ni a las palabras que el Señor del universo les dirigía inspirando a los antiguos profetas. A causa de ello el Señor del universo se enojó sobremanera. Y así como el Señor llamó y ellos no escucharon, así yo —dice el Señor del universo— tampoco los escuché cuando me invocaron, sino que los dispersé entre naciones que no conocían. La tierra quedó asolada cuando ellos la abandonaron y nadie pasaba por allí. Así es como convirtieron en desierto un país tan espléndido. El Señor del universo me dirigió esta palabra: Así dice el Señor del universo: estoy profundamente enamorado de Sion y siento por ella una ardiente pasión. Así dice el Señor: Volveré de nuevo a Sion y habitaré en medio de Jerusalén. Jerusalén será llamada «ciudad fiel», y se llamará «monte santo» al monte del Señor del universo. Así dice el Señor del universo: Ancianos y ancianas se sentarán en las plazas de Jerusalén, cada uno con un bastón en la mano, debido a su avanzada edad. Muchachos y muchachas abarrotarán jugando las plazas de la ciudad. Así dice el Señor del universo: Aunque al resto del pueblo esto le parezca prodigioso en aquellos días, no será prodigioso para mí —oráculo del Señor del universo—. Pues así dice el Señor del universo: Voy a liberar a mi pueblo del país donde sale el sol y del país donde se pone: los traeré y habitarán Jerusalén; ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios, fiel y salvador. Así dice el Señor del universo: —Cobrad ánimo los que oís las palabras que los profetas pronuncian estos días en que se echan los cimientos del Templo del Señor del universo. Porque antes de estos días, ni personas ni animales percibían jornal; nadie podía moverse con seguridad, pues yo había enfrentado a unos contra otros. Pero ahora no me portaré como antes con el resto de este pueblo —oráculo del Señor del universo—. Ahora sembraré todo de paz: la vid dará su fruto, los cielos dejarán caer su rocío y la tierra producirá su cosecha; todo esto daré en posesión al resto de este pueblo. Y así como antes fuisteis objeto de maldición entre las naciones, pueblo de Judá y de Israel, así ahora os salvaré y os convertiré en bendición. ¡Cobrad, pues, ánimo y no temáis! Así dice el Señor del universo: —Lo mismo que castigué y no tuve compasión de vuestros antepasados cuando provocaron mi cólera —dice el Señor del universo—, así ahora, cambiando de parecer, he decidido favorecer a Jerusalén y a Judá. Así que no temáis. Basta con que hagáis lo siguiente: sed sinceros los unos con los otros, juzgad con equidad en vuestros tribunales y construid la paz; no maquinéis la maldad unos contra otros en vuestro interior, ni os aficionéis a jurar en falso. Todas estas cosas me son aborrecibles —oráculo del Señor. El Señor del universo me dirigió su palabra en estos términos: —Así dice el Señor del universo: Los ayunos del cuarto, quinto, séptimo y décimo mes se convertirán para Judá en días de alegría y regocijo y en festivas solemnidades, siempre que améis la verdad y la paz. Porque así dice el Señor del universo: Afluirán todavía pueblos y gentes de ciudades populosas. Y los habitantes de una ciudad irán a decir a los de la otra: «Vamos a implorar el perdón y la protección del Señor del universo. ¡Yo también voy!». Y serán innumerables los pueblos y naciones poderosas que vendrán a Jerusalén para buscar la protección del Señor del universo e implorar su perdón. Así dice el Señor del universo: —Sucederá en aquellos días que diez hombres procedentes de distintas naciones y lenguas asirán a un judío por la orla del manto y le dirán: «Queremos unirnos a vosotros porque hemos oído que Dios está con vosotros». Oráculo: La palabra del Señor llega al país de Jadrac y en Damasco se detiene, pues al Señor pertenecen las ciudades de Siria, así como las tribus de Israel. Y también le pertenece su vecina Jamat, junto con Tiro y Sidón prototipos de sabiduría. Tiro se construyó una fortaleza; acumuló tanta plata como polvo, y tanto oro como barro hay desparramado por las calles. Pero el Señor la despojará de todo, hundirá en el mar su poderío y será consumida por el fuego. Se espantará al verlo Ascalón, se estremecerá Gaza de terror, y Ecrón quedará sin esperanza. Será eliminado el rey de Gaza, quedará Ascalón sin habitantes, y en Asdod vivirán razas mezcladas. Abatiré la soberbia filistea, arrancaré de su boca la presa todavía ensangrentada, y de entre sus dientes los manjares que me son aborrecibles. También de ellos quedará un resto para nuestro Dios; serán como clanes de Judá, y los de Ecrón como si fueran jebuseos. Montaré guardia en torno a mi Templo contra todos los que intenten invadirlo; ningún opresor pasará por allí porque mis ojos están vigilantes. Salta de alegría, Sion; grita jubilosa, Jerusalén, porque ya llega tu rey, justo y victorioso, humilde y montado sobre un asno, sobre un borrico, retoño de asna. Destruirá los carros de guerra de Efraín y aniquilará la caballería de Jerusalén; quebrará los arcos de guerra y anunciará la paz a las naciones. Dominará de un mar a otro mar, desde el río Éufrates hasta los confines de la tierra. Y porque sellé contigo una alianza mediante sangre, yo sacaré a tus cautivos del foso sin agua. Volved, cautivos, a la ciudad fortificada, volved esperanzados; hoy mismo os anuncio que os daré doble recompensa. He tensado como un arco a Judá, he cargado [de flechas] a Efraín; lanzaré, Sion, a tus hijos contra los tuyos, país de Javán, y te blandiré, Sion, como blande un valiente su espada. El Señor se manifestará a su lado disparando flechas como relámpagos; hará el Señor resonar la trompeta y avanzará entre los torbellinos del sur. El Señor del universo los protegerá de modo que aplasten y trituren las piedras lanzadas por la honda; beberán su sangre como vino, hasta rebosar como copa de ofrendas, como los salientes del altar. Aquel día los salvará el Señor, su Dios; serán como rebaño de su pueblo y resplandecerán en su tierra como diamantes de diadema. ¡Qué felicidad y qué hermosura! El pan hará florecer a los muchachos y el vino nuevo a las muchachas. Pedid al Señor que llueva en primavera, pues él es quien envía los temporales y hace llover en abundancia, brotando así hierba en el campo para todos. Los ídolos solo ofrecen vanas promesas, y los adivinos falsas visiones; anuncian sueños engañosos y prometen consuelos ilusorios Por eso [el pueblo] anda errante, abatido como rebaño sin pastor. Ardo de ira contra los pastores, castigaré a los guías del rebaño. El Señor del universo ha visitado al pueblo de Judá, que es su rebaño, y hará de él su caballo victorioso en el combate. Porque de él saldrá la piedra angular, las estacas de la tienda y el arco de guerra, además de todos sus caudillos. Juntos se lanzarán al combate como valientes guerreros, pisando el barro de las calles; peleará junto a ellos el Señor y cubrirán de vergüenza a los jinetes enemigos. Haré fuerte al pueblo de Judá y daré la victoria a la descendencia de José. Los repatriaré, pues me compadezco de ellos, y será como si nunca los hubiera rechazado, pues soy el Señor, su Dios, que los escucha. Los de Efraín serán como héroes, animosos como después de haber bebido; sus hijos se alegrarán al verlos, saltará de júbilo en el Señor su corazón. Los reuniré con un silbido, pues yo soy quien los ha rescatado, y serán tan numerosos como antes. Yo los dispersaré entre las naciones, pero me recordarán estando lejos, criarán hijos y regresarán. Haré que vuelvan de Egipto, los recogeré de Asiria para traerlos a Galaad y al Líbano, y ni aun así tendrán sitio suficiente. Atravesarán el mar de la angustia, mientras el Señor golpeará las olas del mar y el cauce del río quedará seco. Será abatido el orgullo de Asiria y el poder de Egipto acabará. Cifrarán su fuerza en el Señor y en su nombre avanzarán, —oráculo del Señor. Abre, Líbano, tus puertas y que el fuego devore tus cedros. Gime, ciprés, de dolor, porque ha caído el cedro y han sido abatidos los poderosos. Lamentaos, encinas de Basán, porque han talado el bosque impenetrable. Oíd el lamento de los pastores porque ha sido arrancado el esplendor de sus praderas; Escuchad cómo rugen los cachorros de león porque ha sido asolada la espesura del Jordán. Así dice el Señor, mi Dios: —Apacienta estas ovejas destinadas al matadero, las que degüellan impunemente sus compradores mientras dice el que las vende: «Bendito sea el Señor que me ha hecho rico». Ni sus propios pastores se compadecen de ellas. Pues bien, tampoco yo tendré compasión de los que habitan esta tierra —oráculo del Señor—; voy a entregar a todos y cada uno a merced de sus vecinos y de sus reyes que devastarán el país sin que yo los libre de sus manos. Me puse a apacentar las ovejas que los tratantes habían destinado al matadero. Así que tomé dos cayados: al uno lo llamé «Gracia» y al otro «Concordia». Seguí apacentando al rebaño y en un solo mes despedí a tres pastores, pues yo no los pude aguantar y ellos se cansaron de mí. Entonces dije: —No os apacentaré más; la que haya de morir, que muera; la que haya de perecer, que perezca; y las que sobrevivan, que se devoren unas a otras. Tomé luego mi cayado «Gracia» y lo quebré en señal de que rompía el pacto sellado con todos los pueblos. Quedó, pues, roto el pacto en aquel día y los tratantes de ovejas, que estaban observándome, reconocieron que era el Señor quien hablaba. Yo les propuse: —Si os parece bien, dadme mi salario; y si no, dejadlo. Entonces pesaron lo que me correspondía como salario y me dieron treinta siclos de plata. El Señor, por su parte, me dijo: —Echa al tesoro [del Templo] ese buen precio en que me han valorado. Tomé los treinta siclos de plata y los eché en el tesoro del Templo del Señor. Quebré luego mi segundo cayado de nombre «Concordia», como señal de que rompía la hermandad entre Judá e Israel. Y el Señor me dijo: —Toma los aperos de un pastor irresponsable. Porque voy a suscitar en este país un pastor que no se preocupará de la oveja descarriada, ni buscará la extraviada, ni curará la que está herida, ni alimentará a la sana; al contrario, comerá la carne de las gordas y les arrancará hasta las pezuñas. ¡Ay del pastor irresponsable que abandona el rebaño! ¡Que la espada le cercene el brazo y le salte el ojo derecho! ¡Que su brazo se seque del todo y su ojo derecho se apague por completo! Profecía: Esta es la palabra —oráculo del Señor— que dirige a Israel el Señor que desplegó los cielos, cimentó la tierra y creó el espíritu humano: —Voy a convertir a Jerusalén en copa embriagadora para todas las naciones de su entorno; y lo mismo sucederá con todo Judá cuando Jerusalén sea sitiada. Aquel día convertiré a Jerusalén en una piedra que ninguna nación podrá levantar; cualquiera que intente levantarla quedará destrozado. Todas las naciones de la tierra se aliarán contra ella. Aquel día —oráculo del Señor— haré que se desboquen los caballos y se vuelvan locos sus jinetes. Mantendré abiertos los ojos sobre los habitantes de Judá, pero a los caballos de las naciones los dejaré ciegos Pensarán entonces los clanes de Judá: «En el Señor, Dios del universo, está la fuerza de los habitantes de Jerusalén». Aquel día convertiré a los clanes de Judá en montón ardiente de leña, en tea encendida entre gavillas de mies; a derecha e izquierda devorarán a todas las naciones de su entorno, mientras Jerusalén volverá a ser habitada donde siempre. Pero el Señor salvará en primer lugar a las gentes de Judá para que ni la descendencia de David ni los moradores de Jerusalén se envalentonen a costa de Judá. Aquel día protegerá el Señor a los habitantes de Jerusalén: el más débil entre ellos se sentirá fuerte como David, y la dinastía de David será para ellos como Dios, como un ángel del Señor al frente de ellos. Aquel día exterminaré a todas las naciones que intenten atacar a Jerusalén; derramaré, en cambio, sobre la dinastía de David y los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de oración. Dirigirán sus miradas hacia mí, a quien traspasaron, harán duelo como se hace por un hijo único y llorarán amargamente como se llora a un primogénito. Aquel día el duelo en Jerusalén será tan grande como el de Hadad-Rimón en la llanura de Meguido. Todo el país hará duelo, familia por familia: los descendientes de David y de Natán, y también sus mujeres; los descendientes de Leví y de Simeí, y también sus mujeres; y todos los demás clanes, cada uno por su parte, con sus respectivas mujeres. Aquel día surgirá un manantial donde la dinastía de David y los habitantes de Jerusalén puedan lavar su pecado y su impureza. Aquel día —oráculo del Señor del universo— extirparé de esta tierra los nombres de los ídolos a los que ya nunca más se invocará; haré también que desaparezcan de esta tierra los [falsos] profetas y el espíritu de impureza. Y si alguno sigue profetizando, el padre y la madre que lo engendraron le dirán: «No mereces vivir, pues anuncias mentiras en nombre del Señor». Y sus mismos padres lo pasarán a espada cuando él se haga pasar por profeta. Aquel día se sonrojarán los profetas de sus propias visiones y no se vestirán el manto de pelo dispuestos a engañar, sino que cada uno dirá: «No soy profeta; soy tan solo un labrador ocupado desde mi juventud en cultivar la tierra». Y si alguno le pregunta: «¿Qué heridas son esas que tienes en las manos?», él responderá: «Me las han hecho en casa de mis amigos». ¡Dirígete, espada, contra mi pastor, haz frente a mi ayudante! —oráculo del Señor del universo—. Hiere al pastor y se dispersará el rebaño; incluso a los más pequeños golpearé. Y sucederá que en todo el país —oráculo del Señor— perecerán exterminados dos tercios, quedando solo el otro tercio. Haré pasar por el fuego a este tercio, lo purificaré como se hace con la plata y lo acrisolaré como se acrisola el oro. Me invocará y yo lo escucharé; yo diré: «Es mi pueblo»; y él responderá: «El Señor es mi Dios». Llega, Jerusalén, el día del Señor en que serás repartida como botín. Yo reuniré a todas las naciones para que ataquen a Jerusalén: la ciudad será conquistada, las casas saqueadas, las mujeres violadas y la mitad de la población será deportada; pero el resto del pueblo no será arrancado de la ciudad. Saldrá entonces el Señor y entrará en combate contra esas naciones como combatió el día de la batalla. Aquel día asentará sus pies sobre el monte de los Olivos, situado frente a Jerusalén, al oriente. Y el monte de los Olivos se partirá en dos, de este a oeste, formándose un gran valle: la mitad del monte se desplazará hacia el norte y la otra mitad hacia el sur. Y vosotros escaparéis por ese valle entre montañas, valle que llegará hasta Asal; escaparéis como cuando tembló la tierra en tiempos de Ozías, rey de Judá. Y el Señor, mi Dios, vendrá acompañado de todos los santos. Aquel día no habrá luminarias, ni frío, ni hielo. Será un día único, solo conocido por el Señor, en el que no se distinguirá el día de la noche, pues cuando tendría que anochecer, seguirá habiendo luz. Aquel día manarán aguas vivas en Jerusalén; la mitad irán hacia el mar Oriental y la otra mitad hacia el mar Occidental; y correrán tanto en verano como en invierno. Aquel día el Señor reinará sobre toda la tierra, será el único [Dios] y único será también su nombre. Todo el país se transformará en llanura, desde Gueba hasta Rimón, al sur de Jerusalén. Se mantendrá en alto Jerusalén, y estará habitada desde la Puerta de Benjamín hasta el emplazamiento de la primitiva puerta y hasta la Puerta del Ángulo; y desde la Torre de Jananel hasta los lagares del rey. Habitarán en Jerusalén sin que se la vuelva a consagrar al exterminio, y vivirán seguros en ella. Y este será el castigo con que el Señor golpeará a todas las naciones que lucharon contra Jerusalén: hará que se pudran en vida, que se les pudran los ojos en sus cuencas y la lengua en su boca. Aquel día el Señor hará que cunda entre ellos un pánico terrible hasta el punto de agarrarse unos a otros y enzarzarse en una pelea cuerpo a cuerpo. La gente de Judá luchará en Jerusalén, y a las naciones del entorno les serán arrebatados todos sus abundantes recursos de oro, plata y ropa de vestir. Y un castigo semejante se abatirá sobre los caballos, mulos, camellos, burros y todos los demás animales que tengan en sus campamentos; ¡será un terrible castigo! Y los supervivientes de las naciones que atacaron a Jerusalén vendrán todos los años para adorar al Señor, rey poderoso, y celebrar la fiesta de las Tiendas. Y si alguna nación no sube a Jerusalén para adorar al Señor, rey poderoso, no caerá lluvia sobre su territorio. Igualmente, si la gente de Egipto no sube, se abatirá sobre ella el castigo con que el Señor golpeará a las naciones que no acudan a celebrar la fiesta de las Tiendas. Ese será el castigo de Egipto y el de todas las otras naciones que no acudan a celebrar la fiesta de las Tiendas. Aquel día los cascabeles de los caballos llevarán esta inscripción: «consagrado al Señor»; y todos los calderos que haya en Jerusalén y en Judá serán [tan sagrados] como los aspersorios que están en el altar. Y todos los calderos que haya en Jerusalén y en Judá estarán consagrados al Señor del universo, de manera que todos los que acudan a ofrecer un sacrificio se servirán de ellos para cocer la ofrenda. Y aquel día desaparecerán todos los traficantes del Templo del Señor del universo. Profecía. Palabra que el Señor dirigió a Israel por medio de Malaquías. El Señor dice: «Yo os amo». Pero vosotros respondéis: «¿Cómo muestras que nos amas?». ¿No era Esaú hermano de Jacob? —oráculo del Señor—. Sin embargo, amé a Jacob y aborrecí a Esaú, cuyos montes convertí en desolación y cuya heredad abandoné a los chacales del desierto. Puesto que Edom dice: «Hemos sido destrozados, pero reconstruiremos las ruinas», así responde el Señor del universo: Ellos edificarán y yo derribaré; y se dirá de ellos que son un país malvado y un pueblo contra el cual el Señor se ha airado perpetuamente. Cuando lo veáis con vuestros propios ojos, diréis: «El Señor muestra su grandeza aun más allá de las fronteras de Israel». El Señor del universo os dice a vosotros, sacerdotes, que menospreciáis su nombre: El hijo honra al padre y el siervo a su señor. Si, pues, yo soy padre, ¿dónde está mi honra? Y si soy Señor, ¿dónde está la reverencia que se me debe? Vosotros le respondéis: «¿En qué forma menospreciamos tu nombre?». Pues en que ofrecéis sobre mi altar alimentos impuros. Pero volvéis a preguntar: «¿En qué te hemos mancillado?». Lo hacéis al considerar que la mesa del Señor puede ser menospreciada. Cuando ofrecéis animales ciegos para el sacrificio, ¿no pensáis que está mal? Y cuando ofrecéis animales lisiados o enfermos, ¿no pensáis que está mal? Andad, ofrecédselo a vuestro gobernador, ¿creéis que le agradaréis y que os acogerá favorablemente? —dice el Señor del universo—. Así pues, suplicad el favor de Dios para que se apiade de nosotros. Porque si esto es lo que ofrecéis, ¿creéis que os acogerá favorablemente? —dice el Señor del universo—. ¡Ojalá alguien entre vosotros cerrara las puertas [del Templo] para que no encendierais mi altar inútilmente! Vosotros no me agradáis —dice el Señor del universo—, ni me complace la ofrenda de vuestras manos. Porque, desde el levante hasta el poniente, se reconoce la grandeza de mi nombre en todas las naciones, y en todo lugar se me ofrece incienso y una ofrenda pura. Ciertamente se reconoce la grandeza de mi nombre en todas las naciones —dice el Señor del universo—, pero vosotros lo profanáis cuando decís: «La mesa del Señor está contaminada y su comida es despreciable». Exclamáis: «¡Qué hastío!», y lo despreciáis —dice el Señor del universo—. Me traéis animales robados, lisiados y enfermos, y los presentáis como ofrenda: ¿puedo yo agradarme en ella?, dice el Señor. Maldito el tramposo que, teniendo un macho sano en su rebaño y habiendo hecho un voto, sacrifica uno dañado al Señor. Yo soy el Gran Rey —dice el Señor del universo— y mi nombre es respetado entre las naciones. A vosotros, pues, sacerdotes se dirige esta amonestación: Si no estáis atentos y no os proponéis de corazón el honrar mi nombre —dice el Señor del universo—, enviaré maldición sobre vosotros y convertiré en maldición vuestras bendiciones. De hecho, ya he decidido convertirlas en maldición porque ninguno de vosotros toma en consideración este aviso. Mirad, he decidido apartaros del sacerdocio y echaros a la cara los excrementos de vuestras celebraciones religiosas, con los que también vosotros seréis barridos. Así reconoceréis que soy yo el que os dirijo esta amonestación para salvaguardar mi alianza con Leví —dice el Señor del universo—. Mi alianza le ofrecía vida y paz, y se las otorgué para que me respetara; y, en efecto, respetó y reverenció mi nombre. La enseñanza de su boca fue verdadera, y en sus labios nunca se halló maldad; la concordia y la rectitud caracterizaron su conducta respecto a mí, y consiguió que muchos se arrepintieran de sus culpas. Y es que un sacerdote debe atesorar sabiduría, y de su boca se espera que salga la enseñanza, pues es un mensajero del Señor del universo. Sin embargo, vosotros os desviasteis del camino, hicisteis tropezar a muchos con vuestra enseñanza y quebrantasteis la alianza de Leví —dice el Señor del universo—. Así, pues, yo haré que todo el pueblo os considere despreciables y viles, ya que ninguno de vosotros observa mis preceptos ni sois imparciales al aplicar la ley. ¿No tenemos todos un mismo Padre? ¿No nos creó un mismo Dios? ¿Por qué, pues, traiciona cada uno a su hermano, incumpliendo la alianza que Dios hizo con nuestros antepasados? Judá ha cometido traición; en Israel y en Jerusalén se han hecho cosas aborrecibles, pues Judá ha profanado el santuario amado por el Señor al permitir matrimonios con mujeres que adoran a dioses extranjeros. Que el Señor extirpe de la nación israelita a quien hace tal cosa, al instigador, al que la realiza y a quien luego presenta ofrendas al Señor del universo. Pero es que todavía añadís más: cubrís el altar del Señor de lágrimas, llanto y gemidos porque él ya no acepta con agrado vuestras ofrendas. «¿Por qué sucede así?» —os preguntáis—. Pues porque el Señor es testigo de que tú has sido infiel a la esposa de tu juventud, la esposa y compañera con quien te comprometiste. ¿No ha hecho Dios un solo ser, un cuerpo animado por el espíritu? ¿Y qué es lo que busca este único ser? Pues una descendencia concedida por Dios. Así que cuidad vuestro espíritu y no traicionéis a la esposa de vuestra juventud. Pues el que repudia a su esposa porque ha dejado de amarla —dice el Señor, Dios de Israel— se comporta de forma violenta —dice el Señor del universo—. Así pues, cuidad vuestro espíritu y no seáis infieles. Vosotros habéis hastiado al Señor con vuestras palabras, y aún preguntáis: «¿En qué forma lo hemos hastiado?». Lo habéis hecho al afirmar que quien obra mal agrada y complace al Señor, y también al preguntar: «¿Dónde está el Dios que hace justicia?». Mirad, yo envío mi mensajero para que abra camino delante de mí. Luego el Señor a quien vosotros buscáis vendrá súbitamente a su Templo. Ved cómo viene el mensajero de la alianza a quien vosotros deseáis —dice el Señor del universo—. ¿Quién podrá soportar el día de su llegada? ¿Quién podrá mantenerse en pie el día en que aparezca? Porque él es como el fuego del fundidor y como la lejía de los que lavan. Será como un fundidor que refina la plata: purificará a los descendientes de Leví; los acrisolará como a oro y plata para que puedan presentar al Señor ofrendas legítimas. Entonces la ofrenda de Judá y de Jerusalén agradará al Señor como sucedía antiguamente, en años ya remotos. Así dice ahora el Señor del universo: Voy a entablar juicio contra vosotros y a testificar diligentemente contra los hechiceros, adúlteros o perjuros, contra los que defraudan al jornalero en su salario, contra los que oprimen a la viuda y al huérfano, o sojuzgan al extranjero y no sienten ningún respeto por mí. Yo, el Señor, no cambio, pero vosotros no habéis dejado de ser hijos de Jacob. Desde los días de vuestros antecesores os apartasteis de mis preceptos y continuáis incumpliéndolos. ¡Volveos a mí y yo me volveré hacia vosotros! —dice el Señor del universo—. Sin embargo, vosotros replicáis: «¿En qué hemos de cambiar?». ¿Acaso es justo que una persona defraude al Señor como vosotros me estáis defraudando? De nuevo replicáis: «¿En qué te hemos defraudado?». ¡En los diezmos y en las ofrendas! Por eso estáis amenazados de maldición, porque todos vosotros, la nación entera, no cesáis de defraudarme. Traed los diezmos íntegros a los almacenes del Templo para que no falten víveres en él; ponedme a prueba procediendo así —dice el Señor del universo— y veréis cómo abro las ventanas del cielo para derramar sobre vosotros bendiciones a raudales. Alejaré de vosotros la plaga voraz para que no destruya el fruto de vuestra tierra ni malogre el viñedo de vuestros campos —dice el Señor del universo—. Todas las naciones os considerarán dichosos y seréis un país envidiable —dice el Señor del universo. Habéis hablado con insolencia contra mí, dice el Señor. Sin embargo replicáis: «¿Qué hemos hablado contra ti?». Pues habéis dicho que no merece la pena servir a Dios, que de nada os ha aprovechado cumplir sus mandatos y andar afligidos en presencia del Señor del universo y que os parecen dichosos los soberbios, pues los que actúan con maldad no solo prosperan, sino que ponen a prueba a Dios y quedan impunes. Esto es lo que comentaban entre sí los que honraban al Señor. Entonces el Señor prestó atención, escuchó e hizo que se escribiera en su presencia un memorial en el que se consignara a todos los que respetan y honran su nombre. Pues bien, cuando llegue el día en que yo intervenga —dice el Señor del universo—, volverán a ser mi propiedad personal y los perdonaré como hace un padre con el hijo que está a su servicio. Ese día volveréis a ver la diferencia entre el justo y el impío, entre quien sirve a Dios y quien no lo hace. Porque está llegando el día, ardiente como un horno, en que todos los soberbios y todos los que actúan con maldad serán como paja. Ese día, que ya se acerca, los abrasará hasta que no quede de ellos ni rama ni raíz —dice el Señor del universo—. Sin embargo, para vosotros, los que honráis mi nombre, se levantará el sol de justicia trayendo curación en sus alas. Entonces saldréis saltando como los terneros del establo. El día en que yo intervenga, pisotearéis a los malvados como si fueran ceniza bajo la planta de vuestros pies —dice el Señor del universo. Recordad la ley de Moisés, mi siervo, porque a él le encomendé en Horeb leyes y preceptos para todo Israel. Estad atentos porque yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, día grande y terrible, para que haga cambiar el corazón de los padres en favor de los hijos, y el corazón de los hijos en favor de sus padres, de forma que, cuando yo llegue, no tenga que someter el país al exterminio. Esta es la lista de los antepasados de Jesucristo, descendiente de David y de Abrahán: Abrahán fue el padre de Isaac; Isaac lo fue de Jacob, y Jacob de Judá y sus hermanos. Judá fue el padre de Farés y Zara; la madre fue Tamar. Farés fue el padre de Esrón, y Esrón lo fue de Aram. Aram fue el padre de Aminabab; Aminabab lo fue de Naasón, y Naasón, de Salmón. Salmón fue el padre de Booz y su madre fue Rajab. Booz fue el padre de Obed; la madre fue Rut. Obed fue el padre de Jesé, y Jesé lo fue del rey David. David fue el padre de Salomón a quien engendró de la que era esposa de Urías. Salomón fue el padre de Roboán; Roboán lo fue de Abías, y Abías, de Asá. Asá fue el padre de Josafat; Josafat lo fue de Jorán; Jorán, de Ozías; Ozías, de Joatán; Joatán, de Ajaz, y Ajaz lo fue de Ezequías. Ezequías fue el padre de Manasés; Manasés lo fue de Amón, y Amón, de Josías. Josías fue el padre de Jeconías y de sus hermanos en tiempos de la deportación a Babilonia. Después de la deportación, Jeconías fue el padre de Salatiel; Salatiel, de Zorobabel; Zorobabel, de Abiud; Abiud, de Eliakín, y Eliakín lo fue de Azor. Azor fue el padre de Sadoc; Sadoc lo fue de Ajín, y Ajín, de Eliud. Eliud fue el padre de Eleazar; Eleazar, de Matán, y Matán lo fue de Jacob. Por último, Jacob fue el padre de José, el marido de María. Y María fue la madre de Jesús, que es el Mesías. De modo que desde Abrahán a David hubo catorce generaciones; otras catorce desde David a la deportación a Babilonia, y otras catorce desde la deportación hasta el Mesías. El nacimiento de Jesús, el Mesías, fue así: María, su madre, estaba prometida en matrimonio a José; pero antes de convivir con él quedó embarazada por la acción del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo, no quiso denunciarla públicamente, sino que decidió separarse de ella de manera discreta. Estaba pensando en esto, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: —José, descendiente de David, no tengas reparo en convivir con María, tu esposa, pues el hijo que ha concebido es por la acción del Espíritu Santo. Y cuando dé a luz a su hijo, tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto sucedió en cumplimiento de lo que el Señor había dicho por medio del profeta: Una virgen quedará embarazada y dará a luz un hijo, a quien llamarán Emmanuel, que significa: «Dios con nosotros». Cuando José despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado: recibió en casa a su esposa, pero no tuvo relaciones conyugales con ella hasta que dio a luz a un hijo, al que José puso por nombre Jesús. Jesús nació en Belén, un pueblo de Judea, durante el reinado de Herodes. Por entonces llegaron a Jerusalén, procedentes de Oriente, unos sabios, que preguntaban: —¿Dónde está el rey de los judíos recién nacido? Nosotros hemos visto aparecer su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo. El rey Herodes se inquietó mucho cuando llegó esto a sus oídos, y lo mismo les sucedió a todos los habitantes de Jerusalén. Así que ordenó que se reunieran los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley para averiguar por medio de ellos dónde había de nacer el Mesías. Ellos le dieron esta respuesta: —En Belén de Judá, porque así lo escribió el profeta: Tú, Belén, en el territorio de Judá, no eres en modo alguno la menor entre las ciudades importantes de Judá, pues de ti saldrá un caudillo que guiará a mi pueblo Israel. Entonces Herodes hizo llamar en secreto a los sabios para que le informaran con exactitud sobre el tiempo en que habían visto la estrella. Luego los envió a Belén diciéndoles: —Id allá y averiguad cuanto os sea posible acerca de ese niño. Y cuando lo hayáis encontrado, hacédmelo saber para que también yo vaya a adorarlo. Los sabios, después de oír al rey, emprendieron de nuevo la marcha, y la estrella que habían visto en Oriente los guio hasta que se detuvo sobre el lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de alegría. Entraron entonces en la casa, vieron al niño con su madre María y, cayendo de rodillas, le adoraron. Sacaron luego los tesoros que llevaban consigo y le ofrecieron oro, incienso y mirra. Y advertidos en un sueño para que no volvieran adonde estaba Herodes, regresaron a su país por otro camino. Cuando se marcharon los sabios, un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: —Levántate, toma al niño y a su madre, huye con ellos a Egipto y quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo. José se levantó, tomó al niño y a la madre en plena noche y partió con ellos camino de Egipto, donde permaneció hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que el Señor había dicho por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo. Al darse cuenta Herodes de que aquellos sabios se habían burlado de él, montó en cólera y mandó matar en Belén y sus alrededores a todos los niños menores de dos años, conforme al tiempo que calculó a partir de los informes de los sabios. Así se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: En Ramá ha resonado un clamor de muchos llantos y lamentos. Es Raquel, que llora por sus hijos y no quiere que la consuelen, porque están muertos. Después de muerto Herodes, un ángel del Señor se apareció en sueños a José, en Egipto, y le dijo: —Ponte en camino con el niño y con su madre y regresa con ellos a Israel, porque ya han muerto los que amenazaban la vida del niño. José tomó al niño y a la madre, se puso en camino y regresó con ellos a Israel. Pero al enterarse de que Arquelao, hijo de Herodes, reinaba en Judea en lugar de su padre, tuvo miedo de ir allá. Así que, advertido en un sueño, se dirigió a la región de Galilea y se estableció en un pueblo llamado Nazaret. De esta manera se cumplió lo dicho por medio de los profetas: que Jesús sería llamado nazareno. Por aquel tiempo comenzó Juan el Bautista a predicar en el desierto de Judea. Decía: —Convertíos, porque ya está cerca el reino de los cielos. A este Juan se había referido el profeta Isaías cuando dijo: Se oye una voz; alguien clama en el desierto: «¡Preparad el camino del Señor; abrid sendas rectas para él!». Juan iba vestido de pelo de camello, llevaba un cinturón de cuero y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Acudían a él gentes de Jerusalén, de toda Judea y de toda la ribera del Jordán. Confesaban sus pecados, y Juan los bautizaba en las aguas del Jordán. Pero al ver que muchos fariseos y saduceos acudían a recibir el bautismo, Juan les decía: —¡Hijos de víbora! ¿Quién os ha avisado para que huyáis del inminente castigo? Demostrad con hechos vuestra conversión y no os hagáis ilusiones pensando que sois descendientes de Abrahán. Porque os digo que Dios puede sacar de estas piedras descendientes de Abrahán. Ya está el hacha preparada para cortar de raíz los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene después de mí es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Llega, bieldo en mano, dispuesto a limpiar su era; guardará el trigo en el granero, mientras que con la paja hará una hoguera que arderá sin fin. Por aquel tiempo llegó Jesús al Jordán procedente de Galilea para que Juan lo bautizara. Pero Juan se resistía diciendo: —Soy yo quien necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a que yo te bautice? Jesús le contestó: —¡Déjalo así por ahora! Es menester que cumplamos lo que Dios ha dispuesto. Entonces Juan consintió. Una vez bautizado, Jesús salió enseguida del agua. En ese momento se abrieron los cielos y Jesús vio que el Espíritu de Dios descendía como una paloma y se posaba sobre él. Y una voz, proveniente del cielo, decía: —Este es mi Hijo amado en quien me complazco. Después de esto, el Espíritu llevó a Jesús al desierto para que el diablo lo pusiera a prueba. Jesús ayunó cuarenta días y cuarenta noches, y al final sintió hambre. Entonces se le acercó el diablo y le dijo: —Si de veras eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan. Jesús le contestó: —Las Escrituras dicen: No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra pronunciada por Dios. El diablo lo llevó luego a la ciudad santa, lo subió al alero del Templo y le dijo: —Si de veras eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque dicen las Escrituras: Dios ordenará a sus ángeles que cuiden de ti y te tomen en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra. Jesús le contestó: —También dicen las Escrituras: No pondrás a prueba al Señor tu Dios. De nuevo el diablo lo llevó a un monte muy alto y, mostrándole todas las naciones del mundo y su esplendor, le dijo: —Yo te daré todo esto si te arrodillas ante mí y me adoras. Pero Jesús le replicó: —Vete de aquí, Satanás, pues dicen las Escrituras: Al Señor tu Dios adorarás y solo a él darás culto. El diablo se apartó entonces de Jesús, y llegaron los ángeles para servirle. Al enterarse Jesús de que Juan había sido encarcelado, se retiró a Galilea. Pero no fue a Nazaret sino que fijó su residencia en Cafarnaún, junto al lago, en los términos de Zabulón y Neftalí, en cumplimiento de lo dicho por medio del profeta Isaías: ¡Tierra de Zabulón y Neftalí, camino del mar, al oriente del Jordán, Galilea de los paganos! El pueblo sumido en las tinieblas vio una luz resplandeciente; a los que vivían en país de sombra de muerte, una luz los alumbró. A partir de aquel momento, Jesús comenzó a predicar diciendo: —Convertíos, porque ya está cerca el reino de los cielos. Iba Jesús paseando por la orilla del lago de Galilea, cuando vio a dos hermanos: Simón, también llamado Pedro, y su hermano Andrés. Eran pescadores, y estaban echando la red en el lago. Jesús les dijo: —Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Ellos dejaron de inmediato sus redes y se fueron con él. Más adelante vio a otros dos hermanos: Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, que estaban en la barca con su padre, reparando las redes. Los llamó, y ellos, dejando enseguida la barca y a su padre, lo siguieron. Jesús recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas judías. Anunciaba el evangelio del Reino y curaba toda clase de enfermedades y dolencias de la gente. Su fama se extendió por toda Siria, y le traían a todos los que padecían algún mal: a los que sufrían diferentes enfermedades y dolores, y también a endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y Jesús los curaba. Así que lo seguía mucha gente procedente de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la orilla oriental del Jordán. Cuando Jesús vio todo aquel gentío, subió al monte y se sentó. Se le acercaron sus discípulos, y él se puso a enseñarles, diciendo: —Felices los de espíritu sencillo, porque suyo es el reino de los cielos. Felices los que están tristes, porque Dios mismo los consolará. Felices los humildes, porque Dios les dará en herencia la tierra. Felices los que desean de todo corazón que haya justicia en la tierra, porque Dios atenderá su deseo. Felices los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos. Felices los que tienen limpia la conciencia, porque ellos verán a Dios. Felices los que trabajan en favor de la paz, porque Dios los llamará hijos suyos. Felices los que sufren persecución por hacer lo que es justo, porque suyo es el reino de los cielos. Felices vosotros cuando os insulten y os persigan, y cuando digan falsamente de vosotros toda clase de infamias por ser mis discípulos. ¡Alegraos y estad contentos, porque en el cielo tenéis una gran recompensa! ¡Así también fueron perseguidos los profetas que vivieron antes que vosotros! Vosotros sois la sal de este mundo. Pero si la sal pierde su sabor, ¿cómo seguirá salando? Ya no sirve más que para arrojarla fuera y que la gente la pisotee. Vosotros sois la luz del mundo. Una ciudad situada en lo alto de una montaña no puede ocultarse. Tampoco se enciende una lámpara de aceite y se tapa con una vasija. Al contrario, se pone en el candelero, de manera que alumbre a todos los que están en la casa. Pues así debe alumbrar vuestra luz delante de los demás, para que viendo el bien que hacéis alaben a vuestro Padre celestial. No penséis que yo he venido a anular la ley de Moisés o las enseñanzas de los profetas. No he venido a anularlas, sino a darles su verdadero significado. Y os aseguro que, mientras existan el cielo y la tierra, la ley no perderá ni un punto ni una coma de su valor. Todo se cumplirá cabalmente. Por eso, aquel que quebrante una de las disposiciones de la ley, aunque sea la menos importante, y enseñe a hacer lo mismo, será considerado el más pequeño en el reino de los cielos. En cambio, el que las cumpla y enseñe a otros a cumplirlas, ese será considerado grande en el reino de los cielos. Y os digo esto: Si vosotros no cumplís la voluntad de Dios mejor que los maestros de la ley y que los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Ya sabéis que se dijo a los antepasados: No mates; el que mate, será llevado a juicio. Pero yo os digo: El que se enemiste con su hermano, será llevado a juicio; el que lo insulte será llevado ante el Consejo Supremo, y el que lo injurie gravemente se hará merecedor del fuego de la gehena. Por tanto, si en el momento de ir a presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene algo en contra de ti, deja tu ofrenda allí mismo delante del altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano. Luego regresa y presenta tu ofrenda. Ponte de acuerdo con tu adversario sin demora mientras estás a tiempo de hacerlo, no sea que tu adversario te entregue al juez, y el juez a los guardias, y vayas a dar con tus huesos en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo de tu deuda. Sabéis que se dijo: No cometas adulterio. Pero yo os digo: El que mira con malos deseos a la mujer de otro, ya está adulterando con ella en el fondo de su corazón. Así que, si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo lejos de ti. Más te vale perder una parte del cuerpo que ser arrojado entero a la gehena. Y si tu mano derecha es para ti ocasión de pecado, córtatela y arrójala lejos de ti. Más te vale perder una parte del cuerpo que ser arrojado entero a la gehena. También se dijo: El que se separe de su mujer, debe darle un acta de divorcio. Pero yo os digo que todo aquel que se separa de su mujer, salvo en caso de inmoralidad sexual, la pone en peligro de cometer adulterio. Y el que se casa con una mujer separada también comete adulterio. Igualmente sabéis que se dijo a nuestros antepasados: No jures en falso, sino cumple lo que prometiste al Señor con juramento. Pero yo os digo: No jures en manera alguna. No jures por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Ni siquiera jures por tu propia cabeza, porque no está en tu mano hacer blanco o negro ni uno solo de tus cabellos. Decid simplemente: «sí» o «no»; todo lo que se diga de más, procede del maligno. Sabéis que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: No recurráis a la violencia contra el que os haga daño. Al contrario, si alguno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Y al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, cédele el manto. Y si alguno te fuerza a llevar una carga a lo largo de una milla, llévasela por dos. A quien te pida algo, dáselo; y a quien te ruegue que le hagas un préstamo, no le vuelvas la espalda. Sabéis que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen. Así seréis verdaderamente hijos de vuestro Padre que está en los cielos, pues él hace que el sol salga sobre malos y buenos y envía la lluvia sobre justos e injustos. Porque si solamente amáis a los que os aman, ¿qué recompensa podéis esperar? ¡Eso lo hacen también los recaudadores de impuestos! Y si saludáis únicamente a los que os tratan bien, ¿qué hacéis de extraordinario? ¡Eso lo hacen también los paganos! Vosotros tenéis que ser perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial. Guardaos de hacer el bien en público solo para que la gente os vea. De otro modo, no recibiréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos. Por eso, cuando socorras a algún necesitado, no lo pregones a bombo y platillo, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para que la gente los alabe. Os aseguro que esos ya han recibido su recompensa. Cuando socorras a un necesitado, hazlo de modo que ni siquiera tu mano izquierda sepa lo que hace tu derecha. Así tu buena obra quedará oculta y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará. Cuando oréis, no hagáis como los hipócritas, que son muy dados a orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para que todo el mundo los vea. Os aseguro que ya han recibido su recompensa. Tú, cuando ores, métete en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está allí a solas contigo. Y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará. Y al orar, no os pongáis a repetir palabras y palabras; eso es lo que hacen los paganos imaginando que Dios los va a escuchar porque alargan su oración. No seáis iguales a ellos, pues vuestro Padre sabe de qué tenéis necesidad aun antes que le pidáis nada. Vosotros debéis orar así: Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad en la tierra lo mismo que se hace en el cielo. Danos hoy el pan que necesitamos. Perdónanos el mal que hacemos, como también nosotros perdonamos a quienes nos hacen mal. No nos dejes caer en tentación, y líbranos del maligno. Porque, si vosotros perdonáis a los demás el mal que os hayan hecho, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero, si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados. Cuando ayunéis, no andéis por ahí con cara triste, como hacen los hipócritas, que ponen gesto de lástima para que todos se enteren de que están ayunando. Os aseguro que ya han recibido su recompensa. Tú, por el contrario, cuando quieras ayunar, lávate la cara y perfuma tus cabellos, para que nadie se entere de que ayunas, excepto tu Padre que ve hasta lo más secreto. Y tu Padre, que ve hasta lo más secreto, te recompensará. No acumuléis riquezas en este mundo pues las riquezas de este mundo se apolillan y se echan a perder; además, los ladrones perforan las paredes y las roban. Acumulad, más bien, riquezas en el cielo, donde no se apolillan ni se echan a perder y donde no hay ladrones que entren a robarlas. Pues donde tengas tus riquezas, allí tendrás también el corazón. Los ojos son lámparas para el cuerpo. Si tus ojos están sanos, todo en ti será luz; pero si tus ojos están enfermos, todo en ti será oscuridad. Y si lo que en ti debería ser luz, no es más que oscuridad, ¡qué negra será tu propia oscuridad! Nadie puede servir a dos amos al mismo tiempo, porque aborrecerá al uno y apreciará al otro; será fiel al uno y del otro no hará caso. No podéis servir al mismo tiempo a Dios y al dinero. Por lo tanto os digo: No andéis preocupados pensando qué vais a comer o qué vais a beber para poder vivir, o con qué ropa vais a cubrir vuestro cuerpo. ¿Es que no vale la vida más que la comida, y el cuerpo más que la ropa? Mirad las aves que vuelan por el cielo: no siembran, ni cosechan, ni guardan en almacenes y, sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta. ¡Pues vosotros valéis mucho más que esas aves! Por lo demás, ¿quién de vosotros, por mucho que se preocupe, podrá añadir una sola hora a su vida? ¿Y por qué preocuparos a causa de la ropa? Aprended de los lirios del campo y fijaos cómo crecen. No trabajan ni hilan y, sin embargo, os digo que ni siquiera el rey Salomón, con todo su esplendor, llegó a vestirse como uno de ellos. Pues si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy está verde y mañana será quemada en el horno, ¿no hará mucho más por vosotros? ¡Qué débil es vuestra fe! Así pues, no os atormentéis diciendo: «¿Qué comeremos, qué beberemos o con qué nos vestiremos?». Esas son las cosas que preocupan a los paganos; pero vuestro Padre celestial ya sabe que las necesitáis. Vosotros, antes que nada, buscad el reino de Dios y todo lo justo y bueno que hay en él, y Dios os dará, además, todas esas cosas. No os inquietéis, pues, por el día de mañana, que el día de mañana ya traerá sus inquietudes. ¡Cada día tiene bastante con sus propios problemas! No juzguéis a nadie, para que Dios no os juzgue a vosotros. Porque del mismo modo que juzguéis a los demás, os juzgará Dios a vosotros, y os medirá con la misma medida con que vosotros midáis a los demás. ¿Por qué miras la brizna que tiene tu hermano en su ojo y no te fijas en el tronco que tienes en el tuyo? ¿Cómo podrás decirle a tu hermano: «Deja que te saque la brizna que tienes en el ojo», cuando tienes un tronco en el tuyo? ¡Hipócrita! Saca primero el tronco de tu ojo, y entonces podrás ver con claridad para sacar la brizna del ojo de tu hermano. No entreguéis las cosas sagradas a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, pues las pisotearán y, revolviéndose, os harán pedazos. Pedid, y Dios os atenderá; buscad, y encontraréis; llamad, y Dios os abrirá la puerta. Pues todo el que pide, recibe, y el que busca, encuentra, y al que llama, Dios le abrirá la puerta. ¿Quién de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos se las dará también a quienes se las pidan! Portaos en todo con los demás como queréis que los demás se porten con vosotros. ¡En esto consisten la ley de Moisés y las enseñanzas de los profetas! Entrad por la puerta estrecha. La puerta que conduce a la perdición es ancha, y el camino fácil, y muchos son los que pasan por ellos. En cambio, es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y son pocos los que lo encuentran. Tened cuidado con los falsos profetas. Se acercan a vosotros haciéndose pasar por ovejas, cuando en realidad son lobos feroces. Por sus frutos los conoceréis, pues no pueden recogerse uvas de los espinos, ni higos de los cardos. Todo árbol sano da buenos frutos, mientras que el árbol enfermo da frutos malos. Por el contrario, el árbol sano no puede dar fruto malo, como tampoco puede dar buen fruto el árbol enfermo. Los árboles que dan mal fruto se cortan y se hace una hoguera con ellos. Así pues, también vosotros conoceréis a los falsos profetas por sus frutos. No todos los que dicen: «Señor, Señor» entrarán en el reino de los cielos, sino los que hacen la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en el día del juicio: «Señor, Señor, mira que en tu nombre hemos profetizado, y en tu nombre hemos expulsado demonios, y en tu nombre hemos hecho muchos milagros». Pero yo les contestaré: «Me sois totalmente desconocidos. ¡Apartaos de mí, pues os habéis pasado la vida haciendo el mal!». Todo aquel que escucha mis palabras y obra en consecuencia, puede compararse a una persona sensata que construyó su casa sobre un cimiento de roca viva. Vinieron las lluvias, se desbordaron los ríos y los vientos soplaron violentamente contra la casa; pero no cayó, porque estaba construida sobre un cimiento de roca viva. En cambio, todo aquel que escucha mis palabras, pero no obra en consecuencia, puede compararse a una persona necia que construyó su casa sobre un terreno arenoso. Vinieron las lluvias, se desbordaron los ríos y los vientos soplaron violentamente contra la casa, y esta se hundió terminando en ruina total. Cuando Jesús terminó este discurso, la gente estaba profundamente impresionada por sus enseñanzas, porque los enseñaba con verdadera autoridad y no como los maestros de la ley. Al bajar Jesús del monte, lo seguía mucha gente. En esto se le acercó un leproso, que se postró ante él y le dijo: —Señor, si quieres, puedes limpiarme de mi enfermedad. Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: —Quiero. Queda limpio. Y al instante el leproso quedó limpio. Jesús le advirtió: —Mira, no se lo cuentes a nadie; vete a mostrarte al sacerdote y presenta la ofrenda prescrita por Moisés. Así todos tendrán evidencia de tu curación. Cuando Jesús entró en Cafarnaún, se acercó a él un oficial del ejército romano suplicándole: —Señor, tengo a mi asistente en casa paralítico y está sufriendo dolores terribles. Jesús le dijo: —Yo iré y lo curaré. Pero el oficial le respondió: —Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa. Pero una sola palabra tuya bastará para que sane mi asistente. Porque yo también estoy sujeto a mis superiores, y a la vez tengo soldados a mis órdenes. Si a uno de ellos le digo: «Vete», va; y si le digo a otro: «Ven», viene; y si a mi asistente le digo: «Haz esto», lo hace. Jesús se quedó admirado al oír esto. Y dijo a los que lo seguían: —Os aseguro que no he encontrado en Israel a nadie con una fe tan grande como esta. Y os advierto que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos. En cambio, los que primero fueron llamados al Reino serán arrojados afuera, a la oscuridad. Allí llorarán y les rechinarán los dientes. Luego dijo Jesús al oficial: —Vete a tu casa y que se haga como creíste. En aquel mismo momento, el asistente quedó curado. Al llegar Jesús a casa de Pedro, encontró a la suegra de este en cama, con fiebre. Jesús le tocó la mano y le desapareció la fiebre. Y ella se levantó y se puso a atenderlo. Al anochecer, presentaron a Jesús muchas personas que estaban poseídas por demonios. Él, con solo una palabra, expulsó a los espíritus malignos y curó a todos los enfermos. De este modo se cumplió lo dicho por medio del profeta Isaías: Tomó sobre sí nuestras debilidades y cargó con nuestras enfermedades. Viendo Jesús que lo rodeaba una gran multitud, mandó que lo llevaran a la otra orilla del lago. Allí se le acercó un maestro de la ley, que le dijo: —Maestro, estoy dispuesto a seguirte adondequiera que vayas. Jesús le contestó: —Las zorras tienen guaridas y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre ni siquiera tiene dónde recostar la cabeza. Otro que ya era discípulo suyo le dijo: —Señor, permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre. Jesús le contestó: —Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos. Subió Jesús a una barca acompañado de sus discípulos, cuando de pronto se levantó en el lago una tempestad tan violenta que las olas cubrían la barca. Pero Jesús se había quedado dormido. Los discípulos se acercaron a él y lo despertaron, diciendo: —¡Señor, sálvanos! ¡Estamos a punto de perecer! Jesús les dijo: —¿A qué viene ese miedo? ¿Por qué es tan débil vuestra fe? Entonces se levantó, increpó a los vientos y al lago y todo quedó en calma. Y los discípulos se preguntaban asombrados: —¿Quién es este, que hasta los vientos y el lago le obedecen? Cuando Jesús llegó a la otra orilla del lago, a la región de Gadara, salieron a su encuentro dos hombres procedentes del cementerio. Ambos estaban poseídos por demonios, y eran tan temidos por su violencia que nadie se atrevía a pasar por aquel camino. Se pusieron a gritar: —¡Déjanos en paz, Hijo de Dios! ¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo? A cierta distancia de allí estaba paciendo una gran piara de cerdos. Y los demonios le suplicaron a Jesús: —Si nos echas afuera, envíanos a esa piara de cerdos. Jesús les dijo: —Id allá. Los demonios salieron y se metieron en los cerdos y, de pronto, la piara se lanzó pendiente abajo hasta el lago, donde los cerdos se ahogaron. Los porquerizos salieron huyendo y, al llegar al pueblo, contaron todo lo que había pasado con aquellos hombres poseídos por los demonios. Entonces la gente del pueblo fue al encuentro de Jesús y, al verlo, le rogó que se marchara de su comarca. Después de esto, Jesús subió de nuevo a la barca, pasó a la otra orilla del lago y se dirigió a la ciudad donde vivía. Allí le llevaron un paralítico echado en una camilla. Viendo Jesús la fe de los que lo llevaban, dijo al paralítico: —Ánimo, hijo. Tus pecados quedan perdonados. Entonces algunos maestros de la ley se dijeron: «Este blasfema». Pero Jesús, que leía sus pensamientos, les dijo: —¿Por qué pensáis mal? ¿Qué es más fácil? ¿Decir: «Tus pecados quedan perdonados», o decir: «Levántate y anda»? Pues voy a demostraros que el Hijo del hombre tiene autoridad en este mundo para perdonar pecados. Se volvió entonces al paralítico y le dijo: —Levántate, recoge tu camilla y vete a tu casa. Y él se levantó y se fue a su casa. Los que estaban allí presentes quedaron sobrecogidos al ver esto, y alabaron a Dios, porque había dado tal autoridad a los humanos. Jesús continuó su camino. Al pasar vio a un hombre llamado Mateo que estaba sentado en su puesto de recaudación de impuestos, y le dijo: —Sígueme. Mateo se levantó y lo siguió. Más tarde, estando Jesús sentado a la mesa en casa de Mateo, acudieron muchos recaudadores de impuestos y gente de mala reputación, que se sentaron también a la mesa con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: —¿Cómo es que vuestro Maestro se sienta a comer con esa clase de gente? Jesús lo oyó y les dijo: —No necesitan médico los que están sanos, sino los que están enfermos. A ver si aprendéis lo que significa aquello de: Yo no quiero que me ofrezcáis sacrificios, sino que seáis compasivos. Yo no he venido a llamar a los buenos, sino a los pecadores. Entonces se acercaron a Jesús los discípulos de Juan el Bautista y le preguntaron: —¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos tantas veces y, en cambio, tus discípulos no ayunan? Jesús les contestó: —¿Pueden acaso estar tristes los invitados a una boda mientras el novio está con ellos? Ya llegará el momento en que les faltará el novio; entonces ayunarán. Nadie remienda un vestido viejo con una pieza de tela nueva, porque el remiendo tira de la tela, y el roto se hace mayor. Tampoco se echa vino nuevo en odres viejos, porque los odres se revientan, se derrama el vino y se pierden los odres. El vino nuevo hay que echarlo en odres nuevos, para que ambas cosas se conserven. Mientras Jesús les estaba diciendo estas cosas, se le acercó un dignatario que, arrodillándose delante de él, le dijo: —Mi hija acaba de morir; pero si tú vienes y pones tu mano sobre ella, volverá a vivir. Jesús se levantó y, seguido de sus discípulos, fue con él. En esto, una mujer que padecía hemorragias desde hacía doce años, se acercó por detrás a Jesús y tocó el borde de su manto, pues pensaba para sí misma: «Con solo tocar su manto, me curaré». Pero Jesús se volvió y, al verla, le dijo: —Ánimo, hija, tu fe te ha sanado. Y en aquel mismo instante la mujer recuperó la salud. Cuando Jesús llegó a casa del dignatario y vio a los flautistas y a la gente que se lamentaba, dijo: —Salid de aquí. La muchacha no está muerta; está dormida. Al oír esto, todos se rieron de Jesús; pero él, después que salió la gente, pasó adentro, tomó a la muchacha por la mano y ella se levantó. La noticia de este suceso se extendió por toda aquella región. Al salir Jesús de allí, lo siguieron dos ciegos que suplicaban a voces: —¡Ten compasión de nosotros, Hijo de David! Cuando entró en casa, los ciegos se le acercaron y Jesús les preguntó: —¿Creéis que puedo hacer esto? Ellos le contestaron: —Sí, Señor. Entonces les tocó los ojos y dijo: —Que se haga en vosotros conforme a la fe que tenéis. Se les abrieron al punto los ojos y Jesús les ordenó: —Procurad que nadie lo sepa. Ellos, sin embargo, en cuanto salieron, comenzaron a divulgarlo por toda la región. Acababan de irse los ciegos cuando se acercaron unos a Jesús y le presentaron un mudo que estaba poseído por un demonio. En cuanto Jesús expulsó al demonio, el mudo comenzó a hablar. Y los que lo presenciaron decían asombrados: —¡Nunca se ha visto en Israel nada parecido! En cambio, los fariseos decían: —El propio jefe de los demonios es quien le da a este el poder para expulsarlos. Jesús recorría todos los pueblos y aldeas enseñando en las sinagogas judías. Anunciaba el evangelio del Reino y curaba toda clase de enfermedades y dolencias. Al ver a toda aquella gente, se sentía conmovido porque estaban maltrechos y desalentados, como ovejas sin pastor. Dijo entonces a sus discípulos: —La mies es mucha, pero son pocos los trabajadores. Por eso, pedidle al dueño de la mies que mande trabajadores a su mies. Jesús reunió a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus impuros y para curar toda clase de enfermedades y dolencias. Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago y su hermano Juan, hijos de Zebedeo; Felipe, Bartolomé, Tomás y Mateo el recaudador de impuestos; Santiago, hijo de Alfeo, y Tadeo; Simón el cananeo y Judas Iscariote, el que luego traicionó a Jesús. Jesús envió a estos Doce con las siguientes instrucciones: —No vayáis a regiones paganas ni entréis en los pueblos de Samaría; id, más bien, en busca de las ovejas perdidas de Israel. Id y anunciadles que el reino de los cielos está ya cerca. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad de su enfermedad a los leprosos, expulsad a los demonios. Pero hacedlo todo gratuitamente, puesto que gratis recibisteis el poder. No llevéis oro, plata ni cobre en el bolsillo; ni zurrón para el camino, ni dos trajes, ni sandalias, ni bastón, porque el que trabaja tiene derecho a su sustento. Cuando lleguéis a algún pueblo o aldea, averiguad qué persona hay allí digna de confianza y quedaos en su casa hasta que salgáis del lugar. Y cuando entréis en la casa, saludad a sus moradores. Si lo merecen, la paz de vuestro saludo quedará con ellos; si no lo merecen, la paz se volverá a vosotros. Y si nadie quiere recibiros ni escuchar vuestra palabra, entonces abandonad aquella casa o aquel pueblo y sacudíos el polvo pegado a vuestros pies. Os aseguro que, en el día del juicio, Sodoma y Gomorra serán tratadas con más clemencia que ese pueblo. Mirad, os envío como ovejas en medio de lobos. Por eso, sed astutos como serpientes, aunque también inocentes como palomas. Tened cuidado con la gente, porque os entregarán a las autoridades y os azotarán en sus sinagogas. Por causa de mí os llevarán ante gobernadores y reyes para que deis vuestro testimonio delante de ellos y de los paganos. Pero cuando os entreguen a las autoridades, no os preocupéis de cómo habéis de hablar o qué habéis de decir, pues en aquel momento Dios os sugerirá las palabras oportunas. No seréis vosotros quienes habléis, sino que el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros. Los hermanos entregarán a sus hermanos y harán que los maten. Los padres entregarán a sus hijos, y los hijos se levantarán contra sus padres y los matarán. Todos os odiarán por causa de mí; pero el que se mantenga firme hasta el fin se salvará. Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra, pues os aseguro que el Hijo del hombre vendrá antes que hayáis recorrido todas las ciudades de Israel. Ningún discípulo es más que su maestro ni ningún criado es más que su amo. Bastante es que el discípulo llegue a ser como su maestro, y el criado como su amo. Si han llamado Belzebú al amo de la casa, ¿qué no dirán de sus familiares? No tengáis miedo a la gente. Porque no hay nada secreto que no haya de ser descubierto, ni nada oculto que no haya de ser conocido. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a plena luz, y lo que escucháis en secreto, pregonadlo desde las terrazas. No tengáis miedo de los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Más bien tened miedo de aquel que puede destruir el cuerpo y el alma en la gehena. ¿No se venden dos pájaros por muy poco dinero? Sin embargo, ninguno de ellos cae a tierra si vuestro Padre no lo permite. Pues bien, vosotros tenéis contado hasta el último cabello de la cabeza. Así que no tengáis miedo; vosotros valéis más que todos los pájaros. Todo aquel que se declare a mi favor delante de los demás, yo también me declararé a favor suyo delante de mi Padre que está en los cielos. Y, al contrario, si alguien me niega delante de los demás, yo también lo negaré a él delante de mi Padre que está en los cielos. No creáis que he venido a traer la paz al mundo. ¡No he venido a traer paz, sino guerra! Porque he venido a poner al hijo en contra de su padre, a la hija en contra de su madre y a la nuera en contra de su suegra; de manera que los enemigos de cada uno serán sus propios familiares. El que quiera a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. El que quiera a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Y el que no esté dispuesto a tomar su cruz para seguirme, tampoco es digno de mí. El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que, por causa de mí, la pierda, ese la salvará. El que os reciba a vosotros, es como si me recibiera a mí, y el que me reciba a mí, es como si recibiera al que me envió. El que reciba a un profeta por tratarse de un profeta, tendrá la recompensa que corresponde a un profeta, y el que reciba a un justo por tratarse de una persona justa, tendrá la recompensa que corresponde a una persona justa. Igualmente el que dé un vaso de agua fresca al más insignificante de mis discípulos precisamente por tratarse de un discípulo mío, os aseguro que no quedará sin recompensa. Cuando Jesús terminó de dar estas instrucciones a sus doce discípulos, se marchó de allí a enseñar y anunciar el mensaje en los pueblos de la región. Juan, que estaba en la cárcel, oyó hablar de los hechos de Cristo y le envió unos discípulos suyos para que le preguntaran: —¿Eres tú el que tenía que venir, o debemos esperar a otro? Jesús les contestó: —Regresad adonde Juan y contadle lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el evangelio. ¡Y felices aquellos para quienes yo no soy causa de tropiezo! Cuando se fueron los enviados de Juan, Jesús se puso a hablar de él a la gente. Decía: —Cuando salisteis a ver a Juan al desierto, ¿qué esperabais encontrar? ¿Una caña agitada por el viento? ¿O esperabais encontrar un hombre espléndidamente vestido? ¡Los que visten con esplendidez viven en los palacios reales! ¿Qué esperabais entonces encontrar? ¿Un profeta? Pues sí, os aseguro, y más que profeta. Precisamente a él se refieren las Escrituras cuando dicen: Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Os aseguro que no ha nacido nadie mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él. Desde que vino Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos es objeto de violencia y los violentos pretenden arrebatarlo. Así lo anunciaron todos los profetas y la ley de Moisés hasta que llegó Juan. Pues, en efecto, Juan es Elías, el profeta que tenía que venir. Quien pueda entender esto, que lo entienda. ¿A qué compararé esta gente de hoy? Puede compararse a esos niños que, sentados en la plaza, interpelan a los otros diciendo: «Hemos tocado la flauta para vosotros y no habéis bailado; os hemos cantado tonadas tristes, y no habéis llorado». Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dijeron de él: «Tiene un demonio dentro». Pero después vino el Hijo del hombre que come y bebe, y dicen: «Ahí tenéis a uno que es glotón y borracho, amigo de andar con recaudadores de impuestos y gente de mala reputación». Pero la sabiduría se acredita por sus propios resultados. Los pueblos donde Jesús había hecho la mayor parte de sus milagros no se habían convertido. Entonces se puso a reprochárselo, diciendo: —¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que se han realizado en medio de vosotras, ya hace mucho tiempo que sus habitantes se habrían convertido, y lo habrían demostrado con luto y ceniza. Por eso, os digo que Tiro y Sidón serán tratadas en el día del juicio con más clemencia que vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿crees que vas a ser encumbrada hasta el cielo? ¡Hasta el abismo serás precipitada! Porque Sodoma no habría sido destruida si en ella se hubieran realizado los milagros que se han realizado en ti. Por eso, os digo que, en el día del juicio, Sodoma será tratada con más clemencia que tú. Por aquel entonces dijo Jesús: —Padre, Señor del cielo y de la tierra, te doy gracias porque has ocultado todo esto a los sabios y entendidos y se lo has revelado a los sencillos. Sí, Padre, así lo has querido tú. [Y luego continuó:] —Mi Padre lo ha puesto todo en mis manos y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre; y nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo quiera revelárselo. ¡Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso! ¡Poned mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón! Así encontraréis descanso para vuestro espíritu, porque mi yugo es fácil de llevar, y mi carga ligera. En cierta ocasión estaba Jesús paseando en sábado por entre unos sembrados. Sus discípulos sintieron hambre y se pusieron a arrancar espigas y a comerse los granos. Los fariseos, al verlo, dijeron a Jesús: —Mira, tus discípulos hacen algo que no está permitido en sábado. Jesús les contestó: —¿Es que no habéis leído lo que hizo David cuando él y sus compañeros sintieron hambre? Entró en la casa de Dios y comieron de los panes de la ofrenda, algo que no les estaba permitido comer ni a él ni a sus compañeros, sino solamente a los sacerdotes. ¿O no habéis leído en la ley de Moisés que los sacerdotes no pecan aunque trabajen durante el sábado en el Templo? Pues os digo que aquí hay algo mayor que el Templo. Si hubierais entendido lo que significa aquello de: Yo no quiero que me ofrezcáis sacrificios, sino que seáis compasivos, no condenaríais a los inocentes. Porque el Hijo del hombre es Señor del sábado. Jesús siguió su camino y entró en una sinagoga. Había allí un hombre que tenía una mano atrofiada, y los que estaban buscando un motivo para acusar a Jesús le preguntaron: —¿Está permitido curar en sábado? Jesús les contestó: —¿Quién de vosotros, si tiene una sola oveja y se le cae a un pozo en sábado, no irá a sacarla? Pues una persona vale mucho más que una oveja. ¡De modo que está permitido en sábado hacer el bien! Entonces dijo al enfermo: —Extiende tu mano. Él la extendió y recuperó el movimiento, como la otra. Los fariseos, por su parte, se reunieron, al salir, y se confabularon para matar a Jesús. Jesús, al saberlo, se fue de allí. Mucha gente lo seguía, y él curaba a todos los que estaban enfermos, si bien les ordenaba que no divulgaran que había sido él. Así se cumplió lo dicho por medio del profeta Isaías: Este es mi siervo, a quien yo he elegido; lo amo y me complazco en él. Le daré mi espíritu y llevará mi enseñanza a todos los pueblos. No disputará con nadie, no andará dando gritos, ni se oirá su voz por las calles. No romperá la caña quebrada ni apagará el pábilo humeante hasta que haga triunfar la justicia. Y en él pondrán los pueblos su esperanza. Llevaron entonces ante Jesús a un hombre ciego y mudo que estaba poseído por un demonio. Jesús lo sanó, de manera que el mudo comenzó a hablar y a ver. Todos los que presenciaron esto decían asombrados: —¿Será este el Hijo de David? Pero los fariseos, al oírlo, replicaron: —Si este expulsa a los demonios, es porque Belzebú, el propio jefe de los demonios, le da el poder para expulsarlos. Pero Jesús, que sabía lo que estaban pensando, les dijo: —Si una nación se divide en bandos, se destruye a sí misma. Y si una ciudad o una familia se divide en bandos, no puede subsistir. Si Satanás expulsa a Satanás y actúa, por tanto, contra sí mismo, ¿cómo podrá mantener su poder? Y si Belzebú me da a mí el poder para expulsar demonios, ¿quién se lo da a vuestros propios seguidores? ¡Ellos mismos son la demostración de vuestro error! Ahora bien, si yo expulso los demonios por el poder del Espíritu de Dios, es que el reino de Dios ya ha llegado a vosotros. ¿Quién puede entrar en casa de un hombre fuerte y robarle sus bienes, si primero no ata a ese hombre fuerte? Solamente entonces podrá saquear su casa. El que no está a mi favor, está contra mí; el que conmigo no recoge, desparrama. Por eso os digo que a los seres humanos se les perdonarán todos sus pecados y blasfemias. Lo que no se les perdonará es que blasfemen contra el Espíritu Santo. Incluso si alguien habla en contra del Hijo del hombre, podrá serle perdonado; pero el que hable en contra del Espíritu Santo, no será perdonado ni en este mundo ni en el venidero. Un fruto sano corresponde a un árbol sano; un fruto podrido, a un árbol podrido. Por el fruto se sabe cómo es el árbol. ¡Hijos de víbora! ¿Cómo puede ser bueno lo que decís, si vosotros mismos sois malos? Porque la boca habla de lo que rebosa el corazón. De la persona buena brota el bien, porque es rica en bondad; pero de la persona mala brota el mal, porque es rica en maldad. Os advierto que, en el día del juicio, cada cual habrá de responder de toda palabra vacía que haya pronunciado. Ten en cuenta que por tus propias palabras serás juzgado y declarado inocente o culpable. Por aquel tiempo, algunos maestros de la ley y algunos fariseos dijeron a Jesús: —Maestro, quisiéramos verte hacer alguna señal milagrosa. Jesús les contestó: —¡Gente mala e infiel! Pedís una señal milagrosa, pero no tendréis más señal que la del profeta Jonás. Porque, así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del gran pez, así también el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en lo profundo de la tierra. Los habitantes de Nínive se levantarán en el día del juicio, al mismo tiempo que toda esta gente, y la condenarán, porque ellos se convirtieron al escuchar el mensaje de Jonás, ¡y aquí hay algo más importante que Jonás! La reina del Sur se levantará en el día del juicio, al mismo tiempo que toda esta gente, y la condenará, porque esa reina vino desde tierras lejanas a escuchar la sabiduría de Salomón, ¡y aquí hay algo más importante que Salomón! Cuando un espíritu sale de una persona y anda errante por lugares desiertos en busca de descanso, y no lo encuentra, se dice a sí mismo: «Regresaré a mi casa, de donde salí». Si, al llegar, la encuentra desocupada, barrida y arreglada, va, reúne a otros siete espíritus peores que él y todos juntos se meten a vivir allí, de manera que la situación de esa persona resulta peor al final que al principio. Así le sucederá a esta gente perversa. Estaba Jesús hablando todavía a la gente, cuando llegaron su madre y sus hermanos. Se quedaron fuera, pero trataban de hablar con él. Alguien le dio aviso a Jesús: —Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren hablar contigo. Jesús le contestó: —¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y señalando con la mano a sus discípulos, añadió: —Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre. Aquel día salió Jesús de casa y fue a sentarse a la orilla del lago. Se reunió tanta gente en torno a él que decidió subir a una barca y sentarse en ella, mientras la gente se quedaba en la orilla. Entonces Jesús comenzó a exponerles muchas cosas por medio de parábolas. Les decía: —Una vez, un sembrador salió a sembrar. Al lanzar la semilla, una parte cayó al borde del camino, y llegaron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde había poca tierra; y como la tierra no era profunda, la semilla brotó muy pronto; pero apenas salió el sol, se agostó y, al no tener raíz, se secó. Otra parte de la semilla cayó entre cardos, y los cardos crecieron y la ahogaron. Otra parte, en fin, cayó en tierra fértil, y dio fruto: unas espigas dieron grano al ciento; otras, al sesenta, y otras, al treinta por uno. Quien pueda entender esto, que lo entienda. Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: —¿Por qué hablas a la gente por medio de parábolas? Jesús les contestó: —A vosotros, Dios os permite conocer los secretos de su reino, pero a ellos no se lo permite. Pues al que tiene, se le dará más todavía y tendrá de sobra; pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tenga. Por eso les hablo por medio de parábolas, porque, aunque miran, no ven, y aunque escuchan, no oyen ni entienden. Así que en ellos se cumple lo que dijo el profeta Isaías: Escucharéis, pero no entenderéis; miraréis, pero no veréis. Porque el corazón de este pueblo está embotado. Son duros de oído y tienen cerrados los ojos, de modo que sus ojos no ven, sus oídos no oyen y su corazón no entiende; y tampoco se convierten para que yo los cure. En cuanto a vosotros, felices vuestros ojos por lo que ven y vuestros oídos por lo que oyen. Os aseguro que muchos profetas y muchos justos desearon ver lo que vosotros estáis viendo, y no lo vieron, y oír lo que vosotros estáis oyendo, y no lo oyeron. Escuchad, pues, lo que significa la parábola del sembrador: Hay quien oye el mensaje del Reino, pero no le presta atención; llega el maligno y le arranca lo que tenía sembrado en el corazón; es como la semilla que cayó al borde del camino. Hay quien es como la semilla que cayó en terreno pedregoso: oye el mensaje y de momento lo recibe con alegría; pero no tiene raíces y es voluble; así que, cuando le llegan pruebas o persecuciones a causa del propio mensaje, al punto sucumbe. Hay quien es como la semilla que cayó entre cardos: oye el mensaje, pero los problemas de la vida y el apego a las riquezas lo ahogan y no le dejan dar fruto. Pero hay quien es como la semilla que cayó en tierra fértil: oye el mensaje, le presta atención y da fruto al ciento, al sesenta o al treinta por uno. Jesús les contó después esta otra parábola: —El reino de los cielos puede compararse a un hombre que había sembrado buena semilla en su campo. Pero mientras todos dormían, llegó su enemigo, sembró cizaña entre el trigo y se marchó. Cuando el trigo germinó y se formó la espiga, apareció también la cizaña. Los criados se dirigieron entonces al amo del campo y le dijeron: «Señor, ¿cómo es que hay cizaña en el campo, si la semilla que sembraste era buena?». El amo les contestó: «Alguien que no me quiere bien ha hecho esto». Los criados le propusieron: «Si te parece, iremos a arrancar la cizaña». Pero él les dijo: «No lo hagáis ahora, no sea que, por arrancar la cizaña, arranquéis también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta el tiempo de la siega. Entonces encargaré a los segadores que corten primero la cizaña y la aten en manojos para quemarla, y que luego guarden el trigo en mi granero». También les contó Jesús esta otra parábola: —El reino de los cielos puede compararse al grano de mostaza que el labrador siembra en el campo. Se trata, por cierto, de la más pequeña de todas las semillas, pero luego crece más que las otras plantas y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que en sus ramas anidan los pájaros. También les dijo: —El reino de los cielos puede compararse a la levadura que toma una mujer y la mezcla con tres medidas de harina para que fermente toda la masa. Jesús expuso todas estas cosas en parábolas a la gente, y sin parábolas no les decía nada, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta: Hablaré utilizando parábolas; pondré de manifiesto cosas que han estado ocultas desde el principio del mundo. Después de esto, Jesús se despidió de la gente y entró en casa. Sus discípulos se le acercaron y le dijeron: —Explícanos lo que significa la parábola de la cizaña en el campo. Él les respondió: —El labrador que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre, y el campo es el mundo. La buena semilla representa a los que pertenecen al Reino, y la cizaña representa a los que pertenecen al diablo. El enemigo del dueño, aquel que sembró la cizaña, es el diablo; la siega representa el fin del mundo, y los segadores son los ángeles. Del mismo modo que se recoge la cizaña y se hace una hoguera con ella, así sucederá al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará entonces a sus ángeles, y ellos recogerán de su reino a todos los que son causa de pecado y a los que hacen el mal, y los arrojarán al horno encendido, donde llorarán y les rechinarán los dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. Quien pueda entender esto, que lo entienda. El reino de los cielos puede compararse a un tesoro escondido en un campo. El que lo encuentra, lo primero que hace es esconderlo de nuevo; luego, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra aquel campo. También puede compararse el reino de los cielos a un comerciante que busca perlas finas. Cuando encuentra una de mucho valor, va a vender todo lo que tiene y la compra. El reino de los cielos puede compararse también a una red lanzada al mar, que se llena de toda clase de peces. Cuando la red está llena, los pescadores la arrastran a la orilla y se sientan a seleccionarlos: ponen los buenos en cestos y desechan los malos. Así sucederá al fin del mundo: los ángeles saldrán a separar a los malos de los buenos. Y arrojarán a los malos al horno encendido donde llorarán y les rechinarán los dientes. [Jesús les preguntó: ] —¿Habéis entendido todo esto? Ellos contestaron: —Sí. Y él añadió: —Cuando un maestro de la ley se hace discípulo del reino de los cielos, viene a ser como un amo de casa que de sus pertenencias saca cosas nuevas y cosas viejas. Cuando Jesús terminó de contar estas parábolas, marchó de allí y se fue a su pueblo, donde se puso a enseñar en su sinagoga, de tal manera que la gente no salía de su asombro y se preguntaba: —¿De dónde le vienen a este los conocimientos que tiene y los milagros que hace? ¿No es este el hijo del carpintero? ¿No es María su madre, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no viven todas ellas entre nosotros? ¿De dónde ha sacado todo eso? Así que estaban desconcertados a causa de Jesús. Por eso les dijo: —Solo en su propia tierra y en su propia casa menosprecian a un profeta. Y a causa de su falta de fe, no hizo allí muchos milagros. Por aquel tiempo, Herodes, que gobernaba en Galilea, oyó hablar de Jesús y comentó con sus cortesanos: —Este es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos. Por eso tiene poder para hacer milagros. Es que Herodes había hecho arrestar a Juan, lo encadenó y lo encerró en la cárcel por causa de Herodías, la esposa de su hermano Filipo. Pues Juan le había dicho: —No te es lícito tenerla por mujer. Por eso, Herodes quería matar a Juan. Sin embargo, no se atrevía a hacerlo, porque temía al pueblo, que tenía a Juan por profeta. Pero el día del cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías salió a bailar en medio de los invitados; y tanto le gustó a Herodes, que le prometió bajo juramento darle todo lo que le pidiera. Ella entonces, aconsejada por su madre, le dijo: —Dame ahora mismo, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista. La petición entristeció al rey; pero como se había comprometido con su juramento delante de los invitados, ordenó que se la entregaran y mandó que decapitaran a Juan en la cárcel. Enseguida trajeron la cabeza en una bandeja, se la dieron a la muchacha y esta, a su vez, se la entregó a su madre. Después de esto, los discípulos de Juan recogieron su cadáver y lo llevaron a enterrar. Luego fueron a comunicar la noticia a Jesús. Cuando Jesús se enteró de lo sucedido, subió a una barca y se retiró de allí él solo a un lugar solitario. Pero la gente, al saberlo, salió de los pueblos y lo siguió a pie por la orilla. Al desembarcar Jesús y ver toda aquella multitud, se compadeció de ellos y curó a los enfermos. La tarde comenzaba a caer y los discípulos se acercaron a él para decirle: —La hora ya es avanzada y este es un lugar despoblado. Despide a la gente para que vaya a las aldeas a comprarse comida. Jesús les contestó: —No tienen por qué irse. Dadles de comer vosotros mismos. Ellos replicaron: —Aquí solo tenemos cinco panes y dos peces. Dijo Jesús: —Traédmelos. Mandó Jesús que la gente se recostara sobre la hierba; luego tomó los cinco panes y los dos peces y, mirando al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a sus discípulos para que ellos los distribuyeran entre la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos, y todavía se recogieron doce cestos llenos de trozos sobrantes de pan. Los que comieron fueron unos cinco mil hombres, sin contar las mujeres ni los niños. A continuación Jesús hizo que sus discípulos subieran a la barca para que llegaran antes que él a la otra orilla del lago, mientras él despedía a la gente. Después de despedirla, subió al monte para orar a solas. Y todavía seguía allí él solo al llegar la noche. Entre tanto, la barca ya estaba muy lejos de tierra y las olas la azotaban con violencia, pues el viento les era contrario. En las últimas horas de la noche, Jesús se dirigió a ellos andando sobre el lago. Cuando los discípulos lo vieron caminar sobre el lago, se asustaron creyendo que era un fantasma y llenos de miedo se pusieron a gritar. Pero enseguida Jesús se dirigió a ellos diciendo: —Tranquilizaos, soy yo. No tengáis miedo. Pedro contestó: —Señor, si eres tú, manda que yo vaya hasta ti caminando sobre el agua. Jesús le dijo: —Ven. Pedro saltó de la barca y echó a andar sobre el agua para ir hacia Jesús. Pero al sentir la violencia del viento, se asustó y, como vio que comenzaba a hundirse, gritó: —¡Señor, sálvame! Jesús, tendiéndole enseguida la mano, lo sujetó y le dijo: —¡Qué débil es tu fe! ¿Por qué has dudado? Luego subieron a la barca y el viento cesó. Y los que estaban a bordo se postraron ante Jesús, exclamando: —¡Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios! Cruzaron el lago y tocaron tierra en Genesaret. En cuanto los habitantes del lugar reconocieron a Jesús, divulgaron la noticia por toda la región; así que le trajeron toda clase de enfermos, y le suplicaban que les permitiera tocar aunque solo fuera el borde de su manto. Y cuantos lo tocaban recuperaban la salud. Se acercaron a Jesús unos fariseos y maestros de la ley que procedían de Jerusalén, y le preguntaron: —¿Por qué tus discípulos violan la tradición de nuestros antepasados? ¿Por qué no se lavan las manos cuando van a comer? Jesús les respondió: —¿Y por qué vosotros, por seguir vuestras propias tradiciones violáis lo que Dios ha mandado? Porque Dios ha dicho: Honra a tu padre y a tu madre; y también: El que maldiga a su padre o a su madre será condenado a muerte. En cambio, vosotros afirmáis: «Si alguno dice a su padre o a su madre: “Lo que tenía reservado para ayudarte lo he convertido en ofrenda para el Templo”, queda liberado de la obligación de prestarles ayuda». De este modo, con vuestra propia tradición anuláis lo que Dios había dispuesto. ¡Hipócritas! Bien profetizó Isaías acerca de vosotros cuando dijo: Este pueblo me honra de labios afuera, pero su corazón está muy lejos de mí. Inútilmente me rinden culto, pues enseñan doctrinas que solo son preceptos humanos. Y recabando la atención de la gente, prosiguió: —Oíd y entended esto: lo que hace impura a una persona no es lo que entra por la boca. Lo que verdaderamente la hace impura es lo que sale de la boca. Entonces los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: —¿Sabes que los fariseos se han sentido ofendidos al oírte? Jesús les contestó: —Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial será arrancada de raíz. Dejadlos, pues son ciegos que guían a otros ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo. Pedro pidió a Jesús: —Explícanos qué significa lo que has dicho. Jesús contestó: —¿Tampoco vosotros sois capaces de entenderlo? ¿No comprendéis que todo lo que entra por la boca pasa al vientre y va a parar a la letrina? En cambio, lo que sale de la boca procede del corazón, y eso es lo que hace impura a la persona. Porque del corazón proceden las malas intenciones, los asesinatos, los adulterios, las inmoralidades sexuales, los robos, las calumnias y las blasfemias. Todo esto es lo que hace impura a una persona, y no el sentarse a comer sin haberse lavado las manos. Jesús salió de aquel lugar y se dirigió a la comarca de Tiro y Sidón. En esto, una mujer cananea que vivía por aquellos lugares vino a su encuentro gritando: —¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! Mi hija está poseída por un demonio que la atormenta terriblemente. Como Jesús no le contestaba ni una palabra, los discípulos se acercaron a él y le rogaron: —Atiéndela, porque no hace más que gritar detrás de nosotros. Jesús entonces dijo: —Dios me ha enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel. Pero la mujer, poniéndose de rodillas delante de Jesús, le suplicó: —¡Señor, ayúdame! Él le contestó: —No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perros. Ella dijo: —Es cierto, Señor; pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos. Entonces Jesús le respondió: —¡Grande es tu fe, mujer! ¡Que se haga lo que deseas! Y su hija quedó curada en aquel mismo instante. Marchando de allí, Jesús se dirigió a la orilla del lago de Galilea. Cuando llegó, subió al monte y se sentó. Se le acercó mucha gente, trayendo consigo cojos, ciegos, tullidos, mudos y otros muchos enfermos. Los pusieron a los pies de Jesús, y él los curó a todos. La gente estaba asombrada al ver que los mudos hablaban, los tullidos recobraban la salud, los cojos andaban y los ciegos veían. Y todos alabaron al Dios de Israel. Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: —Me da lástima esta gente. Ya hace tres días que están conmigo y no tienen nada que comer. No quiero que se vayan en ayunas, no sea que desfallezcan por el camino. Los discípulos le dijeron: —¿No ves que estamos en un lugar apartado? ¿De dónde vamos a sacar suficiente pan para dar de comer a toda esta gente? Jesús les preguntó: —¿Cuántos panes tenéis? Ellos contestaron: —Siete y unos cuantos peces. Jesús dispuso que la gente se sentara en el suelo. Luego tomó los siete panes y los peces, dio gracias a Dios, los partió y se los fue dando a los discípulos y estos se los fueron dando a la gente. Todos comieron hasta quedar satisfechos; y aun así se llenaron siete espuertas con los trozos de pan que sobraron. Los que comieron en aquella ocasión fueron cuatro mil, sin contar las mujeres ni los niños. Luego Jesús despidió a la multitud, subió a la barca y se fue a la región de Magadán. Un grupo de fariseos y saduceos fue a ver a Jesús. Para tenderle una trampa, le pidieron que hiciera alguna señal milagrosa de parte de Dios. Jesús les contestó: —[Cuando los celajes del atardecer parecen de fuego, decís: «Tendremos buen tiempo». Y cuando, por la mañana, el cielo está de un rojo sombrío, decís: «Hoy tendremos tormenta». ¿Así que sabéis interpretar el aspecto del cielo y, en cambio, no sois capaces de interpretar los signos de los tiempos?]. ¡Gente malvada e infiel! Pedís una señal milagrosa, pero no tendréis más señal que la del profeta Jonás. Y, dejándolos, se fue. Cuando los discípulos llegaron a la otra orilla del lago, se dieron cuenta de que habían olvidado llevar pan. Jesús les advirtió: —Mirad, tened cuidado con la levadura de los fariseos y de los saduceos. Los discípulos comentaban entre ellos: «Esto lo dice porque no hemos traído pan». Pero Jesús, dándose cuenta de ello, les dijo: —¿Por qué estáis comentando entre vosotros que os falta pan? ¡Lo que os falta es fe! ¿Aún no sois capaces de entender? ¿Ya no recordáis los cinco panes repartidos entre los cinco mil hombres y cuántos cestos recogisteis? ¿Ni los siete panes repartidos entre los cuatro mil y cuántas espuertas recogisteis? ¿Cómo es que no entendéis que yo no me refería al pan cuando os decía: «Tened cuidado con la levadura de los fariseos y de los saduceos»? Entonces los discípulos cayeron en la cuenta de que Jesús no les prevenía contra la levadura del pan, sino contra las enseñanzas de los fariseos y de los saduceos. Cuando Jesús llegó a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: —¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Ellos contestaron: —Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros, que Jeremías o algún otro profeta. Jesús les preguntó: —Y vosotros, ¿quién decís que soy? Entonces Simón Pedro declaró: —¡Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo! Jesús le contestó: —¡Feliz tú, Simón, hijo de Jonás, porque ningún mortal te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos! Por eso te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra voy a edificar mi Iglesia, y el poder del abismo no la vencerá. Yo te daré las llaves del reino de los cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo. Entonces Jesús ordenó a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías. A partir de aquel momento, Jesús empezó a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén, y que los ancianos del pueblo, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley le harían sufrir mucho, y luego lo matarían, pero que al tercer día resucitaría. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo, diciendo: —¡Que nada de eso te pase, Señor! Pero Jesús, volviéndose a él, le dijo: —¡Apártate de mí, Satanás! Tú eres una piedra de tropiezo para mí, porque no piensas como piensa Dios, sino como piensa la gente. Luego, dirigiéndose a sus discípulos, Jesús añadió: —Si alguno quiere ser discípulo mío, deberá olvidarse de sí mismo, cargar con su cruz y seguirme. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que entregue su vida por causa de mí, ese la encontrará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su propia vida? ¿O qué podrá dar el ser humano a cambio de su vida? El Hijo del hombre ya está a punto de venir revestido de la gloria de su Padre y acompañado de sus ángeles. Cuando llegue, recompensará a cada uno conforme a sus hechos. Os aseguro que algunos de los que están aquí no morirán sin antes haber visto al Hijo del hombre llegar como Rey. Seis días después, Jesús tomó aparte a Pedro y a los hermanos Santiago y Juan y los llevó a un monte alto. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Su rostro resplandeció como el sol y su ropa se volvió blanca como la luz. En esto, los discípulos vieron a Moisés y Elías conversando con él. Pedro dijo a Jesús: —¡Señor, qué bien estamos aquí! Si quieres, haré aquí tres cabañas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Aún estaba hablando Pedro, cuando quedaron envueltos en una nube luminosa de donde procedía una voz que decía: —Este es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escuchadlo. Al oír esto, los discípulos se postraron rostro en tierra, sobrecogidos de miedo. Pero Jesús, acercándose a ellos, los tocó y les dijo: —Levantaos, no tengáis miedo. Ellos alzaron los ojos, y ya no vieron a nadie más que a Jesús. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: —No contéis esta visión a nadie hasta que el Hijo del hombre haya resucitado. Los discípulos le preguntaron: —¿Por qué dicen los maestros de la ley que Elías tiene que venir primero? Jesús les contestó: —Es cierto que Elías ha de venir y ha de ponerlo todo en orden. Pero yo os aseguro que Elías ya vino, aunque ellos no lo reconocieron, sino que lo maltrataron a su antojo. Y el Hijo del hombre va a sufrir de la misma manera a manos de ellos. Entonces los discípulos cayeron en la cuenta de que Jesús estaba refiriéndose a Juan el Bautista. Cuando volvieron adonde estaba la gente, un hombre se acercó a Jesús y, puesto de rodillas delante de él, le dijo: —Señor, ten compasión de mi hijo. Le dan ataques que le hacen sufrir lo indecible y muchas veces se arroja al fuego o al agua. Lo he traído a tus discípulos, pero no han podido sanarlo. Jesús exclamó: —¡Gente incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo habré de estar entre vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traedme aquí al muchacho. Enseguida dio una orden, salió del muchacho el demonio y en aquel mismo instante quedó curado. Más tarde se acercaron a Jesús los discípulos y le preguntaron aparte: —¿Por qué nosotros no pudimos expulsar ese demonio? Jesús les contestó: —Porque no tuvisteis fe. Os aseguro que si tuvierais fe, aunque solo fuera como un grano de mostaza, le diríais a este monte: «¡Quítate de ahí y ponte allí!», y el monte cambiaría de lugar. Nada os resultaría imposible. [ Pero este género de demonios solo sale por medio de oración y ayuno]. Estando todos reunidos en Galilea, Jesús dijo a sus discípulos: —El Hijo del hombre va a ser entregado a hombres que lo matarán, pero al tercer día resucitará. Al oír esto, los discípulos se entristecieron mucho. Cuando llegaron a Cafarnaún, se dirigieron a Pedro los encargados de recaudar los impuestos del Templo y le preguntaron: —¿No paga vuestro Maestro el impuesto del Templo? Pedro les contestó: —Sin duda que sí. Más tarde, al llegar Pedro a casa, Jesús lo abordó, diciéndole: —Simón, ¿qué te parece? Los reyes de este mundo, ¿de quiénes perciben impuestos y tributos? ¿De sus propios súbditos o de los extranjeros? Pedro contestó: —De los extranjeros. Y Jesús añadió: —Por tanto, los súbditos están exentos. Pero, en fin, para que nadie se ofenda, acércate al lago y echa el anzuelo al agua. En la boca del primer pez que pesques encontrarás la moneda precisa. Págales con ella el impuesto por ti y por mí. En aquella ocasión, los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: —¿Quién es el más importante en el reino de los cielos? Jesús llamó a un niño y, poniéndolo en medio de ellos, dijo: —Os aseguro que, si no cambiáis de conducta y volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. El más importante en el reino de los cielos es aquel que se vuelve pequeño como este niño. Y el que recibe en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe. Pero a quien sea causa de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que lo arrojaran al fondo del mar con una piedra de molino atada al cuello. ¡Ay del mundo a causa de los que incitan al pecado! Porque instigadores de pecado tiene que haberlos necesariamente; pero ¡ay de aquel que incite a pecar! Si, pues, tu mano o tu pie van a ser causa de que caigas en pecado, córtatelos y arrójalos lejos de ti, porque es mejor que entres manco o cojo en la vida eterna que con tus dos manos y tus dos pies seas arrojado al fuego eterno. Y si tu ojo va a ser causa de que caigas en pecado, sácatelo y arrójalo lejos de ti, porque es mejor que entres tuerto en la vida eterna que con tus dos ojos seas arrojado al fuego de la gehena. Guardaos, pues, de despreciar a alguno de estos pequeños, porque os aseguro que en el cielo sus ángeles están siempre en presencia de mi Padre celestial. [ Y es que el Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido]. ¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le extravía una de ellas, ¿no dejará las otras noventa y nueve en el monte e irá en busca de la extraviada? Y si logra encontrarla, os aseguro que sentirá más alegría por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. De la misma manera, vuestro Padre que está en el cielo no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños. Si alguna vez tu hermano te ofende, ve a buscarlo y habla a solas con él para hacerle ver su falta. Si te escucha, ya te lo has ganado. Si no quiere escucharte, insiste llevando contigo una o dos personas más, para que el asunto se resuelva en presencia de dos o tres testigos. Si tampoco les hace caso a ellos, manifiéstalo a la comunidad. Y si ni siquiera a la comunidad hace caso, tenlo por pagano o recaudador de impuestos. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Algo os digo también: si dos de vosotros os ponéis de acuerdo, aquí en la tierra, para pedir cualquier cosa, mi Padre que está en el cielo os la concederá. Pues donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. Pedro, acercándose entonces a Jesús, le preguntó: —Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si me ofende? ¿Hasta siete veces? Jesús le contestó: —No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Y es que el reino de los cielos puede compararse a un rey que quiso hacer cuentas con la gente que tenía a su servicio. Para empezar, se le presentó uno que le debía diez mil talentos. Y como no tenía posibilidades de saldar su deuda, el amo mandó que los vendieran como esclavos a él, a su esposa y a sus hijos, junto con todas sus propiedades, para que así saldara la deuda. El siervo cayó entonces de rodillas delante de su amo, suplicándole: «Ten paciencia conmigo, que yo te lo pagaré todo». El amo tuvo compasión de su siervo; le perdonó la deuda y lo dejó ir libremente. Pero, al salir, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios. Lo sujetó violentamente por el cuello y le dijo: «¡Págame lo que me debes!». Su compañero se arrodilló delante de él, suplicándole: «Ten paciencia conmigo, que yo te lo pagaré». Pero el otro no quiso escucharlo, sino que fue y lo hizo meter en la cárcel hasta que liquidara la deuda. Los demás siervos, al ver todo esto, se sintieron consternados y fueron a contarle al amo lo que había sucedido. Entonces el amo hizo llamar a aquel siervo y le dijo: «Siervo malvado, yo te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste; en cambio tú no has querido compadecerte de tu compañero como yo me compadecí de ti». Y, encolerizado, el amo ordenó que fuera torturado hasta que toda la deuda quedara saldada. Esto mismo hará mi Padre celestial con aquel de vosotros que no perdone de corazón a su hermano. Cuando Jesús terminó este discurso, salió de Galilea y se dirigió a la región de Judea situada en la otra orilla del Jordán. Lo seguía mucha gente, y allí mismo curó a los enfermos. En esto, se le acercaron unos fariseos que, para tenderle una trampa, le preguntaron: —¿Le está permitido al hombre separarse de su mujer por un motivo cualquiera? Jesús les contestó: —Vosotros habéis leído que Dios, cuando creó al género humano, los hizo hombre y mujer y dijo: Por esta razón dejará el hombre a sus padres, se unirá a su mujer y ambos llegarán a ser como una sola persona. De modo que ya no son dos personas, sino una sola. Por tanto, lo que Dios ha unido, no debe separarlo el ser humano. Ellos le dijeron: —Entonces, ¿por qué dispuso Moisés que el marido dé a la mujer un acta de divorcio cuando vaya a separarse de ella? Jesús les contestó: —A causa de vuestra dureza de corazón, Moisés consintió que os separaseis de vuestras mujeres; pero al principio no era así. Y yo os digo esto: el que se separe de su mujer (a no ser en caso de inmoralidad sexual ) y se case con otra, comete adulterio. Los discípulos dijeron a Jesús: —Pues si esa es la situación del hombre respecto de la mujer, más vale no casarse. Jesús les contestó: —No todos pueden comprender lo que digo, sino solo aquellos a quienes Dios les da la comprensión necesaria. Hay algunos que nacen incapacitados para el matrimonio; a otros los incapacitan los demás convirtiéndolos en eunucos, y otros renuncian al matrimonio a fin de estar más disponibles para el servicio del reino de los cielos. El que pueda aceptar eso, que lo acepte. Por entonces le presentaron unos niños a Jesús para que orara poniendo las manos sobre ellos. Los discípulos reñían a quienes los llevaban, pero Jesús dijo: —Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque el reino de los cielos es para los que son como ellos. Y después de poner las manos sobre los niños, se fue de allí. En cierta ocasión, un joven vino a ver a Jesús y le preguntó: —Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para alcanzar la vida eterna? Jesús le respondió: —¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Solo uno es bueno. Si quieres entrar en la vida, cumple los mandamientos. Dijo el joven: —¿Cuáles? Jesús le contestó: — No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo. El joven respondió: —Todo eso ya lo he cumplido. ¿Qué otra cosa debo hacer? Jesús le dijo: —Si quieres ser perfecto, vete a vender lo que posees y reparte el producto entre los pobres. Así te harás un tesoro en el cielo. Luego vuelve y sígueme. Cuando el joven oyó esto, se marchó entristecido porque era muy rico. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: —Os aseguro que a los ricos les va a ser muy difícil entrar en el reino de los cielos. Os lo repito: es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de los cielos. Los discípulos se quedaron muy sorprendidos al oír esto, y le preguntaron: —Pues, en ese caso, ¿quién podrá salvarse? Jesús los miró y les dijo: —Para los seres humanos es imposible, pero para Dios todo es posible. Entonces intervino Pedro y le preguntó: —Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte; ¿qué recibiremos por ello? Jesús le respondió: —Os aseguro que el día de la renovación de todas las cosas, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono glorioso, vosotros, los que me habéis seguido, os sentaréis también en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todos los que hayan dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o tierras por causa de mí, recibirán el ciento por uno de beneficio y la herencia de la vida eterna. Muchos que ahora son primeros, serán los últimos, y muchos que ahora son últimos, serán los primeros. El reino de los cielos puede compararse al amo de una finca que salió una mañana temprano a contratar jornaleros para su viña. Convino con los jornaleros en pagarles el salario correspondiente a una jornada de trabajo, y los envió a la viña. Hacia las nueve de la mañana salió de nuevo y vio a otros jornaleros que estaban en la plaza sin hacer nada. Les dijo: «Id también vosotros a la viña. Os pagaré lo que sea justo». Y ellos fueron. Volvió a salir hacia el mediodía, y otra vez a las tres de la tarde, e hizo lo mismo. Finalmente, sobre las cinco de la tarde, volvió a la plaza y encontró otro grupo de desocupados. Les preguntó: «¿Por qué estáis aquí todo el día sin hacer nada?». Le contestaron: «Porque nadie nos ha contratado». Él les dijo: «Pues id también vosotros a la viña». Al anochecer, el amo de la viña ordenó a su capataz: «Llama a los jornaleros y págales su salario, empezando por los últimos hasta los primeros». Se presentaron, pues, los que habían comenzado a trabajar sobre las cinco de la tarde y cada uno recibió el salario correspondiente a una jornada completa. Entonces los que habían estado trabajando desde la mañana pensaron que recibirían más; pero, cuando llegó su turno, recibieron el mismo salario. Así que, al recibirlo, se pusieron a murmurar contra el amo diciendo: «A estos que solo han trabajado una hora, les pagas lo mismo que a nosotros, que hemos trabajado toda la jornada soportando el calor del día». Pero el amo contestó a uno de ellos: «Amigo, no te trato injustamente. ¿No convinimos en que trabajarías por esa cantidad? Pues tómala y vete. Si yo quiero pagar a este que llegó a última hora lo mismo que a ti, ¿no puedo hacer con lo mío lo que quiera? ¿O es que mi generosidad va a provocar tu envidia?». Así, los que ahora son últimos serán los primeros, y los que ahora son primeros serán los últimos. Cuando Jesús iba de camino subiendo hacia Jerusalén, llamó aparte a los doce discípulos y les dijo: —Ya veis que estamos subiendo a Jerusalén. Allí el Hijo del hombre será entregado a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la ley que lo condenarán a muerte; luego lo pondrán en manos de extranjeros para que se burlen de él, lo golpeen y lo crucifiquen. Pero al tercer día resucitará. Por entonces se presentó a Jesús la madre de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, y se puso de rodillas con intención de pedirle algo. Jesús le preguntó: —¿Qué es lo que deseas? Ella dijo: —Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. Jesús respondió: —No sabéis lo que estáis pidiendo. ¿Podéis beber vosotros la misma copa de amargura que yo estoy a punto de beber? Ellos le contestaron: —¡Sí, podemos beberla! Jesús les dijo: —Pues bien, beberéis mi copa de amargura; pero el que os sentéis el uno a mi derecha y el otro a mi izquierda, no es cosa mía concederlo; eso es para quienes mi Padre lo ha reservado. Cuando los otros diez discípulos oyeron esto, se sintieron muy molestos con los dos hermanos. Pero Jesús los reunió y les dijo: —Como muy bien sabéis, los que gobiernan las naciones las someten a su dominio, y los poderosos las rigen despóticamente. Pero entre vosotros no debe ser así. Antes bien, si alguno quiere ser grande, que se ponga al servicio de los demás; y si alguno quiere ser principal, que se haga servidor de todos. De la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en pago de la libertad de todos. Cuando salían de Jericó, una multitud acompañaba a Jesús. En esto, dos ciegos que estaban sentados junto al camino, al oír que Jesús pasaba por allí, se pusieron a gritar: —¡Señor, Hijo de David, ten compasión de nosotros! La gente les decía que se callaran, pero ellos gritaban cada vez más: —¡Señor, Hijo de David, ten compasión de nosotros! Entonces Jesús se detuvo, los llamó y les preguntó: —¿Qué queréis que haga por vosotros? Los ciegos le contestaron: —Señor, que podamos ver. Jesús, conmovido, les tocó los ojos, y al punto los ciegos recobraron la vista y se fueron tras él. Cerca ya de Jerusalén, al llegar a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos con este encargo: —Id a la aldea que está ahí enfrente, y enseguida encontraréis una borrica atada, y a su lado un pollino. Desatadlos y traédmelos. Y si alguien os pregunta algo, decidle que el Señor los necesita y que enseguida los devolverá. Esto sucedió en cumplimiento de lo dicho por medio del profeta: Decid a Jerusalén, la ciudad de Sion: Mira, tu Rey viene a ti lleno de humildad, montado en un asno, en un pollino, hijo de animal de carga. Los discípulos fueron e hicieron lo que Jesús les había mandado. Le llevaron la borrica y el pollino, pusieron sobre ellos sus mantos, y Jesús montó encima. Un gran gentío alfombraba con sus mantos el camino, mientras otros cortaban ramas de los árboles y las tendían al paso de Jesús. Y los que iban delante y los que iban detrás gritaban: —¡ Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡ Gloria al Dios Altísimo! Cuando Jesús entró en Jerusalén, hubo gran agitación en la ciudad. Unos a otros se preguntaban: —¿Quién es este? Y la gente decía: —Este es el profeta Jesús, el de Nazaret de Galilea. Jesús entró en el Templo y expulsó a todos los que allí estaban vendiendo y comprando. Volcó las mesas de los cambistas de monedas y los puestos de los vendedores de palomas increpándolos: —Esto dicen las Escrituras: Mi casa ha de ser casa de oración; pero vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones. Más tarde se acercaron a Jesús, en el Templo, algunos ciegos y tullidos, y él los curó. Pero los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley se sintieron muy molestos al ver los milagros que Jesús había hecho y al oír que los niños gritaban en el Templo dando vivas al Hijo de David. Por eso le preguntaron: —¿No oyes lo que estos están diciendo? Jesús les contestó: —¡Claro que lo oigo! Pero ¿es que nunca habéis leído en las Escrituras aquello de: sacarás alabanza de labios de los pequeños y de los niños de pecho? Y dejándolos, salió de la ciudad y se fue a Betania, donde pasó la noche. Por la mañana temprano, cuando Jesús volvía a la ciudad, sintió hambre. Al ver una higuera junto al camino, se acercó a ella; pero únicamente encontró hojas. Entonces dijo a la higuera: —¡Que nunca más vuelvas a dar fruto! Y en aquel mismo instante se secó la higuera. Al ver aquello, los discípulos se quedaron atónitos, y decían: —¿Cómo ha podido secarse de repente la higuera? Jesús les contestó: —Os aseguro que, si tenéis fe y no dudáis, no solamente haréis esto de la higuera, sino que si decís a este monte que se quite de ahí y se arroje al mar, así ocurrirá. Todo cuanto pidáis orando con fe, lo recibiréis. Jesús entró en el Templo y mientras enseñaba se le acercaron los jefes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo y le preguntaron: —¿Con qué derecho haces tú todo eso? ¿Quién te ha autorizado para ello? Jesús les contestó: —Yo también voy a preguntaros una cosa. Si me respondéis, os diré con qué derecho hago todo esto. ¿De quién recibió Juan el encargo de bautizar: del cielo o de los hombres? Ellos se pusieron a razonar entre sí: «Si contestamos que lo recibió de Dios, él nos dirá: “¿Por qué, pues, no le creísteis?” Y si decimos que lo recibió de los hombres, corremos el peligro de la reacción del pueblo, porque todos tienen a Juan por profeta». Así que respondieron a Jesús: —No lo sabemos. A lo que él replicó: —Pues tampoco yo os diré con qué derecho hago todo esto. —¿Qué os parece? Una vez, un hombre que tenía dos hijos le dijo a uno de ellos: «Hijo, hoy tienes que ir a trabajar a la viña». El hijo contestó: «No quiero ir». Pero más tarde cambió de idea y fue. Lo mismo le dijo el padre al otro hijo, que le contestó: «Sí, padre, iré». Pero no fue. Decidme, ¿cuál de los dos cumplió el mandato de su padre? Ellos respondieron: —El primero. Y Jesús añadió: —Pues os aseguro que los recaudadores de impuestos y las prostitutas van a entrar en el reino de Dios antes que vosotros. Porque vino Juan mostrando con su vida cómo se debe cumplir la voluntad de Dios, y no le creísteis; en cambio, sí le creyeron los recaudadores de impuestos y las prostitutas. Y vosotros lo visteis, pero ni aun así cambiasteis de actitud dándole crédito. Escuchad esta otra parábola: Una vez un padre de familia plantó una viña, la cercó con una valla, construyó un lagar y levantó en ella una torre; luego la arrendó a unos labradores y se fue de viaje. Cuando llegó el tiempo de la vendimia, envió sus criados para percibir de los labradores el fruto que le correspondía. Pero los labradores, cayendo sobre los criados, golpearon a uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon. El amo envió otros criados, en mayor número que la primera vez; pero los labradores hicieron lo mismo con ellos. Por último envió a su propio hijo, pensando: «A mi hijo lo respetarán». Pero cuando los labradores vieron que se trataba del hijo del amo, se dijeron: «Este es el heredero. Matémoslo, y apoderémonos de su herencia». Y, echándole mano, lo arrojaron fuera de la viña y lo asesinaron. Por tanto, cuando venga el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores? Contestaron a Jesús: —Son unos miserables; los hará perecer sin compasión y confiará la viña a otros labradores que le entreguen a su tiempo el fruto que le corresponda. Añadió Jesús: —¿Acaso no habéis leído en las Escrituras: La piedra que desecharon los constructores se ha convertido en la piedra principal. Esto lo ha hecho el Señor, y nos resulta verdaderamente maravilloso? Por eso, os digo que el reino de Dios se os quitará a vosotros y será entregado a un pueblo que produzca los frutos que corresponden al Reino. [ En cuanto a la piedra, el que caiga sobre ella, se estrellará, y a quien la piedra le caiga encima, lo aplastará]. Cuando los jefes de los sacerdotes y los fariseos oyeron estas parábolas de Jesús, comprendieron que se refería a ellos. Por eso buscaban la manera de apresarlo; pero temían a la gente, porque muchos lo consideraban profeta. Jesús, tomando la palabra, les volvió a hablar en parábolas diciendo: —El reino de los cielos puede compararse a un rey que iba a celebrar la boda de su hijo. Envió a sus criados a llamar a los invitados a la boda, pero estos no quisieron acudir. Volvió a enviarles más criados, con este encargo: «Decid a los invitados que ya tengo preparado el banquete. He hecho matar mis terneros y reses cebadas y está todo a punto. Que vengan a la boda». Pero los invitados no quisieron hacer caso, sino que cada cual se fue a su propia hacienda o sus negocios. Hasta hubo algunos que, echando mano de los criados, los golpearon y los asesinaron. El rey entonces, montando en cólera, mandó a sus soldados que mataran a aquellos asesinos y quemaran su ciudad. Después dijo a los criados: «La boda está preparada, pero aquellos invitados no eran dignos de venir. Por tanto, id a las encrucijadas de los caminos e invitad a la boda a todos los que encontréis». Salieron los criados a los caminos y reunieron a cuantos encontraron, lo mismo malos que buenos. De esa manera, la sala de bodas se llenó de comensales. Cuando el rey entró a ver a los invitados, observó que uno de ellos no llevaba traje de boda y le preguntó: «Amigo, ¿cómo entraste aquí sin traje de boda?». Él se negó a contestar. Entonces el rey dijo a los criados: «Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a la oscuridad. Allí llorará y le rechinarán los dientes». Porque muchos son llamados, pero pocos escogidos. Se pusieron entonces los fariseos a estudiar la manera de acusar a Jesús por algo que dijera. Así que le enviaron algunos de sus propios seguidores, junto con otros que pertenecían al partido de Herodes, para que le dijeran: —Maestro, sabemos que tú eres sincero y que enseñas con toda verdad a vivir como Dios quiere; no te preocupa el qué dirán, ni juzgas a la gente por las apariencias. Danos, pues, tu opinión: ¿estamos o no obligados a pagar tributo al emperador romano? Jesús, advirtiendo su mala intención, les contestó: —¿Por qué me ponéis trampas, hipócritas? Enseñadme la moneda con que se paga el tributo. Ellos le presentaron un denario, y Jesús preguntó: —¿De quién es esta efigie y esta inscripción? Le contestaron: —Del César. Entonces les dijo Jesús: —Pues dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Al oír esta respuesta, quedaron estupefactos y, dejando a Jesús, se fueron. Aquel mismo día se acercaron a Jesús unos saduceos que, al no creer en la resurrección, le hicieron esta pregunta: —Maestro, Moisés mandó: Si un hombre casado muere sin haber tenido hijos, su hermano deberá casarse con la viuda para dar descendencia al hermano difunto. Pues bien, entre nosotros hubo una vez siete hermanos; el primero de ellos, que estaba casado, murió sin haber tenido descendencia, por lo cual su viuda se casó con el hermano siguiente. Pero lo mismo le sucedió al segundo, y luego al tercero, y así hasta el séptimo. La última en morir fue la mujer. Así pues, en la resurrección, ¿de cuál de los siete hermanos será esposa, si todos estuvieron casados con ella? Jesús les contestó: —Estáis muy equivocados, porque ni conocéis las Escrituras ni tenéis idea del poder de Dios. En la resurrección ya no habrá matrimonios, sino que todos serán como los ángeles que están en el cielo. En cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído que Dios os dijo: Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Pues bien, él es Dios de vivos y no de muertos. Escuchando a Jesús, la gente se quedaba admirada de su enseñanza. Cuando los fariseos oyeron que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en torno a él y uno de ellos, doctor en la ley, le preguntó con intención de tenderle una trampa: —Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la ley? Jesús le contestó: — Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu inteligencia. Este es el primer mandamiento y el más importante. Pero hay un segundo mandamiento que es parecido a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se resume toda la ley de Moisés y la enseñanza de los profetas. Jesús abordó a los fariseos cuando se hallaban reunidos, y les preguntó: —¿Qué pensáis vosotros acerca del Mesías? ¿De quién es hijo? Le contestaron: —De David. Jesús les replicó: —Entonces, ¿cómo es que David, inspirado por el Espíritu, lo llama Señor, cuando dice: Dijo el Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha hasta que yo ponga a tus enemigos debajo de tus pies»? Pues si David lo llama Señor, ¿cómo puede el Mesías ser hijo suyo? A esto nadie supo qué contestar. A partir de aquel día, ninguno se atrevió ya a plantearle más preguntas. Jesús se dirigió entonces a la gente y a sus propios discípulos y les dijo: —Los maestros de la ley y los fariseos han sido los encargados de interpretar la ley de Moisés. Obedecedlos, pues, y cumplid cuanto os digan; pero no imitéis su conducta, porque ellos mismos no hacen lo que enseñan: echan cargas pesadas e insoportables sobre los hombros de los demás, pero ellos no están dispuestos a mover ni siquiera un dedo para llevarlas. Todo lo hacen para que la gente los vea. Usan filacterias más anchas y flecos más largos que ningún otro; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes, sentarse en los lugares preferentes en las sinagogas, ser saludados en público y que la gente los llame «maestros». Vosotros, en cambio, no os hagáis llamar «maestro»; vuestro único maestro es Cristo y todos vosotros sois hermanos unos de otros. Ni tampoco llaméis a nadie «padre vuestro» en este mundo, porque vuestro único Padre es el del cielo. Ni tampoco os hagáis llamar «maestros», porque vuestro único maestro es Cristo. El más grande entre vosotros será el que se ponga al servicio de los demás. Al que se ensalce a sí mismo, Dios lo humillará; pero al que se humille a sí mismo, Dios lo ensalzará. ¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que cerráis a la gente la entrada en el reino de los cielos! Ni entráis vosotros ni dejáis entrar a los que quieren entrar. [ ¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que devoráis las haciendas de las viudas y que, para disimular, pronunciáis largas oraciones! Por eso vosotros recibiréis mayor castigo]. ¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que recorréis tierra y mar en busca de un prosélito y, cuando lo habéis conseguido, hacéis de él un modelo de maldad dos veces peor que vosotros mismos! ¡Ay de vosotros, guías de ciegos, que decís: «Jurar por el Templo no compromete a nada. Lo que compromete es jurar por el oro del Templo»! ¡Estúpidos y ciegos! ¿Qué es más importante, el oro o el Templo por el que el oro queda consagrado? Y decís también: «Jurar por el altar no compromete a nada. Lo que compromete es jurar por la ofrenda que está sobre el altar». ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar por el que la ofrenda queda consagrada? El que jura por el altar, jura también por todo lo que hay sobre él; el que jura por el Templo, jura también por aquel que vive dentro de él. Y el que jura por el cielo, jura también por el trono de Dios y por Dios mismo, que se sienta en ese trono. ¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que ofrecéis a Dios el diezmo de la menta, del anís y del comino, pero no os preocupáis de lo más importante de la ley, que es la justicia, la misericordia y la fe! Esto último es lo que deberíais hacer, aunque sin dejar de cumplir también lo otro. ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello! ¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro siguen sucios con el producto de vuestra rapacidad y codicia! ¡Fariseo ciego, limpia primero la copa por dentro, y así quedará limpia también por fuera! ¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que sois como sepulcros blanqueados, hermosos por fuera, pero llenos por dentro de huesos de muertos y de podredumbre! Así también vosotros: os hacéis pasar por justos delante de la gente, pero vuestro interior está lleno de hipocresía y maldad. ¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que construís los sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos funerarios de los justos diciendo: «Si nosotros hubiéramos vivido en los tiempos de nuestros antepasados, no nos habríamos unido a ellos para derramar la sangre de los profetas»! Pero con ello estáis demostrando, contra vosotros mismos, que sois descendientes de los que asesinaron a los profetas. ¡Rematad, pues, vosotros la obra que comenzaron vuestros antepasados! ¡Serpientes! ¡Hijos de víbora! ¿Cómo podréis escapar al castigo de la gehena? Porque mirad: yo voy a enviaros mensajeros, sabios y maestros de la ley; a unos los mataréis y crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y perseguiréis de ciudad en ciudad. De ese modo os haréis culpables de toda la sangre inocente derramada en este mundo, desde la sangre del justo Abel hasta la de Zacarías, el hijo de Baraquías, a quien asesinasteis entre el santuario y el altar. ¡Os aseguro que todo esto le ocurrirá a la presente generación! ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los mensajeros que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, y vosotros os negasteis! Pues mirad: vuestra ciudad va a quedar desierta. Porque os digo que no volveréis a verme hasta el momento en que digáis: « Bendito el que viene en nombre del Señor ». Jesús salió del Templo, y cuando ya se iba, sus discípulos se acercaron a él para hacerle admirar las construcciones del Templo. Pero él les dijo: —¿Veis todo esto? Pues os aseguro que aquí no va a quedar piedra sobre piedra. ¡Todo será destruido! Estaba Jesús sentado en la ladera del monte de los Olivos cuando se le acercaron aparte los discípulos para preguntarle: —Dinos, ¿cuándo sucederá todo esto? ¿Cómo sabremos que tu venida está cerca y que el fin del mundo se aproxima? Jesús les contestó: —Tened cuidado de que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: «Yo soy el Mesías», y engañarán a mucha gente. Llegarán a vuestros oídos noticias de guerras y rumores de conflictos bélicos. No os alarméis, pues, aunque todo esto tenga que suceder, todavía no será el fin. Se levantarán unas naciones contra otras, y unos reinos contra otros, y por todas partes habrá hambres y terremotos. Pero todas estas calamidades serán solo el principio de los males que han de sobrevenir. En aquellos días os maltratarán y os matarán. Todo el mundo os odiará por causa de mí. Serán días en que la fe de muchos correrá peligro, mientras otros se traicionarán y se odiarán mutuamente. Aparecerán por todas partes falsos profetas, que engañarán a muchos. La maldad reinante será tanta que el amor de mucha gente se enfriará. Pero el que se mantenga firme hasta el fin, ese se salvará. Y este evangelio del reino se anunciará por todo el mundo, para que todas las naciones lo conozcan. Entonces llegará el fin. Cuando veáis que en el lugar santo se instala el ídolo abominable de la destrucción anunciado por el profeta Daniel (medite en esto el que lo lea), entonces los que estén en Judea huyan a las montañas; el que esté en la azotea no baje a la casa a recoger ninguna de sus cosas, y el que esté en el campo no regrese ni siquiera a recoger su manto. ¡Ay de las mujeres embarazadas y de las que en esos días estén criando! Orad para que cuando tengáis que huir no sea ni invierno ni sábado, porque habrá entonces tanto sufrimiento como no lo ha habido desde que el mundo existe ni volverá a haberlo jamás. Si Dios no acortara ese tiempo, nadie podría salvarse. Pero él lo abreviará por causa de los elegidos. Si alguien os dice entonces: «Mirad, aquí está el Mesías», o bien: «Mirad, está allí», no lo creáis. Porque aparecerán falsos mesías y falsos profetas, que harán grandes señales milagrosas y prodigios con objeto de engañar, si fuera posible, incluso a los que Dios ha elegido. Mirad que os lo advierto de antemano. Así que si alguien os dice: «El Mesías está en el desierto», no vayáis allí; y si os dice: «Está escondido en lo más secreto de la casa», no lo creáis. Pues como un relámpago brilla en oriente y su resplandor se deja ver hasta occidente, así será la venida del Hijo del hombre. ¡Donde esté el cadáver, allí se juntarán los buitres! En cuanto hayan pasado los sufrimientos de aquellos días, el sol se oscurecerá y la luna perderá su brillo; las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestes se estremecerán. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre, y todos los pueblos del mundo llorarán al ver que viene el Hijo del hombre sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria. Y él enviará a sus ángeles para que a toque de trompeta convoquen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del cielo. Fijaos en el ejemplo de la higuera: cuando veis que sus ramas se ponen tiernas y comienzan a brotarles las hojas, conocéis que el verano se acerca. Pues de la misma manera, cuando veáis todo esto que os anuncio, sabed que el fin está cerca, a las puertas. Os aseguro que no pasará la actual generación sin que todo esto acontezca. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día y la hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo; solamente el Padre lo sabe. La venida del Hijo del hombre puede compararse a lo que sucedió en tiempos de Noé. Porque en los días anteriores al diluvio y hasta el momento en que Noé entró en el arca, la gente no dejó de comer ni de beber ni de casarse. Nadie llegó a sospechar nada hasta que el diluvio los barrió a todos. Lo mismo será cuando venga el Hijo del hombre. Dos hombres estarán entonces trabajando en el campo; a uno se lo llevarán y dejarán al otro. Dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y dejarán a la otra. Estad, pues, vigilantes ya que no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor. Pensad que si el amo de la casa supiera a qué hora va a llegar el ladrón, vigilaría para impedir que le perforen la casa. Así pues, estad también vosotros preparados, porque cuando menos penséis, vendrá el Hijo del hombre. Portaos como el criado fiel e inteligente a quien su amo pone al frente de la servidumbre para que les tenga la comida dispuesta a su hora. ¡Feliz aquel criado a quien su amo, al llegar, encuentre cumpliendo con su deber! Os aseguro que le confiará el cuidado de toda su hacienda. Pero si otro criado es malo y piensa en su interior: «Mi señor se retrasa» y comienza a maltratar a sus compañeros y se junta a comer y a beber con borrachos, un día, cuando menos lo espere, llegará de improviso su señor. Entonces lo castigará severamente dándole un lugar entre los hipócritas. Allí llorará y le rechinarán los dientes. El reino de los cielos puede compararse a diez muchachas que en una boda tomaron sendas lámparas de aceite y salieron a recibir al novio. Cinco de aquellas muchachas eran descuidadas, y las otras cinco previsoras. Y sucedió que las descuidadas llevaron sus lámparas, pero olvidaron tomar el aceite necesario. En cambio, las previsoras, junto con las lámparas, llevaron también alcuzas de aceite. Como el novio tardaba en llegar, les entró sueño a todas y se durmieron. Cuando a eso de la medianoche se oyó gritar: «¡Ya viene el novio! ¡Salid a recibirlo!», las diez muchachas se despertaron y comenzaron a preparar sus lámparas. Las descuidadas, dirigiéndose a las previsoras, les dijeron: «Nuestras lámparas se están apagando. Dadnos un poco de vuestro aceite». Las previsoras les contestaron: «No podemos, porque entonces tampoco nosotras tendríamos bastante. Mejor es que acudáis a quienes lo venden y lo compréis». Pero mientras estaban comprándolo, llegó el novio, y las que lo tenían todo a punto entraron con él a la fiesta nupcial, y luego la puerta se cerró. Más tarde llegaron las otras muchachas y se pusieron a llamar: «¡Señor, señor, ábrenos!». Pero él les contestó: «Os aseguro que no sé quiénes sois». Estad, pues, muy atentos porque no sabéis ni el día ni la hora [de la venida del Hijo del hombre]. Igualmente [el reino de los cielos] es como un hombre que, al irse de viaje, reunió a sus criados y les confió la administración de sus negocios. A cada cual, de acuerdo con su capacidad, le confió una cantidad de dinero: a uno le entregó cinco talentos; a otro, dos; y a otro, uno. Luego emprendió su viaje. El que había recibido cinco talentos negoció con su capital y lo duplicó. El que había recibido dos talentos hizo lo mismo, y también duplicó su capital. En cambio, el que solamente había recibido un talento, tomó el dinero del amo, hizo un hoyo en el suelo y lo enterró. Al cabo de mucho tiempo regresó el amo y se puso a hacer cuentas con sus criados. Llegó el que había recibido los cinco talentos y, presentándole otros cinco, le dijo: «Señor, tú me entregaste cinco talentos; mira, he logrado duplicarlos». El amo le contestó: «Está muy bien. Has sido un administrador honrado y fiel. Y como has sido fiel en lo poco, yo te pondré al frente de mucho más. Entra y participa en mi propia alegría». Llegó después el que había recibido dos talentos, y dijo: «Señor, tú me entregaste dos talentos; mira, he logrado duplicarlos». El amo le dijo: «Está muy bien. Has sido un administrador honrado y fiel. Y como has sido fiel en lo poco, yo te pondré al frente de mucho más. Entra y participa en mi propia alegría». Por último, llegó el que solamente había recibido un talento, y dijo: «Señor, yo sabía que eres un hombre duro, que pretendes cosechar donde no sembraste y recoger donde no esparciste. Tuve miedo y escondí tu dinero bajo tierra. Aquí lo tienes». El amo le contestó: «Administrador malo y holgazán: si sabías que yo cosecho donde no he sembrado y recojo donde no he esparcido, ¿por qué no llevaste mi dinero al banco? Así, a mi regreso, yo habría recibido el capital más los intereses. ¡Quitadle, pues, la parte que le confié y entregádsela al que tiene diez partes! Porque a todo el que tiene, aún se le dará más, y tendrá de sobra; pero al que no tiene, hasta lo que tenga se le quitará. Y a este criado inútil arrojadlo fuera, a la oscuridad. Allí llorará y le rechinarán los dientes». Cuando el Hijo del hombre venga con todo su esplendor y acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todos los habitantes del mundo serán reunidos en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los machos cabríos, poniendo las ovejas a un lado y los machos cabríos al otro. Luego el rey dirá a los unos: «Venid, benditos de mi Padre; recibid en propiedad el reino que se os ha preparado desde el principio del mundo. Porque estuve hambriento, y vosotros me disteis de comer; estuve sediento, y me disteis de beber; llegué como un extraño, y me recibisteis en vuestra casa; no tenía ropa y me la disteis; estuve enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y fuisteis a verme». Entonces los justos le contestarán: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento y te dimos de comer y beber? ¿Cuándo llegaste como un extraño y te recibimos en nuestras casas? ¿Cuándo te vimos sin ropa y te la dimos? ¿Cuándo estuviste enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?». Y el rey les dirá: «Os aseguro que todo lo que hayáis hecho en favor del más pequeño de mis hermanos, a mí me lo habéis hecho». A los otros, en cambio, dirá: «¡Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles! Porque estuve hambriento, y no me disteis de comer; estuve sediento, y no me disteis de beber; llegué como un extraño, y no me recibisteis en vuestra casa; me visteis sin ropa y no me la disteis; estuve enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis». Entonces ellos contestarán: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o como un extraño, o sin ropa, o enfermo, o en la cárcel y no te ofrecimos ayuda?». Y él les dirá: «Os aseguro que cuanto no hicisteis en favor de estos más pequeños, tampoco conmigo lo hicisteis». De manera que estos irán al castigo eterno; en cambio, los justos irán a la vida eterna. Cuando Jesús terminó todos estos discursos, dijo a sus discípulos: —Como sabéis, dentro de dos días es la Pascua, y el Hijo del hombre va a ser entregado para que lo crucifiquen. Por entonces se reunieron los jefes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo en casa de Caifás, el sumo sacerdote. Allí tomaron el acuerdo de tender una trampa a Jesús para prenderlo y darle muerte. Dijeron, sin embargo: —No lo hagamos durante la fiesta, a fin de evitar que se altere el orden público. Estaba Jesús en Betania, en casa de un tal Simón, a quien llamaban el leproso, cuando una mujer que llevaba un perfume muy caro en un frasco de alabastro se acercó a él y vertió el perfume sobre su cabeza mientras estaba sentado a la mesa. Esta acción molestó a los discípulos, que dijeron: —¿A qué viene tal derroche? Este perfume podía haberse vendido por muy buen precio y haber dado el importe a los pobres. Pero Jesús, advirtiendo lo que pasaba, les dijo: —¿Por qué molestáis a esta mujer? Lo que ha hecho conmigo es bueno. A los pobres los tendréis siempre entre vosotros, pero a mí no me tendréis siempre. Al verter este perfume sobre mí, es como si preparara mi cuerpo para el entierro. Os aseguro que en cualquier lugar del mundo donde se anuncie el evangelio, se recordará también a esta mujer y lo que hizo. Entonces uno de los doce discípulos, el llamado Judas Iscariote, fue a ver a los jefes de los sacerdotes y les propuso: —¿Qué recompensa me daréis si os entrego a Jesús? Le ofrecieron treinta monedas de plata. Desde aquel momento, Judas comenzó a buscar una oportunidad para entregarles a Jesús. El primer día de los Panes sin levadura se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: —¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua? Jesús les contestó: —Id a la ciudad, a casa de fulano, y dadle este recado: «El Maestro dice: Mi hora está cerca y voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos». Los discípulos hicieron lo que Jesús les había encargado y prepararon la cena de Pascua. Al anochecer, Jesús se sentó a la mesa con los Doce y, mientras cenaban, dijo: —Os aseguro que uno de vosotros va a traicionarme. Los discípulos, muy tristes, comenzaron a preguntarle uno tras otro: —¿Acaso seré yo, Señor? Jesús les contestó: —El que va a traicionarme es uno que come en mi propio plato. Es cierto que el Hijo del hombre tiene que seguir su camino, como dicen de él las Escrituras. Sin embargo, ¡ay de aquel que traiciona al Hijo del hombre! Mejor le sería no haber nacido. Judas, el traidor, le preguntó: —¿Acaso soy yo, Maestro? Jesús le contestó: —Tú lo has dicho. Durante la cena, Jesús tomó pan, bendijo a Dios, lo partió y se lo dio a sus discípulos, diciendo: —Tomad, comed: esto es mi cuerpo. Tomó luego en sus manos una copa, dio gracias a Dios y la pasó a sus discípulos, diciendo: —Bebed todos de ella, porque esto es mi sangre, con la que Dios confirma la alianza, y que va a ser derramada en favor de todos para perdón de los pecados. Os digo que no volveré a beber de este fruto de la vid hasta el día aquel en que beba con vosotros un vino nuevo en el reino de mi Padre. Cantaron después el himno y salieron hacia el monte de los Olivos. Jesús les dijo entonces: —Esta noche todos me abandonaréis, porque así lo dicen las Escrituras: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño. Pero después de mi resurrección iré antes que vosotros a Galilea. Pedro le contestó: —¡Aunque todos te abandonen, yo no te abandonaré! Jesús insistió: —Te aseguro que esta misma noche, antes de que cante el gallo, tú me habrás negado tres veces. Pedro insistió: —¡Yo no te negaré, aunque tenga que morir contigo! Y lo mismo decían los otros discípulos. Llegó Jesús, acompañado de sus discípulos, al lugar llamado Getsemaní, y les dijo: —Quedaos aquí sentados mientras yo voy un poco más allá a orar. Se llevó consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo y comenzó a sentirse afligido y angustiado; entonces les dijo: —Me está invadiendo una tristeza de muerte. Quedaos aquí y velad conmigo. Se adelantó unos pasos más y, postrándose rostro en tierra, oró así: —Padre mío, si es posible, aparta de mí esta copa de amargura; pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú. Volvió entonces adonde estaban los discípulos y, al encontrarlos dormidos, dijo a Pedro: —¿Ni siquiera habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad para que no desfallezcáis en la prueba. Es cierto que tenéis buena voluntad, pero os faltan las fuerzas. Por segunda vez se alejó de ellos y oró así: —Padre mío, si no es posible que esta copa de amargura pase sin que yo la beba, hágase lo que tú quieras. Regresó de nuevo adonde estaban los discípulos, y volvió a encontrarlos dormidos pues tenían los ojos cargados de sueño. Así que los dejó como estaban y, apartándose de ellos, oró por tercera vez con las mismas palabras. Cuando volvió, les dijo: —¿Aún seguís durmiendo y descansando? Mirad que ha llegado la hora y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos, vámonos! Ya está aquí el que me va a entregar. Todavía estaba hablando Jesús, cuando llegó Judas, uno de los Doce. Venía acompañado de un numeroso tropel de gente armada con espadas y garrotes, enviada por los jefes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo. Judas, el traidor, les había dado esta contraseña: —Aquel a quien yo bese, ese es; apresadlo. Así que apenas llegó, se acercó a Jesús y lo saludó diciendo: —¡Hola, Maestro! Y lo besó. Jesús le dijo: —Amigo, lo que has venido a hacer, hazlo ya. Entonces se abalanzaron sobre Jesús y, echándole mano, lo apresaron. De pronto, uno de los que estaban con Jesús sacó la espada y, de un golpe, le cortó una oreja al criado del sumo sacerdote. Pero Jesús le dijo: —Guarda tu espada en su vaina, pues todos los que empuñan espada, a espada morirán. ¿Acaso piensas que no puedo pedir ayuda a mi Padre, y que él me enviaría ahora mismo más de doce legiones de ángeles? Pero en ese caso, ¿cómo se cumplirían las Escrituras según las cuales las cosas tienen que suceder así? Entonces dijo Jesús a aquel tropel de gente: —¿Por qué habéis venido a arrestarme con espadas y garrotes, como si yo fuera un ladrón? Todos los días me sentaba en el Templo para enseñar, y no me habéis arrestado. Pero todo esto sucede para que se cumpla lo que escribieron los profetas. Y en aquel momento, todos los discípulos de Jesús lo abandonaron y huyeron. Los que habían apresado a Jesús lo llevaron a casa de Caifás, el sumo sacerdote, donde se hallaban reunidos los maestros de la ley y los ancianos. Pedro, que lo había seguido de lejos hasta la mansión del sumo sacerdote, entró también y se sentó junto a los criados para ver en qué terminaba todo aquello. Los jefes de los sacerdotes y el pleno del Consejo Supremo andaban buscando un testimonio falso contra Jesús para condenarlo a muerte. Pero no lo encontraban, a pesar de los muchos testigos falsos que comparecían ante ellos. Finalmente comparecieron dos, que dijeron: —Este ha afirmado: «Yo puedo derribar el Templo de Dios y reconstruirlo en tres días». Levantándose entonces el sumo sacerdote, dijo a Jesús: —¿No tienes nada que alegar a lo que estos testifican contra ti? Pero Jesús permaneció en silencio. Entonces el sumo sacerdote le conminó: —¡En nombre del Dios vivo, te exijo que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios! Jesús le respondió: —Tú lo has dicho. Y añadiré que más adelante veréis al Hijo del hombre sentado junto al Todopoderoso y viniendo sobre las nubes del cielo. Al oír esto, el sumo sacerdote se rasgó las vestiduras y exclamó: —¡Ha blasfemado! ¿Para qué necesitamos más testimonios? ¡Ya habéis oído su blasfemia! ¿Qué os parece? Ellos contestaron: —¡Que merece la muerte! Y se pusieron a escupirle en la cara y a darle puñetazos mientras otros lo abofeteaban diciendo: —¡Adivina, Mesías, quién te ha pegado! Entre tanto, Pedro estaba sentado fuera, en el patio. Se le acercó una criada, y le dijo: —Tú eres uno de los que acompañaban a Jesús, el galileo. Pedro lo negó delante de todos, diciendo: —¡No sé de qué hablas! Luego se dirigió hacia la puerta y, cuando salía, lo vio otra criada, que aseguró a los que estaban allí: —Este también andaba con Jesús de Nazaret. Otra vez lo negó Pedro, jurando: —¡No sé quién es ese hombre! Algo más tarde se acercaron a Pedro unos que estaban allí, y le dijeron: —Pues no cabe duda de que tú eres de los suyos; el acento mismo te delata. Entonces él comenzó a maldecir y jurar: —¡No sé quién es ese hombre! Y al instante cantó un gallo. Pedro se acordó de que Jesús le había dicho: «Antes de que cante el gallo me habrás negado tres veces». Y saliendo de allí, se echó a llorar amargamente. Al amanecer el nuevo día, los jefes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo tomaron el acuerdo de matar a Jesús. Lo llevaron atado y se lo entregaron a Pilato, el gobernador. Entre tanto, Judas, el que lo había entregado, al ver que habían condenado a Jesús, se llenó de remordimientos y fue a devolver las treinta monedas de plata a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos diciendo: —¡He pecado entregando a un inocente! Ellos le contestaron: —Eso es asunto tuyo y no nuestro. Judas arrojó entonces el dinero en el Templo. Luego fue y se ahorcó. Los jefes de los sacerdotes recogieron aquellas monedas y dijeron: —Este dinero está manchado de sangre. No podemos ponerlo en el cofre de las ofrendas. Así que acordaron emplearlo para comprar un terreno conocido como el Campo del Alfarero y destinarlo a cementerio de extranjeros. Por esta razón, aquel campo recibió el nombre de Campo de Sangre, que es el que ha conservado hasta el día de hoy. Así se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: Tomaron las treinta monedas de plata, que fue el precio de aquel a quien tasaron los israelitas, y compraron con ellas el campo del alfarero, de acuerdo con lo que el Señor me había ordenado. Jesús compareció ante el gobernador, el cual le preguntó: —¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús le contestó: —Tú lo dices. Y ya no habló más, a pesar de que los sacerdotes y los ancianos no dejaban de acusarlo. Pilato le preguntó: —¿No oyes lo que estos están testificando contra ti? Pero Jesús no le contestó ni una palabra, de manera que el gobernador se quedó muy extrañado. En la fiesta de la Pascua, el gobernador romano solía conceder la libertad a un preso, el que la gente escogía. Tenía en aquel momento un preso famoso, llamado [Jesús] Barrabás. Viendo reunido al pueblo, Pilato preguntó: —¿A quién queréis que ponga en libertad: a [Jesús] Barrabás o a ese Jesús a quien llaman Mesías? Y es que sabía que a Jesús lo habían entregado por envidia. Mientras el gobernador estaba sentado en el tribunal, su esposa le envió este recado: «Ese hombre es inocente. No te hagas responsable de lo que le suceda. Esta noche he tenido pesadillas horribles por causa suya». Pero los jefes de los sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente para que pidiera la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador volvió a preguntar: —¿A cuál de estos dos queréis que conceda la libertad? Ellos contestaron: —¡A Barrabás! Pilato les dijo: —¿Y qué queréis que haga con Jesús, a quien llaman Mesías? Todos contestaron: —¡Crucifícalo! Insistió Pilato: —¿Cuál es su delito? Pero ellos gritaban cada vez con más fuerza: —¡Crucifícalo! Pilato, al ver que nada adelantaba sino que el alboroto crecía por momentos, mandó que le trajeran agua y se lavó las manos en presencia de todos, proclamando: —¡Yo no me hago responsable de la muerte de este hombre! ¡Allá vosotros! Y todo el pueblo a una respondió: —¡De su muerte nos hacemos responsables nosotros y nuestros hijos! Entonces Pilato ordenó que pusieran en libertad a Barrabás, y les entregó a Jesús para que lo azotaran y lo crucificaran. Acto seguido, los soldados del gobernador introdujeron a Jesús en el palacio y, después de reunir toda la tropa a su alrededor, le quitaron sus ropas y le echaron un manto de color rojo sobre los hombros; le pusieron en la cabeza una corona de espinas y una caña en su mano derecha. Después, hincándose de rodillas delante de él, le hacían burla, gritando: —¡Viva el rey de los judíos! Y le escupían y lo golpeaban con la caña en la cabeza. Después de haberse burlado de él, le quitaron la túnica, lo vistieron con sus propias ropas y se lo llevaron para crucificarlo. Cuando salían, encontraron a un tal Simón, natural de Cirene, y lo obligaron a cargar con la cruz de Jesús. Llegados al lugar llamado Gólgota (o sea, lugar de la Calavera), ofrecieron a Jesús vino mezclado con hiel; pero él, después de probarlo, no quiso beberlo. Los que lo habían crucificado se repartieron sus ropas echándolas a suertes, y se quedaron allí sentados para vigilarlo. Por encima de la cabeza de Jesús fijaron un letrero con la causa de su condena; decía: «Este es Jesús, el rey de los judíos». Al mismo tiempo que a Jesús, crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Los que pasaban lo insultaban y, meneando la cabeza, decían: —¡Tú, que derribas el Templo y en tres días vuelves a edificarlo, sálvate a ti mismo! ¡Baja de la cruz si eres el Hijo de Dios! De igual manera, los jefes de los sacerdotes, los maestros de la ley y los ancianos se burlaban de él diciendo: —Ha salvado a otros, pero no puede salvarse a sí mismo. Que baje ahora mismo de la cruz ese rey de Israel y creeremos en él. Puesto que ha confiado en Dios, que Dios lo salve ahora, si es que de verdad lo ama. ¿Acaso no afirmaba que es el Hijo de Dios? Hasta los ladrones que estaban crucificados junto a él lo llenaban de insultos. Desde el mediodía, toda la tierra quedó sumida en oscuridad hasta las tres de la tarde. Hacia esa hora, Jesús gritó con fuerza: — ¡Elí, Elí! ¿lemá sabaqtaní?, es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Lo oyeron algunos de los que estaban allí y comentaron: —Está llamando a Elías. Al punto, uno de ellos fue corriendo a buscar una esponja, la empapó en vinagre y sirviéndose de una caña se la acercó a Jesús para que bebiera. Pero los otros le decían: —Deja, veamos si viene Elías a salvarlo. Jesús, entonces, lanzando otra vez un fuerte gritó, expiró. De pronto, la cortina del Templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló y las rocas se resquebrajaron; las tumbas se abrieron y resucitaron muchos creyentes ya difuntos. Estos salieron de sus tumbas y, después de la resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa donde se aparecieron a mucha gente. El oficial del ejército romano y los que estaban con él vigilando a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que estaba sucediendo, exclamaron sobrecogidos de espanto: —¡Verdaderamente, este era Hijo de Dios! Había también allí muchas mujeres contemplándolo todo de lejos. Eran las que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderlo. Entre ellas se encontraban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo. Al atardecer llegó un hombre rico llamado José, natural de Arimatea, que se contaba también entre los seguidores de Jesús. Este hombre se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato ordenó que se lo entregaran, y José, después de envolverlo en una sábana limpia, lo puso en un sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca. Después hizo rodar una gran piedra, cerrando con ella la entrada del sepulcro, y se marchó. Entre tanto, María Magdalena y la otra María estaban allí sentadas frente al sepulcro. A la mañana siguiente, cuando ya había pasado el día de preparación, los jefes de los sacerdotes y los fariseos fueron juntos a ver a Pilato, y le dijeron: —Señor, nos hemos acordado de que aquel embaucador, cuando aún vivía, afirmó que iba a resucitar al tercer día. Por eso debes ordenar que se asegure el sepulcro hasta que haya pasado el tercer día, no sea que sus seguidores vayan y roben el cuerpo, y luego digan al pueblo que ha resucitado. De donde el último engaño resultaría más grave que el primero. Pilato les contestó: —Ahí tenéis un piquete de soldados; id vosotros mismos y asegurad el sepulcro como mejor os parezca. Ellos fueron y aseguraron el sepulcro. Sellaron la piedra que lo cerraba y dejaron allí el piquete de soldados. Pasado el sábado, cuando ya apuntaba el primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. De pronto se produjo un fuerte terremoto, pues un ángel del Señor, que había bajado del cielo, se acercó al sepulcro, removió la piedra que cerraba la entrada y se sentó sobre ella. Resplandecía como un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Los soldados que guardaban el sepulcro se echaron a temblar de miedo y se quedaron como muertos. Entonces el ángel dijo a las mujeres: —No temáis. Ya sé que estáis buscando a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, tal como anunció. Venid y ved el lugar donde lo habían puesto. Ahora marchaos aprisa y anunciad a sus discípulos que Jesús ha resucitado de entre los muertos y que va delante de ellos a Galilea. Allí lo veréis. Esto es lo que yo tenía que deciros. Las mujeres se alejaron rápidamente del sepulcro y, asustadas pero al mismo tiempo llenas de alegría, corrieron a llevar la noticia a los discípulos. En esto, Jesús les salió al encuentro y las saludó; ellas abrazaron sus pies y lo adoraron. Jesús entonces les dijo: —No tengáis miedo. Id a llevar la noticia a mis hermanos. Decidles que se dirijan a Galilea; allí podrán verme. Mientras las mujeres iban de camino, algunos soldados de la guardia se fueron a la ciudad y comunicaron a los jefes de los sacerdotes lo que había sucedido. Estos se reunieron con los ancianos del pueblo, y entre todos acordaron sobornar a los soldados para que dijeran que los discípulos de Jesús habían robado el cuerpo durante la noche, mientras la guardia dormía. Aseguraron además a los soldados que los librarían de toda responsabilidad si el asunto llegaba a oídos del gobernador. Los soldados tomaron el dinero e hicieron como se les había indicado. Y esta es la versión de lo sucedido que siguen dando los judíos hasta el día de hoy. Los once discípulos fueron, pues, a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Allí encontraron a Jesús y le adoraron, pero algunos dudaron. Jesús se acercó y les dijo: —Dios me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a los habitantes de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Principio del evangelio. Así está escrito en el libro del profeta Isaías: Mira, yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Se oye una voz, alguien clama en el desierto: «¡Preparad el camino del Señor; abrid sendas rectas para él!». Juan el Bautista se presentó en el desierto proclamando que la gente se bautizara como señal de conversión para recibir el perdón de los pecados. La región entera de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, confesaban sus pecados y Juan los bautizaba en las aguas del Jordán. Juan iba vestido de pelo de camello, llevaba un cinturón de cuero y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y lo que proclamaba era esto: —Después de mí viene uno que es más poderoso que yo, de quien ni siquiera soy digno de agacharme para desatar las correas de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo. Por aquellos días llegó Jesús procedente de Nazaret de Galilea, y Juan lo bautizó en el Jordán. En el instante mismo de salir del agua, vio Jesús que el cielo se abría y que el Espíritu descendía sobre él como una paloma. Y se oyó una voz proveniente del cielo: —Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco. Acto seguido, el Espíritu impulsó a Jesús a ir al desierto, donde Satanás lo puso a prueba durante cuarenta días. Vivía entre animales salvajes y era atendido por los ángeles. Después que Juan fue encarcelado, Jesús se dirigió a Galilea a predicar el evangelio de Dios. Decía: —El tiempo se ha cumplido y ya está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el evangelio. Iba Jesús caminando por la orilla del lago de Galilea, cuando vio a Simón y Andrés. Eran pescadores y estaban echando la red en el lago. Jesús les dijo: —Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Ellos dejaron al punto sus redes y se fueron con él. Un poco más adelante vio a Santiago, el hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca reparando las redes. Los llamó también, y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca junto con los trabajadores contratados, se fueron en pos de él. Se dirigieron a Cafarnaún y, cuando llegó el sábado, Jesús entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Todos quedaban impresionados por sus enseñanzas, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los maestros de la ley. Estaba allí, en la sinagoga, un hombre poseído por un espíritu impuro, que gritaba: —¡Jesús de Nazaret, déjanos en paz! ¿Has venido a destruirnos? ¡Te conozco bien: tú eres el Santo de Dios! Jesús lo increpó, diciéndole: —¡Cállate y sal de él! El espíritu impuro, sacudiéndolo violentamente y dando un gran alarido, salió de él. Todos quedaron asombrados hasta el punto de preguntarse unos a otros: —¿Qué está pasando aquí? Es una nueva enseñanza, llena de autoridad. Además, este hombre da órdenes a los espíritus impuros, y lo obedecen. Y muy pronto se extendió la fama de Jesús por todas partes en la región entera de Galilea. Al salir de la sinagoga, Jesús fue a casa de Simón y Andrés, acompañado también por Santiago y Juan. Le dijeron que la suegra de Simón estaba en cama, con fiebre. Él entonces se acercó, la tomó de la mano e hizo que se levantara. Al instante le desapareció la fiebre y se puso a atenderlos. Al anochecer, cuando ya el sol se había puesto, le llevaron todos los enfermos y poseídos por demonios. Toda la gente de la ciudad se apiñaba a la puerta, y Jesús curó a muchos que padecían diversas enfermedades y expulsó muchos demonios; pero a los demonios no les permitía que hablaran de él, porque lo conocían. De madrugada, antes de amanecer, Jesús se levantó, salió de la ciudad y se dirigió a un lugar apartado a orar. Simón y los que estaban con él fueron en su busca y, cuando lo encontraron, le dijeron: —Todos están buscándote. Jesús les contestó: —Vayamos a otra parte, a las aldeas cercanas, para proclamar también allí el mensaje, pues para eso he venido. Así recorrió toda Galilea proclamando el mensaje en las sinagogas y expulsando demonios. Se acercó entonces a Jesús un leproso y, poniéndose de rodillas, le suplicó: —Si quieres, puedes limpiarme de mi enfermedad. Jesús, conmovido, extendió la mano, lo tocó y le dijo: —Quiero. Queda limpio. Al instante le desapareció la lepra y quedó limpio. Acto seguido Jesús lo despidió con tono severo y le encargó: —Mira, no le cuentes esto a nadie, sino ve, muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda prescrita al efecto por Moisés. Así todos tendrán evidencia de tu curación. Pero él, en cuanto se fue, comenzó a proclamar sin reservas lo ocurrido; y como la noticia se extendió con rapidez, Jesús ya no podía entrar libremente en ninguna población, sino que debía permanecer fuera, en lugares apartados. Sin embargo, la gente acudía a él de todas partes. Algunos días después, Jesús regresó a Cafarnaún. En cuanto se supo que estaba en casa, se reunió tanta gente, que no quedaba sitio ni siquiera ante la puerta. Y Jesús les anunciaba su mensaje. Le trajeron entonces, entre cuatro, un paralítico. Como a causa de la multitud no podían llegar hasta Jesús, levantaron un trozo del techo por encima de donde él estaba y, a través de la abertura, bajaron la camilla con el paralítico. Jesús, viendo la fe de quienes lo llevaban, dijo al paralítico: —Hijo, tus pecados quedan perdonados. Estaban allí sentados unos maestros de la ley, que pensaban para sí mismos: «¿Cómo habla este así? ¡Está blasfemando! ¡Solamente Dios puede perdonar pecados!». Jesús, que al instante se dio cuenta de lo que estaban pensando en su interior, les preguntó: —¿Por qué estáis pensando eso? ¿Qué es más fácil? ¿Decir al paralítico: «Tus pecados quedan perdonados», o decirle: «Levántate, recoge tu camilla y anda»? Pues voy a demostraros que el Hijo del hombre tiene autoridad para perdonar pecados en este mundo. Se volvió al paralítico y le dijo: —A ti te hablo: Levántate, recoge tu camilla y vete a tu casa. Y él se levantó, recogió al punto su camilla y se fue en presencia de todos. Todos los presentes quedaron asombrados y alabaron a Dios diciendo: —Nunca habíamos visto cosa semejante. Jesús volvió a la orilla del lago, y toda la gente acudía a él para recibir sus enseñanzas. Al pasar, vio a Leví, el hijo de Alfeo, que estaba sentado en su despacho de recaudación de impuestos, y le dijo: —Sígueme. Leví se levantó y lo siguió. Más tarde, estando Jesús sentado a la mesa en casa de Leví, muchos recaudadores de impuestos y gente de mala reputación se sentaron también con él y sus discípulos, porque eran muchos los que seguían a Jesús. Pero algunos maestros de la ley pertenecientes al partido de los fariseos, al ver que comía con recaudadores de impuestos y gente de mala reputación, preguntaron a los discípulos: —¿Por qué se sienta a comer con esa clase de gente? Jesús lo oyó y les dijo: —No necesitan médico los que están sanos, sino los que están enfermos. Yo no he venido a llamar a los buenos, sino a los pecadores. En cierta ocasión los discípulos de Juan el Bautista y los fariseos estaban guardando un ayuno, y algunos de ellos se acercaron a Jesús para preguntarle: —¿Por qué los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan y, en cambio, tus discípulos no ayunan? Jesús les contestó: —¿Pueden acaso ayunar los invitados a una boda mientras el novio está con ellos? En tanto tengan a su lado al novio, no tienen por qué ayunar. Ya llegará el momento en que les faltará el novio; entonces ayunarán. Nadie remienda un vestido viejo con una pieza de tela nueva, porque la tela nueva tira de la vieja, y el roto se hace mayor. Tampoco echa nadie vino nuevo en odres viejos, porque el vino nuevo rompe los odres, y se pierden al mismo tiempo los odres y el vino. A vino nuevo, odres nuevos. Un sábado iba Jesús paseando por entre unos sembrados. Los discípulos, según pasaban, se pusieron a arrancar espigas. Los fariseos dijeron a Jesús: —¿No ves que están haciendo algo que no está permitido en sábado? Jesús les contestó: —¿Nunca habéis leído lo que hizo David cuando él y sus compañeros se sintieron muy hambrientos? Entró en la casa de Dios, siendo Abiatar sumo sacerdote, y comió de los panes de la ofrenda, algo que no estaba permitido comer a nadie, sino solamente a los sacerdotes. Y dio también a los que lo acompañaban. Y Jesús añadió: —Dios hizo el sábado por causa del ser humano, y no al ser humano por causa del sábado. ¡El Hijo del hombre es Señor también del sábado! Jesús entró otra vez en la sinagoga. Había allí un hombre que tenía una mano atrofiada, y los que estaban buscando un motivo para acusar a Jesús se pusieron al acecho a ver si, a pesar de ser sábado, lo curaba. Jesús dijo al hombre de la mano atrofiada: —Ponte ahí en medio. Luego preguntó a los otros: —¿Qué es lo que se permite en sábado? ¿Hacer el bien o hacer el mal? ¿Salvar una vida o destruirla? Ellos callaron. Al verlos tan duros de corazón, Jesús les echó una mirada, enojado y entristecido al mismo tiempo, y dijo al enfermo: —Extiende la mano. Él la extendió y la mano recuperó el movimiento. Al salir los fariseos, se reunieron con los del partido de Herodes para tramar el modo de matar a Jesús. Jesús se fue con sus discípulos a la orilla del lago y lo siguió una gran multitud de personas procedentes de Galilea; y también de Judea, de Jerusalén, de Idumea, de la orilla oriental del Jordán y de la región de Tiro y Sidón acudió a Jesús mucha gente que había oído hablar de todo lo que hacía. Jesús mandó a sus discípulos que le preparasen una barca para que la multitud no lo aplastara. Había curado a tantos, que todos los que tenían alguna enfermedad se echaban ahora sobre él para tocarlo. Y hasta los espíritus impuros, al verlo, se arrojaban a sus pies, gritando: —¡Tú eres el Hijo de Dios! Pero Jesús les ordenaba severamente que no lo descubrieran. Después de esto, Jesús subió al monte y llamó a los que le pareció bien. Y se acercaron a él. También designó a doce, a quienes constituyó apóstoles, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar con poder para expulsar demonios. Los doce designados fueron: Simón, al que puso por sobrenombre Pedro; Santiago y su hermano Juan, hijos de Zebedeo, a quienes llamó Boanerges, que significa «hijos del trueno»; Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo; Tadeo, Simón el cananeo y Judas Iscariote, el que más tarde lo traicionó. Jesús llegó a casa y otra vez se juntó tanta gente, que ni siquiera les dejaban comer. Cuando algunos de sus parientes se enteraron, vinieron con la intención de llevárselo a la fuerza, porque decían que estaba loco. Los maestros de la ley llegados de Jerusalén decían que Jesús estaba poseído por Belzebú, el jefe de los demonios, con cuyo poder los expulsaba. Entonces Jesús los llamó y los interpeló con estas comparaciones: —¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Si una nación se divide contra sí misma, no puede subsistir. Tampoco una familia que se divida contra sí misma puede subsistir. Y si Satanás se hace la guerra y actúa contra sí mismo, tampoco podrá subsistir; habrá llegado a su fin. Nadie puede entrar en casa de un hombre fuerte y robarle sus bienes si primero no ata a ese hombre fuerte. Solamente entonces podrá saquear su casa. Os aseguro que todo les será perdonado a los seres humanos: tanto los pecados como las blasfemias en que incurran. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, nunca jamás será perdonado y será tenido para siempre por culpable. Esto lo dijo Jesús contra quienes afirmaban que estaba poseído por un espíritu impuro. Entre tanto, llegaron la madre y los hermanos de Jesús; pero se quedaron fuera y enviaron a llamarlo. Alguien de entre la gente que estaba sentada alrededor de Jesús le pasó aviso: —Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y te buscan. Jesús les contestó: —¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y, mirando a quienes estaban sentados a su alrededor, añadió: —Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre. De nuevo comenzó Jesús a enseñar a la orilla del lago. Y se le reunió tanta gente que decidió subir a una barca que estaba en el lago y sentarse en ella, mientras la gente permanecía junto al lago en tierra firme. Entonces Jesús se puso a enseñarles muchas cosas por medio de parábolas. Les decía en su enseñanza: —Escuchad: Una vez, un sembrador salió a sembrar. Al lanzar la semilla, una parte cayó al borde del camino y llegaron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó entre las piedras, donde había poca tierra; y como la tierra no era profunda, la semilla brotó muy pronto; pero en cuanto salió el sol, se agostó y, al no tener raíz, se secó. Otra parte de la semilla cayó entre cardos, y los cardos crecieron y la ahogaron sin dejarle que diera fruto. Otra parte, en fin, cayó en tierra fértil y germinó y creció y dio fruto: unas espigas dieron grano al treinta; otras, al sesenta; y otras, al ciento por uno. Jesús añadió: —Quien pueda entender esto, que lo entienda. Cuando Jesús se quedó a solas, los que lo rodeaban, junto con los Doce, le preguntaron por el significado de las parábolas. Les dijo: —A vosotros, Dios os permite conocer el secreto de su reino; pero a los otros, los de fuera, todo les llega por medio de parábolas, para que, aunque miren, no vean; y aunque escuchen, no entiendan, no sea que se conviertan y sean perdonados. Y Jesús continuó: —¿No comprendéis esta parábola? Entonces, ¿cómo comprenderéis todas las demás? El sembrador representa al que anuncia el mensaje. Hay quienes son como la semilla que cayó al borde del camino: escuchan el mensaje, pero luego llega Satanás y se lleva lo que ya estaba sembrado en ellos. Otros son como la semilla que cayó entre las piedras: oyen el mensaje y de momento lo reciben con alegría; pero no tienen raíces y son volubles; así que, cuando les llegan las pruebas o persecuciones a causa del propio mensaje, enseguida sucumben. Otros son como la semilla que cayó entre los cardos: oyen el mensaje, pero los problemas de la vida, el apego a las riquezas y otras apetencias, llegan y lo ahogan de manera que no da fruto. Otros, en fin, son como la semilla que cayó en tierra fértil: oyen el mensaje, lo reciben y dan fruto al treinta, al sesenta o al ciento por uno. También les dijo: —¿Acaso se enciende una lámpara para taparla con una vasija o meterla debajo de la cama? ¿No se la enciende, más bien, para ponerla en el candelero? Pues nada hay escondido que no haya de ser descubierto, ni hay nada hecho en secreto que no haya de salir a la luz. Si alguien puede entender esto, que lo entienda. También les dijo: —Prestad atención a lo que oís: Dios os medirá con la misma medida con que vosotros medís a los demás, y lo hará con creces. Porque al que tiene, se le dará más todavía; pero al que no tiene, hasta lo que tenga se le quitará. También dijo: —Con el reino de Dios sucede lo mismo que con la semilla que un hombre siembra en la tierra: tanto si duerme como si está despierto, así de noche como de día, la semilla germina y crece, aunque él no sepa cómo. La tierra, por sí misma, la lleva a dar fruto: primero brota la hierba, luego se forma la espiga y, por último, el grano que llena la espiga. Y cuando el grano ya está en sazón, enseguida se mete la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha. También dijo: —¿A qué compararemos el reino de Dios? ¿Con qué parábola lo representaremos? Es como el grano de mostaza, que, cuando se siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra; pero una vez sembrado, crece más que todas las otras plantas y echa ramas tan grandes que a su sombra anidan los pájaros. Con estas y otras muchas parábolas les anunciaba Jesús el mensaje, en la medida en que podían comprenderlo. Y sin parábolas no les decía nada. Luego, a solas, se lo explicaba todo a sus discípulos. Ese mismo día, al anochecer, Jesús dijo a sus discípulos: —Vayamos a la otra orilla del lago. Enseguida, dejando allí a la gente, lo llevaron en la barca tal como estaba. Otras barcas iban con él. De pronto, se levantó una gran tormenta de viento. Las olas azotaban la barca, que comenzó a inundarse. Jesús, entretanto, estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal. Los discípulos lo despertaron, diciendo: —Maestro, ¿no te importa que estemos a punto de perecer? Jesús se incorporó, increpó al viento y dijo al lago: —¡Silencio! ¡Cállate! El viento cesó y todo quedó en calma. Entonces les dijo: —¿A qué viene ese miedo? ¿Dónde está vuestra fe? Pero ellos seguían aterrados, preguntándose unos a otros: —¿Quién es este, que hasta el viento y el lago le obedecen? Llegaron a la otra orilla del lago, a la región de Gerasa. En cuanto Jesús bajó de la barca, salió a su encuentro, procedente del cementerio, un hombre poseído por un espíritu impuro. Este hombre vivía en el cementerio y nadie había podido sujetarlo ni siquiera con cadenas. Muchas veces lo habían encadenado y sujetado con grilletes, pero siempre los había roto y ya nadie lograba dominarlo. Día y noche andaba entre las tumbas y por los montes, gritando y golpeándose con piedras. Al ver de lejos a Jesús, echó a correr y fue a arrodillarse a sus pies, gritando con todas sus fuerzas: —¡Déjame en paz, Jesús, Hijo del Dios Altísimo! ¡Por Dios te ruego que no me atormentes! Y es que Jesús había dicho al espíritu impuro que saliera de aquel hombre. Jesús le preguntó: —¿Cómo te llamas? Él contestó: —Me llamo «Legión», porque somos muchos. Y suplicaba insistentemente a Jesús que no los echara fuera de aquella región. Al pie de la montaña estaba paciendo una gran piara de cerdos, y los espíritus rogaron a Jesús: —Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos. Jesús se lo permitió, y los espíritus impuros salieron del hombre y entraron en los cerdos. Al instante, la piara se lanzó pendiente abajo hasta el lago, donde los cerdos, que eran unos dos mil, se ahogaron. Los porquerizos salieron huyendo y lo contaron en el pueblo y por los campos, de manera que la gente fue allá a ver lo sucedido. Cuando la gente llegó adonde se encontraba Jesús, vio al hombre que había estado poseído por la legión de demonios, y que ahora estaba sentado, vestido y en su cabal juicio. Y todos se llenaron de miedo. Los testigos del hecho refirieron a los demás lo que había pasado con el poseso y con los cerdos, por lo cual, todos se pusieron a rogar a Jesús que se marchara de su comarca. Entonces Jesús subió a la barca. El hombre que había estado endemoniado le rogaba que le permitiera acompañarlo. Pero Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: —Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales todo lo que el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido compasión de ti. El hombre se marchó y comenzó a proclamar por los pueblos de la región de la Decápolis lo que Jesús había hecho con él; y todos se quedaban asombrados. Al regresar Jesús a la otra orilla, se reunió en torno a él mucha gente junto al lago. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, que, al ver a Jesús, se postró a sus pies, suplicándole insistentemente: —Mi hija se está muriendo; pero si tú vienes y pones tus manos sobre ella, se salvará y vivirá. Jesús fue con él. Iba también una gran multitud, que seguía a Jesús y casi lo aplastaba. Entre la gente se encontraba una mujer que desde hacía doce años padecía hemorragias. Había sufrido mucho a manos de muchos médicos y había gastado en ellos toda su fortuna, sin conseguir nada, sino ir de mal en peor. Aquella mujer había oído hablar de Jesús y, confundiéndose entre la gente, llegó hasta él y por detrás le tocó el manto, diciéndose a sí misma: «Solo con que toque su manto, me curaré». Y, efectivamente, le desapareció de inmediato la causa de sus hemorragias y sintió que había quedado curada de su enfermedad. Jesús se dio cuenta enseguida de que un poder curativo había salido de él; se volvió, pues, hacia la gente y preguntó: —¿Quién ha tocado mi manto? Sus discípulos le dijeron: —Ves que la gente casi te aplasta por todas partes ¿y aún preguntas quién te ha tocado? Pero él seguía mirando alrededor para descubrir quién lo había hecho. La mujer, entonces, temblando de miedo porque sabía lo que le había pasado, fue a arrodillarse a los pies de Jesús y le contó toda la verdad. Jesús le dijo: —Hija, tu fe te ha sanado. Vete en paz, libre ya de tu enfermedad. Aún estaba hablando Jesús, cuando llegaron unos de casa del jefe de la sinagoga a decirle a este: —Tu hija ha muerto. No molestes más al Maestro. Pero Jesús, sin hacer caso de aquellas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: —No tengas miedo. ¡Solo ten fe! Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y su hermano Juan, se dirigió a casa del jefe de la sinagoga. Al llegar vio el alboroto y a la gente que lloraba dando muchos alaridos. Entró y les dijo: —¿A qué vienen este alboroto y estos llantos? La niña no está muerta; está dormida. Pero se burlaban de él. Jesús echó a todos de allí y, haciéndose acompañar solamente de los padres de la niña y de los que habían ido con él, entró donde estaba la niña. La tomó de la mano y le dijo: — Talitha, qum, que significa: «Muchacha, a ti me dirijo: levántate». La muchacha, que tenía doce años, se levantó al punto y echó a andar. Y la gente se quedó atónita. Jesús ordenó severamente que no hicieran saber esto a nadie, y mandó dar de comer a la niña. Jesús se fue de allí y regresó a su pueblo acompañado de sus discípulos. Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga; y muchos que lo escuchaban no salían de su asombro y se preguntaban: —¿De dónde ha sacado este todo eso? ¿Quién le ha dado esos conocimientos y de dónde proceden esos milagros que hace? ¿No es este el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no son sus hermanas estas que viven aquí? Así que estaban desconcertados a causa de Jesús. Por eso les dijo: —Solo en su propia tierra, en su propia casa y entre sus familiares menosprecian a un profeta. Y no pudo hacer allí ningún milagro, aparte de curar a unos pocos enfermos poniendo las manos sobre ellos. Estaba verdaderamente sorprendido de la falta de fe de aquella gente. Andaba Jesús enseñando por las aldeas de alrededor, cuando reunió a los doce discípulos y empezó a enviarlos de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus impuros. Les ordenó que no llevaran nada para el camino, excepto un bastón. Ni pan, ni zurrón, ni dinero en el bolsillo; que fueran calzados con sandalias y no llevaran más que lo puesto. Les dio estas instrucciones: —Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta que salgáis del lugar. Y si en algún sitio no quieren recibiros ni escucharos, marchaos de allí y sacudid el polvo pegado a vuestros pies, como testimonio contra esa gente. Los discípulos salieron y proclamaron la necesidad de la conversión. También expulsaron muchos demonios y curaban a muchos enfermos ungiéndolos con aceite. La fama de Jesús llegó a oídos del propio rey Herodes. Había algunos que decían: —Este es Juan el Bautista, que ha resucitado. Por eso tiene poder de hacer milagros. Otros, en cambio, decían que era Elías; y otros, que era un profeta semejante a los profetas antiguos. Al oír Herodes todo esto afirmó: —Este es Juan. Yo mandé que lo decapitaran, pero ha resucitado. Y es que el mismo Herodes había hecho arrestar a Juan y lo tuvo encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la esposa de su hermano Filipo, con la que se había casado. Pues Juan había dicho a Herodes: —No te es lícito tener a la mujer de tu hermano. Por eso, Herodías lo odiaba y quería matarlo, pero aún no había encontrado la ocasión propicia, ya que Herodes temía a Juan sabiendo que era un hombre recto y santo; lo protegía y hasta lo escuchaba con agrado, aunque siempre se quedaba desconcertado. Por fin se presentó la oportunidad cuando Herodes, el día de su cumpleaños, dio un banquete a los grandes de su corte, a los jefes militares y a la gente más importante de Galilea. Durante el banquete salió a bailar la hija de Herodías; y tanto les gustó a Herodes y a sus invitados que el rey dijo a la muchacha: —Pídeme lo que quieras y yo te lo daré. Una y otra vez le juró: —¡Te daré todo lo que me pidas; hasta la mitad de mi reino! La muchacha fue entonces a preguntar a su madre: —¿Qué pido? Su madre le dijo: —La cabeza de Juan el Bautista. Volvió a toda prisa la muchacha y pidió al rey: —Quiero que me des ahora mismo, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista. El rey se entristeció al oír esta petición; pero, como se había comprometido delante de los invitados con su juramento, no quiso desairarla. Así que el rey envió a un soldado con la orden de traerle la cabeza de Juan. El soldado fue a la cárcel, le cortó la cabeza y la trajo en una bandeja. Luego se la entregó a la muchacha y la muchacha se la dio a su madre. Cuando los discípulos de Juan se enteraron de lo ocurrido, fueron a pedir su cadáver y lo pusieron en un sepulcro. Los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le comunicaron todo lo que habían hecho y enseñado. Jesús les dijo: —Venid aparte conmigo. Vamos a descansar un poco en algún lugar solitario. Porque eran tantos los que iban y venían que no les quedaba ni tiempo para comer. Así que subieron a una barca y se dirigieron, ellos solos, a un lugar apartado. Muchos vieron alejarse a Jesús y a los apóstoles y, al advertirlo, vinieron corriendo a pie por la orilla, procedentes de todos aquellos pueblos, y se les adelantaron. Al desembarcar Jesús y ver a toda aquella gente, se compadeció de ellos porque parecían ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles muchas cosas. Como se iba haciendo tarde, los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: —Se está haciendo tarde y este es un lugar despoblado. Despídelos para que vayan a los caseríos y aldeas de alrededor a comprarse algo para comer. Jesús les contestó: —Dadles de comer vosotros mismos. Ellos replicaron: —¿Cómo vamos a comprar nosotros la cantidad de pan que se necesita para darles de comer? Jesús les dijo: —Mirad a ver cuántos panes tenéis. Después de comprobarlo, le dijeron: —Cinco panes y dos peces. Jesús mandó que todos se recostaran por grupos sobre la hierba verde. Y formaron grupos de cien y de cincuenta. Luego él tomó los cinco panes y los dos peces y, mirando al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los fue dando a sus discípulos para que ellos los distribuyeran entre la gente. Lo mismo hizo con los peces. Todos comieron hasta quedar satisfechos; aun así se recogieron doce cestos llenos de trozos sobrantes de pan y de pescado. Los que comieron de aquellos panes fueron cinco mil hombres. A continuación Jesús hizo que sus discípulos subieran a la barca para que llegaran antes que él a la otra orilla del lago, frente a Betsaida, mientras él despedía a la gente. Cuando los hubo despedido, se fue al monte para orar. Al llegar la noche, la barca ya estaba en medio del lago, mientras Jesús se hallaba solo en tierra firme. Ya en las últimas horas de la noche, viendo que estaban casi agotados de remar, porque el viento les era contrario, Jesús se dirigió hacia ellos andando sobre el lago y haciendo ademán de pasar de largo. Cuando ellos lo vieron caminar sobre el lago, creyeron que era un fantasma y se pusieron a gritar. Todos lo vieron y se asustaron; pero Jesús les habló enseguida, diciéndoles: —Tranquilizaos, soy yo. No tengáis miedo. Luego subió a la barca con ellos, y el viento cesó. Ellos no salían de su asombro, pues no habían comprendido lo sucedido con los panes y aún tenían la mente embotada. Cruzaron el lago, tocaron tierra en Genesaret y atracaron allí. Cuando desembarcaron, la gente reconoció enseguida a Jesús y de toda aquella región se apresuraron a llevar en camillas a toda clase de enfermos adonde habían oído que estaba Jesús. Y allí adonde él llegaba, ya fueran aldeas, pueblos o caseríos, ponían a los enfermos en las plazas y le suplicaban que les permitiera tocar aunque solo fuera el borde del manto. Y cuantos lo tocaban recuperaban la salud. Se acercaron a Jesús los fariseos y unos maestros de la ley llegados de Jerusalén y vieron que algunos discípulos de Jesús comían con las manos impuras, esto es, sin habérselas lavado. (Porque los fariseos y demás judíos, siguiendo la tradición de sus antepasados, no comen sin antes haberse lavado las manos cuidadosamente. Así, cuando vuelven del mercado, no comen si antes no se lavan. Y guardan también otras muchas costumbres rituales, tales como lavar las copas, las ollas, las vasijas metálicas y hasta las camas). Preguntaron, pues, a Jesús aquellos fariseos y maestros de la ley: —¿Por qué tus discípulos no respetan la tradición de nuestros antepasados? ¿Por qué se ponen a comer con las manos impuras? Jesús les contestó: —¡Hipócritas! Bien profetizó Isaías acerca de vosotros cuando escribió: Este pueblo me honra de labios afuera, pero su corazón está muy lejos de mí. Inútilmente me rinden culto, pues enseñan doctrinas que solo son preceptos humanos. Vosotros os apartáis de los mandatos de Dios por seguir las tradiciones humanas. Y añadió: —Así que, por mantener vuestras propias tradiciones, os despreocupáis completamente de lo que Dios ha mandado. Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre; y también: El que maldiga a su padre o a su madre será condenado a muerte. En cambio, vosotros afirmáis que si alguno dice a su padre o a su madre: «Lo que tenía reservado para ayudarte, lo he convertido en corbán, es decir, en ofrenda para el Templo», queda liberado de la obligación de prestarles ayuda. De este modo, con esas tradiciones vuestras que os pasáis de unos a otros, anuláis lo que Dios había dispuesto. Además, hacéis otras muchas cosas parecidas a estas. Y recabando de nuevo la atención de la gente, les dijo: —Oídme todos y entended esto: Nada externo al ser humano puede hacerlo impuro. Lo que realmente hace impuro a uno es lo que sale del corazón. [ Quien pueda entender esto, que lo entienda]. Luego, cuando Jesús se apartó de la gente y entró en casa, sus discípulos le preguntaron por el significado de lo que había dicho. Él les contestó: —¿Así que tampoco vosotros sois capaces de entenderlo? ¿No comprendéis que nada de lo que entra de afuera en el ser humano puede hacerlo impuro, porque no entra en su corazón, sino en su vientre, y va a parar a la letrina? Con esto, Jesús declaraba limpios todos los alimentos. Y añadió: —Lo que sale del interior, eso es lo que hace impura a una persona; porque del fondo del corazón humano proceden las malas intenciones, las inmoralidades sexuales, los robos, los asesinatos, los adulterios, la avaricia, la maldad, la falsedad, el desenfreno, la envidia, la blasfemia, el orgullo y la estupidez. Todas estas son las maldades que salen de adentro y hacen impura a una persona. Jesús se fue de aquel lugar y se trasladó a la región de Tiro. Entró en una casa, y quería pasar inadvertido, pero no pudo ocultarse. Una mujer, cuya hija estaba poseída por un espíritu impuro, supo muy pronto que Jesús estaba allí y vino a arrodillarse a sus pies. La mujer era griega, de origen sirofenicio, y rogaba a Jesús que expulsara al demonio que atormentaba a su hija. Jesús le contestó: —Deja primero que los hijos se sacien, pues no está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perros. Ella le respondió: —Es cierto, Señor; pero también es cierto que los perros que están debajo de la mesa comen las migajas que se les caen a los hijos. Jesús, entonces, le dijo: —Por eso que has dicho puedes irte, pues el demonio ya ha salido de tu hija. La mujer regresó a su casa y encontró a su hija acostada en la cama y libre del demonio. Jesús salió de nuevo de la región de Tiro y, pasando por Sidón, se dirigió al lago de Galilea a través del territorio de la Decápolis. Estando allí, le llevaron un hombre que era sordo y tartamudo, y le rogaron que pusiera su mano sobre él. Jesús se llevó al hombre aparte de la gente y, cuando ya estaban solos, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. Luego, mirando al cielo, suspiró y exclamó: —¡Effata! (que significa «¡Ábrete!»). Al punto se abrieron los oídos del sordo, se le desató la lengua y pudo hablar correctamente. Jesús mandó a los presentes que no contaran a nadie lo sucedido; pero cuanto más se lo mandaba, más lo divulgaban. Y la gente decía llena de asombro: —Este lo ha hecho todo bien: hace que los sordos oigan y que los mudos hablen. Por aquellos días se reunió otra vez mucha gente. Como no tenían qué comer, Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: —Me da lástima esta gente. Ya hace tres días que están conmigo y no tienen nada que comer. Si los despido y los dejo ir a sus casas en ayunas, van a desfallecer por el camino. Y algunos han venido de lejos. Los discípulos le contestaron: —Pero ¿de dónde podrá uno sacar pan para dar de comer a todos estos en este lugar apartado? Jesús les preguntó: —¿Cuántos panes tenéis? Ellos contestaron: —Siete. Jesús dispuso que la gente se sentara en el suelo. Luego tomó los siete panes, dio gracias a Dios, los partió y se los fue dando a sus discípulos para que ellos los distribuyeran. Y los discípulos los distribuyeron entre la gente. Tenían además unos cuantos peces; Jesús los bendijo y mandó que los repartieran. Todos comieron hasta quedar satisfechos, y todavía se recogieron siete espuertas de los trozos sobrantes de pan. Luego Jesús despidió a la multitud, que era de unas cuatro mil personas. A continuación subió a la barca con sus discípulos y se dirigió a la región de Dalmanuta. Llegaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús. Para tenderle una trampa, le pidieron que hiciera alguna señal milagrosa de parte de Dios. Pero Jesús, suspirando profundamente, dijo: —¿Por qué pide esta gente una señal milagrosa? ¡Os aseguro que no se les dará señal alguna! Y, dejándolos, se embarcó de nuevo y pasó a la otra orilla del lago. Los discípulos habían olvidado llevar pan. Solamente tenían uno en la barca. Jesús les recomendó: —Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de Herodes. Los discípulos comentaban unos con otros: «Esto lo dice porque no hemos traído pan». Pero, dándose cuenta de ello, Jesús les dijo: —¿Por qué estáis comentando que os falta el pan? ¿Tan embotada tenéis la mente que no sois capaces de entender ni comprender nada? ¡Tenéis ojos, pero no veis; tenéis oídos, pero no oís! ¿Ya no os acordáis de cuando repartí cinco panes entre cinco mil personas? ¿Cuántos cestos llenos de trozos sobrantes recogisteis? Le contestaron: —Doce. —Y cuando repartí siete panes entre cuatro mil personas, ¿cuántas espuertas de trozos sobrantes recogisteis? Le contestaron: —Siete. Y Jesús les dijo: —¿Y aún seguís sin entender? Cuando llegaron a Betsaida, le presentaron a Jesús un ciego y le pidieron que lo tocase. Jesús tomó de la mano al ciego y lo condujo fuera de la aldea. Allí le untó los ojos con saliva, puso las manos sobre él y le preguntó: —¿Ves algo? El ciego abrió los ojos y dijo: —Veo a la gente. Son como árboles que andan. Jesús le puso otra vez las manos sobre los ojos, y entonces el ciego comenzó a ver perfectamente. Estaba curado y hasta de lejos podía ver todo con toda claridad. Después, Jesús lo mandó a su casa, encargándole que ni siquiera entrase en la aldea. Jesús y sus discípulos se fueron a las aldeas de Cesarea de Filipo. Por el camino les preguntó: —¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos contestaron: —Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros, que alguno de los profetas. Jesús volvió a preguntarles: —Y vosotros, ¿quién decís que soy? Entonces Pedro declaró: —¡Tú eres el Mesías! Pero Jesús les mandó que no hablaran a nadie sobre él. Entonces Jesús empezó a explicarles que el Hijo del hombre tenía que sufrir mucho; que había de ser rechazado por los ancianos del pueblo, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley; que luego lo matarían, pero que al tercer día resucitaría. Les hablaba con toda claridad. Pedro entonces, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo. Pero Jesús se volvió y, mirando a sus discípulos, reprendió a su vez a Pedro, diciéndole: —¡Apártate de mí, Satanás! ¡Tú no piensas como piensa Dios, sino como piensa la gente! Luego Jesús convocó a la gente y a sus propios discípulos y les dijo: —Si alguno quiere ser discípulo mío, deberá olvidarse de sí mismo, cargar con su cruz y seguirme. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que entregue su vida por mi causa y por la causa del evangelio, ese la salvará. Pues ¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero si pierde su propia vida? ¿O qué podrá dar una persona a cambio de su vida? Pues bien, si alguno se avergüenza de mí y de mi mensaje delante de esta gente infiel y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga rodeado de la gloria de su Padre y acompañado de los santos ángeles. Y les dijo también: —Os aseguro que algunos de los que están aquí no morirán sin haber comprobado que el reino de Dios ha llegado con poder. Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan y los llevó aparte a ellos solos a un monte alto. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Su ropa se volvió de una blancura resplandeciente, tal como ningún batanero de este mundo sería capaz de blanquearla. Y los discípulos vieron a Elías y a Moisés, que estaban conversando con Jesús. Entonces Pedro dijo a Jesús: —¡Maestro, qué bien estamos aquí! Hagamos tres cabañas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Es que no sabía lo que decía, porque estaban aterrados. En esto quedaron envueltos por una nube de la que salía una voz: —Este es mi Hijo amado. Escuchadlo. En aquel instante miraron a su alrededor y ya no vieron a nadie sino únicamente a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado. Y, en efecto, ellos guardaron este secreto, aunque discutían qué sería aquello de «resucitar». Entonces le preguntaron: —¿Por qué dicen los maestros de la ley que Elías tiene que venir primero? Jesús les contestó: —Es cierto que Elías ha de venir primero para ponerlo todo en orden. Pero, por otra parte, ¿no dicen las Escrituras que el Hijo del hombre ha de sufrir mucho y que ha de ser ultrajado? En cuanto a Elías, os aseguro que ya vino; pero ellos lo maltrataron a su antojo, tal como dicen las Escrituras sobre él. Cuando volvieron adonde estaban los otros discípulos, vieron que había mucha gente reunida con ellos y que estaban discutiendo con los maestros de la ley. Al ver a Jesús, la gente se quedó sorprendida y corrieron todos a saludarlo. Jesús preguntó a sus discípulos: —¿De qué estáis discutiendo con ellos? Uno de entre la gente le contestó: —Maestro, te he traído a mi hijo, que está poseído por un espíritu mudo. Cuando menos se espera, se apodera de él y lo derriba al suelo, haciéndole arrojar espuma por la boca y rechinar los dientes hasta que se queda rígido. Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no lo han conseguido. Jesús exclamó: —Gente incrédula, ¿hasta cuándo habré de estar entre vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traedme al muchacho. Se lo llevaron; y cuando el espíritu vio a Jesús, enseguida se puso a zarandear con violencia al muchacho, que cayó al suelo revolcándose y echando espuma por la boca. Jesús preguntó al padre: —¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto? Le contestó: —Desde niño. Muchas veces ese espíritu lo arroja al fuego o al agua para matarlo. Si puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos. Jesús le contestó: —¡Cómo «si puedes»! Para el que tiene fe, todo es posible. Entonces el padre del muchacho exclamó: —¡Yo tengo fe, pero ayúdame a tener más! Jesús, al ver que se aglomeraba la gente, increpó al espíritu impuro, diciéndole: —¡Espíritu mudo y sordo, te ordeno que salgas de él y que no vuelvas a entrar en él jamás! El espíritu, gritando y haciendo que el muchacho se retorciera con violencia, salió de él dejándolo como muerto, de manera que, en efecto, todos los presentes lo consideraban muerto. Pero Jesús lo tomó de la mano y lo levantó, y el muchacho quedó en pie. Más tarde, cuando los discípulos entraron en casa, preguntaron aparte a Jesús: —¿Por qué nosotros no pudimos expulsar ese demonio? Jesús les contestó: —Este es un género de demonio que nadie puede expulsar si no es por medio de la oración. Se fueron de allí y pasaron por Galilea. Jesús no quería que nadie lo supiera, porque estaba dedicado a instruir a sus discípulos. Les explicaba que el Hijo del hombre iba a ser entregado a hombres que lo matarían, y que al tercer día resucitaría. Pero ellos no entendían nada de esto. Y tampoco se atrevían a preguntarle. Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, Jesús les preguntó: —¿Qué discutíais por el camino? Ellos callaban, porque por el camino habían venido discutiendo acerca de quién de ellos sería el más importante. Jesús entonces se sentó, llamó a los Doce y les dijo: —Si alguno quiere ser el primero, colóquese en último lugar y hágase servidor de todos. Luego puso un niño en medio de ellos y, tomándolo en brazos, les dijo: —El que recibe en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, no solo me recibe a mí, sino al que me ha enviado. Juan le dijo: —Maestro, hemos visto a uno que estaba expulsando demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de los nuestros. Jesús contestó: —No se lo prohibáis, porque nadie puede hacer milagros en mi nombre y al mismo tiempo hablar mal de mí. El que no está contra nosotros, está a nuestro favor. Y el que os dé a beber un vaso de agua porque sois del Mesías, os aseguro que no quedará sin recompensa. A quien sea causa de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que lo arrojaran al mar con una piedra de molino atada al cuello. Si tu mano va a ser causa de que caigas en pecado, córtatela. Porque más te vale entrar manco en la vida eterna que con tus dos manos ir a parar a la gehena, al fuego que nunca se apaga, [ donde el gusano que los roe no muere y el fuego no se extingue]. Y si tu pie va a ser causa de que caigas en pecado, córtatelo. Porque más te vale entrar cojo en la vida eterna que con tus dos pies ser arrojado a la gehena, [ donde el gusano que los roe no muere y el fuego no se extingue]. Y si tu ojo va a ser causa de que caigas en pecado, arrójalo lejos de ti. Porque más te vale entrar tuerto en el reino de Dios que con tus dos ojos ser arrojado a la gehena, donde el gusano que los roe no muere y el fuego no se extingue. Todo ha de ser salado al fuego. La sal es buena, pero si se vuelve insípida, ¿cómo recobrará su sabor? ¡Tened sal en vosotros mismos y vivid en paz unos con otros! Jesús partió de aquel lugar y se fue a la región de Judea, situada en la otra orilla del Jordán. Allí la gente volvió a reunirse a su alrededor, y él, como tenía por costumbre, se puso de nuevo a instruirlos. En esto se le acercaron unos fariseos y, para tenderle una trampa, le preguntaron si está permitido al marido separarse de su mujer. Jesús les contestó: —¿Qué os mandó Moisés? Ellos dijeron: —Moisés dispuso que el marido levante acta de divorcio cuando vaya a separarse de su mujer. Jesús entonces les dijo: —Moisés escribió esa disposición a causa de la dureza de vuestro corazón; pero Dios, cuando creó al género humano, los hizo hombre y mujer. Por esta razón, dejará el hombre a sus padres, [ se unirá a su mujer ] y ambos llegarán a ser como una sola persona. De modo que ya no son dos personas, sino una sola. Por tanto, lo que Dios ha unido no deben separarlo los humanos. Cuando volvieron de nuevo a casa, los discípulos preguntaron a Jesús qué había querido decir. Él les contestó: —El que se separa de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera; y si una mujer se separa de su marido y se casa con otro, también comete adulterio. Llevaron unos niños a Jesús para que los bendijese. Los discípulos reñían a quienes los llevaban; pero Jesús, al verlo, se enojó y les dijo: —Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque el reino de Dios es para los que son como ellos. Os aseguro que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y estrechaba a los niños entre sus brazos y los bendecía poniendo las manos sobre ellos. Iba Jesús de camino, cuando vino uno corriendo, se arrodilló delante de él y le preguntó: —Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna? Jesús le dijo: —¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino solamente Dios. Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no des falso testimonio, no engañes a nadie; honra a tu padre y a tu madre. El joven respondió: —Maestro, todo eso lo he guardado desde mi adolescencia. Jesús entonces, mirándolo con afecto, le dijo: —Una cosa te falta: Ve, vende cuanto posees y reparte el producto entre los pobres. Así te harás un tesoro en el cielo. Luego vuelve y sígueme. Al oír esto, se sintió contrariado y se marchó entristecido, porque era muy rico. Entonces Jesús, mirando a su alrededor, dijo a sus discípulos: —¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios! Los discípulos se quedaron asombrados al oír estas palabras. Pero Jesús repitió: —Hijos míos, ¡qué difícil va a ser entrar en el reino de Dios! Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de Dios. Con esto, los discípulos quedaron todavía más sorprendidos, y se preguntaban unos a otros: —En ese caso, ¿quién podrá salvarse? Jesús los miró y les dijo: —Para los hombres es imposible, pero no lo es para Dios, porque para Dios todo es posible. Pedro le dijo entonces: —Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte. Jesús le respondió: —Os aseguro que no hay nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o tierras por causa mía y del evangelio, y no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos, madres, hijos y tierras, aunque todo ello sea con persecuciones; y en el mundo venidero, la vida eterna. Muchos que ahora son primeros, serán los últimos, y muchos que ahora son últimos, serán los primeros. En el camino que sube hacia Jerusalén, Jesús iba delante de sus discípulos, que estaban admirados; por su parte, quienes iban detrás estaban asustados. Jesús entonces, llamando de nuevo a los Doce, se puso a hablarles de lo que estaba a punto de sucederle. Les dijo: —Ya veis que estamos subiendo a Jerusalén. Allí el Hijo del hombre será entregado a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la ley que lo condenarán a muerte y lo pondrán en manos de extranjeros que se burlarán de él, lo escupirán, lo golpearán y lo matarán. Pero después de tres días resucitará. Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: —Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte. Jesús les preguntó: —¿Qué queréis que haga por vosotros? Le dijeron: —Concédenos que nos sentemos junto a ti en tu gloria: el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. Jesús les respondió: —No sabéis lo que estáis pidiendo. ¿Podéis vosotros beber la misma copa de amargura que yo estoy bebiendo, o ser bautizados con el mismo bautismo con que yo estoy siendo bautizado? Ellos le contestaron: —¡Sí, podemos hacerlo! Jesús les dijo: —Pues bien, beberéis de la copa de amargura que yo estoy bebiendo y seréis bautizados con mi propio bautismo; pero que os sentéis el uno a mi derecha y el otro a mi izquierda, no es cosa mía concederlo; es para quienes ha sido reservado. Cuando los otros diez discípulos oyeron esto, se enfadaron con Santiago y Juan. Entonces Jesús los reunió y les dijo: —Como muy bien sabéis, los que se tienen por gobernantes de las naciones las someten a su dominio, y los que ejercen poder sobre ellas las rigen despóticamente. Pero entre vosotros no debe ser así. Antes bien, si alguno quiere ser grande, que se ponga al servicio de los demás; y si alguno quiere ser principal, que se haga servidor de todos. Porque así también el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en pago de la libertad de todos. En esto llegaron a Jericó. Y más tarde, cuando Jesús salía de allí acompañado de sus discípulos y de otra mucha gente, un ciego llamado Bartimeo (es decir, hijo de Timeo) estaba sentado junto al camino pidiendo limosna. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret quien pasaba, empezó a gritar: —¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí! Muchos le decían que se callara, pero él gritaba cada vez más: —¡Hijo de David, ten compasión de mí! Entonces Jesús se detuvo y dijo: —Llamadlo. Llamaron al ciego, diciéndole: —Ten confianza, levántate, él te llama. El ciego, arrojando su capa, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le preguntó: —¿Qué quieres que haga por ti? Contestó el ciego: —Maestro, que vuelva a ver. Jesús le dijo: —Puedes irte. Tu fe te ha sanado. Al punto recobró la vista y siguió a Jesús por el camino. Cerca ya de Jerusalén, al llegar a Betfagé y Betania, al pie del monte de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos con este encargo: —Id a la aldea que tenéis ahí enfrente, y nada más entrar encontraréis un pollino atado, sobre el cual nunca ha montado nadie. Desatadlo y traédmelo. Y si alguien os pregunta por qué hacéis eso, contestadle que el Señor lo necesita y que enseguida lo devolverá. Los discípulos fueron y encontraron un pollino atado junto a una puerta, en la calle; y lo desataron. Algunos de los que estaban allí les dijeron: —¿Por qué desatáis al pollino? Ellos contestaron lo que Jesús les había dicho, y les dejaron que se lo llevaran. Trajeron el pollino adonde estaba Jesús, colocaron encima sus mantos y Jesús montó sobre él. Muchos alfombraban con sus mantos el camino, mientras otros llevaban ramas cortadas en el campo. Y los que iban delante y los que iban detrás gritaban: — ¡Viva! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, el reino de nuestro padre David! ¡ Gloria al Dios Altísimo! Cuando Jesús entró en Jerusalén, se dirigió al Templo. Después de echar una ojeada por todas partes, como ya estaba anocheciendo, se fue a Betania acompañado de los Doce. Al día siguiente, cuando salieron de Betania, Jesús sintió hambre. Al ver de lejos una higuera muy frondosa, se acercó a ella a ver si tenía fruto; pero encontró únicamente hojas, porque aún no era el tiempo de los higos. Entonces Jesús exclamó de forma que sus discípulos lo oyeran: —¡Que nunca jamás coma nadie fruto de ti! Llegaron a Jerusalén y, entrando en el Templo, Jesús se puso a expulsar a los que allí estaban vendiendo y comprando. Volcó las mesas de los cambistas de moneda y los puestos de los vendedores de palomas, y no permitía que nadie anduviera por el Templo llevando objetos de un lado a otro. Y los instruía increpándolos: —¿Acaso no dicen las Escrituras que mi casa ha de ser casa de oración para todas las naciones? Pero vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones. Oyeron estas palabras los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, y comenzaron a buscar la manera de matar a Jesús. Pero le tenían miedo, porque toda la gente estaba pendiente de su enseñanza. Al llegar la noche, Jesús y sus discípulos salieron de la ciudad. Cuando a la mañana siguiente pasaron junto a la higuera, vieron que se había secado hasta la raíz. Entonces Pedro, recordando lo sucedido, dijo a Jesús: —Maestro, mira: la higuera que maldijiste se ha secado. Jesús le contestó: —Tened fe en Dios. Os aseguro que si alguien dice a ese monte que se quite de ahí y se arroje al mar, y lo dice sin vacilar, creyendo de todo corazón que va a realizarse lo que pide, lo obtendrá. Por eso os digo que obtendréis todo lo que pidáis en oración, si tenéis fe en que vais a recibirlo. Y cuando estéis orando, si tenéis algo contra alguien, perdonádselo, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone el mal que vosotros hacéis. [ Pero, si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre os perdonará el mal que vosotros hacéis]. Cuando llegaron de nuevo a Jerusalén, mientras Jesús estaba paseando por el Templo se le acercaron los jefes de los sacerdotes, los maestros de la ley y los ancianos, y le preguntaron: —¿Con qué derecho haces tú todo eso? ¿Quién te ha autorizado a hacer lo que estás haciendo? Jesús les contestó: —Yo también voy a preguntaros una cosa. Respondedme y os diré con qué derecho hago todo esto. ¿De quién recibió Juan el encargo de bautizar: de Dios o de los hombres? ¡Respondedme! Ellos se pusieron a razonar entre sí: «Si contestamos que lo recibió de Dios, él dirá: “¿Por qué, pues, no le creísteis?” Pero ¿cómo vamos a decir que lo recibió de los hombres?». Y es que temían la reacción del pueblo, porque todos tenían a Juan por profeta. Así que respondieron: —No lo sabemos. Entonces Jesús les replicó: —Pues tampoco yo os diré con qué derecho hago todo esto. Jesús les contó entonces esta parábola: —Un hombre plantó una viña, la cercó con una valla, construyó un lagar y levantó una torre; luego la arrendó a unos labradores y se fue de viaje. En el tiempo oportuno envió un criado para percibir de los labradores la parte correspondiente del fruto de la viña. Pero ellos le echaron mano al criado, lo golpearon y lo mandaron de vuelta con las manos vacías. Volvió a enviarles otro criado, y ellos lo hirieron en la cabeza y lo llenaron de injurias. Luego mandó a otro, y a este lo asesinaron. Y lo mismo hicieron con otros muchos; a unos los hirieron y a otros los mataron. Cuando al amo ya únicamente le quedaba su hijo querido, lo envió por último a los viñadores pensando: «A mi hijo lo respetarán». Pero aquellos labradores se dijeron unos a otros: «Este es el heredero. Matémoslo, y la herencia será nuestra». Y, echándole mano, lo asesinaron y lo arrojaron fuera de la viña. ¿Qué hará, pues, el dueño de la viña? Llegará, hará perecer a esos labradores y dará la viña a otros. ¿No habéis leído este pasaje de las Escrituras: La piedra que desecharon los constructores, se ha convertido en la piedra principal. Esto lo ha hecho el Señor, y nos resulta verdaderamente maravilloso? Sus adversarios comprendieron que Jesús se había referido a ellos con esta parábola. Por eso trataban de apresarlo, aunque finalmente desistieron y se marcharon, porque temían a la gente. Los fariseos y los del partido de Herodes enviaron algunos de los suyos con el encargo de sorprender a Jesús en alguna palabra comprometedora. Vinieron, pues, y le preguntaron: —Maestro, sabemos que tú eres sincero y que no te preocupa el qué dirán, pues no juzgas a la gente por las apariencias, sino que enseñas con toda verdad a vivir como Dios quiere; así pues, ¿estamos o no estamos obligados a pagar el tributo al emperador romano? ¿Tenemos o no tenemos que dárselo? Jesús, conociendo la hipocresía que había en ellos, les contestó: —¿Por qué me ponéis trampas? Traedme un denario para que yo lo vea. Ellos se lo presentaron y Jesús les preguntó: —¿De quién es esta efigie y esta inscripción? Le contestaron: —Del César. Entonces Jesús les dijo: —Pues dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Con esta respuesta quedaron estupefactos. Después de esto vinieron unos saduceos que, como dicen que no hay resurrección, hicieron a Jesús esta pregunta: —Maestro, Moisés nos dejó escrito que si el hermano de uno muere y deja esposa, pero no hijos, el hermano mayor superviviente deberá casarse con la viuda para dar descendencia al hermano difunto. Pues bien, hubo una vez siete hermanos; el primero de ellos se casó, pero murió sin haber tenido descendencia. Entonces el segundo hermano se casó con la viuda, pero él también murió sin dejar descendencia. Lo mismo pasó con el tercero, y con los siete: ninguno tuvo descendencia de aquella mujer, que fue la última de todos en morir. Así, pues, en la resurrección, cuando todos resuciten, ¿de cuál de ellos será esposa, si los siete estuvieron casados con ella? Jesús les dijo: —Estáis en esto muy equivocados al no conocer las Escrituras ni tener idea del poder de Dios. En la resurrección ya no habrá matrimonios, sino que todos serán como los ángeles que están en los cielos. En cuanto a que los muertos han de resucitar, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en el pasaje de la zarza, lo que Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Pues bien, él es Dios de vivos y no de muertos. ¡Estáis muy equivocados! Uno de los maestros de la ley que había escuchado toda la discusión, al ver lo bien que Jesús les había respondido, se acercó a él y le preguntó: —¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús le contestó: —El primero es: Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas. Y el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento mayor que estos. El maestro de la ley contestó a Jesús: —¡Muy bien, Maestro! Es cierto lo que dices: Dios es único y no hay otro fuera de él. Y amar a Dios con todo nuestro corazón, con todo nuestro entendimiento y con todas nuestras fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios. Jesús entonces, viendo que había contestado con sabiduría, le dijo: —Tú no estás lejos del reino de Dios. Después de esto, ya nadie se atrevió a hacerle más preguntas. Jesús estaba enseñando en el Templo e interpelaba a sus oyentes diciendo: —¿Cómo es que los maestros de la ley dicen que el Mesías es hijo de David? El propio David afirmó, inspirado por el Espíritu Santo: Dijo el Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies». Pues si el propio David llama Señor al Mesías, ¿cómo puede el Mesías ser hijo suyo? Y era mucha la gente que disfrutaba escuchando a Jesús. Decía también Jesús en su enseñanza: —Guardaos de esos maestros de la ley, a quienes agrada pasear vestidos con ropaje suntuoso, ser saludados en público y ocupar los lugares preferentes en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes. ¡Esos que devoran las haciendas de las viudas, recitando largas oraciones para disimular, recibirán el más severo castigo! Estaba Jesús sentado frente al cofre de las ofrendas y miraba cómo la gente echaba dinero en ella. Muchos ricos echaban en cantidad. En esto llegó una viuda pobre que echó dos monedas de muy poco valor. Jesús llamó entonces a los discípulos y les dijo: —Os aseguro que esta viuda pobre ha echado en el cofre más que todos los demás. Porque todos los otros echaron de lo que les sobraba, pero ella, dentro de su necesidad, ha echado cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir. Cuando Jesús salía del Templo, uno de sus discípulos le dijo: —Maestro, ¡mira qué hermosura de piedras y qué construcciones! Jesús le contestó: —¿Ves esas grandiosas construcciones? Pues de ellas no quedará piedra sobre piedra. ¡Todo será destruido! Estaba Jesús sentado en la ladera del monte de los Olivos de cara al Templo, cuando Pedro, Santiago, Juan y Andrés le preguntaron aparte: —Dinos cuándo sucederá todo eso y cómo sabremos que esas cosas están a punto de realizarse. Jesús les contestó: —Tened cuidado de que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: «Yo soy», y engañarán a mucha gente. Cuando oigáis noticias de guerras y rumores de conflictos bélicos, no os alarméis. Aunque todo eso ha de suceder, todavía no será el fin. Se levantarán unas naciones contra otras, y unos reinos contra otros, y por todas partes habrá terremotos y hambres. Estas calamidades serán solo el principio de los males que han de sobrevenir. Mirad por vosotros mismos. Os entregarán a las autoridades y os golpearán en las sinagogas. Por causa de mí os llevarán ante gobernadores y reyes para que deis testimonio delante de ellos. Pues antes del fin ha de ser anunciado a todas las naciones el evangelio. Cuando os conduzcan para entregaros a las autoridades, no os preocupéis por lo que habéis de decir; decid lo que en aquel momento os sugiera Dios, pues no seréis vosotros quienes habléis, sino el Espíritu Santo. Entonces el hermano entregará a la muerte a su hermano, y el padre a su hijo; los hijos se levantarán contra sus padres y los matarán. Todos os odiarán por causa de mí; pero el que se mantenga firme hasta el fin, se salvará. Cuando veáis que el ídolo abominable de la destrucción está en el lugar donde no debe estar (medite en esto el que lo lea), entonces los que estén en Judea huyan a las montañas; el que esté en la azotea no baje ni entre en casa a recoger ninguna de sus cosas; el que esté en el campo no regrese ni siquiera para recoger su manto. ¡Ay de las mujeres embarazadas y de las que en esos días estén criando! Orad para que todo esto no suceda en invierno, porque aquellos días serán de un sufrimiento tal como no lo ha habido desde que el mundo existe, cuando Dios lo creó, hasta ahora, ni volverá a haberlo jamás. Si el Señor no acortara ese tiempo, nadie podría salvarse. Pero él lo abreviará por causa de los que ha elegido. Si alguien os dice entonces: «Mira, aquí está el Mesías» o «Mira, está allí», no lo creáis. Porque aparecerán falsos mesías y falsos profetas que harán señales milagrosas y prodigios con objeto de engañar, si fuera posible, incluso a los que Dios ha elegido. ¡Tened cuidado! Os lo advierto todo de antemano. Cuando hayan pasado los sufrimientos de aquellos días, el sol se oscurecerá y la luna perderá su brillo; las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestes se estremecerán. Entonces se verá llegar al Hijo del hombre en las nubes con gran poder y gloria. Y él enviará a los ángeles para que convoquen a sus elegidos de los cuatro puntos cardinales, del confín de la tierra hasta el confín del cielo. Fijaos en el ejemplo de la higuera: cuando veis que sus ramas se ponen tiernas y comienzan a brotarles las hojas, conocéis que el verano está cerca. Pues de la misma manera, cuando veáis esto que os anuncio, sabed que el fin está cerca, a las puertas. Os aseguro que no pasará la actual generación hasta que todo esto acontezca. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día y la hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo. Solamente el Padre lo sabe. Por tanto, procurad estar despiertos, porque no sabéis cuándo llegará el momento. Es como alguien que, al ausentarse de su casa, confía a sus criados la administración de ella; a cada uno lo hace responsable de su propia obligación, y al portero le encarga que vigile bien. Estad, pues, vigilantes también vosotros, porque no sabéis cuándo va a llegar el señor de la casa: si al anochecer, a la medianoche, al canto del gallo o de madrugada. ¡Que no os encuentre dormidos, aunque venga de improviso! Y esto que os digo a vosotros, se lo digo a todos: ¡Estad vigilantes! Faltaban dos días para la fiesta de la Pascua y de los Panes sin levadura, y los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley andaban buscando el modo de tender una trampa a Jesús para prenderlo y matarlo. Decían, sin embargo: —No lo hagamos durante la fiesta, a fin de evitar una alteración del orden público. Estaba Jesús en Betania, en casa de un tal Simón, a quien llamaban el leproso. Mientras se hallaba sentado a la mesa, llegó una mujer que llevaba en un frasco de alabastro un perfume de nardo auténtico y muy valioso. Rompió el frasco y vertió el perfume sobre la cabeza de Jesús. Molestos por ello, algunos comentaban entre sí: «¿A qué viene tal derroche de perfume? Podía haberse vendido este perfume por más de trescientos denarios y haber entregado el importe a los pobres». Así que murmuraban contra aquella mujer. Pero Jesús les dijo: —Dejadla. ¿Por qué la molestáis? Lo que ha hecho conmigo es bueno. A los pobres los tendréis siempre entre vosotros y podréis hacerles todo el bien que queráis; pero a mí no me tendréis siempre. Ha hecho lo que estaba en su mano preparando por anticipado mi cuerpo para el entierro. Os aseguro que, en cualquier lugar del mundo donde se anuncie el evangelio, se recordará también a esta mujer y lo que hizo. Entonces Judas Iscariote, uno de los doce discípulos, fue a hablar con los jefes de los sacerdotes para entregarles a Jesús. Ellos se alegraron al oírlo y prometieron darle dinero a cambio. Así que Judas comenzó a buscar una oportunidad para entregarlo. El primer día de los Panes sin levadura, cuando se sacrificaba el cordero de Pascua, los discípulos le preguntaron a Jesús: —¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? Jesús envió a dos de sus discípulos diciéndoles: —Id a la ciudad y encontraréis a un hombre que lleva un cántaro de agua. Seguidlo y, allí donde entre, decid al dueño de la casa: «El Maestro dice: ¿Cuál es la estancia donde voy a comer la Pascua con mis discípulos?». Él os mostrará en el piso de arriba una sala amplia, ya dispuesta y arreglada. Preparadlo todo allí para nosotros. Los discípulos salieron y fueron a la ciudad, donde encontraron todo como Jesús les había dicho. Y prepararon la cena de Pascua. Al anochecer llegó Jesús con los Doce, se sentaron a la mesa y, mientras estaban cenando, Jesús dijo: —Os aseguro que uno de vosotros va a traicionarme. Uno que está comiendo conmigo. Se entristecieron los discípulos y uno tras otro comenzaron a preguntarle: —¿Acaso seré yo, Señor? Jesús les dijo: —Es uno de los Doce; uno que ha tomado un bocado de mi propio plato. Es cierto que el Hijo del hombre tiene que seguir su camino, como dicen de él las Escrituras. Sin embargo, ¡ay de aquel que traiciona al Hijo del hombre! Mejor le sería no haber nacido. Durante la cena, Jesús tomó pan, bendijo a Dios, lo partió y se lo dio diciendo: —Tomad, esto es mi cuerpo. Tomó luego en sus manos una copa, dio gracias a Dios y la pasó a sus discípulos. Y bebieron todos de ella. Él les dijo: —Esto es mi sangre, la sangre de la alianza, que va a ser derramada en favor de todos. Os aseguro que no volveré a beber de este fruto de la vid hasta el día aquel en que beba un vino nuevo en el reino de Dios. Cantaron después el himno y salieron hacia el monte de los Olivos. Jesús les dijo: —Todos me vais a abandonar, porque así lo dicen las Escrituras: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas. Pero después de mi resurrección iré delante de vosotros a Galilea. Pedro le dijo: —¡Aunque todos te abandonen, yo no te abandonaré! Jesús le contestó: —Te aseguro que hoy, esta misma noche, antes de que el gallo cante por segunda vez, tú me habrás negado tres veces. Pedro insistió, asegurando: —¡Yo no te negaré, aunque tenga que morir contigo! Y lo mismo decían todos los demás. Llegados al lugar llamado Getsemaní, Jesús dijo a sus discípulos: —Quedaos aquí sentados mientras yo voy a orar. Se llevó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y comenzó a sentirse atemorizado y angustiado. Les dijo: —Me está invadiendo una tristeza de muerte. Quedaos aquí y velad. Se adelantó unos pasos más y, postrándose en tierra, oró pidiéndole a Dios que, si era posible, pasara de él aquel trance. Decía: —¡Abba, Padre, todo es posible para ti! Líbrame de esta copa de amargura; pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú. Volvió entonces y, al encontrar dormidos a los discípulos, dijo a Pedro: —Simón, ¿duermes? ¿Ni siquiera has podido velar una hora? Velad y orad para que no desfallezcáis en la prueba. Es cierto que tenéis buena voluntad, pero os faltan las fuerzas. Otra vez se alejó de ellos y oró diciendo lo mismo. Regresó de nuevo adonde estaban los discípulos y volvió a encontrarlos dormidos, pues tenían los ojos cargados de sueño. Y no supieron qué contestarle. Cuando volvió por tercera vez, les dijo: —¿Aún seguís durmiendo y descansando? ¡Ya basta! Ha llegado la hora: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores. Levantaos, vámonos. Ya está aquí el que me va a entregar. Todavía estaba Jesús hablando cuando se presentó Judas, uno de los Doce. Venía acompañado de un tropel de gente armada con espadas y garrotes, que habían sido enviados por los jefes de los sacerdotes, los maestros de la ley y los ancianos. Judas, el traidor, les había dado esta contraseña: —Aquel a quien yo bese, ese es. Apresadlo y lleváoslo bien sujeto. Al llegar, se acercó enseguida a Jesús y le dijo: —¡Maestro! Y lo besó. Los otros, por su parte, echando mano a Jesús, lo apresaron. Uno de los que estaban con él sacó la espada y, de un golpe, le cortó una oreja al criado del sumo sacerdote. Jesús, entonces, tomó la palabra y les dijo: —¿Por qué habéis venido a arrestarme con espadas y garrotes como si fuera un ladrón? Todos los días he estado entre vosotros enseñando en el Templo, y no me habéis arrestado. Pero así debe ser para que se cumplan las Escrituras. Y todos los discípulos lo abandonaron y huyeron. Un muchacho, cubierto solo con una sábana, iba siguiendo a Jesús. También quisieron echarle mano; pero él, desprendiéndose de la sábana, huyó desnudo. Llevaron a Jesús ante el sumo sacerdote; y se reunieron también todos los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los maestros de la ley. Pedro, que lo había seguido de lejos hasta la mansión del sumo sacerdote, se sentó con los criados a calentarse junto al fuego. Los jefes de los sacerdotes y el pleno del Consejo Supremo andaban buscando un testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte; pero no lo encontraban porque, aunque muchos testificaban falsamente contra él, sus testimonios no concordaban. Algunos se levantaron y testificaron en falso contra Jesús, diciendo: —Nosotros lo hemos oído afirmar: «Yo derribaré este Templo obra de manos humanas y en tres días construiré otro que no será obra humana». Pero ni aun así conseguían hacer coincidir los testimonios. Poniéndose, entonces, de pie en medio de todos, el sumo sacerdote preguntó a Jesús: —¿No tienes nada que alegar a lo que estos testifican contra ti? Pero Jesús permaneció en silencio, sin contestar ni una palabra. El sumo sacerdote insistió preguntándole: —¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito? Jesús respondió: —Sí, lo soy. Y vosotros veréis al Hijo del hombre sentado junto al Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo. Al oír esto, el sumo sacerdote se rasgó las vestiduras y exclamó: —¿Para qué necesitamos más testimonios? ¡Ya habéis oído su blasfemia! ¿Qué os parece? Todos juzgaron que merecía la muerte. Algunos se pusieron a escupirlo y, tapándole la cara, lo golpeaban y le decían: —¡A ver si adivinas! Y también los criados le daban bofetadas. Entre tanto, Pedro estaba abajo, en el patio de la casa. Llegó una criada del sumo sacerdote y, al ver a Pedro calentándose junto al fuego, lo miró atentamente y dijo: —Oye, tú también estabas con Jesús, el de Nazaret. Pedro lo negó, diciendo: —Ni sé quién es ese ni de qué estás hablando. Y salió al vestíbulo. Entonces cantó un gallo. La criada lo volvió a ver y dijo de nuevo a los que estaban allí: —Este es uno de ellos. Pedro lo negó otra vez. Poco después, algunos de los presentes insistieron dirigiéndose a Pedro: —No cabe duda de que tú eres de los suyos, pues eres galileo. Entonces él comenzó a jurar y perjurar: —¡No sé quién es ese hombre del que habláis! Al instante cantó un gallo por segunda vez y Pedro se acordó de que Jesús le había dicho: «Antes que cante el gallo dos veces, me habrás negado tres veces». Y se echó a llorar. Al amanecer, habiéndose reunido a deliberar los jefes de los sacerdotes, junto con los ancianos, los maestros de la ley y el Consejo Supremo en pleno, llevaron atado a Jesús y se lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: —¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús le contestó: —Tú lo dices. Los jefes de los sacerdotes no dejaban de acusarlo; así que Pilato le preguntó otra vez: —¿No respondes nada? ¡Mira cómo te están acusando! Pero Jesús no contestó, de manera que Pilato se quedó extrañado. En la fiesta de la Pascua, Pilato concedía la libertad a un preso, el que le pidieran. Había entonces un preso llamado Barrabás que, junto con otros sediciosos, había cometido un asesinato en un motín. Cuando llegó la gente y se pusieron a pedir a Pilato que hiciera como tenía por costumbre, Pilato les contestó: —¿Queréis que os ponga en libertad al rey de los judíos? Pues se daba cuenta de que los jefes de los sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero estos incitaron a la gente para que les soltara a Barrabás. Pilato les preguntó de nuevo: —¿Y qué queréis que haga con el que llamáis rey de los judíos? Ellos gritaron: —¡Crucifícalo! Pilato preguntó: —Pues ¿cuál es su delito? Pero ellos gritaban más y más: —¡Crucifícalo! Entonces Pilato, queriendo contentar a la gente, ordenó que pusieran en libertad a Barrabás y les entregó a Jesús para que lo azotaran y lo crucificaran. Los soldados llevaron a Jesús al interior del palacio, es decir, al pretorio. Reunieron allí a toda la tropa, le pusieron un manto de púrpura y una corona de espinas en la cabeza, y empezaron a saludarlo: —¡Viva el rey de los judíos! Le golpeaban la cabeza con una caña, le escupían y, poniéndose de rodillas ante él, le hacían reverencias. Después de haberse burlado de él, le quitaron el manto de púrpura, lo vistieron con su propia ropa y lo sacaron de allí para crucificarlo. Y a uno que pasaba por allí al volver del campo, a un tal Simón, natural de Cirene, padre de Alejandro y Rufo, lo obligaron a cargar con la cruz de Jesús. Llevaron a Jesús a un lugar llamado Gólgota, que significa lugar de la Calavera. Allí le dieron vino mezclado con mirra, pero él lo rechazó. A continuación lo crucificaron y los soldados se repartieron sus ropas echándolas a suertes, para ver con qué se quedaba cada uno. Eran las nueve de la mañana cuando lo crucificaron. Y había un letrero en el que estaba escrito el motivo de la condena: «El rey de los judíos». Al mismo tiempo que a Jesús, crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y otro a su izquierda. [ Así se cumplió la Escritura que dice: Fue incluido entre los criminales]. Los que pasaban lo insultaban y, meneando la cabeza, decían: —¡Eh, tú que derribas el Templo y vuelves a edificarlo en tres días: sálvate a ti mismo bajando de la cruz! De igual manera los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley se burlaban de él diciéndose unos a otros: —Ha salvado a otros, pero no puede salvarse a sí mismo. ¡Que baje ahora mismo de la cruz ese mesías, ese rey de Israel, para que lo veamos y creamos en él! Los otros que estaban crucificados junto a él, también lo llenaban de insultos. Al llegar el mediodía, la tierra entera quedó sumida en oscuridad hasta las tres de la tarde. A esa hora Jesús gritó con fuerza: — ¡Eloí, Eloí! ¿lemá sabaqtaní?, que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Lo oyeron algunos de los que estaban allí y comentaron: —Mirad, está llamando a Elías. Uno de ellos fue corriendo a empapar una esponja en vinagre, y con una caña se la acercó a Jesús para que bebiera, diciendo: —Dejad, a ver si viene Elías a librarlo. Pero Jesús, lanzando un fuerte grito, murió. Entonces la cortina del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El comandante de la guardia, que estaba frente a Jesús, al ver cómo había muerto, dijo: —¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios! Había también algunas mujeres contemplándolo todo desde lejos. Entre ellas se encontraban María Magdalena, María la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé; eran las que, cuando Jesús estaba en Galilea, lo habían seguido y atendido. Y había también otras muchas que habían venido con él a Jerusalén. Ya al atardecer, como era el día de la preparación, esto es, la víspera del sábado, José de Arimatea, miembro distinguido del Consejo, que esperaba también el reino de Dios, se presentó valerosamente a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato, extrañado de que ya hubiera muerto, mandó llamar al comandante de la guardia para preguntarle si, en efecto, había muerto ya. Debidamente informado por el comandante, Pilato mandó entregar el cuerpo a José. Este lo bajó de la cruz, lo envolvió en una sábana que había comprado y lo puso en un sepulcro excavado en la roca. Después hizo rodar una piedra, cerrando con ella la entrada del sepulcro. María Magdalena y María la madre de José miraban dónde lo ponía. Pasado el sábado, María Magdalena, María la madre de Santiago, y Salomé compraron perfumes para embalsamar el cuerpo de Jesús. Y el primer día de la semana, muy temprano, a la salida del sol, se dirigieron al sepulcro. Iban preguntándose unas a otras: —¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro? Pero al mirar, vieron que la piedra había sido removida, y eso que era una piedra enorme. Entraron en el sepulcro y, al ver a un joven vestido con una túnica blanca que estaba sentado al lado derecho, se asustaron. Pero el joven les dijo: —No os asustéis. Estáis buscando a Jesús de Nazaret, el que fue crucificado. Ha resucitado; no está aquí. Ved el lugar donde lo colocaron. Ahora id y anunciad a sus discípulos, y también a Pedro, que él va delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis, tal y como él os dijo. Las mujeres salieron huyendo del sepulcro. Iban temblando y como fuera de sí, y por el miedo que tenían no dijeron nada a nadie. [ Jesús resucitó muy temprano el primer día de la semana y se apareció primero a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios. Ella fue a anunciárselo a los que habían convivido con Jesús, que, llenos de tristeza, no cesaban de llorar. Así que, cuando les dijo que Jesús vivía y que ella misma lo había visto, no la creyeron. Después de esto, Jesús se apareció, bajo una figura diferente, a dos discípulos que iban de camino hacia una finca en el campo. Estos fueron a anunciárselo a los demás, que tampoco les dieron crédito. Por último se apareció a los once discípulos, cuando estaban sentados a la mesa. Después de reprocharles su incredulidad y su obstinación en no dar fe a quienes lo habían visto resucitado, les dijo: —Id por todo el mundo y proclamad a todos el evangelio. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, será condenado. Y estas señales acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios; hablarán en idiomas desconocidos; podrán tener serpientes en sus manos; aunque beban veneno, no les hará daño; pondrán sus manos sobre los enfermos y los curarán. Después de conversar con sus discípulos, Jesús, el Señor, ascendió al cielo y se sentó junto a Dios, en el lugar de honor. Los discípulos salieron en todas direcciones a proclamar el mensaje. Y el Señor mismo los ayudaba y confirmaba el mensaje acompañándolo con señales milagrosas]. Muchos son los que han intentado escribir una historia coherente de los hechos que acaecieron entre nosotros, tal y como nos los transmitieron quienes desde el principio fueron testigos presenciales y encargados de anunciar el mensaje. Pues bien, muy ilustre Teófilo, después de investigar a fondo y desde sus orígenes todo lo sucedido, también a mí me ha parecido conveniente ponértelo por escrito ordenadamente, para que puedas reconocer la autenticidad de la enseñanza que has recibido. Durante el reinado de Herodes en Judea, hubo un sacerdote llamado Zacarías, que pertenecía al grupo sacerdotal de Abías. La esposa de Zacarías, llamada Elisabet, pertenecía también a la descendencia de Aarón. Ambos esposos eran rectos delante de Dios, intachables en el cumplimiento de todos los mandatos y disposiciones del Señor. Eran los dos de edad muy avanzada y no tenían hijos, porque Elisabet era estéril. Estando un día Zacarías ejerciendo el servicio sagrado conforme al orden establecido, le tocó en suerte, según costumbre sacerdotal, entrar en el Templo a ofrecer el incienso. Mientras lo hacía, una gran multitud de fieles permanecía fuera en oración. En esto, un ángel del Señor se le apareció a la derecha del altar del incienso. Zacarías, al verlo, se echó a temblar, lleno de miedo. Pero el ángel le dijo: —No tengas miedo, Zacarías. Dios ha escuchado tu oración, y tu mujer Elisabet te dará un hijo, al que llamarás Juan. Tendrás una gran alegría y serán muchos los que también se alegrarán de su nacimiento, porque será grande delante del Señor. No beberá vino ni ninguna otra bebida alcohólica; estará lleno del Espíritu Santo aun antes de nacer y hará que muchos israelitas vuelvan de nuevo al Señor su Dios. Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, hará que los padres se reconcilien con los hijos y que los rebeldes recuperen la sensatez de los rectos, preparando así al Señor un pueblo bien dispuesto. Zacarías dijo al ángel: —Pero ¿cómo podré estar seguro de eso? Yo ya soy viejo y mi mujer tiene también muchos años. El ángel le contestó: —Yo soy Gabriel, el que está en la presencia de Dios. Él me envió a hablar contigo y comunicarte esta buena noticia. Cuanto te he dicho se cumplirá en su momento oportuno; pero como no has dado crédito a mis palabras, vas a quedarte mudo y no volverás a hablar hasta el día en que tenga lugar todo esto. Mientras tanto, la gente que esperaba a Zacarías estaba extrañada de que permaneciera tanto tiempo en el Templo. Cuando por fin salió, al ver que no podía hablar, comprendieron que había tenido una visión en el Templo. Había quedado mudo y solo podía expresarse por señas. Una vez cumplido el tiempo de su servicio sacerdotal, Zacarías volvió a su casa. Pasados unos días, Elisabet, su esposa, quedó embarazada y permaneció cinco meses sin salir de casa, pues decía: «Al hacer esto conmigo, el Señor ha querido librarme de la vergüenza ante los demás». Al sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a Nazaret, un pueblo de Galilea, a visitar a una joven virgen llamada María, que estaba prometida en matrimonio a José, un varón descendiente del rey David. El ángel entró en el lugar donde estaba María y le dijo: —Alégrate, favorecida de Dios. El Señor está contigo. María se quedó perpleja al oír estas palabras, preguntándose qué significaba aquel saludo. Pero el ángel le dijo: —No tengas miedo, María, pues Dios te ha concedido su gracia. Vas a quedar embarazada, y darás a luz un hijo, al cual pondrás por nombre Jesús. Un hijo que será grande, será Hijo del Altísimo. Dios, el Señor, le entregará el trono de su antepasado David, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su reinado no tendrá fin. María replicó al ángel: —Yo no tengo relaciones conyugales con nadie; ¿cómo, pues, podrá sucederme esto? El ángel le contestó: —El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Dios Altísimo te envolverá. Por eso, el niño que ha de nacer será santo, será Hijo de Dios. Mira, si no, a Elisabet, tu parienta: también ella va a tener un hijo en su ancianidad; la que consideraban estéril, está ya de seis meses, porque para Dios no hay nada imposible. María dijo: —Yo soy la esclava del Señor. Que él haga conmigo como dices. Entonces el ángel se fue. Por aquellos mismos días María se puso en camino y, a toda prisa, se dirigió a un pueblo de la región montañosa de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Elisabet. Y sucedió que, al oír Elisabet el saludo de María, el niño que llevaba en su vientre saltó de alegría. Elisabet quedó llena del Espíritu Santo, y exclamó con gritos alborozados: —¡Dios te ha bendecido más que a ninguna otra mujer, y ha bendecido también al hijo que está en tu vientre! Pero ¿cómo se me concede que la madre de mi Señor venga a visitarme? Porque, apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi vientre. ¡Feliz tú, porque has creído que el Señor cumplirá las promesas que te ha hecho! Entonces dijo María: —Todo mi ser ensalza al Señor. Mi corazón está lleno de alegría a causa de Dios, mi Salvador, porque ha puesto sus ojos en mí que soy su humilde esclava. De ahora en adelante todos me llamarán feliz, pues ha hecho maravillas conmigo aquel que es todopoderoso, aquel cuyo nombre es santo y que siempre tiene misericordia de aquellos que le honran. Con la fuerza de su brazo destruyó los planes de los soberbios. Derribó a los poderosos de sus tronos y encumbró a los humildes. Llenó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Se desveló por el pueblo de Israel, su siervo, acordándose de mostrar misericordia, conforme a la promesa de valor eterno que hizo a nuestros antepasados, a Abrahán y a todos sus descendientes. María se quedó unos tres meses con Elisabet, y luego regresó a su casa. Cuando se cumplió el tiempo de dar a luz, Elisabet tuvo un hijo. Sus vecinos y parientes se enteraron de este gran don que el Señor, en su misericordia, le había concedido, y acudieron a felicitarla. A los ocho días del nacimiento llevaron a circuncidar al niño. Todos querían que se llamase Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: —No, su nombre ha de ser Juan. Ellos, entonces, le hicieron notar: —Nadie se llama así en tu familia. Así que se dirigieron al padre y le preguntaron por señas qué nombre quería poner al niño. Zacarías pidió una tablilla de escribir y puso en ella: «Su nombre es Juan», con lo que todos se quedaron asombrados. En aquel mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios, de modo que los vecinos que estaban viendo lo que pasaba se llenaron de temor. Todos estos acontecimientos se divulgaron por toda la región montañosa de Judea. Y cuantos oían hablar de lo sucedido, se quedaban muy pensativos y se preguntaban: «¿Qué va a ser este niño?». Porque era evidente que el Señor estaba con él. Zacarías, el padre de Juan, quedó lleno del Espíritu Santo y habló proféticamente diciendo: ¡Bendito sea el Señor, el Dios de Israel, que ha venido a auxiliar y a dar la libertad a su pueblo! Nos ha suscitado un poderoso salvador de entre los descendientes de su siervo David. Esto es lo que había prometido desde antiguo por medio de sus santos profetas: que nos salvaría de nuestros enemigos y del poder de los que nos odian, mostrando así su compasión con nuestros antepasados y acordándose de cumplir su santa alianza. Y este es el firme juramento que hizo a nuestro padre Abrahán: que nos libraría de nuestros enemigos, para que, sin temor alguno, le sirvamos santa y rectamente en su presencia a lo largo de toda nuestra vida. En cuanto a ti, hijo mío, serás profeta del Dios Altísimo, porque irás delante del Señor para preparar su venida y anunciar a su pueblo la salvación mediante el perdón de los pecados. Y es que la misericordia entrañable de nuestro Dios, nos trae de lo alto un nuevo amanecer para llenar de luz a los que viven en oscuridad y sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por caminos de paz. El niño creció y su espíritu se fortaleció. Y estuvo viviendo en lugares desiertos hasta el día en que se presentó ante el pueblo de Israel. Augusto, el emperador romano, publicó por aquellos días un decreto disponiendo que se empadronaran todos los habitantes del Imperio. Este fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Todos tenían que ir a empadronarse, cada uno a su ciudad de origen. Por esta razón, también José, que era descendiente del rey David, se dirigió desde Nazaret, en la región de Galilea, a Belén, la ciudad de David, en el territorio de Judea, para empadronarse allí juntamente con su esposa María, que se hallaba embarazada. Y sucedió que, mientras estaban en Belén, se cumplió el tiempo del alumbramiento. Y María dio a luz a su primogénito; lo envolvió en pañales y lo puso en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón. En unos campos cercanos había unos pastores que pasaban la noche a la intemperie cuidando sus rebaños. De pronto, se les apareció un ángel del Señor y el resplandor de la gloria de Dios los llenó de luz de modo que quedaron sobrecogidos de temor. Pero el ángel les dijo: —No tengáis miedo, porque vengo a traeros una buena noticia, que será causa de gran alegría para todo el pueblo. En la ciudad de David os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Esta será la señal para que lo reconozcáis: encontraréis al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. En aquel mismo instante apareció junto al ángel una multitud de otros ángeles del cielo, que alababan al Señor y decían: —¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que gozan de su favor! Luego los ángeles volvieron al cielo, y los pastores se decían unos a otros: —Vamos a Belén, a ver eso que ha sucedido y que el Señor nos ha dado a conocer. Fueron a toda prisa y encontraron a María, a José y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron todo lo que el ángel les había dicho acerca del niño. Y todos cuantos escuchaban a los pastores se quedaban asombrados de lo que decían. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en lo íntimo de su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria a Dios y alabándolo por lo que habían visto y oído, pues todo había sucedido tal y como se les había anunciado. A los ocho días llevaron a circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, el nombre que el ángel le puso antes de ser concebido. Más tarde, pasados ya los días de la purificación prescrita por la ley de Moisés, llevaron al niño a Jerusalén para presentárselo al Señor, cumpliendo así lo que dispone la ley del Señor: Todo primogénito varón ha de ser consagrado al Señor, y para ofrecer al mismo tiempo el sacrificio prescrito por la ley del Señor: una pareja de tórtolas o dos pichones. Por aquel entonces vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso que esperaba la liberación de Israel. El Espíritu Santo estaba con Simeón y le había hecho saber que no moriría antes de haber visto al Mesías enviado por el Señor. Guiado por el Espíritu Santo, Simeón fue al Templo cuando los padres del niño Jesús llevaban a su hijo para hacer con él lo que ordenaba la ley. Y tomando al niño en brazos, alabó a Dios diciendo: Ahora, Señor, ya puedo morir en paz, porque has cumplido tu promesa. Con mis propios ojos he visto la salvación que nos envías y que has preparado a la vista de todos los pueblos: luz que se manifiesta a las naciones, y gloria de tu pueblo Israel. Los padres de Jesús estaban asombrados de lo que Simeón decía acerca del niño. Simeón los bendijo y anunció a María, la madre del niño: —Mira, este niño va a ser causa en Israel de que muchos caigan y otros muchos se levanten. Será también signo de contradicción puesto para descubrir los pensamientos más íntimos de mucha gente. En cuanto a ti, una espada te atravesará el corazón. Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana que en su juventud había estado casada siete años, y permaneció luego viuda hasta los ochenta y cuatro años de edad. Ahora no se apartaba del Templo, sirviendo al Señor día y noche con ayunos y oraciones. Se presentó, pues, Ana en aquel mismo momento alabando a Dios y hablando del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén. Después de haber cumplido todos los preceptos de la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su pueblo, Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose; estaba lleno de sabiduría y gozaba del favor de Dios. Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén, a celebrar la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron juntos a la fiesta, como tenían por costumbre. Una vez terminada la fiesta, emprendieron el regreso. Pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo advirtieran. Pensando que iría mezclado entre la caravana, hicieron una jornada de camino y al término de ella comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. Y como no lo encontraron, regresaron a Jerusalén para seguir buscándolo allí. Por fin, al cabo de tres días, lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Cuantos lo oían estaban asombrados de su inteligencia y de sus respuestas. Sus padres se quedaron atónitos al verlo; y su madre le dijo: —Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo hemos estado muy angustiados buscándote. Jesús les contestó: —¿Y por qué me buscabais? ¿No sabéis que debo ocuparme de los asuntos de mi Padre? Pero ellos no comprendieron lo que les decía. El niño regresó a Nazaret con sus padres y siguió sujeto a ellos. En cuanto a su madre, guardaba todas estas cosas en lo íntimo de su corazón. Y Jesús crecía, y con la edad aumentaban su sabiduría y el favor de que gozaba ante Dios y la gente. Corría el año quince del reinado del emperador Tiberio. Poncio Pilato gobernaba en Judea; Herodes, en Galilea; su hermano Filipo, en Iturea y Traconítida, y Lisanias, en Abilene. Y Anás y Caifás eran los sumos sacerdotes. Fue entonces cuando Dios habló en el desierto a Juan, el hijo de Zacarías. Comenzó Juan a recorrer las tierras ribereñas del Jordán proclamando un bautismo como signo de conversión para recibir el perdón de los pecados. Así estaba escrito en el libro del profeta Isaías: Se oye una voz; alguien clama en el desierto: «¡Preparad el camino del Señor; abrid sendas rectas para él! ¡Que se nivelen los barrancos y se allanen las colinas y las lomas! ¡Que se enderecen los caminos sinuosos y los ásperos se nivelen, para que todo el mundo contemple la salvación que Dios envía!». Decía, pues, Juan a la mucha gente que venía para que la bautizara: —¡Hijos de víboras! ¿Quién os ha avisado para que huyáis del inminente castigo? Demostrad con hechos vuestra conversión y no andéis pensando que sois descendientes de Abrahán. Porque os digo que Dios puede sacar de estas piedras descendientes de Abrahán. Ya está el hacha preparada para cortar de raíz los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. La gente preguntaba a Juan: —¿Qué debemos hacer? Y él les contestaba: —El que tenga dos túnicas ceda una al que no tiene ninguna; el que tenga comida compártala con el que no tiene. Se acercaron también unos recaudadores de impuestos para que los bautizara y le preguntaron: —Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros? Juan les dijo: —No exijáis más tributo del que está establecido. También le preguntaron unos soldados: —Y nosotros, ¿qué debemos hacer? Les contestó: —Conformaos con vuestra paga y no hagáis extorsión ni chantaje a nadie. Así que la gente estaba expectante y todos se preguntaban en su interior si Juan no sería el Mesías. Tuvo, pues, Juan que declarar públicamente: —Yo os bautizo con agua, pero viene uno más poderoso que yo. Yo ni siquiera soy digno de desatar las correas de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Llega, bieldo en mano, dispuesto a limpiar su era; guardará el trigo en su granero, mientras que con la paja hará una hoguera que arderá sin fin. Con estos y otros muchos discursos exhortaba Juan a la gente y anunciaba al pueblo el evangelio. También se encaró con el rey Herodes, reprendiendo su conducta con Herodías, la mujer de su hermano, y todas las demás perversidades que había cometido. Entonces Herodes metió a Juan en la cárcel, con lo que colmó la cuenta de sus crímenes. Un día, cuando todo el pueblo se estaba bautizando, también Jesús fue bautizado. Y mientras oraba, el cielo se abrió y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Y se oyó una voz proveniente del cielo: —Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco. Al dar comienzo a su ministerio, Jesús tenía unos treinta años, y todos creían que era hijo de José, cuyos ascendientes eran: Helí, Matat, Leví, Melquí, Janay, José, Matatías, Amós, Naún, Eslí, Nagay, Maat, Matatías, Semeín, Josec, Yodá, Joanán, Resá, Zorobabel, Salatiel, Nerí, Meljí, Addí, Kosán, Elmadán, Er, Jesús, Eliezer, Jorín, Matat, Leví, Simeón, Judá, José, Jonán, Eliakín, Meleá, Mená, Matazá, Natán, David, Jesé, Obed, Booz, Salá, Naasón, Aminadab, Admín, Arní, Esrón, Fares, Judá, Jacob, Isaac, Abrahán, Tara, Nacor, Seruc, Ragaú, Fálec, Eber, Salá, Cainán, Arfaxad, Sem, Noé, Lámec, Matusalén, Enoc, Jarad, Maleleel, Cainán, Enós, Set, Adán y Dios. Jesús regresó del Jordán lleno del Espíritu Santo. El mismo Espíritu lo llevó al desierto, donde el diablo lo puso a prueba durante cuarenta días. En todo ese tiempo no comió nada; así que al final sintió hambre. Entonces le dijo el diablo: —Si de veras eres Hijo de Dios, di que esta piedra se convierta en pan. Jesús le contestó: —Las Escrituras dicen: No solo de pan vivirá el hombre. Luego, el diablo lo condujo a un lugar alto y, mostrándole en un instante todas las naciones del mundo, le dijo: —Yo te daré todo el poder y la grandeza de esas naciones, porque todo ello me pertenece y puedo darlo a quien quiera. Todo será tuyo si me adoras. Jesús le contestó: —Las Escrituras dicen: Al Señor tu Dios adorarás y solo a él darás culto. Entonces el diablo llevó a Jesús a Jerusalén, lo subió al alero del Templo y le dijo: —Si de veras eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque dicen las Escrituras: Dios ordenará a sus ángeles que cuiden de ti y que te tomen en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra. Jesús le contestó: —También está dicho: No pondrás a prueba al Señor tu Dios. El diablo, entonces, terminó de poner a prueba a Jesús y se alejó de él en espera de una ocasión más propicia. Jesús, lleno del poder del Espíritu Santo, regresó a Galilea. Su fama se extendió por toda aquella región. Enseñaba en las sinagogas y gozaba de gran prestigio a los ojos de todos. Llegó a Nazaret, el lugar donde se había criado, y, como tenía por costumbre, entró un sábado en la sinagoga, y se puso en pie para leer las Escrituras. Le dieron el libro del profeta Isaías y, al abrirlo, encontró el pasaje que dice: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar a los pobres la buena noticia de la salvación; me ha enviado a anunciar la libertad a los presos y a dar vista a los ciegos; a liberar a los oprimidos y a proclamar un año en el que el Señor concederá su gracia. Cerró luego el libro, lo devolvió al ayudante de la sinagoga y se sentó. Todos los presentes lo miraban atentamente. Y él comenzó a decirles: —Este pasaje de la Escritura se ha cumplido hoy mismo en vuestra presencia. Todos le manifestaban su aprobación y estaban maravillados por las hermosas palabras que había pronunciado. Y comentaban: —¿No es este el hijo de José? Jesús les dijo: —Sin duda, me aplicaréis este refrán: «Médico, cúrate a ti mismo. Haz, pues, aquí en tu propia tierra, todo lo que, según hemos oído decir, has hecho en Cafarnaún». Y añadió: —Os aseguro que ningún profeta es bien recibido en su propia tierra. Os diré más: muchas viudas vivían en Israel en tiempos de Elías, cuando por tres años y seis meses el cielo no dio ni una gota de agua y hubo gran hambre en todo el país. Sin embargo, Elías no fue enviado a ninguna de ellas, sino a una que vivía en Sarepta, en la región de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado de su lepra, sino Naamán el sirio. Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, echando mano a Jesús, lo arrojaron fuera del pueblo y lo llevaron a un barranco de la montaña sobre la que estaba asentado el pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se fue. Desde allí se dirigió a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y pasaba los sábados enseñando. Todos quedaban impresionados por sus enseñanzas, porque les hablaba con autoridad. Estaba allí, en la sinagoga, un hombre poseído por un demonio impuro que gritaba a grandes voces: —¡Jesús de Nazaret, déjanos en paz! ¿Has venido a destruirnos? ¡Te conozco bien: tú eres el Santo de Dios! Jesús lo increpó, diciéndole: —¡Cállate y sal de él! Y el demonio, tirándolo al suelo delante de todos, salió de él sin hacerle ningún daño. Todos quedaron asombrados y se decían unos a otros: —¡Qué poderosa es la palabra de este hombre! ¡Con qué autoridad da órdenes a los espíritus impuros y estos salen! Y la fama de Jesús se extendía por toda la comarca. Al salir de la sinagoga, Jesús fue a casa de Simón. La suegra de Simón estaba enferma, con fiebre muy alta, y rogaron a Jesús que la curase. Jesús, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, y la fiebre desapareció. La enferma se levantó inmediatamente y se puso a atenderlos. A la puesta del sol, llevaron ante Jesús toda clase de enfermos, y él los curaba poniendo las manos sobre cada uno. Muchos estaban poseídos por demonios, que salían de ellos gritando: —¡Tú eres el Hijo de Dios! Pero Jesús los increpaba y no les permitía que hablaran de él, porque sabían que era el Mesías. Al hacerse de día, Jesús salió de la ciudad y se retiró a un lugar solitario. La gente estaba buscándolo y, cuando lo encontraron, querían retenerlo para impedir que se fuera de allí. Pero Jesús les dijo: —Tengo que ir también a otras ciudades, a llevarles la buena noticia del reino de Dios, pues para eso he sido enviado. Y andaba proclamando el mensaje por las sinagogas de Judea. En cierta ocasión estaba Jesús a orillas del lago de Genesaret y la gente se apiñaba a su alrededor deseosa de escuchar la palabra de Dios. Atracadas a la orilla, Jesús vio dos barcas. Los pescadores habían descendido de ellas y estaban lavando las redes. Subiendo a una de las barcas, rogó a su dueño, Simón, que la apartara un poco de la orilla. Luego se sentó en la barca, y desde allí estuvo enseñando a la gente. Cuando acabó su discurso, dijo a Simón: —Rema lago adentro y echad las redes para pescar. Simón le contestó: —Maestro, hemos pasado toda la noche trabajando y no hemos pescado nada; pero, puesto que tú lo dices, echaré las redes. Así lo hicieron; y recogieron tal cantidad de pescado que las redes estaban a punto de romperse. Entonces avisaron por señas a sus compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Llegaron ellos y llenaron las dos barcas, hasta el punto que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro cayó de rodillas delante de Jesús y le dijo: —Señor, apártate de mí, que soy un pecador. Y es que el temor los había invadido a él y a todos sus compañeros a la vista de la gran redada de peces que habían capturado. Lo mismo les ocurría a Santiago y a Juan, los hijos de Zebedeo, que acompañaban a Simón en la pesca. Pero Jesús dijo a Simón: —No tengas miedo. Desde ahora serás pescador de hombres. Y después de sacar las barcas a tierra, lo dejaron todo y se fueron con Jesús. En uno de los pueblos por donde pasaba Jesús, había un hombre cubierto de lepra. Al ver a Jesús, se postró rostro en tierra y le dijo: —Señor, si quieres, puedes limpiarme de mi enfermedad. Jesús extendió su mano y lo tocó, diciendo: —Quiero, queda limpio. Y al instante le desapareció la lepra. Jesús le ordenó que no se lo dijera a nadie. Y añadió: —Ve, muéstrate al sacerdote y presenta por tu curación la ofrenda prescrita por Moisés. Así todos tendrán evidencia de tu curación. La fama de Jesús se extendía cada vez más, y eran muchos los que acudían a escucharlo y a que los curase de sus enfermedades. Pero Jesús se retiraba a lugares solitarios para orar. Un día estaba Jesús enseñando. Cerca de él se habían sentado algunos fariseos y doctores de la ley llegados de todas las aldeas de Galilea y de Judea, y también de Jerusalén. Y el poder del Señor se manifestaba en las curaciones que hacía. En esto llegaron unos hombres que traían a un paralítico en una camilla y que andaban buscando cómo entrar en la casa para ponerlo delante de Jesús. No encontrando el modo de introducirlo a causa del gentío, subieron a la terraza y, a través de un hueco que abrieron en el techo, bajaron al paralítico en su camilla y lo pusieron en medio, delante de Jesús. Al ver la fe de quienes lo llevaban, Jesús dijo al enfermo: —Amigo, tus pecados quedan perdonados. Los maestros de la ley y los fariseos se pusieron a pensar: «¿Quién es este, que blasfema de tal manera? ¡Solamente Dios puede perdonar pecados!». Jesús se dio cuenta de lo que estaban pensando y les preguntó: —¿Por qué estáis pensando así? ¿Qué es más fácil? ¿Decir: «Tus pecados quedan perdonados», o decir: «Levántate y anda»? Pues voy a demostraros que el Hijo del hombre tiene autoridad en este mundo para perdonar pecados. Se volvió al paralítico y le dijo: —A ti te hablo: levántate, recoge tu camilla y márchate a casa. Él se levantó al instante delante de todos, recogió la camilla donde estaba acostado y se fue a su casa alabando a Dios. Todos los presentes quedaron atónitos y comenzaron a alabar a Dios. Sobrecogidos de temor, decían: —¡Hoy hemos visto cosas increíbles! Después de esto, Jesús salió de allí y vio a un recaudador de impuestos llamado Leví, que estaba sentado en su despacho de recaudación de impuestos. Le dijo: —Sígueme. Leví se levantó y, dejándolo todo, lo siguió. Más tarde, Leví hizo en su casa una gran fiesta en honor de Jesús, y juntamente con ellos se sentaron a la mesa una multitud de recaudadores de impuestos y de otras personas. Los fariseos y sus maestros de la ley se pusieron a murmurar y preguntaron a los discípulos de Jesús: —¿Cómo es que vosotros os juntáis a comer y beber con recaudadores de impuestos y gente de mala reputación? Jesús les contestó: —No necesitan médico los que están sanos, sino los que están enfermos. Yo no he venido a llamar a los buenos, sino a los pecadores, para que se conviertan. Entonces dijeron a Jesús: —Los discípulos de Juan ayunan a menudo y se dedican a la oración, y lo mismo hacen los de los fariseos. ¡En cambio, los tuyos comen y beben! Jesús les contestó: —¿Haríais vosotros ayunar a los invitados a una boda mientras el novio está con ellos? Ya llegará el momento en que les faltará el novio; entonces ayunarán. Además les puso este ejemplo: —Nadie corta un trozo de tela a un vestido nuevo para remendar uno viejo. De hacerlo así, se estropearía el nuevo y al viejo no le quedaría bien la pieza del nuevo. Tampoco echa nadie vino nuevo en odres viejos, pues el vino nuevo rompe los odres, de modo que el vino se derrama y los odres se pierden. El vino nuevo hay que echarlo en odres nuevos. Y nadie que haya bebido vino añejo querrá beber después vino nuevo, porque dirá que el añejo es mejor. Un sábado iba Jesús paseando por entre unos sembrados. Sus discípulos se pusieron a arrancar espigas y a comérselas desgranándolas entre las manos. Algunos fariseos dijeron: —¿Por qué hacéis en sábado lo que no está permitido? Jesús les contestó: —¿No habéis leído lo que hizo David cuando él y sus compañeros sintieron hambre? Entró en la casa de Dios y, tomando los panes de la ofrenda, comió de ellos, algo que no estaba permitido hacer a nadie, sino solamente a los sacerdotes. Y dio también a quienes lo acompañaban. Y Jesús añadió: —¡El Hijo del hombre es Señor del sábado! Otro sábado entró Jesús en la sinagoga y se puso a enseñar. Había allí un hombre que tenía atrofiada la mano derecha. Los maestros de la ley y los fariseos, que estaban buscando un motivo para acusar a Jesús, se pusieron al acecho a ver si lo curaba, a pesar de ser sábado. Jesús, que sabía lo que estaban pensando, dijo al hombre de la mano atrofiada: —Ponte de pie ahí en medio. Él se levantó y se puso en medio. Entonces Jesús dijo a los otros: —Voy a haceros una pregunta: ¿Está permitido en sábado hacer el bien o hacer el mal? ¿Salvar una vida o dejarla perder? Y mirándolos a todos, dijo al hombre: —Extiende tu mano. Él la extendió, y la mano recuperó el movimiento. Ellos, sin embargo, llenos de furor, se preguntaban unos a otros qué podrían hacer contra Jesús. Por aquellos días, Jesús se fue al monte a orar, y se pasó toda la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, reunió a sus discípulos y escogió de entre ellos a doce, a quienes constituyó apóstoles. Fueron estos: Simón, al que llamó Pedro, y su hermano Andrés; Santiago y Juan; Felipe y Bartolomé; Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, y Simón, el llamado Zelote; Judas, hijo de Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor. Jesús bajó con ellos del monte hasta un lugar llano. Los acompañaba también un gran número de discípulos y mucha gente procedente de todo el territorio judío, de Jerusalén y de la costa de Tiro y Sidón. Acudían a escucharlo y a que los curase de sus enfermedades. También curaba a los que estaban poseídos por espíritus impuros. Todo el mundo quería tocar a Jesús, porque de él salía una fuerza que los curaba a todos. Entonces Jesús, mirando a sus discípulos, les dijo: —Felices vosotros los pobres, porque el reino de Dios es vuestro. Felices vosotros los que ahora tenéis hambre, porque Dios os saciará. Felices vosotros los que ahora lloráis, porque después reiréis. Felices vosotros cuando los demás os odien, os echen de su lado, os insulten y proscriban vuestro nombre como infame por causa del Hijo del hombre. Alegraos y saltad de gozo cuando llegue ese momento, porque en el cielo os espera una gran recompensa. Así también maltrataron los antepasados de esta gente a los profetas. En cambio, ¡ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido el consuelo que os correspondía! ¡Ay de vosotros los que ahora estáis saciados, porque vais a pasar hambre! ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque vais a tener dolor y llanto! ¡Ay de vosotros cuando todo el mundo os alabe, porque eso es lo que hacían los antepasados de esta gente con los falsos profetas! Pero a vosotros que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos y portaos bien con los que os odian. Bendecid a los que os maldicen y orad por los que os injurian. Si alguno te golpea en una mejilla, ofrécele también la otra. Si alguno quiere quitarte el manto, dale hasta la túnica. A quien te pida, dale, y a quien te quite algo tuyo, no se lo reclames. Portaos con los demás como queréis que los demás se porten con vosotros. Porque si solamente amáis a los que os aman, ¿cuál es vuestro mérito? ¡También los malos se comportan así! Y si solamente os portáis bien con quienes se portan bien con vosotros, ¿cuál es vuestro mérito? ¡Eso también lo hacen los malos! Y si solamente prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir algo a cambio, ¿cuál es vuestro mérito? ¡También los malos prestan a los malos con la esperanza de recibir de ellos otro tanto! Vosotros, por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio. De este modo tendréis una gran recompensa y seréis hijos del Dios Altísimo, que es bondadoso incluso con los desagradecidos y los malos. Sed compasivos, como también vuestro Padre es compasivo. No juzguéis a nadie, y tampoco Dios os juzgará. No condenéis a nadie, y tampoco Dios os condenará. Perdonad, y Dios os perdonará. Dad, y Dios os dará: él llenará hasta los bordes y hará que rebose vuestra bolsa. Os medirá con la misma medida con que vosotros midáis a los demás. Jesús siguió hablando por medio de ejemplos: —¿Cómo puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Ningún discípulo es más que su maestro, aunque un discípulo bien preparado podría igualar a su maestro. ¿Por qué miras la brizna que tiene tu hermano en su ojo y no te fijas en el tronco que tú mismo tienes en el tuyo? ¿Cómo podrás decirle a tu hermano: «Hermano, deja que te saque la brizna que tienes en el ojo», cuando no ves el tronco que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita, saca primero el tronco de tu ojo, y entonces podrás ver con claridad para sacar la brizna del ojo de tu hermano! Ningún árbol sano da mal fruto, como tampoco el árbol enfermo da buen fruto. Por el fruto se conoce el árbol. No pueden recogerse higos de los espinos, ni pueden vendimiarse uvas de las zarzas. Del que es bueno, como su corazón es rico en bondad, brota el bien; y del que es malo, como es rico en maldad, brota el mal. Porque su boca habla de lo que rebosa el corazón. ¿Por qué me invocáis «Señor, Señor» y no hacéis lo que os digo? Todo aquel que viene a mí, que oye mis palabras y actúa en consecuencia, puede compararse a un hombre que para construir una casa cavó primero profundamente y puso los cimientos sobre la roca viva. Cuando luego se desbordó el río y se produjo una inundación, aquella casa resistió el embate de las aguas, porque estaba bien construida. En cambio, todo aquel que me oye, pero no actúa en consecuencia, puede compararse a un hombre que construyó una casa sin cimientos, sobre el suelo. Cuando el río se precipitó sobre ella, se vino abajo al instante y fue grande su ruina. Cuando Jesús acabó de hablar a la gente que lo escuchaba, entró en Cafarnaún. El asistente de un oficial del ejército romano, a quien este último estimaba mucho, estaba enfermo y a punto de morir. El oficial oyó hablar de Jesús y le envió unos ancianos de los judíos para rogarle que fuera a curar a su asistente. Los enviados acudieron a Jesús y le suplicaban con insistencia: —Este hombre merece que lo ayudes, porque ama de veras a nuestro pueblo. Incluso ha hecho construir a sus expensas una sinagoga para nosotros. Jesús fue con ellos. Estaba ya cerca de la casa, cuando el oficial le envió unos amigos con este mensaje: —Señor, no te molestes. Yo no soy digno de que entres en mi casa. Ni siquiera me he creído digno de presentarme personalmente ante ti. Pero una sola palabra tuya bastará para que sane mi asistente. Porque yo también estoy sujeto a la autoridad de mis superiores, y a la vez tengo soldados a mis órdenes. Si a uno de ellos le digo: «Vete», va; y si le digo a otro: «Ven», viene; y si a mi asistente le digo: «Haz esto», lo hace. Al oír esto, Jesús quedó admirado de él. Y dirigiéndose a la gente que lo seguía, dijo: —Os aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande como esta. Y cuando los enviados regresaron a la casa, encontraron curado al asistente. Algún tiempo después, Jesús, en compañía de sus discípulos y de otra mucha gente, se dirigió a un pueblo llamado Naín. Cerca ya de la entrada del pueblo, una nutrida comitiva fúnebre del mismo pueblo llevaba a enterrar al hijo único de una madre que era viuda. El Señor, al verla, se sintió profundamente conmovido y le dijo: —No llores. Y acercándose, tocó el féretro, y los que lo llevaban se detuvieron. Entonces Jesús exclamó: —¡Muchacho, te ordeno que te levantes! El muerto se levantó y comenzó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos los presentes se llenaron de temor y daban gloria a Dios diciendo: —Un gran profeta ha salido de entre nosotros. Dios ha venido a salvar a su pueblo. La noticia de lo sucedido se extendió por todo el territorio judío y las regiones de alrededor. Enterado Juan de todo esto por medio de sus discípulos, llamó a dos de ellos y los envió a preguntar al Señor: —¿Eres tú el que tenía que venir o debemos esperar a otro? Los enviados se presentaron a Jesús y le dijeron: —Juan el Bautista nos envía a preguntarte si eres tú el que tenía que venir o hemos de esperar a otro. En aquel mismo momento, Jesús curó a muchos que tenían enfermedades, dolencias y espíritus malignos, y devolvió la vista a muchos ciegos. Respondió, pues, a los enviados: —Volved a Juan y contadle lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de su enfermedad, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el evangelio. ¡Y felices aquellos para quienes yo no soy causa de tropiezo! Cuando se fueron los enviados de Juan, Jesús se puso a hablar de él a la gente. Decía: —Cuando salisteis al desierto, ¿qué esperabais encontrar? ¿Una caña agitada por el viento? ¿O esperabais encontrar un hombre espléndidamente vestido? Los que visten con lujo y se dan la buena vida viven en los palacios reales. ¿Qué esperabais, entonces, encontrar? ¿Un profeta? Pues sí, os digo, y más que profeta. Precisamente a él se refieren las Escrituras cuando dicen: Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Os digo que no ha nacido nadie mayor que Juan; sin embargo, el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él. El pueblo entero, que escuchaba a Juan, y aun los mismos recaudadores de impuestos, reconocían que su mensaje procedía de Dios, y recibieron su bautismo. En cambio, los fariseos y los doctores de la ley, rechazaron el designio de Dios para ellos, negándose a que Juan los bautizara. Jesús siguió diciendo: —¿Con qué compararé a esta gente de hoy? ¿A quién es comparable? Puede compararse a esos niños que se sientan en la plaza y se interpelan unos a otros: «¡Hemos tocado la flauta para vosotros, y no habéis bailado; os hemos cantado tonadas tristes, y no habéis llorado!». Porque vino Juan el Bautista, que ni comía ni bebía, y dijisteis de él: «Tiene un demonio dentro». Pero después ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: «Ahí tenéis a un glotón y borracho, amigo de andar con recaudadores de impuestos y con gente de mala reputación». Pero la sabiduría se acredita en los que verdaderamente la poseen. Un fariseo invitó a Jesús a comer. Fue, pues, Jesús a casa del fariseo y se sentó a la mesa. Vivía en aquella ciudad una mujer de mala reputación que, al enterarse de que Jesús estaba en casa del fariseo, tomó un frasco de alabastro lleno de perfume y fue a ponerse detrás de Jesús, junto a sus pies. La mujer rompió a llorar y con sus lágrimas bañaba los pies de Jesús y los secaba con sus propios cabellos; los besaba también y finalmente derramó sobre ellos el perfume. Al verlo, el fariseo que había invitado a Jesús se dijo para sí mismo: «Si este fuera profeta, sabría quién es y qué reputación tan mala tiene la mujer que está tocándolo». Entonces Jesús se dirigió a él y le dijo: —Simón, quiero decirte una cosa. Simón le contestó: —Dime, Maestro. Jesús siguió: —Había una vez un acreedor que tenía dos deudores, uno de los cuales le debía diez veces más que el otro. Como ninguno de los dos podía pagarle, los perdonó a ambos. ¿Cuál de ellos te parece que amará más a su acreedor? Simón contestó: —Supongo que aquel a quien perdonó una deuda mayor. Jesús le dijo: —Tienes razón. Y volviéndose a la mujer, dijo a Simón: —Mira esta mujer. Cuando llegué a tu casa, no me ofreciste agua para los pies; en cambio, ella me los ha bañado con sus lágrimas y me los ha secado con sus cabellos. Tampoco me diste el beso de bienvenida; en cambio ella, desde que llegué, no ha cesado de besarme los pies. Ni vertiste aceite sobre mi cabeza; pero ella ha derramado perfume sobre mis pies. Por eso te digo que, si demuestra tanto amor, es porque le han sido perdonados sus muchos pecados. A quien poco se le perdona, poco amor manifiesta. Luego dijo a la mujer: —Tus pecados quedan perdonados. Los demás invitados comenzaron, entonces, a preguntarse a sí mismos: «¿Quién es este, que hasta perdona pecados?». Pero Jesús dijo a la mujer: —Tu fe te ha salvado. Vete en paz. Más tarde, Jesús andaba recorriendo pueblos y aldeas, proclamando la buena noticia del reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres a quienes había liberado de espíritus malignos y de otras enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que Jesús había hecho salir siete demonios; Juana, la mujer de Cusa, administrador de Herodes; Susana y muchas otras. Todas ellas ayudaban con sus propios recursos a Jesús y sus discípulos. En cierta ocasión, habiéndose reunido mucha gente que acudía a Jesús procedente de todos los pueblos, les contó esta parábola: —Un sembrador salió a sembrar su semilla. Al lanzar la semilla, una parte cayó al borde del camino, donde fue pisoteada y los pájaros se la comieron. Otra parte cayó sobre piedras y, apenas brotó, se secó porque no tenía humedad. Otra parte de la semilla cayó en medio de los cardos, y los cardos, al crecer juntamente con ella, la sofocaron. Otra parte, en fin, cayó en tierra fértil, y brotó y dio fruto al ciento por uno. Dicho esto, Jesús añadió: —Quien pueda entender esto, que lo entienda. Los discípulos le preguntaron por el significado de esta parábola. Jesús les contestó: —A vosotros, Dios os permite conocer los secretos de su reino, pero a los demás les hablo por medio de parábolas, para que, aunque miren, no vean, y aunque escuchen, no entiendan. Este es el significado de la parábola: La semilla es el mensaje de Dios. La parte que cayó al borde del camino representa a aquellos que oyen el mensaje, pero llega el diablo y se lo arrebata del corazón para que no crean y se salven. La semilla que cayó sobre piedras representa a los que escuchan el mensaje y lo reciben con alegría; pero son tan superficiales que, aunque de momento creen, en cuanto llegan las dificultades abandonan. La semilla que cayó entre los cardos representa a los que escuchan el mensaje, pero preocupados solo por los problemas, las riquezas y los placeres de esta vida, se desentienden y no llegan a dar fruto. Por último, la semilla que cayó en tierra fértil representa a los que oyen el mensaje con una disposición acogedora y recta, lo guardan con corazón noble y bueno, y dan fruto por su constancia. Nadie enciende una lámpara y la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama, sino que la pone en el candelero para que alumbre a todos los que entren en la casa. Pues nada hay escondido que no haya de ser descubierto, ni hay nada hecho en secreto que no haya de conocerse y salir a la luz. Prestad mucha atención, porque al que tenga algo, aún se le dará más; pero al que no tenga nada, hasta lo que crea tener se le quitará. En cierta ocasión fueron a ver a Jesús su madre y sus hermanos; pero se había reunido tanta gente que no podían llegar hasta él. Alguien le pasó aviso: —Tu madre y tus hermanos están ahí fuera, y quieren verte. Jesús contestó: —Mi madre y mis hermanos son todos los que escuchan el mensaje de Dios y lo ponen en práctica. Un día, subió Jesús a una barca, junto con sus discípulos, y les dijo: —Vamos a la otra orilla. Y se adentraron en el lago. Mientras navegaban, Jesús se quedó dormido. De pronto, una tormenta huracanada se desencadenó sobre el lago. Como la barca se llenaba de agua y corrían grave peligro, los discípulos se acercaron a Jesús y lo despertaron, diciendo: —¡Maestro, Maestro, que estamos a punto de perecer! Entonces Jesús, incorporándose, increpó al viento y al oleaje; estos se apaciguaron enseguida y el lago quedó en calma. Después dijo Jesús a los discípulos: —¿Dónde está vuestra fe? Pero ellos, llenos de miedo y asombro, se preguntaban unos a otros: —¿Quién es este, que da órdenes a los vientos y al agua y lo obedecen? Después de esto arribaron a la región de Gerasa que está frente a Galilea. En cuanto Jesús saltó a tierra, salió a su encuentro un hombre procedente de la ciudad. Estaba poseído por demonios, y desde hacía bastante tiempo andaba desnudo y no vivía en su casa, sino en el cementerio. Al ver a Jesús, se puso de rodillas delante de él gritando con todas sus fuerzas: —¡Déjame en paz, Jesús, Hijo del Dios Altísimo! ¡Te suplico que no me atormentes! Es que Jesús había ordenado al espíritu impuro que saliera de aquel hombre, pues muchas veces le provocaba violentos arrebatos; y a pesar de que habían intentado sujetarlo con cadenas y grilletes, él rompía las ataduras y se escapaba a lugares desiertos empujado por el demonio. Jesús le preguntó: —¿Cómo te llamas? Él le contestó: —Me llamo «Legión». Porque eran muchos los demonios que habían entrado en él. Y rogaban a Jesús que no los mandara volver al abismo. Había allí una considerable piara de cerdos paciendo por el monte; los demonios rogaron a Jesús que les permitiera entrar en los cerdos; y Jesús se lo permitió. Entonces los demonios salieron del hombre y entraron en los cerdos. Al instante, la piara se lanzó pendiente abajo hasta el lago, donde los cerdos se ahogaron. Cuando los porquerizos vieron lo sucedido, salieron huyendo y lo contaron en la ciudad y en sus alrededores. La gente fue allá a ver lo que había pasado. Al llegar adonde se encontraba Jesús, hallaron sentado a sus pies al hombre del que había expulsado los demonios, que ahora estaba vestido y en su cabal juicio. Todos se llenaron de miedo. Los testigos del hecho les contaron cómo había sido sanado el poseído por el demonio. Y toda la gente que habitaba en la región de Gerasa rogaba a Jesús que se apartara de ellos, porque el pánico los dominaba. Jesús, entonces, subió de nuevo a la barca y emprendió el regreso. El hombre del que había expulsado los demonios le rogaba que le permitiera acompañarlo; pero Jesús lo despidió, diciéndole: —Vuelve a tu casa y cuenta todo lo que Dios ha hecho contigo. El hombre se marchó y fue proclamando por toda la ciudad lo que Jesús había hecho con él. Cuando Jesús regresó, la gente lo recibió con alegría, pues todo el mundo estaba esperándolo. En esto llegó un hombre llamado Jairo, jefe de la sinagoga, el cual se postró a los pies de Jesús rogándole que fuera a su casa porque su única hija, de unos doce años de edad, estaba muriéndose. Mientras Jesús se dirigía allá, la gente se apiñaba a su alrededor. Entonces, una mujer que padecía hemorragias desde hacía doce años y que había gastado toda su fortuna en médicos, sin lograr que ninguno la curase, se acercó a Jesús por detrás y le tocó el borde del manto. En aquel mismo instante se detuvo su hemorragia. Jesús preguntó: —¿Quién me ha tocado? Todos negaban haberlo hecho, y Pedro le dijo: —Maestro, es la gente que te rodea y casi te aplasta. Pero Jesús insistió: —Alguien me ha tocado, porque he sentido que un poder [curativo] salía de mí. Al ver la mujer que no podía ocultarse, fue temblando a arrodillarse a los pies de Jesús y, en presencia de todos, declaró por qué lo había tocado y cómo había quedado curada instantáneamente. Jesús le dijo: —Hija, tu fe te ha sanado. Vete en paz. Aún estaba hablando Jesús, cuando llegó uno de casa del jefe de la sinagoga a decirle a este: —Tu hija ha muerto. No molestes más al Maestro. Pero Jesús, que lo había oído, le dijo a Jairo: —No tengas miedo. ¡Solo ten fe, y ella se salvará! Fueron, pues, a la casa, y Jesús entró, sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Juan, Santiago y los padres de la niña. Todos estaban llorando y haciendo duelo por la muerte de la niña. Jesús les dijo: —No lloréis, pues no está muerta; está dormida. Pero todos se burlaban de Jesús porque sabían que la niña había muerto. Jesús, tomándola de la mano, exclamó: —¡Muchacha, levántate! Y el espíritu volvió a la niña, que al instante se levantó. Y Jesús ordenó que le dieran de comer. Los padres se quedaron atónitos, pero Jesús les encargó que no contaran a nadie lo que había sucedido. Jesús reunió a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades. Los envió a anunciar el reino de Dios y a curar a los enfermos. Les dijo: —No llevéis nada para el camino: ni bastón, ni zurrón, ni pan, ni dinero; ni siquiera dos trajes. Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta que salgáis del lugar. Si en algún pueblo no quieren recibiros, salid de allí y sacudid el polvo pegado a vuestros pies, como testimonio contra esa gente. Ellos salieron y recorrieron todas las aldeas, anunciando por todas partes el evangelio y curando a los enfermos. Cuando Herodes, que gobernaba en Galilea, se enteró de todo lo que estaba sucediendo, se quedó desconcertado, porque algunos decían que Juan el Bautista había resucitado de entre los muertos. Otros decían que se había aparecido el profeta Elías; y otros, que uno de los antiguos profetas había resucitado. Pero Herodes dijo: —Yo mandé decapitar a Juan. ¿Quién podrá ser ese de quien cuentan tales cosas? Y andaba buscando la ocasión de conocerlo. Cuando volvieron los apóstoles, contaron a Jesús todo lo que habían hecho. Jesús se los llevó aparte, a un pueblo llamado Betsaida. Pero la gente se dio cuenta y lo siguió. Jesús los acogió, les habló del reino de Dios y curó a los enfermos. Al comenzar a declinar el día, los Doce se acercaron a Jesús y le dijeron: —Despide a toda esa gente para que vayan a las aldeas y caseríos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en despoblado. Jesús les contestó: —Dadles de comer vosotros mismos. Ellos replicaron: —Nosotros no tenemos más que cinco panes y dos peces, a menos que vayamos y compremos comida para toda esta gente. Eran unos cinco mil hombres. Jesús dijo a sus discípulos: —Haced que se recuesten en grupos como de cincuenta personas. Ellos siguieron sus instrucciones, y toda la gente se recostó. Luego Jesús tomó los cinco panes y los dos peces y, mirando al cielo, los bendijo, los partió y se los fue dando a sus discípulos para que los distribuyeran entre la gente. Todos comieron hasta quedar satisfechos, y todavía se recogieron doce cestos llenos de trozos sobrantes. En una ocasión en que Jesús se había retirado para orar a solas, los discípulos fueron a reunirse con él. Jesús, entonces, les preguntó: —¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos contestaron: —Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que uno de los antiguos profetas que ha resucitado. Jesús insistió: —Y vosotros, ¿quién decís que soy? Entonces Pedro declaró: —¡Tú eres el Mesías enviado por Dios! Jesús, por su parte, les encargó encarecidamente que a nadie dijeran nada de esto. Les dijo también: —El Hijo del hombre tiene que sufrir mucho; va a ser rechazado por los ancianos del pueblo, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la ley que le darán muerte; pero al tercer día resucitará. Y añadió, dirigiéndose a todos: —Si alguno quiere ser discípulo mío, deberá olvidarse de sí mismo, cargar con su cruz cada día y seguirme. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que entregue su vida por causa de mí, ese la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si él se pierde o se destruye a sí mismo? Pues bien, si alguno se avergüenza de mí y de mi mensaje, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga rodeado de su gloria, de la gloria del Padre y de la de los santos ángeles. Os aseguro que algunos de los que están aquí no morirán sin antes haber visto el reino de Dios. Unos ocho días después de esto, Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago y subió al monte a orar. Y sucedió que, mientras Jesús estaba orando, cambió el aspecto de su rostro y su ropa se volvió de una blancura resplandeciente. En esto aparecieron dos personajes que conversaban con él. Eran Moisés y Elías, los cuales, envueltos en un resplandor glorioso, hablaban con Jesús del éxodo de este, que iba a ocurrir en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se sentían cargados de sueño, pero se mantuvieron despiertos y vieron la gloria de Jesús y a los dos personajes que estaban con él. Luego, mientras estos se separaban de Jesús, dijo Pedro: —¡Maestro, qué bien estamos aquí! Hagamos tres cabañas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. En realidad, Pedro no sabía lo que decía. Aún estaba hablando Pedro, cuando quedaron envueltos en la sombra de una nube, y se asustaron al verse en medio de ella. Entonces salió de la nube una voz que decía: —Este es mi Hijo elegido. Escuchadlo. Todavía resonaba la voz cuando Jesús se encontró solo. Los discípulos guardaron silencio y por entonces no contaron a nadie lo que habían visto. Al día siguiente, cuando bajaron del monte, mucha gente salió al encuentro de Jesús. De pronto, un hombre de entre la gente gritó: —¡Maestro, por favor, mira a mi hijo, que es el único que tengo! Un espíritu maligno se apodera de él y de repente comienza a gritar; luego lo zarandea con violencia, haciéndole echar espuma por la boca y, una vez que lo ha destrozado, a duras penas se aparta de él. He rogado a tus discípulos que lo expulsen, pero no han podido. Jesús exclamó: —¡Gente incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo habré de estar con vosotros y soportaros? Trae aquí a tu hijo. Cuando el muchacho se acercaba a Jesús, el demonio lo derribó al suelo y le hizo retorcerse. Jesús, entonces, increpó al espíritu impuro, curó al muchacho y lo devolvió a su padre. Y todos se quedaron atónitos al comprobar la grandeza de Dios. Mientras todos seguían admirados por lo que Jesús había hecho, él dijo a sus discípulos: —Escuchadme bien y no olvidéis esto: el Hijo del hombre está a punto de ser entregado en manos de los hombres. Pero ellos no comprendieron lo que les decía; todo les resultaba enigmático de modo que no lo entendían. Y tampoco se atrevían a pedirle una explicación. Los discípulos comenzaron a discutir quién de ellos era el más importante. Pero Jesús, que se dio cuenta de lo que estaban pensando, tomó a un niño, lo puso a su lado y les dijo: —El que reciba en mi nombre a este niño, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe al que me ha enviado. Porque el más insignificante entre todos vosotros, ese es el más importante. Juan le dijo: —Maestro, hemos visto a uno que estaba expulsando demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de los nuestros. Jesús le contestó: —No se lo prohibáis, porque el que no está contra vosotros, está a vuestro favor. Cuando ya iba acercándose el tiempo de su Pascua, Jesús tomó la firme decisión de dirigirse a Jerusalén. Envió por delante mensajeros que entraron en una aldea de Samaría para prepararle alojamiento. Pero como Jesús se dirigía a Jerusalén, los samaritanos se negaron a recibirlo. Al ver esto, los discípulos Santiago y Juan dijeron: —Señor, ¿ordenamos que descienda fuego del cielo y los destruya? Pero Jesús, encarándose con ellos, los reprendió con severidad. Y se fueron a otra aldea. Mientras iban de camino, dijo uno a Jesús: —Estoy dispuesto a seguirte adondequiera que vayas. Jesús le contestó: —Las zorras tienen guaridas y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre ni siquiera tiene donde recostar la cabeza. A otro le dijo: —Sígueme. A lo que respondió el interpelado: —Señor, permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre. Jesús le contestó: —Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú dedícate a anunciar el reino de Dios. Otro le dijo también: —Estoy dispuesto a seguirte, Señor, pero permíteme que primero me despida de los míos. Jesús le contestó: —Nadie que ponga su mano en el arado y mire atrás es apto para el reino de Dios. Después de esto, el Señor escogió también a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él a todos los pueblos y lugares adonde él pensaba ir. Les dijo: —La mies es mucha, pero son pocos los obreros. Por eso, pedidle al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en marcha! Yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis monedero, zurrón, ni calzado; y no os detengáis tampoco a saludar a nadie en el camino. Cuando entréis en alguna casa, decid primero: «Paz a esta casa». Si los que viven allí son gente de paz, la paz de vuestro saludo quedará con ellos; si no lo son, la paz se volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan, porque el que trabaja tiene derecho a su salario. No vayáis de casa en casa. Cuando lleguéis a un pueblo donde se os reciba con agrado, comed lo que os ofrezcan. Curad a los enfermos que haya en él y anunciad: «El reino de Dios está cerca de vosotros». Pero si entráis en un pueblo donde se nieguen a recibiros, recorred sus calles diciendo: «¡Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos contra vosotros! Sin embargo, sabed que el reino de Dios ya está cerca». Os digo que, en el día del juicio, los habitantes de Sodoma serán tratados con más clemencia que los de ese pueblo. ¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que se han realizado en medio de vosotras, ya hace mucho tiempo que sus habitantes se habrían convertido y lo habrían demostrado llevando luto y ceniza. Por eso, Tiro y Sidón serán tratadas en el juicio con más clemencia que vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿crees que vas a ser encumbrada hasta el cielo? ¡Hasta el abismo, serás precipitada! El que os escuche a vosotros, es como si me escuchara a mí; el que os rechace a vosotros, es como si me rechazara a mí; y el que me rechace a mí, es como si rechazara al que me envió. Los setenta y dos volvieron llenos de alegría, diciendo: —¡Señor, hasta los demonios nos obedecen en tu nombre! Jesús les contestó: —He visto a Satanás que caía del cielo como un rayo. Os he dado autoridad para que pisoteéis las serpientes, los escorpiones y todo el poder del enemigo, sin que nada ni nadie pueda dañaros. Pero aun así, no os alegréis tanto de que los espíritus malignos os obedezcan como de que vuestros nombres estén escritos en el cielo. En aquel mismo momento, el Espíritu Santo llenó de alegría a Jesús, que dijo: —Padre, Señor del cielo y de la tierra, te alabo porque has ocultado todo esto a los sabios y entendidos y se lo has revelado a los sencillos. Sí, Padre, así lo has querido tú. Mi Padre lo ha puesto todo en mis manos y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre; y nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo quiera revelárselo. Luego se volvió hacia sus discípulos y les dijo aparte: —¡Felices los que puedan ver todo lo que vosotros estáis viendo! Os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros estáis viendo, y no lo vieron; y oír lo que vosotros estáis oyendo, y no lo oyeron. Por entonces, un doctor de la ley, queriendo poner a prueba a Jesús, le hizo esta pregunta: —Maestro, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna? Jesús le contestó: —¿Qué está escrito en la ley de Moisés? ¿Qué lees allí? Él respondió: — Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu inteligencia; y a tu prójimo como a ti mismo. Jesús le dijo: —Has respondido correctamente. Haz eso y vivirás. Pero el maestro de la ley, para justificar su pregunta, insistió: —¿Y quién es mi prójimo? Jesús le dijo: —Un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó fue asaltado por unos ladrones, que le robaron cuanto llevaba, lo hirieron gravemente y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por aquel mismo camino un sacerdote que vio al herido, pero pasó de largo. Y del mismo modo, un levita, al llegar a aquel lugar, vio al herido, pero también pasó de largo. Finalmente, un samaritano que iba de camino llegó junto al herido y, al verlo, se sintió conmovido. Se acercó a él, le vendó las heridas poniendo aceite y vino sobre ellas, lo montó en su propia cabalgadura, lo condujo a una posada próxima y cuidó de él. Al día siguiente, antes de reanudar el viaje, el samaritano dio dos denarios al posadero y le dijo: «Cuida bien a este hombre. Si gastas más, te lo pagaré a mi vuelta». Pues bien, ¿cuál de estos tres hombres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de ladrones? El maestro de la ley contestó: —El que tuvo compasión de él. Y Jesús le replicó: —Pues ve y haz tú lo mismo. Mientras seguían el camino, Jesús entró en una aldea, donde una mujer llamada Marta le dio alojamiento. Marta tenía una hermana llamada María, la cual, sentada a los pies del Señor, escuchaba sus palabras. Marta, en cambio, andaba atareada con los quehaceres domésticos, por lo que se acercó a Jesús y le dijo: —Señor, ¿te parece bien que mi hermana me deje sola con todo el trabajo de la casa? Por favor, dile que me ayude. El Señor le contestó: —Marta, Marta, andas angustiada y preocupada por muchas cosas. Sin embargo, una sola es necesaria. María ha elegido la mejor parte y nadie se la arrebatará. Una vez estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando terminó de orar, uno de los discípulos le dijo: —Señor, enséñanos a orar, al igual que Juan enseñaba a sus discípulos. Jesús les dijo: —Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Danos cada día el pan que necesitamos. Perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a quienes nos hacen mal. Y no permitas que nos apartemos de ti. Luego les dijo: —Suponed que uno de vosotros va a medianoche a casa de un amigo y le dice: «Amigo, préstame tres panes, porque otro amigo mío que está de viaje acaba de llegar a mi casa, y no tengo nada que ofrecerle». Suponed también que el otro, desde dentro, contesta: «Por favor, no me molestes ahora. Ya tengo la puerta cerrada y mis hijos y yo estamos acostados. ¡Cómo me voy a levantar para dártelos!». Pues bien, os digo que, aunque no se levante a darle los panes por razón de su amistad, al menos para evitar que lo siga molestando, se levantará y le dará todo lo que necesite. Por eso os digo: Pedid y Dios os atenderá, buscad y encontraréis; llamad y Dios os abrirá la puerta. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra, y al que llama, Dios le abrirá la puerta. ¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide pescado, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre que está en el cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan? Un día, estaba Jesús expulsando un demonio que se había apoderado de un hombre dejándolo mudo. En cuanto el demonio salió de él, el mudo recobró el habla y los que lo presenciaron se quedaron asombrados. Pero algunos dijeron: —Belzebú, el propio jefe de los demonios, le da a este el poder para expulsarlos. Otros, para tenderle una trampa, le pedían que hiciera alguna señal milagrosa de parte de Dios. Pero Jesús, que conocía sus intenciones, les dijo: —Si una nación se divide en bandos, se destruye a sí misma y sus casas se derrumban. Por tanto, si Satanás actúa contra sí mismo, ¿cómo podrá mantener su poder? Pues eso es lo que vosotros decís: que yo expulso los demonios por el poder de Belzebú. Pero si Belzebú me da a mí el poder para expulsar demonios, ¿quién se lo da a vuestros propios seguidores? ¡Ellos mismos serán vuestros jueces! Ahora bien, si yo expulso los demonios por el poder de Dios, es que el reino de Dios ya ha llegado a vosotros. Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su mansión, su propiedad está segura; pero si otro más fuerte que él llega y lo vence, entonces le quita las armas en las que confiaba y reparte como botín todos sus bienes. El que no está a favor mío, está contra mí; el que conmigo no recoge, desparrama. Cuando un espíritu impuro sale de una persona y anda errante por lugares desiertos en busca de descanso y no lo encuentra, se dice a sí mismo: «Regresaré a mi casa, de donde salí». Y si, al llegar, la encuentra barrida y arreglada, va, reúne a otros siete espíritus peores que él y todos juntos se meten a vivir allí, de manera que la situación de esa persona resulta peor al final que al principio. Mientras Jesús decía estas cosas, una mujer que estaba entre la gente exclamó: —¡Feliz la mujer que te dio a luz y te crio a sus pechos! Jesús le contestó: —Felices, más bien, los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica. Como había seguido reuniéndose mucha gente a su alrededor, Jesús volvió a tomar la palabra y dijo: —Esta gente es mala. Pide una señal milagrosa, pero no tendrá más señal que la del profeta Jonás. Como Jonás fue una señal para los habitantes de Nínive, así también el Hijo del hombre será una señal para esta gente. La reina del Sur se levantará en el día del juicio junto con todos los que forman esta generación, y los condenará; porque esta reina vino desde tierras lejanas a escuchar la sabiduría de Salomón, ¡y aquí hay algo más importante que Salomón! Los habitantes de Nínive se levantarán en el día del juicio junto con toda esta gente, y la condenarán; porque ellos se convirtieron al escuchar el mensaje de Jonás, ¡y aquí hay algo más importante que Jonás! Nadie enciende una lámpara y la guarda en un lugar escondido, ni la tapa con una vasija, sino que la pone en el candelero para que su luz alumbre a todos los que entren en la casa. Los ojos son lámparas para el cuerpo. Si tus ojos son limpios, todo tú serás luminoso; pero si en ellos hay maldad, todo tú serás oscuridad. Mantente alerta para que la luz que hay en ti no resulte oscuridad. Así pues, si tú eres todo luz y no hay en ti oscuridad alguna, todo tú serás tan luminoso como si te iluminara el resplandor de una lámpara. Cuando Jesús terminó de hablar, un fariseo lo invitó a comer en su casa. Jesús aceptó la invitación y se sentó a la mesa. El fariseo, que estaba observándolo, se quedó extrañado de que Jesús no cumpliera el precepto de lavarse las manos antes de comer. Entonces el Señor le dijo: —Vosotros los fariseos limpiáis la copa y la bandeja por fuera, pero por dentro estáis llenos de rapacidad y maldad. ¡Insensatos! ¿Acaso el que hizo lo de fuera no hizo también lo de dentro? Dad limosna de lo que tenéis dentro, y de ese modo todo quedará limpio en vosotros. ¡Ay de vosotros, fariseos, que ofrecéis a Dios el diezmo de la menta, de la ruda y de toda clase de hortalizas, pero no os preocupáis de mantener la justicia y el amor a Dios! Esto último es lo que deberíais hacer, aunque sin descuidar lo otro. ¡Ay de vosotros, fariseos, que os gusta ocupar los lugares preferentes en las sinagogas y ser saludados en público! ¡Ay de vosotros, que sois como sepulcros ocultos a la vista, sobre los que pisa la gente sin saberlo! Uno de los doctores de la ley le contestó: —Maestro, diciendo esto nos ofendes también a nosotros. Pero Jesús continuó: —¡Ay también de vosotros, doctores de la ley, que cargáis a los demás con cargas insoportables que vosotros mismos no estáis dispuestos a tocar ni siquiera con un dedo! ¡Ay de vosotros, que construís monumentos funerarios en memoria de los profetas asesinados por vuestros propios antepasados! De este modo demostráis estar de acuerdo con lo que ellos hicieron, porque ellos asesinaron a los profetas y vosotros construís los monumentos funerarios. Por eso, Dios ha dicho sabiamente: «Les enviaré mensajeros y apóstoles; a unos matarán y a otros perseguirán». Pero Dios va a pedir cuentas a esta gente de hoy de la sangre de todos los profetas que han sido asesinados desde el principio del mundo hasta este momento: desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías, a quien asesinaron entre el altar y el santuario. ¡Sí, os digo que Dios pedirá cuentas de su muerte a esta gente de hoy! ¡Ay de vosotros, doctores de la ley, que os habéis apoderado de la llave de la puerta del conocimiento! Ni entráis vosotros ni dejáis entrar a los demás. Cuando Jesús salió de allí, los maestros de la ley y los fariseos, llenos de furor contra él, comenzaron a atacarlo duramente haciendo que hablara sobre temas diversos y tendiéndole trampas con ánimo de cazarlo en alguna palabra indebida. Entre tanto, miles de personas se apiñaban alrededor de Jesús atropellándose unas a otras. Entonces, dirigiéndose en primer lugar a sus discípulos, Jesús dijo: —Cuidaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. Porque nada hay secreto que no haya de ser descubierto, ni nada oculto que no haya de ser conocido. De manera que lo que dijisteis en la oscuridad, será oído a plena luz; lo que hablasteis al oído en el interior de la casa, será pregonado desde las terrazas. A vosotros, amigos míos, os digo que no tengáis miedo a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden hacer nada más. Os indicaré, en cambio, a quién debéis tener miedo: tenédselo a aquel que no solo puede matar, sino que también tiene poder para arrojar a la gehena. A ese es a quien debéis temer. ¿No se venden cinco pájaros por unos céntimos? Pues ni de uno de ellos se olvida Dios. En cuanto a vosotros, tenéis contado hasta el último cabello de vuestra cabeza. No tengáis miedo, porque vosotros valéis más que todos los pájaros. Os digo, además, que a todo aquel que me reconozca delante de los demás, también el Hijo del hombre lo reconocerá delante de los ángeles de Dios. Y, al contrario, si alguien me niega delante de los demás, también él será negado delante de los ángeles de Dios. Si alguien habla contra el Hijo del hombre, podrá serle perdonado. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no será perdonado. Cuando os lleven a las sinagogas o ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo habéis de hablar o qué habéis de decir en defensa propia, porque en aquel mismo momento el Espíritu Santo os enseñará lo que debéis decir. Uno que estaba entre la gente dijo a Jesús: —Maestro, dile a mi hermano que reparta la herencia conmigo. Jesús le contestó: —Amigo, ¿quién me ha puesto por juez o repartidor de herencias entre vosotros? Y, dirigiéndose a los demás, añadió: —Procurad evitar toda clase de avaricia, porque la vida de uno no depende de la abundancia de sus riquezas. Y les contó esta parábola: —Una vez, un hombre rico obtuvo una gran cosecha de sus campos. Así que pensó: «¿Qué haré ahora? ¡No tengo un lugar bastante grande donde guardar la cosecha! ¡Ya sé qué haré! Derribaré los graneros y haré otros más grandes donde pueda meter todo el trigo junto con todos mis bienes. Luego podré decirme: tienes riquezas acumuladas para muchos años; descansa, pues, come, bebe y diviértete». Pero Dios le dijo: «¡Estúpido! Vas a morir esta misma noche. ¿A quién le aprovechará todo eso que has almacenado?». Esto le sucederá al que acumula riquezas pensando solo en sí mismo, pero no se hace rico a los ojos de Dios. Después dijo Jesús a sus discípulos: —Por lo tanto os digo: No andéis preocupados pensando qué vais a comer para poder vivir o con qué ropa vais a cubrir vuestro cuerpo. Porque la vida vale más que la comida y el cuerpo más que la ropa. Fijaos en los cuervos: no siembran ni cosechan, ni tienen despensas ni almacenes, y, sin embargo, Dios los alimenta. Pues ¡cuánto más valéis vosotros que esas aves! Por lo demás, ¿quién de vosotros, por mucho que se preocupe, podrá añadir una sola hora a su vida? Pues si sois incapaces de influir en las cosas más pequeñas, ¿a qué preocuparos por las demás? Fijaos en cómo crecen los lirios. No se fatigan ni hilan y, sin embargo, os digo que ni siquiera el rey Salomón, con todo su esplendor, llegó a vestirse como uno de ellos. Pues si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy está verde y mañana será quemada en el horno, ¡cuánto más hará por vosotros! ¡Qué débil es vuestra fe! Vosotros no os atormentéis buscando qué comer o qué beber. Esas son las cosas que preocupan a los paganos de este mundo; pero vuestro Padre ya sabe que las necesitáis. Vosotros buscad, más bien, el reino de Dios, y Dios se encargará de daros además todas esas cosas. No tengas miedo, pequeño rebaño, que es voluntad de vuestro Padre daros el reino. Vended vuestros bienes y repartid el producto entre los necesitados. Haceos así un capital que no se deteriora, riquezas inagotables en los cielos, donde no hay ladrones que entren a robar ni polilla que destruya. Pues donde tengáis vuestra riqueza, allí tendréis también el corazón. Estad preparados y mantened vuestras lámparas encendidas. Sed como criados que están esperando que el amo regrese de una boda, listos para abrirle la puerta en cuanto llegue y llame. ¡Felices aquellos criados a quienes el amo, al llegar, los encuentre vigilando! Os aseguro que los hará sentarse a la mesa y él mismo se pondrá a la tarea de servirles la comida. Felices ellos si al llegar el amo, ya sea a medianoche o de madrugada, los encuentra vigilando. Pensad que si el amo de la casa supiera a qué hora va a llegar el ladrón, impediría que le perforaran la casa. Pues también vosotros estad preparados, porque cuando menos lo penséis vendrá el Hijo del hombre. Pedro le preguntó: —Señor, esta parábola, ¿se refiere solamente a nosotros o a todos? El Señor le contestó: —Vosotros portaos como el administrador fiel e inteligente a quien su amo pone al frente de la servidumbre para que a su hora les tenga dispuesta la correspondiente ración de comida ¡Feliz aquel criado a quien su amo, al llegar, encuentre cumpliendo con su deber! Os aseguro que le confiará el cuidado de toda su hacienda. Pero si ese criado piensa para sí: «Mi señor se retrasa en llegar», y comienza a maltratar a los demás criados y criadas y a comer y beber hasta emborracharse, un día, cuando menos lo espere, llegará su señor. Entonces lo castigará severamente dándole un lugar entre los que son sorprendidos en infidelidad. El criado que sabe lo que su amo quiere, pero no se prepara para hacerlo, será castigado con severidad. En cambio, el criado que, ignorando lo que quiere su amo, hace algo merecedor de castigo, será castigado con menos severidad. Al que mucho se le ha dado, mucho le será exigido; al que mucho se le confía, mucho más se le pedirá. Yo he venido para traer fuego al mundo, y ¡cómo me gustaría que ya estuviera ardiendo! Tengo que pasar la prueba de un bautismo y me embarga la ansiedad hasta que se haya cumplido. ¿Creéis que he venido a traer paz al mundo? Os digo que no, sino que he venido a traer división. Porque de ahora en adelante, en una familia de cinco personas se pondrán tres en contra de dos, y dos en contra de tres. El padre se pondrá en contra del hijo, y el hijo en contra del padre; la madre en contra de la hija, y la hija en contra de la madre; la suegra en contra de la nuera, y la nuera en contra de la suegra. Dijo también Jesús a la gente: —Cuando veis que una nube aparece por poniente, decís que va a llover, y así sucede. Y cuando sopla el viento del sur, decís que hará bochorno, y lo hace. ¡Hipócritas! Si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sois capaces de interpretar el tiempo en que vivís? ¿Por qué no discernís por vosotros mismos lo que es recto? Si tu adversario te demanda ante las autoridades, esfuérzate por llegar a un acuerdo con él mientras puedas hacerlo; no sea que te entregue al juez, y el juez a los guardias, y los guardias te metan en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo de tu deuda. Por aquel mismo tiempo se presentaron unos a Jesús y le hablaron de aquellos galileos a quienes Pilato había hecho matar cuando ofrecían el sacrificio, mezclando así su sangre con la de los animales sacrificados. Jesús dijo: —¿Creéis vosotros que esos galileos sufrieron tal suerte porque fueran más pecadores que los demás galileos? Pues yo os digo que no. Y añadiré que, si no os convertís, todos vosotros pereceréis igualmente. ¿O creéis que aquellos dieciocho que murieron al derrumbarse la torre de Siloé eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Pues yo os digo que no. Y añadiré que, si no os convertís, todos vosotros pereceréis de forma semejante. Jesús les contó entonces esta parábola: —Un hombre había plantado una higuera en su viña; pero cuando fue a buscar higos en ella, no encontró ninguno. Entonces dijo al que cuidaba la viña: «Ya hace tres años que vengo en busca de higos a esta higuera, y nunca los encuentro. Así que córtala, para que no ocupe terreno inútilmente». Pero el viñador le contestó: «Señor, déjala un año más. Cavaré la tierra alrededor de ella y le echaré abono. Puede ser que después dé fruto; y si no lo da, entonces la cortas». Un sábado estaba Jesús enseñando en la sinagoga. Había allí una mujer a la que un espíritu maligno tenía enferma desde hacía dieciocho años. Se había quedado encorvada y era absolutamente incapaz de enderezarse. Cuando Jesús la vio, la llamó y le dijo: —Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Y puso las manos sobre ella. En el mismo instante, la mujer se enderezó y comenzó a alabar a Dios. El jefe de la sinagoga, irritado porque Jesús había hecho una curación en sábado, dijo a todos los presentes: —Seis días hay para trabajar. Venid uno de esos días a que os curen y no precisamente el sábado. Pero el Señor le respondió: —¡Hipócritas! ¿Quién de vosotros no desata su buey o su asno del pesebre y los lleva a beber aunque sea sábado? Pues esta mujer, que es descendiente de Abrahán, a la que Satanás tenía atada desde hace dieciocho años, ¿acaso no debía ser liberada de sus ataduras incluso en sábado? Al decir Jesús esto, todos sus adversarios quedaron avergonzados. Por su parte, el pueblo se alegraba de las obras prodigiosas que él hacía. Decía Jesús: —¿Con qué puede compararse el reino de Dios? ¿Con qué lo compararé? Puede compararse al grano de mostaza que un hombre sembró en su huerto, y que luego creció y se hizo como un árbol, entre cuyas ramas anidaron los pájaros. Dijo también: —¿A qué compararé el reino de Dios? Puede compararse a la levadura que toma una mujer y la mezcla con tres medidas de harina para que fermente toda la masa. De camino a Jerusalén, Jesús enseñaba a la gente de los pueblos y aldeas por donde pasaba. Una vez, uno le preguntó: —Señor, ¿son pocos los que se salvan? Jesús les dijo: —Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos intentarán entrar, pero no podrán. Después que el amo de la casa se levante y cierre la puerta, los que hayáis quedado fuera comenzaréis a golpear la puerta diciendo: «¡Señor, ábrenos!». Pero él os contestará: «No sé de dónde sois». Entonces diréis: «¡Nosotros hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas!». Pero él os replicará: «¡No sé de dónde sois! ¡Apartaos de mí todos los que os pasáis la vida haciendo el mal!». Allí lloraréis y os rechinarán los dientes cuando veáis a Abrahán, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, mientras vosotros sois arrojados afuera. Vendrán gentes de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Pues los que ahora son últimos, serán los primeros; y los que ahora son primeros, serán los últimos. Ese mismo día llegaron unos fariseos y dijeron a Jesús: —Vete de aquí, porque Herodes quiere matarte. Jesús les contestó: —Id y decidle a ese zorro: «Has de saber que yo expulso demonios y curo enfermos hoy y mañana, y al tercer día culminaré la tarea». Pero entre tanto, hoy, mañana y pasado mañana tengo que seguir mi camino, porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los mensajeros que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, y vosotros os negasteis! Pues mirad: vuestra ciudad va a quedar desierta. Y os digo que no volveréis a verme hasta el momento en que digáis: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!». Sucedió que un sábado Jesús fue a comer a casa de uno de los jefes de los fariseos. Ellos, que lo estaban espiando, le colocaron delante un hombre enfermo de hidropesía. Jesús, entonces, preguntó a los doctores de la ley y a los fariseos: —¿Está o no está permitido curar en sábado? Pero ellos no contestaron. Así que Jesús tomó de la mano al enfermo, lo curó y lo despidió. Luego les dijo: —Si a uno de vosotros se le cae el hijo o un buey en un pozo, ¿no correrá a sacarlo aunque sea en sábado? A esto no pudieron contestar nada. Al ver Jesús que los invitados escogían para sí los puestos de honor en la mesa, les dijo a modo de ejemplo: —Cuando alguien te invite a un banquete de bodas, no te sientes en el lugar de honor, no sea que entre los invitados haya otro más importante que tú y, cuando llegue el que os invitó a ambos, te diga: «Tienes que dejarle el sitio a este», y entonces tengas que ir avergonzado a sentarte en el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, siéntate en el último lugar; así, al llegar el que te invitó, te dirá: «Amigo, sube hasta este lugar de más categoría». Entonces aumentará tu prestigio delante de los otros invitados. Porque a todo el que se ensalce a sí mismo, Dios lo humillará; pero al que se humille a sí mismo, Dios lo ensalzará. Dirigiéndose luego al que lo había invitado, le dijo: —Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, a tus hermanos, a tus parientes o a tus vecinos ricos, porque después ellos te invitarán a ti y quedarás así recompensado. Por el contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los inválidos, a los cojos y a los ciegos. Ellos no pueden corresponderte; y precisamente por eso serás feliz, porque tendrás tu recompensa cuando los justos resuciten. Al oír esto, uno de los que estaban sentados a la mesa dijo a Jesús: —¡Feliz aquel que sea invitado a comer en el reino de Dios! Jesús le contestó: —Una vez, un hombre dio una gran cena e invitó a muchos. Cuando llegó el día de la cena, envió a su criado para que dijera a los invitados: «Venid, que ya está todo preparado». Pero todos ellos, uno por uno, comenzaron a excusarse. El primero dijo: «He comprado unas tierras y tengo que ir a verlas. Discúlpame, por favor». Otro dijo: «Acabo de comprar cinco yuntas de bueyes y tengo que ir a probarlas. Discúlpame, por favor». El siguiente dijo: «No puedo ir, porque acabo de casarme». El criado volvió a casa y refirió a su señor lo que había ocurrido. Entonces el dueño de la casa, muy enojado, ordenó a su criado: «Sal enseguida por las plazas y las calles de la ciudad y trae aquí a los pobres, los inválidos, los ciegos y los cojos». El criado volvió y le dijo: «Señor, he hecho lo que me ordenaste y aún quedan lugares vacíos». El señor le contestó: «Pues sal por los caminos y veredas y haz entrar a otros, aunque sea a la fuerza, hasta que mi casa se llene. Porque os digo que ninguno de los que estaban invitados llegará a probar mi cena». Iba mucha gente acompañando a Jesús. Y él, dirigiéndose a ellos, les dijo: —Si uno quiere venir conmigo y no está dispuesto a dejar padre, madre, mujer, hijos, hermanos y hermanas, e incluso a perder su propia vida, no podrá ser discípulo mío. Como tampoco podrá serlo el que no esté dispuesto a cargar con su propia cruz para seguirme. Si alguno de vosotros quiere construir una torre, ¿no se sentará primero a calcular los gastos y comprobar si tiene bastantes recursos para terminarla? No sea que, una vez echados los cimientos, no pueda terminarla, y quede en ridículo ante todos los que, al verlo, dirán: «Ese individuo se puso a construir, pero no pudo terminar». O bien: si un rey va a la guerra contra otro rey, ¿no se sentará primero a calcular si con diez mil soldados puede hacer frente a su enemigo, que avanza contra él con veinte mil? Y si ve que no puede, cuando el otro rey esté aún lejos, le enviará una delegación para proponerle la paz. Del mismo modo, aquel de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío. La sal es buena; pero si se vuelve insípida, ¿cómo recobrará su sabor? Ya no es útil para la tierra ni sirve para abono, de modo que se tira. Quien pueda entender esto, que lo entienda. Todos los recaudadores de impuestos y gente de mala reputación solían reunirse para escuchar a Jesús. Al verlo, los fariseos y los maestros de la ley murmuraban: —Este anda con gente de mala reputación y hasta come con ella. Jesús entonces les contó esta parábola: —¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y se le pierde una de ellas, no deja en el campo las otras noventa y nueve y va en busca de la que se le había perdido? Cuando la encuentra, se la pone sobre los hombros lleno de alegría y, al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos y les dice: «¡Alegraos conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido!». Pues yo os digo que, igualmente, hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesiten convertirse. O también, ¿qué mujer, si tiene diez monedas y se le pierde una de ellas, no enciende una lámpara y barre la casa y la busca afanosamente hasta que la encuentre? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: «¡Alegraos conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido!». Pues yo os digo que, igualmente, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta. Y les contó también: —Había una vez un padre que tenía dos hijos. El menor de ellos le dijo: «Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde». El padre repartió entonces sus bienes entre los dos hijos. Pocos días después, el hijo menor reunió cuanto tenía y se marchó a un país lejano, donde lo despilfarró todo de mala manera. Cuando ya lo había malgastado todo, sobrevino un terrible período de hambre en aquella región, y él empezó también a padecer necesidad. Entonces fue a pedir trabajo a uno de los habitantes de aquel país, el cual lo envió a sus tierras, a cuidar cerdos. Él habría querido llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Entonces recapacitó y se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de sobra, mientras yo estoy aquí muriéndome de hambre! Volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios y contra ti, y ya no merezco que me llames hijo; trátame como a uno de tus jornaleros». Inmediatamente se puso en camino para volver a casa de su padre. Aún estaba lejos, cuando su padre lo vio y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo estrechó entre sus brazos y lo besó. El hijo empezó a decir: «Padre, he pecado contra Dios y contra ti, y ya no merezco que me llames hijo». Pero el padre ordenó a sus criados: «¡Rápido! Traed las mejores ropas y vestidlo, ponedle un anillo en el dedo y calzado en los pies. Luego sacad el ternero cebado, matadlo y hagamos fiesta celebrando un banquete. Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y lo hemos encontrado». Y comenzaron a hacer fiesta. En esto, el hijo mayor, que estaba en el campo, regresó a casa. Al acercarse, oyó la música y los cánticos. Y llamando a uno de los criados, le preguntó qué significaba todo aquello. El criado le contestó: «Es que tu padre ha hecho matar el becerro cebado, porque tu hermano ha vuelto sano y salvo». El hermano mayor se irritó al oír esto y se negó a entrar en casa. Su padre, entonces, salió para rogarle que entrara. Pero el hijo le contestó: «Desde hace muchos años vengo trabajando para ti, sin desobedecerte en nada, y tú jamás me has dado ni siquiera un cabrito para hacer fiesta con mis amigos. Y ahora resulta que llega este hijo tuyo, que se ha gastado tus bienes con prostitutas, y mandas matar en su honor el becerro cebado». El padre le dijo: «Hijo, tú siempre has estado conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero ahora tenemos que hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y lo hemos encontrado». Dijo también Jesús a los discípulos: —Un hombre rico tenía un administrador que fue acusado ante su amo de malversar sus bienes. El amo lo llamó y le dijo: «¿Qué es esto que me dicen de ti? Preséntame las cuentas de tu administración, porque desde ahora quedas despedido de tu cargo». El administrador se puso a pensar: «¿Qué voy a hacer ahora? Mi amo me quita la administración, y yo para cavar no tengo fuerzas, y pedir limosna me da vergüenza. ¡Ya sé qué voy a hacer para que, cuando deje el cargo, no falte quien me reciba en su casa!». Comenzó entonces a llamar, uno por uno, a los deudores de su amo. Al primero le preguntó: «¿Cuánto debes a mi amo?». Le contestó: «Cien barriles de aceite». El administrador le dijo: «Pues mira, toma tus recibos y apunta solo cincuenta». Al siguiente le preguntó: «¿Tú cuánto le debes?». Le contestó: «Cien sacos de trigo». Le dijo el administrador: «Pues mira, toma tus recibos y apunta solo ochenta». Y el amo elogió la astucia de aquel administrador corrupto porque, en efecto, los que pertenecen a este mundo son más sagaces en sus negocios que los que pertenecen a la luz. Por eso, os aconsejo que os ganéis amigos utilizando las riquezas de este mundo. Así, cuando llegue el día de dejarlas, habrá quien os reciba en la mansión eterna. El que es fiel en lo poco, también será fiel en lo mucho; y el que no es fiel en lo poco, tampoco lo será en lo mucho. De modo que si no sois fieles con las riquezas de este mundo, ¿quién os confiará la verdadera riqueza? Y si no sois fieles con lo ajeno, ¿quién os dará lo que os pertenece? Ningún criado puede servir a dos amos al mismo tiempo, porque aborrecerá al uno y apreciará al otro, o será fiel al uno y del otro no hará caso. No podéis servir al mismo tiempo a Dios y al dinero. Todas estas cosas las oían los fariseos, que eran amigos del dinero, y se burlaban de Jesús. Él les dijo: —Vosotros pretendéis pasar por gente de bien delante de los demás, pero Dios sabe lo que hay en vuestro corazón; y aquello que la gente juzga valioso, para Dios es solo basura. La ley de Moisés y las enseñanzas de los profetas tuvieron plena vigencia hasta que vino Juan el Bautista; desde entonces se anuncia el reino de Dios y todos se oponen con violencia a él. Más fácil es que dejen de existir el cielo y la tierra que se pierda una sola coma de la ley. El que se separe de su mujer para casarse con otra, comete adulterio. Y también comete adulterio el que se case con una mujer separada. Jesús prosiguió: —Había una vez un hombre rico que vestía de púrpura y finísimo lino, y que todos los días celebraba grandes fiestas. Y había también un pobre, llamado Lázaro, que, cubierto de llagas, estaba tendido a la puerta del rico. Deseaba llenar su estómago con lo que caía de la mesa del rico y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas. Cuando el pobre murió, los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Tiempo después murió también el rico, y fue enterrado. Y sucedió que, estando el rico en el abismo, levantó los ojos en medio de los tormentos y vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su compañía. Entonces exclamó: «¡Padre Abrahán, ten compasión de mí! ¡Envíame a Lázaro, que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque sufro lo indecible en medio de estas llamas!». Abrahán le contestó: «Amigo, recuerda que durante tu vida terrena recibiste muchos bienes, y que Lázaro, en cambio, solamente recibió males. Pues bien, ahora él goza aquí de consuelo y a ti te toca sufrir. Además, entre nosotros y vosotros se abre una sima infranqueable, de modo que nadie puede ir a vosotros desde aquí, ni desde ahí puede venir nadie hasta nosotros». El rico dijo: «Entonces, padre, te suplico que envíes a Lázaro a mi casa paterna para que hable a mis cinco hermanos, a fin de que no vengan también ellos a este lugar de tormento». Pero Abrahán le respondió: «Ellos ya tienen lo que han escrito Moisés y los profetas. Que los escuchen». El rico replicó: «No, padre Abrahán, solo si alguno de los que han muerto va a hablarles, se convertirán». Abrahán le contestó: «Si no quieren escuchar a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán aunque resucite uno de los que han muerto». Jesús dijo a sus discípulos: —Es imposible evitar que haya quienes instiguen al pecado; pero, ¡ay de aquel que incite a pecar! Más le valdría que lo arrojaran al mar con una piedra de molino atada al cuello que ser culpable de que uno de estos pequeños caiga en pecado. ¡Estad, pues, atentos! Si tu hermano peca, repréndelo; y si cambia de conducta, perdónalo. Aunque en un solo día te ofenda siete veces, si otras tantas se vuelve a ti y te dice: «Me arrepiento de haberlo hecho», perdónalo. Los apóstoles dijeron al Señor: —Aumenta nuestra fe. El Señor les contestó: —Si tuvierais fe, aunque solo fuera como un grano de mostaza, le diríais a esta morera: «Quítate de ahí y plántate en el mar», y os obedecería. Si alguno de vosotros tiene un criado que está arando la tierra o cuidando el ganado, ¿acaso le dice cuando regresa del campo: «Ven acá, siéntate ahora mismo a cenar»? ¿No le dirá, más bien: «Prepárame la cena y encárgate de servirme mientras como y bebo, y después podrás comer tú»? Y tampoco tiene por qué darle las gracias al criado por haber hecho lo que se le había ordenado. Pues así, también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que Dios os ha mandado, decid: «Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer». En su camino hacia Jerusalén, Jesús transitaba entre Samaría y Galilea. Al llegar a cierta aldea, le salieron al encuentro diez leprosos que, desde lejos, comenzaron a gritar: —¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros! Jesús, al verlos, les dijo: —Id a presentaros a los sacerdotes. Y sucedió que, mientras iban a presentarse, quedaron limpios de su lepra. Uno de ellos, al verse curado, regresó alabando a Dios a grandes voces. Y, postrado rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba las gracias. Se trataba de un samaritano. Jesús preguntó entonces: —¿No fueron diez los que quedaron limpios? Pues ¿dónde están los otros nueve? ¿Solo este extranjero ha vuelto para alabar a Dios? Y le dijo: —Levántate y vete. Tu fe te ha sanado. Los fariseos preguntaron a Jesús: —¿Cuándo vendrá el reino de Dios? Jesús les contestó: —El reino de Dios no vendrá a la vista de todos. No se podrá decir: «Está aquí» o «Está allí». En realidad, el reino de Dios ya está entre vosotros. Dijo también Jesús a sus discípulos: —Tiempo vendrá en que desearéis ver siquiera uno de los días del Hijo del hombre, pero no lo veréis. Entonces os dirán: «Mirad, está aquí», o bien, «Está allí»; pero no vayáis ni hagáis caso de ellos, porque el Hijo del hombre, en el día de su venida, será como un relámpago que ilumina el cielo de un extremo a otro. Pero antes tiene que sufrir mucho y ser rechazado por esta gente de hoy. El tiempo de la venida del Hijo del hombre puede compararse a lo que sucedió en tiempos de Noé: hasta el momento mismo en que Noé entró en el arca, todo el mundo comía, bebía y se casaba. Pero vino el diluvio y acabó con todos. Lo mismo sucedió en tiempos de Lot: todos comían, bebían, compraban, vendían, sembraban y construían casas. Pero el día en que Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre y acabó con todos. Así será el día en que se manifieste el Hijo del hombre. El que entonces esté en la azotea y tenga sus cosas dentro de la casa, no baje a recogerlas; y el que esté en el campo, no vuelva tampoco a su casa. ¡Acordaos de la mujer de Lot! El que pretenda salvar su vida, la perderá; en cambio, el que la pierda, ese la recobrará. Os digo que en aquella noche estarán dos acostados en la misma cama: a uno se lo llevarán y dejarán al otro. Dos mujeres estarán moliendo juntas: a una se la llevarán y dejarán a la otra. [ Dos hombres estarán trabajando en el campo: a uno se lo llevarán y dejarán al otro]. Al oír esto, preguntaron a Jesús: —¿Dónde sucederá eso, Señor? Él les contestó: —¡Donde esté el cuerpo, allí se juntarán los buitres! Jesús les contó una parábola para enseñarles que debían orar en cualquier circunstancia, sin jamás desanimarse. Les dijo: —Había una vez en cierta ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a persona alguna. Vivía también en la misma ciudad una viuda que acudió al juez, rogándole: «Hazme justicia frente a mi adversario». Durante mucho tiempo, el juez no quiso hacerle caso, pero al fin pensó: «Aunque no temo a Dios ni tengo respeto a nadie, voy a hacer justicia a esta viuda para evitar que me siga importunando. Así me dejará en paz de una vez». El Señor añadió: —Ya habéis oído lo que dijo aquel mal juez. Pues bien, ¿no hará Dios justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche? ¿Creéis que los hará esperar? Os digo que les hará justicia enseguida. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿aún encontrará fe en este mundo? A unos que alardeaban de su propia rectitud y despreciaban a todos los demás, Jesús les contó esta parábola: —En cierta ocasión, dos hombres fueron al Templo a orar. Uno de ellos era un fariseo y el otro un recaudador de impuestos. El fariseo, plantado en primera fila, oraba en su interior de esta manera: «¡Oh Dios!, te doy gracias porque yo no soy como los demás: ladrones, malvados y adúlteros. Tampoco soy como ese recaudador de impuestos. Ayuno dos veces por semana y pago al Templo la décima parte de todas mis ganancias». En cambio, el recaudador de impuestos, que se mantenía a distancia, ni siquiera se atrevía a levantar la vista del suelo, sino que se golpeaba el pecho y decía: «¡Oh Dios!, ten compasión de mí, que soy pecador». Os digo que este recaudador de impuestos volvió a casa con sus pecados perdonados; el fariseo, en cambio, no. Porque Dios humillará a quien se ensalce a sí mismo; pero ensalzará a quien se humille a sí mismo. Llevaron unos niños a Jesús para que los bendijese. Los discípulos, al verlo, reñían a quienes los llevaban; pero Jesús, llamando a los niños, dijo: —Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque el reino de Dios es para los que son como ellos. Os aseguro que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Uno de los jefes de los judíos preguntó a Jesús: —Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna? Jesús le dijo: —¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino solamente Dios. Ya sabes los mandamientos: No cometas adulterio, no mates, no robes, no des falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre. El dignatario respondió: —Todo eso lo he guardado desde mi adolescencia. Al escuchar estas palabras, Jesús le dijo: —Aún te falta algo: vende todo lo que posees y reparte el producto entre los pobres. Así te harás un tesoro en el cielo. Luego, vuelve aquí y sígueme. Cuando el hombre oyó esto, se entristeció mucho, porque era muy rico. Jesús, viéndolo tan triste, dijo: —¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios! Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de Dios. Los que estaban escuchando preguntaron: —Pues, en ese caso, ¿quién podrá salvarse? Jesús contestó: —Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios. Pedro le dijo entonces: —Tú sabes que nosotros hemos dejado nuestras cosas para seguirte. Jesús les dijo: —Os aseguro que todo aquel que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por causa del reino de Dios, recibirá mucho más en este mundo, y en el mundo venidero recibirá la vida eterna. Jesús, tomando aparte a los Doce, les dijo: —Ya veis que estamos subiendo a Jerusalén, donde ha de cumplirse todo lo que escribieron los profetas acerca del Hijo del hombre. Allí será entregado en manos de extranjeros que se burlarán de él, lo insultarán, le escupirán, lo golpearán y le darán muerte. Pero al tercer día resucitará. Los apóstoles no comprendían nada. No podían entender lo que Jesús les decía, porque el sentido de sus palabras era un misterio para ellos. Jesús iba acercándose a Jericó. Y un ciego que estaba sentado junto al camino pidiendo limosna, al oír el alboroto de la gente que pasaba, preguntó qué era aquello. Le contestaron: —Es que está pasando por aquí Jesús de Nazaret. Entonces el ciego se puso a gritar: —¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí! Los que iban delante le mandaban que callara, pero él gritaba cada vez más: —¡Hijo de David, ten compasión de mí! Jesús, entonces, se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando ya lo tenía cerca, le preguntó: —¿Qué quieres que haga por ti? El ciego contestó: —Señor, que vuelva a ver. Jesús le dijo: —Recobra la vista. Tu fe te ha sanado. En el mismo instante, el ciego recobró la vista y, dando gloria a Dios, se unió a los que seguían a Jesús. Y todo el pueblo que presenció lo sucedido alabó también a Dios. Jesús entró en Jericó e iba recorriendo la ciudad. Vivía allí un hombre rico llamado Zaqueo, que era jefe de recaudadores de impuestos y que deseaba conocer a Jesús. Pero era pequeño de estatura, y la gente le impedía verlo. Así que echó a correr y, adelantándose a todos, fue a encaramarse a un sicómoro para poder verlo cuando pasara por allí. Al llegar Jesús a aquel lugar, miró hacia arriba, vio a Zaqueo y le dijo: —Zaqueo, baja enseguida, porque es preciso que hoy me hospede en tu casa. Zaqueo bajó a toda prisa, y lleno de alegría recibió en su casa a Jesús. Al ver esto, todos se pusieron a murmurar diciendo: —Este se aloja en casa de un hombre de mala reputación. Zaqueo, por su parte, se puso en pie y, dirigiéndose al Señor, dijo: —Señor, estoy decidido a dar a los pobres la mitad de mis bienes y a devolver cuatro veces más a los que haya defraudado en algo. Entonces Jesús le dijo: —Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también este es descendiente de Abrahán. En efecto, el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido. Estaba la gente escuchando a Jesús y les contó otra parábola, pues se hallaba cerca de Jerusalén y ellos creían que el reino de Dios estaba a punto de manifestarse. Así que les dijo: —Un hombre de familia noble se fue a un país lejano para recibir la investidura real y regresar después. Antes de partir, llamó a diez criados suyos y a cada uno le entregó una cantidad de dinero, diciéndoles: «Negociad con este dinero en tanto que yo regreso». Pero como sus conciudadanos lo odiaban, a espaldas suyas enviaron una delegación con este mensaje: «No queremos que ese reine sobre nosotros». Sin embargo, él recibió la investidura real. A su regreso, mandó llamar a los criados a quienes había entregado el dinero, para saber cómo habían negociado con él. Se presentó, pues, el primero de ellos y dijo: «Señor, tu capital ha producido diez veces más». El rey le contestó: «Está muy bien. Has sido un buen administrador. Y porque has sido fiel en lo poco, yo te encomiendo el gobierno de diez ciudades». Después se presentó el segundo criado y dijo: «Señor, tu capital ha producido cinco veces más». También a este le contestó el rey: «Igualmente a ti te encomiendo el gobierno de cinco ciudades». Pero luego se presentó otro criado, diciendo: «Señor, aquí tienes tu dinero. Lo he guardado bien envuelto en un pañuelo por miedo a ti, pues sé que eres un hombre duro, que pretendes tomar lo que no depositaste y cosechar lo que no sembraste». El rey le contestó: «Eres un mal administrador, y por tus propias palabras te condeno. Si sabías que yo soy un hombre duro, que pretendo tomar lo que no he depositado y cosechar lo que no he sembrado, ¿por qué no llevaste mi dinero al banco? Así, a mi regreso, yo lo habría recibido junto con los intereses». Y, dirigiéndose a los presentes, mandó: «Quitadle a este su capital y dádselo al que tiene diez veces más». Ellos le dijeron: «Señor, ¡pero si ya tiene diez veces más!». «Es cierto —asintió el rey—, pero yo os digo que a todo el que tiene, se le dará más. En cambio, al que no tiene, hasta lo poco que tenga se le quitará. En cuanto a mis enemigos, los que no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos aquí y matadlos en mi presencia». Después de haber dicho esto, Jesús siguió su camino subiendo hacia Jerusalén. Cuando ya estaba cerca de Betfagé y de Betania, al pie del monte de los Olivos, envió a dos de sus discípulos con este encargo: —Id a la aldea que está ahí enfrente. En cuanto entréis en ella encontraréis un pollino atado, sobre el que nunca ha montado nadie. Desatadlo y traédmelo. Y si alguien os pregunta por qué lo desatáis, decidle que el Señor lo necesita. Fueron los que habían sido enviados y lo encontraron todo como Jesús les había dicho. Mientras desataban el pollino, los dueños les preguntaron: —¿Por qué desatáis al pollino? Ellos contestaron: —El Señor lo necesita. Trajeron el pollino adonde estaba Jesús, pusieron sus mantos encima del pollino e hicieron que Jesús montara sobre él. Y mientras él avanzaba, tendían mantos por el camino. Cuando ya se acercaba a la bajada del monte de los Olivos, los discípulos de Jesús, que eran muchos, se pusieron a alabar a Dios llenos de alegría por todos los milagros que habían visto. A grandes voces decían: — ¡Bendito el Rey que viene en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria al Dios Altísimo! Algunos fariseos que estaban entre la gente dijeron a Jesús: —¡Maestro, reprende a tus discípulos! Jesús contestó: —Os digo que si estos se callan, gritarán las piedras. Cuando Jesús llegó cerca de Jerusalén, al ver la ciudad, lloró a causa de ella y dijo: —¡Si al menos en este día supieras cómo encontrar lo que conduce a la paz! Pero eso está ahora fuera de tu alcance. Días vendrán en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te pondrán sitio, te atacarán por todas partes y te destruirán junto con todos tus habitantes. No dejarán de ti piedra sobre piedra, porque no supiste reconocer el momento en que Dios quiso salvarte. Después de esto, Jesús entró en el Templo y se puso a expulsar a los que estaban vendiendo en él, diciéndoles: —Esto dicen las Escrituras: Mi casa ha de ser casa de oración; pero vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones. Y Jesús enseñaba en el Templo todos los días. Mientras tanto, los jefes de los sacerdotes, los maestros de la ley y los principales del pueblo andaban buscando cómo matarlo; pero no encontraban la manera de hacerlo, porque todo el pueblo estaba pendiente de su palabra. Un día en que estaba Jesús enseñando al pueblo en el Templo y les anunciaba el evangelio, se presentaron los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, junto con los ancianos, y le preguntaron: —Dinos, ¿con qué derecho haces tú todo eso? ¿Quién te ha autorizado para ello? Jesús les contestó: —Yo también voy a preguntaros una cosa. Decidme, ¿de quién recibió Juan el encargo de bautizar: de Dios o de los hombres? Ellos se pusieron a razonar entre sí: «Si contestamos que lo recibió de Dios, él dirá: ¿Por qué, pues, no le creísteis? Y si decimos que lo recibió de los hombres, el pueblo en masa nos apedreará, porque todos están convencidos de que Juan era un profeta». Así que respondieron: —No sabemos de dónde. Entonces Jesús les replicó: —Pues tampoco yo os diré con qué derecho hago todo esto. Jesús se dirigió luego a la gente del pueblo y les contó esta parábola: —Una vez, un hombre plantó una viña, la arrendó a unos labradores y emprendió un largo viaje. En el tiempo oportuno envió un criado a los labradores para que le entregaran la parte correspondiente del fruto de la viña. Pero los labradores lo golpearon y lo mandaron de vuelta con las manos vacías. Volvió a enviarles otro criado, y ellos, después de golpearlo y llenarlo de injurias, lo despidieron también sin nada. Todavía les envió un tercer criado, y también a este lo maltrataron y lo echaron de allí. Entonces el amo de la viña se dijo: «¿Qué más puedo hacer? Les enviaré a mi hijo, a mi hijo querido. Seguramente a él lo respetarán». Pero cuando los labradores lo vieron llegar, se dijeron unos a otros: «Este es el heredero. Matémoslo para que sea nuestra la herencia». Y, arrojándolo fuera de la viña, lo asesinaron. ¿Qué hará, pues, con ellos el amo de la viña? Llegará, hará perecer a esos labradores y dará la viña a otros. Los que escuchaban a Jesús dijeron: —¡Quiera Dios que eso no suceda! Pero Jesús, mirándolos fijamente, dijo: —¿Pues qué significa esto que dice la Escritura: La piedra que desecharon los constructores se ha convertido en la piedra principal? Todo el que caiga sobre esa piedra, se estrellará, y a quien la piedra le caiga encima, lo aplastará. Los maestros de la ley y los jefes de los sacerdotes comprendieron que Jesús se había referido a ellos con esta parábola. Por eso trataron de echarle mano en aquel mismo momento; pero tenían miedo del pueblo. Así que, siempre al acecho, enviaron unos espías para que, bajo la apariencia de gente de bien, pillaran a Jesús en alguna palabra inconveniente que les diera la ocasión de entregarlo al poder y a la autoridad del gobernador romano. Le preguntaron, pues: —Maestro, sabemos que todo lo que dices y enseñas es correcto y que no juzgas a nadie por las apariencias, sino que enseñas con toda verdad a vivir como Dios quiere. Así pues, ¿estamos o no estamos nosotros, los judíos, obligados a pagar tributo al emperador romano? Jesús, dándose cuenta de la mala intención que había en ellos, les contestó: —Mostradme un denario. ¿De quién es esta efigie y esta inscripción? Le contestaron: —Del César. Entonces él les dijo: —Pues dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Y no consiguieron pillar a Jesús en palabra alguna inconveniente delante del pueblo. Al contrario, estupefactos ante la respuesta de Jesús, tuvieron que callarse. Después de esto se acercaron a Jesús algunos saduceos que, como niegan que vaya a haber resurrección, le hicieron esta pregunta: —Maestro, Moisés nos dejó escrito que si el hermano de uno muere teniendo esposa, pero no hijos, el siguiente hermano deberá casarse con la viuda para dar descendencia al hermano difunto. Pues bien, hubo una vez siete hermanos; el primero de ellos se casó, pero murió sin haber tenido hijos. El segundo y el tercero se casaron también con la viuda, y así hasta los siete; pero los siete murieron sin haber tenido hijos. La última en morir fue la mujer. Así pues, en la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa, si los siete estuvieron casados con ella? Jesús les dijo: —El matrimonio es algo que pertenece a este mundo. Pero los que merezcan resucitar y entrar en el reino venidero, ya no tendrán nada que ver con el matrimonio, como tampoco tendrán nada que ver con la muerte, porque serán como ángeles; serán hijos de Dios, porque habrán resucitado. En cuanto a que los muertos han de resucitar, hasta Moisés lo indica en el pasaje de la zarza, cuando invoca como Señor al Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob; porque Dios es un Dios de vivos y no de muertos, ya que para él todos viven. Algunos maestros de la ley dijeron a Jesús: —Maestro, tienes razón. Y ya nadie se atrevía a hacerle más preguntas. Por su parte, Jesús les preguntó: —¿Cómo es que dicen que el Mesías es hijo de David? El propio David escribe en el libro de los Salmos: Dijo el Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha hasta que yo ponga a tus enemigos por estrado de tus pies ». Pues si el propio David llama «Señor» al Mesías, ¿cómo puede ser el Mesías hijo suyo? Delante de todo el pueblo que estaba escuchando, Jesús dijo a sus discípulos: —Guardaos de esos maestros de la ley a quienes agrada pasear vestidos con ropaje suntuoso, ser saludados en público y ocupar los lugares preferentes en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes. ¡Esos, que devoran las haciendas de las viudas y, para disimular, pronuncian largas oraciones recibirán el más severo castigo! Veía también Jesús cómo los ricos echaban dinero en el arca de las ofrendas. Vio a una viuda pobre, que echó dos monedas de muy poco valor y dijo: —Os aseguro que esta viuda pobre ha echado más que todos los demás. Porque todos los otros echaron como ofrenda de lo que les sobraba, mientras que ella, dentro de su necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir. Algunos estaban hablando del Templo, de la belleza de sus piedras y de las ofrendas votivas que lo adornaban. Entonces Jesús dijo: —Llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra de todo eso que estáis viendo. ¡Todo será destruido! Los discípulos le preguntaron: —Maestro, ¿cuándo sucederá todo esto? ¿Cómo sabremos que esas cosas están a punto de ocurrir? Jesús contestó: —Tened cuidado, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: «Yo soy» o «El momento ha llegado». No les hagáis caso. Cuando oigáis noticias de guerras y revoluciones, no os asustéis. Aunque todo eso ha de suceder primero, todavía no es inminente el fin. Les dijo también: —Se levantarán unas naciones contra otras, y unos reinos contra otros; por todas partes habrá grandes terremotos, hambres y epidemias, y en el cielo se verán señales formidables. Pero antes que todo eso suceda, os echarán mano, os perseguirán, os entregarán a las sinagogas y os meterán en la cárcel. Por causa de mí os conducirán ante reyes y gobernadores; tendréis así oportunidad de dar testimonio. En tal situación haceos el propósito de no preocuparos por vuestra defensa, porque yo os daré entonces palabras y sabiduría tales, que ninguno de vuestros enemigos podrá resistiros ni contradeciros. Hasta vuestros propios padres, hermanos, parientes y amigos os traicionarán; y a bastantes de vosotros les darán muerte. Todos os odiarán por causa de mí; pero ni un solo cabello vuestro se perderá. Manteneos firmes y alcanzaréis la vida. Cuando veáis a Jerusalén cercada de ejércitos, sabed que el momento de su destrucción ya está cercano. Entonces, los que estén en Judea huyan a las montañas, los que estén dentro de Jerusalén salgan de ella y los que estén en el campo no entren en la ciudad. Porque aquellos serán días de venganza, en los que se ha de cumplir todo lo que dice la Escritura. ¡Ay de las mujeres embarazadas y de las que en esos días estén criando! Porque habrá entonces una angustia terrible en esta tierra, y el castigo de Dios vendrá sobre este pueblo. A unos los pasarán a cuchillo y a otros los llevarán cautivos a todas las naciones. Y Jerusalén será pisoteada por los paganos hasta que llegue el tiempo designado para estos. Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas. Las naciones de la tierra serán presa de confusión y terror a causa del bramido del mar y el ímpetu de su oleaje. Los habitantes de todo el mundo desfallecerán de miedo y ansiedad por todo lo que se les viene encima, pues hasta las fuerzas celestes se estremecerán. Entonces se verá llegar al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando todo esto comience a suceder, cobrad aliento y levantad la cabeza, porque vuestra liberación ya está cerca. Y les puso este ejemplo: —Fijaos en la higuera y en los demás árboles. Cuando veis que comienzan a echar brotes, conocéis que el verano ya está cerca. Pues de la misma manera, cuando veáis que se realizan estas cosas, sabed que el reino de Dios está cerca. Os aseguro que no pasará la actual generación sin que todo esto acontezca. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Estad atentos y no dejéis que os esclavicen el vicio, las borracheras o las preocupaciones de esta vida, con lo que el día aquel caería por sorpresa sobre vosotros. Porque será como una trampa en la que quedarán apresados todos los habitantes de la tierra. Vigilad, pues, y no dejéis de orar, para que consigáis escapar de lo que va a suceder y podáis manteneros en pie delante del Hijo del hombre. Jesús enseñaba en el Templo durante el día, y por las noches se retiraba al monte de los Olivos. Y todo el pueblo acudía al Templo temprano por la mañana para escucharlo. Ya estaba cerca la fiesta de los Panes sin levadura, es decir, de la Pascua, y los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley andaban buscando la manera de matar a Jesús, pues temían al pueblo. Entonces Satanás entró en Judas, al que llamaban Iscariote, que era uno de los Doce. Este fue a tratar con los jefes de los sacerdotes y con los oficiales de la guardia del Templo el modo de entregarles a Jesús. Ellos se alegraron y, a cambio, le ofrecieron dinero. Judas aceptó el trato y comenzó a buscar una oportunidad para entregárselo sin que la gente se diera cuenta. Llegado el día de los Panes sin levadura, cuando debía sacrificarse el cordero de Pascua, Jesús envió a Pedro y a Juan, diciéndoles: —Id a preparar nuestra cena de Pascua. Le preguntaron: —¿Dónde quieres que la preparemos? Jesús les contestó: —Cuando entréis en la ciudad encontraréis a un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo hasta la casa donde entre y decid al dueño de la casa: «El Maestro dice: ¿Cuál es la estancia donde voy a celebrar la cena de Pascua con mis discípulos?». Él os mostrará una sala amplia y ya dispuesta en el piso de arriba. Preparadlo todo allí. Los discípulos fueron y encontraron las cosas como Jesús les había dicho. Y prepararon la cena de Pascua. Cuando llegó la hora, Jesús se sentó a la mesa junto con los apóstoles. Entonces les dijo: —¡Cuánto he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de mi muerte! Porque os digo que no volveré a comerla hasta que tenga su cumplimiento en el reino de Dios. Tomó luego en sus manos una copa, dio gracias a Dios y dijo: —Tomad esto y repartidlo entre vosotros, porque os digo que ya no beberé más de este fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios. Después tomó pan, dio gracias a Dios, lo partió y se lo dio diciendo: —Esto es mi cuerpo, entregado en favor vuestro. Haced esto en recuerdo de mí. Lo mismo hizo con la copa después de haber cenado, diciendo: —Esta copa es la nueva alianza, confirmada con mi sangre, que va a ser derramada en favor vuestro. Pero ahora, sobre la mesa y junto a mí, está la mano del que me traiciona. Es cierto que el Hijo del hombre ha de recorrer el camino que le está señalado, pero ¡ay de aquel que lo traiciona! Los discípulos comenzaron entonces a preguntarse unos a otros quién de ellos sería el traidor. Surgió también una disputa entre los apóstoles acerca de cuál de ellos era el más importante. Jesús entonces les dijo: —Los reyes someten las naciones a su dominio, y los que ejercen poder sobre ellas se hacen llamar bienhechores. Pero entre vosotros no debe ser así. Antes bien, el más importante entre vosotros debe ser como el más pequeño, y el que dirige debe ser como el que sirve. Pues ¿quién es más importante, el que se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es, acaso, el que se sienta a la mesa? Sin embargo, yo estoy entre vosotros como el que sirve. Pero vosotros sois los que habéis permanecido a mi lado en mis pruebas. Por eso, yo quiero asignaros un reino, como mi Padre me lo asignó a mí, para que comáis y bebáis en la mesa de mi reino, y os sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Y el Señor dijo: —Simón, Simón, Satanás os ha reclamado para zarandearos como a trigo en la criba; pero yo he pedido por ti, para que no desfallezca tu fe. Y tú, cuando recuperes la confianza, ayuda a tus hermanos a permanecer firmes. Pedro le dijo: —¡Señor, estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel e incluso a la muerte! Jesús le contestó: —Pedro, te digo que no cantará hoy el gallo sin que hayas negado tres veces que me conoces. Les dijo también Jesús: —Cuando os envié sin bolsa, sin zurrón y sin sandalias, ¿os faltó, acaso, algo? Ellos contestaron: —Nada. Y continuó diciéndoles: —Pues ahora, en cambio, el que tenga una bolsa, que la lleve consigo, y que haga lo mismo el que tenga un zurrón; y el que no tenga espada, que venda su manto y la compre. Porque os digo que tiene que cumplirse en mí lo que dicen las Escrituras: Lo incluyeron entre los criminales. Todo lo que se ha escrito de mí, tiene que cumplirse. Ellos dijeron: —¡Señor, aquí tenemos dos espadas! Él les contestó: —¡Es bastante! Después de esto, Jesús salió y, según tenía por costumbre, se dirigió al monte de los Olivos en compañía de sus discípulos. Cuando llegaron, les dijo: —Orad para que podáis resistir la prueba. Luego se alejó de ellos como un tiro de piedra, se puso de rodillas y oró: —Padre, si quieres, líbrame de esta copa de amargura; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. [ Entonces se le apareció un ángel del cielo para darle fuerzas. Jesús, lleno de angustia, oraba intensamente. Y le caía el sudor al suelo en forma de grandes gotas de sangre ]. Después de orar, se levantó y se acercó a sus discípulos. Los encontró dormidos, vencidos por la tristeza, y les preguntó: —¿Cómo es que dormís? Levantaos y orad para que podáis resistir la prueba. Todavía estaba hablando Jesús, cuando se presentó un grupo de gente encabezado por el llamado Judas, que era uno de los Doce. Este se acercó a Jesús para besarlo; pero Jesús le dijo: —Judas, ¿con un beso vas a entregar al Hijo del hombre? Los que acompañaban a Jesús, al ver lo que sucedía, le preguntaron: —Señor, ¿los atacamos con la espada? Y uno de ellos dio un golpe al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. Pero Jesús dijo: —¡Dejadlo! ¡Basta ya! Enseguida tocó la oreja herida y la curó. Luego dijo a los jefes de los sacerdotes, a los oficiales de la guardia del Templo y a los ancianos que habían salido contra él: —¿Por qué habéis venido a buscarme con espadas y garrotes, como si fuera un ladrón? Todos los días he estado entre vosotros en el Templo, y no me detuvisteis. ¡Pero esta es vuestra hora, la hora del poder de las tinieblas! Apresaron, pues, a Jesús, se lo llevaron y lo introdujeron en la casa del sumo sacerdote. Pedro iba detrás a cierta distancia. En medio del patio de la casa habían encendido fuego, y estaban sentados en torno a él; también Pedro estaba sentado entre ellos. En esto llegó una criada que, viendo a Pedro junto al fuego, se quedó mirándolo fijamente y dijo: —Este también estaba con él. Pedro lo negó, diciendo: —Mujer, ni siquiera lo conozco. Poco después lo vio otro, que dijo: —También tú eres uno de ellos. Pedro replicó: —No lo soy, amigo. Como cosa de una hora más tarde, un tercero aseveró: —Seguro que este estaba con él, pues es galileo. Entonces Pedro exclamó: —¡Amigo, no sé qué estás diciendo! Todavía estaba Pedro hablando, cuando cantó un gallo. En aquel momento, el Señor se volvió y miró a Pedro. Se acordó Pedro de que el Señor le había dicho: «Hoy mismo, antes que cante el gallo, me habrás negado tres veces» y, saliendo, lloró amargamente. Los hombres que custodiaban a Jesús se burlaban de él y lo golpeaban. Tapándole los ojos, le decían: —¡Adivina quién te ha pegado! Y proferían contra él toda clase de insultos. Cuando se hizo de día, se reunieron los ancianos del pueblo, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, y llevaron a Jesús ante el Consejo Supremo. Allí le preguntaron: —¿Eres tú el Mesías? ¡Dínoslo de una vez! Jesús contestó: —Aunque os lo diga, no me vais a creer; y si os hago preguntas, no me vais a contestar. Sin embargo, desde ahora mismo, el Hijo del hombre estará sentado junto a Dios todopoderoso. Todos preguntaron: —¿Así que tú eres el Hijo de Dios? Jesús respondió: —Lo soy, tal como lo decís. Entonces ellos dijeron: —¿Para qué queremos más testigos? Nosotros mismos lo hemos oído de sus propios labios. Levantaron, pues, la sesión y llevaron a Jesús ante Pilato. Comenzaron la acusación diciendo: —Hemos comprobado que este anda alborotando a nuestra nación. Se opone a que se pague el tributo al emperador y, además, afirma que es el rey Mesías. Pilato le preguntó: —¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús le respondió: —Tú lo dices. Pilato dijo a los jefes de los sacerdotes y a todos los presentes: —No encuentro ningún motivo de condena en este hombre. Pero ellos insistían más y más: —Con sus enseñanzas está alterando el orden público en toda Judea. Empezó en Galilea y ahora continúa aquí. Pilato, al oír esto, preguntó si Jesús era galileo. Y cuando supo que, en efecto, lo era, y que, por tanto, pertenecía a la jurisdicción de Herodes, se lo envió, aprovechando la oportunidad de que en aquellos días Herodes estaba también en Jerusalén. Herodes se alegró mucho de ver a Jesús, pues había oído hablar de él y ya hacía bastante tiempo que quería conocerlo. Además, tenía la esperanza de verle hacer algún milagro. Así que Herodes preguntó muchas cosas a Jesús, pero Jesús no le contestó ni una sola palabra. También estaban allí los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley acusando a Jesús con vehemencia. Por su parte, Herodes, secundado por sus soldados, lo trató con desprecio y se burló de él. Lo vistió con un manto resplandeciente y se lo devolvió a Pilato. Aquel día, Herodes y Pilato se hicieron amigos, pues hasta aquel momento habían estado enemistados. Entonces Pilato reunió a los jefes de los sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, y les dijo: —Me habéis traído a este hombre diciendo que está alterando el orden público; pero yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en él ningún crimen de los que lo acusáis. Y Herodes tampoco, puesto que nos lo ha devuelto. Es evidente que no ha hecho nada que merezca la muerte. Por tanto, voy a castigarlo y luego lo soltaré. [ ] Entonces toda la multitud se puso a gritar: —¡Quítanos de en medio a ese y suéltanos a Barrabás! Este Barrabás estaba en la cárcel a causa de una revuelta ocurrida en la ciudad y de un asesinato. Pilato, que quería poner en libertad a Jesús, habló de nuevo a la gente. Pero ellos continuaban gritando: —¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! Por tercera vez les dijo: —¿Pues cuál es su delito? No he descubierto en él ningún crimen que merezca la muerte; así que voy a castigarlo y luego lo soltaré. Pero ellos insistían pidiendo a grandes gritos que lo crucificara; y sus gritos arreciaban cada vez más. Así que Pilato resolvió acceder a lo que pedían: puso en libertad al que tenía preso por una revuelta callejera y un asesinato, y les entregó a Jesús para que hiciesen con él lo que quisieran. Cuando lo llevaban para crucificarlo, echaron mano de un tal Simón, natural de Cirene, que volvía del campo, y lo cargaron con la cruz para que la llevara detrás de Jesús. Lo acompañaba mucha gente del pueblo junto con numerosas mujeres que lloraban y se lamentaban por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: —Mujeres de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad, más bien, por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque vienen días en que se dirá: «¡Felices las estériles, los vientres que no concibieron y los pechos que no amamantaron!». La gente comenzará entonces a decir a las montañas: «¡Caed sobre nosotros!»; y a las colinas: «¡Sepultadnos!». Porque si al árbol verde le hacen esto, ¿qué no le harán al seco? Llevaban también a dos criminales para ejecutarlos al mismo tiempo que a Jesús. Cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», crucificaron a Jesús y a los dos criminales, uno a su derecha y otro a su izquierda. Jesús entonces decía: —Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Los soldados se repartieron las ropas de Jesús echándolas a suertes. La gente estaba allí mirando, mientras las autoridades se burlaban de Jesús, diciendo: —Puesto que ha salvado a otros, que se salve a sí mismo si de veras es el Mesías, el elegido de Dios. Los soldados también se burlaban de él: se acercaban para ofrecerle vinagre y le decían: —Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo. Habían fijado un letrero por encima de su cabeza que decía: «Este es el rey de los judíos». Uno de los criminales colgados a su lado lo insultaba, diciendo: —¿No eres tú el Mesías? ¡Pues sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros! Pero el otro increpó a su compañero, diciéndole: —¿Es que no temes a Dios, tú que estás condenado al mismo castigo? Nosotros estamos pagando justamente los crímenes que hemos cometido, pero este no ha hecho nada malo. Y añadió: —Jesús, acuérdate de mí cuando vengas como rey. Jesús le contestó: —Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso. Alrededor ya del mediodía, la tierra entera quedó sumida en oscuridad hasta las tres de la tarde. El sol se ocultó y la cortina del Templo se rasgó por la mitad. Entonces Jesús, lanzando un fuerte grito, dijo: —¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y, dicho esto, murió. Cuando el oficial del ejército romano vio lo que estaba pasando, alabó a Dios y dijo: —¡Seguro que este hombre era inocente! Y todos los que se habían reunido para contemplar aquel espectáculo, al ver lo que sucedía, regresaron a la ciudad golpeándose el pecho. Pero todos los que conocían a Jesús y las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea, se quedaron allí, mirándolo todo de lejos. Había un hombre bueno y justo llamado José, que era miembro del Consejo Supremo, pero que no había prestado su conformidad ni al acuerdo ni a la actuación de sus colegas. Era natural de Arimatea, un pueblo de Judea, y esperaba el reino de Dios. Este José se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Después lo bajó de la cruz, lo envolvió en un lienzo y lo depositó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie aún había sido sepultado. Era el día de preparación y el sábado ya estaba comenzando. Las mujeres que habían acompañado a Jesús desde Galilea, fueron detrás hasta el sepulcro y vieron cómo su cuerpo quedaba depositado allí. Luego regresaron a casa y prepararon perfumes y ungüentos. Y durante el sábado descansaron, conforme a lo prescrito por la ley. El primer día de la semana, al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado. Al llegar, se encontraron con que la piedra que cerraba el sepulcro había sido removida. Entraron, pero no encontraron el cuerpo de Jesús, el Señor. Estaban aún desconcertadas ante el caso, cuando se les presentaron dos hombres vestidos con ropas resplandecientes que, al ver cómo las mujeres se postraban rostro en tierra llenas de miedo, les dijeron: —¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí; ha resucitado. Recordad que él os habló de esto cuando aún estaba en Galilea. Ya os dijo entonces que el Hijo del hombre tenía que ser entregado en manos de pecadores y que iban a crucificarlo, pero que resucitaría al tercer día. Ellas recordaron, en efecto, las palabras de Jesús y, regresando del sepulcro, llevaron la noticia a los Once y a todos los demás. Así pues, fueron María Magdalena, Juana, María la madre de Santiago, y las otras que estaban con ellas, quienes comunicaron a los apóstoles lo que había pasado. Pero a los apóstoles les pareció todo esto una locura y no las creyeron. Pedro, sin embargo, se decidió, y echó a correr hacia el sepulcro. Al inclinarse a mirar, solo vio los lienzos; así que regresó a casa lleno de asombro por lo que había sucedido. Ese mismo día, dos de los discípulos se dirigían a una aldea llamada Emaús, distante unos once kilómetros de Jerusalén. Mientras iban hablando de los recientes acontecimientos, conversando y discutiendo entre ellos, Jesús mismo se les acercó y se puso a caminar a su lado. Pero tenían los ojos tan ofuscados que no lo reconocieron. Entonces Jesús les preguntó: —¿Qué es eso que discutís mientras vais de camino? Se detuvieron con el semblante ensombrecido, y uno de ellos, llamado Cleofás, le contestó: —Seguramente tú eres el único en toda Jerusalén que no se ha enterado de lo que ha pasado allí estos días. Él preguntó: —¿Pues qué ha pasado? Le dijeron: —Lo de Jesús de Nazaret, que era un profeta poderoso en hechos y palabras delante de Dios y de todo el pueblo. Los jefes de nuestros sacerdotes y nuestras autoridades lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaran. Nosotros teníamos la esperanza de que él iba a ser el libertador de Israel, pero ya han pasado tres días desde que sucedió todo esto. Verdad es que algunas mujeres de nuestro grupo nos han desconcertado, pues fueron de madrugada al sepulcro y, al no encontrar su cuerpo, volvieron diciendo que también se les habían aparecido unos ángeles y les habían dicho que él está vivo. Algunos de los nuestros acudieron después al sepulcro y lo encontraron todo tal y como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron. Jesús, entonces, les dijo: —¡Qué lentos sois para comprender y cuánto os cuesta creer lo dicho por los profetas! ¿No tenía que sufrir el Mesías todo esto antes de ser glorificado? Y, empezando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó cada uno de los pasajes de las Escrituras que se referían a él mismo. Cuando llegaron a la aldea adonde se dirigían, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le dijeron, insistiendo mucho: —Quédate con nosotros, porque atardece ya y la noche se echa encima. Él entró y se quedó con ellos. Luego, cuando se sentaron juntos a la mesa, Jesús tomó el pan, dio gracias a Dios, lo partió y se lo dio. En aquel momento se les abrieron los ojos y lo reconocieron; pero él desapareció de su vista. Entonces se dijeron el uno al otro: —¿No nos ardía ya el corazón cuando conversábamos con él por el camino y nos explicaba las Escrituras? En el mismo instante emprendieron el camino de regreso a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once y a todos los demás, que les dijeron: —Es cierto que el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón. Ellos, por su parte, contaron también lo que les había sucedido en el camino y cómo habían reconocido a Jesús cuando partía el pan. Todavía estaban hablando de estas cosas, cuando Jesús se puso en medio de ellos y les dijo: —¡La paz sea con vosotros! Sorprendidos y muy asustados, creían estar viendo un fantasma. Pero Jesús les dijo: —¿Por qué os asustáis y por qué dudáis tanto en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Tocadme y miradme. Los fantasmas no tienen carne ni huesos, como veis que yo tengo. Al decir esto, les mostró las manos y los pies. Pero aunque estaban llenos de alegría, no se lo acababan de creer a causa del asombro. Así que Jesús les preguntó: —¿Tenéis aquí algo de comer? Le ofrecieron un trozo de pescado asado, que él tomó y comió en presencia de todos. Luego les dijo: —Cuando aún estaba con vosotros, ya os advertí que tenía que cumplirse todo lo que está escrito acerca de mí en la ley de Moisés, en los libros de los profetas y en los salmos. Entonces abrió su mente para que comprendieran el sentido de las Escrituras. Y añadió: —Estaba escrito que el Mesías tenía que morir y que resucitaría al tercer día; y también que en su nombre se ha de proclamar a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén, un mensaje de conversión y de perdón de los pecados. Vosotros sois testigos de todas estas cosas. Mirad, yo voy a enviaros el don prometido por mi Padre. Quedaos aquí, en Jerusalén, hasta que recibáis la fuerza que viene de Dios. Más tarde, Jesús los llevó fuera de la ciudad, hasta las cercanías de Betania. Allí, levantando las manos, los bendijo. Y, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén llenos de alegría. Y estaban constantemente en el Templo bendiciendo a Dios. En el principio ya existía la Palabra; y la Palabra estaba junto a Dios y era Dios. Ya en el principio estaba junto a Dios. Todo fue hecho por medio de ella y nada se hizo sin contar con ella. Cuanto fue hecho era ya vida en ella, y esa vida era luz para la humanidad; luz que resplandece en las tinieblas y que las tinieblas no han podido sofocar. Vino un hombre llamado Juan, enviado por Dios. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino testigo de la luz. La verdadera luz, la que ilumina a toda la humanidad, estaba llegando al mundo. En el mundo estaba [la Palabra] y, aunque el mundo fue hecho por medio de ella, el mundo no la reconoció. Vino a lo que era suyo, y los suyos no la recibieron; pero a cuantos la recibieron y creyeron en ella, les concedió el llegar a ser hijos de Dios. Estos son los que nacen no por generación natural, por impulso pasional o porque el ser humano lo desee, sino que tienen por Padre a Dios. Y la Palabra se encarnó y habitó entre nosotros; y vimos su gloria, la que le corresponde como Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan dio testimonio de él proclamando: «Este es aquel de quien yo dije: el que viene después de mí es superior a mí porque existía antes que yo». En efecto, de su plenitud todos hemos recibido bendición tras bendición. Porque la ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo único, que es Dios y vive en íntima unión con el Padre, nos lo ha dado a conocer. Los judíos de Jerusalén enviaron una comisión de sacerdotes y levitas para preguntar a Juan quién era él. Y este fue su testimonio, un testimonio tajante y sin reservas: —Yo no soy el Mesías. Ellos le preguntaron: —Entonces, ¿qué? ¿Eres acaso Elías? Juan respondió: —Tampoco soy Elías. —¿Eres, entonces, el profeta que esperamos? Contestó: —No. Ellos le insistieron: —Pues, ¿quién eres? Debemos dar una respuesta a los que nos han enviado. Dinos algo sobre ti. Juan, aplicándose las palabras del profeta Isaías, contestó: —Yo soy la voz del que proclama en el desierto: « ¡Allanad el camino del Señor! ». Los miembros de la comisión, que eran fariseos, lo interpelaron diciendo: —Si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el profeta esperado, ¿qué títulos tienes para bautizar? Juan les respondió: —Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros hay uno a quien no conocéis; uno que viene después de mí, aunque yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de su calzado. Esto ocurrió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando. Al día siguiente, Juan vio a Jesús que se acercaba a él, y dijo: —Ahí tenéis al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. A él me refería yo cuando dije: «Después de mí viene uno que es superior a mí, porque él ya existía antes que yo». Ni yo mismo sabía quién era, pero Dios me encomendó bautizar con agua precisamente para que él tenga ocasión de darse a conocer a Israel. Y Juan prosiguió su testimonio diciendo: —He visto que el Espíritu bajaba del cielo como una paloma y permanecía sobre él. Ni yo mismo sabía quién era, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: «Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y permanece sobre él, ese es quien ha de bautizar con Espíritu Santo». Y, puesto que yo lo he visto, testifico que este es el Hijo de Dios. Al día siguiente, de nuevo estaba Juan con dos de sus discípulos y, al ver a Jesús que pasaba por allí, dijo: —Ahí tenéis al Cordero de Dios. Los dos discípulos, que se lo oyeron decir, fueron en pos de Jesús, quien al ver que lo seguían, les preguntó: —¿Qué buscáis? Ellos contestaron: —Rabí (que significa «Maestro»), ¿dónde vives? Él les respondió: —Venid a verlo. Se fueron, pues, con él, vieron dónde vivía y pasaron con él el resto de aquel día. Eran como las cuatro de la tarde. Uno de los dos que habían escuchado a Juan y habían seguido a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Lo primero que hizo Andrés fue ir en busca de su hermano Simón para decirle: —Hemos hallado al Mesías (palabra que quiere decir «Cristo »). Y se lo presentó a Jesús, quien, fijando en él la mirada, le dijo: —Tú eres Simón, hijo de Juan; en adelante te llamarás Cefas (es decir, Pedro). Al día siguiente, Jesús decidió partir para Galilea. Encontró a Felipe y le dijo: —Sígueme. Felipe, que era de Betsaida, el pueblo de Andrés y Pedro, se encontró con Natanael y le dijo: —Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en el Libro de la Ley y del que hablaron también los profetas: Jesús, hijo de José y natural de Nazaret. Natanael exclamó: —¿Es que puede salir algo bueno de Nazaret? Felipe le contestó: —Ven y verás. Al ver Jesús que Natanael venía a su encuentro, comentó: —Ahí tenéis a un verdadero israelita en quien no cabe falsedad. Natanael le preguntó: —¿De qué me conoces? Jesús respondió: —Antes que Felipe te llamara, ya te había visto yo cuando estabas debajo de la higuera. Natanael exclamó: —Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel. Jesús le dijo: —¿Te basta para creer el haberte dicho que te vi debajo de la higuera? ¡Cosas mucho más grandes has de ver! Y añadió: —Os aseguro que veréis cómo se abren los cielos y los ángeles de Dios suben y bajan sobre el Hijo del hombre. Tres días después tuvo lugar una boda en Caná de Galilea. La madre de Jesús estaba invitada a la boda, y lo estaban también Jesús y sus discípulos. Se terminó el vino, y la madre de Jesús se lo hizo saber a su hijo: —No les queda vino. Jesús le respondió: —¡Mujer!, ¿qué tiene que ver eso con nosotros? Mi hora no ha llegado todavía. Pero ella dijo a los que estaban sirviendo: —Haced lo que él os diga. Había allí seis tinajas de piedra, de las que utilizaban los judíos para sus ritos purificatorios, con una capacidad de entre setenta y cien litros cada una. Jesús dijo a los que servían: —Llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. Una vez llenas, Jesús les dijo: —Sacad ahora un poco y llevádselo al organizador del banquete. Así lo hicieron, y en cuanto el organizador del banquete probó el nuevo vino, sin saber su procedencia (solo lo sabían los sirvientes que lo habían sacado), llamó al novio y le dijo: —Todo el mundo sirve al principio el vino de mejor calidad, y cuando los invitados han bebido en abundancia, se saca el corriente. Tú, en cambio, has reservado el mejor vino para última hora. Jesús hizo este primer milagro en Caná de Galilea. Manifestó así su gloria y sus discípulos creyeron en él. Después de esto, bajó a Cafarnaún acompañado por su madre, sus hermanos y sus discípulos. Y permanecieron allí unos cuantos días. Estaba ya próxima la fiesta judía de la Pascua, y Jesús subió a Jerusalén. Encontró el Templo lleno de gente que vendía bueyes, ovejas y palomas, y de cambistas de monedas sentados detrás de sus mesas. Hizo entonces un látigo con cuerdas y echó fuera del Templo a todos, junto con sus ovejas y sus bueyes. Tiró también al suelo las monedas de los cambistas y volcó sus mesas. Y a los vendedores de palomas les dijo: —Quitad eso de ahí. No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Al verlo, sus discípulos se acordaron de aquellas palabras de la Escritura: El celo por tu casa me consumirá. Los judíos, por su parte, lo increparon diciendo: —¿Con qué señal nos demuestras que puedes hacer esto? Jesús les contestó: —Destruid este Templo, y en tres días yo lo levantaré de nuevo. Los judíos le replicaron: —Cuarenta y seis años costó construir este Templo, ¿y tú piensas reconstruirlo en tres días? Pero el templo de que hablaba Jesús era su propio cuerpo. Por eso, cuando resucitó, sus discípulos recordaron esto que había dicho, y creyeron en la Escritura y en las palabras que Jesús había pronunciado. Mientras Jesús permaneció en Jerusalén durante la fiesta de la Pascua, fueron muchos los que vieron los milagros que hacía, y creyeron en él. Pero Jesús no se confiaba a ellos, pues los conocía a todos perfectamente. Como tampoco necesitaba que nadie le informara sobre nadie, conocía, qué hay en el corazón del ser humano. Un miembro del partido de los fariseos, llamado Nicodemo, persona relevante entre los judíos, fue una noche a ver a Jesús y le dijo: —Maestro, sabemos que Dios te ha enviado para enseñarnos. Nadie, en efecto, puede realizar los milagros que tú haces si Dios no está con él. Jesús le respondió: —Pues yo te aseguro que solo el que nazca de nuevo podrá alcanzar el reino de Dios. Nicodemo repuso: —¿Cómo es posible que alguien ya viejo vuelva a nacer? ¿Acaso puede volver a entrar en el seno materno para nacer de nuevo? Jesús le contestó: —Te aseguro que nadie puede entrar en el reino de Dios si no nace del agua y del Espíritu. Lo que nace de la carne es carnal; lo que nace del Espíritu es espiritual. No te cause, pues, tanta sorpresa si te he dicho que debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere; oyes su rumor, pero no sabes ni de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con el que nace del Espíritu. Nicodemo preguntó: —¿Cómo puede ser eso? Jesús le respondió: —¡Cómo! ¿Tú eres maestro en Israel e ignoras estas cosas? Te aseguro que nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto; con todo, vosotros rechazáis nuestro testimonio. Si os hablo de cosas terrenas y no me creéis, ¿cómo me creeréis cuando os hable de las cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo, excepto el que bajó de allí, es decir, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés levantó la serpiente de bronce en el desierto, el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto, para que todo el que crea en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que no dudó en entregarle a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino tenga vida eterna. Pues no envió Dios a su Hijo para dictar sentencia de condenación contra el mundo, sino para que por medio de él se salve el mundo. El que cree en el Hijo no será condenado; en cambio, el que no cree en él, ya está condenado por no haber creído en el Hijo único de Dios. La causa de esta condenación está en que, habiendo venido la luz al mundo, los seres humanos prefirieron las tinieblas a la luz, pues su conducta era mala. En efecto, todos los que se comportan mal, detestan y rehúyen la luz, por miedo a que su conducta quede al descubierto. En cambio, los que actúan conforme a la verdad buscan la luz para que aparezca con toda claridad que es Dios quien inspira sus acciones. Después de esto, Jesús fue con sus discípulos a la región de Judea. Se detuvo allí algún tiempo con ellos y bautizaba a la gente. Juan estaba también bautizando en Ainón, cerca de Salín; había en aquel lugar agua en abundancia y la gente acudía a bautizarse, pues Juan aún no había sido encarcelado. Surgió entonces una discusión entre los discípulos de Juan y un judío acerca de los ritos purificatorios. Con este motivo se acercaron a Juan y le dijeron: —Maestro, el que estaba contigo en la otra orilla del Jordán y en cuyo favor diste testimonio, ahora está bautizando y todos se van tras él. Juan respondió: —El ser humano solo puede recibir lo que Dios quiera darle. Vosotros mismos sois testigos de lo que yo dije entonces: «No soy el Mesías; simplemente he sido enviado como su precursor». La esposa pertenece al esposo. En cuanto al amigo del esposo, el que está junto a él, lo escucha y se alegra extraordinariamente al oír la voz del esposo. Por eso, en este momento mi alegría se ha colmado. Él debe brillar cada vez más, mientras yo he de ir quedando en la sombra. El que viene de lo alto está por encima de todos. El que tiene su origen en la tierra es terreno y habla de las cosas de la tierra; el que viene del cielo está por encima de todos y da testimonio de lo que ha visto y oído; sin embargo, nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio reconoce que Dios dice la verdad. Porque, cuando habla aquel a quien Dios ha enviado, es Dios mismo quien habla, ya que Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu. El Padre ama al Hijo y ha puesto todas las cosas en sus manos. El que cree en el Hijo, tiene vida eterna; pero quien no cree en él, no experimentará esa vida, sino que está bajo el peso de la ira de Dios. Se enteró Jesús de que los fariseos supieron que cada vez aumentaba más el número de sus seguidores y que bautizaba incluso más que Juan, aunque de hecho no era el mismo Jesús quien bautizaba, sino sus discípulos. Así que salió de Judea y regresó a Galilea. Y como tenía que atravesar Samaría, llegó a un pueblo de esa región llamado Sicar, cerca del terreno que Jacob dio a su hijo José. Allí se encontraba el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se sentó junto al pozo. Era cerca de mediodía. Y en esto, llega una mujer samaritana a sacar agua. Jesús le dice: —Dame de beber. Los discípulos habían ido al pueblo a comprar comida. La mujer samaritana le contesta: —¡Cómo! ¿No eres tú judío? ¿Y te atreves a pedirme de beber a mí, que soy samaritana? (Es que los judíos y los samaritanos no se trataban). Jesús le responde: —Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», serías tú la que me pedirías de beber, y yo te daría agua viva. —Pero Señor —replica la mujer—, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo. ¿Dónde tienes esa agua viva? Jacob, nuestro antepasado, nos dejó este pozo, del que bebió él mismo, sus hijos y sus ganados. ¿Acaso te consideras de mayor categoría que él? Jesús le contesta: —Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed; en cambio, el que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed sino que esa agua se convertirá en su interior en un manantial capaz de dar vida eterna. Exclama entonces la mujer: —Señor, dame de esa agua; así ya no volveré a tener sed ni tendré que venir aquí a sacar agua. Jesús le dice: —Vete a tu casa, llama a tu marido y vuelve acá. Ella le contesta: —No tengo marido. —Es cierto —reconoce Jesús—; no tienes marido. Has tenido cinco y ese con el que ahora vives no es tu marido. En esto has dicho la verdad. Le responde la mujer: —Señor, veo que eres profeta. Nuestros antepasados rindieron culto a Dios en este monte; en cambio, vosotros los judíos decís que el lugar para dar culto a Dios es Jerusalén. Jesús le contesta: —Créeme, mujer, está llegando el momento en que, para dar culto al Padre, no tendréis que subir a este monte ni ir a Jerusalén. Vosotros los samaritanos rendís culto a algo que desconocéis; nosotros sí lo conocemos, ya que la salvación viene de los judíos. Está llegando el momento, mejor dicho, ha llegado ya, en que los verdaderos adoradores rendirán culto al Padre en espíritu y en verdad, porque estos son los adoradores que el Padre quiere. Dios es espíritu, y quienes le rinden culto deben hacerlo en espíritu y en verdad. La mujer le dice: —Yo sé que el Mesías (es decir, el Cristo) está por llegar; cuando venga nos lo enseñará todo. Jesús, entonces, le manifiesta: —El Mesías soy yo, el mismo que está hablando contigo. En ese momento llegaron los discípulos y se sorprendieron al ver a Jesús hablando con una mujer; pero ninguno se atrevió a preguntarle qué quería de ella o de qué estaban hablando. La mujer, por su parte, dejó allí el cántaro, regresó al pueblo y dijo a la gente: —Venid a ver a un hombre que me ha adivinado todo lo que he hecho. ¿Será el Mesías? Ellos salieron del pueblo y fueron a ver a Jesús. Mientras tanto, los discípulos le insistían: —Maestro, come. Pero él les dijo: —Yo me alimento de un manjar que vosotros no conocéis. Los discípulos comentaban entre sí: —¿Será que alguien le ha traído comida? Jesús les explicó: —Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo sus planes. ¿No decís vosotros que todavía faltan cuatro meses para la cosecha? Pues fijaos: los sembrados están ya maduros para la recolección. El que trabaja en la recolección recibe su salario y recoge el fruto con destino a la vida eterna; de esta suerte, se alegran juntos el que siembra y el que hace la recolección. Con lo que se cumple el proverbio: «Uno es el que siembra y otro el que cosecha». Yo os envío a recolectar algo que no habéis labrado; otros trabajaron y vosotros os beneficiáis de su trabajo. Muchos de los habitantes de aquel pueblo creyeron en Jesús movidos por el testimonio de la samaritana, que aseguraba: —Me ha adivinado todo lo que he hecho. Por eso, los samaritanos, cuando llegaron adonde estaba Jesús, le insistían en que se quedara con ellos. Y en efecto, se quedó allí dos días, de manera que fueron muchos más los que creyeron en él por sus propias palabras. Así que decían a la mujer: —Ya no creemos en él por lo que tú nos has dicho, sino porque nosotros mismos hemos escuchado sus palabras, y estamos convencidos de que él es verdaderamente el salvador del mundo. Pasados dos días, Jesús partió de Samaría camino de Galilea. El mismo Jesús había declarado que un profeta no es bien considerado en su propia patria. Cuando llegó a Galilea, los galileos le dieron la bienvenida, pues también ellos habían estado en Jerusalén por la fiesta de la Pascua y habían visto todo lo que Jesús había hecho en aquella ocasión. Jesús visitó de nuevo Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Se encontraba allí un oficial de la corte que tenía el hijo enfermo en Cafarnaún. Cuando se enteró de que Jesús había llegado a Galilea procedente de Judea, acudió a él y le suplicó que bajara a su casa para curar a su hijo, que estaba a punto de morir. Jesús lo regañó: —Solo creéis si veis milagros y prodigios. Pero el oficial insistía: —Señor, ven pronto, antes que muera mi niño. Jesús le dijo: —Vuelve a tu casa; tu hijo está ya bien. Aquel hombre creyó lo que Jesús le había dicho y se fue. Cuando regresaba a casa, le salieron al encuentro sus criados para comunicarle que su niño estaba curado. Él les preguntó a qué hora había comenzado la mejoría. Los criados le dijeron: —Ayer, a la una de la tarde, se le quitó la fiebre. El padre comprobó que esa fue precisamente la hora en que Jesús le dijo: «Tu hijo está bien», y creyeron en Jesús él y todos los suyos. Este segundo milagro lo hizo Jesús cuando volvió de Judea a Galilea. Después de esto, Jesús subió a Jerusalén con motivo de una fiesta judía. Hay en Jerusalén, cerca de la puerta llamada de las Ovejas, un estanque conocido con el nombre hebreo de Betzata, que tiene cinco soportales. En estos soportales había una multitud de enfermos recostados en el suelo: ciegos, cojos y paralíticos. Había entre ellos un hombre que llevaba enfermo treinta y ocho años. Jesús, al verlo allí tendido y sabiendo que llevaba tanto tiempo, le preguntó: —¿Quieres curarte? El enfermo le contestó: —Señor, no tengo a nadie que me meta en el estanque una vez que el agua ha sido agitada. Cuando llego, ya otro se me ha adelantado. Entonces Jesús le ordenó: —Levántate, recoge tu camilla y vete. En aquel mismo instante, el enfermo quedó curado, recogió su camilla y comenzó a andar. Pero aquel día era sábado. Así que los judíos dijeron al que había sido curado: —Hoy es sábado y está prohibido que cargues con tu camilla. Él respondió: —El que me curó me dijo que recogiera mi camilla y me fuera. Ellos le preguntaron: —¿Quién es ese hombre que te dijo que recogieras tu camilla y te fueras? Pero el que había sido curado no lo sabía, pues Jesús había desaparecido entre la muchedumbre allí reunida. Poco después, Jesús se encontró con él en el Templo y le dijo: —Ya ves que has sido curado; no vuelvas a pecar para que no te suceda algo peor. Se marchó aquel hombre e hizo saber a los judíos que era Jesús quien lo había curado. Y como Jesús no se privaba de hacer tales cosas en sábado, los judíos no dejaban de perseguirlo. Pero él les replicaba diciendo: —Mi Padre no cesa nunca de trabajar, y lo mismo hago yo. Esta afirmación provocó en los judíos un mayor deseo de matarlo, porque no solo no respetaba el sábado, sino que además decía que Dios era su propio Padre, haciéndose así igual a Dios. Jesús, entonces, se dirigió a ellos diciendo: —Yo os aseguro que el Hijo no puede hacer nada por su propia cuenta; él hace únicamente lo que ve hacer al Padre. Lo que hace el Padre, eso hace también el Hijo. Pues el Padre ama al Hijo y le hace partícipe de todas sus obras. Y le hará partícipe de cosas mayores todavía, de modo que vosotros mismos quedaréis maravillados. Porque así como el Padre resucita a los muertos, dándoles vida, así también el Hijo da vida a los que quiere. El Padre no juzga a nadie; todo el poder de juzgar se lo ha dado al Hijo. Y quiere que todos den al Hijo el mismo honor que dan al Padre. El que no honra al Hijo, tampoco honra al Padre que lo ha enviado. Yo os aseguro que el que acepta mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna; no será condenado, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida. Os aseguro que está llegando el momento, mejor dicho, ha llegado ya, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan volverán a la vida. Pues lo mismo que el Padre tiene la vida en sí mismo, también le concedió al Hijo el tenerla, y le dio autoridad para juzgar, porque es el Hijo del hombre. No os admiréis de lo que estoy diciendo, porque llegará el momento en que todos los muertos oirán su voz y saldrán de las tumbas. Los que hicieron el bien, para una resurrección de vida; los que obraron el mal, para una resurrección de condena. Yo no puedo hacer nada por mi propia cuenta. Conforme el Padre me dicta, así juzgo. Mi juicio es justo, porque no pretendo actuar según mis deseos, sino según los deseos del que me ha enviado. Si me presentara como testigo de mí mismo, mi testimonio carecería de valor. Es otro el que testifica a mi favor, y yo sé que su testimonio a mi favor es plenamente válido. Vosotros mismos enviasteis una comisión a preguntar a Juan, y él dio testimonio a favor de la verdad. Y no es que yo tenga necesidad de testimonios humanos; si digo esto, es para que vosotros podáis salvaros. Juan el Bautista era como una lámpara encendida que alumbraba; y vosotros estuvisteis dispuestos a alegraros por breve tiempo con su luz. Pero yo tengo a mi favor un testimonio de mayor valor que el de Juan: las obras que el Padre me encargó llevar a feliz término, y que yo ahora realizo, son las que dan testimonio a mi favor de que el Padre me ha enviado. También habla a mi favor el Padre que me envió, aunque vosotros nunca habéis oído su voz ni habéis visto su rostro. No habéis acogido su palabra como lo prueba el hecho de que no habéis creído a su enviado. Estudiáis las Escrituras pensando que contienen vida eterna; pues bien, precisamente las Escrituras dan testimonio a mi favor. A pesar de ello, vosotros no queréis aceptarme para obtener esa vida. Yo no busco honores humanos. Además, os conozco muy bien y sé que no amáis a Dios. Yo he venido de parte de mi Padre, pero vosotros no me aceptáis; en cambio, aceptaríais a cualquier otro que viniera en nombre propio. ¿Cómo vais a creer, si solo os preocupáis de recibir honores los unos de los otros y no os interesáis por el verdadero honor, que viene del Dios único? Por lo demás, no penséis que voy a ser yo quien os acuse ante mi Padre; os acusará Moisés, el mismo Moisés en quien tenéis puesta vuestra esperanza. Él escribió acerca de mí; por eso, si creyerais a Moisés, también me creeríais a mí. Pero si no creéis lo que él escribió, ¿cómo vais a creer lo que yo digo? Después de esto, Jesús pasó a la otra orilla del lago de Galilea (o de Tiberíades). Lo seguía mucha gente, porque veían los milagros que hacía con los enfermos. Jesús subió a un monte y se sentó allí con sus discípulos. Estaba próxima la Pascua, fiesta principal de los judíos. Al alzar Jesús la mirada y ver aquella gran multitud que acudía a él, dijo a Felipe: —¿Dónde podríamos comprar pan para que puedan comer todos estos? Dijo esto para ver su reacción, pues él ya sabía lo que iba a hacer. Felipe le respondió: —Aunque se gastase uno el salario de más de medio año, no alcanzaría para que cada uno de estos probase un bocado. Otro de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, intervino diciendo: —Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es esto para tanta gente? Jesús dijo entonces: —Haced que se sienten todos. Se sentaron todos sobre la hierba, que era muy abundante en aquel lugar. Eran unos cinco mil hombres. Jesús tomó los panes y, después de dar gracias a Dios, los distribuyó entre los que estaban sentados. Y lo mismo hizo con los peces, hasta que se hartaron. Cuando quedaron satisfechos, Jesús dijo a sus discípulos: —Recoged lo que ha sobrado, para que no se pierda nada. Lo hicieron así, y con lo que sobró a quienes comieron de los cinco panes de cebada, llenaron doce cestos. La gente, por su parte, al ver aquel milagro, comentaba: —Este hombre tiene que ser el profeta que iba a venir al mundo. Se dio cuenta Jesús de que pretendían llevárselo para proclamarlo rey, y se retiró de nuevo al monte él solo. A la caída de la tarde, los discípulos de Jesús bajaron al lago, subieron a una barca y emprendieron la travesía hacia Cafarnaún. Era ya de noche y Jesús aún no los había alcanzado. De pronto se levantó un viento fuerte que alborotó el lago. Habrían remado unos cinco o seis kilómetros, cuando vieron a Jesús que caminaba sobre el lago y se acercaba a la barca. Les entró mucho miedo, pero Jesús les dijo: —Soy yo. No tengáis miedo. Entonces quisieron subirlo a bordo, pero enseguida la barca tocó tierra en el lugar al que se dirigían. Al día siguiente, la gente que continuaba al otro lado del lago advirtió que allí solamente había estado atracada una barca y que Jesús no se había embarcado en ella con sus discípulos, sino que estos habían partido solos. Llegaron entre tanto de la ciudad de Tiberíades unas barcas y atracaron cerca del lugar en que la gente había comido el pan cuando el Señor pronunció la acción de gracias. Al darse cuenta de que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, subieron a las barcas y se dirigieron a Cafarnaún en busca de Jesús. Los que buscaban a Jesús lo encontraron al otro lado y le preguntaron: —Maestro, ¿cuándo llegaste aquí? Jesús les contestó: —Estoy seguro de que me buscáis no por los milagros que habéis visto, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Deberíais preocuparos no tanto por el alimento transitorio, cuanto por el duradero, el que da vida eterna. Este es el alimento que os dará el Hijo del hombre, a quien Dios Padre ha acreditado con su sello. Ellos le preguntaron: —¿Qué debemos hacer para portarnos como Dios quiere? Jesús respondió: —Lo que Dios espera de vosotros es que creáis en su enviado. Ellos replicaron: —¿Cuáles son tus credenciales para que creamos en ti? ¿Qué es lo que tú haces? Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio a comer pan del cielo. Jesús les respondió: —Yo os aseguro que no fue Moisés el que os dio pan del cielo. Mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo. El pan que Dios da, baja del cielo y da vida al mundo. Entonces le pidieron: —Señor, danos siempre de ese pan. Jesús les contestó: —Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí, jamás tendrá hambre; el que cree en mí, jamás tendrá sed. Pero vosotros, como ya os he dicho, no creéis a pesar de haber visto. Todo aquel que el Padre me confía vendrá a mí, y yo no rechazaré al que venga a mí. Porque yo he bajado del cielo, no para hacer lo que yo deseo, sino lo que desea el que me ha enviado. Y lo que desea el que me ha enviado es que yo no pierda a ninguno de los que él me ha confiado, sino que los resucite en el último día. Mi Padre quiere que todos los que vean al Hijo y crean en él, tengan vida eterna; yo, por mi parte, los resucitaré en el último día. Los judíos comenzaron a criticar a Jesús porque había dicho que él era «el pan que ha bajado del cielo». Decían: —¿No es este Jesús, el hijo de José? Conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo se atreve a decir que ha bajado del cielo? Jesús replicó: —Dejad ya de criticar entre vosotros. Nadie puede creer en mí si no se lo concede el Padre que me envió; yo, por mi parte, lo resucitaré en el último día. En los libros proféticos está escrito: Todos serán instruidos por Dios. Todo el que escucha al Padre y recibe su enseñanza, cree en mí. Esto no significa que alguien haya visto al Padre. Solamente aquel que ha venido de Dios, ha visto al Padre. Os aseguro que quien cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros antepasados comieron el maná en el desierto y, sin embargo, murieron. Este, en cambio, es el pan que ha bajado del cielo para que, quien lo coma, no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo voy a dar es mi carne, entregada para que el mundo tenga vida. Esto suscitó una fuerte discusión entre los judíos, que se preguntaban: —¿Cómo puede este darnos a comer su carne? Jesús les dijo: —Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. El Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo gracias a él; así también, el que me coma vivirá gracias a mí. Este es el pan que ha bajado del cielo, y que no es como el que comieron los antepasados y murieron; el que come de este pan vivirá para siempre. Todo esto lo enseñó Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Al oír esto, muchos de los que seguían a Jesús dijeron: —Esta enseñanza es inadmisible. ¿Quién puede aceptarla? Jesús se dio cuenta de que muchos de sus seguidores criticaban su enseñanza, y les dijo: —¿Se os hace duro aceptar esto? Pues ¿qué ocurriría si vieseis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? Es el espíritu el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Pero algunos de vosotros no creen. Es que Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a traicionar. Y añadió: —Por eso os he dicho que nadie puede creer en mí si no se lo concede mi Padre. Desde entonces, muchos discípulos suyos se volvieron atrás y ya no andaban con él. Jesús preguntó a los Doce: —¿También vosotros queréis dejarme? Simón Pedro le respondió: —Señor, ¿a quién iríamos? Solo tus palabras dan vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios. Jesús replicó: —¿No os elegí yo a los Doce? Sin embargo, uno de vosotros es un diablo. Se refería a Judas, hijo de Simón Iscariote. Porque Judas, que era uno de los Doce, lo iba a traicionar. Pasó algún tiempo, y Jesús seguía recorriendo Galilea. Evitaba andar por Judea, porque los judíos buscaban una ocasión para matarlo. Cuando ya estaba cerca la fiesta judía de las Cabañas, sus hermanos le dijeron: —Deberías salir de aquí e ir a Judea, para que tus seguidores puedan ver también allí las obras que haces. Nadie que pretenda darse a conocer actúa secretamente. Si en realidad haces cosas tan extraordinarias, date a conocer al mundo. Y es que ni siquiera sus hermanos creían en él. Jesús les dijo: —Todavía no ha llegado mi hora; para vosotros, en cambio, cualquier tiempo es apropiado. El mundo no tiene motivos para odiaros; a mí, en cambio, me odia porque pongo de manifiesto la malicia de sus obras. Subid vosotros a la fiesta. Yo no voy a esta fiesta pues aún no ha llegado mi hora. Dicho esto, se quedó en Galilea. Más tarde, cuando sus hermanos habían subido a la fiesta, acudió también Jesús; pero no públicamente, sino de incógnito. Los judíos lo buscaban entre los asistentes a la fiesta y se preguntaban: —¿Dónde estará ese hombre? Y también entre la gente todo eran comentarios en torno a él. Unos decían: —Es un hombre bueno. Otros replicaban: —De bueno, nada; lo que hace es engañar a la gente. Nadie, sin embargo, se atrevía a hablar de él públicamente por miedo a los judíos. Mediada ya la fiesta, Jesús se presentó en el Templo y se puso a enseñar. Los judíos, sorprendidos, se preguntaban: —¿Cómo es posible que este hombre sepa tantas cosas sin haber estudiado? Jesús les contestó: —La doctrina que yo enseño no es mía; es de aquel que me ha enviado. El que está dispuesto a hacer la voluntad del que me ha enviado, podrá comprobar si lo que yo enseño es cosa de Dios o si hablo por cuenta propia. El que habla por su cuenta, lo que va buscando es su propio honor. En cambio, quien solamente busca el honor de aquel que lo envió, es un hombre sincero y no hay falsedad en él. ¿No fue Moisés quien os dio la ley? Sin embargo, ninguno de vosotros la cumple. ¿Por qué queréis matarme? La gente le contestó: —¡Tú tienes un demonio dentro! ¿Quién intenta matarte? Jesús replicó: —He realizado una obra y todos os habéis quedado sorprendidos. Pues bien, Moisés os impuso el rito de la circuncisión (aunque en realidad no proviene de Moisés, sino de los patriarcas) y, para cumplirlo, circuncidáis aunque sea en sábado. Si, pues, circuncidáis incluso en sábado para no quebrantar una ley impuesta por Moisés, ¿por qué os indignáis tanto contra mí que he curado por completo a una persona en sábado? No debéis juzgar según las apariencias; debéis juzgar con rectitud. Así que algunos habitantes de Jerusalén comentaban: —¿No es este al que desean matar? Resulta que está hablando en público y nadie le dice ni una palabra. ¿Será que nuestros jefes han reconocido que verdaderamente se trata del Mesías? Pero cuando aparezca el Mesías, nadie sabrá de dónde viene; en cambio, sí sabemos de dónde viene este. A lo que Jesús, que estaba enseñando en el Templo, replicó: —¿De manera que me conocéis y sabéis de dónde soy? Sin embargo, yo no he venido por mi propia cuenta, sino que he sido enviado por aquel que es veraz y a quien vosotros no conocéis. Yo sí lo conozco, porque de él vengo y es él quien me ha enviado. Intentaron entonces prenderlo, pero nadie se atrevió a ponerle la mano encima, porque todavía no había llegado su hora. Mucha gente creyó en él y comentaba: —Cuando venga el Mesías, ¿hará acaso, más milagros que los que este hace? Llegó a oídos de los fariseos lo que la gente comentaba sobre Jesús y, puestos de acuerdo con los jefes de los sacerdotes, enviaron a los guardias del Templo con orden de apresarlo. Pero Jesús les dijo: —Todavía estaré con vosotros un poco de tiempo; después volveré al que me envió. Me buscaréis, pero no me encontraréis, porque no podréis ir adonde yo he de estar. Los judíos comentaban entre sí: —¿Adónde pensará ir este para que nosotros no seamos capaces de encontrarlo? ¿Tendrá intención de ir con los judíos que viven dispersos entre los griegos, con el fin de anunciar a los griegos su mensaje? ¿Qué habrá querido decir con esas palabras: «Me buscaréis, pero no me encontraréis, porque no podréis ir adonde yo he de estar»? El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús, puesto en pie, proclamó en alta voz: —Si alguien tiene sed, que venga a mí y que beba el que cree en mí. La Escritura dice que de sus entrañas brotarán ríos de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él. El Espíritu, en efecto, no se había hecho presente todavía, porque Jesús aún no había sido glorificado. Algunos de los que estaban escuchando estas palabras afirmaban: —Seguro que este es el profeta esperado. Otros decían: —Este es el Mesías. Otros, por el contrario, replicaban: —¿Pero es que el Mesías puede venir de Galilea? ¿No afirma la Escritura que el Mesías tiene que ser de la familia de David y de Belén, el pueblo de David? Así que la gente andaba dividida por causa de Jesús. Algunos querían prenderlo, pero nadie se atrevió a ponerle la mano encima. Y como los guardias del Templo se volvieron sin él, los jefes de los sacerdotes y los fariseos les preguntaron: —¿Por qué no lo habéis traído? Los guardias contestaron: —Nadie ha hablado jamás como este hombre. Los fariseos replicaron: —¿También vosotros os habéis dejado seducir? ¿Acaso alguno de nuestros jefes o de los fariseos ha creído en él? Lo que ocurre es que todos estos que no conocen la ley son unos malditos. Pero uno de ellos, Nicodemo, que con anterioridad había acudido a Jesús, intervino y dijo: —¿Permite nuestra ley condenar a alguien sin una audiencia previa para saber lo que ha hecho? Los otros le replicaron: —¿También tú eres de Galilea? Examina las Escrituras y verás que de Galilea no ha salido jamás un profeta. [ Terminada la discusión, cada uno se marchó a su casa. Jesús, por su parte, se fue al monte de los Olivos. Por la mañana temprano volvió al Templo, y toda la gente se reunió en torno a él. Se sentó y comenzó a enseñarles. En esto, los maestros de la ley y los fariseos se presentaron con una mujer que había sido sorprendida en adulterio. La pusieron en medio y plantearon a Jesús esta cuestión: —Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. En la ley nos manda Moisés que demos muerte a pedradas a tales mujeres. Tú, ¿qué dices? Le plantearon la cuestión para ponerlo a prueba y encontrar así un motivo de acusación contra él. Jesús se inclinó y se puso a escribir con el dedo en el suelo. Como ellos insistían en preguntar, Jesús se incorporó y les dijo: —El que de vosotros esté sin pecado, que sea el primero en lanzar la piedra contra ella. Dicho esto, se inclinó de nuevo y siguió escribiendo en el suelo. Oir las palabras de Jesús y escabullirse uno tras otro, comenzando por los más viejos, todo fue uno. Jesús se quedó solo, con la mujer allí en medio. Se incorporó y le preguntó: —Mujer, ¿dónde están todos esos? ¿Ninguno te condenó? Ella le contestó: —Ninguno, Señor. Jesús le dijo: —Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no vuelvas a pecar.] Jesús se dirigió de nuevo a los judíos y les dijo: —Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Los fariseos le replicaron: —Estás declarando como testigo en tu propia causa; por tanto, tu testimonio carece de valor. Jesús les contestó: —Aun cuando yo testifique a mi favor, mi testimonio es válido, porque sé de dónde vengo y adónde voy. Vosotros, en cambio, no sabéis ni de dónde vengo ni adónde voy. Vosotros juzgáis con criterios mundanos. Yo no quiero juzgar a nadie y, cuando lo hago, mi juicio es válido, porque no estoy yo solo; conmigo está el Padre que me envió. En vuestra ley está escrito que el testimonio coincidente de dos testigos es válido. Pues bien, a mi testimonio se une el que da a mi favor el Padre que me envió. Ellos le preguntaron: —¿Dónde está tu padre? Contestó Jesús: —Ni me conocéis a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Jesús hizo estas manifestaciones cuando estaba enseñando en el Templo, en el lugar donde se encontraban los cofres de las ofrendas. Pero nadie se atrevió a echarle mano porque todavía no había llegado su hora. Jesús volvió a decirles: —Yo me voy. Me buscaréis, pero moriréis en vuestro pecado; y adonde yo voy, vosotros no podéis ir. Los judíos comentaban entre sí: —¿Pensará suicidarse, y por eso dice: «Adonde yo voy vosotros no podéis ir»? Jesús aclaró: —Vosotros pertenecéis a este mundo de abajo; yo pertenezco al de arriba. Vosotros sois de este mundo; yo no. Por eso os he dicho que moriréis en vuestros pecados. Porque si no creéis que «yo soy», moriréis en vuestros pecados. Los judíos le preguntaron entonces: —Pero ¿quién eres tú? Jesús les respondió: —¿No es eso lo que os vengo diciendo desde el principio? Tengo muchas cosas que decir de vosotros, y muchas que condenar. Pero lo que digo al mundo es lo que oí al que me envió, y él dice la verdad. Ellos no cayeron en la cuenta de que les estaba hablando del Padre; así que Jesús añadió: —Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces reconoceréis que «yo soy» y que no hago nada por mi propia cuenta; lo que aprendí del Padre, eso enseño. El que me envió está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada. Al oírlo hablar así, muchos creyeron en él. Dirigiéndose a los judíos que habían creído en él, dijo Jesús: —Si os mantenéis fieles a mi mensaje, seréis verdaderamente mis discípulos, conoceréis la verdad y la verdad os hará libres. Ellos le replicaron: —Nosotros somos descendientes de Abrahán y nunca hemos sido esclavos de nadie; ¿qué significa eso de que «seremos libres»? —Yo os aseguro —les contestó Jesús— que todo el que comete pecado es esclavo del pecado. Y el esclavo no forma parte de la familia de modo permanente; el hijo, por el contrario, es siempre miembro de la familia. Por eso, si el Hijo os da la libertad, seréis verdaderamente libres. Ya sé que sois descendientes de Abrahán. Sin embargo, queréis matarme porque mi mensaje no os entra en la cabeza. Yo hablo de lo que he contemplado estando con el Padre; vosotros, en cambio, hacéis lo que habéis aprendido de vuestro padre. Ellos replicaron: —Nuestro padre es Abrahán. Jesús les contestó: —Si fueseis de verdad hijos de Abrahán, haríais lo que él hizo. Pero vosotros queréis matarme porque os he dicho la verdad que aprendí de Dios mismo. No fue eso lo que hizo Abrahán. Vosotros hacéis las obras de vuestro padre. Ellos le contestaron: —Nosotros no somos hijos ilegítimos. Nuestro padre es únicamente Dios. Jesús les dijo: —Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí, porque yo he venido de Dios y aquí estoy. No he venido por mi propia cuenta, sino que él me ha enviado. Si no entendéis lo que yo digo, es porque no queréis aceptar mi mensaje. Vuestro padre es el diablo e intentáis complacerle en sus deseos. Él fue un asesino desde el principio y no se mantuvo en la verdad. Por eso no tiene nada que ver con la verdad. Cuando miente, habla de lo que tiene dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira. Por eso, no me creéis a mí que digo la verdad. ¿Quién de vosotros sería capaz de demostrar que yo he cometido pecado? Pues bien, si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios acepta las palabras de Dios; pero como vosotros no sois hijos de Dios, por eso no las aceptáis. Los judíos le contestaron: —Con razón decimos nosotros que eres samaritano y que tienes un demonio dentro. Jesús respondió: —Yo no tengo ningún demonio; lo que hago es honrar a mi Padre; vosotros, en cambio, me deshonráis a mí. Yo no vivo preocupado por mi propio honor. Hay uno que se preocupa de eso, y a él le corresponde juzgar. Os aseguro que el que acepta mi mensaje, jamás morirá. Al oír esto, los judíos le dijeron: —Ahora estamos seguros de que estás endemoniado. Abrahán murió, los profetas murieron, ¿y tú dices que quien acepta tu mensaje jamás morirá? ¿Acaso eres tú más que nuestro padre Abrahán? Tanto él como los profetas murieron. ¿Por quién te tienes tú? Jesús respondió: —Si yo me alabara a mí mismo, mi alabanza carecería de valor. Pero el que me alaba es mi Padre; el mismo de quien vosotros decís que es vuestro Dios. En realidad no lo conocéis; yo, en cambio, lo conozco, y si dijera que no lo conozco, sería tan mentiroso como vosotros. Pero yo lo conozco y cumplo sus mandatos. Abrahán, vuestro padre, se alegró con la esperanza de ver mi día; lo vio y se alegró. Los judíos le replicaron: —¿De modo que tú, que aún no tienes cincuenta años, has visto a Abrahán? Jesús les respondió: —Os aseguro que antes de que Abrahán naciera, existo yo. Intentaron, entonces, apedrearlo; pero Jesús se escondió y salió del Templo. Iba Jesús de camino cuando vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: —Maestro, ¿quién tiene la culpa de que haya nacido ciego este hombre? ¿Sus pecados o los de sus padres? Jesús respondió: —Ni sus propios pecados ni los de sus padres tienen la culpa; nació así para que el poder de Dios resplandezca en él. Mientras es de día debemos realizar lo que nos ha encomendado el que me envió; cuando llega la noche, nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo. Dicho esto, escupió en el suelo, hizo un poco de lodo y lo extendió sobre los ojos del ciego. Después le dijo: —Ahora vete y lávate en el estanque de Siloé (palabra que significa «enviado»). El ciego fue, se lavó y, cuando regresó, ya veía. Sus vecinos y todos cuantos lo habían visto antes pidiendo limosna, comentaban: —¿No es este el que se sentaba por aquí y pedía limosna? Unos decían: —Sí, es el mismo. Otros, en cambio, opinaban: —No es él, sino uno que se le parece. Pero el propio interesado aseguraba: —Soy yo mismo. Ellos le preguntaron: —¿Y cómo has conseguido ver? Él les contestó: —Ese hombre que se llama Jesús hizo un poco de lodo con su saliva, me lo extendió sobre los ojos y me dijo: «Vete y lávate en el estanque de Siloé». Fui, me lavé y comencé a ver. Le preguntaron: —¿Y dónde está ahora ese hombre? Respondió: —No lo sé. Llevaron ante los fariseos al hombre que había sido ciego, pues el día en que Jesús había hecho lodo con su saliva y le había dado la vista era sábado. Y volvieron a preguntarle cómo había conseguido ver. Él les contestó: —Extendió un poco de lodo sobre mis ojos, me lavé y ahora veo. Algunos de los fariseos dijeron: —No puede tratarse de un hombre de Dios, pues no respeta el sábado. Otros, en cambio, se preguntaban: —¿Cómo puede un hombre hacer tales prodigios si es pecador? Esto provocó la división entre ellos. Entonces volvieron a preguntar al que había sido ciego: —Puesto que te ha hecho ver, ¿qué opinas tú sobre ese hombre? Respondió: —Creo que es un profeta. Los judíos se resistían a admitir que aquel hombre hubiera estado ciego y hubiese comenzado a ver. Así que llamaron a sus padres y les preguntaron: —¿Es este vuestro hijo, del que decís que nació ciego? ¿Cómo se explica que ahora vea? Los padres respondieron: —Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego. Cómo es que ahora ve, no lo sabemos; tampoco sabemos quién le ha dado la vista. Preguntádselo a él; tiene edad suficiente para responder por sí mismo. Los padres contestaron así por miedo a los judíos, pues estos habían tomado la decisión de expulsar de la sinagoga a todos los que reconocieran que Jesús era el Mesías. Por eso dijeron: «Preguntádselo a él, que ya tiene edad suficiente». Los fariseos llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: —Nosotros sabemos que ese hombre es pecador. Reconócelo tú también delante de Dios. A lo que respondió el interpelado: —Yo no sé si es pecador. Lo único que sé es que yo antes estaba ciego y ahora veo. Volvieron a preguntarle: —¿Qué fue lo que hizo contigo? ¿Cómo te dio la vista? Él les contestó: —Ya os lo he dicho y no me habéis hecho caso; ¿para qué queréis oírlo otra vez? ¿O es que queréis también vosotros haceros discípulos suyos? Los fariseos reaccionaron con insultos y le replicaron: —Discípulo de ese hombre lo serás tú; nosotros lo somos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; en cuanto a este, ni siquiera sabemos de dónde es. Él contestó: —¡Eso es lo verdaderamente sorprendente! Resulta que a mí me ha dado la vista, y vosotros ni siquiera sabéis de dónde es. Todo el mundo sabe que Dios no escucha a los pecadores; en cambio, escucha a todo aquel que lo honra y cumple su voluntad. Jamás se ha oído decir de alguien que haya dado la vista a un ciego de nacimiento. Si este hombre no viniese de Dios, nada habría podido hacer. Ellos replicaron: —¿Es que pretendes darnos lecciones a nosotros, tú, que de pies a cabeza naciste envuelto en pecado? Y lo expulsaron de la sinagoga. Llegó a oídos de Jesús la noticia de que lo habían expulsado de la sinagoga, y, haciéndose el encontradizo con él, le preguntó: —¿Crees en el Hijo del hombre? Respondió el interpelado: —Dime quién es, Señor, para que crea en él. Jesús le dijo: —Lo estás viendo; es el mismo que habla contigo. El hombre dijo: —Creo, Señor. Y se postró ante él. Entonces exclamó Jesús: —Yo he venido a este mundo para hacer justicia: para dar vista a los ciegos y para privar de ella a los que se hacen la ilusión de ver. Al oír esto, algunos fariseos que estaban a su lado le preguntaron: —¿Quieres decir que también nosotros estamos ciegos? Jesús respondió: —Si aceptarais ser ciegos, no habría pecado en vosotros; pero como presumís de ver, vuestro pecado es patente. Os aseguro que quien no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino por cualquier otra parte, es un ladrón y un salteador. El pastor de las ovejas entra por la puerta. A este, el guarda le abre la puerta y las ovejas reconocen su voz; él las llama por su propio nombre y las hace salir fuera del aprisco. Cuando ya han salido todas, camina delante de ellas y las ovejas siguen sus pasos, pues lo reconocen por la voz. En cambio, nunca siguen a un extraño, sino que huyen de él, porque su voz les resulta desconocida. Jesús les puso este ejemplo, pero ellos no comprendieron su significado. Entonces Jesús les dijo: —Os aseguro que yo soy la puerta del aprisco. Todos los que se presentaron antes de mí eran ladrones y salteadores. Por eso, las ovejas no les hicieron ningún caso. Yo soy la puerta verdadera. Todo el que entre en el aprisco por esta puerta, estará a salvo; entrará y saldrá libremente y siempre encontrará su pasto. El ladrón solo viene para robar, matar y destruir. Yo he venido para que todos tengan vida, y la tengan abundante. Yo soy el buen pastor. El buen pastor se desvive por las ovejas. En cambio, el asalariado, que no es verdadero pastor ni propietario de las ovejas, cuando ve venir al lobo, las abandona y huye, dejando que el lobo haga estragos en unas y ahuyente a las otras. Y es que, al ser asalariado, las ovejas lo traen sin cuidado. Yo soy el buen pastor y conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí, del mismo modo que el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre. Y doy mi vida por las ovejas. Tengo todavía otras ovejas que no están en este aprisco a las que también debo atraer; escucharán mi voz y habrá un solo rebaño bajo la guía de un solo pastor. El Padre me ama porque yo entrego mi vida, aunque la recuperaré de nuevo. Nadie me la quita por la fuerza; soy yo quien libremente la doy. Tengo poder para darla y para volver a recuperarla; y esta es la misión que debo cumplir por encargo de mi Padre. Estas palabras de Jesús fueron la causa de una nueva división de opiniones entre los judíos. Muchos decían: —Está poseído de un demonio y ha perdido el juicio; ¿por qué le prestáis atención? Otros, en cambio, replicaban: —Sus palabras no son precisamente las de un endemoniado. ¿Podría un demonio dar la vista a los ciegos? Se celebraba aquellos días la fiesta que conmemoraba la dedicación del Templo. Era invierno y Jesús estaba paseando por el pórtico de Salomón, dentro del recinto del Templo. Se le acercaron entonces los judíos, se pusieron a su alrededor y le dijeron: —¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si eres el Mesías, dínoslo claramente de una vez. Jesús les respondió: —Os lo he dicho y no me habéis creído. Mis credenciales son las obras que yo hago por la autoridad recibida de mi Padre. Vosotros, sin embargo, no me creéis, porque no sois ovejas de mi rebaño. Mis ovejas reconocen mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna, jamás perecerán y nadie podrá arrebatármelas; como no pueden arrebatárselas a mi Padre que, con su soberano poder, me las ha confiado. El Padre y yo somos uno. Intentaron otra vez los judíos apedrear a Jesús. Pero él les dijo: —Muchas obras buenas he hecho ante vosotros en virtud del poder de mi Padre; ¿por cuál de ellas queréis apedrearme? Le contestaron: —No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por haber blasfemado, ya que tú, siendo un hombre como los demás, pretendes hacerte pasar por Dios. Jesús les replicó: —¿No está escrito en vuestra ley que Dios dijo: Vosotros sois dioses? Si, pues, la ley llama dioses a aquellos a quienes fue dirigido el mensaje de Dios y, por otra parte, lo que dice la Escritura no puede ponerse en duda, ¿con qué derecho me acusáis de blasfemia a mí, que he sido elegido por el Padre para ser enviado al mundo, por haber dicho que soy Hijo de Dios? Si no realizo las obras de mi Padre, no me creáis; pero, si las realizo, fiaos de ellas, aunque no queráis fiaros de mí. De este modo conoceréis y os convenceréis de que el Padre está en mí, y yo en el Padre. A la vista de estos discursos, los judíos intentaron, una vez más, apresar a Jesús; pero él se les escapó de las manos. Jesús se fue de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde tiempo atrás había estado bautizando Juan, y se quedó allí. Acudía a él mucha gente, y decían: —Cierto que Juan no hizo ningún milagro, pero todo lo que dijo acerca de este era verdad. Y fueron muchos los que en aquella región creyeron en él. Un hombre llamado Lázaro había caído enfermo. Era natural de Betania, el pueblo de María y de su hermana Marta. (María, hermana de Lázaro, el enfermo, era la misma que derramó perfume sobre los pies del Señor y se los secó con sus cabellos.) Las hermanas de Lázaro mandaron a Jesús este recado: —Señor, tu amigo está enfermo. Jesús, al enterarse, dijo: —Esta enfermedad no terminará en la muerte, sino que tiene como finalidad manifestar la gloria de Dios; por medio de ella resplandecerá la gloria del Hijo de Dios. Jesús tenía una gran amistad con Marta, con su hermana María y con Lázaro. Sin embargo, a pesar de haberse enterado de que Lázaro estaba enfermo, continuó en aquel lugar otro par de días. Pasado este tiempo, dijo a sus discípulos: —Vamos otra vez a Judea. Los discípulos exclamaron: —Maestro, hace bien poco que los judíos intentaron apedrearte; ¿cómo es posible que quieras volver allá? Jesús respondió: —¿No es cierto que es de día durante doce horas? Si uno camina mientras es de día, no tropezará porque la luz de este mundo ilumina su camino. En cambio, si uno anda de noche, tropezará ya que le falta la luz. Y añadió: —Nuestro amigo Lázaro se ha dormido, pero yo voy a despertarlo. Los discípulos comentaron: —Señor, si se ha dormido, quiere decir que se recuperará. Creían ellos que Jesús se refería al sueño natural, pero él hablaba de la muerte de Lázaro. Entonces Jesús se expresó claramente: —Lázaro ha muerto. Y me alegro por vosotros de no haber estado allí, porque así tendréis un motivo más para creer. Vamos, pues, allá. Tomás, apodado «el Mellizo», dijo a los otros discípulos: —¡Vamos también nosotros y muramos con él! A su llegada, Jesús se encontró con que Lázaro había sido sepultado hacía ya cuatro días. Como Betania está muy cerca de Jerusalén —unos dos kilómetros y medio—, muchos judíos habían ido a visitar a Marta y a María para darles el pésame por la muerte de su hermano. En cuanto Marta se enteró de que Jesús llegaba, le salió al encuentro. María, por su parte, se quedó en casa. Marta dijo a Jesús: —Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun así, yo sé que todo lo que pidas a Dios, él te lo concederá. Jesús le contestó: —Tu hermano resucitará. Marta replicó: —Sé muy bien que volverá a la vida al fin de los tiempos, cuando tenga lugar la resurrección de los muertos. Jesús entonces le dijo: —Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y ninguno de los que viven y tienen fe en mí morirá para siempre. ¿Crees esto? Marta contestó: —Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que había de venir al mundo. Dicho esto, Marta fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: —El Maestro está aquí y pregunta por ti. María se levantó rápidamente y salió al encuentro de Jesús, que no había entrado todavía en el pueblo, sino que estaba aún en el lugar en que Marta se había encontrado con él. Los judíos que estaban en casa con María, consolándola, al ver que se levantaba y salía muy deprisa, la siguieron, pensando que iría a la tumba de su hermano para llorar allí. Cuando María llegó al lugar donde estaba Jesús y lo vio, se arrojó a sus pies y exclamó: —Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Jesús, al verla llorar a ella y a los judíos que la acompañaban, lanzó un suspiro y, profundamente emocionado, preguntó: —¿Dónde lo habéis sepultado? Ellos contestaron: —Ven a verlo, Señor. Jesús se echó a llorar, y los judíos allí presentes comentaban: —Bien se ve que lo quería de verdad. Pero algunos dijeron: —Y este, que dio vista al ciego, ¿no podría haber hecho algo para evitar la muerte de su amigo? Jesús, de nuevo profundamente emocionado, se acercó a la tumba. Era una cueva cuya entrada estaba tapada con una piedra. Jesús les ordenó: —Quitad la piedra. Marta, la hermana del difunto, le advirtió: —Señor, tiene que oler ya, pues lleva sepultado cuatro días. Jesús le contestó: —¿No te he dicho que, si tienes fe, verás la gloria de Dios? Quitaron, pues, la piedra y Jesús, mirando al cielo, exclamó: —Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que me escuchas siempre; si me expreso así, es por los que están aquí, para que crean que tú me has enviado. Dicho esto, exclamó con voz potente: —¡Lázaro, sal afuera! Y salió el muerto con las manos y los pies ligados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: —Quitadle las vendas y dejadlo andar. Al ver lo que había hecho Jesús, muchos de los judíos que habían ido a visitar a María creyeron en él. Otros, sin embargo, fueron a contar a los fariseos lo que Jesús acababa de hacer. Entonces, los jefes de los sacerdotes y los fariseos convocaron una reunión urgente del Consejo Supremo donde acordaron: —Es necesario tomar alguna medida ya que este hombre está haciendo muchas cosas sorprendentes. Si dejamos que continúe así, todo el mundo va a creer en él, con lo que las autoridades romanas tendrán que intervenir y destruirán nuestro Templo y nuestra nación. Uno de ellos llamado Caifás, que era el sumo sacerdote aquel año, se explicó así: —Si fuerais perspicaces, os daríais cuenta de que es preferible que muera un solo hombre por el pueblo a que toda la nación sea destruida. En realidad, Caifás no hizo esta propuesta por su propia cuenta, sino que, por ocupar el cargo de sumo sacerdote aquel año, anunció en nombre de Dios que Jesús iba a morir por la nación. Y no solamente por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos los hijos de Dios que se hallaban dispersos. A partir de aquel momento, tomaron el acuerdo de dar muerte a Jesús. Por este motivo, Jesús dejó de andar públicamente entre los judíos. Abandonó la región de Judea y se encaminó a un pueblo llamado Efraín, cercano al desierto. Allí se quedó con sus discípulos durante algún tiempo. Estaba próxima la fiesta judía de la Pascua. Ya antes de la fiesta era mucha la gente que subía a Jerusalén desde las distintas regiones del país para cumplir los ritos de la purificación. Como buscaban a Jesús, se preguntaban unos a otros al encontrarse en el Templo: —¿Qué os parece? ¿Vendrá o no vendrá a la fiesta? Los jefes de los sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes terminantes de que, si alguien sabía dónde se encontraba Jesús, les informara para apresarlo. Seis días antes de la Pascua llegó Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, el mismo a quien había resucitado de entre los muertos. Ofrecieron allí una cena en honor de Jesús. Marta servía la mesa y Lázaro era uno de los comensales. María tomó un frasco de perfume muy caro —casi medio litro de nardo puro— y lo derramó sobre los pies de Jesús; después los secó con sus cabellos. La casa entera se llenó de la fragancia de aquel perfume. Entonces Judas Iscariote, el discípulo que iba a traicionar a Jesús, se quejó diciendo: —Ese perfume ha debido costar el equivalente al jornal de todo un año. ¿Por qué no se ha vendido y se ha repartido el importe entre los pobres? En realidad, a él los pobres le traían sin cuidado; dijo esto porque era ladrón y, como tenía a su cargo la bolsa del dinero, robaba de lo que depositaban en ella. Jesús le dijo: —¡Déjala en paz! Esto lo tenía guardado con miras a mi sepultura. Además, a los pobres los tendréis siempre con vosotros; a mí, en cambio, no siempre me tendréis. Un gran número de judíos se enteró de que Jesús estaba en Betania, y fueron allá, no solo atraídos por Jesús, sino también para ver a Lázaro, a quien Jesús había resucitado. Los jefes de los sacerdotes tomaron entonces la decisión de eliminar también a Lázaro, pues, por su causa, muchos judíos se alejaban de ellos y creían en Jesús. Al día siguiente, muchos de los que habían acudido a la fiesta, al enterarse de que Jesús se acercaba a Jerusalén, cortaron ramos de palmera y salieron a su encuentro gritando: —¡Viva! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito sea el rey de Israel! Jesús encontró a mano un asno y montó sobre él. Así lo había predicho la Escritura: No temas, Jerusalén; mira, tu rey viene a ti montado sobre un asno. Sus discípulos no entendieron entonces el significado de este gesto; solamente después, cuando Jesús fue glorificado, recordaron que aquello que habían hecho con Jesús ya estaba escrito de antemano sobre él. Y la gente que estaba con él cuando resucitó a Lázaro y mandó que saliera del sepulcro, contaba también lo que había visto. Así que una multitud, impresionada por el relato del milagro, salió en masa al encuentro de Jesús. En vista de ello, los fariseos comentaban entre sí: —Ya veis que no conseguimos nada; todo el mundo lo sigue. Entre los que habían llegado a Jerusalén para dar culto a Dios con ocasión de la fiesta, se encontraban algunos griegos. Estos se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: —Señor, quisiéramos ver a Jesús. Felipe se lo dijo a Andrés, y los dos juntos se lo notificaron a Jesús. Jesús les dijo: —Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Os aseguro que si un grano de trigo no cae en tierra y muere, seguirá siendo un único grano. Pero si muere, producirá fruto abundante. Quien vive preocupado solamente por su vida, terminará por perderla; en cambio, quien no se apegue a ella en este mundo, la conservará para la vida eterna. Si alguien quiere servirme, que me siga. Correrá la misma suerte que yo. Y todo el que me sirva será honrado por mi Padre. Me encuentro ahora profundamente turbado; pero ¿acaso pediré al Padre que me libre de este trance? ¡Si precisamente he venido para vivir esta hora! Padre, glorifica tu nombre. Entonces se oyó una voz venida del cielo: —Ya lo he glorificado y volveré a glorificarlo. De la multitud que estaba allí presente y que oyó la voz, unos pensaban que había sido un trueno, y otros, que le había hablado un ángel. Jesús aclaró: —Esa voz no hablaba para mí, sino para que la oyerais vosotros. Es ahora cuando este mundo va a ser condenado; es ahora cuando el que tiraniza a este mundo va a ser vencido. Y cuando yo haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Con esta afirmación, Jesús quiso dar a entender la forma de muerte que le esperaba. La gente replicó: —Nuestra ley nos enseña que el Mesías no morirá nunca. ¿Cómo dices tú que el Hijo del hombre tiene que ser elevado sobre la tierra? ¿Quién es ese Hijo del hombre? Jesús les respondió: —Todavía está la luz entre vosotros, pero no por mucho tiempo. Mientras tenéis luz, caminad para que no os sorprendan las tinieblas. Porque el que camina en la oscuridad no sabe adónde se dirige. Mientras tenéis luz, creed en ella para que la luz oriente vuestra vida. Después de decir esto, Jesús se retiró, escondiéndose de ellos. A pesar de haber visto con sus propios ojos los grandes milagros que Jesús había hecho, no creían en él. Así se cumplió lo dicho por el profeta Isaías: Señor, ¿quién ha creído nuestro mensaje? ¿A quién ha sido manifestado el poder del Señor? El mismo Isaías había indicado la razón de su falta de fe: Dios ha oscurecido sus ojos y endurecido su corazón, de tal manera que sus ojos no ven y su inteligencia no comprende; así que no se vuelven a mí para que yo los cure. Isaías dijo esto porque había visto la gloria de Jesús, y por eso hablaba de él. A pesar de todo, fueron muchos, incluso entre los jefes judíos, los que creyeron en Jesús. Pero no se atrevían a manifestarlo públicamente, porque temían que los fariseos los expulsaran de la sinagoga. Apreciaban más tener una buena reputación ante la gente, que tenerla ante Dios. Jesús, entonces, proclamó: —El que cree en mí, no solamente cree en mí, sino también en el que me ha enviado; y al verme a mí, ve también al que me ha enviado. Yo soy luz y he venido al mundo para que todo el que cree en mí no siga en las tinieblas. No seré yo quien condene al que escuche mis palabras y no haga caso de ellas, porque yo no he venido para condenar al mundo, sino para salvarlo. Quien me rechaza y no acepta mis palabras tiene ya quien lo juzgue: mi propio mensaje lo condenará en el último día. Porque yo no hablo por mi cuenta; el Padre, que me ha enviado, es quien me ha ordenado lo que debo decir y enseñar. Yo sé que sus mandamientos contienen vida eterna. Por eso, yo enseño lo que me ha dicho el Padre. Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que le había llegado la hora de dejar este mundo para ir al Padre y habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, llevó su amor hasta el fin. Se habían puesto a cenar y el diablo había metido ya en la cabeza de Judas Iscariote, hijo de Simón, la idea de traicionar a Jesús. Con plena conciencia de haber venido de Dios y de que ahora volvía a él, y perfecto conocedor de la plena autoridad que el Padre le había dado, Jesús interrumpió la cena, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó a la cintura. Después echó agua en una palangana y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba a la cintura. Cuando le llegó la vez a Simón Pedro, este le dijo: —Señor, ¿vas a lavarme los pies tú a mí? Jesús le contestó: —Lo que estoy haciendo, no puedes comprenderlo ahora; llegará el tiempo en que lo entiendas. Pedro insistió: —Jamás permitiré que me laves los pies. Jesús le respondió: —Si no me dejas que te lave, no podrás seguir contándote entre los míos. Le dijo entonces Simón Pedro: —Señor, no solo los pies; lávame también las manos y la cabeza. Pero Jesús le replicó: —El que se ha bañado y está completamente limpio, solo necesita lavarse los pies. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos. Jesús sabía muy bien quién iba a traicionarlo; por eso añadió: «No todos estáis limpios». Una vez que terminó de lavarles los pies, se puso de nuevo el manto, volvió a sentarse a la mesa y les preguntó: —¿Comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y tenéis razón, porque efectivamente lo soy. Pues bien, si yo, vuestro Maestro y Señor, os he lavado los pies, lo mismo debéis hacer vosotros unos con otros. Os he dado ejemplo para que os portéis como yo me he portado con vosotros. Os aseguro que el siervo no puede ser mayor que su amo; ni el enviado, superior a quien lo envió. Si comprendéis estas cosas y las ponéis en práctica seréis dichosos. No me refiero ahora a todos vosotros; yo sé muy bien a quiénes he elegido. Pero debe cumplirse la Escritura: El que comparte el pan conmigo se ha vuelto contra mí. Os digo estas cosas ahora, antes que sucedan, para que, cuando sucedan, creáis que «yo soy». Os aseguro que todo el que reciba al que yo envíe, me recibe a mí mismo, y al recibirme a mí, recibe al que me envió. Después de decir esto, Jesús se sintió profundamente conmovido y declaró: —Os aseguro que uno de vosotros va a traicionarme. Los discípulos se miraban unos a otros preguntándose a quién se referiría. Uno de ellos, el discípulo a quien Jesús tanto quería, estaba recostado al lado de Jesús. Simón Pedro le hizo señas para que le preguntara a quién se refería. El discípulo, inclinándose hacia Jesús, le preguntó: —Señor, ¿quién es? Jesús le contestó: —Aquel para quien yo moje un bocado de pan y se lo dé, ese es. Lo mojó y se lo dio a Judas, hijo de Simón Iscariote. Y, tras el bocado, entró en él Satanás. Jesús le dijo: —Lo que vas a hacer, hazlo cuanto antes. Ninguno de los comensales entendió por qué Jesús le dijo esto. Como Judas era el depositario de la bolsa, algunos pensaron que le encargaba comprar lo necesario para la fiesta o que diera algo a los pobres. Judas tomó el bocado de pan y salió inmediatamente. Era de noche. Apenas salió Judas, dijo Jesús: —Ahora va a manifestarse la gloria del Hijo del hombre, y Dios va a ser glorificado en él. Y si Dios va a ser glorificado en él, Dios, a su vez, glorificará al Hijo del hombre. Y va a hacerlo muy pronto. Hijos míos, ya no estaré con vosotros por mucho tiempo. Me buscaréis, pero os digo lo mismo que ya dije a los judíos: adonde yo voy vosotros no podéis venir. Os doy un mandamiento nuevo: Amaos unos a otros; como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros. Vuestro amor mutuo será el distintivo por el que todo el mundo os reconocerá como discípulos míos. Simón Pedro le preguntó: —Señor, ¿adónde vas? Jesús le contestó: —Adonde yo voy, tú no puedes seguirme ahora; algún día lo harás. Pedro insistió: —Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Estoy dispuesto a dar mi vida por ti. Jesús le dijo: —¿De modo que estás dispuesto a dar tu vida por mí? Te aseguro que antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces. No estéis angustiados. Confiad en Dios y confiad también en mí. En la casa de mi Padre hay lugar para todos; de no ser así, ya os lo habría dicho; ahora voy a prepararos ese lugar. Una vez que me haya ido y os haya preparado el lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que podáis estar donde esté yo. Y ya sabéis el camino para ir adonde yo voy. Tomás replicó: —Pero, Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino? Jesús le dijo: —Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede llegar hasta el Padre si no es por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre, a quien en realidad ya desde ahora conocéis y habéis visto. Entonces intervino Felipe: —Señor, muéstranos al Padre; con eso nos conformamos. Jesús le contestó: —Llevo tanto tiempo viviendo con vosotros, ¿y aún no me conoces, Felipe? El que me ve a mí, ve al Padre. Y si es así, ¿cómo me pides que os muestre al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os he enseñado no ha sido por mi propia cuenta. Es el Padre quien realiza sus obras viviendo en mí. Debéis creerme cuando afirmo que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Dad crédito, al menos, a las obras que hago. Os aseguro que el que crea en mí hará también lo que yo hago, e incluso cosas mayores. Porque yo me voy al Padre y todo lo que pidáis en mi nombre os lo concederé, para que en el Hijo se manifieste la gloria del Padre. Lo que pidáis en mi nombre, yo os lo concederé. Si me amáis, cumpliréis mis mandamientos; yo, por mi parte, rogaré al Padre para que os envíe otro Abogado que esté siempre con vosotros: el Espíritu de la verdad a quien los que son del mundo no pueden recibir porque no lo ven ni lo conocen; vosotros, en cambio, sí lo conocéis, porque vive en vosotros y está en medio de vosotros. No os dejaré huérfanos; volveré a estar con vosotros. Los que son del mundo dejarán de verme dentro de poco; pero vosotros seguiréis viéndome, porque la vida que yo tengo la tendréis también vosotros. Cuando llegue aquel día, comprenderéis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los cumple, es el que me ama de verdad; y el que me ama será amado por mi Padre, y también yo lo amaré y me manifestaré a él. Judas, no el Iscariote, sino el otro, le preguntó: —Señor, ¿cuál es la razón de manifestarte solo a nosotros y no a los que son del mundo? Jesús le contestó: —El que me ama de verdad se mantendrá fiel a mi mensaje; mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y haremos en él nuestra morada. Por el contrario, el que no me ama no se mantiene fiel a mi mensaje. Y este mensaje que os transmito no es mío; es del Padre que me envió. Os he dicho todo esto durante el tiempo de mi permanencia entre vosotros. Pero el Abogado, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, hará que recordéis cuanto yo os he enseñado y os lo explicará todo. La paz os dejo, mi paz os doy. Una paz que no es la que el mundo da. No viváis angustiados ni tengáis miedo. Ya habéis oído lo que os he dicho: «Me voy, pero volveré a estar con vosotros». Si de verdad me amáis, debéis alegraros de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora, por adelantado, para que, cuando suceda, no dudéis en creer. Ya no hablaré mucho con vosotros, porque se acerca el que tiraniza a este mundo. Cierto que no tiene ningún poder sobre mí; pero tiene que ser así para demostrar al mundo que yo amo al Padre y que cumplo fielmente la misión que me encomendó. Levantaos. Vámonos de aquí. Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. El Padre corta todos mis sarmientos improductivos y poda los sarmientos que dan fruto para que produzcan todavía más. Vosotros ya estáis limpios, gracias al mensaje que os he comunicado. Permaneced unidos a mí, como yo lo estoy a vosotros. Ningún sarmiento puede producir fruto por sí mismo sin estar unido a la vid; lo mismo os ocurrirá a vosotros si no permanecéis unidos a mí. Yo soy la vid; vosotros, los sarmientos. El que permanece unido a mí, como yo estoy unido a él, produce mucho fruto, porque separados de mí nada podéis hacer. El que no permanece unido a mí, es arrojado fuera, como se hace con el sarmiento improductivo que se seca; luego, estos sarmientos se amontonan y son arrojados al fuego para que ardan. Si permanecéis unidos a mí y mi mensaje permanece en vosotros, pedid lo que queráis y lo obtendréis. La gloria de mi Padre se manifiesta en que produzcáis fruto en abundancia y así lleguéis a ser discípulos míos. Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor. Pero solo permaneceréis en mi amor si cumplís mis mandamientos, lo mismo que yo he cumplido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que participéis en mi alegría y vuestra alegría sea completa. Mi mandamiento es este: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. El amor supremo consiste en dar la vida por los amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. En adelante, ya no os llamaré siervos, porque el siervo no está al tanto de los secretos de su amo. A vosotros os llamo amigos, porque os he dado a conocer todo lo que oí a mi Padre. No me elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os elegí a vosotros. Y os he destinado para que os pongáis en camino y deis fruto abundante y duradero. Así, el Padre os dará todo lo que le pidáis en mi nombre. Lo que yo os mando es que os améis los unos a los otros. Si el mundo os odia, sabed que primero me odió a mí. Si pertenecierais al mundo, el mundo os amaría como cosa propia. Pero como no pertenecéis al mundo, sino que yo os elegí y os saqué de él, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os he dicho: «Ningún siervo es superior a su amo». Como me han perseguido a mí, os perseguirán también a vosotros; y en la medida en que han puesto en práctica mi mensaje, también pondrán en práctica el vuestro. Y todo lo que hagan contra vosotros por mi causa, lo harán porque no conocen a aquel que me envió. Si yo no hubiese venido o no les hubiera hablado, no serían culpables; pero ahora ya no tienen disculpa por su pecado. El que me odia a mí, odia también a mi Padre. Si yo no hubiera realizado ante ellos cosas que nadie ha realizado, no serían culpables; pero han visto esas cosas y, a pesar de todo, siguen odiándonos a mi Padre y a mí. Pero así se cumple lo que ya estaba escrito en su ley: Me han odiado sin motivo alguno. Cuando venga el Abogado que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, él dará testimonio en mi favor. Y también vosotros seréis mis testigos, pues no en balde habéis estado conmigo desde el principio. Os he dicho todo esto para que no sucumbáis en la prueba. Porque os expulsarán de la sinagoga. Más aún, llegará un momento en que os quitarán la vida, convencidos de que con ello rinden culto a Dios. Y harán eso con vosotros porque no conocen ni al Padre ni a mí. Os lo digo de antemano para que, cuando suceda, recordéis que ya os lo había anunciado. Al principio no quise deciros nada de esto, porque estaba yo con vosotros. Pero ahora que vuelvo al que me envió, ¿por qué ninguno de vosotros me pregunta: «adónde vas»? Eso sí, al anunciaros estas cosas, la tristeza se ha apoderado de vosotros. Sin embargo, la verdad es que os conviene que yo me vaya. Porque si yo no me voy, el Abogado no vendrá a vosotros; pero, si me voy, os lo enviaré. Cuando él venga demostrará a los que son del mundo dónde hay pecado, dónde un camino hacia la salvación y dónde una condena. El pecado está en que ellos no creen en mí; el camino hacia la salvación está en que yo me voy al Padre y ya no me veréis; y la condena está en que el que tiraniza a este mundo ya ha sido condenado. Tendría que deciros muchas cosas más, pero no podríais entenderlas ahora. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará para que podáis entender la verdad completa. No hablará por su propia cuenta, sino que dirá únicamente lo que ha oído y os anunciará las cosas que han de suceder. Él me honrará a mí, porque todo lo que os dé a conocer lo recibirá de mí. Todo lo que el Padre tiene es también mío; por eso os he dicho que «todo lo que el Espíritu os dé a conocer, lo recibirá de mí». [Añadió Jesús:] —Dentro de poco ya no me veréis, pero poco después volveréis a verme. Ante estas palabras, algunos de sus discípulos comentaban entre sí: —¿Qué significa eso que acaba de decirnos: «Dentro de poco ya no me veréis, pero poco después volveréis a verme»; y eso otro: «Porque me voy al Padre»? Y añadían: —No entendemos qué quiere decir con ese «dentro de poco». Jesús se dio cuenta de que estaban deseando una aclaración, y les dijo: —Estáis intrigados por lo que acabo de deciros: «Dentro de poco ya no me veréis, pero poco después volveréis a verme». Os aseguro que vosotros lloraréis y gemiréis, mientras que los del mundo se alegrarán; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. Cuando una mujer va a dar a luz, siente angustia, porque le ha llegado la hora; pero, cuando el niño ha nacido, su alegría le hace olvidar el sufrimiento pasado y es enteramente feliz por haber traído un ser humano al mundo. Así también vosotros; de momento estáis tristes, pero yo volveré a veros y de nuevo os alegraréis con una alegría que nadie podrá quitaros. Cuando llegue ese día, ya no tendréis necesidad de preguntarme nada. Os aseguro que el Padre os concederá todo lo que le pidáis en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa. Hasta ahora os he hablado en lenguaje figurado; pero llega el momento en que no recurriré más a este lenguaje, sino que os hablaré del Padre en forma clara y directa. Cuando llegue ese día, vosotros mismos presentaréis vuestras súplicas al Padre en mi nombre. Y no seré yo quien interceda ante el Padre por vosotros, pues el mismo Padre os ama porque vosotros me amáis a mí y habéis creído que yo he venido de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo para volver al Padre. Los discípulos le dijeron: —Cierto, ahora nos hablas claramente y no en lenguaje figurado. Ahora estamos seguros de que lo sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte; por eso creemos que has venido de Dios. Jesús les contestó: —¿Ahora creéis? Pues mirad, se acerca el momento, mejor dicho, ha llegado ya, en que cada uno de vosotros se dispersará por su lado y me dejaréis solo. Aunque yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo. Os he dicho todo esto para que, unidos a mí, encontréis paz. En el mundo tendréis sufrimientos; pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo. Después de decir todo esto, Jesús levantó los ojos al cielo y exclamó: —Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Tú le has dado autoridad sobre todas las criaturas; que él dé ahora vida eterna a todos los que tú le has confiado. Y la vida eterna consiste en que te reconozcan a ti como único Dios verdadero, y a Jesucristo como tu enviado. Yo he manifestado tu gloria aquí, en este mundo, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Ahora, pues, Padre, hónrame en tu presencia con aquella gloria que ya compartía contigo antes que el mundo existiera. Te he dado a conocer a quienes me confiaste sacándolos del mundo. Eran tuyos; tú me los confiaste, y han obedecido tu mensaje. Ahora han comprendido que todo lo que me confiaste es tuyo; yo les he entregado la enseñanza que tú me entregaste y la han recibido. Saben, además, con absoluta certeza, que yo he venido de ti y han creído que fuiste tú quien me enviaste. Yo te ruego por ellos. No te ruego por los del mundo, sino por los que tú me confiaste, ya que son tuyos. Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío, y en ellos resplandece mi gloria. Desde ahora, ya no estaré en el mundo; pero ellos se quedan en el mundo, mientras que yo voy a ti. Protege con tu poder, Padre santo, a los que me has confiado, para que vivan unidos, como vivimos unidos nosotros. Mientras estaba con ellos en el mundo, yo mismo cuidaba con tu poder a los que me confiaste. Los guardé de tal manera que ninguno de ellos se ha perdido, excepto el que tenía que perderse en cumplimiento de la Escritura. Ahora voy a ti y digo estas cosas mientras todavía estoy en el mundo, para que ellos puedan compartir plenamente mi alegría. Yo les he confiado tu mensaje, pero el mundo los odia, porque no son del mundo, como yo tampoco soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los libres del mal. Como yo no pertenezco al mundo, tampoco ellos pertenecen al mundo. Haz que se consagren a ti por medio de la verdad; tu mensaje es la verdad. Yo los he enviado al mundo, como tú me enviaste a mí. Por ellos yo me consagro para que también ellos sean consagrados por medio de la verdad. Y no te ruego solo por ellos; te ruego también por todos los que han de creer en mí por medio de su mensaje. Te pido que todos vivan unidos. Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros. De este modo el mundo creerá que tú me has enviado. Yo les he comunicado la gloria con que tú me has glorificado, de manera que sean uno, como lo somos nosotros. Como tú vives en mí, vivo yo en ellos para que alcancen la unión perfecta y así el mundo reconozca que tú me has enviado y que los amas a ellos como me amas a mí. Es mi deseo, Padre, que todos estos que tú me has confiado estén conmigo y contemplen mi gloria, la que me diste porque me amaste antes de que el mundo existiese. Padre justo, el mundo no te ha conocido; pero yo te conozco, y todos estos han llegado a conocer que tú me has enviado. Les he dado a conocer quién eres, y continuaré dándoselo a conocer, para que el amor que tú me tienes se manifieste en ellos y yo mismo viva en ellos. Dicho esto, salió Jesús acompañado de sus discípulos, pasaron al otro lado del torrente Cedrón y entraron en un huerto. Este lugar era bien conocido de Judas, el traidor, ya que Jesús acudía frecuentemente a él con sus discípulos. Así pues, Judas tomó consigo un destacamento de soldados y guardias puestos a su disposición por los jefes de los sacerdotes y los fariseos, y se dirigió a aquel lugar. Además de las armas, llevaban antorchas y faroles. Jesús, que sabía perfectamente todo lo que iba a sucederle, salió a su encuentro y les preguntó: —¿A quién buscáis? Ellos le contestaron: —A Jesús de Nazaret. Jesús les dijo: —Yo soy. Judas, el traidor, estaba con ellos. Al decirles Jesús: «Yo soy», se echaron atrás y cayeron en tierra. Jesús les preguntó otra vez: —¿A quién buscáis? Ellos repitieron: —A Jesús de Nazaret. Jesús les dijo: —Ya os he dicho que soy yo. Por tanto, si me buscáis a mí, dejad que estos se vayan. (Así se cumplió lo que él mismo había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me confiaste»). Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó e hirió con ella a un criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. (Este criado se llamaba Malco). Pero Jesús dijo a Pedro: —Envaina la espada. ¿Es que no he de beber esta copa de amargura que el Padre me ha destinado? La tropa, con su comandante al frente, y los guardias judíos arrestaron a Jesús y lo maniataron. Llevaron primero a Jesús a casa de Anás, que era suegro de Caifás, el sumo sacerdote de aquel año. (Este Caifás era el que había dado a los judíos aquel consejo: «Es conveniente que muera un solo hombre por el pueblo»). Simón Pedro y otro discípulo se fueron detrás de Jesús. Este discípulo, que era conocido del sumo sacerdote, entró al mismo tiempo que Jesús en la mansión del sumo sacerdote. Pedro, en cambio, tuvo que quedarse afuera, a la puerta, hasta que salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló con la portera y consiguió que lo dejaran entrar. Pero la criada que hacía de portera se fijó en Pedro y le preguntó: —¿No eres tú de los discípulos de ese hombre? Pedro contestó: —No, no lo soy. Como hacía frío, los criados y los guardias habían encendido una hoguera y estaban allí de pie, calentándose. También Pedro se quedó de pie junto a ellos, calentándose. El sumo sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y sobre su enseñanza. Jesús le respondió: —Yo he hablado siempre en público a todo el mundo. He enseñado en las sinagogas y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos. No he enseñado nada clandestinamente. ¿A qué viene este interrogatorio? Pregunta a mis oyentes; ellos te informarán sobre lo que he dicho. Al oír esta respuesta, uno de los guardias que estaban junto a Jesús le dio una bofetada, al tiempo que lo increpaba: —¿Cómo te atreves a contestar así al sumo sacerdote? Jesús le replicó: —Si he hablado mal, demuéstrame en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas? Entonces Anás envió a Jesús, atado, a Caifás, el sumo sacerdote, mientras Simón Pedro seguía allí de pie, calentándose. Alguien le preguntó: —¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre? Pedro lo negó diciendo: —No, no lo soy. Pero uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro cortó la oreja, le replicó: —¿Cómo que no? ¡Yo mismo te vi en el huerto con él! Pedro volvió a negarlo. Y en aquel momento cantó un gallo. Condujeron a Jesús de casa de Caifás al palacio del gobernador. Era muy de mañana. Los judíos no entraron en el palacio para no contraer una impureza legal que les habría impedido participar en la cena de Pascua. Por eso tuvo que salir Pilato para preguntarles: —¿De qué acusáis a este hombre? Ellos le contestaron: —Si no fuese un criminal, no te lo habríamos entregado. Pilato les dijo: —Muy bien, lleváoslo y juzgadlo según vuestra ley. Los judíos replicaron: —Nosotros no tenemos autoridad para dar muerte a nadie. Y es que tenía que cumplirse lo que Jesús había anunciado sobre la clase de muerte que iba a sufrir. Entonces Pilato volvió a entrar en su palacio, mandó traer a Jesús y le preguntó: —¿Eres tú el rey de los judíos? Contestó Jesús: —¿Me haces esa pregunta por tu cuenta o te la han sugerido otros? Pilato replicó: —¿Acaso soy yo judío? Son los de tu propia nación y los jefes de los sacerdotes los que te han entregado a mí. ¿Qué es lo que has hecho? Jesús respondió: —Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, mis servidores habrían luchado para librarme de los judíos. Pero no, mi reino no es de este mundo. Pilato insistió: —Entonces, ¿eres rey? Jesús le respondió: —Soy rey, como tú dices. Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad. Precisamente para eso nací y para eso vine al mundo. Todo el que ama la verdad escucha mi voz. Pilato repuso: —¿Y qué es la verdad? Dicho esto, Pilato salió de nuevo y dijo a los judíos: —Yo no encuentro delito alguno en este hombre. Pero como tenéis la costumbre de que durante la fiesta de la Pascua os ponga en libertad a un preso, ¿queréis que deje en libertad al rey de los judíos? Ellos, entonces, se pusieron de nuevo a gritar: —¡No, a ese no! ¡Deja en libertad a Barrabás! (El tal Barrabás era un bandido). Así pues, Pilato se hizo cargo del asunto y mandó que azotaran a Jesús. Los soldados trenzaron una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza. Le echaron también sobre los hombros un manto de púrpura y, acercándose a él, decían: —¡Viva el rey de los judíos! Y le daban bofetadas. Salió de nuevo Pilato y les dijo: —Mirad, os lo voy a presentar para dejar claro que no encuentro delito alguno en él. Salió, pues, Jesús llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Pilato les dijo: —¡Este es el hombre! Al ver a Jesús, los jefes de los sacerdotes y sus esbirros comenzaron a gritar: —¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! Pilato insistió: —Tomadlo vosotros y crucificadlo; yo no encuentro delito alguno en él. Los judíos replicaron: —Nosotros tenemos una ley, y según ella debe morir, porque ha querido hacerse pasar por Hijo de Dios. Al oír esto, Pilato sintió aún más temor. Entró de nuevo en el palacio y preguntó a Jesús: —¿De dónde eres tú? Jesús ni siquiera le contestó. Pilato le dijo: —¿Cómo? ¿Te niegas a contestarme? ¿Es que no sabes que tengo autoridad tanto para dejarte en libertad como para hacerte crucificar? Jesús le respondió: —No tendrías autoridad alguna sobre mí si Dios no te la hubiera concedido; por eso, el que me ha entregado a ti es mucho más culpable que tú. Desde ese momento, Pilato intentaba por todos los medios poner a Jesús en libertad. Pero los judíos le gritaban: —Si lo pones en libertad, no eres amigo del emperador. El que pretende ser rey se enfrenta al emperador. Al oír esto, Pilato mandó sacar fuera a Jesús y se sentó en el tribunal, en el lugar conocido con el nombre de «Enlosado», que en la lengua de los judíos se llama «Gábata». Era el día de preparación de la Pascua, hacia el mediodía. Pilato dijo a los judíos: —¡Aquí tenéis a vuestro rey! Pero ellos comenzaron a gritar: —¡Quítalo de en medio! ¡Crucifícalo! Pilato insistió: —¿Cómo voy a crucificar a vuestro rey? Pero los jefes de los sacerdotes replicaron: —Nuestro único rey es el emperador romano. Así que, al fin, Pilato se lo entregó para que lo crucificaran. Tomaron, pues, a Jesús, que, cargando con su propia cruz, se encaminó hacia el llamado «Lugar de la Calavera» (que en la lengua de los judíos se conoce como «Gólgota»). Allí lo crucificaron, y con él crucificaron también a otros dos: uno a cada lado y Jesús en medio. Pilato mandó poner sobre la cruz un letrero con esta inscripción: «Jesús de Nazaret, el rey de los judíos». La inscripción fue leída por muchos judíos, porque el lugar donde Jesús había sido crucificado estaba cerca de la ciudad. Además, el texto estaba escrito en hebreo, latín y griego. Así que los jefes de los sacerdotes se presentaron a Pilato y le dijeron: —No pongas: «El rey de los judíos» sino: «Este hombre dijo: Yo soy el rey de los judíos». Pero Pilato les contestó: —Que quede escrito lo que yo mandé escribir. Los soldados, una vez que terminaron de crucificar a Jesús, tomaron sus ropas e hicieron con ellas cuatro lotes, uno para cada soldado. Se quedaron también con la túnica, pero como era una túnica sin costuras, tejida de una sola pieza de arriba abajo, llegaron a este acuerdo: —No debemos partirla; lo que procede es sortearla para ver a quién le toca. Así se cumplió el pasaje de la Escritura que dice: Dividieron entre ellos mis ropas y echaron a suertes mi túnica. Esto fue lo que hicieron los soldados. Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, María la mujer de Cleofás, que era hermana de su madre, y María Magdalena. Jesús, al ver a su madre y, junto a ella, al discípulo a quien tanto quería, dijo a su madre: —Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dijo al discípulo: —Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel momento, el discípulo la acogió en su casa. Después de esto, plenamente consciente de que todo había llegado a su fin, para que se cumpliese la Escritura, Jesús exclamó: — Tengo sed. Empaparon una esponja en vinagre, la colocaron en la punta de una caña de hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús probó el vinagre y dijo: —Todo está cumplido. Inclinó, entonces, la cabeza y expiró. Era el día de preparación y los judíos no querían que los cuerpos de los ajusticiados quedaran en la cruz aquel sábado, porque en él se celebraba una fiesta muy solemne. Por eso, pidieron a Pilato que ordenase quebrar las piernas de los crucificados y retirarlos de allí. Fueron los soldados y quebraron las piernas de los dos que habían sido crucificados con Jesús. Pero cuando se acercaron a Jesús, al comprobar que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado de una lanzada, y al punto brotó de él sangre y agua. El que lo vio da testimonio de ello y su testimonio es verdadero y está seguro de que habla con verdad para que también vosotros creáis. Porque todo esto ocurrió para que se cumpliese la Escritura que dice: No le quebrarán ningún hueso. Y también la otra Escritura que dice: Mirarán al que traspasaron. Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque lo mantenía en secreto por miedo a los judíos, solicitó de Pilato el permiso para hacerse cargo del cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió, y él se hizo cargo del cuerpo. También vino Nicodemo, el que con anterioridad había ido de noche a entrevistarse con Jesús, trayendo unas cien libras de una mezcla de mirra y áloe. Entre ambos se llevaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas de lino bien empapadas en los aromas, según acostumbraban hacer los judíos para sepultar a sus muertos. Cerca del lugar donde Jesús fue crucificado había un huerto, y en el huerto, un sepulcro nuevo en el que nadie había sido sepultado. Y como el sepulcro estaba cerca y era para los judíos el día de preparación, depositaron allí el cuerpo de Jesús. El primer día de la semana, muy de mañana, antes incluso de amanecer, María Magdalena fue al sepulcro y vio que estaba quitada la piedra que tapaba la entrada. Volvió entonces corriendo adonde estaban Pedro y el otro discípulo a quien Jesús tanto quería y les dijo: —Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Pedro y el otro discípulo salieron inmediatamente hacia el sepulcro. Iban corriendo los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más deprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro. Se asomó al interior y vio las vendas de lino en el suelo; pero no entró. Después, tras sus huellas, llegó Simón Pedro y entró en el sepulcro. Vio las vendas de lino en el suelo y vio también el paño que habían colocado alrededor de la cabeza de Jesús. Solo que el paño no estaba en el suelo con las vendas, sino bien doblado y colocado aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Y es que hasta entonces no habían entendido la Escritura, según la cual Jesús tenía que resucitar de la muerte. Después, los discípulos regresaron a casa. María se había quedado fuera, llorando junto al sepulcro. Sin cesar de llorar, se asomó al interior del sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Los ángeles le preguntaron: —Mujer, ¿por qué lloras? Ella contestó: —Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Volvió entonces la vista atrás, y vio a Jesús que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: —Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién estás buscando? Ella, creyendo que era el jardinero, le contestó: —Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo misma iré a recogerlo. Entonces Jesús la llamó por su nombre: —¡María! Ella se volvió y exclamó en arameo: —¡Rabboní! (que quiere decir «Maestro»). Jesús le dijo: —No me retengas, porque todavía no he ido a mi Padre. Anda, ve y diles a mis hermanos que voy a mi Padre, que es también vuestro Padre; a mi Dios, que es también vuestro Dios. María Magdalena fue adonde estaban los discípulos y les anunció: —He visto al Señor y esto es lo que me ha encargado. Aquel mismo primer día de la semana, al anochecer, estaban reunidos los discípulos en una casa, con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos. Se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: —La paz esté con vosotros. Dicho lo cual les enseñó las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús volvió a decirles: —La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros. Sopló entonces sobre ellos y les dijo: —Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes no se los perdonéis, les quedarán sin perdonar. Tomás, uno del grupo de los doce, a quien llamaban «el Mellizo», no estaba con ellos cuando se les presentó Jesús. Así que le dijeron los otros discípulos: —Hemos visto al Señor. A lo que Tomás contestó: —Si no veo en sus manos la señal de los clavos; más aún, si no meto mi dedo en la señal dejada por los clavos y mi mano en la herida del costado, no lo creeré. Ocho días después, se hallaban también reunidos en casa los discípulos, y Tomás con ellos. Aunque tenían las puertas bien cerradas, Jesús se presentó allí en medio y les dijo: —La paz esté con vosotros. Después dijo a Tomás: —Trae aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en la herida de mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente. Tomás contestó: —¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: —¿Crees porque has visto? ¡Dichosos los que crean sin haber visto! Jesús hizo en presencia de sus discípulos otros muchos milagros que no han sido recogidos en este libro. Estos han sido narrados para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida por medio de él. Poco después, se apareció Jesús de nuevo a sus discípulos junto al lago de Tiberíades. El hecho ocurrió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás «el Mellizo», Natanael el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Pedro les dijo: —Me voy a pescar. Los otros le contestaron: —Vamos también nosotros contigo. Salieron, pues, y subieron a la barca; pero aquella noche no lograron pescar nada. Ya amanecía cuando se presentó Jesús a la orilla del lago, aunque los discípulos no lo reconocieron. Jesús les dijo: —Muchachos, ¿habéis pescado algo? Ellos contestaron: —No. Él les dijo: —Echad la red al lado derecho de la barca y encontraréis pescado. Así lo hicieron, y la red se llenó de tal cantidad de peces, que apenas podían moverla. El discípulo a quien Jesús tanto quería dijo entonces a Pedro: —¡Es el Señor! Al oír Simón Pedro que era el Señor, se puso la túnica (pues estaba solo con la ropa de pescar) y se lanzó al agua. Los otros discípulos, como la distancia que los separaba de tierra era solo de unos cien metros, llegaron a la orilla en la barca, arrastrando la red llena de peces. Cuando llegaron a tierra, vieron un buen rescoldo de brasas, con un pescado sobre ellas, y pan. Jesús les dijo: —Traed algunos de los peces que acabáis de pescar. Simón Pedro subió a la barca y sacó a tierra la red llena de peces; en total eran ciento cincuenta y tres peces grandes. Y, a pesar de ser tantos, no se rompió la red. Jesús les dijo: —Acercaos y comed. A ninguno de los discípulos se le ocurrió preguntar: «¿Quién eres tú?», porque sabían muy bien que era el Señor. Jesús, por su parte, se acercó, tomó el pan y se lo repartió; y lo mismo hizo con los peces. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después de haber resucitado. Terminada la comida, Jesús preguntó a Pedro: —Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? Pedro le contestó: —Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: —Apacienta mis corderos. Jesús volvió a preguntarle: —Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro respondió: —Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: —Cuida de mis ovejas. Por tercera vez le preguntó Jesús: —Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Pedro se entristeció al oír que le preguntaba por tercera vez si lo quería, y contestó: —Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero. Entonces Jesús le dijo: —Apacienta mis ovejas. Y añadió: —Te aseguro que cuando eras más joven, tú mismo te ajustabas la túnica con el cinturón e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, tendrás que extender los brazos y será otro quien te atará y te conducirá adonde no quieras ir. Jesús se expresó en estos términos para indicar la clase de muerte con la que Pedro daría gloria a Dios. Acto seguido dijo: —Sígueme. Pedro se volvió y vio que detrás de ellos venía el discípulo a quien Jesús tanto quería, el mismo que en la cena se había recostado sobre el pecho de Jesús y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que va a traicionarte?». Al verlo, Pedro preguntó a Jesús: —Señor, y este, ¿qué suerte correrá? Jesús le contestó: —Si yo quiero que él quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme. Estas palabras dieron pie para que entre los hermanos circulase el rumor de que este discípulo no iba a morir. Sin embargo, Jesús no dijo a Pedro que este discípulo no moriría; simplemente dijo: «Si yo quiero que él quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?». Este discípulo es el mismo que da testimonio de todas estas cosas y las ha escrito. Y nosotros sabemos que dice la verdad. Jesús hizo además otras muchas cosas; tantas que, si se intentara ponerlas por escrito una por una, pienso que ni en el mundo entero cabrían los libros que podrían escribirse. Querido Teófilo: En mi primer libro me ocupé de lo que hizo y enseñó Jesús desde sus comienzos hasta el día en que subió al cielo, una vez que, bajo la acción del Espíritu Santo, dio las oportunas instrucciones a los apóstoles que había elegido. A estos mismos apóstoles se presentó después de su muerte y les dio pruebas abundantes de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios. Con ocasión de una comida que tuvo con ellos, les ordenó: —No os marchéis de Jerusalén; esperad a que el Padre cumpla la promesa de que os hablé; porque Juan bautizaba con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de pocos días. Los que lo acompañaban le preguntaron: —Señor, ¿vas a restablecer ahora el reino de Israel? Jesús les contestó: —No es cosa vuestra saber la fecha o el momento que el Padre se ha reservado fijar. Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y os capacitará para que deis testimonio de mí en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el último rincón de la tierra. Y, dicho esto, lo vieron elevarse, hasta que una nube lo arrebató de su vista. Estaban aún contemplando sin pestañear cómo se alejaba en el cielo, cuando dos personajes vestidos de blanco se presentaron ante ellos y les dijeron: —Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Estad seguros de que el mismo Jesús que ha sido arrebatado de entre vosotros para subir al cielo, igual que lo habéis visto ir al cielo, volverá. Regresaron entonces a Jerusalén desde el llamado monte de los Olivos, lugar cercano a la ciudad, de la que distaba el trayecto que se permitía recorrer en sábado. Cuando llegaron, subieron al piso en que se alojaban; eran Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas, hijo de Santiago. Todos estos, junto con las mujeres, con María la madre de Jesús y con los hermanos de este, oraban constantemente en íntima armonía. Uno de aquellos días, Pedro, puesto en pie en medio de los hermanos, que formaban un grupo de unas ciento veinte personas, habló como sigue: —Hermanos, tenía que cumplirse lo que el Espíritu Santo anunció de antemano en la Escritura por medio de David, referente a Judas, el guía de los que detuvieron a Jesús. Era uno de los nuestros y había tomado parte en nuestra tarea. Pero después, con el producto de su delito, compró un campo, se tiró de cabeza desde lo alto y reventó por medio, desparramándose todas sus entrañas. Este suceso se divulgó entre todos los habitantes de Jerusalén, por lo cual llamaron a aquel lugar, en su propio idioma, Hacéldama, es decir, «campo de sangre». Todo esto está escrito en el libro de los Salmos: Que su mansión se vuelva un desierto y no haya quien habite en ella. Y también: Que otro ocupe su cargo. Se impone, por tanto, que alguno de los hombres que nos acompañaron durante todo el tiempo en que Jesús, el Señor, se encontraba entre nosotros, desde los días en que Juan bautizaba hasta que fue arrebatado de nuestro lado, se agregue a nuestro grupo para ser con nosotros testigo de su resurrección. Así que propusieron a dos: a José, llamado Barsabás, y apodado «el Justo», y a Matías. Luego hicieron esta oración: «Señor, tú que conoces a todos en lo íntimo de su ser, manifiesta a cuál de estos dos has escogido para que ocupe, en este ministerio apostólico, el puesto del que renegó Judas para irse al lugar que le correspondía». A continuación echaron suertes, y le tocó a Matías, quien fue agregado al grupo de los otros once apóstoles. Al llegar el día de Pentecostés estaban todos reunidos en el mismo sitio. De pronto, un estruendo que procedía del cielo y avanzaba como un huracán invadió el lugar en que estaban congregados. Vieron luego una especie de lenguas de fuego que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos. El Espíritu Santo los llenó a todos, y enseguida se pusieron a hablar en distintos idiomas según el Espíritu Santo les concedía expresarse. Se hallaban entonces hospedados en Jerusalén judíos devotos llegados de todas las regiones de la tierra, los cuales, al oír el estruendo, acudieron en masa y quedaron perplejos, pues cada uno oía hablar a los apóstoles en su idioma nativo. Tan estupefactos y maravillados estaban, que decían: —¿No son galileos todos los que están hablando? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oímos expresarse en nuestro propio idioma nativo? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas; los hay que residen en Mesopotamia, en Judea y Capadocia, en el Ponto, en la provincia de Asia, en Frigia y en Panfilia, en Egipto y en la región de Libia que limita con Cirene; hay visitantes romanos, hay judíos y prosélitos, cretenses y árabes. Pues bien, todos y cada uno los oímos referir en nuestro propio idioma las cosas portentosas de Dios. Así que, llenos de estupefacción, se decían unos a otros con asombro: —¿Qué significa esto? Otros, en cambio, se burlaban y decían que estaban borrachos. Pedro, entonces, tomó la palabra y, en nombre propio y de sus once compañeros, les habló de esta manera: —Judíos y todos los que residís en Jerusalén, prestad atención a mis palabras a ver si os queda claro lo siguiente: Estos no están borrachos como vosotros suponéis, pues solo son las nueve de la mañana. Lo que sucede es que se está cumpliendo lo anunciado por el profeta Joel: En los últimos días, dice Dios, concederé mi Espíritu a todo mortal: vuestros hijos y vuestras hijas hablarán inspirados por mí; vuestros jóvenes tendrán revelaciones y vuestros ancianos soñarán cosas extraordinarias. A los que me sirven, tanto hombres como mujeres, otorgaré en aquellos días mi Espíritu, y hablarán inspirados por mí. Haré prodigios en el cielo y milagros en la tierra: sangre, fuego y vapor humeante. Antes que llegue el día del Señor, grande y glorioso, el sol se convertirá en tinieblas y la luna en sangre. Y todo el que invoque al Señor, obtendrá la salvación. Escuchad esto, israelitas: Jesús de Nazaret fue el hombre a quien Dios avaló ante vosotros con los milagros, prodigios y señales que, como bien sabéis, Dios realizó entre vosotros por medio de él. Dios lo entregó conforme a un plan proyectado y conocido de antemano, y vosotros, valiéndoos de no creyentes, lo clavasteis en una cruz y lo matasteis. Pero Dios lo ha resucitado, librándolo de las garras de la muerte. Y es que no era posible que la muerte dominase a aquel a quien se refiere David cuando dice: Sentía constantemente al Señor junto a mí, ya que está a mi lado para impedir que caiga. Por eso se alegra mi corazón, canta gozosa mi lengua y hasta mi cuerpo rebosa de esperanza. Porque no me abandonarás al poder del abismo ni permitirás que tu elegido se corrompa. Me has enseñado el camino que conduce a la vida y tu presencia me llenará de alegría. Hermanos, voy a hablaros con franqueza: a nadie se le oculta que nuestro antepasado David murió y fue enterrado; es más, su tumba se conserva todavía entre nosotros. Pero como era profeta y sabía que Dios le había prometido solemnemente que un descendiente de su misma sangre había de sucederle en el trono, previó la resurrección del Mesías cuando anunció que ni lo abandonaría al poder del abismo ni su cuerpo se corrompería. Pues bien, a este, que es Jesús, Dios lo ha resucitado, y todos nosotros somos testigos de ello. El poder de Dios lo ha exaltado y él, habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, lo ha repartido en abundancia, como estáis viendo y oyendo. David no ascendió al cielo; sin embargo, dice: Dijo el Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha hasta que yo ponga a tus enemigos por estrado de tus pies». Por consiguiente, sepa con seguridad todo Israel que Dios ha constituido Señor y Mesías a este mismo Jesús a quien vosotros habéis crucificado. Estas palabras les llegaron hasta el fondo del corazón; así que dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: —¿Qué debemos hacer, hermanos? Pedro les contestó: —Convertíos y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Jesucristo, a fin de obtener el perdón de vuestros pecados. Entonces recibiréis, como don de Dios, el Espíritu Santo. Porque la promesa os corresponde a vosotros y a vuestros hijos, e incluso a todos los extranjeros que reciban la llamada del Señor, nuestro Dios. Con estas y otras muchas razones los instaba y animaba, diciendo: —Poneos a salvo de este mundo corrupto. Los que aceptaron con agrado la invitación se bautizaron, y aquel día se unieron a los apóstoles alrededor de tres mil personas. Todos se mantenían constantes a la hora de escuchar la enseñanza de los apóstoles, de compartir lo que tenían, de partir el pan y de participar en la oración. Todo el mundo estaba impresionado a la vista de los numerosos prodigios y señales realizados por los apóstoles. En cuanto a los creyentes, vivían todos de mutuo acuerdo y todo lo compartían. Hasta vendían las propiedades y bienes, y repartían el dinero entre todos según la necesidad de cada cual. A diario acudían al Templo con constancia y en íntima armonía, en familia partían el pan y compartían juntos el alimento con sencillez y alegría sinceras. Alababan a Dios, y toda la gente los miraba con simpatía. Por su parte, el Señor aumentaba cada día el grupo de los que estaban en camino de salvación. Un día en que Pedro y Juan fueron al Templo para la oración de media tarde, se encontraron con un lisiado de nacimiento, que estaba junto a la puerta del Templo llamada «Hermosa». Lo llevaban cada día y lo ponían allí para que pidiese limosna a las personas que entraban en el Templo. Al ver que Pedro y Juan iban a entrar, les pidió una limosna. Pedro y Juan clavaron su mirada en él, y Pedro le dijo: —Míranos. El cojo los miró con atención, esperando que le dieran algo. Pedro entonces le dijo: —No tengo plata ni oro, pero te daré lo que poseo: en nombre de Jesús de Nazaret, comienza a andar. Y, tomándolo de la mano derecha, hizo que se incorporase. Al instante se fortalecieron sus piernas y sus tobillos, se puso en pie de un salto y comenzó a andar. Luego entró con ellos en el Templo por su propio pie, saltando y alabando a Dios. Todos los que lo vieron andar y alabar a Dios, al reconocer en él al mendigo que se sentaba junto a la puerta Hermosa del Templo, quedaron atónitos y asombrados por lo que le había sucedido. Como aquel hombre no se separaba de Pedro y de Juan, todo el pueblo, lleno de asombro, se congregó en tropel alrededor de ellos en el pórtico que llaman «de Salomón». Pedro, al ver esto, habló así al pueblo: —Israelitas, ¿por qué os sorprendéis de este suceso? ¿Por qué nos miráis como si hubiera sido nuestro poder o nuestra religiosidad lo que ha hecho andar a este hombre? El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros antepasados, ha colmado de honor a Jesús, su siervo, a quien, por cierto, vosotros mismos entregasteis a las autoridades y rechazasteis ante Pilato cuando ya este había decidido ponerlo en libertad. Rechazasteis al santo y al justo, para pedir a cambio la libertad de un asesino. Matasteis así al autor de la vida; pero Dios lo ha resucitado, y nosotros somos testigos de ello. Pues bien, por creer en Jesús se le han fortalecido las piernas a este hombre que estáis viendo y que vosotros conocéis. La fe en Jesús le ha devuelto totalmente la salud, como podéis comprobar. No obstante, hermanos, sé que tanto vosotros como vuestros dirigentes actuasteis por ignorancia. Pero Dios cumplía de este modo lo que había anunciado por medio de los profetas en lo que se refiere a los sufrimientos que su Mesías había de padecer. Por tanto, convertíos y volved a Dios, para que vuestros pecados os sean borrados. Así hará venir el Señor una era de tranquilidad, y enviará de nuevo al Mesías que previamente os había destinado, es decir, a Jesús. Pero ahora es preciso que Jesús permanezca en el cielo hasta que llegue el momento en que todo sea restaurado, según declaró Dios en época precedente por medio de sus santos profetas. Ya Moisés dijo al respecto: El Señor, vuestro Dios, os va a suscitar un profeta de entre vosotros mismos, como hizo conmigo. Tenéis que prestar atención a todo lo que os diga, pues quien no haga caso a ese profeta será arrancado del pueblo. También todos los profetas, de Samuel en adelante, pronosticaron los acontecimientos actuales. Y vosotros sois los herederos de los profetas y de la alianza que Dios estableció con vuestros antepasados cuando dijo a Abrahán: Tu descendencia será fuente de bendición para toda la humanidad. Así que Dios, después de resucitar a su siervo, os lo ha enviado primero a vosotros a fin de que se os convierta en bendición y todos y cada uno os apartéis del mal. Aún estaban Pedro y Juan hablando al pueblo, cuando se presentaron allí los sacerdotes, el jefe de la guardia del Templo y los saduceos. Estaban contrariados, porque los apóstoles seguían instruyendo al pueblo y proclamaban que la resurrección de entre los muertos se había realizado ya en la persona de Jesús. Así que los detuvieron y, en vista de que era ya tarde, los metieron en la cárcel hasta el día siguiente. Pero muchos de los que habían escuchado el discurso de Pedro abrazaron la fe, por lo que el número de creyentes varones alcanzó la cifra de unos cinco mil. Al día siguiente, se reunieron en Jerusalén las autoridades, los ancianos y los maestros de la ley. Estaban presentes Anás, que era sumo sacerdote, Caifás, Juan, Alejandro y todos los miembros de la clase sacerdotal dirigente. Hicieron comparecer a Pedro y a Juan, y les preguntaron: —¿Con qué poder y en nombre de quién habéis hecho esto? Pedro, lleno del Espíritu Santo, les respondió: —Jefes del pueblo y ancianos: hoy ha sido curado un enfermo, y se nos pregunta quién lo ha curado. Pues bien, habéis de saber, tanto vosotros como todo el pueblo israelita, que este hombre se encuentra ahora sano ante vuestros ojos gracias a Jesús de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios ha resucitado. Él es la piedra rechazada por vosotros los constructores, pero que ha resultado ser la piedra principal. Ningún otro puede salvarnos, pues en la tierra no existe ninguna otra persona a quien Dios haya constituido autor de nuestra salvación. Cuando vieron la seguridad con que se expresaban Pedro y Juan, que eran hombres sin cultura y sin instrucción, no salían de su asombro. Por una parte, no podían menos de reconocer que Pedro y Juan habían sido compañeros de Jesús; por otra, allí estaba de pie, junto a ellos, el hombre que había sido curado. Así que, no sabiendo cómo replicarles, les ordenaron salir de la sala del Consejo y se pusieron a deliberar entre ellos: —¿Qué vamos a hacer con estos hombres? Está claro para todos los habitantes de Jerusalén que, efectivamente, se ha realizado un milagro manifiesto por mediación de ellos; es algo que no podemos negar. Sin embargo, para evitar que esto siga propagándose entre el pueblo, vamos a advertirles, bajo amenaza, que no hablen más a nadie de tal individuo. Así que los llamaron y les prohibieron terminantemente que hablaran de Jesús o enseñaran en su nombre. Pero Pedro y Juan les respondieron: —¿Os parece justo delante de Dios que os obedezcamos a vosotros antes que a él? Por nuestra parte, no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído. Tras amenazarlos de nuevo, los dejaron libres. La verdad es que no hallaban forma de castigarlos sin enfrentarse con el pueblo, pues todos alababan a Dios por lo ocurrido; además, el milagro de la curación se había realizado en un hombre de más de cuarenta años. En cuanto fueron puestos en libertad, Pedro y Juan se reunieron con los suyos y les contaron lo que los jefes de los sacerdotes y los ancianos les habían dicho. Al enterarse, todos elevaron unánimes esta oración a Dios: —Señor nuestro, tú has creado el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos; tú, por medio del Espíritu Santo, pusiste en boca de David, tu servidor y nuestro antepasado, estas palabras: ¿Por qué se alborotan las naciones y hacen planes inútiles los pueblos? Los reyes de la tierra se han aliado y los poderosos se han confabulado en contra del Señor y de su ungido. Y realmente es cierto que, en esta ciudad, Pilato y Herodes se confabularon con los extranjeros y el pueblo israelita en contra de Jesús, tu santo servidor y Mesías. Llevaron así a cabo todo lo que tu poder y tu voluntad habían decidido de antemano que sucediese. Ahora, Señor, mira cómo nos amenazan y concede a tus servidores anunciar tu mensaje con plena libertad. Pon en juego tu poder, para que en el nombre de Jesús, tu santo servidor, se produzcan curaciones, señales milagrosas y prodigios. Apenas terminaron de orar, tembló el lugar donde estaban reunidos y todos quedaron llenos del Espíritu Santo. Así pudieron luego proclamar el mensaje de Dios con plena libertad. El grupo de los creyentes estaba totalmente compenetrado en un mismo sentir y pensar, y ninguno consideraba de su exclusiva propiedad los bienes que poseía, sino que todos los disfrutaban en común. Los apóstoles, por su parte, daban testimonio de la resurrección de Jesús, el Señor, con toda firmeza, y se los miraba con gran simpatía. Nadie entre los creyentes carecía de nada, pues los que eran dueños de haciendas o casas las vendían y entregaban el producto de la venta, poniéndolo a disposición de los apóstoles para que estos lo distribuyeran conforme a la necesidad de cada uno. Tal fue el caso de José, un chipriota de la tribu de Leví, a quien los apóstoles llamaban Bernabé, que significa «el que trae consuelo»: vendió un terreno de su propiedad, trajo el importe y lo puso a disposición de los apóstoles. Pero un hombre llamado Ananías, junto con su mujer, de nombre Safira, vendió una finca y, de acuerdo con la esposa, retuvo una parte del precio y puso lo restante a disposición de los apóstoles. Pedro le dijo: —Ananías, ¿por qué has permitido que Satanás te convenciera para mentir al Espíritu Santo, guardando para ti parte del precio de la finca? Tuya era antes de venderla y, una vez vendida, tuyo era el producto de la venta. ¿Cómo se te ha ocurrido hacer una cosa semejante? No has mentido a los hombres sino a Dios. Escuchar Ananías estas palabras y caer muerto al suelo fue todo uno, por lo que cuantos lo oyeron quedaron sobrecogidos de temor. Enseguida se acercaron unos jóvenes, amortajaron el cadáver y lo llevaron a enterrar. Unas tres horas más tarde llegó su mujer, que ignoraba lo sucedido. Pedro le preguntó: —Dime, ¿es este el valor total de la finca que vendisteis? Ella contestó: —Sí, ese es. Pedro le replicó: —¿Por qué os habéis confabulado para provocar al Espíritu del Señor? Escucha, ya se oyen a la puerta los pasos de los que vuelven de enterrar a tu marido; ahora te llevarán a ti. Al instante cayó a sus pies y expiró. Cuando entraron los jóvenes, era ya cadáver; así que se la llevaron y la enterraron junto a su marido. Como resultado de esto, la Iglesia entera y todos los que llegaron a saberlo quedaron sobrecogidos de temor. Eran muchos los milagros y prodigios que se producían entre el pueblo por medio de los apóstoles. Los fieles, por su parte, se reunían todos formando una piña en el pórtico de Salomón. Pero nadie más se atrevía a juntarse con ellos, aunque el pueblo los tenía en gran estima. Sin embargo, pronto fueron multitud los hombres y mujeres que creyeron en el Señor. Incluso sacaban a los enfermos a la calle y los ponían en lechos y camillas para que, al pasar Pedro, por lo menos su sombra tocara a alguno de ellos. De los pueblos próximos a Jerusalén acudían también muchedumbres de gentes llevando enfermos y personas atormentadas por espíritus malignos, y todos eran curados. Entonces, el sumo sacerdote y todos los de su partido, que era el de los saduceos, ciegos de furor, apresaron a los apóstoles y los metieron en la cárcel pública. Pero un ángel del Señor abrió por la noche la puerta de la prisión y los hizo salir diciéndoles: —Id y anunciad al pueblo, en medio del Templo, todo lo referente a esta forma de vida. Oído este mandato, se dirigieron de mañana al Templo, donde empezaron a enseñar. Entre tanto, llegaron el sumo sacerdote y los de su partido, convocaron al Consejo Supremo y al pleno de los dirigentes israelitas, y mandaron traer de la cárcel a los presos. Fueron los guardias, pero no encontraron a los apóstoles en la prisión; así que se volvieron e informaron del hecho con estas palabras: —Hemos hallado la cárcel cuidadosamente cerrada, y a los vigilantes en su puesto ante la puerta; pero al abrirla no hemos encontrado a nadie dentro. Cuando el jefe de la guardia del Templo y los jefes de los sacerdotes escucharon la noticia, quedaron perplejos y se preguntaban qué habría podido suceder. Hasta que alguien llegó con esta información: —Los hombres que metisteis en la cárcel están en el Templo, tan tranquilos, enseñando al pueblo. Fue entonces el jefe de la guardia con sus hombres y trajeron a los apóstoles, aunque sin violencia, por temor a ser apedreados por el pueblo. Una vez introducidos a la presencia del Consejo Supremo, el sumo sacerdote procedió a interrogarlos: —Os teníamos terminantemente prohibido enseñar en nombre de ese. Pero resulta que habéis infestado Jerusalén con vuestra enseñanza, y encima queréis hacernos responsables de la muerte de ese hombre. Pedro y los otros apóstoles respondieron: —Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros antepasados ha resucitado a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándolo en un madero. Ha sido Dios quien lo ha elevado a la máxima dignidad y lo ha constituido jefe y salvador, para ofrecer a la nación israelita la ocasión de convertirse y de alcanzar el perdón de los pecados. Y nosotros somos testigos de ello junto con el Espíritu Santo, que Dios ha concedido a quienes lo obedecen. Los miembros del Consejo perdieron los estribos al oír esto y querían matarlos. Pero había en el Consejo un fariseo llamado Gamaliel, doctor en la ley y muy respetado por todo el pueblo; este tomó la palabra, mandó que sacasen de la sala durante unos instantes a los detenidos y dijo a los presentes: —Israelitas, reflexionad bien sobre lo que os proponéis hacer con estos hombres. Hace poco apareció un tal Teudas pretendiendo ser alguien importante, y logró reunir unos cuatrocientos adeptos. Pero lo mataron y todos sus seguidores se dispersaron y quedaron reducidos a la nada. Después de él, durante la época del censo, apareció Judas, el galileo, y arrastró a una buena parte del pueblo tras de sí; pero cuando también a él lo mataron, todos sus partidarios se esfumaron. Por eso, en esta ocasión, mi consejo es que no os metáis con estos hombres y que los dejéis en paz. Porque si los mueve un propósito o interés humano, fracasarán; pero, si es Dios quien los mueve, no podréis acabar con ellos. Y pudiera ser que estuvierais luchando contra Dios. Ellos aceptaron su consejo; así que llamaron a los apóstoles, los azotaron y les prohibieron terminantemente hablar sobre Jesús. Después los soltaron. Los apóstoles salieron del Consejo llenos de alegría por haber sido considerados dignos de sufrir por Jesús. Y, tanto en el Templo como por las casas, continuaron día tras día enseñando y proclamando la buena noticia de que Jesús era el Mesías. Por entonces, al crecer extraordinariamente el número de los discípulos, surgió un conflicto entre los creyentes de procedencia griega y los de origen hebreo. Aquellos se quejaban de que estos últimos no atendían debidamente a las viudas de su grupo cuando distribuían el sustento diario. Los Doce reunieron entonces al conjunto de los discípulos y les dijeron: —No conviene que nosotros dejemos de proclamar el mensaje de Dios para ocuparnos en servir a las mesas. Por tanto, hermanos, escoged entre vosotros a siete hombres de buena reputación, que estén llenos de Espíritu y de sabiduría, y les encomendaremos esta misión. Así podremos nosotros dedicarnos a la oración y a la proclamación del mensaje. Toda la comunidad aceptó de buen grado esta propuesta, y escogieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, y a Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás, un prosélito de Antioquía. Los presentaron a los apóstoles, quienes, haciendo oración por ellos, les impusieron las manos. El mensaje de Dios se extendía y el número de discípulos aumentaba considerablemente en Jerusalén. Incluso fueron muchos los sacerdotes que abrazaron la fe. El favor y el poder de Dios estaban plenamente con Esteban, que realizaba milagros y prodigios entre el pueblo. Pero unos miembros de la sinagoga llamada «de los libertos», a la que pertenecían también oriundos de Cirene y Alejandría, así como de Cilicia y de la provincia de Asia, empezaron a discutir con él. Al no poder hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que se expresaba, sobornaron a unos individuos para que manifestaran que le habían oído pronunciar blasfemias contra Moisés y contra Dios. De este modo consiguieron soliviantar al pueblo, a los ancianos y a los maestros de la ley, los cuales, saliendo al encuentro de Esteban, lo apresaron y lo condujeron ante el Consejo Supremo. Al mismo tiempo presentaron testigos falsos que declararon: —Este hombre está siempre hablando contra este santo lugar y contra la ley. Le hemos oído decir que el tal Jesús de Nazaret va a destruirlo y a cambiar las tradiciones que nos legó Moisés. Todos los presentes en el Consejo fijaron entonces sus ojos en Esteban y vieron que su rostro parecía el de un ángel. El sumo sacerdote preguntó a Esteban: —¿Es eso cierto? Esteban respondió: —Hermanos israelitas y dirigentes de nuestra nación, escuchadme: Dios se apareció en el esplendor de su gloria a Abrahán, nuestro padre, cuando aún se hallaba en Mesopotamia, antes de establecerse en Jarán, y le dijo: Deja tu tierra y a tu familia y dirígete al país que yo te señale. Salió Abrahán de Caldea y se instaló en Jarán. Desde allí, cuando murió su padre, Dios lo trasladó a este país en el cual habitáis ahora. Sin embargo, no le entregó ni siquiera un palmo de tierra en herencia, pero sí prometió entregársela en propiedad a él y a sus descendientes, aun cuando Abrahán todavía no tenía hijos. Al mismo tiempo, Dios le manifestó que sus descendientes residirían en el extranjero, donde por espacio de cuatrocientos años se verían reducidos a la esclavitud y maltratados. Aunque también le dijo Dios: Someteré a juicio a la nación que los esclavice, y después saldrán de ella y me rendirán culto en este lugar. A continuación hizo con él un pacto que fue sellado por la circuncisión. Por eso Abrahán circuncidó a su hijo Isaac una semana después de nacer; lo mismo hizo Isaac con Jacob, y este con sus doce hijos, los patriarcas. Posteriormente, los hijos de Jacob tuvieron envidia de José y lo vendieron como esclavo con destino a Egipto. Pero José gozaba de la protección de Dios y salió con bien de todas las circunstancias adversas. Más aún, Dios le concedió sabiduría e hizo que se granjeara la simpatía del faraón, rey de Egipto, quien lo nombró gobernador de Egipto y jefe de toda la casa real. Más tarde, el hambre acosó a Egipto y a todo el país cananeo, y la situación llegó a ser tan grave, que nuestros antepasados carecieron del sustento necesario. Al tener noticia Jacob de que en Egipto había reservas de trigo, envió allá una primera vez a nuestros antepasados. Cuando fueron por segunda vez, José se dio a conocer a sus hermanos, y el faraón conoció la ascendencia de José. Entonces, José envió a buscar a Jacob, su padre, y a toda su familia, que se componía de setenta y cinco personas. Así fue como Jacob se trasladó a Egipto, donde él y nuestros antepasados murieron. Con el tiempo, llevaron sus restos a Siquén y les dieron sepultura en la tumba que Abrahán había comprado allí a los hijos de Emmor pagando el precio correspondiente. Entre tanto, según se aproximaba el tiempo en que Dios cumpliría la promesa que había hecho a Abrahán, el pueblo iba creciendo y multiplicándose en Egipto. Pero subió al trono de Egipto un nuevo rey que no había conocido a José; un rey que actuó pérfidamente contra nuestra raza y fue cruel con nuestros antepasados, obligándolos a dejar abandonados a sus niños recién nacidos para que no sobrevivieran. En esa época nació Moisés, que era un niño muy hermoso. Durante tres meses fue criado en su casa paterna; luego tuvieron que dejarlo abandonado, pero la hija del faraón lo adoptó y lo crio como si fuera su propio hijo. Así que Moisés recibió una sólida instrucción en todas las disciplinas de la ciencia egipcia, y se hizo respetar tanto por sus palabras como por sus obras. Al cumplir los cuarenta años, decidió Moisés ponerse en contacto con los israelitas, sus hermanos de raza. Al ver entonces que un egipcio maltrataba a uno de ellos, se apresuró a defenderlo y, para vengar al oprimido, mató al egipcio. Se imaginaba que sus hermanos comprenderían que Dios iba a libertarlos valiéndose de él, pero ellos no lo entendieron así. Al día siguiente, quiso intervenir en una reyerta entre israelitas, para apaciguar a los contendientes. Pero al decirles: «¿Cómo estáis peleándoos, si sois hermanos?», el agresor le replicó diciendo: «¿Quién te ha nombrado jefe y juez nuestro? ¿Es que quieres matarme también a mí, como hiciste ayer con el egipcio?». Estas palabras hicieron que Moisés huyera y viviera exiliado en Madián, donde llegó a ser padre de dos hijos. Pasaron cuarenta años y, estando Moisés en el desierto del monte Sinaí, se le apareció un ángel en medio de las llamas de una zarza que estaba ardiendo. Moisés se sorprendió al contemplar tal aparición y, al acercarse para observar más de cerca, oyó al Señor, que decía: Yo soy el Dios de tus antepasados, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob. Temblando de miedo, Moisés ni siquiera se atrevía a mirar. El Señor entonces le dijo: Descálzate, porque el lugar donde estás es tierra santa. He comprobado cómo mi pueblo sufre en Egipto, he escuchado sus lamentos y me dispongo a librarlos. Así que ahora prepárate, pues voy a enviarte a Egipto. De manera que el mismo Moisés al que los israelitas habían rechazado diciéndole: «¿Quién te ha nombrado jefe y juez?», fue el enviado por Dios como jefe y libertador, por medio del ángel que se le apareció en la zarza. Fue Moisés quien sacó a los israelitas de Egipto, realizando milagros y prodigios a lo largo de cuarenta años, tanto en el mismo Egipto como en el mar Rojo y en el desierto. Fue también Moisés quien dijo a los israelitas: Dios hará surgir de entre vosotros un profeta como yo. Fue él, en fin, quien en la asamblea del desierto sirvió de intermediario entre el ángel que le hablaba en el monte Sinaí y nuestros antepasados, y quien recibió palabras de vida con el encargo de transmitírnoslas. Pero nuestros antepasados no quisieron obedecerle; lo rechazaron y, volviendo el pensamiento a Egipto, dijeron a Aarón: Haznos dioses que nos guíen en nuestro caminar, pues no sabemos qué ha sido de ese Moisés, el que nos sacó de Egipto. Fue entonces cuando se fabricaron un ídolo en forma de becerro, le ofrecieron sacrificios y celebraron una fiesta solemne en honor de algo que habían hecho con sus propias manos. Así que Dios se apartó de ellos y permitió que se entregasen al culto de los astros, como está escrito en el libro de los profetas: Pueblo de Israel, ¿en honor de quién fueron las víctimas y sacrificios que ofrecisteis durante cuarenta años en el desierto? No ciertamente en mi honor, sino que llevasteis en procesión la tienda-santuario del dios Moloc y el emblema en forma de estrella de Refán, a quien convertisteis en vuestro dios; imágenes todas ellas que hicisteis para rendirles culto. Por eso, os deportaré más allá de Babilonia. Nuestros antepasados tenían en el desierto la Tienda del testimonio, que fue construida conforme al modelo que había visto Moisés cuando Dios le habló. Fueron también nuestros antepasados quienes la recibieron y quienes, acaudillados por Josué, la introdujeron en el país que ocuparon cuando Dios expulsó a los paganos delante de ellos. Y así continuaron las cosas hasta la época de David. Por su parte, David, que gozaba del favor de Dios, solicitó proporcionar un santuario a la estirpe de Jacob. Sin embargo, fue Salomón quien lo construyó; aunque debe quedar claro que el Altísimo no habita en edificios construidos por manos humanas, como dice el profeta: Mi trono es el cielo, dice el Señor, y la tierra, el estrado de mis pies. ¿Por qué queréis edificarme un santuario o un lugar que me sirva de morada? ¿No soy yo el creador de todas estas cosas? Vosotros, gente testaruda, de corazón empedernido y oídos sordos, siempre habéis ofrecido resistencia al Espíritu Santo. Como vuestros antepasados, así sois vosotros. ¿Hubo algún profeta al que no persiguieran vuestros antepasados? Ellos mataron a los que predijeron la venida del único justo a quien ahora vosotros habéis entregado y asesinado. ¡Vosotros, que recibisteis la ley por mediación de ángeles, pero que nunca la habéis cumplido! Estas palabras desataron su cólera, y se recomían de rabia contra Esteban. Pero él, lleno del Espíritu Santo y con la mirada fija en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie junto a Dios. —Escuchadme —dijo—, veo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie junto a Dios. Hechos un puro grito, no quisieron escuchar nada más y se arrojaron en masa sobre él. Lo sacaron fuera de la ciudad y comenzaron a apedrearlo. Los que participaban en el hecho confiaron sus ropas al cuidado de un joven llamado Saulo. Esteban, por su parte, oraba con estas palabras mientras era apedreado: —Señor Jesús, acoge mi espíritu. Luego dobló las rodillas y clamó en alta voz: —¡Señor, no les tomes en cuenta este pecado! Y, sin decir más, expiró. Saulo estaba allí, dando su aprobación a la muerte de Esteban. Aquel mismo día se desató una violenta persecución contra la iglesia de Jerusalén. Todos los fieles, a excepción de los apóstoles, se dispersaron por las regiones de Judea y Samaría. Unos hombres piadosos enterraron el cuerpo de Esteban y lloraron sentidamente su muerte. Mientras tanto, Saulo asolaba la Iglesia: irrumpía en las casas, apresaba a hombres y mujeres y los metía en la cárcel. Los discípulos que tuvieron que dispersarse iban de pueblo en pueblo anunciando el mensaje. Felipe, en concreto, llegó a la ciudad de Samaría y les predicaba al Mesías. La gente en masa escuchaba con atención a Felipe, pues habían oído hablar de los milagros que realizaba y ahora los estaban viendo. Hubo muchos casos de espíritus malignos que abandonaron a sus víctimas lanzando alaridos; y numerosos paralíticos y cojos fueron también curados, de manera que la ciudad se llenó de alegría. Desde hacía tiempo, se encontraba en la ciudad un hombre llamado Simón, que practicaba la magia y tenía asombrada a toda la población de Samaría. Se las daba de persona importante y gozaba de una gran audiencia tanto entre los pequeños como entre los mayores. «Ese hombre —decían— es la personificación del poder divino: eso que se llama el Gran Poder». Y lo escuchaban encandilados, porque durante mucho tiempo los había tenido asombrados con su magia. Pero cuando Felipe les anunció el mensaje acerca del reino de Dios y de la persona de Jesucristo, hombres y mujeres abrazaron la fe y se bautizaron. Incluso el propio Simón creyó y, una vez bautizado, ni por un momento se apartaba de Felipe; contemplaba los milagros y los portentosos prodigios que realizaba y no salía de su asombro. Cuando los apóstoles que estaban en Jerusalén se enteraron de que Samaría había acogido favorablemente el mensaje de Dios, enviaron allá a Pedro y a Juan. Llegaron estos y oraron por los samaritanos para que recibieran el Espíritu Santo, pues aún no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre de Jesús, el Señor. Les impusieron, pues, las manos y recibieron el Espíritu Santo. Al ver Simón que cuando los apóstoles imponían las manos se impartía el Espíritu, les ofreció dinero, diciendo: —Concededme también a mí el poder de que, cuando imponga las manos a alguno, reciba el Espíritu Santo. —¡Al infierno tú y tu dinero! —le contestó Pedro—. ¿Cómo has podido imaginar que el don de Dios es un objeto de compraventa? No es posible que recibas ni tengas parte en este don, pues Dios ve que tus intenciones son torcidas. Arrepiéntete del mal que has hecho y pide al Señor que, si es posible, te perdone el haber abrigado tal pensamiento. Veo que la envidia te corroe y la maldad te tiene encadenado. Simón respondió: —Orad por mí al Señor para que nada de lo que habéis dicho me suceda. Una vez que Pedro y Juan cumplieron su misión de testigos y proclamaron el mensaje del Señor, emprendieron el regreso a Jerusalén, anunciando de paso el evangelio en muchas poblaciones samaritanas. Un ángel del Señor dio a Felipe estas instrucciones: —Ponte en camino y dirígete hacia el sur por la ruta que va desde Jerusalén hasta Gaza, la ruta del desierto. Felipe partió sin pérdida de tiempo. A poco divisó a un hombre, que resultó ser un eunuco etíope, alto funcionario de Candace, reina de Etiopía, de cuyo tesoro era administrador general. Había venido en peregrinación a Jerusalén y ahora, ya de regreso, iba sentado en su carro leyendo el libro del profeta Isaías. El Espíritu dijo a Felipe: —Adelántate y acércate a ese carro. Felipe corrió hacia el carro y, al oír que su ocupante leía al profeta Isaías, le preguntó: —¿Entiendes lo que estás leyendo? El etíope respondió: —¿Cómo puedo entenderlo si nadie me lo explica? E invitó a Felipe a subir al carro y sentarse a su lado. El pasaje de la Escritura que estaba leyendo era este: Como oveja fue llevado al sacrificio; y como cordero que no abre la boca ante el esquilador, tampoco él despegó sus labios. Por ser humilde no se le hizo justicia. Nadie hablará de su descendencia, porque fue arrancado del mundo de los vivos. El etíope preguntó a Felipe: —Dime, por favor, ¿de quién habla el profeta, de sí mismo o de otro? Felipe tomó la palabra y, partiendo de este pasaje de la Escritura, le anunció la buena noticia de Jesús. Prosiguieron su camino y, al llegar a un lugar donde había agua, dijo el etíope: —Mira, aquí hay agua. ¿Hay algún impedimento para bautizarme? El etíope mandó parar el carro; bajaron ambos al agua y Felipe lo bautizó. Apenas salieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe, y el etíope no volvió a verlo, pero siguió su camino lleno de alegría. Felipe, a su vez, se encontró en Azoto, circunstancia que aprovechó para anunciar el evangelio en las ciudades por las que fue pasando hasta llegar a Cesarea. Entre tanto, Saulo, que seguía respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se dirigió al sumo sacerdote y le pidió cartas de presentación para las sinagogas de Damasco. Su intención era conducir presos a Jerusalén a cuantos seguidores del nuevo camino del Señor encontrara, tanto hombres como mujeres. Se hallaba en ruta hacia Damasco, a punto ya de llegar, cuando de pronto un resplandor celestial lo deslumbró. Cayó a tierra y oyó una voz que decía: —Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? —¿Quién eres, Señor? —preguntó Saulo. —Soy Jesús, a quien tú persigues —respondió la voz—. Anda, levántate y entra en la ciudad. Allí recibirás instrucciones sobre lo que debes hacer. Sus compañeros de viaje se habían quedado mudos de estupor. Oían la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo y, cuando abrió los ojos, no podía ver. Así que lo llevaron de la mano a Damasco, donde pasó tres días privado de la vista, sin comer y sin beber. Residía en Damasco un discípulo llamado Ananías. En una visión oyó que el Señor lo llamaba: —¡Ananías! —Aquí estoy, Señor —respondió. El Señor le dijo: —Vete rápidamente a casa de Judas, en la calle Recta, y pregunta por un tal Saulo de Tarso. Ahora está orando y acaba de tener una visión en la que un hombre llamado Ananías entra en su casa y le toca los ojos con las manos para que recobre la vista. —Señor —contestó Ananías—, muchas personas me han hablado acerca de ese hombre y del daño que ha causado a tus fieles en Jerusalén. Y aquí mismo tiene plenos poderes de los jefes de los sacerdotes para prender a todos los que te invocan. —Tú, vete —replicó el Señor—, porque he sido yo quien ha elegido a ese hombre como instrumento para que anuncie mi nombre a todas las naciones, a sus gobernantes y al pueblo de Israel. Yo mismo le mostraré lo que habrá de sufrir por mi causa. Ananías partió inmediatamente y, tan pronto como entró en la casa, tocó con sus manos los ojos de Saulo y le dijo: —Hermano Saulo, Jesús, el Señor, el mismo que se te apareció cuando venías por el camino, me ha enviado para que recobres la vista y quedes lleno del Espíritu Santo. De repente cayeron de sus ojos una especie de escamas y recuperó la vista. A continuación fue bautizado, tomó alimento y recobró fuerzas. Saulo se quedó algún tiempo con los discípulos que residían en Damasco, y bien pronto empezó a proclamar en las sinagogas que Jesús era el Hijo de Dios. Todos los que lo oían comentaban llenos de asombro: —¿No es este el que en Jerusalén perseguía con saña a los creyentes? ¿Y no ha venido aquí expresamente para llevarlos presos ante los jefes de los sacerdotes? Pero Saulo se crecía más y más y, con argumentos irrefutables, demostraba a los judíos de Damasco que Jesús era el Mesías. Algún tiempo después, los judíos se propusieron matar a Saulo. Pero alguien lo puso al corriente de tales propósitos y, aunque los judíos vigilaban día y noche las puertas de la ciudad con intención de asesinarlo, los discípulos de Saulo lo descolgaron una noche por la muralla, metido dentro de un cesto. Cuando Saulo llegó a Jerusalén, trató de unirse al grupo de los discípulos; pero todos lo miraban con recelo, pues no acababan de creer que fuera uno de ellos. Entonces, Bernabé lo tomó consigo y lo presentó a los apóstoles. Les contó cómo Saulo había visto al Señor en su viaje hacia Damasco, de qué manera le había hablado el Señor y con qué valentía había hablado en Damasco acerca de Jesús. A partir de entonces, Saulo se movía libremente por Jerusalén en compañía de los apóstoles, y hablaba sin miedo acerca del Señor. Pero pronto entró en polémica con los judíos de lengua griega, que comenzaron a tramar planes para matarlo. Al enterarse, los hermanos lo escoltaron hasta Cesarea y después lo encaminaron a Tarso. La Iglesia gozó de un período de paz en toda Judea, Galilea y Samaría. Fueron días en que, impulsada por el Espíritu Santo y plenamente fiel al Señor, iba consolidándose y extendiéndose cada vez más. Pedro, que recorría incansable todos los lugares, fue también a visitar a los fieles de Lida. Allí encontró a un hombre llamado Eneas, a quien la parálisis tenía postrado en cama desde hacía ocho años. Pedro le dijo: —Eneas, Jesucristo va a curarte; levántate y haz tu cama. Eneas se levantó inmediatamente. Y cuando los habitantes de Lida y de toda la llanura de Sarón lo vieron sano, se convirtieron al Señor. Había en Jope una mujer creyente llamada Tabita, nombre que significa «Gacela». Se dedicaba por entero a hacer buenas obras y a socorrer a los necesitados. Pero uno de aquellos días cayó enferma y murió. Lavaron su cadáver y lo depositaron en la habitación del piso de arriba. Los discípulos de Jope, ciudad próxima a Lida, se enteraron de que Pedro se hallaba en esta última ciudad y enviaron urgentemente dos hombres con este ruego: —Ven a nuestra ciudad sin pérdida de tiempo. Pedro partió con ellos enseguida. Al llegar a Jope le hicieron subir a la habitación donde estaba la difunta. Allí se vio rodeado de viudas que, anegadas en lágrimas, le mostraban los vestidos y mantos que Gacela les hacía cuando estaba con ellas. Pedro hizo salir a todos y, arrodillándose, se puso a orar. Se acercó después al cadáver y dijo: —¡Tabita, levántate! Ella abrió los ojos y, al ver a Pedro, se incorporó en el lecho. Él la tomó de la mano y la ayudó a ponerse en pie; llamó luego a las viudas y a los fieles, y se la presentó con vida. La noticia corrió por toda Jope, y fueron muchos los que creyeron en el Señor. Pedro se quedó una temporada en Jope, en casa de un tal Simón, que era curtidor. Vivía en Cesarea un romano llamado Cornelio, capitán del batallón que llevaba el nombre de «el Itálico». Era hombre religioso y, junto con su familia, rendía culto al Dios verdadero. Ayudaba generosamente con sus limosnas al pueblo necesitado y oraba a Dios continuamente. Un día, sobre las tres de la tarde, tuvo una visión en la que vio claramente a un ángel de Dios que se dirigió a él y le dijo: —¡Cornelio! Atemorizado, miró fijamente al ángel y le preguntó: —¿Qué quieres, Señor? El ángel le contestó: —Dios ha tomado en consideración tus oraciones y tus limosnas. Por tanto, envía enseguida alguien a Jope que haga venir aquí a un tal Simón, a quien se conoce también como Pedro. Actualmente está hospedado en casa de otro Simón, un curtidor que vive junto al mar. Apenas salió el ángel que le había hablado, Cornelio llamó a dos criados y a uno de sus soldados asistentes que era hombre religioso, los puso en antecedentes de todo lo ocurrido y los mandó a Jope. Al día siguiente, mientras los enviados iban aún de camino, ya cerca de la ciudad, Pedro subió a la terraza para orar a eso del mediodía. De pronto, sintió hambre y quiso comer algo. Estaban preparándoselo, cuando cayó en éxtasis y vio que el cielo se abría y que algo así como un enorme lienzo descendía, colgado de sus cuatro puntas, y se posaba sobre la tierra. Había en él toda clase de cuadrúpedos, reptiles y aves. Y oyó una voz que le decía: —¡Anda, Pedro, mata y come! —De ninguna manera, Señor —respondió Pedro—. Jamás he comido nada profano o impuro. La voz se oyó por segunda vez: —Lo que Dios ha purificado, no lo consideres tú profano. Esto se repitió hasta tres veces y, a continuación, aquel objeto fue subido al cielo. Estaba Pedro perplejo preguntándose qué significado tendría la visión, cuando los enviados de Cornelio, tras averiguar dónde estaba la casa de Simón, se presentaron a la puerta y preguntaron en voz alta: —¿Se aloja aquí Simón, al que llaman Pedro? Entonces el Espíritu dijo a Pedro, que seguía preguntándose intrigado por el sentido de la visión: —Ahí abajo hay tres hombres que te buscan. Baja enseguida y acompáñalos. No tengas ningún reparo, porque los he enviado yo. Pedro bajó al encuentro de aquellos hombres y les dijo: —Yo soy el que buscáis. ¿A qué se debe vuestra visita? —Venimos de parte del capitán Cornelio —respondieron—. Es un hombre recto que rinde culto al verdadero Dios y a quien todos los judíos aprecian de veras. Un ángel de Dios le ha indicado que te haga llegar a su casa para oír lo que tengas que decirle. Pedro los invitó a pasar la noche allí y, al día siguiente, se puso en camino con ellos, acompañado por algunos hermanos de Jope. Un día después llegaron a Cesarea, donde Cornelio estaba ya esperándolos junto con sus familiares y amigos íntimos. Cuando llegó Pedro, salió a recibirlo y se postró a sus pies en actitud de adoración. —Ponte de pie —le dijo Pedro mientras lo ayudaba a levantarse—, pues también yo soy simplemente un hombre. Entraron en la casa conversando y Pedro dijo a las numerosas personas que encontró reunidas allí: —Como sabéis, a un judío le está prohibido relacionarse con extranjeros o entrar en sus casas. Pero Dios me ha hecho comprender que a nadie debo considerar profano o impuro. Por eso, no tuve inconveniente en venir cuando me llamasteis. Deseo saber por qué razón me habéis hecho venir. Entonces Cornelio respondió: —Hace cuatro días, a esta misma hora, estaba yo aquí en mi casa ocupado en la oración de la tarde, cuando, de pronto, se presentó ante mí un hombre vestido con una túnica resplandeciente. Me dijo: «Cornelio, Dios ha escuchado tu oración y ha tenido en cuenta tu generosidad con los pobres. Por tanto, envía a alguien a Jope para que haga venir a Simón, a quien se conoce también como Pedro; se hospeda en casa de otro Simón, un curtidor que vive junto al mar». De modo que mandé enseguida a buscarte, y tú te has dignado venir. Aquí, pues, nos tienes a todos, en presencia de Dios, dispuestos a escuchar todo cuanto el Señor te haya encargado decirnos. Pedro tomó entonces la palabra y se expresó en estos términos: —Ahora comprendo verdaderamente que para Dios no existen favoritismos. Toda persona, sea de la nación que sea, si es fiel a Dios y se porta rectamente, goza de su estima. Fue Dios quien dirigió su mensaje a los israelitas y les anunció la buena noticia de la paz por medio de Jesucristo, que es el Señor de todos. Hablo —ya sabéis— de lo acaecido a lo largo y ancho de todo el país judío, comenzando por Galilea, después que Juan proclamó su bautismo. De cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y lo llenó de poder; de cómo Jesús pasó por todas partes haciendo el bien y curando a todos los que padecían oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. Y nosotros somos testigos de todo lo que hizo en territorio judío, especialmente en Jerusalén. Después lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le permitió aparecerse, no a todo el pueblo, sino a nosotros los que fuimos escogidos de antemano por Dios como testigos y tuvimos ocasión de comer y beber con Jesús después de que resucitó de la muerte. Pues bien, Jesús ha sido quien nos ha mandado anunciar su mensaje al pueblo y proclamar que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos. Y los profetas, por su parte, testifican unánimemente que todo el que crea en él alcanzará, por su medio, el perdón de los pecados. Todavía estaba Pedro exponiendo estas razones, cuando el Espíritu Santo descendió sobre todos los que oían el mensaje. Los creyentes judíos que habían llegado con Pedro estaban sorprendidos de que también sobre los no judíos se derramase el don del Espíritu Santo. Los oían, en efecto, hablar en idiomas desconocidos y proclamar la grandeza de Dios. Pedro dijo entonces: —¿Puede negarse el bautismo a estas personas que han recibido, como nosotros, el Espíritu Santo? Seguidamente dispuso que fueran bautizados en el nombre de Jesucristo. Ellos, por su parte, le rogaron que se quedara allí algunos días. Los apóstoles y los fieles de origen judío se enteraron de que los no judíos habían recibido también el mensaje de Dios. Así que, cuando Pedro subió a Jerusalén, les faltó tiempo a los partidarios de la circuncisión para echarle en cara en tono acusador: —¡Has entrado en casa de incircuncisos y hasta has comido con ellos! Pedro comenzó entonces a relatarles detalladamente y desde el principio lo ocurrido. —Estaba yo orando en Jope —les dijo— cuando caí en éxtasis y tuve una visión. Vi algo así como un enorme lienzo que descendía del cielo colgado de sus cuatro puntas y que llegaba hasta mí. Al mirarlo con detenimiento, comprobé que contenía cuadrúpedos, fieras, reptiles y aves. En esto oí una voz que me decía: «¡Anda, Pedro, mata y come!». «¡De ninguna manera, Señor —respondí—, pues jamás entró en mi boca nada profano o impuro!». La voz replicó por segunda vez desde el cielo: «No consideres tú profano lo que Dios ha purificado». Esto ocurrió por tres veces, y después todo volvió al cielo. En ese mismo momento llegaron tres hombres a la casa donde me encontraba. Venían a buscarme desde Cesarea, y el Espíritu me había dicho que los acompañara sin ningún reparo. Mis seis acompañantes, aquí presentes, entraron conmigo en casa de aquel hombre, que nos refirió cómo en su propia casa se le había aparecido un ángel para decirle: «Envía a alguien a Jope y haz venir a Simón, a quien también se conoce como Pedro. Él te hablará de algo que puede ser tu salvación y la de tu familia». Apenas comencé a hablarles, descendió sobre ellos el Espíritu Santo, como lo hizo sobre nosotros al principio. Recordé entonces que el Señor había dicho: «Juan bautizaba con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo». Por consiguiente, si Dios les concedió el mismo don que a nosotros que hemos creído en Jesucristo, el Señor, ¿quién era yo para oponerme a Dios? Estas razones hicieron callar a los oyentes, que alabaron a Dios y comentaron: —¡Así que Dios ha concedido también a los no judíos la oportunidad de convertirse para alcanzar la vida eterna! Los creyentes que se habían dispersado a raíz de la persecución desencadenada en el caso de Esteban, llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, anunciando el mensaje únicamente a los judíos. Pero algunos creyentes de Chipre y Cirene viajaron a Antioquía y anunciaron también a los griegos la buena nueva de Jesús, el Señor. El Señor estaba con ellos, y un buen número de personas abrazaron la fe y se convirtieron al Señor. Cuando esta noticia llegó a oídos de la iglesia de Jerusalén, enviaron a Bernabé a Antioquía. Al llegar este y ver el resultado de la gracia de Dios, se llenó de alegría, y animaba a todos a permanecer en constante fidelidad al Señor. No en vano Bernabé era hombre cabal, de fe acendrada y lleno del Espíritu Santo. Y fueron muchos los que allí se unieron al Señor. Bernabé marchó después a Tarso en busca de Saulo. Cuando lo encontró, lo llevó consigo a Antioquía. Y a lo largo de todo un año trabajaron los dos juntos en aquella iglesia, instruyendo en la fe a un buen número de personas. Fue precisamente en Antioquía donde por primera vez se llamó «cristianos» a los discípulos [de Jesús]. Por aquellos días llegaron a Antioquía unos hermanos de Jerusalén que tenían el don de profecía. Uno de ellos, llamado Agabo, impulsado por el Espíritu, anunció que iba a sobrevenir una gran escasez en el mundo entero (la cual, en efecto, tuvo lugar durante el reinado de Claudio). Decidieron, pues, los fieles, conforme a las posibilidades de cada uno, enviar ayuda para atender a las necesidades de los hermanos residentes en Judea. Y así lo hicieron, y remitieron dicha ayuda a los dirigentes por conducto de Bernabé y Saulo. Por aquellos días, el rey Herodes hizo apresar a algunos miembros de la Iglesia con intención de torturarlos. Ordenó la ejecución de Santiago, el hermano de Juan. Al comprobar la satisfacción que con ello había causado a los judíos, se propuso encarcelar a Pedro en fecha que coincidió con las fiestas de Pascua. Una vez capturado, encomendó su custodia a cuatro piquetes, compuesto cada uno por cuatro soldados, con el propósito de juzgarlo públicamente después de la Pascua. Mientras Pedro permanecía bajo custodia en la cárcel, la Iglesia rogaba fervientemente a Dios por él. La noche anterior al día en que Herodes se proponía someterlo a juicio público, Pedro dormía entre dos soldados, atado con dos cadenas, mientras unos centinelas custodiaban la puerta de la cárcel. De repente apareció un ángel del Señor y un resplandor inundó la celda. El ángel tocó a Pedro en el costado, para despertarlo, y le dijo: —¡Rápido, levántate! Y al instante cayeron las cadenas de sus muñecas. El ángel volvió a hablarle: —Ajústate el cinturón y cálzate. Hecho esto, le dijo: —Ponte la capa y sígueme. Pedro fue tras él, sin saber con certeza si lo del ángel era o no real; a él le parecía todo un sueño. Pasaron el primer puesto de guardia, luego el segundo y, por fin, llegaron a la puerta de hierro que daba a la calle, la cual se abrió sola ante ellos. Ya en el exterior, caminaron un trecho y, sin más, el ángel desapareció de su lado. Pedro entonces volvió en sí y exclamó: —Ahora me doy cuenta de que el Señor ha enviado su ángel para librarme de las garras de Herodes y de la trama organizada contra mí por el pueblo judío. Después de orientarse, se encaminó hacia la casa de María, la madre de Juan, por sobrenombre Marcos, donde había muchas personas reunidas en oración. Llamó a la puerta principal; una joven sirviente llamada Rode se acercó a ver quién era y, al reconocer la voz de Pedro, se puso tan alegre que, en lugar de abrir la puerta, corrió al interior para avisar que Pedro estaba en el zaguán. —¡Estás loca! —le respondieron. Como ella insistía en que era cierto, comentaron: —Debe de ser su ángel. Mientras tanto, Pedro continuaba llamando. Cuando al fin abrieron y vieron que era él, quedaron atónitos. Él les hizo señas de que guardaran silencio y les refirió cómo el Señor le había sacado de la cárcel. Y concluyó diciendo: —Comunicádselo a Santiago y a los otros hermanos. Seguidamente partió hacia otro lugar. No fue pequeña la confusión que hubo al día siguiente entre los soldados respecto al paradero de Pedro. Herodes dio órdenes de buscarlo; y como no hubo manera de dar con él, sometió a interrogatorio a los guardias y mandó ejecutarlos. Después se trasladó de Judea a Cesarea, donde pasó algún tiempo. Herodes estaba sumamente irritado con los habitantes de Tiro y Sidón. No obstante, estos resolvieron, de común acuerdo, entrevistarse con él, para lo cual obtuvieron el apoyo de Blasto, el mayordomo del rey. Buscaban con ello llegar a una solución pacífica, pues su país era abastecido por el de Herodes. En la fecha fijada para la audiencia, Herodes, vestido de sus máximas galas reales, ocupó su lugar en la tribuna y pronunció un discurso ante sus súbditos. La plebe gritó exaltada: —¡No es un hombre sino un dios el que habla! En aquel mismo instante, un ángel del Señor lo hirió de grave enfermedad por haberse arrogado el honor que corresponde a Dios, y murió comido por gusanos. Entre tanto, el mensaje de Dios se divulgaba y penetraba por doquier. En cuanto a Bernabé y a Saulo, cumplida su misión, regresaron de Jerusalén llevando consigo a Juan Marcos. Había en la iglesia de Antioquía varios profetas y maestros; a saber, Bernabé, Simeón, apodado el Negro; Lucio de Cirene, Manaén, hermano de leche del tetrarca Herodes, y Saulo. Un día de ayuno, mientras celebraban el culto al Señor, dijo el Espíritu Santo: —Apartadme a Bernabé y a Saulo para la tarea que les he encomendado. Entonces, después de haber ayunado y haber hecho oración, les impusieron las manos y los despidieron. Investidos de esta misión por el Espíritu Santo, Bernabé y Saulo llegaron a Seleucia, donde se embarcaron rumbo a Chipre. A su llegada a Salamina comenzaron a proclamar el mensaje de Dios en las sinagogas judías. Como colaborador llevaban a Juan. Recorrieron toda la isla hasta Pafos. Allí se encontraron con un mago judío llamado Barjesús, que se hacía pasar por profeta. Pertenecía al séquito de Sergio Paulo, el procónsul, hombre inteligente que había mandado llamar a Bernabé y a Saulo con el deseo de oír el mensaje de Dios. Pronto se les opuso Elimas, el mago (tal es el significado de su nombre), intentando apartar de la fe al procónsul. Por lo cual, Saulo, conocido también por Pablo, lleno del Espíritu Santo, lo miró fijamente y le dijo: —¡Embaucador, embustero redomado, engendro del diablo, enemigo del bien! ¿Hasta cuándo vas a falsear la verdad limpia y llana del Señor? Pues mira, el Señor va a castigarte: te dejará ciego y durante algún tiempo no verás la luz del sol. Dicho y hecho: Elimas quedó sumido en la más completa oscuridad y se movía a tientas buscando una mano que lo guiara. Cuando el procónsul vio lo ocurrido, no dudó en abrazar la fe, profundamente impresionado por lo que se le había enseñado acerca del Señor. Pablo y sus compañeros se dirigieron por mar desde Pafos hasta Perge, ciudad de Panfilia. Pero Juan se separó allí de ellos y regresó a Jerusalén. Desde Perge continuaron su viaje hasta llegar a Antioquía de Pisidia. El sábado entraron en la sinagoga y se sentaron. Después de la lectura de la ley y los profetas, los jefes de la sinagoga los invitaron a intervenir: —Hermanos —les dijeron—, si tenéis algún mensaje que comunicar a los asistentes, podéis hablar ahora. Pablo se levantó y, haciendo con la mano ademán de silencio, comenzó así: —Escuchadme, israelitas, y vosotros los que, sin serlo, rendís culto a Dios. El Dios del pueblo de Israel escogió a nuestros antepasados, engrandeció a este pueblo durante su estancia en Egipto y lo sacó de allí con su gran poder. Los soportó durante cerca de cuarenta años en el desierto, y aniquiló siete naciones en el territorio de Canaán con el fin de entregárselo como herencia a los israelitas. Todo esto duró unos cuatrocientos cincuenta años. Después los guio por medio de caudillos hasta la época del profeta Samuel. Luego solicitaron un rey y Dios les dio a Saúl, hijo de Cis. Era Saúl miembro de la tribu de Benjamín, y reinó durante cuarenta años. Después Dios lo destituyó y les puso como rey a David, acerca del cual manifestó: He encontrado que David, hijo de Jesé, es un hombre de mi agrado, que cumplirá todo cuanto quiero. Y Dios, de acuerdo con su promesa, hizo surgir de su linaje un salvador para Israel, Jesús. Previamente Juan, como precursor, proclamó un bautismo que sirviera como señal de conversión para todo el pueblo israelita. Próximo ya el final de su carrera, decía Juan: «¿Quién pensáis que soy? Por supuesto no el que esperáis, pues ni siquiera soy digno de desatar el calzado a quien viene después de mí». Hermanos, los que sois descendientes de Abrahán y los que, sin serlo, viven entre vosotros rindiendo culto a Dios: ved que a nosotros se nos ha confiado este mensaje de salvación. Los ciudadanos de Jerusalén y sus gobernantes no reconocieron a Jesús y lo condenaron, cumpliendo así los anuncios de los profetas, que todos los sábados se leen en la sinagoga. Y sin hallar en él causa alguna de muerte, lo entregaron a Pilato para que mandara ajusticiarlo. Y cuando llevaron a cabo todo lo que estaba escrito sobre él, lo bajaron del madero y lo depositaron en un sepulcro. Pero Dios lo resucitó de la muerte. Él después se apareció durante un buen número de días a quienes lo habían acompañado desde Galilea a Jerusalén. Ellos son ahora sus testigos ante el pueblo. En cuanto a nosotros, estamos aquí para anunciaros la buena nueva referente a la promesa que Dios hizo a nuestros antepasados, y que ahora ha cumplido en favor de nosotros, sus hijos, resucitando a Jesús, como está escrito en el salmo segundo: Tú eres mi hijo; hoy te he engendrado. Que Dios lo resucitó de la muerte, de modo que jamás pueda ya experimentar la corrupción, está así afirmado en la Escritura: Os cumpliré las firmes promesas que hice a David. Y en otro lugar lo confirma: No permitirás que tu fiel servidor sufra la corrupción. Por lo que respecta a David, después de haber estado al servicio del plan de Dios durante su vida, falleció, se reunió con sus antepasados y experimentó la corrupción. Pero aquel a quien Dios resucitó, no experimentó la corrupción. Y debéis saber, hermanos, que gracias a él se os anuncia hoy el perdón de los pecados. Por la ley de Moisés no teníais posibilidad alguna de ser absueltos de culpa y restablecidos en la amistad con Dios; pero ahora, todo el que cree en él es justificado. Por tal razón, cuidad de que no se cumpla en vosotros aquella predicción profética: ¡Contemplad esto, engreídos, y que el estupor os haga desaparecer! Voy a realizar una obra tal en vuestro tiempo, que no la creeréis cuando os la cuenten. Cuando Pablo y Bernabé salían de la sinagoga, fueron invitados a volver el sábado siguiente para seguir hablando de estos mismos temas. Se disolvió así la reunión; pero muchos judíos y prosélitos practicantes continuaron en compañía de Pablo y Bernabé, que trataban de convencerlos con sus exhortaciones a que permaneciesen fieles al don recibido de Dios. El sábado siguiente se congregó casi toda la ciudad para escuchar el mensaje del Señor. Pero al ver los judíos tal multitud, se llenaron de envidia y trataban de contrarrestar con insultos los razonamientos de Pablo. En vista de ello, Pablo y Bernabé les dijeron sin miramientos: —Era nuestro deber anunciaros primero a vosotros el mensaje de Dios. Pero ya que lo rechazáis y vosotros mismos os descalificáis para la vida eterna, nos dedicaremos de lleno a los no judíos. Así nos lo ha indicado el Señor: Te he puesto como luz de las naciones y como portador de salvación para el mundo entero. Cuando los no judíos oyeron esto, se alegraron sobremanera y no cesaban de alabar el mensaje del Señor. Y todos los que estaban destinados a la vida eterna abrazaron la fe. El mensaje del Señor se extendió por toda aquella región. Pero los judíos excitaron los ánimos de las damas piadosas y distinguidas, así como de los altos personajes de la ciudad, y organizaron una persecución contra Pablo y Bernabé hasta conseguir arrojarlos de su territorio. Estos, a su vez, sacudieron contra ellos el polvo de sus pies en señal de protesta y emprendieron la marcha hacia Iconio, en tanto que los discípulos quedaban muy gozosos y llenos del Espíritu Santo. En Iconio acudieron también a la sinagoga judía y hablaron con tal persuasión, que fueron muy numerosos tanto los judíos como los griegos que se convirtieron. Pero los judíos, reacios a dejarse convencer, soliviantaron a los no judíos, tratando de enemistarlos con los hermanos creyentes. No obstante, Pablo y Bernabé permanecieron allí por algún tiempo hablando resueltamente acerca del Señor, quien confirmaba el mensaje de bendición con las señales milagrosas y los prodigios que realizaba por medio de ellos. Así las cosas, se dividió la población en dos bandos: uno era partidario de los judíos; el otro, de los apóstoles. Pero judíos y no judíos se confabularon, en connivencia con las autoridades, para maltratar y apedrear a Pablo y Bernabé. Estos, al enterarse de lo que tramaban, huyeron a Listra y Derbe, ciudades de Licaonia, y a la región vecina, donde igualmente anunciaron la buena nueva. Había en Listra un tullido, cojo de nacimiento, que nunca había podido valerse de sus pies. Estaba escuchando con atención las palabras de Pablo, cuando este fijó su mirada en él y percibió que tenía bastante fe para ser sanado. Le dijo entonces en voz alta: —¡Levántate y ponte derecho sobre tus pies! Él dio un salto y echó a andar. Cuando la gente vio lo que Pablo había hecho, comenzó a gritar en su idioma licaónico: —¡Los dioses han bajado a nosotros en forma humana! Llamaron Zeus a Bernabé y Hermes a Pablo, por ser el portavoz. En esto, el sacerdote de Zeus, cuyo templo estaba a la entrada de la ciudad, llevó ante las puertas de la ciudad toros adornados con guirnaldas y, en unión de la muchedumbre, quería ofrecerles un sacrificio. Pero al darse cuenta de ello, los apóstoles Bernabé y Pablo rasgaron sus vestidos en señal de desaprobación y corrieron hacia la multitud gritando: —¿Qué vais a hacer? ¡Somos hombres mortales como vosotros! Hemos venido a anunciaros el evangelio para que dejéis esas vanas prácticas y os convirtáis al Dios vivo, que creó el cielo, la tierra, el mar y todo lo que contienen. Él permitió en épocas pasadas que todas las naciones siguieran su propio camino; aunque, en verdad, no sin dejarles muestras palpables de su bondad. Él os ha enviado desde el cielo lluvias abundantes y tiempo favorable a las cosechas, os ha saciado de alimentos y ha colmado de alegría vuestros corazones. Estas palabras les sirvieron, aunque a duras penas, para evitar que la multitud les ofreciera un sacrificio. Llegaron, sin embargo, algunos judíos de Antioquía de Pisidia y de Iconio, que lograron ganarse a la muchedumbre, hasta el punto de que apedrearon a Pablo y lo sacaron fuera de la ciudad, dándolo por muerto. Pero, cuando los discípulos se juntaron en torno a él, se levantó y regresó a la ciudad. Al día siguiente marchó con Bernabé hacia Derbe. Después de haber anunciado la buena nueva en aquella ciudad y de haber hecho muchos discípulos, volvieron a Listra, Iconio y Antioquía de Pisidia, animando de paso a los creyentes y exhortándolos a permanecer firmes en la fe: «Para entrar en el reino de Dios —les advertían— nos es necesario pasar por muchos sufrimientos». Nombraron también dirigentes en cada iglesia y, haciendo oración y ayuno, los encomendaron al Señor, en quien habían depositado su fe. Atravesaron luego Pisidia y llegaron a Panfilia. Anunciaron el mensaje en Perge y bajaron a Atalía. Se embarcaron allí para Antioquía de Siria, donde los habían confiado a la protección de Dios para la misión que acababan de cumplir. A su llegada, reunieron en asamblea a la iglesia e informaron ampliamente de todo lo que Dios había realizado por mediación de ellos y de cómo se había mostrado favorable a que también los no judíos abrazasen la fe. Pablo y Bernabé pasaron allí una buena temporada con los demás discípulos. Por aquel entonces llegaron algunos de Judea que trataban de imponer a los hermanos esta enseñanza: —Si no os circuncidáis conforme a la prescripción de Moisés, no podréis salvaros. Esto originó graves conflictos y discusiones al oponérseles Pablo y Bernabé. Se decidió entonces que Pablo, Bernabé y algunos otros fueran a Jerusalén para consultar con los apóstoles y demás dirigentes acerca de este asunto. Provistos, pues, de lo necesario por la iglesia de Antioquía, atravesaron Fenicia y Samaría, refiriendo cómo también los no judíos se convertían, noticia esta que causó gran alegría a todos los hermanos. Llegados a Jerusalén, fueron recibidos por la iglesia, los apóstoles y demás dirigentes, a quienes comunicaron todo lo que el Señor había hecho por medio de ellos. Pero algunos miembros del partido fariseo que habían abrazado la fe intervinieron para decir: —A los no judíos debe imponerse como obligatoria la circuncisión, así como la observancia de la ley de Moisés. Los apóstoles y los demás dirigentes se reunieron en asamblea para examinar esta cuestión. Después de un largo debate, tomó Pedro la palabra y les dijo: —Sabéis, hermanos, que hace tiempo me escogió Dios entre vosotros para que anuncie también el mensaje de la buena nueva a los no judíos, de modo que puedan abrazar la fe. Y Dios, que conoce el corazón humano, ha mostrado que los acepta al concederles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros. No ha hecho ninguna diferencia entre ellos y nosotros y ha purificado sus corazones por la fe. Así pues, ¿por qué queréis ahora poner a prueba a Dios, imponiendo a los creyentes una carga que ni vuestros antepasados ni nosotros mismos hemos podido soportar? No ha de ser así, pues estamos seguros de que es la gracia de Jesús, el Señor, la que nos salva tanto a nosotros como a ellos. Toda la asamblea guardó silencio y se dispuso a escuchar la narración que Bernabé y Pablo hicieron de los prodigios y milagros que Dios había realizado por su conducto entre los no judíos. Al finalizar su relato, intervino Santiago para decir: —Atendedme, hermanos: Simón ha contado cómo, desde el principio, Dios se ha preocupado de los no judíos, escogiendo entre ellos un pueblo para sí. Esto concuerda con las declaraciones de los profetas, pues la Escritura dice: Después de esto volveré y reconstruiré la derruida casa de David. Reconstruiré sus ruinas y la pondré de nuevo en pie. Buscarán así al Señor los que hayan quedado, junto con las naciones todas que han sido consagradas a mí. Así lo dice el Señor que realiza todas estas cosas, por él conocidas desde tiempo inmemorial. Por esta razón —continuó Santiago—, estimo que no deben imponerse restricciones innecesarias a los que, no siendo judíos, se convierten a Dios. Pero ha de indicárseles por escrito que se abstengan de contaminarse con los ídolos, así como de toda clase de inmoralidad sexual, de alimentarse de sangre y de comer carne de animales ahogados. Porque en esas mismas ciudades hay desde hace ya mucho tiempo quienes leen y proclaman la ley de Moisés en las sinagogas todos los sábados. Entonces los apóstoles y los demás dirigentes, con la aprobación de toda la Iglesia, decidieron escoger algunos de entre ellos y enviarlos a Antioquía junto con Pablo y Bernabé. Eligieron a dos hombres de prestigio entre los hermanos: Judas Barsabás y Silas, a quienes encomendaron entregar esta carta: «Los apóstoles y los demás hermanos dirigentes envían saludos a sus hermanos no judíos de Antioquía, Siria y Cilicia. Hemos tenido conocimiento de que algunos de aquí, sin autorización por nuestra parte, os han inquietado y preocupado con sus enseñanzas. Por tal motivo hemos resuelto por unanimidad escoger unos delegados y enviároslos junto con nuestros queridos Bernabé y Pablo, quienes se han dedicado por entero a la causa de nuestro Señor Jesucristo. Os enviamos, pues, a Judas y a Silas, que os transmitirán de viva voz lo que os decimos en esta carta. Es decisión del Espíritu Santo, y también nuestra, no imponeros otras obligaciones, aparte de estas que juzgamos imprescindibles: abstenerse de lo que haya sido sacrificado a los ídolos, no comer carne de animales ahogados, no alimentarse de sangre, y no cometer ninguna clase de inmoralidad sexual. Haréis bien en prescindir de todo esto. Quedad con Dios». Los delegados se pusieron en camino y llegaron a Antioquía, donde reunieron a la comunidad y entregaron la misiva. La lectura de su contenido proporcionó a todos gran alegría y consuelo. Judas y Silas, que poseían el don de profecía, conversaron largamente con los hermanos con el fin de animarlos y fortalecerlos espiritualmente. Después de pasar con ellos algún tiempo, fueron despedidos con mucho afecto por los hermanos y regresaron al punto de partida. En cuanto a Pablo y Bernabé, permanecieron en Antioquía, enseñando y proclamando, junto con otros muchos, el mensaje del Señor. Pasado algún tiempo, dijo Pablo a Bernabé: —Deberíamos volver a todas las ciudades en las que anunciamos el mensaje del Señor, para visitar a los hermanos y ver cómo marchan. Bernabé quería que Juan Marcos los acompañara. Pablo, sin embargo, opinó que no debían llevar en su compañía a quien los había abandonado en Panfilia renunciando a colaborar con ellos en la tarea apostólica. Esto provocó entre ambos tan fuerte discusión, que llegaron a separarse. Bernabé tomó consigo a Marcos y se embarcó para Chipre. Pablo, por su parte, escogió como compañero a Silas y, una vez que los hermanos le encomendaron a la protección del Señor, emprendió la marcha. Inició su recorrido por Siria y Cilicia, donde confirmó en la fe a las iglesias. Llegó luego a Derbe y a Listra. En esta ciudad conoció a un creyente llamado Timoteo. Su padre era griego y su madre una judía convertida al cristianismo. Los hermanos de Listra y de Iconio tenían un buen concepto de él, y Pablo quiso tenerle como compañero de viaje; así que, en consideración a los judíos que habitaban en aquella región, lo circuncidó, pues todos sabían que su padre era griego. Al recorrer las distintas ciudades, comunicaban a los creyentes las decisiones tomadas por los apóstoles y demás dirigentes en Jerusalén, y les recomendaban que las acatasen. Con el paso de los días, las iglesias se fortalecían en la fe y aumentaban en número. El Espíritu Santo les impidió anunciar el mensaje en la provincia de Asia, por lo cual atravesaron las regiones de Frigia y Galacia. Al llegar a la frontera de Misia, tuvieron intención de entrar en Bitinia, pero el Espíritu de Jesús no se lo permitió. Dejaron entonces a un lado Misia y descendieron hasta Troas. Aquella noche tuvo Pablo una visión: de pie ante él había un macedonio, que le suplicaba: —¡Ven a Macedonia y ayúdanos! No bien tuvo esta visión, hicimos los preparativos para marchar a Macedonia, pues estábamos convencidos de que Dios nos llamaba para anunciar allí la buena nueva. Tomamos el barco en Troas y navegamos hasta Samotracia. Al día siguiente zarpamos para Neápolis, y de allí nos dirigimos a Filipos, colonia romana, y ciudad de primer orden en el distrito de Macedonia. Nos detuvimos unos días en Filipos, y el sábado salimos de la ciudad y nos encaminamos a la orilla del río donde teníamos entendido que se reunían los judíos para orar. Allí tomamos asiento y entablamos conversación con algunas mujeres que habían acudido. Una de ellas, llamada Lidia, procedía de Tiatira y se dedicaba al negocio de la púrpura; era, además, una mujer que rendía culto al verdadero Dios. Mientras se hallaba escuchando, el Señor tocó su corazón para que aceptara las explicaciones de Pablo. Se bautizó, pues, con toda su familia, y nos hizo esta invitación: —Si consideráis sincera mi fe en el Señor, os ruego que vengáis a alojaros en mi casa. Su insistencia nos obligó a aceptar. Un día, cuando nos dirigíamos al lugar de oración, nos salió al encuentro una joven esclava poseída por un espíritu de adivinación. Las predicciones que hacía reportaban cuantiosas ganancias a sus amos. La joven comenzó a seguirnos, a Pablo y a nosotros, gritando: —¡Estos hombres sirven al Dios Altísimo y os anuncian el camino de salvación! Hizo esto durante muchos días, hasta que Pablo, ya harto, se enfrentó con el espíritu y le dijo: —¡En nombre de Jesucristo, te ordeno que salgas de ella! Decir esto y abandonarla el espíritu, fue todo uno. Pero al ver los amos de la joven que sus esperanzas de lucro se habían esfumado, echaron mano a Pablo y a Silas y los arrastraron hasta la plaza pública, ante las autoridades. Allí, ante los magistrados, presentaron esta acusación: —Estos hombres han traído el desorden a nuestra ciudad. Son judíos y están introduciendo costumbres que, como romanos que somos, no podemos aceptar ni practicar. El populacho se amotinó contra ellos, y los magistrados ordenaron que los desnudaran y los azotaran. Después de azotarlos con ganas, los metieron en la cárcel y encomendaron al carcelero que los mantuviera bajo estricta vigilancia. Ante tal orden, el carcelero los metió en la celda más profunda de la prisión y les sujetó los pies en el cepo. Hacia la media noche, Pablo y Silas estaban orando y cantando alabanzas a Dios, mientras los otros presos escuchaban. Repentinamente, un violento temblor de tierra sacudió los cimientos de la prisión. Se abrieron de golpe todas las puertas y se soltaron las cadenas de todos los presos. El carcelero se despertó y, al ver las puertas de la prisión abiertas de par en par, desenvainó su espada con intención de suicidarse, pues daba por supuesto que los presos se habían fugado. Pablo, entonces, le dijo a voz en grito: —¡No te hagas ningún daño, que estamos todos aquí! El carcelero pidió una luz, corrió hacia el interior y, temblando de miedo, se echó a los pies de Pablo y Silas. Los llevó luego al exterior y les preguntó: —Señores, ¿qué debo hacer para salvarme? Le respondieron: —Cree en Jesús, el Señor, y tú y tu familia alcanzaréis la salvación. Luego les explicaron a él y a todos sus familiares el mensaje del Señor. El carcelero, por su parte, a pesar de lo avanzado de la noche, les lavó las heridas y a continuación se hizo bautizar con todos los suyos. Los introdujo seguidamente en su casa y les sirvió de comer. Y junto con toda su familia, celebró con gran alegría el haber creído en Dios. Al llegar la mañana, los magistrados enviaron a los guardias con estas instrucciones para el carcelero: «Deja en libertad a esos hombres». El carcelero fue sin demora a comunicar a Pablo: —Los magistrados han ordenado que se os ponga en libertad. Así que podéis salir y marchar en paz. Pero Pablo dijo a los guardias: —Ellos nos han hecho azotar en público sin juicio previo, y eso que somos ciudadanos romanos. Después nos han metido en la cárcel. ¿Y ahora pretenden que salgamos a hurtadillas? ¡Ni mucho menos! ¡Que vengan ellos a sacarnos! Los guardias transmitieron estas palabras a los magistrados, quienes, alarmados al saber que se trataba de ciudadanos romanos, vinieron a presentarles sus excusas. Enseguida los condujeron fuera y les suplicaron que abandonaran la ciudad. Una vez que salieron de la cárcel, se encaminaron a casa de Lidia. Y después de entrevistarse con los hermanos y confortarlos en la fe, partieron de allí. Pasaron por Anfípolis y Apolonia y llegaron a Tesalónica, donde había una sinagoga judía. Siguiendo su costumbre, Pablo asistió a sus reuniones, y durante tres sábados consecutivos departió con ellos, explicándoles y demostrándoles, con base en las Escrituras, que el Mesías había de padecer y resucitar de entre los muertos. Y añadía: —El Mesías no es otro que Jesús, a quien yo os anuncio. Algunos judíos se convencieron y se unieron a Pablo y a Silas, y lo mismo hicieron muchos griegos que rendían culto al verdadero Dios, junto con numerosas damas distinguidas. Pero los judíos, movidos por la envidia, reclutaron unos cuantos maleantes callejeros que alborotaron a la población y provocaron un tumulto en la ciudad. Se aglomeraron ante la casa de Jasón con el propósito de conducir a Pablo y a Silas ante la asamblea popular. Como no los encontraron, llevaron a rastras a Jasón y a algunos otros hermanos ante los magistrados, diciendo a gritos: —¡Esos individuos que han revolucionado el mundo entero, también se han presentado aquí! ¡Jasón los ha hospedado en su casa y no hacen más que desafiar las leyes del emperador y afirman que hay otro rey, Jesús! Estas palabras alarmaron a la gente y a los magistrados; así que exigieron a Jasón y a los demás que depositasen una fianza para dejarlos en libertad. Al caer la noche, sin más dilación, los hermanos encaminaron a Pablo y a Silas hacia Berea. Llegados allí, no tardaron en acudir a la sinagoga judía. En Berea, los judíos eran de mentalidad más abierta que los de Tesalónica, y recibieron el mensaje con gran interés, estudiando asiduamente las Escrituras para comprobar si las cosas eran realmente así. Muchos de ellos creyeron, e incluso entre los no judíos hubo un gran número de señoras distinguidas y de hombres que abrazaron la fe. Pero cuando los judíos de Tesalónica se enteraron de que Pablo estaba anunciando el mensaje de Dios en Berea, fueron allá para incitar y alborotar a la plebe. Así que, sin pérdida de tiempo, los hermanos condujeron a Pablo hasta la costa; Silas y Timoteo se quedaron en Berea. Los que acompañaban a Pablo lo escoltaron hasta Atenas y regresaron con el encargo de que Silas y Timoteo se reuniesen cuanto antes con él. Mientras esperaba en Atenas a Silas y a Timoteo, Pablo se sentía exasperado al ver la ciudad sumida en la idolatría. Conversaba en la sinagoga con los judíos y con los que, sin serlo, rendían culto al Dios verdadero; y lo mismo hacía diariamente en la plaza mayor con los transeúntes. También entraron en contacto con él algunos filósofos epicúreos y estoicos. Unos preguntaban: —¿Qué podrá decir este charlatán? Otros, basándose en que anunciaba la buena nueva de Jesús y de la resurrección, comentaban: —Parece ser un propagandista de dioses extranjeros. Así que, sin más miramientos, lo llevaron al Areópago y le preguntaron: —¿Puede saberse qué nueva doctrina es esta que enseñas? Pues nos estás llenando los oídos con extrañas ideas y queremos saber qué significa todo esto. (Téngase en cuenta que todos los atenienses, y también los residentes extranjeros, no se ocupaban más que de charlar sobre las últimas novedades). Pablo, erguido en el centro del Areópago, tomó la palabra y se expresó así: —Atenienses: resulta a todas luces evidente que sois muy religiosos. Lo prueba el hecho de que, mientras deambulaba por la ciudad contemplando vuestros monumentos sagrados, he encontrado un altar con esta inscripción: «Al dios desconocido». Pues al que vosotros adoráis sin conocerlo, a ese os vengo a anunciar. Es el Dios que ha creado el universo y todo lo que en él existe; siendo como es el Señor de cielos y tierra, no habita en templos construidos por hombres ni tiene necesidad de ser honrado por humanos, pues es él quien imparte a todos vida, aliento y todo lo demás. Él ha hecho que, a partir de uno solo, las más diversas razas humanas pueblen la superficie entera de la tierra, determinando las épocas concretas y los lugares exactos en que debían habitar. Y esto para ver si, aunque fuese a tientas, pudieran encontrar a Dios, que realmente no está muy lejos de cada uno de nosotros. En él, efectivamente, vivimos, nos movemos y existimos. Como bien dijeron algunos de vuestros poetas: «Estirpe suya somos». Siendo, pues, estirpe de Dios, no debemos suponer que la divinidad tenga algún parecido con esas imágenes de oro, plata o mármol, que son labradas por el arte y la inspiración humana. Y aunque es verdad que Dios no ha tomado en cuenta los tiempos en que reinaba la ignorancia, ahora dirige un aviso a todos los humanos, dondequiera que estén, para que se conviertan. Y ya tiene fijado el día en que ha de juzgar con toda justicia al mundo; a tal fin ha designado a un hombre, a quien ha dado su aprobación delante de todos al resucitarlo de la muerte. Cuando oyeron hablar de resurrección de muertos, unos lo tomaron a burla. Y otros dijeron: —¡Ya nos hablarás de ese tema en otra ocasión! Así que Pablo abandonó la reunión. Sin embargo, hubo quienes se unieron a él y abrazaron la fe; entre ellos, Dionisio, que era miembro del Areópago; una mujer llamada Dámaris y algunos otros. A raíz de esto, Pablo partió de Atenas y se dirigió a Corinto. Encontró allí a un judío llamado Aquila, natural del Ponto, y a su esposa Priscila. Habían llegado de Italia cuando el emperador Claudio ordenó salir de Roma a todos los judíos. Pablo entró en contacto con ellos y, como era de su mismo oficio, se alojó en su casa, y trabajaron asociados. Su oficio era fabricar tiendas de campaña. Todos los sábados, intervenía Pablo en la sinagoga e intentaba convencer tanto a judíos como a no judíos. Al llegar Silas y Timoteo de Macedonia, Pablo se dedicó totalmente al anuncio del mensaje, dando testimonio ante los judíos de que no había más Mesías que Jesús. Pero como los judíos no dejaban de llevarle la contraria y de insultarlo, sacudió su capa ante ellos en señal de protesta y les advirtió: —Vosotros sois los responsables de cuanto os suceda. Mi conciencia está limpia de culpa; a partir de ahora, me dedicaré a los no judíos. Dicho esto, se retiró de allí y entró en casa de uno de los que, sin ser judíos, rendían culto al verdadero Dios, un tal Ticio Justo, que vivía junto a la sinagoga. Por entonces, Crispo, el jefe de la sinagoga, creyó en el Señor junto con toda su familia. También creyeron y se bautizaron muchos corintios que escucharon el mensaje. Cierta noche, dijo el Señor a Pablo en una visión: —No tengas ningún temor. Sigue anunciando la buena nueva sin que nada te haga callar. Yo estoy contigo, y nadie te atacará ni te causará daño; además, hay muchos en esta ciudad que están destinados a formar parte de mi pueblo. Así que Pablo se quedó allí un año y medio exponiéndoles el mensaje de Dios. Pero siendo Galión procónsul de Acaya, los judíos la emprendieron juntos contra Pablo y lo condujeron ante los tribunales con esta acusación: —Este individuo induce a la gente a rendir a Dios un culto que va contra la ley. Pablo iba a intervenir, cuando Galión respondió a los judíos: —Si se tratara de un crimen o de un delito grave, os prestaría la atención que requiriera el caso. Pero si todo es cuestión de palabras y de discusiones sobre particularidades de vuestra ley, solucionadlo vosotros mismos. Yo no quiero ser juez de tales asuntos. Y, sin más, los echó del tribunal. Agarraron entonces entre todos a Sóstenes, el jefe de la sinagoga, y le dieron de palos ante el mismísimo tribunal. Pero Galión permaneció imperturbable, sin hacer ningún caso. Pablo se quedó todavía en Corinto durante bastante tiempo. Después se despidió de los hermanos y se embarcó para Siria junto con Priscila y Aquila. En Cencreas se había rapado la cabeza para cumplir una promesa que había hecho. Al llegar a Éfeso, Pablo se separó de sus acompañantes, entró en la sinagoga y estuvo discutiendo con los judíos. Le rogaron estos que se quedara por más tiempo, pero él se negó, aunque les dijo al despedirse: —Si Dios quiere, volveré a visitaros. Zarpó, pues, de Éfeso, hizo escala en Cesarea para acercarse a saludar a la iglesia y prosiguió luego su viaje hasta Antioquía. Al cabo de una temporada en Antioquía, se puso otra vez en camino, y recorrió sucesivamente las regiones de Galacia y Frigia, confortando en la fe a todos los discípulos. Llegó por entonces a Éfeso un judío llamado Apolo, natural de Alejandría, hombre elocuente y muy versado en las Escrituras. Había sido iniciado en el camino del Señor y, lleno de entusiasmo, hablaba y enseñaba con esmero los temas concernientes a Jesús, aunque no conocía más bautismo que el de Juan. Comenzó, pues, a enseñar con decisión en la sinagoga; pero cuando lo escucharon Priscila y Aquila, lo tomaron consigo y le expusieron con mayor exactitud todo lo referente al camino de Dios. Al manifestar él su deseo de ir a Acaya, los hermanos apoyaron tal decisión y escribieron a los discípulos de aquella provincia para que lo acogieran con cariño. Una vez allí, fue de gran ayuda para quienes por gracia de Dios eran ya creyentes; con sólidos argumentos refutaba en público a los judíos demostrándoles, con las Escrituras en la mano, que Jesús era el Mesías. Durante la estancia de Apolo en Corinto, Pablo estuvo recorriendo las regiones interiores de Asia Menor. Cuando finalmente llegó a Éfeso, encontró allí a un grupo de discípulos a quienes preguntó: —¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando abrazasteis la fe? —Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo —le respondieron. —Entonces, ¿qué bautismo habéis recibido? —preguntó Pablo. —El bautismo de Juan —contestaron. Pablo les explicó: —Juan bautizaba como señal de conversión, e invitaba a la gente a creer en el que había de venir después de él, es decir, en Jesús. Al oír esto, se bautizaron en el nombre de Jesús, el Señor. Acto seguido, cuando Pablo les impuso las manos, descendió el Espíritu Santo sobre ellos y comenzaron a expresarse en un lenguaje misterioso y a hablar en nombre de Dios. En total eran unas doce personas. Durante tres meses estuvo Pablo asistiendo a la sinagoga, donde hablaba sobre el reino de Dios con firme convicción y con argumentos persuasivos. Pero como algunos se obstinaban en no creer y, además, trataban de desprestigiar ante la asamblea el nuevo camino del Señor, Pablo decidió apartarse de ellos y formar un grupo aparte con los discípulos, a quienes instruía a diario en un aula de la escuela de Tirano. Esta situación se prolongó por dos años, de modo que todos los habitantes de la provincia de Asia, tanto judíos como no judíos, tuvieron ocasión de escuchar el mensaje del Señor. Dios realizaba extraordinarios milagros por medio de Pablo, hasta el punto de que el simple contacto con los pañuelos y otras prendas usadas por Pablo bastaba para curar a los enfermos o expulsar a los espíritus malignos. Había allí entonces unos exorcistas itinerantes judíos que también se servían del nombre de Jesús, el Señor, en sus exorcismos sobre los poseídos de espíritus malignos. La fórmula que utilizaban era esta: «¡Os conjuro por Jesús, a quien Pablo anuncia!». Los que así actuaban eran siete hijos de un judío llamado Esceva, jefe de los sacerdotes. Pero el espíritu maligno les respondió: —Conozco a Jesús y sé quién es Pablo. Pero ¿quiénes sois vosotros? De pronto, el poseso se abalanzó sobre ellos y, dominándolos a todos, los maltrató con tal violencia que tuvieron que huir de aquella casa desnudos y maltrechos. Esto se supo en todos los barrios de Éfeso, tanto por parte de judíos como de no judíos, con lo que el temor se apoderó de todos, aumentando sobremanera el prestigio de Jesús, el Señor. Muchos de los nuevos creyentes no dudaron en reconocer públicamente sus anteriores prácticas supersticiosas. Y un buen número de personas que se habían dedicado a la magia recogieron sus libros y los quemaron a la vista de todos. Un cálculo aproximado del valor de aquellos libros arrojó la cifra de cincuenta mil monedas de plata. Tal era la fuerza arrolladora con que se extendía e imponía el mensaje del Señor. Así las cosas, se propuso Pablo visitar Macedonia y Acaya, para continuar luego hasta Jerusalén. Se decía a sí mismo: «Después que llegue allí, tendré también que visitar Roma». Envió, por tanto, a Macedonia a dos de sus ayudantes, Timoteo y Erasto, mientras él se quedó algún tiempo más en la provincia de Asia. Por aquellas fechas se originó un serio motín popular a causa del nuevo camino del Señor. Cierto orfebre llamado Demetrio fabricaba reproducciones en plata del templo de Artemisa, con lo cual facilitaba cuantiosas ganancias a los artesanos. Reunió el tal Demetrio a estos y a los demás obreros del ramo y les dijo: —Compañeros, ya sabéis que nuestro bienestar depende de nuestro oficio. Y seguro que habréis visto y oído cómo ese individuo, Pablo, ha logrado convencer a multitud de gente, no solo en Éfeso, sino en casi toda la provincia de Asia, que no pueden ser dioses los que fabricamos con nuestras manos. Esto no solamente trae consigo el riesgo de desacreditar nuestra profesión, sino de que se pierda el respeto al templo de nuestra gran diosa Artemisa y cese el culto que actualmente se rinde a su divina grandeza en toda la provincia de Asia y en el mundo entero. Al oír estas palabras, enardecidos de furia, comenzaron a gritar: —¡Viva la Artemisa de Éfeso! La agitación conmovió a la ciudad entera, que se precipitó en masa hacia el teatro, arrastrando consigo a Gayo y a Aristarco, los dos macedonios compañeros de Pablo. Este quiso presentarse ante la muchedumbre amotinada, pero se lo impidieron los discípulos. Incluso algunos amigos suyos, que ostentaban altos cargos en la provincia de Asia, le enviaron aviso para disuadirlo de que hiciera acto de presencia en el teatro. Mientras tanto, el desconcierto reinaba entre la multitud. Unos gritaban una cosa; otros, otra. Pero la mayor parte ignoraba para qué se había congregado. Algunos de los presentes animaron a un tal Alejandro para que hablara en nombre de los judíos. Alejandro pidió silencio haciendo señas con la mano de que deseaba hablar al pueblo. Pero al advertir que era judío, todos a una se pusieron a gritar: —¡Viva la Artemisa de Éfeso! Y así estuvieron gritando durante casi dos horas. El secretario de la ciudad consiguió calmar a la muchedumbre y se expresó así: —Efesios, nadie desconoce que a la ciudad de Éfeso le ha sido encomendada la custodia del templo de la gran Artemisa y de su imagen venida del cielo. Como esto es innegable, conviene que os apacigüéis antes de cometer cualquier barbaridad. Estos hombres que habéis traído, ni son sacrílegos ni han insultado a nuestra diosa. Por tal razón, si Demetrio y sus artesanos creen tener motivo para querellarse contra alguien, para eso están los tribunales y los procónsules. Que cada uno presente allí sus respectivas demandas. Y si tenéis alguna otra demanda que presentar, también debe ser tramitada por curso legal en la asamblea. A decir verdad, corremos el riesgo de ser acusados de sedición por lo que hoy ha sucedido, pues no existe motivo razonable para explicar este tumulto. Y dicho esto, disolvió la reunión. Cuando se aplacó el alboroto, Pablo mandó llamar a los discípulos para infundirles ánimo. Después se despidió de ellos y partió para Macedonia. Recorrió aquella región, confortando a los fieles con abundantes exhortaciones, y finalmente llegó a Grecia, donde pasó tres meses. Cuando estaba a punto de embarcar para Siria, supo que los judíos habían organizado un complot contra él; así que decidió regresar por Macedonia. Lo acompañaban Sópater, hijo de Pirro y natural de Berea; los tesalonicenses Aristarco y Segundo, Gayo de Derbe y Timoteo; y también Tíquico y Trófimo, oriundos de la provincia de Asia. Estos se nos adelantaron y nos esperaron en Troas. Nosotros, después de la fiesta de la Pascua, tomamos el barco en Filipos, y a los cinco días nos unimos a ellos en Troas, donde pasamos una semana. El primer día de la semana nos reunimos para partir el pan. Pablo se puso a hablarles y, como tenía que marcharse al día siguiente, se extendió en su charla hasta la medianoche. Multitud de lámparas alumbraban la habitación en que nos hallábamos congregados en la parte superior de la casa. Sentado en el antepecho de la ventana estaba un joven llamado Eutiquio, quien, como se alargaba la plática de Pablo, comenzó a dormirse. Vencido ya completamente por el sueño, cayó desde el tercer piso abajo. Cuando lo recogieron, estaba muerto. Pablo bajó rápidamente y se tendió sobre él. Lo tomó luego en sus brazos y les dijo: —¡No os preocupéis, está vivo! Subió otra vez y continuó con el partimiento del pan; y, una vez que hubo comido, prolongó su charla hasta el amanecer. Concluido todo, se marchó. En cuanto al muchacho, lo llevaron vivo, y todos se sintieron muy consolados. Como Pablo había decidido hacer el viaje por tierra, nosotros zarpamos con tiempo suficiente rumbo a Asón con el fin de recogerlo allí. Cuando se nos unió en Asón, subió a bordo con nosotros y navegamos hasta Mitilene. Zarpamos de allí y al día siguiente pasamos a la altura de Quío y llegamos a Samos un día después. Navegamos un día más y arribamos a Mileto. Pablo no quiso hacer escala en Éfeso para evitar demorarse en la provincia de Asia, pues le urgía estar en Jerusalén, a ser posible, el día de Pentecostés. No obstante, desde Mileto Pablo mandó llamar a los dirigentes de la iglesia de Éfeso. Cuando estuvieron a su lado, les dijo: —Conocéis perfectamente la conducta que he observado entre vosotros desde el primer día de mi llegada a la provincia de Asia. He servido al Señor con toda humildad, en medio de las angustias y pruebas que me sobrevinieron a causa de las maquinaciones de los judíos. Nada he callado que pudiera seros de utilidad, y no he dejado de anunciaros el mensaje y de enseñaros en público y en privado. He instado a judíos y no judíos a convertirse a Dios y a creer en Jesús, nuestro Señor. Ahora, como veis, me dirijo a Jerusalén impelido por el Espíritu, sin saber a ciencia cierta lo que allí me acontecerá. Eso sí, el Espíritu Santo me asegura que no hay ciudad en la que no me esperen prisiones y sufrimientos. Por lo que a mi vida respecta, en nada la aprecio. Solo aspiro a terminar mi carrera y a culminar la tarea que me encomendó Jesús, el Señor: proclamar la buena noticia de que Dios nos ha dispensado su favor. Ahora sé que ninguno de vosotros, entre quienes pasé anunciando el reino de Dios, volverá a verme más. Por eso, quiero hoy declarar ante vosotros que tengo la conciencia limpia en relación con lo que os pueda suceder. Nada he callado de cuanto debía anunciaros sobre el plan de Dios. Cuidad de vosotros mismos y de todo el rebaño sobre el que os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes. Pastoread la Iglesia que el Señor adquirió con el sacrificio de su propia vida. Sé que después de mi partida se introducirán entre vosotros lobos feroces que no tendrán compasión del rebaño. De entre vuestras mismas filas surgirán individuos que propagarán falsas doctrinas y arrastrarán a los discípulos tras sí. Vigilad, por tanto, y recordad que durante tres años no cesé de aconsejar día y noche, incluso con lágrimas, a cada uno de vosotros. Ahora os encomiendo a Dios y a su mensaje de amor; un mensaje que tiene fuerza para que todos los consagrados a Dios crezcan en la fe y alcancen la herencia prometida. No he apetecido ni dinero ni vestidos de nadie. Bien sabéis que, trabajando con mis propias manos, he ganado mi sustento y el de mis compañeros. Os he demostrado así en todo momento que es preciso trabajar para socorrer a los necesitados, teniendo presente aquella máxima de Jesús, el Señor: «Más dicha trae el dar que el recibir». Cuando Pablo terminó de hablar, se puso de rodillas, junto con todos los demás, y oró. Todos lloraban desconsoladamente y abrazaban y besaban a Pablo. El pensar que, según había dicho, no volverían a verlo, les partía el corazón. Seguidamente, lo acompañaron hasta el barco. Después de separarnos de los hermanos, nos embarcamos y, sin torcer el rumbo, llegamos a Cos. Al día siguiente tocamos Rodas, y de allí fuimos a Patara, donde encontramos un barco que partía para Fenicia. Tomamos pasaje en él y zarpamos. Nos aproximamos luego a Chipre, que dejamos a babor, para continuar rumbo a Siria. Poco después arribamos a Tiro, donde la nave debía descargar sus mercancías. Allí encontramos algunos discípulos y nos quedamos durante una semana en su compañía. Impulsados por el Espíritu Santo, los hermanos de Tiro aconsejaban a Pablo que desistiera de su viaje a Jerusalén. Pero pasados aquellos días, nos dispusimos a seguir nuestra ruta. Todos ellos, con sus mujeres y sus hijos, nos acompañaron hasta las afueras de la ciudad. Allí, puestos de rodillas en la playa, oramos. Tras intercambiar saludos de despedida, subimos a bordo de la nave, y ellos regresaron a sus casas. De Tiro nos dirigimos a Tolemaida, donde pusimos fin a nuestra travesía. Saludamos allí a los hermanos y pasamos un día con ellos. Marchamos al día siguiente a Cesarea y fuimos a ver a Felipe, el evangelista, que era uno de los siete, y nos hospedamos en su casa. Tenía Felipe cuatro hijas solteras que poseían el don de profecía. Llevábamos ya varios días en Cesarea, cuando llegó de Judea un profeta llamado Agabo. Vino a vernos, tomó el cinturón de Pablo, se ató con él los pies y las manos y dijo: —Esto dice el Espíritu Santo: «Así atarán los judíos en Jerusalén al dueño de este cinturón. Después lo entregarán en manos de extranjeros». Al oír esto, tanto los creyentes de la localidad como nosotros rogamos a Pablo que no fuera a Jerusalén. Pero él respondió: —¿Por qué me desanimáis con vuestro llanto? Estoy dispuesto no solo a dejarme encadenar, sino a morir en Jerusalén por la causa de Jesús, el Señor. Y, como no había manera de disuadirlo, dejamos de insistir, diciendo resignados: —¡Que se haga la voluntad del Señor! Unos días más tarde, preparamos nuestro equipaje y nos dirigimos a Jerusalén. Nos acompañaron algunos discípulos de Cesarea, quienes nos prepararon alojamiento en casa de Mnasón, un antiguo creyente chipriota. Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con alegría. Al día siguiente fuimos con Pablo a visitar a Santiago. Asistieron a la reunión todos los dirigentes. Pablo los saludó y a continuación les refirió detalladamente todo lo que Dios había llevado a cabo entre los no judíos por su ministerio. Ellos alabaron a Dios al oír esto, pero al mismo tiempo dijeron a Pablo: —Como ves, hermano, millares de judíos son ahora creyentes. Y todos siguen siendo fieles observantes de la ley. Por otra parte, les han informado que tú induces a todos los judíos residentes en el extranjero a abandonar la ley de Moisés y que les aconsejas que no circunciden a sus hijos ni observen nuestras tradiciones. ¿Qué hacer en tal situación? Porque, sin duda, se enterarán de que has llegado. Lo mejor es que sigas este consejo que te damos. Están con nosotros cuatro hombres obligados aún a cumplir una promesa. Llévalos contigo, participa con ellos en el ritual de la purificación y paga lo que les cueste raparse la cabeza. Todos sabrán así que los rumores que circulan acerca de ti carecen de fundamento, y que tú mismo observas y cumples fielmente la ley. En lo concerniente a los no judíos que han abrazado la fe, en su día les comunicamos por escrito nuestra decisión, a saber, que se abstengan de comer carne ofrecida a los ídolos o procedente de animales ahogados, y que se abstengan también de alimentarse de sangre y de cometer cualquier clase de inmoralidad sexual. Tomó, pues, Pablo consigo a aquellos hombres, y al siguiente día inició con ellos la ceremonia de la purificación. Después entró en el Templo para fijar la fecha en que, una vez terminado el período de la purificación, debía ofrecerse un sacrificio por cada uno de ellos. A punto de cumplirse los siete días, unos judíos de la provincia de Asia vieron a Pablo en el Templo y, amotinando a la gente, se abalanzaron sobre él mientras gritaban: —¡Israelitas, ayudadnos! ¡Este es el individuo que va por todas partes difamando nuestra nación, nuestra ley y este sagrado recinto! Por si fuera poco, ha introducido extranjeros en el Templo, profanando así este santo lugar. Es que habían visto antes a Pablo andar por la ciudad en compañía de Trófimo, de Éfeso, y suponían que también lo había llevado al Templo. La ciudad entera se alborotó; y la gente acudió en masa. Agarraron a Pablo, lo sacaron fuera del Templo y cerraron sus puertas inmediatamente. Estaban dispuestos a matarlo, cuando llegó al comandante de la guarnición la noticia de que toda Jerusalén estaba alborotada. Al momento movilizó un grupo de soldados y oficiales y corrió a cargar contra los agitadores. A la vista del comandante y sus soldados, la gente dejó de golpear a Pablo. Se adelantó luego el comandante, arrestó a Pablo y dio orden de atarlo con dos cadenas. Preguntó después quién era y qué había hecho. Pero entre aquella masa, unos gritaban una cosa, y otros, otra. Así que, al no poder el comandante conseguir algún dato cierto en medio de aquel tumulto, ordenó conducir a Pablo a la fortaleza. Cuando llegaron a la escalinata, la multitud estaba tan enardecida, que los soldados tuvieron que llevar en volandas a Pablo; detrás, el pueblo en masa vociferaba sin cesar: —¡Mátalo! Estaban ya a punto de introducirlo en el interior de la fortaleza, cuando Pablo dijo al comandante: —¿Puedo hablar un momento contigo? —¿Sabes hablar griego? —le dijo extrañado el comandante—. Entonces, ¿no eres tú el egipcio que hace unos días provocó una revuelta y se fue al desierto con cuatro mil guerrilleros? —Yo soy judío —respondió Pablo—, natural de Tarso de Cilicia, una ciudad importante. Te ruego que me permitas hablar al pueblo. Concedido el permiso, Pablo se situó en lo alto de la escalinata e hizo con la mano un ademán para conseguir la atención del pueblo. Se hizo un profundo silencio y Pablo comenzó a hablar en arameo: —Hermanos israelitas y dirigentes de nuestra nación, escuchad lo que ahora voy a alegar ante vosotros en mi defensa. Al oír que se expresaba en arameo, prestaron más atención. —Soy judío —afirmó Pablo—; nací en Tarso de Cilicia, pero me he educado en esta ciudad. Mi maestro fue Gamaliel, quien me instruyó con esmero en la ley de nuestros antepasados. Siempre he mostrado un celo ardiente por Dios, igual que vosotros hoy. He perseguido a muerte a los seguidores de este nuevo camino del Señor, apresando y metiendo en la cárcel a hombres y mujeres. De ello pueden dar testimonio el sumo sacerdote y todo el Consejo de Ancianos, pues de ellos recibí cartas para nuestros correligionarios judíos de Damasco, adonde me dirigía con el propósito de apresar a los creyentes que allí hubiera y traerlos encadenados a Jerusalén para ser castigados. Iba, pues, de camino cuando, cerca ya de Damasco, hacia el mediodía, me envolvió de repente una luz deslumbrante que procedía del cielo. Caí al suelo y escuché una voz que me decía: «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?». «¿Quién eres, Señor?», pregunté. «Soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues», me contestó. Mis acompañantes vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba. Yo pregunté: «¿Qué debo hacer, Señor?». El Señor me dijo: «Levántate y vete a Damasco. Allí te dirán lo que se te ha encargado realizar». Como el fulgor de aquella luz me había dejado ciego, mis acompañantes me condujeron de la mano hasta Damasco. Había allí un hombre llamado Ananías, fiel cumplidor de la ley y muy estimado por todos los residentes judíos. Este vino a mi encuentro y, poniéndose a mi lado, me dijo: «Hermano Saúl, recobra la vista». Al instante recobré la vista y pude verlo. Ananías, por su parte, añadió: «El Dios de nuestros antepasados te ha escogido para manifestarte su voluntad, para que vieras al Justo y oyeras su propia voz. Porque debes ser su testigo ante todos de cuanto has oído y presenciado. No pierdas tiempo ahora; anda, bautízate y libérate de tus pecados invocando el nombre del Señor». A mi regreso a Jerusalén, un día en que estaba orando en el Templo tuve un éxtasis. Vi al Señor, que me decía: «Date prisa. Sal enseguida de Jerusalén, pues no van a aceptar tu testimonio sobre mí». «Señor —respondí—, ellos saben que yo soy el que iba por las sinagogas para encarcelar y torturar a tus creyentes. Incluso cuando mataron a Esteban, tu testigo, allí estaba yo presente aprobando el proceder y cuidando la ropa de quienes lo mataban». Pero el Señor me contestó: «Ponte en camino, pues voy a enviarte a las más remotas naciones». Hasta aquí todos habían escuchado con atención; pero en ese momento comenzaron a gritar: —¡Fuera con él! ¡No merece vivir! Como no dejaban de vociferar, de agitar sus mantos y de arrojar polvo al aire, el comandante mandó que metieran a Pablo en la fortaleza y lo azotasen, a ver si confesaba y de esa forma era posible averiguar la razón del griterío contra él. Pero cuando lo estaban amarrando con las correas, Pablo dijo al oficial allí presente: —¿Tenéis derecho a azotar a un ciudadano romano sin juzgarlo previamente? Al oír esto, el oficial fue a informar al comandante: —Cuidado con lo que vas a hacer; ese hombre es ciudadano romano. El comandante llegó junto a Pablo y le preguntó: —Dime, ¿eres tú ciudadano romano? —Sí —contestó Pablo. —A mí me ha costado una fortuna adquirir esa ciudadanía —afirmó el comandante. —Pues yo la tengo por nacimiento —contestó Pablo. Al momento se apartaron de él los que iban a someterlo a tortura, y el propio comandante tuvo miedo al saber que había mandado encadenar a un ciudadano romano. El comandante se propuso saber con certeza cuáles eran los cargos que presentaban los judíos contra Pablo. Así que al día siguiente mandó que lo desatasen y dio orden de convocar a los jefes de los sacerdotes y al Consejo Supremo ante los que hizo comparecer a Pablo. Con la mirada fija en los miembros del Consejo, dijo Pablo: —Hermanos: hasta el presente me he comportado siempre ante Dios con conciencia enteramente limpia. A esto, Ananías, el sumo sacerdote, ordenó a los asistentes que golpearan a Pablo en la boca. Pero este le dijo: —¡Dios es quien te golpeará a ti, grandísimo hipócrita! Estás sentado ahí para juzgarme conforme a la ley, ¿y conculcas la ley mandando que me golpeen? —¿Te atreves a insultar al sumo sacerdote de Dios? —preguntaron los asistentes. —Hermanos —respondió Pablo—, ignoraba que fuera el sumo sacerdote; efectivamente, la Escritura ordena: No maldecirás al jefe de tu pueblo. Como Pablo sabía que entre los presentes unos eran fariseos y otros saduceos, proclamó en medio del Consejo: —Hermanos, soy fariseo, nacido y educado como fariseo. Y ahora se me juzga porque espero la resurrección de los muertos. Esta afirmación provocó un conflicto entre fariseos y saduceos, y se dividió la asamblea. (Téngase en cuenta que los saduceos niegan que haya resurrección, ángeles y espíritus, mientras que los fariseos creen en todo eso). La controversia tomó grandes proporciones, hasta que algunos maestros de la ley, miembros del partido fariseo, afirmaron rotundamente: —No hallamos culpa en este hombre. Puede que un espíritu o un ángel le haya hablado. Como el conflicto se agravaba, el comandante empezó a temer que descuartizaran a Pablo; ordenó, pues, a los soldados que bajaran a sacarlo de allí y que lo llevaran a la fortaleza. Durante la noche siguiente, el Señor se apareció a Pablo y le dijo: —Ten buen ánimo; has sido mi testigo en Jerusalén y habrás de serlo también en Roma. Al amanecer, los judíos tramaron un complot, jurando no probar bocado ni beber nada hasta haber dado muerte a Pablo. Eran más de cuarenta las personas que participaban en esta conjuración. Se presentaron después ante los jefes de los sacerdotes y demás dirigentes y les comunicaron: —Hemos jurado solemnemente no probar absolutamente nada hasta que matemos a Pablo. Resta ahora que vosotros, con la anuencia del Consejo, solicitéis del comandante que os entregue a Pablo con el pretexto de examinar su causa más detenidamente. Nosotros nos encargaremos de eliminarlo en cuanto llegue. Pero el hijo de la hermana de Pablo se enteró del complot y logró entrar en la fortaleza para poner a Pablo sobre aviso. Pablo llamó enseguida a un oficial y le dijo: —Lleva a este muchacho ante el comandante, pues tiene algo que comunicarle. El oficial tomó al muchacho y lo presentó al comandante con estas palabras: —Pablo, el preso, me ha llamado para pedirme que te traiga a este muchacho. Tiene algo que decirte. El comandante lo tomó de la mano, lo llevó aparte y le preguntó: —¿Qué quieres decirme? El muchacho se explicó así: —Los judíos han acordado pedirte que mañana lleves a Pablo ante el Consejo Supremo con la excusa de obtener datos más precisos sobre él. Pero no les creas, pues más de cuarenta de ellos van a tenderle una emboscada y han jurado solemnemente no comer ni beber hasta matarlo. Ya están preparados y solo esperan tu respuesta. El comandante despidió al muchacho, advirtiéndole: —No digas a nadie que me has informado sobre este asunto. Seguidamente llamó a dos oficiales y les dio estas instrucciones: —Hay que salir para Cesarea a partir de las nueve de la noche. Tened preparada al efecto una escolta compuesta por doscientos soldados de infantería, setenta de caballería y doscientos lanceros. Preparad también cabalgadura para Pablo y llevadlo sano y salvo ante Félix, el gobernador. Entre tanto, él escribió una carta en los siguientes términos: «De Claudio Lisias al excelentísimo gobernador Félix. Salud. El hombre que te envío fue apresado por los judíos. Cuando estaban a punto de matarlo, intervine militarmente y lo libré, pues tuve conocimiento de que era ciudadano romano. Queriendo luego averiguar en qué se basaban las denuncias formuladas contra él, hice que compareciera ante su Consejo Supremo. He sacado la conclusión de que le hacen cargos sobre cuestiones relativas a su ley, pero ninguna acusación hay por la que deba morir o ser encarcelado. No obstante, al recibir informes de que se preparaba un complot contra él, he decidido enviártelo rápidamente, a la vez que he puesto en conocimiento de sus acusadores que deben formular sus demandas ante ti ». De acuerdo con las órdenes recibidas, la escolta tomó a su cargo a Pablo y lo condujo de noche hasta Antípatris. Al día siguiente, los demás soldados regresaron a la fortaleza, dejando que prosiguieran con Pablo los de caballería. A su llegada a Cesarea, estos hicieron entrega de la carta al gobernador y dejaron a Pablo en sus manos. Leído el mensaje, el gobernador preguntó a Pablo de qué provincia era; al saber que procedía de Cilicia, le dijo: —Te interrogaré cuando lleguen tus acusadores. A continuación mandó custodiar a Pablo en el palacio de Herodes. Cinco días más tarde llegó Ananías, el sumo sacerdote, acompañado por algunos otros dirigentes y por un abogado llamado Tértulo, y presentaron ante el gobernador su denuncia contra Pablo. Cuando este compareció, Tértulo procedió a la acusación. —Señor gobernador —dijo—: la paz duradera que actualmente disfrutamos, a ti te la debemos y a las reformas llevadas a cabo por tu sabia administración en favor de este pueblo. En todo tiempo y lugar, excelentísimo señor, sentimos un vivo agradecimiento por los beneficios recibidos. No quiero importunarte demasiado; te ruego únicamente que tengas a bien prestar atención por un instante, con tu habitual bondad, a nuestra demanda. Hemos llegado a descubrir que este hombre es peor que la peste. Se dedica a fomentar la discordia entre los judíos de todo el Imperio, además de ser el cabecilla de la secta de los nazarenos. Ha intentado incluso profanar el Templo, y por eso lo hemos apresado. [Hemos querido juzgarlo según nuestra ley, pero intervino Lisias, el comandante, quien nos lo ha arrebatado por la fuerza y ha ordenado que sus acusadores se presenten ante ti]. Tú mismo puedes interrogarlo y comprobar la veracidad de todas nuestras acusaciones. Los judíos apoyaron la acusación y declararon que era exacta. A una señal del gobernador, Pablo hizo uso de la palabra en estos términos: —El saber que desde hace años vienes administrando justicia a este nuestro pueblo, me anima a presentar mi defensa. Hace únicamente doce días que llegué a Jerusalén para rendir culto a Dios, como puedes verificar por ti mismo; y nadie ha podido encontrarme enzarzado en discusiones con alguien en el Templo o promoviendo disturbios en las sinagogas o en las calles de la ciudad. No pueden presentarte prueba alguna de los cargos que me hacen. No obstante, reconozco que soy seguidor de este nuevo camino del Señor que ellos consideran sectario; pienso que así rindo culto al Dios de mis antepasados, aceptando todo lo que está escrito en la ley y en los escritos de los profetas. Mantengo la esperanza, que comparten también mis oponentes, de que Dios hará resucitar tanto a los buenos como a los malos. Por esta razón me esfuerzo en guardar siempre limpia mi conciencia ante Dios y ante los hombres. Tras una ausencia de varios años, regresé a Jerusalén para traer un donativo a los de mi nación y para ofrecer sacrificios. Si me encontraron en el Templo, fue porque había participado en una ceremonia de purificación; y no estaba amotinando a nadie ni causando desorden de ninguna clase. Sin embargo, había allí algunos judíos de la provincia de Asia que, si en realidad tuvieran cargos contra mí, tendrían que ser ellos quienes formularan la denuncia en tu presencia. Y si no, que estos que están aquí digan qué delito me encontraron cuando comparecí ante el Consejo Supremo; todo se reduce a una declaración que hice ante ellos en estos términos: «Estoy siendo juzgado hoy por vosotros porque espero la resurrección de los muertos». Félix, que poseía información de primera mano acerca de aquel nuevo camino del Señor, suspendió la vista de la causa, diciendo: —Cuando venga Lisias, el comandante, decidiré sobre este vuestro asunto. Ordenó luego al oficial que mantuviera en prisión a Pablo, aunque con cierta libertad y sin impedirle ser asistido por sus allegados. Pocos días después se presentó Félix acompañado de Drusila, su esposa, que era judía. Mandó llamar a Pablo y lo oyó hablar acerca de la fe en Cristo Jesús. Pero cuando tocó el tema de la rectitud de conducta, del dominio de sí mismo y del juicio venidero, Félix se atemorizó y exclamó: —Puedes retirarte. Ya te llamaré cuando lo crea oportuno. Con frecuencia hacía venir a Pablo para conversar con él, pero la verdadera razón era que esperaba recibir algún soborno de Pablo. Al cabo de dos años, Porcio Festo sucedió en el cargo a Félix, y este dejó preso a Pablo para congraciarse con los judíos. A los tres días de entrar en funciones como gobernador de la provincia, Festo se trasladó de Cesarea a Jerusalén. Una vez allí, se presentaron ante él los jefes de los sacerdotes y las más destacadas personalidades judías para formular sus demandas contra Pablo. Le rogaron, como favor especial, que dispusiera el traslado de Pablo a Jerusalén, con la intención de preparar una emboscada y matarlo en el camino. Pero Festo respondió que Pablo debía seguir custodiado en Cesarea y que él mismo iba a regresar allí pronto. Y añadió: —Que vuestros dirigentes me acompañen a Cesarea y presenten acusación contra ese hombre, si es que ha cometido algún delito. Festo pasó ocho o diez días entre ellos y después regresó a Cesarea. Al día siguiente ocupó su puesto en el tribunal y ordenó que hicieran comparecer a Pablo. Cuando este se presentó, los judíos llegados de Jerusalén lo acosaron imputándole muchas y graves culpas, de las cuales no podían presentar pruebas. Pablo, a su vez, se defendió diciendo: —No he cometido delito alguno ni contra la ley judía, ni contra el Templo, ni contra el emperador. Festo, que deseaba granjearse el favor de los judíos, dijo entonces a Pablo: —¿Quieres ir a Jerusalén para que yo juzgue allí tu causa? Pablo respondió: —Apelo al tribunal del emperador, que es donde debo ser juzgado. No he cometido ningún delito contra los judíos, como tú bien sabes. Si verdaderamente soy culpable y he cometido alguna acción que me haga reo de muerte, no me niego a morir. Pero si los cargos que se me hacen carecen de fundamento, nadie puede entregarme a los judíos. Apelo, pues, al emperador. Festo cambió impresiones con sus consejeros y respondió: —Al emperador has apelado, al emperador irás. Transcurridos unos días, llegaron a Cesarea el rey Agripa y Berenice para saludar a Festo. Como se quedaron allí bastantes días, Festo tuvo tiempo de referir al rey el asunto de Pablo. —Aquí hay un hombre —dijo— a quien Félix dejó preso. Cuando fui a Jerusalén, los jefes de los sacerdotes y los demás dirigentes judíos presentaron una denuncia contra él y pidieron su condena. Les contesté que no es norma legal romana condenar a un acusado sin previo careo con sus acusadores y sin darle oportunidad para defenderse de los cargos. Vinieron entonces aquí y, al día siguiente, sin demora alguna, ocupé mi puesto en el tribunal y ordené que trajeran a ese hombre. Pero cuando los acusadores tomaron la palabra, no presentaron cargo alguno de los que yo esperaba. Todo se reducía a ciertas discrepancias concernientes a su religión y acerca de un tal Jesús, que está muerto y del que Pablo afirma que vive. No sabiendo cómo proseguir el desarrollo de la causa, pregunté a Pablo si estaba dispuesto a ir a Jerusalén para que se instruyera allí el proceso. Pablo, entonces, interpuso apelación, solicitando permanecer bajo custodia en espera del fallo de su Majestad imperial. Así que he ordenado que se le custodie hasta que pueda enviarlo al emperador. Agripa dijo a Festo: —Desearía oír a ese hombre yo mismo. —Mañana tendrás ocasión —contestó Festo. Al día siguiente llegaron Agripa y Berenice con un fastuoso cortejo, y entraron en la sala de la audiencia en compañía de altos jefes militares y de las más destacadas personalidades de la ciudad. A una orden de Festo, condujeron allí a Pablo. A continuación, Festo se expresó de este modo: —Rey Agripa y señores todos presentes entre nosotros: ahí tenéis al hombre por cuya causa han venido a mí multitud de judíos, tanto aquí como en Jerusalén, pidiéndome a gritos su cabeza. Sin embargo, me consta que no ha cometido ningún crimen por el cual merezca la muerte. Pero como ha apelado a su Majestad imperial, he decidido enviárselo a él. Ahora bien, no existiendo una causa concreta de la que pueda yo informar por escrito al emperador, he querido que comparezca ante vosotros, y particularmente ante ti, rey Agripa, a fin de que, como resultado de este interrogatorio, pueda yo escribir algo al respecto. Y es que me parece absurdo enviar un preso sin especificar los cargos que pesan sobre él. Agripa dijo entonces a Pablo: —Tienes permiso para hablar en tu defensa. Pablo hizo un gesto con la mano e inició su defensa: —Rey Agripa: soy feliz al tener ocasión de defenderme hoy ante ti de todos los cargos que me imputan los judíos. Nadie mejor que tú, que eres un experto conocedor de todas las costumbres y cuestiones judías. Te ruego, pues, que me escuches con paciencia. Todos los judíos saben que, desde mi primera juventud, mi vida ha transcurrido en medio de mi pueblo, en Jerusalén. Me conocen desde hace tiempo y lo suficiente como para dar fe, si quieren, de que he ajustado mi vida a las directrices del partido fariseo, el más estricto de nuestra religión. Ahora, sin embargo, estoy siendo procesado porque espero en la promesa que Dios hizo a nuestros antepasados; promesa cuyo cumplimiento aguardan esperanzadas nuestras doce tribus, mientras rinden culto a Dios día y noche sin cesar. Por tener esta esperanza, me acusan los judíos, rey Agripa. ¿Os parece a vosotros increíble que Dios resucite a los muertos? Es cierto que yo mismo creí mi deber combatir por todos los medios lo referente a Jesús de Nazaret. Así actué en Jerusalén, donde, autorizado por los jefes de los sacerdotes, encarcelé a muchos fieles y di mi voto para que los condenaran a muerte. Recorría también a menudo todas las sinagogas, e intentaba hacerlos abjurar a fuerza de torturas. Mi saña contra ellos llegó a tal extremo, que los perseguí hasta en las ciudades extranjeras. Esta es la razón por la que fui comisionado por los jefes de los sacerdotes para ir con plenos poderes a Damasco. Me hallaba en camino, majestad, cuando a eso del mediodía vi una luz del cielo más brillante que el sol, cuyo resplandor nos envolvió a mí y a mis compañeros de viaje. Todos caímos al suelo, y yo escuché una voz que me decía en arameo: «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? Te va a resultar duro dar coces contra el aguijón». Entonces pregunté: «¿Quién eres, Señor?». Y el Señor respondió: «Soy Jesús, a quien tú persigues. Anda, levántate y ponte en pie; me he aparecido a ti para hacerte mi servidor y para que des testimonio de haberme visto y de lo que aún tengo que mostrarte. Yo te libraré del pueblo judío y también de las naciones extranjeras, a las que he de enviarte para que les abras los ojos del entendimiento, les hagas pasar de las tinieblas a la luz y del imperio de Satanás a Dios. De este modo, por medio de la fe en mí, alcanzarán el perdón de los pecados y la herencia que corresponde a los que Dios ha consagrado para sí». Yo, pues, rey Agripa, no desobedecí aquella visión celestial, sino que me dirigí en primer lugar a los habitantes de Damasco, y luego a los de Jerusalén, a los de todo el país judío y a los de las naciones extranjeras, proclamando la necesidad de convertirse, de volver a Dios y de observar una conducta propia de gente convertida. Por esta razón me detuvieron los judíos, cuando estaba yo en el Templo, y trataron luego de asesinarme. Pero he contado con la protección de Dios hasta el presente, y no ceso de dar testimonio a pequeños y grandes, afirmando únicamente lo que tanto los profetas como Moisés predijeron que había de ocurrir: a saber, que el Mesías tenía que padecer, pero que sería el primero en resucitar de la muerte para anunciar la luz tanto al pueblo judío como a las demás naciones. Estaba Pablo ocupado en el desarrollo de su defensa, cuando intervino Festo diciéndole en voz alta: —¡Pablo, estás loco; el mucho estudio te hace desvariar! —No estoy loco, nobilísimo Festo —respondió Pablo—. Los argumentos que presento son verdaderos y razonables. El rey está versado en estos temas, y a él puedo hablarle con plena confianza. Tengo la convicción de que no desconoce ningún detalle de todas estas cosas, ya que han acontecido a la vista de todos. ¿Acaso, rey Agripa, no crees en lo que dijeron los profetas? Estoy seguro de que sí crees. —¡Por poco me convences para que me haga cristiano! —contestó Agripa. —¡Por poco o por mucho —respondió Pablo—, ruego a Dios que no solo tú, sino todos los que hoy me escuchan, lleguen a ser lo que yo soy, a excepción de estas cadenas! En este momento se levantó el rey, junto con el gobernador, Berenice y toda la concurrencia. Mientras se retiraban, comentaban entre sí: —Este hombre no ha hecho nada que merezca la muerte o la prisión. Y Agripa dijo a Festo: —Bien podría ser puesto en libertad, de no haber apelado al emperador. Cuando se decidió que debíamos embarcar para Italia, entregaron a Pablo, con algunos otros prisioneros, a la custodia de un oficial llamado Julio, que era capitán de la compañía denominada «Augusta». Subimos a bordo de un barco de Adramitio que partía rumbo a las costas de la provincia de Asia, y nos hicimos a la mar. Nos acompañaba Aristarco, un macedonio de Tesalónica. Al día siguiente hicimos escala en Sidón, y Julio, que trataba a Pablo con amabilidad, le permitió visitar a sus amigos y recibir sus atenciones. Zarpamos de Sidón y, como los vientos nos eran contrarios, navegamos al abrigo de la costa chipriota. Continuamos nuestra travesía, navegando ya por alta mar frente a Cilicia y Panfilia, hasta que alcanzamos Mira, en Licia. Allí encontró el oficial un buque alejandrino que hacía la ruta de Italia y nos hizo transbordar a él. Después de muchos días de lento navegar, llegamos a duras penas a la altura de Cnido. Pero como el viento no nos permitía aproximarnos, buscamos el abrigo de la isla de Creta, navegando hacia el cabo Salmón. Cuando lo doblamos, seguimos costeando con dificultad hasta llegar a un punto llamado Buenos Puertos, cerca de la ciudad de Lasea. Habíamos perdido mucho tiempo y resultaba peligroso continuar navegando, pues estaba ya entrado el otoño. Así que Pablo aconsejaba: —Señores, opino que proseguir viaje ahora es arriesgado y puede acarrear graves daños, no solo a la nave y a su cargamento, sino también a nosotros mismos. Pero el oficial confiaba más en el criterio del capitán y del patrón del barco que en el de Pablo. Como, además, el puerto no era apropiado para invernar, la mayoría se inclinó por hacerse a la mar y tratar de llegar a Fenice, un puerto de Creta orientado al suroeste y al noroeste, para pasar allí el invierno. Comenzó a soplar entonces una ligera brisa del sur, por lo que pensaron que el proyecto era realizable; así que levaron anclas y fueron costeando Creta. Pero muy pronto se desencadenó un viento huracanado procedente de la isla, el llamado Euroaquilón. Incapaz la nave de hacer frente a un viento que la arrastraba sin remedio, nos dejamos ir a la deriva. Pasamos a sotavento de Cauda, una pequeña isla a cuyo abrigo logramos con muchos esfuerzos recuperar el control del bote salvavidas. Una vez izado a bordo, ciñeron el casco del buque con cables de refuerzo y, por temor a encallar en los bancos de arena de la Sirte, soltaron el ancla flotante y continuaron a la deriva. Al día siguiente, como arreciaba el temporal, los marineros comenzaron a aligerar la carga. Y al tercer día tuvieron que arrojar al mar, con sus propias manos, el aparejo de la nave. El sol y las estrellas permanecieron ocultos durante muchos días y, como la tempestad no disminuía, perdimos toda esperanza de salvarnos. Hacía tiempo que nadie a bordo probaba bocado; así que Pablo se puso en medio de todos y dijo: —Compañeros, deberíais haber atendido mi consejo y no haber zarpado de Creta. Así hubiéramos evitado esta desastrosa situación. De todos modos, os recomiendo ahora que no perdáis el ánimo, porque ninguno de vosotros perecerá, aunque el buque sí se hundirá. Pues anoche se me apareció un ángel del Dios a quien pertenezco y sirvo, y me dijo: «No temas, Pablo. Has de comparecer ante el emperador, y Dios te ha concedido también la vida de tus compañeros de navegación». Por tanto, amigos, cobrad ánimo, pues confío en Dios, y sé que ocurrirá tal como se me ha dicho. Sin duda, iremos a parar a alguna isla. A eso de la medianoche del día en que se cumplían las dos semanas de navegar a la deriva por el Adriático, los marineros barruntaron que nos aproximábamos a tierra. Lanzaron entonces la sonda, y hallaron que había veinte brazas de fondo; poco después volvieron a lanzarla, y había quince brazas. Por temor a que pudiéramos encallar en algún arrecife, largaron cuatro anclas por la popa, mientras esperaban con ansia que llegara el amanecer. La tripulación intentó abandonar el barco, y arriaron el bote salvavidas con el pretexto de largar algunas anclas por la proa. Pero Pablo dijo al oficial y a los soldados: —Si estos no permanecen a bordo, no podréis salvaros vosotros. Entonces, los soldados cortaron los cabos del bote y lo dejaron perderse. En tanto amanecía, rogó Pablo a todos que tomaran algún alimento: —Hoy hace catorce días —les dijo— que estáis en espera angustiosa y en ayunas, sin haber probado bocado. Os aconsejo, pues, que comáis algo, que os vendrá bien para vuestra salud; por lo demás, ni un cabello de vuestra cabeza se perderá. Dicho esto, Pablo tomó un pan y, después de dar gracias a Dios delante de todos, lo partió y se puso a comer. Los demás se sintieron entonces más animados, y también tomaron alimento. En el barco estábamos en total doscientas setenta y seis personas. Una vez satisfechos, arrojaron el trigo al mar para aligerar la nave. Llegó el día, y los marineros no pudieron reconocer el lugar. Pero distinguieron una ensenada con su playa, y trataron de ver si era posible que la nave recalase allí. Así pues, soltaron las anclas y las dejaron irse al fondo; aflojaron luego las amarras de los timones, izaron la vela de proa e, impulsados por el viento, se dirigieron a la playa. Pero tocaron en un banco de arena entre dos corrientes y el barco encalló. La proa quedó clavada e inmóvil, en tanto que la popa era destrozada por los golpes del mar. Entonces, los soldados resolvieron matar a los presos para evitar que alguno de ellos escapara a nado. Pero el oficial, queriendo salvar la vida de Pablo, les impidió llevar a cabo su propósito. Ordenó que quienes supieran nadar saltaran los primeros por la borda y ganaran la orilla; en cuanto a los demás, unos lo harían sobre tablones flotantes y otros sobre restos del buque. De esta forma todos logramos llegar a tierra sanos y salvos. Una vez a salvo, supimos que la isla se llamaba Malta. Los isleños nos trataron con una solicitud poco común; y como llovía sin parar y hacía frío, encendieron una hoguera y nos invitaron a todos a calentarnos. Pablo había recogido también una brazada de leña; al arrojarla a la hoguera, una víbora, huyendo de las llamas, hizo presa en su mano. Cuando los isleños vieron al reptil colgando de la mano de Pablo, se dijeron unos a otros: —Este hombre es realmente un asesino; aunque se ha librado de la tempestad, la justicia divina no permite que viva. Pablo, sin embargo, se sacudió el reptil arrojándolo al fuego y no experimentó daño alguno. Esperaban los isleños que se hinchara o que cayera muerto de repente. Pero, después de un largo rato sin que nada le aconteciese, cambiaron de opinión y exclamaron: —¡Es un dios! Cerca de aquel lugar había una finca que pertenecía a Publio, el gobernador de la isla, quien se hizo cargo de nosotros y nos hospedó durante tres días. Se daba la circunstancia de que el padre de Publio estaba en cama aquejado por unas fiebres y disentería. Pablo fue a visitarlo y, después de orar, le impuso las manos y lo curó. A la vista de esto, acudieron también los demás enfermos de la isla, y Pablo los curó. Fueron muchas las muestras de aprecio que nos dispensaron los isleños, que, al hacernos de nuevo a la mar, nos suministraron todo lo necesario. Al cabo de tres meses zarpamos en un buque alejandrino que tenía por mascarón de proa a Cástor y Pólux y que había invernado en aquella isla. Llegamos a Siracusa, donde hicimos escala durante tres días. De allí continuamos hasta Regio bordeando la costa. Al otro día sopló el viento del sur, por lo que, después de dos singladuras, arribamos a Pozzuoli. En esta ciudad encontramos a algunos hermanos que nos invitaron a pasar una semana con ellos. Seguidamente nos encaminamos hacia Roma. Los hermanos, que habían recibido noticias de nuestra llegada, salieron a nuestro encuentro al Foro de Apio y a Tres Tabernas. Y cuando Pablo los vio, dio gracias a Dios y se sintió reconfortado. Al llegar a Roma, recibió Pablo autorización para residir en un domicilio particular, con un soldado que lo vigilara. Tres días más tarde, Pablo convocó a todos los dirigentes judíos y, cuando estaban reunidos, les dijo: —Hermanos, nunca he sido traidor a nuestro pueblo o a nuestras tradiciones. Sin embargo, estoy preso porque los judíos me entregaron en Jerusalén a las autoridades romanas. Estas, después de haberme interrogado, quisieron soltarme, pues no había contra mí cargo alguno merecedor de la pena capital. Pero como los judíos insistieron en sus acusaciones, tuve que apelar al emperador, sin desear por ningún concepto acusar de algo a mi pueblo. Esta es la razón por la que os he llamado; quería veros y hablaros, pues precisamente por causa de la esperanza de Israel llevo yo estas cadenas. Los presentes le contestaron: —No hemos recibido carta alguna respecto a ti desde Judea, ni ha venido ningún hermano a traernos malos informes sobre ti. Pero desearíamos que nos expusieras tus ideas, pues en cuanto a esa secta, lo único que sabemos es que en todas partes encuentra oposición. Fijaron, pues, una entrevista con él y acudieron muchos a su residencia. Desde la mañana hasta la tarde estuvo exponiéndoles el reino de Dios y, basándose en la ley de Moisés y en los escritos proféticos, trató de convencerlos acerca de Jesús. Sus argumentos persuadieron a algunos; otros, sin embargo, rehusaron creer. Se disponían ya a salir, sin haberse puesto de acuerdo entre ellos mismos, cuando Pablo les dirigió estas palabras: —Con razón dijo el Espíritu Santo a vuestros antepasados por medio del profeta Isaías: Ve a decir a este pueblo: «Escucharéis, pero no entenderéis; miraréis, pero no veréis». Porque el corazón de este pueblo está embotado. Son duros de oído y tienen cerrados los ojos para no ver, ni oír, ni entender, ni convertirse a mí para que yo los cure. Sabed, pues —añadió Pablo—, que el mensaje salvador de Dios ha sido ofrecido a los no judíos; ellos sí que le prestarán atención. [ Al pronunciar Pablo estas palabras, los judíos se marcharon discutiendo entre sí acaloradamente ]. Pablo vivió dos años enteros en una casa alquilada por él mismo, y allí recibía a cuantos iban a visitarlo. Podía anunciar el reino de Dios sin impedimento y enseñar con plena libertad cuanto se refiere a Jesucristo, el Señor. Pablo, siervo de Cristo Jesús, elegido por Dios para ser apóstol y destinado a proclamar el evangelio, que Dios mismo había prometido en las Escrituras santas por medio de los profetas, acerca de su Hijo, descendiente, en cuanto hombre, de David y manifestado, en virtud de su resurrección de entre los muertos, como Hijo poderoso de Dios por el Espíritu de santidad. Me refiero a Jesucristo, Señor nuestro, de quien he recibido, para gloria de su nombre, el don de ser apóstol, a fin de que todas las naciones respondan a la fe. Entre ellas os contáis vosotros, elegidos para pertenecer a Jesucristo. A todos los que residís en Roma y habéis sido elegidos por Dios con amor para formar parte de su pueblo, os deseo gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y de Jesucristo, el Señor. Quiero empezar dando gracias por todos vosotros a mi Dios, mediante Jesucristo, porque en el mundo entero se habla con admiración de vuestra fe. Dios mismo, a quien sirvo de todo corazón anunciando el evangelio de su Hijo, puede garantizar que pienso constantemente en vosotros. Una y otra vez insto a Dios en mis oraciones, a ver si tiene a bien facilitarme el que por fin pueda visitaros. ¿Hará falta que os diga cuántas ganas tengo de veros y poder así comunicaros algún bien espiritual que os fortalezca? Aunque, en realidad, se trata de animarnos mutuamente con esa fe que vosotros y yo tenemos en común. No quiero que ignoréis, hermanos, las muchas veces que he intentado visitaros, sin éxito hasta el momento. Abrigaba la ilusión de cosechar también entre vosotros algún fruto, lo mismo que en otras regiones paganas, ya que me debo por igual a civilizados y a no civilizados, a sabios y a ignorantes. Así que, en cuanto de mí depende, estoy enteramente dispuesto a proclamar el evangelio también entre vosotros, los que residís en Roma. No me avergüenzo del evangelio, porque es poder salvador de Dios para todo creyente, tanto si es judío como si no lo es. Por él, en efecto, se nos revela la justicia de Dios por medio de una fe en continuo crecimiento. Así lo dice la Escritura: El justo por la fe vivirá. Se ha hecho manifiesto que la ira de Dios se abate desde el cielo sobre la impiedad y la injusticia de quienes, actuando inicuamente, cierran el camino a la verdad. Porque lo que es posible conocer acerca de la divinidad, lo tienen ellos a su alcance, ya que Dios mismo se lo ha puesto ante los ojos. En efecto, partiendo de la creación del universo, la razón humana puede descubrir, a través de las cosas creadas, las perfecciones invisibles de Dios: su eterno poder y su divinidad. De ahí que no tengan disculpa, pues han conocido a Dios y, sin embargo, no le han tributado el honor que merecía, ni le han dado las gracias debidas. Al contrario, se han dejado entontecer con vanos pensamientos y su necio corazón se ha llenado de oscuridad. Alardeando de sabios, se volvieron tan insensatos que llegaron a cambiar la grandeza del Dios que nunca muere por imágenes de personas mortales, y aun de pájaros, de cuadrúpedos y de reptiles. Por eso, Dios los ha dejado a merced de sus bajos instintos, degradándose y envileciéndose a sí mismos. Este es el fruto de haber preferido la mentira a la verdad de Dios, de haber adorado y dado culto a la criatura en vez de al Creador, que es digno de ser alabado por siempre. Amén. Así que Dios los ha dejado a merced de pasiones vergonzosas. Sus mujeres invierten el uso natural del sexo y se entregan a prácticas antinaturales. Y lo mismo los hombres: dejan las relaciones naturales con la mujer y se abrasan en deseos de los unos por los otros. Hombres con hombres cometen acciones infamantes, y en su propio cuerpo reciben el castigo que merece su extravío. Y como no tienen interés en conocer a Dios, es Dios mismo quien los deja a merced de una mente pervertida que los empuja a hacer lo que no deben. Rebosan injusticia, perversidad, codicia, maldad; son envidiosos, asesinos, pendencieros, embaucadores, malintencionados, chismosos, calumniadores, impíos, ultrajadores, soberbios, fanfarrones, dañinos, rebeldes para con sus padres; no tienen conciencia, ni palabra, ni corazón, ni piedad. Conocen de sobra la sentencia de Dios que declara reos de muerte a quienes hacen tales cosas y, sin embargo, no solo las hacen, sino que incluso aplauden el que otros las hagan. Por eso, tú, quienquiera que seas, no tienes excusa cuando te eriges en juez de los demás. Al juzgar a otro, tú mismo te condenas, pues te eriges en juez no siendo mejor que los otros. Es sabido que el juicio de Dios cae con rigor sobre quienes así se comportan. Y tú, que condenas a quienes actúan así, pero te portas igual que ellos, ¿te imaginas que vas a librarte del castigo de Dios? ¿Te es, acaso, indiferente la inagotable bondad, paciencia y generosidad de Dios, y no te das cuenta de que es precisamente esa bondad la que está impulsándote a cambiar de conducta? Eres de corazón duro y obstinado, con lo que estás amontonando castigos sobre ti para aquel día de castigo, cuando Dios se manifieste como justo juez y pague a cada uno según su merecido: a los que buscan la gloria, el honor y la inmortalidad mediante la práctica constante del bien, les dará vida eterna; en cambio, a los contumaces en rechazar la verdad y adherirse a la injusticia les corresponde un implacable castigo. Habrá angustia y sufrimiento para cuantos hacen el mal: para los judíos, desde luego; pero también para los no judíos. Gloria, honor y paz, en cambio, para los que hacen el bien, tanto si son judíos como si no lo son. Porque en Dios no caben favoritismos. Quienes han pecado sin estar bajo la ley, perecerán sin necesidad de recurrir a la ley; y quienes hayan pecado estando bajo la ley, por ella serán juzgados. Porque no basta escuchar la ley para que Dios nos justifique; es necesario cumplirla. Y es que si los paganos, que no tienen ley, actúan de acuerdo con ella movidos de la natural inclinación, aunque parezca que no tienen ley, ellos mismos son su propia ley. La llevan escrita en el corazón, como lo demuestra el testimonio de su conciencia y sus propios pensamientos, que unas veces los acusan y otras los defienden. Esto es lo que se manifestará el día en que, conforme al evangelio que yo anuncio, juzgue Dios por medio de Jesucristo lo que los seres humanos mantienen oculto. ¿Y qué decir de ti? Alardeas de judío, confías en la ley y estás orgulloso de Dios. Dices que conoces su voluntad y que la ley te ha enseñado a discernir lo que es más valioso. Te consideras guía de ciegos, y luz de cuantos viven en tinieblas. Crees poseer el secreto de instruir a los ignorantes y de enseñar a los párvulos porque crees tener en la ley el compendio de toda ciencia y toda verdad. Pues bien, ¿por qué no aprendes, tú, que enseñas a los otros? ¿Por qué robas, tú, que exhortas a no robar? ¿Por qué cometes adulterio, tú, que condenas el adulterio en los demás? ¿Por qué haces negocios en sus templos, tú, que aborreces los ídolos? ¿Por qué presumes de la ley, tú, que afrentas a Dios al no cumplirla? Aunque ya lo dice la Escritura: Por vuestra culpa el nombre de Dios es denigrado entre las naciones. ¿Y la circuncisión? Tiene valor si cumples la ley; pero si no la cumples, lo mismo te da estar circuncidado que no estarlo. Pues si uno que no está circuncidado cumple los preceptos de la ley, ¿no lo considerará Dios como circuncidado a pesar de no estarlo? Es más, el que sin estar físicamente circuncidado cumple la ley, te juzgará a ti que estás circuncidado y posees la ley escrita, pero no la cumples. Porque no se es judío por el aspecto externo, ni la verdadera circuncisión es la marca visible corporal. Lo que distingue al auténtico judío es su interior, y la auténtica circuncisión es la del corazón, obra del Espíritu y no de reglas escritas. Y no serán los seres humanos, sino Dios, quien la alabe. Así pues, ¿supone alguna superioridad el ser judío? ¿Tiene alguna ventaja estar circuncidado? La ventaja es grande en todos los sentidos. En primer lugar, Dios confió sus promesas a los judíos. Sí, es cierto que algunos no creyeron; pero eso, ¿qué importa? ¿Acaso su falta de fe anulará la fidelidad de Dios? ¡De ningún modo! Dios es veraz aunque el ser humano sea mentiroso. Lo dice la Escritura: Tus palabras pondrán de manifiesto que eres fiel y en cualquier pleito saldrás vencedor. Pero si nuestra maldad sirve para poner de relieve la bondad de Dios, hablando con lógica humana tendríamos que preguntarnos: ¿No será Dios injusto al descargar su ira sobre nosotros? ¡De ningún modo! Pues, ¿cómo podría Dios, en tal caso, juzgar al mundo? Pero si mi infidelidad sirve para destacar y engrandecer la fidelidad de Dios, ¿por qué voy a ser condenado como si fuera un pecador? Algunos calumniadores dicen que yo enseño aquello de «hacer el mal para que venga el bien». ¡Esos tales tienen bien merecido el castigo! En resumen, ¿tenemos o no tenemos ventaja los judíos? Ciertamente ninguna, pues acabamos de probar que tanto judíos como no judíos, todos están sometidos al dominio del pecado. Así lo dice la Escritura: No hay un solo inocente, no hay ningún sensato, nadie que busque a Dios. Todos han errado el camino, todos se han pervertido. No hay ni siquiera uno que practique el bien. Sepulcro hediondo es su garganta, manantial de engaños su lengua, veneno de serpiente las palabras de su boca, sus labios rezuman amargura y maldición. Están prontos para derramar sangre, destrucción y miseria envuelven su vida. Desconocen los caminos de la paz y el respeto a Dios no existe para ellos. Ahora bien, es sabido que todo lo que dice la ley se lo dice a quienes están bajo su yugo. Nadie, por tanto, tendrá derecho a hablar y el mundo entero ha de reconocerse culpable ante Dios. A nadie, en efecto, justificará Dios por la observancia de la ley, pues la misión de la ley es hacernos conscientes del pecado. Pero ahora, la justicia de Dios, de la que dan testimonio la Ley y los Profetas, se ha manifestado con independencia de la ley. Justicia de Dios que alcanza a todos los creyentes por medio de la fe en Jesucristo. A todos sin distinción, puesto que todos pecaron y todos están privados de la gloria divina. Pero Dios, por su benevolencia, los justifica de forma gratuita mediante la liberación realizada por Jesucristo, a quien Dios ha hecho, para quienes creen en su muerte, instrumento de perdón. Así, cuando perdonó los pecados cometidos en el pasado, puso de manifiesto su justicia, ya que es un Dios indulgente. Pero es sobre todo en el momento presente cuando despliega su justicia al ser el Dios salvador que salva a cuantos creen en Jesús. ¿Dónde queda, pues, el orgullo humano? Ha sido desmantelado. Y no por la observancia de la ley, sino en razón de la fe. Sostengo, en efecto, que Dios justifica al ser humano mediante la fe y no por la observancia de la ley. ¿Acaso Dios es solamente Dios de los judíos? ¿No lo es también de los demás pueblos? Sin duda que lo es también de los demás pueblos, ya que existe un solo Dios que justifica a todos los que tienen fe, tanto circuncisos como incircuncisos. Pero ¿no estaremos destruyendo el valor de la ley al dar tanta fuerza a la fe? ¡De ningún modo! Más bien estamos consolidando la ley. Veamos el caso de Abrahán, el antepasado de nuestro pueblo. ¿Qué decir de él? Si Abrahán hubiese sido justificado en virtud de sus obras, tendría razón para sentirse orgulloso. Aunque nunca ante Dios. Pues ¿qué dice la Escritura? Creyó Abrahán a Dios y le fue contado como justicia. Por otra parte, el salario del que trabaja no es un regalo, sino una deuda. De modo que quien no pone su confianza en las propias obras, sino que se fía de Dios, que justifica al pecador, efectivamente su fe le justifica. Igualmente David llama dichoso a aquel a quien Dios le tiene en cuenta la justicia con independencia de las obras: ¡Dichosos aquellos a quienes Dios ha perdonado sus culpas, y aquellos cuyos pecados ha sepultado en lo profundo! ¡Dichoso aquel a quien el Señor no le toma en cuenta su pecado! ¿A quién se dirige esta felicitación? ¿Solamente a los que están circuncidados o también a los que no lo están? Hemos dicho que la fe de Abrahán le fue contada como justicia. ¿Y cuándo sucedió esto? ¿Antes o después de haberse circuncidado? Sin duda, sucedió antes. La circuncisión la recibió más tarde como una señal, como un sello garantizador de que ya se le había concedido la justicia mediante la fe, aun antes de estar circuncidado. De esta manera, Abrahán se ha convertido en padre de todos los que creen sin estar circuncidados, a fin de que también ellos sean justificados por la fe. Y al mismo tiempo se ha convertido en padre para los que, estando circuncidados, no confían únicamente en la circuncisión, sino que siguen las huellas de la fe que, antes de circuncidarse, tuvo ya nuestro padre Abrahán. Dios prometió a Abrahán y a sus descendientes que recibirían en herencia el mundo entero. Y no vinculó tal promesa a ley alguna, sino a la justicia de la fe. Pues bien, si los herederos lo fueran en virtud del cumplimiento de la ley, la fe quedaría sin valor, y la promesa sin eficacia. La ley lleva consigo la sanción punitiva; pero donde no existe ley, tampoco hay violación de ella. Por eso, la promesa está vinculada a la fe, de manera que, al ser gratuita, quede asegurada para todos los descendientes de Abrahán, no solo para los que pertenecen al ámbito de la ley, sino también para los que pertenecen al de la fe de Abrahán que es nuestro padre común, como dice la Escritura: Te he constituido padre de muchos pueblos. Y lo es ante Dios en quien creyó, el Dios que infunde vida a los muertos y llama a la existencia a lo que no existe. Esperando incluso cuando parecía cerrado el camino a la esperanza, creyó Abrahán que llegaría a convertirse en padre de muchos pueblos, según lo que Dios le había prometido: Así será tu descendencia. Y no vaciló en su fe, aun siendo consciente de que su cuerpo carecía ya de vigor —tenía casi cien años— y de que el seno de Sara era ya incapaz de concebir. Lejos de hacerle caer en la incredulidad, la promesa de Dios robusteció su fe. Reconoció así la grandeza de Dios y manifestó su plena convicción de que Dios tiene poder para cumplir lo que promete. Esto precisamente fue lo que le valió para ser justificado. Y cuando dice la Escritura «le valió» no se refiere únicamente a Abrahán, sino también a nosotros a quienes «nos valdrá» igualmente, a nosotros que creemos en el que resucitó a Jesús, nuestro Señor, a quien Dios entregó a la muerte por nuestros pecados y resucitó para ser nuestra salvación. Justificados, pues, por medio de la fe, Jesucristo, nuestro Señor, nos mantiene en paz con Dios. Ha sido, en efecto, Cristo quien nos ha facilitado, mediante la fe, esta apertura a la gracia en la que estamos firmemente instalados a la vez que nos sentimos orgullosos abrigando la esperanza de participar en la gloria de Dios. Es más, hasta de las dificultades nos sentimos orgullosos, porque sabemos que la dificultad produce constancia, la constancia produce una virtud a toda prueba, y una virtud así es fuente de esperanza. Una esperanza que no decepciona, porque al darnos el Espíritu Santo, Dios nos ha inundado con su amor el corazón. Carecíamos de fuerzas, pero Cristo murió por los culpables en el momento señalado. Difícil cosa es afrontar la muerte, aunque sea en favor de una persona buena; no obstante, por una buena causa, tal vez alguien estaría dispuesto a morir. Pues bien, Dios nos ha dado la mayor prueba de su amor haciendo morir a Cristo por nosotros cuando aún éramos pecadores. Pues ahora que, por la muerte de Cristo, Dios nos ha justificado, con mayor razón por el mismo Cristo nos librará del castigo. Y si, siendo enemigos, Dios nos reconcilió consigo mediante la muerte de su Hijo, con mayor razón, ya reconciliados, nos liberará y nos hará participar de su vida. Más aún: el mismo Jesucristo, Señor nuestro, artífice de la obra reconciliadora en el momento presente, hace que nos sintamos orgullosos de Dios. Fue el ser humano el que introdujo el pecado en el mundo, y con el pecado la muerte. Y como todos pecaron, de todos se adueñó la muerte. Antes que se promulgara la ley, ya existía el pecado en el mundo, pero al no haber ley, tampoco el pecado podía ser sancionado. Y, sin embargo, la muerte ejerció su imperio desde Adán hasta Moisés, incluso sobre quienes no pecaron con una transgresión como la de Adán, que es figura del que había de venir. Por más que no hay comparación entre el delito y el don. Porque si el pecado de uno solo acarreó a todos la muerte, la gracia de Dios, es decir, el don gratuito de otro hombre, Jesucristo, se volcó mucho más abundantemente sobre todos. Y existe otra diferencia entre el pecado del uno y el don del otro, ya que el juicio a partir de un solo delito terminó en sentencia condenatoria, mientras que el don, a partir de muchos delitos, terminó en sentencia absolutoria. Si, pues, por el delito de uno, de solamente uno, la muerte implantó su reinado, con mucha mayor razón vivirán y reinarán a causa de uno solo, Jesucristo, los que han recibido con tanta abundancia el don gratuito de la justicia. En resumen, si el delito de uno acarreó a todos la condena, así también la fidelidad de uno es para todos fuente de salvación que produce vida. Y si la desobediencia de uno solo hizo a muchos pecadores, también por la obediencia de uno solo muchos serán constituidos justos. En cuanto a la ley, únicamente sirvió para que el delito se multiplicara. Pero cuanto más se multiplicó el pecado, tanto más abundante fue la gracia. Así que, lo mismo que el pecado implantó el reinado de la muerte, ahora será la gracia la que reine por la justicia, conduciéndonos a la vida eterna por medio de Jesucristo, Señor nuestro. ¿Querrá todo esto decir que debemos seguir pecando para que se desborde la gracia? ¡De ningún modo! Quienes hemos muerto al pecado, ¿cómo vamos a seguir viviendo sometidos a él? ¿No sabéis que, al ser vinculados a Cristo por el bautismo, fuimos vinculados también a su muerte? Por el bautismo, en efecto, fuimos sepultados con Cristo, a fin de participar en su muerte. Por tanto, si Cristo venció a la muerte resucitando por el glorioso poder del Padre, es preciso que también nosotros emprendamos una vida nueva. Si hemos sido injertados en Cristo compartiendo una muerte como la suya, compartiremos, también su resurrección. Tened en cuenta que nuestra antigua condición pecadora fue clavada junto con Cristo en la cruz, para que así quedara destruido este cuerpo sometido al pecado y nosotros quedáramos liberados de su servidumbre. Pues cuando una persona muere, queda libre del dominio del pecado. Si, pues, hemos muerto con Cristo, debemos confiar en que también viviremos con él; sabemos, en efecto, que Cristo, al haber resucitado de entre los muertos es ya inmortal; la muerte ha perdido su dominio sobre él. En cuanto a la razón de su muerte, murió para liberarnos definitivamente del pecado; en lo que se refiere a su vivir, vive para Dios. Igualmente vosotros, considerad que habéis muerto al pecado y vivís para Dios en unión con Cristo Jesús. Que no siga dominándoos el pecado; aunque vuestro cuerpo sea mortal, no os sometáis a sus apetencias, ni os convirtáis en instrumentos del mal al servicio del pecado. Presentaos, más bien, ante Dios como lo que sois: muertos retornados a la vida, y haced de vuestros cuerpos instrumentos del bien al servicio de Dios. No os dejéis dominar por el pecado, ya que no estáis bajo el yugo de la ley, sino bajo la acción de la gracia. Entonces, ¿qué? Porque ya no estemos bajo el yugo de la ley, sino bajo la acción de la gracia, ¿habremos de pecar sin miramientos? ¡De ningún modo! Sabéis de sobra que, si os ponéis al servicio de alguien dispuestos a obedecerle, os convertís en sus esclavos: esclavos del pecado que os llevará a la muerte, o bien esclavos de la obediencia a Dios que os llevará a vivir correctamente. Gracias a Dios, vosotros, que erais en otro tiempo esclavos del pecado, os habéis sometido de todo corazón al modelo de enseñanza que os ha sido transmitido. Liberados del pecado, habéis aceptado vivir una vida recta. Os estoy hablando con un lenguaje corriente en atención a la debilidad de vuestra condición humana. Así pues, lo mismo que en otro tiempo os hicisteis esclavos del vicio y la maldad enfangándoos en el mal, haceos ahora esclavos de una vida recta, consagrándoos a Dios. Cuando erais esclavos del pecado, no os considerabais obligados a practicar el bien. ¿Y cuál fue el resultado? Vergüenza os da decirlo, porque todo desembocó en la muerte. Pero ahora habéis sido liberados del pecado, sois siervos de Dios, habéis sido consagrados a él y tenéis como meta la vida eterna. Porque el salario del pecado es la muerte, mientras que el don que Dios nos hace es la vida eterna por medio de Cristo Jesús, Señor nuestro. Bien sabéis, hermanos, —estoy hablando a quienes conocen la ley—, que una persona está bajo el yugo de la ley solo mientras vive. Así, la mujer casada permanece legalmente ligada a su marido mientras él vive. Muerto el marido, la esposa queda libre de esa ley. Por tanto, si en vida del marido la mujer se entrega a otro hombre, se la considera adúltera; pero, si muere el marido, esa ley ya no la obliga; podrá casarse con otro hombre sin ser por ello adúltera. De modo semejante, también vosotros, hermanos míos, por la muerte corporal de Cristo, habéis muerto a la ley. Sois, pues, libres para entregaros a otro, al resucitado de entre los muertos, a fin de producir frutos para Dios. Mientras vivíamos sometidos a nuestras desordenadas apetencias humanas, éramos terreno abonado para que nuestras bajas pasiones, activadas por la ley, produjeran frutos de muerte. Ahora, en cambio, muertos a la ley que nos tenía bajo su yugo, hemos quedado liberados de ella y podemos servir a Dios, no según la letra de la vieja ley, sino conforme a la nueva vida del Espíritu. ¿Querrá todo esto decir que la ley es pecado? ¡De ningún modo! Claro que, sin la ley, yo no habría experimentado el pecado. Por ejemplo, yo ignoraba lo que es tener malos deseos, hasta que vino la ley y dijo: No tengas malos deseos. Fue el pecado el que, aprovechando la ocasión que le proporcionaba el mandamiento, despertó en mí toda clase de malos deseos; sin la ley, pues, el pecado sería ineficaz. Hubo un tiempo en que, al no haber ley, todo era vida para mí. Pero, al venir el mandamiento, revivió el pecado, y la muerte se abatió sobre mí. Un mandamiento que debía ser portador de vida, se convirtió para mí en instrumento de muerte. Porque el pecado se aprovechó del mandamiento para engañarme y, valiéndose de él, me causó la muerte. La ley, ciertamente, es santa. Y los mandamientos son santos, justos y buenos. Entonces, algo bueno en sí mismo ¿se habrá convertido en mortífero para mí? ¡De ningún modo! Lo que sucede es que el pecado, para demostrar que lo es verdaderamente, me causó la muerte sirviéndose de algo bueno. Y así, con ayuda del mandamiento, el pecado se convierte en algo sobremanera mortífero. Sabemos, pues, que la ley pertenece a la esfera del espíritu. En cambio, yo no soy más que un simple mortal vendido como esclavo al pecado. Realmente no acabo de entender lo que me pasa, ya que no hago lo que de veras deseo, sino lo que detesto. Pero si hago lo que detesto, estoy reconociendo que la ley es buena y que no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí, pues soy consciente de que, en lo que respecta a mis desordenados apetitos, no es el bien lo que prevalece en mí; y es que, estando a mi alcance querer lo bueno, me resulta imposible realizarlo. Quisiera hacer el bien que deseo y, sin embargo, hago el mal que detesto. Ahora bien, si hago lo que detesto, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que se ha apoderado de mí. En resumidas cuentas, constato la existencia de esta regla: que deseo hacer el bien, pero es el mal lo que me domina En mi interior humano me complazco en la ley de Dios; en mi cuerpo, sin embargo, experimento otra ley que lucha con los criterios de mi razón: es la ley del pecado que está en mí y me tiene encadenado. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo portador de muerte? A Dios se lo agradeceré por medio de Jesucristo, Señor nuestro. Así que, concluyendo, por una parte mi razón me inclina a servir a Dios; por otra, mis desordenados apetitos me tienen esclavizado a la ley del pecado. Ninguna condena, por tanto, pesa ya sobre los que pertenecen a Cristo Jesús, pues la ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte. Es decir, lo que era imposible para la ley a causa de la debilidad humana, lo llevó a cabo Dios enviando a su propio Hijo, que compartió nuestra condición pecadora y, a fin de eliminar el pecado, dictó sentencia condenatoria contra el pecado a través de su naturaleza mortal. De esta manera nosotros, los que vivimos bajo la acción del Espíritu y no bajo el dominio de nuestros desordenados apetitos, podemos dar pleno cumplimiento a lo que manda la ley. Los que viven entregados a sus desordenados apetitos, se preocupan de satisfacer esos apetitos; en cambio, los que viven según el Espíritu, se preocupan de hacer lo que es propio del Espíritu. Ahora bien, el afán por satisfacer los apetitos desordenados conduce a la muerte; el de hacer lo que es propio del Espíritu lleva a la vida y a la paz. Y es que el afán por satisfacer nuestros desordenados apetitos nos hace enemigos de Dios, a cuya ley ni nos sometemos ni tenemos siquiera posibilidad de hacerlo. En definitiva, los que viven entregados a sus desordenados apetitos no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no vivís entregados a esos apetitos, sino al Espíritu, ya que el Espíritu de Dios mora en vosotros. El que carece del Espíritu de Cristo, no pertenece a Cristo. Pero si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo muera a causa del pecado, el espíritu vive en virtud del poder salvador de Dios. Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Cristo Jesús infundirá nueva vida a vuestros cuerpos mortales por medio del Espíritu que ha hecho habitar en vosotros. Por tanto, hermanos, si con alguien estamos en deuda, no es con nuestros apetitos desordenados para comportarnos según ellos. Porque si os comportáis según esos apetitos, moriréis; pero si, con la ayuda del Espíritu, dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis. Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. En cuanto a vosotros, no habéis recibido un Espíritu que os convierta en esclavos, de nuevo bajo el régimen del miedo. Habéis recibido un Espíritu que os convierte en hijos y que nos permite exclamar: «¡Abba!», es decir, «¡Padre!». Y ese mismo Espíritu es el que, uniéndose al nuestro, da testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que ahora compartimos sus sufrimientos para compartir también su gloria. Considero, por lo demás, que los sufrimientos presentes no tienen comparación con la gloria que un día se nos descubrirá. La creación, en efecto, espera con impaciencia que se nos descubra lo que serán los hijos de Dios. Sometida a la caducidad, no voluntariamente, sino porque Dios así lo dispuso, abriga la esperanza de compartir, libre de la servidumbre de la corrupción, la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Y es que la creación entera está gimiendo, a una, con dolores de parto hasta el día de hoy. Pero no solo ella; también nosotros, los que estamos en posesión del Espíritu como primicias del futuro, suspiramos en espera de que Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo. Porque ya estamos salvados, aunque solo en esperanza. Es lógico que esperar lo que uno tiene ante los ojos no es verdadera esperanza, pues ¿cómo seguir esperando lo que ya se tiene ante los ojos? Pero si esperamos algo que no vemos, es que aguardamos con perseverancia. Asimismo, a pesar de que somos débiles, el Espíritu viene en nuestra ayuda; aunque no sabemos lo que nos conviene pedir, el Espíritu intercede por nosotros de manera misteriosa. Y Dios, que sondea lo más profundo del ser, conoce cuál es el sentir de ese Espíritu que intercede por los creyentes de acuerdo con su divina voluntad. Estamos seguros, además, de que todo colabora al bien de los que aman a Dios, de los que han sido elegidos conforme a su designio. Porque a quienes Dios conoció de antemano, los destinó también desde el principio a reproducir la imagen de su Hijo, que había de ser el primogénito entre muchos hermanos. Y a quienes Dios destinó desde un principio, también los llamó; a quienes llamó, los justificó; y a quienes justificó, los hizo partícipes de su gloria. ¿Qué añadir a todo esto? Si Dios está a nuestro favor, ¿quién podrá estar contra nosotros? El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no va a hacernos el don de todas las cosas juntamente con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¡Dios es quien salva! ¿Quién se atreverá a condenar? ¡Cristo Jesús es quien murió, más aún, resucitó y está junto a Dios, en el lugar de honor, intercediendo por nosotros! ¿Quién podrá arrebatarnos el amor que Cristo nos tiene? ¿El sufrimiento, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, el miedo a la muerte? Ya lo dice la Escritura: Por tu causa estamos en trance de muerte cada día; nos tratan como a ovejas destinadas al matadero. Pero Dios, que nos ha amado, nos hace salir victoriosos de todas estas pruebas. Estoy seguro de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni potestades cósmicas, ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes sobrenaturales, ni lo de arriba, ni lo de abajo, ni cualquier otra criatura será capaz de arrebatarnos este amor que Dios nos tiene en Cristo Jesús, Señor nuestro. ¡Cristo es testigo de que digo la verdad! Mi conciencia, bajo la guía del Espíritu Santo, me asegura que no miento. Me agobia la tristeza, y un profundo dolor me tortura sin cesar el corazón. Con gusto aceptaría convertirme en objeto de maldición, separado incluso de Cristo, si eso contribuye al bien de mis hermanos, los que son de mi pueblo. Son descendientes de Israel; Dios los ha adoptado como hijos y se ha hecho gloriosamente presente en medio de ellos. Les pertenecen la alianza, la ley, el culto y las promesas; son suyos los patriarcas y de ellos, en cuanto hombre, procede Cristo, que es Dios sobre todas las cosas, bendito por siempre. Amén. Y no es que Dios haya sido infiel a sus promesas. Lo que sucede es que no todos los que descienden de Israel son israelitas de verdad. Ni tampoco los que descienden de Abrahán son todos hijos auténticos suyos, sino únicamente —como dice la Escritura— a través de Isaac tendrás tu descendencia. Es decir, que no es la simple generación natural la que hace hijos de Dios; los verdaderos descendientes son los que nacen en virtud de la promesa. Y los términos de la promesa son estos: Yo volveré por este mismo tiempo y Sara tendrá ya un hijo. Está, además, el caso de Rebeca, que tuvo mellizos de un solo hombre, nuestro antepasado Isaac. En efecto, cuando aún no habían nacido y, por tanto, no habían hecho nada, ni bueno ni malo, para que conste que la decisión divina es pura elección y no depende del comportamiento humano, sino de la llamada divina, se dijo a Rebeca: El mayor servirá al menor. Lo que está en conformidad con la Escritura: Amé a Jacob más que a Esaú. ¿Quiere esto decir que Dios es injusto? ¡De ningún modo! Él fue quien dijo a Moisés: Tendré compasión de quien me plazca y usaré de clemencia con quien quiera. No es, pues, cuestión de querer o de afanarse, sino de que Dios se muestre compasivo. A este respecto dice la Escritura al faraón: Te hice surgir para demostrar en ti mi poder y para hacer famoso mi nombre en toda la tierra. En una palabra, Dios tiene compasión de quien quiere y deja que se obstine a quien le place. Alguien tal vez objetará: Si nadie es capaz de oponerse al plan divino, ¿cómo puede Dios recriminar algo al ser humano? Pero ¿y quién eres tú, mísero mortal, para exigir cuentas a Dios? ¿Le dice acaso la pieza de barro al alfarero: «Por qué me hiciste así»? ¿No tiene facultad el alfarero para hacer del mismo barro un jarrón de lujo o un recipiente ordinario? Así es Dios. Cuando quiere, muestra su indignación y pone de manifiesto su poder. Pero puede también soportar con toda paciencia a esos que son objeto de indignación y están abocados a la ruina. De este modo manifiesta las riquezas de su gloria en aquellos a quienes hizo objeto de su amor y preparó para esa gloria. Esos somos nosotros, convocados no solo de entre los judíos, sino también de entre los paganos. Así lo dice el profeta Oseas: Al que no era mi pueblo lo llamaré «Pueblo mío», y a la que no era amada la llamaré «Amada mía». Y donde les dije: «No sois mi pueblo», allí serán llamados «hijos del Dios vivo». Isaías, a su vez, proclama refiriéndose a Israel: Aunque fueran los israelitas tan numerosos como la arena del mar, solo un resto se salvará. Con prontitud y perfección va a realizar el Señor su plan sobre la tierra. Y como anunció el mismo Isaías: Si el Señor del universo no nos hubiera dejado descendencia, habríamos sido como Sodoma, nos habríamos parecido a Gomorra. ¿Qué concluir de todo esto? Pues que los no judíos, sin esforzarse en buscar la amistad de Dios, la han encontrado; hablo de la absolución de culpa y del restablecimiento de la amistad que se alcanza mediante la fe. En cambio, Israel, afanándose por cumplir una ley que debería llevar a la absolución de culpa y al restablecimiento de la amistad divina, ni siquiera consiguió cumplir la ley. ¿Por qué? Pues porque, al prescindir de la fe y apoyarse en el valor de las propias acciones, terminaron por tropezar en aquella piedra de que habla la Escritura: Mirad, yo coloco en Sion una piedra contra la que podéis tropezar, y una roca que os puede hacer caer. Pero quien ponga su confianza en ella, no quedará defraudado. Hermanos, deseo con todo mi corazón y le pido a Dios que salve a los israelitas. Soy testigo de que buscan a Dios con ardor, pero sin el debido conocimiento. Desconocen, en efecto, el poder salvador de Dios y pretenden hacer valer su propio poder sin querer someterse al de Dios. Pero Cristo constituye el punto final de la ley y por él, Dios absuelve de culpa y restablece en su amistad a todo creyente. En cuanto al poder salvador de la ley, así escribe Moisés: Quien cumpla la ley, encontrará vida en ella. En cambio, del poder salvador de la fe dice así: No te inquietes preguntando: «¿Quién podrá subir al cielo?» —se sobrentiende que para hacer que Cristo baje—. Ni tampoco: «¿ Quién bajará al abismo?» —se sobrentiende que para hacer surgir a Cristo de la muerte—. Lo que dice la Escritura es esto: La palabra está muy cerca de ti. Está en tus labios y en tu propio corazón. Y se trata de la palabra de fe que nosotros proclamamos. Si, pues, tus labios confiesan que Jesús es el Señor y crees en tu interior que Dios lo resucitó de la muerte, serás salvo. Porque se necesita la fe interior del corazón para ser justificado, y la pública confesión de esa fe para obtener la salvación. Pues dice la Escritura: Nadie que ponga en él su confianza quedará defraudado Y no existe diferencia entre judío y no judío, ya que uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que lo invocan. Por tanto, todo el que invoque el nombre del Señor será salvo. Ahora bien, ¿cómo van a invocar a aquel en quien no creen? ¿Y cómo van a creer en él si no han oído su mensaje? ¿Y cómo van a oír su mensaje si nadie lo proclama? ¿Y cómo lo van proclamar si no son enviados? Por eso dice la Escritura: ¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian buenas noticias! Pero no todos han aceptado el evangelio. Lo dice Isaías: Señor, ¿quién ha creído nuestro anuncio? En todo caso, la fe surge de la proclamación, y la proclamación se realiza mediante la palabra de Cristo. Y yo pregunto: ¿Será que no han oído? ¡Por supuesto que sí! La voz de los mensajeros ha resonado en todo el mundo y sus palabras han llegado hasta el último rincón de la tierra. Pero insisto: ¿será que Israel no ha entendido el mensaje? Oigamos en primer lugar lo que dice Moisés: Haré que tengáis celos de un pueblo que no es mío, provocaré vuestro enojo mediante una nación no sabia. Pero Isaías se atreve a más todavía: Los que no me buscaban me encontraron; me manifesté a los que no preguntaban por mí. En cambio, de Israel dice: Todo el día he tenido mis manos tendidas a un pueblo indócil y rebelde. Y ahora pregunto: ¿Habrá repudiado Dios a su pueblo? ¡De ningún modo! Que también yo soy israelita, descendiente de Abrahán y originario de la tribu de Benjamín. Dios no ha repudiado al pueblo que de antemano había reservado para sí. ¿Es que no conocéis lo que narra la Escritura a propósito del profeta Elías cuando interpelaba a Dios en contra de Israel: Señor, han asesinado a tus profetas y han destruido tus altares. Solo yo he quedado con vida, y todavía pretenden matarme? Y ¿cuál fue la respuesta divina? Me he reservado siete mil hombres que no han doblado la rodilla ante el dios Baal. Pues lo mismo sucede en nuestros días. Dios ha escogido un resto por pura gracia. Y si es por gracia, no lo es en virtud de méritos humanos, ya que si fuera así, la gracia dejaría de ser gracia. ¿Qué significa esto? Pues que Israel no ha conseguido lo que buscaba; sí lo han conseguido los elegidos, mientras que los demás se han endurecido, según dice la Escritura: Dios los volvió espiritualmente insensibles: les dio unos ojos que no ven y unos oídos que no oyen; y así continúan hasta el presente. David, por su parte, añade: Que su misma prosperidad se les convierta en trampa donde queden atrapados, en ocasión de ruina y de castigo; que se nublen sus ojos y no vean, que su espalda se les doble para siempre. Y pregunto todavía: ¿Habrán caído los israelitas de manera que ya no puedan levantarse? ¡De ningún modo! Su caída ha servido para que las demás naciones puedan salvarse, provocando así la emulación de los judíos. Y si su caída ha sido provechosa para el mundo, si su fracaso ha beneficiado a las demás naciones, el beneficio será mucho mayor cuando también ellos alcancen la plenitud. Me dirijo ahora a vosotros, los paganos. Precisamente porque soy apóstol de los paganos, tengo que poner todo mi empeño en este ministerio, a ver si provoco la emulación de los de mi raza y consigo salvar a algunos de ellos. Porque si el rechazo momentáneo de los judíos ha servido para que el mundo vuelva a estar en paz con Dios, su readmisión ¿no será como un volver de los muertos a la vida? Y si los primeros panes están consagrados a Dios, lo está toda la masa; si está consagrada la raíz, lo están también las ramas. Es verdad que algunas ramas fueron desgajadas y que entre las que quedaban has sido injertado tú, que eras olivo silvestre, compartiendo así la raíz y la savia del olivo. Pero no vayas a creerte mejor que las ramas originales; en cualquier caso, a la hora de presumir, recuerda que no eres tú quien sostiene a la raíz, sino ella la que te sostiene a ti. Bien, dirás, «pero las ramas fueron desgajadas para injertarme a mí». De acuerdo, pero fue su infidelidad la causa del desgajamiento, mientras que tú te mantienes en pie por la fe. Así que no presumas y ándate con cuidado. Porque si Dios no tuvo miramientos con las ramas originales, tampoco los tendrá contigo. Ahí tienes a un Dios que es bueno y severo al mismo tiempo. Severo con los que cayeron; bueno, en cambio, contigo, con tal que tu vida responda a esa bondad. De lo contrario, también a ti te cortarán, en tanto que los israelitas, si no persisten en su infidelidad, volverán a ser injertados. Y Dios puede muy bien injertarlos de nuevo. Porque si tú, que eres por naturaleza olivo silvestre, has sido injertado contra tu naturaleza en el olivo productivo, con mucha más facilidad las ramas originales podrán ser injertadas en su propio olivo. No quiero, hermanos, que ignoréis este misterio para que no presumáis de inteligentes. La obstinación de una parte de Israel no es definitiva; durará hasta que el conjunto de las naciones se convierta. Entonces todo Israel se salvará, según dice la Escritura: De Sion vendrá el libertador que alejará la iniquidad del pueblo de Jacob. Yo borraré sus pecados, y mi alianza quedará así restablecida. En lo que respecta a la aceptación del evangelio, los israelitas aparecen como enemigos de Dios para provecho vuestro; pero si se atiende a la elección, siguen siendo muy queridos de Dios a causa de sus antepasados, ya que los dones y el llamamiento divinos son irrevocables. Vosotros erais en otro tiempo rebeldes a Dios, pero la rebeldía de los israelitas ha servido para que Dios tenga ahora compasión de vosotros. De modo semejante, ellos son ahora los rebeldes para que Dios pueda tener compasión de vosotros y también un día pueda tenerla de ellos. En una palabra, Dios ha permitido que todos seamos rebeldes para tener compasión de todos. ¡Qué profundas la riqueza, la sabiduría y la ciencia de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! Porque: ¿Quién conoce el pensamiento del Señor? ¿Quién fue jamás su consejero? ¿Quién ha podido darle algo para exigirle que se lo devuelva? Él es origen, camino y meta de todas las cosas. ¡A él la gloria por siempre! Amén. Por tanto, por el amor entrañable de Dios os lo pido, hermanos: presentaos a vosotros mismos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios. Ese ha de ser vuestro auténtico culto. No os amoldéis a los criterios de este mundo; al contrario, dejaos transformar y renovad vuestro interior de tal manera que sepáis apreciar lo que Dios quiere, es decir, lo bueno, lo que le es grato, lo perfecto. En virtud del don que me ha sido otorgado me dirijo a todos y a cada uno de vosotros para que a nadie se le suban los humos a la cabeza, sino que cada uno se estime en lo justo, conforme al grado de fe que Dios le ha concedido. Pues así como nuestro cuerpo, que es uno, consta de muchos miembros, y cada uno desempeña su cometido, de la misma manera nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo, y en ese cuerpo cada uno es un miembro al servicio de los demás. Y puesto que tenemos dones diferentes según la gracia que Dios nos ha otorgado, a quien haya concedido hablar en su nombre, hágalo sin apartarse de la fe; el que sirve, que lo haga con diligencia; el que enseña, con dedicación; el que exhorta, aplicándose a exhortar; el encargado de repartir a los necesitados, hágalo con generosidad; el que preside, con solicitud; y el que practica la misericordia, con alegría. No hagáis de vuestro amor una comedia. Aborreced el mal y abrazad el bien. Amaos de corazón unos a otros como hermanos y que cada uno aprecie a los otros más que a sí mismo. Si se trata de esforzaros, no seáis perezosos; manteneos espiritualmente fervientes y prontos para el servicio del Señor. Vivid alegres por la esperanza, animosos en la tribulación y constantes en la oración. Solidarizaos con las necesidades de los creyentes; practicad la hospitalidad; bendecid a los que os persiguen; bendecid y no maldigáis. Alegraos con los que están alegres y llorad con los que lloran. Vivid en plena armonía unos con otros. No ambicionéis grandezas, antes bien poneos al nivel de los humildes. Y no presumáis de inteligentes. A nadie devolváis mal por mal. Esforzaos en hacer el bien ante cualquiera. En cuanto de vosotros dependa, haced lo posible por vivir en paz con todo el mundo. Y no os toméis la justicia por vuestra mano, queridos míos; dejad que sea Dios quien castigue, según dice la Escritura: A mí me corresponde castigar; yo daré a cada cual su merecido —dice el Señor—. A ti, en cambio, te dice: Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Así harás que su cara le arda de vergüenza. No permitas que te venza el mal, antes bien, vence al mal a fuerza de bien. Todos deben acatar la autoridad que preside, pues toda autoridad procede de Dios y las autoridades que existen han sido establecidas por él. Por tanto, los que se oponen a la autoridad se rebelan contra lo que Dios ha dispuesto y recibirán su merecido. Los gobernantes, en efecto, no están para intimidar a los buenos, sino a los malos. ¿Aspiras a no tener miedo de la autoridad? Pues pórtate bien, y solo elogios recibirás de ella, ya que está al servicio de Dios para hacer el bien. Pero, si te portas mal, teme lo peor, pues no en vano está dotada de poderes eficaces al servicio de Dios para castigar severamente a los que hacen el mal. Es preciso, por tanto, que acatéis la autoridad, y no solo por miedo al castigo, sino como un deber de conciencia. Dígase lo mismo de los impuestos que pagáis; quienes os los exigen son como representantes de Dios, dedicados precisamente a ese cometido. Dad a cada uno lo que le corresponda, lo mismo si se trata de impuestos que de contribuciones, de respeto que de honores. Si con alguno tenéis deudas, que sean de amor, pues quien ama al prójimo ha cumplido la ley. Porque el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás y cualquier otro posible mandamiento se resume en estas palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El que ama no hace daño al prójimo; o sea, que el amor constituye la plenitud de la ley. Conocéis, además, el momento especial en que vivimos: que ya es hora de despertar del sueño, pues nuestra salvación está ahora más cerca de nosotros que cuando empezamos a creer. La noche está avanzada, el día a punto de llegar. Así que renunciemos a las obras de las tinieblas y equipémonos con las armas de la luz. Comportémonos con el decoro de quien vive en pleno día: nada de orgías ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de contiendas ni envidias. Al contrario, revestíos de Jesucristo, el Señor, y no fomentéis las desordenadas apetencias de la humana naturaleza. Acoged a los que tienen una fe poco formada y no os enzarcéis en cuestiones opinables. Algunos creen que se puede comer de todo; otros, en cambio, tienen la fe poco formada y solo comen verduras. Quien come de todo, que no desprecie a quien se abstiene de comer ciertos alimentos; y el que no come ciertos alimentos, que no critique al que come de todo, pues ambos han sido acogidos por Dios. ¿Quién eres tú para erigirte en juez de alguien que no está bajo tu dominio? Que se mantenga en pie o que caiga es algo que incumbe solamente a su amo. Y no cabe duda de que se mantendrá en pie, pues le sobra poder al Señor para mantenerlo. Algunos dan especial importancia a ciertos días mientras que otros piensan que todos los días son iguales. Actúe cada uno conforme al dictamen de su propia conciencia. El que piensa que hay que celebrar determinadas fechas, con intención de honrar al Señor lo hace. Y el que come de todo, también lo hace para honrar al Señor; de hecho, da gracias a Dios por ello. De la misma manera, el que se abstiene de comer ciertos manjares, lo hace para honrar al Señor, y también da gracias a Dios. Nadie vive ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; si morimos, para el Señor morimos. Así pues, en vida o en muerte, pertenecemos al Señor. Para eso murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos. ¿Cómo te atreves, entonces, a erigirte en juez de tu hermano? ¿Quién eres tú para despreciarlo? Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios, pues dice la Escritura: Por mi vida, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla, y todos reconocerán la grandeza de Dios. En una palabra, cada uno de nosotros habrá de rendir cuentas a Dios de sí mismo. Por tanto, dejemos ya de criticarnos unos a otros. Proponeos, más bien, no ser para el hermano ocasión o motivo de pecado. Apoyado en Jesús, el Señor, estoy plenamente convencido de que nada es en sí mismo impuro; una cosa es impura solo para aquel que la considere como tal. Claro que si, por comer un determinado alimento, haces daño a tu hermano, ya no es el amor la norma de tu vida. ¡Triste cosa sería hacer que perezca por cuestiones de alimentos alguien por quien Cristo ha muerto! No permitáis, pues, que se os critique por algo que en sí mismo es bueno. El reino de Dios no consiste en lo que se come o en lo que se bebe; consiste en una vida recta, alegre y pacífica que procede del Espíritu Santo. Quien sirve así a Cristo, agrada a Dios y se granjea la estima humana. Así que busquemos con afán lo que contribuye a la paz y a la convivencia mutua. ¿Por qué destruir la obra de Dios por una cuestión de alimentos? Todo lo que se come es bueno, pero se convierte en malo para quien, al comerlo, pone a otro en ocasión de pecado. Más vale, pues, que te abstengas de carne, de vino o de cualquier otra cosa, antes que poner a tu hermano en trance de pecar. La fe bien formada que tú tienes, resérvala para tus relaciones personales con Dios. ¡Dichoso el que puede tomar una decisión sin angustias de conciencia! Pero quien tiene dudas de si un alimento está prohibido o permitido y, sin embargo, lo come, se hace culpable al no proceder conforme al dictamen de su conciencia. Pues todo lo que se hace con mala conciencia es pecado. Nosotros, los que tenemos una fe bien formada, debemos prescindir de nuestro propio gusto y cargar con las debilidades de quienes no la tienen todavía. Que cada uno de nosotros procure agradar a los demás, buscando su bien y su crecimiento en la fe. Porque tampoco Cristo buscó su propia satisfacción; al contrario, como dice la Escritura: los insultos de quienes te insultan han caído sobre mí. Y lo que dice la Escritura se escribió para enseñanza nuestra, a fin de que, uniendo nuestra constancia al consuelo que proporcionan las Escrituras, mantengamos la esperanza. Ojalá que Dios, la fuente de la constancia y del consuelo, os conceda vivir en mutua armonía, según el ejemplo de Cristo para que todos juntos y a una sola voz alabéis a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Acogeos, pues, unos a otros, como Cristo os acogió para gloria de Dios. Porque os digo que Cristo se hizo servidor de los judíos para mostrar que Dios es fiel al confirmar las promesas hechas a los antepasados, y al hacer que las naciones glorifiquen a Dios por su misericordia, como dice la Escritura: Por eso te alabaré en medio de las naciones y cantaré himnos en tu honor. Y dice también: Alegraos, naciones, juntamente con el pueblo de Dios. Y de nuevo: Alabad al Señor todas las naciones, que todos los pueblos celebren su grandeza. Y añade Isaías: Surgirá un descendiente de la familia de Jesé; se alzara para gobernar a los pueblos y en él pondrán las naciones su esperanza. Que el Dios de la esperanza, llene de alegría y paz vuestra fe para que desbordéis de esperanza sostenidos por la fuerza del Espíritu. Por lo demás, hermanos míos, estoy convencido de que rebosáis bondad y estáis repletos de ese conocimiento gracias al cual podéis aconsejaros unos a otros. Me he atrevido, sin embargo, a escribiros con cierta audacia, tratando de refrescar vuestra memoria. Lo hago amparado en el privilegio que Dios me ha concedido, de ser ministro de Cristo Jesús entre las naciones, ejerciendo el oficio sagrado de anunciar el evangelio de Dios, a fin de que los paganos se presenten como ofrenda agradable a Dios, consagrada por el Espíritu Santo. Tengo, pues, motivos para enorgullecerme como cristiano en lo que atañe al servicio de Dios. Y eso hablando únicamente —a más no me atrevo— de lo que Cristo ha llevado a cabo sirviéndose de mí para hacer que los paganos respondan a la fe. Se ha valido para ello de palabras y acciones, de señales y prodigios, y del poder del Espíritu. De este modo, desde Jerusalén y viajando en todas direcciones hasta llegar a Iliria, he proclamado a fondo el evangelio de Cristo. Eso sí, hice siempre cuestión de amor propio proclamar ese mensaje allí donde Cristo era aún desconocido; nunca quise edificar sobre cimiento ajeno, para que se cumpla la Escritura: Los que no tenían noticia de él verán, y los que nada habían oído de él entenderán. Ha sido precisamente esta tarea la que una y otra vez me ha impedido visitaros. Pero mi labor ha terminado ya en estos lugares, y como hace ya muchos años que deseo veros, confío en que, al fin, de paso para España, se logre mi deseo. Así lo espero, como también que me encaminéis hacia allá después de haber disfrutado algún tiempo de vuestra compañía. En este momento estoy a punto de emprender viaje a Jerusalén para prestar un servicio a aquellos hermanos en la fe. Y es que los de Macedonia y Acaya han tenido a bien organizar una colecta en favor de los creyentes necesitados de Jerusalén. Han tenido a bien, aunque en realidad es una obligación, ya que, si los paganos han participado en los bienes espirituales de los judíos, justo es que ahora los ayuden en lo material. Cumplida esta misión, y una vez que haya entregado el fruto de la colecta, partiré para España pasando por vuestra ciudad. Estoy seguro de que la visita que pienso haceros cuenta con la plena bendición de Cristo. Finalmente, hermanos, un favor os pido por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu: apoyadme con vuestras oraciones ante Dios para que pueda escapar con bien de los que en Judea se oponen a la fe y para que la ayuda que llevo a Jerusalén sea bien acogida por aquellos hermanos. De este modo, cuando, Dios mediante, vaya a visitaros, será grande mi alegría y podré descansar entre vosotros. Que Dios, fuente de paz, esté con todos vosotros. Amén. Os recomiendo a nuestra hermana Febe, que está al servicio de la iglesia de Cencreas. Acogedla en el nombre del Señor, como debe hacerse entre creyentes, y atendedla en todo cuanto necesite de vosotros, pues también ella se ha desvelado por ayudar a muchos, entre ellos, a mí mismo. Saludos para Prisca y Aquila que han colaborado conmigo en Cristo Jesús y se jugaron la vida por salvar la mía. Y no solo yo tengo que agradecérselo, sino todas las iglesias de origen pagano. Saludos igualmente para la iglesia que se reúne en su casa. Saludos para mi querido amigo Epéneto, el primer cristiano de la provincia de Asia. Saludad a María que tanto se ha fatigado por vosotros. Saludad a Andrónico y a Junia, paisanos míos y compañeros de prisión. Gozan de gran estima entre los apóstoles, e incluso creyeron en Cristo antes que yo. Saludad a Ampliato, mi querido amigo en el Señor; a Urbano, que ha sido nuestro colaborador en Cristo; a mi buen amigo Estaquis. Saludad a Apeles, que ha dado sobradas pruebas de fidelidad a Cristo, y también a los de la casa de Aristóbulo. Saludos para mi paisano Herodión y para los creyentes de la casa de Narciso; saludos para Trifena y Trifosa que trabajan con afán por el Señor; saludos para Pérsida, la hermana tan querida que tanto se ha fatigado por servir al Señor. Saludad a Rufo, escogido del Señor, y a su madre, que es como si fuera mía. Saludad a Asíncrito, a Flegón, a Hermes, a Patrobas, a Hermas y a los hermanos que están con ellos. Saludad a Filólogo y a Julia, a Nereo y a su hermana, a Olimpo y a los creyentes que están con ellos. Saludaos, en fin, unos a otros con un beso fraterno. Os saludan, por su parte, todas las iglesias de Cristo. Os ruego, hermanos, que tengáis cuidado con los que suscitan divisiones y ponen en peligro la enseñanza que habéis recibido; alejaos de ellos. Es gente que no está al servicio de Cristo nuestro Señor, sino de sus propios apetitos, y con sus halagos y lisonjas embaucan a los incautos. Vuestra respuesta a la fe ha llegado a conocimiento de todos y eso me alegra; quiero, sin embargo, que seáis sagaces para hacer el bien y limpios frente al mal. El Dios de la paz pondrá muy pronto a Satanás bajo vuestros pies. Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo os acompañe. Os saludan Timoteo, mi colaborador, y también Lucio, Jasón y Sosípatro, que son paisanos míos. Os saludo yo, Tercio, que he sido el amanuense de esta carta como servicio al Señor. Saludos de Gayo, en cuya casa me alojo y donde se reúne toda esta iglesia. Saludos de Erasto, tesorero de la ciudad, y del hermano Cuarto. [ ] Al que tiene poder para consolidaros en la fe de acuerdo con el evangelio que anuncio y la proclamación que hago de Jesucristo, a quien ha revelado su plan secreto mantenido durante siglos oculto, y lo ha manifestado ahora por medio de las Escrituras proféticas, según la disposición del Dios eterno, de modo que al conocerlo todas las naciones respondan a la fe, a ese Dios, el único sabio, sea la gloria por siempre a través de Jesucristo. Amén. Pablo, elegido por designio de Dios para ser apóstol de Cristo Jesús, y el hermano Sóstenes, a la Iglesia de Dios reunida en Corinto. A vosotros que, consagrados por Cristo Jesús, habéis sido elegidos por Dios para ser su pueblo, junto con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor suyo y nuestro. Que Dios, nuestro Padre, y Jesucristo, el Señor, os concedan gracia y paz. Doy gracias sin cesar a mi Dios por vosotros ya que os ha otorgado su gracia mediante Jesucristo y os ha enriquecido sobremanera con toda clase de dones, tanto en lo que se refiere al conocer como al hablar. Y de tal manera se ha consolidado en vosotros el mensaje de Cristo, que de ningún don carecéis mientras estáis a la espera de que nuestro Señor Jesucristo se manifieste. Él será quien os mantenga firmes hasta el fin, para que nadie tenga de qué acusaros el día de nuestro Señor Jesucristo. Dios, que os ha elegido para vivir en unión con su Hijo Jesucristo, es un Dios que cumple su palabra. Pero tengo algo que pediros, hermanos, y lo hago en nombre de nuestro Señor Jesucristo: que haya concordia entre vosotros. Desterrad cuanto signifique división y recuperad la armonía pensando y sintiendo lo mismo. Digo esto, hermanos míos, porque los de Cloe me han informado de que hay divisiones entre vosotros. Me refiero a eso que anda diciendo cada uno de vosotros: «Yo pertenezco a Pablo», «yo a Apolo», «yo a Pedro», «yo a Cristo». Pero bueno, ¿es que Cristo está dividido? ¿Ha sido crucificado Pablo por vosotros o habéis sido bautizados en su nombre? ¡Es como para dar gracias a Dios el no haber bautizado entre vosotros más que a Crispo y a Gayo! Así nadie puede presumir de haber quedado vinculado a mí por el bautismo. Bueno, también bauticé a la familia de Estéfanas; fuera de estos, no recuerdo haber bautizado a ningún otro. Es que Cristo no me envió a bautizar, sino a proclamar el evangelio. Y a proclamarlo sin alardes de humana elocuencia, para que no quede anulada la eficacia de la cruz de Cristo. El lenguaje de la cruz es, ciertamente, un absurdo para los que van por sendas de perdición; mas para nosotros, los que estamos en camino de salvación, es poder de Dios. Lo dice la Escritura: Destruiré la sabiduría de los sabios y haré fracasar la inteligencia de los inteligentes. ¿Quién se atreverá a presumir de sabio, de maestro o de investigador de este mundo? ¿No ha demostrado Dios que la sabiduría de este mundo es pura necedad? En efecto, el mundo con su sabiduría sobre Dios no ha llegado a conocer a Dios a través de esa sabiduría. Por eso, Dios ha decidido salvar a los creyentes a través de un mensaje que parece absurdo. Porque mientras los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría, nosotros anunciamos a Cristo crucificado, que para los judíos es una piedra en que tropiezan y para los paganos es cosa de locos. Pero para los que Dios ha elegido, sean judíos o griegos, ese Cristo es poder y sabiduría de Dios, pues lo que en Dios parece absurdo es mucho más sabio que lo humano, y lo que en Dios parece débil es más fuerte que lo humano. Basta, hermanos, con que os fijéis en cómo se ha realizado vuestra elección: no abundan entre vosotros los que el mundo considera sabios, poderosos o aristócratas. Al contrario, Dios ha escogido lo que el mundo tiene por necio, para poner en ridículo a los que se creen sabios; ha escogido lo que el mundo tiene por débil, para poner en ridículo a los que se creen fuertes; ha escogido lo sin importancia según el mundo, lo despreciable, lo que nada cuenta, para anular a quienes piensan que son algo. De este modo, ningún mortal podrá alardear de algo ante Dios que os ha injertado en Cristo Jesús, convertido para nosotros en sabiduría divina, en poder salvador, santificador y liberador. Así que, como dice la Escritura, si de algo hay que presumir, que sea de lo que ha hecho el Señor. Yo mismo, hermanos, cuando llegué a vuestra ciudad, no os anuncié el proyecto salvador de Dios con alardes de sabiduría o elocuencia. Decidí que entre vosotros debía ignorarlo todo, a excepción de Cristo crucificado; así que me presenté ante vosotros sin recursos y temblando de miedo. Mi predicación y mi mensaje no se apoyaban en una elocuencia inteligente y persuasiva; era el Espíritu con su poder quien os convencía, de modo que vuestra fe no es fruto de la sabiduría humana, sino del poder de Dios. Sin embargo, también nosotros disponemos de una sabiduría para los formados en la fe; una sabiduría que no pertenece a este mundo ni a los poderes perecederos que gobiernan este mundo; una sabiduría divina, misteriosa, escondida, destinada por Dios, desde antes de todos los tiempos, a constituir nuestra gloria. Ninguno entre los poderosos de este mundo ha llegado a conocer tal sabiduría, pues, de haberla conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria. Pero según dice la Escritura: Lo que jamás vio ojo alguno, lo que ningún oído oyó, lo que nadie pudo imaginar que Dios tenía preparado para aquellos que lo aman, eso es lo que Dios nos ha revelado por medio del Espíritu. Pues el Espíritu todo lo sondea, incluso lo más profundo de Dios. ¿Quién, en efecto, conoce lo íntimo del ser humano, sino el mismo espíritu humano que habita en su interior? Lo mismo pasa con las cosas de Dios: solo el Espíritu divino las conoce. En cuanto a nosotros, no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, para poder así reconocer los dones que Dios nos ha otorgado. Esto es precisamente lo que expresamos con palabras que no están inspiradas por el saber humano, sino por el Espíritu. Y así acomodamos las cosas espirituales a los que poseen el Espíritu. La persona mundana es incapaz de captar lo que procede del Espíritu de Dios; lo considera un absurdo y no alcanza a comprenderlo, porque solo a la luz del Espíritu pueden ser valoradas estas cosas. En cambio, la persona animada por el Espíritu puede emitir juicio sobre todo, sin que ella esté sujeta al juicio de nadie. Porque ¿quién conoce el modo de pensar del Señor hasta el punto de poder darle lecciones? ¡Ahora bien, nosotros estamos en posesión del modo de pensar de Cristo! Hermanos, no me fue posible entonces trataros como a personas animadas por el Espíritu; tuve que hacerlo como a personas inmaduras, como a cristianos en estado infantil. Os alimenté con leche y no con alimentos fuertes que no podíais asimilar entonces; y tampoco podéis ahora, porque seguís siendo inmaduros. Pues mientras haya entre vosotros envidias y rivalidades, ¿no es prueba de inmadurez y de que no habéis superado el nivel puramente humano? En efecto, cuando uno dice: «Yo pertenezco a Pablo», y otro: «Yo a Apolo», ¿no estáis demostrando que sois todavía demasiado humanos? Pues, ¿qué son Apolo y Pablo? Simples servidores que os condujeron a la fe, valiéndose cada cual del don que Dios le concedió. Yo planté y Apolo regó, pero fue Dios quien hizo crecer. Así que ni el que planta ni el que riega cuentan para nada; Dios, que hace crecer, es el que cuenta. Y entre el oficio de plantar o el de regar no hay diferencia, si bien cada uno recibirá el salario en proporción a su trabajo. Nosotros somos colaboradores de Dios; vosotros sois el campo que Dios cultiva, la casa que Dios edifica. Yo, respondiendo al don que Dios me ha concedido, he puesto los cimientos como buen arquitecto; otro es el que levanta el edificio. Mire, sin embargo, cada uno cómo lo hace. Desde luego, el único cimiento válido es Jesucristo, y nadie puede poner otro distinto. Pero sobre ese cimiento puede construirse con oro, plata y piedras preciosas, o bien con madera, paja y cañas. El día del Señor pondrá de manifiesto el valor de lo que cada uno haya hecho, pues ese día vendrá con fuego, y el fuego pondrá a prueba la consistencia de lo que cada uno haya hecho. Aquel cuyo edificio, levantado sobre el cimiento, se mantenga firme, será premiado; aquel cuyo edificio no resista al fuego, será castigado. A pesar de lo cual, él se salvará, si bien como el que a duras penas escapa de un incendio. ¿Ignoráis acaso que sois templo de Dios y morada del Espíritu divino? Si destruís el templo de Dios, Dios mismo os destruirá a vosotros; no en vano el templo de Dios es algo santo, y vosotros mismos sois ese templo. Que nadie se engañe. Si alguno de vosotros presume de sabio según los criterios de este mundo, mejor será que se convierta en necio, para alcanzar así la verdadera sabiduría. Porque la sabiduría del mundo es necedad a los ojos de Dios. Así lo dice la Escritura: Dios atrapa a los sabios en la trampa de su propia astucia. Y en otro lugar: El Señor sabe cuán vanos son los pensamientos de los sabios. Que nadie, pues, ande presumiendo de los que no pasan de ser seres humanos, pues todo os pertenece: Pablo, Apolo, Pedro, el mundo, la vida, la muerte, lo presente y lo futuro. Todo es vuestro; pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios. A nosotros la gente nos ha de considerar como lo que somos: servidores de Cristo y administradores de los planes secretos de Dios. Y lo que a un administrador se le pide es que sea fiel. En cuanto a mi conducta, me tiene sin cuidado el juicio que podáis emitir vosotros o cualquier otro tribunal humano; ni siquiera yo mismo me juzgo. Es cierto que no me remuerde la conciencia, pero no por ello me considero inocente. Quien me juzga es el Señor. Así que no emitáis juicios prematuros. El Señor es quien iluminará, cuando venga, lo que se esconde en la oscuridad y quien pondrá al descubierto las secretas intenciones de cada persona. Entonces cada uno recibirá de Dios su merecido. Hermanos, con el fin de que entendieseis estas cosas, las he aplicado, a modo de ejemplo, a Apolo y a mi propia persona para que aprendáis en nosotros lo de «no ir más allá de lo que está establecido» y para que nadie se apasione por uno en contra de otro. Porque, ¿quién te hace a ti mejor que los demás?, ¿qué tienes que no hayas recibido? Y si todo lo que tienes lo has recibido, ¿a qué viene presumir como si fuera tuyo? ¡Conque ya estáis satisfechos, ya sois ricos, ya habéis alcanzado la realeza sin contar con nosotros! ¡Ojalá fuera cierto, para compartir con vosotros esa realeza! Pues, a lo que veo, Dios nos ha reservado a los apóstoles el último lugar como si fuéramos condenados a muerte, y nos hemos convertido en espectáculo del mundo entero, tanto de ángeles como de humanos. Así que nosotros somos unos locos a causa de Cristo; vosotros, en cambio, un modelo de sensatez cristiana; nosotros somos débiles, vosotros fuertes; vosotros os lleváis la estima, nosotros el desprecio. Hasta el presente no hemos pasado más que hambre, sed, desnudez y malos tratos, andando de un lado para otro. Hemos trabajado con nuestras propias manos hasta el agotamiento. Si nos insultan, bendecimos; si nos persiguen, aguantamos; si nos calumnian, respondemos con bondad. Total, que hasta este momento somos la basura del mundo, el desecho de la humanidad. No es mi intención avergonzaros al escribiros todo esto. Solo quiero corregiros como a hijos míos muy queridos. Porque maestros en la fe en Cristo Jesús podéis tenerlos a millares, pero padres, no; he sido yo quien os ha engendrado para la fe mediante el evangelio. Os ruego, pues, que sigáis mi ejemplo, para lo que os he enviado a Timoteo, hijo mío muy querido y cristiano fiel. Él os recordará el estilo de vida que tengo yo como creyente en Cristo Jesús y que voy enseñando por doquier en cada iglesia. Pensando que no iré a visitaros, algunos han comenzado a envalentonarse. Pues bien, si Dios quiere, os haré pronto una visita, y entonces veremos si esos engreídos hacen tanto como dicen. Porque el reino de Dios no es cuestión de palabras, sino de eficacia. ¿Qué preferís: que vaya vara en mano o con amor y espíritu apacible? Por todas partes se comenta que uno de vosotros vive con su madrastra como si fuera su mujer. Un caso así de lujuria, ni siquiera entre los no cristianos suele darse. Y vosotros seguís tan orondos, cuando deberíais vestir luto y no admitir en vuestra compañía a quien así está comportándose. Por mi parte, aunque estoy corporalmente ausente, me considero presente en espíritu y como tal he tomado ya una decisión contra el que así se ha comportado. Reunido, pues, en espíritu con vosotros, en el nombre y con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, he decidido dejar a ese individuo a merced de Satanás, a ver si queda destruida su condición pecadora y él, animado por el Espíritu, se salva en el día del Señor. ¡La cosa no es como para que os sintáis orgullosos! ¿No sabéis que un poco de levadura hace fermentar toda la masa? Eliminad todo resto de vieja levadura y sed masa nueva ya que sois panes pascuales, pues Cristo, que es nuestra víctima pascual, ya ha sido sacrificado. Así que hagamos fiesta; pero no a base de la vieja levadura —me refiero a la maldad y a la perversidad—, sino con los panes pascuales de la sinceridad y de la verdad. Os dije por carta que no tuvieseis trato con gente lujuriosa. Es claro que no hablaba en plural, de todos los lujuriosos de este mundo, como tampoco de todos los avaros, ladrones o idólatras, pues en tal caso tendríais que vivir en otro mundo. Lo que realmente quería deciros en la carta es que no tengáis trato con quien presume de cristiano y es lujurioso, avaro, idólatra, calumniador, borracho o ladrón. Con alguien así, ¡ni sentarse a la mesa! No me corresponde a mí juzgar a quienes no forman parte de la Iglesia. Pero juzgar a quienes forman parte de ella, sí es cosa vuestra. A los que están fuera ya los juzgará Dios. Así que eliminad al malvado de entre vosotros. ¿Cómo es que, cuando tenéis un pleito entre vosotros, lleváis el asunto a un tribunal no cristiano, en lugar de resolverlo entre creyentes? ¿Es que no sabéis que son los creyentes quienes juzgarán al mundo? Si, pues, vais a ser jueces del mundo, ¿no seréis competentes para tratar estos pleitos de menor cuantía? ¡Hasta a ángeles tendremos que juzgar! ¡Pues con mayor razón asuntos concernientes a la vida ordinaria! Y sin embargo, cuando tenéis pleitos de este tipo, escogéis para resolverlos a los que nada significan para la Iglesia. Os lo digo para vergüenza vuestra. ¿Es que no hay entre vosotros ni siquiera uno capaz de resolver estos litigios entre hermanos? ¡Pleiteáis hermano contra hermano y, por si fuera poco, ante jueces no cristianos! Ya es una lástima que se den pleitos entre vosotros, cuando deberíais soportar pacientemente la injusticia y hacer la vista gorda si alguno os estafa. ¡Pero no! Sois vosotros mismos los injustos y los estafadores, y, para colmo, lo sois con vuestros propios hermanos. ¿Ignoráis acaso que los que hacen el mal no tendrán parte en el reino de Dios? No os llaméis a engaño: ni los lujuriosos, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los difamadores, ni los estafadores heredarán el reino de Dios. Y esto es lo que antes erais algunos de vosotros. Pero habéis sido purificados, consagrados y justificados en el nombre de Jesucristo, el Señor, y por la acción del Espíritu de nuestro Dios. Andan diciendo algunos: «Todo me está permitido». Sí, pero no todo es conveniente. Y, aunque todo me esté permitido, no debo dejar que nada me esclavice. Dicen también: «La comida es para el estómago, y el estómago, para la comida»; pero Dios hará que perezcan ambas cosas. Y, en todo caso, el cuerpo no está hecho para la lujuria, sino para el Señor. A su vez, el Señor es para el cuerpo. Por su parte, Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros con su poder. ¿Ignoráis que vuestros cuerpos son miembros del cuerpo de Cristo? ¿Y voy a convertir un miembro de Cristo en miembro de prostituta? ¡De ningún modo! Sabéis, en efecto, que unirse a una prostituta es hacerse con ella como un solo cuerpo. La misma Escritura lo dice: Los dos formarán un solo ser. En cambio, el que se une al Señor, formará con él un solo ser en la esfera del Espíritu. Huid de la lujuria. Cualquier otro pecado que la persona cometa queda fuera del cuerpo, pero el pecado de la lujuria ofende al propio cuerpo. ¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habéis recibido de Dios y que habita en vosotros? Ya no sois los dueños de vosotros mismos. Habéis sido rescatados a buen precio; glorificad, pues, a Dios con vuestro cuerpo. En cuanto a lo que me consultasteis por escrito, («es cosa de alabar el que el varón renuncie a tener relaciones con una mujer»). Ante el peligro de la lujuria, que cada uno tenga su mujer, y cada mujer su marido. El marido debe cumplir su obligación conyugal con la mujer, y lo mismo la mujer con el marido. Porque la mujer ya no es dueña de su propio cuerpo; lo es el marido. Como tampoco el marido es dueño de su cuerpo; lo es la mujer. No pongáis dificultades a vuestra mutua entrega, a no ser de común acuerdo y por cierto tiempo con el fin de dedicaros a la oración. Pero luego debéis volver a la vida normal de matrimonio, no sea que, incapaces de guardar continencia, Satanás os arrastre al pecado. Esto os lo digo más en plan de concesión que de mandato. Bien quisiera yo que todos imitasen mi ejemplo; pero cada uno ha recibido de Dios su propio don: unos de un modo y otros de otro. Excelente cosa es —a los solteros y a las viudas se lo digo— que se mantengan como yo. Pero, si son incapaces de dominarse, que se casen. Mejor es casarse que dejarse abrasar por la pasión. Para los casados, tengo una orden del Señor, no mía, que manda que la mujer no se separe del marido. Y si tuviera que separarse, que permanezca sin casarse o se reconcilie con su marido. Y que tampoco el marido se divorcie de su mujer. En otros casos no es el Señor, sino yo, quien les dice que si un cristiano está casado con una mujer que no es cristiana, pero acepta seguir viviendo con él, no se divorcie de ella. Y de igual modo, si una mujer cristiana está casada con un hombre que no es cristiano, pero acepta vivir con ella, no se divorcie de él. La razón es que, tanto el marido como la mujer que no son cristianos, quedan consagrados a Dios por sus respectivos cónyuges cristianos. Y de este modo vuestros hijos están consagrados a Dios, mientras que, en caso contrario, no lo estarían. Ahora bien, si la parte no cristiana quiere separarse, que lo haga. En este caso, el hermano o la hermana cristianos quedan libres, ya que si Dios nos ha llamado es para que vivamos en paz. Porque ¿estás tú segura, mujer, de que conseguirías salvar a tu marido? Y tú, marido, ¿estás seguro de que salvarías a tu mujer? Fuera de este caso, que cada uno viva según el don que haya recibido del Señor y en el estado en que se encontraba cuando Dios lo llamó a la fe. Es la norma que doy en todas las iglesias. ¿Que uno ha recibido el llamamiento de Dios estando circuncidado? No tiene por qué ocultarlo. ¿Que lo ha recibido sin estar circuncidado? No tiene por qué circuncidarse. ¡Qué más da estar o no estar circuncidado! Lo que importa es cumplir los mandamientos de Dios. Permanezca, pues, cada uno en el estado de vida en que estaba cuando Dios lo llamó. ¿Eras esclavo cuando recibiste el llamamiento? No te importe; pero si tienes ocasión de recobrar la libertad, aprovéchala. Porque quien es llamado por el Señor siendo esclavo, se convierte en liberto del Señor; y quien es llamado siendo libre, se convierte en esclavo de Cristo. ¡Habéis sido rescatados a buen precio; no os hagáis esclavos de realidades humanas! Que cada cual, hermanos, permanezca ante Dios en el estado que tenía cuando fue llamado a la fe. En cuanto a las personas solteras, no he recibido ninguna norma del Señor. Os ofrezco, sin embargo, el consejo de quien, por la misericordia de Dios, es digno de crédito. Pienso que, dada la difícil situación en que vivimos, lo mejor es que cada uno permanezca como está. ¿Estás casado? No intentes separarte. ¿Eres soltero? No busques mujer. Pero no haces nada malo si te casas; como tampoco hace mal una soltera si se casa. Solo que yo quisiera ahorrar a todos estos las dificultades que les aguardan en la vida. Os prevengo además, hermanos, que el tiempo se acaba. En lo que resta, los que están casados vivan como si no lo estuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no fuera suyo lo comprado; los que disfrutan de este mundo, como si no disfrutaran. Porque el orden natural de este mundo está en trance de acabar. Quisiera también ahorraros preocupaciones. El soltero está en situación de preocuparse por las cosas del Señor, buscando en todo la forma de agradarle. En cambio, el casado ha de preocuparse de los asuntos del mundo y de cómo agradar a su mujer, teniendo así dividido el corazón. Igualmente, la mujer sin marido y la mujer soltera están en mejor situación para preocuparse por las cosas del Señor, dedicándose a él en cuerpo y alma. La mujer casada, por su parte, se preocupa de las cosas de este mundo y de cómo agradar a su marido. Si os digo estas cosas, es por vuestro bien. ¡Lejos de mí pretender tenderos lazo alguno! Solo quiero que os dediquéis al Señor de manera digna, asidua y sin estorbos. Es posible que alguno juzgue poco noble dejar plantada a su novia, ya que ha sobrepasado la flor de la edad, y se decida, por tanto, a actuar en consecuencia. Haga lo que mejor le parezca; ningún pecado hay en que se casen. Pero quien, sintiéndose firme en su interior, sin presión alguna que le fuerce y en pleno uso de su libertad, tome la resolución de no casarse con su novia; hace muy bien. En resumen, el que se casa con su novia, hace bien, y el que no se casa, hace todavía mejor. Durante la vida de su marido, la mujer está ligada a él; pero si el marido muere, la mujer queda libre para casarse con quien le plazca, siempre que lo hagan como cristianos. Sin embargo, será más feliz si permanece como está. Este es mi consejo, y también yo creo estar asistido por el Espíritu de Dios. En cuanto a la carne ofrecida en sacrificio a los ídolos, todos conocemos el modo de proceder. Pero el conocimiento envanece; solo el amor es verdaderamente provechoso. Si alguien presume de conocer alguna cosa, es que ignora todavía cómo hay que conocer. Pero si ama a Dios, entonces es objeto del conocimiento amoroso de Dios. En lo que se refiere a comer carne ofrecida en sacrificio a los ídolos, sabemos que los ídolos no significan nada en el mundo y que no hay más que un Dios. Existen, sí, esos a los que llaman dioses, sea en el cielo o en la tierra —y son, por cierto, muchos esos dioses y señores—. Para nosotros, sin embargo, solo hay un Dios: el Padre, de quien todo procede y a quien todos estamos destinados; y solo hay un Señor: Jesucristo, mediante el cual han sido creadas todas las cosas y por quien vivimos también nosotros. Pero no todos tienen este conocimiento. Algunos, acostumbrados a la idolatría hasta hace muy poco, comen pensando que es carne sacrificada a los ídolos, y su conciencia, que está poco formada, incurre en culpa. No será un alimento lo que nos haga estar más cerca de Dios; nada perderemos por dejar de comer, ni ganaremos nada por comer. Eso sí, procurad que esta libertad vuestra no se convierta en ocasión de caída para los poco formados. Porque vamos a suponer que alguien te ve a ti, que tienes la conciencia bien formada, tomando parte en un banquete en el que se sirve carne sacrificada a los ídolos. Su conciencia poco formada ¿no se dejará llevar de tu ejemplo y comerá de esa carne? Y así, porque tú te las das de sabio, se perderá ese hermano poco formado todavía, pero por quien Cristo murió. Con lo que, además de pecar contra los hermanos al hacer daño a su conciencia mal formada, pecáis también contra Cristo. Por eso, si tomar un alimento va a ser ocasión de pecado para mi hermano, jamás tomaré ese alimento, para no dar a mi hermano ocasión de pecar. ¿No soy yo libre? ¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús, nuestro Señor? ¿No sois vosotros el fruto de mi trabajo en el Señor? Pase que otros no me reconozcan como apóstol, pero vosotros sí debéis reconocerme, pues sois el sello que garantiza mi apostolado en el Señor. Esta es precisamente mi defensa frente a mis detractores. ¿Acaso no tenemos derecho a alimentarnos? ¿No tenemos derecho a llevar con nosotros una mujer cristiana, como hacen los demás apóstoles, los hermanos del Señor y el mismo Pedro? ¿O es que Bernabé y yo somos los únicos obligados a realizar otros trabajos? ¿Cuándo se ha visto a un soldado hacer la guerra a costa de sus propios bienes? ¿Quién planta una viña y no come de sus frutos? ¿Quién apacienta un rebaño y no se alimenta de su leche? Pero no quisiera alegar razones puramente humanas. Es la ley quien lo dice, la ley de Moisés en la que está escrito: No pongas bozal al buey que trilla. ¿Y esto lo dice Dios porque le preocupen los bueyes, o más bien refiriéndose a nosotros? Sin duda que está escrito en atención a nosotros, ya que, tanto el que ara como el que trilla, lo hacen con la esperanza de participar en la cosecha. Nosotros hemos sembrado bienes espirituales; ¿será mucho pedir que cosechemos de vosotros algún bien terreno? Si otros se consideran con derecho a ello, mucho más nosotros. Y, sin embargo, no hemos querido utilizar este derecho. Preferimos soportar lo que sea, a fin de no crear impedimento alguno al evangelio de Cristo. Bien sabéis que los ministros del culto viven de ese ministerio y que los que sirven al altar participan de las ofrendas que se hacen en él. De forma semejante, el Señor dispuso que quienes anuncian el evangelio vivan de esa tarea. Pero yo, ni he hecho uso de ninguno de esos derechos ni os escribo estas líneas para que me sean reconocidos. Prefiero morir antes que nadie me arrebate este motivo de orgullo. Pues anunciar el evangelio no es para mí un motivo de orgullo; es una necesidad que se me impone, ¡y pobre de mí si no anuncio el evangelio! Si realizara esta tarea por propia iniciativa, merecería una recompensa; pero si lo hago por obligación, como una tarea que se me ha encomendado, ¿dónde está entonces mi recompensa? Está en el hecho de anunciar gratuitamente el evangelio, sin hacer uso del derecho que me confiere el evangelio. Soy plenamente libre; sin embargo, he querido hacerme esclavo de todos para ganar a cuantos pueda. Con los judíos me conduzco como judío, para ganar a los judíos. Con los que están sujetos a la ley, yo, que no estoy sujeto a la ley, actúo como si lo estuviera, a fin de ganarlos. Igualmente, para ganar a los que están sin ley, yo, que no estoy sin ley de Dios ya que mi ley es Cristo, me comporto con ellos como si estuviera sin ley. Con los poco formados en la fe, procedo como si yo también lo fuera, a ver si así los gano. A todos traté de adaptarme totalmente para conseguir, cueste lo que cueste, salvar a algunos. Todo sea por amor al evangelio, de cuyos bienes espero participar. Bien sabéis que de todos los que participan en una competición atlética, solo uno recibe el premio. ¡Corred como para ganar! Y ya veis de cuántas cosas se privan los que se entrenan con vistas a una prueba deportiva. Ellos lo hacen para conseguir una corona que se marchita; nosotros, en cambio, aspiramos a un trofeo imperecedero. En cuanto a mí, no corro a ciegas, ni lucho como quien da golpes al aire. Si golpeo mi cuerpo con rigor y lo someto a disciplina, es porque yo, que he proclamado a otros el mensaje, no quiero quedar descalificado. No debéis olvidar, hermanos, que todos nuestros antepasados caminaron al amparo de aquella nube, y atravesaron el mar. Todos fueron bautizados como seguidores de Moisés cuando aconteció lo de la nube y lo del mar. Todos comieron el mismo alimento espiritual y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebieron de la roca espiritual que los acompañaba, roca que representaba a Cristo. Y, a pesar de todo, la mayor parte de ellos no agradó a Dios, y fueron por eso aniquilados en el desierto. Todo aquello sucedió para servirnos de ejemplo a nosotros; para que no corramos tras el mal, como ellos corrieron; para que no os deis a la idolatría, como se dieron algunos de ellos, según dice la Escritura: Se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantó luego a divertirse. Para que no nos entreguemos a la lujuria, como se entregaron algunos de ellos, por lo que perecieron veintitrés mil en un solo día; para que no pongamos a prueba la paciencia del Señor, como hicieron algunos de ellos y murieron mordidos por serpientes; y para que no os quejéis de Dios, como se quejaron algunos de ellos, y los aniquiló el exterminador. A ellos les sucedieron estas cosas como ejemplo, y se han escrito para escarmiento de quienes vivimos ya en estos tiempos que son los últimos. Así que, si alguno presume de mantenerse firme, esté alerta, no sea que caiga. Hasta ahora, ninguna prueba os ha sobrevenido que no pueda considerarse humanamente soportable. Dios es fiel y no permitirá que seáis puestos a prueba más allá de vuestras fuerzas; al contrario, junto con la prueba os proporcionará también la manera de superarla con éxito. Evitad, por tanto, queridos míos, el culto a los ídolos. Os hablo como a personas inteligentes, capaces de estimar el valor de lo que os digo. La copa bendita que bendecimos, ¿no nos hace participar de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no nos hace compartir el cuerpo de Cristo? Porque al haber un solo pan del que todos participamos, nosotros, que somos muchos, formamos un solo cuerpo. Fijaos en el pueblo israelita: ¿no es cierto que quienes se alimentan de las víctimas sacrificadas quedan vinculados al altar? No quiero decir con ello que esas víctimas sacrificadas a los ídolos tengan algún valor o que los ídolos signifiquen algo. Lo que quiero decir es que esas víctimas se ofrecen a los demonios y no a Dios; y yo no quiero que entréis en comunión con los demonios. No podéis beber de la copa del Señor y de la copa de los demonios; no podéis comer de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios. A no ser que pretendamos provocar la ira del Señor. ¿Nos creemos acaso más fuertes que él? «Todo está permitido», dicen algunos. Sí, pero no todo es conveniente. Y aunque «todo esté permitido», no todo ayuda al provecho espiritual de los demás. Que nadie busque su propio interés, sino el del prójimo. Podéis comer de todo cuanto se vende en el mercado, sin plantearos problemas de conciencia, porque del Señor es la tierra y todo lo que existe en ella. Si os invita un no cristiano y aceptáis su invitación, comed lo que os ponga y no os planteéis problema alguno de conciencia. Pero si alguien os indica: «Eso es carne sacrificada a los ídolos», entonces, en atención a quien os lo ha indicado y por razones de conciencia, no lo comáis. Naturalmente, me refiero no a vuestra conciencia, sino a la de quien os ha hecho la indicación. Y ¿por qué —dirás— va a quedar coartada mi libertad por la conciencia de otro? Si, cuando participo en un banquete, doy gracias a Dios por ello, ¿qué razón hay para que se me critique por algo que hago dando gracias a Dios? En cualquier caso, tanto si coméis como si bebéis o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios. Pero no seáis ocasión de pecado para nadie, ya se trate de judíos, de paganos o de miembros de la Iglesia de Dios. Ya veis que yo procuro dar completa satisfacción a todos, y no busco mi propio provecho, sino el de todos los demás, a fin de que se salven. Seguid mi ejemplo como yo sigo el de Cristo. Os felicito, porque no hay cosa en la que no me tengáis presente y porque conserváis las tradiciones tal como os las transmití. Pero quiero que sepáis que Cristo es cabeza de todo varón, como el varón lo es de la mujer y Dios lo es de Cristo. Todo varón que ora o profetiza con la cabeza cubierta, deshonra a Cristo, que es su cabeza. Igualmente, toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, deshonra al marido, que es su cabeza; es como si se la hubiera rapado. Si, pues, no quiere llevar velo, que se corte el pelo al rape. Y si considera vergonzoso para una mujer cortarse el pelo o llevar rapada la cabeza, que use velo. El varón no debe cubrirse la cabeza, por cuanto es imagen y reflejo de la gloria de Dios; pero la mujer refleja la gloria del varón. Pues no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón; ni fue creado el varón por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón. Por eso, y por respeto a los ángeles, es conveniente que la mujer lleve sobre su cabeza una señal de autoridad; aunque entre cristianos tanto el varón como la mujer deben reconocer su mutua dependencia. Porque si bien es cierto que la mujer procede del varón, también lo es que el varón viene al mundo por medio de la mujer; y, en última instancia, todo procede de Dios. A vuestro criterio apelo: ¿es decoroso que la mujer ore a Dios sin cubrirse la cabeza? ¿No enseña la misma naturaleza que el cabello largo es para el varón una deshonra, mientras que para la mujer es motivo de honra? En efecto, la cabellera le ha sido dada a la mujer para que le sirva de velo. En cualquier caso, si alguno quiere seguir discutiendo sobre esto, sepa que no tenemos tal costumbre, ni la tienen las demás iglesias cristianas. A propósito de estas recomendaciones, tampoco es como para felicitaros el que vuestras asambleas os ocasionen más perjuicio que provecho. Para empezar, ha llegado a mis oídos que, cuando os reunís en asamblea, los bandos están a la orden del día. Cosa, por cierto, nada increíble, si se piensa que hasta es conveniente que existan divisiones entre vosotros, para que se manifieste quiénes son entre vosotros los verdaderos creyentes. El caso es que en vuestras asambleas ya no es posible comer la Cena del Señor, pues cada uno empieza comiendo la comida que ha llevado, y así resulta que mientras uno pasa hambre, otro está borracho. ¿Pero es que no tenéis vuestras casas para comer y beber? ¡Ya se ve que apreciáis bien poco la asamblea cristiana y que no os importa poner en evidencia a los más pobres! ¿Qué esperáis que os diga? ¿Acaso que os felicite? ¡Pues no es precisamente como para felicitaros! Por lo que a mí toca, os he transmitido una tradición que yo recibí del Señor; a saber: que Jesús, el Señor, la noche misma en que iba a ser entregado, tomó pan, dio gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo que entrego por vosotros; haced esto en memoria de mí». Después de cenar, tomó igualmente la copa y dijo: «Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre; cada vez que bebáis de ella, hacedlo en memoria de mí». Y, de hecho, siempre que coméis de este pan y bebéis de esta copa, estáis proclamando la muerte del Señor, en espera de que él venga. Por lo mismo, quien come del pan o bebe de la copa del Señor de manera indigna, se hará culpable de haber profanado el cuerpo y la sangre del Señor. Examine, pues, cada uno su conciencia antes de comer del pan y beber de la copa, porque quien come y bebe sin advertir de qué cuerpo se trata, come y bebe su propio castigo. Ahí tenéis la causa de no pocos de vuestros achaques y enfermedades, e incluso de bastantes muertes. ¡Ah, si nos hiciésemos la debida autocrítica! Entonces escaparíamos del castigo. De cualquier modo, si el Señor nos castiga, es para corregirnos y para que no seamos condenados junto con el mundo. Por tanto, hermanos míos, al reuniros para comer la cena del Señor, esperaos unos a otros. Si alguien tiene hambre, que coma en su casa, para que vuestras reuniones no sean objeto de censura. Los demás problemas los solucionaré cuando vaya. En cuanto a los dones del Espíritu, no quiero, hermanos, que desconozcáis lo que a ellos se refiere. Sabéis que cuando erais paganos, os dejabais arrastrar ciegamente hacia los ídolos mudos. Os hago saber al respecto que nadie impulsado por el Espíritu de Dios puede exclamar: «Maldito sea Jesús»; como tampoco nadie puede proclamar: «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de funciones, pero uno mismo es el Señor. Son distintas las actividades, pero el Dios que lo activa todo en todos es siempre el mismo. La manifestación del Espíritu en cada uno se ordena al bien de todos. Así, a uno lo capacita el Espíritu para hablar con sabiduría, mientras a otro el mismo Espíritu le concede expresarse con un profundo conocimiento de las cosas. El mismo y único Espíritu que otorga a uno el don de la fe, concede a otro el poder de curar enfermedades, o el de hacer milagros, o el de profetizar, o el de distinguir entre espíritus falsos y el Espíritu verdadero, o el de hablar en un lenguaje misterioso, o el de interpretar ese lenguaje. Todo lo realiza el mismo y único Espíritu, repartiendo a cada uno sus dones como él quiere. Sabido es que el cuerpo, siendo uno, tiene muchos miembros, y que los diversos miembros, por muchos que sean, constituyen un solo cuerpo. Lo mismo sucede con Cristo. Todos nosotros, en efecto, seamos judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos recibido el bautismo en un solo Espíritu, a fin de formar un solo cuerpo; a todos se nos ha dado a beber de un mismo Espíritu. Por otra parte, el cuerpo no está formado por un solo miembro, sino por muchos. Si el pie dijera: «Como no soy mano, nada tengo que ver con el cuerpo», ¿dejaría por ello de formar parte del cuerpo? Y si el oído dijera: «Como no soy ojo, nada tengo que ver con el cuerpo», ¿dejaría por ello de formar parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿cómo podría oír? Y si todo fuera oído, ¿cómo podría oler? Por algo distribuyó Dios cada uno de los miembros en el cuerpo según le pareció conveniente. Pues ¿dónde estaría el cuerpo si todo él se redujese a un solo miembro? Precisamente por eso, aunque el cuerpo es uno, los miembros son muchos. Y no puede el ojo decirle a la mano: «No te necesito». Como tampoco puede la cabeza decir a los pies: «No os necesito». Al contrario, cuanto más frágil parece un miembro, más imprescindible es, y rodeamos de especial cuidado aquellas partes que menos parecerían merecerlo. Asimismo, tratamos con mayor decoro las que consideramos más indecorosas, pues las que en sí mismas son decorosas no necesitan especial cuidado. Dios mismo ha organizado el cuerpo dando más honor a lo que menos parece tenerlo, a fin de que no existan divisiones en el cuerpo, sino que todos los miembros por igual se preocupen unos de otros. Y así, cuando un miembro sufre, todos sufren con él, y cuando recibe una especial distinción, todos comparten su alegría. Vosotros formáis el cuerpo de Cristo, y cada uno por separado constituye un miembro. Es Dios quien ha asignado en la Iglesia un puesto a cada uno: en primer lugar están los apóstoles; en segundo lugar, los profetas; en tercer lugar, los encargados de enseñar; vienen después los que tienen el don de hacer milagros, de realizar curaciones, de asistir a los necesitados, de presidir la asamblea, de hablar un lenguaje misterioso. ¿Son todos apóstoles? ¿Son todos profetas? ¿Han recibido todos el encargo de enseñar? ¿Hacen todos milagros? ¿Tienen todos el poder de sanar enfermedades? ¿Hablan todos un lenguaje misterioso o son capaces de interpretarlo? En cualquier caso, aspirad a los más valiosos entre todos estos dones. Pero me queda por mostraros un camino que es con mucho el mejor. ¿De qué me sirve hablar lenguas humanas o angélicas? Si me falta el amor, no soy más que una campana que repica o unos platillos que hacen ruido. ¿De qué me sirve profetizar, penetrar todos los secretos y poseer la más profunda ciencia? ¿De qué me vale tener toda la fe que se precisa para mover montañas? Si me falta el amor, no soy nada. ¿De qué me sirve desprenderme de todos mis bienes, e incluso entregar mi cuerpo a las llamas? Si me falta el amor, de nada me aprovecha. El amor es comprensivo y servicial; el amor nada sabe de envidias, de jactancias, ni de orgullos. No es grosero, no es egoísta, no pierde los estribos, no es rencoroso. Lejos de alegrarse de la injusticia, encuentra su gozo en la verdad. Disculpa sin límites, confía sin límites, espera sin límites, soporta sin límites. El amor nunca muere. Vendrá, en cambio, un día en que nadie profetizará, nadie hablará en un lenguaje misterioso, nadie podrá presumir de una profunda ciencia. Ahora, en efecto, nuestro saber es limitado, limitada nuestra capacidad de profetizar. Mas cuando venga lo completo, desaparecerá lo que es limitado. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; al hacerme adulto, dije adiós a las cosas de niño. Ahora vemos confusamente, como por medio de un espejo; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco solo de forma limitada; entonces conoceré del todo, como Dios mismo me conoce. Tres cosas hay que ahora permanecen: la fe, la esperanza, el amor. De todas ellas, la más grande es el amor. Buscad, pues, sin descanso el amor y ambicionad también los dones del Espíritu, pero sobre todo el don de profecía. Pues quien habla un lenguaje misterioso se dirige a Dios, pero no a los seres humanos; impulsado por el Espíritu, habla de cosas misteriosas que nadie entiende. En cambio, el que profetiza, se dirige a los seres humanos, les sirve de provecho espiritual, los anima y los consuela. El que posee el don de hablar un lenguaje misterioso se beneficia a sí mismo, mientras que quien profetiza, contribuye al provecho espiritual de la Iglesia. Me gustaría que todos disfrutaseis de ese don de hablar un lenguaje misterioso; sin embargo, prefiero que profeticéis. Y es que para el provecho espiritual de la Iglesia, es más útil el que profetiza que quien habla un lenguaje misterioso, a no ser que alguien interprete ese lenguaje misterioso. En concreto, hermanos, suponed que yo os visito y que me dirijo a vosotros utilizando ese lenguaje misterioso. ¿De qué os aprovecharía si no os comunicase alguna revelación, algún conocimiento, algún mensaje o alguna enseñanza? Tenéis el caso de los instrumentos musicales, la flauta o el arpa, por ejemplo. Si no emiten clara y distintamente los sonidos, ¿cómo saber si es la flauta o el arpa lo que suena? Y si el toque de la trompeta llega de forma irreconocible, ¿quién va a prepararse para la batalla? Pues lo mismo vosotros: si os expresáis en un lenguaje misterioso en lugar de usar palabras inteligibles, ¿quién entendería lo que decís? ¡Estaréis hablando a las paredes! En el mundo hay infinidad de idiomas, y cada uno tiene su forma particular. Pero si desconozco la forma de un idioma, seré un extranjero para quien quiera hablar conmigo, y él lo será para mí. Pues lo mismo vosotros: ya que tanto ambicionáis los dones del Espíritu, procurad, al menos, poseer en abundancia los que contribuyan al provecho espiritual de la Iglesia. Concluyendo: el que posea el don de hablar en un lenguaje misterioso, pídale a Dios el don de interpretarlo. Porque si estoy orando en ese lenguaje misterioso, mi espíritu ora ciertamente, pero mi mente no recibe fruto alguno. ¿Qué hacer entonces? Trataré de orar impulsado por el Espíritu, pero intentando comprender lo que digo; trataré de cantar impulsado por el Espíritu, pero intentando entender lo que canto. Supongamos que, impulsado por el Espíritu, prorrumpes en una alabanza a Dios; ¿cómo podrá responder «Amén» a tu acción de gracias el simple fiel, si no sabe lo que has dicho? Habrás pronunciado una magnífica acción de gracias, inútil, sin embargo, para el provecho espiritual del que te escucha. Yo, por mi parte, le agradezco a Dios el poder hablar ese lenguaje misterioso más que cualquiera de vosotros. Con todo, cuando nos reunimos en asamblea, prefiero decir cinco palabras inteligibles e instructivas, a pronunciar diez mil en un lenguaje ininteligible. Hermanos, no os comportéis como niños al razonar. Tened, sí, la inocencia del niño en lo que atañe al mal; pero, en cuanto a vuestros razonamientos, sed personas hechas y derechas. Está escrito en la ley: En otros idiomas y por boca de extranjeros hablaré a este pueblo, y ni siquiera así me escucharán, dice el Señor. El don, pues, de hablar un lenguaje misterioso tiene carácter de signo para los incrédulos, no para los creyentes. En cambio, el don de profecía está destinado, no a los incrédulos, sino a los creyentes. Supongamos que toda la comunidad de creyentes se reúne en asamblea y que todos se expresan en ese lenguaje misterioso. Si en ese momento entra un simple fiel o un no creyente, pensará que estáis locos. Por el contrario, si ese simple fiel o ese no creyente entra mientras todos están profetizando, es muy posible que entre todos le hagan recapacitar y reconocer sus pecados, dejando al descubierto sus más íntimos secretos. Caerá entonces de rodillas y adorará a Dios, proclamando que Dios se encuentra verdaderamente entre vosotros. Concretando, hermanos: cuando os reunís, no hay inconveniente en que uno cante, otro enseñe, otro comunique una revelación, otro hable un lenguaje misterioso, otro, en fin, interprete ese lenguaje. Pero que todo se encamine al provecho espiritual. Si se trata de hablar un lenguaje misterioso, que lo hagan dos o, a lo sumo, tres; y, además, por turno y contando con alguien que interprete lo que dicen. Si no hay tal intérprete, guárdese silencio en la asamblea y hable cada uno consigo mismo y con Dios. En cuanto a los que profetizan, que hablen dos o tres, y los demás limítense a dar su parecer. Pero si uno de los asistentes recibe mientras tanto una revelación, deberá callarse el que está hablando. Todos podéis profetizar, con tal que lo hagáis por turno, para que todos aprendan y sean exhortados. Por lo demás, el don de profetizar debe estar controlado por los que tienen ese don, pues no quiere Dios el desorden, sino la paz. Como es costumbre en las demás comunidades cristianas, las mujeres deben guardar silencio en la asamblea; no les está, pues, permitido tomar la palabra, sino que deben mostrar el debido respeto, como manda la ley. Si desean saber algo, que se lo pregunten en casa a sus maridos, porque no está bien que la mujer hable en la asamblea. Tened en cuenta que no partió de vosotros la palabra de Dios, ni sois vosotros los únicos en haberla recibido. Quien presuma de ser profeta o de ser persona animada por el Espíritu, deberá reconocer que esto que os escribo es mandato del Señor. Y si no lo reconoce, que no se haga ilusiones de ser él reconocido. En una palabra, hermanos: ambicionad el don de profecía, aunque sin cerrar el paso a quienes hablan un lenguaje misterioso. En cualquier caso, hacedlo todo de forma conveniente y ordenada. Quiero recordaros, hermanos, el mensaje de salvación que os anuncié. El mensaje que recibisteis, en el que os mantenéis firmes y por el que estáis en camino de salvación, si es que lo conserváis tal como yo os lo anuncié. De lo contrario, se habrá echado a perder vuestra fe. Primero y ante todo, os transmití lo que yo mismo había recibido: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a lo anunciado en las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a esas mismas Escrituras; que se apareció primero a Pedro y, más tarde, a los Doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, de los cuales algunos han muerto, pero la mayor parte vive todavía. Se apareció después a Santiago, y de nuevo a todos los apóstoles. Finalmente, como si se tratara de un hijo nacido fuera de tiempo, se me apareció también a mí, que soy el más pequeño entre los apóstoles y que no merezco el nombre de apóstol, por cuanto perseguí a la Iglesia de Dios. Pero la gracia divina ha hecho de mí esto que soy; una gracia que no se ha malogrado en cuanto a mí toca. Al contrario, me he afanado más que todos los otros; bueno, no yo, sino la gracia de Dios que actúa en mí. De cualquier modo, sea yo, sean los demás, esto es lo que anunciamos y lo que vosotros habéis creído. Y bien, si se proclama que Cristo ha resucitado, venciendo a la muerte, ¿cómo andan diciendo algunos de vosotros que los muertos no resucitarán? Si los muertos no han de resucitar, es que tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, tanto nuestro anuncio como vuestra fe carecen de sentido. Es más, resulta que somos testigos falsos de Dios, por cuanto hemos dado testimonio contra él al afirmar que ha resucitado a Cristo, cosa que no es verdad si se da por supuesto que los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, es que no ha resucitado Cristo. Y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de valor y aún seguís hundidos en el pecado. En consecuencia también habremos de dar por perdidos a los cristianos que han fallecido. Si todo cuanto esperamos de Cristo se limita a esta vida, somos las personas más dignas de lástima. Pero no, Cristo ha resucitado venciendo la muerte y su victoria es anticipo de la de aquellos que han muerto. Pues si por un hombre vino la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. En efecto, del mismo modo que, al compartir la naturaleza de Adán, toda la humanidad está sujeta a la muerte, en cuanto injertados en Cristo, todos retornarán a la vida. Pero cada uno en el puesto que le corresponda: Cristo en primer lugar como anticipo; después los que pertenecen a Cristo, el día de su gloriosa manifestación. Entonces será el momento final, cuando, aniquiladas todas las potencias enemigas, Cristo entregue el reino a Dios Padre. Mientras tanto, es preciso que Cristo reine hasta que Dios ponga a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y como a último enemigo, destruirá a la muerte, porque Dios todo lo sometió debajo de sus pies. Bien entendido que, cuando la Escritura dice que «todo le ha sido sometido», no incluye a Dios, que es quien se lo sometió. Y cuando todo le haya quedado sometido, el Hijo se someterá a quien se lo sometió todo, para que Dios sea soberano de todo. Hay algunos que se hacen bautizar por los que han muerto; si es cierto que los muertos no han de resucitar, ¿qué sentido puede tener ese bautismo? Y nosotros mismos, ¿a qué ponernos en peligro a todas horas? Os aseguro, hermanos, por lo orgulloso que me siento de vosotros ante Cristo Jesús, Señor nuestro, que estoy al borde de la muerte cada día. Y si solo aspiro a una recompensa humana, ¿de qué me sirve haber sostenido en Éfeso un combate contra fieras? Si los muertos no resucitan, ¡comamos y bebamos, que mañana moriremos! No os engañéis: «Las malas compañías corrompen las buenas costumbres». Retornad al buen camino y no sigáis pecando; pues, para vergüenza vuestra, tengo que deciros que algunos de vosotros desconocen a Dios. Alguien preguntará: ¿y cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo lo harán? ¡Tonto de ti! Si tú siembras algo, no cobrará nueva vida a menos que antes muera. Y lo que siembras no es la planta entera que después ha de brotar, sino un simple grano, de trigo o de cualquier otra semilla. Dios, por su parte, proporciona a esa semilla, y a todas y cada una de las semillas, la forma que le parece conveniente. No todos los cuerpos son iguales: hay diferencia entre el cuerpo del ser humano, el del ganado, el de las aves y el de los peces. Hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres. Y no es el mismo resplandor el de los unos que el de los otros. No brilla el sol como brillan la luna o las estrellas; e incluso entre las estrellas, cada una tiene un brillo diferente. Así sucede con la resurrección de los muertos: se siembra algo corruptible, resucita incorruptible; se siembra una cosa despreciable, resucita resplandeciente de gloria; se siembra algo endeble, resucita pleno de vigor; se siembra, en fin, un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual. Pues si hay cuerpo animal, también lo hay espiritual. La Escritura dice: Adán, el primer ser humano, fue creado como un ser dotado de vida; el último Adán, como un espíritu que da vida. Y no existió primero lo espiritual, sino lo animal; lo espiritual es posterior. El primer ser humano procede de la tierra, y es terreno; el segundo viene del cielo. El terreno es prototipo de los terrenos; el celestial, de los celestiales. Y así como hemos incorporado en nosotros la imagen del ser humano terreno, incorporaremos también la del celestial. Quiero decir con esto, hermanos, que lo que es solo carne y sangre no puede heredar el reino de Dios; que lo corruptible no heredará lo incorruptible. Mirad, voy a confiaros un misterio: no todos moriremos, pero todos seremos transformados. Súbitamente, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene —que sonará— la trompeta final, los muertos resucitarán incorruptibles mientras nosotros seremos transformados. Porque es preciso que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y que esta vida mortal se revista de inmortalidad. Y cuando este cuerpo corruptible se revista de incorruptibilidad, cuando este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que dice la Escritura: La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria?, ¿dónde tu venenoso aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y el pecado ha desplegado su fuerza con ocasión de la ley. Pero nosotros hemos de dar gracias a Dios, que por medio de nuestro Señor Jesucristo nos concede la victoria. Por tanto, hermanos míos muy queridos, manteneos firmes y constantes; destacad constantemente en la tarea cristiana, seguros de que el Señor no permitirá que sea estéril vuestro afán. En cuanto a la colecta en favor de los cristianos de Judea, seguid las instrucciones que di a las iglesias de Galacia. Cada primer día de la semana aportad cada uno de vosotros lo que hayáis podido ahorrar, para que no haya que andar con colectas cuando os visite. Una vez que esté ahí, proveeré de las correspondientes cartas de recomendación a quienes vosotros escojáis para que lleven a Jerusalén vuestro obsequio. Y si parece conveniente que vaya también yo, iremos juntos. A vuestra ciudad llegaré después de atravesar Macedonia, pues por Macedonia no haré más que pasar. Con vosotros, en cambio, es muy posible que me detenga, e incluso que pase el invierno para que así me proveáis de lo necesario, sea cual sea el viaje que deba emprender. No quiero haceros esta vez una visita pasajera, ya que, si Dios quiere, confío en permanecer algún tiempo entre vosotros. Por el momento, me quedaré en Éfeso hasta Pentecostés, porque tengo a la vista una magnífica ocasión de trabajar con éxito, aunque hay muchos empeñados en poner dificultades. Cuando llegue Timoteo, haced lo posible por que se sienta a gusto entre vosotros, pues no en vano trabaja por el Señor, igual que yo. Que nadie le haga de menos; ayudadlo, más bien, a que continúe felizmente su viaje hasta mí; tanto yo como los demás hermanos estamos esperándolo. En cuanto al hermano Apolo, le he insistido vivamente para que os visite en compañía de los hermanos, pero él no quiere hacerlo ahora en modo alguno. Irá cuando encuentre ocasión propicia. Estad alerta; manteneos firmes en la fe; portaos con valentía, sed modelo de fortaleza. Todo lo que hagáis, hacedlo con amor. Os pido ahora, por favor, hermanos, que tengáis muy presente a la familia de Estéfanas, que fueron los primeros cristianos de la provincia de Acaya y se consagraron por entero al servicio de los fieles. Haríais muy bien en seguir sus directrices y las de todo aquel que se afane y trabaje en la misma tarea. Me alegro de que hayan venido Estéfanas, Fortunato y Acaico. Ellos han suplido vuestra ausencia, tranquilizándome a mí y a vosotros. A personas como estas debéis estarles reconocidos. Os saludan las iglesias de la provincia de Asia. Un saludo especial en el Señor de parte de Aquila, Prisca y la iglesia que se reúne en su casa. Saludos de todos los hermanos; saludaos unos a otros con un beso fraterno. Este saludo final es de mi puño y letra: Pablo. Quien no ame al Señor sea maldito. ¡Ven, Señor nuestro! Que la gracia de Jesús, el Señor, os acompañe. El amor que os tengo en Cristo Jesús quede con todos vosotros. Pablo, apóstol de Jesucristo por designio de Dios, y el hermano Timoteo, a la Iglesia de Dios reunida en Corinto y a todos los creyentes de la entera provincia de Acaya. Que Dios, nuestro Padre, y Jesucristo, el Señor, os concedan gracia y paz. Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios que siempre consuela. Él es el que nos conforta en todos nuestros sufrimientos de manera que también nosotros podamos confortar a los que se hallan atribulados, gracias al consuelo que hemos recibido de Dios. Porque, si bien es cierto que como cristianos no nos faltan sufrimientos, no lo es menos que Cristo nos colma de consuelo. Si nos toca sufrir es para que redunde en consuelo y salvación vuestra; si recibimos consuelo, es para que también vosotros os animéis a soportar los mismos sufrimientos que nosotros soportamos. Tiene, pues, una sólida base nuestra esperanza con respecto a vosotros, por cuanto sabemos que si compartís nuestros sufrimientos, habréis de compartir también nuestro consuelo. Quiero, hermanos, que tengáis cumplida información de las dificultades por las que he tenido que pasar en la provincia de Asia. Me vi abrumado de tal modo y tan por encima de mis fuerzas, que hasta perdí la esperanza de seguir viviendo. Pero si llegué a considerar la sentencia de muerte como algo inevitable, eso me enseñó a no confiar en mí mismo, sino en Dios que resucita a los muertos. Fue él quien me libró de tan graves peligros de muerte; y continuará librándome, pues he puesto en él la esperanza de que así lo hará. Cuento para ello con la ayuda de vuestras oraciones; de esta manera, siendo muchos los que han contribuido a que Dios me conceda su favor, otros tantos serán los que den gracias a Dios por causa de mí. Si de algo nos sentimos orgullosos es de que la conciencia nos asegura que nuestro comportamiento con todo el mundo, y particularmente con vosotros, ha estado presidido por la sencillez y la franqueza que Dios inspira; es decir, ha sido fruto del favor divino y no del humano saber. No hay, pues, segundas intenciones en mis cartas. Y espero que comprendáis del todo lo que ya en parte habéis comprendido, a saber, que el día en que Jesús, nuestro Señor, se manifieste, vosotros seréis motivo de orgullo para nosotros y nosotros lo seremos para vosotros. Tan convencido estaba yo de todo esto, que tenía decidido visitaros a vosotros los primeros y haceros así el obsequio de una doble visita. Pasaría por Corinto en ruta hacia Macedonia, y desde Macedonia regresaría de nuevo a Corinto para que fuerais vosotros quienes me encaminaseis a Judea. ¿Pensáis que proyecté todo esto a la ligera? ¿O que mis planes están guiados por el interés humano hasta el punto de que para mí es igual el «sí» que el «no»? Dios es testigo de que nuestro modo de hablaros no es a la vez un «sí» y un «no», como no lo es Jesucristo, el Hijo de Dios, a quien yo, junto con Silvano y Timoteo, anuncié entre vosotros. En Cristo todo ha sido «sí», pues todas las promesas de Dios se han hecho realidad en él. Precisamente por eso, él sustenta el «Amén» con que nosotros glorificamos a Dios. Dios es, por lo demás, quien nos mantiene, tanto a mí como a vosotros, firmemente unidos a Cristo. Dios nos consagró, nos marcó con su sello e hizo habitar en nosotros al Espíritu como prenda de salvación. En cuanto a mí, pongo a Dios por testigo —y que me muera si miento— de que, si todavía no he ido a Corinto, ha sido en atención a vosotros. Y no es que pretendamos controlar vuestra fe, una fe en la que os mantenéis firmes; lo que deseamos es contribuir a vuestra alegría. Decidí, pues, no causaros de nuevo tristeza con mi visita. Porque si yo os entristezco ¿quién podrá alegrarme a mí? ¡Tendría que ser el mismo a quien yo causé tristeza! Por eso precisamente os escribí como lo hice; para que cuando vaya a visitaros, no me causen tristeza los que deben ser fuente de gozo para mí. Tanto más cuanto que estoy convencido, en lo que a vosotros respecta, que mi alegría es también la vuestra. Os escribí, en efecto, bajo el peso de una inmensa congoja, con el corazón lleno de angustia y anegado en lágrimas. Pero no era mi intención entristeceros; solo quería haceros caer en la cuenta de que mi amor por vosotros no tiene límites. Y si alguno ha sido causa de tristeza, lo ha sido no solo para mí, sino —en parte, al menos, para no exagerar— también para todos vosotros. La mayoría de vosotros ya le ha impuesto un castigo que considero suficiente. Lo que ahora procede es que le perdonéis y lo animéis no sea que el exceso de tristeza lo empuje a la desesperación. Por eso, os recomiendo que le deis pruebas de amor. Precisamente os escribí para comprobar si estabais dispuestos a obedecerme sin reservas. A quien vosotros perdonasteis, también yo le perdono; en realidad, lo que yo he perdonado —si algo he tenido que perdonar— lo he hecho por vosotros, y el mismo Cristo es testigo. Hay que evitar que Satanás saque partido de esto, conociendo como conocemos sus ardides. Me dirigí, pues, a Troas para anunciar el mensaje de Cristo y, aunque se me ofrecía allí una magnífica oportunidad de trabajar por el Señor, mi corazón estaba sobre ascuas al no encontrar allí a Tito, mi hermano. Así que me despedí de ellos y salí para Macedonia. Gracias sean dadas a Dios, que en todo momento nos asocia al cortejo triunfal de Cristo y que, valiéndose de nosotros, esparce por todas partes como suave aroma su conocimiento. Porque tanto entre los que se salvan como entre los que se pierden, somos como buen olor que Cristo ofrece a Dios: para los que se pierden, aroma que lleva inexorablemente a la muerte; para los que se salvan, fragancia que conduce a la vida. Y ¿quién estará a la altura de tan gran responsabilidad? Porque no somos como tantos otros que trafican con la palabra de Dios. Al contrario, en la presencia de Dios y unidos a Cristo decimos con sinceridad lo que Dios nos inspira. ¿Estamos ya otra vez haciéndonos la propaganda? ¿Es que necesitamos, como ciertos individuos, presentarnos a vosotros con cartas de recomendación o recibirlas de vosotros? ¡Nuestra carta de recomendación sois vosotros mismos! La llevamos escrita en el corazón y todo el mundo puede conocerla y leerla. Y bien se os nota que sois carta de Cristo redactada por nosotros; una carta escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en frías tablas de piedra, sino en las páginas palpitantes del corazón. Si hacemos gala de semejante confianza es porque la hemos alcanzado de Dios por medio de Cristo. No presumimos, pues, de estar capacitados para hacer algo por cuenta propia; nuestra capacidad proviene de Dios. Él fue quien nos capacitó para ser ministros de una alianza nueva, basada no en la letra de la ley, sino en la fuerza del Espíritu; y la letra de la ley es causa de muerte, mientras que el Espíritu lo es de vida. Y si lo que era instrumento de muerte, grabado con letras sobre piedra, fue proclamado con tal gloria que los israelitas no podían fijar sus ojos en el rostro de Moisés a causa de su resplandor —que era perecedero—, ¿no será mucho más glorioso lo que es instrumento del Espíritu? Pues si lo que es instrumento de condenación estuvo rodeado de gloria, ¿no lo estará mucho más lo que es instrumento de salvación? En efecto, lo que fue glorioso ha dejado de serlo al quedar eclipsado por una gloria más excelsa. Porque si ya lo perecedero fue glorioso, mucho más glorioso será lo permanente. Con una esperanza así, ¿no vamos a actuar con plena libertad? Pues no es nuestro caso el de Moisés, que se cubría el rostro con un velo para evitar que los israelitas contemplaran el apagarse de un resplandor perecedero. A pesar de todo, sus mentes siguen ofuscadas y el velo aquel, que solo Cristo puede destruir, permanece sin descorrer hasta el día de hoy cuando leen las Escrituras de la antigua alianza. Hasta hoy, efectivamente, un velo nubla su mente siempre que leen a Moisés; solo cuando se conviertan al Señor, desaparecerá el velo. Y es que el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay libertad. En cuanto a nosotros, llevando todos el rostro descubierto y reflejando la gloria del Señor, vamos incorporando su imagen cada vez más resplandeciente bajo el influjo del Espíritu del Señor. Sabemos, además, que aunque se desmorone esta tienda corporal que nos sirve de morada terrestre, Dios nos tiene preparada en el cielo una morada eterna, no construida por manos humanas. Y suspiramos anhelando ser sobrevestidos de esa nuestra morada celestial, dando por supuesto que seremos revestidos y no despojados de ella. En verdad, a los que vivimos en esta morada corporal nos abruma la aflicción, pues no queremos quedar desnudos, sino ser sobrevestidos de modo que lo mortal sea absorbido por la vida. A eso precisamente nos ha destinado Dios, y como garantía nos ha dado el Espíritu. Así que en todo momento estamos llenos de confianza sabiendo que, mientras el cuerpo sea nuestra morada, nos hallamos lejos del Señor y caminamos guiados por la fe y no por lo que vemos. Rebosamos confianza, a pesar de todo, y preferiríamos abandonar el cuerpo para ir a vivir junto al Señor. Por eso, tanto si vivimos en este cuerpo como si lo abandonamos, lo que deseamos es agradar al Señor. Porque todos nosotros tenemos que presentarnos ante el tribunal de Cristo para que cada uno reciba el premio o el castigo que le corresponda por lo que hizo durante su vida mortal. Conscientes del respeto que merece el Señor, nos esforzamos en convencer a los demás, pues lo mismo que nuestra vida no tiene secretos para Dios, espero que tampoco los tenga para vosotros. Y no es que otra vez nos estemos haciendo la propaganda ante vosotros; tan solo queremos brindaros la ocasión de que estéis orgullosos de nosotros y así podáis responder a quienes presumen de apariencias y no de realidades. Porque si dimos la impresión de excedernos, por Dios lo hicimos; y si ahora parecemos más serenos, por vosotros lo hacemos. En todo caso, es el amor de Cristo el que nos apremia, al pensar que, si uno murió por todos, todos en cierto modo han muerto. Cristo, en efecto, murió por todos, para que quienes viven, ya no vivan más para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. Así que en adelante a nadie valoramos con criterios humanos. Y si en algún tiempo valoramos a Cristo con esos criterios, ahora ya no. Quien vive en Cristo es una nueva criatura; lo viejo ha pasado y una nueva realidad está presente. Todo se lo debemos a Dios, que nos ha reconciliado con él por medio de Cristo y nos ha confiado la tarea de llevar esa reconciliación a los demás. Porque sin tomar en cuenta los pecados de la humanidad, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo por medio de Cristo y a nosotros nos ha confiado ese mensaje de reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo y es como si Dios mismo os exhortara sirviéndose de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no tuvo experiencia de pecado, Dios lo trató por nosotros como al propio pecado, para que, por medio de él, experimentemos nosotros el poder salvador de Dios. Puesto que somos colaboradores de Dios, os exhortamos a que no echéis a perder su gracia. Es Dios mismo quien dice: Tengo un tiempo propicio para escucharte, un día en que acudiré en tu ayuda para salvarte. Pues bien, este es el tiempo propicio, este es el día de la salvación. En cuanto a nosotros, procuramos no dar a nadie motivos para desacreditar nuestro ministerio. Al contrario, en todo momento nos hemos comportado como servidores de Dios. Es mucho lo que hemos debido soportar: sufrimientos, dificultades, estrecheces, golpes, prisiones, tumultos, trabajos agotadores, noches sin dormir y días sin comer. Añádase nuestra limpieza de vida, nuestro conocimiento de Dios, nuestra entereza de ánimo, nuestra bondad; y también la acción del Espíritu, nuestro amor sin doblez, la verdad que anunciamos y el poder de Dios. Tanto para atacar como para defendernos, empuñamos las armas que nos proporciona el poder salvador de Dios. Unos nos ensalzan y otros nos desprecian; unos nos difaman y otros nos alaban: nos consideran impostores, siendo así que proclamamos la verdad. Nos tratan como a desconocidos, pese a que somos bien conocidos; nos ponen en trance de muerte, pero seguimos con vida; nos castigan, pero sin que la muerte nos alcance. Nos imaginan tristes, y estamos siempre alegres; parecemos pobres, y enriquecemos a muchos; damos la impresión de no tener nada, y lo tenemos todo. Acabo de desahogarme con vosotros, corintios, y es como si el corazón se me hubiera ensanchado. No ha sido mezquino mi amor; el vuestro, en cambio, sí lo ha sido. Ensanchad también vuestro corazón —como a hijos os lo pido— y corresponded a mi amor. No os asociéis con los incrédulos formando una pareja desigual. ¿Acaso tiene algo que ver la rectitud con la maldad? ¿Tienen algo en común la luz y las tinieblas? ¿Qué acuerdo puede haber entre Cristo y Satanás? ¿Qué relación entre el creyente y el incrédulo? ¿Puede haber algo en común entre el templo de Dios y los ídolos? Pues nosotros somos templos de Dios viviente. Así lo ha dicho Dios mismo: Habitaré y caminaré en medio de ellos; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Por tanto: Salid de entre esas gentes y apartaos de ellas —dice el Señor. No toquéis cosa impura, y yo os acogeré. Seré padre para vosotros y vosotros seréis mis hijos e hijas, —dice el Señor todopoderoso. Tales son, queridos míos, las promesas que tenemos. Purifiquémonos, pues, de todo cuanto contamine el cuerpo o el espíritu y realicemos plenamente nuestra consagración viviendo en el respeto a Dios. Hacednos un hueco en vuestro corazón. A nadie agraviamos, a nadie arruinamos, a nadie explotamos. Y con esto no pretendo recriminaros, pues ya os he dicho que, en vida o en muerte, os llevo en el corazón. Tengo puesta en vosotros toda mi confianza y es tanto el orgullo que siento por vosotros, que estoy rebosante de ánimo y de alegría a pesar de todas las penalidades. Cuando llegué a Macedonia tampoco pude disfrutar del más mínimo sosiego; las tribulaciones me acosaban por doquier: por fuera los conflictos, por dentro el miedo. Pero Dios, que conforta a los humildes, me reanimó también a mí con la presencia de Tito. Y no fue solo su presencia, fue sobre todo el conocer cómo le habíais animado y reconfortado. Él me habló de vuestra añoranza por verme, de vuestro arrepentimiento, de vuestra preocupación por mí. Esto me hizo todavía más feliz. No me pesa haberos causado tristeza con mi carta. Hubo, sí, un momento en que lo sentí, al darme cuenta de que aquella carta os entristeció, aunque solo fuera por breve tiempo. Pero ahora me alegro, no de haberos entristecido, sino de que esa tristeza haya servido para que cambiéis de actitud. Como fue una tristeza querida por Dios, ningún daño habéis recibido de nosotros. Y es que si la tristeza está en conformidad con la voluntad de Dios, produce un saludable cambio de actitud del que no hay que lamentarse; en cambio, la tristeza producida por el mundo ocasiona la muerte. Fijaos, en efecto, en los frutos que esa tristeza conforme a la voluntad de Dios ha producido en vosotros: ¡Qué forma de preocuparos, de presentar excusas, de sentiros indignados por lo sucedido, y al mismo tiempo, asustados! ¡Qué añoranza por verme, qué interés por resolver el asunto, qué impaciencia por hacer justicia! Habéis demostrado, hasta donde es posible, que no sois culpables de lo sucedido. Si, pues, os escribí aquella carta, no fue tanto por el que causó la ofensa o por el que la recibió, cuanto por brindaros la oportunidad de descubrir, por vosotros mismos y en presencia de Dios, hasta dónde llegaba vuestro interés por mí. Esto es lo que me ha llenado de consuelo. Pero mucho más que mi propio consuelo, lo que me hace rebosar de alegría es ver a Tito íntimamente contento y reconfortado por el trato recibido de todos vosotros. Le dije que estaba orgulloso de vosotros y no me habéis dejado en mal lugar; al contrario, lo mismo que no me privé de deciros toda la verdad, también los elogios que hice a Tito con respecto a vosotros, han resultado verdaderos. Cada vez que recuerda el profundo respeto con que lo acogisteis y la atención que todos le prestasteis, crece más y más el cariño que os tiene. ¡Qué alegría para mí poder contar siempre con vosotros! Queremos, hermanos, que tengáis información sobre la colecta que por inspiración de Dios ha tenido lugar en las iglesias de Macedonia. Porque, a pesar de las muchas tribulaciones que han soportado, su alegría es tanta que han convertido su extrema pobreza en derroche de generosidad. Testigo soy de que han dado espontáneamente lo que podían, e incluso más de lo que podían. Con la mayor insistencia nos rogaban que les permitiéramos colaborar en la colecta y en la ayuda a los hermanos. Y más allá de nuestras expectativas, ellos mismos se ofrecieron a sí mismos, primero al Señor y luego a nosotros, ya que esta era la voluntad de Dios. En vista de ello, hemos pedido a Tito que lleve a feliz término entre vosotros esa colecta, ya que él la comenzó. Destacáis en todo: en fe, en elocuencia, en conocimiento, en entusiasmo y en el cariño que nos profesáis; pues a ver si destacáis también en lo que se refiere a la colecta. No se trata de ninguna imposición, sino que, a la vista del entusiasmo de los demás, quiero comprobar la autenticidad de vuestro amor. Ya conocéis cuál fue la generosidad de nuestro Señor Jesucristo: siendo rico como era, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza. Y es mi opinión al respecto que, si el año pasado tomasteis la iniciativa no solo para realizar la colecta, sino incluso para proyectarla, la llevéis ahora a feliz término. Así vuestro entusiasmo al proyectarla se corresponderá con su realización práctica, de acuerdo con las posibilidades de cada uno. Si la disposición es buena, a nadie se le piden imposibles; lo que dé es bien recibido. Porque tampoco se trata de que vosotros paséis estrecheces para que otros vivan holgadamente; se trata de atenerse a un criterio de equidad: que en este momento vuestra abundancia remedie su necesidad, para que su abundancia remedie en su día vuestra necesidad. De este modo reinará la igualdad, como dice la Escritura: A quien recogía mucho, no le sobraba; y a quien recogía poco, tampoco le faltaba. Doy gracias a Dios por haber hecho que Tito comparta mi preocupación por vosotros. Apenas recibió la invitación, le faltó tiempo para ponerse espontáneamente en camino hacia vosotros. Con él envío a ese hermano a quien todas las iglesias alaban por su servicio al anuncio del evangelio; es más, ha sido incluso designado por las propias iglesias, para que me acompañe a llevar esta colecta, de cuya administración me he hecho cargo para gloria del Señor y en prueba de mi buena disposición. Evito así toda posible crítica que pudiera ocasionarme la administración de tan crecida suma, ya que quiero hacer las cosas con toda honradez, no solo a los ojos de Dios, sino también a los ojos de la gente. Envío también con ellos a otro hermano nuestro, cuya solicitud he tenido ocasión de comprobar muchas veces y en diversas circunstancias; ahora, incluso, se muestra mucho más solícito al fiarse plenamente de vosotros. Tito, ya sabéis, es compañero mío y colabora conmigo en favor vuestro; los otros hermanos nuestros son delegados de las iglesias y gloria de Cristo. Así que dadles pruebas de vuestro amor y de que tengo razón para estar orgulloso de vosotros ante las demás iglesias. En relación con la ayuda a favor de los hermanos, me parece superfluo escribiros. Conozco vuestra buena disposición y presumo de ella delante de los macedonios; «los de Acaya —les he dicho— están preparados desde el año pasado»; de este modo, vuestro entusiasmo ha servido de estímulo para muchos. Si os envío a esos hermanos, es para que todo lo que he presumido de vosotros no quede reducido a la nada, al menos en este asunto concreto. Así pues, a ver si estáis de veras preparados, como he andado diciendo, no sea que vayan conmigo algunos de Macedonia y, al ver que no estáis preparados, quedemos en ridículo, primero yo, pero sobre todo vosotros, en lo que se refiere a este asunto. Por eso me pareció necesario pedir a esos hermanos que fueran por delante y preparasen con tiempo el generoso obsequio que habíais prometido. Preparadas así las cosas, parecerá verdaderamente un obsequio y no una muestra de tacañería. Tened esto en cuenta: «Quien siembra con miseria, miseria cosechará; quien siembra a manos llenas, a manos llenas cosechará». Dé cada uno según le dicte su conciencia, pero no a regañadientes o por compromiso, pues Dios ama a quien da con alegría. Dios, por su parte, tiene poder para colmaros de bendiciones de modo que, siempre y en cualquier circunstancia, tengáis lo necesario y hasta os sobre para que podáis hacer toda clase de buenas obras. Así lo dice la Escritura: Repartió con largueza a los necesitados, su generosidad permanece para siempre. El que proporciona semilla al sembrador y pan para que coma, os proporcionará también y hará que se multiplique vuestra simiente y que crezca el fruto de vuestra generosidad. Colmados así de riqueza, podréis repartir con una total liberalidad que, por mediación mía, redunde en acción de gracias a Dios. Porque esta ayuda es como un servicio sagrado que no solo remediará las necesidades de los hermanos, sino que también contribuirá abundantemente a que muchos den gracias a Dios. Convencidos por esta ayuda, alabarán a Dios por vuestra respuesta de fe al evangelio de Cristo y por vuestra generosa solidaridad con ellos y con todos. Y orarán también por vosotros mostrándoos su afecto al ver el extraordinario favor que Dios os ha dispensado. Demos gracias a Dios por este don suyo tan grandioso. Por la dulzura y la bondad de Cristo os lo pido yo, Pablo, tan cobarde cuando estoy entre vosotros y tan valiente, en cambio, por carta. No me obliguéis a que, cuando esté entre vosotros, tenga que hacerme el valiente —arrestos me sobran para ello— contra esos que me acusan de proceder por motivos humanos. Soy, ciertamente, humano; pero no lucho por motivos humanos ni las armas con que peleo son humanas, sino divinas, con poder para destruir cualquier fortaleza. Soy capaz de poner en evidencia toda suerte de falacia o de altanería que se alce contra el conocimiento de Dios. Puedo también someter a Cristo todo pensamiento y estoy preparado para castigar cualquier rebeldía una vez que vuestra obediencia sea perfecta. Solo valoráis las apariencias. Si alguno está convencido de ser cristiano, considere, a su vez, que yo lo soy tanto como él. Y si he presumido más de la cuenta de la autoridad que el Señor me dio no para vuestra ruina sino para vuestro provecho, no me avergonzaré de ello. De esta manera no parecerá que trato de amedrentaros con mis cartas. «Porque sus cartas —dicen algunos— son duras y fuertes, pero en persona es un pobre hombre y, como orador, un desastre». Pues sepa la persona que tal dice, que soy muy capaz de llevar a la práctica, estando presente, lo que digo en mis cartas estando ausente. ¡Cómo voy a osar igualarme o compararme con esos que se hacen su propia propaganda! Al medirse con la medida que ellos mismos fabrican y compararse con ellos mismos, demuestran que son necios. Por mi parte, no quiero presumir más de la cuenta, sino que me atengo a la parcela de trabajo que Dios me encomendó y que me ha permitido llegar hasta vosotros. No estoy, pues, extralimitándome como si vosotros no formarais parte de mi campo; en realidad, fui el primero en llegar hasta vosotros con el mensaje de Cristo. Tampoco presumo indebidamente de trabajos hechos por otros, aunque sí abrigo la esperanza de que, al crecer vuestra fe, se haga mucho más amplio mi campo de acción entre vosotros, siempre dentro de los límites que se me han marcado. Espero, incluso, anunciar el mensaje de salvación más allá de Corinto, sin presumir de campos ajenos ya cultivados. Por lo demás, el que quiera presumir, que presuma del Señor, pues no queda acreditado como bueno el que se alaba a sí mismo, sino aquel a quien Dios alaba. ¿Me disculparéis si digo algún que otro desatino? Estoy seguro de que sí. Os quiero tanto que me abrasan unos celos que provienen de Dios, pues os he desposado con un solo marido presentándoos a Cristo como si fuerais una virgen pura. Pero tengo miedo; lo mismo que la serpiente sedujo con su astucia a Eva, temo que pervierta vuestros pensamientos apartándoos de una sincera y limpia entrega a Cristo. De hecho, si alguno viene y os anuncia a otro Jesús distinto del que os hemos anunciado, o pretende que recibáis un Espíritu distinto del que recibisteis o un evangelio distinto del que abrazasteis, ¡lo aceptáis tan a gusto! ¡Pues no creo valer menos yo que esos superapóstoles! Admito que carezco de elocuencia, pero no me faltan conocimientos; bien que os lo he demostrado en las más diversas ocasiones y circunstancias. ¿Estará mi culpa en haberos anunciado de balde el evangelio de Dios, rebajándome yo para encumbraros a vosotros? Para dedicarme a vuestro servicio acepté subsidios de otras iglesias, y tuve la sensación de que las explotaba. Pasé apuros estando entre vosotros, pero a nadie fui gravoso; los hermanos que vinieron de Macedonia proveyeron a mis necesidades. Y si en todo momento me preocupé de no seros gravoso, me seguiré preocupando. Por Cristo, en quien creo, os aseguro que nadie en la provincia de Acaya me arrebatará este motivo de orgullo. ¿Habré hecho esto porque no os quiero? ¡Bien sabe Dios cuánto os quiero! Si actúo y seguiré actuando de este modo, es para desenmascarar a esos que presumen de ser como nosotros. En realidad, esos tales son apóstoles falsos, obreros fraudulentos disfrazados de apóstoles de Cristo. Y no hay que sorprenderse, pues si el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz, es natural que, quienes le sirven se disfracen de agentes de salvación. Pero tendrán el final que merecen sus acciones. Lo repito: que nadie me considere insensato. Aunque, en todo caso, si me aceptáis como tal, podré presumir un poco. Y en esta cuestión de presumir, lo que voy a decir no es cosa del Señor, sino de uno que desvaría. Puesto que son tantos los que presumen de glorias humanas, también yo lo haré. Vosotros, tan inteligentes, soportáis de buen grado a los insensatos. Aunque os tiranicen y os exploten y os despojen y os traten con arrogancia y os golpeen en el rostro, todo lo soportáis. Debería avergonzarme de haberos tratado con tantos miramientos. Pero a lo que otro cualquiera se atreva —ya sé que estoy diciendo desatinos— también me atrevo yo. ¿Que son hebreos? También yo. ¿Que pertenecen a la nación israelita? También yo. ¿Que son descendientes de Abrahán? También yo. ¿Que están al servicio de Cristo? Pues aunque sea una insensatez decirlo, más lo estoy yo. Los aventajo en fatigas, en encarcelamientos, en las muchas palizas recibidas, en tantas veces como he estado al borde de la muerte. Cinco veces me dieron los judíos los treinta y nueve azotes de rigor; tres veces me azotaron con varas; una vez me apedrearon; naufragué tres veces y pasé un día entero flotando a la deriva en alta mar. Continuos viajes con peligros de toda clase: peligros al cruzar los ríos o al caer en manos de bandidos; peligros procedentes de mis propios compatriotas, de los paganos, de los falsos hermanos; peligros en la ciudad, en despoblado, en el mar. Fatigas y agobios, innumerables noches sin dormir, hambre y sed, ayunos constantes, frío y desnudez. Y para no seguir contando, añádase mi preocupación diaria por todas las iglesias. Pues ¿quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién es inducido a pecar sin que yo lo sienta como una quemadura? Aunque si hay que presumir, presumiré de mis debilidades. El Dios y Padre de Jesucristo, el Señor —¡bendito sea para siempre!— sabe que no miento. Estando yo en Damasco, el delegado del rey Aretas vigilaba la ciudad de los damascenos con intención de prenderme; pero pude escapar de sus manos siendo descolgado por una ventana muralla abajo en un canasto. Si hay que seguir presumiendo, aunque me parezca totalmente inútil, pasaré a las visiones y revelaciones que me concedió el Señor. Conozco a un creyente en Cristo que hace catorce años fue arrebatado al tercer cielo, si con cuerpo o sin cuerpo no sabría decirlo; Dios es quien lo sabe. Lo cierto es que ese hombre —repito que no sé si con cuerpo o sin cuerpo; Dios es quien lo sabe— fue arrebatado al paraíso y escuchó palabras misteriosas que a ningún humano le está permitido pronunciar. De alguien así podría presumir; pero en lo que me atañe, solo presumiré de mis flaquezas. Y eso que, si quisiera presumir, no diría ningún desatino, al contrario, estaría diciendo la pura verdad; pero me abstengo de hacerlo para que nadie me considere por encima de lo que ve o escucha de mí a causa de revelaciones tan extraordinarias. Precisamente para que no se me suban los humos a la cabeza, tengo una espina clavada en mi carne: se trata de un agente de Satanás que me da de bofetadas para que no me ensoberbezca. Tres veces he pedido al Señor que me libre de esto y otras tantas me ha dicho: «te basta mi gracia, porque mi fuerza se realiza plenamente en lo débil». Con gusto, pues, presumiré de mis flaquezas, para sentir dentro de mí la fuerza de Cristo. Por eso me satisface soportar por Cristo flaquezas, ultrajes, dificultades, persecuciones y angustias, ya que, cuando me siento débil, es cuando más fuerte soy. Si he hablado como un insensato, vosotros me forzasteis a ello. En realidad, os correspondía a vosotros dar la cara por mí, pues aunque no soy nada, en nada soy inferior a esos superapóstoles. Ahí están las credenciales de mi apostolado entre vosotros: una constancia a toda prueba acompañada de signos milagrosos, prodigios y portentos. ¿En qué estáis en desventaja con las demás iglesias? ¿En que yo no quise vivir a costa vuestra? ¡Perdonadme, por favor, este agravio! Estoy a punto de haceros mi tercera visita y tampoco esta vez os seré gravoso, pues me interesáis vosotros, no vuestro dinero. Después de todo, corresponde a los padres ahorrar para los hijos, y no los hijos para los padres. Así que gastaré gustosamente cuanto tenga, y me desgastaré yo mismo por vosotros. ¿Acaso por amaros yo tanto, me amaréis vosotros menos? Quizás alguno piense que, en efecto, no fui carga para vosotros, pero que, astuto como soy, os hice morder el anzuelo. ¿Querríais decirme a cuál de las personas que os envié he utilizado para explotaros? Pedí a Tito que fuera a visitaros y envié con él a ese otro hermano. ¿Es que os ha explotado Tito? ¿No es más cierto que nos mueve el mismo Espíritu y que los dos seguimos los mismos pasos? A lo mejor estáis pensando hace un buen rato que no hacemos sino justificarnos ante vosotros. Dios es testigo de que es Cristo quien nos impulsa a hablar, y de que todo esto, queridos míos, es para vuestro provecho espiritual. Porque tengo miedo de no encontraros a mi llegada como yo quisiera y de que tampoco vosotros me encontréis como sería vuestro deseo. Tengo miedo de encontrarme con discordias, envidias, animosidades, rivalidades, maledicencias, críticas, engreimientos y desórdenes. Tengo miedo de que, cuando os visite de nuevo, me humille Dios por causa vuestra y tenga yo que hacer duelo por tantos como han pecado y no se han arrepentido de la impureza, la lujuria y el desenfreno en que vivían. Esta será la tercera vez que os visite. Y toda disputa deberá resolverse conforme al testimonio de dos o tres testigos. Lo dije entonces, cuando me hice presente entre vosotros por segunda vez, y lo repito ahora estando ausente: si vuelvo de nuevo trataré sin miramientos tanto a los culpables de otro tiempo como a todos los demás. Así tendréis la prueba que andáis buscando de que Cristo habla por medio de mí. Cristo, que no ha dado muestras de debilidad entre vosotros, sino que las ha dado de poder. Porque es cierto que se dejó crucificar manifestando así su debilidad, pero ahora vive en virtud de la fuerza de Dios. Igualmente nosotros, que compartimos su debilidad, compartiremos también su poderosa vitalidad divina si hemos de enfrentarnos con vosotros. Vosotros sois los que tenéis que poneros a prueba y someteros a examen, a ver si os mantenéis en la fe. Y si reconocéis que Cristo no vive en vosotros, será tanto como no superar la prueba. Espero que reconozcáis, sin embargo, que nosotros sí la hemos superado. Suplicamos a Dios que no hagáis nada malo. No con el fin de que aparezca que somos nosotros quienes tenemos la razón, sino para que vosotros os portéis bien aunque nosotros demos la impresión de no haber superado la prueba. Pues si tenemos algún poder, no es para utilizarlo contra la verdad, sino en favor de la verdad. Lo que nos alegra es que vosotros os encontréis fuertes, aunque nosotros parezcamos débiles; lo que pedimos es que os corrijáis. Por eso os escribo en estos términos estando ausente, para que, cuando esté presente, no me vea obligado a proceder con dureza, utilizando un poder que el Señor me ha confiado para construir y no para derribar. En fin, hermanos, estad alegres, permitid que se os corrija, dejaos amonestar, vivid en armonía, mantened la paz. Y Dios, que es fuente de amor y de paz, estará con vosotros. Saludaos unos a otros con un beso fraterno*. Os saludan todos los hermanos. Que la gracia de Jesucristo, el Señor, el amor de Dios y la participación en los dones del Espíritu Santo permanezcan con vosotros. Pablo, apóstol no por disposición ni intervención humana alguna, sino por encargo de Jesucristo y de Dios Padre que lo resucitó de la muerte, junto con todos los hermanos que están conmigo, a las iglesias de Galacia. Que Dios Padre y Jesucristo, el Señor, os concedan gracia y paz. Jesucristo ha entregado su vida por nuestros pecados y nos ha liberado de esta era infestada de maldad, conforme a lo dispuesto por Dios nuestro Padre, a quien pertenece la gloria por siempre. Amén. ¡No salgo de mi asombro! ¡Hay que ver con qué rapidez habéis desertado de aquel que os llamó mediante la gracia de Cristo y os habéis pasado a otro evangelio! ¿Qué digo otro? Lo que pasa es que algunos os desconciertan intentando deformar el evangelio de Cristo. Pero sea quien sea —yo mismo o incluso un ángel venido del cielo— el que os anuncie un evangelio diferente del que yo os anuncié, ¡caiga sobre él la maldición! Os lo dije en otra ocasión y os lo repito ahora: si alguien os anuncia un evangelio distinto del que habéis recibido, ¡caiga sobre él la maldición! ¿A quién pretendo yo ahora ganarme? ¿A quién busco agradar? ¿A Dios o a la gente? Si todavía tratase de seguir agradando a la gente, no sería siervo de Cristo. Hermanos, quiero dejar bien claro que el evangelio proclamado por mí no es ninguna invención humana. Ni lo recibí ni lo aprendí de nadie. Es Jesucristo mismo quien me lo ha revelado. Ya conocéis mi antigua conducta, cuando aún militaba en las filas del judaísmo: con qué saña perseguía a la Iglesia de Dios intentando aniquilarla. Incluso sobresalí dentro del judaísmo por encima de muchos de mis compatriotas como fanático defensor de las tradiciones de mis antepasados. Pero Dios, que me había elegido ya desde antes de mi nacimiento, me llamó por pura benevolencia para revelarme a su Hijo y darme el encargo de que lo anunciara a los que no son judíos. No solicité entonces ningún consejo humano; ni siquiera fui a Jerusalén para hablar con quienes eran apóstoles antes que yo, sino que me fui a la región de Arabia, de donde volví otra vez a Damasco. Tres años más tarde, fui a Jerusalén para conocer a Pedro y estuve con él quince días. A ningún otro apóstol vi, aparte de Santiago, el hermano del Señor. Dios es testigo de que no miento en nada de lo que os escribo. Después fui a las regiones de Siria y Cilicia. A todo esto, las iglesias cristianas de Judea seguían sin conocerme en persona. Únicamente habían oído decir: «El que en otro tiempo nos perseguía, ahora anuncia la fe que antes pretendía aniquilar». Y alababan a Dios por causa mía. Al cabo de catorce años volví a Jerusalén junto con Bernabé. Me acompañaba también Tito. Fui allá a impulsos de una revelación divina, y en privado comuniqué a los dirigentes principales el evangelio que anuncio entre los no judíos. Lo hice para que no resultara que tanto ahora como antes estuviera afanándome inútilmente. Pues bien, ni siquiera Tito, mi acompañante, que no era judío, fue obligado a circuncidarse. [El problema lo crearon] esos intrusos, esos falsos hermanos que se infiltraron entre nosotros con la intención de arrebatarnos la libertad que tenemos en Cristo Jesús y hacer de nosotros unos esclavos. Mas ni por un instante me doblegué a sus pretensiones; era preciso que la verdad del evangelio se mantuviera intacta entre vosotros. En cuanto a los que eran tenidos por dirigentes —no me interesa lo que cada uno de ellos fuera antes, pues Dios no se fija en las apariencias—, esos dirigentes, digo, nada adicional me impusieron. Al contrario, ellos vieron que Dios me había confiado la misión de proclamar el evangelio a los no judíos, así como a Pedro le había confiado la de proclamarlo a los judíos. El mismo Dios que ha hecho a Pedro apóstol para los judíos, me ha hecho a mí apóstol para los no judíos. Así que Santiago, Pedro y Juan, considerados como columnas de la Iglesia, reconocieron que Dios me había confiado esta misión, y nos tendieron la mano a Bernabé y a mí en señal de acuerdo: ellos irían a los judíos y nosotros a los no judíos. Únicamente nos pidieron que nos acordásemos de ayudar a los pobres, cosa que he procurado cumplir con todo esmero. Pero cuando Pedro vino a Antioquía, me encaré abiertamente con él, porque no procedía como es debido. El caso es que al principio no tenía reparo en comer con los no judíos. Pero llegaron algunos pertenecientes al círculo de Santiago, y entonces Pedro comenzó a distanciarse y a evitar el trato con los no judíos, como si tuviera miedo a los partidarios de la circuncisión. Semejante actitud de fingimiento arrastró tras sí a los demás judíos e incluso al mismo Bernabé. Viendo, pues, que su proceder no se ajustaba a la verdad del evangelio, eché en cara a Pedro delante de todos: «Tú, que eres judío, te has comportado como si no lo fueras adaptándote a los no judíos; ¿cómo quieres ahora obligar a los no judíos a comportarse como judíos?». Nosotros somos judíos de nacimiento, no pecadores venidos del paganismo. Estamos convencidos, sin embargo, de que Dios justifica al ser humano por medio de la fe en Jesucristo y no por el mero cumplimiento de la ley. Así que hemos puesto nuestra fe en Cristo Jesús, a fin de que Dios nos justifique por medio de esa fe y no por cumplir la ley. Pues, por el mero cumplimiento de la ley, nadie será justificado. Por otra parte, si, al buscar que Cristo nos justifique, nosotros resultamos ser pecadores, ¿significará esto que Cristo está al servicio del pecado? ¡De ningún modo! Lo que sí es cierto es que si lo que un día demolí, ahora lo reconstruyo, estoy con ello demostrando que entonces fui culpable. Fue la misma ley la que me condujo a romper con ella a fin de vivir para Dios, crucificado juntamente con Cristo. Ya no soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí. Mi vida en este mundo consiste en creer en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí. No quiero hacer inútil la bondad de Dios; ahora bien, si la justificación fuera por medio de la ley, Cristo habría muerto inútilmente. Gálatas, ¿cómo sois tan insensatos? ¿Quién os fascinó? ¡Y pensar que os puse ante los ojos a Jesucristo crucificado! Decidme solamente una cosa: ¿en razón de qué recibisteis el Espíritu de Dios? ¿Por cumplir la ley o por haber aceptado la fe? Vuestra insensatez no tiene límites. Si el Espíritu estuvo en el origen de vuestra fe, ¿vais a terminar confiando en lo humano? ¡No puedo creer que tan magníficas experiencias hayan sido baldías! Vamos a ver: cuando Dios os comunica el Espíritu y realiza prodigios entre vosotros, ¿lo hace porque sois cumplidores de la ley o porque habéis aceptado el mensaje de la fe? Ahí tenéis el ejemplo de Abrahán: Creyó a Dios y le fue contado como justicia. Comprended de una vez que la verdadera descendencia de Abrahán son los creyentes. Y la Escritura misma, previendo que Dios justificaría a todas las naciones mediante la fe, anunció de antemano a Abrahán esta buena noticia: Todas las naciones serán bendecidas por medio de ti. Así que todos los que creen serán bendecidos junto con el creyente Abrahán. Por el contrario, cuantos viven pendientes de cumplir la ley están bajo el peso de una maldición. Así lo dice la Escritura: Maldito sea quien no cumpla constantemente todo lo escrito en el libro de la ley. Y es evidente que, por cumplir la ley, nadie será justificado ante Dios, ya que también dice la Escritura: El justo por la fe vivirá. Pero la ley no se nutre de la fe, sino que: quien cumpla estos preceptos, por ellos vivirá. Fue Cristo quien nos libró de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros maldito. Pues dice la Escritura: Maldito sea todo el que muera colgado de un madero. La bendición de Abrahán alcanzará así, por medio de Cristo Jesús, a todas las naciones y nosotros recibiremos, mediante la fe, el Espíritu prometido. Hermanos, voy a explicarme con un ejemplo tomado de la vida humana. Incluso según las normas humanas, nadie puede anular o modificar un testamento legalmente otorgado. Ahora bien, Dios hizo las promesas a Abrahán y a su descendencia. No se dice «y a tus descendientes», como si fueran muchos, sino «y a tu descendencia», refiriéndose a Cristo solamente. Y digo yo: un pacto debidamente confirmado por Dios no lo puede invalidar una ley dada cuatrocientos treinta años más tarde, cancelando de ese modo lo que Dios había prometido. Si la herencia dependiera del cumplimiento de la ley, ya no dependería de la promesa. Sin embargo, Dios otorgó su favor a Abrahán en forma de promesa. Así las cosas, ¿qué sentido tiene la ley de Moisés? Se añadió con el fin de señalar lo que era pecado hasta el momento en que llegara Cristo, el descendiente prometido. La ley fue promulgada por medio de ángeles y Moisés actuó de intermediario; pero el intermediario está de más cuando solo entra en juego una persona, y Dios es uno solo. La ley de Moisés y las promesas divinas, ¿son, entonces, algo opuesto? ¡De ningún modo! Si se hubiese promulgado una ley capaz de dar vida, en ese caso bastaría con cumplir esa ley para ser justificados. Pero la Escritura presenta al mundo entero dominado por el pecado, precisamente para que se conceda a los creyentes la promesa que Dios les hizo por medio de la fe en Jesucristo. Antes de llegar a la fe éramos prisioneros de la ley, esperando encarcelados que se revelara la fe. Así fue como la ley nos condujo hasta Cristo para que recibiéramos la salvación por medio de la fe. Pero ahora, una vez que la fe ha llegado, ya no estamos bajo el dominio de ningún acompañante. En efecto, todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios, pues todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo habéis sido revestidos. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno. Y si sois de Cristo, también sois descendientes de Abrahán y herederos según la promesa. Digo, pues, que, mientras el heredero es menor de edad, en nada se distingue de un esclavo. Cierto que es dueño de todo, pero tiene que estar sometido a tutores y administradores hasta el momento fijado por el padre. Lo mismo sucede con nosotros: durante nuestra minoría de edad nos han esclavizado las realidades mundanas. Pero al llegar el momento cumbre de la historia, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo el régimen de la ley, para liberarnos del yugo de la ley y concedernos la condición de hijos adoptivos de Dios. Y prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a vuestros corazones; y el Espíritu clama: «¡Abba!», es decir, «¡Padre!». Así que ya no eres esclavo, sino hijo. Y como hijo que eres, Dios te ha declarado también heredero. En otro tiempo no conocíais a Dios y estabais al servicio de falsos dioses. Pero ahora que ya conocéis a Dios o, mejor dicho, ahora que Dios os conoce, ¿cómo es que volvéis a dejaros esclavizar por esas realidades mundanas que no tienen fuerza ni valor? Todavía celebráis como fiestas religiosas ciertos días, meses, estaciones y años. Mucho me temo que mis sudores entre vosotros hayan sido baldíos. Por favor, hermanos, comportaos como yo, pues también yo me he adaptado a vosotros. Ninguna ofensa sufrí de vosotros entonces. Ya sabéis que fue una enfermedad la que me dio la oportunidad de anunciaros por vez primera el evangelio. Y aunque mi estado físico debió de ser una dura prueba para vosotros, no me despreciasteis ni sentisteis asco de mí. Al contrario, me acogisteis como a un mensajero de Dios, como si fuera el mismo Cristo Jesús. ¿Qué ha sido de aquel entusiasmo vuestro? Porque estoy seguro de que hasta los ojos os habríais arrancado, a ser posible, para dármelos a mí. ¿He pasado entonces a ser vuestro enemigo por haberos dicho la verdad? Esa gente muestra mucho interés por vosotros, pero no es un interés de buena ley. Lo que buscan es aislaros de mí para que no tengáis más remedio que seguirlos. Deberíais interesaros por hacer el bien en todo momento y no solo cuando yo me encuentro entre vosotros. Hijos míos, estoy sufriendo, como si de nuevo os estuviera dando a luz, hasta que Cristo tome forma definitiva en vosotros. Me gustaría estar ahora entre vosotros y emplear el tono adecuado, pues verdaderamente no sé cómo abordaros. Vosotros, los que os empeñáis en vivir bajo la ley de Moisés, decidme: ¿habéis escuchado acaso lo que dice? Porque en ella está escrito que Abrahán tuvo dos hijos: uno de su esclava y otro de su esposa, que era libre. El de la esclava nació siguiendo el curso normal de la naturaleza; el de la libre, en cambio, en virtud de una promesa divina. Esto tiene un significado más profundo: las dos mujeres representan dos alianzas. Una —simbolizada en Agar— proviene del monte Sinaí, y engendra esclavos. Notad, en efecto, que Agar hace referencia al monte Sinaí, el cual está en Arabia, y es figura de la actual Jerusalén, que sigue siendo esclava junto con sus hijos. Pero la Jerusalén celestial es libre, y esa es nuestra madre. Pues dice la Escritura: Alégrate tú, la estéril, la que no tienes hijos; salta de júbilo y clama, tú que no has experimentado los dolores de parto. Porque van a ser muchos más los hijos de la abandonada, que los de aquella que tiene marido. Hermanos, vosotros, como Isaac, sois hijos en virtud de la promesa. Pero lo mismo que entonces el hijo que nació siguiendo el curso normal de la naturaleza no cesaba de hostigar al que nació en virtud del Espíritu, así ocurre ahora. Y ¿qué dice la Escritura?: Echa de casa a la esclava y a su hijo, porque el hijo de la esclava no ha de compartir la herencia con el hijo de la libre. En una palabra, hermanos: no somos hijos de la esclava, sino de la libre. Cristo nos ha liberado para que disfrutemos de libertad. Manteneos, pues, firmes y no permitáis que os conviertan de nuevo en esclavos. Yo, Pablo, os lo digo: si os dejáis circuncidar, de nada os servirá ya Cristo. Solemnemente os lo aseguro una vez más: quien se hace circuncidar, debe cumplir enteramente la ley de Moisés. Y querer alcanzar la justificación mediante el cumplimiento de la ley, significa romper con Cristo, quedarse fuera de la acción de la gracia. Por eso, nosotros abrigamos la esperanza de ser justificados por la fe, mediante la acción del Espíritu. En Cristo Jesús, en efecto, da lo mismo estar circuncidados que no estarlo; lo que cuenta es la fe, que actúa por medio del amor. Ibais por el buen camino. ¿Quién os impidió seguir la verdad? Desde luego, no fue el Dios que os llamó. Un poco de levadura hace fermentar toda la masa. Cierto que el Señor me hace confiar en que no cambiaréis de comportamiento; pero el que os está perturbando tendrá su merecido, sea quien fuere. En cuanto a mí, hermanos, si fuera cierto que todavía recomiendo la circuncisión, ¿en razón de qué me siguen persiguiendo? ¡El misterio de Cristo crucificado no sería ya motivo de polémica! Y en cuanto a esos que os soliviantan, ¡más valiera que se castrasen de una vez! Hermanos, habéis sido llamados a disfrutar de libertad. ¡No utilicéis esa libertad como tapadera de apetencias puramente humanas! Al contrario, haceos esclavos los unos de los otros por amor. Toda la ley se cumple, si se cumple este solo mandamiento: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si andáis mordiéndoos y devorándoos unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente. Os exhorto, pues, a que viváis de acuerdo con las exigencias del Espíritu y así no os dejaréis arrastrar por desordenadas apetencias humanas. Porque las desordenadas apetencias humanas están en contra del Espíritu, y el Espíritu está en contra de tales apetencias. El antagonismo es tan irreductible, que os impide hacer lo que desearíais. Pero si os guía el Espíritu, ya no estáis bajo el dominio de la ley. Sabido es cómo se comportan los que viven sometidos a sus apetitos desordenados: son adúlteros, lujuriosos, libertinos, idólatras, supersticiosos; alimentan odios, promueven contiendas, se enzarzan en rivalidades, rebosan rencor; son egoístas, partidistas, sectarios, envidiosos, borrachos, amigos de orgías, y otras cosas por el estilo. Os advertí en su día y ahora vuelvo a hacerlo: esos tales no heredarán el reino de Dios. En cambio, el Espíritu produce amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, lealtad, humildad y dominio de sí mismo. Ninguna ley existe en contra de todas estas cosas. Y no en vano los que pertenecen a Cristo Jesús han crucificado lo que en ellos hay de apetitos desordenados, junto con sus pasiones y malos deseos. Si, pues, vivimos animados por el Espíritu, actuemos conforme al Espíritu. No busquemos vanaglorias, enzarzándonos en rivalidades y envidiándonos unos a otros. Hermanos, si alguno incurre en falta, vosotros, los animados por el Espíritu, corregidlo con amabilidad. Y manteneos todos sobre aviso, porque nadie está libre de ser puesto a prueba. Ayudaos mutuamente a soportar las dificultades, y así cumpliréis la ley de Cristo. Si alguno se figura ser algo, cuando en realidad no es nada, se engaña a sí mismo. Que cada uno examine su propia conducta y sea la suya, sin compararla con la del prójimo, la que le proporcione motivos de satisfacción, pues cada uno debe llevar su propia carga. Por su parte, el que recibe instrucción en la fe, debe compartir todos sus bienes con el que lo instruye. No os hagáis ilusiones: de Dios no se burla nadie. Lo que cada uno haya sembrado, eso cosechará. Quien siembre para satisfacer sus apetitos desordenados, de ellos cosechará frutos de muerte; mas quien siembre para agradar al Espíritu, el Espíritu le dará una cosecha de vida eterna. No nos cansemos de hacer el bien ya que, si no desfallecemos, a su tiempo recogeremos la cosecha. En una palabra, aprovechemos cualquier oportunidad para hacer el bien a todos, y especialmente a los hermanos en la fe. Mirad con qué letras tan grandes os escribo; son de mi propio puño y letra. Quienes os fuerzan a circuncidaros, lo hacen para quedar bien ante los demás y no ser perseguidos a causa de la cruz de Cristo. Porque lo que es la ley, ni los mismos circuncidados la observan. Si quieren que os circuncidéis, es solo para presumir de haberos obligado a pasar por ese rito. Por mi parte, si de algo presumo, es de nuestro Señor Jesucristo crucificado; en su cruz, el mundo ha muerto para mí y yo para el mundo. ¡Qué más da estar circuncidados o no estarlo! Lo que importa es ser nuevas criaturas. Paz y misericordia a cuantos se ajusten a esta norma, y al Israel de Dios. ¡Y a ver si en adelante no me ocasionáis más preocupaciones! Bastante tengo con llevar impresas en mi cuerpo las marcas de Jesús. Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vosotros, hermanos. Amén. Pablo, apóstol de Jesucristo por designio de Dios, a los miembros del pueblo de Dios que residen en Éfeso y creen en Cristo Jesús. Que Dios, nuestro Padre, y Jesucristo, el Señor, os concedan gracia y paz. Alabemos a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por medio de Cristo nos ha bendecido con toda suerte de bienes espirituales y celestiales. Él nos ha elegido en la persona de Cristo antes de crear el mundo, para que nos mantengamos sin mancha ante sus ojos, como corresponde a consagrados a él. Amorosamente nos ha destinado de antemano, y por pura iniciativa de su benevolencia, a ser adoptados como hijos suyos mediante Jesucristo. De este modo, la bondad tan generosamente derramada sobre nosotros por medio de su Hijo querido, se convierte en himno de alabanza a su gloria. Con la muerte de su Hijo, y en virtud de la riqueza de su bondad, Dios nos libera y nos perdona los pecados. ¡Qué derroche de gracia sobre nosotros, al llenarnos de sabiduría e inteligencia y darnos a conocer sus designios más secretos! Los designios que benévolamente había decidido realizar por medio de Cristo, llevando la historia a su punto culminante y haciendo que todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, recuperen en Cristo su unidad. El mismo Cristo en quien también nosotros participamos de la herencia a la que hemos sido destinados de antemano según el designio del Dios que todo lo hace de acuerdo con los planes de su libre decisión. Así, nosotros, los que habíamos puesto nuestra esperanza en el Mesías, nos convertiremos en himno de alabanza a su gloria. Y también vosotros, los que habéis escuchado el mensaje de la verdad, el evangelio de vuestra salvación, al creer en Cristo habéis sido sellados con el Espíritu Santo prometido, que es garantía de nuestra herencia, en orden a la liberación del pueblo adquirido por Dios, para convertirse en himno de alabanza a su gloria. Por eso yo, al tener noticias de vuestra fe en Jesús, el Señor, y del amor que dispensáis a los creyentes, os recuerdo en mis oraciones y no me canso de dar gracias a Dios por vosotros. Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre a quien pertenece la gloria, os otorgue un espíritu de sabiduría y de revelación que os lo haga conocer. Que llene de luz los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a la que os llama, qué inmensa es la gloria que ofrece en herencia a su pueblo y qué formidable la potencia que despliega en favor de nosotros los creyentes, manifestada en la eficacia de su fuerza poderosa. Es el poder que Dios desplegó en Cristo al resucitarlo de la muerte y sentarlo en el cielo junto a sí, por encima de todo principado, potestad, autoridad y dominio, y por encima de cualquier otro título que se precie de tal, no solo en este mundo presente, sino también en el futuro. Todo lo ha puesto Dios bajo el dominio de Cristo, constituyéndolo cabeza suprema de la Iglesia que es el cuerpo de Cristo, y, como tal, plenitud del que llena totalmente el universo. Tiempo hubo en que vuestras culpas y pecados os mantenían en estado de muerte. Era el tiempo en que seguíais los torcidos caminos de este mundo y las directrices del que está al frente de las fuerzas invisibles del mal, de ese espíritu que al presente actúa con eficacia entre quienes se hallan en rebeldía contra Dios. Así vivíamos también todos nosotros en el pasado: sometidos a nuestras desordenadas apetencias humanas, obedientes a esos desordenados impulsos del instinto y de la imaginación, y destinados por nuestra condición a experimentar, como los demás, la ira de Dios. Pero la piedad de Dios es grande, e inmenso su amor hacia nosotros. Por eso, aunque estábamos muertos en razón de nuestras culpas, nos hizo revivir junto con Cristo —¡la salvación es pura generosidad de Dios!—, nos resucitó y nos sentó con Cristo Jesús en el cielo. Desplegó así, ante los siglos venideros, toda la impresionante riqueza de su gracia, hecha bondad para nosotros en Cristo Jesús. En efecto, habéis sido salvados gratuitamente mediante la fe. Y eso no es algo que provenga de vosotros; es un don de Dios. No es, pues, cuestión de obras humanas, para que nadie pueda presumir. Lo que somos, a Dios se lo debemos. Él nos ha creado por medio de Cristo Jesús, para que hagamos el bien que Dios mismo nos señaló de antemano como norma de conducta. Recordad, pues, que vosotros, paganos en otro tiempo por nacimiento y considerados incircuncisos por los llamados circuncisos —esos que llevan en su cuerpo una marca hecha por manos humanas—, estabais en el pasado privados de Cristo, sin derecho a la ciudadanía de Israel, ajenos a las alianzas portadoras de la promesa, sin esperanza y sin Dios en medio del mundo. Ahora, en cambio, injertados en Cristo Jesús y gracias a su muerte, ya no estáis lejos como antes, sino cerca. Cristo es nuestra paz. Él ha hecho de ambos pueblos uno solo; él ha derribado el muro de odio que los separaba; él ha puesto fin en su propio cuerpo a la ley mosaica, con sus preceptos y sus normas, y ha creado en su propia persona con los dos pueblos una nueva humanidad, estableciendo la paz. Él ha reconciliado con Dios a ambos pueblos por medio de la cruz, los ha unido en un solo cuerpo y ha destruido así su enemistad. Él ha venido a traer la noticia de la paz: paz para vosotros, los que estabais lejos, y paz también para los que estaban cerca. Unos y otros, gracias a él y unidos en un solo Espíritu, tenemos abierto el camino que conduce al Padre. Ya no sois, por tanto, extranjeros o advenedizos. Sois conciudadanos de un pueblo consagrado, sois familia de Dios, sois piedras de un edificio construido sobre el cimiento de los apóstoles y los profetas. Y Cristo Jesús es la piedra angular en la que todo el edificio queda ensamblado y va creciendo hasta convertirse en templo consagrado al Señor, en el que también vosotros os vais integrando hasta llegar a ser, por medio del Espíritu, casa en la que habita Dios. Por todo lo cual yo, Pablo, soy prisionero de Cristo Jesús por amor a vosotros, los de origen pagano. Sin duda estáis enterados de la misión que Dios, en su benevolencia, ha tenido a bien confiarme con respecto a vosotros. Fue una revelación de Dios la que me dio a conocer el plan secreto del que os he escrito más arriba brevemente. Leyéndolo podréis comprobar cuál es mi conocimiento de ese plan secreto realizado en Cristo. Se trata del plan que Dios tuvo escondido para las generaciones pasadas, y que ahora, en cambio, ha dado a conocer, por medio del Espíritu, a sus santos apóstoles y profetas. Un plan que consiste en que los paganos comparten la misma herencia, son miembros del mismo cuerpo y participan de la misma promesa que ha hecho Cristo Jesús por medio del evangelio, del que la gracia y el gran poder de Dios me han constituido servidor. A mí, que soy el más insignificante de todos los creyentes, se me ha concedido este privilegio: anunciar a los paganos la incalculable riqueza de Cristo y mostrar a todos cómo va cumpliéndose el plan secreto, que desde el principio de los siglos se hallaba escondido en Dios, creador de todas las cosas. Así, por medio de la Iglesia, los principados y potestades de los cielos tienen ahora conocimiento de la multiforme sabiduría divina, según el proyecto que desde la eternidad quiso Dios realizar en Cristo Jesús, Señor nuestro; gracias a él y mediante la fe, podemos acercarnos a Dios libre y confiadamente. No os sintáis, pues, acongojados, si me veis sufrir por vosotros; consideradlo, más bien, como motivo de gloria. Por todo lo cual me pongo de rodillas ante el Padre, origen de toda paternidad tanto en el cielo como en la tierra, y le pido que, conforme a la riqueza de su gloria, su Espíritu os llene de fuerza y energía hasta lo más íntimo de vuestro ser. Que Cristo habite, por medio de la fe, en el centro de vuestra vida y que el amor os sirva de cimiento y de raíz. Seréis así capaces de entender, en unión con todos los creyentes, cuán largo y ancho, cuán alto y profundo es el amor de Cristo; un amor que desborda toda ciencia humana y os colma de la plenitud misma de Dios. A Dios que, desplegando su poder sobre nosotros, es capaz de realizar todas las cosas incomparablemente mejor de cuanto pensamos o pedimos, a él sea la gloria en Cristo y en la Iglesia, de edad en edad y por generaciones sin término. Amén. Así pues, yo, prisionero por amor al Señor, os exhorto a que llevéis una vida en consonancia con el llamamiento que habéis recibido. Sed humildes, amables, comprensivos. Soportaos unos a otros con amor. No ahorréis esfuerzos para consolidar, con ataduras de paz, la unidad, que es fruto del Espíritu. Uno solo es el cuerpo y uno solo el Espíritu, como una es la esperanza a la que habéis sido llamados. Solo hay un Señor, solo una fe, solo un bautismo. Solo un Dios, que es Padre de todos, que todo lo domina, por medio de todos actúa y en todos vive. Cada uno de nosotros ha recibido el don en la medida en que Cristo ha tenido a bien otorgárnoslo. Por eso dice la Escritura: Al subir a lo alto, llevó consigo prisioneros y repartió dones a los seres humanos. Si «subió», como dice, ¿no supone que previamente había bajado a lo profundo de la tierra? El mismo que bajó es el que ha subido a lo más alto de los cielos a fin de llenar con su presencia el universo. Él es quien a unos ha hecho apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros. Capacita así a los creyentes para que desempeñen su ministerio y construyan el cuerpo de Cristo hasta que todos alcancemos la unidad propia de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios; hasta que seamos personas cabales; hasta que alcancemos, en madurez y plenitud, la talla de Cristo. Dejemos, pues, de ser niños zarandeados por las olas y arrastrados a la deriva por cualquier doctrina seductora, a merced de esa gente maestra en las artimañas del error. Vivamos, en cambio, con autenticidad en el amor y esforcémonos por crecer en todo, puesta la mira en aquel que es la cabeza: Cristo. Él es quien hace que el cuerpo entero, bien ensamblado y unido mediante el conjunto de ligamentos que lo alimentan según la actividad propia de cada miembro, vaya creciendo como tal cuerpo de modo que se construya a sí mismo en el amor. Esto es, pues, lo que os digo y os recomiendo en nombre del Señor: ¡No os comportéis más como los paganos, dejándoos llevar por sus criterios sin consistencia! Ellos tienen la inteligencia embotada y viven lejos de Dios, por cuanto son ignorantes y duros de corazón. Han perdido el sentido del bien y se han entregado al vicio y a toda suerte de impureza y de avaricia. ¡Pero no es eso lo que vosotros habéis aprendido sobre Cristo! Porque sin duda os han hablado de él y, en conformidad con la auténtica doctrina de Jesús, se os ha enseñado como cristianos a renunciar a la antigua conducta, a la vieja condición humana corrompida por la seducción del placer. Así que dad lugar a la renovación espiritual de vuestra mente y revestíos de la nueva criatura, creada a imagen de Dios en orden a una vida verdaderamente recta y santa. Así que desterrad la mentira y que cada uno sea sincero con su prójimo ya que somos miembros los unos de los otros. Si alguna vez os enojáis, que vuestro enojo no llegue hasta el punto de pecar, ni que os dure más allá de la puesta del sol. Y no deis al diablo oportunidad alguna. Si alguno robaba, no robe más, sino que se esfuerce trabajando honradamente con sus propias manos para que pueda ayudar al que está necesitado. No empleéis palabras groseras; usad un lenguaje útil, constructivo y oportuno, capaz de hacer el bien a los que os escuchan. No causéis tristeza al Espíritu Santo de Dios, que es en vosotros como un sello que os distinguirá en el día de la liberación. Nada de acritud, rencor, ira, voces destempladas, injurias o cualquier otra suerte de maldad; desterrad todo eso. Sed, en cambio, bondadosos y compasivos los unos con los otros, perdonándoos mutuamente como Dios os ha perdonado por medio de Cristo. Puesto que sois hijos amados de Dios, procurad pareceros a él y haced del amor la norma de vuestra vida, pues también Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de olor agradable a Dios. Y en cuanto a la lujuria, a cualquier clase de impureza o a la avaricia, ni siquiera se mencionen entre vosotros. Así deben comportarse los creyentes. Y lo mismo digo de las obscenidades, conversaciones estúpidas o indecentes, cosas todas que están fuera de lugar; lo vuestro es dar gracias a Dios. Tened bien entendido que ningún lujurioso, ningún indecente, ningún avaro —la avaricia es una especie de idolatría—, tendrá parte en la herencia del reino de Cristo y de Dios. Que nadie os engañe con palabras falaces. Estas son precisamente las cosas que encienden la ira de Dios sobre quienes se niegan a obedecerle. ¿Queréis también vosotros ser cómplices suyos? En otro tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz al estar unidos al Señor. Portaos como hijos de la luz, cuyos frutos son la bondad, la rectitud y la verdad. Haced lo que agrada al Señor y no toméis parte en las estériles acciones de quienes pertenecen al mundo de las tinieblas; desenmascarad, más bien, esas acciones, pues hasta vergüenza da decir lo que esos tales hacen a escondidas. Pero todo cuanto ha sido desenmascarado por la luz, queda al descubierto; y lo que queda al descubierto, se convierte, a su vez, en luz. Por eso se dice: «Despierta tú que estás dormido, levántate de la muerte, y te iluminará Cristo». Estad, pues, muy atentos a la manera que tenéis de comportaros, no como necios, sino como inteligentes. Y aprovechad cualquier oportunidad, pues corren tiempos malos. Así que no seáis irreflexivos; al contrario, tratad de descubrir cuál es la voluntad de Dios. Y no os emborrachéis, pues el vino conduce al libertinaje; llenaos, más bien, del Espíritu, y recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados. Cantad y tocad para el Señor desde lo hondo del corazón, dando gracias siempre y por todo a Dios Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Guardaos mutuamente respeto en atención a Cristo. Que las mujeres respeten a sus maridos, como si se tratara del Señor. Porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza y salvador del cuerpo, que es la Iglesia. Si, pues, la Iglesia es dócil a Cristo, séanlo también, y sin reserva alguna, las mujeres a sus maridos. Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia. Por ella entregó su vida a fin de consagrarla a Dios, purificándola por medio del agua y la palabra. Se preparó así una Iglesia radiante, sin mancha, ni arruga, ni nada semejante; una Iglesia santa e inmaculada. Este es el modelo según el cual los maridos deben amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Pues nadie ha odiado jamás a su propio cuerpo; todo lo contrario, lo cuida y alimenta. Es lo que hace Cristo con su Iglesia, que es su cuerpo, del cual todos nosotros somos miembros. Por esta razón —dice la Escritura— dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y ambos llegarán a ser como una sola persona. Es grande la verdad aquí encerrada, y yo la pongo en relación con Cristo y con la Iglesia. En resumen, que cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo, y que la mujer sea respetuosa con su marido. Vosotros, los hijos, obedeced a vuestros padres como procede que lo hagan los creyentes. El primer mandamiento que lleva consigo una promesa es precisamente este: Honra a tu padre y a tu madre, a fin de que seas feliz y vivas largos años sobre la tierra. Y vosotros, los padres, no hagáis de vuestros hijos unos resentidos; educadlos, más bien, instruidlos y corregidlos como lo haría el Señor. Los esclavos debéis acatar con profundo respeto y lealtad de corazón las órdenes de vuestros amos temporales, como si de Cristo se tratara. No como alguien que se siente vigilado o en plan adulador, sino como esclavos de Cristo, que tratan de cumplir con esmero la voluntad de Dios. Prestad vuestros servicios de buen grado, teniendo como punto de mira al Señor y no a la gente. Y recordad que el Señor recompensará a cada uno según el bien que haya hecho, sin distinguir entre amo y esclavo. Por vuestra parte, amos, tratad a vuestros esclavos de igual manera. Prescindid de amenazas y tened en cuenta que tanto vosotros como ellos pertenecéis a un mismo amo, que está en los cielos y no se presta a favoritismos. Solo me resta desear que os mantengáis fuertes, apoyados en el poder irresistible del Señor. Utilizad todas las armas que Dios os proporciona, y así haréis frente con éxito a las estratagemas del diablo. Porque no estamos luchando contra enemigos de carne y hueso, sino contra las potencias invisibles que dominan en este mundo de tinieblas, contra las fuerzas espirituales del mal habitantes de un mundo supraterreno. Por eso es preciso que empuñéis las armas que Dios os proporciona, a fin de que podáis manteneros firmes en el momento crítico y superar todas las dificultades sin ceder un palmo de terreno. Estad, pues, listos para el combate: ceñida con la verdad vuestra cintura, protegido vuestro pecho con la coraza de la rectitud y calzados vuestros pies con el celo por anunciar el evangelio de la paz. Tened siempre embrazado el escudo de la fe, para que en él se apaguen todas las flechas incendiarias del maligno. Como casco, usad el de la salvación, y como espada, la del Espíritu, es decir, la palabra de Dios. Y todo esto hacedlo orando y suplicando sin cesar bajo la guía del Espíritu; renunciad incluso al sueño, si es preciso, y orad con insistencia por todos los creyentes. Orad también por mí, para que Dios ponga en mis labios la palabra oportuna y pueda dar a conocer libre y valientemente el plan de Dios encerrado en el evangelio, del que soy ahora un embajador encadenado. Que Dios me conceda el valor de anunciarlo como debo. Para que estéis enterados de cómo van mis cosas y de lo que estoy haciendo, os informará Tíquico, mi querido hermano y fiel ayudante en el Señor. Os lo envío precisamente para que tengáis noticias mías y para que al propio tiempo os levante el ánimo. Que Dios Padre, y Jesucristo, el Señor, concedan a los hermanos paz, amor y fe. Y que la gracia acompañe a cuantos aman a nuestro Señor Jesucristo con un amor indestructible. Pablo y Timoteo, siervos de Cristo Jesús, a todos los creyentes cristianos que viven en Filipos, junto con sus dirigentes y colaboradores. Que Dios, nuestro Padre, y Jesucristo, el Señor, os concedan gracia y paz. Cada vez que os recuerdo, doy gracias a mi Dios, y cuando ruego por vosotros, lo hago siempre lleno de alegría. No en vano habéis colaborado conmigo en la difusión del evangelio desde el primer día hasta hoy. Y estoy seguro de que Dios, que ha comenzado en vosotros una labor tan excelente, la llevará a feliz término en espera del día de Cristo Jesús. ¿Acaso no está justificado esto que siento por vosotros? Os llevo muy dentro del corazón, ya que todos vosotros compartís conmigo este privilegio mío de la prisión y de poder defender y consolidar el evangelio. Mi Dios es testigo de lo entrañablemente que os añoro a todos vosotros en Cristo Jesús. Y esta es mi oración: que vuestro amor crezca más y más y se traduzca en un profundo conocimiento experimental, de manera que podáis discernir lo que es valioso, os conservéis limpios e irreprochables en espera del día del Señor, y seáis colmados de los frutos de salvación que otorga Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios. Quiero que sepáis, hermanos, que la causa del evangelio ha sido favorecida con esta situación mía. No solo la guardia imperial en pleno, sino todos los demás han visto claramente que Cristo es la única razón de mi encarcelamiento. Es más, mi prisión ha fortalecido la confianza en el Señor de buen número de hermanos, que ahora se atreven a proclamar la palabra con más valentía y sin temor. Es verdad que mientras unos anuncian a Cristo con rectitud de intención, a otros los mueve la envidia y la rivalidad. Aquellos lo hacen por amor, sabiendo que yo he recibido el encargo de defender el evangelio. Estos otros, en cambio, al anunciar a Cristo se dejan llevar de la ambición y de turbios intereses, pensando que con ello hacen más dura mi prisión. Pero ¡qué importa! Con segundas intenciones o sin ellas, Cristo es anunciado, y eso es lo que me hace y seguirá haciéndome feliz. Sé que, gracias a vuestras oraciones y a la ayuda del Espíritu de Jesucristo, todo contribuirá a mi liberación. Así lo espero ardientemente, con la certeza de que no voy a quedar en modo alguno defraudado y con la absoluta seguridad de que ahora y siempre Cristo manifestará su gloria en mi persona, tanto si estoy vivo como si estoy muerto. Porque Cristo es la razón de mi vida, y la muerte, por tanto, me resulta una ganancia. Pero si vivir en este mundo me ofrece la ocasión de una tarea fructífera, no sabría qué elegir. Ambas cosas me presionan: por un lado, quiero morir y estar con Cristo, que es, con mucho, lo mejor; por otro lado, vosotros necesitáis que siga en este mundo. Convencido de esto último, presiento que seguiré viviendo con todos vosotros para provecho y alegría de vuestra fe. Así, cuando vuelva a veros, tendréis nuevos motivos, gracias a mí, para estar orgullosos de ser cristianos. Solo os pido que vuestra conducta sea digna del evangelio de Cristo para que, tanto si voy a visitaros y yo mismo lo veo, como si estoy ausente y llega a mis oídos lo que se dice de vosotros, compruebe que permanecéis unidos, luchando todos a una por manteneros fieles al evangelio. No os dejéis, pues, intimidar por los enemigos; Dios ha dispuesto que lo que para ellos es señal de perdición, sea para vosotros señal de salvación. Y es que a vosotros se os ha concedido el privilegio no solo de creer en Cristo, sino también de padecer por él, pues estáis librando el mismo combate en el que me visteis empeñado y que, como ahora oís, sigo sosteniendo. Si alguna fuerza tiene una exhortación hecha en nombre de Cristo, si de algo sirve un consejo nacido del amor, si nos une el mismo Espíritu, si alienta en vosotros un corazón entrañable y compasivo, llenadme de alegría teniendo el mismo pensar, alimentando el mismo amor, viviendo en armonía, compartiendo los mismos sentimientos. No hagáis nada por egoísmo o vanagloria; al contrario, sed humildes y considerad que los demás son mejores que vosotros. Que cada uno busque no su propio provecho, sino el de los otros. Comportaos como lo hizo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina no quiso hacer de ello ostentación, sino que se despojó de su grandeza, asumió la condición de siervo y se hizo semejante a los humanos. Y asumida la condición humana, se rebajó a sí mismo hasta morir por obediencia, y morir en una cruz. Por eso, Dios lo exaltó sobremanera y le otorgó el más excelso de los nombres, para que todos los seres, en el cielo, en la tierra y en los abismos, caigan de rodillas ante el nombre de Jesús, y todos proclamen que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre. Y puesto que siempre me habéis obedecido, queridos míos, ahora que estoy ausente, con temor y temblor ocupaos en vuestra salvación, con más empeño aún que si yo estuviese presente. Es Dios mismo quien realiza en vosotros el querer y el hacer, más allá de vuestra buena disposición. Hacedlo todo sin protestas ni discusiones. Seréis así irreprochables y sencillos, seréis hijos de Dios, intachables en medio de gentes depravadas y perversas, y brillaréis entre ellas como lumbreras que iluminan el mundo. Mantened con firmeza la palabra que es fuente de vida; así, el día en que Cristo se manifieste, podré enorgullecerme de no haber corrido en vano ni de haberme fatigado inútilmente. Y aunque tuviera que sufrir el martirio como ofrenda sacrificial en favor de vuestra fe, me sentiría dichoso compartiendo con todos vosotros mi alegría; alegraos igualmente vosotros de compartir conmigo vuestra alegría. Con la ayuda de Jesús, el Señor, confío en que podré enviaros cuanto antes a Timoteo para que, al tener noticias vuestras, me sienta confortado. Nadie como él comparte mis sentimientos ni se ocupa tan sinceramente de vuestros asuntos. Todos, en efecto, buscan sus propios intereses y no los de Jesucristo; pero en lo que respecta a Timoteo, ya conocéis su excelente hoja de servicios, pues se ha portado conmigo en la tarea evangelizadora como un hijo con su padre. Espero poder enviároslo tan pronto como vea claro el curso que toman mis cosas. Y confío en que también yo, con la ayuda del Señor, iré pronto a visitaros. Entre tanto, me ha parecido necesario enviaros al hermano Epafrodito, colaborador y compañero mío de lucha, que vino como embajador vuestro con la misión de socorrerme. Os echaba mucho de menos y estaba inquieto sabiendo que os habíais enterado de su enfermedad. Es cierto que estuvo enfermo y a las puertas de la muerte; pero Dios se apiadó de él, y no solo de él, sino también de mí, no queriendo añadir más tristeza a mi tristeza. Así que me he apresurado a enviároslo para que, al verlo de nuevo, recobréis vuestra alegría y disminuya mi preocupación. Acogedlo, pues, en el Señor, con alegría y estimad a quienes se portan como él; pues, en efecto, por causa de Cristo ha estado a punto de morir, arriesgando su vida para suplir la ayuda que vosotros no podíais prestarme. Por lo demás, hermanos míos, alegraos en el Señor. No me molesta escribiros las mismas cosas, si a vosotros os proporciona seguridad. ¡Ojo con esos perros, con esos perversos agitadores, con esos que se empeñan en mutilarse! ¡Nosotros somos los auténticos circuncidados! ¡Nosotros los que ofrecemos un culto nacido del Espíritu divino! ¡Nosotros los que estamos orgullosos de Cristo Jesús y no hemos puesto en algo humano nuestra confianza! Y eso que yo tengo buenas razones, muchas más que cualquier otro, para poner mi confianza en lo humano: fui circuncidado a los ocho días de nacer, soy de raza israelita, de la tribu de Benjamín, hebreo de pies a cabeza. En lo que atañe a mi actitud ante la ley, fui fariseo; apasionado perseguidor de la Iglesia y del todo irreprochable en lo que se refiere al recto cumplimiento de la ley. Pero lo que constituía para mí un motivo de gloria, lo juzgué deleznable por amor a Cristo. Más aún, sigo pensando que todo es deleznable en comparación con lo sublime que es conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él renuncié a todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo. Quiero vivir unido a él, no por la rectitud que viene del cumplimiento de la ley, sino por la que nace de haber creído en Cristo, es decir, la que Dios nos concede por razón de la fe. Quiero conocer a Cristo, experimentar el poder de su resurrección, compartir sus padecimientos y conformar mi muerte con la suya. Espero así participar de la resurrección de entre los muertos. No quiero decir que haya logrado ya ese ideal o conseguido la perfección, pero me esfuerzo en conquistar aquello para lo que yo mismo he sido conquistado por Cristo Jesús. Y no me hago la ilusión, hermanos, de haberlo ya conseguido; pero eso sí, olvido lo que he dejado atrás y me lanzo hacia delante en busca de la meta, trofeo al que Dios, por medio de Cristo Jesús, nos llama desde lo alto. Esto deberíamos pensar los que presumimos de creyentes. Y si pensáis algo distinto, que Dios os ilumine también en este punto. De todos modos, sigamos adelante por el camino recorrido. Seguid, hermanos, mi ejemplo y fijaos en aquellos que nos han tomado como modelo de conducta. Porque hay muchos que viven como enemigos de la cruz de Cristo; os lo he dicho muchas veces y os lo repito ahora con lágrimas en los ojos. Su paradero es la perdición; su dios, el vientre; su orgullo, aquello que debería avergonzarlos; su pensamiento, las cosas terrenas. Nosotros, en cambio, somos ciudadanos de los cielos y esperamos impacientes que de allí nos venga el salvador: Jesucristo, el Señor. Él será quien transforme nuestro frágil cuerpo mortal en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud de la capacidad que tiene para dominar todas las cosas. Así pues, hermanos míos, a quienes tanto amo y tanto añoro: vosotros, que sois mi alegría y mi corona, permaneced firmes en el Señor, queridos. A Evodia y a Síntique les pido encarecidamente que se pongan de acuerdo, como cristianas que son. Ayúdalas tú también, fiel compañero, ya que lucharon conmigo por la causa del evangelio, junto con Clemente y el resto de mis colaboradores, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida. Vivid siempre alegres en el Señor. Otra vez os lo digo: vivid con alegría. Que todo el mundo os reconozca por vuestra bondad. El Señor está a punto de llegar. Nada debe angustiaros; al contrario, en cualquier situación, presentad a Dios vuestros deseos, acompañando vuestras oraciones y súplicas con un corazón agradecido. Y la paz de Dios, que desborda toda inteligencia, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos por medio de Cristo Jesús. Finalmente, hermanos, apreciad todo lo que sea verdadero, noble, recto, limpio y amable; todo lo que merezca alabanza, suponga virtud o sea digno de elogio. Poned en práctica lo que habéis aprendido y recibido; lo que en mí habéis visto y oído, ponedlo en práctica. Y el Dios de la paz estará con vosotros. Grande sobremanera ha sido mi alegría como cristiano al comprobar que, después de tanto tiempo, ha vuelto a florecer vuestro interés por mí. Ya sé que lo teníais; lo que os faltaba era la ocasión de manifestarlo. Y no es la necesidad lo que me hace hablar así, pues he aprendido a bastarme en cualquier circunstancia. Tengo experiencia de pobreza y de riqueza. Estoy perfectamente entrenado para todo: para estar harto y para pasar hambre, para nadar en la abundancia y para vivir con estrecheces. Puedo salir airoso de toda suerte de pruebas, porque Cristo me da las fuerzas. Con todo, es hermoso que os hayáis solidarizado conmigo en momentos de aflicción. Como bien sabéis, filipenses, cuando comenzó a proclamarse el evangelio y tuve que salir de Macedonia, solo vuestra iglesia me abrió cuenta de «haber» y «debe». Incluso estando yo en Tesalónica, por dos veces me enviasteis ayuda para remediar mi necesidad. Y no es que yo esté buscando donativos; lo que busco son ingresos que aumenten vuestra cuenta. Acuso, pues, recibo de todo, que ha sido más que suficiente. Me siento satisfecho con lo que me habéis enviado por medio de Epafrodito, y que es ofrenda de suave olor y sacrificio que Dios acepta con agrado. Mi Dios, a su vez, rico y poderoso como es, proveerá a todas vuestras necesidades por medio de Jesucristo. Que Dios, nuestro Padre, reciba gloria por siempre. Amén. Saludad a todo creyente en Cristo Jesús. Os saludan los hermanos que están conmigo, así como todos los demás cristianos, y en particular los de la casa imperial. Que la gracia de Jesucristo el Señor permanezca con vosotros. Pablo, apóstol de Jesucristo por designio de Dios, y el hermano Timoteo, a los creyentes de Colosas, hermanos fieles en Cristo. Que Dios, nuestro Padre, os conceda gracia y paz. Damos gracias a Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, mientras rogamos incesantemente por vosotros, al tener noticia de vuestra fe en Cristo Jesús y del amor que mostráis a todos los creyentes. Os anima a ello la esperanza del premio que tenéis reservado en el cielo y que habéis conocido por medio del evangelio que es palabra verdadera. Un mensaje que ha llegado hasta vosotros y que sigue extendiéndose y dando fruto, tanto en el mundo entero como entre vosotros desde el día mismo en que tuvisteis noticia de la gracia de Dios y la experimentasteis de verdad. Así os lo enseñó nuestro querido compañero Epafras, que hace nuestras veces actuando como fiel servidor de Cristo. Él fue también quien nos contó cómo os amáis en el Espíritu. Por eso, desde el día en que nos enteramos de todo esto, no cesamos de rogar por vosotros. Pedimos a Dios que os llene del conocimiento de su voluntad, que os haga profundamente sabios y os conceda la prudencia del Espíritu. Vuestro estilo de vida será así totalmente digno y agradable al Señor, daréis fruto en toda suerte de obras buenas y creceréis en el conocimiento de Dios. Su glorioso poder os dotará de una fortaleza a toda prueba para que seáis ejemplo de constancia y paciencia, y para que, llenos de alegría, deis gracias al Padre que os ha juzgado dignos de compartir la herencia de su pueblo en el reino de la luz. Él es quien nos ha rescatado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, del que nos viene la liberación y el perdón de los pecados. Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de todo lo creado. Dios ha creado en él todas las cosas: todo lo que existe en el cielo y en la tierra, lo visible y lo invisible, sean tronos, dominaciones, principados o potestades, todo lo ha creado Dios por Cristo y para Cristo. Cristo existe desde antes que hubiera cosa alguna, y todo tiene en él su consistencia. Él es también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia; en él comienza todo; él es el primogénito de los que han de resucitar, teniendo así la primacía de todas las cosas. Dios, en efecto, tuvo a bien hacer habitar en Cristo la plenitud y por medio de él reconciliar consigo a todos los seres: a los que están en la tierra y a los que están en el cielo, realizando así la paz mediante la muerte de Cristo en la cruz. También vosotros estuvisteis en otro tiempo lejos de Dios y fuisteis sus enemigos por el modo de pensar y por las malas acciones. Ahora, en cambio, por la muerte que Cristo ha sufrido en su cuerpo mortal, Dios ha hecho la paz con vosotros para admitiros en su presencia como a pueblo consagrado, sin mancha y sin tacha. Es necesario, sin embargo, que permanezcáis sólidamente firmes e inconmovibles en la fe y que no traicionéis la esperanza contenida en el evangelio que escuchasteis y que ha sido proclamado a todas las criaturas que se encuentran bajo el cielo, y del que yo, Pablo, me he convertido en servidor. Ahora me alegro de sufrir por vosotros. Así voy completando en mi existencia corporal, y en favor del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, lo que aún falta al total de las tribulaciones de Cristo. Dios me ha hecho servidor de esa Iglesia y me ha confiado la tarea de llevar a plenitud en vosotros su palabra: el plan secreto que Dios tuvo escondido durante siglos y generaciones enteras, y que ahora ha revelado a los creyentes, dándoles a conocer la gloria y la riqueza que este plan encierra para los paganos. Me refiero a Cristo, que vive en vosotros y es la esperanza de la gloria. A este Cristo anunciamos, corrigiendo y enseñando a todos con el mayor empeño para que todos alcancen la plena madurez en su vida cristiana. Esta es la tarea por la que me afano y lucho con denuedo, apoyado en la fuerza de Cristo, que actúa poderosamente en mí. Porque quiero que sepáis la dura lucha que sostengo por vosotros, por los de Laodicea y por tantos otros que no me conocen personalmente. Lo hago para que tengan buen ánimo y se mantengan unidos en el amor, de modo que lleguen a alcanzar toda la riqueza que supone el conocerlo todo plenamente y descubran el plan secreto de Dios que es Cristo, en quien se encuentran escondidos todos los tesoros del saber y de la ciencia. Os digo esto para que nadie os seduzca con palabras engañosas. Si físicamente estoy ausente, mi espíritu está con vosotros, y me llena de gozo el ver vuestra armonía y la imperturbable fe que os une a Cristo. Puesto que habéis aceptado a Cristo Jesús como Señor, comportaos ahora de manera consecuente. Que él sea cimiento y raíz de vuestra vida; manteneos firmes en la fe, según lo que aprendisteis, y vivid en incesante acción de gracias. Estad alerta, no sea que alguien os engañe con especulaciones filosóficas o estériles disquisiciones que se apoyan en tradiciones humanas o en potencias cósmicas, y no en Cristo, en cuya humanidad habita toda la plenitud de la divinidad, y en el que, como cabeza de todo principado y de toda potestad, habéis alcanzado vuestra plenitud. Por vuestra unión con Cristo estáis circuncidados; no en sentido físico, sino con la circuncisión de Cristo, que es la que os despoja de vuestras desordenadas apetencias humanas. Por el bautismo habéis sido sepultados con Cristo y con él también vosotros habéis resucitado al creer en el poder de Dios, que lo resucitó de la muerte. Y muertos estabais a causa de vuestros delitos y de vuestra condición de paganos. Pero ahora, Dios os ha vuelto a la vida con Cristo y nos ha perdonado todos nuestros pecados. Ha destruido el documento acusador que contenía cargos contra nosotros y lo ha hecho desaparecer clavándolo en la cruz. Ha despojado a principados y potestades y los ha convertido en público espectáculo, llevándolos cautivos en su cortejo triunfal. Que nadie, pues, os critique por cuestiones de comida o de bebida, ni por lo que respecta a celebraciones, novilunios o sábados. Todo esto no es más que sombra de lo que ha de venir. La realidad es Cristo. Que no os escamoteen el premio esos que hacen alarde de humildad y de dar culto a los ángeles, esos que presumen de visiones y que con sus pensamientos mundanos están inflados de vano orgullo. Es gente que ha perdido el contacto con Cristo, es decir, con la cabeza por medio de la cual todo el cuerpo, a través de los ligamentos y junturas, se mantiene unido y recibe el alimento querido por Dios. Si habéis muerto con Cristo y nada tenéis que ver con las potencias cósmicas, ¿por qué os dejáis imponer normas como si pertenecieseis a este mundo? «Prescinde de esto; no pruebes eso; no toques aquello». Pero todas esas son cosas destinadas a gastarse con el uso, como prescripciones y enseñanzas humanas que son. Tienen, ciertamente, un aire de sabiduría, con su aspecto de religiosidad, su pretendida humildad y su aparente rigor ascético. En realidad carecen de todo valor; solo sirven para satisfacer las desordenadas apetencias humanas. ¡Habéis resucitado con Cristo! Orientad, pues, vuestra vida hacia el cielo, donde está Cristo sentado junto a Dios. Poned el corazón en las realidades celestiales y no en las de la tierra. Porque habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vida vuestra, se manifieste, también vosotros apareceréis llenos de gloria junto a él. Destruid lo que hay de mundano en vosotros: la lujuria, la impureza, las pasiones desenfrenadas, los malos deseos y la avaricia, que es una especie de idolatría. Esto es lo que enciende la ira de Dios sobre quienes se niegan a obedecerlo; es también lo que en otro tiempo constituyó vuestra norma de conducta y de vida. Ahora, en cambio, es preciso que renunciéis a todo eso: a la ira, al rencor, a la malquerencia, la calumnia y la grosería. No andéis engañándoos unos a otros. Despojaos de la vieja y pecadora condición humana y convertíos en nuevas criaturas que van renovándose sin cesar a imagen de su Creador, en busca de un conocimiento cada vez más profundo. Ya no hay fronteras de raza, religión, cultura o condición social, sino que Cristo es todo en todos. Sois elegidos de Dios; él os ha consagrado y os ha otorgado su amor. Sed, pues, profundamente compasivos, benignos, humildes, pacientes y comprensivos. Soportaos mutuamente y, así como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros, cuando alguno tenga quejas contra otro. Y, por encima de todo, practicad el amor, que todo lo vuelve perfecto. Que la paz de Cristo reine en vuestras vidas; a ella os ha llamado Dios para formar un solo cuerpo. Y sed agradecidos. Que el mensaje de Cristo os llene con toda su riqueza y sabiduría para que seáis maestros y consejeros los unos de los otros, cantando a Dios salmos, himnos y canciones inspiradas con un corazón profundamente agradecido. En fin, cuanto hagáis o digáis, hacedlo todo en nombre de Jesús, el Señor, dando gracias a Dios Padre por medio de él. Esposas, respetad la autoridad de vuestros maridos; tal es vuestro deber como cristianas. Maridos, amad a vuestras mujeres y nunca las tratéis con aspereza. Vosotros, hijos, obedeced a vuestros padres sin reservas, pues eso es lo que agrada al Señor. Por vuestra parte, padres, educad con tacto a vuestros hijos, para que no se desalienten. Esclavos, acatad en todo momento las órdenes de los amos temporales. No como alguien que se siente vigilado o en plan adulador, sino con la nobleza de los que honran al Señor. Poned el corazón en lo que hagáis, como si lo hicierais para el Señor y no para gente mortal. Sabed que el Señor os dará la herencia eterna como premio y que sois esclavos de Cristo, el Señor. En cuanto al que se comporte mal, Dios le dará su merecido sin favoritismo alguno. Amos, conceded de buen grado a los esclavos cuanto sea justo y conveniente, sabiendo que también vosotros tenéis un amo en el cielo. Entregaos a la oración con espíritu vigilante y corazón agradecido. Y rogad también a Dios por nosotros para que nos facilite la tarea de anunciar el plan de Dios realizado en Cristo, por el cual me encuentro ahora encarcelado, y que tengo que dar a conocer convenientemente. Portaos sabiamente con los no cristianos y aprovechad el momento presente. En vuestra conversación sed siempre amenos y simpáticos dando a cada uno la respuesta oportuna. De mi situación os informará Tíquico, el hermano querido y fiel compañero mío en el servicio cristiano. Os lo envío expresamente para que tengáis noticia de mis cosas y para que os anime. Con él va Onésimo, vuestro paisano, no menos fiel y querido. Ellos os informarán de todo cuanto sucede por aquí. Os saluda Aristarco, mi compañero de prisión, y Marcos, el primo de Bernabé. En caso de que Marcos vaya a visitaros, acogedlo con cariño según os indiqué. Os saluda Jesús, de sobrenombre Justo. Entre los conversos del judaísmo, solo estos tres trabajan conmigo en la extensión del reino de Dios, y no ha sido pequeña la satisfacción que me han proporcionado. Saludos de Epafras, paisano vuestro y siervo de Cristo Jesús; es de ver con qué ahínco ruega por vosotros para que os mantengáis firmes en el pleno y perfecto cumplimiento de la voluntad de Dios. Soy testigo de lo mucho que se preocupa por vosotros, y también por los de Hierápolis y Laodicea. Os saludan Lucas, el médico tan querido, y Dimas. Saludos a los hermanos de Laodicea, a Ninfa y a la iglesia que se reúne en su casa. Cuando hayáis leído esta carta, procurad que sea leída también en la iglesia de Laodicea; y, por vuestra parte, leed también la que os llegue de Laodicea. Decidle a Arquipo que desempeñe con esmero el ministerio que el Señor le ha encomendado. Este saludo final es de mi puño y letra: Pablo. No olvidéis que estoy preso. Que la gracia de Dios esté con vosotros. Pablo, Silvano y Timoteo a la iglesia de los tesalonicenses congregada en el nombre de Dios Padre y de Jesucristo, el Señor. Con vosotros, gracia y paz. Permanentemente damos gracias a Dios por cada uno de vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones. Sin cesar recordamos ante Dios, nuestro Padre, qué activa es vuestra fe, qué esforzado vuestro amor y qué firme la esperanza que habéis depositado en nuestro Señor Jesucristo. Sabemos bien, hermanos queridos de Dios, cómo se llevó a cabo vuestra elección. Porque el evangelio que os anunciamos no se redujo a palabras hueras, sino que estuvo acompañado de poder, de Espíritu Santo y de profunda convicción. Bien sabéis que nuestro comportamiento entre vosotros fue para vuestro bien. Por vuestra parte, seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor al recibir la palabra en medio de grandes dificultades, pero con la alegría que proporciona el Espíritu Santo. De esta manera os habéis convertido en un modelo para todos los creyentes de Macedonia y Acaya. Y no solo en Macedonia y Acaya habéis hecho resonar la palabra del Señor, sino que vuestra fe en Dios se ha extendido por todas partes, hasta el punto de hacer innecesaria cualquier palabra nuestra. Todos, en efecto, se hacen lenguas de la acogida que nos dispensasteis y de cómo os convertisteis a Dios y renunciasteis a los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero, en espera de que su Hijo Jesús, a quien resucitó de la muerte, venga desde el cielo y nos libre del castigo que ha de llegar. Sabéis, hermanos, que nuestra estancia entre vosotros no fue infructuosa. Al contrario, recientes aún los sufrimientos y los ultrajes que, como estáis enterados, tuvimos que padecer en Filipos, llenos de confianza en nuestro Dios, os anunciamos el evangelio de Dios en medio de una fuerte oposición. Nuestra exhortación, en efecto, nunca se ha basado en el engaño, en turbios motivos o en el fraude; si hablamos, es porque Dios nos ha juzgado dignos de confiarnos el evangelio. Y no tratamos de complacer a la gente, sino a Dios, que examina lo más profundo de nuestro ser. Dios es testigo, y bien lo sabéis, de que jamás nos hemos valido de palabras aduladoras, ni hemos buscado astutamente el provecho propio. Como tampoco hemos buscado glorias humanas, ni de vosotros ni de nadie. Y aunque, como apóstoles de Cristo, podíamos habernos presentado con todo el peso de la autoridad, preferimos comportarnos entre vosotros con dulzura, como una madre que cuida de sus hijos. Sentíamos tal cariño por vosotros que estábamos dispuestos a entregaros no solo el evangelio de Dios, sino incluso nuestra propia vida. ¡Hasta ese punto había llegado nuestro amor! Recordad, hermanos, nuestros afanes y fatigas: cómo trabajamos día y noche para no ser gravosos a nadie, mientras os anunciábamos el evangelio de Dios. Testigos sois, y lo es Dios también, de lo noble, honrado e irreprochable que fue nuestro proceder para con vosotros, los creyentes. Tratamos a cada uno —¡bien lo sabéis!— como un padre trata a sus hijos: exhortándoos, animándoos y amonestándoos para que os comportéis de una manera digna del Dios que os ha llamado a su reino glorioso. Damos por ello gracias a Dios constantemente, pues al acoger el evangelio de Dios que os proclamamos, no fue un mensaje humano el que acogisteis sino, como es en verdad, un mensaje divino que sigue actuando en vosotros los creyentes. En efecto, hermanos, también vosotros habéis compartido la suerte de las iglesias de Dios que se hallan en Judea congregadas en nombre de Jesús: a vosotros os han hecho sufrir vuestros compatriotas; y a ellos, los judíos, que fueron los que mataron a Jesús, el Señor, y a los profetas. Los mismos que ahora nos persiguen a nosotros, desagradan a Dios y se hacen enemigos de todo ser humano, al impedirnos predicar a los paganos a fin de que se salven. Están así llenando permanentemente la medida de sus pecados; pero el castigo de Dios se ha abatido sobre ellos de forma definitiva. Por lo que respecta a nosotros, hermanos, separados momentáneamente de vosotros en cuanto a la presencia física, que no por el cariño, hemos procurado con todo empeño visitaros personalmente. Lo hemos intentado, en concreto yo, Pablo, una y otra vez, pero Satanás nos lo ha impedido. Y es que ¿quién, sino vosotros, será nuestra esperanza, nuestra alegría y nuestra corona de gloria ante Jesús nuestro Señor, el día de su manifestación? ¡Vosotros, ciertamente, sois nuestra gloria y nuestra alegría! Por eso, no pudiendo aguantar ya más, decidimos quedarnos solos en Atenas y enviaros a Timoteo, hermano nuestro y colaborador en el anuncio del mensaje salvador de Cristo, con la misión de fortaleceros y animaros en la fe, para que ninguno sucumba ante esas pruebas a las que, como sabéis, estamos destinados. Ya os lo anunciamos estando entre vosotros: «Es preciso que sobrevengan dificultades». Y es lo que ha sucedido, como bien sabéis. Así que, no pudiendo aguantar ya más, envié [a Timoteo] para que me informara acerca de vuestra fe, no sea que os hubiera seducido el Seductor y todo nuestro esfuerzo terminara siendo baldío. Pero he aquí que Timoteo acaba de regresar de visitaros trayendo muy buenas noticias sobre vuestra fe y vuestro amor. Nos asegura que conserváis un buen recuerdo nuestro y que estáis tan deseosos de vernos como lo estamos nosotros de veros a vosotros. Por eso, hermanos, en medio de tantos sufrimientos y tribulaciones como hemos tenido que soportar por vosotros, hemos sentido el consuelo de vuestra fe. De modo que ahora, al saber que os mantenéis fieles al Señor, hemos vuelto a vivir. ¿Cómo podremos agradecer a Dios toda esta inmensa alegría que nos hacéis sentir en presencia de nuestro Dios? Insistentemente, de día y de noche, pedimos a Dios que nos conceda veros personalmente para corregir las deficiencias de vuestra fe. Que Dios, nuestro Padre, y Jesús, nuestro Señor, nos encaminen felizmente hasta vosotros. Que el Señor os llene a rebosar de un amor mutuo y para con todos tan grande como el que nosotros sentimos por vosotros. Que os haga, en fin, interiormente fuertes e irreprochables en cuanto consagrados a Dios, nuestro Padre, para el día en que Jesús, nuestro Señor, se manifieste acompañado de todos sus elegidos. Por lo demás, hermanos, os pedimos y exhortamos a que, lo mismo que aprendisteis de nosotros a comportaros como conviene, agradando a Dios, así sigáis comportándoos para que progreséis lo más posible. Conocéis cuáles fueron las instrucciones que os dimos de parte de Jesús, el Señor. Dios, en efecto, quiere que viváis como consagrados a él, que os abstengáis de acciones deshonestas y que cada uno de vosotros sepa vivir con su mujer santa y decorosamente, sin que os arrastre la pasión, como arrastra a los paganos que no conocen a Dios. Y que nadie en este asunto atropelle o conculque los derechos de su hermano porque, como ya os dijimos e insistimos en su día, el Señor hará justicia de todas estas cosas. Pues no os ha llamado Dios a vivir en la impureza, sino como consagrados a él. Por eso, quien rechaza esto, no rechaza una norma humana, sino a Dios, que es quien os da su santo Espíritu. En cuanto al amor fraterno, no hace falta que os diga nada por escrito, ya que el mismo Dios os ha enseñado a amaros los unos a los otros. Y así lo practicáis con todos los hermanos de la entera Macedonia. Solo os pedimos, hermanos, que progreséis en ello más y más, que procuréis vivir tranquilos, que os ocupéis de vuestros asuntos y que trabajéis con vuestras manos, según las instrucciones que os dimos. Así os ganaréis el respeto de los no cristianos y no tendréis que importunar a nadie. Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de aquellos que ya han muerto. Así no estaréis tristes como lo están los que carecen de esperanza. Nosotros creemos que Jesús ha muerto y ha resucitado; pues, igualmente, Dios llevará consigo a quienes han muerto unidos a Jesús. Apoyados en la palabra del Señor, os aseguramos que nosotros los que estemos vivos, los supervivientes en el día de la manifestación del Señor no tendremos preferencia sobre los que ya murieron. Porque el Señor mismo bajará del cielo y, a la voz de mando, cuando se oiga la voz del arcángel y resuene la trompeta divina, resucitarán en primer lugar los que murieron unidos a Cristo. Después nosotros, los que aún quedemos vivos, seremos arrebatados, junto con ellos, entre nubes, y saldremos por los aires al encuentro del Señor. De este modo viviremos siempre con el Señor. Alentaos, pues, unos a otros con esta enseñanza. En cuanto al momento y a las circunstancias de tales acontecimientos, no necesitáis, hermanos, que os escriba. Sabéis perfectamente que el día del Señor vendrá como un ladrón en plena noche. Cuando la gente ande diciendo: «Todo es paz y seguridad», entonces justamente sobrevendrá la destrucción, como los dolores de parto a la mujer encinta, y no podrán librarse. Pero vosotros, hermanos, no vivís en las tinieblas. Por eso, el día del Señor no debe sorprenderos como si fuera un ladrón. Todos vosotros, en efecto, pertenecéis a la luz y al día, no a las tinieblas o a la noche. Por lo tanto, no estemos dormidos, como están otros; vigilemos y vivamos sobriamente. Los que duermen, de noche duermen; los que se emborrachan, de noche se emborrachan. Nosotros, en cambio, que pertenecemos al día, vivamos sobriamente, armados con la coraza de la fe y del amor y con el casco protector de la esperanza de la salvación. Porque no nos ha destinado Dios al castigo, sino a obtener la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, quien murió por nosotros a fin de que, tanto en vida como en muerte, vivamos siempre con él. Por tanto, alentaos mutuamente y ayudaos unos a otros como ya lo hacéis. Os pedimos, hermanos, que tengáis en consideración a quienes desempeñan entre vosotros la misión de presidiros y aconsejaros en el nombre del Señor. Estimadlos y amadlos de manera especial como merece su tarea, y que la paz reine entre vosotros. Os recomendamos también, hermanos, que corrijáis a los indisciplinados, animéis a los tímidos y sostengáis a los débiles, teniendo paciencia con todos. Mirad que nadie devuelva mal por mal; al contrario, buscad siempre haceros el bien los unos a los otros y a todos. Estad siempre alegres. No ceséis de orar. Manteneos en constante acción de gracias, porque esto es lo que Dios quiere de vosotros como cristianos. No apaguéis la fuerza del Espíritu, ni despreciéis los dones proféticos. Examinadlo todo y quedaos con lo bueno. Evitad toda clase de mal. Que el Dios de la paz os conceda vivir totalmente consagrados a él, de modo que todo vuestro ser —espíritu, alma y cuerpo— permanezca sin tacha para el día en que se manifieste nuestro Señor Jesucristo. Aquel que os ha llamado es fiel y cumplirá su palabra. Hermanos, rogad también por nosotros. Saludad con un beso fraterno a todos los hermanos. Y os suplico encarecidamente por el Señor que esta carta sea leída a todos ellos. La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vosotros. Pablo, Silvano y Timoteo a la iglesia de los tesalonicenses congregada en el nombre de Dios nuestro Padre y de Jesucristo, el Señor. Con vosotros, gracia y paz de parte de Dios Padre y de Jesucristo, el Señor. Hermanos, debemos dar gracias a Dios sin cesar por vosotros. Es justo que lo hagamos así porque progresáis extraordinariamente en la fe y es cada vez mayor el amor mutuo que os tenéis todos vosotros. Por eso, nos sentimos orgullosos de vosotros en medio de las iglesias de Dios; orgullosos de vuestra entereza y vuestra fe ante el cúmulo de persecuciones y pruebas que soportáis y que son una señal del justo juicio de Dios que quiere haceros dignos del reino por el cual ahora sufrís. Dios es justo y hará que sufran quienes os están ocasionando sufrimientos; hará también que vosotros, los que habéis sufrido, compartáis con nosotros el descanso cuando Jesús, el Señor, se manifieste desde el cielo con sus ángeles poderosos y aparezca como una llama ardiente haciendo justicia con aquellos que no quieren conocer a Dios ni escuchar el evangelio de Jesús, nuestro Señor. Su castigo será la ruina eterna, la separación definitiva del Señor y de su glorioso poder, cuando venga en aquel día y se manifieste glorioso entre sus elegidos y admirable en medio de todos los que hayan creído; porque vosotros habéis acogido con fe nuestro testimonio. Esta es la razón por la que rogamos sin cesar por vosotros, para que nuestro Dios os haga dignos de su llamamiento y lleve a término con eficacia y plenitud no solo todo buen propósito, sino también la obra de la fe. De este modo, nuestro Señor Jesucristo será glorificado en vosotros y vosotros en él, conforme a la gracia de nuestro Dios y Señor Jesucristo. En cuanto a la manifestación de nuestro Señor Jesucristo y al momento de nuestra reunión con él, os pedimos, hermanos, que no perdáis demasiado pronto la cabeza, ni os dejéis impresionar por revelaciones, por rumores o por alguna carta supuestamente nuestra en el sentido de que el día del Señor es inminente. ¡Que nadie os desoriente en modo alguno! Es preciso que primero se produzca la gran rebelión contra Dios y que se dé a conocer el hombre lleno de impiedad, el destinado a la perdición, el enemigo que se alza orgulloso contra todo lo que es divino o digno de adoración, hasta el punto de llegar a suplantar a Dios y hacerse pasar a sí mismo por Dios. ¿No recordáis que ya os hablaba de esto cuando estaba entre vosotros? Ya conocéis el obstáculo que ahora le impide manifestarse en espera del momento que tiene prefijado. Porque ese misterioso y maligno poder está ya en acción; solo hace falta que se quite de en medio el que hasta el momento lo frena. Entonces se dará a conocer el impío a quien Jesús, el Señor, destruirá con el aliento de su boca y aniquilará con el esplendor de su manifestación. En cuanto a la manifestación de ese impío, como obra que es de Satanás, vendrá acompañada de todo un despliegue de fuerza, de señales y de falsos prodigios. Con su gran maldad engañará a quienes están en camino de perdición al no haber querido hacer suyo el amor a la verdad que había de salvarlos. Por eso Dios les envía un poder seductor de forma que den crédito a la mentira y se condenen todos los que, en lugar de dar crédito a la verdad, se abrazaron con la iniquidad. A vosotros, en cambio, hermanos, el Señor os ama y os ha escogido como primeros frutos de salvación por medio del Espíritu que os consagra y de la fe en la verdad. Por ello, debemos dar continuas gracias a Dios, que os llamó mediante el evangelio que os anunciamos para que alcancéis la gloria de nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que os hemos enseñado de palabra o por escrito. ¡Ojalá que nuestro Señor Jesucristo y nuestro Padre Dios que nos ha amado y que generosamente nos otorga un consuelo eterno y una espléndida esperanza, os llenen interiormente del consuelo y os fortalezcan en toda suerte de bien, lo mismo de palabra que de obra! Por lo demás, hermanos, rogad por nosotros para que la palabra del Señor prosiga el avance glorioso que ha conocido en Tesalónica. Rogad también para que el Señor nos libre de la gente insolente y malvada, porque no todos aceptan la fe. ¡Pero el Señor es fiel! Él os hará fuertes y os librará del maligno. Gracias a él podemos confiar en que cumplís y cumpliréis lo que os hemos inculcado. Que el Señor, pues, encamine vuestros corazones para que améis a Dios y esperéis a Cristo sin desfallecer. Finalmente, hermanos, esto es lo que os mandamos en nombre de Jesucristo, el Señor: que os mantengáis apartados de todo hermano que viva ociosamente y no siga la tradición que ha recibido de nosotros. Conocéis perfectamente cómo podéis imitarnos, pues no vivimos ociosamente entre vosotros ni comimos de balde el pan de nadie. Al contrario, trabajamos día y noche hasta casi extenuarnos, con el fin de no ser gravosos a ninguno de vosotros. ¡Y teníamos derecho a ello! Pero quisimos ofreceros un ejemplo que imitar. Estando entre vosotros os inculcamos ya esta norma: el que no quiera trabajar, que tampoco coma. Y es que nos hemos enterado de que algunos viven ociosamente entre vosotros: en lugar de trabajar, se entrometen en todo. De parte de Jesucristo, el Señor, los instamos y exhortamos a que trabajen y coman su propio pan sin perturbar a nadie. Por vuestra parte, hermanos, no os canséis de hacer el bien. Y si alguien no hace caso a lo que os decimos en esta carta, tomad nota de él y hacedle el vacío, a ver si se avergüenza. Pero no lo tratéis como enemigo; corregidlo, más bien, como a un hermano. Que el Señor de la paz os conceda la paz siempre y en todas sus formas. El Señor esté con todos vosotros. El saludo es de mi puño y letra. Así firmo yo, Pablo, en todas mis cartas; esta es mi letra. La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros. Pablo, apóstol de Jesucristo por disposición de Dios, nuestro salvador, y de Cristo Jesús, nuestra esperanza, a Timoteo, verdadero hijo mío en la fe. Que Dios Padre y Cristo Jesús, Señor nuestro, te concedan gracia, misericordia y paz. Cuando partí para Macedonia, te pedí que permanecieras en Éfeso para hacer frente a esos que andan enseñando extrañas doctrinas y no hacen más que enzarzarse en discursos interminables sobre mitos y genealogías, cosas que solo sirven para suscitar disputas y en nada contribuyen al plan de Dios basado en la fe. El propósito de esta advertencia es promover el amor que brota de un corazón limpio, de una conciencia sana y de una fe sincera. Algunos se han desviado de esta línea de conducta y se han perdido en estéril palabrería. Pretenden ser maestros de la ley y ni siquiera entienden lo que dicen ni lo que con tanta seguridad sostienen. Sabido es que la ley es cosa excelente si se la utiliza con rectitud. Como es también sabido que no está hecha para el buen ciudadano, sino para los malvados y rebeldes; para los impíos y pecadores; para los sacrílegos y profanadores de lo sagrado; para los parricidas, los matricidas y los asesinos; para los lujuriosos, los homosexuales y los que trafican con personas; para los embaucadores y perjuros; y para cualquier vicio que se oponga a la auténtica enseñanza, en conformidad con el glorioso evangelio que me ha confiado el Dios de la felicidad. Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me ha sostenido con su fuerza y se ha fiado de mí, confiándome este ministerio. Y eso que antes fui blasfemo y perseguí a la Iglesia con violencia. Pero como estaba sin fe y no sabía lo que hacía, Dios nuestro Señor tuvo misericordia de mí y me colmó de su gracia junto con la fe y el amor que me une a Cristo Jesús. Es esta una palabra digna de crédito y que debe aceptarse sin reservas, a saber, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, entre los cuales yo soy el primero. Precisamente por eso, Dios me ha tratado con misericordia, de manera que Cristo Jesús ha puesto de manifiesto su generosidad conmigo antes que con nadie, para ejemplo de quienes, creyendo en él, alcanzarán la vida eterna. Al que es rey de los siglos, al Dios inmortal, invisible y único, honor y gloria por siempre y para siempre. Amén. Timoteo, hijo mío, este es el encargo que te hago de acuerdo con las palabras proféticas que fueron pronunciadas sobre ti: estimulado por ellas, entrégate a este noble combate, conserva la fe y mantén limpia la conciencia. Por descuidarla, algunos naufragaron en la fe; entre ellos están Himeneo y Alejandro a quienes he entregado al poder de Satanás a ver si aprenden a no injuriar a Dios. Así pues, recomiendo ante todo que se hagan rogativas, súplicas, peticiones y acciones de gracias por toda la humanidad: por los reyes y por todos los que tienen autoridad para que podamos llevar una vida tranquila y sosegada, plenamente digna y piadosa. Es este un proceder hermoso y agradable a los ojos de Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos se salven y conozcan la verdad. Porque uno solo es Dios y uno solo es el mediador entre Dios y la humanidad: el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo como rescate por todos, como testimonio dado en el tiempo prefijado. De todo ello he sido constituido pregonero y apóstol —estoy diciendo la pura verdad— con el fin de instruir a los paganos en la fe y en la verdad. Es, pues, mi deseo que en cualquier circunstancia los varones eleven una oración pura, libre de odios y altercados. De manera semejante, que las mujeres se contenten con un vestido decoroso, que se adornen con recato y modestia, no con peinados artificiosos, ni con oro, joyas o vestidos costosos. Lo que ha de distinguir a las mujeres que se precian de piadosas son las buenas obras. La mujer debe aprender en silencio y con todo respeto. No apruebo que la mujer se dedique a enseñar ni que imponga su autoridad sobre el marido; debe, más bien, mantenerse en silencio. Porque el primero en ser formado fue Adán; a continuación lo fue Eva. Y no fue Adán el que cedió al engaño; fue la mujer la que, dejándose engañar, cayó en pecado. A pesar de todo, podrá alcanzar la salvación por su condición de madre, siempre que se porte con recato llevando una vida de fe y de amor en busca de la santidad. Es esta una palabra digna de crédito: quien aspira al episcopado, aspira a una noble tarea. Ahora bien, es preciso que el obispo sea un hombre sin tacha, marido de una sola mujer. Debe ser sobrio, equilibrado, cortés, hospitalario, con capacidad para enseñar. No ha de ser borracho ni pendenciero, sino ecuánime, pacífico y desinteresado. Que sepa gobernar bien su propia casa y educar a sus hijos con autoridad y pleno equilibrio, pues quien no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la Iglesia de Dios? Que no sea un recién convertido para que no se le suba el cargo a la cabeza y se haga acreedor de la misma condenación que el diablo. Es necesario, finalmente, que goce también de buena fama entre los no creyentes, para que no incurra en descrédito ni el diablo lo atrape en sus trampas. Que los diáconos sean igualmente personas responsables, hombres de palabra, no dados al vino ni a los negocios sucios; que guarden las verdades de la fe con una conciencia limpia. Ante todo debe comprobarse su conducta y solo si son irreprochables podrán ejercer el diaconado. Del mismo modo, que también las mujeres sean responsables, no calumniadoras, sobrias y plenamente fieles. Los diáconos, por su parte, deben ser maridos de una sola mujer, que sepan gobernar a sus hijos y a sus propias casas, pues los que desempeñan bien la función de diáconos se harán dignos de un puesto honorífico y alcanzarán una gran confianza en lo que respecta a la fe en Cristo Jesús. Te escribo estas cosas con la esperanza de ir a verte pronto. Por si me retraso, quiero que sepas cómo debes comportarte en la casa de Dios, es decir, en la Iglesia del Dios viviente, columna y fundamento de la verdad. Grande es, sin lugar a dudas, el misterio de nuestra religión: Cristo vino al mundo como ser mortal, el Espíritu dio testimonio de él, lo contemplaron los ángeles, fue anunciado a las naciones, en el mundo le creyeron, Dios lo recibió en su gloria. El Espíritu proclama que, en los últimos tiempos, algunos desertarán de la fe y prestarán oídos a falsos maestros y a enseñanzas demoniacas. Se trata de embaucadores hipócritas que tienen la conciencia empedernida y que prohíben tanto el matrimonio como el uso de ciertos alimentos, siendo así que Dios ha creado estas cosas para que los fieles, que conocen la verdad, disfruten de ellas dándole gracias. Pues todo cuanto Dios ha creado es bueno, y nada hay que sea pernicioso si se come dando gracias. Todo lo santifica la palabra de Dios y la oración. Si enseñas estas cosas a los hermanos, serás un buen servidor de Cristo Jesús y estarás alimentado con el mensaje de la fe y de la hermosa enseñanza que tan fielmente has seguido. Desecha los mitos profanos que solo son cuentos de viejas. Ejercítate en una vida auténticamente piadosa, teniendo en cuenta que el ejercicio corporal no sirve para mucho y, en cambio, una vida de veras piadosa es útil para todo; además, cuenta con la promesa de la vida, tanto presente como futura. Es esta una palabra digna de crédito y que debe aceptarse sin reservas. En efecto, si nos fatigamos y luchamos, es porque hemos puesto la esperanza en el Dios viviente, que es salvador de todos, especialmente de los creyentes. Enseña y recomienda estas cosas. Que nadie te haga de menos por ser joven. Al contrario, que tu palabra, tu conducta, tu amor, tu fe y tu limpio proceder te conviertan en modelo para los creyentes. Mientras esperas que yo llegue, dedícate a la lectura [de las Escrituras], a la exhortación y a la enseñanza. No hagas estéril el don que hay en ti y que se te confirió cuando, por indicación profética, los presbíteros te impusieron las manos. Tómate en serio todo esto y vívelo intensamente a fin de que todos puedan constatar tu aprovechamiento. Cuida de ti y de la enseñanza; sé constante en lo que hagas, pues de esa manera te salvarás tú y salvarás a quienes te escuchen. No trates duramente al anciano. Exhórtalo, más bien, como harías con un padre. Pórtate con los jóvenes como si fueran hermanos. A las ancianas trátalas como a madres, y a las jóvenes como a hermanas, con toda pureza. Toma en consideración a las viudas, siempre que lo sean de verdad. Pero si una viuda tiene hijos o nietos, a ellos toca, antes que a nadie, cuidar con dedicación de su propia familia, correspondiendo así a lo que recibieron de sus progenitores; esto es, en efecto, lo que agrada a Dios. En cuanto a la auténtica viuda —la que está sola en el mundo—, ha puesto su esperanza en Dios y vive día y noche ocupada en oraciones y plegarias. En cambio, la de conducta licenciosa, aunque parezca viva, está muerta. Incúlcales esto para que sean irreprochables. Pues quien no mira por los suyos, especialmente por los de su casa, ha renegado de la fe y es peor que los infieles. Para que una viuda sea puesta en la lista de la agrupación que las acoge debe tener al menos sesenta años, haber sido esposa de un solo hombre y gozar de buena fama por haber educado bien a sus hijos, por haber practicado la hospitalidad, por haber atendido solícitamente a los creyentes y por haber socorrido a los atribulados; en una palabra, por haber practicado toda clase de bien. Pero no admitas a viudas jóvenes, pues el ansia de placer las aparta de Cristo y las impulsa a contraer nuevo matrimonio, con lo que se hacen culpables al romper su primer compromiso. Además, aprenden a vivir ociosamente y no hacen más que andar de casa en casa; desocupadas como están, viven del comadreo, se entrometen en todo y hablan de lo que no deben. Así que prefiero que las viudas jóvenes se casen otra vez, tengan hijos, cuiden de su casa y no den pie a las críticas de nuestros enemigos. Porque algunas ya se han pervertido siguiendo las huellas de Satanás. Si una creyente tiene viudas en su familia, que las cuide ella y evite así que se conviertan en carga para la comunidad; de esta manera la comunidad podrá atender a las que son verdaderamente viudas. Los presbíteros que desempeñan con acierto el cargo de dirigentes, merecen una especial consideración; sobre todo los que se afanan en la proclamación de la palabra y en la enseñanza. Ya lo dice la Escritura: No pongas bozal al buey que trilla; y también: «El que trabaja tiene derecho a su salario». No aceptes acusación contra un presbítero a no ser que venga avalada por dos o tres testigos. Reprende públicamente a los que pequen. Así escarmentarán los demás. Ante Dios, ante Cristo Jesús y ante los ángeles elegidos te ruego encarecidamente que cumplas todo esto con imparcialidad, sin dejarte arrastrar por preferencias humanas. No impongas a nadie las manos demasiado a la ligera, no sea que te hagas responsable de culpas ajenas. Y tú mismo conserva limpia la conciencia. En adelante, no bebas agua sola; mézclala con un poco de vino para hacer mejor la digestión; ya sabes que con frecuencia sufres indisposiciones. Los pecados de algunos son del dominio público aun antes de ser aireados en juicio; los de otros, en cambio, solo después del juicio salen a la luz. Así sucede con las acciones: las buenas son de dominio público; las que no lo son, tampoco podrán permanecer ocultas. Los que están bajo el yugo de la esclavitud deben considerar a sus amos como dignos del mayor respeto. Así, nadie podrá denigrar el nombre de Dios ni la enseñanza cristiana. Quienes tengan por amos a creyentes, no deben faltarles al respeto con la excusa de que son hermanos. Al contrario, deben servirlos con mayor esmero, pues los que se benefician de su servicio comparten con ellos una misma fe y un mismo amor. Esto es lo que debes enseñar y recomendar. Si alguno enseña otra cosa y no da crédito a las palabras salvadoras de nuestro Señor Jesucristo ni a la enseñanza que se ajusta a una vida auténticamente piadosa, es que está cegado por el orgullo y no sabe nada. Padece el mal de las disputas y de los inútiles juegos de palabras de donde proceden las envidias, los pleitos, las calumnias y las sospechas maliciosas. Y también los conflictos sin fin, propios de personas con la mente embotada, de personas que están lejos de la verdad y piensan que la religión es un negocio. Y ciertamente la vida piadosa trae magníficos beneficios cuando uno se contenta con lo que tiene. Porque nada trajimos al mundo y nada podremos llevarnos de él. Contentémonos, pues, con no carecer de comida y de vestido, pues los que se afanan por ser ricos se enredan en trampas y tentaciones y en un sinfín de insensatos y dañosos deseos que los hunden en la perdición y en la ruina. La avaricia, en efecto, es la raíz de todos los males y, arrastrados por ella, algunos han perdido la fe y ahora son presa de múltiples remordimientos. Pero tú, que eres hombre de Dios, huye de todo eso y busca con ahínco la rectitud, la piedad, la fe, el amor, la paciencia y la dulzura. Mantén valerosamente el noble combate de la fe. Aférrate a la vida eterna a la que Dios te ha llamado y de la que has hecho tan noble profesión delante de muchos testigos. En presencia de Dios, que infunde vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús, que rindió ante Poncio Pilato el más bello testimonio, te pido solemnemente que guardes limpio y sin reproche este mandato hasta el día en que nuestro Señor Jesucristo se manifieste. Manifestación que: al tiempo prefijado llevará a cabo Dios, el bienaventurado y único soberano, el Rey de reyes y Señor de señores; el único que es inmortal, que habita una luz inaccesible y a quien nadie ha visto ni puede ver. Suyos son por siempre el honor y el poder. Amén. Inculca a los ricos de este mundo que no sean arrogantes y que no pongan su esperanza en algo tan inseguro como el dinero, sino que la pongan en Dios, que nos concede disfrutar de todo en abundancia. Incúlcales que practiquen la virtud, que atesoren buenas obras y que sean generosos y desprendidos. Así se labrarán para el futuro un sólido capital de reserva y alcanzarán la vida verdadera. Querido Timoteo, conserva lo que te ha sido transmitido. Haz oídos sordos a toda estéril y profana palabrería, así como a las objeciones de esa pretendida ciencia que algunos han seguido, apartándose, en consecuencia, de la fe. Que la gracia esté con vosotros. Pablo, apóstol de Jesucristo por designio de Dios para anunciar la promesa de vida que se nos ha hecho en Cristo Jesús, a Timoteo, hijo querido. Que Dios Padre y Cristo Jesús, Señor nuestro, te concedan gracia, misericordia y paz. Doy gracias a Dios, a quien sirvo con una conciencia limpia según me enseñaron mis progenitores, y te tengo siempre presente día y noche en mis oraciones. Aún recuerdo tus lágrimas [de despedida]. ¡Ojalá pudiera verte de nuevo para llenarme de alegría evocando tu sincera fe, esa fe que tuvieron primero tu abuela Loida y tu madre Eunice, y que no dudo tienes tú también! Por eso, te recuerdo el deber de reavivar el don que Dios te otorgó cuando impuse mis manos sobre ti. Porque no es un espíritu de cobardía el que Dios nos otorgó, sino de fortaleza, amor y dominio de nosotros mismos. Así que no te avergüences de dar la cara por nuestro Señor y por mí, su prisionero; al contrario, sostenido por el poder de Dios, sufre juntamente conmigo por la propagación del evangelio. Dios es quien nos ha salvado y nos ha llamado a una vida consagrada a él, no porque lo merecieran nuestras obras, sino porque tal ha sido su designio conforme al don que se nos ha concedido por medio de Cristo Jesús antes que el tiempo existiera. Un don que ahora se ha hecho manifiesto por la aparición de Cristo Jesús, nuestro Salvador, cuyo mensaje ha destruido la muerte y ha hecho brillar la luz de la vida y de la inmortalidad. De ese mensaje Dios me ha constituido pregonero, apóstol y maestro. Por su causa soporto todas estas penalidades. Pero no me avergüenzo; sé en quién he puesto mi confianza y estoy seguro de que tiene poder para proteger hasta el día del juicio la enseñanza que me ha confiado. Toma como norma la auténtica enseñanza que me oíste acerca de la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús. Y, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros, guarda la hermosa enseñanza que te ha sido confiada. Ya sabes que todos los de la provincia de Asia, incluidos Figelo y Hermógenes, me han abandonado. ¡Ojalá el Señor tenga misericordia de Onesíforo y su familia, pues él fue muchas veces mi paño de lágrimas y no sintió vergüenza al verme encarcelado! Es más, apenas llegó a Roma, me buscó con afán hasta encontrarme. Y tú sabes mejor que nadie los buenos servicios que me prestó en Éfeso; que el Señor le conceda su misericordia el día del juicio. Así pues, tú, hijo mío, mantente fuerte, apoyado en la gracia de Cristo Jesús. Y lo que me oíste proclamar en presencia de tantos testigos, confíalo a personas fieles, capaces a su vez de enseñarlo a otras personas. Como fiel soldado de Cristo, no te eches atrás a la hora de las penalidades. Ningún soldado en activo se enreda en asuntos civiles a fin de estar a entera disposición de quien lo alistó. Lo mismo sucede con los atletas: solo si se ajustan a las reglas de juego pueden ser declarados vencedores; o con el labrador, que solo si se afana en su trabajo tendrá derecho antes que nadie a recoger los frutos. Supongo que entenderás lo que quiero decirte; en cualquier caso, el Señor hará que lo comprendas plenamente. Ten siempre presente a Jesucristo, que nació de la estirpe de David y resucitó de la muerte conforme al evangelio que yo anuncio y por el que sufro hasta encontrarme encarcelado como si fuera un malhechor. Pero nadie puede encadenar la palabra de Dios. Por eso, lo aguanto todo por amor a los elegidos a fin de que también ellos alcancen la salvación que nos ha conquistado Jesucristo junto con la gloria eterna. Es esta una palabra digna de crédito: Si morimos con Cristo, viviremos con él; si nos mantenemos firmes, reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará; si le somos infieles, él permanece fiel, pues no puede faltar a su palabra. No eches en saco roto estas cosas y en nombre de Dios ordena que nadie se enzarce en disputas que no sirven para nada, sino únicamente para ruina de quienes participan en ellas. Esfuérzate por merecer la aprobación de Dios, como un trabajador que no tiene de qué avergonzarse, como alguien que sigue fielmente la palabra de la verdad. Evita la palabrería estéril y profana que solo conduce a una vida de maldad y que es como carcoma que todo lo devora. Tal es el caso de Himeneo y Fileto, que se han desviado de la verdad y andan haciendo estragos en la fe de algunos al decir que la resurrección de los muertos ya ha tenido lugar. Pero el Señor ha puesto un fundamento inconmovible con esta inscripción: El Señor conoce a los suyos; y con esta otra: «Apártese del mal todo el que invoca el nombre del Señor». En una casa bien surtida hay diferentes utensilios: unos son de oro y plata, otros de arcilla y madera; unos se destinan a usos nobles, otros, en cambio, a los más viles menesteres. Así pues, quien se mantenga incontaminado de estas cosas, será un utensilio noble, consagrado, útil a su dueño y a punto para toda obra buena. Huye de los excesos juveniles y esfuérzate en llevar una vida de rectitud, de fe, de amor y de paz en unión con los que invocan limpia y sinceramente al Señor. Evita las controversias estúpidas e ineducadas que solo engendran altercados. Quien sirve al Señor no puede ser pendenciero; al contrario, debe ser amable con todos, sufrido, buen educador y capaz de corregir con dulzura a los contradictores. ¡Quién sabe si no les concederá Dios ocasión de convertirse y conocer la verdad, escapando así de la trampa en que el diablo los tiene atrapados y sometidos a su antojo! No pierdas esto de vista: cuando se acerque el fin llegarán momentos difíciles. Los que vivan entonces se volverán egoístas, avaros, fanfarrones, soberbios, calumniadores, rebeldes a sus padres, desagradecidos, sacrílegos. Serán duros de corazón, desleales, difamadores, disolutos, inhumanos, malévolos, traidores, temerarios y engreídos; buscarán su propio placer en lugar de buscar a Dios y querrán aparentar una vida piadosa cuya autenticidad quedará desmentida por su conducta. ¡Apártate de esa clase de gente! A ella pertenecen los que se cuelan a hurtadillas en las casas y sorben el seso de mujeres incautas cargadas de pecados y agitadas por toda suerte de pasiones; mujeres que andan siempre curioseando, pero son absolutamente incapaces de dar con la verdad. De la misma manera que Janés y Jambrés se enfrentaron a Moisés, estos de ahora se enfrentan a la verdad. Son personas de mente pervertida, sin garantía alguna en lo que atañe a la fe. Pero no podrán ir muy lejos porque todos se darán cuenta de su insensatez, como sucedió con Janés y Jambrés. Tú, en cambio, has seguido de cerca mi enseñanza, mi estilo de vida y mis proyectos. Has imitado mi fe, mi mansedumbre, mi amor y mi paciencia. Me has acompañado en las persecuciones y sufrimientos, como los que padecí en Antioquía, Iconio y Listra. ¡Cuántas persecuciones tuve que soportar! Pero de todas me libró el Señor. Por lo demás, todos los que aspiren a llevar una vida cristiana auténticamente piadosa, sufrirán persecución. En cuanto a los perversos y embaucadores, irán de mal en peor, engañando a los demás, pero siendo ellos los engañados. Por tu parte, permanece fiel a lo que aprendiste y aceptaste. Sabes quiénes fueron tus maestros, y que desde la cuna te han sido familiares las sagradas Escrituras como fuente de sabiduría en orden a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura está inspirada por Dios y es provechosa para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la rectitud, a fin de que el creyente esté perfectamente equipado para hacer toda clase de bien. En presencia de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos cuando se manifieste como rey, te suplico encarecidamente que proclames el mensaje e insistas tanto si parece oportuno como si no lo parece. Argumenta, reprende y exhorta echando mano de toda tu paciencia y competencia en enseñar. Porque vendrán tiempos en que no se soportará la auténtica enseñanza, sino que, para halagar el oído, quienes escuchan se rodearán de maestros a la medida de sus propios antojos, se apartarán de la verdad y darán crédito a los mitos. Pero tú permanece siempre alerta, soporta los sufrimientos, trabaja en la extensión del mensaje de salvación y desempeña con esmero tu ministerio. Mi vida está a punto de ser ofrecida en sacrificio; la hora de mi muerte está al caer. He luchado con valor, he corrido hasta llegar a la meta, he conservado la fe. Solo me queda recibir la corona que en justicia me corresponda, que el Señor, justo juez, me entregará el día del juicio. Y no solo a mí, sino a todos los que esperan con amor su manifestación. Procura venir pronto a verme, pues Dimas me ha abandonado; se ha dejado seducir por las cosas de este mundo y se ha marchado a Tesalónica. Crescencio ha ido a Galacia y Tito a Dalmacia. El único que está conmigo es Lucas. Trae contigo a Marcos, porque me es útil de veras para el ministerio apostólico. A Tíquico lo envié a Éfeso. Cuando vengas, tráeme la capa que dejé en Troas, en casa de Carpo. Trae también los libros, en especial los pergaminos. Alejandro, el herrero, se ha portado muy mal conmigo. El Señor se lo pagará conforme a lo que ha hecho. Ten cuidado con él también tú, pues se ha opuesto tenazmente a nuestro mensaje. En la primera vista de mi causa ante el tribunal, ninguno me asistió; todos me desampararon. ¡Que Dios no se lo tenga en cuenta! Pero el Señor estuvo conmigo y me dio fuerzas para llevar a buen término el anuncio del mensaje, de modo que todos los paganos pudieron escucharlo. El Señor, que me libró de la boca del león, seguirá librándome de todo lo malo y me otorgará la salvación en su reino celestial. A él la gloria por siempre y para siempre. Amén. Saluda a Prisca y a Aquila; también a la familia de Onesíforo. Erasto se quedó en Corinto. Trófimo cayó enfermo y tuve que dejarlo en Mileto. Date prisa y ven antes del invierno. Saludos de Éubulo, Pudente, Lino, Claudia y de todos los hermanos. Que el Señor esté contigo y que la gracia os acompañe. Pablo, siervo de Dios y apóstol de Jesucristo para conducir a los elegidos de Dios a la fe y al conocimiento de la verdad que se manifiesta en un culto viviente y se apoya en la esperanza de la vida eterna. Dios, que no miente, prometió esa vida desde la eternidad, y ahora, en el tiempo prefijado, ha hecho pública su palabra confiándome la misión de proclamarla según el mandato de Dios, nuestro Salvador. A Tito, verdadero hijo mío en una fe compartida, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y de Cristo Jesús, nuestro Salvador. La razón por la que te dejé en Creta fue para que terminases de organizar los asuntos pendientes y para que nombraras presbíteros en cada ciudad, de acuerdo con las instrucciones que te di. El elegido ha de ser irreprochable, marido de una sola mujer; sus hijos, si los tiene, deben ser creyentes sin que puedan ser acusados de libertinos o rebeldes. Es preciso, en efecto, que el obispo, en cuanto encargado de administrar la casa de Dios, sea irreprochable. No ha de ser arrogante, ni colérico, ni aficionado al vino, ni pendenciero, ni amigo de negocios sucios. Al contrario, debe ser hospitalario, amante del bien, sensato, de vida recta, piadoso y dueño de sí. Debe estar firmemente anclado en la verdadera doctrina, de modo que sea capaz tanto de aconsejar en lo que respecta a la autenticidad de la enseñanza como de rebatir a quienes la combaten. Porque hay muchos rebeldes, charlatanes y embaucadores, sobre todo entre los judíos convertidos. Y es preciso reducirlos al silencio porque no hacen más que ir de casa en casa causando estragos y enseñando lo que no deben en busca de una vil ganancia. Ya dijo de ellos uno de sus propios poetas: «Los cretenses son siempre mentirosos, malas bestias, glotones y perezosos». Y dijo la verdad. Por eso, corrígelos con severidad a fin de que se mantengan fuertes en la fe. Que no se ocupen de fábulas judías ni de preceptos humanos alejados de la verdad. Todo es limpio para los que viven limpiamente; todo es sucio, en cambio, para los manchados y los incrédulos, pues tienen manchadas su mente y su conciencia. Dicen que conocen a Dios, pero sus obras lo desmienten, ya que son odiosos, obstinados e incapaces de hacer algo bueno. Por tu parte, enseña en conformidad con la auténtica doctrina. Que los ancianos sean sobrios, serios y prudentes; que vivan con autenticidad la fe, la paciencia y el amor. Y las ancianas lo mismo: que se comporten como corresponde a creyentes; que no sean calumniadoras ni esclavas del vino, sino maestras de bondad. Enseñarán así a las jóvenes a ser esposas y madres amantes, a ser sensatas y castas, a cuidar con esmero de su casa, a ser bondadosas y respetuosas con sus maridos para que nadie pueda hablar mal de la palabra de Dios. Exhorta igualmente a los jóvenes a ser equilibrados, presentándote tú mismo en todo como un modelo de buena conducta. Sé íntegro en la enseñanza, serio en el comportamiento, auténtico e irreprochable en el hablar. De ese modo el enemigo quedará en evidencia al no tener nada malo que decir contra nosotros. Que los esclavos respeten siempre la autoridad de sus amos y traten de agradarlos. Que no los contradigan ni los engañen. Al contrario, que les profesen una perfecta y plena fidelidad para así honrar en cualquier circunstancia la enseñanza recibida de Dios, nuestro Salvador. Se ha hecho, en efecto, visible la bondad de Dios, que trae la salvación a toda la humanidad, enseñándonos a renunciar a la impiedad y a las pasiones desordenadas de este mundo, y a vivir desde ahora de una manera sobria, recta y fiel a Dios, mientras aguardamos el feliz cumplimiento de lo que estamos esperando: la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo. Fue él quien se entregó por nosotros a fin de liberarnos de toda maldad y de prepararse un pueblo limpio y elegido, totalmente entregado a la práctica del bien. Esto es lo que tienes que enseñar, aconsejar y defender con toda autoridad. Y que nadie te haga de menos. Recuerda a los creyentes que deben someterse a las autoridades que gobiernan: que las obedezcan y estén prontos a colaborar en todo lo bueno que emprendan; que no ofendan a nadie ni se peleen con nadie; que se muestren afables y llenos de dulzura con todo el mundo. Porque también nosotros en otro tiempo fuimos irreflexivos y obstinados; anduvimos descarriados, esclavos de toda suerte de pasiones y placeres, y vivimos en la maldad y la envidia, odiados de todos y odiándonos unos a otros. Pero ahora se han hecho patentes la bondad y el amor que Dios, nuestro Salvador, tiene a los seres humanos. Él nos ha salvado no en virtud de nuestras buenas obras, sino por su misericordia; y lo ha hecho por medio del lavamiento que nos hace nacer de nuevo y por medio de la renovación del Espíritu Santo que Dios ha derramado sobre nosotros con abundancia a través de nuestro Salvador Jesucristo. Justificados así por la gracia de Dios, hemos sido constituidos herederos con la esperanza de recibir la vida eterna. Es esta una palabra digna de crédito y quiero que también tú insistas con tesón en ella para que, cuantos creen en Dios se apliquen con entusiasmo a la práctica del bien. Esto es bueno y útil para todos. Evita, en cambio, las controversias estúpidas sobre genealogías, así como las acaloradas polémicas en torno a la ley; son insustanciales y no conducen a nada. Apártate de quien fomenta divisiones después de haberlo amonestado una e incluso dos veces, pues ya ves que se trata de una persona descarriada y pecadora a la que su propia conciencia condena. Pienso enviarte a Artemas y a Tíquico. En cuanto lleguen, ven enseguida a encontrarte conmigo en Nicópolis, pues he decidido pasar allí el invierno. Preocúpate de que a Zenón, el abogado, y a Apolo nada les falte para su viaje. Que nuestros hermanos aprendan a ser los primeros en la práctica del bien, ayudando en las necesidades más apremiantes, para que no sea su vida como un árbol sin frutos. Te saludan todos los que están conmigo. Saluda a nuestros amigos en la fe. Que la gracia esté con todos vosotros. Pablo, encarcelado por causa de Cristo, y el hermano Timoteo, a nuestro querido amigo y colaborador Filemón y a toda la iglesia que se reúne en su casa, en especial a la hermana Apia y a Arquipo, compañero nuestro de lucha. Que Dios, nuestro Padre, y Jesucristo, el Señor, os concedan gracia y paz. En mis oraciones me acuerdo siempre de ti y doy gracias a Dios al oír hablar del amor y la fe que profesas a Jesús, el Señor, y a todos los creyentes. ¡Ojalá que esa fe tuya, compartida con nosotros, se vuelva eficaz y llegues así a descubrir todo el bien que podemos hacer por Cristo! Tu amor, hermano, me ha proporcionado mucha alegría y consuelo, pues ha venido a ser bálsamo para el corazón de los creyentes. Por eso, aunque Cristo me concede pleno derecho para darte órdenes sobre lo que debes hacer, prefiero dirigirte un ruego inspirado en el amor. Yo, el anciano Pablo, encarcelado ahora por causa de Cristo Jesús, te hago un ruego en favor de Onésimo, el hijo a quien he engendrado entre cadenas. En otro tiempo te fue inútil; ahora, en cambio, se ha vuelto útil tanto para ti como para mí. Te lo mando de nuevo como si te enviase mi propio corazón. Me hubiera hecho ilusión retenerlo aquí, a fin de que pudiera ayudarme, haciendo tus veces, ahora que estoy encadenado por anunciar el evangelio. Pero no he querido hacer nada sin contar contigo para que el bien que puedas hacer lo hagas de buen grado y no a la fuerza. ¡Quién sabe si Onésimo te abandonó por breve tiempo precisamente para que puedas ahora recobrarlo de manera permanente! Y no ya como esclavo, sino como algo más, como hermano muy querido. Así lo es, al menos, para mí; cuánto más debe serlo para ti, no solo como persona, sino como creyente. Si, pues, de verdad eres mi amigo, recíbelo como si fuera yo mismo. Y si te causó algún daño o te debe algo, cárgalo a mi cuenta. Soy yo, Pablo, el que lo firmo de mi puño y letra; yo te lo pagaré. Eso por no recordarte que también tú estás en deuda conmigo. Por tanto, hermano, a ver si como creyente me haces este favor, confortando con ello mi corazón en Cristo. Te escribo con la confianza de que atenderás mi ruego. Estoy, incluso, seguro de que harás más de lo que te pido. Y, de paso, prepárame hospedaje, pues espero que gracias a vuestras oraciones se me conceda poder visitaros. Te saluda Epafras, mi compañero de prisión por causa de Cristo Jesús. Te saludan también Marcos, Aristarco, Dimas y Lucas, mis colaboradores. Que la gracia de Jesucristo, el Señor, permanezca con vosotros. Dios habló en otro tiempo a nuestros antepasados por medio de los profetas, y lo hizo en distintas ocasiones y de múltiples maneras. Ahora, llegada la etapa final, nos ha hablado por medio del Hijo a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien creó también el universo. El Hijo, que siendo reflejo resplandeciente de la gloria del Padre e imagen perfecta de su ser, sostiene todas las cosas mediante su palabra poderosa y que, después de habernos purificado del pecado, se sentó junto al trono de Dios en las alturas y ha venido a ser un valedor tanto más poderoso que los ángeles, cuanto es más excelente el título que ha recibido en herencia. En efecto, jamás dijo Dios a ningún ángel: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Ni tampoco: Seré para él un padre, y él será un hijo para mí. Asimismo, al introducir a su Hijo primogénito en el mundo dice: Adórenlo todos los ángeles de Dios. Y mientras que de los ángeles dice la Escritura: Dios hace espíritus a sus ángeles, y llamas ardientes a sus ministros, del Hijo, en cambio, dice: Tu trono, oh Dios, permanece para siempre y gobiernas tu reino con rectitud. Has amado la justicia y odiado la maldad; por eso Dios, tu Dios, te ha ungido con óleo de alegría haciéndote sobresalir más que tus compañeros. Y dice también: Tú, Señor, pusiste al comienzo los cimientos de la tierra, y hechura de tus manos son los cielos. Ellos perecerán; tú, en cambio, permaneces. Como traje que envejece serán todos; como si de un manto se tratara, los doblarás y como ropa que se muda cambiarán. Pero tú eres siempre el mismo y tus años no tendrán fin. ¿A qué ángel, en fin, dijo alguna vez: Siéntate junto a mí hasta que yo ponga a tus enemigos por estrado de tus pies? ¿No son todos ellos espíritus enviados con la función de servir a los que han de heredar la salvación? Es preciso, por tanto, que tomemos en serio el mensaje recibido, si no queremos navegar a la deriva. Porque si la palabra pronunciada por ángeles tuvo plena validez, y cuantos la desobedecieron y conculcaron recibieron el merecido castigo, ¿cómo podremos salir nosotros bien parados si desdeñamos una salvación tan valiosa como esta? Me refiero a la salvación que comenzó siendo anunciada por el Señor, que nos confirmaron quienes la escucharon y de la que Dios mismo ha dado testimonio valiéndose de milagros, prodigios y toda suerte de maravillas, además de los dones del Espíritu Santo que ha repartido según su voluntad. El mundo de que hablamos es el mundo futuro y no lo ha puesto Dios bajo el dominio de los ángeles. De ello da fe alguien en un lugar de la Escritura: ¿Qué es el ser humano para que te acuerdes de él? ¿Qué el simple mortal para que te preocupes por él? Apenas inferior a los ángeles lo hiciste; de gloria y de honor lo coronaste; todo lo sometiste a su poder. Y si todo le ha sido sometido, nada queda fuera de su dominio. Es cierto que al presente no vemos que todo le esté sometido; pero sí vemos que Jesús, a quien Dios hizo un poco inferior a los ángeles, ha sido coronado de gloria y honor por haber sufrido la muerte. De esta manera, debido a la bondad de Dios, experimentó la muerte en favor de todos. Convenía, en efecto, que Dios, que es origen y fin de todas las cosas y que quiere conducir a una multitud de hijos a la gloria, hiciera perfecto por medio del sufrimiento a quien tenía que encabezar la salvación de los demás. Y es que santificador y santificados proceden de uno mismo. Por esta razón el santificador no tiene a menos llamarlos hermanos, cuando dice: Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Y en otro lugar: Yo pondré en él mi confianza. Y también: Aquí estoy yo con los hijos que Dios me ha dado. Y lo mismo que los hijos comparten una misma carne y sangre, también Jesús las compartió para poder así, con su muerte, reducir a la impotencia al que tiene poder para matar, es decir, al diablo, y liberar a quienes el miedo a la muerte ha mantenido de por vida bajo el yugo de la esclavitud. Porque no es a los ángeles, sino a la descendencia de Abrahán a quien vino a tender una mano. Por eso tenía que ser en todo semejante a los hermanos, ya que de otra manera no podría ser un sacerdote compasivo y fiel en las cosas que se refieren a Dios, ni podría obtener el perdón de los pecados del pueblo. Precisamente porque él mismo fue puesto a prueba y soportó el sufrimiento, puede ahora ayudar a quienes están siendo probados. Por tanto, hermanos creyentes que compartís un mismo llamamiento celestial, no perdáis de vista a quien ha sido enviado como sumo sacerdote de la fe que profesamos. Me refiero a Jesús, modelo de fidelidad al que Dios constituyó en tal cargo, como lo fue también Moisés en todo lo referente a la casa de Dios. Pero Jesús se ha hecho acreedor a una gloria más excelsa que la de Moisés, por cuanto al constructor de una casa le corresponde un honor mayor que a la casa construida. Toda casa, en efecto, tiene su constructor; y el constructor del universo es Dios. En cuanto a Moisés, fue ciertamente fiel en todo lo tocante a la casa de Dios, aunque solo como un siervo encargado de atestiguar lo que Dios iba a decir. Cristo, en cambio, como Hijo que es, está al frente de la casa de Dios. Una casa que somos nosotros mientras mantengamos la confianza y la ilusión que nace de la esperanza. Por eso, como dice el Espíritu Santo: Cuando hoy escuchéis la voz del Señor, no endurezcáis vuestros corazones, como hicieron los que se rebelaron en el desierto el día de la prueba. Allí fue donde vuestros antepasados intentaron ponerme a prueba a pesar de haber experimentado mis maravillas durante cuarenta años. Por eso me indigné contra aquella gente y exclamé: «Tienen siempre el corazón extraviado y nunca han seguido mis caminos». No entrarán, pues, en mi descanso, tal como lo juré lleno de enojo. Procurad, hermanos, que ninguno de vosotros tenga un corazón incrédulo y perverso que lo aparte del Dios viviente. Más bien exhortaos unos a otros día tras día mientras dura ese «hoy», para que la seducción del pecado no endurezca vuestras conciencias. Porque solo si mantenemos firme hasta el fin la confianza del principio, compartiremos la suerte de Cristo. Es lo que se nos dice: Cuando hoy escuchéis la voz del Señor, no endurezcáis vuestros corazones, como hicieron los que se rebelaron. ¿Y quiénes fueron los que, habiendo escuchado la voz del Señor, se rebelaron? ¿No fueron acaso todos los que habían salido de Egipto guiados por Moisés? Y ¿contra quiénes se indignó el Señor a lo largo de aquellos cuarenta años? Está claro que contra quienes pecaron, y por eso sus cadáveres quedaron tendidos en el desierto. Y ¿a quiénes, sino a los rebeldes, aseguró con juramento que no entrarían en su descanso? Vemos, efectivamente, que no pudieron entrar por falta de fe. La promesa de entrar en el descanso ofrecido por Dios sigue en pie. Pero es preciso estar muy alerta, no sea que alguno de vosotros pierda la ocasión de entrar. Porque el evangelio nos ha sido anunciado tanto a nosotros como a ellos; solo que a ellos de nada les sirvió haberlo oído al no estar unidos mediante la fe a quienes lo escucharon. Nosotros, en cambio, los que hemos creído, podemos entrar en ese descanso del que Dios ha dicho: No entrarán en mi descanso tal como lo juré lleno de enojo. Bien entendido que sus obras concluyeron cuando dio fin a la creación del mundo, pues así ha quedado dicho del día séptimo en cierto lugar de la Escritura: Y el día séptimo descansó Dios de todos sus trabajos. Pero volvamos a nuestro pasaje: No entrarán en mi descanso. Eso quiere decir que algunos sí han de entrar en él. Y como los primeros en recibir el evangelio no consiguieron entrar debido a su actitud rebelde, Dios vuelve a señalar un día: el «hoy» del que habla David mucho tiempo después en el pasaje citado más arriba: Cuando hoy escuchéis la voz del Señor, no endurezcáis vuestros corazones. Está claro que Josué no introdujo a los israelitas en el descanso definitivo, pues, de haberlo hecho, no se aludiría a «otro día» de descanso después de todo aquello. Por consiguiente, el pueblo de Dios está aún en espera de un descanso, ya que de haber entrado en el descanso de Dios, también él descansaría de todos sus trabajos lo mismo que Dios descansó de los suyos. Esforcémonos, pues, nosotros por entrar en el descanso que Dios ofrece para que nadie perezca siguiendo el ejemplo de aquellos rebeldes. En efecto, la palabra de Dios es fuente de vida y de eficacia; es más cortante que espada de dos filos y penetra hasta dividir lo que el ser humano tiene de más íntimo, hasta llegar a lo más profundo de su ser, poniendo al descubierto los más secretos pensamientos e intenciones. Ninguna criatura se le oculta a Dios; todo está desnudo y descubierto a los ojos de aquel ante quien debemos rendir cuentas. Y ya que contamos con un sumo sacerdote excepcional que ha traspasado los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengámonos firmes en la fe que profesamos. Pues no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades; al contrario, excepto el pecado, ha experimentado todas nuestras pruebas. Acerquémonos, pues, llenos de confianza a ese trono de gracia, seguros de encontrar la misericordia y el favor divino en el momento preciso. En efecto, todo sumo sacerdote es alguien escogido entre los hombres para representar ante Dios a todos los demás, ofreciendo dones y sacrificios por los pecados. Puesto que también él es presa de mil debilidades, está en disposición de ser compasivo con los ignorantes y extraviados, y debe ofrecer sacrificios tanto por los pecados del pueblo como por los suyos propios. Es esta, además, una dignidad que nadie puede hacer suya por propia iniciativa; solo Dios es quien llama como llamó a Aarón. Del mismo modo, no fue Cristo quien se arrogó la dignidad de sumo sacerdote, sino que fue Dios quien le dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. O como dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre según el rango de Melquisedec. Es el mismo Cristo, que durante su vida mortal oró y suplicó con fuerte clamor, acompañado de lágrimas, a quien podía liberarlo de la muerte; y ciertamente Dios lo escuchó en atención a su actitud de acatamiento. Y aunque era Hijo, aprendió en la escuela del dolor lo que cuesta obedecer. Alcanzada así la perfección, se ha convertido en fuente de salvación eterna para cuantos lo obedecen, y ha sido proclamado por Dios sumo sacerdote según el rango de Melquisedec. Sobre este tema es mucho lo que nos resta por decir, pero resulta complicado ya que os habéis vuelto reacios a escuchar. Después de tanto tiempo, deberíais ser ya maestros consumados. Pero no, aún tenéis necesidad de que se os enseñe cuáles son los rudimentos del mensaje divino. Vuestra situación es tal, que en lugar de alimento sólido, necesitáis leche todavía. Y todo el que aún se alimenta de leche, como si se tratara de un niño de pecho, es un desconocedor de la palabra salvadora. El alimento sólido, en cambio, es propio de adultos, de los que por la costumbre están entrenados para distinguir entre el bien y el mal. En consecuencia, demos por sabido lo que se refiere al abecé de la doctrina cristiana y ocupémonos de lo que es propio de adultos. No es cuestión de volver a insistir en cosas tan fundamentales como la renuncia a una vida de pecado, la fe en Dios, la doctrina sobre los ritos bautismales, la imposición de las manos, la resurrección de los muertos y el juicio que decidirá nuestro destino eterno. Este es el plan que, con la ayuda de Dios, vamos a seguir. Es imposible, en efecto, que quienes fueron un día iluminados, saborearon el don celestial, participaron del Espíritu Santo, gustaron la dulzura del mensaje divino y experimentaron las maravillas del mundo futuro, y a pesar de ello apostataron, puedan de nuevo convertirse y renovarse. Lo que hacen es crucificar otra vez en sí mismos al Hijo de Dios y exponerlo a público escarnio. Y es que cuando la tierra embebe la lluvia que cae insistentemente sobre ella y produce plantas útiles a quienes la cultivan, es una tierra que ha recibido la bendición de Dios. Pero si no produce más que cardos y espinas, es una tierra baldía, a un paso de ser maldecida, y acabará siendo pasto de las llamas. A pesar de hablaros en este tono, estamos seguros, hermanos queridos, que vais por buen camino en lo que respecta a la salvación. Porque no es injusto Dios como para olvidarse de vuestros afanes y del amor que, en atención a él, habéis derrochado y seguís derrochando al servicio de los creyentes. Solo quisiéramos pediros una cosa: que no deis tregua a vuestro empeño hasta que la esperanza se convierta por fin en plena realidad. Y no seáis perezosos; antes bien, imitad a quienes, mediante la fe y la constancia, están a punto de heredar las promesas divinas. En efecto, cuando Dios hizo la promesa a Abrahán, al no tener otro más grande por quien jurar, juró por sí mismo diciendo: Te colmaré de bendiciones y haré innumerable tu descendencia. Abrahán, por su parte, gracias a su paciente esperanza, alcanzó la promesa. Los hombres, cuando juran, lo hacen por uno superior a ellos y, una vez interpuesto el juramento como garantía, ya no hay más que discutir. Igualmente, queriendo Dios asegurar a los herederos de la promesa que su decisión era irrevocable, interpuso un juramento. Ofrecía así dos garantías, ambas irrevocables, porque Dios no puede engañar, y proporcionaba un poderoso consuelo a quienes se refugiaban en él para mantener la esperanza a que estamos destinados. Una esperanza que es para nuestra vida como un ancla firme y segura, y que penetra hasta lo más interior del santuario, adonde, abriéndonos camino, ya ha entrado Jesús, constituido sumo sacerdote para siempre según el rango de Melquisedec. Este Melquisedec era rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo. Cuando Abrahán volvía victorioso de su batalla contra los reyes, le salió al encuentro y lo bendijo. Abrahán, a su vez, le dio la décima parte del botín. Melquisedec, que significa en primer lugar «rey de justicia», era también «rey de Salem», es decir, «rey de paz». Aparece sin padre, sin madre, sin antepasados; no se conoce el comienzo ni el término de su vida, y así, a semejanza del Hijo de Dios, su sacerdocio dura por siempre. Considerad qué excelso tenía que ser Melquisedec para que el patriarca Abrahán le diera la décima parte del botín. Sabido es que, según la ley, los sacerdotes pertenecientes a la tribu de Leví tienen derecho a percibir la décima parte de los bienes del pueblo, es decir, de sus propios hermanos que son también ellos descendientes de Abrahán. Melquisedec, en cambio, que no pertenecía a la tribu de Leví, recibió de Abrahán la décima parte del botín y bendijo a quien Dios había hecho portador de las promesas. Ahora bien, está fuera de duda que es el superior quien bendice al inferior. Además, en el caso de los levitas, son seres mortales los que reciben la décima parte de los bienes, mientras que de Melquisedec se asegura que vive. Y, finalmente, puede decirse que los mismos levitas que ahora reciben esa décima parte de los bienes del pueblo, se la pagaron entonces a Melquisedec por medio de Abrahán, pues cuando Melquisedec se encontró con Abrahán, ya estaba Leví en las entrañas de su antepasado. El pueblo israelita recibió la ley con la colaboración del sacerdocio levítico. Ahora bien, si alcanzar la perfección estuviera en manos de ese sacerdocio, ¿qué necesidad habría de que surgiese un sacerdote distinto según el rango de Melquisedec? Bastaba con un sacerdote según el rango de Aarón. Porque un sacerdocio distinto lleva necesariamente consigo una ley distinta. Y aquel de quien se dice todo esto, es decir, Jesús, pertenece a una tribu dentro de la cual nadie estuvo al servicio del altar, pues todos saben que nuestro Señor desciende de Judá, y de esa tribu nada dijo Moisés en relación con los sacerdotes. La cosa es aún más clara si surge otro sacerdote que, como Melquisedec, no lo es en virtud de un sistema de leyes terrenas, sino es en virtud de una vida indestructible. Así lo testifica la Escritura: Tú eres sacerdote para siempre según el rango de Melquisedec. Queda así abolido el viejo orden de cosas por ser endeble e ineficaz; la ley, efectivamente, no logró hacer nada perfecto, siendo solo la puerta de una esperanza mejor, por medio de la cual nos acercamos a Dios. Y esto no se realizó sin juramento; pues mientras ningún juramento medió a la hora de constituir sacerdotes a los descendientes de Leví, en el caso de Jesús sí ha mediado el juramento de quien le dijo: El Señor lo ha jurado y no se arrepentirá: tú eres sacerdote para siempre. Por eso, Jesús ha salido mediador de una alianza más valiosa. Por otra parte, los sacerdotes levíticos fueron muchos, ya que la muerte les impedía prolongar su ministerio. Jesús, en cambio, permanece para siempre; su sacerdocio es eterno. Puede, por tanto, salvar de forma definitiva a quienes por medio de él se acercan a Dios, pues está siempre vivo para interceder por ellos. Un sumo sacerdote así era el que nosotros necesitábamos: santo, inocente, incontaminado, sin connivencia con los pecadores y encumbrado hasta lo más alto de los cielos. No como los demás sumos sacerdotes que necesitan ofrecer sacrificios a diario, primero por sus propios pecados y después por los del pueblo. Jesús lo hizo una vez por todas ofreciéndose a sí mismo. La ley de Moisés, en efecto, constituye sumos sacerdotes a personas frágiles, mientras que la palabra de Dios, confirmada con juramento y posterior a la ley, constituye al Hijo sacerdote perfecto para siempre. Este es el punto central de cuanto venimos diciendo: que tenemos, junto al trono celestial de Dios, un sumo sacerdote que desempeña sus funciones en el santuario, en la verdadera Tienda de la presencia, construida no por seres humanos sino por el Señor. Y como todo sumo sacerdote ha sido instituido para ofrecer dones y sacrificios, es preciso que también Cristo tenga algo que ofrecer. Ciertamente aquí en la tierra su sacerdocio no tendría razón de ser, al existir ya otros sacerdotes que presentan las ofrendas prescritas por la ley de Moisés. Pero estos sacerdotes celebran un culto que es únicamente sombra y figura de las realidades celestiales. Así se lo dio a entender Dios a Moisés cuando este se disponía a construir la Tienda de la presencia: Mira —le dijo— hazlo todo según el modelo que te ha sido mostrado en el monte. En realidad, ahora Cristo ha recibido un ministerio tanto más excelso cuanto mayor es la alianza de la que es mediador y cuanto de más valor son las promesas en que está cimentada. No habría habido, en efecto, lugar para una segunda alianza, de haber sido perfecta la primera. De hecho, Dios recrimina así a los destinatarios de la primera: He aquí que llega el tiempo —dice el Señor— en que yo sellaré una alianza nueva con el pueblo de Israel y el de Judá. No será como la alianza que sellé con sus antepasados, cuando los tomé de la mano y los saqué de Egipto. Como ellos quebrantaron mi alianza, también yo los abandoné —dice el Señor—. Así que esta será —dice el Señor— la alianza que sellaré con Israel cuando llegue aquel día: inculcaré mis leyes en su mente y las escribiré en su corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya nadie tendrá que enseñar a su vecino ni tendrá que instruir a su hermano diciendo: «reconoce al Señor», porque todos me conocerán, desde el más pequeño hasta el mayor. Y yo perdonaré sus iniquidades y no me acordaré más de sus pecados. Al llamar nueva a esta alianza, Dios está declarando vieja a la primera; y todo lo que se queda viejo y anticuado está a punto de desaparecer. Ciertamente la primera alianza disponía de un ritual para el culto y de un santuario terrestre. En efecto, la Tienda de la presencia estaba preparada de forma que en la primera parte, llamada «lugar santo», se encontraban el candelabro, la mesa de las ofrendas y los panes que se presentaban a Dios. Detrás de la segunda cortina estaba la parte de la Tienda llamada «lugar santísimo», donde había un incensario de oro y el Arca de la alianza totalmente recubierta de oro. En esta última se guardaba una urna de oro que contenía el maná, la vara de Aarón en otro tiempo florecida y las tablas sobre las que estaban escritas las cláusulas de la alianza. Encima del Arca estaban los querubines, representantes de la presencia gloriosa de Dios, que cubrían el llamado «propiciatorio». Pero no es este el momento de entrar en más detalles sobre el particular. Así dispuestas las cosas, los sacerdotes entran continuamente en la primera parte de la Tienda para celebrar el culto. Pero en la segunda parte entra únicamente el sumo sacerdote una vez al año, con la sangre de las víctimas ofrecidas por sus propios pecados y por los que el pueblo comete inadvertidamente. Con esto quiere dar a entender el Espíritu Santo que, mientras ha estado en pie la primera Tienda de la presencia, el camino del verdadero santuario ha permanecido cerrado. Todo lo cual tiene un alcance simbólico referido a nuestro tiempo. En efecto, las ofrendas y sacrificios presentados allí eran incapaces de perfeccionar interiormente a quien los presentaba. Eran simplemente alimentos, bebidas o ritos purificatorios diversos; observancias todas ellas exteriores, válidas únicamente hasta el momento en que se instaurara el nuevo orden de cosas. Pero Cristo se ha presentado como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Y siendo el suyo un santuario mayor y más valioso, no fabricado por manos humanas y por tanto no perteneciente al mundo creado, entró una vez por todas en «el lugar santísimo», no con sangre de machos cabríos o de toros, sino con la suya propia, rescatándonos así para siempre. Se da por hecho que la sangre de machos cabríos y de toros, así como las cenizas de una ternera, tienen poder para restaurar la pureza externa cuando se esparcen sobre quienes son considerados ritualmente impuros. ¡Pues cuánto más eficaz será la sangre de Cristo que, bajo la acción del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como víctima sin mancha! ¡Cuánto más será capaz de limpiar nuestra conciencia de las acciones que causan la muerte para que podamos dar culto al Dios viviente! Precisamente por eso, Cristo es el mediador de una alianza nueva. Con su muerte ha obtenido el perdón de los pecados cometidos durante la antigua alianza, haciendo posible que los elegidos reciban la herencia eterna prometida. Todos saben que para que un testamento surta efecto, es necesario que conste la muerte de quien lo otorgó; en vida del testador no tiene ninguna validez ya que solo a partir de la muerte adquiere valor un testamento. De ahí que también la primera alianza dio comienzo con un rito de sangre. En efecto, cuando Moisés terminó de explicar a todo el pueblo los preceptos de la ley, tomó sangre de los toros y los machos cabríos, la mezcló con agua y, valiéndose de un poco de lana roja y de una rama de hisopo, roció con ella al libro de la ley y a todo el pueblo diciendo: Esta es la sangre que ratifica la alianza que Dios ha establecido con vosotros. Después roció con sangre la Tienda de la presencia y todos los objetos reservados para el culto. Y es que, según la ley, prácticamente todas las cosas se purifican mediante la sangre y, si no hay derramamiento de sangre, tampoco hay perdón. Se necesitaban, pues, tales sacrificios para purificar lo que solo era esbozo de las realidades celestiales; pero estas mismas realidades celestiales precisaban de sacrificios más valiosos. Por eso Cristo no entró en un santuario construido por manos humanas —que era simple imagen del verdadero santuario—, sino que entró en el cielo mismo donde ahora intercede por nosotros en presencia de Dios. Y tampoco tuvo que ofrecerse muchas veces, como tiene que hacerlo el sumo sacerdote judío que año tras año entra en «el lugar santísimo» con una sangre que no es la suya. De no ser así, Cristo debería haber padecido muchas veces desde que el mundo es mundo; y, sin embargo, le ha bastado con manifestarse una sola vez ahora, en el momento culminante de la historia, destruyendo el pecado con el sacrificio de sí mismo. Y así como está establecido que todos los seres humanos deben pasar por la muerte una sola vez para ser a continuación juzgados, así también Cristo se ofreció una sola vez para cargar con los pecados de la humanidad. Después se mostrará por segunda vez, pero ya no en relación con el pecado, sino para salvar a quienes han puesto su esperanza en él. La ley de Moisés es solo una sombra de los bienes futuros y no la realidad misma de las cosas. Por eso es incapaz de hacer perfectos a quienes, todos los años sin falta, se acercan a ofrecer los mismos sacrificios. Si fuera de otro modo, ya habrían dejado de ofrecer tales sacrificios, pues quienes los ofrecen, una vez limpios, ya no tendrían por qué seguir sintiéndose culpables. Y, sin embargo, año tras año esos sacrificios les recuerdan que siguen bajo el peso del pecado, pues es imposible que la sangre de toros y machos cabríos pueda borrar los pecados. Por eso dice Cristo al entrar en el mundo: No has querido ofrendas ni sacrificios, sino que me has dotado de un cuerpo. Tampoco han sido de tu agrado los holocaustos y las víctimas expiatorias. Entonces dije: Aquí vengo yo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como está escrito acerca de mí en un título del libro. En primer lugar dice: No has querido ni han sido de tu agrado las ofrendas, los sacrificios, los holocaustos y las víctimas expiatorias —cosas todas que se ofrecen de acuerdo con la ley—. Y a continuación añade: Aquí vengo yo para hacer tu voluntad, con lo que deroga la primera disposición y confiere validez a la segunda. Y al haber cumplido Jesucristo la voluntad de Dios, ofreciendo su propio cuerpo una vez por todas, nosotros hemos quedado consagrados a Dios. Cualquier otro sacerdote desempeña cada día su ministerio ofreciendo una y otra vez los mismos sacrificios que son incapaces de borrar definitivamente los pecados. Cristo, en cambio, después de ofrecer de una vez para siempre un solo sacrificio por el pecado, está sentado junto a Dios. Espera únicamente que Dios ponga a sus enemigos por estrado de sus pies. Y así, ofreciéndose en sacrificio una única vez, ha hecho perfectos de una vez para siempre a cuantos han sido consagrados a Dios. El mismo Espíritu Santo lo atestigua cuando, después de haber dicho: Esta es la alianza que sellaré con ellos cuando llegue aquel tiempo —dice el Señor—: inculcaré mis leyes en su corazón y las escribiré en su mente. Y añade: No me acordaré más de sus pecados, ni tampoco de sus iniquidades. Ahora bien, donde el perdón de los pecados es un hecho, ya no hay necesidad de ofrendas por el pecado. Así pues, hermanos, la muerte de Jesús nos ha dejado vía libre hacia el santuario, abriéndonos un camino nuevo y viviente a través del velo, es decir, de su propia humanidad. Jesús es, además, el gran sacerdote puesto al frente del pueblo de Dios. Acerquémonos, pues, con un corazón sincero y lleno de fe, con una conciencia purificada de toda maldad, con el cuerpo bañado en agua pura. Mantengamos fielmente la esperanza que profesamos porque quien ha hecho la promesa es fiel, y estimulémonos mutuamente en la práctica del amor y de las buenas obras. Que nadie deje de asistir a las reuniones de su iglesia, como algunos tienen por costumbre; al contrario, animaos unos a otros, tanto más cuanto estáis viendo que se está acercando el día. Porque si después de haber conocido la verdad continuamos pecando intencionadamente, ¿qué otro sacrificio podrá perdonar los pecados? Solo queda la temible espera del juicio y del fuego ardiente que está presto a devorar a los rebeldes. Si uno quebranta la ley de Moisés y dos o tres testigos lo confirman, es condenado a muerte sin compasión. Pues ¡qué decir de quien haya pisoteado al Hijo de Dios, haya profanado la sangre de la alianza con que fue consagrado y haya ultrajado al Espíritu que es fuente de gracia! ¿No merece un castigo mucho más severo? Conocemos, en efecto, a quien ha dicho: A mí me corresponde tomar venganza; yo daré a cada uno según su merecido. Y también: El Señor es quien juzgará a su pueblo. ¡Tiene que ser terrible caer en las manos del Dios viviente! Recordad aquellos días, cuando apenas acababais de recibir la luz de la fe y tuvisteis ya que sostener un encarnizado y doloroso combate. Unos fuisteis públicamente escarnecidos y sometidos a tormentos; otros os hicisteis solidarios con los que así eran maltratados. Os compadecisteis, efectivamente, de los encarcelados y soportasteis con alegría que os despojaran de vuestros bienes, seguros como estabais de tener a vuestro alcance unos bienes más valiosos y duraderos. No perdáis, pues, el ánimo. El premio que os espera es grande. Pero es preciso que seáis constantes en el cumplimiento de la voluntad de Dios, para que podáis recibir lo prometido. Falta poco, muy poco, para que venga sin retrasarse el que ha de venir. Y el justo por la fe vivirá; mas si se acobarda, dejará de agradarme. Nosotros, sin embargo, no somos de los que se acobardan y terminan sucumbiendo. Somos gente de fe que buscamos salvarnos. La fe es garantía de las cosas que esperamos y certeza de las realidades que no vemos. Por ella obtuvieron nuestros mayores la aprobación de Dios. Por la fe comprendemos que el universo ha sido modelado por la palabra de Dios, de modo que lo visible tiene su origen en lo invisible. Por la fe Abel ofreció a Dios un sacrificio más valioso que el de Caín; por ella fue proclamado justo al dar Dios testimonio a favor de sus ofrendas. Y por su fe, aunque muerto, sigue hablando todavía. Por la fe Enoc fue trasladado, sin pasar por la muerte, y no pudo ser encontrado porque Dios lo trasladó. Pero la Escritura atestigua que antes de ser trasladado agradó a Dios; ahora bien, sin fe es imposible agradarle, porque para acercarse a Dios es preciso creer que existe y que no deja sin recompensa a quienes lo buscan. Por la fe Noé tomó en serio la advertencia sobre algo que aún no se veía, y construyó un arca para salvar a su familia. Por su fe puso en evidencia al mundo y logró heredar la salvación que se obtiene por medio de la fe. Por la fe Abrahán obedeció la llamada de Dios y se puso en camino hacia la tierra que había de recibir en herencia. Y partió sin conocer cuál era su destino. Por la fe vivió como extraño en la tierra que Dios le prometió, habitando en cabañas. Y otro tanto hicieron Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa juntamente con él, que había puesto su esperanza en una ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe también, a pesar de que Sara era estéril y de que él mismo había rebasado la edad apropiada, recibió Abrahán fuerza para fundar un linaje; todo porque se fio de quien se lo había prometido. Así que de uno solo, y ya sin vigor, surgieron descendientes numerosos como las estrellas del cielo, incontables como la arena de la playa. Todos estos murieron sin haber recibido lo prometido, pero lo vieron de lejos con los ojos de la fe y lo saludaron, reconociendo así que eran extranjeros y gente de paso sobre aquella tierra. Los que así se comportan demuestran claramente que están buscando una patria. Ahora bien, si lo que añoraban era la patria de la que salieron, a tiempo estaban de regresar a ella. Pero ahora suspiraban por una patria mejor, la patria celestial. Precisamente por eso, al haberles preparado una ciudad, no tiene Dios reparo en que lo llamen «su Dios». Por la fe Abrahán, puesto a prueba, se dispuso a ofrecer a Isaac en sacrificio; el depositario de las promesas debía sacrificar a su hijo único, aquel de quien Dios le había dicho: Isaac asegurará tu descendencia. Daba por supuesto Abrahán que Dios tiene poder incluso para resucitar a los muertos; por eso, el recuperar a su hijo fue para él como un símbolo. Por la fe bendijo también Isaac a Jacob y a Esaú con vistas al futuro. Por la fe bendijo Jacob, poco antes de morir, a cada uno de los hijos de José y adoró a Dios inclinándose sobre la empuñadura de su bastón. Por la fe José, ya en trance de muerte, aludió a la salida de los israelitas de Egipto y dispuso lo que habían de hacer con sus restos mortales. Por la fe los padres de Moisés, viéndolo tan hermoso, escondieron durante tres meses al niño recién nacido, sin miedo a las órdenes del rey. Por la fe Moisés, siendo ya mayor de edad, renunció a ser considerado hijo adoptivo de la hija del faraón, prefiriendo ser maltratado junto con el pueblo de Dios a disfrutar de los efímeros placeres del pecado. Consideró que compartir los sufrimientos de aquel pueblo mesiánico era mucho más valioso que todos los tesoros de Egipto, teniendo como tenía su mirada fija en la recompensa. Por la fe se marchó de Egipto sin temor a la ira del rey, y se mantuvo constante en su propósito como si estuviera viendo al Invisible. Por la fe celebró la Pascua y roció con sangre las casas de los israelitas para que el exterminador respetara a los primogénitos de Israel. Por la fe los israelitas atravesaron el mar Rojo como si fuera tierra firme, mientras que los egipcios, al intentar imitarlos, fueron tragados por las aguas. Por la fe se derrumbaron los muros de Jericó después que los israelitas dieron vueltas alrededor durante siete días. Por la fe Rajab, la prostituta que había dispensado una amistosa acogida a los exploradores israelitas, no pereció junto con los incrédulos. ¿Qué más diré? Me faltaría tiempo si quisiera hablar de Gedeón, de Barac, de Sansón, de Jefté, de David, de Samuel y de los demás profetas. Todos ellos, por la fe, conquistaron reinos, gobernaron con justicia, vieron realizarse las promesas, cerraron bocas de leones, extinguieron fuegos violentos, se libraron de morir a filo de espada, superaron enfermedades, derrocharon valor en la guerra y aniquilaron ejércitos extranjeros. Hubo incluso mujeres que recobraron resucitados a sus muertos. Algunos se dejaron torturar hasta morir, renunciando a ser liberados ante la esperanza de alcanzar una resurrección más valiosa. Otros soportaron ultrajes, latigazos, cadenas y cárceles; fueron apedreados, partidos en dos por la sierra o muertos a filo de espada; anduvieron errantes de un lado para otro, vestidos con pieles de oveja o de cabra, faltos de todo, perseguidos y maltratados. Personas demasiado buenas para un mundo como este, que tuvieron que vagar por lugares desérticos, por los montes, las cuevas y las cavernas de la tierra. Pero a pesar de haber sido todos aprobados por Dios en virtud de la fe, ninguno alcanzó la promesa. Y es que Dios había reservado lo mejor para nosotros, de manera que ninguno alcanzara la perfección a no ser juntamente con nosotros. Estamos, pues, rodeados de una ingente muchedumbre de testigos. Así que desembaracémonos de todo impedimento, liberémonos del pecado que nos cerca y participemos con perseverancia en la carrera que se nos brinda. Hagámoslo con los ojos puestos en Jesús, origen y plenitud de nuestra fe. Jesús, que, renunciando a una vida placentera, afrontó sin acobardarse la ignominia de la cruz y ahora está sentado junto al trono de Dios. Tened, por tanto, en cuenta a quien soportó una oposición tan fuerte de parte de los pecadores. Si lo hacéis así, el desaliento no se apoderará de vosotros. En realidad, aún no habéis llegado a derramar sangre en vuestra lucha contra el pecado, pero sí habéis olvidado la exhortación paternal que os dirige la Escritura: Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor ni pierdas el ánimo cuando él te reprenda, pues el Señor corrige a quien ama y castiga a quien reconoce como hijo. Aceptad vosotros la corrección, que es señal de que Dios os trata como a hijos. ¿Hay, en efecto, algún padre que no corrija a su hijo? Pero si quedáis privados de la corrección que todos reciben, es que sois bastardos y no hijos legítimos. Además, si en la tierra hemos tenido unos padres que nos han corregido y, sin embargo, los hemos respetado, ¿no deberemos, con mucha más razón, someternos al Padre sobrenatural si queremos tener vida? Aquellos, en efecto, nos educaban según sus criterios para una vida corta; este, en cambio, nos educa para algo provechoso, a saber, para que participemos de su propia santidad. Ninguna corrección resulta un plato de gusto cuando se recibe; al contrario, es desagradable. Mas a la postre, a quienes se sirven de ella para ejercitarse, les reporta frutos de paz y rectitud. Así pues, armaos de valor y no os dejéis vencer por el cansancio, y encaminad vuestros pasos por senderos llanos para que el pie cojo no sufra una nueva torcedura, sino que pueda, más bien, sanar. Procurad estar en paz con todos y llevar una vida de consagrados; sin ello nadie verá al Señor. Manteneos vigilantes para que nadie quede privado de la gracia de Dios; para que ninguna planta dañina, capaz de perturbar y emponzoñar a toda una multitud, crezca entre vosotros; para que nadie viva entregado a la lujuria o a una conducta irreligiosa como Esaú que, por un solo plato de comida, cedió sus derechos de primogénito. Más tarde, como sabéis, quiso recibir en herencia la bendición, pero en vano; aunque lo suplicó entre lágrimas, ya no pudo cambiar lo que había hecho. Vosotros no os habéis acercado a una montaña de esta tierra. No habéis tenido que enfrentaros a un fuego ardiente, a las oscuras tinieblas o al fragor de la tormenta; tampoco al clamor de la trompeta o al sonido de aquellas palabras que, al oírlo, hizo suplicar a los israelitas que no les hablara Dios. Y es que les resultaba intolerable lo que se les había prescrito: Cualquiera que ponga el pie en la montaña, aunque se trate de un animal, morirá apedreado. Era tan estremecedor el espectáculo, que el mismo Moisés exclamó: Estoy aterrorizado y lleno de miedo. Vosotros, en cambio, os habéis acercado a la montaña de Sion, a la ciudad del Dios viviente, la Jerusalén celestial, a la multitud festiva de los ángeles, a la asamblea de quienes han sido inscritos como primeros ciudadanos de los cielos, a Dios que es juez de todos, a los espíritus de los que, habiendo vivido rectamente, han alcanzado la meta, a Jesús, en fin, mediador de una alianza nueva, cuya sangre, rociada sobre nosotros, clama con más elocuencia que la de Abel. Estad, pues, atentos a no rechazar la voz de Dios. Porque si los que rechazaron a quien hablaba desde la tierra no consiguieron escapar, ¿qué sucederá con nosotros si volvemos la espalda a quien nos habla desde el cielo? Entonces su voz hizo temblar la tierra; ahora mantiene lo que prometió cuando dijo: Haré temblar una vez más no solo la tierra, sino también el cielo. Con las palabras «una vez más» indica que lo inestable, por ser criatura, va a ser transformado y solo permanecerá lo inconmovible. Y puesto que somos nosotros los que recibimos ese reino inconmovible, seamos agradecidos, tributemos a Dios un culto agradable con reverencia y respeto. Que no en vano nuestro Dios es un fuego devorador. Que no decaiga vuestro amor fraterno. No echéis en olvido la hospitalidad pues, gracias a ella, personas hubo que, sin saberlo, alojaron ángeles en su casa. Tened siempre presentes a los encarcelados como si vosotros mismos os encontraseis presos junto con ellos; y también a los que sufren malos tratos, como si vosotros estuvierais en su lugar. Que todos respeten el matrimonio y mantengan limpia su vida conyugal, pues Dios juzgará con severidad a los adúlteros y lujuriosos. Que la fiebre del dinero no se apodere de vosotros; contentaos con lo que tenéis, ya que es Dios mismo quien ha dicho: Nunca te abandonaré; jamás te dejaré solo. Por eso podemos exclamar llenos de confianza: El Señor es quien me ayuda, nada temo, ¿qué podrán hacerme los humanos? Recordad a los dirigentes que os anunciaron el mensaje de Dios. Tomad nota de cómo culminaron su vida y seguid el ejemplo de su fe. Jesucristo es siempre el mismo, ayer, hoy y por toda la eternidad. No os dejéis arrastrar por cualquier doctrina que os venga de fuera. Lo que de veras importa es que la gracia os fortalezca; en lo que se refiere a las reglas sobre alimentos, de ningún provecho han servido a quienes las han observado. Nosotros tenemos un sacrificio del que no tienen derecho a comer los que ofician en el santuario. Sabido es que los cuerpos de los animales cuya sangre introduce el sumo sacerdote en el lugar santísimo como rito expiatorio por los pecados, son quemados fuera del campamento. Por eso también Jesús, a fin de consagrar al pueblo con su propia sangre, murió fuera de la ciudad. Salgamos, pues, a su encuentro fuera del campamento, compartiendo los ultrajes que él sufrió, pues la ciudad que ahora habitamos no es definitiva, sino que buscamos una para el futuro. Así que en todo momento ofrezcamos a Dios, por medio de Jesucristo, un sacrificio de alabanza que no es otro sino la ofrenda de unos labios que bendicen su nombre. Y no os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros unos a otros, pues esos son los sacrificios que agradan a Dios. Obedeced a vuestros dirigentes y seguid sus instrucciones ya que se desvelan por vosotros como quienes tienen que rendir cuentas a Dios; de esta manera cumplirán con alegría y sin quejas su tarea, pues ¿de qué os serviría que lo hicieran a disgusto? Nos encomendamos a vuestras oraciones, pues aunque confiamos estar limpios de culpa, deseamos comportarnos rectamente en todo. Os ruego, pues, insistentemente que lo hagáis así para que pueda volver cuanto antes con vosotros. Que el Dios de la paz, el que resucitó de entre los muertos a Jesús, nuestro Señor, y lo constituyó supremo pastor del rebaño mediante la sangre de una alianza eterna, os ponga a punto para que cumpláis su voluntad en toda clase de buenas obras. Que él lleve a cabo en nosotros, por medio de Jesucristo, aquello que le agrada. A él sea la gloria por siempre jamás. Amén. Os ruego, hermanos, que aceptéis de buen grado esta exhortación que os envío acompañada de unas breves líneas. Sabed que nuestro hermano Timoteo ha sido puesto en libertad. Si viene pronto, irá conmigo a visitaros. Saludos a todos vuestros dirigentes y a todos los creyentes en general. Por su parte, os saludan los hermanos de Italia. Que la gracia esté con todos vosotros. Santiago, servidor de Dios y de Jesucristo, el Señor, saluda a todos los miembros del pueblo de Dios dispersos por el mundo. Alegraos profundamente, hermanos míos, cuando os sintáis cercados por toda clase de dificultades. Es señal de que vuestra fe, al pasar por el crisol de la prueba, está dando frutos de perseverancia. Pero es preciso que la perseverancia lleve a feliz término su empeño, para que seáis perfectos, cabales e intachables. Si alguno de vosotros anda escaso de sabiduría, pídasela a Dios, que reparte a todos con largueza y sin echarlo en cara, y él se la dará. Pero debe pedirla confiadamente, sin dudar, pues quien duda se parece a las olas del mar, que van y vienen agitadas por el viento. Nada puede esperar de Dios una persona así, indecisa e inconstante en todo cuanto emprende. El hermano de humilde condición debe sentirse orgulloso de su dignidad. El rico, en cambio, que se precie de ser humilde, pues se desvanecerá como la flor de la hierba. En efecto, del mismo modo que, al calentar el sol con toda su fuerza, se seca la hierba y cae al suelo su flor, quedando en nada toda su hermosa apariencia, así fenecerán las empresas del rico. Dichoso quien resiste la prueba pues, una vez acrisolado, recibirá como corona la vida que el Señor ha prometido a quienes lo aman. Nadie acosado por la tentación tiene derecho a decir: «Es Dios quien me pone en trance de caer». Dios está fuera del alcance del mal, y él tampoco instiga a nadie al mal. Cada uno es puesto a prueba por su propia pasión desordenada, que lo arrastra y lo seduce. Semejante pasión concibe y da a luz al pecado; y este, una vez cometido, origina la muerte. Hermanos míos queridos, no os engañéis. Todo beneficio y todo don perfecto bajan de lo alto, del creador de la luz, en quien no hay cambios ni períodos de sombra. Él, por su libre voluntad, nos engendró mediante la palabra de la verdad para que seamos como primeros frutos entre sus criaturas. Sabed, hermanos míos queridos, que es preciso ser diligentes para escuchar, parcos al hablar y remisos en airarse, ya que el airado no es capaz de portarse con rectitud ante Dios. Por tanto, renunciando a todo vicio y al mal que nos cerca por doquier, acoged dócilmente la palabra que, plantada en vosotros, es capaz de salvaros. Pero se trata de que pongáis en práctica esa palabra y no simplemente que la oigáis, engañándoos a vosotros mismos. Quien oye la palabra, pero no la pone en práctica, se parece a quien contempla su propio rostro en el espejo: se mira y, en cuanto se va, se olvida sin más del aspecto que tenía. Dichoso, en cambio, quien se entrega de lleno a la meditación de la ley perfecta —la ley de la libertad— y no se contenta con oírla, para luego olvidarla, sino que la pone en práctica. Si alguno se hace ilusiones de ser religioso de verdad, pero no controla su lengua, se engaña a sí mismo y su religiosidad no vale para nada. Esta es la religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre: asistir a los débiles y desvalidos en sus dificultades y mantenerse incontaminado del mundo. Hermanos míos, que vuestra fe en Jesucristo glorificado no se mezcle con favoritismos. Supongamos, por ejemplo, que llegan dos personas a vuestra reunión: una con anillos de oro y magníficamente vestida; la otra, pobre y andrajosa. Si enseguida os fijáis en la que va bien vestida y le decís: «Tú, siéntate aquí en el lugar de honor», y a la otra, en cambio, le decís: «Tú, quédate ahí de pie» o «Siéntate en el suelo a mis pies», ¿no estáis actuando con parcialidad y convirtiéndoos en jueces con criterios perversos? Escuchad, hermanos míos queridos: Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino que prometió a los que lo aman. ¡Pero vosotros despreciáis al pobre! Y, sin embargo, son los ricos los que os tiranizan y os arrastran ante los tribunales. Son ellos los que deshonran el hermoso nombre [de Jesús], que fue invocado sobre vosotros. Vuestra conducta será buena si cumplís la suprema ley de la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si os dejáis llevar de favoritismos, cometéis pecado y la ley os acusa como transgresores. Porque, aunque observéis toda la ley, si quebrantáis un solo mandato, os hacéis culpables de todos, ya que quien dijo: No cometas adulterio, dijo también: No mates. Si, pues, no cometes adulterio, pero matas, eres igualmente transgresor de la ley. Así que hablad y actuad como quienes van a ser juzgados por una ley de libertad. Y tened en cuenta que será juzgado sin compasión quien no practicó la compasión. La compasión, en cambio, saldrá triunfante del juicio. ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, alardear de fe, si carece de obras? ¿Podrá salvarlo esa fe? Imaginad el caso de un hermano o una hermana que andan mal vestidos y faltos del sustento diario. Si acuden a vosotros y les decís: «Dios os ampare, hermanos; que encontréis con qué abrigaros y con qué matar el hambre», pero no les dais nada para remediar su necesidad corporal, ¿de qué les servirán vuestras palabras? Así es la fe: si no produce obras, está muerta en su raíz. Se puede también razonar de esta manera: tú dices que tienes fe; yo, en cambio, tengo obras. Pues a ver si eres capaz de mostrarme tu fe sin obras, que yo, por mi parte, mediante mis obras te mostraré la fe. ¿Tú crees que hay un único Dios? De acuerdo; también los demonios creen y se estremecen de pavor. ¿No querrás enterarte, presuntuoso de ti, que la fe sin obras es estéril? Y Abrahán, nuestro padre, ¿no fue justificado por las obras, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? Ves, pues, cómo la fe actuaba con sus obras, y cómo las obras hicieron perfecta su fe. Se cumplió así la Escritura que dice: Creyó Abrahán a Dios y esto le valió que Dios le concediera su amistad, y por eso se lo llamó «amigo de Dios». Como podéis ver el ser humano es justificado por las obras, y no solamente por la fe. Ahí tienes también a Rajab, la prostituta: ¿no fue justificada por las obras, al hospedar y conducir luego por otro camino a los mensajeros de Josué? Y es que así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así está muerta también la fe sin obras. Hermanos míos, no ambicionéis todos llegar a ser maestros; debéis saber que nosotros, los maestros, seremos juzgados con mayor severidad. Todos, en efecto, pecamos con frecuencia. Ahora bien, quien no sufre ningún desliz al hablar, es persona cabal, capaz de mantener a raya todo su cuerpo. Y si no, ved cómo conseguimos que nos obedezcan los caballos: poniéndoles un freno en la boca, somos capaces de dirigir todo su cuerpo. Lo mismo los barcos: incluso los más grandes y en momentos de recio temporal son gobernados a voluntad del piloto por un timón muy pequeño. Así es la lengua: un miembro pequeño, pero de insospechable potencia. ¿No veis también cómo una chispa insignificante es capaz de incendiar un bosque inmenso? Pues bien, la lengua es fuego con una fuerza inmensa para el mal: instalada en medio de nuestros miembros, puede contaminar a la persona entera y, atizada por los poderes del infierno, es capaz de arrasar el curso entero de la existencia. El ser humano ha domado y sigue domando toda clase de fieras, aves, reptiles y animales marinos. Sin embargo, es incapaz de domeñar su lengua, que es incontrolable, dañina y está repleta de veneno mortal. Con ella bendecimos a nuestro Padre y Señor, y con ella maldecimos a los seres humanos a quienes Dios creó a su propia imagen. De la misma boca salen bendición y maldición. Pero esto no puede ser así, hermanos míos. ¿Acaso en la fuente sale agua dulce y salobre por el mismo caño? Hermanos míos, ¿puede la higuera dar aceitunas o higos la vid? Pues tampoco lo que es salado puede producir agua dulce. Si entre vosotros alguien se precia de sabio o inteligente, demuestre con su buena conducta su amabilidad y su sabiduría. Pero si tenéis el corazón lleno de envidia y de ambición, ¿para qué presumir de sabiduría y andar falseando la verdad? Semejante sabiduría no viene de lo alto, sino que es terrena, carnal, diabólica. Y es que donde hay envidia y ambición, allí reina el desenfreno y la maldad sin límites. En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es ante todo pura, pero también pacífica, indulgente, conciliadora, compasiva, fecunda, imparcial y sincera. Resumiendo: los artífices de la paz siembran en paz, para obtener el fruto de una vida recta. ¿De dónde surgen los conflictos y las luchas que hay entre vosotros? Sin duda, de las pasiones que lleváis siempre en pie de guerra en vuestro interior. Si ambicionáis y no tenéis, asesináis; si ardéis en deseos y no podéis satisfacerlos, os enzarzáis en luchas y contiendas. No tenéis porque no pedís. Y, si pedís, no recibís nada porque pedís con la torcida intención de malgastarlo en vuestros caprichos. ¡Gente infiel! ¿No sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Por tanto, quien pretende tener al mundo por amigo, se hace enemigo de Dios. Pues no dice en vano la Escritura: «Dios ama celosamente al espíritu que puso en nosotros». Aunque su benevolencia es siempre mayor, y por eso dice también la Escritura: Dios hace frente a los orgullosos y concede, en cambio, su favor a los humildes. Someteos, pues, a Dios y resistid al diablo, que no tendrá más remedio que huir. Acercaos a Dios, y Dios se acercará a vosotros. ¡Limpiad vuestras manos, pecadores! ¡Purificad vuestros corazones, los que os portáis con doblez! Reconoced vuestra miseria; llorad y lamentaos: que la risa se os convierta en llanto, y en tristeza la alegría. Humillaos ante el Señor y él os ensalzará. Hermanos, no habléis mal unos de otros. Quien critica a su hermano o se erige en su juez, está criticando y juzgando a la ley. Y si juzgas a la ley, no eres su cumplidor, sino su juez. Mas solo hay uno que es al mismo tiempo legislador y juez; solo uno que tiene poder para salvar y condenar. ¿Quién eres tú, entonces, para erigirte en juez del prójimo? En cuanto a vosotros, los que decís: «Hoy o mañana iremos a tal ciudad y pasaremos allí el año negociando y enriqueciéndonos», ¿sabéis, acaso, qué os sucederá mañana? Pues vuestra vida es como una nube de vapor, que aparece un instante y al punto se disipa. Haríais mejor en decir: «Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello». Pero no; alardeáis con fanfarronería, sin pensar que semejante actitud es siempre reprochable. Porque quien sabe hacer el bien y no lo hace, comete pecado. Vosotros, los ricos, llorad y gemid a la vista de las calamidades que se os van a echar encima. Vuestra riqueza está podrida; vuestros vestidos están apolillados. Hasta vuestro oro y vuestra plata están siendo presa de la herrumbre, que testimoniará contra vosotros y devorará vuestros cuerpos como fuego. ¿Para qué amontonáis riquezas ahora que el tiempo se acaba? Mirad, el salario defraudado a los jornaleros que cosecharon vuestros campos está clamando, y sus clamores han llegado a los oídos del Señor del universo. Habéis vivido con lujo en la tierra, entregados al placer; con ello habéis engordado para el día de la matanza. Habéis condenado y asesinado al inocente que ya no os opone resistencia. Por vuestra parte, hermanos, esperad con paciencia la venida gloriosa del Señor. Como espera el labrador el fruto precioso de la tierra, aguardando pacientemente que lleguen las [lluvias] de otoño y primavera, así vosotros tened paciencia y buen ánimo, porque está próxima la venida gloriosa del Señor. No os quejéis, hermanos, unos de otros, para que no seáis condenados; el juez ya está a las puertas. Como ejemplo de sufrimiento y de paciencia, tenéis a los profetas, que hablaron en nombre del Señor. Consideramos dichosos a los que supieron mantenerse firmes. Más aún, tenéis conocimiento de la firmeza de Job, y ya veis el feliz desenlace a que lo condujo el Señor; porque el Señor es compasivo y misericordioso. Pero, ante todo, hermanos, no juréis ni por el cielo, ni por la tierra, ni con ningún otro juramento. Cuando digáis «sí», sea sí; y cuando digáis «no», sea no. De ese modo no incurriréis en condenación. ¿Sufre alguno de vosotros? Que ore. ¿Está gozoso? Que alabe al Señor. ¿Ha caído enfermo? Que mande llamar a los presbíteros de la Iglesia para que lo unjan con aceite en el nombre del Señor y hagan oración por él. La oración hecha con fe sanará al enfermo; el Señor lo restablecerá y le serán perdonados los pecados que haya cometido. Reconoced, pues, mutuamente vuestros pecados y orad unos por otros. Así sanaréis, ya que es muy poderosa la oración perseverante del justo. Ahí tenéis a Elías, un ser humano como nosotros: oró fervientemente para que no lloviese, y durante tres años y seis meses no cayó una gota de agua sobre la tierra. Luego volvió a orar, y el cielo dio lluvia y la tierra produjo su fruto. Hermanos míos, si uno de vosotros se aleja de la verdad y otro lo vuelve al buen camino, sabed que aquel que convierte de su extravío a un pecador, lo salvará de la muerte y alcanzará el perdón para un sinfín de pecados. Pedro, apóstol de Jesucristo, a los elegidos que viven como extranjeros dispersos por el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia. A vosotros, objeto del designio amoroso de Dios Padre y consagrados por medio del Espíritu para que obedezcáis a Jesucristo y seáis purificados con su sangre, os deseo gracia y paz en abundancia. Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo que, por su inmenso amor y mediante la resurrección de Jesucristo de la muerte, nos ha hecho renacer a una esperanza viviente, a una herencia incorruptible, inmaculada e imperecedera. Una herencia reservada en los cielos para vosotros a quienes el poder de Dios asegura, mediante la fe, la salvación que ha de revelarse en el momento final. Por eso vivís alegres, aunque por un poco de tiempo todavía sea necesario que soportéis la aflicción de múltiples pruebas. Claro que así la autenticidad de vuestra fe —de más valor que el oro, que no deja de ser caduco aunque sea acrisolado por el fuego— será motivo de alabanza, de gloria y de honor, cuando se manifieste Jesucristo, a quien amáis y en quien confiáis aun sin haberlo visto. Os alegraréis, con un gozo inenarrable y radiante, al recibir la salvación, meta de vuestra fe. Acerca de esta salvación indagaron e investigaron los profetas cuando anunciaban los bienes que Dios os tenía destinados. Pretendían así averiguar a qué persona y a qué tiempo se refería el Espíritu de Cristo, que alentaba en ellos, cuando anunciaba de antemano lo que Cristo había de sufrir y la gloria que seguiría a tales sufrimientos. Y se les reveló que lo que ahora os anuncian quienes os proclaman el evangelio por el Espíritu Santo enviado desde el cielo, lo llevan a cabo no en su provecho, sino en el vuestro. Anuncio este que los mismos ángeles están deseando contemplar. Tened, pues, a punto vuestra mente; no os dejéis seducir y poned toda vuestra esperanza en el don que os traerá la manifestación de Jesucristo. Como hijos obedientes, no sometáis vuestra vida a las apetencias de antaño, cuando aún vivíais en la ignorancia. Por el contrario, comportaos en todo santamente, como santo es el que os llamó. Pues así lo dice la Escritura: Sed santos, porque yo soy santo. Y, si llamáis Padre al que juzga a todos sin favoritismos y según su conducta, comportaos fielmente mientras vivís en tierra extraña. Debéis saber que habéis sido liberados de la estéril situación heredada de vuestros mayores, no con bienes caducos como son el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin mancha y sin tacha, quien, habiendo sido elegido desde antes de la creación del mundo, se ha manifestado al final de los tiempos para vuestro bien. Gracias a él, creéis en Dios, que lo resucitó de la muerte y lo llenó de gloria para que de esta manera vuestra fe y vuestra esperanza descansen en Dios. Obedientes a la verdad, habéis eliminado cuanto impide una auténtica fraternidad. Amaos, pues, intensa y entrañablemente unos a otros ya que habéis nacido de nuevo, no de un germen mortal, sino de uno inmortal, mediante la palabra de Dios viva y permanente. Porque está escrito: Todo mortal es como hierba; toda su hermosura como flor de hierba. Se agosta la hierba y cae la flor. Pero la palabra de Dios perdura para siempre. Y esta es la palabra: el evangelio que os ha sido anunciado. Renunciad, pues, a toda malicia, a todo engaño, hipocresía, envidia o maledicencia. Como niños recién nacidos, nutríos de la leche pura del Espíritu para que con ella crezcáis y recibáis la salvación, ya que habéis gustado la bondad del Señor. Al integraros en él, piedra viva rechazada por los humanos, pero escogida y preciosa para Dios, también vosotros, como piedras vivas, os vais construyendo como templo espiritual para formar un sacerdocio consagrado que, por medio de Jesucristo, ofrezca sacrificios espirituales y agradables a Dios. Pues dice la Escritura: Mirad, yo coloco en Sion una piedra angular, escogida y preciosa; quien ponga su confianza en ella, no se verá defraudado. Piedra de gran valor para vosotros los creyentes. En cambio, para los incrédulos: La piedra que desecharon los constructores, se ha convertido en la piedra principal, en piedra de tropiezo, en roca donde uno se estrella. Y, efectivamente, en ella tropiezan los que no aceptan el mensaje; tal es su destino. Pero vosotros sois raza elegida, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su posesión, destinado a proclamar las grandezas de quien os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que antes erais «no pueblo», sois ahora pueblo de Dios; los que no erais amados, sois ahora objeto de su amor. Queridos hermanos, sois gente de paso en tierra extraña. Por eso os exhorto a que luchéis contra los apetitos desordenados que hacen guerra al espíritu. Portaos ejemplarmente entre los paganos, para que vuestras buenas acciones desmientan las calumnias de quienes os consideran malhechores, y puedan también ellos glorificar a Dios el día en que venga a visitarlos. En atención al Señor, prestad acatamiento a toda autoridad humana, ya sea al rey en su calidad de soberano, ya a los gobernantes puestos por Dios para castigar a los malhechores y premiar a quienes observan una conducta ejemplar. Porque la voluntad de Dios es que, haciendo el bien, cerréis la boca de los ignorantes e insensatos. Sois libres, pero utilizad la libertad para servir a Dios y no como patente de libertinaje. Tratad a todos con deferencia, amad a los hermanos, temed a Dios, respetad al rey. Que los empleados acaten con todo respeto las órdenes de sus jefes, no solo de los buenos y amables, sino también de los impertinentes. Es una bella cosa aguantar vejaciones injustas conscientes de que Dios así lo quiere. Si se os golpeara por ser culpables, ¿qué mérito tendría vuestro aguante? Pero que sufráis y aguantéis aun habiendo hecho el bien, es cosa que agrada a Dios. Precisamente a eso habéis sido llamados: a seguir las huellas de Cristo, que padeciendo por vosotros, os dejó un modelo que imitar: Cristo, que ni cometió pecado ni se encontró mentira en sus labios. Cuando lo injuriaban, no respondía con injurias, sino que sufría sin amenazar y se ponía en manos de Dios, que juzga con justicia. Cargando sobre sí nuestros pecados, los llevó hasta el madero para que nosotros muramos al pecado y vivamos con toda rectitud. Habéis sido, pues, sanados a costa de sus heridas. Antes, en efecto, andabais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al que es pastor y guardián de vuestras vidas. No os preocupe tanto el adorno exterior —peinados llamativos, joyas valiosas, vestidos lujosos— cuanto el interior, el del corazón: el adorno incorruptible de un espíritu apacible y sereno, que es la auténtica belleza a los ojos de Dios. Así se engalanaban antaño aquellas santas mujeres que habían puesto su esperanza en Dios: mostrándose respetuosas con sus maridos. Buen ejemplo el de Sara, que obedecía a Abrahán llamándole «señor»; vosotras seréis hijas suyas, si hacéis el bien sin dejaros intimidar por nada. Igualmente vosotros, maridos, convivid con ellas sabiendo que la mujer es un ser más delicado que merece un honor especial y que habéis de heredar junto con ellas el don de la vida. De esta manera tendréis asegurado el éxito de vuestras oraciones. En fin, tened todos un mismo pensar, compartid penas y alegrías, portaos fraternalmente, sed misericordiosos y sencillos. No devolváis mal por mal, ni insulto por insulto. Al contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar una bendición. En efecto: Quien desee amar la vida y conocer días felices, debe guardar su lengua del mal, y sus labios de la falsedad. Debe apartarse del mal y practicar el bien, debe buscar la paz y correr tras ella. Pues los ojos del Señor se fijan en los buenos, y sus oídos atienden a sus ruegos. Rechaza, en cambio, el Señor a quienes practican el mal. Y ¿quién podrá haceros daño, si os entregáis con ardor a la práctica del bien? Pero, aun cuando tengáis que sufrir por comportaros rectamente, ¡dichosos vosotros! No les tengáis miedo ni os acobardéis. Glorificad en vuestro corazón a Cristo, el Señor, estando dispuestos en todo momento a dar razón de vuestra esperanza a cualquiera que os pida explicaciones. Pero, eso sí, hacedlo con dulzura y respeto, como quien tiene limpia la conciencia, para que quienes critican vuestra buena conducta cristiana queden avergonzados de sus calumnias. Porque más vale sufrir, si así lo quiere Dios, por hacer el bien, que por hacer el mal. También Cristo murió por los pecados, una vez por todas, el inocente por los culpables, para conduciros a Dios. Como mortal, sufrió la muerte; como espiritual fue devuelto a la vida. Fue entonces también cuando proclamó su mensaje a los espíritus que se hallaban en prisión, es decir, a los desobedientes del tiempo de Noé, cuando Dios esperaba pacientemente mientras se construía el arca, en la que unos pocos —ocho personas— se salvaron a través del agua. Aquello fue una imagen del bautismo que ahora os salva. Bautismo que no consiste en quitar una suciedad corporal, sino en comprometerse ante Dios a llevar una conducta limpia. Y os salva en virtud de la resurrección de Jesucristo, que, ascendido al cielo, comparte el poder soberano de Dios y tiene bajo su autoridad a todas las potencias celestiales. Si Cristo padeció en su cuerpo, haceos a la idea de que también vosotros tenéis que padecer, pues el que está sufriendo corporalmente se supone que ha roto con el pecado para vivir el resto de su vida mortal conforme a la voluntad de Dios y no conforme a las pasiones humanas. Porque bastante tiempo habéis pasado ya viviendo al estilo de los paganos, es decir, entregados al desenfreno y a la liviandad, a crápulas, orgías, borracheras y abominables cultos idolátricos. Ahora, ellos se extrañan y os insultan porque no os lanzáis junto con ellos a ese torrente desbordado de lujuria. Pero tendrán que rendir cuentas al que está preparado para juzgar a vivos y muertos. Por eso precisamente, también a los que ya murieron se les anunció el mensaje de salvación, a fin de que, juzgados como mortales, obtengan de Dios la vida del espíritu. Se aproxima el final de todas las cosas. Sed, por tanto, juiciosos y sobrios, para que podáis dedicaros a la oración. Ante todo, amaos entrañablemente unos a otros, pues el amor alcanza el perdón de los pecados por muchos que sean. Practicad de buen grado la hospitalidad mutua. Que todos, como buenos administradores de los múltiples dones de Dios, pongan al servicio de los demás el don que recibieron. El que habla, que comunique palabra de Dios; el que presta un servicio, hágalo consciente de que es Dios quien le da las fuerzas. Así, en todo lo que hagáis, Dios resultará glorificado por medio de Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el poder por siempre y para siempre. Amén. Queridos, no os asombre como algo inesperado la tremenda prueba desatada contra vosotros. Alegraos, más bien, de compartir los sufrimientos de Cristo, para que el día de su gloriosa manifestación también vosotros saltéis de júbilo. Dichosos si sois ultrajados por seguir a Cristo; eso quiere decir que el Espíritu glorioso de Dios alienta en vosotros. Que ninguno de vosotros tenga que sufrir por asesino, ladrón, malhechor o entrometido. Pero si es por ser cristiano, que no se avergüence, sino que alabe a Dios por llevar ese nombre. Porque ha llegado el tiempo del juicio, que ha de comenzar por el mismo pueblo de Dios. Y si comienza por nosotros, ¿qué pueden esperar los que se niegan a aceptar el evangelio de Dios? Pues si el bueno a duras penas se salva, ¿qué suerte correrán el impío y el pecador? Así que, incluso los que sufren en conformidad con la voluntad divina, deben confiarse a la fidelidad del Creador, sin dejar de hacer el bien. Esto es lo que pido a vuestros dirigentes yo, que comparto con ellos la tarea y soy testigo de la pasión de Cristo y partícipe de la gloria que está a punto de revelarse: apacentad el rebaño de Dios confiado a vuestro cargo; velad sobre él, no a la fuerza o por una rastrera ganancia, sino gustosamente y con generosidad, como Dios quiere; no como dictadores sobre quienes estén a vuestro cargo, sino como modelos del rebaño. Y el día en que se manifieste el Pastor supremo recibiréis el premio imperecedero de la gloria. En cuanto a vosotros, jóvenes, respetad a vuestros mayores. Que la sencillez presida vuestras mutuas relaciones, pues Dios hace frente a los orgullosos y concede, en cambio, su favor a los humildes. Así que someteos al poder de Dios, para que él os encumbre en el momento oportuno. Confiadle todas vuestras preocupaciones, ya que él se preocupa de vosotros. No os dejéis seducir ni sorprender. Vuestro enemigo el diablo ronda como león rugiente buscando a quién devorar. Resistidlo firmes en la fe, conscientes de que vuestros hermanos dispersos por el mundo soportan los mismos sufrimientos. Y Dios, fuente de todo bien, que os ha llamado a compartir con Cristo su gloria eterna, después de estos breves padecimientos, os restablecerá, os confirmará, os fortalecerá y os colocará sobre una base inconmovible. Suyo es el poder para siempre. Amén. Por medio de Silvano, a quien considero hermano de vuestra total confianza, os he escrito brevemente para animaros y aseguraros que esta es la verdadera gracia de Dios. ¡Manteneos en ella! Os saluda la iglesia de Babilonia, a la que Dios ha elegido, lo mismo que a vosotros. También os saluda mi hijo Marcos. Saludaos mutuamente con un beso de amor fraternal. Paz a todos los que vivís unidos a Cristo. Simón Pedro, servidor y apóstol de Jesucristo, a los que, en virtud del poder salvador de nuestro Dios y Salvador Jesucristo, les ha sido otorgada, lo mismo que a nosotros, una fe de tan alto valor. Que la gracia y la paz abunden cada vez más en vosotros por el conocimiento de Dios y de Jesús, nuestro Señor. Dios, por su poder, nos ha concedido todo lo necesario para una vida plenamente piadosa mediante el conocimiento de quien nos llamó con su propia gloria y potencia a través de preciosos y sublimes dones prometidos. De este modo podréis participar de la misma condición divina, habiendo huido de la corrupción que las pasiones han introducido en el mundo. Por lo mismo, esforzaos al máximo en añadir a vuestra fe, la honradez; a la honradez, el recto criterio; al recto criterio, el dominio de sí mismo; al dominio de sí mismo, la constancia; a la constancia, la piedad sincera; a la piedad sincera, el afecto fraterno, y al afecto fraterno, el amor. Porque si abundan en vosotros esas cualidades, no quedaréis inactivos y sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo se refiere. En cambio, a quien le faltan, es un ciego que camina a tientas, olvidando que ha sido liberado de sus pecados de antaño. Por tanto, hermanos, redoblad vuestro empeño en consolidar vuestro llamamiento y vuestra elección. Haciéndolo así, jamás fracasaréis. Es más, se os facilitará una puerta espaciosa para entrar en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Por eso tengo el propósito de insistir siempre en estas cosas, por más que ya las sepáis y os mantengáis firmes en la verdad que poseéis. Mientras viva en este mundo, creo que estoy en el deber de mantener despierta vuestra atención con mis consejos. Sé que muy pronto, según me lo ha dado a conocer nuestro Señor Jesucristo, habré de abandonar este cuerpo mortal. Y precisamente por ello, trabajaré sin descanso para que, después de mi partida, podáis recordar estas enseñanzas en todo momento. Cuando os anunciamos la venida gloriosa y plena de poder de nuestro Señor Jesucristo, no lo hicimos como si se tratara de leyendas fantásticas, sino como testigos oculares de su grandiosidad. Él recibió, en efecto, honor y gloria cuando la sublime voz de Dios Padre resonó sobre él diciendo: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco». Y nosotros escuchamos esta voz venida del cielo mientras estábamos con el Señor en el monte santo. Tenemos también la firmísima palabra de los profetas, a la que haréis bien en atender como a lámpara que alumbra en la oscuridad hasta que despunte el día y el astro matinal amanezca en vuestros corazones. Sobre este punto, tened muy presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia, ya que ninguna profecía ha tenido su origen en la sola voluntad humana, sino que, impulsados por el Espíritu Santo, hubo quienes hablaron de parte de Dios. Pero así como antaño hubo falsos profetas en medio del pueblo de Israel, así también habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán divisiones perniciosas. Se atreverán incluso a negar al Señor que los ha salvado, y de este modo se acarrearán un desastre fulminante. Muchos secundarán sus desenfrenos, y el camino de la verdad será cubierto de oprobio por su culpa. En su ambición querrán, con palabras engañosas, utilizaros a vosotros como objetos de compraventa; pero hace tiempo que está dictada su condena, y pronta para consumarse su ruina. Dios, en efecto, no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que los arrojó a las cavernas tenebrosas del abismo, donde los mantiene encarcelados para el juicio. Como tampoco perdonó a la humanidad primitiva, con excepción de Noé —preservado con otros siete por ser el pregonero de la justicia divina—, sino que desencadenó el diluvio sobre aquel mundo de impíos. Ni libró de la destrucción a las ciudades de Sodoma y Gomorra, antes bien las redujo a cenizas para escarmiento de futuras generaciones pecadoras. Salvó, en cambio, al intachable Lot que se hallaba abrumado por la conducta lujuriosa de aquellos desalmados, pues, bueno como era y viviendo en medio de ellos, sentía rompérsele su buen corazón más y más cada día al ver y oír sus perversidades. El Señor sabe librar de la prueba a los creyentes y reservar, en cambio, a los impíos para castigarlos el día del juicio; sobre todo a quienes corren en pos de sucias apetencias carnales y desprecian la autoridad del Señor. Osados y arrogantes, injurian sin recato a los seres gloriosos, siendo así que los mismos ángeles, superiores en fuerza y poder, no se atreven a difamarlos en presencia del Señor. Tales individuos son como bestias sin seso, destinados por su naturaleza a ser atrapados en el cepo y a morir. Injurian lo que ignoran, y morirán con la muerte de las bestias, recibiendo daño en pago del daño que causaron. Ponen su felicidad en el libertinaje a plena luz; impuros y viciosos, se entregan a sus placeres mientras banquetean alegremente con vosotros. Miran con ojos cargados de pasión a la mujer adúltera; están siempre hambrientos de pecado; seducen a los débiles; su corazón rebosa avaricia; ¡son unos malditos! Han abandonado el buen camino y se han extraviado, siguiendo el ejemplo de Balaán, hijo de Bosor, que buscó una recompensa inicua. Pero Balaán fue recriminado por su maldad: una bestia de carga, incapaz de hablar, tomó voz humana y se opuso a la insensatez del profeta. Esos individuos son manantiales sin agua, nubes arrastradas por el huracán. Densas tinieblas los aguardan, pues son declamadores ampulosos y vacíos que seducen con la promesa de placeres carnales desenfrenados a quienes acaban de escapar de las garras del error. Les prometen libertad, cuando ellos mismos son esclavos del vicio, pues quien te vence te esclaviza. En efecto, si los que han sido liberados de la corrupción del mundo, al haber conocido a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, se dejan de nuevo enredar y atrapar en ella, su situación final resulta peor que la primera. Preferible les hubiera sido no conocer el camino de la salvación que, una vez conocido, volver la espalda a los santos mandamientos recibidos. A ellos se aplica la verdad de aquel proverbio: «El perro vuelve a su propio vómito» y «La cerda recién lavada vuelve a revolcarse en el cieno». Esta es ya, queridos, la segunda carta que os escribo. En ambas pretendo despertar mediante recuerdos vuestra sincera conciencia, para que rememoréis el mensaje anunciado en otro tiempo por los santos profetas, y el mandamiento del Señor y Salvador que os transmitieron vuestros apóstoles. Sabed ante todo, que en los últimos días harán acto de presencia charlatanes que vivirán a su antojo y andarán diciendo en son de burla: «¿Qué hay de la promesa de su gloriosa venida? Porque ya han muerto nuestros mayores y todo sigue como al principio de la creación». Quienes así se pronuncian, olvidan que antaño existieron unos cielos y una tierra, a la que Dios, con su palabra, hizo surgir del agua y consolidó en medio del agua. Aquel mundo pereció anegado por las aguas. En cuanto a los cielos y la tierra actuales, la misma palabra divina los tiene reservados para el fuego, conservándolos hasta el día del juicio y de la destrucción de los impíos. De cualquier modo, queridos, no debéis olvidar que, para el Señor, un día es como mil años, y mil años como un día. No es que el Señor se retrase en cumplir lo prometido, como algunos piensan; es que tiene paciencia con vosotros y no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan. Pero el día del Señor vendrá como un ladrón. Entonces los cielos se derrumbarán con estrépito, los elementos del mundo quedarán pulverizados por el fuego y desaparecerá la tierra con cuanto hay en ella. Si, pues, todo esto ha de ser aniquilado, ¡qué vida tan entregada a Dios y tan fiel debe ser la vuestra, mientras esperáis y aceleráis la venida del día de Dios! Ese día, en que los cielos arderán y se desintegrarán y en que los elementos del mundo se derretirán consumidos por el fuego. Nosotros, sin embargo, confiados en la promesa de Dios, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva que sean morada de rectitud. Por tanto, queridos, en espera de tales acontecimientos, esforzaos por vivir en paz con Dios, limpios e intachables. Considerad que la paciencia de nuestro Señor es para nosotros salvación. En este sentido os ha escrito también nuestro querido hermano Pablo, con la sabiduría que Dios le ha concedido. Lo repite en todas las cartas en que trata estos temas y en las que hay algunas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y poco formados en la fe interpretan torcidamente —como hacen con otros pasajes de las Escrituras—, buscándose con ello su propia ruina. Estáis, pues, advertidos, mis queridos. Montad guardia, para que no os seduzca el error de los libertinos ni se desmorone vuestra firmeza. Y creced en gracia y en conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él la gloria ahora y por siempre. Amén. Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado y tocado con nuestras manos en relación con la Palabra de la vida —se trata de la vida eterna que estaba junto al Padre y que se ha manifestado, que se nos ha hecho visible y nosotros la hemos visto y damos testimonio de ella y os la anunciamos—, eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos ahora para que viváis en unión con nosotros como nosotros vivimos en unión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Esto que escribimos es para que nuestra común alegría sea completa. Este es el mensaje que escuchamos a Jesucristo y que ahora os anunciamos: Dios es luz sin mezcla de tinieblas. Si vamos diciendo que estamos unidos a Dios pero vivimos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad. Pero, si vivimos de acuerdo con la luz, como él vive en la luz, entonces vivimos unidos los unos con los otros y la muerte de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado. Si alardeamos de no cometer pecado, somos unos ilusos y no poseemos la verdad. Si, por el contrario, reconocemos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos purificará de toda iniquidad. Si alardeamos de no haber pecado, dejamos a Dios por mentiroso y además es señal de que no hemos acogido su mensaje. Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Ahora bien, si alguno peca, tenemos un intercesor ante el Padre: Jesucristo, el justo. Porque Jesucristo murió para que nuestros pecados sean perdonados; y no solo los nuestros, sino también los del mundo entero. Estamos ciertos de que conocemos a Dios si cumplimos sus mandamientos. Quien dice: «Yo lo conozco», pero no cumple sus mandamientos, es un mentiroso y está lejos de la verdad. El amor de Dios alcanza su verdadera perfección en aquel que cumple su palabra; así precisamente conocemos que vivimos unidos a Dios, pues quien se precia de vivir unido a él, debe comportarse como se comportó Jesucristo. Queridos, el mandamiento sobre el que os escribo no es nuevo, sino antiguo, pues lo tenéis desde el principio y es la palabra que escuchasteis. Y, sin embargo, se trata de un mandamiento nuevo, en cuanto que se realiza en Cristo y en vosotros; porque las tinieblas van pasando y ya alumbra la luz verdadera. Si alguien dice que vive en la luz y odia a su hermano, todavía vive en tinieblas. El que ama a su hermano, vive en la luz y no caerá en pecado. Pero quien lo aborrece, vive y camina en tinieblas, sin saber adónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos. Os escribo, hijos míos, porque [Dios] ha perdonado vuestros pecados en nombre [de Jesús]. Os escribo a vosotros, los mayores, porque conocéis al que existe desde el principio. Os escribo a vosotros, los jóvenes, porque habéis vencido al maligno. Os escribo, hijos míos, porque conocéis al Padre. Os escribo a vosotros, los mayores, porque permanecéis en el conocimiento del que existe desde el principio. Os escribo a vosotros, los jóvenes, porque sois valientes, permanecéis fieles a la palabra de Dios y habéis vencido al maligno. No os encariñéis con este mundo ni con lo que hay en él, porque el amor al Padre y el amor al mundo son incompatibles. Y es que cuanto hay de malo en el mundo —pasiones carnales, turbios deseos y ostentación orgullosa—, procede del mundo y no del Padre. Pero el mundo y sus pasiones se desvanecen; solo el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre. Hijos míos, estamos en la última hora, la hora del anticristo, según oísteis. Efectivamente, esta debe ser la hora final, porque son muchos los anticristos que están en acción. Han salido de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. De haber sido de los nuestros, se habrían mantenido con nosotros. Pero así queda claro que no todos son de los nuestros. En cuanto a vosotros, habéis sido consagrados por el Santo y gozáis de un pleno conocimiento. Si os escribo, no es porque desconozcáis la verdad; de hecho la conocéis y sabéis que mentira y verdad se excluyen mutuamente. Mentiroso es todo el que niega que Jesús es el Cristo. Ese es el anticristo, pues niega al Padre y al Hijo. En efecto, quien niega al Hijo, rechaza al Padre; quien reconoce al Hijo, tiene también al Padre. Por vuestra parte, permaneced fieles al mensaje que oísteis desde el principio; si lo hacéis así, participaréis de la vida del Padre y del Hijo. Pues tal es la promesa que Cristo nos ha hecho: la vida eterna. Al escribiros esto, os pongo en guardia contra quienes tratan de embaucaros. Aunque el Espíritu que recibisteis de Jesucristo permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os instruya. Porque precisamente ese Espíritu, fuente de verdad y no de mentira, es el que os instruye acerca de todas las cosas. Manteneos, pues, unidos a él según os enseñó. En resumen, hijos míos, permaneced unidos a Cristo, para que cuando se manifieste tengamos absoluta confianza, en lugar de sentirnos abochornados al ser apartados de él en el día de su gloriosa venida. Sabéis que Jesucristo es justo. Por eso debéis saber también que todo el que vive rectamente es hijo de Dios. ¡Mirad qué amor tan inmenso el del Padre, que nos proclama y nos hace ser hijos suyos! Si el mundo nos ignora, es porque no conoce a Dios. Ahora, queridos, somos hijos de Dios, aunque todavía no se ha manifestado lo que hemos de ser. Pero sabemos que el día en que se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Esta esperanza que hemos puesto en él es la que nos va perfeccionando, como él es perfecto. Todo el que peca quebranta la ley, pues el pecado consiste en conculcar la ley. Y sabéis que Jesucristo, en quien no hay pecado, vino a borrar nuestros pecados. Quien permanece unido a él no comete pecado; quien sigue pecando, es que no lo ha visto ni conocido. Hijos míos, que nadie os engañe; el que practica el bien es justo, como Jesús es justo. Pero el que sigue pecando pertenece al diablo, porque el diablo es pecador desde el principio del mundo. El Hijo de Dios vino para aniquilar la obra del diablo, y ninguno que sea hijo de Dios puede seguir pecando, porque Dios es su Padre, y la vida misma de Dios alienta en él. En esto se distinguen los hijos de Dios de los hijos del diablo: quien no practica el bien ni ama al hermano, no es hijo de Dios. Desde el principio habéis escuchado el anuncio de amaros unos a otros. No como Caín, quien, por ser del maligno, asesinó a su hermano. Y ¿por qué lo asesinó? Pues porque sus acciones eran malas, y las de su hermano, en cambio, eran buenas. No os extrañéis, hermanos, si el mundo os aborrece. Sabemos que por amar a nuestros hermanos hemos pasado de la muerte a la vida, mientras que quien no ama sigue muerto. Odiar al hermano es como darle muerte, y debéis saber que ningún asesino tiene dentro de sí vida eterna. Nosotros hemos conocido lo que es el amor en que Cristo dio su vida por nosotros; demos también nosotros la vida por los hermanos. Pero si alguien nada en la abundancia y, viendo que su hermano está necesitado, le cierra el corazón, ¿tendrá valor para decir que ama a Dios? Hijos míos, no amemos de palabra y con la lengua, sino con hechos y de verdad. Esta será la señal de que pertenecemos a la verdad y podemos sentirnos seguros en presencia de Dios: que si alguna vez nos acusa la conciencia, Dios es más grande que nuestra conciencia y conoce todas las cosas. Pero si la conciencia no nos acusa, queridos, crece nuestra confianza en Dios y él nos concederá todo lo que le pidamos, porque cumplimos sus mandamientos y hacemos cuanto le agrada. Y este es su mandamiento: que creamos en su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros conforme al precepto que él nos dio. Quien cumple sus mandamientos, permanece en Dios y Dios en él; así nos lo hace saber el Espíritu que nos dio. Queridos, andan por ahí muchos pretendidos profetas que presumen de poseer el Espíritu de Dios. Antes de fiaros de ellos, comprobad si verdaderamente lo poseen. Si reconocen que Jesucristo ha venido como verdadero hombre, es que poseen el Espíritu de Dios. Pero si no reconocen a Jesús, es que su espíritu no es de Dios, sino del anticristo, del cual habéis oído que estaba a punto de llegar; y, en efecto, ya está en el mundo. En cuanto a vosotros, hijos míos, pertenecéis a Dios y habéis vencido a esos falsos profetas, pues el que está con vosotros es más fuerte que el que está con el mundo. Ellos, como son mundanos, hablan de cosas mundanas, y la gente mundana les presta atención. Pero nosotros pertenecemos a Dios, y nos escuchan los que conocen a Dios. No nos escuchan, en cambio, los que no conocen a Dios. Ahí tenéis la piedra de toque para discernir dónde está el error y dónde la verdad. Queridos, Dios es la fuente del amor: amémonos, pues, unos a otros. El que ama es hijo de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. Y Dios ha demostrado que nos ama enviando a su Hijo único al mundo para que tengamos vida por medio de él. Pues el amor radica no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo como sacrificio por nuestros pecados. Queridos, si a tal extremo ha llegado el amor de Dios para con nosotros, también nosotros debemos amarnos mutuamente. Es cierto que jamás alguien ha visto a Dios; pero, si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor alcanza en nosotros cumbres de perfección. Estamos seguros de que permanecemos en Dios y Dios permanece en nosotros, porque nos ha hecho partícipes de su Espíritu. Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado a su Hijo como salvador del mundo. Quien reconoce que Jesús es el Hijo de Dios, permanece en Dios y Dios en él. Por nuestra parte, hemos conocido y hemos puesto nuestra confianza en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios permanece en él. Nuestro amor alcanza su más alto nivel de perfección cuando, al compartir nosotros ya en este mundo la condición de Cristo, nos hace esperar confiados el día del juicio. Amor y temor, en efecto, son incompatibles; el auténtico amor elimina el temor, ya que el temor está en relación con el castigo, y el que teme es que aún no ha aprendido a amar perfectamente. Amemos, pues, nosotros, porque Dios nos amó primero. Quien dice: «Yo amo a Dios», pero al mismo tiempo odia a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, si no es capaz de amar al hermano, a quien ve? En fin, este mandamiento nos dejó Cristo: que quien ama a Dios, ame también a su hermano. Si creemos que Jesús es el Cristo, somos hijos de Dios. Ahora bien, no es posible amar al padre sin amar también al que es hijo del mismo padre. Y conocemos que estamos amando a los hijos de Dios, cuando de veras amamos a Dios cumpliendo sus mandamientos, puesto que amar a Dios consiste en cumplir sus mandamientos. No se trata, por lo demás, de preceptos insoportables, ya que los hijos de Dios están equipados para vencer al mundo. Nuestra fe, en efecto, es la que vence al mundo, pues quien cree que Jesús es el Hijo de Dios, triunfará sobre el mundo. Jesucristo ha venido con agua y sangre; no solo con el agua, sino con el agua y la sangre. Y el Espíritu, que es la verdad, da testimonio de esto. Porque los testigos son tres: el Espíritu, el agua y la sangre. Y los tres están de acuerdo. Nosotros aceptamos testimonios humanos; pues bien, el testimonio de Dios es mucho más digno de crédito y consiste en haber declarado a favor de su Hijo. Por eso, si creemos en el Hijo de Dios, es que hemos aceptado el testimonio de Dios. Pero quien no se fía de Dios ni presta crédito al testimonio que él ha dado en favor de su Hijo, está acusando a Dios de mentiroso. Y lo que se testifica es que Dios nos ha dado la vida eterna y que esa vida está en su Hijo. Quien vive unido al Hijo, tiene la vida; quien no vive unido al Hijo de Dios, no tiene la vida. A vosotros, los que creéis en el Hijo de Dios, os he escrito todo esto para haceros saber que poseéis la vida eterna. Tenemos plena confianza en que, si algo pedimos a Dios tal y como él quiere, nos atenderá. Y si estamos seguros de que Dios siempre nos atiende, lo estamos también de conseguir lo que le pedimos. Hay hermanos que cometen pecados que no llevan a la muerte. Debemos orar por ellos para que Dios les dé la vida. Pero solo si se trata de pecados que no llevan a la muerte. En cambio, no mando rogar por quien comete el pecado que lleva a la muerte. Cierto que toda mala conducta es pecado, pero hay pecados que no llevan a la muerte. En cuanto a nosotros, sabemos que todos los que han nacido de Dios no siguen pecando, pues el Hijo de Dios los protege y los mantiene lejos del alcance del maligno. Sabemos también que somos de Dios, mientras que el mundo entero está sometido al maligno. Sabemos, en fin, que el Hijo de Dios ha venido y ha iluminado nuestras mentes para que conozcamos al Verdadero. Y nosotros estamos unidos al Verdadero y a su Hijo Jesucristo, que es Dios verdadero y vida eterna. Hijos míos, manteneos alejados de la idolatría. El Anciano a la Señora elegida por Dios y a sus hijos a quienes amo conforme a la verdad; y no solamente yo, sino todos cuantos han conocido la verdad. Compartimos, en efecto, la verdad que permanece en nosotros y nos acompañará siempre. Que la gracia, la misericordia y la paz de Dios Padre y de Jesucristo, el Hijo del Padre, estén con nosotros, junto con la verdad y el amor. Me he alegrado sobremanera al comprobar que bastantes de tus hijos viven conforme a la verdad según el mandamiento del Padre. Ahora, Señora, te ruego que nos amemos unos a otros, no como si te escribiera sobre un mandamiento nuevo, sino sobre el que tenemos desde el principio. Y como amar significa cumplir los mandamientos del Señor, vivid conforme al mandamiento del amor, tal como se os enseñó desde el principio. Entre vosotros andan muchos embaucadores que no quieren reconocer a Jesucristo como verdadero hombre; a ellos pertenece el seductor y el anticristo. Estad, pues, alerta para que no echéis a perder el fruto de vuestro esfuerzo y recibáis completa vuestra paga. Quien se descarría y no permanece fiel a la enseñanza de Cristo, no tiene a Dios. Pero quien permanece fiel a esa enseñanza, tiene al Padre y al Hijo. No ofrezcáis vuestra casa, y ni siquiera saludéis, al que acuda a vosotros sin llevar el aval de esta enseñanza; saludarlo equivale a hacerse cómplice del mal que está causando. Tendría muchas más cosas que escribiros, pero no quiero hacerlo utilizando papel y tinta. Espero encontrarme pronto entre vosotros y hablaros personalmente para que vuestra alegría sea completa. Te saludan los hijos de tu hermana, que también ha sido elegida por Dios. El Anciano a Gayo, a quien amo de corazón conforme a la verdad. Querido Gayo: es mi deseo que goces de buena salud y vayan bien todos tus asuntos, como te va bien en lo que toca al espíritu. Me alegré sobremanera cuando llegaron los hermanos y me contaron que sigues fiel a la verdad y que vives de acuerdo con ella. Mi mayor alegría es oír que mis hijos caminan a la luz de la verdad. Estás portándote, querido, como un auténtico creyente al hacer lo que haces por los hermanos, aunque para ti sean forasteros. Ellos son precisamente los que han dado ante la comunidad público testimonio de tu amor. Harás bien en ayudarlos a proseguir su viaje como corresponde a servidores de Dios, ya que se han puesto en camino por amor a su nombre y nada reciben de los no creyentes. Así que nosotros debemos acogerlos y colaborar con ellos en la difusión de la verdad. He escrito unas líneas a la comunidad, pero Diotrefes, en su afán por manejarlo todo, no nos ha hecho ningún caso. Por eso, cuando yo vaya, le echaré en cara su conducta: sus palabras insidiosas contra mí y, por si esto fuera poco, su negativa a recibir a los hermanos. Hasta se atreve a prohibir a otros que los reciban, bajo la amenaza de expulsarlos de la Iglesia. Pero tú, querido hermano, no imites lo malo, sino lo bueno. Quien hace el bien pertenece a Dios; quien hace el mal es que desconoce a Dios. En cuanto a Demetrio, todos, y la misma verdad lo confirma, dan testimonio a su favor. Un testimonio al que sumamos el nuestro, y tú sabes que nuestro testimonio es digno de crédito. Te escribiría muchas más cosas, pero no quiero hacerlo con tinta y pluma. Confío en verte pronto y hablar personalmente contigo. La paz sea contigo. Saludos de parte de los amigos; saluda tú a cada uno de los amigos en particular. Judas, servidor de Jesucristo y hermano de Santiago, a los que han sido llamados a vivir bajo el amor de Dios Padre y la custodia de Jesucristo. Que la misericordia, la paz y el amor abunden cada vez más en vosotros. Queridos hermanos, ardía yo en deseos de escribiros acerca de un asunto que a todos nos concierne: el de nuestra salvación. Pero ahora debo hacerlo forzado por las circunstancias, pues es preciso alentaros a combatir en defensa de la fe confiada a los creyentes de una vez por todas. Y es que entre vosotros se han infiltrado solapadamente algunos individuos cuya condenación está anunciada en las Escrituras desde hace mucho tiempo; son gente impía que confunde la gracia de Dios con el libertinaje y que reniega de Jesucristo, nuestro único Dueño y Señor. Aunque lo conocéis todo perfectamente, quiero recordaros que si bien el Señor liberó al pueblo de la opresión egipcia, después aniquiló a los incrédulos. Y a los ángeles que no supieron conservar su condición privilegiada y abandonaron la que era su mansión, los mantiene eternamente encadenados a las tinieblas en espera del gran día del juicio. Y Sodoma y Gomorra, junto con las ciudades limítrofes entregadas como ellas a la lujuria y a la homosexualidad, sufrieron el castigo de un fuego perpetuo, sirviendo así de escarmiento a los demás. Pues, a pesar de todo, esos visionarios se comportan de modo semejante: profanan su cuerpo, rechazan la autoridad del Señor e injurian a los seres gloriosos. Distinto fue el proceder del arcángel Miguel cuando disputaba al diablo el cuerpo de Moisés. Ni siquiera se atrevió a lanzarle una acusación injuriosa; simplemente dijo: «Que el Señor te reprenda». Estos, por el contrario, ultrajan lo que desconocen; y lo que conocen, a la manera instintiva de las bestias irracionales, no les sirve más que para la ruina. ¡Ay de ellos! Han seguido las huellas de Caín, se entregaron por dinero al extravío de Balaán y sucumbieron en la rebelión de Coré. ¡Ahí los tenéis! Son los que contaminan vuestras reuniones fraternales banqueteando desvergonzadamente y campando a sus anchas. Son nubes sin agua arrastradas por el viento; árboles en otoño, pero sin fruto, definitivamente secos, arrancados de raíz. Son olas de un mar embravecido, que arroja la espuma de sus propias desvergüenzas; estrellas fugaces, cuyo eterno destino es la tiniebla sin fondo. A ellos se refería Enoc, el séptimo patriarca después de Adán, cuando profetizó: «Mirad cómo viene el Señor con sus innumerables ángeles para juzgar a todos y desenmascarar a los malvados por todas las acciones criminales que han cometido, para tapar la boca a los impíos que han hablado contra él con insolencia». ¡Ahí los tenéis! Murmuradores, descontentos, libertinos, insolentes, aduladores y materialistas. Pero vosotros, amados míos, recordad lo que predijeron los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo. «En los últimos tiempos —os advertían— surgirán embaucadores que vivirán impíamente y al capricho de sus pasiones». ¡Ahí los tenéis! Son los sembradores de discordias, los que viven sensualmente y están privados del Espíritu. Vosotros, en cambio, amados míos, haced de una fe tan santa como la vuestra el firme cimiento de vuestra vida; orad impulsados por el Espíritu Santo y manteneos en el amor de Dios, esperando que la misericordia de nuestro Señor Jesucristo os lleve a la vida eterna. Tened compasión de los que vacilan, contando con que a unos los salvaréis arrancándolos del fuego; pero a otros solo podréis compadecerlos, y eso con cautela, evitando incluso el contacto superficial con su torpe conducta. Al que puede manteneros limpios de pecado y conduciros alegres y sin mancha hasta su gloriosa presencia, al Dios único que es nuestro Salvador, a él la gloria, la majestad, la soberanía y el poder, por medio de nuestro Señor Jesucristo, desde antes de todos los tiempos, ahora y por los siglos sin fin. Amén. Esta es la revelación que Dios confió a Jesucristo en relación con los inminentes sucesos que era preciso poner en conocimiento de sus servidores. El ángel enviado por el Señor se la comunicó por medio de signos a Juan, su servidor. Y Juan es testigo de que todo lo que ha visto es palabra de Dios y testimonio de Jesucristo. ¡Dichoso quien lee y dichosos los que prestan atención a este mensaje profético y cumplen lo que en él está escrito! Porque la hora final está al caer. Juan a las siete iglesias de la provincia de Asia. Gracia y paz de parte del que es, del que era y del que está a punto de llegar; de parte de los siete espíritus que rodean su trono, y de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de los resucitados y el dominador de todos los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos ha liberado con su muerte de nuestros pecados, al que ha hecho de nosotros un reino y nos ha constituido sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por siempre. Amén. ¡Mirad cómo viene entre las nubes! Todos lo verán, incluso quienes lo traspasaron, y todas las naciones de la tierra prorrumpirán en llanto por su causa. Sí. Amén. «Yo soy el Alfa y la Omega —dice el Señor Dios— el que es, el que era y el que está a punto de llegar, el dueño de todo». Yo soy Juan, vuestro hermano; unido a Jesús, participo con vosotros en el sufrimiento y en la espera paciente del Reino. Me hallaba desterrado en la isla de Patmos por haber proclamado la palabra de Dios y por haber dado testimonio de Jesús, cuando el día del Señor caí en éxtasis y oí a mi espalda una voz poderosa, como de trompeta, que ordenaba: —Escribe en un libro todo lo que veas y envíalo a estas siete iglesias: a Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea. Volví la cabeza para ver quién me hablaba; al volverme vi siete candeleros de oro, y en medio de ellos vi una especie de figura humana, vestida con larga túnica y una banda de oro ciñéndole el pecho. Los cabellos de su cabeza eran blancos como la lana blanca y como nieve; su mirada, como llama de fuego; sus pies, semejantes al bronce que se está fundiendo en el horno; y su voz, como fragor de aguas caudalosas. En su mano derecha tenía siete estrellas y de su boca salía una cortante espada de dos filos y su rostro era como el sol cuando brilla con todo su resplandor. Apenas lo vi, caí fulminado a sus pies; pero él me tocó con su mano derecha y me dijo: —No temas; yo soy el primero y el último. Yo soy el que vive. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo en mi poder las llaves de la muerte y del abismo. Escribe, pues, lo que has visto, lo que está sucediendo y lo que sucederá después. En cuanto al misterio de las siete estrellas que has visto en mi mano derecha y de los siete candeleros de oro, las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias y los siete candeleros son las siete iglesias. Escribe al ángel de la iglesia de Éfeso: Esto dice el que tiene las siete estrellas en su mano derecha y se pasea entre los siete candeleros de oro: —Conozco tu comportamiento, tu esfuerzo y tu constancia. Sé que te dan náuseas los malvados y que has puesto a prueba a quienes se precian de apóstoles, sin serlo, y los has desenmascarado. Tienes constancia, has sufrido por mi causa y no has sucumbido al cansancio. Pero tengo una queja contra ti, y es que has dejado enfriar tu primer amor. Reflexiona, pues, sobre la altura de la que has caído, conviértete y vuelve a portarte como al principio. De lo contrario, si no te conviertes, vendré a ti y arrancaré tu candelero del lugar que ocupa. Aunque tienes a tu favor que aborreces la conducta de los nicolaítas, como la aborrezco yo también. Quien tenga oídos, preste atención a lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida que está en el paraíso de Dios. Escribe al ángel de la iglesia de Esmirna. Esto dice el primero y el último, el que murió, pero ha vuelto a la vida: —Conozco tus angustias y tu pobreza. Sin embargo, eres rico. Conozco también las calumnias de quienes presumen de judíos, y no son más que una sinagoga de Satanás. No te acobardes ante los sufrimientos que te esperan. Es verdad que el diablo va a poner a prueba a algunos de vosotros metiéndolos en la cárcel; pero vuestra angustia durará poco tiempo. Tú, permanece fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de vida. Quien tenga oídos, preste atención a lo que el Espíritu dice a las iglesias. El vencedor no será presa de la segunda muerte. Escribe al ángel de la iglesia de Pérgamo: Esto dice el que tiene la espada cortante de dos filos: —Ya sé que resides donde se ha hecho fuerte Satanás. A pesar de todo, te mantienes fiel a mí y no has abandonado la fe ni siquiera cuando ahí, en esa guarida de Satanás, visteis morir a mi fiel testigo Antipas. Pero tengo algunas quejas contra ti: y es que toleras ahí a los que siguen las enseñanzas de Balaán, el que aconsejó a Balac que indujese a los israelitas a comer de lo ofrecido a los ídolos y a entregarse a la lujuria. Igualmente, toleras a quienes se aferran a las enseñanzas de los nicolaítas. Cambia, pues, de conducta, porque, si no, iré pronto a ti y entraré en combate contra esos con la espada que sale de mi boca. Quien tenga oídos, preste atención a lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al vencedor le daré a comer del maná escondido, y le daré también una piedra blanca en la que hay escrito un nombre nuevo, que solo quien lo reciba podrá descifrar. Escribe al ángel de la iglesia de Tiatira: Esto dice el Hijo de Dios, el que tiene los ojos como llama de fuego y los pies semejantes a bronce en fundición: —Conozco tu comportamiento, tu amor, tu fe, tu entrega y tu constancia; sé que tu actual comportamiento mejora incluso el del pasado. Pero tengo que reprocharte el que toleras a Jezabel, esa mujer que se las da de profetisa y que anda seduciendo con sus enseñanzas a mis servidores, incitándolos a vivir en la lujuria y a comer de lo ofrecido a los ídolos. Le he dado tiempo para que se convierta, pero no quiere renunciar a su conducta licenciosa. Pues bien, voy a encadenarla a un lecho de profunda angustia, junto con sus cómplices de adulterio, a menos que se aparten de su perverso proceder. En cuanto a sus hijos, los heriré de muerte, para que todas las iglesias sepan que yo soy el que sondea las conciencias y los corazones y el que dará a cada uno de vosotros según su merecido. A los demás que vivís en Tiatira sin haberos contaminado con esa doctrina —la de los secretos de Satanás, según la llaman—, ninguna otra obligación voy a imponeros. Solo os pido que lo que ahora poseéis lo conservéis intacto hasta mi venida. Y al vencedor, al que me sea fiel hasta el fin, yo le daré poder sobre las naciones para que pueda gobernarlas con cetro de hierro y quebrarlas como vasijas de barro, conforme al poder que recibí de mi Padre. Y le daré también el lucero de la mañana. Quien tenga oídos, preste atención a lo que el Espíritu dice a las iglesias. Escribe al ángel de la iglesia de Sardes: Esto dice el que tiene los siete espíritus de Dios y las siete estrellas: —Conozco tu comportamiento y, aunque alardeas de estar vivo, sé que estás muerto. Despierta, pues, y reaviva lo que aún no ha muerto del todo, porque ante los ojos de mi Dios, tu comportamiento está lejos de ser irreprochable. ¿No recuerdas aquella tu disposición para escuchar y recibir? Pues mantenla y, si es preciso, cambia de conducta. Porque, si no estás en vela, vendré a ti como un ladrón, sin que puedas saber a qué hora llegaré contra ti. Bien es verdad que ahí, en Sardes, viven contigo unos cuantos de conducta irreprochable; un día me acompañarán vestidos de blanco, porque así lo han merecido. El vencedor, pues, vestirá de blanco, y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que responderé por él ante mi Padre y ante sus ángeles. Quien tenga oídos, preste atención a lo que el Espíritu dice a las iglesias. Escribe al ángel de la iglesia de Filadelfia: Esto dice el Santo, el Veraz, el que tiene la llave de David, el que, cuando abre, nadie puede cerrar y, cuando cierra, nadie puede abrir: —Conozco tu comportamiento y te he abierto una puerta que nadie podrá cerrar, porque, aunque eres débil, te has mantenido fiel tanto a mi mensaje como a mi persona. Por ello, voy a poner en tus manos a los de la sinagoga de Satanás, a esos que se precian de judíos, pero mienten, porque no lo son. Voy a hacer que se postren a tus pies, para que sepan que he puesto en ti mi amor. Y ya que has sido fiel a mi consigna de aguantar con paciencia el sufrimiento, yo lo seré contigo en esta difícil hora que se avecina sobre el mundo entero, en la que serán puestos a prueba los habitantes de la tierra. Estoy a punto de llegar. Conserva, pues, lo que tienes, para que nadie te arrebate la corona. Al vencedor lo pondré de columna en el Templo de mi Dios, para que ya nunca salga de allí. Y grabaré sobre él el nombre de mi Dios, y grabaré también, junto a mi nombre nuevo, el nombre de la ciudad de mi Dios, la Jerusalén nueva, que desciende del trono celeste de mi Dios. Quien tenga oídos, preste atención a lo que el Espíritu dice a las iglesias. Escribe al ángel de la iglesia de Laodicea: Esto dice el Amén, el testigo fiel y veraz, el que está en el origen de la obra creadora de Dios: —Conozco tu comportamiento; no eres ni frío ni caliente, y más te valiera ser una cosa o la otra. ¡Pero solo eres tibio! No eres ni frío ni caliente, y por eso voy a vomitarte de mi boca. Sé también que vas pregonando: «Soy rico, estoy forrado de dinero y nada necesito». ¡Pobre infeliz! ¿No sabes que eres miserable y pordiosero y ciego y que estás desnudo? Si de veras quieres enriquecerte, harías bien en comprarme oro pasado por el crisol, vestidos blancos con que cubrir tu vergonzosa desnudez y colirio con que ungir tus ojos para que puedas ver. Yo reprendo y castigo a los que amo. Esfuérzate, pues, y cambia de conducta. ¿No ves que estoy llamando a la puerta? Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré en su compañía. Al vencedor lo sentaré en mi trono, junto a mí, así como yo he vencido y me he sentado junto a mi Padre en su trono. Quien tenga oídos, preste atención a lo que el Espíritu dice a las iglesias. Después de todo esto tuve una visión. Vi una puerta abierta en el cielo, y aquella voz como de trompeta que me había hablado primero, me dijo: —Sube aquí, que voy a mostrarte lo que tiene que suceder en adelante. Al instante caí en éxtasis y vi un trono colocado en medio del cielo y alguien sentado en él. El que estaba sentado resplandecía como el jaspe y el sardonio, mientras un halo de color esmeralda rodeaba el trono alrededor. Rodeando también el trono había otros veinticuatro tronos y, sentados en ellos, veinticuatro ancianos vestidos de blanco y ceñidas sus cabezas con coronas de oro. Relámpagos y truenos fragorosos salían del trono ante el que ardían siete lámparas, que eran los siete espíritus de Dios; y un mar transparente, como de cristal, se extendía también delante del trono. En medio del trono y a su alrededor había cuatro seres vivientes, todo ojos por delante y por detrás. El primero era semejante a un león; el segundo, como un toro; con rostro como de hombre el tercero; y el cuarto, semejante a un águila en pleno vuelo. Cada uno de los cuatro seres vivientes tenía seis alas y eran todo ojos por fuera y por dentro. Día y noche proclaman sin descanso: —Santo, santo, santo, Señor Dios, dueño de todo, el que era, el que es, el que está a punto de llegar. Y cada vez que los cuatro seres vivientes tributan gloria y honor y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por siempre, los veinticuatro ancianos caen de rodillas ante el que está sentado en el trono, adoran al que vive por siempre y arrojan sus coronas a los pies del trono, diciendo: —Señor y Dios nuestro: ¡Nadie como tú merece recibir la gloria, el honor y el poder! Porque tú has creado todas las cosas; en tu designio existían, y conforme a él fueron creadas. En la mano derecha del que estaba sentado en el trono vi un libro escrito por dentro y por fuera y sellado con siete sellos. Y vi también un ángel poderoso que clamaba con voz resonante: —¿Quién es digno de abrir el libro y romper sus sellos? Y nadie, ni en el cielo, ni en la tierra, ni en los abismos, podía desenrollar el libro y ni siquiera mirarlo. Entonces rompí a llorar a lágrima viva porque nadie fue considerado digno de abrir el libro y ni siquiera de mirarlo. Pero uno de los ancianos me dijo: —No llores. ¿No ves que ha salido victorioso el león de la tribu de Judá, el retoño de David? Él desenrollará el libro y romperá sus siete sellos. Vi entonces, en medio, un Cordero que estaba entre el trono, los cuatro seres vivientes y los ancianos. Estaba en pie y mostraba señales de haber sido degollado. Tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios enviados por toda la tierra. Se acercó el Cordero y recibió el libro de la mano derecha del que estaba sentado en el trono. Apenas recibió el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante el Cordero; todos tenían cítaras y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los santos. Y cantaban a coro este cántico nuevo: —Digno eres de recibir el libro y romper sus sellos, porque has sido degollado y con tu sangre has adquirido para Dios gentes de toda raza, lengua, pueblo y nación, y has constituido con ellas un reino de sacerdotes que servirán a nuestro Dios y reinarán sobre la tierra. Y escuché en la visión la voz de innumerables ángeles que estaban alrededor del trono, de los seres vivientes y de los ancianos. Eran miríadas de miríadas, miles de miles, y proclamaban en un inmenso coro: —Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza. Y oí también que las criaturas todas del cielo y de la tierra, las que estaban debajo de la tierra y en el mar decían: —Alabanza, honor, gloria y poder por los siglos sin fin al que está sentado en el trono y al Cordero. Los cuatro seres vivientes respondieron: «Amén»; y los ancianos se postraron en profunda adoración. Vi entonces cómo el Cordero rompió el primero de los siete sellos, al tiempo que uno de los cuatro seres vivientes decía con voz de trueno: —¡Ven! Al mirar, vi un caballo blanco, cuyo jinete iba armado de un arco. Le dieron una corona, y salió como seguro vencedor. El Cordero rompió el segundo sello, y oí que el segundo ser viviente decía: —¡Ven! Salió entonces otro caballo de color rojo. A su jinete se le dio una gran espada con la misión de borrar la paz de la tierra provocando guerras fratricidas. Rompió el Cordero el tercer sello, y oí al tercer ser viviente que decía: —¡Ven! Al mirar, vi un caballo negro, cuyo jinete sostenía una balanza en la mano. Emergiendo de entre los cuatro seres vivientes, una especie de voz proclamaba: —Por un kilo de trigo, el jornal de un día; por tres kilos de cebada, el jornal de un día; no causes daño, sin embargo, al aceite y al vino. El Cordero rompió el cuarto sello, y oí la voz del cuarto ser viviente, que decía: —¡Ven! Al mirar, vi un caballo amarillo montado por un jinete que se llamaba «Muerte». Detrás de él galopaba el «Abismo», ambos con poder para aniquilar la cuarta parte de la tierra valiéndose de la espada, el hambre, la peste y los animales salvajes. El Cordero rompió el quinto sello, y vi debajo del altar, vivos, los que habían sido asesinados por haber proclamado la palabra de Dios y haber dado testimonio de su fe. Y gritaron con voz poderosa: —Señor santo y veraz, ¿cuánto vas a tardar en hacernos justicia y vengar la muerte que nos dieron los que habitan la tierra? Recibió entonces cada uno una túnica blanca, mientras les decían: —Esperad todavía un poco hasta que se complete el número de vuestros compañeros y hermanos que han de morir como vosotros. Vi cómo el Cordero rompía el sexto sello. Se produjo entonces un formidable terremoto; el sol se oscureció como si se vistiera de luto; la luna se volvió completamente como sangre; las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como higos aún verdes sacudidos por un viento impetuoso; el cielo se replegó sobre sí mismo como un pergamino que se enrolla, y todos los montes y las islas sintieron estremecerse sus cimientos. Entonces, los reyes de la tierra, los nobles, los generales, los ricos, los poderosos, todos absolutamente, esclavos y libres, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes, diciendo a cumbres y peñascos: —Caed sobre nosotros; ocultadnos para que no nos vea el que está sentado en el trono, para que no dé con nosotros la ira del Cordero. Porque ha llegado el gran día de su ira, y ¿quién podrá resistir en pie? Vi después cuatro ángeles de pie sobre los cuatro puntos cardinales de la tierra. Sujetaban a los cuatro vientos, impidiendo que soplara viento alguno sobre la tierra, sobre el mar o sobre los árboles. Desde el oriente, entre tanto, subía otro ángel, que llevaba consigo el sello del Dios vivo y que gritaba con voz poderosa a los cuatro ángeles encargados de arrasar la tierra y el mar. Les decía: —No causéis daño a la tierra, al mar o a los árboles hasta que marquemos en la frente a los servidores de nuestro Dios. Y pude oír el número de los marcados: eran ciento cuarenta y cuatro mil, tomados de todas las tribus de Israel. Doce mil marcados por tribu: de Judá, de Rubén y de Gad; de Aser, de Neftalí y de Manasés; de Simeón, de Leví y de Isacar; de Zabulón, de José y de Benjamín. Una muchedumbre inmensa ante el trono. Doce mil marcados por cada una de las tribus. Vi luego una muchedumbre inmensa, incontable. Gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua; todos de pie delante del trono y del Cordero; todos vestidos con túnica blanca, llevando palmas en la mano y proclamando con voz poderosa: —La salvación viene de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero. Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro seres vivientes, cayeron rostro en tierra delante del trono y adoraron a Dios, diciendo: —Amén. A nuestro Dios la alabanza, la gloria, la sabiduría, la acción de gracias, el honor, el poder y la fuerza por siempre. Amén. Entonces, uno de los ancianos me preguntó: —¿Quiénes son y de dónde han venido estos de las túnicas blancas? Yo le respondí: —Mi Señor, tú eres quien lo sabe. Él me dijo: —Estos son los que han pasado por la gran persecución, los que han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, rindiéndole culto día y noche en su Templo; y el que está sentado en el trono los protege. Ya no volverán a sentir hambre ni sed ni el ardor agobiante del sol. El Cordero que está en medio del trono será su pastor, los conducirá a manantiales de aguas vivas, y Dios mismo enjugará toda lágrima de sus ojos. Cuando, finalmente, el Cordero rompió el séptimo sello, se hizo en el cielo un silencio como de media hora. Vi entonces cómo se entregaban siete trompetas a los siete ángeles que estaban en pie delante de Dios, mientras otro ángel se colocaba junto al altar con un incensario de oro. Recibió perfumes en abundancia para ofrecerlos, junto con las oraciones de todos los santos, sobre el altar de oro que se levanta delante del trono de Dios. Y el aroma de los perfumes, junto con las oraciones de los santos, subió de la mano del ángel hasta la presencia de Dios. Entonces, el ángel tomó el incensario, lo llenó con las brasas del altar y lo arrojó sobre la tierra. Y retumbaron los truenos, los relámpagos cruzaron el cielo y se produjo un terremoto. Los siete ángeles se prepararon para tocar las siete trompetas. Tocó la trompeta el primero, y cayó sobre la tierra granizo y fuego mezclados con sangre. La tercera parte de la tierra quedó abrasada; la tercera parte de los árboles quedó abrasada; toda la hierba verde quedó abrasada. El segundo ángel tocó la trompeta, y una especie de enorme montaña en llamas se precipitó en el mar. La tercera parte de las aguas del mar se convirtió en sangre; la tercera parte de los seres vivientes del mar perdió la vida; la tercera parte de las naves quedó aniquilada. El tercer ángel tocó la trompeta, y cayó del cielo un astro de grandes proporciones que, ardiendo como una antorcha, se abatió sobre la tercera parte de los ríos y de los manantiales. «Ajenjo» se llamaba el astro, y en ajenjo se tornó la tercera parte de las aguas, y fue mucha la gente que murió a causa del amargor de las aguas. El cuarto ángel tocó la trompeta, y la tercera parte del sol, de la luna y de las estrellas quedó como herida de muerte, la tercera parte de ellos se oscureció y las tinieblas invadieron la tercera parte del día y de la noche. Miré entonces, y pude oír cómo un águila que volaba por lo más alto del cielo gritaba con voz poderosa: —¡Ay, ay, ay de los habitantes de la tierra! ¿Qué va a ser de ellos cuando suenen las trompetas de los tres ángeles restantes, que ya se disponen a tocarlas? El quinto ángel tocó la trompeta, y vi cómo le fue entregada la llave del abismo a una estrella que había caído del cielo a la tierra. Abrió lo profundo del abismo, y de sus profundidades, como de un horno gigantesco, salió una densa humareda. El sol y el aire se oscurecieron a causa del humo del abismo, y de la humareda saltó sobre la tierra una plaga de langostas, con poder semejante al que tienen los escorpiones de la tierra. Se les ordenó que no hicieran daño a la hierba, ni a la vegetación, ni a los árboles. Solo a quienes no llevasen en su frente la marca de Dios. Tampoco se les permitió que los mataran, sino únicamente que los sometieran a tortura durante cinco meses. Pero el tormento será atroz, como mordedura de escorpión. Serán días en que todos buscarán la muerte, y no la encontrarán; suspirarán por morir, y la muerte huirá de ellos. Las langostas eran como caballos listos para el combate. Coronas como de oro ceñían sus cabezas, y tenían el rostro como de hombre, cabellos como de mujer y dientes como de león. Sus corazas parecían de hierro, y con sus alas producían un estrépito semejante al de carros de muchos caballos cuando corren a la batalla. Sus colas eran como colas de escorpión, armadas de poderosos aguijones para herir a los humanos durante cinco meses. Su rey es el ángel del abismo, llamado en hebreo Abadón, y en griego Apolión. Pasó la primera calamidad; pero he aquí que otras dos le vienen a la zaga. El sexto ángel tocó la trompeta, y oí una voz que, procedente de los ángulos del altar de oro que está delante de Dios, decía al ángel que tenía en su mano la trompeta: —Desata a los cuatro ángeles que están encadenados en la ribera del gran río Éufrates. Y desató a los cuatro ángeles que estaban preparados para aniquilar en esa hora, día, mes y año a la tercera parte de la humanidad. Y pude oír el número de soldados de este ejército de caballería: eran doscientos millones de jinetes. Vi igualmente los caballos y sus jinetes, que vestían corazas de fuego, de jacinto y de azufre. Las cabezas de los caballos eran como de león, y sus bocas despedían fuego, humo y azufre; tres calamidades —fuego, humo y azufre— que salían de la boca de los caballos y que aniquilaron a la tercera parte de la humanidad. El poder destructor de los caballos residía en su cabeza y en su cola, que estaba armada de mortíferas cabezas de serpiente. A pesar de todo, quienes no fueron aniquilados por estas calamidades, se negaron a cambiar de conducta. Siguieron adorando a los demonios, a los ídolos de oro, plata, bronce, madera y piedra, dioses que no pueden ver, ni oír, ni caminar. Siguieron aferrados a sus crímenes, a sus hechicerías, a su lujuria y a sus rapiñas. Vi luego otro ángel lleno de poder. Bajaba del cielo envuelto en una nube y el arco iris coronaba su cabeza. Su rostro resplandecía como el sol y sus piernas eran semejantes a columnas de fuego. Tenía abierto en su mano un pequeño libro. Puso su pie derecho sobre el mar y su pie izquierdo sobre la tierra firme, y dejó oír su voz, poderosa como rugido de león. A su grito respondió el retumbar de siete truenos y, una vez que resonaron los siete truenos, yo me dispuse a escribir. Pero una voz me dijo desde el cielo: —No escribas. Mantén en secreto las palabras de los siete truenos. Entonces el ángel que yo había visto de pie sobre el mar y la tierra firme, levantó al cielo la mano derecha y pronunció este juramento: —Por el que vive por siempre y para siempre; por el que creó el cielo, la tierra, el mar y cuanto en ellos se contiene, juro que el plazo se ha cumplido y que en aquel día, cuando el séptimo ángel se disponga a tocar su trompeta, Dios cumplirá su plan secreto anunciado como buena noticia a sus servidores los profetas. Y la misma voz que había escuchado desde el cielo, de nuevo me hablaba y me decía: —Vete y toma el libro que tiene abierto en su mano el ángel que está en pie sobre el mar y la tierra firme. Me acerqué al ángel y le pedí que me diera el libro. Él me contestó: —Tómalo y cómetelo. Aunque te amargue las entrañas, será en tu boca dulce como la miel. Tomé, pues, el libro de la mano del ángel y me lo comí. Y resultó verdaderamente dulce como la miel en mi boca, pero amargo en mis entrañas una vez que me lo comí. Y me dijo alguien: —Debes aún proclamar un mensaje profético sobre multitud de pueblos, razas, lenguas y reinos. Recibí después una vara de medir semejante a un bastón, y me ordenaron: —Ve, toma las medidas del Templo de Dios y de su altar y cuenta el número de sus adoradores. Pero no midas el patio exterior; déjalo aparte, porque ha sido entregado como botín a las naciones, que hollarán la ciudad santa durante cuarenta y dos meses. Será entonces cuando yo envíe a mis dos testigos, para que, austeramente vestidos, proclamen el mensaje profético de Dios durante mil doscientos sesenta días. Me refiero a los dos olivos y a los dos candeleros que se mantienen firmes en presencia del Señor de la tierra. ¡Que nadie intente hacerles daño, pues de su boca sale fuego que devora a sus enemigos; irremisiblemente debe perecer quien intente hacerles daño! Tienen poder para cerrar el cielo e impedir que llueva mientras proclaman su mensaje profético; pueden convertir el agua en sangre; pueden herir la tierra cuantas veces quieran con toda clase de calamidades. Pero, una vez concluido su testimonio, surgirá del abismo la bestia, que entrará en combate contra ellos, los derrotará y los matará. Sus cadáveres estarán expuestos al público en la plaza de la gran ciudad a la que se da el nombre simbólico de Sodoma y Egipto, y en la que fue también crucificado su Señor. Tres días y medio estarán expuestos los cadáveres a la vista de gentes de todo pueblo, raza, lengua y nación, sin que nadie pueda darles sepultura. Mientras tanto, se desbordará el júbilo y la alegría de los habitantes de la tierra por su muerte. Hasta se harán regalos unos a otros, ya que aquellos dos profetas les habían amargado la existencia. Pero al cabo de los tres días y medio, Dios los hizo revivir y los puso de nuevo en pie, para asombro y terror de quienes los contemplaban. Oí entonces una fuerte voz que les decía desde el cielo: —Subid aquí. Y subieron al cielo en una nube, a la vista de sus enemigos. En ese momento se desencadenó un formidable terremoto: la décima parte de la ciudad se derrumbó, y siete mil personas perecieron víctimas del terremoto. Los supervivientes, sobrecogidos de espanto, alabaron al Dios del cielo. Atrás ha quedado la segunda calamidad, pero la tercera está a las puertas. El séptimo ángel tocó la trompeta, y se oyeron en el cielo voces poderosas que proclamaban: —A nuestro Señor y a su Cristo pertenece el dominio del mundo, y lo ejercerá por siempre y para siempre. Se postraron entonces rostro en tierra los veinticuatro ancianos que están sentados en sus tronos ante Dios, y adoraron a Dios, diciendo: —Gracias, Señor Dios, dueño de todo, tú que existes desde siempre, porque con tu inmenso poder has establecido tu reinado. Gracias, porque tu ira se ha hecho presente destrozando el furor de las naciones y porque ha sonado la hora del juicio, la hora de premiar a tus siervos los profetas, a los santos y a cuantos veneran tu nombre, sean humildes o poderosos, la hora de exterminar a los que corrompen la tierra. En aquel instante se abrió el Templo de Dios que está en el cielo y dentro de él apareció el Arca de su alianza en medio de relámpagos, truenos fragorosos, temblores de tierra y un recio granizar. Apareció entonces en el cielo una figura prodigiosa: una mujer vestida del sol, con la luna por pedestal y una corona de doce estrellas en la cabeza. Embarazada y a punto de dar a luz, los dolores del alumbramiento le arrancaban gemidos de angustia. Entonces otra figura prodigiosa apareció en el cielo: un enorme dragón color de fuego, con siete cabezas y diez cuernos, y una diadema en cada una de sus siete cabezas. Con su cola arrastró un tercio de las estrellas del cielo y las arrojó sobre la tierra. Y el dragón se puso al acecho frente a la mujer que iba a dar a luz, dispuesto a devorar al hijo en cuanto naciera. La mujer dio a luz a un hijo varón, destinado a regir todas las naciones con cetro de hierro; un hijo que fue puesto a salvo junto al trono de Dios. Mientras tanto, la mujer huyó al desierto, a un lugar preparado por Dios, donde será alimentada durante mil doscientos sesenta días. En el cielo se libró un combate: Miguel y sus ángeles pelearon contra el dragón. Lucharon encarnizadamente el dragón y sus ángeles, pero no vencieron, y fueron arrojados del cielo para siempre. Así que aquel enorme dragón, es decir, la antigua serpiente, la que tiene por nombre Diablo y Satanás, la que continuamente está seduciendo al mundo entero, fue precipitado a la tierra junto con sus ángeles. Y oí en el cielo una voz poderosa que decía: —Ya está aquí la salvación, el poder y el reino de nuestro Dios; ya está aquí la soberanía de su Cristo. Ha sido reducido a la impotencia el que día y noche acusaba a nuestros hermanos delante de nuestro Dios. Han sido ellos quienes lo vencieron por medio de la sangre del Cordero y por medio del mensaje con que testificaron, sin que su amor a la vida les hiciera rehuir la muerte. ¡Alegraos, por tanto, cielos, y quienes en ellos tenéis vuestra morada! Temblad, en cambio, vosotros, tierra y mar, porque el diablo ha bajado hasta vosotros ebrio de furor, sabiendo que es corto el tiempo con que cuenta. Al verse arrojado a la tierra, el dragón se lanzó a perseguir a la mujer que había dado a luz al hijo varón. Pero la mujer recibió dos alas de águila real, para que pudiera volar al lugar que tenía destinado en el desierto y ser allí alimentada, lejos de la serpiente, durante tres tiempos y medio. La serpiente lanzó entonces de su boca agua como si fuera un torrente con el fin de anegar a la mujer. Pero la tierra acudió en ayuda de la mujer: abrió su boca y absorbió el torrente que había salido de la boca del dragón. Despechado por su fracaso con la mujer, el dragón se fue a hacer la guerra contra el resto de los hijos de la mujer, es decir, contra los que cumplen los mandamientos de Dios y se mantienen como testigos fieles de Jesús. Y el dragón se puso al acecho junto a la orilla del mar. Vi entonces cómo surgía del mar una bestia con diez cuernos y siete cabezas. En cada cuerno tenía una diadema, y en cada cabeza un título blasfemo. Era una bestia parecida a un leopardo, si bien sus patas eran como de oso y sus fauces como de león. El dragón le dio su fuerza, su imperio y su inmenso poderío. Me pareció que una de sus cabezas había sido herida de muerte, pero la herida mortal estaba ya curada; y toda la tierra corría fascinada tras la bestia. Adoraron al dragón, por cuanto había traspasado su poder a la bestia, y adoraron también a la bestia, exclamando: —¡No hay nadie como la bestia! ¿Quién se atreverá a pelear contra ella? Se le permitió a la bestia proferir bravatas y blasfemias, y se le concedió autorización para actuar durante cuarenta y dos meses. Y así lo hizo: profirió blasfemias contra Dios, contra su nombre y su santuario, y contra los que habitan en el cielo. También se permitió a la bestia pelear contra los mismos consagrados a Dios, hasta vencerlos; y le fue concedido poder sobre gentes de toda raza, pueblo, lengua y nación. Y todos los habitantes de la tierra, salvo los inscritos en el libro de la vida que tiene el Cordero degollado desde el principio del mundo, rendirán vasallaje a la bestia. Quien tenga oídos, preste atención: El que esté destinado a ser cautivo, en cautivo se convertirá. El que haya de morir a espada, a filo de espada morirá. ¡Ha sonado la hora de poner a prueba la firmeza y la fe de los consagrados a Dios! Vi luego cómo surgía de la tierra otra bestia, que tenía dos cuernos de carnero y hablaba como un dragón. Tenía todo el poderío de la primera bestia y lo ejercía en su favor, logrando que todos los habitantes de la tierra adorasen a aquella primera bestia, cuya herida mortal había sido curada. Realizaba prodigios formidables, como hacer bajar fuego del cielo a la tierra a la vista de la gente. Con esos prodigios que se le había permitido hacer en presencia de la bestia, engañaba a los habitantes de la tierra animándolos a erigir una imagen en honor de aquella bestia que estuvo herida de muerte y revivió. Se concedió a esta segunda bestia infundir vida a la imagen de la bestia hasta hacerla hablar y causar la muerte a todos cuantos se negaran a adorar esa imagen. Mandó también que todos, humildes y poderosos, ricos y pobres, libres y esclavos, llevaran una marca tatuada en la mano derecha o en la frente. Y solo quien llevaba tatuado el nombre de la bestia o la cifra de su nombre era considerado ciudadano con plenitud de derechos. Sabiduría se requiere aquí. El que presuma de sabio, pruebe a descifrar el número de la bestia, que es cifra humana. El seiscientos sesenta y seis es la cifra. Volví a mirar, y vi al Cordero de pie sobre el monte de Sion. Lo acompañaban los ciento cuarenta y cuatro mil que llevaban grabado en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre. Y escuché un sonido como de aguas caudalosas y de truenos fragorosos que venía del cielo; era, sin embargo, el sonido de arpistas tañendo sus cítaras. Entonaban un cántico nuevo delante del trono, y delante de los cuatro seres vivientes y de los ancianos; un cántico que nadie era capaz de cantar, fuera de los ciento cuarenta y cuatro mil rescatados de la tierra. Estos son los que no se contaminaron con la idolatría manteniéndose vírgenes, los que forman el cortejo perenne del Cordero, los rescatados de entre la humanidad como primeros frutos para Dios y para el Cordero, los de palabras sinceras y de conducta intachable. Vi también otro ángel que volaba por lo más alto del cielo. Tenía un evangelio eterno que anunciar a los habitantes de la tierra; a todas las razas, naciones, lenguas y pueblos. Decía con voz poderosa: —Temed a Dios y dadle gloria, porque ha sonado la hora del juicio. Adorad al creador del cielo y de la tierra, del mar y de los manantiales de agua. Un segundo ángel lo seguía, proclamando: —¡Por fin cayó la orgullosa Babilonia, la que emborrachó al mundo entero con el vino de su desenfrenada lujuria! Y un tercer ángel seguía a los dos anteriores, clamando con voz poderosa: —¡Adorad, si queréis, a la bestia y a su imagen! ¡Dejaos tatuar su marca, si os place, en la frente o en la mano! Pero entonces, disponeos a beber el vino de la ira de Dios que ha sido vertido sin mezcla alguna en la copa de su furor, disponeos a ser torturados con fuego y azufre en presencia de los santos ángeles y del Cordero. El tormento será eterno y no habrá descanso ni de día ni de noche para quienes adoren a la bestia y a su imagen, para quienes se hayan dejado tatuar su nombre. ¡Ha sonado la hora de poner a prueba la firmeza de los consagrados a Dios, de los que cumplen los mandamientos de Dios y son fieles a Jesús! Y oí una voz que decía desde el cielo: —Escribe esto: «Dichosos desde ahora los muertos que mueren en el Señor. El Espíritu mismo les asegura el descanso de sus fatigas, por cuanto sus buenas obras los acompañan». Volví a mirar, y vi una nube blanca. Sentado sobre ella había un ser de aspecto humano que llevaba una corona de oro en la cabeza y una hoz afilada en la mano. Salió del Templo otro ángel y gritó con voz poderosa al que estaba sentado en la nube: —Empuña tu hoz y comienza a segar. Es el tiempo de la siega, pues ya está la mies en sazón. Acercó su hoz a la tierra el que estaba sentado sobre la nube y segó la mies de la tierra. A continuación salió del Templo celestial otro ángel, que también llevaba una hoz afilada. Y todavía surgió del altar un ángel más —el que tiene poder sobre el fuego— y ordenó con fuerte voz al de la hoz afilada: —Empuña tu hoz afilada y vendimia los racimos de la viña de la tierra, pues ya están las uvas en sazón. Acercó el ángel su hoz a la tierra, vendimió la viña de la tierra y arrojó la vendimia al gran lagar de la ira de Dios. En las afueras de la ciudad fue pisado el lagar y salió de él tanta sangre, que inundó la tierra hasta alcanzar la altura de las bridas de un caballo en un radio de trescientos kilómetros. Vi luego en el cielo otra señal formidable y maravillosa: siete ángeles llevaban las siete últimas calamidades con las que había de consumarse la ira de Dios. Vi también una especie de mar, mezcla de fuego y cristal, en cuya orilla, de pie, estaban los vencedores de la bestia, de su imagen y de su nombre cifrado. Acompañándose de arpas celestiales, cantaban el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo: —Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios, dueño de todo; recto y fiel es tu proceder, rey de las naciones. ¿Cómo no temerte, Señor? ¿Cómo no engrandecerte? Solo tú eres santo. Todas las naciones vendrán a postrarse ante ti, porque tus designios de salvación se han hecho manifiestos. Después de esto, vi cómo se abría en el cielo la puerta de la Tienda del testimonio. Y los siete ángeles que llevaban las siete calamidades salieron del Templo vestidos con sus resplandecientes túnicas de lino puro, y con su pecho ceñido de bandas doradas. Vi cómo uno de los cuatro seres vivientes entregaba a los siete ángeles siete copas de oro llenas a rebosar del furor del Dios que vive para siempre. El Templo se llenó del humo de la gloria y del poder de Dios, sin que nadie pudiera entrar allí mientras no se consumaran las siete calamidades que llevaban los siete ángeles. Oí entonces una voz poderosa que desde el Templo ordenaba a los siete ángeles: —Id a derramar sobre la tierra las siete copas de la ira de Dios. Partió el primer ángel, derramó su copa sobre la tierra y llagas repugnantes y dolorosas se abatieron sobre los que estaban tatuados con la marca de la bestia y adoraban su imagen. El segundo ángel derramó su copa sobre el mar, que se convirtió en sangre de cadáver; y todo aliento de vida marina pereció. El tercer ángel derramó su copa sobre los ríos y los manantiales, que también se convirtieron en sangre. Y oí que el ángel de las aguas decía: —Eres justo y has hecho justicia, tú que eres santo y que existes desde siempre. Ellos derramaron la sangre de tus consagrados y profetas y sangre les has dado tú a beber. ¡Bien merecido lo tienen! Oí también que alguien decía desde el altar: —Efectivamente, Señor Dios, dueño de todo, tú juzgas con verdad y con justicia. El cuarto ángel derramó su copa sobre el sol y se le concedió abrasar a los humanos. Todos quedaron horriblemente calcinados; pero aun así, blasfemaban y se negaron a convertirse y a reconocer la grandeza de Dios, quien tiene en su mano tales calamidades. El quinto ángel derramó su copa sobre el trono de la bestia, y su reino quedó sumido en tinieblas. En el paroxismo del dolor y acosada por sus llagas, la gente se mordía la lengua y renegaba del Dios del cielo; pero siguió sin convertirse. El sexto ángel derramó su copa sobre el gran río Éufrates. El agua del río se secó y el cauce quedó convertido en camino para los reyes procedentes del este. Y vi cómo de la boca del dragón, de la boca de la bestia y de la boca del falso profeta salían tres espíritus inmundos que parecían sapos. Se trataba de espíritus diabólicos que realizaban prodigios y pretendían reunir a todos los poderosos del mundo con vistas a la batalla del gran día de Dios, el dueño de todo. «Mirad que llego como un ladrón. ¡Dichoso el que se mantenga vestido y vigilante! No tendrá que andar desnudo, y nadie verá sus vergüenzas». Y reunieron a los reyes en el lugar llamado en hebreo Harmagedón. El séptimo ángel derramó, finalmente, su copa en el aire, y una voz poderosa procedente del Templo, de junto al trono mismo, clamó: —¡Hecho está! Hubo entonces relámpagos y truenos fragorosos, y un terremoto tan formidable como jamás se dio desde que el mundo es mundo. La gran ciudad se partió en tres; se desmoronaron las restantes ciudades del mundo, y Dios se acordó de la orgullosa Babilonia para hacerle apurar hasta las heces la copa de su terrible indignación. Desaparecieron todas las islas, y de los montes nunca más se supo. Una tromba de granizos descomunales se abatió desde el cielo sobre la gente que, a pesar de todo y más todavía a causa del azote del granizo, terrible sobremanera, siguió blasfemando contra Dios. Se acercó entonces uno de los siete ángeles que llevaban las siete copas y me dijo: —¡Ven! Voy a enseñarte el castigo que tengo reservado a la gran prostituta, la que está sentada sobre aguas caudalosas y con la que adulteraron los poderosos de la tierra, mientras sus habitantes se emborrachaban con el vino de su lujuria. Me llevó, pues, en visión a un desierto, donde vi a una mujer montada en una bestia de color rojo escarlata. La bestia tenía siete cabezas y diez cuernos y estaba cubierta de títulos blasfemos. La mujer iba vestida de púrpura y grana, resplandeciente de oro, piedras preciosas y perlas. En su mano sostenía una copa de oro rebosante de acciones abominables, como sucio fruto de su lujuria. Escrito en su frente tenía un nombre misterioso: «Babilonia, la poderosa, la madre de todas las prostitutas y de todas las aberraciones de la tierra». Y vi cómo la mujer se emborrachaba con la sangre de los consagrados a Dios y de los que fueron mártires por amor a Jesús. Me asombré sobremanera al contemplarla, y el ángel me dijo: —¿De qué te asombras? Te explicaré el secreto significado de la mujer y de la bestia de siete cabezas y diez cuernos sobre la que va montada. La bestia que has visto, era, pero ya no es; va a surgir del abismo, pero marcha hacia la ruina. Los habitantes de la tierra que no están inscritos en el libro de la vida desde la creación del mundo, se quedarán estupefactos al ver reaparecer a la bestia que era, pero ya no es, aunque se va a hacer presente. ¡Esta es una buena piedra de toque para quien presuma de sabio! Las siete cabezas son siete colinas sobre las que está sentada la mujer. Son también siete reyes, de los que cinco perecieron, uno reina actualmente y otro está todavía por llegar. Cuando llegue, será fugaz su reinado. En cuanto a la bestia que era, pero ya no es, aunque ella misma es el octavo rey, pertenece también al grupo de los siete y marcha hacia la ruina. Has visto también diez cuernos. Representan a diez reyes que aún no han comenzado a reinar, pero que durante muy breve tiempo compartirán el poder con la bestia. Una sola intención los anima: entregar a la bestia toda su fuerza y su poder. Ellos harán la guerra al Cordero; pero el Cordero, que es Rey de reyes y Señor de señores, los derrotará, y en su triunfo participarán los llamados, los elegidos y los creyentes. Me dijo luego el ángel: —Esas aguas que viste, sobre las que estaba sentada la prostituta, son naciones populosas, razas y lenguas. Pero un día, los diez cuernos que has visto, y la bestia misma, traicionarán a la prostituta; la dejarán solitaria y desnuda; comerán sus carnes y la convertirán en pasto de las llamas. Y es que Dios va a servirse de ellos para ejecutar sus planes, haciendo que se pongan de acuerdo para entregar su reino en manos de la bestia hasta que se cumplan los designios de Dios. Y la mujer que has visto, es la gran ciudad, la que impera sobre los reyes de la tierra. Vi después bajar del cielo a otro ángel con inmenso poder. Su resplandor iluminó la tierra, y proclamó con fuerte voz: —¡Por fin cayó Babilonia, la poderosa! Hoy es mansión de demonios, guarida de espíritus impuros y de toda clase de aves inmundas y asquerosas. Porque ella emborrachó con el vino de su desenfrenada lujuria a gentes de toda procedencia; adulteró con los reyes de la tierra, y a costa de su lujo desmedido se enriquecieron los traficantes del mundo. Y oí otra voz que decía desde el cielo: —Sal de ella, pueblo mío, pues si te haces cómplice de sus pecados, también te alcanzarán sus castigos. Hasta el cielo se han amontonado sus pecados y Dios no ha querido ignorar por más tiempo sus crímenes. Pagadle con su misma moneda, y aun dadle el doble de su merecido: en la copa de sus desenfrenos verted doble amargura. Cuanto se procuró de lujos y placeres, dadle de tormentos y desdichas. Ved cómo alardea en su interior: «Ocupo un trono de reina; no soy viuda y jamás conoceré el dolor». Pero en un solo día vendrán sobre ella las calamidades que tiene merecidas —muerte, luto y hambre— y quedará abrasada por el fuego. Poderoso es para ello el Señor Dios que la condenó. Los poderosos de la tierra, los que con ella compartieron lujuria y placeres, prorrumpirán en llantos y gemidos cuando contemplen su humeante hoguera. Estremecidos de horror ante el suplicio, exclamarán desde lejos: —¡Desgraciada de ti, la gran ciudad, Babilonia, la ciudad tan poderosa! ¡Un instante ha bastado para consumarse tu condena! También los traficantes de la tierra prorrumpirán en llanto y gemidos por ella, porque ya nadie les comprará sus mercancías: oro, plata, piedras preciosas y perlas; lino, púrpura, seda y escarlata; maderas aromáticas, objetos de marfil, de maderas preciosas, de bronce, de hierro y de mármol; canela, clavo, perfumes, mirra e incienso; vino y aceite; trigo y flor de harina; ovejas y ganado mayor; caballos y carros; esclavos y vidas humanas. Ya no gustarás más los frutos sazonados que tanto apetecías; ya todas tus riquezas y tus lujos huyeron para no volver jamás. Todos estos traficantes, enriquecidos a su costa, se mantendrán a distancia estremecidos de horror ante su tormento y entre lágrimas y lamentos exclamarán: ¡Desgraciada de ti, la gran ciudad, que en otro tiempo te vestías de lino, púrpura y grana, y te adornabas con oro, piedras preciosas y perlas! ¡Un instante ha bastado para arrasar tanta riqueza! A su vez, los capitanes de barco, los oficiales, los marineros y todos cuantos faenan en el mar, se mantenían de pie a lo lejos y exclamaban al contemplar la humareda de la ciudad incendiada: —¿Hubo alguna vez una ciudad tan grande como esta? Y, echándose polvo sobre la cabeza, lloraban y se lamentaban, diciendo: —¡Desgraciada de ti, la gran ciudad, fuente de riqueza para cuantos surcaban los mares con sus barcos! ¡Un instante ha bastado para convertirte en ruinas! ¡Alégrate, cielo, al contemplarla, y vosotros también, los consagrados a Dios, los apóstoles y los profetas, porque Dios ha vengado en ella vuestra causa! Un ángel poderoso levantó entonces un gran peñasco, como una gigantesca rueda de molino, y lo arrojó al mar, exclamando: —Así, violentamente, será arrojada Babilonia, la gran ciudad, y nunca más se sabrá de ella. Ya no se volverá a escuchar en ti el son de los arpistas y los músicos, el son de los que tocan la flauta y la trompeta. Ya no habrá en ti artesanos ni se oirá el rumor de la rueda molinera. La luz de la lámpara no alumbrará más en ti, ni volverán a oírse en tus calles los cantos del novio y de la novia. Y es que tus traficantes llegaron a ser los grandes de la tierra y con tus sortilegios engañaste a todas las naciones. Estás manchada con la sangre de profetas y de consagrados a Dios, con la sangre de todos los que han sido asesinados en la tierra. Después de esto, oí algo como la voz sonora de una gran muchedumbre que cantaba en el cielo: —¡Aleluya! Nuestro Dios es un Dios salvador, fuerte y glorioso, que juzga con justicia y con verdad. Él ha condenado a la gran prostituta, la que con su lujuria corrompía la tierra. Ha vengado así en ella la sangre de sus servidores. Y el coro celestial repetía: —¡Aleluya! El humo de su hoguera sigue subiendo por siempre. Los veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes cayeron, entonces, rostro en tierra y, adorando a Dios, que está sentado en el trono, decían: —¡Amén! ¡Aleluya! Salió también del trono una voz que decía: —Alabad a nuestro Dios todos cuantos le servís y veneráis, humildes y poderosos. Oí luego algo parecido a la voz de una muchedumbre inmensa, al rumor de aguas caudalosas, al retumbar de truenos fragorosos. Proclamaban: —¡Aleluya! El Señor Dios nuestro, dueño de todo, ha establecido su reinado. Alegrémonos y gocémonos y ensalcemos su grandeza, porque ha llegado el momento de las bodas del Cordero. ¡Está su esposa engalanada, vestida de lino finísimo y deslumbrante de blancura! El lino que representa las buenas acciones de los consagrados a Dios. Alguien me dijo: —Escribe: «Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero». Y añadió: —Palabras verdaderas de Dios son estas. Me postré entonces a sus pies con intención de adorarlo, pero él me dijo: —¿Qué haces? Yo soy un simple servidor como tú y tus hermanos, los que dan testimonio de Jesús. A Dios debes adorar. (Y es que tener espíritu profético y dar testimonio de Jesús es una misma cosa.) Vi luego el cielo abierto y un caballo blanco, cuyo jinete, llamado «Fiel» y «Veraz», juzga con justicia y se dispone a combatir. Sus ojos son como llamas de fuego, múltiples diademas ciñen su cabeza y lleva un nombre escrito que solo él es capaz de descifrar. Viste un manto empapado en sangre y su nombre es «La Palabra de Dios». Cubiertos de finísimo lino resplandeciente de blancura, los ejércitos del cielo galopan tras sus huellas sobre blancos caballos. Una espada afilada sale de su boca para herir con ella a las naciones, a las que gobernará con cetro de hierro; y se dispone a pisar el lagar donde rezuma el vino de la terrible ira de Dios, que es dueño de todo. Y escrito en el manto y sobre el muslo tiene este título: «Rey de reyes y Señor de señores». Vi también un ángel que, de pie sobre el sol, gritaba con voz poderosa a todas las aves rapaces que volaban por lo más alto del cielo: —¡Acudid todas al gran festín preparado por Dios! Podéis comer carne a discreción: carne de reyes, de generales y de valientes guerreros; carne de caballos y de sus jinetes; carne de toda clase de gente: libres y esclavos, humildes y poderosos. Vi entonces cómo la bestia y los reyes de la tierra concentraban sus ejércitos para presentar batalla al que montaba el caballo y a su ejército. Pero la bestia fue hecha prisionera, y con ella el falso profeta, el que, realizando prodigios a favor de la bestia, había logrado seducir a cuantos se dejaron tatuar la marca de la bestia y adoraron su imagen. Ambos fueron arrojados vivos al lago ardiente de fuego y azufre. Los demás fueron exterminados por la espada del jinete del caballo blanco —la espada que sale de su boca— y todas las aves rapaces se hartaron de sus carnes. Vi a un ángel que bajaba del cielo. Llevaba en la mano la llave del abismo y una gruesa cadena. Apresó al dragón, la antigua serpiente —es decir, el Diablo o Satanás—, y lo encadenó por mil años. Lo arrojó después al abismo y allí lo encerró; y selló la entrada, para que en adelante no pueda seducir a las naciones hasta que hayan pasado los mil años. Pasados esos mil años, gozará de libertad por breve tiempo. Vi también unos tronos; a los que se sentaron en ellos se les dio poder para juzgar. Y vi con vida a los que habían sido asesinados por haber dado testimonio de Jesús y por haber proclamado la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen y no llevaban tatuada en la frente ni en las manos la marca de la bestia. Todos estos recobraron la vida y reinaron con Cristo mil años. Los demás muertos, en cambio, no volvieron a la vida hasta pasados los mil años. Es la primera resurrección. ¡Dichosos quienes Dios ha elegido para tomar parte en ella! La segunda muerte no hará presa en ellos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él los mil años. Pero llegarán a su fin los mil años. Entonces Satanás será desencadenado y tratará de seducir a los habitantes de los cuatro puntos cardinales del mundo, a Gog y a Magog, cuyos ejércitos, innumerables como las arenas del mar, se pondrán en pie de guerra. Y, efectivamente, se extendieron a lo ancho de la tierra, sitiaron el campamento de los elegidos y pusieron cerco a la ciudad bienamada. Pero un fuego se abatió sobre ellos desde el cielo y los devoró. Y el diablo, el que los había seducido, fue arrojado al lago de fuego y azufre donde, en compañía de la bestia y del falso profeta, sufrirá tormento por siempre, día y noche sin cesar. Vi luego un trono majestuoso y resplandeciente; vi al que estaba sentado en él ante cuya presencia desaparecieron el cielo y la tierra sin dejar rastro tras de sí; y vi a los muertos, tanto los humildes como los poderosos, que estaban de pie ante el trono. Entonces fueron abiertos los libros y también fue abierto otro libro: el libro de la vida. Los muertos fueron juzgados conforme a las acciones que tenían consignadas en los libros. Todos fueron juzgados conforme a sus acciones: los muertos devueltos por el mar y los devueltos por la muerte y el abismo. Y la muerte y el abismo fueron después arrojados al lago de fuego, es decir, a la segunda muerte. Y también fueron arrojados al lago de fuego aquellos cuyos nombres no están inscritos en el libro de la vida. Entonces vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Nada quedaba del primer cielo ni de la primera tierra; nada del antiguo mar. Vi también bajar del cielo la ciudad santa, la nueva Jerusalén. Venía de Dios, ataviada como una novia que se engalana para su esposo. Y oí una voz poderosa que decía desde el trono: —Esta es la morada que Dios ha establecido entre los seres humanos. Habitará con ellos, ellos serán su pueblo y él será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo viejo ha desaparecido. El que estaba sentado en el trono anunció: —Voy a hacer nuevas todas las cosas. Y añadió: —Palabras verdaderas y dignas de crédito son estas. ¡Escríbelas! Finalmente, me dijo: —¡Ya está hecho! Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al sediento le daré a beber gratis del manantial del agua de la vida. Al vencedor le reservo esta herencia: yo seré su Dios y él será mi hijo. Pero los cobardes, los incrédulos, los depravados, los asesinos, los lujuriosos, los hechiceros, los idólatras y todos los embaucadores están destinados al lago ardiente de fuego y azufre, es decir, a la segunda muerte. Uno de los siete ángeles que llevaban las siete copas con las siete últimas calamidades, se acercó a mí y me dijo: —¡Ven! Quiero mostrarte la novia, la esposa del Cordero. Me llevó, pues, en visión a una montaña altísima. Allí me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo enviada por Dios, resplandeciente de gloria divina. Su brillo era como el de una piedra preciosa deslumbrante, como el del jaspe cristalino. Su muralla era alta y maciza, y doce ángeles custodiaban sus doce puertas, en las que estaban grabados los nombres de las doce tribus de Israel. Tres puertas daban al oriente y tres al norte; tres al sur y tres al occidente. La muralla se asienta sobre doce pilares, que tienen grabados los nombres de los doce apóstoles del Cordero. El ángel que hablaba conmigo tenía una vara de oro para medir la ciudad, sus puertas y sus murallas. La ciudad estaba edificada sobre una planta cuadrada: igual de larga que de ancha. El ángel midió la ciudad con la vara, y resultaron doce mil estadios. Lo mismo medía de largo, de ancho y de alto. Luego midió la muralla, que resultó de ciento cuarenta y cuatro codos; todo ello según las medidas humanas utilizadas por el ángel. Toda la muralla era de jaspe, y la ciudad, de oro puro semejante a límpido cristal. Los pilares sobre los que se asentaba la muralla de la ciudad estaban adornados con toda clase de piedras preciosas. El primer pilar era de jaspe; el segundo de zafiro; el tercero de calcedonia; el cuarto de esmeralda; el quinto de sardonio; el sexto de cornalina; el séptimo de crisólito; el octavo de berilo; el noveno de topacio; el décimo de crisopasa; el undécimo de jacinto, y el duodécimo de amatista. En cuanto a las doce puertas, eran doce perlas. Cada puerta estaba hecha de una sola perla. Y la plaza de la ciudad era de oro puro, como cristal transparente. Pero no vi templo alguno en la ciudad, porque el Señor Dios, dueño de todo, y el Cordero son su Templo. Tampoco necesita sol ni luna que la alumbren; la ilumina la gloria de Dios, y su antorcha es el Cordero. La luz de esta ciudad alumbrará el destino de los pueblos, y los reyes del mundo vendrán a rendirle homenaje. No se cerrarán sus puertas al anochecer, pues allí no habrá noche; y le llevarán como ofrenda el poderío y la riqueza de los pueblos. Y nada manchado entrará en ella: ningún depravado, ningún embaucador; tan solo los inscritos en el libro de la vida del Cordero. El ángel me enseñó también un río de agua viva, transparente como el cristal, que manaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza de la ciudad, a una y otra orilla del río, crecía un árbol de vida que daba doce cosechas, a cosecha por mes, y sus hojas servían de medicina a las naciones. Allí no habrá ya nada maldito. Será la ciudad del trono de Dios y del Cordero, donde sus servidores le rendirán culto, contemplarán su rostro y llevarán su nombre grabado en la frente. Una ciudad sin noches y sin necesidad de antorchas ni de sol, porque el Señor Dios será la luz que alumbre a sus habitantes, los cuales reinarán por siempre. El ángel me dijo: —Palabras verdaderas y dignas de crédito son estas. El Señor, el Dios que inspiró a los profetas, ha enviado a su ángel para que comunique a sus servidores lo que va a suceder de un momento a otro. Mira que estoy a punto de llegar. ¡Dichoso quien preste atención al mensaje profético de este libro! Yo, Juan, vi y oí todo esto. Y cuando terminé de oírlo y de verlo, me postré a los pies del ángel que me lo enseñaba, con intención de adorarlo. Pero él me dijo: —¿Qué haces? Yo soy un simple servidor como tú y tus hermanos los profetas, como todos los que prestan atención al mensaje de este libro. A Dios debes adorar. Y añadió: —No mantengas en secreto el mensaje profético de este libro, pues la hora definitiva está al caer. Ya casi da igual que el malo siga cometiendo maldades, que el manchado se manche aún más; pero que el bueno se haga mejor y que el consagrado a Dios se entregue aún más a él. Estoy a punto de llegar y voy a recompensar a cada uno conforme a su conducta. Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin. ¡Dichosos los que han decidido lavar sus vestiduras para tener acceso al árbol de la vida y poder entrar en la ciudad a través de sus puertas! Fuera, en cambio, quedan los depravados, los hechiceros, los lujuriosos, los asesinos, los idólatras y todos cuantos hacen de la mentira el programa de su vida. Yo, Jesús, he enviado a mi ángel a cada una de las iglesias para que sea testigo de todos estos acontecimientos. Yo que soy vástago y estirpe de David y astro radiante de la mañana. El Espíritu y la Esposa claman: —¡Ven! Y el que escucha, diga: —¡Ven! Que venga también el sediento y, si lo desea, se le dará gratis agua de vida. A todo el que escuche el mensaje profético de este libro, solemnemente le advierto: Si añade algo, Dios hará caer sobre él las calamidades consignadas en este libro. Si suprime algo del mensaje profético del libro, Dios lo desgajará del árbol de la vida y lo excluirá de la ciudad santa descritos en este libro. El que da fe de todo esto proclama: —Sí, estoy a punto de llegar. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! Que la gracia de Jesús, el Señor, esté con todos. Amén.