Clemencia,
Novela de costumbres
por
Fernán Caballero
Madrid, 1852
Imprenta a cargo de C. González - Calle del rubio n. 14.
Mi muy querido lector:
Supongo que te acordarás de que me has escrito: cartas como las tuyas no las olvida el que las escribe y mucho menos el que las lee.
No me has dicho tu nombre; pero no por eso dejas de ser mi simpático
amigo, pues como dice un refrán, el nombre, ni quita ni pone. Además,
podría suceder que si me lo dijeses, me quedase tan adelantado como
antes de saberlo, pues es dable que sea tu nombre tan desconocido como
lo es el de Fernán Caballero, por lo cual ha tenido el pobrecito que
sufrir el desaire de ver a las gentes empeñarse en que no es legítimo,
y sí hijo de la cuna. ¡Ojalá me llamase
-Señor -me decía-, el almuerzo.
-
-contestaba yo.
-Señor, la comida.
-Ser o no ser...
Mi cocinera, con la gran dosis de buen sentido que la distingue, se fue a la parroquia, me trajo mi fe de bautismo y una certificación del cura, de que el sujeto que anotaba la fe de bautismo no había sido enterrado; y desde entonces me he tranquilizado, he dejado mis cavilaciones, y me he convencido de que existo para servirte, así como a todos los que me crean un autor silfo, un escritor que tiene nombre y no persona, o un eco espontáneo.
Recuérdame este singular empeño una anecdotilla, de cuya autenticidad te respondo.
Una madre rígida llevó a su hija a un baile de máscaras de convite.
-Cuidado -le dijo al entrar- que te prohíbo que bailes con ningún enmascarado.
-Señora, -observó la pobre niña-, si casi todos lo están.
-Pues el que quiera bailar contigo -repuso la madre-, deberá antes decirte su nombre.
Llegado que hubieron al baile, se apresuro una mascara a sacar a la joven a bailar.
-¿Quién sois? -preguntó ella.
-Soy un dominó: ¿qué más necesitas saber para bailar un rigodón?
-Tu nombre.
-¿A qué santo?
-Es precisa condición.
-Me llamo -dijo el dominó-, Juan Pedro Fernández.
La niña se levantó muy contenta, y bailó su rigodón con don Juan Pedro Fernández, que le era exactamente tan desconocido como el dominó.
No resisto al deseo de citar a este propósito otra anécdota, que refiere Walter Scott en el prefacio de la segunda parte de sus obras. Yo siempre leo los prefacios, querido lector, pues a veces son lo mejor de la obra.
-Había -dice-, en la feria de San Germán, un arlequín, que divertía mucho a las gentes y tenía gran popularidad. Presentábase siempre a trabajar enmascarado; un amigo suyo le aconsejó, puesto que había agradado tanto, que se quitase la máscara. Hízolo así... y perdió el partido que tenía: se desprestigió. El porqué, preguntárselo al capricho de las masas.
Esto lo cuenta el gran escritor, porque escribió mucho tiempo sin dar su
nombre, sólo con el de
En tu carta me saludabas en nombre de tus amigos, y me decías que
quedaban ustedes aguardando otra producción mía, añadiendo: «Cuéntanos
en lisa prosa castellana lo que realmente sucede en
«La novedad, la variedad, lo imprevisto y lo abundante de los acontecimientos nos parece peculiar al cuento; la novela vive esencialmente de caracteres y descripciones. ¡Cosa extraña! es de todas las composiciones literarias la que menos necesita de acción: no puede en verdad prescindir de tener alguna; pero con poca, muy poca le basta».
Lo que prueba el instruido crítico, con el
.«A los poetas dramáticos pertenece la acción, y a los novelistas el análisis del corazón»
No creas, querido lector, que al circunscribir los límites de mis
creaciones quiera deprimir lo que escribo, y que de pura modestia
intente
Para lograrlo es necesario ver bien, y para ver bien es preciso entre
otras cosas
Dice Say: «La experiencia del mundo no se compone del número de
cosas que se han visto, sino del número de cosas sobre que se ha
reflexionado»
.
Por lo tanto, queridísimo lector, ten la certeza de que todo lo que digo en esta novela, es verdad: en cuanto a las cosas nuestras, no tengo que fiártelas, pues pienso que llevan su auténtica consigo; pero sí te fío todas las concernientes a los personajes extranjeros. Sírvete de certificado, aun en las más increíbles, el asegurarte yo que son ciertas; yo que amo la verdad con entusiasmo y la considero como la Musa del Parnaso cristiano, siendo la misión de esta Musa poetizar la realidad sin alterarla, como expresa con tan buen gusto y alto criterio don Eugenio de Ochoa.
Dice Custine hablando de nuestra triste, incrédula y escéptica era: «que la sola religión posible en la época, tal cual la han hecho, es la pasión de la verdad».
Lo que te expongo en esta novela es la vida de una mujer, con eventos sencillos y cuotidianos como se hallan en toda vida de mujer, y son indispensables en toda novela.
Sólo quiero añadir algunas palabras auxiliares a las bondosas que dices defendiendo mi estilo de ataques que no he visto ni oído, pero que siento como se siente sin verlo ni oírlo el helado viento de Guadarrama. No hay defensa cuando no hay ataque. Dice Suard, hablando de las cartas de Madame de Sevigné:
«¿Qué es estilo? Es difícil contestar a esta pregunta. El estilo es el que conviene a la persona que escribe y a las cosas que escribe. El Cardenal D'Ossat no puede escribir como Ninon. Madame de Sevigné no puede escribir como Voltaire. ¿Cuál se debe imitar? Ninguno, si se quiere ser algo por sí. No tiene realmente estilo, sino quien tiene el de su propio carácter y el giro natural y personal de su entendimiento, modificado por los sentimientos que se tienen al escribir. ¿Quién escribe mejor? El que tiene más movilidad en la imaginación, más ligereza, chiste y originalidad en su talento, más facilidad y buen gusto en la manera de expresarse».
De lo dicho saco la siguiente consecuencia:
Si se han figurado los Eolos del Guadarrama que tu amigo Fernán es un sabio, un padre grave, un miembro de cualquier academia, un doctor de cualquier facultad, o un profesor de cualquier universidad, claro es que su estilo no será el propio ni el que le conviene; pero como tu amigo no es nada de eso, ni por el forro, se deduce lógicamente que el estilo de un sabio, de un padre grave, de un académico, de un doctor o de un profesor, no es el que conviene ni es propio a Fernán.
En cuanto al lenguaje, a los cargos que me puedan hacer los Eolos del Guadarrama, me rindo, someto y entrego con toda la humildad y con todo el rendimiento posible; pues no pienso, querido lector, imitar al centinela a quien dejó olvidado en su precipitada huida a la entrada de un puente una columna portuguesa, el cual viendo llegar al ejército español, se cuadró muy dispuesto a disputarle el paso del puente.
No, no, pues en viendo yo llegar el ejército de aristarcos, pedagogos y
pedantes, reforzados con los Eolos del Guadarrama, echo a huir que no
me alcanza un gamo. Bien me se ocurre hacer lo que aquel que en tiempo
del imperio tiré al foro una cáscara de naranja rellena de luises,
gritando:
No me hagas cargos por mis muchas citas, cosa muy poco usada en nuestra literatura. Tráigolas porque, como no presumo de mis juicios tanto que piense que no necesitan padrinos, tengo interés y hallo gusto en buscárselos buenos y autorizados, hasta en mi comadre Beatriz.
Adiós, mi querido, benévolo y simpático lector: no soy más largo, por aquello de que lo poco basta y lo mucho cansa. En esta cartita amistosa y familiar he atado todos los cabitos que quería atar, evitando así el remontarme a un prefacio solemne como el de una misa, que no habría leído ni el fiscal de imprentas.
Recomiendo a tu benevolencia mis personajes todos, en particular a mi muy querido Don Galo Pando: y si fuese algún día por tu valle el Ministro de Hacienda, te ruego, que se lo recomiendes, en lo que harás un acto de justicia.
Adiós otra vez. Da mil expresiones de afecto a tus conmoradores del valle, y díles que el genio de la simpatía ha murmurado a mí oído alguno de sus nombres que pregona la fama. Díles a los Eolos del Guadarrama que beso sus manos. Da a mi Clemencia un lugar en tu biblioteca, y a mí uno en tu amistad, con lo que quedará bien pagado mi trabajo.
Fernán.
P. D. No siéndome posible, sin robar su genuino colorido al diálogo, eludir palabras andaluzas muy expresivas e irreemplazables, he puesto al fin de la novela una tabla en que se expresa su significado. Walter Scott tiene diálogos enteros en dialecto escocés, lo que nadie, que sepamos, ha motejado al ilustre novelista.
Valdepaz 1.º de mayo de 1852.
Aux poètes dramatiques l'action, aux romanciers l'analyse du coeur. A los poetas dramáticos pertenece la acción, y a los novelistas el análisis del corazón.
Pour bien voir, il faut avoir regardé beaucoup. Para bien ver, es preciso haber mirado mucho.
Le style vient des idées et non des mots. El estilo nace de las ideas y no de las palabras.
-No se canse usted, don Silvestre; cada casa es un mundo -decía una tarde del verano de 1844 la marquesa de Cortegana a su amigo y compadre don Silvestre Sarmiento, mientras éste sorbía paladeándola una taza de café-. Tómelo usted por arriba, tómelo usted por abajo, cada casa es un mundo, aunque usted diga que no.
-Señora, yo no digo ni que sí ni que no.
-Así es usted en todo: ¡bendito Dios que lo ha criado más fresco que una lechuga! Como si no tuviese bastante con dos hijas, ¡me manda Dios esa sobrina! Una sobrina, la cosa más inútil del mundo.
-Es una perla, Marquesa.
-Sí, una perla que es para mí lo que fue la otra para el gallo. Capaz es usted de sostenerme que es una suerte, y que he ganado a la lotería.
-Yo no sostengo nada, señora.
-Pero lo da usted a entender, que es lo mismo. ¡Así cayesen en casa de usted llovidos del techo media docena de sobrinos! Ya veríamos la cara que usted ponía.
-Señora, yo no soy rico y es claro que me apurarían.
-Ya, ¡si usted cree que con dinero se compone todo!...
-No creo eso, Marquesa; pero creo que con dinero son las cargas menos gravosas.
-¡Así pudiese yo endosarle a usted mi sobrina! esa que usted llama
-¿Y por qué no la dejó usted en el convento?
-¿Con diez y seis años la había de dejar en el convento, para que toda Sevilla me quitase el pellejo, y me llamase tía tiránica? ¡Tiene usted unas cosas!...
-En efecto, tiene usted razón: ha sido acertado y ha hecho muy bien en sacarla del convento.
-¿Qué he hecho bien? ¿Eso le parece a usted? Pues no faltará a quien le parezca que he hecho mal.
La Marquesa era una mujer de cuarenta y ocho años; pero su
completa falta de pretensiones y la exagerada sencillez de su
traje y de sus maneras, la hacían aparecer de más edad. Había
quedado viuda hacía algunos años, disfrutando de pingües rentas,
las que tenía la habilidad de gastar todas, y a veces tomándolas
anticipadamente, sin que nadie, ni ella misma, pudiese decir en
qué. Era esto tanto más extraño, cuanto que la señora sin ser
cicatera no era generosa, sin ser agarrada no era rumbosa, sin
ser codiciosa no era espléndida, y sin ser ordenada no era
tampoco despilfarrada. En lo demás de su carácter se hallaban
iguales anomalías, puesto que sin ser malévola no hacía sino
contradecir, sin tener mal carácter no hacía sino regañar, y sin
ser maligna era contraria a todo. Así se ven a menudo en las
gentes defectos y malas propensiones, que no son hijos del
corazón ni del carácter, sino malas costumbres que no corregidas
en un principio, se arraigan como plantas parásitas. Pero el
gran rasgo característico de esta señora era el de vivir
apurada. La Marquesa no podía vivir sin un apuro que la agitase,
siendo por consiguiente la antítesis de ciertos enfermos que no
pueden vivir sin una dosis de opio que los calme; con la
particularidad de que en invierno una gotera, y en verano un
desgarrón en la vela que cubría el patio de su casa, la
impresionaban y desazonaban más que algunas calaveradas de marca
mayor de su hijo el mayorazgo, o la pérdida de una cosecha.
Cuando no tenía un apuro que explotar, se lo forjaba; y no sólo
disfrutaba ella de su creación fantástica, sino que se
incomodaba cuando los demás no la reconocían como cosa cierta y
real. Pertenecía pues esta señora a la falange de Jeremías que
pasan su vida quejándose en un tono llorón que les es propio,
como al mochuelo su lastimero canto. Se quejan de todo: de su
salud, aunque sea buena; de desgana, y comen bien; de desvelo, y
duermen como marmotas: y con el mismo desconsuelo se quejan de
los malos tiempos y de los mosquitos, de las contribuciones y de
los portes de correo, de la muerte de personas queridas y de que
alumbra mal el reverbero; se quejan hasta de las cosas
favorables, a las que siempre encuentran un
Nacían en parte los defectos de esta señora de haber sido toda su vida muy mimada, primero por sus padres, luego por su marido, que fue un bendito y le siguió la corriente, y por los amigos de éste, que hicieron lo que él: de lo que resultó que siendo la Marquesa una excelente criatura, aunque de pocos alcances, se había hecho un ente personal e insufrible.
El hermano mayor de la Marquesa había casado en Madrid, y estaba
establecido allí, así como una hermana, viuda sin hijos de un
hombre muy rico, alto funcionario de Ultramar, señora bastante
amiga de mangonear y de intrigar, que era el
Por parte de su marido no había conocido más pariente cercano que un cuñado, que sirvió y murió en campaña dejando a su mujer embarazada, la que poco después falleció en el parto de una niña, que recogió su tío, el difunto Marqués, que la hizo educar en un convento, a la cual ahora acababa la Marquesa de traer a su lado, como hemos visto por la conversación antecedente. También vimos que la Marquesa hizo mención de dos hijas.
La mayor, Constancia, que tenía diez y nueve años, era grave,
concentrada, arisca y callada. Era alta, en extremo extremo
delgada, y de constitución nerviosa. Sus facciones eran bellas y
regulares, y sus ojos negros hubieran sido encantadores, a no
haber en ellos algo de esquivo, duro y altanero que marcadamente
rechazaba. Bien fuese por causa de su carácter, o bien por la
viciosa educación que le diera su madre, o bien por algún mal
estar físico o moral, ello es que en sus maneras era
generalmente displicente y díscola. Su madre la calificaba de
La segunda, que se llamaba Alegría y tenía diez y siete años, era
un gracioso conjunto moral y físico, un fresco arbusto de recio
tronco y aguzadas púas, las que encubrían vistosamente una
frondosa hojarasca y seductoras flores: era morena, pálida y
pequeña, pero bien proporcionada desde su diminuto pie hasta su
garbosa cabeza. Sus magníficas cejas y pestañas negras como el
azabache daban, cuando sonreía, a sus ojos guiñados y de un gris
de ceniza una dulzura infinita, y a sus miradas tal picante, que
hacían decir a sus apasionados que tenía alfileres en los ojos.
No obstante, la expresión de aquellas miradas y la dulzura de
aquella sonrisa ocultaban un alma vulgar, un entendimiento
limitado, pero perspicaz y sutil, y un corazón ahogado en
egoísmo. Calificábala su madre de
Todas estas cosas en ambas hermanas estaban muy a las claras. Hay en nuestra sociedad, como en todas las humanas, bueno y malo; hay mujeres, y son las más, que son buenas, francas, que tienen mucho talento y que sellan estas cualidades con la más encantadora y más común en España, la ausencia de pretensiones. Hay medianías, y hay mujeres de mala y de perversa índole. Pero lo que no se halla, sino rara vez, es ese artificio, esa falsedad, ese admirable talento de fingir, esa hipocresía que las mujeres que no son buenas, ponen en práctica en otros países. Aquí habrá, en las mal educadas y mal inclinadas, tretas, ardides y hasta mentiras para ocultar sus manejos y sus intrigas, eso sí; pero ocultar su propio yo, eso al menos, gracias al cielo, es muy raro. Puede que ese digno orgullo, esa noble franqueza mujeril, que hace despreciar a la española el aparecer otra de lo que es, desaparezca dentro de poco con la saya y la mantilla, a fuerza de capotas y de novelas francesas, sin que tengan presente las mujeres que cada monería les quita una gracia, y cada afectación un encanto, y que de airosas y frescas flores naturales, se convierten en tiesas y alambradas flores artificiales.
En cuanto a Clemencia, la sobrina de la Marquesa, que a los diez y seis años salía del convento como una blanca mariposa de su capullo de seda, era de aquellas criaturas a las que, como al mes de mayo, regala la naturaleza con todas sus flores, toda su frescura, todo su esplendor y todos sus encantos.
De mediana estatura y perfectas formas, blanca y sonrosada como un niño inglés, su dorado cabello la cubría toda cuando estaba suelto, como un manto real de oro. Sus grandes ojos pardos tenían un señorío tan dulce y grave que parecían haber sido colocados por la nobleza en la cara de la inocencia. Su hermosa boca tenía sonrisas de ángel, como las que en la cuna tienen los niños para sus madres.
Cuando estaba en entera confianza, demostraba una gran alegría de corazón, ese magnífico y simpático don que el cielo suele repartir a sus favoritos, esto es, a los niños, a los pobres y a los sanos de corazón: resplandecía esta alegría en sus ojos como brillantes, iluminaba su sonrisa como la luz, y animaba su rostro como anima la música una fiesta. Un observador hubiera notado que su alma tierna era impresionada por la lástima y el dolor con la misma actividad y el mismo calor que demostraba en la alegría; pero la sociedad observa poco y mal lo que no se roza con ella.
Era de notar cuán distinto era el atractivo de estas tres jóvenes. Constancia atraía por su mismo desvío, por la especie de aislamiento y de misterio en que se envolvía, como la cúspide de un alto monte en nieves y nubes, rechazando con frialdad y decisión toda comunicación e intimidad. Dábase así, sin buscarlo ni desearlo, todo el valor de una dificultad, toda la superioridad de un imposible, cosas llenas de prestigio para el hombre, al que todo ensayo que se eleva a empresa, excita fuertemente.
Alegría tenía la seducción de la gracia, la incitación de la que tiene y sabe hacer uso de los medios de agradar, el aturdido desgaire de la niña alternando con el indispensable despotismo mujeril, el quiero y no quiero del capricho, lo picante de la burla, lo salado del chiste, dones todos que tan poco valen y tanto merecen, y que hacen patente cuán sabios fueron los griegos en personificar al amor en un niño ciego.
Clemencia en cambio sólo tenía el tibio encanto de la inocencia, el desapercibido mérito de la modestia, e inspiraba en la superficial sociedad el interés que desciende, como es el de los viejos hacia los niños.
En cuanto a don Silvestre Sarmiento, tenía este señor sesenta
años, la barriga prominente, la nariz de loro, con iguales
circunstancias, y en su rostro una colección de hoyos de
viruelas de diferentes tamaños y matices. Era hermano de un rico
mayorazgo de Osma, que desde cuarenta años le pasaba una módica
pensión que sufragaba ampliamente sus modestas necesidades, y le
había hecho la personificación del dulcísimo
Basta ya de este buen señor, que en nuestra relación como en todas partes, no hará más papel que el de comparsa.
-Vamos -dijo la Marquesa-, digo y repito que cada casa es un mundo: es preciso que se convenza usted de ello. En la mía es hoy día aciago. ¿Quiere usted creer que me escribe mi hermana de Madrid que no hay quien sujete al loco de mi hijo Gonzalo, y que se va a París? ¡A París, ese foco de corrupción!
-Como está eso de moda -repuso don Silvestre.
-¡Vaya una razón de pie de banco! Con que si se pone de moda tomar veneno, aprobará usted también que lo tome mi hijo.
-Marquesa, yo no he aprobado nada.
-Pues agregue usted a esto que mi hijo Alfonso ha salido del colegio de artillería, y quiere pasar a la brigada de montaña.
-Me parece, señora, que este es un caso de enhorabuena.
-¿Qué enhorabuena? Usted siempre contradice. ¿Y el uniforme? ¿Y el caballo? ¿Y lo peligroso del destino? En nada de eso piensa usted. Pues agregue usted a esto, que a Juan, ese necio e ingrato criado, después de estar tantos años en mi casa, le ha entrado la locura de casarse. ¿Podrá darse semejante disparate?
-Pero, señora, todo el mundo se casa.
-¿No digo que no puedo hablar una palabra sin que usted me contradiga? ¿Conque le parece a usted acertado y muy en el orden que ese ingrato estúpido me deje a mí, después de tantos años, por una muchachuela de enaguas de bayeta?
-Señora, el amor...
-¡Mire usted quién habla de amor! Usted que en su vida ha sabido lo que es. Pero no es eso lo peor -prosiguió cada vez más apurada la Marquesa-, lo peor es lo que ha sucedido esta mañana. ¡Jesús! ¡Dios mío, qué desgracia!
-¿Cuál, señora? -preguntó don Silvestre.
-Figúrese usted que un gallego, venido de los quintos infiernos, llegó esta mañana trayendo unas macetas para colocarlas en el armazón alrededor de la fuente; haciendo lo cual, dio el muy salvaje un golpe al Mercurio y le ha quebrado un ala del pie.
-Y con ella una del corazón de mi madre -observó Alegría, que aunque apartada, oyó este último gemido de su madre.
-Más quisiera -prosiguió la Marquesa, sin atender a lo que decía su hija-, que me hubiese el tal caribe roto a mí un brazo.
-¡Jesús, Marquesa! ¡Tales cosas! -dijo pausadamente don Silvestre.
-¡Tan hermoso como era mi Mercurio! -prosiguió en voz lastimera su dueña-. ¡Tan bien como hacía entre las flores! ¡Qué desgracia! ¡Sólo a mí me suceden estas cosas! ¡Qué desgracia, Dios mío!
-Cómo que no podrá volar -observó Alegría.
La Marquesa tenía efectivamente sus cinco sentidos en aquella estatua de yeso macizo, casi de tamaño natural, y en otras cuatro, más pequeñas, que representaban las cuatro estaciones del año y adornaban en verano los cuatro ángulos del gran patio de la casa.
En este momento entró una señora de edad, alta y gruesa, con paso decidido y aire imponente.
-Eufrasia -le gritó la Marquesa apenas la vio-, mujer, tú que tanto has visto y tanto sabes, ¿no me podrás decir si habrá medio de pegarle el ala a mi Mercurio?
-Madre -dijo Alegría-, dígale usted al talabartero que le haga unas correas, y se le pondrá el ala a guisa de espuela.
-Lo que yo quisiera es encontrar quien te cortase a ti las tuyas -repuso la Marquesa contemplando a su amiga que permanecía en ademán meditabundo.
-¿Nada discurres, Eufrasia? -le preguntó al fin tristemente.
-Mira -contestó ésta en campanuda voz de bajo-, conozco a un lañador tuerto, muy hábil. Si éste no te lo compone, no lo compone nadie.
-Soy de parecer -dijo Alegría-, que en lugar de al lañador, llame usted al miedo, que es el que tiene fama de poner alas en los pies.
-Pero, mujer -observó la Marquesa sin atender a su hija-, se le conocerán las lañas.
-Soy de parecer que las lañas tengan goznes para que no le impidan volar -observó Alegría.
-¡Las perlas! ¡Las perlitas! -dijo impaciente la Marquesa, dirigiéndose a don Silvestre-. ¡Caramba con ellas! Calla, insolente perla, calla; que nadie te da vela para este entierro.
-¿Para el entierro del ala de Mercurio? -preguntó Alegría.
Entretanto decía en consoladoras palabras doña Eufrasia a su amiga:
-Mujer, las lañas no desfiguran ninguna pieza. Las puedes mandar pintar de blanco, y no se conocerán; mas yo si fuese que tú, para igualar los pies, le mandaba aserrar el ala al otro pie: maldita la falta que le hacen; y te digo mi verdad, que desde que las vi me han hecho contradicción; me han parecido siempre espolones de gallo.
-Eufrasia, dices bien: perfectamente discurrido; como por ti; mejor va a quedar. Es claro que estará mejor; mientras más lo pienso, más acertado me parece tu discurso.
-Por supuesto -añadió Alegría- No sé cómo usted, que le gustan las cosas con pie de plomo, le consentía a su querido Mercurio pies alados.
Diremos algunas palabras sobre la señora amiga de la Marquesa, viuda del coronel Matamoros, uno de los jefes improvisados en la guerra de la Independencia; no porque sea un personaje muy interesante, ni tampoco porque haya de servir en los cuadros que vamos bosquejando de otra cosa que de estorbo, sino porque es preciso, cuando una vez se ha sacado a un individuo a la palestra, decir quién es.
Cuando su consorte, el difunto coronel, era cabo, solía cantar dirigida a la hija de un mesonero navarro, mocetona viva, dispuesta y saludable, recia en lo físico y lo moral, la siguiente copla:
Y así fue; pues cuando en la guerra contra la invasión francesa llegó el bizarro cabo a mandar un regimiento de dragones, la hija del mesonero, cumplido el vaticinio, montaba a horcajadas a su lado con unos bríos y una soltura dignos de brillar en un circo ecuestre, y de ser envidiados por las amazonitas del día, que no hay potro mal domado que arredre, y que huyen y gritan al ver un ratón.
Vestía en tales excursiones, pantalones a lo mameluco, una chaqueta militar con faldoncillos, en cuyas bocamangas, lucían tres galones como tres rayos de sol. Llevaba en la cabeza una gorrita por estilo de gorra polonesa, confeccionada con una notable falta de gracia, y adornada con unas grandes plumas negras, que cuando corría se llevaba el viento hacia atrás, de suerte que parecía el humo de un vapor. Adornaba además a esta gorra una escarapela tamaña como una rueda de sandía. Los soldados al verla se entusiasmaban; la intrépida amazona tenía un partido loco con la tropa; por seguir a su coronela y a su bandera, hubieran los soldados pasado no sólo por el fuego, sino por el agua. ¡Qué arrogante moza! Esta era la calificación general, que no sin razón se le daba, y la que tanto sonó en sus oídos, que se la apropió y se identificó con ella como con su nombre de pila.
Doña Eufrasia siempre fue honrada como buena navarra, y unas cuantas sonoras bofetadas habían cimentado sólidamente su respetabilidad en los campamentos.
Cuando esta suave indirecta había sido dada a un antiguo conocido o compañero de su padre, de charretera o capona de lana, se había éste conformado mediante el conocido refrán: patada de yegua no mata caballo.
Si era el escarmentado de los que llevaban charretera de plata, habíale contestado con el caballeroso y nunca desmentido axioma: manos blancas no ofenden.
A la sazón todo había dejado de existir, la guerra, los mandos, el
coronel, la guardia a la puerta, la
Las gentes osadas gozan en sociedad unos privilegios y primacías que hacen poco favor a los individuos que la forman, pues esto prueba que son tan fáciles en dejarse imponer, como difíciles, son en dejarse guiar, tan dóciles a la presunción desfachada como rebeldes y mal sufridos a la persuasión razonable y modesta. El vapor y la osadía son los dos motores, físico y moral, de la época.
Así era que doña Eufrasia, a quien nadie podía sufrir, se había hecho por su propia virtud un lugar en todas partes, y plantada en jarras en su puesto tomado por asalto, no había guapo que la desalojase. Si alguna vez una persona poco sufrida le daba una respuesta agria y ofensiva, se amortiguaban estos dardos sobre la doble coraza que ceñía a la amazona: eran éstas su falta de delicadeza que la hacía no sentir sus puntas, y su grosero egoísmo, sobre el que se embotaban sus filos.
Era esta señora entremetida como el ruido, curiosa como la luz, e inoportuna como un reloj descompuesto. Lo que no le decían, lo preguntaba; si a fuerza de maña se lograba evadir sus preguntas, averiguaba lo que quería saber, valiéndose para ello de los medios más chocarreros e innobles, sonsacando a los criados de las casas, entrándose por lo interior de las habitaciones, leyendo los papeles que hallaba, sin sospechar siquiera que esto fuese una villanía.
Sobre la Marquesa que era débil (y, como todos los débiles, voluntariosa y despótica con sus subordinados, cuanto sufrida y dócil con los insolentes), ejercía doña Eufrasia un dominio incontestable e incontrastable, a que se sometía la Marquesa con el placer que siente una persona religiosa en doblegar su voluntad a la de un santo director. Es cierto que en cosas caseras y económicas la Coronela, en vista de sus prácticos principios, poseía excelentes nociones; pero ahí se limitaba su saber y su aptitud, aunque ella no lo creía así, sino que sobre todo cuanto hay echaba sus fallos como una nube sus granizos.
Como todo extraño que ejerce una influencia indebida sobre las
cabezas de casa, era doña Eufrasia temida y mal vista por todos
los habitantes de la de la Marquesa, sobre todo por sus hijas, a
las que solía proporcionar algunas filípicas de su madre,
alborotándola contra ellas. Como todo el que siendo pobre,
ignorante y viejo, no se pone en su lugar, a la sombra, era con
razón este femenino rezago de la guerra de la Independencia un
objeto de ridículo y tedio general; pero ella no lo notaba, y si
se lo hubiesen dicho, no lo habría creído. Los que ciega el amor
propio, son como los que ciega la oftalmía: hay entre ellos
ciegos finos y amañados, a los que un delicado tacto hace
disimular su ceguera; y hay otros ciegos torpemente atrevidos,
que andan con denuedo y alta frente, sin detenerse ni cuidarse
de tropezar y chocar con cuanto se les pone delante. A esta
categoría moral pertenecía la coronela Matamoros. Hay que añadir
a este retrato daguerrotipado, que vestía ridiculísimamente,
aunque sin pretensiones, por que conservaba un entrañable amor a
los moños ajados, a las galas marchitas, a las modas añejas y a
las alhajas de poco valor, pretendiendo con usarlas darse un
aire
La tolerancia llevada hasta sus últimos límites, esto es, hasta hacerse extensiva, no sólo a gentes sin educación e inferiores en la jerarquía social, sino hasta personas cuya conducta es mala o deshonrosa con escándalo, es una falta de decoro y de distinción en la sociedad española, que con copiosos y justos argumentos censuran los extranjeros distinguidos.
En cuanto a nosotros, conociendo la justicia que tienen los argumentos en que fundan su juicio, así como los grandes inconvenientes que tiene para el decoro y moralidad pública el que la sociedad abdique una prerrogativa de censura y aun de proscripción, que sería no sólo un castigo justo, pero también un freno poderoso y útil, nos guardaremos no obstante de hostilizar a la sociedad por su tolerancia: ¡así como es apática fuese benévola! -Que no se llame amiga a la persona que no sea acreedora a ello, es conveniente, delicado y prudente; pero huir de su contacto, tirarle la piedra, hágalo el arrogante que por su omnipotencia se erija en juez, desatendiendo a la de Dios que nos impone ser hermanos.
Algunas anécdotas de esta famosa hija de Marte acabarán de colocarla en su verdadera luz.
Tenía la Coronela aquella completa falta de delicadeza y susceptibilidad que deja el ánimo perfectamente tranquilo al recibir un desaire o sufrir una burla a boca de jarro, y el libre uso de todas las facultades para replicar oportunamente. Así era que sus réplicas oportunas y desvergonzadas eran temibles y tenían fama. Eran éstas una disciplina rigorosa que había sustituido a la militar, desde que por desgracia del ejército no formaba parte activa en él la veterana. Gloriábase de ello, repitiendo a menudo que no aguantaba ancas, o bien que tenía malas pulgas, o bien que no tenía pelos en la lengua, o que a ella no se le quedaba nada por decir, o que tenía tres pares de tacones, o que quien la buscaba la hallaba, o que la hija de su padre no se dejaba zapatear, coronando todas estas gracias con su frase favorita, que era asegurar que no moriría de cólico cerrado.
En una ocasión se presentó en un sarao, y bien fuese por alguna promesa de hábito de Jesús, o por su pésimo gusto en vestir, ello es que apareció uniformemente equipada de morado de pies a cabeza.
El grupo que formaban las muchachas, al verla aparecer soplada como un navío a la vela, se quedó extático.
-¡Ay! -exclamó la una-. Doña Eufrasia se ha caído en la caldera de un tintorero.
-¡Qué! No hay caldera donde quepa ese medio mundo -dijo otra.
-Será que va a salir de nazareno en la procesión del Santo entierro.
-Es en honor de las violetas, a cuyo cultivo se ha dedicado desde que no se puede dedicar al de los laureles -dijo un joven estudiante llamado Paco Guzmán.
-Más bien habrá sido al del palo de campeche -observó otra de las niñas.
-Os engañáis todos -dijo Alegría-: es que la han hecho obispo.
Doña Eufrasia, que a la sazón pasaba y había visto las risas y oído distintamente la última frase dicha por Alegría, se paró erguida, y revolviendo en sus órbitas sus redondos ojos.
-Si ello es así -dijo con su campanuda voz-, cuidado no os confirme.
Y haciendo con la abierta mano un ademán significativo prosiguió majestuosamente su marcha triunfal.
Algunos meses antes de la época en que da principio esta relación, siendo días de la Marquesa, se había reunido una numerosa concurrencia cuando entró doña Eufrasia, vestida con una especie de dulleta guarnecida toda de pieles, embuchado en un boa su moreno rostro, y llevando sobre su peluca de marca mayor una gorrita, retoño de la de marras, igualmente guarnecida de pieles.
-¡Miren! -exclamó al verla Alegría-: ¡ha resucitado Robinsón Crusoe!
-Cate usted -dijo otra-, un vestido de piel de oso forrado en lo mismo: es un regalo del emperador de Rusia.
-¡Qué! -añadió la tercera-, es un uniforme viejo de su marido, huele a pólvora francesa y está picado.
-Y ella también, ved los ojos que nos echa.
-¿A que le echo yo en cambio un requiebro? -dijo Paco Guzmán, que era un joven bien parecido, de una noble y pudiente casa de Extremadura, de muchas luces, muy vivo, muy ligero de sangre y algo aturdido, que ocupaba el primer lugar entre los apasionados de Alegría.
-Cuidado -observó ésta-, que doña Eufrasia es de las que dicen una fresca al lucero del alba, y se quedan preparadas para otra.
Pero Paco Guzmán no la atendía, porque se había acercado a la abrigada señora, y le decía:
-Mi coronela, hasta hoy no he comprendido toda la admiración y
todo el efecto que puede causar la
-Pues por mí -contestó la requebrada-, no acabo de comprender las
pretensiones que tenéis vos de pertenecer a los Guzmanes
Con esta frase de doble sentido, como una espada de dos filos, hacía doña Eufrasia alusión a las pretensiones nobiliarias de la familia de Paco Guzmán, que aunque fundadas, eran contestadas por personas que para hacerlo no tenían datos ni convicciones, y lo hacían sólo por el espíritu de hostilidad que vive y reina.
-La ventaja que nos llevan las ilustraciones modernas -contestó
Paco Guzmán-, es la de tener su origen a la vista de todos, y no
podérseles contestar, en particular si datan de la guerra de la
-¿Qué se entiende? -gritó furiosa la guapa guerrillera- ¡Poner apodo a la guerra del francés, que ha admirado al mundo entero! Marquesa, te digo que las cosas que se oyen en tu casa son tan escandalosas, que no la volvería yo a pisar si no fuera por...
-El chocolate -dijo un criado presentándole una jícara de chocolate y un plato de bizcochos-, según acostumbraba hacer desde tiempo inmemorial, cuando a la noche veía entrar a la amiga de su señora.
-Juan -dijo doña Eufrasia, tomando el pocillo y mudando de repente de tono-, dile a la cocinera que ayer no estaba bastante hervido el chocolate; no son tres veces, sino cuatro o cinco las que tiene que subir, y es preciso después de hecho, dejarlo reposar; y a ti te advierto que anoche no eran los bizcochos del día; ten cuidado, no te engañe el confitero.
Como hemos dicho ya que los apuros en la Marquesa eran como las dignidades eclesiásticas en las procesiones, esto es, que las menores pasaban antes que las mayores, había esta señora omitido en la enumeración de apuros que confió a su amigo don Silvestre, el mayor de ellos, del cual es preciso poner al corriente al lector, para la claridad de este relato.
Su hermana, que era madrina de Constancia, le había escrito acerca de un asunto que traía entre manos. Era este el casamiento de su sobrina y ahijada, que había contratado con el hijo de un grande de España, íntimo amigo suyo, asegurándole su herencia entera en los contratos. Este enlace le había seducido tanto más, cuanto que el novio, que llevaba el título de marqués de Valdemar, era un joven de mucho mérito, de muy buena presencia y de unos modales tanto más finos y simpáticos cuanto que distando igualmente de la arrogancia pretenciosa que del tono desdeñoso (es decir, no teniendo el afán de copiar a los franceses ni a los ingleses), eran españoles netos. Este bello tipo, lo decimos con dolor, se va haciendo raro, pues los más frecuentes, y sobre todo los que más se ponen en evidencia, son los que afectan un extranjerismo chocante, o un españolismo grotesco y chocarrero.
La Marquesa había hablado sobre este asunto a Constancia, y con
asombro suyo la había hallado muy mal dispuesta para este
ventajoso y brillante enlace. Esta
Verdaderamente no sabía la pobre señora qué hacer al ver que a pesar de sus reflexiones, consejos, súplicas y anatemas, estaba su hija cada día más firme y decidida en su negativa, no atreviéndose a escribírselo a su hermana por temor de incomodarla, sabiendo que era poco amiga de contradicciones, y temiendo que viéndose desatendida desheredase a su ahijada.
La Marquesa, que no tenía nada de lince, no buscaba ni veía más
causa a la negativa de su hija que sus
Dos años antes había venido destinado a Sevilla un joven artillero, pariente de la casa, llamado Bruno de Vargas. Era éste un joven grave por carácter, y metido en sí por tempranas desgracias de familia. Cuando llegó tenía veinte y tres años, y Constancia diez y siete, y desde entonces se amaron.
Como en el carácter de ambos había la fuerza, la energía y la
pasión de una edad menos tierna, resultó arraigarse en sus
corazones ese amor español firme y profundo, menos efervescente
quizás que los no
La absoluta imposibilidad que existía en el enlace del joven subalterno y la hija de la marquesa de Cortegana, les había llevado a ocultar profundamente sus amores, por no verlos combatidos. Contaban con el tiempo, que tanto hace y deshace para allanar dificultades; con su constancia para vencerlas, y con la esperanza, para vivir entre tanto tranquilos y contentos. La esperanza no siempre tiene palabra de Rey, pero sí tiene siempre consuelos de madre.
Asistía Bruno de Vargas como uno de tantos a la tertulia de la Marquesa, sin que nunca hubiese mediado entre ellos más coloquio que éste:
-Tía, a los pies de usted.
-Adiós, Bruno; me alegro de verte.
En cuanto a Alegría, la risueña niña no había fijado aún su corazón, que guardaba como un sultán su pañuelo, dudando aún a quién favorecería con él. Entretanto recibía incienso como tributo debido, sin que éste ofuscase su vida ni le impidiese distinguir y calificar las manos que se lo ofrecían.
Aunque nada le había dicho su madre sobre el proyectado enlace de su hermana, como esta señora no sabía disimular, y menos que nada su mal humor, lo había comprendido todo al notar las conferencias secretas de ambas, y oír en seguida a su madre hacer a todos un brillante elogio del recomendado de su hermana, el marqués de Valdemar, que había de llegar en breve, y echar a renglón seguido las más furibundas indirectas a Constancia, anatematizando a las niñas caprichosas, rebeldes y voluntariosas, raras y díscolas, que no atendían a los consejos de sus madres, y solían hacer en su Juventud disparates que les pesaban después toda su vida.
-¡Buena tonta es mi hermana -pensaba Alegría-, de perder semejante suerte! y ¡eso por ese cena a oscuras de Bruno, que es por cierto un novio a pedir de boca! Bien dice el refrán, que no es la fortuna para quien la busca, sino para aquél a quien se viene a las manos.
Cuando Clemencia vino a casa de su tía, como su belleza era tan
notable, tuvo una brillante acogida. Una voz general se levantó
para celebrarla; por ocho días no se habló en Sevilla sino de la
hermosura y candor de la
En cambio, la acogida que recibió en casa de su tía fue poco cordial. Pero en la primera edad, si no está la naturaleza viciada, hay tan pocas pretensiones, y el alegre y bondoso carácter de la inocente niña era tan opuesto a ser exigente, que lejos de notar esta falta de cordialidad, no hubo en su corazón sino gratitud y contento.
Poco a poco y como se filtra una gota de agua por un ladrillo, fue como cayeron a manera de gotas de hiel en el corazón de Clemencia, las muestras de indiferencia, de desvío y hasta de desdén que fue recibiendo.
Singular es la influencia que ejerce en nuestro sentir la luz en que se ponen las cosas y las personas; singular es, repetimos, la independencia de ideas, que pasa en el trato casi a contradicción con las ajenas, y la subordinación de impresiones, que llega casi hasta el propio anonadamiento.
Hemos observado bastante el mundo, y siempre hemos visto esta poderosa influencia, aun en el seno de las familias; y añadiremos que es esto a tal punto cierto y general, que sólo la fuerza de la reflexión y el poder del convencimiento al ver la injusticia saltar a los ojos, nos han impedido a veces, ya en bien, ya en mal, ceder a este irresistible impulso, a este general contagio.
Así fue que a pesar del entusiasmo con que fue acogida aquella encantadora aparición, aquella sonriente rosa, aquella azucena que abría su puro cáliz y despedía sus fragancias sin saber ni el cómo ni el porqué, esta radiante imagen pasó a segundo término, se deslustró, se empañó cual si sobre ella se hubiese corrido un velo. Bastó que Constancia murmurase con aspereza: «¡Cosas de Clemencia!», bastó que alguna infantil sencillez, hija de su falta de trato, escapase de sus inocentes labios y llamase sobre los de Alegría una sonrisa burlona; bastó que su tía le dijese alguna vez con impaciencia: «Calla, hija, por Dios, calla», para dar ese impulso de baja que la sociedad se apresuró a seguir, repitiendo cuando se hablaba de ella: ¿Clemencia? sí, bonita es; es una infeliz, ni pincha ni corta.
¡Cuán verdad es que sólo somos en la sociedad lo que nos quieren hacer!
La pobre niña, humillada y rechazada, lloró y dudó de sí: ¡triste privilegio de las almas superiores! No trató de combatir, sino que por un impulso de bondad y un instinto de dignidad se apresuró a colocarse de motu propio en el lugar en que conoció que querían colocarla, para evitar que la empujasen a él. Todos los lugares eran buenos para la modesta niña, siempre que en ellos no alcanzasen a herirla.
¡Cuántas veces en -el mundo se ve un brillante, inapreciado por la injusticia y la malevolencia, entre tanto que se engarza en oro y se ostenta un mal pedazo de vidrio! ¡Cuántas violetas florecen y mueren a la sombra!
¡Triste justicia humana, cuya balanza se inclina al soplo ligero del albedrío, al impertinente fallo de la pedante medianía y al venenoso tiro de la envidia!
Clemencia se convenció de que aquel primer entusiasmo que había inspirado, había sido una benévola bienvenida en obsequio a su tía, y que cada cosa había vuelto a su lugar.
Si hay algo que enternezca profundamente, es el ver sufrir injusticias, no con resignación y paciencia, sino sin graduarlas de tales; es el ver la humildad que ignora su mérito, y la bondad que quita a los abrojos sus espinas, esto es, a los procederes hostiles sus malas causas.
Si alguna vez un desabrimiento o una dureza la hacían llorar, bastaba una palabra o una mirada benévola para consolarla, secar sus lágrimas y traer la sonrisa a sus labios. Esto lo hallaba a veces en su tía, que a pesar de su displicente carácter, era en el fondo bondadosa, y al ver llorar a su sobrina, el día que estaba de mal humor se impacientaba; pero el día que lo estaba de bueno, le daba lástima, y entonces le dirigía la palabra con agrado, o la obsequiaba con algún regalito, lo que hacía rebosar de gratitud el corazón de aquella niña, porque la gratitud en los corazones sanos y generosos es como el saltadero de agua, que sólo necesita una rendija para brotar puro y vivaz.
Pocos días después de la escena que dejamos referida en el primer capítulo, estaba un día a la prima noche la Marquesa más apurada y displicente que nunca. Ya había echado varios trepes a las niñas, guardando Constancia un frío y obstinado silencio, contestando Alegría con atrevida falta de respeto, y vertiendo lágrimas Clemencia, cuando entró con paso firme su gigantesca amiga doña Eufrasia, que todas las noches iba allá a tomar el chocolate y a hacerle la partida de tresillo.
-¿Ya estás hipando, mujer? -dijo al entrar, en tono de reconvención-. ¿Qué tenemos ahora?
-¡Qué he de tener! Un hijo loco, derrochador, que me espeta hoy una letra de París de treinta mil reales.
-Tú tienes la culpa: ¿por qué le pagas las trampas? Mientras más
le pagues más hará; el derrochar es como la sed de la
-Tengo -prosiguió la Marquesa-, las hijas más mal criadas, indóciles y desobedientes...
-Tú tienes la culpa, pues no sabes mantener la disciplina en tu casa.
-Esa Constancia que es la más díscola, la más indómita...
-Con pan y agua se ponen más suaves que guantes las rebeldes.
-Calla, mujer: si tiene diez y nueve años -observó la Marquesa.
-Pan y agua son manjares de todas edades -repuso la fiera militara.
-Tengo -prosiguió la Marquesa-, a esa Alegría, que no piensa mas que en divertirse: todo el día me ha estado moliendo para que la llevase a paseo. ¡Para paseos estaba yo!
-No accedas, bien hecho: las niñas recogidas; que el buen paño en el arca se vende.
-El buen paño en el arca se pica -replicó con aire desvergonzado Alegría.
-Calla, cuelli-sacada -le dijo su madre-, ¡Ay, Eufrasia! Tengo... tengo una sobrina llorona; por todo llora. ¿Me querrás decir, Clemencia, compotita de manzana, por qué estás llorando?
-Tía -repuso Clemencia enjugándose los ojos-, porque me habéis dicho que callo y no tomo cartas en vuestros altercados con mis primas, por no daros la razón; y no es por eso, sino porque pienso que no debo meterme en eso, pues mis primas se enfadarían; y también porque os aseguro, señora, que no sé qué decir.
-Pues aprende de doña Eufrasia -le dijo al paño Alegría-, que como
dice la copla, bien podrá no tener nunca mucho que
-No se hace caso de las lágrimas de las niñas: ese es el modo de
que no vuelvan a llorar esas Magdalenitas de
-Y lo peor de todo es -prosiguió la Marquesa-, que Juana me se va; no parece sino que le picó la mosca; no hay quien lo detenga.
-Ya eso lo sabía yo -repuso doña Eufrasia-, que efectivamente sabía cuanto pasaba en las casas que visitaba, sobre todo lo perteneciente a la esfera inferior.
-¿Tú? ¿Y cómo?
-Porque la novia fue a casa de la jefa, donde sirve una hermana
suya, para que se empeñara con su señora a fin de que a Juan le
dieran una
-¿Y la obtuvo?
-Inmediatamente.
-A Juan, que es dormilón -dijo riéndose Alegría-, le sucederá lo que a aquel otro sereno amigo de su comodidad, que dormía toda la noche muy descansado en su cama, con sólo el cuidado de abrir de cuando en cuando la ventana, sacar la gaita y cantar la hora.
-Pero no te apures, Marquesa -dijo doña Eufrasia-; yo te tengo un criado pintiparado.
-¿De veras, mujer? -exclamó la Marquesa- ¡Cuánto lo celebraría! El ramo de criados está perdido. ¿Es de tu confianza? ¿Me respondes de él?
-Respondo -contestó doña Eufrasia-, bajando su voz a los -más profundos abismos de su robusta entonación.
-¿Lo conoces?
-¿Si lo conozco? Veinte años lo he tenido de asistente. Es un criado como hay pocos, y está hecho a mis mañas.
Esto de estar hecho a las mañas de doña Eufrasia, aterró a las muchachas; pero satisfizo grandemente a la Marquesa, la que no obstante siguió preguntando:
-¿Bebe?
-Agua.
-¿Es enamorado?
-No mira más cara de mujer que la de Isabel II.
-¿Es fiel?
-Como el sello.
-¿Tiene buen genio?
-Es un tórtolo.
-¿Fuma?
-En la vida de Dios.
-¿Es aseado?
-Como el oro.
-¿Y entiende?
-De todo.
-Vamos -dijo consolada la Marquesa-, esta es una suerte que Dios me depara en medio de mis aflicciones. ¡Ay Eufrasia! siempre te apareces como tabla de salvación en mis mayores apuros.
-Señora -dijo a la mañana siguiente el ama de llaves-, ahí está el criado que envía la señora doña Eufrasia.
-Bien, dile que entre -contestó la Marquesa.
A poco entró la más extraña figura que darse puede. Era una rara muestra de lo que es la expresión a los rostros y el continente a las personas; pues siendo el que se presentó un hombre sin deformidad alguna, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, con facciones regulares, buenos ojos y buena dentadura, nadie podía mirarlo sin reírse, menos aquellos que tienen la desgracia de no reírse nunca. Estaba basta, pero aseadamente vestido, sólo que los pantalones eran demasiado cortos, y en cambio los zapatos demasiado largos; la chaqueta era demasiado angosta, y el corbatín negro de charol demasiado ancho, lo que le obligaba a levantar la cara con inusitada arrogancia.
Su cabello, todo llamado a un lado y perfectamente alisado con clara de huevo, parecía un gorro de hule.
Pasaba su movible semblante repentinamente de la expresión más alegre y vivaracha, de la sonrisa más desparramada y satisfecha, a la seriedad más grave e imponente; así como su persona pasaba instantáneamente de la más activa petulancia a la más estricta inmovilidad, poniéndose entonces en la posición correcta de un soldado ante su jefe, juntando los pies, pegando los brazos a lo largo de los costados y fijando sus ojos sin pestañear al frente.
Entró dicho sujeto, saludó y dijo con la más graciosa sonrisa y la más marcada pronunciación gallega.
-Dios dé buenos días a usía y a la compañía.
La Marquesa estaba sola.
-Adiós, hombre. ¿Tú eres el que vienes?...
-De parte de la señora Coronela, sí, señora usía.
Tiene la señora Coronela hoy un
-Lo siento. ¿Y cómo te llamas?
-José Fungueira para servir a Dios, a usía y a la compañía; pero mis amos siempre me han llamado Pepino.
-¿Y de qué tierra eres?
-Gallego de Galicia, más acá de Vigo, pasada la puente de San Payo y Pontevedra, antes de llegar a Caldas, a mano derecha, se tira para la ría...
-Bien: ¿estuviste mucho tiempo con la Coronela?
-Perdí la cuenta, usía: entré allá mocito de diez y nueve años; y estaba tan blanquito y coloradito que parecía un pero.
-¿Y sabes servir?
-Señora usía, ¿no he de saber? Las casas me las bebo yo como vasos de agua.
-¿Y puedes asistir bien a la mesa?
-¡Vaya! no me gana el repostero del obispo.
-Pero ¿sabes limpiar a la perfección la plata, el cristal y los cuchillos? ¿Eres prolijo en el aseo?
-Señora, yo lavo el agua.
-Es que yo soy muy extremada en este punto.
-Más lo soy yo, usía, que de tanto frotar dejé en casa de mi amo los cuchillos sin mango, hasta que tuvo que decirme el Coronel: Pepino, animal, más vale maña que fuerza.
-Ten entendido que no tolero amoríos en mi casa. Si siquiera miras a la cara a una de las mozas, te despido acto continuo.
-¡Las mujeres! Malditas de Dios, más cansadas que ranos. No las puedo ver, exceptuando lo presente, se entiende.
-Cuidado con el traguito; te advierto que no quiero criado que beba.
-Señora, yo no lo pruebo, no estoy tan mal con mis cuartos.
-Tampoco has de oler a tabaco; cuidado con eso. Si fumas, que sea en la calle, porque mis hijas no pueden sufrir el olor a tabaco, con particularidad el del malo que tú fumarás.
-Señora, no fumo, no gasto en eso mis cuartos.
-Lo primerito que te encargo -añadió la Marquesa-, es el mayor cuidado y las mayores consideraciones con el Mercurio que está en el patio. ¿Lo has visto?
-No he visto a su mercé, usía. ¿Es de la casa?
-Por supuesto: ¿había de ser de fuera? Le quitarás el polvo con un plumero.
-¿Con un plumero? ¿No sería mejor con un cepillo, usía?
-No, que podrás dañarle.
-Vamos, tendrá su mercé dolor de
-Si lloviese, o vieses aparato de lluvia...
-Le llevo un paraguas; bien está, usía.
-No, hombre, ¡qué disparate! lo tomas en brazos con muchísimo cuidado, y lo pones bajo techado.
-¿En brazos? ¡Pues qué! ¿no sabe andar?
-¿Cómo ha de andar una estatua de yeso, hombre?
-¡Ya! ¿De yeso? Ya estoy. Aquel angelote es un Mercurio;
-Muy bien, eso me place, que tomes interés por las cosas. Doy cuatro duros de salario. Ve si te acomoda.
-Señora, en la casa que estaba ganaba dos.
-Puedes venir desde mañana.
-No faltaré, usía; antes faltará el sol.
-Pues adiós.
-Que usía se conserve.
-Es una alhaja -pensó la Marquesa.
-¡Cuatro duriños! Hice un viaje a las Indias -pensó el ex-asistente de doña Eufrasia-; y se separaron muy satisfechos el uno del otro.
Al día siguiente, poco antes de la hora de la comida, decía Alegría a don Silvestre, que los jueves, semanalmente, les acompañaba a la mesa:
-Madre ha tomado un criado, que sólo su merced es capaz de
apreciar. Es un desdoro para una casa tener en ella semejante
facha grotesca, un gaznápiro igual. Pero a madre le entró por el
ojo como un abejorro, porque lo recomendó doña Eufrasia que dice
-Alegría se puso a remedar la voz de bajo de la Coronela para
añadir-
-Calla, calla, pizpireta -exclamó la Marquesa-. ¿Qué se entiende hablar así de una señora como doña Eufrasia, una mujer tan virtuosa, tan para todo, y que tanto sabe? Le digo a usted, don Silvestre, que es una suerte en medio de mis desgracias, que me se haya proporcionado este criado, que es honrado, no es enamorado, ni bebedor, ni fumador. Dice Eufrasia que sirve a la perfección y asiste al pensamiento, y que es un criado como hay pocos.
-Bueno es el juez y el fallo mejor -dijo Alegría.
-Pues sí que lo son, deslenguada; pero hoy día quieren cacarear los pollos más recio que los gallos, y las pollitas saber más que las gallinas: ¡Así anda ello! Quiero mejor en mi casa un hombre de bien, aun dado caso que estuviese torpe al principio, que no un tunantillo listo, que además de servir, sepa otras tracamundanas.
En este momento entró Andrea, el ama de llaves.
-Señora -dijo-, ¿no ha mandado usía que se traigan merengues para postres?
-Sí, ¡qué majaderías! ¿A qué viene eso?
-Es que no los quiere traer el mozo.
-¿Que no? ¿Por qué?
-Porque dice que nunca ha oído nombrar semejante cosa, que es un chasco que le queremos dar, mandándolo por una cosa que no encuentre, y que no es la primera vez que en las casas en que ha estado le han hecho esa jugarreta.
-Dile que venga acá -dijo gravemente la Marquesa.
De allí a un rato, apareció el fámulo a paso de ataque, alta la frente, gracias al corbatín de charol, y se cuadré en su posición; pero tan cerca en extremo de su señora, que ésta, que se había propuesto dispensarle todas sus desmañas, e irle enseñando, le dijo:
-Más lejos, hombre; cuando se te llame, te quedas a la puerta aguardando órdenes.
Pepino dio media vuelta a la derecha y se plantó en su posición a un lado de la puerta; pero no sin haberle dado al volverse un talonazo que hizo retemblar todos los cristales en sus compartimentos.
-Ten entendido -le dijo la Marquesa-, que tienes que traer cuanto te pida Andrea, y que no tenga que volvértelo a decir. Ahora ve y trae los merengues.
Pepino dio media vuelta a la izquierda y desapareció a paso redoblado.
-¿Lo ve usted? -dijo Alegría, que a duras penas había estado
conteniendo la risa-, ve usted, don Silvestre ¡qué zopenco, qué
gaznápiro! Mangoneando ha estado en la antecocina, habiendo roto
un vaso y derramado el aceite de un reverbero. Andrea ha querido
enseñarle cómo se hacen las cosas; pero él dice que todo lo
sabe; que el que ha estado veinte años en casa de la coronela
Matamoros, puede enseñar, y no tiene que aprender, y que en dos
por tres se
-Nadie nace enseñado -repuso la Marquesa-, y vuelvo a decirte que más quiero a éste que a un pillastre con frac; y ¡cuidado cómo te ríes delante de él! que aturrullas al pobre hombre.
De ahí a un corto rato, se volvieron a, oír las zancajadas del diligente fámulo, que entró con su más radiante sonrisa y sus más contoneados movimientos.
Traía en la mano un bulto liado en papel de estraza.
-Ahí tiene usía -dijo presentándoselo a la Marquesa.
-A mí no me los des -dijo ésta-; llévalos al comedor y ponlos bien puestos en un plato de los de postres.
-¡Qué mal olor! -exclamó Alegría- ¡Jesús! ¿Qué trae ese hombre que ha inficionado todo el cuarto? ¿Qué es eso? a ver...
Pepino se volvió, y dijo entreabriendo el papel:
-Son los arenques, señorita. Véalos su mercé.
-Vete, corre, tira eso -exclamó Alegría-, soltando la risa, y dile a Andrea que venga a sahumar.
-¡Qué torpe! ¡qué ganso! -dijo con acritud Constancia.
-¿Pues no me lo mandaron traer? -repuso Pepino con dignidad ofendida.
-Vete, lárgate, desaparece con tus arenques -gritó Alegría.
Pepino, asustado con el grito de Alegría, dio una vuelta tan brusca que todos los arenques cayeron al suelo.
A poco fueron a comer.
La mesa presentaba un extraño espectáculo. Las servilletas dobladas con arte chaclueco formaban mitras, torres de chuchurumbel y obeliscos egipcios. Cada vaso estaba colocado respetuosamente en un cubillo de botella, y éstas habían quedado en humilde contacto con el mantel.
En cada sitio designado a una persona había media docena de cubiertos, no sabemos si con el fin de que luciese toda la plata, o si por evitarse la molestia de remudar los que hubiesen servido.
La Marquesa, que se había propuesto hacer de su protegido un lucido discípulo, tuvo la paciencia de colocar cada cosa en su lugar con las debidas explicaciones.
-¡Ya, ya! -decía Pepino-, cada casa tiene sus usos.
Apenas se había acabado de servir la sopa, cuando Pepino, con su acostumbrada disposición y viveza, levantó ligera y airosamente la sopera, y colocó en su lugar la ensalada.
Alegría soltó el trapo a reír.
-Esto no se puede tolerar -murmuró Constancia.
Su madre les echó una mirada severa.
-Quita la ensaladera -dijo con admirable paciencia a su discípulo-, y en su lugar pon el frito. ¡Qué mala carne! -observó ésta después de un rato, al partir la de la olla.
-Pues la pedí de regidor -dijo Pepino-; pero los carniceros son unos ladros.
-Calla -mandó la Marquesa.
Pepino se revistió de su seriedad y se puso en su posición.
El primer plato de que se componía el segundo servicio era un pollo asado.
-¡Ah! -exclamó al colocarlo en medio de la mesa el nuevo criado-, con la cara más alegre y animada que nunca: ¡qué hermoso gallo para comerlo entre tres amigos, y dos durmiendo!
-Calla -volvió a decir la Marquesa-: coloca el pollo delante del señor don Silvestre, y no vuelvas a meter tu cucharada en nada.
-Señora -exclamó el interpelado, pasando repentinamente de su aire jovial a su aire digno-, no he metido en nada mi cucharada; yo sé vivir; desde que almorcé no he probado bocado.
-Lo que se te advierte -repuso impaciente su ama-, es que no hables; enmudece y no te estés ahí parado. Trae lo demás; ¿a qué aguardas?
-A que acaben sus mercedes de comer el pollo, -contestó el inteligente mozo de comedor.
-Anda, hombre, y haz lo que se te manda -advirtió con renovada paciencia su señora y directora.
Pepino volvió en seguida con otra fuente que contenía corbina guisada.
-¿Dónde coloco esta
Alegría prorrumpió en carcajadas.
-Ese hombre no sabe ni hablar -dijo ásperamente Constancia.
-¿Que no sé hablar! -repuso con su aire más majestuoso Pepino-. Señorita, otra cosa no sabré, pero lo que es hablar, lo aprendí desde que nací.
Omitiremos los incidentes del mismo género de los referidos que acaecieron en los postres, y pasaremos con la Marquesa y demás a la sala donde iban a tomar café. Apenas se hubieron sentado, cuando entró Pepino trayendo la batea, con la cabeza tan erguida y tan quebrado de cintura, que no parecía sino que traía una corona y un cetro que ofrecer a su señora.
Colocóla sobre la mesa, preparándose con soltura a servirlo, medio llenando en un abrir y cerrar de ojos las tazas de azúcar.
-Vete, Pepino -dijo la Marquesa-; el servir el café no es de tu incumbencia.
-Yo no quiero que sus mercedes se incomoden -respondió el obsequioso mozo-, agarrando con denuedo la cafetera.
Constancia se la arrebató antes que la fusión del líquido y del azúcar hubiesen producido el almíbar de café que de ella debía necesariamente resultar.
Algún tiempo después vio confirmadas la Marquesa las esperanzas que había puesto en la fidelidad y moralidad del ex-asistente de doña Eufrasia, puesto que en una entrevista particular y confidencial que tuvieron, descubrió con escándalo y dolor: primero, que la cocinera fumaba; segundo, que la mujer de cuerpo de casa se bebía el vino; tercero, que la costurera se llevaba de noche varios comestibles a su casa; cuarto, que la doncella tenía un novio que le hablaba por la reja; y quinto, que Andrea sabía y hacía la vista larga a todas estas infamias.
-¡No puede ser! -exclamó horripilada la Marquesa al oír tan funestas revelaciones.
-Pues no lo crea usía -repuso con toda su dignidad el fiel
servidor, sentido de que su señora dudase de su veracidad- No lo
crea usía; a bien que no es
Pepino quería decir artículo de fe.
Con esto hubo una de San Quintín en la casa. Llovieron sobre Pepino como saetas las miradas malévolas, y fue el blanco de las indirectas más punzantes. Pepino, envalentonado con la creciente protección de su señora, todo lo miró con el frío desdén que una pared maestra recibe los pelotazos de niños dañinos.
Pero algún tiempo después tuvo la Marquesa el dolor de ver a su favorito venir a servir el almuerzo en un doloroso estado. Cojeaba y estaba medio derrengado; uno de sus ojos yacía oculto en una prominente hinchazón, del fondo de la cual salía su triste mirada como un rayito de luna por una rendija.
La noche antes, al ir a llevar una carta al correo, manos invisibles por la oscuridad le habían apaleado a su sabor, diciéndole que era por la primera; que a la segunda se le cortaría la lengua.
La Marquesa, compadecida, exclamó que así perseguía siempre en este mundo el vicio a la virtud, y dio a su virtuosa policía secreta cuatro duros por vía de indemnización de los percances del oficio.
Al percibir la moneda de oro, el mencionado triste rayito de luna se trocó en un brillante rayito de sol.
Constancia no tenía más que una amiga y una confidenta, y esta era Andrea, que había sido su ama.
-¡Válgame, Dios, hija! -le decía ésta una mañana en que solas se hallaban en el cuarto de Constancia-: ¿es posible que des esta pesadumbre a tu madre, que desperdicies tan buena suerte como se te brinda, todo por haberte encariñado a tontas y a locas? Como que te parecía todo el monte orégano. Bien te lo avisé; pero los consejos son como los muertos: no se conoce lo que valen hasta que pasa su tiempo. Recuerda cuántas veces te dije: Ese muchacho, muy bueno será, no digo que no; pero con él no puedes pensar en casarte.
-¿Y quién piensa en casarse? -repuso ásperamente Constancia.
-¿Quién piensa en casarse? ¡Mire usted que cuajo! ¡Toma! Todas las mujeres que no tienen otro guiso, a menos que no se quieran meter monjas.
-Ahí es donde vas errada, ama; que las hay que no piensan ni en lo uno ni en lo otro.
-Pues entonces deja de querer a Bruno, que consentido estará en otra cosa.
-Como tal cosa me vuelvas a decir -exclamó Constancia-, te creo más enemiga mía que mi madre, mi tía y mi hermana.
-¡Jesús! ¡qué extremosa eres! -repuso Andrea-. ¿No quieres que vea con dolor una cosa que no lleva camino, ni puede tener buen fin? Considera que te quedas sin la herencia de tu tía.
-¡Mire qué espantajo! ¡Valiente cosa me supone a mí mi tía ni su herencia! Herencia con condiciones, que se la guarde. ¿Para qué quiero yo ese dinero? ¿para dorar mi desgracia? No, ama, no; quiero ser feliz a mi gusto y sentir, y lo seré sin herencia, sin grandeza y sin títulos: goce de esas decantadas felicidades quien las aprecie y desee. Yo sólo una felicidad aprecio y deseo; y si llego a lograrla, aunque sea en mi vejez, daré por bien empleada mi juventud en esperarla. Así entiende, ama, para que no me exasperes más de lo que lo estoy, alistándote con las otras para atormentarme, que sólo a un hombre amaré en mi vida; que me arrancarán el corazón antes que lo olvide, y que no me casaré con otro, aunque de no hacerlo tuviese que pedir un pedazo de pan de puerta en puerta.
-La vida es larga, hija mía -suspiró Andrea.
-Eso mismo digo yo -repuso con vehemencia Constancia-; y no se casa una por un día ni dos, sino para morir con la cadena al cuello. Así, déjame en paz, y no te unas tú también a los demás para amargarme la vida.
Aquella misma mañana decía la Marquesa a su confidente don Silvestre.
-¡Jesús! hoy llega el Marqués, y yo no sé dónde dar de cabeza. ¡Mi hermana que está tan consentida en esta boda, y tan ajena de lo que pasa! ¡Qué niña! ¡Qué terca y qué sobre sí! Ya tiene tres pares de tacones. ¿Qué dirá el Marqués cuando se halle con ese erizo manzanero? Se volverá a Madrid muy ofendido, y con razón.
-Pero, señora -repuso pausadamente don Silvestre-, ¿por qué no previno usted este caso, escribiéndole con tiempo a su hermana?
-¿Prever? ¿Quién había de prever esto, a no ser profeta, o un anteojo de larga vista como es usted? Siempre gradué que la oposición de esa niña nacía de las rarezas y premiosidades de su genio díscolo: pero ¿había de caberme en la cabeza que sólo por ir contra mi voluntad y por ostentación de independencia rehusase una mujer de diez y nueve años a un hombre cumplido en todo, una posición brillante, despreciase una grandeza y la pingüe herencia de su tía?
-Marquesa, esto resulta de juzgar nosotros por nuestro sentir el sentir ajeno.
-Como que la sana razón no puede concebir los caprichos y dislates de la sinrazón.
-Es que la sana razón debe saber que no todos la tienen.
-Pero ¿no habría modo de forzar a esa terca alucinada a desistir de su manía y a ceder a la razón?
-Ninguno, Marquesa; y si lo hubiese, no aconsejaría yo adoptarlo.
-¿Y por qué?
-Porque la autoridad paterna tiene sus límites; porque tomaría usted sobre sí una inmensa responsabilidad.
-Palabrotas, palabrotas. Cuando pasa la edad de los caprichos, todas las felicidades se parecen, y tienen unas mismas condiciones y unos mismos cimientos.
-Si eso se comprendiese a los diez y ocho años, no habría juventud, Marquesa.
-A todo halla usted un apodo altisonante, don Silvestre: a las locuras, el de juventud; a las niñas, el de perlas. No parece sino que está usted siempre leyendo versos o novelas, usted que en su vida abre un libro, y hace usted muy bien, eso es otra cosa. Yo, que llamo al pan pan y al vino vino, le digo que a mí sola, y sólo a mí, suceden estas cosas; sólo yo tengo hijas por el estilo de las mías. ¿Qué haré? No me queda más que escribir a mi hermana y contarle lo que pasa, para que avise el medio de dar un corte a esto, y disponga lo que se ha de hacer.
-Suspéndalo usted por ahora, señora. ¿Quién sabe si el Marqués, puesto que es un hombre de tanto mérito, tendrá más influencia sobre Constancia que no la voluntad que manda y los consejos que apremian?
-Dice usted bien una vez en su vida, don Silvestre: es muy
probable que sobre esa niña díscola y rebelde, pueda más un buen
mozo que una buena madre. Le aseguro a usted que el día que se
case esa
A poco se presentó el Marqués, con el que estuvo el ama de la casa, tanto más agasajadora, cuanto que quedó prendada de él: cosa que sucedía generalmente a cuantas personas lo trataban, aun sin desearlo por yerno. Pero por más recados que durante la visita mandó la Marquesa a su hija Constancia, ya por Clemencia, ya por Andrea, ésta no permitió presentarse, excusándose con que tenía jaqueca.
Alegría trató de indemnizar al recomendado de su tía, explayando todas sus gracias, y mostrándose la más amable y festiva. Entretuvo e hizo reír a Valdemar con la pintura burlesca de la sociedad de Sevilla y de cuantas personas la componían.
Entretanto Clemencia, silenciosamente sentada cerca de una ventana, continuaba haciendo su labor, que era un pañuelo de manos con guardilla primorosamente calada, para su tía.
Apenas paró en ella la atención el Marqués.
-¿Que te ha parecido el madrileñito? -le preguntó Alegría cuando se hubo éste despedido.
-Muy buen mozo -contestó Clemencia.
-Pues hija, a mí me choca -repuso Alegría desdeñosamente-: es tieso como un pitaco, tiene movimientos de minuet, es redicho, y no suelta la risa sino a duras penas. Lo que es la grandeza no le luce sino en los zapatos de charol, que son de extensas dimensiones, como diría el
-¡Ay! -exclamó sorprendida Clemencia-: ¿tú reparas en los zapatos de los hombres?
-Por lo visto, reparas tú más en la cara, ya que has hallado al Marqués tan buen mozo -dijo con burla Alegría.
-¡Pues ya se ve! -contestó sencillamente Clemencia-; la cara es la que se mira.
-¡Vea usted la monjita, lo que le gusta mirar a la cara a los hombres! Pues, hija mía, en mi vida miro yo una cara que a mí no me haya mirado.
-Si yo hiciese otro tanto, pocas caras tendría que mirar -dijo la pobre niña.
-Así pondrías toda tu atención en la hermosa fisonomía de tu apasionado don Galo -repuso su prima-; pues ése te mira bastante, con lente y sin lente, alegre y melancólicamente, con ojos guiñados y con ojos abiertos, de soslayo y de frente, con disimulo y sin él.
-Es su manera; lo hace de puro obsequioso que es -contestó Clemencia- Lo mismo hace contigo.
-¿Conmigo? -dijo Alegría con aire despreciativo-; no, no: sabe ese
-No sólo están verdes, sino agrias. ¡Pobre don Galo! -dijo Clemencia.
Antes de proseguir, es necesario dar a conocer al lector el nuevo personaje que se acaba de mencionar (si es que no lo conoce, pues todo el mundo conoce a don Galo), porque en lo sucesivo va a ocupar un lugar privilegiado en los cuadros que iremos bosquejando.
Era este sujeto un empleado, madrileño antiguo castizo y, por lo
tanto, si bien podía carecer de la tiesa y desdeñosa afectación
que muchos llaman
Era este caballero muy amigo de la sociedad y de alternar con todo el mundo, lo que prueba un amable carácter, buenas inclinaciones y mejores costumbres. Era bien visto en todas partes, y a las señoras les había dado por protegerlo y tratarlo con una extrema confianza: llegaba a tanto su modestia, que agradecía sobre manera esta confianza, que hablaba mucho en favor de su moralidad, pero poco en favor de sus seducciones. Don Galo Pando, así era su gracia, no sabía ni griego ni latín; pero sabía otra porción de cosas de uso más frecuente, como era jugar a la perfección todos los juegos de sociedad, los nombres de todas las óperas modernas y piezas nuevas, el día del mes, el santo del día, las horas en que salía el vapor y aquéllas en que llegaba el correo.
Tenía don Galo una ilusión extraordinaria por todas las palabras
modernas:
Vestía el susodicho, por lo regular, un frac azul claro, con grandes botones dorados; un chaleco blanco, que abría por arriba como una alcachofa, para lucir en la pechera de su camisa un alfiler cuyos brillantes estaban medio dormidos, y un cordón de pelo del que pendía un lente de plata metido en el bolsillo del chaleco. Suspiraba ruidosamente don Galo cada vez que miraba el cordón de pelo desde tiempo inmemorial: eso no quitaba que suspirase también por una porción de jóvenes; pero con tan comedidos deseos y cortas exigencias, que quedaba completamente satisfecho, cuando al negarle una hermosa una contradanza y ponerse a bailar en seguida con otro, dejaba su abanico en su honrada custodia. En cuanto a su cabeza...
Díjose en una época calamitosa: ¡Los dioses se van! Ahora en una ídem, ídem, diremos: ¡Los cabellos se van! ¿Por qué será que en este siglo de las luces hay tantos calvos y tantos cortos de vista? Los cortos de vista, se comprende que lo sean, por lo que deslumbra tanto resplandor como dan las dichas luces; ¿pero el cabello? ¿qué tiene que ver con las luces? A esto dicen los dueños de ingratos cabellos, que la emancipación de éstos es debida a la actividad, a la fuerza, al vigor del pensamiento que le roba el suyo al pelo. Así es, por lo visto, que el pensamiento que fecunda tantas cosas, parece que tiene el mal tino de secar las raíces del cabello, a cuya sombra se cría: esta es una mala partida que no pueden disculpar sus admiradores los más frenéticos.
El siglo XIX, que no es el siglo de oro, por más que se empeñen en
que lo sea California, Cabet y Granada, es en cambio el siglo de
las
Se ha tratado de contrarrestar esta funesta propensión del cabello
a desertar, y para ello se han puesto en juego los medios más
incongruentes. Hase acudido a las moscas, que se han frito
bárbaramente en aceite; y cien moscas sacrificadas no han
producido la más leve estabilidad en estos prófugos. Igual
ineficacia desairada ha cabido en suerte al rey de los desiertos
de África y a la fiera de las selvas del Norte, que han prestado
su contingente para mantener la disciplina en este ejército a la
desbandada; ni leones ni osos, ni moscas fritas lo detienen: en
cambio han impregnado las moscas los cascos de negras ideas, los
leones y los osos de fieros y belicosos pensamientos (y cate
usted el origen del triste estado en que se ve Europa); pero
nada han podido sobre el cabello, tan decidido a alejarse de su
suelo volcánico, que sólo podría sujetarle un áncora de navío
aplicada a cada uno. ¿Qué hacer en este conflicto? En época en
que cada cual de por sí quiere un voto particular en cada
materia, los votos se han dividido. Los unos, filósofos, la
mente puesta en Sócrates; los otros, cristianos, pensando en San
Pedro, se conformaron con su triste suerte; los poetas formaron
una comparsa de sacerdotes de Diana. Otros con coquetería vulgar
y falta de expediente, aplicando al caso la parábola de que los
últimos serían los primeros, acudieron a los que vegetaban
humildes en la nuca, que subieron de categoría viniendo a
adornar la mollera, ya retenidos unos con otros por un cabo de
seda, ya pegados sobre el cráneo con goma. Los más refinados
acudieron a un término medio, es decir, al tupé, bisoñé o
casquete, en cuya confección imitó el arte tan bien a la
naturaleza, que al ver y al oír a los tales refinados, nos
quedamos tan inciertos de si brotan o no los cabellos de sus
cráneos, como de si brotan o no sus palabras de sus corazones.
Otros desgraciados, con una gran plaza de armas y sin un solo
soldado para cubrirla, ni débil quinto ni cano veterano, han
tenido que recurrir a la... a la... ¡Válganos Dios! ¡que la
elegancia moderna, que tantas palabras altisonantes ha plagiado
para reemplazar las antiguas, no haya puesto alguna para esta
necesidad! ¿Cómo decir la archivulgar palabra de pe...? El resto
es un estado de Italia, lo diremos así en cifra. Este objeto,
cuyo nombre técnico se rehúsa a estampar nuestra pluma, ¿no
podría llamarse
Don Galo, sujeto a los contratiempos de la época, había visto desmoronarse el edificio de su peinado. Un inglés, conocido suyo, le había dicho en aquella ocasión que los remedios debían ser enérgicos para hacer el efecto deseado; que las moscas, leones, osos, etc., eran lenitivos, y que debía acudir a la mosca cantárida, desleída en algún espíritu fuerte; que era éste un remedio no sólo conservador, sino restaurador. Don Galo se apresuró a seguir el consejo; pero séase que el remedio en sí no tuviese el debido efecto sino sobre un cráneo inglés, o que don Galo con su deseo de lucir una cabellera de segunda edición corregida y aumentada, exagerase las dosis del medicamento, ello es que la mañana siguiente a la noche en que se lo administró, amaneció en una disposición, que parado ante su espejo, atónito y estupefacto, se estuvo un cuarto de hora sin poder darse cuenta de si lo que tenía sobre sus hombros era una cabeza humana o bien una calabaza. Convencido de su desgracia, se metió en la cama, dijo que tenía un cólico; exclamó que los ingleses se habían empeñado en que a los españoles no les luciese el pelo; mandó venir a un peluquero; y mandóle hacer cuatro pelucas, que llevó desde aquella catástrofe alternativamente. La primera era de pelo muy corto; seguíala otra de pelo algo más largo, la que era reemplazada con una de pelo mucho más largo aún, acabando con la cuarta, que era de descomunales greñas. Entonces no cesaba de repetir que su pelo estaba muy crecido, y que al día siguiente se vería precisado a llamar al peluquero; esto duraba hasta presentarse con la peluca de pelo corto. En estas ocasiones venía indefectiblemente provisto de caramelos de goma, de pastillas de malvavisco y palitos de orozuz que ofrecía a las señoras, asegurando que estaba muy resfriado, merced a la peladura.
Tocante a la edad de don Galo, fue, es y quedará un problema.
Cuando vinieron los franceses el año 23, decían de él:
La necesidad e inclinación a gustos y a cariños domésticos, que no podía satisfacer por su propia cuenta, hacía que don Galo se interesase vivamente y casi se identificase con los de sus amigos. Así era que llevaba la alta y baja de todas las cosas en casa de aquéllos, mediante la gran confianza que por sus atenciones y buenas prendas se le dispensaba en todas partes. Conocía a todos los niños, y sufría sus majaderías como Job las de sus amigos; conocía a todos los criados, y disculpaba sus faltas con los amos. Como tenía buena memoria, y lo que es mejor que memoria, ponía una atención entera y sostenida en las cosas, era en las familias una especie de agenda o prontuario, al que se acudía para tener datos ciertos de lo que se quería saber; por consiguiente, se veía acribillado a preguntas las más heterogéneas, a las que contestaba con gusto, con acierto y a satisfacción del preguntante. Eran las preguntas de este tenor:
-Don Galo, ¿no fue a los cinco meses cuando echó mi niño los primeros dientes?-Sí, a los cinco meses y seis días: fue el día de San Andrés. -Don Galo, ¿a qué hora llega el vapor? -Don Galo, ¿cuándo murió el arzobispo? -Pando, ¿quién predica mañana en la Catedral? -Don Galo, ¿a cuántos estamos hoy? -Pando, ¿quién obsequia a la viudita? -Don Galo, ¿qué dan esta noche?- Pando, ¿está contenta la Condesa con su nueva cocinera?
A casa de la Marquesa concurrían bastantes gentes, de noche, para
formar propiamente una
Entre estas
La lotería era para la Marquesa la virtud en cartones, la cartilla
de la decencia; aquella cajita colorada y modesta que, venida de
Nuremberg, traía su perfume alemán de costumbres sencillas y
decentes, había cautivado para siempre el corazón de la
Marquesa. Cual otro Czar de Rusia, había sabido anonadar esta
señora cuantas conspiraciones habían hecho sus hijas contra su
honesto y querido juego, y el privado seguía en su no desmentido
favor con la autócrata, la que mientras veía que presidían la
mesa, que rodeaba la alegre juventud, el
La tertulia era ya bastante numerosa aquella noche, y cosa extraña y no vista, habían dado las nueve, y el exactísimo don Galo Pando no había hecho aún su aparición.
Don Galo era una necesidad en la tertulia de la Marquesa, porque era el complemento de la lotería, encargado como estaba de sacar los números; cargo que ejercía con una equidad, gracia y perseverancia admirables. Triste y desanimada se veía, pues, aquella gran mesa, cubierta de la bayeta verde en que se decidían los destinos de los ambos y de los ternos, con la falta de su presidente.
La Marquesa jugaba al tresillo, y con asombro de don Silvestre hacía renuncio sobre renuncio, distraída por el chapalateo de un intempestivo aguacero de verano. «¡Qué apuro! -murmuraba entre dientes-. La vela... El Marqués, que prometió venir, y aún no ha venido... ¡Jesús! ¡Las estatuas! Capaz es ese Pepino de no haberlas recogido... ¿Si se habrá ofendido el Marqués con Constancia?... Las macetas...».
Alegría estaba rodeada de unos cuantos jóvenes, entre los que se distinguía Paco Guzmán por su buena figura y genio festivo.
-Agua por San Juan -le dijo Alegría-, tiene fama de quitar vino y no dar pan.
-Novios hay que son para las muchachas lo que el agua por San Juan.
Esta sentencia echó la robusta voz de doña Eufrasia, como una
bomba, en medio de la alegre reunión de jóvenes, yendo
particularmente dirigida contra Paco Guzmán, a quien conservaba
una rencorosa ojeriza desde la profanadora voz de
En este momento todas las cabezas se volvieron hacia la puerta, al ver entrar a Pepino que traía en brazos con el mayor cariño, abrazándola por sus desalados pies, la estatua que servía de adorno a la fuente del patio.
-Señora -preguntó-, ¿adónde meto el Mercurio?
-Hombre -contestó la Marquesa de mal humor, y sin participar de la hilaridad general que causó la aparición de aquel nuevo Eneas-, ponlo en un ángulo del corredor, y otra vez infórmate de Andrea de semejantes pormenores.
Pepino, algo sentido de la ingratitud de su señora, dio una vuelta brusca y con él el Mercurio, y se dirigió apresuradamente hacia la puerta, quedándose prendida y arrancada un ala de la cabeza de aquél en el fleco de la sobrepuerta, de la que quedó colgando perpendicularmente como un dormido murciélago.
La Marquesa se quedó fría de dolor y muda de indignación.
-No vi alas más desgraciadas que las de ese pobre Mercurio -exclamó riendo Alegría-. Esta nueva catástrofe es una conspiración de los desposeídos pies contra la emplumada cabeza.
-Y cate usted una demostración de la democracia -observó Paco Guzmán.
-Y ¿dónde pongo los otros Mercurios? -gritó Pepino desde la antesala, aludiendo a las estatuas de las cuatro estaciones.
-Eufrasia, hija -le dijo en un aparte la Marquesa-; hazme el favor de ir a cuidar de eso, porque las flojas de mis hijas, sin consideración por mí ni por las estatuas, no se moverán ni darán un paso para cuidar de ellas, ni tampoco Andrea que está de esquina con el pobre mozo.
Constancia, más metida en sí que nunca, estaba algo retirada hablando con una amiga suya, y de vez en cuando echaba una furtiva mirada sobre Bruno de Vargas, el que sabía la llegada del Marqués, y acodado en la mesa hacía por ocultar sus celos y su despecho, haciendo como que leía un periódico.
En el testero de la mesa, y desatendida de todos, estaba Clemencia preparando y ordenando los enseres del juego de la lotería, que le divertía mucho, y en el que cuando se jugaba ponía sus cinco sentidos.
-¿Qué le habrá sucedido a nuestro lotero, el insigne don Galo, que no viene a ocupar su presidencia? -dijo Alegría-. ¿Por qué no vendrá, Clemencia?
-Yo no sé -contestó ésta sencillamente.
-Pues deberías saberlo -continuó Alegría-; porque han de saber ustedes que Clemencia es la confidente de don Galo, que no se corta una vez el pelo sin pedirle permiso.
-No lo crean ustedes -exclamó apurada Clemencia en medio de las risas que ocasionó la ocurrencia de Alegría.
-Imposible es -dijo ésta dirigiéndose a Bruno-, que no estés
leyendo algún
-Efectivamente -contestó este sin levantar los ojos-: estaba leyendo la relación de un naufragio.
-¿Y tanto te horrorizan los percances de los barcos? -tornó a preguntar Alegría con risita burlona.
-Sí por cierto; siempre me han causado una fuerte impresión los naufragios.
-¿Y por qué? -volvió a preguntar con indelicada insistencia Alegría.
-Es porque me da el corazón que he de perecer en alguno.
-¡Oh! pues no os embarquéis nunca -exclamó Clemencia con el acento del corazón.
-¡Agorero y con bigotes! ¿No te da vergüenza de serlo, pastor de corderitos de bronce? -dijo Alegría.
-Napoleón lo fue -repuso Bruno.
-Ese tilde de hereje le faltaba a ese Napoleón Malaparte -sonó el vocejón de su ex-antagonista doña Eufrasia.
-¿Lo visteis alguna vez? -preguntó Alegría.
-Nunca; ya se hubiera guardado de ponérseme a tiro. ¡Vaya!
-Señora -dijo Paco Guzmán-: el Rey debería haber añadido a vuestro dictado de coronela Matamoros, el de condesa Mata-Franceses.
Afortunadamente en este momento entró don Galo, que interrumpió la explosión de coraje de la heroína, exclamando:
-Dios mío, ¡qué diluvio! ¡Cuál están los caños! Por atravesar la calle, me he metido hasta aquí -añadió señalando un tobillo.
-Póngale usted una losa [3] -dijo Alegría.
-Cual otro Leandro, hubiera yo atravesado por veros no el caño, sino el mar Rojo, Alegría, hija mía -repuso don Galo.
-No tuvo esa suerte Faraón -dijo Paco Guzmán soltando una carcajada.
-No le impulsaba el deseo de ver a las bellas -repuso don Galo con una sonrisa de media vara y dirigiendo tres miradas sucesivas, una a Alegría y las otras dos a Constancia y Clemencia.
-En lugar de hacer cumplidos a la griega, vaya usted a sacar los
números, don Galo,
A pesar de exclamar Clemencia: «Don Galo, no lo crea usted», éste fue más ancho que una alcachofa a tomar su asiento al lado de Clemencia.
-Ya están los Reyes Católicos en su trono -dijo entonces Alegría-; vamos pues a formarles el círculo de cortesanos.
También Constancia se acercó a la mesa con su amiga, y se sentaron frente al asiento en que permanecía Bruno, conservando siempre el Diario en la mano.
-Estás muy poco sociable -le dijo Alegría-; mira que ya en ese
naufragio se habrán ahogado hasta las ratas. Vamos, suelta esa
-La conservaré mientras pueda -respondió Bruno, dirigiendo, sin mirarla, su respuesta a Constancia-; aún no me han repartido cartones.
-Aquí tiene usted, hijo mío -le dijo don Galo alargándole cartones.
A la media hora de estar jugando, entró el marqués de Valdemar.
Habiendo saludado a todos y hablado un rato con la dueña de la casa, se aproximó a la mesa.
Bruno palideció y desatendió completamente su juego.
Constancia se contrajo al suyo, tomando su semblante una amarga expresión de aspereza y de descontento, que la hizo aparecer dura y fría como un témpano.
Clemencia estaba tan engolfada en su juego, que no notó la llegada del Marqués.
-¿Queréis cartones? -le preguntó Alegría.
-Gracias -contesto Valdemar-, profundamente abstraído en la contemplación de Constancia.
¡Cuánta ventaja llevan las ariscas en presentarse como fruta vedada! ¡Cuánto ganan las mujeres con hacerse valer! ¡Qué bien habían de tener en cuenta que todo lo que se prodiga pierde su prestigio, pues mientras más tiene que afanarse el hombre para alcanzar lo que anhela, más precio le pone! Y ¡cuánto les valdría recordar que el maná llovido del cielo acabó por empalagar al pueblo de Israel!
Es cierto que el aire altanero y sombrío que ostentaba Constancia con pocas consideraciones sociales, pero con muchas hacia el hombre que amaba, la hacían aparecer más bella. Si alguna vez alzaba sus negros ojos de los cartones que tenía delante, brillaba su enérgica mirada debajo de sus hermosas pestañas, como debió brillar al través de su celada la del joven castellano que defendía su castillo.
Partían su corazón los tormentos que veía sufrir a su amante, y con injusta acrimonia echaba todo su encono sobre aquél, que sin saberlo, se los causaba.
Valdemar tomó una silla y se sentó detrás de Constancia, que no se movió; pero su vecina se apresuró a cumplir un deber de urbanidad, haciendo lugar al Marqués para que pudiese acercarse a la mesa.
-¿Tenéis buena suerte? -preguntó éste a Constancia.
-Muy mala -contestó ésta lacónicamente.
-Es buena señal, porque la mala en el juego la presagia buena en amor.
-Así lo espero.
-Me temo que la mala sea para el que os ame.
-¡Ojalá de ello se convenciera el que tan mal gusto tuviese!
-¿No habrá acaso excepción? -preguntó el Marqués, a quien las palabras secas y el tono brusco de Constancia causaron extrañeza.
-Bruno -advirtió Constancia fijando sus grandes y brillantes ojos en su inmutado amante- ¿no cubres el ocho, y lo tienes dos veces?
-¡Qué bien adaptados están los espejuelos de Mahoma a la vista de mi hermana! -observó Alegría.
-Marqués -añadió-, ¿queréis cartones? Va de dos veces que tengo la bondad de ofrecéroslos.
-Y va de dos veces que os doy gracias por vuestra atención, Alegría; no me divierte juego alguno.
-Ni a mí tampoco, y menos la lotería esta, pues don Galo va tan de prisa que no pueden seguirlo sino sus afiliados, Clemencia y comparsa.
-¿No digo? -exclamó Alegría.
-Don Galo Pando, vaya usted siquiera al trote -dijo Paco Guzmán- ¿Qué significan las alcayatas? Esas metáforas numéricas no están a mi alcance.
-Don Galo, usted habla en cifra, favorece a sus adeptos, y ha jurado mi ruina. Protesto.
-¿No esperabais mi llegada, Constancia? -le preguntaba entre tanto el Marqués-. ¿No os previno vuestra tía? ¿No os ha hablado vuestra madre de mis esperanzas?
-Sí -respondió esta sin apartar la vista de su juego-, así como deberían haberos dicho a vos que no eran las mismas las mías.
-¡Qué obsequioso está el madrileño con Constancia! -dijo una de las muchachas a otra, a media voz-. Tiene imán; mira tú cuánto más bonita es Clemencia, y cuánto más graciosa Alegría, y ella que es tan huraña, tan desabrida...
-Pues ahí veras -contestó la otra-. Las mujeres son como el sol, que en días revueltos pica más entre las nubes.
-¡Qué de números hay en ese saco! -dijo un oficial-: esto es un fuego graneado.
-Don Galo hace a las calladas con esas bolas el milagro de pan y peces -repuso su vecina.
-Sus obsequios a las damas y sus números son sin número -añadió Paco Guzmán.
-Desde media hora tengo un cuaterno -dijo Alegría-, y no acaba de salir el número quinto. Lo hace a propósito ese traidor de don Galo, para que saque Clemencia la lotería; siempre sucede así.
-¿Y no os contentáis con cuatro? -preguntó a media voz Paco Guzmán.
-¿De qué me sirven los cuatro, si no me hacen lotería? -respondió la interrogada con descoco.
-Por cierto -decía Valdemar a Constancia-, que es extraño, y aun muy cruel, que me hayan dejado una ilusión que tan pronto debía desvanecerse.
-Mi madre esperó convencerme.
-¿Puedo yo esperarlo también, Constancia?
-No, que yo no engaño nunca.
-Constancia -dijo el Marqués-, me retiro, me interesáis, y os respeto demasiado para importunaros. Desisto, Constancia, de mis más gratos deseos, con tanto más pesar, cuanto que vuestro franco y leal proceder, si bien me hiere dolorosamente, me llena de aprecio hacia vos.
-Señor -exclamó Paco Guzmán-, ya no hay horcas por el mundo: poned vuestros signos cabalísticos al nivel de los adelantos de la civilización.
-Don Galo, aguarde usted.
-Ese sois vos.
-Pando, conspiráis.
-Don Galo, sois el inexorable destino.
-Don Galo, abusáis de la presidencia.
-¡Lotería! -exclamó con júbilo Clemencia-, levantando su radiante semblante, que hasta entonces había tenido inclinado sobre sus cartones.
Al ver aquella cara tan extraordinariamente linda, el marqués de Valdemar quedó admirado.
-¿Quién es esa joven? -preguntó a su vecina.
-Es una huerfanita, sobrina de la Marquesa, que la ha recogido.
-Es una divinidad -exclamó el Marqués.
-Sí, no es fea; es una infeliz, que ahí te puse, ahí te estés; una palomita sin hiel, una leguita de convento -repuso su vecina.
La partida se había vuelto a reorganizar; la cara de Clemencia había desaparecido como una celeste visión, y la voz de don Galo se hizo oír, diciendo al sacar el número cuarenta:
-
-Ya salieron los números disfrazados como números de Carnaval -exclamó Paco Guzmán-. Don Galo de mis pecados, ¿qué número es al que habéis dado el seudónimo de calavera?
-Al cuarenta, hijo mío.
-¿Pues no fuera mejor que lo aplicaseis al veinte?
-Si así lo reclamáis como representante del veinte, Paco, hijo
mío, se atenderá a tan justa reclamación -contestó don Galo con
la más chusca y satisfecha sonrisa-. Entre tanto, hagamos la
-¿A quién?
-A
-¿Habéis aprendido vuestra numeración del sabio Confucio?, don Galo.
-
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Es lo referido en este capítulo un bosquejo exacto de la vida social, tal cual la hemos hecho; esto es, una fusión de juegos y risas frívolas que se ostentan, y de pasiones y dolores profundos que se ocultan.
La Marquesa, que a pesar de lo absorta que había estado su atención la noche anterior por el tresillo, por la mojadura de la vela y por la mutilación de su querido Mercurio, al que de tantas, sólo un ala quedaba, no había dejado de notar la chocante conducta de Constancia para con el Marqués, tuvo con ella al día siguiente una violenta escena.
-No os canséis, madre -le dijo ésta-, ni vos ni nadie harán jamás que me case contra mi voluntad; tampoco me casaré contra la vuestra; esto es todo lo que tenéis derecho de exigir de mí.
De aquí no fue posible sacarla, ni con halagos, ruegos, consejos, ni amenazas.
A la tarde deseó Alegría ir a paseo, y con gran sorpresa suya halló a su madre muy dispuesta a llevarlas.
Pero cuando a la hora marcada salió la Marquesa de su cuarto, con su mantilla puesta y lista para pasear, halló a Alegría elegante y lujosamente adornada, y a Clemencia linda como un ángel, con su sencillo velo de gasa blanca y unas rosas del tiempo en la cabeza; en cuanto a Constancia, estaba acostada con jaqueca.
Difícil sería describir lo que rabió la señora, y el estado de exasperación en que emprendió el paseo, tan fatigoso para ella, ya que había perdido su objeto, que era facilitar una entrevista más desahogada que las que les proporcionaba la tertulia a los presuntos novios.
Alegría, al llegar al salón de Cristina, se cogió del brazo de una amiga, y Clemencia las siguió dando el suyo a su tía.
-Sepasté, Clemencia -iba ésta diciéndole-, que no hay una locura mayor en las muchachas que rehusar un buen partido cuando se les presenta. Muchas y muy muchas conozco yo que así lo han hecho, y se han casado luego con quien Dios ha querido. Si yo hubiese rehusado a tu difunto tío, cuando mis padres trataron la boda, sabe Dios con quién estaría casada a estas horas. Ten siempre presente lo que suelen olvidar muchas niñas, que a la ocasión la pintan calva, y que la cabeza de chorlito que rehúsa un buen porvenir por capricho, por imprevisión, por desobediencia, merece encerrarse en San Marcos. ¡Vaya con las niñas del día! Perlitas, como dice don Silvestre. Un collar le había yo de hacer de estas perlitas; que como no pidiese alafia, por mí la cuenta.
Encontráronse entonces con Valdemar que se reunió a ellas, saludando a la Marquesa, a quien preguntó por Constancia.
-La pobre está con jaqueca -respondió su madre-: las padece; pero es mal que se gasta con la edad.
Al dar la vuelta del paseo, el Marqués ocupó el lado de Clemencia.
-¿Os gusta el pasear? -le preguntó.
-Sí, me gusta -contestó esta-; pero todavía más me gusta quedarme en casa.
-¿Por qué?
-Porque a esta hora riego las macetas, lo que es para mí una gran diversión; pues están todos los pájaros revoloteando, buscando su cama, resguardada del relente; corre el agua tan fresca y tan alegre del estanque a besar los pies a las flores; estas esparcen toda su fragancia como un adiós al sol que las cría, y está hecho el jardín un paraíso.
-¿Sin manzano, Clemencia?
-Sin manzano, pues no hay en él cosa prohibida; sin manzano, sí, y sin culebra, que es más.
-Pero también sin Adán.
-Verdad es, a menos de no serlo Miguel el jardinero sordo -respondió riéndose alegremente Clemencia.
-Marqués -dijo Alegría, volviéndose y señalando con un movimiento de cabeza a una señora que en el paseo se les acercaba de vuelta encontrada-, ¿qué os parece ese palo vestido, que viene hinchando sus desenrolladas narices, porque es rica, en lugar de encogerlas en favor del aspecto público? ¿Se ven en Madrid tales tarascas?
-En Madrid hay tantas personas poco favorecidas por la naturaleza como hay aquí, Alegría -respondió el Marqués sin desviarse del lado de Clemencia-; lo que sí hay aquí en más abundancia que en Madrid, son mujeres favorecidas por ella.
-Si supieseis lo buena que es esa señora que no es bonita, os lo había de parecer -dijo Clemencia-. En mi convento tiene una parienta suya monja, que mantiene, y además ha puesto allí dos pobrecitas que quedaron huérfanas en el cólera, a quienes asiste con todo.
-Ella es buena y fea; pero vos, Clemencia, sois buena y bella: mirad la ventaja que le lleváis.
-Marqués -tomó a decir Alegría volviendo la cabeza, a pesar de ir a su lado Paco Guzmán-, no creáis nada de cuanto os diga Clemencia, que se ha enseñado en su convento a ser una hipocritilla.
-¡Jesús! -murmuró escandalizada Clemencia.
-Si veis venir a don Galo -añadió Alegría-, dejadle libre el campo, si no queréis hacerle mal tercio, pues suelen tener los dos sus consultas secretas sobre los ambos y los ternos.
-¡Las cosas que inventa Alegría! -exclamó Clemencia.
-¿Quién es ese don Galo? -preguntó el Marqués.
-El hombre más feo y ridículo del mundo -contestó Alegría-; el que sacaba anoche los números de la lotería, el íntimo de Clemencia, que no puede vivir sin él.
-¿Es cierto, Clemencia? -preguntó Valdemar.
-Que sea ridículo, no señor -contestó ésta-; que no pueda yo vivir sin él, tampoco lo es; pero lo que sí es cierto que si lo trataseis, seríais su amigo, porque todo el que lo trata lo es; todo el mundo lo quiere, incluso Alegría, aunque le haga burla, porque ella no puede dejar de ser burlona; y como todos se ríen, no piensa que hace mal.
-Y vos, ¿no sois burlona?
-No señor; en primer lugar, porque no me gusta la burla, y en segundo lugar, porque nada burlón se me ocurre; para eso es menester tener gracia como la tiene mi prima.
-Todo el que tiene entendimiento, y aun sin tenerlo, tiene la gracia suficiente para la fácil expresión de la burla; pero esa facultad es preciso con el uso aguzarla para que punce, y es necesario afilarla para que corte. Ensayadlo, y veréis cuán pronto sobrepujáis con ventaja a vuestra prima.
-Señor, ese es un consejo que no seguiré y que extraño me deis.
-¿Y por qué?
-Porque vos mismo no lo seguís.
El Marqués se echó a reír.
-¿Y vos, Clemencia -le dijo-, me enseñáis que vuestras leales armas defensivas tienen más poder en buena guerra que las agresivas armas vedadas? Clemencia, la burla no la hacéis vos por delicada bondad de corazón, y yo no la hago, porque la proscribe el buen tono. Vuestro móvil vale mas que el mío, pero el resultado es el mismo.
A los pies del paseo había estacionado un grupo de oficiales y de jóvenes de la ciudad.
Entre los primeros se notaba un capitán, que por su buena figura,
su hablar recio y aire descocado llamaba la atención. Era este
Fernando Guevara, hijo de una ilustre y rica casa de un pueblo
de tierra adentro; pero nada en su porte ni en sus maneras
denotaba la distinción de su cuna, ni la nobleza de su sangre,
ni aun el buen porte del que sigue la caballerosa y rígida
carrera de las armas. Teníase mal, y hacía gala de un
desembarazo y desgaire, que rayaba en grosería; en fin, en todo
su continente, en su modo de mirar, en su hablar recio, en su
risa descompuesta, se pintaba el calavera descarado, para el que
la moral, la compostura, la finura y la elegancia son cosas
desconocidas. Aquel hombre no tenía más que una virtud, o mejor
dicho, una bella cualidad, era en extremo bizarro. Tanto esta
fama como su alcurnia y el mucho dinero que derrochaba, le daban
una buena posición en los círculos de los hombres; en cuanto a
los de señoras, rara vez concurría a ellos, pues en su chabacano
Los padres de Guevara habían condescendido gustosos a sus deseos de entrar en la milicia, por no poder desde que era niño sujetar ni sufrir sus desmanes. Pero habiendo tenido la desgracia de perder a dos hijos mayores que Fernando, hacía un año que insistían en que se retirase del servicio, por ser ya el único representante y heredero de su rica casa, y que volviese a sus lares.
Fernando, empero, se estremecía con la sola idea de meterse a los veinte y cuatro años en un pueblo pequeño del interior, y de renunciar a su alegre y aventurera vida.
Venían en este momento acercándose Alegría y su amiga a este grupo.
Fernando, apoyado el cuerpo en su remo izquierdo, y cruzado de brazos, las miraba con insolencia.
-¡Qué linda es! -dijo uno de los presentes-: no hay duda que es la más bonita de cuantas muchachas encierra Sevilla.
-No tal -repuso Fernando Guevara-; que lo es mucho más la que le sigue con esa señora, que será su madre.
-No es su madre, es su tía, la marquesa de Cortegana.
-¿Y la niña?
-Se llama Clemencia Ponce.
-No vi criatura más hermosa -dijo Fernando.
-¿Te ha dado flechazo? -le preguntó uno de sus compañeros. -Esas flechas de plumas de marabouts -dijo otro-, no dan flechazo a Guevara; le hieren más las flechas con plumas de pajarracos menos pulidos.
-Mi gusto no está contratado -repuso Fernando-; es libre como el aire.
-Pues hombre, tú que no eres amigo de suspirar en balde, no debes picar tan alto.
-Es que si se me antoja suspirar, no suspiraré en balde -dijo Fernando.
-Hombre -exclamó uno de sus compañeros-, te sabía arrogante; pero no te sabía fatuo.
-Apostemos -dijo pausadamente Fernando.
-Está loco -exclamaron todos a una voz.
-Apostemos -repitió Guevara con la misma calma.
-Fernando, te estás poniendo en ridículo; mira como se ríen; estás haciendo el oso -dijo a media voz un amigo suyo.
-Apostemos -repitió por tercera vez Fernando-; pero no una onza ni dos, sino media talega: ¿quién la lleva?
-Yo -dijo un rico joven de Sevilla-, indignado de la insolente presunción del oficial.
-¿Diez mil reales?
-Diez mil reales.
-Señores, sois testigos -dijo Fernando.
-Es preciso fijar un plazo -advirtió el oponente.
-Ocho días -contestó Guevara.
-Ocho días, hecho -dijo el joven.
Entretanto la hermosa y suave niña, que apenas había entrevisto ni había parado la atención en aquel grupo que tan osadamente la profanaba, decía al marqués de Valdemar, que le preguntaba si estaba cansada:
-Sí señor, y decididamente me gusta más pasar la tarde entre mis flores, los pájaros que cantan y el agua que corre y ríe tan alegre, que no entre tantas caras desconocidas, que todas miran de hito en hito, las mujeres con un aire tan burlón, los hombres de un modo tan raro...
Fernando Guevara era pariente de don Silvestre, por lo cual, habiendo averiguado su intimidad con la Marquesa, al día siguiente fue a verlo con la petición que lo introdujese en casa de esta señora.
Don Silvestre, a fuer de ser su allegado, y con el plausible motivo de no tener la molestia de decir que no, estuvo desde luego dispuesto a ello. Así sucedió que el mismo día fue presentado a la Marquesa, a la que después de los primeros cumplidos, pidió a Clemencia.
La Marquesa, que regularmente habría acogido muy mal al atolondrado joven y su brusca petición, si se hubiese tratado de una de sus hijas, acogió con suma satisfacción al pretendiente de su sobrina. No se le había pasado por alto la impresión que había hecho Clemencia en el marqués de Valdemar, y lo ocupado que había estado de ella la tarde anterior, en que las graciosas provocaciones de Alegría no habían bastado a distraerlo; y como la señora no perdía la esperanza de que el capricho negativo de Constancia se disipase con el tiempo y la razón, veía con temor y recelo el que otra que su hija pudiese agradar al Marqués. Fernando Guevara era, según aseguraba su amigo don Silvestre, caballero, noble y rico: ¿qué más necesitaba saber la señora?
Así fue que otorgó llena de júbilo su demanda, sin poner más condición que el beneplácito de sus padres.
-No podéis dudar que lo otorguen, ni motivos hay para otra cosa -le dijo Guevara-. Desde que murieron mis hermanos, el mayor deseo de mis padres es que me case y me retire. Mas por ahora sólo pienso complacerlos en lo primero, porque no me siento dispuesto a los veinte y cuatro años a meterme en el villorro de Villa-María, a liarme en la capa, a acostarme con las gallinas y levantarme con los gallos, sin acordarme más de que hay un mundo alegre, y en él buenos compañeros. Así, tened esa licencia por segura, y advertid que de aquí a ocho días he de estar casado, porque el regimiento pasa a Cádiz.
Cuando Guevara se hubo ido, la Marquesa llamó a Clemencia y le dijo que se le presentaba una suerte brillante, pues había pedido su mano un joven de arrogante figura, hijo y único heredero de un rico mayorazgo. Que aunque no creía fuese necesario, le recordaba cuanto la tarde anterior le había dicho acerca de las niñas locas que despreciaban una buena suerte, y que el que se presentaba se la traía.
-¡Pero!... ¿quién es y cómo se llama? -preguntó atónita Clemencia.
-¡Pues qué!, ¿no lo conoces? -repuso su tía.
-¡No, señora! -respondió la interrogada.
-Se llama Fernando Ladrón de Guevara. Es de Villa-María, y sirve en el regimiento que está aquí de guarnición. ¡Qué suerte! ¡Vaya si estarás contenta!
La Marquesa no aguardó la respuesta de Clemencia, en lo que hizo bien, pues no dio ésta ninguna. La dócil niña no sabía ni qué pensar ni qué decir; nada sentía en favor ni en contra de este enlace, sino la extrañeza de casarse con un hombre que no conocía.
La Marquesa mandó venir costureras y modistas, dio parte, compró sus regalos, de modo que sin darse cuenta de lo que le pasaba, a los ocho días Clemencia, vestida de blanco, coronada de rosas blancas y blanca cual ellas, se hallaba frente a Guevara delante de un sacerdote, exhalando como un débil eco del sí que pronunció Guevara, un sí maquinal que resumía todo lo que en aquellos días había hecho, como el lazo que reúne para formar un ramo, unas frías e inodoras flores artificiales.
Guevara, que sólo había gastado con la cortada Clemencia en los días anteriores algunas chanzas comunes, y dicho algunos cumplidos vulgares y poco finos, que más que halagar habían chocado la delicadeza instintiva de Clemencia, nada había hecho ni nada había pensado hacer para inspirarle cariño ni confianza, y así le era su marido tan extraño aquel día que los unía para siempre, como lo había sido el primer día en que lo vio.
«-¿Es esto casarse? -se decía asombrada la pobre niña-. ¡Dios mío! ¡Yo que pensé que había de querer tanto a mi marido! Pero el trato engendra cariño; ya lo querré; así se lo he pedido a Dios esta mañana en la iglesia».
Aquel día cobró Guevara su apuesta, y aquel día partieron los novios para Cádiz, donde estaba ya el regimiento que debía embarcarse en aquel puerto para ir al teatro de la guerra del Norte.
Ninguna reflexión de sus padres ni de la Marquesa habían podido retraer a Guevara de seguirlo; era para él Villa-María una espantosa Siberia; además, era bizarro, tenía pundonor, y nada le habría movido a pedir su retiro en el momento en que su regimiento era destinado a ir a batirse.
No es posible pintar el desconsuelo de la pobre Clemencia al separarse de su tía y de sus primas, y al verse sola con un hombre que le era extraño, en un mundo nuevo, y entre gentes desconocidas.
Estílase en algunas partes, y lo singular es, cabalmente en
aquellas donde más se preconiza y ensalza en las jóvenes la
inmaculada inocencia, la infantil candidez, la austera reserva y
la débil timidez, esto es, en Inglaterra, el que una joven
acabada de casar se meta sola con su marido en una silla de
postas y se vayan a viajar, haciendo de esta suerte de una
concurrida y ruidosa posada, en que sin respeto serán el objeto
de los chistes de los mozos y postillones, el lugar en que se
alce para ellos el tálamo conyugal, que el hombre delicado que
ama quisiera alzar a las nubes, y la mujer que respeta el
estado, deseara santificar con un altar. Rompen de esta manera
violentamente con la ausencia los lazos con su familia,
desechando así las hijas la dulce sombra de su madre en los
primeros momentos de su nuevo estado, en lo que demuestran
patentemente que todas aquellas pregonadas cualidades, esas
suaves plantas que germinan en el corazón y hacen que las que
las poseen se estrechen con fuerza como los blancos jazmines a
sus naturales sostenes; estas cualidades, decimos, se las echan,
como dice una enérgica frase vulgar, muy fácilmente a las
espaldas. Esta repugnante costumbre que debe pertenecer a las de
las
Esto nos lleva a repetir lo que otras veces hemos dicho, y es que preferimos una natural y decente soltura, a una reserva afectada, a una candidez hipócrita y a una timidez estudiada, sin que esto se oponga a que consideremos como el tipo de la joven cumplida, la que embellecen una candidez sincera, una reserva natural y una timidez real, más interna que externa, más en las ideas que en el porte, y que más bien se disimule que se ostente.
Creemos que todo hombre delicado quisiera ver vacilar a la joven que ha elegido por compañera entre el regazo de la madre que la retiene y los brazos del marido que la aguardan. Creemos que querría oír la dulce voz materna decirle: En breve ese hombre que aun te impone, te será íntimo y querido como me lo es a mí tu padre; no llores, no llores, no atribuyas a falta de cariño hacia él el dolor que te causa la despedida a tu cuna. Mira en el amante el compañero de tu vida, el padre de tus hijos, para que no te imponga como extraño.
Hay hombres como Guevara, que relegarían, si las oyesen, estas nuestras opiniones al ridículo, o cuanto más a un curso de moral, y no a reglas de delicadeza; pero los más de los hombres y sobre todo, los que hacen la debida diferencia entre una mujer legítima y una querida, piensan como nosotros; y las jóvenes deberían atenerse a la opinión de éstos, y convencerse de que la mujer que se recibe de las manos de su madre, tiene doble valor y prestigio que la que se entrega.
Aumentábase la aflicción y angustia de Clemencia al ver que sus lágrimas en lugar de causar compasión e inspirar palabras de consuelo a su marido, le causaban el más acerbo despecho, atribuyéndolo (y quizás no se equivocaba del todo) a alejamiento hacia él. Así era que si nada había hecho Guevara para captarse el cariño de Clemencia, ésta por su parte, sin saberlo, sin comprenderlo, hacía cuanto era dable para alejar de sí a su marido, que miraba la reserva como una prueba de antipatía, al que chocaban los sentimientos tiernos y suaves como afectaciones y remilgos, y al que horripilaban las lágrimas como a otros la sangre.
Así es que nunca unió la suerte dos seres con elementos tan contrapuestos como lo eran los que componían las respectivas naturalezas de ambos consortes, ni más a propósito para rechazarse mutuamente. A esto se unía el que Clemencia tenía diez y seis años, y Fernando veinte y cuatro, y que no conocía el mundo ni el corazón humano; lo que les hacía carecer de la previsión y de la prudencia que este conocimiento da. Faltábales la experiencia, que sabe desvanecer cargos explicando causas, hacer concesiones, temporizar, y sacrificando algo en lo presente, preparar el porvenir.
Pero Clemencia, criada en un convento, nada sabía de la vida ni de las pasiones, en cuyo más grosero círculo era lanzada sin graduación, y Fernando, que no había salido casi de cuarteles y garitos, nada sabía de sentimientos de corazón, de delicadeza, ni de reserva, esos instintos femeninos. Siendo arrogante mozo y rico, no había hallado nunca, en la especie de mundo mujeril que había tratado, repulsas ni negativas en sus amores, por lo cual se persuadía que el amor tenía la misma expresión en ambos sexos.
Al ver que la inocente niña no sentía ni consideraba el amor como aquellas desenfrenadas, se convenció de que abrigaba un amor oculto, y se persuadió que el objeto de éste era el marqués de Valdemar, que no había podido disimular la extrañeza y disgusto que le había causado el repentino e irreflexionado casamiento de Clemencia. Así es que aburrido, exasperado, enconado contra Clemencia, se entregó en breve sin reserva ni consideraciones, a sus vicios y disipada vida anterior.
Clemencia por su lado, viendo unidos en su marido sus exigencias y su falta de ternura, sus celos, sus desvíos, y sus vicios, se persuadió que él la solicitó sólo como el premio de una apuesta, que no llenaba su corazón, ni le merecía la ternura y respeto que se tiene a una mujer propia.
Es cierto que Fernando no amaba a Clemencia, porque entre ellos no existían simpatías, afinidades ni paridad alguna, y porque Guevara no sabía amar, disecado su corazón por una vida viciosa; pero Clemencia era hermosa, y por eso sólo se entregó ciego a la pasión de los celos; y los celos sin amor son los más acerbos, y tanto más crueles para quien los sufre, cuanto que no tienen compensación.
Clemencia llegó, pues, a ser una doble mártir, siendo tratada a la vez con la más insultante desconfianza, las más despóticas exigencias y la más ostensible falta de cariño y de atenciones, siendo a un tiempo esclavizada y abandonada por su marido. Éste encerraba a su mujer, y se llevaba la llave; no le permitía recibir a nadie, ni salir, ni aun para ir a la iglesia; y había llevado la locura de los celos y el placer de mortificarla hasta matar por su mano un pajarito que criaba Clemencia, que era su único compañero en la soledad.
Esto parecerá exagerado, y no lo es, como pueden atestiguarlo los que hayan observado los efectos de los celos en almas duras y toscas, y la atroz propensión humana a redoblar el tormento, a medida que es la víctima más débil y más sufrida.
Clemencia, en medio de tantos sufrimientos, no se creyó la
Recordemos que la paciencia es el heroísmo del cristiano.
Recordemos que dice san Agustín: «Agradamos a Dios, cuando su voluntad nos agrada». Y que san Bernardo dice que «es vergüenza ser miembros delicados, bajo un jefe coronado de espinas».
Releía a menudo en uno de sus libros de devoción aquellas palabras que trataban de los deberes de las casadas, y se embebía de esta cita de san Agustín, que contenía:
Mónica obedecía a su marido como una sirviente a su amo, y se esmeraba en ganarlo a Dios, exhortándolo con sus ruegos y con sus buenas costumbres, cuya santa hermosura obligó a su marido a respetarla, y se la hizo grata y admirable. Toleró por mucho tiempo la mala conducta de su marido, sin hacerle reconvenciones, aguardando la hora de que obrase en él la misericordia de Dios.
¡Oh madres! dad buenos libros a vuestras hijas y obligadlas a leerlos. Si son jóvenes y felices, los leerán con más respeto que atención, más por obligación que por placer; pero no le hace; no desistáis, porque el día de la prueba germinará en sus corazones aquella hermosa semilla, como el trigo que se echó en tierra en un día de sol crece vigoroso el día de los temporales.
Sucederá que aquellas palabras santas, leídas con infantil distracción, quedarán por el pronto invisibles en el corazón, como los caracteres estampados con tinta simpática; pero llegada la hora de la prueba, cual un fuego abrasador, saldrán claros, netos y enérgicos aquellos santos textos, mitigando las llamas que sólo habrán servido para purificarlos.
Personas hay en el mundo, de las que se cree que hacen el bien por instinto, y no es sino por la virtud de aquel germen puesto en sus corazones en su niñez; germen tan rico y fecundo, que aunque sembrado por una mano torpe y floja, y caído en un terreno ligero y seco, echa raíces, como lo hace la yedra en la pared de piedra. ¿Y puede haber quien dude que germen de tal naturaleza, y que tales frutos da, aun sin cultivarle, sea divino?
¡Cuántos jóvenes hay que dicen al perdonar una injuria, y favorecer a un enemigo: Hago esto porque soy filósofo! No; lo haces porque te criaste católico.
Que dicen: Huyo del fango de los vicios, porque soy moral. No; lo haces porque te criaste religioso.
Que dicen: He hecho un sacrificio, me he privado de un goce, por tal de aliviar una miseria, porque soy filantrópico. No; lo has hecho porque te criaste cristiano.
Esto es si son sinceros en dar un noble origen a sus acciones buenas y no ocultan bajo aquellas palabras la vanidad, el respeto humano y la hipocresía, pues sólo la religión crió aquellas virtudes, hijas ingratas que se emancipan, vuelven la espalda a su madre, y se unen a sus enemigos para combatirla, todo por espíritu de rebeldía, ese frenesí del entendimiento.
¡Dios santo! consérvanos en la llana, fácil y bella senda de la estricta sumisión, que tantos santos y sabios ilustraron, y aléjanos de la pérfida senda de la rebeldía, laberinto oscuro e intrincado, en que se pierden tantas bellas inteligencias, y se precipitan todas las soberbias!
Y al verla tan paciente, se decía aquel hombre inculto por su temprana emancipación, degradado por los vicios y pervertido por las malas compañías, él que ni aun comprendía las virtudes femeninas, ni el ardor santo con que se cumple en la juventud con los más rigurosos deberes: me engaña; y por eso calla; no se cura de que la abandone; si me quisiese, ¿acaso no tendría celos?
Alguna vez, esta idea fija lo abatía.
Entonces Clemencia se acercaba a él, y empezaba a verter los inagotables tesoros de interés y de consuelo que todo corazón de mujer abriga hacia su marido, si lo ve padecer en su cuerpo, o sufrir en su alma. Si Fernando callaba, redoblaba sus expresiones de interés y de ternura, tan elocuentes porque las dictaba su corazón. Mas estas flores sembradas en un desierto, se marchitaban en su árido suelo; este bálsamo vertido sobre un cadáver, no lo impregnaba, rechazado por su frialdad. Si acaso correspondía, era tratando el amor a su manera grosera y chabacana. Clemencia, como la sensitiva que lastima una tosca mano, se retraía, se encogía, y acababa por angustiarse. Esto volvía a montar a su marido en su habitual despecho, y prorrumpía en quejas y sarcasmos.
Una infinidad de esos pequeños lances de que se compone la vida doméstica, venían cada día a dar nuevo realce a esta incompatibilidad de naturalezas.
Un día Fernando trajo a su mujer una lindísima estampa iluminada, de esas que todos vemos y miramos sin escandalizarnos, ¡tal es el poder de la costumbre! Representaba a Venus acariciando a Adonis. Clemencia nada sabía de la impúdica mitología, ni menos de despreocupadas prerrogativas y de las abstraídas reglas de la belleza del desnudo. En casa de su tía, casa montada a la antigua, sólo el famoso Mercurio, envuelto el torso en una airosa banda, y adornado con alas, como la representación de un espíritu, había tenido el privilegio de bajar del Olimpo al patio de aquella morada. Así fue que apenas comprendió Clemencia lo que miraban sus ojos extáticos, cuando uniéndose a la exquisita pureza de su alma la debilidad en que su estado enfermizo y excitado había puesto a sus nervios, prorrumpió en sollozos de tedio, de vergüenza y de angustia, tapándose el rostro con ambas manos. Fernando al pronto se quedó parado: no comprendía; pero atribuyendo en seguida esta exquisita y delicada expresión de pureza en una niña que sólo conocía su convento, a escrúpulos de monjas, prorrumpió en cuanto vulgar sarcasmo ha inventado la grosería contra éstas, acabando por decir a Clemencia que una mujer como ella debería no haber salido nunca de su convento, en lugar de haberse prestado a ser la mujer de un militar.
Esta vida terrible al lado de un hombre, que sólo define bien la
palabra
Así era que se desmejoraba con espantosa rapidez, sin notarlo ella misma. Sus huesos se señalaban al través de su pálido y amarillento cutis; no se alimentaba ni tenía quien cariñosamente le obligase a hacerlo. En breve no tuvo aliento para moverse, y ella tan hacendosa y tan dispuesta, pasaba sus días tendida inerte sobre un sofá, siempre paciente, siempre conforme y sin aun compadecerse a sí misma, lo que es un consuelo grande.
Habían pasado dos meses, y los buques que iban a llevar la tropa a Valencia, se hallaban prontos a darse a la vela.
Clemencia, no obstante, no estaba capaz de poder seguir a su marido.
Fernando se vio en la necesidad de escribir a sus padres el mal estado de salud en que se encontraba su mujer, que le obligaba a separarse dé ella y dejarla a su cuidado, hasta que terminada la guerra pudiese volver a su lado.
El día en que Fernando comunico a su mujer que iba a partir, y que ella permanecería durante su ausencia en casa de sus padres, lloró ésta con amargo desconsuelo.
-¿Lloras por dejarme? -le decía con ironía Fernando-: ¡pues me hace gracia! Tu amor, ya que te empeñas en persuadirme que amor sientes, es un amor de cuaresma, con unas lamentaciones en sí bemol, que hubiesen encantado a Jeremías, que era un marido pintiparado para ti.
Clemencia, en realidad se había apegado a su marido,
¡Qué mina inagotable de amor es pues el corazón de una mujer
buena!, de amor puro, noble y generoso, que se aumenta y aviva
por la ausencia, por las desgracias, por la pobreza, por los
males del cuerpo aun los más repulsivos y contagiosos del hombre
que llama su marido; amor que eleva y realza la naturaleza
humana, como la rebaja el amor que alimenta la vanidad o la
pasión de los sentidos; amor que el mundo se atreve a denigrar
con el nombre de
Guevara aprovechó la ida a Sevilla de la mujer del coronel, para enviar allí a Clemencia bien acompañada.
La pobre niña llegó en un lastimoso estado a casa de su tía. Su debilidad era tal, que el cansancio del viaje, unido a la emoción que le produjo el ver a su familia, le causaron un profundo desmayo.
La Marquesa, alarmada, convocó a los facultativos que declararon a la paciente en un estado muy grave. Esta declaración fue una sorpresa para Clemencia, pero no sorpresa aflictiva ni angustiosa; al contrario, pasado el primer sobresalto, consideró que si Dios la llamaba a sí, le haría un beneficio, pues por desgracia no se hallaba capaz de hacer la felicidad de su marido. ¡Ojalá pensaba, caso que Dios me deje la vida, pudiese volver al convento!
La pobre niña, como el ruiseñor enjaulado en el bullicio del mundo, suspiraba por la tranquila soledad de su floresta.
Clemencia había caído postrada; no obstante su juventud y buena naturaleza triunfaron. Estaba ya en plena convalecencia, cuando llegó la noticia de haber muerto Fernando como valiente en una arrojada empresa.
Clemencia lloró con tan abundantes y sinceras lágrimas a su marido, que nadie pudo nunca sospechar su infame comportamiento con ella. Todo lo calló siempre Clemencia; en vida de Guevara por un sentimiento de deber, en su muerte por un sentimiento de respeto.
Si hemos referido con rápida aglomeración todos estos eventos tan importantes en la vida de nuestra protagonista ha sido porque con la misma acaecieron, y que la propia impresión penosa, indefinida y amarga que dejará este relato en la imaginación del lector, fue la sola que dejaron estos sucesos al cabo de algún tiempo en el ánimo de Clemencia. Esto debió suceder; pues cuando a los diez y seis años, y con un carácter feliz e inclinado al bien hallarse, se sufren infortunios violentos pero cortos cual tormentas de verano, vuelve el ánimo a su calma, como después de aquéllas vuelve el cielo a su serenidad, sin dejar más rastro éstas que el beneficio del rocío en la tierra, y aquéllas que el beneficio de las lágrimas en el corazón. Puede pues considerarse el capítulo leído como transitorio, y lo es porque lo fueron igualmente los sucesos que encierra en la vida de Clemencia, formando en ella un episodio corto, terrible, asustador, para una mujer cuya alma y carácter eran opuestos a la lucha de las pasiones, y cuya impresión influyó poderosamente en el giro de sus ideas y sentimientos. Así, pues, será este conocimiento una clave para comprender los sentimientos e ideas de ella en lo sucesivo, y una prueba más de que no se puede echar ligeramente fallo alguno sobre los móviles que llevan a obrar a una persona, pues ¡cuánto no se habría engañado el que hubiese atribuido a frialdad, rareza o egoísmo el instintivo alejamiento a nuevos lazos que engendró en Clemencia su triste y mal avenida unión!
Cuando Clemencia, aliviada de sus males y calmado su dolor, pudo ocuparse de lo que la rodeaba, halló poca variación en la superficie de las cosas en casa de su tía. El marqués de Valdemar había permanecido en Sevilla, lo que llenaba de satisfacción a la Marquesa, que decía a don Silvestre:
-Una gallina ciega halla a veces un grano de trigo; así usted
acertó en darme el mejor de los consejos. Nada he escrito a mi
hermana, y Valdemar no debe de estar desesperanzado, cuando
permanece en Sevilla, frecuenta tanto mi casa, y lo noto animado
y contento. Si era imposible que esa niña, que no tiene un pelo
de tonta, jugase su suerte por aquello de
-¿Lo ve usted, señora? -contestaba don Silvestre-: es preciso siempre dar tiempo al tiempo, y no partir de ligero como esos diabólicos caminos de hierro.
Constancia seguía metida en sí como antes. Bruno de Vargas taciturno, y Alegría más animada, más ocupada en lucir y seducir que nunca.
Doña Eufrasia seguía curioseando, entremetiéndose en todo,
plantando frescas y tomando su chocolate, y don Galo, amable y
cortés como siempre,
En cuanto a Pepino, no paraba de refregar descomunalmente los cuchillos, cuidando al desalado Mercurio y cantando con una voz entre gangosa y nasal:
A todos, menos a don Galo, había hallado Clemencia fríos con ella; pero quien ostentaba, digamos así, un frío glacial, era el marqués de Valdemar, lo que fue tanto más extraño y triste para Clemencia, cuanto que le quedaba un grato recuerdo del interés marcado y de la delicada benevolencia que le había mostrado al conocerla.
La pobre niña, viuda ya, empezó entonces a afligirse sobre su suerte, que la traía a una casa, a cuyo amparo había perdido derecho, desde que amparada por un marido, había salido de ella. Aunque su tía la había recibido bien, ni un ofrecimiento, ni menos una súplica le había dirigido, que tuviese por objeto el que permaneciera en ella.
Uníase a esto la impresión que le había dejado un coloquio que había oído cuando estaba postrada en cama, el que tenía lugar en el cuarto inmediato entre Alegría y su madre, que en vano suplicaba a su hija que bajase la voz.
-Señora -decía Alegría-, ¿va usted a cargar con ese censo irredimible? ¿No tiene suegros ricos? A ellos les toca hacerse cargo de la viuda de su hijo.
-Pero no me toca a mí indicarlo, ¿entiendes? -y habla más quedo.
-Pues yo soy de parecer que os toca -repuso Alegría en su mismo tono-, si es que se hacen los remolones.
-A lo menos, en este momento no. ¿Querrás darme lecciones de lo que tengo que hacer? Es tu prima hermana, sobrina carnal de tu padre, y no está en el orden que yo haga gestión alguna para que salga de casa. Para mí es la pejiguera: a ti, ¿qué te estorba?
-Señora, todo injerto hace daño a las ramas. Si viviese usted en Villa-María, y sus suegros en Sevilla, ya haría ella porque la llamasen; pero siendo lo contrario, ya la puede usted contar entre sus bienes vinculados.
La pobre Clemencia llegó, pues, a sentirse tan sola y abandonada, que pensó suspirando que mejor le hubiera sido morir y reunirse así a su marido en otro mundo, en donde, bajo los ojos de Dios y libres de pasiones terrestres, habrían sido felices.
Una mañana en la que la pobre solitaria se entregaba tristemente a
sus amargas y desconsoladoras reflexiones, sintiendo hondamente
no poder volver a su convento, cerrado aquel refugio a las almas
desvalidas, a las vocaciones religiosas, a los corazones
quebrados, con los que la
«Hija muy querida. No soy pendolista ni palabrero; pero no hay que serlo para decirte con pocas y verdaderas palabras que tanto mi señora como yo, que conocemos tus circunstancias, lo bien que lo has hecho con el trueno de mi hijo (Dios le haya perdonado), y que hemos quedado solos como troncos sin ramas, deseamos tenerte a nuestro lado, como compete a la viuda del solo hijo que Dios nos había dejado.
Vente, pues, con tus padres a esta tu casa. Tú serás nuestro consuelo, cuanto hacer podamos se hará para procurártelo a ti.
Adiós, hija: no soy más largo, por lo que arriba dejo dicho, que no soy pendolista, pero sí tu padre que te estima y ver desea.
Martín Ladrón de Guevara».
Mientras Clemencia, llena de consuelo y satisfacción, leía esta carta, tenía lugar entre la Marquesa y su amiga doña Eufrasia una conversación confidencial que debía arrastrar grandes consecuencias.
Después de entrar esta intrépida consejera intrusa, y saludar a la Marquesa con su infalible «Dios te guarde», le preguntó:
-¿De quién es una carta que ha recibido la viudita?
-¿Clemencia, una carta? No sé, ni acierto de quién pueda ser.
-¡Ya! Si tú no sabes en punto a lo que pasa en tu casa de la misa la media.
Doña Eufrasia acababa de herir el amor propio de la Marquesa en su parte más sensible; es sabido que siempre lo ponemos en aquello mismo de que carecemos. Richelieu lo ponía en tener dotes de poeta; la Marquesa en tener ojos de lince.
-¡Vaya! -exclamó-, ¡vaya si sé! Nada se me escapa a mí; conozco hasta las respiraciones de todos los de mi casa, y lo que no puedo averiguar, lo sé por Pepino.
-Pues ni tú ni tu
-¿Y de quién podrá ser? -preguntó pensativa la Marquesa.
-¡Toma! de algún pretendiente. ¿Qué duda tiene? Las viudas tenemos un garabatillo particular y pretendientes por docenas. ¡Vaya si los he tenido yo! No ha muchos años que andaba uno tras de mí que bebía los vientos; yo estaba a tres bombas con él, hasta que un día pensé: basta de monicaquerías; sabes que tengo malas pulgas y que no me he de morir de cólico cerrado; así fue que me planté como vara flaca, y le dije: ¿qué se ofrece, que anda usted tras de mí como la soga tras del caldero? Me dijo entonces con más palabras que un abogado, que me quería y qué sé yo qué más chicoleos. Le dejé acabar su retahíla, y le dije: ¿Y qué más? -Me respondió que lo que deseaba era que le diese una cita-. Bien está, -le contesté-. ¿En dónde? -me preguntó-. En San Marcos [4], -le grité-, so descabellado, y le volví la espalda.
-¿Pero quién podrá ser ese pretendiente? -dijo la Marquesa, que preocupada, no había prestado atención alguna a la aventura amorosa de su amiga.
-Anterior debe de ser a su viudez el enamorado, puesto que desde que murió el marido (buen calavera era, según he oído decir), no ha salido ella apenas de su cuarto.
-Es muy cierto. ¿Si será de...?
-¿Del lengüilargo desfachado de Paco Guzmán? No; ése anda tras de la buena alhaja de Alegría.
-¡Qué disparate, mujer!
-No tengas cuidado; que ella no lo quiere sino para pasar el rato: pica más alto.
-¿Si será la carta de Valdemar?
-¡Ahí va la cosa! Temes que sea del Marqués, porque lo quieres tú
para Constancia: ¡acabáramos! aunque me lo has tenido callado,
lo que es una
-Es -repuso la Marquesa, que ya no pudo ni quiso negar- es, que el no querer Constancia es un necio capricho de niña voluntariosa que se le irá pasando, que se le va pasando ya.
-¡Pasando! -exclamó doña Eufrasia-. Vamos, mujer, que estás en Babia. ¡No digo que no sabes lo que sucede en tu casa!
-¿Qué quieres decir con eso, Eufrasia? No seas como el reloj de Pamplona, que apunta, pero no da. A mí no me gustan las palabras preñadas, ni las retrecherías, ¿estás? O se dice todo lo que a entender se da, o no se da a entender nada.
-Pues no diré nada.
-Eso de tirar la piedra y esconder la mano, es muy fácil, hija mía, y sólo lo has hecho Para darme a entender que sabes más de mi casa que yo misma, lo que es una pretensión ridícula.
-¿Sí? ¿Crees eso? -repuso picada doña Eufrasia- pues mira, lo diré
porque hago
Es imposible describir el asombro de la Marquesa al oír estas palabras.
-¡No puede ser! -exclamó.
-No sé por qué -repuso la reveladora.
-No lo creo.
-Pues no lo creas; el creer pende de la voluntad.
-Si nada he notado.
-Eso es lo que yo te decía.
-¿En qué ha pensado esa niña?
-En lo que piensan los que se enamoran.
-Sería una insensatez.
-Razón más para que lo hiciese.
-No lo creo, y no lo creo.
-Pues ¿qué me dirás si te digo que yo, yo, yo misma los he visto hablando por la reja?
La Marquesa se puso ambas manos en la cabeza. En seguida se levantó, aprestó precipitadamente unos avíos de escribir algo desparejados, y empezó una carta a su hermana, mientras decía entre cortadas frases:
-Eufrasia, hija mía, por Dios, calla esto, que no se trasluzca que yo lo sé, hasta que diga mi hermana lo que se ha de hacer, ¡qué pluma! ¡qué niña! Hermana, no es culpa mía. ¿A qué hora sale el correo? ¡Ay qué niña! ¡qué niña! Yo me voy a volver loca. ¿A cuántos estamos? ¿Quién se vio nunca en semejantes apuros?
-Escribe, escribe -murmuraba entretanto doña Eufrasia- sobre que en no consultando con tu hermana, no sabes qué hacer; ¡por vía de los moros de Berbería! ¡Cuidado con las mujeres que no saben atarse las enaguas!
A los pocos días recibió la Marquesa la contestación a su carta. Su hermana escribía furiosa, y después de hacer las más acerbas reconvenciones a la Marquesa, le prescribía el poner a su hija entre la alternativa de casarse con Valdemar, disfrutando de todas las ventajas ya mencionadas, o de ser enviada a una hacienda aislada, en que sola y sin nocivas influencias podría hacer saludables reflexiones y refrescar sus cascos, mientras ella cuidaría de que Bruno de Vargas, que desde tanto tiempo se solazaba en Sevilla, fuese a ocupar una vacante en Melilla, poniendo así el mar por medio de tales cabezas a la jineta.
La Marquesa lo hizo todo según se lo prescribió su hermana. Empezó por hacer las más agrias reconvenciones a su hija, pasó después a los consejos, a los ruegos; pero halló a Constancia tan firme e inmutable, que tuvo que acudir a las amenazas, las que no habiendo producido mejor resultado, la Marquesa, fuera de sí, dispuso desde luego el viaje.
Para evitar el escándalo, y dar a este viaje un colorido natural y pacífico, la Marquesa, a quien Clemencia había participado la carta de su suegro y su intención de trasladarse a Villa-María, rogó a ésta que acompañase a Constancia en su viaje, pudiendo de esta suerte decir para disimular la realidad, que iba Clemencia a convalecer con los aires del campo, y que Constancia la acompañaba.
La dócil niña, siempre complaciente, accedió a los ruegos de su tía y contestó a su suegro en este sentido, añadiendo que ansiaba por el día feliz en que dejase de ser huérfana, hallando padres en los de su marido.
Constancia sufrió impávida y callada las persecuciones de que fue objeto; no derramó una lágrima al separarse de Bruno, al que mandó por Alegría, que se mostró en esta ocasión muy propicia a servir a su hermana, una sortija de oro, alrededor de la cual hizo grabar: Constancia.
En la orilla del mar tenían los marqueses de Cortegana, un coto agreste y solitario. No lejos de la playa se levantaba un gran caserío sólido y duradero, pero sin gusto y sin comodidades; formaba esta mole un cuadrado, en medio del cual había un vasto patio empedrado, en cuyo centro se elevaban dos palmeras que desde lejos se veían mecer sus copas como negando la entrada del austero y solitario edificio.
En uno de sus lados tenía este caserío una inmensa portada, sobre la que se elevaba una especie de torrecilla, en que estaba un nicho pequeño con la imagen de nuestra Señora de la Soledad, de la cual tomaba el nombre la posesión.
En frente de la portada, sobre unas gradas, estaba una sencilla cruz de madera. Al lado derecho de la puerta colgaba una cadena perteneciente a una campana que pocas veces anunciaba la llegada de un forastero. La fachada, que daba frente al mar, tenía enrejadas las pocas ventanas abiertas en el edificio, que tomaba luz del patio, lo que le daba un aire aun más adusto y reconcentrado.
En uno de los hermosos días de otoño, que son un blando y fresco recuerdo de los de verano, apareció en apresurado y no interrumpido trote una berlina tirada por seis caballos, dirigiéndose hacia aquel caserío. El hondo y uniforme ruido de las ruedas sobre la tierra seca no era interrumpido sino por los gritos angustiosos con los que los mayorales animan, o mejor dicho, asustan o angustian al ganado. Paró ante la portada, y resonó en el aire el claro sonido de la campana, despertada por la cadena de su largo sueno.
A ese inesperado toque, aquel callado y soñoliento recinto pareció despertarse sobresaltado; los perros ladraron, las gallinas y pavos huyeron cacareando, los chiquillos gritaron, y por último, se oyó el ruido que hacía al descorrerse un enorme y enmohecido cerrojo; las pesadas puertas chillaron sobre sus goznes, y el coche entró en el grande y alegre patio.
Asombrada acudió la casera, que era una buena anciana que allí vivía con sus hijos y nietos.
-¡Válgame Dios, señorita! -exclamó apurada-, ¿y por qué no se me ha avisado esta venida, y habría tenido limpio y aviado siquiera lo alto?
-Se pensó de pronto -respondió Andrea, que acompañaba a las dos primas que venían en el carruaje-. A la señorita Clemencia, que ha estado muy mala, le mandaron los médicos los aires del campo, sin desperdiciar un día del blando otoño.
La casera, que se llamaba Gertrudis, fue a traer un manojo de enmohecidas llaves, y subió la escalera, seguida por las recién venidas.
La simplificada distribución del piso alto era una serie de salas, en que se entraba de una en otra. Por los rincones se veían montones de semillas, rimeros de hojas de palmito y haces de caña para hacer escobas. Por las paredes colgaban algunos trevejos, como cinchas, albardas, cuerdas, ristras de ajos y de pimientos.
Las telarañas eran tan vetustas y estaban tan espesas y tupidas, que parecían bienes amayorazgados, heredados por varias generaciones. De las vigas colgaban asidos a ellas por sus garras, familias enteras de dormidos murciélagos. Los ladrillos, por no tener pies no andaban sueltos, y por todas partes era el polvo tan espeso, que daba a este conjunto ese tinte mustio y gris, que es el del abandono y del olvido.
Después de atravesar varias piezas, llegaron a la que hacía ángulo y a otras que le seguían, que eran las que tenían ventanas, las cuales daban vista al mar. Aquí se hallaron con algunos sillones, de cuyo forro de tripe o terciopelo de lana no quedaba sino lo que los clavitos dorados que lo habían sujetado retenían aún con su diente de, hierro, y en cuyo rehenchido de crin, habían anidado pacíficamente los ratones. Una mesa grande de nogal con pies torneados en espiral, y una gran cama de alto espaldar con ribetes y medallones que habían sido alguna vez dorados, se hallaban desparramados en una sala vasta que tenía una chimenea ancha y baja, la que abría frente de las ventanas su negra boca, y parecía bostezar de fastidio.
En las puertas de madera de las ventanas había postigos, en que verdeaban pequeños vidrios engarzados en plomo.
Gertrudis, después de instaladas sus huéspedes, bajó para cuidar de que se subiesen los colchones y baúles que venían en la zaga de la berlina.
-¿Con que esta es mi cárcel? -dijo con una sonrisa tan amarga como desdeñosa Constancia, contemplando aquellas destartaladas, vacías, sucias y frías habitaciones-. ¡Él a un presidio, y yo a un destierro! ¡Esto es nunca visto, y es lo que se cuenta tenía lugar allá en los tiempos bárbaros! ¡Si lo que me sucede a mí se pusiese en una novela, se diría que eran dislates de novelistas, que se devanan los sesos para inventar cosas extraordinarias! ¡Desterrada, presa por el delito de no sacrificar la felicidad de mi vida entera a las miras ambiciosas de una tía que odio, y a las miras interesadas de una madre que no amo!
-Constancia -exclamó Clemencia-, por Dios, no digas que no quieres a tu madre. ¡Qué atrocidad! Ni lo piensas ni lo sientes. Acuérdate de que hija eres y madre serás.
-Si no lo sintiese no lo diría, así como porque lo siento no lo callo -contestó Clemencia-. Si es virtud amar a quien nos hace mal, es virtud que no tengo ni quiero fingir.
-Pero, Constancia -repuso Clemencia-, si cuanto hace tu madre es porque te quiere. Sosiégate, prima; piensa que no ha sido la voluntad de Dios que te cases con Bruno, y que de esta suerte quizás te libras de muchas penas y de males sin fin, y confórmate con ésta que es transitoria. Ten presente que dice San Agustín que agradamos a Dios cuando su voluntad nos agrada.
-Si así sabes tú amar -contestó agriamente Constancia-, no es extraño lleves con tan envidiable resignación la muerte de tu marido.
Clemencia se sonrojó como una culpable, y Constancia prosiguió:
-Si has venido a predicarme, mejor habrías hecho en dejarme sola; yo no temo a la soledad; para mí es todo soledad donde no está él. Así, si quieres que sigamos viviendo unidas, no vuelvas a tocar este punto ni me prediques olvido, que sería como si al viento predicaras constancia; y si no, tú vivirás en un lado de esta amena quinta y yo en el otro.
Al contrario de Constancia, que se sentía presa en aquella soledad campestre y tranquila, Clemencia se sentía simpáticamente acompañada por los bellos objetos de la naturaleza. Criada en el convento, nunca había disfrutado del campo, y su alma se ensanchaba al recorrer aquellos campos, al vagar por aquellas playas. Se alegraba su ánimo al contemplar aquel espléndido cielo, pues como dice Lamartine, allí donde el cielo sonríe, impulsa al hombre a sonreír también. Admiraba horas enteras la reventazón de las olas del mar, que en tan airoso y grave movimiento se henchían para extenderse en espumoso torbellino sobre la dorada arena. Complacíase en observar las formas caprichosas de las rocas, esas masas anfibias, alternativamente cubiertas por las olas y alumbradas por el sol, insensibles a las caricias de éste y a la amargura de aquéllas, pues nada temen y nada esperan.
Los pajaritos cantaban tan alegres en aquella tranquila Tebaida, que demostraban en eso cuán poco pertenecían a la tierra.
-¿Qué admirable poder -se decía Clemencia siguiendo con la vista sus ligeros revoloteos- puso el canto en estos pequeños, lindos e inofensivos seres, que no puede nadie contemplar sin enternecida y tierna simpatía?
Y mirando en seguida a los nietos de la casera, que la acompañaban en sus excursiones, jugar alegremente a sus pies, exclamaba:
-¡Qué hermosa y tranquila hace Dios la vida a la inocencia!
Todo aquello le infundía mil sensaciones y pensamientos, pues como
dice Balzac:
Es cierto que el paisaje que la rodeaba, compuesto por el mar y un
coto de tierra llana, sin accidentes de terreno, sin árboles,
sin agua, ni más señales de habitación humana que la cuadrada y
pesada mole del caserío que habitaban, no pertenecía al orden
del paisaje que se denomina ameno o romántico; y no obstante,
¿cuál es el encanto que existe en una naturaleza inculta y
uniforme? ¿Por qué infunde ésta ideas alegres y elevadas, mucho
más que lo hacen los frondosos paisajes, con sus bosques, sus
quebradas, sus arroyos, sus variadas vistas, en las que todo se
mueve, se engalana, se agrupa vistosamente? Puede que el amor al
país y la costumbre participen al primero su encanto; puede que
sea un sentir peculiar a la persona que esto escribe; pero ello
es que una dehesa uniforme con su sello de primitiva y libre
vegetación, un cielo puro y alto, un mar azul que compite en
brillo y grandeza con el cielo, un caserío austero y grandioso,
cuidando de su fuerza sin atender a su adorno, le parecen llenos
de una majestad serena que ensancha el alma e impregna el ánimo
del tranquilo goce de la soledad y de la gran sensación de lo
infinito. Parece allí la tierra más humilde y el sol más
Cual el niño que despoja una rosa, y echa sus hojas al aire, el
tiempo va deshojando los meses, y echando sus días en lo pasado.
Pasan y pasan éstos en su incesante marcha: tal rápido, alegre y
risueño, como un amorcillo alado; tal enlutado y grave como
fantasma; tal sereno y santo como un ángel: éste es aquel en que
hemos hecho una buena acción. Pero ninguno deja más paz en el
corazón y acerca más el alma a Dios, ninguno marca con más
placer con su dedo nuestro buen ángel, que aquel en que
perdonamos a un enemigo; y si después de perdonarlo, le hacemos
bien, es que nuestra alma ha sido digna de que en ella resuene
el eco de aquella santa y gloriosa deprecación:
Todos somos caritativos; un alma sin caridad no existe, o si existe es un monstruo tal que no se concibe; pero no lo somos bastante.
La caridad es la única cosa en que no cabe exceso:
Suaves para Clemencia, ásperos para Constancia, habían pasado los días.
Había sobrevenido el mal tiempo, y aquella calma y tranquila naturaleza había cambiado de aspecto.
Aparecieron pesadas y lentas nubes que cubrieron todo el horizonte, interponiéndose entre el firmamento y la tierra cual un triste desierto, como se interpone la incredulidad entre el corazón del hombre y el cielo. Por un día reinó una completa y mustia calma, cual si los elementos se preparasen y tomasen aliento para su inmensa lucha, día oscuro y silencioso como un negro presentimiento. La mar se retiró al bajar la marea, al parecer tranquila, descubriendo negras y picudas las hileras de rocas que a ambos lados de la playa se internaban en ella como los dientes de un enorme monstruo con la boca abierta para devorar una presa.
Las plantas inmóviles, parecían sólo ocuparse en profundizar sus raíces, como el marino que prevee la tempestad se ocupa en cerciorarse de la firmeza del áncora en que confía.
Los pajarillos, con el barómetro que Dios puso en su instinto, revoloteaban piando con angustia y buscando un abrigo; el cielo encapotado y el mar soberbio, se miraban como dos enemigos; todo callaba en el solemne silencio del presagio y del temor.
Pero al siguiente día se oyó de lejos y hacia el sur, un ruido lejano y sordo, confuso, indistinto, terrificante; era la espantosa voz de la tempestad que se acercaba a aquellos parajes petrificados por el espanto.
Al fin llegó el huracán, y la espantosa lucha se declaró. Aullando solevantaba el viento la mar, que le respondía con bramidos. Sacudió las plantas que temblaban; dobló hasta el suelo la cima de los arbustos que descollaban y resistían, traspuso instantáneamente las dunas de arena que yacen muertas en las playas, como si el mar las hubiese majado, y que confían en su pesada inercia; destrozó y puso en fuga espesas y compactas nubes; se estrelló sobre las sólidas y fuertes masas del edificio, penetrando en impetuoso torbellino en su gran patio, martirizando las inofensivas palmas, que mecidas por él en incesante balance sobre su tronco, miraban la tierra como para medir la altura de su próxima caída.
Asombradas Constancia y Clemencia en medio del general movimiento y del estruendo que formaban como en coro las voces de la naturaleza, todas en aquella ocasión plañideras, furiosas o amenazantes, estaban en pie delante de la ventana y fijaban sus angustiosas miradas en el mar, observando cómo unas después de otras llegaban las inmensas olas, tragándose la que llegaba a la que había reventado en la playa, y retrocedía inerte hacia su negro centro, y siempre cada cual con el mismo hondo rugido como el fúnebre e invariable saludo de los trapenses. Sobre las rocas era donde más se desencadenaba su ira. Allí formaban torbellinos, estrellándose unas contra otras, alzándose cual saltaderos colosales y mezclando sus aguas amargas a las dulces de las nubes.
-Esto es grande e imponente -dijo Clemencia.
-Esto es horroroso y aterrador -repuso Constancia.
Más temprano que otros días, y como atraída por la tempestad, llegó la noche. Gertrudis entró cargada de leña para avivar el fuego en la chimenea.
-Vengan ustedes a calentarse, señoritas -dijo-; que el viento, como no tiene huesos, cuela por esas rendijas, y estarán ustedes arrecidas de frío.
-Esto es espantoso -repuso Constancia al acercarse a la chimenea-: ¡cuán pavorosamente aúlla el viento en prolongados quejidos o furiosas ráfagas! ¡cómo insulta al mar, y cómo se embravece éste! Imposible será que nadie pueda dormir esta noche.
-¡Qué! Señorita, estamos hechos; todos los años por este tiempo, cuando las noches se van tragando los días, se arma esta gresca: esto nos arrulla el sueño.
-Si pudiese, huiría de aquí esta noche -dijo Constancia-; estoy horrorizada; el corazón no me cabe en el pecho, tengo miedo.
-Señorita, por Dios, ¿y de qué? -repuso Gertrudis-; gracias a Dios que vinieron los temporales; que el agua hacía mucha falta, y las nubes tienen un cuajo y son tan haraganas, que si no las arrea el viento, no se mueven. ¡Vaya! De poco se asusta usted. ¿Acaso el ruido hace daño ni rompe hueso?
-Es -dijo Constancia-, que parece que el mar se quiere tragar a la tierra, y cada uno de sus bramidos una amenaza.
-¿No ves -dijo Clemencia para tranquilizar a Constancia-, cómo le falta aliento al vendaval y desmaya, y cómo aquella alta roca en la playa se levanta cual dedo que tuviese la misión de advertir al mar que no traspase sus límites?
-Deje usted al viento y al mar que se alboroten y rabien; un freno tienen, que no romperán -dijo Gertrudis.
-Pero, ¿y los infelices que pueden peligrar?
-¿Y por qué había de dar la casualidad de que nadie peligrase? Pero ya veo que tienen sus mercedes buen corazón y buenas entrañas, así como una señora que estuvo aquí en una ocasión. ¡Pobre señora, qué noche pasó! Bien que el caso no era para menos. ¡Qué noche pasamos todos!
Apresuráronse Constancia y Clemencia a preguntar a Gertrudis cuál era el caso a que se refería, y Gertrudis, con ese afán comunicativo que tienen las gentes en general, y las ordinarias en particular, en lo concerniente a lo horrible y extraordinario, sin pararse en cuán poco a propósito era el momento para referir cosas de esa naturaleza, qué sólo servirían para aumentar el estado agitado y sobrexcitado en que se hallaba el espíritu de las niñas, empezó así su relato, de que damos un extracto.
-Por el año de treinta y cuatro, cuando el cólera, cada cual trató de huir de los pueblos contagiados, y aislarse en el campo. La señora había ido a una de sus haciendas, y ofreció este coto a una de sus amigas, cuyo marido estaba ausente. Vagaba en aquel entonces por estas tierras una partida de ladrones que tan pronto se hallaban en una parte, tan pronto en otra, huyendo a Portugal cuando se veían acosados de cerca, sin que se les pudiese dar alcance: así es que tenían asustado al mundo entero por las atrocidades que de ellos se referían. Mi marido (en paz descanse) vivía con vigilancia, y las puertas de la hacienda, siempre cerradas, no se abrían. Una tibia noche de otoño se había dejado caer más negra que el viernes santo, más callada que un cementerio. La señora se había sentado junto a una ventana, y estaba embelesada; la moza y yo platicábamos, dándole cuerda al reloj, que señalaba las doce, cuando de repente fue interrumpido el silencio por un grito agudo que resonó a poca distancia del caserío, y que decía: «¿No hay quien me favorezca?». La señora saltó de su asiento, más blanca que una imagen de piedra. -¿Qué es eso?-exclamó despavorida-. ¿Qué ha de ser? -respondí-: algún infeliz que pide socorro.
-Llamad a vuestro marido -exclamó la señora-, y a vuestros hijos. ¡Jesús! que no pierdan tiempo en socorrerle. Pero mi marido se negó a ir. -Señora -le dijo-, haré cuanto su merced me mande; pero en cuanto a eso es imposible. Esa es una treta de la que suelen valerse esos desalmados, como ha sucedido ya muchas veces, para que les abran las puertas de las haciendas, en las que se arrojan en seguida a saquearlas. La señora se estremeció y dejó de insistir, pero en aquel instante volvió a oírse el grito más angustioso, «¿no hay quien me favorezca?».
-¿Quién oyó jamás -exclamó la señora fuera de sí y dando vueltas por el cuarto-, quién puede oír gritar que le favorezcan, y no acudir en su auxilio? No es dable, no hay consideración, no hay peligro que pueda ni deba impedirlo. ¡Oh! ese es un impulso que nada puede ni debe retener, pues Dios lo otorga y lo sanciona. ¿Qué decís vos? -añadió dirigiéndose a mí.
-Señora -contesté-, Curro tiene buenas entrañas, y a valiente no lo gana ninguno; cuando él no lo hace...
-Es porque no debo hacerlo -dijo Curro-; además, la partida es de diez hombres, y acá solo somos tres: ¿qué podríamos hacer? Señora, responsable soy de la hacienda de su mercé y de sus hijitos, que además de todo podrían llevarse en rehenes.
La señora, al oír estas palabras, se dejó caer más muerta que viva sobre una silla.
Curro y mis hijos tomaron sus escopetas haciendo de vigías, y dando vueltas por el patio. Así pasó aquella lóbrega noche, oyendo de rato en rato aquel clamor siempre el mismo, ¿no hay quién me favorezca? pero cada vez fue más de tarde en tarde; cada vez más plañidero, cada vez más débil, hasta que se fundió en un gemido, en un estertor, en un suspiro.
No les pintaré a ustedes la noche que pasamos, en particular la señora, que no sabía dónde huir de aquel espantoso clamor, (que en el silencio de aquella noche de calma en que todo callaba y estaba inmóvil como petrificado por el horror, y en que la misma noche parecía dormir y haber cerrado sus ojos, pues no se veía estrella alguna) se esparcía por todas partes claro y distinto como se esparce la luz. Ya ven ustedes -añadió Gertrudis-, que no es el viento ni la mar los que pueden causar más espanto y dar peores noches. ¿Qué nos importa que se jaleen el viento y la mar? Estos son sus desahogos, como los tiene el caballo que libre de su freno corre y retoza a su placer, hasta que lo llama su amigo.
-Pero a la mañana siguiente -preguntó Constancia-, en quien la narración había aumentado el pavor y la angustia, ¿a la mañana siguiente averiguose algo?
-A la mañana siguiente -respondió Gertrudis-, subió mi marido al mirador, y habiéndose cerciorado de que cuanto alcanzaba su vista todo estaba solo y tranquilo, abrió la puerta, salió y... Pero señoritas, están sus mercedes temblando y con las caras como azucenas: hablemos de otra cosa.
-No, no -exclamó Constancia-, acabad. ¿No sabéis que lo real, por terrible que sea, lo es menos que lo vago, y que es más terrible la sensación al caer, que no el golpe de la caída?
A la mañana siguiente pues -prosiguió Gertrudis-, halló Curro al pie de la Cruz un hombre muerto.
-¡Jesús, María! -exclamaron Constancia y Clemencia.
-En su larga agonía, y en las ansias de la muerte, se había él mismo medio enterrado en la arena.
-¿Había sido asesinado?
-No -respondió Gertrudis-; era una muerte natural.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó Constancia-, cruzando sus manos: ¡la caridad lo hubiese quizá salvado, y la prudencia lo dejó morir!
-¡Ay! señorita -dijo Gertrudis-; jamás se lo perdonó el pobre de mi Curro, que desde aquel día hincó la cabeza y no volvió a estar nunca más alegre, y en los delirios del tabardillo que se lo llevó años después, repetía sin cesar y asombrado: ¿No hay quien me favorezca?
En este instante un sonido brusco, fuerte, bronco y grave, interrumpió el silencio que siguió a las últimas palabras de Gertrudis, el que pasando en una ráfaga del huracán por cima del edificio, fue a perderse con él, en la inmensidad del coto.
-¿Qué es esto? -exclamaron ambas jóvenes-, saltando de sus asientos.
-Es -respondió angustiada Gertrudis-; una boca de bronce que dice
eso mismo;
-¿Una boca de bronce? ¿Cómo? ¿Cuál?
-La de un cañón.
-¿De un cañón? ¿Dónde está?
-En un buque.
-¡Jesús, María! ¿Y pide socorro?
-Sí, porque naufraga.
-¿Y no se le puede socorrer?
-Señoritas -respondió Gertrudis sonriendo tristemente como se sonríe a un niño-, ¿cómo queréis que le podamos socorrer? Pero dígoles a ustedes señoritas -añadió la pobre mujer, estremeciéndose al oír un nuevo cañonazo-, que ni en el infierno se halla tormento mayor que oír pedir socorro y no poder prestarlo.
¡Cosa singular! Repetíase por segunda vez la terrificante noche
cuya pintura había hecho Gertrudis, sólo que el clamor,
Cuando el día echó sus primeras luces, pálidas y macilentas, alumbraron cual las de los blandones, los cadáveres de unos náufragos que la mar había echado a la tierra, y a quienes la muerta y fría arena servía de adecuado féretro. Hacia las últimas rocas se veían sólo los masteleros del barco naufragado, como cruces sobre sepulturas.
-Volemos -exclamó Constancia-, en quien una espantosa y febril actividad demostraba un angustioso sobresalto; puede que aún se pueda socorrer a alguno. Y tomando de la mano a la trémula Clemencia, ambas en un entusiasta arranque de compasión, volaron hacia la playa, en la que aún venían soberbias las olas, cual montes de agua a arrojarse sobre la arena. Andrea, Gertrudis y los demás las siguieron; pero cuando llegaron, hallaron a Constancia inánime en los brazos de la aterrada Clemencia, al lado del cadáver de un joven oficial. En éste había reconocido la infeliz Constancia a su amante.
Poco después yacía Constancia muda e inerte en su lecho, y como insensible a cuanto la rodeaba. Un propio volaba a Sevilla, y las autoridades de los pueblos más cercanos habían acudido al lugar de la catástrofe, seguidas de los vecinos de aquéllos.
Al día siguiente llegó la Marquesa hecha un mar de lágrimas, tan trémula y tan horrorizada, que no quiso permanecer allí un momento, y volvió a partir sosteniendo en sus brazos y cubriendo de lágrimas a su hija Constancia, que permanecía en el mismo estado. Al llegar a Sevilla, pareció reanimarse aquella naturaleza inerte; pero fue para agitarse en convulsiones y abrasarse en una calentura cerebral, que la puso al borde del sepulcro. A los pocos días fue mandada administrar; desde entonces se verificó en la enferma un cambio completo.
En su físico sucedió el letargo a la excitación; en su moral, la calma a la agitación.
Hallándose ocho días después fuera de todo peligro, Clemencia escribió a Villa-María que había regresado, y recibió por respuesta el aviso que al día siguiente llegaría el carruaje de su suegro a buscarla.
-Hija -le dijo la Marquesa al despedirse-, no quiero que te vayas sin que te participe una nueva, que en medio de mis disgustos, me ha proporcionado algún consuelo. Si esa hija mía, Constancia, se ha empeñado en perder su suerte, Alegría, más cuerda, se la ha ganado, pues se casa con el Marqués, y mi hermana, que por indócil ha desheredado a Constancia, instituye a la marquesa de Valdemar por heredera.
-¡Pobre Constancia! -contestó Clemencia, y añadió mentalmente-: El mundo seduce... Dios llama. Dichosa será no obstante aquella que desprecie la seducción y oiga la llamada.
Don Martín Ladrón de Guevara, padre de Fernando [5], de cuyo gran caudal y
antigua nobleza tienen noticia nuestros lectores, era uno de
esos señorones de tierra adentro, tan apegados a sus pueblos y a
sus casas, que parece que forman, si puede decirse así, parte de
éstas, como si fuesen figuras de bajo relieve esculpidas en
ellas. Señores que no se han ocupado en su vida sino de sus
caballos, sus toros, su labor y los chismes del pueblo; de los
que por un indefinido anhelo por crearse un interés y una
ocupación, gastan con gusto enormes sumas en suscitar y sostener
un ridículo pleito, que en el fondo les es indiferente ganar o
perder, contestando a los que les reconvienen por esa mezquindad
Don Martín, por descontado no había recibido ninguna clase de instrucción, exceptuando la religiosa, por aquella regla de: si es el mayorazgo, ¿a qué ha de estudiar, y de qué le ha de servir el saber? Por consiguiente, no había abierto un libro en su vida; pero esto no le impedía ser instintiva y tradicionalmente caballeroso, y tener, como generalmente los andaluces, talento y gracia; con el privilegio que tienen los magnates, de aguzarlos y lucirlos, diciendo cuanto se les viene a las mientes.
Como hombre que se sabe escuchado siempre con respeto y deferencia, don Martín hablaba recio, pronto y resuelto, y con el mismo tono al Rey que al pordiosero; esto es, en tono natural, llano y decidido. Tenía en la memoria y usaba de continuo una inagotable cantidad de dichos y refranes, a los que llamaba evangelios chicos.
Era don Martín caritativo como religioso; esto es, que daba a manos llenas, y sin ostentación, y era generoso como caballero, poniendo tan poco precio a sus beneficios y olvidándolos tan completamente, que se ofendía si se recordaban o encomiaban en su presencia, porque miraba sencilla y cristianamente el dar los ricos a los pobres, no como una virtud, sino como un deber. Dejar de hacerlo era para él una villanía.
Entre los muchos rasgos que se contaban de él, era uno el siguiente:
En el año denominado
Una mañana en que aún dormía don Martín, le despertó el mayordomo.
-Señor -le dijo-, ahí están unos arrieros de Sevilla con mucha prisa y mayor empeño por llevarse los garbanzos.
-¿Prisa? -exclamó don Martín-; ¡pláceme! Díles que me levantaré a mi hora, que iré a misa a mi hora, que almorzaré a mi hora, y que después, cuando sean las nueve, me podrán hablar.
Y don Martín se volvió a dormir.
Levantóse a su hora, hizo todo lo que tenía de costumbre, y a las nueve salió al patio, en que le aguardaban los arrieros y todos los pobres que socorría.
-Dios guarde a ustedes, caballeros -dijo con su campanuda voz, dirigiéndose a los primeros- ¿Con que se quieren ustedes llevar los garbanzos, eh?
-Sí, señor don Martín, y por el precio no hemos de reñir; que acá traemos plata para pagarlos, mas que fuesen de oro.
-Y pueden ustedes poner que de oro son -observó el mayordomo-. A seiscientos reales fanega se los acaban de pagar a don Alonso Prieto.
-Ya lo sabemos -contestaron los arrieros-. Señor don Martín, se puso su mercé las botas hogaño.
-Pues, señores, siento decir a ustedes que han echado el viaje en balde, puesto que no puedo vender los garbanzos, porque no son míos.
-¿Que no son de su mercé? Vamos, señor, ¿se está su mercé burlando?
-Que no son míos, digo: ¿lo sabré yo, caracoles?
-¿Pues de quién son, señor?
-De éstos -respondió don Martín, señalando a los pobres-: preguntadles a ellos si los quieren vender. ¿Se venden los garbanzos, hijos? -gritó con la voz de bajo que siempre tuvo.
Un clamoreo de angustia y súplica se alzó al cielo.
-Pero, señor... -insistieron los arrieros.
-Pues ¿no estáis viendo que no quieren, sus dueños? ¿Yo qué le hago? -contestó don Martín.
¡Cuánto y cuánto de esto se halla en el corazón de España sepultado, para consuelo de los buenos y confusión de los pesimistas misántropos, que se empeñan en juzgarla por su corrompida superficie!
En su juventud había ido don Martín alguna vez a Sevilla, y siempre había vuelto con las manos en la cabeza, diciendo: -¡Cristianos! Aquello es una Babilonia; allá lo que vale es lo que relumbra -y añadía-: A tu tierra, grulla, mas que sea con un pie.
Excusado es decir que tenía don Martín por toda innovación y por todo lo extranjero la misma clase de repulsa con tedio y coraje que conservaba desde la guerra de la independencia por todo lo francés.
En diciendo la estúpida expresión lugareña
Así era que don Martín nunca había variado nada, ni en su casa, ni en su labranza, ni en su modo de vivir, ni en su modo de ver, ni aún en su manera de vestirse. Llevaba siempre media de seda azulada, zapatos de una especie de paño recio o feltrel gris, llamado piel de rata, con hebillas de plata, calzón de casimir negro, igualmente con hebillas de plata en las rodillas, un gran chaleco de rico género de seda, algunos bordados en colores, una amplia chaqueta o chupa, igualmente de seda, con faldones; y se ponía redecilla en que encerraba su cabello, que nunca quiso cortarse; solo que la redecilla era corta, y no llegaba sino poco más abajo de la nuca. Cuando salía por la mañana, se ponía un capote de rico paño negro, adornado con pasamanería y caireles de seda, y por las tardes una capa de grana, forrada de raso de color, y en la cabeza un sombrero a la chamberga, parecido al que llevan los picadores en las fiestas de toros. Aunque don Martín tenía más de setenta años, y había engordado paulatinamente más de lo necesario para bailar unas seguidillas, conservaba restos de una arrogante figura; era alto, y sus facciones, aunque abultadas, eran bellas y correctas.
Había contraído segundas nupcias con su actual mujer por razón de estado y sin conocerla; lo que no quitaba que se hubiesen llevado muy bien, teniendo él por ella, en razón de su espíritu caballeroso, las más finas deferencias. -Quien honra a su mujer se honra a sí mismo -solía decir-, y la honra que a tu mujer das, en tu casa se queda. Habíanse casado por poderes, y el día que llegó la novia, hizo don Martín formarse en rueda la enorme cantidad de criados de casa y de campo que le servían, y cogiendo a la recién llegada por la mano, se la presentó diciendo: -Esta es vuestra señora y... la mía; lo que ella mande, se ha de hacer antes que lo que mande yo; ya estáis advertidos. En fin, don Martín era bondadoso, generoso, poco severo, de fácil trato, amigo de ver a todos contentos, y contribuyendo a ello más bien por un impulso instintivo, que por una intención razonada; dándose por espíritu de familia grandes aires de vanidad y de orgullo, sin tener en sí el más mínimo germen de estos vicios, y siendo a fuer de rico, mimado de chico y adulado de grande, un poco despótico y un mucho egoísta.
La
Don Martín solía decir al verla tan serena: -Cuando eran chicos
sus hijos y los tenía alrededor como la gallina su echadura, si
tenía alguno un resfriado, cogía la madre el cielo con las manos
y se le cerraba el mundo; pero ahora parece en todas ocasiones
que ha comido pata; eso es porque
Vivía con ellos un hermano de don Martín, algo menor que éste, Abad de aquella colegiata. Era este hombre distinguido un ente privilegiado de los pocos en quienes están a la misma altura el alma, el corazón y la cabeza. Un hombre de aquellos que los instruidos llaman sabio, los religiosos santo, los pobres padre, y sus allegados ángel.
En su juventud lo había su padre enviado a Sevilla a estudiar, tanto por haberlo deseado su mismo hijo, como con el fin de que siguiese la carrera de la toga. Pero en la guerra de la independencia tomó un fusil y se fue a combatir al invasor coloso. Hecho prisionero, pasó a Francia, y aprovechó sus ocios en seguir sus estudios. Concluida la guerra, viajó por Alemania e Inglaterra, siempre aumentando sus conocimientos con su pasión por el saber, haciéndose un hombre eminente en conocimientos como en cultura. Acabó por pasar a Italia, donde permaneció mucho tiempo en Roma; allí maduráronse los tesoros con que había enriquecido su cabeza y su corazón. Como fruto sazonado de su variada experiencia del mundo, de las cosas y de los hombres, y como hija de su suave y elevado carácter, se desarrolló entonces su vocación a la carrera tranquila, espiritual y filantrópica de la iglesia, volviendo algunos años después a sus lares, siendo acogido con alborozo por su hermano, en cuya casa vivía, rodeado de sus libros y de sus pobres, gozando de la naturaleza como un poeta, y de la paz como un cenobita.
El Abad, en su demacrada persona, tenía todo el aire de elegante distinción innato y adquirido que siempre le habían sido propios, sin que la pausa y falta de pretensiones de su estado y de su edad, lo hubiesen alterado, y si sólo añadido dignidad y dulzura.
Don Martín, que quería mucho a su hermano, considerando que debía
a su vocación al sacerdocio el placer de tenerlo a su lado,
decía que el Abad había hecho bien en dedicarse a la iglesia,
proposición que apoyaba con uno de sus evangelios chicos,
diciendo: -Si quieres un día bueno, hazte la barba; un mes
bueno, mata un puerco; un año bueno, cásate; pero si quieres un
Desde la muerte de su hijo último, había traído don Martín a su lado para ayudarle a estar al frente de su labor, a un sobrino, hijo de un primo hermano suyo, que debía ser el heredero de su casa.
Pablo Guevara, así se llamaba, tenía veinte y dos años, y había sido poco favorecido por la naturaleza. Era en extremo moreno, tenía facciones bastas, maneras toscas y aire común; pero tenía como tipo de la raza andaluza los ojos grandes y negros, los dientes chicos y blancos.
Criado siempre en el campo, era corto de genio, y no tenía nada de fino ni de erudito; en cambio, sabía domar caballos como un picador, y derribar reses como el mejor ganadero.
Su tío, que como hemos dicho, encajaba a cada cual lo que le parecía sin andarse con rodeos, desde que vio a su sobrino, cuyo empaque no le hizo gracia, lo definió en estas frases que solía decirle:
-Pablo, hijo, vive sosegado; que ninguno se condenó por feo.
Si se hablaba del color moreno, opinaba:
-Pablo, no hay que apesadumbrarse, lo moreno es color que nunca pierde, y mientras más subido, más firme.
Si su sobrino decía alguna gansería:
-Pablo -exclamaba su tío-, habló el buey y dijo mú; se te conoce a distancia donde al mundo viniste; que quien dijo cortijo, todo lo dijo.
Pablo había nacido casualmente en un cortijo.
Ponía don Martín el sello a los juicios que sobre su sobrino hacía, con esta definición:
-Pablo, lo que es a guapo, no te gana nadie, pero a feo tampoco; de bueno te pasas, pero a entendido no llegas y a sutil no alcanzas.
Este era el nuevo círculo en que se iba a injertar la existencia de Clemencia, círculo compuesto, como todos los que forman los hombres, de bueno y de malo; pero predominando en este mucho más lo bueno que lo malo.
La casa solariega de don Martín de Guevara era un edificio en cuya
construcción no se había ahorrado ni el terreno, ni los
materiales, ni el dinero; pero en la que no se tomó en cuenta ni
la comodidad ni la elegancia. Un enorme patio enladrillado;
salones en que podían correr caballos, alcobas cuadradas,
grandes y desnudas, formaban su interior; al exterior muchas
ventanas con sobra de hierro y falta de cristales, alistadas en
fila, como soldados sobre las armas; y un enorme balcón sobre
una gran puerta, coronado con las armas
Habitaban éstos por lo regular lo bajo, dejando a la soledad y al silencio en pacífica posesión del cuerpo alto, con sus antiguos muebles de mal gusto, cubiertos de un imperecedero damasco carmesí que parecía haberse elaborado para hacer un vestido a la eternidad; sus cornucopias deslustradas, sus arañas destartaladas, y algunos excelentes cuadros vinculados, que escaparon al vandalismo de las tropas de Napoleón, merced a haberlos escondido en una apartada hacienda.
A espaldas tenía la casa los corrales, cuadras, horno, tahona y graneros de su uso, con entrada por otra calle.
Nada de jardín se veía, nada de elegante ni de ameno, pues lo ameno, así para don Martín como para sus progenitores, había sido siempre mucha bulla y mucho tráfago de campo.
Esta era la mejor casa del pueblo, y estando éste en la carretera,
en ella se alojaban los reyes a su paso. En vida de don Martín
habían pasado por allí Carlos IV, José Bonaparte, glorificado
por los franceses con el título
-Taberna vieja no necesita rama.
-Pablo -dijo un día don Martín a su sobrino-; ya la viudita escribe que está en disposición de venir. Paréceme que deberías tú ir con el barrocho por ella.
Pablo, que tenía un carácter bueno y complaciente, y que según costumbres añejas respetaba mucho a sus mayores, pero que era cortísimo de genio, y tenía bastante tacto para conocer cuánto le faltaba para ser una persona fina y de buenas maneras, se quedó estremecido con la proposición de su tío.
-Señor -dijo balbuciente-, si... si... si no la conozco.
-Ni yo tampoco -repuso su tío-, que tenía de largo lo que el sobrino de corto; y si fuese mozo, iría de cabeza. ¡Con que a ti no te impone un toro, y te impone una buena moza! ¡Por vía del atún salado! que pareces aciguatado.
-Señor, dispénseme usted, por Dios.
-Por dispensado. Tú te lo pierdes, trabado; a bien que más divertida ha de venir con Miguel, que tiene buena parola, la lengua expedita y habla por los codos, que no contigo, que para sacarte una palabra del cuerpo se necesita un garfio; siempre tienes la lengua entumida.
Pocos días después llegó Clemencia; pero tan abatida todavía, moral y físicamente, a causa de las repetidas y recientes catástrofes acaecidas, que en su pálido semblante estaban aún sellados el espanto y el dolor. Al apearse del detestable barrocho, que tirado por cuatro magníficas mulas había ido por ella a Sevilla, se sintió profundamente conmovida, al recordar que allí había nacido y pasado su infancia su malogrado marido, y que iba a ver a sus padres. Al entrar corrió hacia su suegra, en cuyos brazos se echó sollozando; a esta señora, que como sabemos era austera, seca y poco afecta a expansiones, desagradó aquella explosión de vehemente dolor, y se contentó con decir con serenidad:
-Ya no tienes por qué afligirte ni estar apurada. A los que Dios llama a sí, más vale encomendárselos, que no protestar contra su santa voluntad con extremos y violencias. No se siente más a un marido que a un hijo... y yo estoy resignada.
-Vamos, niña -dijo su suegro abrazando a su vez a Clemencia-;
vamos, que aquí no se viene a llorar, sino a consolarse y
conformarse con la voluntad de Su Majestad. Vienes a tu casa,
Clemencia permaneció callada, haciendo heroicos esfuerzos para hacerse dueña de su congoja, pues conoció que el egoísmo de la vejez rechaza al dolor como a un enemigo.
Sintióse entonces estrechada por los brazos de una persona que dejó caer sobre su frente dos lagrimas, diciendo:
-Llora, llora, hija mía; que las lágrimas son una de las más bellas prerrogativas de la primavera de la vida. Son las lágrimas que vierte la juventud, a la vez brillantes y puras como las de la infancia, y sentidas como las de la vejez; desahogan el corazón e inspiran simpatía; aquí pero si el cariño y la lástima secan sus fuentes, aquí, hija querida, desaprenderás el llanto.
Quien profundamente conmovido hablaba así era el Abad.
Clemencia a poco fue querida de todos, como no podía dejar de suceder, apegándose ella a los que la rodeaban y le hacían la vida tan dulce con todo el calor de su amante corazón.
-¡Caramba! -solía decir don Martín-, bien sabía el tronera de mi hijo lo que se hacía casándose con esta malva-rosita. (Don Martín, que a todo el mundo ponía sobrenombre, le había puesto éste a su nuera, uniendo así los emblemas de la hermosura y de la suavidad.) Es un sol para la vista, un canario para el oído, y una alhaja para la casa. Estoy ya tan hecho a ella -añadía con su acostumbrado egoísmo-, que no sentiría más sino que pensase en volverse a casar, lo que no puede dejar de suceder, puesto que la viuda lozana, o casada o sepultada o emparedada.
-¡Qué se había de casar! -decía el Abad, que no ignoraba cuánto había sufrido Clemencia en su matrimonio, y que desde su alta y serena esfera creía difícil el que Clemencia, que había llegado a ella, la abandonase tan pronto.
-¡Qué se había de casar! -opinaba doña Brígida, que consideraba el recuerdo de su hijo suficiente para llenar una existencia.
-¡Qué se había de casar! -pensaba Pablo-, profundamente convencido de que no había un mortal digno de poseer aquel tesoro.
Había hallado Clemencia preparadas para ella dos habitaciones interiores, de las cuales la segunda daba a un corralito encerrado entre cuatro paredes como un pobre preso. Unas bastas sillas de paja, un catrecito antiguo de pésimo gusto con exquisita ropa de cama, un tocador cubierto con almidonado linón de hilo, una cómoda-papelera veterana, por no decir inválida, unos cuadros de santos de diferentes tamaños y entrapados con el polvo de dos siglos, y una estera nueva, todo en extremo limpio, formaban el mueblaje de aquellas tranquilas habitaciones. Pero al año de ocuparlas Clemencia, nadie las habría reconocido. Las sillas de paja habían sido reemplazadas por otras de rejilla, pintadas y charoladas de negro y oro, imitando el maqué chinesco. Los cuadros habían sido restaurados en Sevilla, y brillaban con toda su frescura primitiva en lindos marcos dorados. Sobre un elegante tocador de madera amarilla de Haytí, sobre rinconeras y sobre un velador de la misma madera, había lindos floreros de cristal y de china llenos de flores naturales. Una bonita librería baja a la inglesa, cubierta de cortinitas flotantes de tafetán carmesí, contenía una colección de libros, los más selectos de nuestros antiguos y modernos escritores. Un silloncito bajo de tijera con brazos y espaldar, cuyo asiento así como la faja que sujetaba por arriba los palos del espaldar habían sido bordados de tapicería por su dueña, estaba colocado cerca de la ventana, y a su lado se veía una preciosa canastita de labor. Sobre la cómoda-papelera, que después de restaurada era un magnífico mueble incrustado de bronce, concha y nácar, en el estilo tan celebrado del famoso artista Boulle, había un hermoso Crucifijo de marfil, atribuido a nuestro gran escultor Montañés.
Habíase abierto una puerta al corral, que se veía trasformado en un jardincito, cuyas paredes desaparecían tras de floridas enredaderas. El suelo estaba tapizado de violetas. En medio se había trasplantado un granado de flor, que entre sus finas y lustrosas hojas lucía sus magníficas y lozanas flores, gastando toda su savia en hermosura sin fruto en las barbas del siglo XIX, sin cuidarse de incurrir en su censura y desdén. Colgaban entre las flores de las enredaderas jaulas pintadas de verde con variados pájaros que se esmeraban en obsequiarlas con un alegre concierto, en el que formaban coro las golondrinas, no tan maestras ni artistas como ellos, pero que lucían una gran flexibilidad de garganta.
Alguna suave noche de mayo había venido el Orfeo de la filarmonía alada, el ruiseñor, a hacer vibrar en aquel aire embalsamado sus trinos y sus encantadoras notas sostenidas. Entonces todo callaba en el éxtasis de la admiración, y Clemencia, apoyada en la reja a la par de los jazmines, dirigía, entre una sonrisa y una lágrima, al estrellado cielo una mirada llena de sentimiento, de admiración, de amor y de gratitud hacia aquel Dios que a la naturaleza dotó de tantos encantos y al hombre de un alma a su semejanza, a la que reveló su conocimiento, no exigiendo en cambio de tantos beneficios sino el que haga éste un buen uso de sus dones.
-¡Oh! -exclamaba entonces-, recordando unas cuartetas que recitaban en su convento:
Lejos estaba entonces de ella traer con triste premeditación a su memoria sus dolores pasados como un acíbar para amargar lo presente; cruel propensión que tienen muchos, haciendo de esta suerte en todas ocasiones de lo pasado nuestro verdugo, pues si nos ofrece recuerdos de felicidades, es para echarlas de menos, y si de penas, es para volverlas a sentir. Zanjada su cuenta con lo pasado, de que saliera ilesa la pureza de su alma, la sanidad de sus sentimientos y lo inmaculado de su conciencia, sucedíale como a la azucena que aja y dobla el huracán sin empañar su blancura ni robarle su perfume, que, repuesta la calma, se rehace, alza su cáliz y vuelve a su lozanía, sin más agitarse en la serena atmósfera que Dios le envía.
Y no es la primera vez que hacemos notar el envidiable rasgo que caracterizaba a esta suave criatura, que era su natural inclinación al bien hallarse, su propensión a la alegría, nacidas ambas de su encantadora falta de pretensiones a la vida, magnífica prerrogativa que alimenta la educación modesta, retirada y religiosa, y que destruye de un todo la moderna educación filosófica, bulliciosa y emancipada.
Así fue que apenas pasó algún tiempo, y que se halló querida, mimada y mirada como un miembro de la familia, instalada agradablemente y domiciliada en su nueva morada, nada le quedó que desear, y se sintió tan dichosa, que un día, como era tan expansiva, se echó con un movimiento caloroso y espontáneo al cuello de su suegra, y le dijo:
-¡Madre, qué feliz soy aquí! ¡Estoy tan contenta!
La señora, que habitualmente hacía calceta y tenía la cabeza inclinada sobre su labor, la levantó, miró con sorpresa a su nuera, y le respondió:
-¡Dichosa tú, hija mía!, me alegro -mas en la especie de sonrisa amarga que por un instante se indicó en sus labios, se leía claramente la confirmación de las palabras con que acogió a su llegada la explosión de dolor de su nuera.
¡Cuán cierto es que una mujer no siente tanto la muerte de su marido como una madre la muerte de su hijo!
Así juzga cada cual en este mundo por su propio sentir el ajeno: los inmutables por la duración; los apasionados por la vehemencia de los sentimientos, y en ambas cosas, en la vehemencia y en la duración, suele tener más parte el temperamento que el alma. Nadie es ni puede ser juez de la fuerza del sentir ajeno. Hemos visto personas de constitución robusta enfermar y aun morir de una leve pena, y hemos visto personas débiles y enfermas sufrir los más acerbos golpes del destino sin alteración en su exterior. ¿Cómo fijar reglas generales, cuando no hay dos personas, ni aun dos gemelos, que ni en el orden físico ni en el moral sean en un todo semejantes?
Si alguien hubiese inferido por la impasible reserva con la que doña Brígida recibió a su nuera, que no amaba a su hijo, y otro hubiese pensado al ver a la joven viuda renacer a la vida y a la alegría, que no había sentido a su marido, ambos juicios habrían sido falsos y superficiales.
Don Martín, que no hacía sino mirar a la cara a su nuera, solía preguntarle:
-¿Qué deseas, malva-rosita?
-Nada -respondía con una sonrisa de alma y de corazón Clemencia-; nada, sino el que no varíe mi suerte.
Buen y sabio deseo, poco común en los jóvenes, aun en los más felices, y más raro aún, si llegan a formarlo, el que lo vean cumplirse. Sólo los viejos pueden esperar el haber pagado por entero su tributo de lágrimas a la vida; ésta es la gran prerrogativa de la vejez.
La transformación de las habitaciones de Clemencia era debida a su tío el Abad, cuya fina delicadeza y cuyo simpático cariño hacia ella habían querido embellecer y hacer dulce su nido a la sobrina que amaba, cual los pájaros tapizan con suaves plumas los de sus polluelos. Cada cosa había sido una nueva e inesperada sorpresa para Clemencia, y le había causado la más viva e infantil alegría.
Lo que es su suegro, le regalaba constantemente muy hermosas y prosaicas onzas de oro, que Clemencia rehusó al principio con modesta pero firme decisión. Su suegro entonces, por primera y única vez en su vida, se incomodó con ella, haciéndole presente que lo que ella miraba como un don, era una deuda. Clemencia, pues, las iba apiñando sin contarlas en un cajón de su papelera.
En cuanto a su suegra, en nada de esas cosas se metía, y sólo una vez al año, el día de su santo, regalaba a su nuera; pero este regalo era siempre una alhaja de gran valor.
Pablo todos los días le regalaba flores, no porque él las apreciase, ni como elegante adorno ni como poética expresión, sino porque sabía que le gustaban a ella.
Aunque a todos los individuos de la familia quería Clemencia con ternura, con quien se unió más estrechamente fue con su tío el Abad. Eran dos almas hermanas, dos corazones gemelos, y pronto conoció su tío cuán fácil le sería que llegasen a serlo sus inteligencias. Así fue que se dedicó a cultivar aquel entendimiento tan apto para el saber, tan ansioso de enriquecerse y elevarse; y nadie era más a propósito para encargarse de esta bella tarea, porque el Abad era el tipo del hombre superior que gira en aquella alta esfera, a la que sólo pueden llegar los que unen a los más bellos dotes naturales, la virtud, el saber, el conocimiento del gran mundo, el uso de la alta sociedad y la cultura.
No siguió el ilustrado maestro en su enseñanza un método, ni se sometió a reglas de estudio que suelen hacerla exclusiva y árida; sólo en el aprendizaje de las lenguas prescribió sujeción y orden. En lo demás dejaba a la ventura enlazarse las cosas las unas a las otras para explicarlas o analizarlas, porque era su afán infundir a su discípula el espíritu y no la letra. Tú no vas a poner cátedra, solía decirle: lo que te conviene es una idea exacta de cada cosa, sin que tus conocimientos sobre ellas lleguen a profundos en ninguna. Debes sólo formarte un ramillete con las flores del árbol del saber, puesto que, como mujer, tienes que considerar tus conocimientos, no como un objeto, una necesidad o una base de carrera, sino como un pulimento, un perfeccionamiento, es decir, cosa que serte debe más agradable que útil.
Nunca por muchos que adquieras, los mires como una superioridad,
puesto que el saber está al alcance de todos, y no es una
Es cierto que el saber da al que lo posee cierta superioridad sobre el ignorante; mas aun dado caso que el ignorante no tuviese sobre el que sabe otra clase de superioridad que la compense o aventaje, no hay nada en el mundo, hija mía, que se deba disimular más que una superioridad, pues es lo que menos se perdonan los hombres, y sobre todo no perdonan las superioridades adquiridas, y hostilizan a las erguidas. Persuádete bien de esta verdad: la superioridad es una carga, como lo es para el gigante su estatura; gozar de ella y disimularla con benevolencia y no con desdén, es la gran sabiduría de la mujer.
La superioridad que se ostenta, lastima profundamente el amor propio ajeno, que tolera la superioridad que se tiene, pero rechaza la que se le quiere imponer: así es que la que adquieras debe asemejarse en ti a una túnica forrada de armiño; su finura, su suavidad debe ser interior y para ti misma.
Lo que aprendas, líbrete Dios de
Confiesa una falta, (supongo, hija mía, que las tuyas serán siempre de aquellas que se pueden confesar sin vergüenza), confiesa una falta, digo, y oculta un mérito, pues hay en los hombres más indulgencia que justicia.
No desprecies a nadie, pues el desprecio, ese acerbo primogénito del orgullo, no debe nunca profanar la nobleza de tu alma, la modestia de tu sexo, la delicadeza de tu corazón ni la equidad de tu conciencia, pues es el desprecio crimen de esa humanidad.
Pero sobre todo, ten presente que el saber es algo, el genio es aún más; pero que hacer el bien es mucho más que ambos, y la única superioridad que no crea envidiosos.
Ama la lectura, sin que llegue tu afición a pasión; mira a los
libros como
Aun cuando tu memoria no retenga una buena lectura, no creas que hayas perdido su fruto, pues te quedará la ventaja real de la impresión que te ha causado y del giro que ha dado a tus ideas; que la cultura no la da el más o menos retener, sino el más o menos apropiarse la buena enseñanza.
Prefiere para tus lecturas la de la historia y la de los viajes, que descorrerán a tus ojos el velo del tiempo y la cortina del mundo.
No te ocupes en sistemas sociales, sueños de utopistas remontados hasta alcanzar al ridículo, y ten presente que es preciso ser ciego y dejar de ser religioso para creer posible la felicidad, en un mundo que por culpa del hombre y por la voluntad del que lo crió, dejó de ser paraíso. Un filósofo alemán ha dicho que si los hombres fuesen más felices de lo que son caerían en la languidez, y si más desgraciados caerían en la desesperación. Admira y adora la mano que en esto como en todo dispuso la gran ley del equilibrio, hasta en la suerte de entes castigados y no condenados; equilibrio que ni en el orden moral ni en el físico, alcanzarán a destruir los débiles esfuerzos humanos: verdad que atestigua lo pasado, que lo presente afirma y que el porvenir demostrará cual ellos.
Huya sobre todo tu alma elevada, espíritu puro creado a la imagen
de Dios, del cínico sensualismo que arrogante y desdeñoso se
enseñorea hoy día del mundo, con su pendón que tan alto levanta,
en el que se lee:
No te afanes en buscar amigos; pero esmérate en evitar enemigos: para esto procura que sean constantemente tus procederes justificables, y para esto ten presente que hay siempre dos maneras de considerarlos; la una es con respecto a uno mismo, y la otra respecto a cómo pueda interpretarlas la malevolencia ajena, que vale más evitar que no retar.
No basta confiar en que el fin y motivo de nuestras acciones sean buenos para prescindir de la opinión pública. No, hija mía, no basta ser bueno; es preciso también parecerlo, por acatamiento a la sociedad, por consideración a sí propio, y por respeto a la verdad.
Esta deferencia a la opinión para eludir su censura, aunque sea injusta, como el hombre aseado evita una mancha en su ropa, no se debe confundir con la baja y humilde vanidad que mendiga elogios; y no obstante, hija mía, por máquina y rastrera que ésta sea, es preferible en las mujeres al insolente orgullo que desprecia con cinismo la sanción pública en su fanfarrón espíritu de independencia y en su soberbia glorificación del individualismo. Madame de Stäel, que tan alto puesto ocupó en la jerarquía social y en la de la inteligencia, ha dicho: «El hombre debe arrostrar la opinión y la mujer someterse a ella», y aun lo primero se entiende en ocasiones dadas, y en circunstancias excepcionales en que su conciencia se lo prescriba al hombre.
No te prescribiré la delicadeza, hija de mi corazón, porque la delicadeza es instintiva en las naturalezas privilegiadas como la tuya.
¡Cuántas veces la he admirado en su apogeo en gentes del campo, que ni aun sabían su nombre! La sociedad la cultiva, porque cultivar es la misión de la sociedad; para esto crea reglas que le aplica. Una de ellas es que para ser la delicadeza exquisita en el trato, es necesario siempre y en todas relaciones ponernos en el lugar de la persona con la que nos ponen las circunstancias en contacto. Esta regla se parece a la que se da para leer bien en alta voz, y es la de leer con los ojos la frase que sigue a la que pronuncian los labios; así, mientras hablamos debemos leer en el semblante de los que nos escuchan el efecto de nuestras palabras, para modificar las sucesivas, con el fin de nunca herir ni chocar con ellos.
Para aprender la vida y conocer el mundo, sé observadora, Clemencia; no observadora misántropa, cáustica ni satírica, sino observadora justa, despreocupada y benévola. La grata y útil tarea de la observación, embota ese sentimiento de personalidad tan común en nuestros días, que es el mayor enemigo de la sociedad amena. La observación te interesará, te entretendrá y te dará el gran y útil conocimiento del corazón humano. Entonces conocerás cuán erradas son esas máximas absolutas, que todo lo miden por un rasero, y lo falso de esos aforismos vulgares, como son:
Todos los hombres son iguales.
Quien vio una mujer, las vio todas.
El corazón del hombre siempre es el mismo.
Las pasiones y modo de sentir de los lapones son los mismos que los de los andaluces.
Y menos fiarás en la archivulgar sentencia,
No tengo presente en dónde he leído poco ha que el hombre de entendimiento es el que halla tipos distintos, y que el hombre vulgar es el que halla a todos los hombres iguales.
-Yo creí -repuso Clemencia cuando le dijo esto su tío-, que los tipos eran raros.
-No, hija mía -contestó el Abad-, pues el tipo es aquella persona que resume en sí más marcadamente los rasgos peculiares de la clase a que pertenece, sin tener originalidad. Si la tuviese marcada, sería un original y no un tipo en su género; y si no, observa a mi hermano: él es el verdadero tipo del caballero campesino andaluz, con sus dotes de tal, esto es, un entendimiento claro, perspicaz e inculto, su hermoso y noble corazón y su carácter franco, pero indomellado, su pequeño despotismo de cabeza de casa grande, y su generosidad de mayorazgo, sus grandes y altos sentimientos cristianos, y sus mezquinos gustos lugareños.
Observa a Pablo, y verás en él el tipo del hombre de valer, modesto, oscuro y poco lucido.
Observa a mi cuñada, y verás el tipo de la mujer reconcentrada, cuya austeridad, cual una capa de nieve, encubre y retiene en su germen los brotes de un corazón rico y noble.
Observa aun a la tía Latrana, esa vieja impertinente que de continuo asedia a mi hermano, y verás como con su exigente, descocado e insolente despotismo, forma el tipo de esa clase de pordioseras españolas. Todos estos tipos son muy comunes, y si se pintasen tendrían su mérito en que cada cual los reconociese. El que es poco común, hija mía, es el tuyo, que es el tipo femenino más bello, el de la inocente joven que criada en un convento, vive satisfecha en el estrecho círculo de una casa austera, habiendo atravesado el mundo, que no echa de menos, desgarrando al pasar su blanca túnica en sus abrojos, y conservando pura e ilesa su alma preservada bajo las alas del ángel de su guarda. ¡Oh Clemencia! no adquieras nunca ilustración, ventaja, saber, ni preponderancia a costa de ésta, y ten presente que el saber aislado es una hermosa estatua sin corazón y sin vida; así es que dice el profundo Balzac, que una bella acción encubre todas las ignorancias, y yo añado que vale más que todo el saber humano.
-¡Qué bueno sois, señor! -solía exclamar Clemencia.
-Todos con pocas excepciones lo somos teóricamente -contestaba sonriendo el Abad-; no está el mérito en formular máximas, está en aplicarlas a la vida: dé suerte que no en mí, sino en ti lo estará, si pones en práctica las que deseo inculcarte.
De esta suerte, y con escogidas lecturas, fue formando el Abad el gusto, cultivando el entendimiento, y dirigiendo las ideas de Clemencia; haciendo brotar en ella los más delicados y exquisitos gérmenes, como el sol de primavera engalana y hace florecer una amena floresta.
Pablo, después de extrañar que Clemencia demostrase tanto afán por los libros, y por recoger cuanta enseñanza salía de los labios de su tío, empezó por interesarse en esta enseñanza, la que le pareció en extremo amena, y acabó por engolfarse en ella, con la atención, seriedad y constancia propias de su genio.
Doña Brígida veía todo esto sin aplaudirlo, ni menos criticarlo. Esta señora, que no tomaba en cuenta pareceres ajenos, nunca imponía el suyo a los demás; rarísima y apreciabilísima cualidad.
Pero no así don Martín, que no había cosa en que no se metiese. Así era que como lo que hacía su hermano le infundía respeto, y por otro lado el estudio no le inspiraba ninguna simpatía, solía decir al oído a Clemencia.
-Malva-rosita, dile al tío que menos borla y más limosna, y tan presente que boca brozosa cría mujer hermosa.
Otras veces, cuando se prolongaban las sesiones con el Abad, gruñía: -¡tanta lección y tanta lección!, ¿de qué te ha de servir eso? Anda, anda, dile al tío que menos espuma y más chocolate.
En cuanto a Pablo, solía decirle:
-¿Tú también te quieres meter a discreto, tú que no pareces de la familia de los Guevaras, sino de los Alonsos, que eran treinta y todos tontos? ¡El demonio se pierda! Déjate de latines, Pablo; que la zamarra y la borla de doctor hacen unas migas como un toro y un pisaverde. A tus agujas, sastre. ¿A qué lo echas de pulido, si eres fino como tafetán de albarda?
Y se ponía a canturrear, cosa a que era muy afecto:
Nunca pudieran hallarse caracteres y genios más distintos y desapareados, que los que la suerte había reunido bajo el techo de don Martín de Guevara, y nunca tampoco se hallaron otros mejor avenidos. Las cosas tienen diversas fases, la vida variadas sendas, los hombres distintas y diferentes inclinaciones, sin que por esto se desavengan entre sí, cuando no obran en ellos el espíritu hostil y las malas pasiones del día, que nacen del mal estar de una época calenturienta como la nuestra, que desprecia lo pasado, odia lo presente y se asombra del porvenir.
En lo que unánimemente concordaban, era en amar a Clemencia, como todos los pechos aspiran y aman el suave y balsámico ambiente de la primavera.
Tanto ella como Pablo habían desarrollado admirablemente su inteligencia con la sabia enseñanza y elevada influencia del Abad, de ese hombre superior, mina de oro que explotaban ambos, cada día con más placer y más provecho.
El Abad, por su lado, se gozaba en su obra, a medida que iba viendo a sus sobrinos crecer en saber, cultura y virtudes.
Pero en quien debió el suave imán que impregnaba a Clemencia ejercer más su influencia, era en Pablo, que además de tener paridad de alcances y simpatías de corazón con ella, estaba en la edad en que estos afectos suben a pasión en el hombre, unas veces para su bien y enaltecimiento, y otras para su mal y su corrupción.
Mas Pablo era un hombre modesto, tipo poco común, pero que no
obstante existe, aunque no se aprecie y pase desapercibido;
porque la verdadera modestia, todo lo bueno oculta, hasta a sí
misma. Además, estos hombres no se hallan generalmente en el
teatro del mundo que bulle; son hombres casi siempre designados
con el nombre de
Era Pablo además tímido y desconfiado de sí, a lo que contribuían las continuas chanzas de su tío, que queriéndolo y apreciándolo mucho en el fondo, tenía de él un concepto errado. Así es que Pablo, teniéndose en menos de lo que valía, graduó como un imposible alzarse hasta aquella mujer cuyo mérito y superioridad él reconocía más que nadie. Nació pues el amor en su corazón espontáneo, creció sin esperanzas, y vivía sin deseos, persuadido de que nunca podría mostrarse a la luz del día aquella estrella que brillaba en su pecho en la noche del secreto.
Clemencia por su lado, sólo quería a Pablo como a un hermano. Era aún muy niña, y faltábale experiencia para conocer lo que valía su primo, y se reía de corazón de las bromas con que le asaltaba de continuo su tío.
Suavemente se resbalaba el tiempo en aquella tranquila vida, en la que no había afán por apresurarlo, ni ansia por retenerlo. Más de seis años pasaron como seis noches de tranquilo dormir y monótonos sueños, y cual éstas, poco habían alterado en aquel pacífico interior. Don Martín y doña Brígida eran, al decir del primero, como el Padre nuestro y el Ave María, siempre los mismos. Clemencia, repuesta completamente su salud, florecía cual una lozana y alegre primavera.
Pablo había perdido mucho de lo atado y de la desmaña de sus maneras, y aunque su tío no dejaba de repetirle cuando el Jueves Santo o el día del Corpus lo veía vestido de serio: «Pablo, vestido de majo, estás hecho un curro; pero con el friqui fraque pareces un alguacil de Sevilla», era lo cierto que en todos trajes tenía Pablo, si no el aire de petimetre, el porte digno del caballero que tiene la confianza y no el orgullo de lo que es y de lo que puede.
A la caída de una tarde de verano en que estaban sentados en el patio, que por los cuidados de Clemencia estaba embellecido y embalsamado con una gran cantidad de macetas de flores, se asomó sin hacer ruido al portón, una gitanilla como de unos doce años de edad, que ofrecía de venta unos bastos canastillos, hechos de delgados mimbres.
-¿Quién es? -preguntó don Martín, que recostado en un gran y tosco sillón de anea que se hacía llevar a todas partes para sentarse cómodamente, llevaba la alta y baja de todo en su casa; porque no pudiendo seguir ya la vida activa, por sus años, no tenía otra cosa en qué entretenerse.
-Entepá -dijo la gitanilla por decir
-Juana -gritó don Martín con su poderosa voz, llamando al ama de
llaves- da a esa
No decía mal don Martín. La chiquilla era de un feo poco común. Sus lacias greñas pendían a ambos lados de su cara como inflexibles cordas. Uno de sus ojos bizqueaba de tal manera que parecía querer pasar por debajo de sus narices en busca de su compañero. Entre los girones de sus enaguas, que más que enaguas parecían un fleco, se veía el cutis de sus descalzas piernas y flacos muslos, fácil de equivocar con el de un habitante de África. Sus dientes, que eran de los que se nombran de embustero, por estar desviados unos de otros, eran de un blanco deslumbrador, como para hacer contraste con el color oscuro de su rostro. Era seria y despaciosa, y tenía todo el dejo y contoneo de las de su casta.
-¿Cuánto pides por esos canastos? -le preguntó Clemencia.
-¿A que quieres comprar esos escambrones? -dijo don Martín, que como hemos dicho, no había nada en que no se metiese.
-Quiero -respondió Clemencia-, en primer lugar hacer un bien a la niña comprándoselos; además quiero forrarlos de seda y adornarlos con cintas, y que sirvan para meter en ellos el alhucema.
-Sí, señorita de mi alma -dijo la chiquilla-, ande usted, mérquemelos, carita de rosa; que le diré su buenaventura.
-¡Qué buenaventura, ni qué niño muerto! Lárgate, visión del Negro Ponto -dijo don Martín.
-Dejadla, padre, os lo ruego; que me diga la buenaventura -exclamó alegremente Clemencia- ¡Si vierais cuánto he deseado siempre que me la digan!
-¡Tales patrañas! -murmuró don Martín.
-Déjala, si le divierte,
-Anda con Dios -repuso don Martín-; unos se ríen de la gracia, otros de la singracia.
Clemencia se había levantado y puesto su blanquísima mano en las negras de la chiquilla, que estaban frías como la piel de un reptil.
La profetisa hizo como si examinase las imperceptibles rayas de la mano de Clemencia, y dijo después, principiando cada frase despacio y con recia voz, y acabándola precipitadamente y tan quedo que apenas se oía:
-«En el nombre de Dios, (aquí hizo una pausa) que donde entra Dios no va cosa mala.
No es usted nacida de las malvas, sino hija de buen padre y buena
madre, y tiene la sangre limpia, como agua de buen
Es usted, buena moza de mi alma, como la mata de
Ha de ser usted como la fortuna, ciega, que ha de tener la suerte delante y no la ha de ver; pero a las manos se le ha de venir; que guardaíta se la tiene su sino, porque se lo merece esa carita que ha destronado a la reina de las flores.
No se fíe usted de los que de lejos vienen, que la venden como
carne de la carnicería, y tienen dos caras como el tafetán, una
por delante y otra por detrás. A la fin se ha de venir usted a
lo mejor,
Cumpla usted con la gitanilla con salero; que a usted le sobra y a
ella le falta dinero. No me sea,
Esta es la buenaventura del pan blanco, usted me lo da y yo me lo zampo».
Clemencia se echó a reír, declarando que cuanto había dicho la profetisa, eran generalidades que nada precisaban.
-Cosas de gitanos -dijo don Martín-, que a la fin y a la por-partida dicen arrumales.
En seguida preguntó Clemencia a la niña:
-¿Sabes rezar?
-¡Qué ha de saber! -dijo don Martín-. ¡Rezar! Robar será lo que sabrá.
-¡Sí sé rezar, señorita de mi alma! -respondió la gitanilla.
-¿Y qué rezas? -tornó a preguntar Clemencia.
-Cuando me acuesto en el campo, señorita mía, me meto una cabeza de ajo bajo la cabecera, para ahuyentar a los bichos venenosos, y rezo así:
-Enséñame esa oración -dijo éste sin caer en la maliciosa acción de la chiquilla-: enséñamela a ver si la digo y es eficaz para que en la vida de Dios te llegues tú por aquí.
-¡Ay Jesús! y qué señor tan
-¿Pero en qué duermes? -preguntó Clemencia.
-¡Toma! -intervino don Martín-, dormirá en una zalea de borrico tiñoso, con una carajola de mula por almohada.
-Duermo en el suelo, señorita mía, que parece usted hecha de
dulce, con esas carnes tan blancas que se puede escribir en
ellas, esa boca que parece un madroño, y esos ojos que parecen
dos luces de altar; y no ese usía
-¡Pobrecita! -exclamó Clemencia.
-¡Y muy bien que dormirá! -opinó don Martín-: no hay bronce como años once, ni almohada como no pensar en mañana. ¡Múdate, pelgar!
-Padre, señor, dejadla, que me divierte -suplicó Clemencia.
-Será la pechecilla esa como los perros pachones, que de feos hacen gracia -gruñó don Martín.
-Voy a traerle un cobertor y una almohada -dijo Clemencia echando a correr.
-Con tal que se trasponga, a ver como no traes un mosquitero a esta langosta de Egipto -le gritó don Martín.
-¡Ay! -dijo la gitanilla en su tono lánguido-. ¡Madre mía de la Soledad, y qué señor tan respetuoso!
-¿Qué quieres decir con eso, vizcondesa Pingajo?
-Señor, que tiene su mercé la voz como una campana de doble, y que
está su mercé en ese sillón tan
-¡Por vía de la chiquilla desvergonzada! -gritó don Martín-: escabúllete; mira que si me levanto te doy un sosquín que te apago.
Clemencia volvió con un cobertor, una almohada y algún dinero que dio a la gitanilla. Ésta sacó de una bolsita que llevaba colgada al cuello una cedulita que dio a su protectora diciéndola:
-Ábrala su merced el día que se case, señorita mía, cara de rosa de abril, y entonces verá si no son ciertas las felicidades que le predijo la gitanilla.
-¡La felicidad! ¡la felicidad! -dijo Clemencia volviendo a ocupar su asiento-; no existe palabra que tenga más acepciones; cada uno la entiende a su manera; ¡puede que esa inocente crea que está en casarse!
-La felicidad está -dijo don Martín-, en ser un mayorazgo como yo, y reírse del mundo; ¿no es verdad, señora? -prosiguió dirigiéndose a su mujer, a la que por una de sus ideas llamaba siempre delante de gentes de usted.
-Martín -contestó ésta-, en este mundo cansado, ni bien cumplido ni mal acabado. Esta vida es un viaje: ¿a qué anhelar por buenas posadas en que no hemos de estar sino de tránsito?
-Pues, señora, mas que sea de tránsito, como que el transitillo
mío es, a la hora ésta, de duración de setenta y siete años, sin
los que caigan, digo que soy feliz, gracias a usted, señora, y a
mi malva-rosita; si no fuera por la muerte de mis hijos, era yo
quien se habría comido la torta del Cielo; pero en fin,
-Di gracias a Dios, Martín.
-Sí señora, sí señora, no hay duda de que
-¿A que no entendéis vos la felicidad como mi padre, tío? -preguntó Clemencia al Abad.
-Es claro que no, hija mía -contestó éste-; pues creo que la verdadera está en procurarse alas que nos eleven, no a las nubes, sino sobre ellas; pues las nubes con su indeciso y mudable rumbo e indistintas formas, aunque en esfera aérea, son de terrestre origen, y a la tierra vuelven.
-Pues, hermano -opinó don Martín-, como no sean las de los ángeles, estoy para mí que las de los pájaros no vuelan tan alto. ¿Qué dices tú, Pablo? que estás siempre callado y con la boca abierta como cañón arrumbado, y no parece sino que te criaron con migas y adormideras. ¿No digo yo bien, y no mi hermano, que todo lo pone fuera de tiro de pistola?
-Señor -contestó Pablo-, cuando la felicidad según uno la sueña, está en un imposible, vale más que el deseo se abstenga de analizarla y el corazón de ansiar por ella.
-Pablo, hombre -repuso su tío-, estoy para mí, que con los latines, que te engulles por receta de mi hermano, te vas a meter a coplero. Lo que has dicho es un sinfundo en buen versaje; pero a ti te están esas jerigonzas como los requilorios a las viejas.
-Hermano -le dijo el Abad-, lo que dices es poco delicado y poco cierto. El saber le está tan bien a Pablo como a todo hombre que tiene como él, un gran entendimiento, una alta inteligencia, un alma elevada y un gran deseo de aprender.
-Mira, Abad -repuso don Martín-, siempre te estoy oyendo hablar de
delicadeza; esa es tu muletilla; ¿me querrás decir lo que tú
entiendes por esa voz? Porque quiéreme parecer que tú la miras
como un carabinero plantado en la boca; y has de saber que no la
entiendo yo así, porque la boca mía es puerto franco. Tu empresa
de pulirle los cascos a Pablo ha de ser como
-La delicadeza -repuso el Abad-, según la define un filósofo suizo, se muestra como un constante sacrificio de sí mismo, que se contenta con su propio sufragio, sustrayéndose a la ajena gratitud; es un encarecimiento de consideraciones y urbanidades hacia el desgraciado; es el perdón de una injuria pagándola con un beneficio; es una restricción de los propios derechos, el desprecio de la apariencia; es un respeto a sí mismo, que hace que uno no se permita en ausencia lo que no se permitiría en presencia de testigos; es una fidelidad a la propia palabra, que sobrevive a la amistad, al amor, a la estimación y aun a la muerte. Es la continuación de los buenos procederes, aun después de enemistarse y cortar relaciones; es una atención obsequiosa y tan fina, que no puede ser adivinada ni sentida sino por aquella persona a la que va dirigida. Es una celebración indirecta de los méritos de una persona presente, encareciendo los mismos en otra persona ausente; es rehusar un segundo beneficio, después de admitir el primero; es gozar más en el placer de otros que en el propio. Así, hermano mío, define Weiss la delicadeza; yo definiría su esencia diciendo que es una flor que tiene sus raíces en el corazón, que cría el entendimiento, y que recibe de la cultura su exquisito perfume.
-Hermano -dijo don Martín-, eso es extracto sublimado de las cosas: menos espuma y más chocolate.
El corazón en la mano, y en el corazón buena sangre; eso es delicadeza, según lo entiendo yo; o bien la fruta sin la flor, como dirías tú.
-En ti, Martín -repuso el Abad-, halla tan buen terreno, que crece lozana aunque inculta. Si no da fragantes flores, efectivamente da opimos frutos; pero gentes hay, Martín, que son estériles troncos para esta fruta, y ramas secas para aquella flor.
-Malva-rosita -dijo don Martín, distraído ya de una conversación que no le interesaba-, tira la cédula que te dio aquella- lombriz de caño sucio.
-No señor, no señor -repuso alegremente Clemencia-, la voy a guardar como oro en paño.
-Eso es una tontería de dos varas, niña.
-Déjala, Martín -intervino doña Brígida-, deja que cada uno haga lo que le parezca, en no ofendiendo ni a Dios ni a ti: eso sí es la verdadera delicadeza; pero ¿no digo que en todo te has de meter, como los periódicos?
-Señora -repuso don Martín-, los periódicos se meten en casas ajenas con las llaves del sacristán que les ha dado la niña que nació en Cádiz; pero yo no me meto sino en la mía. Mas ya callo, ya callo, señora, pues lo mandáis; pero ello es que si yo me metiese en mi concha como lo hace usted, iría todo en la casa manga por hombro. En metiéndose usted en su oratorio, ahí se las den todas. Señora, ¿no sabe usted aquello de la confianza en Dios y los pies en la calle?
-Voy a seguir tu consejo -dijo con grave sonrisa doña Brígida-, pues mi prima me está aguardando en el locutorio con la madre abadesa.
La señora se levantó, fue a su cuarto y salió; y cosa nunca vista, dejó olvidada sobre la silla la llave de su oratorio, que siempre llevaba consigo, y en el que nadie sino ella penetraba jamás.
-Toma esa llave -dijo don Martín a Clemencia-, y ve a ver qué demonios tiene la señora escondido en su oratorio, más oculto que el oro en el centro de la tierra.
-Señor -contestó Clemencia-, sabéis que no quiere madre que nadie entre.
-Anda, anda, que yo te lo mando.
-Por Dios, señor...
-¿Qué gran misterio puede acaso ocultar? ¡vea usted!
-Sea el que fuere, debemos respetarlo.
-¡Oiga! ¡Debemos! Mira, María Sentencias, haz lo que mando, y ve.
-No me lo mandéis, no.
-¿Que no? ¿Hablo extranjis? ¡Te lo mando, caracoles!
-No puede ser.
-¿Y por qué no, malva-terquilla?
-Porque no me querréis dar una gran pesadumbre.
-¿Cuál? ¿la de ir a meter las narices en el oratorio de la señora?
-Eso no, porque no iría, sino la de desobedeceros, padre.
En este momento entró doña Brígida que volvía en busca de su llave, que había echado de menos.
Don Martín se apresuró a contarle lo que había pasado, culpando a su malva-terquilla.
-Hizo lo que debía, Martín -le dijo la grave señora-; la voluntad ajena y el sello se deben respetar siempre. Para premiar la consideración que me has tenido -añadió dirigiéndose a Clemencia-, te autorizo a que entres en mi oratorio.
Alargóle la llave, que tomó Clemencia, encaminándose tan luego hacia el oratorio, que se hallaba en el cuerpo alto.
Estaba éste oscuro, y sólo alumbrado por la débil luz de una lámpara. Sobre el altar había una imagen de la Virgen de los Dolores. Más abajo, a sus pies, sobre un pedestal de mármol blanco, estaba una calavera; en el zócalo del pedestal se leía en letras negras este letrero:
LO QUE ERES, FUI.
LO QUE SOY, SERÁS.
Clemencia salió, tétricamente impresionada.
-Tío -dijo al Abad cuando estuvieron solos, después de referirle lo que había visto-, allí encerrada pasaba madre horas enteras, ¿no es esto una idea extraña e hipocondríaca? ¿Ha de enlutarse la vida con tales espectáculos?
-En el orden espiritual, hija mía -contestó el Abad-, cada individuo busca la senda que le conviene, y se adapta a su índole; la austeridad tiene la que le es propia, la alegre mansedumbre tiene la suya. Guárdese ésta de no mirar con respeto a aquélla, y aquélla de menospreciar la otra; y considere la azucena que si es más blanca su túnica y más dulce su fragancia, es la negra cúspide del austero ciprés más fuerte y más elevada.
-¿Lo aprobáis pues?
-¿No lo había de aprobar, hija mía?
-¿Y acaso haríais otro tanto?
-No.
-¿Lo aconsejaríais?
-Tampoco.
-¿Por qué no, aprobándolo?
-Porque el efecto que causase en índoles débiles y suaves, que rechazan lo tétrico, no sería el que causa en la persona que por propia y espontánea inspiración lo elije. Pero entre todos los atrevimientos, el más general en los hombres, y el más punible, es el de querer ser jueces, no sólo de la conducta, pero hasta del sentir ajeno. La libertad de sentir sí que es un sagrado derecho del hombre. Dejar a cada cual dirigir sus propias tendencias en el orden espiritual, siempre que no salgan de la senda del bien, es una sagrada obligación; pues esa intervención que nos arrogamos en el sentir ajeno, esa ridícula e indebida fiscalización, es un despotismo insolente, es un mal grave, y una temeridad chocante y anómala en un siglo donde tanto se proclama, se ostenta y se abusa de la libertad del pensamiento.
Una tarde llamó Clemencia a las dos niñas nietas de Juana, que pasaban su vida en aquella casa, a quien su, mismo dueño, que tantos intrusos veía y toleraba en ella, llamaba el arca de Noé.
Todos los niños querían con entusiasmo a Clemencia. Tienen éstos
un instinto que los atrae a lo bueno y a lo bello, que patentiza
lo elevado de la naturaleza humana, que el mundo y la vida van
degradando, si el alma no es bastante fuerte para contrarrestar
su influencia nociva, y si al formarse carecen los niños de
buena enseñanza y
Clemencia también se había apegado a ellos, porque los niños son la verdadera alegría del mundo. A su lado parece la vida más dulce, y los horrores de la tierra más apartados.
¡Cuán distantes están del infausto árbol del bien y del mal, ellos
que no alcanzan a sus ramas! Y es tal el encanto sublime de la
inocencia, que hasta da un reflejo simpático de sí a la
ignorancia. Pronto se aprende, pronto se sabe, pero nunca se
olvida; el corazón se purifica, la cabeza no. La fe que ha
tenido que defenderse y luchar con argumentos impíos, es como la
virgen que ha tenido que defenderse de los ataques de un
seductor violento; conoce el mal aunque lo deteste, y más vale
aun ignorarlo que detestarlo. ¿Cuál de los hombres, realmente
superiores, sean cuales fuesen sus creencias, no ha envidiado
alguna vez la sencilla ignorancia? ¿Qué marino luchando en el
mar, sin senda, agitado siempre por furiosos y encontrados
vientos, buscando, sin hallarlo, fondo seguro en que echar el
ancla, no ha envidiado la barquilla del pescador, que sin salir
de su tranquila ensenada, no pierde de vista el faro, que le
hace inútil la brújula y otros instrumentos de la ciencia? Y no
obstante se levanta hoy día la voz
Cuando Clemencia les dijo que iban a paseo, las dos niñas se pusieron a saltar de alegría, y las tres fueron a despedirse de doña Brígida.
-¿Y dónde vas a paseo? -preguntó la inamovible señora.
-Al campo, a coger flores.
-¡Al campo! ¡Ay Jesús! El campo es para los lobos; pero anda con Dios, hija, si te divierte.
En la puerta se encontraron a don Martín, que con su capote y con su sombrero a la chamberga, venía llenando la calle. Al ver a Clemencia con las niñas, le dijo:
-Dios te guarde, y no de mí. ¿Dónde se va con ese séquito,
-Al campo, señor.
-Bien hecho, id a estirar las piernas y a esparcir el ánimo; si pudiese, había de ir contigo; pero ya no puedo nada de lo que podía; es necesario echar esta carreta al carril. No hay más remedio que meterme adentro. -Y añadió-: ¿Qué es eso que llevas en brazos, Mariquilla?
-Lleva un perro -respondió Clemencia.
-Un perrillo chico -repuso vivarachamente la niña-; pero su madre es grande.
-Calla, renacuajo -le dijo don Martín-, que eres como el grillo,
que no se ve a dos pasos y se oye a dos leguas. La mañana está
calurosilla -prosiguió dirigiéndose a Clemencia-; el sol está
que echa chiribitas, aunque estamos en febrero. Ya se acerca
Clemencia y las niñas anduvieron algún tiempo por el campo, y entraron después en un camino encajonado en altos vallados de pitas, a cuyos pies nacían espesas e intrincadas las zarzas, las esparragueras, las madreselvas, las pervincas, entre las cuales asomaban las amapolas sus encendidas y rojas caras con su ojo negro, y los candiles de vieja sus jorobas.
En el mismo vallado se levantaban dos altos pinos; a su sombra se sentó Clemencia con su pequeño séquito a descansar, oyendo el suave murmullo de sus sonoras cimas que tan indefinible encanto tienen, oro suave, triste y lejano como un eco que repite debilitado el hondo y melancólico suspiro del mar, ora vago y misterioso, como a veces suenan indefinidas voces en el corazón.
La niña más chica traía un pájaro.
-Señorita -dijo la mayor-, Aniquilla está lastimando a ese pájaro que aprieta con la mano.
-¡Que no! -repuso la chica-; no tengo la mano
-¿Sabes lo que es un pájaro? -le preguntó Clemencia.
-Sí -contestó Mariquilla.
-¿Pues qué son?
-Es cierto -dijo sonriendo Clemencia-; pero son también animalitos de Dios.
-¿Y no se deben matar los animales?
-No, a no ser necesario; y entonces dándoles el menos tormento posible. En lo demás, Dios que les dio la vida, que se la quite. Suelta ese pajarito, Aniquita; que harás una obra de caridad.
La niña titubeaba.
-Suelta ese pájaro, que lo manda la señorita -le dijo su hermana la mayor.
-Si tengo la mano
-Clemencia le extendió la mano, y el pajarito se voló alegremente.
-¿No te bastaba -dijo Clemencia a la niña- el que te dijese que hacías una obra de caridad? ¿No sabes que la caridad es la primera de las virtudes, y se extiende sobre todo lo que sufre, como el sol de Dios por el mundo entero?
-La caridad es dar limosna, ¿no es verdad, señorita? -preguntó la mayor.
-Por supuesto, la limosna es uno de sus efectos, y así hijas mías, dad, dad sin pararos; que con el corazón en la mano, se pinta la caridad, porque vacías ya, no tienen otra cosa que dar.
-¿Y el que no tiene nada? -dijo la niña.
-Raro es el que no halle otro más desdichado que él, a quien pueda dar algo, por poco que sea; y lo poco en el que tiene poco, y la intención en quien no tiene nada, consuelan al pobre y agradan a Dios. Y para convenceros de ello, os contaré un ejemplo.
Las niñas se pusieron a escuchar con esa ansiosa atención con la que los niños absorben las primeras nociones que sobre las cosas se les dan, y los primeros sentimientos que en sus ánimos se imprimen.
Los pinos se pusieron a susurrar aun más suavemente, pareciendo imponer silencio a la naturaleza con su dulce ceceo para oír la palabra de Dios; y hasta los pajaritos bajaron de rama en rama como para venir a escucharla.
Clemencia habló así:
-Había una Reina tan buena y tan virtuosa, que atendiendo a la gran misión que Dios le diera poniendo el cetro en sus manos, sólo pensaba en hacer virtuosos, religiosos y felices a sus vasallos, ciñendo así a sus sienes una corona mucho más bella que la de oro que le diera su herencia, y estampando de esta suerte su nombre en el corazón de sus vasallos, para que la bendijeran, y en el libro de la historia, para que las generaciones lo admirasen; porque un buen Rey es para los pueblos beneficio de Dios, como es uno malo un castigo. Esta Reina, pues, bien criada en la enseñanza de Dios, sabía que estaba en su alto puesto para dar con su ejemplo una gran lección a sus vasallos, y con su virtud decoro al trono y respeto a su persona. Iba a los hospitales y casas de beneficencia a vigilar por el bien de los infelices; gastaba sus rentas en grandes empresas para la prosperidad del país que Dios le había dado a regir, ocupando y dando por ese medio pan a muchos infelices. Respetaba mucho a los sacerdotes, al mismo tiempo que encargaba a los obispos los amonestasen severamente a ser los más santos de los hombres. Así era bendecida por todos como una madre, y adorada como un ángel.
Estableció esta gran Reina un premio, para aquel que en el año transcurrido hubiese hecho la mayor obra de caridad, pensando con razón que era ésta una gran enseñanza práctica al alcance de todas las inteligencias.
Cuando todos se hubieron reunido y la Reina estaba como
Así veis pues, hijos míos, que el mérito no está en el más o menos valor de la obra, sino en las circunstancias y en los sentimientos con que se hace, y que un pedazo de pan para el que no tiene otra cosa, y hasta se lo quita de la boca para darlo, es más aún a los ojos de Dios que ve los corazones, que lo es una obra sonada y celebrada, que consigo lleva su recompensa.
Apenas se había concluido la narración, cuando de lejos se oyeron discordes y confusos gritos. Clemencia puso el oído. Las voces eran muchas, y herían de cuando en cuando el aire estridentes silbidos.
-¿Qué es esto? -dijo Clemencia poniéndose en pie.
-¿Qué ha de ser? -opinó Mariquilla-, los pícaros de los chiquillos del lugar que andarán de tuna.
-No son, estas voces de muchachos -repuso Clemencia, cuyo corazón latía fuertemente, al oír acercarse en aquella dirección la gritería-; me temo...
No acabó la frase, porque una voz distinta ya, a la vez ronca, exaltada y azorada gritó:
-¡Eh, toro!
Un espantoso temblor se apoderó de la infeliz Clemencia, mientras que las chiquillas, dando gritos de terror, la rodearon colgándose de sus vestidos.
Clemencia volvió en torno suyo sus ojos extraviados, por ver si algún medio de salvación se le presentaba; pero ninguno ofrecía aquel lugar.
El vallado alto, espeso, no interrumpido, se alzaba a ambos lados del camino como una muralla vegetal, coronada por las púas de las pitas, como las de mampostería lo están por puntas de hierro; el camino, más hondo que el vecino campo, encajonado y preso, se prolongaba indefinidamente a la izquierda; por la derecha sonaba la alarma.
Además, ¿cómo huir, cómo correr, cuando la infeliz apenas podía tenerse en pie? ¿Cómo abandonar a las dos criaturitas, que se asían a ella como a su tabla de salvación? Y aunque lo hubiese intentado, ¿cuánto habría tardado en alcanzarla la fiera en su veloz corrida?
-¡Estamos perdidas! -gimió la estremecida Clemencia cruzando las manos- ¡Madre mía de las Angustias, apiádate de nosotras! Alcanza un milagro en favor de tu devota y de estas inocentes... que grande es tu piedad, y grande tu valimiento.
La algazara se acercaba; ya sonaba sobre la tierra dura el seco ruido de las herraduras de los caballos en su carrera. Los silbidos y descompuestas voces penetraban como clavos la trastornada cabeza de Clemencia, que permanecía inerte como la imagen del espanto.
En este instante apareció a la entrada del callejón, alta la cabeza, y moviéndola en bruscos movimientos de uno a otro lado, como incierto sobre la dirección que había de seguir el toro, esa fiera tremenda que con tanto esmero se embravece para solaz y diversión de hombres, que al salir de la que les brinda, harán discursos o escribirán artículos pomposos en loor de la cultura, del modo de moralizar al pueblo y dulcificar las costumbres. Clemencia, yerta e inmóvil, se apoyaba en la loma del vallado: la situación era espantosa. Hubieran podido salvar a Clemencia acosando al toro en otra dirección; pero nadie sabía que allí estuviese, oculta como se hallaba por el vallado.
En este momento el perrillo de la niña se puso a ladrar. Entonces el toro miró aquel grupo; esto decidió su vacilante intención, y... partió hacia él.
Clemencia cerró los ojos y nada vio; pero oyó ruido a espaldas del vallado, un fuerte golpe en el suelo, una llamada al toro; se sintió agarrada y sopesada por unos brazos vigorosos, cogida entre las zarzas por unos puños de hierro, y atraída al opuesto lado del vallado, donde cayó en tierra.
-¡Las niñas! -gritó con angustia-. Pero una después de otra cayeron a su lado; tras ellas saltó un hombre; este hombre era Pablo. Pablo, sereno y tranquilo como el poder que brilla en acciones, y no se ostenta ni altera en palabras.
A Pablo le había sido indicada la dirección que había seguido Clemencia, cuando la voz que cundió de haberse desbandado un toro, alarmó la población. Seguido del aperador del cortijo, ambos bien montados, cortó por campo atraviesa, para registrar el peligroso camino.
Llegaron en el momento en que el toro, incierto aún, vacilaba. Pablo se echó del caballo, cogió su capa, y saltó al camino, haciendo para el efecto hincapié en una excrecencia que tenía el tronco de uno de los pinos, con grave riesgo de lastimarse en su atrevido salto.
Presentó la capa al toro, que se paró al ver caer de repente ante sí aquel inesperado antagonista. El toro partió a él, y Pablo le lió con admirable tino y destreza su capa en las astas; y mientras el animal cegado trabajaba por desasirse de ella, Pablo con vigor y rapidez, levantaba en alto a la anonadada Clemencia, que recibía el aperador en sus robustas manos; hacía lo mismo con las niñas, y se valía a su vez de la mano salvadora del fiel criado, para ponerse en salvo.
-¡Pablo! -exclamó Clemencia, prorrumpiendo en un torrente de lágrimas.
-Calla -murmuró éste a su oído.
Aún no había pasado el peligro.
Siguió a estas palabras un profundo silencio, en que no se oían sino los resoplidos de la fiera, de la que sólo les separaba el vallado, detrás del cual batallaba por desprenderse de la capa. Una vez libre del estorbo que le cegaba, podría el toro en lugar de seguir adelante, retroceder y volver a hallarse en campo raso, a poca distancia de ellos.
Mas un ruido monótono y sonoro se oye de lejos en uniforme cadencia, y se viene acercando.
-¡Somos salvos! -murmuró Pablo al oído de Clemencia.
Eran los cencerros de los cabestros, que requeridos por el ganadero, venían a recoger al toro. Poco después entraban en el callejón con su uniforme trote, y el toro, más cuerdo que los hombres, los seguía, pesándole una emancipación estéril, de que tan mal uso hacía y que tan poca ventaja le reportaba.
Poco después el ruido de los cencerros, a la vez tan melodioso, tan aterrante y tan consolador, se fue perdiendo y alejando, a la par que el peligro; al fin no se distinguió, reduciéndose su sonido a un vago, lejano y grave rumor.
Clemencia, trémula y temblando, caminaba más que asida, colgada del brazo de su salvador.
-Pablo -le decía con débil voz-, no te doy las gracias, porque hablar no puedo; me has dado más que la vida; me has libertado de la más espantosa de las muertes. ¡Oh! y ¡qué frías son cuantas expresiones de gratitud han inventado los hombres para que te puedan expresar lo que yo siento!
En este momento llegaban varios hombres bien montados, armados de garrochas. Seguíales tirado por cuatro mulas el barrocho, en el que se veía a don Martín gesticulando y gritando desatentadamente. Cuando alcanzó a Clemencia, mandó parar, y la recibió en sus brazos; bien que la infeliz no podía hablar, y permanecía llorando e inerte, recostada en el pecho de su padre. El aperador Miguel Gil, contaba a gritos lo ocurrido al extático y embriagado auditorio.
-Sí, sí -exclamaba entusiasmado don Martín- Pablo es todo un hombre. Bien podrá no tener habla de abogado; pero en tratándose de manos a la obra, ahí está él. En jarabe de pico no está ducho; pero en cuanto a guapezas, muestra, por vía del dios Baco, la sangre de los Guevaras. ¡Ea, viva Dios! Sí, sí, Pablo, te luciste, ¡caracoles! Todos pueden charlar y mangonear; pero lo que tú has hecho, no lo hacen sino los hombres de pelo en pecho.
-Ea, a casa, a casa, y por los aires -añadió dirigiéndose al cochero-; que esta niña se me desmaya, y es preciso sangrarla sobre la marcha.
-Hija -dijo doña Brígida cuando llegaron-, ¿no te dije que el campo era para los lobos? Gracias infinitas al Señor, de buena has escapado.
-Y a la bendita Señora de las Angustias, a quien me encomendé, madre -repuso Clemencia.
-Mañana mismo, hija, se le hará una función de gracias -repuso doña Brígida.
-Sin olvidar las que le debes a Pablo -dijo don Martín-, que allí y en momento tan oportuno guió la Señora, lo que ha sido una providencia: ¡no hay nada sin Dios!
En seguida contó a su mujer lo ocurrido.
-¡Si Pablo es más noble que el oro! -dijo con expresión doña Brígida, gastando esa hermosa voz, a la que en los pueblos se da un sentido mucho más lato que en el lenguaje moderno, en el que sólo expresa una calidad; pero entre las gentes del campo es su significado como la esencia de todas las demás buenas, cualidades.
-Lo que Pablo ha hecho, padre -repuso Clemencia-, es más que una heroicidad; es un sacrificio.
-Sí, sí, merece una corona -dijo don Martín-; pero como no la
tengo, lo que te doy, Pablo, es el potro ruano
-¡Señor! -exclamó Pablo-, de manera alguna admito ese potro, que es el mejor que tenéis.
-Oyes, ¿y cuándo has visto tú que lo que yo regalo sea lo peor? -repuso su tío-. ¡Pues tendría que ver! ¿Y en quién ha de estar mejor empleado, me querrás decir?
-Por
-Mas que me dieran cuarenta mil pesos, no sale
-¡Qué temeridad! -decía el Abad-, y este increíble arrojo las ha salvado a las tres. Pablo, das razón a un antiguo refrán escocés, que dice que lo más prudente es el valor.
-¡El demonio se pierda! -exclamó don Martín-. ¡Y que no supiera yo ese refrán! Es decir, sabía el sentido, pero no lo sabía enversado; no se me olvidará.
-¡Exponerse de esta suerte por un éxito tan dudoso! -prosiguió el Abad-. ¡Oh noble y ciego ímpetu de la juventud!
-De todas maneras la salvaba, tío -repuso Pablo.
-Así, así -exclamó don Martín-; así se hacen las hazañas, exponiéndose; si no, no lo son; toma, toma, señor Abad, a costa de su pellejo, Francisco Esteban fue guapo. A tanto se expone el cuerpo como padece el alma.
Juana y su hija se habían abalanzado a las niñas, que estrechaban en sus brazos y cubrían de lágrimas; mas ahora se precipitaron hacia Pablo, abrazándolo y besando sus manos con ese entusiasmo de los corazones ardientes, tan expansivo y tan tierno.
-Vaya -exclamaba Juana-; que se expusiese así su mercé por salvar a la señorita, que al fin es su prima, ya era una hombrada de las pocas; pero que hiciese lo propio por estas inocentes, mire usted que para eso es preciso tener esa bondad tan buena del señorito. ¡Vaya, si esto es de lo grande, de lo santo, de lo sonado!
-Sí, sí -añadía don Martín-, esto va a ser más sonado que las narices. A este Pablo, no sólo no le arredra nada, pero ni lo perturba. En su vida de Dios se le van las marchanas; así es que en llegando la ocasión, como ha sucedido hoy, hace cosas tan grandes que al Rey le llaman de tú.
-Señorito -decía la madre de las niñas-, más tienen que agradecerle a su mercé mis niñas, que a mí que las parí. ¡Dios se lo premie tanto como yo se lo agradezco!
Pablo se apresuró a sustraerse, alejándose, a las muestras de admiración y de gratitud de que era objeto.
Entró en esto precipitadamente la tía Latrana, que era una vieja y osada pordiosera que de continuo asediaba a don Martín, la que con gemidos y lágrimas se abalanzó a Clemencia; pero como era muy pequeña, y Clemencia era más bien alta, no pudo por fortuna pasar el abrazo de su cintura.
-¡El demonio se pierda! -dijo don Martín, que estaba demasiado alegre para enfadarse-; no hay procesión sin tarasca. ¿A qué viene usted aquí, tía singuilindango?
-Pues ¿no había de venir, señor, a ver a mi señorita de mi
corazón, que la quiero como si la hubiese parido, que es tan
modosita con los pobres de Dios, y a la que en su vida se le oye
ni un
-¿Qué se le ha descompuesto a usted el estómago con la alegría? ¡Por vía del demonio malo! Pues para contrapeso, lo mejor es darle a usted una pesadumbre, y verá usted como entra en caja. ¡Habráse visto tal fanganina!
-Pues sí, señor don Martín, que lo
-No es sino que es usted más pedigüeña que un demandante, y nada le basta; el dinero que se le da, es como puñado de moscas en un cerro en día de levante; siempre está usted hecha la esencia de la necesidad; nada le luce.
-¿Cómo me ha de lucir, señor? Ningún perro lamiendo engorda; el pan que me da hoy su mercé, ¿acaso me ha de apaciguar el hambre de mañana? ¡Ay, señor don Martín, el hambre tiene cara de hereje!
-Se parecerá a usted. En honra de la salvación de mi hija, y en gloria de la guapeza de mi sobrino, había pensado darle a usted un duro -dijo don Martín-, dándole una peseta.
-¿Y los diez y seis reales que faltan, señor don Martín? Esos me los deberá su mercé -dijo con alegre ansia la vieja.
-Pídaselos usted a la gran insolente de su lengua que se los ha
robado, pues en poniéndose a chirlar, no hay respetos que no
atropelle: ¿está usted enterada, tía raspagona? -dijo don Martín
volviéndole la espalda-, y sepa que
-¡Vaya! por poco se ha incomodado su mercé -murmuró la tía Latrana al irse-; pues al santo que está enojado, con no rezarle ya está pagado.
No conocía don Martín el cambio que por grados se había efectuado en Pablo, ni era capaz de comprender el punto de cultura a que lo habían ascendido la enseñanza de los libros, la dirección de su tío y la influencia del amor hacia una mujer como Clemencia. Los primeros habían enriquecido su entendimiento, la segunda formado su juicio y su gusto, y el tercero ennoblecido y afinado sus sentimientos, dotes que, unidos, forman la cultura de alta esfera de que muchos presumen y a que pocos alcanzan: así era que seguía ejercitando en él su facundia, benévolamente denigrativa; era éste un desahogo natural en don Martín, de que todos eran víctimas, menos su mujer, su hermano y su malva-rosa.
Pero con quienes esto subía a su apogeo, era con las viejas pordioseras, las que tenían a don Martín constantemente sitiado. Habíalas entre éstas sumamente insolentes, y los coloquios entre éstas y don Martín, eran seguramente dignos de haber sido recogidos por un taquígrafo.
Figuraba entre las primeras una tía Latrana que ya conocemos, a quien don Martín no podía sufrir por lo osada, exigente y desagradecida, lo que no impedía el que siempre la estuviese socorriendo. Llamábala don Martín la baratera de las viejas de Villa-María. Era este femenino Cid, chica, delgada por naturaleza, y enjuta a un tiempo por su mal genio y por los años. Tenía los ojos tiernos, pero la mirada arrogante. Su boca se había sumido como para hacer más notable la prominencia de su picuda nariz, que era de aquellas de que se suele decir que pueden servir para sacar espinas.
Databa la ojeriza que la tenía don Martín, de una ocasión en que un sobrino de ella, que era un calavera de lugar, muy listo, muy despierto, vicioso y pendenciero, habiendo caído soldado, había venido su tía a empeñarse con don Martín para que lo libertase, en cuya ocasión tuvieron el siguiente diálogo:
-Señor -dijo la tía Latrana, haciendo las más espantosas muecas y dando los más furibundos soponcios-; a mi Bernardo le ha tocado la suerte.
-Que manden repicar -contestó don Martín.
-Señor, no sea su mercé
-¡Miren la hipoteca! Vaya con el mostrenco ese, que es como los
plateros, que barren para adentro.
-Señor,
-¡Hola!
-Pues si es verdad, señor,
-Pues en cambio, al que no tiene lo hace el rey soldado;
-¡Flojonazo mi Bernardo! ¡Señor! Pues si es más vivo y más dispuesto que un ajo.
-Sí, sí; señor Corrin, que corriendo va, que siempre corriendo y
nunca hace
Señor, no se chancee su mercé, sino vea de libertármelo como hizo con el hijo del tío Gil.
-¡Yo libertar a ese arrapiezo! En eso estaba yo pensando. ¿Y va usted a sacar a Gil, que es criado honrado de la casa desde que Adán pecó? ¡Pues dígole a usted!... Bastante me cuesta usted ya con cada enfermedad que le costeo, que canta el misterio.
-Señor, por eso no se apure su mercé, que ahora estoy tan buenecita y tan gordita.
-Gorda, ¡sí! Parece usted el espíritu de la glotura.
-Señor don Martín, considere su mercé que mi sobrino, el
-Mejor;
-Señor,
-No me venga usted con aleluyas. ¡Ya!...
-Señor, su mercé que es tan buen cristiano, tan caritativo, que es el paño de lágrimas de los desdichados...
-No me venga usted con gatatumbas.
-El hijo de mi alma no tiene chichas para el servicio del Rey, es endeblito.
-¡Endeblito! ¡Por vía de sanes! Y tiene un rejo como un toro.
-¡Si lo viera su mercé! ¡Está tan escuchimisado, tan flaquito!
-Sí, sí; lo que está es rajado de gordo.
-Pero señor, es muy pulido y muy fino para pisar lodo.
-¡Fino, sí!... Si lo apalean echa bellotas. ¡Fino! ¡Vea usted, que se zamarrea de ganso!
-¡Ganso! ¿Mi Bernardo ganso? Si es un moralista, señor.
-¡Moralista! ¿Y qué es un moralista, tía sátira?
-Es un estudiante de estudios muy hondos, que se aprenden en un
libro que se llama
-No diga usted sinfundos, tía
-¿Que no? ¿pues qué es, señor?
-La moral es una buena doctrina sin Dios, como dice mi hermano el Abad.
-¿Sin Dios? ¡Ave María purísima, señor!
-Pues sí señora, por eso es para el entendimiento, así como la doctrina con Dios es para el alma. Entérese usted para que no vuelva a decir despropósitos en tono de sentencias.
-Pues sea la que fuere la doctrina, mi Bernardo sabe
-Ya, porque tuvo usted presente aquello de:
-Ello es señor, que mi Bernardo sabe más que
-Más valiera que se hubiese atenido al
-Pues yo he querido que
-¡Sí, un pan de rosas! ¡Por vía del atún salado! ¡Con un genio
-Falsos testimonios que le han levantado, señor; lo que tiene es que unos echan agua en caldera y no suena, y otros en lana y suena.
-Se le cogió
-Eso fue allá en
-Lo he sacado para decirle que se largue su pan de rosas de sobrino, y cuanto antes mejor, y que Dios le ayude y a nosotros no nos olvide.
-Señor, crea su mercé que mi sobrino es una prenda; lo crió Dios con mucha atención; y sobre todo, señor don Martín, es mi ayuda.
-¿Qué había de ser ese namantón su ayuda cristiana? Es la cuerda que la ahorca. Déjelo usted ir bendito de Dios.
-¡Ay! no señor; que
-Desearle buen viaje.
-Señor, hágalo por Dios, que es buen pagador.
-De obras buenas, tía Cansina.
-Señor, por María Santísima...
Don Martín se puso a tararear en tono de bajón, acabando por imitar el toque del tambor:
-Entonces, señor -dijo avispada la tía Latrana-, ¿a qué le sirven a su mercé esos dineros?
-¡Caracoles con la rala de la vieja esta! -exclamó colérico don
Martín-. ¡Pues qué! ¿se ha pensado usted, so insolente, que me
habrán dejado mis abuelos mis mayorazgos para invertir sus
rentas en sustitutos para los vagos y macarroños de Villa-María?
Ea, déjese de cuentos, deje ir al moralista de su sobrino a que
-
-¿Qué está usted ahí
-Nada, señor, sino que si mi sobrino se muere o lo matan, no quisiera yo estar en el pellejo de su mercé, que lo habría podido remediar, y no lo ha hecho. El que da un mal rato, no lo espere bueno.
Y la tía Latrana se alejó, redoblando sus alharacas.
-A usted es preciso matarla o dejarla -le gritó furioso don Martín-; pero un día acabará usted con mi paciencia, y mas que sea usted hembra y pobre, si vuelve usted a dar rienda suelta a esa lengua que se le debía caer de un cáncer, como soy Martín, que le tiro a la cabeza lo primero que me caiga a las manos: ya está usted prevenida, tía farota.
Con este antecedente, comprenderá el lector que cuando fue Clemencia, en quien tenían los pobres una eficaz intercesora, a hablar a don Martín en favor de la tía Latrana, no lo hallaría tan dispuesto a complacerla como solía estarlo.
-Padre -le dijo una mañana-, ahí está la tía Latrana, que quisiera hablaros.
-Dile que estoy sordo -contestó don Martín.
-Si nunca lo estáis cuando los pobres os necesitan.
-Pues lo estoy para esa picaronaza y para todos los suyos, porque la madera de los Latranas ni para tacones es buena.
-¿Qué os han hecho los pobres esos?
-¿Qué me han hecho? ¡pues no es nada! La descocada esa, que pide
mucho, y no agradece nada, y que
-Pero, padre, la pobrecita tiene tanto empeño...
-Y tú también, malva-rosita: ¿no es eso? Vamos, que entre esa visión, aunque hacerle bien es lo mismo que lavar los pies a un burro.
Clemencia fue a avisar a la tía Latrana, que le dijo al verla venir:
-Por fin, señorita, vino su mercé: don Martín no tuvo presente
-Vaya, ¿qué se ofrece, pozo airón? -preguntó don Martín a la tía Latrana al verla entrar compungida. ¿A qué se viene usted amparando de mi hija? Usted no necesita vejigas para nadar, ni más padrino que su descaro.
-Señor, mi comadre la tía Machuca me envía aquí a decirle a su
mercé que la
-¿Viene usted a pedir para la tía Machuca? No lo extraño. ¡Tal
para cual, Pedro para Juan! Esa es otra pejiguera como usted, y
ambas
-¡Jesús, señor! que tiene su mercé hoy la lengua
-¡A buen tiempo! ¡vaya!
-Ello es, señor, que
-¿A quién?... a mi no... que lo que tiene
-Sí señor, y Dios se lo pague a usted.
Y la vieja desapareció con una ligereza juvenil.
Al día siguiente se apareció tan cari-pareja la tía Latrana.
-¿No le dije a usted que no volviese hasta que yo la llamase? -exclamó impaciente don Martín.
-Sí señor, sí señor; pero escúcheme su mercé. La tía Machuca está peor -repuso la embajadora.
-Le haría daño el puchero.
-No señor; pero el
-Tome usted los seis reales, que se los doy por tal de no verla.
Al día siguiente se repitió la misma escena.
-¿Otra te pego? -exclamó don Martín-. ¡Pues no es mala mosca de caballo ésta!
-Señor -repuso la tía Latrana sin dejarse intimidar-, a mi comadre la han mandado administrar.
-Al cura con eso.
-Pero son precisas unas velitas para adornar el altar.
-Tome usted para las velitas y toque de suela, precipitada y definitivamente.
Pero al día siguiente se halló don Martín ante sus narices, como llovida del cielo, a la tía Latrana, con aspecto fúnebre.
-Tía Latrana o tía Letrina -exclamó el señor-, usted se ha empeñado en acabar con mi paciencia, ¡caracoles!
-Señor -dijo ésta con voz lúgubre-, murió mi comadre.
-Aleluya,
-Señor, por lo mismo, para que haga su mercé la caridad de pagarle el entierro.
-¿Esa también? Vamos, eso lo hago con gusto; así me dé usted pronto ocasión de ejercer la misma obra de misericordia con usted. Y ahora, pues, tía Barrabás, hasta el valle de Josafat.
Vana ilusión, porque a la mañana siguiente se apareció la tía Latrana cuando menos se pensaba.
-¡Qué es eso! -exclamó don Martín atónito- ¿Usted por acá? Es usted peor que una terciana doble; ¡caracoles con usted!
-Señor don Martín, vengo porque mi comadre...
-¿Qué es eso de mi comadre? -dijo extático don Martín.
-Señor, la
-¿Que me viene usted con la pobrecita? ¿pues no se murió?
-Sí señor, pero...
-¿Qué peros ni qué camuesas? ¿pues no le pagué el entierro?
-Sí señor, pero...
-¡Qué peros ni qué demonios! Coja usted el portante.
-Sí señor, ya voy; pero es que...
-¿Es qué? ¡Reviente usted! que me ha metido usted en curiosidad.
-Es que resucitó.
Clemencia y Pablo soltaron el trapo a reír en sonoras carcajadas; pero no así don Martín, que se puso furioso.
-Oiga usted, so embrollona -gritó-, ¿y me viene usted quizás a pedir para el cordero de Pascua de Resurrección? ¡Pues qué! ¿no hay más que hacer así los pobres burla de los ricos, que les dan el pan, que son su paño de lágrimas y sus padres? ¡Habráse visto bruja más audaz! Como me llamo Martín, que si pudiese andar tan vivo como antes, la echaba a usted de cabeza a la calle, y si ese sobrino mío no fuese tan mandria, ya debería haberlo hecho.
La tía Latrana, que como sabemos era valentona y no se dejaba fácilmente intimidar, repuso muy sobre sí.
-Pues sí, señor, resucitó, ¿y eso quién lo puede remediar? El
-Vaya usted al demonio con cinco o seis pies.
-Señor, dice el
-Una docena de culebras de vara y media.
-Señor, si no se le ponen, se muere de una vez.
-A bien que le tengo pagado el entierro.
-Señor, ¿la dejará su mercé morir?
-A bien que resucitará.
-Señor, eso es una falta de caridad.
-¿Qué es esto, deslenguada? ¡Decirme a mí falta de caridad, cuando hasta adelantadas les tengo pagadas sus necesidades!
-Señor, no me entretenga su mercé, que las
-Lo que urge es que se me quite usted de delante, y baje el gallo, ¡caracoles! que si fuese usted de alambre, no habría mejor cencerro en toda la campiña.
-Señor, si no me da su mercé el dinero para las
Don Martín, que era violento y que ya estaba exasperado, cegó y no vio, como dice la frase expresiva y usual; cogió lo primero que se le vino a las manos, que fue un libro que había estado leyendo Clemencia, y se lo tiró a la vieja diciendo:
-¡So insolente!
Pablo, que había visto el ademán de su tío, se abalanzó a interponerse entre el proyectil y el blanco a que iba dirigido; de manera, que el libro que era voluminoso, y estaba sólidamente encuadernado, le dio en la cabeza y le hizo una herida. La sangre corrió.
La vieja había desaparecido.
-¡Ay Pablo! ¡Pablo! -exclamó Clemencia-, precipitándose hacia su primo y estancando la sangre con su pañuelo.
-¡Válgame Dios, Martín! -dijo doña Brígida con su grave y sereno acento-; ¡cómo te dejas arrebatar por tu genio!
-¡Mal hayan mis manos, y mal hayan mis prontos! -exclamó consternado don Martín-. Pero, Pablo, santo varón, ¿a qué demonios te metiste por medio?
-¿Pues no es mejor que todo se quede en casa, tío? -respondió sonriendo Pablo, dulcemente conmovido por el interés que le demostraba y los cuidados que le prodigaba Clemencia.
-Que vayan por el médico -gritaba don Martín- ¡Jesús! Pablo, hijo mío, ¿es cosa mayor? Qué cojan a esa vieja maldita y le den una paliza. ¿A qué te metes a campeón de brujas deslenguadas, Pablo de mis pecados? Corred por el cirujano, hato de pajuatos -añadió dirigiéndose a los criados que habían acudido-, corred de cabeza. ¿Estáis de vuelta? A esa vieja maldita, colgadla por los pies. Pablo, petate, ¿quién mete el dedo entre la cuña y el tronco?
-El pobrecito lo hizo para libertar a la tía Latrana -observó Clemencia llorando.
-Súmete las lágrimas, malva-rosa -dijo don Martín-; mira que me apuras y a él le vas a meter aprensión.
-No, no señor -exclamó Pablo-; esas lágrimas no me hacen mal, me hacen bien; pero lo que tengo no es nada; tranquilizaos, señor. Clemencia -añadió a media voz-, está pagada la sangre que derramo, y toda ella, con la prueba de interés que me has dado.
Pablo reclinó la cabeza, no sobre el hombro de Clemencia, sino sobre el hombro del criado que estaba más cercano, y fue acometido de un ligero vértigo.
En este momento se acercó pausadamente doña Brígida, trayendo en un cajoncito hilas, vendas y cabezales primorosamente doblados.
-¡Ay madre! -dijo Clemencia temblando y agitada-, se ha desmayado. ¡Dios mío! ¿se irá a morir?
-No te aflijas -respondió la señora-, esto es un efecto natural de la pérdida de la sangre; la herida ni es grande, ni está en mal sitio.
Llegó en esto el cirujano, que confirmó plenamente lo que había dicho la señora, y se puso a curar la herida.
Volvía Pablo en este momento en sí, y abría los ojos; pero al ver a Clemencia arrodillada ante él con el rostro angustiado y cubierto de lágrimas, presentándole a oler su pañuelo empapado en vinagre, los volvió a cerrar temiendo que al despertar se desvaneciese la celeste aparición, cuya cercanía sentía y cuyas lágrimas caían sobre sus manos.
-Ahora -dijo el cirujano-, es preciso que se recoja y se le dé una sangría.
Se llevaron al paciente; doña Brígida y Juana le habían precedido para aviar su lecho. Don Martín y Clemencia quedaron solos.
-Me cortaría la mano -dijo el primero-, me la cortaría, sí, con tal que con el mismo cuchillo cortaran el pescuezo a esa maldita, remaldita vieja.
-No os apuréis, padre -repuso Clemencia-, pues dice el cirujano que no es cosa de cuidado.
-¿Quién había de pensar -prosiguió don Martín-, que esa cabeza de Pablo, que yo creía más dura que el peñón de Gibraltar, fuese más tierna que una breva?
-¡Pablo la cabeza dura, señor! -exclamó Clemencia-. Pablo, el más condescendiente en su voluntad, Pablo el más pronto y apto a la comprensión, ¿tener la cabeza dura? ¡Qué error, padre!
-Oye, malva-rosita, quiéreme parecer que con la achocadura ha puesto Pablo contigo una pica en Flandes.
-Sí, sí -contestó sencilla y sinceramente Clemencia-, no lo niego; lo que ha hecho es una noble y generosa acción.
-Malva-rosita, déjate de retumbancias, lo que ha hecho es una borricada. El día aquel que se puso ante ti y el toro desbandado que se vino al camino, y le lió su capa en las astas, esa sí fue una guapeza de las que hacen los hombres de pro y los caballeros; pero salir a redentor de una pícara vieja desvergonzada, eso no lo hace sino don Quijote de la Mancha, o mi sobrino, que es cien veces más Quijote que aquél.
Don Martín era de aquellos en cuya existencia entra la rutina como primer agente motor; de esos que cuando una vez han hecho una cosa, la hacen todos los días sin que se les ocurra hacer otra, y que cuando toman un tema lo siguen, aunque su origen haya caducado. Resultaba de esto que el tema que adoptó don Martín en vista de la primera impresión que le causó su sobrino, había llegado a ser inmutable, sin que el cambio que había en Pablo llegase a modificarlo; y si le hubiesen querido demostrar que existía, habría dicho levantando los hombros: ¡Faramallas! ¿Me podrán hacer creer que pueda dar luces un eslabón de madera?
Antes de recogerse, fue Clemencia a saber cómo seguía Pablo.
-No podía descansar hasta verte -le dijo éste-; quería decirte que he cuidado que la pobre por quien te interesabas haya sido socorrida.
-Pablo -contestó Clemencia-, no me había vuelto a acordar de ella, soy franca; sólo he podido pensar en ti, y en que estarás sufriendo por la generosa acción que has hecho, y esta idea me quitará el sueño.
-Pues duerme, Clemencia, tranquila y plácida como el arroyo entre flores, porque cree que nunca he pasado una noche más dulce que la que voy a pasar.
Clemencia, sin explicarse el porqué, salió del cuarto de Pablo intranquila y disgustada.
El interés que Clemencia había demostrado a Pablo y el calor con que ensalzó su acción, despertaron en don Martín un pensamiento, que él mismo extrañó no haber tenido antes, y era el unir a su hija y a su sobrino.
Pensó que Pablo, a quien en el fondo quería y apreciaba, Pablo que era un Guevara, que era un gran inteligente en cosas de campo, que tenía buen carácter y excelentes costumbres, Pablo, que iba a ser su heredero, era el hombre indicado y más a propósito para hacer una buena suerte a su malva-rosa; consideró también que era tiempo de pensar en poner esto por obra, en vista de que si su hermano el Abad y él llegaban a faltar, quedaría su hija sola y desamparada en los más bellos años de su vida. Lo que más le halagaba en todo este plan que trazó, fue que Clemencia no se separaría de él; esta razón en que entraba su egoísmo, pesaba cien arrobas.
Don Martín era pronto en sus resoluciones y expeditivo en su ejecución. Así sucedió, que a los dos días, habiendo salido su mujer por haberle avisado su prima la monja que tenía locutorio, dijo don Martín a Clemencia:
-Ven acá, malva-rosita, apropíncuate, que tengo que decirte. Ha más de seis años que murió tu marido. ¿No es así?
- Sí señor -contestó Clemencia-, a quien este recuerdo impresionó triste y amargamente.
-Cuentas más de veinte y dos años, y es preciso que pienses en tomar estado, pues al fin no te has de quedar viuda toda tu vida como las de tu jardín.
-Señor -contestó angustiada Clemencia-, por Dios, no penséis en eso. ¿Cómo ni dónde estaré yo mejor y más contenta que a vuestro lado y al de mi tío?
-¡Sí! el uno un pochancla y el otro una maula. ¡Buen par de potalas! ¡Buen par de tutelas! El día menos pensado cerramos el ojo, y te hallarás sola como el espárrago.
-Señor, ¿no me habéis dicho tantas veces que un alma sola, ni canta ni llora?
-Sí, pero ahora es tiempo de que cante, malva-rosita.
Clemencia quedó tristemente sobresaltada; nunca se le había presentado la idea de la falta de sus Padres y de su tío. Los jóvenes, por fortuna, nunca piensan en la muerte de los viejos cuando los aman: así fue que calló, pues no se le ocurría qué contestar. Don Martín prosiguió:
-Quiero yo tener el gusto, cuando me muera, de dejarte amparada por un hombre de mi satisfacción, y ninguno hallo que para ello más a propósito sea que Pablo, cuyas circunstancias todas son a pedir de boca, a lo que se une la conveniencia de que no nos separaremos y seguiremos viviendo juntos. ¿Qué dices a eso, malva-rosita?
Clemencia, aturdida y consternada, callaba.
Don Martín no alcanzaba que las continuas burlas que hacía de Pablo, si bien podrían no haber impresionado juicios superiores, y por lo tanto independientes, como lo era el de su hermano el Abad, debían por precisión haber influido desfavorablemente en un juicio dócil y juvenil como el de Clemencia.
-¿No te entra por el ojo el gachón? -preguntó sonriendo su
interlocutor-: ya se ve, mi hijo era mejor mozo; pero éste te ha
de dar mejor vida. Desengáñate, Pablo es un hombre como son los
hombres, un hombre honrado, y quien dijo honrado, dijo
caballero. Sabes que dice el Abad que para ti es un oráculo, que
es Pablo una prenda: ¿qué le hace que no sepa estirarse los
picos de la tirilla, hacer el
-No, señor; padre, nunca he opinado eso -repuso Clemencia-, porque nunca he pensado en novios ni casamiento.
-Niña, eso no es razón, pues la mujer necesita sombra; cuando te falte la mía, quiero dejarte un árbol que te la dé buena. Sépaste que la mujer sola es como hoja sin tronco; el hombre solo es como árbol sin hoja. Si bien a Pablo le falta mucho para ser un real mozo, a bien, malva-rosita, que te casaremos a la oración, y que de noche todos los gatos son pardos.
Clemencia, que vio que su suegro se iba a explayar en un terreno en que su elocuencia era clara como el agua y verde como el apio, se apresuró a interrumpirlo diciéndole riendo:
-Padre,
-Pues qué, ¿acaso quieres, niña, que sea tu casamiento
-¿No me habéis dicho siempre:
-¡Tómate esa y vuelve por otra! -exclamó don Martín-. ¿Por qué? Porque soy tu padre, tío de aquel, dueño de mi caudal, y quiero saber en qué manos lo dejo; que deseo sean precisamente las vuestras. Te hablo de casamiento por mirar por tu conveniencia, y porque ese casamiento es vuestro bienestar mutuo; lo digo porque lo deseo, y porque no te has de pasar toda tu vida sola como el espárrago.
La pobre Clemencia estaba llena de angustia; sentía un excesivo alejamiento por el enlace que le proponían; pero echándose en cara ese inmotivado sentimiento de desvío como un capricho poco cuerdo, como una indocilidad sin disculpa, contestó la suave joven:
-Cuanto me pidáis haré a ojos cerrados.
-No a
-No quiero más que daros gusto, padre -contestó Clemencia.
-Mi gusto es lo que te conviene, gachona: así queriendo mi gusto, quieres tu bienestar.
Fuese Clemencia poco después a su cuarto, donde se puso a llorar amargamente entre sus flores y sus pájaros. Pensó en confiarse a su tío, pero se detuvo considerando que aquel excelente hombre querría impedir un enlace que ella repugnaba, y que eso disgustaría a su padre.
Don Martín estuvo tan campechano y dichero como siempre durante la
comida, en la que apareció Clemencia pálida y con los
-¡Ella llorar! ¿qué tendrá? Dios mío, ¿la habrán afligido?
No se atrevió a preguntárselo, ni Clemencia advirtió que Pablo hubiese notado su mutación, pues abstraída, ni una vez fijó en él su vista.
Todo esto pasó por alto a don Martín. Los egoístas son malos observadores. Don Martín, además de tener esta circunstancia, era de la falange de los que se obstinan en que al son de su música se baile. Cuando estaba de mal talante, cosa que muy rara vez sucedía, y nunca sin causa (en vista de una preciosa calidad peculiar a los españoles, la que no se celebra como merece, ni se le da el valor que tiene, y que es la igualdad de humor, la paridad del temple de cada día); cuando estaba, decíamos, este señor de mal talante, pegaba sendos bufidos a troche y moche, y hostilizaba la risa; por el contrario, cuando estaba de humor risueño, o de chacota, como él decía, habían todos de estar alegres y reírse, aunque se le hubiese muerto a alguno su padre el día anterior.
-Pablo, dijo, quiéreme parecer que estás desganado, hombre.
-Sí, señor -contestó éste; y para satisfacer de una vez la curiosidad de su tío, añadió-: es porque tomé un tostón en la hacienda.
-¿Un tostón tomaste? Vaya por los muchos que me das a mí. ¿Quién está allí de molinero?
-Francisco Pérez, señor.
-¿No te dije que no lo admitieses? ¿Por qué lo tomaste?
-Porque era injusto no hacerlo.
-No me gusta que si me enmiende la plana, y te he advertido que a ése no le ha de entrar la manía por escrúpulos.
-Señor, Francisco Pérez es honrado, y respondo de él: además sabéis que recibe y entrega por cuenta la maquila.
-Sí, si, fíate y no corras;
-¿Por qué, señor?
-Porque son todos unos zoquetes, unos cuacos.
-Esa es una preocupación vulgar, señor.
-¡Mira qué Palabras tan relamidas! Tus letradurías me huelen a
discurso o arenga; se te va poniendo la boca tan repulida, que
estoy para mí, que dentro de nada vas a fumar caramelos en lugar
de tabaco. ¡Pues qué! ¿no sabes lo que les pasé a los de
Villamartín en una ocasión en que dispusieron unas corridas de
toros de respeto, como Dios manda, con sus picadores, sus
espadas y su cuadrilla de banderilleros? Lo malo fue que no
tenían más que un caballo que era una sardina. Mal que bien,
pasé la primera función; pero a la otra tarde se arremoliné la
gente, se amotinó pidiendo a voces otro jaco, que no querían que
montasen los picadores en el esqueleto de la tarde anterior.
¿Qué hace el encargado? Anuncia que saldrá un buen caballo
tordo; y al jaco, que era negro, cogió un cubo de cal y lo
encaló, con lo cual todos quedaron tan contentos y satistechos,
y los chalanes dijeron que el caballo tordo valía sus veinte
doblones más que el negro. Juana -prosiguió sin pasarse don
Martín-, dile a la guisandera que esos conejos dan en la nariz,
que es mal camino para la boca. Estos descuidos son porque tiene
un novio, dile que lo sé, y que a dos amos no se puede servir a
un tiempo; que
-¡Qué! no señor, ¿quién se acuerda de la herida?
-Yo para sentir habértela hecho. ¡Maldecida vieja! Con esa lengua
de hacha ¿no se ha puesto a decir que yo era don Pedro el Cruel,
que la había querido matar después de llenarla de
-
-No señora. ¿Yo callar? eso no; yo tengo la lengua para escoba de mi corazón, sobre el que nada quiero: así ha sido desde que nací, y hasta que me muera ha de ser así. El otro día me la encontré con la tía Machuca y la tía Carrasca.
-Las tres Marías -exclamó riendo Clemencia-, pues las tres llevan ese nombre.
-Sí, las tres Marías -repuso don Martín-; María Satanás, María
Barrabás y María de todos los diablos. Pues ¿querrán ustedes
creer que me vino a pedir la baratera esa? Pero no tuve más que
mirarla, y ¡qué ojos no la echaría yo, cuando la monfí esa se
zurró y se mudó un poquillo! Le tengo odio y mala voluntad a la
Latrana, a la Machaca y a la Tarasca, que son tres personas
distintas y una sola
-Hermano -dijo el Abad-, dice Chateaubriand que el odio que tenemos a los demás nos es más perjudicial a nosotros mismos que a ellos.
-Por demás lo sé -repuso Don Martín-, sin que tenga que enseñármelo un gabacho: así es que había de dar veinte pesos porque la tía Sátira esa me aborreciese a mí, y otros veinte daría porque ella me hiciese gracia a mí. Tú, hermano, que ruegas todos los días por la extirpación de las herejías, porque son tus enemigas, déjame a mí rogar por la extirpación de las viejas zafias, que son las mías.
-Martín, no hables tanto en contra de las viejas, que yo lo soy -dijo pausadamente doña Brígida.
-Señora -contestó don Martín-, para mí es usted hoy tan real moza como lo era el día en que me casé.
-Pues para mí eres un anciano, Martín -repuso su mujer-, y como éstos me agradan, has acertado en envejecer.
-Pues, señora, así todo está bien y al gusto del monarca; y yo mozo o viejo, siempre dispuesto a hacer lo que me mandéis -contestó el galante marido.
-Pablo, hombre, ni bebes ni comes: no parece sino que te han dado
garrote. ¡Mire usted eso, que digiere tantos libracos, y no
puede digerir un tostón! Cada vez que recuerdo aquel comer
infinito tuyo... Pues eras hondito para engullir, tanto, que
solía decirte yo:
-Martín -dijo doña Brígida-; cuando tanto comía Pablo, era en las temporadas que nos venía a ver; de esto hay diez años; entonces estaba creciendo; y es sabido que cuando crecen, comen mucho los muchachos.
-Y cate usted ahí por lo que creció como la yerba, que crece de noche y de día -dijo don Martín.
-Ello es que en todo te has de meter, Martín; hasta en si comen más o menos las personas sentadas a tu mesa.
-Señora, es porque la boca española no se puede abrir sola, y no me gusta comer con gentes que tengan enginas; no me sabe la comida con tanto desganado. Más a gusto comía yo cuando Pablo se ponía a engullir, que era menester silbarle para que parase. Entonces también dormía el sueño de san Juan, que duró tres días, y más profundo que una sima, de manera que eran menester los clarines de la ciudad para despertarlo: ahora trasnocha con los libracos, ¡por vía del atún salado! Si fuera siquiera por una buena moza...
-Señor -dijo Clemencia interrumpiendo a su suegro-, ¿con que creéis de veras que el leer sea antiestomacal?
-Por supuesto, Mari Sabidilla -respondió don Martín-; lo que es a ti, te voy comprar un birrete de doctora como el de santa Teresa, con el que estarás más bonita que lo que está aquélla en el altar. Siempre he dicho yo que los encuadernados roban el calor al estómago. Pues mira, Pablo, ¿a que con tanto quemarte las pestañas sobre los que visten de pergamino, no sabes una cosa que te tenía más cuenta saber, que no lo que enseña el estudio de lo fino?
-¿Y qué cosa es ésa, señor? -preguntó Pablo.
-Lo que aprovecha más a la tierra que bendición de obispo.
-Será la de Dios.
-Calla, hombre, que lo que se platica es de tejas abajo.
-No caigo, tío.
-¿No lo dije? Maldita la cosa que sirve el atragantarse de latines, ni hincharse de términos curruscantes.
-Hermano -dijo el Abad-, esta pregunta tuya me recuerda por su analogía el lance acaecido a un quinto valenciano que habiendo llegado a una ciudad, entró en la primera tienda bien alumbrada que se le presentó, que acertó a ser una botica. -¿Qué se vende aquí? -preguntó. -De todo -contestó el boticario. -Pues sáqueme usted unas alpargatas -dijo el quinto.
-¡A ver! ¡a ver! -exclamó riéndose don Martín-, ¡a ver el señor
Abad, como se nos viene con un chascarrillo! Vaya, me alegro,
hermano, de que la sangre andaluza no se te haya latinizado en
las venas. Lo
Pablo y el Abad se echaron a reír.
-¿Qué?, ¿no está bien dicho? -preguntó don Martín-; pues yo así lo he oído decir; desde entonces acá habrán sacado latines más pulidos, no me opongo; pero hágote saber, hermano, que a Pablo le tiene más cuenta y le vienen mejor las alpargatas del quinto, que no los potingues del boticario. Así ten entendido, Pablo, y no lo eches en saco roto, que para la tierra, lo que vale más que bendición de obispo, es majada de oveja. Hermano, esto es un decir, un ponderar; no vayas a tomarte a censo lo que digo, ni por donde quema.
-Ya sé, ya sé, Martín -respondió el Abad-, ¿acaso piensas que me iré yo a escandalizar por las cosas que no llevan malicia? Eso queda bueno para los fariseos, hermano.
Pablo no pudo dormir aquella noche. ¡Tenía tanta inquietud! ¡Sentía hacia Clemencia una compasión tan profunda y tan tierna, y hacia el que pudiese ser causa de sus lágrimas, ¡una ira tan vehemente!
Pero al día después todo se le aclaró, cuando su tío llamándolo a su despacho, le habló en estos términos:
-Pablo, hombre, tienes veintiocho años y ojos en la cara.
-Sí, señor, uno y otro -contestó Pablo-, que era grave, sonriendo fríamente como solía hacerlo, oyendo las salidas y chistes de su tío, que no siempre le hacían gracia, sin que por eso le ofendiesen, aunque le fuesen hostiles; porque a un genio angelical unía Pablo la inmensa superioridad física y moral de la juventud y de la inteligencia.
-Pues si así es -prosiguió don Martín-; ¿no te parecerá mi malva-rosa costal de paja?, ¿eh?
-¡A mí! -exclamó Pablo, pasmado de la pregunta.
-Pues, sobrino, ahora es el caso de decir aquello del más ruin de la manada... aceitera... aceitera... porque he pensado que os caséis, y así todo se queda en casa.
Pablo se quedó extático. Nunca semejante felicidad le había pasado por la imaginación. Su corazón latió con un goce indecible; pero de repente pararon estos latidos tan dulces, porque penetró en seguida con la lucidez de su entendimiento y la modestia de su carácter, que las lágrimas que había vertido Clemencia, no tenían ni podían tener otro origen que la repulsa que una propuesta semejante hecha por su tío, le habría causado; y para cerciorarse preguntó a éste:
-Pero señor, vuestro proyecto podría no agradar a Clemencia: ¿acaso sabéis lo que diría?
-Lo sé, señor mío -contestó don Martín-: lo primero que hice fue decírselo a ella.
-¿Y qué respondió? -preguntó Pablo con ansia.
-¡Toma! ¿qué había de responder? que sí. ¡Pues qué!, novios como tú ¿se hallan acaso detrás de la puerta? El mayorazgo de la casa de Guevara, aunque no sea muy bonito que digamos, ¿tiene que temer un no? Además, mi malva-rosa sabía que yo lo deseaba.
-¿Y ha dicho que sí? -insistió Pablo.
-¿Hablo
-Pues siento decíroslo, tío -dijo Pablo en tono sereno y decidido-; pero os habéis equivocado.
No le es dado al artista más hábil característico, dibujar una cara en que más marcada y enérgicamente se pintase el asombro que lo fue la de don Martín al oír a su sobrino.
Ambos quedaron largo rato callados. Pablo como el prudente marino que, en el momento de calma que precede a la tormenta, arría las velas que sujeta para prepararse así a sufrir la borrasca sin resistir ni ceder, se armó a la vez de paciencia y de firmeza. ¡Pobre Clemencia!, pensaba; ¡ángel que se sacrifica con una sonrisa a un deseo que respeta, y llora sin más testigos que sus flores que se marchitan cual ella al verla llorar! No seré yo el que abuse de tu condescendencia porque eres sumisa; que oprima tu voluntad porque eres dócil ni avasalle tu libre albedrío porque eres débil. ¡No! siempre tendrás en mí quien te defienda con firmeza, aunque sea contra mi mismo corazón.
-¡Qué! -exclamó al fin don Martín-, ¿tú rehusas una Ponce de León, la viuda de tu primo, mi hija, con veinte y dos años, el parecer de una santa Rosa, y las virtudes de una santa Rita? ¿Y por qué?
-Señor, tanto o más que vos reconozco los méritos sobresalientes de Clemencia, y es a punto que estoy persuadido que merece ser unida a un hombre que valga más que yo.
-A otro perro con ese hueso. ¿Me querrás hacer creer que desechas
el plato que se te brinda por demasiado bueno, y la boda que se
te propone por demasiado ventajosa? Anda, déjate ir;
Pablo titubeó un momento sobre lo que había de decir: sabía que su tío no había de apreciar ni admitir la verdadera razón que lo llevaba a rehusar; y no hallando otra que dar, dijo lacónicamente:
-Señor, ello es que no me puedo casar.
-Pero, ¿por qué? Las cosas claras. ¿Por qué?
-Tengo mis fundados motivos, tío, y deseo que no me los preguntéis.
-¿Estás quizás, sin yo saberlo, mal entretenido?
-No señor -exclamó con vehemente sinceridad y marcado hastío Pablo.
-¿Estás quizás enfermo?
Pablo se detuvo un momento y luego contestó:
-Creo que sí, señor; y si no lo estoy, estoy aprensivo; sabéis que mi hermano murió del pecho; no creo que tampoco el mío sea fuerte, y los médicos me han aconsejado de no casarme hasta robustecerme, pues me expondría a que mis hijos naciesen débiles y enfermizos.
-¿Y qué Galenillo te ha dicho semejante marmajo?
-Un facultativo de Sevilla.
-Pongo mis narices a que será un homeopato o un homeoganso.
-Es, señor, un médico de gran saber y experiencia, sea cual sea su sistema.
-Pero ¿tú qué sientes? -preguntó don Martín-, que era un antagonista de mano pesada.
-Señor -contestó el pobre Pablo, fatigado con la insistencia de su tío, y no pudiendo ya retroceder-, no me siento precisamente malo; pero tampoco enteramente bueno: estoy caído, alguna vez me siento débil, otras tengo el pecho oprimido y penosa la respiración.
-¡Débil! -exclamó don Martín-. Por vía de Chápiro Valillo ¡Un angelito que derriba una res como un castillo de naipes, doma y amansa un potro cerril como si fuese un burro derrengado! ¡Débil tú! cuando estoy para mí que si se te antoja zamarrear una de las columnas del patio, quedamos todos aplastados como los Filisteos.
-Señor, mi hermano domaba potros y derribaba reses, y murió ético. Me han prescrito un régimen preventivo.
Pablo ocultaba que había sido este mal de su hermano originado por un golpe que recibió en el pecho cayendo del caballo.
-¡Régimen! ¡Ponerte tú que eres un Bernardo, en cura! El demonio
se pierda. ¡Pues qué!, ¿no sabes que
-Señor, considerad -dijo Pablo con firmeza-, que en ninguna cosa debe el hombre menos someterse a sugestiones ajenas que en su casamiento.
Don Martín calló: no estaba convencido; pero por otro lado no concebía que pudiese existir otro móvil para la extraña conducta que observaba Pablo.
-¡Vea usted -pensaba-, un mocetón como un trinquete, un jastial como una loma, un gran largo como un pino, darla de enclenque y echarla de Licenciado Vidriera! Meterse en la chola que está ético, con unas espaldas como una plaza de armas, y un pecho como un palomo buchón. ¡Tal manía! Aquí hay intríngulis. ¿A que le quito las aprensiones, le saco la pulla al trompo y se descubre el busilis?
Y así el despótico y obstinado señor volvió al combate con nuevas armas.
-Yo había pensado -dijo-, que de la manera que te he indicado se arreglarla todo lo perteneciente a mi herencia; pero puesto que ahora salimos con que tú, que yo creía robusto como un roble, tú que yo creía un Bernardo, eres un sibibil, estás achacoso como una monja, aprensivo como una vieja, y no puedes tomar estado por temor de que los hijos que tengas sean unos cangallos, ten entendido que siendo Clemencia mi nuera, que quiero como a hija, le dejo por justicia que a ello me obliga, y por cariño que a ello me induce, no sólo cuanto libre tengo, sino la mitad del mayorazgo, de la que por la ley de ahora puedo disponer.
Pablo respiró libremente al ver la cuestión traída sobre este terreno.
-Tío, señor -exclamó con expansión-, nada más justo, natural y debido. Si no hubieseis pensado en ello, yo os lo habría recordado y os hubiese rogado que lo hicierais.
Lejos de apreciar la generosidad que demostraba la respuesta de Pablo, don Martín, ya contrariado, y ahora vencido hasta en sus últimos atrincheramientos, se encolerizó creyendo que el despecho llevaba a Pablo a hacer alarde de una indiferencia despreciativa por la herencia que debía dejarle; así fue que le dirigió exasperado esta amenaza:
-Es que quizás me sea fácil, hoy que todo anda manga por hombro, sacar cédula real para dejárselo todo.
-¡Ojalá y lo hagáis! -respondió Pablo con una benévola sinceridad que dejó a don Martín confundido, puesto que no sospechaba el móvil de la conducta de su sobrino, y que aun dado caso que lo hubiese sospechado, no lo habría creído; no alcanzando a comprender el buen señor que por amor se renunciase al amor.
-Mira Pablo -le dijo levantándose colérico e indignado-, yo no te
creía muy cuerdo, ni aun después de las tragantadas de latín que
te echas al coleto por receta de mi hermano; pero no te creía,
¡vive Dios!, tan animal. Atente a las resultas, pues
Diciendo esto se salió bufando.
Don Martín por primera vez se halló
-¡Yo un estripado! En mi vida me he visto en otra. ¡Y por causa de
Pablo, de ese mostrenco, más fornido que un canto, más robusto
que un roble, ese aprensivo del diantre que se cree a puño
cerrado, porque se lo ha dicho un Galenillo, que sus hijos van a
heredar un mal que el padre no padece! Su padre siempre fue más
rudo que una carrasca, y lo mismo es el hijo; hizo mil
barbaridades, y lo mismo hace el hijo, pues sabido es que por
Las personas amigas de ceder, o por complacencia adquirida, o por buena inclinación natural, corren el riesgo en este pícaro mundo en que de todo se abusa, de que esto se haga con su condescendencia, y que se llegue a mirar como imposible, o al menos se tache de insubordinación, el que en circunstancias dadas, cuando a ello les obliga su convicción, se opongan a la voluntad ajena; y si alguna vez quieren hacer valer el derecho a su personalidad, se grite como si ese derecho fuese una usurpación.
Por su parte, viendo Clemencia que su padre nada decía, esperaba que habría desistido de su intento, y en su corazón con la esperanza de que así fuese, renacía la alegría. Nunca sospechó que hubiese podido rehusarla Pablo, tanto a causa de aquel secreto instinto de las mujeres, que aun cuando les contraríe, les avisa la impresión que causan, como porque juzgaba un imposible el que se opusiese Pablo a la voluntad de su tío.
Don Martín, al cabo de quince días, volvió a hablar con su sobrino, que halló tan firme y tan decidido en su negativa como la vez primera. Entonces dijo a su nuera, con esa delicadeza que enseña el verdadero cariño:
-Malva-rosita, vi que mi proyecto no te agradaba: así no hablemos más de eso. No te separes de mí; en lo demás, haz tu real gana, que cuando yo falte, no tengas cuidado...
-¡Oh padre! -exclamó Clemencia, llenándose sus ojos de lágrimas.
-No digo que no me sientas; ya sé que me sentirás; pero, hija, mía, los viejos tenemos que ir por delante, y los duelos con pan son menos: así es, que te ha de quedar ¡por vida mía! para que arrastres coche.
-¡Yo coche, señor! Si los aborrezco, lo sabéis. No, no penséis en eso.
-Pues será para monos.
-Señor, sabéis que no me gustan.
-Pues para brocados, como te mereces.
-Señor, Calderón dice: «el cuerpo lo viste el oro, pero el alma la nobleza».
-Pero no dice, y debía decirlo, que el alma vestida de nobleza está mejor en un cuerpo vestido de oro, que no en uno vestido de guiñapos, ¿estás, Mari Sabidilla? ¿Qué te nos vienes con textos de escritura? Así tendrás dinero, y lo tendrás, si para otra cosa no, para echarlo por la ventana. ¿Si tendré yo -añadió entre dientes-, que cargar con mi herencia para el otro mundo? ¡Caracoles!
Don Martín, no pudiendo contenerse por más tiempo, le dijo un día que estaban solos a su mujer:
-Brígida, mujer, ¿querrás creer que había pensado que ese zonzón de Pablo se casase con la niña, y que ésta puso mala cara cuando se lo dije, y que ese menguado, desamoretado, frondío, que nunca está en sazón, ha dicho que no?
-Hubiéralo pensado, Martín -contestó ésta.
-¿Y por qué, me querrás decir?
-Porque si hubieran querido casarse, se les hubiese ocurrido a ellos antes que a ti, Martín.
-Es que la gente moza no piensa en lo que les tiene cuenta.
-Más vale así, Martín: nunca debe el interés, y menos en la juventud, guiar nuestras inclinaciones.
-Siempre tiene mi hermano, que está metido en Dios, la férula en la mano contra el interés; el redicho de Pablo, que es su monaguillo, dice lo propio; malvarosa, que es tan niña como si hubiese nacido ayer, y no piensa sino en sus flores, canta lo mismo; y ahora dices tú lo propio. Oye, ¿si seré yo interesado sin saberlo?
-No, Martín, no lo eres; pero quieres que otros lo sean. Déjate de intervenir en vidas ajenas, y acuérdate que casamiento y mortaja, del cielo baja.
-Si por ti fuera, mujer -repuso don Martín-, habían de andar los coches sin cocheros y los barcos sin pilotos.
-Mal dices, Martín, pues cada cual tiene en sí su piloto, que es su conciencia.
-Esas son teologías, mujer. ¡Mire usted, conciencias! Eso es como si trajeses al sol para quemar un mosquito; ello es que:
Y nadie sabe lo que lo siento, pues es todo mi deseo.
-Pues, Martín, no insistas, ni quieras quebrar voluntades;
desiste,
-Señor -dijo entrándose de repente la tía Latrana-, vengo de ver el cebadal de su mercé. ¡Qué hermoso está! No parece sino que lo han regado con agua bendita. Ya se va encerando; cada espiga tenía un jeme; me dolía la boca de dar gracias a Dios; hasta lloré; venía tan contenta, que ni un perro harto de carne.
-Vamos presto: ¿qué me viene usted a pedir? -dijo don Martín.
-¡Ay, señor! vengo de muy lejos.
-¡Qué bien estaba usted allí! Mire usted que
-Señor,
-¿Y para qué trota usted tanto, usted que parece andando un loro viejo, y a la que puede caer la sombra de un coche?
-Porque mi sobrina está de parto.
-Vaya usted por la comadre, que es lo derecho.
-Ya; pero, señor, es preciso ponerle un pucherito, y cristianar a ese morito que se entra por la puerta sin que lo llamen.
-Diga usted al cura que yo salgo a todo, y a Andrea que dé a usted garbanzos y tocino para los pucheros, y aléjese tan presurosa como ha venido.
-La mitad será para mí,
-¿Cómo puede ser eso, cuando el año va, que no parece sino que tienen los labradores en la mano al sol y a las nubes?
-Pues ahí verá su mercé, señor don Martín;
-¡Caracoles! ¿todavía quiere usted más? Parece la boca de usted un lechuzo: mire usted que es preciso valor para ser tan pedigüeña.
-Señor, -dijo la tía Latrana, haciendo a guisa de sonrisa una
mueca que puso en contacto su barba y su nariz-
-¿Qué había de prestar? ¡Prestar! ¿Acaso me ha pagado usted los dineros que le presté para el habar del año pasado?
-Señor, y si no tengo más que la casa, ¿qué hacía? ¿Le tiraba un bocado? Pero si me da su mercé el cochinito, lo criaré muy gordito, y el año que viene podré pagar a su mercé y remediarme.
-Va, va,
-Señor, y los
-¿Y me la ha de dejar usted en paz hasta que mate el cochino?
-Sí señor; sí señor.
-¿No he de ver esa cara de usted, más fea que el no tener?
-No señor, no señor.
-¿Y no he de oír esa voz tan desentonada y recia, que parece que está usted hueca?
-No señor, no señor.
-Pues dígale usted a Miguel Gil que le dé un gorrino de cuatro meses, y eche a correr más súbita que chispa de carbón de fragua.
-Señor, Dios se lo pague y se lo dé de gloria. No, mentira; un señor más bendito que su mercé no lo hay en el mundo -dijo alejándose la vieja.
-Sí, sí;
En este instante fue interrumpido por Miguel Gil que llegaba azorado.
-Señor -gritó-, el cortijo de la Mata está ardiendo.
-¿Qué es lo que arde? -preguntó don Martín.
-Las mieses.
-¿Has sacado los ganados?
-Sí, señor.
-¿Y los aperos?
-También.
-¿Le has avisado al señorito?
-Va para allá que vuela.
-Pues ya todo está hecho -dijo don Martín volviendo a su calma-; ahora, sea lo que Dios quiera.
Las criadas habían acudido, y la señora se había puesto a rezar a San Lorenzo, abogado del fuego.
Al cabo de una hora entró Pablo: sus vestidos estaban quemados; sus manos abrasadas, su cabello chamuscado, su semblante ardía.
-¿Se apagó el fuego? -preguntó don Martín.
-Sí señor -contestó Pablo.
-¿Se ha salvado algo?
-La mitad de vuestras mieses; las de los pobres a los que dais tierras, se les han quemado todas.
-¿Saben que son las suyas? -preguntó el rico mayorazgo.
-¡No lo habían de saber, señor! Todos acudieron, y su dolor parte el corazón.
-Pues diles que nada han perdido -dijo don Martín-. Si no hubieran sabido que era lo suyo lo que ardía, se lo hubiésemos ocultado; pero ya que lo saben, diles que la mitad de mis mieses está ahí para suplir a cada cual lo que haya perdido [6].
Una alegría tan viva como entusiasta resplandeció en los ojos de Pablo, que volviéndose a un criado:
-¡Otro caballo! -gritó.
Y sin aguardar que lo ensillasen se arrojó hacia la puerta.
Salía en este momento al patio Clemencia, pues en el retiro de sus habitaciones había penetrado algo del ruido y galope de los caballos: al verla Pablo, exclamó:
-Abraza a mi tío, Clemencia, abrázalo por ti y por mí.
Y saltando sobre el caballo en pelo, partió cual un rayo a llevar la fausta nueva a los interesados.
-Pablo me ha dicho que os abrace, padre, en su nombre y en el mío -dijo Clemencia al entrar en la sala-. ¿Por qué? ¿qué ha sucedido? ¿qué pasa aquí?
-Empieza por hacer lo que te ha encargado Pablo, malva-rosita -respondió don Martín, que sabiendo era apagado el fuego, y con la buena acción que había hecho, estaba en su habitual buen humor-. Uno por ti, así, bien, otro por él, así. Pensó bien en trasmitírmelo por ti, pichona, que así; ha ganado ciento por ciento -dijo don Martín abrazando a su nuera.
-¿Pero qué sucede? -preguntó Clemencia admirada de cuanto veía.
Entonces las criadas todas, y a la par, empezaron a referirle lo ocurrido, llenando a su amo de bendiciones y derramando lágrimas. Clemencia se volvió a echar en los brazos de su padre, sin poder hablar una palabra.
-¿Ves tú? -le dijo éste al oído-, ¿ves, malva-rosita, como es bueno ser rico?
-Mejor es ser bueno -contestó ella.
-Uno y otro -repuso don Martín-: para hacer una buena obra en forma se necesitan tres cosas, pichona, la necesidad, los medios y la buena voluntad; es como la trinidad, tres en uno. ¿Estás? ¡Ea! -añadió en recia voz dirigiéndose a las criadas-, basta ya de aspavientos; callarse. No parece sino que he hecho alguna cosa del otro jueves. Ea, señora -dijo a su mujer, que había quedado impasible mirando lo que había hecho su marido como la cosa más natural y sencilla-, mande usted estos cansados cencerros que me tienen atolondrado, cada una a su obligación. Mira, María Bodrios -añadió dirigiéndose a la cocinera-, si está pegada la olla, te advierto que te despido. ¿Qué hay que comer?
-Lomo, señor, y carnero dorado.
-¿No hay aves?
-No señor.
-Pues que no vuelva a suceder: te tengo dicho que cuando no haya
aves de tiro, eches mano a las del corral;
-Martín, acuérdate de que
-¡Qué, señora! Mascar mientras ayuden los dientes -respondió el marido.
Las criadas se fueron.
-¡Válgame Dios, Martín! -le dijo su mujer-, nunca tienes presente
que
-Es que
-También se dice, Martín, que
-¡Jesús, señor! -exclamó entrando lleno de entusiasmo Miguel Gil,
que venía del cortijo-; no se ha visto otro como el señorito.
Aquí me entro, aquí me salgo por entre las llamas, como si fuese
de hierro; aquí corta un tajo, aquí un revés; zas, en un decir
tilín había apartado las gavillas sanas poniéndolas al lado del
viento, que
-Sí, sí -dijo don Martín-, bien haya la rama que al tronco sale.
-Sí, Pablo es completo -dijo su tía-, el oro siempre reluce.
En el mundo suspicaz y entremetido, es cierto que tanto don Martín como doña Brígida se habrían puesto a observar el efecto que producían sobre Clemencia los justos elogios tributados a Pablo; pero en aquel círculo sencillo y sincero no sucedió así; sólo se pensaba en lo actual: éste llenaba el corazón y la mente sin dejar espacio a la observación ni al cálculo sobre las impresiones que causaba. Triste ventaja del uso del mundo es la de tener cada cosa su aván o retaguardia; dulce prerrogativa de la vida sencilla, aunque menos pulida, es su perfecto acuerdo entre el alma, el corazón y la cabeza, que forman un todo espontáneo y sincero como la luz del sol.
Clemencia, en quien hubiera la observación producido mal efecto y originado cuando menos el retraerse, pudo con placer dar rienda suelta con toda expansión a los sentimientos de simpática admiración que le inspiraba su primo.
-Pero señor -dijo Miguel Gil-, con lo quemado y lo que les va a dar a los pobres, se queda su mercé hogaño sin la cosecha de ese cortijo.
-Más vale que sea por eso que no porque se lo llevase el francés -dijo don Martín.
-Dios nos lo dio, Dios nos lo quitó; él es su solo dueño -añadió doña Brígida.
-Miguel Gil -dijo radiante Clemencia-, más vale lo que han hecho mis padres y mi primo que cien cosechas.
-Verdad es, señorita -respondió Miguel Gil-, pues han cosechado para un granero en el que no se pica el trigo.
Don Martín, como la mayor parte de los viejos, hablaba y pensaba en su testamento; pero en cuanto al hacerlo, lo demoraba de día en día. Hácense quizás ilusión estos omisos que la muerte tendrá la prudencia de respetarlos mientras no exista este importante documento, y que les dejará treguas para hacerlo. Pero la muerte no conoce miramientos, pues si algo hay ante lo cual todos seamos iguales, es ante ella; y si no, entrad en un cementerio, mirad las lápidas, ellas os confirmarán que la reina de aquel lugar no tiene favoritos ni desdeñados.
En un hermoso día de Pascua de Navidad, después de haber santificado aquella solemne y a la vez alegre fiesta recibiendo los Santos Sacramentos y oyendo la misa mayor, estaba don Martín sentado en su sillón en una gran habitación baja interior.
Veíanse en ella, puestos sobre redondeles y repartidos por el suelo en iguales porciones, los destrozos, el tocino y las morcillas de ocho puercos cebados. Uno a uno iban entrando todos los criados de campo y de la casa con sus espuertas, cargando cada cual con uno de estos montones; los capataces y criados mayores llevaban además pollos y cabritos. Don Martín estaba en sus glorias, recibiendo de todos al pasar delante de su amo las hermosas expresiones de gracias populares.
-Señor, Dios se lo pague, le aumente los bienes y le dé salud para hacer obras de caridad, que son escalones de la subida del cielo.
Pasaban en esto por el patio dos hombres llevando un gran caldero, y otro con un canasto de pan; era la comida a los presos de la cárcel, a quien de diario se la enviaba don Martín [7].
-¡Eh! -gritó éste con su campanuda voz-: ¿quién os corre? Acá, acá, que quiero satisfacerme por mí mismo de si todo va como debe ir.
Los hombres se acercaron.
-Pelona, tráeme una cuchara -prosiguió don Martín dirigiéndose a una chiquilla, veterana ya en la compañía de intrusos que reforzaban la guarnición de la casa del rico mayorazgo.
La cuchara fue traída por el aire, pues la paciencia de don Martín era el mínimum de la dosis repartida a los mortales. Metióla el señor en el caldero que llenaban garbanzos, y por ser día de Pascua, unos cabritos cortados a pedazos. Después de haber gustado su contenido, meneé la cabeza y dijo: Que venga la cocinera.
-Oye, comadre estropajo, triste fregona -le apostrofé su amo al verla venir-, ¿te has figurado tú que se me han quemado los olivares?
-No señor; ¿por qué me dice su merced eso?
-Porque este guiso tiene el aceite que parece se lo has echado por el amor de Dios. Y díme: ¿por ventura se ha cerrado el alfolí en Villa-María?
-No que yo sepa, señor.
-Pues entonces, reina del soplador, ¿cómo es que está el guiso este más soso que tú?
Todos se echaron a reír, y la cocinera se fue corrida.
Entróse a la sazón como Pedro por su casa la tía Latrana con garbo y desembarazo.
-¿Cómo se atreve usted a ponérseme delante, portapendón de la insolencia? -exclamó don Martín indignado-; ¿no sabe usted que no quiero verla?
-Señor don Martín -respondió con gran aplomo la vieja-,
-¡Sí, su comadre de usted la tía Pescueza! ¡pues ya! a usted no es menester arrufarla para que me venga a quemar la sangre; ¡yo, que para descanso de mi alma, la tenía a usted olvidada!
-Ya se ve,
-Y usted que es uno de granzas, diga que viene en su nombre y en
el de su comadre la resucitada a pedirme aguinaldos y hablará
verdad una vez en su vida,
-¡Jesús, señor! acá no somos capaces de hacer nada por interés, ni
de valernos de esa
-¿Capaces? Capaces son ustedes ambas de cortarle los pelos al diablo, de sacarle los dientes a un ahorcado, de levantar los muertos de la sepultura, y de cortarle un sayo a las ánimas benditas.
-¡Pues qué! -exclamó con dignidad ofendida la tía Latrana-,
¿piensa su mercé que mi comadre y yo somos unas
-Pues los
-Un rey de España -prosiguió con prosopopeya la genealogista-, les
puso de nombre
-Y yo le pongo el de Machaca, de puro machacar cristianos.
-Por lo que toca a mí -prosiguió irguiéndose la tía Latrana-, ha
de saber su mercé que el
-Pues lo que les ha quedado de sus grandezas a los Ramírez Vargas,
La vieja siguió a Juana y volvió cargada con los donativos atestados en una espuerta.
-Ahora, tía destronada -dijo don Martín-, ponga usted de proa sus narices hacia la puerta, escúrrase con viento en popa, y múdese liberal.
-¿Qué está usted ahí parada como mojón de término? -preguntó el señor, viendo que la vieja no se moría.
-Señor, quería decirle a su mercé que este pan es duro.
-Más vale
-Pero como a mi comadre le falta la
-Que la pida prestada.
-Señor, es que hay allí pan tierno, y Juana me dio el duro por mala voluntad.
-¿No sabe usted que una de las tres verdades del barquero es,
-Señor, había allí unas teleritas más tiernecitas, y cogí una, y Juana...
-¡Caramba con la tía rapiña esta, que
-Pero señor, si yo y mi comadre estamos como
-Lo que están ustedes es como
-En fin, señor, le he advertido lo del pan duro por si no lo
sabía, y también le advierto que este tocino no tiene las dos
libras cabales y que no es de
-Por eso no debe nada a su sobrino que está ahora
-Vengo, señor don Martín, porque es su mercé rico, y que
-¡Por vida de la Virgen del Lagar! -exclamó colérico don Martín-, que me ha de hacer usted sentir el ser rico. Vaya usted muy con Dios, tía espantajo, con esa cara que siempre parece que está probando vinagre, y esa cabeza erizada que parece una parva de arvejones. Sobre que cuando veo a usted me queda todo el día una hiel y un asombro como si hubiese visto al demonio.
-¡Jesús, señor! pues yo no soy ningún
-No, ¿para qué? Es usted más fea que el tío Molino, que le dieron el óleo en la nuca porque de feo no se lo pudieron dar en la cara.
-Pues muy buenos quince que tuve, señor don Martín, y cuando
volvió mi Juan de la guerra de
-Si fuese eso cierto, habría mentido el refrán que dice que quien tuvo y retuvo... pues lo que es ahora, más que fuese un valiente de la guerra del Rosellón, se había de asustar al verla. Ea, coja usted dos de luz y cuatro de traspón.
-Pues quédese usted con Dios, señor don Martín, el Señor se lo pague y le aumente los bienes, y sobre todo la buena voluntad. Memorias a la señora y a la señorita, y mandar, señor don Martín.
-Señor -le dijo el ama de llaves, presentándole dos grandes platos de loza sevillana, que contenían masa frita y bollos de aceite- esto han mandado las mujeres del yeguarizo y del temporil. No están muy allá ni los bollos ni los pestiños; ¿los pongo en la mesa?
-Sí, sí -repuso el señor-,
-Eso se ha hecho con la harina y el aceite que les mandó su mercé repartir -observó Juana.
-Podrá ser, mujer, y que hayan tenido presente aquello de
Don Martín se levantó, atravesó el patio para ir a la sala, cuando al pasar frente del portón, se encontró con la tía Latrana, que retrocedía en su retirada.
-¡El demonio se pierda y usted también! -exclamó sorprendido-: ¿no lleva usted todavía bastante, tía sanguijuela?
-Señor, mire su mercé que el frío que hace pela, corta la cara y lastima la cabeza; vea su mercé el pañolón mío todo destrozadito-, dijo la vieja cogiendo el pico del pañolón que llevaba sobre la cabeza, y extendiéndolo a la vista de don Martín-; déme su mercé un pañolito que me abrigue, señor, que por eso no ha de ser su mercé ni más rico ni más pobre.
-Pues si no ha nada de tiempo que le dio a usted la señora uno suyo.
-Verdad es, señor, pero
-¿Y es
-¡Y cómo ha de ser, si su mercé tiene y yo no! Yo he de buscar arrimo; que el que no tiene sombrajo se encalma, y los ricos son los que matan o sanan a quien quieren; mejor librado sale su mercé, que más vale tener que no desear.
-Ya por hoy me ha sacado usted bastante y ha acabado con mi paciencia -dijo don Martín-, volviéndole la espalda.
-Jesús, y qué
Aquel día en la comida estuvo don Martín más campechano que nunca.
-Oye, Juana -preguntó al ama de llaves- ¿me querrás decir quiénes
eran los que componían aquella
-Señor, la tía de la cocinera, el primo de Miguel Gil, una sobrina de mi cuñada, la nuera del cochero...
-Ya, ya, ya, y allí estaban por aquella regla de un convidado convida a ciento. Tráeme esto a la memoria, que andando Nuestro Señor por el mundo, con sus apóstoles, le cogió la noche en un descampado. -Maestro, ¿queréis que nos recojamos a aquella choza? -le dijo san Pedro. -Bien está -respondió Jesús.
Llegaron a la choza, en la que había un viejo que les dio albergue con muy buena voluntad, y les ofreció de cenar. Estando cenando, llegó uno de los discípulos. -¿Qué se ofrece? -preguntó el viejo. -No hay cuidado -dijo San Pedro-, es de los nuestros. -Sea en buena hora -dijo el viejo, que tenía crianza: -¿usted gusta de cenar? Le cortó un canto de pan, y el apóstol se sentó a la mesa. A poco entró otro y después otro, hasta completar los doce, y con cada cual sucedió lo propio. ¡Vaya, pensaba el viejo de la choza, paciencia, cómo ha de ser! Un convidado convida a ciento. A la mañana siguiente le dijo San Pedro al viejo: -El que has albergado es Nuestro Señor; desea tú una gracia, que se la pediré en tu nombre. El viejo de la choza era gran jugador de naipes, así fue que le pidió sin pararse, ganar siempre que jugara, lo que se le otorgó. Cumplido que hubo el viejo su tiempo, le dijo el Señor a la muerte que fuese por él. Cuando el viejo vio llegar a la muerte, estuvo muy listo a seguirla, porque era lo propio que yo, nunca había sido pesado para nada. Al caminar por esos, aires vio a una pareja de demonios que se llevaban al alma de un escribano. -¡Pobrecito! -pensó el viejo, que tenía buenas entrañas-; el Señor padeció por todos sin excluir a los escribanos. -¡Eh! ¡cornudos galanes! -gritó a los diablos-, ¿se quiere echar una manita de tute? Los diablos, que se despepitan por una baraja, como que ellos fueron los que las inventaron, acudieron como pollos al trigo. -Pero, ¿qué se juega- preguntaron los demonios, puesto que no llevas dinero?-Verdad es -contestó el viejo-; pero juego mi alma, que es de las buenas, por esa que lleváis ahí, que no vale un bledo; salís gananciosos. -Verdad es -dijeron los diablos-, y se pusieron a jugar. Por de contado ganó el viejo de la choza, y cargó con el alma del escribano.
Cuando llegaron arriba, le dijo San Pedro: -Viejo de la choza, ya te conozco, puedes entrar. Pero ¿qué es esto? ¿no vienes solo? ¿Qué alma tan negra viene contigo?
-No señor, no vengo solo, que la compaña dicen que Dios la amó. Ese alma está manchada de tinta porque es de escribano.
-Pues alma de escribano no entra en el cielo, cuela tú solo.
-Cuando estuvieron ustedes en mi choza, me soplaron otros doce sin pedirme licencia: con que bien puedo yo hacer lo propio con uno, que un convidado convida a ciento -dijo el viejo de la choza, metiéndose adentro con su amparado.
Don Martín comió opíparamente. Al gustar el pavo de Pascua, que estaba perfectamente cebado e igualmente asado, mandó comparecer al ama de llaves, a cuyo cuidado eran debidas ambas excelencias.
-Juana -le dijo-, el pavo está que mejor no cabe, te doy la patente, mujer, y este vaso de vino para que te lo bebas a mi salud y a la tuya, para que el año que viene cebes y ases otro semejante, y yo me lo coma.
-Que viva su mercé mil años -dijo Juana, tomando el vaso que llevó a los labios.
-Mil no serán, pero una docenita me parece que han de caer dejándome en pie; pues más fuerte me siento que la torre de la iglesia; verdad es que se gastó el acero, pero queda el hierro.
Una unánime aclamación de alegría y contento acogió estas palabras, cual una bendición del porvenir.
Don Martín en este instante se echó hacia atrás en su sillón y dio un ronquido.
-¿Qué es esto? -exclamaron todos levantándose.
-Que vayan por el santo-óleo -dijo el Abad, abalanzándose a su hermano.
-Que vayan por el sangrador -añadió doña Brígida, desabrochando el cuello de la camisa de su marido, que estaba cárdeno.
Pablo se precipitó fuera del comedor.
No alcanzaron ni el auxilio divino ni el humano.
Cuando llegaron, don Martín no existía; la muerte había sido instantánea: el pavo humeaba todavía sobre la mesa, en la copa de Juana estaba aun la mitad del vino que había contenido, cuya otra mitad había bebido a la larga vida de su amo.
Es indescribible el desconsuelo que como una lúgubre noche se
esparció en la casa y por todo el pueblo. Era una aflicción tan
profunda y general como no pueden concebirla aquellos que no han
visto a un rico, a un poderoso, invertir sus pingües rentas, no
en gozar, brillar ni
Doña Brígida estaba serena en su aflicción como competía a la anciana, que viendo cortado el último lazo que ata su corazón a la tierra, se lo ofrece a Dios quebrantado, pero entero.
El Abad no hacía esfuerzos por ocultar su aflicción tierna, profunda y santa como él.
Clemencia y Pablo estaban inconsolables. Al pie del féretro del excelente hombre que lloraban, comprendieron mutuamente la fuerza y riqueza de sus respectivos sentimientos. Allí Clemencia, deshecha en lágrimas apretaba entre las suyas las muertas manos de su padre, como si quisiera comunicarle por sus poros su propia vida, y allí Pablo no hallaba palabras de consuelo, convencido que el dolor sólo se alivia, dejándole libre y árbitro de desahogarse, según su inspiración.
Al día siguiente salió de su casa el querido y venerado cadáver. ¡Ay! no para descansar, sino para ser pasto de la corrupción que no dejará de él sino los huesos esparcidos, algún cabello y algún girón de la tela que vestía, menos corruptible que el cuerpo humano... y nada más. Es cierto que el alma voló a su patria, pero ¿acaso no se ama al cuerpo de las personas queridas? ¿Quién no adora la venerable mano del padre que le bendijo? ¿Quién no los dulces ojos de la madre que le sonreían?
Pasaron estos fúnebres días, venciendo el tiempo aquel desesperado
primer dolor, debilitado por su propia violencia; los ojos,
cansados de llorar, se cerraron; los nervios, destrozados de su
excitación, se postraron, y el sueño obtuvo la primer tregua. Un
hondo silencio sucedía en aquella casa a los tristes gemidos,
una inmovilidad austera a la febril y desatinada agitación
anterior; todo allí era negro en el exterior como en los ánimos.
Pero la vida activa arreaba, y ya se decía:
¡Oh triste mundo! ¡Cuál empinas los intereses materiales que ni aun les concedes unas treguas para abstraerse y ensimismarse al que es presa del dolor, siquiera en tanto que lleva su librea!
Doña Brígida había entregado al Abad las llaves del archivo y demás depósitos de papeles. Este convocó una mañana a toda la familia; cuando estuvieron reunidos, les habló así:
-Tengo el pesar de participar a ustedes que ninguna disposición de mi hermano he hallado ni entre sus legajos, ni en las escribanías; así pues, habiendo yo renunciado ha tiempo a ser la cabeza de una casa que se extingue en mí y de los bienes que le son propios, tú, Pablo, como inmediato heredero, reconocido como tal por mi hermano, entras desde luego en posesión de todo.
-Extraño este raro descuido de mi marido (que en paz descanse) -dijo doña Brígida-, pues me consta que otras eran sus intenciones. Lo siento por ti, Clemencia; lo que es en cuanto a mí, no me importa, resuelta como estoy a reunirme con mi prima en su convento: con la viudedad que me señala la ley me sobra, y aun podré, lo que haré gustosa, partir contigo, hija mía.
Clemencia se echó llorando de gratitud en los brazos de su suegra;
es decir, de gratitud por la bondad y cariño que le demostraba,
no por el beneficio. En general la juventud, y sobre todo la
femenina, no concibe la
-No es necesaria a Clemencia tu generosa oferta, hermana -dijo el Abad-. Clemencia, la hija de adopción de mi alma se quedará conmigo, si quiere compartir la monótona y sosegada vida de un pobre anciano; por mi muerte, cuanto poseo es de ella; mi testamento está ya hecho.
-¡Oh tío! -exclamó Clemencia-; si después de la cruel separación de mis padres tuviese que sufrir la vuestra, ¿qué sería de mí?
Pablo se había quedado tan confundido al verse después de la completa desheredación que le había anunciado su tío, dueño de todo, que no atinaba qué hacer ni qué decir, y quedaba completamente extraño al precedente coloquio.
Por fin más repuesto y venciendo su timidez, dijo dirigiéndose al Abad:
-Soy testigo, y testigo que no puede recusarse siendo yo el interesado, y por lo tanto el solo que a combatirlo tuviese derecho, que mi tío pensó dejar a Clemencia, su hija, por quien quiso y debió mirar, no sólo la mitad de cuanto poseía, pero el todo; el ocultarlo en mí, a quien se lo dijo, sería faltar a la honradez.
-Es que no hubiera podido hacerlo aunque hubiese querido -dijo con su serena voz doña Brígida, que quería mucho a Pablo-, y ante todo lo justo.
-Pensó sacar cédula real -repuso éste.
-Eso lo diría -intervino el Abad-, en uno de esos bruscos arranques que tenía mi hermano (en paz descanse), que eran siempre truenos sin rayos.
-Y esto lo confirma el que si tal era su intención, lo hubiese llevado a cabo -añadió Clemencia.
-Lo que creo justo -dijo Pablo-, y el único medio de que ni tu delicadeza ni la mía padezcan, es que partamos como hermanos, Clemencia.
-Pero, Pablo, ¿por qué quieres que te agradezca un beneficio que no necesito ni anhelo?
-No es beneficio, pero caso que lo fuese, ¿te pesa la gratitud, Clemencia?
-Según sea el beneficio que la motive, Pablo. Nunca me ha pesado la que te tengo por la vida que te debo.
-Eres sutil, Clemencia, y me contestas con la metafísica de una delicadeza fría, propia entre extraños, cuando yo te hablo con la buena fe del corazón, como a una hermana.
-A ambos os comprendo y a ambos apruebo -intervino el Abad-, pues cuanto decís es hijo de un noble desprendimiento y de una delicadeza loable. Pero para que no degeneren éstas en ti, Clemencia en obstinado desvío, os diré para poneros a ambos de acuerdo, que si a Clemencia aseguro mi herencia, es como a mujer de mi sobrino, y como miembro poco afortunado de la casa de Guevara; que como a hija de adopción de mi alma, le he hecho dueña de tesoros de más valer. ¿No es así, Clemencia mía?
-Si señor, si señor -contestó ésta besando la mano del venerable anciano-, y del que más aprecio de todos, que es vuestro cariño.
Pocos días después se trasladó doña Brígida, con previa autorización eclesiástica, al retiro del convento, a pasar sus últimos años lejos del ruido de la vida activa. Todo lo demás permaneció en el mismo estado, habiendo insistido Pablo con el mayor calor y cariño en que no se separasen de él su tío y su prima.
Así corrió otro año pacífico y tranquilo como los anteriores, pero sin que pasase un solo día sin tributar un amante recuerdo y un fervoroso sufragio a don Martín, cuya memoria permanecía siempre viva en todos los corazones como en el primer día, ni una semana en que no fuesen a hacer una larga y afectuosa visita a su tía.
Pero al cabo de este año, los días del Abad eran cumplidos. Había éste desde la muerte de su hermano, decaído mucho. El varón eminente sentía acercarse su fin como los verdaderos justificados, sin ansiarlo ni temerlo. Muchas veces miraba a su amada Clemencia con pena e inquietud, viendo que sobre ella habían pasado los años, haciéndola al exterior una hermosa mujer, pero habiéndola dejado moralmente la niña inocente, sincera e inexperimentada que era a los diez y seis años, cuando casi al salir del convento había llegado allí. ¿Qué resultará, decía, de la amalgama de ideas tan sólidas y determinadas con sentimientos tan vírgenes y frescos, candorosos y sencillos? ¿Cuáles vencerán si lucha hubiese? Estas reflexiones le llenaban de temores, y fue el resultado de éstos, que vino a sentir, aunque por causas diversas y más elevadas, los mismos deseos que su hermano había tenido antes de morir, de dejar unidos a Pablo y Clemencia. Así fue que una noche en que se hallaba indispuesto, y Clemencia, liada en un abrigado pañolón, después de haber cubierto la lamparilla con un cristal bruñido, y cerrado con cuidado todas las puertas y ventanas para que no penetrase el aire frío y húmedo de la noche, se había sentado en una butaca a su cabecera para velar, le dijo al verla tan tranquila y ajena del golpe que la esperaba, porque nadie confía más en la vida de los enfermos que aquellos que más los aman:
-Hija mía, creo que Dios me avisa con estos males repetidos, que pronto compareceré en su presencia.
Estas palabras penetraron el corazón de Clemencia como agudas flechas.
-¡Jesús, Señor! -repuso con trémula voz-. ¡Oh! ¡no digáis eso! pensarlo es una aprensión, cuando sólo tenéis una afección catarral; y decirlo es una crueldad.
-La voluntad de Dios se haga, hija mía; pero prever todo accidente es la obligación de las personas prudentes; sobre la esperanza se confía, pero no se labra; yo pienso en la muerte, porque preverla es el modo de que no asombre su imponente llegada, y porque es el de la muerte, el más útil, el más grande y el más elevado pensamiento del mortal. Pero esta misma consideración me hace prever cuán sola quedarás, tú, ángel de mi vejez, cuando te falte yo, tu compañero, tu guía y tu padre.
Las lágrimas que Clemencia contenía a duras penas, estallaron en sollozos al oír estas últimas palabras.
-Si vos me faltáis -exclamó-, no quiero vivir.
-No pensara de tu juicio, de tu sensatez y de tu religiosidad, que te expresases así, Clemencia mía -repuso el Abad-. Esas son frases heroicas y sin mansedumbre, y así de un todo opuestas a lo que nos enseñó el hombre modelo, en el que el mismo Dios digné constituirse. Pero en fin, llegado el caso que te he indicado, ¿no piensas que sería prudente y decoroso poner en mi lugar quien como yo te amase, amparase y mírase como cosa propia?
-¡Oh! vuestro lugar, padre amado, nadie puede ocuparlo ni a mi lado, ni en mi corazón.
-Clemencia, los sucesos como los hombres se suceden unos a otros en el mundo como las olas en el mar, sin dejar hueco ni vacío por la gran ley del equilibrio que rige la naturaleza, así la física como la moral.
-Pero señor, hay excepciones.
-Sabes, hija mía, que todo lo excepcional me es antipático, sobre todo en las mujeres, tan dignas, tan bellas, tan femeninas en las buenas sendas trilladas, como mal vistas, antipáticas y burladas en las excepcionales. El querer llenar tu vida, que está en su principio, con la memoria de un padre, es el sueño de un corazón amante: así deséchalo como tal, y procura no apartarle de la ley que hizo a la mujer compañera del hombre.
-Tío, señor, ¿no me habéis dicho mil veces,
-Sí, hija mía, es cierto que Dios basta a llenar un corazón puro; pero la vida en una mujer trae otras exigencias y necesidades, además de las del corazón, cuando es joven, para vivir tranquila. Necesita, o retirarse del mundo, o un amparo si en él permanece: de otro modo, Clemencia mía, sola, independiente, inútil, su estéril vida es excepcional, y una piedra de toque en la sencilla y buena uniformidad en que gira la sociedad humana. El celibato, hija mía, es santo, o es una viciosa y egoísta tendencia que tira a quebrantar las leyes sociales y religiosas: no te sustraigas a la santa misión de esposa y madre, te lo encargo, te lo suplico.
-Bien, tío -dijo la dócil Clemencia-; si tuviese la terrible desgracia de perderos, os prometo casarme.
-¿Y por qué no en vida mía, para que yo bendiga tu unión antes de morir?
-Pero, señor, ¿acaso no tengo más que desearlo, para que se presente el compañero que os prometo aceptar?
-Sí, Clemencia, no tienes más que desearlo, para que se te presente el compañero que entre todos no habrías podido elegir más cumplido y más a propósito para hacer tu felicidad.
-¿Pablo? -preguntó en queda y desconsolada voz Clemencia.
-Pablo, sí, Pablo, que tiene el alma más bella, el carácter más noble y el corazón más amante y generoso. Fíate de mí, Clemencia; que harta experiencia tengo de los hombres: no conocí nunca otro más aventajado que Pablo, otro a quien con más justicia se pueda dar el epíteto de hombre de bien y caballero cumplido.
Largo rato calló Clemencia, y después dijo con la íntima y entera confianza que le inspiraba aquel varón indulgente y benévolo:
-Tío, yo había pensado vivir siempre como hasta ahora, tranquila y concentrada; mas si exigís que amplíe mi vida, que trueque mi libre y descuidada calma por la austeridad de los deberes, que cambie mis flores y pájaros por cuidados y desvelos, yo habría deseado que el amor hubiese esparcido sus rayos entre la cargada atmósfera de las obligaciones y desvelos que circundan el estado.
-¿Y no puedes acaso amar a Pablo? -dijo el Abad.
-No puedo amar a Pablo, señor, sino como al mejor de mis amigos, después de vos.
-No te cases, pues: tus ilusiones se interpondrían entre ti y tu
felicidad, como esos
En conversaciones que aún tuvieron, dio el Abad a Clemencia otros muchos consejos y lecciones sobre la vida y el mundo, todos impregnados de los altos y sabios conocimientos que sobre ellos tenía el esclarecido filósofo cristiano. Además, entre los de la vida práctica, le recomendó el trasladarse, cuando llegase él a faltar, a Sevilla, al lado de su tía la marquesa de Cortegana, no siendo decoroso el que se quedase a vivir con su primo, que era un joven. Añadió que cerca de la de su tía poseía él una casa que ya había mandado renovar y arreglar para que ella la habitase; regaló su magnífica librería a Pablo, distribuyó infinitas limosnas y dádivas; y así pensando en todos, haciendo el bien a manos y corazón llenos, levantando en continuas y fervorosas oraciones su alma a Dios, se fue extinguiendo como un sonido melodioso, cada vez más débil, cada vez más suave, cada vez más dulce; y un día en que con manos cruzadas rezaba, sus labios dejaron de articular, sus ojos de fijarse con amor en los que le rodeaban, y su corazón de latir a un tiempo.
El dolor de Clemencia la postró en cama. Por más que sea el carácter apacible, el ánimo sereno y madura la razón, el dolor es en la juventud para el corazón una calentura que no halla calmantes. Clemencia mandó que se llevasen de su cuarto los pájaros que cantaban; que cortasen de su jardín las flores que se abrían; echó en cara al sol el alumbrar alegre la tierra el día del entierro de un justo, y al cielo el haber dejado brotar en la tierra el amor, esa flor del cielo que sólo debiera existir en la eternidad.
Pero apenas estuvo repuesta su salud, y apenas pudo hacerse dueña de su inmensa aflicción, cuando conforme a las indicaciones de su tío, pensó trasladarse a Sevilla.
Así fue que le dijo a los pocos días a su primo: -Pablo, nos vamos a separar después de cerca de ocho años de haber vivido bajo el mismo techo.
Pablo calló y bajó la cabeza; estaba prevenido a este golpe cruel.
-Réstame, Pablo, el darte gracias por tus nunca interrumpidos buenos procederes hacia mí -prosiguió Clemencia-, y decirte cuán penosa me es nuestra separación.
-Entonces... -dijo Pablo, que no acabó la frase.
-Voy a Sevilla -añadió Clemencia, respondiendo indirectamente a esta pregunta que Pablo no articuló, pero que ella comprendió- al lado de mi tía, pues así lo dispuso nuestro santo mentor.
-Clemencia -dijo Pablo-, ahora pues, es el caso, ya que vas a establecerte, en que debes en toda justicia, y para no rechazarme como a un extraño, recibir del mayorazgo que debió ser tuyo, siquiera la viudedad, para que vivas con el decoro y en el rango que te corresponde: te consta que no sé qué hacer con el sobrante que dejan las rentas.
-Para vivir con decoro, Pablo, me sobra con lo que me ha dejado nuestro tío; grandezas, ni las apetezco, ni las busco, ni las quiero; sabes que me son antipáticas, quizás por una rareza de carácter. Mi padre me enseñó las verdaderas grandezas que proporciona el dinero: las limosnas, que son el lujo del corazón; la caridad, que es la verdadera grandeza del alma. Sigue tú su ejemplo, y todas tus rentas te vendrán cortas. No obsta esto, Pablo, a que te agradezca esta nueva prueba de tu generosidad para conmigo.
-Otra mayor tienes que agradecerme, Clemencia -dijo tímidamente Pablo-, y quiero que la sepas antes de separarnos, para que si no nos volviésemos a ver en esta vida, quede grabada en tu corazón mi memoria con la gratitud que te infunda, porque en esta ocasión la merezco.
Clemencia miró a su primo con sorpresa.
-¿Más aún que agradecerte, Pablo? -exclamó.
-Recordarás -dijo Pablo-, que mi tío quiso unirnos.
Clemencia se puso encendida como la flor del granado.
-Tú consentiste -prosiguió Pablo.
Clemencia bajó confusa los ojos y calló.
-Pero yo, Clemencia -añadió Pablo-, rehusé.
Clemencia quedó confundida.
-Y rehusé, Clemencia -prosiguió Pablo-, porque tú hacías un sacrificio grande en casarte conmigo, y yo uno cruel en negarme a ello, y quise que el sacrificio estuviese de mi parte y no de la tuya: esto prueba que te amaba, y sigo amando sin esperanza, Clemencia; y el amor que vive sin alimento, esto es, sin esperanzas que lo sostengan, es de alta esfera, o inmortal como el alma.
Hubo un rato de silencio. Pablo tenía la respiración oprimida.
Dos gruesas lágrimas cayeron lentas por las mejillas de Clemencia.
-Esto te lo digo, Clemencia -prosiguió Pablo, cuya voz alterada salía con dificultad de su pecho-, porque nos vamos a separar, y quizás para siempre; a no ser así, no me hubiese atrevido a ello; pero he querido que ya que no me tengas amor, me tengas gratitud y... lástima.
Diciendo esto Pablo, no pudiendo por más tiempo comprimir la vehemencia de su dolor, se levantó y salió apresuradamente.
-¡Pablo! -exclamó Clemencia, profundamente conmovida.
Si Pablo hubiese tenido más ciencia de mundo y más experiencia del, corazón humano, habría sabido aprovechar aquellos bellos momentos de enternecimiento para ganarse un corazón que latía de admiración y de gratitud, subyugado ya por los nobles medios que subyugan las nobles almas; pero su timidez le ataba, su modestia lo desesperanzaba y su delicadeza lo detenía; se paró un momento en la puerta del segundo cuarto y se dijo: ¿Y a qué volver? ¿A ser sobrepujado en generosidad? Entonces cuanto he hecho parecería premeditado; nada grande se lleva a cabo sin entereza: no la pierda yo al verla resuelta a concederme, arrastrada por la gratitud, lo que movida por amor no pudo.
Y se alejó sin vacilar.
Pasada la primera emoción, Clemencia se serenó, pensó que de todos modos, aun cediendo a los deseos de Pablo que fueron también los de su padre y de su tío, no debía permanecer a su lado, ni habitar ya aquella casa sino como su mujer; sintió que la separación que proyectaba por respeto humano, debía ahora que Pablo se había declarado, llevarla a cabo por respeto a sí misma, y apresuró los preparativos de su partida. Pablo por su lado, ahogado de pena, temiendo no poder ocultarla, y comprendiendo que su presencia turbaría a Clemencia, se había ausentado. De suerte que la declaración de Pablo había servido para levantar entre ambos una barrera, y para ahuyentar la franqueza de hermanos que hasta entonces entre ellos había existido.
Ocho años hacía que faltaba Clemencia de Sevilla; ocho años suelen traer grandes cambios en las cosas y en las personas, y debemos indicarlos antes de proseguir.
La Marquesa, a la que devoraba un cáncer el pecho, había envejecido mucho, y su habitual estado de latiente apuro, había pasado a un estado de decaimiento inerte, en el que, como sucede generalmente a los enfermos de gravedad que conservan despejadas sus facultades intelectuales, no le interesaba nada sino su padecer.
En Constancia no era menos notable el cambio que se había operado.
Desde la catástrofe que hemos referido y la enfermedad que de ella
resultó, que la trajo a punto de mirar la muerte cara a cara,
Constancia había muerto al mundo, como dice una frase, la que
por haber caído en el monótono carril de la rutina, no ha
perdido su grave y elevado significado. En su enérgica fibra,
sólo un sentimiento a la vez profundo y exclusivo podía haber
reemplazado el que le inspirara aquel amor que llenó toda su
alma, como habría llenado toda su vida. Al borde del sepulcro
condenó los extremos del amor a la criatura, y pidió a Dios
perdón si moría, y conformidad si en la tierra la dejaba su
voluntad omnipotente. La religión hizo más que darla
conformidad; le dio consuelo y virtudes, desterrando de su alma,
después de la desesperación, la soberbia, la acritud, la
rebeldía y el egoísmo que por tanto tiempo en ella se
entronizaron, reemplazándolos con la mansedumbre, la
benevolencia, la caridad, la paciencia, cual la naturaleza
produce flores odoríferas y cordiales en un erial, cuando una
mano fuerte le ha arrancado los abrojos y espinas que lo
cubrían; porque éste es el efecto y resultado de la vida, que
unas veces con desdén, otras con burla, pocas con respeto, se
denomina,
Constancia, no obstante, era de las afortunadas que logran el fin propuesto; lo que era debido sin duda al total desprendimiento de las cosas de la tierra que el infortunio produjo en su alma.
Nadie habría reconocido en ella la elegante joven que fue: su traje era más que modesto, era pobre; llevaba siempre un vestido de coco o tela de algodón negro, con pequeños lunares grises; cubría su garganta un pañuelo de la India, gris y negro, prendido al cuello con un alfiler; gastaba en todo tiempo manga larga y zapato de piel, y su cabello primorosamente alisado, estaba sujeto con dos peinecillos sobre sus sienes, sin ningún género de pretensión.
Esta abnegación del placer de agradar y de la satisfacción de parecer bien, es el más heroico que en aras de la severa virtud puede ofrecer como sacrificio la mujer; y este mérito, mayor de lo que los hombres creen, sólo se ve en España, sin que por eso neguemos que en otros países haya mujeres admirablemente virtuosas, profunda y severamente religiosas; pero este tipo de completo desprendimiento de las cosas del mundo, no se ve sino aquí, por más que se afanen en querer probar que los tipos son generales. No, las nacionalidades no se borran de una plumada, ni con un aforismo falso, ni con algunas modas universales en el vestir. Dícese que la completa igualdad es un resultado necesario de la ilustración y de la facilidad de comunicaciones; pero ¿no basta a probar la falsedad de este aserto, el ver que los dos focos de ilustración, que son al mismo tiempo las dos capitales más cercanas, han sido, son y serán los dos mayores contrastes? ¿En qué ha mudado ese diario contacto las respectivas y marcadas fisonomías de París y de Londres? [8].
Es para nosotros un enigma el móvil que lleva a muchas personas de mérito y de talento a defender y aplaudir esa nivelación general, y cuál es la ventaja que de ella resultaría. Que un país sin pasado, sin historia, sin nacionalidad, sin tradiciones, adopte un carácter ajeno por no poseerlo propio, como ha hecho la América del Norte [9] adoptando el inglés, y la del Sur adoptando el español, se comprende; pero que se afanen por hacer esto algunos hijos del país de Pelayo y del Cid, de Calderón y de Cervantes, para desechar el suyo y adoptar el ajeno, es lo que no concibe ni el patriotismo, ni la sana razón, ni el buen gusto, ni la poesía.
Constancia era pues, sin ostentarlo ni ocultarlo, una
En las demás personas el cambio no había sido notable.
Sobre don Galo habían pasado estos ocho años como otra infinidad de anteriores. Los siete mil reales seguían su curso inmutable, las pelucas hacían su servicio periódico, el lente de plata no se cansaba de servir a su dueño ni éste de servir a las damas. Todos sus compañeros habían cambiado de destino o de lugar, hasta la oficina había variado de local, y don Galo la había seguido como un fiel perrito a su amo, ocupando su mismo puesto y su misma carpeta, con los que estaba identificado.
Sobre la robusta arrogancia de doña Eufrasia, habían pasado los años como pasan sobre las plazas fuertes los vendavales. En ellos había cobrado muchas viudedades, sin dar la más mínima esperanza al Monte-pío de libertarlo de esta carga.
En don Silvestre no había más alteración sino la de haber adquirido su vientre una posición menos prominente y más rebajada.
Pepino había tomado gran cariño a los Mercurios, y seguía cuidándolos con esmero por propio impulso, como antes por mandato de su ama.
Su tía recibió a Clemencia tristemente, aunque celebró mucho su venida, y le hizo una larga y minuciosa relación de sus padeceres.
Constancia demostró una sincera, pero sosegada alegría de ver a su prima, sin que mediase entre ellas ni una conmemoración ni aun una alusión a la terrible catástrofe de la que Clemencia había sido testigo.
A los pocos días, con motivo de la gravedad de su madre, llegó también Alegría, que con su marido y sus tres niños venía de Madrid, donde estaban establecidos.
Alegría estaba hecha el bello ideal de la elegancia, un figurín de moda, el tipo del supremo buen tono. Pero su vida agitada y sus horas desarregladas, sus continuos trasnocheos y sus constantes excitaciones, la habían destruido, avejentado y adelgazado a aquel extremo que quita todas las formas al cuerpo, toda la frescura al rostro y toda la lozanía a la juventud. Compuesta y animada, sobre todo con la luz artificial, estaba bien; pero descompuesta y desanimada estaba como una flor sacudida y marchita por el levante.
Su marido, además de ser el tipo de la distinción y de la finura, lo era ahora igualmente del buen marido y del buen padre.
Cuando Alegría vio a Clemencia, que merced a su tranquila vida, a su feliz existencia, traía con el alma de una novicia la hermosura de una Hebe, le dijo:
-¡Qué lozanía! ¡qué frescura! ¿en qué Edén has vivido? Ganas me dan de ir a pasar una temporada a Villa-María, aun a costa de venir tan anticuadamente vestida y peinada como lo estás tú. ¡Dios mío! ¡qué bien te sienta el estado de viuda! y riquísima que me han dicho que eres... ya sé, un tío... Oye, ¿era joven?... Ocho años de destierro te ha costado; pero en fin, si estuviste como el ratón en el queso, ¡anda con Dios! Hiciste bien en estarte a la mira y aguantarte, porque, hija mía, el dinero, el dinero es el todo; sin dinero, ¿qué se hace? Vamos, eres la mujer feliz. Mira, no hagas la locura de volverte a casar.
Clemencia había oído toda aquella retahíla, atónita, sin aún comprender la malicia de ciertas expresiones; pero al oír esta última, y recordando en su corazón la promesa que había hecho a su tío, repuso a su prima:
-¿Y por qué sería una locura volverme a casar?
-Porque perderías tu libertad -contestó Alegría con más malicia que se suele poner a esa necia y repetida frase.
-Pero ¿qué clase de libertad es -repuso Clemencia-, la que tengo de viuda y no tendría de casada?
-¡Qué candidez de niña bien criadita! La clase de libertad a que aludo, hija mía, es la de poder hacer lo que te dé gana. ¿La tenías cuando casada, mi alma?
-No se creería que quien habla así fuese la mujer de un marido que no tiene más gustos que los suyos y no hace sino mirarla a la cara -dijo Clemencia.
-Eso no quita que la que tiene marido y tres hijos, esté aviada y divertida. ¡Niños! esa plaga, esa carga, esas trabas, que acaban con la paciencia, que destruyen el físico, que quitan el gusto y el tiempo para todo. ¡Oh! son una calamidad.
-¡Jesús! ¡Jesús! -exclamó asombrada Clemencia-. ¡Plaga, calamidad,
llamas tú a la bendición de Dios, al dulce fin y objeto de la
unión del hombre y de la mujer! ¿Sabes lo que dicen las pobres y
sencillas gentes de Villa-María?
Alegría soltó una burlona carcajada.
-¡Qué lástima -dijo-, que no te hubieses casado con mi marido, y se hubiesen ustedes ido en amor y compaña a poblar una isla desierta! Pero, hija mía, la que no está por la vida patriarcal, esto es, las gentes que viven en la era presente, como dicen los periódicos, llaman a los hijos cargas y al casamiento yugo. Así lo llama hasta mi beata hermana Constancia, sin más que anteponerle la calificación de santo. Pero si tan bien te parece el matrimonio, mucho extraño que hayas estado ocho años viuda; por consiguiente, no te admire el que no ponga mucha fe en tus palabras, ni te crea muy sincera.
Clemencia se quedó asombrada de ver convertido en sistema y formulado en reglas de mundo un sentimiento que ella había tenido, nacido de sus desgracias domésticas, y del que su tío le había hecho avergonzarse, a pesar de su inocente origen, como de un sentimiento emancipado, egoísta, poco natural y poco mujeril: así fue que contestó sonrojándose:
-En Villa-María había pocos novios, y además mi vida era tan dulce al lado de mis padres y de mi tío, que la habría preferido siempre a toda otra, no por amor a la libertad ni oposición a los hijos, sino por amor a ellos.
-¿Con que te volverías a casar? -preguntó con burla Alegría.
-Si hallase un hombre que me llenase, y a quien yo pudiese hacer feliz, lo haría, pues así se lo prometí a mi tío -contestó Clemencia.
-¡Buena tonta serás! -exclamó Alegría.
Entró en este momento Constancia, diciendo que su madre, que apenas había dormido en la pasada noche, acababa de coger el sueño. Alegría aprovechó este descanso para ir a ver algunas amigas, y salió después de dar un repaso a su tocado ante el espejo.
Era la primera vez desde la vuelta de Clemencia que ambas primas se hallaban solas, no separándose Constancia un solo instante del lado de su madre.
Largo rato callaron.
De repente Clemencia cogió las manos de su prima, las que apretó entre las suyas, y le dijo en queda y conmovida voz, mientras dos lágrimas bañaban sus párpados:
-Constancia, te admiro y te venero.
Constancia calló, y un imperceptible temblor se notó en sus labios.
-¿Qué has hecho para olvidar, Constancia? -prosiguió Clemencia.
-No recordar -respondió la primera.
-¿Y esto cómo has podido lograrlo?
-Con anteponer al recuerdo esta oración:
Cree, Clemencia, que Dios atiende a quien le invoca.
-Sí; y Dios ha escuchado tan bella deprecación, y sólo te ha rodeado de cosas que te acercan a él, ofreciéndote la ocasión de la enfermedad de tu madre, en la que pruebas el ser una santa.
-Calla -contestó Constancia con algún calor ¿Con qué lavo, con qué borro, con qué compenso mi malvada conducta anterior con mi madre? ¡Oh! créelo, cuando todo mi anhelo y desvelos no alcanzan a agradarle, cuando me rechaza y se incomoda, recuerdo que fui capaz de decir que no la amaba. ¡Yo, enamorada y soberbia, no amar a la madre que me dio el ser! ¡Oh! entonces le agradezco como un favor el que no me maltrate de hecho y no me eche de su lado como hija indigna de cumplir con el santo deber de asistirla.
-Lo dijiste en un momento de exaltación rencorosa, Constancia.
-No, Clemencia, esa exaltación rencorosa era mi estado habitual. Llenaban mi alma la pasión, la soberbia, la rebeldía y la aspereza. El ser niña indómita, hija rebelde y sobrina ingrata, costaron la vida al hombre que amé. Me hicieron perder la felicidad que apetecía, que quizás por medios humildes y suaves habría al fin logrado; y hubiesen perdido mi alma, si Dios no me enviara con la muerte un aviso de la eternidad, en cuyo borde se abrieron los ojos de mi alma a la luz de arriba.
-¡Qué humilde eres, Constancia!
-Clemencia, no es humildad el reconocer sus faltas. No soy humilde, sólo que gracias al cielo no existe la soberbia que me cegaba.
-Sí lo eres, y aún vas más allá, prima, pues no solo reconoces tus faltas, sino que desprecias tus virtudes. ¿Por qué has hecho un estudio tan severo en ocultar un dolor, que yo que conozco tu alma sé que está incrustado en ella hasta la muerte?
-Clemencia -respondió Constancia en voz inmutada y tan queda como si a sí misma quisiese ocultar la emoción que la dominaba-, las penas que se ofrecen a Dios, se ocultan a la tierra para que no se evapore en ella este incienso del corazón.
Clemencia, abrumada con los quehaceres que le proporcionaba el amueblar y preparar su casa, distraída y atolondrada con el sinnúmero de visitas que recibía la rica, hermosa y amable viuda, aunque había pensado escribir a Pablo, lo difirió. ¡Qué de cosas se dejan de hacer por diferidas! Diferir un buen propósito, es como diferir el socorro a un necesitado; suele perecer éste, merced a la omisión, e invertirse la limosna en otra cosa; y así también suele desmayar y desvanecerse el buen propósito, gastarse el tiempo y la voluntad en otra cosa, como sucedió a la limosna; sobreviene el olvido con su apagador, y sume todo en el caos.
Tan luego como Clemencia estuvo establecida en su hermosa y bien
alhajada casa, fue ésta en extremo concurrida. Su dueña poseía
el don innato de
Entre las personas que fueron presentadas en casa de Clemencia se distinguían dos extranjeros de alta categoría, el uno inglés, el otro francés, que habían venido a pasar el invierno en la primavera que durante esta estación goza Sevilla, la noble y destronada reina de Andalucía.
El vizconde Carlos de Brian y sir George Percy eran dos bellos tipos de sus respectivas razas y países. Ambos eran altos. El vizconde, algo más grueso, tenía en sus maneras más elegancia, sir George, más distinción. En su porte tenía el vizconde más nobleza, y sir George más dignidad. El primero era más airoso, el segundo más natural. En su traje era de Brian más ataviado, y sir George llevaba la bellísima sencillez del vestir inglés a un extremo de indolencia que le hacía no notar que se ponía un chaleco de invierno en verano, lo que no impedía que fuese tan exclusivamente pulcro y delicado en su ropa, que regaló a su ayuda de cámara, a la mañana siguiente de haberlo estrenado, un vestido de baile que por no traerlo en su equipaje tuvo que mandar hacer al mejor sastre de Sevilla.
Era sir George inmensamente rico y espléndido sin fausto, por lo que lo llamaban en Sevilla Monte-Cristo, así como al vizconde, en vista de su estatura y de ser muy realista, le habían puesto Carlo-Magno.
Deploramos profundamente esta costumbre andaluza de poner apodos o sobrenombres, por distinguidas que sean y por mucho mérito que tengan las personas; es esto contra la dignidad y la elegancia de una sociedad culta y fina. No hay gracia que compense una chocarrería.
Precisamente eran hombres ambos los más a propósito para poder apreciar el gran mérito de Clemencia; ambos debían ser seducidos por la reunión de ventajas que poseía ésta, y que tan rara vez se halla en una misma persona; así fue que ambos comprendieron desde luego que era Clemencia un ente excepcional, ricamente dotado por la naturaleza y por la cultura, cuyo mérito pocos sabrían comprender, ni ella misma sabía apreciar en todo su valor.
Entablóse desde luego entre de Brian y sir George una de esas secretas y agrias competencias, tan hábilmente disimuladas por los hombres de mundo, no bajo formas afables, sino bajo formas indiferentes. De esta competencia resultó que la inclinación hacia Clemencia subiese en sir George, hombre seco, gastado y frío, a un efervescente antojo, y que en el vizconde, hombre de corazón y de peso, se reconcentrase, temiendo la vanidad francesa verse forzada a ceder en sus pretensiones ante un rival más afortunado. En esta circunstancia podía decirse que tanto por la posición de ambos hacia Clemencia, como por sus respectivos caracteres, estaban trocadas en ellos las índoles de sus dos países, siendo sir George con Clemencia el hombre amable, obsequioso, expresivo y subyugado, mientras el vizconde se mostraba el hombre comedido, tímido y reservado hasta el punto de parecer frío.
El Vizconde había nacido aún en el destierro de un padre que había perdido los suyos en el cadalso. Vuelto a su patria, había perdido a su hermano por un puñal homicida en Roma, y a su padre a su lado defendiendo el orden en las jornadas de febrero, y entonces abandonó desesperado y abatido la patria que amaba para no presenciar su suicidio.
Sir George, al contrario, había nacido y vivido entre grandezas, felicidades y riquezas, sin pensar más sino en satisfacer su vanidad, sus pasiones y sus caprichos. Así era que a los treinta y tres años se sentía con despecho, hastiado de todo, seco de corazón, enervado de alma y reducido a sólo placeres materiales.
Fuese este retraimiento del Vizconde, o bien fuese por la finura y elegancia de los obsequios de sir George, o bien fuese por aquel ciego impulso cuyo origen es inaveriguable, y que no toma sus aspiraciones de la razón, de la paridad, ni de la simpatía, sino que nace espontáneo, crece déspota y arrastra al corazón a pesar de aquéllos, Clemencia, que era muy niña para poder penetrar en las profundas simas del corazón de los hombres criados en el gran mundo, se sintió arrastrada con vehemencia hacia sir George, cuyas distinguidas maneras, cuyo talento, ilustración, saber y gracia la encantaban. Y no es de extrañar que en unos instintos tan delicados, en un gusto tan culto como era el de Clemencia, unidos a un amante corazón que hasta entonces había respirado en una atmósfera sencilla y sosegada, hiciese impresión un hombre como sir George, en quien brillaban en su más alto grado las referidas ventajas.
Sir George sabía, con una delicadeza de maneras que sólo se
adquiere en la más alta y fina sociedad, obsequiar de un modo
que no era rehusable; obsequiaba a Clemencia en las personas que
ella quería o le eran allegadas; había mandado venir para la
Marquesa un aparato ingenioso para vendar su pecho; había
regalado a don Galo unos gemelos de unas proporciones tan
descomunales, que le era imposible a su entusiasmado dueño
colocarlos ante su vista con una sola mano. Paco Guzmán los
había apellidado
-Paco, hijo mío -contestaba don Galo en sus glorias-, me ha dicho el señor don George, que el fabricante sólo hizo tres como éstos; uno para el príncipe Alberto, otro para el Gran Turco, y el presente, que tenéis a vuestra disposición.
Hasta a don Silvestre, cuya hostilidad a los caminos de hierro no le era desconocida, había regalado sir George una chistosa caricatura inglesa que representaba una procesión de viajeros que antes de entrar en los coches y vagones del tren, pasaban ante la máquina quitándose el sombrero y saludándola con las palabras con que los gladiadores romanos saludaban al Emperador antes de ir al combate:
Esta sátira había entusiasmado cuanto era dable entusiasmar al calmoso don Silvestre: la había llevado a todas las partes a que concurría, mandándole hacer en seguida un suntuoso marco de caoba con una estrella de metal dorado en cada ángulo, y colgado frente de una mesa, que tenía el nombre y no el uso de mesa de escribir, mesa que adornaba un tintero de plata de purísimas entrañas, unido a una pluma virgen, cuyos desposorios eran tan nominales como los de Santa Cecilia y San Valeriano.
No obstante, Percy no usaba con Clemencia hipocresía, no porque no
fuese muy capaz de valerse de todos los medios para ganarse su
corazón, sino porque en su escepticismo general, se persuadía de
buena fe que cuanto elevado, ferviente, ascético e ideal existe,
son voces muy literarias, muy poéticas y muy sonoras, pero sin
valor real, buenas libreas que vestían maniquíes sin alma y sin
sentido. Así era que sir George tenía la buena calidad de ser
natural en la expresión de sus sentimientos y de sus ideas, no
por cinismo, sino porque las creía las generales, las verdaderas
fundamentales y la razonada reacción, como él decía, de las
declamaciones filosóficas, de las puritanerías melifluas de la
reforma y de las aspiraciones ascéticas del espiritualismo
católico, creyendo el
En sir George, al contrario, era cada día mayor el encanto que ejercía Clemencia. Si desde que la había visto la vez primera se había hallado arrastrado por la seducción violenta que ejerce la hermosura sobre los hombres viciosos en quienes sólo domina el amor material; si la competencia con un hombre de tanto mérito como lo era el Vizconde, había empeñado su amor propio en el triunfo, el trato de Clemencia, a la vez tan modesto y franco, su entendimiento a la vez tan culto y cándido, sus sentimientos a la vez tan blandos y alegres, su modo de ver tan original, sin que por eso se desviase un punto de la buena senda trillada, habían acrecentado en sir George esta seducción con todo el aliciente de lo nuevo y de la curiosidad, aliciente gastado y sin estímulo hacía mucho tiempo en sir George, pero que en esta ocasión nacía y alcanzaba proporciones muy elevadas. Sir George conoció que no lograría hacerse amar de Clemencia por ninguno de los medios vulgares, y puso en juego cuantos a él para agradar le habían dado la naturaleza, la cultura y el uso del mundo.
Ese hombre hastiado de todo se halló agradablemente sorprendido al notar que anhelaba algo con vehemencia, y al sentir un deseo cuyo logro le excitaba. No entraba en este aliciente la vanidad ni un amor propio vulgar. Había pasado la edad en que lisonjeasen el suyo las conquistas. Aunque sólo contaba treinta y tres años, y que su hermosa persona representaba aún mucho menos, el dictado de viejo Cupido dado a un ilustre lord, le horripilaba. Además, los hombres de su categoría y de su alzada desdeñan el brillar, porque desdeñan la opinión y son bastante sibaritas y delicados para preferir en sus amores, a lo ostensible el encanto del misterio, y al triunfo el decoro de la reserva; uníase a esto el que los hombres como sir George, a falta de toda religión y de toda creencia, de toda fe y de todo culto, conservan el del honor, levantando este culto terrestre a una altura que sólo, compete al Divino, lo que prueba que no hay orgullo, escepticismo ni espíritu de independencia que alcancen a arrancar del corazón del hombre la imperiosa necesidad de acatar, que puso Dios en él para recordarle su dependencia.
Bien conoció desde luego el hábil fisiologista que la derrota podría hundir para siempre la existencia de aquella joven, que salía al mundo pura, suave y sonriendo cómo la aurora, confiada e indefensa como la verdad; pero se decía:
-¡Bah! nadie se ha muerto de amor, y ella es muy católica para suicidarse.
Si don Galo hubiese podido penetrar los pensamientos de sir George, habría pensado:
-¿Quién hubiera dicho que don George, ese apreciabilísimo sujeto, fuese tan fatuo?
El Vizconde habría pensado:
-Mucho se expone el soberbio hijo de Albión, no a ser subyugado, pues no es león que se ate con cuerda de lana; pero sí a ser un César incompleto y desairado.
En cuanto a Pablo, el honrado y enérgico español, lo hubiese, a saber sus ideas, ahogado entre sus manos.
Desde la llegada del Vizconde, que por desgracia suya había sido posterior a la de sir George, y sobre el cual había hecho Clemencia una impresión harto más profunda y sincera que sobre su competidor, se sentía el inglés, sin querer confesárselo, celoso a pesar de que conocía la preferencia que de él hacía la joven viuda; pues el corazón de Clemencia, si bien lo velaba la modestia, no lo disfrazaba el artificio. Sir George no pudo menos de conocer que era éste un competidor temible. Sufrieron entonces sus sentimientos un notable cambio. Solicitada y amada por un hombre como el Vizconde, le apareció Clemencia por un prisma seductor; la inquietud que le causó la rivalidad con un hombre como de Brian, cuyo mérito él menos que nadie podía desconocer, fue como un galvanismo que dio una vida ficticia a sus muertos sentimientos. Entonces se obstinó, impulsado por cuanto aún vibraba en él, amor propio, deseo material, capricho y orgullo en no dejarse suplantar a toda costa.
-Es preciso -se decía-, que yo sea un buzo diestro y diligente para sacar y apoderarme de su amor, esa perla que en tan profundo y sosegado elemento duerme, que podría encerrarse en su concha, si enturbio el agua, o dormir profundamente si no la muevo, y aun ser arrebatada por otras manos.
Sir George concurría con otras muchas personas a primera noche en casa de Clemencia, donde permanecía hasta las nueve, hora en que indefectiblemente iba ésta acompañada por don Galo Pando a casa de su tía. Sir George cuidaba siempre de llegar antes que ninguno, lo que le proporcionaba el placer de estar algún tiempo solo con Clemencia, y en verdad que estos ratos tenían para él un imponderable atractivo.
La candidez y alegría de Clemencia, esa hija de la naturaleza, parecía fundir el hielo con que la vida artificial y disipada del mundo había apagado hasta la última centella del fuego sacro en el alma de sir George.
La naturalidad del trato de Clemencia, la sinceridad que respiraba todo su ser, la rectitud con que sin esfuerzo, sin gazmoñería y sin estudio seguía siempre en cuanto hacía y decía la senda recta, le arrastraban a deponer ese modo de ser artificial que se vuelve a veces una segunda naturaleza en las gentes del gran mundo anglo-franco. Había sentido y aprendido el imponderable encanto peculiar al trato español, la confianza, esa hija de la naturalidad y de la sinceridad: así era que al lado de Clemencia, cuando estaban solos, se sentía sir George con delicia, joven, alegre y casi niño; reía con ella con una risa sincera e inocente, desconocida mucho tiempo había a sus labios; era casi sencillo y cariñoso; descendía con placer a los más pequeños detalles de la vida de Clemencia; conocía a su tío, a su padre, a VillaMaría, a sus flores, a sus pájaros.
-¡Oh! -solía decirle-: Sois delicada por naturaleza, culta instintivamente, y poeta espontáneamente: ¿qué hada os hizo al nacer lo que sois?
-No soy hada, sir George -respondía con su incontestable sinceridad Clemencia-; mas puedo decir con el poeta de Oriente: No soy la rosa, pero he vivido a su lado.
Era entonces él amable cual pocos; su conversación, llena de entendimiento y de chistes, arrastraba tras sí, seduciendo sobre todo a las personas de talento e ilustradas; porque, como ha dicho tan bien el ilustre literato Pastor Díaz, el talento subyuga con más fuerza al talento que a la ignorancia. También subyugaba a Clemencia la alta esfera en que se movía su amigo; pero algo triste le quedaba siempre, después que se ausentaba y cesaba el encanto, sin definir la causa: era que su corazón no hallaba en aquel sol brillante, pero frío, el calor que hace brotar la fe y la confianza.
Si alguien entraba, sir George era otro hombre; el que un momento
antes atraía con su gracia y amenidad, rechazaba ahora por aquel
entono, aquella
Una noche en la que más que nunca había sido amena y animada la
conversación de Clemencia y de sir George vivificada con aquel
delicioso sentimiento que ambos abrigaban de agradarse
mutuamente; convicción que cual un benéfico genio parece soplar
el sobrefuego de nuestro entendimiento para hacerlo brillar en
vivas llamaradas, produciendo en los ánimos ese
-Clemencia -dijo sir George con sincero entusiasmo-; entre la niña que encanta y el hada que admira, hay un ser encantador, y es la mujer que se ama. ¿No preferís el serio a los otros seres que alternativamente sois?
-Sir George -contestó Clemencia-, no concibo la felicidad de ser amada, a no ser por un solo hombre.
-¿Qué hombre, Clemencia?
-El que yo amase.
-Sois quizás la única mujer a quien esto sucede.
-¿Esto es decir que soy original? -repuso Clemencia volviendo a su tono festivo-; ved, pues, la verdad de uno de los evangelios chicos de mi Padre: no es la fortuna para quien la busca, sino para quien la encuentra.
-¿Y vos no queréis amar, Clemencia? ¿Habéis quizás hecho un voto que os lo impida?
-No señor; pero el amar o no amar, no consiste en querer o no querer amar.
-Para naturalezas tan dóciles y sumisas a la voluntad como lo es la vuestra, me temo que sí.
-¡Ojalá dijeseis verdad! -repuso suspirando la sincera Clemencia, que recordaba a Pablo.
Cuando sir George, que dio otro sentido a la frase, enajenado iba a contestar, se abrió la puerta y entró el Vizconde.
Sir George, que era siempre frío, irónico, escéptico y poco comunicativo, y que a duras penas y sólo en la intimidad de una mujer hermosa, levantaba su habitual estado de sitio, no necesitaba más que una leve contradicción para volver a armar todas sus baterías: así es que recibió al Vizconde como es de suponer, con un frío glacial; una dulce mirada de súplica con que casi le acarició Clemencia, templó algo su acerba displicencia; pero acudió al silencio para dar a entender que la presencia del Vizconde le era molesta: faltaba en esto sir George a su delicada reserva; pero la indomable índole británica se revestía de su áspera corteza.
El Vizconde notó esta falta de atención y comprendió lo que la motivaba. Si la conversación de sir George era chistosa, incisiva y picante, la del Vizconde era en extremo fina, entretenida, a veces profunda, a veces elevada, siempre instructiva y siempre amena. El Vizconde tocó varios puntos, cautivando por entero la atención de Clemencia, que le oía, con mucho placer. Sir George no alternaba en ella, y como todo ceñudo que se encapota en su silencio, iba siendo olvidado.
-Vaya -pensó con coraje, pues cuando no tenía a quien lanzar un sarcasmo se lo aplicaba a sí mismo-, yo estoy aquí haciendo el ridículo papel que llaman los españoles, rabiar de celos aparte: ¿me iré?
Por suerte entró en este instante don Galo.
-A los pies de usted, Clemencia. -Señor Vizconde, beso a usted la mano-Señor don George, soy su servidor. -Hace un frío del Polo.
-¿Del Polo del Norte o del Polo del Sur? -preguntó sir George, que halló por fin la palabra con una de sus serias y picantes burlas.
-Del Polo del Norte, por supuesto -contestó don Galo.
Sir George soltó una carcajada.
El Vizconde no hizo alto.
-Don Galo -dijo Clemencia-, ahora decíamos que cuáles son las cosas que más pueden agradar al corazón del hombre. Por mí pienso que la sensación del agrado está más en el corazón del hombre que no en las cosas, y creo que el corazón mas bien da el agrado que no lo recibe.
-Es muy cierto, señora -repuso el Vizconde-; y si no observad cuanto agradan a unos cosas sencillas e insignificantes, y como las más perfectas no son a veces capaces de agradar a otros.
-Esto penderá -opinó sir George-, de lo exquisito del gusto.
-No lo creo -repuso el Vizconde-, he visto muy malos gustos descontentadizos, y los he encontrado selectos, que no hallaban como las abejas casi una flor de que no sacasen miel.
-Magnífico instinto que admiro en ellas y en ellos -dijo con su fría sonrisa sir George-. Señora -prosiguió, dirigiéndose a Clemencia-, ¿cuál es entre las cosas de la tierra la que tiene la dicha o privilegio de agradaros más?
-Las flores -contestó sencillamente Clemencia.
-¿Tenéis, pues, gustos botánicos?
-No señor -respondió Clemencia sin alterarse-, no sé clasificar una sola planta; pero las flores son la poesía palpable del mundo material. Desde que el hombre cantó, entretejió con ellas sus cantos; nunca el espíritu de innovación, de oposición y de paradoja, para el que nada hay sagrado, que a todo ha tocado, se ha atrevido a ridiculizar la suave simpatía que inspiran las flores, que en la naturaleza se renuevan siempre frescas y lozanas, como las esperanzas en el corazón del hombre; inseparables de la poesía, son compañeras de los sentimientos que la inspiran: así es que simpatizo con el joven poeta que se ha hecho su cantor y tan bello culto les rinde, sin cuidarse de que otro acerbo como vos le haga la pregunta que me habéis hecho. Pero -prosiguió Clemencia alegremente, dirigiéndose a don Galo-, ¿qué decís vos? ¿qué es lo que más os agrada en este mundo?
-Lo que más me agrada son las bellas -contestó don Galo con su más satisfecha y galante sonrisa.
-No puedo menos de unir mi voto particular al de este caballero -dijo el Vizconde.
-A vos, señor don George, ¿qué os parece? ¿No digo bien? -preguntó don Galo frotándose sus manos despiadadamente enrojecidas por los sabañones que le producía su escribir constante en la fría oficina.
-Por primera y única vez difiero de vuestro sentir, que admiro siempre -contestó sir George-, pues prefiero a las bellas las feas.
-¿Por no tener rivales? -preguntó don Galo con las más ostensibles pretensiones al gracejo-; pues vos no deberíais temerlos.
-¡Oh! no los temo, don Galo; confío -demasiado en el mal gusto de las damas. No es por eso; pero es porque las feas son más amables que las bellas.
-Señor -exclamó escandalizado don Galo-, ¿esto sostenéis en presencia de Clemencia, que es una refutación en persona de lo que decís?
-Las excepciones no hacen regla, señor. Y entre las flores -prosiguió Percy, dirigiéndose a Clemencia- ¿cuál es vuestra predilecta?
-La violeta -respondió Clemencia.
-¡Ya! la que lo fue de Napoleón; éstas son simpatías.
-No es porque lo fuese de Napoleón, es porque lo fue de la persona que más he amado en este mundo.
-¿De Fernando Guevara? -preguntó don Galo con su sencilla buena fe e indefectible desmaña.
-No -contestó Clemencia sonrojándose, porque temió haber faltado a la delicadeza de casada, confesando que había querido a otro más que a su marido-; no gustaba Fernando de flores; eran predilectas las violetas de mi tío el Abad, a quien todo, todo lo debo. Aún no las hay y lo siento; su perfume es un recuerdo vivo, como ellas son una imagen de aquel padre tierno, de aquel sabio modesto.
De allí a un rato se levantó don Galo para irse.
-¡Qué! ¿Os vais? -preguntó admirada Clemencia.
-Aunque me voy me quedo.
-Ciertamente, en mi memoria.
Don Galo se puso tan ancho, que en aquel momento no se hubiese cambiado ni por un Rothschild, ni por un Apolo, ni por un Séneca, ni aun por el jefe de su oficina.
-¡Pobre hombre! -dijo sir George cuando hubo salido.
-¡Qué excelente sujeto! -añadió el Vizconde-. Señora, la amistad que le demostráis, no sólo hace favor a vuestro corazón, sino honor a vuestro delicado tacto.
-¡Ah! -dijo sir George-, yo no había hallado en esa amistad sino la prudencia de una mujer joven y bella.
-Os habéis equivocado -repuso Clemencia-, no elijo mis amigos por ningún género de cálculo; en mi elección sólo obra la simpatía. Tampoco soy bastante presuntuosa o tímida para buscar mi salvaguardia en la insignificancia de las personas de mi intimidad. Siempre juzgáis la sociedad española por la extranjera, sir George, y no acabáis de comprender que la independencia moral de las españolas acata yugos santos, y no sufre andaderas pueriles.
Entró en ese instante Paco Guzmán.
-Clemencia -dijo éste al cabo de un rato-, ¿sabéis que hemos hecho creer a don Galo que doña Eufrasia se casa con don Silvestre, y se lo ha creído, porque ese bendito se cree cuanto se le dice.
-No hay mayor prueba de la sanidad de corazón que la credulidad -repuso Clemencia-; para dejar de dar fe a las malas palabras ajenas, es preciso dar por supuesta la mentira, y hay corazones tan sanos que no la conciben; pero os confieso, Paco, que sería contra mi conciencia engañar aun en broma a una persona de buena fe.
-¿Contra la conciencia, Clemencia? ¡Qué palabra tan magistral en un asunto que lo es tan poco!
-Pues poned en su lugar... delicadeza.
-La conciencia y la delicadeza -opinó el Vizconde-, se asemejan, pues son para el hombre consejeros al obrar, y jueces después. La delicadeza tiene su origen en la sociedad y en la cultura, y la conciencia en la moral: así es la primera versátil y convencional, y la segunda es uniforme e inmutable.
-Decid en lugar de moral religión -exclamó Clemencia-, pues, como decía mi tío, ¿qué es la moral sino la luna que alumbra la noche que carece de sol, recibiendo ella misma su pálido brillo del sol de vida de que es un reflejo? ¿De dónde sino de esa fuente ha sacado la moral sus aspiraciones? ¿Quién hizo de la obediencia la primera virtud? ¿Quién castigó la primera falta?
-Sois una exaltada creyente -dijo sir George.
-¿Acaso lo dudabais? -exclamó asombrada Clemencia.
-No tenía sobre esto un juicio decidido, señora. Por un lado consideraba que sois mujer y española, cosas ambas propias a sentir toda clase de exaltaciones y admitir todo género de supersticiones; por otro lado, como sois tan ilustrada...
Clemencia hizo un indicado gesto de indignación y de impaciencia.
-Pero, señora -se apresuró a añadir sir George-, yo respeto todas las opiniones, todas las creencias, todas las convicciones.
-Poco os agradezco, pues, que respetéis las mías -repuso Clemencia con animación-, y no puedo devolveros igual obsequio, pues en punto a las religiosas condeno las que no son las mías, porque sobre cuanto toca a las cosas de los hombres, es éste libre de su juicio y dueño de su fe; en cuanto a las de Dios, la disidencia es la rebeldía.
-Respeto también vuestro fallo condenatorio -repuso sir George impasible, con aquel orgullo, aquella soberbia y aquel desprecio del impío que se trasluce al través del simulacro de decoro y compostura que tan mal los encubren.
-Más aprecio demuestra mi condena que vuestro respetó, sir George -dijo dolorosamente herida Clemencia.
-¿Cómo es eso, señora?
-Porque dais el santo nombre de respeto a la indiferencia y quizás al desdén, y éstos son nacidos de falta de fe y de la inepta duda.
-¿Por qué llamáis -repuso sir George sin alterarse-, a la duda inepta? Un autor muy favorito vuestro, León Gozlan, ha dicho que la duda es la más bella mitad de la convicción.
-Cuando es vencida, pero no cuando reina. Además, mis amigos y
favoritos -añadió Clemencia con viveza-, pueden decir alguna vez
grandes
Al oír a Clemencia pronunciar esa palabra inglesa que significa disparate, y que él mismo la había enseñado; al sentir traslucirse en esa frase la bondad angelical de Clemencia, al través de su marcada incomodidad, sir George se sonrió con una infinita dulzura y delicadeza, con que a veces sabía hacerlo.
-Leed más bien sobre estos puntos -prosiguió Clemencia-, a otro autor moderno francés, Octavio Feuillet, autor lleno de fe, y de fe genuina y caliente como por suerte nunca les ha faltado a los franceses. Él os dirá: La duda es fácil y débil, es la impotencia y la puerilidad. Y en otro lugar: Todo es más racional que la duda.
-¿Habéis leído la novela que publica el Diario de?... -preguntó Paco Guzmán para cortar una conversación que veía que agitaba a Clemencia, y en la que él por indiferentismo, y el Vizconde por consideración, no habían tomado parte.
-No me gusta -respondió Clemencia-, porque su objeto, sin mala intención por parte del autor, pero por falta de buena, no es moral; y este fin u objeto que debe estar aún más en el espíritu que en las palabras, es a mi ver el que debe tener toda novela, según lo practican los ingleses generalmente.
-Pero -exclamó Paco Guzmán-, vale mucho, tiene un magnífico estilo.
-No digo que no, Paco; pero el hábito no hace el monje.
-¡Pues qué!, ¿llamáis al estilo un hábito, señora? ¿El estilo, que es uno de los primeros dotes de un autor?
-Antes de todo precisemos qué es lo que llamáis estilo, pues creo esa palabra, si no ambigua, al menos de un sentido tan lato o arbitrario, que cada cual la entiende a su modo. ¿Es la manera peculiar de expresarse del autor, o es el modo correcto y gramatical de manejar el idioma?
-Señora, creo que el estilo lo forman en iguales partes la dialéctica, la sintaxis y la lógica.
-No lo define así el grave y clásico Diccionario, cuando dice que es el modo y forma de hablar de cada uno -repuso Clemencia- No lo define así tampoco un crítico de gran entendimiento y de gran práctica literaria que, bajo el seudónimo de lector de las Batuecas, ha escrito en el Heraldo, cuando dice: «Creemos que en materia de estilo, lo esencial para un escritor es tener uno suyo propio, espontáneo, que no se confunda con ningún otro, que viva por sí». Yo os daré algunas obras, Paco, en cuyo estilo están perfectamente observadas las reglas de la dialéctica, de la sintaxis y de la lógica, y apostemos un ramo de flores contra una libra de dulces a que no concluís su lectura. ¿Qué pensáis vos, Vizconde?
-Pienso como vos, señora, que no es sólo en España donde cada cual
da un sentido que varía a esta voz. Sin cansaros con muchas
citas, referiré algunas para probar este aserto. El gran Buffon
dice:
-Decís bien Vizconde, y definís la idea que en vivía muda. La
versificación es el arte, la poesía la inspiración; y así como
por más que digan nuestros
-¿Habéis visto el nuevo drama, Clemencia? -dijo Paco.
-No lo he visto, pero lo he leído -contestó ésta.
-¿Y qué os parece, os gusta?
-Me gusta y no me llena.
-Es disparatado -opinó sir George.
-Ya, como que no es clásico. El señor don George, Clemencia, es un clásico intolerante, como vos una creyente ídem: para el señor no hay perfección en literatura, sino en lo clásico, como para vos no hay perfección en la fe sino en la del carbonero.
-Venero las tragedias clásicas como la más perfecta muestra del arte imitado del griego, ¿no opináis así, señora? -dijo sir George.
-No me simpatiza ese teatro -contestó Clemencia-: esas palabras religiosas sin fe, esa pasión tosca sin corazón, ese heroísmo sin afectos, esas palabras tan compasadas en asuntos que lo son muy poco, me hacen mal efecto y se me figuran Aspasias y Safos vestidas de vírgenes cristianas. Son a mi entender afectadas; y todo lo que pierde la naturalidad, pierde la senda del corazón. Esta es mi débil opinión de mujer, que se forma por impresiones más que por exámenes artísticos; mi sentir que suena como el arpa eólica, a la ventura del aire que la penetra.
-¿Os gusta nuestra literatura, señor Vizconde? -añadió Clemencia.
-La antigua, con extremo; la moderna, casi toda mucho, siempre que no es una imitación de la nuestra.
-Eso pasa por señal de buen tono -dijo Clemencia con ironía.
-Señora -contestó el Vizconde-, así como se ha dicho que el mejor de los cálculos es ser hombre de bien, se puede decir que el mejor tono en España es ser español, y con tanta más razón cuanto que sería difícil hallar una nacionalidad más genuinamente fina y elegante que la española. No hay cosa peor que seguir; el que sigue se queda atrás; se imita un camino de hierro, el vestir, aun bien que mal una forma de gobierno; pero no se imita una nacionalidad. Lamartine llama a la imitación el Mefistófeles del genio naciente y abortado.
Abrióse la puerta y apareció don Galo resplandeciente de satisfacción con un enorme ramo de violetas en la mano, el que puesto en la tercera posición, doblado el cuerpo y redondeado el codo, presentó a Clemencia.
-Don Galo -exclamó sir George-, esto pertenece a los bellos tiempos de la galantería que hacía milagros. ¿De dónde han salido esas violetas, que yo hubiese pagado a peso de oro?
-Pues a mí sólo me han costado correr hasta Rascaviejas, en donde se halla un jardín en que sabía que las había tempranas.
-Por las cuales os habrá rascado bien el bolsillo una vieja en Rasca-ídem -dijo Paco Guzmán al oído a don Galo.
-¡Qué!, no por cierto -contestó éste, aunque las había pagado bien caras.
-Confieso que os envidio, señor de Pando -dijo el Vizconde.
-Es una galantería clásica, una galantería modelo -añadió sir George.
-Yo no llamo a esto una galantería -opinó Clemencia-; lo llamo una delicada prueba de amistad, y como tal la agradezco. ¡Ir en una noche como ésta hasta aquel barrio extraviado! Así es que estáis sin aliento.
-Es que he vuelto de prisa para llevaros a casa de la Marquesa; son ya las nueve y media; Paco se va ya.
Efectivamente, éste se despedía.
Sir George y el Vizconde no se movieron.
Hubo un rato de silencio, al cabo del cual dijo Clemencia a don Galo:
-Amigo mío, no saldré esta noche.
-¿No? ¿Y por qué? ¿Estáis indispuesta? -preguntó éste.
-No es por eso; pero está mala la noche: oíd como gime el viento en el cañón de la chimenea.
El Vizconde se levantó y se despidió saludando sin hablar una palabra.
Don Galo se había levantado y pegado el rostro a los cristales, interceptando la luz del reverbero que le deslumbraba con ambas manos, y observaba la noche.
-¿Con que no queréis que os acompañe, Clemencia? -preguntó sir George, volviendo a tomar su tono natural, ameno y cariñoso.
-No señor, preciso es decirlo, pues no os basta como al Vizconde que lo demuestre.
-Gracias, señora -dijo fríamente sir George.
-Esto no merece ni agradecerse ni sentirse: los miramientos dirigen las acciones de una mujer, así como las simpatías sus sentimientos.
-Pues ¿no decíais ahora poco que la independencia moral de las españolas no sufría andaderas?
-Sí, señor; pero el tacto de una mujer consiste en graduar lo que son trabas y lo que son santos yugos.
-Clemencia -dijo don Galo-, la noche está hermosa, todas las estrellas están en el cielo menos dos.
Don Galo ostentó su más galante sonrisa.
-Si en lugar de madrileño fueseis andaluz, habríais hablado de soles -dijo sir George con su seria burla.
-¡Cómo se nos va españolizando este hijo de la noble Inglaterra, nuestra buena aliada! -observó con satisfacción don Galo-: no me inglesaría yo tan pronto en Londres, no.
-Esto me hace recordar -repuso con su impasible ironía sir George-, el que en una ocasión un príncipe y un criado cambiaron sus papeles: el criado no fue reconocido al hacerse príncipe; pero éste lo fue al hacerse criado, lo que prueba que es más fácil subir que bajar.
-¡Luego dirán que los ingleses no son finos y corteses! -exclamó admirado don Galo, lejos de notar la ironía-. Lo que decís es un cumplido tan fino, que ni el Vizconde se hubiese explicado con más delicadeza. Clemencia, si no venís, me retiro, aunque me pesa de veras dejar tan buena compañía; pero la lotería estará impaciente con mi tardanza.
-Mil veces os he dicho, sir George -dijo Clemencia cuando estuvieron solos-, que gastáis en balde vuestra refinada ironía: por desgracia yo soy la sola a quien llegan y hieren sus tiros. Buenas noches, sir George.
-¿Señora, me echáis?
-A esta hora salgo o cierro la puerta de mi casa.
-¿No queréis hablar conmigo un momento siquiera, libre de las trabas de esos importunos, que me hacen estar en vuestra presencia frío como un extraño, cuando sólo quisiera estar a vuestros pies como el más apasionado amante? ¿Me aborrecéis, pues, Clemencia?
Al ver aquel hombre tan bello, tan superior, tan distinguido y tan altivo a sus pies, sintió Clemencia que lo amaba con entusiasmo; pero se retrajo como el que bajando una suave cuesta sembrada de césped, se para a ver, antes de seguir su impulso, a donde le conduce; o como el joyero que al ofrecerle una alhaja que le deslumbra, se detiene antes de pagarla para averiguar si es falsa o no.
-Sir George -contestó trémula-, aunque sintiese un profundo amor, nunca éste me llevaría a hacer una cosa que pudiese ser notada o mal vista.
-Eso es una cobardía, señora -exclamó a la vez irritado y desalentado sir George.
-Calificadlo como gustéis.
-No me gustan las mujeres cobardes, señora.
-¿Qué os parecería, sir George, si yo os dijese que no me gustan los hombres valientes?
-Que os burlabais de mí.
-Pues puedo creer que eso mismo estáis haciendo conmigo.
-No es exacta la comparación.
-Son idénticos en su resultado, sir George, la espada que defiende y el broquel que resguarda.
-¡Qué dolor, Clemencia -exclamó éste-, que con vuestra superioridad y talento conservéis preocupaciones de convento!
-No me pesan.
-¿Debo pues partir?
-Sí, si no queréis mortificarme y obligarme a suspender el placer que tengo en recibiros a mis horas señaladas.
Sir George salió sumamente mortificado, culpando la pusilanimidad de Clemencia, indigna de una mujer de carácter; pero más, no diremos apasionado, sino más engreído que nunca.
-Tiene -se decía-, unos principios de virtud sencilla y sin ostentación, pero fijos como el imán; nunca se dejará arrastrar por su corazón, ni atenderá al hombre en quien no mire su marido: vos lo sabéis, Vizconde, y estáis en acecho, pues me creéis incansable; aguardáis mi derrota o mi desistimiento; pero ignoráis que me ama, y que soy tan buen apreciador de joyas como vos. Señor Vizconde, el que ha de desistir sois vos.
Alegría, aunque no necesitaba pretextos para salir de su casa y abandonar el cuidado de su madre a su hermana, y el de sus hijos a las amas, cuando alguno se le presentaba lo acogía presurosa: así un leve resfriado que había tenido Clemencia, fue el que le sirvió para ir a casa de ésta una prima noche.
Pertenecía Alegría a la clase de mujeres desalmadas que se confiesan a sí mismas coquetas, en vista de que el espíritu de imitación francés no sólo ha adoptado la palabra, sino también el vano y frívolo espíritu que la erige casi en una elegante gracia social.
Pero pertenecía también, sin ella confesarlo, a la más perversa variedad de la especie, esto es, a aquella que como medio más eficaz y enérgico de atraer a los hombres, no les demuestran sólo el deseo de agradarles, sino que por más seguridad, tomando la iniciativa, les demuestran que ellos les agradan a ellas. A esta seducción resisten fácilmente los hombres delicados y de mérito, para los que una mujer que baja de su elevado trono se desprestigia completamente; pero en hombres vulgares, en hombres vanos y sin mundo, que tienen la buena fe o necedad de creer que ese amor puesto en feria lo es únicamente a su intención y nacido de un irresistible y apasionado impulso hacia ellos; hombres noveles que no conocen aún que a la mujer que pierde lo morigerado y el orgullo propio de su sexo, pocas virtudes le pueden quedar, aunque las afecte; hombres poco expertos que no conocen que los papeles están trocados, y que la que busca, es porque no es buscada; para éstos, son tales mujeres temibles, por poco que valgan; pues fingen todos los caracteres, todos los gustos y hasta todas las virtudes, haciendo cometer al hombre que cogen en sus perversas redes, toda clase de maldades, dándoles un interesante colorido. Y las leyes humanas son tan cortas de vista y toman tan poco en cuenta la parte moral de los delitos, que castigan al infeliz que robó un triste pedazo de pan para comer, y no han pensado en castigar a la infame que introduce un puñal de dos filos en el corazón ajeno, y destruye la honra, la felicidad y la paz de una familia.
A esto se podrá decir con esas rutineras máximas morales que se confeccionan teóricamente, que estas malvadas llevan en su pecado la penitencia, porque los hombres atraídos se cansan pronto y se hastían de un amor impuesto, así como porque los hombres que salen de su deber no tardan en volver a él, detestando la culpa y la que a ella los arrastró; siendo la reacción tanto más fuerte y enérgica, cuanto más vale el hombre: no es cierto que sea esto para las tales mujeres la penitencia de su pecado, porque no tienen la suficiente delicadeza para conocerlo, ni aun tiempo para hallar un vacío, puesto que cuidan con anticipación de buscar un reemplazo que tenga todo el atractivo y la ventaja de la novedad.
Alegría, como las mujeres de su especie, sentía hacia los hombres, en ludibrio de su sexo, la propensión que es propia de éstos hacia las mujeres, aumentada por la necia vanidad de verse rodeada de enamorados o aspirantes, y el perverso anhelo de triunfar de otras mujeres, sobre todo si éstas valían más que ella. De esto resultaba que cuando no bastaba para lograr sus fines el hacerse seductora, se hacía provocativa, sin que le arredrase respeto divino ni humano.
Era en tanto extremo lo que la absorbían estas innobles pasiones, a que se entregaba sin reparo, que no conocía freno, ni se cuidaba de la profunda repulsa que causaba a las mujeres honradas, y del menosprecio que inspiraba a los hombres que lo ocultaban en frases corteses y ligeras, tanto a causa de la falta de severidad de nuestra sociedad, como por consideración a su marido, hombre que por su posición, y mucho más por su noble carácter, era respetado hasta con entusiasmo por cuantos le conocían.
Entre los hombres de mérito que se hallaban reunidos en casa de Clemencia cuando entró Alegría, es de presumir que al que dirigiese sus tiros fuese a sir George, que ya conocía, y que sospechaba ser el que Clemencia distinguía.
Apenas entró, cuando rehusando el asiento de preferencia que le brindaba Clemencia, buscó como el matador en la arena, el lugar más propicio, y se colocó en frente de sir George, mirándolo al principio con reserva, pero procurando que él lo notase; y viendo que o no lo notaba, o fingía no notarlo, acabó por clavar la vista en él con descaro.
Es el caso de hacer notar la perversidad de ese juego de ojos que tiene la suerte de gozar de impunidad, hasta en la opinión que no suele hacer la vista larga a lo criticable; juego de ojos que con tanta falta de delicadeza, de recato y hasta de conciencia se permiten en público algunos hombres y algunas mujeres, aun sin conocerse, con el mismo cinismo y tranquilidad con que un desalmado se permite una maldad que no deja pruebas.
Esas infames miradas, hijas de la vanidad y del temperamento
(puesto que no lo son de amor en los que no se aman), que dicen
sin comprometerse,
Varias y mañosas disculpas había dado Alegría a su marido cuando le había reconvenido con dolor de corazón sobre estos y otros desmanes. Se había exaltado unas veces, probándole en tono declamatorio que era él un celoso, ciego e injusto, y ella una vestal; y otras, atrayéndolo y engañándolo con algunas monadas y algunas pruebas de ese amor universal que tienen tales mujeres.
Largo tiempo había engañado al Marqués, a pesar de ser un hombre de tanto valer, pues ser engañado no es una prueba de tontería sino de buena fe, como lo prueba el que más fácilmente se engaña a un discreto que a un necio. No obstante, Alegría, abusando de la confianza, esa noble calidad de su marido, había desde su venida a Sevilla hecho tales exterioridades con su antiguo amante Paco Guzmán, que las sospechas del Marqués habían tomado cuerpo, y su honor se había alarmado.
Sir George era hombre que calzaba muchos puntos para que una coquetería tan vulgar y descocada lo pudiese seducir. Es probable que en otras circunstancias no habría sido tan desdeñoso un hombre corrompido, como lo era sir George, pues la mujer que busca al hombre tiene la fácil tarea de aprisionar al vencido; pero Sir George tenía demasiada delicadeza en su imaginación para dejarla impresionar ante un ser que la llenaba toda, por otro ser que no alcanzaba a ocuparla, y que aun en circunstancias normales no habría sido para él sino un ligero pasatiempo. Tampoco era bastante novel para pensar en el mezquino medio de estimular por celos el naciente amor de una mujer como Clemencia; muy al contrario, conocía muy bien cuánto perdería a sus ojos si llegase a comprender que acogía las provocaciones de una coqueta de la especie de Alegría.
La inalterable indiferencia de sir George picó a ésta, que pasó a otra clase de agasajos más directos. No hubo pregunta que no le hiciese, afectando no contestar ni hacer atención a los demás que le hablaban o se ocupaban de ella, para atender y ocuparse única y exclusivamente de él. Le instó a ir a Madrid, poniendo a Sevilla y a su sociedad en ridículo con lo más picante de la burla y lo más agrio de la sátira, armas tan bien manejadas por ella; pero todos sus artificios se estrellaron contra un frío glacial, que sólo se halla en los polos y en el continente de un inglés que lo quiere ostentar. Sir George, sin faltar a la más estricta finura, propia de los hombres de la sociedad a que él pertenecía, vengó tan cumplidamente a Clemencia de las perversas y traidoras intenciones de su prima, que ésta, en quien siempre predominaba la bondad, se sintió impulsada a desear que estuviese el hombre que ya amaba con vehemencia, menos seco y rechazador con su prima.
Clemencia nunca había sentido celos, y tampoco nunca había comprendido que hubiese mujeres que provocasen a los hombres, y menos que esto lo hiciese una mujer casada.
Estas tristes cosas que por vez primera vio y sintió, cubrieron su hermoso y franco rostro como con un velo de tristeza, pues era muy sincera para ensayar el disimular su malestar, con una alegría y animación ficticias.
Lo que motivaba esta suave tristeza, por no estar en antecedentes secretos, nadie lo comprendió sino el Vizconde, a quien partió el corazón, y sir George, que se dijo:
-Mucho debo a la loquita marquesa de Valdemar.
-¿Estáis triste o preocupada, contra -vuestra costumbre, Clemencia? -dijo don Galo lleno de amable interés y de intempestiva desmaña.
-No estoy triste, don Galo, pues gracias a Dios no tengo motivo para estarlo -respondió Clemencia.
-¿Con que, -dijo Alegría a sir George-, con que decididamente no vendréis a Madrid?
-No señora.
-Si vinieseis yo sería vuestro cicerone, y os proporcionaría ver cuantas bellezas y riquezas tiene la corte, que son de un mérito tal, que se lo envidian vuestra soberbia Londres y el brillante París.
-Señora, ha mucho tiempo que está extinguido en mí todo género de curiosidad. Clemencia -prosiguió dirigiéndose a ésta-, ¿nunca habéis estado en Madrid?
-No señor, -contestó ésta.
-¡Oh! -exclamó entusiasmado don Galo, que, como sabemos, era madrileño-, es preciso que Clemencita vea a Madrid.
-Sí, sí, don Galo, es preciso hacer que vaya -dijo sir George-, pediréis licencia y acompañaremos a la señora en este viaje.
-Me place -exclamó Alegría riendo y fingiendo lo mejor del mundo benignidad y buena fe-: ¿con qué rehusáis lo que os brindo, y le ofrecéis eso mismo a mi prima?
-Marquesa, lo he hecho, porque siendo sola la señora, podrían quizá serle útiles mis servicios.
-¿Clemencia, estáis triste o preocupada? -dijo por tercera vez don Galo con inquietud-: ¿os duele la cabeza?
-No señor -contestó Clemencia sonriendo-, si hablo menos que otras noches, es porque escucho más; no hay otra causa.
Sir George, primero que ninguno, y mucho antes que lo tenía de costumbre, se retiró por conocer cuán penosa era la situación de Clemencia; pues el hombre refinado en cosas de mundo y de delicadeza, aun cuando no ame con pasión, sabe con fino tacto hacer cuanto es grato y lisonjea a la mujer que pretende agradar; puesto que la delicadeza, aun la adquirida en la esfera aristocrática del trato, tiene sutilezas tan exquisitas y tan dulces, que pueden equivocarse con las emanaciones del corazón, como un bien pulido cristal con un brillante.
Clemencia sintió al ausentarse sir George un profundo sentimiento de bienestar y de gratitud hacia él, así como lo había previsto éste al irse.
Apenas se fueron las personas que acompañaban a Clemencia y ésta se halló sola, cuando vio entrar a sir George.
Clemencia lanzó un grito sofocado de sorpresa.
-¡Oh! ¡no me riñáis! -exclamó éste, arrodillándose a sus pies-; perdonad, perdonad. No he salido de vuestra casa; aburrido, fastidiado de esa mujer, que cual una pesada nube ante el sol se interponía entre vos y yo, me alejé, entré en la galería que precede a los estrados, y allí, pensando en vos, Clemencia, solo y sin importunos, he aguardado este momento para desearos una noche tranquila sin testigos. Nadie me ha visto, no temáis.
-Es -repuso Clemencia agitada-, que no se trata de si os han visto o no os han visto, sino de lo que habéis hecho: os habéis escondido...
-¡Oh! ¡no, Clemencia, no! No deis mal nombre a una acción sencilla, pues lo que he hecho es sólo alejarme de la sombra que se interponía entre vos y yo.
-Sin mi consentimiento...
-¿Queríais que os lo hubiese pedido?
-Sir George -dijo Clemencia con lágrimas en los ojos-, abusáis de mi aislamiento; no hubieseis hecho eso si yo tuviese padre o hermano.
-Clemencia, vuestro rigorismo excesivo os hace dar a las cosas un colorido que no tienen, y vuestra frialdad os hace juzgarlo todo con la severidad de un juez centenario. Sois libre, Clemencia, yo lo soy, os amo: ¿quién, pues, puede impedirnos, ni qué deber de moral nos puede retraer, a mí de decir que os amo, y a vos de escucharlo?
Clemencia aspiró cual si fuese a hacer una exclamación; pero se detuvo y calló.
-¿Me aborrecéis, pues, Clemencia?
Clemencia no contestó y bajó los ojos.
-Si no me aborrecéis, ¿a qué pues hacerme infeliz con esa impasible frialdad? ¿Qué os puede impedir amarme, si a ello os inclina vuestro corazón por simpatía o por lástima? ¿Amáis por ventura a otro, y es esa la causa de que seáis tan inexorable?
-¡Ay! no, no, no -exclamó Clemencia a pesar suyo-; a nadie amo.
-Pues, entonces, decidme al menos, ¿por qué me rechazáis?
Clemencia calló un instante, y dijo luego con voz tan queda que apenas se oía:
-Bien veis que no os rechazo.
-Pues decid que me amáis -exclamó enajenado sir George.
Clemencia, tan conmovida que no acertaba a hablar palabras para expresar su sentir, movió su cabeza en señal de negativa.
-¿Por qué no, Clemencia? -pregunto sir George con voz dulce y tono suplicante.
-Porque -contestó ésta-, no puedo pronunciar tan a la ligera una palabra que decidirá del destino de mi vida.
Sir George disimuló a la perfección un movimiento de despecho, y dijo en tono suave:
-Agradeceré menos lo que deba a la reflexión que lo que deba al impulso del momento, Clemencia.
-Decidme, sir George- dijo ésta al cabo de un momento de silencio-, ¿qué os lleva a amarme?
-Vuestra sin par belleza.
Sir George no daba esta respuesta aturdidamente; la creía de buena fe la más lisonjera a la mujer.
En el semblante de Clemencia se extendió una profunda expresión de melancolía al preguntar de nuevo con suave y triste acento:
-¿Y no me amáis por nada más, sir George?
-¡Oh! sí -contestó éste-, os amo además por que nunca hallé unidos como lo están en vos, la delicadeza en el sentir y la gracia en el pensar.
¡Cuánto lisonjean las palabras del hombre que ama el corazón de la
mujer, aunque no llene sus exigencias! ¡Cómo rechaza la voz que
de su íntimo ser le grita:
La inocente razón de Clemencia no hallaba causa para desconfiar del amor de sir George, y no obstante, su instintivo sentir no estaba satisfecho. En este tira y afloja en que se agitaba su alma, no hallaba ni motivo que justificase un desvío que hubiese sido para ella un sacrificio; pero tampoco hallaba concordancia que le inspirase confianza y arrastrase su asentimiento.
-¿Puedo al menos esperar? -dijo sir George con tono triste y desanimado.
Clemencia se sentía en aquel instante tan feliz y tan conmovida, que una sonrisa tan dulce como alegre, embelleció su rostro al contestar con su gracia benévola:
-¿No podéis esperar sin autorización? La esperanza es un deseo consistente que como tal no ha menester de estímulo; mas ahora -añadió con gravedad, poniéndose en pie-, ahora partid, sir George, si no queréis que vuestras exigencias hagan mal tercio a vuestras esperanzas.
Sir George, satisfecho de las ventajas adquiridas, no quiso exponerse a perderlas chocando con la delicadeza de Clemencia, y obedeció.
Mientras más trataba Clemencia a sir George, y mientras más reflexionaba, más crecían los sentimientos encontrados que le inspiraba; y entretanto que su amor ascendía a pasión, sus recelosas zozobras llegaban a dolorosa angustia.
¿Quién decía a aquella
No llevaba Alegría al salir de casa de Clemencia tan ofendido su amor propio y tan picada su vanidad como se podría pensar de una persona de su índole y pasiones. Esta clase de mujeres tienen sobre las que carecen de lauros y apasionados, la desventaja de sufrir a veces lo que no tienen las otras, gran cosecha de desengaños, cuando no de desdenes o de ridículos.
Paco Guzmán, con quien estaba en relaciones de amor, había entrado
en casa de Clemencia antes de haberse despedido sir George,
había notado el juego de Alegría, se había encelado, y esto
había sido para ella un goce que compensaba su
Salió acompañada por él, a pesar que sabía que aun antes de casarse, el Marqués había tenido celos de éste su apasionado.
Apenas se hallaron en la calle, cuando prorrumpió Paco Guzmán en amargas quejas y recriminaciones.
Alegría se echó a reír, lo que exasperó más a Paco.
-No has mudado, no -exclamó irritado-. Si tu placer ha sido siempre reír del mal que causas.
-Río -repuso Alegría-, de la idea de que pudiese semejante varal con su cara de pero de Ronda gustarme a mí.
-No has hecho sino dirigirle la palabra.
-Porque me divierte en extremo oírle pronunciar el español; no me he reído en sus barbas por la negra honrilla de dama atenta.
-Pero le has invitado a ir a Madrid.
-Por hacer rabiar a Clemencia, a la que no creo le parezca el tarasco costal de paja. Además, Paco -añadió Alegría con descarado cinismo-, ya sabes que soy coqueta: me gusta, sí, me gusta mucho que todos me miren y se enamoren de mí; me gusta que rabien las demás; ¿qué te importa, -añadió con zalamería-, si sabes que tú eres el hombre que llena mi corazón, mi capricho, mi gusto y mi vanidad, al que sólo he querido siempre, quiero y querré? Nada borra un primer amor, Paco mío; mi madre me casó con el alma de Dios de mi marido sin consultarme; cuando le hablé de ti, quiso enviarme al campo como a Constancia; me amedrantó; el escándalo me asombró; soy dócil, cedí; pero ceder no era arrancar de mi pecho mi primero, mi solo amor.
Todo lo antedicho, era, como colegirá el lector, falso y mentido.
Alegría se llevó el pañuelo a los ojos.
-Si vieras -añadió con voz de llanto-, ¡qué de sinsabores me ha costado el haber ido a tu cita la otra noche, y de qué mentiras he tenido que valerme para disculpar mi larga ausencia! Tú nada de eso tienes que sufrir; por eso siempre te dije que yo te quería más que tú a mí, pues de ello te doy más pruebas.
Los amantes iban tan ensimismados y embebidos en lo que hablaban, que no vieron a un hombre embozado, que parado había estado frente al zaguán de Clemencia, y los venía siguiendo.
Cuando entraron en casa de la Marquesa, estaban completamente reconciliados. Alegría afectaba aún un airecito melancólico como el de la inocente víctima de una injusticia y de una triste suerte.
Paco Guzmán estaba más alegre, más petulante que nunca.
Aquella noche la Marquesa no se había recogido aún, y estaba sentada en un sillón; a su lado estaba tranquila e impasible como siempre, su hija Constancia.
Alegría entró primero, pretextó dolor de cabeza y se sentó al brasero. En seguida de ella entró doña Eufrasia; poco después Paco Guzmán.
Al verlo doña Eufrasia, que le conservaba toda su ojeriza, dijo a Constancia a media voz:
-¡Vaya un disimulo! Con tu hermana venía, que yo los vi.
-Nada de extraño tendría -contestó ésta.
-¿Con qué nada de extraño tendría? -repuso la severa dragona-:
vamos, hija mía, parece que tienes confesor de manga ancha.
Sabes que su marido no quiere que se acompañé con él; y la mujer
que no hace lo que quiere su marido, cate usted ahí un
-Cambio de ministerio -dijo Paco Guzmán después de saludar y de informarse del estado de la Marquesa.
-¡Qué me importa! -contestó la pobre señora suspirando.
-Salir de
-¿Qué le han hecho a usted los ministerios que los pone de caribes? -preguntó Paco Guzmán.
-¿Qué me han hecho? ¡pues no es nada! el día del juicio lo verán,
¡pícaros! ¡ladros! ¿Y vos los defendéis? Será por espíritu de
-Los defiendo a capa y espada; se ha hecho en extremo ganso y vulgar criticar a los gobiernos. Nadie de buen tono lo hace; pero vos, señora, ¿por qué armáis contra ellos vuestras formidables baterías, de que habla Napoleón en sus memorias? ¿Qué os han hecho los Ministros, esos pobres Atlantes?
Doña Eufrasia levantó al cielo sus redondos ojos sin contestar.
-Que no le pagan, claro está -dijo con impaciencia la Marquesa.
-¡Ah! ¡ya! ¿la viudedad? -exclamó Paco Guzmán-. ¡Ay! ¡las viudas! ¡qué plaga! ¡En el mundo hay un país con más viudas que España!; son innumerables, son inmortales, son dobles, pululan, se multiplican, cada militar deja un ciento, cada empleado una docena. No hay presupuesto que alcance a pagar las viudedades; son el pozo Airon de las rentas del estado; me desespero en pensar que las contribuciones tan crecidas que pagamos, en lugar de ser para hacer carreteras, son para tanta viuda a cual más inútil, que viven de nuestra sangre como sanguijuelas monstruos. Debería haber un sabio y económico Herodes que dispusiese un degüello de inocentes viudas.
Fue tal el asombro e indignación de doña Eufrasia al oír esto, que por primera vez en su vida, depuso el aire marcial e indomable para tomar el de víctima, y exclamó con énfasis:
-Hasta aquí el huérfano y la viuda, si bien no habían sido
pagados, habían sido tratados con gran consideración y lástima;
pero en el día hasta eso se pierde. Señor, ya nada va a detener
tus iras, y el fuego del cielo caerá sobre España como sobre
-Señora -prosiguió Paco Guzmán-, cuando sea diputado propondré, para remediar la plaga de viudas que nos aflige, el establecer aquí la sabia costumbre que existe en el Malabar.
-¿Y cuál es esa costumbre? -preguntó doña Eufrasia, a la que interesaba en extremo todo proyecto concerniente a este asunto.
-Señora, en aquel sabio país, cuando se muere un hombre que tiene esposa...
-Bien, ¿qué?
-A esta interesante viuda...
-Bien, ¿a esa interesante viuda?...
-No vayáis a pensar que se le busca otro marido, eso no.
-¿Pues qué se hace?
-Se le enciende una hoguera.
-¡Una hoguera! ¡Vaya una idea! ¿Y qué se le remedia con eso?
-Todos sus males.
-¿Sí?
-Sí; pues en esa hoguera se quema ella.
-¡Jesús, María y José! -exclamó doña Eufrasia, poniéndose las manos en la cabeza-, ¡qué herejía! ¡qué barbaridad! ¡qué sacrilegio! Eso clamaría al cielo si fuese verdad; pero como se miente hoy día más que lo que se da por Dios, no hay que creerlo.
-¡Vaya si es verdad! y es lo más sabio que he oído en mi vida. En aquel país, modelo de delicadeza conyugal, toda viuda honesta se avergonzaría de sobrevivir a su marido.
-Si se encendiesen las hogueras para los embusteros y fueran allí por grados, me parece que iría usted el primero -repuso doña Eufrasia dejando el tono sentimental y declamatorio.
-No miente, mujer -dijo con displicencia la Marquesa, como para cortar la disputa que le fatigaba oír-; me han dicho que eso se hace allá entre unos salvajes que no son cristianos.
-¡Ya! ¡cómo habían de serlo! -exclamó doña Eufrasia-; pero no
quita que Paco Guzmán, que tampoco lo es, sea capaz de
aconsejarlo en esa
-Pues ya se ve que me gustan las viudas, como que no soy ministro
de Hacienda, siempre que sean posteriores a la guerra de la
-Constancia -dijo la Marquesa-, hoy me ha sentado mal el caldo; tenía grasa.
-Madre, yo misma lo colé por un pañito mojado.
-Nunca para ti llevo razón en nada de lo que digo. Bien, no me volveré a quejar, aunque me traigas agua sucia en lugar de caldo.
-No, madre, no, mañana lo colaré por una bayeta.
-Vamos a acostarme, que me siento muy fatigada; aunque le toca velarme a Andrea, no te desvíes de mí, ¿estás?
-El cuidado será mío, madre.
Constancia agarró el brazo de la enferma con el mayor cuidado y suavidad.
-¡Jesús! ¡qué manos tan duras tienes! -le dijo ésta-: ¡cómo me oprimes!
-Temía que os cayeseis, madre: estáis tan débil.
-Ya; pero el remedio es peor que el mal. Eufrasia, dame el brazo, que mi hija es muy torpe.
Doña Eufrasia ayudó a Constancia; Alegría no se movió y aprovechó el rato que estuvieron solos para hacer una escena a Paco Guzmán, a la que dio motivo la alusión a la viuda que había hecho doña Eufrasia.
Alegría acertó que se refería a Clemencia, y dijo cuanta maldad se le vino a las mientes, de su pobre prima.
Entraron en seguida don Galo, don Silvestre y las otras personas que aún se reunían en casa de la Marquesa, las que aquella noche echaron de menos al marqués de Valdemar, que no concurrió.
Alegría estaba inquieta.
-¡Es cosa rara! -dijo de repente don Silvestre.
-¿Qué cosa? -preguntó escamada Alegría.
-Que hace tres días que no se ha visto el sol ni poco ni mucho.
-Se habrá perdido -contestó con impaciencia Alegría.
-¿Qué tenéis, Marquesa? Me parece que estáis distraída -dijo don Galo.
-Puede que lo esté; es el estarlo el mejor modo de pasar una su tiempo en Sevilla -repuso Alegría.
-Vamos, que será porque tarda el Marqués; no os inquietéis por eso, algún amigo lo habrá entretenido en el casino: ¿queréis que vaya a verlo?
-¡Pues eso faltaba! -repuso Alegría- ¿Pensáis acaso que tema yo que se haya perdido, como parece temerlo don Silvestre del sol, o que padezca de eclipse perpetuo? -contestó con burlona y acerba risa Alegría.
A la mañana siguiente entró Alegría afectando buen humor en el cuarto de la Marquesa.
-Madre -dijo después de haber tocado otros puntos-, ayer recibió Valdemar noticias de Madrid, que hacían allá su presencia urgente: así es que ha partido esta mañana. Me encargó deciros que no se despedía por ser siempre tristes las despedidas, y más en el delicado estado de salud en que os halláis, y porque volverá conforme se lo permitan sus asuntos.
La Marquesa había oído lo que decía su hija sin que le llamase mayormente la atención; pero Constancia palideció atrozmente.
-Dios quiera que vuelva pronto -dijo la enferma-, pues me acompañaba mucho y me velaba lo que tú no puedes. ¿Por qué no me has traído los niños?
-Se los ha llevado -respondió Alegría.
-¡Qué se los ha llevado! -exclamó su madre.
-Sí, señora, así lo exigía su abuela que quería verlos, y como él se pasa de buen hijo, ha complacido a su madre, aunque yo hubiese preferido que se hubiesen quedado.
-Se pasa de buen hijo, sí, y de buen yerno también -dijo la Marquesa.
Constancia se había acercado a una cómoda en que se hallaba una botella de agua, había llenado un vaso, y se lo llevaba con mano trémula a los labios. Lo tenía previsto antes y ahora lo comprendía todo.
Cuanto había dicho Alegría era falso: Constancia tenía esa convicción; lo que era cierto y callaba era el contenido de esta carta que halló por la mañana sobre su tocador.
Señora:
El hombre puede y debe perdonar: es el perdón virtud tan noble y generosa, que por eso sólo se practicaría, aun cuando no fuese un deber cristiano; pero el hombre no puede volver a hacer suya la mujer que lo ha sido de otro; el vínculo que fue profanado, dejó de existir, autorizado el ofendido a disolverlo por las leyes humanas y por las divinas, e impulsado a ello por su corazón así como por su honor.
No quiero, no obstante, que en el caso presente lo publique un escándalo, pues la sangre nada lava, nada borra, y mancha la conciencia; tampoco quiero que lo disimule una hipócrita ocultación; la ausencia salva ambos extremos. Nada faltará a la madre de mis hijos, sino el respeto de éstos a que no es acreedora, y el aprecio de su marido, de que no es digna.
Alegría, al leer la carta, lloró mucho, no lágrimas de dolor, ni de arrepentimiento, pero de despecho y coraje, porque perdía su bella posición; pero como mujeres del carácter de Alegría ni aun cálculo tienen, después de desahogar su primera impresión de despecho, se sosegó y bajó serena, como se ha visto, al cuarto de su madre. Lo que pintamos no parecerá verosímil ni menos real, y lo es. No es siempre cierta la general creencia de que las maldades tengan hondas raíces; las hay sin raíces, porque no las necesitan para medrar, siendo parecidas a las plantas del coral, que crece por su propia virtud con nuevas generaciones de pólipos que engendra, como aquéllas con nuevas cáfilas de maldades que brotan las unas de las otras.
Cuando el mundo ve efectos cuyas causas ignora, se las supone indefectiblemente desfavorables, aunque no lo sean: así no era de esperar que la repentina ausencia del Marqués, que se llevaba a sus hijos, ausencia tanto más extraña en el estado en que se hallaba su suegra, y en un hombre cuya alta posición social le eximía de toda clase de obligaciones, se interpretase candorosamente del modo que deseaba Alegría. No sólo se supo la verdad; pero se adornó con todos los requilorios que fragua la maledicencia.
Paco Guzmán, desesperado por lo acaecido, partió por respeto humano para Extremadura. Alegría se ofendió de esta prueba de consideraciones sociales y de respeto a ella, y trató de buscar quien la consolase de ausencias. Paco Guzmán llegó a saberlo; se indignó, pero se afectó poco: la razón lo había llevado a arrepentirse de sus criminales amores; la noble conducta del Marqués, cuyo digno papel hacía en esta ocasión tan despreciable y odioso el suyo, lo había avergonzado, y sobre todo la ausencia lo había enfriado.
Pertenecía Paco a una clase de hombres poco comunes en España,
pero que no obstante se encuentran. Era todo en él efervescente,
y nada era profundo, todo vehemente y nada duradero. Pasaba su
sentir en todas cosas de la calentura al marasmo sin transición.
En el primer momento se dejaba llevar a todos los extremos
buenos y malos; pasado éste, cual la vela a que falta el viento,
caía inerte. No echando raíces en él ningún sentimiento, no se
habría hallado enemigo más inofensivo; pero como amigo dejaba
mucho que desear, pues si no conocía el rencor, tampoco conocía
la gratitud, que es el sentimiento de raíces más profundas. No
había ninguno que tuviese menos estabilidad, no sólo en su
sentir, sino también en su pensar. Cada día un observador habría
notado en él una nueva faz, no por cálculo ni estudio, como se
ve en muchos que guían las circunstancias o la ambición, sino
por naturalidad, pues era sincero, y aun cínico, así en sus
afectos como en sus indiferencias, no honrando lo bastante la
opinión ajena para contrarrestar con la fuerza de su voluntad,
ni la apatía ni los extremos a que se entregaba. Olvidan tan de
un todo estos hombres lo que han hecho, dicho y pensado, si
llega a perder para ellos su interés y su actualidad, que
extrañan y se ofenden que alguien, aunque sea el ofendido, pueda
conservar el recuerdo de lo que pasado ya, se sumió para ellos
en la nada. En tales hombres sin lastre (y los hay que parecen
hasta graves) nada malo se arraiga, y nada bueno se estabiliza:
así es que instintivamente nunca inspiran a los demás ni repulsa
acerba, ni confianza entera; por lo que jamás tienen, ni
enemigos encarnizados, ni amigos firmes. Su buen sentido (si lo
tienen) alcanza siempre una fácil victoria en estos hombres,
cuando lo escuchan; pero en cambio no conoce su corazón el
grande y verdadero contrapeso del mal, el solo que puede
borrarlo, el arrepentimiento, porque con la ligereza de su
sentir, dan poco valor a la maldad, y no gradúan lo profundo de
las heridas que han hecho. Creen que la ingenuidad y la buena fe
que hay en confesar una culpa pasada, basta para borrarla y éste
es un error grande y grave. Ni Dios ni el hombre bueno perdonan,
si a la culpa no sigue manifiestamente el arrepentimiento. El
arrepentimiento es condición precisa al perdón, y este gran
mérito, esa hermosa reacción, este enérgico repudio a la culpa,
es por desgracia muy poco común; y no se crea que es esto una
paradoja, no. En los unos la gran ligereza le seca apenas
nacido; en otros, el amor propio lo ahoga en germen, y en otros,
¡ay! la falta de moral lo desconoce y lo rechaza. Nuestra santa
y sabia madre la iglesia, comprendió esto, y por eso instituyó
el tribunal augusto de la penitencia obligatoria, pues sólo allí
se siembra prácticamente la verdadera, salutífera y productiva
planta que purifica el corazón; sólo ese santo tribunal, cual la
vara de Moisés, hace brotar de una dura peña las aguas que han
de lavar nuestra conciencia. Y dicen a esto los seides del
protestantismo y los flojos y fríos apóstoles del
indiferentismo: ¿A qué santo ir a confesar sus culpas a otro
hombre como nosotros? Basta confesárselas a Dios. ¡Oh orgullo
humano! ¡Oh cortedad de vista del orgullo, tanto más deplorable
cuando que es voluntaria en aquellos cuya vista alcanza a poder
divisar el elevado origen de todas las instituciones de nuestra
santa religión católica, que cual el sol atraviesa los siglos
sin perder su eterna luz, su calor constante! ¡Y llamarán los
hijos del siglo de las ficticias luces
Una de las tertulias que frecuentaba don Galo a prima noche, era la de la señora doña Anacleta Alcalde de la Tijera.
Era la dueña de la casa una de las mujeres que su mal instinto lleva a complacerse en hablar mal de todo el mundo, como lleva el suyo al vampiro a nutrirse de la sangre que ávidamente absorbe, sin saciar su ansia.
El que llevaba una censura, una murmuración, un chisme o una calumnia a casa de la señora de la Tijera, era recibido por ella en palmas, así como aquél que se atrevía a sacar la cara en defensa de un amigo o de la verdad, era contradicho con acritud y recibido con burla.
La noche después de los sucesos que anteceden, entró don Galo en
casa de la referida señora, y se sentó al lado de su hija, que
era una linda joven de quince años, ofreciéndole su corazón, a
pesar que Paco Guzmán lo había calificado de
-Don Galo -dijo la joven con esa gran ligereza en el hablar que tienen la mayor parte de nuestras jóvenes-, ¿qué me dice usted del lance de Alegría Cortegana?
-Nada sé, hija mía -contestó don Galo.
-Podrá usted desentenderse; pero no puede humanamente negar el hecho.
-Ni afirmarlo tampoco, hija mía.
-Sois muy prudente.
-Decid más bien ignorante, Lolita.
-Usted no sabe lo que no quiere saber.
-¡Ojalá! así no sabría por mi mal, que una niña tan bella y tierna como sois, Lolita, hija mía, pueda tener un corazón tan insensible, tan cruel y tan inflexible.
-Don Galo, mientras estéis con lo sensible y lo flexible a pleito, os pronostico que no bailaréis bien la polka.
-¿Por qué no, hija mía?
-Porque lo sensible y lo flexible tiene malos resultados en las piernas, y se caerá usted como la otra noche en aquel galop de funesta memoria.
-No fue culpa mía. Bien sabéis que Paco Guzmán atravesó su bastón para hacerme perder el equilibrio. Paco siempre es el mismo, no piensa sino en travesuras, como cuando estaba estudiando; por cierto que era el más sobresaliente escolar de la universidad.
-Sólo que ahora son de marca mayor las travesuras -repuso riendo Lolita, aludiendo al lance de Alegría.
Entraron en este momento algunas personas, entre las que venía un oficial de lanceros, ayudante del coronel del regimiento.
-No se habla en todas partes -dijo éste después de haber saludado-, sino del lance de la marquesa de Valdemar.
Aquí hizo el oficial una relación exagerada con escandalosos pormenores, supuestos, de lo acaecido que sabemos ya.
-No es cierto -dijo pausadamente don Galo.
-¿Es pues decir que yo invento? -preguntó el oficial, que no era de los más urbanos.
-Dios me libre de pensar en semejante cosa -repuso don Galo-; sólo quiero decir que os han inducido en error.
-Un error de que unánimemente participa toda una ciudad, es difícil dar por supuesto y más difícil de combatir.
-Si todos lo creen y repiten, como vos lo hacéis, solo por oídas, es fácil concebir el error; y cuando se tiene el convencimiento de que es falso, no es difícil combatirlo.
-Sea como sea, no reconozco el derecho que podáis tener a contradecir cosas de notoria publicidad que son del dominio de todos.
-¿Con que la calumnia, según vos, es del dominio de todos, y por lo tanto tan autorizada, que los amigos de mis que ataca no tendrán derecho a combatirla?
-Si calumnias son, que busquen las fuentes para atajarlas.
-Esas fuentes, señor mío -dijo don Galo siempre en tono moderado y atento-, son inaveriguables como las del Nilo.
-Pues entonces -repuso el oficial bruscamente-, que dejen al Nilo correr y aun inundar, pues no les será posible atajar su corriente.
Diciendo esto volvió la espalda a don Galo con poca finura.
-¡Dejaría Pando de sacar la espada por una elegantona! -dijo la señora de la Tijera-; se muere por ser abogado de malas causas.
-Siempre ha sido Alegría una de las muchas santas de vuestra devoción, don Galo -dijo Lolita.
-No digo que no; cuando soltera, habría sido yo dichoso si me hubiese correspondido.
-Si todas admitiesen vuestro corazón, tendríais que repartirlo en dosis homeopáticas, don Galo.
-Lolita, hija mía, si lo queréis, seréis reina despótica absoluta, sin cortes, senado, asamblea, ni cámaras.
-No lo quiero, don Galo -respondió Lolita-, pues no sé lo que me empalaga más, si los corazones o los merengues.
-¿Saben ustedes -dijo en recia voz don Galo al cabo de un cuarto de hora-, lo que he oído decir? Que el coronel del regimiento de lanceros acaba de tener un choque vivísimo con el capitán general, en que éste le acusa hasta de insubordinación.
-¿Quién ha dicho eso? -exclamó el oficial saltando de su asiento y fijando en don Galo sus airados ojos.
-La voz pública.
-¿Y vos lo repetís sin más examen?
-Las cosas públicas son del dominio de todo el mundo, según vos mismo afirmáis, señor mío.
-Esto es dicho con sorna y con la mira de darme una lección, ¿no es eso? Pero tened entendido que entre militares y hombres de honor se pesan las palabras antes de proferirlas, y el que las dice es responsable de ellas.
Viendo al oficial tan montado, intervinieron varias personas, queriendo dar otro giro a la conversación; pero el oficial, que era violento e íntimo del coronel, no desistía, y aseguró a media voz que don Galo le daría una satisfacción.
-Muy pronto estoy a darla -dijo sin alterarse don Galo, que lo oyó-; pero no como el señor lo entiende. Yo defiendo a mis amigos; pero no me bato sin motivo: además, un hombre de bien no puede defender con honor sino una buena causa, y la mía no lo sería. Mi satisfacción es ésta: lo que he dicho, lo acabo de inventar, pues nunca he oído sino elogios del bizarro y pundonoroso jefe que manda el regimiento de lanceros, y lo inventé sólo y únicamente para tener el placer de hacer patente que el señor es un verdadero y leal amigo que no otorga con su silencio, ni autoriza con no combatirla, la calumnia con que se ultraja en su presencia a un ausente amigo suyo.
¡Con cuánto placer estamparíamos aquí que un silencio conmovido siguió a estas palabras, y que el oficial se acercó a su antagonista y apretó su mano, concediéndole de esta manera un noble triunfo de sentimiento! Empero como no inventamos, y somos sencillamente pintores de la realidad, tenemos que decir que no fue así. En nuestro país más se conoce y se simpatiza con el heroísmo que con la sensibilidad bien entendida; en él se halla más elevación de alma que delicadeza de corazón, a no ser en los afectos de amor y en los religiosos.
Así sucedió, que una alegre risa fue la que acogió las palabras de don Galo, en la que fue el primero el finalmente lisonjeado oficial, celebrando todos lo ingenioso, y no sintiendo lo conmoviente del ardid de que se había valido don Galo para defender su causa.
Don Galo, que obraba por su buen instinto, y no analizaba sus bellas inspiraciones, quedó plenamente satisfecho con el pequeño triunfo de amor propio que le cupo al oír las risas y el clamor que por todas partes se levantaba, en estas y otras exclamaciones:
-Bien, bien, Pando, eso se llama un ardid de buena ley para batir a un contrario.
-La palma a don Galo, que ha desprestigiado a Hércules probando que vale más maña que fuerza.
-¡Bravo, Pablo! -exclamó un estudiante-; la sociedad de la paz os va a votar una corona de copos de lana.
-Campeón de ausentes -dijo un aprendiz de diplomático-; sois un Talleyrand virtuoso, un Pozzo di Borgo sensible, y un Metternich arcádico.
-Don Galo -dijo Lolita-, David va a romper las cuerdas de su arpa de rabiosa envidia.
-Señor de Pando -exclamó el oficial-, me tenéis vencido y agradecido, cosa de que sólo vos y las buenas mozas se han podido jactar.
Don Galo había entreabierto aún más las solapas de su chaleco, se sonreía con satisfacción y abanicaba furiosamente con un abanico de caña.
Existe una cosa extraña en nuestra sociedad, que no sabemos si atribuir a superficialidad o a injusticia, y es que rebaja en la opinión a la persona que tiene un ridículo; y sin más motivo que éste se le trata con una superioridad extravagante por aquellos mismos que tienen sobre sí vicios, maldades y hasta deshonras. Un ridículo no rebaja a nadie, sino a ojos miopes. ¿Quién de nosotros no tiene un ridículo? ¿A quién de nosotros, caso que no lo tenga, no se le pueda dar? ¿A cuál no se lo tiene, por ventura, la vejez guardado como una de sus muchas finecitas?
Si aquel pisaverde con botas de charol, con sus afectadas frases
francesas; si aquella elegante, luciendo en su lánguida persona
todas las exageraciones de la moda, se metiesen como la oruga en
un capullo para resucitar mariposas al cabo de algún tiempo,
¿acaso no se hallarían que al revés de ésta se encapullaron
mariposas para resucitar orugas? Es decir, que sólo la ligera
influencia y la menospreciable importancia de la moda les
condenarían entre la falange, su esclava, al más portentoso
ridículo. Casi todos los hombres sabios y notables han tenido
ridículos de marca mayor; y al gran Voltaire mismo, ese tipo del
burlador y del satírico, ¿no lo hicieron pasar los pajes
traviesos del rey de Prusia por un mono vestido, regresando ese
maligno francés, uno de los inventores del
Seamos tolerantes con los ridículos ajenos, pues el mote que puso ese mismo Voltaire al pie de una estatua del amor, se le puede aplicar a éste: cualesquiera que seas, he aquí tu amo; lo fue, lo es o lo será. No influye un ridículo en el valor intrínseco de las personas, ni nos debe mover a menosprecio, siempre que no sea nacido de malas pasiones o peores tendencias.
Estamos por decir que los ridículos inofensivos y que no dimanan de malos precedentes, nos simpatizan y nos hacen gracia, pues suelen ir unidos a un buen fondo y a una índole sencilla; y casi estamos por dar las gracias a la persona que nos proporciona el tan grato e inocente pasatiempo de observarlos con benévola risa.
-¿Qué leéis? -preguntó sir George una noche al hallar a Clemencia sentada a su chimenea con un folleto en la mano.
-Os responderé lo que Hamlet a Polonio, que le hacía la misma pregunta -contestó Clemencia-: palabras, palabras, palabras.
-¿Pero qué palabras?
-Un celemín que contiene este impreso en favor de las modernas ideas humanitarias.
-Con las que debéis vos precisamente simpatizar -dijo Sir George, que por más que se proponía dejar con Clemencia su constante ironía, recaía en ella por un irresistible impulso y por una inveterada costumbre.
-No, sir George, no -contestó Clemencia con dulzura.
-¿Cómo es eso, señora? ¿Pues no sois la ferviente abogada y la constante protectora de los pobres?
-Sir George, estáis hablando con ironía, y sabéis que me es antipática; por demás, que estáis convencido que por hermoso que me parezca el oro, no me parecerá bien el puñal hecho con ese metal. ¿Queréis confundir la santa voz cristiana que dice al rico: da, da; tus riquezas son un préstamo, y te harán la entrada en la mansión de los justos, difícil como al camello el pasar por el ojo de una aguja, y la voz que grita al pobre: fuera la pobreza, aunque es tu herencia; fuera la santa conformidad, aunque es tu galardón, tu mérito y tu virtud; fuera tu alegría y moderación, que son tu instintiva filosofía; hay ricos y tú no lo eres, pues rebélate, indígnate, desenfrena tus malas pasiones, la envidia, la soberbia, la ambición y la rabia; pierde todo respeto, roba, y si te lo impiden los gendarmes, roba con el deseo y el propósito; que el mandamiento de Dios que lo hace delito, yo lo anulo con mi gran poder? Pero sir George, Dios permite que de cuando en cuando se levanten hombres funestos del seno de las tinieblas como una gran calamidad, como las pestes y las tempestades; estos hombres, cual teas del abismo, encienden una hoguera; esa hoguera alumbra a los ciegos, alienta a los tibios, purifica a los prevaricadores, y de sus cenizas, cual fénix, sale más bella y más lozana la eterna verdad que yacía débil e inerte en el corazón del hombre. Doblemos pues la cerviz, pues tales castigos merecemos. ¡Triste humanidad que decae y se enerva, y que necesita de cuando en cuando que el fuerte brazo de Dios la sacuda! Peleemos pues en esta gran lucha moral, pero con nuestras armas: la caridad, la moderación, el santo celo y valerosa ostentación de santas creencias y sanas doctrinas. Bien por mal, sir George, bien por mal: ¿qué enemigo no desarma esta táctica?
-¡Cuántas gargantas que cantaban cánticos como vos ahora, Clemencia, fueron cortadas en la guillotina! Pues era ese su destino. Clemencia, cuando la humanidad se levanta y da un paso adelante nada puede retenerla; lo que bajo su planta se halla, es triturado por ella; es un mal inevitable y aun necesario.
-¿Con que -dijo con triste sonrisa Clemencia-, lo que yo llamo altos castigos y sacudimientos con que el brazo de Dios despierta a la inerte humanidad, vos lo llamáis pasos de adelantos de la humanidad? ¡Difícilmente se creerá que tales pasos sean dados en la senda del bien, sir George!
-Señora, no os será desconocida la máxima de vuestros sabios
jesuitas:
-Sir George, no hagáis de una máxima de política, generalmente
seguida por aquéllos que pretenden hacer de ella un baldón a los
jesuitas achacándosela, y cuyo gran preste tenéis en la era
presente en vuestro país, un precepto de moral, que son los que
deben regir a la humanidad. ¡Pero, mi Dios, cuán profanada es
esa vez! ¡Y la soberbia del hombre que se emancipa de las leyes
de Dios, ha llegado en nuestros días hasta creer que puede
arrebatar de las manos del que lo crió, el poder que guía al
universo! Pero gracias al cielo nuestro bendito suelo no cría
Cromwels, Marats, ni Robespierres, esos acólitos de lo que
llamáis
-Cierto, cierto, vuestro país con raras excepciones no cría en cuanto a hombres públicos sino perfectos egoístas, de que resulta una verdadera anarquía que no quiere reconocer un jefe, como si hubiese partidos sin jefes; así se suicidan por sus propias mezquinas rivalidades.
-Pero señor, en vuestro país suceden cosas aunque en escala mayor, parecidas: un gobierno popular se compone de estos elementos.
-El gobierno de mi país es detestable, señora, sus leyes pésimas.
-¡Oh! no habléis mal de vuestro país -exclamó Clemencia con aquella parcialidad, aquel entusiasmo que un corazón tierno y consagrado derrama sobre cuanto pertenece a la persona que ama-; ese país de grandes hombres y de grandes cosas, alzado en su isla como un dominador en su solio, y que ha llegado a su apogeo.
-Lugares comunes, señora: y una boca como la vuestra, Clemencia, debe preferir agraciarse con una paradoja o con un disparate, antes que vulgarizarse con un lugar común -repuso sir George. Y añadió alzando los hombros-: Desde que tengo uso de razón, esto es, desde más de veinte años, estoy oyendo la misma cantinela y hemos avanzado. ¿Quién es capaz de fijar el apogeo de las naciones? La prosperidad de la Inglaterra es hija de las circunstancias, señora, nada más: nadie se entusiasma por ella sino algunos españoles.
-No tenéis amor patrio, sir George -dijo tristemente Clemencia-. ¡Oh! ¡qué fenómeno! ¡carecer de un sentimiento que abrigan hasta los salvajes en sus bosques y desiertos!
-Señora, la civilización, que tiende a nivelar y a uniformar todos
los países, modelándolos en la misma forma, debe por precisión
extinguir un sentimiento que sería una anomalía en la tendencia
que aquélla sigue. Además, creed, señora, que el vociferado
patriotismo no es ni más ni menos, desde que con los siglos
heroicos dejó de ser una virtud primitiva y un sentimiento
unánime, que un egoísmo ambicioso y un amor propio finchado de
que se revisten pomposamente los partidos o bandos políticos,
como con la túnica de Régulo, aunque muy poco dispuestos a rodar
como el romano en su tonel; pero sí en coche a costa de la
-Otro magnífico progreso, resultado de las modernas instituciones -repuso sonriendo Clemencia-. Desengañaos, sir George, con el profundo pensador Balzac, que dice en el prefacio de sus obras: «Escribo a la luz de dos verdades eternas, la religión y la monarquía; dos necesidades que los eventos contemporáneos volverán a aclamar, y hacia las cuales todo escritor de buen sentido debe tratar de volver a atraer a nuestro país». Pero ya que no pensáis así, decidme, ¿cuál es el gobierno que halláis bueno?
-Creo que no debería haber ninguno, señora.
-Vamos, estáis en vuestro humor de paradojas. Aunque os piquéis, os diré que ostentáis una excentricidad de gran calibre. ¿Y el orden social, señor?
-Debe ser el fruto de la civilización, y hacer así inútil todo gobierno.
-¡Qué utopía tan arcádica, sir George, muy a propósito para regir
en los campos Elíseos! ¿En el oasis de cuál desierto lo habéis
soñado, ilustrado Platón? Si fuésemos todos buenos cristianos y
estrictos observadores de sus preceptos, sería esto dable, pues
el gran Bonald ha dicho:
-¡Represión! ¡represión! -exclamó Sir George interrumpiendo a Clemencia-, esto es. ¡Hacerse un anacoreta, un cenobita, empobrecerse aún más la vida de lo que ella en sí lo es! ¡Qué mezquino suicidio!
-¡Cuán distintamente pensamos sobre este punto, sir George! -dijo
Clemencia-, pues por mí no creo que el fin del hombre sea hacer
la vida
-Se puede gozar sin ser malo, mi austera amiga; hay goces que son hasta santos y no los halla el hombre. ¿Sabéis Clemencia, que hay veces en que compraría un goce, aun un deseo, con la mitad de mi fortuna?
-Esto es -respondió ella-, que no halláis los unos, ni sentís los otros.
-Así es.
-¡Pobre amigo! -dijo con sincera compasión Clemencia-; habéis pulido vuestro sentir en pequeños y frívolos goces de seda y oro (goces que no llegan al alma, ni satisfacen el corazón), hasta el punto que sobre él resbalan los verdaderos.
-¿Y cuáles son los verdaderos, Clemencia?
-Son para mí tantos y tan variados, sir George, que me sería difícil enumerarlos.
-Pero designadme algunos: os estudio como un ser raro y nuevo para mí, como una curiosidad y un placer que me hacen a veces sonreír como a inocente niño, y otras adoraros como un alto espíritu, pues de ambos participáis.
-De ser expansiva me retrae vuestra ironía.
-No, Clemencia -dijo sir George, tomando a uso de su país su mano que apretó con cordialidad-, creed que el hombre viejo se despoja de su saco impermeable a la puerta de vuestra estancia y ante vos se presenta el nuevo con su blanca túnica de lino.
-No dudo que sea vuestra intención, pero...
-¿Pero?
-¿Sabéis que dicen los franceses que por más que se aleje lo que es natural, vuelve a galope? -respondió riendo Clemencia.
-¿Hemos trocado nuestros papeles, Clemencia? ¿Vuélvese la paloma halcón?
-No; pero la mosca que ve la red, le dice a la araña que la sabe precaver.
-¿Me haréis arrepentir de haberme mostrado a vos indefenso y desarmado...? ¿me obligáis a volver a vestir el arnés?
-¿Cómo, sir George, os obligaría yo a cosa que detesto?
-No queriendo abrirme con expansión vuestra alma. Vamos, decidme, ¿qué es lo que vos llamáis goces?
-Entre los muchos -dijo al cabo de un rato de silencio Clemencia-, los que están al alcance de todos son los que brinda la naturaleza. Mirad esas nubecillas blancas y brillantes, tan suaves que el aire les da formas, y un soplo las guía. Mirad esas flores, que participan del suelo que les da jugo y del sol que les da fragancia, como el hombre comunica con la tierra y con el cielo; ved esos lejanos horizontes en que se esparce, y esos otros de limitado espacio en que se concentra el alma; ved esas aguas, ora corran alegres, ora duerman tranquilas, siempre brillantes como lo que es puro, siempre trasparentes como lo que es sincero; ved ese mar que anonada en su inmensidad y fuerza la pequeñez y debilidad del hombre y sus obras...
-No prosigáis -dijo sir George-, no prosigáis, Clemencia. He
recorrido los Alpes, los Andes y el Bósforo; he visto el Ganges,
el Niágara, el Rhin; he cruzado el mar Pacífico, el Atlántico y
el del Sur, y en ellos observado sus tempestades; y nada de todo
esto he podido admirar
-¿Y los goces de la familia? -preguntó Clemencia, sin querer darse cuenta del porqué su corazón se le oprimía.
-Sabéis -respondió sonriendo sir George-, que soy soltero, pues los hombres no se deben casar hasta que tengan mucha experiencia del mundo, de las cosas y de los hombres.
-¿Es esta experiencia mucho más necesaria a los casados que a los solteros? -preguntó Clemencia.
-Sin duda: los franceses, que confesamos son nuestros maestros en
todo, han marcado bien esto, llamado al casamiento
-Esto es: guando la juventud se va y entran achaques, escoger una joven que empieza a vivir por enfermera, ¿no es esto?
-Así es: cuando no se puede ser otra cosa más divertida, se hace uno padre de familia.
Clemencia sintió partirse su corazón con cuanto agudo tiene el dolor y amargo la humillación; pero tornó sobre sí y siguió preguntando:
-¿Pero no tenéis madre?
-¡Ah! sí.
-¿Y no la amáis?
-Lo mismo que ella a mí.
-¿Y dónde está?
-No sé; creo que viaja ahora por Italia.
-¿Y padre?
-Mi padre, que era general, murió en la India, después de robar a Tipoo-Saib una inmensa fortuna.
Un vivo carmín subió al rostro de Clemencia a pesar suyo. Nunca
era bella ni honorífica una fortuna de pillaje, por más que lo
autorizasen las bárbaras leyes de la guerra; pero oír calificar
a un padre por su hijo de ladrón era una
Sir George prosiguió sin notarlo:
-Un brillante extraordinario que llevaba Tipoo-Saib en el puño de su sable, me cupo en herencia; no sé qué hacer con él, ni sé si mi ayuda de cámara me lo habrá robado; si lo encuentro, ¿querréis, Clemencia, admitirlo como una pequeña memoria de un amigo?
-Gracias -respondió Clemencia-: aprecio poco toda memoria de un amigo que no queda en el corazón.
-Mirad que os lo ofrezco, como dicen los franceses, de muy buena voluntad, en vista de que no me sirve; tomadlo para engalanar con él una de las Vírgenes de vuestra devoción: así cuando oréis y la contempléis, os acordaréis de mí, Clemencia.
-Sir George, sin ser gazmoña, os diré que habláis con irreverencia.
-Tomadlo al menos como una imagen de vuestro corazón, pues es tan bello, tan puro, tan apetecido y tan imposible de ablandar como él.
-Conservadlo vos -respondió Clemencia riendo-, mientras se parezca a mi corazón.
-Recibidlo, os lo suplico -insistió sir George-, como imagen de la firmeza, de la constancia y del fuego del amor que me habéis inspirado; ya que éste rechazáis, conservad al menos su imagen.
-Dejemos esto, sir George, pues hasta la voz regalo me desagrada, y si no fuera por no parecer orgullosa, diría que me humilla. Volvamos a anudar el hilo de nuestra conversación.
-Sí, sí, hablemos de goces, aunque en esta conversación alterne yo como el ciego en la de los colores. ¿Qué más goces halláis vos? Veamos.
-Muy dulces en la amistad. ¿No tenéis amigos?
-Sí, en el parlamento, en la embajada francesa, un cardenal en Roma, un gran señor turco en Constantinopla, y don Galo Pando, porque lo es vuestro; pero, Clemencia, francamente, ninguna de estas amistades me ha proporcionado ningún goce.
-¿No habéis, pues, podido prestar servicios a ninguno de ellos?
-Servicios no, dinero sí, menos al turco y al Cardenal, que eran más ricos que yo, y a don Galo, que no me lo ha pedido: yo tendría un gran placer en que vuestro amigo me proporcionase la satisfacción que los otros.
-Pando no ha tomado en su vida dinero de nadie -contestó
Clemencia-: eso de pedir prestado es una cosa demasiado
-¿Cuánto es su sueldo?
-Siete mil reales.
-¿Os chanceáis?
-No por cierto.
Sir George soltó una carcajada tan sincera y tan prolongada, que Clemencia le dijo, riendo también, por ese irresistible contagio que tiene la risa de corazón:
-Pero, ¿me querréis explicar, sir George, qué cosa risible encierra en sí el número de siete mil?
-Señora -contestó sir George-, es exactamente la mitad del salario que doy a mi ayuda de cámara. ¿Y hay hombres bastante inertes para condenarse muy satisfechos a patullar toda su vida en tal charco? ¿Tan inactivos, que se conformen en moverse en tan poco espacio? Me río, además, Clemencia, del atrevimiento que tienen tales entes, oficinistas de escalera abajo, de presentarse y visitar vuestra casa y otras de igual rango, y de alternar por vuestra inconcebible tolerancia con lo más encopetado de vuestra sociedad.
-No cambio -exclamó con calor Clemencia-, vuestra crítica en esta parte por el más bello elogio. ¡Bendito mil veces el país, que sin falsas mentiras y disolventes teorías tiene tan bellas, llanas y sencillas prácticas, y donde por suerte no existe ese altivo, insultante y despreciativo espíritu aristocrático que da margen a las revoluciones!
-Aristocracia es, en efecto, una palabra vana de sentido en vuestro país; podéis borrarla de vuestro diccionario usual. Vuestros grandes y algunos magnates de tierra adentro, que podrían formarla si reuniesen lo que la constituye, esto es, primera nobleza, una gran fortuna y una sabia cultura, no reúnen estas cualidades; y los que las reúnen, con contadas excepciones, no juegan en la política, ni se cuidan del bien del país: así es que es inútil y aun ridículo que se afanen en querer, porque así sucede en otros países, crear una aristocracia. La aristocracia en nuestro país es un gran partido influyente que aquí no existe; vuestras cámaras, como vuestro senado, son populares, divididos en opiniones más personales aún que políticas; en cuanto a la sociedad, es fina, elegante, sobre todo amena, pero deplorablemente mezclada.
-Pero señor, en Inglaterra...
-No digo que no, señora; pero hay un puente que pasar hecho de tantos millones como exprimidos no tienen todos vuestros banqueros.
-Lo que tenéis, sir George, es un orgullo demasiado tosco para poder siquiera jactarse de fundarse sobre una base intelectual.
-El orgullo, señora, es una coraza que mientras más tosca, como llamáis al nuestro, es más fuerte; es además una buena arma defensiva.
-Y ofensiva también, sir George, y agresiva, y tan ufana por herir, que a veces, para lograrlo, coloca al que la usa en muy desventajosa posición y en muy mala luz.
-Pero vos, señor -continué Clemencia con alguna susceptibilidad-, vos que formáis parte de ese Olimpo aristocrático, ¿por qué bajáis de él y dejáis sus diosas para solicitarme a mí, pobre anticulta española?
-Clemencia -respondió riendo sir George-, todas las mujeres entran de hecho y de derecho cuando son bellas, en todo Olimpo. Más vos entraríais con todos los derechos; pero yo quisiera que no tuvieseis ninguno para abriros como el ángel a la Peri en el poema de Moore, si no el paraíso, ese Olimpo, como vos decís, no por una lágrima, sabéis que las aborrezco, sino por una sonrisa. Pero decidme, ¿habéis concluido el catálogo de esos goces parvulitos que tanto encomiáis?
Clemencia calló un rato.
-¿No habéis gozado nunca con los consoladores y exaltados sentimientos religiosos? -dijo al fin con el alma en sus dulces y serenos ojos.
-No hablemos de religión, Clemencia.
-¿Y por qué? Aguardo con viva curiosidad la respuesta.
-Porque la religión es el secreto más exclusivamente suyo que tiene la conciencia del hombre, señora.
-Yo pensaba al contrario, que no era su secreto, sino su galardón,
el que más alto llevaba, el que más recio proclamaba. Sólo
concibo dos móviles a esa punible pretensión al misterio o a la
reserva: el uno malo, que es tener en poco sus creencias; el
otro peor, que es el no tener ningunas, y ser de esta suerte el
silencio, como dice la Rochefoucauld de la hipocresía, un
homenaje que la impiedad rinde a la religión. Sabéis que el Dios
del universo, cuando a salvar y a enseñarnos vino, dijo entre
sus sobrias y santas sentencias que alcanzaban todos los
desbarros presentes y futuros del espíritu humano:
-Lo que con eso queréis decir, Clemencia, ¿es que me creéis condenado por no pensar como vos, según os lo enseña vuestra religión?
-Mi religión no me enseña, sino me prohíbe fallar individualmente sobre quién es o no condenado; sólo me enseña y manda creer que el que reniega de la salvación que el Señor nos ha dado, y se separa de la grey de sus Apóstoles, no alcanzará esa redención.
-Además -prosiguió sir George con su acerba ironía-, como vos sois buena y yo malo, como vos tenéis ideas muy santas y yo muy mundanas vos seréis la bienaventurada y yo el condenado.
-No, Sir George -contestó Clemencia con su no desmentida dulzura-; antes temo ser tratada en el tribunal supremo con más rigor que vos.
-¿Por qué, señora? Esto sí que es raro.
-Porque tanto será exigido de la afortunada a quien cupo la dicha de abrir los ojos de la razón en un santo convento, y los del entendimiento al lado de un santo mentor, rodeada de buenos ejemplos y santas prácticas, como mucho será disculpado al que como vos tuvo la desgracia de criarse entre infieles y formarse entre herejes, rodeado y embebido de la atmósfera corrompida de ese gran mundo filosófico y escéptico, que osado se erige en enemigo de la religión, que supone en los placeres el fin de la existencia, y condena la represión y la abnegación cual mezquinas boberías, solo propias de los pobres de espíritu.
-Pero, Clemencia -preguntó sir George, frío a toda la misericordia, dulzura y unción de las palabras de Clemencia-, ¿de qué goces religiosos habláis? ¿De los ascéticos, de los iluminados, de los que hallan en los silicios y penitencias los católicos, o de los del paraíso de Mahoma? Si sois vos la Hourí que promete en su paraíso, me inclino a la religión del alcorán.
-Sir George, respetad la gravedad ajena con el silencio, o combatid sus argumentos con igual espíritu y armas como leal.
-¿Queréis, Clemencia -repuso en tono cariñoso y festivo sir George-, después de hacerme vuestro admirador, vuestro apasionado y vuestro esclavo, hacerme vuestro prosélito?
-No lo he intentado, sir George; lo que decía era parte integral del asunto que tratábamos; pero está terminado-, pues he visto que también esa primera y santa fuente de vida está exhausta en vuestra alma. ¡Dios mío! ¡Dios mío! -pensó Clemencia-, ¡qué!, ¿nada vibra ya en su corazón? Ni la religión, ni la naturaleza, ni el amor patrio, ni el amor a la familia, ni la amistad, ni la caridad. ¡A pesar de los dotes que lo distinguen, ese talento, esa nobleza, esa generosidad, ese caballerismo, que le son innatos, nada siente! ¡Oh!, ¡qué devastado Edén! ¡Qué asolado yermo! ¡Qué arrasada floresta! Y no obstante, este hombre que tiene una inteligencia superior, que es altamente culto, y que se ha formado alternativamente en los dos países que pretenden llevar el paso a los demás en todo progreso moral y material; este hombre que ha adquirido sus aspiraciones en el hogar del nuevo sol del siglo XIX, este hombre que todo lo ha visto, todo lo conoce y todo lo ha juzgado en esta nueva era que se denomina ilustrada, no sé con qué títulos ni con qué derechos, ni con qué ventajas a las anteriores; este hombre, tipo del espíritu de la época, ¿este es el fruto que ha sacado del moderno adelanto del espíritu humano? ¿Así desencanta, pues, su frío escepticismo la vida? ¿Así desprestigia la necia y orgullosa sabiduría del hombre las magníficas creaciones de Dios? ¿Así despoetiza el corazón, así seca y rebaja el alma? ¡Espanta y aterra, Dios mío! Pero esto debió ser el resultado de alejarse de ti, Criador y Legislador nuestro, y querer la débil criatura crearse ella misma, como los judíos en el desierto cuando desoyeron la voz de tu enviado Moisés, sus propias creencias y sus propias leyes, renegando de las que manando de ti los habían regido hasta entonces. ¡Ay! ¡sí! Sir George es el tipo del hombre que ha abjurado y roto toda relación con lo pasado, y que marchando sin faro hacia lo desconocido, sigue una senda que proclama por verdadera, y que no sabe dónde lo lleva.
Así fue que la distancia inmensa que separaba sus almas y que cada día le parecía dilatarse, hoy se abría ante Clemencia como un abismo; pero su amor a sir George era demasiado intenso para retroceder: era ese hombre fatal su primer amor; sus lágrimas caían por dentro ardientes y corrosivas. No es posible -pensó-, luchar con argumentos y razones con quien tiene mucho entendimiento, mucha práctica de controversia, y en ellas guarda toda la calma y lucidez de la fría indiferencia. ¡Si pudiese vencer la detestable lógica de su razón, despertando sus buenos sentimientos! ¡Dios mío! ¿habrá acaso un corazón en que no pudiesen resucitar de entre sus cenizas?
Así fue que después de mirar un rato a la llama que ardía tan clara, pura y vivaz como los elevados sentimientos en su alma, fijó sus francos y expresivos ojos en el hombre que amaba y le dijo:
-¿Sir George, nunca habéis hecho bien?
-Creo que sí -contestó éste-; mas no lo tengo presente. Ya sabéis -añadió con su seriedad irónica-, lo que recomienda la máxima: «Que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha». Pero para tranquilizar la timorata conciencia de mi amiga, le diré que ahora recuerdo haber encargado a mi intendente afiliarme en las sociedades filantrópicas; es preciso que todos contribuyamos a poner remedio a la espantosa lepra del pauperismo.
-No es eso, amigo mío; deseo saber si habéis hecho el bien de
-No creo que esto sea preciso.
-No digo que lo sea; os pregunto si lo habéis hecho.
-No, ¿a qué? El pobre quiere ser socorrido; no le importa por quién ni cómo. ¿Tenéis pobres? ¿Me queréis dar el placer de contribuir al bien que les hagáis? -preguntó sir George, que no era capaz de comprender la causa de la preocupación de Clemencia.
-Os prometo indicaros la primera gran necesidad que se me presente; en este momento no sé de ninguna perentoria. Ahora sí, lo que os voy a pedir es, en vista de que Dios pone a los pobres ante nuestros ojos, para recordarnos a cada paso la obligación que tenemos de socorrerlos, así como para mover nuestros corazones a la lástima, que deis mañana limosna a aquel pobre más infeliz que halléis.
-¿Os complazco en ello?
-Sí.
-¿Es una orden?
-No, una súplica.
-Es lo mismo.
-Prefiero la complacencia a la obediencia.
-¿Pero para qué lo deseáis?
-Para que me digáis después si habéis o no, hallado un placer en hacerlo.
-Desde luego os aseguro que es mayor el que tendré en complaceros, que cualquiera otro que pudiese proporcionarme lo que de mí exigís.
A la noche siguiente esperaba Clemencia a sir George palpitando su corazón más que nunca. No obstante, cuando llegó, no quiso mostrarse ansiosa en averiguar lo que saber deseaba.
Extraño era cómo una cosa causaba en una de las dos personas interesadas un interés tan profundo y latiente, mientras que era tan insignificante para la otra que la olvidaba. Sir George quería agradar e identificarse con Clemencia; ponía todo su anhelo en conseguirlo. Lo lograba en cuanto a su trato tan señor, a sus gustos tan distinguidos y conversación variada, entendida y entretenida; pero no le era dado ponerse al nivel de Clemencia en la esfera del sentimiento, porque ni él comprendía los de Clemencia, ni menos hubiese atinado a expresar en su propio nombre lo que le era desconocido.
Media hora pasó, y su interlocutor no tocaba el asunto que tanto interesaba a Clemencia: entonces ésta le dijo:
-¿Sir George, habéis cumplido mi encargo?
-¿Cuál? -preguntó sir George con no fingido sobresalto.
-¿Con que habéis olvidado nuestra conversación?
-¡Ah! ya caigo. No, no, señora, no he olvidado mi promesa y la he cumplido exactamente.
-¿Y bien? -preguntó Clemencia con el alma en los ojos.
-Y bien, di limosna por mi propia mano cual os lo prometí. No soy hipócrita, Clemencia, y no os mentiré a vos que sois la santa de mi culto, y que me creeríais condenado por eso solo; francamente, no he sentido ningún género de placer. Era un pobre sucio y feísimo: en obsequio vuestro le metí una onza en su inmunda mano, y encima le regalé mis guantes que le tocaron; supongo que iría en seguida a emborracharse a mi salud.
Clemencia inclinó la cabeza, y dos lágrimas asomaron a sus ojos.
Sir George las notó y le preguntó:
-¿Qué tenéis, Clemencia?
-Nada -contestó ésta levantando su suave y sonriente cara.
-¡Así!, ¡así! -exclamó sir George queriendo besar su mano, que ella retiró-: sois un ángel de luz cuando sonreís. ¡Oh Clemencia! sólo os falta para llegar al apogeo femenino, el que améis, como faltaba el rayo de vida a la perfecta estatua de Pigmaleón. ¿Por qué no amáis?
-¡Pues qué! -dijo sonriendo Clemencia-, ¿no hay más que amar así a tontas y locas? ¿No hay más que darle rienda suelta al corazón sin saber antes donde nos arrastra?
-Vosotros los españoles, -dijo sir George, que penetró las graves ideas de Clemencia-, entendéis el amor como un esclavo cautivo, y no como lo que es, un hermoso genio que libremente vuela en alta esfera, y que se hastiaría y perdería su brillantez en las innecesarias trabas de la obligación. Basta que se erija en deber el sentimiento independiente y caprichoso de la felicidad, para que deje de serlo.
-No pensé -repuso Clemencia con gravedad-, que vos, sir George, pudieseis decir cosas tan en extremo vulgares, que pudieseis gastar un lenguaje de don Juan, completamente relegado no sólo al mal tono social, sino al mal gusto literario; sobrepuja en ellas lo ridículo a lo inmoral. ¿Estaríais aún, por ventura, en ese período de lo romancesco desenfrenado, que tira piedras a una unión consagrada, y lodo al amor exclusivo? ¡Oh! Aquí tenemos una opinión demasiado seria, sentida y alta del amor para degradarlo al punto de mirarlo fría y sistemáticamente como hijo del capricho y padre de la inconstancia. Aquí, sir George, es el amor más grave, y por lo tanto menos estrepitoso que en otras partes; aquí nunca pierde de vista esa obligación de que os burláis, porque la unión consagrada eleva el amor a toda su altura y a toda su dignidad.
-Habéis sido educada en un convento, ¿no es cierto? -preguntó con todo su serio sarcasmo sir George.
-¿Decís eso porque abogo por el amor consagrado? -contestó Clemencia con su bondadosa risa.
-No es por eso, señora, es por la admirable candidez de vuestras doctrinas.
-¿Son cándidas? -repuso Clemencia-: ¡cuánto me alegro! La candidez es hermana de la inocencia.
-¿No tenéis, si no me engaño, en vuestras creencias un lugar propio para esas gemelas?
-Un corazón no corrompido; ese es, según la mía, su asilo.
-No, no, al que yo aludo se llama el Limbo, si no me engaño.
-¡Ay, sir George! -repuso con bondad Clemencia-; yo creo que ese triste lugar sin pena ni gloria es para los que no son bastante malos para serlo de hecho, ni bastante buenos para serlo de dicho.
Sir George comprendió claramente que Clemencia lo creía mejor de lo que era; pero esto paró tanto menos su atención, cuanto que estaba absorbido en la contemplación del magnífico brazo y mano de Clemencia, que ésta levantaba en ese momento para afianzar en su peinado una flor que se le había desprendido.
¡Pobres mujeres! ¡cuán halagado puede estar vuestro corazón de las causas que impulsan a ciertos hombres a amaros!
-¡Oh Clemencia! -exclamó sir George en un impulso arrebatado-,
sois más irresistible que la más refinada Aspasia; me enseñaréis
a ser un buen marido; yo os enseñaré a ser una
-¿Qué queréis decir con eso?
-Que os ofrezco mi mano y mi fortuna; no hablo de mi corazón, Clemencia, porque harto sabéis que lo poseéis; pero como sé que no me daréis el vuestro sin que os ofrezca los otros, me apresuro a hacerlo.
-¿Por e so lo hacéis, sir George? -dijo con triste y herida, aunque disimulada susceptibilidad, Clemencia.
-Por eso, sí: y ahora pues -repuso alegremente sir George-, espero
que no tendréis inconveniente en admitir mi amor, y que no
seréis, según una de vuestras usuales y bonitas expresiones,
-Podría tenerlo -contestó con calma Clemencia-, por temor de no serlo yo.
-¿Lo seríais quizás con el Vizconde? -repuso sir George con mal disimulada altanería-, ¡y héme engañado creyéndoos sincera! ¿Será el instinto femenino mejor maestro aun en coquetería que el gran mundo?
-¡Oh! no, sir George -contestó Clemencia con su inalterable dulzura y falta de amor propio-, no sería feliz con el Vizconde, aunque me amase, lo que no creo.
-¿Ni conmigo? Sois, pues, insensible a todo amor, señora; ya se ve, cuando se disfrutan tantas felicidades como las que vos pregonáis, se puede ser insensible a las de un amor mutuo. No obstante, señora, en lo delicado de vuestra moral deberíais comprender que la mujer que a todos inspira amor, y que no lo siente por ninguno, es un ser excepcional y un tipo poco bello.
-No he dicho que no sería feliz por no serme posible amaros, sir George; lo he dicho porque tengo la convicción de que unida a vos no podría ser sino idealmente feliz o profundamente desgraciada.
-¿Y por qué desgraciada, Clemencia? Por mí comprendo tan poco la desgracia a vuestro lado, como la oscuridad brillando el sol en el cielo. Clemencia, la felicidad del amor es tan efímera que no debemos perder en metafísicos debates un solo día de los que nos brinda.
-¿Y vos creéis que la felicidad del amor es efímera? ¿Pensáis pues que el amor se acaba?
-Clemencia -contestó sir George con jovial sinceridad-, sólo un
estudiante acabado de salir del colegio os sostendría lo
contrario. El amor, que es lo más transitorio de la vida, es
cabalmente lo que más pretensiones tiene a la inmortalidad; los
amantes vulgares son los que tienen la romancesca candidez de
jurarse ese
-Si el amor es tan efímero, si es un castillo de naipes que el primer soplo del tiempo derriba, cuando ya no me améis, ¿qué será de esa felicidad que fundáis en amarme?
-Cuando ya no os ame -respondió sir George en tono ligero-,
-¿No entráis en cuenta mis virtudes, si es que creéis que algunas tengo?
-Virtudes... ese es otro programa -contestó sir George-, que
respeto mucho, pero que pienso que modifiquéis en mi obsequio;
pues hay algunas virtudes por demás pueriles, Clemencia, que dan
en la gran sociedad cierto ridículo, y otras por demás severas
que hacen intolerantes, y la tolerancia es la gran necesidad del
siglo: por consiguiente, mi querida
-Entre éstas, supongo que será la primera la constancia.
-Clemencia, acordaos de las cartas sobre Londres del príncipe
Puckier Muscau, ese aristocrático escritor, cuando describe el
sello que halló sobre la mesa de una de nuestras reinas de la
moda, cuyo lema era,
-¿Qué mundo?
-El gran mundo de la sociedad de París y Londres, que es el único teatro en que seréis apreciada todo lo que valéis. ¿Por ventura habéis pensado vegetar siempre aquí? ¿Aquí donde no os comprenden siquiera?
-Si no me comprenden, me sienten, lo que es muy preferible -exclamó Clemencia-. Si mi nunca olvidado tío sembró en mi inteligencia flores que han florecido tan bien, me dijo que era para que me hiciesen gozar, y no para lucirlas, y que era más grato el perfume que sin procurarlo exhalaban teniéndolas ocultas. Os engañáis pues, si creéis que vegeto. ¡Oh! ¡yo vivo! vivo con el alma y el corazón, vivo con cuanto da de sí una existencia cumplida. Acaso, sir George, ¿llamáis vida al ruido, a la vanidad, al bullicio? Y si es así, ¿cómo es que la huís? será que no os satisface.
-No llamo lo que pensáis la vida, Clemencia; llamo vida la que disfrutaréis en el elevado círculo de admiración, simpatía y rendimiento que os formarán altas inteligencias y encumbrados personajes, cuando en su alta esfera os hallen y seáis miembro de su jerarquía.
-No apetezco esa vida, sir George, y os aseguro que en ella no me hallaría bien; y aunque os parezca imposible, no es menos cierto que sólo simpatizo con una vida quieta y tranquila, que prefiero a la agitada, donde goce de la amistad, que prefiero a la admiración, de la paz, que prefiero al ruido, de la naturaleza, que prefiero al tropel del mundo.
-¿Preferiríais quizás -dijo con celoso despecho sir George-, el ir
a
-Os he dicho que no, sir George, y quien duda de mi veracidad, dudará de todas mis demás virtudes.
En este momento se oyó llamar de un modo peculiar, que ambos reconocieron por el del Vizconde.
-Ese hombre -exclamó exasperado sir George-, se ha propuesto trastornar mis planes y hacerme imposible estar solo con vos; es preciso, Clemencia, que de una manera decisiva le demostréis que es importuna su presencia a vos como a mí. Negaos.
-¡Imposible! ¿Desbarráis?
-Escoged entre él y yo -dijo dando rienda suelta a todo su áspero orgullo inglés sir George.
-Ya he elegido, sir George, como lo hacen las señoras, sin escandalosas y ridículas exterioridades.
Los pasos del Vizconde se oyeron en la antesala.
-Clemencia -dijo furioso sir George-, yo no sufro rivales.
-Ni yo exigencias despóticas -contestó en tono firme Clemencia.
-Creo que después de lo que acaba de mediar entre nosotros, señora, tengo derecho a ser exigente.
-Nada ha mediado entre nosotros que os autorice a hacerme salir de mi carácter y de mi línea de conducta.
-¿Me rechazáis?
-Vos sois el que se aleja, no os rechazo yo.
En este instante saludaba el Vizconde a Clemencia.
-¿Mandáis algo para Cádiz? -dijo sir George con la más dulce y la más fina de sus sonrisas, al coger su sombrero.
La pobre Clemencia, que no sabía disimular, palideció y sintió un dolor tan agudo en su corazón, que dijo en voz que se esforzaba en hacer firme:
-¿Os vais?
-Sí señora, me precisa.
-¡Buen viaje, sir George! -dijo Clemencia procurando sonreír-. ¿Volveréis pronto?
-No depende de mí, señora.
Y saludando a Clemencia con frialdad, y al Vizconde con altivez, salió.
Largo rato permaneció el Vizconde contemplando a Clemencia, marcando su noble y expresivo rostro la más profunda compasión. Ella estaba tan abstraída que no lo notó.
-¡Pobre mujer! -murmuré al fin.
Estas palabras sacaron a Clemencia de su enajenamiento.
-¿Por qué me decís eso? -preguntó con su sonrisa dulce que quiso hacer alegre, pero al través de la cual, a pesar de sus esfuerzos, un observador como el Vizconde entreveía lágrimas.
-Lo digo, Clemencia, porque si en todas cosas sois superior a las demás mujeres, en una sola les sois semejante.
-¿En cuál, señor?
-En labraros vuestra desgracia por vuestras propias manos.
-¿Qué queréis decir? ¿Yo? ¿Cómo?
-Con amar al hombre que menos os ama y menos os aprecia; con preferir entre dos, al que menos os merece; me atrevo a decirlo como una sencilla verdad, que no dictan ni el amor propio, ni los celos.
-¡Señor Vizconde! -dijo Clemencia con dignidad.
-¡Oh Clemencia! no califiquéis en mí de atrevimiento el echar esta profunda mirada en vuestro corazón, abierto como una azucena, y en vuestro porvenir patente a mis ojos, como lo está lo pasado. No, no es hijo del atrevimiento lo que os digo; lo es de un interés tan intenso y de un cariño tan tierno que no puede ofender lo que ellos dicten la más susceptible delicadeza. Lo que había previsto ha sucedido; lo amáis, y ese hombre frío y gastado, duro y escéptico, ese hombre cuyo profundo egoísmo no halla su tipo sino en Inglaterra, ese hombre se ha hecho amar. Él cómo Dios lo sabe.
-Señor Vizconde -dijo Clemencia-, no hallo esos derechos a que apeláis, suficientes para penetrar en mis secretos, caso que los tuviese, ni menos para erigiros en mi censor.
-Clemencia, por Dios -exclamó el Vizconde-, dejad conmigo, con vuestro mejor amigo, ese tono rechazador. El que os adora, el que se ha identificado con vos, no necesita más derecho para hablar con el corazón en la mano, que la solemnidad de este momento que decide de su futura suerte, y en el que se despide de vos, y con vos de la ventura para siempre.
Clemencia calló inmutada.
-Ese hombre -prosiguió el Vizconde-, sin apreciarlo, me ha robado el ideal que de la tierra hubiese hecho para mí el paraíso; y ese ideal, Clemencia, que yo buscaba, no era el de la fantasía, era el de la perfección ideal que todo hombre honrado y caballero lleva en el pecho para hacerlo su ídolo si lo halla; yo os hubiera amado, Clemencia, como a tal; yo os hubiese labrado un trono y hecho reina de las mujeres felices; y eso, Clemencia, no saben hacerlo sir George ni sus semejantes, que han llevado el mal a su último límite; esto es, el de no comprender, no conceder y no apreciar el bien; hombres precoces y desenfrenados en todos los vicios, cuya buena naturaleza resiste, pero cuya moral sucumbe. Clemencia, el corazón de ese hombre y el vuestro unidos, son y serán como un cuerpo vivo y lozano puesto en contacto con un cadáver. Si no lográis, lo que no os será dado, metalizar vuestro corazón para que no se quiebre, pasaréis vuestra vida en lágrimas.
-Pero -dijo Clemencia conmovida, mas procurando sonreír-, ¿no veis que hacéis cálculos al aire? ¿No habéis oído que se ha despedido porque se va?
-¡Volverá! -contestó el Vizconde con amargura y desdén.
-¿Creéis acaso que yo lo llame? -dijo Clemencia, que con esta exclamación se hubiese vendido a sí misma, si aún le hubiesen quedado dudas al Vizconde.
-¡Ah!, no creo que haya una sola española que llamase a su lado al hombre que sin razón se separa de ella; pero sir George, para volver, si es que se va, buscará pretextos y hallará razones. Yo le procuraré una con mi ausencia.
-¡Qué!, ¿también partís?
Aunque Clemencia dijo esto con pesar, por sus ojos asomó, cual la luz de un fugitivo relámpago, una vislumbre de satisfacción.
-Sí, Clemencia, mi suerte está decidida -respondió de Brian-; con
luchar contra ella, sólo conseguiría hacerla más cruel, y a mí
más importuno. Voy a América, ya que esta cobarde e inerte
Europa, amándolos, deseándolos, ansiando por ellos como por su
tabla de salvación, abandona a sus reyes, y no encuentra un leal
y esforzado realista donde ir a dejarse matar, no por la causa
del
El Vizconde quiso proseguir; pero no pudo, y escondió su rostro entre sus manos.
-¡Oh, Vizconde! -dijo Clemencia, por cuyas mejillas caían lágrimas-. ¡Cómo me estáis haciendo sufrir! ¿Por qué me habéis amado?
-¡Sí!, decís bien, ¿por qué os he amado? Pero yo digo: ¡oh! ¿por qué os conocí? pues conoceros y amaros eran una sola cosa. El amor hacia vos nació sin que lo sembrase la voluntad ni cultivasen esperanzas, como nace el día por la presencia del sol; porque vos, Clemencia, reunís cuantos méritos y atractivos existen para inspirar amor. Os he amado, porque resumiendo en vos todas las virtudes y todos los más bellos dotes femeninos, esparcís la felicidad que de ellos dimana alrededor vuestro como una flor su fragancia; os he amado porque nunca vi juntas tal inocencia y tanta madurez; os he amado porque unido a vos, mi vida hubiera sido un encanto, y porque a vuestro lado lo presente habría sido tan bello que habría olvidado llorar lo pasado y ansiar por el porvenir.
-Habéis hecho mal, Vizconde, en nutrir ese cariño, y lo que hacéis ahora es afligirme.
-Lo conozco -repuso de Brian sacudiendo la cabeza y haciéndose dueño de su dolor-; lo conozco, porque no sois vos, no, de las mujeres que gozan en ver sufrir a los hombres. En vos, Clemencia, todo es honrado y sincero, hasta la confiada fe en el amor que inspiráis; amor que hacéis nacer sin desearlo, que rehusáis sin injuriarlo con el desprecio, graduándolo de mentido; pues sería difícil precisar lo que en vos es más bello, Clemencia, si vuestra alma, vuestro corazón o vuestra persona. ¡Sí!, sois un ser privilegiado que conocí y aprecié por mi ventura, y del que no he sabido hacerme amar por mi desgracia.
Diciendo esto, de Brian se levantó, se acercó a Clemencia, tomó su mano, que besó, y salió sin añadir más que:
-Adiós, Clemencia.
Clemencia quedó en un estado tan violento y nuevo para ella, que se encerró en su cuarto y se puso a llorar amargamente.
-¡Dios mío! -pensaba-, ¿es este el amor cuya felicidad tan alto se encomia, y el que tanto anhelan inspirar las mujeres? ¡Qué! esos hombres que hubiesen sido mis amigos, ¿me huyen y se convierten en tiranos sólo porque me aman? ¿Son estos comportamientos, Dios mío, hijos de cariño? ¿No lo serán más bien de amor propio? ¿Son en estos hombres estas escenas amargas, este veneno vertido, hijas de ese sentimiento dulce, el amor, o lo son de sus caracteres? ¿Juzga el Vizconde en conciencia y justicia a sir George, o por celosa malevolencia? ¿Son en sir George las cosas que dice hijas de su habitual ironía, o son hijas de su corazón? ¿Me pedirá que le perdone, o ha fingido amarme? ¡Se va! ¿volverá, como opina el Vizconde?
Pasó una noche agitadísima, y a la mañana siguiente recibía la siguiente carta escrita en francés.
(Esta esquela la había escrito sir George la noche antes, al entrar en su casa bajo la impresión de rabia y celos que le había causado la visita del Vizconde y la firmeza de Clemencia en no querer ceder a su despótica exigencia. Su habitual indiferencia o flema le habían abandonado, y toda la dureza y altanería de su índole aparecían sin el fino y delicado barniz con que su exquisito buen tono las encubrían.)
Creo, señora, que el amor meridional lo han inventado los novelistas para dar una pesada chanza y para crear decepciones, o bien será que las encantadoras hijas de Iberia, de puñal en liga, se han transformado, gracias a la civilización, en vestales cristianas de rosario en mano.
Vuestros amores son tan ascéticos y los distribuís con una imparcialidad y una gracia tan perfectas, que nadie puede tener derecho de quejarse, y sí todos razón para agradecer; así con vuestro candor monjil hacéis ni más ni menos que las coquetas con sus artificios mundanos.
Señora, en vuestro país, patria genuina de los refranes, dichos y
chilindrinas, hay uno que dice
Vuestro confesor os dirá que mi exigencia es en un todo conforme al espíritu del evangelio.
George Percy.
Al leer esta humillante, inconcebible y chabacana carta, dura e incisiva como el acero aguzado, un espantoso temblor se apoderó de Clemencia; sus oídos zumbaban, sus arterias latían, y cayó exánime sobre su sofá.
Bien podía haber pasado esa carta insolente entre las señoras del gran mundo, que a fuer de merecerlas, tienen que sufrirlas; bien podía tener curso en aquella sociedad tan pulida en su exterior, tan corrompida internamente, en que es proscrita la gansería, y admitida y practicada la insolencia; pero en la esfera de Clemencia sucedía justamente lo contrario. Clemencia, indulgente a una inofensiva falta de finura, sentía en sí y podía ostentar la dignidad que no tolera la insolencia; esto es, que tenía la conciencia de su propio valer e invulnerabilidad.
Clemencia, herida de la manera más cruel e inesperada por esa carta, que no hay pluma española que hubiese podido escribir, pretextó una indisposición, se encerró y pasó las veinte y cuatro horas más terribles de su vida. Revisó con el esfuerzo de su razón las ideas y sentimientos que en todos asuntos había ostentado sir George, y alzó con valor el dorado velo con que su amor había cubierto su corrupción. Todo lo analizó con firme e imparcial voluntad.
¡Ah! -pensó al concluir este cruel examen-, ¿iría yo después de haber sido unida al tipo de los vicios materiales, a unirme por propia voluntad, y arrastrada por un amor que me echo en cara como una falta, al de todos los vicios del espíritu? ¡No! ¡Qué bien ha dicho el Vizconde que nuestras almas serían siempre en su contacto como la unión de un cuerpo vivo a un cadáver!
Así, pues, en esta lucha destrozadora que sufrieron su pasión y su razón, la dignidad de la mujer se alzó fuerte y brillante como el faro a cuyos pies se estrellaron las olas de su corazón: del combate salió serena y firme su dignidad, triunfantes sus nobles y elevados instintos, irrevocable la resolución que le sugirieron.
-¡Sí, padre mío! -exclamó tomando una pluma y poniéndose a escribir- en mi corazón está impreso con tu recuerdo tu último consejo: si lucha hay, haz que triunfe la razón. Y escribió con firme pulso y ánimo reposado la siguiente carta:
Convencida de la verdad del refrán con que españolizáis vuestra carta, opto por la segunda alternativa. Ha tiempo era esto un presentimiento, ayer fue un propósito, hoy es un fallo.
Al mismo tiempo escribió esta otra:
Pablo, deseo verte; el porqué te lo diré de palabra si estimas saberlo. Tu prima.
Cuando Sir George, que como era de suponer no había partido, supo por su ayuda de cámara la ¡da del Vizconde, efectuada aquella mañana, se arrepintió amargamente de la carta que había escrito a Clemencia; carta escrita en aquellos momentos en que el despecho y el amor propio herido quitan todo artificio al hombre, que se muestra en ellos tal cual es. No obstante, sir George no graduaba lo profundo de las heridas que había causado a aquel corazón de que se sabía querido; estaba acostumbrado a amazonas aguerridas, a quienes atraía el combate. No comprendía las heridas hechas al corazón, y sentía sólo las hechas al amor propio; hubiera querido borrar con su sangre aquellas expresiones satíricas de vestal cristiana con rosario en mano, candor monjil, y no haber chocado con las ideas religiosas de Clemencia hablando de su confesor. No obstante, se consolaba pensando al concluir de prisa su tocador: me ama, y la mujer que ama no resiste a las lágrimas y súplicas del hombre que quiere. ¡Pobrecilla! ¡esa sí que sabe querer, si no se hiciese tanto de rogar! ¡Oh! si el amor que nos tienen no fuese cosa que empalagase a la larga, y no trajese en pos de sí la sujeción, los celos y las exigencias, ¡qué bella cosa sería!
Sir George corrió a casa de Clemencia y recibió por respuesta que la señora no recibía por estar indispuesta. Esto lo contrarió, pero reflexionando pensó que le era quizás favorable, y que convenía dejar pasar el primer ímpetu de indignación.
A prima noche, a su hora acostumbrada, volvió, y recibió la misma respuesta.
Sir George sintió dos grandes contrariedades, la una la de no ver a Clemencia, y la otra de no saber a qué parte ir a pasar la noche donde no se aburriese; se volvió a su casa, se puso a leer los papeles ingleses y se quedó dormido.
A la mañana siguiente recibió la carta de Clemencia.
-¡Por fin! -exclamó-, el hielo se deshace.
Después de leída, sir George se quedó por mucho tiempo completamente parado. La carta no traía una queja, una lágrima, ni un epíteto agrio.
Sir George no comprendía.
-¡No comprendo! -dijo- ¡Cosas de España! Le habrá puesto la carta su director.
Sir George no podía parar; montó a caballo para hacer hora.
A las dos fue a casa de Clemencia; la señora había salido.
Sir George no pudo disimular su despecho, y preguntó con indiscreción que dónde habría ido, pues le precisaba hablarla. Supo que en casa de su tía la marquesa de Cortegana, y corrió allí.
-Estás pálida -decía Constancia a Clemencia en aquella hora-: ¿te sientes indispuesta?
-No, no lo estoy -respondió ésta-; los semblantes, como el cielo, no tienen siempre los mismos matices, Constancia.
-¡Ay, hija mía! ¡si sufrieses lo que yo! -dijo la pobre Marquesa.
-Si con eso os aliviase, tía, ¡con cuánto placer lo sufriría!
Abrióse la puerta entonces, y apareció Pepino con su aire de diplomático.
-Ahí está uno -dijo.
-¿Y qué quiere? -preguntó Constancia.
-¡Toma! un ratito de conversación.
-Pero, ¿quién es ese?
-El señor de Jesu-Cristo.
-¡Ay! ¡qué barbaridad! -exclamó Constancia, tapándose con ambas manos la cara.
-¿Pues no se llama
-No, hombre; ese caballero es el señor don George el inglés.
-
-Madre, ¿lo recibiréis?
-No, hija, me siento hoy tan mala, que no puedo recibir a nadie.
-Clemencia, si tú quisieras recibirlo -dijo su prima con voz suplicatoria.
-Constancia, dispénsame; en otra cosa te complaceré; pero déjame aquí acompañando a tu madre, que para eso he venido.
Constancia hizo un involuntario movimiento de impaciencia que refrenó en el momento, y salió con apacible y grave semblante para ir al estrado, donde fue introducido sir George por Pepino, que le dijo:
-Señor don George el inglés, tenga a bien de pasar adelante; pero
sacúdase su señoría los pies antes de entrare. Sepa su señoría
-prosiguió Pepino sin que se le preguntase-, que la señora está
su señoría
La conversación entre sir George y Constancia no podía menos de ser lánguida: después de preguntar con interés por la Marquesa, y asegurarse mutuamente que hacía frío, el diálogo quedó cortado como con unas tijeras.
Al cabo de un rato dijo sir George, poniéndose en pie y viendo lo infructuoso de esta su nueva tentativa por ver a Clemencia:
-No quiero quitaros vuestro tiempo, que querréis dedicar todo a la asistencia de la enferma.
-Efectivamente -repuso Constancia-, sólo la satisfacción de daros las gracias por el interés que mostráis por mi madre, me hubiese separado de su lado.
Sir George saludó y salió.
Volvióse a su casa en un estado en que le agitaban igual y reciamente el pesar, el coraje y el temor.
Escribió una carta apasionada y afligida, en que se veían las señales de sus lágrimas, expresando su arrepentimiento y formulando las más vivas instancias porque Clemencia le perdonase lo que a su pluma escapó en un momento de celos y de despecho.
Clemencia leyó la carta; pero sir George se había desprestigiado con ella; aquel ídolo que ella hiciera tan bello, había caído de su falso pedestal; las expresiones de la carta le parecieron afectadas, las ideas falsas, el lenguaje palabrería hueca, y las lágrimas gotas de agua.
La venda había caído.
Clemencia no contestó.
Al día siguiente sir George, desesperado, pues entreveía que en una mujer de carácter tan superior como era Clemencia, por grande que fuese el poder de su amante corazón, sería aún mayor el de la voluntad dirigida por la razón y estimulada por la dignidad femenina, volvió a escribir, y esta vez su carta, más sincera, era más sencilla, y por lo tanto más elocuente.
Pero Clemencia no la abrió, y se la devolvió cerrada con un sobre.
Entonces sir George se abatió profundamente, no porque se despertase en aquel corazón muerto una pasión real y sentida por Clemencia, eso no era posible: cenizas no levantan llama; pero ese hombre para quién la vida había perdido todos sus prestigios, todos sus goces, todo su interés, todo su valor, todas sus excitaciones, había hallado en Clemencia, el solo ser que sobrepujaba por instinto toda su adquirida aristocracia intelectual; la sola mujer que con su gracia, a la vez aguda e infantil, su saber y su inocencia, su inteligencia de primer orden y sus sentimientos de alta esfera, su poesía de corazón, y su sensatez en la vida práctica, le atraía, le interesaba, le entretenía, le sorprendía; en fin, había logrado lo que no otra, llenarlo.
¡Extraña anomalía! El impulso que sentía hacia Clemencia, y el deseo de reconciliarse con ella, llevó a sir George, el escéptico, el positivo, el estoico y desdeñoso, hasta el punto ridículo de hacer los extremos de un héroe de novela: rondó la calle de Clemencia noches enteras, escribió carta sobre carta, se fingió malo, obsequió a don Galo con un par de pistolas de Mantón (el regalo más inútil del mundo); pero todo fue en vano y se estrelló contra el sano juicio que después de un íntimo convencimiento había trazado su senda a Clemencia.
Sir George se hacía ilusión, o quería hacérsela, de que esos extremos eran hijos de un sentimiento vivo y vigoroso, y pulsaba con ansia su corazón por ver cómo latía; pero era en vano: la cuerda de ese bello reloj estaba gastada; cuanto hacía era ficticio, no se pudo engañar y acabó por reírse con agrio desdén de sí mismo.
-¡Y que haya -decía con amargura-, hombres que afecten mi estado! ¡Hombres que se afanen en hacerse la antítesis de Prometeo, no buscando, sino apagando la llama de la vida!
Entonces sir George cayó en uno de esos accesos de misántropo esplín, que lo hacían el más desgraciado de los hombres, tanto más cuanto que quería disimularlos, y de los cuales sólo Clemencia hubiera podido sacarle con su trato encantador, como David a Saúl de los suyos, con su melodiosa arpa.
Pablo, al recibir la carta de su prima, se había apresurado a ponerse en camino. Algún negocio -pensaba-, algún apuro en que se hallará, algún pleito en que la hayan envuelto. Es la primera vez que me escribe: ¡dichoso yo si puedo serle útil!
Pero apenas hubo llegado, apenas pasaron las primeras expresiones de bienvenida, cuando le dijo Clemencia:
-¿Pablo, me amas aún?
Pablo se halló tan sorprendido y trastornado con esta inesperada pregunta, que no contestó.
-Respóndeme, Pablo -dijo Clemencia.
-No respondo, Clemencia, porque tú no me preguntas para saber mi respuesta -dijo éste al fin.
-Será entonces para oírla.
-¿Y con qué objeto quieres oírla?
-Con el objeto, caso de que sea afirmativa, de que me dé pie y ánimo para decirte, Pablo, que aprecio tu amor, lo merezco, lo admito y le correspondo.
-¿A qué debo atribuir este cambio? -exclamó Pablo, cuya voz temblaba de emoción-. ¿Es ironía? ¿Es despecho?
-No, Pablo, no; es profundo aprecio, íntimo cariño, y la convicción de que tú y sólo tú eres el hombre a cuyo lado puedo hallar la felicidad, según yo la entiendo.
-¿Has amado a otro, Clemencia, y juzgas acaso así mis sentimientos por comparación?
-Así es, no lo niego; con la misma sinceridad y verdad con que esto te confieso, añado que el amor del hombre que amé no lo desprecio, pero lo desdeño; su persona no la odio, pero me es indiferente. Mi amor, pues, dejó de existir como estrella de la noche que apagó el día; pues no creas, Pablo, que en mí sea el amor una llama que encienden y atizan ciegas pasiones, no; es un fuego santo que sólo sostiene y alimenta lo bueno y lo bello, como en el culto griego al fuego sacro, sólo lo alimentaban las puras vestales. Es esto en mí instintivo a la par que razonado y previsor, y es además una convicción que han madurado a la vez mi experiencia y la santa autoridad de nuestro tío, la que cual el sol alumbra aun al través de las nubes. No creo necesario añadir, Pablo, que cuando me ofrezco por tu compañera a ti que honro y venero, me ofrezco pura como debe serlo la que tú llames tu consorte.
-¡Calla, calla! -exclamó Pablo con calor- ¿Crees acaso que algo hubiese que de ti, a quien tan a fondo conozco y juzgo, me desviase? ¿Crees que el sentimiento que a ti me ata sea capaz de ser dominado por un necio orgullo? ¿Piensas que una falta, que en ti, Clemencia, sólo podría ser hija de tu corazón, me haría tenerte por no digna de mi cariño? Deja a los hombres impregnados de vicios, sucios de crápula, infamados por sus procederes, echar con frente serena el oprobio sobre una pobre mujer de que la envidiosa calumnia hace su presa, o que fue víctima de uno igual a ellos, y con risible orgullo no creerla digna de su inmundo tálamo conyugal; déjalos, Clemencia; que hombres hay de sano corazón, equitativo juicio e irreprensible virtud, que retan su hipócrita severidad, que a ellos los desprecian y a sus víctimas amparan con su amor y rehabilitan con su aprecio.
-¡Cuán feliz me hace, Pablo mío -dijo Clemencia-, el hallar
reproducidos por ti los nobles y cristianos sentimientos que nos
inculcó nuestro inolvidable y santo mentor, que tantas veces nos
repitió:
-Clemencia, no digas más, que no me convences, y me vas a quitar el gusto de perdonarte.
-¿Y por qué me quitarías tú la dicha de ofrecerte una compañera que mira lo venidero sin recelo, así como lo pasado sin sonrojo? Pablo, la indulgencia es en ti generosidad y nobleza; la rigidez es en mí deber y decoro. Te he dicho la verdad, así como te hubiera descubierto una falta si tuviera la amarga desgracia que sobre mi conciencia pesara. Entre los dos, Pablo, no debe haber nada oculto, ni lo habrá nunca; un misterio sería entre ambos una profanación de nuestra dulce confianza, una empañadura en la pureza de nuestro amor, y una pared de cristal frío y duro, que aunque invisible nos separaría. He sufrido, Pablo; este es todo mi secreto.
-¡Oh! -exclamó Pablo-. En mala hora, pues, te viniste y me dejaste.
-En buena hora, Pablo, en buena hora, pues sólo así he sabido apreciar y comprender cuánto vale a tu lado la verdadera felicidad, y sobreponer ésta a todas las demás. Sólo así he podido comparar el vacío, lo corrompido, lo exhausto, lo seco y lo acerbo de esas naturalezas que la gran cultura cubre con un barniz tan delicado que seduce a los inexpertos como yo, y a veces es preferido al mérito real por los que no saben apreciar lo bello de la humana naturaleza: he podido comparar este barniz con la verdadera nobleza de alma, con el puro e inmaculado sentir de un corazón sano, con la rectitud de un entendimiento no contaminado con los vicios de la sociedad, con un carácter franco y entero que sigue con valor la senda del bien, como el Cid la de la victoria, y para el que son instintivos la generosidad, el heroísmo, la virtud y la delicadeza; y he podido conocer que aquél que me deslumbró fue lo primero, y que tú, Pablo, que llenas todo mi corazón, cuya compañera voy a ser con entusiasmo, eres lo segundo.
-¿Con que... me amas, Clemencia? -preguntó profundamente conmovido Pablo.
-Con toda la bella exaltación con que mi corazón fogoso ama lo bueno, Pablo; te amo con toda la convicción con que se ama a la virtud, con la constancia con que se ama la dicha, con toda la ternura y abandono con que se ama al que se escoge libre, voluntaria y reflexivamente por compañero ante Dios y los hombres.
-Unidos, pues -exclamó con voz ahogada por su emoción Pablo-, unidos para siempre, unidos irrevocablemente, inseparables en la tierra y en el cielo... ¡Oh, Dios mío! ¿Es posible tanta felicidad? -Y arrastrado por un impulso irresistible, Pablo cayó a los pies de Clemencia, y ocultando entre sus manos su rostro bañado de lágrimas, lo apoyó sobre las rodillas de la que iba a ser su mujer.
-Pablo -dijo Clemencia después de un rato de silencio-, satisfaz un capricho de mi corazón, y dime, ¿qué te ha llevado a amarme?
-Es todo sin que nada pueda precisar -respondió Pablo sin
levantarse-: es porque
-¿Pero es mi parecer lo que te es grato? ¿Son mis sentimientos los que te son simpáticos? ¿O son mis pensamientos los que te seducen?
-Nada de eso es, Clemencia; tu parecer, tu sentir y tu pensar me
son gratos y simpáticos y me seducen, porque son
-¡Esto es ser amada y esto es la dicha! -dijo Clemencia enternecida, apretando entre sus delicadas y blancas manos las honradas y varoniles de su primo.
Pablo comió en casa de Clemencia, y a la tarde vino don Galo a tomar con ellos café.
Clemencia estaba brillante de alegría como lo está la naturaleza cuando después de una corta tempestad le sonríe el sol.
-¡Qué alegre estáis, Clemencia! -dijo don Galo paladeando una copa del rico licor que se hace en el Puerto de Santa María.
Y ciertamente Clemencia lo estaba. La soberbia y acerba conducta de sir George comparada a la de Pablo, no sólo le había hecho apreciar la delicadeza y generosidad de la de éste, sino que la primera le causó un sentimiento de temerosa repulsa que le hizo huir de aquel hombre duro, a la par que hizo brotar un aprecio tierno y simpático hacia Pablo que la llevó a apegarse al que a tanta entereza unía tan delicado cariño. Sentía al lado de Pablo lo que el viajero que goza de la dulce sombra y tranquilo descanso de una bella encina, después de atravesar jadeante un áspero y quebrado suelo bajo los rayos de un picante sol: así fue que contestó con sincera y alegre exaltación:
-Soy como las niñas, amigo mío, aunque cuento cerca de seis olimpiadas. Hablaré mi lenguaje ya que me echan el baldón de ser sabia. ¡Estoy tan alegre! ¿Sabéis por qué?
-No atino, hija mía.
-Pues es -repuso Clemencia acercándose a su oído-, es porque... me caso; no quiero ni tengo por qué callárselo a tan buen amigo.
Don Galo hizo tal movimiento de sorpresa, que el licor que contenía su copa, tuvo las oscilaciones del flujo y reflujo del mar. No era la sorpresa de don Galo causada por no haber notado en Clemencia particularidad con ninguno de sus apasionados, sino porque, sin darse él cuenta del por qué, se había figurado que Clemencia en la tierra, así como las estrellas en el cielo, estaban muy bien e inamoviblemente colocadas, y que su variación era un cataclismo en el orden establecido. Además, en la buena moral de don Galo, era para él el anuncio del casamiento de una bella, lo que para el cazador, por torpe que sea, el anuncio de la veda: así fue que exclamó consternado:
-¿Qué os casáis? ¿De veras?
-¿Y por qué no, señor mío? ¿Tienen las
-Pero -dijo don Galo sin prestar atención a lo que decía Clemencia, y esperando aún que lo dicho fuese una broma-; ¿pero quién es el dichoso?
-El dichoso, porque a fe mía que lo será, es don Pablo Ladrón de Guevara, mi primo, y desde ahora el amigo de los que lo son míos.
Pablo alargó sonriendo la mano a don Galo.
-Sea en buena hora,-sea para bien, tartamudeaba cortado don
Galo,-felicito-tomo parte-celebro-los Guevaras están
predestinados... -Y entre tanto, examinando la persona de Pablo,
que vestido de traje de ciudad no tenía el aire de un petimetre
de los modernamente designados con la palabra inglesa
-Don Galo -añadió alegremente Clemencia-, este es un gran secreto; pero que no me importa que todo el mundo sepa.
-A muchos lo callaré -contestó en su tono galante y con su más chusca sonrisa don Galo-, porque no me gusta ser portador de malas nuevas.
-Vamos -añadió para sí, echando con disimulo el lente a Pablo, que en este momento se había puesto a escribir en el escritorio de Clemencia una carta a VillaMaría-, sobre gustos no hay nada escrito; cuando Clemencia lo ha elegido, tendrá mérito; sólo que por más que miro, me persuado que no está a la vista.
A la noche don Galo fue algo más temprano de lo que acostumbraba a la tertulia de la señora de la Tijera.
-Voy -dijo aún antes de sentarse-, a dar a ustedes una noticia que de cierto ignoran, y tan fresca que aún no existe para el público.
Inmediatamente fue don Galo asaltado con esta descarga de preguntas:
-¿Es triste o alegre? -¿Pertenece a la alta o baja política?-¿Es jocosa o fúnebre?-¿Es auténtica o apócrifa?-¿Es de luengas tierras?-¿Es indígena?-¿Es redonda?-¿Ha venido por telégrafo?
-Es -respondió don Galo, dejando que se restableciese el silencio para dar todo su peso y solemnidad a la respuesta-, es inesperada, imprevista, sorprendente y extraordinaria.
-Ea pues, decidla -exclamó Lolita.
Don Galo calló, luciendo su más resplandeciente sonrisa, prolongando así el dulce momento en que era el punto céntrico de la atención general.
-Don Galo -dijo uno de los concurrentes-, sois como el reloj de Pamplona, que es fama que apunta, pero no da.
-Don Galo, ¿queréis convertirnos en papanatas? -exclamó impaciente la curiosa Lolita.
-No -opinó un joven estudiante-; Pando quiere ser diputado y se
ensaya en el arte de
-Dejad a don Galo Pando, a quien viene mal el nombre como a mí,
que en mi vida he tenido un dolor de cabeza, el de Dolores.
Rojas, contadnos qué tal hicieron anoche
Al oír mentar la zarzuela de moda, Rojas, que era un filarmónico, se puso a tararear:
-Pura adulación a las solteras -dijo Lolita-; el garabatillo de las viudas es mucho más atractivo que los famosos y nunca bien ponderados quince abriles, que han inventado los poetas despechados, porque los veinte mayos no les hacen caso.
-En confirmación de lo que decís en cuanto a las viudas, hija mía -dijo don Galo, que aprovechó la ocasión que se le escapaba de lanzar a la publicidad su famosa noticia-, os diré que se casa una viudita.
Don Galo suspendió su comunicado, volviendo en torno suyo unos ojos, en los que procuró poner toda la chuscada indígena, enseñando con una descomunal sonrisa una dentadura con ictericia, que hubiese hecho mejor en ocultar con una presumida seriedad.
-¿Quién es la infeliz? -dijeron ellas.
-¿Quién es el engañado? -añadieron ellos.
-¡Qué premioso sois! -exclamó Lolita.
-Le favorecéis, que es pesado -opinó Rojas.
-Guarde usted su noticia para escabeche -dijo levantándose Lola.
Don Galo, que vio que por segunda vez perdía la oportunidad y la atención, repuso:
-Pues sabed que se casa Clemencita.
-¿Con Monte-Cristo? -preguntó volviéndose bruscamente la niña curiosa.
-¿Con Carlo-Magno? -añadió otra.
-No habéis acertado, hijas mías -contestó en sus glorias don Galo.
-Pues decidlo, señor, que si no os vamos a dar el diploma de Mayor en el regimiento de la Posma. ¿Con quién es? ¿Es con usted?
-Tanta dicha no es para mí, Lolita, hija mía -contestó con buena fe don Galo a la burlona pregunta-; de sobra sabéis que tengo mala suerte y sólo hallo ingratas; además, mi situación no me permite...
-¿Es con su primo Cortegana, que dicen ha llegado?
-No; es con otro su primo de Villa-María, Pablo Guevara.
-¿Aquel lugareño que vi en su casa ayer, que lleva los guantes
como manojo de espárragos? ¡Dios nos asista! no sabe ni hablar:
¡mire usted con quién fue a dar la
-Quien menos vale más merece -opinó uno de los presentes.
-¡Ya! ya sabe la viudita -añadió una de las señoras mayores-; ¡Guevara, que heredó de su tío don Martín y que tiene por su casa! ¡Es una gran boda; ya sabe!
-Es la opinión más errada -dijo un oidor amigo de Clemencia-, y la
menos justificada, la que atribuye a las mujeres que tienen
alguna instrucción el que
-Para predicador de honras os pintáis solo -observó agriamente la señora de la Tijera.
-Pues no ha dicho más que la pura verdad -opinó don Galo-. Sepa usted, Lolita, hija mía, que a sus espaldas hace ese caballero otros justos elogios de usted.
-Eso no quita, santo varón -contestó Lolita-, que sepa mucho Clemencia Ponce y haya dado una prueba de ello casándose con ese ricacho, que procurará aumentar las rentas pasando la mayor parte del tiempo en el pueblo, mientras que ella se las gaste aquí en toda libertad.
-No es Clemencia gastadora por cierto -repuso don Galo.
-¡Ya! si no tenía bastante para ello, ¿cómo había de serlo? -dijo la Tijera-. Su suegro no tuvo por conveniente dejarle nada, ni aun viudedad; así es, que sólo tenía lo que le dejó el tío Abad.
-Y una gran viudedad que le señaló, si no el suegro, el heredero de la casa. Por lo visto, pensaba que la disfrutase poco tiempo-, dijo otra.
-Viudedad que nunca consintió en admitir; me consta, lo sé por su tía -observó don Galo.
-Eso fue sembrar para recoger -repuso otra de las matronas.
-¡Una buena cosecha! -exclamó soltando una carcajada Lolita.
Tales son los juicios y fallos del mundo; ésta la inconcebible y malévola ligereza con que se juzga a las personas, califican los hechos y se les suponen móviles; ésta la infame falta de conciencia, de rectitud y de justicia con que se pretende formar la cosa más preciosa que tiene el hombre, su opinión. Se echa en cara a la época el poco precio que ponen los hombres a la opinión que gozan; mas esto ha debido suceder desde que la malevolencia y la calumnia han usurpado a la verdad y a la justicia su misión de formarla, ora sean aquéllas guiadas en la prensa por las pasiones políticas, ora en sociedad por el espíritu hostil que vive y reina.
Al día siguiente fue don Galo, como tenía de costumbre, a visitar
a sir George: visita que miraba como obligatoria desde que las
pistolas de Mantón habían aumentado su fina amistad con un fino
agradecimiento. Este le recibió con una de esas sonrisas
Don Galo, como es de inferir, estaba lleno de la gran noticia, que si bien le había contrariado, había traído su contrapeso con la satisfacción que le había procurado Clemencia eligiéndole por su primer confidente y por digno esparcidor de su confidencia: así fue que apenas se hubo informado de su salud, cuando dijo a su amigo con una sonrisa colosal:
-El Dios Himeneo prepara sus coronas, señor don George.
-¡Ah!, ¿y cuáles son las bellas sienes sobre las que van a brillar? -respondió éste.
-Las de una amiga vuestra -contestó don Galo, que lo que menos soñaba era que en esto tuviese interés sir George.
Don Galo no dejaba de observar un obsequio o un galanteo; una contradanza y un vals bailado con el mismo compañero por una de las bellas, era cosa grave y significativa para él; en cuanto al movimiento enérgico e interno con que las pasiones agitan la sociedad, éste no lo penetraba su observación benévola y superficial.
-¿Cuál amiga? -preguntó sir George-. ¡Tengo tantas! pues soy como vos, señor Pando, gran partidario de las bellas. ¿Será quizás la valiente coronela Matamoros?
-No señor, no señor; es joven, hermosa, fina, discreta, y sobre todo, buena como no otra.
-Hay tantas jóvenes, tantas hermosas, tantas finas, tantas discretas y tantas buenas en Sevilla, que sería difícil para mí acertar por esas señas quién pueda ser.
-Pues os diré (don Galo tomó un aire entre importante y satisfecho) que es nuestra apreciable y querida Clemencita.
-¡Es mentira! -gritó sir George, levantándose airado y empujando la mesa.
No es fácil explicar la sorpresa mezclada de susto que sintió don Galo al ver a Sir George ante sí, erguido, el rostro encendido y los ojos centellantes, sin saber a qué atribuir aquel furioso repente.
-¿Qué le ha dado? -pensó-. ¿Será esto efecto de ese malhadado esplín de los ingleses que a otros ha llevado a tirarse un pistoletazo? ¿Si buscará un duelo? ¡Jesús! aquellas pistolas de Mantón que me regaló... ¿si sería con la idea?... ¡estamos bien!... ¡qué hombre tan peligroso!, záfese usted de compromisos con semejantes osos... Pero no -añadió volviendo a sus naturales, pacíficas ideas-; lo que me parece al ver su rostro tan alterado es que está enfermo; veamos de apaciguarlo, pues nada he dicho que pueda incomodarlo: así fue, que dijo:
-No miento, mi querido señor, ni penséis que soy capaz de hacerlo, y menos con el fin de inducir en error a una persona como vos que tanto aprecio; si lo he dicho, es porque lo sé de la misma boca de Clemencia, que añadió no ser esto un misterio; si no estuviese autorizado, yo no sería capaz de publicarlo.
-¿Ella os lo ha dicho?
-Y puedo lisonjearme -respondió don Galo, que se iba recobrando y serenando-, de que soy el primero de sus amigos a quien ha honrado Clemencia con su confianza. Por cierto que ya tengo encargado a Cádiz un tarjetero de filigrana de oro-plata y esmalte de Manila para regalárselo; pero os suplico que me hagáis un favor, señor don George.
Don Galo hizo una pausa.
-Y bien, ¿qué favor? -preguntó bruscamente sir George, que quería abreviar la conferencia.
-Que no se lo digáis.
-¡Oh! contad con mi discreción, señor don Galo -repuso sir George, que había vuelto a ser dueño de sí y tenía ya en sus labios su habitual sonrisa fría como una flor de mármol-; ahora yo os pediré también otro favor.
-No tenéis sino mandar: ¿cuál es?
-Que os vayáis.
Don Galo, que no concebía la grosería, ni menos la impertinencia de la aristocracia inglesa, se quedó mirando a sir George con los ojos tamaños y estuvo por sacar el lente.
Sir George se había quedado impasible; sólo que cada vez la sonrisa que cubría la tempestad de su ánimo era más glacial.
-Decididamente -pensó don Galo-, está malo este pobre hombre, y por eso quiere estar solo, me parece que un par de sangrías...
-Señor don George -dijo en voz alta-, me parece que vuestro
semblante está un poco arrebatado; bien veo que no estáis en
caja; en este país combate mucho la sangre, sobre todo al
acercarse la primavera. ¿Tenéis dolor de cabeza? Creo que una
pequeña evacuación y unos vasos de malvavisco (en latín
Lo que don Galo decía de la mejor fe del mundo, no pareció tal a sir George, por lo cual le dijo sin levantar la voz:
-Señor don Galo, ¿queréis salir por la puerta o por la ventana?
Don Galo se levantó cual si por medio del asiento de su silla le hubiesen pinchado con una espada.
-Que usted lo pase bien, señor don George -dijo cogiendo el sombrero-; yo deseo que usted se alivie.
-Y yo que el diablo cargue contigo -dijo en inglés y entre dientes sir George.
Apenas bajó don Galo de dos en dos los escalones de la escalera y se vio en la calle en seguridad, cuando se dijo:
-¡Toma! ¡toma! ¡Y yo que no caía! ¡Torpe de mí! ¡Toma! ¡toma! La de los ingleses, una turca de las buenas; habrá almorzado con algún paisano suyo, y se habrán bebido un par de docenas de botellas de Jerez. ¡Y yo que no me apercibía! ¡qué torpeza! ¡Ya! ¡como que aquí en España no estamos hechos entre las gentes finas a semejantes chocarrerías!
Don Galo se fue en seguida en casa de Clemencia, a quien halló sola.
-¡Jesús! -dijo, poco después de haber entrado-: no podéis pensar el mal rato que he pasado.
-¿Sí?, lo siento. ¿Por qué causa y dónde?
-Por causa y en casa de don George. ¡Jesús!
-Pero ¿con qué motivo, amigo mío? -preguntó Clemencia algo inmutada.
-¿Por qué... Clemencita?...
Don Galo se sonrió con la chuscada que acostumbraba, aun cuando lo que decía fuese lo que se llama la nada entre dos platos.
-Vaya, decid, don Galo -dijo Clemencia, a quien la respuesta de don Galo inquietaba.
-Clemencia, sólo a vos y en confianza lo digo.
-Sabéis que soy callada, don Galo.
-Sí, sí, por eso os lo diré. Fui, pues, allá esta mañana; un paso de atención.
-Ciertamente. ¿Y bien?
-Pues sabréis que don George estaba...
Don Galo abrió la mano y apoyó su dedo pulgar en sus labios, guiñó un ojo, se sonrió en grande y añadió: -Ya me entendéis.
-No os entiendo -repuso Clemencia.
-Pues nuestro inglés estaba... -dijo don Galo, y acercándose a Clemencia, añadió-: ebrio.
-¡Ebrio! -exclamó ésta asombrada.
-Como una cuba -repuso don Galo.
Don Galo refirió con todos sus pormenores la referida escena a Clemencia, y ésta lo comprendió todo: no era mujer bastante vulgar para gozarse en el despecho de sir George, pero sí bastante delicada para que le chocasen los insolentes y acerbos procedimientos con que había insultado al hombre más benévolo e inofensivo y que era además amigo de ella: así fue que aun esta escena contribuyó a hacerle conocer todo lo áspero y duro de aquella naturaleza que la inteligencia había podido elevar, la exquisita sociedad pulir, pero a la que nada había podido dar un corazón, sin el cual son todos los demás dotes, bellas vestiduras, resplandecientes coronas que encubren un esqueleto.
Durante esta conversación, sir George, que se había quedado solo, se paseaba por su cuarto en un estado de cólera y exasperación, el más violento, y se decía:
-
Sir George se arrellanó en su sillón a la chimenea y encendió un cigarro; pero al momento después lo tiró y exclamó con rabia:
-Pero ¡vive Dios! ¿Qué hago? ¿Quedarme? no, sin ella me fastidia
Sevilla; me iré al Caúcaso, que no he visto. Vamos, judío
errante, coge tu báculo; que el movimiento rejuvenece el cuerpo
y distrae el ánimo. Lo conocido fastidia, busquemos lo
desconocido. ¡Ah! añadió, ¡sólo una cosa he hallado que fuese
para mí desconocida, y esa fue ella! ¡luz fugitiva que de la
oscuridad salió para volver a hundirse en ella! Pero no creáis
que me afligís, señora; una dama hay más bella, más amable, más
querida de mí que lo sois vos, y es la dulce y encantadora
libertad. No, no compiten vuestros encantos con los suyos; si
lograros era a costa de perderla, vale más una decepción que una
cadena: así pues,
-Pablo -dijo al día siguiente Clemencia a su primo-, cuida de que cuanto antes lean trasladados todos mis efectos a Villa-María.
-¡Pues qué! -preguntó sorprendido Pablo-, ¿no piensas que vivamos aquí?
-No, Pablo, pues que no sería de tu gusto, lo harías por complacerme; además, cree que ansío por hallarme en Villa-María, en donde tan feliz ha sido mi vida, vida a la que la costumbre me ha apegado; pues los sitios, las paredes, cada objeto que nos rodea se ama con el trato como amigo, porque todo imprime su huella en el corazón que no es duro, y la deja en el corazón que no es mudable; ansío, Pablo, ver esos sitios que el cariño que todos me habéis tenido, ha impregnado de dulzura, y que la paz que en ellos se disfrutaba ha identificado con el bienestar. Además, Pablo, no me retiene aquí ningún aliciente ni lazos de cariño. La casa de mi pobre tía, a la que queda poco tiempo de vida, se va a desbaratar. Mi querida Constancia piensa, cuando la falte su madre, retirarse de todo trato; mi primo piensa regresar a Madrid, y la sociedad de Alegría no me es simpática. Dime, Pablo, ¿están aún como las dejé mis habitaciones?
-Nada hallarás variado, ni echarás de menos en lo que ha sido durante tu ausencia mi santuario, Clemencia; demás sí, quizás encuentres las huellas de mis lágrimas.
-¿Y mis flores?
-Florecen en tu ausencia, ¿lo concibes? Yo no.
-¿Y mis pájaros?
-Cantan, pues creo que con su delicado instinto presagiaban tu regreso.
-El del hijo pródigo -dijo Clemencia, riendo y apretando con efusión la mano de su primo.
-Para recibirlo debidamente -contestó Pablo en el mismo tono festivo-, debo partir mañana.
-Nada de eso, Pablo; hagámoslo todo sin misterio ni ostentación.
-Pero con prisa, Clemencia; mira que mi felicidad me parece de tal suerte un sueño, que vivo angustiado con el temor de despertar.
-Pablo, en mí no estará la tardanza, hechas las necesarias diligencias, será bendecida nuestra unión bajo los ojos de mi pobre tía que me ha servido de madre, y partiremos en seguida para nuestro dulce hogar doméstico: en él procuraremos imitar las virtudes y hallar la felicidad que allí ostentaron sus anteriores dueños.
Clemencia se apresuró a comunicar su casamiento a la Marquesa y a sus primas.
-Me alegro, hija mía -le dijo su tía-, pues ya que te aconsejaron esa boda tu suegro y tu tío, cuenta te tendrá.
-Sí, sí -añadió Alegría-, ya que te casas, atente a lo sólido y enseña a tu marido desde un principio a no ser ridículamente celoso ni neciamente desconfiado.
-En Villa-María no hay muchas ocasiones que puedan dar pábulo a que se desarrollen estas tendencias, aun dado caso que las tuviese Pablo.
-¡Pues qué!, ¿te vas a vivir a Villa-María? -exclamó con asombro Alegría.
-Siempre han vivido allí las cabezas de la casa de Guevara -respondió Clemencia-: ¿por qué motivo exigiría yo una mudanza de domicilio que no deseo, y que no agradaría a mi marido, sobre todo gustándome con pasión el campo?
-Pero eso es enterrarse en vida -exclamó Alegría horripilándose.
-Si se
-Novelerías morales -repuso Alegría-. ¡Con veinte y cinco mil duros de renta, vivir en un villorro! ¡Vamos, vamos! Eso es no es sólo chabacano, sino estúpido, y no se ve más que entre nosotros.
-Te equivocas, Alegría; en todas partes, y sobre todo en Alemania, viven las familias nobles en sus estados o en sus haciendas, y sólo pasan temporadas en las capitales, en los sitios de baños o viajando; nosotros también pasaremos temporadas fuera, ya por semana santa en Sevilla, ya en el verano en los baños; pero abandonar la casa solariega, eso nunca: sería una falta de aprecio y amor filial a la familia, y una degeneración, pues no es noble el que es descastado.
-Lo venidero no está escrito; le has tomado el gusto a Sevilla: veremos lo que sucede en comiéndote el pan de la boda; y si entonces piensas aún, a lo Butibamba, que es degenerar no vivir en un villorro. ¡Vaya, vaya!, ¡yo que creí que los libros servían, no para fomentar, sino para desarraigar añejas preocupaciones!...
-La lectura bien dirigida, prima, sirve para poner cada cosa en su lugar, y desterrando una necia vanidad, dar a las personas el decoro y dignidad que les son propias. Además, el pan de mi boda -añadió Clemencia con íntima satisfacción-, es el que se fabrica diariamente en gran cantidad en casa para nosotros, para los criados y dependientes de la casa y para los pobres, y cada año Dios renueva las cosechas: así pienso que durará mucho, Alegría.
-Sara -repuso ésta con enfática ironía-, Dios te dé veinte Jacobs, los años de vida a tu Abraham que al otro, y te libre de una Agar.
-No te deseo que seas feliz -le dijo Constancia-, pues sé que lo serás cuanto es dable serio en este mundo, puesto que has hecho tu pasado tan bueno y tan santo como te has sabido preparar tu porvenir. Tu conciencia y tus esperanzas, ambas puras y santas, te sonríen a un tiempo: así, sólo pido a Dios prolongue una felicidad que debe serle grata.
-¡Eh! -dijo Alegría-, con este parabién místico y laudatorio no
necesitas más epitalamio. Váyase Apolo con su murga a freír
monas al Parnaso; que aquí se está por el monte Sion. Por mí te
congratularé con la elegante frase de moda, diciéndote: Pues te
casas, séate
Pocos días después volvió Pablo, y se fijó el día del casamiento. La víspera se halló sir George en la calle a don Galo. Éste, que aún no estaba del todo repuesto del susto que le había dado sir George en la mañana que hemos referido, quiso evitar su encuentro torciendo por una boca-calle; pero sir George apresuró el paso, lo alcanzó y lo paró.
-¡Oh señor don George! -exclamó algo turbado don Galo-; no os había visto; no es extraño, pues soy, ya lo sabéis, tan corto de vista...
-Tenía muchos deseos de veros -repuso sir George-; deseaba suplicaros que me acompañaseis a comer: he recibido por el último vapor unos faisanes y una remesa de vinos escogidos; pero como ya no tengo el gusto de veros...
-El gusto y la honra serán para mí, señor don George -repuso con una sonrisa no muy natural don Galo, en quien la remesa de vinos escogidos había avivado la inquietud-; pero como tengo tanto que hacer...
-¿Y como no os veo ya en casa de Clemencia?
-Es cierto, no recibe porque su tía ha empeorado, y pasa allá toda la tarde y noche.
-¿No me habéis dicho que se casa?
Don Galo, que se iba reponiendo, contestó en su tono natural:
-Ya se ve que os lo dije, como que yo fui el primero que lo supe; pero ya lo sabe todo el mundo.
-Me han dicho que su novio es un ganso lugareño.
-Os han informado mal, muy mal, don George; yo que lo he tratado, os puedo decir que es un bellísimo sujeto, de un carácter angelical, de mucho talento y mucha instrucción, como que tuvo el mismo maestro que Clemencia, el sabio Abad de Villa-María; que es generoso y caritativo como pocos, y en cuanto a guapo lo es como ninguno: se cuentan de él hechos que admiran y asombran, en particular un lance con cinco ladrones que lo sorprendieron en su cortijo.
-¡Oh, señor don Galo! no me refiráis proezas
-Es, señor don George, que la proeza que iba a referir no estaba de parte de los bandoleros, sino de parte de don Pablo Guevara, que pertenece a la primera nobleza de Andalucía, y tiene amén de esto más de medio milloncito de renta, lo cual no echa nada a perder.
Y don Galo desplegó su más ancha sonrisa.
-Ese novio modelo ha venido, según me han informado, de las Batuecas -dijo sir George con la mayor seriedad.
-¡Qué! No señor -contestó don Galo sin notar la burla, y no calculando que pudiese estar un extranjero al cabo del sentido que se da vulgarmente a esta frase-; ha venido de Villa-María. Ya veis, señor don George, que nuestra viudita supo escoger lo mejor, como era de esperar de su talento y buen juicio.
Sir George echó una mirada suspicaz y escudriñadora a su
interlocutor, que prosiguió con un chiste y una chuscada que lo
asombraron a él mismo: -Entre nos, señor don George, Cortegana,
que no tenía
Sir George, que contenía a duras penas los impulsos que sentía de echar a rodar a don Galo, le dijo, no obstante, con suavidad:
-He recibido noticias que me obligan a partir, y puesto que no es posible ver a nuestra amiga, y despedirme de ella antes de marchar, deseo recibir de vos un favor.
-Estoy siempre, y para cuanto me mandéis, a vuestras órdenes, señor don George -contestó don Galo obsequiosamente.
-Puesto que con el plausible motivo de un casamiento les es permitido a los amigos ofrecer una memoria a sus amigas, deseo que os hagáis cargo de presentar una en mi nombre a Clemencia.
-¡Mire usted por donde me es imposible serviros, señor don George! y a fe mía que lo siento; pero Guevara ha exigido de Clemencia que no reciba regalo alguno de nadie. Una sola excepción se ha hecho -prosiguió don Galo con íntima satisfacción y gran orgullo-, una, una sola, una única... y esa ha sido... con mi tarjetero, señor don George.
Don Galo se estiró los picos del chaleco.
Sir George calló un rato y dijo después:
-Pues decidle al menos que fue mi intención enviarle un brillante que encierra para mí un triste recuerdo; deseando que tuviese para ella uno grato recordándole un amigo. Decidle que si ella desdeña las memorias, yo lo deploro, pues me priva al partir del consuelo de que conserve una mía.
-Todo se lo diré textualmente, señor don George: confiad en mí, que tengo buena memoria y mejor voluntad; en cuanto a la otra potencia, no puedo competir con vos ni con Clemencia, lo conozco; pero en fin, en esta ocasión no es necesaria.
-No, no -repuso Sir George-, no es necesaria y estaría absolutamente demás.
Sir George estaba muy lejos de haber dado este paso llevado por su corazón ni por un sentimiento tierno y triste.
Eran los móviles que le dirigían en esta ocasión, primeramente tener noticias exactas sobre el hombre que Clemencia había preferido, los que nadie podía darle como don Galo, que era el más imparcial y justo juez en la materia, porque nunca mentía ni en contra de sus contrarios, ni en favor de sus amigos: el segundo objeto que tenía, era probar a quien pudiese tener sospechas de su amor a Clemencia, que muy lejos de sentir despecho, era él el primero en celebrar el enlace de su amiga con un obsequio; y por último lo que hacía era por una especie de presunción vanidosa, deseando borrar la impresión de su grosera carta, y dejar en la memoria de una mujer del valer de Clemencia el recuerdo suyo bello, poético, e interesante, como lo es la tristeza de un amor desgraciado y el arrepentimiento de un noble pecho.
Sir George salió aquella noche para Cádiz.
A la mañana siguiente, después de volver de la iglesia, se casaron Clemencia y Pablo en casa de su tía, y partieron para Villa-María.
Al llegar hallaron reunidos, no sólo a los muchos criados de la casa, pero casi a todo el pueblo, que los recibió con las más marcadas y sinceras muestras de adhesión y cariño. Juana lloraba de alegría. Sus nietas se abalanzaron a Clemencia besando su vestido. Miguel y Gil y los demás criados, enternecidos, bendecían a los novios y repetían:
-¡Tal para cual! ¡Si no podía dejar de suceder!
Hasta la tía Latrana se hizo lugar para dar la bienvenida a Clemencia y pedirle los dulces de la boda.
Clemencia entró enajenada en los cuartos que había habitado, y que halló en el mismo estado en que los dejó. Sus flores esparcían sus más suaves fragancias, los pájaros lanzaban sus más alegres cantos como para darle la bienvenida. De todo esto había cuidado Pablo con el esmero con que conserva y da culto el amor a los recuerdos.
Clemencia se sentía tan apaciblemente feliz como el navegante que después de correr una tormenta y estar pronto a naufragar, vuelve a pisar la tierra y a sentarse en su hogar. Todo lo miraba y acariciaba con la vista; todo lo examinaba y lo tocaba con cariño. Abrió su escribanía, y registrando uno de los cajones, exclamó:
-¡Ay Pablo! mira lo que he hallado aquí: la cedulita que me dio aquella gitanilla que me dijo la buenaventura. Ahora recuerdo que me encargó que la abriese el día que me casase, y me cercioraría de si había o no acertado en su predicción: despégala, Pablo, con tu corta-plumas, que deseo verla.
-Si te complazco, lo haré, Clemencia: es una niñada, pero su pureza conserva la infancia a tu corazón.
Clemencia se acercó a su marido para leer el papel. Pablo despegó la cedulita y leyó:
-
-
Algunos meses después, estaban una noche sentados en la mesa del brasero Clemencia y Pablo.
El Cura y algún amigo que los habían acompañado, se habían marchado; pero estaba allí el anciano médico.
Clemencia, en quien resplandecía la felicidad, estaba ocupada en una labor de mano. Pablo leía diferentes periódicos que habían acabado de llegar.
-Aquí -dijo Pablo que tenía en la mano el
-¿Quién? -preguntó Clemencia.
-El vizconde Carlos de Brian.
-Sí, mucho que sí: era un hombre de gran mérito; ¿qué dicen de él?
Pablo leyó:
-«En Nueva-Orleans ha sido muerto en un desafío por un furioso demócrata el vizconde Carlos de Brian.
Era un hombre de noble carácter y de un mérito poco común. Habiendo perdido a su único hermano por un puñal alevoso en Roma, en que hacía parte del ejército auxiliar del Papa, y visto caer a su padre en las jornadas de febrero de 1848, salió abatido y desesperado de su país a viajar; circunstancias que han quedado ocultas le determinaron a dejar a Europa y pasar a los estados de la Unión, en que ha hallado la muerte. En él se extingue una de las casas más antiguas e ilustres de Francia. Su mérito, sus virtudes y la firmeza de su carácter, hacen su pérdida doblemente dolorosa a cuantos tuvieron la dicha de conocerlo».
-¡Pobre Vizconde! -dijo con tristeza Clemencia-.¡Qué fatalidad se encarnizó en su estirpe! Mucho me afecta su muerte.
-Vaya -añadió Pablo, que ojeaba un periódico español-, hoy es día en que salgan a relucir en los papeles nombres conocidos tuyos: aquí se habla de sir George Percy, que pienso era también uno de tus tertulianos.
-Sí por cierto -repuso Clemencia-; ¿y qué dicen de él?
Pablo leyó:
-«El quince del actual ha tomado asiento en la Cámara de los pares, su
honor sir George Percy, que ha heredado el título y manto de par de su
tío lord Wilfrid. Se ha estrenado con el más incisivo y amargo
discurso de cuantos se han pronunciado contra los católicos. De
resultas, la reina Victoria le ha condecorado con la orden de la liga;
el jefe del gabinete lord John Russel le ha declarado benemérito de la
patria, y en un
-¡Pablo, Pablo!, ¡cómo improvisas! -exclamó Clemencia riendo-. ¡Con qué seriedad inventas y emites despropósitos!
-No señora, no señora, no son despropósitos -dijo el doctor-; es muy
probable y muy verosímil que sea así. Después de lo que ha pasado
allá, después de haber visto públicamente llevar en procesión burlesca
y quemar en efigie al santo Padre y otros venerables sacerdotes, como
en los bellos tiempos de la reforma, sin que el más
-Veamos el pulso, señora -añadió poniéndose en pie para marcharse-. Siempre en caja -dijo después de pulsar a Clemencia-: señora, vuestro pulso es como vuestra alma; señor don Pablo, cuando este verano cojáis esas hermosas cosechas con que parece Dios bendecir vuestra casa, será el más bello fruto con que os favorezca, un hijo tan hermoso como su madre, tan bien constituido como su padre, y tan bueno como ambos.
Habiéndose el autor, en su novela titulada Lágrimas, dirigido varias veces a un lector simpático que suponía tener en las Batuecas, una persona de mucho talento y de mucha gracia le escribió en el Heraldo en una carta firmándose de este modo.
Era un juego de palabras, aludiendo los luises a Luis XVII, hijo y
nieto de otros, y
Estas losas se suelen poner en la pared en años de grandes avenidas, para marcar la altura a que han llegado las aguas.
Casa de locos.
Hemos disfrazado, no sólo el nombre, sino hasta el del pueblo de este individuo, por ser un exacto retrato hasta en los más mínimos pormenores de una persona que murió ha pocos años, los cuales todos hemos recogido con la mayor y más esmerada exactitud.
Este rasgo referido exactamente, pertenece a la difunta y poderosísima viuda de Quintanilla de Carmona, que fue una de las señoras más nobles, ricas y caritativas de Andalucía. Muchas veces hemos oído preguntar a los extranjeros y personas ricas de las ciudades, en qué gastan esos poderosos propietarios de tierra adentro, que viven oscuramente, sus rentas: respondan los pobres de los pueblos a esta pregunta.
Volvemos a repetir que este rasgo como todos los demás concernientes a don Martín, son ciertos y positivos.
Mr Charles Dupin, presidente de la comisión francesa en la exposición de Londres, dice en su carta de despedida al príncipe Alberto:
Francés, y vano de este título, no somos de esos cosmopolitas que suprimen la patria con el fin de sustituirle abstracciones nebulosas y adorar las tablas rasas; no somos de los que sueñan para el porvenir la desaparición de los tipos sagrados que caracterizan las razas y las nacionalidades. La hermosura y la grandeza desaparecerían de la tierra, si por un efecto de magia sus montes se allanasen, sus valles se alzasen, a la par que los hombres, los animales y las plantas adquiriendo todos las mismas proporciones y el mismo color, se adaptasen a un mismo nivel, el que se que parecería a la nada a fuerza de uniformidad.
De la que ha dicho Víctor Hugo:
Dice Cusine: Sólo en el orden religioso es permitido esperarlo todo del provenir y prohibido retrogradar hacia lo pasado: solo ahí está el progreso indefinido, porque la religión es una cadena cuyo primer eslabón está en la tierra y en el último cielo.