La hija del mar : edición ELTeC Castro, Rosalía de (1837-1885) Edición ELTeC Lara Tomás Caballero Borja Navarro Colorado 54494 368 COST Action "Distant Reading for European Literary History" (CA16204) Zenodo.org ELTeC ELTeC release 1.1.0 ELTeC-$textLang ELTeC-$textLang release Imprenta de J. Compañel Vigo 1859 Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Saavedra Universidad de Alicante Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Revisión de formato, transformación automática de HTML a XML (HTML2XML 2.0), etiquetado de la obra en XML-TEI Julia Pozo Manuel Sánchez Quero

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La hija del mar

por Rosalía de Castro

Vigo; 1859

Imprenta de J. Compañel

A Manuel Murguía

A ti que eres la persona a quien más amo, te dedico este libro, cariñoso recuerdo de algunos días de felicidad que, como yo, querrás recordar siempre. Juzgando tu corazón por el mío, creo que es la mejor ofrenda que puede presentarte tu esposa.

La autora

Prólogo

Antes de escribir la primera página de mi libro, permítase a la mujer disculparse de lo que para muchos será un pecado inmenso e indigno de perdón, una falta de que es preciso que se sincere.

Bien pudiera, en verdad, citar aquí algunos textos de hombres célebres que, como el profundo Malebranche y nuestro sabio y venerado Feijoo, sostuvieron que la mujer era apta para el estudio de las ciencias, de las artes y de la literatura.

Posible me sería añadir que mujeres como madame Roland, cuyo genio fomentó y dirigió la Revolución francesa en sus días de gloria; madame Staël, tan gran política como filósofa y poeta; Rosa Bonheur, la pintora de paisajes sin rival hasta ahora; Jorge Sand, la novelista profunda, la que está llamada a compartir la gloria de Balzac y Walter Scott; Santa Teresa de Jesús, ese espíritu ardiente cuya mirada penetró en los más intrincados laberintos de la teología mística; Safo, Catalina de Rusia, Juana de Arco, María Teresa, y tantas otras, cuyos nombres la historia, no mucho más imparcial que los hombres, registra en sus páginas, protestaron eternamente contra la vulgar idea de que la mujer sólo sirve para las labores domésticas y que aquella que, obedeciendo tal vez a una fuerza irresistible, se aparta de esa vida pacífica y se lanza a las revueltas ondas de los tumultos del mundo, es una mujer digna de la execración general.

No quiero decir que no, porque quizá la que esto escribe es de la misma opinión.

Pasados aquellos tiempos en que se discutía formalmente si la mujer tenía alma y si podía pensar -¿se escribieron acaso páginas más bellas y profundas, al frente de las obras de Rousseau que las de la autora de Lelia?- se nos permite ya optar a la corona de la inmortalidad, y se nos hace el regalo de creer que podemos escribir algunos libros, porque hoy, nuevos Lázaros, hemos recogido estas migajas de libertad al pie de la mesa del rico, que se llama siglo XIX.

Yo pudiera muy bien decir aquí cuál fue el móvil que me obligó a publicar versos condenados desde el momento de nacer a la oscuridad a que voluntariamente los condenaba la persona que sólo los escribía para aliviar sus penas reales o imaginarias, pero no para que sobre ellos cayese la mirada de otro que no fuese su autora.

No es éste, sin embargo, el lugar oportuno de hacer semejantes revelaciones.

Al público le importaría muy poco el saberlo y por eso las callo.

Pero como el objeto de este prólogo es sincerarme de mi atrevimiento al publicar este libro, diré, aunque es harto sabido de todos, que, dado el primer paso, los demás son hijos de él, porque esta senda de perdición se recorre muy pronto.

Publicados mis primeros versos, la aparición de este libro era forzosa casi.

La vanidad, ese pecado de la mujer, de que ciertamente no está muy exento el hombre, no entra aquí para nada: un libro más en el gran mar de las publicaciones actuales es como una gota de agua en el océano.

El que tenga paciencia para llegar hasta el fin, el que haya seguido página por página este relato, concebido en un momento de tristeza y escrito al azar, sin tino, y sin pretensiones de ninguna clase, arrójelo lejos de sí y olvide entre otras cosas que su autor es una mujer.

Porque todavía no les es permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que saben.

Capítulo I. ¡Buena pesca! Era amable y graciosa como un ángel...

Van der Welde

La tarde era calurosa y el viento soplaba con violencia hacia el sudoeste.

En la playa se oían voces y algazara.

-¡Fuerza!, ¡fuerza!, gritaban enronquecidos los marineros en tanto envolvían apresuradamente en sus nervudos brazos las gruesas cuerdas de cáñamo empapadas de agua salada.

-¡Ea!, ¡valor!, -repetían haciendo inauditos esfuerzos por atraer la red ya próxima a la orilla-. La tarde es buena, la pesca parece abundante y una buena cena nos espera; con tal que Andrés nos dé de aquel vino que tiene en su bodega y que alegra las cabezas como un rayo de sol alegra estas olas de maldición.

-¡Soberbio vino!, -gritó uno-. Y si nuestro buen compañero quiere regalarnos con él y darnos un día de fiesta, juro por todos vosotros y por mí también que beberemos aunque sea una azumbre.

-Somos veinte y cinco -añadió un segundo-. Somos veinte y cinco, Andrés..., suma... y es cuenta redonda, veinte y cinco azumbres..., nosotros en cambio llevaremos...

Y al decir esto hizo una seña maliciosa, a la que sus compañeros contestaron con una alegre carcajada.

-¡Silencio!, -interrumpió en tono de zumba una voz robusta que dominó la algazara, como la voz de Júpiter de quien dice Homero, el poeta divino, que serenaba las tempestades-; la frente de Andrés se torna de roja en pálida y sus labios se comprimen. ¡Mirad..., mirad sus ojos inyectados de sangre! Una palabra más y le veréis atacado de apoplejía por una indigestión de dichos atrevidos que conspiran contra su hacienda.

Y esas palabras eran acompañadas de risas y de miradas significativas que se cruzaban de una y otra parte con suma rapidez.

-¡Fuego sobre mis compañeros! -exclamó amostazado el personaje a quien iban dirigidas aquellas palabras-. Si tenéis sed, yo os zambulliré de buena gana en el mar para emborracharos a mi placer, pero nunca con mi vino añejo, a no ser que se convirtiese en veneno.

Algunos puños se levantaron a un tiempo mismo para contestarle; pero volvieron a bajarse en un instante por ser necesario detener las cuerdas que el peso de la red y el oleaje arrastraban hacia el mar.

Presentaron entonces un aspecto casi salvaje.

Ellos se animaban unos a otros con imprecaciones y juramentos, con apodos y con aullidos que retumbaban entre las peñas, en tanto sus atezados rostros eran azotados por el viento, así como sus crespos y enmarañados cabellos.

Los unos en pos de los otros, el cuerpo inclinado hacia atrás y los anchos pies hincados fuertemente en la arena de la playa, parecían nuevos Hércules dispuestos a combatir con los elementos.

La mar se agitaba sordamente resolviéndose en su profundo lecho, las olas empezaban a estrellarse contra las rocas y salpicaban las camisetas azules de los marineros, a través de las cuales se descubrían aquellas pronunciadas y nerviosas musculaturas capaces de resistir la intemperie y crudeza de las estaciones, que en aquel desolado rincón del mundo, más que en parte alguna, suelen ser crueles y rigurosas.

Las pescadoras iban en tanto apareciendo por los tortuosos caminos que conducían a la playa, y, posando sus cestos de mimbre en la arena, se sentaban sobre ellos y charlaban juntas, y murmuraban; feo vicio en el que, a pesar de que siempre se achaca a las mujeres, se me antoja creer, y lo que es más, decirlo, incurren los hombres con demasiada frecuencia.

Por una senda oculta y extraviada apareció una joven que fue recibida por todos con muestras de particular predilección.

En sus brazos traía un niño al que muy pocas primaveras habían sonreído, y que, a juzgar por el cariño con que le cuidaba, no cabía duda alguna que era su hijo, a pesar de que ella contaba apenas dieciocho años.

Tenía el rostro oscurecido por ese color tostado que presta el mar, y sus ojos de un brillo casi luminoso daban a su fisonomía delicada, y un tanto marchita, cierto reflejo extraño e incomprensible que llamaba la atención de todo aquel que la veía, aun cuando fuese por primera vez.

Traía los brazos y los pies desnudos, y éstos, así como todo su cuerpo, tenían una forma casi aristocrática que era fácil distinguir a pesar de su desaliño.

No obstante, el color pálido que teñía sus facciones se adivinaba, gracias al aspecto de su construcción, que debía ser robusta y de pasiones exaltadas.

La languidez de su mirada y las largas pestañas que hacían sombra sobre sus mejillas no bastaban a ocultar el rayo brillante que despedía su pupila oscura y fosforescente.

Al llegar cerca de las demás pescadoras, tomó asiento entre ellas y les dirigió la palabra con un aire modesto y gracioso, al mismo tiempo que prestaba a su fisonomía un tinte especial, conjunto de tristeza y de alegría, de melancólicos y de risueños pensamientos.

Diríase que dos rayos de luz, sombrío el uno y brillante el otro, iluminaban alternativamente su semblante prestándole un aire extraño y sobrenatural.

La pobre niña había adquirido desde sus primeros años cierta apartada reserva para con los que la rodeaban, que rayaba ya en severidad y algunas veces en fiereza; triste efecto de una vida solitaria y errante como los vientos de aquellas comarcas.

Hija de un momento de perdición, su madre no tuvo siquiera para santificar su yerro aquel amor con que una madre desdichada hace respetar su desgracia ante todas las miradas, desde las más púdicas hasta las más hipócritas.

Hija del amor, tal vez, apenas la luz del día iluminó sus inocentes mejillas, fue depositada en una de esas benditas casas en donde la caridad ajena puede darle la vida, pero de seguro no le dará una madre; así fue que las únicas caricias que halagaron la existencia de aquella criatura fueron las de un marido que la abandonó en medio de sus sueños de ángel, cuando empezaba a comprender que la vida tiene más encantos que la soledad de los bosques y el canto de los pájaros en una mañana de primavera.

Su belleza y hasta aquella grave reserva con que las más de las veces evitaba hablar con los que la buscaban, la hicieron querida para todos y recibida siempre, aun a pesar suyo, con muestras de regocijo allí a donde quisiera que se acercase.

Risas estrepitosas y voces alegres llenaron bien pronto el silencio de aquella ribera, en tanto vagaban por la playa las frescas y robustas hijas de aquellas montañas que comunican su salvaje belleza a sus moradores.

Los marineros, más animados que nunca en su trabajo, juraban, cantaban y reían, escarneciéndose sin compasión, pero también sin que, como solía suceder, pasaran de palabras sus amenazadoras promesas y sus juramentos, que escandalizarían los oídos menos castos si algunos hubiese por aquellos lugares.

Cubríase el cielo poco a poco de nubes plomizas y los relámpagos, reflejándose en las olas que empezaban a rugir sordamente, prestaban un aspecto asolador a aquel vasto océano que parecía extenderse hasta la inmensidad.

Pasaron desapercibidos al principio aquellos tristes augurios de una próxima tempestad, no cesando, por tanto, ni las risas ni el tumulto de aquella loca alegría, pero tan pronto como el ruido del trueno pasó rodando sobre las olas y, llenando la playa, hirió el oído de aquellas pobres mujeres, que creen reconocer en él la ira de Dios que de este modo se muestra visiblemente a los pecadores, se acercaron temblando las unas a las otras como si quisiesen de este modo amparar su flaqueza con el miedo y la flaqueza ajena, y entonando cada vez y en voz baja sus oraciones se arrodillaban y guarecían sus cabezas de la lluvia con los cestos todavía vacíos.

Los marineros, sin embargo, no tomaban parte en aquellas oraciones, cuidaban, sí, de terminar su trabajo con la mayor presteza.

Las olas cada vez más gruesas llegaban irritadas hasta sus rodillas y, estrellándose contra las peñas, formaban una armonía lúgubre, mezclándose al rugido de la tempestad y al rezo de aquellas temerosas mujeres.

Parecía una sinfonía infernal con sordos rumores y silbos agudos, con murmullos tenebrosos y maldiciones y agitados suspiros.

El cielo oscurecido, las rocas peladas, la mar hirviente y amenazadora, iluminada al vivo lampo y deslumbrador del rayo que aparece y desaparece a nuestros ojos, como una mirada de fuego que brilla y se oculta rápidamente deslumbrándonos más y más con su movilidad incesante; todo esto presentaba un aspecto de luz y de tinieblas, de desorden, si así puede decirse, y de grandiosidad, difícil de comprender si causaba espanto o admiración.

Hay cuadros sublimes en la naturaleza que conmueven de una manera extraña e indefinible, sin que nos sea posible juzgar de nuestros mismos sentimientos en aquellos instantes en que no nos pertenecemos.

Un poeta, un artista, que de repente se hallara transportado a aquellas riberas salvajes, enmudecería de admiración al ver un tan grandioso desorden, al escuchar aquellos acentos gemidores de la naturaleza que no sabemos si se irrita, o si reza o llora, implorando al ser que la gobierna; y, sin embargo, todos los que se hallaban allí, mudos testigos de tan conmovedor espectáculo, no veían más que truenos y relámpagos que les causaban miedo y una mar irritada que amenazaba romper la red en que tenían todo su tesoro.

Teresa era la única que con una extraña mezcla de miedo y de curiosidad seguía ansiosa con su mirada aquellas ráfagas brillantes que, iluminando cuanto la rodeaba, mostraban la grandeza del océano con sus abismos profundos y con su cólera que recuerda la de otro ser más poderoso que nosotros.

Por fin un grito de alegría se escuchó en medio de aquel tumulto y las pescadoras, levantándose presurosas, se acercaron a la orilla para recoger en sus cestos la pesca plateada y brillante que la red acababa de traerles.

Los esfuerzos de los marineros habían conseguido vencer a la tormenta.

La lancha que traía el cabo de la red acababa de doblar el peñón inmenso, parecido a un castillo feudal con sus almenas y sus torres, llamado el Peñón de la Cruz, presentándose triunfante a la vista de los que se hallaban en tierra.

Reinaba a bordo una algazara y alegría no acostumbrada y mucho más cuando la tormenta amenazaba todavía destrozar sus jarcias y sus remos.

-¡Eh! -preguntaron entonces los de la playa-. ¿Qué novedad ocurre? Pues, a fe que no está el tiempo para chanzas y risas; acabad pronto, que la tormenta arrecia más y más y amenaza confundirnos.

-¿Qué queréis? -replicaron los de la lancha-, nuestra pesca ha sido admirable..., sobre todo hemos cogido este pequeño pescado que seríais capaces de comerlo crudo..., mirad... -y uno de los más robustos marineros mostraba oculto casi entre sus grandes y callosas manos un objeto sonrosado que desde tierra no se podía distinguir por ser demasiado larga la distancia.

-¡Qué diablos enseñas tú! -gritaron los de tierra-. ¡Eh! Tú, el de los pantalones tan negros como esta noche de maldición, ¿es alguna azucena monstruo cogida en la peña encantada?

Sí -repitieron los interpelados-, una azucena más hermosa que las que florecieron en la vara de nuestro patrono san José.

Y volviendo al silencio y a la faena interrumpida dejaron a los de tierra tan ignorantes acerca de lo que pasaba entre sus compañeros como al principio.

Ellos, sin embargo, formaran por su parte mil extrañas conjeturas sobre un lance al parecer tan extraordinario.

Las mujeres, sobre todo, serían capaces de dar toda su pesca de aquel día por enterarse cada una la primera de lo que pasaba en la lancha vecina.

Por fin tocó ésta la orilla y algunos marineros saltaron a tierra llevando uno de ellos en sus brazos un bulto cuidadosamente cubierto.

Verle y abalanzarse todos hacia él fue obra de un instante, y, rodeándole y haciendo mil curiosa preguntas, en poco estuvo que hiciesen pedazos la no muy fuerte camiseta del pobre Lorenzo que, pavoneándose lleno de una inocente vanidad, como aquel que va a hacer una revelación que ha de dejar suspensos a sus oyentes retarda el momento decisivo para que de este modo parezca más interesante su narración. Pero la mano harto rechoncha de una muchachuela de quince años, de aire picaresco y maneras atrevidas, osó posarse sobre el pañizuelo y, frustrando de un modo cruel los planes de Lorenzo, dejó descubierto, en un abrir y cerrar de ojos, el arcano misterioso a todos los circunstantes, que lanzaron una misma exclamación de sorpresa.

El quejido de una criatura recién nacida, lánguido, dulce y suave como una melodía, se dejó oír al mismo tiempo que el zumbido del trueno que resonó cercano, así como la luz fosfórica del relámpago iluminara antes la imagen de la inocencia, reposando en brazos de la fuerza.

Lo que pasó entonces en el alma de aquellos sencillos pescadores y en la de aquellas mujeres, poetas las más sin que lo conozcan e impresionables hasta la sublimidad sin que puedan percibirse de ello, la extraña sensación que experimentaron sus corazones ante aquellas dos imágenes de calma y tempestad, de pureza infinita iluminada por una luz llena de miasmas devastadoras, sería imposible describirlo, porque hay cosas que sólo la inspiración puede crearlas, pero no descifrarlas.

Imaginaos una criatura medio dormida en los brazos de aquel rudo marinero que, insensible a las tempestades, se conmueve profundamente con la sonrisa de un inocente que le mira como pidiéndole compasión; imaginaos un ángel bajado del cielo con sus cabellos dorados, sus mejillas rosadas, su boquita diminuta como la hoja del capullo de las rosas margaritas, una cosa sin nombre, en fin, pero que embriaga a la par que purifica con la aureola de inocencia y santidad que vierte en torno suyo, y os podréis formar una idea incompleta de aquel cuadro digno de trasladarse al lienzo por el pincel de Murillo y Rembrandt, tan opuestas son las tintas que deberían emplearse en él.

-¿De dónde diablos traéis esa criatura? -preguntaron algunos a un mismo tiempo-. ¿La ha dejado alguna meigaen vuestro regazo, o la hallásteis dormida sobre la cubierta de la lancha?

-Nada de eso -respondió Lorenzo, vuelto por esa sola pregunta a su posición interesante-, escuchad y os admiraréis. Doblábamos el pico de la Peña Negra en donde, como sabéis todos, hay siempre más abundancia de sardina, cuando nos pareció percibir, entre el rumor del viento, el débil y apagado llanto de un niño sin que por eso descubriésemos en torno nuestro objeto alguno que nos hiciese creer que no era ilusión de nuestros sentidos, sino realidad; mas, no bien nuestra lancha dobló hacia el Sur, dejándonos percibir perfectamente el plano que rodea aquel negro, triste y solitario picacho, a cuyos pies se arremolinan y saltan las olas, cuando el llanto se dejó sentir más cercano, pudiendo notarse entonces que hacia la parte más musgosa de la peña se movía una cosa blanca como las perlas, y que contrastaba notablemente con el verde oscuro de las algas esparcidas en torno suyo. Entonces nos miramos unos a otros y, quizá impulsados por un mismo pensamiento, nos pusimos a bogar en silencio y hacia el sitio indicado. Llegamos, y a nuestra vista se apareció una niña, recostada sobre el musgo húmedo, la más hermosa que he visto en mi vida, y que tiritaba de frío, la pobrecilla, a pesar del calor sofocante que se iba extendiendo por la costa. La cogí entonces para acercarla a mi pecho y darle el calor que su madre le había negado...

-¡Su madre!..., prorrumpieron todas las que allí había. ¿Es posible que esa pobre criatura tenga madre?

-Pues qué, ¿pensáis acaso -repuso el marinero con ciertas pretensiones de sabiduría- que ha nacido por obra y gracia de la roca negra?

-¡Quién sabe! ¡Quién sabe! Es demasiado hermosa para ser de este mundo.

-¡Bah! ¡Bah! -añadió el pobre pescador con una sonrisa de un contento inefable-. ¡Qué tontas son estas mujeres!... ¿No ha salido un santo del vientre de una ballena tan vivo y tan listo como si saliera del de su madre? Pues esta niña pudo salir también del de un tiburón, por ejemplo, y quien dice tiburón dice otra cosa cualquiera que no es del caso averiguar..., pero -añadió besándola con cariñosa dulzura-, gracias a Dios, tendrá desde hoy un padre...

-¡No, no! -gritaron muchas voces descontentas que aturdieron al buen Lorenzo-. Reflexiona, le dijeron, que tienes muchos hijos y que esa niña causará un perjuicio a tu familia. Aquí estamos bastantes que no tenemos ninguno, y podemos mejor que tú encargarnos de ella, porque al fin, por hermosa que sea, tendrá dientes y comerá andando el tiempo como tú y como yo...

-Pero también trabajará -exclamó el marinero contento de hallar una contestación que dar a aquellos hombres que le decían razones que le iban convenciendo...

-¡Trabajar!... -murmuraron los demás-. Esa niña no debe trabajar, se moriría; ¿piensas que es como tus hijos y como los míos?

-Vaya si lo pienso...

Las voces de los descontentos sofocaron las palabras de Lorenzo, y entonces pasó una verdadera tormenta de disputas.

Todos querían para sí aquella hermosa criatura, todos querían ser padres de aquel niño, de aquel hijo del acaso.

Lorenzo, sobre todo, quería alcanzar con gritos y, lo que era mejor todavía, con tinos puños capaces de convencer a un bretón, como diría Dumas, lo que ni sus razones ni la buena voluntad de sus compañeros querían darle.

Por fin se decidieron a aceptar el fallo de la suerte.

Decidióse ésta por Teresa la expósita, y así se vio a la vagamunda tomar bajo su amparo a la pobre desheredada como ella.

Teresa era una muchacha simpática para todo el mundo, tanto por su belleza como por su buena conducta, aunque fuese algún tanto insociable y le agradase más vagar solitaria a orillas del mar y llevar sus ovejas al campo a la hora en que el fresco de la mañana y los primeros rayos de luz despiertan a las flores de sus sueños de aromas.

Lorenzo le entregó la niña con menos sentimiento que lo hubiera hecho con otro alguno, diciéndole:

-He aquí una perla de gran valía, yo te la cedo a condición de que seas para ella una buena madre; pero también yo quiero llamarme a mi vez su padre, y que cuando empiece a balbucear tu nombre, le enseñes el mío, para que de este modo me conozca y me quiera poco menos que a ti, ¿lo entiendes?

Y enjugando con la manga de su camiseta una lágrima que rodó silenciosamente por sus tostadas mejillas, volvió la espalda a los que le miraban como queriendo ocultar aquella debilidad indigna de un viejo marino.

De este modo todo volvió a su silencio, y las faenas olvidadas empezaron de nuevo.

La tormenta bramaba sobre sus cabezas, y las olas eran cada vez más gruesas, más fuertes y amenazadoras.

Contenta Teresa con su nueva hija, querido tesoro que no cambiaría por nada de este mundo, se acercó la primera a la orilla para que los pescadores llenasen su cesta antes que la de otra alguna.

Su felicidad era grande, pero estaba escrito que en aquel día su alma había de sufrir los más fuertes sacudimientos, los más grandes dolores que pueden lacerar el alma de una madre.

Su hijo, rosado, rubio, hermoso y, sobre todo, travieso se entretenía en andar todo el espacio posible con sus débiles piececitos y cayendo a cada paso sobre la arena. Pero adelantóse tanto hacia la orilla, tal vez para coger con sus pequeñas manos aquellas verdes olas que brillaban fósfóricas a la luz de las exhalaciones, que era inminente el peligro en que le exponía su inocencia.

De repente un viento fuerte sopló sobre todas las olas y las empujó hacia la playa: la mar lanzó terribles rugidos, pareciendo querer salvar la débil muralla de arena que se oponía a su paso y desbordarse.

Las olas se agolparon tumultuosas y se adelantaron hacia los que estaban en la playa.

Entonces un leve quejido, ahogado por el rumor de la tempestad, hendió el espacio; suspiro lastimero que penetró en el corazón de los que le escucharon, sucediéndose a este suspiro un grito desgarrador, profundo, intenso, que hizo helar la sangre en las venas.

Era Teresa que acababa de ver a su hijo arrastrado por aquel torbellino de agua, fiera implacable que no devuelve nunca lo que una vez se ha sepultado en su fondo de arena.

-¡Mi hijo! ¡Mi hijo! -balbuceó delirante queriendo arrojarse al mar para socorrerle-. ¡Mi hijo..., mi pobre niño inocente..., el hijo de mis entrañas!

Y cayó sin sentido sobre la arena.

Cuando despertó de su desmayo, pareció reflexionar algunos instantes: un raudal de lágrimas inundó su semblante; calmóse algún tanto su pesadumbre, más que nada por el mismo exceso de dolor que la abrumaba, y apareció así, a los ojos de los que la rodeaban, resignada y serena.

Preguntó por su hija adoptiva que le presentaron hermosa como una flor bañada de sol y de rocío.

Ella la envolvió en su pañuelo y, tratando de adormecerla en su seno, se dirigió silenciosamente hacia su pobre vivienda, no sin echar antes a aquel mar proceloso una dolorosa y profunda mirada.

Los que la vieron partir sintieron su corazón oprimido de angustia.

Los truenos y los relámpagos fueron los únicos que la acompañaron por la triste y oscura encrucijada que guiaba hacia su pobre vivienda.

Capítulo II. Teresa Voici Minona qui marche dans sa beauté, le regard baissé et les yeux pleins de larmes. Ses cheveux épars flottent au vent inquiet qui souffle de la colline.

Ossian

El embravecido mar de Finisterre lanzaba sus verdes y espumosas olas contra los peñascos que rodean el antiguo santuario de Nuestra Señora de la Barca.

Un sol de invierno, claro, pero frío, iluminaba aquellas montañas que, ya graníticas, ya arenosas, tienen siempre ese aspecto desolado y salvaje de las comarcas estériles, en cuya tierra no brotan jamás ni arbustos ni verdura; y un silencio lleno de sordos y misteriosos rumores se extendía doquiera alcanzase el oído.

El cielo estaba sereno; pero el cielo que cubre aquellos tristes paisajes no es de ese azul tranquilo en que el alma se espacia cuando nuestra mirada se alza hasta él, porque si allí hay días de sol y de calma, es una calma inquieta y zozobrante en la cual no se respira con libertad, pues aquella mar de tornasoles sombríos comunica a la misma atmósfera sus turbados y glaciales vapores.

La niebla densa y de un olor acre, que de ella se levanta a la hora en que sale el sol, apaga las hermosas tintas de la mañana y cubre como un sudario aquella desnuda tierra que semeja una tumba.

Allí no se escucha más que el silbido del viento y de unas olas siempre en lucha y que amenazan tragar los pequeños pueblecillos que se extienden a la orilla, como abandonados despojos de quien nadie se cuida.

Algunos huertos, guarecidos por elevados muros, conservan a duras penas plantas raquíticas y agostadas por los torbellinos de arena que se levantan con la tempestad y las aplastan bajo su peso.

Un viento fuerte y continuo que viene del mar arranca a veces, como árboles que troncha el huracán, las pobres chozas de los pescadores dejándolos expuestos a la inclemencia de las estaciones, y, no obstante, los hijos de aquellas riberas abandonadas y tristes aman su país, mucho más que los que viven en esas fértiles y risueñas campiñas de los climas del mediodía, a quienes regala la naturaleza con cuanto tiene de más hermoso.

Ellos aman sus chozas arruinadas, sus lanchas sucias y con el olor de la brea y sus redes, que ellos mismos hacen y ven envejecer, dulces tesoros que no abandonarían por todas las bellezas de la tierra. En aquellos desiertos arenales pasan la mayor parte de su vida, y acostumbrados a su silencio y a su bravura se alejan de toda otra existencia, como huye el ciervo al escuchar los sonidos del cuerno de caza que le sorprende en medio del bosque.

Sin embargo su corazón es benigno y caritativo para el que se acerca a sus cabañas; jamás he encontrado un carácter más dulce y bondadoso que el de aquellas pobres gentes.

La choza de Teresa se hallaba situada en medio de una pequeña llanura rodeada de inmensos y descarnados peñascales, y cercana al célebre santuario de Nuestra Señora de la Barca.

Lugar éste el más apartado y salvaje de aquella comarca, tiene cierta ruda belleza, digna de ser descrita por Hoffmann, y que tal vez sólo puede ser grata a los caracteres tétricos o a las imaginaciones exaltadas.

Si Byron, ese gran poeta, el primero sin duda alguna de este siglo, hubiese posado sobre el desnudo cabo de Finisterre su mirada penetrante y audaz, hubiéramos tenido hoy tal vez un cuadro más en su Manfredo, o algunas de aquellas grandiosas creaciones inspiradas bajo el sereno cielo de la Grecia, y con la cual haría ver al mundo que hay en este olvidado rincón de Europa paisajes dignos de ser descritos por aquel que era el más grande de los poetas.

Aquel paisaje, uno de los más desolados y tristes que pueden hallarse en Galicia y quizás aun en la mayor parte de España, armonizaba admirablemente con el carácter de la expósita, acostumbrada a la soledad y a la vida errante.

El mar se divisa desde allí más irritado y soberbio, las olas se estrellan bramadoras contra las rompientes y los bajíos, formando torrentes de espuma que saltan a una altura inmensa, cayendo después como una lluvia de perlas.

Cuando los vientos se cruzan, entonces las olas chocan con violencia las unas con las otras, y se arremolinan y crecen de un modo prodigioso formando vistosos campanarios de un verde claro, que vienen a deshacerse sobre la arena como torres que se derrumban.

Otras veces hierve y se agita en un punto solo, semejando un abismo profundo, o un sumidero, que amenaza absorber todo el agua que encierran los mares del universo.

Aquello es una lucha sin término, una ira que no se calma, unos aullidos que nunca cesan, una babel, en fin, de lenguajes desgarradores que lastiman y no se comprenden.

Los buques se alejan de aquel huracán eterno y al divisarlo oponen todas sus fuerzas para no ser arrastrados hacia él, y huir la atracción fatal de aquel infierno en donde se perece entre bramidos que amedrentan, lleno de terror el espíritu como si todas las iras del cielo se conspiraran para darle un fin horrible contra aquellos negros y elevados peñascos.

Numerosas embarcaciones han sido allí juguete de las olas irritadas, y como ligera pluma desaparecieron en un instante de la superficie de las aguas, sin que el mar arrojase a la playa el más pequeño resto que indicase más tarde la pasada tormenta y el triste naufragio.

En otros tiempos se creía, y aun hoy se cree, que aquellos lugares están malditos por Dios y, en verdad que jamás la conseja popular tuvo más razones de vida que en esta ocasión en que todo parece indicar al alma atribulada que una maldición pesa sobre aquellas playas tan desiertas en medio de su desnudez.

Teresa gozaba de aquella naturaleza excepcional como pudiéramos hacerlo nosotros entre el ruido de una fiesta.

Muy lejos está seguramente de parecerse la música de nuestros salones al silbo agudo del viento que, rodando sobre el techo de su cabaña solitaria, le acompañaba en su rezo fervoroso y en su sueño inquieto y desasosegado la mayor parte de sus noches de soledad, pero su alma triste al par que fuerte, y su dolor y sus lágrimas, le hacían amar aquel errante compañero que, como ella, ni hallaba nunca reposo ni cesaba de gemir.

Las horas de aquella mujer, llena de aspiraciones que ella no comprendía, eran largas, cansadas y aun irritantes, pues las lágrimas, único consuelo de los que sufren, se negaban a veces a calmar la pena en que rebosaba su corazón.

El día de que hablamos era un sábado y, como hemos dicho, estaba claro y sereno, pero triste.

Teresa había ido a visitar la santa piedra, como allí la llaman, que se balancea pausadamente produciendo en su acompasado movimiento un ruido sordo y metálico que se escucha a larga distancia.

Reinaba en torno el más profundo silencio dejando percibir más claramente aquel ruido extraño, y Teresa, de pie, encima de aquella piedra misteriosa y flotando las puntas del blanco pañuelo que sujetaba sus cabellos agitados por el viento, la cabeza vuelta hacia el mar y los brazos tendidos con abandono, parecía una sublime creación evocada de entre aquellas espumas, blanca como ellas y bella como un imposible.

La peña se balanceó largo tiempo, hasta que cesando poco a poco quedó enteramente inmóvil.

Teresa quedó inmóvil también, y su vista, fija tenazmente en el horizonte, parecía empeñada en descubrir un punto blanco que se distinguía apenas entre la niebla que empezaba a extenderse hacia aquella parte.

Más tarde se percibió débilmente un buque que parecía navegar con rumbo hacia Camariñas.

Teresa permaneció largo tiempo en un estado casi angustioso con la penetrante mirada fija en el buque que cortaba las ondas con suma rapidez, hasta que la niebla, ocultándolo enteramente, no presentó a sus ojos más que un horizonte solitario y triste.

Teresa entonces se dirigió a su cabaña, mas sus ojos iban bañados de lágrimas y animado su semblante.

Capítulo III. Emociones Magdalena, eres buena como Dios, y yo no me quisiera separar de ti.

Jorge Sand

La pesca del atún había sido excelente.

Algunos de estos informes animales arrojados sobre la arena, y con el cuerpo acribillado de heridas que arrojaban sangre a borbotones, lanzaban feroces y entrecortados resoplidos con que anunciaban el fin de su agonía.

Multitud de curiosos, de esos que no se cansan nunca de ver reproducirse ante su vista unas mismas escenas, se agrupaban con ansia en torno de ellos, sin que apareciese en su semblante el más pequeño indicio de repugnancia.

Los marineros hundían sus grandes navajas con ligera y segura mano en el cuerpo áspero y palpitante de aquellos monstruos, y sus vestidos, salpicados de sangre, exhalaban un olor nauseabundo.

La terrible agonía de aquellos animales torturados hasta en su último suspiro presentaba un aspecto desagradable.

Ellos se revolcaban en la arena pugnando por acercarse al mar, su elemento y su única salvación; pero eran vanos todos sus esfuerzos.

Las olas pasaban casi rozando su cuerpo, y volvían a retirarse hacia su centro sin prestarles a su paso la vida que le pedían con su mirada apagada y turbia. La mar se adelantaba rugiendo, pasaba y retrocedía sin hacer más que borrar en la arena los rastros de sangre con que la manchaban sus hijos.

-¡Apartémonos de aquí, Fausto! -dijo una voz dulce que salía del grupo de espectadores interesados en contemplar la lenta y trabajosa agonía de los monstruos-. No puedo ver sin estremecerme -añadió- las heridas de esos animales que, al fin y al cabo, deben padecer de un modo horrible.

-Espera un momento y todo habrá concluido -respondió otra voz que, aunque dulce, tenía algo de varonil-; esos pescados son muy feos y no deben, por lo mismo sufrir tanto como los demás.

-¡Ah! ¡No, no! -interrumpió la voz primera-. Eso que dices no puede ser cierto, Fausto... ellos viven y respiran, y deben sentir lo mismo que todo lo que respira y vive... ¡Vamos!...

Entonces se vio salir de entre aquella curiosa multitud una niña hermosísima que, cogida de la mano de un marinerillo tan joven casi como ella, pugnaba por atraerlo hacia sí y apartarlo de tan cruel y sangriento espectáculo.

Todas las miradas se volvieron hacia aquella casta aparición de rubios cabellos y tez de nieve, que airosa y ligera parecía entre aquellas gentes de rostros varoniles y atezados lo que un blanco lirio nacido entre maleza.

-¡Bendita seas tú, niña hermosa, santa de nuestros lugares! ¡Bendito sea el día en que la Virgen Nuestra Señora te arrojó a nuestras playas! ¡Y bendita la mujer que te recogió criándote tan fresca y limpia como los claveles!... Y le abrían paso respetuosamente en tanto los marineros jóvenes dejaban caer sobre su rostro de ángel ardientes y fugitivas miradas, murmurando a su oído al pasar palabras cariñosas.

La pobre niña las escuchaba sin comprenderlas y, sonriendo a cuantos hallaba a su paso, hacía graciosos saludos con su cabeza elegante como la de un pájaro. Pero una tinta sombría cubrió el rostro de su compañero desde el momento en que las palabras de los jóvenes hicieron sonreír a sus amigos, y con la mirada fija en las olas parecía no atender a lo que pasaba en torno suyo.

Siguió como distraído a la hermosa niña, que se alejaba de la muchedumbre, y cuando se hallaron lejos de las curiosas miradas, de los que les rodeaban momentos antes, gracias a un pequeño y arenoso montecillo que se interponía entre el camino que seguían y la playa, apartó su mano de la de su compañera con muestras de mal reprimido enojo.

Miróle ésta sorprendida y, volviendo a coger aquella mano esquiva que se había alejado de ella y que Fausto llevaba caída con cierto abandono e indiferencia que le sentaba admirablemente, le preguntó con voz dulce y cariñosa:

-¿Por qué te incomodaste? Hace algún tiempo que observo se cambia tu carácter de un modo repentino y sin que yo pueda adivinar jamás la causa de tus resentimientos.

Esta pregunta no tuvo respuesta alguna. El joven marinero parecía absorto y ocupado más que en nada en observar el movimiento que hacían sus pies blancos y desnudos al pisar la arena.

-¡Ah! ¿Conque no me contestas? -volvió a decir la niña entre risueña y triste-. Pues bien, eso está muy mal hecho, y a mí no me agrada porque yo jamás he estado de ese modo contigo.

Dicho esto, guardó silencio por algunos instantes, como esperando alguna cariñosa demostración de su amigo, el cual seguía imperturbable con la cabeza inclinada y con la mirada fija en la arena que se entretenía en lanzar con los pies sobre los lagartos que asomaban la cabeza al tibio rayo del sol que entraba hasta sus escondrijos.

Observó Esperanza la asiduidad con que Fausto se ejercitaba en semejante operación, y con esa volubilidad propia de los niños, mucho más burlones de lo que generalmente se cree, le dijo lanzando una franca y estrepitosa carcajada:

-¡Dios mío, Fausto! ¡Pobres pies!... ¿Y si rompes los zapatos? -añadió aludiendo al marinerillo que iba descalzo.

Entonces alzó éste sus ojos, y su mirada colérica y brillante cayó sobre la pobre niña.

-¡Esperanza!... -exclamó con entrecortado acento; pero su voz, anundándose en su garganta, no le dejó proseguir.

-¡Ay, qué miedo!... -repuso la niña con ese tono inocente y burlón del que no teme una amenaza que sabe no ha de realizarse y haciendo una graciosa mueca de espanto, con la que pretendió imitar la cólera de su amigo, abriendo también con exageración sus grandes ojos negros de un tornasol azulado.

-¡Ah! -tartamudeó entonces Fausto-, ¡riéndote..., siempre riéndote!...

-Pues ¿cómo quieres que esté seria? -interrumpió Esperanza.

-¡Lo mismo que lo estoy yo! -Y Fausto volviendo la espalda echó a andar por otro camino, dejando sola a su compañera.

La pobre niña, entonces pálida de emoción, le vio alejarse por algunos instantes, hasta que las lágrimas empañaron sus ojos, prorrumpiendo después en amargos sollozos.

-¡Fausto! ¡Fausto! -le decía llamándole a grandes voces-. ¡Ven, dime que mal te he hecho!... ¡Ven y perdóname!... -y corría tras él mientras Fausto acortaba cada vez más su paso, previsión amorosa que equivalía a un perdón.

El llanto de la mujer dicen todos los hombres que puede mucho en su corazón, y esto debe ser cierto porque Fausto volvió la cabeza, y entonces pudo ver Esperanza que éste tenía también llenos de lágrimas los ojos.

-¡Ah, no llores más! ¡No llores más! -le decía el joven marinero, al tiempo que cogía entre las suyas las manos de su amiga-. ¡No llores más! -añadía tratando de dar a su voz un acento seguro-. Yo te quiero y seré siempre tu amigo..., pero tú te sonríes para mis compañeros, a pesar de que me has asegurado que yo sólo era tu amigo y no ellos...

-¡Tus compañeros!... -murmuró pensativa la pobre niña, bañados sus hermosos ojos en dos lágrimas que semejaban dos gotas de rocío suspendidas todavía de sus largas pestañas-. ¡Me río con ellos como con todos!...

-Con los demás nada me importa..., ¡pero con ellos!..., escucha -añadió después de una breve pausa-, no quiero que los mires y mucho menos que te sonrías, cuando te miran, de la manera que lo haces.

-Entonces cerraré los ojos y apartaré la cabeza cuando pase a su lado, pero... ¿y si caigo y me hago daño?

-No es necesario que cierres los ojos, sino que tú no mires para ellos -respondió Fausto volviendo a su mal humor-; ya sabes que Juan y yo estamos reñidos; pues bien, como yo no quiero mirarle a la cara, cuando él está en la playa y yo paso por allí... miro hacia mi casa...

-¡Bien, bien!... -dijo Esperanza con coquetería y como olvidada de su llanto, fresco rocío de mañana de primavera que el primer rayo de sol disipa-. Vaya unos caprichos que yo no entiendo y que no has tenido nunca...; pero, en fin, más valdrá mirar para tu casa cuando ellos estén en la playa, que no que tú vuelvas a mirarme con los ojos que hoy lo has hecho -y luego añadió, apoyando su linda cabeza de blondos cabellos en el hombro de Fausto-: Ahora, ¿amigos como siempre?

Y le miró con la tentadora mirada de la hermosura y de la inocencia.

-¡Para siempre! -respondió Fausto, ebrio de felicidad.

Y enlazadas las manos, como dos pájaros alegres, se dirigieron hacia la cabaña de Teresa que se divisaba a corta distancia.

-¡Qué hermosa es! -decía entre sí el marinerillo, mirando furtivamente a su compañera.

Un rayo de alegría bañaba el rostro de Esperanza, más hermoso que nunca; sus cabellos caían sobre las mejillas, su frente rosada parecía pedir un beso cariñoso al viento que pasaba; era una casta aparición de inocencia. Fausto iba a su lado como un esclavo, subyugado, sin voluntad propia, pero feliz. Su contento se leía en sus grandes ojos, en las mejillas que se ruborizaban bajo la morena piel, en sus labios en que sonreían las temblorosas palabras, en su paso inseguro.

Las primeras emociones de la adolescencia pasaban calladamente sobre el corazón de Fausto.

Capítulo IV. Esperanza ¿Quién de tus gracias no se enamora?. Hija del aire, ¿quién no te adora?

Zorrila

Esa niña ligera y airosa, que alegra las áridas riberas que os he descrito como un rayo de sol ardiente el desnudo y aterido cuerpo del mendigo, ésa es Esperanza, la hija del mar, la que arrojada sobre una pelada roca, no sabemos si es aborto de las blancas espumas que sin cesar arrojan allí las olas, o un ángel caído que vaga tristemente por el lugar de su destierro.

Ella creció esbelta como la palma y hermosa como una ilusión que acierta apenas a forjar el pensamiento; creció al abrigo de aquella otra huérfana llamada Teresa, cuya existencia solitaria era respetada en toda la comarca.

La vida de aquellas mujeres, las dos buenas, las dos jóvenes y hermosas, había llegado a ser para todos un objeto de veneración casi, que nadie osaba profanar, y su cabaña tan solitaria y tan pobre no fue jamás perturbada por ninguna mirada indiscreta. Tal vez, porque esos lugares en donde mora la virtud inocente encierran en sí mismos un poder misterioso e invencible que rechaza la calumnia y la curiosidad del vulgo.

La una, casi niña todavía, y con esa belleza pura que algunas imaginaciones privilegiadas han soñado en los serafines -ángeles que se acercan más al trono del que todo lo es, solía inspirar esa simpatía, dulce e insinuante a la vez, que deja en pos de sí un rastro luminoso que no es jamás oscurecido por las sombras.

Ni Rafael, ni el beato Angélico, esos dos grandes artistas que tan bien han sabido trasladar al lienzo sus celestiales visiones, delinearon jamás facciones más puras, ni contornos más perfectos. Esa muestra inimitable de los artistas, la naturaleza, había sobrepujado esta vez a todas las inspiraciones, a todos los sueños imaginables.

La cabellera, que por una rareza extraña jamás crecía hasta más allá de sus hombros, flotaba suelta y en rizados bucles alrededor de su cuello de una blancura alabastrina.

Los ojos y pestañas eran de un color negro fuerte, en tanto que sus cabellos dorados como un rayo de sol despedían reflejos pálidos, semejantes a la luz de la luna cuando en clara y serena noche de verano cae como un haz plateado sobre las temblantes ondas.

Tenía su voz cierta vibración armoniosa y clara que, hiriendo dulcemente el oído, conmovía el corazón de un modo extraño cual si se escuchara el eco de un instrumento armonioso o la última cuerda del laúd que estalla gimiendo.

Cuando su mirada cándida pero resuelta se fijaba en algún objeto, parecía atraerlo hacia sí por una fuerza invencible, y el arco perfecto de sus cejas tomando una rigidez indomable, bajo la que se creería adivinar un poder sobrenatural, prestaba a su semblante una belleza severa e inimitable. La sonrisa que vagaba siempre en sus labios finos y de un rosado pálido, cual suele serlo el de las flores de invierno, dulcificaba aquella dura pero poderosa influencia que, como todo lo que no pertenece a la tierra, parecía rodeada de una aureola refulgente que envolviéndola en sus vapores la alejaba de las demás criaturas.

Tal vez de aquellas nieblas del Sur, de aquellas algas verdes y transparentes que flotan en las aguas en formas diversas y caprichosos festones, tal vez de las blancas espumas, y del tornasol que forman las olas, y de las gotas brillantes que esparcen en torno como lluvia de plata cuando un viento fuerte las desparrama, y de las perlas que encierran las conchas, y de la esencia en fin de todo lo bello que esconde el mar, se formó aquella hermosa criatura, que el acaso trajo a la tierra, cuando era quizás su destino ser diosa de silenciosas grutas y reina de ocultos misterios.

Su paso era ligero siempre, y su pie breve y rosado como el de un niño dejaba apenas impresa su huella en la arena, hollando sin romperlas las delicadas conchas que se ven en las orillas blanquizcas de aquellas ásperas riberas, cual las flores silvestres en las selvas regadas por arroyos cristalinos.

Cuando se la veía pasar y desaparecer en un instante, con los rizos suaves de su cabellera agitados por el viento o bien acariciando su frente blanca y lisa como la de una estatua, y los entreabiertos labios como queriendo aspirar el aroma salobre que el viento llevaba hasta ella, se la creería más bien que mujer una visión angélica, un sueño que quisiéramos se prolongara una eternidad de siglos, una ilusión, en fin, que temiéramos verla desvanecida entre los vapores de nuestro mismo pensamiento.

Por eso Fausto, su compañero de infancia, el marinerillo de rostro moreno y cabellos de ébano, la sigue a todas partes como sigue la sombra al cuerpo, como sigue a la aurora la alba estrella de la mañana.

Ella es el espejo en donde se reflejan las ilusiones de su primer cariño; ese risueño sol de primavera que presta vida a las flores inocentes, y él respira con loca avidez el aroma que despide aquella sencilla clavellina de tallo ligero, en cuyos pétalos perfumados encuentra las primeras dulzuras de un amor casto y lleno de sonrisas.

Ella es para su alma lo que ese lago tranquilo y purísimo de los cuentos mágicos, terso cristal del que no se exhalan ponzoñosos vapores y en cuyas arenas plateadas no pueden arrastrarse los asquerosos insectos que mezclan su saliva amarillenta a la transparente linfa de las aguas. La dulzura que experimenta su alma cuando está a su lado es la de aquellos que, ignorando el mal, gozan tranquilamente las dulzuras que le prodiga el ángel cariñoso que vela por los días de su existencia.

Hacía algún tiempo, no obstante, que su espíritu, más inquieto que de costumbre, daba a su mirada ese recelo continuo del que teme ser sorprendido en medio de una gran felicidad. Poco tranquilos sus sueños, solían presentarle imágenes que reproduciéndose luego en su memoria le causaban vértigos extraños que trastornaban su cerebro, y cuando la voz de su padre le llamaba para el trabajo de todos los días, mostraba un descontento en aquel semblante por lo general risueño y afable.

Solía algunas veces abandonar su lecho antes que la aurora iluminase con sus tibios rayos las olas que venían a morir en la desierta playa y vagar alrededor de la cabaña de Esperanza, como un fantasma errante en medio de aquella claridad dudosa y sin nombre que precede a las tinieblas y que no es todavía ni sombra ni luz.

Pero lo que buscaba su corazón en aquella correría incierta y vaga, lo que le arrastraba hacia la vivienda de aquella pobre niña, que había sido lo más querido de los días de su infancia y que hoy era la hermana que no abandona nunca a su hermano, lo que le trastornaba haciéndole sufrir y derramar lágrimas, ni lo sabía, ni lo comprendía, pero se dejaba arrastrar por aquel instinto que le transportaba a regiones desconocidas, que ya eran luz, ya tinieblas, desconcierto rápido e instantáneo, que no le dejaba pensar, ni preguntarse a sí mismo qué era lo que pasaba en su corazón cuando tan inquieto, tan turbio y tan lleno de locas sensaciones se sentía.

Fausto se hallaba en ese instante tormentoso que experimenta el niño cuando quiere ser hombre.

Los pensamientos agitados se agolpaban en su mente débil, y las imágenes brillantes pasaban y volvían a pasar ante su vista conturbada; él creaba y sentía, los fantasmas tomaban a veces en su espíritu una forma real, pero aquella forma era incierta, trémula, semejaban un hermoso poema escrito en un momento de delirio.

¡Fausto era casi desdichado!

Asomaban en el lejano horizonte los primeros rayos de luz que anuncian el día cuando el joven marinero se hallaba ya a pasos de la cabaña de Esperanza.

El cielo estaba sin nubes, pero el bochorno de la atmósfera dejaba adivinar que el día sería tormentoso.

No se sentía en torno el más ligero ruido, sólo el mar lanzaba sus largos bramidos y sobre las olas turbulentas volaban las gaviotas como indiferentes a tan impotente cólera.

El alma de Fausto consonaba perfectamente con el estado de la naturaleza, y sus sombrías miradas mostraban que él participaba del triste placer de aquella soledad y de aquel aislamiento que semejaban admirablemente el vacío que experimentaba entonces su corazón.

El cerco azulado que se percibía al redor de sus ojos, la palidez de sus mejillas, y su aire taciturno y sombrío, indicaban demasiado la lucha interior que le rendía. Su aspecto en el momento de que hablamos era el de una de esas criaturas hermosas que, bañadas por el primer rayo de devoradores males que tal vez le han de conducir a un helado y solitario sepulcro, aparecen más bellas que en un estado de perfecta salud, porque también la fiebre comunica brillantez a las miradas moribundas y tinte rosado a las mejillas lívidas y tristes.

Algunas veces, en medio de su ronda amorosamente solitaria, se acercaba a la puerta medio carcomida de la cabaña de Esperanza, y comprimiendo su respiración agitada, ponía atento oído para percibir de este modo hasta el más insignificante ruido que dijera a su corazón: -¡Ella es!-; pero sus esperanzas quedaban frustradas. Entonces volvía a su inquieto paseo a lo largo de la ribera, mirando receloso a todas partes, como si temiese haber sido sorprendido en vergonzoso acto de espionaje, que todos reprobarían pues, en efecto, él era el primero que trataba de sorprender los castos misterios de la vida de aquellas dos mujeres, tan respetados hasta entonces.

Pero su corazón le vendía, su corazón le llevaba hacia allí y a pesar suyo volvía y escuchaba atento qué era lo que pasaba dentro de tan santa vivienda.

Llegó, pues, un momento en que Fausto creyó percibir el sonoro murmullo de dos voces. Los que hablaban parecían hacerlo acaloradamente, y aun podía creerse que a las palabras se mezclaban sollozos.

Entonces, con el corazón palpitante y lleno de una curiosidad que jamás había experimentado, se acercó más a la puerta para poder oír de este modo y distintamente cuanto pasaba en lo interior de la cabaña.

Pero como si fuese de repente, se presentó ante sus ojos una visión que sin tener nada de horrible le sobrecogió mucho más que todas cuantas había forjado su enferma imaginación; sin embargo de que no era otra cosa que un hombre esbelto y de estatura más que regular, cuyo exterior le hacía aparecer como extranjero, al menos para Fausto, que jamás le había visto.

Vestía con cierta elegancia desdeñosa un largo gabán de abrigo, un pantalón oscuro y unos botines de paño que casi cubrían sus pies, demasiado pequeños si se atendía a su estatura. Su rostro apenas dejaban verlo el ala de su sombrero y el ancho tapabocas que arrollaba al redor de su cuello; sin embargo, el curioso podía ver todavía unos ojos azules hermosísimos, y una nariz afilada y perfecta.

-¡Vaya una extraña curiosidad! -exclamó dirigiéndose a Fausto, que le miraba con esa rara mezcla de cólera y de miedo que experimentan algunos en presencia de aquéllos cuya superioridad física les amenaza con su tranquilidad.

El pobre marinero tenía ante sí aquella colosal y airosa estatura, aquel hombre que le había sorprendido en el crimen más grande de su vida y que sin derecho alguno para reconvenirle ni interrogarle tenía fija sobre él una mirada escudriñadora y burlona. Todo esto, que él comprendía vagamente, había de tal modo irritado su carácter susceptible que los instintos de refinado orgullo que empezaban a desarrollarse en su corazón se revelaron entonces en toda su fuerza. Tan vivas emociones hervían y se ocultaban dentro de su pecho, no apareciendo a los ojos del extranjero mas que como un niño avergonzado ante las severas miradas del que le sorprendiera en un delito.

-¿Qué es lo que esperas aquí? -le preguntó entonces aquel hombre que, con las manos sumergidas en los profundos bolsillos de su gabán, parecía divertirse, con un raro placer, en contemplar tan inocente turbación.

Sintió entonces aquel niño que la sangre se agolpaba a sus mejillas, porque semejante hombre, gracias a una extraña influencia que no comprendía, pero que le causaba vértigos, le turbaba, y repuso en tono irritante aunque tembloroso.

-¿Y a usted qué le importa?

Una carcajada sardónica y fría contestó a estas palabras del pobre inocente que, sobrecogido por el sonido casi metálico de aquella risa diabólica, echó a correr instintivamente alejándose de aquel ser que le causaba espanto.

Eacute;ste le vio alejarse con una calma indiferente, y siguió paseándose silenciosamente a lo largo de la ribera.

Capítulo V. Confidencias -¡Se me marchan, y yo me quedo!

Soulié

Teresa se había levantado al amanecer y vistiéndose apresuradamente parecía haber puesto el mayor cuidado en no interrumpir el dulcísimo sueño en que reposaba su hija adoptiva, cuyo rostro angelical presentaba en aquellos instantes esa quietud y belleza inefables que caracterizan a los seres que se aduermen todavía en el seno de la inocencia.

El semblante de Teresa, por el contrario, aparecía marcado por ese indeleble sello que distingue a los espíritus intranquilos y errantes, y por esa vaguedad sin nombre que se refleja en las miradas de los que no encuentran nunca reposo.

Parecía agitada por un poder desconocido y grandioso que, al par que daba a su cuerpo una fuerza febril, prestaba a su imaginación un valor ardiente y sombrío, como el que animaba a los héroes de los antiguos tiempos, que, yendo en pos de fantásticas aventuras, abandonaban su hogar para encontrar después en remotos climas y muy lejos quizás de todo socorro humano una muerte segura pero rodeada del fanático misterio que les impelía hasta ella.

Teresa, la pobre huérfana abandonada, la tórtola gimiente que no halló nunca bosque solitario en que llorar sus penas, era uno de esos genios indómitos y poetas, una de esas imaginaciones ardientes que sólo viven de grandes emociones y que en el aislamiento se consumen como nieve que derrite el sol, no hallando atmósfera que llegue a su deseo ni horizonte bastante lejano a donde volver sus miradas. Tal vez si hubiese nacido en épocas más remotas se presentaría orgullo de su siglo como Juana del Arco, o santa Teresa de Jesús, pero en estos tiempos en que el positivismo mata el genio y en que la poesía tiene que cubrirse de terciopelo para tener cabida en la sociedad, la pobre pescadora, sin más apoyo que la soledad que la rodeaba y más instrucción que la de su propio entendimiento, tenía que vagar por aquellas riberas como un alma errante o como un astro perdido entre sombras que no admiten claridad.

Sin duda se había levantado tan de mañana este día para emprender alguna de las largas correrías que sin objeto solían arrastrarla a parajes lejanos y a retiros desconocidos, en los que no sabemos si soñaba o dormía, si derramaba lágrimas o dirigía al Eterno plegarias fervorosas por los amados de su corazón.

Contra su costumbre ordinaria, había cubierto su hermosa cabeza con un pañuelo de luto, menos negro que sus cabellos esparcidos en desorden sobre sus espaldas.

Dispuesta ya a abandonar la cabaña, un movimiento de su hija la detuvo.

Cubrióse entonces su semblante de un ligero carmín cual sucede al niño sorprendido en oculta falta, hizo un movimiento de impaciencia y conteniendo cuanto le era posible su agitada respiración, se ocultó en el lugar más oscuro de la estancia.

Observó desde allí, y con minuciosa atención, todos los movimientos de su hija temiendo que despertase, pero ésta no hizo otra cosa que extender sus torneados brazos hacia el sitio que ocupaba Teresa en el lecho vacío y murmurando algunas palabras inconexas volvió a quedar en la quietud más completa.

Un rayo de sol que penetraba en aquel momento por los cristales, cayendo de lleno sobre su rostro, le daba un aspecto tal de belleza y hacía brillar de tal modo las graciosas ondas de sus cabellos que pudiera muy bien comparársele a uno de esos luceros misteriosos cuyo reflejo tímido pero brillante nos hace seguirle con nuestras miradas hasta que se oculta tras los horizontes vagos y nebulosos de la noche.

Teresa no pudo menos de sorprenderse ante aquella hermosura de los cielos que se presentaba a sus ojos como una dulce ilusión o una imagen aérea de los sueños mágicos.

-¡Así deben ser los ángeles! -murmuró con recogido acento-; así debe estar mi hijo en el cielo..., esos cabellos rubios, esa tez blanca como la nieve que corona las cumbres de las montañas, esa tranquilidad eterna, son el distintivo de los serafines y los arcángeles favorecidos del Ser Supremo... Sólo Luzbel, el ángel indómito y soberbio, tenía los cabellos negros como éstos que coronan mi pobre cabeza. ¡Oh!, me doy miedo a mí misma cuando, mirándome en el fondo del agua que refleja mi semblante, comparo éste con el de mi hija, porque entonces más que nunca creo que no podré gozar de la paz que ella disfruta.

Al decir estas palabras, guardó Teresa un triste silencio durante cortos instantes para proseguir de nuevo con más exaltación.

-Ella está siempre tranquila, ella sonríe hasta cuando duerme mientras que de mis ojos caen amargas mis lágrimas aun en esos instantes de reposo en que no puedo sentirlas... ¿Y qué he hecho yo para sufrir estos tormentos? Amar y esperar mucho, y poseer dolores en cambio de esa esperanza. Hace hoy doce años que él me abandonó, hoy once que mi hijo ha muerto y que todo se acabó para mí: desde entonces la vida ha faltado a mi vida, y aquellos sueños míos y aquellos delirios se acabaron para no volver jamás...; en cambio los que ahora me persiguen son desgarradores como el grito de la tormenta en las soledades de la playa... Hago bien en huir de su lado -prosiguió después de mirar a Esperanza que sonreía dulcemente en medio de su sueño-, necesito desahogar mi corazón con suspiros y acentos que la estremecerían. Ella se preguntaría, citando escuchase mis congojas, si tenía una madre demente, y herido entonces por el dolor mío su corazón de paloma tal vez se convirtiera esa dulce tranquilidad en desesperación. ¡Pobre hija mía! ¡Mi única compañera!: tú te quejas cuando te dejo sola con tu reposo, y lloras citando despiertas y no me encuentras a tu lado para darme tu abrazo cariñoso..., pero yo debo huir porque no te contagien mis locuras... Si lloras porque te abandono algunos instantes..., lágrimas de sentimiento no son lágrimas de desesperación... Duerme, hija mía, yo te dejo, yo voy a preguntar a las olas por qué me arrebataron al que debía ser tu hermano..., voy a ver si distingo alguna vela en el horizonte que me haga delirar algunos instantes con la esperanza de que será él. Mezcláranse mis lágrimas con las olas amargas y correré sola y me complaceré en ver las nieblas lejanas y las nubes que llegan más allá de donde yo me encuentro... ¡Oh! ¡Adiós, hija mía! Cuando vuelva volveré desahogada del peso que me oprime y podré entonces cuidar de tu existencia..., así podrás ignorar siempre que tu madre es loca.

Al decir esto, Teresa se fue adelantando hacia la puerta, pero cuando estaba próxima a trasponer su dintel, Esperanza, que había despertado, se lanzó como una loquilla fuera de su lecho y asiéndola de la falda del vestido exclamó con sentimental candidez.

-¡Hoy no!..., hoy no te irás sin que yo vaya contigo -y como Teresa hiciese al oír esto un gesto de impaciencia, la pobre niña añadió con triste acento: ¡Querías dejarme sola!

-¡Suelta, hija mía! -le respondió en tono serio pero dulce. Tú no puedes acompañarme..., vuélvete a tu lecho y déjame.

-¡Ah! -prorrumpió Esperanza, escondiendo su rostro entre las manos que humedecía con su llanto-, ¡tú ya no me quieres!...

Teresa al oír estas palabras, dichas con la mayor tristeza posible, volvióse hacia ella y la estrechó con cariñosa efusión confundiendo sus lágrimas con las de Esperanza.

-¡No quererte yo, pobrecita mía! Mi única compañera... -exclamó con voz entrecortada por los sollozos-, no quererte cuando como yo no posees en la tierra más bienes que tu libertad y tu aislamiento... ¡Ah, yo no podría abandonarte nunca!... -y Teresa y su hija adoptiva se abrazaron confundiendo en uno solo aquellos dos dolores tan diferentes entre sí, pero tan sinceros.

Esta sencilla escena tenía tan melancólica belleza que no podría uno menos de participar del profundo sentimiento que en sí encerraba, porque hay dolores que aun cuando no puede profundizarlos nuestro pensamiento hieren las fibras más delicadas del corazón, viniendo a reflejarse en nuestros ojos con el primer rayo luminoso que se desprende de ellos.

Diferenciábanse aquellas dos almas como se diferencia la luz de las tinieblas, como las nevadas cumbres de los Alpes de las risueñas campiñas de Italia bañadas por un sol meridional, y sin embargo las dos eran como palomas cariñosas, las dos se amaban y sufrían.

Aquella madre torturada por sus propios pesares los había olvidado un instante para calmar el dolor de su hija, y la pobre niña celosa de aquel único cariño que le había dado abrigo trataba a su vez de calmar el pesar primero que acababa de herirle en brazos de la misma que lo había causado.

Acostumbrada a las dulzuras de un cuidado maternal no interrumpido, empezaba a inquietarse por aquellas ausencias cuya causa ignoraba: su alma sencilla empezaba a conmoverse bajo la influencia de un sentimiento desconocido, tratando en vano de medir aquel caos de ideas que de pronto había surgido de su pensamiento; y por eso en aquellos instantes de expansión confió a su madre, con la sencillez propia de su carácter, algunos de los recelos que la agitaban.

-¡Oh! No me martirices con preguntas a que no puedo contestarte, querida mía -le dijo Teresa enjugando las últimas lágrimas que pendían de sus párpados-, ni creas que te amo menos porque te dejo sola algunas horas... Sabe, puesto que no eres tan inocente ni tan niña que no puedas comprenderme, que oprimen mi corazón melancolías terribles que turban los días más serenos de mi vida...; por eso me acerco cuando asoma la primera luz del alba al sitio donde murió mi hijo, mi querido hijo; pues creo que en esta hora tranquila, la más hermosa de todas las horas, lloran conmigo las olas y los vientos. Pero, de esto, ¿qué entiendes tú, querida niña, mecida siempre al cariñoso arrullo, al suave calor de mi regazo? ¿Qué entiendes de esto cuando yo misma que lo siento no lo he comprendido jamás?

Y Teresa guardó silencio algunos momentos después de pronunciar estas palabras, en tanto que su hija la miraba con particular atención.

-Cuando era niña -prosiguió- y cruzaba, huérfana y abandonada, las montañas en donde los pinos se mueven armoniosos, cuando mis pies desnudos hollaban los desiertos caminos, y al acercarse una noche de invierno tenía que recostar mi cabeza en la húmeda hierba de las praderas, en donde al despertar del hermoso sueño que había dormido en aquel lecho de vagamundos sacudía mis negros cabellos emblanquecidos y compactos por la escarcha que se había detenido en ellos formando allí su empedernido cristal, me esperezaba, apartaba de mi cuerpo la húmeda ropa que se ceñía a él, y ágil ya trepaba a las más altas colinas para contemplar los anchurosos ríos, los montes lejanos confundidos con las nieblas, las verdes praderas veladas todavía por tenues sombras nocturnas, en tanto las altas cimas y mi moreno rostro estaban ya iluminados por el primer rayo descolorido que un sol de octubre lanzaba desde el horizonte bañando todas las altas cumbres de la tierra; nadie podía comprender la melancolía profunda que se apoderaba de mi pobre corazón falto de afecciones y de cariño. Mi pensamiento se lanzaba con los alegres pájaros por aquel espacio inmenso, que yo deseaba cruzar ligera como ellos, pobre paloma inocente y solitaria que, careciendo de abrigo en la tierra, quería hacer su nido en el aire...; yo quería también mecerme en las olas como las blancas gaviotas para vivir en aquella extensión sin límites sin tener que fatigar mis pies, ni cansar mi alma con las tormentas de este mundo: ¡Cuántas veces por eso mismo deseé convertirme en una de esas flores que nacen al pie de los arroyos, a quien dan vida y movimiento las olas suaves!... Aquellos éxtasis eran largos..., los campesinos que iban al molino o a labrar sus tierras y que me dirigían la palabra al pasar murmuraban de mí al ver que no contestaba a sus preguntas, y me llamaban la loca... ¡La loca!..., ¿lo oyes bien, hija mía?, y yo que he seguido huérfana y desamparada sin que una caricia maternal haya humedecido mi frente -porque las caricias maternales son el rocío que da vida a esas pobres plantas que salen al mundo en un día de dolor-; he podido comprender cuánto daño hacen semejantes delirios, pues no he perdido aún las ideas errantes que han engendrado y los deseos desconocidos que sólo, y para desgracia mía, han adquirido un rayo más de sentimiento y una esperanza... ¡sin esperanza! Mira, pues, hija mía, si debo yo acostumbrarte a esos locos devaneos que no conoces y que te harían desgraciada... Yo, por mi parte -añadió- hace algún tiempo que he deseado volver a contemplar aquellas mañanas frías, cubiertas de nieblas, llenas de soledad y embalsamadas por salobres aromas, y por eso te dejo sola, pues tú eres demasiado débil para sufrir tanto sin que sucumbas...; mi cariñosa previsión quiere salvarte... ¿No es verdad que ya no te quejarás si te dejo sola?

Esperanza, que había escuchado a su madre atónita y confusa y sentido palpitar su corazón cuando quiso profundizar su pensamiento el loco y revuelto torbellino de ideas que Teresa había presentado de golpe ante su inocente imaginación, le respondió tristemente:

-Yo te prometo ser fuerte y valiente como tú..., no me hará daño el rocío de la mañana aunque me lleves contigo..., no pensaré en tus locuras..., pensaré, sí, en tu hijo, mi pobre hermano..., las otras cosas no..., porque mira -añadió titubeando- yo no quiero discurrir tantas cosas como tú piensas..., pero no te haré ningún daño, y aun, si quieres, no te miraré para no aprender en tus ojos lo que tú quieres saber sola...

-¡Dios mío! -murmuró Teresa al oír a su hija.

-¡Por Dios -interrumpió Esperanza al notar el gesto de disgusto de su madre-, llévame contigo a la playa, andan por allí tantas gaviotas!... ¡Oh, llévame, mamá mía!

Fue tal el dulce acento y la coquetería con que la pobre niña trató de conmover a su madre que ésta, estrechándola contra su corazón, exclamó:

-¡Pobre inocente!... Tú sola puedes calmar algo estas tristezas y estos dolores que me martirizan..., vendrás conmigo una vez que quieres eso..., y si acaso fuese tu destino llorar. ¡Dios sabe cuánto me duele semejante desgracia que traté en vano de conjurarla!; ¡ven pues!...

Y saliendo de la cabaña se dirigieron hacia la playa.

Capítulo VI. La ribera ¡Oh tierra! ¡Oh madre mía! Y tú, ¡oh aurora! que comienzas a despuntar, y vosotras, montañas, ¿por qué sois tan bellas? Yo no puedo amaros. Ojo brillante del universo abierto sobre todos y para todos, fuente de delicias, tú no iluminas mi corazón.

Lord Byron

El sol blanqueaba ya las rojizas montañas sobre las cuales se asienta el faro de Finisterre, que parecía sobre aquellos picos desnudos y calcinados el nido del águila que desafía las tempestades y burla la sagacidad y vigilancia del hombre que no puede alcanzarla.

Las aves marinas hacían sentir el ruido de su vuelo en medio de aquella soledad cuyo silencio sólo ellas interrumpían al compás del murmurar de las olas que entonces más que nunca parecían apaciguadas o dormidas.

Algunas nubes ligeras y rosadas, flotando en ese cielo color de perla inimitable que el pincel no puede prestar a ningún horizonte, bogaban en la atmósfera, semejando rosas orientales sobre una alfombra de zafiro, donde las huríes dejan impresa la leve y fugitiva huella de su paso. De cuando en cuando rodeaban al sol majestuosas y brillantes, cambiando a cada paso sus colores como la doncella que muestra uno por uno sus encantos a su amante. El sol no desdeñaba aquellas caricias, el sol se dejaba envolver en aquellos flotantes ropajes que teñía con sus rayos de oro, privando a la tierra en aquellos breves y rápidos intervalos de felicidad de su clara luz refulgente. Pero las nubecillas pasaban y él volvía a aparecer más radiante y ellas más hermosas, reflejándose placenteras en aquellas aguas movibles que se complacían en retratarlas en su húmedo seno.

Todo aquello era hermoso, todo melancólico a pesar de que no se divisaba en aquel vasto paisaje ni árboles, ni arroyos, ni la más desdichada flor silvestre.

El musgo aterciopelado no se extendía a la sombra de los desmayados sauces, ni el alhelí ni la azucena prestaban aroma al viento de la mañana.

Los pájaros no entonaban ese canto de gracias que alzan al divisar la primera luz que viene a herir su penetrante mirada, ni el eco lejano del caramillo que resuena en medio de la espesura del bosque, ni el chirrido que forman las ásperas ruedas de los carros de labranza, ni el canto triste y lleno de poesía con que las voces claras y frescas de nuestras campesinas llenan el vacío y la soledad de las montañas se escuchaba en aquel estéril desierto.

Tan sólo el mar, majestuoso y medio dormido, suelta a los vientos su melena de espumas que la rizan, y los brazos extendidos lánguidamente sobre la playa, como león que se espereza o lame tranquilamente sus garras después de harto, es lo que presta vida a aquella desnuda y árida naturaleza.

La mirada puede alcanzar hasta una inmensidad sin límites, severa y uniforme, el cielo y el mar se confunden, en el lejano horizonte formando un solo cuerpo y en una sola línea, y el pensamiento se lanza allá donde no puede alcanzar la mirada y gira en un mundo que desconoce pero que adivina.

El sol se refleja de lleno en el fondo de aquel lago inmenso, único espejo de la tierra, capaz de contener su sombra y, prestando a aquel cuadro digno del Eterno el colorido de su gloria, aparecen juntos, en unidad grandiosa, cielos, sol y mar, ante cuyas imágenes queda paralizada la imaginación y prosternado el espíritu.

Por eso, ante aquellos gigantes del universo no se echan de menos las quebradas de las montañas que dibujan y recortan graciosamente los horizontes, ni los árboles y viñedos que en grupos desiguales forman caprichosos y aromáticos ramilletes de verdura, grutas misteriosas y sombras que ocultan flores de tallo airoso y desigual.

Eacute;sta es la poesía de las mujeres, variada y grata para los sentidos, llena de perfumes que deleitan, brillante en colores, desigual en la forma; ésta es la poesía de los espíritus ligeros, de las almas delicadas que no pueden vivir más que de aromas y de brisas suaves; ésta, en fin, es la atmósfera de las mariposas y de las flores, en donde se esparce el alma de los niños y cobra nuevo aliento el pecho cansado de los ancianos.

Mas la otra es la verdadera poesía de todo lo grande, de lo único que puede mostrar a los hombres esa figura grandiosa, aérea, eterna, a Dios, en fin, grande como todo lo creado, imperecedero como su esencia, poderoso como su voluntad, que levantó del caos confuso de los primeros días de la creación la tierra llena de celestes maravillas, el cielo, la inmensidad en que flotan como globos candentes los cien astros que tachonan el azul de una noche de primavera. La imaginación no se entretiene allí con infantiles pequeñeces, con acentos que murmuran y pasan; el colorido de aquellos cuadros tiene un reflejo de gloria, los tonos son severos, pero brillantes, su dibujo sin líneas se pierde en lo infinito.

Los rugidos del mar, la cólera de las olas es la única que puede estar en consonancia con los tormentos de un alma fuerte, con los sentimientos de un corazón generoso que se desespera de las mezquindades de la tierra; la brillantez del sol, la única que puede bastar a esas almas soberbias que todo lo encuentran pequeño y débil para deslumbrarlas; el cielo..., el más grande de los espacios, la carrera sin término, la eternidad del pensamiento humano, ése es el puerto de salvación con que sueñan los que padecen, la barrera que trata en vano de traspasar el incrédulo, la atmósfera, en fin, en donde moran todos los ídolos, todas las ilusiones del poeta.

Tal era el paisaje que rodeaba siempre a Teresa y su hija, que caminaban silenciosas en medio de la calma más profunda y la soledad más absoluta.

Oprimía indiferente la primera, con sus pies descalzos y morenos, las rosadas conchas del arenal, que cambiaban en tornasoles violados a la luz del sol, y embebida en sus propios pensamientos parecía no atender a ningún objeto exterior.

Su hija, por el contrario, saltaba ligera y alegre de peñasco en peñasco, y jugueteando con aquellas olas que amaba y que parecían respetarla cual si la reconocieran por una de sus hermanas, semejaba una vaporosa ondina próxima a lanzarse en las frías ondas del océano y desaparecer como una ilusión del pensamiento para no volver jamás.

Por fin ocultóse tras los inmensos peñascales que circundan la playa, y Teresa quedó sola, entregada a sus locos pensamientos.

Sentada sobre una pequeña eminencia desde la que se descubría toda la costa, con la mirada fija en el horizonte y la cabeza apoyada en una mano, parecía absorta en alguna de esas meditaciones dolorosas y vagas que son un consuelo para esos pobres corazones, poetas que la fatalidad condena al eterno aislamiento de unas horas sin término, faltas de emociones y de placeres, horas que aniquilan la vida y la marchitan cual si la rodeara una atmósfera devoradora.

Un alma ardiente, una imaginación inquieta y un talento inculto, son tres grandes fuerzas que combaten entre sí cruelmente cuando no hay un lenitivo que endulce la acritud que va siempre mezclada a la felicidad de sentir y de crear, pues a pesar de esto suele ser bastante amarga la existencia de los que poseen esas divinas cualidades que parece debían formar la felicidad del hombre. Ved por eso cómo los poetas se lamentan de ser las criaturas más desdichadas del universo, no siendo esto seguramente porque sus desgracias sean mayores que las de los demás, sino porque ellos las sienten con mayor fuerza y porque el llanto constituye uno de sus placeres. No envidieis, por tanto, su felicidad: él sube a la cumbre de la gloria después de navegar en un mar de lágrimas; muchas veces cuando toca la ribera de sus sueños, después de combatir cien tormentas de dolores, el laurel de sus triunfos se entrelaza al fúnebre ciprés para coronar su tumba.

Teresa era poeta, aunque sin saberlo, y por eso sentía siempre en el fondo de su alma una terrible lucha que la martirizaba aun en los instantes en que debía ser más dichosa.

Dentro de su corazón se encerraba toda esa riqueza de sensaciones que son el patrimonio de los desheredados, el patrimonio de los que nacen para soñar y ambicionar bellezas, cuyo solo deseo hace derramar lágrimas de placer, sin que nunca puedan gozar de ellas más que como un horizonte lejano que tanto más se separa de nosotros cuanto más nos aproximamos a él.

Eran sus únicos placeres soñar un día de felicidad que quizás no llegaría nunca, y derramar amargo llanto por una memoria que sólo era posible la conservara a fuerza de serle necesaria para sustentar sus delirios, porque Teresa, como hemos dicho ya, sólo podía vivir de emociones violentas que debían conmoverla hasta la exageración.

La tranquilidad era para ella la muerte.

Su imaginación vagaba eternamente por desconocidas regiones, de las cuales descendía fatigado su espíritu, el altanero y el loco.

Entonces, lanzando una mirada en torno suyo y encontrando sólo el inmenso vacío que la rodeaba, su dolor se convertía en locura y por eso iba a la playa a hablar con los vientos y con las olas, y a escuchar el eco de sus mismos lamentos en la soledad de la ribera.

Por eso cuando Esperanza se ocultó a su mirada y pudo convencerse de que nadie podía oírla, empezó a hablar en voz alta un lenguaje comprensible sólo para ella.

Su voz salía vibrante, su mirada despedía el brillo ardiente de la locura, sus labios pronunciaban convulsivos las palabras tembladoras, y su pecho anhelante podría apenas contener aquel torrente impetuoso de suspiros, de exclamaciones y de quejas que iban a turbar la soledad de aquellos retiros. Aquello era un delirio salvaje, una fertilidad prodigiosa de aquella imaginación virgen, que, como los bosques de América, era tal su savia y su vegetación que no permitía pasar más allá del borde de sus orillas.

Aquel espíritu fuerte y salvaje henchido de poesía, y loco de amor, aquel corazón inocente y lleno, sin embargo, de amargura, aquel genio indómito sin alas para volar al azulado firmamento, era una joya perdida en un ignorado rincón de la tierra, un tesoro desconocido que iba a perderse y morir por demasiada vida y por falta de luz y de espacio.

Corrió largo tiempo y como una verdadera poseída de un lado al otro de la playa, y después jadeante y casi sin aliento, arrodillóse a orillas del mar y posó su frente abrasada sobre la arena para que se estrellasen débilmente en ella las olas frescas que corrían hacia aquel punto.

Después besó la arena con profundo recogimiento y, sacudiendo su negra cabellera en la que brillaban como diamantes de un rico tocado las mil gotas de agua que esparcía en torno suyo, dijo con acento claro y penetrante:

-¡Yo debo morir porque también mi hijo ha muerto! Mi marido me ha abandonado y no soy ya en la tierra más que un frío despojo de quien nadie se acuerda... ¡Yo debo morir!... ¡Lorenzo cuidará de Esperanza!

Guardó silencio algunos instantes, sus ojos derramaron un torrente de lágrimas que rodaban rápidamente por sus pálidas mejillas y, después, dirigiendo en torno suyo una mirada de tristeza, exclamó con acento conmovido.

-¡Voy a darle el último beso! ¡Pobre Esperanza!

Y dirigiéndose hacia el sendero que desembocaba cercano al sitio donde debía hallarse su hija, se paró en medio del camino y lanzó un grito que resonó por toda la playa.

Después, bamboleándose, caería sin sentido sobre la dura peña de la playa, si un hombre que se acercaba con lento paso hacia ella no la recogiera en sus brazos.

Capítulo VII. La tormenta Gocémonos, amado: y vámonos a ver en tu hermosura al monte o al collado do mana el agua pura, entremos más adentro en la espesura.

S. Juan de la Cruz

Esperanza, en tanto, se había alejado de su madre hasta una distancia inmensa, y, sola en un aislado paraje y rodeado de grandes peñascos, jugaba alegre y risueña con las olas que bañaban sus desnudos pies.

Sus vestidos estaban humedecidos por las nieblas de la mañana, y su semblante juvenil, radiante de belleza, semejaba en aquel momento un capullo rosado que abre sus hojas al primer rayo de sol.

Al verla allí en medio de aquella soledad, tan hermosa y tan inocente, tan llena de vida y de animación trepando por las pendientes resbaladizas de los blancos peñascales, con paso firme y ánimo valiente, para divisar con su mirada penetrante el buque que pasaba a larga distancia y que es para ella un objeto de infantil curiosidad como lo es la bandada de gaviotas que cruzan las olas como grandes copos de nieve que resbalaran a merced de la corriente: al verla aspirar con ansia loca el viento que rueda sobre la superficie de las aguas, cual si en él consistiera su vida, no podría menos de decirse:

-¡Ésta es la hija del mar, la esencia de sus bellezas, su más rico tesoro!...

El mar es su elemento, su felicidad, el sueño de sus sueños, y la ilusión que embellece las horas de su infancia.

Ella ama el mar, como otros han amado a las flores o el río que pasa silencioso bañando las hierbas de la pradera; pero su amor es tan grande como el amor que lo produce.

Juega con las verdes algas, admira la brillantez de las olas cuando el rayo de sol cae sobre ellas, y contempla serena cómo se arremolinan y se juntan, pareciendo escalar el cielo unidas a los plomizos nubarrones que descienden sobre ellas.

Su pecho se conmueve ante estos espectáculos grandiosos y parece participar de su cólera.

Pero dejad que se calme la tempestad, dejad que ese mar irritado se convierta en un lago tranquilo y que se serene el cielo como lo está en este día, y la veréis arrodillada sobre la arena, las manos cruzadas y los ojos medio cerrados, en un éxtasis dulce como su alma. Entonces ora en el mundo el lenguaje de la admiración y del sentimiento que absorbe sus facultades de niña y contempla el objeto de su adoración con todo el amor de su alma.

¿Quién sería capaz de adivinar entonces los pensamientos de aquella alma sencilla? Sueños..., sueños informes, creaciones y delirios, pero delirios inocentes y llenos de pureza, ángeles o espíritus impalpables que, revoloteando en redor de su frente, se muestran a sus ojos llenos de luz y de armonía.

Las creaciones de Esperanza eran de una belleza extraña, como su aparición, como su hermosura, como su descendencia.

Con la agilidad de una corza juguetona había dejado sus juegos para trepar a la más elevada cumbre y ver desde allí un vapor que se divisaba en lontananza dejando en pos de sí espesas columnas de humo que en graciosa espiral se dilataban en el aire.

Parecía marchar a toda máquina y, hendiendo las olas con la rapidez del rayo, formaba en torno un remolino de espumas que saltaban a borbotones, cual si la fuerza y el impulso violento de sus ruedas hiciera hervir de cólera aquellas aguas agitadas pero frías.

Esperanza le contemplaba con esa alegría infantil que, si bien es ligera y momentánea, conmueve de tal modo el alma de los niños que nos hace la envidiemos los que desgraciadamente hemos pasado ya de esa edad de oro en que no hay más que alegrías interrumpidas a veces por fugaces lágrimas, que se secan al tiempo de caer sin dejar la más débil huella de su paso.

No sabemos el tiempo que hubiera permanecido embebida en aquel placer inocente si una voz sonora y melancólica, hiriendo de pronto su oído, no la estremeciera profundamente haciéndole volver la cabeza con más interés del que la hubiéramos creído capaz en tales ocasiones.

Aquella voz era la de Fausto.

Distraído y entonando con acento triste un aire del país, que por sí solo encerraba ya toda esa monótona melancolía propia de los cantos populares del Norte, se acercaba a la playa el joven marinero.

Su semblante hermoso y triste, y su aire desdeñoso al mismo tiempo que afligido, le daban el aspecto de alguno de esos dioses mitológicos que convertidos en pastores buscaban su ninfa sonriente de hermosura por las orillas solitarias de los mares o los bosques sombríos de la Tracia.

-¡Fausto! -exclamó Esperanza, descendiendo rápidamente de la peña y con un acento que demostraba la extrañeza y alegría que experimentaba su corazón por tan agradable sorpresa-. ¿No tienes hoy trabajo? ¡Cuánto me alegraría!...

Y al decir esto, acercóse Fausto y acarició entre las suyas una de las manos que aquél le abandonaba trémulo de emoción por hallar a Esperanza en aquel inculto paraje a donde se había dirigido sin objeto y el cual creía abandonado de todo ser viviente.

Su corazón latía con violencia, sus ojos la miraban turbados por un vapor sutil que los envolvía y su lengua tartamudeó apenas:

-¿Cómo estás aquí?

-He venido con mi madre -replicó Esperanza.

-¡Tu madre...! ¿Y dónde está? -preguntó de nuevo el marinerillo.

Esperanza entonces se sorprendió de hallarse sola, miró a su alrededor, dio un grito de sorpresa y, al ver la soledad que la rodeaba, exclamó:

-¡Me he perdido!...

Y al decir esto cruzaba sus hermosas manos con un sentimiento infantil tan cándido y tan graciosamente expresado que Fausto la miraba embebecido, sintiendo al propio tiempo que se trastornaba su cabeza y que temblaba todo su cuerpo.

-Pero tú sabrás el camino -añadió la confiada niña-, tú me guiarás...

-Sí, Esperanza, yo sé el camino.

-¡Ah! Pues entonces podemos correr, y jugar, y coger conchas hasta mediodía..., ¿no es verdad? -preguntó Esperanza.

Fausto se contentó con hacer un ligero y afirmativo movimiento con la cabeza, quedando en la más completa inmovilidad.

Empezaban a mortificarlo de nuevo y con más fuerza que nunca aquellos vagos fantasmas entre los cuales se dibujaba siempre la esbelta y blanca figura de Esperanza.

El cómo podía tomar parte en sueños tan extraños, no acertaba a comprenderlo, pero sentía cada vez más aquel horrible tormento que aumentaba el malestar de su alma, sentía congojas inexplicables y deseos de huir de ella y de acercarse al mismo tiempo hasta tocar sus cabellos de oro, cuyo frío contacto le estremecía. ¡Pobre imaginación de niño, volcánica y ardiente, y que como fugaz chispa de fuego brilla y muere al propio tiempo! ¡Pobre cabeza loca! ¡Pobre pájaro de colores brillantes encerrado en grosera jaula, sin fuerzas para romper sus cadenas, sin ánimo para llorar sus pesares!...

Eacute;l ignora que hay cautiverios que duran hasta el sepulcro y seres que no pudiendo resistirlos se marchitan en flor como rosas que la nieve ha cubierto por largos días.

Esperanza, en tanto, miraba con la más curiosa extrañeza acercarse el vapor que parecía dirigir su rumbo hacia Mugía y que con una multitud de banderas de cien colores desplegadas al viento fresco que soplaba sobre las olas, saludaba alegremente aquel desierto destierro.

-¡Mira! -exclamó llena de alegría, señalando con la mano el hermoso buque que se acercaba cada vez más-. Ese vapor va a pasar cerca de nosotros; ven, Fausto, ven y subamos al Peñón de la Cruz, desde allí le podemos ver muy bien, no sólo las banderas, sino cuanto pasa sobre cubierta..., ¡Ven... ven! -y le hacía correr en pos de ella por más que Fausto procurase resistirse, aunque débilmente, pues su voluntad en aquellos instantes estaba muerta.

-¿Subir a la Peña de la Cruz? -le decía al mismo tiempo-. ¿Tú estás loca? ¿No ves que su altura es inmensa -añadió-, y su pendiente tan rápida y resbaladiza que nos despeñaríamos sin remedio si intentáramos subir?

-Vaya una gracia -replicó la atrevida-, ¿quieres que tenga miedo ahora, después que he subido sola, hasta lo más alto, más de cien veces? Ven y verás que fácil es subir... si tú no puedes, yo te ayudo y todo está concluido.

Diciendo esto llegaron por fin al sitio donde se asienta el Peñón de la Cruz, gigantesco y sombrío como un castillo de la edad media que flanqueasen cien aguas verdosas que brillaban ahora argentadas a los primeros rayos de un sol tibio que parecía traer prendidas en las orlas de su manto alguna de aquellas sombras que acababa de ahuyentar con su fulgor brillante.

Aquel peñón negro y desnudo se levanta hasta las nubes, ostentando en su cima una cruz de piedra cubierta con la amarillenta corteza que el tiempo presta a las rudas masas de granito. Dibújase en el horizonte como un gigante esqueleto de brazos descarnados que espera en vano retener en ellos el viento y la lluvia que le azotan, burlándose de su soledad.

Su forma, como ya hemos dicho, es la de una de esas antiguas fortalezas abandonadas, de aspecto desolado y triste, dentro de cuyas arruinadas paredes creen escuchar los campesinos el grito de algún ánima en pena y los infernales chirridos de los trasgos y duendes que se ocultan bajo el derruido techo de los desiertos, anchos y abandonados salones.

El largo agujero que se ve cerca de su cima semeja aquella ojiva ventana, sucia y desmantelada, de unas ilustres ruinas en donde el viento gime y se ven pasar las nubes como pájaros que llevan su vuelo a otros climas más risueños y floridos que aquellos sobre cuyo árido suelo pasaban rápida y momentáneamente.

Es, en fin, el Peñón de la Cruz, gigante que resiste las tormentas, que se burla del rayo que le hiere sin destruirle, que escala las nubes desafiando al cielo.

Fausto le contempló un momento lleno de espanto, y volviéndose hacia Esperanza le preguntó con aire incrédulo:

-¿Es posible que hayas subido hasta la cima?

-Sí -respondió aquélla con aire infantil-, he subido, y la última tarde de tormenta he llegado hasta la Cruz. Allí no llegaban las olas y las veía, sin embargo, agitarse y bullir bajo mis pies con un rumor que llenaba la playa ensordeciéndome..., tú no sabes cuán hermosas estaban; parecían querer alzarse hasta mí y llevarme en sus brazos hasta el fondo de sus abismos..., pero mi casa es alta y no llegaron -añadió sonriéndose-; después que se apaciguaron, si vieras cuán cansadas parecían..., pero subamos, tú me comprenderás mejor cuando veas todo desde allí; mar hirviente, cielo airado, tierra triste y como oprimida bajo el peso de la tormenta.

¡Subir! -murmuró Fausto como asombrado de tanta audacia-. ¿Y por dónde?

-Yo te lo diré -contestó aquella loca de hermosos ojos y de sonrisa de ángel.

Y subió la primera, y dando la mano a Fausto, le guiaba por las resbaladizas rocas como pudiera hacerlo el más práctico guerrero al escalar las murallas de la ciudad sitiada.

Pero las manos de Fausto, ensangrentadas y cubiertas de heridas, demostraban que era para él más difícil y violenta aquella loca excursión que para su ágil compañera, en quien no se notaba ni fatiga ni molestia alguna. Cogido de la mano de su intrépida guía, jadeante y trepando trabajosamente por las hendiduras y quebradas del enorme peñasco, parecía el náufrago empeñado en acercarse a la orilla, y Esperanza la maga salvadora, la sílfide misteriosa que con la alegría retratada en el semblante le conduce a sus ignorados retiros para regalarle en ellos la felicidad y el amor de su alma.

Por fin treparon hasta la cumbre, e introduciéndose por el ancho agujero que hemos descrito ya, se encontraron en una especie de gruta natural en la que la luz penetraba de lleno, iluminándola enteramente. Sus paredes verdosas estaban tapizadas en su mayor parte por un aterciopelado musgo que formaba como un blando y muelle asiento que nadie creería hallar allí. Su aspecto, sin embargo, era salvaje y sombrío, y sólo viéndole enteramente iluminado por la luz del sol cual ahora lo estaba, sin que quedase oculto el más pequeño resquicio, podría creérsele morada de algún ser infernal.

Fausto apartó con horror la vista de aquella triste habitación en donde sólo las aves de rapiña podían hacer su nido, pero al volver la cabeza, al sorprender el majestuoso panorama que desde allí se descubría, lanzó una mirada en torno suyo y quedóse mudo de admiración, olvidándose ya de los tormentos y fatigas que le había costado llegar hasta aquel lugar solitario.

Las ligeras y rosadas nubes que embellecían el cielo al amanecer de aquel día se multiplicaron, y tan cerca pasaron de Fausto que hubo momentos en que éste creyó ser envuelto por los nublados vapores. Tornáronse ya, de blancas y leves, en oscuras, gruesas y plomizas, y pasaban lentamente y se juntaban formando gigantescos ejércitos que cubrían la luz del sol con su denso e impenetrable manto. El horizonte se había oscurecido a su vez apareciendo, sin embargo, en el cielo algunos claros de un azul intenso y hermoso, y todo presentaba un conjunto de luz y de sombras, de nubes y de azul que turbaba las miradas y llenaba de variados tonos el gran cuadro sublime y sombrío que anunciaba cercana la tempestad.

Fausto, entonces, aunque novel marino, lo comprendió bien pronto y jamás le parecieron tan espantosas y formidables esas masas de vapores que encierran en sus ámbitos el rayo que hiere y mata, produciendo ese aterrador ruido que hace estremecer las cavernas y los valles, cuyo eco debe parecerse al soplo de las iras de Dios.

La mar seguía tranquila y el vapor elegante y ligero hendía las aguas con una rapidez inconcebible.

Las banderas con que venía engalanado parecían, a los ojos de aquellos dos locos, blancas palomas sujetas por cintas de color azul, y los marineros que corrían de una parte a otra, con sus camisetas de rojo vivo y sus sombreros de paja con cintas azules, seres desconocidos y cubiertos de flores que se mezclaban en la revuelta danza, incomprensible como nunca la habían visto sus ojos ni ideado en su imaginación.

Los pobres niños se entregaron a las más locas conjeturas; su conversación parecería harto inocente a nuestros lectores, pero tal como la escucharon aquellas solitarias paredes era una conversación de extraños y confusos pensamientos, demasiado atrevidos para una niña endeble, demasiado amorosos para el joven marinero.

¿Qué más diremos?

Cuando Fausto concluyó de hablar, cuando después de haber dicho a Esperanza que quisiera tener muchos buques para llevarla consigo, ésta quedó confusa y pensativa, miró a su compañero y casi se sonrojó después de haber comprendido los pensamientos de su compañero.

El vapor, en tanto, se hallaba próximo a ocultarse a sus ojos, el cielo se hallaba ya cubierto de nubes y la mar empezaba a rizarse formando blancos copos de espuma que allí, y en el dialecto del país, llaman obelliñas blancas.

En efecto, semeja el mar en tales ocasiones un campo inmenso y movible en el cual pacen las blancas ovejas de que habla aquel nombre, aunque pudiera muy bien comparársele a un terreno quebradizo y escarpado cubierto en toda su extensión de pálidas y medio deshojadas rosas que el viento lleva aquí y allí, juguete de sus caprichos.

Las aves marinas revoloteaban rastreras rozando con sus alas las olas amenazantes, y los agudos flancos de la peña empezaban a conmoverse bajo el pesado azote de aquellas masas de agua que se estrellaban contra ellos, lanzando al propio tiempo un sordo bramido que parecía salir de los profundos senos de la mar.

Fausto y Esperanza parecían no notar todavía tan alarmantes señales y retirados en lo más oculto de aquella misteriosa morada, atentos solamente a sus pensamientos, escuchando el primero a su joven compañera, no veían acercarse a todo paso la tempestad. Esperanza sostenía una larga y caprichosa conversación: jerga incomprensible que, escapándose de sus labios sonrientes con toda la impetuosidad que le prestaba su imaginación, llevaba pendiente de cada sílaba, de cada palabra, el corazón del marinerillo que, olvidado de todo cuanto le rodeaba, sólo se complacía en contemplarla con muda adoración.

Aquella niña, hermosa como un ensueño y loquilla como un devaneo de amorosa esperanza, murmuraba al oído del pobre Fausto aquella entusiasta conversación, haciéndole sentir su húmedo aliento sobre las mejillas.

Mil ilusiones fantásticas, mil sueños hechiceros que formándose en su imaginación salían luego a sus labios todos vestidos de encanto sin perder un solo átomo de su pureza ni un solo reflejo de su hermosura, porque todo cuanto decía aquella boca de suavísimo aliento encerraba en sí el aroma de la inocencia y la frescura celestial de las vírgenes.

Hablábale ella de lejanos países, de excursiones marítimas en que cruzando un mar de olas doradas iban, fantástica pareja, allá lejos, muy lejos, sin cansarse jamás, sin hallar término a tan vagamundo viaje, hasta descubrir parajes ocultos a los ojos de los demás hombres.

¿Quién es el que no ha acariciado una vez en su vida esas infantiles quimeras en que se engolfa el inocente pensamiento como en un mar de delicias?

Vosotros, los que hayáis soñado desde la infancia, los que os hayáis detenido en medio de vuestros juegos, sin conocer el misterioso impulso que os movía a ello, a contemplar el tibio rayo de sol que penetraba tímidamente por entre las ramas del almendro de vuestro huerto, cayendo después sobre el lago que le reflejaba; vosotros los que hayáis seguido con los ojos llenos de lágrimas la hermosa nube que a la hora del crepúsculo se esconde entre vapores, como la virgen ruborosa entre los pliegues de su blanco ropaje, comprenderéis mejor que nadie los informes pensamientos de la niña que sueña.

Fausto se exaltaba al escucharla y los latidos de su corazón, suspensos a la menor palabra de Esperanza, le sumergían en una agitación sin término, en una agitación que aumentándose progresivamente iba a estallar en una crisis violenta, temible para su alma, como la tempestad para el que navega en un mar de escollos.

-¡Ah! -le dijo exhalando un suspiro tembloroso como la hoja del árbol agitado por el viento, después de haberla escuchado con silenciosa religiosidad-, tú eres buena, Esperanza, tú eres la niña más hermosa que existe en la tierra..., mi padre así lo dice siempre y yo creo que tiene razón... Si fuera dueño de ese vapor que acaba de pasar, yo te haría su reina y en él daríamos la vuelta a esos mundos de que me has hablado y que según dicen son más grandes que el cielo que estamos viendo, ¿no es cierto?

Una ráfaga de viento terrible, espantosa, silbó en los oídos de Fausto y arrebató sus palabras, dejándole aturdido y tembloroso.

Esperanza escuchó con atención algunos instantes y, acercándose después a la boca de la gruta, dirigió su mirada investigadora hacia el mar que rugía sordamente en tanto las encrespadas olas parecían querer escalar el solitario y negruzco Peñón de la Cruz.

-¡Dios mío! -exclamó Fausto al ver a Esperanza que inclinada sobre el abismo parecía próxima a ser arrastrada por la fatal atracción de las aguas-. ¡Apártate! ¡Tú no sabes el peligro que hay en todo esto..., ven! ¡Alejémonos si hay tiempo todavía!...

-No temas -respondió la niña con entusiasmo-, las olas se agitan soberbias sin que puedan alcanzarnos por más que bramen y se estrellen contra nuestro castillo.

-¡Y ese cielo tan tenebroso! ¡Ese hervir del agua, ese viento que rompe las olas como débiles juncos!... Yo creo que vamos a perecer aquí..., y yo no quiero que tú perezcas... ¡La tempestad nos amenaza! ¡La estamos tocando! ¡Una tempestad horrible!...

Al decir esto, cual si aquellas fueran las palabras mágicas que evocaran la tormenta, desencadenóse ésta en toda su fuerza cual suele hacerlo en aquel peligroso y aislado cabo; las nubes encapotaron el cielo, la luz del día oscurecióse hasta semejar el dudoso fulgor del crepúsculo, y en medio de aquella oscuridad brillaba a cada instante la roja y vívida luz del relámpago: Esperanza pudo ver en aquellos momentos de infernal claridad el pálido rostro de su compañero presa en tales instantes del más pánico terror.

La escena que se presentaba a sus ojos era en efecto terrible.

El rayo estallaba sobre sus cabezas, la lluvia caía a torrentes y los vientos desencadenados y furiosos, silbando en redor del peñasco, formaban tan discordante estrépito que, envuelto en su perpetuo zumbido, aquellos pobres niños creyéronse rodeados de todas las furias infernales que, en diabólica algazara, entonaban cantos de muerte y desolación.

Esperanza, no obstante, desplegaba un valor heroico y sólo cuando se presentó de lleno a su imaginación el peligro en que había puesto la vida de su compañero fue cuando el miedo tuvo entrada en su corazón.

La niña, entonces, dejando de serlo por uno de esos sentimientos inexplicables que se revelan de pronto dentro de nosotros mismos; dejando de serlo, repito, para reflexionar como mujer por algunos instantes, se acurrucó en lo más oculto de aquel salvador asilo, y arrastrando a Fausto en pos de sí, cogió la cabeza de éste con sus hermosas manos, la apoyó sobre sus rodillas y cubriéndole para que la luz del relámpago no le asustara empezó a pedirle perdón con la voz más dulce, con las palabras más cariñosas, con las caricias más santas, tratando de sofocar con tantas locuras el eterno y aterrador zumbido de la tormenta.

Pero todo era inútil, Fausto no sentía bramar otra tormenta que la de su corazón.

Largo tiempo permanecieron de aquel modo hasta que disipada por completo la tempestad, Esperanza levantó la cabeza y dijo con su voz armoniosa como el céfiro que suspende su vuelo en los naranjos en flor, como el ruido de una fuente en lo más oculto de la montaña:

-¿Ves cómo todo ha pasado sin hacernos daño?

Y al mismo tiempo le mostraba el mar, más hermoso y tranquilo que antes de aquella explosión instantánea cual si, desahogado de su cólera, quisiera reposar de tanta fatiga. Era el valiente guerrero que después de la victoria descansaba en el lecho de hojas de que habla Byron, mientras el fuego del vivac iluminaba el atezado rostro en donde vagaba la sonrisa del triunfo.

El cielo bañado de un azul purísimo parecía empañado voluptuosamente por el húmedo aliento de las nubes que habían traído la tempestad, y la atmósfera limpia y clara exhalaba un perfume lleno de frescura que hacía revivir el cuerpo amortiguado momentos antes bajo el peso de la tormenta.

Pero Fausto, después de arrojar una mirada indiferente en torno suyo, volvióse para contemplar a Esperanza, valiente, hermosa y compasiva, a Esperanza, que se había olvidado de sí misma para cobijar en su regazo como podía hacerlo una madre la cabeza de aquel niño que había tenido miedo a pesar de sus quince años.

-¡Miedo yo! -se decía a sí mismo-. ¡Y ella tan valiente! Miedo cuando debía animarla a ella más niña que yo y menos acostumbrada a las tormentas... ¡Oh, no me lo perdonaré nunca!

Y al propio tiempo que se sentía avergonzado, se sentía loco, delirante por aquella criatura que sin saberlo acababa de mostrar a sus ojos un encanto más, y lanzado sobre él la chispa ardiente que debía hacer inflamarse el fuego oculto que ardía en su corazón.

Sentía hacia aquella criatura que no le parecía de este mundo no ya la amistad de otros días, sino una atracción irresistible, una adoración, un sentimiento que no cabiendo en su alma estaba próximo a desbordarse por todas partes. Sentía en aquellos momentos, para él de locura aunque nada había de criminal en sus pensamientos porque ignoraba el mal todavía, que no le bastaba verla, que su corazón necesitaba más que acariciarla con sus miradas y por eso, cediendo al instinto que le arrastraba, selló con beso ardiente los castos labios de aquella flor aromática y la estrechó convulso contra su corazón sin que ella hiciese el menor movimiento para rechazarle.

Era aquella la primera caricia de amor, el primer beso empañado por el vapor de un sentimiento que cubriéndole bajo sus misteriosas alas había mezclado sus alientos y confundido sus almas.

Tal era aquella primera caricia cubierta bajo el manto de la inocencia, aquella caricia provocada por el deseo que yace oculto en el estrecho corazón de los dos niños que, con los ojos vendados desde la cuna, no habían podido ver ni el principio del mal ni los cenagosos escalones por donde el hombre llega hasta él.

No obstante, al contacto de aquella caricia sus semblantes se cubrieron de rubor, y Fausto, poniendo la mano sobre su corazón como si sintiera la primera punzada del remordimiento, dijo apartándose de Esperanza, que bajaba los ojos:

-Yo no sé que te hice..., yo no comprendo lo que tú me haces, pero siento en mí una cosa extraña... hace mucho tiempo que la siento... ¡y tú eres quien la provoca!...

Y como aquel que desfallece de cansancio, sentóse al decir esto.

-¡Tienes razón, Fausto! -repuso Esperanza con aire de tristeza-. ¡Yo te hago sufrir mucho! Hoy te hice venir hasta aquí..., pero créeme, pensé que no tendrías miedo porque yo tampoco lo tenía..., pero te prometo que no volveremos más..., perdóname, Fausto... ¡Perdóname! ¡Yo me arrepiento de lo que hice!...

Y cayendo de rodillas delante de él, le tenía cogidas las manos y las bañaba con su llanto, blando y suave rocío que no bastaba a refrescar el ardiente corazón de Fausto. Éste cayó a su vez de rodillas delante de Esperanza, cayó trémulo, fatigado... Sus ojos negros tenían una expresión lastimera y febril, y sus labios, entreabiertos y secos como las hojas de una rosa marchita, podían apenas murmurar locas palabras que él mismo no comprendía.

-¡De rodillas no..., de rodillas no! -pudo decir al fin-. ¡Oh, tú que eres tan hermosa y tan buena! ¡Álzate!

Y quiso ayudarla a levantarse.

Pero, ráfaga violenta que todo lo arrastra en pos suyo, Fausto volvió a estrecharla instintivamente contra su corazón con tal fuerza que Esperanza dio un grito y exclamó como asustada:

-¡Déjame! ¡Déjame!

Lastimosos y desgarradores suspiros salieron del pecho del joven marinero y un torrente de lágrimas inundó sus ojos.

-¡Esperanza, amiga mía! -le decía-, yo no sé qué me haces, yo no sé lo que quiero; pero creo que voy a morir.

Y volvió a caer desfallecido.

Esperanza quedó entonces sumida en una contemplación que tenía algo de anonadamiento.

Cuando despertaron de aquel letargo incomprensible entonces a su inteligencia, no murmuraron una sola palabra y bajaron de la peña silenciosos y tristes cual nunca lo habían estado.

Sin embargo, cuando llegaron a la playa sus brazos se enlazaron cariñosamente, y juntos así, cual si una nueva afección, un más grande cariño los ligara, se dirigieron al lugar en donde Esperanza había dejado a su madre presa de sus ardientes pensamientos, hermosa visionaria cuya imaginación de fuego prestaba a sus vagos delirios lo vivo de su palabra, la dulce tristeza de sus pesares.

¡Caminaron unidos!... En aquellos corazones se había formado ya un lazo indisoluble, eterno... ¡aquellas dos almas ya no podrían separarse jamás!

Capítulo VIII. Alberto Estaban quietos los remos para no hacer ruido; y las lanchas se deslizaban a merced de la corriente. Mezclábanse las suaves armonías con la brisa...

Jorge Sand

Los últimos rumores de la tormenta se escuchaban todavía mezclados al murmullo de las olas y al graznido de los cuervos que en inmensas bandadas remontaban su vuelo y se escondían tras los últimos vapores que cubrían el azul del cielo.

La arena, húmeda aún por la lluvia, exhalaba ese aroma fresco y penetrante de las marinas que rejuvenece los ánimos; y el silencio de la playa, interrumpido por músicas alegres y risotadas estrepitosas, parecía haberse alejado con ligero paso de aquel lugar en que había gozado largos días de calma y de reposo.

Un elegante y ligero vapor se mecía blandamente sobre las aguas cercano a la orilla, con las airosas velas caídas lánguidamente a lo largo de los palos, cual si se hubiesen rendido al cansancio y a la fatiga, las azules banderas húmedas y agitadas apenas por una leve brisa que parecía despreciarlas porque no eran ya hermosas, y desierta la cubierta, cual si sus gentes quisieran dejarle en reposo, sobre el lecho inquieto en que tan valerosamente acababa de combatir. Semejaba en aquellos instantes pájaro de lejanos climas que cansado en su rápido vuelo desciende hasta las olas para tomar descanso sobre ellas.

El silencio más profundo reinaba en su interior, en tanto que multitud de marineros esparcidos en numerosos grupos por la playa, con las ropas húmedas y ajadas, desgreñado el cabello y el sudor de la fatiga no enjuto aún en sus morenos rostros, parecían querer olvidar en el bullicio y el placer de unos instantes el peligro que acababa de amenazar su existencia, siempre combatida y expuesta al furor de los elementos.

El soplo de alegría que rodaba sobre la playa les prestaba la vida y animación de los seres felices y, ahuyentando de su memoria los malos recuerdos, iluminaba las tinieblas en que se hallaban sumidas aquellas almas y las acariciaba en cuanto encierran de hermoso las imágenes del olvido.

No presentaban ellas a sus ojos más que las esencias embriagadoras del placer presente, incisivas, penetrantes y con todo el poder de esas armonías que en un solo sonido abarcan los delirios y los sueños de cien notas vibrantes y conmovedoras, escogidas en cada día hermoso de la existencia.

Su corazón estaba ansioso de placeres y querían hastiarse de ellos para no recordarlos después con dolor, porque el recuerdo de la felicidad es un tormento si comprendemos que no volverá tan presto a nuestro lado y que, cuando pudimos estrecharla en nuestros brazos y bañarnos en su luz y en su armonía, no hemos hecho más que tomar apenas las orlas de su ligero manto... ¡Oh! ¡Y es esta idea eterno remordimiento para aquellos que no cuentan en su vida más que algunas horas de felicidad por siglos de amarguras!...

Los panderos hacían compás a las guitarras y bandurrias que unas manos callosas pero hábiles hacían resonar armoniosamente aunque con ese estilo áspero, ruidoso y un tanto duro que acostumbra la gente de mar.

Voces destempladas unas veces, otras vibrantes, entonaban en coro hermosos cantos populares, aun cuando algunos de ellos no fuesen para escuchados por oídos castos.

Circulaban las botellas de mano en mano, sucedíanse las libaciones con harta rapidez y las cabezas, cediendo al suave influjo del vino, enloquecían cada vez más y llegaban hasta el delirio de la embriaguez.

Voces no muy santas se mezclaban a las preces que dirigían a Dios corazones contritos por haberles salvado del naufragio, infame blasfemia en que se unían escandalosamente las palabras del obsceno a las lágrimas del verdadero arrepentimiento.

Ellos cantaban y reían, gritaban frenéticos y lanzaban al aire sus sombreros vitoreando al mar.

Locos y beodos se revolcaban en la arena y jugaban la última moneda de sus bolsillos y la última copa de ron que ya no podían beber.

Tornáronse las voces más roncas: formaban un sordo ruido los panderos y las bandurrias, pues las cuerdas no vibraban ya bajo las pesadas y entorpecidas manos que las tañían, y la gritería, bajando un punto en entonación, aumentaba en murmullos y estrepitosas carcajadas que se ahogaban en una penosa respiración.

La fiesta iba degenerando en orgía y ésta se presentaba ya en sus últimos detalles con todo el repugnante colorido propio de tan groseras escenas, horribles sin duda alguna a nuestros ojos, pero no tanto como debían serlo las que se ocultan bajo dorados techos al son de armoniosas músicas.

Aquel desorden a la luz del sol, aquella orgía después de una tormenta, aquel olvido del momento que pasó lleno de tinieblas y del que llegará presto no menos oscuro y tenebroso, encerrando tal vez en su seno fría tumba que no pueden visitar los vivos, oculta en las entrañas del mar y acompañada de una soledad de la que la muerte debe horrorizarse, aquella orgía, repetimos, en que se trataba de ahogar el sentimiento, de ahuyentar la ternura del corazón para endurecerle con un valor en que hay mucho de desesperación, y de abarcar en un solo instante el placer de veinte años estériles en felicidad y regados con el amargo sudor de un trabajo jamás recompensado tenía, sin embargo, alguna disculpa de que ciertamente carecen los desórdenes de los salones cínicos y obscenos por sólo el placer de serlos.

Siempre he creído que algunos defectos imperdonables en el hombre deben, sin embargo, ser absueltos en el marino.

El soldado perece, y cien poetas cantan su heroica muerte, el recuerdo de su valor vuela en alas de la fama y sus cenizas son respetadas, pues las guardan los mármoles del obelisco: pero a la muerte del marino sigue el silencio más profundo.

Nadie canta su valor, ni nadie puede contar sus últimos momentos, los más llenos de desesperación y más horribles que existen en la tierra.

Eacute;l sucumbe después de una lucha sublime y terrible, y al hundirse en la húmeda tumba que le recibe y le esconde para siempre, lleno de vida y de esperanzas, sabe que el recuerdo de sus días pasará como una sombra que se disipa por la memoria de los que le esperan en la tierra, y el de su muerte quedará sepultado tal vez con su cuerpo inanimado en el fondo de las arenas.

Al lanzar su último suspiro no hay para él ni una lágrima, ni un beso cariñoso que endulce las angustias de aquel instante postrero, ni aun el ruido de la metralla que destroza heroicamente y de un golpe solo nuestras entrañas, ni un pensamiento de gloria, ni un destello de esa esperanza bienhechora de que sobreviva nuestro nombre a la materia que fenece, postrera vanidad, postrera ambición del hombre que le sonríe al borde de la tumba y le anima para marchar al último destierro.

El paso del marino sobre la tierra es como el de las águilas de los Andes, que sólo descienden un instante sobre las cumbres para dirigir de nuevo su vuelo a la región de las nubes. Perdonadle, pues, que cuando llegue a la playa, beba y jure y se apresure a ser feliz aun cuando no sea más que un solo día: el cañón de leva sonará pronto y su dicha se disipará como el humo en el postrer acento de un adiós que tal vez será el último.

Un viento norte que soplaba entonces con alguna fuerza agitó las banderas del vapor tranquilo y casi inmóvil hasta entonces, sus pequeñas velas se desplegaron graciosamente desdoblando sus rizados pliegues y las olas, estrellándose con alguna violencia contra los costados del buque, debieron parecerle la voz de alerta que debía despertarle de su sueño.

Pero él, negligente y perezoso, no hizo más que dejarse acariciar y, balanceándose pausadamente sobre las aguas por algunos instantes, hizo escuchar el ruido que formaban sus banderas y volvió a quedar en completa inmovilidad.

Entonces aparecieron sobre cubierta dos figuras esbeltas y elegantes.

En sus rostros se leía la felicidad; parecía que respiraban un mismo aliento, experimentaban las mismas sensaciones, estaban sus almas unidas en una sola y que sus corazones latían a un mismo tiempo a impulsos de la pasión más vehemente.

Ella era alta, morena; sus negros ojos despedían una luz brillante que parecía abrasar cuanto alcanzaba en torno suyo; sus labios de carmín un tanto gruesos y entreabiertos respiraban una voluptuosidad fascinadora; y el vestido de terciopelo que la cubría, negro como sus rizados cabellos, le daba el aspecto de una diosa digna de ser adorada por su hermosura en los mejores tiempos de la Grecia artista, en la Grecia creadora.

Sus manos diminutas y torneadas se distinguían apenas entre los oscuros encajes que pendían de las mangas de su traje, y su leve pie se escondía en la ondulante y larga falda de su vestido con la que parecía acariciar la cubierta del buque al pasar sobre ella.

Era él uno de esos seres en quien se reconoce un poder irresistible en la primera mirada que nos dirigen, en el primer acento que escuchamos de sus labios bañados de miel.

Sus ojos son azules, rodeados de largas y sedosas pestañas negras; sus párpados son largos, también pálidos y dormidos: la mirada que descubren cuando se levantan tiene la atracción de la serpiente y la dulzura de la paloma.

Son sus modales hijos de la más refinada elegancia, y en ellos se descubre al hombre de mundo, al lionde los salones, gastado y sin corazón, pero con toda la deslumbradora brillantez de la buena sociedad que oculta los defectos más detestables en un alma empeñada por los vapores del vicio.

Los dos se dirigieron pausadamente hacia la proa, desde la cual se descubría la playa llena de los desórdenes de la pasada orgía.

-Mis gentes duermen como lirones -dijo aquel hombre señalando los marineros-; la fiesta ha sido completa y ahora descansan sobre la arena como sobre un lecho de plumas; una tormenta cual la que ha pasado no sería capaz de dispertales. Sentémonos sobre cubierta, amada mía, y respiremos el aire libre y aromático que rueda sobre las olas.

Entonces, dando un silbido con su silbo de plata, tomaron asiento sobre blandos divanes orientales que se habían dispuesto a propósito, y una música suave y melodiosa, rompiendo el silencio de aquella muda soledad, llenó el espacio de armonías incomprensibles que una mano hábil hacía vibrar en un magnífico piano oculto sin duda en el fondo de la cámara.

Aquellas notas llenas de sentimiento, escuchadas sobre la cubierta de una hermosa embarcación en medio de ese aislamiento grandioso que envuelve en sus pálidas alas a las apartadas riberas, aquella música llena de suspiros y de quejas, delicada como las primeras ilusiones, armoniosa como el murmullo que se levanta de la naturaleza a la hora del anochecer, aquella fantástica creación de un alma poeta y sensible que sueña con el cielo y se halla de pronto transportado a este valle de dolor y sube de nuevo hasta el trono del eterno después de derramar sus lágrimas en la tierra, no podían ser más a propósito para exaltar la imaginación de aquellos dos seres que parecían sumidos en el éxtasis inefable de una felicidad deseada largo tiempo y realizada al fin en uno de esos venturosos días que tiene nuestra vida y que uno cree delirios del pensamiento o dichoso ensueño del que creemos no despertar jamás.

Escucharon largo tiempo, como sumidos en la dulcísima percepción de la melodía, pero al fin los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas y los del hombre de una voluptuosidad contagiosa y ardiente que, reflejándose en el rostro de ella, secó su llanto e hizo cubrir sus mejillas con el carmín delicado de ese rubor próximo a extinguirse en la palidez de una emoción mil veces más vehemente que la más abrasadora fiebre.

Sus rostros se confundieron, sus labios se tocaron, el ruido de un beso cruzó el espacio, y nadie pudo escucharle sino las olas y los vientos que le arrebataron entre sus murmullos.

En las mejillas de la hermosa no apareció, sin embargo, ese rubor que cubre la frente de las doncellas cuando les sorprende un beso de amor, y en el rostro del hombre no se notó tampoco esa alegría inexplicable que no se confunde con otra alguna y que sólo produce la victoria alcanzada sobre la inocencia de una virgen o la virtud austera de una mujer. Y era que aquel beso había sido un beso de esposos, una caricia concedida de antemano por las leyes..., aquella no era fruta prohibida ni... de cercado ajeno; era, sí, la abandonada largo tiempo por capricho y vuelta a recoger por un sentimiento de dulces reminiscencias en él, y en ella porque era la gloria de su vida, la felicidad que con sus brazos de rosa la había arrancado a la desesperación transportándola a un cielo que creía ser eterno.

Esa mujer era Teresa, aquel hombre su marido, su marido que había sido tan locamente llorado y esperado durante tantas horas de amargura.

Pero cuando la felicidad se digna visitarnos en nuestra terrenal morada, cuando la hermosa deidad nos sonríe no se contenta sólo con llamarnos hacia sí: como mujer acaricia, embriaga, arroja sus bienes a manos llenas en nuestro regazo; así fue que Teresa no sólo halló en aquel día de ventura al que esperaba su alma, sino que aun el sol no se acercara a las peladas colinas detrás de cuyos blancos picachos se oculta todas las tardes cuando el previsor, el obsequioso marido le había traído para ella lujosas galas que sustituyeron al pobre y mezquino traje de aquellos lugares.

Al renunciar Teresa a sus viejos trajes, tuvo que renunciar también a su choza ahumada, triste y pestilente.

Así como cambió sus groseros vestidos por los terciopelos y encajes, así también aquella solitaria choza fue abandonada por las agradables comodidades que se disfrutaban en el vapor y que eran tantas como podían reunirse en aquellos palacios flotantes, tan hermosos y también tan desdichados.

Los marineros les habían dejado solos. ¿Por qué el capitán no había de ser feliz mientas ellos se alegraban? -se dijeron, y miraron de reojo a la hermosa Teresa, que volvía a hallarla su marido más dulce y más bella que en otros días.

Si el dolor había añadido una tinta más de serenidad a su semblante, el amor que dominaba su corazón prestaba una luz radiante y luminosa a sus miradas, a sus movimientos, a todo aquel conjunto, en fin, de perfecciones sin tacha, capaces de conmover el corazón de otro hombre que no fuera Alberto hasta volverle loco de amor, pero de amor eterno, mientras a él sólo alcanzaría a satisfacerle por algunos meses, por algunos días..., ¡tal vez por algunas horas!...

Pero esta volubilidad, este cinismo, ese desprendimiento falsamente razonado de todo lo que es bueno y santo, semejante esterilidad de sensaciones nobles y constantes se ocultaba bajo la máscara más fascinadora y el semblante más bello y lleno de dulzura.

Teresa, la pobre Teresa enamorada y loca, ciega antes por la desesperación, hoy más ciega aún por el amor, ¿sería capaz de penetrar, tras aquel antifaz de rosa, el cúmulo de iniquidades que se escondía a sus ojos?

Pero ella es dichosa cuanto puede serlo una criatura en la tierra, ella no recuerda ya el ayer, no piensa en la desgracia...; aun cuando ésta se presentase otra vez ante sus ojos con toda su horrible desnudez, ella los cerraría para no mirarla, porque quería soñar, quería vivir en medio de su engañoso delirio.

-Los marineros que has enviado en busca de mi hija -dijo a Alberto después de pasados algunos momentos de cariñosa contemplación- no han vuelto todavía, y esto me tiene en un cuidado que sólo tu presencia puede mitigar..., pero es necesario que antes que el sol se oculte baje yo a la playa y la recorra para ver si la encuentro. ¡Oh, Dios mío! -añadió con lágrimas en los ojos-, ¡si hubiese perecido durante la terrible tormenta!... Sería para mí un golpe demasiado duro que turbaría esta felicidad que hoy llena todo mi ser.

-¿Tanto amas a esa niña? -le preguntó el marino con dulce acento y mirada un tanto celosa.

-¡Oh, sí, la amo, la amo como hubiera amado a nuestro hijo..., porque has de saber que ella fue mi compañera, mi amiga; la amo porque es buena y hermosa como deben ser los ángeles.

-¿Es tan hermosa?

-Jamás has podido imaginártela más bella.

-¿Y no la igualas tú, diosa mía? Tú, con esos cabellos negros, esos ojos fascinadores, esos dientes de perlas, ese talle esbelto... tú, que pareces hija de la Grecia con tu airoso cuello y tus formas que pudieran servir de modelo a las mejores estatuas... tú te engañas, Teresa, esa niña no puede aventajarte en belleza, tu tipo es puro, perfecto...; hasta ahora, te lo juro, no he hallado nada comparable a tu hermosura.

Escuchó la pobre pescadora este extraño y para ella incomprensible lenguaje, y escuchóle con alegría porque el corazón de la mujer, lo han dicho ya muchas veces célebres escritores y yo lo digo también, con nada se trastorna mejor que con el viento de la lisonja.

Fueron escuchadas tan tentadoras frases con la sonrisa del contento en los labios y las lágrimas que le había hecho derramar el recuerdo de su hija, suspendidas en sus largas pestañas; pero aquellas lágrimas enjugadas por el suave beso del esposo le hicieron olvidarse de nuevo que su hija no había aparecido desde la mañana y que debía bajar a buscarla a la playa antes que se ocultara el sol...

El amor, cuando es verdadero, es una locura..., una embriaguez que lo hace olvidar todo..., todo, hasta la misma vida: perdonemos pues a esta pobre mujer, tanto tiempo ansiosa de las caricias de su esposo, falta del aliento de su vida; no amará menos por eso a su hija, y al despertar de su loco sueño derramará lágrimas por su olvido. ¡Pobre Teresa!

En tanto Fausto y Esperanza habían llegado a la playa y examinaban, llenos de asombro, aquellos hombres de hediondo aspecto tendidos sobre la arena.

Miraba Esperanza con ojo atento y curioso aquel hermoso buque anclado a corta distancia de la playa y que se balanceaba graciosamente entre el vaivén de las olas; flotaban todavía las húmedas banderolas y el agua transparente de aquellos mares reflejaba la movible sombra del vapor, que parecía dormirse al suave impulso de la marea.

De pronto un agudo grito cruzó el espacio e hirió el oído de aquellos dos curiosos vagamundos.

Levantaron éstos la vista, y una hermosa y enlutada figura se les apareció sobre cubierta desde donde les hacía señas..., era Teresa que decía a su marido:

-¡Mi hija! ¡Mi hija!..., es aquélla -y señalaba a los pobres niños-. ¡Pobrecita mía y cuánto me he olvidado de ella en este tiempo! Vamos, Alberto, di que la traigan pronto a mi lado, que la traigan pronto...

Y Teresa, llena de contento por verla, pues la amaba como si fuese su verdadera hija, le hacía señas con un pañuelo, señas que Esperanza no comprendía, pues no acertaba a creer que era su madre aquella que se cubría con tan elegante como hermoso traje.

-¿Quién será la que nos hace señas desde el buque? -preguntaba a su amigo.

Y éste no le contestaba; miraba a aquel hombre que les miraba a su vez con el lente y con una tenacidad terrible..., su corazón latía con violencia..., agolpábasele la sangre a sus mejillas..., aquel hombre le era muy conocido..., su presencia le hería de muerte sin comprender por qué; le reconoció a pesar de la distancia, su odio le hubiera adivinado entre una multitud. ¿Quién eran aquellos marineros, quién era él que tan arrogante se paseaba por la cubierta del buque tan locamente envidiado aquella mañana, que tanto miedo le había causado, que le hacía sufrir como el pobre niño no había sufrido nunca?

¡Oh! Fausto se puso trémulo de cólera..., de asombro..., de envidia; faltó poco para que las lágrimas llenaran sus ojos...

Una voz vibrante resonó entonces en el espacio, una voz clara, una voz de marido, y al punto aparecieron en el mar, como si fueran evocados, dos pequeños botes que se acercaron a la orilla.

De cada uno de ellos saltaron dos hombres en tierra que traían dos grandes látigos en la mano, los cuales hicieron ondear en el aire con suma rapidez.

Después otro hombre, en cuyos bruscos movimientos se leía serle naturales los hábitos de mando, saltó a tierra y se acercó a los dos niños.

Fausto sintió que le abandonaban las fuerzas, turbáronse sus ojos, flaquearon sus piernas y tambaleóse su cuerpo como si fuese el de un beodo.

El hombre se acercó a Esperanza, y cogiendo suavemente entre sus manos aristocráticas aquel hermoso rostro, pudo contemplarle entonces; le vio de lleno en toda su sorprendente belleza y quedó suspenso.

Sin duda le había deslumbrado la hermosura de aquel ángel.

Después, cogiéndola en sus brazos y dándole un beso que hirió, como si fuera un puñal, el corazón de Fausto, se dirigió con ella hacia la ribera, en donde les esperaban los elegantes botes del vapor. Pero Esperanza, que hasta entonces había permanecido muda, prorrumpió en gritos diciendo:

-¡Déjeme usted! ¡Déjeme usted! ¿A dónde me llevan de este modo? ¡Fausto, Fausto, sálvame!

El niño entonces, ebrio de furor, partió como un relámpago y poniéndose delante del que llevaba a Esperanza, le dijo con acento salvaje y entrecortado por la ira y los celos:

-¡Déjela usted o le mato!...

Y se adelantó con aire resuelto.

Tal vez el niño hubiera entonces cumplido su amenaza, tal vez aquel pequeño David hubiera hecho caer exánime a sus pies al nuevo gigante, pero en aquel mismo momento un agudo silbido hirió sus oídos, una flexible cuerda ciñó su frente y la apretó cual si fuera de hierro. El gaucho no hiere con su bola de hierro más pronto al toro salvaje que le amenaza en medio de las desiertas pampas de América, el infeliz niño cayó en tierra.

¡Inocente! Mucho menos hubiera bastado; hizo el huracán lo que la más débil brisa hubiera hecho, ¡pobre hoja suspensa en la rama y expuesta a todos los vientos que soplan despiadados sobre el bosque!

Oyó entonces, y como en confuso, el eco de una carcajada sardónica que él creyó reconocer, y al mismo tiempo llegaron a él como amenazadora promesa estas palabras:

-Ese pilluelo es demasiado atrevido..., le prometo una buena lección.

Cuando el pobre niño salió de su letargo recordó confusamente toda la pasada escena..., los gritos de Esperanza, el latigazo que le hizo caer sin sentido, y sobre todo, ¡aquel hombre infernal!... Y entonces, aguijoneado por la curiosidad, como si saliera de un loco sueño, quiso saber si todo aquello era cierto, o si era vaga creación de su delirio, si era verdad o ilusión de sus sentidos...; pocos momentos de reflexión le bastaron, levantóse y miró al mar. El vapor estaba lleno de gente, las banderas desplegadas, hinchadas las velas, la chusma empeñada en la maniobra, la chimenea arrojando al cielo pausadamente gruesas y negras columnas de humo.

Distinguió sobre cubierta, al lado de aquel hombre pálido que aborrecía, a una mujer toda vestida de negro y a Esperanza, que se conocía por su chambra encarnada con cinturón de terciopelo negro, por su falda de percal claro, que dejaba descubiertos sus rosados pies, por la gracia, en fin, y la sencillez que encierra el tocado de las hermosas hijas de aquel país desierto. Tiene su traje en aquellos puertos cierto encanto que no he notado hasta ahora en parte alguna; han logrado seguramente descifrar el gran enigma, resolver el dificultoso problema de las mujeres, pues a la sencillez añaden la gracia, y a la gracia, la originalidad.

En aquel momento el cañonazo de leva resonó en la mar y en la playa silenciosa; partió el vapor rápidamente y alegres vivas y cantos estrepitosos llegaron a sus oídos en alas del viento.

La frente de Fausto ardía, sus mejillas estaban lívidas como las de un cadáver y, en aquellos instantes, tan crueles para él, hubiera querido morir..., pero él no comprendía aún el suicidio.

Llamó a Esperanza, gritó, se arrojó sobre la arena como un verdadero poseído; cuando la noche envolvió la tierra con su manto de sombras, Fausto había desaparecido ya de la playa.

Capítulo IX. Tormentos -Voyez-vous ces nuages épais qui obscurcissent en ce moment la terre? Il est de même bien des coeurs enveloppés de ténèbres impénétrables.. -Mais le soleil brille au dessus des nuages. -C'est possible, mais qu'importe à ceux qui ne le voient pas?

Miss Cummings

A un cuarto de legua del pueblo de Mugía y siguiendo aquel tortuoso camino que deja a un lado el antiguo priorato de Morayme, se encuentra una pequeña casa de campo rodeada de naranjos y limoneros, de altos tilos y floridas y olorosas acacias en donde hacen sus nidos los pocos pájaros que se encuentran en aquel país estéril. Solitarios huéspedes cuyo canto monótono y triste no hace más que aumentar la melancolía de tan áridos lugares, aunque al saltar de rama en rama parezca que dan alguna vida a la naturaleza, de quien siempre les he llamado hermanos.

Una alta tapia circunda los jardines y en ellos crecen a fuerza de cuidado las flores más raras y caprichosas.

La huerta de sabrosas frutas sigue a los jardines, y a la huerta los frescos bosquecillos, con cristalinos arroyos y fuentes que murmuran. Pudiera decirse muy bien que semejan allí, huerta, jardines y bosques, un paraíso en medio del infierno, un ramo de violetas arrojado en un zarzal, mi rayo de luz iluminando una noche sombría.

Sólo al abrigo de aquella tapia protectora había arboles y frutas, flores, aromas, pájaros: después, todo cuanto rodeaba aquel lugar privilegiado se presentaba árido e inculto, todo tenía impreso el sello de la desolación y de la tristeza. Sólo en los aristocráticos salones de aquella vivienda existían la riqueza y el lujo, el refinado gusto de la elegancia y todo lo que puede hacer soportable y aun querido un destierro. Fuera de allí, las casuchas que se hallaban diseminadas a corta distancia de aquel pequeño palacio, que parecía insultar osadamente la miseria que le rodeaba, eran de un aspecto lúgubre, llenas de pobreza y faltas de todo lo que puede hacer agradable la vida. Al mirarlas no podría menos de preguntarse uno a sí mismo si los que vivían en semejantes barracas tenían razón como nosotros, si eran hombres que pensaban y vivían y si, siendo así, no desesperaban de su suerte maldiciendo lo que todos los del universo deben maldecir.

Cuando las nieblas que a la hora del anochecer vienen del mar cubrían la tierra como un sudario y cada cual se retiraba a su miserable vivienda falta de fuego y de luz, en el interior de la casa de que venimos hablando resonaban los acordes de un piano, las luces resplandecían a través de las cortinas de raso blanco que caían en graciosos pabellones, el humo de las viandas empañaba los cristales demasiado cerca de la mesa y los aromáticos trozos de cedro ardían en la chimenea crujiendo al paso de las llamas.

El luto reinaba en el cielo y en la tierra en tanto que en aquellos dichosos recintos todo era alegría y riqueza.

¿Podríamos asegurar, sin embargo, que allí no se derramaban lágrimas? ¿Que en medio de aquellas suntuosas costumbres no se encerraba algún misterio doloroso, algún alma llena de pesares que mezclase sus suspiros de amargura a los melodiosos acordes de una música enervadora?

El dolor es el eterno compañero de lo creado... ¿qué hay en la tierra que no caiga herido por su dardo?

Algunas veces he querido penetrar el misterio de las humanas existencias con la turbia mirada de mi entendimiento rodeado de tinieblas, para convencerme de que los dolores que yo creía aquejaban a la humanidad entera eran, tal vez, exageración de mi espíritu enfermizo y visionario, pero bien pronto he tenido que cerrar los aterrados ojos cuando la luz de la verdad, descorriendo el paño rosado con que parecen cubiertas todas las bajezas de los que pretendemos elevarnos a la altura de dioses, presentó a mi vista la fúnebre túnica que envuelve entre sus sombríos pliegues todas las santas aspiraciones que brotan del hombre hacia la felicidad..., y una sonrisa amarga a través de todas nuestras pobres alegrías..., vano oropel de ventura y fingidas esperanzas con que llenamos la tierra los mortales para engañar de algún modo nuestras miserias.

Todas las comodidades que llenaban la casa que hemos descrito no eran capaces de disipar las negras melancolías que pesaban en la existencia de los que vivían en ella.

Aquel lujo y aquella ostentación eran por el contrario un tormento horrible que mortificaba su alma, y un motivo de continua envidia para los que faltos de todas las comodidades que sobraban allí, tenían que contentarse con admirarle de lejos, pero sin aspirar siquiera el aroma de una de sus flores y adivinar tan sólo los ocultos misterios que se encerraban en aquellos secretos gabinetes.

Era uno de estos envidiosos Fausto, el pobre inocente cuya miserable cabaña se hallaba situada en frente casi del palacio tan maravilloso a sus ojos, y tan lleno de todas las bellezas que pudiera ambicionar su corazón desgarrado ya por tormentos que marchitan en flor la vida del hombre.

El rostro del pobre marinero estaba pálido y macilento, sus negros cabellos caían con abandono sobre las sienes enjutas y comprimidas, y su nariz afilada y sus labios cárdenos indicaban demasiado qué padecimientos físicos y morales iban minando aquella naturaleza vigorosa al tiempo mismo en que debía desarrollarse.

Compadezcamos los sufrimientos del pobre enamorado que se muere por falta de luz y de ambiente, que se muere delirando de amor sin que pueda acercarse un solo instante a la amada de su alma, al niño que siente venir la muerte en medio de su miseria y su soledad, teniendo delante de sus ojos a todas horas la abundancia y el lujo, y unas paredes infernales que esconden a sus miradas el tesoro de su alma, el aliento de su vida.

Un paso más allá de aquellas puertas que se cierran para él, como se cierra el cielo para los condenados, y Fausto hubiese vuelto a la vida, Fausto se hubiera levantado de su postración como la flor que próxima a marchitarse por falta de rocío vuelve a entreabrir sus hojas perfumadas al sentir su frescura.

Pero aquellas puertas permanecerán cerradas, y el joven marinero se sentirá morir de cólera, de celos y de envidia, tres furias que desgarraban su corazón de una manera impía.

¿Ignoráis, acaso, lo que es esa envidia mortificadora, que se pega al alma como fría concha a la roca, creando en ella el odio y la maldad que la endurece y la irrita volviéndola al fin estúpida o cruel? ¡Oh!, si sabéis lo que es, sabréis también cuán grande era el sufrimiento de Fausto comprendiendo a la vez que su envidia es la más perdonable y la más digna que puede abrigar el corazón del hombre.

Fausto ronda día y noche aquella codiciada casa, se complace en admirarla, aunque siente entonces aumentarse el odio en su corazón, y algunas veces, ¡pobre insensato!, besa con transporte las húmedas piedras de la tapia.

¿Y sabéis por qué? Porque el roce de los vestidos de Esperanza ha llegado por aquella parte a su oído atento..., tal vez un eco de su voz..., un doloroso suspiro.

Allí es donde vive el ángel de sus sueños, allí le esconden y le aprisionan.

¡Ah! ¡Y estos tormentos eran infernales!

Por eso vagaba solitario por la playa, por todas las cumbres, en torno de la hermosa quinta en cuyos encantados salones sólo podía entrar su pensamiento.

Creyóle loco su padre, y al verle cruzar a media noche, como sombra ligera, bajo los árboles cuyas ramas salían fuera de las tapias, figurábanse los sencillos moradores de aquella comarca que era un alma en pena que venía a pedir a los vivos sepultura para sus cenizas abandonadas tal vez en algún paraje maldito.

Pero y Esperanza y Teresa, ¿eran acaso más felices que el pobre niño?

Desde el momento mismo en que por primera vez traspasaron el dintel de una puerta que cerraba a todos el hermoso misterio y el lujo de tan suntuosa estancia, la libertad de Esperanza murió con su felicidad.

Sobre su existencia hasta entonces tan alegre y risueña, pesaba la voluntad de un tirano que la mortificaba a todas horas: él se había posesionado de su vida como un dueño inclemente y avaro hasta la crueldad; y la hermosura de la pobre niña la ocultaba a todas las miradas, cerrando para ella las ventanas del palacio y las puertas de los jardines.

Los juegos de su infancia, a los que prestaba vida Fausto, el dulce compañero; los sueños juveniles y llenos de inocencia con que sonreían el uno al otro, tímidos precursores de una felicidad vacilante como la superficie de aquel mar que amaban, ya no son más que un recuerdo doloroso que se reproduce cercado de dolores en su enferma imaginación, y las lágrimas que derraman sus ojos no hacen otra cosa que abrasar sus frescas mejillas para no dar alivio a su corazón.

El recuerdo de Fausto le persigue incesante, y el ruido de aquel horrible latigazo suena todavía en sus oídos como el eco de un torrente, como la pesadilla de un sueño de que no se despierta.

Un día, un triste día, uno de aquellos en que las primeras lluvias de noviembre azotaban los cristales de su ventana, oyó un quejido lastimero que atravesando el espacio vino rectamente a herir su corazón: aquel gemido doloroso parecía un adiós lleno de amargura que iba a despertarla en su agonía.

Sintióle ella en su alma como una reconvención amarga y, llena de espanto, pues había reconocido la voz de Fausto entre el leve y quejumbroso gemido de los vientos de octubre, quiso entonces huir de su prisión, quiso volar en su auxilio, pero todo era en vano; unos brazos de hierro la sujetaron al punto y una voz ronca por la ira la amenazó de muerte e hizo acallar sus gemidores lamentos.

¡Dios mío! ¿En dónde se halla esa felicidad tan buscada en la tierra, pues ni aun en la áspera soledad de aquellas desiertas riberas la halla la pobre niña?

¿Qué le importaba que aquellos brazos y aquella ronca voz, endulzándose, la llenasen de caricias si eran éstas para ella mucho más amargas que los más crueles padecimientos? La infeliz niña se ahogaba en una atmósfera envenenada y, para colmo de desgracia, desde aquel momento persiguióla su tirano con más encarnizamiento que nunca.

¡Oh! ¡Señor de justicia! ¡Brazo del débil y del pobre! ¿Por qué no te alzas contra el rico y el poderoso que así oprimen a la mujer, que la cargan de grillos mucho más pesados que los de los calabozos, y que ni aun la dejan quejarse de su desgracia? Infelices criaturas, seres desheredados que moráis en las desoladas montañas de mi país, mujeres hermosas y desdichadas que no conocéis más vida que la servidumbre, abandonad vuestras cumbres queridas en donde se conservan perennes los usos del feudalismo, huid de esos groseros tiranos y venid aquí en donde la mujer no es menos esclava, pero en donde se le concede siquiera el derecho del pudor y de las lágrimas.

Hombres que gastáis vuestra vida al fuego devorador de la política, jóvenes de ardiente imaginación y de fe más ardiente, almas generosas que tantos bienes soñáis para esta triste humanidad, pobres ángeles que Dios manda a la tierra para sufrir el martirio, ¡no pronunciéis esas huecas palabras civilización, libertad! No, no las pronunciéis, mirad a Esperanza y decidme después qué es vuestra civilización, qué es vuestra libertad. Dejad, pues, tan hermosos sueños, dejad al mundo que marche como quiera, siempre habrá para vosotros un solitario rincón de la tierra en donde poder ser libres..., pero no, ya que nada pasa aquí que no deba pasar, seguid soñando, levantad vuestra voz armoniosa como un himno de redención, vuestra palabra fructificará, lo sé bien, ¡pero, por Dios, no seáis tan egoístas como los hombres que pasaron!... El día en que el mundo se eche en vuestros brazos, acordaos de Esperanza..., es decir, ¡de la mujer débil, pobre, ignorante!...

No menos desgraciada Teresa que su hija adoptiva, tenía que presenciar silenciosa tan insultantes escenas que su marido no se tomaba siquiera el trabajo de ocultar.

Pobre mujer que, al verse de nuevo en los brazos del que amaba, creyó penetrar en el paraíso, cuyas puertas doradas no guardan ya para ella los serafines de espada centellante; pero ella no hizo más que dar vida a su corazón oprimido en una atmósfera de fuego, que debía hacerla morir.

Todos los delirios, todas las ilusiones de aquella imaginación ensoñadora habían desaparecido en un instante, dejando, sin embargo, un doloroso recuerdo de su paso.

Las protestas de cariño que habían escuchado sus oídos faltos tanto tiempo de esas armonías del corazón, de esas notas melodiosas que saliendo de los labios de la persona amada penetran hasta el alma, devolviéndole la vida y la felicidad, habían sido vanas; mentirosos halagos de un instante que pasando como un relámpago le habían deslumbrado con su viva luz para dejarla después entre tinieblas.

Eacute;l le devolvió un momento sus caricias y la atrajo hacia el lecho de flores del engaño con sus palabras bañadas en miel: le prometió una fe eterna, una dicha sin término; presentó ante sus ojos la felicidad que se escondía tras los días venideros y ella, creyéndole, le amó con toda la vehemencia de que era capaz aquella naturaleza de fuego. Entregóse de lleno a esos sueños sin nombre, velados siempre por nubes de color de rosa, sueños que se suceden rápidamente para tomar un tinte más hermoso cada vez, ensanchándose en el horizonte purísimo de nuestras risueñas ilusiones.

Pero ¡cuán pronto concluyó su dicha!

Cambióse en un instante en largas horas de sufrimiento; no pudo soportar tan rudo desengaño, y su corazón lleno de dolores parecía pronto a romperse bajo el peso de sus desgracias.

Había veces que dentro de aquella casa sobre la que estaba fija eternamente la mirada de Fausto, tenían lugar escenas que nadie podría presenciar sin estremecerse.

Alberto, el dueño, el señor de aquellas vidas, se complacía en amargarlas. En medio de Teresa y Esperanza, brutal sultán, que pretendía como los de Oriente echar su pañuelo y hallar una voluntad sumisa a la suya, se hacía acariciar por aquellas dos mujeres que si alguna vez obedecían era con la desesperación en el alma y la muerte en el corazón.

Burlábase él de lo que llamaba en su cínico lenguaje ligeros escrúpulos de conciencia; las hacía padecer y nada ablandaba su corazón, ni las súplicas, ni el llanto, ni la pasiva resistencia de tan pobres criaturas.

Gruesas lágrimas rodaban entonces por las mejillas de aquellas dos mujeres tan hermosas y tan ultrajadas, pero ambas permanecían atadas al victorioso carro de su dueño, la una sujeta por los robustos brazos que la oprimían, la otra... ¡por su corazón!: cadenas que en aquellos instantes supremos no podían romperse a pesar de todas las violencias de la tierra.

La hiel más amarga rebosaba en el alma de aquella madre..., de aquella esposa..., y, sin embargo, faltábale valor para separarse de un hombre que la retenía a su lado por medio de tormentos, pues éstos, en el amor, tienen su parte de atracción así como las caricias. Atracción desesperada que forma el delirio y la locura; atracción que arrastra en pos de sí un alma enamorada, como arrastra el viento a las nubes y el huracán las hojas secas que encuentra a su paso.

La contemplaba ya su marido como un juguete olvidado y que sólo cogemos de nuevo para gozar el placer de destrozarle.

Pero ¿qué importaba todo esto si él era el único objeto que llenaba todos los días de su existencia, si desde que él estaba a su lado todo era indiferente para la pobre loca, todo, hasta el recuerdo de su hijo?

Vosotros, los que no hayáis sentido nunca esas pasiones devoradoras en donde muere el orgullo y se pisan los celos, en donde no se vive otra vida que la del ser que amamos; vosotros, los que no os hayáis olvidado de vosotros mismos para pedir de rodillas al tirano que os domina una sola mirada de amor o una efímera promesa que sabemos morirá mañana con el desencanto de una ilusión, quizá no comprenderéis a Teresa, pero sabed que esto sucede y que tales tormentos son los más horribles de la vida, los que hieren de muerte.

Ella se arrodilló a los pies de Alberto, arrastró en el polvo su frente y pasó largas noches de insomnio y desesperación en que rogaba a su esposo y se olvidaba del cielo.

Tuvo momentos de locura y borrascas turbulentas en que sus pensamientos y los latidos de su corazón y sus lágrimas se mezclaban tumultuosamente..., aquello era ya más que un vértigo, era una cosa sin nombre, que parecía no tener término ni aun en la muerte; era una chispa del infierno, una gota de amargura destilada del corazón de Luzbel en el de aquella infeliz destinada a vivir muriendo.

Llegó hasta maldecir el instante en que recogiera en el rincón de su cabaña a aquella pobre huérfana con quien había partido el pan ganado con su trabajo, a aquella que había visto crecer, gozándose en verla hermosa.

-Sin esa niña -decía- yo hubiera sido tan feliz como los ángeles en el cielo..., él me amaría... ¡Oh! Sí, él me amaría como en el primer momento en que le he visto volver a mis brazos más amante que nunca..., me amaría como me amó en todo aquel día de felicidad en que aún no la había visto a ella.

Y fue tal la exaltación de sus celos que pensó en el crimen; nube negra que pasó ante sus ojos como un relámpago y rehusó manchar sus manos en sangre inocente que, como la de Macbeth, teñiría los mares; rehusó al crimen, y tuvo que resignarse a su suerte, aunque sabía muy bien que ella sucumbiría en la lucha.

Eacute;ranle a su esposo indiferentes sus ruegos y sus lágrimas, y aun pudiéramos decir que le servían de distracción en algunos instantes de aburrimiento.

Eacute;l se había retirado a aquel lugar salvaje en donde nadie podía penetrar el misterio de su vida para reinar en él como un pequeño reyezuelo y para llenar su corazón de los únicos placeres que no había experimentado en la tierra, el absoluto dominio de su voluntad sobre los que le rodeaban y la tiranía puesta en toda su fuerza, sin ley que contuviese sus maldades ni jueces que le juzgaran.

He aquí por qué la única esperanza de aquellas dos mujeres no era otra que una desesperación amarga y una lenta agonía que duraría tal vez una eternidad de siglos. Aquellos débiles seres no tenían otro apoyo sobre la tierra que el Dios que vela por los desvalidos y los huérfanos.

¡Infelices expósitos! Infelices los que, abandonados a la caridad pública desde el momento en que vienen a la vida, vagan después por la tierra sin abrigo y sin nombre; pobres desheredados de las caricias maternales y de todo cuanto puede dar felicidad al hombre en este valle de dolor. ¡Infelices!... de ellos es el pan de las lágrimas y de ellos la soledad y el abandono.

Capítulo X. Lucha Comme les flots capricieux de l'Océan, les sentiments humains ont leur flux et leur reflux, qui voudrait se fier à une âme qui troublent toujours d'orageuses passions?

Lord Byron

A pesar de que se dice vulgarmente que el tiempo corre lento para los desgraciados, pasaba sin embargo veloz para aquellas dos víctimas, y la desesperación aumentaba más en su alma en medio del silencio que las rodeaba.

Alberto había llegado a hacer insoportable su yugo, y la lucha era encarnizada entre aquellos tres seres, sin que ninguno de ellos retrocediese un paso de su propósito.

Primero había usado él, para con Esperanza, los medios de seducción más dulces y cariñosos; degeneró después esta dulzura en una mimosa severidad y, al fin, comprendiendo que esto no bastaba y que de semejante manera no conseguiría nunca su objeto, resolvió que la fuerza de un hombre venciese la débil voluntad de una niña.

Pero Teresa, aguijoneada por la ira y los celos, velaba día y noche a su hija con una tenacidad y una resolución inmutables, retardando de este modo la más horrible profanación de la inocencia. Esta vigilancia le costaba, sin embargo, tantos tormentos que la infeliz contaba de antemano con sucumbir a ellos.

Despótico señor, sultán engreído, a quien ni el temor de las leyes ni el de Dios contenía, su marido no podía perdonarla jamás se rebelase tan clara y directamente contra su voluntad, y por eso la pobre Teresa, la esposa desdichada, esperaba el momento de presenciar algún terrible acto de violencia o ser arrojada ignominiosamente de aquella casa, como si fuera una cosa importuna.

La hora de media noche había sonado ya y los tres se hallaban reunidos en un elegante gabinete iluminado por la luz opaca de una lámpara de mármol negro que pendía del techo; parecían querer alejar de sí el sueño concedido en tales horas a los mortales. Tal vez se acercaba el momento, tantas veces temido, pues en los semblantes se notaba cierto recelo misterioso que consonaba con la tristeza y el silencio que les rodeaba.

Esperanza, envuelta en su bata blanca, con un brazo apoyado en el suntuoso lecho al lado del cual se hallaba sentada, parecía afligida y moribunda.

Costaba trabajo reconocer en aquella melancólica figura, que parecía rodeada de la misteriosa aureola de las vírgenes que padecen doloroso martirio en este mundo, a la niña inocente y alegre de otros días, a la rosada azucena de aquel país inculto y desolado, a la diosa, en fin, salida del fondo de los mares para alegrar la tierra con sus dulces sonrisas.

Sus pálidas mejillas, su mirada triste y sus cabellos rubios como el oro, rozando apenas sus hombros le daban el aspecto de ángel desterrado próximo a cumplir su condena en este valle de dolor para volar otra vez al cielo, su verdadera patria.

El aire fresco que penetraba de cuando en cuando por las ventanas abiertas todavía, no sabemos si por descuido, agitando su bata suelta y flotante y los bucles de su cabellera, parecía que amenazaba arrebatarla en su ligero y frío soplo cual si fuera vaporoso espíritu, de esos que se forman y desvanecen en un instante a nuestros ojos.

La vida y frescura de otros días no se notaban ya en el conjunto de aquella pobre niña que, como una blanca rosa de invierno, parecía próxima a deshojarse al primer viento que la agitara. Tal era el estrago que en aquel alma inocente habían hecho los pesares y las lágrimas.

A su lado estaba Teresa, con la mirada sombría, fruncidas las cejas y recogida hacia atrás con negligencia, y en una sola trenza, su negra cabellera.

Vestida de negro, con las manos cruzadas sobre las rodillas y enteramente inmóvil, parecía rodeada de cierto prestigio mágico y solemne que no sabemos si atraía o rechazaba.

Era Luzbel transformado en una mujer hermosa pero circundada siempre por ese reflejo sombrío que jamás abandona el ángel que, después de haber sido el preferido del Eterno, vióse despeñado del cielo y azotado con la flamígera espada que Dios puso en las manos de Miguel para escarmiento de la soberbia.

El espíritu indomable de aquella mujer poeta como ninguna y llena de aspiraciones hacia esa felicidad suprema de amor eterno, de ese amor que en el alma de algunos seres sólo concluye en el sepulcro, ese espíritu que había luchado siempre con el vacío y que al hallar lo que ella creía el complemento de toda la felicidad que podía caberle en la tierra, sólo había encontrado la hiel más amarga y dolores sin término, ese espíritu, repetimos, tan ardiente y tan contrariado desde la cuna en todas sus aspiraciones se rebelaba ya con toda la fuerza de que era capaz contra su opresor más inicuo, luchando tras de haber implorado en balde, y devolvía en esta lucha, en cuanto la era posible, toda la hiel que rebosaba en su corazón despedazado por la ira y los celos.

Y, sin embargo, aquella alma tan lacerada y llena de dolores punzantes no aborrecía a la pobre huérfana, quien, aunque involuntariamente, era el perenne manantial de todas sus desgracias.

Ella trataba de atraerla hacia sí y de librarla de aquella atmósfera devoradora que hería a las dos de muerte y a un mismo tiempo; pero todo era en vano, la desgracia estaba suspendida sobre sus cabezas y la tormenta próxima a estallar en los cercanos horizontes dejaba escuchar ya sus primeros rumores.

Como ligero y pintado tigre pasea inquieto en las abrasadas llanuras en donde busca su presa, así Alberto paseaba inquieto por la estancia y sus ojos azules lanzaban un reflejo de malignidad diabólica que destruía la falsa dulzura habitual de sus miradas.

La serpiente estaba próxima a lanzarse sobre sus inocentes víctimas, cansada de esperar que ellas mismas viniesen a ofrecerse voluntarias al altar del sacrificio.

-Las lágrimas, querida esposa -decía con acento burlón-, son fruta amarga que por lo general agrada a los que han gustado demasiadas dulzuras...

-¡Demasiadas! -murmuró la pobre Teresa.

Pero Alberto, sin hacer caso de aquella palabra de reconvención que le dirigía la pobre víctima, prosiguió sonriendo:

-Yo soy uno de ellos... y he aquí cómo tú, sin querer, tomas a tu cargo aumentar mis placeres, bien escasos por cierto en este rincón del mundo; si ahora llevado de un falso instinto de piedad pretendiese enjugártelas, obraría contra unos principios a que no puedo faltar sin hacerme daño.

-Las lágrimas no pueden ser buenas nunca -añadió Esperanza, en tono tímido pero enojado-. No pueden ser buenas, bien me lo dice mi corazón, y el de mi madre, desde que tú nos haces derramarlas... ¡Oh, Dios mío! ¡Cuán desgraciadas somos!...

-¿Desgraciadas? -murmuró Alberto con acento cómico, en tanto apartaba con sus manos blancas como el mármol los blondos y sedosos cabellos que caían sobre su frente-, ¿conque tú eres también desgraciada, hermosa niña? Lo que tú eres, es ingrata -añadió en tono duro-, y es éste el sentimiento más vil que puede abrigar el corazón del hombre. Tal vez no aciertes tú a comprender esto, pero no importa, algún día te lo explicaré todo y sabrás entonces que, de cuantas maldades viven en la tierra la más inicua, la más digna del desprecio, es la ingratitud.

-¡Ingrata! -replicó Esperanza con enojo-. No necesito que me expliques semejante palabra, pues creo que me haría daño, como todo lo que acostumbras a decirme; yo no necesito saber más, sino que lo que me haces sufrir es ya demasiado, y que lo único que tengo que pedirte es que dejes de atormentarme más.

-Todo eso está bien dicho -repuso Alberto con la mayor sangre fría-, y se conoce que aprendes bastante bien las lecciones que te da tu madre, pero a tan lindas palabras no tengo otra cosa que hacer que advertirte, niña, ya que la experiencia no ha podido hacértelo conocer todavía, que exasperar al que tiene algún poder sobre nosotros es arrojarse al precipicio... ¡Si no has caído ya en él, puedes decir a tu madre que es sólo por ser mucha la bondad de mi corazón!... ¿Has comprendido bien?

-Demasiado sabes tú que jamás acierto a comprenderte -contestó la pobre joven-, aunque es verdad que me haces sufrir y llorar siempre que te escucho. ¡Mi madre! -añadió después de un momento de silencio-. ¿Es acaso cierto que me hable alguna vez de ti? ¿Necesito que nadie venga a decirme que padezco si lo siento dentro de mi alma? Si yo no te quiero, si te aborrezco casi, es porque me cierras las puertas de esta casa, es porque ya no puedo ir a correr por mi querida playa, porque no puedo ver a mi pobre amigo Fausto, a quien has maltratado, a quien dejaste tendido en la arena y como muerto, mientras a mí me llevabas contra mi voluntad al hermoso buque que tanto había él ambicionado para mí; no, no -repitió haciendo un mohín en que se leía toda la voluntariosa terquedad de una niña mimada-, yo no te quiero ni puedo quererte nunca.

-¿Nunca? -interrogó Alberto con una risa sardónica que hizo estremecer a la pobre niña.

Y empujando una butaca hasta colocarle frente a las dos mujeres, tomó asiento en ella y añadió con la mayor calma:

-¡Pues yo pienso que hoy nos hemos de reconciliar! -Y cogiendo una mano de Esperanza parecía querer hacer paces con aquella pobre paloma que osaba desafiar al gavilán.

Teresa, siempre inmóvil, parecía indiferente a cuanto pasaba en torno suyo, pero el reflejo calenturiento de sus miradas y el leve rosado que coloreaba su frente ancha y tersa indicaban bastante la terrible lucha a que estaba entregado su corazón en aquellos momentos.

A pesar de esto, su rostro estaba impasible, no se vio en él ni un solo gesto de disgusto o indignación, diríase que era lago de tranquila superficie a donde no llegaba el más leve rumor de la tormenta que se formaba en su seno.

Pero Esperanza miró a su madre, comprendió su martirio, las lágrimas llenaron sus ojos e intentó, aunque en vano, retirar su mano de entre las de Alberto.

¡Oh, no! -exclamó éste-, eso no, niña; mis fuerzas son superiores a tu voluntad; ven a mi lado, quiero que estés aquí -y le señalaba un asiento vacío al lado de su butaca.

-¡Nunca, nunca! -gritó Esperanza, replegándose sobre el lecho que cedía blandamente a la ligera presión de su cuerpo-. ¡Oh, madre mía! -añadió bañada en lágrimas-, dile tú cuánto padezco a su lado, pídele que me deje..., ya ves que a su lado no puedo ser feliz...

-Lo siento, hija mía -respondió Alberto con expresión maligna-, bien sabe el cielo que te quiero y deseo que a mi lado seas dichosa; pero ¿qué quieres tú, inocente, que así huyes del que es tu dueño? Mira, aquí sobre mi pecho puedes descansar, nadie turbará tu sueño de inocencia, pero es necesario que no tengas miedo, que vengas confiada..., además, tengo un gran secreto que decirte, y eso sólo te lo diré cuando tu cabeza repose tranquila sobre mi seno, más seguro, más cariñoso que el de un padre. ¿Podrá usted, señora, oponer alguna razón a mi voluntad? -añadió volviéndose hacia Teresa con aire amenazador-. Y tú, niña -continuó-, ¿por qué temes acercarte a mí?

-¿A qué preguntas esas cosas a mi pobre hija? -dijo entonces Teresa, con temblorosa voz-. ¿Sabes tú acaso por qué se presienten las desgracias antes de que nos hieran?

-Lo que yo sé, señora, es que más fastidian altamente las respuestas que yo no pido.

-Lo siento -replicó fríamente Teresa.

-Me alegro de eso, señora; y por lo mismo le ruego me favorezca con su silencio, ya que no es usted tan amable que me favorezca igualmente con su ausencia.

-La de usted sería más a propósito -contestó Teresa con una calma que no creeríamos posible después de tan grosero insulto-; la hora de media noche es ya y observo con disgusto que los cortos instantes de calma y reposo que usted nos concede todos los días, quiere que nos falten hoy...

-Usted se equivoca, señora; su lecho de usted le espera siempre...

-Y yo espero a mi hija; ni yo ni ella sabemos vivir separadas..., es decir, que nos deje usted.

-No seguramente -replicó Alberto de un modo brusco-. ¿Quiere usted acaso decirme con esto que sobra alguno en este sitio?

Teresa hizo un gesto de indiferencia y permaneció callada.

-¿No me responde usted? ¿O es que adivina que si en alguna ocasión sobra una persona en una casa, nunca esta persona será su dueño?

Por toda respuesta, Teresa, que se había levantado, volvió a sentarse tranquilamente y volvió de nuevo a su acostumbrada inmovilidad.

Alberto se levantó a su vez, se leía en su rostro la ira y la impaciencia, sus ojos brillaban coléricos; el león despertaba.

Dio dos o tres inquietos paseos a lo largo del gabinete, paróse, pareció reflexionar, y, volviendo a ocupar su butaca, la hizo girar sobre sus ruedas hasta ponerse de espaldas a Teresa; entonces, dirigiéndose a Esperanza que con el rostro escondido entre las manos sollozaba amargamente, dijo:

-Tu madre, hermosa niña, quiere, con la mayor prudencia del mundo, escuchar las enamoradas confidencias que tengo que hacerte; pero, ¡qué diablos!, le perdonaremos semejante curiosidad y hablaremos como si estuviéramos completamente solos; es cuanto podemos hacer en su obsequio.

Y diciendo esto trató de apartar suavemente las manos de Esperanza del hermoso rostro que ocultaban.

-Es necesario que sepas, niña -le decía al mismo tiempo-, que yo sólo soy el que puede quererte... y el que puede servirte de algo en la tierra. Tu madre, a quien tanto amas y por quien tanto sacrificas, es pobre... y es loca...

Y a estas palabras añadió otras acres, incitantes, impúdicas, que la pluma se niega a escribirlas; palabras que ninguna mujer puede escuchar sin sonrojo porque son al mismo tiempo un ataque a la virtud y un insulto a la mujer.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -sollozaba Esperanza, en tanto que la chispeante mirada de Teresa y sus manos crispadas, que arrugaban convulsivamente el terciopelo del vestido, daban a entender bien claro que rugía en su pecho una tormenta horrible y que estaba ya cercana a desencadenarse.

-En cuanto a Fausto, a ese pilluelo de playa -añadió Alberto sonriendo-, ¿qué has de esperar del pobre inocente?... Mis criados se encargaron de enseñarle cómo se habla con los ricos y, creo, si no recuerdo mal, que a estas horas...

Al notar el significativo movimiento con que Alberto concluyó su frase, Esperanza dio un grito horrible, sintióse desfallecer y su cabeza fría, inerte casi, cayó sobre el seno de Alberto que se acercara para evitar que la pobre niña cayera sobre el mármol del pavimento.

Eacute;l quiso entonces besarla..., pero Teresa, loca de furor, se acercó a él, le retuvo y le dijo con sombrío acento:

-¡Eso no! ¡Preciso sería antes que yo hubiese muerto!...

Y siguió a estas palabras una pequeña lucha en que, victorioso Alberto, amenazó a la pobre mujer con un puñal que llevaba oculto.

-¡Vete! -gritó agarrándola de un brazo e impeliéndola hacia la puerta de la habitación-. ¡Vete!

Pero en aquel momento se escuchó un ruido seco, cayó el puñal de las manos de Alberto que las llevó a la frente inundada de sangre.

-¡Fuego del infierno!... -gritó Alberto- ¡Que me muero! ¡Que me muero!... y llamó a grandes voces a los criados.

Cuando acudieron éstos en revuelto tropel, oyeron a su mano que les decía:

-¡Por esa ventana!... ¡Buscadle!, por esa ventana me han herido... cerrad todo, que no salga Teresa... ¡Pronto!..., no quiero morir sin venganza.

Estas órdenes fueron cumplidas, cerráronse las puertas y se buscaron con avidez las huellas del agresor.

Mientras los criados acudían al rico insolente, Teresa se acercó a su pobre hija de quien nadie se acordaba en aquellos momentos de confusión; la hizo volver de su desmayo y encerrándose con ella en una de las más apartadas habitaciones pasaron allí el resto de aquella noche turbulenta.

La elegante casa de campo se había convertido en cárcel sombría, tal vez en el fúnebre asilo que recibe los postreros acentos del infeliz sentenciado al último suplicio.

Capítulo XI. Otra vez libre ¿Quién me podrá estorbar que yo la siga?

B. Saint-Pierre

Pocos días habían transcurrido desde el acontecimiento de que acabamos de hablar cuando una nublosa y fría tarde, cual acostumbran a serlo en aquellos sitios, penetraba Alberto en un pequeño y elegante gabinete situado en la parte baja del suntuoso edificio.

Hallábanse allí Teresa y Esperanza que reclinaba en el regazo de su madre aquella rubia y hermosa cabeza que Teresa acariciaba con aire de triste cariño.

Suspiraban ambas de un modo que indicaba bastante el profundo dolor en que estaban anegados sus corazones, y nadie creería que la felicidad pudiese haber posado allí nunca su encantado vuelo, tal era el helado aspecto de tristeza y amargura que cubría los semblantes y las paredes en donde parecía reflejarse aquella ruda tristeza.

Cuando Alberto entró en la habitación Esperanza se levantó con viveza y exhalando un gemido doloroso murmuró llena de espanto:

-¡Madre mía! Aquí está ya, ¿qué va a ser de nosotras? -y cogió con su mano temblorosa la helada mano que instintivamente le alargaba Teresa, como si quisiese tomarla bajo su débil amparo.

Al ver a su marido, Teresa se estremeció ligeramente, mas su rostro pálido y severo permaneció impasible ante aquel formidable enemigo que venía, sin duda, a confundirlas bajo el peso de su ira y de sus maldades.

-He aquí el instante que temía -se dijo a sí misma-, Dios tenga misericordia de nosotras.

El balcón estaba abierto, la niebla fría y húmeda entraba como helada y parda y movible fantasma, cubriendo el paisaje de más oscuridad y de más tristeza, y Alberto, que había dirigido desde allí su mirada inquieta sobre la oculta campiña, dijo volviéndose hacia las dos pobres mujeres:

-La atmósfera está cargada, la noche se acerca y es necesario disipar, antes que ésta llegue, los malos vapores que han inundado estas habitaciones para que al cerrarse las puertas y las ventanas, no se queden como enfermos espíritus envenenando el sueño de los que viven en esta casa -calló un momento y añadió después apartándose de la ventana, volviéndose hacia Teresa con aire de afectada galantería-. Veamos -exclamó-, ¿cuál te parece mejor, que yo con mis propias manos te arroje de este balcón, o que mis criados se molesten en hacerte salir por la puerta principal?

Teresa palideció de ira al escuchar tan insolentes palabras y su primer impulso fue, sin duda alguna, arrojarse a aquel hombre impío y ahogarle entre sus manos pequeñas, pero vigorosas; mas un instante de reflexión bastó a hacerla ver cuán inútil sería su lucha, cuán en balde gastaría sus fuerzas; cómo ella, débil mujer, sería aplastada bajos los pies del coloso que se llama hombre; y por eso, comprimiendo sus primeros impulsos, respondió con la mayor sangre fría:

-En el caso de que yo juzgase conveniente salir, creería más aceptables los golpes de tus criados..., su contacto, me honraría más que el de tus manos; sin embargo, no creo todavía necesario el que yo opte por ninguno de esos dos extremos, o mejor dicho de esos dos ofrecimientos tan dignos de ti.

Reprimió Alberto un rápido impulso de cólera que llenó su pecho al escuchar estas palabras que, sin duda alguna, no esperaba oír, y la respondió sonriendo:

-En ese caso volveré al momento a recibir tus órdenes -y salió del gabinete.

Cuando volvió a entrar, le acompañaba un criado que traía un pequeño envoltorio de ropa al parecer tosca y vieja.

-Ruego a usted -dijo Alberto, dirigiéndose a Teresa con grosero tono-, que se despoje de ese traje, impropio de su clase y de su cuna, para sustituirle con éste que debe usted conocer bastante -y le señalaba el que el criado había empezado a desdoblar entre sus manos como para hacerle ver de este modo cuán triste era su extremada pobreza.

Teresa quedó suspensa por algunos momentos, pero, al fin, levantándose resueltamente del asiento cogió la ropa que le presentaban diciendo al propio tiempo:

Mucho me alegro que me devuelva usted lo que un día me ha arrebatado juntamente con mi tranquilidad. Abandono de muy buena gana, y no por obedecerle, este terciopelo cambiándolo gustosa por mi antiguo traje de pescadora. Usted no era digno de verle y tocarle a todas horas pues que sólo se ha humedecido con el agua del mar y con el sudor de mi trabajo, y éste que voy a dejarle como un despojo, usted lo sabe mejor que yo, es fruto del robo y tal vez está manchado en sangre inocente.

-¡Silencio! -gritó Alberto trémulo de ira-. ¡Sella tus labios o no sales viva de aquí!...

-Me probarías más y más -repuso imperturbable Teresa- que la mordaza que acostumbras poner a los que pueden delatarte es la muerte. Sin embargo, debo advertirte que te haría pagar cara la mía -y volviendo la espalda a su marido se entró en la alcoba del gabinete.

Hizo entonces Alberto una seña a su criado y dirigiéndose a Esperanza que se hallaba muda de terror, le dijo con voz suave:

-En tu madre vas a ver los efectos de una resistencia inútil y de una fuerza gastada en vano..., ya ves la suerte que te espera si sigues su ejemplo.

-¡Yo no quiero esperar nada...! -contestó Esperanza bañada en llanto-. Lo que quiero es que me dejen marchar con mi madre.

-¡Bien, muy bien! -dijo Alberto con maligna sonrisa-. Tú misma haces que se acerque tu suplicio...

En aquel momento Teresa salió de su alcoba vestida con su antiguo traje de pescadora y aunque, a decir verdad, desmerecía éste bastante del que acababa de abandonar, la belleza de la desdichada mujer no había disminuido nada bajo la tosca tela de su ropaje.

-Aquí me tienes otra vez, la misma de otros días -exclamó dirigiéndose a Alberto con altivo ademán-. Soy Teresa la expósita, Teresa la pescadora, que desceñida de la ropa de infamia que le has cubierto no quiere sufrir no ya los golpes de tus criados, ni aun la más pequeña insolencia tuya... Silencio por un instante -dijo a Alberto que iba a interrumpirle-. ¡Silencio! -añadió con un acento que indicaba una fuerza de voluntad indomable, pues el soberbio espíritu de aquella mujer se revelaba ahora en toda la nobleza y con todo el orgullo de sus instintos-. Esta casa es tanto tuya como mía -prosiguió con altanería-, yo soy tu esposa legítima y cuanto posees me pertenece como a ti; pero yo me avergüenzo de ello y me desdeñaría de ir ante ninguna persona a reclamar unos derechos que no quisiera tener sobre ti. Los crímenes de tu vida pesarían demasiado sobre mi conciencia y sólo el amor que te profesaba sería capaz de retenerme a tu lado..., pero mi corazón está ya marchito y no cabe en él el pasado amor... Yo me alejo de tu casa para siempre por mi propia voluntad..., tu mano no tocará uno solo de mis cabellos. Y diciendo esto se acercó al balcón que se alzaba a poco trecho del suelo.

Alberto permanecía a su pesar subyugado por el acento e imponente aspecto de aquella mujer que tan humilde había visto a sus plantas y que ahora la veía alzarse en todo él, lleno de un orgullo que nadie era capaz de domar.

Ella le acosaba, le irritaba con sus palabras, con su ademán, con su terrible mirada, sin tener en cuenta que Alberto podía lanzarse sobre ella, ahogarla entre sus poderosos brazos y apagar de este modo aquella voz vibrante que le lastimaba. Muchas veces el débil cuenta con sus flacas fuerzas para vencer al fuerte.

Al notar la actitud de Teresa, Esperanza conoció que iba a faltarle su único amparo y acercándose a su madre le cogió las manos, las besó con tristeza, las inundó de lágrimas y le pidió con aquellos besos y con aquel llanto que no la abandonase, que no dejase la paloma en las garras del águila.

-No te abandonaré, hija mía -le dijo estrechándola cariñosamente en sus brazos-, vendrás conmigo..., no quedarás en poder de ese hombre -e hizo un gesto de desprecio.

Alberto entonces, ciego de ira, se abalanzó a Teresa y la detuvo en tanto no llegaban los criados a quienes llamaba a grandes voces, pero aun éstos no habían acudido al llamamiento de su amo cuando Teresa, logrando desasirse de los brazos de hierro que la sujetaban, saltó del balcón y huyó diciendo al mismo tiempo a Esperanza:

-No temas, hija mía, luego vuelvo a buscarte.

El rico insolente, el fuerte, tembló entonces y no pudo hacer más que decir a sus criados en medio de la furiosa exaltación que le dominaba.

-¡Todo el dinero que quiera al que la traiga! ¡Ea, marchad pronto, no dejéis piedra sobre piedra, buscadla en todos los sitios, no haya el más pequeño rincón en que vosotros no penetréis..., traédmela, ya sabéis cómo es vuestro amo..., no volváis hasta encontrarla!...

Los criados salieron, Alberto entonces se halló frente a frente y solo con Esperanza, acercóse a ella con aire resuelto, toda la ira de su corazón le rebosaba en la mirada colérica; al verle, Esperanza tembló como la hoja del árbol agitada por el viento. Carecía la pobre niña del valor y las fuerzas de su madre para combatir con aquel hombre cuya sola presencia le amedrentaba; no obstante, reunió instintivamente sus pobres fuerzas contra aquel coloso que se lanzaba hacia ella con los ojos inyectados de sangre y lívidas las mejillas. La paloma se rebelaba contra el milano sin pensar siquiera que iba a morir aleteando inútilmente y queriendo herirle con su pico suave y acostumbrado sólo a las caricias.

Halláronse ya, como hemos dicho, frente a frente, solos, sin que el menor auxilio pudiese venir en favor de aquella débil niña.

Cualquiera diría que allí iba a pasar una cosa horrible...

Alberto cerró la puerta y se acercó a Esperanza: sólo Dios podía saber con certeza quién saldría vencedor de aquella lucha porque la lucha empezaba; sin término, sin piedad.

Capítulo XII. Lorenzo He aquí lo que pasaba en su cabaña.

Smith

El socorro que acaba de recibir Esperanza, aunque inesperado y como llovido del cielo, no era sin embargo ningún milagroso auxilio, y en estos tiempos en que en todo se pone mano impía, en que ya no hay velados misterios en que refugiarse el alma crédula, se explica fácilmente aquel suceso y nosotras, como buenas mujeres, y por seguir la moda, lo explicaremos también a nuestros lectores.

En tanto que en aquella lujosa habitación que os hemos descrito sucedían las horribles escenas que acabamos de contar, a muy pocos pasos de allí, en una cabaña sucia, oscura, pobre en fin, otros acontecimientos tristísimos, otras escenas de lágrimas y de miedos, de delirios y de supersticiones tenían lugar durante aquella noche.

Lorenzo, el buen marinero, el caritativo hijo de tan desoladas playas, velaba silencioso al pie del lecho en que se agitaba su hijo moribundo. Gruesas lágrimas caían de sus ojos, empañando la compasiva mirada que lanzaba sobre el pobre niño, y se levantaba en medio de las inciertas sombras de aquella estancia como pálida figura de los cuadros de Rembrandt.

Efectivamente, digno del pincel de este artista era el lugar de la escena y la escena misma; aquel viento que azotaba las olas y las montañas, entrando a bocanadas, aquel gran candil negro, lanzando pálidos resplandores sobre el hogar frío y desierto, aquel niño de mirada febril y de locas palabras, aquel anciano cuyo triste semblante saliendo de entre la sombra era iluminado por el furtivo rayo de una opaca y nublosa luz de saín, todo podía inspirar al sombrío artista una de sus mejores obras.

La pobreza y el hambre habían visitado aquella morada en donde vivía ya la desgracia; muchas veces levantáronse aquel padre y aquel hijo con sus hermanos hambrientos, igual que amenazadores espectros, caminando hacia el palacio del rico para lanzarse en medio de su opulencia. Pero en el palacio no se oían sus voces lastimeras y en vano, como dice el profeta, «clamó la piedra de la pared y respondió la viga del maderaje», y pudieron como él decir aquellos infelices: «pisóme, cuidó más de sus puercos que de mí, infeliz que moría de hambre». El rico era frío como las olas que se estrellan en aquellas costas y sordo como el viento que lleva nuestra voz. Había entrado en aquella cabaña la pobreza, el hambre, la desgracia, la muerte debía entrar también muy pronto.

-Perdóneme usted, padre mío -decía Fausto, respondiendo a su padre que le miraba con lágrimas en los ojos-; no ha sido locura, ha sido un odio implacable que consumió mi vida..., ¡ha sido una cosa horrible!...

Y el inocente padre miró con ojos de espanto al moribundo, que añadió con febril y entrecortado acento:

-¡Ah, padre mío, qué triste es esto! Busque usted quien me sane..., ¡yo no quiero morir..., yo no quiero morir!... ¡Yo me muero!... -gritó desesperado...

El pobre Lorenzo cruzó sus brazos sobre el pecho y murmuró entre dientes santas plegarias que el cielo oyó, sin duda, porque el cielo no podía ser sordo a aquella súplica de lágrimas y de oración que la virtud y la ignorancia levantaban hasta el padre de los afligidos.

-Hijo mío, ¿en dónde hallaré el hombre que te salve? Esto es el desierto, aquí no podemos más que levantar nuestros ojos hasta Dios, que es grande y misericordioso; reza, hijo mío, reza conmigo, que acabo de pedirle tu salud, tu vida.

-¡Recemos, padre, recemos! -murmuró Fausto como si en aquello consistiera su salvación-. Recemos hasta que asome el día... ¡Ah, si al penetrar el sol por nuestra cabaña me hallara fuerte y ágil como en otros días!... Recemos, padre... empiece usted...

Y el pobre Fausto hizo con mano incierta y tratando de incorporarse la señal de la cruz.

Su padre se hincó de rodillas y alzó de nuevo su oración, rústica y sencilla, llena de sentimiento, de ternura, que el enfermo repetía con ansiedad. Largo tiempo duró aquella plegaria, largo tiempo aquellos dos desdichados unieron sus rezos hasta que Lorenzo quedó sumido en una triste meditación, en largo y silencioso éxtasis.

Pero de pronto alza la cabeza; la voz de su hijo sonó en su alma como un grito de agonía; Fausto proseguía su interrumpida oración, y la proseguía en voz cada vez más alta, con fervor delirante, con la exaltación de un loco.

-¡Salvadme, Virgen María, salvadme!...; yo os doy gracias, señora, porque me permitisteis matarle, sí, porque él ha debido morir. Ahora, pues, ¿quién me la arrebatará? Yo la esconderé en donde nadie pueda verla..., no me abandonéis ahora que ha muerto, ¡salvadme!

Oyó Lorenzo estas palabras que cayeron sobre su corazón como gotas de metal hirviendo. Dirigióse a su hijo...

-¿Tú qué hiciste, desdichado? -y se acercó a él, levantando el brazo.

-Es la muerte, padre mío, es la muerte -añadió Fausto-, apartadla de mi lado, me hace señas, me sonríe, sus ojos son de llamas... ¡Oh, decidle que se aleje de aquí..., que se vaya..., que me deje! Enfrente está él, que lo lleve..., él es el que debe morir.

El pobre padre bajó el brazo e inclinó la cabeza sobre el seno.

-¡Dios mío -murmuró-, amparad a mi pobre hijo! No le dejéis morir antes que pida perdón al que quiso matar..., porque él quiso matarle -añadió el buen viejo con tristeza-, yo lo he oído de su propia boca. ¡Oh, señor, señor!, no permitáis que muera antes que le pida perdón y antes que él se lo conceda. -Y acercándose a Fausto y llamándole le preguntó con la más tranquila tristeza, con la más santa compasión-: Pero ¿a quién has querido matar, desdichado, a quién has querido matar?

-¿Lo sé yo acaso? -respondió Fausto como quien recuerda, pero preso todavía de su vago delirio-. Yo ignoro su nombre, pero no las lágrimas que hacía verter... Pero aquella noche, ¡qué noche...!, el infierno debía jugar con los hombres..., yo le vi un puñal..., Esperanza lloraba... ¡lloraba Esperanza!... después no sé más... yo me lancé sobre aquel hombre del látigo y del puñal, aquel que sonreía y nos helaba la sangre de terror... entonces pasó... en fin, todo fue rápido como el rayo; oí un grito, vi sangre, él decía ¡yo muero!, y yo que iba huyendo contesté a su grito de agonía con un medroso regocijo que llenó toda mi alma. ¡Mucha felicidad fue para mí, trabajó mucho mi odio y este lecho me esperaba, pero, desde entonces, ¡cuánto no habrá pasado en su opulenta mansión! ¡Padre -dijo después de un breve momento de silencio-, id a ver si ha muerto!...

Cuando dijo esto el pobre niño cayó sin sentido, y Lorenzo, que creyó era llegada su última hora, temió por la salvación de aquella alma criminal.

-¡Dios mío! -exclamó entre sollozos, levantando sus manos al cielo-. No permitáis que se muera sin que le perdonen: ¡tened lástima, Señor, de este pobre viejo! Voy a buscarle...

Y salió corriendo y se dirigió al palacio de Alberto.

Era precisamente aquella hora en que mayor confusión reinaba en todos sus ámbitos. Teresa había huido, dejando clavada en el alma de Alberto su amenaza como víbora roedora; ella huyera como corzo a quien persiguen cazadores y que se interna en lo más escabroso del bosque. Alberto había echado tras ella su jauría, aquellos criados suyos, criaturas más viles que él porque vivían de las migajas del crimen, contentos con sus oprobios. El buen Lorenzo halló franca la entrada, cruzó salas y habitaciones desiertas cuyas paredes parecían repetir como un eco las postreras palabras de sus dueños y conservaban todavía el calor de los moradores que acababan de abandonarlas.

De repente detienen su marcha solitaria sollozos y gemidos, voces que pedían socorro...

Lorenzo creyó reconocer aquella voz, se dirige entonces hacia el sitio de donde parecían salir las voces, llega y por primera vez halla una puerta cerrada: le da un fuerte golpe y la puerta salta hecha astillas.

Entonces vio lo que nunca pensó haber visto...

Un hombre se adelantó hacia él, pálido de cólera, los ojos chispeando, un hombre que le puso los puños en los ojos, preguntándole:

-¿Qué queréis aquí, miserable?...

Lorenzo le separó a un lado y le dijo:

-¿Qué es esto? ¿Miserable yo? ¿Quién de los dos? Veámoslo.

Y mientras aquellos dos hombres se acercaban y se injuriaban como si quisiesen dejar hervir su cólera para que su explosión fuese más siniestra, Esperanza se deslizó como una blanca y tímida sombra sobre las paredes de raso y huyó como Teresa...

¡Dejadla! ¡El cielo proteja a la paloma que cayó de las garras del águila! Los ángeles guíen su vuelo.

Capítulo XIII. La fuga Calla un instante, ¡oh viento!, solamente un instante, ¡oh torrente!, que mi voz resuene a lo largo del valle, y que él la escuche; él, mi amor errante. Salgar, soy yo, yo, que te llamo. He aquí el árbol, he aquí la roca. Salgar, mi bienamado, heme aquí, ¿Por qué tardas?

Ossian

Cuando Esperanza, más contenta y ligera que el pájaro a quien abren la jaula, huyó de aquella casa en donde había pasado tantos tormentos y donde tantas amargas lágrimas había vertido, una menuda lluvia, fría y penetrante, se desprendía pausadamente de las nubes y humedecía la tierra.

Estaba oscura la noche y la pobre niña, al cruzar vestida de blanco las sombras que envolvían la campiña, semejaba vaporoso fantasma, alma errante, ser sutil como el viento que no podía tocar nuestras manos sin que le viésemos desaparecer.

Rápida como el vuelo de los pájaros sin nombre de aquella triste y desolada ribera, pasó por delante de la cabaña de Fausto sin acordarse de que allí vivía el amigo de su corazón, tal la azuzaban en su huida los recuerdos de la amarga esclavitud que acababa de romper. El espacio de todo el universo le parecía estrecho para cruzar en su rápida carrera. Su dirección era, como por instinto, hacia los sitios queridos que habían visto pasar los risueños días de su infancia, y corría con congojosa fatiga sin pararse ni tomar descanso un solo instante.

Como una sombra detrás de otra, otra persona marchaba en pos de Esperanza con el mismo precipitado paso, con la misma ligereza; pero siempre a igual distancia, como si le estuviese prohibido adelantar un paso en el espacio que les separaba. Caminaba, sin embargo, con paso vacilante, no parecía sino que obedecía sólo a un superior impulso que le arrastraba en seguimiento de Esperanza, de aquella aérea fantasma que pasaba sin pisar casi el áspero camino que sus pies trémulos pisaban. Con los brazos tendidos hacia adelante y murmurando inconexas palabras cuyo sonido quedaba sofocado en su garganta parecía querer alcanzar con ellos aquella misteriosa fada de albo ropaje que huía más a medida que se le acercaba y que a pesar de esto no le permitía retroceder.

Si los habitantes de aquellas cercanías pudieran contemplar entre la oscuridad de la noche aquel extraño cuadro, incomprensible a sus ojos; si escucharan la anhelante respiración de aquellos dos seres que marchaban uno en pos de otro sin que pudieran reunirse una sola vez y sin que cedieran en su rápida carrera, cual si la mano de Dios les negara el descanso que necesitaban, hubieran huido tal vez despavoridos, hubieran prorrumpido en gritos de espanto, creyéndoles malditos del cielo que venían a llenar de consternación sus solitarias riberas, sus tranquilas viviendas, sus campos bendecidos que venían a profanar aquellos dos espíritus de las tinieblas.

El silencio y la soledad de la noche podían favorecer sus conjuros y sus misterios, y la tierra desierta prestaba ancho campo para sus círculos mágicos, pero ellos seguían en su incesante carrera interminable y sin fin.

El sonido de una campana se dejó escuchar entonces lúgubre y melancólico, el viento pareció gemir con sus acentos llenos de misterios y el mar que llaman allí del Rostro lanzó sus terribles bramidos, agitado por el viento sur.

Todo cuanto existía de triste y lastimero en aquella aislada tierra dejó escapar un suspiro que resonó en el espacio, y las dos sombras se pararon a su vez para escuchar aquellas quejas que, sin duda, resonaron en el fondo de su alma.

Volvieron la cabeza como para mirar el camino que dejaban detrás de sí, y vieron lejos, bastante lejos, luces que se apagaban y volvían a encenderse, que caminaban lentamente y parecían móviles puntos luminosos que se adelantaban en dos largas y oscilantes líneas.

El que caminaba detrás de Esperanza, más persona humana sin duda que espíritu del otro mundo, aceleró, lleno de espanto, la interrumpida carrera, y Esperanza, creyéndole entonces el guía misterioso de aquellas fantásticas luces, volvió de nuevo y con doble rapidez a emprender su huida como si quisiese escapar también a aquellos espectros que le perseguían.

El sonido de la campana resonó entonces con más fuerza, sus ecos parecieron extenderse por el espacio como un canto fúnebre o un rezo de difuntos que entonasen a falta de sacerdotes afiladas lenguas de metal. El espanto creció en el alma de aquellos dos seres, y su carrera entonces no fue ya carrera, fue un vértigo, una locura horrible con largos intervalos de una sana razón desesperada.

Siguieron así largo tiempo y la voz de la campana dejó de escucharse.

Caminaron después por un sendero tortuoso y angosto, después penetraron en la playa, siempre el uno en pos del otro; y, al fin, el ruido de dos cuerpos pesados que cayeron sobre la arena se dejó escuchar en medio del silencio que reinaba en torno.

El remanso de las olas dejaban en la orilla su luz fosfórica y brillante que se extendía a lo largo de la ribera, azulada y blanquizca, apareciendo y desapareciendo a medida que las olas avanzaban o retrocedían, amortiguándose aquí y reflejándose allá más viva y refulgente, ocultándose a veces por completo y volviendo a presentarse después como una franja de azul y plata tornasolada y oscilante. Aquel reflejo luminoso en medio de las sombras, que brilla, sí, como ascua encendida pero que no alumbra, aquel aparecer y desaparecer instantáneo y fugaz, a quien las olas prestaban voz y movimiento, semejaba reunión de espíritus que se juntaban para contemplar unidos alguna cosa extraña, espíritus que ocultaban sus ropajes fantásticos en el fondo oscuro de las olas, dejando aparecer sólo en la superficie el reflejo de su mirada inquieta y luminosa.

Tenía mucho de fantástico aquel arenal vasto y silencioso que presentaba a la vista el cuadro más solemne y grandioso.

Aquellos dos cuerpos inertes tendidos sobre la arena, blancos como las espumas que se forman en las rompientes y fríos como el aliento de una mañana de invierno, aquellos dos seres, igual a dos lirios tronchados por el huracán y arrojados a la arena, pudieran juzgarse dos muertos envueltos en su blanco sudario, por quien la noche se vestía de luto y a quien velaban los espíritus de fosfóricas miradas, en tanto los lloraban las olas y las nubes derramaban sobre ellos sus húmedos vapores. Parecía aquello una noche de duelo para la naturaleza, unas cuantas horas de dolor que dejaban transcurrir en las sombras, un conciliábulo misterioso que nadie más que ella comprendía.

De cuando en cuando un viento frío y glacial que venía del mar agitaba el blanco vestido de Esperanza y, silbando entre las rocas que se levantaban como monumentos sombríos en redor del vasto océano, semejaba el gemido de algún ser infernal escondido entre los agitados remolinos de las encontradas olas.

Todo es misterioso y lúgubre en las altas horas de la noche; en esas horas eternas para el que vela, y llena de supersticiones y tenebrosos rumores para el que esconde en su corazón el roedor remordimiento, sólo las almas inocentes se meten con los ángeles entre los pliegues sombríos de las tinieblas y ven con los ojos de su inocencia la sonrisa de la felicidad.

Esperanza sueña en medio de aquel caos sombrío que un ángel ha venido a arrancarla del infierno en que estaba sumida, y que este ángel es Fausto. Ella le ve sonreírse con la alegría de los bienaventurados y se prometen uno al otro no separarse jamás. Los dos recorren juntos vergeles llenos de flores, ven árboles cargados de doradas frutas y ríos de plata y mares de olas brillantes cuyos tornasoles son como los rayos de un sol de mediodía. Todo es luz, todo felicidad, todo armonía. Dios ha penetrado en su alma con un reflejo de sus miradas y les ha comunicado la eternidad de su existencia...

Las ilusiones de felicidad, las brillantes perspectivas que puede forjar una imaginación delirante y juvenil, todo se realiza en el halagador sueño de la pobre niña, ¡y qué horrible es el despertar de esos sueños!...

El alba asoma ya en el horizonte y blancas nubes esparcidas por el azul del firmamento se alzan pausadamente y como si saludasen la luz que les alumbra; después crecen y se ensanchan y forman la espesa y densa niebla que cubre los más elevados peñascos, y desciende después a la tierra. Pero el sol disipando los vapores de la mañana parece dar nueva vida a la naturaleza y que todas las cosas dormidas despiertan al tibio calor de los primeros rayos. El mismo silencio de la playa parece animado por una voz misteriosa que no sabe ni de dónde viene ni de dónde nace, porque tú, ¡oh sol!, eres la vida, eres el aliento creador del universo, ojo brillante de Dios que todo animas, que todo haces revivir...

Un rayo de sol cayendo sobre los cerrados ojos de Esperanza la hizo despertar a la hora en que despiertan las olas, sus frescas hermanas.

Sus vestidos están mojados y sus cabellos hielan las manos al tocarlos.

-¡Dios mío! ¿En dónde estoy? -exclamó exhalando un grito de angustia tan pronto lanzó en torno suyo una mirada de espanto.

Pasó entonces la mano por la frente como si quisiese recordar; palpó la húmeda arena que le había servido de lecho y vio las olas que tocaban casi sus pequeños pies. Aquellas olas parecían pedirle una caricia, parecían darle la bienvenida y regocijarse con su presencia cual con la llegada de una compañera ausente por largo tiempo: un rayo de alegría apareció entonces en su semblante pálido, asomó a sus labios una dulce sonrisa y arrodillándose sobre la arena cruzó las manos, tomando una actitud de celestial recogimiento; acarició largo tiempo con su mirada aquellas hermosas aguas que veía agitarse con grato murmullo.

Después postrándose en el suelo hasta tocarlas con la frente:

-¡Queridas olas! -exclamó con apasionado acento-, ¡cuánto tiempo he estado lejos de vosotras!... ¡Ah! Yo os amo más que a todo cuanto existe en la tierra, yo he llorado vuestra ausencia tanto como la de Fausto... Olas brillantes y hermosas como ese sol que os ilumina, yo quiero besaros, quiero sentir vuestra frescura en mis labios que abrasan -y acercando sus labios ardientes por la fiebre que la devoraba a las olas que huían y se acercaban como si quisiesen jugar con ella, trataba de imprimir sus besos suaves y cariñosos en aquellas aguas salobres que salpicaban su rostro.

Levantóse de pronto, porque creyó oír pronunciar su nombre en medio de aquella playa desierta, y al tiempo de retroceder lanzó un grito de alegría que se confundió con otro de terror. Fausto estaba tendido en la arena, ella le veía sin movimiento, descarnados los brazos y los ojos entreabiertos y opacos en donde brillaban dos lágrimas, que heló tal vez sobre las pálidas mejillas el frío de la noche.

Corrió Esperanza hacia su antiguo compañero, arrodillóse a su lado, llenóle de caricias y besó sus heladas manos..., llamóle, ¡llamóle cien veces...!, pero Fausto no respondía... ¡Fausto estaba muerto!

La voz que había creído escuchar Esperanza no era la suya, había sido sin duda esa voz misteriosa que nos avisa casi siempre una desgracia próxima.

-¡Fausto! ¡Fausto! ¿Qué tienes? ¿Por qué no me respondes? ¡Oh, Dios mío! ¡Qué helado y qué pálido estás!

Colocó cuidadosamente entonces la cabeza de Fausto sobre su regazo y le contempló largos instantes. Su melena negra y rizada, cayendo hacia atrás, dejaba libre su frente pálida y hermoseada por la triste severidad que le prestaba la muerte, pero Esperanza tuvo miedo a aquella mirada fría y a aquellos labios que no murmuraban un solo acento y huyó de él, llenando antes la playa de gritos desgarradores con que pedía auxilio la pobre niña, hasta que se dirigió a la cabaña de Fausto.

Estaba el camino cubierto de escarcha y la niebla de la mañana, no disipada todavía en algunos parajes, penetraba su ropa haciéndola tiritar de frío. Cuando llegó a la cabaña, la puerta estaba abierta; entró, pues, silenciosa y un grito de admiración salió a la vez de muchos labios, pues la choza estaba llena de pescadores. Pero Esperanza nada vio ni oyó.

-Fausto está en la playa -balbuceó-, id a buscarle... -y cayó sobre el duro suelo rendida por la fatiga y las emociones.

Los marineros no quisieron escuchar más y corrieron en tropel hacia la playa, el bueno y desdichado Lorenzo el primero. Caminaban rezando en coro para que Dios perdonase al niño endemoniado a quien los diablos habían arrancado del lecho cuando iba a recibir los divinos socorros; era aquélla una triste y sombría procesión.

Cuando Lorenzo salió de casa de Alberto, en donde tan a tiempo había llegado para socorrer a Esperanza, las campanas de la parroquia repicaban alegremente: el Señor de los cielos se dignaba visitar la morada del pobre y del moribundo. ¡Cuán tristemente se destacaban en medio de la oscuridad de la noche las oscilantes luces que acompañaban el santo Viático!

El sacerdote penetró en la cabaña y se acercó al mismo lecho que allí había, pero, hallándole vacío, preguntó:

-¿En dónde está el enfermo? -y volviéndose hacia Lorenzo añadió-: ¿En dónde está tu hijo?

-Señor, ¿no está ahí?

-No..., aquí no hay nadie...

-La puerta estaba abierta cuando entramos -añadieron algunos-; habrá huido en los momentos de delirio.

-Vamos, hijos míos -dijo entonces el cura a los marineros-, aquí nada tenemos que hacer ya..., rogad a Dios que se apiade del pobre niño -y salieron.

Las luces oscilaron de nuevo en el espacio, las campanas doblaron otra vez alegremente: sólo en la cabaña de Lorenzo se oían sollozos y lamentos.

¡Qué noche tan larga, qué noche tan amarga para el pobre padre!

Cuando Esperanza huyó de casa de Alberto, pasó por delante de la cabaña, la puerta estaba abierta, y el enfermo, que podía ver desde su lecho cuanto pasaba por fuera, oyó su voz, escuchó sus ayes, la vio pasar como blanca silfa, y la herida de su corazón se renovó, brotó sangre de nuevo.

Dióle fuerzas el dolor, azuzóle la loca alegría que sintió al ver pasar tan cerca de sí aquella celeste aparición, y entonces fue que él abandonó su lecho, que la llamó, que siguió sus huellas jadeante, moribundo.

Su carrera fue la postrera convulsión de su agonía, un loco delirio que le arrastró tras de la mujer amada para llevarle a perecer cerca de ella. ¡Pobre mártir de un deseo y de una esperanza loca que se extinguió en su pensamiento cuando terminó su vida! Una lágrima de compasión para el desdichado niño cuyo corazón aniquilaron los más acerbos dolores!

A vosotros, los que descansáis ya en el frío hueco de la tumba, a donde os ha arrastrado un fingido sueño, una ilusión mentida, un desengaño más amargo que la hiel, que en vuestros últimos momentos vino a refrescar vuestros labios enjutos por la sed de la muerte..., ¡a vosotros dirijo mi voz para que coronéis, con vuestras manos purificadas por la desgracia, la frente del mártir niño con el laurel de la inmortalidad! ¡Recibidle en vuestro reino como reciben los ángeles a las almas bienaventuradas!

¡Perdonad mi desvarío, vosotros, los que creáis injusto ceñir con laureles al que no fue ni guerrero ni poeta! Yo concibo otros seres dignos de una inmortalidad más grande que aquella que los hombres pretenden hacer eterna, erigiendo pedestales de bronce sobre la tierra que conmuevan los huracanes. El pedestal que ha de recordar la memoria de los mártires como Fausto le erige cada hombre que nace en su corazón..., ¡está en la inmortalidad del sentimiento!...

Capítulo XIV. El entierro Des ouvriers portèrent le corps. Aucun prêtre ne l'accompagna.

Goethe

Fausto descansaba en su sueño eterno.

Más blanco su rostro que la arena, más frío que las olas que se rompían a corta distancia, más solitario y desamparado que el negro peñón que se levanta como sombrío gigante en medio de aquella playa solitaria, así el pobre niño cuando el espíritu abandonara su cuerpo.

Los pescadores llegaron allí; Lorenzo besó el cadáver de su hijo, le inundó de lágrimas; pero aquel cruel dolor, aquella intensa amargura debía aumentarse, no se había colmado aún el cáliz de su agonía.

Los pescadores juraron por su alma que Fausto había muerto endemoniado; Lorenzo, cuya crédula imaginación estaba exaltada por su desgracia, no tuvo valor para sostener lo contrario y no supo más que llorar, implorar de aquellas duras entrañas; la superstición es lo más despiadado, lo más intolerante que conocemos, es el egoísmo llevado a su último extremo, y la superstición se encargó de decir al desdichado marinero:

-No, por nuestra vida, tu hijo no entrará en la iglesia. ¿Quieres que después, en las altas horas de la noche y envuelto en su mortaja, salga de la tumba y cruce ante nuestras cabañas y eche al pasarun mal de ojo a nuestros hijos? Llevémosle a un sitio donde nadie pueda saber que está allí; después, a la noche, cuando todo esté callado, cuando repose todo en la oscuridad, nosotros iremos, le llevaremos oculto y le echaremos al mar... ¡El mar no devuelve nunca el cuerpo de los endemoniados!

-¿Y adónde hemos de ocultarle durante el día? -preguntaron algunos.

-La abandonada cabaña de Teresa es sitio seguro -respondieron.

-¡Pues marchemos!...

Y el silencioso y despiadado cortejo se puso en marcha hacia la solitaria cabaña; nadie, ni el mismo Lorenzo, se atrevió a interrumpir el religioso silencio con que los marineros seguían su cautelosa marcha; la mañana estaba clara y trasparente y la naturaleza se regocijaba con la luz.

Estaba desierta la cabaña, fría, triste, a pesar de que el sol la iluminaba con uno de sus rayos más hermosos.

Todavía se veía en el suelo el pobre lecho de paja en que tantos hermosos sueños sonrieron a Esperanza y en donde tantas amargas lágrimas había derramado Teresa. Los marineros depositaron sobre el abandonado lecho la carga maldita y fueron alejándose poco a poco de aquel recinto de muerte. Fausto quedó allí, solo, abandonado sobre el lecho que tantas veces había impregnado Esperanza con su casto perfume..., pero él ya no podía percibirlo..., ¡era ya tarde!...

¡Dios mío! ¡Qué rodeada de melancolía aparece siempre esa tardía felicidad con que la casualidad o la fortuna nos brinda cuando no podemos gozar de ella!... ¡La gloria después de la muerte..., los vanos honores, los laureles sobre el sepulcro, una lágrima por un recuerdo...! ¡Oh, llenadme de felicidad, sembrad flores en torno mío y apartad la hiel de mis labios en tanto existo, vosotros los que me améis!... Las riquezas, el poder, la gloria... y sobre todo el cariño de vuestro corazón, dejadle, dejadle que sonría en torno mío, que engañe los días de mi existencia y que murmure a mi oído en mis últimos instantes un ternísimo adiós. Decidme en aquellos momentos que no me olvidaréis jamás, porque esa idea es hermosamente halagadora para el espíritu celoso y egoísta de la mujer. Coronad mi lecho de flores y prometedme, si acaso os lo pido, sembrar sobre mi tumba siempre vivas regadas con vuestras lágrimas... pero en el momento en que mis ojos se cierren a la luz y en que mi sangre cese de animarme, olvidadme si queréis, no os creáis obligados por unos vanos juramentos hechos a una cosa que ya no existe y dejad al tiempo que siembre silencioso sobre mi sepulcro la pequeña parietaria y las rosas silvestres que nacen al azar..., él no encierra ya más que unos miserables y leves restos... ¡más tarde el vacío!...

Triste es el hálito de superstición que como un soplo envenenado rueda sobre todas las playas y sobre todos los campos de este pueblo, triste, muy triste.

En tanto que en la playa los pescadores destrozaban con vanos escrúpulos el corazón de Lorenzo, ¿qué pasaba en la choza de Teresa?

Esperanza enferma, débil, tendida sobre el húmedo suelo, en torno de ella mujeres que murmuran y que se santiguan, el demonio de la superstición cerniéndose sobre todos aquellos débiles y visionarios espíritus, aquel cuadro digno de un pincel sombrío, ¿quién era capaz de expresarlo en toda su rudeza? Había allí quien decía:

-Esta muchacha debe estar endemoniada; ¿de dónde vino, pues, habiendo pasado tanto tiempo ya desde su misteriosa desaparición? ¿Qué mal espíritu nos la trajo en el momento que Fausto expira? Viene por su alma tal vez..., dejémosla; después de la oración no podemos estar a su lado, puede morirse y echarnosel aliento de los difuntos.

Había también quien decía:

-¡Recemos por su alma!

Y quien respondía:

-Huyamos que si echael aliento de los difuntos a alguna de nosotras, tiene ésta que hacer lo mismo con otra, y así irá pasando como herencia maldita de unas en otras, si no hay en el lugar tres Marías que vayan de noche a demandar al cuerpo difunto la última vida que haya llevado...

Pero en el momento en que la campana dio el toque de oración levantáronse aquellas mujeres como movidas por un resorte y huyeron rezando por el alma de la que creían endemoniada y pidiendo al Señor de lo criado una pequeña hora para morir.

Extrañas son a veces las peticiones que los hombres hacen al Eterno. ¡Una pequeña hora para morir! ¡cómo si ésta pudiese faltarle jamás a ningún mortal!...

¡Ved ahora a la pobre niña, sola y abandonada sobre la tierra, sin sentir sobre su frente posarse el beso cariñoso que debe endulzar la amargura de todas las existencias!... ¡Lorenzo vela el cadáver de su hijo, retírase a su hogar cada familia, y cuando las primeras sombras de la noche se extienden sobre la tierra, la madre bendice el lecho en donde reposa el fruto de sus entrañas y el hermano pequeño abraza a su hermano antes que el sueño cierre tranquilamente sus párpados!...

Pero el hijo sin padres, el huérfano sin nombre, el desterrado, agítase dolorosamente en esas horas de dulce recogimiento. Prestad atento oído y escucharéis en medio del silencio que reina en el espacio durante las horas del reposo, el gemido de esas pobres víctimas arrojadas al azar en el torbellino del mundo.

A vosotras, hermanas mías en sexo y en corazón; a vosotras, las de tiernos sentimientos y alma compasiva, es a quienes suplico que tendáis la mano a esos desamparados seres que vagan sobre la tierra, como frías y solitarias sombras, como hoja que arrastran los vientos encontrados. Tendámosles la mano todas las mujeres...; ¿no son ellos el fruto de nuestra debilidad o de nuestro crimen?...

Cuando Esperanza despertó de su sueño febril, la luna iluminaba ya con sus rayos descoloridos aquella estancia sombría; vióse entonces sola y procuró recordar.

Pero ¡qué amargos eran sus recuerdos! Su enferma imaginación no hacía más que atormentarla con el tenaz recuerdo de Fausto..., le veía inmóvil, clavando en ella la fría y vidriosa mirada, silencioso...,

Hay siempre en derredor del cuerpo muerto una tan honda soledad y olvido,

como ha dicho Espronceda, que aun el más ignorante respeto al horrible misterio de la muerte no puede sufrir sin un secreto terror la vista de un cadáver.

Cuando Adán vio por primera vez el de su hijo Abel debió gritar despavorido, como lo cuenta Byron, ¡La muerte está en el mundo!..., pues tan concisas como severas palabras pintan de un golpe el terror que debió sentir en aquellos momentos nuestro primer padre...; ¿qué extraño, pues, que aquella pobre niña se vea sobrecogida al recuerdo de Fausto, muerto y abandonado en medio del silencio y la aridez de aquella playa desierta? ¿Qué extraño que agitada por aquel horrible recuerdo huya de la choza, los pies descalzos, el blanco seno virginal expuesto al frío del invierno? ¿Adónde va? ¿Adónde la guía el vértigo que se ha apoderado de su alma?

LaHija del marse dirige hacia las desiertas orillas en donde ha dejado al amado de su alma, y como la esposa de los Cantares le buscará por todas partes, preguntará a los guardas por el que adora su corazón, recorrerá el espacio llenándolo con sus dolientes gemidos y no cesará en su carrera hasta encontrar al que ha perdido, porque ella está herida de muerte como la golondrina a quien ha visto caer sin vida a los pies del que le había arrebatado sus hijos.

Era la noche clara y purísima, y tenía esa fría transparencia peculiar a las noches de invierno; iluminaba la luna la tierra con ese color pálido amarillento que suele confundirse con la primera luz del alba, prestando a las cabañas, a los montes y las llanuras cierto tinte fantástico que hacía aparecer grandiosa aquella árida naturaleza; distinguíase el mar como una llanura azulada y movediza y, de cuando en cuando, brillando las aguas al fulgor de la luna, semejaban fugaces relámpagos o pequeñas exhalaciones desprendidas de aquella que parecía una masa compacta de vapores grises y plomizos.

Caminó Esperanza largo tiempo con dirección a la playa, indiferente y como abstraída en sus pensamientos: cuando llegó a la pequeña ermita de san Roque, que se levanta solitaria en medio de una altura que domina toda la ribera, larga y arenosa, lanzó Esperanza un grito trémulo y de espanto y corrió hacia la pobre ermita cuya puerta entornada cedió a los pequeños esfuerzos de aquella infeliz.

Entró, pues, en la iglesia, cruzó la sencilla y oscura bóveda del templo y arrodillándose al pie del único altar que allí hay, exclamó:

-¡Santo bendito! Virgen santísima de los Dolores, tened misericordia de mí -y ocultaba su rostro en un rincón del pequeño altar y cubría sus ojos con las manos, como si las misteriosas luces la importunaran todavía.

Pero de pronto hirieron su oído, atemorizando aquel débil espíritu, unas voces que entonaban por lo bajo una especie de canto fúnebre, salmodia lúgubre y enronquecida que la llenó de horror. Oíanse cada vez más cercanas, y Esperanza, obedeciendo a un instintivo impulso, cerró la puerta de la ermita y opuso sus débiles fuerzas a los que, según ella, venían en su busca; pobre pájaro herido que se creía con fuerzas para agitar sus rotas alas y huir del mal que llevaba dentro de su corazón.

La curiosidad, el temor, lo extraño de aquellas voces, la impelieron, a pesar de todo, a espiar con inquieta mirada lo que pasaba a pocos pasos de ella porque tenía aspecto de ser cosa del otro mundo. Pero su cuerpo, estremeciéndose de terror ante la vista del misterioso espectáculo, hubo de desplomarse sobre el frío pavimento de la iglesia y murmurar con voz doliente:

-¡Dios mío! Tened piedad de mí, no permitáis, Señor, que los espíritus me cerquen y arrastren en pos de sí.

Extraño era en verdad lo que allí pasaba; unos cuantos hombres que se destacaban sombríos en medio de la oscuridad, iluminada a intervalos por las vacilantes luces que llevaban en sus manos, y que como leves fantasmas se acercaban en círculo hacia el santuario; unas luces cuyo pálido resplandor traía o llevaba el viento y que prestaban al rostro de aquellos hombres un aspecto siniestramente triste; unas voces que llenaban el aire como monótono gemido; un blanco bulto que llevaban entre ellos como pesado fardo; todo era misterioso y presentaba a la conturbada y afligida vista de Esperanza un cuadro que llenaba de espanto.

Detúvose la misteriosa procesión ante la puerta de la ermita, arrodilláronse aquellos hombres; sacaron de una jarra negra un ramo de oliva con el cual salpicaron el blanco envoltorio y murmuraron al mismo tiempo no sé qué monótonas plegarias que aumentaban misterio y tristeza a semejante espectáculo.

Semejaban en aquel momento conjuro de endemoniados, reunión de diabólicos seres prontos a sacrificar la víctima arrastrada hasta allí por sus ásperas manos, y sometida ya al poderoso influjo del infierno.

Aquellas luces oscilantes, aquellos rostros atezados y sombríos, aquel rezo ronco y triste, y aquel silencio sepulcral que reinaba en torno, formaban un siniestro conjunto que hubiera amedrentado al espíritu más fuerte.

¿Qué hacían semejantes hombres?

Ellos podían responder a esta pregunta lo que las brujas de Macbeth...

-¡Una cosa sin nombre! -y habrán dicho la verdad.

Pero Esperanza, única espectadora de aquella singular escena, excusaba de preguntarlo; ella veía cómo después de las multiplicadas aspersiones, después de aquellos rezos melancólicos y siniestros, un hombre salió de aquel mágico círculo y adelantándose hacia la puerta del santuario exclamó:

-Ya véis, Señor, que no profanamos vuestra santa morada y cómo alejamos de vuestro templo al que habéis alejado antes de vuestra gracia. Rogamos, Señor, nos libréis por lo mismo de maleficios y peligrosas miradas, y hagáis que el alma del muerto no nos perturbe acá en la tierra, llevándola, si tal es vuestra voluntad, a gozar de vuestra santa gloria.

-¡Amén! -respondieron los demás.

Después, postrándose todos en tierra, murmuraron a una voz:

-¡Quiera el Señor quede purificada esta tierra de malos hálitos y emponzoñados vapores!

-¡Así sea! -respondió el que había hablado primero.

El más profundo silencio sucedió a aquellas extrañas invocaciones y a aquel ¡así sea! pronunciado con lúgubre acento: podía decirse muy bien que el soplo de vida que agitaba momentos antes aquellos seres se había exhalado con la última palabra salida de sus labios...

Una ráfaga de viento pasó entonces sobre aquel grupo inmóvil y apagó unas luces, hizo oscilar otras y movió el blanco paño que ocultaba a todas las miradas el secreto de tan extraña reunión. Esperanza fijó entonces en él su inquieta y ávida mirada, pero en balde; pasó el viento, cayó pausadamente el paño sobre la tierra y todo volvió a la pasada quietud interrumpida de nuevo por el graznido del cuervo que seguía su presa. El lúgubre ruido de su vuelo remedó el prolongado aliento de un espíritu de las tinieblas, y oyóse entonces un triste ¡ay!, y el áspero chirrido de los enmohecidos goznes de la puerta tras de la cual había dejado escapar Esperanza un grito de dolor, formando todo esto un conjunto de sonidos extraños que hizo despertar de su recogimiento a los que todavía oraban postrados en tierra.

-¿No habéis escuchado? -preguntó uno-. Muchas luces se han apagado -añadió-, el graznido del cuervo resonó entre nosotros, y si no me engaño de dentro de la ermita un ay apagado, igual que gemido de alma en pena -y al decir esto su semblante estaba pálido y trémula la voz por el miedo que embargaba su alma.

-Sí, hemos oído -respondieron los demás-, y todo ello son señales de mal agüero; marchemos, pues, marchemos cuanto antes, no nos sucedan cosas horribles...

Y cogiendo el blanco y abandonado bulto siguieron el camino que guiaba a la playa, no sin que uno preguntase antes:

-¿Y la estola?

-Allí se la pondremos -respondió el que parecía llevar la voz entre ellos.

Y Esperanza les siguió silenciosa, sin saber a qué ni por qué, pues tal vez una fuerza a que no podía resistirse la impelía en pos de aquellos hombres. El cortejo misterioso hizo alto, por fin, en uno de los más elevados peñascos de aquella costa y a cuyo pie gemía el mar con acento melancólico. Depositaron sobre la áspera cumbre el blanco fardo; pusieron sobre él una estola, y el viento que rueda incesante sobre aquellas olas tumultuosas hizo oscilar las luces encendidas de nuevo extendiendo en torno un reflejo lívido e incierto mezclado de sombras y de luz y prestando a aquel cuadro un tinte fantástico y sombrío.

Esperanza sintió flaquear su razón, su mirada tomó toda la vaguedad de la locura; huyó de ella el miedo que antes la subyugaba y se acercó hacia el negro peñasco.

Entonces pasó lo que nadie puede concebir, lo que nadie puede expresar con la palabra, siempre fría y tarda...

El hombre de la estola se volvió hacia los que le rodeaban y dijo en alta voz:

-¡Lorenzo! La hora ha llegado, acércate y da a tu hijo el último abrazo.

Oyéronse después entrecortados sollozos, gemidos lastimeros, voces de dolor que rasgaban las entrañas.

-¡Adiós, querido hijo! ¡Adiós para siempre!... -gritó Lorenzo cayendo sin sentido.

Dos hombres se adelantaron entonces y tirando del paño que cubría aquel extraño bulto, quedó expuesto a todas las miradas el cadáver de Fausto, amoratado y macilento.

Esperanza vio todo esto, Esperanza se abalanzó hacia el cadáver, pero al mismo tiempo se oyó el ruido de un cuerpo que caía al agua que no debía devolverlo jamás.

Volvieron todos la cabeza para ver de dónde saliera aquel grito que les sorprendiera en medio de su horrible sacrilegio, y al distinguir entre las sombras aquella figura vestida de blanco, pálida como un cadáver y cuyas desencajadas facciones iluminadas por las trémulas luces parecían las de un espectro:

-¡Misericordia! -gritaron despavoridos y dispersándose por todas partes-. ¡El demonio nos persigue!

Y desaparecieron por todas las avenidas de la playa en tanto Esperanza cruzaba el desierto arenal dando frenéticas carcajadas.

¿Quién será capaz de seguirla en su frenética carrera? Detengámonos; la pobre niña se ha vuelto demente..., inútil sería caminar en pos de una loca...

Noche había sido aquélla fecunda en raros acontecimientos para los pobres pescadores, pero aún no habían cesado las desgracias que caían como pestilente lluvia sobre aquel desierto y triste lugar. Cuando los atemorizados marineros descubrieron el sucio montón de sus miserables barracas, las vieron bañadas por la viva claridad de un incendio.

Las llamas crecían, se extendían, parecían devorar bajo sus lenguas de fuego aquella desdichada aldea.

-¡Las iras del infierno nos persiguen! -exclamaron aquellos desdichados.

Y en tanto, el humo subía al cielo en inmensas espirales y las ardientes chispas del incendio derramándose por todas partes parecían querer salir al encuentro de los sacrílegos supersticiosos. ¡El cielo inmenso, la estéril tierra, la mar dormida, el lejano horizonte, todos se reflejaban, todos parecían bañados en la sangrienta claridad del fuego que devoraba el palacio de Alberto!...

Teresa había cumplido su palabra.

Capítulo XV. La loca -Les enfants ne crient pas toujours, autant qu'aujourd'hui, repondit en souriant, et pour ce qui est de la mer, Emily aime beaucoup le bruit des vagues. ¡Elle reste assise des heures entières à les entendre!

Miss Cummings

El sol iluminaba con un esplendor brillante las primeras flores que empezaban a hermosear los árboles en una risueña mañana de abril, y de todas las hierbas que volvían a revivir en la naturaleza se desprendía ese primer aroma que exhalan las plantas cuando acaban de salir de la tierra: aroma exquisito, vivificador y lleno de savia, sustancia de sus primeros días de vegetación y de amor, fugitiva felicidad de un instante que les sonríe y que como la del hombre pasa y desaparece convirtiéndose luego en un ayer hermoso del cual nos separa para siempre la eternidad.

Los ríos, los valles, las montañas, el cielo azul transparente y los lagos tranquilos que duermen a la sombra de los oscuros olmos, todo estaba cubierto de luz, todo bañado en las risueñas tintas con que la primavera halaga al mundo.

Hermosa era en verdad aquella mañana, alegre como la sonrisa de un niño, y en la que los pájaros saltando de rama en rama dejaban escuchar sus gorjeos, divino lenguaje con que contaban a las auras la felicidad de que estaba lleno su corazón satisfecho de libertad.

Los insectos de espléndidas alas haciendo brillar al sol sus vivos y plateados colores pugnaban por abarcar en su rápido y voluble vuelo todo el espacio que veían en torno suyo, y en cada planta se creería escuchar un lenguaje propio, un canto exclusivo de alegría que resonando al mismo tiempo formaban armoniosos ecos, todos deleitables y dulces aunque todos distintos.

Era aquella mañana de abril un remedo de las que debieron pasar nuestros primeros padres en el paraíso, en aquel lugar de infinitas dulzuras vedado más tarde a ellos y a sus descendientes en castigo del primer pecado, y del cual debieron guardar triste recuerdo que nos legaron sin duda alguna como una triste herencia.

Vosotros, los que vivís en las ciudades y que no podéis comprender enteramente toda la belleza de que están llenos esos cariñosos días que preceden al estío, venid conmigo, atravesad esa montaña cubierta de espinos desde cuya cumbre se descubre un inmenso valle cuyos lejanos horizontes se pierden entre vapores azulados y transparentes, y después descended por un pequeño sendero áspero y torcido, deteneos un momento bajo una bóveda de verdura naciente y fresca que forman los sauces de ramas extendidas, las floridas acacias y algarrobos, todos ellos amorosamente enlazados. Pero seguid a pesar de que la hermosura del sitio os convide al descanso hasta llegar a aquella elegante verja, a través de la cual se ven el cerrado y encendido botón de la rosa de Alejandría entre las lustrosas hojas del mirto, y la flor del azahar y el granado que florece al mismo tiempo y exhalan su delicado perfume.

Desde aquel sitio vuestra admiración puede llegar a su colmo porque podréis ver, en medio de la más pomposa y brillante vegetación, lo que es una mañana de primavera lejos de las ciudades y en medio del campo, pero de un campo fértil y ameno en medio de un valle todo hermosura, como sólo la ardiente imaginación de Ariosto sería capaz de describirlo.

Vese un largo y extenso jardín, una pradera inmensa llena de árboles frutales, bosques frondosos, pequeños riachuelos y estanques rodeados de menudo césped, entre el cual crecen mezclados caprichosamente blancas azucenas, morados lirios que parecían mirar con altanería las pequeñas y silvestres florecillas de tallo desigual que cubren la verde alfombra del campo, como las estrellas tapizan el cielo en una serena noche de verano.

Aquí se agrupan los alisos y los robles que crecen en los países montuosos, allá la encina de color sombrío que recuerda rancias consejas, más allá la higuera de anchas hojas y el castaño de indias con el alto y lustroso laurel que semeja en medio de ellos el vigía que les guarda.

Los tristes cipreses, formando en otro sitio con sus ramas entrelazadas un círculo compacto, miran crecer a su abrigo todas las plantas sombrías y misteriosas siendo ellos siempre los que les aventajan con tristeza.

Por último, en un orden no usado en parte alguna, en un estilo nuevo, aéreo y lleno de vaguedad cual si la mano de un hada los hubiese cultivado, jardines por todas partes, laberintos extraños en medio de los cuales se tienden verdes y frescos y tranquilos prados de menuda hierba, escondidas fuentes que murmuran, y pequeños derrumbaderos en cuyo fondo se escucha la sorda voz del torrente que se despeña entre musgosas rocas.

Es aquello una acumulación extraña de vegetación, ya silvestre, ya delicada, ya sombría, ya risueña como las primeras luces que derrama la aurora por el universo.

La imaginación no alcanza a formar una idea de la rara belleza de aquel paisaje iluminado por un sol de primavera brillante y claro; por un sol que, esparciendo sus rayos por aquella tierra de promisión vestida con sus primeras galas, la hacen aparecer hermosa como la joven desposada, la frente coronada de flores, cubierta de pudoroso rubor la mejilla de nevadas tintas.

Infinidad de árboles frutales plantados al azar en un terreno suave aunque desigual recortan graciosamente los horizontes y esparcen por el suelo las flores que el viento más leve desprende de las ramas y que las plantas silvestres y las ondas que murmuran cercanas las recogen en su seno como menuda lluvia de perlas, arrastrándolas a su ignorado retiro.

Todo aquel conjunto de aromas y de luz, toda aquella variedad de flores nacientes y de menudas y tiernas hojas estremecidas por el vuelo de los pájaros, toda aquella paz, en fin, aquel recogimiento que el purísimo del cielo hace más suave y tranquilo, os podrán decir mejor que yo lo que es una mañana de primavera.

Una mujer esbelta y pálida se paseaba bajo la sombra de los frutales con cierta negligencia desdeñosa e indiferente cual si un pensamiento ajeno a todo lo que la rodeaba vagara lejos de allí, por regiones desconocidas e impenetrables.

De cuando en cuando alcanzaba con su mano blanca y transparente las ramas que se adelantaban hacia ella como para acariciarla, contemplábala largo tiempo con rara curiosidad y destrozándola después con cierto regocijo amargo, se veía asomar a sus mejillas blancas como la azucena, el carmín más puro que puede bañar el semblante de una virgen.

Las flores que el viento desprendía del tierno almendro y del manzano áspero y de pequeña estatura, cayendo sobre su rubia cabeza quedaban suspendidas en los apretados bucles de su cabellera sedosa y brillante y en los pliegues de su blanca falda. Aquella mujer vaporosa y ligera y melancólica, en medio de tan risueña vegetación, próxima a alzarse en todo su vigor, no sabemos si semejaba una aparición brillante y fugaz nacida de la esencia de todo lo bello, o un espíritu lastimero y errante, un gemido de amor transformado en aquella figura llena de sentimiento y de belleza que huyendo de los hombres se refugiaba entre sus hermanas las flores.

Seguíanla en su melancólico paseo un anciano de agradable aspecto y otro hombre joven todavía y en cuya fisonomía simpática y llena de gracia podía advertirse la huella de un doloroso sentimiento.

Su frente pálida y despejada se veía surcada por una arruga precoz, que no habían grabado en ella los años, y sus ojos azules y hermosos despedían un fulgor apagado y triste, una mirada envuelta en un vapor húmedo y frío, exhalado tal vez de un corazón torturado por un incurable sufrimiento.

Parecía que la única ocupación de aquellos hombres era examinar los menores movimientos de la mujer que caminaba delante de ellos, indiferente como hemos dicho ya, no sólo a cuanto la rodeaba, sino hasta a los que la seguían cuidadosos de adivinar sus menores deseos para satisfacerlos al momento.

-Es una fatalidad, mi buen Ricarder -decía el más joven dirigiéndose a su compañero-, las esperanzas que me das son tan leves que apenas alcanzan a calmar un instante mi mortal ansiedad. Mira aquellos dos ojos negros tan hermosos apagados por la estúpida vaguedad que le presta la locura, aquel semblante celestial despojado de su primitiva belleza... Es una fatalidad, Ricarder, ocho años de locura son capaces de destruir la naturaleza mejor organizada. ¡Oh, Dios mío! -añadió apretando la frente con las manos-. Ella tendrá que morir en ese horrible estado de idiotismo.

Estas palabras dichas con el acento más sombrío y desgarrador indicaban demasiado la lucha y el dolor a que estaba entregado el corazón de aquel hombre.

El anciano fijando en él su mirada penetrante respondió con acento poco seguro:

-Yo quisiera darte una palabra que no sé si podré cumplir..., no obstante puedo decirte que la esperanza no me ha abandonado todavía.

-¡Siempre con tus esperanzas! -replicó el primero con aire de disgusto-. Te ruego -añadió después con acento casi suplicante- que estudies de nuevo todos los libros de tu ciencia, que recorras los hospitales, que busques, en fin, un medio, sea el que quiera, de salvarla.

-Dios es testigo -respondió el anciano con severo acento- de que paso las noches sobre los libros escudriñando los misteriosos secretos de la ciencia para ver si consigo al fin hallar algún remedio a tan terrible enfermedad. Una extraña inducción me ha hecho sospechar que siendo morales las causas que la producen, puedan éstas tal vez tornar a la salud al individuo sobre quien tanto influjo han tenido ya.

Escuchó en silencio el más joven estas palabras pronunciadas con un acento de rectitud irreprochable y replicó con cierta inexplicable emoción que trataba en vano de ocultar.

-Te he oído como quien oye al sabio hablar de su descubrimiento, es decir, con paciencia, porque creo que todo lo que acabas de decir no es más que una loca aberración de vuestra ciencia confusa..., a veces hacéis alarde de creencias y de esperanzas que no tenéis, y otras muchas no queréis manchar vuestra conciencia con pecados que cometéis a cada momento y sobre los que os laváis después las manos como las lavó Pilatos... Pero dejemos esto -añadió poniendo su mano larga y afilada sobre la boca del anciano que iba a interrumpirle-, ya sé que eres indulgente, pasa por alto estas palabras impías y hablemos de ella -prosiguió con triste acento-; ella es la que debe ocupar todas nuestras horas...

-¡Si pudiéramos saber cuál ha sido la causa de su locura! -interrumpió el doctor que hasta entonces había permanecido indiferente cual si estuviese ocupado en buscar en los recónditos arcanos de la ciencia una nueva idea de salvación.

-¿Quién sabe las causas que la han conducido a semejante estado? -repuso el más joven visiblemente turbado y apartando la vista del doctor-. La primera vez que la he visto -añadió- estaba en su sana razón..., después... la hallé un día sola y perdida y la recogí en mi casa porque tal era mi deber, pero traté en vano de escudriñar el secreto de su demencia: ya lo ves, es necesario buscar otros medios de salvación...

Y diciendo esto lanzó un profundo suspiro de tristeza.

El doctor preguntó de nuevo con aire pensativo:

-¿No ha dado alguna vez muestras de conocerte?

-¡Oh! Ningunas, amigo mío, ningunas..., imagínate que yo soy la única persona a quien ama -y luego añadió cual si se arrepintiera de haber hablado más de lo que convenía-, digo esto porque en otro tiempo no me había mostrado grandes simpatías aunque nada de extraño tenía porque nos veíamos muy pocas veces.

-Nada de extraño tiene eso -replicó el anciano.

En aquel momento la joven volvióse hacia los que la seguían y gritó despavorida:

-¡Matad aquel pájaro! ¡Matadle pronto porque me duele el corazón cuando le veo! ¡Ay! -exclamó después dando un grito doloroso y acercándose a ellos con aire colérico-, sois unos necios, jamás hacéis lo que yo os mando, le habéis dejado escapar y lo he sentido ya entrar en mi corazón..., él me martiriza..., él me mata... ¡Oh, quitádmelo...! -y alzaba sus manos blancas en aptitud suplicante y se apretaba el pecho como si sintiera dentro de él un dolor agudo.

-¡Esto es horrible! -decía el más joven-, esto es un tormento peor que el del infierno. Tú no sabes cuánto sufro al verla sufrir a ella, ¡oh, qué doloroso es ver que no hay remedio para eso! Mi corazón está más horriblemente lacerado que el de ella, y quisiera poder arrancármelo para no padecer lo que padezco.

El doctor se había acercado a la loca que lanzaba agudos y desgarradores gritos. Veíasela de rodillas, agitada, despavorida: sus hermosos ojos negros parecían saltar de las órbitas y sus labios se comprimían a veces convulsivamente murmurando apenas quejas lastimeras e incomprensibles. Todo demostraba un padecimiento horrible.

-Esta enfermedad del corazón será la causa de su muerte -murmuró el doctor mirándola tristemente-. Pobre niña -añadió-, Dios sabe que yo quisiera volverte la razón y la vida, pero la ciencia es tan vana como estéril; en ciertos casos, todo su poder se reduce tan sólo a conocer su impotencia.

-Pero ¿qué haremos, Ricarder, qué haremos? -preguntó al fin su compañero con voz trémula, señalando a la desconsolada joven, con una mirada llena de tristeza y desesperación.

-¡Nada, Ansot, absolutamente nada! -replicó el doctor con dolorosa calma-. No nos resta más que esperar a que el acceso vaya desapareciendo por sí mismo.

-Sí, sí, ya lo comprendo -replicó Ansot con acento amargo y burlón en tanto fijaba en la enferma una mirada profunda de compasión y de amor intenso-, sólo nos resta sufrir y llorar y arrojar al fondo del océano esos libros que se llaman libros de ciencia... ¡Oh, y cuánto sufre, Dios mío! Cálmate, amada de mi alma -le dijo al fin arrodillándose a su lado y próximo a prorrumpir en sollozos como la mujer más débil-; yo seré tu médico, yo te arrancaré del pecho ese pájaro maldito, yo te salvaré... ¿No es verdad que yo sólo soy el que puede salvarte?

-Sí, sí -respondía la pobre loca mirándole con espantados ojos-; tú, que eres bueno, busca ese pájaro dentro de mi pecho y mátale...

-Pues bien -le respondió Ansot-, pero cierra los ojos que, si no, él no sale porque tú no le veas salir.

Obedeció entonces la infeliz y cerró los ojos; Ansot puso la mano en el corazón de la enferma, él y el doctor fingieron una extraña pantomima, y después de un breve instante de silencio le dijo aquél con aire de alegría.

-¡Ea, ya estás libre!

-Pues, qué, ¿le has muerto ya? -preguntó ella llena de admiración.

Ansot, que esperaba con temerosa ansiedad el resultado de su inocente mentira, hizo un esfuerzo y le respondió con aplomo.

-Sí, querida de mi alma, ¿no has sentido su aleteo angustioso y su último gemido?

-Creo que tienes razón -replicó la desdichada pensativa y con el aire de aquel que recuerda alguna cosa.

Después de esto permanecieron todos en el más triste silencio y la loca lo interrumpió diciendo:

-¡Ahora ya estoy buena! -y acercándose a Ansot le miró con una dulzura que parecía imposible pudiesen encerrarla las miradas de una loca, y echándole al cuello sus brazos de marfil le dijo con tierno acento:

-¡Cuánto te quiero! -y aquella mujer hermosa y espiritual en medio de su locura alisaba con sus manos pálidas y transparentes la melena de Ansot negra como la noche y suave como el raso.

Eacute;l cayó a sus pies trémulo de emoción, cruzó sus manos en una actitud de profunda adoración cual pudiera hacerlo un fervoroso creyente de Italia ante la milagrosa Madonna, y permaneció estático contemplándola, la respiración agitada y la mirada brillante de amor. Aquel hombre que quizá nunca había tenido ni un Dios ni una creencia; aquel que tal vez había hollado con su impura planta los sentimientos más santos y los más sagrados preceptos que deben ser respetados siempre, se prosternaba ahora delirante a los pies de una loca para recibir unas caricias que no eran dictadas más que por una razón extraviada.

-¡Cuánto la ama! -pensaba el doctor-. Quiera Dios -añadió- que cese el afán que le devora antes que la muerte sepulte su ídolo en una tumba... antes que la razón que ahora falta a esa desdichada vuelva a imperar sobre su voluntad..., entonces ¿quién sabe? Misterios hay en la vida incomprensibles para todos, felicidades amargas que tienen su base en la desgracia.

Los temores del doctor eran tal vez harto fundados, pero Ansot, ciego, obcecado, porque tal vez la mano de Dios era la que vendaba sus ojos, deseaba con toda su alma la vida de su amada, pero la vida con la razón, y deseaba que desapareciese aquella demencia que llevaba hacia él la mujer más hermosa y más cándida del universo, la mujer que le prodigaba a todas horas las más tiernas caricias con la sencillez de un niño y la resignación de un enfermo dócil y débil.

-¡Volvedle la razón, Dios mío! -exclamó al fin en medio de un loco entusiasmo al sentir sobre su frente las suavísimas manos de aquella falda de blanco ropaje-. Volvedle la razón, y yo os juro elevarla hasta mi rango, hasta mi nombre, uniéndome a ella para siempre por medio de los sagrados e indisolubles lazos que impone vuestra religión santa...; yo, el impío, el ateo, respetaré vuestros sacramentos y expiaré con una vida sin tacha al lado de este ángel mis terribles crímenes... Ya ves, Dios mío, que no abuso de su locura; y tú que todo lo ves, debes de haber leído en el fondo de mi alma que no deseo más que su amor, el amor de su corazón.

Calló Ansot, la loca le miró y se sonrió con gracia, y al mismo tiempo se acercó a ellos el doctor.

Ansot, como el que sale de un sueño, miró con espanto en torno suyo, temiendo a que algún otro le hubiera podido oír.

Nadie más que yo se halla en los jardines -le dijo el doctor como respondiendo a su pensamiento.

-¡Y es bastante, Ricarder! -contestó Ansot sin poder contener un impulso de enojo-. Te ruego -añadió después con más suave acento- que trates de olvidar esto...

-Yo no recuerdo nada -repuso el doctor-, pero si aquí hay alguno que no debe recordar, a ti es a quien conviene el olvido... Hay pasiones locas y deseos más locos aún, y esas pasiones y esos deseos no pueden atraer más que desgracias sobre la existencia. Adiós, Ansot, pronto vuelvo a cuidar de esa desdichada.

Capítulo XVI. Sorpresa ¿Cuál, di, bárbara arena de sierpe has dejado engendradora, por turbar la serena dulce tranquilidad que en este mora tan grato como pobre albergue, donde sellado el labio la quietud se esconde?

Góngora

Los alegres días de la primavera pasaban ligeros reverdeciendo los campos y haciendo brotar en los árboles la fruta que madura el estío.

Las horas marchaban más lentas, la atmósfera era más calurosa, el sol más brillante: la naturaleza bañada ya por unas tintas más fuertes y vigorosas se animaba rápidamente para presentarse al despertar de una aurora calurosa y sin nubes, adornada con su belleza risueña y su majestad triunfante.

Las estrellas tapizaban el cielo después de la hora del crepúsculo en apiñados grupos relucientes, como mazorcas de diamantes, y la luna, ese astro melancólico que parece despedir reflejos de sentimiento y ternura sobre el corazón que sufre, ese sol de la noche ruboroso y tímido como la primer caricia de amor de un semblante inocente, esa luz cariñosa y suave que ilumina y disipa las tinieblas sin delatar los secretos que descubre con su mirada lánguida y tranquila, extendía sobre la tierra ese color naranja blanquecino con que la hace aparecer fantástica, bella, convidando eternamente a la dulce meditación y al reposo.

En esas noches de verano tan ligeras y tan breves, tan puras y tan claras que parecen la continuación de un día menos brillante pero más suave y hermoso que el que acaba de esconderse tras las montañas y los mares, en esas noches, repetimos, creemos que sólo se puede creer y gozar, que sólo es posible soñar con los ángeles, respirar entre las flores y entonar alabanzas al Ser Supremo desde el fondo de nuestro corazón, y el que en ellas maldice o llora, aquel que al alzar sus ojos al cielo que la luna ilumina los alza empañados por el vapor amargo de una lágrima, aquel que no desarruga la ceñuda frente cuando en torno suyo sólo se escuchan los murmullos pudorosos de todos los seres que, demasiado castos y sensibles, no pueden soportar que la luz del sol contemple sus placeres y sus fiestas y esperan a que las sombras cubran la tierra para empezar sus pláticas y sus conciliábulos misteriosos, el que permanece indiferente y helado cuando todo respira y vive en la felicidad, debe ser muy desgraciado y encerrar en el fondo de su corazón el germen de un mal incurable.

Tal era el estado en que se hallaba Ansot una de las últimas noches de mayo, noche clara, serena y llena de perfumes y tranquilidad.

Los árboles cargados de hojas platicaban en la sombra con las brisas nocturnas, las flores se besaban cariñosamente sin que percibiera nadie el chasquido suave de sus labios, y los peces en el fondo de los estanques, los insectos entre la yerba, y las mariposas en sus perfumados lechos, todos gozaban de esa felicidad que concede el reposo, y al que suelen ir unidas secretas afecciones y deseos satisfechos sin vergüenza y sin remordimiento.

Ansot vagaba solitario por los bosquecillos sombríos de la quinta semejando alma errante que recorría en silencio tan hermosos lugares, extraño ser condenado a perpetuas vigilias.

El ruido de sus pasos, ya apresurados, ya lentos, apenas se percibía sobre el césped, y sus cabellos negros y rizados flotaban a merced de las apacibles brisas.

Grande debía ser el dolor de su alma cuando tan indiferente a todo se mostraba. Su existencia siempre turbulenta y agitada sembrada de ambiciones y deseos satisfechos, y no teniendo por ley y juez de sus acciones más que un refinado egoísmo, había marchado por una senda estéril en sentimientos generosos y ajena a toda creencia santa. Manchada tal vez su vida por extraños crímenes, desconoció el remordimiento, y juguete de sus vicios, fluctuando en una atmósfera de cieno rodeada de perfumes, no pudo comprender envuelto en infectos vapores que había otro ambiente más puro.

Eacute;l, siempre impío y sacrílego ningunos lazos había respetado, nada había resistido a su paso devastador.

¿Quién sería capaz de penetrar en el vasto campo de su conciencia culpable? Tan tenebrosos serían sus ámbitos, tan nublados sus horizontes que no acertaríamos a distinguir en su fondo otra cosa que el caos y las tinieblas. Pero él jamás había vuelto hacia ella sus ojos, y alegre y feliz, si acaso puede llamarse felicidad y alegría a la exaltación de los sentidos, siguió sin retroceder la marcha que le trazaran sus pasiones y su destino.

Pero llegó un día radiante como el sol y abrasador como el fuego que, cambiando de pronto sus sentimientos, redujo a un punto solo sus ambiciones, sus deseos y sus esperanzas, y aquel día de tormenta para su alma era el día en que empezaba su expiación.

La copa de la amargura se acercó por primera vez a sus labios cubierta de flores para que fuera más terrible el engaño, y al fin, despeñado de la alta cumbre hasta donde le había alzado su voluntad imperiosa e indiferente, tuvo que arrastrarse dócil, suplicante, por la trillada senda del martirio que le está reservada al hombre.

En el corazón de Ansot, depravado y corrompido por toda clase de maldades, había nacido al fin un sentimiento ajeno a toda liviandad, un deseo que no podía satisfacer.

Este deseo era el amor de aquella mujer demente, de quien era absoluto dueño y a quien sin embargo respetaba como a un Dios, esperando ver aparecer en sus labios o en su mirada un vislumbre de razón.

Era su deseo un tormento de todos los instantes que torturaba su alma llevándole indistintamente de la esperanza a la desesperación, y de la desesperación al delirio y a los transportes del amor más fantástico y más vehemente que fuera capaz de abrigar un corazón humano. Aquella sed de cariño que le devoraba como una fiebre ardiente, pero no de cariño impuro, pues ése podía obtenerlo por la fuerza, sino de ese cariño santo que emana del alma; aquellos otros goces espirituales con los cuales soñaba y que la languidez cariñosa de la pobre loca había revelado a su espíritu, ciego hasta entonces para esa luz suave que emana del cielo, aquello era su dolor continuo, que le iba consumiendo lentamente sin que hallara el más leve remedio para su mal.

Cuando un hombre que ha permanecido encenagado en el vicio la mayor parte de su vida despierta alguna vez a ese nuevo mundo ideal en donde se encuentra extraño y como de paso, cuando despierta en medio de esa atmósfera transparente y clara, hacia la cual sonríen los ángeles, ese hombre, entonces, más avaro que ninguno de aquella felicidad, la busca desalentado y frenético, enloqueciendo con ella si acaso la encuentra y muriendo entre tormentos que sólo él alcanza a comprender si acaso cree mentira cuando la estreche entre sus brazos. Y es que esos hombres gastados por los goces materiales quieren acogerse delirantes a aquellos otros que sin duda no fueron hechos para ellos, sino para martirio y expiación de sus pasados errores; los contemplan a cada instante hermosos, flotantes y purísimos, como aquel héroe del Dante a quien la muerte le había arrebatado su amante, con que quiso unirse suicidándose, y al que castigó el cielo arrojando su alma a los profundos abismos, desde cuya cavernosa entrada la veía el desdichado pasar y volver a pasar, llena de hermosura y de gloria, sin que pudiera tocar jamás las orlas de su ropaje flotante y celestial.

En vano Ansot esperaba ver llegar el ansiado instante en que la pobre loca, vuelta a su razón, pudiese murmurar a su oído:

-¡Yo te amo y mi vida te pertenece para siempre!

Ella le acariciaba continuamente y con todo el abandono que le permitía su demencia, pero Ansot no hallaba en sus miradas llenas de ternura más que la vaguedad de un sentimiento que no se permitía a sí mismo.

-¡Su razón o la muerte! -exclamaba entonces aguijoneado por los más encontrados sentimientos-. Estas involuntarias caricias, tan puras, tan celestiales, estas caricias con que me brinda el acaso, caricias suyas sin embargo..., no hacen más que aumentar mi ansiedad y rodear mi vida de una dulzura mezclada de tormentos. Copa de felicidad que se acerca a mis labios sin apagar mi sed, flor hermosa cuyos aromas causan vértigos y dan la muerte... ¡Oh, si yo pudiera volver a aquellos pasados días en que, bella todavía como un capullo cubierto de rocío, era dueño de sus acciones, de su voluntad!..., pero ¿quién sabe? -murmuraba entonces con voz sombría-, en aquel tiempo me odiaba con toda su alma, ¿y quién puede asegurarme que ahora no me aborrecerá también?

La noche a que nos referimos era una de esas noches de prueba para un alma lacerada. Abandonara su lecho en donde no hallaba reposo y, vagando a la ventura por los jardines, buscaba en vano entre las sombrías alamedas la dulce frescura del rocío, para que calmase el ardor que abrasaba su frente enjuta y marchita por los continuos y revueltos huracanes que combatían en ella.

La esperanza, esa seductora y alada compañera que rara vez nos abandona en nuestra vida, esa virgen risueña y consoladora que se levanta siempre tranquila y cariñosa a través del infortunio que pretende envolvernos en sus fúnebres vapores, se había ocultado a las calenturientas miradas de Ansot, que, errante en medio de las tinieblas, estaba próximo a despeñarse en los abismos de la desesperación.

El cielo parecía no haber escuchado ni sus falsos votos ni sus fervorosas oraciones.

Sin duda ese Dios justo y santo que vela por los desvalidos no quería volver a aquella infeliz una razón que le mostraría de nuevo las amargas realidades de una existencia que sin duda le debió ser muy pesada e insoportable cuando llegó a perder el conocimiento de ella. La pobre loca, más loca que nunca, parecía sucumbir bajo el peso de sus padecimientos y, como una flor falta de savia y de vida que inclina su corola hasta tocar la tierra, inclinaba ella su rubia cabeza y su cuerpo como sobre una sepultura que creeríamos contemplar abierta siempre por una mano invisible, bajo sus plantas trémulas y vacilantes.

El doctor afirmara a Ansot que aquella noche terminaría la crisis de la enferma y que era fácil que sucumbiera en ella, y éste, al ver que todas sus ilusiones y todos sus afanes iban tal vez a hundirse en el fondo de un sepulcro, sintió helársele la sangre en el corazón y trastornarse su cerebro.

-Esto no puede ser cierto -exclamó lanzándose fuera del lecho que lastimaba su cuerpo como si fuese de espinas-. ¡Oh, no es posible que muera!...

Y se lanzó frenético entre la espesura de los jardines; y allí, en medio de la soledad, caminando con lento y desesperado paso, y en una especie de inacción bajo la cual hervía todo el fuego y toda la actividad de un alma enferma y condenada al martirio, tomó asiento al lado de una fuente rústica cuyo apacible murmullo contrastaba notablemente con la alteración profunda que sufrían sus pensamientos.

La tormenta había estallado al fin en aquel espíritu rebelde y corrompido, que por la primera vez de su vida se sentía herido de muerte.

Las víctimas que él habría inmolado en el mismo altar en que gemía ahora también, sábelo sólo Aquel que todo lo ve y todo lo juzga desde su trono omnipotente, pero ¿qué importaba esto? Él sentía el dardo dentro de su corazón y por lo mismo no podía atender más que a su propio pesar, y esto no era sólo defecto de Ansot. ¿Hay alguien a quien conmuevan los dolores ajenos cuando le aquejan los suyos?

-El cielo es injusto -decía Ansot- y el arrepentimiento parece que no siempre basta para alcanzar la misericordia divina; Dios desoye mis súplicas; ¿qué debo hacer, a quién volver los ojos si no he de hallar compasión para mi dolor?... ¡Oh, morir ella! ¿Qué será de mí entonces? ¡Dios mío, Dios mío! Perdona mis pensamientos tan blasfemos como mis palabras, yo no podré vivir sin ella; ¿con cuánta amargura no vendrá llena la muerte para mí, sin haber antes saboreado las delicias de su amor casto, de aquel amor que debe participar de tu divinidad?

Ansot guardó silencio, torrentes de lágrimas abrasadoras inundaban sus ojos y sollozaba como una débil mujer, y cansado y rendido de aquella lucha impotente y desesperada, de súplicas y blasfemias, se entregó de nuevo a esa dolorosa inacción del hombre que no quiere ni interrogar al porvenir ni levantar el velo que cubre su pasado, porque todo ello debía traerle penosas sensaciones.

La noche seguía tranquila y serena, y la luna, filtrando entre el follaje su descolorido rayo, iluminaba fantásticamente el agua que cayendo de la fuente seguía, como pequeño raudal, su curso entre las yerbas y las flores que tapizaban el suelo.

Ansot inmóvil, pálidas las mejillas, la cabeza descubierta, la mirada turbia, parecía la estatua del remordimiento, o un ángel caído que iba a llorar avergonzado al fondo de los bosques su desgracia sin término.

Mil tumultuosas ideas cruzaron por su cerebro, vasto y fantástico panorama que se desenvolviera ante sus ojos presentándole, hacinados y en montón, todos los placeres y todas las escenas de su vida. Ellas pasaron por delante de sus ojos, ya mordaces, ya voluptuosas y sarcásticas, hiriendo cada una su corazón de un modo indefinible y tocando las fibras más delicadas de su pecho. Jamás fenómeno tan extraño le había hecho recordar su pasada vida, sumida en los pliegues del más completo olvido, ni sombras más fantásticas habían girado en torno suyo volviendo a encender las apagadas cenizas de sus recuerdos.

¿Sería tal vez que algún espíritu de las tinieblas se complacía en presentar ante sus conturbados ojos el abandono en que había dejado a algunos corazones nacidos para amar y vivir en los goces puros y tranquilos de un alma justa, y la orfandad en que había dejado seres inocentes, a quienes hubiese arrojado lejos de sí como un mueble importuno cuando debía cobijarlos y darles abrigo bajo el techo paternal? Lo ignoramos, pero es lo cierto que Ansot se levantó despavorido y arrojó en torno suyo una mirada de espanto y arrodillándose exclamó alzando las manos al cielo:

-¡Perdón, Dios mío! Yo borraría tantos males si fuera posible..., pero ya todos habrán muerto... Aquella pobre niña que tal vez era mi hija, ¿tenía culpa acaso de la infidelidad de su madre? ¡Y su madre...! Desdichada mujer, yo la había sumido en el cieno del vicio, yo la había enseñado a ser mala cuando ella era buena; sí, buena, ¡ahora lo comprendo!... ¡Candora! ¡Ah, pobre Candora! Yo arranqué a tu hija inhumanamente de tus brazos maternales y te dejé gemir y desesperarte. ¡Cuán infame he sido!... He sabido que vivías, que habías llegado hasta la puerta de mi casa..., pero he tenido miedo, lo confieso, temí que fueses su sombra; por eso mandé a mis criados que te arrojasen de allí... Perdóname, perdóname y vuelve, verás entonces cómo te recibo en mis brazos igual que a una hermana: y tú me perdonarás para que Dios se apiade de mí y para que ella me ame.

-¿Quién es el que me llama? -prorrumpió una voz ronca en medio de la oscuridad-. ¿Quién es el que dice perdón?

Y apareció al lado de Ansot como evocada por un misterioso conjuro una mujer alta, pálida y desgreñada, roto en cien jirones el pobre vestido que dejaba descubiertas sus carnes.

Ansot, mudo de terror, ni acertó a exhalar un grito, ni a retroceder un solo paso ante aquella extraña aparición que pudiera tomarse por una sombría creación del Tasso en medio de los frondosos bosques de Italia, que tan bien sabía poblar de trasgos y apariciones.

Pero aquella mujer se acercó a él con pasos acelerados y fijando su mirada extraviada en el rostro de Ansot, exclamó dando un grito de alegría:

-¡Al fin te hallé, pirata del África! -Y aquella mujer reía y lloraba presa de un delirio loco y sangriento. Su voz tenía una fiereza salvaje y su lengua trémula parecía triplicar las palabras que se aglomeraban rápidas en sus labios enjutos.

Empezó entonces una lucha terrible entre ambos; cuando Ansot pudo huir por las revueltas encrucijadas de los jardines, cuando llegó a su casa, era tal lo exaltado de su imaginación, la extraña vivacidad de sus miradas, la multitud de veces que repetía «¡Candora! ¡Candora!», que sus criados creyeron que en aquella casa se abrigaban ya dos locos en vez de uno.

Sólo una persona indiferente al parecer a cuanto allí pasaba murmuró alzando los ojos al cielo:

-¡Dios es justo!

Capítulo XVII. Zozobra Al aire destrenzada la blonda cabellera, la túnica rasgada, y en llanto de dolor bañado el rostro puro, que el sol envidia fuera, por tu recinto oscuro va una mujer, Sión.

Zorrilla

La enferma se dirigía a uno de los sitios más frondosos del jardín.

Dejaban los pájaros percibir allí sus sonoros gorjeos y el sol de la tarde, más hermoso cuanto más lánguido, penetrando apenas por la enramada, formaba sobre el césped con la sombra que proyectaban los árboles mil caprichosos dibujos que ningún pintor del universo sería capaz de reproducir.

Venían las auras cargadas de aroma y de frescura; diríase que las aguas del estanque lanzaban sobre la naturaleza que les rodeaba su aliento frío y húmedo.

La pobre enferma, pálida, el paso vacilante, la mirada vaga y ardiente, la respiración fatigosa, iba en pos de la vida que dondequiera se le veía exhuberante en todos aquellos bosques de sauces, los de tempranas flores, de acacias, de árboles frutales, cuya sombra deleitosa incitaba a la meditación y al descanso.

Ella seguía el camino que guiaba al estanque.

Había allí orillas misteriosas, las flores acuáticas flotaban entre las ondas perezosas como guirnaldas de las frescas diosas que habitan en tan deleitosos lugares. El soplo de la risueña y clara poesía vagaba por aquella ribera que embalsamaban las rosas cuando el sol las estremecía con su beso; allí la naturaleza y el arte se aunaban formando una unión misteriosa que bendecían todos los que aman aquellos lugares en donde el fresco de las ondas, la superficie que sólo rompen con sus alas las vagamundas golondrinas, los árboles que sombrean la mar transparente, las rosas que embalsaman el aire puro de las riberas, todos bendecían tan apacible, tan hermoso y sereno estanque a cuya orilla se soñaba y se amaba dulcemente.

El doctor y Ansot seguían, asimismo, aquel florido camino pero sin hacer caso de las maravillas que la naturaleza había vertido con mano pródiga por aquellos alrededores.

-Ese amor te va a perder, Ansot -decía el doctor, notando el aire taciturno con que éste caminaba-. No me mires con ira -añadió-, no fijes en mí esa severa mirada de águila, que parece preñada de tempestades y que quiere penetrar hasta lo más íntimo de mi ser: las palabras de un viejo no deben serte sospechosas; ¿puedes creerlas acaso hijas de la envidia? El corazón está frío para el amor cuando la cabeza blanquea; ¿puedo acaso inspirarte celos? Oye mi consejo, Ansot; eres en verdad más joven que yo, pero tu edad, sin embargo, no te permite entregarte a esa desesperación, pena me causa el ver cómo esa loca pasión trastorna tu cabeza, haciéndote olvidar no sólo tu proverbial orgullo, sino hasta la dignidad que jamás debe faltar al hombre.

-¡Olvidarme de mi dignidad!... ¿Por qué me dices eso, Ricarder?

-Porque jamás los criados deben estar al alcance de las debilidades de sus amos.

-Pues ¿qué ha pasado?

-Que les he oído decir que estabas loco... Pero dejemos esto -dijo el doctor como interrumpiéndose-. Te he dicho -añadió después de una breve pausa- que la enferma estaba próxima a una crisis violenta que tal vez le cueste la vida..., pero también puede salvarse..., por descontado; Ansot, cuida de que tu razón no se extravíe..., a tu edad el mal sería incurable y se cubriría de tintas más sombrías.

-Esas palabras -repuso Ansot- son propias de un corazón que está muerto, pero el mío, Ricarder, que siente y vive todavía, no puede calmar sus inquietudes con vanas palabras y juiciosas reflexiones; guarda tú en el fondo de tu pecho la fría madurez que te legaron los años y déjame con mis manías...

Callaron y siguieron el camino silenciosos y como enojados, el doctor dejando vagar sus pensamientos por la ancha extensión, Ansot presa de las más negras y tristes ideas. Su mirada seguía cuidadosamente a la pobre mujer de blanco ropaje, parecía que un doloroso lazo le unía a ella, tal era la triste desesperación de su cariñosa mirada.

La enferma se adelantaba hacia el estanque.

Por fin su blanca y delgada figura se perfiló sobre las ondas; parecía entre las ramas de los arbustos, de pie, en aquella silenciosa ribera que besaba mansamente y sin murmullo el agua, silfa melancólica que surgía del seno de las ondas, coronada su frente con la hojarasca del bosque, pálida como si la luz de la luna bañara su semblante.

Ansot se acercó a ella, a ella que dejaba caer triste y húmeda su mirada sobre la corriente tranquila en donde se reflejaba el azul purísimo del cielo.

No sabemos, mejor dicho, no queremos decir qué enamoradas palabras cambiaron aquellos dos seres tan distintos, alma la una pura como la de un ángel, soberbia y manchada la otra como la de Luzbel.

En los labios de Ansot las palabras semejaban gemido de herida fiera, en los de la enferma débil quejido de las brisas otoñales cuando se rozan con las primeras hojas que se secan.

Pero de repente un punto negro mancha ligero el azul del firmamento; la enferma lanza un grito y huye. ¿Adónde?

Inclínase sobre las ondas, el punto negro se refleja en ellas, y voltea, y baja, y pasa rozando la superficie, y lanza un grito de alegría; la golondrina mojaba en la corriente las puntas de sus negras alas y al sentir la suave frescura de las aguas su grito hendió los aires.

-¡He aquí, Ansot! -gritó la enferma huyendo-, ¡he aquí el pájaro! ¡Mátalo! ¡Mátalo!

La inocente golondrina pasaba en locos giros y se bajaba sobre las ondas. Hubo una vez en que pasó rozando con la blanca vestidura de la enferma; estremecióse ésta, huyó de nuevo gritando, y como si quisiese huir del pájaro que le atormentaba inclinóse sobre las aguas y su cuerpo se balanceó un momento sobre la corriente...

Pero hubo una mano salvadora que impidió una desgracia.

Ansot lanzó un grito horrible, desesperado, quiso correr y sus piernas flaquearon; nadie sabe lo que pasó en aquel alma tan eterna y tan duramente combatida; corrió a salvar la que era su vida.

-¡Gracias, Ángela! -pudo decir al fin cuando llegó al sitio en que se hallaba la enferma-. Gracias, Ángela, tú la has salvado y no sabes cuánto te lo agradezco, te debo mi vida, mi felicidad... -y al decir esto se acercó a la enferma que permanecía sin sentido.

Aacute;ngela era el ama de gobierno de Ansot y, al revés de la mayor parte de tales mujeres, era un alma pura y santa, compasiva, que amaba, ¡cosa extraña!, a aquellos advenedizos a quien su amo podía amar y, sobre todo, acordarse de ellos en los últimos y supremos momentos de la vida.

Era alta, blanca, un poco gruesa, sus facciones delicadas, su aspecto dulce, atraía cariñosamente con la mirada; su palabra jamás era amarga para nadie. ¡Oh santa y virtuosa mujer, de quien podemos decir que eras buena, que el cielo haya premiado tanta virtud silenciosa y escondida, como anidó en tu pecho!...

Aacute;ngela, sin embargo, no respondió a las palabras de su amo, parecía más bien empeñada en acudir a la salvación de la enferma.

El doctor llegó en tanto y su frente, tan serena siempre, fue surcada por una arruga enojosa pero fugaz; acercóse a la loca, contemplóla un momento y exclamó:

-¡Esto toca a su término!

-¿Qué has dicho, Ricarder? -preguntó Ansot lleno de espanto.

-He dicho -respondió el doctor con firmeza- que ha llegado el momento de la crisis, y que su resultado tiene que ser decisivo, y, o se salva...

-¿O qué?

-¡O muere! -murmuró el doctor; y volviéndose a Ansot continuó-: Sé fuerte y sufre la desgracia que ya no debe ser nueva para ti.

Ansot enmudeció cual si acabaran de leerle su sentencia de muerte y Ángela sintió que lágrimas de tristeza llenaban sus ojos.

-¡A casa! -gritó el doctor-. El fresco de la tarde puede hacerle daño.

Ninguno respondió una palabra, y mudos, y tristes, y con paso lento, llevaron la enferma y abandonaron las hermosas orillas del estanque, tan hermosas entonces como siempre, y los árboles inclinaron sus ramas sobre las olas, y éstas murmuraron y rompieron contra la orilla con leve ruido mientras la brisa de los jardines volaba sobre las flores y las verdes ramas del bosque: parecía que aquella naturaleza engalanada con todos los encantos de la primavera daba su adiós a aquella otra flor próxima a marchitarse.

Penetraron por fin en una casa de apariencia rústica y sencilla, rodeada de flores y oculta bajo las ramas de los laureles y las higueras: iluminada por las últimas luces de la tarde y coronada de follaje por todas partes, semejaba mejor que habitación de un mortal, jardín misterioso, gruta de dioses en donde todo lo que hay de fresco, sombroso y perfumado se habían aunado amigablemente.

-¿A dónde la llevamos? -preguntó Ángela a Ansot.

-Al gabinete de invierno.

Y atravesaron entonces una larga galería semejante a un invernadero, y penetraron en un gabinete suntuoso en donde el ruido de los pasos se ahogaba en las alfombras. De gusto exquisito y extraño los adornos, hermosos los tapices, los sitiales, las colgaduras, todo formaba un conjunto suntuoso y elegante. En este gabinete había una alcoba y en la alcoba un blanco lecho que parecía oculto entre flores. Tendida sobre este lecho, la enferma, pálida e inmóvil, semejaba blanca estatua de mármol que la calenturienta inspiración del artista acababa de hacer brotar al paso de su buril. Al verla en medio de aquel aéreo lujo, y que era al mismo tiempo el más regio y más bello, podía decirse que era ella la hermosa encantada a quien el mago de las historias caballerescas había condenado a eterna inacción.

¿Y ahora, Ricarder? -preguntó Ansot, cruzando los brazos sobre el pecho en actitud resignada.

-Ahora -repuso-, silencio, y sobre todo paciencia y resignación.

Y salió de la habitación.

Ansot quedó solo, velando al pie de aquel lecho en donde reposaba la enferma.

Capítulo XVIII. Crisis Entonces, resignémonos y esperemos.

Jorge Sand

-Cuando ella haya muerto -decía Ansot-, si me quedan aún fuerzas y valor, ya hallaré modo de librarme del horrible peso de mi desgracia. ¿Qué es la vida en el aislamiento cuando el alma se acerca sedienta a un raudal que acaba de secarse a su vista? ¡Carga pesada e inútil!...

Esto decía mientras paseaba tristemente a lo largo del gabinete que acabamos de describir.

La enferma no presentaba ningún síntoma alarmante: libre ya de su pesado letargo permanecía en el más tranquilo e inalterable sosiego: tiñéronse sus mejillas de un leve rosado, tomaron sus ojos una animación dulce y tranquila, y nadie al verla la creería ni loca ni enferma.

Pero Ansot sentía dentro de su alma batallar la inquietud y el desaliento: Ansot, después de renegar de lo más santo, de maldecir su existencia, prosternose ante el lecho de la enferma, besó con veneración el borde de su vestido y se arrastró por el polvo, pidiendo misericordia a Dios, compasión para aquella desdichada. El doctor había permanecido mudo ante aquel aspecto de tranquilidad y de mejoría, y este silencio había hecho más daño en el corazón de Ansot que las más tristes predicciones; cuando Ricarder salió, no se atrevió a interrogarle, dejóle irse y se arrojó en una butaca lleno de desesperación.

Después lloró amargamente, después dio rienda suelta a su dolor.

Horrible hubiera sido para él toda aquella noche de agonía y de desesperación si un criado, penetrando hasta aquel santuario reservado a todos y oculto a toda mirada, no le dijese:

-Señor, aquí le buscan a usted.

Ansot levantó la cabeza, clavó en el criado la ardiente mirada, y presentándose a su imaginación la advertencia de Ricarder, alzóse del suelo lleno de vergüenza y de ira y exclamó con voz terrible:

-¡Afuera, insolente!... ¿Quién te ha dado licencia para llegar hasta aquí? -y se lanzó a él con el puño cerrado, olvidando su dignidad y atendiendo solamente a su enojo.

-Señor, los africanos me han obligado a buscar a usted... me han amenazado, dicen que, si no, que entrarán ellos; en fin, señor, dijeron... -y el criado murmuró a su oído palabras que debieron causarle recelo, pues contestó:

-Diles que hoy no salgo de casa para nada, y que no recibo a nadie, ¿lo entiendes?... ¡Cuidado pues con volver aquí!...

El criado salió, y Ansot, al hallarse solo, sintió que su pecho se libraba de un gran peso, y dirigiendo al lecho de la enferma una mirada que debía encerrar extraños designios, tomó de nuevo asiento en la butaca con aire extraño y meditabundo. Parecía que sus ideas y sus pensamientos habían sufrido una transformación, su frente pálida y ajada, coloreada ahora por un leve sonrosado, daba nueva animación a su semblante que el dolor había marcado de un modo indeleble.

Se creería que una nueva luz iluminaba el caos profundo en que se hallaba sumido: acababa de mostrarle una desconocida y salvadora senda en la cual iba a lanzarse con toda la velocidad del ciervo a quien persigue el cazador, llevando marcado en sus ojos el espanto que le causaba el cercano peligro.

Veces hay que un pensamiento, una palabra, un recuerdo que pasa como un relámpago, presentando a nuestra imaginación una escena sarcástica o grave, risueña o llena de lágrimas que ha tenido lugar en nuestra vida pasada, bastan para transformar nuestras ideas, entibiando el fuego ardiente que consume el corazón enamorado y cambiar la faz de nuestra existencia, ya volviéndola antiguos hábitos, o vistiéndola con un nuevo traje que la hace desconocida hasta a nuestros propios ojos.

Tal fue sin duda el milagro que se obró en el alma de Ansot, pues él pareció alejar de sí, como objetos importunos, todo aquel dolor intenso, toda aquella amargura que le devoraba momentos antes.

¿Qué era lo que de tal modo había cambiado sus sentimientos que así le permitía analizar con la mayor calma sus extravíos y sus locuras? Lo ignoramos, pero la vanidad puede tanto en las almas que carecen de virtudes y de aspiraciones santas y nobles, que puede decirse muy bien que ella es el móvil de todas sus acciones, el aliento de su vida. Por ella respiran, por ella son capaces de arrostrarlo todo, y en el fondo de su alma le erigen un altar, y depositan en él grandes y continuas ofrendas. ¡Oh! ¡No, no hay Dios alguno a quien se consagre un culto más constante y verdadero que el que consagra a la vanidad un corazón envilecido!

-He sido un necio -exclamó con cierto aire cínico y maligno-, esa mujer se muere y la dejo morir sin haber depositado en su frente virginal un solo beso... ¡Razón tienen en llamarme loco!... Tanta pureza, tanto respeto, después que en otro tiempo traté de romper sin miramiento alguno los lazos que la unían a la inocencia y a la virtud. ¿Qué vértigo fue el que me ha dominado? Yo, puesto en ridículo a los ojos de Ricarder... un materialista que se habrá burlado de mi paciencia y de mi candidez...; yo, sorprendido por mis criados de rodillas a los pies de una loca, llorando como una mujer y rezando como una monja. ¡Ah! -añadió sonriendo de un modo irónico-, ambicionaba su amor..., tan sólo el amor de su alma, ese rayo de luz celestial que debía purificar toda una vida de crímenes. ¿Sería verdad que así que obtuviese ese amor me transformaría en otro hombre? ¿No es esto una necia idea? Si penetraran ellos en este gabinete y me vieran a sus pies, trastornado por un pensamiento ridículo... por un loco deseo, si vieran que no me atrevía a tocar apenas a sus vestidos... ¡Oh!, exclamarían: ¡mártir cínico, corazón de león domado como el de una paloma! ¡Hoy que te hallamos cubierto con el velo de la castidad, iremos en peregrinación, nosotros, tus compañeros de abordaje, a pedir al Papa que, absolviéndote de tus pasados errores, nos permita adornar mañana tu sepulcro con el ramo de palma destinado a las vírgenes!

Dicho esto, Ansot lanzó una carcajada, y levantándose de su asiento se atusó la negra y desaliñada melena que acariciaba apenas su bata de terciopelo carmesí. ¡Tenía en aquellos momentos su figura una belleza casi infernal!: en sus rasgados ojos, de un azul sombrío, se notaba cierta atracción igual a la de la serpiente. Ansot volvía a ser el hombre de otros tiempos, el seductor astuto, el voluntarioso, el voluble que todo lo desea, lo obtiene todo, y lo olvida; era de esa especie de hombres, carcoma de la sociedad, criminales a quienes todos perdonan, seres que se hacen amar y temer al mismo tiempo, que pasan ante nosotros, gárrulos y llenos de altivez, ya deslumbrándonos, ya haciéndonos derramar lágrimas, o llenando nuestra existencia de una amargura y un desaliento que no nos deja ni amarlos ni aborrecerlos. Caminan tranquilamente a su fin, todo lo ven con sangre fría, entran en el combate y no pelean jamás, y jamás arrojan una mirada de compasión ni de curiosidad, sobre las víctimas que han inmolado en aras de sus caprichos.

-Necesario es -dijo al fin- que esto concluya de cualquier modo.

Y se acercó al lecho de la enferma.

Nunca ésta se había presentado más castamente hermosa a los ojos de Ansot; nunca la voz de aquella desdichada había tenido más dulzura; una nube de perfumes y misterio parecía envolverla... El atrevido tuvo miedo y no osó profanar con su mirada aquel templo de castidad y de inocencia.

Cuando Ansot cogió entre sus manos las manos calenturientas de la enferma, ésta pareció revivir.

-¡Ah! -murmuró con la voz más dulce- ¿Eres tú? ¡Cuánto me alegro! No te separarás ahora de mí, he tenido un sueño tristísimo que me llenó de miedo, quédate pues, amigo mío, quédate a mi lado, fue un sueño horrible, me parecía que la muerte me llamaba y que tú, empujándome hacia ella, la decías sonriendo: -¡Ahí va!...

Ansot quedó como petrificado al oír estas palabras que sin saber por qué conmovieron su corazón, pues creyera traslucir en ellas cierto reflejo de verdad que le hizo daño.

Indeciso ante aquella mujer, que acababa de reconvenirle y subyugarle sin saberlo ella misma, trataba en vano de alejar de su pensamiento vagas y confusas ideas que le dejaban en una inmovilidad que se avenía mal con sus designios. No estaba ya su alma dominada por aquella ilusión santa, ni por aquel amor que nada tenía de terreno, pero en cambio se hallaba subyugado por un miedo oculto que se deslizaba silencioso en los más recónditos pliegues de su corazón y que le sumía en la inacción más completa.

-¿No me hablas, Ansot? -preguntó al fin la enferma con voz débil y suplicante-. ¿No me quieres ya?

-¡No quererte, hija mía!... ¡No quererte!... -replicó Ansot con amargo acento-. ¡Cuán injusta eres!, pero dejemos esto; tú dices que estoy callado, ¿y de qué he de hablar a mi hermosa enferma?

-Pues qué, ¿no lo sabes tú?

-Sí, sé que tengo de tantas cosas... -respondió Ansot como si hablase con un niño curioso a cuyas preguntas se contesta con un vano juego de palabras...

-Pues habla -dijo la enferma-, quiero distraerme, un sueño pesado me domina, mucho tiempo ha que estoy dormida, pero hoy, ¡si vieras cuán inútilmente me afano por abrir estos párpados que se cierran a mi pesar! Pero nada, ¡siempre entre tinieblas!...

Y al decir esto miraba en torno suyo con espantados ojos, apartando llena de fatiga los cabellos que caían en rizos sobre su frente.

Ansot conoció entonces que la enferma empeoraba, aproximándose con agigantados pasos a sus últimos instantes.

Una nube sombría pasó entonces ante sus ojos; extraños y tumultuosos pensamientos hervían sordamente en su pecho; hubo momentos en que llegó a dudar hasta de su omnipotencia para el mal, parecía un león enervado en la molicie de su jaula que trataba en vano de sacudir sus melenas y volver al pasado valor cuando sus garras no tenían fuerza, ni agilidad sus músculos.

En aquellos momentos de lucha y de inacción, la puerta del gabinete se entreabrió suavemente y se vieron aparecer tres hombres hacia quienes se dirigió Ansot. Eran sus trajes elegantes, su andar desembarazado, en sus labios vagaba una sonrisa maliciosa, en su voz y en sus ademanes se conocía que tenían derecho para llegar hasta allí como lo hacían, sin pedir permiso y sin temor de enojar a nadie con su atrevimiento. Parecían los amos de toda aquella riqueza, o poderosos señores acostumbrados a tener el lujo ajeno como cosa propia.

Ansot, por su parte, no mostró en su semblante la menor sorpresa, se acercó a ellos y les dijo con una franqueza que debería llamarse grosería:

-Ya os he mandado decir por mi criado que no recibía a nadie; en él pudisteis vengaros de mis desaires; yo os lo entregaba como en rehenes y debíais haberme dejado en paz -y les volvió la espalda.

-Desde luego hubiéramos respetado tus caprichos -respondió uno de ellos- si no nos trajeran terribles consecuencias, pero el peligro nos cerca, y si cuando te llamamos podíamos aún salir por la puerta, tendremos que hacerlo ahora por esa ventana que es el único sitio que tenemos libre por ahora.

-Aunque me amenazaran todas las furias infernales, no saldría en este instante de mi casa... ¡Idos en paz si os conviene, yo no temo nada, dejadme pues!

-¡Va! -repuso el que hablaba antes-. Bien dijo tu criado que estabas loco; sin embargo, eso importa poco, pues si tú no quieres salir, nosotros te llevaremos. ¡Ea, vente! ¡Que no queremos hacer elúltimo viaje por causa tuya! Despídete si quieres de esa deidad que con tanto afán se arrebuja y esconde entre la seda y los encajes de su lecho y marchemos que el tiempo es precioso.

Ansot se acercó entonces a la enferma y sus amigos le imitaron, dirigiéndole la palabra con la más grosera impertinencia.

-¡Cuidado! -repuso Ansot con una especie de indignación y familiaridad chancera-. Nadie debe tocar a lo que me pertenece.

-¿Desde cuándo se dice aquíme pertenece, en vez denos pertenece? -replicó uno de ellos, que dirigiéndose a la enferma, añadió-. Vamos, señora, no se esconda usted, supongo que su amigo Ansot le habrá hablado de otros tres amigos ausentes, entre quienes todo es común; si no lo hizo faltó a todas nuestras palabras, a nuestros juramentos. Es usted hermosa, sin duda alguna, pero el recato, flor de delicado perfume, no crece jamás al abrigo de un techo bajo el cual no se vive ni como esposa ni como hija; no deje usted, pues, de ser nuestra amiga como lo es de Ansot; nosotros sabemos muy bien lo que se debe a la hermosura que no fue bastante rica para ser virtuosa...

-Estáis hoy demasiado graciosos -interrumpió Ansot pero os advierto que me cansan ya tantas necedades.

-¿Habéis visto -le contestaron- una cosa más rara que Ansot convertido en hombre de honor?

Y una sonora carcajada acompañó a estas palabras, que debieron herir muy en lo vivo la vanidad de Ansot, pues, arrepentido sin duda de su debilidad, se echó a reír como sus amigos, diciéndoles al propio tiempo:

-¡Pues si estáis hablando con una loca!...

Los cuatro amigos se rieron de nuevo y se acercaron al lecho de la enferma, para conocer -dijeron ellos- a la que había dado a Ansot algo de su locura.

-¡Magnífica estatua! -exclamó uno.

-¡Soberbia imagen del desconsuelo! -añadió el segundo.

Pero asustada la enferma al ver a su alrededor tantas personas extrañas y que con tanta ansiedad la miraban, temiendo a no sé qué extraños atrevimientos, el instinto del pudor se levantó en su pecho y empezó a dar gritos que resonaron lúgubremente en medio de la soledad que rodeaba la casa.

-¡Esta mujer nos pierde! -exclamaron a un tiempo y huyeron con la mayor presteza, saltando por la ventana del gabinete y arrastrando a Ansot en pos de sí.

Todo esto pasó ante la exaltada imaginación de la enferma como un terrible sueño; levantóse del lecho, recorrió como una verdadera poseída el solitario gabinete, y escuchó muda de terror cómo aquellas paredes devolvían sus gritos como un eco poderoso.

La calentura la devoraba, el aire frío del amanecer entraba a grandes soplos por la abierta ventana; sintió entonces helársele la sangre y se arrebujó en la colcha de raso azul con que se había cubierto al saltar del lecho, semejando con tan extraño vestido hermosa dama que dejaba arrastrar por la alfombra su manto regio y aéreo.

La luz del alba naciente iluminaba apenas el interior de aquella habitación.

La enferma se paró delante de un magnífico espejo sobre el cual la lámpara de noche lanzaba su amortiguada luz, y al ver reflejarse en el fondo sombrío del cristal su imagen, pálida como un verdadero cadáver, fantástica como una aparición del Roberto, al contemplar con loca mirada aquella sombra de manto azul, que ella creía un sudario, aquella aparición que se movía, acercándose a ella y retirándose cuando ella se acercaba o retiraba, quedó de tal modo aterrada que corrió hacia la ventana, saltó, y huyó despavorida, lanzando agudos alaridos e internándose en medio de los jardines, húmedos por el rocío de la noche.

Ricarder y Ángela, que acudieron a sus gritos, corrieron a salvarla.

Capítulo XIX. La razón Mais dont le solemnel délire annonce à tous que le dieu va parler...!

Mad. Girardin

Estaba fresca la mañana, el rocío de la noche andaba en todas las flores y en todas las hojas, la arena de los jardines estaba húmeda, la hierba exhalaba, como todas las plantas, un vapor fresco y aromático a propósito para disipar las pesadas visiones que el sueño aglomera en torno del pensamiento.

La loca respiró todos aquellos perfumes; las brisas matinales pasaron rozando su frente y acariciando sus lívidas mejillas y las flores dejaron caer sobre su manto azul algunas de sus más hermosas hojas.

Sin embargo, ninguna de aquellas bellezas comprendía la infeliz, ni podía gozar de ellas para mitigar sus pesares; el peso de sus amarguras caía de lleno sobre su alma, y a pesar de que su turbada razón no lo comprendía en toda su horrible desnudez, sucumbía bajo aquel peso, que era para ella como triste losa de un sepulcro.

Caminaba al azar por los jardines, nadie la guiaba en su vagabunda carrera, y con los pies desnudos, el seno descubierto y la respiración anhelante pudiera creérsela muy bien impúdica matrona que, descubriendo sus mórbidas formas, al tiempo que parecía querer ocultarlas excitaba con sus movimientos voluptuosos y desenvueltos a que la siguiesen aquellos cansados amantes que no anhelaban ya más que un estúpido descanso. Pudiera juzgársela también tímida virgen huyendo las miradas profanas y ocultando su desnudez, llena de rubor, en el fondo de los bosques, casta sacerdotisa llevando nuevas y escondidas ofrendas a sus dioses para que tal vez le perdonasen algún leve pensamiento que amenazara empañar la pureza de su alma, como puede empañar el aliento de un niño el brillo cariñoso que reflejan en sus labios de rosa los ojos de su madre.

Ella seguía y seguía con el mayor afán salvando precipicios, atravesando arroyos y desgarrando sus carnes en los espinos hasta que llegó al bosque de los sauces bajo los cuales se extendía el estanque terso, limpio, tranquilo. Hermoso se presentaba el pequeño bosquecillo lleno de frescura, y en el que reinaba ese silencio no interrumpido que las primeras horas de la mañana extienden sobre los lugares destinados al reposo y la meditación.

Volaban los pájaros de rama en rama, y llenaban el aire con sus cánticos de alegría; pero un himno dulcísimo hirió como aguda flecha el corazón de la pobre loca. Detúvose ésta orillas del estanque como el ciervo que pone oído atento al menor ruido que llega hasta su soledad. Los pájaros entonces, cual si quisieran regalarla con sus trinos, redoblaron su cántico con aquel estrépito y loca algazara con que ellos saludan a la nueva luz que asoma: ¡ignoraban los inocentes vanidosos que al interrumpir aquel silencio herían de muerte un corazón que les había amado cuando podía amar!

La pobre loca estremecióse al contacto del agudo dolor que hería su alma en aquel momento, comprimió su pecho, lanzó agudos y desgarradores gritos, y llena de ira amenazó a aquellos inocentes; quiso cogerlos, destrozarlos..., pero ellos, pareciendo reírse de tan inútiles esfuerzos, levantaron su vuelo y siguieron más allá en su eterno clamoreo.

Aquellos habitantes de las soledades pasaron después rozando casi con los cabellos de la desdichada y, como si provocasen su inútil ira, rodaban en inútiles giros, y ya se acercaban a ella, o se alejaban, rápidos como el pensamiento. Lograron por fin desfallecerla de cansancio y de fatiga, y quedó inmóvil hasta que una blanca paloma pasando rápidamente ante sus ojos medio cerrados, rozó con las alas la tersa superficie del estanque; la enferma hizo aún un esfuerzo y se acercó a la orilla, pero la paloma había remontado su vuelo y sólo su sombra se reflejaba en la onda movible.

¡Ay de aquella pobre alma sobre la cual tantas tormentas habían pasado, dejándola sólo sensible para el dolor! La paloma cruzaba la azul y serena atmósfera, las aguas reflejaban su sombra, y la loca quiso perseguir a su enemiga entre los fríos pliegues de las ondas. Reflejóse en éstas un rostro hermoso animado por una amarga y salvaje alegría, se abrieron con estrépito, volvieron a cerrarse y escondieron bajo su húmeda y rizada túnica un cuerpo hermoso que se vio flotar sobre la superficie envuelta en los anchos pliegues de su manto.

Un grito de dolor resonó entonces en la orilla y en el bosque; el doctor y Ángela se acercaron al estanque y uno de los criados se arrojó al agua a salvar a la infeliz demente.

Gracias a tan extraño auxilio, viose libre de la muerte que aquellas aguas, tan tranquilas al parecer, guardaban en su seno de espuma.

Ella volvió a la vida gracias a los esfuerzos del doctor y de Ángela que habían corrido en busca suya, y volvió a la vida como quien despierta de un sueño pesado y congojoso. Notóse entonces en sus ojos una tristeza profunda, observó con extrañeza cuanto le rodeaba, y apareciendo ajena a cuanto le había sucedido hasta entonces, exclamó con melancólico acento:

-¿En dónde estoy? Yo no conozco a nadie aquí. ¿Qué me ha sucedido antes de haberme dormido? ¡Dios mío, Dios mío! -añadió con voz débil y pausada-. Ya no sé lo que pasa en mi corazón, decidme dónde estoy. ¡Yo deliro! ¡Qué horrible es esta soledad!... -y, pasando su mano por la frente como quien se cree presa de alguna molesta pesadilla, dio rienda suelta a sus amargos sollozos y a su llanto.

-¡Se ha salvado! -murmuró el doctor con una extraña mezcla de alegría y tristeza-. Quiera, el destino -añadió- que no le sea pesada la razón que ha recobrado en este momento...

A los ojos de Ángela asomaron lágrimas de enternecimiento, y preguntó al doctor con las más extrañas muestras de interés.

-¿Será verdad, señor, que esa niña ha vuelto a la vida? ¿No está ya loca?

Ricarder le hizo entonces una seña para que guardara silencio y acercándose a la enferma le dijo con dulzura:

-¡Llore usted, hija mía, llore usted! Ese llanto le ha de hacer a usted mucho bien... Sepa usted, sin embargo, que aquí está bajo un techo amigo, que a su alrededor estamos personas que la aman como pudieran hacerlo aquellas por quien sin duda alguna lloráis...

¡Ah! señor -contestó la enferma alzando hasta Ricarder su débil y lánguida mirada-. Yo no lloro por nadie..., yo no sé todavía por qué lloro... Aquí -añadió, señalando a la frente-, aquí falta algo, señor, y en mi memoria encuentro un tan inmenso vacío de recuerdos que parece hoy el día que empiezo a vivir... ¿Ha sido acaso este largo sueño en que he vivido hasta ahora el sueño de los sepulcros?

-Olvide usted eso -respondió el doctor con el mismo tono cariñoso-. Bástele saber que se ha salvado de un gran peligro y que es necesario que en adelante viva sin recordar nunca lo pasado... ¡Felices los que pueden olvidar! Seres hay para quienes la memoria es un horrible tormento.

La enferma nada contestó, inclinó la frente sobre la almohada y un dulce y benéfico sueño embargó su espíritu. ¡Feliz por vez primera después de tantas horas de angustia! ¡Santo reposo para el peregrino que ha recorrido por espinosos caminos el largo sendero de sus desdichas!

El doctor salió de la estancia; Ángela se quedó velando la enferma. Al tiempo de salir le dijo:

-Vela por esa desdichada; acostúmbrala a tu presencia y sobre todo a tu cariño..., el corazón de esa pobre niña necesita tener apego a alguna cosa sobre la tierra y tal vez no le reste nadie en el mundo a quien haya amado...

-¡El señor va a llegar pronto -repuso Ángela en voz baja y creo que sería mejor que tardase más tiempo en volver...

-Sí sería; pero tal vez no venga tan pronto; hay en la vida de tu amo misterios que jamás quise penetrar; le quiero porque he amado mucho a su padre..., pero preveo misterios tenebrosos a través de aquella frente pálida...

Aacute;ngela hizo un ademán de interrumpir al doctor, pero éste le dijo:

-No creas que trato de interrogarte, sé que has vivido a su lado la mayor parte de su vida y todo lo demás me importa poco, porque eres buena y respeto las causas que te hayan obligado a ello; el silencio que has guardado hasta ahora sobre este punto lo conceptúo en ti como una virtud. Sin embargo, será bueno que sepas que sería una desgracia que Ansot llegase hasta aquí en estos momentos, pero si lo que preveo sucediese, yo trataré, a pesar de la amistad que le profeso, de salvar a esa pobre mujer del infierno que le está reservado. Mi conciencia así me lo manda.

El doctor se alejó al acabar de decir esto y Ángela quedó sumida en una meditación profunda.

Capítulo XX. Justicia de Dios Et que ton âme, errante au milieu de ces âmes y soit la plus abjecte entre les plus infames!

Victor Hugo

Habían ya pasado algunos días, días de triste inacción y de silenciosa y lánguida tranquilidad.

La enferma parecía resignada; y melancólica y tranquila veía pasar su nueva existencia como un sueno indefinible del que ni nos importa despertar ni seguir soñando, y aun cuando algunas veces quiso penetrar el secreto de su existencia contentóse con las evasivas respuestas de Ángela.

Tal vez su alma fatigada no tenía ya fuerzas sino para sufrir el yugo que quisieran imponerle, sometiéndose a todo con la indiferencia propia del que no espera sufrir ya más ni tampoco gozar ni aun de la más pequeña felicidad. Su sensibilidad parecía muerta, su pensamiento estaba paralizado y su memoria no recordaba más que en confuso las escasas y monótonas sensaciones de cada día. La locura había desaparecido, pero quedara en su lugar el desaliento y la inacción; parecía un dócil niño y ciego que se dejaría guiar a donde quiera que la voluntad ajena quisiese, porque su voluntad estaba muerta.

Pasaba los días contemplando una flor o mirando cómo se deslizaban las aguas del arroyo que bajaba rodando dulcemente sobre las guijas y entre las hermosas plantas de la orilla; semejaba así su inactiva existencia la de un débil niño enfermo de melancolía.

Aacute;ngela salía del gabinete de la enferma al tiempo que el doctor iba a entrar.

-¿Cómo sigue? -le preguntó.

-Como siempre; es decir, triste, indiferente a todo, silenciosa.

El doctor meneó la cabeza con aire pensativo y pareció reflexionar algunos momentos.

-¿Sabes, acaso -le preguntó de nuevo-, algunas historias tristes?

-Algunas -replicó Ángela-, y por desgracia demasiado ciertas.

-Pues es necesario -dijo entonces Ricarder- que las oiga la enferma, pero que te las oiga contar a ti, con sentimiento, con ternura, si es posible con lágrimas en los ojos.

-Para lograr eso me basta apelar a mi corazón; recuerdos hay en mi alma capaces de hacer derramar torrentes de lágrimas; pero, ¿no le hará daño?

-Al contrario, Ángela, al contrario: es necesario que vuelva a sentir, pues la inacción en que se halla sumida puede serle muy perjudicial. Necesita llorar más de lo que ha llorado, porque su corazón debe estar tal vez oprimido por alguna pesadilla desconocida para nosotros y que puede conducirla de nuevo a la locura o al sepulcro.

-Pues bien, señor -dijo Ángela-, desde hoy trataré de hacer lo que usted dice, le contaré algunas historias, serán tristes y conmovedoras como se necesitan; ¡así se renovarán mis recuerdos perdidos entre las sombras del olvido!

Al decir esto, Ángela volvió la cabeza, estaba la ventana abierta y se veía desde ella el campo, los jardines, toda aquella soberbia y hermosa naturaleza; Ángela miró hacia el sendero largo, estrecho, tortuoso, que iba a perderse al pie de un bosquecillo de olivos. Viose entonces aparecer la escuálida figura de una mujer, cuyos rotos vestidos dejaban descubiertas sus carnes blancas pero ajadas por la intemperie. Ángela dio un grito de sorpresa y se apartó de la ventana diciendo:

-¡Infeliz! Es ella, voy a buscarla... ¡Cuánto tiempo ha pasado sin poder hablarle, sin poder prestarle socorro alguno! -y diciendo esto bajó las escaleras precipitadamente.

Momentos después volvía ya conduciendo a aquella mujer cuyo aspecto extraño y salvaje no se sabe si infundía lástima o terror.

Tenía algo de mártir su aspecto y en el semblante arrugado y marchito se notaban todavía las huellas de una pasada hermosura.

Todavía Ángela no había podido dirigir algunas preguntas a su extraña amiga cuando se abrió la puerta y apareció la enferma, pálida, vestida de blanco, coronando su hermosa cabeza con una flor azul. Era lento su paso y su mirada distraída y melancólica: sus labios no se abrieron más que para llamar por Ángela, y aquella voz semejó su débil quejido; en su frente ancha y despejada y en sus grandes ojos azules brillaba tibiamente un destello de aquella lenta tristeza que la devoraba.

De repente la vieja desharrapada, la de semblante extraño y manos arrugadas, lanzó una exclamación de júbilo y acercándose bruscamente a la enferma, le dijo pasando la mano por sus sedosos cabellos:

-¿Conque tienes también cabellos rubios? ¡Oh! No hay cosa más bella que ese color de oro alrededor de una frente pálida. ¡Qué hermosa eres! ¡Como tú debía ser ahora mi hija! ¡Déjame besarte!...

Aacute;ngela trató en vano de alejarla de aquel sitio, pues la vieja vagamunda opuso una fuerte resistencia.

-No tema usted, señorita, no le hará a usted daño -dijo Ángela a la enferma-; es una pobre loca, una desgraciada criatura que ha padecido mucho.

-¡Ha sufrido! -murmuró con extrañeza la enferma-. ¿Y por qué?

-Ya se lo contaré a usted, señorita; pero ante todo es necesario que ella se marche; voy pues a llevarla, a cubrir con nueva ropa sus carnes desnudas, aunque aparezca a los pocos días como tiene de costumbre tan rota y desharrapada como la ve usted ahora -y, diciendo esto, se acercó a la vieja y le dijo que la siguiera; rehusólo la vagamunda, sentóse sobre la alfombra y cerca de la enferma, y al ver Ángela este movimiento de resistencia, dijo:

-¡Es necesario dejarla, señorita! -Y volviendo a la loca añadió-: Quédate, pues, pero estate quieta.

-Esas cabezas así -decía ella en voz baja y como hablando consigo misma-, esas cabezas rubias y pálidas las cortaría todas y haría con ellas un altar ante el cual me prosternaría, ¡son tan bellas! Pero como ésa no he visto ninguna -añadió con exaltación y, levantándose rápidamente, se acercó a la enferma y le dijo con extraño acento-: ¿Quieres darme tu cabeza? ¡Yo la llevaré conmigo, yo la cubriré de flores!

Tan rara petición, el agrio timbre de aquellas palabras, hizo salir a la enferma de su apática indolencia y acercando hacia ella la cabeza le contestó con una sonrisa dulce y tranquila.

-Aquí la tienes, ¿para qué la quieres?

La vagamunda escondió entonces sus manos ásperas y callosas entre los abundantes rizos que acariciaban las pálidas mejillas de la enferma, quien lanzó un grito de dolor; y levantándose con una ligereza de que no se la creería capaz al verla tan pálida y tan endeble, preguntó:

-¿Por qué quiere mi cabeza esa mujer?

-¿Por qué? -respondió la vieja llena de ira-. ¿Y me lo preguntas aún? ¡Ah, qué crueles, qué crueles se muestran todos conmigo! -exclamó cambiando en dolor su cólera-. ¡Dios mío! ¡Mi pobre hija!... ¡Ella tenía los cabellos rubios!... ¡Ella era pálida como las hojas de la azucena! Y me preguntan por qué quiero esas cabezas y esas frentes blancas y no quieren que las bese ni que desee llevarlas conmigo para que me acompañen en mi soledad. Hija mía, hija mía, ¿en dónde estás? Yo no cesaré de buscarte hasta que muera, porque para mí no hay nada querido en la tierra sino tu memoria. Yo mataré a Alberto y le pediré después a sus cenizas tu sangre inocente.

Apenas concluyó la frase, la loca se levantó furiosa y huyó... Poco después se la veía pasar ligera como el viento, triste como un espectro por entre los árboles de los jardines.

Conmovióse la enferma al ver un tan extraño y vivo dolor, sumióse en una especie de triste meditación, y con el alma llena de ansiedad y afán pasó la mano por los ojos cual si una viva luz la deslumbrara y murmuró con cierta especie de temor y como quien recuerda:

-¡Alberto!... ¡Alberto!... ¿Quién es Alberto?... Dios mío, ya recuerdo, aunque confusamente... ¿qué es lo que ha pasado por mí? Habla, Ángela, dime quién es esa mujer, quién soy yo, quién es Alberto...; ven, ven -añadió arrastrando a Ángela hacia sí con una especie de fuerza convulsiva-, es necesario que me lo cuentes todo.

Y la llevó hacia el jardín.

-Era -le dijo Ángela- esa pobre vieja una hermosa mujer nacida en un aislado y desconocido pueblo de América, a quien nunca había favorecido la fortuna a pesar de ser un vástago ilustre de una noble familia: huérfana ya a los diez años de edad, quedó bajo la tutela y amparo de una tía, quien la abrumó desde entonces con todo el peso de sus crueles caprichos y de sus ridiculeces sin cuento. Ella sufría todo, más bien con calma que con resignación, y en el fondo de su alma, en medio de sus locos ensueños de niña, se había forjado una esperanza sin fundamento hacia la cual sonreía a todas horas, con la cual deliraba y con la que mitigaba las hieles amargas que su tía derramaba a cada instante en su joven corazón. Abandonar un día de felicidad aquella casa que más bien era una cárcel que un asilo, huir del lado de aquella mujer que era su tormento eterno y no volver jamás a aquel país en donde tanto sufría, he aquí su risueña, su dorada esperanza.

-Huiré lejos -se decía a sí misma- y seré feliz con mi juventud y con mi libertad... ¡Ah! ¡Libertad santa! Libertad bienhechora, tú eres tan necesaria a mi existencia como el aire que respiro..., yo vivo con la esperanza de alcanzarte, y tu luz purísima iluminando mi alma me da aliento para sufrir esta vida a la que me atan las cadenas de una esclavitud odiosa.

Esto decía la pobre Candora, que no sabía del mundo más que lo bastante para poder ser engañada y que no contaba tampoco, para la realización de su loco sueño, con apoyo alguno que no fuera su soledad; y mientra tanto, su tía parecía rejuvenecer y ni una nube rosada venía a hacer más hermoso aquel horizonte de sus dulces sueños, en los cuales gastaba cada vez mas su juventud y su vigor, vanas ilusiones que le dejaban consumirse en tristes días de fastidio y desesperación. Pero su loca imaginación no se inquietaba por eso; esperaba un no sé qué salvador que la alentaba, y parecía esperar en la Providencia, única tabla de salvación para los desdichados, con la misma fe que si estuviera tocando ya los ámbitos de su encantado palacio. Un hombre penetró un día hasta aquella soledad, y este hombre era al mismo tiempo que hermoso, audaz e irresistible. Al parecer sólo asuntos de comercio le llevaban a aquella casa, pero el astuto supo adormecer la vigilancia de la tía de Candora hasta el extremo de ser para aquélla la única persona de quien no debía desconfiar.

Ceguedad eterna de las almas celosas y desconfiadas. El cómo burló aquel Argos de cien ojos, el cómo supo ganarse su afecto y su confianza, pueden comprenderlo bien aquellas mujeres que sin el atractivo de la juventud sienten inclinación hacia aquellos hombres con quien la suerte o la casualidad les hace encontrar en su camino, sin creer nunca que no les aguarda después otra recompensa ni otro premio a su desvarío que el olvido y la miseria. Lo cierto aquí fue que el día en que Alberto, pues éste es el hombre que había llegado hasta aquel solitario rincón, se dispuso a abandonar aquellas riberas y volver a España, fue un día de duelo para la tía de Candora. Duelo oculto, duelo que no podía manifestarse más que como un triste sentimiento de una amistad sincera y que por lo mismo era más grande y más amargo. Pero lo que aquella desdichada mujer ignoraba era que aquel día, de desdicha para ella, era de inmensa felicidad para Candora. No parecía sino que el pájaro ansioso de libertad iba por fin a romper sus grillos y volar por el espacio inmenso, libre y dichoso. Cuando la hora de embarque se acercó, las etiquetas sociales no permitieron a aquella mujer demostrar lo grande de su sentimiento, limitóse todo a repetir las insulsas frases de costumbre deseando al viajero toda clase de felicidades. Pero en su corazón había una grande inclinación hacia Alberto y ella se decidió por fin a hacer la última locura; fue, pues, con una criada a ver desde lejos cómo el hombre que amaba se alejaba de ella. Dilataba su dicha un momento más, poco le importaba lo que costase aquella dicha. La pequeña bahía estaba llena de curiosos, los viajeros fueron acercándose uno tras otro, pero Alberto no venía. La tía de Candora medía ansiosa el tiempo que tardaba para que el buque anclado diese la señal de leva. Hubo momentos en que la angustia de su dicha fue tal que creyó volverse loca. Dejaron de llegar los viajeros, los botes que los llevaban a bordo se alejaron de la playa por última vez... Fue aquél un momento de dicha inmensa para ella, un rayo de alegría iluminó su rostro. Pero la justicia divina es inmutable y jamás se hace esperar mucho y apenas volvió la cabeza hacia atrás vio un hermoso bote que se iba acercando al buque a fuerza de remo: sólo el ojo de una mujer que ama podía distinguir, sentado en medio de la frágil embarcación, a Alberto; ella le conoció, y una nube de tristeza ocupó su corazón. No era, sin embargo, el único castigo que debía experimentar; otro dolor más grande, más amargo, hirió su alma, despertando los celos y la desesperación de la impotencia. Ella vio al lado de Alberto la figura de una mujer elegante y un dardo agudo hirió su corazón, pero se dijo a sí misma -¡Será su mujer!-, y se calmaron sus celos; pero estaba escrito que aquel día había de ser un día de prueba para ella: una ráfaga de viento hizo ondear el velo con que la desconocida ocultaba su rostro, hubo además una mano impía que le levantó el velo y el semblante hermoso y agraciado de Candora se apareció a los ojos de su tía resplandeciente de felicidad. La tía de Candora dio un grito agudo, desesperado, y cayó sin sentido; el bote en tanto se acercó al buque, entraron los últimos viajeros; un momento después sonó en cañón de leva y el buque hendió las ondas majestuosamente.

Viose entonces aparecer sobre cubierta una mujer cuya mirada parecía fija en la tierra que dejaba detrás de sí. Cualquiera creería que se despedía con lágrimas de unos lugares queridos. ¡Desdichada! Daba el último adiós a una tierra en donde tanto tiempo había sido esclava: ¿adónde iba? ¡A cualquier sitio donde fuese libre!

Fácil, sumamente fácil había sido para Alberto la seducción de Candora, y ya se sabe que este pecado de la mujer lo paga siempre con el más cruel olvido, con la más insufrible indiferencia. Candora no se libró de esta triste expiación. Había entregado a Alberto su honor y su corazón, lo había sacrificado todo por él, sin temor, sin recelo; el arrepentimiento debía de ser horrible pues aquel hombre no supo agradecer tan grande sacrificio. Triste fue para la pobre mujer el despertar de su loco sueño; el buque había arribado en una de las más tristes y desiertas playas de Galicia, y Candora vio bien pronto cambiarse el hermoso cielo de su patria por el nubloso y triste de uno de los pueblos cercanos a Mugía, lugar árido, salvaje, inculto, país de nieblas, en fin, que hacía recordar a la hermosa hija de los trópicos la pujante y viva vegetación de su patria, sus tibias auras cargadas de aroma, el brillante sol, el cielo transparente y la mar tranquila de aquellas costas en donde había nacido. El ruido eterno de una mar siempre irritada, y el agudo chillido de las aves marinas, era lo único que turbaba el largo silencio de tan triste soledad, soledad que le fue insoportable tan pronto como Alberto abandonó aquellos lugares dejándola sola, con la única esperanza de una pronta vuelta. Pero los días pasaban y ni Alberto volvía ni se sabía si aquella desdichada mujer había sido abandonada en tan inhospitalaria costa como una cosa inútil. Cuando comprendió Candora todo el peso de su desgracia, un terrible pensamiento pasó por su alma: ¡Dios perdone a los desdichados que piensan como ella cuando sufren más de lo que pueden soportar sus fuerzas! El Ser Supremo debió perdonarle, sin duda, cuando quiso que un interno, un vivo estremecimiento, la hiciese conocer que era madre, y la salvó de una muerte cierta, y la conservó para todas las desdichas; fortuna inmensa para ella, puesto que ese Dios de justicia, que tan cruelmente la azotaba con todos los infortunios, reserva para los que en la tierra padecen hambre y sed de justiciauno de los más hermosos lugares de su gloria. Una sola persona le demostraba cariño en este mundo, una sola persona parecía compadecerse de su triste situación y querer aliviarla; Daniel, que era el único apoyo y amparo que el cielo le había enviado, la amaba como un hijo a su madre, y el pobre marinero cuando vio que la indigencia había venido por fin a hacer más angustiosa aquella existencia amargada, trabajó para ella y pudo conseguir que Candora no sufriese más penas que las de la ausencia.

-¿Será ésta una traición o volverá el día menos pensado? -preguntó un día a Daniel.

-Espere usted, señora, es lo más fácil esto último -contestó el joven marinero y tuvo la fortuna de acertar, pues una tarde volvió lleno de contento a la choza en que vivía Candora y le entregó una carta de Alberto.

«No sé -decía- cuándo me será posible volver a tu lado, mi viaje ha sido como sabes impremeditado, e ignoro el tiempo que durará, prolongando de este modo nuestra ausencia. No te olvides de quién te quiere y espérame. -Alberto.»

Estas pocas palabras, áridas, adustas, casi groseras, fueron, sin embargo, un bálsamo para el dolor de Candora; renació de nuevo a la esperanza, sonrió dulcemente a aquella tierra ingrata en donde no había sido feliz un solo día y esperó con ansia el momento en que Alberto volviese. Santo deseo, ilusión consoladora que devolvió a la vida a aquella mujer, pobre planta joven destinada a secarse en un clima ingrato. Una noche de invierno -prosiguió Ángela después de un momento de silencio- dio a luz una niña de cabellos rubios, una niña hermosa como una aparición celeste..., pero la desgracia no había aún abandonado a tan infeliz criatura; el inefable gozo de la madre fue turbado por la alegría y el dolor más grande del universo. No había tenido tiempo todavía de recoger en sus brazos de bienhechor aquella hija de la ingratitud, cuando se le presentó Alberto, adusto el ceño y la mirada sombría:

-¿De quién es esta niña? -preguntó con colérico acento.

-¿Y lo preguntas todavía? -respondió la infeliz Candora.

-¿De quién es esta niña? -volvió a preguntar.

-¿De quién es? Tuya y mía -replicó ella con seguridad.

-¡Ah! -exclamó Alberto, lanzando una carcajada-, pues es extraño; ¿y tú dices lo mismo? -repuso, dirigiéndose a Daniel.

-Lo que yo digo es que esas palabras no suenan muy bien en los labios de un hombre que ha abandonado miserablemente a la mujer que todo lo ha sacrificado por él. En cuanto a mí, señor, lo perdono todo, he hecho cuanto pude porque no faltase el pan que se olvidaban de proporcionarla los que tenían tan sagrado deber.

Alberto no respondió una sola palabra, pareció reflexionar, depuso lo adusto de su ceño y salió del aposento. Pasaron algunos días de un frío silencio sobre aquella casa y aquellas gentes; parecía haber caído un velo sombrío y Alberto dispuso abandonar tan solitarios y tristes lugares. Viose una mañana que el buque había izado sus velas y se disponía a partir, y los que observasen lo que pasaba a bordo podían ver tendida sobre cubierta una mujer medio desmayada al lado de la cual se paseaba Alberto, el elegante de los salones, con el traje caprichoso de aquella horda de piratas, que no eran otra cosa cuantos componían la tripulación. Daniel estaba amarrado al palo mayor, y cuando el buque se alejó ligero de la costa, el pobre marinero exhaló un grito de angustia y desesperación en que parecía dar el último adiós a los queridos lugares en que había pasado su dulce infancia. El buque se detuvo, sin embargo, tan pronto se alejaron del puertecillo y los marineros echaron al agua dos botes. Entonces Alberto dispuso lo que ningún hombre se hubiera atrevido a pensar. Daniel fue arrojado maniatado sobre uno de los botes, y la hija de Candora sobre el otro.

-¿Qué hacemos de esto, capitán? -dijeron los de este bote.

-¡Ahí, sobre la roca negra!

Aquellos hombres acostumbrados a la obediencia cogieron los remos, hendieron las olas y se fueron acercando a la roca negra que, como un sombrío gigante, se levantaba inmóvil sobre las ondas turbulentas que bramaban en torno de las ásperas rompientes.

-¡Al agua con ese pez! -gritó a los del otro bote.

Se oyó un grito agudo, las ondas se abrieron y Daniel desapareció en su hervidor tumulto. Cuando el buque se alejó por completo de aquellos mares, habían desaparecido por completo las huellas del crimen tan infame. Bien cruelmente pagó Candora su falta; pero aquélla de que Alberto quiso castigarla, sabe Dios cuán inocente era. Yo, que amaba a Daniel con todo el amor de mi alma, sé cuán casta era su compasión hacia Candora, sé que ningún pensamiento impuro pasó por su alma, porque la mujer que ama lo adivina todo y yo le amaba mucho. Tanto le amaba que estoy aquí... ¡para vengarle!... -dijo Ángela en voz baja y conmovida.

-¿Y ella era mi madre? ¿Aquella loca mi madre? ¿Y yo soy hija de Alberto, soy Esperanza, la hija abandonada? ¡Ah, Dios mío!... ¡Dios mío! -murmuró entre sollozos Esperanza, pues ella era la enferma a quien Ansot, o Alberto que es lo mismo, había llevado a otros climas desde las solitarias playas que besa el mar de Mugía.

-¡Ah! -gritó Ángela sorprendida-. ¿Será usted, señorita, será usted la hija de Candora? ¿Podré en fin cumplir mi venganza?

-¡Sí -respondió Esperanza como presa de un vago delirio-, soy hija de esa mujer desgraciada, a mí fue a quien hallaron en una noche de horror abandonada entre las frías rocas de la Peña Negra, cerca de Mugía!

-¡Mugía! -exclamó Ángela interrumpiéndola y estrechándola contra su corazón-. ¡Tú eres la misma! ¡Dios mío! -añadió-. ¡Pobre Candora! ¡Pobre Daniel! ¡Yo os vengaré ahora, y os vengaré para siempre! Cúmplase la voluntad del cielo.

Habían desaparecido de la quinta Ángela y Esperanza.

Cuando Ansot volvió a ella, la halló triste, deshabitada; en vano recorrió los elegantes salones de aquel rústico palacio; en vano llamó a Ricarder, todos le habían abandonado, ninguno de sus antiguos servidores acudió a su voz; parecíase a un caudillo abandonado por los suyos en la derrota.

Un triste y siniestro pensamiento llenó desde aquel instante su alma, présago de las más funestas desgracias.

Empujó la puerta de su gabinete que halló tan solitario como el resto del edificio: allí estaba su butaca, allí la chimenea sobre la cual se alzaban airosas dos hermosas estatuas de blanco mármol, allí el velador cubierto con los últimos periódicos, pero reinaba allí un silencio tan sepulcral, había tal aire de olvido que Alberto Ansot, sentándose tristemente en la butaca, se entregó a una profunda melancolía.

Descendía el sol hacia su ocaso, y los árboles cuyas ramas podían cogerse desde la ventana hacían más triste la augusta soledad de la naturaleza y espesaban al mismo tiempo las sombras de la noche.

Sumergido Ansot en sus meditaciones, apenas sintió entrar en el gabinete con lento paso una mujer, toda vestida de negro, haciendo resaltar de este modo la blancura mate de su rostro.

Esta mujer se acercó a Alberto, y tocándole en el hombro le dijo:

-¡Alberto!

Levantó Ansot la cabeza y miró hacia atrás; pero de pronto se pintó el espanto en sus ojos, lanzó un grito y preguntó con voz de enojo a la que había entrado que, de pie, en ademán severo, le miraba impasible:

-¿Qué buscas aquí?

-Extraña pregunta -respondió la enlutada-; te busco a ti, a ti, Alberto, Ansot, pirata y ladrón, a ti que me robaste a Esperanza, a ti de quien soy esposa... Allá quemé tu palacio, aquí... vengo a anunciarte que Teresa la expósita, Teresa la abandonada de su marido, la befada, insultada, escarnecida, ha descubierto por fin el rincón oculto del mundo a donde has ido a sepultarte con tus crímenes, y, lo que es peor para ti, viene a ver por fin cómo cae sobre la cabeza del hombre que amó tanto como hoy le aborrece todo el peso de su venganza.

-¡Teresa! -respondió Alberto con voz suplicante-. Tú no me perderás, mírame aquí en medio de este lujo como un avaro en medio de sus riquezas; heme solo, abandonado. ¡Oh! Tú aquí, que tanto te he ofendido -añadió poniéndose de rodillas-, perdóname y quédate conmigo: aquí podemos todavía ser felices, olvidando todo y volviéndonos a amar. ¡Ah! ¡De todas cuantas afecciones he despertado en la loca carrera de mi vida, de ninguna he desconfiado menos que de la tuya; perdóname, pues estoy solo; alegra mi soledad: todo lo abandonaré por ti!

Hubo un largo silencio que Ansot, con los ojos bajos y afligido el semblante, no se atrevió a interrumpir.

Teresa le miró con tristeza.

-Son inútiles tan engañosas palabras; las he escuchado en tus labios tantas veces que ya no puedo creerte. Además, Alberto, no te amo ya...; venía dispuesta a vengarme, a gozar en tu última agonía, pero conocí al verte y al oírte que, o te he amado demasiado, o soy más buena de lo que siempre he creído. Yo, Teresa, la que tantas veces has burlado, aquella en quien has encendido tan gran ansia de venganza que te buscó de ciudad en ciudad, de continente en continente, próxima a tocar el fruto de tanta fatiga y de tanto dolor devorado en silencio, no sabe más que decirte... Huye, Alberto, huye ahora mismo o, tal vez, no podrás hacerlo más tarde.

-¿Huir? -preguntó aterrado Alberto-. ¿Tan grande es el peligro que me amenaza?

-Grande es en efecto: el traidor no supo más que abrigar víboras en su seno... Ángela, la amante de Daniel, halló por fin en tu misma casa a aquella Esperanza a quien tanto amé y amo aún, que era tu hija, la hija de Candora, la niña abandonada en la Peña Negra. Ángela acaba de delatarte, te buscan por todas partes lo mismo que a Esperanza, para que la hija ayude a llevar al cadalso al padre a quien nunca amó... ¿Comprendes, pues, cuán grande es tu peligro?

-¡Gracias, Teresa! ¡Ah, cuánto te debo! -y quiso echarse a los pies de la expósita.

-Huye -replicó ésta tristemente- y pronto, no pierdas un tiempo tan precioso en protestas que no creo.

Alberto no escuchó más; el peligro le libró del abatimiento en que había caído, y quiso huir... pero era imposible.

Un mes más tarde en la plaza de la ciudad de *** ahorcaban por pirata, asesino e incendiario a Alberto Ansot. Una mujer le contemplaba con cierta alegría intensa que brillaba en sus ojos; un anciano atravesó entonces por entre la multitud y la apartó de allí, sustrayéndola a tan repugnante espectáculo.

-Yo bien lo había pensado -murmuró con aire sombrío al alejarse-. Alberto Ansot no se parecía a su padre..., era un infame.

Este anciano era el doctor Ricarder, la mujer era Ángela.

Teresa les vio pasar y apartó la vista diciendo:

-Ellos son los instrumentos de la justicia divina... Pero yo amé demasiado a Alberto para que no les aborrezca.

Conclusión

Cantan los pájaros en los árboles saludando la aurora, y las flores de las acacias y los limoneros lanzan sus primeros perfumes: el rocío humedece mi cabeza y yo corro desalentada hollando las rosadas margaritas que me miran con tristeza como pidiéndome compasión, pero yo desprecio su ruego.

¿Quién ha escuchado los míos, ¡ay!, cuando su voz del cielo me llamaba sin que yo pudiera volar en su socorro, sin que pudiera arrancarla de las manos de aquellos hombres sin corazón?

¡Hija mía, pedazo de mis entrañas, yo te busco anhelante, yo salvo los precipicios y los torrentes porque creo oír tu débil vagido entre el murmullo de los ríos, en el crujido de las secas ramas que estallan bajo mis plantas, entre el ruido que forma la barca del pescador al hendir las olas en una noche de verano!

El eco de tu voz se mezcla a las brisas de la tarde que orean las flores en sus ligeros tallos, al rugido de la tempestad que azota las añosas encinas y hasta el arrullo de las tórtolas que se acarician. Marcho de contino en pos de esa sombra ligera que me sonríe en todos los objetos llamándome hacia su seno cariñoso..., pero, ¡ay!, nunca la tocan mis manos... ella se desvanece como humo ligero, y va a esconderse cuando las sombras descienden sobre la tierra, allá en donde se esconde el sol.

Ayer mismo, cuando este astro luminoso parecía hundirse en el mar y las soberbias olas apaciguadas formaban un inmenso lago azul, grande como la inmensidad... un ángel, sin duda, tomando tus formas aéreas se mecía rozando apenas la superficie del agua con la suave ondulación del oleaje. Coronaban su frente grandes rizos de cabellos rubios como un rayo de sol, tus cabellos, hija de mis entrañas... y sonriéndome con la sonrisa de los ángeles me llamaba hacia sí con una voz dulce y armoniosa como el canto del ruiseñor.

Yo iba a arrojarme al mar para acercarme a aquella imagen bienaventurada que quería estrechar contra mi corazón, aunque luego muriese, cuando sentí que una mano de hierro me sujetó, volví airada la cabeza y la sombra murmuró a mi oído:

-Tú sueñas; tu hija no mora entre las ondas, ¡tu hija vive en el mundo!...

¡Mi hija entre los hombres! ¿En dónde estás, pues, que jamás te encuentro? ¡Mi hija entre los hombres! ¡Oh! no; yo te veo en el blanco cendal en que se envuelve la luna, entre los vapores y entre las ligeras nieblas que se levantan de los ríos y se pierden en el cielo.

¿Qué es sino tu voz la extraña música que escucho en mis sueños? ¿Qué beso es sino el tuyo el que el viento deja en mis labios impuros, el santo aroma que los purifica? ¡Tus besos! ¿Pudieran ser los tuyos cuando existe en la región de las nubes? ¿O es que mi corazón de madre adivina que también allá, flor de las vírgenes inmaculadas, podrán marchitarse tus hojas?

¡Ven! Ven a decirme cuál es el mundo en donde habitas; ven, pero no cuando duerma, porque después no sé recordar sino en confuso tu pura imagen.

Ven, verás cómo el llanto ha secado mis mejillas, cómo mis carnes jugosas se pliegan a los huesos como la mojada túnica al cadáver. ¡Ven, ven que te llamo! ¡Que pueda estrecharte una sola vez en mis brazos! ¡Que pueda darte mi beso de madre!

Calló la voz; y el día, risueño como día de primavera, siguió su curso; y crecieron las hierbas; y las flores dieron sus perfumes; y el sol, descendiendo majestuosamente hacia su ocaso, iluminó con sus últimos rayos la inculta ribera, las altas cumbres, y los undosos valles, y los lagos azules que duermen al abrigo de los olmos de su orilla. Entonces más sonora y vibrante llenó el espacio y entonó este canto:

¡Oh, madre mía! ¿En dónde estás que mi alma te busca y no te halla nunca? ¿Quién te ha robado mis infantiles caricias? ¿Quién te ha impedido que me arrullaras con tus dulces cantos? En el revuelto torbellino del mundo giran confundidos esposos y hermanos, padres e hijos que se aman como yo te amo, ¡madre mía! Tu alma debía ser pura y sin mancha como el azul del cielo, y benéfica como la sombra de una fuente en el verano caluroso.

¡Ay! ¿Dónde estás? ¡Véate yo si estás viva, bese yo tu sepulcro si ya no existes! Pero no, quizá profanaría tu losa con el lodo de mi ropaje, porque las cosas de los vivos no deben llegar nunca al sitio en donde reposan para siempre los que ya no son del mundo más que un puñado de cenizas o una vana memoria.

¡Oh, madre mía! Tal vez tú, como yo, fuiste arrastrada por la mano de la desgracia y rodaste, como las arenas impelidas por las olas, hasta el fondo del precipicio desde el cual llamaste a tu hija, como llamo ahora por ti, sin que a tu voz lastimera respondiese mi voz, resonando quizá en el espacio al otro lado del mundo que tú habitas...

Cuando me acerco a la morada de los muertos, creo percibir en cada sepultura acentos melancólicos gemelos de mi alma que me dicen cosas secretas y lastimeras, y pienso entonces si serás tú la que me habla.

Pero no..., al cruzar la selva, al vagar bajo los álamos frondosos, me pareció oír una voz y unos acentos que penetraron hasta lo más recóndito de mi alma... ¿Sería un sueño como los que tantas veces han perturbado mis mañanas de primavera? Yo no lo sé, pero he aligerado mi paso en pos de no sé qué sombra que me llamaba... ¡Oh, sí, que me llamaba! Y creo que me llama todavía.

Si eres tú la que busco, ven a mi lado, ya se esparza tu esencia en los céfiros que mueven las ramas de los cipreses, ya existas todavía entre los mortales. ¡Oh!, ven; alejémonos de estos campos y de estas ciudades que emponzoñaron mi corazón en las largas horas de mi soledad, las unas con los recuerdos de sus caricias, los otros con el aroma de sus flores.

Todo calla en torno mío y el sol que se esconde tras las montañas no me dejará ver entre sus rayos la imagen de hermosura que quiero abrazar..., ¿me volveré sola a ese mundo de seres que bullen y se agitan como abejas en su colmena, para disputarles y que me disputen riquezas que son mentira y placeres que no quiero brindarles?

Mas ¿por qué he de alejarme de este valle? ¿No es cierto que nadie existe en este mundo que haya de llorarme?

El mar que ruge a mis pies me muestra su blanca espuma, semejando lecho de descoloridas flores azotadas por el vendaval en donde duerme el último sueño la virgen melancólica de pesares...; ¿para qué sufrir, pues, esta fatiga de todas las horas y esta soledad que me rodea y me ahoga? ¡Madre del alma! ¡Esta hora es la más triste de los afligidos, es la hora de la duda y de la desesperación!... Si acaso me miras, y más pura que yo te sientas al lado de Dios que todo lo ve y todo lo juzga, si puedes tú medir lo inmenso de mi tristeza, ruégale que me perdone...

Un ¡ay! prolongado y lastimero, último acento que lanza el moribundo al despedirse de este mundo, un ¡ay! desgarrador nacido de las esencias más amargas y de los pesares más intensos, fue a perderse entre el ruido del mar, y al mismo tiempo un cuerpo humano flotó entre las espumas dejando un círculo sombrío en aquel remolino de aljófares.

A la dulce claridad de la luna vióse adelantar hacia la ribera a una mujer enlutada: las olas arrojaron a la playa un cadáver.

Aquella mujer lanzó un grito, alzó los ojos suplicantes y llenos de lágrimas al cielo y exclamó:

-¡Dios mío! ¡Perdonadla!

Y luego besó con transporte el cadáver más frío que las olas... Era Teresa que besaba por última vez las hermosas mejillas de Esperanza.

El mar del Rostro dejaba oír allí sus eternos bramidos; laHija del mar volvió a ser arrastrada por las olas sus hermanas, hallando en su lecho de algas una tumba que el humano pie no huella jamás.