Los manuscritos de mi padre,
novel original
por D. Ramón de Campoamor
Tomo I
Madrid,
Imprenta de F. Suárez
Plazuela de Celenque, num 2
1842
A mi querida hermana
Doña Rafaela
Voy a leerle unos manuscritos, que más desvelos costó a mi padre el sustraerlos a tu curiosidad, que el escribirlos. Sé que cometo una imprudencia satisfaciendo un femenil deseo que te acarreará muchos dolores; pero contigo más quiero pecar de tolerante que de severo. Profanaré con el secreto la memoria de mi buen padre, más añadiré quilates a tu cariño: entre los respetos debidos a la memoria de un padre muerto, y el amor que se debe a un hermano vivo, si están en contradicción, más quiero cumplir con este último: el postrer vale que un moribundo exhala al borde del sepulcro, es la extinción de todo pacto contraído con la humanidad; al centro de las almas, no llegan más que las oraciones divinas; el homenaje profano, no traspone más que algunas capas de aire.
Una sola consideración me arredra en mi propósito y es el temor de atormentar tu alma; en tal caso, tu deseo sera el límite hasta donde debas apurar la copa de la amargura. Temo, sin embargo, que la has de apurar hasta el fondo, porque el dolor se encarna con mucha afinidad en las almas vírgenes todavía. Joven como tú, he leído muchas veces estos manuscritos, y aun no me he perdonado la indiscreción de haberlos tocado la primera. Tal vez seas tú más indulgente para mí, que yo conmigo mismo; pero no por eso dejarás de lamentar mi docilidad, aunque sera muy tarde. Un libro en donde con desnudez se describe el corazón humano, es un talismán que debemos arrojar al fuego; es un doloroso compendio, donde los viejos ven reproducidas sus pasadas amarguras; es la teoría aplicada a los dolores que prácticamente experimentan los adultos; y es por último una infernal lumbrera que muestra a los niños lo más espinoso de la senda de la vida. Estos fatales guías para nada sirven, como no sea para conducirnos a un precipicio: pueden muchas veces acarrear el escarmiento, pero como de esas sirven de ejemplo. Antes de sepultar mis ilusiones en estos manuscritos, creía ingenuamente en la felicidad completa; hoy gracias a su lectura, no se forja en mi mente un ensueño de ventura, que no sea la causa de que me compadezca como de un loco. Sin saber lo que son desdichas, he aprendido a ser desdichado, y no ignoro por lo menos que los placeres de la vida son el interregno que media entre desgracia y desgracia.
Sobre poco más o menos tales fueron mis palabras la primera vez que te leí estos manuscritos. Ahora que pienso publicarlos, pongo tu nombre al frente; en primer lugar por cumplir con deberes de los cuales solo a ti debo satisfacción; y en segundo, porque necesito hacerte algunas advertencias, con tanto más motivo, cuanto que siempre que me dirijo a ti, hablo indirectamente con mis lectores.
Verás, no sin extrañeza, que he desconcertado donde me ha parecido la progresión y el orden que guardó el autor en la relación de su historia, y hasta despojándome a veces del respeto debido, he cercenado cuanto me pareció superfluo, y llenado huecos con la misma osadía que si dispusiese de un trabajo propio. Por eso prescindiendo del título que lleva la obra, no puedo negar que he tenido parte en ella; y acaso mis variantes habrán producido sus numerosos defectos.
Aun suponiendo que la obra sea toda mía, nada tengo que añadir con respecto a las tendencias más o menos circunspectas que se la puedan atribuir. Me descarto desde ahora de cuanta responsabilidad moral pueda recaer sobre mí por haberla escrito, pues yo ni siquiera el honor de la invención merezco. Por un lado solo soy acreedor al fácil honor de un mero escribiente, y por otro al de un recopilador que no ha hecho más que reducir a drama algunas escenas de la sociedad de su tiempo. Muchas las he suprimido por sobrado escandalosas, y otros lo eran tanto que ni el haberlas presenciado pudo darme jamás valor para estamparlas. El que a pesar de lo expuesto todavía crea apócrifas parte de las acciones de que se compone este escrito, achacándome algún designio siniestro, aguarde hasta hablar conmigo para condenarme: tengo seguridad de presentarle un ejemplo vivo de cuanto en mi libro le repugne, y de reconciliarme con quien tan hosco se muestre a la relajación del siglo. Yo también he gemido muchas veces al juzgarme redactor de tan ominosa crónica; pero al resignarme a escribirla, he tenido que ser un fiel copiante de lo que se me ha dictado. Hacer otra cosa, sería escribir lo que me diese la gana, exponiéndome a que pocos me entendiesen por hablarles de lo que estaban muy lejos de conocer. Respondo por consiguiente de la autenticidad de los pasajes más notables de esta obra, unos por haberlos yo mismo presenciado, y otros por habérmelos suministrado la tradición oral contemporánea. He visto el estado social de mi tiempo, y después de haber leído todos los autores que se han propuesto diseñar nuestros anales modernos, creo que a ninguno se le puede tachar de exagerado en la personificación del vicio. No me entretendré ahora en explicar la razón de esto, pero bueno es que se diga aquí de paso, lo que tal vez podrá convenir a mi propósito.
Hechas estas salvedades, solo me resta, hermana mía, implorar tu perdón por haber desnaturalizado los manuscritos del que nos dejó en la
Cerca del distrito de Líenes existe un palacio que desde hace algunos años pertenece a una de las más ilustres familias del principado de Asturias. Era una noche de invierno del año de mil ochocientos trece, en que solo la débil respiración de alguno que al parecer dormía, contrastaba con el hondo silencio que reinaba en una de las más ocultas habitaciones de aquel monstruo arquitectónico. Un misterioso susurro que por veces se atenuaba, según lo desigual y entrecortado, más parecía signo de expiación que de reposo. Ni un fugaz destello de la luna templaba el horror de las espesas sombras, ni una ráfaga imprevista sacudía la languidez de los dormidos ecos. A poco tiempo se oyó el ruido de una puerta que se abría, y el hondo silencio fue interrumpido por el desacorde compás de unos pies que se arrastraban con cautela.
—¿Eres tú? dijo una voz con la lánguida ternura que solo puede ser emanación del sentimiento más puro.
Los contenidos pies cesaron de rozar la alfombra, y el cariñoso acento quedó sofocado entre la inercia del aire que ahogaba aquel recinto. Volvió a reinar por un instante el primitivo silencio, hasta que le turbó de nuevo el estertor de uno de esos ayes que sobrecogen de espanto, y que parece lanzar un cuerpo a quien le arrancan el alma.
Después de algunos momentos se oyeron los mismos pasos, y por segunda vez sonó la misma puerta.
Quedó la estancia sumergida en el más profundo caos. Era un pedazo de naturaleza muerta, a quien solo faltaba un rayo de luz o un eco para animarse.
Pasaron otros instantes, y un segundo personaje hizo resonar sus pasos tan cautelosos como los del primero.
—¿Margarita?
Un ligero hervor producido por la agitación del aire, fue la única respuesta dada a tan misteriosa pregunta.
—¿Margarita? volvió a prorrumpir de nuevo, y encaminándose hacia el sitio en que debiera estar el objeto a quien buscaba, sintió deslizarse su mano a lo largo de unos cabellos tan suaves como la seda.
—Está dormida, dijo después acariciando su frente; y sellando en ella un imperceptible beso, creyó tocar con sus labios la superficie de un mármol. Impelido por una idea súbita, estrechó entre las suyas una de sus manos, y soltándola de pronto, como si fuese un témpano de hielo, cayó a sepultarse entre los pliegues de una falda. De pronto llevó la mano a su pecho por ver si percibía los latidos de su corazón, y tropezando con un cuerpo duro, asió de él con fuerza sintiendo al punto su rostro humedecido, como si de aquel seno que tanto amaba saltase la sangre a borbotones.
—¡Asesinos! asesinos!! empezó a gritar, destrozando los muebles con el puñal que acababa de desenterrar del pecho de Margarita.
Se abalanzó espantado hacia la puerta, creyéndose perseguido por una cuadrilla de malhechores.
Una fuerza superior le sujetaba por fuera.
Tornó la cara al peligro en un acceso de rabia, y blandiendo el puñal por todas partes, dio consigo en tierra en una de sus agitaciones violentas, y chocando con la frente en el enorme sitial en que yacía Margarita, se dejó caer sin sentido, espirando en sus labios el grito de ¡asesinos!
Cuando volvió en sí, se encontró en una cárcel pública acusado de un horroroso homicidio.
He aquí ya un asesinato premeditado, que es el mayor de todos los crímenes. No solo no se contentó el agresor con privar de la existencia a la pobre Margarita, sino que hizo recaer su culpa sobre una cabeza inocente. El instinto de nuestra propia conservación, es el más poderoso de cuantos se desarrollan en el corazón humano. La prenda más cara para nosotros, es nuestra existencia misma, siempre que las preocupaciones o las costumbres no extienden su tiránico influjo hasta el extremo de suplantar sentimientos convencionales y quiméricos, a los que directamente emanan de la naturaleza, como son
Después de algunos años, aun reinaba la consternación en el mismo sitio en que acaeció la catástrofe que hemos mencionado. El esposo de Margarita perdió el juicio al poco tiempo de haber perdido a su esposa, y la opulenta casa de los Señores de Mora estaba regida únicamente por un primogénito de diez y nueve años. Julio estudiaba derecho en la Universidad de Oviedo, cuando por la demencia de su padre tuvo que abandonar su carrera, para consagrarse exclusivamente a desempeñar el difícil cargo de cabeza de familia. Es verdad que el manejo interior de la casa lo había encomendado a una persona más apta para ello, y que el lector conocerá más adelante. Una tarde en el jardín del palacio tenía Julio entablado con ella el diálogo siguiente: el doctorcillo no se explicaba mal para amar por la vez primera.
—Sí, María; hay una época en la vida tan fecunda en sensaciones, que cuando el corazón no halla una imagen real de quien prendarse, sueña con mil fantasmas de deleite cuyas sensuales formas se complace en profanar el estímulo de los sentidos. ¿Tú no has amado nunca?
—Demasiado, querido Julio.
—Cuéntamelo por tu vida.
—Pues apártate a este lado, no nos encuentre tu hermana.
En efecto, la peregrina Emilia vagaba por el jardín con aquella volubilidad que es peculiar de los primeros años. Extraña aun al lenguaje de las flores, se complacía en escoger los matices que más afectan el órgano de la vista, ajena del encanto que las medias tintas derraman sobre las almas que han empezado a relajar los deliquios de las pasiones.
—Dicen que la frescura de un jardín es un aliciente eficaz de los sentimientos tiernos. Estas ramas que se inclinan parece que forman un pabellón consagrado a los amorosos hurtos. En este momento diera la mitad de la existencia porque fuésemos amantes. ¿No es verdad que debiéramos amarnos?
—¿Y qué amor puede igualar al nuestro, querido Julio? Compañera inseparable de tu desgraciada madre, he contraído con vosotros vínculos que no es posible romper sin profanar su memoria: con la tierna solicitud con que pudiera ella misma, he proveído todas las necesidades de vuestra infancia, y tal vez sin aptitud para ello, me he constituido en la directora de vuestra juventud, fiada más bien en las amargas lecciones de la experiencia, que en los sanos principios de una esmerada educación. ¿No es cierto que si no me amaras serías un ingrato?
—¿Y si te amase más de lo que tú quisieras?
Lanzó Julio a María una de esas miradas, que son el anuncio de las primeras emociones de un corazón de fuego, y arrebatado con el incentivo de sus ojos, prosiguió:
Hace algún tiempo que me desvelan inquietudes cuya causa desconozco. Un sentimiento indeterminado me llena de una melancolía tan vaga como el presentimiento de una calamidad. Nunca como ahora he encontrado mis ojos tan predispuestos al llanto; y aunque a veces he creído que lo consagraba involuntariamente a la memoria de mi madre, jamás su recuerdo pudo arrancarme lágrimas tan amargas. Ya he desdeñado por fútiles los inocentes juegos, que hace pocos meses me parecía que habían de ser el amor de toda mi vida: no hay cosa que me distraiga, ni objeto que me entretenga: me hallo con la suficiente inquietud para repasarlo todo, pero sin atención para fijarme en nada. No hace mucho tiempo que para darme un beso tenías que atarme, y hoy que la unción de tu boca es mi felicidad suprema, jamás unes tus labios con los míos por remisión o por malicia.
—¡Desgraciada! murmuro María dejando caer el rostro entre las manos.
—Lo único que no me perdonaría nunca, sería el causar tu desgracia. Aunque me ves hostigado por las quimeras de un loco, no lo estoy tanto, María, que trate de romper el ídolo que adoro. Si en mis ensueños fue tu hermosura el pasto de mis gustos, jamás en tu presencia brotó de mi corazón un sentimiento impuro. Nada te pido, María, y sin embargo deseo tanto!...
—¡Pobre Julio!
—El amor fraternal y la amistad, si no han muerto en mi corazón, parece que están dormidos: mil veces los he invocado para ahogar de consuno el hondo sentimiento que me domina, y no he encontrado en mi pecho más que el recuerdo de haberlos poseído. ¡Dulces afectos cuya pérdida no hay lágrimas que basten para llorarla!
—Solo el placer de recobrarlos puede ser comparado al dolor de haberlos perdido: es su origen tan noble, sin embargo, que aunque al parecer se ofuscan, nunca nos abandonan: cuando el amoroso incendio reduzca tu corazón a pavesas, verás como de entre sus cenizas se levantan tan puros como al principio: hace muchos años que sus consuelos son el único bálsamo de mi llagado corazón.
—¿Tu también padeces, María? será falso que has amado, porque el amor debe ser el trasunto de los placeres del cielo.
—Cuando no lo es de los tormentos del infierno. Sabrosos son los frutos del amor, pero acerbos sus dejos. Tú suspiras por unos placeres venideros; y yo lloro los ya pasados. Sofoca el germen de una pasión que seca el manantial de las ilusiones. ¡Oh Julio mio, no te enamores nunca!
—Ya es tarde María.
—¿Y si el objeto que adoras no te pudiese ofrecer más que un corazón llagado?
—Hondas son las llagas que despedazan el mio.
—Las dulces primicias de un amor tan puro no deben ser el premio de un pecho ya estragado por los deleites.
—No despiertes de intento memorias que me atormentan: cuando imagino que puedes suspirar por otro, siento un despecho que me impele a odiarte.
—Ódiame, querido Julio, y si el amor que te profeso puede hacerme acreedora a que no me recompenses con odio, ámame como a una madre, para que con tu cariño se renueve con frecuencia la memoria de mi desgraciado hijo.
—Siempre con tu hijo, y jamás me has querido contar los pormenores de su muerte.
—No he tenido valor para afligirte con una historia horrorosa.
La presencia de Emilia los vino a interrumpir en su amoroso coloquio. Ligera como una sílfide, corrió a entregar a su hermano un ramillete de flores, y quedó no poco sorprendida al ver que al distraído Julio se le olvidó recompensar la peregrina dádiva siquiera con un beso, que era lo menos que ella se prometía. Julio, abismado en un cúmulo de
—Esta noche, dijo Julio acercándose a María, subiré a tu habitación para que me cuentes la historia de tu hijo.
—Te espero contestó esta, y se alejaron por una calle de árboles.
Ya tenemos a nuestro héroe colocado en una situación en que el hombre palpa la felicidad, si es cierto que la hay en la tierra. Un joven entregado a la efusión de sus primeros amores, toca de cerca la dicha,única edad en que puede gozarla, por ser la única tal vez en que le falta la razón para poder apreciarla. Sin porvenir y sin pasado, vive con lo presente. El curso de sus primeros años deja en su memoria un vacío, imagen de la nada, porque exento aun de pasiones, le falta la conciencia de sus pasados instantes, hasta que acredita su existencia el estrago de los sentidos: el porvenir es un caos para quien nada recuerda. Sus primeros afectos son la crisis más insignificante, al par que la más terrible, pues deciden para siempre de la aptitud de su corazón. Mas bien por la flaqueza de su corazón que por el instinto de una naturaleza sensual, agota la energía de su alma embelesado en ataviar un ídolo que llene el vacío de su pecho, cuyo culto así enflaquece su espíritu, como acrecienta el ardor de sus sentidos. Las formas del ser que adora, son el precioso depósito de galas con que embellece sus ídolos fantásticos: sus largos cabellos, la peregrina guirnalda que mejor sienta en sus sienes; y si acaricia su talle, o coge las primicias que el amor lo brinda en sus labios, su boca y su cintura son el blanco de otras tantas profanaciones. Al principio el amor nace de un deseo innato en todos los corazones. Entonces martirizada el alma por los ardores de la sangre, busca un ara querida donde consagrar sus fuegos; y una vez hallada, trata de profanar la imagen que colocó en el sagrario; cuando esta repele sus holocaustos, la rebeldía del espíritu entra en lucha consigo mismo, de cuyo empeño suele quedar mal herido para siempre. Si una vez la pasión se ha iniciado con la llama de un amor que todo lo consume, hasta el placer que entrevimos es borrascoso:avezada nuestra alma a la habitual energía con que la embaten las pasiones, rechazamos el amor apacible, sino se nos presenta con más fuego y menos compostura: el tornar al común sosiego, a la calma normal de los seres, es fatal para cuantos hemos gustado de placeres tan tormentosos. Cansado el corazón de batallar con deseos, plega entonces las alas, y se adormece sin ellos. Si el amor ha sido satisfecho, pronto el hastío retaja los sentidos; si hay lágrimas en nuestros ojos, las consagramos a lo pasado; y sin la dicha presente, ni la esperanza para el porvenir, desfallece el alma sobre las ruinas del cuerpo, y en tal estado apetecemos la muerte. Bien lo daba a entender María cuando gritaba a su amante: ¡Oh Julio mio, no te enamores nunca!
Unas horas después ya estaban Julio y María departiendo en el aposento de esta última. Sentada en un taburete, se apoyaba tristemente en un costado de su lecho, cuya actitud contemplaba Julio colocado en situación inversa. Abel dormía postrado a los pies de su señora; Abel era un perro que jamás se apartaba de su lado.
—¿Parece que estás muy triste?
—Lo que estoy es enojada. Esta tarde me has hecho padecer muchísimo.
—Si; te enojo porque te amo......
—Me enojas porque no me amas como debieras. Ya que mi edad no te impusiese respeto, podías al menos no olvidar que te he servido de madre.
—El amor que te profeso......
—Te hizo cometer una locura que te perdono, si me prometes la enmienda.
—Si, si, yo te lo juro.
En este momento llegó su boca María a la mejilla de Julio, neutralizando un movimiento que este hizo para recibirla en sus labios.
—Cuéntame pues la historia de tu hijo.
—Escúchala, y compadéceme.
«Nací de unos honrados artesanos, arrendatarios de tus padres, que no contaban para su subsistencia más que con el producto de sus labranzas. Un hermano de mi madre compadecido del estado a que la suerte nos tenía reducidos, consintió en llevarme consigo a la Corte, donde se había adquirido un considerable caudal, pues desempeñaba su oficio con singular maestría. A los diez años de mi edad, ya despachaba yo sola en la tienda de mi tío, a quien llamaban el Montañés, y sabía a maravilla dar un confite de menos cuando el comprador no reparaba en la cuenta. Con toda la dulzura instintiva en nuestro sexo, cautivaba la voluntad de nuestros parroquianos, por lo que mi tío empezó a profesarme un entrañable cariño. A poco tiempo fue nuestra tienda la más frecuentada de la población, y aumentándose cada vez más el capital, era yo agasajada con regalillos que invertía en acicalar mi talle, pues me tenían henchida de vanidad, diciéndome que era linda.»
—Preciso, exclamó Julio.
María continuó:
«Viendo el aumento de los intereses del Montañés, un compañero suyo le hizo un día la propuesta de unir mi mano a la de su hijo. Halagado con tan ventajoso partido, creyó mi tío de necesidad perfeccionar mi educación, que según él decía merecía la de una reina, introduciéndome en un colegio el tiempo que pudiese faltar para que se efectuase mi matrimonio, aunque esto perjudicase vivamente a sus intereses, que al fin y al cabo habían de ser míos, pues no teniendo inmediato sucesor, quería que sus bienes pasasen a un heredero que le diese honra. Mi prometido Antonio iba todos los domingos a visitarme al colegio, de tal modo que llegaron a cansarme sus visitas, porque careciendo en sus modales de las monerías características de los hombres de buen tono, daba margen a que mis compañeras le dirigiesen agudos epigramas, que si bien se embotaban en la apacible índole de su bondadoso carácter, herían de rechazo mi amor propio, harto viciado ya con el pernicioso ejemplo de semejantes retrecheruelas. Era tal sin embargo el amor que me profesaba, que llegué a quererle bastante, tolerando que se le llamase a mis espaldas, de modo que yo lo oyese, el
Cesó un momento María para enjugar sus lágrimas. Luego prosiguió su historia, aunque omitiendo alguna circunstancia necesaria para comprender su íntima conexión. Esta falta, a pesar de todo la suple fácilmente la malicia, haciendo los comentarios a que da lugar una escena, en la cual no hay más testigos que dos amantes y Dios.
«Tus padres salieron de la Corte, y yo me volví al colegio a llorar mi desdicha y la ausencia de mi única amiga. No se tardó mucho en murmurar entre mis compañeras de las frecuentes indisposiciones de la
«Margarita y yo hicimos creer a mi madre que mi hijo era el fruto de una unión legítima, lo que la pobre abuela repetía a sus vecinas como artículo de fe, sin pasársele jamás por la imaginación el ponerlo siquiera en duda.»
«Los muchos desvelos que acarrea la maternidad, quebrantaron en extremo la salud de mi amada Margarita, por lo que se vio precisada a enviarme a Villapedre al hijo de sus entrañas, como a la única persona, según decía ella, capaz de hacerle no echar de menos el pecho de la que le había dado el ser. Tus padres por entonces efectuaron un viaje que tenían proyectado, y yo con tanto más placer quedé encargada de un cuidado que me hacía dos veces madre, cuanto que había recibido de la naturaleza dotes marcadas de una constitución robusta, y podía desempeñar el cargo con sobrado gusto mio y satisfacción de mi mejor amiga. Mi madre sobretodo no cabía en sí misma de contento; y este particularmente llegaba a su colmo, cuando las gentes tenían por mio al hijo de Margarita, o al contrario, pareciéndole la mayor de las altezas el que su nieto se equivocase con el hijo de un gran Señor. En esto cifraba su mayor ventura, de tal modo, que nunca salia de casa como no fuese con los dos en brazos. Una de las aldeas inmediatas a Villapedre era adonde más frecuentemente dirigía sus paseos, y un día al llegar a la ermita de S. Pedro de vuelta para su casa, tuvo que refugiarse en ella para preservará los inocentes de la mucha nieve que caía. Empezó a faltar la luz, y porque la noche no la sorprendiese en medio del camino, siguió arrostrando los peligros de la tormenta, y exponiendo a los rigores de la intemperie los delicados miembros de aquellas tiernas criaturas. No bien estuvo un poco lejos de la ermita, cuando sintió pasos detrás de sí; volvió de repente la cabeza, y viendo dos lobos que la seguían de cerca, dio a correr la infeliz con la presteza que sus años y el peso que llevaba le permitían, exhalando gritos de espanto, hasta que el exceso del miedo se los ahogó en la garganta. Corría estrechando contra el pecho la preciosa carga que la abrumaba, sofocando los caros objetos a quienes con ahínco trataba de salvar la vida. Cuanto más aceleraba el paso, más cerca sentía el resuello de fieras; y creyendo una vez que hozaban sus ropas enredadas al paso por las zarzas, dio un violento arranque, a cuyo impulso desconcertado, solo se halló con un niño entro los brazos. Quiso acortar el paso por volver a recoger el otro, cuando al tornar los ojos vio que ya los lobos se repartían la presa. Entonces siguió corriendo impelida en medio de su frenesí por una potencia irresistible, sin hallar en su voluntad bastante fuerza para detenerse. El exceso del sentimiento entumeció sus sentidos, y así es que sin ver que había perdido la senda, no sintió los abrojos que destrozaban sus plantas, ni oyó los lamentos de la criatura devorada. Salvando sin tino arroyos y vallados, perdió la conciencia del ser de quien aun le restaba salvar la vida, y abandonando los brazos fatigados, le dejó caer, sin poderse dar razón de tan bárbaro descuido. Al chocar contra el suelo la frente de la infeliz criatura, quedaron sus pies asidos al revuelto delantal en que la pobre abuela los llevaba prolijamente arrebujados, y siguió arrastrando la desenfrenada carrera, hasta que encalladas sus sienes en la quiebra de unas rocas, quedó entre ellas herido mortalmente.»
«Un viajero, que acertó a pasar por el pueblo, se informo de quién era un niño casi moribundo que había encontrado en el camino. Este niño eras tú, y el que devoraron los lobos el hijo de mis entrañas. El mismo viajero preguntó también quién era una loca que la había visto de corrida arrojarse en el
Dando rienda al hondo sentimiento que la causaba tan infausta memoria, rodeó María con sus brazos el cuello de Julio, llenando su rostro de lágrimas y besos. Preocupado Julio con tan espantoso cuadro, se dejaba halagar sin apercibirse de ello, y aprovechándose María de tan profundo éxtasis, redoblaba sus caricias con el mismo afán que si fuera una madre, cuyo hijo acabase de arrancar de los brazos de la muerte. Miradas puras, tiernas lágrimas y ósculos vagos, consagraban tan solo en aquel instante el recuerdo de una catástrofe en que los dos se hallaban instintamente interesados.
Pronto recobró su imperio el amor de Julio; despertado por el aliciente de tales muestras de cariño, y encendido por un fuego más abrasador que nunca, correspondió al efecto de María, con acciones y ademanes más o menos delicados, pero siempre entusiastas y llenos siempre de la efusión de un alma enajenada. Mucho se complacía esta en ser amada de Julio, pero exigió de él ese amor puro que debiera profesarla quien allegado a sus pechos, se había alimentado con la sangre de sus venas. Otras razones sin duda tendría la nodriza para mostrar tanto desvelo en no despojarse nunca de su carácter de madre, pues consiguiente en su propósito, empezó a escatimar sus halagos a medida que Julio los iba multiplicando por instantes. Ya llegó un punto en que se mostró pasiva a las ardientes manifestaciones de su apasionado amante, y por último acabó por repelerlas, aunque con blandura. La tierna escaramuza que precede a las luchas del amor, es más contenciosa cuanto más desigual, y así es que la resistencia que se opone por una parte, no hace más que aumentar las agresiones de la otra; y por eso ganó él en desasosiego, lo que olla recobró en calma. En semejantes casos, ya gozando el triunfo de un favor arrebatado, ya renovando el desdén de una repulsa desgraciada, se enciende más y más tan suave lucha de afectos, estableciéndose una alternativa de triunfos y de derrotas. Débil por sí, o la virtud se rehace y triunfa ante el aspecto del vicio, o se amilana y sucumbe. Así María que desaprovechó en un principio los únicos momentos en que pudiera salir victoriosa, no halló fuerzas en sí con que poder contrarrestar el vigor de su enemigo y empezó a temer la traición que su corazón y sus sentidos iban haciendo lentamente a su virtud. En el calor de la refriega se vio exenta de energía, siendo al parecer su espíritu el único que se hallaba apto para oponer resistencia, hasta que al brusco sacudimiento de un amor desenfrenado, vio disiparse la última esperanza de un pretendido triunfo.
—¡Abel! gritó entonces con el postrer aliento que da la desesperación.
El indolente alano, que hasta entonces había reposado tranquilo a los pies de su Señora, al oír el grito de esta en que le demandaba auxilio, por un instinto tan común en los animales de su raza, asió a Julio por la espalda, sacudiéndolo con rabia; y al mismo tiempo en que el amante envanecido con el éxito de su esfuerzo ya iba a coronar el ansia de su torpe arrobamiento, se vio arrastrado
No estaría aquí demás esplanar los motivos que obligaban a María a desdeñar a su amante. Ya habrá adivinado el lector que la historia que contó a Julio no era del todo cierta, y que en la pequeña variación delos sucesos, consiste todo el secreto. En la interrumpida narración que afea estos manuscritos, hay supresiones importantes, que hasta después de su total lectura embarazan demasiado la inteligencia del testo. Afortunadamente el secreto de la nodriza se acaba de poner en claro más adelante, pero no sucede lo mismo con accidentes necesarios, aunque menos indispensables. La suerte del buen tío de María hasta el fin de su vida, se deduce, aunque no se ralata explícitamente, en el curso de la obra. Cansado da amonestar a María por medio de cartas para que se llevase a efecto su proyectado enlace con Antonio, determinó hacer testamento en el que la dejaba por heredera, siempre que en un término dado se casase con el que la estaba prometido; y que de lo contrario, trascurrido el plazo prescrito, le dejaba a Antonio dueño absoluto de sus bienes, tratando de este modo de resarcir con dinero el empeño que había contraído prometiéndole la mano de su sobrina. Sabedora María de esta última resolución, ni por eso se dio prisa a cumplir la palabra de su tío, permaneciendo indiferente al lado de Margarita. Antes de espirarel plazo, murió desgraciadamente el honrado Montañés, sin que cerrasen sus párpados más que las manos del cariñoso y desdeñado Antonio. Este al participar la infausta nueva a María ponía a su disposición la cuantiosa herencia de su amigo, sin hacer mención siquiera de la cláusula del testamento en que le declaraba con derecho a los bienes, siempre que ella se negase a darle su mano.
Todo lo que en seguida hace relación a los amores de Antonio con María, está íntimamente ligado con el cuerpo de la historia, por lo que se dirá de paso, sin mencionar su fin, que constantemente enamorado de ella sufrió muchos tormentos y desengaños. Nacido en una baja esfera, no habían estragado su corazón los ayos y los preceptores formando un hombre para el mundo, y así es que lo conservaba puro. Primero quiso a María porque se lo mandó su padre, luego la amó por inclinación, y más adelante la adoró como a la dulce compañera que estaba destinada a hacerla felicidad de su vida; y de este modo lo que al principio fue una inclinación, llegó a ser la primera necesidad de su existencia. Sin seguir más máximas que los impulsos de su corazón, fundo el complemento de su dicha en la posesión de María, y así es que en medio de los goces que le proporcionaba una fortuna independiente, siempre halló un vacío en su alma que trató de llenar con estoica resignación a costa de muchos años de sacrificios. Ignoraba que cuando en el mundo nos falta algo para ser dichosos, es menester resignarse a ser desgraciados, para no serlo más todavía. Luchó con la fortuna y quedó vencido. Nunca el poder humano ha sido bastante fuerte para hacerse árbitro de las contingencias del destino: el quererlo regir abiertamente es inmolarse a sí mismo. Solo he envidiado en el mundo el arte maravilloso de darla espalda a la suerte, para burlarse de ella. Los que por su bien practican esta ciencia fijan los ojos en el punto de su deseo, y se dejan arrastrar sin resistencia por las oleadas que los separan, seguros de que tarde o temprano vendrán otras que los acerquen. La perfección de este juego solo consiste en calcular a punto fijo, en qué parte se han de encontrar a tantos grados del flujo o reflujo de la marea: si libran como desean, se han ahorrado el trabajo de vencer obstáculos: sino alcanzan lo que quieren, siempre les queda la esperanza de alcanzarlo más tarde, y la inmensa satisfacción de no haber expuesto su calma. Por ventura tal socarronería solo sienta bien a los que no tienen más que cabeza, pero el pobre Antonio solo tenía corazón: por eso hizo frente a los vaivenes de la fortuna, y pereció en la demanda.
Hacia algunos días que ya había pasado la amorosa contienda entre Julio y María, y aquel vagaba distraído como si lo abrumase algún nuevo cuidado, pues tal es el efecto del primer desengaño para quien tiene el alma llena de ilusiones. Hecho cabeza de familia desde la infausta muerte de su madre, tal vez atendió con una solicitud pueril a cuantas obligaciones le estaban encomendadas, hasta que el afán de sus primeros amores vino a absorber todos sus desvelos y atenciones. Después de la postrer entrevista con María llegó a hacerse taciturno, perdiendo en la ejecución de sus actos aquella viveza que aun revelaba al niño, y la blandura en sus órdenes que daba a entender la apacibilidad de su índole, tratando a los criados con desabrimiento, como si estuviese arrepentido de no babor hasta entonces reconocido sus verdaderos derechos. El objeto de su cariño llego a convertirse en su alma en el blanco de su desdén y su odio, complaciéndose en hacer pública su indiferencia, si bien nunca pudo volver a ver a María sin sentir en su pecho una conmoción secreta, imagen fiel de sus pasadas inquietudes. Viéndose desdeñado, formó empeño en desdeñarla, pero jamás logró desarraigar del todo un respetuoso cariño, que la amorosa nodriza a fuerza de constancia había llegado a inculcar en el fondo de su corazón.
Paseábase una noche reflexivo por una de las galerías del palacio que caían a la parte de occidente. Al lado de la galería estaba la ventana del cuarto de Emilia, que ocultaba con sus ramas la copa de un hermoso árbol que se elevaba del jardín, y encima de la ventana se veía la reja de la habitación en que se hallaba encerrado su padre, después que por la muerte de su esposa se habían manifestado en él los primeros síntomas de locura.
Amando Julio en extremo al autor de su existencia, no había entrado a verle una vez siquiera en un año que ya llevaba de encierro, si bien obraba en su favor el miedo que siempre inspira un demente. Todas las noches, sin embargo, bajaba a oírle desde la galería, pues cansado sin duda el loco de no verse en su prisión más que con su soledad y su silencio, se asomaba a la ventana apostrofando a cuantos objetos se presentaban a su vista, extravagante unas veces, otras más concertado, pero siempre en un tono desconsolador que revelaba la amargura de su corazón. Si a los locos se les pudiese dar crédito, Julio hubiera pensado que su padre abrigaba en su seno un secreto terrible, que acibaraba su existencia, siendo la causa primera de su desorden mental;pues aunque siempre mezclaba en sus diatribas el desastre de su madre, en algunas revelaciones hechas en el calor de su demencia hubiera dado margen a creerle cómplice en un gran crimen, a cualquiera que no supiese que había pasado una vida llena de honor. Julio desechó tan negros presentimientos, y aquella noche vio con placer que se asomó cantando.
Casi me dan tentaciones de insertar íntegro el discurso del demente. Una lengua a quien no refrenan las consideraciones sociales debe decir cosas, incoherentes si se quiere, pero sumamente amargas. Por desgracia fuera inoportuno consignar aquí revelaciones que conviene que no se hagan por ahora, y así es forzoso poner un candado a los maldicientes labios del loco. Pero a pesar de todo, por cumplir con la inclinación queme impone el título de este cuadro, y para no defraudar al lector de unas cuantas locuras, que siempre encierran verdades, no puedo hacer masen su obsequio que ponerme en lugar del loco, y decir a bulto cuatro cosas siquiera, hasta dar tiempo a que podamos oír al verdadero demente.
Empezaré pues como él, entonando su canción favorita;
Después figúrese el lector que tiendo como él la vista por la campiña, y empiezo a gritar a los labriegos de la comarca, que por acaso se deben ver al resplandor de la luna, del modo siguiente, por ejemplo:
—«A casa, vecinos; vecinos, a casa que ya se recejen las gallinas huyendo de las sombras, y es hora de que esquivéis vosotros la presencia de las brujas. A casa, a casa, que si os sorprenden las tinieblas de la noche, pueden venir a hostigaros las almas de los difuntos, para que solventéis las cuentas atrasadas que dejaron pendientes con vosotros a la hora de su muerte. A casa, que no sería ciertamente para todas las conciencias el soportar la vista de tantos acreedores como tendrá en la otra vida cada uno de vosotros. Puesto que el mundo es un mercado, hicisteis bien en engañar a los muertos, siquiera por las veces que los muertos habrán engañado a los vivos. Habéis dado en convertir en moneda corriente la fe, el amor y la amistad, para agenciar lo que os sugiera el egoísmo; y en esta venta y retroventa de afectos, os engañáis mutuamente, sin que consista la mayor o menor entidad del pecado, más que en la mayor o menor entidad de la usura. Lo peor es que siempre interviene el disimulo en vuestros tratos, revistiéndoos entonces del doble carácter de criminales e hipócritas. Todas las noches salgo a ver si columbro los espectros, los diablos y las brujas, y todo ese cúmulo de abstracciones, que los hombres sencillos creen parto de las imaginaciones desordenadas, y yo digo que con fruto de las conciencias resentidas, y nunca he visto nada; ocurriéndoseme entonces la idea de que sois criminales, hipócritas y locos».
«Las oraciones, vecinos; derribad las monteras para adorar al Dios delos ejércitos, cuyos innumerables escuadrones no han contribuido tanto a hacer que se respetase su grandeza, como el haber inventado la palabra fe. Creo en Dios padre, creo en Dios hijo, creo en Dios Espíritu Santo:tres personas distintas, y un solo Dios verdadero. Amen.»
«Y tú, peregrina luna con poca luz para poder incitar al crimen, y con la suficiente para dejar perpetrarlo ¿cuánto apostamos a que de la parte de los hombres que en este momento alumbras, estamos la mitad embobados, y la otra mitad dormidos? No hay acción humana que no varíe a cada paso, y por eso en cuanto el sol se levante, nos quedaremos una mitad dormidos, y la otra mitad embobados; y he aquí eterna y exclusivamente entregada a la humanidad, al sueño y a la bobería. Luego dirán los hombres que conocen la dignidad de sí mismos. ¿Y qué es el hombre, vecinos, qué es el hombre? El hombre es un animal que sueña que sabe, y no sabe que sueña. Preguntadle cuantas leguas dista el sol de la tierra, y veréis como os las cuenta punto por punto sin discrepar un ápice: mandadle luego que se eleve cuatro varas del suelo, y veréis como se rompe la crisma. ¡Orgullo y miseria, vecinos; orgullo y miseria!
«
«Callad, cornejas de Judas, que venís a augurarme males acudiendo a las copas de los árboles. Predecid bienes, aves del demonio, y os pagaré las profecías, pues ya sé que mi malestar será eterno mientras que tenga sentidos que me arrastren al deleite. ¿Son más qué males los deseos?....»
No solía decir el padre de Julio unas locuras tan cuerdas, pero la extravagante del giro y la incoherencia de las ideas, supongo que el lector me hará gracia de achacárselas a él solo. He puesto aquí este episodio, que podrá descartar el que no le guste como a mí, para dar una idea del carácter de las peroraciones del loco; y aunque esta se halla un poco adulterada, encontrará la razón de por qué la he insertado con poco que piense en ella.
Cansado por fin el loco de gritar desaforadamente:
—«¡Julio! Julio!» empezó a decir, como si viese a alguno atravesar por el fondo del jardín.
En efecto, Julio vio desde la galería resbalar una sombra al través delas ramas del árbol que ocultaba la ventana del cuarto de Emilia.
—«Toma estos papeles,» continuó el loco.
Julio los vio caer en seguida.
—Mañana cuando los leas, puedes rogar por el alma de tu desgraciado padre; no podría soportar la vida sabiendo que otro más que yo era dueño de los secretos que te van a revelar. Ya sabes cómo murió tu madre.... Yo, más quisiera sufrir la misma suerte, que morir como muero atormentado por todas las furias del infierno a Dios, hijos míos; nos va a separar la eternidad: pronto estaré unido a mi pobre Margarita!
¡Pobre Margarita! pobre Margarita!! añadió con el acento del más íntimo dolor, apartándose de la reja para siempre.
Cuando el loco acabó con sus inconexos apóstrofes, las lágrimas surcaban por las mejillas de Julio. En vano desechaba un atroz presentimiento que se había apoderado de su alma. No ignoraba que la demencia de su padre provenía del desastrado fin de la que le había llevado en sus entrañas;pero algunas palabras proferidas en diferentes noches en el acceso de su locura, dieron entrada en su corazón a las más horribles sospechas. ¿Pero quien hace caso de los asertos de un loco? dijo luego para sí, echando un velo sobre el cuadro de sus dudas. Bajó en seguida al jardín buscar los papeles que su padre le había arrojado, y no encontrándolos creyó que se había equivocado. Oyó un ligero ruido en las ventanas de Emilia, y como no viese a nadie dio a su parecer el asenso de una quimera. Libre entonces de cuidados, marcho a acostarse tranquilo.
Sin embargo, al echar de menos los papeles que realmente había visto caer del cuarto de su padre, no recordó siquiera la sombra que columbró al través de las ramas del árbol. Cuando escuchó el misterioso rumor en la habitación de su hermana, pudiera haber previsto algún ataque hecho al honor de su familia, pero Julio era demasiado honrado para figurárselo. Durmió aquella noche asaltado por vagas inquietudes, pero sin volver a comentar las sospechosas frases del demente; y así es que no traslució en ellas la inicua trama en que estaban enredados una porción de infelices. En el pecho de su padre se ocultaba con efecto un horroroso secreto. Los niños y los locos dicen las verdades.
Aquella noche Julio al parecer se acostó sereno; pero engolfada su imaginación en un mar de dudas y presentimientos, no pudo conciliar completamente el sueño, quedando en una especie de sonambulismo en el cual le pareció escuchar lamentos y sollozos, sin que hasta la mañana siguiente, pudiese tener entera conciencia de sí mismo. Apenas abrió los ojos, vio delante de sí al criado más antiguo de su casa que se deshacía en lágrimas.
—¿Qué tenéis? preguntó sobresaltado.
—Que vuestro padre ha muerto, contestó el anciano con voz ahogada por los gemidos.
Cuando afecta nuestra alma una nueva tan infausta y tan súbita, de tal modo el exceso del pasmo embota nuestras potencias, que ignoramos de qué suerte expresar nuestra pavura; y así Julio que al principio sintió toda su sangre agolpada al corazón, halló muertos sus sentidos, hasta que rehaciéndose sobre sí mismos, empezaron sus ojos a derramar llanto, a exhalar ayes su pecho, y a agitarse sus miembros en descompuestos ademanes.
El criado continuó diciendo:
—Hoy al amanecer viéndole apoyado en la mesa, en la misma actitud en que le dejé anoche al acostarme, me acerqué a examinarle y le hallé ahogado con el rostro metido entre las manos...
Julio empezó a vestirse, sin escuchar los pormenores que iba a relatar con exactitud el impertinente mensajero; y apenas hubo concluido, fue a cerciorarse con sus ojos de la catástrofe que lamentaba, y a abrazar por última vez el inanimado cuerpo de su padre.
Cuando volvió a entrar en su habitación traía en la mano dos pliegos que acababa de recibir, y arrojándolos sobre una mesa, se dejó caer en el lecho en un estado de profunda postración. Después de algunas horas de una completa inercia, tendió la mano al primer pliego con que tropezó al acaso, y lo abrió al parecer con estúpida indiferencia. Era una carta de María en que se despedía de él. Sin duda la nodriza no tendría noticia del nuevo golpe que acababa de herir el corazón de su hijo; al menos debemos complacernos en creerlo así, porque muestra en adelante demasiado buenos sentimientos para que en un estado tan crítico dejase sin consuelos a uno de los objetos en quien reconcentró el amor de toda su vida. La carta decía de este modo:
«Acabo de abrazar a tu hermana, pues me tengo que alejar de vosotros por algún tiempo. No me he atrevido a hacer lo mismo contigo, por el temor de verme repulsada, pues hubiera preferido la muerte a un desaire del que con tanto amor he criado con la sangre de mis venas. Esta noche he padecido mucho, porque he estado más de dos horas llorando a la puerta de tu cuarto, sin atreverme a entrar. Creí que me sería menos funesto marcharme con la duda de que me amabas, que exponerme a sufrir un desengaño que me hubiera costado la vida. Al fin me decidí a ausentarme sin decirte nada, después que furtivamente pude robar un beso de tus labios; y no sé si me fue más doloroso el tener que robar lo que por tantos títulos me era de derecho, que el no hallar correspondencia por parte tuya. Ahora que estoy lejos de ti, me hago la ilusión de que no la he hallado porque estabas dormido.»
«A Dios, hijo mio: perdóname que aun te dé este nombre tan grato para mi corazón. En cualquier parte del mundo que me encuentre, haré por saber de vosotros, así como de buena gana os daría noticias mías si supiera que os habían de interesar. Me alejan de vosotros deberes casi más sagrados que los que me retenían a vuestro lado. Te absuelvo completamente, Julio mio, de tus pasadas locuras. No olvides por tu parte que Dios y los hombres te prescriben querer siempre y respetar a tu desgraciada madre
.»
Este impensado suceso acabo de desgarrar el corazón de Julio. Es verdad que fingía no querer estar cerca de su nodriza, pero también es seguro
Señor D. Julio de Mora y Valleameno.
Vegadecima 20 de mayo.
«Mal que pese a mi afecto, prescindo de los ofrecimientos de costumbre para pasar a deciros que me apresuro a poner en vuestras manos esos preciosos documentos, de los cuales quedo perfectamente enterado. Anoche al bajar por el árbol que encubre la ventana del aposento de Emilia, me los arrojó vuestro padre desde su habitación, creyendo sin duda que erais vos el que se deslizaba por el jardín a una hora tan avanzada. Bien podéis conocer por su contenido, que si aun abrigara en mi corazón algún resentimiento hacia vos, pudiera lisonjearlo suficientemente con el mero hecho de publicarlos; pero no quiero mancillar con semejante afrenta el lustre de una respetable familia que puedo contar como mía.»
«Cuando recibáis esta ya estaré en camino para Madrid, adonde diréis a vuestra hermana que me escriba, por habérseme olvidado anoche el prevenírselo.»
«Conoceréis lo generoso que me muestro con vos, por lo que infiero que no lo seréis menos con la prenda de mi corazón, poniendo en práctica todos los desvelos que el afecto sugiera a un buen hermano durante mi larga ausencia. La pobre Emilia todo se lo merece, porque es en extremo inocente y candorosa. Es, en una palabra, un fiel trasunto vuestro. No extrañaréis que sea franco como buen militar. Hasta la vuelta, si antes no hacéis por verme.
.»
«P. D. No estaría de más la precaución de alejar a Emilia de la comarca, porque si mi tía llega a sospechar (como es muy probable) de nuestras visitas nocturnas, (que no tenían nada de particular) es demasiado anciana para olvidar los antiguos despiques que han mediado entre ambas familias; porque como los viejos ya no fundan ilusiones en el porvenir, se pegan como ostras a sus pasados recuerdos, y así es que tendría singular complacencia en rodearse de sus vecinas, para jugar al volante con el honor de esa niña.»
«En cuanto a mis resentimientos os puedo asegurar que no pienso tomar venganza; y hasta el acto imprudente de haber reprendido a Emilia la primera vez que me dirigió la palabra, lo tengo casi olvidado. ¿Me entendéis hermano Julio?»
A la mitad de la carta, Julio lloraba como un niño. Se conceptuaba bastante fuerte para soportar con resignación la suerte de su padre, y la falta de consuelos de María; pero idólatra como sus mayores del honor inmaculado, no había prevenido su alma contra el fiero rigor de un ataque hecho a su honra. Al ver el sobre escrito, ya presintió su corazón que solo una vileza semejante pudiera esperar del último miembro de una raza, que por tanto tiempo había sido el azoto de su familia. De pronto concibió el proyecto de lavar su ignominia con la sangre de su hermana; pero la reciente catástrofe de su madre, vino a coartar el vuelo a su imaginación en tan horribles designios; y solo después de un rato parecía estar satisfecho de haber ideado un castigo más amargo, aunque menos violento. Las almas de un mediano temple, como la suya, en tocando a los términos de la desesperación, su mismo dolor les sirve de escudo para abroquelarse contra los males sucesivos, imitando en su vértigo la energía de los ánimos superiores; y así Julio que, a fuerza de padecer, había quedado insensible, siguió leyendo las cartas con pasmosa impasibilidad, sin que le arredrase en su propósito la idea de que encerraban un secreto terrible, según le había anunciado su padre, y de cuyo secreto ya se hallaba enterado un miserable seductor. Julio las fue leyendo todas sucesivamente, sin dar más muestra de sentimiento que derramar alguna que otra lágrima, de las cuales no se apercibía siquiera. La primera era de su padre, en la que venían incluidas otras cuatro de diferentes sujetos. Se conoce que el demente las archivaba a medida que las recibía, y que se propuso guardarlas con el mayor desvelo hasta la víspera del día en que determino suicidarse. Preciso será tomarse la enojosa tarea de leerlas todas, sin hacer sobre ellas comentarios de ninguna especie, pues ponen en claro por sí solas algunas situaciones que no se podrían aclarar más con molestas interrupciones. Dicen así:
Hijo de mi corazón; se acerca la hora de mi muerte, y antes de sepultaren la tumba mis remordimientos, necesito hacer la confesión de mis culpas. Hace tiempo que estoy encerrado en esta habitación, sin haber tenido el inefable placer de abrazaros ni a ti ni a mi hija, cosa que ciertamente no hace mucho honor a vuestra alma. Habéis dado crédito a la vulgar preocupación de que los locos deben ser despreciados; y en vuestra fatal obcecación no echasteis de ver, que más que loco soy un hombre desesperado. En algunos momentos de calma, como el que aprovecho para escribirte, hubiera deseado que una mano filial secase el raudal de lágrimas que me inundaba; pero nunca he querido llamaros, temeroso de verme despreciado hasta por los mismos que me deben la existencia. Os perdono la ingratitud: sed vosotros también indulgentes para conmigo, ya que en un momento de despecho he asesinado a vuestra querida madre.
Si, hijos de mis entrañas; he asesinado a vuestra querida madre, arrastrado por el fatalismo a una situación en que la hubiera muerto mil veces, a pesar de que nunca había tenido más motivos para adorarla. No os cuento los pormenores del crimen, porque sería acometido del acceso de locura, y no podría continuar escribiéndoos. Leed esas cartas originales, y si hay en vuestro pecho un sentimiento de piedad, compadeced al esposo desgraciado que está condenado por la suerte a llorar eternamente a la esposa inmolada por él mismo, y al padre infeliz que se ve en la necesidad de apelar a la compasión de sus hijos. A la hora en que recibáis este postrer vale, regado con ardientes lágrimas, ya estaré a los pies del Eterno implorando la misericordia divina: ¡que vuestro perdón llegue a tiempo de atemperar la dura sentencia que me espera!
No os quiero dar consejos, porque de nada os aprovecharían, pues estoy convencido de que el dogma más justo, puesto en un caso dado, sería una horrible iniquidad. La razón natural será el único juez a quien deberéis consultar en los variados trances de la vida. Solo os pido encarecidamente que améis y aborrezcáis con templanza: el amor lo mismo que el odio son pasiones que al fin causan la destrucción del ser que las posee en alto grado; y hasta he visto a ciegos idólatras de la virtud, ser ejecutores de justicias que hubieran puesto grima a un monstruo amamantado en la escuela de los crímenes. Yo he amado con frenesí a mi patria y a la madre de mis hijos, y después de haber preparado la ruina de la segunda, he execrado el amor de la primera. Muero con la conciencia sin mancha, pero llevo al sepulcro destrozado el corazón. La entereza de sentimientos de que me ha dotado el cielo, ha convertido su rectitud en fiereza; y aunque bendigo a Dios por haberme dado un inflexible amor a la justicia, no es este sin embargo el atributo que más le honra a mis ojos, pues más quiero verle afable y misericordioso, redimiendo con entrañable ternura la flaqueza de la especie humana. ¡Son tantos los castigos a que el hombre se halla expuesto por culpas que no está en su mano el dejar de cometer!
¡Cuántos planes de dichas defraudados! cuántos vínculos rotos, que solo la muerte debiera haber deshecho ¡El amor conyugal, el cariño de padre, la inefable ternura de los hijos, todo ha desaparecido para siempre.... ¡Y yo que cifraba mi felicidad en la dulce posesión de tan caros afectos!
Dejo de escribiros, porque ya va a espirar la luz del último día de mi vida. Quiero morir antes que se divulgue mi afrenta, y ya veis que no están indigno de ser perdonado el que aun prefiere su honor a la existencia. Muero desesperado, porque muero sin escuchar de sus labios la bendición de mis hijos: otros padres lo hacen con la esperanza de que sus manes oirán las tiernas súplicas que se exhalen al borde de su tumba; yo muero con la certeza de que los míos tan solo oirán maldiciones.
A Dios, pedazos de mis entrañas: por la sombra de vuestra madre os ruego que recibáis sin rencor las tiernas y últimas emanaciones de un corazón paternal. Postrado de hinojos os escribo. Sé el amor que profesaba para que me absolváis del horrible atentado de su muerte, pero acordaos del sacrificio que habrá hecho mi afecto para privarse del suyo.
¡Benditas sean las lágrimas que ahora acuden a mis ojos! parece que me alivian de un peso que me oprimía, y ya que no pueda explicaros lo que siento en este instante, ellas os dirán al menos mi dolor y mi cariño!
Permitidme que empiece suplicandoos que no rompáis esta carta antes de haberla leído. Sé que la divergencia de opiniones nos separa, por vuestra intolerancia, hasta el extremo de no poder recordar los vínculos de parentesco que nos unían antes de la muerte de mi querida hermana. Bien avenido con mi conciencia, jamás me he ofendido de la nota de
Pero hoy que soy llamado a responder de mi conducta ante el tribunal delos hombres de bien, necesito acumular las pruebas de mi inocencia; y sería capaz de arrodillarme a los pies del más humilde de los hombres, para que oyese mis descargos y me juzgase.
Ya sabéis que me hallo en una cárcel acusado de haber asesinado a una hermana que idolatraba; como esta era vuestra esposa, necesito probaros que soy inocente, para que obrando de consuno podamos descubrir al verdadero criminal, vengando así su muerte, y restableciendo mi perdido honor. Si me juzgáis con prevención, mi sinceridad os parecerá hipocresía; pero sea como quiera, habré cumplido con mi deber relatándoos la parte que he tenido en la catástrofe en que me he visto envuelto. Os juro ante todas cosas, que no es el miedo de la muerte el que me hace sincerarme.
Desesperado de que produjese nada grande el vástago de una dinastía que, por una reunión de circunstancias especiales, se había dejado abatir hasta el último punto de la degradación, abandoné el partido de Fernando, por abrazar con ardor el nuevo gobierno de José I. Yo no sé hasta qué grado nos pudieran haber hecho felices las modernas instituciones, pero desde luego se puede asegurar que serían menos malas que las antiguas, y esto es una prueba de la rectitud de intenciones delos que defendimos al nuevo Rey. Vos, y la nación en masa, por una susceptibilidad mal entendida, creísteis que el acatar al monarca entronizado, solo sería digno de una nación envilicedida; y sin escoger el campo ni reparar en las armas, os lanzasteis desesperados a derrotar sus ejércitos, y haciendo igual la defensa a la bajeza de la usurpación, por medios a veces tan viles como los que pudieran usarse en un país de vendidos, llegasteis a producir el hecho más grande de que pudiese blasonar una república de héroes. Vosotros, venciendo, hicisteis infeliz a la Nación por sostener su dignidad; nosotros, con menos decoro por cierto, tal vez hubiéramos labrado su ventura. Los
Forzado a abandonar por traidor el país que me vio nacer, y temeroso de ver confiscados cuantiosos bienes que no me pertenecían a mí solo, consulté con mi hermana las medidas que debía tomar, y dudando de que por cartas se pudiesen arreglar tan complicados asuntos, me aconsejó que me dirigiese a esa de incógnito, como al momento lo hice. Llegado que hube en secreto, la pregunté a María si sería conveniente instruiros de mis negocios; y juzgad a qué extremo de vileza nos conduce el espíritu de partido, cuando satisfecha de vuestra proverbial honradez desesperó de que respetaseis mi desgracia.
En una de las aldeas inmediatas a San Antolin nos pudimos ver algunas noches consecutivas. La infeliz Margarita abandonaba vuestro lecho para llevar algún consuelo a su hermano proscrito y fugitivo, a pesar del frío y de la lluvia que han sido tan continuos en aquel invierno rigoroso. Un día me escribió que se encontraba indispuesta, pero que podía seguir viéndola en su mismo palacio, sin inconveniente alguno:mediante sus instrucciones, el dador de la carta me condujo a un cuarto retirado en que ella me esperaba a oscuras, por no despertar sospechas. Una noche conocí que me espiaban, y me retiré para volver más tarde; la siguiente no vi a nadie, por lo que se disiparon mis recelos. Margarita escudada con su inocencia, tampoco presintió la trama que se nos urdía;y cuando por última vez ya iba a anunciarla mi próxima expatriación, la llamé desde la entrada de su cuarto; viendo que no respondía, me acerqué al sitio en que solía esperarme, y al tocar su frente la halle más fría que la nieve; llegue la mano a su pecho por ver si palpitaba su corazón; y tropezando con la cruz de un puñal.... Ignoro completamente lo que pasó desde entonces, pues solo tuve idea de mi mismo cuando me encontré en la cárcel.
De este modo soy partícipe de un crimen que sin duda lo ha acarreado la inflexibilidad de vuestro carácter. Si a las muchas virtudes con que os ha dotado el cielo, hubierais añadido la de la desconfianza propia, seríais más tolerante y humano con vuestros enemigos, poniendo en práctica las excelentes dotes de vuestro corazón. Entonces, yo me hubiera echado en vuestros brazos con la humildad de un contrito, y vos tendríais la satisfacción de usar conmigo de la amorosa clemencia que tanto enaltece el triunfo de un vencedor: pero me he tenido que sustraer al rigor de vuestras preocupaciones, y he sido envuelto en una ruina de la cual vos sois acaso la causa principal. Tenéis una convicción tan profunda de la infabilidad de vuestros principios, que os hace constituiros en tirano exclusivo de la razón, estableciendo el dogma absurdo de negar toda consideración a vuestros contrarios; y no echáis de ver que vuestra confianza propia os vende como ignorante; porque el hombre que verdaderamente se acerca a la sabiduría, cuyo principio es la duda, sabe que la razón ha estado y estará hasta la consumación de los siglos en un problema eterno, cuya completa solución escode los límites de la inteligencia humana.
Lo que os llevo dicho es la única intervención que he tenido en la catástrofe que lloraré toda mi vida, y por consiguiente no sé quien haya sido el asesino de mi hermana. Si en vista de estos hechos me confesáis inocente, tan solo me haréis justicia; pero el que paguéis un tributo a la verdad, tampoco será parte para que os desprecie menos que si me creyeseis culpado.
Amo mio de mi corazón: acaso no este lejos el día en que me saquen de la cárcel para matarme; V. sabe que soy inocente, pero estoy decidido a no justificarme, aunque tampoco me confesare culpado, mientras que V. no disponga otra cosa. Bien le decía yo que mi señora doña Margarita no era digna de una muerte tan desastrosa, porque era imposible que siendo tan buena y queriéndole a V. tanto, tuviese un amante oculto. Es verdad que veíamos todas las noches a un hombre entrar en su cuarto, pero yo no sé como conociéndola nos llegamos a figurar que podía tener un amante. —«Andrés, me dijo V. un día, esta noche vas a asesinar a mi infiel esposa.»—Confieso que, a pesar de la infidelidad que me echo V. por delante, no pude menos de horrorizarme con semejante idea. —« Ya te has convencido de que su perjurio es cierto. Esta noche al entrar el amante en su cuarto, le encerrarás con ella después de haberla dejado cosida a puñaladas. Yo entretanto avisaré a la justicia con el pretexto de que he visto a un ladrón asaltar mi casa: de este modo le achacarán a él el crimen, y lavando mi honor con la sangre de entrambos nos pondremos nosotros al abrigo de toda sospecha.» —Bien sabe V. que me puse de rodillas suplicándole que pensase más lo que tal vez en un arrebato de locura me proponía; V. sin embargo firme en su propósito me arrojó de sí con insultos y bofetadas. ¡Pobre señora mía! si yo fuera el instrumento de su crimen, ya sin duda el dolor me hubiera muerto.
Por último me despidió V. de su servicio, no sin haberme exigido antes el juramento de que guardaría el secreto: no ignoraba V. que una vezdada mi palabra jamás la hubiera quebrantado. Me despedí de V. para siempre, y juro que al hacerlo nunca he llorado tanto. Me alejé por último satisfecho de haber obrado como exigían mi deber y mi conciencia;pero apenas estuve lejos de la quinta, cuando a fuerza de pensar en mi comportamiento conocí que mi deber y mi conciencia exigían más de lo que había hecho. Desanduve a todo correr el camino que había cruzado
Apenas llegue a la quinta, conocí que ya era tarde, pues al ganar la escalera del cuarto de mi señora le vi a V. subir acompañado de la justicia. Acuérdese V. que en el último tramo le estreche a V. la mano con frenesí: me dio tanta lástima verle a V. tan azorado que no fui dueño de contenerme. Entramos en el aposento, y ya sabe V. cual fue nuestro asombro al ver a su esposa asesinada, y a un hombre desmayado a sus pies. Cogiéndome entonces un esbirro por la espalda. —«Este también es cómplice,» exclamó desaforado. —Efectivamente tenía las manos llenas de sangre, pues viendo las de V. marcadas con el sello de un horroroso crimen, lo pasé voluntariamente a las mías, estrechando las suyas en el último tramo de la escalera, pues como ya dije antes, me dio mucha lástima verle a V. tan azorado. En aquel momento ni le miré a V. siquiera, ni V. se atrevió a mirarme: hizo V. mal, amo mio, en temer de mis ojos una mirada de reconvención, pues era grande el apuro, para que un fiel criado pensase en aquel momento más que en salvar la vida y la honra de su Señor. Me dejé llevar por los esbirros sin murmurar una palabra que pudiese rebatir la acusación: al contrario, me dí el parabién de que me creyesen el único criminal.
En el curso del proceso estoy sufriendo lo que no es decible, pues más trabajo me cuesta el embrollar a los jueces sustrayendo a su vigilancia las innumerables pruebas que pudieran justificar mi inocencia, que si me empeñara en no aparecer culpado. Lo que no puedo aguantar con paciencia es cuando, al fin de las declaraciones, me dice que por tales y cuales razones aparece que soy un malvado, un hombre pérfido, y un criado ingrato. ¡Maldad! ingratitud! perfidia! Le juro a V. que entonces no puedo menos de deshacerme en lágrimas, al verme tachado de ingrato para con el mismo a quien be consagrado mi hombría de bien y mi existencia. Perdóneme V. señor, si parece que le reconvengo, pero me es más terrible que la muerte, la idea de que piense el mundo que Andrés le ha sido a V. pérfido, habiendo comido su pan tantos años.
Le envió a V. esa carta para mi pobre María. No se la entregue V.
Quede V. con Dios para siempre, amo mio de mi alma: solo llevo un consuelo al otro mundo, y es el de creer que Dios me perdonara mis pecados en premio de mi lealtad. Si por algún incidente hubiese alguna pequeña esperanza de salvación, no deje V. de avisar a su infeliz criado, que espera con resignación la muerte.
DE ANDRES A SU HIJA.
Querida hija mía; ya supongo que estarás muy enojada con tu pobre padre. Atentar contra la vida de tu bien hechora y amiga, bien sé yo que te habrá sido más doloroso que si se hubiera atentado contra la tuya propia. ¿Pero es posible María que tenga necesidad de sincerarme hasta con la hija de mis entrañas? ¿No existe un sentimiento en el fondo de tu alma que rechace cuantas inculpaciones se están haciendo al hombre que te ha engendrado, y que como tu sabes, en su vida se ha apartado de la senda de la virtud? Y en medio del odio que acaso me tienes no has encontrado alguna prueba que me proclame inocente? Te parece que a ser yo el matador de su esposa se empeñaría nuestro amo en que siguieses al lado de sus hijos, sirviéndoles de madre a falta de tu generosa amiga?¿o crees tú que en este asunto no puede mediar un secreto que un padre querido tenga que ocultar a su hija? Confiesa que me has agraviado, y ven a darme un abrazo que acaso será el último que de mí recibas; verás cómo te desengañas por ti misma, pues dicen que la verdad tiene un tono que nunca puede usurpar totalmente la mentira.
Desde el instante en que debiéramos haber sido más felices no parece sino que una mala estrella nos persigue. ¿Te acuerdas María? ¡Tu hijo murió en un monte devorado por los lobos! Tu madre en seguida ocultó su desesperación en el fondo de un torrente!. Y quien sabe ahora si acaso tu padre en un patíbulo!....
Ruega a Dios por mi suerte, hija de mis entrañas; ruega a Dios por misuerte, y no me hagas desesperar con la duda de que puedo morir sin verte.
He recibido tu carta, y por el desorden en que se conoce que estaba tu cabeza cuando la escribiste, echo de ver el exceso de tu dolor. Quisieras salvar a tu hermano político de un castigo que tiene merecido, por no acrecentar más la deshonra de tu familia; esto hace mucho honor a tu corazón. Ya sabes que te quiero desde que hicimos juntos nuestras primeras locuras, y que por consiguiente puedes disponer de tu amigo como mejor te parezca. Pongo en tu conocimiento, para mayor satisfacción, que tengo mucha influencia entre mis compañeros, y has de saber que este predominio moral que ejerzo sobre ellos consiste todo en mi ciencia: te concedo que en la universidad era el peor estudiante, pero o yo sé más de lo que creía, o ellos saben menos de lo que creen.
Supongo que ya estarás más sereno que cuando escribiste tu epístola, por lo que no extrañarás que en esta te revele, sin pretensiones de hombre formal, el mismo carácter de aquel Ramírez que tu conociste tan calaverón, tan buen mozo, y sobre todo tan mal estudiante. ¿No me dices que estás decidido a soltar algunos miles de duros si tu cuñado es absuelto? Pues entonces no te aflijas, porque ya sabrás por experiencia que las penas huyen del dinero, y que por lo mismo se hará lo que tu quieras. Así como así, la justicia se volvió al cielo con su padre porno quedar huérfana en el mundo.
¿Te acuerdas qué bromas tan pesadas corrimos en tiempo de la guerra de la independencia? ¡Con qué valor te batías ¡Yo me he quedado en la duda de si seré valiente, porque nunca he entrado en ninguna acción, pues siempre me tocaba escoltar
De lo que te admirarías si vinieras por Oviedo es de lo dignamente que represento mi papel. El otro día escuchando la sentencia de uno que el fiscal condenaba a muerte, solté una carcajada sin poderlo remediar. Solo al diablo se le ocurre poner un espejo en la sala de la audiencia: así es que no pude menos de reírme al verme tan serio y embutido entre tantas guirindolas. No he dejado de admirar a pesar de todo un aire de indiferencia en todas mis actitudes, que contrasta singularmente con la estúpida atención de algunos de mis compañeros. Esta gente no sabe darse tono, y así es que cualquiera que los ve, tacha su encogimiento de ignorancia, mientras que mi desparpajo lo atribuyen a esa indulgente altanería que da la superioridad de talento.
En lo que no convengo contigo es en que te gastes un maravedí en salvar a ese perillán de Andrés. Yo creo más sencillo que con su muerte cubramos el expediente, por que no será poco lo que te cueste la absolución de tu cuñado, y el meterte a redimir a todo el género humano, sería dar a entender que les agradeces el que hayan muerto a tu mujer. Además, he asistido el otro día a una declaración del tal Andrés, y me ha parecido un solemne tuno. Como ya llevo bastante tiempo de práctica he conocido por sus respuestas evasivas, por sus lágrimas y por algunos signos característicos de su fisonomía, que si le absolvemos de esta es muy capaz de cometer otra bribonada. Sabes que ha sido mi fuerte el adivinar las afecciones del alma por las señales del rostro, y que sobre este particular pocas veces me equivoco.
Repito que no te aflijas y que cuentes para todo con el mejor de tus amigos.
Estas eran las cartas que Julio vio caer la noche anterior de la habitación de su padre, y las mismas de que Narciso se había enterado, remitiéndoselas dentro de la suya para destrozar sus entrañas con un dolor tan acerbo. El abyecto seductor que parecía gozarse en abatirle con su proceder innoble, le redujo a un estado de insensibilidad completa, de tal modo que al dejarse por segunda vez caer de golpe sobre el lecho, tuvo por menos terrible que volver a la vida, el dejarse morir ahogándose como su padre con sus propias manos. La intensidad del dolor moral nunca llega a ser tan grande que pueda extinguir la vida de un joven que ha entrado ya en la edad de la adolescencia, y por eso Julio, resuelto a aniquilar su existencia, traía a la memoria cuantos recuerdos pudiesen agravar más y más su pesadumbre,
—¡Dios mio! Dios mio! en qué habré ofendido al cielo para que me aflija tanto!
Después de algunas horas de martirio se sintió herido del pensamiento generoso de poner remedio a tantos males, arrostrando los embates del destino; y lleno de esta idea con resuelto ademan se dirigió a la habitación de Emilia.
—Nuestro padre ha muerto! exclamó en tono solemne desde el dintel de la puerta.
—¡Ha muerto! grito la niña levantándose para lanzarse en sus brazos.
—Si, ha muerto, contestó Julio rechazándola, pero no sin haberte legado su maldición y su desprecio.
—¡Su maldición!....
—Y su desprecio, siguió el empedernido hermano. Anoche a deshora vio el pobre loco bajar aun seductor del cuarto de su hija, y murió de desesperación.
—¡Ahí.... prorrumpió Emilia echándose a sus plantas, y ocultando el rostro entre las manos.
—Levanta, miserable: a quien le ha faltado el pudor, no tiene razón para encubrirse la frente, a no añadir la hipocresía a la infamia.
—¡Perdón!....
—Perdón para tu alma, continuó Julio dando a su acento una entonación augusta. Las flaquezas de una mujer que empanan el lustre de una familia respetable, solo tienen cabal expiación con sangre! ... ¿recuerdas cómo murió tu madre?
—¡Qué horror!....
—Pues a ti te espera una suerte parecida: o la muerte, o una clausura eterna.
—Perdón, hermano mio! estaba sola; me dejaste abandonada: consagrado exclusivamente a tus amores......
Un remordimiento hizo palpitar el corazón de Julio.
—Además soy querida por un hombre......
—Digno de ser envilecido y despreciado, como el te desprecia y te envilece, siguió Julio con acritud insultando su inocencia.. ¿Sabes quienes el pérfido autor de tu deshonra?... Pues escucha:
Y asiendo a Emilia fuertemente por un brazo, la hizo sentarse en un confidente inmediato, y prosiguió diciendo:
—« Hace muchos años que nuestro abuelo paterno vio a un mendigo llamar a la puerta de su casa: era un niño cuyos ojos vivaces y semblante risueño contrastaban singularmente con la hediondez y miseria de sus harapos. Por el pálido color de su mejilla, conoció que el hambre era lo único que aquejaba a aquella inocente criatura, y noble y orgulloso como todos los ricos de nacimiento, se complació en el fondo de su corazón de encontrar una ocasión en que poder mostrar su liberalidad; y cogiéndole de la mano le entró en su casa con ánimo de remediar su desnudez y descaecimiento. —¿Cómo te llamas? le preguntó con blandura. —
«No pudo menos de enternecerse el generoso anciano al ver aquella sonrisa perenne en los labios de un ser desvalido que hasta ignoraba que podría tener padres, y que se lanzaba al mundo sin más arrimo que sus harapos, ni más escudo que la inocencia en toda su pureza. Desde luego formó el propósito de hacerle hijo de su adopción. —En adelante te llamarás Luis, le dijo el abuelo con cierto afecto paternal, luego pensaremos en el apellido que has de llevar, y desde hoy te quedarás encasa hasta que seas hombre.»
« Luis recibió una esmerada educación, correspondiendo con su aplicación a los desvelos reiterados de nuestro buen predecesor aun no tenía veinte años cuando el mendigo sin nombre, por su disposición y laboriosidad, ya gobernaba casi exclusivamente la casa de los señores de Mora. Su protector no desperdiciaba la menor ocasión en que poderle manifestar su interés, y creyó darle la mayor prueba de su afecto descargando sobre él el peso de todos los cuidados de su casa. Luis contribuía por su parte a hacerse digno de su estimación, y con tan fina correspondencia llegó a ser mutua la necesidad de no poder vivir el uno sin la asistencia del otro. Con esto el Sr. de Mora olvidó hasta el desempeño de las más precisas obligaciones, de modo que al poco tiempo vino a creerse extraño en sus propios dominios, aunque ningún recelo pudo jamás turbar su calma, pues confiaba demasiado en la perfección de su hechura para que se le pasase siquiera por la idea el achacarle el menor defecto, y así se estuvo años y años recogiendo el fruto de una obra de caridad.»
«Ana, baronesa de Salas, hija única, y heredera de un rico patrimonio, sea porque efectivamente estuviese enamorada de Luis, como decía ella, sea por encubrir una falta, como suponían los demás, llegó a brindarle, aunque indirectamente, con su mano y con sus títulos. Lo único que faltaba para el complemento de la felicidad de Luis era la adquisición de un nombre, y su contento rayó en locura la primera vez que pudo firmarse:
«Educada Ana con todo el esmero y todas las preocupaciones que son peculiares a la gente de su rango, poseía a maravilla el arte de disimular sus pasiones para satisfacerlas cumplidamente; y aunque al principio se mostraba solícita en conquistarse el afecto de sus nuevos amigos, pronto dio muestras de abrigar en su pecho un odio reconcentrado hacia los mismos que habían sido causa del engrandecimiento de su marido; y tanto creía humillados su dignidad y su orgullo cuanto se veía obligada a la gratitud. La memoria de los favores recibidos es un continuo torcedor para cierta clase de almas, y por eso Ana devoraba en silencio las ruines instigaciones que la arrastraban a la venganza. Para mejor conseguir su objeto, empezó por minar la conciencia de su esposo, el que ajeno de las preocupaciones que su compañera había mamado con la leche, se dejó seducir sin apercibirse de sus intrigas.»
«El hombre de bien en el estado de matrimonio, es un ser máquina cuya fuerza motriz es el alma de su consorte; y por eso no hay uno que al fin no venga a ser juguete de sus caprichos, porque no apercibiéndose de la pequeñez de sus insidias, se llega a constituir el mismo en órgano ciego del cumplimiento de sus gustos, y hoy por indiferencia, mañana por tolerancia, y otro día por amor, se convierte en un maniquí que ella revuelve a su antojo. Así Ana a fuerza de constancia llegó a insinuarse de tal modo en el corazón de Luis que el menor de sus caprichos era para el una ley irrevocable con tales elementos al poco tiempo fue sin voluntad propia el interprete ejecutor de los deseos más vagos de su esposa, y como en el pecho de esta predominaba en tan alto grado el orgullo y el dominio exclusivo de sus gustos, llegó a hacer fructificaren el corazón de Luis el germen de estos someros afectos.»
«Pronto conoció su protector la fatal influencia de la atmósfera que su hijo adoptivo se veía precisado a respirar, porque a los primeros años se disminuyeron notablemente sus caudales, y empezó a notar una malaventurada administración en sus haciendas. El pobre anciano ahogó no sin pesar su propia desconfianza, y en vano trataba de encubrir la realidad con los arreos de una quimera, pues una continua malversación de sus intereses llenaba cada vez más su corazón de angustia. Ni una reconvención, ni una queja salieron nunca de sus labios, y acaso hasta el fin de su vida hubiera tenido a raya la explosión de su justa cólera, si un día Luis con imprudente descaro no le manifestase la conveniencia recíproca que exigía una separación completa. Entonces el viejo no pudo disimular su enojo, y mal de su grado, con más lágrimas que improperios, le echó en cara lo inicuo de su proceder. Este al separarse quedaba casi reducido a la indigencia, mientras que el ingrato mendigo insultaba su pobreza con la prodigalidad del fausto. Tal vez el buen anciano hubiera muerto sin reclamar ante las leyes una riqueza de la cual había sido vilmente defraudado, si no temiese legar a su único sucesor como timbres de su ilustre cuna las privaciones de la miseria.»
«El amor paternal sofocó por último todas las consideraciones de una piedad mal entendida, y Luis fue citado ante un tribunal de justicia acusado de dilapidaciones y defraudes. Las leyes le condenaron, y tuvo que rescatar, con escándalo público, cuanto había adquirido con sus ocultos manejos, recayendo en su conducta la infame nota de los estafadores fue inmenso el dolor que nuestro pobre abuelo sufrió con la deshonra de su indigno protegido, y casi le costó la vida la sentencia del tribunal que le indemnizaba de todas sus perdidas. Su salud quedó en extremo quebrantada, y Luis al ver próxima su muerte, sea que el remordimiento hiciese efecto en su pecho, o que conviniese así a sus planes de venganza, dio muestras de un entero arrepentimiento, y afectó querer congraciarse con el hombre cuyos beneficios no había pagado más que con alevosías.»
«El anciano al verlo a sus pies casi lloraba de gozo, y en el fondo de su corazón se acusó a sí mismo de demasiado cruel, no habiendo medio ni protesto que él no buscase para atemperar lo que él llamaba un acto despiadado. Presintiendo ya cercano el fin de su existencia, nombró a Luis tutor y curador de la menor edad de su único heredero nuestro padre, echando el sello con semejante exceso de clemencia a la bondad de su índole, que siempre tendía a disimular las faltas ajenas, mientras que ninguna reparación le parecía suficiente para purgar las propias;dote apreciable que formaba principalmente el núcleo de su carácter.»
«Con un poco más de mundo, nuestro abuelo hubiera conocido que tales extremos de maldad y de arrepentimiento de parte de Luis no eran emanaciones de un solo corazón, y notaria que sus impuros manejos, después de una verdadera contrición, eran efecto de las sordas maquinaciones de su cauta esposa, la que no tenía inconveniente en exponerle a ser el blanco del público desprecio, y hasta a acusarle ella misma, siempre que de este modo resultasen creces a sus
«Después de muerto el anciano, pasó nuestro padre al cuidado de Luis como a su tutor legítimo. Afortunadamente nuestro abuelo en una de las cláusulas de su testamento, ordenó que Jorge, ayo de su hijo, no se apartase de él hasta que saliese de la menor edad, incurriendo en su desagrado cualquiera que contraviniese a su última voluntad. Era Jorge un hombre tan aferrado a sus principios, que al que no le era dado sondear su corazón le tenía por un ser impasible, incapaz de sensaciones, atribuyendo a crueldad la rigidez de su recto proceder.»
«Ana se congratuló en secreto de poder esquilmar sin responsabilidad el patrimonio de su pupilo, y hasta llegó a pensar que con la muerte de esto, podría embrollar sus riquezas con un inmenso beneficio propio. Este último recurso no era tan fácil de llevar a cabo como se imaginó en un principio, porque el astuto Jorge velaba sin cesar por la existencia del niño cuya guarda le estaba encomendada; y sea que la desconfianza del comportamiento fuese instintiva en su alma, o sea que particularmente tuviese sospechas de Ana, jamás consentía separarse de su lado, por más que esta prometiese en su ausencia consagrarse exclusivamente a su cuidado. Ninguna incomodidad, por grande que fuese, arredraba a Jorge en su empeño, y así es que Ana llegó a perder la esperanza de hallar una ocasión en que poder conseguir sus depravados fines. En vano dándole todas las apariencias de un accidente casual hacía jugar al niño por los bordes de un precipicio, pues siempre la mano de Jorge estaba pronta para separarle de la honda sima que amenazaba tragarle con fútiles pretextos solía a veces hacerle encaramarse a alguna eminencia desde la cual pudiera serle funesta la menor caída, pero sí por un momento no sentía el brazo de su ayo que al
«Viendo Ana burladas sus primeras tentativas, se aferró cada vez más en su propósito, tanto por los descalabros que acababa de sufrir su orgullo, cuanto por el lucro que se prometía al acabar de dar fin a tan nefandos proyectos.»
«Una noche después de cenar sintió Jorge unos violentos dolores que desgarraban sus entrañas. Al principio no pudo ahogar la horrenda explosión de sus gemidos, y gritó como un desesperado, sin que nadie acudiese a sus lamentos. Esta cruel indiferencia hacia quien con tanto ahínco se quejaba, vino a despertar sospechas en su ánimo solapado, y después de hacer un esfuerzo sobre sí mismo, aguardó hasta la mañana siguiente, devorando en silencio sus horrorosos tormentos. —No ha bastado la dosis, exclamó por lo bajo al levantarse, pero otra igual acabaría conmigo, y en seguida con aquella débil criatura. Pongámosla pronto en salvo, y más que para mantenerla tenga que trabajar lo que me resta de vida. —Abrió de repente la puerta de su cuarto, y la indignación se pintó en su rostro al ver a Ana en ademan de inspeccionar lo que pasaba dentro. El sobrecogimiento de esta la hizo exhalar un grito de sorpresa, perdiendo por un momento su habitual serenidad, lo que dio motivo a Jorge para creer que tales desconciertos eran sobresaltos de su conciencia culpada»
—«¿Qué hacéis aquí? la preguntó con sobrada celeridad.»
«Pudo el orgullo ofendido lo que tal vez no fuera dable a la impudencia del crimen, y así es que Ana recobrando su imperioso tono.»
—«¿Qué os importa? lo contestó dignamente.»
—«Es que con vuestra cena de anoche me habéis envenenado, siguió Jorge aturdido, y desbaratado por la firmeza de Ana.»
«Tal vez el iracundo ayo no quisiera darla a entender sino que le había dispuesto una mala cena; pero bien sea por su torpeza en explicarse, o bien por que Ana se creyese acusada con justicia, se puso a gritar frenética.»
—«¡Socorro! ¡Socorro!»
—¡Silencio! exclamó Jorge asiéndola del brazo bruscamente.»
Entregada Ana a los impulsos de su rabia, se creyó violentada al verse contenida, y con todos los desmanes a que arrastran el encono y el amor propio ultrajado, olvidada de su dignidad, se abalanzó al
—«Huye, hijo mio; huye, que te quieren matar en esta casa. Corre a la quinta de mi hermano Claudio, y dile de mi parte que te aleje de la comarca, y no vuelvas a parecer por aquí hasta que seas hombre y puedas cuidar de ti mismo a Dios, hijo de mi vida...... no vuelvas en mucho tiempo...... Corre, querido mio; corre, corre»......
«Y el niño corría azorado hacia la quinta de Claudio sin poderse imaginar que peligro le amagaba, pero en extremo preocupado con las siniestras expresiones de Jorge, quien viéndole ya muy lejos con la mayor ansiedad alzando los ojos al cielo.»
—«¡Gracias, Dios mio! exclamó satisfecho de haber cumplido con el más sagrado de sus deberes.»
«En tanto Ana seguía gritando con todo el furor de una endemoniada; y aunque nadie la hostigaba, parecía que en venganza quería despedazarse a sí misma. A sus rabiosos alaridos acudieron cuantos amigos y deudos tuvieron noticia de tan extraño incidente, los que desde debajo de las ventanas amenazaban a Jorge con los mayores castigos.»
—«Vais a morir, le gritaba Luis desesperado.»
—«Me alegro, contestó una vez Jorge, pero no seré yo solo.»
«Y sacando el pañuelo le acercó a la chimenea, el que después de bien inflamado lo arrojo entre las ropas de su lecho.»
«En seguida se asomó de nuevo, solemnizando su triunfo con una sonrisa histérica.»
—«¡Matarle, matarle! exclamaba Ana azuzando desde la ventana a cuantos habían sido atraídos por sus voces.»
—«!Muera, muera! seguían los de abajo disponiéndose a trepar a la habitación de Jorge.»
—«Ahora moriremos, furia del infierno, seguía este diciendo al compás delos lamentos de la una, y de las execraciones de los otros, mientras que las bocanadas de
«Ana con voz ya ronca solo lanzaba gemidos a manera de agonía, a las cuales Jorge contestaba con robustas carcajadas: atroz contraste capaz de petrificar el corazón de los que de cerca los contemplaban. Ana era el crimen al borde del sepulcro, que lloraba entre los estertores de la muerte la hora del arrepentimiento. Jorge era la virtud, que veía entre risas el juicio final de su constante enemigo. Los dos parecían gozarse en su mutua destrucción, una con el furor del malvado, y el otro con la paz del justo: ambos podrían ser dos seres evocados del fondo del abismo para entonar un dúo infernal, que revelase en parte la lucha de las pasiones bastardas trabada en el pecho de los condenados.»
«El incendio cada vez tomaba más cuerpo.»
—«Que me ahogo! decía Ana sacando el cuerpo lo más posible para respirar el aire puro.»
«El edificio ya no presentaba más que el aspecto de una masa informe, envuelta entre una nube condensada de humo, la que rasgaban a trechos súbitas llamaradas.»
—«¡Muere infame! exclamaba Jorge dirigiéndose hacia la habitación inmediata de Ana, tendiendo la mano para apostrofarla en sus últimos instantes.»
«Logro esta una vez asir el brazo de Jorge, y tirando con la energía propia de su frenesí, procuró atraerle hacia sí para despeñarle; pero apercibido el segundo de su intento, pudo rehacer sus fuerzas y arrancarla de la ventana sosteniéndola en el aire. Bamboleaba Ana sin dejar un punto de lanzar improperios contra Jorge, el que atendiendo solo a los nobles impulsos de su corazón no se atrevía a soltarla: la descocada hiena, sin embargo, atarazaba con sus dientes, y despedazaba con sus unas la misma mano amiga que procuraba salvarla. Jorge a pesar de todo redobló sus esfuerzos para sostenerla, hasta que magulló su frente una piedra arrojada desde abajo y entonces exánime soltó a la desventurada Ana, la que cayó a despedazarse casi a los pies de su esposo. En seguida el cuerpo de Jorge, vencido por su propio peso, bajó a aumentar al lado de Ana la horrible carnicería.»
«Poco después los escombros cubrían ambos cadáveres, ocultando con ellos el secreto de su desastrada muerte.»
«Mientras que esto sucedía, nuestro padre había corrido hacia la casa de Claudio, el que después de oír repetir las terribles palabras de su hermano Jorge, entrevió el inhumano designio que tenían Luis y su esposa de deshacerse a toda con costa de aquel inocente. Claudio, abuelo de María, era un labrador acomodado, tan honrado y suspicaz como la mayor parte de los labriegos de nuestro país. El tal vez era el único a quien Jorge había comunicado sus sospechas, y así es que al escuchar de boca del niño el último mandamiento de su hermano, se decidió a ponerle encobro, seguro de que sino peligraba su vida. Sabedor Luis de la huida de Claudio con su pupilo, logró aprenderle por medio de sus pesquisas, y le hizo formar causa como cómplice de su hermano Jorge en el asesinato de Ana. Sepultaron al infeliz en el fondo de una mazmorra, en donde viendo el mal aspecto que tomaba su proceso, perdió a poco tiempo la vida abrumado de pesadumbres.»
«Volvió por consiguiente nuestro padre a estar bajo la tutela del desventurado Luis, a quien postraba por instantes el nefando recuerdo de la muerte de su esposa. Faltando esta, era de creer que el descendiente de su bienhechor podría vivir tranquilo al lado de Luis, y así se lo hacía ver con sus continuos desvelos; más sobrecogido aquel una vez, nunca pudo arrancar de su pecho la desconfianza que continuamente le atormentaba. Resolvió pues alejarse de un lugar en que se le figuraba no ver más que traidores que le espiaban, y al intento se concertó con el hijo de Claudio, huérfano desvalido desde la prisión inicua de su padre. Era Andrés el compañero de su infamia, y poca repugnancia le costaría sufrir con el un voluntario destierro, cuando vela que a sus ojos, después de haber causado la muerte de su padre, a título de cubrir costas, malbarataban su herencia los mismos que se llamaban ministros de justicia. Apenas los dos jóvenes contarían quince años cada uno, cuando alejándose de la patria que los habla visto nacer, sin relaciones y sin recursos, se vieron en la precision de tener que vagar por los caminos mendigando la pública caridad. El desventurado Andrés era quien únicamente imploraba la compasión ajena, repartiendo con su amigo el fruto de sus afanes. Si este tenía frío, él afectaba calor por tener un pretexto para cederle la mitad de su miserable abrigo. Si menos acostumbrado que el a las privaciones, sentía algunas veces quebrantada su salud, Andrés ponía en contribución a todos los médicos de los pueblos, y nunca faltaba pan para su compañero, aunque en el acto de mirar por su vida tuviese que separarlo del mismo borde de su hambrienta boca. Andrés, que por algunos años fue la única providencia con quien contó nuestro padre, se halla ahora en una cárcel acusado de haber dado muerte a la buena esposa de su mejor amigo. ¡Acusación infame que si yo no desmintiera sería el más ingrato de los hombres! Sí, Emilia; todas las apariencias que condenan a este desventurado, no son más que cargos infundados que yo desharé en un momento sin comprometer la fama del verdadero criminal, porque entonces su deshonor nos pudiera salir muy caro. No me preguntes nada, porque este es un velo que jamás descorreré a tus ojos. Solo quiero que no tengas al infeliz Andrés por el homicida de tu madre, porque su fidelidad no lo merece, y porque tengo pruebas, que menos a él y a mi, a todo el mundo deben de ser extrañas, por las cuales puedo responder con seguridad de su inocencia. Andrés se somete con resignación a los decretos del destino, porque no parece sino que toda su familia ha sido arrojada al mundo para participar de las continuas desolaciones de la nuestra. Nosotros, más que nadie, debemos respetar su nombre, y aunque por ahora no podamos recuperar su gloria, por no menoscabar la nuestra, démosle un lugar debido en nuestro corazón, bendiciendo su memoria, y probándole con nuestro amor y respecto que no pagamos sus beneficios con el premio de los ingratos.»
«Luis resistió por mucho tiempo a los furiosos combates de sus remordimientos y sus pesares, pero al fin rindió el espíritu, al parecer tranquilo, en los brazos de Narciso su hijo único, muy niño todavía, pues cuando acaeció la muerte de Ana, aun contaba muy pocos meses. Luis acabó sus días sin murmurar su nombre a la hora de su muerte. Después de la repentina desaparición de nuestro padre con Andrés, se afanó en buscarlos, aunque en vano, sembrando como de paso la probable conjetura de que ambos podrían haber muerto dando cima a alguna calaverada. En las rocas de Trejulfe, o en los torrentes que las separan, decía él, habrán hallado aquellos infelices el premio de sus locuras. Pero los cadáveres no perecieron; y lo que antes propaló como una duda, llegó a tenerlo el mismo por un imposible. Sin embargo le convenía borrar su recuerdo de lamente de los hombres, y nunca nombraba a los fugitivos, temeroso sin duda de resucitarlos. No es tan fácil empero apartar una memoria que nos corroe el corazón, como un nombre que solo nos estorba los labios, y por eso devoró en secreto el sentimiento de las venganzas que dejaba preparadas contra su hijo, si nuestro padre vivía; y así en la duda de su muerte, aparentó una serenidad exterior a la que daba consistencia el hábito del disimulo. Tal era la fuerza de la costumbre en ahogar el recuerdo de su víctima, que ni al fin de su vida, cuando callan las pasiones para que hable la conciencia, se deslizó una frase de su boca que mostrase su arrepentimiento.»
«Quedó Narciso bajo la tutela de una tía suya, hermana de su madre, quien al hacer el inventario de los bienes que heredaba su sobrino, incluyó sin escrúpulo los que administraba Luis de nuestro padre, seguro de que este había muerto, y poco recelosa de que nadie la pidiese cuenta de ellos. Confianza absurda, pues un día se presentaron dos mendigos a reclamar la mejor parte de las fincas de la baronía de Salas, a las que decían tener derecho. No estaban tan mudadas sus facciones que algunos no conociesen en uno de ellos al legítimo heredero delos señores de Mora. Las leyes recobraron una vez su imperio, y el patrimonio de nuestro padre volvió a su dueño natural, con el resarcimiento de los intereses perdidos.»
Aquí cesó Julio de hablar para tomar aliento, y poco después continuó diciendo:
«Narciso y tu tía tuvieron la restitución por un despojo arbitrario, y juraron vengar aquel ultraje. No les valió ensañarse contra mi padre, porque su virtuosa severidad fue siempre una muralla donde se embotaron sus traicioneros ataques. Sufrieron reveses en su imponente encono, pero si se postraba su rencor era para erguirse más encendido. Cansados al fin de sufrir derrotas, y estimulados por la ira, buscaron un muro más débil para abatirle, y volvieron los ojos hacia mí; pero en mi pecho hervían los sentimientos de la defensa propia, despertados desde el principio por los consejos de mi padre. Era pues en vano persistir en la contienda, y al parecer cesaron en su pertinaz encono. ¡Mas ay! que cuando estaba entregado al más intenso de los dolores; cuando cegaban mis ojos las lágrimas vertidas en homenaje de uno de los deberes más santos para el corazón del hombre; cuando el dolor sirve de pretexto para atraernos la consideración de los demás, entonces ese infame, acallando los gritos del derecho y de la humanidad, sorteó mi indefenso pecho para herirme en el corazón. Te buscó a ti, débil y entonces desamparado depósito donde tenía guardada la inmaculada gloria de mis heredados blasones, y se gozó en desgarrar el lienzo purísimo en que estaban escritos, dándome a escoger entre la desesperación y la muerte.»
—¡Que desgraciados somos! prorrumpió Emilia abalanzándose al cuello de su hermano.
—Si muy desgraciados, gracias a la rebelde hermana que desoyó mis súplicas cuando aun tenían remedio nuestros males. Acuérdate que en la última fiesta de San Antolín, separándote de Narciso, te dije en un tono que no debieras haber olvidado nunca:—«Emilia, por ser la primera vez que has hablado con ese hombre, me contento con separarte de él; pero advierte que la segunda te puede costar la vida.»
—Es verdad, hermano mio; yo creí que era un capricho: él también me lo aseguraba. ¡Si vieras cuantas promesa me hizo para alucinarme! Me dijo una vez que tenía proyectada una reconciliación contigo. ¡Ah, si hubiera sabido que era imposible?.... Pero yo todo lo ignoraba, y no tuve inconveniente en creerle, porque me engañaba el corazón haciéndome ver que era cierto todo cuanto él me decía.
—Tienes razón, pobre niña; ahora recuerdo que yo nada te dije, y no extraño que poniendo en juego todos los resortes de la seducción, haya llegado a fascinar tu alma. Pero es menester que tratemos de remediar el mal con la dignidad que nuestro decoro exige, y al efecto necesito queme des palabra de encerrarte en un claustro para siempre. ¿Dudas Emilia?
—Lo que tu quieras, dijo Emilia entre sollozos, llegando el pañuelo al rostro para secarse las lágrimas.
—Necesito una respuesta categórica. Quiero saber tu última resolución para tomar yo la mía. ¿Te resuelves a encerrarte en un claustro para siempre?
—Sí, contestó Emilia ahogada por los gemidos.
—Entonces llega a mis brazos, exclamó Julio estrechándola con la efusión más tierna. Que venga ahora ese seductor con aire de protección como quien tiene en sus manos nuestra fama, y verás con que orgullo le digo:—«Caballero Narciso, la verdadera existencia de todos mis antepasados ha sido la honra; yo soy afecto a todo lo que ellos, y sin embargo no recibiría la honra de vuestras manos. Es decir que prefiriría la muerte a un enlace de vos con mi querida Emilia.»—Sí, sí, hermana mía, aunque se que el nos desprecia, tengo una satisfacción en ver que lo mismo le despreciaríamos, si por acaso él tratase de honrarnos. Voy a escribirle al punto, y tu autorizaras con tu firma cuanto yo le diga mañana después de hacer los honores fúnebres a los restos de nuestro padre, saldré para Oviedo a señalarte el estrecho recinto que te ha de sepultar en vida, y aliviar en lo posible la suerte de dos infelices que gimen entre cadenas injustamente. Este último acto serán las mayores exequias que podamos tributar a su memoria. Adiós mi adorada Emilia;consulta a tu corazón y piensa que vas a encerrarle para siempre.
¡Para siempre! añadió con marcada intención volviéndose desde la puerta.
—¡Para siempre! contestó Emilia dejándose caer desfallecida sobre el confidente.
¡Terrible suerte por cierto ver fallidas en un punto cuantas esperanzas había concebido en el largo transcurso de su insensato cariño! Ajena de tan imprevisto golpe, acariciaba Emilia las más lisonjeras ideas, forjándose un porvenir henchido de todos los placeres que tienen por fuente el candor y la inocencia; y al ver por tierra la pompa de sus palacios encantados, quedo transida del dolor más íntimo, sin columbraren su amargura ni un resto del fulgor de sus pasadas esperanzas. Sumergida en un estupor profundo, permaneció inmóvil hasta que un criado con una carta de su hermano vino a sacarla de su aletargada enajenación. Mandóle salir en seguida, y después de verter abundantes lágrimas, volvió a enjugarse los ojos, como si quisiese reconcentrar su energía, y desdoblando la carta la leyó con aparente calma.
« Acabo de recibir la vuestra, y a pesar del sentimiento que me ha causado su lectura, no me cabe poca satisfacción en tener un motivo más por el cual pueda satisfacer mis deseos, manifestandoos el hondo desprecio a que os considero acreedor. ¡Hazaña por cierto digna de ser publicada el haber seducido a una niña inexperta! No dejéis de contarla a todos vuestros compañeros en la primera orden del día, pues seguramente que entre ellos no podrá menos de adquiriros la nota de conquistador. Sois los militares de hoy tan afectos a esta clase de victorias, que el que entre vosotros no cuenta un par de familias deshonradas, no se tiene por confirmado en vuestra orden; y a la verdad que para agregarse a semejante estado de vida, no pudierais presentar unos titules más propios.»
«Solamente os suplico que no afectéis tanto interés por la suerte de mi hermana, pues podéis figuraros que lo que ha pasado entre los dos, no ha sido más que una humorada sin consecuencias; y que por consiguiente las mismas causas de aversión existen entre nosotros que existían.»
«Además sois muy bajo por todos conceptos para que os honréis con el título de miembro de nuestra familia; y no creáis que esto sea una acusación hecha al aire, sino que tengo sobradas razones en que fundarla.»
«Primeramente, por lo que respecte a vuestro oficio de militar, he pensado muchas veces en la usurpada consideración que la sociedad os dispensa, y no solo no he hallado una razón plausible para que holléis los saraos donde luce la cultura humana, sino que tengo muy poderosos motivos para creer que en una república medianamente gobernada no se os debiera permitir salir de los cuarteles. Os juro que me he avergonzado de ser hombre, al ver a tanto miserable enajenar su vida por un estipendio más o menos regateado. Vosotros, que sois lo más escogido de vuestra comunión, tenéis que rozaros por necesidad con lo más
«La más acertada disposición estampada en vuestra ordenanza es la que os prescribe una ciega obediencia a vuestros jefes; y al jurar obedecerla, empeñáis una palabra que solo es dado romper a los falsarios. Concedido esto, cuando un caudillo os guía a la batalla para sentar en el trono a un tirano que esclavice a vuestra patria, sois unos liberticidas; y si por quedar exentos de este oprobio, tornáis la lanza hacia el pecho del que jurasteis obedecer sumisos, faltáis a la fe solemnemente prometida, quedando desde aquel instante inscritos en el libro de los hombres sin pundonor. De estos dos títulos podéis escoger aquel que más os honre.»
«Cuando el verdugo acogota a un reo, libra a la sociedad de un miembro corrompido, condenado por los tribunales. Vosotros, nobles por excelencia, pasáis por las armas, sin conocimiento de causa, a un infeliz que su único crimen tal vez sera el haber tratado de evitar otro crimen del capitán que os manda. La diferencia del hecho solo consiste en el modo de ejecutarlo. Todo estriba en averiguar si el sofocar con un dogal, es menos noble que el traspasar con una espada. La distancia que entonces os separa es exactamente igual a la que medía entre el corazón y el cuello. Algunos, y yo también, tememos menos ser horcados que arcabuceados, porque para lo primero se necesita que medie una sentencia justa, y para lo segundo hasta con un injusto capricho.»
«Llega el momento de la victoria, y codiciosos de oro os aprovecháis del botín, desgarrando las valijas de los miseros vencidos. Cierta clase de gentes suelen dejar algo a los robados para que sigan su ruta, privándose así del horroroso espectáculo de los saqueados: vosotros dejáis en cueros a cuantos se os rinden en el calor de la refriega, y nada os importa presenciar su desventura. Aquellos, además de exponer su vida, se hallan amenazados por el rigor de las leyes: vosotros no exponéis más que la vida, y podéis despojarlos impunemente, sin que os pueda arrastrar a sus términos la justicia. Ya veis que en el parangón no salís nada agraviados. Todo es saquear a mano armada. Vos conoceréis de parte de quien hay más oprobio.»
«Solo una cosa veo en que hayáis tenido acierto, y es en arrear con ricos atavíos el cuerpo, a falla de nobles atributos con que engalanar el alma. El vulgo carece de los ojos del entendimiento, y solo ve lo que atañe al uniforme: por eso vosotros le fascináis con el brillo de las placas y los entorchados. No os puede con todo columbrar el verdadero sabio sin traer a la memoria la fábula del asno cargado de reliquias.»
«Haciendoos algunas veces toda la justicia que merecéis, para borrar tanta afrenta habéis invocado el dulce amor de la patria. Bellísimo expediente si disimularais más el ansia de obtener grados y condecoraciones. Reasumid cuanto os llevo dicho, y envaneceos si os parece con vuestros honrosos títulos. ¡Dignos títulos por cierto de quien a tan bajo precio ha vendido su existencia!»
«No creáis por esto que no os juzgo necesarios. Al contrario, pienso que una nación sin hombres de cuyas vidas pudiese disponer a todas horas, estaría es puesta a mil contingencias con piratas exteriores, y a no menores revueltas con los bribones del centro con todo el ser necesarios no os da derecho a ser tenidos en más de lo que valéis, pues lo mismo pudieran alegar los hombres del pueblo que desempeñan los oficios más viles. Esto es con respecto a vuestra profesión.»
« Por lo que toca a vuestra alcurnia no os quiero empachar recordandoos ahora vuestro origen, pues en la relación de tan noble ascendencia, tendría que mezclar una parte de vanagloria propia, trayendo a la memoria los beneficios que vuestra familia ha recibido de la mía. Además se que por esta parte ves mismo os confesáis de procedencia humilde, y por consiguiente ningún interés tengo en abatir a quien no se juzga enaltecido; y creedme que si os he baldonado por la clase a que pertenecéis, es porque os engreís con una honra que estáis muy lejos de merecer, pues no hay cosa más insoportable que un orgullo irracional.»
«Sentados estos precedentes, conoceréis que me es indispensable relevaros de todos los compromisos que hayáis podido contraer con mi hermana, con quien he consultado largamente la resolución que acabo de tomar. En cuanto a las cartas de mi padre, que habéis tenido la bondad de remitirme, podéis hacer de su contenido el uso que más os convenga, en la inteligencia que por ruin que sea no me cogerá de sorpresa.»
« Desconfió de poder avistarme con vos como he deseado al principio, pero si queréis tomaros la molestia de hacerlo conmigo, os explicaré más claramente las razones que llevo expuestas.»
La lectura de esta carta no hizo ninguna impresión en el ánimo de Emilia, y si estuviera bastante tranquila para poder juzgarla con serenidad, tal vez la hubiera hallado en demasía necia. Envilecer a una clase entera porque se desprecia a uno de sus individuos, solo puede ser obra del capricho de un demente, sin que puedan disculpar a Julio los resentimientos personales de que se dejó arrastrar. Afortunadamente, como se vera más adelante, su mejor prenda no era el juicio, que estaba muy lejos de ser recto, y por eso sin duda no titubeo un momento en calumniar a los depositarios de la seguridad pública, y a los que se les da una espada con la alta misión de que con ella sostengan y aumenten el lustre de las naciones.
Muy lejos estaba Emilia de quedar satisfecha con la carta de su hermano. Las mujeres para acriminar tienen un modo más sutil y no menos franco que los hombres, hablando a los sentimientos, mientras que estos pierden el tiempo en herir a la razón. El arte de tocar al alma tiene visos de artería, en tanto que el de derrocar el juicio es una honrosa batalla. Las mujeres sin embargo prefieren triunfar del primer modo, porque no es el pecado que más sienten que las achaquen, el de la seducción. Cogió pues la pluma, y escribió otra carta del tenor siguiente:
DE EMILIA A NARCISO.
«Me habéis engañado inicuamente. ¡Necia de mi que al verlos distintivos que la patria os ha confiado! pensé que erais un hombre de honor!Mentisteis es verdad, pero yo no sé si vuestra alevosía me ha causado más que dolor, desprecio hacia vuestra persona. Si con tan baja acción habéis querido amargar mi vida con un remordimiento eterno, os equivocáis torpemente, porque esta desgracia me ha traído al conocimiento de mí misma, y no me arrepiento de haber cobrado la razón a costa de tan grande sacrificio.»
«En medio de mi abandono me queda la satisfacción de que cualquiera otra en mi lugar hubiera sido seducida. Al comenzar nuestros tratos quise dar parte a mi hermano de los primeros sin tomas del amor que me inspirasteis; pero vos os opusisteis haciéndome creer que aun no era tiempo, y yo con la seguridad de la inocencia no tuve inconveniente en esperar hasta más adelante. Acordaos que al menor de mis favores siempre han precedido mil protestas de cariño por vuestra parte; y no fui yo ciertamente la que primero manifestó deseo de legitimar nuestra íntima correspondencia. Vos fuisteis el que con un desvelo inaudito buscasteis medios de allanar cuantos obstáculos se oponían a nuestras secretas entrevistas, y vos también el que tomasteis a vuestro cargo el participar a Julio nuestro afecto, haciendo desaparecer mezquinas desavenencias que mediaban entre ambas familias. Si hubiera sabido que en vez de leves motivos como decíais, causas trascendentales tenían sembrado entre nosotros irreconciliables antipatías, me guardaría muy bien de dar oídos a palabras que ofendían la memoria de mis antepasados.»
«No contento con ser el pérfido autor de mi deshonra, habéis tenido la crueldad de participárselo a un hermano que en su primer arrebato era muy capaz de haberme dado la muerte. ¿Qué os he hecho yo, desventurada, que además de mi fama exigís el sacrificio de mi vida? Si queréis hacerme desaparecer de la tierra porque mi nombre no sea la tremenda voz que alarme de continuo vuestros remordimientos, yo os juro por la sinceridad del amor que os profesaba, que esta será la última vez que el acento de esta victima llegue a turbar vuestra criminal conciencia. Desde un rincón de un claustro desfogaré mi despecho en lágrimas estériles, pero no cesaré de rogar al cielo por que os de el justo galardón de tan infame conducta. Os absuelvo completamente de cuantas obligaciones os puedan imponer las leyes humanas, pero apelando al último refugio de la inocencia ultrajada, remito a Dios el castigo de vuestro falso proceder.»
« Una horrible sospecha me acaba de agotar el poco valor que me quedaba para resignarme a soportar mi ignominia. Me hallo con fuerzas para sufrir el baldón de amante despreciada, ¿pero quien respondería de mi energía si tuviese que llevar otra carga más insoportable todavía? Habría de condenar, como a mi, para siempre a no ver la luz del día a un inocente que no había tenido más culpa al ser concebido que el que su madre hubiese creído en la existencia de vuestro amor? Os parece que le debiera arrojar al mundo, para que este le echase en cara la bastardía de su origen, y que fuese el principio de una generación que la sociedad cubriría de infamia eternamente? Si este ha sido vuestro objeto al empeñar la fe para engañarme, sois un monstruo que solo os habéis contentado con llenar de oprobio a toda una raza ilustre, empezando por mi que representaba con orgullo la tradicional honradez de mis abuelos, y acabando por mi hijo que tal vez podrá ser en adelante el carcomido tronco de una vil genealogía. Sí, sois un monstruo, a quien como amante desprecio, y como madre maldigo.»
« Nuestros mutuos compromisos quedan desde hoy divorciados para siempre. Si tal vez un resto de pudor ha conservado algún vinculo moral que todavía os una a esta desgraciada, desde ahora os restituyo el libre albedrío para que podáis disponer de él a vuestro antojo. Más todavía; os conjuro a que ni siquiera pongáis el pensamiento en mi memoria, aunque sea para honrarla. De hoy en adelante todas nuestras conexiones serán las mismas que si no hubiéramos existido.»
«Pero si acaso algún día.... después de mucho tiempo... allá cuando ya no haya podido resistir al colmo de mi abatimiento: si entonces llamase a vuestra puerta un niño.... no para pediros un pedazo de pan como hizo vuestro padre con mi abuelo, si no para poner su orfandad a vuestro abrigo, pidiendoos un apellido...... por Dios que no se lo neguéis. Ved que es lo único que os ruego por la última vez de mi vida. El reconocimiento del hijo no volverá a anudar los lazos que os han unido con la madre. Si tal fuese vuestra generosidad, creedme que aun sería posible entre nosotros una reconciliación en la vida eterna; los rencores de la amante no pasaran los lindes del sepulcro...... La sombra de la madre velará incesantemente por la suerte de su hijo, y al que sustituya su cariño maternal con un afecto de padre desde la morada de la paz lo colmara de bendiciones!»....
Al llegar aquí soltó la pluma angustiada. No se atrevía a poner con su firma el sello a su desventura. Renunciar a la última esperanza es obra superior a las fuerzas de una niña que tiene por un castigo injusto el pagar un momento de olvido con una expiación eterna. Pero al fin firmó, y la carta fue a su destino. Es preámbulo forzoso de nuestros males el saludarlos con ceño: más al cabo nos resignamos a sufrirlos, porque no siendo bastante fuertes para repelerlos, nos cargan con ellos a nuestro pesar. Así el hombre camina hacia el sepulcro en lucha con su destino. Reacio en tomar cuenta de las penas que le cupieron en suerte, tiene al fin que sufrir estas, y además el castigo de los réprobos. Emilia lloró mucho sobre la carta en que daba el último adiós a su amante, pero sus lágrimas se secaron inútilmente, porque el llanto es el germen que peor fructifica. ¡Oh, si supiera las muchas que la faltaban por derramar todavía!
Estaba la noche fría. La niebla cada vez más densa ahogaba en su seno los resplandores celestes. Julio caminaba lentamente. Sin aguijar su caballo, le dejaba marchar a su antojo por el camino trillado, temiendo a cada instante desviarse de la senda trazada, y dar en algún derrumbadero a cosa de media noche salió a los campos de Grado, y seguro de no encontrar ya precipicios, apresuró el paso con deseo de entrar antes de amanecer en Oviedo. Aun le faltaban dos leguas cuando distintamente percibió el rumor que formaba la conversación de algunos que sin duda le precedían. Avanzó hasta reunirse a ellos, y como solo por el ruido podía medir las distancias, a pesar de no ver a nadie, conoció que caminaba a su lado. Ya se iba adelantando un poco, cuando creyendo escuchar su nombre, contuvo su caballo, el que se paró completamente. Por desgracia el fogoso animal era tan dócil a las menores instigaciones de su dueño, que le le aguijase medía el terreno a escape, y con poco que le contuviese, se quedaba enteramente quieto. AsíJulio se atrasó gran trecho por detenerse a escuchar el motivo que mezclaba su nombre en aquel misterioso diálogo. Llevado de la curiosidad volvió a ganar lo atrasado, y si antes oyó su nombre, en este segundo avance no lo quedó duda alguna que había escuchado el de su padre. Un vivo interés le hizo amainar las riendas, y el obediente alazán se volvió a quedar plantado.
—Maldito seas! dijo el jinete para sí, y le arrimó un espolazo.
El caballo arrancó de nuevo, y entonces Julio escuchó de paso una voz de hombre que decía:
—«Pues yo estoy seguro que ninguno de los presos ha tenido la menor parte en la muerte de Margarita»......
El temor de adelantarse y de perder una sola frase le obligó a rehacer el freno, y aunque se hizo todo oídos no llego a percibir más que un sordo murmullo, perdiendo ahora por atrasado, lo que antes temió por adelantado.
Un segundo espolazo le hizo al caballo trasponer de pronto el camino otra vez perdido, y Julio oyó la misma voz que seguía diciendo:
—«¿Y cómo he de querer a sus hijos siendo ellos la principal causa»?....
Julio crispaba los puños de impaciencia con el ansia había picado más fuerte de lo necesario, y ya oía detrás las voces, dejando de percibirlas cuando más le interesaban.
Absorto en la idea de escuchar con una atención absoluta, maquinalmente contuvo su caballo.
Se fueron acercando los viajeros, y Julio continuó escuchando
¿
—.... «Llenar páginas y páginas con los asuntos de Margarita. Para mí no había más que expresiones comunes: algún recuerdo, alguna esperanza; de estas últimas muy pocas. A veces llegué a dudar hasta de vuestro»......
—El viento que arreciaba empezó a formar ondas con el acento, no llegando a su oído más que el diálogo casi a medias.
—.... «Y vuelta con Margarita...... a veces con él..... no, creedme queel tal Julio......»
Se impacientaba este con el aire, con la niebla, con su caballo, y concuanto le impedía escuchar una conversación que tanto le importaba. Ahora redobló su atención con más ahinco que nunca.
La voz seguía diciendo;
—.... «Si, con Julio...... no lo niegues...... muchas...... creí que era algún»......
Viéndose Julio ya muy rezagado, no quiso perder el epíteto con que sin duda se le iba a regalar, y sin poderse contener arrimó al caballo un espolazo haciéndole arrancar a escape.
—«Loco»..... oyó al acercarse a los viajeros, y en seguida echo a rodar un bulto por no haber podido contener la furia de su caballo.
—Ay! exclamó una mujer a quien sin duda habla despeñado.
El tono de esta exclamación sin saber por qué le hizo estremecerse todo.
Con gusto hubiera dado la vuelta para socorrer a aquella desgraciada, pero el temor de ser conocido le hizo sofocar sus nobles sentimientos, y se apresuró a llegar a Oviedo entre mortales angustias.
—¡Maldita suerte ¡decía Julio: aun no he llegado a la ciudad, y ya oigo referir mi historia. En cuanto el sol se levante me señalarán por las calles como a un objeto digno de la compasión y del desprecio de las gentes. ¡Ah, cuando cesará en su rigor el hado que me persigue!!
Y aun no empezaba a alborear el día, cuando llegó a las puertas de Oviedo, donde se apeó para entrar silencioso como un fugitivo, y azorado como un criminal.
El ánimo preocupado suele trocar en energúmenos a las personas sensatas. De noche temen a los duendes; de día a los hombres. Si alguno se les adelanta, creen que es para gritar:
El miedo es como la luz, que traspira hasta por los poros. Por eso el que está poseído de él tiene dos trabajos cuando lo disimula: se le ve el miedo, y el deseo de ocultarlo. Un medroso martiriza sus sentidos cuando los pone frente a la persona que teme. Si la mira cara a cara, sus mejillas se parecen a la cera; si la observa de reojo, no hay color de grana tan subido como el de sus orejas: si la vuelve la espalda, siente en el occipucio un escozor como si le amagase una cantárida.
Esto mismo sucedía a Julio los primeros días de su llegada. Preocupado con la conversación que oyó la noche que entró en Oviedo, salia muy rara vez de su casa, imaginándose que cuantos pasaban por su lado decían para sí: este es aquel.
Mas poco a poco se fue serenando su alma; y si al principio no salía más que de noche, después ya salia por las tardes, luego por las mañanas, y al fin salia como todo el mundo, cuando le daba la gana. Mucho mortificaba a Julio la memoria de sus pasadas zozobras. ¿Tener miedo a todos, por haber oído a uno contar su historia? ¡Qué vergüenza!
Para enmendar tal flaqueza, Julio desde entonces hablaba más alto, accionaba con más desembarazo, y miraba a los hombres de un modo tan particular que parecía decirles:
Ya con la calma necesaria para ocuparse de sus negocios, se fue un día a casa del Oidor a enterarse de la suerte de los presos.
—Pase V. adelante, le dijo un criado haciendo una cortesía convencional en semejantes casos. Julio contestó con otra, y prosiguió andando hasta una sala de enfrente. Quedó se de pie en la puerta, y con una contorsión tan ridícula como la del criado saludo a una joven que recostada en el sofá se entretenía en hojear unas cartas, dejándole por consiguiente sin contestación.
—Señora...... se atrevió a decir Julio casi entre dientes para llamar la atención hacia su persona.
A tan leve rumor se sobresaltó la joven, y arrebujó en su falda los papeles, hasta que viendo a un hombre desconocido volvió a recobrar su compostura, y reportándose de su primera sorpresa.
—Caballero...... contestó en el mismo tono.
—Perdonad, continuó Julio, adelantándose como quien cuenta los pasos. Soy hijo de un íntimo amigo del señor Ramírez; he venido a consultar con él sobre un negocio importante; me han dicho que no estaba en casa, y resuelto a esperarle, me introdujeron en esta sala, donde he tenido el gusto de hallaros, y acaso el sentimiento de interrumpiros......
—De ningún modo: tomad asiento, dijo Isabel haciendo que subía el pañuelo de los hombros para derribarle un poco.
Julio se sentó en seguida, tomando en su silla la postura más desembarazada que pudo.
Quedaron uno en frente de otro tan silenciosos y distraídos como si estuvieran solos. El modo de entablar conversación entre dos que no se han visto nunca, por mucho talento que medie por ambas partes, es menester que peque de muy necio, o a lo menos de muy indiscreto con la benevolencia en el rostro se miran o incitan mutuamente, deseando que el uno hable, seguro de que aunque diga lo que quiera ha de hallara sentimiento en el otro, pues ambos tienen un sí colgado de los labios en remuneración del que antes manifieste una ocurrencia. Algunos en tales casos, habiendo divergencia de opiniones, a lo mas, se atreven a emitir su parecer vagamente; y no faltan otros que, aunque se siente una verdad inconcusa, la niegan rotundamente, con el objeto de tomar pie para seguir hablando, pues más quieren parecer dementes que hombres a quien nada se les ocurre.
Pasaron muchos instantes en un completo silencio, hasta que viéndose ya en ridículo Julio se aventuró a decir algo.
—¿Sois parienta del Sr. Ramírez?
Después se mordió los labios seguro de que habla dicho una necedad, pues a él nada le importaba saberlo.
—Prima, contestó Isabel balbuciente, como si ignorara el parentesco que los unía.
Quedó esta un poco colorada, y aquel bastante disgustado del laconismo de su interlocutora. Habla hecho un esfuerzo de inteligencia para hacer una pregunta de que no quedaba satisfecho, y ahora tenía que reconcentrar de nuevo sus facultades intelectuales para hacer una segunda edición de su primera simpleza.
Afortunadamente Isabel le excusó de este trabajo.
—¿Venís para mucho tiempo?
Julio se tranquilizó del todo. La pregunta de Isabel era por lo menos tan indiscreta como la suya, y los había igualado hasta no tener ya nada que echarse en cara.
—Eso depende del giro que tomen mis negocios. De cualquier modo pienso detenerme aquí algún tiempo, porque me han recetado los facultativos como medio higiénico la distracción y la variedad de climas. Además he adquirido algunas relaciones siendo estudiante en esta universidad, y faltaría a un deber no tomándome el tiempo oportuno para renovar las protestas de mis primeros afectos....
No todo lo que decía Julio tenía visos de cierto, pero algo se ha de perdonar al inocente deseo de hablar solo por decir algo. La conversación tenía que girar sobre cualquier cosa, y así no es extraño que Julio dijese cualquier cosa para entablarla. Isabel por su parte no necesitaba tanto para discurrir en terreno firme, y echando mano de la palabra afectos, dio interés al diálogo, convirtiendo en palenque el corazón.
—Cierto, dijo, que los verdaderos
Tenia Julio harto despejo para echar por el atajo sin caer en el absurdo de una brusca transición, y tomando el tono de una intención marcada, acabo de localizar la cuestión personificándola en sí mismos.
—Es verdad que tengo añejas simpatías muy gratas para mi corazón, pero creo que otras nuevas pudieran ser más poderosas para detenerme con vínculos más fuertes......
Este supuesto con caracteres de declaración empezó a ponerlos de inteligencia, y por más que Isabel bajó los ojos, no pudo disimular que le había comprendido.
Estaba esta adornada con sencillez: un ligero vestido blanco, un pañuelo de gasa por el cuello, y una flor que asomaba entre el cabello, era lo único que resaltaba en su tocado, haciendo gracia a las prendas naturales de atavíos pomposos que tal vez las hubieran ahogado entre la profusión de inútiles encajes. Tenia los ojos negros, y al verlos mirar siempre de rebote, pudiera decirse, a traslucir en ellos menos candor, que los hacía esquivarse la vergüenza. El quebrado color de sus mejillas parecía el resto de otro encendido por la juventud y la belleza, pero que las lágrimas lo habían deslustrado lentamente. Algunas respiraciones se trocaban en suspiros; y no pocas veces un sollozo ponía termino a su sonrisa forzada. Aquel mirar apasionado y vago; aquella viveza que se confundía en la inquietud; un tono dulce que degeneraba en melancólico;una flexibilidad en sus movimientos que al menor descuido caía en un lánguido descaecimiento, eran signos que impelían al corazón a desentrañar el de Isabel.
Para esto se necesitaba un alma dotada de cualidades más exquisitas que las que adornaban la de Julio. Tenia este un talento claro, pero le faltaba ese instinto de percepción que saca a los hombres de la esfera vulgar. Capacidad mediana bajo todos aspectos, ni amaba en extremo a la virtud, ni se apegaba demasiado al vicio; y así cometía una mala acción sin bajeza, como hacía una buena sin entusiasmo con disposición para desempeñar los cargos más difíciles de la sociedad, no era capaz de dominar un suceso; y convertido en primer actor en el complicado drama que se iba a representar en su tiempo, tal vez su nombre no quedará inscrito en el mármol de los genios inspirados, pero es seguro que no se alegaría de la escena entre el coro de silbidos que siempre acompaña a los histriones deslucidos. En todo mostraba el talento de una medianía, y era, en una palabra, el tipo de esos hombres que, juguetes de los acontecimientos, ni los contienen ni los precipitan, y que sin oprobio ni gloria llegan por fin al sepulcro donde los demás hombres entierran su memoria con sus cadáveres. Por eso no vio en Isabel más que un foco cualquiera de voluptuosos deseos, confundiendo con las acciones comunes aquel mirar receloso y vivo, como el de quien ha sido abatido por la fortuna, y la observa de reojo, aguardando la ocasión de tomar venganza de los ultrajes que ha recibido de ella.
Siguieron hablando sin abandonar un punto el tema propuesto, y aunque hacían sobre él infinitas variaciones, siempre venían a parar al mismo asunto con el mismo tono, imitando en sus conclusiones a los indispensables finales de aria.
El ruido de una campanilla tocada de cierto modo, hizo a Isabel levantarse con presteza, y recogiendo de improviso las cartas esparcidas sobre el sofá, se dirigió ocultándolas hacia el gabinete inmediato.
Consecuencia necesaria del que con señas imprudentes da lugar a que el enemigo se ponga alerta.
Al entrar el Oidor Ramírez, ya le aguardaba Isabel de pie junto a la puerta, a la que saludo con un ademan todavía no admitido para delante de gentes.
Una retirada de esta le hizo volver en si, y advertirse de la presencia de Julio, a quien encarándose con altivez.
—Servidor, dijo acompañando su saludo de una venia que de todo carecía menos de afectación.
Isabel avergonzada se retiró en seguida, mientras que Julio tomo la desenvoltura por una chanza de primo.
La persona del Oidor indicaba por su elevación gran flojedad de talento, al mismo tiempo que mostraba ser a propósito para cortejante de profesión. Los hombres para las mujeres se miden de los pies a la cabeza, mientras que los hombres para la sociedad se miden por la extensión de la frente.
—Sentaos, añadió luego sin escasear las cortesías.
La majestuosa facha de Ramírez no dejó de imponer el apocado animo de Julio, quien en aquel momento se admiraba de la poca armonía que reinaba entre la compostura de su aspecto físico, y el desconcierto moral del extravagante autor de la carta de su padre.
—¿Podré saber en lo que debo serviros?
—Me llamo Julio de Mora......
—Como! ¿seréis acaso el hijo de mi íntimo amigo?....
—Y muy servidor vuestro.
—Sea por muchos años. Aprecio en extremo a vuestro padre.....
—Mi padre ha muerto.
—¡Ha muerto!
—Hace días que he tenido el sentimiento de quedar huérfano.
—¡Qué lástima! añadió Ramírez con un aire de compasión estúpido.
Quedose Julio pensativo, y el Oidor haciendo que pensaba. En el rostro del primero se veía pintada la tristeza, y en el del segundo la violencia de afectarla.
Por fortuna la entrada de un nuevo personaje sacó a Julio y a Ramírez deun estado tan doloroso, para aquel por lo sensible, y para este por lo excepcional.
—Felices, dijo un botarate entrando como los torbellinos, de repente.
Por la vaguedad del saludo se conocerá que el saludador era uno de esos entes que no paran jamás la atención en saber qué hora es.
El Sr.
No era tan loco sin embargo como se decía. Es verdad que al parecer lo era rematado, pero la mitad de su locura era natural, y la otra mitad ficticia. Escudados con aquella, muchos se reían de el impunemente;abroquelado con esta, se reía él de muchos a mansalva. Dividida en dos partes su locura, si con una perdía, con la otra especulaba. Era un loco a medias, con quien todos salían a ellas. Si alguno le insultaba ya sabía que no tenía que incomodarse, porque sin duda habían dado pie para ello
—Ola! dijo Ramírez alargando la mano al marquesito, tengo el gusto de presentarte a un sobrino de tu amigo Valleameno.
—Lo celebro, contestó el loco; ya le habrás dicho que su tío se ha fugado de la cárcel.
—¡Cómo! exclamó Julio tan gozoso como sorprendido.
—Si, se ha fugado, continuó el marquesito; o por mejor decir le han dejado fugarse. Los curiales que entendían en su causa pesaron el gusto de verle ahorcado con el dinero que se les ofrecía, y advirtiendo que este inclinaba notablemente más la balanza, se decidieron por él, y le proporcionaron la fuga. Bien es verdad que el alcaide está preso; pero en cambio su mujer lleva vestido nuevo. Ya se empiezan a propalar voces de que esta inocente: pronto le echarán a la calle, y con que se achaque la fuga a un
—Cosas tuyas! prorrumpió sonriéndose el Oidor.
—Cosas mías indudablemente siguió el impertérrito marquesito; no sé yo que hasta ahora otro alguno haya despreciado tanto a toda la ralea judicial. Este sagrado poder que solo debiera estar conferido a la sabiduría y a la virtud, anda en manos de intrigantes y de pícaros; no porque esto pueda tener remedio, pues no hay en el mundo entero bastantes sabios y virtuosos como curiales se necesitan para solo el rincón de una provincia. Cometed una injusticia, dirigíos a un abogado, y veréis como os dice:—«No tenéis razón, pero se hará lo que se pueda.»—y desenterrando códigos, multiplicando fórmulas, y falseando los principios de la sana moral con argucias más o menos ingeniosas, aunque seáis un bribón
Ramírez se reía mucho de las locuras de su amigo: mas no le sucedía lo mismo a Julio. Aquel, o le parecía que tenía razón, o no se quería tomar el trabajo de rebatirle: este, con el ardor e impericia de todos los aprendices, tomó la defensa de una carrera que él había comenzado.
—¿Y podréis negar la consideración a que es acreedora la magistratura? dijo en un tono forense, o como si dijéramos prosopopéyico.
—De ningún modo, le interrumpió el marquesito; la magistratura es acreedora a una alta consideración, más que por el decoro que tiene, por el que debiera tener. Desengañaos Sr. D...... ¿Cómo es vuestra gracia?
—Julio, contestó este algo amostazado.
—Pues desengañaos, Sr. D. Julio; la paz de los pueblos está en razón inversa del número de ministros de justicia. Cuando veáis algún curial, desde un alguacil hasta un magistrado inclusive, podéis decir sin miedo de engañaros:—«Ahí va un perverso que se moriría de hambre el día que los hombres llegasen a ser buenos; y así es que está en su interés hacerlos peores todavía. Ese pajarraco es un buitre que, si defiende del lobo alguna oveja, es para chuparla la sangre.» —Creedme, vuelvo a repetir; yo he pleiteado muchísimo, y como no estoy
Julio determinó ausentarse, o por no cometer la profanación de escucharle, o por gozar en silencio de la fuga de su tío, que tanto convenía al objeto de su viaje, y por eso en cuanto el marqués concluyó su periodo.
—Con vuestro permiso, dijo levantándose.
El marquesito que adivinó su disgusto hizo vagar por su rostro una sonrisa maligna.
Aquella sonrisa hizo en Julio el efecto de una escarificación.
Ramírez salió a acompañarle hasta la puerta, y en el recibimiento encontraron a Isabel que pasaba por casualidad. ¡Casualidad por cierto!
—Esta casa está a vuestra disposición, dijo Isabel a Julio en un tono que decía traducido al lenguaje del sentimiento: «Tendré mucho gusto envolver a veros.»
—Si, esta choza está a vuestra disposición, siguió el pedante del Oidor enmendando su torpeza.
—Tendré el honor de volver a veros, contestó Julio con intención.
¡Qué bien traducía Julio!
—Gracias, dijo Isabel.
—Gracias, siguió Ramírez.
—El honor será nuestro......
—Oh! si, el honor será nuestro......
Julio hizo una cortesía ni bien vulgar ni bien culta, y comenzó a bajarla escalera.
Ya iba a perder de vista la puerta, cuando alzando los ojos vio a Isabel que estaba mirándole al parecer extasiada. Aquella mirada hizo tal estrago en Julio que se arrimó a la pared por no rodar la escalera.
¡Pobre muchacho! Si él comprendiera la teoría de las miradas, sabría desde aquel momento que Isabel era, o una enamorada muy necia, o una comedianta muy ducha.
—Si señor, decía el canónigo Siñeriz a Julio a quien había convidado a comer aquel día. Si señor, el tal Pertierra, vuestro cura párroco, era un perillán de marca mayor.
—Sin embargo, sus virtudes......
—Eso mismo os probará que ha sido un galopín. Ningún hombre es malo o bueno toda su vida, y así es que cuando veáis un anciano hipócrita o virtuoso, podéis asegurar que de joven ha sido un bribón, y viceversa:algunas veces os equivocareis, pero serán las menos.
—Partiendo de ese principio no hacéis entonces con mucha piedad vuestra apología, porque tengo entendido que hasta que os ordenasteis vuestra conducta ha sido ejemplar, por consiguiente si cuando joven habéis sido bueno, ahora que sois adulto.....
—También habréis oído decir que no hay regla sin excepción: y apropósito de excepciones, exceptúo a Pertierra, si así os place, del número de los malos; pero lo que no me podréis negar es que su ama siempre ha sido, es y será una grandísima perdularia.
—La Señora doña Andrea......
—La Señora doña Andrea es una gazmoña peor que la Magdalena. Afortunadamente sé su historia desde que venia a vender coles a Oviedo, hasta que llegó a ser ama de cura, y por consiguiente puedo hablar de ella con más seguridad que vos, pues probablemente solo la habréis visto darse golpes de pecho. —«Señor de Siñeriz, me dijo un día por la mañana despertándome, aquí traigo estas cartas amorosas que le he cogido a vuestro amigo Pertierra, y si le volvéis a aconsejar que no me lleve por ama, se las remito al Obispo en cuerpo y alma para que sepa todos vuestros gatuperios.»—Figuraos si la tal Andrea sera una mujer estúpida. Solo al diablo se le ocurre dar semejante campanada a los tres meses de estar ordenado
—Ahora caigo en que ella tampoco os tiene en el mejor concepto, pues recuerdo que al despedirme me dijo para vos en un tono bastante irónico......
—Alguna necedad indudablemente.
—Advertid al señor canónigo que si aun me conserva algún rencor, que yo soy más generosa; y en prueba de que le perdono le diréis que no os he contado ninguna dejas escandalosas aventuras de la
—Ya veis como Andrea no sabe hablar más que diciendo necedades. Si vos conocierais a la respetable Señora a quien llama
Antes de pasar adelante debo decir dos palabras acerca del carácter del canónigo, y del de otra persona que aun no desplegó sus labios, aunque hizo sobrados mohínes.
Ocupaba D. Pedro Siñeriz la cabecera de la mesa, puesto que indudablemente pertenecía a Julio, pero que el bueno del canónigo no lo hubiera cedido ni al mismo Rey; pues hay gentes tan vulgares que, al decir amo de casa creen que nombran a un ser privilegiado con derechos intransmisibles. Amo de casa es para ellos un bajá investido por el mismo cielo, y que no tiene facultades para dispensar a nadie de las ovaciones que de derecho se le deben. Esto solo sucede entre cierta clase de gentes, pero entre las personas de alguna educación el amo de la casa es el criado de todo aquel que se digna honrarla con su presencia. D. Pedro Siñeriz pertenencia a los de la primera casta, y así es que al sentarse a la mesa no se le ocurrió ofrecer a Julio siquiera por ceremonia el sitio de preferencia después de apoltronarse el primero en su sillón de respaldo, hizo que Julio y su sobrina se colocasen a su lado, uno en frente de otro, para no tener que levantar mucho la voz, ni volver la cabeza demasiado al dignarse dirigirles la palabra. Se supone que a la mesa solo salían los manjares que al amo le gustaban, y que nadie mudaba plato hasta que el amo alargaba el suyo, después de haber saboreado la que contenía con aquella mansedumbre del que se propone comer y digerir a un mismo tiempo. Solo de una incomodidad hacía gracia a sus convidados, y era que delante de el nadie se habla de tomar la molestia de quitar los tapones alas botellas. Doña Rosa, el ama a quien Andrea llamaba la trucha del Nalon, solía decir que esto era un capricho, pero en mi concepto esto era por probar el los licores primero que ninguno.
Para formarnos idea del canónigo, es menester describirlo a partes, delineando primero su aspecto físico, y bosquejando en seguida su carácter moral, tan independientes uno de otro que en el había dos naturalezas distintas, una material y otra incorpórea, sin ninguna relación entre si.
Tenia lo que todos entendemos por buena estampa, aunque un tanto abotargada ya por su manía de probar licores y saborear manjares. Cualquiera a primera vista decía que era buen mozo; pero a la segunda ya adivinaba que era un glotón. Este vicio, que solo produce ensanches, había rellenado completamente las quiebras de un tallo esbelto y flexible que le había granjeado una inmensa popularidad entre todas las beatas de su tiempo.
Don Pedro creía en el arca de Noé, en la infalibilidad del Papa, en la predestinación, y en cuantas adiciones y pegotes se han dignado arrimarle al dogma cristiano, concilios, teólogos y padres de la Iglesia. Jamás se ocultaba el sol sin que él hubiese mascullado su rezo diario. En las ceremonias eclesiásticas en que era necesaria su presencia, Siñeriz acudía primero que ninguno, y sin género de duda con más fe que cualquiera de sus colegas. El adoptó el rito tal como se lo entregaron, y nunca se entrometió a mutilar le con impertinentes observaciones. Le dijeron cree: D. Pedro creyó; y aquí paz y después gloria.
Pero preciso es decirlo. A vueltas de este olor de santidad el canónigo era un pecador más que mediano: verdad es que no lo podía remediar, pero el hecho es cierto. Si era un día de vigilia y se le antojaba ternera, en vano recordaba que la Iglesia se la prohibía; la pedía su estómago,él se alarmaba, y escudado con las prerrogativas concedidas a los enfermos, la ternera era condimentada. Nunca lo faltaban antojos, pero tampoco protestos. Cada sentido en él era un vasallo convertido en Rey;se habían roto los ramales que los unían a la voluntad, y hacían su gusto sin restricción ninguna. D. Pedro conocía todo esto, y lo lamentaba. ¡Lamentos vanos! Aquella alma no era de aquel cuerpo. Su parte moral era la de un ángel, pero su parte tangible era tan endiablada como la de cualquier hijo de vecino. Por eso he dicho que en él había dos naturalezas distintas sin ninguna relación entre sí, una material y otra incorpórea.
Por lo demás cualquiera se podía honrar de que le llamase su amigo. Una cualidad especial le distinguía de los demás hombres y es que la amistad era para él, lo que debe ser, una cosa santa. Julio se le había presentado con una simple recomendación de un antiguo compañero suyo, y a excepción de algunas distinciones que no sabía conceder a nadie, como la de dar a probar los licores etc. no tenía absolutamente nada de que el recomendado no pudiese disponer. Una cosa extrañarán mis lectores, y es el rencor que conservaba a Andrea, el ama de su amigo, después de tantos años. Esto merece una explicación, muy por encima por supuesto, porque hay explicaciones que pueden afectar dolorosamente estados tan respetables como los de un canónigo y un cura.
Pertierra y Siñeriz hablan estudiado juntos. Aunque de unas familias medianamente acomodadas solo les pasaban lo preciso para comer. Esta tacañería de algunos padres respecto de sus hijos cuando están ausentes, les reporta la ventaja de encontrarse con algunos doblones más al cabo del año, pero en cambio envilecen a los mismos que tratan de ennoblecer. Precisados a rozarse con gentes de cierta estofa, jamás llegan a despojarse de ciertos resabios "vulgares. Cuando un joven llega a poner en acción los recursos que su ambición le sugiere, encaramándose de tramo en tramo hasta llegar a la cumbre de la escala social, entonces es menester que le ayuden, o al menos que no te estorben; y el que por casualidad tiene la desgracia de que le aten a una ruin esfera conexiones tan plebeyas como las que habían contraído Pertierra y Siñeriz, es poco menos que imposible que se desprenda de ellas totalmente, pareciéndose a un ave a quien hubiesen enlodado las alas por temor de que volase demasiado, y cuya fatal precaución le condenase a mal andar para siempre fuera de su elemento nativo. Por dos reales diarios tenían ambos amigos un camaranchón abuardillado, que la patrona llamaba cuarto; un jergón no muy lleno de hojas de maíz, donde hacían de mantas los manteos de los huéspedes; y un candil que por poner nombre a todo la patrona le nombraba luz, y que apenas el saín que con tenía daba tiempo a que los estudiantes se dijesen buenas noches.
En cuanto a la bucólica corría por su cuenta. Pertierra como el más bueno, o por mejor dicho el más simple, era el encargado de los negocios exteriores. El compraba las habas, las berzas, las patatas, e iba todos los días a la fuente por un botijo de agua. Estas ocupaciones, repetidas diariamente, le habían hecho contraer relaciones como las de Andrea que efectivamente era una verdulera, y no de las menos descaradas. Siñeriz como el más socarrón, es decir como el más tuno, se había decidido por los negocios interiores; y así es que a fuerza de tiempo llegó a componer un guisado tan bien como el mejor cocinero. De una cosa se asombraba Pertierra y es de que él nunca compraba especies, y los guisados de Siñeriz siempre las tenían. Al fin conoció que obraba de acuerdo con la criada de la patrona, y que en cambio de afectos ella le franqueaba las especies. Esta criada con el tiempo llegó a llamarse Doña Rosa, que a decir verdad no había nombre que menos la conviniese. Cuando Siñeriz estaba a punto de concluir su carrera fue poco a poco desentendiéndose de Rosa, y ella que ya veía próximo el fin de su reinado determinó hacer una que fuese sonada. Al efecto un día a orillas del Nalon, se descalzó, (sin duda por no mojarse los zapatos) y se internó en el río lo menos media cuarta: entonces se puso a llorar como una desollada, y haciendo que metía la cabeza debajo del agua, gritaba que la dejasen ahogarse que estaba desesperada. Mas sea que ella no tuviese, mucha gana, o que algún transeúnte la convenciese de lo contrario, el caso es que Rosa no se ahogó, y que Andrea desde entonces comenzó a llamarla la trucha del Nalon. Rosa y Siñeriz decían que el apodo era una necedad, pero algún mérito tendría cuando llego a popularizarse entre todas las domésticas sus comtemporáneas. Por este exordio ridículo conoció Siñeriz que Rosa estaba decidida a representar un melodrama de grande espectáculo en que él fuese el protagonista, y por no ser envuelto en la catástrofe determinó con mejor acuerdo llevará Rosa por ama.
¿Mas cómo, se me dirá, con tan ruines elementos logró Siñeriz alcanzar una canonjía? Se reirá el lector si le respondo que por una bobada, pero precisamente le responderé la verdad.
Alarmada la prostituida corte de Carlos IV con el espíritu reformador que empezaba a cundir entre sus súbditos con el ejemplo de la revoluciona francesa, acogía con notable agrado cuantas ideas se encaminaban a sofocarlo en su germen. Uno de los que con más provecho propio combatieron los nuevos instintos, fue el bobalicón de nuestro Siñeriz, teniente párroco a la sazón de uno de los más insignificantes pueblecillos del principado de Asturias, Era, aunque algo obtuso, unpoco dado a la literatura. —«Señor,» decía al Monarca en una exposición que tuvo la necedad y la dicha de dirigirle, «Dios hizo los Reyes y los pueblos, (estupenda verdad de Pero-grullo!) los Reyes para que manden, y los pueblos para que obedezcan: (y para que habrá hecho los necios?) por consiguiente a vuestra majestad toca mandar, y a nosotros obedecer. Los que quieren la república no quieren al Rey, (!olá!) y contravienen a lo dispuesto por Dios. Así Vuestra Majestad haga una higa a todos los que no le quieren, y como dicen los chicos en mi tierra. Antón perulero, cada cual atienda a su juego.»—Este ensarte de vulgaridades que debieran haber sido causa para que a su autor por lo menos se le separase del gremio sacerdotal, le valió al obscuro teniente párroco la friolera de una canonjía. Prueba irrecusable de que el favor siempre acompaña al mérito.
Hablemos ya de la sobrina.
Rita (porque se llamaba Rita) era una de esas personas que en el cuerpo común de una familia son una verdadera exuberancia; entes cuya partida de bautismo debe estar tan escondida como la piedra filosofal. Tales individuos siempre son hijos de un hermano o hermana del que les sirve de padre, y que por lo regular estos hermanos han muerto no se sabe en dónde ni en qué época. Comúnmente los que están más privados de tener hijos, son los que tienen la desgracia de recoger más huérfanos de unos hermanos suyos que nadie ni por casualidad ha conocido. ¡Desgraciados!
Rita era una belleza vulgar. Belleza y vulgaridad suelen ser cualidades que siempre están encontradas, pero en ella estaban perfectamente unidas. Sus facciones en extremo lindas formaban un conjunto que en la mayor parte hacía una impresión fría, en algunos pasadera, y en muy pocos agradable. Su talle era bastante esbelto, pero por más dúctil que fuese para estrecharse, en cuanto a quebrantarse era inflexible. Dócil a todas las exigencias del corsé, jamás llego a ser un gozne sobre el cual girasen el pecho y las caderas con una completa independencia. Carnoso, y hasta pequeño, su pie agradaría mucho suspendido en el aire, pero fijo en el suelo carecía de elasticidad. No era de aquellos pies que no gastan el zapato más que por el tacón y por la punta, que la alfombra más fina les hace saltar de cosquillas. Bonito, pero inanimado, no pisaba esquivándose, se aplastaba.
Quien haya visto una sola vez en su vida alguna muchacha educada en colegio o casa de pension, desplegar sus atractivos para cautivar al primer zoquete que se la presenta, inferirá las muecas inverosímiles conque Rita se daría tormento para llamar la atención de Julio. Estas inexpertas parvulillas conocen el amor por los libros que a hurtadillas han leído, y a la primera ocasión hacen parodias ridículas de unas acciones más ridículas todavía. Leen por ejemplo en una novela;—«sentada Isolina frente a Teobaldo, al arrojar en el plato un hueso de aceituna, recibió de él una de esas miradas en que van empapados años y años de inútiles deseos, y herida de tan imprevista centella, alzó la vista extasiada...... etc etc etc.» Salen entonces de su encierro, las mira cualquiera que las ve, y ellas acordándose del éxtasis de Isolina, ponen los ojos en blanco, y si el que las mira tiene sentido común se ríe de ellas, etc. etc. etc.
Rita iba muy pocas veces a ver a su tío: y digo tío a pesar de que doña Rosa publicaba por todas partes que no era su sobrina. La pobrecilla no salía de la pensión para hacer compañía a su tío, o no tío, más que cuando Doña Rosa se marchaba a tomar aires. ¡Qué cuadros tan inesperados se presentan a nuestra mente a la sola, emisión de una palabra inspirada!
Y volviendo a anudar el hilo de la conversación.
—¿Con que vuestra hermana, seguía el canónigo, se empeña en tomar el velo? Supongo que vos como mayor de edad la habréis hecho las observaciones conducentes para disuadir la de ello: pero es demasiado niña y habrá sido inútil. Para abrazar con ardor la profesión de esposa de Cristo es menester que las mujeres, o no hayan entrado en el mundo, o ya hayan salido de él; y como ella todavía es de las que no han entrado....
(Ah!) decía Julio para sí abrumado de dolorosos recuerdos.
—Ya se ve, tan joven, tan niña......
—Si, prorrumpió Julio tartamudeando, es una niña muy joven. Y luego para suplir el hueco que su laconismo pudiera dejar en la conversación, hizo a Hita una expresión con la más fina galantería.
Sorprendida la pensionista, recibió la fineza de mano de Julio con un desconcierto, estoy por decir agreste. Prueba de que al tomarla su corazón sentía algo nuevo y profundo: si no hubiera sentido nada, de seguro correspondería al obsequio de Julio con alguna pantomima neciamente patética.
—No tengáis cuidado, prosiguió el canónigo, nosotros hablaremos a la abadesa de Santa María de la Vega para que entre en su comunidad.
—Si, exclamó Rita con una simplicidad parecida a la ternura, nosotros hablaremos a la madrina para que entre en su comunidad.
Ya sabemos que la abadesa de Santa María de la Vega era
—Pero eso será mañana, continuó el canónigo; después de comer os leeré alguna producción de las que decís que tanto os ha hablado Pertierra.
—Con efecto, dijo Julio, el Señor Pertierra me ha hablado muchas veces......
(Lindos postres me esperan! debiera añadir aquí Julio para sus adentros;pero no tenía motivos todavía para dudar del talento de Siñeriz, y no lo añadió. )
Aun no se habla concluido la comida, cuando Rita se retiró a su cuarto. ¡De cuán poco depende la tranquilidad humana? ¿Quién dirá que la fineza de Julio hizo una revolución en su alma? ¡Ah! y esta fineza acaso sería un níspero!
El canónigo cumplió su palabra. Después de comer hizo sacar un legajo de papeles, que según lo voluminoso podría ser la historia del mundo entero. Al fin se decidió por lo ameno, y desarrollando el legajo leyó a Julio la novela siguiente:
EL AMANTE MISTERIOSO (1).
Una imaginación muy desarrollada es el más terrible enemigo de las mujeres. Como esta facultad intelectual precede siempre a los más vagos deseos, los atavía con el falaz encanto de una magia indefinible, y como esto encanto es inaccesible a los sentidos, por eso nuestros gustos van siendo falsos a medida que se nos acercan. La imaginación subyuga a los corazones débiles, y porque ella se prenda de todo lo que se halla envuelto entre las sombras del misterio, los corazones débiles se apasionan por cuanto tiene apariencias de fantástico.
Dígalo la pobre Adela que con un alma inefable, una belleza sin igual, y un inmenso patrimonio, fue sin embargo desgraciada. ¿Y por qué fue desgraciada, teniendo una belleza capaz de cautivar al que la cautivase, un alma propia para corresponder a los arrebatos del alma más sublime, y sobradas riquezas con que poderse proporcionar todas las comodidades de la vida? Porque su imaginación era demasiado ardiente, y su corazón en extremo débil. Así, cuando un conjunto de circunstancias extraordinarias cautivó su imaginación, su alma se dejó arrastrar como una esclava.
No había en todo el principado dama más obsequiada, ni más acreedora a ello más de un galán había agradado a Adela a primera vista, pero pasado el primer momento, echaba una ojeada sobre sí, veía la distancia que los separaba, y al punto se despertaba en su alma ese sentimiento tan temible en las mujeres, el menosprecio. En tal estado, por más que ellas se dejen halagar, no aman, toleran. No se deleita con esto su corazón, pero se lisonjea su amor propio.
La atmósfera que la rodeaba era un eterno concierto de quejas y de alabanzas. ¡Qué dulces serán los sueños arrullados continuamente por el viento de la lisonja! En las rejas de Adela jamás se secaban las flores. Su calle era la sangrienta arena donde se efectuaban innumerables duelos.
¿Y quién era aquel valiente que cerraba a estocadas contra todos; que colgaba a sus rejas las ofrendas más vistosas; que entonaba unos cantares tan llenos de sublime abnegación; que en ellos no pedía correspondencia, sino que conjuraba a sus castos oídos a que prestasen atención a las exequias que un amante desgraciado hacía a un amor sin esperanza? ¡Sin esperanza ¡Quién sería aquel galán que profesaba a Adela un amor tan acendrado?
Pasaron días y días, y el amante misterioso no pareció a solicitar su mano: pero en cambio todas las noches dejaba la calle desierta de importunos. —«Quiero vengar mis celos, cantaba, ya que no pueda alimentar mi amor.»—¿Y por qué no ha de poder alimentar su amor, decía Adela a sus criadas, un joven tan gentil, tan valiente y tan apasionado?—¿Y por quéno habéis de poder alimentar vuestro amor, decían las criadas al amante, adivinando los deseos de su ama, siendo un joven tan gentil, tan valiente y tan apasionado?
Amor y deseos por una parte; amor y curiosidad por otra: solo faltaba una chispa que pusiese en contacto aquellos fuegos.
Una noche cantó el amante:—«Id, suspiros míos, a enternecer el corazón de algún pecho más sensible, ya que la ingrata que os engendra no sale siquiera a oíros......»
Adela se asomó a la reja. Los dos fuegos estaban ya acercados.
—¿Cómo te llamas? le preguntaba Adela a su amante.
—Augusto, la contestaba.
—¿Augusto de qué? volvía a preguntar la niña.
—De Adela, reponía Augusto.
Imposible saber quien era. No ignoraba Adela que cada vez que se lo preguntaba le hacía padecer mucho. Por eso se lo preguntaba solo de cuando en cuando, y si le atormentaba alguna vez con esta pregunta, era porque la atormentaba a ella tanto la curiosidad!....
—Acércate aquí a la reja, le decía una noche, contemplaré tu rostro al resplandor de la luna.
—Está muy clara ¡la contestaba Augusto, y permanecía oculto entre las sombras.
¿Y qué hacer en tal conflicto? Adela no lo sabía. ¿Despedir al amantepara siempre? ¡Había llegado ya a tomar tal imperio sobre su imaginación!....
Las luchas interiores que se agitan en el corazón de una mujer, cuando se halla puesta entre un amor sin límites y un obstáculo insuperable, son más intensas que todas las penalidades anexas al verdadero heroísmo. Su imaginación se rinde abrumada a la idea del imposible: el alma se consume en deseos, y esta consunción comunica a los sentidos una deterioridad visible. La destrucción física camina al par con la extinción moral, y cuando ya la máquina se halla próxima a una aniquilación completa, entonces el espirita se rehace, y aventura el todo por el todo. Pone los instantes que le faltan de existencia en lucha con el obstáculo que se opone a su ventura: si vence, ha trocado una existencia incierta por una felicidad segura: si sucumbe, se complace en perder una vida que de cualquier modo se había de gastar en la impaciencia.
—Quiero saber quién sois, dijo por fin Adela más quiero espirar en este instante de dolor, sabiendo que nos separa un abismo, que ignorándolo, moriré mañana de incertidumbre.
—¡Imposible! exclamó Augusto con la resignación de un mártir.
—Quiero saber quién sois, repitió Adela con una especie de frenesí en que estaban mezclados el amor y la desesperación, el orgullo y la humildad, la pasión y la insensibilidad. Quiero saber quién sois, o despedíos de mí para siempre.
—Adela! dijo Augusto dirigiéndose a la puerta con la horrible calma de un reo que camina hacia el suplicio: ¡Adiós para siempre!
Y Augusto marchó. Adela se dejó caer como una estatua a quien la hubiese faltado el pedestal.
Hay letargos en los cuales parece que una fuerza magnetizadora nos mortaliza el cuerpo, sin detrimento del espíritu. Se interrumpe la vida orgánica, y las funciones morales se ejercen sin embargo en toda su plenitud. En tales casos el cuerpo muere, y el espíritu cariñoso nos prodiga toda clase de cuidados, personificando ilusiones, desenterrando recuerdos, y rodeándonos de cuanto nos puede hacer grata la vida para volvernos a ella. Entonces las percepciones son más vagas que las de un sueño, y esa idea de ser que significamos con la palabra
Por eso en la total paralisis que embargó los miembros de Adela, su mente siguió los pasos de Augusto, y al cerrar la puerta le vio golpearse la frente, besar la reja donde se habían estrellado tantos inútiles cantares, y romper en llanto antes de alejarse del feliz asilo donde quedaba aprisionada su libertad. Así, cuando recobró otra vez el ejercicio de sus sentidos, se asomo a la ventana segura de recibir otra última despedida.
Y no se había engañado.
—¡Adiós! exclamó Augusto con una inflexión de voz tan dolorosa que parecía que esta exclamación le había arrancado la mitad del alma.
—¡Adiós! contestó Adela con el acento de una moribunda. Y se separaron de nuevo.
Mas no fue para siempre.
Sucede con dos amantes que se huyen, lo que con dos cuerpos arrojados por una pendiente abajo, que por más que rodando se separen, caen por fin en un abismo donde se vuelven a encontrar. Cierto que al parecer se esquivan mutuamente, pero un encuentro imprevisto que maldicen con los labios para bendecirle con el corazón, torna a ensamblar de nuevo sus afectos, y obedeciendo al poder irresistible de un fatalismo que adoran en el fondo de su alma, anudan una cadena que creían rota para siempre.
Todas las noches casualmente siguió rondando Augusto a la misma hora la calle de Adela, y casualmente a la hora misma se encontraba esta sentada en la reja, desde donde tenía la desgracia de verle todas las noches.
Fuerza era parar la atención en tantos acasos repetidos, y haciéndose ilusion de que el destino implacable los aferraba uno a otro con su mano de hierro, a fuer de siervos obedientes, Adela y Augusto se resignaron a trocarse sus afectos por segunda vez en nombre del tenaz empeño de la suerte.
Y para confirmar paces, tuvieron que prestarse favores. Y hay tal conexión entre los favores que una mujer puede dispensar a un hombre, que si al que le concedió el primero es bastante suspicaz, irremediablemente está perdida. Forman una cadena tan desunida al parecer, pero en realidad tan bien enlazada, que si al coger un eslabón de ella se tiene cuidado de atrapar el extremo del eslabón siguiente por donde ambos se tocan, asiendo uno tras otro se llega sucesivamente hasta el fin que se desea. Muchas, después de haberse dejado agotar los tesoros del alma, se admiran, y con razón, de una falta que tal vez han cometido sin su voluntad. Recorren entonces los menores incidentes que contribuyeron a su perdición, y no hallan uno siquiera que se pueda tachar de desenvoltura, y que haya podido servir de pie para ser arrastradas a su total abandono. Pero al analizar el conjunto de pormenores que constituyen la historia de su amor, nunca se fija su pensamiento en una mirada puramente cariñosa que lanzaron sin querer; en alguna expresión inocentemente apasionada que exhalaron sin intención; y esta expresión y esta mirada que a todos, menos a uno, habrán parecido comunes, son el principal fundamento de la ruina de su virtud. La mayor parte de las veces usan las mujeres de estas leves manifestaciones impunemente, porque en general suelen dar con hombres obtusos o indolentes; pero estos cándidos descuidos son armas terribles en manos de los libertinos.
No era Augusto ni en extremo relajado, ni demasiado perspicaz, para quede nimias concesiones pudiese formar una batería capaz de derrocar una inocencia probada; pero como los deseos de un alma enamorada son tan exigentes, tan pertinaces, tan egoístamente insaciables, devoró el primer don que Adela quiso concederle con un ansia hidrópica de placeres, y luego aspiró al segundo como si fuese a desfallecer de anhelo, y después al tercero, y últimamente por no haberle sabido negar nada, la pobre niña ya no tuvo que concederle.
Y como la posesión mata al amor, Augusto después de algún tiempo escribió a Adela lo siguiente:
«Nunca me volverás a ver. Hace días que no has tenido noticias de mi, y puedes desesperanzarte de tenerlas jamás. Nos separan las leyes divinas y humanas. Ya es tiempo de que yo espíe un crimen sin ejemplo, renunciando a ti que eres el aliento de mi vida. En cuanto al agravio que te puedo hacer abandonándote, te creo tan digna de ser amada que espero que no me negarás el perdón.»
«Ayer casi pasaste el día en la ventana: sin duda me aguardabas. Yo te estuve contemplando largo rato, y o no me has visto, o no me has conocido. Al anochecer saliste de paseo, más ibas tan ciega, que no advertiste que yo caminaba a tu lado; bañado en la atmósfera de deleite que derrama tu presencia; borrando tus huellas con las mías;confundiéndome contigo, como si tu cuerpo fuese el centro de mi espíritu.»
«A Dios, alma de mi alma! Se acabo nuestra unión sobre la tierra. Si es cierto que el sepulcro no es más que una puerta, solo en la mansión que hay detrás de ella volverán nuestros seres a identificarse.»
¡Ah! cuando las mujeres enajenan la prenda más preciosa que las ha sido confiada, como prueba irrecusable de su abnegación, se colocan ellas mismas al borde de un precipicio donde las puede arrojar la eventualidad de mil accidentes impensados. ¿Cuál legado las queda en el caso de ser abandonadas? A unas un remordimiento eterno, a otras la desesperación; a Adela por poco la costó la vida. Cuando leyó la carta de su amante, un hondo estupor paralizó por de pronto su existencia: después por una forzosa reacción se apoderó de ella una energía desesperada, y con ese entusiasmo de relumbrón que caracteriza a todos los que un acontecimiento importante los coloca en una situación que no son capaces de dominar, pero que sacando fuerzas de flaqueza muestran con baladronadas la afectada hinchazón de la impotencia, parecía que Adela estaba dispuesta a soportar con valor hasta el último contratiempo de su enorme desventura. Para esto determinó buscar a Augusto por todas partes. ¿Con qué objeto? Lo ignoraba. Quería arrostrar el peligro frente a frente. Anhelaba morir matando. La quinta esencia del rencor la arrastraba a tropezar con la causa de su ruina. ¡Quién sabe si acaso la impelía también alguna esperanza recogida en lo más íntimo de su corazón!!
Pasaron dos días de contrastes dolorosos sin que Adela pudiese encontrar el menor indicio de la existencia de Augusto, por más que inquiría y había hecho inquirir por todas las comarcas vecinas. Por una especie de instinto sentía su próxima influencia, pero no acababa de acertar con él. ¿Era acaso algún ser que tuviese la facultad de hacerse invisible? Adela llegó a creerlo así, porque hay desgracias profundas que vienen acompañadas de cierta clase de superstición. Y cuando abismada en la inmensidad de su dolor se debiera preguntar a sí misma:
A la mañana del tercer día su desaliento era mortal. Volvía hacia su casa sin una esperanza que la reanimase, con todo el lleno de su desamparo que la pesaba a plomo sobre el corazón, cuando oyó tocar la campana de una aldehuela inmediata. Y como si aquel sonido hubiera salido del fondo de la eternidad; como si abandonada en un desierto por sus culpas, Adela hubiese escuchado la voz de un ángel mensajero de perdón, y protector de los desvalidos, alzó los ojos al cielo derramando lágrimas impregnadas de amor y gratitud. Aquel son providencial le pareció que había interrumpido el silencio de su muerte. Creyó escucharen el la voz del Pastor Divino que llamaba a su asilo las ovejas descarriadas, y llena de un fervor celeste encamino sus pasos hacia el templo. Cruzó por entre la multitud sin parar la atención en nadie, y se postró ante el altar con el ansia de un náufrago que abraza la tabla que le va a sacar a puerto de salvación. Se empezó el sacrificio de la misa, y Adela ni una vez siquiera levantó la vista, temerosa de que en la menor expansión se derramase parte del ardor divino que trataba de concentrar en su alma. Al concluirse elevó una mirada al cielo empapada de una profunda contrición, y como si ya con ojos de ser sobre natural alcanzase a ver lo que está oculto para el común de los hombres
—¡Él es!.... ¡Él es!.... gritó tendiendo los brazos cual si con ellos quisiese estrechar alguna sombra, y cayó desmayada sobre la losa de un sepulcro.
La multitud alarmada so agrupo en derredor de Adela, y mientras todos la suministraban los remedios que la piedad les sugería, formaban un hervor indefinible el cúmulo de preguntas que brotaban por todos lados: —¿Dónde está? —¿Cuál es? —¿Quién le conoce? —¿Es ese? —¿Es aquel? —¿Es aquel otro?.... (2)
Hasta ahora Julio se portaba como un hombre sensato. Después ya fue otra cosa: es verdad que no desplegó en sus asuntos toda aquella actividad que se había propuesto al emprender su viaje, pero tenía intención de desplegarla más adelante. Lo peor es que se quedó en proyecto.
¡Amar! he aquí el grande objeto que a cierta edad absorbe toda la energía de los hombres. Por eso en cuanto Isabel con sus miradas empezó a insurreccionar los sentimientos de Julio, sus principales asuntos fueron para este una cosa subalterna. Preparar un roce impensado, pensar un encuentro casual, ya con Isabel, ya con Lucia, fue lo que principalmente llamó su atención. En tratándose de mujeres para él era casi igual tropezar con esta o con aquella. En esto únicamente se parecía a los grandes hombres: en tener el amor por un comercio más o menos decente de dijes y trocaliñas.
Después del tráfago del mundo, en las altas horas de la noche, cuando los sentidos cansados de velar se duermen, y la razón hastiada de dormir despierta, entonces, y solo entonces, el recuerdo de sus quehaceres le atormentaba como un remordimiento. —«Hoy no he hecho nada,» se solía decir al acostarse; «mañana lo haré,» se contestaba a sí mismo, y se dormía tranquilo. La porción de tiempo
Con todo, no siempre había usado Julio de esta expresión como de un salvo-conducto. Cierto que con respecto al fiel Andrés aun no había dado el primer paso, pero estaba muy reciente la fuga de su tío, y con su inercia trataba de que todos la olvidasen. Esto en parte le disculpaba. En cuanto a su hermana anduvo más solícito; presento a Siñeriz la recomendación del cura de su pueblo, y el canónigo a trueque de conquistarse un benévolo lector de sus escritos, habló a la abadesa de Santa María de la Vega.
Para fijar pues de una vez los destinos de Emilia, hizo Julio a la abadesa las visitas siguientes:
Después de saludar a la portera con el indispensable
—¿Sois el recomendado del venerable siervo de Cristo D. Pedro Siñeriz?
—Para serviros, madre abadesa.
—Para servir a Dios, contestó la abadesa en un tono más habitual que religioso. ¿Y en qué os es necesaria la inutilidad de mi persona?
—Tengo una hermana que desea ser monja.
—¿Por vocación? replicó la abadesa derramando sobre Julio una mirada inquisitorial.
—Por vocación, contestó Julio con la irresolución del que miente.
La abadesa soltó una fuerte espiración nasal. Por de pronto ya conoció que la nueva santa lo iba a ser por fuerza.
—¿Y ha calculado vuestra hermana lo austero de las obligaciones de que se piensa rodear toda su vida? ¿Son una garantía de que las cumplirá todas, su educación, sus instintos, y sobre todo su inocencia?
—Creeré que sí, contestó Julio indecisamente.
Segunda espiración de la abadesa.
—En ese caso, prorrumpió esta, Dios la haga una santa! Y alzó los ojos al cielo con una forzada resignación, como si quisiese expresar con ella las luchas atroces que preceden al merecimiento de la palabra que acababa de proferir.
—Ya os creo enterado, añadió luego con el acento compasivo que pudiera usar un verdugo al preparar los instrumentos de muerte, de las fórmulas que necesariamente deben anteceder a nuestra profesión. Traedme cuando gustéis las pruebas de su hidalguía, acompañadas por supuesto de los documentos que acrediten la donación que haréis a la comunidad como dote de vuestra hermana. Después se la enterará de la policía interior de la casa, y de las reglas desacertadísima que prescribe nuestra orden.
—¡Las cumplirá! dijo Julio como si en aquel momento tuviese en su manola conciencia de su hermana.
—¡Y si nó se las harán, cumplir! siguió la beata con una humildad horripilante.
Esta era la humildad con que Felipe II debía hacer asesinar en nombre del cielo.
—Hoy os esperaba, dijo la abadesa a Julio. He tenido una visita que me ha anunciado la vuestra. Supongo que ya sabréis quién sera la única persona que me puede hablar de vos.
—Lo ignoro, madre abadesa.
La abadesa frunció el entrecejo.
—¿Estáis seguro de no haber alimentado las esperanzas de una joven queme ha hablado de vos esta mañana?
—Segurísimo.
—¡Pobre niña! exclamó la abadesa tendiendo la vista al horizonte, como si abarcase con ella todo el porvenir de la joven a quien aludía.
Después Julio se acordó de Rita, y por una de aquellas inspiraciones que son patrimonio de toda la humanidad, y que con más o menos frecuencia brotan hasta de las almas más comunes, conoció que identificando, aunque no fuese más que aparentemente, su porvenir con el de Rita, la madrina de esta por precision se interesaría en evacuar felizmente los asuntos de su hermana. Así es que dando con notable sagacidad un imprevisto giro a la conversación:
—A no ser, dijo, que hoy hayan permitido salir de la pensión......
Ambos se miraron instantáneamente. El conoció el intimo interés de ella, poro ella no sondeó hasta el último término las intenciones de él.
—¿Con que sabéis de quién hablo? exclamó la abadesa con una entrañable reconvención.
—Me figuro que es de Rita.
—¿Y sabéis cual es la inclinación de un hombre que comete la iniquidad de turbar el sosiego de una mujer?
—¡Hacerla feliz! dijo Julio en tono firme, como arrebatado por el profundo deseo de labrar la felicidad de Rita.
—¡Hijo de mi alma ¡prorrumpió la abadesa, y se ocultó el rostro con el velo arrebujado.
Hay exclamaciones que revelan una historia. El hijo de mi alma de la abadesa, no solo lanzaba un gemido sobre un horrible pasado, si no que vertía una esperanza sobre un porvenir risueño. Estas imperceptibles muestras de internas conmociones, son prismas que a un ojo ejercitado dejan ver las existencias a cualquier luz que se las mira. Muchos seres por un largo espacio ocultan los misterios de su vida, pero hay un momento en que se descuidan, y rasgando un sollozo el velo que les encubría el corazón, patentizan a una inteligencia maestra hasta el escondido sagrario donde pululan en embrión los gérmenes de todos sus vicios y todas sus virtudes.
—Os he dicho que os disfrazaseis de sacerdote, dijo la abadesa a Julio abriendo la puerta de su celda, porque si os viese alguna monja entrar vestido de paisano, el interés por la salvación de mi alma la haría alarmar a toda la comunidad sembrando chismes y suposiciones. Estas santas obligadas tienen formada tal idea de la fragilidad de su virtud, que les parece imposible que una religiosa hable con un hombre a solas sin que surjan en su alma pensamientos mundanos.
—Eso prueba que la fortaleza de su espíritu no resistiría a un ataque bien dirigido. Las mujeres del siglo tienen más alta idea formada de la castidad. No dudo que estas paredes sean asilo de la virtud, pero la virtud emparedada es una cualidad negativa, pues tiene la mitad de obligatoria, y la otra mitad de supuesta.
—Así me lo parece, dijo la abadesa tomando asiento, y apoyando el codo en un reclinatorio, mientras que Julio hacía lo mismo en el otro extremo.
—¿Amáis mucho a vuestra hermana? siguió la abadesa preparándose a empeñar a Julio a que hiciese con ella un examen de conciencia.
—Lo bastante para procurar su dicha, contestó este penetrado de la intención de su interlocutora.
—Pues entonces desistid de que entre religiosa.
Una cierta sequedad con que pronunció estas palabras le hizo a Julio estremecerse de pies a cabeza.
—¿No es acaso la felicidad suprema el estado a que se la destina? dijo Julio deseoso de que la abadesa explanase más su idea.
—Os lo diré despacio, respondió esta con una alarmante frialdad. Dos son las clases de mujeres que no deben enclaustrarse nunca: aquellas en quienes ya se ha empezado a desarrollar la vida del corazón; y las otras en las cuales no se ha desarrollado todavía. Si todas las mujeres somos comprendidas por alguno de estos extremos, peor para nosotras. En vano el amor místico trata de absorber los sentidos y potencias de las vírgenes que ni siquiera han sido empanadas todavía por la liviandad de un deseo. Cuanto es susceptible de elevarse, se desprende de su ser para consagrarse exclusivamente a la contemplación de lo infinito. Pero llega un tiempo en que se completa su organización, y entonces empieza para ellas una lucha sorda y profunda, que sienten, y de la cual la mayor parte no se sabe dar razón. Por desgracia son pocos los espíritus supersticiosos y fuertes que reasumiendo en sí toda la vitalidad, embotan las sensaciones. Es un absurdo creer que la vida espiritual se halla tan identificada con la terrena, que basta acudir a las necesidades de aquella para prevenir las de esta. Sus gustos son distintos y distintos los medios de satisfacerlos. Hay además en ese destello de la divinidad llamado
En cuanto a las religiosas que antes de serlo ya fueron inficionadas por el cieno de los regalos, no hay expiaciones por amargas que sean que basten a purificar su conciencia. Las maceraciones no llegan a desgastar nunca los inmundos vínculos que las aforran a los gustos. Suelen olvidarse alguna vez del mundo, y entonces sus arranques son gloriosos, inefables sus éxtasis: pero un recuerdo extraviado, una memoria sin objeto, las afrenta como un sarcasmo, las hiere como una corona de espinas; y cuando se creían en paz en el seno de los ángeles, se aparecen otra vez en medio del infierno. Hay días en que la desesperación exalta su ánimo y las hace sobreponerse a las afecciones terrenales elevándolas al cielo en violentos transportes, pero los torpes sueños de la insidiosa noche las invalidan los méritos del día; y al despertar doblan las penitencias, invocan la muerte como única expiación de sus pasadas culpas, y solo ven un áncora a que asirse en tan insondable golfo: ¡la misericordia del Altísimo!
—Ya nada os queda que hacer con respecto a vuestra hermana. Yo me encargo de evacuar la última diligencia que falta.
—¿Y con qué os podré pagar una solicitud tan tierna?
—Vos lo habéis dicho, replicó la abadesa; labrando la felicidad de Rita. Soy la encargada de hacer su bienestar, y creo asegurárselo proporcionándola un enlace con un hombre tan bondadoso como vos. Ella por su parte es digna de mereceros moral y físicamente hablando. En cuanto a lo primero no creo que haya un alma más sensible que la suya. Por lo que toca a lo segundo, si no es demasiado hermosa, tampoco hay muchas que la aventajen. No es muy rica, más diez mil duros de renta, y un millon de reales en metálico, son lo suficiente para que podáis pasar una vida llena de comodidades. ¡Oh, me presagia el corazón que vais a ser muy dichosos!! ...
—¡Casarse! decía Julio aquella noche al acostarse, con la instintiva repugnancia con que todos los jóvenes piensan en la eterna enajenación de su libertad doméstica. Un millón en efectivo, y diez mil duros de renta, bien podía uno hacer el sacrificio de cargar con ellos a cualquier hora: pero... ¡Con una mujer!... pero.... ¡casarse!
—Como me habéis encargado, dijo Julio a la abadesa ayer tarde desde un confesonario próximo he espiado a mi sabor las religiosas que estaban en el coro. Había catorce puestas en dos filas.
—Pues de esas catorce, continuó la religiosa cumpliendo una promesa hecha por un importuno deseo, solo dos o tres están aquí por voluntad; a las demás las han arrojado a este abismo, o sus superiores, o los desengaños:
De las siete de la izquierda, prosiguió, la primera es una joven a quien su madre hizo creer que su vocación era para monja con el ignominioso objeto de que heredase sus bienes un hijo bastardo. Ya veis en esto solo como la religión ha servido de pretexto para dos crímenes: se ha violentado la inclinación de una niña, y se ha premiado el fruto de un amor ilegitimo.
Las dos ancianas que la siguen jamás he podido sondear los misterios de su vida. Ya entraron siendo adultas en la comunidad. Siempre que pueden están juntas, sin duda por haber entre ellas identidad de caracteres y de historias. He advertido que conocen a muchas personas notables, en particular hombres. Tienen todas las cualidades que distinguen a las personas de mundo son falsamente apacibles con sus compañeras: prodigan la sonrisa como si las valiera algo: zahieren cuando lisonjean: hacen que suponen, para decir verdades: siempre hieren por el flanco, y siempre tienen el arte de parecer amigas. Es tal sin embargo el amor que profeso a la verdad, que a pesar de las presunciones de algunas religiosas, jamás serán para mi objeto de ninguna sospecha injusta.
Os reiríais con las aprensiones de la cuarta. Se llamaba en el siglo doña Leonor Guisado. El gran móvil que la arrastró a tomar el velo, negándose a dar la mano a un caballero que la proporcionaba un brillante enlace, fue el que una de sus doncellas la víspera de su casamiento, la hizo notar que de la unión de su apellido con el de su esposo resultaría el prosaico manjar de Leonor Guisado de Conejo. Fue tal la impresión que hizo en su ánimo la risita con que la doncella acompañó la impertinente enunciación de su extravagante descubrimiento, que al otro día amaneció con el propósito firme de entrarse religiosa. Mas quiso hacerse desgraciada en secreto, que ser feliz con un nombre públicamente risible; y aun hoy día asegura que se la levanta el estómago solo de pensar en el vulgar condimento que resultaría si su matrimonio hubiese tenido efecto.
La quinta es tan fea como buena cristiana. Tiene talento, y conoció con tiempo que si ella no dejaba el mundo, pronto el mundo se apartarla de ella. Le rechazo, porque no la rechazase. Hizo bien. Deben ser atroces los irascibles ímpetus del amor propio ofendido en una mujer fea y de talento, al escuchar las lisonjas que los necios consagran a muchas hermosas con la cabeza vacía. Aquí que solo es mérito la virtud, tiene la gloria de ser una de las más dignas.
Las dos últimas son madre e hija. Esta es monja porque su padre quiso que lo fuese. La razón que alegó a sus amigos íntimos para tomar esta determinación, fue que su hija no se parecía a él, y que por otra parte no respondía de la incontrastabilidad de su mujer. Algunos suponen que era loco, y por consiguiente sus palabras así pueden ser grandes verdades, como solemnes mentiras. La madre profesó en cuanto se quedó viuda. Hizo sus diligencias con tal misterio, que solo yo supe quién era después de su profesión. Creo que, más que el convencimiento, la trajo a este estado la idolatría con que quiere a su hija. Sin duda debe haber en la fisonomía de esta algunos lineamentos que constituyen todo su embeleso, pues se extasía mirándola, como si en su frente estuviese escrita alguna historia de esas que las pasiones santifican, y que el corazón que las servido de tipo no puede vivir más que repasándolas.
—¿Y quién era la primera de la derecha? prorrumpió Julio viendo que la imaginación de la abadesa se engolfaba pensando en la historia de la madre, como si la arrebatase la feliz coincidencia de encontrar semejanzas con la suya.
—La primera de la derecha, contestó la abadesa volviendo en sí, era yo.
—¿Y me privaréis, repuso Julio, del placer que tendré en saber lo quemas os ha interesado en la vida?
—Mis antecedentes, replicó la abadesa, son largos y dolorosos. Os los contaré mañana.
Y como si quisiese quitar a Julio el pretexto de que insistiese en su empeño
—La segunda, continuó, es una niña vivo remedo de los ángeles. Por el hondo placer que encuentra en la soledad; por el suave misticismo de que instintivamente se revisten sus sentimientos, es tal vez la religiosa que tomó el velo con una vocación más espontánea. Era pobre, y como carecía del dote suficiente para entrar en el claustro, apeló a la generosidad de un magnate. Pero la gratitud que este exigió de la inocente niña, trocó su desinterés en una afrentosa usura. Ah! dejad que mis labios no se envilezcan hasta el extremo de tener que pintaros el refinamiento desemejante infamia. La infeliz no supo hasta muy tarde que por ser virtuosa había perdido una delas cualidades más exquisitas que constituyen la la virtud, la pureza.
Las demás...... etc, etc. , etc.
—Ya veis, siguió la abadesa concluyendo el resumen de su estadística moral, que no he mentido cuando os dije que a la mayor parte de las religiosas las habían arrojado a este abismo, o sus superiores, o los desengaños. Estos encierros son unas fosas insondables donde los homicidas que tienen la dicha de arrojar en ellas a sus víctimas, ganan infinitas indulgencias. Cada convento es un sepulcro de vivos. Son asilos que no parece sino que los instituyeron los pícaros para que se refugiase a ellos la inocencia ultrajada, por no oír los gritos de ésta en que les pidiesen las reparaciones de sus injusticias. Si en las paredes de un claustro fuesen a escribir su historia todos los desdichados que cruzan por él, con los ojos fijos en el suelo por no levantarlos para no ver más que desolaciones, y con la resignación de unos reos por no tener valor para convertirse en verdugos, sería una dolorosa crónica de mártires que hasta nuestra natural iniquidad se resistiría a leerla enteramente, ¡Si! estoy segura que el conjunto de tales pormenores, no solo sería un anatema lanzado contra el mundo, sino que llegarla a ser un sarcasmo para el mismo cielo, pues no habría uno bastante crédulo que al leerlo no dudase de la justicia divina.
—Voy a referiros mi historia: armaos de paciencia porque es muy larga. Pudiera contaros los hechos en dos palabras, pero la relación de mis penas y mis goces interiores tendrá por necesidad que ser extensa, porque su número ha sido infinito. En mi juventud me olvidé de mí misma tanto como la que más, pero hoy me lisonjeo de ser tan buena como la mejor. Tengo muy alta idea formada de la bondad del Ser Supremo, y a pesar de que comprendo en su mayor deformidad el horror de mi pasado, no me asusta con todo el porvenir. Han ahogado estas paredes muchos suspiros míos, han sido regadas estas losas por muchas de mis lágrimas, y lágrimas y suspiros tan puros como los que yo exhalo, jamás fueron indiferentes a los ojos de Dios.
Comienzo pues mi historia:
«En otro tiempo me llamaron ADELA»........
¡Oh sublime importancia de las novelas de Siñeriz!...
Julio un día recibió esta carta de la abadesa en contestación a otra suya.
Tenéis cosas de niño. ¿Con que no os habéis atrevido a decirme de palabra lo que me escribís con respecto a Emilia? ¿No os he revelado yo acaso hasta el más profundo secreto de mi corazón? ¿No os he descubierto mi pecho con la mayor ingenuidad, para que sondeaseis este misterio que tanto me halaga como madre, y tanto me martiriza como esposa de Cristo? Cien veces lo menos he sido absuelta por mis confesores de este pasado error, y volveré a pedir la absolución otras tantas como me confiese. Me han impuesto horribles penitencias que he cumplido agravando mis martirios. Busqué jueces inexorables que juzgasen mi crimen, y mi arrepentimiento, y mis santos ejercicios siempre han desarmado su justa severidad. Ninguno ha llegado a señalarme una pena que no me pareciese insuficiente, hasta que yo misma me he impuesto una que me es casi intolerable. Guardaos por Dios de decirla que es mi hija; para ella no soy más que su madrina. El silencio sobre este secreto es la privación que más tormentos me acarrea. Este es el sacrificio del afecto mas íntimo que hago a Dios en nombre de mi arrepentimiento. Cumpliré este voto toda mi vida; y eso que mil veces tengo animo de quebrantarle, pues siempre que la veo parece que el corazón se me quiere saltar a pedazos. ¡Perdón, Dios mio!»
«No creo necesario repetiros que a nadie absolutamente reveléis la menor circunstancia de los amores de vuestra hermana. Para que confiéis en mi, basta que os diga que proveyendo todos los resultados, quedo prevenida para cualquier evento. En cuanto llegue a Oviedo, traedla a su primero y último asilo. Después que para ella se cierre la puerta de este convento, yo me encargo de hacerla una cristiana perfecta.»
« Y cuando ya las penitencias hayan vuelto a acrisolar su pureza; cuando la austeridad de la disciplina haga que el cielo se muestre propicio a sus súplicas, entonces sepultadas ambas en el fondo de este monasterio y recogidas en lo interior de nuestro corazón, yo la hablaré de Rita, y ella me hablará de vos. «¿Qué harán ahora?» nos preguntaremos en nuestras continuas entrevistas. Y fortalecidas por el íntimo convencimiento de nuestra virtud, y exaltadas por el amor más entrañable, nos postraremos a orar, y exclamaremos al empezar nuestras oraciones:
Hay temporadas en las cuales somos de la opinión de los teólogos que sostienen que la Providencia dispone hasta del último pormenor de las acciones de la vida, pues llega a ser tan grande el numero de acasos felices, que indirectamente manifiesta uno creer en algún ángel tutelar cuando dice con un sentimiento de gratitud tan profundo como desconocido:
Como ejemplo de lo primero se puede citar la serie de sucesos agradables que amenizaron la vida de Julio desde que llegó a Oviedo. En el orden amatorio era el hombre más entretenido de los mortales: adoraba a Isabel, amaba a Lucía, quería a Rita; y a pesar de que nunca lo ha confesado, anhelaba a Adela. Si, preciso es decirlo para cumplir con la misión de escritores verídicos, anhelaba a la abadesa. Más de dos veces había estampado sobre su casto pecho miradas de fuego, por probar si era de nieve y se derretía, pero la tentada santa era de mármol, y no se derritió. Esto será una profanación, pero es una verdad.
Mas como el dinero es a los jóvenes, lo mismo que las velas a las naves, la carencia de este agente universal empezaba a encallar la nave de Julio en medio del mar de sus placeres. Agotado el repuesto que llevaba, por efecto de fatuas dilapidaciones, concebía serios temores acerca de su porvenir. Pero como la Providencia provee (por temporadas) a todas nuestras necesidades hasta sus postreras ramificaciones, esta vez puso en manos de Julio mil duros, los que él consideró como una especie de anticipo.
El modo con que Julio se hizo este préstamo a sí mismo fue el siguiente:
Una de esas mañanas en las cuales dormimos profundamente, porque la fortuna está llamando a nuestra puerta, despertó un criado a Julio anunciándole que un desconocido deseaba hablarle sin pérdida de momento.
—Que entre, prorrumpió Julio maquinalmente.
—Buenos días, exclamó el que sin duda madrugaba tanto como el sol, interrumpiendo el primer bostezo de Julio, y colocando sobre la mesa un taleguito lleno de dinero.
—Felices, contestó Julio echando una intensa ojeada sobre el talego, como si tratase de examinar si las monedas eran onzas o pesos duros.
Por su ropaje burdo el desconocido parecía un corredor, pero no lo era. Tenía la nariz un poco remangada, signo que así podía indicar una bondad inmensa, como una suspicacia sin límites. Sus ojos negros no eran ni descocados ni voluptuosos, y tenían las propiedades de los azules, modestos y fríos. Su talla en una concurrencia ni frisaría con los más chicos, ni rayaría con los más altos. El corte general de su fisonomía era tan ambiguo que a primera vista no se encontraba en ella nada de bueno ni nada de malo. Los caracteres indeterminados que constituían su todo, formaban de él lo que entendemos por
—Supongo que no sabréis quien soy yo, dijo por fin aquel hombre tan insignificante como el mayor número de sus semejantes.
—Mucho me alegraré saberlo, replicó Julio con una dulzura que por ser arrancada de los talones le colocaba entre los más escogidos.
En su concepto esta dulzura era la primer malla de la red con que pensaba aprisionar el talego.
—Pues señor, yo soy Antonio, dijo el desconocido con un énfasis pueril como si el mando estuviese lleno de su fama.
Ya se acordará el lector del novio de María, de aquel novio que si era tan pertinaz en poner los jarabes en punto como en amar, indudablemente debía ser un excelente confitero.
—Muy señor mio, contestó Julio sin caer en la identidad de su persona.
Tan preocupado le tenía la posibilidad de alguna especulación.
—María, repuso Antonio, ya me estará aguardando en Mieres del camino......
El nombre de María acabó de orientar a Julio, e incorporándose de pronto:
—Ahí con que vos sois Antonio? Dijo tendiéndole la mano con una afabilidad casi natural.
—El mismo, respondió el confitero estrechando la mano de Julio entre las suyas con una conmoción total. Soy aquel Antonio que tiene que espiar una gran falta, pidiéndoos un perdón que no le negareis, pues lo implorará si es preciso de rodillas. Os he calumniado, señor D. Julio;os he calumniado porque amaba mucho, y estaba celoso de vos. No acertaba a explicarme como María podía permanecer en una aldea tantos años, sin más interés que el de cuidar de los hijos de una amiga. Me hablaba tantas veces de vos, y de un modo tan apasionado, que al fin creí que erais mi rival. Sí, lo creí, pero ya estoy desengañado. Se ha disipado mi error hasta tal punto, que ya no dudo de su amor. Por último, espero que dentro de poco cogeré el fruto de veinte años de esperanzas.
—(¡Veinte años de esperanzas!) pensó para sí Julio con una admiración en que expresaba la nulidad del amor que aun conservaba a María comparado con el de Antonio.
—De veinte años de esperanzas, repuso el confitero con un entusiasmo acérrimo. Verdad es que los desengaños las marchitaban continuamente, pero una palabra de ella bastaba para que renaciesen de entre sus cenizas. Como el fénix, añadió con una metaforización calderoniana.
—¿Y de dónde venís ahora? le dijo Julio bruscamente, como si aquel lenguaje le mortificase.
—Del mismo sitio que vos. Escribí a María la desagradable ocurrencia de su primo; me contesto que iba a ponerse en camino para Madrid, y que deseaba que yo la acompañase. Nos reunimos en Luarca, donde la estuve esperando algunos días. Yo venia en mis glorias, pues no dudaba que en llegando a Madrid, después de arreglar los asuntos de su primo, se efectuaría nuestro matrimonio. Pero desgraciadamente la noche que entramos en esta ciudad, sufrió María una herida espantosa en la cabeza, pues algún borracho que pasaba a caballo corriendo por su lado el despeño de un modo bárbaro. Desde entonces hemos estado aquí detenidos, pues la enfermedad que la produjo su calda la tuvo a las puertas de la muerte.
Julio al oír esto se oculto el rostro entre las ropas: se había puesto encendido como la grana, y porque carecía de suficiente serenidad para confesar a Antonio que él era el inocente agresor, disimuló su turbación embozándose hasta los ojos. Ya sabía por último quiénes eran los viajeros a los cuales habla oído contar su historia. Satisfecha pues esta curiosidad que tanto le atormentaba, determino guardar silencio con respecto a la averiguación
—¿Y cómo se llama ese primo de María? preguntó Julio afectando una absoluta carencia de interés por el fatal derrumbamiento, sin echar de ver que por hacerse el disimulado daba una prueba de tener mal corazón.
—Ricardo, contestó Antonio con frialdad como si hubiera pronunciado el nombre más inofensivo del mundo.
Recordando Julio que este era el querido a quien tanto amaba María, dijo para sus adentros con un celoso resentimiento.
—(¡Le ha hecho creer que es su primo!)
Y como si estuviese en una postura incómoda, tomando repentinamente otra más violenta todavía, murmuró entre dientes: —(¡Falsa!) —(¡Como todas!) hubiera añadido algunos años después.
—El tal primito, siguió Antonio con el indulgente mal humor de un viejo que empieza a contar las travesuras de sus nietos, tiene la cabeza a las once. Figuraos qué humos gastará el angelito, cuando sin preceder más fórmulas de desafió, quiso matar a su coronel en medio de la calle, porque en una nota que este pasó a la inspección del concepto que le merecía, consignó lo que era público y notorio. Mirad, mirad una copia de la nota: Valor,
—No lo dudo, exclamó Julio bañado en agua de rosas.
Coincidían tanto las ideas de Antonio con las suyas, que pareciendole a Julio un hombre de tanta cordura por lo menos como otros
—Si señor, repuso Antonio, esta gente ha hecho el monopolio de las malas costumbres. Como María me tenía dada orden para que a su primo no le faltase nada, este ha ido mermando la herencia que la dejo el Montañés casi basta aniquilarla. A cada instante me estaba escribiendo pidiendome dinero para salir de un apuro: y gracias cuando no venia a convertirmela casa en cuartel. Largas temporadas me dispenso el honor de hacer de ella su alojamiento, y a fe que conservo de él y de sus camaradas un recuerdo tan hondo como el que pudiera tener si hubiesen sido mis huéspedes los vándalos. No he visto cosa más soez que los
—(¡Cómo le ama!) exclamó Julio con la agonía de un náufrago que da el último adiós a su esperanza.
—¡Ya hace días, prosiguió Antonio,
—De ningún modo, contestó Julio con un tono de justificación que le honraba, y que a Antonio le pareció sublime.
—Yo tampoco lo creo, prosiguió este. Cuantas veces he ido a verle acompañado de su hija, me ha parecido una víctima sobre la cual pesa toda la injusticia de que el cielo y la tierra son capaces. Mas bien creo que vuestro tío....
—Es probable, le interrumpió Julio con un impío disimulo.
—En ese caso, replicó Antonio, creo que os complaceréis en contribuir con nosotros a la libertad del desdichado Andrés.
—Con el alma y la vida.
—Bien me lo decía el sujeto que me ha dado noticias de vos: os ha conocido en casa del oidor Ramírez. Y supuesto que no ha mentido, añadió señalando al talego, aquí os dejo mil duros para que se los entreguéis al escribano que actúa en su causa el día mismo en que el tribunal pronuncie la sentencia de su absolución. Si fulminase contra él algún auto de prisión sea temporal o perpetua, se los entregareis a Andrés. Lomas probable es que el escribano os los pida, si es que tardáis en remitirselos, pues ya sabe que quedan en vuestro poder, y me ha asegurado que su absolución es indudable.
—Mucho me alegraría.
—Dios os premie el buen deseo, continuo Antonio en actitud de despedirse, y ved si tenéis algo que mandarnos en Madrid, calle del Príncipe, numero 8.
—Que mandéis cuanto se os ofrezca en cualquier parte que me encuentre, contesto Julio con el desembarazo de un artífice que encaja una cuña donde sabe que hace falta.
—Mil
—Completamente, prorrumpió Julio.
Y sin duda iba a pronunciar algunas expresiones cariñosas para María, cuando alarmado su amor propio, excitó de tal modo el sistema muscular de su laringe, que esta se contrajo repentinamente negando el paso al aliento que las habla de articular.
El confitero salió, y Julio por unos momentos creyó que se había quedado mudo.
La certeza de haber despeñado a María, y la mortificante idea del insensato cariño que esta profesaba a Ricardo, produjo una desazón en Julio que le duro largo tiempo después de la salida de Antonio. Mas como si en su habitación hubiese algún cuerpo mágico que lentamente absorbiese los pesares, se sintió aliviado por momentos, hasta que se tranquilizo del todo, pues conociendo que el talego era el verdadero metal que, a manera de electricidad, le descargaba del mal humor, lo abarcó una y muchas veces con hidrópicas miradas de a minuto.
Digan lo que quieran los fisiólogos, en el corazón del hombre, hasta que empieza el periodo de su decadencia, no cabe ningún dolor radical. El placer es la única sabia que
El sagrado objeto, sobre todo para él, a que estaban destinados los mil duros, tuvo perplejo el ánimo de Julio con respecto a la tentadora idea de disponer de ellos
Plenamente convencido de la utilidad de su determinación por la lógica acomodatícia de estos argumentos, lanzó al talego la postrer mirada de entrañabilidad, y después de dar media vuelta sobre la izquierda se puso otra vez a conciliar el sueño con la bienaventuranza de un justo.
Una tarde de vuelta de paseo, Julio fue detenido en la calle por unamujer que le entregó un billete.
—¡De quién es? la preguntó.
La mujer le miró con una sonrisa estúpida. Julio conoció que era sordo-muda.
« Seguid a la dadora,» decía el billete, «la que os espera os dirá lo restante.»
—¡Lo restante! dijo Julio para sí, haciendo una seña a la muda para que le guiase.
Por el camino fue Julio colgado de su pensamiento. La primera aventura amorosa tiene un no sé qué de mágico que nos levanta de la tierra, sin hacernos tocar al cielo. Es la crisis de la vida que jamás se borra del corazón. Tenemos miedo, y nos soñamos valientes. Cierta clase de frío nos da temblor, y un fuego extraño nos hace palpitar. El alma es una mescolanza de afecciones, donde si unas halagan, las otras duelen. Término entre la niñez y la juventud, se oye el canto de una sirena, cuando aun se escuchan las insulseces de la nodriza. En este acto rompe uno con lo pasado, y so enlaza con el porvenir. Sublime exaltación en que un ángel nos unge los labios, cuando hacía un momento que acabábamos de besar la mano del pedagogo. Después de este pequeño tránsito, ya novemos dómines que nos azoten; solo hallamos iguales que nos respetan. Esta consagración de las potencias es el apoteosis de los sentidos; el diploma, en una palabra, de nuestro nombramiento de hombres.
—¿Quién será esta mujer, se decía Julio, que sin duda va a dispensarme sus favores? ¡A mí!
Forzoso es hacer justicia a la modestia de Julio: jamás ha sido pronunciado un
La casa en que entró la muda tenía un aspecto sobrado mezquino para que Julio no perdiese parte de sus brillantes ilusiones. La imaginación, sin embargo, pronto se rehace de estas derrotas mentales, y así es que al subir la escalera ya le había reanimado la solución del problema siguiente: ¿Puede una gran señora bajar a un chiribitil por satisfacer una pasión amorosa?
Apenas puso el pie en el último escalón, asió la mano de Julio otra mano, que podría ser la de cualquiera, pero que figurándose que sería la de la dama, le causó una impresión tan violenta como si inadvertidamente se hubiese unido a un cuerpo electrizado. Era en efecto la de la dama en cuestión; pero como la casa estaba medio a oscuras Julio no alcanzó a percibirla. En el pequeño espacio que se dejó conducir asido de una mano, se restregó los ojos con la otra por ver si estaba dormido. ¡Tan turbado se encontraba! Llegaron a una habitación débilmente iluminada por el crepúsculo, y vio con la mayor sorpresa que había sido llamado por una aldeana. ¡Una aldeana!
¡Tremendo golpe volvió a recibir su fatuidad al columbrar aquella saya de estameña, y aquel justillo de pana! ¡Pasar tantas tribulaciones por obtener el fácil triunfo de alguna moza de cántaro!
—¡Silencio! dijo la dama poniéndose el dedo en la boca, y en un tono muy bajo, pero sumamente simpático.
Su turbación, las sombras, la inflexión de aquella voz, todo conspiro a exaltar de nuevo la imaginación de Julio. —¡Silencio! dicho por una mujer en una habitación oscura, es derramar un torrente de luz sobre un cuadro espantoso que nos rodea y que no habíamos previsto. Las paredes se vuelven de cristal, y ya vemos en el cuarto inmediato a un marido cargando un par de pistolas; ya a un hermano que examina la hoja de un puñal; ya a un padre que lee el letrero de una espada de Toledo; y ya en fin a toda la parentela de aquella mujer que, apercibiéndose de infinitos pertrechos de guerra, nos asalta por todas partes. ¡Silencio!es lo mismo que decirnos:—«Vos sois el protagonista de este drama. Innumerables obstáculos tienen que preceder al desenlace. Si vence vuestra prudencia, mi mano será la corona del vencedor: si os dejáis vencer por el destino, este cuarto sera vuestra tumba!» —En tal estado la imaginación se agranda, y el corazón se achica. Estamos resueltos a hacer frente a todos los poderes del mundo conjurados; pero el ruido de un ratón, el aliento de una brisa, nos sobrecogen, nos espantan. Somos unos héroes-pigmeos, con las ínfulas de lo primero, y las flaquezas delo segundo. A un lado esta la vida, y al otro la muerte: delante la felicidad, y detrás la desventura. Esta situación es la amalgama de todas las sensaciones; es un compendio de la vida del hombro, es decir el caos.
La palabra ¡silencio! borró completamente la impresión que hizo en Julio la saya de estameña, y apenas fue pronunciada cuando resolvió de nuevo el problema con la amplificación siguiente: ¿Puede una gran señora bajará un chiribitil por satisfacer una pasión amorosa,
—Sentaos, añadió en seguida la señora disfrazada; porque sin duda ninguna era una señora disfrazada.
Esto varía de aspecto. El drama so va convirtiendo en comedia: una mujer que nos manda sentarnos a su lado, principia a decirnos: « Ha vencido vuestra prudencia: aquí está mi mano.» Así es que a Julio se le ensanchó el corazón.
He venido... empezó a decir este......
—Porque yo os he llamado, le interrumpió la señora.
Esta era la verdad.
—Por consiguiente, continuó, no empecéis a blasonar de una acción que no tiene nada de meritoria. Si alguno de los dos es digno de alcanzar el fin que se ha propuesto, seguramente soy yo.
Y dijo este yo con un movimiento de cabeza tan aproximado, tan gentil, tan insinuante, que Julio se turbó en extremo.
Bien que este se turbaba por cualquier cosa. Si hubiera tenido más mundo, se divertiría mucho con aquella mujer a solas. —o señora, la diría yo en el caso de Julio, hay situaciones en la vida que las presiente el corazón mucho antes de que sucedan. Sin duda por eso no me sorprendió vuestro aviso, porque lo esperaba. Se halla además reunida en mi alma tan inmensa dosis de simpatía que no debéis extrañar que venga perdidamente enamorado de vos. Es verdad que esta simpatía la pudiera haber empleado en muchas mujeres que el mundo llama hermosas, pero yo no sé qué secreto instinto me hacía conservarla para otra mujer más hermosa todavía. ¡Oh, sí, dejadme lisonjearme con la idea de que sois una mujer más hermosa todavía! —Por supuesto que esta arenga la pronunciaría yo con un
—Es verdad, contesto Julio con la ingenuidad de un santo.
Que diga cualquiera si esta bobada no ofendería su pudor.
Pero estaba muy oscuro, y o la aldeana no se ruborizó, o no se la echó de ver, y débil y pausadamente prosiguió diciendo:
—Tenia entendido que vuestra locuaz galantería era mayor que la que mostráis en este instante.
—Callo, contestó Julio, porque ignoro todavía el objeto para que he sido llamado.
¡Qué torpe!
—En ese caso no sabéis que en asuntos como este es menester ser adivino. Creo que vos sois el único hombre que en semejante situación ignorase el papel que le estaba confiado. No os figuréis que esto en parte no me complace, pues vuestra perplejidad me prueba que esta es la primera vez...
—Si, yo os juro que esta es la vez primera...
Y aquí se detuvo Julio notando que tal vez había adelantado el discurso demasiado, y por no hallar fórmula con que expresar bien su idea.
La dama se sonrió por lo bajo.
Julio luchaba entre el temor y el deseo: el primero le tenía echado un dogal a la garganta, y el segundo le hacía cometer mil extravagancias, tales como las de temblar de pies a cabeza, dejar escapar sollozos, y sufrir todas aquellas tribulaciones que en tan gustosos lances asaltan a la inexperiencia. Cada vez más fascinado hacía girar los ojos en derredor, y su enajenación mental fue completa cuando a los últimos rayos del crepúsculo vio agitarse blandamente los voluptuosos pabellones que formaban las
En una habitación poco iluminada, donde so hallan platicando dos amantes, la entrada de una alcoba es la boca del infierno. Tiene una atracción tan mágica como la que ejerce el imán sobre el acero. Brota por allí la incontinencia, y todo el refrenamiento de los sentidos se exhala por aquel conducto. A través de las cortinas so trasluce la figura del diablo que hace mil piruetas sobre el lecho, y que con la punta de la cola tiene asido el extremo de la cortina, próximo a levantarla en gracia de los que quieran entrar, y dispuesto a soltarla en obsequio delos que entren. Mil genios alados agitan teas de un color de azufro, cuyo subterráneo brillo ilumina un coro de sátiros y ninfas, que proyectando sus sombras en las cortinas forman un variado panorama de caprichosas huidas y de tentadores encuentros.
Fingiéndose en su delirio tan seductor aspecto, la turbación de Julio rayó en frenesí, y suelto ya el freno del recato tendió los brazos a la desconocida que aun presumía tener al lado. Mas ésta había desaparecido, y su irritación febril le impelió a buscarla, aunque en vano, por toda la habitación. Vio ondular la cortina de la alcoba, que sin duda la meneaba el diablo, y presumiéndose que habría huido por allí, entro a buscarla desatalentado.
¿Si habrá huido por allí la dama? ¿Si la habrá encontrado Julio? ¿Si habrá querido burlarse de él? ¿Mas para qué? ¿Cómo?.... ¿Cuándo?....
Preciso será examinar la conducta de Julio desde que entró en Oviedo, para venir en conocimiento de quién sería la Aldeana disfrazada. Cuatro mujeres había tratado hasta entonces con una prudente intimidad: Isabel, Lucía, Rita y la Abadesa de Santa María.
Ya recordará el lector aquella mirada tan sandia que la primera lanzó a Julio al bajar una escalera. Como este no sabía distinguir una contorsión afectada, de un rapto amoroso, tuvo aquella mirada por un rapto, y no por una contorsión. Desde aquel día visitó a Isabel, al parecer con esperanzas de buen éxito. Ella misma le había puesto encamino, y él caminaba más ilusionado cada día, pero sin llegar jamás al término de su viaje. Era Isabel una de esas mujeres que saben lo que han de negar, y lo que han de conceder, y a qué tiempo y de que modo, para entretener a los hombres con garatusas y monadas, sin que los hastíen los favores, ni los desalienten las repulsas. Embrollado en este laberinto de concesiones y desdenes, se complacía en secreto con la idea de que no alcanzaba más de Isabel por falta de proporciones. ¡Pobre Julio! Aun no sabía la máxima de que cuando ellas quieren nunca las falta modo.
Queda pues en duda si sería Isabel la dama desconocida.
Lucía era una de las muchas que no saben poner mala cara a ninguno que se la pone buena. Pasaba en Oviedo por querida del Marquesito, y a pesar de todo oía, al
Hay por consiguiente presunciones de que podía ser Lucia, pero muchas probabilidades también de que no podía haber sido.
En cuanto a Rita, Rita! ahí quería mucho a Julio. Mas para oprobio de este forzoso es decir que rara vez correspondí a a sus insinuaciones, y eso que la pobre se solía insinuar muy a menudo. —¿Vais esta tarde de paseo, Julio?—Creo que no, Rita. —Lo decía porque vamos a ir nosotras... etc. —¡Qué alma aquella!, ¿si la pensionista habrá cometido la picardihuela de hacer una escapada para tener una entrevista con Julio?imposible. La Aldeana disfrazada, si atendemos a su lenguaje-, era una mujer de mundo, y el mayor defecto de Rita era no tenerle. Además esta era una niña inocente, y aunque la inocencia abrumada por su propio peso suele caer de lleno en medio de los vicios, sin embargo la de Rita era una inocencia muy celada, y en esto caso hace la fuerza el efecto de una buena voluntad.
Me inclino a creer por esto que tampoco debía ser Rita.
La Abadesa ¡qué horror! la Abadesa por supuesto que no era: y eso que Julio la hizo más visitas de las necesarias pues había leído en muchísimas novelas que la monja
Y si no era ninguna de las amigas que él trataba con más frecuencia,¿quién podía ser aquella desconocida?
Mas volvamos a escucharla, y tal vez ella misma nos dirá quien sea. Pasado el tiempo necesario para que Julio la pudiese encontrar, volvió con ella asida de la mano. Al fin la había tropezado. Ya me lo figuraba yo.
—Oigo ruido, dijo la Aldeana a Julio viendo que este se disponía a sentarse de nuevo.
El galán se puso a escuchar atentamente, y a pesar de no haber percibido nada, no conoció que lo que quería la Aldeana era zafarse de él.
—Salid por aquí, añadió luego conduciéndole hacia la puerta.
—¿Y he de marchar, prorrumpió Julio, sin que me digáis quién sois; sin llevar una prenda vuestra que me recuerde?....
—Tomad, dijo la Aldeana sacando del dedo un solitario. Julio notó con asombro que aquella alhaja parecía que había sido hecha para él. Echó al cuello de la dama una cadena que él llevaba colgada al suyo; y después de decirse lo que en tales casos se dicen todos los amantes cuando se despiden y están solos, salió de la casa tan confuso como había entrado en ella.
Lejos ya de la fascinación que ejercen en los sentidos los seres de otro sexo, Julio empezó a discurrir, aunque no con mejor éxito, quien sería aquella mujer que tan pródiga estaba con él de favores. —Indudablemente, decía, aquella voz tiene tonos en un todo conformes con las modulaciones del acento de Isabel. ¿Pero será posible que una mujer cuyo amor solo me consta por vagas manifestaciones, se haya aventurado hasta el extremo de?... Ah!
—Por otra parte, seguía diciendo, Lucia no podía encargarme con más cuidado que este lance fuese un secreto, sobre todo para el Marquesito. ¡Cuánto placer tendría en ser un rival dichoso de ese fatuo! Pero la hermosa Lucia es tan esquiva, tan falaz, tan orgullosa, que no creo que ella...... ¡Oh!
Y en esto se paseaba de extremo a extremo de la calle, con el propósito firme de no dejarla hasta ver si alguno entraba o salia de aquella casa encantada. Pero las puertas y ventanas seguían herméticamente cerradas, y aunque la humedad de la noche ya iba entumeciendo sus miembros, su cabeza aun seguía discurriendo de este modo con el mayor calor.
—Y apurando más el caso, aquel pie que.... ¿no juraría cualquiera que había salido de un molde hecho por el reducido pie de la inocente Rita?¿Pero tan capaz seré yo de inspirar pasiones que aquella niña se haya olvidado de sí misma hasta el punto de acordarse tanto de mí? ¡Qué locura!
—Y por último ¡Dios mio! ¿no es la beatísima Adela la única persona sobre quién me falta derramar estas mundanas sospechas? ¡Imposible!
Julio parecía un loco, y con efecto lo estaba: no tanto por no adivinar quién era, cuanto por tratar de adivinarlo. Si él hubiera tenido más amplitud de miras, conocería que su triunfo más que a una mujer en particular, se extendía a todo el bello sexo en general, ¿Qué mayor gusto que ver en la calle una mujer hermosa, y decir uno para sí, embebecido en una lisonjera duda;
El frío, cuando es grande, apaga el sentimiento; cuando es poco, desazona; y cuando es regular, hace sentir un dolor insoportable. La nieve causa lo primero; el aire o la humedad, lo segundo; y la humedad combinada con el aire causó en Julio lo tercero. Oyó impasible la una, las dos, y las tres en el reloj de la catedral, y como el frío seguía, y como no prefería su curiosidad a la vida, determinó volverse a su casa, como se volvió en efecto. Por el camino fue desarrollando de nuevo su sistema de conjeturas, y porque en el terreno de los hechos no sacaba por consecuencia más que dudas y más dudas, empezó mentalmente a elevar la cuestión a principios generales, y cuando iba a coger el aldabón de la puerta ya discurría del modo siguiente: «las mujeres por naturaleza son»......
El dolor acrisola las almas; el placer las gasta. Si me inician en los antecedentes de cualquiera, sobre poco más o menos yo graduaré la mayor o menor bondad de sus sentimientos. Esto es cierto hasta tal punto que cuantos han sido mimados por la suerte, son egoístas, vanos, irascibles:abrigan, en una palabra, cuantas pasioncillas constituyen al verdadero díscolo.
Hay también almas tan sobre-excitadas por el dolor, que adolecen de los mismos defectos que las que han sido viciadas por el placer. Este estado es falso, violento, excepcional. Los pesares cuanto más fuertes son, más humanizan los corazones. Los que aseguran que a fuerza de padecer lo tienen encallecido, mienten: su petrificación es despique, resentimiento, desesperación.
Cuando Julio se encontró de pronto rodeado de desventuras que llorar; de daños que resarcir; de agravios que vengar; de deberes que cumplir; y abrumado en fin por ese cúmulo de adversidades que son las herencias del mundo de las cuales todos al nacer tenemos que tomar cuenta en mayor o menor número, se encontró enérgico y generoso. Halló en su espíritu fuerzas con que repeler ataques insidiosos, y humilde bondad en su alma con que remunerar perjuicios. Constante en asediar a los enemigos pertinaces, flexible con los arrepentidos, justificador con los vejados, en la época a que aludimos Julio empezaba a ser lo que entendemos por todo un hombre honrado.
Pero después que comenzó a saborear esos frutos agridulces que son las
Cualquiera creerá que aquel joven que salió de su casa tan anhelante deponer término a las inmerecidas aflicciones de Andrés y tan lleno de gratitud por su comportamiento, habría cuando menos practicado algunas diligencias en pro de aquel fiel criado, pero se equivocara. Sus buenos deseos se fueron resfriando hasta el punto de no tener ya energía para rebosar al exterior. Este cambio solo se puede explicar por la diferencia de ocupaciones. Cuando era desgraciado Julio fue activo, liberal, virtuoso. Cuando empezó a ser feliz, se hizo un indolente, un egoísta, un pícaro.
Y en esto llegó el día en que su hermana debía entrar en Oviedo, y, como muchos sabían su venida, Julio dispuso una partida de campo para salir a recibirla. La columna expedicionaria debía reunirse en la calle de Traslacerca, donde vivía el oidor Ramírez. Isabel era el general en jefe. Desde el Marquesito hasta el último repostero tenían que obedecer sus ordenes. Esta obediencia no era absoluta: había esclavitud, pero se permitía la queja. Así es que cuando Isabel se aventuraba a dar una disposición, que en general desagradaba, al mismo tiempo que era ejecutada llovía sobre su cabeza una salva de epigramas. Esta mandarina con ínfulas de Bajá tenía un placer feroz en ser obedecida pronto y con repugnancia. Su mayor gusto era destruir el gusto de los demás. Por ejemplo, al mismo tiempo que ordenó a Julio que se colocase a su lado, proscribió la mezcla de los hombres y las mujeres. Este lujo de tiranía produjo una irritación más implacable cuanto fue más sorda: las mujeres se sometieron por aparentar virtud: los hombres por una insensata galantería afectaron complacencia en sufrir resignados el yugo de una mujer.
Al subir al coche todos se apresuraron a servir de escacabel al tirano (a Isabel). Cuando fue a montar el favorito (Julio), prorrumpió el Marqués dirigiéndose a un vejete negrisucio, escuálido y jorobado.
—
Y en seguida el francés lanzó a Julio una mirada aniquiladora.
El coche arrancó, y a pesar de que el privado había sentido una conmoción tan dolorosa como si el genio del mal hubiese clavado en él sus ojos de fuego, pronto olvidó la infernal mirada de Lorsac, aturdido o desatinado con las distinciones de Isabel que al parecer le amaba.
En nuestras provincias del Norte una partida de campo un día sereno y al lado de una buena moza, es un episodio de la vida tormentosamente fascinador que jamás llega a tragar el sepulcro de los recuerdos. El aire tiene un azul denso que hace sonar fantasmas, y una caliente humedad que esponja los sentidos. Donde quiera hay árboles, cuyos pabellones de ramas dan lugar a peligrosas traspuestas, e incitan a esos solitarios hurtos, que más bien son cambios, pues se entrega lo mismo que se roba.
Julio estaba medio loco: no es extraño. Azuzado por ese duende que continuamente bulle en nuestro cuerpo hacia el fin del primer tercio de la vida, todos sus, conatos se dirigían a tender celadas a Isabel a favor de los matorrales, grutas y ramajes que casualmente se interponían entre ellos y la demás concurrencia. Pero se las habla con un enemigo más experto que él, y por eso Isabel solo caía en los lazos que ella misma se preparaba. Es decir, solo era victima de alguna que otra amorosa nimiedad. La astuta perseguida tropezaba, pero no caía. Por esto se concebirá lo mucho que Julio la querría: una mujer que manifiestadeseos de caer, y que, sin caer nunca, siempre esta tropezando, para un joven cuyos pertinaces deseos le obligan a ser constante, es una mujer adorable. Así es que Julio espiaba con impertérrita calma todas las ocasiones en que la virtud de Isabel podía salir pellizcada. Si la ofrecía una flor, siempre atrapaba alguno de sus dedos. Si la brindaba a gozar de alguna perspectiva, el mejor punto de vista casualmente siempre se hallaba lejos... muy lejos. Y allí donde nadie los atisbaba, teniendo solo por rémora el frágil antemural del deber, y atentos a ese elocuente silencio de la soledad que parece decir: «afanaos, que el tiempo vuela,» se tramaban entre los dos amantes reiteradas escaramuzas, en las cuales el único agente destructor era la electricidad sensitiva, elemento poco apreciado todavía por los fisiólogos, y que causa más estragos que todos los elementos hasta ahora conocidos. Julio, alborozado, iba, venia, instaba, a veces pedía mucho y era rechazado, otras exigía poco y ora consentido. :.. ¡Oh!... ¡Cuánto amor!... ¡Cuánta simpleza!
Por fin se hizo notable entre los concurrentes el amor excéntrico-social que arrastraba a Isabel y a Julio a dar frecuentes batidas, y no de caza, por los alrededores; y se formó el intolerante proyecto de espiar con secreto sus acciones para ver si algún desliz punible podía ser la clave de las burlas de aquel día. Para llevar a cabo tan envidiosa determinación, se dispuso que M. de Lorsac se subiese a un árbol, y, a manera de predicador, afectando no parar la atención en los dos amantes, los enterase desde allí de todo lo que en sus actos hubiese de execrable. Ya encaramado M. de Lorsac, y perfilando sobre Isabel y Julio una mirada equívoca, empezó a predicar de esta manera extravagante mente metafórica:— «Escuchad los que permanecéis castos en medio de la impureza: vos sois la grey bendita del señor. Las iras del cielo y de la tierra caigan sobre el maleficiado cordero que, abandonando su manada, persigue a la zorra para que, antes que el sol se oculte, ilumine su ignominioso ayuntamiento. Atended, y escarmentad. La garra de la zorra ya ha profanado el vellón del cordero»...
En este momento Isabel abandonaba a Julio una mano solicitada con el ardor más provocativo.
Un redoble de aplausos interrumpió la indecorosa peroración de Lorsac.
Luego continuó:
—«Creced, y...... dijo el Señor, pero sea cada especie con su especie: no invada el azor el nido de la paloma. ¡Ay del cordero que en este instante pone sus labios, avezados a tocar la yerba purificada por el roció de la aurora, sobre el sangriento hocico de la zorra, donde aun pululan los despojos de mil inocencias destrozadas!....»
Con efecto, el ardor de Julio bloqueó tenazmente la resistencia de Isabel, hasta que al fin logro que sus labios se dejasen sentar un beso.
¡Era el primero!
Este pasaje bíblico-tabernario, produjo en los oyentes un placer orgiaco. El oidor Ramírez aplaudió furiosamente: todos sabrían la causa, y por eso su salvaje alegría no redundó en su deshonra. Por lo demás, por débiles que fuesen los vínculos que le unían a Isabel, parece que su propio decoro estaba más interesado que el de otro alguno en correr el telón que patentizaba un espectáculo tan grotesco. Si era su prima, ninguna circunstancia por excepcional que fuese, podía disculpar aquel contento extemporáneo con que aumentaba el efecto de la escena. Si era su corteja, no se puede concebir una abnegación más absurda a pesar de todo, los feroces aplausos de Ramírez parecieron a algunos el reflejo de grandes cualidades morales. ¿Qué lazos le unían entonces a la triste heroína de aquella farsa, en que era más soez el espectador que los actores? Mas adelante lo sabremos. Entre tanto no se debe olvidar que Ramírez era la última esencia del cinismo.
—Venid, que nos observan, dijo Isabel asiéndose del brazo de Julio con mentida indiferencia.
Al verlos acercarse se duplicó la fervorosa elocuencia de Lorsac.
—Tened cuidado si alude a nosotros, articulo Isabel a su compañero de martirio, trasluciendo por entre las ramas unas miradas más ponzoñosas que saetas envenenadas.
Lorsac prosiguió;
—¿«Y queréis saber la historia del cordero? Por sus instintos podéis adivinar su raza. Es hijo de un lobo y de una oveja. Un día que se dejó arrastrar de su genuina ferocidad, el padre
—No alude a nosotros, dijo Isabel a Julio honrándole con un insinuante apretón.
El amante quedó desencajado. Esta vez la embozada comparación de Lorsacno hizo batir las palmas, porque nadie llegó a sondearla. Solo Julio desentrañó lo inicuo de la alusión.
—¡Ya viene! ¡ya viene! exclamó de pronto Lorsac mirando hacia el poniente.
—¿Quién? preguntó uno desde abajo.
—Emilia, contestó Lorsac descolgándose de su movible púlpito.
—La hermana del cordero, murmuraron la mayor parte por inspiración unánime.
Mientras que todos se agrupan a dar la bienvenida a Emilia, las mujeres por ver si es hermosa, y los hombres por lo mismo, vamos a dar una idea del carácter de Lorsac.
El mayor número de los que concurrieron a la partida lo veían por primera vez. El Marquesito se lo había presentado a Isabel garantizando su comportamiento, y solo en las escatimadas explicaciones que aquel dio al hacer la apología del presentado, indicó que era francés. Esto era una mentira palpable. Cierto que, cuando conocía que le observaban, las espiraciones de Lorsac eran nasales, y su pronunciación tan constreñida, sorda y mezquina, como la de todos los países septentrionales; pero si descuidadamente se despojaba de su artificio, el tono de sus palabras era franco, sonoro, meridional. Su apellido podría ser francés, pero nada mas.
En cuanto a su físico, Lorsac era tan magro como cualquiera de esos que, gozando de una inalterable salud, no tienen más que la piel sobre los huesos. Estas momias vivientes parece que sudan la gordura que constituye la redondez de las formas, y por eso su tez siempre está sucia y rugosa. Su frente apenas tenía dos dedos de altura; la demás extensión la usurpaba una peluca cenicientamente rubia que le caía traidoramente sobre los ojos. Por los bordes laterales de la peluca se asomaban algunos mechones de pelo gris; prueba de que no era calvo, porque esta clase de cabello es tan incontrastable como si naciese de lo interior del cráneo. El iris de sus ojos tenía un color indefinible, y admitían cualquier calificación, con tal que al llamarlos verdes o azules se añadiese oscuros. Sus pupilas eran gatunas, pues según la mayor o menor intensidad de la luz, se agrandaban o reducian ostensiblemente, y vistas de cierto lado brillaban como dos ascuas. La joroba podía compararse, en sentido inverso, a la curva trazada por un arbusto azotado del huracán; cuando amaina el viento, el arbusto se endereza; cuando, arrebatado por algún sentimiento fuerte, Lorsac se olvidaba de hacer el papel de viejo, su cuerpo quedaba enhiesto.
¡Cosa rara! En el estado normal parecía que su máquina ya sentía el peso de los años: entonces en el tono de su voz había amargura y resignación:su vigor estaba solapado bajo el manto de esa sesuda frialdad con que el tiempo cubre a los hombres que ya han cumplido cuarenta abriles. Pero cuando alguna impresión violenta afectaba su sistema nervioso, aquel hombrecillo negligente lanzaba de su ojos una energía intensa; hablaba con la firme resolución del ambicioso a quien le sobran recursos para lograr el fin a que aspira; desafiaba la suerte como el que tiene un alma de acero que oponer a sus embates, y sus ademanes y sus gestos revelaban la conciencia de su superioridad. Entonces en Lorsac había una verdadera transfiguración.
Después de la sangrienta metáfora en que manifestaba conocer la historia de Julio, observaba este a Lorsac con un temor supersticioso. Analizaba sus actos y sus palabras con una insidiosa curiosidad siempre que se podía poner a cubierto de sus miradas, porque a cada ojeada del vejete se sentía anonadado como si le hiriese un rayo. Una vez que se alejó delos concurrentes, perdido en mil conjeturas sobre la verdadera procedencia de Lorsac, este le siguió, y mirándole de un modo siniestro, prorrumpió, dominado del más sarcástico dolor:
—«¡Ah, la pobre Emilia no pudo resistir a las
—¿Quién sois? preguntó Julio arrastrado por un impulso de desesperación.
—El demonio, contestó Lorsac volviéndole la espalda con un odioso menosprecio.
Julio quedó tan aterrado como si un hacha suspendida en el aire amenazase henderle de medio a medio.
En esto se oyó la señal convenida para la merienda, y Lorsac corrió a sentarse al lado de Emilia.
—¿Entráis gustosa en el claustro? la preguntaba poco después de modo que Julio pudiese oírlos.
—Muy gustosa, contestó Emilia. Y luego exhaló un sollozo como diciendo: «ay, cuanto me cuesta este sacrificio!»
—¿Y hace mucho tiempo, continuó Lorsac, que habéis hecho ese voto tan espontáneo y tan doloroso?
—Muchísimo, dijo Emilia con la misma consternación con que hubiera podido decir:!nunca!
—¿Y ya teníais hecho ese voto, replicó Lorsac debilitando la voz, cuando hace unos meses el árbol que crece al pie de vuestra ventana servia de escala a un galán que os sedujo y que os ha abandonado?
—¿Sabéis?.... prorrumpió Emilia con un espanto mezclado de bochorno.
—Todo lo sé, contestó Lorsac; vuestro hermano me lo ha contado.
Julio se preparó a desmentirle, mas fascinado por el resplandor fatídico que brotaba de los ojos de Lorsac, no tuvo valor para
—¡Qué vergüenza! exclamó Emilia, escondiendo el rostro cariñosamente contra el brazo de Lorsac.
—¡Resignación! articuló este en tono inexorable; más desgraciada que vos ha sido vuestra madre!
—Si ella ve mi arrepentimiento me perdonará desde el cielo, prorrumpióEmilia con esa unción que siempre se desborda de las almas henchidas de creencias.
—Y vuestro padre desde el infierno, añadió Lorsac con un dolor desesperado.
Y luego viendo que los circunstantes ya empezaban a fijar en ellos la atención, dijo poniéndose en pie y tomando su habitual actitud de diablo predicador:
—Bebamos, ¡voto al chápiro! Brindo por los cruzamientos de pies que está ocultando esta mesa. ¡Ola! ¿Isabel se ha puesto colorada? ¡Magnífico! el que se pica, ajos come. ¡Calla! ¿También Lucía? Lo celebro; eso prueba que el Marqués se divierte. No hay que apurarse muchachas; esa es vuestra misión sobre la tierra.
Los más descocados empezaron a celebrar el brusco razonamiento de Lorsac que continuó diciendo:
—Así como así, si fuerais incorruptibles, la humanidad adolecería de una insulsez insoportable. Vuestras adorables infidelidades hacen el mismo efecto que el del truhan jugador que entremezcla la baraja: por su astuto manipuleo unas veces se encuentra al
—Este teje-maneje tan variado como indecente hace del mundo un panorama cien veces más caprichoso que el del cielo. ¡Menester es que tenga algo de deslumbrador para que nos haga soportar el peso de la vida ¡Benditas seáis, hijas de Eva, que con tan constante fragilidad conserváis el carácter que os ha impreso vuestra primitiva madre. No rompáis la tradición. Ese espíritu filtrativo que os arrastra a mezclar al
Y de pronto encarándose con Julio, añadió Lorsac en francés, manifestando en su repentina transición el más furioso pesar:
—
(Os pareceré algo loco ¿no es cierto? Si, me chanceo, me río: pero es por no llorar!)
—No os acobardéis, murmuró Isabel a Julio viéndole bombardeado por las miradas de lodos.
Julio comenzó a paladear un enorme vaso de jerez, mientras pasaba aquel chubasco de ojeadas, más temible a veces que la metralla de los obuses.
—Brindo, prorrumpió el Marquesito contagiado por la locura de Lorsac, porque las penitencias de esa señorita (señalaba a Emilia) sirvan de expiación por los muchos pecados de sus deudos.
—Y por los de sus amigos, dijo Isabel dando del codo a Julio, invitándole a que lo pregonase en alta voz.
—Y por los de sus amigos, gritó Julio un poco exaltado ya por el jerez.
—Siento que tengáis tan mal Espíritu-santo, replico el Marquesito aludiendo a la excitación de Isabel, la cual había percibido sagazmente.
—¿Tan malo os parece Marqués? preguntó Isabel flechándole una mirada penetrante casi de ángel y casi de víbora.
—Tan malo, contestó el Marqués, que dudo que en el mundo entero se pudiese encontrar una paloma que quisiese simbolizarle.
—Eso es un insulto, dijo Julio con una presteza hija legítima del licor que acababa de apurar.
—Esto es una verdad, replicó el Marquesito sentándose con cáustica gravedad.
—¡Silencio! exclamó Lorsac dando sobre la mesa un fuerte puñetazo que hizo estremecer el pavimento.
A tan estentórea exclamación, la mitad quedaron aturdidos y la otra mitad estupefactos.
A pesar del silencio que no pudo menos de producir el tiránico arranque de Lorsac, al punto se travó a media voz entre Isabel y Julio el diálogo siguiente:
ISABEL. Decidle al Marqués algo que pueda herir la susceptibilidad de Lucía: paguemos una insolencia con otra.
JULIO. Dadme asunto para fraguar un equívoco.
ISABEL. Apelad a alguno de esos vagos recursos formulados en un se dice, y que soltados con bárbara ingenuidad hieren de muerte la reputación delas mujeres. Decidle por ejemplo: «según
JULIO (
ISABEL (
JULIO (
ISABEL (
JULIO (
Mientras que esto pasaba, la conversación se había vuelto a reanimar, recobrando la efervescencia de que la había privado la despótica interrupción de Lorsac.
Julio a pesar de las instigaciones de Isabel formulaba con perplejidad en su pensamiento la picante alusión con que debía empanar la reputación de Lucia. Aunque le era desconocida todavía la práctica de los hombres de mundo que no han perdido el honor, repugnaba a sus instintos publicarla deshonra de una mujer que había tenido la dicha de infamar. El vender el secreto de una mujer es una de las flaquezas más repugnantes de las almas viles. Pero no había medio de evadirse. La opinión de todos le designaba como paladín de la honra de Isabel, esta había sido zaherida, y aunque el expediente más sencillo era matar al insolente, la dama ofendida exigía una venganza idéntica al agravio, sin perjuicio de que los contendientes se entendiesen después por separado. Era preciso decidirse por uno de estos dos extremos: o humillar a Lucia, para granjearse a Isabel; o disgustar a Isabel, sin conquistarse la gratitud de Lucia. Julio se hizo este argumento:—«De Lucia ya nada tengo que esperar; de Isabel aun puedo esperar mucho.» —Hay en el corazón humano una dosis de egoísmo brutal que sobrenada a todos los sentimientos nobles. Por consiguiente Julio se dispuso a obedecer a Isabel.
Solo esperaba una ocasión favorable, y esta se presentó al instante, gracias a la charlatánica volubilidad del Marqués.
—Os
—Si todos hiciéramos lo mismo.... indicó Julio manifestando una reserva hipócrita.
—¿Tendríais la bondad de darme alguna lección? pregunto el Marqués con una humildad más hipócrita todavía.
—Acaso pudiera daros muchas, replicó Julio encarándose con el Marqués y dando principio a una guerra franca.
—En primer lugar.... dijo el Marqués comprometiendo a su contrario a que empezase las hostilidades para atraerle a un terreno beneficioso para él.
—En primer lugar, respondió Julio impacientado por los estímulos de su adversario, os diría que e§ una insigne torpeza usar de armas que os pueden herir de rechazo. Y si no ¿me diréis de cual espíritu puro pudiera ser emblema la paloma bajo cuyas alas os soleis adormecer?
Lucia palideció.
—¿La habéis visto dar algún vuelo sospechoso? dijo el Marqués con una sonrisa trabajada.
—Tal vez, contesto Julio conociendo todo el furor de aquella risa.
En cada semblante se velan pintadas ya la duda, ya la ira, ya la compasión.
—¿Y hacia que parte del horizonte la visteis tender las alas? repuso el Marqués lanzando al mismo tiempo a Lucia una mirada oblicua que expresaba lo siguiente: «ahora seréis vengada; más de hoy en adelante vuestro honor ya no es el mio.»
—Hacia una de las calles más ocultas de la población, respondió Julio con cínico descoco: por cierto que era de noche.
—¡Falso! exclamó Lucia levantándose repentinamente con la exaltación de la inocencia, y volviendo a caer abrumada por un sentimiento de vergüenza.
—¿Acaso podéis creer que he aludido a vos? replicó Julio como diciendo:«sois muy lince, celebro que me hayáis comprendido.»
—No, no, prorrumpieron acordes más de veinte voces, no habrá sido a vos.
—No, no, no habrá sido a ella, prosiguió Isabel distinguiendo al Marqués con una mirada más lacerante que el filo de una espada, y que venia a significar: « quien ha desgarrado así su honra, está pronto a desgarraros el corazón.»
—« Decidle que le espero» significó el Marqués con otra mirada con que honró a Isabel al levantarse.
—No ha sido a ella, repetían con noble pesadez todos esos espíritus endebles que se complacen en ser mediadores en cuantas cuestiones irritantes se agitan a su presencia.
Isabel hizo como que murmuraba algunas palabras al oído de Julio, y enseguida se levanto para ir al encuentro del Marqués a quien dijo con un gracejo zumbón:
—Estoy encargada de una misión importante cerca de vuestra persona.
—Sentiré, repuso el Marqués esforzándose por imitar la apacible ironía de Isabel, que la calidad del delegado aminore en lo más mínimo las graves consecuencias que de este hecho deben resultar.
—¿Sois
—Me declaro
—Gracias, repuso Isabel con incisivo laconismo.
—¿Os há designado armas? preguntó el marques convulso de ira.
—Pistola, contestó Isabel con una risita más horripilante que la de un espectro.
—¿Sitio?
—Campo de San Francisco.
—¿Hora?
—Al amanecer.
—¿Cuales son las condiciones?
—Podéis disparar al punto en que le avistéis. Como os iréis acercando mutuamente, el que tenga más calma disparará más cerca.
—¡Bravo! prorrumpió el Marqués, como si el furor reconcentrado en su pecho hubiese hallado de pronto una válvula por donde exhalarse.
—¿Tenéis algo más que saber?
—Solo una cosa necesito saber de vos para morir tranquilo.
—¿Cuál es? preguntó Isabel con un interés ficticio.
—Saber si sentiréis mi muerte, contestó el Marqués con pérfida galantería.
—Siento tanto este lance, replicó Isabel, que acaso me costará la vida.
—¿Por él, o por mí? dijo el Marqués acentuando con fuerza el primer pronombre.
—Por vos, añadió Isabel con una amabilidad horrible.
—Gracias, exclamó el Marqués haciendo una cortesía estrambótica y chapurreando al alejarse una carcajada mal reprimida.
Isabel le miró con la dulzura de una hiena.
Amostazados los concurrentes por la acritud del último altercado se fueron desfilando uno por uno.
Isabel se encargo de conducir a Emilia al convento, es decir al paraíso,(otro diría al infierno).
Julio se quedó solo. Nadie quiso echar sobre su conciencia el imperdonable crimen de honrarle con su compañía. Esto era una especie de execración pública que hizo a Julio pensar en las causas que le condujeron a tan abyecta situación.
Al partir Mr. de Lorsac le dijo con un interés al parecer profundo:
—«Id con cuidado, porque tratan de asesinaros. Los criados del Marqués se han confabulado con los de Lucia para esperaros dos en cada esquina de las avenidas que confluyen a vuestra calle. Si llevan a efecto suplan, podéis morir con el consuelo de que lo habéis merecido después de vuestro padre no he conocido un hombre más despreciable que vos.»
Julio no osó desplegar sus labios para contestarle, porque en vista de tantos desaires se hallaba más corrido que
Al verse sin un amigo que marchase a su lado justificando su comportamiento, caminaba con lentitud pensando en los motivos que había dado para tan general desvío; y aprovechándose del aviso de Lorsac torció el camino que conducía a su casa para dirigirse a la de Isabel.
Mas al dar vuelta a una de las primeras callejuelas de la ciudad oyó una voz robusta que gritó desde la esquina: a él!
Julio de pronto se encajonó en el dintel de una puerta, y poco después sintió pasar de refilón por delante del ala del sombrero un garrote blandido por una mano atlética.
—¡Traidores! exclamó Lorsac apareciendo repentinamente, y poniéndose al lado de Julio con un estoque desenvainado.
—¡A él! repitieron los agresores, hasta que empezando a sentir las mortales estocadas de Lorsac dieron a correr cobardemente.
—Seguidme, dijo Lorsac ofreciendo el brazo a Julio para escoltarle hasta su casa.
—¿Quién sois? le pregunto Julio al despedirse, estrechándole la mano con íntima gratitud.
—¡El demonio! contestó Lorsac arrojándole de bruces en el portal.
—Es el demonio, no hay duda: murmuró Julio al levantarse.
Y al subir la escalera, al llamar, al acostarse, repetía con una convicción pueril:—«no hay duda, es el demonio!....»
Julio pasó toda la noche medio accidentado por la mañana recibió un billete que empezaba de este modo:
«¡Asesino!»
Y como si le amagase un puñal, se incorporó repentinamente diciendo: —«O el mundo o yo estamos locos.»
Después clavó en la firma una mirada de terror:
Y luego con una insensata viveza, mitad curiosidad y mitad espanto, leyó incorporado lo siguiente:
«¡Asesino!»
« Ayer me deshonrasteis: hoy habéis muerto al que me iba a honrar con su nombre. Supongo que habréis huido. ¡Ay!, ni el consuelo de verle vengado me queda. Os escribo esta, para que si llega a vuestras manos sepáis al menos que eternamente pesará sobre vuestro destino la maldición de la desamparada»
—Esta mujer ha perdido la cabeza, dijo Julio embutiéndose en sus pantalones.
—¡Huyamos! sonó una voz en la antesala, al mismo tiempo que Julio se calaba el sombrero con tanto ahínco como si fuese en cabeza enemiga para dirijirse a casa de Lucía.
—¡Huyamos! repitió Isabel precipitándose en el cuarto de Julio con el estruendo de un huracán.
—¿A dónde? preguntó Julio estupefacto.
—Lejos de aquí, respondió Isabel con enérgica verbosidad: os buscan para prenderos. Han muerto al Marqués en un desafío, y por el altercado de ayer algunos os achacan su muerte.
—Yo probaré mi inocencia....
—¡Imposible! la opinión pública os condenará sin oíros.
—Diré que no era mi ánimo vengarme.... replicó Julio puerilmente compungido.
—Mas no ha faltado quien os vengase, repuso Isabel con una actitud rabiosamente sangrienta.
Al verla Julio presintió un no sé qué monstruoso que le dejó inhábil para pensar.
—Vamos, añadió Isabel asiéndose de su brazo con soberbio predominio.
Julio se dejó llevar como un ser enteramente pasivo.
—Mas partir así.... a la aventura.... objetó después con voz semi-articulada.
—Todo está ya prevenido, contestó Isabel resueltamente: pasaporte, dinero, carruaje....
—¿Y vos? preguntó Julio con acento triste y melifluo.
—Mi suerte será la vuestra, contestó Isabel con un descaro espansivo queequivalia a decir: «tuya hasta la muerte!»
—Si no duermo estoy sonando, pensaba Julio al dejarse arrastrar con cándida resignación.
Después de llevar algunos segundos andando al aire libre, empezó a discurrir sobre los asuntos más importantes que dejaba pendientes en Oviedo.
—
—
—
A la salida de la ciudad llegaron a un parador donde montaron en una mensajería que los estaba aguardando.
Al sepultarse en el fondo del carruaje Julio oyó salir de su centro una carcajada histérica que le dejo tan aterrado como si hubiese oído la trompeta del juicio final.
Era la extemporánea risa del incomprensible Lorsac.
Nunca he podido averiguar la verdadera etimología de la palabra
«A los liberales (según uno de ellos) se nos llama
Esto lo dice un demócrata. Veamos ahora lo que opina un realista:
«Los liberales se llaman negros porque el primero que propaló sus ideas era un demente expulsado del país de los cafres. Debiendo a la naturaleza una organización imperfecta, estos díscolos han nacido para ser esclavos. Cuantas veces se apoderan del gobierno de un Estado, se ve que al fin lo vienen a convertir en una casa de locos. El pueblo se complace en llamarlos
La imparcialidad no puede menos de rechazar ambas definiciones. Los políticos eclécticos extractarán de las dos aquello que sea más justo, según el modo de ver de su elástica conciencia.
El gremio de los
Es sensible a la verdad tener que injerir en una novela de costumbres un trozo de la historia de nuestro país, para poder relatar uno de los periodos más turbulentos de la vida del protagonista. Por no dejar un hueco en la existencia de Julio, es menester que con la vergüenza innata en todos los hombres de honor, nos ocupemos de las suciedades demagogias que desde el año de 1820 hasta el de 1823 llenaron de tedio a todos los españoles que tenían garantías y vínculos sociales que hacer respetar.
Isabel, Julio y Lorsac llegaron a Madrid arrastrados en una galera, único modo de viajar conocido entonces en España. Las autoridades locales no los incomodaron ni una sola vez en el transito: si todos fueran inocentes, les hubiera faltado paciencia para aguantar sus perdurables groserías. Lorsac tuvo la constante precaución de hacerse un misterio de su persona. A su arribo a la Corte después de diez días de camino, Julio solo sabía su apellido. Inútilmente trato este de sondearle con preguntas insidiosas, pues Lorsac permaneció inconcebible, escudado por su sospechosa reserva. Al entrar en Madrid se separaron uno de otro con notable y mutua frialdad.
Después de algún tiempo, Julio y Lorsac se encontraron por primera vez en un club de
No ha habido un Gobierno en España de los muchos que la variedad de los acontecimientos políticos ha colocado al frente de nuestra sociedad, en el intervalo de cerca de medio siglo que ya llevamos corrido desde la infausta cuanto gloriosa guerra de la independencia, que no haya tenido la torpe habilidad de suicidarse a fuerza de desaciertos. Lozano de Torres, con su vulgar administración, ha contribuido inocentemente de un modo más poderoso que el mismo Riego al restablecimiento de la Constitución. Los
La
Desde el año de 1814 hasta el de 1820, esta sociedad comenzó a minar subrepticiamente el gobierno absoluto, lo que nunca hubiera conseguido si el trono hubiese empleado los inmensos elementos de oposición de que podía disponer. Los
El 9 de marzo, Fernando de Borbón, jurado Príncipe de Asturias, reconocido por la Europa como Rey absoluto, y el mismo por quien siete años antes la España toda había derramado torrentes de sangre, abandonado cobardemente por sus más fieles servidores, juró debajo de su trono la Constitución en manos de media docena de desharrapados que se llamaban representantes del pueblo; de un pueblo que oía la palabra
Ya promulgado el cizañero código de Cádiz, la Masonería Regular Española recibió un incremento asombroso, pues se apresuraron a afiliarse a ella, ya los que querían conservar sus empleos, ya en fin los que aspiraban a obtenerlos. Naturalmente las personas de más categoría trataban de ejercer su superioridad modificando los desastrosos efectos de la asociación, por lo que se empezaron a disgustar los demócratas ambiciosos que trataban de figurar en primer termino. Este fue el móvil principal de la invención de una nueva sociedad secreta, dirigida según sus autores a contrarrestar la gran influencia de la Masonería, y a cuya cabeza se puso el general Ballesteros. Profanando el glorioso recuerdo de las Comunidades de Castilla, se denominó a esta subterránea asamblea
Los cafés de la Fontana de Oro y de Lorencini eran entonces los focos principales adonde confluían los rayos siniestros emanados de las inmundas teas encendidas en los abismos de las sociedades secretas. Allí iba Julio a aplaudir los chispeantes discursos del imberbe
Julio se hizo notar entre todos por su asolador patriotismo. Empapado desde la Universidad en la indigesta lectura de los periodos democráticos de Grecia y de Roma, tolerables solo cuando se describe su parte fascinadora, habían fermentado en su cabeza una porción de ideas de un carácter estrambótico, las que él constituyó en principios de una solidez irrecusable. Tan perniciosas lecciones suelen despertar en los jóvenes, antes que se desarrolle del todo su, un entusiasmo de relumbrón, por lo que haciéndolos dar martirio a los preceptos de la lógica natural, falsean con habladurías los fundamentos de las más sabias instituciones. Tales eran sus berrinches patrióticos que el vulgo, con la fuerza de expresión con que suele caracterizar a las personas singulares, empezó a conocerle con el nombre de Sierpes.
En la mesa que él solía desvencijar con sus entusiastas puñetazos, acostumbraba a sentarse un ciudadano patriota, a quien todos por detrás llamaban
Leído el informe en junta general, y aprobado, se señaló el día 4 de mayo de 1821 para que Julio se presentase en el castillo (así se llamaba la zahúrda donde los comuneros celebraban sus sesiones) a alistarse y prestar el juramento de costumbre. Después de anochecer Julio y Viruta llegaron a la plazuela de Sto. Domingo, donde el segundo le vendó los ojos, conduciéndole asido del brazo por la calle de la Constitución (antes de la Inquisición, ahora de María Cristina) hasta llegar al castillo que hoy con más noble objeto se llama Conservatorio. Un centinela avanzado preguntó:—«¿Quién vive?»—y el comunero conductor dijo:—«Un ciudadano que se ha presentado en las obras estertores con bandera de parlamento, con el fin de ser alistado.» —Entregádmele, y le llevaré al cuerpo de guardia de la plaza de Armas» —replicó el centinela, y al mismo tiempo se oyó una voz que mandó echar el puente levadizo, y cerrar todos los rastrillos. Esta operación se hizo figurando un ruido cómico.
Conducido al cuerpo de guardia, el centinela enmascarado le quitó a Julio la venda de los ojos, y cerrando la puerta le dejó solo en un aposento que parecía alhajado por el loco más ingenioso. En medio había una mesa con papel y tintero, y de las paredes colgaban con insensata armonía antiguas armaduras salpicadas de sangre, la que metafóricamente estaba simbolizada por un subido almazarrón. En vez de escarnecer tan extravagante amueblaje, el obcecado Julio lo miró con pavoroso respeto. El fanatismo es la virtud por excelencia.
Después de haberle dado tiempo para que reflexionase sobre su situación, el centinela le entregó un papel para que contestase a las preguntas siguientes:
PRIMERA PREGUNTA:
Julio anotó al margen: «El sacrificio de su existencia.»
SEGUNDA PREGUNTA:
RESPUESTA: «La muerte.»
TERCERA PREGUNTA:
RESPUESTA: «De ningún modo; la satisfacción que resulta del cumplimiento de los deberes es el único premio digno delas almas nobles.»
Así que hubo contestado, entregó al centinela las respuestas, de quien las recogió el Alcaide, y dándolas este al Presidente, se leyeron en la junta.
Viendo que las respuestas eran conformes con los principios de la Confederación, el Presidente mandó al Alcaide que condujese al alistado a la plaza de Armas con los ojos vendados.
Entregado el Alcaide del alistado, le recordó las graves obligaciones que iba a contraer, hasta que viendo al ciudadano Julio decidido en su propósito de alistarse, le condujo a la plaza de Armas. Al llegar a la puerta pregunto el Presidente: «¿Quiénes?» y respondió el Alcaide: « soy el Alcaide de esta fortaleza, que acompaño a un ciudadano que se ha presentado a las avanzadas pidiendo alistamiento.»
Entonces se abrió la puerta y colocado el aspirante frente al Presidente, le preguntó este su nombre, el pueblo de su nacimiento, el de su residencia, qué empleo, oficio o profesión tenía, y hallando este examen idéntico al informe dado por el caballero Viruta, el Presidente le dijo:—« Vais a contraer grandes obligaciones y empeños de honradez, que exijen de vos valor y constancia: la defensa de los fueros y libertades del
Después de agotado este repuesto de fórmulas dictadas por la extravagancia y adoptadas por la estupidez, el Alcaide desató la venda de sus ojos, y lo primero que Julio echó da ver fue la intolerable figura de Lorsac. Con un rápido trueque de miradas ambos se dijeron lo siguiente: —«¿Hasta cuándo me perseguiréis como un genio maléfico?» —«¿Hasta cuándo vendréis a infestar el aliento que respiró?» —«Sois inexorable» —«Sois un trasto.»
En seguida el Presidente le dijo con necia vanagloria;—«Ya sois caballero comunero, y en prueba de ello cubrios con el escudo de nuestro jefe Padilla.»
Julio se cubrió con el escudo, y al mismo tiempo todos los demás colocaron sobre él las puntas de sus espadas.
En esta actitud dramática el Presidente continuó: —« Este escudo de nuestro jefe Padilla (era de cartón) os cubrirá de todos los golpes que la maldad os aseste, si cumplís con los sagrados juramentos que acabáis de hacer; pero sino los cumplís, todas estas espadas no solo os abandonarán, sino que os quitarán el escudo para que quedéis a descubierto, y os harán pedazos en justa venganza de tan horrendo crimen.»
Concluida esta farsa solemne, Julio dejó el escudo, y el Alcaide le calzó unas espuelas y le ciñó una espada, acompañándole después hecho un arlequín por todas las filas para que los demás le diesen palabra y mano de compañeros, a cuya demostración contestaba Julio con patriótico desenfado: —«La admito, y no faltaré jamás a mis deberes.»
Al dar la mano a Lorsac le dijo este con uno de aquellos gestos más significativos para ellos que los razonamientos: «si me la dais, os exponéis a que os la tronche.»
Por último Julio se acercó al Presidente a recibir el santo, seña y contraseña, y se sentó al lado de Viruta después de haber calculado la posición ventajosa en que se colocaba para sustraerse al apoplético influjo de las angustiantes miradas de Lorsac.
Después de la recepción del ciudadano
«Ciudadanos; nuestra divisa es la defensa de los fueros y libertades del género humano contra las arbitrariedades de los Reyes existentes, y de todos los Reyes que desgraciadamente vengan después. Por eso nuestra voluntad es la ley de las leyes, y nuestro poder la supremacía de todos los poderes. Esta gran asamblea ha sabido por conducto de uno de los
Al oír este nombre salieron de entre los comuneros un sin número de rugidos, que mezclados tumultuosamente, formaron un feroz murmullo, igual al que pudiera producir una manada de lobos al ver que se les alejaba la presa que ya hablan empezado a saborear.
El Presidente siguió:
«La confederación dirá si en uso de sus omnímodas facultades e imprescriptibles derechos se conforma con la absolución de tan vil conspirador.»
—«Pido la palabra» gritaron a un tiempo más de veinte voces carracosas, sobresaliendo de entre ellas la más que todas incómoda del caballero Viruta.
Hecho tirano de la palabra por la fuerza de sus pulmones, Viruta abusóhasta lo infinito de su necedad, expresándose de este modo:
« Caballeros: al cura de Tamajón le tenemos designado muchos
La inquietud producida por la vacilación de algunos que dudaban si las opiniones de Viruta eran sublimes o detestables, produjo una fermentación general que al cabo se convirtió en su favor gracias a un benigno aplauso dado por uno de sus parciales.
Llegado el turno a Lorsac, se levantó sosegadamente, y dijo con la impávida humildad de un mártir que se resigna a decir una verdad que le debe costar la vida.
«Señores: se ha dicho aquí que las leyes deben acomodarse a las circunstancias. ¡Que no se vuelvan a oír estas palabras en un recinto donde palpitan pechos españoles! !Desgraciado el día en que las toleremos sin mostrar indignación y escándalo! Amoldando las leyes a las circunstancias se trató en el reaccionario año de 1814 de sacrificar a los amantes de la libertad. Acallando las leyes a merced de las circunstancias, se puede inundar una nación de sangre por cualquier cambio político. Se ha dicho además que sí ha habido puñales que han derramado la sangre de los amantes de la Constitución en algunos puntos de la Península, también debe haber puñales que la defiendan. ¿Y quiénes el que puede unir las dos ideas de
Una repentina y total oscilación de cabezas, probó a Lorsac que la palabra «asesinos» estaba pasando en aquel momento por el desigual cedazo de la opinión; y por si habla lastimado la delicadeza de aquellos caballeros, Lorsac continuó su discurso sin aguardar a que se manifestase ningún síntoma ostensible ni en pro ni en contra de sus doctrinas.
—«Los que el día 2 de Mayo de 1808 adquirieron el título de héroes, no deben el día 5 de Mayo de 1821 convertirse en matadores de un sacerdote indefenso. El pueblo de Madrid es muy sensato y no podrá menos de ver con horror atropellados los poderes públicos, y sacrificado a un reo que actualmente se halla bajo la salvaguardia de las leyes.»—
Unas toses periódicas de entonación igual y sistemática fueron preludios de la explosión que Lorsac proveyó que iba a sofocar su voz, y, esforzándose lo más que pudo, logró concluir su discurso, reasumiendo su pensamiento del modo siguiente:
—«Si se lleva a cabo tan horrible proyecto, todos los verdaderos amantes de la libertad verán en ese desgraciado un criminal que tal vez deberá subir al patíbulo, pero no aprobarán jamás que perezca bajo el hacha de unos facciosos—
Al llegar aquí las muestras de descontento ya se empezaron a formular en gritos.
Lorsac prosiguió sin detenerse:
—«La nación española sabrá distinguir a Vinuesa criminal, y sujeto al imperio de la ley, de Vinuesa inerme, asesinado en un calabozo, cuando vive confiado en la autoridad pública, cuando las mismas leyes encadenan sus pies, ligan sus manos, y le van a entregar indefenso al furor de sus asesinos....»
—«¡Fuera!» —«¡Silencio!» —«¡Al orden!» —prorrumpieron a un tiempo todos los demás comuneros haciéndose cada uno intérprete del desagrado común, mientras que Lorsac se sentó patriarcalmente a contemplar la borrasca que él había provocado.
—«Al orden!» —Gritó Julio desaforadamente usurpando el derecho de la palabra, y envalentonado con la derrota que en aquel momento hacía inútiles los sarcasmos del execrado Lorsac.
—«Todos los ciudadanos, continuó aprovechándose de un momentáneo silencio, están autorizados para emitir libremente su parecer por extemporáneo que sea. Si el hermano que me ha precedido cree que la Confederación se debe conformar con la sentencia dada por un magistrado corrompido, la mayoría somos de opinión que no, y en materias controvertibles debe haber una tolerancia mutua. El cura de Tamajón es un criminal convicto, y si jueces venales pretenden llevar su delito a la esfera de la impunidad, nosotros nos debemos constituir en vengadores de la sociedad ultrajada. Pongamos un cuchillo delante de la Constitución para que todos los españoles la acaten debidamente. Si la Torre a la cual tengo el honor de pertenecer, es la encargada de tomar una venganza nacional, yo seré el primero que mañana clave un puñal en el pecho de ese inicuo sacerdote, si es que los caballeros que me escuchan me creen digno de tan honorífica distinción.»
—«¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!» —gritó la multitud en coro, fascinada por la ampulosa arenga de Julio, a tiempo en que Lorsac murmuraba por lo bajo con una expresión involucrada de lástima y de rencor: —«¡Insensato!»....
Al día siguiente Viruta se pavoneaba en la calle de la Cabeza vestido con el uniforme de Nacional. Este jefe de la guardia de la cárcel de la Corona se entraba de cuando en cuando en una tienda próxima a empinar algunas copas de aguardiente. El plan que entonces se maduraba en su cabeza indudablemente era digno de un borracho. Al concluir de apurar la duodécima copa encontró a su lado a Julio, a quien pregunto con una voz tan gutural y tan bronca que parecía resonar en un tonel:
—¿Qué tenemos?
—Qué a las tres se da el golpe, respondió Julio entre grave y complacido.
Al fin había tenido el honor de ser nombrado primer asesino del cura de Tamajón. El amor patrio de Julio, según decía el mismo, ya estaba recompensado a tal subversión de las leyes naturales y sociales conduce el fanatismo político.
—¿Cuál es la señal? preguntó Viruta amodorrado como si batallase con unsueño trabajoso.
—¡Viva la libertad!
¡Buen estandarte para cometer un crimen a su sombra!
—¡Viva! respondió Viruta dando un traspiés.
—En cuanto suene el grito, continuó Julio agarrándole de la solapa afectuosamente para que no se cayese, mandareis hacer una descarga al aire. De este modo una resistencia afectada añadirá quilates a la arrogancia del pueblo soberano.
—¡Viva! exclamó Viruta mostrando en su rostro un entusiasmo que casi dio asco a Julio.
—Después de
—¡Muera ¡prorrumpió Viruta con una ronquera honda a manera de estertor.
—Es un encarnizado enemigo de la Constitución......
—¡Muera! siguió rugiendo Viruta.
Viendo Julio que gastar palabras con el caballero su amigo, era lo mismo que dirigírselas al guarda-cantón por quien estaba sostenido, lo fue encajonando entre él y la pared, hasta que logró conducirle al cuerpo de guardia.
—¡Somos perdidos ¡murmuró Lorsac a espaldas de Julio al mismo tiempo en que dos Nacionales se pusieron uno a cada lado a neutralizar los grotescos vaivenes de su jefe.
—¿Por qué? preguntó Julio palideciendo.
—Porque la autoridad ha sabido nuestro proyecto y trata de hacer con nosotros un ejemplar castigo.
Julio calló porque en aquel momento no se le ocurrió más que tener miedo.
—La prudencia, continuó Lorsac, suele ser madre de las más brillantes acciones. Bajo este supuesto, he pensado que debéis subir a un cuarto desalquilado que hay en esa casa de enfrente, para ver si los balcones dan a la calle de la Magdalena: de este modo se deja preparada una evasión en el caso fortuito de tener que apelar a la fuga.
El medio era bueno, y como Julio tenía tanto miedo, le pareció excelente.
—El mancebo de esa tienda os dará la llave, siguió Lorsac mostrando en su rostro una inquietud sentimental afectada con cómica propiedad.
Julio pidió la llave, y al brindarse el mancebo a acompañarle, no advirtió una seña maligna que el mofletoso tenderillo cambió con Lorsac.
Aturdido con la noticia, a su parecer inicua, de que la autoridad se proponía defender a todo trance las leyes, solo al entrar en el cuarto desalquilado se le ocurrió a Julio la duda de que tal vez Lorsac obraba con él con su continua e incomprensible doblez.
—Pero al fin es
Apenas traspuso el dintel de la puerta, el tendero que aun estaba de la parte de afuera la cerró, y dio una vuelta a la llave.
—¿A dónde vais? preguntó Julio abocándose a la cerradura.
—A despachar pimienta, contestó el tendero ingenuamente pérfido corriendo por la escalera abajo con una rapidez tan asombrosa que Julio, al ver su tardanza, se preguntó una vez a sí mismo; «¿si se habrá roto la crisma?»
El cuarto era interior y no tenía más salida que la puerta, y una ventana clavada que caía a un patio. Julio por consiguiente se hallaba imposibilitado de salir después de media hora de encierro, quiso gritar para ver si acudía algún vecino, más figurándose que ya acaso los esbirros estarían cerca, le ahogó la voz un sentimiento de pudor. Lorsar y el mancebo fueron para el objetos de multiplicadas execraciones y de variadas conjeturas. Cuando menos se convenció de que el primero era el diablo, y el segundo, es decir el tendero, algún espía del Gobierno. El miedo es el mejor maestro de fantasmagorías.
Al dar las tres, como si el hado de pronto le hubiese cerrado las puertas de un porvenir glorioso, exclamó Julio desplomándose sobre las baldosas: —«¡Desgraciado!»
Apenas sonó la hora convenida, los numerosos grupos que obstruían la calle de la Cabeza, se dispersaron formando una masa más extensa, si bien menos compacta. Hubo unos instantes de expectación en los cuales todos se interrogaban mudamente con miradas significativas, hasta que un chispero impacientado por la tardanza, prorrumpió en un grito descompasado:
—¡Viva la libertad!
—¡Viva! resonó de extremo a extremo de la calle.
—¡Muera el cura de Tamajón!
—¡Muera!
Ciento cincuenta patrioteros (matachines) se agolparon entonces a la puerta de la cárcel. La guardia de Milicianos desempeño con exactitud la parte mímica que tenía señalada en la farsa, haciendo una descarga al aire con el furor más dramático. Esta tragedia constitucional fue representada hasta el fin con minuciosa ferocidad, pues lanzándose a la prisión los primeros actores acribillaron a puñaladas el cuerpo del indefenso Vinuesa. Uno de los
En seguida esta turba de caribes so dirigió a la cárcel de Corte para hacer sufrir la misma suerte al
El pavoroso
«Os amo como si fueseis hijo mio. Este sentimiento no nace enteramente del corazón, si no que parte me lo impone el deber. Hoy os ibais a acostar asaltado por los remordimientos que no podría menos de producir en vos el crimen que habéis estado expuesto a cometer, y gracias a mi solicitud podéis dormir con la conciencia tranquila. Siendo como sois un pícaro, mi afecto ha destruido la obra que os iba a imposibilitar de poder llegar algún día a ser un hombre honrado.»
A media noche os echaré la llave por debajo de la puerta. Mientras que estéis en esa casa deshabitada, tenéis tiempo de considerar en el abismo insondable de cuyo borde os acabo de separar.»
«¡Mentecato! los conozco tanto que creo que en este momento me estáis maldiciendo. Si es así, solo me recompensa de vuestra injusticia la idea de que en llegando a la edad de la razón, llenareis de bendiciones a vuestro mejor amigo y salvador
Agitado por un sentimiento desconocido, exclamó Julio abismado en un delirio confuso: —«¡Cielos, si tendrá razón!...»
Hasta después de un año no volvió nuestro
La sesión de aquella noche estuvo animada con una delación importante. Un tal Pericon, encargado de la portería de Damas del Real Palacio, tuvo la ingrata flaqueza de espontanearse, detallando el plan de una sociedad angélico-tiránica llamada
Con su acostumbrada originalidad, Lorsac opinó porque en este asunto se obrase con la mayor circunspección, comisionando a un caballero comunero para que, acompañado de Pericon, cogiese con disimulo todos los hilos de aquella trama. Designo para esto maquiavélico objeto al ciudadano Julio, de quien estaba seguro que aquella noche reuniría el sufragio universal.
Así sucedió en efecto, y antes de partir acompañado del delator, Julio no pudo resistir a la tentación de acercarse a la ciudadana Isabel, congratulándose con prematuros para bienes.
—¡Que tarde habéis venido! la dijo con la efusión inocente del que quiere significar: «si vierais qué bien lo he hecho.»
—Me han ocupado asuntos vuestros de los cuales no tenía noticia, respondió Isabel con expresión enigmática y gesto recrudescente.
—¿Y qué asuntos son esos?
—Preparativos nupciales......
Un súbito bochorno fue el indudable signo con que Julio manifestó todo lo embrollado de su compromiso. Había sostenido una larga, aunque oculta, correspondencia con la Abadesa de Santa María de Oviedo, con respecto a Rita. Hablando de esta como si estuviese identificada con sus planes ulteriores, en todas sus cartas el diplomático mancebo con expresiones de significación múltiple, alimentaba las esperanzas de la Abadesa, del mismo modo que un cazador con un grano de trigo podría entretener la voracidad de un águila hambrienta. También Emilia había coadyuvado con su compañera la Abadesa a convertir a sus intentos las acomodaticias frases de su hermano: inoportuno entrometimiento que dio lugar a que Julio dijese de ella. —«Cada candidez de mi hermana, cuesta la felicidad de alguno de nuestra familia.»—Y tenía razón, porque la azarosa Emilia, con aquella deplorabilidad que era consecuencia forzosa de todos sus actos, aconsejo a la Abadesa que enviase a Rita a la Corte. La Abadesa, como la mayor parte de las mujeres que han sido víctimas de algún horrible desengaño, tenía la presunción de creer en la infalibilidad de su buen sentido, y así es que desde el instante en que vio las bondadosas facciones de Julio quedo engañosamente convencida de que era incapaz de faltar ni a la más mínima fórmula del más ceremonioso pundonor. Julio la había escrito que sus compromisos políticos no le permitan por entonces abandonar la Corte, y ella, azuzada por los inconsiderados consejos de Emilia, con necia credulidad envió a su ahijada a Madrid. Según la instrucción que Rita llevaba de su madrina, debía permanecer en un colegio, hasta que Julio un tanto desenredado delas que ella llamaba
—Os advierto que os está esperando, le dijo Isabel con una dulzura acre.
—Ya hablaremos, murmuro Julio por lo bajo pasando por delante de Isabel, y con un tono y una actitud tan humildes que expresaban todo lo siguiente:—«Perdona, alma mía; no me puedo detener; la patria me llama. Te engañan las apariencias. En mi crimen no hay más que inocencia mañana lo verás. Esa mujer es un zoquete. Yo solo te quiero a ti: te amo.... te adoro. En fin, ya hablaremos.»
—Hablaremos, prorrumpió Isabel, viéndole alejarse, con un movimiento de cabeza que equivalía a un aplazamiento, de tal modo que los que estaban lejos supusieron que había dicho:—« Yo te ajustaré las cuentas.»
Julio y Pericon se dirigieron al Real Palacio sin parar la atención en uno que los seguía con tanta asiduidad como si fuese su sombra. Llegaron a una escalera a modo de tubo que hay a la derecha del patio grande, y subieron al cuarto segundo que corresponde exactamente al angulo septentrional de la galería superior.
Al entrar en la antecámara, desde donde se oía todo cuanto pasaba en el primer gabinete de la izquierda, dijo
Pericon a Julio:
—Esta hablando
Así hablaba efectivamente Su Majestad el Rey D. Fernando VII:
«La suerte, decía, favorece al más osado. Los cuatro batallones de la Guardia que están situados en el Pardo, entraran esta noche en la Capital por diferentes puntos, contrayendo su ataque a la Plaza Mayor. Unos gritarán: «Viva el Rey absoluto» y otros; «Viva la Religión» Para introducir el desorden entre los enemigos del trono, he mandado esta tarde reunir en Palacio las principales corporaciones y autoridades, dando orden a la Guardia para que les niegue a todos la salida.»
—¡Qué tunante ¡significaron Julio y Pericon con una mirada mutua.
Su Majestad continuó:
«Si los demócratas vencen, premiaré su valor con un cintajo. Si son vencidos, la adulación de los curiales se tomará el trabajo de asesinármelos jurídicamente.»
Preciso es confesar que el Rey era un pícaro de gran talento.
Y continuó de este modo:
—«Los Embajadores de las cortes extranjeras que me están oyendo (también conspiraban), para el caso eventual en que los realistas no logren su intento de reponerme en la plenitud de mis derechos, tendrán extendida una nota en la cual prevengan al ministerio, a nombre de sus respectivos Soberanos, que de la conducta que se observe respecto de mi persona, van a depender las relaciones de España con la Europa entera, y que el más leve ultraje hecho a la Majestad Real, sumergirá a la Península en un abismo de calamidades. De este modo el desenfreno popular me hará gracia de los
—¡Este es! gritó de pronto un sargento de Guardias, apoderándose de Pericon, y conduciéndole entre el y otros cuatro soldados hacia la escalera por donde acababa de subir.
Julio quedó estupefacto. Se acercó a la puerta y escuchó a Pericon que bajaba diciendo:
—«Yo he sido traidor al
La voz de Pericon fue ahogada para siempre.
A los pocos instantes el mismo sargento condujo a Julio a la portería de Damas, y colocando un centinela a la puerta, la cerró, y dijo con la sequedad más nula: —«Abur.»
—«Abur,» contestó Julio exhalando el último residuo de su valor.
—¿Quién es? pregunto desde una pieza interior una voz endeble que parecía ser la de una víctima próxima a espirar.
—Gente de paz, contesto Julio en el mismo diapasón, es decir, manifestando ser otra víctima próxima a espirar también.
Guiado por una débil claridad, se acercó al lugar del martirio, y creyendo ver a algún sayon rodeado de hachas y dogales, se quedo estático al columbrar incorporada en su lecho a una joven, que se abrigaba el pecho con un descuido tan tentador como el que suelen darlos pintores a las deidades gentilicas.
¿Qué buscáis aquí? grito al verle la joven, fijándole a la puerta con una mirada de terror.
—Nada, contestó Julio tratando de sincerarse, aunque mal, con prontitud. —Me han dejado preso en este cuarto, prosiguió después haciendo un esfuerzo para explicarse.
—¿Preso?
—Si señora, preso: venia con Pericon...
—¿Pericon es vuestro padre? ¿Es vuestro padre Pericon? preguntó Julio con un aturdimiento vulgar.
—¿Dónde le habéis dejado?
—Se le han llevado unos soldados; os decir so ha ido con unos soldados.
—¿Y vendrá pronto?
—Probablemente.
—Y entretanto tendré que estar aquí con vos... sola... encarcelada!...
—Yo os protesto a fe de Julio...
—¿Os llamáis Julio?
—Si señora: ¿y vos?
—Me llamo Juana.
—Pues creedme Juanita, siguió Julio con un miramiento ascético, que estaba lejos de honrarle a los ojos de ninguna mujer, que jamás traspasare los límites que me imponen los respetos que merecéis, ni el deber que me dicta mi conciencia.
—¿Y es muy ancha? preguntó Juana con una risita insinuante, semirecelosa y casi incitativa, que puso en ridículo la severidad de Julio.
—¿Dónde habéis conocido a mi padre? repuso después al ver su embarazoso silencio, y dueña enteramente de la cuestión.
—En una asamblea de libres, respondió Julio con presuntuosa gravedad, como si no aludiese a tina cuadrilla de asesinos.
—¿Sois también alguno de los conjurados que deben vengar nuestro honor ultrajado? pregunto Juana de pronto, enardecida por una misteriosa ferocidad.
Entonces Julio recordó las últimas palabras de Pericon, y como si su sentido coincidiese con la inspiración que iluminó de pronto su cerebro, para cotejarlas las fue repitiendo mentalmente;—«Yo he sido traidor al
—¡Ay Juana! prorrumpió luego con una exclamación bastante oportuna, y atando al primer
—¡Os lo ha contado mi padre! exclamó Juana escondiéndose la frente entre la almohada, para ocultar el carmín que atropelladamente coloreó su rostro.
Julio quedó sumamente complacido de su suspicacia: el rubor de Juana erala confirmación de su indecente malicia. Ella permaneció por algunos instantes avergonzada. El se abismó en un inactivo silencio; y solo de cuando en cuando lanzaba a Juana unas miradas tan penetrantes, que las ropas que la cubrían en algunos éxtasis lo parecieron más diáfanas que el aire: así es, que a pesar de sus protestas de continencia, alguna vez no pudo menos de exclamar:—«qué feliz tía sido el bribón de Su Majestad!»
—Si mi padre no puede llevar a cabo su plan de venganza, dijo repentinamente Juana convirtiendo en ira sus impulsos de vergüenza, la desesperación armará mi brazo para aniquilar a los rufianes que, por granjearse el favor de un Príncipe, han tendido una red a mi inocencia.
—Y qué comisionados regios se honraron con tan infame comisión?
—Dos Duques, respondió Juana con una ironía implacable. Después de haberme engañado con las más truhanescas insidias, se gloriaron de ello participándoselo a todos los criados de la casa.
—No extrañéis esa conducta, respondió Julio, dando rienda a sus instintos plebeyos, de los que están avezados a hacer lo mismo con sus mujeres y sus hijas. Los que se llaman Grandes entre la canalla, en las alcobas y caballerizas reales son respectivamente o alcahuetes o lacayos. A veces en apoyo de su ignominia suelen apelar a la honra de sus mayores, pero estoy seguro de que si las sombras fuesen visibles, advertiríamos los manes de sus antepasados ir en pos de ellos renegando de sus progenies. Los magnates hereditarios son como los satélites: se adornan con una luz prestada. El mérito y la virtud no pueden ser trasmitidos; y los que se envanecen de su ascendencia, manifiestan ser incapaces de adquirir un honor que otros han merecido. Si entre mis abuelos hubiera habido un nombre más ilustre que el mio, me avergonzarla de firmarme como ellos.
—¿No oís ruido de armas? preguntó Juana incorporándose repentinamente.
—Si, contesto Julio sin inquietarse: ese ruido alevoso tal vez está prediciendo la esclavitud de nuestra patria.
—¿Sabéis vos algo?
—Sé que los enemigos de la libertad que se hallan revelados en el Pardo, van a hacer esta noche una tentativa para derrocar nuestras instituciones.
—¿Y mi padre?
—Vuestro padre acaso habrá ido a dar aviso a los buenos: perded cuidado con respecto a su vida. Mi existencia es la única que se halla amenazada en este instante.
—¡Qué decís! prorrumpió Juana con un asombro que revelaba lo acerbo que sería para su alma la total aniquilación de una juventud tan interesante.
—Que tal vez nos estamos viendo por la primera y última vez, repuso Julio más compungido de lo regular, con el objeto de conquistarse, ya que no el amor, al menos la compasión de Juana.
—Pues no salgáis de este aposento, dijo ella hondamente contristada. Recostaos en ese confidente, mientras que yo desde mi lecho ruego a Dios por vuestra salud y la de mi pobre padre. —¡Qué bueno es! murmuró Juana viendo que Julio se alejaba con casta resignación. —¡Buenísimo! añadió luego no advirtiendo en el el menor síntoma de una insurrección erótica.
Al anochecer del mismo día 7 un empleado de la Real Casa, sorprendió a ambos jóvenes amilanados por la sublime compunción de dos seres que se hallaban resignados a dejarse morir de hambre y de amor.
—Seguidme, dijo aquel a Julio con absoluta indiferencia.
El comunero se estremeció.
—¿A dónde? preguntó Julio con candoroso sobresalto.
—A la calle, respondió fríamente el emisario.
—¡Libre! dijo Julio atormentado por una duda consoladora y horrible al mismo tiempo.
—Libre, repuso el emisario con insípida amabilidad.
—¡A Dios! exclamó Julio mirando a Juanita con un gozo cruel.
—¿Hasta cuando? preguntó Juana amorosamente simple.
—Hoy mismo sabrás de mí, respondió Julio lanzándola una mirada henchida de amantes seguridades.
—Vamos, repuso el empleado de la Real Casa, que, al parecer de Julio, debía ser un valiente absolutista.
—Vamos, contestó Julio volviendo a mirara su amada, y dándola a entender con la más elocuente mímica: «este déspota se complace en que nos separemos católicamente.»
Al concluir el primer tramo de la escalera, le preguntó el emisario con una calma desesperante:
—¿Estáis bien con la vida?
Un vahído inesperado privó a Julio del uso de la palabra.
—Digo esto, continuó el tirano, porque si no me dais palabra de honor de guardar secreto de cuanto habéis visto y oído, esta escalera baja a uno de los subterráneos de Palacio, donde hay un pozo que absorbe los secretos, como la eternidad las almas.
Julio en su vahído ya creyó estar midiendo la profundidad del pozo.
—¿Lo creéis? preguntó el emisario como diciendo: «ahora lo veréis.»
—Si creo, contestó Julio cual si lo estuvieran agonizando.
—¿Juráis guardar el más inviolable secreto? repuso aquel con ese tono amenazador en que parece quedar pendiente una bárbara disyuntiva, como por ejemplo: «si no, os cortarán la cabeza.»
—Si juro, prorrumpió Julio, poniéndose la mano sobre el pecho, y apretándoselo hasta el extremo de interrumpirse la respiración.
—Pues vamos, añadió aquel guiándole hacia el patio grande del Alcázar.
Al llegar a la puerta oriental, repuso el desconocido clavando en Julio una mirada que le hizo circunspecto para todos los días de su vida.
—Llevad presente que están interesados en que no se desate vuestra lengua, muchos que a cualquier hora os la pueden mandar cortar impunemente.
—Perded cuidado, contestó Julio dirigiéndose hacia la calle del Arenal, sin volver siquiera la cabeza, y preguntándose a sí mismo con un temor expansivo que casi rayaba en espanto: «¡Dios mio, si será cierto que estoy libre!....»
—¿Qué ha dicho? preguntó Lorsac saliendo de uno de los intercolumnios del patio.
—Ha prometido guardar secreto, Sr. Mayordomo: contestó el incógnito quitándose el sombrero.
—Pues lo cumplirá, continuó Lorsac. Estos jóvenes patriotas, además de sus muchas faltas, tienen una dosis tan grande de quijotismo que los hace ser esclavos de cualquier hombre de mundo que los sabe supeditar. ¿Y Juanita?
—Arriba se ha quedado macilenta como nunca, tal vez por la inquietud que la debe causar la desaparición de su padre.
—¿Y habéis ejecutado lo que ha dispuesto la Santa Alianza con respecto a la duración que ha de tener su ausencia?
—Si señor: durará eternamente.
—Pues siendo la voluntad de Su Majestad que a esa pobre niña por un medio decoroso se la triplique la pensión que la corresponde por la muerte de su padre (q. e. p. d. ), es menester que esparzáis la voz de que ha muerto en la plaza de la Constitución defendiendo los intereses nacionales. De este modo se le podrá declarar benemérito de la patria, y el Rey, poniendo en práctica sus instintos paternales, podrá proveer a la orfandad de su hija con la prodigalidad que su corazón desea, sin que nadie pueda achacar esta excepción a afecciones personales.
—Abrid, gritó Julio llamando a la puerta de su casa con una precipitación rabiosa.
—¿Dónde habéis estado? preguntó Isabel saliéndole al encuentro.
—En el infierno, contestó Julio atrancando la puerta.
Ambos amantes se asieron de la mano, y después de haber atravesado muy despacio un pasadizo oscuro, entraron en un gabinete hermético, es decir, en un gabinete donde no había una sola rendija para ver lo que pasaba dentro.
—¿No me preguntáis por Rita? dijo luego Isabel con una picante extrañeza.
—¡Amor mio! prorrumpió Julio fríamente apasionado, y aminorando con cómicas exageraciones la justa indignación de Isabel.
—Ha extrañado mucho que no hayáis salido a recibirla, siguió esta con un furor reconcentrado y persistente. Supongo que no tratareis de saber su paradero: la he dejado encargada a personas respetables, ínterin la volvéis al seno de su
—Os juro que será pronto, respondió Julio con cobarde docilidad.
—Con que decidme ahora; donde habéis pasado la noche? repuso Isabel satisfecha de la imprudente concesión de su esclavizado amante.
—Pues habéis de saber.... empezó a decir Julio: y al mismo tiempo con marital intimidad se recostó, tomando por almohada el regazo de Isabel.
¿Habrá habido en el mundo pícaro más dichoso?....
Pasados los periodos más turbulentos de una salvaje democracia, llegó por fin el momento de una bárbara reacción. Las Cortes, después de haber insultado a la Europa entera con el más inaudito valor, se refugiaron a la Isla de Cádiz con la más inusitada cobardía, llevándose entre otras bisuterías padillescas, los cubiletes constitucionales con que por espacio de cerca de tres años habían estado embaucando al país. Los patriotas particulares cada cual se evadió como pudo de un Gobierno tan abominable, como el que ellos acababan de dejar. Julio fue uno de estos últimos, y para dar cuenta de la estratagema con que trató de buscar dinero para sostenerse en su proscripción, forzoso es relatar una de las acciones que más deslustraron su vida. Mas, en honor de la verdad, preciso es decir también que un plan tan minuciosamente perverso solo podía ser parte de una cabeza femenina; y, salvo el crimen de la ejecución, el demérito de la invención fue todo de Isabel. —«Me parece, le dijo esta un día, que nuestra posición es menos crítica de lo que vos creéis. Supuesto que con vuestras rentas no podemos subvenir a los gastos de la emigración que nos amenaza, estamos en el caso de buscar recursos, aunque sea, por medios violentos. El amor de la propia conservación santifica acciones reprobadas por la rígida moral. Seguramente que Rita tiene sobrados motivos para mostrarse desabrida con vos, pero con que la hagáis dos o tres visitas, tan puras como tengo derecho a esperar de vuestra fidelidad, me lisonjeo de que volveréis a conquistaros de todo su aquiescencia. Dado este primer paso, procederéis desde luego a hacer los preparativos de vuestra boda.»
—¡Qué escucho! prorrumpió Julio al ver la inesperada abnegación de su querida.
—«No creáis que pienso renunciar d la felicidad que poseo, continuó Isabel desenmarañando las sutiles combinaciones de su infame proyecto. Sé donde la Abadesa tiene depositado un millón de reales para que se os entregue en cuanto seáis marido de Rita. Haréis que os casáis con ella, es decir, como vos sois la única persona encargada de ejercer sobre ella una verdadera tutoría, buscáis dos o tres amigos de confianza que se presten a fingir una farsa matrimonial. Por si acaso la choca la oscuridad de las fórmulas, la haréis creer que todo es por una dispensa especial. Ella creerá cualquier cosa, porque no hay virtud más obtusa que la inocencia. Dueño ya, en la apariencia, de su mano, os haréis poseedor de su caudal; después de imponerlo en cualquier banco extranjero, con pretexto de lo calamitoso de las circunstancias actuales, abandonaremos la España, dejándola a ella entretenida con la falaz esperanza de que algún día volveréis.
—¡Qué iniquidad! murmuro Julio horrorizado de tan diabólica trama.
—Hay iniquidades que merecen disculpa, contestó Isabel con la frialdad de un egoísmo brutal.
Julio tardó mucho en decidirse a dar un paso tan repugnante, pero al fin fue arrastrado por esas dos fuerzas motrices que imprimen un movimiento continuo a la gran máquina social: el amor y la necesidad.
Los compinches que coadyuvaron a los designios de Julio fueron el asqueroso
El desposorio tuvo efecto en la pieza más retirada de una fonda, donde está por demás advertir que se vaciaban a pares las botellas.
Como la honrosa repugnancia de Julio había demorado tanto la ejecución de los planes de Isabel, se efectuaron estos con una incomoda precipitación; y así es que apenas el improvisado sacerdote había acabado de echarles una bendición bastante verosímil, cuando Julio entregó a Rita, para que lo copiase, el borrador de una carta que concluía de este modo:
—«Entregad dos mil duros al dador, y el resto lo girareis a favor de mi esposo D. Julio de Mora sobre una casa de Londres. Hacedlo pronto, por Dios, porque circunstancias que otro día os explicaré detalladamente exigen una instantánea ejecución. Si escribís hoy al tío, o a mi bondadosa madrina, decidles que soy feliz, enteramente feliz.»
Sin pérdida de tiempo Julio remitió esta carta a Isabel, para que la pasase a manos del depositario del dote.
En cuanto los voraces convidados empezaron a gritar con desaforada alegría, Julio y Rita con escusa del ruido se fueron retirando hacia un cuarto inmediato. La soledad es el imán del amor. Rita mostraba en su rostro la significativa mansedumbre de una esposa. Julio, por el contrario, indicaba en el retraimiento de sus ademanes, cuánto repugnaba a su corazón envilecer a un ser que no le pertenecía. —«¡Qué felices somos!»—decía Rita con rebosante bienaventuranza. —«Muy felices»—contestaba Julio, filtrándosele por todos sus poros la hiel delos remordimientos. No hay placer sin inocencia.
Así permanecieron por algunos momentos, ella con sus bondades que alentarían al más pacífico, y él con sus miramientos embarazosos; hasta que los repetidos trueques de miradas, y más que todo la aureola voluptuosa que rodea a cuantos seres hermosos están próximos a traspasar por primera vez los límites de una justa prohibición, acabaron de enajenar a Julio, arrancándole de las garras del dolor, para trasportarle a la esfera de esa amorosa y flotante inefabilidad, donde se pierde hasta la idea de la existencia. Despeñado por una pendiente deliciosa donde no hallaba obstáculos el menor de sus deseos, Julio apresto sus sentidos para conducirlos al éxtasis de una completa embriaguez. Y si es cierto que el ángel de los amores castos va acompañando a todos los cuerpos incólumes, haciendo los honores a su pureza, en aquel momento desplegó sus alas para abandonar a Rita para siempre....
—¿Qué es esto? gritó Isabel apareciendo repentinamente disfrazada de criado.
—¡Cielos! prorrumpió Rita poniéndose a espaldas de su amante.
A tan horrible aspecto una intención aviesa hizo palpitar el corazón de Julio. Llegose a Isabel con un ademán francamente hostil, más al ver la impasible mirada de esta, se detuvo inclinando los ojos con una abyecta humildad, conociendo por la primera vez de su vida la amarga supeditación en que le tenía sumido aquella hiena descocada.
—Perdonad,
—¡Y a donde huir sin recursos! exclamó Julio en el colmo del abatimiento.
Mientras que esto pasaba, se oyó en la pieza inmediata la voz penetrante de Lorsac, que apostrofaba de este modo a los agentes de la supuesta boda:
—«Así borrachos; aprovechad lo que os resta de vuestra existencia relajada. No alcéis las manos.
—¡Huid! gritó después Lorsac entrando en el otro aposento, y entregando a Julio un bolsillo y una carta, ¡huid! porque vuestros enemigos ya están a las puertas de la capital, y el populacho reaccionario se halla sediento de venganzas. En ese papel lleváis las instrucciones convenientes. ¡Huid!¡huid! repitió empujando a Isabel y a Julio hacia la escalera» la cual bajaron atropelladamente.
—A donde vais? dijo deteniendo a Rita que los seguía pasmada.
—Tras de mi esposo, respondió la infeliz con una inocencia que partía el corazón.
—¡Pobre niña! exclamó Lorsac atrayéndola hacia si violentamente. ¿Conque ni siquiera habéis llegado a presumir la ignominiosa trama en que os encontráis envuelta? Arrojad del pecho esa pasión deplorable. Hoy, si no hubiera sido por mi desvelo, ya estaríais robada, y acaso sumida en una deshonra eterna!
—¡Qué estáis diciendo! prorrumpió Rita atribuyendo a locura el generoso desorden de Lorsac.
—Que esta boda no ha sido más que un protesto para robaros: que el falso sacerdote que os ha echado la bendición, no es más que un ratero de oficio; y que ese criado que acabáis de ver, es la corteja disfrazada de vuestro funesto amante.
—¡Es imposible! exclamó Rita, incapaz de concebir tamaña perversidad.
—¡Imposible! repuso Lorsac con dolorosa ironía. Creed a quien está pronto a sacrificar su vida por proteger vuestra inocencia. Renunciad a la esperanza que ese ingrato haya podido alimentar en vuestro pecho; y en nombre de vuestra orfandad, os conjuro a que jamás tratéis de seguirle, porque os expondríais a ser asesinada.
—¡Dios mio!¡Dios mio!... balbució Rita, cayendo desfallecida en los brazos de Lorsac.
Arrebatado este por una compasión profunda, estrechó caritativamente contra su pecho aquel depósito, que acababa de recibir de manos del infortunio.
Y cuando ya Rita yacía sin sentido, ciegos sus ojos por las lágrimas, estampó en su rostro un beso, apasionado y puro, devorador y casto:¡un beso paternal!...