Cervantes: Novela original : edición ELTeC Ortega y Frías, Ramón (1825-1883) Edición ELTeC Borja Navarro Colorado 304408 1226 2 COST Action "Distant Reading for European Literary History" (CA16204) Zenodo.org ELTeC ELTeC release 1.0.0 ELTeC-$textLang ELTeC-$textLang release Mariano C. y Gómez Madrid 1859 Biblioteca Digital Hispánica - Biblioteca Nacional de España Biblioteca Digital Hispánica - Biblioteca Nacional de España Madrid bdh0000192742

Español Latín Italiano Anotación parcial formato ELTeC: Patricia Orozco Gómez, Paula Perales Álvarez, Aitor Aráez Pérez, Danilo Penagos Jaramillo, Giselle Cabello Rodríguez, María José Díez Lucas, Jennifer García Vera Revisión, correción y anotación final formato ELTeC: Borja Navarro Colorado

Mariano C. y Gómez, Editor

Cervantes

Novela original

de

Ramón Ortega y Frías

Edición de lujo adornada con preciosas láminas litografiadas

a varias tintas, representando las escenas más

interesantes de la obra

Madrid 1859

Imprenta de Don Antonio Gracia y Orga, Pla. del biombo, num. 4.

Es propiedad del editor

A MI QUERIDA ESPOSA

La señora doña Matilde Verdes-Montenegro.

Mucho tiempo me has visto vacilar antes de decidirme á escribir el CERVANTES. Presentar en el cuadro de una novela al príncipe de nuestros ingenios sin tener el suyo, hacerle hablar sin poseer su lenguaje, es sobrado atrevimiento. Algunos de mis buenos amigos, que son muchos, y en esto me reconozco afortunado, juzgándome con la pasion de su síncero afecto, me animaron á tomar la pluma. Aun no sé porqué me decidí á dar comienzo á la obra que tanto respeto y aun temor me infundia; pero al fin, el atrevimiento de la ignorancia ó la locura me hicieron dar el primer paso.

Muchas veces tambien me has oido decir que el CERVANTES pondria mi escasa é inmerecida reputacion de escritor pendiente de un cabello, porque del acierto que demostrase al escribirlo, estribaba el que tuviese que abandonar para siempre la pluma ó pudiera seguir, al menos sin avergonzarme, el espinoso camino de las letras. Esto me ha decidido á dedicarte la presente obra: tú has compartido conmigo mis muchas amarguras y mis pocas alegrías, y nada mas justo que el estampar tu nombre, para mí el mas querido de todos, en el libro que decidirá tal vez de mi suerte como escritor.

Esposa de virtudes intachables, madre de mis dos inocentes y adorados hijos, el Eterno conserve viva la llama del acendrado amor que te profeso, para hacerte la mas feliz de todas las mugeres y que yo sea el mas dichoso de todos los hombres.

RAMON ORTEGA

Y FRIAS.

PRÓLOGO LEPANTO I

Arrojóse mi vista a la campaña Rasa del mar, que trujo á mi memoria Del heróico don Juan la heróica história. (CERVANTES—Viage al Parnaso. Cap. 1.)

NO se levantaban embravecidas, mugiendo amenazantes, las aguas de Lepanto; ni agitaba Aquilon sus impalpables alas, convirtiendo la brisa en vendaval; ni manchaban el azul horizonte gigantescas nubes preñadas de centellas, oscureciendo la refulgente luz del sol: ni se hinchaban las velas para convertirse en girones; ni se doblaban los redondos mástiles para saltar deshechos en astillas; ni el timon, mal sujeto por la mano temerosa del piloto, giraba y crugia, buscando en vano direccion segura; ni la amedrentada tripulacion corria precipitadamente del uno al otro lado, pasando de popa á proa, de babor á estribor, recojiendo cuerdas y soltando cuerdas, trepando la arboladura, botando lanchas, y siempre atenta á las repetidas señales de mando; ni respondian juramentos y blasfémias á los ecos del trueno, ni las corrientes de aire se llevaban fervorosas oraciones, ni el fuego de los relámpagos secaba el llanto de los débiles y cegaba los ardientes ojos de los temerarios. Nó, ni tormenta, ni espanto ni confusion; calma, completa calma.

Las aguas de Lepanto se rizaban á impulsos de la fresca brisa, y si en ligeras espumas se levantaba algunas veces, era para besar los negros costados de las pesadas naves, y deshacerse luego en líquido azulado que se plegaba y desplegaba, recoriendo, de Norte á Sud, la transparente superficie. En el despejado y purísimo horizonte se enseñoreaba el astro del dia, derramando sus vivificadoras luces en menudos hilos de fuego que se quebraban en los movibles cristales del golfo.

¡Cielo y agua!¡Cielo y agua no mas cuanto alcanza la vista! Cuanto de sorprendente y recreativo tiene un variado panorama, es de imponente y magnífico ese horizonte de cielo y agua, por todas partes igual, pero cuya igualdad conmueve y aun espanta. En alta mar, cuando se tiende la mirada y solo se ven el cielo y las olas, estas blandas y movibles, aquel impalpable y sin fin, estremécese el pecho, tiembla el corazon y se agita el alma, porque no hay mas sosten que resista á la planta que el leño débil, arista entre las olas, pluma entre el viento, y solo la mano de Dios puede asir la mano del hombre que no ve la Omnipotente mano aunque la adivina y la siente. El infinito sobre la cabeza, un abismo á los pies.... ¡Cielo y agua no mas!...

No mugian las olas, murmuraban, parecian gemir agoviadas por el peso de los numerosos bajeles que avanzaban con lentitud al compás de los movibles remos. Nunca las aguas de Levante se movieron tan dulcemente en su cóncavo lecho de arena, ni levantaron sus blancas espumas tan blandamente, ni lamieron con igual cariño las surcadoras quillas, ni con tanta calma dejaron azotar sus cristales por los duros remos, ni al sol, en pago de sus luces, devolvieron mas multiplicadamente las sonrisas de sus movibles y variados reflejos. El tosco velámen, levemente hinchado por el viento, apenas daba ayuda en su lenta marcha á los pesados bajeles; las corrientes de aire, como fatigadas de su eterna y desigual carrera, parecian reposar, y mientras que los plateados peces, con descuidado abandono, se dejaban mecer por las blandas olas, las acuáticas aves y la inocente golondrina atravesaban el espacio con manso vuelo, sacudiendo placenteras sus pintadas alas y graznando ó pitando como para responder al monótono gemido del mar. El desigual crujido de los pesados aparejos no se dejaba oir sino por intérvalos muy largos, como si temiese interrumpir el silencio y la calma de los sosegados elementos.

¡Impotente quietud!

¡Cuadro grandioso y magnífico el que presentaban las doscientas naves de la Santa Liga! Sus gloriosos pabellones flotaban izados orgullosamente, revolviéndose en caprichosas ondulaciones, ya plegándose al asta cimbradora, ya estendiéndose en direccion del soplo de la brisa. Relucian, como si numerosísimos espejos revoloteasen desconcertadamente, las bruñidas armaduras de los soldados y los cañones de los arcabuces y mosquetes, mientras que se agitaban, doblándose con flexible coquetería, las rojas y blancas plumas de los pardos sombreros de anchas alas de la infantería ligera. Humeaban las encendidas mechas que debian hacer vomitar la muerte y el esterminio á las negras bocas, de hierro y bronce, que guarnecian los costados y los castillos de los bajeles, sobre cuyas cubiertas se veian los enmohecidos garfios de abordaje y las cortantes y pesadas hachas de armas.

Admiracion y espanto á la vez infundia la cristiana flota.

Vogaban á la descubierta, forzando remos y á todo trapo, ocho galeras al mando del intrépido don Juan de Cardona, almirante de la escuadra de Sicilia. Formando prolongada hilera, babor con estribor, á iguales distancias, y levantándose y cayendo acompasadamente los duros remos, seguian otras cincuenta galeras bien artilladas bajo las órdenes del experto Juan Andrea Doria. A larga distancia, y formando tres grupos, navegaban cuarenta y dos galeras y muchos navios: el ala derecha iba mandada por Marco Antonio Colonna, general de la flota pontificia, y la izquierda por Sebastian Venier, de la veneciana, ocupando el centro parte de la escuadra española, con la Real Capitana á cuyo bordo iba el generalísimo don Juan de Austria. Mas pausadamente y en buen órden vogaban tras de todas otras cincuenta galeras y algunas goletas y navios á las órdenes del valiente marques de Santa Cruz, y en todas direcciones, con mas ó menos rapidez, veíanse cruzar muchas lanchas con oficiales y soldados que iban de unos en otros bajeles comunicando órdenes.

Seguia levantándose el sol en el puro y azulado horizonte.

Continuaba soplando la fresca brisa y murmurando las blandas olas engalanadas con los caprichosos bordados de sus nacaradas espumas.

Vogó mas y mas la numerosa flota.

Desde las sicilianas galeras divisóse al fin un punto negro que, ensanchando gradualmente su forma, parecia ir saliendo del fondo de las aguas segun se le acercaban los bajeles.

Eran los escollos de Curzolari con sus puntiagudos riscos, sus desiguales cumbres, sus simas, sus cortaduras, sus movedizos arenales y sus ocultos bancos.

El grito de…

—¡Tierra!

Partió desde la primera cofa del palo mayor de la galera capitana, mas que todas velera, y fué repitiéndose de una en otra hasta perderse en el inmenso espacio.

Agitáronse todos los corazones, moviéronse con mayor velocidad todos los remos, y el gemido sordo de las aguas resonó mas prolongado y dominante.

Vogó mas y mas la numerosa flota.

Distinguiéronse los accidentes de la cercana tierra.

Seguia tranquilo el mar y acariciadora la brisa.

No muy lejos de la costa apareció otro punto negro, y pocos minutos despues,

—¡Barco viene!

Se oyó gritar desde la capitana de Sicilia.

Repitióse la voz.

Todos los corazones palpitaron con violencia.

Quedaron los remos inmóviles por un instante.

Treparon muchos marinos los altos masteleros.

Reinó un profundo silencio, y todas las miradas se fijaron en un mismo punto.

El que se habia divisado ensanchóse lentamente, elevándose sobre las aguas; vióse manchado de blanco, y al fin á favor de los ópticos instrumentos, se reconoció la enemiga flota.

Muy numerosa era tambien; componíanla trescientas velas á lo menos.

Las galeras sicilianas viraron en redondo, y multiplicando los golpes de sus remos, vogaron para encontrar la Real Capitana.

Imitaron con prontitud esta maniobra las cincuenta galeras de la vanguardia mandadas por Doria, y avanzando mas las que formaban la retaguardia, reuniéronse todas en poco tiempo.

Maniobróse nuevamente, plegáronse muchas velas, y se abandonaron los remos.

Entonces se votaron mas lanchas y se cruzaron con mas rapidez que antes.

Don Juan de Anstria llamaba á consejo á los principales gefes.

Generales, almirantes y proveedores fueron llegando.

Pasemos á la cámara donde la esperiencia y el valor van á emitir su juicio.

Once gefes, presididos por don Juan de Austria, componian el consejo.

La llama del bélico entusiasmo hacia brillar con su radiante luz las garzas pupilas del héroe de las Alpujarras, del gran soldado siempre vencedor, nunca vencido, y de cuyos gloriosos laureles, aguijon de la ruin envidia, rivales de la ciega vanidad, espanto de la ambicion cobarde, debia brotar la ponzoña vil. Su pálida frente, ancha y noble como la de su invicto padre, se levantaba con el aire de la mas imponente autoridad, mientras que en sus labios entreabiertos vagaba una levísima sonrisa que dulcificaba la espresion altanera de su continente.

Nada mas noble que su aspecto magestuoso: ante las suyas bajaban sus miradas los mas ancianos y los mas atrevidos, así como los mas indiferentes sentian por él cariñoso afecto al ver la dulce sonrisa que dilataba su semblante de varonil belleza.

Sobre su coleto de ante finísimo con mangas de la misma piel festoneadas de oro en sus costuras, llevaba peto y espaldar de bruñido y bien templado acero con incrustados tambien de oro y cincelado con primor. Armado así á la ligera, sin que otras piezas embarazasen sus movimientos ni ocultasen sus formas, podia notarse la belleza de estas y la grave dulzura de aquellos.

Á pesar de su juventud infundia respeto á los veteranos generales que le rodeaban y que habian envejecido entre el fuego de los mosquetes y la carnicería de las batallas.

Allí estaba don Luis de Requesens, Gran Comendador de Castilla, el mas leal de los caballeros españoles, soldado valiente y político esperimentado. Daba á su rostro mayor autoridad su cabeza calva en la parte superior y sus negros ojos de mirada tranquila.

Cerca de él se bailaba Sebastian Venier, el ardiente veneciano, impetuoso en la acometida, ciego en la pelea. Sus pupilas verdes brillaban como relámpagos, y en su ovalado rostro de espesa barba gris, se pintaba lo indómito de su carácter.

Marco Antonio Colonna, valiente, aunque de mas templado ardimiento, mostraba en su semblante la gravedad de sus juicios, y esperaba, con calma aparente, á que hablasen sus compañeros.

A su lado estaba Agustin Barbarigo, proveedor general de Venecia, el del brazo incansable y animoso corazon. Su mirada sombria vagaba del uno al otro lado como si quisiese adivinar en los semblantes de los demas si tenian como él tantos deseos de blandir el hacha mortífera.

Juan Andrea Doria, el marino esperimentado, el que en todas ocasiones pesó en la balanza de su juicio los laureles de la victoria con los escudos que le costarian las averias de sus galeras, calculaba sobre su parte de botin y miraba con indiferencia á los que le rodeaban.

Por el contrario, el entusiasmo y la impaciencia se pintaban en el semblante adusto de don Alvaro de Bazano, marques de Santa Cruz, tan valiente en la pelea como prudente en el consejo.

Otros capitanes, Orsino, de la Corgnia, Santa Fiora y Serbelloné, mostraban tambien en sus ojos el deseo de encontrarse frente á frente con el enemigo.

Cualquiera se hubiese sentido dominado á la vista de aquellos rostros, por el sol y el humo de la pólvora ennegrecidos los unos, por la respetable vejez marcados los otros.

Contemplólos el noble don Juan y sintió latir su coraron á impulsos del orgullo, al pensar que todo el heróico valor de aquellos pechos estaba subordinado á su voluntad, y que el suyo en nada les cedia.

—Grande es, señores—dijo con pausado tono—la empresa que intentamos, y como á todos alcanzarán los laureles, si vencemos, la vergüenza, si somos vencidos, justo es que tambien sea de todos la responsabilidad de la determinacion que debe tomarse. Pronto me ayudareis quizás con vuestras fuerzas, ayudadme ahora con vuestros consejos, y que ninguna consideracion impida á vuestros lábios decir lo que sientan vuestros leales corazones. No hay distinciones de patria ni de particulares intereses; todos somos unos, soldados de la santa Liga, defensores de la misma fé. La cristiandad tiene por patria el mundo porque lo ha conquistado con las armas de la verdad divina, de la caridad y de la mansedumbre, y sus creyentes, hermanos son todos, todos iguales. Frente á nosotros ondea la media luna sus estandartes impíos, ó desgarrémoslos en menudos girones, ó dejémoslos campear, señores de los mares, hasta que la mano de Dios quiera abatirlos para siempre. La eleccion no es dudosa para buenos cristianos, pero donde mismo están los laureles están las cadenas de la esclavitud, y como los juicios del Eterno son incomprensibles, la razon tal vez y la prudencia aconsejen la retirada para aguardar ocasion mas oportuna. Por eso os he llamado y os pido vuestros consejos, que en empresa de tanta importancia, la inesperiencia de mis pocos años no debe atreverse á determinar por sí sola. Don Luis de Requesens—prosiguió, dirigiéndose al Gran Comendador de Castilla—vuestros años, vuestra calidad y el respeto que os debo, os conceden la primacia en tomar la palabra. Hablad, pues.

El Gran Comendador levantó la cabeza con altanero orgullo y como si quisiese hacer comprender que no era el miedo el que iba á dictar sus palabras, y luego dijo:

—No creo prudente, señor, acometer una empresa donde arriesgamos mucho sin poder obtener ventajas de consideracion. Si las conquistas que nos proponemos hacer no son ni ciertas ni de una importancia capaz de infundir terror á nuestros enemigos, es locura correr peligro tan manifiesto y esponer una armada tan formidable. ¡Y cuán fatales serian las consecuencias! La Sicilia, los mares de la Calabria, la Italia toda y aun las costas de España, quedarian sin defensa, abiertas á los corsarios berberiscos. Hay ocasiones en que debe mirarse como una gran victoria el impedir que aumente las suyas un enemigo poderoso, y nosotros estamos en este caso. Las circunstancias de los enemigos no son como las nuestras, están en su propio pais, cuentan con el abrigo cercano de muchos puertos bien defendidos, y en caso de una derrota, pueden rehacerse con facilidad y prontitud, mientras que nosotros arriesgamos cuanto poseemos. Si nos vencen, el golpe será terrible, irreparable para la cristiandad, pues de una vez se perderán para siempre tantos ilustres generales, tantos capitanes renombrados por su valor y su esperiencia, tantos soldados que sin exageracion pueden considerarse la flor de la milicia-cristiana. Con la derrota nos inutilizaremos para contener prudentemente el pillaje de los turcos, y perderemos la esperanza de tenedlos tarde ó temprano. No menciono, señor, todos los demas incidentes que debemos temer, como son los vientos y las tempestades, casi ciertas en la estacion en que estamos. Mis palabras no pueden ser sospechosas por que hartas pruebas de lealtad tengo dadas, y si se decide V. A. por acometer al enemigo, tentando doblemente la fortuna, mi pecho será el primero que se oponga á los golpes de su alfanje, mi brazo será el último que deje de herir, y antes mi sangre correrá toda que doblar mi cuello á la cadena vil de la esclavitud. Palabras me pidió V. A. que dijesen la verdad de lo que sentia mi corazon; tal las he dicho, nada me resta que añadir; ahora solo me toca obedecer.

Así habló don Alvaro y su mirada severa se fijó, uno por uno, en los presentes como para cerciorarse de si su prudente discurso habia hecho dudar de su valor. Empero tal sospecha no podia caber tratándose de quien tantas pruebas de lo contrario tenia dadas, y sus ojos solo encontraron ojos ardientes, rostros contraidos que revelaban con claridad que la opinion de la mayoria no era la del noble comendador.

—¿Qué decís—preguntó don Juan á Colonna—de la opinion de don Alvaro?

Brillaron las pupilas del general, se contrajo su frente, y contestó:

—Señor, no sé con qué objeto se haya firmado una liga con estrechas condiciones muy estudiadas y mas revisadas, liga que se ha solemnizado con rogativas públicas, con fiestas de todas clases, si tanto aparato, dispendios tan costosos, no debian servir sino para hacer algunas descargas de artillería al saludarse las escuadras confederadas en el momento de su reunion. Los príncipes que han depositado en nosotros su confianza, han querido hacer el último esfuerzo, y no nos toca sino obedecer. Mucho arriesgamos, es verdad, pero mas ganaremos si alcanzamos la victoria. La armada turca es mas numerosa que la nuestra, pero tenemos doscientas galeras mejor equipadas y provistas que las suyas, y si nuestros soldados son la flor de la cristiandad, compensado está el número con la bravura y la disciplina. Se teme que nuestras costas queden abiertas á la crueldad y al pillaje de los infieles: ¿en tan poco estimamos las fortalezas que las guardan? ¿Será lo mismo que nos desbaraten en un encuentro como que invadan nuestros territorios donde tenemos todos los recursos para la defensa? No nos abandonemos á quiméricos temores; es preciso que despertemos del profundo letargo que por tanto tiempo ha tenido en vergonzosa inaccion las armas cristianas. Tenemos deberes muy sagrados que cumplir: Chipre nos demanda ayuda, la sangre de sus mártires está humeante aun, y el honor nos pide venganza de las injurias que hemos recibido. ¡Triste ejemplo daríamos al mundo cristiano si despues de tan extraordinarios preparativos trocásemos en prudencia para esquivar el combate la arrogancia que mostramos para provocarlo, y solo dejásemos ver á los infieles las fugitivas popas de nuestras galeras, soltando trapos y doblando remos para huir con mas velocidad! ¡No contemos el número de nuestros enemigos, marchemos a su encuentro, que Dios combatirá en nuestra ayuda, y así responderemos dignamente al llamamiento, á los votos de toda la cristiandad! de los que adoran su ley, habremos cumplido nuestra sagrada mision, y cuando en los venideros siglos surquen estas aguas, por nuestra sangre enrojecidas, cristianos bajeles, podrán decir, «aquí murieron los de la santa Líga como mártires poseidos de ardiente fé, como soldados valerosos» pero no «aquí como católicos solo en el nombre dudaron de la ayuda de Dios, como débiles mugeres huyeron espantados, encubriendo el miedo con la máscara de la prudencia.» Vinimos á morir por nuestra religion y nuestra patria: ¿qué tememos, pues, si la muerte encontramos, cuando á buscarla hemos venido? Pelear con la seguridad de la victoria, no es proeza de nobles y animosos pechos. Cerca está el enemigo, señor, y si las escuadras de la Liga no le acometen, irán á buscarlo solas mis galeras sin mas ayuda que la de Dios. «¡A vencer ó á morir!» me dijeron bajo las sagradas bóvedas del Vaticano, y venceré ó moriré, acompañado ó solo, como buen cristiano, como honrado caballero y como valiente soldado!

Este discurso, pronunciado con fuego, produjo el mas vivo entusiasmo, y si el respeto contuvo las lenguas para no prorumpir en aclamaciones, los gestos, las encendidas miradas y los espresivos ademanes, dieron á entender bien claramente lo que sentian los corazones, lo que animaba el deseo.

Don Juan de Austria, cuyos bélicos instintos se dejaron ver en todos los hechos de su malograda vida, sintió palpitar violentamente su animoso corazon, y ardiente la pupila, alta la frente, levantado el pecho y estendiendo la diestra con arrogante ademan, salieron de su boca, con sonoro y vibrador acento, las siguientes palabras:

—¿Dónde está la gloria del soldado sino donde está la muerte? ¿Qué es la muerte donde está la gloria? ¿Qué es el honor si lo pregonan los lábios y lo desmiente el miedo, lo abandonan las fuerzas? ¿La fuerza de qué vale si el honor no la socorre? Sin que á presentarles cara se atrevan los cristianos pueblos, las escuadras turcas recorren los mares, llevando delante el espanto, dejando detras la sangre y la destruccion. Como numerosa plaga de carnívoras y ponzoñosas fieras, siembran la muerte allá donde su aliento se esparce, donde sus garras hieren, y aumentando victoria tras victoria, amontonando riquezas con el botin de sus rapiñas, y llenando á millares las férreas argollas con esclavas manos, insultan el honor, lo pisan, lo desgarran, y al mismo Dios provocan en la embriaguez de su orgulloso poderío. Nada se opone á su paso; todo lo arrollan, lo vencen, lo destruyen; el corvo alfanje abre á miles los pechos para arrancar las vidas, como arranca el buitre las entrañas de su débil presa; en polvo se convierten las murallas á sus rudos golpes, y la incendiaria lea, mas ardiendo cuanto mas consumo, deja cenizas donde pueblos hubo, humo no mas, la muerte y el espanto, la soledad y el silencio donde moraron seres, el recuerdo, solo el recuerdo triste donde existió la realidad. Vencidos, mas que vencidos, humillados, escarnecidos, la vergüenza dobla nuestras frentes, el miedo hace temblar nuestros corazones, y nuestras armas, terror en otro tiempo de la infiel morisma, se esconden y aun se arrojan de las manos para humillar el cuello á la argolla vil de la dura esclavitud. ¿Qué se han hecho los corazones que alentaron á Pelayo en Covadonga, á don Alfonso en el Salado, á Ponce de Leon, á Gonzalo y á Pulgar en Granada, á Cortés en Otumba? ¡No salgais, nó, de vuestros silenciosos sepulcros, reconquistadores heróicos de vuestra patria, porque la vergüenza os haria volver á ellos!

No bien don Juan hubo pronunciado estas palabras, cuando instintivamente todas las manos empuñaron los aceros, de todos los pechos se escapó un rugido, y centellas de corage brotaron de todos los ojos.

—¡Aquí están, sí, aquí están!—prosiguió con voz potente el de Austria—¡Aquí están los hijos de aquellos nobles héroes! ¡Responden á los gritos del honor!... ¡Mi sangre toda correrá con la vuestra!¡Ha despertado el leon! ¡Su garra poderosa romperá en menudo polvo la traidora garra del tigre del desierto! ¿Qué nos importa esa numerosa falange de perros infieles? ¡Murallas encontrará en nuestros pechos esforzados, y un rio de sangre correrá de sus venas por cada gota que de las nuestras salga! ¡Santa es la causa que defendemos, Dios nos ayuda, y ante la divina enseña de la cruz, caerá la media luna impía para no levantarse jamás! ¡Laureles solo llevemos á la cristiana tierra, ó el recuerdo no mas de nuestro nombre vaya con el último soplo de nuestro aliento! la vencer ó á morir!

Así acabó don Juan su conmovedor discurso, y en su encendido rostro y en su contraida frente, en sus centellantes miradas y en la agitacion de su pecho, demostró que el fuego de sus palabras no era mas que un débil reflejo del que ardia en su valeroso corazon.

Oyóse un solo grito que no podemos significar ni hacer comprender, grito elocuente vomitado por el entusiasmo y el coraje, y luego, como si el enemigo estuviese allí, blandieron aquellos héroes sus gloriosas espadas con ademan terrible y amenazador.

Instantáneamente quedó la cámara desierta, y todos corrieron á sus puestos, comunicando á la guerrera gente el valor y el entusiasmo que en sus corazones hervia.

Don Juan subió á cubierta, pronunció una palabra, y el estampido del cañon mortífero retumbó y fué á perderse en el infinito del horizonte.

Era esta la señal de ponerse en órden para dar la batalla.

Izóse el estandarte de la Liga en el mastelero del palo mayor de la Real Capitana, y el soplo de la brisa lo agitó suavemente en caprichosas ondulaciones.

II Que en fin has respondido á ser soldado Antiguo y valeroso, cual lo muestra La mano de que estas estropeado. (CERVANTES Viage al Parnaso. Cap I.)

CÓMO, al crujido atronador del parche, respondió en la galera Marquesa un grito de alegre y bélico entusiasmo! Iba, con otros bajeles, á las órdenes del proveedor Barbarigo, y montábanla para su defensa algunos italianos y la compañia de veteranos del valerosísimo capitan Diego de Urbina. Mandábala Francisco Sancto Pietro, soldado animoso y marino esperimentado, y no latia en ella un corazon que no anhelara el momento del combate.

Pálido el rostro y abatido el cuerpo, hallábase en el entrepuente de la _Marquesa,_ tendido sobre algunos trozos de áspera lona, un hombre que estaba en lo mas florido de su lozana juventud. Veíase animado su semblante noble por la divina chispa del creador ingenio que en su cabeza ardia, y cuando no le aquejaban las incomodidades de la aguda enfermedad que entonces padecia, brillaban alegremente sus grandes ojos negros, de penetrante y vivísima mirada, y de sus ardientes pupilas parecian desprenderse dos corrientes magnéticas que dominaban con su influjo incontrarestable las voluntades mas firmes. Era de mediana estatura, de aguileño rostro ligeramente moreno, de frente lisa y desembarazada, pequeña la boca y largo y espeso el retorcido bigote, y castaño y recortado cabello. No era entonces, como él mismo dijo despues, á la edad de sesenta y seis años, cargado de espaldas y no muy ligero de pies, sino que por el contrario, sus miembros de perfectas formas demostraban en su musculatura, un tanto descarnada, vigorosas fuerzas y suma agilidad.

Aquel hombre se llamaba Miguel de Cervantes Saavedra. Hoy se llama el príncipe de los ingenios españoles, y sus escritos, su nombre solo, solo su recuerdo es la mas esplendente gloria de nuestras letras.

¡El cielo guie nuestra pluma! ¡No quisiéramos profanar nombre tan venerable y glorioso, y ya que no lo ensalcemos con la grandeza que se merece, que nuestra torpeza no sea tal que nos atraiga la justa indignacion y el merecido desprecio de los que veneran, como buenos hijos, las glorias de su patria! ¡Antes la pobre y vanidosa pluma abrase nuestros dedos!

Era Cervantes simple soldado del tercio de don Miguel de Moncada, al cual fué agregado, cuando ambicioso de todo género de gloria, sentó plaza. Pobre y desvalido, aunque de cuna hidalga, y sintiéndose su espíritu con fuerzas para acometerlo todo y para luchar con todas las adversidades, pensó sin duda que con su valor y su ingenio, podria conquistar algun dia un puesto honroso en la carrera de las armas. Siendo estudiante pobre y travieso, habia corrido universidades y escuelas y probado fortuna para crearse una posicion en el camino espinoso del Parnaso; pero los libros no valian entonces sino en razon del incienso que se prodigaba en sus dedicatorias, y el que no se arrastraba á los pies de un Mecenas ignorante y vanidoso, nada sacaba de los partos de su ingenio. Empero la adulacion era imposible en los lábios de Cervantes, y á su carácter independiente cuadraba mal la bajeza de ser poco menos que el criado de ningun gran señor para que se dignase protejerlo por humillante lástima como el que arroja una limosna con altivo desden y sin mirar al rostro al socorrido. Ya habia probado, sin embargo, á sujetar la grandeza de sus instintos, y llegó á servir de camarero en Roma al cardenal Aquaviva; pero aunque tratado por este con bastante consideracion y cariño, cansóse bien pronto de la servidumbre, y arrastrado por el espíritu entusiasta y emprendedor de aquella época, buscó en las armas la gloria y el provecho que le habia negado la fortuna en sus primeros pasos en las letras.

Desde algunos dias antes del en que hemos presentado al inmortal autor del _Quijote,_ teníanle postrado unas calenturas que le dispensaban de todo servicio, y por esta razon pasaba la mayor parte de las horas tendido en un trozo de vela hecho dobleces, ó recostado junto á la cureña de un cañon, respirando el aire fresco de la brisa antes que adelantase la mañana, contemplando el cielo y el mar, y dando á su imaginacion, por la fiebre exaltada, todo el vuelo de que eran capaces sus fantásticas alas.

Aunque aquejado por la enfermedad, habíase cuidado de inquirir cuanto iba sucediendo, y desde que supo que estaba á la vista el enemígo y que don Juan de Austria habia llamado á consejo para decidir si debia provocarse el combate, esperaba con toda la ansiedad de su ardimiento, ó que se diese la señal de acometida, ó que virase de bordo la galera para buscar la salida del golfo y esquivar la pelea.

Cualquiera hubiese dicho, al verlo en tan completa inaccion, que era indiferente á cuanto á su alrededor sucedia, y que mas hubíese deseado la calma y el reposo que la agitacion y el estruendo del combate. No era así, la grandeza de su espiritu, su esforzado aliento, eran muy superiores á los dolores de su aguda enfermedad, y tras el afanoso deseo de que se travase la pelea, su imaginacion de poeta, sin poderse contener en los límites de lo real y lo presente, embriagóse con los sueños de la futura gloria, y extasiado por sus fantásticas creaciones, quedó aletargado en brazos de un mentido sueño.

Crujió, con repetido tableteo, el estampido del guerrero bronce, y esta señal de sangre y esterminio, sacó á Cervantes de su soñador letargo.

Abrió sus rasgados ojos, brillaron sus negras pupilas como brilla la chispa del rayo vomitada por la tempestad en el negro seno de las tinieblas, y su frente, de pronto coloreada, se dilató como si fuese á recibir el glorioso mirto.

—¡Gloria!—fué la primera palabra que salió de sus secos lábios.

Y oprimiéndose el pecho que parecia que iba á ser roto por los fuertes latidos de su animoso corazon, exhaló un suspiro, púsose de pié, ciñó la espada que tenia cerca de sí, apoderóse de un mosquete y subió precipitadamente á cubierta.

Allí aspiró con avidez la fresca brisa; estendió la penenetrante mirada y vió maniobrar á un tiempo en las doscientas naves, soplar las mechas, cargar los arcabuces, asir los timoneros la redonda caña, y bullir centenares de cientos de marineros y soldados que preparaban sus armas ó corrian en todas direcciones los unos, mientras que los otros trepaban con ligereza los altos palos y recojian y soltaban cuerdas ó botaban lanchas: oyó crujir las pesadas jarcias, silbar los pítos de mando, gritar á los capitanes y contramaestres, jurar y maldecir á los marineros, cantar á los veteranos mientras que se retorcian el tostado bigote, y preguntar á los visoños reclutas mientras que se arreglaban el cinturon y requerian la espada ó buscaban apresuradamente donde encender las mechas; contempló las pesadas naves que se valanceaban de babor á estribor á medida que el viento hinchaba las velas, y todo aquel conjunto queso agitaba y crujia, y las murmuradoras olas con sus rizadas cabelleras de blanca espuma, y el cielo transparente, azulado y puro, con la joya de su refulgente sol, todo aquel espectáculo, grande, magnífico, inimitable, de la obra del Eterno y de la obra del hombre, elevó el espíritu del poeta al último grado de su inmensa sublimidad, exaltó su fantasia y encendió en su cabeza, mas viva que nunca, la llama del bélico entusiasmo.

—¡Gloria!—exclamó otra vez.

Y se dilataron sus pupilas, y á la vez que su semblante tomó una espresion de imponente grandeza, irguió la frente con magestuoso orgullo.

A la señal del combate habian acudido á cubierta cuantos iban en el bajel, y los soldados españoles, al ver á Cervantes allí armado y como dispuesto á entrar en la pelea, no pudieron menos de manifestar su sorpresa con una exclamacion.

—¿Qué haceis aquí?—le dijo el capitan Diego de Urbina, llegando á tiempo que otros soldados iban á dirigír la misma pregunta á nuestro héroe.

—¿No se ha dado la señal de ponerse en buen órden para acometer al enemigo?—replicó el poeta como admirado de que le preguntasen sobre lo que era por demas sabido—¿Por ventura, he dejado de ser soldado español y vasallo de su Magestad? ¿Cómo, pues estrañais verme dispuesto á cumplir con mi deber cuando nunca me vísteis escusarlo?

La lealtad que mostrais es exagerada—le dijo el capitan—y ocasiones tendreis en que poder dar pruebas de ella. Estais enfermo, sin fuerzas, y no seria prudente el permitiros hacer una locura como la que intentais. Vuestro corazon no ha consultado á vuestro brazo, y sin que os fuese posible defenderos, caeríais á los primeros golpes del enemigo. ¿Qué servicio prestariais así á su Magestad, privandole de vuestra lealtad y de vuestro valor, que quizás estará llamado á decidir en otro encuentro la suerte de vuestra patria? Acometer al enemigo con la seguridad de sucumbir, no es valor sino temeraria locura y es grave delito esponer la vida inútilmente cuando tal vez otro dia pudiera servir á nuestros hermanos.

—Si, sí, que se retire al entrepuente—dijeron algunos soldados, mostrando el mayor interes.

—Todos piden—repuso el capitan—lo que yo me veré obligado á mandaros si como amigo no escuchais mis consejos.

—Señores—respondió el poeta cuyo rostro se iba animando mas á cada instante—¿qué se diria de Miguel de Cervantes? En todas las ocasiones que hasta hoy en dia se han ofrecido de guerra á su Magestad y se ha mandado, he servido muy bien como buen soldado; y así ahora no haré menos, aunque esté enfermo é con calentura; mas vale pelear en servicio de Dios é de su Magestad é morir por ellos que no bajarme so cubierta.

—Os repito que os estravia vuestro mismo entusiasmo. Es verdad que mas que nada, vale morir por Diós y por el rey, pero os cuando se puede morir defendiendose y castigando á los enemigos de la religion y de la patria. ¿Qué hareis vos sin fuerzas apenas para sosteneros? La lucha va á ser muy encarnizada, el momento se acerca, ya se empieza á maniobrar para ponerse en buen órden, y cada uno debe ir á su puesto.

Estas palabras, en lugar de convencer, escitaron mas en Cervantes el deseo de figurar en la pelea.

—Sí—replicó acaloradamente—el momento se acerca y por eso me veis aquí. ¡Va á ser la lucha encarnizada, correrá la sangre á torrentes, y quereis que permanezca tranquilo!. Mis compañeros van á arrostrar la muerte, pero tambien á conquistar la gloria: ¿me robareis la parte que en ella puede caberme? No me faltan las fuerzas ¡vive Dios! que mi brazo á ninguno cede en este instante. ¡Quiero estar con vosotros, camaradas; con vosotros vencer ó morir y que juntos cantemos la victoria ó que presentemos á la muerte sereno rostro para que el turco envidie hasta nuestra derrota! Fuerte es el brazo mientras el corazon late animoso, y cuando ya falta el aliento para herir, sobra la hidalguia para cubrir con el ensangrentado pecho el de nuestro hermano y servirle de escudo á los enemigos golpes.

—¡Viva nuestro camarada!—gritaron los españoles veteranos que, sin saber esplicarse la causa, no podian dejar de sentirse dominados en todas ocasiones por el jóven poeta.

—¡Qué os abandone!—prosiguió Cervantes—Allí está la gloria y quiero mi parte en ella—dijo señalando hácia donde vogaba la flota enemiga—Mirad, allá en el azulado horizonte, aquella, como nube, con manchas blancas que parece subir y acercarse con pausado vuelo: es la armada ímpia, el soberbio mahometano que escarnece á nuestro Dios, que mancha nuestra honra, que se mofa de nuestro valor y de nuestra fuerza; es el verdugo que inmola á su fanática crueldad á millares de mártires, el que pone á nuestro cuello la argolla de la dura y humillante esclavitud. ¿Quién no defiende el nombre santo de Dios y el brillo de la honra? ¿quién no responde al que provoca su valor? ¿Cuando español y esclavo fué posible cosa, si nuestra espada nos hizo señores en uno y otro mundo, si nuestra hidalguia y nuestra honra fueron espejos en que siempre se miraron nuestras acciones? ¡Allí teneis al enemigo, con sus numerosos bajeles, con sus pesados alfanges segadores de cristianas cabezas; pero no os arredre su poderio, de nuestra parte está Dios, el Dios que de un leve soplo hizo caer las murallas de Jerusalen al resonar las trompetas de los ejércitos de su pueblo querido! ¡Por centenares de miles corren hácia nosotros los infieles; por centenares de miles tambien los veremos sumergirse bajo las olas, y nuestras galeras, ostentando la santa cruz, dando al viento su pendon glorioso, vogarán en un mar de sangre y el recuerdo de Lepanto se conservará en la memoria de todos los pueblos hasta que el Omnipotente los borre de la haz de la tierra!

Numerosos gritos de entusiasmo respondieron á estas palabras.

El aspecto de Cervantes era imponente en aquellos momentos. Su semblante estaba animado con la espresion de la mas noble grandeza, brillaban sus negros ojos con todo el fuego de su entusiasmo, y su frente se levantaba como la del héroe cuando está poseido del orgullo de su valor y de su gloria.

—Don Diego—prosiguió el poeta despues de algunos momentos y dirigiéndose al capitan—si en algo estimais mi honra, que es la honra de un español, ponedme en el lugar mas peligroso y dejadme cumplir con mi deber. Si muero, os bendeciré al espirar porque me habeis dado ocasion de pagar á Dios y á la madre patria el tributo que les debo, y si la fortuna me proteje y salvo la vida, mas que á mi valor ni á mi brazo os deberé á vos la gloria que alcance. Mas que nunca me siento con fuerzas, os lo juro, y late mi corazon con tales brios, que á contenerlos, hecho pedazos saltaria del pecho.

Y no mentia, porque su arrebatada ambicion de gloria dominaba todos sus sentimientos, y si la fiebre no habia desaparecido, habíale dado á sus miembros mayores fuerzas.

Ni Diego de Urbina pudo contrarestar la influencia que en su ánimo ejercieron las palabras de Cervantes, ni por consiguiente, supo tampoco negarle la atrevida peticion, por lo cual, accediendo á sus deseos, destinólo á la cabeza de doce soldados al lugar del esquife.

Mientras tenia lugar esta interesante escena, habíanse repetido las maniobras en todos los bajeles, que fueron colocandose en el órden de ante mano convenido para entrar en combate.

La escuadra que iba á las órdenes de Juan Andrea Doria, con parte de la siciliana, formó el ala derecha sobre el Norte, y sobre el Mediodia, la veneciana, con la galera _Marquesa,_ mandada por el proveedor Barbarigo, formó el ala izquierda, quedando en medio casi todo el resto de las galeras con la Real, la capitana de Genova y la del duque de Savoya, y los tres generales, don Juan de Austria, Colonna y Venier. Algunos navíos de gran porte formaban la vanguardia y la retaguardia, dispuesta á socorrer el punto de mas peligro, buen número de galeras y galeotas.

En tal órden vogó la numerosa armada en direccion de la del enemigo, siempre con viento fresco y mar serena.

Al principiar la marcha reinó en todos los bajeles un silencio profundo, interrumpido solo por el eco acompasado de los remos al azotar las aguas y por el desigual crujido de la arboladura; pero transcurrido buen rato, y estando aun á bastante distancia del Turco, formaron los soldados diversos grupos junto á sus respectivos puestos, para entretener el ócio apurando alegremente algunas botellas.

Palpitaron de gozo todos los corazones como si se preparase una alegre fiesta.

La arrebatadora idea de alcanzar glorioso renombre subordinó á su poderoso influjo todos los sentimientos de Cervantes, y como si hubiese obrado en su naturaleza un completo trastorno, ni sintió en aquellos momentos los ardores de la fiebre, ni enervaba, como poco antes, sus miembros la debilidad.

Brillaban alegremente sus negros ojos, y la espansion de su espíritu se revelaba en su rostro de movible musculatura y enérgica espresion. Era Cervantes, á la vez que pensador grave y profundo, mancebo de no comun travesura, buen camarada, franco, bullicioso y decidor chistoso y oportuno, y en nuestro tiempo lo hubiésemos calificado, no sin razon, de verdadero _calavera_ porque tenia de tal todo el ingenio, rápida inventiva y gracioso donaire. Segun la ocasion se presentaba, mostrábase, ya, como ninguno alegre, ya, mas que todos grave, y al que hubiese mirado su semblante risueño, animado por la mas cordial franqueza, hubiérale parecido imposible que un instante despues se presentase altivo, desdeñoso hasta herir en lo profundo del alma mas fria, ni que aquellos labios hubiesen podido entreabrirse con tan amargo desprecio, ni que aquella mirada inquieta y escudriñadora se fijase con tan altanero orgullo é hiciese reconocerse pequeños á cuantos corazones iba á clavarse.

—¡Camaradas! —gritó dirigiendose á los doce soldados que Diego de Urbina habia puesto á sus órdenes— ¡Tenemos enfrente al enemigo, pero sobre nosotros revolotea el alegre Momo, que al reirse del mundo entero abre un palmo de boca, y el panzudo Baco, inteligente catador, que nos amenaza con sus iras sino le inmolamos algunas de las vírgenes habitadoras de la bodega!

—¡Si, degollemos unas cuantas y bebamos su sangre!—dijeron algunos.

—¡Bien, bravo!—gritaron otros.

—Aplaquemos—repuso el poeta—el enojo de ese Dios que puede favorecer á los turcos por lo aficionado que es á las turcas.

—¡Vivan las turcas y mueran los turcos!

Algunos momentos despues los troce valientes españoles estaban sentados sobro cubierta y bebian, reian y cantaban en alegre confusion.

—¡A la salud de nuestro buen camarada Cervantes!—dijo uno mientras se disponia á empinar una botella de Jerez.

—¡Por la gloria de España!—repuso á su vez el poeta.

Y todos brindaron, ya por su patria, ya por el rey, ya por la Liga, vaciandose botella tras botella cuyos frágiles vidrios iban á recibir honrosa sepultura en el mar.

El vino se apuraba y calentábanse las cabezas, achicábanse los ojos, dilatábanse las pupilas brillando mas y humedeciendose levemente, enrojecianse los rostros, secábanse los labios y algunas lenguas se turbaban...Empero no hay cuidado; el estampido del cañon despejará todas las cabezas, tornará sombrias todas las miradas, cubrirá de palidez todas las megillas, de rabiosa espuma todos los labios y dará fuerza á las lenguas para proferir enérgicas amenazas, juramentos y maldiciones.

Cervantes se puso repentinamente de pie, y empuñando una botella que levantó en alto, dijo:

—¡Oh, excelencias del vino, y cuan raras y preciosas sois! ¡Oh, suavisímo jugo del dorado racimo que entre el pámpano verde esconde el tesoro de sus dulcísimos granos, cuan prodigiosamente das valor al cobarde, desembarazo al encojido, palabras al discreto, liberalidad al tacaño, confianza al sospechoso y la vanidad rebajas y das orgullo y atrevimiento al humilde y al pobre! ¡Cómo el fuego de tu espíritu da á nuestros cuerpos refrigerante calor, y el ingenio enciende y á los soñolientos ojos presenta estrañas visiones que el ánimo recrean ó el corazon espantan! Tú eres olvido de las penas, alma de los placeres y de todas las fiestas alegria. ¡Y cuantos y cuan grandes acontecimientos se deben á tu influjo poderoso! Las afiladas tijeras de la traidora Dalila no hubiesen cortado los ásperos cabellos de Sanson si este escusára en su cena una copa de añejo vino que siempre la acompañaba, ni el invencible Olofernes se hubiese dormido con tan pesado sueño en los brazos de Judit á no babor añadido á la embriaguez de su pasion la de un esquisito vino de Chipre, ni Baltasar hubiese provocado la cólera de Dios si el mosto no exaltara su vano orgullo, ni Deyanira, mas que por los celos, trastornada su cabeza por la copa con que la obsequió el vengativo centauro Nelso, hubiese enviado á Hércules la fatal camisa, ni Saturno hubiese perdido lo que mas estimaba si el jugo de la uba no encendiera la envidiosa cólera de sus hijos. ¡Oh, aguijon de las pendencias y de todos lo malos pensamientos! ¿qué seria sin ti de los corchetes y escribanos que con sus plumas ensucian papel para limpiar bolsillos? ¡Yo te bendigo, patriarca Noe, segundo poblador del mundo, primer cultivador de la preciosa cepa! ¡Cuan satisfecho debió quedar tu amor propio á la primera cata del espumoso líquido! ¡Cómo sentirias renacer en tu cuerpo las fuerzas de tu juventud y alegrarse tu magin! Seguro estoy que bailastes de contento á pesar de tu luenga y encanecida barba que diz te llegaba á la cintura. ¿Qué le importa á Baco que le llamen vicioso si bebe y engorda y siempre está de buen humor para retozar por los bosques con todas las mozuelas del Parnaso? ¡Oh, vino, líquido sin igual, palanca que conmueve al género humano, á tu vista huyan avergonzados á esconderse los cristalinos arroyos con sus trenzas de plata, que las tuyas son de oro con topacios y rubies! ¿Qué seria de nosotros sin tí en este momento? ¿Quién sino tú tendria el poder de alegrarnos cuando corre hácia nosotros la muerto? ¡Yo te bendigo, cien veces te bendigo y mas te bendecire, que eres alegria, consuelo, atrevimiento, reposo, y olvido! ¡Solo brindo por tí, por tí no mas, y prometo cantar tus excelencias si Apolo quíere prestarme su lira! ¡Camaradas, bebamos por cientos, por miles de botellas hasta que cruja el cañon! ¡Viva el vino y mueran los turcos que el beberlo tienen por pecado!

—¡Viva el vino!

—¡Viva Cervantes!

—¡Bebamos!

—¡Descabezemos botellas!

—¡Cantemos!

—Si, sí, cantemos!

—¡Que nuestro camarada Cervantes improvise la cancion!

—¡Silencio!

—¡Nó, nó, bullicio, alegria, ruido, algazara, desórden!

—¡La cancion, la cancion!

Entre el ruido de las carcajadas, de las voces, de las botellas al chocar ó romperse en menudos pedazos y de las palmadas al aplaudir, oyóse un silvido prolongado y agudo y todos quedaron silenciosos ó inmóviles en la misma posicion que tenian, los unos con el brazo derecho levantado y empuñando una botella, los otros con ella entre los labios y muchos en actitud de arrojarla despues de haberla vaciado.

Era la señal de silencio y atencion, y luego oyóse la de guardar cada cual su puesto porque el enemigo estaba muy cerca y parecia intentar la primera acometida sobre el ala izquierda.

Anublóse el semblante del poeta, su frente se contrajo y fijó su mirada de águila en los bajeles enemigos, observando por espacio de algunos instantes la direccion que llevaban.

—¡Nosotros los primeros!—exclamó con acento de la mas entusiasta alegria.

Y brillaron sus ojos como dos centellas, y estendiendo el brazo derecho impulsado por una sacudida nerviosa, prosiguió:

—¡Esos son los traidores, y como traidores, cobardes! ¡Compañeros, acordaos de Numancia y de Sagunto, de Pavia y de San Quintin y que Lepanto sea la mas brillante gloria de nuestra patria!

—¡Viva España!—gritaron sus compañeros.

En pocos instantes se encontraron todos en sus puestos y reinó por de quiera el silencio mas profundo, interrumpido solo por el crujido desigual de la arboladura y por los acompasados golpes de los remos.

¡Cómo palpitaron todos los corazones y cómo sintieron aquellos valientes convertirse en corrientes de fuego la sangre que alimentaba sus venas! No habia pupila que no so moviese inquieta, reluciendo centellante, ni mano que no temblara convulsivamente, no por el espanto, sino por el coraje agitada.

Iba á correr la sangre á torrentes y á convertir los azulados cristales en rojo y espumoso charco, y la mas horrible de las carnicerias iba á dar ejemplo de la fiereza del hombre que acepta como deber el perdonar las ofensas y que no las perdona sino despues de vengarlas.

Era el dia siete de octubre de 1574, y tal vez aniversario del nacimiento de Cervantes; solo consta que fué bautizado en Santa Maria la Mayor de Alcala de Henares el nueve de Octubre de 1547, siendo muy probable que hubiese nacido dos dias antes y aun quizás á la misma hora en que probó que estaba dotado de un corazon tan animoso como de una imaginacion tan brillante y fecunda.

A poco que vogaron ambas flotas encontráronse bastante cerca para que se pudiesen aprovechar los disparos de cañon.

Tan apacible estaba el mar que apenas se rizaban sus aguas, y casi no se dejaba sentir el leve soplo de la fresca brisa. No parecia mas sino que los elementos habian suspendido su movimiento eterno para presenciar el sangriento y horrible drama que iba á representarse.

Cervantes, mas que ninguno atento, miraba alternativamente á la enemiga flota y al proveedor Barbarigo que estaba sobre el castillo de proa esperando el momento oportuno de dar la señal de fuego.

Segun la posicion de las galeras de ambas partes, la _Marquesa_ debia ser la primera que encontrase al enemigo.

Repentinamente palidecieron las megillas del poeta y luego se cubrieron de un vivo carmin; despidieron sus ojos dos chispas, agitóse su cuerpo, y con el acento de un loco, gritó:

—¡Yo el primero!

Luego se precipitó sobre un artillero, le arrancó la mecha de entre las manos, y su convulsa diestra la aplicó al oido de un cañon.

Retumbó con prolongado tableteo la esplosion mortífera, y el grito de guerra, exhalado por cristianos y turcos, pobló el inmenso espacio.

La galera turca que se hallaba mas próxima, contestó con una andanada, y entonces, como si, rompiendo sus negros límites, hubiese estallado el infierno, un crujido espantoso, horrible, incomparable, hizo estremecer al mar en lo mas profundo de su cóncavo seno, y temblar á las arenas y á los riscos de las cercanas costas. Una inmensa y fugaz llamarada pareció querer abrasar ó los seiscientos bajeles que quedaron envueltos entre los negros remolinos de una espesa nube de humo.

Habia comenzado el combate.

El estampido del cañon, las detonaciones de los mosquetes y el crujido de los palos y tablas al volar desechos en menudas astillas, lo dominaron todo con su ruido espantoso y atronador.

El humo denso, elevandose en espirales negras y azuladas, velaba la luz del sol que, suspendido en la inmensa bóveda del universo, robaba lentamente un dia mas de existencia á las pasiones del hombre.

Una hora, escasamente una hora, el fuego solo y las voladoras flechas turcas hicieron sus estragos. Aun no se habia teñido con la humana sangre el filo del hierro, aun debia ser mas espantosa la carnicería, no bastaba que se hubiesen deshecho en mil pedazos algunos bajeles ni que entre sus incendiados restos volasen horriblemente mutilados brazos, piernas y ensangrentados troncos.

Chocáronse las galeras enemigas y los garfios de abordaje las afianzaron entre sí, comenzando cuerpo á cuerpo el rudo combate.

Entonces fué mas espantoso y aterrador el ruido.

Seguia crujiendo el cañon y con su desigual y repetido tableteo armonizaba el de los miles de arcabuces y mosquetes. Por de quiera se mezclaban los gritos, las amenazas, maldiciones y juramentos con los ayes desesperados de convulsivas agonias, y el hipo de muerte entre el ronco estertor respondia á las feroces y nerviosas carcajadas de los que de un solo golpe quitaban una vida, y que de un solo golpe tambien recibian la muerte un segundo mas tarde. Rechinaban los aceros al chocarse entre sí ó al encontrar los huesos del brazo enemigo, y crujian los cráneos al romperse á los golpes de las pesadas hachas. Corria la sangre formando espumosos arroyos y humeantes charcos donde se revolcaban los moribundos con las convulsiones de la agonia y donde se resbalaban los pies de los feroces combatientes.

¡Horrible concierto! ¡¡Música infernal de mortíferas detonaciones, de golpes de hacha, de crujidos de cráneos y pechos que se rompian y brotaban torrentes de sangre, de imprecaciones, de blasfemias y de amenazas no temidas, de ayes y de lamentos no escuchados! ¡Música infernal cuya aterradora armonia iba á espirar entre el fuego de la pólvora y las llamas de los bajeles incendiados, ó á perderse con las negras columnas de humo en el infinito del zenit!

Quien aseguraba su planta sobre el pecho ó la frente de su moribundo hermano; cual, al caer en las enrojecidas olas, aprovechaba las convulsivas fuerzas de su agonia en una lucha desesperada y tenaz con el enemigo que habia caido antes que él; cual otro, en la turbacion de su agonia, para no sumergirse en las aguas, asíase de un palo ardiendo ó del costado de una lancha donde quedaban sus manos deshechas cortadas de un hachazo.

¡Muerte, sangre y destruccion!

La rabia, la mas desesperada rabia hervia en todos los pechos; estaban inyectados de sangre todos los ojos; rechinaban todos los dientes; blanca espuma, por el coraje vomitada, cubria los temblorosos y maldicientes lábios. No habia rostro que no estuviese manchado de sangre, pero la embriaguez de la ira y de la ardiente sed de venganza no dejaban á ninguno sentir el dolor de sus heridas.

Mientras los unos al espirar invocaban el santo nombre de Dios, los otros blasfemaban ó maldecian la muerte solo porque no les dejaba verter mas sangre.

Y no habia para el vencido otro refugio mas que el abismo de las olas, ni nada dulce y apacible que pudiese contemplar en su agonia, porque el humo habia nublado la brillante luz del sol y ocultado la faz serena, trasparente y pura del cielo.

Cubierto estaba ya el golfo de los restos humeantes de las galeras que se habian destrozado, y las tranquilas aguas, poco antes azuladas y cristalinas, habíanse tornado rojas y espesas, y lo que eran nacaradas espumas de caprichosos rizos, convirtiéronse en amarillentos borbotones que entre desiguales madejas de sangrientos coágulos flotaban entrelazándose ó deshaciendose, y ya se enredaban entre las astillas de un palo ó se pegaban al amoratado rostro de un cadáver, dandole el mas repugnante aspecto.

Cuatro horas llevaban de combate las enemigas escuadras, y parece imposible que aun el hierro encontrase mas sangre que verter ni el fuego nada que consumir.

¡Con cuanto afan destruye el hombre y con cuanta lentitud avanza y crea! ¡Cómo se embriaga con las malas pasiones y cuan friamente practica el bien!

¿Qué era de Cervantes?

Seis esquifes turcos habian rodeado á la galera _Marquesa,_ pero sus defensores se multiplicaban y acudian á todas partes con prodigiosa velocidad. No habia turco que intentase poner el pié sobre la cubierta del bajel cristiano, que no cayese sin vida. El intrépido Barbarigo blandia un hacha y no daba descanso á su brazo de hierro. Estaba el buque como todos los demas, de sangre teñida y de cadáveres sembrada su cubierta.

Cervantes peleaba con incansable ardimiento; su ambicion de gloria lo habia convertido en un héroe; en la embriaguez de su bélico entusiasmo olvidaba evitar los golpes enemigos por cuidar de que los suyos fuesen mas continuados y certeros. Cien veces la turca cimitarra se levantó sobre el tesoro de su noble cabeza; cien veces la negra mano de la inexorable parca intentó sellar la espaciosa y altiva frente del poeta con el hielo de la muerte, y sin cesar cruzaban, rozando con su animoso y agitado pecho; las silbadoras flechas que parecian entretejarse en el espacio y se perdian entre las nubes formadas por la espesísima humareda.

—¡Detente!—gritaba el poeta—¡Deten, oh muerte, tu segadora guadaña hasta que yo vea triunfante la enseña divina de la cruz; dejame gozar por un solo instante de la gloria de mi patria!...

Y multiplicábanse sus golpes, y con sus breves y arrebatadores discursos alentaba á los menos animosos y encendia mas y mas el coraje de aquellos cuya intrepidez rayaba en locura.

Habíanse abordado la _Marquesa_ y la Capitana de Egipto, y de la una como de la otra parte no quedaba mas que morir ó vencer, porque era imposible ya buscar la salvacion en la huida.

La parte del esquife era la mas comprometida, si bien toda la banda de estribor hallábase asaltada tenazmente por numerosos enemigos.

Cervantes y sus camaradas no bastaban á contener el impetuoso ataque de los turcos por aquel lado; pero Barbarigo acudió en su ayuda.

—¡La victoria es nuestra!—gritó el terrible venecíano con potente voz—¡Nuestros hermanos están sobre la cubierta de la Real Otomana!...

—¡Mientes, que la monta Alí!—exclamó un soldado turco arrojándose al proveedor.

Este levantó su hacha de abordage sobre la cabeza del infiel, y mientras decia.

—No sabes lo que cuesta desmentir á un cristiano.

Descargó el golpe mortífero y el cráneo del infiel crujió, cayendo dividido en dos pedazos y entre un mar de sangre.

—¿Cómo os deteneis aquí sin hacer mas que defender vuestro puesto?—gritó el poeta—¡Adelante, camaradas, la victoria es nuestra!

—¡Santiago y á ellos!

—¡Viva España!

—¡Avancemos!

—¡Adelante, adelante!

Pocos momentos despues de estos entusiastas gritos, los situados eran sitiadores, y peloton tras peloton de los soldados que montaban la _Marquesa,_ la mayor parte de ellos encontróse bien pronto sobre la cubierta de la capitana de Alejandria.

—¡Victoria, victoria!—exclamaron.

No habia sido hasta entonces tan horrible la matanza. Los turcos se defendieron con desesperacion porque la muerte era cierta á no destruir completamente á los cristianos. Mas que nunca se oyeron multiplicados los homicidas golpes, y resonó mas y mas el ruido del choque de las armas y armaduras, y el crujido de la mosqueteria y el silbido de las flechas.

Los humanos cuerpos caian unos tras otros sin vida como antes habian caido destrozados los aparejos de la nave.

No brillaban los ojos del poeta, sino que despedían centellas de furor y de entusiasmo. Su pálida frente se levantaba sobre todas; su voz dominaba el estruendo del combate, y quitando una vida con cada golpe que descargaba, y avanzando un paso por cada enemigo á quien tendia á sus pies, fijó su ardiente mirada en el estandarte real de Egipto y exclamó:

—¡Allí lo teneis! ¡Bendita la mano que lo arranque para clavar el de la cruz divina! ¡La muerte está con él, pero tambien una corona cuyo laurel glorioso no será marchitado por los siglos! ¡Compañeros, el que ponga bajo sus pies el estandarte impio verá su nombre en el libro glorioso de la inmortalidad!

Un gritó de entusiasmo respondió á estas palabras, y los católicos redoblaron sus esfuerzos mientras que los turcos empezaban á sentir el espanto.

Igualmente llevaban la ventaja en todos los buques los soldados de la Liga.

La Real Capitana y la Otomana habianse abordado como la _Marquesa_ y la Capitana de Alejandria.

Don Juan de Austria se mostraba digno de su glorioso renombre: siempre á la cabeza de sus soldados, destruia y avanzaba, pugnando por encontrarse frente á frente con Alí, generalísimo de los turcos que tampoco desmentia su fama de valiente.

Declinaba el sol hácia su ocaso, y las tinieblas de la noche se preparaban á tender su negro crespon sobre tantos horrores.

Pronto el silencio de los sepulcros reinaria donde el estruendo dominaba.

Tras los rayos de oro del sol que habian alumbrado la animacion y la vida, los resplandores de plata de la nacarada luna velarian en breve, como una antorcha fúnebre, la muerte y la quietud.

Pocas horas despues las ensangrentadas olas se revolverian entre cadáveres sin que las duras quillas cortasen sus espumas.

La noche debia protejer, ocultando en su negro seno, á las victimas que amenazaba sacrificar la guadaña de la muerte.

Bendita, santa noche cuando traes el cansancio y tus tinieblas suspenden la matanza de los combates.... pero nó, ¡oh, noche! que tu oscuridad abriga el crímen, alienta al asesino y levanta su brazo.

Declinaba el sol y el Oriente oscurecia como la gloria de sus hijos mientras la alcanzaban los defensores de la santa fé cristiana.

Apenas en la Capitana de Egipto podia ponerse un pie sin pisar un cadáver ó hacer salpicar la sangre de un charco enrojecido y humeante aun.

—¡Perros, infieles!—gritó Cervantes—¡Canalla vil, gente menguada y cobarde! ¡Condenados, impios!... ¡Atrás, vive el cielo! ¡Atras, plaza, que la victoria es nuestra!

—¡Al gigante del hacha, al de la pálida frente que son los mas terribles!—dijeron muchos turcos, señalando á Barbarigo y al poeta.

Y uno de aquellos infieles, preparando su arcabuz, apuntó al incansable veneciano.

Cervantes dejó escapar un grito, y comprendiendo con su viveza de imaginacion, que asestando un golpe al que amenazaba la vida de su gefe, no evitaria que el arma se disparase, asió con la mano izquierda atrevidamente y junto á la boca el cañon del arcabuz enemigo y le dió otra direccion. Empero en aquel instante oyóse la esplosion y la mano salvadora quedó mutilada y llena de sangre.

Contrajéronse los músculos del rostro del poeta; sus morillas palidecieron mas de lo que estaban aun; mordióse los labios, y haciendo un esfuerzo, exclamó:

—¡Sangre!... ¡Oh!... ¡Gracias, Dios mio!... ¡Miradla, compañeros!—prosiguió, desplegando una sonrisa—¡Miradla como corre! ¡Ya salvé mi honra!

—¡Viva Cervantes!—gritaron los soldados.

El hacha de Barbarigo se hundió en el pecho del que habia disparado contra el suyo; pero estaba decretada la muerte del veneciano, y de nada sirvió que le librase la vida un rasgo de abnegacion sin igual: una flecha turca le atravesó la cabeza, entrandole por el ojo izquierdo.

—¡Maldicion!—gritó el valiente capitan—¡Oh!... ¡Sin arrancar ese estandarte!

No pudo proseguir: la luz faltó á sus ojos, y despues de vacilar algunos instantes, cayó pesadamente sobre un monton de cadáveres.

—¡Venganza!—gritó el poeta—¡Venganza, compañeros!....

—¡Venganza!—se oyó repetir por todas partes.

—¡Has perdido la vida, pero tu hacha destruirá al último de los enemigos!—prosiguió Cervantes.

Y con peligro de recibir la muerte porque descuidaba la defensa, recojió el hacha de Barbarigo y la blandió con terrible ademan.

Entre tanto su sangre corria, pero ni siquiera pensó nuestro héroe en restañarla, ni el dolor de la herida le amenguó el aliento, sino por el contrario, escitó su coraje.

En torno de él y de sus camaradas se agrupó la mayor parle de los enemigos, ya porque su primera atencion era defender el estandarte, ya porque consideraban al poeta y á los suyos como á los mas temibles, atendiendo al ardor con que peleaban, á la destreza que dejaban ver en manejar las armas, y á la firme resolucion que en ellos se notaba de no retroceder un solo paso.

Y en verdad que era así, pues cuando los valerosos cristianos no avanzaban, todo lo mas, se detenian para desembarazarse de sus acometedores, pero no daban un paso atras aunque hubiesen con ello de salvar la vida.

Entre el estrepito del combate gritaba así el poeta:

—¡Allí está la gloria, vamos allí!

—¡Allí está tu muerte!—dijeron muchos turcos que lograron rodear al jóven—¡Allí está tu muer te si es que logras llegar allí!

—¡Perros, condenados!—repuso Cervantes, descargando innumerables golpes—¡No os regocije el ver correr mi sangre, que la sangre no hace falta cuando el aliento sobra! ¡Atravesad mi corazon y lo vereis latir despues! ¡Villanos, mal nacidos, cobardes!...

—¡Socorramos á nuestro camarada!—dijeron muchos soldados.

Y pugnaron por colocarse al lado del poeta; pero no pudieron conseguirlo tan pronto como deseaban.

Cervantes se vió perdido: le era imposible defenderse pues por todos lados le acometian. Entonces, con el acento de la desesperacion, gritó de modo que se oyó en todo el bajel:

—¿Ha envilecido la esclavitud vuestros corazones? ¿No os atreveis á tomar venganza de los que os han tratado como á bestias miserables? ¿Las desgracias os han hecho dudar de Dios y han entibiado vuestra fé?... ¡Romped las cadenas, vuestros hermanos mueren por rescataros!

Dejóse oir un rugido sordo por las bandas de babor y estribor, como si las olas hubiesen respondido á la escitacion del poeta, y tras aquel rugido, al cabo de algunos momentos, un murmullo de espanto y los grifos de…

—¡Se rebelan, se escapan!

Que en lengua turca pronunciaron los infieles.

La causa de estos gritos fué que, por acudir al combate, habian descuidado los turcos la guarda de los cautivos cristianos de que se servian para remeros, y aprovechandose estos del descuido, viendo que la victoria se inclinaba á los católicos, y escitados al fin por las palabras de Cervantes, lograron, con la ayuda los unos de los otros, deshacer las ligaduras que los sujetaban á los duros bancos, y á trueque de perder la vida, acudieron al lugar en que mas encendida estaba la pelea, proveyendose de las diversas armas que encontraron sobre cubierta de los que habian perecido.

Eran muchos los cautivos, y aunque casi desarmados, su crecido número y lo inesperado de su acometida, puso en grande aprieto á los infieles y casi puede decirse que decidió el combate. Bastantes sucumbieron al primer choque por la escasa defensa que podian oponer á los golpes de los contrarios, pero esto no disminuyó el ardor de los demas que comprendieron que su salvacion única estaba en el completo esterminio de sus crueles opresores.

Cervantes se vió muy pronto libre de los que le rodeaban, y unido á sus compañeros, logró acercarse mas al estandarte codiciado.

—¡Dios y España!—exclamó.

Y derribando enemigos avanzó mas y mas.

En ardor febril parecia impulsar su brazo que agitaba, revolviendo en todas direcciones, el hacha de abordaje cuyo ensangrentado filo hendia los cráneos y dividia los enemigos pachos con sus terribles golpes.

—¡A mí, compañeros!—gritó—¡A mí si sois españoles y cristianos! ¡A mí sí el honor alienta vuestros pechos!

Y sin sentir el dolor de la herida de su mano, con los ojos chispeantes y la frente erguida, lanzóse á los que defendian el estandarte real.

Sus compañeros, poseidos del mismo ardor, lo siguieron sin vacilar.

Trabóse un combate horrible y la sangre corrió á torrentes.

Del uno y del otro bando acudieron muchos.

Uno, dos, tres, cuatro enemigos cayeron á los golpes del hacha del poeta.

—¡Viva España!—gritó á la vez que dividia la cabeza del turco que se encontraba entre él y el estandarte.

Y arrojando lejos de sí el hacha, porque solo podia hacer uso de su mano derecha, empuñó la enseña real, y levantandola para tenderla despues á los pies de sus compañeros, exclamó:

—¡Victoria!

Empero tras este grito resonó una detonacion, y la encendida bala de un arcabuz sarraceno atravesó su pecho noble.

Ni una queja, ni un leve gemido salió de la boca del poeta; su mano apretó convulsivamente el asta del estandarte, elevó al cielo una mirada de indefinible ternura, y luego sus ojos, radiantes con la luz de la gloria se tornaron hácia la Real Capitana y la Otomana que aun se disputaban la victoria.

—¡Venganza!—gritaron los soldados españoles.

—¡Nó, compañeros!—les dijo Cervantes esforzándose para sostenerse de pie.—¡Venced antes que vengarme!... ¡Antes la fé de Cristo y el patrio honor!... ¡Morid como yo muero!... ¡Sí, sois españoles, me mirais con envidia!... ¡Yo tambien he envidiado á los que yacen en el abismo de las aguas!... ¡Dichoso el que pueda pedir á la posteridad un nombre en la página sin par gloriosa de la jornada de Lepanto!

Detúvose un momento y quiso con la tela del mismo estandarte contener la sangre que en abundancia manaba de su profunda herida; pero al ver que algunos intentaban socorrerle, prosiguió:

—¡Aun tengo vida! ¿Qué importa que se pierda la sangre si no se mengua el valor? ¡Miradle!... ¡Victoria!—exclamó con acento de febril entusiasmo.

Y señaló hácia la Real Otomana.

Todos, con peligro de sus vidas, miraron hácia aquel punto, y vieron ondear en la galera turca el estandarte de la santa Liga y levantarse en la punta de una pica la ensangrentada cabeza del generalísimo Alí.

—¡Victoria, victoria!—se oyó gritar por todas partes.

—¡Gracias, Dios mio!—exclamó el poeta.

Y al elevar al cielo una mirada de inmensa gratitud, un segundo arcabuzazo hirió otra vez su pecho. Ahogó en su garganta un ¡ay! que hubieran tenido á mengua dejar salir sus lábios; oprimió contra su ensangrentado pecho el estandarte; brillaron por un segundo sus negras y ardientes pupilas, y su cuerpo vaciló.

Dos de los veteranos que lo habian seguido lo sostuvieron.

—¡Hayos del infierno que me trague!—gritó el uno á la vez que estendia su nervudo brazo, cerraba el puño con ademan de terrible amenaza y el fuego de la desesperacion brotaba de sus negros ojos.

—¡Ira de satanas!—gritó el otro mientras que rechinaba los dientes y arrancaba un puñado de su encanecido bigote.

El grito de victoria resonó por todas partes.

La armada turca estaba completamente derrotada, y las pocas y averiadas galeras que no habian sido destruidas, forzaban desesperadamente los remos para ganar la orilla.

Apenas podian maniobrar los bajeles de la Liga obstruidos por los restos de los otomanos y por los miles de cadáveres que flotaban á merced de las olas.

Tanta era la sangre que se habia vertido que las aguas del mar estaban rojas.

¡Cuantos horrores!... ¡oh!... Nuestra pluma renuncia á pintarlos.

Hundióse el sol, no en las blancas espumas, sino en los ensangrentados borbotones.

El vespertino crepúsculo iluminó la frente noble de don Juan de Austria como una aureola de divina y gloriosa luz.

Cervantes fué conducido á un camarote, sin que en largo rato diese señales de vida, y como todos los heridos, fué llevado á Mesina donde se estableció el hospital general de la armada.

Pocas victorias pueden igualarse á la de Lepanto, pero ninguna ha sido tan estéril. Cantos de gloria.... no mas que cantos da gloria fueron los resultados de aquella gran jornada en donde, segun los historiadores mas autorizados, perecieron cincomil cristianos y treinta mil turcos.

PARTE PRIMERA. EL CAUTIVERIO. CAPITULO I. Donde se verá lo que habia sido de Cervantes.

Era uno, no recordamos cual, de los primeros dias del mes de enero de 1576, es decir, cerca de seis años despues del sangriento cambate de Lepanto. Desaparecian en Occidente los últimos rayos del sol, y las estrechas y tortuosas calles de Argel veíanse muy pobladas por los mahometanos habitantes de la ciudad que se dirijian á las mezquitas para rezar la oracion de la tarde. Todos iban silenciosos, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho.

Los sombrios edificios estaban tambien silenciosos y sus puertas se veian cerradas, sin que por los agujeros de las celosías de sus estrechas ventanas ó balcones de madera se escapasen aun esos destellos de luz que en las poblaciones despiden con sus vacilantes reflejos á los últimos arreboles del crepúsculo vespertino.

Aumentábase la concurrencia de las calles por la de muchos esclavos que se cruzaban en todas direcciones y se dirijian á las casas de sus respectivos amos, y aunque el rudo y continuado trabajo de muchas horas teníalos fatigados en estremo, no dejaban de caminar aprisa, temerosos de que la noche les sorprendiese fuera de su encierro y que por esta falta les impusiesen un terrible castigo. No habia entre todos ellos un rostro en que no se revelasen padecimientos los mas crueles y falta de salud, y con solo reparar en su casi completa desnudez, adivinábase el duro y miserable trato que sufrian. Muy pocos eran los que no iban descalzos, y rarísimo, y se tenia por dichoso, el que habia logrado algo mas que unos calzoncillos, y una, á manera de camisa, de áspero lienzo, pues muchos aun de esta carecian y llevaban desnudo el pecho y la espalda sobre la que á veces tenian que cargar un pesado fardo. No eran pocos los que llevaban argollas y cadenas de hierro desde la cintura á los pies, que les embarazaban en gran manera para andar, y á veces, con el continuo roce herianles hasta hacer salir la sangre. Si alguno estaba falto de una oreja, de los dientes ó de parte de la nariz, era porque habia sufrido, por la mas leve falta, uno de los bárbaros castigos que solian imponer con la mayor sangre fria sus amos. Y aun sin tener falta alguna que castigar, aquellos mónstruos de la humana raza, solian cortar á cualquiera de sus esclavos una oreja, y hasta empalarlos, no mas que por el feroz placer de verlos hacer un gesto en el esceso del dolor ó en las ansias de la agonia.

Ninguna ley habia que pusiese límites á la crueldad de los señores; eran dueños absolutos de sus esclavos, con el derecho de vida y muerte, y si alguna vez contenian los impulsos de su ferocidad, era por puro egoismo, temerosos de perder con la vida de un esclavo el precio del rescate ó las ganancias de una venta.

Tristísimo era el estado de los infelices cautivos. Empleábanlos en los mas rudos trabajos, apenas les daban el alimento suficiente para sostener la vida y teníanlos casi desnudos. Los que por la pobreza de sus familias no podian esperar ser rescatados por una respetable suma, eran generalmente destinados á remar en las galeras ó á durísimos trabajos en los arsenales ú obras públicas, y reservaban á los demas para el servicio de las casas ó los encerraban en los _baños_ que eran unas prisiones que consistian en algunas cuadras y patios, húmedas, mal sanas, y estrechas por mucha capacidad que tuviesen, pues en ellas se encerraban á veces hasta tres ó cuatro mil hombres. Todos los señores podian llevar allí á sus esclavos cuando les estorbaban en sus casas ó no podian guardarlos con seguridad. Un solo consuelo tenian aquellos desdichados, y era el libre ejercicio de su religion, permitiendoles asistir á las diferentes iglesias católicas que habia en la poblacion y cuyo culto se sostenia con las limosnas que enviaban los fieles españoles y aun con las de los esclavos que en su mísera condicion no dejaban de encontrar medios con que adquirir algunos recursos. Raro parece que un pueblo inculto, fanático y que se gozaba en atormentar á los católicos, permitiese que estos, sus mayores enemigos, ejercitasen tan libremente su religion; procuraban hacerles renegar de su fé, halagándoles con todo género de promesas, pero á ninguno obligaban ni tampoco imponian castigo alguno, ni aumentaban la dureza de su trato, si se negaban á trocar por la de Mahoma la religion de sus padres.

Nada añadiremos á la ligerisima idea que hemos dado de la suerte de los cautivos en Arjel, porque en el transcurso de la presente historia la conocerán nuestros lectores hasta en sus mas insignificantes detalles: solo añadiremos que en aquella época, Arjel era el refugio, la madriguera puede decirse de todos los piratas turcos, que estaba gobernado por un virey nombrado por el sultan, y como dicho vireinato tenia un periodo fijo de tiempo, pasado el cual, el que lo disfrutaba era reemplazado por otro, cada uno de aquellos tiranuelos, á quienes no se les pedia cuentas de su conducta con tal de que pagasen religiosamente el tributo, cometia todo género de abusos para enriquecerse antes de abandonar el empleo. Generalmente, los gobernadores habian sido piratas, y para obtener el vireinato, se les habian contado por títulos meritorios los robos y crueldades con que habian hecho célebres sus nombres.

Réstanos decir ahora lo que habia sido de nuestro héroe. No haremos un minucioso relato de los sucesos de su vida durante los cinco años que han transcurrido desde que lo vimos en Lepanto.

Cerca de un año permaneció Cervantes en Mesina, curándose de sus peligrosas heridas y con el dulce consuelo de verse particularmente atendido por don Juan de Austria, quien le aventajó en tres escudos al mes, socorriéndole además muchas veces con demostraciones de un interés el mas cariñoso.

El erudito autor de la _Vida de Miguel de Cervantes Saavedra_ inserta en la _Biblioteca de Autores españoles,_ que publica don Manuel Rivadeneira, y dirijo el ilustrado señor don Buenaventura Cárlos Aribau, á quienes la literatura española debe importantes servicios, nos permitirá que en el relato que vamos haciendo copiemos algunas de sus frases y aun alguno de los párrafos de su notable escrito, porque no nos consideramos bastante para dar en pocas palabras y con tanta exactitud, viveza de colorido y elegancia en las formas como él lo hace, una idea de los sucesos de la vida del príncipe de nuestros ingenios desde su salida del hospital de Mesina hasta el principio de su cautiverio. No podemos ofrecer al dicho autor en pago de este hurto nada que pueda servirle para sus trabajos literarios; pero sí le aseguramos que es mucha nuestra gratitud por lo que el Parnaso español debe á su talento, á su sabiduria y á sus constantes desvelos. Oportunamente haremos mencion de los demás eminentes escritores á quienes debemos la ayuda de acertadísimos consejos y datos sin los cuales valdria mucho menos de lo poquísimo que vale nuestra obra.

A fines de abril de 1572 se vió incorporado Cervantes en el tércio de don Lope de Figueroa, que fué á Corfú en las galeras del esclarecido marqués de Santa Cruz, concurriendo bajo las órdenes de Colonna á la jornada de Levante, y bajo las del generalisimo á la empresa de Navarino. La política de la Francia, atendiendo á sus particulares intereses, logró apartar de la liga á los venecianos, hizo surgir algunas dificultades, y hasta fines de setiembre de 1573 no salió de Palermo la espedicion, que se posesionó del fuerte de la Goleta y de la ciudad de Túnez, donde don Juan de Austria, harto confiado en la benevolencia de su hermano, soñaba en asentar su codiciada soberanía. ¡Codicia fatal que, con la que le hizo fijar sus miradas en Escócia, cortó en edad temprana el hilo de sus gloriosos dias! De esta espedicion fué parte el tercio de Figueroa, y tal vez Cervantes pertenecia á las cuatro compañías del mismo, que segun la espresion de Vanderhamen en su historia de don Juan de Austria, hacian temblar la tierra con sus mosquetes. ¡Temblar la tierra!... ¡Ah!... ¡Cuan tristísimos recuerdos y dolorosos comparaciones nos sugiere esta enérgica y célebre frase!

Nuestros lectores que han visto á Cervantes en Lepanto, comprenderán cuantas pruebas de valor no daria en aquella espedicion donde se contaron tantos héroes como soldados, cuyas hazañas parecerian invencion de la fantasia si no las justificase la historia con documentos irrecusables.

Antes de la pérdida de Tunez y del fuerte de la Goleta, pérdida que tanta sangre costó á los tércios españoles, nuestro poeta pasó á Cerdeña de guarnicion, despues al Genovesado, y de allí á Nápoles y Sicilia, á las órdenes del duque de Sesa. Empero su suerte no mejoraba á pesar de haber dado tantas pruebas de valor, de lealtad á su rey, de amor á su patria, y seguia reducido á la miserable condicion de simple soldado. De nada le sirvieron cinco años de esclarecidos servicios y haber quedado inutilizado de su mano izquierda: distinguianlo sus jefes, respetábanlo sus compañeros, y unos y otros le reconocian prendas no comunes, pero nada obtuvo sino estas consideraciones que, al arraigar en él el convencimiento de su valor, aumentaban su amargura, porque se hacia mas palpable la injusticia.

Cansado al fin, y viendo que eran inútiles todos sus esfuerzos para adelantar en la peligrosa carrera de las armas, solicitó su licencia y la obtuvo de don Juan de Austria, quien le proveyó de espresivas cartas de recomendacion para el rey su hermano, á fin de que se le confiriese alguna compañia; el duque de Sesa escribió tambien encarecidamente en su favor á S. M. y á los ministros.

En compañia de su hermano Rodrigo, que tambien habia seguido la carrera de las armas, salió de Nápoles en la galera _Sol,_ con mas esperanzas que dinero, con muchas ilusiones y sin mas realidades que las cartas de recomendacion que daban testimonio de sus esclarecidos hechos.

Navegaron felizmente, y ya nuestro poeta sentia henchirse de gozo su corazon porque iba á verse en su patria y en el seno de su familia, cuando el 20 de setiembre de 1575 se encontró la galera rodeada de una escuadrilla de galeotas que mandaba en persona el arnaute Mamí, renegado albanes, capitan de la mar de Arjel, que era destino de importancia en aquel reino. Diéronle caza tres de estos bajeles, de los cuales el uno era de veinte y dos bancos, al mando del arraez Dalí Mamí, tambien renegado griego, y atacándola con denuedo vinieron al albordaje. La lucha fué sangrienta, pero las fuerzan no eran iguales, y de nada sirvió la resistencia obstinada de los cristianos. En aquel encuentro dió Cervantes nuevas pruebas de su valor, pero cayó al fin con su hermano Rodrigo y toda la tripulacion en poder de los piratas, y ambos cupieron en suerte al arraez Dalí Mamí cuando se hizo el reparto de la presa.

Su noble aspecto, su bravura en el combate y las cartas de recomendacion que llevaba nuestro poeta, hicieron creer á su señor que el prisionero era sugeto distinguido y de mucha importancia, y escitada su codicia con la esperanza de obtener un pingüe rescate, vigilóle estrechamente y tratóle con estremada dureza para obligarle así á que pidiese con mas afan á su familia que lo sacasen de tan triste estado. ¡Fortuna loca! ¿Quien habia de decir á Cervantes que las mismas prendas meritorias de que estaba dotado, los documentos que atestiguaban sus esclarecidos servicios, su valor y su honradez, habian de servirle para su mayor tormento, endureciendo mas el trato de su negra esclavitud?

Tal habia sido la suerte de aquel grande ingenio: tales los sucesos de su amarga vida desde que lo vimos en Lepanto perder su mano izquierda por salvar la vida al veneciano Barbarigo, y dar al cielo gracias cuando el mortífero plomo rompió su noble pecho.

Cuatro meses llevaba de cautividad, y continuaba sirviendo al arraez Dalí Mamí, en cuya casa estaba tambien su hermano Rodrigo.

Como deciamos al principio de este capítulo, el sol se ocultaba, los creyentes de Mahoma se dirijian á las mezquitas, y los esclavos á sus encierros.

Caminaba por una de las calles, la mas solitaria, ya de prisa, ya despacio, á veces deteniendose, y como absorto en profundas meditaciones, un esclavo en cuyo pálido rostro brillaban sus ojos negros y espresivos con el fuego de una ira mal reprimida.

Era Cervantes.

Como todos los que sufrian la triste suerte del cautiverio, iba casi desnudo. Llevaba una gruesa cadena de hierro sujeta á la cintura por uno de sus estremos con una cuerda de cáñamo, y por el otro enlazada á un grillete que oprimia su pierna derecha sobre el pie. El chirrido que producia la cadena al moverse marcaba los pasos del poeta como para que cuidase contar los que daba durante su esclavitud.

Con el mismo aire meditabundo dejó atrás aquella calle, atravesó otras y al fin se detuvo junto á la puerta de una casa bastante grande y en cuya parte posterior se veian las altas tapias de una huerta ó jardin. Cervantes llamó, abrióse la puerta, y pasó adelante.

El sol se habia ocultado ya, y las tinieblas de la noche envolvian completamente á la poblacion.

La luz de un farolillo iluminaba el zaguan de aquella casa que era la de Dalí Mamí.

Salió al encuentro de nuestro poeta un turco pobremente vestido, de gigantesca estatura y horrible semblante de siniestra y feroz espresion, llevando en la mano izquierda una linterna y en la derecha unas disciplinas hechas de cuerdas de cáñamo trenzadas, enceradas, y con muchos nudos.

—Ya es de noche—dijo al poeta con voz ronca y desagradable que resonó en el interior de su ancho pecho como el ronquido de un leon en el interior de una caverna.

Cervantes no contestó ni aun siquiera miró al que tales palabras le dirijia.

—¿Me has oido, esclavo?—repuso el turco con salvaje aspereza.

—Sí—contestó Cervantes.

—¿Y no sabes el castigo que se impone á los esclavos que no se han recojido antes de anochecer?

—Diez azotes—replicó tranquilamente el poeta mientras que se dirijia hácia una puertecilla que daba paso á un largo corredor.

—No has pecado por ignorancia—dijo el gigante, agriando sus diciplinas y como si fuese á descargarlas sobre Cervantes.

—El tiempo que gastas en hablar—replicó el poeta—puedes invertirlo en darme los azotes.

—¿Me provocas, perro desagradecido?—repuso el turco—No perderé mas tiempo.

Y diciendo así levantó el brazo con intencion de descargar el primer golpe.

Cervantes observó el movimiento, sus megillas se tornaron rojas como si fuera á brotar la sangre de ellas, volvióse repentinamente, y clavando en el turco su penetrante mirada, quedó inmovil, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza erguida con imponente altivez. Los ojos del poeta brillaban en aquel momento como dos ascuas, y su frente contraida y un estremecimiento nervioso que recorrió todo su cuerpo, revelaron la ira que trabajosamente contenia en su pecho.

El turco se sintió dominado por el influjo poderoso de aquella mirada, y no pudiendo sacudirlo, rechinó los dientes, dejó escapar un rujido y bajó el brazo casi sin saber lo que hacia.

—¿A qué esperas?—le dijo Cervantes—¿Tienes miedo ó es que piensas darme otro castigo mas severo?

—Es que si empiezo no acabaré hasta dejarte sin vida; pero al fin lo conseguiras, y te juro por el santo profeta que no he de perdonarte muchas veces.

—¿No te ha convencido la esperiencia—repuso el mancebo—de que á mi placer exalto tu cólera ó te hago sonreir? Tú eres mi esclavo y yo no lo soy de nadie.

—¡Oh!....

—Mira—prosiguió Cervantes sin hacer caso de un gesto horrible y amenazador del turco—he hablado con uno de los cristianos que tienen la costumbre de socorrernos, y como otras veces, ahora me ha dado una prueba de su caridad.

—¿Y qué me importa?....

—Toma—interrumpió el poeta sacando una pequeña moneda de plata y arrojandola á los pies del turco—Esa es su limosna.

—¿Y para qué me das esto?—preguntó el gigante á la vez que recojia la moneda.

—Para lo que te he dado otras, para que la gastes, porque yo no la quiero, Y sabes que tengo la costumbre de hacerte esos regalos....

—Si piensas que así....

—Nada te he pedido hasta hora ni pienso pedirte. Cuando te place me tratas con dureza y no me quejo, ó me tienes alguna consideracion y tampoco te doy las gracias.

El turco se encojió de hombros y guardó las disciplinas entre los pliegues de su faja.

—Vamos, sígueme y encierrame si ninguna cosa tengo que hacer, pues estoy fatigado y deseo descansar.

Cervantes entró seguido del turco por la puertecilla de que ya hemos hablado, siguió un largo y estrecho corredor y bajó una escalerilla muy pendiente á cuyo final habia otra puerta.

—Registrame—dijo, deteniendose y abriendo los brazos.

—Dejemos por esta noche la ceremonia—contestó el gigante—Entra y duerme. Toma la linterna que te dejo esta noche por gracia particular si me juras por tu Dios crucificado apagarla antes de media hora. Así podras ver á tu hermano y dar envidia á tu compañero.

—Te juro apargarla antes de media hora.

—Volveré á ver si lo cumples—repuso el turco, dando la luz al mancebo.

Este entró en un espacioso sótano, de techo abovedado, de negras paredes y húmedo piso. La atmosfera era allí pesada, pestilente y como sin otra ventilacion que la de la puerta.

A la opaca luz de la linterna pudieron verse, recostados sobre un monton de paja, dos esclavos que al fijar sus miradas en el poeta dieron muestras de contento y se le acercaron para abrazarlo.

El uno era Rodrigo, el hermano mayor de Cervantes, y el otro un veterano capitan llamado Francisco de Meneses, que habia servido tambien en el tércio de don Leandro de Figueroa.

El poeta contestó cariñosamente á los saludos de su hermano y del capitan, dejó en el suelo la linterna, sentóse con ellos en el monton de paja, y cuando sintió que el turco habia cerrado la puerta y que se alejaba, dijo:

—Se acerca el dia de nuestra libertad.

—Esplícate, hermano—dijo Rodrigo con tono afanoso—Te esperábamos con impaciencia para saber lo que habias adelantado.

—Mirad—repuso el mancebo alegremente y á la vez que sacaba de debajo de su camisa un trozo de lima.

El capitan Meneses se apoderó de aquel objeto, y lo mismo que Rodrigo, dióle entre sus manos mil vueltas, examinólo con centellante mirada, y en su entusiasmo hasta lo besó con ternura.

—Ya veis que Dios no nos abandona—repuso el poeta—Con esa lima romperemos los grilletes para poder caminar sin ningun estorbo y deprisa, pues de otra manera necesitaríamos emplear doble tiempo en nuestra marcha y podrian darnos alcance.

—Pero hablais de nuestra fuga como de una cosa cierta.

—Y asi es la verdad, y no habeis de tardar tres dias en convenceros. Todo se consigue á fuerza de constancia que os el arbitrio mas poderoso de cuantos están al alcance del hombre.

—¿Has visto al alferez Castañeda?—preguntó Rodrigo.

—Y al sargento Navarrete, el cual ha robado esta lima en casa de un cerrajero que trabaja para su amo. Ha tenido miedo de guardarla, y me la ha dado.

—¿A quien mas has visto?

—A ninguno mas de los que se ocupan de nuestra fuga.

—¿Qué os ha dicho Navarrete?

—Qué por su parte esta dispuesto á todo, como lo prueba el hurto de esa herramienta; pero que le parece imposible encontrar al hombre que ha de servirnos de guia.

—Lo mismo pienso yo—dijo Rodrigo.

—Y yo tambien—añadió el capitan—temo que ose inconveniente dasbarate nuestro plan y acabe con nuestra esperanza.

—Os equivocais—repuso el poeta.

—No digo—replicó Meneses—que no se encuentro alguno que se preste á nuestros deseos, pero será en la apariencia, con el fin de sacarnos algunos ducados y delatarnos luego para lograr una recompensa por su traicion. Ya sabeis cuan falsas son estas gentes y lo poco ó nada escrupulosas que se muestran cuando se trata de engañar á los cristianos, porque nos consideran como bestias.

—Tomaremos precauciones para que no suceda asi.

—Todas son pocas.

—Algun riesgo hornos de correr, aunque sea el de la vida, porque todo es preferible al miserable estado en que nos hallamos. ¿Qué puede suceder, que nos ahorquen?... ¡oh!... lo prefiero á pasar la vida encerrado en esta cueva ó trabajando mientras levanta sobre mis costillas el látigo mi inhumano señor. Y ya sabeis que aun no se me ha dado un solo golpe, pero las amenazas me han herido en el alma mas que los azotes pudieran haberme herido el cuerpo.

—Teneis razon.

—Todo es preferible, os lo repito, á verse tratado como una bestia, á ser esclavo. Cien veces hemos espuesto la vida en los combates y hemos hecho mas de lo que nos mandaba nuestro deber solo por el vano orgullo de que nos llamen valientes; ¿pues cuanto no es mas justo que arrostremos toda clase de peligros por alcanzar nuestra libertad, por esa libertad que es el primer derecho del hombre? ¡Esclavo.... esclavo el hombre que tiene una vida en la tierra y otra en la eternidad!... ¡Antes la muerte! ¡Que los padecimientos no amenguen vuestro valor ni rebajen los quilates de vuestra dignidad!...

—¡Somos españoles y nuestros cuellos, no pueden doblarse sin haberlos cortado!—exclamó el capitan—No temo la muerte, y antes la prefiero que esta vida que me envilece. Cuando llegue la hora, pronunciad una palabra y no nos vereis vacilar para seguiros.

—Nunca lo lio dudado—repuso Cervantes—y menos de vosotros que tantas pruebas de valor teneis dadas. La hora llegará; no perdais la fe en Dios que es la que da á la voluntad del hombre una fuerza superior á todas las cosas.

—Tú redoblas nuestros alientos, germano mio.

—Si los perdeis—prosiguió el poeta—mirad en torno vuestro y vereis vuestro porvenir un esas negras paredes.

—Antes la muerte—murmuraron con espanto Rodrigo y el capitan al estender sus miradas por el oscuro sótano.

—Ahora—repuso Cervantes—demos gracias al Omnipotente por la ayuda que se digna prestarnos, y apaguemos la luz y acostémonos por sí vuelve ese monstruo á quien no debemos infundir sospechas.

—Si, reguemos á Dios que mañana nos de una nueva suerte.

—No será estraño: ya he fijado mi atencion en cierto moro de mala vida que tiene el vicio de la embriaguez y pienso que ha de servirnos para el caso. Trabaja en clase de peon en la obra que hacemos en la huerta, y me es fácil ponerme en comunicacion con él.

—Nada nos habias dicho.

—Ni os diré mas porque os repito que podemos infundir sospechas si seguimos hablando.

—Ciertamente.

—Básteos saber que tengo mucha y muy fundada esperanza.

—El cielo os ilumine.

—Oremos.

Arrodilláronse aquellos tres hombres y los ecos de su ferviente oracion se repitieron en la bóveda. Sus ojos brillaban con los resplandores de la mas ardiente fé religiosa, y nadie hubiera podido contemplarlos sin doblar la frente. ¡Cuan tranquilo estaba su espíritu en aquellos solemnes instantes, y cómo el rezo les hizo olvidar todos sus tormentos y amarguras!... ¡Ah!... ¡La oracion cuando la fé arde viva en el alma es divino consuelo el mas dulce de todos!

Terminaron sus preces los desdichados cautivos.

Cervantes apagó la luz, y el silencio mas profundo reinó.

CAPITULO II. Donde pasaremos desde el negro calabozo del esclavo á la dorada prision de una muger.

AUN no habia dejado ver la aurora su risueña y sonrosada faz, cuando los tres cautivos, sacudiendo de sus ojos el sueño, sentáronse en la paja, y despues de breves instantes se arrodillaron para rezar. Presumian que se acercaba la mañana porque la costumbre les hacia despertar siempre á la misma hora; por lo demas, el sótano estaba tan oscuro como á la media noche, porque ya hemos dicho que solo por la puerta podia recibir algun escasísimo esplendor, y esto solo á ciertas horas del dia y estando abiertas unas ventanas del corredor inmediato que daban al Jardin.

—¿Habrá amanecido?—preguntó Meneses despues de terminado el rezo.

—Poco debe faltar—contestó Cervantes—segun lo anuncian los gallos.

—Pronto—repuso Rodrigo—vendrá nuestro gefe para mandarnos ir al trabajo.

—No tardará, y por lo mismo, debemos aprovechar estos instantes para quedar de acuerdo en lo que cada cual debe hacer hoy.

—Vos dispondreis—repuso el capitan.

—Tú—prosiguió el poeta dirijiéndose á su hermano Rodrigo—te encargarás de decir al alférez Rios y á don Beltran que poseemos una lima con que romper sus grilletes loa que les tengan, y que espero ganar las voluntades de un moro que trabaja en mi compañia.

—No dejaré de participarle tan buena nueva.

—Como tienes ocasion de hablar con don Beltran cuando te plazca, porque formais pareja para tirar de un mismo carreton, añádele que el señor Baltasar de Torres me habló ayer en el mercado y que demuestra los mismos deseos de favorecerle; que procure verlo por si le da algun socorro, lo cual no será difícil porque me dijo que habia hecho una lucida ganancia en la última partida de tafetanes que recibió de Valencia. Si á fuer de paisano le da un par de escudos, podremos, con lo ya reunido y poco mas, acudir á todos los gastos de nuestra empresa.

—Tal voz hoy al mediodia—contestó Rodrigo—me dejen solo en el carreton de sacar los escombros, porque hace falta madera y enviarán á buscarla á don Beltran que para esto ha mostrado buena inteligencia.

—Tanto mejor; así podrá tal vez aprovechar la coyuntura para ir á ver al señor Baltasar de Torres, y esplicándole el pormenor de nuestro proyecto pedirle la ayuda de algun socorro.

—Nada olvidaré—contestó Rodrigo—y al efecto aprovecharé las primeras horas del dia para hablarle.

—Ahora me toca á mi—dijo Meneses—que aunque me tienen atado á la nória donde estoy todo el dia dando vueltas, ya sabeis que no me falta ocasion de hablar á Osorio.

—Lo mismo que á mi hermano os digo á vos—repuso el poeta—Dadle al buen hidalgo las noticias que tenemos, y que sea prudente para evitar que descubran el escondite donde guarda los diez ducados.

—Y sobre todo—añadió el capitan—que nada trasluzca del proyecto la mulata porque seria muy capaz de delatarlo antes que dejar que se le fuese su amante.

—En verdad, mi buen amigo—replicó Rodrigo—que se necesita sobrada fuerza de fingimiento para corresponder á las caricias de una muger tan repugnante como la tal mulata.

—Le sirve de mucho.

—Es verdad, pero....

—Todo puede hacerse por alcanzar la libertad, y el dinero que roba la mulata á su señora y que entrega al hidalgo nos será muy útil.

Hubo algunos momentos de silencio mientras que los tres desdichados sacudian de sus miserables ropas la paja que se les habia pegado durante la noche.

—Pienso—dijo al fin Rodrigo á su hermano—que hace muchos dias que no hemos recibido noticia alguna de nuestros padres.

—¡Cuántos sacrificios estarán haciendo para conseguir nuestro rescate!—repuso el poeta cuyos ojos se humedecieron.

—He soñado que los abrazaba—contestó Rodrigo con no menos ternura.

—¡Quiera Dios que se cumpla tu sueño!

—¡Felices vosotros—dijo el capitan—que al volver á vuestra patria encontrareis pedios amigos que estrechar cónica los vuestros!

El llanto corria fácilmente por las megillas de aquellos infelices que en su situacion sentian con mas viveza que nunca los recuerdos de la patria y de la familia, y ya enjugaba el veterano una lágrima, cuando se oyeron pasos en la parte de afuera del sótano, y la puerta se abrió violentamente.

—¡Arriba, holgazanes!—gritó el gigante turco mientras que, haciéndolas crujir, sacudia sus disciplinas á guisa de amenaza.

—Há rato que os esperamos, buen amigo—le dijo el capitan.

—¿Amigo me llamais, perros condenados? Ya os he dicho que no me falteis al respeto. Sin duda teneis frio y quereis que os caliente las espaldas.

—Lo que tenemos frio—dijo Cervantes—es el estómago.

—El almuerzo os espera, y hoy es bueno.

—¿No es el de siempre?

—Teneis estraordinario.

Los tres cautivos siguieron al gigante, atravesaron el corredor, dejaron atrás dos espaciosos aposentos, y salieron á un patio en donde estaban ya hasta otros doce esclavos de distintas edades.

Pocos momentos despues llegaron otros dos, llevando un arteson de madera lleno de habas cocidas con agua y sal, y colocadas al rededor algunas, al parecer cucharas, de madera, pues era aventurado calificarlas de tal.

Algunos de aquellos infelices mostraron en sus semblantes la alegria que les causaba la vista de aquel asqueroso alimento, pues era muy delicado en comparacion del que acostumbraban á darles los demas dias. Una cebolla asada ó un pedazo de pan de centeno ó de maiz, negro, duro y mal condimentado era el almuerzo que ordinariamente se les daba, y por consiguiente, no era estraño que se regocijasen al ver el repugnante cocimiento.

Colocáronse los desdichados alrededor del arteson, tomaron las cucharas y empezaron á comer ávidamente.

Los unos porque en su niñez habian tenido una grosera educacion, los otros porque en su larga esclavitud habian olvidado la que recibieran, y algunos porque los tormentos del hambre podian en ellos mas que ningun sentimiento delicado, es lo cierto que hubo instantes en que se rechazaban los unos á los otros y los mas robustos se aprovechaban de la superioridad de sus fuerzas para alcanzar mayor cantidad de alimento, y aun llegó el caso de disputar acaloradamente y de descargarse algun cucharazo en las narices.

Tuvo el gigante que intervenir al cabo en la contienda y poner órden á fuerza de latigazos que descargó indistintamente sobre acometedores ó acometidos, sobre débiles ó fuertes.

Aquellos infelices murmuraron en voz baja, despidieron miradas sombrias y se amenazaron mutuamente, conteniendo su enojo por temor de recibir mas duro castigo, pues en tales casos á los motores del desórden solian imponerles el de estar un dia y aun dos sin comer. Y esto era cosa de que ninguno se admiraba, pues sucedia con mucha frecuencia, ¡Cuantos perecian de hambre encerrados en sus oscuras mazmorras! Sin que exajeremos en el cálculo, bien puede asegurarse que de los cautivos que entraban en Arjel, la mitad eran víctimas de la falta de alimento, de la desnudez y de las enfermedades producidas por la insalubridad de los baños donde los encerraban. El P. Haedo, que vivió allí muchos anos, dice en su _Historia de Arjel,_ que muchos esclavos morian de hambre, especialmente si eran viejos ó débiles que no servian para el trabajo ó para ser vendidos. Un cautivo en el mercado valia menos que una mula, pues su precio corriente, á menos que no fuese persona de quien se pudiese esperar rescate, no pasaba de doscientos ducados, ó lo que es lo mismo, de poco mas de dosmil reales, y eso en tiempo de escasez y cuando eran jóvenes, robustos, ágiles y de condicion humilde, porque sino, podian comprarse muchos á la mitad de este precio.

Bien pronto concluyó el almuerzo, y el turco dió rápidamente varias órdenes á los unos y á los otros, repitiendolas acompañadas de latigazos á los que no las comprendian en seguida.

Quedaron algunos en la casa para las faenas domésticas, y los demas salieron cuando el sol comenzaba á dejar ver sus primeros rayos y los habitantes de la ciudad se disponian á hacer la oracion de la mañana antes de emprender sus ordinarias faenas.

Los dejaremos alejarse, y mientras que nuestro poeta llega al punto donde trabajaba aquellos dias, nos internaremos en las mas apartadas habitaciones de la casa de Dalí Mamí por si algo observamos que pueda interesar á nuestros lectoras.

En la parte del edificio que daba al jardin habia un aposento cuadrado cuyas paredes estaban cubiertas con esas primorosas labores de relieve pintadas de azul y blanco, rojo y oro que aun se conservan y admiran en alguno de los alcázares que nos dejó el arte de la dominacion Mahometana y que no hemos podido siquiera imitar. El techo, en forma de cúpula, estaba construido por vigas incrustadas primorosamente de nácar y marfil y recortadas y colocadas de modo que presentaban la mas bella combinacion que puede imaginarse. Ligeras columnitas de blanquísimo mármol se asentaban sobre la cornisa de los muros y sostenian las vigas, y entre las columnas, pequeñas ventanas redondas y cerradas con cristales azules y encarnados dejaban penetrar un resplandor agradable y en estremo dulce que en vano intentaban desvanecer algunos atrevidos rayos del sol que á ciertas horas traspasaban los estrechos agujeros de la celosia pintada de color verde que cerraba una ventana, única del aposento, que daba al jardin. Tres puertas habia en distintas paredes, las tres con hojas de cedro incrustadas de marfil, y para completar la obra de tan costoso aposento, el piso era de mármol blanco pulimentado con tal delicadeza que era menester andar con sumo cuidado para no resbalarse.

Nada desmerecian tampoco los muebles que consistian en dos grandes divanes forrados de seda encarnada con llecos de oro, un espejo de cinco pies de altura formado de dos pedazos de cristal, con marco de ébano y colocado lejos de la pared y próximo á la ventana, un taburete tambien forrado de seda y oro, y grandes jarrones y demas vasijas para lavarse, llenas de perfumadas aguas. Ademas habia sobre dos mesas doradas muchos pomos de distintas formas llenos de esencias y olorosos aceites y algunos pebeteros de plata y de bronce donde se quemaban las resinas y yerbas de olores mas esquisitos.

Como presumirán nuestros lectores, aquella habitacion era el tocador de una muger, la esposa del acaudalado Dalí Mamí que, como todos los demas musulmanes de Arjel bien acomodados, rodeaba de aquel lujo á su esposa mientras que se contentaba con comer un mal guisado de arroz ó de trigo y beber una taza de café. La sobriedad de los turcos es estremada, y en aquella época, si hemos de dar crédito á las noticias del P. Haedo y otros historiadores, una familia de doce personas gastaba escasamente dos reales diaros en comer. Pero en cambio, en sus serrallos, el que era bastante rico paca tenerlo, ó en el adorno de la persona y habitacion de su mujer ó mugeres, desplegaban un lujo estremado.

Media hora, poco mas ó menos, haria que los esclavos habian salido de la casa, y á pesar de ser tan temprano, hallábase sentada en el taburete de que hemos hecho mencion, y delante del espejo, una muger cuya belleza arrebatadora intentaremos en vano pintar.

Los ojos de aquella muger eran grandes, rasgados, negros, de pupila brillante, ardiente y cuya espresiva mirada, viva á veces, á veces lánguida, revelaba un corazon de fuego, manantial de amorosa pasion que no satisfecha debia ser una espantosa borrasca, que correspondida debia ser un arrullo blando como el céfiro que besa los pétalos del lirio sin agitarlos, y mece á la azucena en su tallo débil sin romperlo, embriagador con la dulzura de esos aromas que adormecen y hacen soñar creaciones de fantásticos paraisos. Largas pestañas y arqueadas cejas negras rodeaban sus ojos y resaltaban en el blanco mate de su frente. Sus lábios rojos de hechicero corte, de provocativa espresion, levemente entreabiertos, permitian ver el tesoro de las perlas que encerraba su boca y dejaban escapar acentos tan dulces como el último eco de un harpa cuando se pierde bajo el estrellado cielo de una noche de estío. Caian sobre su entonces desnuda espalda y levantado pecho las crenchas largas, relucientes de su negra cabellera y ocultaban parte de su torneado cuello. Si era su rostro de belleza rara, de no menos perfectas formas era su cuerpo de talle flexible, de lánguidos movimientos. Acababa de salir del baño y por consiguiente estaba á medio vestir sus vistosas ropas y libre su cabeza de turbante ni adorno alguno y sin que schales ni joyas ocultasen los encantos de su belleza.

Dos esclavas indias de tez negra y brillante, con argollas de plata en el cuello y en los brazos y ataviadas con trages vistosos y de muchos colores, se disponian á peinar á la esposa de Dalí Mamí que, contra su costumbre, llevaba algunos dias de levantarse al amanecer, estaba triste, y aun á veces de sus negros y rasgados ojos brotaban dos perlas que dejaban en las megillas huellas de cristal y se evaporaban al caer en su ardoroso seno.

Solian murmurar las esclavas de este cambio de su señora, y pensando que Dalí Mamí tenia cincuenta años, era feo y de palabras y maneras rudo, hacian deducciones no desacertadas.

Evitaremos á nuestros lectores el enojo de seguir una por una todas las operaciones del tocado de Zoraida, y solo les diremos que pasada una hora pusiéronle sus esclavas los dos últimos brazaletes de oro y perlas, y aguardaron que un gesto les mandase salir de la estancia.

Zoraida se levantó, sentóse luego en uno de los divanes, y recostándose con descuido, guardó silencio por algunos instantes hasta que al fin dijo á una de las esclavas:

—Vete.

La negra salió.

Volvió á reinar un profundo silencio, durante el cual, la esposa de Dalí Mamí fijó varias veces una mirada escrutadora en la esclava, meditó, pareció dudar y luego dijo:

—¿Quieres ser libre, Jaguá?

Los ojos de la negra brillaron como dos luces.

—¡Libre!—exclamó—¡Libre como antes!

—Sí, libre y volver á tu tribu.

—¡En mi tribu y en mis bosques!... ¡oh!... ¡Quiero ser libre por un dia no mas aunque al otro me muera!

—¿Pero no querrás morir ahorcada sin haber alcanzado tu libertad?

—¡Morir ahorcada!—repitió la negra con espanto.

—La libertad y tus bosques ó la esclavitud y la muerte te esperan.

—No te comprendo, sultana.

—¿Has amado á un hombre alguna vez?

—¡Oh! sí—contestó Jaguá cuyos ojos brillaron nuevamente y cuyo cuerpo se estremeció.

—Entonces comprenderás lo que una muger que ama es capaz de hacer.

—De todo es capaz, de todo.

—Entonces no me serás traidora, porque sabes lo que es la muger cuando la ciega una pasion.

—¡Pobre sultana!—murmuró tristemente la negra.

—¿Porqué te inspiro compasion?—dijo vivamente Zoraida.

—¿No palpita tu corazon por un hombre que no es tu esposo?

—¿Sabes lo que puede costarte ese secreto?

—Ya me lo has dicho, la vida si soy traidora, la libertad si te sirvo bien.

Los ojos de Zoraida se animaron; enrojeciéronse sus megillas por un instante, y se oprimió el pecho.

—Jaguá—dijo con enérgico acento—amo á un hombre que no es mi esposo, y moriré desesperada si eso hombre me desprecia.

—¡Pobre sultana!—volvió á murmurar Jaguá.

—¡Es verdad, con razon te inspira lástima mi desdichada suerte!

—¡Tú, Zoraida, que debias ser feliz porque eres libre!...

—¡Libre porque no me llaman esclava! ¡Libre en esta cárcel de oro cuyas riquezas trocaria yo por las secas arenas del desierto! ¡Es esclavo mi cuerpo porque estas paredes ponen límite á mis pasos, esclavos son del capricho de un hombre mi pensamiento y mis sonrisas, y tambien esclavos, mi llanto que no puede salir á los ojos cuando quiere y mi aliento que en suspiros no puede exhalarse porque delataria los secretos del corazon. Feliz dices cuando el deber me manda fingir amor y olvidar á quien amo! ¡Feliz cuando una pasion me abrasa el pecho y no templa sus ardores ni aun la esperanza!

—Eres hermosa como ninguna muger ¿porqué no ha de amarte ese hombre? ¿Te ha despreciado para que así le desconsueles perdiendo la esperanza?

—Tal vez no sepa que existo.

—Entonces....

—Está escrito que he de morir desesperada:—interrumpió Zoraida con voz sombria—está escrito, me lo dice el corazon.

—Dime, sultana, quien es ese hombre, y no saldrá el sol dos veces sin que lo veas á tus pies.

—¿Antes de dos dias?—replicó Zoraida enderezando su talle repentinamente—¿Sabes lo que dices? ¿No piensas en que puede haber muchas dificultades?

—Te lo prometo.

—¿Y si no lo cumples?

—Antes has pronunciado mi sentencia.

—Es imposible, Jaguá.

—Me has prometido la libertad.

—Y serás libre.

—Dime su nombre, sultana.

—Su nombre....—murmuró Zoraida como dudando—su nombre.... ¿Y si llega á despreciarme?... Nó. Jaguá, antes la duda que una realidad tristísima....

—No vaciles, sultana; antes la realidad y morir de un solo golpe, que la duda y acabar la vida lentamente á fuerza de sufrir.

—Es verdad, mas vale morir de un solo golpe.

—Yo le pintaré tu amor, y tanto le diré, que aunque tenga un corazon de piedra se ablandará.

—¡Oh!... sí, sí, dile que son horribles los tormentos que padezco!...

—Su nombre, sultana, su nombre.

—Un esclavo—dijo Zoraida.

—¡Un esclavo!—repitió la negra cuya frente so contrajo.

—Se llama Cervantes...

—¿El manco?—preguntó Jaguá afanosamente.

—Sí.

La esclava reprimió un grito y tuvo que hacer un esfuerzo para sostenerse de pie.

—¡El manco!—murmuró con voz apenas perceptible y mientras que sus manos temblaban convulsivamente.

Zoraida no acertó á comprender la causa de la turbacion de la negra.

—¿Qué tienes, Jaguá?—le preguntó—¿Porqué? se agita tu cuerpo, porqué inclinas la frente?

—Sultana—replicó la esclava con acento ahogado—ese amor que abrigas en tu pecho nos perderá...

La esposa de Dalí Mamí palideció.

—¡Tú tambien—exclamó—desvaneces mi esperanza!...

—No quiero la libertad—interrumpió Jaguá.

—¿Qué dices? ¿Te arrepientes de haberme prometido que antes de dos dias el hombre á quien amo estaria á mis pies?

—No sospeché que el esclavo manco fuese el objeto de tu pasion.

—¿Piensas que mis ruegos no lo conmoverán como á cualquiera otro?

La esclava no acertó á contestar: su turbacion se aumentaba, y la mirada sombria de sus grandes ojos casi infundia pavor.

—Esplícate, Jaguá—dijo Zoraida, levantandose.

Pero la negra no contestó.

—Esplícate.... ¿porqué tiemblas?... ¡Habla!—grité la esposa de Dalí Mamí cojiendo por un brazo á Jaguá y sacudiendola violentamente.

—Tiemblo porque me amenazas—dijo la negra cayendo de rodillas.

—Levántate, Jaguá—repuso Zoraida, sentandose otra vez—Levántate y esplica la causa de esa turbacion.

—No me levantaré, sultana, porque tengo miedo.... Si me ves temblar es porque sé que ese hombre es fatal para tí y para mí.

—¿Quién te lo ha dicho? ¿Le has hablado alguna vez?

—Nadie me lo ha dicho sino un presentimiento, ni le hablé nunca porque la mirada de sus ojos me hace estremecer, me domina....

—Es cierto, Jaguá;—interrumpió Zoraida—la mirada de ese hombre se clava en el corazon....

Zoraida calló repentinamente y quedó pensativa.

—Lo amo tanto—prosiguió despues de algunos instantes—que no me importa la muerte ni todas las desgracias que puedan amenazarme con tal....

—Sultana—interrumpió vivamente Jaguá—no me hables de tu pasion porque.... porque me recuerda mis tristes presentimientos....

—¡Será mio!—exclamó con arrebato Zoraida.—Si no le basta mi amor le ófreceré riquezas y su libertad tambien si quiere llevarme á su patria.

—Nos perderemos....

—Es preciso que le hables, Jaguá, y que venga.

Dos centellas despidieron los ojos de la esclava que, haciendo un esfuerzo, dominó sus violentas emociones, y repuso:

—Le hablaré, sultana; pero tendras que esperar algunos dias.

—Hoy mismo.

—Ya sabes que trabaja en la huerta y que solo viene de noche para encerrarse en su cueva donde no puedo entrar.

—Le hablarás mañana.

—Tambien irá á la huerta.

—No irá, trabajará en el jardin.

—Tu esclava te obedecerá, dijo la negra.

—Bien, Jaguá, ya sabes lo que puedes ganar ó perder.

—Me mandarás ahorcar, sultana—repuso la negra—Tengo un presentimiento.

—Vete—interrumpió Zoraida.

La esclava salió, dirijióse precipitadamente á un apartado aposento, y cerciorandose de que estaba sola, retorcióse los brazos con fuerza convulsiva, y en ayes y lágrimas demostró el dolor mas desesperado.

—¡Antes moriremos las dos, pero no será suyo!—exclamó—¡Soy la esclava miserable, pero aprendí en los bosques donde he nacido á morder con el silencio de la serpiente!

CAPITULO III Siguen los preparativos de fuga.

A poca distancia mas de un cuarto de legua de Arjel, tenia Dalí Mamí una huerta de recreo, y en ella era donde Miguel de Cervantes trabajaba desde algunos dias en la obra de reedificacion de una parte de tapia que se habia caído. Entre algunos peones que se empleaban á jornal en aquella obra, habia uno moro llamado Hamete, hombre de mala vida y que entre todos los vicios dominábale el de la embriaguez hasta el punto de prestarse á cometer cualquier crimen por un jarro de vino: flaqueza que conocida por Cervantes, lo hizo comprender cuán fácilmente podria ganar la voluntad del moro, y por esta razon, con tanta seguridad dijo á su hermano Rodrigo y á Meneses que no tardaria mucho tiempo en encontrar quien favoreciese sus proyectos.

Quiso la buena suerte de nuestro poeta que el dia en que estamos le destinasen con Hamete á llenar espuertas de tierra que otros iban llevando, y esta ocasion le dió la de poder trabar cómodamente conversacion con el moro.

Dos horas llevaban de trabajo, y tras muchas palabras que solamente sirvieron para preparar el ánimo y ganar la confianza del hijo de Mahoma, dijo Cervantes:

—Ya ves que la esclavitud no es tan dura para mí como te parece, y si el deseo de ver á mi patria no me aguijonease, te aseguro que yo pasaria la vida regularmente.

—¿Y si tu amo llegase á descubrir que pierdes media hora en las visitas que haces á tu amigo?—contestó Hamete.

—Eso es lo único que me tiene con cuidado y por lo que pienso procurar mi libertad á toda costa.

—¿Tienes familia que te rescate?

—No; pero otros medios hay con que alcanzar mi deseo.

—¿La fuga?

—No diré tal; pero aun cuando así fuese, ¿no es justo que el esclavo procure huir de las cadenas?

—Tú meditas algun proyecto de escapatoria—repuso el moro meneando la cabeza.—y te juro que no me parece un crimen el que quieras volver á tu patria donde se puede beber un jarro de vino sin esconderse.

—Mis proyectos son otros, Hamete—contestó Cervantes—y bien quisiera tener el desahogo de confiártelos mientras dábamos fin á unas botellas de vino de Jerez ó siquiera de Valdepeñas.

—La cosa es fácil;—dijo el moro, suspendiendo su faena—y puedes creerme que perdono el saber tus secretos con tal que me des vino hasta que me canse de beber, lo que no he podido conseguir en mi vida.

—Tengo á mi disposicion una bodega—replicó Cervantes.

—¡Y yo tengo que estarme sin comer un dia si he de procurarme un jarro de mal vino!—repuso Hamete á la vez que suspiraba.

—Prosigue tu trabajo—Le dijo el poeta—no sea que llamemos la atencion.

—Es verdad; pero hablame de esa bodega.

—Decídete á prestarme un servicio, y por espacio de muchos dias beberas cuanto quieras.

—El negocio varia de aspecto—dijo el moro.

—Amigo Hamete—replicó Cervantes—tú puedes beberte en tres ó cuatro dias cincuenta botellas, y esto no es una bicoca.

—Mucho dinero valen aun cuando no me bebiese mas que cincuenta, que ó contar por mi deseo, tendriamos que duplicar ese número.

—Entonces con mas razon algo has de hacer para conseguirlas.

—Pero tal puede ser el servicio que exijas de mí....

—Nada que te comprometa: pasarás por algunos dias una vida holgada, comiendo y bebiendo á tu placer, y al fin te encontrarás dueño de cincuenta ducados, cantidad que no veras reunida jamas.

—¿Y dices que no me comprometo?....

—A nada, como te convencerás cuando te diga lo que de ti se desea.

—No acierto lo que es.

—Ni es menester que lo adivines, porque es para mí secreto de mucha importancia, y no debes saberlo sin que medie un convenio formal.

—Sea lo que quiera, cuéntame por tuyo si las condiciones son de darme cuanto vino quiera yo beber y cincuenta ducados por conclusion del asunto.

—Entonces hablaremos de ello seriamente.

—Comienza—dijo el moro.

—Deja que pase un buen rato sin que nos vean hablar, porque ya sabes que en nosotros todo infunde sospechas.

Trabajaron entonces silenciosamente y sin mirarse siquiera.

Cervantes, á pesar de tener estropeada su mano izquierda, veíase obligado á manejar un pesado azadon. Corria por su frente en abundancia el sudor, y mientras que se agotaban sus fuerzas con aquel penoso trabajo, sufria su espíritu horribles tormentos por las tristes ideas que embargaban noche y dia su imaginacion; pero como hombre dotado de un alma privilegiada, nunca se le vió desmayar, y parecia crecer su aliento al aumentarse sus amarguras.

Transcurrió largo rato, y ya iba el poeta á reanudar su interrumpida conversacion, cuando lo llamaron para que se ocupase de otra cosa.

—Si no vuelvo, hablaremos mañana—le dijo al moro al alejarse.

Desgracia era de Cervantes, y que le persiguió toda su vida, que en los momentos mas interesantes se atravesase algun inconveniente á sus proyectos. Pero su resignacion era superior á todo, y nunca de su boca salió una queja, nunca retrocedió ante ningun obstáculo.

En todo el dia no tuvo otra ocasion de volver á hablar con Hamete, y llegada la hora de dejar la faena, volvióse á la ciudad algo triste porque habia perdido un dia.

Como tenia de costumbre, no se cuidó de andar de prisa para llegar á su encierro antes de que anocheciese, y ya encontró en el sótano á su hermano y al capitan Meneses que lo esperaban con impaciencia.

—¿Qué has adelantado?—le preguntaron á la vez ambos cautivos.

—Algo;—contestó Cervantes, dejándose caer en el monton de paja—pero no todo lo que yo hubiese querido adelantar.

—Esplicaos—dijo Meneses—que por poco que sea, para nosotros es mucho.

—Encuentro bien dispuesto al moro, aunque no he tenido tiempo de manifestarle mi plan; pero como yo sospechaba, por un jarro de vino hará cuanto se le pida.

—¡Nos salvaremos!—exclamó Rodrigo, falseando á tientas á su hermano para abrazarle, porque aquella noche no les dejó luz el turco.

—Así lo espero., hermano mío. Mañana proseguiré mi interrumpida conversacion con el moro Hamete, y si se decide y nuestros compañeros tienen ocasion, dentro de dos dias saldremos para Oran.

—¡Libres!

—¿Y vosotros qué habeis hecho?

—Cumplir tus encargos—contestó Rodrigo.

—Nada de nuevo tenemos que participaros—añadió Meneses—Nuestros compañeros siguen animados, dispuestos á todo, y no teme ninguno de ellos esponer la vida para alcanzar su libertad.

—El dia se acerca, amigos mios—repuso el poeta—el gran dia en que rompamos nuestras duras cadenas.

—Y á vos os lo deberemos.

—A Dios que lo hace todo—contestó Cervantes—¿Qué seria de nosotros sin su ayuda?

—Cierta mente, pero tú eres el instrumento de que se vale.

—¡Hemos perdido un dial...

—Así lo ha dispuesto el Señor, cúmplase su voluntad.

—Oremos, amigos.

Como la noche anterior, rezaron fervientemente los desdichados.

Luego reinó un profundo silencio en el interior del negro sótano, y el sueño, único descanso del pobre, única felicidad del que padece, cerró los ojos de los tres cautivos y durmieron como duerme el virtuoso que sufre y llora, con ensueños de sonriente ventura.

Entre tanto, dos mugeres sentían atormentados sus corazones: Zoraida y Jaguá no podían conciliar el sueño porque lo mismo que por la mañana, un secreto presentimiento les decia que su ardiente pasion habia de serles fatal.

CAPITULO IV. El Ramillete.

COMO la mañana anterior, antes que despuntase el alba, oraban ya tos tres cautivos.

La hora del almuerzo llegó, y aquel dia fué mas frugal, pues solo una cebolla alcanzaron los infelices que tenian que trabajar como bestias.

Guando se dió la órden para que cada cual emprendiese su faena, dijo el turco á Cervantes:

—Tú te quedarás en casa porque tienes que ayudar á una esclava de nuestra señora en la tarea de hacer unos ramilletes de flores que ha deseado su capricho.

—¿Y la obra de la huerta? ¿No sabes que Dalí Mamí quiere que se acabe pronto?—replicó el poeta sorprendido y en estremo disgustado.

—¿Y qué le importa la obra de la huerta? Obedece y calla, esclavo.

—Es que para cortar flores bastan las muger es y no hay necesidad de disminuir los brazos donde más hacen falta.

—Vele al jardin y espera si no quieres probar mis disciplinas—dijo el turco.

Cervantes no insistió por no infundir sospechas, y despues de cambiar una mirada con su hermano y con Meneses, se dirijió al jardin.

El cielo estaba despejado, la atmósfera serena, y los primeros rayos del sol coronaban las copas de los árboles.

Las fuentes murmuraban con manso ruido; trenzaban sus cristales los arroyos, y cantaban los pájaros ocultos entre el ramaje siempre verde del arrayan, mientras que las leves y pintadas mariposas volaban de flor en flor sin encontrar ninguna cuyos colores compitiesen con los de sus brillantes alas.

Cervantes se recostó lánguidamente sobre la blanda yerva que tapizaba el suelo cerca de tina fuente de juguetones cristales, y mientras que se acordaba de su familia y de su patria, estasióse en la contemplacion de las bellezas sin rival de la naturaleza. Pronto el poeta dejó de ser hombre, se olvidó de todas las miserias de la humanidad, de todas las amarguras de su vida, y su frente pareció dilatarse, y brillaron sus ojos con el fuego de la inspiracion y se elevó su espíritu al mundo ideal de los sueños de la poesía.

Desde uno de sus aposentos, y tras la celosia de una ventana, observaba al poeta la esposa de Dalí Mamí, y Jaguá, detrás de su señora, oprimíase el pecho con fuerza convulsiva y sentia los tormentos horribles de los celos.

—¡Qué hermoso es!—murmuró Zoraida—¡Con cuánta nobleza levanta su pálida frente y cómo brillan sus negros ojos de mirada fascinadora y penetrante como la del águila!... ¡cuánto le amo!... ¡Se arde mi pecho!... ¡Ah!...

—¡Yo me arrastraré como la culebra de mis queridos bosques y sin que lo sientas mezclaré en tu sangre el veneno de mí boca! ¡Arrogante leona del africano desierto, le acecha la pantera!

Esto pensaba la esclava al escuchar las palabras de su señora, y entre tanto, encendíase la mirada de sus grandes ojos, rechinaban su blanquísimos dientes y se crispaban sus dedos de ébano.

Largo rato permanecieron ambas inmóviles, hasta que volviendose Zoraida hácia la negra, le dijo:

—¿A qué aguardas?

—Voy, sultana.

—Acuérdate de la libertad, de tus queridos bosques, de los hermanos que dejastes en tu tribu.

—Y me acordaré mas que de todo de tu amor que ha de ser la mas horrible desdicha de ambas.

—Deja tus tristes vaticinios, Jaguá; no desvanezcas con ellos ninguna de mis ilusiones. ¡Ah! tú no comprendes cuanto lo amo.

—¡Qué no lo comprendo!—murmuró la esclava con amargura—Ya te dije, sultana, que tambien mi corazon amaba á un hombre....

—Pero él te amará tambien.

—Si así fuese, los celos no atormentarian horriblemente mi existencia.

—¡Pobre Jaguá!

—¡Desdichada de mi rival, dirás!—replicó la negra, apretando los puños—¡Desdichada de mi rival, si la fortuna la proteje!

—¿Deseas vengarle?

—Y me vengaré, sultana. ¿Qué harias tú si otra muger quisiese arrebatarte el corazon del manco?

Una profunda arruga se marcó en la frente de Zoraida, y sus megillas palidecieron.

—Tambien me vengaria—contestó—y no estaria contenia hasta ver sin vida á mi rival.

—Tú has pronunciado su sentencia—dijo Jaguá á la vez que sonreia con espresion siniestra.

La esposa de Dalí Mamí no pudo contener un estremecimiento al contemplar el semblante de su esclava.

—Vé á buscar á Cervantes:—le dijo—ya sabes que nadie os interrumpirá.

—Pronto me verás á su lado.

—No olvides que debe aprovecharse la ausencia de mi esposo que no tardará muchos dias en volver.

Jaguá se dirijió rápidamente al jardin mientras que en su pecho hervia la ponzoña de los celos.

El poeta continuaba inmóvil y tan absorto en la contemplacion del cielo, de las llores y del agua que á sus pies corria, que no se apercibió de la llegada de la negra.

Esta lo miró por algunos instantes y como si quisiese respetar aquel éxtasis, hasta que al fin le dijo con voz turbada por la emocion:

—¿Cervantes?

El poeta se estremeció cómo si lo despertasen de un sueño, y miró con sorpresa á Jaguá.

—¿No me esperabas?—repuso la negra.

—¿Vienes de parte de tu señora para que cortemos las llores?

—Sí.

—Entonces, dispon lo que ha de hacerse porque yo no lo sé—repuso el poeta.

—Sígueme y te lo iré diciendo—contestó la esclava que queria llevar á Cervantes á un sitio desde donde no pudiese verlo Zoraida.

Él obedeció maquinalmente, y despues de atravesar algunas calles de árboles, llegaron junto á un kiosco formado por enredaderas y laurel.

Jaguá se detuvo.

—Sientate aquí—dijo, señalando el borde da una fuente de mármol blanco y á la vez que ella se sentaba.

—¡Que me siente!—replicó admirado Cervantes porque no acertó á comprender el fin que se proponia la esclava.

—Sí, tenemos que hablar—repuso esta—y para eso he venido.

El poeta tomó asiento y se encojió de hombros, cruzandose de brazos tranquilamente.

Jaguá lo contempló por espacio de algunos instantes, y sus grandes ojos brillaron extraordinariamente.

—Si en vez de esta fuente—dijo—se estendiese á nuestros pies uno de los grandes pantanos de la tierra que me vió nacer; al en lugar de encontrar nuestra mirada esos débiles arbustos pudiese contemplar aquellos espesos bosques donde los rayos del sol nunca penetran, y si como son gusanos y hormigas los que á nuestras plantas corren, fuesen negras serpientes que so arrastrasen en silencio, y si como escuchamos el canto de esos pajarillos oyésemos el rugido de la pantera, entonces yo seria tan feliz en estos momentos que á nada podria compararse mi felicidad.

Cervantes escuchó admirado estas palabras: tanta poesia, tanta delicadeza de sentimiento en una mísera esclava no podian menos de sorprenderle, así como le conmovieron tiernamente. Pero no sospechó el poeta que mas que la triste amargura del destierro, una amorosa pasion habia sublimado en aquel instante el alma de la cautiva.

—Lloras como yo—dijo el poeta con triste acento—tu perdida patria, y cifras tu dicha en volver al seno de sus frondosos bosques...

—No me comprendes—repuso Jaguá, interrumpiendo á Cervantes.

—¡Qué no te comprendo!

—Nó, porque piensas que solo el recuerdo de mi patria es el que me hace llorar.

—¿Qué mas que su libertad puede desear el esclavo?

—¡La libertad!—murmuró la negra cuyos ojos brillaron como dos luces fosfóricas—¿Qué importa la libertad del cuerpo cuando no la tiene el corazon?

—¿Estará loca?—dijo Cervantes para sí y mientras examinaba atentamente el rostro de Jaguá.

—¿Callas?—repuso esta—¿Acaso no has esperimentado nunca los rigores de la esclavitud del corazon?

—¿A qué has venido?

—Ya le dije que para hablarte, y....

—¿No te manda tu señora?

—Sí, ella me ha mandado venir y fuerza me ha sido obedecerla.

—No te comprendo.

—Escúchame—prosiguió Jaguá con acento cada vez mas exaltado—Lo que tengo que decirle debes guardarlo cuidadosamente en tu memoria, porque de ello depende la felicidad, la vida de tres personas.

—Vuelvo á repetirte.

—No me interrumpas, óyeme basta el fin, que de la vida de mi señora y de la mia, de tu vida tambien vas á decidir. Tal vez tengas que hacer un sacrificio, pero ten en cuenta que yo lo hice mayor, porque aunque misera esclava, siento y sufro, y tengo corazon y lágrimas como vosotros los del rostro blanco.

Cervantes, en estremo sorprendido y confuso, nada contestó, y se dispuso á escuchar á Jaguá.

—Mucho tiempo hace—prosiguió esta—que encendiste en el pecho de Zoraida una pasion ardiente.

—¡Zoraida!—exclamó el poeta palideciendo—Zoraida, la esposa de Dalí Mamí...

—Sí, su esposa, la muger mas hermosa de Arjel, la de los ojos negros, centellantes; la de la frente blanca como las perlas... ¡Ah!—repuso á la vez que su contraian los músculos de su rostro—¡Muy hermosa, tan hermosa como horrible debe parecerte la pobre Jaguá que tambien le ama!...

—¡Está loca!—murmuró Cervantes con tono compasivo.

—¡Loca!... ¡Ah!... Sí, loca estoy porque los tormentos que sufro han turbado mi razon.

—¿Qué quieres, pues? Acaba, estas dando lagar á que nos impongan un severo castigo si advierten que en lugar de cumplir con nuestro deber gastamos el tiempo en hablar.

—No tengas miedo porque nadie vendrá á interrumpirnos; asi lo ha dispuesto Zoraida para que tengamos tiempo de ocuparnos de lo que tanto le interesa.

—Me obligarás á alejarme—repuso el poeta que estaba á punto de convencerse de que Jaguá habia perdido el juicio.

—¿Qué has de hacer cuando le manda estar aquí quien es dueño de tus acciones como de las mias? ¿Piensas que estoy loca?

—Lo dudo.

—Ya te convencerás de lo contrario.

—Sé breve.

—Lo seré, pero escúchame sin interrumpirme.

—Con tal que no me trastornes la cabeza.

—Te he dicho que Zoraida te ama con exaltacion, y es tan verdad, como que ella ha dispuesto que hoy te quedes en casa y me ha mandado venir para rogarte que vayas á verla, que correspondas á su pasion, y que para la entrevista se aproveche la ocasion de la ausencia de nuestro señor Dalí Mamí. Pero yo estoy celosa porque tambien te amo como las mugeres de mi raza, con esa ternura que las esclaviza al hombre á quien adoran si se ven correspondidas, ó con esa desesperacion capaz de todos los crímenes si se ven despreciadas. Yo tambien te amo, Cervantes, y los celos han hecho nacer en mi un odio tan profundo á Zoraida, que lo mismo ella que tú sereis victimas de mí frenética desesperacion si os veo al uno en brazos de la otra.

El poeta miró con espanto á Jaguá, y se apartó de ella involuntariamente.

—¡Te repugna solo la idea de mi pasion!—repuso tristemente la esclava—Lo sé, no me lo digas, no aumentes mis tormentos.... ¡Soy negra!—añadió mientras quede sus ojos brotaba una lágrima tan cristalina y tierna como pudiera haberlo sido una vertida por Zoraida—Por eso no le pido que me ames, pero tampoco me siento con fuerzas para verte en brazos de otra muger.

—¿Entonces que pretendes?—dijo al fin Cervantes cuyo corazon palpitaba con violencia.

—Si yo no te llevo á presencia de mi señora, me costará la vida; y aunque nada me importa perderla porque es harto desdichada, no quiero morir porque entonces ningun obstáculo se opondria al logro de los deseos de vuestro amor.

—¿Es decir, que he de presentarme á Zoraida?...

—Sí, para que no me ahorquen.

—¿Y contestar con desden á sus halagos?...

—Sí, para que yo no os envenene....

—¡Esclava!

—¡Ni la muerte me hará retroceder!—dijo arrebatadamente Jaguá.

Y sus crispadas manos, agitadas convulsivamente, oprimieron con extraordinaria fuerza uno de los brazos de Cervantes.

—¡Aparta, desdichada!—exclamó el poeta.

—Mañana á la noche iré á buscarte á tu encierro, espérame, que no me faltará medio de abrir la puerta.

—Me pides un imposible.

—No le niegues.

—Dí á Zoraida que no quiero verla.

—Me ahorcará con cualquier pretesto con el de la primera torpeza que cometa al servirla.

—Busca un medio para dilatar la entrevista, y mientras…

—Tengo dos dias de término....

—Renuncia entonces á conseguir tus fines: no puedo herir tan rudamente el corazon de una muger que me ama, soy hombre, soy caballero...

—¿No hieres el mio?

—Esciava...

—Entonces morirá.

—¿Qué intentas, desgraciada?

—Ya te he dicho que es irrevocable mi resolucion.

—¿Y si yo descubro tus planes?

—La envenenaré tambien... Pero no los descubrirás, tienes un corazon muy noble.

Cervantes se cruzó de brazos é inclinó tristemente la cabeza. Sufria mucho en aquellos momentos porque tenia que sostener una lucha terrible. Sí accedia á los deseos de Jaguá, tenia que herir en lo mas profundo del alma á Zoraida y atraerse su ódio, ser tal vez el blanco de una terrible venganza, porque una muger herida en su amor propio y ciega por una pasion es capaz de todos los crímenes; y si despreciaba las amenazas de la negra, esta pondria en ejecucion su infernal proyecto, y sin duda alguna la esposa de Dalí Mamí seria víctima de su desdichada pasion. ¿Qué hacer en tan apurado trance?

Largo rato permaneció nuestro poeta meditabundo; empero su fecunda inventiva acudió al fin en su socorro, suministrándole un medio, que aunque no de éxito seguro, podia darle buenos resultados.

—¿Qué determinas?—preguntó la esclava con acento de temeroso afan.

—Iré á ver á Zoraida.

—¿Y qué le contestarás?

—Antes de separarnos te haré una advertencia por la cual comprenderás que no pienso corresponder al amor de tu señora.

Los ojos de Jaguá brillaron con indecible alegria, y su semblante se dilató.

—Sígueme—dijo;—es preciso que cortemos algunas flores para no dar que sospechar si alguien me observa al salir.

Cervantes siguió distraidamente á la esclava, y ambos se internaron en el jardin cortando las primeras flores que encontraban.

La escena que acababa de tener lugar habia aumentado las amarguras del poeta, ya porque le habia inspirado compasion el doloroso estravio de la infeliz Jaguá, ya porque dia á correr nuevos riesgos despreciando á Zoraida, sin contar con que la hermosura tan ponderada de esta, podia muy bien impresionarle y sufrir tanto como ella al no corresponder á su pasion. Sus proyectos de fuga iban tambien á encontrar un nuevo inconveniente, porque ¿quién le aseguraba que la esposa de Dalí Mamí no pondria todos los medios para no dejarle salir de casa ningun dia?

Jaguá por su parte sufria mucho tambien, porque á pesar de la promesa de Cervantes, temia que este lo olvidase todo al contemplar los encantos de la belleza de su señora.

Ya cerca del mediodia salieron del jardin sin que pronunciasen mas palabras que algunas que el poeta dijo á la cautiva cuando se separaron, y el uno á su encierro, y la otra á satisfacer el anhelante afan de Zoraida, fuéronse entrambos tristes y pensativos.

CAPITULO V Cómo Cervantes no perdia el tiempo para conseguir su libertad.

EN que apenas el sueño hubiese proporcionado algun descanso al agitado espíritu de nuestro poeta, levantóse á la siguiente mañana, y lo primero que acudió á su memoria fué el recuerdo de lo sucedido en el jardin, principiando así sus tormentos de aquel dia, y aumentándose su tristeza por la que demostraban Rodrigo y el capitan, quienes temían que la pasion de Zoraida pusiese nuevos obstáculos á sus proyectos de fuga.

Algunos momentos permanecieron silenciosos los tres cautivos, hasta que rompiendo Meneses el silencio, dijo á Cervantes:

—¿Conque la casualidad ha de decidir hoy de nuestra suerte?

—Sí, amigo mio:—contestó el poeta—si me mandan quedarme como ayer, temo que Hamete desconfie, y quizás tengamos que renunciar por ahora á nuestros planes.

—No te dejarán salir—replicó Rodrigo—porque como á la noche has de ir á ver á Zoraida, tendrán que hacerte alguna advertencia sobre este punto, y buscarán una ocasion como la de ayer.

—Mucho lo temo, hermano.

—¡Perder esta ocasion, vive el cielo!—exclamo Meneses con acento de coraje—No tendremos otra. Todos estaban ya dispuestos, y á no atravesarse ese maldito amor, hoy hubiésemos podido romper nuestras cadenas.

—¡Hoy!—repitió Rodrigo con el acento del ciego que habla de la luz perdida.—¡Hoy hubiésemos podido respirar el aire de la libertad, andará nuestro antojo, dormir á nuestro placer! ¡Hubiésemos visto trasponer el sol, brillar la luna y las estrellas!... ¡No veremos mas que las paredes de este negro calabozo!...

—Un dia mas—repuso Cervantes—un dia mas y esta bóveda sombría se trocará por la celeste bóveda sembrada de luceros...

—¡Si no fuese mas que un dia!—murmuró tristemente el capitan.

—No os abandone la esperanza, amigo mio. ¿Quien sabe si el dia de hoy será tan dichoso como poco afortunado el de ayer?

—Veremos.

—Todo debo aguardarse, y como no sabemos lo que puede suceder, estemos prevenidos y de acuerdo.

—Nada se pierde.

—No hay que desaprovechar estos instantes; el tiempo que se gasta en quejas y lamentos, es mejor empleado en procurar vencer la desgracia, que cada minuto que el hombro deja pasar inútilmente, es un tesoro que desprecia y que no puede recobrar cuando llega á conocer su valor.

—¡Cómo acrecientan tus palabras las fuerzas de mi espíritu!—dijo Rodrigo.

—Supongamos—repuso Cervantes—que me mandan ir á la huerta.

—¿Y si no sucede así?

—Ya nos pondremos en ese caso.

—Bien, proseguid.

—Si tal fortuna tenemos, estad seguros de que mañana saldremos de Arjel.

—¿Y si Hamete no se presta?...

—A todo, lo conozco bien.

—Entonces…

—Nada direis á nuestros compañeros de lo ocurrido con Zoraida, porque desmayarian y esto es lo peor que puede sucedemos.

—Se les ocultará esa desgracia.

—Por el contrario, les haceis ver que todo se presenta á medida de nuestro deseo, y quedareis definitivamente convenidos en que mañana al salir cada cual para ir á su trabajo, se dirija fuera de la poblacion y al punto convenido ya para reunimos.

—¿Y si mañana te diesen la órden de quedar aquí como ayer?

—Buscaré trazas de escaparme, y estoy cierto de conseguirlo; por consiguiente, solo falta que hoy me dejen ir á la huerta para quedar de acuerdo con Hamete, pues lo demas me será en estremo fácil.

—Así lo haremos—dijo Rodrigo—pues cuando tú lo aseguras no podemos dudar.

—Ahora—repuso Meneses—supongamos que el moro se niega á guiamos hasta Oran.

—Si así sucediese, cosa que no espero, como va os he dicho, desde el punto ele reunion nos volveremos a la ciudad para emprender nuestras faenas.

—Se perderán dos horas del dia.

—Y nos impondrán un castigo, lo sé—replicó Cervantes—pero debemos arriesgar algo, porque de otro modo jamas conseguiremos nuestro deseo. Por mi parte, estoy dispuesto á correr el peligro de que me den cincuenta palos. ¿Teneis miedo vosotros?

—¡Miedo cuando se trata de la libertad!—exclamaron Meneses y Rodrigo.

Iba á proseguir Cervantes, cuando la puerta del sótano se abrió, y la voz ronca del turco les mandó salir.

El temor producido por la duda tenia en tal estado el espíritu de nuestros cautivos, que á pesar de la necesidad de alimento, no pudieron concluir el escaso que les dieron para almorzar. Mirábanse los unos á los otros á hurtadillas, y en sus semblantes revelaban con harta claridad el afanoso deseo que tenian de que llegase el instante de partir para el diario trabajo, y á la vez el miedo con que lo esperaban por si la órden era contraria á sus deseos.

Al fin el turco agitó sus disciplinas, descargó algunos latigazos sin mas razon ni motivo que el de la costumbre, comenzó á dar órdenes, y dijo á Cervantes:

—Tú, á la huerta, que todos los dias no son de holganza como el de ayer.

Los ojos del poeta brillaron instantáneamente, y tanto él como su hermano y el capitan, tuvieron que hacer un esfuerzo para contener una exclamacion de alegria.

Al atravesar Cervantes un pasillo que conducia á la puerta esterior de la casa, encontró á la negra que le dijo al pasar:

—Todo está ya dispuesto.... á la noche iré....

—¡Oh!—murmuró el poeta, apretando los puños y alejándose rápidamente sin contestar á Jaguá—¡Vienes á amargar mi alegria!

Luego salió y con ligero paso siguió distinto camino del que oíros dias llevaba. Dejó atras algunas calles estrechas, atravesó una plaza, y llegó al fin á la tienda de un mercader de sederia, donde entró despues de asegurarse de que nadie habia comprando.

El interior de aquella tienda era oscuro, y en nuestro tiempo hubiera parecido hasta miserable; pero entonces, lo mismo en Arjel que en todas las poblaciones, los mercaderes procuraban atraer parroquianos con la bondad de sus mercancias, en voz de llamar la atencion con espejos, luces y adornos como las viejas procuran tapar su fealdad y borrar sus años con afeites y joyas.

Detras del mostrador habia un hombre que tendria cuarenta años, y era de rostro vulgar, aunque aparentaba sentimientos bondadosos.

—Buenos dias, señor Onofre—le dijo Cervantes—Ya han pasado algunos dias sin que nos veamos, y aquí me teneis, aunque en estremo de prisa.

—Como siempre—le contestó el mercader, apretandole cordialmente la mano—Ya sabeis que entre todos los cautivos que conozco, vos sois el que mas ha ganado mi afecto.

—Me lo habeis probado en muchas ocasiones, y el cielo quiera darme una en que mostraros mi agradecimiento.

—¿Qué novedades hay?

—Se acerca el dia de nuestra libertad—repuso Cervantes, bajando la voz.

—¿El mismo plan que me indicasteis?

—El mismo.

—Dios os proteja.

—Así lo esperamos.

—¿Y os puedo servir de algo en esta ocasion?

—Una cosa me teneis ofrecida qué luí de valerme mucho, y por ella vengo.

—Esplicaos.

—¿Recordais que os habló de cierto moro?

—Os comprendo—interrumpió el mercader—quereis la hotel la de vino....

—Precisamente.

—Poco me pedis.

—Me basta por hoy.

—Al momento voy á darosla—dijo el señor Onofre—Esperad.

Y entrando en la trastienda, salió poco despues con una botella de vino de España.

Cervantes la ocultó disimuladamente bajo su saco de lienzo.

—Gracias, amigo mio—dijo.

—¿Os basta con una?—le preguntó el mercader.

—Tal vez mañana á esta misma hora vendré con otros dos compañeros, ó solo, para que me deis una docena, con lo cual podreis decir que habeis contribuido con la mayor parte á nuestra fuga. Sé que abuso de vuestra generosidad, pero vos y el señor Baltasar de Torres sois las dos personas en quienes los infelices cautivos han encontrado mas amparo.

—Es nuestro deber—contestó el señor Onofre—y por mi parte os aseguro que lo que yo desearia para estar completamente satisfecho, seria poder rescataros á todos.

—No hace poco vuestra caridad, señor Onofre, con las muchas limosnas que reparte.

—¿Y teneis ya fijado el dia de vuestra fuga?

—Quizas mañana.

—¿Tan pronto?

—Aun me parece tarde.

—Pues contad con las botellas y con algun socorro en dinero que tambien os daré.

Algunas palabras mas se cruzaron, y despidiéndose Cervantes, salió de la tienda y tomó apresuradamente el camino de la huerta de Dalí Mamí, no sin algun temor de que descubriesen la botella.

Tambien aquel dia tuvo la fortuna de que lo destinasen á trabajar cerca del moro Hamete, y apenas se les presentó ocasion, comenzaron á hablar.

—Bien cumplistes ayer la palabra—dijo el mahometano.

—¿No sabes—le contestó Cervantes—que no soy dueño de mis acciones? Me mandaron quedar en casa, y forzosamente tuve que obedecer; pero en cambio, te traigo una botella del mas esquisito vino para que lo bebas á mi salud.

—¡Una botella!—repitió Hamete con tono de admiracion.

—Si, una botella que quiero que guardes cuanto antes porque si he de ocultarlo no puedo trabajar con desembarazo.

—Ninguna ocasion como esta, nadie nos vé....

—Toma—repuso Cervantes, dandole el codiciado licor.

—No tardaré mucho en probarlo.

—Te lo prohibo, pues ya sabes que tenemos que hablar, y como es asunto de importancia, se hace preciso que tengas la cabeza despejada.

—¿Piensas que me emborracho tan fácilmente?

—Nó, pero eso vino no es como el que tu bebes.

—Hablemos antes, porque yo á la hora de comer destapo la botella y le doy fin.

—Ahora no conviene que tratemos de nada, ya porque nos interrumpirán á cada instante, ya porque pueden sospechar de nosotros.

—¿Entonces, cuando?

—Cuando nos retiremos del trabajo.

—Como quieras; pero en cuanto á que espere á la noche para beber, no me conformo.

—Al menos sé prudente y no hagas mas que echar un trago, que tiempo te queda para satisfacerte.

—Media botella, y la otra media, mientras hablamos por el camino.

—Si te empeñas.....

—No cederé.

—Pues ahora calla y trabaja.

—Quedamos conformes en que…

—Me esperarás es el camino.

Así concluyeron su corto diálogo, y Cervantes no volvió á dirijir la palabra al moro que de cuando en cuando introducia la diestra bajo su vestido, buscaba la botella y la acariciaba tiernamente mientras que la alegria asomaba á sus negros ojos.

Lentas corrieron aquel dia las horas para nuestro poeta, y no dejó de atormentarle la duda del resultado que darían sus proyectos. El recuerdo de Zoraida y de Jaguá no se apartaba un instante de él, y cuanto mas pensaba admirábase mas de que aquel dia lo hubiesen dejado salir, y con razon temia que no sucediese lo mismo al siguiente y que esto hiciese fracasar la empresa.

Comenzó al fin á ocultarse el sol y dejando el trabajo, salió Cervantes de la huerta, y encaminándose á la poblacion, encontró al poco trecho que anduvo al moro que, sentado en una peña, empinaba la botella de vino ya casi del todo vacia.

—¿Así cumples tus promesas?—le dijo Cervantes.

—Nada me puedes echar en cara—contestóle Hamete—pues he guardado la mitad del vino come estás viendo.

—Con tal que tengas la cabeza firme para que podamos tratar de nuestro asunto, no importa que hayas bebido.

—Ya lo verás: comienza.

—Sigamos andando para no perder tiempo.

Levantóse Hamete cuya cabeza empezaba á cargarse con los vapores de la bebida, y siguió á Cervantes.

Este comprendió que cuanto mas repentina y sencillamente dijese lo que quería, menos importancia le daria el moro al asunto y con menos dificultad aceptaria las proposiciones, por lo cual hablóle asi:

—Algunos esclavos intentamos fugarnos, y el medio que hemos escojido es el de irnos á Oran; pero como para evitar que nos den alcance tenemos que tomar caminos estraviados y no conocemos la tierra, necesitamos una persona de confianza que nos guie.

—¡Por Alah!—exclamó Hamete, fijando en Cervantes una mirada de asombro—¿Qué me propones, Nazareno?

—Una cosa muy sencilla—contestó el poeta con la mayor naturalidad.

—¿Sabes que es asunto en el que se juega la cabeza?

—Creo que te equivocas. ¿No eres libre para ir á Oran cuando te plazca?

—Si.

—¿No puedes tomar el camino que mejor te parezca?

—Sí.

—Pues entonces no sé lo que arriesgas con hacerlo así.

—Verdad es; pero de ir yo á Oran á protejer vuestra fuga, hay mucha diferencia.

—No me comprendes.

—Esplícate mas claramente.

—Mañana soles para Oran.

—Bien.

—Y en vez de seguir el camino ordinario, tomas otro.

—Bien.

—Cuándo llegues al término de tu viaje, estarás en tierra de cristianos, y ningun peligro correrás en que te se acerque uno y te dé los ducados de que hablamos ayer.

—Ciertamente.

—Pues no te se pide otra cosa.

—¿Entonces?...

—Durante el camino no hagas caso de que le sigan algunos hombres, sean esclavos ó libres.

Hamete quedó pensativo.

—¿Dudas?—repuso Cervantes—¿En que puedes comprometerle? Si alguien te encuentra no pueden decirte nada porque eres libre, y si nos prenden, no te exigimos que nos defiendas.

—Tal como tú pones el caso—dijo el moro—es bien sencillo; pero no es lo mismo hablar que obrar, y luego ocurren dificultades....

—Ninguna veo.

—Yo tampoco ahora, pero llegado el caso—

—Veo que eres cobarde.

—¡Cobarde!—repitió Hamete frunciendo el ceño.

—Bien claramente demuestras el miedo—repuso el poeta sin hacer caso del aspecto feroz que presentaba el semblante del moro.

—¿Porqué?—replicó este.

—Porque no te atreves á guiarnos á Oran, aun cuando esto te promete una lucida ganancia.

—Me obligarás á servirte porque no me llames cobarde.

—Piénsalo bien, y si le decides, mañana será el primero de los buenos dias que le esperan.

Volvió Hamete á quedar pensativo, y al cabo de algunos instantes repuso:

—Estoy decidido, pero á condicion de ir delante de vosotros y que no os acerqueis á mí mientras yo no os hable.

—Cuidado con que te arrepientas á la mitad del camino, porque entonces, como somos muchos y tú no mas que uno, pagarás cara tu traicion.

—Pronto me amenazas—dijo Hamete de cuyos ojos se escapó una mirada sombria.

—No es una amenaza, sino una advertencia.

—¿Y cuando pensais salir de Argel?

—Mañana mismo en cuanto amanezca.

—¿Tan pronto?

—¿Tienes que hacer muchos preparativos para el viaje?

—Ninguno.

—¿Estas completamente decidido?

—Ya te lo he dicho una vez.

—No te arrepentirás—dijo Cervantes;—haces una buena accion y un buen negocio.

—A vuestra salud—repuso Hamete.

Y apurando la botella, arrojóla despues de vacia.

Convinieron en seguida en el punto de reunion, y ya cerca de la ciudad, separáronse despues de haber jurado el moro por Mahoma que cumpliria fielmente su promesa.

Cervantes se encaminó á casa de su amo.

Esperábanlo con impaciencia Rodrigo y el capitan, y ambos le preguntaron á la vez lo que habia conseguido de Hamete.

—Cuanto deseábamos—les dijo el poeta—Mañana nos esperará al amanecer. ¿Y vosotros, qué noticias me dais?

—Todos dispuestos—contestó Meneses.

—Pero algunos temen perder la vida—añadió Rodrigo—y con razon, porque hoy hemos presenciado una desgracia horrible.

—¿Qué ha sucedido?...

—Han ahorcado á un infeliz esclavo porque llegó media hora mas tarde que los otros.

—¡Dios mio!—exclamó Cervantes estremeciendose.

—Y el infeliz justificó su tardanza mostrando una herida en la cabeza, hecha de resultas de una caida que le privó de sentido largo rato.

—¡Ni la justicia ni la compasion le han valido!

—Su amo le dijo con una sonrisa horrible: «Con la herida no podrás trabajar en algunos dias, y no vales lo que habrás de comerte» Y luego mandó que lo ahorcasen.

En medio de la oscuridad del sótano se vieron brillar los ojos de Cervantes, y se oyeron rechinar sus dientes.

—¿Y no habeis arrancado—dijo—el corazon al infame verdugo?

—¿Qué habiamos de hacer, indefensos esclavos, cargados de cadenas?

—Es verdad, pero algun dia vengaremos á las inocentes victimas de esos malvados; no estaré contento con sacudir el yugo de la esclavitud....

—Hay un Dios para castigarlos—interrumpió Rodrigo.

—¡Plegue á su justicia—repuso el poeta—hacerme el instrumento de su terrible cólera!

—Pensemos ahora en nuestra libertad.

—Dormid vosotros—dijo Cervantes—que yo tengo que meditar sobre lo que be de hacer cuando la esclava me lleve á presencia de su señora.

—Ya me habia olvidado—replicó Meneses—de que nos amenazaba ese peligro.

—Tranquilizaos y descansad.

Rodrigo y el capitan procuraron conciliar el sueño, pero inútilmente, porque no les dejó el cuidado de lo que aconteceria con Zoraida.

Transcurrieron algunas, horas, y ya seria la de la media noche, cuando cautelosamente oyóse abrir la puerta de la cueva y luego una voz comprimida que dijo:

—Ven.

Cervantes buscó á tientas la puerta, y al llegar sintió que una mano temblorosa y ardiente cojia las suyas.

—Sigueme—le dijo Jaguá, que no era otra la persona que lo habia llamado.

El poeta obedeció, y despues de haber caminado á oscuras largo trecho, llegaron á una habitacion donde habia una linterna sorda que tomó la negra.

El mayor silencio reinaba en toda la casa cuyos habitantes, escepto Zoraida, Jaguá y nuestros tres amigos dormian profundamente.

Cervantes y la esclava atravesaron con tal cuidado algunos aposentos, que apenas sus pasos producian un leve roce, y quizás mas fácilmente que este hubiérase podido percibir el ruido de su respiracion y los violentos y desiguales latidos de sus corazones.

El de Jaguá estaba en estremo agitado: una fiebre nerviosa abrasaba su cabeza, y sus ojos encendidos clavaban en el poeta miradas ardientes y penetrantes. Temblaban convulsivamente sus manos de azabache, y mientras se chocaban, castañeteando, sus blanquísimos dientes, sus lábios titilaban sin acertar á pronunciar una silaba.

Tampoco dijo una sola palabra Cervantes: siguió á Jaguá maquinalmente, y se detuvo cuando esta se lo indicó. Muchas habitaciones habian dejado atrás; pero el camino pareció demasiado corto á nuestro poeta.

—Ya sabes—le dijo en voz baja la esclava—que escucharé vuestra conversacion y observaré hasta vuestros menores movimientos.

—¿No le has dicho—replicó Cervantes—que no entiendo vuestra lengua?

—Sí.

—Entonces no escucharás mas palabras que las suyas.

—Te repito que os observaré.

—¿Qué temes cuando habré de encojerme de hombros á cuanto me diga?

—El amor tiene un idioma que no necesita palabras—repuso la negra á la vez que se oprimia el pecho.

Esta incontestable verdad hizo estremecer á Cervantes.

—Ha llegado el momento—dijo Jaguá;—en el segundo aposento que encontremos te señalaré una puerta...

—Bien—murmuró el poeta.

—Tu vida, la suya y la mia...—añadió la esclava cuyos ojos brillaron como nunca.—No olvides que los celos son los dueños de mi razon...

—Acabemos—interrumpió Cervantes.

—Sígueme—le dijo la negra.

Y lo guió hasta que al fin, estendiendo el brazo, señaló hácia una puerta.

El poeta se detuvo y clavó en aquella puerta una mirada medrosa como si fuera la de un _in pace_ donde hubiera de acabar su vida en medio de los tormentos del hambre y de la sed, del desconsuelo de llamar sin ser oido, del espanto de las visiones que la soledad y la debilidad del cuerpo y del espíritu ponen ante los ojos. Por algunos instantes sintió sus pies clavados en el duro pavimento, y en vano intentó retroceder ni avanzar un solo paso.

—¿Vacilas?—le dijo al oido Jaguá.

Cervantes no pudo responderle.

—Entra—prosiguió la esclava.—Dentro te espera una mujer blanca como la espuma de los arroyos y toca de amor; pero ten presente que desde aquí te mira otra muger negra como las aguas de la Estigia y loca de celos.

El poeta hizo un supremo esfuerzo, pasóse las manos por su abrasada y pálida frente, y tambien loco como Zoraida y Jaguá, pero loco de coraje, acercóse á la puerta y la abrió violentamente.

CAPITULO VI. Lo que sucedió en el aposento de Zoraida.

AL abrirse la puerta resonó un grito en el interior del aposento, y Cervantes vió á la esposa de Dalí Mamí recostada en un divan, como nunca bella, como nunca fascinadora. Una corriente de fuego pareció circular repentinamente por las venas del cautivo, la luz huyó por un instante de sus ojos, paralizáronse sus miembros, no pudo avanzar ni un solo paso, y luego sintió un frio glacial que le robó todas sus fuerzas.

Zoraida clavó en él una mirada á la vez lánguida, apasionada y tímida: su tersa frente palideció, una sacudida nerviosa agitó su cuerpo, y despues, al tornarse rojas sus frescas megillas, brotaron de sus ojos dos gruesas lágrimas y se cubrió el semblante con sus mórbidas y temblorosas manos.

Siguióse un profundo silencio, mas imponente para Cervantes que el estruendo horrísono de las batallas donde habia dado tantas pruebas de heróico valor. Penosa en estremo era su situacion; sentíase vivamente impresionado por la belleza arrebatadora de Zoraida, y una sentencia de muerte le prohibia acercarse á ella y recojer aquel suspiro arrancado al corazon por el amor, secar aquellas lágrimas arrancadas á los ojos por la vergüenza.

La pálida luz de una lámpara de plata derramaba sus dulces resplandores sobre!a esposa de Dalí Mamí que vestida de blanco, adornada de brazaletes y collares de gruesas perlas, se destacaba sobre el brillante azul del divan y parecia una fantástica creacion recostada en una celeste nube. Nada tan bello, de tan irresistibles atractivos, de hechizos tan incomparables. En aquellos momentos era imposible mirarla sin morir de desesperacion por sus desdenes ó de amor al pensar en sus caricias.

Dominado por el indujo de la belleza de Zoraida, fuese olvidando de Jaguá, de todos los peligros que le cercaban y aun de que tenia que alejarse para siempre dentro de algunas horas, y ya iba á dar un paso, cuando sintió tras sí un leve roce que te hizo recordar su posicion, despertar de aquel sueño delicioso, y conteniendo entonces un ademan de rabiosa ira, ahogando en su garganta un grito de desesperacion, exclamó solamente con acento comprimido y en castellana lengua:

—Maldita esclava, que me has cerrado las puertas de un paraíso.

Estas palabras, aunque ininteligibles para la mora, hicieronle levantar su hermosa cabeza, y fijar en Cervantes una mirada de indefinible ternura.

—Ven—dijo con acento tan dulce que encendió mas el pecho del poeta.

Movióse este para acercarse á Zoraida, pero acordandose del papel que tenia que representar, se detuvo, fingiendo no haber comprendido lo que le decia la mora.

—¡Frio, impasible!—murmuró esta—No le conmueven ni mis miradas, ni mi llanto... ¡Ah!...

La desdichada volvió á contemplar al poeta que permanecia inmóvil y pálido, y despues de algunos momentos le hizo seña de que se acercase.

Obedecióla él con vacilantes pasos y mientras que con la diestra sobre el pecho y bajo su vestido, oprimíase el corazon con nerviosa fuerza y como sí quisiese contener sus violentos y desiguales latidos.

—¡Qué hermosa es!—dijo, mirando á Zoraida con encendidos ojos—¡Y un puñal se levanta sobre ese corazon ardiente y sella mis labios!... ¡Por mi ánima que no es el temor de perder yo la vida el que me detiene, sino el de hacerla á ella víctima de mi desgracia!

—¿Qué dirá?—se preguntó la mora—¡Oh! quizás me dirije palabras de desprecio al compararme con alguna orgullosa cristiana.... ¡Y no puedo hablarle!—prosiguió, elevando al cielo una mirada de súplica desgarradora—¡Tendré que tenderle mis brazos para que me comprenda y sufrir que me rechazen los suyos, que me insulte con una risa de amargo desden y que me vuelva la espalda, diciendo en su lengua, «vales poco aun para esclava de la muger á quien adoro yo!... ¡Esto es horrible! ¡Humillarme, arrastrar por el suelo mi belleza para que la pise!...

Estas palabras que, como Zoraida creia, no eran incomprensibles para Cervantes, exaltáronlo hasta el punto de que casi se olvidó por segunda vez del peligro que corria; pero volviendo atras la cabeza como el que teme la persecucion de un fantasma, vió brillar como dos luces fosfóricas los ojos de Jaguá y oyó cómo rechinaba los dientes.

—¡Maldita negra!—volvió á decir.

Imposible nos seria esplicar lo que sufria en tales momentos el espíritu de aquel hombre. La lucha que sostenia era terrible, y tan dudoso su resultado, como que sentia menguarse por segundos la energia de su voluntad. Poco le hubiera costado volverse sobre la negra y ahogarla entre sus manos, declarando despues á Zoraida la causa de esta conducta, pero rebelábase su conciencia contra este brutal atentado, solo justificable con la repugnante ceguedad de una pasion desenfrenada, y conteníalo ademas la idea de que la infeliz Jaguá no debia sufrir menos que él ya que el venenoso aguijon de los celos no la atormentase mas, unido á la amargura de su amor sin esperanza.

—¡Sufriré todos los desprecios, todas las humillaciones!—dijo al fin Zoraida con enérgica resolucion—La herida de su desden tal vez trueque en ódio la ternura de mi cariño.... ¡Apuremos, apuremos el dolor ya que no puede apurarse la felicidad!

Y cojiendo á Cervantes por una de sus manos, le hizo sentar junto á sí.

Toda la sangre pareció afluir á las megillas del poeta, que se estremeció violentamente.... ¡Ah!...

Jaguá habia dicho bien, el amor tiene un idioma que todos lo entienden.

Zoraida se inclinó hácia el cautivo con la dulzura que se inclina la azucena cuando por el céfiro mecida besa con sus blancos pétalos los morados del lánguido lirio.

Habia llegado el momento de tomar una determinacion que pusiese fin á tan desgarradora escena. ¿Pero cómo rechazar á aquella muger cuyos negros y rasgados ojos, húmedos y brillantes fascinaban, cuyos rojos lábios, temblorosos y levemente entreabiertos encendian el alma?

—No entiende el arrullo de mis palabras—dijo la mora—¡Ah!... ¡así podre sin rubor decirle cuanto lo amo!

Y oprimiendo entre las temblorosas suyas las agitadas y ardientes manos del poeta, prosiguió:

—¡Hermoso cristiano, el de la pálida y altiva frente! ¿porqué tiemblas junto á tu esclava? ¡Mírala por un instante á!u lado, á tus pies si quieres y que tus ojos den á los suyos luz, á su afan esperanza! ¡Escucha el acento que de sus lábios brota, de sus lábios ardientes como las hojas de la flor del africano desierto!... Tú eres, cristiano, la única estrella que he visto por entre los dorados hierros de mi dura prision, el solo consuelo de mis amarguras, el solo recuerdo grato que á mi memoria viene. En tus ojos el amor bebí porque los tuve por de amor abundosa fuente. Y en la callada noche, enemigo el sueño de mi pasion, en tí pensé una y mil veces como el ciego piensa en la luz, y en el arroyo el sediento, y en su libertad el cautivo. Y en nada tuve el lánguido arrullo de la amante tórtola comparado con el que de mi amor yo Le guardaba. Y pálidos y frios me parecieron los rayos del sol porque mis ojos para tí tenian mas vivos y ardientes rayos...

—¡Oh!... interrumpió Cervantes fuera de sí y á la vez que se oprimia las sienes—¡Venga la muerte, cien muertes, pero no puedo mas!

Y enderezándose repentinamente y volviéndose hácia Zoraida, iba á tenderle los brazos con todo el afan de su locura, cuando Jaguá se precipitó en el aposento con el semblante horriblemente desfigurado y las manos crispadas.

—¡Estamos perdidos!—gritó con ahogado acento—¡Por aquí!... ¡pronto!... ¡por aquí!...

Y sin dar tiempo á que so sosegase del sobresalto su señora, asió de un brazo á Cervantes y lo arrastró tras sí fuera de la habitacion.

—¿Qué haces, desdichada?—exclamó Zoraida, lanzándose hácia la puerta.

Pero ya habian desaparecido la esclava y el poeta, y el inmediato aposento estaba completamente á oscuras.

—¡Ah!—murmuró con acento ahogado la mora.

Y agotadas las fuerzas de su espíritu y de su cuerpo, cayó sin sentido en un divan.

Entre tanto Cervantes seguia maquinalmenle á Jaguá, sin escuchar que esta decia:

—Nos hemos salvado.... Te olvidastes de mí... ¡Oh! ¡no serás suyo!... ¡antes moriremos los tres!

Rápidamente atravesaron aposentos y corredores y llegaron á la puerta del sótano.

—Mañana hablaremos—repuso la negra—¡No saldrás de casa...

Ni siquiera estas palabras entendió el poeta, segun estaba de aturdido y quebrantado.

Entró en su prision y la puerta volvió á cerrarse.

Cuando llegó al monton de paja, preguntóle Rodrigo:

—¿Qué ha sucedido?

—Mañana lo sabrás...—contestó Cervantes, dejándose caer como quien no puede sostenerse.

Y luego murmuró con acento débil:

—¡Fuerzas, Dios mio!

Nada volvió á oirse en el sótano sino la fatigosa respiracion de los tres cautivos.

CAPITULO VII Nuevos apuros.

Apenas despuntaba la aurora y ya Zoraida habia dejado el lecho donde pasó en no interrumpido insomnio el resto de la noche. Su rostro estaba estremo pálido, sus lábios secos, un círculo amoratado rodeaba sus grandes ojos. Descansaba en el mismo divan donde tantas emociones habia esperimentado pocas horas antes, y su esclava favorita, arrodillada á sus pies, la miraba afanosamente y procuraba tranquilizarla con fingidas palabras de consuelo. Empero nada aliviaba de la mora el dolor que en quejas y suspiros tiernos ó en amenazas temibles se exhalaba.

—No te abandones, sultana, á la tristeza—le decia Jaguá—No pierdas la esperanza, que eres en estremo hermosa y te amará...

—Tal vez ya me ama. Mis palabras de anoche, aunque para él incomprensibles, le conmovieron porque ví brillar sus ojos como si los animase la pasion, y... ¡Oh! Jaguá—prosiguió arrebatadamente la mora—tú llegastes en el momento en que me tendia sus brazos, y me rosbastes la felicidad con tus vanos temores.

—Perdoname, sultana, porque en aquel momento hubiera yo jurado que alguien venia. ¡Si os hubiesen sorprendido!...

—¿Qué me importaba?—interrumpió la mora—¡Su amor, su amor y venga la muerte!

—Yo velaba por tí y era mi deber....

—Te he perdonado, Jaguá; pero si otra vez acontece pagarás con la vida tu torpeza.

—Mi vida es tuya, sultana—contestó la negra inclinandose humildemente.

—Ya amanece, Jaguá—repuso Zoraida—Avisa, para que no le dejen salir.

—Voy, sultana.

La negra salió para dar órden de que aquel dia se quedase en casa Cervantes, y este, entretanto, contaba á Meneses y á Rodrigo lo que le habia sucedido la noche anterior.

—Mucho temo—le dijo el capitan—que os hagan quedaros hoy porque Zoraida querrá volver á veros.

—Aun cuando así llegase á suceder—repuso el poeta—no por eso dejeis de acudir á la cita y de esperarme, que yo veré el medio de salir.

—Es casi imposible—replicó Rodrigo.

—Si no es imposible del todo, no hay que desesperar.

—¿Y si no llegais en una ó dos horas al sitio convenido?

—No importa, me esperareis porque al fin iré antes del medio dia.

—Es que muchos esclavos reunidos y sin ocuparse en nada infundiran sospechas.

—Os diseminais, ocultandoos por allí cerca, que el lugar es á propósito por la mucha arboleda que hay.

—Seras obedecido.

—Vosotros os llevareis la lima para que se sirva de ella el que la necesite, y así aprovechareis el tiempo si yo tardo.

—En todo pensais.

—¡Dios nos proteja!—exclamó Cervantes.

Pocos momentos pasaron cuando el turco abrió la puerta del sótano y los llamó.

Como la mañana anterior, la incertidumbre y el afan apenas permitió á nuestros amigos tomar ningun alimento, y con la mayor impaciencia esperaron las órdenes del gigante turco.

Este hizo crujir al fin sus enceradas disciplinas, y gritó:

—¡Al trabajo, holgazanes, que no ganais la mitad de lo que os comeis.

Y despues de dar á cada uno su órden, dijo é Cervantes:

—Tú te quedas porque la sultana nuestra señora lo manda asi.

El poeta hizo un esfuerzo para no demostrar el disgusto que sentia, y contestó:

—Me quedaré; dime en qué he de ocuparme.

—Te lo dirán las esclavas de la sultana.

Rodrigo y Meneses apretaron los puños con ira y salieron murmurando imprecaciones de desesperacion porque creian que todo se habia perdido.

—Es preciso salir de este apuro—dijo para sí Cervantes.

—¿Y como haré para reunirme á mis compañeros?

Así pensando entróse en un solitario aposento y prosiguió:

—No ir será lo mismo que pronunciar su sentencia de muerte, porque tendran que volver á sos encierros y muchos de ellos serán ahorcados. Se han entregado á mí, y es mi deber morir por ellos. Quizás anduve sobradamente ligero al prometer que acudiria á la cita aun cuando me mandasen quedar en casa...Grave es mi responsabilidad... La puerta está siempre guardada y no es fácil salir... es casi imposible.

Quedó Cervantes pensativo por algunos instantes, dando tormento á su magin para encontrar un medio de salir de su apuro. Y era el caso que no podia dilatar su fuga, ya porque lo esperaban sus compañeros con riesgo de la vida, bien porque el moro podia perder la paciencia, ó porque quizás muy pronto Jaguá iria á buscarlo de parte de su señora, y entonces ya todo se perderia. Fatigado por la lucha y el insomnio de la pasada noche, y para meditar con mas descanso, pensó el poeta que era conveniente sentarse, y buscando en donde hacerlo, solo vió en el desamueblado aposento un cajon de madera de unos dos pies de largo y poco menos de ancho, que sin duda habia servido para transportar alguna mercancia y se tenia allí abandonado.

—Aquí descansaré—murmuró Cervantes;—estoy muy fatigado y... ¡Ah!...

Dióse una palmada en la frente, y quedándose de pié, prosiguió diciendo:

—¡Torpe de mí!... ¿Cómo no habia pensado en tan sencillo medio?... Y eso que mil veces he salido lo mismo y nadie me ha preguntado á donde iba... ¡Oh, caja de salvacion!—prosiguió—¿Quién habia de decirte que serias mi salvo conducto para volver á mi perdida patria?

Sonrióse á pesar de su cansancio y de que la situacion no era para bromas, y tomando el cajon colocólo sobre uno de sus hombros.

—No hay que perder un instante, la mañana avanza y Jaguá puede venir—dijo.

Y salió del aposento con tardo paso y corno si fuese de mala gana á cumplir una órden conduciendo el cajon; pero al atravesar un pasillo, encontróse frente á frente con la negra.

—¿A dónde vas?—le dijo esta.

Cervantes quedó inmóvil y sin poder pronunciar una palabra: el inesperado y fatal encuentro trastornaba todos sus planes, iba tal vez á ser causa de que perdiesen la vida muchos de los infelices que habian depositado en él su confianza.

—¿A dónde vas?—repitió la esclava.

—¿Qué le importa?—dijo al fin el poeta.

—¿No quieres contestarme?

—¿Desde cuando tienes autoridad para pedirme cuenta de mis acciones?

—Es—repuso Jaguá—que vengo con órdenes de nuestra señora, y como tenia mandado que ninguna te se diese, habrá que castigar á quien te haya ocupado...

—Ya sabes que á mas de tu señora tengo quien me mande.....

—Nada te han mandado....

—Pues bien—replicó Cervantes con tono de mal humor—no te importa á donde voy ni de donde vengo.

—Pero me importa cumplir las órdenes de Zoraida, y ella me dice...

—Bien, bien—interrumpió el poeta;—aparta y dejame soltar este cajon: al instante vuelvo y le seguiré ya que os habeis empeñado en hacerme vuestra víctima.

—Algo intentas que quieres ocultar...

—Déjame un momento.

—Iré contigo.

—¡Maldita negra!—exclamó Cervantes con desesperación—Aparta o no respondo de mi paciencia...

—¿Me amenazas?... ¡Estás sin duda loco; no piensas que un solo grito mio hará venir gente!...

—¿No dices que me amas?

—Sí.

—Pues en nombre de ese amor déjame el paso y espérame un momento...

—Tú intentas escaparte—repuso Jaguá;—en vano es que disimules.

Comprendió Cervantes que nada conseguiria de la esclava con ruegos, y que tampoco le daria resultado la violencia, porque cualquier escándalo aumentaria los inconvenientes para su salida; y en tal situacion, espuesto á que llegasen otras personas y viendo que el tiempo, por demas precioso, se perdía, decidióse á declarar á la negra su proyecto, diciéndole que lo habia concebido para huir del amor de Zoraida.

—Oye, Jaguá—dijo—y ten presente que hoy es á tí á quien toca decidir de tu vida y de la mia.

—¿Vas ú decirme la verdad?

—Sí.

—Te escucho.

—Ya sabes lo que anoche sucedió.

—Que al fin te olvidas tes de todo...

—¿Y cómo no habia de suceder asi? ¿Es posible volver la espalda á una muger?...

—La amas, Cervantes.

—Te equivocas, y en prueba de ello, te diré que habia pensado escaparme para evitar corresponder á sus caricias. Ahora elige: ó me dejas salir ó me veras en sus brazos.

—¡En sus brazos!... ¡Jamás!—exclamó la negra arrebatadamente—Ya te he dicho que antes moriremos los tres...

—Pues deja que me vaya...

—Tampoco. ¿Olvidas que te amo? ¿Cómo he de separarme de tí?

—¿Prefieres verme amante de Zoraida?

—Ya le he dicho que eso no puede ser porque la muerte se interpone entre vosotros. Acuérdate de lo que anoche hice con riesgo de mi vida, con tanto riesgo que _á_ no estar ofuscada Zoraida hubiera comprendido mi traicion y á estas horas yo no existiria.

—Pues á pesar de todo seré suyo—dijo Cervantes con tono de firme resolucion.

—¿Y á donde quieres ir?

—A mi patria.

—¿Y porqué no me llevas?

Cervantes meditó algunos momentos, y decidido á salir del apuro á costa de cualquier sacrificio, contestó:

—¿Quieres venirte?

—Si.

—Tendrás que dejar tu religion por la mia.

—¿Porqué? ¿Has dejado tú la tuya por la de Mahoma en la tierra donde eres esclavo? ¿Porqué he de dejar yo la mia donde todos son libres?

—La libertad tiene allí sus límites, y sobre todo la de conciencia...

—Pues bien, seré cristiana.

—Dios no aceptará tus votos porque son falsos...

—¿Qué te importa? Quiero ir contigo, participar de tus desgracias y...

—Sosiégate, Jaguá, y piensa que es una locura tu deseo. Tengo que andar mucho y no podrás resistir la fatiga de un viaje...

—En vano ¡atentas disuadirme porque estoy resuelta á estorbarte la salida sino me dejas acompañarte.

No habia medio de convencer á la esclava; su pasion y sus celos le daban valor para todo y una resolucion tan firme que ningun poder humano era bastante á contrarrestarla. Así lo comprendió el poeta: conocia bastante el corazon humano, sus debilidades y el estremo á que conducen las pasiones, y se convenció de que nada adelantaria intentando disuadir á Jaguá sino perder un tiempo precioso.

—Pues bien, acompáñame; pero ten entendido que te espones á perder la vida, porque si nos dan alcance no habrá compasion para nosotros y menos para tí de quien no pueden esperar un rescate.

—Lo sé—contestó resueltamente la esclava—y no me arredra el temor de la muerte. Vamos.

—Este cajon—repuso el poeta—nos servirá de pretesto para salir, pues creerán que vamos á cumplir alguna órden de Zoraida.

Atravesaron el pasillo y algunos aposentos, y cuando llegáron á la puerta de la calle y junto al moro que la guardaba, dijo el poeta:

—No me obligues á andar muy deprisa, porque este maldito cajon pesa como si estuviese lleno de plomo.

—Parece—lo contestó Juguá—que te has propuesto disgustar á nuestra señora: ya sabes que nos manda ir corriendo... Abre, Alí—dijo al portero.

Este abrió la puerta y dejó el paso libre á la vez que murmuraba:

—Quita á un esclavo de su trabajo, para ocuparlo en estas pequeñeces, no es cosa que agradaria mucho á nuestro amo... Impertinencias de mugeres.

Apenas Cervantes Y la esclava salieron, tomaron á buen paso calle arriba, y no tardaron mucho en llegar á la tienda del señor Onofre, el cual, como habia prometido, dió las doce botellas y seis ducados mas, amen de un amistoso abrazo á nuestro poeta.

Como la mañana avanzaba, se detuvieron no mas que el tiempo preciso en casa del mercader, y despidiéndose emprendieron nuevamente su marcha.

—Allí están—dijo Cervantes—despues que hubieron salido de la poblacion y andado buen trecho de camino.

Y señaló hácia un sitio lleno de árboles y al pié de uno de los cuales Hamete estaba recostado descuidadamente.

—Por fin has llegado—dijo el moro al poeta despues que se hubieron reunido—Algunos temian ya que... ¿Pero qué traes en ese cajon?

—Las prometidas botellas.

—Allah te bendiga—repuso Hamete, tomando la caja—Me quedo con un par de ellas, y ya te pediré cuando se me concluyan.

Y diciendo y haciendo, sacó dos botellas, guardó la una, destapó la otra y saboreó su contenido.

Entre tanto Cervantes reunió á sus compañeros, y con ayuda de la lima, se vió en breve libre del grillete y la cadena que arrojó lejos de sí.

Pintar la alegria con que aquellos infelices se abrazaron es vana empresa, porque hay emociones que solo sintiéndolas se comprenden, y la del esclavo cuando recobra su libertad puede sentirse, pero no puede espresarse. Mezclóse al llanto la risa, y mientras el uno invocaba con ardiente fé el nombre ele Dios, el otro pronunciaba el de su madre, el de su esposa ó de sus hijos, ó repetia cien veces el de su patria. Cual abrazaba con efusion á uno de sus compañeros, quien saltaba y corria como un niño, y cual otro daba prisa para que se emprendiese la marcha. Todos estaban pálidos, demacrados y débiles, pero no habia ninguno que no se sintiese animoso y con fuerzas para trepar montes y cerros, sufrir el hambre y la sed y arrostrar todos los peligros. Diez eran los cautivos y ademas la esclava que á todo se mostraba indiferente pues tenia su atencion fija en Cervantes.

El cielo estaba puro, serena la atmósfera y tan risueña la naturaleza, que no se cansaban aquellos desdichados de tender sus miradas en todas direcciones y de aspirar el aire libre con una avidez exagerada.

—Compañeros—dijo el poeta—demos al Omnipotente gracias por la ayuda con que nos favorece. Vamos á ser libres, á volver á nuestra patria, á estrechar contra nuestro pecho á los queridos seres que nos lloran con amarguísimo llanto, á vivir entre hermanos, no entre verdugos, á ser hombres y no béstias, pues como á tales nos miran en esta tierra de maldicion. Dentro de pocos dias podremos volver los ojos hácia cualquier lado y decir: «vamos allá sin que nadie estorbe nuestros pasos: en el silencio de la noche, cuando la naturaleza duerme y la conciencia despierta, podremos levantar nuestra mirada y contemplar el cielo, la luna y las estrellas, admirar la obra inimitable de Dios y llenos de fé enviarle nuestras preces; al despuntar la mañana, cuando los primeros rayos del sol asoman tibios y escasos por Oriente para derramarse despues sobre la tierra como una lluvia de oro; cuando los pájaros sacuden sus alas y el justo despierta con la sonrisa en los lábios, y comienza á cerrar sus ojos, tras noche de desvelo, el intranquilo pecador, entonces, sin que el látigo de un verdugo cruja sobre nuestras espaldas, recibiremos el beso puro, inocente y sin igual de nuestros hijos ó el saludo cariñoso de nuestra madre, y podremos orar tambien con fervor porque la muerte del sueño huyó de nuestros ojos, dejándonos ver un nuevo dia. Esta dicha es incomparable, amigos mios; ver de noche el cielo en lugar de las paredes de una mazmorra; vivir entre hermanos que con uno lloran y rien, y no sentir constantemente el chirrido de la cadena y que no zumbe sin cesar la humillante amenaza en el oido, es la mayor de las felicidades, y solo á Dios!a debemos, al Dios justo que se ha dignado fijar en nosotros su mirada para poner á prueba nuestra fé. Esperanzados en su ayuda hemos acometido esta arriesgada empresa; aun no podemos contar con la victoria, quizás pruebas mas duras nos esperan; pero si así sucediese, que no desmayen vuestros corazones, que no se mengüe vuestra fé, que la duda de la justicia divina no os haga indignos de sus favores, y á luchar de nuevo, á luchar, que al fin vencereis porque la fé y la constancia pueden mas que todas las adversidades.

—¡Oremos!—exclamaron los cautivos—¡Oremos y que se cumpla la voluntad de Dios!

—Si alcanzamos la libertad bendeciremos la mano santa del Omnipotente que nos dió su ayuda.

—Si no la alcanzamos la bendeciremos tambien y nos resignaremos.

Corta, pero Ferviente oracion salió de los lábios de los cautivos, y concluida, dijo Cervantes al moro:

—Marchemos que se hace tarde.

Hamete empinó la botella, y guardandola despues tomó un estrecho sendero que conducia á un montecillo.

Siguiéronle los cautivos y Jaguá que no se separaba del poeta, y al cabo de media hora se perdieron tras el monte alegres y animosos.

CAPITULO VIII Donde conocerá el lector a Dalí Mamí.

No habia transcurrido una hora desde que salieran de la casa Cervantes y Jaguá, cuando estrañando que esta; no volviese á su aposento, Zoraida... mandó que la buscasen, y no encontrándola preguntaron y supieron que habia salido con el poeta y á protesto de cumplir las órdenes de su señora.

—¡A cumplir mis órdenes!—dijo Zoraida sin acertar á comprender el motivo de la desaparicion de Jaguá y de Cervantes.—¡A cumplir mis órdenes cuando se las dí para que cortasen flores! ¡Buscadlos otra vez y si no los encontrais, que recorran la ciudad hasta dar con ellos!

—Se cumplirán tus mandatos, sultana—contestó la otra esclava negra á quien ya conocemos.

Púsose en movimiento la servidumbre toda de Dalí Mamí, y cuando ya se cansaban de preguntar y buscar, llegó la noticia de que algunos cautivos habian desaparecido aquella mañana. Entonces fueron á donde trabajaban Rodrigo y Meneses, y allí dijeron que estos no se habian presentado aquel dia. Ya no quedó duda á Zoraida; Cervantes y Jaguá se habian fugado, estaban de acuerdo y habian aprovechado la primera ocasion. Claras demostraciones dió la mora del mas profundo dolor y amarga pena, y aunque todos creyeron que era esta producida por la pérdida del valor de los cautivos y de la esclava ella estaba muy lejos de afligirse por semejante cosa, pues solamente la atormentaba la pérdida del hombre en quien habia puesto su amor.

Ya el sol tocaba á la mitad de su carrera, cuando hé aquí que en medio de la general confusion de la casa, llaman á la puerta y Dalí Mamí se presenta seguido de algunos esclavos que llevaban fardos y cajones. Como no se esperaba que volviese aun del viaje que por mar habia emprendido, y como llegó precisamente en los momentos en que acababa de suceder una desgracia, no encontró sino rostros tristes y taciturnos y miradas temerosas, lo cual le impresionó desagradablemente y preparó su ánimo muy mal para la noticia que tenian que darle.

Era Dalí Mamí en estremo brutal, de tan aviesas y dañadas intenciones, que aun entre los mismos mahometanos tenia fama de cruel y servia de comparacion cuando queria darse una idea exagerada de los instintos feroces y sanguinarios de alguien. Si en los primeros arrebatos de su enojo no podia vengarse de quien lo habia provocado, descargaba su terrible cólera sobre el primer infeliz que se le presentaba, y por esta razon, sus criados y esclavos temblaban y procuraban esquivar la presencia de su señor, mucho mas aquellos, como el portero y el gigante turco, á quienes se podia acusar siquiera de descuido,.

Frisaba Dalí Mamí en los cincuenta años y conservaba todos las fuerzas y la agilidad de los treinta, sin que hubiese perdido nada de la energia de su duro carácter. Era orgulloso, altivo hasta rayar en insultante, como hombre de todos adulado por sus muchas riquezas, y de bastantes temido por su influencia y su valor. La codicia era la señora de sus pasiones, y ante el oro callaban todos sus sentimientos y se esclavizaban todos sus instintos. Nadie podia decir que habia visto la sonrisa en sus labios, y la sombria mirada de sus ojos negros, era constantemente amenazadora ó provocativa. Su rostro era moreno surcábanlo algunas arrugas, y una cicatriz que tenia en la mejilla izquierda, hacia mas terrible su aspecto, mas dura su espresion.

Cuando al atravesar los primeros aposentos advirtió que no habia un semblante alegre, con ceño adusto y acento de enojo dijo:

—¿Os pesa de mi venida? ¿Qué sucede?... ¡Contestad!—añadió mirando á un esclavo negro que pasaba junto á él.

El negro tembló repentinamente, postróse de hinojos, cruzóse de brazos y se inclinó hasta tocar casi con la cabeza en el suelo.

Dalí Mamí le dió brutalmente con un pié, y el infeliz rodó sin exhalar una queja.

—Tú, Muhamed—repuso el amante, encarándose con el gigante turco;—contesta, dime porqué tiemblan todos... por qué tiemblas tú tambien.

—Señor—respondió Muhamed que en efecto temblaba—acabamos de saber que algunos cautivos.... tres de ellos....

—¿Se han escapado?—interrumpió Dalí Mamí deteniéndose y clavando en el turco una mirada terrible.

—Salieron esta mañana Y todavia no se han presentado al trabajo....

—¡Por Allah!—exclamó Dalí Mamí con acento colérico y apretando las puños.

—Corre la noticia—prosiguió Muhamed—de haber desaparecido algunos cautivos de sus encierros....

—¿Quiénes, quiénes son?

—Meneses.... Rodrigo....

—¿Y el manco?

—Tambien, señor.

—¡Oh!.... él habrá sido la causa de todo....

—Y la esclava Jaguá....

—¿Así guardas mi hacienda?—gritó el moro fuera de sí y yendo hácia el turco con amenazador ademan.

Pero quiso la desgracia que un desdichado negro, aturdido y confuso, por huir de aquella escena se interpusiese entre Dalí Mamí y Muhamed, cayendo á los piés de este.

—¿Qué haces aquí?—le dijo su feroz amo.—¿Por qué me estorbas cuando voy á castigar á este infame?.... Que lo ahorquen, ahora mismo, que lo ahorquen.

El turco aprovechó tan feliz ocasion de librarse de la cólera de Dalí Mamí, y cogiendo por el cuello al esclavo, lo arrastró fuera del aposento, sin que al infeliz le sirviesen escusas ni súplicas, sin que valiesen de nada sus lastimeros ayes sus tristes lamentos capaces de conmover el mas duro corazon. Algunos minutos despues espiraba con la mas penosa agonia colgado á un árbol del jardin.

Dalí Mamí se retiró á su aposento, y algo mas sosegado desde que su furor habia hecho una víctima, preguntó, inquirió, dió varias órdenes, y luego se acordó de Zoraida y quiso verla.

La mora recibió á su esposo con tanta humildad y fingido cariño, que este no pudo seguir dando libre espansion á su ira.

—Sosiégate, señor—le dijo Zoraida, sentándose á sus piés.—Mírame, no rechaces mis apasionadas caricias, y todo lo olvidarás. No te importe la pérdida de esos miserables, quizás lo ha dispuesto así Allah para quitarte enemigos. Aquí tienes una esclava que te ama y de cuyos pensamientos y corazon eres el dueño absoluto.

—Tus palabras me dan consuelo, Zoraida—contestó Dalí Mamí con toda la dulzura de que era susceptible su voz;—pero ya sabes que la pérdida de ese cautivo manco representa la de muchos escudos de oro porque ha de proporcionar un crecido rescate.

—Pero es hombre capaz de todo.

—Si, de todo por alcanzar su libertad; pero á solas con él, viéndolo armado con un puñal y yo sin defensa, me dormiria tranquilo á su lado porque tengo la conviccion de que no me heriria alevosamente. Lo conozco bien, he puesto particular atencion en estudiar su carácter porque me llamó la atencion su arrojo cuando apresamos la galera donde se le hizo cautivo; y á fé que entonces, con diez hombres como él, á pesar de su manquedad, se hubieran burlado de nosotros, lo confieso sin avergonzarme.

Estas alabanzas en boca de Dalí Mamí significaban mucho, y produjeron gran efecto en el ánimo de Zoraida que sintió halagada su vanidad por haber amado á un hombre que tanto valia.

—Cuando se le puso la cadena—prosiguió el moro—le dije que aquella se escusaria si me daba su palabra de honor de no intentar escaparse.

—¿Y qué respondió?—dijo Zoraida con un interés que pasó desapercibido para Dalí Mamí.

—Que no daba tal palabra porque se veria forzado á cumplirla, y así, que le pusiesen la cadena y mas si querian, porque era su intencion hacer cuanto pudiese por fugarse y procurar la fuga á sus compañeros.

—¡Noble corazon!—murmuró Zoraida cuyas megillas se enrojecieron por un instante.

—Noble y grande como pocos; ya ves, pues, que aun cuando él sea pobre, en su pátria deben estimarlo en mucho, porque á mas de tanta nobleza, es de raro ingenio y un soldado valiente á quien debe mucho la causa de su religion. Por eso su pérdida es considerable. Treinta, cuarenta, cien escudos de oro hubiesen dado por él.... ¡Oh! jamás me consolaré de esta desgracia.

—Olvídala ahora, señor, y que yo vea tú mirada apacible, que en mi oido suenen tus palabras, como otras veces, con la dulzura del arroyo que murmura....

—Zoraida—interrumpió Dalí Mamí—eres hermosa como ninguna mujer, tienes el poder mágico de hacerme olvidar todos los pesares, pero está mi espíritu en tal agitacion en estos momentos que no puedo responder á tus caricias con la dulzura que me las prodigas.

—Perdona, señor, dijo Zoraida con humilde tono y bajando la cabeza.—Como há muchos dias que no te veo, he sentido con tu visita tal contento....

—No me enoja tu ternura, pero hay momentos, te repito, en que el ánimo está dominado por la tristeza, y mas que nada, el desahogo de esta es lo que se busca.

—¿Y no soy yo bastante para hacer que de todo te olvides?

—Ya le he dicho, Zoraida, que el cautivo manco representa una suma de bastante consideracion.

—Pues compárala con los goces que á mi lado encuentras.....

—Otro dia—interrumpió Dalí Mamí.—Ahora.... ahora.... voy á dar algunas órdenes....

Y al decir esto el moro, levantóse con aire de indiferencia y salió pausadamente de la habitacion.

Zoraida se levantó tambien, pero por medio de un movimiento rápido, mas bien de una sacudida, corno se endereza el arco cuando se rompe repentinamente la tirante cuerda, y mirando con desden hácia la puerta por donde habia salido Dalí Mamí, exclamó con acento comprimido:

—¡Así me desprecia.... nada valgo en comparacion de un puñado de oro!....

Luego se dejó caer en el diván y prosiguió:

—¡Y yo temia los desdenes del cautivo!.... Desden por desden menos humilla el de un corazon grande y noble.... Et orgulloso cristiano podrá decirme que hay otra mujer á quien ama porque la conoció antes que á mí, pero no me dirá que valgo menos que algunos escudos.... me dirá que mi hermosura y míiamor no valen tanto como el amor y la hermosura de otra mujer, pero no me comparará con algunas monedas de materia vil ¡Ah! ¡Y ya no veré al cristiano de la pálida frente, de la mirada de águila, lo he perdido y solo me queda ese brutal tirano y esta prision de oro donde se secará mi corazon á fuerza de llorar!....

Muchas y muy amargas quejas exhaló la bellísima Zoraida, y tendida en el divan permaneció hasta que las sombras de la noche trocaron en tinieblas la luz del dia.

CAPITULO IX. Lo que aconteció aquella noche á los cautivos.

La mas de una hora habia pasado desde que el sol no alumbraba, sino que enviando sus rayos á la luna, esta daba á la tierra sus plateados reflejos. Serena estaba la noche, y fuera de la ciudad, solo el canto del ave nocturna y el murmurio de algun tortuoso arroyuelo interrumpian el silencio que reinaba, pues ni el viento, que sin duda dormia mecido por las olas del mar, agitaba las hojas de los árboles, ni se oia el ladrido del perro, ni se arrastraba el reptil entre la maleza ó sobre los riscos.

Sin detenerse mas que algunos momentos á descansar y á tomar un bocado de las escasas provisiones que llevaban, los cautivos habian caminado todo el dia, y á la noche se encontraban en la garganta formada por dos montecillos arenosos. Para evitar que los alcanzasen si los perseguian por aquel lado, cosa que debian esperar, habíalos guiado Hamete por estraviados senderos cuya escabrosidad y la precipitacion de la marcha los fatigaron estremadamente. La enamorada Jaguá, aunque no dejó escapar una leve queja, apenas podia dar un paso; pero tenia el firme propósito de no abandonar á Cervantes aunque perdiese la vida, y en el estravío de su pasion sentíase, sino con fuerzas, con ánimo resuelto para todo.

—Buenos amigos—les dijo el moro cuando llegaron al sitio que liemos indicado—supongo que no pensareis pasar la noche sin dormir, y aun cuando tal locura intentaseis, yo no os lo permitiria porque necesito descansar.

—Nosotros tambien—contestaron algunos cautivos.

—Preciso es—añadió Cervantes—tomar algun reposo, porque sino será imposible que lleguemos al término de nuestro viaje. Este sitio parece estar abrigado, y si sois de mi opinion, no pasemos mas adelante y aprovechemos las primeras horas de la noche para seguir bien de madrugada nuestro camino.

Todos convinieron en que era prudente descansar; y acomodándose romo mejor pudieron, cerca los unos de los otros para resguardarse mas del frio, no tardaron en dormirse profundamente todos menos el moro Hamete, que con escusa de apurar el contenido de una botella, quedó despierto y esperando á que el sueño rindiese á los otros.

Empero en vez de saborear el espirituoso líquido cruzado de brazos y con la cabeza inclinada sobre el pecho, entregóse el mahometano á las siguientes reflexiones, diciendo para sí de esta manera:

—La marcha ha sido penosa: estoy molido como si hubiese andado tres veces mas, y para descanso me espera mañana lo mismo. Las provisiones que lleva esta gente son escasas y poco sustanciosas, y cuando se acaben, difícilmente podremos reponerlas por la imposibilidad de acercarnos á la habitacion de ningun viviente. Creo que vamos á pasar hambre y que no sacaré de este arriesgado negocio mas provecho que el vino, y eso escaso, porque no van las cincuenta botellas de que hablamos. En cuanto al dinero prometido será luego lo que ellos quieran, pues una vez en tierra de cristianos, podrán burlarse de mí á su antojo. Es tambien muy fácil que nos cojan al atravesar la frontera de Oran porque está muy vigilada, y si así sucediese me ahorcarian en seguida. No pensé bien lo que hacia: todo son peligros y ninguna ventaja mas que esas botellas que sin tanta esposicion puedo tener. Veamos lo que me conviene. Todo buen musulmán está obligado á conservar su vida, y el arriesgarla cuando no es en defensa propia ó por la religion que nos predicó el profeta ó por la patria, es un crimen. Tambien le está prohibido á todo buen creyente protejer á los de otra religion para dañar á los que profesan la suya, y esto es precisamennte lo que yo hago con la ayuda que doy á los cautivos. Así pues, esponiendo la vida y faltando á los preceptos de mi religion sin la esperanza de un seguro provecho, doy pruebas de ser un animal, y tendré el disgusto de que se burlen de mí en mis barbas, por lo cual, lo mas prudente seria volverme á la ciudad mientras duermen, sin escrúpulo de haber hecho una traicion, porque engañar á un nazareno es agradable á Mahoma que tau perseguido de ellos se vió.

Otras muchas razones por el estilo se dio el moro para tranquilizar su conciencia, aunque á decir verdad no era mucha la que tenia, y resuelto al fin á abandonar á los infelices cautivos que en él habian puesto nada menos que la seguridad de sus vidas, levantóse, y yendo á donde estaba el cajon con las botellas, sacó de estas tres solamente porque mas le hubiesen embarazado en la marcha, y despues de echar un trago alejóse silenciosamente.

De nada se apercibieron los cristianos.

Descuidadamente pasaron la noche, y algo recobradas las perdidas fuerzas, despertaron cuando los primeros rayos del sol hirieron sus cerrados ojos.

Fué su primer cuidado dar á Dios gracias por su misericordiosa proteccion, y estrañando luego que Hamete no los hubiese despertado antes para seguir la marcha, miraron á su alrededor creyendo verle dormido aun y embriagado.

—¿Dónde se habrá metido?—dijeron algunos sin sospechar todavia la verdad del caso.

—¡Hamete!—gritaron otros con toda la fuerza de sus pulmones.

Pero como sus gritos no obtuvieron otra contestacion que la del eco, espaciéronse los cautivos por todos lados en busca del moro, pensando que lo encontrarian tendido y durmiendo á pierna suelta.

El resultado no fué nada satisfactorio como ya se comprende, y cuando muchos empezaban á sospechar si les habria hecho traicion, Cervantes estaba convencido de ello, y sin moverse de un sitio dejaba correr sus dolorosos pensamientos.

—En vano os cansais—dijo al fin á sus compañeros—nos ha abandonado, nos ha dejado en peor situacion que antes de romper nuestras cadenas.

El terror enmudeció todas las lenguas é hizo palidecer todos los rostros. Siguióse un profundo silencio que ninguno se atrevió á romper. La situacion era en verdad tristísima: no les quedaba mas que volver á sus encierros, entregarse ellos mismos en manos de sus verdugos.

Largo rato permanecieron en aquella aparente calina, hasta que sin poderse contener el dolor y el espanto en los agitados pechos, resonaron multiplicadas quejas, lamentos y amenazas, y mientras que el fuego de una impotente rabia encendia los ojos de los mas iracundos y animosos, el llanto humedecia los de espíritu mas débil. El poeta, ni exhalaba un ay ni un suspiro, pero harto demostraba su profundo dolor y su coraje en su contraida frente y en su sombria mirada.

—¿Qué haceis?—dijo al fin, levantando la cabeza y contemplando con mirada firme á sus abatidos compañeros.—¿Así os dejais dominar por el vergonzoso espanto? ¿Por qué en los momentos de mayor apuro no aumentais con el ánimo las fuerzas y las fuerzas y el ánimo perdeis como débiles niños que al ver un mentido fantasma no aciertan en su turbacion ni á huir ni á defenderse? ¿No asoma á vuestras frentes el rubor al compararos con esta desdichada mujer cuya suerte es la nuestra y que al menos tiene valor para que su lengua calle el miedo y lo disimule su rostro? ¿Qué alcanzais con vuestras quejas y lágrimas cuando nadie las escucha ni ha de condolerse de ellas, cuando el cielo no ha de favorecer ni vuestra cobardia ni vuestra desesperacion? Dejad el llanto para lamentar las desgracias agenas, que las vuestras lo que han menester es el esfuerzo para remediarlas; guardad el dolor para afirmar el arrepentimiento de pecadores estravíos, que á los reveses de la fortuna han de oponerse la resignacion y la constancia. ¿Qué puede sucedernos? Morir y nada mas, empero como cristianos sois, como mártires morid, con el corazon tranquilo, alta la frente y serena la mirada mientras que de los labios brota la sonrisa del triunfo entre las dulces palabras de fervorosa oracion. Con riesgo de la vida intentamos alcanzar nuestra libertad, y la muerte dijisteis que á la esclavitud preferíais: ¿pues cómo la muerte, masque las cadenas, os infunden ahora espanto? ¡Acordaos de que sois hombres y que al quitarnos la vida nuestros verdugos no nos desprecien por nuestra cobardia, sino nosotros á ellos por la suya!

—¡Es que el coraje nos ahoga!—exclamaron algunos con demostracion en sus ademanes de que así era la verdad.

—Pero sabremos morir serenos—dijeron otros.

—Mi suerte será la vuestra—repuso Cervantes.—Indiferente mees volverá la ciudad ó caminar á la ventura hasta encontrar la salvacion ó morir de hambre ó que nos den caza como á las fieras. Decidid vosotros, no quiero la responsabilidad de lo que pueda suceder.

—¿Qué haremos sitio volver á la ciudad?—dijo, el capitan Meneses.

—Nos ahorcarán—contestó otro cautivo.

—¿Y á donde vamos?—replicó Rodrigo.—Vagaremos sin direccion fija antes de la noche nos habrán dado alcance.

—Ciertamente.

—Como que nos estarán buscando.

—Volvamos á Arjel y sea lo que Dios quisiere—dijeron algunos.

—Sí, sí, porque es imposible que nos escapemos de sus manos—añadieron otros.

—¿Es esa vuestra resolucion?—preguntó el poeta.

—Si—contestaron los demas.

—¿Y la esclava?

—Yo voy contigo—dijo Jaguá, señalando á Cervantes.

—¡Infeliz!—repuso este mirando compasivamente á la negra,—¡Quizás debe ser mia la responsabilidad de tu muerte!.

—La fatalidad—interrumpió la esclava, encojiéndose de hombros pon estóica indeferencia.—Estaba escrito, se lo anuncié á Zoraida...¿Qué me importa la vida sino es mia?

—Volvamos á Arjel—dijo Cervantes;—pero si mi cruel amo respeta mi vida, lo que tío creo, este contratiempo no me arredrará pura intentar otra y mil veces romper las cadenas. Tal es mi propósito, y quiero que lo sepais por si teneis los mismos ánimos que yo.

—Os ayudaremos en todo como hasta aquí—contestaron resueltamente los cautivos—y os seguiremos sin vacilar.

—Vamos, amigos—repuso el poeta;—sigamos el único camino que conocemos, el de nuestros oscuros calabozos.

A pesar del valor que las palabras de Cervantes habian infundido á sus compañeros, sintieron nuevamente apoderarse de sus corazones el temor de la muerte casi cierta á que corrian, y se estremecieron al ponerse en marcha, tomando con harta tristeza el camino que el dia anterior habian andado con tanta alegria; pero ninguno vaciló, y aun para no desanimarse los unos á los otros esforzáronse en aparentar sereno rostro. Cuanto sufrieron en aquellos momentos amargos, es inconcebible: pocas horas antes se alejaban de sus encierros y se regocijaban con la idea de la libertad, y entonces, por el contrario, acercábanse á las duras cadenas y la idea de la muerte era la que dominaba sus pensamientos. Tan repentino cambio, tan opuestas esperanzas, debian atormentarlos horriblemente, y á no ser por el ejemplo de viva fé, de constancia y de resignacion del poeta, á muchos hubiese faltado el ánimo para resolverse á volver á la ciudad, y errantes en aquella tierra desconocida, hubiesen muerto de hambre y desesperados, maldiciendo su estrella y dudando de todo como descreídos, porque cuando el esceso del dolor, mal contenido por el sufrimiento de la resignacion, hace al hombre desesperar, la fé huye del alma, y enferma la razon, débil y torcido el juicio, apodérase del pensamiento la duda que es la madre de la blasfemia.

Silenciosos y con lentitud como la nave que con viento contrario voga, caminaron los infelices cautivos, y al ver la torpeza de sus tardíos pasos y no mirar de qué parte tenian el rostro vuelto, hubiérase podido creer que les obligaban á caminar de espaldas.

El dia estaba como el anterior, sereno y puro; pero ya fuese que estaban fatigados, ya que en vez de huir del peligro se acercaban á él es lo cierto que al llegar la noche se encontraban aun á bastante distancia de la poblacion, y determinaron no seguir adelante hasta el otro dia y disfrutar algunas horas mas de libertad, puesto que la misma pena sufririan del uno ú del otro modo. ¡Dormir en el campo, sobre las piedras y con el frio y la humedad de la noche, era para aquellos desdichados la suprema felicidad!

Jaguá seguia con la misma indiferencia, sin pronunciar una palabra, sin proferir una queja á pesar de que debia sufrir mucho su espíritu y no poco su cuerpo pues la sangre comenzaba á brotar de sus pies llenos de heridas.

Algunos, por el cansancio rendidos, se durmieron profundamente, mientras que otros, entregándose á tristes meditaciones sobre la suerte que les esperaba no pudieron conciliar el sueño sino muy avanzada la noche. De estos últimos fué Cervantes que revolvió en su inquieta mente mil atrevidos proyectos por si le dejaban la vida.

CAPITULO X. De la entrevista de los cautivos con Dalí Mamí.

No abrigaba Dalí Mamí esperanza alguna de recobrar á sus cautivos, cuando despues de dos dias no habian podido dar con ellos, y semejante pérdida lo tenia de tan mal humor que no habia en la casa sirviente ni esclavo que no temiese hablarle.

Recostado en un divan pensaba el moro cuán poco acertado habia sido no separar á Cervantes de sus compañeros y tenerle encerrado dia y noche y ya llevaba mas de una hora de lamentar su falta de precaucion, cuando el turco Muhamed entró en el aposento, demostrando en su semblante la mas viva alegría.

—¿Qué sucede?—le preguntó Dalí Mamí.

Aquí están!—exclamó el turco—¡Aquí están los tres y la esclava!—

—¡Ellos!—interrumpió el moro, levantándose de su asiento.

—Sí, señor, ellos, los cautivos y Jaguá....

—¿Quién los ha traido?

—Nadie, señor, porque han vuelto, solos, voluntariamente al parecer.

—Qué vengan, Muhamed, que vengan.

—Pronto los tendrás en tu presencia, señor, porque mis disciplinas les harán andar ligeros.

—No les toques—replicó Dalí Mamí—Antes de castigarlos quiero hablarles, y si les das un solo golpe nada dirán, los conozco bien.

Salió el turco y pocos momentos despues volvió seguido de los cautivos y de Jaguá, cuyos pálidos rostros y ensangrentados piés hubieran conmovido á cualquiera otro que no fuese Dalí Mamí.

Esperaba este que el primer movimiento de los fugitivos hubiese sido arrojarse á sus plantas para demandarle perdon, pero bien pronto convencióse de que se habia equivocado, porque todos ellos quedaron inmóviles, y aun la misma Jaguá en quien las humillaciones eran una costumbre, permaneció junto á la puerta, apoyada en la pared porque sus fuerzas se habian agotado.

Pasaron algunos instantes de silencio durante los cuales el moro contuvo trabajosamente el despecho de su orgullo herido por el orgullo de los cristanos, y al fin, con voz reconcentrada y acento de profundo enojo dijo;

—¿Así os presentais delante de vuestro señor, esclavos miserables, cuando ni mereceis perdon ni aun compasion siquiera?.... ¡Doblad la rodilla, inclinad la frente!

Cervantes levantó la cabeza con tranquila dignidad, y contestó:

—Ni queremos tu perdon ni que nos compadezcas, porque ni tenemos á la muerte ni queremos inspirar lástima á quien por su cobarde ruindad nos la inspira. ¿Porqué hemos de doblar ante tí la rodilla igualándote á Dios?

—¡Esclavo!—gritó Dalí Mamí con tono amenazante.

—¡Tú lo eres mío!—replicó el poeta, clavando en el molo su mirada de águila con fijeza tal que le hizo estremecerse involuntariamente.

—¡Miserables!

—Tú eres mi esclavo porque á mi antojo exalto tu cólera mientras que tú no puedes provocar la mia. ¡Pobre y miserable criatura juguete de tus pasiones, sella el labio y muéstrate humilde porque serás mas grande reconociendo tu pequeñez que envaneciéndole con tu ilusoria grandeza!

—Me aconsejas humildad mientras que demuestras tu orgullo?—replicó el moro que sin pensar en lo que hacia entraba en discusion con un esclavo.—¿Dónde está tu grandeza?

—Ponte por un momento en mi lugar, hazme dueño de tu vida, considérame cruel y sanguinario, capaz de atropellar todos los derechos, incapaz de abrigar un sentimiento generoso ni humanitario y veremos entonces si puedes imitarme. ¿En qué consiste mi grandeza? De grande no blasono, pero ya ves como levanto serena la frente, como sonrien mis lábios cuando los tuyos maldicen y amenazan.

—Calma aparente no mas con que quiere engañarme tu orgullo, ese orgullo haraposo.

—¡Oh!—interrumpió el poeta—estos harapos qué tu generosidad me dió cubren un pecho de hombre, mientras que la seda y el oro de tu vestido abrigan un pecho de tigre, ruin, traidor y cobarde.

—¿Qué dices, miserable esclavo?

—Que eres cobarde porque insultas y provocas al indefenso. No con tanta arrogancia te presentastes frente á mí el dia en que caí en tu poder, sucumbiendo al número y á la traicion. Dame por una hora la libertad, no tengas miedo que huya, aquí me estaré, y entonces provoca mi enojo.

—¡Silencio!—replicó Dalí Mamí.—A tos esclavos no les está permitido hablar á sus señores.

—Tal deseo, callar, y si hablé fué porque tú lo hicistes preguntándome.

—¿Sabes para lo que le he mandado entrar?

—Para tener el gusto de ver á tus pies á un hidalgo español, pero no los conoces bien y por eso te has equivocado.

Convencido Dalí Mamí de que no podria vencer la firmeza de Cervantes, prosiguió sin hacer caso de sus palabras y dijo:

—Quiero saber á donde habeis ido.

—¡A dónde hemos ido! ¿Y qué te importa? De tu casa huí, buscando la libertad y llevé conmigo á otros. Hemos encontrado un inconveniente y nos hemos vuelto.

—¿Sin que nadie os obligue?....

—La traicion de un moro que nos guiaba y que nos ha abandonado porque es como todos los de vuestra raza, traidor.

—¡Un moro!.... Dime su nombre y os perdono.

—¡Que nos perdonas!—repuso el poeta con tono de desprecio.—Ya te he dicho que no queremos tu perdon.

—¿Pero, querreis vengaros del que os ha obligado á volver á vuestros encierros?

—Somos demasiado nobles para querer vengarnos.

—Eso es incomprensible—

—Para tí que no abrigas un sentimiento generoso.

—Pues bien—replicó Dalí Mamí.—si te obstinas en callar os castigaré de muerte.

—Pronuncia la sentencia.

—Quiero otorgaros una gracia á pesar de que no lo mereceis: os doy de término, hasta la noche para que digais el nombre de ese moro que os ha servido de guia, y si os negais á hacerlo asi, sufrireis la misma pena que va á sufrir ahora delante de vosotros esa vil esclava.

Jaguá tembló convulsivamente mientras que Cervantes palidecia y brillaban sus ojos estraordinariamente.

—Muhamed—prosiguió Dalí Mamí, señalando á la negra—que ahorquen á Jaguá en el jardin.

La desdichada esclava exhaló un grito ahogado y cayó de rodillas, fijando en el poeta una mirada de indefinible ternura.

Dispúsose el turco á obedecer y se acercó á la negra; pero Cervantes le detuvo, diciendo con firme resolucion:

—No cometereis tan infame atentado.

Dalí Mamí miró al poeta con asombro: semejante atrevimiento no lo esperaba, y le dejó suspenso por algunos instantes.

—¿Quién eres—dijo al fin—para oponerle á mis mandatos?

—Si ahorcan á Jaguá—repuso Cervantes—cometeré todos los escesos imaginables, hasta me arrojaré sobre tí para ahogarte entre mis manos, y al cabo tendrán que matarme.

—¿Y me amenazas con tu muerte?

—Ya que no puedo hablarte en nombre de la humanidad porque la desconoces, te amenazo con el vil interés que te domina, y estoy seguro de conseguir mi deseo porque temerás perder conmigo la crecida suma que esperas por mi rescate.

—No te matarán—replicó Dalí Mamí—te sujetarán y así....

—Me quitaré yo mismo la vida, te lo juro por Dios y por mi honor. ¿Dudas de mis juramentos?

—Te quitaré todos los medios de cumplir el que acabas de hacer.

—Pero no podrás obligarme á que coma, y moriré de hambre.

—Renunciaré á cuanto pueda valerme tu rescate.

—No renunciarás, quieres engañarme y engañarte, la codicia te domina, eres su esclavo y ni tu orgullo ni tu ira pueden sobreponerse á ella.

—Ya verás si te equivocas—replicó Dalí Mamí, que en efecto no se atrevia á llevar á cabo su sentencia si habia de perder el rescate de su cautivo.—Muhamed, lleva á Jaguá....

—Al aposento de su señora—interrumpió Cervantes—para que le imponga el castigo que tenga por conveniente, esceptuando el de quitarle la vida y el de azotarla, porque sino yo moriré.

—¡Encierra á los cautivos!—dijo Dalí Mamí con acento de rabia.—¡Enciérralos, pero que ese manco orgulloso esté separado de los demás y que no salga para nada!

—No olvides mi advertencia—repuso el poeta tranquilamente.

Y luego, volviéndose á su hermano, añadió:

—Pronto nos veremos....

—Me respondes de él con su cabeza—dijo al turco su señor.

—Entonces creo que debe contarla por perdida—replicó Cervantes.

—¡Salid, salid!

—Algún dia volveré, libre de mis cadenas, para hacerte temblar.

Muhamed condujo al poeta al sótano que ya conocen nuestros lectores y encerrándolo allí solo, llevó á una cueva no menos húmeda y oscura á Rodrigo y al capitan Meneses.

Jaguá cayó sin conocimiento al intentar salir de la habitacion: la fatiga del viaje y las violentas y encontradas emociones que habia sentido, agotaron sus fuerzas.

CAPITULO XI Lo que sucedió entre Zoraida y Juguá.

HACIA ya cerca de media hora que Jaguá habia perdido el conocimiento cuando volvió en si. Los ardores de una violenta fiebre abrasaban su cabeza y su pecho y exaltaban su imaginacion hasta el punto de producir el delirio en algunos momentos.

Zoraida habia mandado que la dejasen en su aposento, y á solas con la infeliz, esperaba ansiosa á que recobrase el uso de sus sentidos para interrogarla, no solamente sobre lo sucedido con respecto á la intentada fuga, sino tambien para aclarar las razones que Cervantes habia tenido para fingir que no comprendia la morisca lengua pues la esposa de Dalí Mamí habia sabido por casualidad que no era esto cierto. Así fué, que apenas Jaguá abrió los ojos y exhaló un suspiro, acercósele su señora y le prodigó toda clase de cuidados, haciéndole aspirar algunos perfumes, y cuando creyó que estaba en estado de hablar, le dijo:

—Jaguá anímate, escúchame....

—Agua... murmuró la negra con doliente voz—agua, que me abraso....

Zoraida se apresuró á darle su misma copa que estaba sobre una mesa.

—Gracias, sultana—dijo Jaguá;—gracias.... Se me arde la cabeza y el pecho y.... no tengo fuerzas para levantarme....

—No te muevas—repuso Zoraida—pero escúchame y contéstame....

—Perdóname, sultana—ten compasion de la pobre Jaguá—murmuró la esclava, cruzando sus manos temblorosas y ardientes—sufro mucho, y aunque soy negra, pero.... tengo corazon como vosotras las del rostro pálido y lágrima tambien....pero ahora no puedo llorar parece que me ahogo....

Y la infeliz abrió extremadamente sus vidriosos ojos y fijó en Zoraida una mirada de espanto y que revelaba el estravío que empezaba á producir la fiebre.

—Todo te lo perdonaré—repuso la esposa de Dalí Mamí;—todo si me dices la verdad á lo que voy á preguntarle....

—Pero no me hables del cautivo, sultana; no me hables de ese cautivo que encendió tu pecho, porque él es la causa de todas nuestras desdichas, porque....

—No prosigas, Jaguá, y piensa que ya debias haber pagado con la vida la traicion que me has hecho. Del cautivo quiero hablarte y tú has de decirme lo que sepas si quieres obtener tu perdon.

—¡Mi perdon!.... no lo quiero, sultana—replicó la negra que intentó levantarse, pero que volvió á caer pesadamente sobre el divan;—no quiero mi perdon porque la muerte no es para mí tan horrible como los tormentos que ahora sufro....? ¿Sabes por qué no me han ahorcado?

—Si, ya lo sé que debes la vida á un rasgo de generosidad sin igual del cautivo. ¿Y crees que ya estás libre de castigo aun cuando yo lelo imponga?

—No me comprendes, sultana: te hablaba de mis tormentos y es uno de los mas horribles el perdon que he logrado....

—La fiebre estravia su razon—dijo para sí Zoraida.

—¡Ah!....—prosiguió Jaguá—parece que me oprimen la frente y el pecho y.... tengo sed, mucha sed.

—Sosiégate, Jaguá; ya sabes lo que te he prometido si me sirves leal mente....

La negra fijó sus espantados ojos en su señora, y nada contestó.

—¿No me escuchas?—repuso Zoraida.

—Sí, sultana, te escucho porque no puedo hacer otra cosa....

—¿Y por qué no me contestas?

—Apenas puedo hablar.

—Haz un esfuerzo.... no mas que algunas palabras....

—Puesto que lo que quieres, hablaré—replico Jaguá con breve acento y como si quisiese concluir aquella conversacion á trueque de cualquier sacrificio.—Hablaré, pero no sabes lo que me atormentas.... Toma mis manos ya vés como tiemblo... Voy á morir, sultana, y tú vivirás para amarle, para ser amada de él... ¡Oh!... ¡y ni siquiera se acordará de Jaguá, de la negra!...—exclamó la infeliz con febril exaltacion y oprimiéndose la frente con fuerza convulsiva.

—¡Escúchame, Jaguá!—repuso Zoraida afanosamente—¡Escúchame un instante!....

—Ya te escucho, sultana, ya te escucho, pero antes quiero recordarte lo que ya te he dicho en otra ocasion, que el amor que tienes al cautivo ha de perderte....

—Escúchame. Jaguá, escúchame y deja tus tristes vaticinios que de nada me sirven porque es en vano que yo intente arrancar de mi pecho esta pasion que tú llamas fatal.

La negra se oprimió el pecho, exhaló un suspiro y revolvióse en el divan con muestras del mayor desasosiego.

—Dime—prosiguió Zoraida—desde cuando tramábais vuestra fuga.

—Desde el mismo dia en que se verificó.

—Mientes, esclava; era proyecto muy meditado, estábais de acuerdo con otros cautivos....

—Lo ignoro.

—Piensa en lo que dices, Jaguá y no olvides que soy dueña de tu vida.

—Sultana—replicó la negra con la ficticia energia que le daba la fiebre—no me amenaces con la muerte porque será lo mismo que prometerme acabar mis dolores, hacerme feliz.

—¿No tengo medio entonces para hacerte decir la verdad?

—Ya te la be dicho: me fuí con los cautivos porque ví que se iban, pero sin conocer sus planes, sin haber antes tenido ni aun sospecha de ellos.

—¿Y por qué—dijo Zoroida—con riesgo de la vida buscabas la libertad cuando yo te la habia prometido?

—¿Pero á qué precio?—¡Ah!....

—¿Y qué te importa? Déjame buscar mi perdicion, déjame morir, pero no me robes mis esperanzas no intentes arrancar las ilusiones de mi amor. Yo te daré la libertad, esa libertad que amas tanto y por la que has jugado la vida: volverás á tus bosques, á tu tribu....

—Eso me halagó por un instante, mientras ignoré lo que habia de costarme alcanzarlo, pero luego....

—O deliras—interrumpió Zoraida—ó algun misterio que no alcanzo me oculta el fundamento de tu estraña conducta.

—Si hay misterio no intentes descubrirlo porque te perderás.

—Lo que hay, esclava—replicó la esposa de Dalí Mamí con acento de amenazante enojo—lo que hay es una traicion infame y que pagarás como se merece. ¿Por qué, miserable, me dijistes que el cautivo no entendia otra lengua que la suya?

—¿Quieres saberlo?—contestó la negra levantándose repentinamente y mientras que sus ojos encendidos parecian brotar llamas.—¿Quieres saberlo y que acabemos de una vez?....

Pero deteniéndose y volviendo á recostarse, y cerrando los ojos mientras que apretaba los puños, prosiguió;

—El cautivo no te ama....

—¡Que no me ama!—exclamó la mora cuyas megillas palidecieron.—¿Te lo ha dicho así?

—Me dijo—repuso Jaguá, siempre esforzándose para dominarse—que fingiria no comprender tu lengua para escudarse rechazar claramente tus caricias....

—¡Mientes, esclava!—gritó la mora fuera de sí.—Mientes porque sin poder resistir ya á mis halagos iba á corresponder á ellos cuando tú llegastes.... Me ama, sus ojos me lo dijeron y tú me engañas....

—He querido evitar la perdicion.

—¡Miserable, esclava vil!—esclamó Zoraida.—¿No sabes que al intentar evitar mi perdicion buscabas la tuya?....

Jaguá rechinó los dientes, su frente se contrajo, y mientras que con mirada sombria contemplaba á su señora, le dijo:

—Tuyo será, sultana, tuyo en cuanto mis fuerzas me permitan ir de noche á sacarlo de su encierro.... mañana mismo ya que te empeñas, empero no me acuses si el logro de tus deseos te cuesta muy caro.

—Ya me has hecho traicion una vez....

—Te juro, sultana, que lo verás mañana en los brazos; pero déjame ahora, no llagas antes ninguna tentativa para sacarlo de su encierro, no confíes á nadie la llave que nos hemos procurado.... Espera un dia, un solo dia....

—Esperaré—contestó Zoraida despues de algunos instantes de meditacion;—pero si vuelves á engañarme...

—Soy tu esclava y puedes imponerme todos los castigos, vengarte á la placer.

—Y será muy horrible mi venganza—replicó la esposa de Dalí Mamí, clavando en la negra una mirada terrible.—Si desprecias la vida le haré sufrir otros tormentos.

—¡Si pudieras ver lo que hay aquí!—dijo la esclava, poniendo sobre el pecho una de sus manos y clavando las uñas como si quisiera arrancarse el corazon.—Si pudieses verlo, sultana, ó seria mucha tu compasion y te apiadarías de mi, ó estremado tu ódio y no me dajarias vivir un solo instante.

—¿Qué significan esas palabras?—preguntó Zoraida sorprendida y sin sospechar ni remotamente que su esclava era su rival.—Esplícate, Jaguá, dime cuales son esos tormentos que te hacen aborrecer la existencia, y por qué habia yo de compadecerte ó de odiarte.

Jaguá se revolvió fatigosamente en el divan sus espantados ojos despidieron miradas vacilantes, y como si no atendiese á las palabras de su señora, dijo:

—Tengo sed....se me arde la cabeza.... me ahogo.... agua....

—¿No me respondes?—le dijo Zoraida.

—Me muero.... déjame por compasion.... espera un dia y todo lo sabrás, todo.... ¡Agua, agua!

—Delira—murmuró Zoraida.—La dejaré, y esta noche, puesto que tengo la llave.... ¡Oh!.... no puedo esperar un dia....

—¡Agua!—volvió á decir Jaguá con tono suplicante.

—Mi amor no puede quedar á merced del capricho de una miserable esclava—prosiguió la mora, hablando consigo misma.

—¡Por compasion!—repuso la negra.

—¿La has tenido tú de mi?

—Mañana lo verás, será tuyo, te lo juro, pero....

—Bien, esperaré á mañana que será el dia de tus mas espantosos tormentos, si me haces traicion.

—Me ahogo.... la cabeza se me arde.... parece que me la oprimen con un martillo de hierro....

La negra exhaló un penoso suspiro, estremecióse, movió repetidamente sus secos labios, y quedó aletargada.

La esposa de Dalí Mamí la contempló por algunos momentos y como si quisiere adivinar el significado de las misteriosas palabras que habia dicho, hasta que al fin, queriendo estar sola para entregarse á sus amorosos pensamientos, llamó á dos esclavas y les mandó que llevasen á Jaguá á su lecho y que le prodigasen toda clase de cuidados, lo cual no dejó de causar alguna estrañeza porque se esperaba que le impusiesen un duro castigo.

CAPITULO XII. Loca de amor y loca de celos.

LA noche llegó, y mediada apenas seria, cuando la esposa de Dalí Mamí, que estaba sola y recostada en blandos almohadones de terciopelo carmesí recamados de oro llevó al mórbido pecho las nacaradas manos, y de sus lábios rojos y ardientes se escapó un suspiro suave, lánguido y tierno que fué á perderse entre el rico mosáico de la cóncava techumbre de la estancia. Nunca habia estado tan bella como en aquellos momentos en que sus rasgados ojos negros giraban bajo sus largas pestañas y á través de ellas despedian vivos relámpagos encendidos por la mas ardiente de las pasiones.

—¡Todo por él!—murmuró con acento que revelaba claramente que la violencia de su amor hablase hecho dueña absoluta de su razon.—¡Todo por él! ¡Un dia es un siglo!

Luego se incorporó como con intento de levantarse, pero deteniéndose inclinó la cabeza sobre el pecho y quedó pensativa por algunos instantes.

—Algo significa—dijo al fin—esa conducta misteriosa de Jaguá, y no debo fiarme del todo en ella. Arriesgado es mi intento, bien puede costar me la vida, pero como todos duermen y nadie sospecha.... Estoy decidida, no esperaré, y tal vez así podré averiguar la causa de la estraña conducta de la negra....¡Oh!.... sin duda me sigue la traicion.... No hay que perder tiempo.

Levantóse Zoraida con resolucion, miróse á un espejo, y satisfecha de sus atractivos sonrióse y tomó una lámpara que habia sobre una mesa. Entonces su corazon palpitó con desiguales y fuertes latidos, temblaron sus manos, y sus megillas palidecieron. Empero el recuerdo del cautivo acudió en su ayuda, y recobrando todo su valor, dirijióse hácia La puerta con silenciosos pasos. Su respiracion agitada levantaba su blanco pecho bajo la ropilla de seda azul que lo cubria, y colocada la diestra en él y estendido el brazo izquierdo para adelantar la luz, salió del aposento, atenta al mas leve ruido, Y examinando cuidadosamente cualquiera sombra, cualquiera objeto, pues en todas partes creia encontrar á su esposo.

Mucho tiempo tardó en atravesar algunas habitaciones y pasillos, silenciosos y solitarios todos, ya porque su marcha era lenta, ya porque á cada instante se paraba para escuchar. Poco faltó alguna vez, espantada por su misma sombra ó por uno de esos casi imperceptibles ruidos que se oyen en medie de la noche, para que la lámpara se escapase de sus manos; pero al fin, tras repetidos sustos y mal dominado miedo, llegó á la puerta del sótano donde estaba encerrado Cervantes, y su mano trémula introdujo en la cerradura la llave que llevaba prevenida para el caso.

Su corazon palpitó entonces con mas violencia que nunca, la luz huyó por un instante de sus ojos, y despues de estremecerse y de exhalar un ahogado suspiro, hizo un esfuerzo y abrió la puerta, entrando con pasos vacilantes y temerosos.

El poeta dormia profundamente sobre el monton de húmeda paja; quizás soñaba en aquel momento con el cielo cuajado de estrellas, bajo el cual habia pasado las noches anteriores, ó tal vez con sus infelices compañeros cuya suerte ignoraba, pero que no debia haber sido la mejor porque no todos, como él, podían enfrenar la cólera de sus amos con la codicia ni todos los amos eran tan codiciosos que ante la idea de perder un rescate renunciasen á castigar cruelmente á sus cautivos.

La esposa de Dalí Mamí dejó la lámpara en el suelo ¿y acercándose á Cervantes lo comtempló con todo el afan de su ardiente deseo. Sus negros y espresivos ojos brillaron como dos ascuas, y húmedos luego por la pasion, sin que se empañase el cristal de sus pupilas, quedaron fijos é inmóviles, mientras que sus lábios temblorosos se entreabrieron para dar con una sonrisa desahogo á la mas tierna, dulce y amorosa de todas las emociones. Una corriente de fuego circuló por las venas de Zoraida, y refluyendo en su corazon agitólo tan violentamente que pareció que iba á romperse en mil pedazos y á saltar del pecho. Olvidóse de todo: ni la conciencia, tal vez callada de puro espanto, le recordó sus deberes de esposa, ni el miedo, quizás respetando aquella arrebatadora belleza, se levantó con sus negras formas para hacerla retroceder.

Trascurrieron algunos instantes.

La luz de la lámpara iluminaba con sus dorados reflejos la figura inmóvil de la mora que se destacaba en el pardo color de las parederes del sótano como la aparicion de una hurí entre las tinieblas.

El poeta seguia durmiendo con el sueño tranquilo del que es dueño de su pura conciencia en vez de esclavo de sus remordimientos, Las fatigas y el quebranto de los pasados dias teníanle tan rendido que ni oyó el raido que hizo al abrirse la puerta ni se apercibió de la llegada de Zoraida.

Esta, embriagada por sus dulces pensamientos, acariciada por sus esperanzas risueñas, siguió en su contemplacion soñadora, y al cabo de largo ralo, inclinando su talle esbelto, dijo con voz dulce como los cantares de Salomon, grata como los ecos blandos de la mágica lira de Orfeo:

—Cristiano....

Cervantes abrió los ojos, contempló por un instante á Zoraida y creyó que las caprichosas visiones del sueño lo ponian delante aquella aparicion; pero al sentir en una de las suyas las ardientes y temblorosas manos de la mora, convencióse de la realidad, dejó escapar un grito de envidiable sorpresa, y levantándose como impulsado por un resorte de acero, aunque el impulso fué una palpitacion violenta y repentina de su corazon, exclamó con acento de ardiente arrebato.

—¡Zoraida!

Lo que menos valor tiene, lo que menos significa, y aun á veces lo mas ridículo, es lo que mas conmueve y halaga á los enamorados, y Zoraida, al oir su nombre pronunciado por el poeta, sintió.... no podemos esplicarlo, pero es la verdad que su razon se trastornó completamente, y que loca de amor, estrecho las manos del poeta, sentóse á su lado y dijo con acento tan seductor como el canto de las sirenas tan temidas de Telémaco:

—¡Zoraida, sí, tu Zoraida, que viene á consolarte!.»

—¿Quién te acompaña?—le dijo al poeta, acordándose de Jaguá.

—Nadie—contestó la mora.

—¿Y tu esclava?

—Duerme.

—¿Estás segura?

—Sí....¿pero qué temes de la negra?

—No es temor, sino que me parece por demas arriesgado....

—¿Qué importa arriesgar la vida—repuso Zoraida—cuando donde está el peligro se encuentra la felicidad?

—¡Ah!—exclamó Cervantes, cuyos encendidos ojos fijaron en la mora una mirada ardiente.—¡No es la felicidad la que encuentras, sino la que con tu hermosura traes, pues no hay dicha igual á la de estar á tu lado y aspirar tu aliento y que la luz de tus ojos encienda el pecho!

—¿Acaso me amas, cristiano?—dijo Zoraida con visible agitacion.

—Cuando te vi—repuso el poeta—conmovióse mi ser de tan estraño modo, que no sabré decirte si el incomparable goce de tu presencia me atormentaba ó si el tormento me hacia gozar.

—¡Y fingístes no entender mis palabras!....

—Quise evitar tu perdicion, porque si nos hubiesen sorprendido....

—¡Es que no me amas como yo á tí!....

—Olvídate, Zoraida, de esa noche fatal en que sufrí horriblemente.

—¡Olvidarme!.... ¡imposible! Su recuerdo me atormenta porque mi pasion no encontró correspondencia, pero es el recuerdo de la primera vez que te he tenido á mi lado.... ¡Cómo he de olvidar aquella noche!

—¿Tanto me amas?

—¿No te lo dice lo que acabo de hacer?.... Pero no me desprecies si ves que el recato no enfrena mi pasion; no me desprecies si en tu querida patria otra mujer mas hermosa que yo....

—No, Zoraida—interrumpió Cervantes;—solo el corazon de una madre me llora en mi perdida patria; ninguna otra mujer....

—¡Qué felicidad!—exclamó la mora.

—Tú sí tienes un esposo....

—Un amo, dirás, de cuyos caprichos odiosos soy el juguete.

—¿No lo amas?

—¡Amarlo!.... solo á tí, cristiano, solo á tí, y ojalá que tú me amases lo mismo....

—¿Lo dudas?

—Te fuistes sin acordarte que dejabas á una infeliz mujer condenada á vivir en un encierro y á fingir amor á quien solo le inspira repugnancia....

—Tenia que cumplir un deber muy sagrado: diez infelices habian puesto en mis manos su vida y su libertad, y no corresponder á su ciega confianza hubiera sido la mas negra de las iniquidades.

—¡Cuán noble y grande es tu corazon!—exclamó Zoraida.

Y abriendo estimadamente los ojos, pareció que queria absorber con sus miradas al poeta.

Este besó apasionadamente las manos perfumadas de la mora, y no acertó á decir otras palabras que,

—¡Qué hermosa eres!.... ¡Cuanto te amo!....

Desde aquel instante fué para ellos un Edén el negro sótano. Cervantes se olvidó por un momento de su patria y de su libertad, de sus amarguras y tormentos, y solo se acordó de Zoraida, mientras que ella, loca de amor, olvidóse tambien del peligro que corria.

Dulces, tan dulces como un ensueño de alegre felicidad tras una realidad de triste desdicha, fueron los momentos que en la embriaguez de su pasion sintieron deslizarse el poeta y la esposa de Dalí Mamí.

Trascurrió una hora, dos....

Al fin pensó Cervantes que era una imprudencia el que permaneciese allí por mas tiempo Zoraida, y esta pensó tambien que era preciso separarse.

—No vuelvas á esponer tan locamente tu vida—dijo el poeta.

—Ya te he dicho que nada me importa....

—Yo iré á buscarte....

—¿Y cómo?

—Déjame la llave que te ha servido para abrir.

—¿Y si alguien te encuentra al atravesar la casa?

—Mejor que tú sabré evitar el peligro.

—¿No es mas prudente que Jaguá venga á buscarle?—dijo Zoraida.

—Oculta á la negra la pasion, díle que ya me has olvidado, que estas arrepentida de lo que has hecho....

—¿Crees que nos venderá?—interrumpió Zoraida cuya frente se contrajo.

—Nó, pero....

—Esplícate, aclara ese misterio....

—Lo haré si me concedes una gracia.

—Tú puedes disponer de mí.

—¿Eres dueña de dar la libertad á tus esclavas sin que sea un inconveniente la codicia de tu esposo?

—Aunque mostrase alguna repugnancia lo conseguiria fácilmente.

—Pues ejecútalo así con Jaguá y sabrás entonces lo que ahora no comprendes.

—¿Con que es traidora?....

—Nó.

—¿Entonces?....

—Dale la libertad, aléjala de la casa y entonces pregúntame; pero entretanto compadécela.

Zoraida quedó pensativa; su curiosidad era mucha y no estaba contenta mientras no se aclarase aquel misterio. ¿Cómo habia de pensar que su esclava estaba enamorada del poeta?

Un leve roce se sintió en la puerta del sótano, y luego una sombra se deslizó tan silenciosamente como si hubiese sido un fantasma. Era una persona que á favor de la oscuridad, pues la luz de la lámpara no llegaba hasta allí, se arrastraba casi pegada al suelo como el tigre que se acerca á su presa, esperando el instante oportuno de arrojarse sobre ella.

Ni Cervantes ni Zoraida se apercibieron de semejante aparicion, pues absorto él en contemplar los hechizos de la mora, y esta queriendo adivinar el estraño misterio que la tenia tan pensativa, ni sintieron el levísimo ruido de la agitada respiracion del espia ni pudieron verlo, aunque era casi imposible, en la completa oscuridad de aquella parte del sótano.

Estaban perdidos: quien quiera que fuese el que los acechaba no habia ido para favorecerlos.

Pocos instantes pasaron.

El espía detuvo su marcha de serpiente y sus ojos brillaron como dos luces fosfóricas.

El silencio no podia ser mas absoluto.

¡Desdichados amantes! la muerte amenazaba sus cabezas; la muerte iba tal vez á separar aquellos corazones que poco antes habian latido estrechándose fuertemente el uno contra el otro, ardiendo en el mismo fuego, palpitando á impulsos de las mismas sensaciones.... ¡Infelices, y cuan pasajera habia sido su dicha!

—Vete—dijo el poeta á Zoraida.—Un solo instante puede perderte....

—No me olvides—contestó la mora.

Levantáronse: un abrazo de despedida los unió quizás por última vez, y el crujido de un ósculo amoroso resonó en la negra bóveda.

Entonces se oyó un grito agudo, desgarrador, destemplado y que lo mismo podia tomarse por el rugido de una pantera herida como por el ay postrimero y desesperado de un moribundo. El espía se revolvió en el suelo como la serpiente á que se corta un trozo de su cuerpo, y despues, levantándose por medio de un movimiento convulsivo, se lanzó hácia los amantes con los brazos abiertos y chispeantes los ojos como dos carbones encendidos. La luz de la lámpara iluminóle, y pudo entonces reconocerse á Jaguá cuyo rostro estaba horriblemente desfigurado. Sus grandes ojos, de mirada vacilante, estraviada, parecia que iban á salirse de sus órbitas, y su labio superior, levantado como el del gato cuando olfatea la caza, dejaba ver sus blanquísimos dientes que castañeteaban amenazadores como los del chacal cuando va á teñirlos con la sangre de su presa.

Cervantes y Zoraida contestaron con un grito de miedosa sorpresa y de horror al grito de Jaguá, y esta, mirándolos alternativamente, respirando con mucha dificultad y despues de un violento tartamudeo, exclamó con voz ahogada;

—¡Suyo!

Luego se oprimió el pecho sin poder respirar por algunos instantes, y soltando al fin una carcajada estridente, concluyó por una risa sardónica que causaba espanto.

El poeta y la mora, mudos de terror, no acertaron á pronunciar una palabra.

—¡Y.... se aman!...—volvió á decir la negra.

El acceso de risa convulsiva se calmó, y la infeliz, sin fuerzas ya, apoyóse en la pared. Entonces se contrajo su frente, sus ojos se revolvieron con rapidez en todas direcciones, y mientras se movian alternativamente sus dedos y cerraba y abria ó se frotaba sin concierto las manos, murmuró con sordo acento y sin fijar sus miradas en ningun punto;

—Se aman, pero.... yo los alejaré mucho, mucho.... y será mio.... ¡Le vuelve la espalda y finge que no la entiende!... ¡Já já!.... Cuidado, no os descubriré, pero os mataré—¡No entiende su lengua!

—¡Está loca!—dijo Cervantes con doloroso acento.

—¡Loca!—repitió Zoraida.

—¡Infeliz!....

La violenta y repentina sensacion que habia esperimentado Jaguá en su estado febril le habia trastornado el juicio.... ¡Estaba loca de celos!...

—Ahora lo comprendo todo—dijo la mora.—Te amaba.... Su locura nos perderá....

—Huye, Zoraida—replicó Cervantes;—aprovecha estos momentos.... Pero compadécela.

Jaguá murmuró algunas palabras mas, miró á todos lados, y soltando una carcajada se lanzó fuera del sótano con la velocidad de una centella.

—¡Dios mio!—exclamó Cervantes, elevando al cielo una mirada tierna.

Zoraida tomó con trémula mano la luz, y en estremo turbada salió, dirigiéndose á su aposento rápidamente.

Por fortuna ya habia dado al poeta la llave y este pudo cerrar la puerta del sótano, pero no al sueño sus ojos ni tampoco dar tranquilidad á su agitado espíritu. Su vida y la de Zoraida estaban pendientes de un hilo, sujetas á las irreflexivas palabras de una loca.

Pocos momentos despues de haber entrado Zoraida en su habitacion, entró tambien Jaguá en el mismo estado de enagenacion en que ya la hemos visto. La mora llamó á sus esclavas para que encerrasen á su compañera, ordenándoles que la dejasen bien guardada, y que no hiciesen caso de sus palabras.

CAPITULO XIII Se prosiguen los sucesos del anterior.

AUNQUE Jaguá era una esclava y ninguna importancia tenia en la casa de Dalí Mamí, no dejó de causar alguna impresion la noticia de que se habia vuelto loca, y á la mañana siguiente todos hablaban del suceso y se referían y comentaban las palabras que en sus momentos de exaltacion decia la negra. Afortunadamente, nada se le habia oido que pudiese comprometer á Zoraida ni á Cervantes, por mas que diesen que pensar sus claras demostraciones de que la causa de su demencia habia sido una pasion amorosa y un arrebato de celos. Habia pasado la noche en un continuado delirio, y aunque la liebre iba desapareciendo, no por eso la razon volvia á su primitivo estado.

Dalí Mamí era el que mas habia sentido la desgracia, no por compasion, sino por puro interés, porque un esclavo loco perdia todo su valor y era menester reemplazarlo haciendo un nuevo desembolso. Lo primero que se le ocurrió al inhumano moro fué mandar que ahorcasen á la esclava para evitar el gasto de mantenerla cuando de nada servia; pero Zoraida, sino muy compadecida, al menos por hacerse agradable á los ojos del poeta, se opuso á tan bárbara determinacion, y tantos fueron sus ruegos que al fin Dalí Mamí se avino á soportar el inútil gasto como el de otro cualquier capricho de su esposa. Y aunque hemos dicho que no era todo compasion en la mora, no por eso dejaba de condolerse de la desgracia de Jaguá, pues era de buen corazon, y como ya no podían atormentarla los celos, el sentimiento caritativo borró fácilmente el recuerdo de un instante de ódio mortal que habia sentido hacia la esclava al comprender la temeraria rivalidad de esta.

El aspecto de la negra era lastimosísimo. Habíanla encerrado en una apartada habitacion donde no habia mas que un miserable lecho de paja con una manta, donde á veces, rendida de fatiga se dejaba caer, para volver luego á pasear con desiguales pasos en todas direcciones. Estaba medio desnuda, y el escaso ropaje que apenas cubria sus bien dibujadas formas, hallábase roto y en el mayor desorden. Su negra y brillante cabellera trenzada otras veces con estudiado primor, caia entonces sobre su espalda y su cuello de ébano en desiguales mechones, y algunos de estos se esparcían sobre su frente. Parecia que sus ojos iban á salirse de sus órbitas; giraban con rapidez y desconcertadamente, y sus miradas, vagas y como recelosas, no se fijaban en ningun punto. Era continuo el movimiento de sus dedos, y abria y cerraba las manos como si palpase alguna cosa. Aunque poco, algo encorvaba la espalda, y tambien inclinaba la cabeza, levantándola raras veces. Una feroz curiosidad habia llevado á todos los habitantes de la casa al encierro de la esclava, y como esta se mostraba inofensiva, tomaron algunos á entretenimiento y diversion el hacerle preguntas y oiria disparatar, llegando á familiarizarse en pocas horas con la infeliz, y á convencerse de que no habia peligro en que la dejasen andar libremente pues á nadie baria mal, sino por el contrario, hablaba á todos de su amor con la mayor dulzura, diciendo sobre este punto todos los disparates imaginables que forjaba su monomanía.

No dejó de saber el poeta el resultado del triste suceso de la noche anterior pues cuando Muhamed le llevó el almuerzo y la comida, consiguió ingeniosamente hacerle hablar, y tranquilizóse algun tanto al saber que por mas que la negra hablaba, ya de su pasion ya de sus celos, solo decia _ella_. ó _la del rostro pálido,_ cuando se referia á su rival, pero sin pronunciar su verdadero nombre ni el del objeto de su amor á quien llamaba _él_, ó el de los _ojos de fuego._

Con tales noticias, sin temor de que otra nueva desgracia aumentase sus tormentos y sus cuidados, pudo Cervantes aquel dia entregarse á meditaciones sobre sus proyectos de fuga. Lo primero en que pensó fué en ponerse en comunicacion con su hermano y el capitan Meneses, lo que le seria bastante fácil, contando con el poderoso auxilio de la llave que le habia dejado Zoraida; de modo que el amor de esta que antes habia sido un obstáculo parala libertad de los cautivos, habíase trocado en favorable ayuda, sin la cual hubiera sido imposible al poeta comunicarse con su hermano y su compañero. No le fallaba mas que saber donde estaban encerrados, pero esto lo averiguaria por medio de la mora sin ningun trabajo, y aun por el mismo Muhamed podia saberlo.

Pasó aquel dia, pensando Cervantes en su libertad, soñando Zoraida con su amor y delirando Jaguá con sus celos, mientras que Dalí Mamí calculaba lo que podria costarle en el mercado otra esclava india, jóven y hermosa como Jaguá.

Llegó la noche con su oscuridad, su quietud y su silencio, y los habitantes de la casa de Dalí Mamí se recogieron á la hora de costumbre, sin que quedasen despiertas mas que tres personas; Jaguá que no podia dormir con su locura, Zoraida á quien sus amorosos delirios le hacían velar y el poeta que, como tal estaba reñido con el sueño.

A eso de la inedia noche, Cervantes se dispuso á salir de su encierro, y abriendo la puerta cuidadosamente pensó entonces que no tenia luz y que este inconveniente podia serle fatal aunque conocia bien el interior de la casa; pero como era preciso seguir adelante, decidióse á correr el nuevo riesgo, y saliendo y marchando á Lientas, siempre junto á la pared, atravesó diversos aposentos sin que le ocurriese novedad.

Mas de un cuarto de hora empleó en su lenta y peligrosa travesía, hasta que al fin un débil rayo de luz puso término á su afan dió á sus miembros mayor lijereza y mas seguridad á sus pasos, encontrándose bien pronto á la puerta del aposente de Zoraida.

El demonio y la carne son dos de los tres enemigos del alma: esta es una verdad que no ha salido de nuestro pobre magin, pero que se nos viene á la memoria, porque apenas Cervantes vió desde el umbral á Zoraida vestida y recostada descuidadamente en un ancho divan, el enemigo de la carne amenazó al espíritu con sus sonrosadas, brillantes y en estremo bonitas uñas, aunque cortantes y venenosas, y olvidándose de todo, como la noche anterior, sorprendióla con un saludo gratamente espresivo y que aunque mudo pudiera haber sido tan visto como escuchado. La contestacion de Zoraida no sabemos cual fué, pero sospechamos que usó del mismo idioma.

La rapidez con que pasaron cerca de tres horas es escusado que la digamos, ni menos que palabra por palabra repitamos las que de amor fueron de los ardientes labios á los afanosos oídos: bastará decir á nuestros lectores que fueron tres horas como tres minutos, pero de tan dulcísimo encanto, que para despedirse los amantes, les faltaba lengua, y para separarse, ocasion, Pero como habian ele hacerlo forzosamente pasaron del amor á tratar de otros asuntos, y Zoraida dijo al poeta el lugar donde su hermano y Meneses estaban, pues disimuladamente lo habia preguntado por lo que de interesante tenia para ella cuanto mas ó menos directamente se relacionaba con el objeto de su carillo. Luego prometió la mora á Cervantes tenerle la siguiente noche prevenida una linterna y lo necesario para encenderla, y muy satisfecho nuestro cautivo, separóse al fin de Zoraida, despues de recomendarle que mirase á Jaguá con compasion y que procurase endulzar los tormentos de su triste estado.

El encierro de Rodrigo y de Meneses estaba muy cerca del de Cervantes, por cuya razon este quiso aprovechar aquella noche para hablar con su hermano y saber la suerte que le habia cabido despues de su separacion.

Con la misma lentitud, cuidado y precauciones que antes, dirigióse el poeta al sótano donde estaba Rodrigo y el capitan, y llegando acercóse á la puerta, escuchó y solo oyó el ruido leve que hasta allí llegaba de la respiracion de los cautivos que dormían á pierna suelta.

—Desgracia será—dijo para sí Cervantes—que no despierten aunque el veterano tiene el sueño ligero.

Luego dió con el puño dos ó tres golpes en la puerta, que en medio del silencio y de la oscuridad hubiéralos tomado un espíritu supersticioso por el llamamiento de un ánima en pena que iba desde el purgatorio á pedir misas ú oraciones. Pero los cautivos no despertaron.

—Será chasco pesado—repuso el poda—tener que volverme sin hablarles.»

Y repitió los golpes con mas fuerza, escuchando luego con toda su atencion.

—¿Es ya de dia?—dijeron desde adentro con soñolienta voz.

—¡Ya ha despertado Meneses!—murmuró Cervantes, estremeciéndose de alegria.

Echóse entonces al suelo, y poniendo la boca en el hueco que habia entre este y la puerta, dijo:

—Acercaos, soy yo, Miguel.

Oyóse un murmullo es la parte de adentro, despues el ruido de pasos, y por último el de la voz de los dos cautivos tras la puerta.

—¿Estais ahí yá?—repitió Cervantes.

—¿Cómo es que andas por la casa á estas horas?—le preguntó Rodrigo con tono de admiracion.—¿Qué ocurre?

—Ya os lo diré otro dia, que no es esta ocasion de entablar tales coloquios—respondió el poeta.—Lo que importa es que sepais que tengo una llave para abrir la puerta de mi encierro y que esteis prevenidos todas las noches porque vendré para que hablemos.

—¡Loado sea Dios!—exclamó Meneses.

—Decidme—añadió Cervantes—lo que ha sido de vosotros.

—Nos han mandado al trabajo como siempre.

—¿Y nuestros compañeros?

—Al sargento Navarrete le han dado cien palos.

—¡Vive Dios!—exclamó el poeta.

—Y al desdichado Ferrer lo han ahorcado.

—¡Ah!

—Y han cortado una oreja al alférez Rios.

—¡Los vengaremos, hermano, los vengaremos I—dijo Cervantes por cuya frente corria frio y copioso sudor.

—Los demás han sufrido tambien castigos, aunque de poca importancia, como son ayuno de algunos dias y aumento de horas de trabajo ú argollas y cadenas de mas peso que las que antes llevaban.

—Infundidles ánimo, decidles que trabajo por nuestra libertad y que ahora tenemos mas probabilidades que nunca de alcanzarla.

—Eres incansable, hermano.

—Cumplo con mi deber.

—Pero ten prudencia porque si llegan á sorprenderte en una de estas salidas no habrá compasion.

—Ciertamente, pero es necesario arrostrar el peligro.

—¿Y Zoraida?

—Loca de amor.

—¿La amas?

—Con los ojos, porque es en estreñid hermosa, pero no con el corazon porque no me deja el amor á nuestra familia y nuestra patria.

—¿Ya sabes que Jaguá?....

—Loca de celos ¡Infeliz!

—Si se descubriese....

—Os dejo—interrumpió Cervantes—porque está cerca la mañana y tengo que volver á mi encierro.

—Dios te proteja y te recompense tu generosa abnegacion.

—Dios me dé fuerzas para cumplir mis sagrados deberes—dijo el poeta.

Y despidiéndose de su hermano y de su amigo, dirijióse á su negra prision donde se encerró pensativo y fatigado.

El sueño cerró sus ojos mientras que su inquieta y fecunda imaginacion concibió mil proyectos de inmensa trascendencia y que parecian hijos de la falla de razon cuando lo eran de un atrevimiento sin igual.

Alumbró el sol y los habitantes de la casa se pusieron en movimiento, pero nadie observó cosa alguna que pudiese hacer sospechar lo sucedido en la pasada noche.

CAPITULO XIV. Cómo Cervantes daba los consuelos de que él necesitaba.

TRASCURRIERON algunos dias, durante los cuales el poeta siguió haciendo sus nocturnas escapatorias, visitando á Zoraida y comunicándose con su hermano y el capitan, quienes se ponian de acuerdo con otros muchos cautivos para llevar á cabo una nueva fuga. Muchos planes se habian trazado ya y muchos desechado al encontrar insuperables inconvenientes, pero no por esto desmayaban, sino que al contrario aumentábanse sus deseos de verse libres y su perseverancia en poner los medios para conseguirlo.

Do Jaguá apenas se ocupaba ya nadie: dejábanla andar libremente por la casa que recorria casi siempre silenciosamente ó hablando consigo misma, y muchas veces pasaba horas enteras sentada junto á la fuente del jardin donde declaró á Cervantes su amor, ó en la puerta del sótano donde estaba encerrado. Esto era muy significativo para Zoraida pera ningun valor tenia para los demás que lo atribuían á una de tantas manías de su locura. Por dias, puede decirse, ¡ha la infeliz esclava perdiendo sus carnes y su belleza; habia enflaquecido mucho y sus bien dibujadas facciones estaban muy desfiguradas.

Como de costumbre, la noche en que estamos, despues de la acostumbrada visita á la mora, llegó Cervantes á la puerta del encierro de Rodrigo y del capitan, y llamándolos, acu16eron estos en seguida.

—¿Teneis—les preguntó el poeta—alguna noticia que comunicarme?

—Una que no dejará de alegrarte—le contestó Rodrigo—porque es la de la libertad de uno de nuestros infelices compañeros.

—¿Quién?

—El alférez Castañeda.

—Bien has dicho, hermano, que la nueva era de gozo para mí. Díme como ha sido tan feliz suceso, pues ya sabes que Castañeda es uno de mis mejores amigos.

—Se ha rescatado.

—¿Pero cómo si ayer?....

—Nada sabia.

—¿Entonces?....

—Esta mañana ha desembarcado el portador del dinero y una carta de su lio, y tanta prisa se ha dado el buen Castañeda á terminar el ajuste, que antes que se pusiese el sol estaba ya en libertad y nos abrazaba llorando de alegria y ofreciéndonos cuanto le ha sobrado del rescate aunque poco ha sido, pues su amo no ha querido bajar una dobla de trescientos cincuenta escudos.

—;Una víctima menos!—¡exclamó el poeta con indefinible gozo,—¡Gracias, Dios mio!

—Seguro estoy—repuso Rodrigo—de que si hubiese podido obtener su rescate por cantidad menor, hubiese empleado el resto de su caudal en volver á su patria á otro desdichado; pero no le quedan mas que cincuenta escudos.

—Tiene un corazon muy noble.

—De ello ha dado muchas pruebas.

—¿Y cuándo se vá?

—Probablemente dentro de tres dias en compañia de unos mercaderes catalanes.

—¿Os ha dicho si mañana irá á veros?

—Si.

—Quisiera darle un abrazo.

—Lo mismo desea él, y vendrá para rogar á Dalí Mamí que le permita verte.

—Que no deje de hacerlo.

—Además me ha prometido encargarse de llevar cartas nuestras.

—¡Cartas!—murmuró Cervantes tristemente.—¡Cartas que abrirán nuevas heridas en el corazon de nuestros padres y de nuestra hermana!

—Siquiera sabrán que estamos vivos.

—Es verdad....

—Y creo que no debemos ocultarles nuestra situacion y lo que nos ha sucedido últimamente en nuestra intentada fuga.

—No soy de tú opinion, hermano: creo que solo debemos hacerles saber que existimos aun y que tenemos muy fundadas esperanzas de alcanzar nuestra libertad, ocultándoles lo que sufrimos.

—No, porque con razon se quejarían de nuestra reserva.

—¿Y no piensas que si les pintamos nuestra situacion con sus verdaderos colores, por sacarnos de ella liarán sacrificios que los dejarán en el mas triste y miserable estado?

—Ciertamente, pero como añadiremos que estamos á punto de vernos libres....

—Obra como mejor te parezca, Rodrigo porque no quiero tener que arrepentirme de haberte dado un consejo desacertado en mi carta procuraré infundirles ánimo y resignacion, hacerles concebir esperanzas consoladoras y nada mas.

—Yo me encargo del resto: déjame una vez obrar á mi antojo, que ya verás como se tocan buenos resultados.

—Bien, prepara mañana á Dalí Mamí y díle que dé órden para que me permitan escribir y ver á Castañeda, porque yo no puedo darme por entendido.

—Así lo haré.

—Ahora dime lo demás que ocurra con respecto á nuestros planes.

—Nada porque Navarrete no vió ayer al renegado.

—¿Tenemos, pues, que esperar á mañana?

—Forzosamente.

—Díle que á falta de la escala que es casi imposible procurarse, que no pierda la ocasion de hacerse con una cuerda que tú podrás traerme liada al cuerpo y darme por debajo de la puerta.

—Bien, hermano.

—No tengo que decirte nada hasta ver lo que resulta de la entrevista de Navarrete con el renegado, y si este encuentra medio de salvar la dificultad que ocurre.

—Lo dudo.

—Os dejo que es hora muy avanzada—dijo Cervantes.

Y luego volvió á su encierro, apagó la linterna de que ya le habia provisto Zoraida, y escondiéndola entre la paja que le servia de lecho, se acostó.

Dalí Mamí accedió á la peticion de Rodrigo porque podia dar por resultado el precio de los rescates de ambos hermanos, y aquella misma mañana sacaron á Cervantes de su encierro y le facilitaron lo necesario para escribir.

La carta del poeta, mas que amargas quejas de su triste suerte, contenia las mas consoladoras palabras, concluyendo por decir á su padre que, salvo lo que Dios dispusiese, muy pronto lo abrazaria porque los preparativos de su fuga estaban muy adelantados. Encarecíale tambien que no hiciese ningun sacrificio para rescatarlo, pues no era razonable empeñar la mezquina hacienda que les daba el sustento para alcanzar lo que estaba á punto de conseguir tan fácil y prontamente.

Rodrigo, que tambien escribió ocupóse por el contrario de pintar con los mas vivos colores su desdichada situacion, los peligros que habian corrido al intentar la fuga y los que aun tenian que correr. Esto debia herir vivamente el corazon de sus padres por mas que á la vez les dijese que tenian fundadas esperanzas de alcanzarla libertad, mucho mas si esto habia de ser esponiendo la vida.

Apenas habia concluido Cervantes de escribir su tiernísima carta, llegó el alférez Castañeda.

Era este un jóven que apenas tenia veinte y ocho años, de noble presencia y de rostro de franca y alegre espresion.

Amistosa y estrechamente se abrazaron apenas se vieron, y sentándose comenzaron á hablar como antiguos conocidos que eran, pues antes del cautiverio ya habian tenido frecuente trajo en el ejército.

—Aquí me teneis—dijo Castañeda—hecho otra vez hombre pues tal no he sido mientras me han tratado como á un perro. ¡Pluguiese á Dios que vos pudiéseis dicirme otro tanto!

—Ya llegará el dia mi buen amigo—contestó Cervantes;—y bien sabe el cielo que la libertad que habeis alcanzado me ha dado tanto gozo como si fuese la mia.

—Lo creo de vos que no digo por mí, sino por el mas desconocido de nuestros desdichados compañeros arriesgais constantemente la vida y no pensais en vos mismo mas que en ellos.

—Es mi deber.

—Es vuestra generosidad, vuestra nobleza...

—Dejemos eso aparte y hablemos de lo que nos importa al presente.

—Como os plazca.

—Ya os habrá dicho Rodrigo que necesitamos de vuestra amistad.

—Deseo pagaros lo que os debo. Decid lo que quereis y estad seguro de que todo cuanto sea necesario haré por dejaros complacido.

—Gracias, amigo mió—replicó Cervantes, estrechando la mano á Castañeda.—Se trata de que os encargueis de hacer llegar á mi padre las cartas que os daremos, pues como ireis á Madrid, fácil os será remitírselas por conducto seguro.

—¡Remitírselas!—dijo Castañeda.—No, mi buen amigo: yo mismo iré á Alcalá en cuanto dé un abrazo á mi tio pues por mucho que digais en las carias no quedará satisfecho vuestro padre si no se le dan explicaciones á las mil preguntas y dudas que se le ocurrirán.

—No me hubiera atrevido á pediros tanto, pero ya que os ofreceis, ese es mi deseo.

—Que nada me costará cumplir.

—Pues bien, una vez que tanta es vuestra bondad, voy á deciros cómo habeis de hablar de nosotros á nuestra familia, porque si no os lo advirtiese, de seguro el interés de vuestra amistad baria lo que evitar quiero á toda costa.

—Esplicaos pues, que vuestras advertencias serán seguramente dignas de tenerse en cuenta.

—Mi familia—repuso el poeta—vive, como ya os tengo dicho, de un escaso patrimonio que apenas le produce lo suficiente para sostenerse con decencia; pero el cariño de mi padre hácia sus hijos es tal, que para atender á nuestras necesidades y al modesto dote de nuestra hermana, ha llevado una vida de privaciones, que le han impuesto muchos sacrificios. Conozco bien su noble corazon y el tierno sin igual de mi buena madre—añadió el poeta cuyos ojos se humedecieron—y estoy cierto de que si á comprender llegasen todas las miserables desdichas de nuestra suerte y lo comprometida que está nuestra existencia aquí, y lo insegura, lejanas y casi ilusorias que son las probabilidades que tenemos de alcanzar la libertad, seguro estoy, repito, que á comprenderlo así, darian el escaso pan de su sustento, se quedarían reducidos á la última de las miserias por lograr nuestro rescate. Esto, como imaginareis, no puedo consentirlo porque á ello se oponen mis sentimientos de cariño y gratitud filial, mi razon y mi deber; no quiero que mis padres, tras una vida de sacrificios y privaciones, se vean reducidos en su vejez al tristísimo estado de carecer del preciso sustento, de tener quizás que implorar humildemente la caridad de los opulentos que les volverían la espalda y los mirarían con desprecio, y si le daban una limosna seria para alejarlos, porque la miseria entristece y los ricos no quieren amargar la dulzura de sus goces tomando parte en las agenas desgracias.... ¡Oh!...

Cervantes no pudo proseguir; ahogábalo una dolorosísima emocion, mientras que dos gruesas lágrimas corrían por sus megillas.

—¿A dónde vais á parar—dijo Castañeda conmovido—con tan tristes y exageradas suposiciones?

—A la verdad, amigo mió—repuso Cervantes, procurando dominar su emocion.—Soy muy jóven aun, pero tengo bastante esperiencia y creo conocer el corazon humano. Perdonad si cuando empezais á ser feliz, despues de muchos padecimientos, turbo vuestra alegria con mis dolorosas reflexiones.

—Me haceis una ofensa creyendo—

—Sé que no os pesa llorar conmigo, pero yo abuso haciéndoos llorar en vez de evitarlo.

—Mas me atormentais creyéndolo asi....

—Como os digo—prosiguió Cervantes—es imposible que yo consienta en ser la causa de la desgracia de mi familia; antes prefiero morir, estar cien años en mi calabozo, sufriendo el indigno y humillante trato que me dan.

—¡Noble corazon!—exclamó Castañeda, abrazando á su amigo.—¡Cuánta abnegacion!.... Sois esclavo de vuestros deberes, y....

—Encadenado á ellos me será imposible correr tras la fortuna ni alcanzarla; pero podré mirar con desprecio á los que desprecien mi pobreza.... Perdonadme esta vanidosa debilidad, única que el pobre honrado puede tener en cambio de las muchas miserias con que se envanecen los poderosos.

Una amarga sonrisa vagó en los labios del poeta, y luego prosiguió:

—Mi hermano, que es bueno, pero que no tiene el valor de una resignacion constante, lo cual suele producir el egoísmo, pintará en su carta á nuestro padre todo lo penoso y horrible de nuestra situacion. Yo no he querido insistir para convencerle de lo mal que en ello hacia, porque no sabemos lo que está por suceder, y consejos que pueden llegar á pesarme no quiero darlos, Pero es lo cierto que si solo á su carta atiende mi padre, sucederá lo que tanto temo, que empeñará ó malvenderá su patrimonio. Puesto ya como estais al corriente de mis deseos sobre este punto, el favor que de vos espero es que hábilmente borreis la impresion dolorosa que causará á mi padre el relato de nuestras desgracias, y haciéndole ver que para nuestra fuga tenemos seguros medios, procureis evitar su ruina.

—Grave es la responsabilidad del encargo que me haceis—dijo Castañeda despues de algunos momentos de reflexión—pues si por evitar una desgracia sucede otra, tendré que acusarme al menos de una torpe condescendencia.

—Vos no haceis en esto mas que cumplir un encargo, y en manera alguna sois responsable de los resultados que dé.

—Aquí de vuestros consejos que no quereis dar cuando pueden pesaros.

—En eso tendria que obrar por mi propia cuenta, pero no así vos ejecutando lo que os dicen.

—Vuestro fin—replicó Castañeda—no puede ser mas digno de alabanza, pero tened entendido que es exagerar vuestro noble deseo....

—¡Exagerar el querer que mi virtuosa y desgraciada familia no quede sumida en lo mas horrible de las miserias!.... No, amigo mio, esto es cumplir con un deber el mas sagrado de todos, porque despues de Dios están mis padres y yo despues de ellos. Tenedlo entendido y ya sabeis que en mis resoluciones soy firme, no levantaré mi felicidad sobre la desgracia de mi familia, y ni el deseo de verme entre ella, ni el de ser dueño de mi libertad, serán bastante para que yo acepte el sacrificio que por nosotros estarán dispuestos á hacer cuando conozcan en toda su estension lo horrible de nuestra suerte. Ayudadme en esta buena obra—prosiguió Cervantes con tono de tierna súplica;—ayudadme á evitar que dos ancianos cuya larga vida ha sido un continuado ejemplo de rara virtud, encuentren por término á sus afanes, por recompensa á sus sacrificios y á su honradez la miseria y el hambre, las humillaciones y la amargura sin igual de los desengaños.... ¡El hambre!—exclamó el poeta, estremeciéndose de espanto—¡El hambre á la vejez!.... ¡Esto es horrible! ¡El hambre y las humillaciones, doblar ante el vicio una frente pura y la cabeza cubierta de canas venerables!.... ¡Oh!.... ¡Jamás, jamás! ¡Yo no puedo aceptar sacrificio semejante!

El cautivo apoyó los codos en las rodillas y ocultó el rostro entre sus manos agitadas convulsivamente.

Hubo algunos momentos de silencio que Castañeda no se atrevió á romper porque no encontraba razones que dar contra sentimientos tan nobles y generosos como los del poeta.

Este sufria mucho en aquellos momentos: á su memoria se habian agolpado todos los recuerdos de su infancia y los de rara ternura de sus padres, acudiendo á su imaginacion ideas en estremo atormentadoras para su alma sensible.

—Mi buen amigo—dijo al fin el alférez—cumpliré con vuestro encargo, pero si no se consigue vuestro deseo, no sospecheis que he desempeñado mi papel tibia y flojamente.

—Mu basta vuestra promesa, pues no me la liaríais sino tuviéseis intencion de hacer todo lo posible para dejarme servido.

—Estad seguro de ello.

—Tomad la carta—dijo Cervantes, entregando á Castañeda el papel, tesoro de ternura y consuelo.—Dios os ilumine....

—Dios recompense vuestras virtudes.

—A mi madre—repuso el poeta que no pudo contener el llanto—á mi madre besadla por mi como yo la besaría, y estrechad entre vuestros brazos á mi padre y á mi hermana y decidles.... decidles que me habeis visto llorar por ellos.

Abrazáronse ambos amigos y ambos derramaron lágrimas de la mas dolorosa ternura.

Al fin se separaron.

—¡Va á verlos.... A respirar el aire de mi patria.... y es libre!—murmuró Cervantes con ahogado acento cuando se hubo alejado su amigo.

CAPITULO XV. De Arjel á España.

MIENTRAS Cervantes continúa poniendo en juego su incansable actividad para conseguir su fuga y la de otros muchos cautivos, referiremos aunque muy ligeramente, lo que sucedió á Castañeda y el resultado que dieron las cartas de que era portador para el padre del poeta.

Cuando el alférez desembarcó en Valencia fué acometido de una peligrosa enfermedad que lo tuvo postrado mas de tres meses, de tal modo que apenas podia darse cuenta de que existia. Como era consiguiente, quedó tan debilitado, que no tuvo fuerzas para ponerse en camino, ni tampoco si quisiera intentarlo se lo hubiesen permitido los que cuidaban de su salud. Esta desgracia no le dejó cumplir su encargo, y aunque pensó mandar las cartas, no lo hizo tampoco por miedo de que sucediese lo que tanto temia su amigo si él no se hallaba presente para procurar evitarlo. Así, pues, creyó preferible esperar, y cuando estuvo en estado de emprender su marcha, es decir, unos siete meses despues de su salida de Arjel, dirijióse á Madrid con la celeridad que le permitia su quebrantada salud y el lento paso de la perezosa muia de un arriero con quien arregló su viaje, pues hacerlo á caballo y con un escudero no se lo permitían sus escasos recursos, ni mucho menos en un coche ó litera, reservados entonces para la crecida fortuna de los opulentos. El camino de Valencia á Madrid no lo andaba en aquella época ningun arriero en menos de diez ó doce dias, y esto contando con que no lo detuviese un temporal; de manera que con el tiempo que el alférez invirtió en su caminata y con el que en la córte hubo de detenerse al lado de su tío, resultó que las cartas de los cautivos no llegaron á manos de sil padre sino muy cerca de un año despues de haberse escrito.

Cervantes no se habia equivocado: la carta de Rodrigo produjo tal efecto en el ánimo de su padre, que todos los esfuerzos de Castañeda fueron vanos para convencerle de que debia esperar algun tiempo antes de empeñar sus escasos bienes.

El alférez llegó á Alcalá de llenares una tarde de diciembre, fria y nebulosa, y apenas en una posada hubo dejado su cabalgadura y se hubo limpiado sus vestidos, dejando para despues el tomar alimento, encaminóse á la casa del hidalgo Rodrigo de Cervantes, situada en la que es hoy huerta de los Capuchinos, y de la que no quedan otros restos que una pared y una puerta tapiada. El edificio era de poca estension y pobre aspecto, y lo mismo que su sencillo esterior, su interior daba claros indicios de la pobreza de sus habitantes por la escasez y antigüedad dé sus muebles y adornos.

Apenas Castañeda se hubo anunciado, por medio de una anciana criada que le abrió la puerta, diciendo que habia llegado de Arjel, cuando los padres y la hermana de los cautivos le salieron al encuentro á la escalera, y olvidándose de su natural cortesía, sin esperará otros cumplimientos preguntáronle todos á la vez:

—¿Los habeis visto?

—Sí—contestó el alférez, pasando adelante.

El aposento en donde entraron era un salon cuadrilongo Y de elevado techo formado por vigas gruesas de color oscuro. Componíase el mueblaje de algunos sillones de nogal con asiento de cuero de vaca y tachonados con grandes clavos de cobre, unas cuantas sillas de pino pintadas de azul y dos mesas, la una de encina cubierta con un paño verde, masque nuevo, cuidadosamente conservado, y la otra de nogal con pies en forma de columnas salomónicas Y dos barrotes de hierro torneados que se cruzaban desde los travesaños de estos al tablero cuya parte superior estaba incrustada primorosamente de marfil nácar y concha. Esta mesa, no de escaso valor por el raro trabajo del mosáico, se conservaba como una reliquia de familia. En una de las paredes, la que estaba frente á la que formaba parte de la esterior del edificio y en la que habia un balcon, veíanse tres cuadros de lienzo pintados al óleo con molduras talladas y doradas, y como de unos tres á cuatro pies de largo y de proporcionada anchura. El que estaba colocado en medio lo llenaba el árbol genealógico de la familia que principiaba con el nombre del gran Alfonso Nuño, alcaide de Toledo y seguia luego con otros muy celebrados é ilustres, viéndose entre los de una de sus ramas el de doña Juana Enriquez de Córdova y Ayala, segunda muger del rey don Juan II. Los otros dos lienzos eran los retratos de Juan de Cervantes, corregidor de Osuna padre de Rodrigo y abuelo de nuestro inmortal poeta, y el otro de su esposa.

El padre de nuestros cautivos no tendria mas de cincuenta y cinco años, pero los pesares habian encanecido sus cabellos y surcado de arrugas su frente. Su esposa, doña Leonor de Cortinas era mas jóven y aun aparentaba menos edad de la que realmente tenia, conservando todavia no poco de su belleza juvenil y de su frescura, por ese privilegio que la naturaleza concede á algunas mujeres de no marcar su rostro con el sello de la vejez año por año sino en un solo dia como si repentinamente pasasen de la juventud á la ancianidad.

Andrea, la hermana de Cervantes, era mayor que este, y habia heredado de so madre la hermosura y gracia y de su padre el noble porte que tanto lo distinguía.

Dados á conocer estos personajes, y volviendo á reanudar el cortado hilo de nuestra narracion, diremos, que padres é hija dieron apenas lugar al alférez para tomar asiento y comenzaron á hacerle repetidas preguntas sin dejarle tiempo á responder una palabra.

Castañeda, sin oídos bastantes para escuchar y sin ocasion para esplicarse, por toda contestacion sacó las cartas que puso en manos de Cervantes, y que otras cuatro manos las hubiesen cogido si el hidalgo no las apretara entre las suyas, temblorosas y ardientes con afanosa precipitacion.

—Perdonad la descortesía—dijo el anciano á Castañeda;—voy á leer....

—Hacedlo en voz alta—interrumpió el alférez—para satisfacer el afan de vuestra esposa y de vuestra hija: su contenido no es para mí un secreto.

La lectura dió principio por la carta del poeta, cuyas palabras de ternura y consuelo hicieron correr en abundancia el llanto por las mejillas de los circunstantes. No habia frase que no diese la mas cabal idea de cuanto valia el corazon que la habia sentido; ni una sola queja se habia escapado, ni el mas lijero detalle del duro trato que sufria el infeliz cautivo; todo eran consuelos consuelos cuando tanto los habia menester el que así los prodigaba.

—¡Alma noble y generosa!—exclamó el anciano á la vez que besaba el papel y lo regaba con su llanto.

—¡Hijo de;mis entrañas!—dijo doña Leonor con acento ahogado y estrechando contra su seno palpitante á su hija Andrea.

Algunos momentos de silencio pasaron, indispensables para que recobrasen el aliento aquellas tres personas y luego el hidalgo, con trémula voz, comenzó á leer la carta de Rodrigo.

Esta, como ya hemos dicho á nuestros lectores, era un relato tristísimo de la mas triste vida que llevaban en su duro cautiverio los dos hermanos, y cada frase, cada palabra clavábase en el corazon de aquellas tres personas como la punta de un puñal.

—¡Oh!—exclamó el anciano al concluir la lectura y mientras que la carta se escapaba de sus manos—¡Qué horrible suerte la de mis desdichados hijos!.... ¡Dios mio!....

—Ya conoceis—dijo Castañeda—el carácter impresionable de Rodrigo, y por consiguiente, me creereis si os digo que hay alguna exageracion en la tristísima pintura que hace de sus desgracias. Lo mismo que te cuenta, dicho con mas sencillez no os pareceria tan malo. Sobre todo, puedo aseguraros que tienen de manera dispuestas las cosas para su fuga, que no lardareis mucho en verlos.

—¡Verlos! repitió el hidalgo, moviendo la cabeza tristemente y con aire de duda.—Consuelos son los que quereis darme, inspirados por la generosidad de mi hijo Miguel, poro la verdad la dice Rodrigo.

—Sí esa es la verdad—dijo doña Leonor:—Miguel nos engaña....

—¡Noble engaño!—repuso el padre del poeta.

—Yo os daré razones que os convencerán—replicó el alférez—y entonces....

—Decidme—interrumpió el anelado—cómo es que ya no están aquí cuando su fuga debia verificarse á los pocos dias de vuestra partida. Hace muy cerca de un año que se escribieron estas cartas, y el trascurso de tanto tiempo es bastante á convencerme de una de dos cosas bien tristes, ó de que han perecido en su empresa, ó de que ya no pueden llevarla á cabo.

—Eso decís—replicó Castañeda—porque no conoceis aquello....

—Lo que sé y esto es muy positivo, es que mis hijos, sino han muerto, tienen la vida á merced del capricho de un bárbaro y que sufren peor trato, que las bestias. Pero yo los salvaré ya no dejaré pasar un solo dia con esperanzas vanas.

—Sí sí, dijo doña Leonor;—aun cuando tengamos que implorar la caridad como el último de los mendigos....

—No os dejeis arrebatar por los impulsos de vuestro corazon, porque tal vez mientras sacrificais vuestra fortuna ellos boguen libres hacia las costas de nuestra patria.

—Mi hijo Migue!—repuso el anciano—os ha encomendado sin duda una mision harto delicada y la que no podreis cumplir á medida de sus deseos porque ya nada me detendrá para hacer el último de los sacrificios.

—Es que no pensais—replicó el alférez, esforzándose por convencer al hidalgo—no pensais que por hacer á vuestros hijos un bien vais á causarles un mal. Y digo esto porque presumo que intentais recurrir al estremo de empeñar ó vender vuestra escasa hacienda, es decir, lo que algun dia será su único sustento.

—¿De qué les sirve esa hacienda si antes de heredarla morirán en el cautiverio? Alcancen su libertad, y siendo honrados y laboriosos, no les faltará con que vivir siquiera modestamente.

—¡Mis hijos, yo quiero á mis hijos! exclamó daña Leonor.

—Pero...

—En vano os causareis—dijo el anciano—si aun intentais hacerme desistir de mi determinacion.

Era tan firme el tono de resolucion del padre del poeta, que el alférez se convenció de que nada adelantaría: y como tampoco defendia una opinion que estuviese de acuerdo con la suya hubo de guardar embarazoso silencio meditando de qué manera podria convencer al afligido padre. Pero este, sin darle tiempo á pensar mas, le dijo:

—¿Cuando pensais volveros á Madrid?

—Mañana bien temprano, á menos que pueda serviros.

—Iré con vos.

—¿Es decir?....

—No os es forceis; os repito que nada me hará desistir de mi resolucion.... ¡Quiera el cielo que no sea tarde y vano mi sacrificio!.... Estoy muy cerca del sepulcro, amigo mio, porque hay dolores que matan mas que los años, y ya no tengo mas anhelo que abrazará mis hijos, bendecirlos en mi hora postrera y que cierren mis ojos.... Aun sin perder un dia tal vez no pueda conseguirlo.

Doña Leonor y Andrea daban al llanto libre curso sin poder articular una palabra, y el anciano enjugó tambien con su mano temblorosa una lágrima del mas intenso dolor. Mucho sufrían los desdichados: atormentábanlos las ideas mas desconsoladoras porque no veian sino un porvenir tristísimo, la miseria, los desengaños y la muerte por término á tantos dolores.

—Señor Castañeda—dijo el anciano, variando de conversacion para distraer á su esposa y á su hija—espero que honrareis nuestra pobre casa pasando en ella la noche.

—Ya tengo alojamiento y…

—No me agradezcais el ofrecimiento porque hay en él mucho egoísmo: quiero qué hablemos de Arjel, haceros muchas preguntas, y si nos acompañais á cenar tendré ocasion de molestaros. Irán á buscar vuestra cabalgadura que se acomodará en la cuadra con mi muía, y mañana, despues de almorzar, emprenderemos nuestro camino.

Castañeda no pudo resistirá tan cortés ofrecimiento, y lo aceptó pensando tambien que era un consuelo para aquellos infelices padres el hablarles de sus hijos aun cuándo solo tuviese que referir cosas muy tristes.

CAPITULO XVI. ADe la primer visita que el Sr. Rodrigo de Cervantes hizo en la córte.

LA siguiente mañana muy temprano, Cervantes y Castañeda salieron de Alcalá, y á buen paso tomaron el camino de la corte, aquel, caballero en una muia de paso corpulenta y de negro pelo, y este en un cuartago perezoso y espantadizo que habia alquilado para su viaje.

Llevaba el señor Rodrigo por todas provisiones y recursos, un legajo de papeles que lo componian las escrituras de sus bienes, y seis escudos y dos reales en uno de los bolsillos de sus gregüescos de paño verde.

La mañana estaba fria y húmeda, como mañana de diciembre, y los viajeros, embozados hasta los ojos, caminaban triste y silenciosamente. El carácter alegre y festivo de Castañeda era proverbial entre sus amigos pero no lo demostraba entonces porque iba muy preocupado con los recuerdos del dia anterior y con el pesar de no poder ofrecer al afligido padre ningun género de ayuda. El buen alférez nada poseia mas que su tizona por cierto bien temible, y si no le faltaba el preciso sustento, debíalo á la generosidad de un tio solteron y estravagante á quien tenia que pagar sus favores con paciencia y exagerada sumision.

Como nada de particular ocurrió en el camino á los viajeros, evitaremos al lector la molestia de seguirlos paso ti paso, y nos trasladaremos de un brinco á la coronada villa cu donde, la noche bien entrada, entraron ellos tristes aun y fatigados.

A la entrada de la plaza del Arrabal, hoy plaza Mayor, despidióse Castañeda de Cervantes para seguir calle de la Almudena abajo, tomar la plaza de San Salvador, ahora de la Villa, y buscar la calle del Sacramento donde habitaba su tio y su compañero de viaje, vovió á la izquierda, dirijiéndose á Puerta de Moros donde habia una posada de las mas antiguas de la poblacion.

—Perdonad—dijo el alférez al hidalgo cuando iban á separarse—si no os pago vuestra fineza ofreciéndoos mi casa, pues ya sabeis que no la tengo.

—Vuestra buena voluntad os agradezco—le contestó el anciano—y esto es lo que aprecio mas que nada. Aun estoy en deuda con vos.

—Iré mañana á visitaros; lo que puedo, no lo ignorais, y si de algo os sirvo....

—No deseo mas sino que el cielo os pague la amistad verdadera que tuneis á mis hijos y que habeis demostrado por mí—contestó el señor Rodrigo.

Y luego, tras algunas corteses frases, picó á su fatigada y obediente muia y se encaminó á la posada sobre cuya ancha puerta hubiera podido leerse de dia lo siguiente escrito con letras amarillas y desiguales:

JESUS MARIA Y JOSÉ.

POSADA DEL COJO DEL SEÑOR SAN BLAS.

Salió á recibir al hidalgo un hombrecillo rechoncho y viejo, falto de la mitad de la pierna derecha que suplia con una de palo, y cuya circunstancia justificaba el letrero de que liemos hecho mencion y sacaba de la duda que pudiera ocurrir de si el cojo era el santo ó el dueño de la casa.

—Dios venga con vuestra merced, señor Rodrigo y compañía—dijo el posadero que ya conocia á Cervantes de otras veces que lo habia hospedado.

—Dad un buen pienso á mí compañía, como vos llamais á la muía—contestó el hidalgo, y á mi algo de cenar.

—Al momento, y como siempre, bien servido, que ya sabe vuesa merced que en esta casa se le estima de veras y á fé que si la mula pudiera hablar no se quejaria del trato que te doy ni diria que la cebada no abunda en su pesebre, porque, como vuestra merced no ignora, prefiero ganar poco y tener limpia la conciencia, que dia llegará en que á todos nos midan con un rasero, que mas vale ser pobre y honrado, y por tal perdí esta pierna sirviendo lealmente al rey nuestro señor como es obligacion de todo vasallo fiel. Y porque vuesa merced se convenza.

—Ya os conozco y sé lo que valeis—interrumpió el hidalgo que no estaba de humor de sufrir la charlataneria del posadero cuya fama de hablador era pública en toda la villa.—Haced lo que os digo, que estoy muy cansado y necesito acostarme.

—Desocupado está el aposento que siempre ocupa vuesa merced: tome la llave y ese candil que acabo de llenar de aceite, y en seguida iré con la cena.

El señor Rodrigo tomó la llave que le dió el posadero y descolgó un candil de garabato que habia en una pared, encaminándose luego á su habitacion donde no habia mas que una malísima cama, una mesa peor y un banquillo de nogal.

Un cuarto de hora despues le llevó el posadero una tortilla y pan y concluida la cena, acostóse el anciano, aunque el sueño parecia huir de sus ojos.

La noche pasó y á las ocho de la siguiente mañana, despues de tomar un frugal almuerzo, colocó Cervantes debajo del brazo los papeles que digimos sacó de su casa, y salió triste y pensativo encaminándose con desiguales pasos á la calle de San Nicolás.

—¡Si al menos llegára á tiempo!—murmuraba por el camino.—Pero si han muerto y no sirve de nada este sacrificio.... ¡Oh!.... La prudencia dictaba ayer las palabras del alférez; pero como la prudencia no se aviene siempre con los impulsos del corazon, si he de obedecer los unos tengo que desechar la otra Supongo que bastará con lo mio y que no tendré que tocar á lo destinado al dote de mi pobre Andrea.

Así pensando llegó á la puerta de una casa de apariencia pobre, y examinándola como para reconocerla, dijo:

—Aquí es.... ¿Quién habia de decirme hace un año cuando acompañé á esta misma casa á mi buen amigo Andrés que yo vendria mas apurado que él aun y con el mismo fin? Y en verdad que á no ser por aquello, ahora no sabria á quién dirigirme con mi proposicion. Vamos, pues, que si ha de hacerse, retardarlo es atormentarse.

Entró el hidalgo en el zaguan, subió una estrecha y en estremo oscura escalera, y cuando llegó al segundo y uútimo piso, llamó á una puertecilla y esperó buen rato á que le contestasen.

—¿Quién es?—dijeron al fin desde adentro.

—¿Vive aquí todavia el señor Justo Perez?—preguntó el hidalgo, acercando los labios al agujero de la cerradura.

—Aquí vive. ¿Qué se os ofrece?

—Hablarle.

La puerta se abrió, apareciendo una criada que repuso:

—A mala hora llegais, señor hidalgo, porque el señor Justo va á salir para ir á misa, y por nada del mundo deja de cumplir con su antigua devocion.

—Sin embargo—contestó el señor Rodrigo—decidle que el negocio que me trae me interesa mucho, y que tengo gran priesa, porque desearia volver mañana mismo á mi casa.

—Esperad—dijo la criada—¡pie por serviros se lo diré, aunque tengo para mi que ha de ser en vano.

Y luego entróse en el interior de la casa y despues de buen rato salió.

—Como os lo habia yo dicho, señor hidalgo; hasta las diez no recibe á nadie segun tiene de costumbre: volved á esa hora y podreis hablarle.

El hidalgo bajó tristemente la cabeza y dijo con tono de forzada resignacion.

—Volveré.

—Y si no quereis volver podeis escusarlo, que nadie os llamará—replicó la criada mientras que cerraba la puerta casi sin dar lugar á que saliese el anciano.

—¡Dios mio!—exclamó este, elevando al cielo una dolorosa mirada.—¡Dadme fuerzas para sufrir estas humillaciones I....

Y bajó la estrecha escalera con vacilantes pasos y mientras que su corazon latia con estremada violencia.

En aquel momento se oyó el tañido de una campana que recordó á Cervantes que no hay consuelo mas dulce que el de la oracion cuando la llama de la fé arde vivamente en el alma.

—Rezaré—murmuró.—¿En qué puedo emplear mejor el tiempo que en rogar á Dios por la salud de mis hijos y en darle gracias porque me los ha conservado?

Entonces se dirigió á la iglesia de San Nicolás y entrando en el templo, arrodillóse y la mas tierna y fervorosa oracion salió de sus secos lábios.

Poco á poco fué llenándose de gente la iglesia. Cerca del hidalgo se arrodilló un hombre de avanzada edad, flaco de cuerpo, de frente estrecha, de ojos redondos, vivos y relucientes como los de un gato, y de roma nariz y desmesurada boca. Llevaba un largo rosario de Jerusalen con muchas medallas de cobre que producían un sonido estraño al chocar unas con otras, y entre ellas veíase una calavera de marfil del tamaño de una nuez. Su vestido era todo de paño negro bastante raido, y no llevaba ni espada ni puñal. Arrodillóse como hemos dicho y despues de abrir los brazos poniéndose en forma de cruz, inclinóse tres veces hasta besar el suelo, y luego; dándose terribles golpes de pecho con la diestra comenzó á rezar con esa entonacion particular de las beatas, principiando en alta voz y atiplado tono cada uno de los períodos en que dividen su oracion y acabando estos con un murmullo grave al que sigue una puñada sonora sobre el corazon. Llamó la atencion del hidalgo aquella, devocion y el compungido semblante y aire contrito del anciano, y enternecióle tan ardiente fé religiosa.

Concluida la misa, unos antes, otros despues, fueron los devotos abandonando la iglesia, siendo de los últimos el viejo del rosario, no sin besar nuevamente el suelo antes de salir.

Cervantes, con espíritu mas tranquilo salió tambien, y se dirigió nuevamente á casa del señor Justo por si tenia por conveniente recibirlo. Advirtió el hidalgo que el viejo devoto le precedía, llevando la misma direccion que él, y cuando vio que entraba en el zaguan del señor Justo, dijo para si:

—Si no es un vecino, es una victima como yo, segun la pobreza de su vestido y la tristeza de su rostro lo indica. ¡Infeliz!

Y subió la escalera detrás del beato que llamó á la puerta del segundo piso.

—¿Qué quereis?—dijo con meliflua voz á Cervantes cuando la criada abrió.

—¿Sois de la casa?

—Para serviros.

—Buscaba al señor Justo Perez.

—Yo soy—dijo el viejo.

Contemplólo el hidalgo por algunos instantes y como si dudase de que aquel hombre fuese el inhumano usurero á quien buscaba.

—Tenia que hablaros....—dijo al fin—y quisiera....

—Entrad.... ¿Sois vos el que ha venido antes?

—Sí.

—Era precisamente la hora en que tengo antigua costumbre de oír misa todos los dias, y por nada dejo de cumplir esta devocion.

—¿Y ahora podreis escucharme?

—Con el mayor gusto Pasad.

El vejete guió á Cervantes á un aposento donde solo habia una mesa de pino con cubierta de bayeta verde, un estante de nogal y dos antiquísimos sillones.

—Sentaos—dijo el señor Justo á la vez que él lo hacia delante de la mesa.

El hidalgo se sentó. Sus manos temblaban y estaba en estremo pálido su rostro, pareciendo que mas bien que un hombre de conciencia tranquila ante un criminal era un acusado convicto y confeso ante su severo y virtuoso juez.

—Podeis hablar con entera confianza—dijo el usurero—pues las palabras se olvidan aquí apenas se han pronunciado.

Cervantes no sabia cómo manifestar el objeto de su visita; pero el vejete le sacó del apuro, diciéndole:

—¿Cuánto dinero necesitais'

—Os diré—contestó el hidalgo—la urgencia que me obliga....

—Sea cual fuere—interrumpió el señor Justo—no me importa, y lo mismo ha de costaros si pensais malgastarlo en devaneos que si atendeis con él á salvar la vida. En los negocios nada se mira mas que las ganancias ó las pérdidas que puede haber: lo demás atañe al privado de cada uno cosa muy respetable para mí.

—Creí—dijo Cervantes—que entrarían en vuestra consideracion....

—Nada, y lo comprendereis así cuando os diga que el dinero no es mio sino de otras personas que lo han depositado en mi poder para que se lo negocie, dándome por mi penoso trabajo una mezquina retribucion que no me permite vivir sino con la miseria que podeis observar: y como los dueños del dinero solo entienden de números cuando lo dan, tengo que tratar lo mismo al verdadero necesitado padre de familia que al mancebo vicioso y disipador.... Decid, pues, la cantidad que necesitais.

—Mil y quinientos ducados.

—Bien está—contestó el usurero cuya penetrante mirada estaba fija en Cervantes:—Los tendreis si corresponde la garantía.

—Examinad esas escrituras—repuso el señor Rodrigo, poniendo sobre la mesa los impeles que llevaba.—Son las de propiedad de mis bienes, libres de toda carga.

Pocos momentos bastaron al vejete para hacerse cargo del contenido y valor de aquellos títulos, pues acostumbrado á examinar muchos de la misma clase, no necesitaba sino hojearlos rápidamente para saber hasta donde podia llegar en el negocio que se le proponía.

—¿Traeis algunos mas?—dijo despues que los hubo revisado.

—¿Acaso no son bastantes?—replicó admirado el señor Rodrigo.

—Afianzando los bienes que espresan estas escrituras, no seos pueden dar mas que cuatrocientos escudos—contestó fríamente el viejo.

—¡Cuatrocientos escudos!—exclamó Cervantes con asombro.—¡Cuatrocientos escudos cuando representan un valor de tras mil y seiscientos ducados, sin contar las mejoras que han recibido algunas fincas, como son plantaciones de olivos y reparaciones en la casa.

—Las he apreciado con arreglo á las instrucciones que tengo: ya os he dicho que el dinero no es mio y que por consiguiente, nada puedo hacer aunque conozco que sois una persona honrada.

El primer impulso de Cervantes fué el de levantarse indignado y huir de aquel hombre, pero se acordó de sus hijos, y haciendo un supremo esfuerzo, contúvose y dijo:

—No habeis mirado bien esas escrituras.

—Puedo deciros de memoria todas las fincas y su valor.... Pero esto á nada conduce, los negocios deben tratarse de otra manera: os daré cuatrocientos ducados si los quereis, y si no, buscad quien dé mas valor á la fianza.

Dijo esto el señor Justo con tono de tan fria resolucion, que el hidalgo perdió toda esperanza de conseguir mayor cantidad. ¿Y qué baria con cuatrocientos escudos para rescatar á sus dos hijos, cuando para uno no bastaba? Nada, pero como la necesidad cuando busca y no encuentra todo lo que puede satisfacerla, hace concesion tras concesion, contentándose al fin con lo poco que puede obtener, pensó el hidalgo que si la cantidad ofrecida no bastaba para el rescate de sus dos hijos podria servir para el de uno, y del mal el menos, y si tampoco para uno, que seria mas fácil completarla que encontrarla toda. Con semejante razonamiento, decidióse á tomar los cuatrocientos escudos, y sin humillarse mas inútilmente, dijo:

—¿Qué cantidad me llevareis por intereses?

—Antes—replicó el usurero—decidme los plazos en que pensais pagar.

—Daré doscientos escudos cada año.

—Mucho tiempo es—murmuró el señor Justo;—pero en fin, para vos es el mal, aunque á mi me duele el sacrificio que tendreis que hacer siendo tan largo el plazo. Dos años para reembolsarse del capital.... y....

Meditó algunos momentos y luego repuso:

—Os daré los cuatrocientos escudos en oro, y vos pagareis los gastos que ocasione la escritura que hay que otorgar, y reeonocereis una deuda de novecientos escudos apagar doscientos cada uno de los cuatro primeros años y ciento el quinto.

Tan sorprendido quedó Cervantes al oir semejante proposicion, que no pudo al pronto articular una silaba.

—Eso es...—murmuró al fin—es...

—Un robo, vais á decir—interrumpió el vejete. Estoy acostumbrado á oir esa palabra, y reconozco que es una infamia tan crecida usura, pero ya os he dicho que no es mio el dinero, y que por consiguiente....

—¡Basta, basta! ¡Oh!....—exclamó el hidalgo que apenas podia contener los efectos ele su indignacion.

—Si os acomoda, decidlo—repuso friamente el usurero.

—¡Horrible alternativa! ¡Ó mis hijos ó sucumbir á semejante abuso!....

—¿Qué resolveis?

—¿Quereis hacerme alguna gracia?

—No sé por qué, pero me intereso por vos, y en prueba de ello haré lo que no he hecho con nadie, pagaré los gastos de la escritura para que no tengais que mermar los cuatrocientos escudos.

—¿Nada mas?

—Si aceptais ahora es cosa hecha, porque para mañana quizás me habré arrepentido.

—¿Cuándo me entregareis el dinero?

—Esta tarde lo tendré ya, y si volveis firmareis la escritura y os lo daré en buena moneda.

—¿A qué hora?

—De cuatro á cinco.

—Vendré.

—Me quedo con estas escrituras para hacer en ellas las correspondientes anotaciones de fianza y atorgar la otra en la cual es condicion precisa que declareis que los novecientos escudos son para atender al alimento de vuestra familia y os los doy sin interés alguno y solo por haceros merced y buena obra.

—Declararé cuanto os plazca: ¿qué me importa? sufrida la primera humillacion nada valen las demás; tolerado el primer abuso deben aceptarse los siguientes.

—Soy de vuestra opinion, pero como no dispongo de dinero mio.

—Volveré á las cuatro—dijo Cervantes.

Y levantándose salió medio ahogado por el coraje y la amargura, y sin apercibirse de ellos pasó por la escalera junio á un capitan de rostro alegre y un noble mancebo pálido y taciturno que subian para visitar, no por primera vez, al señor Justo, su amparo y ángel tutelar, como le llamaba el soldado, su enemigo del alma y su condenacion, como le decia el joven.

CAPITULO XVII De la vuelta a su casa del señor Rodrigo

No dejó Cervantes de acudir á la hora convenida á casa del señor Justo Perez, donde, despues de esperimentar nuevas amarguras, recibió los cuatrocientos escudos, reconociendo una deuda de novecientos.

Despues de tan triste sacrificio que debia ser la causa de la ruina total de aquella honrada familia, qué el hidalgo á despedirse de Castañeda, dirigiéndose en seguida á su posada con intencion de salir al otro dia de la corte.

Todo fué aquella noche calcular sobre los medios mas á propósito para añadir á la cantidad que habia tomado siquiera hasta los quinientos escudos; pero inútilmente formó mil planes, y tuvo al fin que convencerse de que no solo no podia verificarlo asi, sino que aun tenia que reservar alguna suma de la prestada para atender á las primeras necesidades de su familia mientras llegaba el plazo del cobro de algunos mezquinos censos que poseía, ¿Y qué harían sus hijos con trescientos escudos ó poco mas cuando las exigencias de Dalí Mamí eran tan estremadas porque creia tener en su cautivo manco un tesoro? Para que se libertasen los dos no alcanzaba tan mezquina cantidad, y si habia de rescatarse á uno de ellos, ¿cuál debia ser el elegido? Esta idea que solo muy vaga se habia presentado hasta entonces á la consideracion del anciano, porque no sabia qué cantidad conseguiria que le diesen, atormentólo mucho, poniéndolo en gran aprieto por la necesidad de dar la preferencia á uno de los dos hijos cuando igualmente los amaba. ¿Qué padre al ver á dos de sus hijos que van á morir señala al uno para que se salve y condena al otro? Dolorosisima era la necesidad de hacer esta eleccion, y sin embargo era imposible evitarla.

Pasó la noche sin que el hidalgo apenas durmiese, y cuando al amanecer emprendió su viaje, aun no se habia decidido.

—¡Iluminadme, Dios mio!—decia mientras que su muta, con la rienda sobre el cuello, caminaba á su antojo.—¿Con qué derecho condeno á la dura cautividad á uno de mis dos queridos hijos mientras al otro le devuelvo la libertad, precisamente con el fruto de un patrimonio que es de ambos?.... Esto es horrible, y cualquiera que sea mi resolucion no quedará tranquila mi conciencia. ¡Oh!.... la qué pruebas tan duras me poneis, Dios mio!.... Hágase vuestra voluntad.... si que se cumpla y mi vida acabe porque tan duro golpe no lo podré resistir.

El llanto acudió á los ojos del anciano y á su mente las mas tristes y desgarradoras ideas.

—No los abrazaré—repuso con voz ahogada y el mas doloroso acento.—Me resta muy poco de vida, muy poco.... ¡Han menguado tanto mis fuerzas de ayer á hoy!

Cuando Cervantes llegó á su casa, aun no se habia resuelto, y abatido el ánimo y quebrantado el cuerpo por la fatiga del viaje, se dejó caer en un sillon.

Su esposa y su hija se le acercaron, pero ninguna se atrevió á preguntarle por miedo de saber alguna mala nueva, y permanecieron silenciosos largo rato fijos, ellas los ojos en el anciano y él con la cabeza inclinada sobre el pecho y como si estuviese bajo la influencia de un letargo.

Al fin doña Leonor se atrevió á romper el silencio.

—¿Hay alguna esperanza—dijo.

—Ya está empeñado nuestro patrimonio, incluso el dote de nuestra hija—contestó Cervantes.

—No importa, padre mió—replicó Andrea, respirando con mas libertad que antes.—No importa si conseguimos libertarlos.

—¡Libertarlos!—murmuró el anciano á la vez que desplegaba una dolorosa sonrisa.—Libertarlos—si.... Dios todo lo puede.

—¿Qué quieres decir?—preguntó afanosamente doña Leonor.—¿Pues si está empeñada nuestra hacienda, dudas que con su producto?

—¿Sabes cuánto he podido conseguir que me presten sobre todos nuestros bienes?....

—Habrán ahusado de nuestra necesidad.

—Traigo cuatrocientos escudos....

—¡Cuatrocientos escudos!—exclamaron á la vez la madre y la hija.

—De los cuales, solo trescientos ó poco mas podremos remitir á Arjel, porque algo habremos de reservar para nuestro sustento mientras se cobra alguno de los censos.

—¡Dios mio!

—Ahora pensad si esa suma es suficiente para que el amo de nuestros hijos les dé la libertad cuando los tiene en concepto de personas muy principales y no han podido convencerlo de lo contrario.

—Nó, no querrá dejarlos por trescientos escudos....

—Seria mucho conseguir, alcanzando la libertad de uno de ellos.

—Yo quiero la de los dos—replicó doña Leonor como si su voluntad fuese un saco de monedas de oro.—Venir el uno y quedarse el otro.... ¡Imposible!

—Pero es muy posible que los dos se queden allí—contestó el hidalgo.

Doña Leonor y su hija bajaron tristemente la cabeza porque comprendieron hasta qué punto debia temerse que no se consiguiera el rescate de ninguno de los dos cautivos.

—¿Y qué haremos para salvarlos?—dijo doña Leonor sin poder contener sus lágrimas.

—Está empeñada nuestra hacienda, y apenas nos quedará para comer si hemos de pagar los doscientos escudos cada año.

—¡Dios mio!

—No abrigueis esperanzas vanas—repuso el anciano;—si el dinero llega á tiempo, lo cual es dudoso, no podrá rescatarse mas que uno.

—¿Y cuál será?

—Esperaba que lo determinaseis....

—¡Yo!—exclamó doña Leonor, dando un paso atrás como si tuviese miedo.—¡Yo pronunciar la sentencia de muerte de uno de mis hijos!—

—¿Quién lo decidirá?—preguntó Cervantes.—No me atrevo ni aun á pensarlo—

—Y es preciso....

—Absolutamente.

Quedaron los tres silenciosos porque el punto que se bahia tocado no podia ser mas espinoso de discutir.

—¿Te has decidido ya?—preguntó tímidamente doña Leonor á su esposo.

—Decidirme!—replicó este.—Nó, nó; si solo puede salvarse Uno, que se salve, pero decir yo cual ha de ser cuando sé que el otro queda sin esperanza alguna mas que la de la muerte..... Que lo decida la suerte, la casualidad....

—¡La casualidad cuando se trata de la vida de un hijo!...

—Es preciso tomar una determinacion.

—Y pronto porque el señor Alonso Hernández, única persona á quien podemos encomendar esta comision, se va mañana á Madrid, donde no estará mas que una noche, y en seguida partirá para embarcarse en Valencia.

Cervantes se puso de pié y dijo á su esposa:

—¿Decididamente no te atreves á resolver cual de nuestros dos hijos debe rescatarse?

—¡Jamás!

—Yo tampoco, y como el tiempo urge, pienso entregar el dinero al señor Alonso, de cuya, honradez y amistad tenemos muchas pruebas, y que él haga lo que juzgue mas conveniente cuando llegue á Arjel, pues allí en vista de todas las circunstancias que medien, puede obrarse con mas acierto.

Ni doña Leonor, ni Andrea contestaron una palabra, y sin hablar mas tampoco, el hidalgo salió para ir en busca del nombrado señor Alonso Hernández.

Era este un mercader bastante rico que especulaba en el comercio de telas de seda y hacia frecuentes viajes á Oran y muchas veces á Arjel. Residia la mayor parte del año en Madrid, y de tiempo en tiempo iba á la ciudad de Alcalá de Henares para visitar algunas haciendas que allí tenia. Antiguo amigo de Cervantes, habíale demostrado en muchas ocasiones su cariño, y cuando se le propuso llevar el dinero á Arjel, aceptó con gusto el encargo, y aunque despues de algunas súplicas decidióse á tomar sobre sí la responsabilidad de resolver la cuestion de cual de los dos hermanos debia recibir la libertad en vista de lo que allí ocurriese, de las exigencias de Dalí Mamí y del estado de salud y otras mil circunstancias de los cautivos. No ofreció el señor Alonso dinero á Cervantes, porque como buen comerciante, no comprendia que el dinero se pudiese dar sino por una mercancía, y no por hacerse acreedor á gratitud ni cariño; y esto lo creia de tan buena fé, que ni siquiera se le ocurrió que con poco sacrificio podia sacar de su triste apuro al hidalgo. Pero este habia empezado por decir que su hacienda estaba empeñada, es decir que no merecia ningun crédito porque no podria pagar una deuda, y la palabra crédito para los comerciantes es la primera palabra de su diccionario, por mas que el órden alfabético reclame lugar preferente para la palabra amistad.

Trescientos sesenta escudos fué la cantidad que el señor Rodrigo entregó para el rescate, y se volvió á su casa sin saber cual de sus dos hijos tendría, la dicha de verse libre.

—¿Qué se ha resuelto?—le preguntó doña Leonor al verlo entrar.

—Nada—contestó el hidalgo.

—¿Es decir?....

—Que si el dinero llega á tiempo, abrazaremos á uno de nuestros hijos, pero no sabemos á cual.

—¡Dios mio!

—Si viene Miguel no descansará hasta conseguir el rescate de Rodrigo.

—Y si este se liberta....

—Llorará la suerte de su hermano porque lo ama, pero....—¿Acaso piensas?....

—Que si tal sucede, Miguel morirá en su cautiverio si por si solo no se liberta, y nosotros perderemos un hijo y España una gloria.... ¡Ah!.... no es la vanidad ciega de padre conozco á mis hijos.

El mas profundo silencio, por tristes suspiros y amargo llanto interrumpido solamente reinó en toda la casa.

CAPITULO XVIII. Del resultado que dió el sacrificio de Rodrigo de Cervantes.

PARA las almas de elevados sentimientos, para los grandes corazones, el egoísmo es una palabra y nada mas, y la abnegacion el primero y mas respetable de todos los deberes y al cual lo sacrifican todo. Aplicado esto á Cervantes es como puede comprenderse su generosa grandeza, su atrevimiento y su constancia. Cervantes cautivo es un tipo digno de estudio profundo porqué en él resplandecieron á la vez todas las virtudes sin que á robarles un quilate pudiesen nada el cansancio ni el tiempo, los continuados reveses de la fortuna, los tristes desengaños de recibir mal por bien ni el temor de perder la vida ó de un cruel y humillante castigo. Considerábase obligado á trabajar en favor de los demás cautivos, y no creia tener derecho á ninguna preferencia en el resultado de sus propios trabajos. El primero en arriesgar la vida y el último en procurar salvarla. Era su mayor felicidad compartir con otros la alegría, así como su primer cuidado el ocultar las desgracias y los pesares para devorarlos á solas y en silencio. Tanta generosidad solo se comprende en almas de estremada sensibilidad, que sienten mas que los suyos los agenos dolores, solo se comprende en corazones donde la ruin envidia no ha clavado su aguijon sutil. Pero como la envidia es un reptil que solo pica á los que se arrastran como ella por el suelo, y su picadura venenosa no alcanza á los que se elevan sobre el cieno de las pasiones, de las miserias y de las pequeñeces, por eso en el pecho de Cervantes no pudo clavar nunca sus incisivos dientes.

Desde que partiera de Arjel el alférez Castañeda, habíase ocupado el poeta con su incansable actividad en preparar su fuga y la de sus amigos, los cuales se habian aumentado porque él mientras adelantaba en sus trabajos reclutaba gente, animando á los tímidos y escitando á los perezosos. Mas peligro habia cuantos mas estuviesen en el secreto de la conspiracion, pero esto no importaba á Cervantes con tal que se aumentase el número de los que tenian probabilidad de verse libres.

Mil medios se habian tentado ya sin que ninguno diese el apetecido resultado, y últimamente pensó el poeta, en que se comprase una barca que les sirviese para, llegar á tierra de cristianas. Para llevar á cabo esta idea, se contó con la ayuda de un cautivo natural de Navarra, conocido con el nombre de Juan el Jardinero que cultivaba las tierras de una casa de campo del alcaide Azan, renegado griego, sita á tres millas al Este de Arjel. Este cautivo se ofreció á ensanchar una cueva que bastante oculta entre matorrales habia en la posesion de Azan, debiendo ocultarse allí los cautivos segun pudiesen ir escapándose de sus encierros, para embarcarse una noche y darse á la veta. Habia otro cautivo llamado el Dorador, natural de Melilla, que despues de haber renegado de;su fé en la juventud se habia vuelto á reconciliar con la Iglesia, y habia sido posteriormente cautivado. Este se ofreció á comprar los víveres y conducirlos á la cueva para que se alimentasen los prófugos hasta el dia de la partida.

Este plan encontró tambien un inconveniente casi insuperable. La barca debia comprarla un renegado que: arrepentido deseaba volver al gremio de la Iglesia católica, pero á los renegados solo les estaba permitido armar bajeles para salir en corso, prohibiéndoles tener barcas para hacer el comercio en aquellas costas porque la espariencia tenia probado que casi todos los que las compraban so pretesto de hacerse mercaderes se volvían á España. Sin embargo, quedaba un recurso, y era que el renegado propusiese el negocio de comerciar en aquellas costas á algun moro bastante amigo suyo, y que comprando este á su nombre la barca, se hiciesen algunos viajes hasta lograr una ocasion en que el renegado hubiese de salir solo, quedando en Arjel su compañero. Pero para esto era menester que encontrase una persona de mucha confianza, lo cual requeria tiempo.

En tal estado se encontraban nuestros cautivos.

Cervantes seguia sin contratiempo alguno haciendo sus nocturnas escapatorias, y visitando á Zoraida que cada dia mostrábase mas enamorada.

Ninguna otra novedad habia ocurrido en el tiempo que hace que dejamos la casa de Dalí Mamí, hasta que una mañana por cierto que las nueve serian, se abrió la puerta del calabozo de Cervantes con rio poca estrañeza de este pues ya le habian dado el almuerzo y no era aun la hora de la comida.

—¿Qué sucederá?—dijo el poeta.

Y luego oyó que el turco Muhamed le gritaba:

—¡Arriba, perezoso!

—¿Qué quieres?—contestó Cervantes.

—Ven que has de hablar con un cristiano que trae cartas de tu tierra.

El cautivo dejó escapar una exclamacion de júbilo, y en dos brincos se puso fuera del calabozo.

—¡Cartas!—repitió.

—Y algo mas segun entiendo, porque tambien he oido cosa de rescate;...

—¡De rescaté, dices!—interrumpió el poeta sorprendido.

Y la alegria que le habia causado el anuncio de las cartas tornóse en tristeza al oir nombrar su rescate, porque acertadamente pensó que habia sucedido lo que tanto temia, es decir, que su padre habia hecho el último sacrificio por sus hijos.

—¿Le vas tomando cariño á tu encierro?—dijo Muhamed, sonriendo ferozmente.—Cualquiera diria que te has puesto de mal humor al saber que venían á rescatarte.

El poeta siguió silenciosamente al turco que le señaló un aposento donde lo esperaba el señor Alonso Hernández;

Sintióse este conmovido al contemplar al hijo de su amigo y verlo medio desnudo y con todas las señales en su rostro de una vida de miseria y sufrimiento. Recibiólo en sus brazos, y despues de estrecharlo cariñosamente contra su pecho, le dio las cartas de que era portador.

Largo rato empleó Cervantes leyendo, mientras que de sus ojos salia en abundancia el llanto, y despues de besar repetidas veces con la mayor ternura aquellos papeles que habian tocado Sus padres y su hermana, que habian salido de la casa que lo vió nacer, exhaló un doloroso y prolongado suspiro, y exclamó:

—¡Dios mio!

No pudo articular otra palabra hasta despues de algunos momentos que consiguió con gran trabajo dominar un poco su emocion desgarradora.

—¿Con qué se han arruinado?—dijo al fin—¿Se ven en la mas horrible miseria? ¡Oh!... yo no puedo aceptar este sacrificio porque mi conciencia no me dejaria vivir. Ya dije al amigo que llevó nuestras cartas que disuadiese á mi padre del loco intento de empeñar su hacienda, porque yo no queria la libertad á tanta costa; antes el duro cautiverio y la muerte son preferibles. ¡Sin pan, Dios mio, sin pan en la vejez!.... ¡Ah!.... ¡Nó, jamás, jamás aceptaré ese horrible sacrificio!

—Sosegaos—le dijo el señor Alonso—y pensad que vuestra familia será mas feliz en la miseria y con sus hijos, que en la opulencia mientras vosotros arrastrais la cadena de la esclavitud.

—Volveos, señor Alonso, con las lágrimas de oro que habeis traído; llevadlas á España y decid á mi noble padre que á su hijo, ni le espanta la muerte, ni la constancia y la resignacion se la amenguan los trabajos. Que llore, si, que me llore, pero que no intente convertir en oro su llanto para comprar mi libertad porque en Dios confio que muy pronto he de alcanzarla.

—Señor Migue!—replicó el comerciante—ya que tanto puede en vos un deber mal entendido, una virtud exagerada, no intentareis privar á vuestro hermano de la libertad que renunciais.

—Teneis razón—dijo tristemente el poeta:—el mal no tiene remedio porque mi hermano aceptará y yo no debo aconsejarle lo contrario.

—¿Sabeis lo que Dalí Mamí quiere por vuestro rescate?

—Fijamente, nó; pero segun algunas indicaciones que ha solido hacerme, nos pone en alto precio, particularmente á mí, no sé por qué razon.

—Por la misma que yo prefereria que fuéseis vos el rescatado. No se ha escapado á Dalí Mamí la superioridad que teneis sobre vuestro hermano, y como tambien lo sé yo, quisiera llevaros conmigo para que reparaseis el descalabro que han sufrido los intereses de vuestra casa.

—No lo intenteis porque será en vano: de Arjel no saldré sin que salga Rodrigo y teniendo que arruinarse mi padre.

—Su ruina no tiene remedio: aun cuando le devolviese la cantidad que me ha dado no podria pagar la deuda que ha contraido, y esta razon debe ser bastante para que no os obstineis en vuestro empeño loco porque ya el mal no tiene remedio, y ya que ha de quedar en la miseria vuestro padre, al menos que tenga á sus hijos que lo consuelen y le ayuden.

—¡Ah! no sabe mi hermano todo el mal que inocentemente ha hecho.

—Os repito que de nada sirve lamentar lo que ya no puede remediarse.

—Es verdad.... pero....

—Hablemos á vuestro amo.

—Inútilmente.

—¿Por qué?

—Los trescientos sesenta escudos no alcanzarán para el rescate de uno solo.

—Creo que os equivocais.

—Pronto hemos de verlo.

—Que le avisen porque ha dicho que despues que yo hablase con vos trataríamos del negocio.

Cervantes llamó á Muhamed que esperaba en el aposento inmediato.

—Avisa á tu señor—le dijo.

Pocos momentos despues entró Dalí Mamí, y tomando asiento se dió principio al ajuste.

—¿Ya estais de acuerdo contra mi bolsa?—dijo el moro.

—Intenciones traigo—respondió el señor Alonso—de pagarte bien.

—Todos dicen lo mismo, pero yo os conozco y sé cómo debo obrar.

—Sepamos el precio que pones á los dos hermanos cautivos.

—Ante todo os advierto—dijo el moro—que habreis de pagarme en escudos de oro de España, única moneda que admitiré....

—Te se pagará en escudos de oro de buena ley.

Dalí Mamí meditó algunos intantes y luego repuso:

—Por el rescate de este quiero mayor cantidad que por el de su hermano.

—¿Por qué razon?—dijo el señor Alonso.

—No necesito entrar en esplicaciones porque demasiado sabes que este es hombre de mas importancia que el otro.

—Para su padre tienen ambos el mismo valor.

—No lo creo, pero de cualquier modo que sea, ya no variaré mis cálculos.

—Bien, pues entonces, no gastemos el tiempo en valde y di lo que quieres por cada uno.

—¿Para que andemos en rebajas?

—Nó.

—Pues entonces te diré lo último en que pienso dejar que te lleves é este.

—¿Cuánto?

—Mil escudos de oro.

—¡Mil escudos!—exclamó asustado el comerciante—¡Mil escudos cuando no vale la mitad de esa suma el patrimonio de toda su familia!

—¿Intentas sorprenderme?—dijo el moro, desplegando una sonrisa maliciosa.

—Veo que te han engañado.

—No cabe engaño en las cartas que llevaba este cautivo y en las que se le nombraba como persona que vale mucho; y aun cuando esto no fuese, sus hechos aquí me han demostrado que no es sugeto vulgar. En fin, te repito que sobre este punto tengo formada mi opinion, y de los mil escudos que he pedido no rebajaré uno solo.

—Entonces es inútil que sigamos hablando porque la cantidad que su padre ha podido reunir á duras penas no alcanza ni con otro tanto á la que pides.

—De esa manera será cansarnos en valde.

Tratemos ahora del otro hermano, puesto que lo aprecias en menos, y que uno siquiera se rescate.

—El otro te lo dejaré por quinientos escudos. Ya ves si hay diferencia.

—Tampoco puedo dártelos.

—¿Qué dinero traes?¿Has creído que el rescate de un hidalgo se alcanza tan fácilmente?

—Quiero acabar pronto este negocio—replicó el mercader—y voy á decirte lo que puedo dar por Rodrigo.

—Sepamos.

—Trescientos escudos.

—No haremos nada—contestó Dalí Mamí.

—¿No piensas rebajar de lo que has pedido?

—Poco será porque no me tengas por mezquino.

—Ya conocemos tu liberalidad—dijo el poeta que hasta entonces habia permanecido silencioso.

—Piensa, esclavo, que algun dia se me acabará la paciencia—replicó el moro con tono de amenaza.

—Castígame—repuso Cervantes—pero entre tanto sufres tú mayor pena no tomando ni una dobla por mi rescate.

—¿Quieres llevarte á este miserable por ochocientos escudos?—dijo Dalí Mamí acaloradamente y dirigiéndose al señor Alonso.

—No puedo.

—Quizás, no vuelvas á tener otra ocasion como esta.

—Ya te he dicho que solo traigo trescientos escudos.

—Continuemos el trato sobre Rodrigo.

—¿En cuánto lo dejas últimamente?

—En lo que te he dicho.

El señor Alonso guardó silencio por breve ralo, y luego, decidiéndose á lo que hasta entonces no se le habia ocurrido, repuso con tono de pronta resolucion.

—Si los quieres, te daré cuatrocientos escudos, y para eso habré de poner ciento de mi bolsillo.

—Cuatrocientos escudos....

—Sí te convienen, hoy mismo te los entregaré, y si no, pronuncia una palabra y me retiro para que no vuelvas á verme.

—Trato hecho—dijo el moro.

Un rayo de viva alegria brilló en los ojos del poeta.

—¡Libre!—exclamó—¡Libre mi hermano!.... ¡Gracias, Dios!

—Ahora—repuso Dalí Mamí—decídete y por ochocientos escudos mas te llevas á este.

—Bien quisiera, pero ya le he dicho que ni aun los cuatrocientos me dió su padre, y no tengo para suplir tanta cantidad.

—Ten en cuenta que dentro de un año será su precio mas crecido por lo mucho que me cuesta mantenerlo.

—Te repito que me es imposible rescatarlo.

—Bien, como quieras.

—¿Cuándo me entregarás á Rodrigo?

—Cuando me traigas el dinero.

—Voy por él y antes de una hora estaré de vuelta.

—Si, si,—dijo Cervantes—que no sabeis lo que vale un momento de libertad.

—Daré órden de que vayan á buscarlo.

—¿No está aquí?

—Trabaja de dia en otra parte.

—Supongo—dijo el poeta—que me permitirás que abrace á mi hermano....

—Te concederé esa gracia, pero por una sola vez, porque tengo miedo de que trames alguna de las luyas.

—Dirás una vez cada dia mientras permanezca en Arjel.

—Todo lo mas, una vez hoy para que le des la enhorabuena, y otra el dia que haya de irse para que te despidas de él.

Pocas palabras se cruzaron entre ellos.

El señor Alonso salió para ir por los escudos, y Dalí Mamí dió la órden de que fuesen á buscar á Rodrigo.

Cervantes obtuvo por gracia especial que lo dejasen en el jardin mientras llegaba su hermano, y con esto creyó haber alcanzado la mayor de las felicidades, pues hacia ya cerca de dos años que no veia la luz del sol ni respiraba el aire libre sino de noche cuando salia furtivamente de su calabozo.

Empero como nuestro poeta no tuvo una alegria cumplida, la de mirar el cielo, apagar su sed en las cristalinas fuentes y aspirar el aroma de las flores, turbóla una desgracia que le causó el mas doloroso sentimiento.

CAPITULO XIX Cuál fué la desgracia sucedida y la que estuvo á punto de suceder..

Pocos momentos antes de que el poeta se separase del señor Alonso y de Dalí Mamí, la esposa de este, acompañada de dos esclavas, habia salido al jardin con ánimo de pasear y distraer su tristeza que era mucha aquel dia porque le habian dicho que el cautivo manco habia recibido dinero para su rescate. Pensativa y silenciosa vagaba por las calles de árboles, fijando distraídamente sus miradas en las flores y en las fuentes, en el trasparente cielo y en los pájaros que saltaban de rama en rama, sacudiendo sus pintadas y ligeras plumas; pero nada era bastante á dar alivio á su pena.

Largo rato anduvo del uno para el otro lado, cuando vió á Jaguá sentada al borde de la fuente testigo en otra ocasion de sus amorosas palabras. La mora miraba ya sin prevencion alguna á la infeliz negra, y como todos, acostumbrada en tanto tiempo á las extravagancias de su monomanía, ni siquiera lijaba en ella la atencion.

Estaba la esclava con los brazos cruzados, la cabeza inclinada sobre su desnudo pecho, fija la mirada en los rizados cristales de las aguas, y tan inmóvil que mas que un ser viviente parecia una estátua de negro mármol. Sin duda eran para ella palabras de dulce consuelo el murmurio de la corriente, y su ruido manso, igual y no interrumpido, eran recuerdos gratos que hacian palpitar de alegria su atormentado corazon. Como los que entonces herían su atento oído, eran los ecos leves que en otro tiempo se mezclaron con sus palabras de amor y de celos, y como las que entonces sus ojos contemplaban, habian sido las juguetonas trenzas entre cuyos borbotones se escondieron los suspiros de amor de la desdichada.

Dirigíase Zoraida hacia aquel sitio, y cuando cerca de él estuvo, el ruido de sus pasos, aunque apenas perceptible, hizo estremecer á Jaguá que levantó repentinamente la cabeza y fijó una mirada, como si de espanto fuese, en su abatida señora. Una sonrisa amarga dilató por un instante el negro rostro de la loca, pero en seguida contrajéronse los músculos de su frente, estendió los desnudos brazos, y con sorda y reconcentrada voz, dijo:

—Ella.... ella....

Y levantándose, retrocedió algunos pasos como quien duda de si es un fantasma lo que se le presenta y se prepara á huir mientras lo reconoce.

Zoraida miró distraídamente á la negra y siguió su camino.

—Ella....—volvió á decir la infeliz.

Y siguió retrocediendo paso á paso, siempre de espaldas y sin apartar su penetrante mirada de la mora.

—¡Infeliz! murmuró esta.

—Vete—dijo la pobre loca.—Vete no me interrumpas ahora que hablo con él.... ¿Tienes celos?.... Yo tambien y he jurado vengarme.... ¡Huye de la fuente!—gritó con voz destemplada y que se oyó en todo el jardin.

Zoraida se detuvo no sin algun sobresalto, temerosa de cualquiera indiscrecion bija de la locura de Jaguá; pero esta, dando un nuevo y agudo grito, lanzóse como un rayo á través de una calle de arrayan, y desapareció.

—¡Corred!.... ¡sugetadla!....—dijo la mora á las esclavas que la servían.

Estas obedecieron; pero inútilmente, porque Jaguá se habia internado en la casa.

Temblando de miedo la esposa de Dalí Mamí no acertó á moverse del sitio donde estaba.

—¡Allah me proteja!—murmuró.—Una palabra mas delante de mi esposo, delante de cualquier esclavo adulador, y estoy perdida.... ¡Cristiano, cristiano, cuanto nos puede costar la compasion que tienes de esa desdichada!

Entre tanto la negra, con el rostro horriblemente descompuesto y en estremo agitada, corrió velozmente hasta llegar al aposento en donde estaba aun Dalí Mamí pensando sobre el trato que acababa de hacer.

—¡Ella!—exclamó la pobre loca con exaltacion y mientras se dejaba caer de rodillas á los pies del moro.—Ella.... ¿Tú no la conoces?.... ¡Oh!.... Ya llegó la hora de la venganza ¿Por qué me persigue?

—Aparta—dijo Dalí Mamí, dando con un pié á Jaguá.

—No me rechaces—prosiguió esta—porque es preciso que nos venguemos Voy á decírtelo todo.... ¿Por qué me persigue?.... Tiene celos de la fuente.... Yo tambien tengo celos.... ¿No quieres conocerla?.... Ven.... está allí, en el jardin.... es mas hermosa que yo y por eso el de la mirada de fuego la ama.... Mírala...

Y la infeliz se levantó arrebatadamente y se acercó á una ventana que daba al jardin.

En aquel momento quiso la desgracia que Cervantes acertase á pasar cerca de Zoraida, y viendo que esta se hallaba sola y que demostraba en su semblante la agitacion de una muy desagradable sorpresa ó de un repentino y profundo dolor, acercósele sin pensar cual imprudentemente obraba.

—Allí está, mírala—dijo Jaguá, estendiendo sus crispadas manos hácia su señora.—Allí está y se goza en mi tormento.... Y él tambien.... se acerca.... le habla.... ¡Oh!.... tambien él.... ¡Ven, ven.... los dos.... el de los ojos de fuego, la del rostro pálido!....

Y se pasó las manos por la frente que en aquel momento se le ardia, y sus ojos en estremo abiertos, encendidos como dos ascuas, giraron tan desconcertadamente que parecia que iban á salirse de sus órbitas. Espanto infundia el aspecto de la desdichada loca: habia llegado al último grado su exaltacion mental. Su pecho, agitado como por el estertor de la muerte, se levantaba á impulsos de una respiracion desigual y fatigosa; sucedíanse con rapidez sus repentinos movimientos que mas parecian los de una convulsion; retorcíase los brazos desesperadamente y su ronca voz hubiera podido tomarse por la del que en vano intenta gritar al sentirse ahogado por la presion de una mano hercúlea.

La insistencia de Jaguá, y mas que todo la curiosidad de saber quien le habia inspirado tan violenta pasion y tan rabiosos celos, hicieron que Dalí Mamí se levantase y se dirijiese á la ventana para ver quienes eran los amantes de los ojos de fuego y el rostro pálido.

Reunidos estaban en aquel momento Zoraida y el poeta, y ninguna duda debia quedar al moro de la infidelidad de su esposa al verlos solos y hablando.

Un solo paso y los amantes estaban perdidos.

—¡Ya te dije que entre vosotros estaba Jaguá con su venganza!—gritó entonces la negra.—¡No os gozareis muchos instantes con mi tormento y vuestro amor!.... ¡Aquí me teneis!....

Y dejando escapar un rugido atronador, precipitóse la infeliz por la ventana, cayendo al jardin y crujiendo al romperse su cráneo contra un banco de piedra.

Oyóse un grito de espanto, y Dalí Mamí, retrocedió instintivamente, quedando inmóvil por algunos instantes, basta que repuesto de la sorpresa, asomóse á la ventana y miró al jardin; pero ya no vió otra cosa que el cadáver de Juguá entre un lago de espumosa sangre: Zoraida habia desaparecido tras un bosquecillo de frondosos rosales, y el poeta habia huido lleno de espanto.

El moro se encojió de hombros y murmuró:

—Los locos ven lo que no existe.... Hoy es dia bastante afortunado: cuatrocientos escudos de oro por un rescate, y ademas libertarme de la carga de dar de comer á esa negra que de nada servia.

Y se frotó las manos alegremente porque en realidad la muerte de la esclava era para él un suceso afortunado, atendiendo solamente al interés de su bolsillo.

Pocos momentos despues habia desaparecido ya del jardin el cuerpo horriblemente mutilado de la infeliz Jaguá, y dos esclavos se ocupaban en limpiar las manchas de sangre.

El poeta se habia retirado á su calabozo atormentado por el mas profundo dolor, y Zoraida, sola en su aposento, estremecíase al sentir el menor ruido porque creia que era el de los pasos de su esposo que venia á pedirle cuenta de sus acciones y enseñarle la cabeza del cristiano en quien habria descargado su cólera. Empero lo que menos se ocurrió al esposo ofendido fué la infidelidad de su esposa ni que de ello fuese la causa el poeta.

CAPITULO XX. De lo que trataron Miguel y Rodrigo.

RAYABA apenas el día, tercero desde el en que tuvo lugar el triste suceso que acabamos de referir.

Aun los rayos del sol no habian evaporado con su fuego las gotas de rocío que bordaban las hojas de los árboles y la picada yerba, ó se desprendían del tallo de la flor para caer sobre la arena azulada. Apenas los pájaros acababan de dejar sus nidos y de esconderse en su agujero la lechuza.

Casí no dejaba sentir su leve soplo el céfiro de la mañana, y el despejado cielo, puro y trasparente, parecia sonreir al inundarse por los últimos rayos del astro del dia.

Los cautivos y esclavos de Dalí Mamí acababan de sacudir el sueño y acudían á recibir el mezquino alimento que les daban.

En un banco de piedra del jardin, debajo de una acacia en cuyo ramaje oscilaban los racimos de sus flores, y cerca de un arroyo jugueton que pugnaba por arrastrar en su veloz corriente las bojas de un lirio, hallábase Cervantes y su hermano Rodrigo que acababa de llegar para despedirse.

El rostro del poeta se animaba de vez en cuando por una viva alegria para anublarse luego con la sombra de la tristeza, siendo causa de la una y de la otra, ya el contento que sentia por la libertad de su hermano, ya el dolor que le causaba separarse de él.

Algunos instantes permanecieron silenciosos como si nada tuviesen que decirse, cuando nunca habian tenido necesidad de hablarse tanto.

Al fin el poeta, despues de mirar á su alrededor y convencerse de que nadie los escuchaba, dijo:

—Dentro de una hora, hermano mio, habrás dejado esta tierra de maldicion para volver á la suspirada patria y al seno de nuestros padres. Dios vaya contigo y su mano santa te guie por la senda de la virtud; Dios vaya contigo y su bondadosa misericordia tome en cuenta lo mucho que has sufrido para recompensártelo con felicidades.

—Y tú te quedas—murmuró Rodrigo como avergonzado de partir solo y dejar á su hermano bajo el yugo de la esclavitud.

—Me quedo, si—contestó el poeta—pero no solo, pues bien puede quedar conmigo Dios aunque contigo vaya. Llora la suerte de nuestros ancianos padres y no la mia, que ya sabes que para sufrir estos trabajos no me falta resignacion, y me sobra fuerza de espíritu para luchar aun con mayores desgracias. Al separarnos, solo la natural pesadumbre de no verte es la que siento; pero consuélame la alegria de verte libre y de pensar que tu presencia en nuestra casa mitigará el dolor de nuestros padres y aliviará su penosa situacion. Y si te recuerdo la brevedad de los instantes que nos quedan de estar reunidos, no es para renovar la pena que te causa la separacion y mi desdicha, sino para recordarte que el tiempo vuela y que debemos aprovecharlo, tú para darme cuenta del estado en que quedan nuestros planes de fuga, y yo para hacerte los últimos encargos.

—¡Cuanto envidio tus virtudes, hermano mio!—exclamó Rodrigo, estrechando entre sus brazos á Migue).

—Si algunas virtudes encuentras en mi, aunque yo no las reconozco, imítalas y la envidia quedará satisfecha, pues para poseerlas aun en mas alto grado no has menester quitármelas.

—Para ello me falta....

—Nada te falta, y no prosigas—interrumpió el poeta—¡fue para ser virtuoso no se necesita mas que la voluntad bien conducida por el juicio; y si este falla siempre iluminado por la fé, y las acciones van ayudadas por la constancia, todo se consigue, hasta la eterna salvacion cuyo camino presenta á nuestras pasiones tantas espinas, y tantos precipicios á nuestras debilidades. Pero dejemos este asunto que, aunque digno de atencion y por demás provechoso, necesitamos el tiempo que vuela para cumplir los sagrados compromisos que hemos tomado. Dime, pues, lo que sobre nuestros planes haya.

—Cuarenta y siete cautivos son ya los que se preparan á la fuga, y este número aumentará en el tiempo que falta para que se realice nuestro proyecto.

—Para entonces serán mas de cincuenta.

—“Tal creo.

—¿Has recogido las cartas?

—Todas—contestó Rodrigo, sacando un paquete y mostrándolo á su hermano.

—Nada te falta, y por consiguiente, bien en Valencia bien en las Baleares, segun á donde arribeis, haces armar inmediatamente un bajel que deberá acercarse á esta costa sin atracar hasta que haya cerrado bien la noche.

—No perderé, ni un dia.

—Las personas á quienes van dirigidas esas carias facilitarán el dinero que sea necesario para la empresa, y tú debes procurar que el que tomo el mando de la embarcacion, sea marino esperimentado, atrevido y valiente á la par que hombre de prudencia, pues todo esto se necesita para llevar á cabo felizmente la empresa que intentamos y que puede fracasar por el menor desacierto.

—Bien quisiera yo dirigirla....

—No. Rodrigo, porque tu marcha no debe interrumpirse. Apenas el bajel se dé á la vela, sigues tu camino sin perder un instante.

—Te obedeceré.

—La casa de Azan no tiene pérdida, y los que vengan á buscarnos podrán encontrarla fácilmente, Juan velará todas las noches para recibir el aviso, y sin dilacion saldremos de la cueva y nos embarcaremos.

—Nuestros compañeros—repuso Rodrigo—tienen todas las instrucciones necesarias, y segun se les presente la ocasion irán escapando de sus encierros y refugiándose en la cueva, aunque tengan que permanecer allí muchos dias.

—¿Y el Dorador?

—Ya tiene una buena cantidad que se ha reunido y con la cual irá comprando la comida que llevará al jardinero.

—Todo vá bien.

—¿Y tú cuando piensas escaparle?

—Cuando calcule que debe llegar el bajel, pues mi desaparicion, con los antecedentes que de mí tienen, produciria mayor alarma que la de tos demás cautivos, y esto podria sernos muy perjudicial.

—Ciertamente.

—. Ya sabes que puedo escaparme cuando quiera por la tapia del jardin.

—¿Nada sospecha Zoraida?

—Ni Dios lo permita, porque el egoísmo de su pasion le haria entorpecer mi fuga, ó quizás la llevaba hasta el estremo de querer venirse conmigo aun cuando tuviese qué dejar su religion, á la cual y segun he traslucido, no le dá mucha importancia.

—Semejante locura seria un inconveniente para el buen éxito del plan.

—Bien pudiera arriesgarse todo porque la Iglesia contase uno mas en el número de sus fieles, pero esto no es seguro.

—¿Estás cierto de que tu corazon no se ha interesado?

—Nó, Rodrigo, mi corazon está libre. A la vista de Zoraida enciende su belleza mi pecho pero comprendo que la olvidaré fácilmente.

—Quiéralo el cielo.

—Puedes estar tranquilo. Y no digo por esto que no conservaré de ella un recuerdo agradable, siquiera por gratitud.

—Otro hubiera sabido aprovecharse de esa pasion.

—Es verdad, pero seria una accion indigna aceptar las joyas y el dinero que esa mujer me ofrece, para abandonarla, burlándose de ella, ayudado por su misma generosidad. Hay además que tener en cuenta que lo que Zoraida me diese habia de robarlo á su marido y yo aceptarlo como el fruto de un robo, y tanto crimen es robar á un cristiano como á un hijo de Mahoma; por lo cual se comprende que un hombre honrado no puede hacerse cómplice de tan feo delito por alcanzar su libertad ni la salvacion de su vida.

—Tienes razon, hermano, y sigues en eso los principios de la severa virtud.

—De mis deberes.

—Dime ahora si algo mas te ocurre que encargarme.

—¿Está instruido de todo el capitan Meneses?

—Si.

—Pues ese será el intermediario entre mis compañeros y yo.

—Piensa si algo mas tienes que decirme.

—Nada, y será prudente que le retires porque se acerca la hora fijada para la partida y.... nos daremos el último abrazo es decir, el último por ahora....

Ni el poeta pudo proseguir ni contestarle Rodrigo, yambos bajaron la cabeza para ocultar la emocion dolorosa que sentian y que á sus rostros asomaba.

No pocos momentos pasaron silenciosamente, porque ni el uno ni el otro se atrevían á pronunciar la palabra _adiós_ que es terrible cuando al salir de los labios el alma teme que puede ser la última despedida.

El sol se habia dejado ver ya por completo; gorjeaban los pájaros, seguían murmurando los arroyos y las fuentes, y oscilando en su ramaje las llores de la acacia.

—Hermano mío—dijo al fin el poeta, limpiando una lágrima que habia asomado á sus ojos—es fuerza separarnos.

—¡Quizás para siempre!....—murmuró Rodrigo.

—Si Dios lo dispone asi, con mas razon debes grabar en la memoria lo que voy á decirte.

—¿Cómo podré olvidar tus palabras?

—Ya sabes—prosiguió Migue!—que por rescatarnos de la esclavitud, nuestro buen padre ha hecho el mas duro de los sacrificios y no ha vacilado al sumirse en la mas horrible miseria, Ignoro las condiciones con que habrá podido obtener el dinero que nos ha enviado, pero es la verdad que todo su patrimonio, incluso el dote de nuestra hermana, queda á merced de un miserable usurero que, como todos, tendrá el corazon en la bolsa. Antes de un año sucederá que falte á ese padre virtuoso hasta el preciso sustento, porque no puede ser otra cosa, y anciano, á las puertas del sepulcro y tras una vida de continuados sacrificios, le dará el mundo por recompensa á sus virtudes el desprecio que á la miseria otorga el orgullo y la impiedad. Esto, que no puede ser mas horrible, sucederá por haberle salvado.

—¡Atormentas mi conciencia!—exclamó Rodrigo palideciendo.

—No, no debe remorderte, pero sí recordarte que tienes una deuda que pagar, deuda que has contraido con tu padre y que consiste en el sacrificio de cuanto posee y ha conservado á costa de mil privaciones, en el sacrificio de su dignidad que habrá visto ajada, humillada, pisoteada por un ente despreciable y criminal que le habrá tratado con el mayor desden, que le habrá impuesto las mas repugnantes condiciones, que le habrá obligado á bajar con vergüenza la frente noble y pura que siempre se levantó con orgullo....

—¡Dios mio!—exclamó Rodrigo á ta vez que ocultaba el rostro entre las manos.

—Rodrigo—prosiguió el poeta con solemne acento—si no pagas esa deuda eres un infame y que Dios te maldiga.

—¡Hermano mio!....

—Vuelves al seno de nuestra desdichada familia.... ya sabes cual es tu deber, trabajar sin descanso, con el afán de un loco que corre tras el fantasma creado por su manía, trabajar hasta perder la existencia para reparar el daño que tiene por causa el beneficio que has recibido.

—¡Trabajaré, sí, moriré trabajando porque mi conciencia no estaria tranquila de otro modo!

—No te digo estad palabras con intento de atormentarte sino con el de hacerte comprender tus deberes y con el de infundirte valor para que á los reveses de la fortuna opongas una voluntad de acero, una constancia contra la que se estrelle el roedor de un año y de otro año y que solo con la vida acabe.

Como habia dicho el alférez Castañeda, Rodrigo era en estremo impresionable, pero sus sensaciones eran tan pasajeras como violentas. Las palabras de su hermano conmoviéronle hasta el punto de sentirse medio ahogado, y de sus ojos brotó un raudal de lágrimas que dió claras muestras del profundo dolor que lo atormentaba.

—¡Hermano mio!—exclamó, arrojándose en las brazos del poeta.

“¿Por qué lloras?—le dijo este.

—Porque reconozco mi debilidad, porque no podré hacer por nuestros padres lo que tú baria....

—No desmayes antes de entrar en la lucha porque serás vencido.

—¡Te juro no retroceder ante ningun obstáculo!

—Dios te ayudará.

Ambos pensaron nuevamente en que era preciso separarse, y acreció en ellos el dolor y el embarazo de pronunciar la primera palabra de la despedida.

—Debes ya partir—dijo el poeta con tan ahogada voz que apenas salió de su garganta.

—¡Partir!—murmuró Rodrigo.

—Sí, partir para abrazar á nuestras padres.... vas á estrecharlos contra tu pecho, á sentir los latidos de sus corazones.... A besar sus frentes, á oir como te dicen «¡hijo mio, hijo de mis entrañas!».... ¡Ah!.... ¡Cuanta felicidad!....

Una mano de hierro pareció oprimir la garganta del poeta que no pudo seguir hablando. La luz huyó por un momento de sus ojos, su corazon palpitaba como si fuese á saltar del pecho, y su abrasada frente se contrajo mientras que el llanto empañaba sus negras pupilas. El mas intenso dolor atormentaba su alma sensible. ¡Es tan triste estar separado de un padre á quien el peso de los años y de las desgracias lo tienen al borde del helado sepulcro! ¡Es tan Inste cuando se teme llegar tarde por muy pronto que en su busca se corra! ¡Tan triste, tan horrible, si ese padre no ha vivido para si, sino para sus hijos, si su existencia ha sido una serie de trabajos y sacrificios cuyo valor no podemos comprender hasta que nos vemos en la necesidad de hacerlos á nuestra vez por nuestros hijos! ¡Es tan dura la separacion de una madre cuando recordamos las veces que nos ha mecido en sus brazos, que nos ha quitado el frio con el calor de su seno, que nos ha besado con el frenesí de su puro é inagotable amor, y cada uno de nuestros inocentes besos era para ella un mundo de felicidades, cada una de nuestras sonrisas el mas dulce consuelo, el olvido de sus dolores!.... ¡Ah! ¡Verse separado de sus padres cuando les amenazaba la muerte y no poder darles el último adiós, oir sus últimos consejos, cerrar sus ojos y besar su frente helada donde por tantos años ardió un solo pensamiento, el de su amor á nosotros, el de su afan por nuestra felicidad!.... ¡Cuanto dolor! ¡Cuanto dolor sin mas esperanza de consuelo que el ser virtuosos para que al contemplarnos con los ojos del alma desde la mansion de la eternidad sonrían y nos bendigan!.... ¡Padre mio, madre mia, si aun puedo recibir un beso de vuestros labios y estampar uno mio en vuestras frentes venerables, si aun puedo sentir por un instante sobre mi corazon las palpitaciones de los vuestros, si llego á oir, siquiera por una vez, cómo me llamais «¡hijo mio!» y vuestras manos trémulas por la vejez y por la emocion de vuestra ternura se estienden sobre mi cabeza, habrá recompensado Dios con sobrada largueza los dolores agudísimos, las amarguras cuya historia triste está escrita en las palpitantes hojas del libro de mi corazon y que he devorado silenciosamente mientras que la sonrisa agitaba mis labios ó la indiferencia enmascaraba mi rostro!

Un sobrehumano esfuerzo, uno de esos esfuerzos que solo los espíritus grandes pueden producir en los frecuentes momentos en que se subliman, hizo el poeta, y aunque arrancando las fibras mas delicadas de su corazon, dominóse y apareció, sino completamente tranquilo, al menos con bastante serenidad para disminuir la pesadumbre de su hermano y para darle ejemplo de valor.

—¡Adiós, hermano mio!—exclamó Rodrigo que no habia podido dominar su emocion.

Y estrechó entre sus brazos fuertemente al poeta.

—Lleva este abrazo á nuestros padres y á nuestra hermana.

—¡Quiera Dios que lo reciban pronto de ti!

—¡Fé y constancia!—dijo el poeta.—¡Fé y constancia!.... ¡Adiós, hermano!—

Y desprendiéndose bruscamente de los brazos de Rodrigo, huyó como un loco mientras murmuraba:

—¡Adiós!.... ¡quizás para siempre!....

Y tras el esfuerzo vino el cansancio y la natural enervacion del espíritu y del cuerpo; que emociones tan dolorosas, sensaciones tan rudas, solo pueden resistirse por muy pocos instantes.

Dejóse el poeta caer en el banco de piedra que habia junto á la fuente testigo de la pasion y de los celos de Jaguá, y allí, si el llanto no desahogára su pena, esta acabára con él en breves momentos, segun era de dolorosa su intensidad.

Gran parle de la mañana pasó allí, y tuvo la fortuna de que nadie lo interrumpiese, que no es poco consuelo el que el afligido encuentra en la libertad de llorar á solas.

Aun no habia pasado una hora cuando Rodrigo y el señor Alonso Hernández se dieron á la vela.

CAPITULO XXI. Siete meses despues.

MIGUEL de Cervantes contó con todos los inconvenientes que su hermano de encontrar para armar la fragata, y calculó tan acertadamente tiempo que esta debia tardar para su llegada, que solo en un dia se equivocó.

Cerca de siete meses habian transcurrido desde la partida de Rodrigo, y durante este tiempo habian ido fugándose de sus casas muchos cautivos, aunque no todos los que estaban en el complot, y escondiéndose en la cueva permanecieron ocultos sin ver la luz del dia, pues solo de noche se atrevían á salir para respirar el aire libre y puro de que carecían en la mazmorra. Algunos de ellos, los mas ancianos, perdieron la salud á causa de la humedad, y solamente los jóvenes y robustos conservaron enteras sus fuerzas. Los alimentos eran tambien escasos, pues no tenian otros que los que les llevaba el Dorador y este no contaba para ello con mas recursos que las mezquinas cantidades que podían agenciar los cautivos.

Era el 20 de setiembre de 1577.

La noche estaba serena; despejado el cielo, y la luna mostraba la mitad de su redonda cara.

Ya las doce habian dado y Cervantes encendido su linterna para hacer su acostumbrada escursion al aposento de Zoraida; pero aquella noche no sucedió como las demás en que salia sin detenerse, sino que pensativo en estremo, permaneció largo rato sentado en el monton de paja, y mas de una vez se contrajo su frente, palideció su rostro y de sus ojos se escaparon miradas sombrías ó dolorosas. Era aquella la noche que habia destinado para ir á reunirse con sus compañeros, pues segun su cálculo, la fragata debia llegar de un momento á otro. Y como en tan arriesgada empresa jugaba su vida y la de muchos infelices, y á fracasar quedaria en peor situacion, natural era que estuviese pensativo. A esto añadiase para su tormento la duda de si debia ir á ver á Zoraida ó partir desde luego, y para lo uno y lo otro encontraba razones poderosas que aumentaban su vacilacion y su disgusto.

—Irme sin verla—decia—casi es una ingratitud, porque si bien tengo al Un que abandonarla, pero la privo de una hora de felicidad que es para ella el tenerme á su lado. Además, cuando llegue á saber mi fuga, me acusará por el mal pago que he dado á su cariño, y aunque esta acusacion nada deberia importarme, sin embargo, me duele porque mayor será su pena si á mas de verse abandonada por mí llega á creer que dió su corazon á quien no abrigaba otro en el pecho. Revelarle el secreto de mi partida es imposible, pero bien puedo hacerle comprender que si algun dia se me presenta la ocasion de escaparme, la aprovecharé sacrificando mi amor, porque antes que este es el que tengo á mis padres y el deber de ir á consolarlos y á servirlos. Por otra parte, voy á perder un tiempo precioso; quizás en estos momentos estén desembarcando los que vienen en nuestra busca, y mi retardo puede hacer fracasar la empresa. Mucha es mi responsabilidad, y bien mirado he debido reunirme á mis compañeros siquiera un dia antes. ¿Qué haré? ¿Partiré inmediatamente ó veré antes á Zoraida? ¡Es tan triste su vida! ¡Son las que pasa conmigo las únicas horas de felicidad de que ella ha gozado!....

Volvió el poeta á quedar pensativo y silencioso, hasta que al fin, decidiéndose por dar á Zoraida una hora mas de consuelo y de dicha, levantóse resueltamente, tomó la linterna y salió.

Esperábalo la mora como siempre, con todo el ardiente afan de su pasion, y al ver entrar en el aposento á Cervantes, levantóse del divan en que estaba recostada y le salió al encuentro, mientras que con voz dulce y amorosa le decia:

—¡Cuán largas y tristes son las horas en tu ausencia! Ven á mi lado, vuelve á mi alma la alegria y á mis ojos la luz, que contigo ambas huyen de mi, y por eso en esta dorada prision la noche es dia y el dia oscura noche que ni aun estrellas tiene.

—Largas y tristes son—contestó el poeta—las horas en que estamos separados, pero olvídalas cuando me ves, ó no me las recuerdes porque es recordarme que ha de llegar un dia de eterna tristeza.

—¡Un dia de eterna tristeza!—replicó Zoraida mientras tomaba asiento junto á Cervantes.—¿Y por qué ha de llegar ese dia? Ya que la codicia de mi esposo le ha quitado la esperanza del rescate no debes temer una separacion que es imposible.

—¿Olvidas, Zoraida, que si tengo aquí la amor y tus caricias, tengo en mi patria las caricias y el amor de una madre? ¿Olvidas que lo que es aquí un estrecho calabozo y la oscuridad es allí la libertad y la luz?

—¡No he podido hacerte olvidar tu patria!—dijo tristemente la mora.

—No has podido hacerme olvidar mis deberes ni el cariño de mis padres, porque esto es imposible. Con tu amor podrá serme dulce el destierro y menos dura la esclavitud pero saber que por mí lloran noche y dia los que me dieron el ser y no anhelar llevarles el consuelo á trueque de sacrificar los goces de mi pasion, eso es imposible.

—¿Pero no me has dicho que tu familia es tan pobre que no podrá rescatarte? ¿No me has dicho que su miserable fortuna la han empleado toda en comprar la libertad de tu hermano?

—Me queda el recurso de la fuga.

—¿Y la intentarías otra vez?

—Solo me falta la ocasion. No quiero engañarte, Zoraida, porque seria una ingratitud; pero puedes estar cierta de que si á tu lado me tienes es porque me faltan los medios para huir, no de tí sino de la deshonra de mis cadenas.

—¡Cristiano, cristiano, acuérdate de que sin ti moriré y que esa libertad que ambicionas, esa felicidad que en ella fundas, seria mi mas horrible desgracia! ¿Qué me queda en el mundo sin tí? ¡Oh!.... Si has de ser dichoso huyendo de mi lado, vete, pero antes de partir quítame la vida de un solo golpe y no me dejes morir lentamente. Vete, si, pero mátame, cristiano, mátame—prosiguió diciendo arrebatadamente la mora.—¿Qué puede importarme una existencia de continuos tormentos? Si tu pasion fuese como la mia, patria, libertad y madre, todo lo olvidarías. Yo seria dichosa á tu lado en el calabozo que te sirve de prision, sin luz y casi sin aire; dichosa alada á tu cadena y tratada como un esclavo por los que me tratan ahora como á una sultana. ¡No es tu amor como el mio que solo la muerte lo arranca del corazon!

—No sabes lo que es el cautiverio—replicó Cervantes.—No has esperimentado…

—Sé lo que es mi pasión—interrumpió Zoraida—y por tí sacrificaria la libertad como he sacrificado mis deberes, como arriesgué la vida yendo á buscarte....

—¿¡Acaso no la arriesgo yo cuando vengo aquí? ¿Ves que el miedo de perderla ataje mis pasos?

—La vida la tienes en poco, y así lo has probado muchas veces, pero....

—Mi madre, Zoraida....

—Bien me dijo la desdichada Jaguá: mi pasion me será fatal, será mi mayor desdicha.

—Deja esos presentimientos.

—Tarde ó temprano romperás tus cadenas,—repuso la mora—porque si solo esperas la ocasion, la encontrarás.... ¡Y yo te habré dado los medios de que me abandones!

—No prosigas, Zoraida, que te atormentas y me entristeces. Dejemos de hablar sobre lo que está muy lejos de suceder: basta á mi propósito que estés convencida de que si algun dia desaparezco será por obedecer á mis deberes y no porque deje de amarte.

—Si algun dia desapareces.... llévame contigo á España.

—Imposible.

—¡Imposible!.... ¿por qué?

—Porque si llego á conseguir fugarme será superando inconvenientes que tú no podrías vencer.

—¿Qué habria para mí imposible tratándose de tu amor?

—Luego has de pensar que tu fuga podria entorpecer la nuestra, y digo nuestra porque en tal caso no seria yo solo; y en buen hora que yo arriesgase mi libertad y mi vida, pero la de aquellos que en mí la habian depositado llenos de confianza.... ¡Oh! seria el mayor de los crímenes.

—¡Te estorbaría!—murmuró tristemente Zoraida.

—¿Por qué te atormentas así?—dijo el poeta,—Pensemos en lo presente que es nuestro amor.

—¡Pero en el horizonte de ese amor hay una negra nube que me espanta!

Cervantes cogió entre las suyas las manos de Zoraida, y repuso con tierno acento:

—Mira en mis ojos el fuego de mi pasion sin nubes que lo oscurezcan.

—¡Ah!....

—A tu lado me tienes, como siempre amante. ¿Qué mas deseas? En este momento lo olvido todo porque me embarga el alma tu belleza y me enloquece la pasion. Lucero que en la oscura noche de mi amarga vida inundó de luz el negro cielo que me cobijaba, no empañe el llanto el brillo de tus ojos, no las rosas de tus megillas en pálidas azucenas se truequen, no den tus labios salida al lamento de la tórtola, sino al arrullo de la paloma enamorada y tierna. Tuyo es mi corazon, mi pensamiento es tuyo....

—¡Cuánto te adoro!—exclamó Zoraida cuyos negros ojos brillaron y cuyo rostro se encendió.—¡Quietes de la paloma el arrullo!.... tan dulce de mi boca lo escucharas que á nada podrás compararlo. Tú has sido mi primer amor y mi primera dicha, y la esperanza sola de verte á mi latió fué mi mayor, mi único consuelo. Eres para mi la vida, mas que la vida. Y nunca habia sentido palpitar mi corazon hasta que mis ojos te vieron.

Con tales ó parecidas palabras continuó la mora espresando los sentimientos de su pasion, y el poeta, aunque con algun embarazo, le correspondia con frases no menos cariñosas y tiernas: pero como en tales casos nada se escapa á la penetracion de las mujeres, Zoraida comprendió que algun pensamiento secreto turbaba aquella noche á su amante, y mirándolo fijamente, interrumpió sus caricias para decirle:

—Algo me ocultas, cristiano.

Tan repentina interpelacion dejó sorprendido por algunos momentos al poeta; pero en la necesidad de evitar que la mora sospechase su proyecto, procuró finjir cuanto pudo y contestó con bastante naturalidad:

—Esta noche te se ocurren estrañas ideas.

—No sé esplicar lo que advierto en ti, replicó Zoraida, pero es la verdad que le encuentro como nunca. Parece que estás violento, y tan distraído, que hay momentos en que ni siquiera me escuchas.

—Es antojo tuyo.

—¡Antojo!.... ¡Ojalá que yo me equivoque!

—Hablemos de nuestro amor.

—Tranquilízame antes.

—Tal vez, Zoraida, los recuerdos que sin querer hemos evocado en nuestra conversacion....

—Otras muchas veces hemos hablado de la patria y de tu familia.

—Pero no hemos hecho ciertas comparaciones....

—Me engañas—interrumpió la esposa de Dalí Mamí.

—Es que hay momentos en que ciertas ideas causan mas impresion y....

—Pero asegúrame que no me engallas.

—Te he dicho la verdad.

—¿Lo juras?—preguntó la mora.

—Vuelvo á repetirte con franqueza, que si tengo ocasion de fugarme la aprovecharé ahogaré en mi pecho el amor que te profeso por el de mi madre, porque esto es un deber y yo cumplo con mis deberes antes que con mis afecciones.

—Si me abandonas....

—Algún dia sucederá si la suerte me es propicia.

Zoraida ocultó el rostro entre las manos y un raudal de lágrimas corrió por sus megillas.

—¿Por qué esas lágrimas?—le dijo el poeta con dulce tono.

—No lo sé, cristiano—contestó la mora con ahogado acento.—Tengo oprimido el corazon ignoro la causa, y lloro sin voluntad de hacerlo.

—¿Por qué te atormentas con lo que ha de suceder?

—¿No has tenido nunca, cristiano, presentimientos horribles sin saber la causa de ellos?

—Pero los he desechado.

—Dichoso tú si tanta es la fuerza de tu voluntad, porque yo, débil mujer, no puedo borrarlos de mi mente.

—¡Zoraida!....

—Tu pasion, me decia Jaguá, será fatal para las dos, será nuestra muerte, nuestro mas horrible tormento—Tambien su triste vaticinio no era mas que un presentimiento y se cumplió.... ¡Ah!

Cervantes procuró nuevamente á reanimar á la mora con mil caricias, pero solo consiguió tranquilizarla muy poco.

Llegó la hora de separarse, y no como siempre, una sonrisa y cariñosas palabras salieron de los labios de la esposa de Dalí Mamí, sino que estrechando fuertemente entre sus brazos al poeta, oprimiéndolo contra su pecho medio desnudo y palpitante, no pudo articular una palabra y el llanto volvió á correr por sus pálidas megillas, como si le hubiesen dicho que era aquella la última vez que veia á su amante.

Este se sintió ahogado por una dolorosa emocion, y casi tuvo remordimientos de engañar á aquella infeliz mujer á quien tanto cariño y tantos sacrificios debia; pero considerando que él no habia sido la causa de que llegase tan triste situacion para la mora, y acordándose de sus padres, de su libertad, y mas que de todo de los sagrados compromisos que tenia que cumplir con sus compañeros de cautiverio, hizo un esfuerzo, correspondió al abrazo de Zoraida, y antes que el llanto en sus ojos delatase su secreto, con voz trémula y ahogada dijo:

—¡Adiós!.

Y se desprendió de los brazos amantes de aquella infeliz mujer, tomó la linterna y salió precipitadamente de la estancia con el corazon oprimido y la cabeza ardiente como si la abrasase la calentura.

Zoraida se dejó caer en el divan porque no tenia fuerzas para sostenerse.

—¡Desprecia el tesoro de mi amor!—murmuró tristemente,—¿Dónde encontrará otro igual?.... ¡Ahí.... ¡Me ha dado la muerte!.... ¡Se cumplirá el vaticinio de la negra Jaguá!....

La desdichada sufria horriblemente el llanto seguia corriendo en abundancia por sus megillas y regaba su agitado pecho.

—El corazon me dice que no volveré á verlo, y moriré con la mas lenta y desgarradora de las agonías, tendré que ocultar mis lágrimas, callar mis sufrimientos, y todo lo mas, lástima será lo que inspiraré á los que me rodean, pero no consuelo, ni una sola palabra de consuelo.... ¡Triste suerte!.... ¡Sin un pecho amigo donde depositar las quejas de mis amargos pesares, teniendo que sonreir á mi brutal esposo!.... ¡Oh! ¡La muerte, venga la muerte!

Los ojos de Zoraida, abiertos al llanto, no pudieron cerrarse al sueño en toda la noche.

Dejémosla llorar su desgraciada suerte, digna en verdad de lástima, y sigamos á nuestro poeta.

CAPITULO XXIII De cómo Cervantes fué á reunirse con sus compañeros.

CON desiguales pasos atravesó el poeta corredores y aposentos, y llegando al sótano., sacó de entre la paja una cuerda y salió, cerrando la puerta y guardando la llave.

—¡Llegó la hora!—exclamó—¡Dios mio, protejedme!

Luego se dirijió al jardin y con la ayuda de una escalera de mano, subió á la tapia aseguró en ella un es tremo de la cuerda, y dejándola caer á la parle estertor, volvió la cabeza atrás y lijó una mirada tierna en la ventana del aposento de la mora por entre cuya celosia se escapaban algunos rayos de luz.

Un suspiro salió de su pecho y una lágrima humedeció sus brillantes pupilas.

—¡Infeliz!—murmuró con ahogado acento.—¡Perdona si he herido tu corazon sensible, ese corazon que solo por mi late, pero mis deberes me obligan á sacrificarlo todo Si alcanzo mi libertad, despues que haya besado la frente de mis padres, mi primer pensamiento será para tí, y bajo el cielo de mi patria entre sus altivas mujeres, tu recuerdo no se apartará de mi memoria ¡Adiós y que el Omnipotente ilumine la razon con la luz de la verdad y te dé consuelo!

Cervantes se asió de la cuerda, descolgóse al otro lado de la tapia, y en pocos instantes se encontró en una calleja tortortuosa y oscura, y por la que, aun de dia apenas transitaba alguna persona.

Poco faltaba para el amanecer, y como el poeta tenia que salir fuera de la poblacion y las puertas estaban cerradas, hubo de entretener el tiempo recorriendo algunas calles, hasta que al despuntar el sol pudo dirigirse sin ningun obstáculo á la quinta de Azan, á donde llegó en estremo fatigado.

Con muestras de estremada alegria lo recibió Juan el Jardinero, y dándole un abrazo, le dijo:

—¡Con cuanto afan os esperábamos!

—¡Aquí me teneis ya, amigo mio. Dios quiera protejernos—le contestó Cervantes.

—Hasta el presente nos ayuda.

—¿Cómo están nuestros compañeros?

—Como os podeis figurar, sin ver apenas la luz del sol porque no se atreven a salir de la cueva sino de noche, haciendo de esta dia, y con las incomodidades consiguientes á la vida que pasan.

—¿No desmaya ninguno?

—Alguno, pero los demás los animan. Ya podeis considerar, señor Miguel: los primeros que se escaparon de sus casas llevan aquí mas de seis meses, y en tanto tiempo no es estraño que alguna vez se pierda la paciencia.

—Poco tendrán ya que esperar.

—¿Creeis que llegará pronto la fragata?

—Según mis cálculos no ha de tardar tres dias.

—Quiera Dios que no os equivoqueis.

—Tal pienso.

—Algunos han enfermado de la humedad de la cueva, pero todo lo prefieren con tal de verse libres.

—Quiero verlos.

—Seguidme y os llevaré al escondite porque no hay uno que no desee abrazaros.

—Es lo que yo anhelo.

—Ademas, á esta hora no es prudente que esteis por aquí porque dentro de algunos momentos empezará á venir gente y os pueden ver. Hace poco que ellos se han recojido y aun no dormirán. Venid.

Juan guió á Cervantes hasta llegar á un sitio que no estaba cultivado y en el que el terreno era desigual y pedregoso. Levantábase allí un montecillo arcilloso á cuya falda crecían algunos espinos y habia dos ó tres montones de estiércol que impedían ver la entrada de una cueva.

—Aquí es—dijo el Jardinero.—Cuidado con la cabeza.

Y metiéndose por entre las zarzas llegó á la puerta de la cueva, ó mejor dicho á un agujero ovalado por donde se internó.

Siguióle el poeta y á los dos ó tres pasos se encontró completamente á oscuras, viéndose obligado á caminar á lientas con el cuerpo inclinado sin que á pesar de toda su precaucion dejase de recibir algunos golpes contra las paredes ó el techo de aquella galería. Afortunadamente el camino fué corto, y despues de volver á la izquierda y luego á la derecha, llegaron á un lugar bastante espacioso y alto de techo, pero donde tampoco penetraba un rayo de luz.

Respirábase allí una atmósfera nauseabunda, cargada de las emanaciones de todos las cautivos en el espacio de mucho tiempo, durante el cual no se habia renovado el aire.

El pelea se detuvo al detenerse Juan, y escuchando oyó un ruido sordo, igual y no interrumpido, que era el de la respiracion fatigosa de los que allí se albergaban, Acostumbrado estaba el poeta á vivir en oscuro y fétido aposento, pero no dejó de producirle la mas desagradable impresion la llegada al en que estaba, y á no tener de ello una prueba no hubiese podido creer que hubiese quien allí pudiera vivir por espacio de seis meses aunque fuese por la libertad y la vida.

—¡Compañeros—dijo Juan—aquí está nuestro salvador el señor Miguel de Cervantes!

Y al apagarse en las húmedas paredes su voz, oyóse un murmullo y el ruido del movimiento de los cautivos que se acercaban hácia la puerta.

Siguióse una escena tierna y conmovedora. En medio de la oscuridad vagaban todos del uno al otro lado, buscando al poeta para darle un abrazo y hacerle mil preguntas, porque creian que debia llevarles noticias ciertas sobre su partida.

—¡Dios os bendiga!—decían los unos.

—Apartaos y dejadme que lo abrace decian los otros.

—¿Cuándo es la partida?

—Por fin os tenemos á nuestro lado.

Todos hablaban á la vez, preguntaban muchas veces una misma cosa y no daban lugar á la contestacion. Mezclábanse las risas á las lágrimas y entre las voces confundíanse los suspiros.

—Compañeros—dijo el poeta—aqui me teneis para participar de vuestros trabajos, y si antes no he venido fué por evitar mayores sospechas, que encierro por encierro, oscuridad por oscuridad, este prefiero con vosotros mas que el que he dejado con la soledad. Venid y abrazarme—prosiguió con acento conmovido.—Venid y que vuestros pechos nobles recojan mis lágrimas de ternura!... ¡Cuánto habreis sufrido!... ¡Cuánta ha sido vuestra constancia!.... Pero se acerca el momento de la libertad—¡Bendito sea Dios!...¡Abrazadme, compañeros, abrazadme!....

Cervantes fué interrumpido por mil diversas voces de entusiasmo y de alegria. Muchos brazos se tendieron hácia el sitio donde estaba, y si hubiese habido luz hubiéranse podido ver los pálidos y demacrados rostros de los cautivos llenos de lágrimas.

—Decid cuanto sepais, amigo mio.

—Nada sé de cierto—contestó Cervantes—pero calculo que muy pronto, quizás mañana llegará el bajel que debe llevarnos á nuestra patria.

—¡Libertad!.... ¡Oh ¡.... ¡Libertad!...—exclamaron algunos cautivos.

—Sin embargo—añadió Cervantes—no hay que dar á la esperanza mucho vuelo, pues el desengaño es mas triste cuanto mas se ha remontado la ilusion. Por nuestra libertad trabajamos, pero si se frustra nuestro deseo, no hay que desmayar, sino con mas fé, con mayor ardimiento, seguir trabajando que al fin premiará Dios nuestra constancia.

—¡Hemos sufrido ya tanto!—dijeron algunos.

—Mas sufrireis si os abandonais á la suerte, que no hay premio sino hay sacrificio, sino hay trabajos. ¿Qué puede esperar el que nada hace?... Lo que el labrador que duerme sobre su tierra en vez de regarla con su sudor: las espigas no brotarán donde no cayó la semilla ni abrió surco la reja. La suerte lucha constantemente con nosotros, y el que no opone la resistencia, queda vencido. No viene la felicidad al que por ella clama, sino al que la conquista con su trabajo. La fortuna y la desgracia son fantasmas ilusorios, vanas palabras no mas inventadas por el hombre para justificar su inconstancia, su falta de fé y su abandono, para engañar al mundo y engañarse á si mismo, para contestar á su conciencia cuando le pregunta en qué ha gastado el tiempo y porqué se queja, para alegar un derecho falso á la compasion, á la ayuda de los demas, un derecho injusto para pedirles que hagan por él lo que él no ha querido hacer por si mismo.

Las palabras del poeta produjeron el mismo efecto que siempre: reanimaron el valor de aquellos infelices, y aun los que estaban enfermos sintieron renacer sus fuerzas. Fue aquel para ellos un dia feliz porque sintieron mas aliviadas sus penas, y lo pasaron hablando sin cesar y escuchando los consejos de Cervantes, siempre prudentes, para cuando llegase el caso de la deseada partida.

Llevóles el renegado llamado Dorador algun alimento y recibió en cambio las demostraciones mas vivas de gratitud: pero no se retiró contento porque el dinero se le acababa, y ya los cautivos, encerrados todos en la cueva, no tenian medios para darle mas ni esperanza de conseguirlo.

Era el Dorador un hombre como de cuarenta años, de pequeña estatura, frente estrecha y negros ojos, de mirada recelosa y sombría, advirtiéndose en el conjunto de sus facciones cierta espresion de malicia y doblez que nunca agradó á Cervantes. Pero se habia mostrado tan deseoso de volver á la fé católica, tan solícito en ayudar á los cautivos, que al fin el poeta creyó que la impresion desagradable que le producia la presencia de aquel hombre era una aprension necia.

Salió, como hemos dicho el renegado, no muy contento, y despues de haber andado buen trecho de camino para volver á la ciudad, sentóse en una piedra y mientras meditaba sobre el proyecto decia para si:

—Pasa mucho tiempo y la fragata no llega. Esperanzas no faltan, pero sí dinero para comer. Muchos son mis deseos de volverá España, pero si el plan no da buen resultado, habré espuesto la vida tontamente. Algo es preciso que yo gane en este negocio, porque arriesgar así la cabeza para quedar como antes ó peor, seria obrar bien neciamente. Si antes se me hubiesen ocurrido estas reflexiones hubiera podido ahorrar algunos escudos del dinero que me han dado; pero ya es tarde para hacerlo así pues apenas me queda para llevarles de comer dos días, y nada puedo quitar de donde tan poco hay. ¿Qué debo hacer?... Esperaré dos dias, nada mas, y cuando la bolsa esté vacia de dinero y la cabeza de ilusiones, porque para entonces las habré perdido todas, tomaré una determinacion. Si en Arjel y moro he de quedar, que al menos sea con algun provecho, y sobre todo, obrando de manera que me ponga á salvo de la responsabilidad que pueda caberme si el plan de fuga llega á descubrirse. No me remuerde la conciencia: mi intencion ha sido la mejor del mundo, y si la suerte no nos favorece, en mi mano no está trocarla, y justo y muy justo es que mire por mí antes que por nadie.

Tras estos pensamientos que eran las primeras tentaciones de la traicion, levantóse y volvió á emprender su camino.

CAPITULO XXIV De cómo llegó el deseado bajel.

LA noche del siguiente dia brillaba tambien la luna, el horizonte estaba despejado y relucían centenares de miles de estrellas. Ni el oías leve soplo de viento se dejaba sentir, y las aguas del mar, tranquilas en su lecho de arena, parecian dormir, pues ni se agitaban en espumosas olas ni apenas en menudos pliegues se rizaban sus azulados cristales.

La quinta de Azan estaba muy cerca del mar, y por aquella parle, habia muchas chozas de pescadores que no habitaban la ciudad porque les convenia mas estar fuera de ella para acudir á las faenas de su oficio. Eran todos hombres atrevidos y de carácter belicoso porque tenian frecuentes ocasiones en que poder trocar su ejercicio de pescadores por el de piratas, acometiendo con sus barquichuelos á los bajeles cristianos que despues de cerrada la noche se aproximaban á aquel punto.

No serian aun las nueve y los pescadores estaban ya recojidos en sus miserables chozas ó tendidos en la playa, durmiendo á pierna suelta, menos tres de ellos que se ocupaban en reparar algunas pequeñas averías que habian tenido en su barca. Cuando terminaron su faena, ayudados del resplandor de la luna, sentáronse á descansar junto á la orilla.

—Somos los últimos que nos acostamos esta noche—dijo uno de ellos.

—Y tendremos que ser los primeros en despertar—contestóle otro—si hemos de hacer lo que hemos convenido.

—Ya sabes que soy madrugador, y por consiguiente, no me importa.

—Yo soy algo perezoso, pero si la ocasion llega ninguno me adelanta.

—Buena está la noche.

—Algunos se alegrarán de ello mas que nosotros.

—Los que tengan que caminar á estas horas.

—Pocos, ó ninguno, serán.

—Mas de uno.

—¿Quién?

—Los que tengan qué ocultarse de dia.

—Es verdad que no será uno solo, porque dicen que en poco tiempo han desaparecido muchos cautivos, y estos esperarán la noche para caminar.

—Mucho se habla de ese asunto.

—Hoy contaban de uno que ha desaparecido de la casa del renegado Dalí Mamí y segun aseguran es sugeto de calidad y muy estimado de su amo porque de él esperaba un buen rescate.

—Sospecho quien es, y en verdad que Dalí Mamí ha perdido con él quizás ochocientos ó mil escudos.

—¡Mil escudos!

—No exagero.

—¿Lo conocias?

—Lo vi algunas veces cuando antes de entrar á serviros trabajé en una huerta de Dalí Mamí. Esto, si es el que yo presumo, uno manco....

—El mismo, esas señas me dieron.

—No es la primera tentativa que ha hecho, y lo peor es que siempre se lleva consigo á otros muchos.

Como habrán comprendido nuestros lectores, el que acababa de hablar no era otro que Hamete, el traidor que abandonó á Cervantes y á sus compañeros en el camino de Oran.

—Entonces habrá sucedido lo mismo en esta ocasion, y es posible que la fuga de los que han ido desapareciendo estuviese convenida con él.

—Casí puede asegurarse.

—Buena fortuna para el que lo coja y lo presente á su amo.

—Es poco generoso.

—¿Pero no habia de dar siquiera seis escudos al que le hacia recuperar mil perdidos?

—Tal vez no diese mas que uno.

—Aun asi, pocas veces los habrás visto en oro y en tus manos.

—Ninguna si he de decir la verdad.

—Desconfió de que lo encuentren.

—¿Por qué?

—Porque no ha podido encontrarse á ninguno de los que antes se han escapado.

—No es razon.

—Ya estarán en salvo.

—Sea como quiera, no es para nosotros semejante fortuna.

—¿Quién sabe?

—Dejemos lo que no nos importa.

—Es verdad, que mas nos conviene dormir.

—Como ya hacen todos, y hasta el mar descansa.

—No se mueve una ola.

—Ni corre un pelo de viento.

—Mucha fuerza de remos se necesitaria para navegar ahora.

—Parece el mar un espejo de plata.

—¡Cómo le hace brillar la luna!

—Fácilmente podria distinguirse una embarcacion desde larga distancia.

—Aunque asomase por allá—dijo uno, estendiendo el brazo.

—Allá, si, por.... por allá.... Mirad—repuso otro, poniendo sobre los ojos una mano á modo de visera para recoger mas la vista.—¿No veis allá?....

—Nada veo.

—Ni yo tampoco.

—Sabeis que me equivoco pocas veces ó ninguna.... Si, si, es una embarcacion.

—No hay quien tenga tan buena vista como tú, pero lo que es ahora creo que te engañas.

—¿Que me engaño?

—Si.

—Puede ser.... Esperad.... por esta vez....

—Estás soñando.

—Estoy.... estoy seguro.

—Te equivocas, al menos por la parle hácia donde señalas....

—Apostaría....

—Nada apuestes sino quieres perder.

—Pues bien, apuesto seis ásperos de piala....

—¿De veras?

—Si.

—Quedan apostados.

—¡Dichosos los que así arriesgan semejante cantidad—dijo Hamete que consideraba los seis ásperos como respetable suma, á pesar de que no equivalían sino á poco mas de cinco reales.

—Tú eres testigo, Hamete.

—¿Y cuán lo gano?

—Un áspero por sentenciar fielmente.

—No cabe engaño en lo que ha de verse muy pronto.

—¿Tampoco distinguís nada ahora?—repuso el que se preciaba de buena vista.

—Tampoco.

—Observemos.

Pusiéronse los tres á mirar, y despues de un rato dijo Hamete:

—Me parece que pierdes, Alí, pues ahora se distingue....

—¡Por Allah!.... Creo que tienes razon.

—No te arrepientas de haber apostado.

—Yo soy testigo y me vá en ello un áspero—dijo Hamete.

Volvieron a quedar silenciosos.

Pasó un cuarto de hora y al fin pudo distinguirse claramente que en efecto se acercaba un bajel á la costa.

—¡He perdido!

—No te desconsueles, porque si la embarcacion fuese de cristianos, daremos el grito de alarma y tal vez hagamos buena presa.

—Cuando esté cerca nos prondremos donde no puedan vernos para examinarlo bien.

La embarcacion siguió yogando, y no tardó mucho en oírse desde la orilla el ruido de los remos.

Era efectivamente una fragata cristiana, la misma que iba en busca de los cautivos, y atracó muy cerca de donde estaban los tres moros sin apercibirse de ellos que, agachados y ocultos conocieron fácilmente ser la embarcacion de cristianos que trataban de saltar ocultamente en tierra, á juzgar por el sitio que habian elegido para el desembarque y el silencio con que se preparaban á verificarlo.

—Presa tenemos—dijo uno de los pescadores.

—Parece que van á botar una lancha.

—No traerán buen fin cuando con tanto silencio llegan.

—¿Qué hacemos?

—Dar el grito de rebato porque no podrán escapar si andamos listos en rodear el bajel con nuestras barcas.

—Nuestras armas están siempre preparadas.

—Y nuestros ánimos tambien.

—Y de buena gana acudirán nuestros vecinos....

—Como siempre lo hacen.

—No hay que perder tiempo.

Mientras así hablaban los moros guardaban profundo silencio los que tripulaban la fragata. Los remeros habian dejado los bancos, y tomando las armas de fuego se disponian á obedecer las órdenes que en voz baja ó por señas les daba un hombre de elevada estatura, de ojos negros y vivos, de tostadas megillas y que parecia ser el ge fe.

Como los moros habian sospechado, disponíanse los cristianos á botar una lanchilla para salir á tierra, procurando ejecutar esta maniobra con el mayor silencio.

—Mucho cuidado porque el menor descuido puede perdernos—dijo el que parecia capitan.

—¿Estais seguro, señor Viana—le preguntó un marinero—de no haberos equivocado?

—Conozco mucho estos lugares y no los olvidaré porque arrastré en ellos mi cadena de cautivo.

—Es que....

—¿Veis aquel edificio que se levanta allí enfrente y no muy lejos?

—Si.

—Pues es la casa de campo de Azan donde nos esperan los infelices por cuya salvacion hemos venido.

—Cerca los tenemos.

—Muchas veces he venido á esa casa de parte del que fué mi amo y en busca de hortalizas ó llores.

—Adelante, pues.

—Adelante y no perdamos tiempo.

—Creo que nada debemos temer porque la playa está desierta.

—Pues aprovechemos la ocasion.

—Al agua la lancha y—

No pudo proseguir el llamado Viana porque hasta el bajel llegó el ruido de estrepitosa griteria y las voces de «¡á _ellos_!» dadas en la playa.

—¡Nos han visto, vive Dios!—exclamó el capitan con acento de rabia.—¡Deteneos.... no boteis la lancha!....

Y dirigiendo la vista á tierra vió salir mar arriba muchas barcas y cruzar cerca de la orilla bastantes moros que daban desaforadas voces.

—¡A los remos!—gritó Viana.—¡A los remos y á ponernos en franquía!

—¡A ellos!—gritaron los moros.—¡A ellos, pescadores!.... ¡Fuego!....

—¡Las barcas!

La fragata se balanceó de babor á estribor, y en seguida, forzando remos, comenzó á alejarse rápidamente de la orilla.

A tiempo se ejecutó la maniobra, porque á no emprender la huida con tanta prisa, les dieran alcance á los cristianos algunas barcas que bogaban ya y olías que soltaban las amarras, y en grande aprieto se vieran para libertarse, sino de la fuerza, del número de los enemigos.

Grande fué la confusion de los moros: no hubo uno que no acudiese al rebato; pero tuvieron que renunciar á su empresa cuando la fragata se alejó, pues solo en alta mar hubieran podido darle caza, y allí, á los barquichuelos pescadores, aunque muchos, nada les era dado hacer, sobre todo si los cristianos seguían mar adelante y á la ventaja de sus muchos remos se unia la de alguna ráfaga de viento que les favoreciese.

Oyéronse algunas detonaciones producidas por disparos de arcabuz hechos sobre la fragata, pero solo sirvieron para interrumpir el silencio de la noche y acrecentar la alarma sin causar á los fugitivos ningun daño.

Cuando los pescadores perdieron la esperanza de lograr su presa, reuniéronse á conferenciar sobre lo que debían hacer. Opinaban los unos ponerse en acecho y esperar que volviesen los cristianos, mientras que otros creian que era lo mejor aprovechar la noche en dormir, pues la fragata no baria segunda tentativa despues de alarmada aquella parte de la costa.

—Pues bien—decia el que habia visto primero el bajel y apostado los seis ásperos—ellos pensarán que hemos calculado de ese modo, porque así es lo natural y volverán teniendo por seguro que dormimos. Mi opinion es que esperemos bien ocultos.

—¿Volverías tú?—Je replicó otro moro.

—Nó.

—Pues ni ellos tampoco, y se reirán á su placer, mas si llega á su noticia mañana que nos han tenido en vela toda la noche.

—,Por Allah! que eres muy torpe.

—Y tú muy testarudo.

—Como son los cristianos, y por eso volverán aunque sepan perderse.

—Pues bien, yo me quedo con los que quieran acompañarme.

—Y yo.

—Yo tambien.

—Y los que os vais á dormir no tendreis derecho á participar de la presa.

—Buen provecho os haga.

—Mas vale descansar.

—Está visto que teneis miedo porque volverán mas prevenidos.

—¡Miedo!....

—¡Por Mahoma!....

—El tiempo lo dirá.

—Seis ásperos aposté no há mucho á que se divisaba una embarcacion.

—Y has ganado.

—Ahora apuesto mi barca contra un zoltaní.

—Ya sabeis—dijo Hamete—que cuando nuestro camarada apuesta no es en valde.

—Es esperimentado.

—Soy de su opinion.

—Y yo tambien.

—Quedémonos que nada se pierde.

—No hay necesidad de pasar la noche en vela, pues basta con que uno ó dos vigilen y den la señal.

—Bien pensado.

—Nos relevaremos de media en media hora., y este poco tiempo no mas dejaremos de dormir.

—Convenidos.

—Ahora propongámonos un plan por si llega el caso de que vuelvan los cristianos.

—Si vuelven los dejaremos desembarcar, y cuando estén en tierra y algo separados de la orilla, les acometemos, cortándoles la retirada, y despues de apoderarnos de las personas nos apoderamos del bajel.

Todos aprobaron la idea, y designados los que debían vigilar, fuéronse los otros á dormir, á sus barracas los que las tenian cerca, y á campo raso los demas para no alejarse.

Mientras esto sucedía, otra escena de muy distinto género tenia lugar sobre la cubierta de la fragata. Allí la desesperacion estaba pintada en todos los rostros, y mas que en ninguno en el del capitan que desconfiaba mucho de salir adelante con su empresa.

—Dejad los remos—dijo á los que estaban en los bancos.—Nada tenemos ya que temer.

—¡Vive Dios!—exclamó un marinero.—¡Cien rayos me abrasen sino era preferible naufragar á tener que huir de esa canalla miserable!

—¡Volver la popa á esos cascarones de nueces!—añadió otro, apretando los puños.—¡Por Santa Bárbara que tal vergüenza no es para sufrida por un marino viejo!

—¿Y qué vamos á hacer, señor Viana?

—Dudo.

—Vos conoceis mejor que nosotros á esos perros porque habeis sido su cautivo.

—Temo que nos acechen.

—¿Y no hemos de vengarnos?

—Sí pero arriesgar la empresa....

—¿Nos volveremos á Mallorca?

—No digo tal pero como he jurado á fé de marino morir ó volver á Mallorca con los infelices que nos esperan....

—Sí, sí, prudencia.

—Disponed, capitan, que os obedeceremos ciegamente.

—Ya no podemos retroceder ni dilatar un solo dia nuestro desembarque, y por esta razon creo que, aunque con mucho riesgo, debemos esperar á la media noche, y tentar nuevamente la fortuna.

—Sí, sí—dijeron todos.

—Es probable que estén alerta, pero no podemos hacer otra cosa.

—Pelearemos.

—Si nos dan tiempo volveremos atrás como ahora hemos hecho, y si no....

—Moriremos matando y Satanás tendrá un dia de regocijo.

El gefe movió tristemente la cabeza y quedó pensativo por largo rato. Desconfiaba mucho del éxito de la empresa, casi tenia seguridad de que los sorprenderían; pero habia empeñado su palabra de no retroceder y tambien se interesaba por la suerte de los cautivos por haberlo sido él algunos años y saber lo que padecían. Era además muy triste perder cuanto se habia gastado en armar la fragata, y mas que todo el caer en manos de los arjelinos lo cual se tenia por mayor desgracia que la muerte.

Apurada era la situacion del arrojado marino, y no menos triste la de aquellos desgraciados que lo aguardaban pues en un momento debian ver su esperanza desvanecida, y tras el largo encierro de la cueva, la muerte en una horca ó mas crueles tormentos serian el resultado de los muchos que llevaban sufridos.

El rostro de Viana volvió á animarse al fuí y reuniendo á los valientes marineros que lo acompañaban, les dijo:

—Sé que sois hombres de corazon y que no os arredra el peligro de la muerte; pero antes de volver á intentar el desembarque quiero haceros comprender que os esponeis á mas que á morir, á ser cautivados, y ninguno de vosotros sabe lo que pesan las cadenas de la esclavitud.

—¡Rayos y truenos!—exclamó un marino—¿pensais que cuando nos comprometemos á una cosa nos hace retroceder el miedo?.... Va sabemos que si esa canalla nos echa mano nos encerraré en una mazmorra ó nos hará servir de bestias de carga, pero no somos de mejor condicion que los que nos esperan y han sufrido otro tanto y ¡por los cuernos de Satanás! que en diciendo: ¡adelante! sabernos ir de frente hasta que la muerte nos dé un abrazo. ¡Dios de Dios!.... ¡Antes me trague una ballena y me tenga diez años en sus tripas que presentar la popa á esos perros miserables!

—¿Tan decididos estais'

—A todo—dijeron á la vez los marineros.

—¿Y si se apoderan de nosotros?

—Quedaremos todos iguales, y aun mejor que los que nos esperan que llevan algunos años de esclavitud.

—¡Bravo, compañeros!—exclamó Viana.—Así cumplen los hombres de honor, los valientes....

—¡Los españoles!

—¡Dios nos ayude!

—Esperamos vuestras órdenes.

—Ninguna tengo que daros ahora. A la media noche, á tierra otra vez.

Aquel puñado de hombres tan decididos no se acordaron mas del peligro que les amenazaba, y vaciando algunas botellas, cantando y riendo, dejaron pasar las horas.

Ya la luna intentaba, no sabemos si besar las blancas y rizadas espumas del mar, si beber sus saladas aguas ó servirse de ellas como espejo para ver si era digna de enamorar á Apolo que la contemplaba; pero es lo cierto que habia descendido y parecia que iba á sumergirse en las olas.

Habia llegado el momento y el capitan se estremeció porque cada vez crecia mas su desconfianza de conseguir un buen resultado.

—¡A los bancos!—gritó.

Y pocos momentos despues se oyeron los acompasados golpes de los remos, se agitaron las aguas y el bajel vogó hacia tierra con lentitud.

Mientras esto sucedía, sobre el montecillo donde estaba socavado el escondite de los cautivos, hallábase Miguel de Cervantes de pie, inmóvil, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho. Los últimos resplandores de la luna se derraban sobre su noble cabeza, ardiente en aquellos instantes y atormentada por mil tristísimas ideas. Un doloroso presentimiento le decia que los tiros que á lo lejos habian sonado eran el anuncio de su desgracia y de la de sus compañeros.

Largo rato permaneció de aquella manera, hasta que al fin, despues de exhalar un suspiro, levantó la cabeza, dirigió al cielo una tierna mirada y exclamó:

—¡Dios mio, un permita vuestra justicia que esos desdichados padezcan por mil.... ¡Yo los he alucinado para que me sigan, y sobre mí debe caer toda la desgracia!

Luego cayó de rodillas, sus ojos se humedecieron, y mientras su corazon palpitaba con desigual violencia, de sus lábios salió la oracion mas fervorosa y las mas tiernas suplicas en favor de los desdichados por quienes tanto se afanaba sin que para él pidiese otra cosa mas que constancia y resignacion que fueron las poderosas armas con que aquel hombre estraordinario luchó en su amarga vida con sus continuas desgracias, sin que jamás la desesperacion ni el cansancio del espíritu le hiciesen retroceder. ¡Alma sublime, corazon grande y animoso donde se estrellaron todas las miserias de la ruin envidia y de la ridícula vanidad sin conseguir abatirlo!

Los últimos resplandores de la luna bañaron su frente noble, y una lágrima corrió por sus megillas.

CAPITULO XXV Del resultada que dió la nueva tentativa de desembarque.

MUY cerca de la orilla estaba ya el cristiano bajel, y aunque mayor que antes era la oscuridad, divisáronlo los moros que vigilaban.

—Sin duda es el mismo—dijo a sus compañeros uno de los pescadores.

—No hay duda, ya vuelven.

—¿Qué hacemos?

—Dar aviso á los que duermen para que con tiempo se preparen sin que puedan ser observados.

—Y sin perder tiempo porque llegará muy pronto.

—Si, sí, que este vientecillo de Levante que empieza á correr les ayudará.

—Cada cual por su lado para que todos despierten á un tiempo…

—Mucho cuidado de no hacer ruido.

—Afortunadamente ya se oculta la luna y la oscuridad nos favorecerá.

—Ya sabeis el plan: dejar que desembarquen y estén algo lejos de la orilla para poder cortarles la retirada: antes que así suceda no hay que hacer el mas leve movimiento.

Partieron los tres moros en distintas direcciones, y en pocos minutos acudieron los demas y fueron ocultándose cerca de la orilla, tendidos en la arena y formando dos grupos, de manera que por entre ellos pasasen los cristianos.

Reinó el mas profundo silencio.

La oscuridad era completa, y en ella envuelto, el bajel atracó sin que otro ruido se percibiese que el de los remos y las agitadas aguas.

¡Cómo se oprimieron los pechos de los valientes cristianos! Sus miradas, intentando romper las tinieblas, se dirigieron hácia la playa, y escucharon con la mas afanosa atencion; pero solo oyeron el gemido monótono del mar y la plática dulce que con las olas comenzaba á entablar el vientecillo del Este que se habia levantado.

—Yo nada veo ni oigo—dijo Viana.

Y lo mismo repitieron los demas.

—Pues no perdamos tiempo, que si nos acechan, de nada nos servirá esperar, y si es que sellan retirado debemos aprovechar esta ocasion.

—A tierra, pues—repuso el capitan.

Brillaron como luces fosfóricas todas las pupilas, palpitaron con violencia Lodos los corazones, y resuellos á morir, dejaron la fragata los cristianos y en poco tiempo se encontraron sobre la arena.

Alli volvieron á mirar en todas direcciones y á escuchar mientras contenian la respiracion, pero solo oscuridad encontraron sus ojos y no percibieron ni el mido mas leve que pudiera infundir sospecha.

—Parece que Dios ha escuchado nuestros ruegos—dijo el capitan en voz baja.

—Vais teniendo confianza—replicó un marinero.

—Sin embargo, bueno es ir prevenidos para evitar la sorpresa.

—Ya lo estamos.

—Mucho silencio y atencion, y fuego sobre el primer bulto ó sombra que se divise. Todos reunidos para poder resistir mejor en caso de un ataque, y si así sucediese, mientras nos defendemos, nos iremos retirando en buen órden hácia la orilla para embarcarnos.

Paso entre paso, volviendo á todas partes la escudriñadora mirada y deteniéndose al oir el mas leve ruido, fueron internándose sin pronunciar una palabra.

Empero no se habian alejado cincuenta pasos de la orilla cuando de repente oyeron un grito y tras aquel otros muchos y luego sobre sus cabezas silbaron algunas balas.

—¡Dios de Dios!—gritó el capitan con acento de la mas desesperaba rabia.—¡Nos atacan por la espalda!.... ¡Estamos perdidos!... la ganar la orilla á todo trance!... ¡Camaradas, antes morir que ser cautivados!

Un rugido de rabia se escapó de los pechos de aquellos valientes, y volviendo cara al mar avanzaron presurosos mientras hacían uso de sus armas.

¡Vano intento! ¡Arrojo inútil que solo debia servir para aumentar el peligro que coman!

Los moros, en número de mas de ciento, se lanzaron sobre los cristianos, dando gritos y disparando sus mosquetes. Rodeáronlos en pocos momentos y los estrecharon sin permitirles avanzar ni retroceder.

Grande fué la confusion y la lucha desesperada y sangrienta.

—¡Compañeros!—gritó Viana.—¡No nos queda mas que morir, pero no dejemos que nos aprisionen!

Y sus ojos brillaron como dos centellas, y á sus palabras respondieron amenazas horribles, ayes y blasfemias que se confundían con las detonaciones de los mosquetes y la incesante griteria de la morisca chusma.

Aunque se perdían la mayor parte de los disparos porque la oscuridad no permitia dirigirlos con acierto, cayeron sin vida en poco rato tres cristianos y algunos pescadores.

La pelea no podia durar mucho tiempo por la desigualdad de las fuerzas del uno y del otro bando.

—¡A ellos!—gritaron algunos moros.—¿Qué esperamos?

—¡A ellos, sí, porque no han de entregarse y solo conseguiremos matarlos!

—¡Venid, cobardes, traidores!—exclamó Viana fuera si—¡Venid, menguados, perros, mal nacidos!... ¡Rayos y truenos!

—¡Todos á la vez y sugetadlos!—gritó un pescador.

Y esta voz corrió de grupo en grupo, y cerrando con los marinos, llegaron á luchar cuerpo á cuerpo.

No eran los cristianos hombres que se dejasen aprisionar, pero los moros eran tantos, que el crecido número de estos puede decirse que ahogó á los otros y la defensa se hizo imposible, pues en pocos momentos se vieron desarmados y sujetos los marineros que quedaban vivos.

Apenas entre cinco ó seis pescadores robustos podían contener los desesperados esfuerzos que hacia Viana para desairarse; pero al fin lograron atarle los brazos, y lo mismo á sus compañeros.

Todo habia conchudo, y con aquella desgracia se hacia ya imposible la fuga de Cervantes y de sus compañeros. ¡Infelices! ¿Qué seria de ellos?

Los moros se apoderaron de la fragata y se repartieron la presa no sin tener acaloradas disputas.

Cuando ya sosegados celebraban con broma y risas su buena fortuna, acercóseles otro moro que habia presenciado el suceso sin tomar parle en él y sin que nadie se apercibiese de su presencia.

Era el Dorador, conocido de muchos de ellos.

—Alláh os guarde—dijo al llegar.

—Este viene al olor de la caza, pero ha llegado tarde; y sobre todo los renegados no tienen participacion en estas empresas.

—Nada vengo á pediros—contestó el Dorador—sino á daros la enhorabuena y á satisfacer mi curiosidad.

—¿Has visto á los cautivos?

—Nó.

—Uno hay que ya se rescató otra vez por trescientos escudos, y ahora no esperamos sacar menos.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo he conocido, que él no ha querido decir su nombre.

—¿Quién es?

—Un mallorquín bastante acomodado.

—¿Mallorquin?—repitió el Dorador.

Y luego añadió para sí:

—No me equivoqué, son los que esperábamos.

—Ya ves que no ha sido la noche mal aprovechada.

—Ciertamente—repuso el Dorador.

Y despues de hacer algunas preguntas mas para convencerse de que el proyecto habia fracasado, se alejó en estremo pensativo.

La noticia del suceso cundió rápidamente al amanecer y llegó á los infelices cautivos cuya esperanza se desvaneció apoderándose de sus espíritus el pavor y el desaliento que en vano trató Cervantes de reanimar con la magia de sus palabras. ¿Qué suerte les esperaba? Si el valiente mallorquin tenia bastante entereza para que los tormentos no le arrancasen una declaracion que comprometiese á los cautivos, podrían estos permanecer ocultos en la cueva hasta encontrar los medios de fugarse; pero esto era imposible porque no tenian que comer. De manera que debían elegir entre dos cosas bien horribles: ó morir de hambre en su escondite, ó entregarse á sus verdugos. La alternativa no podia ser mas espantosa, y era imposible buscar un término medio.

Tal era la triste situacion en que los infelices quedaron despues de siete meses de encierro que algunos llevaban y de todo género de privaciones, como lo fueron las del alimento y la luz del dia y aun del aire puro que solo en medio de la oscuridad de la noche podían respirar.

CAPITULO XXVI. Donde se da cuenta de lo que hizo el Dorador.

TRES dias habian pasado y aun no habia podido descubrirse el fin que los cristianos tenian al desembarcar; pero el Dorador, temeroso de que los tormentos ó las promesas de libertad hiciesen hablar á los nuevos cautivos y se llegase á saber la parte activa que la habia tomado en aquellos proyectos, decidióse á salvar su responsabilidad ante todo, y principiando por no volver á llevar alimento á los de la cueva, concluyó por encaminarse á casa del rey Azan con la mas ruin y cobarde de todas las ideas.

—¿No soy primero que los demás? ¿No hace tiempo que se me mira con cierta desconfianza que será mi perdicion? Pues para libertarme del peligro que me amenaza no tengo otro recurso que el de dar una prueba de lealtad á esta gente y así me rehabilitaré en su opinion. Mucho lo siento, pero ante todo es mi vida que no debo jugarla así como quiera por salvar la de otros, pues ellos no perderian la suya por la mia.

Así hablaba consigo mismo el renegado, y otras muchas reflexiones parecidas se hizo para tranquilizar su escasa y dormida conciencia, hasta que llegando al palacio de Azan pidió verle para comunicarle un asunto de la mayor importancia.

Era el rey Azan renegado veneciano y se habia llamado Andreta. Al abrazar la religion de Mahoma entró á servir al famoso Dragut, y despues que este murió en Malta, é Uchalí, que tambien fué rey de Arjel. La proteccion de este y la crueldad de sus hazañas, le dieron en poco tiempo renombre, y cuando Uchalí fué nombrado general de la mar, sucedióle en el gobierno de Arjel.

A toda ponderacion escede la crueldad de Azan: sus goces todos consistían en atormentar á los cristianos cautivos, y sin mas razon que la de entretener el ocio cuando nada tenia que hacer, divertíase en ver ahorcar á uno de aquellos infelices, ó en cortarles las narices ó las orejas, ó apalearlo, siendo él mismo el ejecutor en muchas ocasiones. No pasaba dia en que no condenase á un desdichado á sufrir un suplicio horrible, y cuando este se habia ejecutado parecia quedar tranquilo y contento como el que hace una buena obra. Pulida es toda pintura, falta de espresion toda palabra para dar una idea de la ferocidad de aquel monstruo á quien nadie ha caracterizado con tanta verdad sino el ingenio de Cervantes, diciendo de Azan, _que era natural condicion suya ser homicida de todo el género humano._ Solo este magnífico pleonasmo puede dar idea de la crueldad de Azan.

Con tales instintos, se comprende fácilmente que nada podia serle mas grato que la noticia que el Dorador le llevaba, pues le daba ocasion de ejercitar sus crueldades, y además halagaba su codicia, que era mucha, porque segun las leyes de aquel pueblo bárbaro eran propiedad del rey todos los esclavos fugados ó perdidos que cogian sus soldados.

Cuando llegó el Dorador hallábase Azan recostado en blandos almohadones de seda carmesí, contento en estremo porque acababa de cortar por sus manos las narices á un cautivo y quemar á otro un ojo porque pe atrevió á murmurar de tan injusto y cruel tratamiento.

Llegó á su presencia el Dorador, y despues de inclinarse con la mayor humildad, dijo:

—El amor que te profeso y mi deber como leal vasallo me traen para revelarte un secreto de la mayor importancia. Si le dignas escucharme....

—Empieza por donde hayas pensado concluir—interrumpió Azan mientras variaba de postura.—Las palabras inútiles me ponen de mal humor.

—No ignoras—repuso el Dorador—que en pocos dias se han fugado de sus casas muchos cautivos.

—¿Y tú sabes donde están?—preguntó el reyezuelo, incorporándose y mientras que la codicia animaba su rostro.

—Sí, poderoso Azan.

—Vienes á venderme el secreto.... te lo pagare bien.

—No vengo á venderte el secreto, sino á descubrírtelo. Ninguna recompensa quiero sino la de tu gracia, y si me la otorgas quedaré satisfecho.

—Si eso quieres no mas—dijo Azan sonriendo—seré tan generoso que la paga escederá á tus deseos.

—Pues nada mas me ofrezcas.

—Habla, pues.

—Los cautivos están ocultos en la casa de campo del alcaide Azan donde esperaban que llegase la fragata que apresaron los pescadores.

—¡En la casa del alcaide Azan!.... ¿Estás seguro de no equivocarte?

—Tan seguro estoy que si á bien lo tienes guiaré á tus soldados á la cueva en donde los cautivos se hallan y de la que no salen sino de noche.

—Ahora mismo, ahora mismo—dijo el rey levantándose apresuradamente.—¿Cuántos soldados quieres llevar?

—Basta con diez—contestó el traidor—porque aunque son muchos los cautivos, la mitad están enfermos y los demás no pueden hacer resistencia. Los sorprenderemos en su escondite, y antes que se recobren de su sorpresa los habremos asegurado.

—¿Cuántos son?—volvió á decir Azan.

—Veinte con el jardinero Juan que es el que los encubre y que le pertenece porque debe considerársele fugado.

Quedó Azan pensativo algunos instantes y luego repuso:

—Les habrán ayudado algunos de los españoles que viven en la ciudad, porque ellos solos desde sus encierros no hubieran podido llevar á cabo un proyecto tan atrevido.

—Lo ignoro, pero á bien que el tormento les hará confesarlo todo.

—Yo les haré hablar.

—El principal, el alma de la conspiracion es un cautivo de Dalí Mamí que ya en otras ocasiones ha intentado fugarse, y segun dicen es hombre temible por su ingenio y por su arrojo así como por la influencia que ejerce sobre todos los cautivos que lo consideran y respetan como á un gefe ó protector de mucha importancia. Es hidalgo principal en su patria y Dalí Mamí esperaba un crecido rescate de él.

—Tengo noticias de ese cautivo.

—Pues ya es tuyo.

—No te detengas. Van á seguirte veinte y cuatro soldados.

—Estoy pronto á obedecerle.

Azan llamó al gefe de su guardia y le dió las órdenes oportunas para el caso.

Inmediatamente veinticuatro infantes y seis turcos de á caballo mandados por su gefe y guiados por el Dorador se pusieron en marcha para ir en busca de los cautivos, yendo provistos de antorchas para alumbrarse en el interior de la cueva.

No se sabe cómo, pero es el caso que corrió instantáneamente la noticia de que se habia descubierto la guarida de los cautivos fugados y que la guardia del rey iba á prenderlos; así fué que, apenas habian dejado atrás una calle los esbirros de Azan, seguíalos buena porcion de populacho para satisfacer su curiosidad y tener el inhumano placer de insultar á los infelices que despues de tantos padecimientos debían sufrir atroces castigos, siendo el menos horrible el de que les quitasen la vida.

Los dejaremos seguir su camino que ninguna novedad ha de ofrecer, y volveremos á la cueva donde va á tener lugar un suceso que dió á Miguel de Cervantes ocasion de mostrar su grandeza dé alma con un rasgo tan noble, que es sin duda uno de los que mas honran su gloriosa memoria.

CAPITULO XXVII. Abnegacion de Cervantes.

Como ya dejamos indicado, el Dorador no habia vuelto á la cueva, y los cautivos pasaron los dos primeros dias con un escasísimo alimento, y este, gracias á que Juan con riesgo de su vida y con todas las trazas imaginables, lo habia proporcionado. Pero al tercer dia ni aun semejante recurso tuvieron ni lo esperaban para el siguiente, y los mas débiles empezaban á desfallecer, á desanimarse los mas fuertes y desesperarse los mas animosos. Aun el mismo Cervantes se horrorizaba á la idea de morir de hambre en aquel oscuro y fétido agujero, y pensaba que era mejor salir sin reparo alguno y dejarse matar por sus perseguidores. Pero esta idea, hija solo de la locura de la desesperacion, la descollaba siempre que á su mente acudia, y la resignacion y la constancia volvían á recobrar su imperio y á darle fuerzas para sufrir.

Al principio de la mañana habian conferenciado sobre la conducta que deberían seguir en vista de lo apurado de las circunstancias, pero hubo muchos pareceres y nada se resolvió al fin, y el casando y los tormentos del hambre que empezaban á sentir les hizo callar y abandonarse á la suerte con esa estóica y horrible calma que se sucede á la desesperacion y al miedo cuando es totalmente imposible la salvacion y los sufrimientos han sido muy largos.

Mas de una hora llevaban ya los cautivos de estar silenciosos é inmóviles, tendidos en el húmedo suelo de la cueva; y al ver aquella quietud y no percibir el oido otra cosa que el ronquido de agitadas respiraciones, algun sollozo ó algun quejido leve, hubiérase creído que mientras los unos dormían con agitado sueño los otros espiraban con lenta agonia ó lloraban sobre el cuerpo inerte de algun hermano.

Entre tanto el poeta habia revuelto en su imaginacion mil planes, mil ideas, y al fin levantó la voz y con acento firme dijo:

—Quiero que me escucheis, compañeros.

A estas palabras siguióse el ruido del roce contra las paredes y el suelo de algunos cautivos que se levantaron ó variaron de postura para escuchar á Cervantes, y luego todo volvió á quedar en silencio. Ninguno habia contestado porque el hablar era un tormento para aquellos infelices que apenas teman fuerzas para sostenerse.

—¿Me escuchais'—preguntó el poeta.

—Si—respondieron algunos con débil voz.

—Os encontrais—repuso Cervantes—en la mas apurada de todas las situaciones y sin mas esperanza que la de morir de hambre ó la de volver á vuestros encierros despues de sufrir crueles castigos. La causa de tales sufrimientos la soy yo que os he inducido á que tomeis parte en un proyecto que por lo atrevido puede llamarse loco, y á no escusarme el buen fin que me propuse, mi responsabilidad seria mucha y yo muy digno de castigo. Esta situacion no tiene mas que dos términos, que son el perecer aquí de hambre y el de que descubran nuestro paradero. Si me preguntais mi opinion sobre lo que deberá suceder, os diré que creo que lo segundo, pues sospecho que el renegado ha de hacernos traicion para salvarse si el plan se descubre, y me lo prueba el no haber vuelto como debia para seguir nuestra suerte y ayudarnos, que mucho pudiera á no faltarle la voluntad y sobrarle la mala intencion. Tengo para mi que no han de pasar dos dias, quizás algunas horas, sin que vengan á prendernos, y en esta conviccion quiero ponerme de acuerdo con vosotros sobre la conducta que hemos de observar para hacer menor el peligro y para dejar tranquila mi conciencia.

—¿Acaso—le replicó un cautivo—puede remorderos vuestra conciencia porque habeis hecho por nosotros todo género de sacrificios? La nuestra es la que debe acusarnos, porque tal vez si solo á vos hubiéseis atendido ya estarías libre, siendo como sois sin igual para idear trazas no imaginables y valiente para ejecutarlas.

—Nó, amigo mió—dijo Cervantes;—yo os he hecho ir demasiado lejos, as he hecho abrigar esperanzas locas, he confiado demasiado en mis fuerzas, he imaginado cosa positiva lo que solo eran recursos probables, y esto os ha traído á tan triste estado, que el tristísimo del cautiverio es preferible comparado con él.

—Señor Miguel, no aumenteis nuestros tormentos, no hagais mas penosa nuestra agonía, pues mas sufriremos sabiendo que por nosotros sufrís y que nos juzgais tan miserables que os acusamos de lo mismo que os debemos agradecer. Está muy cercana nuestra última hora—

—Os equivocais—interrumpió el poeta:—os repito que darán con nosotros.

—Bien, pues sabremos morir á manos ele nuestros verdugos, bendiciendo vuestro nombre.

—Eso es precisamente lo que quiero evitar, porque probada vuestra culpa os ahorcarán ó tal vez os impondrán castigos mas atroces que la muerte.

—¿Y cómo ha de evitarse si volvemos á poder de nuestros amos? Os digo, señor Miguel, que esto es mas imposible que alcanzar la libertad, á menos que vuestro ingenio se empeñe en encontrar remedio para lo que no lo hay.

—Dejadme obrar y os prometo que, sino del todo, al menos en gran parte se evitará la desgracia.

—Decid cómo—respondieron algunos con tono de estremada curiosidad.

—Antes de manifestaros mi proyecto quiero que me deis palabra de obedecerme.

—¿Y por qué esa condicion?

—Porque es precisa.

—Sospechoso es el misterio.

—¿Teneis confianza en mí?

—¿Eso nos preguntais'.... ¡Vive Dios, que nos haceis una ofensa!

—Entonces....

—Sin embargo, señor Miguel, vuestra reserva significa mucho.

—Teneis delante la muerte, y por descabellado que sea mi plan, nada peor que morir puede sucederos.

—No es el miedo de un nuevo apuro el que nos hace desconfiar, sino el de que intenteis imponeros otro sacrificio.

—Pues bien, os ruego que jureis obedecerme, y pensad que esta será tal vez mi última súplica. ¿Os negareis?

—Dudamos—dijeron algunos.

—Entonces esperemos á nuestros verdugos y que os ahorquen aunque los remordimientos me atormenten toda mi vida.

¿Y por qué no decís que nos ahorquen? ¿Acaso pensais que vos habeis de libraros de sufrir el castigo que todos?

—Ya sabeis—repuso el poeta—que en ocasiones semejantes ni un mal tratamiento me han dado, porqué tengo un medio seguro de evitarlo y ahora me servirá como siempre. Por esta razon digo que os castigarán y no á mí y por lo mismo, yo que estoy libre de ser victima de la barbarie de mi amo, que he de quedar ni mas ni menos como antes estaba, debo mirar por vosotros y ofreceros una proteccion que no podeis dispensarme.

—Mucha es vuestra confianza.

—La esperiencia ha probado que debo tenerla.

Los cautivos guardaron silencio por algunos instantes.

—¿Me concedeis este último favor?—repuso el poeta.

—¿Os empeñais en ello?

—Si algo me debeis consideraré que me lo habeis pagado todo con esceso.

—¿Y vos nos prometeis que no pensais arriesgar mas de lo que habeis arriesgado?

—Os repito que mis verdugos respetarán mi vida como han hecho otras veces.

—Jurémosle obedecerle—dijo un cautivo.

—Lo juramos—añadieron muchos.

—¿Y no me hareis ninguna observacion?—volvió á preguntar el poeta.

—Ninguna.

—Pues bien, escuchadme y luego callad y esperad los acontecimientos.

—Hablad, esplicaos.

—Cuando vengan á prendernos, yo diré que os he alucinado que os he engañado con mil promesas y que en contra de vuestra voluntad os he hecho seguirme.

—¿Qué decís?—exclamaron muchos de los cautivos llenos de asombro.

—Me habeis jurado obedecerme y no hacer ninguna observación—replicó el poeta con firme tono.

—Pero....

—Cuando llegue el caso haré lo que os digo y vos declarareis que es la verdad, que vinisteis engañados creyendo que la reunion tenia distinto fin, y luego no pudisteis volver á casa de vuestros amos porque os amenazó con delataros antes y decir que os habíais fugado, con lo demás que yo añadiré y que vosotros afirmareis.

Fué tal la admiracion y la sorpresa que este rasgo de noble abnegacion produjo en los cautivos, que por algunos instantes no pudieron articular una palabra; pero al fin, algunos con lágrimas de ternura en los ojos, y ahogado de todos el pecho por la ternura de su emocion, iban a replicar á pesar de su juramento, cuando llegó á sus oídos un rumor estraño que fué creciendo por instantes hasta percibirse distintamente el eco de algunas voces.

Los infelices cautivos quedaron suspensos, sin poder apenas respirar, y mientras que mudos de espanto escuchaban con medrosa atencion, Cervantes, poniéndose de pie, poseido del entusiasmo de su abnegacion, arrebatado por sus nobles y generosos sentimientos, exclamó con acento firme:

—¡Acordaos de vuestro juramento!

Y despues de algunos instantes, añadió:

—Este es el momento mas solemne de mí vida.... ¡Dios mio dadme valor para cumplir mis deberes, y que no tenga que avergonzarme porque el desaliento me haga vacilar al cumplir la sagrada mision del hombre de sacrificar su vida en bien de sus hermanos!

Tras el ruido de voces se oyó el de pisadas y el del choque sin duda de los alfanjes, contra las paredes, y luego amenazas, juramentos y blasfemias se percibieron clara y distintamente.

Los cautivos temblaron poseidos del mayor espanto, pues aunque no eran cobardes tuvieron miedo porque el instinto de conservacion está siempre sobre el valor mas temerario del hombre, y todo lo mas que puede conseguirse en los momentos de peligro es ocultar, no dominar, el temor de la muerte con los esfuerzos que hace el deber, el honor, el orgullo, la vanidad ó la necesidad:

Luego se oyó decir.

—¡Por aquí, á la derecha!

Y pocos momentos despues se inundó súbitamente la cueva con los rojizos resplandores de las humeantes antorchas que llevaban los soldados del rey.

CAPITULO XXVIII. Cómo Cervantes cumplió su propósito.

ESCAPÓSE un grito ele espanto de los oprimidos pechos de los cautivos, y una feroz carcajada salió á coro de los labios de los soldados y resonó en el cóncavo techo de la cueva.

Entonces pudo verse un dolorosísimo cuadro que hubiese conmovido al corazon mas duro.

Los cristianos se hallaban esparcidos en desórden, sentados los unos, otros recostados y muy pocos de pie, porque los menos eran los que conservaban algunas fuerzas para sostenerse. Todos los rostros estaban cubiertos de una palidez mortal; apagado el brillo de los ojos y los labios secos y blanquecinos. Muchos estaban casi completamente desnudos y dejaban ver su huesoso y agitado pecho, sus brazos y piernas enflaquecidos y en armonia con la demacracion horrible de sus megillas. Por sus movimientos lánguidos, inciertos, adivinábase en muchos la mas estremada enervacion, en no pocos el marasmo, y en todos ellos la mas ó menos cercana muerte que les amenazaba con una lenta y penosa agonía. Junto al mancebo de ardiente mirada y atléticas formas que apretaba amenazante los puños y rechinaba con rabia los dientes, veíase al anciano de frente calva y venerable, débil y tlaco, que casi exánime descansaba en el húmedo piso su desnudo cuerpo y exhalaba un gemido, el último quizás, de angustioso dolor. Cuál levantaba la cabeza con orgullo y cuál la inclinaba como agoviado por el terror.

De pie y delante de todos, con altivo continente, la cabeza erguida con imponente altivez y la pupila ardiente y lija y penetrante la mirada, hallábase nuestro poeta sin que el miedo se dejase ver en su rostro ni luciese temblar sus miembros. La vacilante y rojiza luz de las antorchas se derramaba sobre su ancha frente, pálida pero serena, como si una aureola de celestiales resplandores la coronase ó el fuego de la inspiracion que bajo ella ardia despidiese sus vivos rayos. ¡Noble figura digna de la omnipotente mano que la habia formado!

Los turcos levantaron sus alfanges sobre algunos de aquellos infelices que apenas sabían lo que les sucedía, y gritaron con tono amenazante:

—¡Ninguno se mueva! ¡Presos en nombre del rey!

Cervantes dejó escapar una sonrisa desdeñosa, miró á los soldados uno por uno, y luego dijo:

—¡Cobardes!

—¡Atadlos!—dijo el gefe de la guardia.

—¡Atarlos!—exclamó el poeta.—¿Por qué? ¿A quién buscais'

—¡A quién buscamos!.... Estraña pregunta. Buscamos á los criminales y ya los hemos encontrado.

—Os equivocais, esos hombres son inocentes.

—¡Inocentes!—dijo el turco con tono de sorpresa.—Tú quieres burlarte de nosotros sin saber á lo que te espones. Si son inocentes, ¿dónde están los culpables?

Cervantes levantó mas la cabeza, se adelantó un paso, y mientras clavaba su mirada penetrante en el gefe, exclamó, poniendo la diestra sobre el pecho:

—¡Solo yo soy el criminal!

Y quedó inmóvil, tranquilo y sereno mientras que el turco lo contemplaba lleno de admiracion y de sorpresa y fascinado por aquella mirada no acertaba á pronunciar una silaba.

—O estas loco—dijo al fin el gefe de la guardia—ó yo no entiendo lo que dices.

—Lo que no comprendes—replicó Cervantes—es cómo hay un hombre en quien puede mas la rectitud y el amor á la verdad que el temor á la muerte. Y no lo comprendes porque tienes un alma ruin porque tú en mi lugar para librarte de un castigo, siquiera para hacer que fuese menor, acusarías á tus hermanos, echarías sobre ellos toda la culpa.

—¿Pero no dices?....

—Que son inocentes.

—¿Cómo es que se escaparon de sus casas? ¿Cómo es que están aquí.

—Vinieron engañados por mi que me dejé llevar de locas esperanzas, y luego no pudieron volverse porque les amenazó, porque les hipe ver que ya una vez que se habian escapado no atenuarían su falta con volver á sus encierros. Necesitaba de su ayuda y mi afan por verme libre me hizo egoísta; pero ya que una vez luí criminal no atendiendo sino á mi conveniencia, quiero ser justo ahora.

—Y tú mismo le acusas....

—Porque no soy ton cobarde como vosotros—replicó el poeta.

El gefe turco quedó pensativo y sin saber qué partido tomar con un hombre tan estraordinario.

—¿A qué esperas para cumplir las órdenes que tienes?—repuso Cervantes.—Condúceme á presencia del rey ó de mi amo y deja que estos vuelvan á sus casas.

—¡Dejarlos!

—¿No le he dicho que son inocentes? ¿Qué mas pruebas quieres que mi confesion? Por cierto que no puede ser sospechosa.

—Pero....

—Te habrán mandado que te apoderes de los criminales.... ninguno hay aquí masqué yo y á tí me entrego.

El turco no sabia que hacer para no desagradar al rey; dudó largo rato, y al fin, sin resolverse á nada, dijo á uno de los soldados:

—Que vaya corriendo un ginete á dar parte al rey de lo que ocurre.

El soldado salió de la cueva, enteró á uno de sus compañeros de á caballo del suceso, y este partió á escape para noticiarlo al renegado Azan.

—Aquí no se puede respirar—dijo el turco.—Salgamos mientras llega la contestacion del rey. Vamos, perros, afuera y esperaremos cómodamente al aire libre.

Los cautivos se levantaron y fueron saliendo tras los turcos.

Fuera ya de su escondite pudo examinarse mejor el rostro de aquellos infelices. Algunos de ellos, los mas ancianos, llevaban en la frente marcado ya el sello de una muerte próxima. Sin fuerzas para sostenerse se dejaron caer en el suelo y tuvieron que ocultar el rostro entre sus manos huesosas, pulque sus ojos debilitados no pudieron resistir la impresion repentina de la luz del sol. Otros se sentaron de manera que con las rodillas casi tocaban á la boca; cruzaron los brazos, poniendo las manos sobre los hombros para recojer el calor y se les vió agitarse convulsivamente á impulsos del frio producido por la desnudez y por la falta de alimento. Los menos permanecieron de pié aspiraron con avidez el aire y miraron en todas direcciones y aun llegaron á levantar hácia el sol los ojos con todo el afan del avariento que contempla el oro que le robaron y ha podido recuperar.

Cervantes habló con unos y con otros, infundiéndoles valor, dándoles esperanza, encendiendo la entibiada fé y prodigándoles consuelos tan dulces y cariñosos, con tanto afan y ternura que nadie hubiese creído que aquel hombre era el que mas tenia que temer de todos ellos.

Cerca de media hora pasó y el ginete volvió con la respuesta de Azan.

—¿Qué ha dicho?—preguntó el gefe turco.

—Que se lleven á su baño á los cautivos hasta que con sus amos se vea lo que hay que hacer; pero que al manco español se le separe de todos y bien asegurado se le conduzca á su presencia inmediatamente.

El turco dió las órdenes oportunas para que se cumpliese la del rey. Diez y seis infantes rodearon á los cautivos y se los llevaron. Algunos necesitaron para andar la ayuda de sus compañeros.

Cuando hubieron salido de la huerta maniataron á Cervantes de pusieron al cuello una cuerda de esparto para llevarlo como á una bestia, y rodeado de los soldados que quedaban de infanteria y de caballería, se pusieron en marcha.

Apenas salieron de la quinta un populacho soez, bárbaro, inhumano, cercóles y prorrumpió en denuestos contra el poeta, insultándole cobardemente y llegando hasta el estremo de escupirle y arrojarle piedras.

Tal suerte estaba reservada al buen patricio, al soldado valeroso y cubierto de heridas, al hombre de ejemplares virtudes, al mayor ingenio del mundo, como ha dicho uno de los patriarcas de nuestra literatura moderna, al que debia ser la primera gloria de nuestro Parnaso. Y mientras así se trataba al hombre de gran corazon y cuyas virtudes, no solo se habian hecho proverbiales en Arjel, sino que se reputaban dignas de mucha estima en España, mientras así se le trataba, su desdichada madre imploraba la caridad de la grandeza española, llevaba sus lágrimas hasta el trono del tirano de dos mundos, de aquel hombre estraordinario que es el misterio de nuestra historia, de aquel gran rey que hizo mas de lo que puede hacer ningun hombre, del llamado por unos _Prudente,_ por otros _Justiciero, Severo_ por otros, de Felipe II, en fuí, y, repetimos, aquella madre dolorida que solo pedia una limosna mezquina para volver á su patria un tesoro de inestimable valor, no encontró una mano compasiva que la ayudase, llamó á todas las puertas y ninguna se abrió, habló á todos los oídos y ninguno la escuchó, tocó todas las cuerdas del sentimiento y ninguna se conmovió, y filé mirada de muchos con desden, acogida de otros con frialdad y despedida por todos con indiferencia. Y habló entonces en nombre de la gratitud y recodó que la patria era deudora á su hijo de la sangre que habia derramado defendiendo el honor nacional, los intereses de sus conciudadanos y la santa causa de la religion que entonces corrió mas peligro que nunca. Pero todo en vano; Cervantes no era para su rey mas que un soldado como otro cualquiera que al derramar su sangre solo bahia cumplido con su deber: no era para los ricos y los grandes mas que un simple hidalgo pobre y oscuro que como otros cíen habia demostrado algun ingenio y travesura.... ¡Ahí ¡Y aquella madre tuvo que llorar en silencio y guardarse de _molestar_ á los poderosos como habia sucedido á su desgraciado esposo que murió envenenado por la amargura de los desengaños y de las humillaciones y que vió convertir en montaña de labrada piedra otra montaña de oro para levantar un monumento que por su grandeza espantase la mirada y suspendiese el ánimo y que se llamase la octava maravilla, sin que el hombre cuyo fanatismo y orgullo dejaba aquel recuerdo tan grande como él, quitase á la montaña de oro un solo grano para volver á su patria al mas honroso de sus hijos, para darle una gloria mayor, mas envidiable que la del monumento artístico del Escorial! ¡Tantos millones para levantar un palacio y ni un solo escudo para que no se perdiese una gloria nacional para premiar servicios de grande importancia, para alentar virtudes no comunes!.... ¡Oh! si el hombre de génio no se remontase sobre ludas las miserias del corazon humano, se prostituiria bien pronto al considerar ¡sarcástica idea! que la patria que ha de gastar crecidas sumas en encerrar sus huesos, su cabeza cuando ya no piense, en un sepulcro de oro y en erigirle una estátua, lo dejará morir de hambre sin desprenderse por él de un solo grano de plata. ¿Por qué sucede asi? Tal vez, y no lo aseguramos, sea porque al morir el hombre de génio muere la envidia de los que lo conocieron y viene la vanidad á levantar esos monumentos donde la verdad debiera escribir con su severa mano: _Este sepulcro de mármol y oro_, _esta estátua de imperecedero bronce_, _costaron diez veces mas de lo que necesitó para_ no _morirse de hambre aquel cuyos huesos encierra y en cuyo honor se ha erigido_, _y fueron costeados con ¡justo por la misma patria que negó un pedazo de pan al hijo que mas la honra. Inclinamos la frente y veneremos la memoria de aquel á quien en vida despreciamos._ ¡Pobre y miserable sociedad! ¡Ah!.... ¡se nos viene á los labios una carcajada de hiel!

Empero nos separamos de nuestra narracion, quizás se fastidia alguno de nuestros lectores, y esto no es justo porque el lector paga en buena moneda para divertirse y no para que desahoguemos nuestra amargura. Y además, tales consideraciones vendrán mas á cuento cuando lleguen á referirse otros sucesos de la vida de nuestro inmortal héroe.

Como decíamos antes, el poeta filé objeto de los mas groseros insultos, de la mofa de aquel populacho bárbaro. Empero en vez de aturdirse ni acobardarse, sintió por el contrario renacer todas sus fuerzas y enardecerse su noble orgullo. A su cabeza acudió toda su sangre, palpitó su corazon con violencia, y sus ojos de fuego dejaron escapar sobre la multitud una mirada tan terrible, tan imponente, que por algunos instantes no hubo quien se atreviese á verter nuevas injurias y algunos retrocedieron un paso con cierto miedo que no hubieran sabido esplicarse.

Una idea que por lo atrevida hubiera podido tonerse por loca surgió entonces en la mente de Cervantes, y contemplan, de á la haraposa y degradada multitud que lo seguia, murmuró con sordo acento y voz reconcentrada:

—¡Canalla miserable y ruin, entes cobardes que insultais al caído y al indefenso, yo romperé mis cadenas y haré que este pueblo de bárbaros se convierta en un pueblo culto y que sean esclavos los que son señores! ¡Oh!.... yo no me contentaré con alcanzar mi libertad, sino que no descansaré hasta que vuestras mezquitas, purificadas por la palabra del sacerdote, se conviertan en católicos templos, y vuestros palacios en cuarteles para los tercios españoles. Los que no me han ayudado para sacarme del cautiverio me ayudarán para estender sus conquistas y el número de los pueblos cristianos: sino respondieron á la caridad responderán á la patria y á la ambicion.

Y luego, cerrando los oidos á la griteria del populacho, se entregó á meditaciones profundas sobre el proyecto atrevido, en que tanto trabajó despues, de quitar á los mahometanos á Arjel; proyecto que se hubiese visto realizado sí, como dice el P. Haedo en su _Historia de Arjel,_ hablando de Cervantes, si_á su ánimo, industria y trazas correspondiera la ventura, hoy fuera el dia que Arjel fuera de cristianos, porque no aspiraban á menos sus intentos,_

¡Cuantos beneficios no hubiera recojido España de aquel hombre estraordinario si le hubiese prestado la mas leve ayuda! Si cautivo, encerrado y sin ningun apoyo ponia en ejecucion tan atrevidos proyectos que estuvieron á punto de realizarse ¿qué empresas no hubiese acometido á contar con los medios que otros desaprovechaban? ¡Y mientras él, sin mas que su ingenio y su arrojo, arriesgando su vida pensaba en hacer una conquista para su patria, era en esta olvidado!....

La comitiva llegó al alcázar de Azan, pasaron á este aviso y mandó que entrase en su aposento el cautivo manco.

Se preparaba una escena no menos interesante que la anterior, y en la cual Cervantes debia probar toda la grandeza de su esforzado ánimo y el ascendiente que ejercia sobre el de los mas poderosos.

Pasemos, pues, á la cámara del rey para presenciar la entrevista del tirano y del esclavo, del verdugo y de la victima.

CAPITULO XXIX. De la entrevista de Cervantes y Azan.

CERVANTES entró en el aposento de Azan con una altivez y desembarazo mas propios del señor que del cautivo, y contempló al renegado con mirada tan serena y firme que este quedó por algunos instantes admirado y sorprendido. Lo cual no era estraño, pues á cualquiera hubiese sorprendido ver á un hombre en tan miserable estado y de tan triste condicion, quizás próximo á sufrir una muerte afrentosa, presentarse ante su verdugo con aquel continente orgulloso y aquella tranquilidad.

—¿Quién eres?—le preguntó al fin Azan.

—¿Acaso no lo sabes?—replicó el poeta.

—Sí, pero temo haberme equivocado, viéndote entrar aquí con tan poco respeto y mirarme tan atrevidamente que parece que vengas á pedirme cuentas en vez de llegar á implorar humildemente el perdon de que tanto necesitas.

—¡Perdon!—repuso Cervantes á la vez que sonreia con espresion desdeñosa.—Yo no necesito otro perdon que el de Dios. Me llamo Miguel de Cervantes Saavedra y fuí soldado de los tercios que en tantas ocasiones han hecho temblar y huir despavoridos á vuestra soldadesca cobarde y á tí tambien.

—¡Perro cautivo!—exclamó Azan con tono de ira y de amenaza.

—Para que comprendas—prosiguió el poeta con imperturbable acento—por qué me presento ante ti orgulloso y te miro atrevidamente, te diré que soy español é hidalgo, y sabiendo esto perderás la esperanza de verme doblar la frente y te evitarás el disgusto de avergonzarte porque tu poder se ha estrellado contra mi firmeza.

—¡Soy dueño de tu vida!

—Los soldados españoles no tienen miedo á la muerte.

—Yo haré que inclines la cabeza.

—Habrás de cortarla primero, porque es preciso que sepas que un hidalgo español no dobla la cerviz sino ante Dios y ante su rey.

—¡Oh!—exclamó Azan apretando los puños y rechinando los dientes mientras que sus ojos brotaban fuego.—¿No tienes miedo á la muerte ni á los tormentos horribles que puedo hacerle sufrir?

—A nada—contestó tranquilamente el poeta.

—Estás loco.

—En vano te cansas, Azan. Cálmate y con ello le evitarás el disgusto de alterarle. ¿No eres dueño de disponer de mí á la antojo? Pues sin necesidad de atormentarte con esa rábia, puedes ahorcarme, ó sino, imponerme otros castigos, los mas atroces que imagine tu crueldad, que verdugos tienes que te obedecerán sino prefieres ejecutarlos tú mismo, como diz que sueles hacer para dar entretenimiento al ócio y combatir el fastidio. Pero no te esfuerces para intimidarme, porque no lo conseguirás. Si quieres verme humillado, otros medios tienes de alcanzar tudesco: amenázame con atormentar á mis hermanos cautivos, y me arrastraré á tus pies implorando la perdon.

Azan lijó en el poeta una mirada de asombro. ¿Era posible que existiese un hombre dotado de alma tan noble y de corazon tan grande? Sí, delante lo tenia, estaba escuchándolo, pero dudaba aun y hasta pensaba si el estravío de la razon hacia obrar de tal modo al cautivo.

—Cristiano—dijo al fin Azan—mucha es tu arrogancia, ó mas bien tu locura, y aunque me agrada encontrar hombres de corazon valeroso, me ofende, que un cautivo desafíe mi poder, y lo que es mas, me injurie como tú lo has hecho.

—¿Por qué intentas humillarme?—replicó el poeta con calma.—¿No soy un hombre como tú? ¿Quién te ha dado el derecho de tratarme como á una bestia? ¿Por qué consientes que me pongan al cuello un cordel como si no fuera una criatura?

—Porque eres un criminal.

—¿Y cual es mi crimen?

—El que tú mismo has confesado.

—No intenté fugarme para burlar la justicia, porque no estaba preso por haber cometido ningun delito; me fugaba para alcanzar mi libertad, y así no delinquía, sino que cumplia con un deber. ¿Qué barias tú en mi caso? Así como vosotros os valisteis de la fuerza para atentar contra mi libertad, justo es que yo me valga de la astucia para burlar vuestra fuerza. A vosotros os favoreció la fortuna y á mí me ha sido contraria. Vosotros quereis hacerme perder unos cuantos centenares de escudos en mi rescate, y yo quiero que los perdais vosotros no rescatándome sino huyendo. ¿Es el derecho igual? Creo que si, y si criminal es mi proceder no es menos el vuestro, sino mas, porque habeis sido los primeros en violar los derechos mas sagrados del hombre y yo no hago otra cosa sino querer recuperar esos derechos.

El acento con que Cervantes pronunció estas palabras, produjo tal efecto en Azan que quiso convencer con razones al prisionero y no se le ocurrió alegar las que eran el móvil de todas sus acciones, la arbitrariedad y el abuso de la fuerza.

—En buen hora—dijo el renegado—que intentes recuperar tu libertad, pero ¿por qué mueves el ánimo tranquilo de otros para que te se unan é imiten? Esto es un delito del que tú mismo te has acusado.

—Yo solo no tenia medios de fugarme, y con los otros, sí. Además, pudiendo libertar á mis desdichados hermanos ¿por qué no hacerles ese beneficio? Mi religion me impone el deber de amar al prógimo como á mí mismo, y yo sé cumplir mis deberes á cualquier riesgo.

—En vano intentas disculparte—dijo Azan.

—¡Disculparme!—repitió el poeta.—¡Disculparme cuando yo mismo me acuso!.... No temo ningun castigo de los que tu crueldad quiera imponerme, y no el miedo, sino el deseo de hacer triunfar la razon dictó mis palabras. ¿Qué quieres, que confiese mi culpa? Ya lo hice sin que nadie me forzase á ello. ¿Necesitas algo mas para dictar la sentencia? Dilo, y si de mi depende, muy pronto se cumplirá tu deseo.

—¡Esa arrogancia española!....

—Debes agradecérmela porque te escusa la molestia de escuchar mis súplicas, porque note hace perder tiempo para obligarme á declarar mi delito. Repasa la historia, larguísima por cierto, de tus crueles arbitrariedades, y dime si has encontrado una victima mas inocente que yo y que se haya sometido á tu fallo con ánimo tan conforme.

—Ten la lengua, cautivo—replicó Azan con enojo—y no des comienzo nuevamente á tus ofensas.

—A eso se espone—contestó Cervantes tranquilamente—el que como tú emplea su fuerza contra el débil ó el indefenso. El hombre de corazon grande no emplea su fuerza ni muestra su arrogancia contrae! que no puede defenderse, porque eso....

—¿Quieres llamarme cobarde?—interrumpió Azan con arrebato.

—Nó, pero tú lo dices—contestó con calma el poeta.

—¡Oh!—exclamó el renegado con tono de despecho.—¡Si no estás loco, no hay ningun hombre que valga tanto como tú!

Cervantes se encojió de hombros.

—Oye, cautivo—prosiguió el rey—los hombres como, tú deben vivir porque pueden ser muy útiles, y á mi me remuerde la conciencia si quito la vida á un héroe, porque creo que es quitar una gloria á la humanidad sin distincion de razas ni de religiones, y no me importa que perezcan cien mil cobardes, porque estos rebajan la importancia de los demás hombres.

—¿Entonces por qué no te suicidas?—replicó Cervantes:

—Cristiano—repuso Azan, reprimiendo un arrebato de ira—yo tu señor, yo el rey de Arjel, yo Azan el poderoso, estoy haciendo contigo lo que nunca pensé que haria, me intereso por ti, te hablo, no como á un esclavo, sino como á un hombre, te escucho y permito que me repliques y entro contigo en razonamientos que solo se tienen entre iguales, y no es prudente ni justo que me correspondas con injurias. Ya me has llamado cobarde tres veces.

—Si no eres cobarde—interrumpió el poeta, clavando en el renegado una mirada penetrante y fascinadora—si no eres cobarde, rompe las ligaduras que me sujetan los brazos, empuña tu alfange, dame una espada, siquiera un puñal, y veamos cual de los dos queda por señor del otro.

—¿Te atreves?....

—Sí, me atrevo á proponerte un desafio, pero tú no te atreves á aceptarlo.

—Cautivo, me apuras la paciencia.

—Habla que ya te escucho, no temas que le interrumpa.

—Quiero que vivas á pesar de tus crímenes; quiero que vivas, no para que me seas útil, sino para tener el orgullo de haber conservado á un hombre que hará proezas nunca oidas. Pero si te empeñas en morir, morirás. Todo te lo perdono, la fuga y el que me hayas ofendido con tus palabras: y advierte que es el primer perdon que otorgo en mi vida.

—Lo orco, y le diré que no haces mas que pagarme porque yo te habia perdonado ya.

—¡Tú perdonarme cuando!....

—Si, en el fondo de mi alma puedo aborrecer, desear la venganza ó el castigo y puedo perdonar. La libertad de mi cuerpo es tuya, pero no la de mis sentimientos.

—Tú no puedes perdonarme en el fondo de tu alma—dijo Azan.

—Te juro—contestó Cervantes—que si yo volviese á mi patria y algun dia fueses tú cautivo á ella y en mi mano estuviese tu libertad no tardarían en romperse tus cadenas una hora.

—Pues bien, quiero que seas libre, y lo serás—resplicó el renegado.

—Así harás una buena accion y disfrutarás de goces que no has conocido.

—Dime quienes son tus cómplices, los que te han favorecido en la empresa de la intentada fuga, y te daré la libertad.

—¿Nada mas exijes de mí?—dijo Cervantes, fingiendo que el deseo de romper sus cadenas le alucinaba hasta el punto de convertirse en delator.

—Nada mas—contestó el rey;—pero no me engañes.

—Ya puedes conocerme lo bastante para no temer de mi la mentira.

—Bien, dime....

—Me han ayudado en mi empresa, mi ingenio y mi arrojo—dijo el poeta.

—¿Te burlas de mí?—exclamó el renegado cuyos ojos despidieron centellas de rabia y cuya frente se contrajo con muestras de la mas reconcentrada ira.

—Te contesto, y nada mas.

—¡Mientes!

No se alteró Cervantes, sino que muy reposadamente contestó:

—Hace algunos meses que me encerraron en una cueva de la que no he podido salir, donde nadie entraba, y mal he podido ponerme de acuerdo con otras personas.

—¿Y los cautivos que te seguían?

—Estaban hablados por mi hermano que se rescató.

—Ese mismo pudo tratar con otros.

—Con nadie mas habló de nuestra fuga, te lo aseguro.

—Quieres engañarme.

—¿Si no has de creerme, para qué me preguntas?

—Declara, cautivo, ó mando que te ahorquen.

—No sabrás por mí otra cosa de lo que acabo de decirte.

—¿Piensas que porque he tenido la debilidad ó el capricho de escucharte y de entrar en contestaciones contigo no tendré bastante energia para castigarte como mereces?

—Creo que cumplirás tu palabra de ahorcarme porque eres una hiena, no un hombre; pero ya te he dicho que ni tengo miedo á la muerte ni me espanta la idea de que me atormentes de cualquiera otro modo mas cruel que quitándome la vida.

—Pues bien, ya que así lo quieres—dijo Azan, acercándose al poeta—disponte á morir.

—Dispuesto estoy desde que entré en Arjel. Llama á los verdugos que te sirven sino prefieres serlo tu mismo para tener mayor deleite.

—Piénsalo bien—replicó Azan resueltamente.

—Lo tengo pensado.

—Por última vez.

—¿No has comprendido que te desprecio?—dijo Cervantes con insultante desden.

—¡Miserable!....

—No conseguirás hacerme temblar.

El rey, ébrio de coraje, despechado porque no habia podido doblegar la firmeza del cautivo, solo sintió el deseo de vengarse, y acercándose á la puerta llamó á sus soldados y ordenó que llevasen á Cervantes al jardin.

Obedecieron los esbirros, y el poeta, con la misma dignidad que antes, caminó con paso firme y sin hablar una palabra.

Siguiólo Azan en estremo agitado por la ira que desahogaba en amenazas terribles y que hacian temblar á sus vasallos solo al oirías.

Llegaron al jardin.

—Una cuerda de cáñamo para ahorcar á este perro—dijo Azan.

Y algunos esclavos corrieron para obedecerle, volviendo á pocos instantes con una cuerda untada de sebo que habia estrangulado ya á muchos infelices.

—Ahora veremos—dijo el renegado—á lo que se reduce tu arrogancia.

Se habia interesado de tal modo el amor propio del rey en la lucha sostenida con Cervantes, que con tal de que este cediese lo hubiera perdonado. Además, con fundamento sospechaba el moro que habria muchos cómplices en el asunto de la fuga, y deseoso de tener un pretesto para acusar á algunos cristianos libres de los que residían en Arjel, y particularmente á un virtuoso fraile de la Merced que habia hecho algunas conversiones, cifraba todo su afan en que declarase el poeta por si entre los que nombrase estaba el sacerdote. Empero vista la firmeza del cautivo, y pensando que con ahorcarle nada conseguiria sino perder el producto de un rescate, porque ya era suyo como fugado, trató solo de infundirle miedo, no creyendo que su valor se sostuviese cuando sintiera al cuello el mortífero dogal.

Cervantes continuaba tranquilo, con la mirada fija en su verdugo, y solo una ligera contraccion se advertia en su pálida frente.

—Voy á tomar tu consejo—dijo Azan,—Yo mismo te ahorcaré, y este honor podrá llenarlo, de orgullo en tu agonía: quiero hacerlo así porque no eres un hombre vulgar.

Y quitó á Cervantes la soga que llevaba al cuello y le paso la cuerda ensebada.

—¡Dios mío!—exclamó el poeta con solemne acento y elevando al cielo una mirada tierna.—¡Dad fuerzas, resignacion y consuelo á mis ancianos padres, protejed á mis infelices compañeros, acojed misericordiosamente mi arrepentimiento y concededme la recompensa del mártir aunque soy el último de todos los pecadores!.... ¡Adiós, padre mió—madre mía!....—añadió con acento conmovido y mientras que á sus ojos asomaba una lágrima.

—Por última vez, ¿quieres declarar?—dijo el rey que tomó aquel llanto por hijo del miedo.

El rostro del poeta cambió de espresion repentinamente, y clavando en Azan su mirada de águila, le dijo con acento firme:

—No tengo miedo: si lloro es de ternura.... pero tú no sabes lo que es la ternura, miserable.... ¡Acaba tu obra, verdugo!

El renegado apretó los puños con desesperada rabia porque se convenció de que era imposible conseguir que hablase el cautivo ni se humillase.

—¡Te reservo otros tormentos mayores que el de la muerte!—exclamó.

Y le quitó la cuerda con mano temblorosa porque la ira lo tenia convulso.

En aquel momento se presentó un esclavo negro y dijo al rey que Dalí Mamí queria verlo.

Ya tenemos dicho que Dalí Mamí era persona de mucha importancia, tanto por su influencia como por las riquezas que poseía. Dispensábanle todos las mayores atenciones, y ni aun el rey podia dejar de guardarle las consideraciones que se tienen á las personas de calidad. Así fué que al decirle que el amo de Cervantes estaba allí, sintió no poco disgusto, temeroso de que fuese á reclamar á su cautivo, y aunque sin derecho para ello, lo comprometiese á entregárselo valiéndose de su influencia.

Algunos momentos reflexionó Azan sobre lo que deberia hacer, pero como no podia negarse á recibir á Dalí Mamí, tuvo al fin que dar órden para que le permitiesen entrar.

—Vendrá por ti—dijo á Cervantes el rey—pero no te regocijes con la idea de que así te librarás del castigo que te reservo, porque no pienso entregarte á tu amo.

—¿Qué me importa?—replicó el poeta.—Lo mismo pesan sus cadenas que las tuyas, sois igualmente crueles y sanguinarios.

Dalí Mamí entró á pocos momentos, y acercándose al rey le dijo con tono de franqueza y como quien trata con un igual:

—Allah te guarde, Azan amigo. No me agradezcas la visita porque no vengo como otras veces por el solo placer de verte.

—Lo presumo, contestó el rey con alguna sequedad. Sin duda te han dado la noticia de la prision de los cautivos y vienes á saber si es cierta.

—No te equivocas, y ya veo aquí al revoltoso manco que se ha propuesto quitarme la vida con su proceder, pero á quien pienso quitar la ocasion de repetir sus travesuras.

—Ahora—contestó Azan con sencillez—me Loca á mi refrenar su génio inquieto y castigar sus demasías. Tú amigo Dalí, habrás sido demasiado compasivo, y con un hombre de natural tan perverso es menester obrar con dureza. Hace un momento que iba yo mismo á ahorcarle, segun te lo hará conocer esta cuerda, pero luego he pensado que es mas prudente aplicarle algunos azotes para rebajar su orgullo y cortarle la lengua para que no pueda con sus palabras incitar el ánimo de los buenos cautivos. Iba á mandar que lo llevasen á mi baño con los otros y lo tuviesen allí mientras yo comía, pues quiero tenor despues un buen ralo oyendo sus quejidos y viendo los gestos que hace cuando le corten la lengua.

—¡A tu baño dices!—contestó Dalí Mamí cuyos ojos brillaron como dos luces.

—¿Pues dónde querías que lo encerrase?

—Allí podrás guardar á tus cautivos.

—Bien, á mis cautivos, y como uno de tantos....

—¿Acaso este es tuyo?—replicó Dalí Mamí con cierta agitacion producida por su codicia.

—¿Pues de quién si no?

—¡Azan!

—¿Acaso, los cautivos que se fugan y los cojen mis soldados, no son míos? ¿Querrás negarme ese derecho?

—No te niego ese derecho—replicó Dalí Mamí cuya agitacion se hacia cada vez mas visible—pero bien sabes que no debes ponerlo en práctica con una persona de mi clase. Además, apresada la fragata en que debían embarcarse los cautivos, no les quedaba medio de huir, y hubieran tenido que volver á sus casas para no morirse de hambre, como ya en otra ocasion hizo este.

—Pero es el caso que yo lo he cojido despues que se escapó.

—Sí pero tampoco me negarás, que sin tu auxilio, hubiera vuelto á mi poder porque no podia suceder de otra manera. Así, pues, Azan, entrégamelo y seamos como siempre amigos, que hartos enemigos te vas haciendo y no te conviene aumentar su número en los dias de conflicto que nos esperan con la falta de granos que tu arbitraria especulacion ha producido.

Esta amenaza era de mucha consideracion, y así lo comprenderán nuestros lectores cuando les digamos que entre los abusos que durante su gobierno cometió Azan, fué uno de ellos el monopolio del comercio del trigo, produciendo en la ciudad tal escasez y carestia del pan, que la mayor parle de la clase pobre llegó á no poder comprarlo y aun hubo infelices jornaleros que fueron víctimas del hambre, por que á la carestia del trigo siguió la de todos los artículos de primera necesidad. Y si el gobierno de Azan no concluyera pronto, y sus crueldades no fuesen tan temidas, la poblacion de Arjel hubiera sido teatro de un sangriento motin, como ya estuvo á punto de suceder dos ó tres veces en que numerosos grupos intentaron romper contra tamaña arbitrariedad y durísima tiranía. Reinaba cierta agitacion en todas las clases del pueblo, y los enemigos de Azan eran muchos y aumentaban cada dia, y como habia dicho Dalí Mamí, no era conveniente al reyezuelo provocar el enojo del que por sus riquezas y su influencia podia causarlo mucho mal tomando cumplida venganza.

—Siento, amigo mió—dijo el rey despues de algunos instantes—oir de tu boca una amenaza, pues en los dias en que los descontentos y los traidores intentan alterar el órden para satisfacer venganzas Y ambiciones ruines á la sombra de una causa justa, las personas de tu calidad están obligadas á prestar á la autoridad todo su apoyo.

—Menos—replicó Dalí Mamí con firmeza—si los que valemos algo hemos sido víctimas de tus abusos como el mas miserable aventurero.

—No es abuso usar del derecho que me concede la ley.

—Conmigo sí.

—¿Es decir que te empeñas en que te devuelva al cautivo?

—Y tambien á otro que con él deberás haber cojido.

—El otro, sea quien quiera, le lo devolveré.

—¿Y al manco no?

—Tengo capricho en quedármelo, y mas que capricho la razon de castigarlo porque me ha ofendido.

—¿Sin duda con su arrogancia?

—Sí.

—Es costumbre suya, una manía, y aun creo que no está muy sana su razon. ¿Qué te importan las palabras de un miserable?

—Si está loco, no sé por qué tienes tanto empeño en llevártelo.

—Porque espero que me valga un rescate de ochocientos ó mil escudos.

—Te lo devolveré despues de haberlo castigado.

—Nó, porque entonces no podrás darme mas que un cadáver para que lo entierro. Yo lo encerraré, lo cargaré de cadenas, le haré ayunar...

—Es poco—dijo el rey.

—Otra cosa nó porque él mismo se mataria de rabia y yo perderia su rescate. No lo conoces: antes que sufrir la humillacion de los azotes preferirá morir.

Esto que dijo Dalí Mamí aumentó en Azan el deseo de quedarse con Cervantes; pero como vió que podria producirle malas consecuencias el hacer uso de su derecho en aquella ocasion prefirió adoptar un término medio, aunque tuviese que hacer algun sacrificio pecuniario, el cual no seria perdido si podia compensarse con el valor del rescate que debia ser crecido, tratándose de un hombre tan singular.

Así pensó el rey, no sin acierto, y decidido á conservar al poeta, dijo á Dalí Mamí:

—Somos buenos y antiguos amigos, y no quiero que digas que abuso.

—¿Me lo devuelves?—preguntó Dalí Mamí, demostrando en su semblante la mas viva alegria.

—Te lo compro, y así, tú no perderás tu dinero y yo satisfaré mi capricho.

—¿Te sobran muchos escudos?

—¿Tantos quieres por él?

—Mil.

—¡Mil escudos cuando no esperabas mas que ochocientos por su rescate!

—No le admire, que ya te he dicho ser el cautivo persona muy principal, como has podido conocerlo.

—Eres muy codicioso.

—¿Para qué lo quieres tú sino para tener una ganancia?

—Ya sabes que puedo quedarme con él sin darle un zoltaní.

—No olvides lo que te he dicho—replicó Dalí Mamí cuya frente se contrajo de nuevo.

—Dejemos las amenazas y las ofensas que no han de llenar nuestro bolsillo, y tratemos del negocio. Ya ves que soy razonable, y esto te obliga á serlo tú conmigo.

—No tendrás queja de mi.

—Sepamos cuanto quieres para concluir pronto.

—Pues bien, Azan para darte una prueba de que sé corresponderte, dejaré al manco por ochocientos escudos de oro de España que me entregarás cu otras tantas monedas y no en otra.

—¿Nada quieres perder de lo que pensabas sacar por su rescate?

—Tú intentas arruinarme, Azan.

—Llévale al cautivo—dijo el rey con acritud;—pero desde ahora concluye nuestra amistad.

—Eso nó—replicó Dalí Mamí con tono hipócrita;—antes que tu amistad quiero perder cien escudos.

—¿No vale mas?

—Doscientos—repuso el codicioso mahometano á la vez que dejaba escapar un doloroso suspiro.

—¿Quieres quinientos escudos de oro de España?—dijo Azan.—Te los daré ahora mismo para no hablar mas de este negocio. Si no te convienes, llévate al manco.

—¿Y me devolverás al otro?

—Si.

—Tuyo es—dijo Dalí Mamí.

Y volviéndose hácia Cervantes que estaba algo separado, añadió:

—Perteneces al rey.

E! poeta se encojió de hombros con la mayor indiferencia, aunque en realidad no le agradaba el cambio, pues pava estar cautivo preferia la casa de Dalí Mamí donde tenia mas medios de poder fugarse y donde en los brazos de la hermosa Zoraida podia, siquiera algunas horas, olvidar sus amarguras.

Azan entregó á Dalí Mamí los quinientos escudos en oro, mandó que le devolviesen el capitan Meneses, y volviendo á donde estaba Cervantes, le dijo:

—Ya eres mio, mi esclavo.

—Lo sé—contestó el poeta sin dignarse mirar á su nuevo amo.

—Ahora—repuso este—que con toda libertad puedo imponerte el castigo que mas me plazca, y que estarás convencido de que no tendré ningun miramiento vuelvo á decirte que declares quienes han sido tus cómplices y te perdonaré.

—Te repito que no necesito ese perdon que me ofreces.

—Pero sí la libertad que me obligo á darte si no callas el nombre de los cristianos libres que te han ayudado.

—Ruinmente piensa el que ruin es—dijo Cervantes con desdeñoso tono.—Ya te advertí que soy español é hidalgo.

—Bien—replicó Azan cuyo rostro se contrajo horriblemente—pues hidalgo y español llevarás doscientos palos.

—¿Cuánto has dado por mí?—preguntó el poeta.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Dimelo, que quiero hacerte una observacion que te conviene aprovechar.

—Quinientos escudos de oro de España—contestó Azan—sorprendido por la pregunta del poeta.

—Es decir que estás decidido á que la diversion de darme doscientos palos le cueste quinientos escudos ó sean dos escudos y medio cada palo.... Me parece el capricho demasiado caro.

El rey miró al cautivo sin acertar á comprender lo que significaba tan estraña observacion.

—Dalí Mamí me ha dicho que está loco....

—No tanto como tú que atentas contra la bolsillo.

—Esplícate....

—Si me dan doscientos palos perderás los quinientos escudos, porque si ese brutal castigo me deja con vida, me la quitaré yo mismo ó haré de manera que te obligue á matarme.

Este argumento produjo en Azan el mismo efecto que en otra ocasion habia producido en Dalí Mamí.

—Veo—añadió el poeta—que no te se habia ocurrido una idea tan sencilla.

—Cristiano—dijo Azan—quiero ver si lo que contigo no ha conseguido el rigor lo alcanza la blandura; pero ten entendido, y te lo juro por Allah, que sí no cambias la proceder acabaré por ahorcarte aunque pierda lo que me has costado y mucho mas.

—No se tiran quinientos escudos—replicó Cervantes, moviendo la cabeza con aire de incredulidad.

El rey no contestó porque estaba convencido de que eran inagotables las réplicas del cautivo, y para evitar nuevos enojos mandó que lo encerrasen en el baño donde estaban los demás infelices.

Pocos momentos después, el otro Azan el alcaide, se presentó al renegado para reclamar al jardinero, y el rey no pudo tampoco negárselo, no teniendo tampoco, como no tenia, empeño en quedarse con aquel cautivo que era viejo y sin esperanzas de rescate.

El desdichado sufrió el mas severo castigo, pues su cruel amo lo llevó á la huerta y por sus propias manos lo ahorcó de un pié, haciéndole morir con lamas lenta y penosa de las agonías.

Algunos mas de los cautivos volvieron á poder de sus dueños y sufrieron castigos atroces, y dos de los mas ancianos espiraron al dia siguiente victimas de la enfermedad que el hambre y el largo encierro de la cueva les habia producido.

Tal fué el tristísimo resultado que tuvo el proyecto de fuga intentado á costa de los mayores sacrificios.

CAPITULO XXX. Cómo se encontraba Zoraida.

No quedó descontento Dalí Mamí del negocio que acababa de hacer, ya porque quinientos escudos eran una cantidad de consideracion, ya porque habia llegado á convencerse de que era imposible guardar á Cervantes. Lo primero que se ocurrió al codicioso mahometano al llegar á su casa fué ir á ver á su esposa para hacerla partícipe de su contento, sin saber que iba á clavarle un puñal en el corazon al decirle que el cautivo manco ya no le pertenecia.

Zoraida estaba en su aposento, pálida como un cádaver, recostada en el divan de seda y oro donde tantas horas de felicidad habia pasado. En sus blancas megillas se notaba la huella de un continuado llanto; habia desaparecido de sus negros ojos aquel luego que los hacia victoriosos rivales del sol, y las frescas rosas de sus amorosos labios habíanse convertido en marchitas azucenas sin color ni aroma, cuando tanto era el suavísimo y embriagador que antes dejaban escapar entre el arrullo de dulces y conmovedoras palabras. ¡Infeliz Zoraida, flor que tras su perfume su color perdia, y seco su cáliz, marchitos sus delicados pétalos, inclinaba el débil tallo bajo el peso de la tristeza y debia convertirla en polvo el fuego de los pesares! ¡Pobre flor sin mas rocio que el abrasador del llanto, sin mas auras que los dolientes suspiros de su amarga pena! ¡Pobre flor y cómo habia cambiado en pocas horas! Antes tan fresca y lozana, mecida en su flexible tallo por el soplo de amorosos suspiros, estendiendo vanidosamente sus sonrosadas hojas, finas y transparentes, para recibir el rocío de apasionados ósculos, y ahora seca y quebrantada, pidiendo al cristalino arroyo que le sirvió de espejo, al arroyo cuyo murmurio adulaba su belleza, una sola gota de sus aguas para apagar sus ardores, sin que el travieso arroyo la escuche, sin que detenga su curso jugueton para refrescar la sed que convierte en polvo las hojas de la que en otro tiempo fué la mas esplendente gala de su arenosa orilla ¡Infeliz Zoraida! El dolor roia lentamente su existencia: cuatro dias habian bastado para quebrantar su salud basta el estremo de que se temiese verla postrada por una peligrosa enfermedad: en vano la ciencia y el empirismo habian acudido con sus remedios; la enfermedad estaba en el alma, y cuando esta se evapora en lágrimas y suspiros es impotente la mano del hombre para curarla.

Dalí Mamí entró en el aposento de su esposa muy convencido de que esta iba á sentir alivio á la tristeza que la consumia cuando supiese que se habia recuperado á uno de los cautivos y que el otro habia producido la respetable suma de quinientos escudos de oro de España.

—Estás muy abatida, Zoraida—dijo el mahometano, sentándose junio á su esposa.—Tu tristeza crece cada dia, lloras y de tus lágrimas hay claras señales en tus hermosos ojos y en tus megillas....

—Nada tengo, señor—le contestó la mora con débil acento.—Estoy triste, es verdad, pero ya volverá la alegria á mi corazon.

—¿Pero cuál es la causa de tu tristeza? Ni tú la esplicas ni yo la alcanzo.

—¿Cómo he de esplicarla si la ignoro?

—Mucho habrá contribuido á tu mal—repuso Dalí Mamí—las pérdidas que nos han amenazado con la fuga de esos perros cautivos; pero consuélate porque te traigo una buena noticia....

—¿Es cierto que los han encontrado?—interrumpió Zoraida, levantándose repentinamente.

—Si, verdad es.

—¿A los dos?

—A los dos.

Los ojos de la mora brillaron repentinamente, sus megillas se sonrosaron por un instante, y pareció que habian renacido todas sus fuerzas.

Dalí Mamí la contempló con alegre mirada, y se lisonjeó mas y mas pensando que quizás la noticia de la ventajosa venia de Cervantes seria el completo remedio pura la estraña enfermedad de la infeliz.

—Estoy viendo. Zoraida—dijo el mahometano—que la noticia ha producido en tí el efecto que era de esperar; pero aun ha de ser mayor tu alegria cuando acabe de decírtelo todo.

—¿Pero ya están aquí los cautivos?—repuso la mora afanosamente.

—Al capitan lo tenemos ya encerrado.

—¿Y al manco?

—El manco no se me escapará otra vez.

—¿Está bien asegurado?

—En mi bolsillo.

—¡En tu bolsillo!—repitió Zoraida coa tono de admiracion.

—Mira—repuso Dalí Mamí sacando los quinientos escudos que llevaba en un taleguillo bajo su jaike.

—Que es eso?—dijo la mora, fijando una mirada de espanto en el oro.

—Quinientos escudos.... ¿Pero qué te espanta?

—Bien, ya lo veo, pero el cautivo manco....

—Lo be vendido....

—¡Vendido!—exclamó Zoraida á la vez que caia sobre el divan pesadamente.

—¿Qué te sucede?—le preguntó su esposo que no acertó á comprender la causa de tan repentino cambio.

—Es....—murmuró Zoraida—es.... que me parece que has hecho.... una mala venta, porque el rescate....

—Hay que contar con que tenia que mantenerlo, y si antes de que se rescatase se escapaba, todo se perdia, y esto hubiera sido lo mas probable, porque el manco no es hombre que desista de su intento, y con sus trazas y su arrojo al fin lo hubiese conseguido.

—¿Quién lo ha comprado?

—El rey Azan.

—No vivirá el cautivo ocho dias....

—Tal pienso, pero ¿qué me importa? la pérdida será para él. Zoraida no pudo contestar: la luz huia por instantes de sus ojos, y se sentia desfallecer.

—¿Qué tienes, esposa mia?—le preguntó cariñosamente Dalí Mamí.

—Nada....la tristeza.... la falta de fuerzas.... Perdóname, esposo y señor, pero.... quisiera reposar....

—Sí, duerme y descansa.... Entretanto iré á guardar este dinero y volveré.

El mahometano besó en la frente á Zoraida y salió acariciando el talego.

—Me siento morir.... ¡Ah!—murmuró la mora con entrecortado acento.—Ya no me queda esperanza.... ¡No sabe lo que sufro por él!....

Luego cerró los ojos y quedó inmóvil por espacio de una hora, al cabo de la cual, dando nuevas señales de vida, dijo:

—Es preciso que yo lo vea.... Quiero verlo.... Si, si.... Calló y meditó algunos instantes, añadiendo despues:

—¿Y de quién podré fiarme que no me venda?.... ¡Oh!.... Pero tampoco entenderia la escritura arábiga.... y no puedo escribirle en la suya....

La infeliz estaba en estremo agitada, y en vano buscaba los medios de hacer nuevas locuras.

—Yo no puedo ir, y aun cuando á ello me arriesgase me descubririan y esto seria su perdicion. Le enviaré una esclava.... pero me hará traicion como Jaguá, sino por celos, para hacerme daño porque tienen todas ellas dañada intencion y aborrecen á sus señores.... y con razon; yo tambien aborrezco á mi esposo porque me esclaviza.... ¿Quién me ayudará?

Desde el suceso que hizo conocer la pasion de Jaguá, Zoraida desconfiaba de todas sus esclavas; aunque si se hubiese tratado de peligros para ella no mas, todos los hubiese arrostrado sin miedo: pero su perdicion era la de Cervantes, y esto la detenia, dándole una prudencia que en otro caso no hubiese tenido.

A pesar de su desconfianza, como era preciso valerse de alguien, pensó nuevamente la mora en cuál de sus esclavas depositaria el peligroso secreto de sus amores.

—Zamareta—dijo—es la única que ha demostrado algun interés por mí, la que ha manifestado mas tristeza al ver la mia: podrá haber sido puro fingimiento, pero ni aun esto he visto en las demás.... Es preciso salir de esta situacion.... á muerte ó á vida ¡Alláh me proteja, y si no quiere, venga en mi ayuda esa madre del Nazareno que invocan los cristianos, que mas fé tengo en quien mayor socorro me preste!

Zoraida pareció recobrar su energia aunque su cuerpo estaba agitado convulsivamente, y palpitaba con tal violencia su corazon que parecia que iba á saltársele del pecho.

Algunos momentos pasó meditando sobre la conducta que deberia seguir con la esclava, y decidida al fin la llamó para comunicarle su secreto y pedirle ayuda.

Nuevos peligros debían amenazar á Cervantes con esta loca determinacion, pero estaba dispuesto que siempre habian de rodearle muchos, ya que tanta era su resignacion para sufrirlos y su constancia para vencerlos.

Dejaremos á la mora con la esclava negra que era la misma que vimos en compañia de Jaguá cuando la dimos á conocer, y pasaremos á tratar de otro asunto de no menos importancia que el de los fatales amores de la esposa de Dalí Mamí.

CAPITULO XXXI. Donde volveremos á ver al anciano señor Rodrigo de Cervantes.

TENEMOS abandonada á la familia de nuestro poeta, y ni hemos dicho cuál habia sido la conducta de Rodrigo Pal volver á su casa, ni lo que sus ancianos padres hacían para procurar el rescate de Miguel, asunto que no debian tener olvidado, siendo este el hijo predilecto y en el cual fundaban sus esperanzas todas.

Escenas de mucho interés, aunque tristes, vamos a pintar, y para ello, con permiso de nuestros lectores, nos trasladeremos á Madrid y á la calle de las Huertas, y una vez allí, entraremos en el estrecho, oscuro y sucio zaguan de una casa, subiremos una empinada escalera y penetraremos en el miserable y reducido cuarto segundo, entrando luego en una salita cuadrada, amueblada con estrema sencillez, mejor dicho, con pobreza.

En aquel aposento, sentado en un sillon de nogal y cerca de una ventana que daba á la calle y por la que penetraban los primeros rayos del sol, hallábase el buen anciano Cervantes, con la cabeza inclinada sobre el pecho, los brazos cruzados y silencioso y meditabundo. Las arrugas de su pálida frente estaban mas pronunciadas que de costumbre, tenia los ojos medio cerrados, y su semblante revelaba la mas profunda tristeza. Quizás se acordaba de su hijo Miguel, de aquel hijo predilecto y que era su gloria; quizás un presentimiento dolorosísimo pesaba sobre su alma.

Era precisamente el mismo dia en que el poeta fué aprisionado y conducido al alcázar de Azan.

La mañana estaba fria.

El sol acababa de romper la ligera neblina de la aurora, y un vientecillo sutil so colaba por entre los verdosos y desiguales vidrios de la ventana.

Largo rato permaneció el anciano entregado á sus tristes ideas, y al fin, levantando la cabeza, pasándose las manos por la frente y exhalando un suspiro, exclamo:

—¡Dios mio, dejadme que lo vea, que lo vea por un instante para estrecharlo en mis brazos, y luego disponed de mi vida!.... ¡Morir sin abrazarlo una sola vez, sin decirle adiós!.... ¡Hijo mio!.... Y siento ya la mano de la muerte que se acerca á mi, no es una aprension como me dicen, porque, mis fuerzas disminuyen cada dia, cada hora, se debilita mi razon y los recuerdos del pasado van huyendo de mí por mas que quiero detenerlos, mientras que me persiguen las dudas de lo porvenir. Si, yo sé que mi vida se acaba; el presentimiento de la muerte no puede equivocarse con ningun otro, á la vejez, el instinto anuncia la última hora.... ¡Ah!.... ¡Y mi desdichada familia queda en una espantosa miseria!.... ¡Dios mio, echad una mirada sobre esta mansion de llanto y desdichas y tened misericordia de los que siempre os han amado sobre todo!

Una lágrima, tierna y dolorosa como la de una mujer ó un niño, asomó á los apagados ojos del hidalgo que volvió á quedar silencioso.

Tristísimo era su estado. Como acababa de decir, la muerte levantaba sobre su cabeza la negra guadaña, y su virtuosa familia iba á quedar en la miseria, porque su escaso patrimonio debia ser arrebatado por la mano fria de la usura. No habia ninguna esperanza de salvacion, pues era dudoso que Miguel pudiese salir de su cautiverio, y en cuanto á Rodrigo segun hemos indicado, no habia tampoco nada que esperar, pues pasada la primera impresion que recibió al despedirse de su hermano, y ya de vuelta á su casa, habíase alistado nuevamente en el ejército, dejando á sus padres, no por falla de cariño, sino porque de nada les servia. Preparábase una guerra, la suerte del soldado era muy dudosa, y tal vez Rodrigo sucumbiria en la próxima campaña. Bien pensado, si Rodrigo no encontraba medios de ayudar á sus padrea, nada le quedaba que hacer sino probar otra vez fortuna en la carrera de las armas, único recurso entonces de todo hidalgo que carecia de patrimonio, Dos dias antes del en que estamos habia dejado su casa, abrazando á su padre por última vez, pues no debia volver á verlo. Se alejó, y en su abono lo decimos, con el mas profundo convencimiento de que su hermano habria logrado fugarse y pronto llegaria á sustituirle ventajosamente: convencimiento que, si bien da idea de la ligereza de su carácter, de su falta de reflexion, escusa su conducía, porque á su razon no le era dado alcanzar mas.

No tan confiado el padre de nuestro poeta, dudaba que su hijo hubiese logrado escapar del cautiverio, y con el fin de buscar los medios para el rescate, habia trasladado su residencia a Madrid. Falto de todo recurso, sin hacienda que empeñar ni vender, pensó entonces recurrir al monarca Felipe II para que ayudase con alguna cantidad como recompensa á los esclarecidos servicios de Miguel. Necesitaba documentos para justificarlos, y muerto á la sazon don Juan de Austria que hubiera podido informar muy ventajosa y autorizadamente sobre el manco de Lepanto, no pudo obtener sino una certificacion del duque de Sesa. Apoyado en este documento pidió el anciano Cervantes que se abriese una informacion de testigos, á fin de que declarasen algunos que habian servido en el tercio de Figueroa y otros que habian estado cautivos en Arjel.

Este era el estado en que se hallaba el asunto de rescate. El señor Rodrigo habia trabajado ya mucho en él con la constancia que le daba su cariño de padre: pero los trámites del espediente eran muchos, poca ó ninguna la influencia y relaciones del anciano, y se llenaban con tanta lentitud los requisitos exigidos por la legislacion, que despues de muchos meses que habian pasado se estaba muy lejos aun de la terminacion del espediente.

Pocos momentos despues de haber derramado el anciano aquella lágrima, entró en el aposento su esposa que á pesar de sus sufrimientos conservaba la misma frescura que cuando la vimos por primera vez.

—¿Qué tienes?—preguntó doña Leonor á su marido al observar la palidez de este.

—Nada sino un dia menos de vida—contestó el señor Rodrigo.—Un dia menos de vida cuando mas falta me hace.

—Tú contribuyes á concluir tu existencia—repuso doña Leonor con tono de reconvencion cariñosa.—Hace algun tiempo que le dejas dominar por las ideas mas tristes, y eso es bastante para producirte Una enfermedad.

—Nó, Leonor: no es qué me dejo dominar por tristes ideas, es que presiento la muerte, que mis fuerzas se acaban....

—Volvámonos á Alcalá; tal vez te perjudiquen estos aires.

—¡Volver á Alcalá cuando de nuestra estancia aquí depende la libertad de nuestro hijo!....

—Antes es tu vida.

—Lo mismo ha de durar de un modo que de otro. No siento morir sino por vosotros que quedais en la mayor miseria; por mi ¿qué me importa esta vida de amargura, separado de mis hijos y sin esperanza de un dia de felicidad? Nuestra hacienda será muy pronto de otro, y si podemos salvar el dote de nuestra hija, no será poca fortuna.

—Con tal que abracemos á Miguel....

—Desconfío, Leonor. Ya ves el interés que se toman en este asunto por mas que pido invocando sagrados derechos.... Hago esto por dejar tranquila mi conciencia, porque nada me quede que hacer, pero no tengo ninguna confianza en su resultado.

—Es imposible que el rey deje de atender nuestra demanda.

—¡Imposible!—murmuró el anciano, desplegando una amarga sonrisa.—Tal vez ni aun la tome en consideracion.... No quiero aventurar juicios infundados, pero he recibido tantos desengaños, que he perdido la fé en los hombres y no me queda mas que para Dios. Dentro de horas saldré para presentarme al comendador Tellez y rogarle que ayude al marqués á preparar el ánimo del rey, si es que el marqués se ha ocupado de este asunto.

—¿Tambien dudas?

—Si, Leonor, dudo de todos los hombres, de todas las cosas: ya le he dicho que solo tengo fé en Dios. ¿Por qué he de esperar nada del marqués cuando tan friamente acojió mi súplica? Y en cuanto al comendador.

—Ya sabes que tiene fama de caritativo, que proteje á los jóvenes de mérito....

—Así lo dicen—repuso el anciano cuyo rastro palideció mas aun de lo que estaba.

—¿Te sientes malo?—le preguntó doña Leonor con inquietud.

—No.... pero hay momentos en que la luz desaparece de mi vista y siento como si la sangre se me helase y detuviese su circulacion? pero es cosa de un instante.

—Vuelve hoy á ver al doctor Perez....

—Me dirá lo mismo que ayer: mucha tranquilidad de espíritu, mucho método cu los alimentos, distraer la imaginacion.... Esto quiere decir que se procure disminuir los tormentos de la agonía, pero que no hay mas que resignarse á morir porque el hombre no es eterno.... La vejez es una enfermedad que no tiene cura.

—Pero tu edad no es la de la vejez.

—No son los años los que deben contarse para calcular el término de la vida, sino las desgracias, los pesares que se lloran en silencio y que envejecen y matan mas pronto que los años.

—Dejemos esas tristísimas reflexiones.

—Ya te he dicho que no me espanta la idea de la muerte sino por vosotros que quedais desamparados, y por lo mismo quiero pensar en mi última hora para dejar en el mejor órden posible vuestros intereses, para hacerte mis últimos encargos....

A pesar de los esfuerzos que hacia doña Leonor para no llorar, las lágrimas asomaron á sus ojos y corrieron en abundancia por sus tersas megillas.

—¡Rodrigo!—exclamó la afligida esposa con acento ahogado.

—No te dejes abatir por el dolor—repuso el anciano en estremo conmovido y estrechando contra su pecho á su virtuosa compañera.—Tienes deberes muy sagrados que cumplir, te queda una hija, la hija de nuestro amor, el fruto primero de la santa bendicion del Omnipotente, el recuerdo vivo de nuestros dias de felicidad, de aquellos dias en que el corazon solo palpitaba con las emociones de lo presente y en que el horizonte de lo porvenir era una promesa de dicha inagotable; te queda una hija pobre, desamparada, y llenes que vivir para ella: este es un deber que no puedes olvidar sin que caiga sobre tí la maldicion de Dios y el desprecio del mundo.

—¡Pobre hija mia!—murmuró doña Leonor.

—Le queda en el alma un tesoro de virtud y el nombre sin mancha de su padre, la historia limpiado sus abuelos: tiene, pues, con que defenderse de la corrupcion, porque la virtud es un escudo donde se rompen las armas del vicio; tiene recuerdos que la fortalezcan, porque el mio le servirá de ejemplo; podrá hasta envanecerse si imita á los que llevaron su nombre.

Doña Leonor, ahogada por la emocion dolorosa y triste que sentia, no pudo contestar una palabra.

—Ya sabes—prosiguió el anciano—donde está mi testamento. Además, entre mis papeles reservados encontrarás dos pliegos, uno dirigido á ti y el otro á nuestro hijo Miguel. En el tuvo está el último de mis ruegos que espero cumplirás aunque tengas que hacer el mayor sacrificio, como así será si el caso llega de poner en práctica mi deseo: be querido sacrificarlo todo á mi familia, todo, hasta la idea de ese porvenir que ya no le pertenece á uno porque es de los que le sobreviven, pero que interesa mucho al corazon cuando ya no ha de latir sino algunos momentos.

—¡Otro sacrificio!—dijo doña Leonor.—¿Te queda alguno que hacer?

—Uno soto, ya te lo he dicho. El hombre no nace para vivir y morir como una bestia, sino para cumplir una mision sagrada: al nacer, el Omnipotente le impone el deber de sacrificarlo todo por sus hermanos, y el que no lo cumple no puede morir tranquilo le atormenta la conciencia porque ha sido egoísta y el egoísmo es la mas ruin, la mas detestable de todas las debilidades, porque es la causa de todos los males de ¡odas las miserias de la humanidad. El egoismo hace al homicida al ladron, al avariento, al vanidoso, al ambicioso, al intrigante, y es en fin la gran palanca de la corrupcion y del trastorno social.

El anciano calló porque se sentia fatigado y muy conmovido, y su esposa no acertó á romper el silencio, segun de turbada y afligida se encontraba.

Por la imaginacion de aquellos dos seres que tanto se habian amado que solo habian vivido, primero el uno para el otro, luego para sus hijos, pasaron, uno tras otro, todos los recuerdos de su juventud con sus dias de ardiente pasion y de infinitos goces, los recuerdos de sus emociones incomparables al acariciar en la cuna á su primer hijo, y comparaban aquel tiempo en que la inocente sonrisa del ángel, fruto de sus amores, les hacia olvidar todas las penas, cerraba las mas profundas heridas del corazon y endulzaba las mas venenosas amarguras; lo comparaban, decimos, con el dia tan cercano de la muerte, de la despedida de los que para ellos eran ángeles todavia, con el dia en que tantas risueñas ilusiones se habian trocado en horribles realidades.

Largo rato permanecieron silenciosos, vertiendo lágrimas que ya la ternura, ya el dolor arrancaba al alma, hasta que haciendo ambos un esfuerzo y queriendo doña Leonor alejar de la mente de su esposo las negras ideas que lo atormentaban, le dijo;

—Ya hemos desahogado nuestros corazones con el llanto; ahora enjuguémoslo y piensa que tú, lo mismo que yo, debes vivir para tus hijos.

—Solo eso me sostiene. Si ya hubiese conseguido el rescate de Miguel y lo hubiera abrazado, no viviría.

—¿Me harás desear que se prolongue el cautiverio de nuestro hijo?—replicó doña Leonor.

—No he querido decir que viviré hasta que lo vea, sino que el afan de libertarlo me ha sostenido, pero con una vida ficticia, porque hace, en particular dos meses, que he muerto y solo me alientan esos últimos esfuerzos que hace la naturaleza para luchar con la muerte.

—Dejemos esta conversacion, procuremos hacernos algunas ilusiones.

—Te atormento—repuso el anciano que intentó sonreír;—por desahogar mi corazon he martirizado el tuyo, he sido egoísta cuando maldecia el egoísmo.

—Ahora es cuando me atormentas.

—Voy á salir—replicó el anciano, queriendo hacer olvidar á su esposa sus tristes palabras.

—¿Tan temprano?

—El comendador madruga.

—Pero no recibirá á nadie á estas horas.

—Antes quiero oir misa.

—Pero aguarda á sosegarte; estás agitado....

—Me siento bien.... ¿Y Andrea?

—Ocupada en las faenas de la casa.

—Díle que me traiga la capa y que me dé un beso.... ¡Recibiré ya tan pocos suyos!.... ¡Y ninguno de Miguel!....

—¡Rodrigo, por Dios!

—Son desahogos.... Mi capa y mi sombrero....

—¿Pero te sientes con bastantes fuerzas para salir?

—Si, Leonor, ya te lo he dicho.

Doña Leonor salió del aposento, y pocos instantes despues entró Andrea, llevando la capa, el sombrero y la espada de su padre.

—No salgais, padre mío—dijo la doncella.—Quedaos, y mas tarde iremos todos á misa.

—Dame un beso—contestó el anciano mientras abrazaba á bu hija.

Esta besó á su padre con ternura y repuso:

—La mañana está fría, corre un aire húmedo que no puede seros provechoso.

—Pero es preciso que yo salga, hija mía: sabes que tengo que ver al comendador, y si se pierde un día....

—Un dia no es nada.

—Para ti que te quedan muchos, pero no para el que vé el último tan cercano como el de mañana.

—¡Siempre esas tristes ideas!

—¿Qué puede esperarse de la vejez?

El anciano ciñó con mano trémula su espada, se puso el sombrero y dejó que su hija le colocase sobre los hombros una capa de paño verde oscuro que contaba algunos años de servicio.

—Adiós, hija mia—dijo despues de besar nuevamente á la buena Andrea.

—¡Quién pudiera acompañaros!

—Dios va conmigo—repuso el hidalgo.

Y con paso no muy firme salió.

CAPITULO XXXII. Una herida de muerte en el alma.

EL anciano se encamine a la iglesia de San Ginés, donde oyó misa y oró fervorosamente por largo rato, dirigiéndose luego á la calle de Santiago que era donde vivia el comendador Tellez, gentil hombre de Felipe II y persona de bastante influencia en la córte.

A medida que el hidalgo se acercaba á la casa del noble señor cuya proteccion iba ó implorar sin oíros títulos ni recomendaciones que los de la caridad cristiana, sentia que le faltaban las fuerzas y que se agitaba su pecho mas y mas.

—Al verme—murmuró el anciano—cualquiera creeria que iba á cometer un crimen, á sorprender, la buena fé, á abusar del generoso corazon del que dicen que tan sensible se muestra por las agenas desgracias. Y sin embargo, pocos habrán implorado su caridad con tanta razon como yo. ¡Cuánto seria mi consuelo si se interesase en mi dolor, si respetase mi vejez y la muerte que tan de cerca me amenaza!.... Lo dudo: me recibirá como todos, con frialdad, me escuchará con impaciencia y me despedirá con palabras corteses.

Creció la turbacion del hidalgo, y con pasos vacilantes llegó á la suntuosa morada del cortesano, subiendo la escalera despues de haber obtenido con algunos ruegos que el portero le dejase pasar.

Cuando llegó arriba encontró á un lacayo vestido lujosamente que le preguntó:

—¿Qué quereis, buen anciano?

—Deseo—contestó á la vez que descubria su noble cabeza hablar al señor comendador.

—¿Lo conoceis?

—Nó.

—¿Os ha citado?

—Tampoco.

—¿Venís para hablarle de asuntos de la casa?

—Son esclusivamente mios los que me traen.

—Entonces no podreis verlo.

—¿No recibe á todo el que solicita hablarle?

—Si; poro antes hay que obtener su permiso.

—Es negocio muy urgente.

—Para vos sin iluda—replicó el sirviente.

—Es verdad, solo para mí—repuso el anciano que tuvo necesidad de apoyarse en una mesa porque el humillante tratamiento que acababa de recibir le habia causado la mas dolorosa sensacion.

—Decidme vuestro nombre—contestó el lacayo—y el objeto de vuestra venida, y volved mañana á esta hora que ya se habrá hecho presente al señor comendador vuestra solicitud. Es costumbre pedir la audiencia por escrito, pero como tanta prisa mostrais, y en atencion á vuestra edad, no quiero haceros perder un dia. Además, el señor comendador nos tiene mandado que tratemos con toda consideracion á los pobres que vienen á implorar su caridad y no se incomoda porque se prescinda de ciertas formalidades.

—¡A los pobres!—murmuró Cervantes con amargura.

—Tal he supuesto que sois—repuso el sirviente á la vez que examinaba con la vista el miserable vestido del hidalgo.

—No vengo á pedirle una limosna.

—La cuestion varía—contestó el lacayo.—Entonces decidme qué es lo que quereis....

—¿Representais á vuestro amo? Si es así me volveré sin verlo.

—Decidme al menos vuestro nombre, y mañana....

—¡Mañana!... ¿No veis que estoy enfermo y que mañana tal vez á donde iré será al sepulcro?

—Es verdad, estais pálido y sudais á pesar de que la mañana está fria pero todos los que vienen están lo mismo.... Al menos decidme vuestro nombre y quebrantaré las reglas establecidas....

—¿Qué importa un nombre desconocido?

—De eso no puedo dispensaros.

—Me llamo Rodrigo de Cervantes Saavedra.

—De Cervantes Saavedra—repitió el criado, dándose los aires de entendido en la ciencia heráldica y _cognomentológica._

—De Cervantes—volvió á decir el anciano, cargando la pronunciacion en la preposicion de.

—¿Sereis hidalgo?

—Sí.

—¿Simple hidalgo?

—Nada mas.

—Voy á dar aviso al mayordomo de su señoría.

El lacayo entró en el aposento inmediato y pocos momentos despues salió y dijo:

—Habeis conseguido vuestro deseo porque van á pasar recado al señor comendador. Tendreis que esperar, pero en atencion á que sois hidalgo podeis pasar á ese otro aposento y sentaros.

El anciano entró maquinalmente en la habitacion que le indicaba el lacayo, y se dejó caer pesadamente en un sillon, entregándose á las mas tristes y desgarradoras reflexiones.

Pasó mas de media hora, al cabo de la cual llegó el mayordomo del comendador, y acercándose al hidalgo le dijo:

—Venid.

E! señor Rodrigo lo siguió con dificultad porque sus fuerzas seguían disminuyéndose notablemente.

Despues de atravesar algunas habitaciones amuebladas con lujo, llegaron á una antecámara donde se detuvo el mayordomo y volvió á decir:

—Esperad.

Y desapareció tras un rico tapiz flamenco que Cubria una puerta, volviendo pocos momentos despues.

—Entrad—dijo—y sed breve porque su señoria está muy ocupado.

El anciano entró en un aposento espacioso, y dirijiendo su vacilante mirada hácia la izquierda vió al comendador recostado en un ancho sillon con los pies colocados en un taburete, y entretenido en contemplar tas oscilantes llamas de la leña que ardia en una gran chimenea y que acababa de colocar artísticamente.

Era el gentil hombre, aunque hombre, nada gentil por su presencia. Frisaba en los, cincuenta años y su estatura era muy escasa, si bien recompensaba esta falta con la sobra de sus carnes que eran muchas. La frente y la espresion de la mirada de sus ojos pardos eran las de un hombre de vulgar entendimiento, de esos que nacen, viven y mueren sin que ninguna idea les haya atormentado ni ocupado una hora seguida, que no saben por qué nacieron, ni para qué viven, y que tampoco alcanzaron el por qué han de morir, siendo tan buena la vida cuando se pasa como la pasaba el comendador, sin saber lo que es el hambre, ni el frío, ni el insomnio, ni las vigilias, ni las humillaciones, ni los desengaños, ni el llanto, en fin, porque sus ojos no han hecho mas que mirar lo que les ha sido agradable y cerrarse con el sueño sin que nunca los haya humedecido una lágrima. Tenia el buen comendador entre otras muchas debilidades la de una vanidad necia por adquirir fama de caritativo, y semejante debilidad la esplotaron algunos hábilmente y alcanzaron repetidas limosnas de las que desacertadamente repartia su mano sin que se conmoviese su corazon, quedando muy satisfecho con que le dijesen que era el amparo de los desvalidos, el padre de los pobres y que la fama de sus caritativas obras habia llegado á ser proverbial.

Cervantes saludó respetuosamente al cortesano, recibiendo por toda contestacion un

—¿Qué se os ofrece?

Pronunciado con un tono de impertinente superioridad que dejó mudo al desdichado padre.

—¿Qué quereis?—volvió á decir el comendador.

—Señor—contestó el anciano con voz trémula—aunque sin ningun título para pediros vuestra proteccion, me he decidido á molestaros porque sé que no cerrais los oidos á la desgracia, y como la mia es de las mayores y....

—Bien—interrumpió el comendador—decid lo que necesitais porque son muchos los que acuden á mí y me falta el tiempo para escucharlos.

El hidalgo hizo un esfuerzo para sostenerse de pié, y repuso:

—Tengo un hijo, único apoyo de mi amarga vejez, único amparo de mi pobre familia....

—Me han dicho que sois hidalgo.

—Sí, señor.

—Y solicitareis para vuestro hijo un empleo, porque hemos llegado á una época en que los hidalgos tienen á menos ganar con su espada su fortuna.

—Tambien los hay—repuso el anciano cuya frente se enrojeció—que derraman cíen veces su sangre en defensa de la patria para ganar.... para ganar el olvido, la miseria....

—Si vuestro hijo fuese de ese número....

—En Lepanto—interrumpió el hidalgo—desenvainó por primera vez su espacia, perdió la mano izquierda y dos halas atravesaron su pecho mientras que arrancaba al enemigo el estandarte real de Egipto.

—Bien, muy bien, hidalgo—dijo el comendador.—Eso es Otra cosa. ¿Pedireis para vuestro hijo, inútil en aquella gran jornada, alguna pension?

—Tampoco.

—¿Entonces?

—Mi hijo, á pesar de sus heridas, siguió peleando bajo las banderas españolas.

—Era su deber.

—¡Si se cumpliesen todos los deberes!—dijo el anciano con amargura.

—¿Venís á pedirme que eche en cara al rey su ingratitud?

—Mucho tengo que echar en cara al mundo, pero no quiero que se echa nada en cara al rey—contestó el anciano sin acordarse del papel que debia representar.

—No he visto nunca una manera mas estraña de pedir proteccion ó limosna—dijo él comendador.

Estas palabras, hijas de la falta de entendimiento mas que de una mala intencion, produjeron en el hidalgo tan doloroso efecto que estuvo á punto de caer sin sentido. En su turbacion tuvo necesidad de sostenerse en el respaldo de un sillon, y hasta que habieron trascurrido algunos momentos no pudo contestar.

—Señor comendador—dijo, dominándose por un esfuerzo de su amor paterna!—siento que tomeis mis palabras en un sentido que no fueron dichas, porque mi profundo amor y respeto al rey los tengo bien acreditados, Os suplico que me escucheis por algunos momentos, y así comprendereis el objeto de mi pretension y os convencereis de que nada es mas natural en un padre que lo que pido. La edad, las desgracias, y sobre todo la natural turbacion que me produce la grave enfermedad que padezco, tal vez me hagan decir lo que no siente mi corazon ni quisiera que mis lábios pronunciasen.

El comendador, mientras volvia á ocuparse en arreglar el fuego de la chimenea, dijo:

—Bien, esplicaos, pero vuelvo á deciros que haceis pender tiempo á otros pobres.

El anciano devoró en silencio esta nueva humillacion, y repuso;

—Despues de la jornada de Lepanto, sirvió mi hijo en la campaña de Levante y se halló en la toma de Túnez.

—¿Pero cuál es vuestra pretension?—dijo con tono de impaciencia el cortesano.

Solo el cariño paternal pudo dar al anciano fuerzas para dominarse y no mostrar su indignacion al verse tratado con tanto desprecio: solo el deseo de salvar á su hijo pudo sostenerle sin sucumbir á tan duros golpes.

—Señor—dijo Cervantes—mi hijo, despues de una larga y esclarecida carrera sin haber podido salir de la triste condicion de simple soldado, se encuentra cautivo en Arjel....

—Por ahí debisteis empezar—interrumpió el comendador.—No necesito que me digais mas; sé lo que pretendeis... Me basta vuestra palabra para dar fe á lo del cautiverio....

—Es que se está formando un espediente....

—Me basta, me basta: sois hidalgo, y....

—Pero aun tengo que deciros....

—Haré lo que pueda—repuso el comendador, volviendo á interrumpir al anciano y á la vez que se levantaba.—Son muchos los desgraciados á quienes tengo que socorrer....

—Os suplico, señor comendador....

—¡Juan!—gritó este sin escuchar á Cervantes.

El mayordomo entró.

—Entrega á este buen hidalgo diez ducados.

Et rostro del anciano se puso rojo como el carmín y olvidándose por un momento de su hijo, se acordó solamente de lo que era.

—¡Señor comendador!—exclamó levantando la cabeza con orgullo y en un instante de energia que debia ser el último en su vida.

Pero el comendador, creyendo que el anciano iba á darle las gracias, desplegó una benévola sonrisa, se inclinó cortesmente, y dijo mientras levantaba un tapiz y salia del aposento:

—No lo hago para que me lo agradezcais.... quisiera daros mas limosna, pero....

—¡Limosna!—murmuró Cervantes con ahogada voz é inclinando la cabeza.

Y por su frente pálida corrió abundante y frio sudor, y sintió oprimido el pecho como por un enorme peso, y sus trémulas manos, despues de vacilar algunos instantes como las del ciego que busca un objeto; se asieron con movimiento convulsivo al respaldo de un sillon, sin cuyo apoyo el infeliz hubiese caido al sucio.

—¡Diez ducados!—murmuró el mayordomo.—¡Qué exorbitancia!.... Tomad—añadió, dando algunas monedas de plata al anciano.

Este las cojió sin saber lo que hacia, pero al instante las arrojó al suelo con altivo desden, exhaló un grito y se precipitó fuera de la estancia con pasos tan desiguales y vacilantes que no acertaban á seguir la línea recia.

—¡Miserable!—exclamó.

Y luego, oprimiéndose el pecho y despues de intentar, sin conseguirlo, exhalar un suspiro., murmuró con voz apagada:

—Me ha dado la muerte.... me ha herido en el alma....

No pudo decir mas.

La luz huia por instantes de sus ojos, y solo el instinto lo llevó á su casa, á donde llegó poco menos que arrastrándose.

Al verlo su esposa y su hija dieron un grito de espanto. El infeliz llevaba impreso en su rostro el sello de la muerte.

CAPITULO XXXIII. Lágrimas.

ESTAMOS en el siguiente dia del en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir.

El sol esparcia sobre la tierra sus últimas luces que en breve debian convertirse en los débiles crepúsculos que son la primera y la última sonrisa del dia, el anuncio y la despedida de la noche.

El horizonte estaba despejado y la atmósfera serena y templada como á menudo sucede en Madrid en los hermosos dias de otoño.

Llegaba la noche con su quietud, su silencio y su descanso; con sus misterios, con sus crímenes y con sus goces.

En un reducido aposento de la casa de Cervantes, hallábase este en su pobre lecho donde daban los últimos rayos del sol iluminando su frente pálida. Nada era mas imponente ni triste que el aspecto del anciano en aquellos momentos en que con la luz del dia se acababa su existencia. En pocas horas se habia desfigurado completamente su rostro. Estaban sus ojos hundidos, apagado el brillo de sus pupilas, y su mirada, pollo vacilante y falta de fijeza, denotaba que apenas percibia los objetos que tenia mas próximos. Sus labios secos y blanquecinos se movían con frecuencia, pero sin pronunciar una palabra, y sus descarnadas manos solian agitarse sin concierto, abrirse y cerrarse como si palpasen alguna cosa. Era desigual y ahogada su débil respiracion que en el interior de su pecho producia ese ronquido que anuncia el próximo estertor de la agonía, el hipo de la muerte, y de vez en cuando se escapaba de su boca algun quejido leve.

Una á cada lado del lecho, estaban doña Leonor y Andrea, con el pecho agitado, los ojos preñados de lágrimas que apenas podian contener, y la mirada afanosa, fija en el rostro cadavérico del anciano.

Este habia recibido la comunion pocos momentos hacia, y el sacerdote que lo habia absuelto en nombre de Dios, esperaba en el aposento inmediato para prestarle el último consuelo y encaminar á la mansion celeste aquella alma pura.

Cervantes habia querido despedirse de su esposa y de su hija, y éstas, transidas de dolor esperaban las últimas palabras que debían grabar en su memoria y en sus corazones.

El moribundo volvió trabajosamente la cabeza á uno y otro lado, fijó por un instante su incierta mirada en doña Leonor y Andrea, y luego, con voz débil y entrecortada, dijo:

—Leonor.... Andrea....

—¡Esposo mio!

—¡Padre mío!

Exclamaron á la vez la madre y la hija sin poder contener ya su doloroso llanto.

—Vamos á separarnos para siempre—repuso el anciano.—Para siempre.... esta palabra es.... muy triste.... Pero estoy tranquilo.... veo junto á mi la muerte, siento su mano.... que me ahoga, y no me espanta.... Quedais solas, en la miseria.... ¡Ah!.... ¡Solas!.... Pero me consuela la seguridad que tengo.... en vuestra virtud que luchará con sus fuerzas de gigante.... y creo que Dios os devolverá libre á mi hijo Miguel.... ¡Mi hijo Miguel!.... ¡No está aquí!.... ¡No besará mi frente helada!.... ¡Tampoco Rodrigo!.... Pero Dios es bueno misericordioso infinitamente misericordioso y lo protejerá para que os sirva de amparo!

El anciano, fatigado en estremo, tuvo que callar por algunos instantes.

Doña Leonor ni Andrea no pudieron articular una silaba.

Solo se oyó entonces la respiracion agitada del moribundo.

¡Guacho imponente y desgarrador!

El sol seguia ocultándose y sus débiles rayos caían sobro la frente noble de Cervantes como la aureola de divina luz que Dios derrama sobre la cabeza del mártir.

Doña Leonor y Andrea, inclinadas sobre el lecho, regaban con su llanto abrasador las manos heladas del anciano.

—He vivido para mi familia—prosiguió el hidalgo—y si mi muerte hubiera de sacaros de la miseria, este seria el momento.... mas feliz de mi vida.... Pero os aguardan dias muy amargos.... Procura, Leonor, salvar el dote de nuestra hija no atiendas al resto de nuestro patrimonio.... porque.... es cosa perdida....

—No te atormentes con esas ideas—dijo doña Leonor.—Dios nos ayudará porque seremos buenas....

—No transijais con la tentacion del pecado para aliviar vuestra miseria, porque esta vida es muy corta.... muy corla.... es un soplo.... y un momento de bienestar engañoso se paga con una eternidad de tormentos horribles.... Os hablo desde el sepulcro.... en este instante, sin duda por un privilegio de la muerte, veo á la vez el pasado en toda su desnudez y lo porvenir de la eternidad tan claramente como esos rayos de sol ¡Ah!.... Me ahogo—

La voz del anciano se debilitó hasta el punto de que apenas se entendieron sus últimas palabras.

—Os fatigais, padre mió—dijo Andrea.

—Hija mia... hija....—repuso el moribundo.... no olvides mis consejos.... Y tú, esposa mia.... tú que.... has compartido mis pesares.... mis alegrías.... y que has sabido guardar como un tesoro la honra.... que te confié.... ya sabes que encontrarás un pliego.... y que la única idea risueña que ahora.... endulza mi agonía.... es la de creer que.... cumplirás mi voluntad y podrás salir de la miseria....

—¡La cumpliré!—exclamó doña Leonor.—¡La cumpliré, sea cual fuere!....

—Te costará un sacrificio porque me amas mucho.... pero yo los he hecho todos todos, hasta el del natural egoísmo del amor.... y.... Apenas veo.... para mí se oculta el sol.

—Es que anochece....

—Es que mi vida se acaba con el dia.... es que me muero.

—¡Rodrigo, esposo mio!

—¡Padre mío!....

—Dios dispone de mi vida.... respetad la voluntad de Dios.... bendecid la muerte que su mano santa envía.... Adiós.... Leonor.... esposa mia.... adiós, hija mia.... hija.... abrazad en mi nombre á mis hijos.... mis hijos.... rogad á Dios por mí Mis hijos mi esposa.... Adiós.... El sacerdote.... Dios os bendiga.

Un grito desgarrador, grito arrancado al alma por el mas agudo de los dolores, salió de los pechos de las infelices que para siempre se separaban de aquel ser querido sobre todos los seres.

La puerta se abrió y apareció un sacerdote de luenga y encanecida cabellera, de espaciosa y noble frente, de mirada apacible y dulcísima, y que en su rostro llevaba impreso el sello de la santidad de su virtud. Era el ángel cuya mano, en nombre del Omnipotente, iba á señalar el camino de la eterna gloria á un alma limpia de pecado por el arrepentimiento y la contricion.

La madre y la hija cubrían de lágrimas y besos la frente helada del moribundo que apenas podia murmurar algun adiós y pronunciar los nombres de su esposa y de sus hijos. El sacerdote las separó dulcemente del lecho, y les dijo:

—Dejadle que escuche la santa palabra de Dios; no le robeis uno solo de estos instantes que son los de la salvacion de su alma.

Las infelices salieron del aposento, y el sacerdote, inspirado por el soplo divino del Espíritu Santo, se colocó junto al lecho y puso entre las manos del moribundo un Crucifijo de marfil que descolgó de la pared.

Doña Leonor y su hija, oculto la una en el seno de la otra el rostro hallado en llanto, permanecieron silenciosas sin que su dolor se manifestase mas que por tristísimos suspiros.

Pasó un cuarto de hora.

Los últimos crepúsculos reflejaron en loa vidrios de la ventana, y al Un desaparecieron y derramaron su oscuridad.

En aquel momento entró en la habitacion donde las huérfanas estaban el virtuso sacerdote. En sus megillas brillaba una lágrima que habia brotado de sus ojos y que se perdió en su ropaje negro como la triste noche que habia sustituido á tan triste dia.

Al verlo dejaron escapar un grito aquellas desdichadas mujeres, y cuando iban á prorrumpir en exclamaciones de dolor, el sacerdote levantó la diestra, señalando al cielo, y dijo con acento á la par dulce y solemne:

—Los ángeles sonríen cuando llega á la divina mansion el alma del justo.

Luego se arrodilló, y las infelices, impulsadas por el influjo misterioso de aquella mirada apacible, lo imitaron.

Entre los negros pliegues del nocturno crespon, se perdieron las palabras de la mas ferviente oracion.

En el gran libro de la humanidad se añadia un nombre en el catálogo de los mártires ignorados por el mundo.

A la siguiente mañana volvió á asomar el sol radiante en un horizonte puro y trasparente.

Doña Leonor y su hija estaban solas en un reducido aposento, y en sus pálidos rostros se veian las señales todas del insomnio y del llanto.

—Hija mia—decia la madre con doliente voz—voy á saber cuál es la última voluntad de tu padre que ya mora en el cielo.

Y se acercó á un armario que habia sobre una mesa, y abriéndolo, sacó algunos papeles, entre los cuales encontró dos pliegos cerrados y lacrados. En el sobre del uno decia: _Para mi esposa_: y en el del otro, _Para mi hijo Miguel._

Tomó doña Leonor el primero, lo abrió con mano convulsiva, y mientras que de sus ojos brotaban algunas lágrimas, leyó para si el contenido. Empero cuando apenas hubo concluido la lectura, dejó escapar un agudo grito, y cayó pesadamente en los brazas de su hija que acudió á sostenerla.

—¡Dios mio!—exclamó Andrea—¿Qué misterio encierra ese papel?

Y colocando á su madre en un sillon, mas que por la curiosidad, por cariñoso interés movida, tomó el pliego y lo leyó ávidamente.

El mismo efecto.

Tambien de su boca se escapó un grito, su rostro palideció mas de lo que estaba, y el papel se escapó de sus temblorosos manos.

¿Era el descubrimiento de algun misterio horrible lo que tal efecto producía? Nó, y así debemos pensarlo porque Andrea, levantando al cielo la mirada, exclamó:

—¡Dios mio!.... ¿Es posible que abrigue un alma tanta abnegacion? ¿Es posible que hasta tal estremo se sacrifique un esposo y un padre?.... Sí, lo estoy viendo.... ¡Padre mio!

Abundantes lágrimas corrieron por las megillas de la doncella que despues de recojer el papel misterioso y de besarlo con respetuosa, con religiosa ternura, se ocupó en socorrer á su madre hasta que logró volverle el perdido conocimiento.

—¡Yo no puedo hacer ese sacrificio!—dijo doña Leonor despues de pasados algunos momentos.—¡Imposible!.... Pero le he jurado cumplir su voluntad.... ¡Esposo mio, tú que estás en el cielo, pide al Omnipotente que ilumine mi entendimiento y que me dé fuerzas!

CAPITULO XXXIV. Lo que sucedia en Arjel.

MAS de dos años han trascurrido, y estamos obligados á dar á nuestros cuenta, aunque ligeramente, de lo que en este espacio de tiempo habia sucedido en Arjel, en cuanto tenga relacion con el héroe de la presente historia. La vida de Cervantes no podemos seguirla paso á paso, pues aunque relatándola dia por dia tendríamos hechos de mucho interés que pintar, solo podemos hacer mencion de los mas importantes y que mas dieron á conocer la grandeza de su alma: de otro modo, á pesar del interés que suponemos escita en nuestros lectores cuanto al príncipe de los ingenios toca, se baria pesada la lectura de nuestro libro y dejaria de tener las condiciones de una novela que es lo que nos propusimos escribir, si bien esponiendo hechos verdaderos y comprobados.

Usando, pues, de nuestro derecho de novelista, porque á nuestro propósito conviene, damos al tiempo una bofetada, y permítasenos la retórica figura, echamos atrás dos años, nos ponemos de un brinco en Arjel y seguimos nuestra relacion con licencia de nuestros lectores ¿como acostumbra á decir todo escritor bien educado.

Ya, cuando del rey Azan dimos noticia, hicimos algunas indicaciones sobre los abusos de este gobernante, y si mal no recordamos, dijimos que el pueblo estaba en estremo descontento y que á poco que se escitase á las clases pobres, peligraría, no solo el órden público, sino la vida de Azan.

Este continuaba ejerciendo el monopolio de la venta de trigo, y la escasez y carestia de los artículos de primera necesidad habia llegado al último estremo.

Cervantes habia esplotado esta situacion, y valiéndose de mil ingeniosas trazas, tramó una basta conspiracion entre los cautivos á la vez que hizo cundir mil noticias alarmantes y que escitaron al pueblo. Imposible parece que un hombre encerrado, sin apoyo de ningun género, vigilado cuidadosamente y amenazado por toda clase de peligros, llevase, hasta el punto que él llevó, sus planes atrevidos.

A mas de treinta mil ascendia el número de cautivos que entonces habia en Arjel, y Cervantes pensó que, sino todos ellos, si la mayor parte daban el grito de rebelion, aunque desarmados, su crecido número, lanzado de una vez sobre sus opresores, hubiera podido arrollarlos. Esto, si se hacia oportunamente, en los momentos en que una escitacion popular llamase la atencion del rey daria el resultado mas lisonjero pues antes de que los mahometanos pensasen en suspender su lucha para destruir al enemigo común, el golpe estaria dado.

Todos los cautivos tenian noticias de que se preparaba un levantamiento, y aunque sin saber quien fuese el atina del plan, esperaban de un dia á otro recibir un aviso en que se les señalase el momento de lanzarse sobre sus verdugos. En el espíritu del pueblo, cansado de sufrir, estaba tambien el convencimiento de que se preparaban acontecimientos graves, y sin saber por qué, esperaban que muy pronto sonase el grito de venganza. Ninguno pensaba ser el primero, pero no tenia ninguno intencion de ser el último. Y en verdad que si media docena de atrevidos se hubiesen lanzado á las calles gritando muera Azan, la poblacion en masa los hubiese seguido.

Tal era el estado de Arjel, y el rey lo conocia perfectamente y estaba preparado, ya para combatir al punto el primer movimiento de rebelion, ya para huir si la fortuna le era adversa. No ignoraba tampoco que entre los cautivos se tramaba algun plan, porque no habian faltado aduladores ó espías que se lo advirtiesen; pero no sabia el objeto de la conspiracion, ni quién fuese el autor de ella, aunque sospechaba, lo misma que sus adictos, que debia ser obra del manco español. Y no se estrañe que Azan fijase su atencion en un pobre cautivo para sospechar que fuese capaz de tanto, pues en tal concepto lo tenia, que muchas veces se le oyó decir, hablando de Cervantes, que como si tuviese guardado al estropeado español, tenia seguros sus cristianos, sus bajeles y aun toda la ciudad.

Por otra parte en España se hacían armamentos de tropas y galeras y se tenia por seguro que era con el objeto de verificar un desembarco en las arjelinas costas, con la cual contaba el poeta, pues encendida la rebelion en el interior de la ciudad cuando se viese atacada por el esterior, no habia duda de que su plan tendria el éxito mas feliz, y no solo conseguiria su libertad y la de todos los cautivos, sino que España se baria dueña de una plaza de mucha importancia, y la religion católica y la civilizacion darian un paso agigantado.

Dejamos á Zoraida trazando el modo de ponerse en comunicacion con su amante, y vamos á decir dos palabras sobre este punto.

La esclava Zamareta se habia mostrado sensible á los ruegos de su señora, y aunque esponiendo la vida, se decidió á servirla fielmente y lo cumplió, probando que era tanta su astucia y su travesura como su lealtad. La negra habia entrado muy jóven en casa de Dalí Mamí, y la dulzura de su carácter no habia dado ocasion para que le impusiesen ningun castigo, por lo cual no habia tenido ocasion de sentir ódio contra su ama, pues la esclavitud no habia sido para ella mas que una servidumbre nada penosa.

Algunos dias tardó, pero al fin la esclava encontró medios de comunicarse con el poeta y basta logró que este viese algunas veces á Zoraida.

La pasion de esta no disminuía, pero no así la tibia de Cervantes, que todo su afán lo puso en procurar que la mora dejase por la cristiana su falsa religion. Y como las exhortaciones, cuando salen de los labios de la persona amada conmueven tanto el corazon y tienen sobre el ánimo tal influencia que rara vez dejan de producir el convencimiento, no fallaba á la mora sino muy poco para abjurar sus creencias, como ya hubiese sucedido si mas frecuentemente hubiera tenido Cervantes ocasion de hablarla.

Ya dijimos que Cervantes habia sido encerrado en el baño de Azan donde este tenia dos mil cautivos.

De lo que era el baño dimos ya una idea pero sin embargo, añadiremos que la prision llamada así se componia de un espacioso salon donde estaban todos los cautivos, sin mas camas que el suelo ó alguna paja que no todos podían procurarse, y contiguo á este salon otra pieza destinada á capilla y que era la iglesia mayor católica de Arjel, en donde todos los dias, á espensas de los cautivos y de una cofradía, celebrábase misa rezada por los sacerdotes residentes en la ciudad. Al estremo opuesto del edificio habia un ancho corral cerrado de tapias por dos de sus lados, y resguardado el tercero por el palacio del rey con el cual se comunicaba. Tenia además otra puerta que daba salida á la calle y junto á la cual habia un reducido aposento donde se alojaba el conserje de aquella prision, encargado de la guarda de los cautivos, y algunos soldados para que le auxiliasen en caso de necesidad.

La mayor parle de los cautivos salían del baño de dia y á ciertas horas con permiso del guarda, y obtenida previamente esta gracia de su amo, así como les permitían tener visitas de otros cautivos y cristianos libres que iban á verlos por pura amistad ó á llevarles noticias de sus familias ó á tratar de sus rescates. Pero todo esto con muchas precauciones, pues el guarda estaba autorizado para negar la entrada y salida en la prision, y tenia órden de enterarse de cuanto allí se trataba, así como facultad para imponer castigos menores como ellos llamaban á dar algunos palos ó latigazos, á poner grilletes y cadenas y á privar uno ó mas dias de alimento al que delinquía.

Los cristianos que habian obtenido la gracia de salir del baño, eran llamados cautivos libres y no se ocupaban en trabajo ninguno. Cervantes, con su constancia y disimulo, habia llegado á lograr este privilegio al cabo de un año de estar en poder de Azan.

Los que no podian ó no querían salir, pasaban la mayor parle del dia en el corral respirando el aire libre.

Lo mismo allí que en todas parles, el tratamiento que recibían los infelices cautivos era en estremo cruel: desnudez, hambre, atroces y arbitrarios castigos, nada les faltaba. Ademas la vivienda era mal sana por la humedad, la falta de ventilacion y el poco ó ningun cuidado que se tenia de la limpieza, siendo su atmósfera tan nauseabunda que parecia imposible que pudiese respirarse allí sin asfixiarse.

Solo nos resta añadir para completar las noticias referentes á los dos años anteriores, que Cervantes habia sabido ya la muerte de su buen padre, porque habia recibido algunas cartas de su madre, siendo la primera la que contenia esta triste nueva y la de haber vuelto Rodriho al ejército, y las otras dándole algunos detalles sobre el estado en que se encontraba el espediente relativo á su rescate.

Creemos haber dicho lo bastante para continuar los sucesos de la presente historia sin que deje de comprender el lector cuanto en ella se refiera; por lo cual, dejando aquí el presente capítulo que solo ha servido para dar esplicaciones, comenzaremos el siguiente, yendo en busca de Cervantes para Ver en qué se ocupaba y convencernos mas y mas de que su constancia era incansable.

CAPITULO XXXV. El contrato.

LAS nueve de la mañana serian y casi todos los cautivos del baño del rey estaban en el corral, tendidos los unos, paseando los otros y muchos sentados formando grupos y entretenidos en diversas conversaciones.

El dia estaba sereno y brillaba el sol sin que la mas ligera nube ocultase uno solo de sus rayos á la tierra.

En el rincon mas apartado del corral y sentado en el suelo, estaba Cervantes hablando con otro cautivo que aparentaba tener unos cuarenta años y que por su noble aspecto y por sus maneras parecia ser persona de distincion.

Acababa de pasar junto á ellos el guarda del baño que era un turco viejo, astuto como una zorra y mal intencionado y traidor como un tigre, y cuando nuestro poeta vió que se habia alejado á distancia que no pudiese oirlo, prosiguió su conversacion con el otro cautivo, interrumpida, ó mejor dicho trocada en sentido indiferente para no infundir sospechas.

—Creo, don Beltran—dijo el poeta—que ya es hora de que os vayais como ha hecho Osorio y yo haré luego, pues si salimos juntos despues de haber estado hablando podrá sospechar ese condenado cancerbero que es malicioso como un sordo.

—Antes—contestó el llamado don Beltran—daré una vuelta y hablaré con algun compañero para mayor disimulo.

—Pero no os detengais mucho porque Giron tiene poca paciencia y puede cansarse de esperar.

—No mas que algunos momentos.

—Allí encontrareis á Osorio y á Meneses que habrán acudido tambien.

—Y el señor Baltasar segun ha prometido.

—Sin él nada podremos tratar.

—Con mi proposicion creo que todo quedará arreglado.

—Y como ademas podremos ofrecerles hoy la garantia del señor Antonio de Sandoval....

—No habrá inconveniente.

—Si Giron se impacienta decidle que me espere porque no tardaré.

—Descuidad.

—Idos, don Beltran, que ya hablaremos despues.

—No os entretengais mucho.

—Lo preciso para no infundir sospechas.

—El cielo os guarde—repuso don Beltran á la vez que se levantaba.

—Y á vos tambien.

El caballero se alejó del poeta y se mezcló entre los diversos grupos, hablando con unos y con otros, hasta que pasados algunos momentos se acercó al guarda y le dijo:

—Saldré si me lo permites.

—Bien—contestó el moro—pero no abuses de la gracia volviendo tarde.

Don Beltran salió del baño, y antes de un cuarto de hora hizo Cervantes lo mismo sin encontrar ningun inconveniente.

Cuando estuvo el poeta en la calle se dirigió á casa de aquel mercader á quien ya conocen nuestros lectores desde que facilitó algun dinero y las botellas para la primera fuga á Oran, y allí encontró á su antiguo compañero el capitan Meneses, á otros tres cautivos y á don Beltran, que lo esperaban en compañia del señor Onofre Exarque, el mercader de sedas, y de un renegado natural de Osuna llamado antes Giron y entonces Abdaharramen, que deseoso de volver al gremio de la Iglesia Católica se habia prestado á ayudar á los cautivos para fugarse con ellos.

El plan consistia en que el dicho renegado comprase una fragata so color de salir en corso, y en ella huyesen los cristianos que para ello estaban convenidos y que eran en número de sesenta. Para los gastos se habia ofrecido el señor Onofre á dar mil y trescientos doblas que debían reintegrarle algunos de los cautivos cuando llegasen á España. Otro mercader el señor Baltasar de Torres, daria tambien alguna cantidad con la misma garantía, y ya de este modo podria llevarse á cabo el proyecto.

—Veo—dijo Cervantes al entrar—que habeis sido puntuales, y me alegro porque tenemos contados los minutos.... pero nó, el señor Baltasar falta....

—Ya lo he visto—contestó el señor Onofre—y me ha dicho que da por bueno cuanto se convenga.

—Entonces—repuso el poeta—tratemos del asunto. Vos, señor Giron, no estareis arrepentido de vuestro buen arrepentimiento, y seguireis con la intencion de correr nuestra suerte.

—No tengo mas que una palabra—contestó el renegado—Ya he encontrado quien me venda una fragata, que está en muy buen estado, y solo me falta el dinero.

—Por mi parte—dijo entonces el señor Onofre—poco tengo que hablar: una vez que don Beltran se aviene á responderme del pago de las mil y trescientas doblas, las entregaré mañana, así como otras mil mi amigo el señor Baltasar de Torres.

—Todo está convenido—repuso Cervantes.—Estended luego la obligacion que ha de firmar don Beltran y la que por su parle harán el señor Osorio y el señor Hernández, y mañana á esta misma hora volveremos.

—Por esta vez—dijo el capitan Meneses—pienso que lograremos nuestra libertad.

—Si no lo estorba algun traidor—contestó el poeta.

—¿Sospechais de alguno?

—De dos ó tres, y por eso me guardo de que conozcan el plan en todos sus detalles, no diciéndoles mas sino que estén prevenidos para cuando se les avise.

—¿Quienes son?

—No me atrevo á nombrarlos porque ninguna prueba tengo de su mala intencion, y no debe ofenderse á nadie acusándolo solo por sospechas que no tienen fundamento alguno. Obro con precaucion por lo que pueda suceder, y si me equivoco, me arrepentiré de este mal pensamiento.

—Por Dios os ruego que procedais con cautela—dijo el señor Onofre—pues ya comprendereis hasta qué punió me comprometeria la menor indiscreccion.

—Nadie sino los presentes sabemos que vos sois el que facilita el dinero; los demás lo ignoran, no tienen de ello la mas leve idea, ni la tendrán.

—En vosotros confio.

—Podeis estar tranquilo.

—El mayor placer de Azan seria el poder acusar á uno de los cristianos libres que vivimos en la ciudad, para tener así un motivo de apoderarse de cuanto poseyese.

—Si se frustrase nuestro plan—repuso el poeta—nadie resultaria culpable sino yo, y por consiguiente nadie podria tampoco declarar en contra vuestra si yo no lo hacia, de lo cual estais bien seguro pues ni los tormentos ni la muerte me arrancarían de los labios vuestro nombre. Probado tengo ya, señor Onofre, que sé echar sobre mi toda la responsabilidad en los momentos de desgracia, y compartir con mis amigos la fortuna cuando se nos muestra propicia.

—Por vos nada temo, señor Migue!—contestó Exarque—pero sí por algun traidor, aunque me tranquiliza vuestra prudencia.

—Solo una cosa que ya os tengo dicha voy á repetiros—repuso el poeta hablando con sus compañeros—y es que si en los momentos de partir se presentase la ocasion de hacer estallar en la ciudad un desórden para dar lugar á la rebelion de todos los cautivos, marchareis solos porque yo me quedaré, para luchar hasta morir por la causa de la religion y de la humanidad, por el engrandecimiento de mi patria.

—¿Dejareis lo cierto por lo duduso?

—Todo lo dejaré para cumplir con mis deberes. ¿Qué se diria de un hidalgo español, si teniendo ocasion de hacer un servicio á la religion y á su patria y de morir por ellas la dejase pasar, ya por el egoísmo de atender solo á su bienestar, ya por otro cualquier temor? Nó, amigos mios; si la escuadra española se acercase ó si otro cualquier incidente favoreciese el levantamiento, os veria sin envidia alejaros de estas costas, y mientras que el viento hinchase las velas de vuestro vajel y llevaba un suspiro mio á la tierra madre, sonreirían mis labios, palpalpitaria gozoso mi corazon y me lanzaria presuroso al combate poseído de fé, de entusiasmo y de alegria.

—¡Y nosotros seguiremos vuestra suerte y la de todos vuestros infelices compañeros!—exclamó entusiasmado don Beltran.

—¡Si, os seguiremos!—repitieron los otros cautivos y el mismo Abdaharramen.

—Ya sabeis—añadió este—que trabajo mucho en favor de vuestra causa, á pesar del riesgo que corro.

—Es verdad, amigo Giron.

—Hasta ahora sois digno de nuestra confianza.

—Queda hecho nuestro contrato—repuso Cervantes:—la union nos hará invencibles, y si Dios dispone que sucumbamos en tan noble empresa, al menos moriremos con gloria y sin que nos sea penoso tan duro trance porque la tranquilidad de la conciencia es un bálsamo que adormece los dolores de la agonía.

Como siempre, nuestro poeta logró conmover á cuantos le escuchaban, que entusiasmados le dieron muestras del mas tierno cariño.

—Separémonos para no infundir sospechas si lardamos en volver á nuestros encierros.

—Si, sí, prudencia.

—Dios os guarde, señor Onofre.

Salieron de casa del mercader los cautivos y el renegado, y tomando diversos caminos para no llamar la atencion, se dirigieron á casa de sus amos, satisfechos y contentos porque ya contaban por seguro el buen resultado de la empresa. Cervantes era el único que no toda completa confianza porque los muchos reveses de la fortuna le hacían ya dudar de todo por seguro y positivo que pareciese, solo en Dios tenia fé; solo fiaba en su constancia porque iba conociendo el corazon humano y la impotencia del hombre cuando no tiene la ayuda de Dios.

CAPITULO XXXVI. De cómo Cervantes pensaba bien al pensar que no debe cantarse victoria antes de haber vencido.

ENTRE los cautivos de Azan, y uno de los que formaban parte de la conspiracion de fuga y de rebelion, habia un Juan Blanco de Paz, que se titulaba doctor y habia sido religioso dominico, cuyo natural perverso y revoltoso lo tenia malquistado hasta con sus mismos compañeros. Ignoramos por qué, ni en la capilla del baño ejercia su ministerio religioso, ni como tal se le consideraba, lo cual es ya un sospechoso antecedente; pero, concretándonos á nuestro asunto, diremos que, el quizás falsamente llamado doctor, bien fuese porque desconfiando del plan calculase para sus adentros como habia calculado el Dorador, bien que le moviesen sus dañadas inclinaciones ó la envidia por las distinciones de que era objeto Cervantes, es lo cierto que resolvió hacer el papel de Judas sin que lo detuviese, ni la fealdad de la traicion ni el deber de favorecer á los que profesaban su misma religion.

Dispuesto á poner en ejecucion su ruin pensamiento, esperaba una ocasion favorable de buen humor de Azan para que fuese mas lucida la recompensa de su traicion.

Ya habia vuelto Cervantes al baño, y en el mas apartado rincon meditaba sobre sus atrevidos proyectos.

Eran las once de la mañana, y antes de comer, el rey, seguido de cuatro esclavos con sendos almohadones de terciopelo carmesí recamados de oro, salió á su jardin con objeto de pasear.

Caminaba Azan con lento paso por una calle de naranjos y espesos y corpulentos rosales, y en su distraccion no pudo advertir que un cautivo al verlo hizo un gesto de amenaza, y como si quisiese evitar encontrarse con él, ocultóse tras uno de los rosales de manera que no podia distinguírsele.

Azan llegó á aquel sitio, aspiró los aromas que esparcían las numerosas flores, y perezoso ó fatigado, hizo á sus esclavos una seña para que pusiesen al pié del rosal los blandos almohadones.

Instantáneamente fué obedecido, y sobre la menuda arena se vió un cómodo asiento donde se dejó caer el rey con aire, sino de fastidio, de indiferencia.

Los esclavos se apartaron á respetuosa distancia de su señor y quedaron atentos á éste para acudir al primer gesto de mando.

Transcurrieron pocos momentos cuando llegó otro esclavo, seguido de un cautivo de pequeña estatura, flaco y que tendria unos cuarenta y cinco años, el cual se detuvo mientras que aquel se acercaba al rey para decirle:

—Poderoso Azan, ese cautivo quiere hablarte, segun se esplica, de un asunto de mucha importancia.

—Para é!—contestó el renegado;—pero que venga y así, si tiene la desgracia de fastidiarme tendré yo el placer de verlo ahorcar de es le naranjo.

El cautivo se acercó; revolviéronse recelosamente sus ojuelos pardos en todas direcciones y seguro de que con todo descuido podia esplicarse, dijo:

—He venido, Azan, para darte una prueba de que los cautivos podemos tambien ser leales.

—Tú has venido—respondió el rey—para buscar tina recompensa por solo cumplir con tu obligacion sirviéndome. Pero esto no importa, ya sabes que soy generoso.

—Nada te pido á pesar de que el asunto que me trae es de la mayor importancia.

—Esplicate.

—Antes—repuso el cautivo con humilde tono—quisiera hacerte una advertencia, y te ruego que me perdones si á tanto me atrevo.

—¿Cuál?

—Que guardases el mayor secreto sobre la persona de quien has recibido la noticia que voy á darte.

—¿Qué temes si se sabe que has sido tu?

—Lo menos la muerte, porque es asunto que interesa á muchos y la mayor parte de ellos son gente desalmada, capaces de cualquiera maldad.

—¿Pero qué secreto es ese á que le das tanta importancia? No me hagas esperar tan grandes revelaciones que luego de sabidas me parezcan insignificantes por mucha que sea su trascendencia.

—¿Es algo la pérdida de treinta ó cuarenta cautivos?

—¿Qué dices?—replicó Azan cuyos ojos brillaron.

—¿Es algo la seguridad de tu vida y de tu reino?

—Esplicate, cautivo—repuso afanosamente el rey—que ¡por Alláh! tengo ganas de hacer un escarmiento.

—Pues bien, Azan, lo que pasa es que se conspira en tu baño y fuera de él.

—Bien, pero ¿qué se proponen y quiénes son los que conspiran?

—Se proponen provocar un motín.

—¡Un moton!

—No solo del pueblo, sino de los cautivos para recobrar su libertad asesinando á sus amos.

—Prosigue.

—Si esto no puede efectuarse, está ya convenido por muchos un plan de fuga.

—¿Conoces sus detalles?

—Bastantes.

—¡Oh!—exclamó Azan.—¡Voy á tener un gran dia!

—Un moro, que ignoro quien seas está dispuesto á comprar una fragata como para salir en corso, y en ella deben huir los traidores.

—Prosigue, prosigue.

—Entre el pueblo se saca todo el partido posible de la carestia de granos, señalándote como la causa principal de la miseria.

—Lo sé, pero de quien sea el autor de tamaños crímenes, solo tengo sospechas, me faltan pruebas con que acusarlo sin que pueda negar.

—Me alegro—repuso hipócritamente el cautivo;—me alegro que tales antecedentes tengas porque estés convencido de que no he inventado un cuento para esplotar la generosidad.

—Dime los nombres de los delincuentes.

—Solo á uno conozco que es el alma de la conspiracion.

—¿Es el manco español?

—Sí.

—No me equivoqué—dijo Azan.—¡Por quien soy que será esta la última vez que conspire!

—Bien merece un terrible castigo.

—¿Y por qué no has aparentado unirle á ellos para conocerlos á todos?

—Así lo he hecho, pero el manco no ha querido nunca decirme otra cosa sino los medios de que se valdrían para la fuga, y se ha reservado los nombres de los demas cautivos, el del moro renegado que ha de comprar la fragata y el de la persona que facilita el dinero necesario.

—¿Y no sospechas?....

—Sí, pero sin fundamento, puede decirse.

—No importa, esplícate.

—Dos veces he visto á Cervantes hablar con el renegado Abdaharramen, pero como todo el mundo conoce á ese travieso manco y todos le guardan tantas consideraciones, no es estraño que Abdaharramen sea su amigo sin ser su cómplice.

—Creo que no andas desacertado—repuso Azan despues de meditar algunos momentos.

—Sospecho tambien si ese mercader valenciano á quien tú conoces, el señor Exarque, ayudará con dinero.

—Lo dudo porque es algo codicioso.

—De positivo nada podré decirte sino con respecto á Cervantes, porque él mismo ha tratado conmigo del asunto.

—¿Tampoco tienes sospechas de los cautivos míos que conspiran con él? ¿No has observado sí en particular habla con algunos?

—Nó, porque todos son sus amigos, todos lo obedecen y lo escuchan como á un oráculo, y le guardan tales respetos y tanto lo adulan que ha llegado á envanecerse de modo que se considera casi como un gefe ó protector de los demás.

Estas palabras, dichas con acento de despecho, dieron á conocer á Azan que la envidia era la principal causa que habia movido al cautivo á delatar á su noble compañero.

—Bien, bien—replicó el rey—eso nada mas prueba sino que ha tenido medios de hacerse adular, lo cual no habrás tú podido conseguir: á todos nos gusta que nos consideren como á superiores: la justicia en su lugar.

El cautivo frunció el ceño y se mordió los labios, sintiendo su corazon, ¡ñas que nunca, atormentado por el roedor de la envidia y la sed de la innoble y cobarde venganza.

—Mi estado—repuso con humilde y melífluo tono el cautivo—me prohíbe ambicionar las mundanales pompas bijas del soplo del espíritu maléfico que constantemente pone á prueba nuestras virtudes.

—Tú ya habrás olvidado tu oficio de fraile—replicó Azan, soltando á la vez una burlona carcajada.—Pero no hay que perder tiempo en lo que nada nos importa: acaba de decirme cuanto sepas.

—Nada mas sé.

—Pues antes de cinco minutos verás el resultado de tu lealtad.

El cautivo creyó que Azan se referia á la recompensa que pensaba darle por su traicion, y dijo:

—Te repito, generoso Azan, que no me ha movido el interés.

—¡Ah!—interrumpió el rey—ya me olvidaba de que tengo que pagarte. Al hablar de resultados quise decir que voy á mandar ahorcar al manco español, único medio de tener seguros á mis cautivos y aun al pueblo.

—Sentiré que se vierta sangre..

—Pues yo no me contento con la suya, pero tendré que renunciar á castigar á otros porque será imposible hacerle hablar á ese maldito manco.

—En vano será que Jo intentes.

Azan quedó pensativo por algunos instantes, y luego repuso:

—Me ocurre una idea feliz: todos caerán en mi poder sin que uno solo se escape. ¿Hay dia determinado para la fuga?

—Nó, pero me han dicho que será muy pronto porque ya tienen el dinero que era lo único que les faltaba.

—Bien, espejaré aparentando que ignoro el plan y los cojeré en el momento le la Fuga. De este modo, ni el renegado armador de la fragata se me escapará, ni tampoco el que ha dado el dinero, porque entre todos habrá alguno débil que declare para que le perdonen la vida: la firmeza del manco es muy rara.

—No puede ser mas ingeniosa la idea—dijo el cautivo que esperaba con impaciencia el pago de su traicion y aun se lisonjeaba con que tal vez seria la libertad la recompensa.

—¿Con que te parece bien?

—Inmejorable.

—Ahora voy á decirte lo que no esperarías oir, cautivo. Yo dejé mi religion por la de Mahoma, y al obrar así no hice mas que cambiar de ideas, sin que se me pudiese llamar por ello ni traidor ni cobarde. Luego me lancé á!a guerra, y arriesgando mi vida tantas veces que parece un sueño el haberla salvado, gané riquezas y honores y he llegado á ser rey de Arjel con esperanzas de alcanzar mas elevado puesto: empero la traicion no me sirvió nunca de medio para el logro de mis empresas; siempre luché con mi enemigo cara á cara, y antes de herirle le presenté mi pecho para que me hiriese. Es cierto que en fuerza de ver sangre, de verterla y de ver derramar la mia se ha hecho insensible mi corazon, me he vuelto cruel hasta el estremo, y con la mayor indiferencia quito la vida á un cautivo indefenso y tal vez inocente; pero esto no es ni cobardia ni traicion, sino añeja costumbre y aun forzoso sistema para infundir temor y tener á raya á los que deben odiarme con sobrade fundamento. Te digo esto, cautivo, para que sepas que nunca fuí traidor y que aborrezco la traicion; pero como es preciso que haya traidores para casos como el presente, y recompensarlos para que no dejen de serlo, voy á darte una muestra de mi liberalidad.

Quedó tan turbado el cautivo que no pudo articular una palabra. Imposible era que esperase tan durísima leccion y tan humillante desprecio del hombre apóstala de su fé, del pirata sanguinario, del rey tirano y cruel sin igual, cuyo corazon depravado no debia abrigar ningun sentimiento que tuviese siquiera asomos de noble. Empero la traicion es tan fea, tan horrible, tan repugnante, que rara vez suele encontrar, ni aun en los pechos menos nobles, una lisonjera acogida.

—Sabes el plan que me propongo seguir para sorprender á los cautivos—prosiguió Azan,—A nadie se lo comunicaré, de manera, que si llegan á saberlo y evitan el golpe, será porque tú pongas en práctica tus mañas traidoras lo mismo conmigo que con ellos.

—Secreto que me pesa es el que me has confiado, y en verdad que no quisiera ser dueño de él.

—Por Alláh te juro, cautivo, que si no eres reservado be de imponerte dos castigos á cual mas terrible: el primero perdonar á Cervantes y en tu presencia darle un premio por su ingenio, su valor y su nobleza, para que la envidia te atormente desgarrándote el corazon, y el segundo ahorcarte delante de todos mis cautivos, diciéndoles que te hago sufrir esa pena porque les has sido traidor, para que así ninguno se lastime de tu suerte.

El cautivo se estremeció.

—Voy á recompensarte—añadió Azan.

Y dirigiéndose á los esclavos, dijo:

—Uno de vosotros que vaya con este perro para que de mi órden le den un escudo de oro y una jarra de manteca.

El cautivo apretó los puños y los dientes y se retiró sin dar las gracias á su amo.

Tal recompensa encontró su accion cobarde, ruin y villana: no parece sino que Azan quiso, con premio tan mezquino, demostrar mas claramente el desprecio y aun la repugnancia con que miraba á los traidores.

Pocos momentos despues se levantó Azan y se alejó seguido de sus esclavos.

Cuando se perdió de vista, el cautivo á quien vimos ocultarse tras el rosal, salió de sil escondite, pálido y agitado, y con voz trémula, dijo:

—Estamos perdidos ¡Vive el cielo que ese miserable falso religioso ha de pagar su traicion como merece!.... ¡Menguado, ruin!.... ¡No descansaré hasta aplastar su cabeza como la de un reptil venenoso!

Y luego salió precipitadamente del jardin y se dirigió al corral del baño.

Pocos cautivos habia en aquel momento allí; pero Cervantes permanecia sentado en un rincon, inmóvil y entregado á meditaciones profundas, de las cuales le sacó el cautivo con su repentina llegada.

—¿Qué sucede, señor Pablo?—dijo el poeta al reparar la palidez y agitacion de su compañero.

—Estamos perdidos—les contestó este.

—¡Perdidos!

—Sí, acaban de descubrir nuestros planes al rey.

—¿Qué decís?—repuso Cervantes con marcada sorpresa y profundo enojo.

—Lo que oculto en el jardin be podido escuchar.

—¿Y quién es el traidor?

—¿Quién ha de ser, amigo mio, sino ese miserable?....

—No prosigais—interrumpió el poeta—porque lo adivino: otro no puede ser que el menguado ruin que se titula religioso.

—No os equivocais, el llamado doctor Juan Blanco de Paz.

—¡Oh! exclamó Cervantes de cuyos ojos se escaparon dos centellas.

—Todo lo ha revelado.

—¿Y me ha nombrado?

—Sí, á vos solamente porque no sabe quienes son los demas: pero ha indicado que sospecha de nuestro compatriota el renegado Giron porque os ha visto hablar con él algunas veces.

—¡Miserable!

—¡Cuántos esfuerzos he tenido quehacer para contener mi furor!

—¿Y ha dicho algo del señor Onofre?

—Si.

—¡Eso mas, vive el cielo!

—Pero Azan no cree fundada la sospecha con respecto al mercader.

—Me tranquilizais.

—Hasta ahora solo vos sois el comprometido.

—No importa.

—Ya os figurareis que Azan piensa tomar cumplida venganza.

—¿Quién puede dudarlo?

—Pero no se contenta con castigaros á vos, y como tiene por imposible el que delateis á vuestros compañeros, trata de aparentar que nada sabe para sorprendernos á todos en el momento de embarcarnos.

—No se le cumplirá tan cruel deseo.

—Ahora, mi buen amigo, tratemos sobre lo que nos conviene hacer.

—Vosotros seguireisvuestra conducta ordinaria puesto que ningun peligro correis, y yo voy á fugarme del baño y á dar aviso al señor Onofre.

—¿Pero no volvereis?

—Me esconderé en casa de mi amigo el alférez Diego Castellano que de buena gana me recibirá, y allí permaneceré algunos dias hasta ver el giro que toman las cosas y obrar segun convenga.

—Temo por vuestra vida.

—Por de pronto no me ocurre otra idea, y voy á ponerla en práctica ahora mismo.

—¡Dios os proteja!—exclamó el señor Pablo con acento conmovido.

—¡La ruin traicion me persigue! ¡La ruin traicion que tanto aborrezco!

—¿Qué será de nosotros sin vos?

—Mucha prudencia y nada tomais.

—La tendremos.

—Encargaos de decir á nuestros amigos lo que sucede.

—Lo haré.

—Adiós, amigo mio, quizás para siempre—dijo Cervantes con acento ahogado.

—¡El ciclo os bendiga!—le contestó el cautivo.

Y apretándose las manos, con el pecho palpitante de dolor y de rabia, separáronse, no sin abrigar el temor de ser la última vez que se viesen.

Llegó Cervantes á la puerta del baño, pero el guarda se opuso á que saliera por segunda vez.

—Dejadme—le dijo el poeta—y sino que pregunten al rey si me da su permiso.

—¿Salir dos veces?.... no puede ser—replicó el cancerbero.

—Viejo zorro, no me apures la paciencia: quiero salir y saldré: si en ello tienes reparo consulta á tu señor, ó ¡voto á tu falso y condenado Profeta! que de una puñada te envió al infierno donde hace falta un portero como tú.

—¿Me amenazas?

—Cuando te digo que consultes á Azan, mis razones tendré.

Como todo era estraordinario en Cervantes, el guarda sospechó si tendria aquel algunas razones para hablarle tan atrevidamente; por lo cual, aunque de mala gana, envió un aviso al rey y poco despues volvieron con la contestacion, diciéndole:

—Azan dá permiso al manco para que salga y vuelva tarde ó temprano, segun le acomode.

Gruñó el viejo y el poeta se burló de él y salió.

CAPITULO XXXVII. Cervantes sigue dando pruebas de su abnegacion.

COMO habia presumido Cervantes, su amigo el alférez Diego Castellano, lo recibió con la mejor voluntad del mundo, ofreciéndole ocultarlo en su propia casa y tenerlo allí basta que se proporcionase una ocasion en que pudiese salir sin riesgo.

No pensaba el poeta abandonar sus proyectos, sino por el contrario, seguir con mas ahinco trabajando hasta conseguir por lo menos, no solamente su libertad, sino la de todos aquellos que la esperaban y la hubieran obtenido sin la traicion de Juan Blanco. Ante todo rogó á su amigo Castellano que fuese á ver al señor Onofre y decirle lo que sucedía, pues no creyó prudente el hacerlo él mismo por si alguno lo observaba y con esto se confirmaba la sospecha del traidor.

Apenas el mercader recibió la noticia, turbóse en estremo y temio hasta tal punto por su seguridad, que se decidió á hacer cualquier sacrificio con tal de evitar su ruina que hubiese sido cierta á descubrir el rey que tan directamente favorecia la fuga de los cautivos. Resuelto, pues, á salvarse á toda costa, y sin perder un instante, encaminóse con Diego Castellano á la posada de este, donde entró pálido y agitado, sorprendiéndose al ver al poeta tranquilo y aun risueño como si nada tuviese que temer.

—No esperaba vuestra visita—le dijo Cervantes al verlo y mientras le alargaba amistosamente la mano.

—¿Con que estoy arruinado, perdido para siempre?—exclamó el mercader con voz ahogada y dejándose caer en una silla.

—¡Arruinado, perdido para siempre!—repuso el poeta como si no comprendiese estas palabras.—¿Pues qué os ha dicho mi amigo el señor Diego que así os espanta.

—¡Qué me ha dicho!—replicó con estrañeza el señor Onofre.—¡Por Dios, señor Miguel, que sois bien raro!.... ¿Eso me preguntais' ¿Pues no se ha descubierto el plan? ¿No habeis huido del baño para evitar la muerte? ¡Vive el cielo, que esa tranquilidad que mostrais no es ya valor, sino loca temeridad! ¿No sabeis lo que os espera?

—Que me ahorquen.

—¿Y á mí?

—Nada.

—¡Nada!.... ¿Pues qué Azan no se holgará con la ocasion que se le presenta de despojarme de todo cuanto poseo sin dejarme una dobla, y de imponerme, si no otro castigo, por lo menos el de un destierro?

—¿Y por qué ha de obrar con vos así el rey? ¿De qué puede acusaros?

—De que soy vuestro cómplice: ¿os parece poco? Ya sabeis que segun las leyes de este pais incurre en la pena de muerte el que favorece por cualquier medio la fuga de un cautivo.

—¿Y quién ha de decirle que favorecíais la nuestra? Mis compañeros, no, porque como ninguna sospecha tiene de ellos el rey no les preguntará.

—Pero vos caereis en su poder tarde ó temprano....

—¡Señor Onofre!—interrumpió Cervantes, clavando una mirada severa en el mercader.

—De manera—repuso Exarque, bajando la cabeza—que si os ponen en la alternativa de morir ó declarar, como la vida es primero que todo, y para vos valdrá la vuestra mas que toda mi fortuna.

—No prosigais—replicó el poeta.—Os perdono el mal pensamiento: creí que me conocíais mejor.

—Perdonad, señor Miguel, que no he pensado ofenderos porque os estimo en mucho y de ello os he dado pruebas; pero por lo que pueda suceder, me parece que debemos cortar por lo sano.

—No os comprendo.

—Me esplicaré.

—Sí, sepamos lo que habeis discurrido.

—He pensado que para mi tranquilidad y vuestro beneficio, lo mejor es rescataros. De este modo, Azan no se acordará mas de vos, y como es consiguiente, tampoco del asunto desgraciado de vuestra fuga, y yo quedaré en la completa seguridad de que nadie vendrá á incomodarme. Vuestro amo ha dado por vos quinientos escudos, y segun me habeis dicho, no piensa dejaros si no dobla esta cantidad: veremos el partido que puede sacarse, pero si se obstina en no hacer rebaja, le daré los mil escudos. Para que nada sospeche, le diré que espero la llegada del dinero para vuestro rescate y que mientras os deje en libertad bajo mi fianza.

—Señor Onofre, mucho os agradezco el sacrificio que por mí quereis hacer, pero no puedo aceptarlo.

—¡Que no lo aceptais!—replicó sorprendido en estremo el mercader.

—Nó, porque seria una accion de cobarde egoísmo el abandonar á mis compañeros en los momentos de peligro.

—¿Estais loco?

—Les be jurado correr su suerte, morir con ellos y por ellos, y no aceptaré mi libertad sin que antes se rompan sus cadenas.

El mercader contempló por algunos momentos á Cervantes, como si dudase de que ningun hombre fuese capaz de tanta abnegacion.

—¿Y si vuestra familia pudiese rescataros?—dijo al fin.

—Tampoco lo aceptaría, á menos que me encontrase imposiblitado para ayudar á mis compañeros, cu cuyo caso, sino halda de serles útil ni libre ni cautivo, volveria á mi patria.

—¿Acaso podeis hacer algo por ellos ahora?

—Puedo al menos intentarlo.

—Si volveis á poder de Azan y os deja con vida os quitará todos los medios.

—Pero eso no puede asegurarse.

—Aceptad mi oferta: volved á España donde os espera vuestra madre, pobre y desamparada; ella es antes que vuestros amigos.

Tentadora era la proposicion y nadie sino Cervantes hubiese dudado un momento en aceptarla; pero no era el poeta un hombre como muchos, estaba dotado de un alma privilegiada, y una vez propuesto á llevar á cabo una noble empresa, nada le hacia desmayar ni retroceder.

Todos los hechos que vamos relatando son verdaderos, están justificados con documentos, y lo advertimos porque aquellos que no conozcan la vida de nuestro inmortal Ingenio, aunque serán pocos, podrían creer que tales rasgos de sin par abnegacion eran invento de la fantasia para dar interés á nuestra obra.

El mercader rogó nuevamente al poeta, le recordó su patria y á su desvalida madre y hermana, haciendo la cuestion de conciencia; se lo pidió en nombre de su padre, y no dejó, en fin, sin tocar una sola de las delicadas fibras del corazon de Cervantes; pero este, aunque conmovido con semejantes recuerdos y hasta esforzándose para que el llanto no asomase á sus ojos, se mantuvo firme en su propósito noble y juró una y mil veces que ni el miedo de la muerte ni los mas duros tormentos le arrancarían una palabra que pudiese comprometer al mercader.

Este al fin, convencido de que nada adelantaría, tuvo que abandonar su proyecto y se retiró algo mas tranquilo porque le inspiraban mucha confianza las seguridades que le habia dado el poeta de no pronunciar una palabra que pudiese comprometer á nadie.

Cervantes quedó en casa de su amigo, y pasados algunos dias, viendo Azan que no volvia su cautivo, tuvo por cierto que receloso de alguna traicion se habia fugado; pero como se informó y supo casi con seguridad que no habia salido de la poblacion, no perdió la esperanza de recobrarlo, y al efecto mandó que por las calles se pregonase la fuga del poeta, amenazando con pena de la vida al que lo ocultase.

Desde el aposento en que estaba, oyó Cervantes el pregon por dos veces, pues de corto en corto trecho se repetía; y levantándose resueltamente, impulsado como siempre por sus sentimientos de noble proceder, buscó á su amigo el alférez y le dijo:.

—Os dejo.

El señor Diego lo miró sorprendido.

—¡Que me dejais!

—¿Habeis oido lo que por órden del rey se pregona por las calles?

—De nada me he apercibido.

—Se amenaza con pena de la vida al que me oculte, y como si no me encuentran se registrará casa por casa de la ciudad....

—¿Poro á dónde vais?—interrumpió el alférez.

—Al palacio de Azan.

—¡Entregaros vos mismo!

—Sí.

—No liareis tal locura.

—Tampoco abusaré de vos comprometiendo vuestra vida y vuestra hacienda.

—Me ofendeis, amigo mió—replicó el señor Diego en un impulso de noble generosidad.—Os he dado asilo y todo lo arrostraré para protejeros. Si os descubren y el rey quiere que se cumpla su arbitraria sentencia, bien, la sufriré con resignacion y no me arrepentiré de haber obrado con vos como cumple á un antiguo y leal camarada. ¿No sabeis por esperiencia que el peligro no me asusta?

—Lo sé y conozco toda la grandeza de vuestra alma; pero debeis pensar que con perder vos vuestra vida no salvais la mia. Sacrificadlo todo cuando podais hacer un beneficio, pero cuando no han de obtenerse resultados, entonces es una locura el arriesgarse.

—No me convencereis.

—Me iré sin convenceros.

—Os ruego que no hagais tal.

—Estoy resuelto á presentarme á Azan, porque si alguna desgracia os sucediese por mi culpa, los remordimientos me harían morir desesperado.

—Permaneced siquiera hasta mañana, y entre tanto veremos si se encuentra algun medio de evitar la muerte que tan cierta os espera.

—¡Gracias, mi generoso amigo!—repuso Cervantes mientras que abrazaba al alférez.—No olvidaré lo que os debo....

—Al menos dejadme que os acompañe.

—Nó, porque seria descubrir que me habeis ocultado.

El señor Diego no insistió porque conocia bien al poeta y sabia que una vez decidido no retrocedía.

Cervantes, resuelto á todo, salió animosamente de casa de su amigo, y con paso firme y presuroso se encaminó al palacio de Azan.

Al atravesar una calleja solitaria sin lió que le tocaban en un hombro, y volviéndose y mirando á un moro que estaba detrás, le alargó amistosamente la diestra y le dijo:

—Nunca en mejor ocasion.

—¿Pero á dónde vais tan de prisa y sin recato alguno cuando correis el mayor peligro?—le dijo el moro con tono que indicaba el interés de una buena amistad.

—¡Peligro cuando se obedece al rey!

—Siempre el mismo—repuso el moro.—No he hablado con vos una sola vez que no me contesteis algo que me sorprenda, como haceis ahora diciendo que obedeceis al rey cuando se pregona vuestra cabeza por las calles de la ciudad.

—Pensadlo bien, que no es la mia, sino la vuestra la que está amenazada.

—¿Lo tomais á broma?

—Todo el que me proteja será ahorcado....

—¿Habeis oido el pregon?

—Sí, y como vos estais dispuesto á protejerme incurrís en la pena.

—Dejad las chanzas, señor Miguel.

—Bueno, hablemos seriamente. Os dije que llegábais en buena ocasion.

—Esplicaos.

—Sois amigo de Azan, de los que con él tienen mas influencia, y podeis hacerme un favor.

—Sabeis que mi amistad es verdadera, y que aun cuando renegué de mi religion, miro á los cristianos con particular interés.

—Me fugué como os lo habrá hecho comprender el pregon.

—Ya lo sabia por Azan que siente vuestra pérdida mas que la de todos sus cautivos, y sé tambien que fraguabais una conspiracion que se ha frustrado por la traicion de un Judas.

—Pues bien, para no comprometer á un amigo que me tenia oculto, me he salido de su casa y voy á presentarme al rey.

—Siempre noble.

—He cumplido con mi deber.

—¿Y deseais'....

—Que me acompañeis al palacio de Azan para que vuestra influencia temple algun tanto su bárbaro enojo, pues aunque la vida es para mí una carga pesada, tengo una madre y una hermana que necesitan de mi y debo conservarme siempre que pueda hacerlo sin cometer ninguna bajeza.

—Os acompañaré de buena voluntad, y estad seguro de que emplearé todo mi valimiento en vuestro favor.

Agradecido Cervantes, y deseoso de servirlo el moro, siguieron calle arriba con ligero paso.

Era este que tan buen amigo se mostraba un renegado murciano llamado Morato Raez, y por sobre-nombre Maltrapillo, muy amigo del rey y mucho mas y muy admirador del poeta. Gozaba de buena fortuna y era en Arjel muy conocido y de todos estimado por la bondad de su carácter y nobles inclinaciones, no pareciéndose en esto á los demás renegados que eran en lo general mas perversos que los moros, sin que se pudiese llar de ellos en ninguna ocasion.

Largamente hablaron por el camino sobre el estado de los negocios públicos, y en particular sobre aquello que podia en algo interesar á nuestro poeta.

Llegaron al palacio de Azan, y mientras le daban aviso, Cervantes, dijo al renegado.

—Vuelvo á repetiros que no imploreis mi perdon porque no quiero humillarme á ese bárbaro: solamente deseo, y este es el favor que os pido, que contengais el primer arrebato de su ira para que me escuche.

—¿Pero qué perdeis por mostraros humilde algunos instantes, si esto ha de daros la vida?

—Nó, amigo mio antes prefiero que me ahorque.

—Pues tened entendido que está furioso como un tigre, y que si escitais su enojo será inútil mi influencia.

—No importa.

—Dejadme obrar.

—Trabajareis en valde.

Iba á replicar Morato cuando llegaron los criados de Azan diciéndoles que entrasen, lo que hicieron, con mas temor el renegado que el mismo Cervantes en cuyo rostro se traslucia la animosa tranquilidad de su corazon.

CAPITULO XXXVIII. Ingenio contra fuerza.

No bien Cervantes y Morato entraron en el aposento donde se encontraba Azan, cuando este, levantándose del divan en que estaba recostado y dando en el fuego de sus ojos y en lo encendido de su semblante muestras claras del enojo que sentía, exclamó:

—¡Perro, miserable, ya concluyeron tus hazañas!

—Cálmate, amigo Azan,—le dijo Morato Raez con dulzura.—Quiero pedirte una gracia y espero que no me la niegues.

—Perdona—repuso el rey, dirijiéndose al renegado—si no te recibo como siempre; pero el coraje me ciega.

—Escúchame, Azan.

—Di cuanto quieras, pídeme cuanto te plazca porque me has prestado un gran servicio trayendo me á este miserable.

El poeta se sonrió irónicamente y dijo:

—Veo que no has acabado de conocerme, Azan.

—¡Silencio, perro!—exclamó el rey.—Silencio y tiembla porque tu vida es corta.

—Si ves aquí á tu cautivo—repuso Mor ato—es porque viene por su voluntad, no porque lo traigo yo, que seria muy difícil no queriendo él. Lo encontré, me rogó que lo acompañase, y por eso me ves aquí.

—¿Ha tenido miedo de seguirte ocultando el que te dió asilo?

—Tambien te equivocas—contestó el poeta.

—Poco me importa saber el motivo que te ha hecho volver; lo cierto es que estás aquí y que por esta vez no escaparás como en otras ocasiones.

—Me has prometido concederme lo que te pida—dijo Moral o—y si he venido con Cervantes no ha sido mas que para rogarte que lo perdones.

—No es eso exacto—replicó el poeta;—yo no quiero pedir perdon ni que lo imploren por mi; la amistad de Morato Raez la necesitaba solamente para que aplacase el primer arrebato de tu cólera y me dejases hablar.

—Lo has conseguido—repuso Azan—porque precisamente lo que quiero es que hables.

—A costa de un perdon humillante no quiero la vida—añadió el poeta.

—Por esta vez—dijo el rey—no revocaré mi sentencia, y ten por seguro que te ahorcaré sino declaras quienes son tus cómplices.

Cervantes meditó algunos momentos, y acordándose de cuatro caballeros españoles que habian sido rescatados y que habian salido de Arjel el mismo dia que no huyó del baño, dijo:

—¿No quieres mas que eso?

—Si declaras te impondré otro castigo que no sea la horca.

—Gracias por tu generosidad—contestó irónicamente el poeta.

—Pero no me respondas con una burla como en otra ocasion.

—Mis cómplices eran cuatro cautivos tuyos.

—¡Sus nombres!

—Don Juan Hernando....

—Se rescató.

—El capitan don Gil de Bustos....

—Ese tambien....

—Don Mateo Nuñez y el señor Antolin Vázquez.

—Todos se han rescatado.

—Su dinero debia servir para la compra de la fragata.

—¿Quién era el renegado que debia comprarla?

—Lo ignoro porque, se entendia, como era consiguiente, con los que daban el dinero.

—¡Mientes!

—¿Das mas crédito al fraile que á mí?

—¿Quién te ha dicho?....

—Ya sé que te han estafado un escudo de oro y una jarra de manteca.

—No apures mi paciencia, cautivo—replicó Azan.—Dime cómo sabes quien fué el traidor.

—No es justo que le exijas mas—dijo Morato al rey.—Ya le ha declarado los nombres de sus cómplices.

—Ha mentido.

—Pruébalo—repuso el poeta.

—Sabes que esos cautivos se rescataron y no están en Arjel.

—Harto lo siento porque no supieron cumplir su promesa, empleando en la fragata el dinero de su rescate.

—Pero no eran cuatro, sino cuarenta los cautivos mios que debían Fugarse.

—Mi delator te engañó añadiendo un cero.

—De otros crímenes te se acusa.

—De que intento provocar una rebelion, pero no he delinquido mas que con el deseo.

—¿Confiesas?....

—Debías sospecharlo porque es natural que los cristianos deseen ser dueños de Arjel; y si esto es un delito, un crimen como tú le llamas, debes ahorcar á todos los cautivos, á todos los que encierra la ciudad, ó mejor dicho, á todos los cristianos que hay sobre la tierra, porque no hay uno que deje de tener igual deseo.

—Es que tú has conspirado.

—¿No tienes mas pruebas que la delacion del fingido reverendo y doctor? Pues ten entendido que se ha burlado de tí.

—¿Y tú tampoco tienes pruebas para justificarte?

—¿De qué?

—De la conspiracion.

—Es cierto que conspiraba para alcanzar mi libertad.

—Pero has prometido perdonarle la vida si declaraba quienes eran sus cómplices—dijo Morato Raez.

—Cumpliré mi promesa aunque no quedo satisfecho; pero le queda otro delito que castigaré con doscientos palos.

—No me los darán.

—.¿Piensas que seré tan débil?....

—Pienso que, aunque bárbaro y cruel, sabes cumplir tus promesas como acabas de decir.

—No lo hice mas que de perdonarte la vida.

—¿Y por qué quieres imponerme el castigo de los palos?

—Por tu fuga.

—¡Por mi fuga!—repitió el poeta como admirado.—Yo no me he fugado.

—¿Te burlas?

—Tienes mala memoria, Azan.

—No me provoques, cautivo.

—Cálmate y recordarás que salí del baño con tu permiso.

—Es cierto.

—Y que al dármelo, añadistes que yo podia salir cuando quisiese y volver tarde ó temprano segun se me antojase.

Azan contempló admirado á Cervantes, y su cólera cedió ante la ingeniosa ocurrencia de querer probar con incontestables razones que no habia semejante fuga, sino el uso de una autorizacion tan terminantemente concedida.

—Cautivo—dijo el rey despues de algunos instantes—no sé lo que en tí vale mas, si tu valor ó tu ingenio.

—Sin duda mi valor, puesto que acabo de convencerme de que soy muy torpe porque no supe comprender las palabras con que me otorgastes el permiso de salir.

—¿Crees que te has librado del castigo?

—Creo que me tendistes un lazo y que has caido en él. Sin embargo, puedes abusar de la fuerza y castigarme, pero me queda el derecho de decir que eres de los hombres que olvidan sus palabras.

—Podrás llamarme cruel, pero no mal guardador de mis promesas—replicó Azan.—Válgate por hoy tu ingenio.

Y luego añadió, dirigiéndose á Morato:

—Amigo, complacido estás.

—Gracias, contestó Maltrapillo.

Azan cedió, como siempre, á la influencia de Cervantes cuya superioridad reconocia mal de su grado.

—Cautivo—dijo despues de algunos momentos—acabastes de ejecutar tus atrevidas trazas. Voy á mandar que te encierren en uno de los calabozos de la cárcel donde estarás seguro y yo tranquilo, pues de otra manera no tengo medio de guardar mis esclavos.

Un cuarto de hora despues fué encerrado Cervantes en la cárcel de moros que estaba en el mismo palacio de Azan, y allí, en un calabozo donde apenas se deslizaba un debilísimo rayo de luz, sujeto á una cadena de hierro que apenas tendria seis pies de largo, quedó el infeliz sin esperanza alguna de salvacion, y tranquilo y resignado aguardó la muerte que no podria hacerse esperar, pues era imposible vivir mucho tiempo de aquella manera.

No se contentó con esto Azan, sino que llevado de la sospecha de que el renegado Giron, ó sea Abdaharramen, era el que debia favorecer la fuga de los cautivos, lo desterró al reino de Fez, con sentimiento de no poder castigarlo mas severamente por carecer de pruebas con que acusarlo; y aunque no las necesitaba su autoridad sin límites, pero como era tan creciente entonces el descontento del pueblo, respetaba algo mas que antes la justicia para no dar ocasion á nuevas quejas de su tiranía.

El mercader Onofre Exarque salió bien librado, pues ni aun siquiera de él se acordó el rey.

Tal fué el triste resultado de aquella nueva tentativa que debia ser la última en que Cervantes dió pruebas de su arrojo, de su ingenio, de su constancia y de la nobleza de su alma y grandeza de su corazon.

CAPITULO XXXIX. En Madrid y en Arjel.

MIENTRAS esto sucedia en Arjel, en la madre de Miguel de Cervantes, seguia con incansable ardor haciendo toda clase de esfuerzos, todo género de sacrificios para conseguir el rescate de su hijo querido. Hay que advertir que doña Leonor, un dia despues de pasado el año de la muerte de su esposo, volvió á casarse con un hidalgo pobre, pero honrado, por nombre Sotomayor, del cual tuvo una hija á quien llamaron Magdalena. Mucha estrañeza causó este matrimonio á las personas que sabían con cuán profundo amor y respeto guardaba doña Leonor la memoria de su primer marido, y mas estrañaron que Andrea mostrase ser de su aprobacion que otro ocupase el lugar de su virtuoso padre; empero la madre como la hija callaron al mundo las razones que tenian para obrar así, y el dia del casamiento, despues que este se hubo verificado, cambiaron una mirada, se estrecharon con un abrazo dolorosísimo y de sus ojos salió una lágrima cuyo valor solo ellas comprendian. Pero la viudez debia ser el estado de la noble señora, porque antes del año murió Sotomayor, y algunos meses despues se casó Andrea con su primer marido Sanctes Ambrosi, natural de Florencia.

Como hemos dicho, la materal constancia de doña Leonor consiguió al fin ver terminado el voluminoso espediente en que debia fundar su pretension para que el monarca ayudase por lo menos con alguna cantidad al rescate de Miguel. ¡Vana esperanza que debia darle el mas amargo de los desengaños!

Se solicitó del rey la gracia de que mandase dar del tesoro lo que á bien tuviese para tan humanitario fin, y entonces se procedió á formar un segundo espediente para crear un arbitrio especial, pues segun el sistema económico y administrativo de aquellos tiempos no podia hacerse otra cosa. Los trámites eran muchos y no fué poco el tiempo que en esto se perdió.

Llegó al fin el dia en que el monarca decretase en vista de un centenar de informes, y el fundador de San Lorenzo del Escorial el que gastó montañas de oro en encender guerras civiles en otros reinos para ayudar los cálculos de su ambicion y de su política tenebrosa, el señor de dos mundos concedió por toda merced un permiso para espoliar de Valencia á Arjel por valor de dos mil ducados de mercaderías no prohibidas para que con las ganancias de la venta de estas se ayudase á rescatar á Miguel de Cervantes, al soldado valiente y cubierto de heridas, al cautivo que antes que pensar en su propia suerte pensaba en su patria y agravaba su situacion para añadir una joya á la corona de aquel mismo rey. Esto no necesita comentarios; basta decirlo sencillamente para comprender tocia la ingratitud que entonces y despues demostraron los que mas debían al desvalido maneo. Los apasionados del monarca _Prudente_, _Justiciero_, _Magnánimo_ y _Caritativo,_ intentan defenderlo de esta _gratuita acusacion_ de ingrato, diciendo que Cervantes entonces no habia dado prueba alguna de su grande ingenio, y que por consiguiente solo podia considerársele como á uno de tantos que en aquella época demostraron su heróico valor en las guerras que se sostenian y que gemían, tambien como Cervantes, en las mazmorras de Arjel; por cuya razon todos tenian igual derecho á ser atendidos, y si á rescatarlos á todos hubiese acudido Felipe II, no le hubieran bastado el tesoro de la nacion y el suyo particular. La réplica es sutil, pero nada mas que sutil, porque debe tenerse en cuenta qué del espediente formado á peticion de Rodrigo de Cervantes, resultaban justificados servicios particulares que ninguno tenia en su favor, así como los muchos sacrificios que con riesgo de la vida habia hecho el poeta en bien de sus hermanos. Empero esto sin duda no tenia ningun valor para el que se envanecia con ser el primer defensor de la religion católica, haciendo alarde de una caridad que en vano hemos intentado ver justificada. Y á pesar de todo perdonaríamos esta ingratitud á Felipe II si no hubiese ido seguida de otras inescusables. Despues del rescate del poeta se hizo en Arjel otra informacion de la cual resultaba, primero, que olvidándose de sí propio atendió constantemente á los demas cautivos; segundo, que habia dado las mas inequívocas pruebas de una fé religiosa que desgraciadamente era y es poco común, y tercero, que á no mediar la vil traicion. Arjel hubiera sido de España Y hubiéramos llevado allí la civilizacion que por convenir á sus miras políticas ha llevado la Francia tres siglos despues haciendo un gran servicio á la humanidad, ¿Y qué hizo Felipe II por el que volvió á España con aquel brillante y honroso documento? ¿Qué hizo por el que dejaba una envidiable reputacion entre cristianos y moros, por el que logró ocupar la atencion del gravísimo P. Haedo, hasta el punto de que en su _Historia de Arjel_ hiciese particular mencion con muchos detalles de nuestro inmortal poeta? Miguel de Cervantes mereció una página en la historia de un pueblo, porque cargado de cadenas y encerrado en un calabozo pudo influir en los destinos de aquel mismo pueblo y aun quizás en la marcha de la civilizacion de aquella parte del inundo, y no mereció mas que el desprecio y la ingratitud del prudente Felipe de Austria. Ya se vé como el manco de Lepanto no necesitaba demostrar las dotes de su claro ingenio para ser digno de que no se le confundiese con esa multitud de hombres que nacen, viven y mueren sin hacer mas que nacer, vivir y morir. Si se hubiese tratado de atacar la independencia de un pueblo para aumentar conquistas y poder, Felipe II hubiera derramado el oro con tanta abundancia como sus ejércitos derramaron la sangre en Flandes y, tal vez como algunos sospechan, su política en la San Barthelemy. Pero se trataba solamente de conquistar un gran corazon, de pagar á un soldado leal y valiente la sangre que habia vertido, y esto era poco para el gigante de nuestra gigantesca historia.

Repetimos lo que ya hemos dicho en otras ocasiones: admiramos á Felipe II porque su cabeza atesoraba un talento político que pocos ó ningun hombre han alcanzado, pero no encontramos bueno el uso que hizo de tan riquísima dote, no puede perdonársele su ingratitud.

Quizás nos separamos demasiado de nuestro asunto, pero ya volvemos á él.

De nada sirvió la merced concedida por el monarca. Al principio creyó doña Leonor que el privilegio de sacar las mercaderías sacaria del cautiverio á su hijo. ¡Vana ilusion! La dolorida madre, pensando ofrecer un tesoro, ofreció la real merced á todos los comerciantes, y despues de muchos pasos dados inútilmente, solo uno encontró que le ofreciese por él la mezquina suma de sesenta ducados.... ¡Madre infeliz!

Empero no desmayó por esto y buscó otros tratantes en esta clase de negocios.... Ninguno volvió á encontrar que le ofreciese un solo escudo, y entonces, para aprovechar algo, decidióse á venderlo al primer comprador que habia encontrado y se presentó á sacar la cédula de merced; pero ¡oh país de las anomalías! los derechos curiales importaban mas de los sesenta ducados que por ella le habian ofrecido.

Doña Leonor tuvo que renunciar á este socorro, y siguiendo sus diligencias pudo conseguir que de los fondos de la limosna general de la órden Redentora se aplicasen cincuenta doblas al rescate de su hijo Miguel.

Esto no alcanzaba ni con mucho mas para satisfacer las exigencias de Azan, y tuvo la pobre madre que dejar que la usura se apoderase del resto de su hacienda y que permitir que su hija recurriese otra vez á su dote para poder reunir trescientos ducados.

Mientras que el monarca y los poderosos magnates cerraban sus oídos á la voz de la desgracia, un hombre oscuro y pobre que ni siquiera conocia á Cervantes, pero que habia tenido noticia de este asunto, dió cincuenta doblas que probablemente constituirían el total de sus ahorros de muchos años, hechos á costa de trabajo y privaciones. Quizás sin el rasgo generoso de aquel hombre no hubiera podido conseguirse el rescate del poeta, y á tan caritativa accion sea deudora España de poder envanecerse con el nombre de Miguel de Cervantes, al cual debemos unir el de su desinteresado bienhechor, que lo fué un tal Francisco Caramanchel, doméstico de un consejero.

El producto de tantos afanes y amarguras fué entregado al fin al padre fray Juan Gil, religioso de la órden de la Santísima Trinidad, y su procurador general varon sabio y di; ejemplares virtudes, que en compañia del padre fray Antonio de la Bella, ministro del convento de Baeza llevó á Arjel el estandarte de la Redencion con algunos fondos particulares de la órden, Esta gloriosa espedicion salió de Madrid en el mes de mayo de 1580, quedando doña Leonor y su hija mas tranquilas y consoladas, aunque mas que nunca pobres y sin recursos porque todos los habian agotado.

Mientras esto sucedia en Madrid, en Arjel tambien se derramaban muchas lágrimas por Cervantes.

Nos referimos á Zoraida que desde la última prision del poeta, perdida ya toda su esperanza, deseaba la muerte para acabar de padecer. Empero en aquellos momentos en que la desgracia la perseguia como nunca, cuando parecia que el dolor que consumia su existencia no debia dar trégua á ningun otro sentimiento que el de su amor, acudieron á su mente mas vivos que nunca, mas consoladores y mas halagüeños, los recuerdos de las exhortaciones religiosas del poeta y fueron dominando poco á poco su razon hasta encender en el alma una leve chispa de fé que debia convertirse en hoguera.

Trascurrieron así muchos dias, y la esposa de Dalí Mamí, siempre pensando en Cervantes, no pudo olvidarse tampoco de las exhortaciones de este, y cada dia se sintió mas inclinada á las creencias de la religion católica llegando al fin el caso de desear vivamente recibir el bautismo.

Entonces, con todo el ardor de su espontáneo deseo, so ocupó en buscar los medios mas seguros de llevar á cabo su determinacion, y bien porque alguna nueva esperanza aliviase sus dolores, bien porque ocupada con tales proyectos su imaginacion no la dejasen pensar tanto en sus tristes desgracias, es el caso que sintió algun consuelo y recobró algunas fuerzas.

Al fin, despues de mucho cavilar, ocurriósele un pensamiento atrevido, y decidida á ponerlo en práctica, llamó á Camareta, su esclava favorita, para participárselo y saber si podria contar con su ayuda. Además, la esclava era astuta en estremo, y su opinion debia tenerse muy en cuenta.

Zamareta acudió al llamamiento de su señora, y arrodillándose y luego descansando el cuerpo sobre la parle inferior de las piernas, se dispuso á escucharla con religiosa atencion é interés porque la queria estremadamente.

—Mi buena Zamareta—le dijo Zoraida—ya sabes cuanto sufro sin otra esperanza de alivio que el negro de la muerte.

—Pero hace algunos dias sultana—le contestó la negra hija de la India—que estás menos triste. Yo adivina la causa de esto, y con tal que tu vida se salve y recobres tu sosiego, todo lo encuentro bien.

—¿Has adivinado la causa de mi alivio?

—Sí, sultana.

—¿Y cuál piensas que es?

—El haber trocado tus creencias religiosas por las del cautiva que tiene tu corazon.

—¿Y por qué lo sospechas?

—Porque casi no me has hablado de otra cosa y le faltaban palabras para elogiar una religion que es igualmente buena para todos, lo mismo para el rico que para el pobre, para el hombre que para la mujer, á la cual los cristianos tienen y miran como ó una criatura y no como á un ser despreciable segun sucede entre los creyentes de Mahoma.

—Es verdad, le he dicho que entre los cristianos las mujeres somos sus hermanas, y para los mahometanos no somos otra cosa que un ser intermedio entre la criatura y la bestia, un mueble animado que cuando vano puede servir para lo que se le destina, se le abandona y aun se le considera estorboso. El hombre que hoy vemos á nuestras plantas, esclavo de nuestra hermosura, mañana nos mira con desden porque se marchitó nuestra belleza, y como el que arroja al suelo una flor que ha perdido su perfume, nos rechaza sin que le quede de nosotros ni el recuerdo mas débil de cariño: todo lo mas que solemos inspirarle es compasion.

—Lo que prueba, sultana, que encuentras mejores las máximas del cristianismo, y por consiguiente....

—Pues bien, Zamareta, ¿para qué he de negártelo? quiero ser cristiana quiero esa religion que se engrandece con la humildad, que castiga con el perdon, que guarda en la otra vida goces para el pobre y consuelo para el que llora; esa religion donde todos son hermanos, lo mismo el rey que el vasallo el noble que el plebeyo, y que tiene por base el precepto de « ama á los demás como á tí mismo no hagas con los otros lo que no quieras que hagan contigo.» Los cristianos son todos iguales en esta vida, iguales en la otra, no tienen mas que un cielo, una ley, una misericordia que alcanza á todas las criaturas y á todos los pecados.... ¡Ah!.... Esa religion es la del Dios verdadero y el que la predicó su verdadero Hijo, el Hijo de Dios el que socorria á los pobres, consolaba á los afligidos y ayudaba á los desvalidos y á los débiles.

Bien habia aprovechado Zoraida las exhortaciones del poeta, si ha de juzgarse de sus palabras, que mas parecian hijas de una larga instruccion en los principios católicos.

—Sí, sultana—replicó Zamareta con algun entusiasmo;—eso es muy consolador y muy justo, y no estraño que calme tus dolores. ¿Pero cómo has de ser cristiana siendo esposa de Dalí Mamí?

—He concebido un proyecto—repuso Zoraida—y para consultarte y ver si puedo contar con la ayuda lo he llamado.

—¿Si puedes contar con mi ayuda? ¿Acaso te la he negado hasta ahora? ¿No soy tu esclava?

—Mi esclava, nó, Zamareta: ya no tengo esclavas, sino hermanas como me manda el Dios verdadero: desde este instante eres libre, y solo podrá estorbar tus acciones mi esposo, usando de su criminal derecho.

Los ojos de la negra se humedecieron por el llanto, y besó repetidas veces los pies de su señora.

—¡Jamás te abandonaré!—exclamó la pobre esclava. ¡Jamás!.... ¡Mi vida es tuya!.... Yo tambien quiero ser cristiana, tú me enseñarás los preceptos de esa religion porque yo no sé de ella mas sino que el esclavo tiene tambien un Dios que le promete un cielo como al rey mas poderoso.

—¡Si, seremos cristianas!

—Díme tu proyecto, sultana, y cuenta conmigo para todo.

—He pensado huir de Arjel—repuso Zoraida.

—¡Huir de Arjel!—repitió con asombro la negra.—¡Huir de Arjel!....

—Sí, quiero ir á España, á esa tierra bendita por Dios donde nacen hombres de tan noble corazon como el cautivo.

—¡Imposible, sultana, imposible!

—No es imposible si tenemos arrojo y constancia.

—Prosigue.

—Me llevaré cuantas joyas pueda, no para que pasemos allí una vida regalada, sino para venderlas y rescatar al cautivo sin que él sepa quien le hizo semejante bien, porque no lo admitiría.

—¿Y cómo puede hacerse eso?

—Muy fácilmente.

—No lo alcanzo.

—Ya sabes que hace dos dias han llegado á la ciudad unos sacerdotes cristianos que vienen á establecerse para rescatar cautivos con lo que de España les manden las gentes caritativas.

—Ahora te comprendo: tú entregarás allá lo necesario sin decir quien eres....

—Ya ves cuan fácil es.

—¿Pero y la fuga?

—Es lo mas difícil y lo mas espuesto, pero tambien se conseguirá.

—¿Te se ocurre algun medio?

—Sí.

—¡Qué felices seremos!—exclamó la negra cuyos grandes ojos brillaron alegremente.

—Mi esposo apenas me vigila, y cuando hace algun viaje, que ya sabes son frecuentes, quedo en completa libertad.

—Pero quedan muchos ojos que te miran.

—No importa, podremos escapamos de noche por las tapias del jardin, dejando prevenido antes que al otro dia no me despierten hasta una hora bastante avanzada: así, cuando se aperciban de nuestra ausencia, estaremos á distancia que no puedan alcanzarnos.

—Otras muchas cosas deben mirarse, sultana.

—Lo sé pero cuando llegue el caso obraremos segun se presenten las circunstancias.

—¿Y quién nos llevará á España?

—Creo, Zamareta que será lo mejor el ir á caballo hasta Oran, Y una vez allí, diciendo que vamos con el fin de abrazar la religion católica, encontraremos proteccion sobrada. Necesitamos para esto contar con una persona de mucha confianza que nos guie hasta Oran; pero la buscaremos y no dejará de encontrarse si pagamos generosamente.

—¿No temes la traicion?

—Sí, pero hemos de arriesgar algo.

—¡Si pudiese ayudarnos el cautivo!....

—Ciertamente entonces era seguro el buen resultado de nuestra empresa; pero él necesita ahora nuestra ayuda.

—Pues bien, empecemos á trabajar.

—¿Estás decidida?

—Tanto que el dia de hoy lo pasaré meditando sobre ello, y mañana me ocuparé en buscar la persona que necesitamos.

—No ha de saber que se trata de mí.

—Nada me adviertas, sultana: antes de obrar te consultaré, pero déjame combinar los medios.

—En tí confío.

—Y yo en ese Dios que tanto ama á los pobres y á los desgraciados—repuso la negra.

Un cuarto de hora despues, Zoraida quedaba tranquila y profundamente dormida sobre el divan en que estaba sentada. Las esperanzas mas risueñas habian dado á sus dolores alivio, y por primera vez, despues de mucho tiempo de continuo llanto, habia podido sonreir al cerrar al sueño sus ojos.

Zamareta, entretanto, se paseaba sola por el jardin con pasos lentos y desiguales, hasta que para meditar con mas sosiego se sentó á la orilla, de un travieso arroyuelo en cuyas aguas cristalinas bañaba sus hojas de terciopelo un enamorado lirio de lánguido tallo.

CAPITULO XL. Mal principio.

HABIAN llegado á Arjel los padres redentores, y lo primero en que pensó ocuparse el reverendo fray Juan Gil fué en el rescate del poeta.

Eran las diez de la mañana, y el procurador de tos Trinitarios, despues de haber celebrado misa en una de las iglesias católicas, se dirigió al palacio de Azan, mientras rogaba á Dios que le prestase ayuda para comenzar á ejercer su humanitaria mision.

El tirano reyezuelo recibió al sacerdote con toda la altivez y el orgullo de su omnímoda autoridad, lo que no desconcertó en nada á aquel verdadero imitador de Jesucristo que sabia engrandecerse con la humildad y la mansedumbre.

—Que el Señor ilumine tu razon—dijo el reverendo padre al entrar en el aposento donde el rey se hallaba recostado descuidadamente en blandos almohadones de terciopelo.

—¿Quién eres?—le preguntó Azan.

—Uno de los que, como sabes, hemos venido con el fin de procurar la libertad á los cautivos que lloran en vuestros calabozos.

—¿Traereis muchos escudos?

—Mucha caridad—contestó el sacerdote.

—Poco es eso, pues no habrá quien Le dé un cautivo, por viejo y débil que sea, por un sermon. Pero en fin, sea como quiera, si os mandan algunas limosnas, podreis hacer algo de provecho.

—Y para comenzar he venido á hablarle.

—Bien, eso me agrada. ¿Quieres llevarte algun cautivo? Me alegro porque se comen mas de lo que valen y te lo daré por muy poco dinero. Tengo dos mil, y esceptuando unos cincuenta, los demas podrás rescatarlos por lo que quieras darme.

—Vengo por uno que estoy cierto de que mas bien que de otra cosa te servirá de estorbo.

—Si es como dices—repuso Azan—dame una docena de escudos y llévatelo.

—Con tal que no te arrepientas....

—¿Cómo se llama?

—Miguel de Cervantes.

—¡Miguel de Cervantes., el manco español!—repuso Azan, incorporándose y con acento de sorpresa.

—Sí.

—¿Y dices que nada vale ese cautivo?

—¿Para qué puede servirte un hombre estropeado y de genio díscolo?

—Veo que te han informado mal: ese cautivo solo vale mas que todos los que tengo. Bien se conoce, buen fraile, que acabas de llegar á Arjel y que con nadie has hablado del manco español, conocido en toda la ciudad por muros y cristianos. Muchos me lo envidian y ya me hubieran dado mas de lo que me costó si yo hubiera querido venderlo.

—¿De qué te sirve que así tanto lo aprecias?

—De liada—contestó Azan:—encerrado lo tengo en el mas oscuro calabozo de la cárcel, y allí no hace mas que dormir y comer. He tenido que tomar esta determinacion para tener seguros á mis cautivos y aun la ciudad, pues ya ha intentado provocar una rebelion del pueblo.

—Entonces no comprendo en qué se funda la estima con que lo guardas, pues sino te sirve mas que para hacerte daño, debieras desear que se lo llevasen por cualquier precio.

—Sin embargo, he dad o por él quinientos escudos de oro de España en oro, y no me arrepiento, porque estoy seguro de que para su patria valdrá mucho más y lograré un buen rescate.

—Te equivocas, Azan—replicó el reverendo;—ese hombre vale menos en su patria que aquí y con trabajo ha podido su madre reunir de limosna la cantidad que traigo.

—Bien haces en hablarme así para obtener el rescate á bajo precio pero no te croo ni le creeré aunque me lo jures, y por consiguiente puedes evitarte la molestia de querer convencerme.

—No lo intentaré.

—Vamos á la cuestion.

—Sí, porque anhelo ver libre á Cervantes.

—¿Estás decidido á rescatarlo?

—Di lo que quieres por él.

—Voy á decírtelo, y si te acomoda, bien y sino, puedes escusar ofrecerme otro precio porque no rebajaré ni un zoltaní.

—Sepamos.

—Mil escudos de oro de España en monedas de oro.

—¡Mil escudos! exclamó el buen sacerdote.

—¿Te parece mucho?

—No hay duque que haya dado tanto por su rescate.

—El manco vale mas.

—¿Pues no te ha costado quinientos escudos?

—¿Y piensas, cristiano, que los di para no ganar?

—Eso es una usura criminal.

—¿Has venido á predicarme ó á rescatar un cautivo? Te he dicho que quiero mil escudos, y si no me los cuentas en oro, no saldrá el manco de la cárcel sino cuando yo tenga que salir de Arjel porque haya cumplido el plazo de mí bajalato.

—No eres justo, Azan.

—Ten entendido que no pretendo la fama de bienhechor.

—Te creo.

—Y escusa gastar tiempo en valde porque no rebajaré una dobla.

Fray Juan Gil bajó tristemente, la cabeza porque el acento del renegado le hizo comprender que estaba resuelto á no dejar á Cervantes por menos precio que el exhorbitante que le habia puesto ya. No llegaba á trescientos escudos la cantidad de que podia disponer para el rescate, y era imposible que Azan hiciese tal rebaja que se consiguiese la libertad del cautivo.

—¿Te decides?—repuso el rey despues de algunos instantes, y creyendo que el sacerdote vacilaba.

—¿En nombre de qué te rugaria para que se ablandase tu corazon?—dijo fray Juan con acento conmovido.—Una madre pobre, sin mas amparo que ese hijo, ha tenido que implorar la caridad pública y sufrir toda clase de humillaciones....

—Suspende tu sermón—interrumpió Azan con acritud.—No me bagas perder tiempo: si ánimo tienes y dinero con que rescatar al manco ya sabes el precio en que lo dejaré; si alguna de esas cosas te falta, puedes retirarte.

—¡No tengo mas que doscientos sesenta escudos!—dijo el sacerdote con triste acento.

—¿Y te atreves á ofrecerme esa cantidad?—replicó el rey con marcado enojo.—Aléjate, cristiano, y no tientes mi paciencia: sin duda me tienes por muy necio para creer que no solo no he de ganar, sino que he de perder en el negocio.

—Azan....

—Hemos concluido, vete.

—¡Dios le perdono!—murmuró fray Juan.

—Por ahora no necesito ese perdon.

—¿Y me permitirás ver á Cervantes?

—Tampoco.

—¿Por qué llevas hasta ese estremo tu crueldad?

—Porque no quiero que conspire, como, seguramente hará si tiene ocasion de hablar contigo.

—Que nos vigilen mientras estoy con él, que escuchen nuestra conversacion; pero déjame que al menos lo consuele hablándole de su madre y de su hermana.

Azan reflexionó algunos momentos, y luego repuso:

—Bien, de ese modo te permitiré que lo veas; pero ten entendido que si le dices ó escuchas una sola palabra en voz baja, quedarás con él en la cárcel.

—Tu orgullo te estravia—replicó el sacerdote con firmeza.

—Pero cumpliré lo que digo.

—He venido á Arjel bajo el amparo del rey de España y si te atreves á atentar contra mi persona....

—Tú perderás—interrumpió el renegado—porque por muy pronto que acudiese la rey para vengarle, ya no me encontraria en Arjel: el tiempo de mi empleo concluye muy pronto.

—Pero quedará la ciudad.

—Pueden quemarla despues que yo no esté en ella.... Pero dejemos esto que á nada conduce.

—SI, hablemos del infeliz cautivo.

—Lo verás con la condicion de que escuchen vuestra conversacion.

—La acepto.

—¿Quieres ir ahora á su calabozo ó dejarlo para otro dia?

—Ahora mismo si es posible.

—Bien, espera y daré las órdenes convenientes. No puedes tener queja de mí.

Azan llamó á un oficial de su guardia y le hizo las observaciones oportunas á fin de evitar que la entrevista del redentor y el cautivo fuese causa de algun nuevo trastorno: tal era el miedo que el renegado habia llegado á cobrar al infeliz Cervantes, á pesar de tenerlo encerrado atado á una cadena Y sin mas comunicacion que la del duro carcelero que le llevaba la comida.

El soldado salió del aposento, y pasado mas de un cuarto de hora volvió, diciendo al rey.

—Están cumplidas tus órdenes.

—Conduce á la cárcel á este cristiano—dijo Azan—y advierte nuevamente al carcelero que me responde con su cabe" za del cumplimiento de mis mandatos.

—Serás obedecido.

—Y que no permita que esté, en el calabozo mas de media hora.

El soldado hizo una seña á fray Juan Gil y este lo siguió, dirigiéndose ambos á través de muchas habitaciones á la cárcel de moros.

CAPITULO XLI. De la entrevista de fray Juan Gil con Cervantes.

LA maciza y ferrada puerta del calabozo donde estaba nuestro poeta, rechinó al girar sobre sus enmohecidos goznes, dejando salir un aire pesado, húmedo y pestilente que obligó al religioso á retroceder un paso.

—¿Tienes miedo?—le dijo con acento burlon el carcelero.—Entra sin cuidado porque está solo y es el hombre de mas calma que he visto en toda mi vida. No se mueve de un sitio.... verdad es que está amarrado á una cadena, pero tampoco muestra deseos de que lo suelten.

El sacerdote miró severamente al moro y luego entró sin poder distinguir al cautivo hasta que pasados algunos instantes se dilataron sus pupilas.

No sucedió lo mismo al poeta, que acostumbrado ya á la escasísima luz de aquel triste aposento, pudo conocer que era un religioso el que entraba, y lo miró con sorpresa, no acertando á pronunciar una palabra porque sintió oprimido su pecho por la mas tierna emocion. ¡Hacia tanto tiempo que solo veia á su brutal carcelero y que no habia dirigido la palabra á un cristiano!....

El infeliz estaba sentado en un monton de paja medio podrida donde anidaban los mas incómodos y asquerosos insectos, y aunque tenia libres los brazos y las piernas, pero una argolla de hierro rodeaba su cintura, y esta argolla estaba enlazada á una cadena del mismo metal, de gruesos eslabones, y sujeta por el opuesto estremo al muro, no permitiéndole hacer otros movimientos que los indispensables para acostarse, levantarse y ponerse de pie y alejarse un solo paso del monton de paja.

Solo dos ó tres veces habian limpiado el calabozo desde que estaba en él nuestro cautivo, y con decir esto podrá formarse una idea del estado en que se encontraria su atmósfera que por fuerza debia ya estar corrompida. Imposible parecia que hubiese podido nadie vivir de aquella manera: solo una constitucion fuerte y vigorosa como la de Cervantes, ayudada por un espíritu enérgico como el suyo, hubiera podido resistir á la humedad y la falta de ventilacion, ó mejor dicho, á una atmósfera cargada de miasmas venenosos, y á la forzada quietud que necesariamente debia producir una enervacion precursora del aniquilamiento físico. Empero Dios velaba por él: le tenia reservados dias de mas amargura, es verdad, pero tambien una gloria que en vez de oscurecerse á través de los siglos se esclarece mas con el transcurso del tiempo.

Cuando el sacerdote, despues de distinguir al poeta iba á hablarle mientras se acercaba á él, oyó el chirrido que al moverse produjeron los toscos eslabones de la cadena, y estas palabras que resonaron en el calabozo, pronunciadas con voz en estremo conmovida y tierno y y doloroso acento:—¡Venid, padre mío, quien quiera que seais!

Y el infeliz cautivo se levantó y abrió los brazos donde se precipitó el reverendo sin articular una sílaba, pero con los ojos preñados de lágrimas.

Largo rato permanecieron aquellos dos hombres abrazados con el mismo cariño que si desde mucho tiempo se conociesen y los ligaran los lazos de la amistad: y sin embargo, nunca se habian visto y el uno de ellos ni siquiera sabia quien era el otro, pues solo por el vestido pudo conocer que era un cristiano y un ministro del Señor.

¡Con cuanta violencia palpitaron aquellos corazones! El del trinitario estaba oprimido de dolor; el del poeta latia con el mas dulce gozo. Aquellos primeros instantes fueron de suprema felicidad para el que no abrigaba ya otra esperanza consoladora que la de alcanzar en el cielo la recompensa de sus dolores y de la resignacion con que los habia sufrido.

—¡Infeliz!—murmuró al cabo fray Juan con voz ahogada.

—¡Padre mio!—repuso el poeta.—¡Cuán dulcísimo es el consuelo que habeis derramado en mi alma!

—¡Pluguiese al divino Hacedor que conmigo viniese el término de vuestras desgracias!

—Ya llegará—dijo el cautivo;—ya llegará porque el hombre no es eterno, y así como la muerte arrebata con su mano de hielo todas las mundanas felicidades y convierte en humo todas las vanidades, tambien pone fin á todos los dolores, enjuga todas las lágrimas, disipa todos los temores, y el que fué horizonte nublado de un negro porvenir, se torna en risueña aurora que anuncia el dia de la eterna bienaventuranza.

—¡Dios os bendiga, hijo mio, porque vuestros dolores aumentan vuestra resignacion, porque el llanto, en vez de apagarla con sus raudales, aviva mas y mas la llama de vuestra fé!

El sacerdote estendió su sagrada diestra y bendijo á Cervantes. Este inclinó la cabeza y besó luego aquella mano bendita.

—La muerte—repuso el poeta—no es un trance duro y medroso cuando duerme tranquila la conciencia en brazos de la virtud. Yo no ambiciono dicha que como la juventud ha de pasar para no volver. En el inundo hay dos clases de hombres: aquellos cuyos ojos lloran mientras que sonríe su conciencia, y aquellos cuyos labios rien mientras su conciencia llora y acusa. Quiero ser de los primeros para que no me espante la muerte, esa muerte tan temida, tan acusada de dura y de inexorable, esa muerte que parece la mayor desgracia de la humanidad, pero que es la ley mas justa de la naturaleza porque enseña á los hombres á conocer lo que son arrancando lo mismo la púrpura del monarca que el harapo del miserable presentándolos á todos desnudos, sin el oropel de las riquezas ni de los honores, sin las bellezas de sus formas naturales, convertidos en esqueletos tan horribles y tan asquerosos, tan iguales, que no podria distinguirse cual de aquellas calaveras sostuvo una corona ó el casquete de un esclavo; cual de aquellos descarnados armazones se cubrió con un manto de púrpura y de armiño, de seda y oro, ó con un sambenito envilecedor. Yo no veo mas que esqueletos; mis ojos los buscan y los encuentran lo mismo bajo el terciopelo y los bordados conque se viste el noble, que bajo la tosca lana conque el plebeyo se abriga. Y no sirve que la vanidad intente traspasar los umbrales del sepulcro, esculpiendo en mármoles coronas y nombres esclarecidos por la misma oscuridad de su remoto origen; levantad aquella losa y no encontrareis mas que polvo y gusanos lo mismo que los que bullen en la sepultura humilde donde solo una cruz puso la fé cristiana sin mas timbres ni nombres que la dulce palabra _paz._

El sacerdote contemplaba admirado al cautivo. ¿Cómo habia de figurarse encontrar á un hombre de alma tan elevada y virtuosos sentimientos, de entendimiento tan preclaro?

Cervantes á su vez contempló la dulzura evangélica del rostro de fray Juan, y prosiguió diciendo:

—No penseis, padre mío, que yo me envanezco teniéndome por virtuoso: mi conciencia me acusa tambien de haber ambicionado mundana gloria.... ¡Ahí la ambicion de gloria me ha dominado muchas veces y presiento que me dominará; me ha llevado á los combates para buscarla con la muerte; me dará perseverancia en el estudio porque ambiciono la gloria del poeta....

—¡Noble ambicion!—exclamó el reverendo.—Noble ambicion de una gloria que quisisteis comprar sacrificando vuestra vida en defensa de la religion y de la patria, que intentais alcanzar con la vigilia en pró del saber humano.... gloria que si Dios os concede no será solo para vos porque con vos la partirá llena de orgullo vuestra patria. Esa ambicion de gloria no podeis alcanzarla sino haciendo beneficios.

Hubo algunos momentos de silencio como si aquellos hombres hubiesen querido dar trégua á las emociones que sentían, y luego repuso el sacerdote:

—Vuestra fé y vuestra resignacion os hacen merecedor de que yo ponga todo mi afan en volveros á vuestra madre.

—Muy difícil es, padre mio.

—No os he dicho aun el objeto de mi venida á Arjel ni á vuestro encierro.

—Lo adivino: traer el consuelo y el alivio á los desgraciados.

—Con la proteccion del rey hemos venido dos hermanos de nuestra comunidad á establecernos aquí para ir redimiendo cautivos con las limosnas que envíen los líeles españoles, y para servir de agentes á las familias que con sus propios recursos pueden comprar la libertad de sus parientes.

—¡Santa mision!

—Vuestra madre....

—¿Otro sacrificio?—interrumpió el poeta.—¡Dios mio!.... ¡Madre querida y desdichada!

Y el llanto asomó á sus negros ojos y rodó por sus pálidas megillas.

—Según me dijo vuestra madre, ya teneis noticia de una informacion que pidió vuestro buen padre, que Dios tenga en su santa gloria.

—Desconfío de su resultado.

—No ha sido el que se esperaba, pero al fin pudo conseguirse que de los fondos de la órden Redentora se aplicasen á vuestro rescate cincuenta doblas.

—Nada es eso para la codicia de mi amo.

—Además un cristiano caritativo y pobre á quien no conoceis, dió otras cincuenta doblas.

—Decidme su nombre, padre mio; decídmelo que quiero grabarlo en mi corazon.

—Es oscuro.

—¡Oscuro el nombre del que sabe ejercer la caridad cristiana!

—Se llama Francisco Caramanchel y es doméstico de un consejero.

—¡Dios lo premie!

—Unidas estas dos cantidades á lo que de su dote ha dado vuestra hermana y á lo que ha podido proporcionar vuestra madre, traigo trescientos ducados.

—¡Pobre madre, pobre hermana!

—Dignas son de mejor suerte.

—Yo no debo aceptar ese sacrificio.

—Ya está hecho, no puede remediarse.

—Verdad es, pero—

—Además están solas, sin amparo ni ayuda, y vos teneis la Obligacion de ocupar el lugar de vuestro padre, siéndolo para las dos.

—¿Pero habeis hablado ya con Azan?

—Sí.

—Se habrá burlado, y quizás enojado de que le ofrezcais por mi libertad trescientos ducados, porque es codicioso, tiene grandes esperanzas en mi rescate, y sobre todo, porque me compró en mayor cantidad.

—No os equivocais—dijo tristemente el religioso—se ha burlado, se ha enojado....

—¡Miserable!.

—Ni mis ruegos, ni el relato de las desgracias de vuestra familia.... nada le ha conmovido.

—Y todo cuanto hagais será inútil.

—Quiere mil escudos de oro....

—No rebajará una dobla, creedlo: yo lo conozco bien y estoy convencido de que perdereis el tiempo.

—No me desanimeis porque tengo el mayor empeño en alcanzar vuestra libertad.

—Tanto como yo, mas que yo, valen otros muchos cautivos: emplead en el rescate de otro esa cantidad, venid ó decirme que así lo habeis hecho, y tendré un dia feliz.

—¡Noble corazon!

—Azan no ha de tenerme aquí encerrado eternamente, habrá de sacarme aun cuando no sea mas que el dia en que tenga que salir de Arjel, que ya se acerca, y yo encontraré ocasion de fugarme porque no siempre la traicion ha de perseguirme.

—Os rescataré aun cuando tenga que empeñarme.

—¿Pero no conoceis que ni aun así podreis reunir mil escudos de oro?

—Volveré á rogar un dia y otro dia á vuestro amo; buscaré personas influyentes para que me sirvan de mediadores, y al fin conseguiré que rebaje el precio que os pone.

—No lo conoceis.

—Si no lo consigo, quedaré tranquilo porque nada habré dejado de hacer.

Aquí llegaban de su conversacion cuando el carcelero, que habia permanecido inmóvil á la puerta del calabozo, escuchando lo que hablaban, les dijo:

—Otro abrazo y á la calle. Ha pasado mas tiempo del señalado por el rey.

—Esperad....

—Cumpliré la órden de dejaros á los dos encerrados sino me obedeceis.

—Retiraos—dijo Cervantes al sacerdote.—Esta gente es tan brutal que hará lo que dice.

—¡Dios conserve viva vuestra fé y os bendiga!

Un segundo abrazo los unió.

—Os ruego, padre mió—repuso Cervantes—que volvais á verme.

—Cuantas veces me lo permita vuestro cruel amo.

—¡Gracias!.... ¡Dios os conserve y proteja vuestra santa mision!

Separáronse despues de algunos momentos, no sin derramar lágrimas de dolorosa ternura.

Volvió á crujir la puerta y rechinaron los férreos cerrojos.

Cervantes se recostó en la paja pronunciando el nombre de su madre y luego quedó entregado á profundas y tristísimas meditaciones.

CAPITULO XLII. Síguese tratando del rescate de Cervantes y de los proyectos de Zoraida.

No habia esperanza de que el cristiano celo de fray Juan Gil consiguiese alcanzar la libertad del infeliz cautivo que, ó debia muy pronto enfermar y morir en su encierro, ó seguir á su amo á Constantinopla, donde el rescate se, haria mas dificultoso y la fuga imposible. Los amargos sufrimientos que abreviaron la vida del anciano Cervantes, los sacrificios hechos por doña Leonor y Andrea, debían ser estériles; sus resultados no debían probablemente ser otros que la ruina de aquella virtuosa familia despues de haber sufrido todo género de humillaciones, despues de haber apurado en silencio la hiel de toda clase de amarguras.

El reverendo fray Juan Gil trabajaba con mas ardor cuanto mas se obstinaba Azan en no rebajar el precio del rescate, y apelando á todos los medios imaginables no dejó un solo dia de reiterar sus proposiciones: comprometió á muchas personas de influencia, amigos del rey, y estos le rogaron con la mejor voluntad, pues la suerte de Cervantes habia llegado á interesar á todos, cristianos y berberiscos. De manera que el asunto se hizo público y fué objeto muchas veces de las conversaciones particulares, estrañando todos que España no hubiese liado el oro á manos llenas por recobrar á un hijo que tanto valia, puesto que en tanto se le estimaba.

Al fin Azan rebajó cien escudos; pero no era esto bastante, y siguió el regateo.

Nuevas influencias y nuevas recomendaciones intentaron obtener mas ventaja, y como el rey se vió tan asediado, y cerca ya el término de su empleo, rebajó con admiracion de todos otros doscientos escudos, pero jurando no hacer nuevas concesiones ni escuchar otros ofrecimientos ni súplicas.

Empero no mejoró por esto la situacion del negocio: ya dijimos que la cantidad de que podia disponer el redentor no llegaba á cuatrocientos escudos; la diferencia hasta los setecientos era, pues, de otro tanto y no habia recurso para arbitrarla.

Mientras esto sucedia en el odioso ajuste de la persona de nuestro inmortal poeta, Zoraida trabajaba tambien con ardimiento para llevar á cabo su plan de fuga. Zamareta le ayudaba lealmente y demostrando un ingenio y resolucion que nadie le hubiera supuesto.

Averigüemos á qué altura se encontraban de su proyecto.

La esposa de Dalí Mamí se hallaba en su aposento, sentada en un diván y la esclava en el suelo. Sus semblantes estaban animados y aun en ciertos instantes revelaban la alegria.

—Refiéreme cuanto hablastes con é!—decia Zoraida.

—Es hombre en estremo reservado y creo que no nos hará traicion.

—¿Y no has conocido al sospecha?....

—Nada, porque yo tampoco le he dado lugar á ello. Ya sabes que sin mostrar que me llevaba ningun fin, me he captado su voluntad pagándole generosamente sus pobres mercaderías, y para inspirarle confianza he aceptado algun regalo que me ha hecho con el fin de que la codicia me llevase siempre á su casa. Algunas veces me ha hablado de él y yo he fingido que me dejaba engañar por la astucia de que carece, y he satisfecho su curiosidad diciéndole mil mentiras. Cree que eres sola y libre, caprichosa y amiga de devaneos y que gastas locamente las riquezas que te proporciona tu hermosura.

—Me admira tu travesura, Zamareta.

—Luego inventé otro cuento, y como si hiciera de él mucha confianza, despues de dejarme engañar por un puñado de confites, le dije que un renegado rico en quien depositabas toda tu confianza y tu amor, trataba ocultamente de salir de Arjel y de irse á Oran llevándose algunas joyas de valor que tenia en su poder y que por ciertas razones tu estimabas en mucho.

—¿Y qué pensó de esa nueva mentira.

—Que el renegado, al fin era tal, y que merecia que lo azotasen hasta arrancarle el pellejo.

—Bien, Zamareta.

—Dejé pasar algunos dias sin ir, y cuando volvió á verme me preguntó la causa de mi ausencia, á lo cual yo le respondí que se empeoraba tu situacion con respecto á la amante, y que de un dia á otro esperabas que te abandonase.

—No exageres demasiado tus mentiras.

—Nada temas, sultana: es crédulo y fanático, lo cual le ha hecho aborrecer al renegado que solo existe en mi mente y en la suya.

—Prosigue—repuso Zoraida con estremada curiosidad.

—Hoy me ha preguntado al fin qué habias determinado para castigar al que tan vilmente te engaña, y yo le he dicho que tu deseo seria marchar tras él á Oran, valerte de la influencia de tus seducciones para hacerle volver, y luego castigar su perfidia del modo que mas te conviniese; pero esto no era fácil, le añadí, porque necesitadas para ponerlo en ejecucion la ayuda de un hombre fiel y decidido que á cualquier hora estuviese dispuesto á llevarte á Oran.

—¡Bien, Zamareta!—volvió á exclamar Zoraida con entusiasmo.

—Esta nueva mentira—prosiguió la negra—le hizo pensar en que tú pagarías muy largamente al que te prestase semejante ayuda; pero no atreviéndose á ofrecerse, volvió á preguntarme si no conocíamos á ninguno á propósito para el caso.

—Y contestándole tú que no....

—Le añadí que se darían ciento cincuenta zoltanis de oro lino, cantidad que él no ha visto nunca reunida. Como su miserable comercio le obliga á hacer frecuentes viajes á Oran, el negocio le presentaba mas ventajas que á ningun otro, y apenas le rogué que si conocia á alguno que pudiese servirnos que me lo indicase, dejó la reserva y se ofreció abiertamente con tal que le asegurásemos el pago de tan crecida suma.

—¿Y cómo le has inspirado confianza?

—Diciéndolo que se le daña adelantado.

—¿No temes que nos abandone despues de cojer el dinero ó las joyas que valgan los ciento cincuenta zoltanis?

—Es honrado: tengo los mejores informes de su proceder. Y sobre todo debemos arriesgarnos á cuanto pueda suceder.

—Sí, sí, estoy resuelta á todo—repuso Zoraida.—Concluye que deseo saber en qué habeis quedado definitivamente.

—En que hará todos los preparativos y esperará, de modo que á cualquier hora que lleguemos á su casa pueda emprenderse el viaje sin perder un momento.

—¿Le has advertido que tendremos que caminar con mucha prisa?

—Sí, y está conforme.

—Bien, Zamareta: solo nos falta que mi esposo no demore el dia en que ha de emprender el viaje que tiene proyectado.

—Ya debia haber salido de Arjel.

—Pero sabes lo que lo ha detenido.

—Es una desgracia.

—Y temo que aun no pueda marchar en muchos dias.

—Paciencia, sultana.

—La tengo y bien la necesito, porque nuestra fuga es imposible mientras Dalí Mamí esté en Arjel.

—Advertirían en seguida nuestra ausencia.

—Ahora dime lo que sepas con respecto al cautivo español.

—Nada hay de nuevo. Según decían hace poco Mahamud y Alí, hablando de lo mismo, el rey no quiere hacer mas rebajas y los redentores no pueden dar los setecientos escudos.

—¡Y el tiempo vuela y vendrá muy pronto el reemplazo de Azan!...

—No tardará muchos dias.

—¡Oh!—exclamó Zoraida con acento de despecho.

—Por eso en cuanto lleguemos á Oran debemos enviar dinero para el rescate, valiéndonos de algun cristiano, que no fallarán muchos que quieran servirnos, tratándose de hacer un bien á un hermano.

—¿Y si Azan marchase antes que mi esposo?

—Entonces.... no acierto con ningun medio para salir del apuro.

—Mientras permanezcamos en Arjel es imposible hacer nada. Dinero no tengo, y tú no puedes ir á vender una joya que valga quinientos escudos porque sospecharían que la habías robado: tampoco puedes ir á entregarla á esos sacerdotes porque les infundirías la misma sospecha y no lo admitirían, y si les descubrías la verdad, mucho menos porque de uno ó de otro modo lo considerarían como un robo que en su religion y sus leyes es un delito aun cuando se cometa con el fin de hacer una obra de caridad.

—Es imposible, sultana, y no hay que pensar en ello. Si Dalí Mamí retarda su partida y llega el relevo de Azan, todo se ha perdido.

—¡Favoréceme, verdadero Hijo de Dios! ¡En tí con lio!—exclamó Zoraida con la mas viva fé, y levantando al ciclo sus negros ojos.

Transcurrieron algunos momentos tío silencio, y luego Zamareta salió de la cámara para no dar que sospechar con sus largas y reservadas conferencias con Zoraida.

Tras de aquel dia pasaron otros muchos.

Dalí Mamí dilataba el de su partida y se acercaba el de la de Azan.

Fray Juan Gil iba perdiendo la esperanza de alcanzar la libertad de Cervantes, y Zoraida temia que sus proyectos se convirtiesen en humo.

Se acercaba el momento fatal: España iba á perder para siempre á uno de sus mas ilustres hijos, y la seductora berberisca al hombre que tan ciegamente amaba.

CAPITULO XLIII. El último esfuerzo.

ESTAMOS en el dia diez y nueve de se de 1580, y desde el ante advertíase gran movimiento en el palacio de Azan, y los rostros de arjelinos estaban mas alegres que de costumbre.

¿Cuál era la causa de todo esto? ¿Por qué aquel ir y venir, dar repetidas órdenes y gritar y preguntar en la régia morada? ¿Por qué aquel contento en el pueblo precisamente en los dias tristísimos en que la escasez de alimentos diezmaba á las clases pobres y en las calles se encontraban basta de dos en dos infelices que acababan de morir de hambre? ¿Y por qué tambien mientras todos los semblantes manifestaban el contento, lloraba y se retorcia desesperadamente los brazos!a hermosa Zoraida y el reverendo fray Juan sentia transida de dolor su alma sensible?

Con pocas palabras lo esplicaremos.

Va habia llegado á Arjel el nuevo rey Jafer-Bajá, y Azan habia determinado partir aquel dia, y era natural que el pueblo se regocijase al verse libre del cruelísimo tirano que no habia sido su rey, sino su verdugo. Pero Azan se llevaba con sus inmensas riquezas sus numerosos esclavos, se llevaba á Cervantes, y esto habia desvanecido todas las esperanzas de la esposa de Dalí Mamí y las del caritativo sacerdote.

Once buques se balanceaban en el puerto y estaban prontos á levantar sus anclas y á desplegar sus lonas para surcar las aguas con rumbo á Constantinopla: cuatro eran de propiedad de Azan, y siete se le habian dado de escolta.

Los cautivos estaban amarrados á los demas barcos y empuñaban los remos. Solo faltaba que se embarcase el poderoso renegado y que diese la órden de hacerse á la vela.

A nuestro poeta se le habia destinado á remar en la misma galera que debia ocupar su amo. Resignado como siempre se encontraba el infeliz cautivo, pero nada mas que resignado, y en su rostro pálido y demacrado se advertia la mas profunda tristeza y el dolor atormentaba su espíritu. Su mirada tiernísima se lijaba afanosamente en la ciudad y por su mente atravesaban todos los recuerdos de los cinco años que habia pasado allí. ¡Recuerdos inolvidables y conmovedores! ¡Cuántas lágrimas dejaba en aquella tierra! ¡Cuántos nobles sacrificios habia hecho allí!. ¡Cómo habia en su oscuro calabozo conocido el corazon humano! ¡Y allí quedaban sus desdichados compañeros bajo la opresion de sus crueles amos! ¡Y allí queda Zoraida, loca de amor y poseida de ardiente fé cristiana! ¡Y quedaban los restos de la infeliz Jaguá de la pobre negra loca de celos y víctima de su locura!....

Largo rato contempló Cervantes la ciudad, y una lágrima abrasadora rodó por sus megillas. Luego dirigió sus miradas á ta playa, vió á la multitud agitarse y bullir alegre y con impaciencia porque esperaban ver partir á Azan para convencerse de que no tenian que temer sus crueldades y despótica tiranía.

—¡Pueblo miserable y desdichado!—murmuró el poeta.

Y su mirada de águila se fijó en un punto, temblaron sus manos y oprimieron el remo convulsivamente, su frente se contrajo y apareció sombria la espresion de su semblante.

¿Por qué tan repentino cambio? ¿Por qué aquellos ojos que tan dulce y tiernamente miraban despidieron dos centellas?

Si buscamos entre la multitud que cubre la playa, encontraremos á un hombre con hábito de fraile dominico, y reconoceremos en él al traidor que movido por la envidia delató la conspiracion de los cautivos y fué causa de que Cervantes no lograse su libertad ni pudiese ver realizados sus planes atrevidos. El mismo era con sus ojuelos de mirada recelosa, con su sonrisa hipócrita. El mismo, protegido por la fortuna y rescatado pocos dias antes de la salida de Azan.

Por eso el poeta, al reconocerlo con su mirada de águila, sintió afluir á su rostro toda su sangre convertida en fuego y latir su corazon con estremada violencia.

El proceder infame del llamado doctor lo habia desacreditado de tal manera entre los cautivos españoles y aun entre los cristianos libres, que no podia contar con un amigo, y temía, no sin fundamento, que llegase á España la noticia de sus maldades, lo cual le perjudicaria mucho cuando volviese á su patria y al seno de su comunidad, si es que realmente era religioso dominico. Y lo ponemos en duda, porque como en breve veremos, tambien intentó apropiarse oíros títulos y fué descubierta la falsedad por los mismos religiosos de la órden Redentora y por otros, cautivos y libres, de los que vivían en Arjel. Con semejante temor, estaba en interés del fraile que no se rescatase el poeta, porque como de los mas ofendidos, podia serle de los mas perjudiciales, y por eso esperaba con ansia la partida de Azan y aun queria presenciarla él mismo para que no le quedase duda de que estaba inutilizado el hombre que con su influencia y su talento podia probar sus maldades…

—Mucho tarda Azan—murmuró el dominico mientras dirigia la mirada hácia la ciudad.—¿Si le habrán comprometido á que deje en libertad al hidalgo por la cantidad ofrecida? No es fácil, pero como ayer ya se interesaron tantos en el asunto.... Preciso es averiguar lo que sucede y estorbar que el manco se Vea libre, porque sirio intentará defenderse y probar la falsedad de los rumores que he hecho circular estos últimos dias, que es lo mismo qué ponerme en un aprieto.

Hechas estas reflexiones, encaminóse el traidor á la ciudad con acelerados pasos.

Lo dejaremos seguir su camino, y mientras volvemos á encontrarlo, diremos lo que sucedia en el palacio de Azan.

Todo estaba preparado para la marcha, y el ex-rey se disponia á salir del alcázar con una numerosa escolla, cuando llegó el reverendo fray Juan Gil con dos moros amigos de aquel.

—A mala hora llegais—les dijo el renegado—porque como podeis ver me dispongo á marchar y no quiero detenerme.

—Azan—le replicó el reverendo fray Juan Gil con voz conmovida—deja un recuerdo siquiera por el que te se bendiga.

—Díme lo que he de hacer que me valga dinero y no bendiciones que para nada necesito.

—Amigo mió—dijo uno de loa moros que acompañaban al fraile—nosotros venimos á rogarte que dejes al cautivo manco por cuatrocientos escudos qué es todo lo que pueden darte por él, y para eso he de prestar yo veinte, pues no les alcanza la cantidad que tienen á tanto, Pocas veces te he pedido favores, y no he dejado de hacerte cuantos me has exigido. No te lo recuerdo para echarte en cara servicios que le he prestado por amistad ¿con el mayor gusto, sino para obligarte á que no me niegues este que es último y que te pagaré pues sabes que nosotros tendremos muchas ocasiones en que podemos necesitarnos aun cuando no seas rey de Arjel.

Efectivamente, el moró que así hablaba habia prestado á Azan servicios de importancia y podia prestarle mas aun por su posicion y la índole de sus negocios, y convenia á los intereses del renegado no desairarle.

—Por lo mismo—contestó el rey—:que siempre me has servido, estraño que ahora me pidas una cosa que perjudica mis intereses.

—Pues Muzaf—repuso el mahometano, señalando al otro moro—viene á pedirte lo mismo, y no menos que á mí debes atenderlo…

—Ya sabeis que el cautivo me costó quinientos escudos, y dejarlo por menos ya no es favor, sino necedad.

—Llámale como quieras y no dejes de complacernos.

—Bien—dijo Azan—estoy obligado á serviros, y lo haré; pero de ninguna manera en los términos que me pedís. Ya que no se gane que no se pierda: vengan seiscientos escudos de oro de España en oro... es decir los quinientos que di y ciento por lo que he gastado en ¡mantener al cautivo. Si esto conviene id con el dinero á buscarlo á la gatera antes de que levantemos anclas, que será en seguida, y si no, dejad de rogarme porque será en vano.

Al acabar Azan de decir esto., hizo una reverencia á sus amigos, y añadió:

—De, vosotros casi no tengo necesidad de despedirme porque pronto nos veremos en Constantinopla. Que Allah os guarde.

Y salió del aposento y luego del palacio, montó en un potro negro árabe de sangre puja, y se alejó seguido de su os colla sin atender á las súplicas que fray Juan Gil le hacia.

Los huiros se despidieron del redentor, y este con la cabeza inclinada sobre el pecho, se detuvo en medio de la calle para pensar lo que debia hacer, pues no estaba en ánimos de abandonar su empresa mientras quedase á Cervantes siquiera un cuarto de hora de permanecer á la vista de la ciudad.

Cuando mas embebido se hallaba en sus meditaciones, sintió que le tocaban en un hombro, y volviéndose encontró al doctor Juan Blanco de Paz que con fingido acento de tristeza le dijo:

—¿Qué os sucede, hermano, que estais tan abatido? ¿Acaso no ha podido conseguirse el rescate de nuestro compatriota?

—Nó—le contestó fray Juan;—pero aun haré el último esfuerzo.

—Tened entendido que se darán á la vela antes de una hora.... antes de media.

—Lo sé.

—¿Quereis que os ayude en algo? os acompañaré, que mas pueden dos que uno.

—Gracias, hermano—replicó el redentor—por ahora no necesito otra ayuda que la de Dios.

Hay que advertir que el poeta, obrando con su acostumbrada generosidad no habia dicho al reverendo trinitario el nombre del que habia descubierto al rey el plan de fuga; pero sin embargo, la mala fama del traidor habia llegado hasta el virtuoso sacerdote, y por eso no admitió el ofrecimiento que le hacia con intencion perversa, y se despidió de él para ir en busca de dinero bajo la garantia de los fondos de la orden.

Poco tardó Azan en llegar á la playa, donde fué acojido con un murmullo amenazador; pero el tirano miró con desprecio á la multitud y murmuró:

—Con bien poco os contentais para cobrarme el oro que me llevo: sino haceis mas que murmurar y maldecirme, proseguid que es justo que tengais algun desahogo: bien caro os cuesta.

Y atravesó con la cabeza erguida y la mirada insolente por medio de la muchedumbre que le dirijia mil denuestos.

Llegó á la orilla, y cuando se disponia para embarcarse, asomó á lo lejos el reverendo fray Juan Gil que caminaba tan aceleradamente que casi le faltaba el aliento.

—Algo habrá adelantado—murmuró el dominico que tambien habia llegado á la playa y vió al redentor correr al alcance de Azan.

Brillaron sus ojuelos, se contrajo su frente, y luego añadió:

—Es preciso estorbarlo á toda costa.

Por su mente atravesó una diabólica idea, y acercándose á uno de los grupos de moros que con mas complacencia miraban alejarse al tirano, les dijo con acento de picante burla:

—Algunos azotes me ha dado el miserable Azan y lo aborrezco mas que vosotros, pero no me quedaré burlado como os vais á quedar.

—¿Qué quereis decir? le preguntó uno de los berberiscos.

—Que pensais que vais á libraros de él y os equivocais. Antes de una hora lo vereis desembarcar, y no pasarán muchos dias sin que vuelva á llamarse rey de Arjel.

—Estás loco.

Sois muy cándidos. ¿Ignorais lo que pasa?

—¿Qué?—preguntaron muchos con la mayor curiosidad y sorpresa.

—Azan está en tratos con Jafer-Bajá para que este pida al Gran Señor el gobierno de Trípoli que se destina para el otro, y así quedareis otra vez con vuestro renegado.

—¡Imposible!

—Esto lo negocia uno de los frailes redentores que llegaron hace poco tiempo, y solo faltaba que Azan y Jafer se conviniesen en cierta cantidad que el primero ofrece al segundo por el cambio. Se están haciendo las últimas gestiones, y si el nuevo rey se ha decidido, vereis venir al que sirve de mediador y desembarcar Azan.

—¿No nos engañas?

—Pronto lo vereis porque estoy seguro le que Jafer aceptará.

—¡Desdichado del fraile si llega á venir!

—¡No pasará adelante!

—Lo mataremos.

—No hay necesidad de tal cosa—repuso el dominico.— Con estorbarle él paso es bastante, pues sino va sedará á la vela el renegado creyendo que su última proposicion no ha sido aceptada por Jafer-Bajá. Esto es lo convenido.

—¿Y porqué no hemos de degollarle?.

—Porque estais maldiciendo la crueldad de Azan y no es justo que os mostreis mas crueles que él.

—¡Por allí Viene corriendo un fraile!—dijo uno de los moros al ver al Redentor.

—Es el mismo que os decia.

—Estorbémosle el paso.

—¡A él!.

Aquellos desdichados se lanzaron sobre fray Juan Gil, dictándole con tono amenazador:

—¡No prosigas ó te degollamos!

—¿Qué intentais hacer infelices?—Les replicó sorprendido el reverendo.

—¡Atrás!

—Dejadme el paso libre

—¿Quiéres traernos al tirano?

—Vuélvete si estimas la vida.,

—¿Estais locos?—Dijo el redentor, esforzándose para que lo oyesen…

—¿No vas en busca de Azan?

—Si.

—Pues bien, perdónanos la vida, pero vuélvete.

—¡En nombro de vuestos hijos,.dejadme!—gritó el reverendo.

Y mirando al mar vió que las tripulaciones de las galeras se agitaban como; si se dispusiesen á maniobrar para darse á la vela.

—¿Te obstinas?—dijeron los berberiscos.

—¡Un solo instan!e puede ser causa de qué todo se pierda!—volvió á decir el poeta.

—¿Y qué perderemos, un verdugo?

—¿Pero qué os habeis figurado?

—Que vas para que Vuelva Azan.

—¡Habeis perdido el juicio!—replicó fray Juan, pugnando por desasirse de los berberiscos que lo sujetaban—Voy á salvar á un infeliz cautivo, al manco español á quien todo Arjel conoce.

—Mientes cristiano—dijo un moro—si así fuese, no solo no le estorbaríamos el paso, sino que te ayudaríamos: el manco español me dió para comer un dia en que mi hijo fija á espirar de hambre.

—Pues bien, si me deteneis un momento no podré libertarlo.

—Nos engañas.

Abundante sudor corria por la espaciosa frente de fray Juan Gil. Era muy angustiosa su situacion. En algunas galeras empezaban ya á levantar anclas, y muy pronto el viento hincharia las velas. ¿Cómo sacar de su error á aquellos miserables, instrumentos ciegos de la intriga de Juan Blanco?

—¡Dejadme paso ó matadme!—dijo con tono de desesperacion y lanzándose sobre la muchedumbre que lo rodeaba.

—Quieres engañarnos,

—Venid conmigo, y si os engaño, hacedme pagar con la vida mi traicion! ¡Tú, que debes al hidalgo manco la vida de tu hijo, ayúdame!—exclamó el reverendo dirigiéndose al moro á quien Cervantes habia socorrido.

—¡Amigos!—gritó el berberisco—¡Dejadlo pasar, yo lo acompañaré, y si nos engaña, ocasiones tendreis en que vengaros.—Yo lo creo porque tiene cara de mas honrado que el otro que nos dió la noticia y que parecia burlarse.

—¿Y dónde está?

—Ha desaparecido.

—Nos engañaba.

—¡Paso!—dijeron muchos moros.—¡Paso al que va á libertar á un hombre caritativo! ¡El otro que nos dió la noticia se ha ocultado, y esto prueba que quiso burlarse de nosotros!

—¡Pero que lo acompañe Agá!

—Sí, sí que lo acompañe.

Dos de las galeras de Azan habian desplegado ya sus velas y en las otras se disponian á hacer lo mismo.

El reverendo fray Juan Gil, encontrando ya libre el paso, corrió cuanto pudo seguido del llamado Agá y de algunos otros curiosos.

Un cuarto de hora despues se encontraba abordo de la galera de, Azan. Este se hallaba sobre cubierta, y al ver al fraile dijo:

—¿Qué es eso, quieres acompañarme á Constantinopla?

—Sí—contestó el reverendo.—Seré tu cautivo si no das la libertad á Cervantes. Lo comprastes en quinientos escudos y esa cantidad te traigo: mas es ya imposible.

Era tan espresivo el acento del redentor, que Azan, como dominado por un instante, dijo:

—Me costará cien escudos el que digan que alguna vez he hecho algo bueno.

—¿Estás conforme?—preguntó afanosamente el fraile.

Por toda contestacion llamó Azan á uno de sus sirvientes y dió órden para que pusiesen en libertad al poeta que á los pocos instantes se arrojó con los ojos preñados de lágrimas en los brazos de su salvador.

Ni una palabra pronunciaron aquellos hombres porque se sentían ahogados por la emocion. 

Despues de largo rato, el poeta exhaló un suspiro y exclamó:

—¡Libertad!.... ¡Dios mio!

Azan contó cuidadosamente los quinientos escudos, y el cómitre y los oficiales de la galera recibieron además nueve doblas por ciertos derechos que les pertenecían en los rescates.

Un cuarto de hora despues se arrodillaba Miguel de Cervantes sobre la arena de la playa y de sus labios salia la mas fervoroso de las oraciones.

CAPITULO XLIV. Lo que sucedió despues del rescate.

Libre al fin Cervantes despues de cinco años de la mas dura cautividad, fué su primer cuidado demostrar su agradecimiento á los que le habian favorecido y visitar á los infelices que aun gemían bajo el yugo de la esclavitud, llevándoles socorros que pudo proporcionarse, consolándolos con la dulzura de su mágica palabra y fortaleciendo sus abatidos espíritus con cristianas exhortaciones.

Todos los amigos libres del poeta lo agasajaban á porfía: cuál le regalaba vestidos, cuál le ofrecia su mesa y muchos le daban dinero que él empleaba en obras caritativas sin curarse de sus necesidades. Entonces descolló mas que nunca toda la lozania de su ingenio; viósele decidor y alegre como cuando estaba en el ejército con sus camaradas, y no habia quien no tuviese á fortuna disfrutar de su conversacion salpicada de chistes ó de sentencias.

Todo esto lo presenciaba ó lo sabia el doctor Juan Blanco de Paz y era un veneno que hacia mas roedora su envidia, un motivo mas de temor porque apenas hubiese descubierto el poeta la infame conducta del ruin delator acabaria el escaso crédito de este y aun quizás se inutilizaria para poder presentarse en su patria.

Mucho cuidado daba al dominico la creciente influencia del hombre á quien tanto aborrecía, y por tercera vez intentó inutilizarlo. Al efecto esparció voces las mas denigrantes para el poeta, y recogiéndolas otra vez, se hizo eco de lo que él llamó la opinion pública. Sorprendió la ignorancia ó la candidez de algunos cautivos españoles, comprometiéndolos á que declarasen en contra de Cervantes en una informacion que intentó á la sombra de un fingido celo religioso, y aun quiso que lo apoyasen los padres redentores. Pero en estos como en las personas de mas crédito solo encontró el desprecio mas profundo. Su sed de venganza acreció al ver desbaratada su intriga, y entonces acudió á otro medio que pudo darle el mejor resultado si encubriendo anteriormente su maldad con mas disimulo no se hubiese desconceptuado hasta el estremo que lo estaba. Con el atrevimiento de su maldad arrogóse el título de comisario del santo oficio con cédula y comision del rey para ejercer allí sus funciones, y con este fingido carácter presentóse al reverendo fray Juan Gil para que lo reconociese; pero el digno sacerdote lo rechazó con el desprecio que debia. Insistió sin embargo para que se le tuviese por tal representante de la Inquisicion, y entonces le exigió el redentor que presentase sus despachos, lo cual no pudo hacer porque carecia de ellos. Sin duda no los falsificó porque le seria imposible. Sin este nuevo contratiempo á sus intrigas, indudablemente el poeta hubiese sido victima de aquel hombre.

Semejante tenacidad para perseguir á Cervantes, obligaron á este á tomar una parte activa en su defensa, pues aunque de él se tenia la mejor opinion, era prudente horrar esa huella que la calumnia deja tras si. Entonces pidió á su vez una informacion.

Precisamente las acusaciones del dominico eran las de sus mismas maldades, pues consistían las principales en el malogro de la última tentativa de fuga que no se llevó á efecto por su traicion, y cuya desgracia costó la vida al cautivo Juan el Jardinero, y el destierro del renegado Giron, causado tambien por la misma traicion.

Proveyó fray Juan Gil á lo solicitado por Cervantes, y el notario apostólico Pedro de Ribera recibió tas declaraciones de once hidalgos españoles de reconocida honradez, los cuales contestaron á veinticinco preguntas del modo mas satisfactorio para el poeta.

No seguiremos paso á paso los trámites del espediente, pero citaremos algunas palabras de los declarantes.

Don Diego de Benavides, caballero muy principal, dijo que á su llegada á Arjel quiso informarse de quiénes eran los cautivos mas principales, y que todos le nombraron el primero á Cervantes como el mas _pundonoroso, acaballerado, irreprensible, de escelente índole y apreciado de los demas hidalgos,_ El carmelita fray Feliciano Enriquez, declaró que se habia amistado con Cervantes al par de los demas cautivos _que estaban envidiando su conducta noble, cristiana, honrada y virtuosa._ Y por último, el alférez Luis de Pedrosa dijo que de _lodos los hidalgos residentes en Arjel, ninguno ha visto mas esmerado en favorecer_ tí _los demás cautivos, ni mas pundonoroso que Cervantes; que es agraciado para todo_, _yéndole pocos ú los alcances en ingenio, advertencia y cordura._

Esta informacion existe original en el archivo general de Indias establecido en Sevilla y es la mejor contestacion á las repugnantes calumnias con que algunos han intentado empañar la honrosísima memoria del príncipe de los ingenios.

El traidor Juan Blanco tuvo que renunciar á sus criminales intrigas y guardar en lo mas profundo de su corazon el ódio que profesaba á Cervantes.

Desvanecidas todas las calumnias, provisto de tan honroso documento, se dispuso nuestro poeta para volver á España á disfrutar, segun él dice, uno de los mayores júbilos que cabe lograr en el mundo, que es de volver, tras dilatada esclavitud, á su patria sano y salvo, por cuanto no hay sobre la tierra dicha comparable con la de recobrar la libertad perdida.

Desde que Cervantes fué rescatado habia tenido algunas entrevistas con la negra Zamareta, y supo con estremado gozo que Zoraida se habia decidido á recibir el bautismo y á dejar á Dalí Mamí con quien no le union lazos algunos espirituales una ven que profesasen distintas creencias religiosas. No pudo ver una sola vez á la bellísima berberisca porque su esposo habia tomado la costumbre de visitarla á las horas mas intempestivas, como era la media noche; y aunque Cervantes hubiera podido entrar escalando las tapias del jardin, esponia se á perderse y á perder á la que tanto lo amaba. Zamareta le manifestó tambien el plan que tenian para escaparse, y le pidió consejo: visto lo cual por el poeta, antes de salir de Arjel, declaró sus amores á don Diego de Benavides y le rogó estuviese á la mira del asunto y protegiese á Zoraida en cuanto se le ocurriese, porque ya debia considerársela como cristiana. Prometió hacerlo así el caballero, y de acuerdo sobre este punto, solo pensó en su viaje.

El último dia de octubre de aquel mismo año se embarcó Cervantes despues de haber abrazado á sus numerosos amigos, y cuando el viento hinchó las anchas lonas, volviéronse sus ojos hacia la ciudad y derramaron abundantes lagrimas.

—¡Adiós!—dijo—tierra desdichada, regada con llanto y sangre de mártires! Me alejo de tí con el pecho dolorido por los que padecen en los mazmorras, con el corazon palpitante de alegria por la esperanza de abrazar á mi madre. ¡Adiós, tierra donde entre pesadumbre y tormentos, esperanzas y desengaños, pasé en continuada lucha lo mas florido de mi juventud! Vuelvo á mi patria, corro á abrazar á mi madre, á mi tierna madre, á secar su llanto y á verter el mio sobre la tumba de mi virtuoso padre.... ¡Oh!.... ¡Adiós, tierra infeliz, no le olvidaré!....

No pudo proseguir, sentíase ahogado por la violencia de su emocion.

Hincháronse las velas, los remos azotaron las aguas y crujió la arboladura.

Agitáronse las azuladas olas con espumosos rizos.

Y el bajel se alejó.

Y pareció á la vista débil esquife....

Luego se perdió en el horizonte, allá donde el cielo parece bañarse en el mar.

FIN DE LA PARTE PRIMERA.
PARTE SEGUNDA DESENGAÑOS.
CAPÍTULO I. ¡Hijo mío!

EL día 12 de Diciembre del año de 1580, es decir, próximamente tres meses después de haber salido de Arjel Miguel de Cervantes, y a la hora en que el sol estaba cerca de su ocaso, subia por la calle de las Huertas un hombre cuyos vestidos se veian cubiertos de polvo, salpicados de todo en muchas partes, y en tal desaliño que llamaba la atención de cuantos pasaban cerca de él. Aunque caminaba con paso tan ligero que casi podia decirse que corria o que queria correr, demostraba el cansancio de sus piernas en cierto embarazo o dificultad con que las movía. Llevaba debajo del brazo izquierdo un pequeño lio, al parecer de ropa y que sin duda componia su miserable equipaje. O acababa de dejar la respingona, flaca y perezosa mula de algun arriero, o sin mas cabalgadura que la de sus gregüescos de lana verde, era por lo menos indudable que después de una larga caminata acababa de entraren la villa. No era un estudiante sopista, porque hubiera vestido de negro en vez de llevar un coleto azul de terciopelo, o para hablar con más propiedad de _tercioraido,_ y un sombrero de alas más anchas que lo prescrito por la moda y con pluma encarnada que solia flotar orgullosamente, gracias al rizado fleco que había respetado la polilla. Debia ser un hidalgo pobre, de aquellos que no tenían más patrimonio que la agudeza y travesura de su ingenio y una espada más traviesa y mas aguda aun, que se separaba tan pronto de la vaina como la lengua del paladar, compitiendo con esta en ligereza, y que con la bolsa y el estómago vacíos y la cabeza llena de ilusiones y esperanzas, acudían á la corte a pretender o a probar fortuna por otro medio.

Pero fuese lo que fuese, sopista o hidalgo, pretendiente o aventurero, debia ser hombre de bríos y de no escaso ingenio, porque tenía un rostro aguileño de atrevidos perfiles y unos ojos negros de mirada penetrante y pupila ardiente. A pesar del frío, que era mucho porque soplaba de Guadarrama un vientecillo sutil, no se cuidaba de embozarse en su raída capa ni se frotaba las manos como hacían todos los que como él las llevaban desnudas de guantes.

Anduvo, como ya hemos dicho, con mucha prisa, buen trecho de calle y se detuvo delante de una casa de dos pisos, y de apariencia pobre, examinó su esterior, miró a la de enfrente, y luego entró en su estrecho y oscuro portal, subió la empinada escalera, y al llegar al segundo piso se paró a la vez que sus megillas palidecían y que su corazón palpitaba con violencia, Luego pareció vacilante algunos segundos, como si temiera llamar, pero al fin levantó la mano derecha, que le temblaba convulsivamente» y dió dos golpes en la puerta.

Pasaron algunos instantes y nadie contestó.

—¿No estarán?—murmuró con voz trémula.

Y volvió a llamar pero con muy fuertes y precipitados golpes.

—¿Quién es?—so oyó decir en la parte de adentro con voz cascada y acento de mal humor.

Y se abrió el ventanillo y asomó una nariz larga y llena de berrugas y se vieron unos ojos despestañados y llorosos.

—Abrid—dijo el recién llegado.

—¡Abrir!—repuso con admiración la vieja, porque era tal la poseedora de la nariz _accidentada._

—Soy de casa, abrid.

—Sin duda habeis equivocado el cuarto.

—Bien puede ser porque... ¿No es este el segundo?

—Sí.

—Entonces aquí vengo.

—Pues es que habeis equivocado la casa.

—Me hareis perder la paciencia—replicó el hidalgo con tono de mal humor.—¡Abrid, vieja condenada!

—Tened en cuenta que llamaré a los vecinos para que me socorran. ¡Pues no faltaba mas!... Idos, y bien aprisa, sino quereis que os hagan rodar por la escalera. ¿Háse visto atrevimiento igual ni más osado tentador de honradas mujeres?

—¡Vieja de Satanás!—exclamó el caminante con acento iracundo.—¡Abrid, vengo a mi casa!

—¡Vuestra casa!... Ya veo que estais loco y me equivoqué al tomaros por un seductor. Esta casa no es de nadie más que del señor Antolin Durán...

—Por ahí debisteis haber empezado, señora bruja—interrumpió el hidalgo.

—Sed más comedido, que habíais con una cristiana que tiene nombre. Me llamo Prudencia...

—Bien, señora Prudencia, bien; pero sabreis a donde se ha mudado doña Leonor de Cortinas, viuda del señor Miguel de Cervantes...

—¿Pensais que soy tan curiosa que me cuide de averiguar la vida de nadie? Guárdeos Dios y buscad por otro lado a vuestra viuda.

La vieja cerró el ventanillo, y nuestro poeta, a quien ya habrán reconocido nuestros lectores, apretó los puños con rabia y bajó la escalera hasta llegar al primer piso donde se detuvo nuevamente.

—Tal vez lo sepan estos vecinos—murmuró.

Y llamó no tan resueltamente como antes.

—¿A quien buscais'—le preguntó una mujer que abrió también el ventanillo de la puerta.

—Os agradeceria mucho—le dijo Cervantes—que me dijeseis a donde se ha trasladado doña Leonor de Cortinas que vivió en el cuarto segundo.

—De la mejor gana os satisfaré—le contestó la mujer—porque supongo que habíais de la viuda del señor Migue! de Cervantes.

—De la misma.

—Vivió en el cuarto de arriba hasta pocos días antes de casarse...

—Creo que os equivocais.

—Vos si acaso, porque, conozco muy bien a doña Leonor.

—Entonces debereis saber que cuando vino a esta casa no era soltera, y por consiguiente no podia casarse después de venir.

—Hablo de su segundo marido.

—Os repito que estais equivocada: sin duda es otra doña Leonor.

—¿No decís que la viuda del señor Miguel de Cervantes?

—Sí.

—¿Un hidalgo de Alcalá?

—Sí.

El poeta palideció aunque seguia creyendo que había algun error por parte de aquella mujer.

—Ya veis como no me equivoco.

—Sí, porque esa viuda no ha vuelto a casarse.

—¿No tiene una hija que se llama Andrea.

—Sí.

—¿Y un hijo soldado que se llama Rodrigo?

—También.

—¿Y otro, Miguel, que está cautivo?

—¡Vive el cielo, que tenéis razón!

—Pues bien, esa viuda volvió a casarse y a enviudar otra vez.

Cervantes palideció y no pudo contestar.

—Se fue a vivir a la calle del Sacramento, y después de la muerte de su segundo marido, a la costanilla de San Pedro.

—¿No podeis darme más señas?

—Nó, pero allí fácil os será encontrarla.

Cervantes inclinó la cabeza sobre el pecho con aíre abatido, y después de dar las gracias a aquella mujer, bajó la escalera con lentitud.

En aquellos momentos sentia la frente abrasada.

—Es imposible—murmuró.

Siguió calle de las Huertas arriba tan preocupado que no sintió que el lio de ropa que llevaba debajo del brazo le había caído, y seguramente lo perdiera a no avisarle un honrado menestral que iba tras él.

Cerca de media hora invirtió el poeta en llegar a la costanilla de San Pedro, pues aunque andaba con ligereza, deteníase muchas veces para hablar consigo mismo.

El momento tan ansiado de volver a su patria era un momento de amargura.

Tal fue siempre la condición de su desdichada estrella.

No consideraba el poeta como una falla grave el segundo casamiento de su madre, pero sentia el más profundo dolor al ver que el lugar de su padre lo había ocupado otro hombre, y le atormentaba también el pensar que se había equivocado con respecto al juicio que había formado de las ideas de su madre: esto era un desengaño amargo como todos. Sin embargo, debemos suspender nuestro juicio hasta después.

La casualidad deparó a Cervantes una vieja que salia de una casa, y por si era vecina de aquella calle, le preguntó si sabia donde habitaba doña Leonor.

—Sí soy del barrio, dé la calle y de esta casa—le contestó la vieja—y os diré lo que me preguntais, pues no dudo que será con buenas intención es.

—Os lo agradeceré.

—No hay quien no tenga noticias de ellas en toda la calle, y aunque yo no soy curiosa, pero...

—Os creo—interrumpió el poeta que temio un diluvio de palabras que le hiciese perder media hora.—¿Es tal vez cu esta casa de donde salis?

—Ojalá, señor hidalgo, porque me agradaria la vecindad de gente tan honrada como doña Leonor, pero no es aquí. Es la familia más temerosa de Dios...

—Lo sé, la conozco hace mucho tiempo... ¿Quereis decirme cuál es la casa?

—La que está enfrente de esta, en el cuarto segundo...

El poeta no escuchó más y sin contestar a la vieja entró precipitadamente en el zaguan de la casa que esta le había indicado, subiendo de dos en dos los escalones. Pero al llegar al segundo pisó se detuvo repentinamente, exhaló un suspiro y quedó inmóvil.

Su amargo dolor atormentólo más al encontrarse allí donde ningun recuerdo existiria de los que debían ser para su alma sensible un bálsamo consolador. No podrían decirle «aquí acostumbraba a estar tu padre, en ese aposento exhaló el último suspiro y pronunció tu nombre, este sitio lo regó con el llanto que por ti vertia.» Y semejantes recuerdos, aunque tristes, en aquellos momentos y para un corazón como el de nuestro poeta, debían ser el mayor de los consuelos.

Al fin, pasados algunos instantes su trémula mano llamó a la puerta mientras que su corazón palpitaba violentamente.

Poco le hicieron esperar.

De la parte de adentro preguntaron.

—¿Quién es?

Y al reconocer Cervantes la voz de su madre, gritó:

—¡Vuestro hijo, madre mia!

Oyóse entonces un grito penetrante, uno de esos gritos que arrancan al pecho la alegría, pero esa alegria tan estremada que puede malar ó enloquecer y que por lo menos parece suspender la vida por algunos instantes, pues deja inmóvil el corazón, ahogado el pecho Y quita a los ojos la luz.

La puerta se abrió y doña Leonor de Cortinas se precipitó en los brazos de su hijo a la vez que exclamaba:

—¡Hijo mío!

—¡Madre mía!—dijo el poeta.

No pudieron pronunciar una palabra mas: sentían como si una mano de hierro oprimiese sus gargantas.

—¡Hermano mío!—se oyó decir entonces.

Y Andrea llegó y se abrazó también a Cervantes, que dando este entre ambas estrechado de tal manera que no hubiera podido moverse.

Reinó un profundo silencio.

Abundante llanto corrió por las megillas de aquellas tres personas tan desgraciadas, pero entonces tan felices porque lloraban reunidas.

Los crepúsculos vespertinos iluminaban debilísimamente aquel grupo tierno y conmovedor.

Doce años hacia que Cervantes se había separado de su familia, desde diciembre de 1568 en que salió de España de camarero del Cardenal Aguaviva, y tan larga ausencia y tantos y tan tristes acontecimientos como habían tenido lugar, eran suficiente motivo para conmover el ánimo de aquellos tres seres hasta el punto de sentirse ahogados por la emoción fue les producia el verse reunidos.

Largo rato permanecieron junio a la puerta sin que ninguno pensase en moverse, o mejor dicho, sin que ninguno pudiese separarse de los brazos del otro.

Seguia corriendo el llanto.

Percibíanse solamente los tiernos y profundos suspiros en medio del silencio que reinaba.

La oscuriad, mudo les Ligo de aquella escena conmovedora, iba envolviendo a nuestros personages.

Andrea fue la primera que habló, y yendo en busca de una luz hizo que su madre y su hermano entrasen en un reducido aposento amueblado con bastante pobreza.

—Siéntate, hermano: necesitarás descansar y tomar aliento—dijo Andrea.

Cervantes se dejó caer en una silla, y sin contestar a su hermana examinó cuidadosamente cuanto había a su alrededor.

Nada encontró que le recordara a su padre, y su corazón se oprimió dolorosamente y palideció su rostro más de lo que estaba.

—¡Hijo mío!—le dijo su mache, sentándose a su lado y besándole la frente con el cariño de madre,—¡Ya no te separarás de mí! ¡Ah!... ¡Cuánto he llorado!...

Y volvieron las lágrimas a sus ojos.

—Madre mia—dijo el poeta con acento de ternura—perdonadme si en estos momentos en que sois feliz evoco tristes recuerdos...

—No se han apartado de mi memoria, hijo mío, interrumpió doña Leonor.

—¿Se conserva alguna reliquia, porque tales son para mi, de mi padre?

—Aquí está su nombre—repuso la viuda, poniendo sobre el corazón la diestra.

—¿Nada mas?

—Si.

—¡Pues completad mi felicidad haciendo que yo reconozca la casa de mi padre!

—Sígueme y la reconocerás; sígueme Y le haré entrega de tu herencia, de un tesoro que para ti tendrá mucho valor,

—Quiera el cielo que no te cueste un sacrificio como el que la desdichada madre tuvo que hacer...

No pudo proseguir doña Leonor porque el dolor embargó su lengua, Levantóse, tomó la luz y entró en el inmediato aposento seguida de su hijo.

Andrea se quedó por respeto a la solemnidad de la escena que debia tener lugar.

Y efectivamente, corta iba a ser la escena que se preparaba, pero solemne y triste.

Apenas entraron en la otra habitación el poeta y su madre, cerró esta la puerta Y se detuvo, estendiendo el brazo derecho para levantar la luz y que pudiesen distinguirse con más facilidad todos los objetos.

CAPÍTULO II. Donde se trata del contenido de los pliegos cerrados que el anciano Cervantes dejó para su esposa y para su hijo Miguel.

Al extender Cervantes la mirada por el aposento reconoció muchos de los antiguos muebles de su casa, y en particular los que eran de uso casi de su padre, y vió el retrato de este colgado en la pared y sobre un sillón de encina tallada.

El corazón del poeta suspendió por un momento sus palpitación es para dejarlas sentir luego con más fuerza; por su frente corrieron algunas gotas de frío sudor, y después de exhalar trabajosamente un suspiro y á la vez que de sus ojos brotaban dos gruesas lágrimas, exclamó:

—¡Padre mío!

Y descolgó el retrato venerable y lo cubrió de besos,

Doña Leonor tuvo que sentarse porque la abandonaban las fuerzas.

—¡Padre mío!—repuso el poeta.—¡Padre mío, mártir de tus virtudes, bendíceme desde el cielo en donde habitas! ¡Ah!... ¡No pude cerrar tus ojos ni besar tu frente helada, ni darte el último adiós, pero siempre, siempre la recuerdo se conservará vivo en mi memoria, grabado en mi alma tu nombre!... ¡La mitad de mi vida... mi vida toda, hubiera dado por recibir en mis labios el último aliento que salió de los tuyos!... ¡Padre mío!... ¡Oh!... la qué pruebas tan duras pone el Omnipotente la resignación de las criaturas!...

Quedó silencioso el poeta, con la mirada lija en el lienzo y en los ojos el alma que parecía brotar convertida en llanto, segun este era de copioso y abrasador. Pero agotado al fin, aunque no porque el dolor hubiese menguado ni sosegádose el espíritu, ni desahogándose el pecho, se pasó las manos por la frente, abrasada por el delirio de su amarga pena, y besando otra vez la imagen querida del anciano, colocó en su sitio el lienzo y se volvió hacia su madre que, inmóvil y muda, dejaba también que sus ojos brotasen un raudal de lágrimas arrancadas al corazón por el dolor y la ternura.

Por algunos instantes se contemplaron aquellos dos seres que tanto habían sufrido, y después de algunos instantes, el poeta, acercándose a doña Leonor, le dijo:

—Perdonad, madre mía, si renuevo vuestros pesares, y perdonadme también si me atrevo a preguntaros...

—No prosigas, hijo mió—interrumpió la viuda.—Sé lo que vas a decirme, y si le lo oculté hasta ahora no fue porque me remordiese la conciencia, sino porque debia esperar este momento.

—Esplicaos, madre.

—Ningún hombre ha vuelto a ocupar en mi corazón el lugar de tu padre, pero...

—¿Con que es cierto?

—Escúchame.

—Sí, sí, os escucho—repuso el poeta con visible agitación .

—Ademas de su testamento, dejó tu buen padre dos pliegos cerrados que no debían abrirse hasta después de su muerte. El uno era para ti y el otro para mí.

—Dádmelo, madre mía—dijo Cervantes con afán.

—Antes—repuso doña Leonor—quiero hablarte del que escribió para mí... quiero que lo leas porque en él encontrarás la aplicación de mi proceder.

Y levantándose la viuda, abrió la papelera que ya conocen nuestros lectores, y sacó un pliego que estaba cuidadosamente doblado.

Su hijo se lo arrebató, desdoblólo y besó el nombre de su padre con religioso respeto.

Su penetrante mirada devoró el manuscrito con indecible avidez.

A medida que iba leyendo palidecia su rostro más y más, se agitaba su pecho y temblaban sus manos.

Por su abrasada frente corrieron algunas gotas de frío sudor que regaron el papel.

Cuando iba ya a terminar la lectura, fijó la mirada con más afán, se abrieron estremadamente sus ojos como para ver mejor y como para convencerse de que no se había equivocado, y luego estrechó el papel contra su pecho, exhaló un grito y exclamó:

—¡Padre mío!

Y se dejó caer en un sillón como si le fallasen el aliento y las fuerzas.

Lo que había producido tal conmoción en el alma del poeta era un párrafo de aquel escrito en que decía:

Una sola cosa me resta que decirte, o más bien que pedirle: es un sacrificio que sé ha de costarte un doloroso esfuerzo, pero te suplico que lo hagas, excitando tu valor con el recuerdo del que yo he tenido para soportar los duros golpes que acaban la existencia. Quedas sola y pobre y le verás obligada a buscar tu sustento y el de nuestra hija: lo que esto cuesta lo ignoras, porque no es bastante verlo en otro para comprenderla, es preciso sufrirlo. Yo lo sé, esposa mía, y me estremece la idea de que tú llegues a saberlo por experiencia. Para evitarlo solo he podido encontrar un medio, que ha sido el sacrificar la idea de lo porvenir como he sacrificado la realidad de lo presente: he querido que mis esfuerzos para endulzar la vida vayan más allá de la tumba: si a costa de mi existencia he podido evitarte el hambre, con más razón querré evitarte la miseria y las humillación es a costa de mi memoria, o mejor dicho, a costa de un egoísmo que el hombre quiere hacer respetar en los días que ya no han de pertenecerle después que haya dejado este mundo. He dominado ese sentimiento egoísta, aunque para decir la verdad, me ha costado hacer un esfuerzo. Me has amado mucho, me amas cuanto puede amarse, y estoy convencido de que jamás me olvidarás... ¡Querida Leonor!... ¡Si vieses como en este momento derramo lágrimas de ternura!... ¡Ah!... ¡Separarnos para siempre!... ¡Qué días tan felices aquellos de nuestra juventud en que al estrecharte contra mi pecho palpitante por la pasión ardiente de mi amor y mientras que el tuyo asomaba a tus ojos nos creíamos inseparables!—Entonces no pensábamos cu la muerte, o al menos, la veiamos tan lejana que parecía que no pudiese llegar a nosotros en muchos siglos. ¡Qué días tan felices aquellos! Todavia recuerda mi memoria con los más vivos colores aquel tiempo en que nuestra inocente Andrea comenzaba a pronunciar mi nombre, y estrechando mi cuello con sus torneados bracitos, cubria de tiernos y puros besos mis megillas mientras se animaba su rostro infantil con toda la espansiva alegria de la incomparable felicidad de su ignorancia... ¡Hija mia!... Perdona, Leonor, si evoco estos recuerdos y te bago llorar... Sin advertirlo me interrumpo... Voy a manifestarte mi último deseo, a rogarle que hagas un gran sacrificio como lo hago yo, te repito, para llevar más allá del sepulcro el cumplimiento de mis deberes pues como te he dicho, ya que a costa de mi vida te he librado del hambre, quiero a costa de la idea de lo porvenir ponerle a cubierto de la miseria y de las humillación es. El tiempo, Leonor, no ha podido borrar tu belleza, y tus virtudes son un tesoro. Si estas cualidades que tanto hacen valer a la mujer porque a la vez satisfacen los deseos de la materia y del espíritu, atraen sobre, ti las miradas y la atención y luego el cariño de algun hombre, únete a él y que Dios os bendiga. Pero que sea un hombre digno de tí, que tenga bastante grandeza de alma para sacrificarlo todo por tí, que te ame, sí, que te ame es mi deseo, aun cuando al pensar que esto puede suceder tenga yo celos en mi agonía, porque sino mi espíritu en la otra vida pedirá para él a Dios el mas terrible de los castigos.»

Tal era el contenido de aquellos renglones que acabaron de dar al poeta la idea cabal de la abnegación y virtudes de su buen padre. Por eso el día que doña Leonor se casó segunda vez, abrazó a su hija y ambas se comprendieron sin pronunciar una palabra, pero diciendo con su llanto lo que callaban sus lenguas.

Pero como el mundo no juzga más que por las apariencias; cómo el mundo cree que la risa es siempre hija de la alegria y el llanto de la tristeza, sin pensar en que a veces la risa es sobra de amarga hiel que no cabiendo en el corazón se derrama por los labios, y el llanto exceso de ternura que para no ahogar el pecho se escapa por los ojos convertida en lágrimas; como es condición del mundo vituperar lo malo sin alabar lo bueno, murmuró de la desdichada viuda, calificó de poco respeto a la memoria de su marido, lo que era obediencia a la voluntad de este, y de humana debilidad de las pasiones lo que era un sacrificio.

Y sobre este punto se nos ocurren algunas observación es. Contra todas las leyes de la naturaleza, contra todo lo predicado por el Hijo de Dios, contra todo lo establecido anteriormente por los hombres y sanción ado por el Creador, nuestra sociedad, la sociedad cristiana, vitupera a la mujer que después de llorar a su perdido esposo se une a otro hombre! ¿Es por qué cree tener con esto una prueba de que el primer amor de aquella mujer no era tan firme como debió serlo, no era tan intenso como le hizo creer a su esposo que lo era? ¿Entonces qué diremos de la que sucesivamente entrega y recoge a diez o más amantes su corazón hasta que con él da su mano? La cuestión bajo el punto de vista puramente moral, es la misma, y sin embargo, el mundo la juzga de distinto modo. Comprendemos que un hijo mire con repugnancia que un extraño ocupe el lugar de su padre, pero no comprendemos la justicia de la censura del mundo que perdona al mismo tiempo todas las inconsecuencias de amor en la mujer soltera. Amar y olvidar amando a otro es para nosotros lo mismo que casarse, enviudar y volver a casarse.

Largó rato permanecieron silenciosos doña Leonor y su hijo.

—¿Y el hombre—dijo al fin el poeta—a quien os unísteis, era digno de vos?

—Sí, Miguel era digno de mí aunque no fuese digno sucesor de tu padre. Trabajó mucho para conseguir el rescate, y si hubiera sido rico, hace mucho tiempo que estarías en España. ¡Dios se lo premie!

—¡Dios lo bendiga!—repuso Cervantes impulsado por la gratitud.

—¿Qué piensas ahora de tu madre?

—Que es la misma de quién me separé hace doce años—dijo el poeta abrazando a la viuda.

—¡Hijo mío!

—Ahora decidme qué noticias tenéis de mi hermano.

—Ha conseguido el empleo de alférez.

—Dios ha escuchado mis ruegos.

—Voy a darle la carta de tu padre...

—Sí, venga mi herencia que no cambio por la de una corona.

Doña Leonor sacó del armario otro pliego y lo entregó a su hijo.

Este lo desdobló, y como antes había hecho, besó el nombre de su padre con toda la veneración de su cariño.

Luego leyó lo siguiente:

»—Hijo mío, te escribo desde el borde del sepulcro y mi voz es la de la verdad: escúchala y guarda en tu memoria mis consejos porque antes de dártelos he sacudido de mi alma todas las pasiones y he pedido a Dios que ilumine mi entendimiento.

Eres bueno: el Omnipotente se ha dignado darle un corazón sensible y desgracias que lo fortalezcan. De tu voluntad depende el que cumplas en el inundo tu misión como hombre y como cristiano.

»Las desgracias son el crisol de la virtud: alégrate si tienes ocasión de que la tuya se purifique.

No te amedrenten los años que han de venir porque presumas que han de ser de llanto, que en la otra vida son consolados por una eternidad los que en esta lloran por un día.

Nada hay más amargo que los desengaños: espera solo en Dios y no te engañarás.

»No olvides que la vida del hombre tiene fin como ha tenido principio, y que la felicidad en este mundo desaparece como ha venido; pero el premio o el castigo en la otra vida no tiene fin.

»Sé humilde para el humilde, y digno, pero no más que digno para el soberbio. Si quieres humillar la soberbia opónle el desprecio.

»En todas las posición es puede el hombre elevarse.

»Ten presente en los trabajos que con la resignación podrás resistirlos, pero con la desesperación no lograrás vencerlos.

»Conserva la fe porque es la única antorcha que ha de iluminarte en el espinoso camino de la vida. Cuando se apaga su llama, todos los esfuerzos del hombre son inútiles para volver a encenderla, porque es luz solo arde una vez en la vida.

»Sé caritativo y encontrarás la recompensa en la incomparable satisfacción de haber hecho una buena obra, pero oculta el rostro cuando socorras la necesidad de otro y descúbrele sin vergüenza cuando pidas que socorran la tuya.

»Si a la voz de tus desgracias cierran los hombres sus oídos, compadécelos porque llegará un día en que ellos encuentren cerradas las puertas del cielo.

«Perdona para ser perdonado, y si alguno ofende tu honra, defiéndela y no la vengues porque entonces justificarias con la ruindad de tu odio la acusación de tu enemigo.

»El único orgullo que debes tener es el de tu pobreza.

»No envidies el banquete del rico, porque Dios promete hartura en el ciclo al que en la tierra ha tenido hambre.

»¿Ves esos desdichados hambrientos y desnudos, que siempre lloran, que siempre sufren? Pues son los predilectos, los benditos de Dios.

No te arrastres hasta el banquete del poderoso para recojer las migajas que esperan sus perros; trabaja y el sudor de tu frente se convertirá en pan. Lo que no se adquiere con el trabajo no proporción a ningun goce.

»Ayuda al débil contra el fuerte sin preguntar su nombro al socorrido.

«No juzgues a los hombres por sus palabras sino por sus hechos. No estimes al charlatan por lo que dice, estima al modesto por sus virtudes.

»Si de ti murmuran porque eres callado, contesta con el silencio, y si porque hablas mucho, habla más para probar que tus palabras fueron bien dichas; pero antes que salgan de tu boca, mídelas con el compás de la prudencia y contéstate a ti mismo para poder apreciarlas en lo que valen.

»No adules a ningun hombre por grande y poderoso que sea, porque la adulación es la bajeza más deshonrosa que puede cometer el hombre pero tampoco digas a nadie sus defectos ni verdades que son amargas, porque no solo no corregirás sus vicios, sino que oscilarás contra ti su odio.

»La gratitud es el sentimiento más noble de la criatura. Muéstrate agradecido al que te haya hecho un bien aunque deje de hacerte otros ciento.

»Estima la honra más que la vida. Si la primera se mancha jamás se limpia, y si la segunda se pierde en el cielo se recobra.

»Trabaja, no solo para tí, sino para ser útil a tus semejantes, porque esa es la misión del hombre, y el que no la cumple, ni corresponde al fin para que Dios lo crió, ni paga a la sociedad la deuda sagrada que con ella tiene.

»Tu sangre es de tu patria; si le la pide no se la niegues; tus abuelos la derramaron por tí, derrámala tú por tus nietos; pero no confundas la patria con las ambición es ni con los odios particulares, ni defiendas causas ilegitimas.

Lucha con la sociedad en general y serás vencedor: pero no luches con los hombres uno a uno porque serás vencido.

«Todo lo demas que yo pudiera decirte te lo enseña nuestra santa religion.

«Es la última vez que te doy mis consejos, no los olvides.

»Mas te enseñará la experiencia que es el gran libro de la ciencia humana.

»Tu madre y tu hermana quedan solas en el mundo y sin más apoyo que el tuyo.

«Adiós, hijo mío, adiós. Yo te bendigo... Cuando vuelvas a tu patria reza sobre la tumba humilde de tu padre y estampa en ella un beso que allí descenderá mi espíritu paja recibirlo...

¡Adiós, hijo mío, hijo mío!.

Al concluir la lectura besó el poeta repetidamente el papel y lo regó con su llanto.

También lloraba su madre, pero ninguno de los dos pronunció una palabra en largo rato.

Andrea llegó al fin a poner término a aquella situación, y un abrazo volvió a unir a los tres.

Las lágrimas habían aliviado sus pesares, y más tranquilos pudieron hablar sosegadamente de los asuntos de familia, alegrándose no poco el poeta al saber que si bien carecia de fortuna, no era hasta el punto que pudiesen estar a cubierto del hambre si vivían con una rigorosa modestia, o más bien con estrechez.

Gran parte de la noche pasaron en no interrumpida conversación, y retirándose a descansar, durmieron con el sueño apacible de los justos.

CAPÍTULO III. De la resolución que tomó Cervantes.

No conviene a nuestro propósito hablar estensanmente del estado de los negocios públicos en España en la época que nos referimos, pero tenemos que hacer algunas ligeras indicación es sobre este punto para la buena inteligencia de los sucesos que vamos relatando.

Cuando Miguel de Cervantes llegó a su patria hacia cerca de un año que el cardenal Enrique, rey de Portugal, había muerto. Los pretendientes de mas importancia a la corona de aquel reino eran el duque de Braganza, don Antonio, prior de Ocrato y Felipe II. A quien correspondia el derecho a la sucesión en el trono portugués, debia decidirlo un consejo, nombrado de antemano por el difunto rey, de acuerdo con los Estados generales, y este consejo, compuesto de nobles partidarios de la casa de Austria, ya ganados por esta, hubiesen decidido a favor de Felipe II sin entrar en más examen; pero se veian amenazados por el pueblo que ante todo queria su independencia, que consideraba perdida si un monarca estranjero se sentaba en el trono del, no olvidado aun, célebre don Sebastian.

El consejo puso en juego todos sus recursos para ganar tiempo hasta que mas tranquilos los ánimos se presentase una ocasión oportuna: pero como el prior don Antonio trabajaba sin descanso para engrosar las lilas de su partido y para ello recurria a todos los medios imaginables:, temio Felipe II que semejantes dilación es perjudicasen su pretension, y después de haber hecho en vano promesas de tudas clases a sus contrarios para que renunciasen sus derechos, se resolvió a hacer valer el suyo por la fuerza de las armas.

Muchas circunstancias favorecían al católico rey en aquella ocasión, siendo las más principales, la división en partidos de los portugueses, la falta de medios para una defensa vigorosa, y la terrible epidemia que á más de mermar considerablemente la población había infundido en ella un terror el más espantoso.

No quiso Felipe II desaprovechar tan oportuna ocasión y sin detenerse, envió un ejército de veinte mil hombres al mando del Duque de Alba, mientras que él se trasladó a Badajoz, instalándose allí para poder mas fácilmente comunicar sus órdenes y recibir con más prontitud los avisos de cuanto fuese sucediendo.

Algunas plazas de la frontera de Portugal se prepararon para resistir la invasion, ya declarándose en favor de don Antonio, ya solamente en nombre de su independencia Todo fue inútil: el Duque de Alba entró en el territorio portugués, turnó la plaza de Elvas poca costa. Y luego las de Olivenza, Portalegre, Campomayor y otras, mientras que don Sancho de Avila se apoderaba de Villaviciosa que era del dominio del Duque de Braganza.

Entonces se dirijió el duque a Setuval donde se habían refugiado los gobernadores y lo más florido de la nobleza y también entró sin que se le opusiese resistencia. No podia haberse hecho con más rapidez la conquista de tantas y tan importantes plazas: fallaba solamente la capital del reino, pues una vez sometida esta, fácilmente quedaria sosegado el resto de la península.

Entre tanto, el prior don Antonio, había pedido auxilio a la Francia y á la Inglaterra, y aun enviado un embajador a Constantinopla, y deslumbrado por el brillo de la corona a que aspiraba, se hizo proclamar sin tener en cuenta el mal efecto que debia producir semejante paso.

Tal era el estado de los negocios públicos a la vuelta de Cervantes.

Nuestro poeta, después de haber descansado algunos días y puesto en órden los intereses de su familia, pensó en comenzar sus pretensiones cerca del monarca, a titulo de sus servicios en el ejército y de su conducta durante su cautividad, segun lo atestiguaba la honrosa información hecha en Arjel y a la cual daba él más importancia que a las cartas de recomendación de don Juan de Austria y del duque de Sesa. A pesar de que entre los demás consejos le bahia dado su padre el de que no confiase más que en Dios y así se evitaria el recibir desengaños, Cervantes abrigaba esperanzas risueñas, creyendo de buena fe que Felipe II lo atenderia cumplidamente.

Con tal ánimo, y en vista de que doña Leonor y sus hijas, aunque con suma estrechez, podían vivir con los recursos que tenían, nuestro poeta se decidió a ir a Badajoz para ver al monarca, y emprendió el camino sin pérdida de tiempo, con la cabeza, como siempre, llena de ilusiones y de esperanzas y la bolsa con algunos escudos que apenas le bastaban para su viaje. Empero la desgracia, que parecía ir con su sombra, segun de cerca le seguia por todas partes, quiso que su llegada a la capital de Estremadura coincidiese con la enfermedad que repentinamente puso en peligro la vida de Felipe II.

Ni siquiera intentó Cervantes solicitar una audiencia, porque no se la hubiesen concedido, y esperó algunos días, gastando el poco dinero que llevaba y entreteniendo el ócio en pasear por la ciudad y en escribir romances. Pero la enfermedad del monarca se agravaba más cada dia, y mas que de otra cosa daba señales de seguir cada día peor.

Nuestro poeta se había hospedado en una de las posadas más humildes de Badajoz y en el aposento más pobre de aquella posada, pues con la estancia de la corte en la ciudad, todas sus viviendas estaban ocupadas y eran pagadas a los más altos precios. Una mala cama una mesa peor y una silla con asiento de madera, componian el mueblaje de la habitación oscura y reducida de Cervantes. Sobre la mesa había un tintero de plomo con una pluma de pavo, y algunas hojas de papel escritas, y esparcidas desordenadamente; sobre la silla estallan los vestidos del poda, y este en la cama.

Las siete acababan de dar y la mañana estaba bastante fría, razón por la cual Cervantes no se había decidido a dejar aun el duro lecho, y se entretenía en mirar en una de las paredes el círculo de luz que formaba la que entraba por un agujero de la ventana que daba a la calle, y en cuyo círculo se dibujaban, cabeza abajo, todos los transeúntes. Semejante observación lo entretuvo largo ralo, y más lo hubiese entretenido a no entrar el posadero para avisarle que avanzaba la mañana y para preguntarle si le habían de disponer algun almuerzo.

—Guárdeos Dios, maese Nolasco—le dijo el poeta mientras variaba de postura.

—Parece que se os han pegado las saltanas—le contestó el posadero que era un hombre regordete que había dado al demonio la conciencia en cambio de las uñas.

—¿Cómo está la mañana?—repuso Cervantes.

—Algo fría, pero no tanto que vuesa merced tenga miedo de salir de la cama.

—No tal, y pronto lo vereis. Abrid esa ventana que entre la luz á visitarme, y luego decidme las noticias que corren con respecto a la salud de S. M.

El posadero abrió la ventana, y luego, con cierto aire de importancia, dijo:

—Ya sabe vuesa merced, señor hidalgo, que mis noticias son seguras porque, como tengo dicho, las adquiero por un criado de nuestro amado rey, y…

—Lo sé, maese Nolasco—interrumpió Cervantes.—Al grano, dejad las digresiones inútiles, que si por vuestras palabras llevaseis el dinero como por vuestro cristiano vino seriais ya el hombre más rico de la ciudad.

—Siempre está vuesa merced de buen humor; pero como me gusta esplicar las cosas—

—Bien bien, sepamos lo que se dice.

—Se dice, o para hablar con más exactitud me han dicho que S. M. se encuentra peor y que los médicos empiezan a desconfiar.

—Mala noticia.

—Y tan mala, porque si muere el rey, en las circunstancias que atravesamos, es posible que se vuelva la tortilla y que los portugueses vengan a pagarnos la visita que les hemos hecho.

—Sois hombre pensador—replicó Cervantes—y merece algo más que regir una posada; pero como todavia no ha muerto el rey ni han venido los portugueses a pagarnos la visita, quiero ocuparme de mi estómago y de mis asuntos antes que de todo.

—Precisamente he venido parí» preguntar a vuesa mercal si se le disponia de almorzar.

—Antes he de preguntaros otra cosa.

—¿Cuál?

—Deseo que me digais lo que vale un huevo cocido.

—Hay mucha escasez de huevos porque todos los consumen los cortesanos como si no se alimentasen de otra cosa.

—Decid el precio y dejad las observación es.

—A mis huéspedes no les llevo más de lo que me cuesta, que son veinte maravedís.

—Es un robo.

—Soy de la misma opinion y así lo digo al que me surte de huevos; pero le entra por un oído y le sale por el otro.

—¿De manera que por seis huevos me haríais pagar ciento veinte maravedises?

—Exactamente.

—¿Y si alguno está podrido?

—Me lo avisa vuesa merced para...

—¿Darme otro?

—Para no tomar más al que me loa trae.

—Mas barata es la carne.

—Tengo un trozo de pierna «le carnero que ayer se asó.

—¿Cuánto vale?

—Para vuesa mercal cinco reales nada mas.

—¿Y pava otro?

—Seis porque tiene más de tres libras.

—Dos serán de hueso.

—Ni dos onzas.

—Prefiero que me engañeis con la carne...

—Si no digo la verdad...

—Reservadme el trozo de pierna, pero a condición de que si luego no es como decís, os lo quedareis.

—Bien.

—Ahora dejadme, que yo os avisaré.

—¿Caliento entre tanto la carne?

—Nó.

—Vuesa merced disponga lo que quiera—repuso maese Nolasco.

Y volvió a salir.

Cervantes se incorporó en la cama y tomó sus gregüescos de donde sacó algunas monedas y las contó.

—Bien—dijo:—apenas me queda dinero para sostenerme en Badajoz cinco ó seis días, en cuyo tiempo no puede mejorarse el rey hasta el punto de ocuparse de mis pretensiones. En este caso, tengo precisamente que tomar las de Villadiego en seguida; pero como no he de volver a Madrid sin haber adelantado nada, porque para eso hubiese sido mejor no venir y escusar los gastos que he hecho, me ocurre una idea que indudablemente favorecerá mis pretensiones y me sacará del apuro presente: me voy á Portugal hoy mismo para sentar plaza en mi antiguo tercio y a las órdenes de mis antiguos gefes don Lope de Figueroa y Diego de Urbina, y al lado de mi hermano Rodrigo que sirve con ellos. Si merecen recompensa los servicios que tengo prestados, mayor deberá ser aumentando estos espontáneamente. Ya alcanzó mi hermano el grado de alférez, sin mas recomendación que su buen comportamiento, y natural parece que yo alcance lo mismo. El duque se prepara a entrar en Lisboa: este debe ser un golpe decisivo, y si tengo ocasión de hacer algo de provecho en la jornada, aseguro mi fortuna, porque los servicios pasados y los presentes serán una gran recomendación para el monarca.

Meditó algunos instantes el poeta, y luego repuso:

—Estoy decidido: así podré decir al rey: «Señor en Lepanto perdí la mano izquierda y en Arjel la libertad; y la mano derecha que al cielo plugo dejarme, y la libertad que con los más costosos sacrificios pude recobrar al fin, la he empleado en servicio de V. M. y de la patria.» Y el rey, como buen padre de sus vasallos, y obrando con justicia, pondrá precio a la sangre que he derramado, a la lealtad con que lo he servido y a la honradez que tengo probada, y señalará la recompensa.

Resuelto y convencido de que no podia suceder de otro modo que como pensaba él, levantóse el poeta, vistióse y fue en busca de maese Nolasco, pagóle los días de alquiler de su aposento, envolvió en un papel la carne asada, y aprovechó la ocasión de salir para el vecino reino con un traginante que se ofreció a llevarlo en una muia hasta la frontera por el módico precio de tres ducados.

Lo dejaremos caminar, y mientras llega al término de su viaje, volveremos a Madrid para dar cuenta a nuestros lectores de lo que sucedió aquel mismo día en casa de doña Leonor, pues así lo exije el buen órden de la presente historia.

CAPÍTULO IV. Donde volvemos a ver a Zoraida.

Por aquellos tiempos había en la plaza del Arrabal una hostería que era de las más concurridas de la población por la fama de buen cocinero que tenía su dueño maese Manción I, personaje muy conocido de los lectores de La Capa del Diablo por los sustos y apuros que le hizo pasar el travieso paje, protagonista de aquella historia. Pero como no todos los lectores de esta lo habrán sido de aquella les diremos que la hostería en cuestión tenía cerca de la puerta de entrada una empinada y estrecha escalera que conducia a las habitación es del piso superior, y que en una de estas, con balcon a la plaza, es donde vamos a penetrar sin licencia de dos mujeres que se alojaban en ella y que el día anterior habían llegado a la coro, nada villa.

Una de aquellas mujeres era jóven, de ojos negros y rasgados, de mirada lánguida y espresiva, de blanca tez y lábios rojos, y de formas esbeltas.

La otra era jóven también, pero de cutis negro, lino, y brillante como el azabache, de ojos más redondos, aunque también espresivos y de ardiente pupila y de lábios más rojos aun y de formas que hubieran podido servir de modelo.

La primera, como habían sospechado nuestros lectores, era Zoraida, y la segunda su esclava Zamareta, que al fin habían logrado escapar felizmente de Arjel, y después de recibir el bautismo en Oran, se habían venido a España. Aunque la esposa de Dalí Mamí había tomado el nombre de María, y la negra el de Ana, seguiremos llamándolas como de costumbre para evitar confusion.

Zoraida estaba vestida a la usanza europea, con un vestido de brocado azul y adornada con un collar de gruesas perlas de las mismas que había traido de Arjel, y aunque por la falta de costumbre no llevaba este traje con toda la soltura que las que siempre lo habían usado, no por eso dejaba de estar bellisima, si bien no tan arrebatadora como con las vestiduras que la dimos a conocer.

También Zamareta llevaba traje europeo, aunque más humilde, y esta era la que más había perdido sil belleza al trocar sus ropas, pues ocultaba la de sus formas del más puro y correcto dibujo. Acaba de entrar y de dejar un ancho manto de seda, y sentándose en un taburete a los pies de su señora que descansaba en un ancho y viejísimo sillón forrado de cuero verde con clavos de cobre, dijo en lengua berberisca:

—He sido afortunada.

—¿Ya sabes donde vive?—le preguntó afánosamente Zoraida.

—Sí, aunque me ha costado mucho trabajo, porque ni conozco las calles de la población ni sé esplicarme con la claridad que quisiera; y esta misma dificultad encontrarás tú también aunque has podido aprender en poco tiempo algo más de la lengua de este pais.

—¿Pero sabrás ir a su casa?

—He andado tres veces el camino para aprenderlo, y puedo ir sin equivocarme.

—¿Está lejos?

—Nó.

—Pues bien, ya que la fortuna se nos muestra propicia, no perdamos un momento. ¡Ah!... voy a verlo, a estrecharlo entre mis brazos, á recordar las horas tan felices que pasé a su lado, a preguntarle si me ama y a oir de sus lábios palabras de amor... ¡Y ya no nos separaremos!

Los ojos de Zoraida se animaron, se encendió su rostro con el fuego de su pasión más viva cada dia, y las más gracias ilusiones, las esperanzas mas halagüeñas hicieron que se entreabriesen sus lábios para sonreir dulcemente.

—¿Y no seria mejor—repuso la negra—que yo le avisase tu llegada y que viniese a verte?

—¿Y por qué no he de buscarlo yo? ¿Por qué perder ese tiempo después del que ha pasado sin verlo?

—Vivirá con su familia y tal vez tengas que verlo en presencia de su madre cuyo carácter no sabemos cual sea.

—¿Acaso no debe halagarle a su madre el ver que su hijo os amado? Yo tendré para ella también caricias, y no me mirará con desden porque naci mahometana: el baustimo nos ha hecho iguales.

—Como te plazca, señora—contestó la negra que no quedó convencida:—ya lo habrás pensado bien y habrás visto si es prudente el paso que vas a dar.

—Nada me detiene: harto sacrificio he hecho en no acompañarte como quise, pues así ya lo hubiera visto.

—Dispon a tu placer.

—Vamos, vamos—repuso Zoraida con impaciencia.—Ya le he dicho que no quiero perder un instante.

Y se levantó, dejando que Zamareta le colocase un ancho manto negro con el cual procuró recatarse todo lo posible el rostro.

—No olvides los collares que quiero regalar a su madre y a su hermana: ese presente me lo agradecerá él mucho y será para ellas una prenda del cariño qué pienso conquistar.

Zamareta tomó una caja de ébano que encerraba dos riquísimos collares de perlas, y siguió a su señora que con rápido paso salió del aposento.

Encamináronse a la calle de Toledo, bajaron, y volviende a la derecha, se encontraron en Puerta Cerrada.

—Vamos bien, conozco este sitio—dijo la negra.

Luego entraron por la calle del Nuncio, y pocos momentos después se hallaban a la puerta de la casa de Cervantes.

—Aquí es, señora.

Zoraida se detuvo.

Sus megillas estaban pálidas y su coraran latia con tal violencia que parecía que iba a saltar del pecho.

—¿Estás decidida?—repuso Zamareta.

—Sí, pero tiemblo y estoy turbada de tanta alegria.

—Creo que no has consultado tus fuerzas.

—Subamos.

Treparon, porque así puede decirse, la empinada escalera, y cuando llegaron al cuarto segundo, la negra llamó.

—¿Quién es?—preguntaron desde adentro.

—Abrid si lo tenéis a bien—contestó la berberisca con alguna dificultad pues le costaba aun bastante trabajo hablar en español.

Abrióse la puerta y apareció la hermana de Cervantes.

—¿Qué quereis, señora?—preguntó.

—¿Es esta la casa de Miguel de Cervantes?—dijo Zoraida.

—Si.

—¿Puedo verlo?

—Es imposible—contestó Andrea.

—Perdonad, buena señora, si os ruego que no me negueis hablarle. Decidle...

—No puedo decirle nada—interrumpió Andrea—porque el señor Miguel de Cervantes no está en Madrid.

—¿Acaso no ha vuelto de Arjel?—repuso con algun sobresalto la convertida.

—Si, a Dios gracias, pero ha salido otra vez para Badajoz.

Zoraida palideció hasta el punto que llamó la atención de la viuda.

—¿Os sentís indispuesta?

—Nó, pero... ¿Sois vos?...

—Hermana de Cervantes.

—¿Y no sabeis si esperaba la llegada de alguna persona?...

—Lo ignoro.

—¿No os ha dicho todo lo que le ha sucedido en Arjel?

—Tal creo.

—Quisiera ver a vuestra madre—repuso la berberisca que sintió que le faltaban las fuerzas y tuvo que apoyarse en el brazo de su esclava.

—Palideceis... tembleis—dijo Andrea.

—No es nada...

—Aunque no os conozco, si quereis entrar y sentaros... Vuestro acento me dice que sois estranjera...

—Tan buena como él—murmuró Zoraida.

—Entrad, señora, y vereis a mi madre.

—Dios os lo premiará.

Zoraida entró seguida de Zamareta, y Andrea las condujo al aposento que ya conocen nuestros lectores, y en el cual estaba doña Leonor.

—Vos sois su madre—dijo la convertida, acercándose a la viuda.—Vuestro rostro me lo dice.

Y se dejó caer en una silla.

—Madre mia—dijo Andrea—esta señora pregunta por Miguel. Le he dicho que no está en Madrid y ha manifestado deseos de veros.

Doña Leonor contempló con estrañeza a Zoraida, y aunque no la conocia, la tuvo por una dama de calidad al ver, el riquísimo traje que vestia y las gruesas perlas que adornaban su mórbido cuello.

—Se ha sentido repentinamente indispuesta, y le he rogado que entre y que descanse...

—Señora—dijo doña Leonor—aunque no os conozco, es bastante que hayais pronunciado el nombre de mi hijo Miguel para que se os abran las puertas de esta casa.

—Tan buena como é!—dijo la berberisca con acento de ternura.—Señora, en vuestro semblante se retrata la grandeza de vuestro corazón, y ahora comprendo el dolor de vuestro hijo por estar separado de vos.

—¿Lo conocisteis en Arjel?

—Sí.

—¡Oh! decidme cuanto sepais de lo que allí ha sufrido—replicó la viuda acercándose a Zoraida.

—¿No os ha referido todos sus trabajos?

—Mas me ha hablado de sus alegrias que de sus pesares.

—¡Siempre lo mismo! ¡Pensando siempre en disminuir los pesares de los demas a costa de sus alegrias!...

—¿Según veo lo habeis tratado muy de cerca, puesto que tan bien le conoceis?

—¿No os ha hablado nunca de mi?

—¿Y quién sois vos?

—Yo,—dijo algo turbada la berberisca—me llamo María, y... antes me llamaba... Zoraida...

—¡Sois la esposa de su amo!

Los ojos de la convertida brillaron alegremente porque estas palabras de doña Leonor le probaban que Cervantes no la había olvidado puesto que había hablado de ella.

La viuda por su parte que ya Lema noticia de los amores de su hijo en Arjel, contempló a Zoraida con la mayor atención, y lo mismo hizo Andrea.

—Todo lo comprendo, señora—dijo doña Leonor.—Mi hijo esperaba que vinieseis, aunque no tenía mucha confianza de que pudieseis lograr vuestra fuga.

—¡Gracias, Dios mío!—exclamó la hermosa, berberisca cuyos magros ojos se humedecieron con dos lágrimas de ternura.

Y luego añadió, dirigiéndose a la madre del poeta:

—Sois dueña de mi felicidad y de mi vida pronunciad una palabra, decid que me permitireis que os llame madre y...

—Como yo, sois cristiana—interrumpió doña Leonor, y bien podeis ser la esposa de mi hijo...

—¡Ahí—exclamó Zoraida arrebatadamente.

Y se arrojó llorando en los brazos de la viuda.

Esta, que sabia los sacrificios que por su hijo había hecho la esposa de Dalí Mamí la prodigó mil caricias con la mayor ternura.

—¡Y no puedo verlo!—repuso la convertida,—¡Tengo que esperar!...

—Tal vez dentro de pocos días esté de vuelta, porque una circunstancia imprevista ha hecho inútil su viaje. Hoy he tenido carta suya, y me dice que no podrá permanecer muchos días en Badajoz porque nada adelanta y se le concluyen los recursos para su sostenimiento allí.

—¿Con qué es cierto que sois tan pobres como él me decia?—replicó Zoraida con la más sencilla franqueza.

—Mucho, señora.

—No desde este momento, porque yo soy rica, y cuanto poseo es del hombre á quien tanto amo.

Doña Leonor sonrió tristemente y repuso:

—Aun no nos conoceis, señora.

—¡Es verdad!... He olvidado por un momento lo que la experiencia me había demostrado: tampoco quiso vuestro hijo aceptar la libertad que tantas veces le ofrecí... Perdonadme, señora; no fue mi intención ofenderos; pero ¿qué be de hacer con las riquezas que be traído? ¿He de darlas a un extraño cuando pueden hacer vuestra felicidad, o mejor dicho, nuestra felicidad, porque yo seré un individuo de la familia?

—Nada puedo contestaros sobre eso—dijo doña Leonor—porque es asunto en el que solo a mi hijo toca resolver; pero casi estoy segura de que no aceptará unas riquezas que fueron de vuestro esposo.

La viuda había quizás aventurado más de lo que debiera al dar a entender á Zoraida que se casaria con Miguel de Cervantes, punto sobre el cual este nada había dicho a su madre al referirle lo sucedido en Arjel. Llevada doña Leonor de un impulso generoso, acojió a la berberisca con la mayor franqueza y cariño; pero pasada aquella primera impresion, comprendió que debia obrar con alguna reserva para no comprometer la posición delicada de su hijo con respecto a la esposa de Dalí Mamí.

—Señora—repuso la viuda—para mí tenéis un doble valor porque habeis arriesgado vuestra vida por cariño a mi hijo, y porque habeis abierto los ojos a la luz de la verdad, abjurando los errores de vuestra antigua y falsa religion; pero este aprecio que os debo tan justamente; no me autoriza para tratar con vos sobre cuestiones que solo son del corazón. Mi hijo me ha hablado de vos con la mayor ternura y os recuerda con toda la gratitud que atesora su alma noble, más no por eso podré yo deciros la resolución que tomará cuando os vea. Esto no quiere decir que se casará con vos ni que os volverá la espalda cuando os encuentre, sino que es lo más acertado aplazar este asunto para su vuelta.

Zoraida bajó tristemente la cabeza y exhaló un suspiro.

—Entre tanto—se apresuró a decir doña Leonor—os amaré y seré vuestra mejor amiga, me serán gratas en estremo las horas que estemos reunidas, y si quereis, ¡untas iremos a cumplir los deberes de cristianas...

—A nadie conozco en esta tierra...

—No os pese, porque el mundo está muy pervertido y es peligroso entregarse de buena fe al trato del primero que se presenta con apariencias de amigo. Vos debeis tener un doble temor: sois jóven y estremadamente hermosa, y pronto os vereis rodeada de todos los lazos que tiende la seducción .

—Yo no quiero trato con nadie sino con vosotras porque sois la madre y la hermana del hombre a quien tanto amo.

—Pues bien, venid a vernos todos los días a las horas que mejor os parezcan, y reunidas haremos más breve el tiempo de la ausencia de mi hijo.

—¡Gracias señora!—exclamó Zoraida conmovida y estrechando entre las suyas ardientes y temblorosas las manos de doña Leonor.

—No os ofrezco—repuso esta—que os vengais a vivir con nosotras, por dos razones: la una porque nuestra escasez es tal que solo miseria es lo que tendríais que compartir con nosotras, y la otra porque a la vuelta de Miguel se murmuraria porque una mujer a quien amaba jóven y hermosa, vivia en su misma casa.

—Compartir vuestra miseria y vuestros pesares seria mi mayor felicidad, pero hay que evitar la murmuración .

—Me place que participeis de mis ideas.

—Ahora seremos amigas; después podré llamaros madre.

—Deseo vuestra felicidad.

—Una súplica tengo que haceros aun—dijo Zoraida después de haber reflexionado algunos momentos.

—Os escucho.

—Al salir de Arjel me acordé de vosotras y quise traeros una prueba de mi recuerdo. ¿La aceptareis? No tiene otro valor que el que le dé el cariño que me habeis demostrado.

—Pensad que es muy delicado que yo admita obsequios vuestros sin conocimiento de mi hijo.

—Ya os he dicho que ningun valor materia! tiene el que os ofrezco y que solo debeis considerarlo como un recuerdo de cariño.

—Sin embargo...

—No me negueis esa gracia—repuso la berberisca, tomando la caja que había llevado Zamareta.—Os repito que nada vale.

Y puso la cajita sobre las rodillas de doña Leonor.

Abrióla esta, y al ver los riquísimos collares cuya nacarada blancura brillaba más sobre el fondo negro de la caja, dijo:

—Esto son joyas de gran valor... Perdonad, señora, pero ni aun con la licencia de mi hijo las aceptaría.

—¿Rehusais'.;.

—Decididamente.

—¡Oh!

—Si habeis traído algun puñado de la tierra que mi hijo ha pisado y regado con sus lágrimas, algun trozo de las cadenas con que lo han sujetado, dádmele, lo besaré como una reliquia, me vereis llorar de ternura y os lo agradeceré más que si fuese un tesoro. Tomad, señora, y guardad esas prendas, que yo de vos no quiero más que virtudes y cariño.

Zoraida no se atrevió a replicar porque comprendió que seria inútil insistir, segun se lo daba a entender el acento de firme resolución de la viuda. Así, pues, volvió a tomar la caja, y entregándola a Zamareta dijo:

—No sé si os he ofendido porque ignoro las costumbres de este pais.

—Por eso os he devuelto los collares y agradecido vuestra voluntad porque de otro modo los hubiera arrojado con desden.

—Pues bien para daros una prueba más de mi buena intención—repuso Zoraida—venderé esas perlas y su producto lo daré a los pobres.

—Sois...—contestó la viuda y se detuvo.

Digna de mi hijo», iba a añadir; pero acordándose de la reserva que se había propuesto observar, cambió la frase y añadió:

—Sois virtuosa... ¡Dios os bendiga!

Pasaron algunos instantes de silencio que al fin rompió la berberisca para decir:

—¿Y si vuestro hijo retardase su vuelta?

—Tendremos que esperar.

—¡Esperar!—repitió tristemente Zoraida.—¡Siempre esperar!... ¡Cuán largo es el tiempo!

—Debemos conformarnos con la voluntad de Dios.

—Decidme, señora, ¿no podré sin riesgo ir a donde está vuestro hijo?

—Nó, porque allí se ha encendido una guerra.

—¿Pero ha vuelto a ser soldado?—preguntó con inquietud la berberisca.

—A nada se ha resuello todavía, y sentiré que otra vez tome las armas y ponga su vida en riesgo.

—Tal vez haré una locura, pero si tarda muchos días sin volver, estoy resuella a ir a buscarlo.

—Desechad esa idea.

—¿Por qué?

—Os espondreis a perecer.

—¿Qué me importa? En muchas ocasiones he arrostrado la muerte por estar una hora a su lado: ¿por qué no he de arrostrarla en esta ocasión para alcanzar la dicha de toda mi vida?

—Pero entonces os era forzoso hacerlo así, y ahora podeis lograr vuestro deseo sin arriesgar nada. Lo que en unas ocasiones es valor digno de alabanza, en otras es loca temeridad.

—¡Es que estoy loca!—exclamó Zoraida, haciendo un esfuerzo y mientras que sus megillas se tornaban rojas.—Vos habeis amado también, señora; acordaos de cuanto puede una pasion...

—Que debe entrenarla el juicio cuando lo exijo la prudencia.

—Es verdad, si, pero es tan débil mi voluntad para luchar con mi pasion...

—Pedid fuerzas al Omnipotente.

—Además, todavia no he podido hacerme superior a las superstición es que desde la niñez dominan a los de mi raza.

—Es un pecado.

—Losé, y lucho, y cuando logro vencerlas, me acuerdo de Jaguá... Vos no sabeis quien era Jaguá—¡Infeliz!... Era una esclava mía que amaba á vuestro hijo con la más ardiente de las pasiones, con toda la fuerza impetuosa de una fiereza que vos no podeis comprender, con toda la violencia del que no ha tenido en su vida más que una afección, que lio ha amado más que a una criatura y aborrecido de muerte al resto del género humano... ¡Pobre Jaguá!...

Por las megillas de Zoraida rodó una lágrima de compasion.

—La desdichada—prosiguió—perdió el juicio... ¡Los celos la volvieron loca!... Me predijo que mi pasión había de ser fatal para ambas.

—Desechad esas ideas.

—No se equivocó en cuanto a ella porque murió desastrosamente en un arrebato de celos; y en cuanto a mí, no estoy tranquila es la única superstición que no he podido dominar ¡Dios me proteja!

Zoraida se cubrió el rostro con las manos y derramó abundantes lágrimas. Como había dicho, la predicción de Jaguá no se apartaba de su memoria, y su espíritu supersticioso no estaba tranquilo desde la muerte de aquella infeliz.

Largo rato de silencio transcurrió hasta que la berberisca hubo de despedirse de doña Leonor y de Andrea que había permanecido muda durante la pasada escena.

—Dedicad—dijo la viuda—el día de hoy a descansar, y mañana, si que reís, venid temprano y nos acompañareis a oir misa.

Salió Zoraida después de abrazar a sus nuevas amigas, y cuando estuvo en la calle, respiró con avidez el aire libre, y dijo a Zamareta:

—Ocho días mas, pero no más que ocho días.

—¿Y qué piensas luego hacer?

—Si tío ha vuelto en ese tiempo, iré a buscarlo.

—Dicen que espones tu vida, amada señora.

—La vida sin él es para mí una carga pesada.

—Ya sabes que aunque se presenten los mayores peligros no te abandonaré.

—Sé que me amas mucho;

—Soy todavia la esclava.

—Ya hemos corrido solas por mar y tierra sin que nada malo nos haya sucedido. ¿Por qué no ha de seguir protegiéndonos Dios?

—Nada temo, señora.

—Yo tampoco más que el perderlo.

Siguieron el mismo camino que habían llevado, y más de una mirada se fijó en el pálido y hechicero rostro de la berberisca que en su turbación ni cuidaba de ocultar con el mauló, ni advirtió que un caballero joven, ricamente vestido iba tras ellas.

Llegaron a la hostería, entraron y precipitadamente subieron la estrecha escalera que conducia a su habitación, y galan perseguidor, entrando también, pero quedándose en el zaguan, gritó:

—¡Maese Manción I!

El panzudo hostelero acudió con toda la celeridad que le permitia su robustez y al ver al caballero, dijo:

—Bien venido sea vuestra señoría, y cien veces bien venido, porque ya pensaba que vuestra señoria me había olvidado. Pero si ni falta de salud ni otros disgustos le han impedido venir, me alegro.

—Eso no viene al caso: lo cierto es que aquí me tenéis.

—Y solo, que es cosa estraña en vos.

—No siempre se encuentra un amigo, o una amiga, que almuerce con uno.

—Lo cual es rarísimo, pues en cuanto a los amigos vuestra señoria tiene muchos que apuren las botellas de Jerez y de Borgoña que paga generosamente; y si hablamos de amigas vuestra señoria es...

—Cualquiera cosa, que esto no interesa, os repito. Sois un tunante adulado a quien yo estimo...

—Me honra vuestra señoría—contestó sonriendo maese Manción i.

—Necesito hablaros reservadamente.

—Pues nunca en mejor ocasión: Indos los huéspedes están fuera de casa...

—Menos dos que no habeis visto entrar: blanco el uno con los ojos tan negros como el rostro del otro.

—¿Ya les echasteis la vista encima?... Con razón dicen que el señor vizconde de Puerto alegre—

—Con razón dicen que sois un bribon. Sacad una botella y entremos en el salon de mis delicias.

Maese Manción I hizo Una reverencia y se fue volviendo a poco rato con una botella empolvada y un vaso de vidrio, y siguiendo al llamado vizconde que entró en un aposento situado a la derecha del zaguan. 

CAPÍTULO V. De la conversación que tuvieron el vizconde y maese.

Solo una mesa había en medio del aposento donde entraron maese Manción i y el perseguidor de Zoraida.

Era este un jóven como de veinte y cuatro años, de buena estatura y de rostro algo enjuto y pálido. La mirada de sus grandes ojos azules era lánguida, y la espresión de su semblante, altiva y desdeñosa, indicando todos sus gestos ese cansancio prematuro de una vida agitada, de esa vida de escesos donde todas las pasiones, todos los sentimientos se estinguen o se amortiguan en medio del estrépito de las orgias, del desenfreno de todos los vicios. En medio de la viveza y de la alegria que demostraba, advertíase cierto abatimiento, cierta enervación impropia de sus pocos años. Sin disputa era bello a pesar de su palidez y de dos semicírculos ligeramente amoratados que guarnecían la parte inferior de sus ojos. Su barba y sus cabellos eran rubios, finos y brillantes, pero sus labios estaban siempre fríos, secos y blanqueemos.

El jóven vizconde era huérfano y heredero de una inmensa fortuna que gastaba locamente al par de su salud. Era atrevido y valiente y manejaba la espada con tan rara destreza como era grande su gracia y habilidad para pulsar de noche una guitarra y entonar un romance tierno y amoroso como ningun rondador. En toda la villa era conocido, y sus calaveradas se habían hecho proverbiales. Los maridos celosos lo calificaban de hombre depravado y torcían el gesto cuando, acompañados de sus mujeres, lo encontraban en la calle o en algun sarao; los amantes le llamaban necio y fingían reírse de él mientras que te envidiaban su buena estrella o temian ser sus rivales, y las mujeres, a pesar de que murmuraban de su licenciosa vida, lo miraban con cierto interés y se envanecían cuando las llamaba hermosas. Le gustaban las damas por la finura de su porte, y las mujeres de humilde condición por su franqueza y sencillez: para él, segun decia, todas las mujeres de quince a treinta merecían los honores de un piropo si no querían aceptar más obsequios, pero ninguna merecia un marido. Lo mismo poseia el lenguaje de las tabernas que el de los palacios, y le importaba muy poco, o mejor dicho no le importaba que acabado de salir de las unas lo viesen entrar en los otros.

Sin embargo de todo esto, no era el vizconde un don Juan Tenorio ni con mucho: era solamente uno de esos desdichados que tienen la desgracia de estraviarse sin saber a dónde van, cayendo en el cieno de la sociedad para morir miserablemente en él sin dejar un recuerdo: no era de esos hombres que aun en medio de su perversidad saben engrandecerse y levantarse sobre los demas; la perversidad del vizconde era mezquina y ruin.

Conocido ya este nuevo personaje, nos queda referir la conversación que tuvo con maese Manción i.

—Sentaos—dijo el mancebo mientras él lo hacia asi.—Sentaos y beber si quereis: yo no pienso probar vuestro vino ahora, sino hablaros, y si os mandé traer la botella fue solo por pedir y nada mas.

—Gracias, señor vizconde: sois muy generoso.

—Vais a contestarme a algunas preguntas.

—Ya escucho:

—¿Quién es esa mujer de ojos negros y de servidumbre negra a quien hospedais'

—Lo ignoro.

—Si a todo contestais lo mismo quedaré satisfecho.

—Esa mujer—repuso el hostelero—llegó ayer con su don celia, casi anochecido.

—Va ricamente vestida.

—Y lleva unos ricos collares de perlas que no habeis podido ver.

—Os habrá dicho su nombre.

—Solo que se llama doña María, y su doncella, Ana.

—¿Y el apellido?

—Lo ha callado.

—¿Tampoco sabeis de donde ha venido?

—Tampoco, pero sí puedo aseguraros que no es de esta tierra.

—¿Cómo lo sabeis?

—Habla muy mal al castellano, peor, mucho peor que yo.

—Ya vamos sacando algo en claro.

—Poco podré deciros.

—¿Es esta la primera vez que ha salido a la calle?

—Si, señor.

—¿Y su doncella"?

—Salió esta mañana temprano después de preguntarme hacia qué lado de la villa estaba la calle de las Huertas.

—¿Tardó mucho tiempo en volver?

—Mas de dos horas.

—¿Y su señora ha estado macho tiempo fuera de casa?

—Mas de una hora.

—¿Os paga bien?

—Como una reina.

—¿Es habladora la negra?

—Reservada y con apariencias de muy ladina.

—¿Y no habeis podido comprender si tiene mucha confianza con su ama?

—Mas que otra cosa parecen dos amigas.

—Y sin embargo, es su criada.

—Sí, señor.

—Esa mujer es un misterio, pero un misterio con dos ojos que me han trastornado la cabeza.

—No lo extraño.

—Hasta la picara de la negra es hermosa.

—Bastante.

—Maese Manción i, es preciso saber quien es esa mujer, de dónde viene, á dónde va, y cual es su flaco, pues todas las mujeres tienen uno al menos, y las más de ellas son una pura flaqueza.

—Las conoce bien vuestra señoría.

—No debeis vos conocerlas mal puesto que no os habeis casado.

—No he tenido tiempo de ocuparme de esa cuestion.

—Sepamos cómo vais a componeros para conseguir lo que yo deseo.

—Obedeceré las órdenes de vuestra señoría: nadie me gana a guisar unos macarrones, pero a inventar una intriga...

—Es verdad, me olvidaba de que no tenéis más que barriga y careceis de cabeza.

—Así es lo cierto, y por eso digo que cumpliré las órdenes de vuestra señoría, pero nada mas.

—Pues escuchad mis órdenes, adviniéndoos que pagaré generosamente porque no llenen precio los ojos de esa mujer.

—Ya escucho.

—No os fallará un amigo que tenga más entendimiento que vos, un hombre de esos que se meten por el ojo de una aguja...

—Conozco uno que no tiene igual: si se propone espiaros lo encontrareis junto a vos en todas parles, en la calle, en casa, y hasta dentro de la cama.

—Debe ser un mozo de cuenta.

—Listo como ninguno.

—Bien.

—Le llaman el bachiller Lagartija, y con su viveza justifica bien su apodo. Es un poco hablador, aunque reservado, pero esto suele ser útil.

—Esa lagartija es un tesoro.

—En dándole dinero y vino, está dispuesto a todo.

—Es el hombre que necesito.

—Pues cuente con él vuestra señoría.

—Ya veis, maese, que no se trata de cometer ningun crimen.

—Así lo creo y por oso me presto a obedecer.

—Una intriga de amores...

—Eso no vale la pena.

—El llamado bachiller, que supongo no será tal...

—Nada de eso.

—Bien, esa lagartija no hará desde hoy otra cosa que seguir a vuestra huéspeda a todas partes.

—Es muy fácil.

—Averiguará quien vive en las casas a donde vaya.

—También lo hará.

—Y lo mismo con la doncella si sale sola.

—Se entiende.

—Además, hará todo lo posible para trabar conocimiento con ella.

—¿Con la negra?

—Si.

—Eso será más difícil.

—¿Por qué?

—Porque tiene trazas de esquiva y desconfiada.

—No importa.

—Hará lo posible, y lo que él no consiga no lo logrará otro.

—Vendré todos los días a saber el resultado de sus averiguación es y vos me direis lo que ocurra.

—Buen plan de campaña, señor vizconde; con razón dicen que vuestra señoría...

—¿Otra vez me adulais?

—Os juro por la santa Madona de...

—No he concluido.

—Eso es otra cosa, señor.

—Necesito una habitación en vuestra casa, y en concepto de esa dama pasaré por uno de tantos huéspedes. La ocuparé cuando me convenga, y cuando no, guardareis la llave.

—Cuidado, señor vizconde, que eso huele ya a negocio un poco sério—replicó maese con alguna desconfianza.

—¿Temeis que abuse, señor panzudo?

—Nada temo de vuestra señoria sino que se le alborote la cabeza y tengamos un conflicto.

—Tranquilizaos, que a mi más que a vos me interesa ser prudente si he de alcanzar lo que deseo.

—Es verdad, pero.

—Dejaos de observación es y haced lo que os digo si quereis mi amistad y mi bolsa.

—Bien, bien... yo...

—En cuanto al secreto, escuso deciros lo que importa guardarlo por ahora, y que me respondeis de él con vuestra enorme barriga.

—Ocasiones ha tenido vuestra señoria en que poder conocerme.

—Una cosa me falta preguntaros.

—¿Cuál?

—¿Tiene ventana a la calle el aposento que ocupa esa dama?

—Uno de los balcones que caen a la plaza tiene la primera habitación, y en la segunda una ventana que da al pátio.

—Bien, maese Manción i—repuso el mancebo, sacando un bolsillo—tomad esos diez escudos de oro para los primeros gastos de Lagartija, y si el negocio sale bien, sereis recompensado largamente.

—Gracias, señor vizconde, gracias.

—Advierto que no habeis destapado la botella.

—Ya sabe vuestra señoria que nunca bebo.

El vizconde meditó algunos instantes y luego repuso;

—¿Cuándo vereis a Lagartija?

—A estas horas acostumbra a venir, y si vuestra señoria quiere conocerlo, no tiene más que esperarse un poco... no tardará un cuarto de hora.

—Nó.

—Tengo una hermosa trucha que servir a vuestra señoria para que entretenga el tiempo.

—Con gusto la comeria si me acompañase la dama misteriosa, pero para estar solo, quiero aprovechar el tiempo en otra cosa.

—Como plazca a vuestra señoría.

—Me voy—dijo el mancebo levantándose.

—¿Volverá hoy vuestra señoría?

—A la noche.

El vizconde salió, y maese Manción i, no muy tranquilo con tos proyectos en que acababa de tomar parte, se hizo las siguientes reflexiones:

—En cuanto a que el bachiller Lagartija se convierta en sombra de esa dama, no encuentro cosa particular, porque todo será que se averigüe quien es y que el vizconde tenga más facilidad de galantearla, pero lo de darle un aposento en mi casa... no me gusta mucho porque ese mancebo es un libertino que nada respeta, y bien puede suceder que abuse de la ocasión, comprometiendo mi reputación de hombre honrado y mis intereses. No puedo negarme porque es temible si se enoja, y por lo menos, seria capaz de armar un escándalo, pero necesito tomar algunas precaución es, estar muy alerta, y en último caso obrar con energía.

Tras estas reflexiones, maese se dirigió a la cocina y la casa quedó en el más profundo silencio.

CAPÍTULO VI Donde volvemos a Portugal

CUANDO el prior don Antonio tuvo noticia le que el ejército del Duque de Alba marchaba sobre Lisboa, comprendió que le era preciso evitar a todo trance aquel golpe, pues una vez, que los españoles se apoderasen de la capital del reino, no le quedaba recurso para hacer triunfar su causa que indudablemente se perderia con semejante golpe.

Con cuanta prisa le fue posible reunió don Antonio a sus más decididos partidarios y el mayor número de sus tropas, reclutando algunos miles de soldados mas, y poniéndose él mismo a la cabeza de su ejército.

Ganadas por los españoles las plazas más importantes, causados los defensores más ardientes de la independencia, y desalentados los partidarios de don Antonio por los descalabros que habían sufrido y porque no veian llegar los prometidos socorros del estranjero, estaba el prior en el caso de arriesgar en una batalla decisiva todo el porvenir de su causa.

Al fin vió don Antonio reunido un ejército de diez y seis mil infantes y dos mil caballos, pero la mayor parte era gente indisciplinada, y no pocos moros berberiscos sin entusiasmo por la causa que iban a defender. Sin embargo, la prontitud con que se dispusieron les dió lugar a elegir una ventajosa posición antes que los españoles pudiesen llegar a Lisboa, y sentaron el campo a una milla de esta ciudad que resguardaba uno de sus costados, teniendo al otro el Tajo donde contaban con cien embarcación es, de los cuales, cuarenta y dos tenían numerosa artillería, y delante, es decir, por el único lado por donde podían ser acometidos, un riachuelo de escarpadas orillas que difícilmente podian atravesarse, á poco que fuesen defendidas.

Bien atrincherados, con el descanso de algunos días, y con un plan estudiado detenidamente sobre el terreno, era mucha su ventaja sobre los españoles que a cuerpo descubierto y fatigados por largas y precipitadas marchas, debían atacar sin conocer el terreno y casi sin saber las fuerzas con que contaban sus enemigos.

Avistáronse al fin los dos ejércitos, y aunque el duque de Alba apreció fácilmente lo ventajoso de la posición de los portugueses, resolvió dar la batalla, aunque no sin tomar algunas precaución es. Fué la mas importante enviar órden al marqués de Santa Cruz para que con sus galeras se pusiese a la vista de las de don Antonio; el rio tiene por aquella parte unas tres millas de anchura, y ambas flotas podian maniobrar desahogadamente.

Al anochecer de la víspera del día de la batalla, dió el duque la órden para que todos se preparasen, pues queria que al amanecer se acometiese al enemigo.

El sol parecía tocar ya a las cumbres que se levantaban por la parte de Ocidente, y el ejército español, acampado a la falda de una cordillera que se estiende de Norte a Sur, bullia y se agitaba mientras que los últimos rayos del astro del día reflejaban en los brillantes cascos y armaduras, haciéndolas aparecer como espejos movibles cuyos luminosos destellos cambiaban, se perdían y volvían a relucir como si revoloteasen en el espacio. Perdíase entre las vecinas montañas el eco del sonido de las trompetas, y el relincho de los caballos, el choque de las armas al chocar con las armaduras, y los alegres cantos de la guerrera gente, esparcían ese rumor que en los campamentos enciende el entusiasmo belicoso y hace palpitar el corazón con más fuerza de la acostumbrada. En un campamento todo es alegria mayor cuanto más cercano está el combate, y entre el ruido de las armas y el son de los clarines se ahogan todos los recuerdos y se disipan todos los temores porque el valor se comunica de unos en otros pechos como se comunica el espanto cuando la derrota pone en desórden siquiera una pequeña parte de los combatientes.

Despues de haber entrado en contestación es con algunos centinelas y en esplicación es con algunos gefes de las avanzadas, un hombre que a la espalda llevaba un pequeño lio de ropa y que a pesar del cansancio de su precipitada marcha entonaba alegremente una canción que tanto tenía de báquica como de guerrera atravesaba el campamento por entre los grupos de soldados que jugaban y reñían, bebían y se alegraban o se entretenían en arreglar sus armaduras.

De vez en cuando interrumpia su cantar para decir a algunos soldados:

—Ola camaradas, buenos ánimos mostrais!

Y mientras ellos le contestaban con tono burlon.

—¿Camaradas nos llamas con esas trazas de bachiller o sopista?

Continuaba su camino y preguntaba a otros:

—¿Voy bien para el sitio donde está el tercio de don Lope?

—¿Sois comediante que venís a divertirnos? le dijo un soldado español.

—Juro por los zapatos que robé esta mañana a un portugués—añadió un andaluz—que este que con esa tizona y ese jubon raid» presume de hidalgo, es barbero y lleva en ese lio los serruches de su oficio.

—Vos lo habeis acertado—contestó Cervantes, que no era otro el que se había introducido en el campamento.—Barbero soy, antiguo en la profesion, y vengo con el fin de afeitar al prior don Antonio que diz tiene en las barbas todo su poder. Teneis buen golpe de vista, cualidad que en vos es añeja, señor Anton Navarrete...

—¡Cómo!—exclamó el soldado sorprendido al oírse llamar por su nombre.—¿Acaso me conoceis?

—Cerca de diez años hace que no nos hemos visto, desde aquella broma de Lepanto, pero...

—¡Por mi abuela)—interrumpió; el soldado.—¿Quién sois?

—Miradme bien.

Navarrete fijó atentamente la mirada en el poeta, y reconociéndolo al fin, levantóse, le echó al cuello los brazos con muestras de la mayor alegria, y exclamó:

—¡Voto al rabo de Satanás! ¡El señor Miguel de Cervantes aquí!

Semejante encuentro conmovió tiernamente el ánimo de aquellos tíos hombres porque habían sido leales camaradas y acudieron a su memoria muchos recuerdos de su pasada vida.

—¡Y os llamé barbero, vive Dios!—repuso Navarrete.—Bien decís, habeis venido a afeitar a ese maldito portugués que si supiera que estamos juntos no nos esperaria mañana. Pero sentaos y descansad, bebed un trago de vino para que se os refresque el cuerpo y se os alegre el alma, y luego iremos a ver a algunos de nuestros antiguos compañeros. Supongo que venís para alistaros con nosotros porque estará bailando de impaciencia en la vaina vuestra lanceta después de tanto tiempo de no haber hecho una sangría. Mañana, carne fresca de portugueses y moros: á estos últimos ya los conoceis y sabeis que gritan mucho y son ligeros como el aire cuando se toca a talones. Pronto los despacharemos: al uno un puntapié, al otro un bofe ton, a este una estocada y al otro un revés que lo divida en dos pedazos, será función de media hora. Tienen ahí unos barquichuelos... ¡nada!... cascarones de nueces que pueden servir de zapatos para las monas; no hay que hacer caso de ellos porque solo del aire que se moverá al avanzar nosotros, se irán a pique.

Cervantes se sonrió y dijo:

—Veo que nada habeis perdido de vuestro antiguo buen humor y que habíais tanto y tan de prisa como antes.

—¿Qué he de hacer? Las palabras se me indigestan en el cuerpo y por eso las vomito... ¿Pero no bebeis ni os sentais' ¡Voto al infierno!

—Si quereis complacerme, guiadme a donde esté don Lope de Figueroa y don Diego de Urbina, y después que los haya visto iré a sorprender a mi hermano que ni me espera ni sabe que be salido del cautiverio.

—¿Y luego sereis nuestro?

—Si, nos reuniremos los camaradas de Lepanto y beberemos a la salud de los valientes y por la victoria de mañana.

—Vamos, pues. Vereis a don Lope, a don Diego y a vuestro hermano que ya es alférez...

—Lo sé.

—Y que se ha portado como un valiente: no os diré más sino que en la toma de Olivenza mató más portugueses que días tiene el año y no sacó ni un rasguño: y no hay que decir que todo fue saltar las murallas, porque después, en las calles, nos echaron desde las casas mesas, sillas, agua hirviendo y qué se yo cuantas cosas por el estilo. Pero en el infierno lo pagarán: Dios permita que el diablo mayor les dé más tizonazos que granos de tierra tiene el mundo, que los desuelle siete veces al día y que los alimente con hambre.

—¿Cuándo dejareis de ser maldiciente?

—Cuando me corten la lengua; aunque entonces maldeciré con el pensamiento. No sabeis lo que es esta gente: todo castigo es poco para ellos: no estaré contento hasta que los vea convertidos en truchas y nadando en plomo derretido.

—Buenas intención es.

—Tales son sus hechos.

No cesó de hablar el soldado hasta que llegaron a la tienda de don Lope de Figueroa, a quien pasaron recado de parle de Cervantes.

El valor y la honradez del poeta, habían dejado un recuerdo en el tercio donde sirvió, que no era fácil que el tiempo lo borrara: por esta razón, don Lope de Figueroa lo recibió al momento y con muestras del mayor cariño, haciéndole sentar a su lado y preguntándole el objeto de su viaje con amistoso tono.

—No sé si sabreis—le dijo el poeta—que he estado cautivo.

—Sí, lo supe—le contestó el ilustre guerrero—porque pregunté por vos, y antes de que saliésemos de España para esta espedición, me dijo vuestro hermano que había muchas esperanzas de que alcanzaseis vuestra libertad. Despues no ha sabido darme más noticias, y creo que lo habreis sorprendido como a mí.

—No lo he visto aun.

—¡Que no lo habeis visto!

—Nó, señor, porque antes que cumplir con ese ardiente deseo de mi fraternal cariño, era mi deber de ponerme a vuestras órdenes.

—Veo que habeis conservado vuestra antigua severidad.

—Así he nacido, y la condición de la criatura no cambia.

—¿Habeis visto a S. M.?

—Tampoco, aunque en Badajoz he permanecido muchos días con ese fin; pero estorbólo su enfermedad, y como esta se prolongaba, y el tiempo transcurria sin que yo cumpliese mis deseos de tomar parte en esta guerra, me he venido con intención de dejar para después el besar la mano a S. M.

—Siento que no hayais podido hablarle, porque con vuestros brillantes antecedentes, estoy seguro que el monarca os hubiese enviado ya con el empleo de alférez que tenéis tan ganado.

—Lo conquistaré de nuevo aquí.

—Ya sabeis que nada puedo hacer por vos ahora.

—Lo sé, don Lope, y por eso quiero hacer por mi. Dadme un mosquete y designadme un puesto, que aunque manco, me queda la diestra y el corazón. Si a mis servicios añado otros voluntariamente, el rey me recompensará, seguro estoy, porque no es posible que mire con indiferencia mi lealtad y mi desinterés.

—Llegais precisamente en el momento más oportuno para conquistar la gloria y la fortuna.

—Para mí, don Lope, ha estado siempre reñida la primera con la segunda, bien lo sabeis; pero esta vez no espero recibir un desengaño.

—Ciertamente, señor Miguel; vos habeis corrido sin descanso tras la gloria, pero la fortuna no ha corrido tras de vos.

—Es que no habrá podido darme alcance; tan veloz ha sido mi carrera.

—¿Sabeis que tenemos enfrente al ejército enemigo, y que mañana se dará una batalla decisiva?

—Sí, señor, y por eso he apresurado mi marcha.

—Puesto que tan decidido estais, os destinaré a una compañía...

—¿En cuál sirve mi hermano?

—En la de don Diego de Urbina.

—Con él quisiera ir yo.

—Estais complacido: ahora mismo daré las órdenes convenientes.

—Gracias, don Lope.

—Yo soy quien tengo que agradeceros vuestra ayuda. Ahora, id a ver á vuestro hermano y luego descansad porque al amanecer nos pondremos en marcha.

El poeta tomó una órden que don Lope le dió para Diego de Urbina, y salió de la tienda, reuniéndose con Navarrete que lo esperaba.

Poco lardaron en encontrar a Rodrigo que estaba hablando con otros compañeros.

—¡Hermano mío!—exclamó Cervantes, abriendo los brazos y mientras que á sus ojos asomaba una lágrima de ternura.

Rodrigo miró sorprendido a su hermano y exhaló un grito a la vez que lo abrazaba.

Largo ralo permanecieron silenciosos, sin poder articular una sílaba, pues la emoción les embargaba las lenguas.

—¡Libre!—exclamó al fin el alférez.

—Libre y juntos para correr la misma suerte—contestó el poeta.

—¡Gracias, Dios mío!

Pueden figurarse nuestros lectores cuantos recuerdos conmoverían el ánimo de los dos hermanos. Volvían a verse después de una larga ausencia, después de haberse separado sin la esperanza de reunirse sino en el cielo. Ambos se acordaron de aquellos días de horribles amarguras, de crueles tormentos, y a la vez de ilusiones risueñas en que sumidos en la oscuridad de un sótano elevaban a Dios sus preces al despuntar el dia, y luego, poseídos de la más ardiente fe, con todo el entusiasmo de su heróico valor, con todo el desinterés y la nobleza de su abnegación virtuosa, arriesgaban a cada instante la vida, no solo para alcanzar su libertad, sino también la de sus infelices compañeros. La desnudez, el hambre, las vigilias, las ofensas y malos tratamientos, todo lo habían soportado sin exhalar una queja, y en medio de su espantosa desgracia se tuvieron por felices los momentos en que podían con su ejemplar virtud reanimar el abatido espíritu de los débiles, o con sus dulces palabras consolar a los más afligidos. El recuerdo de tales sucesos con sus mas insignificantes detalles se conservaba vivo en la memoria de ambos hermanos porque no era posible que lo borrase el tiempo, y como era natural, conmovió sus almas y a los ojos hizo asomar tierno llanto, que no era en ellos muestra de femenil debilidad, sino de grandeza de corazón.

Levantáronse al ciclo los ojos de Miguel y de Rodrigo.

El sol acababa de ocultarse, y los dorados resplandores de los vespertinos crepúsculos se estendian en Occidente como una faja de transparente y luminoso vapor, y sonrosaban la bóveda del universo, donde todavia no brillaba ninguna estrella ni había esparcido la nacarada luna sus plateados reflejos. Era esa hora en que, lejos de la atmósfera de las ciudades, fuera de sus artísticos nidos y de sus calles, se siente languidecer el alma en fuerza de tanta ternura, y elevarse el pensamiento hasta lo infinito de las más sublimes creación es al aspirar el aire puro y libre de la campiña, embalsamado con el aroma suave del tomillo y del romero, del laurel que se mece en la colina y de las flores que tapizan el valle; al contemplar el ciclo transparente y puro mientras que el alma preguntan por él «las allá y los ojos no ven mas que un horizonte que no se sabe donde concluye; al escuchar el último trino de algun gilguero que busca su nido, y el primero de algun ruiseñor que sacude sus alas para cantar a la noche y mezclar sus dulcísimos y variados gorgeos al monótono y triste quejido del buho; al percibir lejano el ladrido del mastín o el balido de la fatigada obeja mientras que entre la nudosa carrasca espira el eco del repetido cantar del pastor; esa hora en que comienza a espirar el alegre bullicio y ruido continuado del día sin que le haya sucedido aun la triste oscuridad y silenciosa quietud de la noche; esa hora, como la del amanecer que ha rolo el crespon de la tenebrosa noche sin haber despertado al mundo con el torbellino de su movimiento.

Miguel de Cervantes era poeta, y es imposible, o muy difícil, hacer comprender al que no esté dotado de un alma como la suya lo que sintió en aquellos momentos. Su rostro se dilató y los dorados resplandores del crepúsculo coronaron su espaciosa y noble frente, encendiéndose en su fantasia el fuego de la más sublime y liorna inspiración . Sin duda á estar solo hubiese salido de sus labios, con la armonia de su inimitable lenguaje, un canto dulce, lánguido y conmovedor; pero las repetidas preguntas de su hermano le obligaron a contestarle, y despidiéndose del camarada Navarrete hasta más tarde, pasaron cerca de dos horas en no interrumpida plática sobre el cautiverio sobre los asuntos de familia y últimamente sobre los amores de Zoraida.

—¿Y qué piensas hacer—dijo Rodrigo—si la hermosa berberisca logra escapar de Arjel y viene a buscarte?

—Ya sabes—contestó el poeta—que mi corazón no se ha interesado mucho por esa mujer, ya fuese porque cosas de más importancia tenían embargada mi atención, ya porque la idea de que no era cristiana me retrajese sin yo advertirlo. Tero es el caso que ella ha hecho sacrificios tales, ha corrido tan peligrosos riesgos por mi, que si no he de ser ingrato debo corresponderle con hacer yo algo en su obsequio. Es verdad que si ella lo sacrificó todo por mi, fue para lograr los deseos de su pasion, pero es justo corresponder al cariño, y sobre todo, en medio de mis tristísimas amarguras, hubo momentos en que sus caricias amorosas me hicieron olvidar todas las penas. ¿Y cuánto no valia para mí entonces un instante de consuelo o de alegría, y qué no debo al que me lo diera?

—En una palabra, Miguel, estás decidido a casarte con ella.

—No te diré que sí, pero si nuestra madre no mostrase repugnancia á semejante casamiento, y Zoraida viniese tan enamorada como antes, me casaré con ella. Otra cosa me obligaria también, y es que si Zoraida comenzase su nueva vida, viendo que los cristianos mentían y engañaban sin temor como los hijos de Mahoma, y que aquí como allí, se abusa sin conciencia de la debilidad de las mujeres, perderia la fe en sus nuevas creencias que aun no deben haber echado muy profundas raíces en su alma.

—¿Y si a pesar de esas razones y de tus escrúpulos, nuestra madre se opusieras tu casamiento, o demostrara alguna repugnancia?

—Intentaria convencerla, y creo que lo conseguiria fácilmente, porque no querria ser causa de que la berberisca se perdiese por falta de guia y de apoyo.

—Asunto es ese en el que necesitas obrar con mucha prudencia.

—No ha llegado el caso todavía, y es difícil que llegue, porque tal vez Zoraida no haya podido escapar de Arjel.

—Muchas dificultades habrá encontrado.

—Y quizás le haya costado la vida el intentar la fuga, pues Dalí Mamí no la habrá perdonado si la ha sorprendido.

—¡Infeliz mujer!

—Muy desdichada, y por eso merece más consideración .

—Ciertamente, y volviendo a lo más importante, veo que a nada estás decidido.

—A nada mientras que con la llegada de Zoraida no pueda apreciar los fundamentos de mi decision.

—Entonces, solo debemos ocuparnos ahora de lo presente.

—Sí, del suceso que se prepara, pues segun me ha dicho don Lope, mañana será Portugal independiente o de Felipe II, o mejor dicho, de este o del prior.

—Aun ganando queda mucho que hacer.

—Tal creo, porque las islas Terceras no quieren reconocer a don Felipe.

—Como que creen firmemente que no ha muerto su querido monarca el bravo don Sebastian.

—Pues allá iremos.

—Caro habrá de costamos porque las islas son fuertes, casi inespugnables, y se asegura que una escuadra francesa acudirá en auxilio de don Antonio.

—Tanto mejor porque así tendremos más ocasiones de hacer fortuna.

—Espero que serás alférez a la conclusión de la guerra.

—Yo también—repuso el poeta—y por esta vez no creo que tendré un desengaño.

Poco más hablaron los dos hermanos, pues Miguel queria ver cuanto antes á su antiguo capitan Diego de Urbina, en cuya busca fueron, encontrando el poeta tan buena acogida como la que le había hecho Figueroa.

Luego, cumplidos sus deberes y satisfechos los deseos de su corazón, Miguel de Cervantes fue a saludar a muchos antiguos camaradas, concluyendo por reunirse con muchos de estos para cenar juntos, beber y cantar alegremente.

Entonces renació en el poeta toda su antigua vivacidad, todo su buen humor, y olvidándose de su cautiverio y de todas sus desventuras, volvió á ser el camarada decidor y chistoso cuya picante y variada conversación hizo que se pasasen sin sentir las primeras horas de la noche.

Al cabo, rendidos por la fatiga y por los vapores del vino, fueron uno á uno tendiéndose en el suelo, y mientras que los reflejos de la luna bañaban sus animados rostros, entonaron, o mejor dicho, desentonaron una canción cuya primera estrofa no pudieron concluir porque el sueño cerró sus ojos y trabó sus lenguas.

Pocos momentos después el silencio más profundo reinaba en el campamento, y solo de cuando en cuando se oia el alerta de los centinelas de los puestos avanzados, y alguna vez, aunque pocas, el relincho de algun corcel.

CAPÍTULO VII Donde se verá que Miguel de Cervantes no había perdido nada de su antiguo valor.

No había dejado ver la aurora sus dulces resplandores, cuando el toque de las trompetas y atabales resonó en todo el campamento y se percibió un murmullo prolongado, producido por millares de voces que acogieron con alegre entusiasmo la bélica señal.

La guerrera gente se puso en movimiento, cada cual corrió a reunirse á su compañía, sonaron las armas al chocarse, relincharon los caballos, y en breve tiempo, encontróse el ejército en disposición de ponerse en ordenada marcha.

Entretanto la escuadra española a las órdenes del marqués de Santa Cruz, se había colocado a la vista de las galeras portuguesas, esperando para obrar segun las circunstancias y con arreglo a las instrucción es que sobre el caso tenía.

El poeta había trocado su traje de hidalgo pobre o de barbero presumido, como le llamó Navarrete, por un coleto de ante con mangas de lo mismo, y había puesto en su sombrero una larga pluma encarnada. Armado de un mosquete y esperando la señal de partida, estaba a la cabeza de algosos soldados que, como en Lepanto, debían obedecer sus órdenes en el combate, pues aunque no era más que simple soldado, merecia esta distinción de su gefe.

El duque de Alba dispuso al fin que se avanzase, y el ejército, en buen órden y anhelando el momento de la lucha, tomó campo adelante en dirección al rio de que hemos hecho mención y el cual solo podia pasarse por un estrecho puente defendido con artilleria por el enemigo.

Los primeros resplandores de la mañana comenzaron a rasgar el impalpable y negro velo de la noche.

Huyeron espantados los pajarillas al dejar su lecho de hojas, y no se atrevieron a saludar con sus trinos al nuevo dia.

Los españoles caminaron con todo el ardimiento de su valor, con toda la confianza de una segura victoria, porque tal pensaban que había de suceder los que siempre tenían de su lado la fortuna.

Lucieron los primeros rayos del sol, y viéronse aquellos rostros animados por la más entusiasta alegría, como si se preparase una fiesta.

Al fin se divisaron los puntiagudos riscos que se levantaban a la orilla opuesta del rio, y viéronse a los portugueses coronando las alturas y prevenidos a rechazar el ataque.

Todos los corazones palpitaron con violencia, requiriéronse todas las armas, y se oyó un murmullo sordo, anuncio de la sangre que iba á correr.

Balanceábanse sobre las aguas del caudaloso Tajo las galeras portuguesas, y más lejos las españolas.

Multitud de órdenes se cruzaron en el ejército de Felipe II, y las diversas compañías tardaron bien poco en ocupar sus respectivos puestos.

Las trompetas dieron la señal de acometida.

Resonó en el espacio al primer grito de guerra, y tembló la tierra al crujido atronador producido por los disparos de la artilleria y de los mosquetes.

Los portugueses respondieron con un fuego nutrido, y desde sus ventajosas posición es comenzaron a causar bastante daño a las tropas castellanas; pero estas sostuvieron aquel primer descalabro, y a pesar de que se encontraban a cuerpo descubierto, avanzaron hacia el rio con la más temeraria intrepidez, dirigiendo con más ahinco su ataque sobre el puente.

Habian levantado sobre este las tropas de don Antonio un fuerte parapeto y colocado dos piezas de artilleria de buen calibre que sin cesar vomitaban mortífera metralla, y algunas compañías de arcabuceros portugueses las cubrían, estendiéndose por la orilla del rio y cruzando sus fuegos sobre el puente.

En aquella parte era horrorosa la carnicería.

Cuantos soldados se lanzaban sobre el puente, otros tantos perecían sin que uno solo lograse llegar al parapeto.

Lo mismo sucedia con los que intentaban, con más ceguedad que prudencia, vadear el rio, porque los portugueses, a cubierto por la misma escabrosidad de la rivera, los herían sin temor fie ser ofendidos.

La caballeria española al mando de don Fernando de Toledo, hijo del duque de Alba, estaba imposibilitada de maniobrar, y permanecia inmóvil á retaguardia hasta que los peones lograsen pasar a la otra orilla y acudir a sostenerlos.

Transcurrieron algunas horas y el combate siguió tenaz y encarnizado, sin que la victoria se declarase por ninguno de los dos ejércitos.

El duque de Alba, despreciando el peligro, corria de un lado para otro, infundiendo valor a los suyos, dando repetidas órdenes. Su audacia había empeñado la lucha, y su honor le mandaba morir allí o vencer, pues la retirada, no solo hubiese tenido fatales consecuencias para el éxito de la conquista, sino que hubiera sido una acusación contra su loca temeridad, pues que en vista de las posición es ocupadas por los enemigos, debió aplazar el ataque para mejor ocasión.

¿Qué era «le Cervantes?

Con el puñado de valientes que lo seguían dirigióse también al puente á la vez que lo atacaban algunas compañías de italianos.

El poeta, con los suyos, se lanzó delante de todos, y al arrostrar con rostro sereno el primer disparo de metralla, gritó con acento firme;

—¡Adelante, camaradas!

—¡Adelante, vive Dios!—contestaron los españoles.

Llovían, puede decirse, las balas de los arcabuces.

Los valientes acometedores tuvieron que caminar sobre cadáveres horriblemente mutilados.

—¡La victoria va con nosotros!—volvió a decir Cervantes.—¡Viva España!... ¡Apaguemos con nuestros pies el fuego de esos cañones!... ¡Sígame el que quiera la gloria, que allí está, y sino yo solo iré á conquistarla! ¡Yo solo a cantar la victoria sobre ese parapeto para avergonzar a los que hayan retrocedido un solo paso!... ¡Adelante, camaradas, adelante como en Lepanto donde os enseñaron a morir los que allí alcanzaron un nombre que envidiais!

Un grito de entusiasmo respondió a las palabras del poeta, y lo mismo españoles que italianos, precipitáronse con tal ardor sobre el parapeto, que la metralla no fue bastante a contener la impetuosidad de su acometida. Muchos, muchísimos, cayeron sin vida y aumentaron la sangre que en abundancia corria, tiñendo las puras y mansas aguas del rio; pero sirvieron de escalon glorioso a sus compañeros que, ciegos ya, perdido hasta el instinto de conservación sin atender a su propia defensa, avanzaron hasta colocarse sobre las candentes bocas de los cañones.

—¡Victoria!—gritó Cervantes cuyos ojos chispearon.

—¡Victoria!—repitieron los que le seguían.

El poeta abandonó el mosquete, empuñó la espada, y después de sostener, un breve, pero encarnizado combate cuerpo a cuerpo logró colocarse sobre el parapeto, volviendo a gritar:

—¡Victoria! ¡Viva España! ¡Viva Felipe II.

Este grito, que se repitió con loco entusiasmo por sus compañeros, cundió rápidamente por todo el campo, y puso en fuga a los que estaban cerca del puente y alentó a los que no habían podido pasarlo.

Los italianos cayeron con ardor sobre los portugueses: el parapeto quedó destruido en pocos minutos; la caballeria española, impaciente por tomar parte en la lucha, cargó con violento empuje, y la acometida de los piqueros alemanes decidió al fin la victoria.

Antes de una hora, los españoles se hicieron dueños de todas las posición es, y el campo estaba cubierto de cadáveres.

El prior don Antonio había peleado con valor, con desesperación como quien todo lo juega; pero sus esfuerzos fueron inútiles para contener la precipitada fuga de su gente, y herido en la garganta de un lanzazo, tuvo también que huir a toda prisa, logrando salvarse por la ligereza de su caballo.

La caballeria enemiga persiguió a los fugitivos tenazmente, haciendo en ellos gran matanza, y esta hubiera sido mayor, a no encontrar los malaventurados cercano refugio en Lisboa pues si mayor fuera el camino que hubiesen tenido que recorrer en la huida, no quedara ni uno de ellos para llorar la sangrienta rota.

Mientras esto sucedia, el marqués de Santa Cruz, ponia su escuadra en movimiento para acometer a la portuguesa, pero esta izó bandera blanca y se rindió a discreción .

El prior de Ocrato no se detuvo hasta Santaren, y a pesar de ser esta una plaza muy fuerte, no se creyó seguro y siguió hasta Porto, acompañado de setenta caballeros moros y de algunos portugueses. Su intención era volver a reunir sus tropas y aumentar el número de ellas cuanto le fuese posible, y esperar los socorros prometidos por otras potencias. Pero esto no pasaba de ser esperanzas que pronto vió desvanecidas con la toma de Lisboa y con la solemne proclamación de Felipe II.

CAPÍTULO VIII. De cómo Felipe II conquistó un reino, y Cervantes un corazón.

SOBRE la conquista de Portugal escusa remos entrar en detalles que nada hacen a nuestro propósito, sin dar a conocer otros sucesos que los que tienen relación con la vida de nuestro poeta. A este fin diremos solamente que el ejército español, al mando de don Fernando de Toledo, marchó sobre Lisboa donde el terror que había dominado todos los ánimos debia naturalmente debilitar la defensa.

Era opinion generalmente admitida que después de la derrota de don Antonio en la batalla que ligeramente hemos descrito, no había salvación para la independencia ni mucho indios para la causa del prior; y esta falta de fe, unida a los anteriores descalabros de las armas portuguesas, eran sin duda alguna el más funesto mal para los defensores de aquel territorio sobre el cual había colocado su ambiciosa mano de hierro el tirano de dos mundos.

La defensa, pues, de Lisboa fuí débil, como hecha sin fe y con escasos medios de combatir a un enemigo poderoso y que iba con los ánimos que infunde la victoria. El sitio fue de corta duración, y al fin, como si mal contenidos por diques de movediza arena, los cristalinos caudales del Tajo se hubiesen derramado sobre la ciudad, los tercios españoles entraron en ella por diversos puntos, sin que nada fuese bastante á contener la impetuosidad de su acometida.

Felipe II, sin duda por una mira política, había dado las órdenes mas terminantes para que sus tropas respetasen las vidas y los bienes de los habitantes de la ciudad, y no cometiesen el más leve esceso ni violencia, y estas órdenes las circuló don Fernando de Toledo, imponiendo severas penas al que las contraviniese. Empero tales prevención es fueron inútiles en parle, pues si bien pudieron los gefes contener al mayor número de soldados, no así a todos, y una parle de estos, o más desobedientes o menos vigilados, invadieron un barrio de la población, cometiendo todo género de crueldades y abusos. Nada respetaron, ni la vida de los hombres, ni la castidad de las mujeres; y no encontrando su codicia riquezas de que apoderarse destrozaron los muebles a cuchilladas o los quemaron en las calles.

Aunque como simple soldado ninguna autoridad tenía, Miguel de Cervantes, que entró por aquel barrio en la ciudad, intento contener a la desenfrenada soldadesca, y aunque con riesgo de su vida, logró salvar la de algun infeliz débil é indefenso, y el honor de alguna mujer que en el aturdimiento de su pánico no acertaba a oponer resistencia a los brutales vencedores.

La sangre corria por todas partes; apenas podia darse un paso sin tropezar con los restos de un rico mueble o con los tizones de una hoguera. Al estruendo de los gritos, de las amenazas, de las blasfemias, de las carcajadas feroces y de los golpes descargados sobre puertas y muebles, mezclábanse los ayes de los moribundos, los lamentos y el llanto que en tanta abundancia como la sangre se vertía.

No podemos presentar a la vez todas las escenas que en pocas horas tuvieron lugar, ni queremos tampoco abusar de la sensibilidad de nuestros lectores haciéndoles estremecer con la pintura de los hechos mas repugnantes: nos concretaremos a lo que directamente se relación a con nuestro héroe.

Como la mayor parte de las casas, había sido invadida una después de derribar la puerta, por diez o doce alemanes cuyo primer cuidado fue entrar en las bodegas, beber cuanto vino pudieron, y dirigirse en seguida a las demás habitación es» destruyendo cuanto encontraban a su paso.

Habitaba aquella casa una dama rica, de noble alcurnia, jóven y hermosa; pero soltera y que vivia sola con sus criados. Dos o tres de estos habían pagado con sus vidas su fidelidad al querer oponerse a la entrada de los soldados, y otros, más cobardes o menos fieles, habían huido; de manera que la dama, sola y sin ninguna defensa, se había retirado al último aposento para aguardar allí la muerte con toda la resignación cristiana.

Los alemanes se esparcieron desordenadamente por unas y otras habitación es en busca del botín, apartándose cada cual de los otros para no verse en la precisión de partir con un compañero el hallazgo de las riquezas que la suerte le deparase.

Uno de aquellos soldados, después de haber recorrido gran parte de la casa sin encontrar persona a quien asesinar ni dinero ni joyas de que apoderarse, llegó a un apartado gabinete amueblado con el mayor gusto y riqueza, y en el cual, delante de un reclinatorio que sostenía un Crucifijo, había una mujer arrodillada, con la mirada afanosa y fija en la santa imágen del Hijo de Dios, las manos cruzadas y estendidos los brazos con suplicante ademan. Dos lágrimas que a sus ojos habían arrancado el espanto y el dolor, oscilaban pendientes de sus largas pestañas de oro y estaban próximas a desprenderse para caer en su agitado seno, que mal oculto por el descuido de su propio dolor, cuando mas debiera guardar sus encantos, se levantaba a impulsos de una respiración desigual y agitada como los latidos de su atormentado corazón. Temblaba, su cuerpo convulsivamente; sus megillas estaban en es tremo pálidas, y sus secos y ardientes lábios, entreabiertos levemente, agitábanse de vez en cuando sin que diesen salida más que a un murmullo incomprensible, a un suspiro o un ay doloroso. Sus cabellos eran rubios, negros sus ojos y esbelto su talle.

Ó porque lo estorbase el ruido atronador que hasta allí llegaba, o por efecto de su mismo espanto, no se apercibió de la presencia del soldado hasta que este dijo al verla:

—Algo es algo: sino hay dinero, al menos pasaré un ralo divertido.

La dama volvió la cabeza, fijó una mirada de terror en el aleman, exhaló un agudo grito y se puso repentinamente de pié.

—No te asustes, paloma—repuso el soldado, yendo hacia ella con pasos vacilantes y con los ojos encendidos.—No quiero hacerte daño porque soy muy galante con las mujeres; pero en cambio de mi dulzura no has de mostrarte esquiva.

—¡No me toques, miserable!—exclamó la dama con tan imponente acento que el soldado se detuvo por un instante.

—Mal me recibes, lucero, y no es lo que te conviene, porque si de todas maneras has de ser mia, más te vale no provocar una lucha en la que serás vencida.

—¿Qué quieres?—repuso la dama cuya agitación crecía.—¿Buscas oro?

—No he podido encontrarlo.

—Te lo daré, pero vete.

—Eso es otra cosa: el oro lo acepto porque no he tenido aun la fortuna de encontrar ni un escudo, pero en cuanto a que me vaya... lo haré también si te vienes conmigo.

Y al decir esto el soldado se acercó más a la dama, intentando cojerle una mano; pero ella retrocedió hasta llegar a la pared, y gritó:

—¡Apártate, miserable! Te daré oro, todo el que desees, todo el que poseo.

—Es poco; me has de dar corales y perlas, y los tienes en la boca—repuso el aleman mientras sonreia brutalmente.

—Asesíname, aquí tienes mi pecho, no opondré resistencia, pero que no me toque más que tu puñal, y no tus impuras manos.

—No quiero derramar tu sangre, ni esperes verme hacer tal locura, porque seria privarme yo mismo de mi gusto: tengo bastantes fuerzas para vencerte sin necesidad de matarte.

La dama miró con espanto al aleman y se sintió próxima a desfallecer. No podia salvarse, no había quien acudiese en su socorro, y la resistencia no debia dar otro resultado que acrecentar el impuro deseo de aquel hombre. Estaba resuelta a matarse ella misma si otro medio no encontraba de libertarse del soldado, pero esto era también muy horrible, era una esperanza de salvación que no podia tranquilizarla.

—Si ha de ser—repuso el soldado—evítate el disgusto de una lucha vana.

Y se acercó a la dama y le asió los brazos.

—¡Dios mío, favorecedme!—gritó la infeliz con acento desgarrador y elevando al cielo una mirada suplicante.

No podia moverse: tenía detrás la pared y delante al soldado que la sujetaba con irresistible fuerza.

—No te sofoques, paloma mía, que hemos de acabar por ser buenos amigos—dijo el aleman.

Pero al intentar acercar sus labios a los de la dama, oyó que decían desde la puerta.

—Eres muy blando y no mereces ser dueño de esa prenda.

Y entró otro soldado de los que recorrían la casa, y se acercó al primero.

—¿Qué quieres?—le preguntó este.

—Lo mismo que tú, como puedes presumir.

—Esta mujer me pertenece.

—Si sabes ganarla.

—Te arrancaré el corazón.

—O tendrás el disgusto de que yo te le arranque, y con el corazón esa tórtola asustadiza a quien retorceré el pescuezo si me mortifica con muchos dengues.

—Lo veremos.

—Bien, lo veremos, y si no te convienes a jugarla, la disputaremos á cuchilladas.

—Fuera la espada y no más conversación—dijo el primor soldado mientras desenvainaba su pesado acero.

El otro hizo lo mismo, y colocados cerca de la puerta para evitar que la dama se escapase mientras ellos combatían, cruzáronse las espadas y se trabó la pelea.

—Me asiste la justicia porque vine el primero.

—Y a mí me ayuda la fuerza, que es el mejor derecho, como lo hemos visto en la conquista de Portugal.

El que esto dijo se equivocó, porque a los pocos momentos se vió obligado a retroceder para librarse de los certeros golpes de su rival.

La dama, entretanto, permanecia inmóvil en el mismo sitio, con la mirada fija en los combatientes, ahogado el pecho y trastornada la cabeza. Apenas podia darse cuenta de lo que le sucedía, y era tal su turbación, que ni siquiera pensó en intentar escaparse en algunos momentos en que se lo hubiera permitido lo ceguedad de los combatientes.

Corta fue la lucha.

El soldado que apoyaba en la fuerza su derecho, al dar un paso atrás, tropezó con un taburete, y perdiendo su equilibrio, dió con su cuerpo en tierra.

Esta desgracia fue una fortuna para su contrario que sin escrúpulos de ningun género, se aprovechó de la ocasión para atravesar de parte á parte al caído.

Un ay desgarrador y el hipo de la agonia siguieron al ruido de las espadas. La mullida alfombra se vió inundada de sangre, el vencedor arrojó su acero, y acercándose otra vez o la dama, le dijo:

—Te he ganado con riesgo de mi vida, y supongo que ya me creerás digno de ti.

La infeliz no pudo articular una sílaba; su cuerpo se estremeció convulsivamente, y sus ojos, estremadamente abiertos, fijaron su espantada mirada en el aleman.

—Veo que vas convenciéndote—repuso este, denotando su estado de exaltación en sus dilatadas pupilas y en el encendido color de su rostro.

Y asió nuevamente a la dama, que al sentir en su talle las manos de aquel hombre brutal, dejó escapar un grito desgarrador, y con acento que no podemos definir, exclamó:

—¡Socorro!

—¡Vive el cielo!—respondió con energia la voz varonil de un hombre que se precipitó en la estancia, y que comprendiendo al primer golpe de vista lo que allí sucedía, lanzóse rápidamente sobre el aleman lo cogió por el cuello y lo separó bruscamente de la dama.

Era Miguel de Cervantes que, como ya hemos dicho, andaba por aquel barrio es poniendo su vida para evitar atropellos y robos.

El aleman dejó escapar un grito de rabia, recogió su acero, y dijo al poeta:

—¿Tú también me la disputas?

—Si hablas de la vida, sí, porque has intentado abusar de esta dama indefensa y porque no has obedecido las órdenes del rey—contestó Cervantes con serenidad.—Y no pienses que te perdonaré si te vas porque has delinquido con solo entrar aquí, y es necesario que te se castigue. A dos hombres he visto asesinados en el zaguan...

—A uno de ellos lo maté yo.

—Y aquí estoy viendo a otro, compañero tuyo...

—Que quiso disputarme la presa y pagó con su vida su atrevimiento.

—Señora—repuso el poeta, dirigiéndose a la dama—tranquilizaos en cuanto á vuestro honor, que yo estoy aquí para defenderlo: y en cuanto á vuestras riquezas, si ya os las han robado, nada podré hacer por la dificultad de encontrar el hurto.

—¡Gracias, caballero!—exclamó la dama, acercándose a Cervantes y estrechándole entre las suyas, ardientes y temblorosas, las manos.—¡Gracias por vuestra generosa ayuda! No me importan las riquezas, solo mi honra quiero salvar.

El soldado, traidor como lo había sido con su compañero, se lanzó sobre el poeta para herirlo: pero este pudo, aunque con dificultad, evitar el golpe retrocediendo, y sacó su espada.

—¡Cobarde, villano!—exclamó con más indignación que ira.—Ya no extraño que quisieses abusar de la debilidad de una mujer, y creo que habrás asesinado a tu compañero como acabas de intentar conmigo.

Y al concluir estas palabras cruzó su tizona con la del aleman que le atacó rudamente.

No fue la dama muda espectadora de aquel segundo duelo.

—¡Por Dios, caballero!—exclamó.—¡No arriesgueis vuestra vida, jugándola contra la de un villano! Gritad, pedid socorro...

—Tranquilizaos, señora, que Dios me ayuda porque defiendo la justicia y protejo la debilidad.

—Ya verás lo que te cuesta, arrogante español.

—¡Calla, menguado, y defiéndete, ya que le he hecho la honra de cruzar mi espada con la tuya.

Como si las matadoras puntas de los aceros tuviesen una misteriosa fuerza de atracción, llevábanse tras sí la mirada de la noble portuguesa que no se apartaba de ellos mientras que su corazón palpitaba con violencia.

Mucha era la destreza del aleman y no menos su hercúlea fuerza, pero el vino que había bebido, y el trastorno de su rabioso coraje, eran dos enemigos más temibles que la espada del poeta.

El combate se sostuvo tenazmente y por largo rato por una y otra parte, sin que ninguno de ellos aventajase en sus acometidas; pero al fin la fortuna se puso del lado del hidalgo, el cual, aprovechando una ocasión favorable, asestó a su contrario una estocada en el vientre que lo dejó muy mal parado, y en seguida otra en la garganta que dió con él en tierra.

No era asunto concluido.

Cuando el aleman espiraba, revolcándose en su sangre, y la dama iba á dar las gracias al poeta, oyóse ruido de pasos en la habitación inmediata, y luego entraron otros cuatro soldados de los mismos que habían invadido la casa.

—¿Qué sucede aquí?—dijo uno de ellos.—Dos camaradas en tierra y este español con una mujer... Y es hermosa... no extraño que se la hayan disputado hasta perder la vida.

—¡Atrás!—gritó Cervantes, poniéndose delante de la dama.

—Has vencido a dos, pero quedamos nosotros.

La situación era más apurada que nunca, pero el poeta no se arredró y decid ido a perder la vida por salvar la honra de aquella infeliz mujer, volvió a decir a los alemanes que saliesen. Pero ellos, lejos de obedecer, sacaron a relucir sus espadas, y todos a la vez se dispusieron á atacar al enemigo comun para disputarse después la presa entre sí.

Era imposible resistir el ataque sin sucumbir. Así lo comprendió la dama, é impulsada por un sentimiento generoso, dijo a Cervantes:

—Si intentais defenderos, perdureis la vida y yo el honor.

—¿Queras que os abandone?—replicó el poeta.—Hidalgo soy, señora, y como tal obraré.

—Ya que os mostrais tan generoso, hacedme el único favor que puedo esperar: matadme o dadme vuestra daga para que yo me quite la vida, y así salvaré mi honor.

—Hacedlo cuando veais que esos cobardes villanos van a pasar por encima de mi cuerpo exánime—contestó el poeta.

Y volviéndose a los soldados, y clavando en ellos su penetrante y dominadora mirada, añadió:

—¡No tengais miedo, cobardes, menguados!

Levantaron las espadas los alemanes; pero al dar el primer paso hacia Cervantes, presentóse a la puerta el capitan Diego de Urbina seguido de muchos soldados de su compañía, y gritó:

—¡Alto canalla!

—¡El capitan Urbina!—exclamaron los otros.

—¿Es contra vos?—repuso el oficial, dirigiéndose al poeta.

—Contra esta dama a quien defiendo.

—¡Vive el cielo!... Desarmadlos y atadlos. ¿Así cumplís las órdenes de S. M?... ¡Perros, mal nacidos!

Y sin más miramientos, el capitan comenzó a descargar cintarazos y los suyos a despojar a los alemanes de las espadas.

Ninguno opuso resistencia porque todos comprendieron que hubiera sido colocarse en peor situación cualquier acto de rebeldía; por lo cual, sustituyendo la humildad a la arrogancia, suplicaron a Diego de Urbina para que los dejase; pero este se mostró inflexible.

La dama contempló aquella escena sin pronunciar una palabra: tal era su aturdimiento y a la vez su alegria al verse libre en el mismo instante en que ya creia que era imposible salvar su honor.

—Capitan—dijo Miguel de Cervantes—es preciso evitar que esta señora vuelva a verse en el peligro de que la ha salvado vuestra inesperada venida.

—Vos—respondió Urbina—que habeis sido sil protector, dispondreis en este caso con más acierto. Por mi no tengo inconveniente en dejarle una guarda, si pensais que nada más se necesita.

—Esos miserables han asesinado a los criados que intentaron defender á su señora, y segun entiendo, a nadie le queda que le preste socorro en caso de necesidadad.

—Pues bien, vos dispondreis, señor Miguel.

—Me parece bien lo que habeis dicho, y que será suficiente dejarle seis ú ocho soldados de confianza.

—Doce quedarán—repuso Urbina—y vos para mandarlos.

—¡Oh, sí!—exclamó la dama, fijando en el poeta una mirada suplicante.—Quedaos, caballero: aceptad mi casa por alojamiento en lugar de otro cualquiera. No me creeria segura sin vos, y ya que con tanta nobleza me habeis defendido, ya que a no llegar este socorro os hubiesen asesinado, dadme ocasión de mostrarme agradecida y de ganar vuestra amistad con el trato.

Cervantes contempló a la dama por algunos instantes, y subyugado por aquella belleza, cedió a la súplica después de dudar por un sentimiento delicado.

—Señora—dijo—tranquila podíais estar quedando aquí los soldados de don Diego, y cu cuanto a mi amistad, no habríais menester el trato para ganarla porque ya lo tenéis; pero si vuestro reposo ha de ser mayor sabiendo que yo soy quien vela por vuestra seguridad, me quedaré y al daros ocasión para que me demostreis vuestra gratitud, contraeré con vos una deuda que no sé cuando podré pagar.

La dama dió las gracias al capitan Urbina y le ofreció también su casa; pero él no quiso aceptar porque le llamaban cuidados urgentes, y después de señalar los doce soldados que habían de quedarse, despidióse y salió con los demas, llevándose a los alemanes tristes y pensativos.

—¿Con qué podré pagaros?—dijo la hermosa jóven al poeta.—Os debo el honor.

—Prenda es de mucha estima, pero yo, señora, os debo Ea dicha de haberos conocido, y... la satisfacción de haberos ayudado en este lance.

La dama, contemplaba al poeta con interés para ella desconocido, y sentia latir su corazón con más fuerza que de costumbre.

—Señora—dijo Cervantes—necesitais descansar...

—Nó, nó... pero vos... debeis estar muy fatigado.

—Me siento perfectamente bien.

—Voy a dar orden... ¡Ah! Me olvidaba que no tengo criados: han huido mis doncellas y escuderos, y solo dos que no me abandonaron, han perecido—¡Infelices!

—Decidme a donde se puede ir a buscar a vuestros parientes.

—Ninguno tengo.

—¿Entonces?...

—Todo se arreglará mañana cuando esté sosegada la ciudad.

—Ahora mismo, señora.

—Lo que habeis de hacer ahora mismo, es seguirme y os enseñaré la casa para que cuando se os antoje os retireis a descansar.

Despues que registraron todos los aposentos y que Cervantes supo cual era el dormitorio de la jóven, esta se retiró a descansar, y aquel dió las órdenes oportunas a los soldados, y quedó tan pensativo que más que otra cosa parecía que acababa de sucederle una desgracia.

Toda la noche la pasó el poeta en una habitación cercana al dormitorio de la jóven, y cuando los crepúsculos matutinos empezaban a esparcir su débil claridad, acostóse para recobrar las fuerzas.

CAPÍTULO IX Ocho días después.

HABIAN transcurrido ocho días, y a Cervantes lo echaban de menos sus porque no asistia a sus reuniones ni lo veian más que cuando tenía que reunirse precisamente a su compañía, y aun de esto lo dispensaba muchas veces su capitan. Ninguno sabia la verdadera causa de semejante conducta, aunque todos la sospechaban; pero fuese lo que fuese, la verdad del caso era que el poeta pasaba los días sin salir de su alojamiento.

Empezaba a ocultarse el sol y sus últimos rayos penetraban a través de las cortinas de seda azul que ocultaban las ventanas de un aposento de la casa en que tuvieron lugar las escenas que acabamos de referir. Ricamente amueblada estaba aquella habitación, sin que se echase de menos nada de cuanto el hijo de la época había inventado, y revelando todo el gusto más esquisito de la dueña de la casa.

Esta, que era la dama a quien ya conocemos estaba sentada en un ancho sillón forrado de seda azul, y escuchaba a Miguel de Cervantes, que a su lado, le hablaba con el acento más dulce y cariñoso.

Largo rato llevaban ya de coloquio, y ninguno de los dos parecía fatigado de hablar ni menos afanoso por escuchar. En el semblante de la dama habíanse pintado alternativamente la sorpresa, el dolor o la alegría; su frente había palidecido muchas veces, y otras, enrojecido sus blancas megillas, y ya sus hechiceros labios habían negado la salida á un indiscreto suspiro, o entreabriéndose habían dejado que una sonrisa dulce y melancólica vagase en ellos. Sus pupilas estaban dilatadas, húmedas y relucientes, escapándose de ellas miradas ardientes como el fuego que encendia en aquellos momentos su corazón. Era muy hermosa, pero en aquellos momentos parecía más encantadora su belleza.

El rostro del poeta estaba también muy animado, sus ojos ardientes y destellantes debian derramar sobre la dama una corriente magnética irresistible y cuyo influjo era el que dominaba tan poderosamente a la doncella.

Si Zoraida hubiese llegado en aquellos momentos, el tormento de los celos la habria vuelto loca, y tal vez, como la infeliz Jaguá hubiese sido víctima de la violencia de su pasion.

Empero Cervantes no se acordaba entonces de ta enamorada berberisca, no se acordaba de nada, porque en aquellos momentos no había para él mas mundo que aquel estrecho recinto, ni más luz que la velada y misteriosa que temerosamente se deslizaba por entre las anchas cortinas, ni otro ruido, ni otros ecos que la dulce y melancólica voz de la doncella, ni otras emoción es que las que entonces agitaban su espíritu.

Acababa el poeta fie referir muchos de los sucesos de su vida, y temeroso de haber fatigado a la dama con su relato triste, le dijo:

—He abusado de vuestra bondad, señora, entreteniéndoos largo rato con una historia que nada tiene de alegre ni divertida.

—Es la historia de, un gran corazón—contestó la dama.—Proseguid que me han interesado mucho vuestras desgracias.

—¿Qué he de deciros más sino que después de tantos sufrimientos he tenido la fortuna de encontraros en el triste camino de mi vida? Os interesan mis desgracias, y alguna vez sufriste relato ha hecho asomar á vuestros ojos una lágrima de ternura y de compasión que ha recompensado todos mis dolores; pero aun este consuelo es fugan porque no tardaré muchos días en alejarme de vos, y mientras que entre el estruendo de los combates quizás exhalo el último suspiro, vos, doña Isabel, jóven rica y hermosa como ninguna mujer, adulada y envidiada, olvidareis entre el bullicio de los salones al pobre soldado manco.

—¿Así me juzgais'—replicó la dama con acento de profunda y dolo rosa tristeza.

—¿No es la verdad, señora?

—¡Qué olvidaré al soldado, pobre y desvalido!...

—¿Y por qué no? ¿Acaso no habeis olvidado a cuantos habeis visto en vuestra vida, a menos que una antigua amistad haya impreso en vuestra memoria un recuerdo?

—Es que...

Doña Isabel se detuvo: su lengua iba a ser delatora de su pasión con mas ó menos disimulo o claridad; pero el pudor cerró sus labios.

—¿No proseguís?—dijo Cervantes que por el rubor que cubrió la frente de la dama, adivinó lo que iba a decir su indiscreta lengua.

—Es que... como no tengo familia a quien amar...

—Señora—interrumpió el poeta que quiso evitar la turbación embarazosa de doña Isabel—yo no puedo pedirle recuerdos a nadie porque el recuerdo mío es el de dolores y desdichas. Si os han interesado mis desgracias y vuestro apartamiento del trato social deja A vuestra mente lugar para conservar la memoria de mi nombre, olvidadme.

—¡Me aconsejais que os olvide para no veros obligado a pagar la deuda!

—¡Oh!... nó—exclamó Cervantes con el acento más espresivo, y poniendo sobre su corazón la diestra.—Aquí, doña Isabel, vivireis siempre, aquí tendreis un lugar que no ocupará nadie. Pobre soy, desvalido y mal afortunado; mi pasado es de dolores y tormentos, mi porvenir será de mayores desdichas, de lágrimas y desengaños, pero tengo un corazón grande y puro, un corazón que siente como pocos... ¡Ahí perdonadme—prosiguió cambiando de tono y con amarga tristeza—Perdonadme... ¿Qué es el corazón para el mundo?...

—Es un tesoro...

—El corazón del pobre no es nada más que un estorbo a la fortuna, un manantial de lágrimas; un libro que encierra la historia de todos los dolores, de todas las amarguras, de todos los sufrimientos con que Dios pone a prueba nuestra fe y nuestra resignación, nuestra constancia y nuestra virtud. El corazón del pobre es una flor marchita que todo el mundo arroja con desden porque su perfume son lamentos y quejas, porque la miel de su cáliz es la hiel del llanto, porque sus pétalos son las espinas del sufrimiento.

Dos lágrimas brotaron de los negros y espresivos ojos de la dama que inclinó la cabeza sobre su agitado seno y permaneció silenciosa.

—Ya lo veis, señora—prosiguió el poeta—os entristezco, os hago llorar... Perdonadme...

—Sí, me atormentais—replicó doña Isabel—porque habeis creído que yo, lo mismo que ese mundo a quien justamente acusais, quiero solamente un pecho, cubierto de vano oropel, aunque no abrigue más que un corazón insensible y ruin. ¿A quién debo la vicia y la pureza de mi honor, sino á los sentimientos de noble generosidad que vuestro corazón abriga?... ¡Ah!... Ese corazón...

Doña Isabel se detuvo nuevamente, bajó, como avergonzada, la cabeza y en vano intentó ahogar en su pecho un suspiro que al fin salió de su boca, y cuyo perfume lo aspiró el poeta, sintiéndose trastornado.

—Si en tanto estimais mi corazón—dijo Cervantes, sin poder ya dominar los impulsos de su pasión—si en tanto lo estimais, yo os lo ofrezco y con él mi vida... nada más poseo...

La dama se estremeció, pareció que la sangre iba a brotar por sus tersas megillas y fijó en el poeta una mirada ardiente.

—Si lo aceptais—añadió el soldado con más vehemente acento—aunque flor marchita por la tristeza de los pesares, le devolverá su frescura y lozania la luz vivificadora de vuestros hechiceros ojos y el perfumado ambiente de vuestros tiernos suspiros; si es ahora manantial de amargo llanto, este lo secará la dulzura de vuestros consuelos, y si como negro libro de palpitantes hojas encierra una historia dolorosísima de horribles sufrimientos, vos escribireis en él una página de tan sin igual ventura que borrará el recuerdo de las pasadas desdichas.

—Yo... yo...—balbuceó doña Isabel sin poder proseguir porque la ahogaba la emoción de su felicidad, porque turbaba su lengua su pudor.

—Vos, doña Isabel, sereis el ángel que por entre las negras nubes de la mas negra y tempestuosa noche de mi vida dejais ver vuestra faz pura y serena, radiante con la aureola de dulcísima luz celestial para derramar sobre mi abrasada frente al consuelo de la esperanza de un porvenir risueño, el bálsamo del olvido de un pasado de desdichas los amo, doña Isabel! Os amo y si mi lengua ha callado el secreto de mi pasion, ha sido porque yo os veia colocada a una altura donde creí no poder remontarme sino con el deseo, porque sin más nobleza que la de mi cuna de simple hidalgo, sin más fortuna que la de mi espada de soldado oscuro, no me juzgué digno de vos. Pero ya que el oropel de las riquezas lo despreciais, y que en nada tenéis el humo de los honores; ya que para vos nada vale del hombre más que el corazón, único tesoro que estimais, no desdeñeis el mío, que en el mismo llanto de sus pesares, en tas mismas espinas de sus dolorosos sufrimientos está su valor.

—¡Ah!—exclamó al fin la dama.—¿Qué han de deciros mis labios que no os haya dado a entender mi silencio? Por primera vez en mi vida he sentido arder en mi pecho la llama del amor, y si vos me dais un corazón noble y lleno de ternura, yo os he consagrado el mío cuando no había palpitado por ningun hombre, que no se había siquiera abierto a los sentimientos del cariño filial, porque huérfana cuando aun no tenía uso de razón, sola en el mundo, no habían podido desarrollarse los gérmenes de ternura que Dios depositó en mi alma.

—¡Cuánto os adoro!—exclamó el poeta cuyos encendidos ojos fijaron en doña Isabel una ardiente y fascinadora mirada.

Y sus manos cogieron las temblorosas manos de la dama, y en ellas estampó frenéticamente un ósculo abrasador.

Del arrebato de la pasión al olvido del deber no hay más que un paso, y este tan corto y por tan resbaladiza pendiente, que se dá sin querer y sin sentir, sin advertirlo hasta que ya no es tiempo de retroceder, cuando atormenta un arrepentimiento tardío, y se piden cuentas a la razón por su debilidad y se llora por muchos años la risa de pocos instantes.

Acababa el sol de ocultar sus luminosos rayos, y ya a través de las cortinas azules no penetraban sino los ténues resplandores del crepúsculo, con la vaguedad de la última lejana mirada del viajero que se despide al desaparecer tras la colina.

Quizás en aquellos momentos la pobre Zoraida, con todo el ardor de su naciente fe pedia al Omnipotente felicidad para su antiguo amante, corazón para amarle mas. ¡Desdichada! si hubiera sabido que mientras ardia en su pecho la llama de la fe, en el de su amante se encendia la llama de una pasión inspirada por otra mujer... ¡ah! los celos la hubiesen llevado tal vez al horrible estremo que acabó con la vida de la pobre Jaguá.

CAPÍTULO X. Contraste

ZORAIDA no rogaba a Dios por la felicidad de Cervantes mientras que esta se olvidaba de ella en los brazos de otra mujer, pero el mismo día y á la misma hora se encontraba en una situación que formaba con la del poeta un contraste digno de fijar nuestra atención .

Ya saben nuestros lectores la pasión violenta que por la berberisca sintió el jóven vizconde, y los proyectos de este para conseguir sus deseos. Ahora, para que se comprenda la escena que vamos a pintar, y por via de introducción, nos trasladaremos al aposento del piso bajo dé la hosteria de maese Manción i y en el cual sufrió este el interrogatorio del enamorado mancebo y se convino en utilizar los servicios del bachiller Lagartija.

El vizconde se paseaba por el salon con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho, como si meditase para encontrar algun medio que le sacase de un apuro de su intriga. Como siempre, estaba pálido y ojeroso, pero interesante, porque ya liemos dicho que estaba dotado de no comun belleza.

Junto a la puerta del aposento, de pié, inmóvil y silencioso como una estatua, y con la mirada lija en el mancebo, había un hombre de elevada estatura y estremadamente flaco, de rostro aguileño, tez morena y despoblada barba, de ojos negros, redondos, vivos y de mirada penetrante, de escasa frente y de lábios delgados como un pergamino. En aquel momento, su semblante no tenía más espresión que la del que observa y aguarda; pero generalmente lo animaba una sonrisa un si es no es burlona, y sus facción es tenían una estraordinaria movilidad que daba gran fuerza de espresión a sus palabras. Vestia coleto, calzas y gregüescos de lana parda y capa del mismo color, pero todo tan llevado y tan traido que bien hubiera podido contársele el pelo sin temor de equivocarse, pues no le quedaba ni uno para atestiguar que en otro tiempo fue paño. Llevaba larga tizona aunque por su clase no le estaba permitido, pero ya por aquel tiempo empezaban los villanos a usurpar á los nobles el derecho esclusivo de ceñir espada, y no había maton de oficio que no la usase a pesar de las ordenanzas que lo prohibían: además, el personaje en cuestion, se jactaba de ser hidalgo y de poderlo acreditar, diciendo que si no gastaba también pespuntes de seda en su coleto, era porque no había sastre que se los hiciese a su gusto, o lo que es lo mismo, que se los hiciese de balde.

Tal era, pues, el llamado bachiller Lagartija, que había ido a dar cuenta al vizconde del estado de su amoroso asunto, y que esperaba recibir nuevas órdenes.

Detúvose al fin el mancebo, y después de mirar de arriba abajo al bachiller, le dijo:

—Esa condenada negra, a quien el diablo lleve, acabará por desesperarme.

—No es la bruja negra, sino la hechicera blanca—contestó el bachiller—la que tiene la culpa de todo. ¿Qué ha de hacer la esclava si su ama se empeña en ser esquiva?

—Creo, señor Lagartija, que vais a desmentir vuestro nombre.

—No sera por falta de voluntad y de conveniencia de acreditarlo.

—En resumen, nada habeis hecho.

—Primeramente he averiguado que la dama en cuestión es una mora convertida que tiene magníficos brazaletes de perlas y muchos escudos de oro.

—Poco es eso.

—Luego, que no conoce a nadie más que a la viuda de dos maridos, con dos hijas, viuda también la mayor, y soltera la menor.

—Poco es también.

—Además, que está enamorada de uno de los hijos de esa viuda, lo cual es ya un inconveniente para que vuestra señoria consiga lo que desea, y en fin, que el amante estuvo cautivo en Arjel, que ahora se encuentra en la guerra de Portugal, y que es mozo de cuenta, porque lo mismo sabe dar cuchilladas que escribir romances tiernos y esos amigos de las musas tienen pacto con Satanás.

—Eso es algo.

—Y es mucho más el haber tentado la indiscreción de una vieja entrometida y beata para saber que la dama en cuestión está desesperada porque no hay noticias de su amante, y que se le ha ocurrido la locura de querer ir a buscarlo a Portugal, sin temor a la guerra ni a la peste.

—¿Y qué adelanto con eso? Si la esclava no quiere ayudarnos...

—Renuncio a la conquista de la esclava: no he podido conseguir que me hable siquiera para decirme que no la persiga.

—Pues bien, no estoy dispuesto a esperar ni un solo dia—replicó el vizconde.

—¿Y qué hemos de hacer?

—Yo digo lo que quiero, y a vos os toca ejecutarlo.

—¿Es decir?...

—Que hoy mismo he de hablar con la convertida.

—¿Con su consentimiento?

—O sin él.

—Ocasiones ha tenido vuestra señoria para hablarle sin que ella dé su licencia.

—Esperaba que se ablandase...

—Pues es esperanza perdida.

—Por eso quiero adoptar otro plan.

—Bien, señor, variaremos los medios de ataque sin dar tiempo a que ella varíe los de defensa.

—Dejaos de palabras inútiles.

—Voy a probar a vuestra señoria que sé obrar.

—Veamos.

—Vuestra señoria quiere hablar hoy mismo con esa dama sin andar con mas rodeos.

—Sí.

—¿Por supuesto, sin el testigo de la esclava?

—Se entiende.

—Pues bien, vengan algunos maravedises.

—Siempre lo mismo.

—No me creerá vuestra señoría, pero cuanto me ha dado lo he gastado en hacer hablar a viejas hipócritas, y espero la conclusión del negocio para ganar algo.

—Tomad—dijo el vizconde, arrojando a los pies de Lagartija un escudo de oro.—Es todo cuanto tengo por hoy.

—Ahora, espere aquí vuestra señoria hasta que yo vuelva.

—¿Tardareis?

—Ni un cuarto de hora.

—Pero esplicadme...

—Vendré a decir a vuestra señoria que puede subir al aposento de esa dama; pero cuidado con que esto lo trasluzca el panzudo maese Manción i, porque estoy seguro de que echaria el negocio a perder.

—¿Se atreveria ese tunante?...

—Hay que confesar, señor vizconde, que tendria razón, porque un escándalo de la naturaleza del que puede ocurrir, no dejaria en muy buen lugar el crédito de su hostería.

—Por eso le pago generosamente.

—No es bastante.

—¿Con que tenemos el enemigo en casa?

—No es el enemigo, sino el amigo que no quiere servir a vuestra señoria sino hasta cierto punto. Pero dejando esto a un lado porque de ello solo nos importa el tenerlo entendido para obrar con prudencia, volveremos á la cuestión principal.

—Según decís, es cosa resuelta.

—Tal creo, pero no lo aseguro.

—Señor Lagartija, cuidado con lo que haceis—replicó el mancebo con tono de amenaza.

—Haré todo lo que pueda—dijo el bachiller sin turbarse.

—Acabais de prometerme que antes de inedia hora estará la dama sola en su aposento.

—Procuraré que así suceda.

—Valeos del medio que más os plazca, pero no olvideis que ya estoy consentido a verla sola, y que si no puede ser asi, a nadie más cerca que vos tendré para desahogar mi enojo.

—No ha llegado ese caso—contestó Lagartija sonriéndose.

—Bien, lo que importa ahora es no perder tiempo.

—En eso mismo pensaba yo.

—Idos, que aquí os aguardo.

—No tardaré, señor.

El llamado Lagartija salió del aposento, y el vizconde, en estrenuo pensativo, se dejó caer en una silla y se entregó a meditación es ilusorias sobre su amor. Nunca bahia sentido el mancebo una pasión tan violenta como la que le había inspirado la berberisca, y puede asegurarse que en el transcurso de su corta, pero agitada vida, era aquella la primera vez que se había sentido dominado por el amor.

Los minutos parecieron siglos al impaciente vizconde, y a cada ruido que por la parte de afuera sentía, levantábase creyendo que era el bachiller que volvia para anunciarle el resultado de su intriga.

Una, dos y tres veces levantóse y hubo de volver a sentarse con muestras de grandísimo enojo, hasta que al fin, pasado más de un cuarto de hora que esperaba, se abrió la puerta y entró Lagartija con alegre semblante:

—¿Qué hay? le preguntó afanosamente el mancebo.

—La dama está sola—contestó el bachiller.

—¡Será mia!—exclamó el vizconde cuyos ojos brillaron como dos luces.

Y sin detenerse salió del aposento, atravesó el zaguán y subió de dos en dos los escalones que conducían al piso superior. Iba en estremo agitado, latían sus sienes con violencia y su frente se abrasaba.

Guando el mancebo llegó a la puerta de la habitación de Zoraida, se detuvo porque sintió que le faltaba el aliento y el valor: por primera vez en su vida vacilaba para alentar contra el honor de una mujer; por primera vez se sentia débil para tales empresas.

Largo rato permaneció inmóvil, oprimiéndose el pecho como si quisiese contener los latidos violentos y desiguales de su corazón, y al fin, llamando en su auxilio toda su audacia, empujó la puerta que se abrió fácilmente.

Zoraida estaba sentada en un ancho sillón, con la cabeza inclinada sobre el pecho y tan preocupada en sus tristes pensamientos, que no se apercibió de la llegada del vizconde.

Los últimos rayos del sol se derramaban dulcemente al rededor de la berberisca, aquellos mismos rayos que también iluminaban misteriosamente el aposento donde estaba doña Isabel y Cervantes. Sus negros y rasgados ojos estaban velados por las más negras y largas pestañas que los guarnecian y a través de las cuales se escapaban miradas tristísimas.

—¡Qué hermosa es!—dijo para sí el vizconde.

Y sus ojos, encendidos por la pasion, clavaron en la mora una mirada ardiente; pero no se atrevió a dar un paso.

Volvieron a transcurrir algunos instantes sin que se percibiese otra cosa que la agitada respiración del mancebo, y al fin Zoraida levantó la cabeza, fijó una mirada de sorpresa y de espanto en el vizconde, y luego exhaló un grito.

—Perdonad, señora—dijo entonces el doncel con voz balbuciente y Adelantándose con pasos inseguros.—Perdonad si he venido sin vuestra licencia, y concededme la gracia de escucharme.

—¡Caballero!—exclamó la berberisca, recobrándose de su sorpresa.—¿Cómo os habeis atrevido!...

—Nada temais, señora—interrumpió el vizconde:—solo deseo que me escucheis.

—Salid, caballero—replicó Zoraida.—No puedo escucharos.

Esta primera resistencia por parle de la morisca, hizo renacer en el mancebo su valor.

—Señora—dijo—no me habeis dado tiempo a pediros permiso para entrar, y por eso habeis creído que he abusado de vuestra distracción para sorprenderos.

—Os conozco—repuso la mora.—Hace muchos días que me perseguís tenazmente y que habeis intentado comprar la fidelidad de la negra que me sirve; pero ocasiones habeis tenido para comprender que serian inútiles vuestros pasos, y debierais haber desistido de un intento loco.

—Me alegro, señora, que me conozcais y que hayais adivinado mis deseos, porque así podré escusar muchas palabras que pudieran seros enojosas puesto que yo os soy del todo indiferente; pero a pesar de eso mis labios tienen que deciros lo que os han manifestado mis ojos, y además lo que estos no han podido esplicaros.

—Caballero, ya os he dicho que no puedo escucharos, y os ruego otra vez que me dejeis.

—¡Imposible, señora!

—Me obligareis a llamar...

—No adelantareis nada porque están lejos de aquí los que debieran responderos.

—¡Me habeis tendido un lazo infame!—replicó la berberisca con acento de profundo enojo.—Ahora comprendo el medio de que os habeis valido para alejar a mi esclava...

—Os equivocais...

—¡Y quereis que escuche al que tan ruinmente obra!...

—Vuestra esclava, señora...

—Ha salido de aquí engañada, creyendo de buena fe que la mandaba á llamar doña Leonor de Cortinas...

—Sosegaos, señora—interrumpió el doncel.—No lleveis vuestras Sospechas hasta un punto exagerado.

—De cualquier modo que sea, os repito que salgais de aquí porque vuestra sola presencia me ofende.

—¡Salir cuando os tengo tan cerca, cuando puedo miraros sin que nadie me lo estorbe, cuando puedo deciros que os amo!... ¡Imposible!

—¡Dejadme, caballero!

—Escuchadme no más que un momento, pero escuchadme siquiera por lástima porque bien lo merezco... Perdonad, me faltan las fuerzas—añadió el doncel a la vez que se sentaba cerca de la mora.

—¡Esto mas!... Salid o yo me iré—dijo Zoraida poniéndose de pie.

El vizconde no se movió, ni tampoco pronunció una palabra, pero miró á la berberisca tan tiernamente, se pintó en sus azules y espresivos ojos tanto dolor, que ella, conmovida a su pesar, no pudo seguir mostrando su primer enojo.

Hubo algunos momentos de silencio embarazoso para los dos, durante los cuales, Zoraida fijó su atención en el mancebo, que era cuanto este podia desear.

—¡Sufro mucho!—dijo al fin el vizconde con lánguido acento.—¡Soy muy desgraciado, señora, porque la abrasadora sed de mi amor no se mitiga ni aun con una débil y lejana esperanza!... Sentaos, os lo suplico, y nada temais, os respetaré y os lo juro por esta cruz—añadió, poniendo la diestra sobre la de Calatrava que se veia en su lujoso coleto de terciopelo azul.—Si os enoja mi presencia, me iré, pero quiero que antes me perdoneis, que no tomeis por villana acción lo que me obligó a hacer la locura de mi pasión violenta.

Zoraida, sin saber lo que hacia, volvió a sentarse, y el vizconde prosiguió diciendo:

—No es un crimen el amar ni es mía la culpa de que el fuego encendido en mi corazón me quite el reposo ahora para quitarme luego la vida; pero si eso es un crimen, de vuestros ojos es la culpa, porque sin los rayos que despiden no se hubiese prendido la hoguera que consume mi corazón. Mi amor no es amor, es un frenesí: ¿qué puede esperarse de una cabeza trastornada? Vos, señora, me hubieseis negado la licencia para hablaros, y como tenía de esto una necesidad superior a mis fuerzas y a mi razón, á trueque de conseguirlo llegué hasta aquí abusando de vos por medio de la sorpresa. Ya sé que semejante locura, en vez de hacerme agradable para con vos me liará aborrecible; ¿pero qué puede esperarse de un loco sino locuras?

Zoraida inclinó la cabeza sobre el pecho y se acordó de que ella, impulsada también por su pasion, todo lo había atropellado sin que fuese bastante a detenerla ni sus deberes de esposa, ni el temor de que su marido la sorprendiese, ni aun el sentimiento de pudor que en las mujeres es las más veces superior a los impulsos de las pasiones. Semejante recuerdo arguyó a su conciencia, y pensó que no perdonar al hermoso mancebo era hacer inexcusable su propia falta.

—¿Acaso no habeis amado nunca?—prosiguió el vizconde como si hubiese adivinado lo que pensaba la berberisca.—¿No habeis tenido en vuestra vida un momento en que trastornada por la pasión os hayais olvidado de todo? Sin duda lo sabeis porque amais a un hombre...

—¿Qué decís?—interrumpió Zoraida cuyas megillas enrojecieron.

—¿No es verdad que amais a otro hombre?—repuso vivamente el mancebo.—¡Ah!... decid que nó y se trocará en felicidad mi desdicha, en alegria mi dolor; decid que a ninguno amais ni a mi tampoco, y entonces la esperanza me dará alientos para hacerme digno de vos a costa de sacrificios.

Zoraida se estremeció y con voz débil y entrecortada, dijo:

—Dejadme, caballero; os perdono el abuso que habeis cometido, pero no puedo daros la más leve esperanza, ni siquiera puedo escucharos...

—¡Ah!—murmuró tristemente el vizconde.—Vuestro corazón es de otro hombre... ¡Cuán nécio anduve al abrigar por un instante la esperanza de alcanzar vuestro amor!

—Os mortificais inútilmente, y...

—Que os mortifico, debeis decir, que os desagrada mi presencia, que os causan enojo mis palabras... Dichoso el hombre que supo conquistar vuestro cariño... Mucho debeis amarle cuando estando lejos de aquí, olvidado de todo entre el estruendo de las batallas o entre el alegre ruido de una orgía, quizás en los brazos de otra mujer...

—¡Oh!... callad—exclamó Zoraida cuya frente palideció.

—El hombre a quien tanto amais, guardándole tan pura fe, no puede ser digno de vos—replicó el vizconde resueltamente.—¿Qué podeis esperar de un soldado que se olvida de todo cuando pelea, que se embriaga en el festin con que celebra la victoria, y que con el derecho de conquistador se apodera lo mismo de las riquezas que de la esposa o de las hijas del vencido? Quizás desgarro vuestro corazón con el afilado puñal de la sospechosa duda, pero es preciso que veais la verdad en toda su desnudez. ¿Habeis podido pensar que el hombre a quien amais, en la embriaguez del triunfo, arrastrado por el torbellino de la desenfrenada soldadesca, en esos momentos en que todo se olvida y nada se prevee, habrá dejado de aprovechar la ocasión?...

—¡Oh, callad!—interrumpió Zoraida cuyos ojos chispearon,—¡Callad, siquiera por compasion)... ¡Quereis haceros amar desgarrándome el alma!... No me arranqueis las ilusiones que me hacen feliz, porque moriré de desesperación . Nada tengo en el mundo más que mi fe y mis sueños de amor... ¡Maldito sea el que las borre de mi alma! ¿Por qué me haceis pensar en lo que más lejos estaba de mi mente?... ¡Oh, Dios mio!... Siempre el tormento de los celos: antes Jaguá; ahora... ahora otra mujer que llena de encantos crea mi fantasia….

—Otra mujer que quizás no es un fantasma, sino un ser viviente, de dorada y brillante cabellera, de azules ojos, de provocativos labios...

—¡Callad, que me matais!—gritó la berberisca.

—Otra mujer que en nada se os parece y que produce en ese hombre una nueva impresion; otra mujer que quizás en este instante le tiende sus brazos como yo os tiendo los míos, pero que encuentra otros brazos que la reciben mientras que yo no encuentro sino desvío...

—¡Oh!... si eso fuese verdad; si ese sol que se oculta y es testigo de mi firmeza fuese también testigo de su debilidad...

—¿Lo olvidaríais?

—¡Me mataria para que se cumpliese la predicción de Jaguá!

El vizconde contempló a Zoraida por algunos instantes y se estremeció al ver la descompostura de sus facción es y el estravío de sus miradas lo cual le convenció de que nada conseguiria de aquella mujer que no sentia otra cosa que el tormento de los celos. Pero la amaba de tal modo el doncel que le era imposible renunciar sus ardientes deseos, y por verlos cumplidos, basta hubiese aceptado por esposadla berberisca; pero este recurso no le convenia tocarlo sino después de que todo otro medio hubiese sido inútil: por lo que dominándose cuanto pudo, trató de inspirar alguna confianza que le diese lugar a ejecutar otros planes.

—Señora—dijo fingiéndose pesaroso de lo que acababa de hacer.—perdonadme, estoy loco, ya os lo he dicho... No volveré a veros aunque tenga que hacerme pedazos el corazón; sufriré en silencio; la hiel amarga de vuestros desdenes no saldrá de mi pecho con las quejas de mis dolores. Perdonadme, nada hay más egoísta que el amor, y en un momento de estravío os he atormentado. Cuando se ama. Indo lo sacrificamos para lograr nuestros deseos... ¡Plegue a Dios que jamás tengais que hacer con otro lo que con vos he hecho!

Acordóse Zoraida de que tampoco ella había tenido compasión de Jaguá y por segunda vez, acallada por su conciencia, no acertó a contestar al vizconde.

—¡Cuánto—repuso este—me dice vuestro silencio! Os inspiro compasion...

—Idos, caballero, os lo suplico—replicó la berberisca que, enervada repentinamente, no pudo contener el llanto que acudió a sus ojos.—No sabeis el daño que me habeis hecho...

—¡Llorais!... ¡Oh!... ¡Y yo he atrancado esas lágrimas, yo que en mi locura pensé hacer asomar a vuestros lábios la sonrisa de la felicidad!... ¡Soy un miserable!...

Y el mancebo se puso de pie, apretó los puños con rabia, brillaron sus azules pupilas y levantó su contraída frente con aire de despecho.

—Me voy, señora,—dijo con voz comprimida.—Me voy sin dejaros más que un recuerdo triste y doloroso, un recuerdo de horror en tanto que vuestra celestial imagen va en mi corazón grabada y solo la negra y fria mano de la muerte podrá borrarla. Empero enjugad antes vuestro llanto, pensad que cada una de esas lágrimas que para los ojos son cristalinas perlas, son para mi alma gotas de líquido fuego que la abrasan. Mi corazón os dejo, señora; un corazón amante y tierno como ninguno, pero que vos lo rechazais por otro... ¡Quiera el cielo que no os equivoqueis en la elección !...

—¡Ah! mi noble cautivo no puede olvidarme—dijo Zoraida, sintiendo renacer su fe amorosa.

Pero en aquellos momentos acababa de ocultarse el sol y no penetraban en el aposento sino los débiles resplandores del vespertino crepúsculo, los mismos resplandores que a través de las cortinas azules se deslizaban tímidamente en la lujosa habitación de doña Isabel cuando esta, loca de amor, con las pupilas húmedas por la pasion, ardientes los labios y agitado el pecho, tendia sus brazos temblorosos al poeta.

¡Pobre Zoraida!

Contemplóla por última vez el vizconde, pasóse las manos por su ardorosa frente, y después de ahogar en su pecho una exclamación de la mas desesperada ira, se lanzó fuera de la estancia como impulsado por un arrebato de locura.

De dos en dos bajó los escalones sin reparar en Zamareta que al mismo tiempo subía, y en llegando al zaguan, se detuvo al encontrarse con el bachiller Lagartija que le dijo:

—No os pregunto el resultado porque lo dice vuestro rostro.

—Ha sido inútil vuestro ardid—le replicó el mancebo;—pero no renuncio á ella, es preciso que sea mia, ¿lo entendeis? es preciso.

—Bien, señor—repuso con calma Lagartija—lo será, Dios o el diablo mediante, y si vuestra señoria no se anda con escrúpulos de monja.

—Estoy dispuesto a todo, porque sino consigo mi deseo, seré capaz de casarme, es decir, de hacer una cosa indigna de un hombre como yo, de esponerme a pagar las deudas que tengo pendientes con más de cien maridos, de hacerme condescendiente, bonachon, crédulo, estúpido... ¡voto al infierno!... Señor Lagartija, proponedme cuanto os dé la gana, haced cuanto se os venga al magin, con tal que yo sea dueño de esa mujer.

—En lo que vuestra señoria dice de casarse, conozco que va perdiendo el seso, pues no hay señal más positiva de la locura que la de que un hombre cargue con la cruz del matrimonio. Que se casen los turcos, pase, pero los que hemos nacido en esta tierra bendita, no lo comprendo.

—Loco ya lo estoy.

—Pues no se deje arrebatar vuestra señoría.

—Dejad los consejos y pensad lo que tenemos que hacer.

—Necesito algun tiempo para meditar.

—¿Cuántas horas?

—Toda esta noche que la pasaré saboreando el contenido de una botella que es mi musa favorita.

—Es mucho tiempo.

—Paciencia, señor que mañana será otro dia. Acuérdese vuestra señoria del refrán que dice, si quieres comer mucho come poco.

—Bien, pues mañana os esperaré en mi casa.

—No faltaré.

El mancebo salió de la hostería, y el bachiller Lagartija llamó a maese Manción i para que le diese de beber.

La hosteria quedó tan silenciosa como la casa de doña Isabel, sin mas diferencia que en la una palpitaban dos corazones henchidos de felicidad, y en la otra se oprimían dolorosamente.

Cervantes estrechaba entre sus brazos a la dama portuguesa sin acordarse de Zoraida, y esta oprimia a la negra contra su agitado pecho y tenía el pensamiento lijo en Cervantes.

Tal era el contraste digno de nuestra atención que presentaban en un mismo momento los principales personajes de esta historia.

¿Qué iba a ser de la berberisca? Negras nubes agrupaban, se sobre su cabeza, amenazándole con rayos mortíferos. No la había olvidado el poeta sino por algunos instantes, pero otra mujer había interesado su corazón y una de ambas debia ser víctima de aquel momento de estravío, o mejor dicho, de aquella inconsecuencia.

CAPÍTULO XI. Cuál era el proyecto del bachiller y cómo se practicó.

El bachiller Lagartija cumplió su promesa, y aquella misma noche, inspirado por una botella de vino de Jerez, combinó un plan diabólico. Pero no tuvo por de felicísimos resultados si a ponerlo en práctica se atrevia el vizconde.

Este mostró algunos escrúpulos cuando a la mañana siguiente supo el proyecto, pero como no acertase con otro mejor, ni tan bueno siquiera, aceptólo al fin porque a todo estaba decidido para lograr sus deseos. Para ponerlo en ejecución había que esperar forzosamente que se presentase una ocasión oportuna, sin que para ello pudiese fijarse un dia determinado, y esto le hacia contar una por una las horas que pasaban y se perdían sin que viese el término de su afán. Pero como remedio no había para tal inconveniente, hubo de conformarse, y con el mayor detenimiento trató con Lagartija de cuanto debia practicarse.

La conversación del vizconde con el bachiller fue en estremo reservada, y de ella no ha podido transmitirnos la historia ni una palabra siquiera, por lo que solo podremos decir a nuestros lectores que cuando Lagartija salió de casa del mancebo, este abrió un armario, sacó una escala de seda y la examinó para asegurarse de que estaba en estado de buen uso.

Pasaron tres días sin que ocurriese novedad alguna.

Zoraida, recelosa del vizconde, procuraba guardarse cuanto podia, y aun pensó en variar de domicilio; pero esto no había podido hacerlo todavía.

Las cuatro de la tarde serian, y aunque el cielo estaba despejado y el sol brillaba sin que la nube más leve entibiase el ardor de sus rayos, se dejaba sentir un frío intenso, producido sin duda por el vientecillo sutil que de Guadarrama soplaba.

Fuese por un rarísimo capricho, o por otra razón cualquiera, es el caso, y caso verdadero, que el vizconde había llegado a la hostería, y después de saber que Zoraida y Zamareta habían salido, mandó a maese Manción i que pusiese una mesa en el patio de la casa y que le sirviese de comer, pues queria honrar al bachiller Lagartija, brindando con él. En vano el panzudo hostelero intentó convencer al vizconde de que su capricho era una locura porque se esponia a enfermar si estaba inedia hora en el húmedo patio y con el frío que hacia: el mancebo insistió, añadiendo que no pedia consejos, sino un cabrito bien asado y un par de botellas de Arganda.

Maese Manción i tuvo que obedecer, colocó la mesa, y sirvió el cabrito y el vino, dudando si el vizconde se habria vuelto loco.

—No queremos que se nos interrumpa—dijo el doncel al hostelero:—tenemos que hablar mucho y de asuntos muy graves, y por consiguiente, aunque á las doce de la noche no hayamos salido, nos dejareis en paz.

—Temo que os quedeis helados—replicó maese.

—Con un par de tajadas y una botella, nadie puede helarse aunque se entierro en nieve.

—Una cosa quiero rogar a vuestra señoría, sin que por ello se ofenda—repuso el hostelero.

—¿Cuál?

—Que si mientras está aquí vuestra señoria viniese la dama que habita arriba, seais prudente al hablar porque está abierta la ventana del cuarto de la negra y pueden oiros lo bueno y lo malo.

—Agradezco el aviso, maese, y para no pecar por ignorancia, cuando venga esa hermosa esquiva, dareis unos golpecitos a la puerta, lo cual será suficiente para que yo mida mis palabras y aun las escuse en cuanto pueda.

—No lo digo tanto por vuestra señoria como por este bachiller hablador que tan suelta tiene la lengua.

—Idos tranquilo, maese Manción i, que aquí quedo y nada tendrás que sentir.

El hostelero salió, cerrando tras sí la puerta, y libres ya del estorboso testigo, el vizconde y Lagartija empezaron a comer, entablando el diálogo siguiente:

—Ya veis—dijo el mancebo—que la ocasión no puede ser más propicia.

—Indudablemente, señor, y casi estoy seguro del buen éxito de nuestra empresa si no os falta el valor o no os asaltan esos malditos escrúpulos que tanto os han hecho vacilar estos días.

—No es para menos el asunto, pues tal escándalo puede sobrevenir, que me cueste por lo menos un destierro, si es que con semejante castigo se contentaba el rey.

—Todo puede ser cuatro gritos y alguna corrida, y esto mismo os daria la ocasión de escapar, dejándolos con la boca abierta: aunque bien pensado, ni aun así puede suceder porque ninguna de las dos despertará; y en todo caso, si la ocasión no me es propicia, todo se reducirá a que paseis una mala noche y ayuneis medio dia.

—No es lo más agradable.

—Pero bien merece la pena el asunto de que os espongais a tal tropiezo.

—Ciertamente.

—Las probabilidades son de un resultado feliz.

—Supongo que no os habreis olvidado del narcótico.

—Miradlo, señor—dijo el bachiller.

Y sacó de debajo de su coleto un pomito de cristal que contenía un liquido rojizo.

—¿Teneis seguridad en sus efectos?

—Como si yo lo hubiese confección ado.

—Bien.

—Lo sé por experiencia.

—¿Es decir, que no es la primera vez?...

—Otras muchas he recurrido a la ciencia del que me lo ha vendido y nunca me ha engañado, ni me engañará por que está convencido de que le costaria muy caro.

—Entonces puedo estar tranquilo.

—Completamente.

—¿Cuánto tiempo dormirán?

—Lo menos ocho horas con un sueño tan pesado que no despertarían aunque se hundiese la casa.

—Entonces nada debo temer con tal que tengais ocasión de hacerles beber ese brebaje.

—Por eso os he dicho que todo lo malo puede ser que no podais salir de vuestro escondite.

—Hay otro peligro.

—¿Cuál?

—Que me descubran antes de tomarlo o de dormirse.

—Entonces gritarán y mientras maese Manción i acude con su paso torpe, tiempo tendreis de escaparos.

—Tal ereo.

—Sobre todo, señor, algun riesgo habeis de correr, que mucho cuesta lo que mucho vale.

—¡Será mia!—exclamó el mancebo cuyos ojos brillaron.

—Bien la mereceis.

—Brindemos por la cercana victoria.

Apuraron un vaso, y después de algunos instantes dijo el bachiller:

—¿Tampoco habreis olvidado vos la escala?

—Nó.

—Ya veis—repuso Lagartija, señalando al emparrado que no recordamos si hemos dicho que se estendia bajo las ventanas que daban al patio.—Desde ahí no es difícil enganchar la escala.

—Otra dificultad me ocurre.

—Sepamos cual es.

—Que el narcótico dará al agua color y lo conocerán.

—Eso está previsto, y ningun color tomará el agua.

Largo rato siguieron hablando, comiendo y bebiendo, y ya el sol tocaba á su ocaso, cuando dijo el bachiller:

—Señor, no debeis esperar a más tarde.

—Manos a la obra y que Satanás me guie puesto que Satanás os inspiró el proyecto.

—Fué una botella de Jerez.

—Ahora nadie nos observa.

—Todos los huéspedes están fuera de casa, y este es el mejor momento.

El vizconde y Lagartija se levantaron, y después de mirar a las ventanas y de convencerse de que nadie los observaba, acercáronse al emparrado.

—Ea—dijo el bachiller—subid sobre mis espaldas y trepad.

Ejecutólo así el mancebo, y can una agilidad envidiable, se encaramó sobre la parra en pocos momentos.

Una vez allí, sacó de debajo de su coleto la escala de que ya hemos hablado, y tuvo tal fortuna que logró engancharla a una ventana a la primera vez que la tiró.

—Buen viaje, señor—dijo entonces el bachiller.

—Hasta mañana, señor Lagartija—contestó el mancebo que en su semblante daba claras muestras de la emoción alegre que sentia.

Y trepó ligeramente por la escala, encontrándose bien pronto en el interior del aposento.

Entonces Lagartija volvió a sentarse junto a la mesa, disponiéndose á dar fin de los restos de la comida.

Aunque no había cerrado la noche, quedó el patio completamente a oscuras porque sus elevadas paredes no permitían a los crepúsculos entrar en su interior.

Pasó una media hora y ya el bachiller, a punto de perder la paciencia pensaba en salir, cuando oyó algunos golpes dados a la puerta.

—Ya han venido—murmuró.

Y después de dar tiempo a que maese Manción i se hubiese alejado, salió en tan buena ocasión que llegó al zaguan sin que nadie lo viese.

Entonces se sentó tranquilamente, y pensando en la manera de terminar mejor el asunto que le ocupaba, esperó a que llegase el momento oportuno.

No tardó en salir maese Manción i para colocar en su sitio el farol que de noche alumbraba el zaguan y al ver a Lagartija le dijo:

—¿Ya habeis concluido la comida?

—Claro está, porque sino aun estaríamos en el patio.

—¿Y el señor vizconde?

—Se ha ido; y yo estoy descansando y pronto haré lo mismo.

—Pues yo voy a preparar la cena para la dama que tanto os dá que hacer, porque segun me ha dicho quiere acostarse temprano.

El hostelero entró en la cocina, y el bachiller murmuró:

—Se acerca el momento decisivo.

Y después de resgistrar bajo su coleto y de asegurarse que no había perdido el narcótico y que podia sacarlo con prontitud y disimulo, se cruzó de brazos y volvió a meditar.

Cerca de media hora pasó, y ya Lagartija empezaba a impacientarse, cuando volvió a salir maese llevando algunos platos, manteles y cubiertos.

—¿Todavia por aquí?—le dijo a Lagartija.

—Es tal el frío que he cojido en ese maldito palio, que no me atrevo á moverme.

—Raro capricho ha sido—repuso el hostelero mientras tomaba escalera arriba.

—Manos a la obra—dijo para sí el bachiller.—A la otra vez que pase llevará la cena y el agua.

Efectivamente, maese Manción i volvió a la cocina, y luego salió otra vez con la cena y un jarro lleno de agua.

—Aquí de mi ingenio—murmuro Lagartija.

Y levantándose, exhaló un doloroso grito, encojió una pierna y se apoyó en la mesa en tanto que su movible rostro se contraia, haciendo un horrible y lastimoso gesto.

—¿Qué os sucede?—le preguntó sorprendido el hostelero.

—Venid—repuso el bachiller con voz entrecortada.—¡Por Dios!... ¡Ay, ay! ¡Venid!

—¿Pero qué es ello?—volvió a decir maese acercándose al asesino.

—Un... ¡ay!... un calambre... tirad de esta pierna... pronto... ¡ay... ay!... ¡Cien legiones!... ¡Pronto!... ¡ay!

El hostelero, turbado por la sorpresa, dejó en la mesa el jarro y la fuente, hincóse de rodillas y cojió con ambas manos el pié que Lagartija había levantado y que intentó bajar hasta el suelo.

—¡Ay!... ¡ay!...—volvió a gritar el bachiller.

Y mientras que el panzudo maese se esforzaba para estirar la contraida pierna, sacó el pomito y vertió el narcótico en el agua.

En esto se oyó la voz de Zamareta que desde arriba gritaba diciendo:

—¿No subís la cena?... Daos prisa.

—Voy corriendo...

—¡Ay!... ¡Tirad con fuerza! ¡vive Dios!... ¡Ay!...

—¡Lleve el diablo vuestra pierna que parece de hierro!—exclamó Manción i, sudando y medio ahogado de fatiga.

—¿Acabareis de subir?—volvió a gritar la esclava.

—Entre todos me volvereis loco.

—¡Ay! Ya pasa... otro estiron... ¡Uf!... ¡Gracias a Dios!—dijo el bachiller, exhalando un suspiro.

El hostelero se levantó aturdido, y tomando la cena y el jarro, subió la escalera con una ligereza que nadie le hubiera supuesto.

Zamareta continuaba dando prisa.

El bachiller no pudo contener una carcajada burlona, y con aire de triunfo salió de la hostería.

—¡Voto á!—se oyó exclamar al mismo tiempo a maese Manción i que sin duda se enfadó con la esclava porque le hacia correr a pesar de su abultada barriga.

—Negocio hecho—dijo Lagartija cuando se encontró en la plaza.

Y parándose debajo del balcon del aposento de Zoraida, imitó por tres veces el canto de la lechuza que era la señal para que el vizconde supiese que el narcótico había sido puesto en el agua.

CAPÍTULO XII. Del resultado que dió el plan del bachiller Lagartija.

La berberisca y su esclava concluyeron de cenar y se dispusieron á acostarse, muy agenas de que el vizconde estaba escondido debajo de una cama, esperando el momento tan deseado.

—¿Está bien cerrada la puerta?—preguntó Zoraida en lengua berberisca.

—Si señora mia—le contestó Zamareta;—puedes acostarte con toda tranquilidad.

—Desde el desagradable suceso del otro dia, no vivo con sosiego en este casa porque desconfío de todos ¿sus habitantes.

—Poco estaremos en ella, pues, segun doña Leonor te ha prometido, mañana quizás quedará arreglado el ajuste de la nueva vivienda.

—Quiéralo el cielo porque aeguramente el hostelero está vendido a ese mancebo que me persigue con sus amorosas pretensiones.

—Tal creo, segun lo que se ha visto.

—Desnúdame—repuso Zoraida, entrando en el aposento inmediato.

Zamareta la siguió, llevando la bujía con que se alumbraban, y pocos momentos después, la hermosa berberisca estaba en su lecho y rezaba fervorosamente.

El movimiento de sus labios fue haciéndose más leve cada vez, sus ojos fueron cerrándose insensiblemente, y antes de un cuarto de hora quedó completamente dormida.

Los ténues resplandores de la bujia se derramaban sobre el lecho y permitían que se viese el rostro encantador de la berberisca dilatado por uña sonrisa leve, producida tal vez por algun ensueño dulce de amor. Descubríase parte de su levantado pecho y uno de sus torneados brazos sobre el cual descansaba la cabeza, resallando sobre su nacarada blancura el negro brillante de las sedosas crenchas de sus cabellos, que se esparcían sobre la almohada. Sus rojos labios, entreabiertos por la sonrisa, dejaban ver parte de las perlas que encubrían, y por entre ellos se escapaba un aliento suave y perfumado como el ambiente que acaricia en la callada noche a la blanca azucena y le roba el aroma de su cáliz.

¡Qué hermosa estaba!

Los encantos de su rara belleza interesaban más con el natural descuido de su sueño, y como toda mujer hermosa, eran más arrebatadores, mas irresistibles sus atractivos estando dormida. Es verdad que entonces se ocultaban sus negros y rasgados ojos, con sus ardientes pupilas, con sus miradas llenas de ternura y de pasion; pero quizás por lo mismo que esto se adivinaba bajo sus largas pestañas y sus sonrosados párpados de azuladas y finas venas, crecia más el deseo de abrirlos para que dejasen escapar sus centellas de amor o sus miradas de pudorosa timidez.

Si el poeta la hubiese visto entonces y hubiese comparado aquel negro reluciente de su sedosa cabellera con el oro de los rizos de doña Isabel, y el tranquilo pecho de la una con el agitado de la otra, y la espresión de ardientes pasiones que revelaba el rostro de la berberisca con la dulce y de tiernísimo amor de la portuguesa, se hubiese decidido... No sabemos por cual, porque nosotros, siquiera por hacer un sacrificio a la galantería, nos habríamos decidido por las dos, y probablemente cualquiera hubiese hecho lo mismo.

Empero es la verdad, y verdad harto triste para Zoraida, que esta no inspiró nunca a Cervantes la pasión que doña Isabel.

Largo rato pasó, y en medio del silencio profundo que allí reinaba, no se percibió más que la respiración igual y pausada de la mora que seguia durmiendo tranquilamente.

El vizconde estaba oculto debajo de la cama de la negra en el inmediato aposento, y sin duda había esperado sin salir antes de su escondite para poder hacerlo con mayor seguridad. Pero al fin se decidió, y sin hacer el menor ruido, dirigióse con pasos lentos y silenciosos al dormitorio de Zoraida.

La luz de la bujia dió de lleno en el rostro del enamorado vizconde, y entonces pudo verse la descompostura de sus facción es y el brillo estraordinario de sus pupilas que parecían dos luces fosfóricas. Su pecho estaba en estremo agitado, y eran tan fuertes y desiguales los latidos de su corazón, que parecía que iba a saltarle del pecho. La palidez de sus megillas, el ligero temblor de sus miembros y la como temerosa incertidumbre de sus pasos, daban claras muestras de las emoción es que agitaban su espíritu.

Cuando se acercó al lecho y su mirada afanosa se fijó en la berberisca la palidez de su rostro se trocó en carmín y sintió circular por sus venas la sangre como una corriente de fuego.

—¡Ah!—murmuró con acento ahogado.

Y no pudo proseguir porque le faltó el aliento por algunos instantes y sintió el pecho abrasado y oprimido como por un enorme peso.

—Va a ser mia—volvió a murmurar con débil acento.—Va a ser mía... nadie podrá estorbármelo... ¡Qué hermosa es!... ¡Oh!... No despiertes, no despiertes porque al abrir tus ojos cerraria la muerte los míos, me verías morir a impulsos de la desesperación ... ¡Qué hermosa es!... Las hourís prometidas a los de su raza envidiarán tanta belleza... ¡Cuánta es mi felicidad!...

Estravióse la mirada del mancebo, su tersa frente se contrajo, formando largas arrugas, y sus facción es se descompusieron más de lo que estaban, y hasta tal punto, que le dieron a su rostro una espresión repugnante, haciéndole perder completamente todo el encanto de su no comun belleza varonil.

Sin saber por qué dejaba perder el tiempo, estuvo largo rato sin moverse, contemplando a Zoraida y conteniendo los arrebatados impulsos de su pasion.

—¿A qué espero?—dijo al fin.—Nada tengo que temer porque no puede defenderse, ni llamar en su auxilio, ni siquiera apercibirse de lo que le pasa porque no despertará de ese pesado sueño con que duerme. Cada instante que se pierde es un mundo de goces y de felicidad que tengo en mis manos y dejo escapar sin saber lo que vale... ¡Ah!...

El vizconde dió un paso más y se acercó al lecho sin que Zoraida despertase.

El bachiller había tenido razón al asegurar que el narcótico era de confianza.

¡Desdichada!... ¿Qué iba a ser de ella? Habia caido en el lazo mas infame que el hombre puede tender; iba a ser victima de la traición mas lea, más repugnante que puede cometerse. ¿Quién acudiria en su ayuda? ¿Quién la salvaria de aquel peligro? Nadie: ni su esclava podia socorrerla ni los habitantes de la hosteria sospechaban que en aquel momento iba a cometerse tan villana acción .

¡Infeliz Zoraida!

La más dulce sonrisa seguia vagando aun sobre sus entreabiertos labios, envidia del coral por su color, y dé la rosa por su frescura. ¡Qué tranquilo y descuidado era su sueño! Su blanco y mórbido pecho se levantaba suavemente a impulsos de su respiración, y su hermosa cabeza descansaba aun sobre el torneado brazo enteramente desnudo.

—¡Mía!—exclamó el vizconde con todo el arrebato de su pasion, con todo el frenesí de sus ardientes deseos.

Y con los ojos relucientes como dos ascuas, y con los libios entreabiertos, se inclinó hacia la berberisca...

Empero Zoraida abrió repentinamente los ojos y dejó escapar un grito desgarrador de espanto mientras que aceleradamente escondia la cabeza entre las ropas de la cama.

Tras aquel grito se oyó una blasfemia horrible pronunciada por el doncel, y luego otro grito lanzado por Zamareta que apareció medio desnuda a la puerta del aposento.

Reinó por algunos instantes un profundo silencio.

La berberisca permaneció oculta bajo las ropas del lecho sin que la dejase moverse el espanto de que estaba poseída.

El doncel apretaba los puños hasta hacer saltar con las uñas la sangre de sus manos, rechinaba los dientes y levantaba al cielo una mirada de acusadora desesperación y que podia traducirse por una blasfemia mas horrible que la que salió de su boca. Estaba su frente contraída, pálido su rostro y la rábia hacia temblar todos sus miembros.

Zamareta, sin cuidarse de ocultar su desnudez, miraba al vizconde con espanto, y en su aturdimiento, ni acertaba a moverse ni a gritar para pedir socorro.

Situación más violenta ni penosa no podia darse para todos tres. ¿Cómo terminaría?

Al fin el vizconde, después de exhalar un rugido de cólera, exclamó con voz reconcentrada:

—¡Maldición !

Esta palabra pareció despertar a la negra de su medroso letargo, y con descompasadas voces comenzó a gritar diciendo:

—¡Socorro, socorro, Favor!

No quedaba con esto al doncel más que salvarse huyendo porque toda tentativa de hacer callar a la negra hubiera sido comprometerse mas: así fue que, sin detenerse un instante, dió un brinco hacia la puerta que abrió presurosamente y se lanzó fuera del aposento, dirigiéndose a la escalera.

Maese Manción i subia en aquel momento porque había oido las voces de Zamareta, y encontrándose con el vizconde que no se detuvo en su precipitada huida, dió contra él tan fuerte golpe, que ambos, perdiendo el equilibrio, rodaron la escalera y con ellos el candil de garabato que subia maese.

Allí fue la confusión y el espanto sin igual.

Zamareta seguia dando desaforadas voces y el hostelero gritos de dolor, mientras que el vizconde juraba y maldecia con toda la fuerza de sus pulmones.

Despues de inauditos esfuerzos, pudo el doncel sacar una pierna que en la caída le había cojido maese debajo de su enorme barriga, y logró salir de la casa antes que llegasen otros huéspedes que acudían a las voces.

Al fin, y como siempre sucede, tras la agitación y el ruido, vino la quietud y el silencio, y más sosegados los unos y recobrados los oíros comenzaron las preguntas y las esplicación es.

Y ahora, mientras que maese Manción i exhala gritos lastimeros y dice que está reventado, y Zoraida y Zamareta se visten con intención de no volver a acostarse aquella noche, esplicaremos por qué casualidad no había servido de nada el narcótico.

Ya saben nuestros lectores que el hostelero, después de estirar la pierna a Lagartija, subió la escalera apresuradamente porque no cesaba de llamarlo la esclava, y también saben que al llegar arriba se le oyó exclamar. «¡Voto á!...»: pues bien, aquella exclamación que creimos hija de un arrebato de cólera fue producida por un tropezon que en su aturdimiento y no acostumbrada prisa dió maese, lo cual hizo que el jarro se le escapase de las manos y se derramase el agua que contenía el narcótico. Tal qué la casualidad que salvó a Zoraida.

El vizconde, ebrio de coraje, creyó que el bachiller lo había engañado, y juró hacerle pagar con la vida tan ofensiva burla; pero no pudo encontrarlo en ninguna parte por más que recorrió de estremo a estremo toda la villa sin dejar taberna ni lugar sospechoso que no registrase.

CAPÍTULO XIII. De cómo los unos huyan y los otros persiguen.

Tal fue el espanto de Zoraida, que en a ninguna parte creyó que podria estar segura, y mayor hubiera sido, a saber que sin la casualidad de derramarse ef agua que contenía el narcótico, el vizconde habria conseguido su intento.

Apenas eran las ocho de la mañana del siguiente dia., cuando la atribulada berberisca, después de haber pagado a maese Manción i, se cobijó con un largo manto, mandó a Zamareta que tomase el equipaje, y ambas salieron de la hosteria y se dirigieron precipitadamente a casa de doña Leonor.

Grande fue la sorpresa de esta al enterarse de lo ocurrido, y con su cariñosa solicitud ofreció a Zoraida que se quedase allí mientras encontraba alojamiento seguro.

—¡Oh, nó!—exclamó la convertida con acento que demostraba el miedo de que se hallaba poseída.—Ni en vuestra casa ni en ninguna otra estaré tranquila porque el hombre que me persigue, ayudado de sus riquezas, encontrará el medio de incomodarme sin cesar.

—No sucederá así si se guarda la mayor reserva sobre vuestro paradero—replicó la viuda.

—Y entretanto—añadió Andrea—que se encuentra un hospedaje de confianza, permaneceis a nuestro lado.

—Todo será inútil: ya veis como ha logrado llegar hasta mi mismo lecho.

—¿Qué hareis, pues, si en ninguna parte habeis de vivir tranquila?

—Una idea me ha ocurrido—repuso la berberisca—que no sé si podrá realizarse, porque no conozco los usos y costumbres de este país; pero si pudiese llevarse a cabo con el mayor secreto, me consideraria á cubierto de las asechanzas de ese hombre.

—Esplicaos, señora, que tal vez sea cosa posible.

—Quisiera vivir en un convento hasta que volviese vuestro hijo, y si la desgracia fuese tal que sucumbiese en la guerra... ¡Oh!... No hablemos de eso—añadió Zoraida, estremeciéndose.—Por ahora sido deseo evitar que me persiga ese mancebo.

—No habeis pensado mal—repuso doña Leonor.—Ningún inconveniente hay para que os admitan en un convento, y de esta manera también podreis recibir la instrucción religiosa de que tanto necesitais. Teneis medios de indemnizar a la comunidad del gasto que le ocasioneis, y allí, en el sagrado recinto de la casa de Dios, no se atreverá a penetrar vuestro seductor infame.

—De todo es capaz, señora, pero en un convento será más fácil guardar el secreto de mi retiro. ¡Ah, qué tranquilos pasaré los días, rogando á Dios por vuestra felicidad, acrecentando mi fe y haciéndome digna del hombre a quien tanto amo! No quiero perder un momento, hoy mismo, antes del medio día si pudiera ser...

—Si tan decidida estais, antes de una hora será, porque cerca de aquí hay un convento cuya superiora es amiga mía desde la infancia, y no me negará el favor de que permanezcais allí.

—Gracias, señora, gracias—repuso la berberisca con acento de alegria.

—En ninguna parte estaríais mejor.

—¿Y podré veros allí?

—Iremos a visitaros con frecuencia y a daros noticias de mi hijo Miguel.

—¡Cuánta es vuestra bondad!—exclamó Zoraida.—¡Cuánto os debo!...

—Es mi obligación protejeros porque a nadie conoceis, no tenéis ningun amparo.

—Dispuesta estoy para marchar, y solo espero vuestras órdenes.

—Ahora mismo—repuso doña Leonor.

Y mandó a su bija que se vistiese, y ella se dispuso a hacer otro tanto.

Zoraida se sintió más tranquila porque creia que era imposible que se averiguase su paradero, guardando el secreto, como lo guardarían cuidadosamente, doña Leonor y Andrea.

Empero mientras esto sucedia en casa de Cervantes, en la del vizconde entraba el bachiller Lagartija con rostro alegre y con aire de triunfo, y hacia que lo anunciasen.

—Tal vez—le dijo un criado—no os reciba su señoría, porque se ha retirado a la madrugada y con muestras de estar sumamente fatigado.

—¡Ya lo creo!—repuso el bachiller, dejando escapar una sonrisa maliciosa.—Vos, amigo mío no sabeis de la misa la media. Precisamente porque llegó muy fatigado y tan a deshora me veis contento como nunca, y por lo mismo también me recibirá con los brazos abiertos. Lo mismo sucederá de aquí en adelante por espacio de quince días lo menos, y aunque veais que enflaquece, no os dé cuidado, que ya recobrará las carnes cuando... Pero dejemos este asunto que ya os esplicaré mas despacio, y no perdais un momento en decirle que estoy aquí porque de esta entrevista está pendiente mi fortuna.

El sirviente no quedó convencido del todo porque había advertido en su señor cierto gesto desagradable y le había oído jurar y blasfemar al tiempo de acostarse; pero como tenía órden de avisar a cualquier hora que llegase Lagartija, hízolo así sin meterse en más averiguación es.

Acababa de vestirse el mancebo, y no bien se le presentó Lagartija con su alegre semblante, levantóse con aire colérico y exclamó:

—¡Miserable! ¿Y tenéis valor de poneros en mi presencia?... Me alegro porque vais a pagar lo que me debeis.

No era el bachiller hombre que se turbaba fácilmente, pero sin embargo, tan inesperada acogida le hizo detenerse y murmurar:

—Está visto que los enamorados se vuelven locos o tontos.

—¡Vive el cielo, señor tunante, que no ha de quedar sin sil merecido la burla que me habeis hecho!

—Señor—replicó Lagartija—ó vuestra señoria está soñando, o yo he perdido el seso.

—Ya lo vereis cuando mis lacayos os muelan a palos las costillas.

—Señor...

—¡Silencio, bergante!

—¡Por quien soy, que esto es para volverse loco!

—¡Callad os digo!

—Bromas a un lado, señor—replicó el bachiller con algun enojo.

—¿Eso mas?

—Y más aun, mal que pese a vuestra señoría, porque si es que no quiere darme lo prometido.

—¿Pero tenéis valor?...

—¿Quereis esplicaros? Aunque he cumplido lo que prometí, supongo que alguna desgracia imprevista...

—No me engañareis.

—Está visto que no acabaremos de entendernos.

—Todo se aclarará.

—¿En qué consiste mi delito, señor?

—¿Habré de esplicaros in que sabeis mejor que yo?

—Repito que nada sé.

—¿Hicisteis anoche la señal convenida para que yo supiese que habíais puesto el narcótico?

—Sí, señor.

—En eso, pues, consiste vuestra burla.

—No lo entiendo.

—La que debia dormir tan profundamente...

—¡Oh!—exclamó Lagartija.—El maldito viejo me ha engañado... ¡Vive Dios!...

—No hemos conseguido más que armar un escándalo, y a estas horas no sé lo que sucederá porque todo el mundo me conoció anoche cuando me vi precisado a huir vergonzosamente como un ladron hasta del hostelero que me dió de cachetes y coces a su placer... ¡Oh.

—Esperadme—dijo el bachiller, interrumpiendo al vizconde.

Y mientras rechinaba los dientes y apretaba los puños, se lanzó fuera del aposento como un rayo.

—¿A dónde vais?—gritó el mancebo que a su vez fue el Sorprendido.

Pero Lagartija no lo oyó porque corria como un desesperada, y sin detenerse un segundo se encaminó a la hosteria con ánimo resuelto de aclarar el asunto y de vengarse del que hubiese frustrado su bien combinado plan.

No pensó el enfurecido bachiller que podia comprometerse presentándose á maese Manción i; en aquel momento, ciego de cólera, solo trató de saber quien era la causa del desgraciado suceso que lo ponia en tan grande compromiso.

No hacia un cuarto de hora que habían salido de la hosteria Zoraida y la negra, y que el hostelero maldecia a los autores de tamaña desgracia, cuando entró el bachiller agitado y con rostro sombrío.

Estaba maese Manción i sentado en una silla, cruzado de brazos y con la cabeza inclinada sobre el pecho, con tan melancólico rostro y tan distraído que no se apercibió de la llegada de Lagartija. De vez en cuando exhalaba un suspiro que parecía arrancado del alma, y hacia un gesto de amarga pesadumbre capaz de enternecer al corazón más duro.

—Bien haceis—le dijo el bachiller—en encomendaros a Dios porque está cercano vuestro fin.

Levantó el hostelero la cabeza, fijó en el asesino una mirada de espanto, y exclamó:

—¡Santa Madona!

—¡Voto al infierno!—replicó Lagartija con tono de amenaza.—¿Qué hicisteis anoche, miserable?

—Téngase el menguado—contestó maese con cierto atrevimiento, porque pensó en que era su posición más ventajosa, toda vez que podia amenazar al bachiller con la justicia.—¿Qué quereis? ¿Así os presentais en mi casa con ese descaro después de haber comprometido mi reputación y mis intereses?

—Bien, señor panzudo, muy bien—replicó el asesino a la vez que sonreia irónicamente, enseñando su desigual dentadura como el perro cuando va á morder,—Venid conmigo y disponeos a decir la verdad, porque estoy resuello a no dejaros con vida si me engañais. Ya me conoceis, y por consiguiente es inútil que os repita esto para dejaros convencido.

Maese Manción i tembló, y sin oponer resistencia siguió al bachiller que lo arrastró por un brazo, haciéndole entrar en la sala del piso bajo, conocida ya de nuestros lectores.

—¿Qué intentais'—preguntó el infeliz hostelero cuando vió que el asesino cerraba la puerta y guardaba la llave.

—Nada más que haceros una pregunta.

—Pero...

—Silencio y escuchadme que tengo prisa.

—¡Santa!...

—Dejaos de lloriqueos.

—Bien, decid lo que os plazca: ya sabeis que siempre os he servido de buena voluntad...

—Sois falso como Judas, pero esto no me importa porque os conozco.

—Bien, paciencia—dijo el hostelero, cruzando las manos y dejándolas descansar sobre su enorme barriga.

—¿Por qué no ha dormido anoche la dama que habita arriba?

—¡Dormir!—contestó con estrañeza maese.—¿Eso preguntais' ¿Pues el lance fue acaso para que pudiese sosegar?

—Quiero decir, por qué no durmio antes de ese suceso.

—No os comprendo, amigo mío.

—¿Hablo en griego?... ¡Por Satanás! que me hareis perder la paciencia.

—¡Pero, señor bachiller, por los clavos de Jesucristo!...

—Ya sabeis, y digo que lo sabeis porque sin duda me visteis poner el brebaje, que esas dos mujeres debían dormir sin que nada fuese bastante para despertarlas.

—¡Por Dios, amigo mío! decidme si me he vuelto loco o vos lo estais, porque no entiendo una palabra de todo eso de brebaje, sueño pesado...

—¿Todavia intentais engañarme? Decid francamente que como sois tan estúpido pensásteis que se trataba de envenenarlas y que quisisteis estorbarlo.

Maese Manción i hizo un gesto de desesperación, se llevó las manos a la cabeza, y con entonación dolorosa exclamó:

—¡Dios mío, yo estoy loco!

Con tal acento de verdad dijo estas palabras, que Lagartija empezó á creer que el desdichado hostelero ninguna parte tenía en lo ocurrido la noche anterior.

—Yo os lo esplicaré bien claro—repuso el bachiller;—pero como entienda que esas exclamación es son puro fingimiento para burlar mi cólera ¡voto al mismo Satanás!...

—Ya lo vereis... No os engaño, os lo juro...

—Anoche, delante de mí, subisteis la cena para esas mujeres.

—Sí.

—Llevábais un jarro lleno de agua...

—Y os dió el maldito calambre que me obligó a detenerme, lo cual fue causa de que la negra me llamase cien veces y de que yo, por subir corriendo, tropezase y dejase caer el jarro que se rompió...

—¿Por qué no os habeis esplicado así desde el principio?... ¡Voto á cien legiones de condenados!... Todo lo comprendo ahora...

—¡Gracias a Dios!—exclamó maese a la vez que exhalaba un suspiro.—¿Pero quereis esplicarme qué significa todo ese enredo, cómo pudo el vizconde introducirse en el cuarto de la dama y por qué me decíais que yo os había engañado?

—Ya lo sabreis: lo que importa ahora es que me digais lo que piensa hacer la dama en cuestion.

—Lo ignoro.

—Cuidado, señor panzudo, que no se ha aplacado mi cólera.

—¿Cómo he de saberlo sí no me ha hablado más que para preguntarme el importe de su cuenta y ni siquiera me ha dicho adiós al salir?

—¿Pero ya no se alojan en vuestra casa?

—Hace inedia hora que se fueron para no volver...

—¡Vive Dios!

—No volveré a hospedar gente que mejor pague y menos dé que hacer...

—¿Y a dónde han ido a parar?

—No lo sé.

—¿Y porqué no habeis hecho que la sigan?

—¿Y con qué fin?

—Para decírmelo.

—No habíamos quedado en semejante cosa...

—Sois un estúpido.

—Cuanto os plazca, pero...

—No espereis recibir ninguna recompensa del señor vizconde.

—Lo que le agradeceré mucho será que no vuelvo por aquí, y le perdono lo que me debe, que son ya más de veinte escudos, porque con otro escándalo como el de anoche no habrá persona de vergüenza que entre en mi hostería.

—Maese Manción i—repuso Lagartija después de meditar algunos instantes—volveré a veros si necesito que me deis más noticias; y si viniese el señor vizconde, contadle todo lo que sucedió cuando servísteis la cena.

Abrió el bachiller la puerta y salió sin detenerse a escuchar lo que iba á decirle el hostelero.

—¿Qué haré?—se preguntó cuando estuvo en la plaza.—¿A dónde habrán ido esas mujeres? Probablemente a casa de la viuda porque a nadie mas conocen en Madrid. Vamos allá, que poco he de valer o antes que concluya la mañana he de saber lo que ha sido de ellas. ¡Fuego del infierno!

Con acelerados pasos llegó el bachiller a la Costanilla de San Pedro, después de mirar y ver que nadie lo observaba, se ocultó en el hueco de una puerta desde donde podia ver quien entraba y salia en casa de Cervantes.

Esto sucedia precisamente cuando doña Leonor y Andrea se acababan de vestir, y se disponian a llevar al convento a Zoraida y a la negra; de modo que Lagartija no tuvo que esperar mucho tiempo, pues a los pocos minutos de estar en su escondite, vió salir de la casa a las cuatro mujeres.

Aunque iban cubiertas con anchos mantos, conociólas en seguida el asesino, y dejándolas que anduviesen buen trecho en dirección a Puerta de Moros, siguiólas, recatándose el rostro con la capa.

Nada de esto advirtieron ellas que iban harto preocupadas con sus tristes pensamientos, y asi, descuidadamente anduvieron con ligero paso, y en pocos minutos entraron en la calle del Humilladero y llegaron al convento de monjas Trinitarias que estaba allí y que cerca de medio siglo después se trasladó a la calle de Cantarranas.

—Bien—dijo para sí Lagartija;—sin duda ha determinado encerrarse en este nido de palomas para huir de las garras del milano; pero no sabe que yo aprendí lo mismo a entrar en un convento que en una hostería.

En seguida se situó el asesino frente al templo con intención de esperar para convencerse de si quedaba en el convento la berberisca.

Entonces hubo de tener más paciencia porque la visita fue larga; pero empleó bien el tiempo, meditando sobre los medios de dar un segundo golpe, pues ya era, no solamente cuestión de intereses, sino de amor propio el salir triunfante en la amorosa empresa.

Media hora transcurrió, y al cabo, doña Leonor y su hija salieron del convento, enjugando aun las últimas lágrimas del llanto que había corrido por sus megillas al despedirse de Zoraida.

—No me equivoqué—murmuró Lagartija, frotándose alegremente las manos.—Este será negocio concluido antes de ocho días. Bien, me agradan las aventuras en los conventos porque son las más productivas y las que ofrecen más diversion.

Y luego, como ya no le importaba seguir a la viuda, encaminóse a casa del mancebo.

—He andado la mitad de la villa en menos de dos horas, y estoy quebrantado: si el enamorado vizconde no manda queme den de almorzar sin ponerme tasa en el vino, renuncio a servirlo mas.

El mancebo esperaba al bachiller con toda la impaciencia que puede suponerse, y cuando supo la causa de que la noche anterior se hubiesen frustrado sus planes, y que Zoraida y la negra habían abandonado la hostería, desesperóse hasta el último estremo: pero Lagartija lo tranquilizó, diciéndole:

—Sosiéguese vuestra señoria que todo saldrá a medida de su deseo. Mucho he tenido que correr, pero ya sé en donde se encuentra la dama.

—¿Dónde está?—preguntó afanosamente el doncel.

—En el convento de Trinitarias del Humilladero.

—Pues bien, señor Lagartija o señor demonio, es preciso ir al convento.

—Lo mismo he pensado, señor, pero como allí no puede entrarse con la facilidad que en ta hostería, tenemos que meditar muy despacio sobre este punto.

—Pero siempre encontraremos un inconveniente.

—¿Cuál?

—Ese maldito soldado poeta, ese amante a quien el infierno confunda.

—Si con quitarlo de en medio se consiguiese todo lo demás...

—Todo, pero no quiero que se cometa un crimen—replicó el vizconde que, aunque de tan malos instintos, no era lo suficientemente cobarde para apelar al medio de un asesinato.

—Advierta vuestra señoria que no estamos en el caso de andar con escrúpulos, porque entonces vale más que renunciemos a luchar.

—Haré cuanto sea necesario, pero atentar contra la vida de un hombre por medio de una acción villana, jamás. Si lo encontrase, lo retaria y cruzaria con él mi espada para matarlo o morir, pero no otra cosa indigna de quien soy.

—Bien, bien, entonces vuestra señoria dirá lo que quiere hacer, y ejecutaré sus órdenes.

El mancebo quedó pensativo por algunos instantes, y luego dijo:

—¿Quereis acompañarme a Portugal?

—¡A Portugal!—replicó admirado Lagartija.

—Si.

—¿Qué piensa hacer vuestra señoría?

—Ya lo vereis.

—Sea lo que fuere, desde luego digo que no debemos separarnos de Madrid. ¿Qué adelantareis con tener un duelo con el tal amante? Si la suerte lo favorece, vuestra señoria quedará peor que ahora, y si sucumbe, será su muerte un motivo más de aborrecimiento que os tenga la dama.

—No intento matar a su amante.

—¿Entonces?...

—Mi plan es otro más seguro.

—Iremos a Portugal, pero en mi opinion, señor, lo que debe hacerse es sacarla del convento, y una vez en vuestro poder, con más o menos trabajo...

—Eso es casi imposible.

—No para mi que ya me he visto en lances semejantes.

—No desisto de mi plan.

—Pues manos a la obra, que la responsabilidad de su resultado no ha de ser mía.

—Dentro de ocho días marcharemos, y entre tanto, puede hacerse aquí alguna tentativa para aprovechar el tiempo; pero no confio.

—Entonces con permiso de vuestra señoría, voy a almorzar y volveré a la tarde para convenir en lo que deba hacerse.

El bachiller salió, y el vizconde se entregó a profundas meditación es.

¿Qué nuevo peligro amenazaba a Zoraida? ¿Qué pensaba hacer el mancebo que tanta seguridad le daba del triunfo?

Lo veremos más adelante, y para ello, antes que el vizconde, nos trasladaremos a Lisboa, pues hace mucho tiempo que tenemos abandonado á nuestro poeta.

CAPÍTULO XIV. Nuevas intrigas.

Pocos días disfrutó Cervantes del sosiego y felicidad que le proporción aban la estancia en casa de doña Isabel y los cariñosos cuidados de esta. La mayor parte del ejército español tuvo que salir de Lisboa para combatir al Prior don Antonio que, después de haber reunido nuevas fuerzas, había llegado hasta Coimbra.

El tercio de don Lope de Figueroa fue uno de los que formaron parte de aquella nueva espedición, y Cervantes tuvo que separarse de la enamorada portuguesa.

Como no es nuestro ánimo escribir una historia de la con quista de Portugal escusaremos hacer repetidas descripción es de batallas y asaltos, y solo diremos que las tropas españolas marcharon en busca del ejército enemigo, tomando a su paso las plazas de Coimbra, Montemayor, Aveiro y otras de menos importortancia, y derrotando, en fin, a don Antonio que tuvo que huir con algunos caballeros para salvar la vida.

cojió gran cosecha de alabanzas y promesas que debían ser otros tantos desengaños al convertirse en humo.

El ejército vencedor se retiró de nuevo hasta Aveiro con el fin de descansar mientras se recibian órdenes del duque de Alba, y allí vamos á llevar al lector aunque nos espongamos a no encontrar alojamiento.

Eran las cuatro de la tarde, y por una de las calles de la población caminaban dos hombres, jóven y hermoso el uno, de más edad, flaco y de elevada estatura el otro. El primero, de maneras distinguidas, vestia coleto de terciopelo azul oscuro, gregüescos de lo mismo, botas de ante con espuelas de plata, y capa de finísimo paño verde. Llevaba espada con empuñadura de acero cincelado, y por sus guantes de fina piel de gamuza y el broche de oro y esmeraldas de su sombrero, conocíase que era persona de calidad. El segundo vestia todo de paño verde oscuro y también calzaba botas con espuelas de acero, y aunque ceñia larga tizona, ni llevaba guantes, ni broche en el sombrero, lo que inclina á creer que fuese escudero del jóven, a pesar de que, en vez de seguirlo á respetuosa distancia, iba a su lado y ambos sostenían una animada conversación .

—Me canso ya de idas y venidas—decia el de menos edad—y os aseguro que casi voy arrepintiéndome de no haber tomado vuestro consejo.

—Y lo peor de todo será—le contestó el otro—que después de haber corrido mil peligros y gastado mucho dinero, tengamos que volver a España lo mismo que vinimos.

—¡Eso nó, vive el cielo!

—¿Qué liareis si la traza de que vamos a servirnos ahora nos da el mismo resultado que las anteriores, que ha sido cansarnos en valde?

—Por esta vez creo que podemos contar por nuestro el triunfo.

—Completo hubiera sido a seguir mi consejo sin necesidad de venir a esta maldita tierra donde no se encuentra que comer ni que beber, ni aun casa donde dormir en muchas ocasiones porque todo lo ocupan los soldados. Y gracias, señor, que en medio de esta broma no hayamos tenido que lamentar alguna desgracia.

—Os vais haciendo demasiado prudente.

—No tal, señor, sino que cuando las cosas pueden hacerse con comodidad y sin riesgo, no hay para qué buscar el peligro y los malos ratos. Vos tenéis ahora la sangre hirviendo, y yo, como más viejo no me arrebato por nada.

—Bien, pues ya lo hecho no puede deshacerse, y como creo que al fin encontraremos la recompensa de nuestras fatigas, no me pesa. Vos sois, de cualquier modo, el que menos debe quejarse, pues ni que salgamos bien ni mal de nuestra empresa, tendreis lo prometido, y entretanto, os dais buena vida y no estais aquí, como allá, temeroso a todas horas de que un corchete os tome por su cuenta.

—No soy tan egoísta que no mire por vos.

—Lo que sois, y no os atrevereis a negármelo, es un tunante sin igual.

—Me lleno de orgullo con que reconozcais que soy maestro en mi oficio.

—Lo veremos dentro de poco.

—¡Voto al infierno con todos sus habitantes! ¡Por mi abuela, señor!...

—Ya comenzais a hacerlo mal.

—¿Por qué?.

—Con tales juramentos y palabras groseras no habrá quien os tome por un escudero bien educado y respetuoso, como debe serlo el de una persona de mi porte.

—Ciertamente, señor, pero cuando llegue el caso no sucederá lo mismo, y os convencereis de que sé representar mejor mi papel que vos el vuestro.

—¿Y decid, señor escudero de nuevo cuño, tenemos aun mucho que andar?

—Otro tanto camino del que hemos dejado.

—Lo siento.

—Ya os he dicho que la casa está a un estremo de la población, precisamente el opuesto del en que se encuentra nuestra posada.

—Adelante, pues.

—Es muy temprano aun, y bueno será llegar a hora bastante avanzada de la tarde.

—¿Estais seguro de no haberos equivocado?

—Ademas de los informes que tomé, los he visto entrar en la casa.

—Si hubiesen salido...

—Nos costaria más trabajo conseguir nuestro intento, y aun tal vez tendríamos que formar nuevo plan.

—Ciertamente, porque no podríamos llegar segunda vez sin hacernos sospechosos.

—¿Y no perderíamos la paciencia?

—Jamás.

—Amor es el vuestro que bien merece ser correspondido.

—Es la primera vez que el amor me ha dominado, y para daros una idea de la intensidad de mi pasion, os diré solamente que esa mujer puede hacerme renunciar a todas las locuras de mi agitada vida, hacerme el hombre más virtuoso del mundo.

—Mas que eso aun, pues segun me dijisteis en olia ocasión, hasta os casaríais, por lo cual tuve de vos gran lástima y pedí a Dios que os devolviese el juicio.

Sonrióse el apuesto mancebo, y suspendiendo por algunos instantes la plática, continuaron su camino.

Calles y más calles dejaron atrás, y como había dicho el uno de ellos, no pararon hasta llegar a una, sucia y estrecha, situada a un estremo de la población, en cuya mitad próximamente se veia una casa de pobre apariencia.

En el interior de aquella casa, que era bien reducido, no había más que un oscuro zaguán, la cocina, y otros dos o tres aposentos, en uno de los cuales estaban dos hombres sentados en las dos únicas sillas que en él había.

Eran Miguel de Cervantes y su hermano Rodrigo, que bien demostraban las peligrosas fatigas que acababan de pasar, en lo tostado de sus rostros y en lo estropeado de sus vestidos. Habíanlos alojado allí donde no tenían mas que una cama para los dos, y se consideraban muy afortunados, pues otros muchos no habían podido lograr semejante comodidad.

—Ya puede asegurarse—decia el poeta—que ha terminado la guerra, y muy pronto nos será fácil enviar una carta a nuestra buena madre que aun ignora nuestra suerte, y recibir noticias suyas.

—Mucho deseo saber—contestó Rodrigo—lo que ha sido de ella y de nuestra hermana, pues aun cuando no sea más que el cuidado que por nuestra suerte tendrán, ha de producirles el mayor disgusto. Ademas, también deseo saber, como a ti te sucederá., si al fin la infeliz Zoraida...

—No habrá logrado su deseo—interrumpió el poeta cuya frente se contrajo ligeramente.

—¿Y si lo ha conseguido? En verdad, hermano, que no sé lo que harás con ella en Madrid, y aquí doña Isabel, ambas enamoradas y ambas merecedoras de tu cariño.

—No me atrevo a pensar en semejante cosa, Rodrigo, porque me pone de muy mal humor. Ya sabes que nunca me ha interesado Zoraida sino como un capricho pasajero, y sabes también que nada le he prometido que me obligue a guardarle amorosa fe: esto escusa mi proceder porque yo era libre; pero sin embargo, considero que será para la berberisca un golpe mortal el saber que amo a otra que ha puesto en mí honor el suyo y que tiene derecho a ser la preferida. Vi a doña Isabel, la amé con locura, y llegó un momento en que me olvidé de Zoraida... No hablemos de esto, Rodrigo, porque me atormenta el pensar que puede suceder algun día que yo, sin intención dañada, haga infeliz a una mujer que todo lo ha sacrificado por mí, que ha sufrido mucho, y que fundaba en mi amor sus esperanzas todas. Tiempo me queda de padecer si Zoraida ha logrado escaparse de su prision, y si no ha sucedido así, es en vano atormentarse ahora con suposición es que quizás estén muy distantes de la realidad. Lo que nos importa mucho es saber de nuestra familia y que sepan de nosotros: hasta ahora ha sido imposible enviar ni recibir cartas, pero ya que las comunicación es han quedado libres, procuremos cumplir con nuestro deber y llenar los deseos de nuestro corazón.

Esto decia Miguel, cuando llamaron a la puerta de la casa los dos hombres a quienes ya hemos visto. Abrió el ama, que era una vieja gruñona, y al encontrarse con ellos, les preguntó:

—¿Qué quereis?

—Buena mujer—le dijo el mancebo—tenemos que pasar la noche en la población, y a duras penas y pagándolo generosamente, hemos podido encontrar un rincon de cuadra donde acomodar nuestras cabalgaduras, pero ni por un ojo de la cara hemos conseguido para nosotros ni un desvan donde recojernos. No conocemos a nadie, y a la ventura andamos de un lado para otro, llamando a todas las puertas, ofreciendo escudos de oro en cambio de un aposento donde dormir aunque sea sentados en una silla; pero todo ha sido en vano, y ya molidos y sin aliento, llegamos aquí y os hacemos la misma petición . Este que veis es mi escudero que se contentará con estar debajo de techado, y yo lo mismo si otra cosa no puede ser.

—Mucho me duele vuestra mala ventura—contestó la vieja—y temo que ha de ser mayor, pues en mi casa, a pesar de que estais dispuesto a pagarlo bien, no podeis alojaros.

—Estrecha será—replicó el mancebo,—pero no faltará un rincon donde siquiera pueda uno sentarse.

—Cama no tengo más que la mia.

—No importa, si por dinero no quereis cedérmela, os pagaré y dormiré en el suelo.

—Pero tengo dos soldados que me maltratarían si hiciese por vos lo que no he querido hacer por ellos.

—¿No hay más que ese inconveniente?

—¿Os parece poco?

—Me parece nada.

—Yo puedo pasar una mala noche y cederos mi cama por ganar los escudos que me ofreceis, pero arriesgarme a sufrir malos tratamientos...

—Todo puede remediarse.

—¿Cómo?

—Yo hablaré a esos soldados y con su licencia me quedaré.

—Me me atrevo.

—Decidles que un caballero español desea verlos, que yo arreglaré lo demás.

—¿Y si se enfadan?

—Nos iremos.

—¿Cuánto ganaré?

—Vos lo direis.

Los ojos de la vieja brillaron.

—Tres escudos de oro—repuso.

—Os daré seis.

—¡Seis!...

—En otras tantas monedas.

—¿No me engañais? replicó la huéspeda que no había sido nunca dueña de semejante cantidad.

—Os pagaré adelantado... ahora mismo.

El mancebo sacó los seis escudos.

—Entrad, noble señor—repuso la vieja a la vez que tomaba el dinero y le daba vueltas y vueltas entre las manos.

—Gracias, buena mujer.

—Esperad aquí que voy a darles aviso.

La vieja entró en el aposento donde estaban Miguel y Rodrigo: y les dijo:

—Un caballero español que viene con su escudero, quiere hablaros.

—Hacedle entrar—contestó el poeta.—¿Nos traerá noticias de nuestra madre?

Pocos momentos después se presentó el mancebo, y como ya sabia que no iba a tratar con dos soldados groseros, sino con hidalgos, saludó los con la más delicada cortesanía.

—Sentaos, caballero—dijo el poeta al recien llegado.

—Gracias, señores:, perdonadme si me tomo la libertad de incomodaros pidiéndoos un favor.

—¡No trae cartas ni noticias de nuestra madre!—pensaron los dos hermanos.

—Vuestra huéspeda—prosiguió el jóven—no se atreve a dejarme pasar la noche en un rincon cualquiera de esta casa si vosotros no otorgais vuestra licencia. Todo el día lo he pasado llamando de puerta en puerta sin lograr que a precio ninguno me den hospitalidad, y estoy rendido por el cansancio y tendré que pasar la noche al aire libre si tampoco aquí puedo quedarme.

—Pero sentaos, caballero—volvió a decir el poeta que había dejado su silla, no pudiendo menos que tratar con toda consideración al jóven, cuyo aspecto le hizo conocer que era persona de calidad.—Sentaos y descansad: no temais pasar la noche al aire libre si para evitarlo es suficiente nuestro permiso.

—No os molestaré mucho tiempo porque al amanecer pienso salir para continuar mi viaje a España.

—¡España!—murmuró tristemente Miguel de Cervantes.—Dichoso vos que vais allá.

—Comprendo vuestra envidia: ya estareis cansados de sangre y horrores, de peligros y desvelos...

—Mas que eso aun—dijo entonces Rodrigo—nos llama a nuestra patria el deseo de saber de nuestra familia y de que sepan de nosotros, pues ninguna noticia hemos podido darles ni recibir desde que comenzó la guerra.

—¿A lo que parece sois hermanos?

—Sí, caballero.

—Natural es vuestro deseo, y a mi vez os envidio la fortuna de tener un padre Ó una madre...

—Madre no más y una hermana.

—Pues yo estoy solo en el mundo: un solo pariente tenía y hace tres meses que murió aquí en Portugal, lo que ha dado motivo a mi viaje para arreglar los asuntos de la herencia que me ha dejado.

Lo primero que se ocurrió a Miguel y a Rodrigo fue que el mancebo podia encargarse de llevar una carta a doña Leonor, lo cual era para ellos la mayor fortuna que el cielo podia enviarles entonces.

—Perdonad mi indiscreción—dijo el poeta—pero la escusa mi natural y buen deseo: ¿vais a Madrid?

—Allí tengo mi solitaria casa; y digo solitaria porque los sirvientes no son los que quisiera ver a mi lado, sino a mi familia.

—Entonces...

—¿Teneis a vuestra madre en Madrid?

—Sí, caballero.

—Adivino lo que deseais, y tendré mucho gusto en serviros: dadme una caria, y apenas llegue a Madrid, iré a visitar a vuestra madre y le hablaré de vosotros, con lo cual estoy seguro de hacerla feliz siquiera por algunos momentos.

—¡Oh!... ¡si, si, caballero!—exclamaron a la vez los dos hermanos.—Ningún favor más señalado podeis hacernos.

—Será pagaros el que acabais de otorgarme: sin vuestra condescendencia me hubiese visto obligado a dormir en la calle.

—Nada hemos hecho por vos porque no es nuestra la casa.

—Pero su dueña temia que llevaseis a mal el que me cediese su cama, no habiéndolo hecho con vosotros antes.

—Sin duda nos ha tomado por dos soldados pendencieros… Yo mismo le diré que os prepare la cama y cuanto necesiteis.

—No puedo permitir que lleveis hasta tal punto vuestras atención es; fuera está mi escudero que hará cuanto necesario fuese... ¡Fortun!—gritó el mancebo.

El hombre flaco entró.

—Dí a la huéspeda que estos señores desean que me quede aquí.

—Bien, señor.

—Luego irás a la posada y verás si han dado de comer a nuestros caballos que mañana han de hacer una buena jornada.

—¿Dónde cenará vuestra señoría?

—Me había olvidado de la cena... Otro favor tengo que pediros—dijo el mancebo a Miguel y a Rodrigo.

—Cuánto os plazca.

—Que me acompañeis a cenar.

—Vos a nosotros, porque sois el forastero.

—Los tres lo somos aquí, y el derecho de convidaros es mío porque hablé el primero. Aceptad y os quedaré agradecido, obligándome a corresponder del mismo modo cuando vayais a España.

—Estamos a vuestras órdenes.

Pensaba el mancebo, a quien nuestros lectores habrán conocido ya, sacar mucho partido de la cena, haciendo de modo que Miguel de Cervantes se esplicase con respecto a Zoraida, lo cual no llegó a conseguir y solo pudo convencerse de que el poeta era un rival temible por su vivo y fecundo ingenio y por su valor.

Sin embargo, el enamorado vizconde había tendido a su rival un lazo en que este había caído ya y que debia producir los más tristes resultados.

En animada conversación siguieron largo rato, sin que el poeta sospechase que aquel gallardo jóven que le ofrecia su amistad, era su mayor enemigo, y cuando llegó la hora convenida, cenaron tan alegremente, se trataron con tanta franqueza como si ya se conociesen desde mucho tiempo.

—Ved cómo—dijo el vizconde después de terminada la cena—cuando yo pensaba pasar una noche cruel, la he tenido del mayor contento. ¡Feliz casualidad la de haberos conocido en tan oportuna occasion!

—Feliz para todos—contestó Cervantes.—pues cuando lamentábamos la desgracia de no poder tranquilizar a nuestra madre, vinisteis como enviado del cielo.

—Creo que seremos buenos amigos.

—Mientras vivamos.

—El recuerdo de esta noche no se borrará de mi memoria.

—Es demasiado grato para que se olvide.

—Vaya, pues, mis buenos amigos—repuso el mancebo—brindemos por última vez.

Llenaron los vasos con el resto de las botellas que habían estado llenas de rico Oporto, y el vizconde dijo:

—¡Por los ojos negros como el azabache de una dama blanca como las perlas!

—¡Por mi madre!—exclamó el poeta que no quiso preferir en su brindis ni á Zoraida ni a doña Isabel.

—¡Por mi buena hermana!—dijo a su vez Rodrigo.

—Ahora—repuso Migue!—debeis retiraros a descansar, puesto que habreis de salir muy de mañana.

—¿Y la carta?—preguntó el mancebo.

—Dos son» porque yo también quiero escribir—añadió Rodrigo.

—Dadme dos o doscientos, que el mismo trabajo ha de costarme entregar una que muchas.

—Pues bien aguardad un momento.

Miguel y Rodrigo se pusieron a escribir y sin duda por no detener al vizconde que había dicho estar muy fatigado, no dijeron a su madre otra cosa sino que se hallaban en completa salud.

Cuando el mancebo tomó las cartas, palideció su rostro y tembló su mano: pero nada advirtieron nuestros amigos.

—¡Cuánto os agradecerá nuestra madre este favor!

—No sabeis—replicó el vizconde—cuan señalado me lo habeis hecho.

Si Miguel de Cervantes hubiese comprendido lo que significaban estas palabras, seguramente su primer pensamiento hubiera sido el de echar mano a la espada para castigar la villana traición de que acababa de ser objeto y de que seria víctima la desdichada Zoraida.

CAPÍTULO XV. Para lo que habían de servir las cartas de Miguel y de Rodrigo de Cervantes.

A la mañana siguiente al despuntar el días el Ungido escudero, es decir, el bachiller Lagartija, despertó al vizconde en tanto que también sacudian el sueño los dos hermanos.

El mancebo se vistió con estremada lijereza, y antes que nuestros amigos hubiesen podido hacerlo, entró en el aposento de estos a despedirse.

—Esperad, amigo mió—dijo el poeta al vizconde—que poco tardamos en salir de la cama.

—Si vuestra intención—replicó el jóven—es la de venir a despedirme, os lo prohíbo, pues no quiero causaros semejante incomodidad.

—Al contrario, tendremos un rato de placer.

—Os digo que no quiero.

—Dejadnos que no es raso de que a la despedida nos negueis una cosa que nada os cuesta y vale mucho para nosotros.

—Os ruego que os quedeis.

—Imposible.

—Dareis lugar a que me vaya sin apretaros la mano.

—Pero semejante obstinación .

—Está en su lugar.

—Pues no lo consiento.

—Decídalo la suerte.

—¿Cómo?

El vizconde sacó su bolsillo, y mostrándolo al poeta, le dijo:

—Pedid.

—Pares—contestó Miguel.

—No direis que en esto puede haber trampa—repuso el mancebo.

Y vaciando sobre la cama el bolsillo, contaron las monedas y vieron que había treinta y siete.

—Habeis perdido.

—Pero...

—No repliqueis: era convenio aceptado por vos y tenéis que someteros al fallo de la suerte.

—Mal empieza el dia.

—Bien para mi.

—¿Con qué no quereis ceder vuestro derecho?

—Nó.

—Entonces aprovechad el tiempo.

—Adiós, amigos míos—dijo el vizconde a la vez que con mano convulsiva apretaba las de Miguel y Rodrigo.

—Me vengaré—dijo el poeta con tono de chanza.

—No quiera el cielo que la ocasión se os ponga delante—contestó el mancebo que a su pesar se estremeció.

Y luego salió de la casa, y en compañia del bachiller, atravesó las mismas calles que la tarde anterior, llegando a una posada donde tenía su alojamiento.

Cuando entraron en su habitación sentóse el vizconde, y el bachiller le dijo:

—Dadme las cartas.

Hízolo así el joven, y Lagartija, dejando a un lado la de Miguel, se puso a examinar atentamente la de Rodrigo.

—Bien, es cosa hecha—dijo después de largo rato.

—¿Os parece fácil?

—Sencillísimo para mi rara habilidad.

—Sois muy vanidoso.

—Soy de mucho provecho para estos lances.

—Vamos, señor bachiller, manos a la obra y que Satanás dé a vuestras manos tino.

Lagartija se sonrió, y sentándose delante de una mega, se dispuso á escribir.

El vizconde palideció porque de la habilidad del bachiller dependia el éxito de su criminal empresa.

Hubo algunos momentos de silencio, durante los cuales escribió el asesino, imitando con la mayor exactitud la letra de Rodrigo de Cervantes.

—¡Bien!—exclamó.—Si concluyo lo mismo que he comenzado, quedareis satisfecho.

—No olvideis que en la pluma llevais mi vida.

—Perded cuidado... ¡Voto al infierno!

—¿Os habeis equivocado?—preguntó afanosamente el doncel.

—Es una exclamación de entusiasmo.

—No hableis.

—Descuidad que... ¡Magnífico!... Habreis de hacerme un buen regalo...

—Veamos...

—Nó, señor; cuando esté concluido... Poco falta.

—Esperaré.

Largo rato transcurrió.

El vizconde, con la mirada fija en el bachiller parecía esperar su sentencia de vida o muerte.

—Ya está—dijo al fin Lagartija.

Y entregó al mancebo el escrito falsificado que era ni más ni menos que una carta dirigida a doña Leonor y que debia sustituir a la de Rodrigo, en la cual había puesto el bachiller lo siguiente:

«Madre mía, os escribo con el corazón transido de dolor: ayer tuvimos un encuentro con las tropas del Prior, y mi querido hermano Miguel... ¡Esto es horrible., madre mia!... No puedo escribiros más porque estoy trastornado... ¡Pobre hermano mío!... No puedo resignarme con esta desgracia. Rogad por él... ¡Dios os consuele!... ¡Cuánto diera por enjugar vuestras lágrimas y abrazaros vuestro hijo»

Rodrigo.

—¿Qué tal?—preguntó el bachiller.—¿Hay diferencia entre esa letra y esta?

El vizconde examinó la carta verdadera y la falsa, y luego dijo:

—Ninguna, y estoy seguro de que nada sospecharán. No creí que llegase vuestra habilidad a tanto.

—Porque me tenéis por un cualquiera, sin creer, como ya os he dicho otras veces, que estudié tres años en Alcalá de Henares y que soy un hidalgo bien nacido, como lo indica mi nombre.

—Aun no sé cómo os llamais.

—Diego de Cisneros, señor; pero los que me conocieron de estudiante dieron en llamarme bachiller, y al fin sucederá que yo mismo olvide mi verdadero nombre.

—Ya veis que todo sale a medida de mi deseo.

—Ciertamente, señor, pero temo que no ha de suceder lo mismo después.

—¿No os habeis convencido de lo bien combinado de mi plan?

—Sigo creyendo lo mismo que antes, que es descabellado.

—Lo veremos.

—¿Sabeis el efecto que va a producir esta carta?

—¿Cuál?

—Llanto y lamentación es por parte de la familia de vuestro rival y la desesperación de la dama que os tiene vuelto el juicio.

—Pero cuando ya no tenga esperanza...

—Se enamorará de cualquier otro que no seais vos, o lo que es lo mismo, sembrareis y otro cojera, lo que es bien triste.

—No tal ¡vive el cielo!—exclamó arrebatadamente el vizconde.—Eso lo estorbaré.

—Mentira parece que no conozcais el mundo, y sobre todo lo que son las mujeres.

—En buen hora, señor bachiller: dejadme con mi ilusion, que por esta vez os equivocais. ¿Qué se hubiera adelantado con sacar del convento a la dama? Un escándalo y no mas.

—Bien, señor vizconde; no quiero quitaros vuestra ilusion: adelante, y ya veremos quien acierta. Romped esas cartas que solo pueden servir para comprometernos, y guardad la que acabo de escribir.

Rompió el vizconde las cartas de Miguel y de Rodrigo, y luego repuso:

—Que ensillen nuestros caballos.

—Al momento, señor.

Un cuarto de hora después salian de la población a buen paso, pues el vizconde estaba ansioso de llegar a Madrid.

Entretanto, otro ginete se apeaba a la puerta del alojamiento del poeta, y entregaba a este una carta escrita en portugués y que decia:

«He pasado la noche orando para dar gracias a Dios que le ha librado de la muerte, ¡Cuánto he llorado desde que te separastes de mí!... Soy la mujer más desgraciada y más feliz... Miguel, vuelve a mi lado, vuelve al lado de la que lleva en sus entrañas el recuerdo vivo de su amor...»

Al leer estas palabras palideció Cervantes, temblaron sus manos y exhaló un grito:

—¡Madre!—exclamó.

Luego se dejó caer en una silla, y hasta después de algunos instantes no pudo continuar leyendo. A su viva imaginación se agolparon a la vez muchas y muy tristes ideas. Su situación no podia ser más crítica: el amor vehemente que profesaba a doña Isabel, y el derecho que esta tenía á que se reparase su honor, hacían imposible todo medio de satisfacer las aspiración es de Zoraida, y cuando esta lo había sacrificado todo por su cautivo, cuando arriesgando la vida había abandonado su casa, su patria y sus riquezas para ir a ofrecerle el tesoro de su inagotable y tiernísimo amor, tendria que pagarle con el más cruel desden, tendria que decirle, «mi corazón es de otra, nada tengo para ti sino un sentimiento de lástima, para ti que fuistes en mi larga noche de cautiverio la estrella que alumbró mis ojos, el bálsamo que cerró todas mis heridas, el consuelo de todos mis pesares.» El inmortal ingenio sintió que lo acusaba su conciencia; pensó que sino amaba tanto á Zoraida como a doña Isabel, el amor de esta debió haber sido sacrificado á la gratitud que la berberisca merecía.

Pensando de esta manera, atormentado por el temor de lo que pudiera suceder, pasó gran parte del día sin que a tranquilizarlo ni aliviar su pesadumbre fuesen bastantes los fraternales consuelos de Rodrigo.

Dos días después, Cervantes escribia otra carta a su madre porque había encontrado nueva proporción de remitírsela con un compañero que regresaba a su casa porque había perdido un brazo y no podia continuar al servicio del rey. En aquella carta decia entreoirás cosas el poeta:

«Madre mia, soy muy desgraciado. Hace dos días que os escribí, y ahora os repito lo mismo que decia entonces: ¿qué sabeis de la pobre Zoraida? ¿Ha logrado escaparse? ¿Tiene esperanza de ver cumplidos sus amorosos deseos, siendo mi esposa? Contestadme sin perder un momento porque está interesada la felicidad de toda mi vida. He corrido los peligros mas espantosos y no ha temblado mi corazón, y ahora tiembla cuando pienso que puedo ser la causa de la desdicha de esa mujer: he visto correr la sangre a torrentes sin que se oprima mi pecho, y no tendré fuerzas para ver asomar una lágrima de dolor a los ojos de Zoraida.»

El mutilado compañero de Cervantes salió de Aveiro, llevando la carta; pero no iba a caballo como el vizconde, ni aceleraba sus pasos el aguijon de una amorosa esperanza.

CAPÍTULO XVI. La carta falsa empieza a producir sus efectos.

HAN pasado quince días desde que el vizconde salió de Aveiro provisto de la carta que debia decidir de la suerte de la infeliz berberisca.

Eran las once de la mañana.

Grandes y negros nubarrones encapotaban el ciclo y ocultaban el sol.

Los habitantes de la coronada villa atravesaban presurosamente las calles y buscaban sus viviendas para ponerse a cubierto de la lluvia que amenazaba.

El aire no era frío pero soplaba con fuerza y levantaba en espesos remolinos la tierra de las calles que en aquella época no estaban empedradas.

Tampoco entonces era conocido el paraguas, cuya feliz invención debió ser hija del caletre de algun pobre para bien de los que tenemos derecho á llamarnos lo mismo.

Huyamos, pues, de la tormenta que amenaza y del viento que sopla y sin respeto ninguno levanta lo mismo la capa de un hidalgo que la basquiña de una dama, y refugiémonos en casa de doña Leonor de Cortinas para saber lo que allí sucede.

La madre de Cervantes y Andrea estaban sentadas en el aposento donde las vimos recibir a la berberisca, y cerca del balcon, sin cuidarse de las nubes ni del viento, cosian afanosamente y sin pronunciar una palabra.

Cerca de ellas y entretenida en acariciar a un gatazo rubio, había una niña que apenas tendria tres años, hija de doña Leonor y de su segundo marido. En el pálido semblante de aquella tierna criatura y en la mirada de sus pardos y redondos ojos, veíase una espresión de tristeza agena de sus pocos años, y cuando su infantil entretenimiento le daba ocasión para alguna sonrisa, no era esta espansiva como lo es siempre la de la niñez. Su contestura era delicada, y en sus movimientos se advertia una languidez que arrancaba a su madre suspiros dolorosos porque le hacia temer para su hija una muerte cercana o una existencia débil y penosa. Era de carácter apacible y buenas inclinación es, y sin iluda estaba llamada a ser una de esas criaturas cuya existencia se resbala apaciblemente a través de los años sin que despierten sus pasiones ni se abran los ojos de su entendimiento para examinar el corazón de la sociedad, de esas criaturas que comprenden y practican todas las virtudes sin comprender que existan todas las maldades.

Largo rato transcurrió sin que el silencio que reinaba fuese interrumpido más que por los silbidos del viento o por el ruido que producían algunas gruesas gotas de agua que comenzaban a azotar los vidrios del balcon.

Doña Leonor y Andrea continuaban su costura, la inocente Magdalena acariciaba su paciente gato, y así hubieran seguido algunas horas si la luz de un relámpago no obligase a las dos primeras a exclamar:

—¡Jesús!

Respondió a los pocos segundos el eco del trueno, quejóse el huracán con lastimero y prolongado silbido, y la tierna Magdalena, asustada y temblando., corrió precipitadamente y escondió la cabeza en el regazo de su cariñosa madre.

—Andrea—dijo doña Leonor—enciende la vela del Santísimo.

La hermana del poeta se levantó, y sacando del cajon de una mesa un trozo de vela de cera amarilla y lo encendió y puso en un candelero.

—Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar—dijo a la vez que se santiguaba.

—Por siempre alabado y bendito—contestó doña Leonor con toda la fe de sus puras creencias religiosas.

Ambas volvieron a su trabajo y en voz baja murmuraron algunas oración es.

La lluvia comenzó a espesar.

—A buena hora empieza a llover—dijo al fin Andrea.

—Tal vez aclare para la hora en que debes salir.

—¿A cómo estamos, madre mia?

—A siete.

—¡Cuánto tiempo ha transcurrido!

—Mucho, hija mia; a lo menos para nosotras es un siglo cada dia—contestó doña Leonor que había adivinado el pensamiento de Andrea.

—Pero tengo esperanzas de que salgamos pronto de esta cruel incertidumbre.

—Si como dicen, es cierto que el pretendiente don Antonio ha quedado completamente derrotado, no tardaremos en recibir noticias.

—¡El cielo nos las envié consoladoras!

—Dios los habrá protejido.

—Hace algunos días—repuso Andrea estremeciéndose—que tengo presentimientos tan tristes que me atormentan mucho.

—Yo también, hija mia; pero comprendo que son producidos por mi cariño que en fuerza de ser mucho está dominado por incesantes temores.

—Lo mismo me sucedia cuando estaban en Arjel, y ninguno de mis presentimientos se realizó.

Brilló un segundo relámpago y crujió el trueno.

—Tengo miedo—dijo Andrea.—Nunca la tormenta me ha causado tan to horror... ¡Ah!...

Y cubriéndose el rostro con las manos dió Ubre curso a sus lágrimas.

—¿Por qué lloras?—le preguntó su madre.

—No lo sé... estoy triste... ¡Dios mío, protejed a mis hermanos!

Doña Leonor sintió oprimido su pecho, y muy trabajosamente pudo contener sus lágrimas para no aumentar la tristeza de su hija.

—Desecha esos temores, Andrea. ¿No ha velado siempre Dios por ellos y por nosotras?

Iba Andrea a contestar, pero exhaló un ogudo grito al oir que llamaban á la puerta del cuarto.

—¿Quién puede ser?—dijo doña Leonor.

—No contesteis, madre mia; tengo miedo...

—Es preciso ver quien es...

—Esperad...

—¿Qué puede sucedemos? ¿Acaso no llaman con frecuencia y tú misma corres á abrir?

—Sí pero ahora...

—Nada temas—replicó doña Leonor.

Y tomando en brazos a Magdalena que estaba poseída del mayor espanto, se dirigió a la puerta.

—¿Quién es?—preguntó a la vez que miraba por la rejilla que daba a la escalera.

—¿No vive aquí—dijeron desde afuera—doña Leonor de Cortinas?

—Sí caballero.

—Pues si a bien lo tenéis, decidle que deseo verla.

—¿Quién sois?

—Inútil es que le digais cómo me llamo porque no me conoce; pero no tendrá inconveniente en recibirme cuando sepa que vengo de Portugal.

Doña Leonor dejó escapar un grito de alegria y abrió la puerta.

—Entrad, caballero... venid por aquí... ¡Andrea, Andrea!

El vizconde pasó adelante y tomó asiento en una silla que le ofreció solícitamente la madre del poeta.

—¡Hablad, caballero!...

—¿Los habeis visto?—preguntó afanosamente Andrea.

—No hace muchos días—contestó con embarazo el mancebo.—Despues de una batalla...

—¡Gracias, Dios mío!—exclamaron a la vez la madre y la hija, llorando de júbilo.

El vizconde se estremeció, y a pesar de su perversidad y de su amor a la berberisca, vaciló antes de herir el corazón de aquellas infelices mujeres. Les había hecho concebir risueñas esperanzas y llorar de alegria, y no tenía suficiente valor para engañarlas.

—Habladnos de ellos...

—Os diré—repuso el mancebo con cierto embarazo—vi a vuestro hijo Rodrigo...

—¿Y Miguel?...

—Ese... fue imposible...

—Os turbais—replicó doña Leonor.—¿Por qué palideceis?

—Tranquilizaos, señora—pero la vida del soldado tiene un riesgo cu cada paso que dá...

—¿Traeis alguna carta?

—Sí, señora.

—¡Oh!... dádmela...

—Antes os advierto...

—Algo ha sucedido a mi hijo...

—Esplicaos...

—Os daré la carta, pero ya os he dicho que...

—La carta, la carta—interrumpió afanosamente doña Leonor que apenas podia sostenerse.

El vizconde puso la mano en el bolsillo interior de su coleto, pero la conciencia volvió a gritarle y se detuvo.

—¿A qué esperais'—dijo Andrea cuya frente palideció.

—Os veo tan agitadas...

—No estaremos tranquilas hasta leer la carta.

—Antes quisiera que me escuchaseis.

—Bastante significa vuestra vacilación ... ¡Oh!... ¡La carta, la carta!... ¿Qué ha sucedido?

—Dios—repuso el vizconde—nos manda resignarnos...

—¿Qué ha sido de mi hijo?—replicó doña Leonor cuyos ojos estremadamente abiertos fijaron en el doncel una mirada de espanto.

—Señora—repuso el mancebo turbado hasta el punto de no acertar á pronunciar una silaba.—Señora... os confieso que solo el deseo de servir a vuestro hijo, ha podido decidirme...

—¡Dios mío!—exclamó Andrea con acento ahogado.

—¡Esta incertidumbre es horrible!... ¡Dadme esa carta!—gritó la dolorida madre con acento de desesperación .

Y se acercó al vizconde como para arrancarle el papel a viva fuerza.

El mancebo palideció, se agitaron sus miembros, corrieron por su frente algunas gotas de frío sudor, y dudó aun. Empero ya era tarde para retroceder; era preciso entregar la carta o confesar el crimen que había intentado cometer. Entonces se acordó de Zoraida, y buscó en su pasion, en su amor propio y en sus celos el valor y la audacia que momentos antes le había negado la conciencia.

—Tomad, señora—dijo sacando el papel fatal con temblorosa mano.

Doña Leonor fijó en el escrito su afanosa mirada con toda la avidez de su cariño maternal, y Andrea se puso a su lado y leyó también porque no tuvo paciencia para esperar.

Ambas recorrieron en un segundo todo el escrito que como sabemos, contenía pocos renglones; y mientras que Andrea dejaba escapar un grito desgarrador y cruzaba las manos y las levantaba al cielo con ademan a la vez de súplica y de acusación, su madre, con el aliento suspendido y desfigurado el rostro cuya palidez era la de un cadáver, abrió los brazos y sus pupilas inmóviles, inflamadas un breve instante y apagado después su brillo, fijaron en el vizconde una mirada vaga, incierta, medrosa y que hacia estremecer de espanto. Luego, sin que de su boca se escapase un solo grito ni una queja, ni un leve suspiro, se estremeció á impulsos de una violenta sacudida nerviosa y cayó sin sentido en el duro pavimento.

El vizconde, como espantado de sí mismo, no se atrevió a moverse ni á socorrer a su desdichada víctima, ni acertó a decir una palabra.

Solo la inocente Magdalena, sobrecojida de terror, prorumpió en llanto y lastimeras quejas y se arrojó sobre el cuerpo frío de su madre.

La luz azulada de un relámpago iluminó instantáneamente aquel cuadro desgarrador, y el pavoroso tableteo del trueno pareció lanzar sobre el vizconde una maldición y anunciarle un castigo horrible.

Inclinó el mancebo su abrasada frente sin atreverse a mirar a la desdichada madre.

Reinó un silencio profundo, interrumpido solamente por los sollozos de la cándida Magdalena y por la agitada y desigual respiración del doncel.

Largo rato transcurrió sin que ninguno se moviese, pues Andrea, en la turbación de su dolor, ni siquiera se había apercibido de que su madre estaba a sus piés casi sin vida y necesitando prontos socorros.

Casí podemos decir que el vizconde estaba horrorizado de su obra, arrepentido de haber consumado tan ruin proyecto, porque no había llegado a comprender hasta qué punto iba a desgarrar el corazón de una madre. Empero ya no podia retroceder: lanzado por la ceguedad de su pasión en la senda del crimen, le era preciso seguir adelante siquiera fuese por salvarse a si propio.

—¡Dios mío!—murmuró al fin Andrea con acento ahogado.

Estas palabras estremecieron al doncel que, atreviéndose a levantar la cabeza, intentó decir algunas palabras de consuelo; pero no pudo, y después de esforzarse para desatar su turbada lengua y abrir sus labios secos y abrasados por la calentura, estrujó entre sus manos ardientes su gorra de terciopelo azul, y con pasos vacilantes y temerosos primero, y después con precipitación, salió del aposento como un loco y bajó de dos en dos los escalones hasta llegar al zaguan donde lo esperaba el bachiller Lagartija.

—¿A dónde vais, señor?—dijo el asesino que no daba al vizconde el tratamiento de señoria desde que eran compañeros de crimen.—La tormenta arrecia, las calles parecen ríos...

—¡Al infierno!—gritó el doncel, lanzándose a través del ancho y cenagoso arroyo que casi llenaba la calle.

—Pues tras de vos me voy—repuso Lagartija en tono de bronca y saliendo también del zaguan.—Allí al menos no lloverá, y hay fuego donde podremos secar nuestros vestidos.

Ambos desaparecieron por la calle del Nuncio, sin que el vizconde supiese a donde iba ni casi pudiese darse cuenta aun de lo que acababa de sucederle. Tal era su estado de exaltación mental producido por la liebre nerviosa qué abrasaba su pecho y su cabeza.

Entretanto Andrea, mientras que en ayos lastimeros exhalaba su agudo dolor, prestaba a su madre los auxilios de que tanto necesitaba., hasta que atraídos por sus lamentos llegaron algunos vecinos para ayudarle en aquel trance de amargura sin igual. 

CAPÍTULO XVII. La carta sigue produciendo sus efectos.

Dos días pasaron de amarguísimo dolor de incomparable tormento para la madre infeliz que lloraba la pérdida de su mejor hijo.

En este tiempo, ni doña Leonor ni Andrea fueron a visitar a Zoraida; pero esta no dejó de enviar un recado cada día para saber de la salud de la dama y si se habían recibido noticias del poeta.

Al tercer día fue Andrea al convento y dijo a la berberisca que su hermano estaba gravemente herido, y al siguiente, que habían recibido otra carta y que peligraba su vida.

La buena hermana de Cervantes, condolida de Zoraida, no quiso darle repentinamente la triste noticia, y aun asi, hubo de costarle trabajo el contenerla para que no abandonase el convento y arrebatada por su dolor fuese en busca de su amante para prodigarle sus cuidados o morir con él segun decia.

Veinte y cuatro horas después, doña Leonor, aunque sin haber recobrado del todo sus fuerzas, decidió visitar a la berberisca y llevarle la carta de Rodrigo.

No estaba el día tormentoso ni el viento silbaba, sino que el sol, suspendido en la celeste bóveda, derramaba sobre la tierra sus torrentes de luz.

Zoraida estaba en su celda y oraba fervorosamente, ante una imagen de la santa Virgen, por la salud de Cervantes, cuando entró la madre de este con vacilantes pasos.

—¿Habeis recibido carta?—dijo la berberisca, corriendo hacia doña Leonor.

—Si, hija mia—le contestó esta con lánguido y triste acento.

—¿Qué os dicen?

—Ya lo vereis... dejadme reposar un instante porque apenas tengo fuerzas para sostenerme.

Sentóse doña Leonor y a su lado Zoraida.

—Estais muy pálida—dijo esta;—debeis haber llorado mucho... ¡Ah!... Me estremezco.

—Ya sabeis que todas las probabilidades eran de una desgracia.

—¡Por Dios, esplicaos!—interrumpió la berberisca que se encontraba en igual situación que cuatro días antes!a madre del poeta.

—Cualquiera mala noticia que recibamos no debe sorprendernos y...

—¡Dios mío! ¡Me haceis temblar!...

—Y si el Omnipotente, en su infinita sabiduria llegase a disponer...

—¡Ah!—exclamó Zoraida, estremeciéndose y a la vez que fijaba en doña Leonor una mirada de afanosa angustia.—¡Esplicaos, señora... ¡Por compasion!...

—Os daré la carta que he recibido...

—Sí, si, dadme esa carta... ¡Dios mío, tened piedad de mi!——exclamó la berberisca con acento tan doloroso que profundizó las heridas del corazón de la viuda.

—Sois cristiana—repuso esta—y debeis conformaros con la voluntad de Dios y bendecir su mano santa cuando en vez de alegrías os envíe pesares.

—¡Oh!... si, yo lo bendigo siempre, lo bendeciré, pero dadme esa carta, que yo sepa si vive...

Doña Leonor exhaló un profundo suspiro y repuso:

—Seguid mi ejemplo, imitadme...

—¡La carta!... ¡Oh!... ¡La carta!...

—¡Dios os dé fuerzas!—murmuró!a viuda.

Y sacó de su seno la carta fatal, y lo mismo que el vizconde, aunque por distinta causa, la puso temblando en manos de la berberisca.

¡Infeliz Zoraida! Su agitado corazón iba a sentir el cruel tormento de un dolor desconocido. ¡Cuántas esperanzas, cuántas ilusiones iban á desvanecerse en un instante!

Sus ojos, abiertos como si fuesen a salirse de sus órbitas, brillantes como si fuesen a despedir dos centellas, lijaron ávidamente una mirada afanosa en el escrito, Empelo luego, dejando caer tos brazos, inclinando la cabeza sobre el pecho con aire abatido y trocándose en triste y lánguida la mirada ardiente y afanosa, dijo:

—¡Nó sé leer esta escritura!

Efectivamente, en su deseo de saber lo que había sido de su amante, no se acordó de que no sabia leer sino la escritura árabe, y eso por rara casualidad, pues en su pais como en el nuestro en aquella época, la educación de las mujeres era en estremo descuidada.

Doña Leonor volvió a tomar la carta y guardó silencio.

—¡Leed, señora!—repuso Zoraida.

Pero la viuda, dominada por su dolorosa emoción ni acertó a moverse ni á pronunciar una palabra. ¿Qué había de sucederle a aquella madre infeliz? Su situación era horriblemente penosa: tenía que dominar su desgarradora emoción para dar a su estertor alguna serenidad y no aumentar el dolor de la berberisca. ¡Prestar ella consuelos cuando tanto los necesitaba!

La agitación de Zoraida crecia entretanto, y aunque debió haber comprendido que su amante ya no existia porque bien claramente lo había demostrado doña Leonor con sus indicación es y sus reticencias, pero aun no queria creerlo y su dolor buscaba el consuelo de una esperanza loca, tachando para no convencerse de lo que tanto temía.

—¡Oh, leed!—volvió a decir la infeliz.—Vuestro silencio me espanta... ¡Dios mío!

Y volviendo sus negros ojos llenos de lágrimas hacia la imagen de la Madre de Dios como para buscar un consuelo, exclamó:

—¡Madre bendita, tú que nos diste ejemplo de santa resignación cuando pusieron en tus maternales brazos el Hijo Santo que acababa de espirar, derramando por nosotros su sangre, dame fuerzas para no sucumbir bajo el peso de mi dolor y poder dedicarte los días que me resten de vida á bendecir tu nombre!...

No pudo proseguir la infeliz Zoraida porque sintió oprimido su pecho hasta el punto de no poder respirar.

—Descansad—dijo entonces doña Leonor—que bien necesitais fuerzas. Mañana volveré...

—¡Oh no!—exclamó repentinamente la berberisca, levantando la cabeza á impulsos de una sacudida nerviosa.

Y el llanto desapareció de sus ojos cuya mirada, en vez de triste y dolorosa, se tornó sombria y vaga, en tanto que parecía haber recobrado repentinamente sus fuerzas.

—Decidlo de una vez—repuso con exaltación febril:—nada temais, aun tengo fuerzas para soportar el terrible golpe que me anuncias... Hablad, señora.

Doña Leonor se estremeció al ver el aspecto de Zoraida, y no se atrevió á hablar.

—¿Por qué callais? repuso la berberisca, poniéndose de pie.

—Os he dicho que nada temais... ¿Ha muerto?

La viuda levantó pausadamente su brazo derecho y señaló al cielo.

Zoraida retrocedió un paso como si le infundiese miedo doña Leonor; sus ojos se abrieron estremadamente y se revolvieron en sus órbitas, y luego se oprimió el pecho y entreabrió la boca como si fuese a dejar escapar un grito, pero después de vacilar algunos instantes, una carcajada sardónica, horrible, salió de sus secos labios y estremeció convulsivamente su cuerpo.

La viuda exhaló un grito y se arrojó sobre la infeliz berberisca que cayó sobre el pavimento, presa de una violenta convulsion.

A los pocos instantes acudió Zamareta y luego algunas monjas.

Zoraida quedó luego aletargada, y no volvió a dar señales de vida hasta la noche en que rompió a llorar con muestras de su profundísimo dolor.

Cuando se sintió más tranquila por el desahogo del llanto y por las palabras consoladoras de las religiosas, dijo a la abadesa:

—Madre, quiero dedicar mi vida a la oración y a la penitencia.

—Así alcanzareis el incomparable bien de la gloria eterna—le con testó la superiora.

—Legaré al convento mis riquezas y entraré en vuestra comunidad si os dignais admitirme.

CAPÍTULO XVIII. Cómo se encontraba Zoraida.

EL vizconde se había equivocado, y aunque el bachiller Lagartija no había tampoco adivinado el resultado de la intriga, sin embargo, aproximóse más su cálculo cuando dijo que Zoraida no seria ni del uno ni del otro.

Tras la primera escitación dolorosa de la berberisca, vino la enervación, la más estremada languidez, y lo que fueron quejas y sensación es locas contra el destino, tornáronse amargas lágrimas y tiernas súplicas al Eterno, en demanda de resignación y fe.

Tres días después de lo que hemos referido en el capítulo anterior, Zoraida estaba sola en su celda, recostada en un ancho sillón, cerca de una ventana y contemplando el cielo con mirada triste. El centellante juego que en otro tiempo animaba las negras pupilas de sus grandes ojos, había desaparecido para dejar que asomase a ellas la dolorosa tristeza del alma. Una palidez mate cubria su rostro, antes de transparente blancura, y las rosas de sus megillas parecía que comenzaban a perder su frescura, marchitadas por el fuego abrasador de los pesares.

¡Pobre Zoraida!

Ya en otro tiempo la vimos también, como la azucena a quien el rocío niega el consuelo de sus perlas, y sus besos la brisa, y sus arrullos la mansa y cristalina corriente, inclinar su débil tallo como si su cáliz buscase sepultura en la abrasada arena o en las espumas del arroyo; pero sus hojas volvieron a estenderse con lozania y a mecerse orgullosa, levantando al cielo su corola brillante, porque apagó su sed el rocío, refrescó la brisa sus ardores y la juguetona corriente la arrulló con dulce murmurio.

Empero aquellos días felices pasaron para no volver porque las gotas de rocío lo fueron de hiel amarga y venenosa, el blando soplo de la brisa habíase trocado en recio y abrasador huracan, y los dulces murmurios del cristalino arroyo en los amedrentadores mugidos de cenagoso torrente.

Esparcíanse en desórden las negras trenzas de sus brillantes cabellos, y á la espresión dolorosa de su semblante y al abatimiento que en ella se advertía, daba más triste aspecto el vestido de negra lana que envolvia desarregladamente sus formas.

El sol estaba ya muy cerca de su ocaso y comenzaba a estenderse en el horizonte, sobre la cumbre de las montañas occidentales, esa faja de vivísimo fuego que se cambia en sonrosado crepúsculo cuando acaba de ocultarse el astro del dia.

Llegaban hasta la celda los últimos trinos del gilguero y el eco del canto del gallo que despedia a su amigo el sol, y el soplo casi imperceptible de un céfiro suave entraba por la ventana silenciosamente y llegaba basta Zoraida con la timidez del que no quiere interrumpir el tranquilo sueño de un desgraciado que no tiene más felicidad que dormir.

Silencio y quietud; reposo, conmovedor reposo rodeaba a la infeliz berberisca.

Nunca había estado el cielo tan puro y transparente, nunca había estado la naturaleza tan encantadora.

Empero Zoraida encontraba en todo motivo de mayor tristeza: si miraba al cielo, se acordaba de que allí debia estar su amante; si sentia en su abrasada frente el soplo de la brisa, creia que era el último suspiro del poeta que iba a pedirle una lágrima, y si escuchaba el canto de las aves, tomábalo por lamentos que respondian a los de su pena.

A pesar de sus creencias religiosas, no podia olvidar la berberisca la predicción de la esclava Jaguá: se había cumplido, la pasión que les inspiró Cervantes había sido fatal para ambas.

¡Pobre Zoraida!

La infeliz había comenzado a espiar el pecado de sus debilidades como esposa y como mujer.

Largo rato permaneció inmóvil, con la mirada fija en el cielo y puesta una mano sobre el corazón que débilmente latia.

Se perdieron en la inmensidad del espacio los últimos trinos de las aves.

Tañó el esquilon del convento el toque del Angelus , y al vibrar y alejarse sus ecos tristes, estremecióse Zoraida, exhaló un suspiro débil y a sus ojos asomaron dos gruesas lágrimas que se deslizaron por sus pálidas megillas dejando una brillante huella.

Pasóse las manos por la Frente como si quisiese sacudir un pesado sueño, y luego se arrodilló.

¡Con cuánta fe, con cuánta ternura salió de sus labios la oración de la tarde!

Sin duda, absorta en sus tristes ideas, repitiendo las frases dulces de su rezo, hubiera permanecido cu aquella postura largo rato si á interrumpirla no llegase la superiora.

Era esta una anciana de noble aspecto y en cuyo rostro, marchito y arrugado por el tiempo, se vian pintadas la inocencia y la candidez de una niña. Era flaca en es tremo, y su espalda estaba encorbada por el peso de los años, por la costumbre de inclinarse y por la falta de movimiento consiguiente a su sosegada vida. Era torpe y tardío su paso, y andaba apoyando su descarnada diestra en un baston de caña de Indías con puño en forma de muleta.

—¿Cómo os encontrais?—dijo con acento cariñoso y acercándose a la berberisca.

Esta le ayudó a sentar en su sillón, y acercando otro y colocándose junto a la anciana, contestó:

—Resignada, madre mia; pero nada más que resignada.

—Ya se calmará vuestro dolor si así lo pedís con fe al Omnipotente.

—Sí, se calmará—repuso tristemente Zoraida;—se calmará a medida que se acaben las fuerzas para sentir...

—¡Siempre esos lúgubres pensamientos!...

—¿Qué puede esperarse de quien siente acabársele la vida como se vé desaparecer la luz de ese sol que se oculta tras las montañas?

—Ya recuperareis la salud del cuerpo y la tranquilidad del espíritu, pero no os abandoneis al dolor.

—No me espanta la idea de la muerte, madre mia, sino que me consuela porque será el término de mis sufrimientos. Lo único que pido a Dios es que me perdone mis muchos pecados, pero no que prolongue mi existencia. ¿Qué puedo esperar en esta vida? Dolores y llanto. Todo es negro en torno mío, nada veo que me sonria, y si mis ojos, cansados de no encontrar más que recuerdos desgarradores, dirijen sus miradas al horizonte de lo porvenir, no ven más que un negro caos o un desierto de abrasadoras arenas, sin limites que den la esperanza de encontrar mas allá la sombra que convida al descanso y la fuente que apaga la sed.

—Ideas nacidas de vuestro mismo dolor; pero este se calmará con el tiempo y la oración que cierra todas las llagas del alma.

—Es mi único consuelo y por eso, madre mía, quiero dedicar los días de mi penosa existencia a la oración .

—Ya os dije que meditaseis sobre ese punto porque vuestra resolución, aunque muy santa, como hija de un arrebato de dolor, podia no ser duradera, y un arrepentimiento tardío seria vuestro mayor tormento y quizás vuestra eterna condenación .

—Lo he meditado y cada vez lo deseo mas. No dejo en el mundo nada que pueda halagarme y provocar mi arrepentimiento: ni tengo padres, ni parientes, ni amigos: solo esa infeliz negra que me sirve es mi única, mi última afección, y no se separará de mí.

—Os ama mucho.

—Hartas pruebas me tiene dadas de su cariño.

—Según esta mañana me ha manifestado—repuso la anciana—tomará también el hábito si vos lo haceis.

—Tal empeño muestra...

—No he querido apartarla del buen camino.

—Ahora—dijo Zoraida después de algunos instantes—falta conseguir la dispensa que quiero para profesar en seguida.

—Creo que se concederá.

—¿Y si no?.

—Vuestra justa impaciencia tendrá que refrenarse y esperar el tiempo de noviciado establecido; pero estarcís entre nosotras como si ya hubiéseis pronunciado los santos votos, podreis dedicaros a los mismos ejercicios, y...

—No me basta, no estaré tranquila...

—¡Que no estareis tranquila!—repuso la superiora con estrañeza,—No comprendo...

—Quiero que me separe del mundo y que me una a vosotras un lazo que nadie pueda romperlo, que no haya quien deje de respetarlo... ¡Tongo miedo!—exclamó la berberisca que no podia separar de su memoria el recuerdo del vizconde, aunque este no había vuelto a incomodarla.

—Os repito que no os comprendo—dijo la sencilla abadesa.

—No conoceis el mundo, ignorais los peligros que puede correr una mujer sola, y por eso no me comprendereis. Básteos saber que me espanta la idea de tener que salir de esta santa casa, y que solo el sagrado de mis votos religiosos impondrá respeto a quien a nada lo tiene.

—Mucho habeis sufrido sin duda.

—¡Ah!... mis ojos no han hecho más que verter lágrimas: en mi país somos muy desgraciadas las mujeres, y cuando logré abandonarlo, libre de las cadenas de oro que me sujetaban en mi encierro, ya veis lo que he encontrado.

—¡Infeliz!—murmuró la abadesa cuyos ojos se humedecieron.

Las megillas de Zoraida se cubrieron de llanto, y se sucedió un silencio profundo.

Apenas se divisaban ya algunos tímidos rayos de sol.

El crepúsculo iba estendiendo sus dulces resplandores.

La berberisca sintió abrasada la frente y palpitar su corazón con desigual violencia. La aparente tranquilidad que había mostrado en la anterior conversación no hubiera dado a conocer a nadie el agudo dolor que sufría.

—¡No puedo olvidarlo!—murmuró con acento débil.—¡Perdonadme, Dios mio!...

—Valor, hija mia—dijo la abadesa.

—Necesito que me fortifiqueis con vuestros consejos.

—Si conservais la fe en Dios...

—¡Oh, sí!

—Si una mira de particular interés no os lleva al pié del altar...

—Nó, madre mia, pero no he podido olvidarlo.

—El tiempo, vuelvo a deciros, el tiempo y la oración ...

—¡Cuánto sufro!

—Tranquilizaos: se acerca la hora de que tomeis algun alimento y debeis estar más sosegada.

La abadesa se levantó.

—¿Os vais, madre mia?

—Me es preciso, pero volveré—contestó la anciana.

Y después de dar su mano a besar a Zoraida, salió del aposento en tanto que esta seguia derramando copioso llanto.

Mientras esto sucedía, el vizconde y el bachiller Lagartija, en la hosteria de Manción i, tenían el siguiente diálogo:

—Veo que el tal rapavelas—decia el vizconde—es mozo que vale mucho y servirá para el caso.

—Nos conocimos en Flandes, dando cuchilladas a los hereges, y fuimos camaradas.

—¿De modo que podreis hablarle con entera franqueza?

—Si me conviene.

—Sois un tunante.

—Y el sacristan casi tanto como yo, por lo que ha sido un cargo de conciencia perder el tiempo en el maldito viaje sin haber conseguido otra cosa que poner de mal humor, a la dama.

—Voy conociendo que he cometido una torpeza, pero ya no tiene remedio.

—Y ahora que le ha dado la mania de ser monja...

—Pero antes que llegue ese caso...

—Por supuesto, estará en otra celda que no sea del convento de las Trinitarias.

—¿Cuántos días calculais que se necesitan para poner en práctica nuestro plan?

—Quince lo menos porque es preciso esperar la ocasión que os he indicado.

—Si dijeseis quince horas seria llevadero.

—Paciencia, señor.

—Se me va acabando.

—Eso decís hace mucho tiempo.

—Bien, dejaos de réplicas y ocupaos de lo que importa.

—Ahora me voy porque tengo que despachar otro negocio.

—Digno de vos será.

—Por el estilo del vuestro, señor.

CAPÍTULO XIX. De cómo todos iban perdiendo cada vez mas., escepto el bachiller.

SEIS días pasaron durante los cuales Zoraida siguió llorando sin cesar y anhelando el momento de pronunciar los votos religiosos, sin saber que con esto ella misma abria un abismo que la separaria para siempre del hombre a quien tanto amaba. ¿Pero cómo había de sospechar la infeliz que era una mentira infame la muerte del poeta, y que mientras este viviese podia abrigar siquiera una leve esperanza de recuperar el corazón que le había robado otra mujer? Lo mismo que doña Leonor, ella había sido engañada porque la intriga se había manejado con bastante habilidad. No había, pues, para la infeliz esperanza alguna, y en tan triste situación, sola, en estraña tierra y perseguida por un hombre tan depravado que no reparaba en los medios, por criminales que fuesen, con tal de lograr sus fines, la berberisca no encontró para librarse de los peligros del mundo otra defensa mejor que su encierro en el claustro, ni para curar las heridas de su alma otro bálsamo que la oración . También creyó un deber respetar la memoria de Cervantes no dando lugar a que su corazón se interesase por otro hombre, y esta consideración acabó de decidirla a persistir en su primera idea de tomar el hábito.

Doña Leonor y Andrea lloraban también y ningun consuelo podían prestar á la berberisca, pues que ellas lo habían menester, siendo, como era, tan grande su aflicción .

Así pasaban los días aquellas tres mujeres tan dignas de compasion mientras que el vizconde, más apasionado cuantos más obstáculos encontraba, seguia con incansable ardor su criminal intriga, ayudado por el astuto bachiller que esplotaba hábilmente los bolsillos del enamorado mancebo.

Las nueve de la noche acababan de dar, y el bachiller Lagartija, apurando sorbo a sorbo una botella de vino de la Mancha, encontrábase en el más apartado rincon de una taberna que había en la plazuela de Puerta Cerrada y donde acostumbraban a reunirse muchos de su oficio para tratar de sus negocios. Difícilmente hubieran podido distinguirse sus facción es pues la habitación no estaba alumbrada más que por un candil de garabato que parecía dormir como el dueño de la taberna tras de su negro mostrador; pero no fue obstáculo la escasez de claridad para que lo reconociese un hombre que entró, y que acercándosele le dijo:

—Aquí me tienes, mi amigo y camarada, con deseos de ayudarle a concluir con esa botella.

—Ya era hora de que llegases—le contestó Lagartija.

—Eres muy vivo de genio—replicó el recien llegado mientras que sin mas cumplimientos llevaba a los labios un vaso de vino.

—Como tú lo eras en otro tiempo, pero desde que tomastes ese picaro oficio de sacristan te has vuelto perezoso como toda la gente de sotana.

—Bien puedes llamarle picaro porque en él no hay percances, sino desgracias, y de estas puedo presentarte un ejemplo en la que yo he tenido hoy que me ha dejado sin sacristía, y por consiguiente sin velas que afeitar ni beatas a quienes sacar el dinero ni cepos que limpiar.

—¿Qué dices?—replicó Lagartija sorprendido.—¿Ya no eres sacristan de las monjas?

—No soy más que murciélago o lechuza, pues solo de noche puedo salir de mi nido sino quiero que den sobre mi los corchetes de la villa.

—¿Has hecho alguna de las tuyas?

—Soy victima de una injusticia—respondió el ex-sacristan con cómica tristeza.

—Pues no podías haber esperado a mejor ocasión.

—¿Qué he de hacerle? Mucho lo siento porque he perdido una posición social que me daba ciertas preeminencias y emolumentos que lloraré toda mi vida.

—Esplícate con claridad y deja esa palabreria que has aprendido entre las hopalandas.

—Pues bien, amigo mío, has de saber que esta mañana, por rara casualidad me dejaron solo algunos momentos mientras me ocupaba en limpiar el polvo á una virgen, y sin saber cómo, al sacudir el trapo con que limpiaba, se desprendió una gruesa perla de la parte de atrás de la corona de la imágen, y en vez de caer al suelo, cayó en mi bolsillo sin que yo lo advirtiese.

—No te corregirás.

—Como el día era desgraciado, sucedió lo que no debia esperarse, y fue que a la madre abadesa se le antojó quitar la corona a la virgen para ponerle la de las grandes tiestas, y al hacerlo así echaron de menos la joya. Nadie se acercaba a la virgen sino yo, y unido esto a la circunstancia de haberme quedado solo algunos momentos, sospecharon de mi pureza, y sin andarse en más miramientos me rodearon el cura, la abadesa y cuatro monjas, me interrogaron, me amenazaron, y últimamente se atrevieron a registrarme.

—No es menester que digas lo demas.

—Pero si que cuando me encontraron, la perla y me vi perdido, me remangué la sotana, descargué una tremenda coz sobre la enorme barriga del cura, di un cachete a la monja que tenía delante, y logré escapar.

—Pues ya puedes andarte con cuidado.

—Como que se me acusará de robo y sacrilegio, siendo lo segundo bastante para que la inquisición me tome por su cuenta y después de apretarme la calle del pan me convierta en ceniza para escarmiento de sacristanes que saben limpiar demasiado bien el polvo.

—¿Es decir que ya no puedes servirme?

—Algo porque conozco las entradas y salidas del convento, las costumbres de las monjas y estoy al alcance de muchas cosas que pueden ser de gran provecho para el negocio que te ocupa.

—¿Y ahora no tienes ninguna noticia que darme.

—Sí, una de mucha importancia, pero no te la regalo sino que le la vendo, y aunque muy barata, algo ha de costarte.

—¿Cuánto quieres?

—Poco, una botella de vino porque tengo una sed que me ahogo, y aquí no quedaba más que un vaso.

Lagartija llamó al tabernero, le mandó traer una botella, y luego dijo:

—Sepamos esa noticia tan importante.

—La dama en cuestión será monja.

—Eso ya lo sabiamos.

—Pero no queriendo esperar a que pase el año de noviciado, pidió una dispensa de este.

—Eso es decir algo.

—Falta lo mejor.

—¿Pero cómo no me has dado antes esa nueva?

—Nada supo hasta ayer por la tarde.

—Bien, continua.

—Y al mismo tiempo.

—¿Pero crees que le concederán la dispensa?

—Ya se la han concedido.

—¡Que se la han concedido!—repitió el bachillereen acento de desagradable sorpresa.

—Sí, camarada.

—¡Vive Dios!

—¿No le gusta?

—¿Cómo ha de gustarme?... ¡Voto al infierno!

—Pues es peor aun lo que tengo que decirle.

—¿Profesa mañana?

—Nó, pero lo hará dentro de pocos días.

—¿Sin necesidad de ningun otro requisito?

—Queda autorizada la abadesa para permitírselo cuando más le plazca.

—¡Por el infierno, señor sacristan!...

—¡Ojalá lo fuese aun!...

—El negocio loma mal aspecto.

—No debes descuidarte.

—¿Y no tienes idea del día en que piensa hacer esa dama semejante desatino?

—Lo ignoro, pero no debe tardar más que lo preciso para prepararse porque muestra los mayores deseos de profesar.

—¡Ahora que no podemos contar con tu ayuda!...

—Tengo para mí, segun la prisa que se ha dado, que no ha de pasar un mes sin que pronuncie los votos.

El bachiller meditó algunos instantes, y luego se levantó, disponiéndose á marchar.

—Mañana te espero aqui—dijo al sacristan cesante.

—¿A esta misma hora?

—Sí.

—Buena estrella le guie y a mi me aproveche esta botella.

Lagartija salió y con acelerado paso se encaminó a la hosteria donde lo esperaba el vizconde para saber el resultado de la entrevista con el sacristan.

—¿Lo habeis visto?—preguntó el mancebo al bachiller apenas lo vió entrar.

—Si, señor.

—¿Y qué noticias?...

—Malas.

“¡Por Satanás!—exclamó el vizconde palideciendo.

—Mucha prisa tenemos que damos.

—¿Pues qué sucede?

—La dama será monja antes de un mes...

—¡Imposible!—interrumpió el enamorado.

—Antes de quince días...

—Estais loco.

—Antes de que concluya la semana...

—¡Señor Lagartija!...

—Lo que os digo, señor.

—¿Pero cómo es posible?...

—Alcanzando una dispensa del noviciado.

—¿Quién concede esa autorización ?

—No lo sé ni nos importa más sino que es así y que puede profesar mañana mismo si se empeña en ello.

—¡Oh!—exclamó el vizconde, apretando los puños con rabia.

—Aun tengo que deciros otra cosa peor.

—¡Se conjura el infierno contra mí!

—Mi camarada ya no es sacristan del convento.

—¡Eso mas!...

—Ni puede presentarse en él porque ha salido por ladron y sacrílego.

—¡Señor Lagartija o señor demonio, no prosigais porque soy capaz de retorceros el pescuezo!

—Así mejoraria mucho vuestra situación .

—Es que estoy desesperado.

—Tanto peor.

—¿Qué hemos de hacer?

—No he tenido tiempo de pensarlo.

—Voy perdiendo la esperanza.

—Siempre os quedará un recurso.

—¿Cuál?

—Sacarla del convento.

—¿Y si antes de poderlo hacer profesa?

—El hábito no hace al monge, señor.

—¡Jamás!—exclamó el vizconde estremeciéndose a impulsos de un resto débilísimo de respeto a lo sagrado.

—¿Todavia sois escrupuloso?

—No volvais a proponerme tan horrible crimen.

—Pues tened entendido que el plazo es corto, y si no podeis conseguir vuestro deseo antes de pocos días, habreis de renunciar a vuestro amor y echar el anzuelo por otro lado.

—¡Renunciar a ella!—murmuró el doncel.

—Es lo más probable.

—¿Y vuestra travesura, vuestra osadía?...

—No dejará de empicarse en vuestro servicio, pero el hombre propone y Dios dispone.

—Señor bachiller» no perdais un instante.

—Tengo citado al sacristan para mañana.

—¿Qué pensais proponerle?

—Lo meditaré esta noche, iré a veros por la mañana, y os consultaré.

—No perdoneis medio alguno.

—Ya os he dicho que ese maldito sacristan es codicioso como un judio.

—No importa.

—Y ya no me queda un maravedí.

—¿Es que quereis dinero?

—Si no lo llevais a mal...

—Tomad—dijo el mancebo a la vez que echaba sobre la mesa algunas monedas de plata.—Es cuanto poseo. Tengo que recurrir al viejo hipócrita.

—¿El señor Justo?

—Sí.

—Os arruinará.

—¿Qué he de hacer?

—Casí me voy convenciendo de que haríais un buen negocio casándoos con la presunta monja.

—¿Por qué?

—Tiene muchas y muy gruesas perlas, magníficos brazaletes con brillantes y otras fríoleras por el estilo que os sacarían de apuros.

—No tenéis un sentimiento noble.

—Por eso me acerco a vos, para ver si se me pega alguno de los vuestros—replicó el bachiller con la mayor desvergüenza.

Pocas palabras mediaron ya, y el vizconde dejó a Lagartija que era la única persona que iba ganando en aquel juego.

CAPÍTULO XX. De cómo el sacristan era mozo de tanta cuenta Como Lagartija.

DESESPERÁBASE el vizconde porque todo el ingenio del bachiller Lagartija y el conocimiento que de las costumbres de las monjas tenía el sacristan, no sirvieron de nada para encontrar medio de sacar del convento a la berberisca. En vano el enamorado mancebo empeñaba sus joyas y su ya mermado patrimonio para satisfacer las continuadas exigencias de los dos asesinos; todo era en vano, los días pasaban y el de la profesión se acercaba sin haber hecho otra cosa que gastar el tiempo y la paciencia, perder el dinero con la esperanza, y encontrarse cada vez peor.

Despues de dos semanas, durante las cuales el bachiller apuró por lo menos cincuenta botellas, o como él decia, se inspiró con la sangre de cincuenta musas, una noche en que llovia como si amenazase un segundo diluvio, y en que el azulado fulgor de los relámpagos y el espantoso crujido de los truenos hacia temblar amedrentados a los habitantes de la coronada villa, el vizconde, con la cabeza inclinada sobre el pecho, la mirada torva y sombria y dominado por la ira más reconcentrada, entró en la hosteria de maese Manción i, y sin contestar al humilde saludo que este le dirigió, atravesó el zaguan y entró en el aposento donde acostumbraba a tener sus entrevistas con el bachiller.

Ya lo esperaba este media hora hacia, apurando la quincuagésima primera botella de las que hemos mención ado, sin que su musa predilecta hubiese querido favorecerlo inspirándole una idea para servir al que tan generosamente le pagaba.

—¿No ha venido ese hombre?—dijo el mancebo al entrar y mientras que dejaba caer sobre una silla su mojada capa y su gorra de terciopelo sobre la mesa.

—No son las nueve todavía, señor—contestó el bachiller, examinando el rostro contraido del vizconde.—No faltará...

—¿Y aprovechais el tiempo emborrachándoos?

—Tenia sed y...

—¡Vive el cielo!—interrumpió el doncel, descargando una puñada sobre la mesa.—¡Bien holgais y os divertís con mis escudos mientras que yo me desespero!

—Primeramente, señor—repuso Lagartija—habeis de considerar que yo no estoy enamorado, y luego...

—Basta, que tanto hablar a nada conduce. Lo que hay que hacer es terminar el negocio bien o mal o dejarlo de una vez.

—Soy de vuestra opinion, señor vizconde, pero la ocasión no viene cuando se desea, sino cuando le da la gana, y lo que hay que hacer es no dejarla pasar y tener acierto para aprovecharla.

—Pero hace muy cerca de un mes que vinimos de Portugal, y esa ocasión no llega, y todo se vuelven consultas, idas y venidas... ¡Vive el cielo!... Ya me canso, estoy aburrido, desesperado, y no quiero seguir adelante con este enredo que acabará por volverme loco.

—Quede en tal estado si así os place.

—Si nada ha de conseguirse, ganaré mucho con no calentarme la cabeza ni gastar el dinero.

—Bien, señor, bien—repuso con calma Lagartija.

—Esta noche ha de quedar todo concluido: o ese canalla de sacristan ha pensado algo que merezca la pena de tomarse en consideración, o abandono el campo aunque me muera de rábia y tenga que desahogar mi enojo ahogándoos a los dos.

—No ha podido hacerlo todavia el verdugo: y eso que hay muchos corchetes y escribanos que de ello tienen mucha gana.

—¡Señor Lagartija!...

—Señor vizconde, no es apretarme el pescuezo lo que ha de abriros las puertas de las Trinitarias. ¿Os pesa el dinero que me habeis dado? Pues si algun día llegamos a entrar en el convento y me cojen con las manos en la masa, veremos si vuestros escudos pueden servirme para que no me pongan una coroza y un sambenito y me azoten y me tuesten como a un judio.

—En ese caso no seria mi riesgo menor.

—Os equivocais porque vos me diríais, entrad, sacadla y traédmela.

—Poco se perderia con que os quemasen.

—Creo—replicó el bachiller en uno de sus atrevidos y desvergonzados desahogos,—que a vos no os echarían de menos en la villa.

—¡Canalla!—exclamó el vizconde, cerrando los puños con ademan amenazador.

Quizás la disputa no hubiese parado en bien, pero la puerta se abrió en aquel instante y el sacristan entró diciendo:

—Pax vobis.

—Me alegro—le dijo Lagartija.—Llegas en buen momento.

—Siempre me ha sucedido lo mismo, escepto el desdichado día en que limpiando el polvo...

—No estamos para bromas, seor tunante—interrumpió el mancebo.

—Os equivocais, señor vizconde; debemos alegrarnos.

—¿Traeis alguna buena noticia?

—Lo que es noticia, ninguna, pero... es decir, también he de dar noticias...

—Acabad—interrumpió afanosamente el vizconde.

—Dejadme que comience.

—No eras antes tan hablador.

—Desde que aprendí latín se me soltó la lengua...

—Sepamos, don bergante—replicó el mancebo con tono de mal humor.

—He formado un plan...

—¡Un plan!

—Segurísimo.

—¿Para entrar en el convento?

—Para salir ya sé que no hay más que limpiar el polvo...

—¡Voto al infierno!—exclamó con impaciencia el doncel.

Y descargó tal puñada sobre la mesa, que el velon perdió su centro de gravedad y hubiese caido a no sejetarlo el sacrista» hablador, que dijo con tono grave:

—Fiat lux, es decir, hizo fiasco la luz...

—¿Acabareis?

—Será difícil si seguís interrumpiéndome.

—Proseguid.

—Tengo un medio para que podamos entrar en el convento. Es muy peligroso, mucho, pero siendo el negocio de tal importancia como es, y pagando vos generosamente, puede arriesgarse todo.

—¿Pero decís que es seguro el éxito?

—En cuanto puede serlo en un asunto de esta clase.

—Veamos lo que se os ha ocurrido.

—Escuchadme.

—Comenzad.

—Debajo de la reja del coro, es decir, en el sitio más oscuro de la iglesia de las Trinitarias, hay un banco.

—No lo sé—dijo Lagartija.

—Yo sí porque le he quitado el polvo muchas veces, aunque de peor gana que a la corona y al cepillo...

—Proseguid.

—Este banco no es un banco cualquiera, aunque es como otros muchos, porque al hacerlo fue sin duda con la intención de que sirviese de arca para guardar velas ú otra cosa, y de banco para sentanse. No tiene patas sino que esta formado como un cajon, y la tapa es el asiento sujeto con goznes a la parte de atrás. Tuvo llave en otro tiempo, pero desde que no sirve, nadie se acuerda de la cerradura, pero yo si porque muchas veces me ha servido para ocultar en él aceite o cera que a las manos se me venia.

—Bien—dijo el vizconde que estaba ya más tranquilo—explicad ahora de qué puede servir ese cofre o banco.

—Despues de las misas que se dicen diariamente, sigue abierta la iglesia hasta las diez o las once de la mañana, porque hay muchos devotos que van a rezar a una santa Rita que está en un altar, y dejan limosnas, ya en dinero en el cepillo, ya en cera; pero sucede algunos días que se pasa media hora sin que entre un alma, estando sola la iglesia, pues el sacristan duerme en la sacristia y las madres han dejado el coro.

—Voy adivinando vuestro plan.

—Me alegro porque eso prueba que no está mal pensado.

—Proseguid.

—En uno de esos momentos en que no hay nadie en la iglesia se levanta el asiento del banco y se mete uno en el cajon.

—Bien.

—Allí se pasa el día y se come si se lleva qué, y por la noche, a la hora conveniente, se sale, y por la puerta que comunica con el coro bajo...

—¿Pero esa puerta?...

—Se abre con una llave maestra que se lleva al efecto, y con mayor facilidad cuando se conoce la cerradura como yo la conozco.

—¡Magnifico, señor sacristan!

—Qué fuí.

—Adelante.

—Atravesar el coro, subir, entrar en la celda de esa dama sin hacer ruido y taparle la boca antes que despierte, es cosa de poco tiempo.

—¿Y si no estuviese dormida?

—Se le Lapa la boca antes de darle tiempo para gritar.

—¿Pero y si gritase?

—Ya he dicho que había que correr muchos riesgos, y ese es uno.

—Ciertamente.

—¿Qué os parece el plan?

—Buenísimo—contestó el vizconde—pero se me ocurre una cosa.

—¿Cuál?

—¿Cómo saldreis del convento?

—Volviendo a la iglesia, abiendo uno de los dos postigos de la puerta principal, lo cual puede hacerse sin más que descorrer un cerrojo, y luego, adiós y no me acuerdo si te vi.

—¿Y si el cerrojo hace ruido y lo siente el sacristan?

—Otro peligro de los que hay que atravesar; pero entonces ya hay campo libre donde correr, y mientras acuden a perseguirnos se puede trasponer la calle; sin contar con que en un caso de apuro se le rompe la sotana al sacristan, de manera que tengan que zurcirle la barriga además del paño, y un rasgon hecho así suele cerrar el pico.

—¡Vive Dios!—exclamó entusiasmado el vizconde.—He de haceros ricos.

—O ser la causa de nuestra perdición .

—Ahora dudo si valeis más que Lagartija.

—No tanto, señor, porque él es bachiller, y yo, aunque he aprendido algunas palabras en latin, no he llegado a su altura.

—¿Te burlas?

—Ya sabes que nos conocemos.

—Sea como quiera, os repito que he de haceros poderosos.

—Santa y buena es vuestra intención, señor vizconde, pero no quita lo cortés a lo valiente, y por lo que pueda ocurrir, bueno será que ajustemos antes el negocio como gente de razón.

—¿Pensais'...

—Pienso—repuso el ex-sacristan—que mejor se vé donde hay claridad.

—Soy de tu opinion—dijo Lagartija.

—¿Cuánto quereis?

—Ya se supone que los dos vamos a entraren el convento, porque uno solo no podria salir adelante con la empresa.

—Desde luego.

—Pues bien, nos dareis para los dos cien escudos de oro.

—Mus vate el vino que se ha bebido este tunante desde que lo conozco—dijo el mancebo, señalando a Lagartija.—Os daré doscientos.

—No hay más que hablar.

—Estamos convenidos.

—¿Qué garantia quereis?

—La tenemos en la punta de nuestros puñales.

El vizconde no contestó porque absorto en sus pensamientos, soñando con sus esperanzas, no oyó las últimas palabras del sacristan que demostraba ser aun más atrevido y más desvergonzado que Lagartija.

—Vaya—dijo este—que nos dé maese panzudo una botella por si es la última vez que brindamos.

—Esperad—interrumpió el mancebo:—otra dificultad se me ocurre.

—¿Cuál?

—Sin duda, la alegria de haber encontrado el ingenioso medio del banco, no os ha dejado pensar en lo más importante.

—Bien puede ser.

—Habeis perdido la sacristia por...

—Demasiado limpio.

—Enhorabuena, pero la justicia os persigue.

—Y ha de costar le trabajo echarme el guante.

—Si os presentais en la iglesia en medio del dia...

—Descuidad, no seré yo sino un viejo mendigo, cojo y manco.

—Buena idea.

—No me apuro mientras haya barbas postizas.

—Ya veo que no os perdereis.

—Seguro estoy de que no me conocerá ni el buen padre a quien di la coz, y casi estoy por decir que me dará limosna.

—Nada tengo ya que advertiros.

—Id descuidado.

—¿Cuándo nos veremos?

—Mañana para tratar de los pormenores y convenir en la parte que a vos os toca.

—Bebed a mi salud—dijo el vizconde, echando sobre la mesa una moneda de plata.

—Gracias, señor.

Salió el mancebo y los asesinos quedaron celebrando el negocio con una botella de manzanilla.

CAPÍTULO XXI. Un grito de alegria y otro de dolor.

A las diez de la mañana del siguiente dia, el sol no había podido disipar las espesas nubes que aun cubrían el cielo y que amenazaban descargar otro aguacero como el anterior. Las calles estaban llenas de pantanosos charcos y de espeso todo, y no podia transitarse por ellas sin que se hundiesen los pies hasta el tobillo por lo menos. Solamente los que tenían que acudir a su trabajo y los que tenían que despachar negocios urgentes, se atrevían a dejar sus casas, pues hasta las viejas mas devotas, y las beatas de oficio habían dejado de ir a misa. El número, pues, de personas que cruzaban las calles, era escaso, hombres en su mayor parte, y algunas mujeres del pueblo.

Indudablemente, ningun día como aquel hubiera sido tan a propósito para poner en ejecución el proyecto de rapto de la berberisca, pues cuanto menos gente acudiese a la iglesia, con más facilidad se presentaria la ocasión de esconderse en el banco.

Así lo comprendieron el bachiller y el sacristan, y con deseos de aprovecharse de la protección que el nublado les dispensaba y de ganar cuanto antes los prometidos doscientos escudos, se encaminaron al convento de las Trinitarias, provistos de una magra de jamon, un pan y una botella de vino que llevaban bien ocultos y que debian servirles para satisfacer el hambre y la sed durante el día en su escondite.

A Lagartija lo hubiese conocido cualquiera; pero no así al sacristan que se había transformado hábilmente.

Iba el rapavelas miserablemente vestido; habíase puesto en un ojo un parche de tafetan negro sujeto con una venda del mismo color, y envuelta la cabeza en un pañuelo que le cubria parte de la frente y sujetaba atrás con un nudo. Su rostro estaba medio tapado por una barba gris, sucia y despeinada, y la parle que esta dejaba al descubierto, tenía una palidez amarillenta como la de un enfermo que sufre una larga y continuada fiebre, pero que era en realidad producida por el humo de azufre quemado. De esta manera, con la falta aparente de la mitad del brazo izquierdo y con la torcedura del pie derecho que no le dejaba andar sino con mucho trabajo, nadie lo hubiera reconocido, ni el mismo, como le sucedió al mirarse a un espejo después que se hubo disfrazado, pues se preguntó sorprendido: «¿Dónde estoy?»

Cuando llegaron a la calle del Humilladero, el bachiller apretó el paso, y dejando atrás a su camarada, se puso en pocos momentos en la iglesia donde entró con muestras de gran devoción . Solo una vieja y dos menestrales había cerca del aliar mayor, lo cual era buen principio y auguraba mejor fin, pues, segun presumio Lagartija, pronto quedaria la iglesia sola.

Debajo de la reja del coro estaba efectivamente el banco que debia prestar un importante servicio al vizconde, y apoyando una mano en el asiento, arrodillóse delante de él Lagartija y comenzó a darse golpes de pecho y a mover los labios como si rezase.

Un cuarto de hora después, con inseguros y tardíos pasos, encorvada la espalda y la cabeza inclinada sobre el pecho, entró el transformado sacristan, tomó agua bendita, santiguóse y fue a colocarse junto a un estremo del banco. Se arrodilló, besó el suelo por tres veces, sacó un rosario que llevaba bajo su coleto en compañia de un puñal de estrecha hoja y afilada punía, y comenzó a pasar lentamente las cuentas, murmurando ferviente rezo y aun dejando alguna vez entender tal cual palabra como las de Pater noster y amen.

Pasados pocos momentos se fue la beata después de haber echado una moneda en el cepillo del altar de santa Rila, y antes de diez minutos, los menestrales, uno después de otro, abandonaron también el templo.

El sacristan que había sustituido al que conocemos, salió de allí á corto rato, echó una ojeada por la iglesia y se volvió a la sacristía.

—Esta es la ocasión—dijo para si el rapavelas cesante.—Aprovechemos estos momentos.

Luego tosió para llamar la atención de Lagartija, y cuando este lo miró con disimulo, levantó un poco el asiento del banco.

El bachiller comprendió que había llegado el momento de obrar, y acabando de abrir el arca, se deslizó dentro con la mayor ligereza y tras él su camarada.

No pudo ejecutarse la maniobra con mayor fortuna ni más habilidad, ni tampoco más a tiempo, pues apenas se habían ocultado, el cura salió de la sacristia y después de orar algunos instantes, se fue del templo.

Un cuarto de hora después estaba este cerrado, y cuando los asesinos esperaban que todo quedase en silencio, oyeron con estrañeza que entraban y salian las monjas y el sacristan y que hablaban mucho y se daban repelidas órdenes. No se atrevieron los encajonados a sacar la cabeza para averiguar la causa de aquel movimiento, pero nosotros que nada tenemos que temer podemos observar para decir a nuestros lectores lo que sucedia.

Algunas monjas se ocupaban en adornar los altares con llores y paños bordados, mientras que la abadesa iba dandi» al sacristan órdenes y este cubriendo algunos trozos de la pared con tapices flamencos y colgaduras de damasco carmesí galoneado de oro. Luego se colgaron algunas arañas de cristal, se aumentó el número de candeleros con velas adornadas con papeles de colores picados y rizados, se pusieron algunos sillónes junto al altar mayor y en el suelo algunos almohadones de seda encarnada con borlas de oro, y en fin, se adornó la iglesia como si el siguiente dia fuese el de una solemne festividad.

¿Cuál era la causa de aquellos preparativos? Fácilmente la hubiese adivinado el ex-sacristan a no prohibirle la prudencia asomar siquiera un ojo para ver lo que se hacia.

Zoraida iba a profesar aquella tarde...

¡Infeliz! ¿Qué seria de ella cuando llegase a saber que su amante vivía? ¿Qué, cuando no hubiese remedio en lo humano para levantar los sagrados votos que la separaban del mundo y de su amante?

La segunda carta del poeta, que debia dar al traste con la criminal invención del vizconde, no había llegado aun porqué como saben nuestros lectores, era portador de ella un veterano estropeado que caminaba a pié y sin una blanca. Pero tarde o temprano, la carta llegaría, y si no aquella porque lo estorbase cualquier accidente, otra, pues Cervantes no dejaria de aprovechar todas las ocasiones de escribir a su desconsolada madre. Y cuando así sucediera y la berberisca supiese que su amante vivía, que podia haber visto realizados sus deseos de unirse a él como legítima esposa, pero que entre los dos se abria el abismo insondable de sus votos, entonces la desesperación deberia concluir con su vida en un momento, o envenenar su existencia, haciéndola más penosa que la muerte.

La situación de Zoraida era en estremo triste el día de su profesion, pero debia ser horrible, espantosamente horrible el día en que se descubriese la falsedad de la muerte del poeta.

Doña Leonor debia ser la madrina de Zoraida porque ésta se lo había rogado así con insistencia, y a la hora del medio día se preparaba la viuda para ir al convenio, debiendo quedarse en casa Andrea para cuidar de su tierna hermanita Magdalena.

—Vais, madre mia—dijo Andrea a doña Leonor cuando esta se encontraba ya vestida—vais a cumplir un deber muy triste por la causa que lo motiva, y temo que al renovarse vuestros dolorosos recuerdos se altere vuestra salud: procurad dominaros porque habreis de sufrir mucho al ver el sacrificio de esa infeliz mujer cuya vida ha sido una série de continuas desgracias.

—Nada temas por mi—contestó doña Leonor.—¿Qué más puedo sufrir que lo que he sufrido? ¿Cómo han de renovarse mis dolores si no se han cerrado las llagas de mi corazón?

—Bien hubiera yo querido escusaros lo que vais a padecer, siendo la madrina en vuestro lugar, pero os lo ha rogado, va a separarse para siempre del inundo y no hubiera sido humanitario negarle el último favor que pide al enterrarse en vida.

—Tengo que hacer este sacrificio... ¡Pluguiese a Dios que fuese el último!

Doña Leonor besó a sus hijas, y con los ojos preñados de lágrimas salió de su pobre vivienda y se encaminó al convento con vacilantes pasos.

Pocos momentos después Magdalena se durmio en el suelo, con la cabeza sobre su paciente gato, y Andrea se estremeció al encontrarse sola y en medio del silencio sepulcral que reinaba en toda la casa.

Cuantas tristes ideas acudieron a su mente escusamos decirlo; baste saber que muchas veces el llanto bañó sus pálidas megillas y de su abogado pecho se escaparon tristes y dolosos suspiros.

Magdalena seguia durmiendo con todo el descuido de su inocencia, con toda la tranquilidad de su ignorancia, y su viviente almohadon también dormia sin hacer el menor movimiento.

Pasaron dos horas que fueron como dos siglos para Andrea.

—Tal vez—dijo—camine en este momento hacia el altar.

No se equivocaba.

Muy pronto la negra y reluciente cabellera de la berberisca debia crujir entre las afiladas hojas de las tijeras como para que desapareciese hasta el último recuerdo de lo que en el mundo pudo haber sido motivo de vanidad. Ya habrían desaparecido bajo el tosco sayal las esbeltas formas que en otra tiempo no conocían rival en sus puros contornos; y sus ojos centellantes, de mirada altiva, de amorosa espresion, se bajarian humildemente para mirar la tierra o verter una lágrima; y sus labios rojos, hechiceros, provocativos, perenne manantial «le encantadoras sonrisas, murmuradores incansables de dulcísimos, lánguidos y amorosos arrullos, habrian perdido su color y se abririan trabajosamente para dar salida a las severas palabras de santo rezo o del triste pulvis est, que nos recuerda la realidad y nos presenta convertido en asquerosos gusanos el pobre oropel de nuestras vanidades.

Cuando más absorta estaba Andrea en sus tristes pensamientos, cuando fija toda su atención en una sola idea se encontraba en ese estado en que se hace abstracción completa de cuanto pasa en el mundo esterior, llamaron a la puerta con dos golpes, y como si despertase asustada, se estremeció y no pudo reprimir un grito de espanto. Pero aquella primera impresión pasó rápidamente, y repuesta en seguida, levantóse y filó á ver quien había llamado.

—¿Quién es?—preguntó mirando por la rejilla y viendo a un hombre.

—¿Vive aquí doña Leonor de Cortinas?—dijo el que estaba a la parte de afuera.

—Aquí vive: ¿qué se os ofrece?

—¿Sois vos?

—Nó.

—Deseo verla.

—Ha salido de casa.

—Lo siento porque me gusta cumplir los encargos de mis amigos tal y como me los hacen; pero volveré después o mañana, segun me digais vos que es mas oportuno para verla.

—Dentro de dos horas habrá vuelto, pero tal vez no podais hablarle hasta mañana.

—Bien, señora, mañana me tendreis aquí sin falta alguna, pero entretanto no quiero privarla de un placer y os dejaré un encargo.

—Como gusteis.

El hombre sacó un papel bastante sucio y arrugado, lo introdujo por el ventanillo y repuso:

—Hacedme la merced de darle esa carta que le traigo de Portugal...

—¡De mi hermano!—exclamó Andrea, apoderándose del papel como un avaro de su tesoro cuando intentan robárselo.

—¿Sois la hija de Doña Leonor?...

—Si... entrad.

Andrea abrió la puerta y pasó adelante el hombre que era el veterano portador de la carta del poeta.

Creyó la viuda que la carta seria de Rodrigo, pero al ver la firma de Miguel, sus megillas se llenaron de lágrimas y besó repetidas veces el nombre de su querido hermano.

—¡Infeliz!—exclamó.

Y luego leyó el escrito detenidamente.

—¡No puedo abrazarlo!—repuso.—¡No lo veré mas!...

—¿Por qué?—replicó alegremente el rudo soldado.—¡Vive Dios!... ¿Perdeis la esperanza de verlo ahora que pasó el peligro y que volverá muy pronto porque nada hay que hacer allí.

—Buen hombre, ignorais la desgracia de mi pobre hermano... ha muerto...

—¡Que ha muerto!—exclamó sorprendido el veterano.—¿Cómo, si nunca ha gozado mejor salud?

—Las halas no respetan la salud.

—Señora, creo que no os he comprendido, y no es extraño porque soy bastante torpe. Mirad que quiero a vuestro hermano como a las niñas de mis ojos... ¿Qué balas si ha quedarlo aquello como una balsa de aceite? La última batalla se dió muchos días antes de salir yo de Portugal, y después, segun todo el mundo sabe, no ha habido más que fiestas por la coronación del rey.

—Ahora me toca a mí no comprenderos.

—Debeis saberlo lo mismo que yo porque segun me dijeron los dos habían escrito a vuestra señora madre antes de que yo saliese de Aveiro!

—Ciertamente.

—Y os daban la noticia de la conclusión de la guerra...

—Aquí dice también que había escrito dos días antes, pero no hemos recibido la carta.

—Esto es para volverse loco.

—¿Es extraño que se haya perdido?

—¿No decís que el señor Rodrigo os ha escrito noticiándoos la muerte que no creo del señor Miguel?

—Sí—contestó Andrea, algo pensativa.

—Esa carta debe ser posterior a esta puesto qué yo lo dejé vivo.

Andrea miró entonces la fecha de la carta, palideció., volvió a mirar y luego dijo:

—¡Dios mío!... Está escrita después del día en que Rodrigo dice que murió... ¿Qué significa esto?... Esplicaos, buen hombre...

—¡Que me esplique!... Al contrario, no entiendo una palabra de este enredo. Asegurais que vuestro hermano ha muerto en una batalla, y desde que salí de Portugal no se ha disparado un mosquete.

—No comprendo... ¡Ah!... Esta duda es horrible...

—¡Vive Dios! señora, que en este asunto debe haber trampa.

Andrea fijó una mirada penetrante y escudriñadora en el veterano, porque como éste, creyó que alguna intriga era el origen de la contradicción que resultaba entre ambos escritos. Bien hubiera podido suceder que se hubiesen perdido las dos cartas primeras, y que después de escritas hubiese muerto Miguel: pero la en que daba Rodrigo noticia del fatal suceso era anterior A la que llevaba el veterano, y éste había visto vivo al poeta. De todo esto dedujo Andrea después de meditar largo rato lo que era muy natural deducir, que una de las dos cartas era falsa. ¿Pero con qué fin había nadie de suponer la muerte de Cervantes, estando vivo, ni que existia, si había muerto?

Era preciso aclarar aquella duda, y aclararla al instante, no solamente por lo que interesaba a la madre y a la hermana del poeta, sino por Zoraida que quizás en aquellos momentos pronunciaba los votos religiosos, lo cual debia evitarse si efectivamente no había muerto Miguel.

—«Hace dos días que os escribí»—volvió a decir Andrea, leyendo.—Dos días... esta carta es del 15, luego...

Sin detenerse abrió el cajon de una mesa, sacó la carta falsificada, miró la fecha y repuso:

—Del día 15... el mismo en que Miguel dicc que escribió... ¡Dios mio!...

Y examinó detenidamente la letra, y ya fuese porque su sospecha le hizo ver lo que no bahía, ya porque no estuviese imitada con tal perfección que dejase de conocerse la falsedad, parecióle que era dudosa su autenticidad al reparar en ciertos rasgos.

—¿Qué sacais en limpio?—le preguntó el soldado con estremada curiosidad.—Decídmelo porque estoy en ascuas y…

—¿Jurais haber visto vivo a mi hermano Miguel el día quince del mes pasado?

El veterano hizo la señal de la cruz y estampó en ella un sonoro beso.

—Lo juro—dijo—por esta cruz que ha de salvarme.

Con tal acento de verdad y de fe pronunció estas palabras que Andrea dejó escapar un grito de júbilo.

—¿Quién os ha traído ese maldito papel?—repuso el soldado.—Porque el señor Miguel me dijo que su carta y la del señor Rodrigo las habían entregado a un mancebo a quien no conocían, pero que tenía los aires de un gran señor.

—¿Jóven?

—Muy jóven...

—¿Os dió algunas más señas, su nombre?...

—No me dijo más sino que un caballero de la órden de Calatrava a quien conocieron por casualidad...

—¡De la órden de Calatrava!...

—Sí.

—Es el mismo...

—Pues os ha engañado...

—¿Con qué fin?

—E) mundo está perdido, y quién sabe toque pueden proponerse haciendo creer que vuestro hermano ha muerto...

La agitación de Andrea era cada vez más visible. Sufria mucho, no se atrevia a creer que vivia su hermano, porque el desengaño hubiera sido un terrible golpe. ¿Pero cómo renunciar a tan lisonjera idea? Ademas, aquel hombre en cuyo rostro se veia pintada la verdad y la franqueza, había jurado que Miguel vivia.

—¡Dios mío, esta duda me mata!—exclamó la infeliz Andrea con voz ahogada.—¿Qué haré? ¿Debo evitar que profese esa desdichada? ¿Y si luego?... ¡Inspiradme. Dios mío!

—Si yo supiese leer—replicó el soldado,—os juro que había de encontrar en esa carta algo que me probase su falsedad.

—Yo os la leeré.

—Sí, hacedme ese favor.

Andrea comenzó la lectura de la fingida carta de Rodrigo, que como ya sabemos, decía:

»Madre mía, os escribo con el corazón transido de dolor: ayer tuvimos un encuentro con las tropas del Prior...

—¡Basta!—gritó el soldado, interrumpiendo a la viuda.—¡Por el infierno!.. Eso es mentira.

—¿Podreis probarlo?—preguntó afanosamente Andrea.

—¿En qué día se escribió esa carta?

—El trece.

—¡Vive Dios!... ¡Decís que si puedo probarlo!... Carla canta, señora.

—¡Oh!... esplicaos, esplicaos...

El veterano sacó de un bolsillo interior de su coleto un papel cuidadosamente doblado, y dijo:

—Tomad, señora. En este documento, que es mi licencia para retirarme del servicio de las ¡urnas se dice que perdí este brazo en la última batalla que se dió el día dos del pasado mes. ¿Dudareis ahora?

Andrea cogió el certificado y la leyó con avidez.

—¡Vive!—exclamó la infeliz cuyos ojos se llenaron de lágrimas.

Y luego tuvo que apoyarse en el respaldo de un sillón porque sintió que le Callaban las fuerzas.

—¿Estais convencida?

—Sí, sí.

—Alguien tiene interés en que muera o aparezca muerto vuestro hermano.

En la mente de la viuda surgió repentinamente una idea que no se le había ocurrido.

—¿Será—murmuró—una intriga de ese mancebo que persigue a la berberisca para ver si por este medio se hace amar de ella? Es segun dicen, como el portador de la carta, jóven, hermoso... ¡Ah! Y la cruz de Calatrava... ¡Es él!... ¡Vive mi hermano!

Andrea corrió como una loca por el aposento, y después de avanzar y retroceder como si no acertase a salir, se detuvo un instante, y luego entró en la habitación inmediata, volviendo a poco mal cobijada con un largo manto.

—Es preciso salvarla—dijo.

Pero mirando a Magdalena, de quien se había olvidado y que seguia durmiendo, repuso:

—No puedo dejarla sola...

—¿Os puedo servir de algo?—preguntó el veterano.

—¡Oh! sí... Quedaos aquí hasta que yo vuelva y cuidad de esa criatura... Perdonad... voy a impedir que suceda una horrible desgracia...Dios mío, no permitais que la infeliz pronuncie un juramento de que ha de arrepentirse!

Andrea aceptó los ofrecimientos del veterano, y sin reparar en que llamaba la atención de los transeúntes, corrió como si la persiguiesen, dejó atrás la empinada costanilla, la cenagosa plazuela de puerta de Moros y entró cu la calle del Humilladero.

Cuando llegó a las Trinitarias apenas podia respirar y se vió obligada á detenerse para turnar aliento. Escuchó por un instante, pero ni los ecos armoniosos del órgano ni otro rumor llegó a sus oidos. O la ceremonia no había comenzado o habla concluido y ya no era tiempo de salvar a la berberisca.

—¡No debo perder un instante!—exclamó.

Luego llamó, dijo su nombre, le abrieron y preguntó a la monja que salió á recibirla:

—¿Dónde está doña María?

—En la celda de la superiora—le contestó la religiosa—pero...

Andrea no escuchó más Y se precipitó a través de un pasillo» subió una escalera, atravesó un corredor y entró en la celda de la abadesa.

Esta se encontraba allí con Zoraida y doña Leonor, y Andrea creyó que se preparaban para la ceremonia.

—¡Vive!—exclamó al entrar.—¡Vive mi hermano!... ¡Nos engañó el seductor infame!

—¡Andrea!—dijeron a la vez doña Leonor y la berberisca que miraron con espanto a la recien llegada.

—¡Vive!... No estoy loca... si, estoy loca, pero es de alegría... Ya no sereis monja—

Los ojos de la berberisca se dilataron, su rostro palideció, y mientras doña Leonor se apoderaba de la carta de Miguel, que Andrea llevaba en la mano, murmuró:

—Decís que... Miguel.

—No ha muerto y pronto lo vereis.

Zoraida abrió la boca, pero no pudo pronunciar una palabra; dilatáronse mas sus negras pupilas y se iluminaron con extraño fuego mientras que, estendiendo pausadamente el bruzo derecho, señaló hacia el reclinatorio de la abadesa.

Andrea fijó allí su mirada y dejó escapar un grito a la vez que la berberisca una carcajada estridente, nerviosa, tras la cual cayó al suelo sin sentido.

Sobre el reclinatorio estaba la negra cabellera de la infeliz que acababa de profesar.

Reinó un silencio pavoroso.

La agitada, respiración de aquellas cuatro mujeres se percibió clara y distintamente como el estertor de un moribundo. Ninguna se atrevió á moverse como si tuviese miedo de su sombra o de sí misma.

La luz del sol empezaba a desaparecer.

En el umbral de la puerta, postrada de rodillas, con las manos cruzadas y elevando al ciclo una mirada de profundo dolor, había otra persona en la cual nadie había reparado: era Zamareta por cuyas negras y relucientes megillas corrían gruesas lágrimas.

FIN DEL TOMO PRIMERO.

CAPÍTULO XXII. Donde volveremos a Portugal para dar cuenta de lo que allí sucedia.

No conviene a nuestro propósito entrar ahora en detalles sobre el estado de amargura y desesperación en que quedó la berberisca., ni con respecto al vizconde diremos más sino que al saber la noticia de la profesión y ver sus esperanzas completamente desvanecidas, no pensó ya más que en desahogar su rabia es terminando a su rival. No hubiesen respetado, ni el bachiller ni el sacristan el sagrado carácter de la convertida; pero nada pudieron hacer, ya porque aquella noche la pasaron las monjas rogando a Dios para que fortaleciese el espíritu de la nueva profesa, ya porque también tuvieron que acudir a prestarle sus cuidados, pues el médico había dicho que se hallaba enferma de gravedad. Los asesinos tuvieron, pues, que aprovechar la primera ocasión en que al siguiente dia estuvo la iglesia sola, y saliendo de su escondite como habían entrado, corrieron a llevar la nueva al enamorado mancebo.

Ahora, para seguir con órden los sucesos de la presente historia, volveremos a Portugal, iremos a Lisboa y entraremos en el gabinete de doña Isabel, conocido ya de nuestros lectores desde aquella tarde en que al declinar y ocultarse el sol los sonrosados crepúsculos fueron testigos de la inconstancia del poeta y del firme y constante amor de la berberisca.

No era, como entonces, la hora en que las tinieblas, aprovechándose de la ausencia del sol, comienzan a derramar sobre la tierra sus negras sombras, sino la en que, huyendo avergonzados, recojen su negro manto, y dejan a la aurora sonreir y al astro del día derramar sus torrentes de luz sobre la tierra.

Doña Isabel estaba sentada en el mismo sitio donde robó a Zoraida el corazón del poeta, y este a su lado, como en aquella ocasión, la miraba con ternura y sentia que su pecho estaba oprimido.

Una holgada túnica de lana y seda, de color azul, ocultaba las formas de la dama y como ni la engomada gorguera ni las ceñidas mangas escondían su cuello ni sus brazos, parecía más hermosa que nunca y eran mas arrebatadores los encantos de su rara belleza. No brillaban sus espresivos ojos, alegres y enamorados, como en otros días, sino que revelaban en sus miradas lánguidas una tristeza profunda, lo mismo que su frente, pálida y contraída demostraba la existencia de un pensamiento doloroso.

Miguel de Cervantes parecía también preocupado y triste, aunque se esforzaba por dar a su rostro una espresión de tranquilidad y contento que estaba muy lejos de sentir.

La causa de semejante tristeza, era la partida de Cervantes que debia salir aquella misma mañana de Lisboa para hacerse a la vela con la escuadra que a las órdenes del marqués de Santa Cruz iba a someter las islas Terceras a la obediencia de Felipe II.

Guardaban los dos amantes un silencio, doloroso para la dama, embarazoso para el poeta que no acertaba a pronunciar el adiós de despedida, y así transcurrió largo rato, basta que la sonora campana de un reloj de péndola anunció las seis.

Al metálico y vibrador sonido, estremecióse doña Isabel como si hubiese sentido el contacto de una chispa eléctrica, y sin que pudiese evitarlo, salieron de sus ojos dos lágrimas que rodaron por sus tersas mejillas y se perdieron en su blanco y mórvido pecho.

El poeta contempló con afanosa ternura a la dama, y después de algunos instantes, con dulce y cariñoso acento le dijo:

—No llores, Isabel, que aunque tu dolor es natural y justo y lo comprendo por el mío, no debes abandonarte a él, sino dominarlo con la razón y la esperanza de que no tardaré en volverá tu lado, quizás para no separarme mas.

—Vas a partir—contestó la dama con ahogada voz y dando a sus sollozos mas libre curso—para buscar la muerte en lejana tierra: vas a partir y la inmensidad de los mares estará entre nosotros sin que yo pueda escuchar tu voz si me llamas, sin que tu puedas venir si en solemnes momentos, al despertar para el mundo el hijo de nuestro amor se cierran mis ojos con el sueño de la muerte. ¡Ah!... entonces mis miradas se volverán a todos lados, buscando una mirada cariñosa y no encontrarán mas qué rostros fríos, indiferentes, acusadores tal vez de mi debilidad y que harán más penosa mi agonía: mis brazos se estenderán para buscar olios brazos donde depositar el tesoro de mis entrañas y tampoco los encontrarán porque los tuyos solamente pudieran recibirlo con el amor de padre, y estarán muy lejos, luchando quizás con mortales enemigos...

—Isabel—interrumpió Cervantes profundamente conmovido—me desganas el corazón. ¿Por qué ha de ser tan horrible tu desgracia, tan negro mi porvenir? No voy a buscar la muerte, sino la gloria y el término a mis afanes. La espedición que vamos a emprender no puede durar mucho porque los rebeldes no cuentan con medios para sostenerse, y a mi vuelta veré cumplidos mis deseos.

—Abandona el peligroso camino de la guerra—repuso doña Isabel:—si ambición as gloria, ya la tienes, y si buscas la fortuna de las riquezas, de los honores, no espongas por ella la vida para recibir en pago desengaños, como hasta aquí, por toda recompensa.

—Ya sabes que está empeñado mi honor, y es preciso cumplir con él. ¿Has olvidado las palabras del rey?

—Nó, pero las habrá olvidado él.

—Imposible, fueron demasiado terminantes; aun me parece que le estoy oyendo decir: ya que habeis sabido conquistar la gloria en Lepanto y en Portugal, no dejeis escapar la fortuna que os espera en San Miguel y la Tercera.» Esto significa mucho en boca de un monarca, esto quiere decir que solo me falta un título para ser recompensado de todo, y el negarme á dar la última prueba seria manifestar cobardía.

—¿Pero no tienes a mi lado más de lo que puede valerte la espada?

—Isabel—contestó el poeta con dignidad—lo que el hombre no ha sabido ganar no puede aceptarlo sin envilecerse; yo no quiero más que lo que compre con mis sacrificios y con mi sangre. Ademas, ya te lo he dicho, mi honor está empeñado en esta empresa, ya no es tiempo de retroceder.

—Si es fu honor el que te llama, acude, Miguel, y no escuches los gritos de mi amor. Ha llegado la hora, tu presencia aquí es una falla a tus deberes... No mires mi llanto y perdona si no puedo contenerlo; no pienses en mi dolor aunque dé claras muestras de él mi debilidad... pero no me olvides, acuérdate de la mujer que todo lo ha sacrificado por ti... ¡No me olvides!

Copioso llanto vertió la dama, que no pudo proseguir porque el dolor embargó su lengua.

Cervantes tuvo que hacer un sobrenatural esfuerzo para que también a sus ojos no asomase una lágrima.

—¡Isabel mia!—exclamó.—Voy a separarme de tí, pero tu recuerdo, no en mi memoria, sino en mi corazón llevo grabado, ¡Olvidarte!... ¡Ah!... ¿Eso ternes?... ¡Olvidará la primera mujer que ha encendido en mi pecho la llama de un amor inextinguible!... ¡Olvidar a la madre de mi hijo!... ¡Isabel, Isabel!...

Y estrechó fuertemente entre las suyas las manos temblorosas de la dama y exhaló un suspiro doloroso.

—Perdona si te dejo—prosiguió.—¡Oh!... no sabes cuanto me cuesta este sacrificio... Pronto volveré y ya no nos separaremos... Pero ten valor que torne a tu pecho el sosiego, la tranquilidad a tu espíritu: si dejas que el pesar te domine, puede quebrantarse tu salud, y has de pensar que no te perteneces, porque la vida es de nuestro hijo y debes vivir por él y para él, conservar la existencia, tus fuerzas porque él las reclama con un derecho incontestable: yo voy a cumplir mis deberes de hombre y de hidalgo, cumple tú los de madre...

—¡Dios mío!—exclamó la dama.—¡Dejadme vivir para mi hijo!...

Y luego exhaló un suspiro, se oprimió el pecho, enjugó el llanto que aun bañaba su rostro, y repuso:

—Ya estoy serena; vele sin temor de que me falte el ánimo para soportar este golpe... Yo sabré cumplir mis deberes de madre... Un llegado la hora, Migue!—prosiguió con falsa energía;—sírvate mi recuerdo de estímulo en el combate para que yo te admire mas, para que no haya otra gloria sobre la gloria. Si los golpes enemigos no respetan tu vida, pronuncia mi nombre con tus últimas palabras, envíame tu postrimer suspiro que llegará hasta aquí y lo sentiré en mi frente como el último y más tierno beso de tu amor... No te detengas—Ten ánimo para darme ese adiós que no quieren pronunciar tus lábios... ¡Ah!—Sigue mi ejemplo.

La dama se puso de pie impulsada por un enérgico movimiento nervioso, como si un resorte de acero la hubiese levantado de la silla.

Cervantes le tendió los brazos sin poder decir más que—¡Isabel!...

Palpitaron sus corazones, y por más que quisieron evitarlo, el llanto asomó a sus ojos.

Reinó un silencio profundo sin que fuese interrumpido más que por la agitada respiración de los dos amantes que no se atrevían a deshacer aquel dulcísimo lazo.

—¡Oh!—exclamó al fin al poeta.—¡Si en pago de este sacrificio me diesen los hombres un nuevo desengaño!...

—¡Ah!—murmuró la dama.—¡Si es este el último abrazo, si no vuelvo á sentir tu corazón palpitar sobre el mío, maldeciré a los hombres que nos han separado!...

Volvió a sonar la campana del reloj: eran las seis y media.

Doña Isabel no pudo contener un grito, sintió que se acababan sus fuerzas, pero aun pudo sostenerse por algunos instantes.

—¡Adiós!—dijo el poeta.

Y desprendiéndose bruscamente de los brazos de la dama, salió con precipitados pasos del aposento.

Ella se pasó las manos por la frente, quiso volver a gritar, no pudo, y cayó sobre el sillón, quedando sin conocimiento.

Un rayo de sol iluminó su pálida frente y reflejó sobre las doradas trenzas de sus cabellos.

Entretanto Cervantes atravesó algunas calles de la ciudad y llegó a su alojamiento donde lo esperaba con impaciencia su hermano.

—Vamos, vamos—dijo al entrar;—ya es muy tarde...

—Estás pálido, tiemblas... ¿Qué te sucede?—le replicó Rodrigo.

—No es nada, hermano; tranquilízate...

Rodrigo meditó algunos momentos, como si dudase antes de hablar, pero al fin dijo resueltamente:

—He recibido una carta de nuestra madre...

—¡Una carta!—exclamó el poeta.—¡Oh!... dámela... ¡Dios mío!... tiemblo...

—Quizás debiera habértela ocultado hasta que te sosegases, pero…

—Nó, nó... dame esa carta...

—Toma—dijo Rodrigo, dando a su hermano un papel;—pero no le dejes dominar por la primera impresion, porque si bien se reflexiona, la desgracia que anuncia es un acontecimiento providencial que te saca del mayor apuro.

Cervantes tomó el papel, y antes de abrirlo levantó los ojos al cielo y exclamó:

—¡Otra prueba, Dios mío!

Y luego, no con la natural avidez que debia manifestar por saber el contenido, sino como si temiese la rudeza del golpe que esperaba recibir, comenzó la lectura.

Era, como había dicho Rodrigo, una carta dirigida a este por doña Leonor, y en la cual le daba noticia de todo lo que llevamos referido sobre la falsa nueva de la muerte del poeta, la llegada a Madrid de Zoraida y su profesion, sin omitir que todo era efecto de las criminales intrigas del vizconde, pues de esto estaba ya convencida la viuda por las esplicación es que había tenido con la berberisca.

Según iba leyendo Cervantes palidecia su rostro, se contraia su frente, se agitaban sus manos con temblor convulsivo, hasta que, apretando los puños, rechinando los dientes y despidiendo centellas de sus negros ojos, exclamó:

—¡Cobarde, villano!... ¡Oh! ¡Yo castigaré tan infame y ruin traición !... Rodrigo, hoy mismo, en este instante partiré para España—

—¿Qué intentas? ¿Has perdido la razón?

—¡Qué intento!... ¡Eso me preguntas, vive Dios!—replicó el poeta con iracundo acento.—¡Vengar A Zoraida!

—¡Miguel!...

—No te opongas a mi resolución porque será en vano.

—Es una locura.

—¿Qué me importa?... ¡Oh!... ¿Ha de quedar impune tan criminal proceder?... No, hermano: la razón, la justicia piden venganza; me la pide esa infeliz desde la tumba de su celda en nombre de los sacrificios que le debo, en nombre de la humanidad. ¿Qué va a ser de la desdichada? No has pensado que le espera una vida de horrible desesperación, de tormentos cuya sola idea espanta, de tormentos incomparables, incomprensibles para el que no los padece; que para ella no puede haber ningun consuelo, absolutamente ninguno, porque cuando lo busque en la religion, único que la criatura tiene en todas las circunstancias de su vida, renovará la llaga de su mala ventura, recordando que de ella son causa sus sagrados votos que la separan para siempre de mí, que le quitan la esperanza, que es el último consuelo del que ya no puede soportar las desgracias, que es lo único que en los momentos de desesperación puede conservar un resto de amor a la vida... ¡Oh!... El que ha perdido la esperanza no puede perder mas, y aborrece la existencia como la primera y la más horrible de todas las desgracias, como la causa de todos los males—Tú no sabes lo que es perder la esperanza, no tener más que recuerdos tristes de lo pasado, tormentos en lo presente, y mirar a lo porvenir y ver el vacío, la nada... Entonces no queda más que Dios, si no se ha extinguido también la té; pero cuando se vive desesperado y no hay bastante fuerza de voluntad, de resignación para dominar la desesperación, no debe esperarse tampoco la salvación eterna, porque Dios nos manda no desesperarnos, resignarnos, sufrir y adorarle más cuanto más desgraciados somos, porque acrisolando nuestras virtudes con nuestros padecimientos nos abre el camino de la eterna gloria. ¿Pero podrá soportar Zoraida tantos dolores? ¿No se apagará la llama de su naciente fe?... Esto es horrible, hermano, muy horrible, porque tras los tormentos de esta vida puede venir la condenación eterna. Bien aventurados los que lloran, porque ellos serán consolados; pero los que lloran y bendicen la mano de Dios, no los que lloran y acusan la misericordia divina o dudan de ella.

—Pues bien,—dijo entonces Rodrigo, que quiso combatir a Miguel con sus mismas razones—resígnate y llora bendiciendo la mano de Dios.

—Si, yo sufriré con resignación mis desgracias, pero es preciso castigar á ese hombre que tantos males ha causado a una infeliz mujer...

—Perdona a tus enemigos.

—Pero castigaré a los enemigos de mi prógimo.

—¿Te ha confiado acaso el Omnipotente la justicia de la tierra?... Miguel, te estravia tu dolor...

—¡Ese hombre es un miserable, un infame, un reptil venenoso que es preciso aplastar!... Rodrigo, no intentes disuadirme, estoy resuelto á marchar a Madrid, y nada me hará retroceder.

—Te llama tu deber a otra parte,—replicó severamente Rodrigo.

—¡Oh!... mi deber...

—Y tu honor...

—¡Siempre mis deberes, siempre mi honor!—murmuró con amargura el poeta.

—Miguel, ha llegado la hora fie marchar al peligro y no debemos ser los últimos.

Cervantes se cruzó de brazos, inclinó la cabeza sobre el pecho con aire abatido y quedó silencioso.

—¿Has olvidado los consejos de nuestro padre?—añadió Rodrigo.

—¡Padre mío!... También murió esclavo de sus deberes y de su honor.

—Sé grande como él, desde el cielo le mira...

—Vamos, hermano—replicó el poeta, haciendo un esfuerzo para dominar su coraje.

Dos horas después se embarcaba el tercio de don Lope de Figueroa.

El marqués de Santa Cruz que mandaba la espedición, iba en estremo pensativo porque al despedirse del monarca tuvo con él la siguiente conversación .

—Con vos, don Alvaro—dijo Felipe II al valiente marino—va siempre la victoria. Si efectivamente una escuadra francesa acude en socorro del prior, la vencereis.

—Tal espero, señor—contestó el marqués—con la ayuda de Dios y los valientes que me siguen.

—Hareis muchos prisioneros, y si os mostrasen despachos de su rey en que se autorice la espedición, los tratareis como a tales prisioneros de guerra y me mandareis aviso para que yo trate como a enemigo de mi corona al rey de Francia; pero si no llevasen tal autorización, entonces los considerareis piratas y... ya sabeis como debe tratarse a los piratas, que son enemigos de todas las nación es.

—Ya sabe V. M. que puede haber entre ellos algunos caballeros de la primera nobleza de Francia.

—Los nobles dejan de serlo cuando se hacen bandidos.

—¿Y si son muchos?

—La justicia no cuenta a los criminales para castigarlos.

—Señor...

—Esto no son órdenes que os doy, sino que os recuerdo que cualquiera está facultado para castigar a los piratas; pero tened entendido que antes que salgais de aquí se me habrá olvidado que hemos hablado de semejante cosa.

Esto era lo que tenía pensativo al valiente marqués de Santa Cruz porque tan terrible como era en los momentos del combate, tan generoso y humanitario se mostraba para con los vencidos una vez que alcanzaba la victoria.

CAPÍTULO XXIII. El combate.

LA escuadra española, compuesta de treinta y cinco galeras, sufrió tantos temporales, que más de una vez estuvo a punto de naufragar. Este contratiempo le hizo perder muchos días en su travesia y le obligó á dividirse en dos grupos de los cuales uno quedó atrás y a bastante distancia. De manera que cuando llegó a su destino solo llevaba veinte y ocho buques, y encontró que la escuadra francesa, compuesta de unos setenta, se le había anticipado en muchos días y hecho dueña de la isla de San Miguel y de la Tercera con todas sus fortificación es, que son las dos más importantes de las siete de que se compone aquel archipiélago.

A pesar de la desigualdad de fuerzas, el marqués de Santa Cruz se decidió a aceptar el combate que parecía proponerle Felipe Strozzi, gefe de la Ilota enemiga que presentó una línea de más de cincuenta galeras, pues las restantes estaban con el prior de Ocrato que había ido al puerto de Angra, capital de la Tercera, a esperar el resultado del ataque.

Era el día 25 de julio, segun los más autorizados historiadores, y el 26 segun otros, de 1582, y ya llevaban cuatro de estar a la vista ambas escuadras, sin que los vientos les hubiesen permitido maniobrar para acercarse la una a la otra.

Al fin la calma de las olas dió la ocasión al combate, y dos horas después que el sol se había levantado sobre la azulada superficie del mar, hincháronse las gruesas lonas, crujieron los pesados aparejos de las españolas galeras, y agitándose los remos se las vió balancearse y vogar en dirección de las francesas, mientras que los soldados se colocaban en sus puestos y preparaban sus armas.

Un viento nordeste, igual y sostenido, levantaba en espumosas montañuelas las tranquilas aguas, que haciendo y deshaciendo sus desiguales rizos, gemían como si anunciasen los horrores que se preparaban.

No transcurrió mucho tiempo sin que los enemigos estuviesen a distancia de poder herirse.

La escuadra española se había dividido en tres cuerpos, yendo en el del centro la galera Capitana y en ella el marqués de Santa Cruz con lo mas florido de los veteranos del tercio de don Lope de Figueroa.

Se dió la señal de ataque; vióse una fugaz llamarada; se oyó una detonación espantosa, y una espesa nube de humo envolvió en sus espirales las arboladuras y anubló el sol por algunos instantes.

Tras aquella detonación se repitieron otras muchas, y los destructores proyectiles, cruzándose sin cesar, rompieron mástiles, desgarraron velas, agujerearon cascos y sembraron la muerte en todas partes.

En vano la guerrera gen le, en el colmo de su ira, juraba y maldecía; el crujido atronador de los disparos de los cañones y mosquetes ahogaba todo otro ruido, y no podían percibirse, ni las amenazas y blasfemias vomitadas por el coraje, ni los ayes y lamentos que arrancaba el dolor a los moribundos.

Viéronse flotar en las agitadas aguas cuerpos horriblemente mutilados, luchando con las olas y la agonía, troncos sin cabeza, cabezas sin tronco, piernas y brazos y trozos de mástiles y girones de lona, todo en horrible confusion, mezclado y revuelto y entre roja sangre caliente aun.

El abordaje de algunas gateras aumentó la carnicería, y entonces la sangre, formando arroyos, corrió por las cubiertas y pareció embriagar á los combatientes, convirtiendo su coraje en frenética rabia. Las detonación es disminuyeron, pero fueron sustituidas por los golpes de las pesadas hachas, que resonaron al abrir pechos y cráneos.

Cinco horas llevaban de combate sin que, a pesar de la desigualdad del número y fuerza de ambas escuadras, la victoria se hubiese declarado por ninguna de ellas. No era extraño, porque estaba allí el marqués de Santa Cruz, el invencible marino, tan astuto como valiente, y el tercio de Don Lope de Figueroa, cuyos veteranos no habían vuelto la espalda una sola vez al enemigo y contaban sus victorias por sus encuentros.

La Capitana española abordó al fin a la galera que montaba Strozzi; iba á decidirse el combate, porque la derrota de uno de ambos jefes seria la de su escuadra.

Don Lope de Figueroa fue el primero que se adelantó, seguido de Diego de Urbina y de un peloton de soldados, entre los que iba Cervantes, y apenas se lo permitió la proximidad de la galera francesa, sallaron á ella con todo el ardimiento de su heróico valor y sin que los detuviesen los multiplicados golpes de los enemigos.

La defensa de estos debia ser allí más tenaz, porque era la que había de decidir de la suerte de toda la escuadra, y porque animados por la presencia del jefe principal, peleaban con más denuedo.

Muchos españoles intentaron seguir a don Lope y a los que habían tenido la fortuna de pasar con él al buque enemigo, pero pagaron con sus vidas su arrojo, y solo después de una obstinada lucha consiguieron ir saltando a él.

Allí pudo verse entonces la sed de sangre de los combatientes. Los golpes se descargaron con indecible rapidez; los cadáveres se amontonaron entre los vivos o cayeron con muchos de estos al mar, y la sangre formó espumosos charcos, donde resbalaban los pies.

Cervantes, revolviendo con velocidad un hacha de abordaje, se abria paso donde quiera, cuidándose más de herir que de evitar la muerte que le amenazaba a cada instante, y animando a sus compañeros con breves discursos, que eran contestados por amenazas terribles, mortales golpes y ayes de agonía.

—¡Adelante!—gritaba el poeta.—¡Adelante, vive Dios! Estos fueron los que no se atrevieron a seguirnos en Lepanto... ¡Camaradas, nuestra es la victoria, acordaos de que hemos jurado vencer o morir! ¡Adelante, somos españoles, no empañemos nuestras pasadas glorias!... ¡Viva España!... ¡Atrás, menguados!... ¡Plaza, plaza a los tercios de Castilla; donde ondea su estandarte caigan todos!... la ellos, camaradas!

Y esto diciendo, brotaban fuego sus ojos, se aumentaban las fuerzas de su brazo y se multiplicaban sus golpes, sin que nada resistiese a ellos.

—¡Victoria, victoria!—se oyó gritar en el castillo de popa.

Y estas voces se repitieron por la parte de estribor, y comenzaron á replegarse los franceses hacia la proa y la banda de babor.

Strozzi comprendió que estaba perdido, que todo esfuerzo seria en vano porque su gente empezaba a desmayar, y que no le quedaba más que buscar la salvación con la huida. Entonces mandó botar una lancha para ganar una de las galeras que no habían sido abordadas y tomar con las que pudiesen seguirle el rumbo de Angra, pues el viento le favorecía.

Empero no contó con que una mirada del poeta fue bastante a que se adivinase su intento, y así, antes de poder ejecutarlo, oyó gritar:

—¡Quiere escapársenos el jefe de esta canalla!... ¡Por aquí!... ¡Seguidme, camaradas!...

Esto dijo el poeta y se lanzó como un rayo adonde estaba Strozzi á tiempo de ir a saltar a la lancha.

Preparábase una escena interesante.

Los que rodeaban al general francés hicieron frente a Cervantes y a los pocos veteranos que lo seguian para proteger la fuga de su jefe, y se trabó un combate tan tenaz que no tiene ejemplo, pues ya era cuestión de honra, cuestión personal.

El poeta iba delante de todos, y la mirada no hubiese podido seguir los rápidos movimientos de su brazo.

La idea de los soldades franceses fue buena, porque consiguieron por algunos instantes contener a los españoles, mientras que Strozzi.. sin mas compañia que la de un marinero, saltó en la lancha.

Cervantes dejó escapar un rugido de cólera; sus ojos brotaron dos centellas, y abriendo de un solo golpe el pecho de un enemigo y dividiendo en dos pedazos la cabeza de otro, se abrió camino, y antes de que pudiesen estorbárselo, dió un brinco, y con inconcebible lijereza saltó a la frágil lancha en el momento en que esta, impulsada por un golpe de remo, se apartó de la galera.

[]

... Y luego arrojó al mar el hacha y desenvainó su larga tizona.

Caer, descargar un golpe de hacha sobre el marinero y quedar frente á frente con Strozzi fue obra de un segundo.

Un grito de espanto y de admiración resonó en la galera, y todas las miradas se fijaron en aquellos dos hombres, esperando con afán el resultado de la lucha que debia trabarse.

Strozzi no tenía más que su espada, pero se dispuso a defenderse con todo el valor de la desesperación, y quedó inmóvil, esperando a que le acometiese el poeta, mientras lo miraba con altanero desden.

El héroe de Lepanto comprendió aquella mirada, levantó con orgullo la cabeza, y luego arrojó al mar el hacha y desenvainó su larga tizona.

—Estamos iguales—dijo:—Un hidalgo español no es asesino.

Strozzi no contestó una palabra: su frente se contrajo, la ira hizo palidecer su rostro, y se puso en guardia.

Los aceros se cruzaron.

Ninguno de aquellos dos hombres volvió a abrir la boca para articular una silaba, y como si se hubiesen propuesto, más que matarse, rivalizar en nobleza, pelearon sin aprovechar cualquiera ventaja que solia dar al uno ú al otro las oscilación es del esquife, sin valerse de ninguna de las innumerables y alevosas acometidas que tiene la esgrima: parecía que estaban en una sala de armas entreteniendo el tiempo y dando muestras de su elegancia y gallardía.

Corto fue, sin embargo, el combate, y antes de que transcurriesen tres minutos, el poeta tuvo la fortuna de atravesar el corazón de su enemigo.

No era menester esto para la victoria de los españoles, pero la muerte de Strozzi acabó de esparcir la consternación, y media hora después nuestros soldados eran dueños de más de veinte galeras francesas, habían dejado sin vida a dos mil enemigos y hecho prisioneros a más de doscientos.

E! mar estaba cubierto de embarcación es destrozadas y de cadáveres.

Cuando Cervantes volvió a la galera Capitana, lo recibió en sus brazos el marqués de Santa Cruz, y don Lope de Figueroa, Diego de Urbina y todos sus camaradas disputábanse el placer de apretar su mano.

CAPÍTULO XXIV. Donde proseguiremos como Dios nos dé a entender.

Solo para dar una ligera idea del carácter de Felipe II, diremos en pocas palabras lo que sucedió después del combate que acabamos de escribir, pues nos parece inoportuno entrar en detalles de lo que no tenga, relación directa con la vida de nuestro héroe.

El primer día del mes de agosto desembarcó el marqués de Santa Cruz en la isla de San Miguel y se decidió a cumplir las órdenes del monarca, aunque con liarlo disgusto y no sin haber buscado inútilmente algun pretesto para escusarlas, pues sus principios y su carácter se oponian á hacerse ciego instrumento de un proceder que por lo inhumano cuenta con pocos ejemplos en la historia. Los prisioneros se componian de ocho marqueses y condes, cincuenta y dos nobles de ilustres casas francesas, y más de cien marineros y soldados, segun había previsto Felipe II, ninguna órden ni despacho pudieron presentar que los acreditase como soldados de ninguna potencia, y el marqués de Santa Cruz, considerándolos sin distinción como corsarios, pronunció la sentencia de muerte para todos. En vano protestaron los infelices contra semejante atropello y alegaron razones que debieron haber sido atendidas, pues solo consiguieron que se modificase la forma de la sentencia y que los títulos y nobles fuesen decapitados, y ahorcados los demas.

Esta es una de las innumerables manchas de nuestra historia del siglo XVI, y aunque alguno de los panegiristas del coloso de aquella época, cuya mano de hierro se dejó sentir en dos mundos, ha intentado empañar la gloriosa memoria del marqués de Santa Cruz haciéndole aparecer responsable de tan inhumano y bárbaro proceder, ha sido su intento vano y la conciencia de la sociedad acusa al que en todas ocasiones probó con sus actos la crueldad de sus instintos a la vez que las rarísimas dotes de un talento nada común.

La arbitraria y terrible sentencia se ejecutó aquel mismo dia, y en el breve espacio de una hora rodaron sesenta cabezas y fueron colgados mas de cien soldados valientes y de gloriosa vida como si se hubiese tratado de miserables asesinos y ladrones. Horrible fue el espectáculo: hasta los mismos españoles reprobaron aquel proceder de repugnante barbarie, aquel abuso criminal de la fuerza del vencedor.

Tal vez Cervantes se arrepintió de haber contribuido a una victoria cuyos resultados manchaban tan feamente la española hidalguía.

El prior de Ocrato huyó con el resto de la destrozada flota a Francia para pedir nuevos auxilios, pero dejando en Angra una guarnición que, aunque no muy numerosa, favorecida por la situación de su castillo y por la ayuda de los naturales de aquella tierra, era respetable y debia temerse.

No creyó conveniente el marqués de Santa Cruz seguir la campaña, ya porque se acercaba la estación de las lluvias y tormentas, ya porque la prudencia aconsejaba abrir al año siguiente nueva campaña con mayores fuerzas que pudiesen resistir a las que de refresco acudiesen de Francia. El esperto general dejó guarnecida la isla de San Miguel con los veteranos del tercio de don Lope, y tomó el rumbo de las costas ibéricas tan pensativo y triste como salió de Lisboa.

Ocho meses transcurrieron sin que sucediese cosa digna de mención arse, y al cabo de este tiempo el gobernador de la isla tuvo necesidad de enviar al monarca un despacho importante, y para llevarlo a nadie encontró que le mereciese tanta confianza como el poeta.

A cualquiera hubiese envanecido semejante distinción, pero Cervantes no pensó en la honra que se le dispensaba, acordóse solamente de que iba á ver a doña Isabel, y quizás a su hijo que por entonces debia abrir sus ojos a la luz del sol.

Cuando fueron a noticiarle su partida estaba escribiendo unos tercetos á la ausencia y comenzaba haciendo comparación es con las siguientes palabras:

Como el ciego que en noche eterna escura,

Se acuerda de la luz del claro dia

Y al exhalar en llanto su amargura...

Aquí llegaba cuando tan agradablemente lo sorprendieron comunicándole la órden de marcha, y sin acertar a responder, su ardiente imaginación, pasando del estremo de la más profunda tristeza al de la mas arrebatadora alegría, dió por terminado el sentido romance, y acudiendo á la antítesis, prosiguió sin detenerse con esta antífrasis;

No concibe la humana fantasia

El júbilo del ciego que desgarra

El velo de la noche eterna y fria...

Empero el portador de la órden interrumpió nuevamente al poeta para decirle:

—Señor Miguel, nada me contestais y el señor gobernador os espera.

—Volved y decidle lo que os plazca, fantasmon endiablado que espantais las musas con vuestra presencia y vuestros gritos—replicó Cervantes con tono entre enojado y chancero.

—Donosa contestación cuando se manda obedecer...

—Bien, bien, dejadme...

—Pero...

—No sé lo que me habeis dicho porque no me encontraba aquí, estaba en otra parte A donde vos no ireis jamás, en una tierra que desconoceis, vedada para vos porque sois indigno de poner en ella vuestra planta; como si dijésemos, en un paraíso donde solo pueden entrar los escojidos del Dios que allí moran, en el Parnaso...

—Buena tierra será, y de seguro es lo único que me queda que correr; pero decidme...

—Que al instante voy, señor espanta musas.

—Eso ya es otra cosa.

—Mucho me alegra la noticia que me habeis traído, pero casi me hubiese alegrado más recibirla una hora después... ¡Voto al rabo de Satanás!...

—¿Qué os sucede?

—Una fríolera... Rogad que Apolo no os tome en cuenta el pecado que acabais de cometer, porque si no, de seguro os manda hospedar en el palacio del señor Pluton...

—¿Qué diablos estais diciendo?

—¿No advertís que vuestra venida me ha estorbado dar fin a estas coplas, como vos les llamaríais, y que por vos ha perdido una joya el Parnaso y yo una gloria?

—No os comprendo, amigo mío; pero sea de ello lo que quiera, os pido perdon y a esos señores a quienes habeis nombrado, aunque no los conozco, y me voy para cumplir las órdenes que he recibido.

El portador de la órden se fue.

Cervantes leyó los dos tercetos, dudó algunos instantes si seguirlos, pero pensando que tenía que obedecer a su gefe y que cada minuto que perdiera lo robaba a doña Isabel, no se detuvo, vistióse y salió, dejando encargo de que noticiasen a Rodrigo lo que ocurria y que lo esperase para despedirse.

Dos galeras había en el puerto preparadas para marchar, de manera que Cervantes no estuvo en la isla más tiempo que el preciso para recibir los despachos y liar su escaso equipaje, y media hora después atravesaba la playa en compañia de su hermano.

—Por esta vez—decia el poeta—no se convertirán en humo mis esperanzas. El marqués de Santa Cruz me habrá recomendado al rey, segun me prometió, y el maestre Boadilla, a más de los despachos, me ha dado una carta para S. M. en que se recuerdan mis servicios con tal encarecimiento, que es imposible que se me desatienda. A ti te hicieron justicia dándole el empleo de alférez, y confio en que yo la obtendré también. No quiero abrigar la esperanza de que me nombren capitán, porque es mucho para mi escaso valimiento; pero siquiera alcanzar lo que tú...

—Bien poco seria, Migue!—interrumpió Rodrigo—pues tus servicios no son iguales a los míos.

—Sin embargo, me contentaré, y aunque no esté en relación con mis merecimientos, al menos veré que con poco o con mucho se premian mis servicios. Cien veces me han linsongeado fundadas esperanzas, y siempre las he visto convertidas en humo; no me han escaseado ni las alabanzas ni las promesas, pero tampoco me han faltado los desengaños. En mil ocasiones he tocado con los dedos la fortuna, pero nunca he podido ponerle encima la mano: siempre la tengo cerca de mí, pero como la sombra, si me acerco, huye, si quiero abandonarla, me persigne, y en afan constante, corriendo tras ella sin cesar, se pasan los años y mi juventud, vendrá la vejez y contaré los días de mi vida por los desengaños que he tenido.

En pocas palabras había hecho el poeta la más exacta pintura de lo que debia ser su vida, de lo que hasta entonces había sido, pues nadie como él apuró hasta las heces la copa amarga de los desengaños, así como nadie luchó con la adversidad con tan incansable constancia y sin exhalar una queja.

Acariciando ilusiones y recordando pasadas amarguras, llegaron los dos hermanos al lugar del embarque, y despidiéndose con un tierno abrazo, se separaron no sin que a sus ojos asomase una lágrima.

Desplegáronse las lonas de la galera en que iba Cervantes, agitáronse los remos y un viento de popa la alejó en breve de la playa.

Entonces, cuando ya la mirada se perdia por todos lados en un horizonte azul y trasparente, cuando solo cielo y agua se distinguía, y el sol, casi tocando a su ocaso, parecía querer apagar la sed de sus ardientes entrañas en las cristalinas olas, el poeta, descuidadamente recostado al pié de un mástil, con la mirada fija en la roja, transparente y vaporosa faja de luz que comenzaba a estenderse por Occidente, dejó que su fantasia desplegase sus anchas alas, y quedó como aletargado bajo el influjo de un sueño dulce, tranquilo y acariciador como el que producen los narcóticos que acortan la vida real de dolores y amarguras y prolongan la existencia ficticia de un mundo soñado de ilusiones y delicias sin igual. Acordóse entonces de la infeliz Zoraida y de doña Isabel; pensó en su madre y en su hermana, y por último admiró la grandeza, la omnipotencia del autor del universo al contemplar las olas y el inmenso espacio del horizonte, el sol y sus luces reflejando en las aguas, y una sonrisa de desden movió levemente sus entreabiertos labios al comparar la obra de Dios con las obras de los hombres, al recordar el orgullo de estos cuando empleando toda su ciencia y todo su poder logran resistir el empuje de la más débil de aquellas olas que el dedo del Hacedor mueve con la facilidad de su poder infinito. En aquellos momentos le hubiera sido imposible a nuestro poeta dar desahogo en un sentido cauto a sus emoción es sin espresar a la vez las más opuestas ideas y sentimientos de dolor y de ternura, de tristeza y de alegría, de entusiasmo arrebatador y de cansancio frío: la fe religiosa, el amor, la pena amarga por la suerte de la berberisca, el odio a su rival, el cariño de su madre, las ilusiones de risueñas esperanzas, los recuerdos de tristes desengaños y duros sacrificios, la idea de la grandeza de Dios y el conocimiento de la pequenez del hombre, todo a la vez conmovia el espíritu impresionable y arrebataba la ardiente imaginación del desdichado poeta.

Sumergióse al fin en las olas el astro del dia, y los rojos crepúsculos tornaron en dorados borbotones las blancas espumas.

Oscurecióse el horizonte y el azulado mar, allá donde el sol había bañado su cabellera de fuego, cambióse en negro caos.

Y luego la luna, con su cándida faz de transparente nácar, apareció como si saliese del fondo del mar y sus resplandores argentados se esparcieron dulcemente.

Las galeras vogaron, siempre impelidas por el viento que de popa soplaba, y al sordo y continuado mugido de las olas se mezclaba el eco del canto de la marinera gente que al compás de los remos azotadores entonaba alegres barcarolas.

Y entretanto el poeta, bajo el indujo de su soñador letargo, contemplaba el cielo y las estrellas, los reflejos del resplandor de la luna al besar las aguas, y el caprichoso movimiento de las olas; y el eco lánguido de las cantigas de los remeros y el murmurio sordo y prolongado del mar, llegaban a sus oidos como un arrullo dulce y embriagador, y arrancaban a sus lábios entrecortados cantares que improvisaba sin intención ni voluntad su acalorado fantasía, y que unas veces espresaban un recuerdo de amor y otras una queja.

Así pasó la noche, tranquila y feliz para Cervantes, porque sus ilusiones de poeta lo alejaron por algunas horas de las miserias de la humanidad.

Amaneció el día, sereno como el anterior, y lo mismo fueron los demas que gastaron en hacer la travesía.

CAPÍTULO XXV. Lo que sucedió a Cervantes a su llegada a Portugal.

APENAS Miguel de Cervantes llegó a Lisboa, corrió a casa de doña Isabel, gozando anticipadamente con la alegre sorpresa que iba a darle y ciándose por recompensado de todas sus penas al escuchar la primera palabra de apasionado cariño de su amada y verla sonreir con toda la espansión de la más completa felicidad; pero no contaba el poeta con que era poco su deseo, por aquello de que el hombre propone y Dios dispone, y que estaba en lo posible que en vez de risas encontrase llanto y lamentos en lugar de palabras de amor.

Y más le valiera figurárselo así para no tener que contar un nuevo desengaño, si es que le esperaba una desgracia, pues que mejor es encontrar el bien donde se teme el mal, que este donde aquel se aguarda.

El criado que le abrió la puerta lo recibió con aire embarazoso y como si dudase permitirle entrar, lo que ne dejó de llamar la atención del poeta y de ponerle en cuidado.

—¿Qué sucede?—preguntó con afán.

Iba a contestarle el sirviente después de dudar algunos instantes, pero lo sacó del apuro una doncella que, pálida y agitada, acertó a pasar, y al ver a Cervantes exclamó:

—¡El cielo os envia!

—¿Pero qué sucede?...

—Venid—repuso la doncella.

Y sin dar más esplicación es, cojió de un brazo al sorprendido poeta y lo llevó tras sí precipitadamente.

—¿Pero quereis esplicaros?...

—Callad... pueden oirnos... Mi señora...

—¡Acabad!

—Está en peligro de muerte...

—¡Ah!... ¡Dios mío!—exclamó Cervantes a la vez que su rostro palidecía.

Y quedó inmóvil y sin aliento por algunos instantes.

—Silencio os digo—replicó la doncella.

—¿Dónde está, dónde está?—preguntó el poeta recobrando toda su energía.

—Tal vez no sea prudente que os presenteis a ella sin prepararla... Dominaos entretanto...

—¿Pero por qué ese misterio?... ¡Oh!... esplicaos ¡vive Dios!...

—Acaba de...

—¡Mi hijo!—interrumpió Cervantes sin poder contenerse.

—Silencio...

—Llevadme donde esté, quiero vería, quiero besar a mi hijo...

—Sí, la vereis, pero sed prudente por Dios... Antes consultaremos al médico...

—Decís que peligra su vida...

—Sí.

—¿Y mi hijo?...

—Vive, es una hermosa niña... Silencio.

Cervantes, agitado por emoción es opuestas, sin acertar a darse cuenta de lo que le sucedia, siguió a la doncella con pasos vacilantes hasta llegar a un aposento donde había un hombre como de cuarenta años, de rostro enjuto y mirada fria. Era el médico que asistia a doña Isabel y que esperaba ver el efecto que producia su última receta para decidir el método de curación que debia seguir. Estaba solo porque con diversos pretestos se había alejado a la servidumbre para que no se apercibiese del suceso, si bien esta precaución era inútil porque no había criado que no supiese o maliciase el estado en que se encontraba su señora: solo habían quedado la doncella que guiaba a Cervantes y otra de mucha confianza que en aquel momento se encontraba al lado de doña Isabel.

Pocas palabras bastaron para que el doctor se enterase de quien era el poeta, pues de ello tenía ya algunos antecedentes que le dió la misma dama en los momentos de mayor apuro y que completaron las doncellas después.

—¿Podré verla?—preguntó Cervantes con acento de viva inquietud.

—Sí, la vereis—le contestó el médico;—pero no ahora, porque la sorpresa la mataria instantáneamente: es preciso prevenirla de modo que al principio solo abrigue una lejana esperanza de que podeis venir y acabe de convencerse de que podrá abrazaros muy pronto.

—¿Y si entretanto muere?

—No es el peligro tan cercano; y aunque opino que sucumbirá, creo que hasta mañana por lo menos le queda vida.

Cervantes no pudo contestar: sintióse ahogado, y repentinamente, tan falto de fuerzas, que se dejó caer en un sillón, ocultó el rostro entre las manos y dos lágrimas del dolor más profundo brotaron de sus ojos.

—Entrad—dijo el doctor a la doncella—y si la encontrais algo sosegada, comenzad a darle una esperanza leve, muy leve, de que podrá suceder...

—Comprendo—replicó la sirviente.

Y se entró en el inmediato aposento y luego en otro que era donde se encontraba doña Isabel acostada en un riquísimo lecho de blancas cortinas de seda recamadas de oro.

El rostro de la dama estaba cubierto de una palidez mate que indicaba la mas estrema debilidad; sus lábios secos y blancos estaban fríos, apagado el brillo de sus ojos que iban perdiendo gradual, aunque muy lentamente, la vista, y por su frente corrían de vez en cuando algunas gotas de helado sudor que iban a perderse entre los dorados cabellos que cubrían sus sienes palpitantes. No dejaba escapar su boca ni el más leve quejido, y aunque bien claramente se advertia que la vida se escapaba por instantes de aquel cuerpo, sin embargo, parecía que la muerte no la atormentaba con una penosa agonía.

A su lado, bajo las finas ropas de la cama, descansando sobre uno de sus brazos y oprimida contra su amoroso y maternal pecho, estaba la inocente y angelical criatura que una hora antes había abierto los ojos a la luz del mundo, y que sin conciencia aun de la vida ni de la muerte, no se revelaba en su infantil y cándido semblante más que esa completa ignorancia de todo, hasta del ser o no ser. ¡Desdichada!... ¡Cuan temprana horfandad le preparaba su destino!... ¡Cuánto mayor fuera su suerte si Dios llevara su espíritu, después de limpio del hereditario pecado, a la mansión celestial, concediéndole una felicidad eterna en camino de los dolores de este mundo donde se nace para vivir luchando y sufriendo y se lucha y sufre para morir!

Cuando la doncella se acercó al lecho, junto al cual estaba su compañera, miróla dulcemente doña Isabel, y con voz debilitada le dijo;

—¿Y el doctor?

—Espera a ver el efecto que os produce el medicamento que habeis tomado.

—Todo es inútil, no hay nada que pueda salvarme la vida más que la voluntad de Dios.

—No penseis de esa manera, porque se agravará vuestro mal: ya sabeis que os ha recomendado el doctor.

—El doctor está convencido de que me muero, y yo también porque siento extinguirse lentamente mis fuerzas. No pienses, Ana, que me espanta la muerte; lo que me da cuidado es mi hija, esta niña inocente que sin madre y sin nombre no puede esperar sino una vida de desdichas... ¡Hija mia!...

—Que os haceis mucho mal...

—Voy a morir y serán muy pocos los besos que podré estampar en su frente de ángel, muy pocas las veces que podrán articular mis lábios el dulce nombre de hija... Esto me consuela, es lo único que junto a la muerte puede sonreir me... ¿Pero qué va a ser de ella?... ¡Ah!... SÍ al menos, cuando para siempre se cierren mis ojos la separasen de mi helado seno los brazos de su padre...

—No os amenaza tan de cerca la muerte—replicó la doncella—pero si tan triste caso llegase, ¿por qué no había de suceder que volviese a tiempo el señor Miguel de Cervantes, quedando a su cuidado vuestra bija?

—¡Volver!... ¡Ah!... No puede volver a tiempo porque yo no viviré muchas horas y nos separa una larga distancia... ¡Despedirme de él, verlo abrazar a nuestra hija!... ¡Cuánta felicidad, Dios mío!... Pero es imposible, está muy lejos...

—¿Qué sabemos donde se encuentra? Todo cabe en lo posible. Supongamos que fuese verdad lo que se dice de que están para llegar unas galeras de las Azores, y que en ellas vi.

—¡Ana!—exclamó doña Isabel, fijando en la doncella una mirada afanosa.

—Así corre la voz ¿pero quién sabe la verdad? Ni tampoco de ello podria sacarse la consecuencia de que viniese.

—Quizás Dios se haya apiadado de mi—repuso la dama.—No te detengas, corre, averigua y vuelve al momento.

—Me parece inútil...

—No importa, corre te digo, pregunta a todo el mundo; quizás se tengan noticias de si vienen soldados y de qué tercio son.

—Si con tan poco habeis de tranquilizaros...

—Sí, si...

—Pero debeis pensar cuan imprudente seria concebir esperanzas que habían de desvanecerse.

—¿Qué has hecho?—dijo la otra doncella que hasta entonces había permanecido callada.—Grande ha sido tu imprudencia. ¿No comprendes que en el estado de nuestra señora puede ser muy fatal un desengaño?

Ana bajó la cabeza como pesarosa de su falta de precaución .

—¿A qué aguardas?—le dijo doña Isabel.—No pierdas un instante...

La doncella salió sin replicar y volvió al aposento donde estaban Cervantes y el doctor.

—¿Cómo se encuentra?—preguntó el poeta.

—Lo mismo.

—¿Y mi hija?

—Con la tranquilidad de un ángel.

—¿Le habeis dicho ya?...

—Sí, una sola indicación ...

—Mucho cuidado—dijo el doctor—mucho cuidado porque no podria soportar una sensación fuerte aunque fuese de alegría.

—No hay que temer que así suceda.

—¿Y el sudor?

—Continúa.

—¿Y la palidez?

—Aumenta.

—¿Y los lábios?

—Mas secos y descoloridos.

—¿La respiración ?...

—Algo más precipitada.

El doctor hizo un gesto, se cruzó de brazos, y con la frente contraída y la cabeza inclinada sobre el pecho, comenzó a pasear por la habitación .

—¿Qué os parece?—le preguntó Cervantes con ansiedad.

—Que no hay remedio.

—¡Dios mío!

—¿Habeis observado si cuando quiere fijar la mirada abre los ojos más de lo que siempre ha tenido de costumbre?

—Sí.

El médico hizo un segundo gesto y arrugó más la frente mientras murmuraba:

—No llegará a mañana.

Un cuarto de hora pasó sin que ninguna de aquellas tres personas rompiese el silencio.

Lo que sufrió Cervantes es imposible esplicarlo ni hacerlo comprender. En aquellos momentos se olvidó de todo, hasta de los deberes que tenía que cumplir como portador de los despachos del gobernador de las Azores. ¿Qué sucederia cuando el rey supiese que habían llegado las galeras y viese que el encargado de entregarle los pliegos no parecía? ¿Con qué razones podria escusarse el poeta ante la inflexible severidad de Felipe II? Triste y comprometida en estremo era la situación del soldado de Lepanto, y terrible habria de ser la lucha cuando recordando su deber se viese en la dura alternativa de cumplirlo, abandonando a la dama en la agonía, o prodigar ¿esta sus cuidados y sus consuelos y abrir los brazos á su desamparada hija, fallando a su deber como hidalgo que juró cumplirlo y como soldado que aceptó la obligación de sacrificarlo todo por el servicio de Dios, de la patria y del rey.

La doncella volvió al dormitorio de doña Isabel.

—¿Qué has sabido?—le preguntó esta.

—Que efectivamente, hoy llegarán dos galeras procedentes de las islas.

—¿Cómo se sabe?

—Por otra que con ellas venia y se adelantó.

—¿Traen soldados?

—Sí.

—¿De qué tercio?

—No lo sé.

—¿Qué has averiguado entonces?

—No he pensado...

—Vuelve otra vez y pregunta; pero no tardes tanto tiempo como antes...

—lie ido corriendo... aun no hace media hora que salí...

—Para mí ha sido medio siglo porque se me acaba por instantes la vida... No te detengas...

La doncella volvió a salir y dejó pasar otro cuarto de hora.

Cervantes y el doctor continuaban silenciosos.

Cuando Ana entró por tercera vez en el aposento de su señora, esta le preguntó con voz más débil que antes:

—¿Lo has averiguado?

—S!, señora, pero...

—Esplícate.

—Viene parte del tercio del maestre don Lope de Figueroa...

—¡Dios mío!—esclamó doña Isabel.—¡Aun llegará a tiempo!...

—Pero no puede asegurarse que él sea uno de los que vienen.

—¿No te han dicho si es la compañia de Diego de Urbina?

—Diego de Urbina—repitió la doncella como queriendo recordar,—Urbina... Creo que si, pero no tengo seguridad...

—¡Es él!... ¡Gracias, Dios mío!—exclamó la dama.

Y besó repetidas veces a su hija, pero sin poder desahogar con el llanto su emoción .

—Mirad que un desengaño...

—¿Cuándo llegan?

—Dicen que hoy mismo, tal vez antes de dos horas...

—Corre a esperarlo y cuando lo veas di le que no se detenga en nada porque tengo contados los minutos de vida que me quedan.

—Sosegaos.

—Corre, es la última gracia que te pido...

—Consultaré al doctor...

—Yo no necesito más que consuelos para el alma y el doctor solo puede darme inútiles remedios para el cuerpo... No te detengas ni olvides decirle que lo espera su hija, la hija de nuestro amor sin igual.

Doña Isabel no pudo proseguir. Su respiración se hizo más trabajosa, se descompusieron sus facción es y aumentó la palidez de su rostro.

—Ya no la sorprendereis—dijo la doncella a Cervantes;—pero habreis de esperar una hora.

El poeta sintió latir su corazón con estremada violencia, y al oprimirse el pecho exhaló un grito de desesperación y brillaron sus ojos como dos luciérnagas. Habia puesto las manos sobre los pliegos del gobernador, que los llevaba bajo su coleto, y se había acordado del monarca y de sus deberes.

Iba a comenzar la lucha, pero una de esas luchas que desgarran el alma.

Habian pasado dos horas desde que Cervantes desembarcó, y ya su falta en entregar los despachos era inexcusable. No podia perder un momento porque ya estaria echándolo de me nos el rey. ¿Pero cómo separarse de allí, esponiéndose a que mientras desempeñaba su comisión espirase doña Isabel?

Es verdad que aun tenía que dejar transcurrir una hora antes de ver a la dama, pero el que esta no muriese entre tanto, o que el monarca no entretuviese al poeta, era imposible asegurarlo.

¿Qué hacer en tan apurada situación ? Faltar a su deber le era imposible á Cervantes; abandonar a doña Isabel, era esponerse a perderla sin haberla visto, sin endulzar su agonia.

Con desiguales pasos, y mientras sentia la frente abrasada y palpitar el corazón como si en mil pedazos fuese a saltar del pecho, recorrió el poeta tres o cuatro veces la habitación sin decidirse a salir ni á quedarse. Su espíritu estaba atormentado horriblemente, y como era tan esclavo de sus deberes como de sus afección es, luchó en vano para acallar estas ú olvidar aquellos.

—¿No está ya prevenida? ¿No me espera?—dijo, parándose repentinamente y mirando al doctor y a la doncella.

—Sí.

—Pues la veré un instante y me iré.

—Imposible: es preciso que dejeis pasar lo menos una hora para que se haya repuesto de la emoción que acaba de sufrir.

—No puedo esperarme, me llaman mi honor y mi deber...

—Entrad si quereis, pero no respondo de su vida.

—Esto es horrible.

—Lo comprendo, pero es irremediable.

—Me espera el rey.

—Os aconsejo que vayais a verle.

—¿Y si muere entre tanto?

—¿Tardareis mucho tiempo en volver?

—Lo ignoro, aunque presumo que podré venir antes de una hora.

—Entonces os respondo de que la encontrareis viva.

—¿Y si el rey no me recibe al instante o me entretiene largo rato?

—En cuanto a eso nada puedo deciros—contestó el doctor, encogiéndose de hombros.

—¿Pero no veis que me desespero, que mi situación es horrible?—replicó Cervantes con acento de rabiosa ira.

—¿Qué he de hacerle? ¿Puedo acaso con una receta sacaros de vuestro apuro?

—¡Oh!...—murmuró el poeta, mirando con significativo desden al doctor.

El semblante de este animóse repentinamente, y con amargo acento dijo:

—¡Pensais que me arranqué el corazón antes de tomar el escalpelo!... ¡Ah!... ¡Triste pago nos da el mundo! ¿No adivinais que en este momento sufro tanto como vos porque es mi ciencia limitada y me esfuerzo en vano para vencer a la muerte? ¡Y quereis que olvide mi situación para ocuparme de la vuestra!... Id, si os place, a ver al rey, o quedaros si así es vuestra voluntad; pero como tengo que dar cuenta a Dios, a mi conciencia y al mundo de la vida de esa mujer, no os permitiré que entreis a verla antes de una hora.

—¿Cómo me lo estorbaríais?—replicó Cervantes arrebatadamente.

—Prohibiéndooslo en nombre de Dios y de la humanidad—contestó severamente el doctor.

—Perdonad—repuso el poeta, volviendo a quedar abatido.—Olvidad mis imprudentes palabras...

—Cumplid con vuestro deber, y si el monarca os detuviese, fingid que os sentís indispuesto, que no podeis permanecer de pié, ni escucharlo, ni hablar...

—¡Teníais una receta para sacarme de mi apuro!—interrumpió vivamente el poeta.

Y sin detenerse, se lanzó hacia la puerta como un loco y mientras decia:

—Perdonad señor doctor... No la perdais de vista ni un instante, ni un solo instante—¡Dios mío!

Empero habían pasado ya dos horas desde que Cervantes desembarcó, y el monarca debia haber estrañado que no se le presentase, lo cual era una falla gravísima, tratándose del cumplimiento de una órden urgente.

Corrió el poeta como si lo persiguiese la muerte, y pálido y cubierto de sudor llegó en pocos minutos a la morada real.

CAPÍTULO XXVI. Dos horas y dos años.

No se hizo esperar Felipe II, porque apenas te dijeron que estaba allí el portador de los despachos de Boadilla, ordenó que pasase.

El poeta entró en la cámara real, hizo una profunda reverencia y se detuvo; pero el monarca, en vez de pedirle los pliegos, miró un reloj de péndola y luego agitó una campanilla de oro que había sobre la mesa en que a la sazón trabajaba.

Cualquiera hubiese dicho que no se había apercibido de la llegada de Cervantes.

Apenas hubo sonado la campanilla se presentó un gentil hombre.

—Cuidad—le dijo el rey—de que ese reloj señale con más exactitud la hora. Son las once y muy pocos minutos mas, y nos roba dos horas de vida apuntando la una y siete.

Cervantes palideció más de lo que estaba.

—Señor—dijo el gentil-hombre—sin duda V. M., ocupado en sus delicados trabajos, no ha sentido pasar el tiempo y cree...

—Estais equivocado—interrumpió el monarca.—Las galeras enviadas por el maestre Boadilla llegaron antes de las once.

—Perdone V. M., pero desde entonces...

—Solo pueden haber transcurrido algunos minutos que es todo lo que necesitaba el portador de los pliegos para llegar aquí, y ya veis que acaba de entrar. Os repito que atraseis dos horas ese reloj.

Calló el gentil-hombre y obedeció, saliendo en seguida de la cámara.

La reconvención no podia ser más dura para un hombre tan pundonoroso como Cervantes, y le fue mucho más sensible en aquellos momentos en que le atormentaba un dolor tan profundo, en que acababa de sostener su espíritu una lucha tan desgarradora. Al pronto no le permitió al poeta su turbación pronunciar una palabra, y con los pliegos en la mano, permaneció inmóvil y mudo algunos instantes; pero al fin algo mas recobrado comprendió que debia escusar su falta con cualquier pretesto, y dijo:

—Señor, suplico a V. M...

Pero Felipe II no le dejó proseguir, y replicó:

—Dadme esos pliegos.

El poeta se los entregó con mano agitada y volvió a quedar inmóvil y silencioso. En vano intentaríamos hacer comprender lo que sufria el desdichado en aquellos momentos. Su frente estaba inundada de frío sudor, cadavéricamente pálidas sus megillas y agitado su pecho á impulsos de una respiración desigual y fatigosa.

El severo rey leyó los despachos una y otra vez con todo detenimiento, tomó notas, consultó otros manuscritos, y después de media hora o mas, dijo:

—Mucho se os recomienda, señor hidalgo; muy alto se pone vuestro valor y vuestra lealtad, y quiero recompensaros segun mereceis y porque también lo he prometido a don Alvaro de Bazan que me habló de vos.

—Señor—contestó el poeta—yo no he hecho más que cumplir con mi deber; pero si alguna recompensa he merecido, la tengo sobrada con la gracia de V. M.

—Sin duda—replicó Felipe II—lo mismo que mi relojero, el buen Boadilla se equivocó y adelantó dos años la fecha de estos despachos, lo que me obliga a retrasar el tiempo si ha de estar en armonia con el reloj. Aun queda mucho quehacer en las Azores, y si quereis seguir siendo soldado, tendreis ocasiones muchas en que distinguiros.

—Señor...

—Dentro de dos años volved y entonces, si otra equivocación de hora no me hace comprender la de la fecha, proveeré a vuestra solicitud.

—Gracias, señor—balbuceó Cervantes, haciendo una reverencia.

—Idos a descansar y esperad mis órdenes que no tardaré en comunicaros para que volvais a San Miguel.

El poeta salió de la cámara.

Adiós esperanzas adiós ilusiones: el desengaño no podia haber sido mas amargo. ¡Cuánta diferencia entre aquellos momentos de doloroso pesar con los que, arrullado por el murmurio de las olas, pasó el poeta la noche en que se alejó de la isla! Entonces le sonreia el cielo, la luna y las estrellas, y el alegre canto de los marineros le enternecia dulcemente, y la fresca brisa se llevaba en sus alas puras y sutiles los suspiros de amor; entonces todo era esperanzas halagüeñas porque muy pronto debia ver recompensados sus sacrificios y porque pensaba estrechar entre sus brazos a doña Isabel que estaria más enamorada que nunca, que se consideraria feliz; pero luego, tantas ilusiones gratas desaparecieron en un instante: la sonrisa del cielo se trocó por el rostro frío, severo y taciturno del doctor que anunciaba la muerte de la dama; el arrullo de las olas por ayes de dolor, y la fresca brisa por suspiros abrasadores arrancados al pecho por la más amarga pena: las esperanzas de obtener recompensa, se habían convertido también en desengaños, porque a las fundadas razones que Cervantes se daba a si mismo para tener seguro el logro de sus deseos, puso Felipe II un plazo de dos años, y como si las agujas del reloj fuesen un instrumento de tortura, al hacerles girar retrocediendo, sintió el poeta despedazado el corazón. Otro cualquiera no hubiese podido resistir tantos dolores a la vez, pero Cervantes no era un hombre de alma vulgar, y pudo sostener la lucha. Sin embargo, cuando entró nuevamente en casa de doña Isabel, su cabeza se ardia y estaba tan oprimido su pecho que apenas podia respirar.

—¿Vive?—fueron las primeras palabras que dijo.

Y miró alternativamente al doctor y a la doncella con una mezcla de afán y miedo que significaba el deseo que tenía de saber cómo se encontraba la dama, y el temor de que le dijesen que ya no existía.

Empero su estrella no quiso llevar hasta este estremo la desdicha, porque el doctor y la doncella contestaron a la vez:

—Sí, vive.

—¡Gracias, Dios mío!—exclamó el poeta, elevando al cielo una mirada de inmensa gratitud.

Y luego añadió:

—¿Puedo ya verla?

—Voy a decirle que os he visto asomar por el estremo de la calle; luego volveré y entrareis.

La doncella corrió al dormitorio de su señora, y con semblante alegre y acento conmovido, dijo:

—Ya viene.

Doña Isabel dejó escapar un grito, sus ojos brillaron por un instante, y como si hubiese recuperado las fuerzas, se incorporó sobre un brazo.

—No os movais—le dijo la doncella.

—Corre... que entre.

Ana salió, y pocos minutos después el poeta se precipitaba sobre el lecho.

Oyóse un grito, crujió... ¡ah!... aquel amoroso beso que debia haber hecho palpitar de gozo sin igual el corazón, lo desgarró fibra a fibra.

CAPÍTULO XXVII. ¡Hija mia!

LARGO rato permanecieron inmóviles, y derramando lágrimas de dolor y alegría, que cayeron sobre el rostro y la cabeza de la inocente criatura que seguia durmiendo tranquilamente y que recibió como primer bautismo el llanto de sus padres.

Cuando pasada la primera emoción pudieron hablar, fueron sus primeras palabras dulces, tiernas y cariñosas como nunca; pero luego, la falta de fuerzas recordó a la dama que iba a morir, y pensando en la suerte de su hija, dijo al poeta:

—Siéntate a mi lado y escúchame con toda tu atención porque será la última vez que te hable.

—Desecha esas ideas, Isabel—le contestó Cervantes—agravas tu mal...

—No me hagas concebir una esperanza loca—interrumpió doña Isabel—porque me seria más dura la muerte con el desengaño. Sé que dentro de pocas horas no existiré, y como va a quedar sin madre y sin amparo nuestra hija, necesito hablarte de ella y ocuparme de su suerte.

Cervantes cruzó los brazos y se dispuso a escuchar. ¿Qué había de decir?

—Ya sabes que mis riquezas son suficientes para poner a mi hija á cubierto de todas las necesidades, y que la falta de un nombre legítimo, se la compense la sobra de una fortuna bien adquirida. Mis bienes deben pasar a un solo pariente que tengo, caso de que yo muera sin sucesion, y por esto es urgente que aprovechemos las horas que me quedan de vida para que yo otorgue testamento y declare que tengo una hija que lo es tuya y mi heredera. Sin duda alguna mi pariente, que es avaro y está en el último tercio de su vida, se negará a reconocer mi testamento, pero tú defenderás los derechos de mi hija ¿lo entiendes? sus derechos y no los tuyos, sin despreciar con tu orgullo las riquezas porque se trata de su felicidad.

Doña Isabel se detuvo algunos instantes porque le faltaron las fuerzas para continuar: estaba cada momento más débil, y la luz iba huyendo gradualmente de sus ojos.

—Ya sabes—prosiguió—cuan profundo ha sido mi Amor, y que solo la muerte puede arrancarlo de mi pecho.

—Pero tú no morirás, Isabel—repuso entonces el poeta con voz conmovida.—No morirás tan jóven, tan hermosa y sin que se hayan cumplido nuestros deseos sin que yo pueda llamarte mía a la faz del mundo. Nó, Isabel, mi negra fortuna no querrá hacerme desgraciado hasta ese punto, Dios tendrá compasión de mí siquiera por ese ángel que has abrigado en tus entrañas, por ese ángel... ¡Oh!... 

Cervantes calló repentinamente porque conoció que sus palabras conmovían demasiado a doña Isabel, y esto podia ser muy fatal.

—La muerte no respeta nada—replicó la dama.—Este ángel no tendrá mas brazos que los tuyos donde dormirse, no conocerá más caricias que las tuyas...

—Isabel—interrumpió el poeta—ya sabes que el doctor te ha prohibido hablar mucho, y no es prudente...

—Son mis últimas palabras. ¡Ah!... Cuando se está al borde del sepulcro no se desea más que hablar con las personas queridas, hablar mucho...

—No prosigas.

—Déjame concluir.

—Nada más tienes que decirme: te repito que no peligra tu vida tanto como crees, y aun cuando fuese así, mi cariño paternal adivinará todos tus deseos. Nuestra hija será para mí el recuerdo vivo de nuestro amor, llevará tu nombre...

—Empiezas a adivinar mis deseos.

—Y jamás se separará de mí. Si la codicia de tu pariente no respeta los bienes de nuestra hija y logra arrebatárselos, yo trabajaré para ella y la haré feliz con mis cuidados.

—¡Dios te bendiga!—exclamó la dama que al fin pudo verter algunas lágrimas que debían ser las últimas.

—Tranquilízate, piensa solamente en tu salud y Dios mirará por nosotros.

—Me quedan muy pocas horas de vida, lo conozco porque cada momento que pasa se disminuyen mis fuerzas, porque voy perdiendo la vista... ¡Morir cuando nuestro amor me prometia un porvenir de completa felicidad, cuando empezaba a conocer los infinitos goces del cariño de madre!... ¡Ah! El cielo perdone mi debilidad, pero he vivido tan poco!...

Cervantes tuvo que hacer un sobrenatural esfuerzo para no dar con lágrimas testimonio de la emoción dolorosa que le habían hecho sentir las sencillas palabras de doña Isabel.

—Voy a concluir—repuso ésta después de algunos momentos.

—Sé breve.

—Como no esperaba la dicha de verte antes de morir, he dado a mi doncella Ana todas las instrucción es convenientes respecto a la nodriza que ha de criar a nuestra hija en su casa, y ella te enterará de todo... Voy perdiendo las fuerzas hasta para hablar...

—Te haces mucho daño...

—¡Dios mío!—exclamó la dama con el más triste y doloroso acento.—Se me acaba la vida... prepáralo todo para el testamento no pierdas un instante—¿Qué hora es?

—Las dos...

—¡Las dos!... Apenas veo... no distingo tus facción es... ¡Voy á separarme para siempre de mi hija!

Y la infeliz madre estrechó con tanta fuerza a la criatura que la hizo exhalar un grito.

—¡Hija mia!...

—¡Isabel, que te das la muerte!...

—Corre, Miguel... no te detengas...la suerte de nuestra hija... Corre...

—Sosiégale.

—En nombre de nuestra hija... no te detengas adiós... vuelve pronto á despedirte de mí...

Doña Isabel apretó las manos de Cervantes y las cubrió de besos mientras que este hacia los mayores esfuerzos para dominar su desgarradora emoción y aparecer tranquilo.

—Corre—volvió a decir la dama.—No pierdas tiempo... Vuelve á despedirme... a darme el último adiós... el último... No te detengas...

El poeta aprovechó las instancias que la moribunda le hacía, y medio ahogado, sin poder apenas sostenerse, salió del aposento y luego de la casa para cumplir las disposición es que habían de asegurar la suerte de su hija.

Empero estaba determinado que aquel día llegase tarde para todo, y todo se le frustrase, porque cuando volvió a casa de doña Isabel, esta había dejado de existir pronunciando el nombre de su amante y el de su hija.

Esperaba a Cervantes un momento que debia poner a prueba toda su resignación y fortaleza de espíritu. Iba a encontrarse solo con su hija, sin recursos de ninguna especie y aun sin poder permanecer algunas horas en aquella casa de donde le echaria con sus derechos de pariente y heredero un hombre codicioso y brutal. ¿Qué iba a ser de aquella niña sin más amparo que los brazos de su padre? El momento, repelimos, debia ser terrible, y bien se necesitaba toda la grandeza de corazón de Cervantes para no sucumbir bajo tan terrible golpe.

Cuando el infeliz entró en la silenciosa antecámara, se ofreció a su vista un cuadro tristísimo. La doncella Ana, sentada en un sillón, tenía en sus brazos y abrigaba en su seno a la reciennacida mientras que la contemplaba con la más dolorosa compasión y derramaba abundante llanto. Detras de ella, de pié con los brazos cruzados, la cabeza inclinada, contraída la frente y la mirada fija en la inocente criatura, estaba el doctor tan inmóvil y silencioso corno una estatua y sin que por la espresión de su rostro de imponente y fria severidad, hubiese podido adivinarse si su amor a la ciencia le hacia meditar sobre los síntomas que había presentado la agonia de doña Isabel, o si habiéndose olvidado ya de que era el médico pensaba y se condolia de la triste suerte que esperaba a la pobre niña sin bienes de fortuna, sin nombre y sin madre que le hiciese olvidar con sus cuidados y caricias las privación es y amarguras de la miseria.

Al primer golpe de vista comprendió Cervantes lo que había sucedido, y sintiendo helársele la sangre, suspender el corazón sus latidos y temblar y perder la fuerza sus miembros, estendió los brazos, arrebató á su hija de los de la doncella, y al estrecharla contra su ahogado pucho, gritó con voz destemplada y acento de desgarradora pena:

¡Hija mia!

No pudo decir mas; su cuerpo vaciló, y a no acudir el médico en su ayuda cayera al suelo.

Hay momentos en que todos los idiomas son pobres para espresar el dolor, y solamente un grito, un gesto, un ademan pueden dar aproximada idea de lo que se siente.

El poeta, sostenido por el doctor, dió un paso y se dejó caer en un divan, y abrazando a su hija y escondiendo entre esta y su pecho el rostro, permaneció largo rato sin que se le oyese exhalar una queja; empero su agitada y desigual respiración producia un ronquido sordo y continuado que daba claras señales de lo que su cuerpo, al par que su espíritu, sufrían.

¡Desdichado!

Al fin levantó la cabeza; sus facción es estaban tan descompuestas que casi infundían espanto, y tan contraida y pálida su frente que parecía que un largo periodo de tiempo había impreso en ella el sello mortal de la vejez. Su mirada era incierta, vaga, y por si sola delataba la existencia de una abrasadora fiebre.

—¡Hija mia!—volvió a decir con voz reconcentrada que resonó en el interior de su pecho y pareció no haber salido de su boca.

Pero sus ojos no vertieron una lágrima, ni estaban húmedos.: ni siquiera empañados.

Y miró a su hija con el afán del sediento que contempla el arroyo cristalino y fresco y no puede apagar en él su sed abrasadora.

Y el alma asomó a sus ojos, iluminando sus pupilas con extraño fuego.

Pero no pudo llorar.

El doctor lo comtemplaba como había contemplado a la niña; pero no podia decirse si estudiaba como hombre de ciencia o sentia como hombre de corazón.

Aquella situación era demasiado violenta para que pudiese prolongarse mucho tiempo.

Cervantes levantó al cielo los ojos con indecible ternura: llamaba en su auxilio la fe y la resignación, pedia consuelo al Omnipotente, no por el miedo de sufrir, sino por el temor de desesperarse.

Entonces se acordó de los últimos consejos de su padre, y acudieron a su memoria los dos siguientes:

«Las desgracias son el crisol de la virtud: alégrate si tienes ocasión de que la tuya se purifique.»

«Ten presente en los trabajos que con la resignación podrás resistirlos, pero con la desesperación no lograrás vencerlos.»

—¡Dios mío!—murmuró con acento débil.

Y volvió a mirar a su hija y a repetir;

—¡Hija mía!

Luego, dirigiéndose al doctor, añadió:

—Quiero ver a Isabel.

Por toda contestación contempló el médico a Cervantes como para convencerse de la fortaleza de alma del que así le pedia una cosa cuyo valor quizás no conocía.

—Quiero verla, doctor—repitió el poeta con una tranquilidad que puso en cuidado al Hipócrates.—Quiero estampar en su frente un ósculo de religioso respeto, sellar la materia que ha de convertirse en polvo, dejar en las cenizas frías de lo que fue el recuerdo de mi gratitud.

El médico no respondió tampoco sino que miró con más atención á Cervantes.

—¿Alcanza vuestra ciencia—dijo este—á conocer la grandeza del corazón y la fuerza de la voluntad? Sí es así, tomad—añadió, estendiendo un brazo:—preguntad al pulso y os dirá lo que puede la voluntad del hombre.

[]

—¡Que la misericordia del Señor le abra el cielo!

Y levantó con energia la cabeza, y su frente se contrajo más de lo que estaba.

El doctor pulsó al poeta, hizo un gesto de admiración y luego dijo

—¡Hombre extraordinario!... No es todo materia la criatura... ¡Cuán grande es el poder de la voluntad!...

—¿Puedo verla?

—Sí pero un solo momento; no más que el tiempo necesario para dejar en su frente el respetuoso recuerdo de vuestra gratitud.

Cervantes se levantó con febril energía; entregó su hija a la doncella, y le dijo:

—Hacedme la merced de disponeros para llevar esta criatura a la que ha de servirle de madre.

Y luego, seguido del doctor, entró en el dormitorio de doña Isabel.

El cuerpo de ésta permanecia en el lecho aun, y su rostro, aunque en estremo pálido, no causaba horror porque estaba como animado por una dulce sonrisa, producida por la contracción de los músculos de aquella parte.

El poeta la contempló por un segundo, y luego, en vez de arrojarse sobre la cama con todo el frenesí de su dolor, segun esperaba el médico que sucediese, descubrióse la cabeza, se acercó lentamente al cadáver, inclinóse, como antes había dicho, con respeto religioso, y besó aquella frente helada donde tantos pensamientos de ardiente amor se habían abrigado.

Empero en aquel momento se sintió desfallecer, y haciendo un supremo esfuerzo, logró sostenerse y se enderezó con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Que la misericordia del Señor te abra el cielo!—dijo:

Y luego salió, derramando copioso llanto.

Ya lo esperaba la doncella, cubierta con un ancho manto bajo el cual ocultaba a la recien nacida.

El médico no pronunció una palabra.

Cervantes volvió a contemplar a su hija, la besó con paternal cariño, y dijo con dulce voz y acento de sin igual ternura:

—¡Hija mía!

CAPÍTULO XXVIII. Lo que hizo Cervantes por su hija.

Pon fortuna, o tal vez por desgracia, permaneció Cervantes algunos días en Lisboa, y cuando más sosegado pudo ocuparse en el arreglo dé sus asuntos, determinó visitar al pariente de doña Isabel, para ver si en nombre de la humanidad podia conseguir, sino el todo, parte de lo que tan justamente correspondia a su hija. El dar este paso era para el poeta hacer un gran sacrificio., y así se comprende si se tiene en cuenta su carácter; pero en aquella ocasión, nada le importaba pedir ni verse humillado si conseguia labrar la suerte de su hija. Hay que tener en cuenta también que Cervantes se, encontraba en tan mala situación, que el dinero que poseia le costaba trabajo encontrarlo cuando metia la mano en el bolsillo: tal era su escasez, y en medio de ella, encontrábase en el grave compromiso de pagar la nodriza y de hacer otros gastos indispensables para la vida de su tierna hija.

Estas minuciosidades que tan poco se prestan a las galas de la poesia con que el escritor presenta sus cuadros, son, sin embargo, las que en la triste vida del hombre pobre deben estudiarse si ha de llegar á conocerse el corazón humano y sus padecimientos y goces.

No teman nuestros lectores que entremos en detalles de esta naturaleza hasta el punto de llevar la cuenta exacta del debe y haber del príncipe de los ingenios españoles, por más que el debe y haber fuese pava Cervantes, como para todos los escritores que le antecedieron y han sucedido, el roedor de su penosa existencia. Basta a nuestro propósito hacer saber que el poeta tenía que alimentar a su hija, y que un padre por la existencia de su hijo hace lo que no haria por la suya propia.

Si nuestros datos son fidedignos, eran las once de la mañana y Cervantes, cavizbajo y triste, atravesó algunas calles, se detuvo delante de una casa de suntuosa apariencia, dudó algunos instantes, y al fin entró en el zaguan con paso firme y aire resuelto.

Lo primero que encontró fue a un portero de gesto avinagrado, que se daba la importancia de un gran señor, y que le dijo:

—¿A donde vais?

—A ver al señor don Juan de Silva—contestó el poeta.

—Dudo que os reciba.

—Es negocio urgente y de grande importancia para vuestro señor.

—¿Os conoce?

—Nó, pero tiene noticias mias y no le sorprenderá que venga a visitarlo.

—Entonces subid y hablad con el ayuda de cámara, aunque os repito que dudo.

—Bien, con vuestro permiso—replicó Cervantes.

Y subió una ancha escalera, entró en una antecámara y se encontró con otro criado que dormitaba en un ancho sillón.

—¿Qué se os ofrece?

—Tengo que hablar al señor don Juan de Silva.

—No puede ser.

—¡Qué no puede ser!...

—El señor don Juan de Silva está de luto y solo recibe a las personas de su más intima confianza.

—No importa—replicó Cervantes—porque el asunto que me ha traido es de tal urgencia y de tanto interés para vuestro señor, que con gusto olvidará por algunos momentos el dolor que le ha causado la muerte de su sobrina, y me escuchará.

—Todos dicen lo mismo y luego...

—Reparad con quien habíais...

—Señor hidalgo...

—Decid a vuestro señor que está aquí Miguel de Cervantes de quien ya debe tener noticia.

—Creo que a pesar de la urgencia que mostrais no podreis verlo.

—En tal caso añadidle que no se cierra la puerta a un hidalgo español.

El sirviente miró a Cervantes como para comparar su aspecto con su altanería.

—Soy un soldado—replicó el poeta.

—Lo diré a mí señor y...

—Os espero.

—Bien, señor hidalgo.

El criado desapareció y Cervantes volvió a quedar meditabundo y triste.

Largo rato paso sin que saliese el domestico, lo cual probo al poeta que su nombre no era desconocido al pariente de doña Isabel.

¿Atenderia el codicioso heredero la súplica de un padre que pedia en nombre de su bija, en nombre de la humanidad? Cervantes creyó que sí porque él en igualdad de circunstancias no se hubiera aprovechado de la ocasión que daba una fatal casualidad para despojar a una criatura inocente, huérfana y desvalida de los bienes que habían de ponerla á cubierto de la miseria y quizás evitar el vicio y la perdición . Pero esto debia ser un nuevo desengaño tan triste y doloroso como los anteriores.

Al fin salió el doméstico y dijo:

—Os recibirá mi señor por particular merced. Seguidme.

Y luego introdujo a Cervantes en varios aposentos ricamente amueblados, hasta que levantando un grueso tapiz de Flandes señaló una puerta y repuso:

—Entrad.

Cervantes penetró en un gabinete cuadrilongo cuyas paredes estaban cubiertas de tela de color gris oscuro y cuyos muebles eran de ébano con primorosos tallados.

Don Juan de Silva estaba recostado en un sillón, y su severo y frío semblante, de altanera espresion, parecía más sombrío en aquel aposento oscurecido por el color de las paredes y por el negro mueblaje. El noble portugués tendria cincuenta años, y aunque una vida tranquila y de buenas costumbres había conservado su salud, advertíase en sus miradas y en sus ademanes cierto cansacio moral, un hastío que debia ser la única nube que empañase el risueño cielo de su felicidad. La indiferencia se revelaba en sus menores gestos, y en sus miradas, a veces recelosas, el egoísmo y la codicia.

Cervantes clavó su mirada de águila en el noble, y al momento empezó á desconfiar del éxito de su pretension.

—¿Qué se os ofrece?—preguntó fríamente don Juan antes de dar tiempo al poeta para que hablase.

—Señor, el asunto que me trae es gravísimo, como supongo que presumireis, y os ruego que me escucheis con atención .

—Bien, hablad.

—Ante todo quisiera saber si tenéis noticias de raí.

—Si, las tengo, porque la murmuración consiguiente a la falta de prudencia y de recato, me dió a conocer lo que yo hubiera querido ignorar.

—Desearía—replicó severamente el poeta—que se respetase la memoria de los que ya habrán dado cuenta a Dios de su proceder: los hombres no podemos ir más allá de la tumba.

—Respetada está sin que yo admita la lección, pero sírvaos de gobierno para escusar palabras inútiles y no gastar tiempo en valde, que estoy al corriente de todo.

—Me alegro, caballero.

—Esplicaos, pues, si os place, pues no acierto cual pueda ser el objeto de vuestra visita.

—Vuestra sobrina—dijo Cervantes con pausado tono—ha dejado una hija...

—De la que sois padre.

—Esactamente.

—Ya lo sabia yo.

—También deberíais saber que los bienes que poseia vuestra sobrina, á quien Dios tenga en su gloria, pertenecían de derecho a su hija.

—Ese es el derecho y yo sabré respetarlo—dijo don Juan.

—No podia esperarse otra cosa de vos.

—Por de pronto yo soy el heredero.

—Pero veo que reconoceis...

—La teoria del derecho y nada mas, pero el caso a que puede aplicarse, ó al que sospecho que quereis aplicarlo, no lo reconozco ni lo reconoceré sin las pruebas que requiere.

Cervantes palideció.

—Eso significa—dijo—que estais dispuesto...

—A conservar los bienes que he heredado como cosa adquirida buena y legítimamente.

—¡Caballero!...

—¿Cuál es el objeto de vuestra venida?—replicó el noble portugués con tono impertinente.

—¿Eso me preguntais'—dijo el poeta cuya frente se contrajo.

—Os lo pregunto porque no lo sé.

—Vengo a pedir en nombre de mi hija lo que le pertenece.

—Nada tengo que ver con vuestros hijos, señor hidalgo.

—Pero sí con los de doña Isabel.

—Eso es otra cosa.

—Pues bien...

—Perdonad que os interrumpa, pero voy a deciros una cosa que nos hará economizar tiempo y palabras.

—Os escucho.

—En primer lugar, es preciso que se pruebe que mi sobrina doña Isabel ha tenido un hijo.

—Nada más fácil.

—No soy de vuestra opinion.

—Vos mismo me habeis dicho que lo sabeis.

—Que sé lo que dice la murmuración, pero nada mas, y tampoco lo creo porque estoy convencido de que mi sobrina era incapaz de manchar su honra.

—Yo os probaré lo contrario.

—Bien, podeis hacerlo, pero después, es también indispensable la prueba de que la hija de mi sobrina es esa misma niña en nombre de quien reclamais.

—También, caballero.

—Bueno, muy bien—repuso don Juan con calma:—veo que no os falla más que una cosa para conseguir vuestro deseo.

—¿No es bastante la prueba de que doña Isabel ha tenido una hija y de que esa hija es la misma por quien reclamo?

—Sí.

—¿Entonces?...

—Se le adjudicarán los bienes de doña Isabel, se me nombrará tutor, y mi sobrina vendrá a mi casa.

—¿Qué decís?—replicó Cervantes con enojo.—¿Acaso no valen nada mis derechos de padre?... ¡Quitarme a mi hija!... ¡Oh!... nadie tiene autoridad para tanto.

—Es verdad; no se puede arrancar a un hijo de los brazos de su padre sin motivos muy poderosos; pero ¿cómo probareis que la hija de doña Isabel es hija vuestra? Me parece, no solo difícil, sino imposible.

Cervantes no pudo contener una exclamación de ira, apretó los puños y sus ojos relumbraron, pero luego indinó la cabeza con aire abatido y quedó silencioso.

—Os aconsejo que abandoneis este asunto—prosiguió diciendo con indiferencia don Juan:—nada conseguireis en un litigio sino perder el tiempo, el dinero y la paciencia que son tres cosas que valen mucho.

—¿Con qué absolutamente os negais a devolver a esa niña huérfana lo que es suyo?... ¡Oh!... Eso es...

—Sosegaos que no ganareis nada calificando mi proceder de un modo que me desagrade.

—¿Qué me importa si nada puedo esperar de vos?

—Soy muy celoso de mi nombre, del nombre de mi familia y el reconocer yo derecho alguno a vuestra hija, seria reconocer la mancha que doña Isabel echó en nuestro nombre.

—Pero podeis asegurar el porvenir de esa desdichada criatura sin reconocerle ningun derecho.

—¿Y por qué, señor hidalgo, he de pagar las faltas agenas? ¿Es justo que yo desmembre mi patrimonio porque mi sobrina tuvo lo debilidad de dejarse arrastrar por una pasion? Es decir que su liviandad ha de costarme el dinero, y para castigaros a vos por haberla precipitado os regalaré un patrimonio.

Cervantes sintió afluir a su cabeza toda su sangre y tuvo.

—¡Oh!—dijo con voz reconcentrada—respetad la memoria de doña Isabel o no respondo de mí.

—No olvideis donde estais—replicó don Juan con marcada intención .

—Lo que no quiero olvidar es que tengo una hija, porque esto es lo único que puede contenerme.

—Concluyamos de una vez: venís a pedirme los bienes de doña Isabel, y yo os los niego. ¿Quereis algo mas?

—¿No os dice nada vuestra conciencia?

—Está tranquila.

—¿No os remorderá el día en que veais a mi hija sumida en la miseria, y quizás arrastrada al vicio, a la deshonra, a que suelen conducir, no los malos instintos, sino el hambre, el frío y la desnudez?

—Doña Isabel, con sobra de bienes de fortuna, se dejó arrastrar a la deshonra: quizás si hubiese sido pobre fuera más firme su virtud.

—¡Pero tendrá hambre y frío!...

—No ha llegado ese caso ni llegará porque tiene padre.

—Sí llegará ese caso, ha llegado ya y...

—Por ahí debiérais haber empezado—replicó el portugués, interrumpiendo á Cervantes.—Sin duda no tenéis con que pagar a la nodriza de vuestra hija, y en el arrebato de vuestro justo dolor de padre...

—Vengo a reclamar lo que le pertenece, y si me lo negais pediré justicia.

—Crei haberos convencido de que nada adelantaríais.

—Si nada consigo, mi conciencia quedará tranquila porque habré hecho cuanto es posible hacer.

—Ya lo pensareis más despacio.

—Os juro que estoy resuelto a todo.

Don Juan miró a Cervantes y comprendió que cumpliria su juramento, lo cual produciria un escándalo muy perjudicial al caballero y que era preciso evitar a toda costa.

—Señor hidalgo—dijo después de haber meditado algunos momentos—os repito que acabais por donde debisteis comenzar.

—No os comprendo.

—Si me hubiéseis dicho que no teníais con que pagar el alimento de vuestra hija, ya estaria terminada la conversación . Ahora comprendo vuestras amenazas, como vos comprendereis cuando se sosiegue vuestro ánimo, que el cumplirlo no era más que escandalizar, esponer a la ponzoña de la pública murmuración la memoria de doña Isabel, y causaros un mal.

—Os repito que no os comprendo—replicó el poeta que gradualmente palidecia porque adivinaba el resultado de aquella conversación .

—Quiero decir, señor hidalgo, que si me hubierais pedido un socorro para alimentar a vuestra hija...

—¡Una limosna!—interrumpió Cervantes cuyas megillas de pálidas se tornaron rojas como la púrpura.—¡Una limosna a Miguel de Cervantes!

—Es una ayuda, un favor simplemente que se hace a un padre que no tiene para alimentar a su hija, es una cosa más conveniente que un pleito durante el cual se moriria de hambre esa niña...

—¡Dios mío!—exclamó el poeta con acento doloroso.

Y se oprimió el pecho porque se sentia ahogado. ¡Qué amargos momentos de dura prueba fueron aquellos! Se le ofrecia una limosna para alejarlo como a un mendigo impertinente, y no podia rechazarla porque su hija se hubiera muerto de hambre: se le heria en su dignidad, en su orgullo, en su amor propio, y no podia pedir satisfacción porque hubiera sido malar á su hija; era defensor de un derecho el más respetable, de una causa justa, noble y santa y no podia sostenerla sin esponer la vida de su hija. Todo, todo tenía que sacrificarlo por su hija.

—No deis—dijo el portugués—tanta importancia a lo que tiene bien poca.

—Acabemos—repuso el poeta que apenas podia sostenerse.

—No hay más que hablar. Os daré cien escudos de oro para que podais holgadamente pagar la crianza de vuestra hija.

Cervantes no contestó.

—Supongo que quedareis contento, y aun me atrevo a decir que no esperabais tanto.

—¡Hija mia!—murmuró el poeta.—Han tasado tu porvenir en cien escudos... ¡Y yo tengo que venderlo para que no mueras de hambre!... ¡Oh!...

Don Juan se levantó, abrió una papelera y sacó un taleguillo de cuero lleno de monedas de oro que derramó sobre una mesa.

Miguel de Cervantes tuvo que apoyase en el respaldo de un sillón.

—Tomad... ahí tenéis los cien escudos en cien monedas de vuestra patria—dijo el portugués después de haber contado y mientras volvia á guardar el talego.—No olvideis mis advertencias, porque a todos nos conviene evitar el escándalo.

Y luego, sin dignarse hacer la más ligera cortesía, desapareció tras un tapiz.

Largo rato permaneció Cervantes inmóvil y silencioso. Ni advirtió la desaparición de don Juan, ni pudo al pronto darse cuenta de lo que pasaba en su interior porque estaba completamente trastornado: tal era la agitación de su espíritu. La luz huyó por algunos instantes de sus ojos, palpitó su corazón como sí fuese a romper el pecho, y faltándole las fuerzas, su diestra temblorosa asióse convulsivamente al respaldo del sillón en que se apoyaba. Horribles sufrimientos atormentaban al desdichado poeta. ¡Cuán dolorosos debieron ser los esfuerzos que hizo para dominar loa ardientes arrebatos de su enojo al verse tratado tan humillante y despreciativamente! El hombre que no se había estremecido entre el fuego de las batallas, el que había contestado con altanero desden a las amenazas de sus sanguinarios amos y en su impotente condición de cautivo había desafiado con orgullo a los que con una palabra podian hacer rodar su cabeza, el que al sentir en su cuello la cuerda que iba a darle una muerte de penosísima agonia se negó á inclinar la frente y tuvo alientos para sonreír, no había tenido valor para echar en cara a don Juan de Silva la fealdad de su abominable conducta, no se atrevió ¿pedirle cuentas de la ofensa que le hacia y ni aun pudo conservar la serenidad de espíritu que tanto le distinguia de los demas hombres en los trances más apurados. Su hija, el recuerdo de su hija le había hecho temblar, más que el estampido del cañon; humillarse, más que la autoridad y amenazas de sus crueles amos; turbarse, más que en los momentos en que sus planes atrevidos le colocaron en las difíciles situación es porque le hemos visto pasar! Su hija se hubiese muerto de hambre si él hubiera rechazado una limosna que se le daba, no por caridad, sino para tener derecho a exigirle que renunciase a un derecho sagrado, para evitarse la molestia de escucharle, para alejarlo, repetimos, como a un mendigo impertinente y porfiado para el que no sirve el perdonad por Dios o el Dios os ampare que significa en boca de los pobres el respeto a la pobreza, y que quiere decir en boca de los ricos conformaos por Dios con vuestra suerte; pero no espereis que por Dios ni por mi caridad os socorra.

No quiere decir esto que los ricos no socorren a los pobres; afortunadamente hay muchos, muchísimos que encuentran su mayor goce en aliviar la desgracia sin hacer ostentación de sus caritativos sentimientos; hablamos solamente de los que dicen perdonad por Dios y no dan en nombre de Dios, Dios os ampare, y no amparan; el rico no debe volver jamás la espalda al pobre que implora en nombre de Dios, no debe volverla y encubrir la dureza de su corazón con una frase cuyo valor seguramente no conoce. Los actos de caridad deben considerarse como voluntarios, por el que pide, como obligatorios para el que ha de dar.

Decíamos que Cervantes pasó largo rato inmóvil y silencioso.

Al fin, como si despertase de un pesado sueño, se pasó las manos por la frente abrasada por la calentura, exhaló un penoso suspiro, volvió á todos lados la cabeza, pareció sorprenderse al encontrarse solo, y al fijar la mirada en las rutilantes monedas, retrocedió un paso, se contrajo su frente, apretó los puños y brillaron por un momento sus negras pupilas; empero el recuerdo de su hija dilató nuevamente su rostro, le hizo inclinar la cabeza y dejar caer los brazos con ademan de lánguida enervación, y se acercó lentamente a la mesa.

Segunda vez dudó: su diestra, agitada convulsivamente, tocó el oro y se apartó con rápido y nervioso movimiento como si se hubiese quemado.

¡Vanos esfuerzos de un noble orgullo! Ni la voluntad más firme, ni el pundonor más exagerado, ni la enloquecedora vanidad pueden luchar sin ser vencidos con los sentimientos paternales.

—Se morirá de hambre mi hija—murmuró el poeta con acento ahogado.

Y luego, lentamente y tras un segundo suspiro que debió dejar honda y dolorosa huella en el alma, recogió los escudos.

—Dios mió—dijo mientras levantaba al cielo los ojos—vos solamente sabeis lo que me cuesta este sacrificio.

Salió a la calle, y en estremo meditabundo y triste se dirigia con desiguales pasos a la casa de la nodriza, cuando oyó que a su lado decian:

—¿Así pasais señor Miguel, sin dar los buenos días a vuestros antiguos camaradas?

Volvióse el poeta y vió a un hombre como de cuarenta años de rostro espresivo y alegre y de mirada franca, que le tendió los brazos con muestras de gran cariño.

Un estrecho abrazo los unió, y luego dijo Cervantes:

—¿Cómo por esta tierra, señor Hernando? ¿Aun estais al servicio del rey?

—Nó, amigo mío; ya hace cinco años que dejé el mosquete, y ahora no pienso más que en dormir y darme buena vida porque bastante he rodado por esos mundos de Dios. Murió mi buen tio el canónigo de Toledo, de quien os hablé algunas veces, y tuvo la feliz idea de dejarme por heredero, de modo que aquí me tenéis hecho propietario. He sabido todas vuestras desgracias por un amigo que estuvo en Argel, cautivo como vos, pero ignoraba que hubiéseis vuelto al servicio del rey cuando tan mal recompensados, o mejor dicho, cuando ninguna recompensa habeis logrado por vuestros esclarecidos hechos.

—Creo haber cumplido con mi deber y esto me basta.

—Siempre el mismo; condición y figura hasta la sepultura. Pero os encuentro flaco, pálido, triste... ¿Estais enfermo?

—Nó, amigo mío; disfruto la mejor salud.

—Algún pesar tenéis.

—Ninguno—contestó Cervantes, procurando sonreír.

—Me salvásteis la vida cuando la broma de la goleta, y no lo he olvidado: no he tenido ocasión de pagaros tan sagrada deuda ni aun haciéndoos el más insignificante favor, y ahora que tal vez pueda serviros de algo...

—Nada necesito, pero os agradezco la voluntad.

—Ya me conoceis...

—Sé que sois uno de mis mejores amigos.

—Y no tomareis a ofensa el ofrecimiento de mi bolsa, porque yo he aceptado la vuestra en otras ocasiones. A nadie os bajeis, no acepteis de otro lo que yo puedo daros, pues hoy mismo, si de ello tenéis necesidad, pondré a vuestra disposición ciento, doscientos y aun trescientos escudos de oro.

El señor Hernando era un amigo sincero del poeta, y cuanto acababa de decir era la verdadera espresión de sus sentimientos.

—Mirad—replicó Cervantes, sacando un puñado de los escudos que le habían costado el más doloroso sacrificio:—esto os probará que no necesito aceptar vuestro generoso ofrecimiento.

—Mucho dinero me parece para un soldado—dijo el otro con la franqueza de un antiguo camarada.—Si le habeis tomado prestado y a costa de alguna humillación, arrojádselo al rostro al que os lo haya dado.

Ninguna ocasión mejor para que el poeta vengase las ofensas que acababa de recibir y para quedar en libertad de repetir contra don Juan de Silva, devolviéndole sus cien escudos; pero ¿cuándo podria pagar al señor Hernando?

—Gracias—replicó Cervantes.—Este dinero es mío, no tengo que devolverlo...

—¿Teneis algun otro pesar?... confiádmelo, el desahogo es un alivio muy grande.

El poeta se puso una mano sobre el corazón como para preguntarle si los ojos del mundo podian leer en él, y luego contestó:

—Nó amigo mío; ningun pesar me aqueja.

Y sonrió, pero con una espresión de sarcástica amargura, que hizo comprender la verdad al señor Hernando, aunque por prudencia se dió por convencido.

Pocas palabras más mediaron, y después de citarse para aquella noche, con el fin de cenar reunidos, despidiéronse y se separaron.

—Siempre el mismo—murmuró el señor Hernando mientras se alejaba.—Seguro estoy de que se encuentra en algun lance apurado, de que algun pesar le atormenta; pero no se quejará, sufrirá en silencio, y esta noche, mientras se le parte el corazón, reirá y beberá alegremente. ¡Oh! lo conozco bien.

No se equivocaba el antiguo soldado; Cervantes era de esos hombres que sufren y callan porque son de opinion que los desahogos del pesar que de buena fe se depositan en pechos que se tienen por amigos, no son más que pasto a la indiferente curiosidad y a la venenosa murmuración . Los dolores del alma solo los comprende el que los sufre. Los hombres se rien de todo, hasta de si mismos.

CAPÍTULO XXIX. Donde hablaremos de muchas cosas.

LA hemos dicho que se haria pesada la lectura de este libro si siguiésemos paso a paso la vida de Cervantes, pues aun cuando toda ella es una série no interrumpida de sucesos de importancia, no todos tienen el suficiente interés para mantener viva la curiosidad del lector sin que llegue a cansarle la narración larguísima de centenares de episodios y acontecimientos, de los cuales hay muchos parecidos. Además, la acción de la novela se desarrollaria lánguida y pesadamente, haciendo desaparecer una de sus condición es esenciales.

Hecha esta advertencia, aunque no por primera vez, seguiremos diciendo que a los pocos días del suceso que acabamos de referir. Felipe II ordenó a Cervantes, con gran sorpresa de éste, que se embarcase para Oran y que después que allí evacuase la comisión que le confiaba, volviese a las Azores para unirse a las tropas que hubiesen ido o fuesen con el fin de acabar de someter aquellas islas.

Despidióse el poeta «le su hija con toda la pesadumbre que era natural á dejarla en estrañas manos y a la duda de si volveria a verla, duda que debió ser muy dolorosa, pues si él moria en la guerra, la suerte de aquella niña, sin padres, abandonada de todo el mundo, no podia ser sino la más triste.

Una herida más se abrió en el corazón de aquel hombre, tan herido ya en todas sus fibras, y devorando en silencio su dolor, alejóse triste y abatido de aquella tierra a donde pocos días antes había llegado sonriendo con sus esperanzas Y su amor que habían desaparecido en un instante al soplo de la negra fatalidad corno desaparece el humo al soplo del viento sin dejar huella, ni señal, ni aun recuerdo.

Feliz fue la travesía, pero entonces, el recuerdo de doña Isabel no dilató con la sonrisa los lábios del poeta sino que bañó con el llanto sus megillas; el mugido de las olas no fue tampoco arrullo que cerró sus ojos con dulce y tranquilo sueño, sino que llegó a sus oidos como el eco lúgubre de tristes predicción es, como las espantables amenazas de un gigante.

Solo faltaba a su desgracia que en las berberiscas costas lo hubiesen cautivado por segunda vez los piratas argelinos; empero la mala fortuna no llevó a tal estremo su caprichosa y tenaz persecución, y Cervantes llegó a Oran sano y salvo.

Pocos días le detuvo allí su comision, y haciéndose nuevamente a la vela, llegó a la isla de San Miguel y abrazó a su hermano que lo esperaba con impaciente afán y creyendo que volveria recompensado con mas o menos largueza; pero al verlo como antes simple soldado y advertir en su rostro la espresión de un dolor profundo, sorprendióse en estremo, y le preguntó:

—¿No has visto al rey?

—Nó—contestó el poeta fríamente.

—¡Que de lo has visto!—repitió Rodrigo con mayor sorpresa.

—Hasta dentro de dos años no me recomendarán a él... una equivocación de fecha, hija de un error de hora.

—¡Miguel!.

—No me he vuelto loco, hermano.

—Pero...

—Ya me comprenderás cuando hablemos más despacio. Otro desengaño... ¿qué importa uno más o menos?

—¿Y doña Isabel?.

El poeta por toda contestación, levantó la diestra, señalando al cielo.

—¿Que dices?...

—Pero me ha dejado su recuerdo en un ángel...

—¡Un hijo!...

—Sí, hermano.

Rodrigo pasaba de sorpresa a sorpresa, pero la última le hizo enmudecer y quedar en estremo pensativo y triste.

—Traigo también—prosiguió Cervantes—una humillación ...

—¡Miguel!...

—Ya hablaremos, Rodrigo: ahora voy a presentarme al gobernador...

—Pero antes dime...

—Despues; una hora equivale a un año para Felipe II, y a un desengaño mas para mi.

Desde aquel dia, Cervantes pasó muchos siempre triste, pensando en su hija, de la que ninguna nueva recibía, y entreteniendo sus ócios, a la par que desahogando su pena, en escribir sentidos versos de los cuales ninguno se conserva.

La escuadra española llegó cerca de un año después, casi al mismo tiempo que otra francesa con el prior de Ocrata, y entonces, los preparativos consiguientes a la nueva y sangrienta lucha que iba a tener lugar, sacaron de su continua distración a Cervantes, influyendo mucho en su ánimo para que comenzase el natural olvido de sus últimos dolores.

El día 15 de setiembre de 1583, día de sangre y destrucción y que tiene en la historia una de esas páginas que deben avergonzar al hombre porque revelan hasta qué punto le dominan la ambición, la vanidad y los fieros instintos de venganza, frente a la isla Tercera, que da también nombre al archipiélago de las Azores, tuvo lugar un segundo combate entre las escuadras española y francesa, en el cual esta última fue derrotada con pérdida de casi todos sus buques y de lo más florido de su gente.

Allí peleó Cervantes, no solo con su heróico valor y temerario arrojo, sino con todo el ardimiento, con toda la desesperación de sus amargos dolores, despreciando más que nunca su triste existencia de desengaños y sufrimientos. Y aunque en el discurso del combate le detuvo alguna vez el recuerdo de su hija huérfana de madre y sin más amparo que el de su padre, luego, el eco de los clarines, el estampido del cañon y el ruido de las armas, la sangre, los ayes de agonia y las amenazas de muerte, volvian a embriagarlo, a borrar de su memoria todos los recuerdos, y mientras blandiendo un hacha de abordaje, hendia cráneos y pechos, con ronca voz y despidiendo centellas de los ojos, decia:

—¡Canalla miserable!... ¡Vive Dios!... ¡Cobardes, menguados!... ¿Por qué no me matais a mi?... Os espantan mis golpes... ¿por qué no descargais sobre mí los vuestros?...¡Paso, paso a Castilla; en nombre del rey de dos mundos!...¡Sangre, más sangre!

Inmediatamente después del combate se verificó el desembarco, y lo mismo las fuerzas de tierra que las de mar fueron arrolladas.

No pudo entonces el marqués de Santa Cruz dar un segundo ejemplo de crueldad, tratando como piratas a los prisioneros, porque estos presentaron las órdenes del rey su señor en que les mandaba pasar a las Azores para sostener los derechos del prior de Ocrato.

Sometidas aquellas islas, y proclamado ya Felipe II en todo el reino de Portugal, ninguna esperanza quedaba a nuestro poeta de hacer fortuna en la carrera de las armas, faltándole ocasiones en que distinguirse, y cansado ya de la agitada vida de soldado, y pareciéndole que eran bastante sus anteriores servicios para que se le premiase si el rey tenía voluntad de hacerlo, determinó pedir su licencia y volver a su patria para dedicarse al cuidado de su hija y buscar por otro camino la fortuna.

Tal propósito no pareció bien a don Lope de Figueroa, y con razones de mucho peso hizo comprender al poeta que retirarse del servicio seria casi perder sus derechos, y que no queriendo defender ya más con su espada al rey, este no se mostrarla tan propicio a recompensarlo como merecia.

—No os retireis—le dijo don Lope:—yo escribiré a S. M., haciéndole presente vuestro comportamiento y la justicia de vuestra pretension, y si nada se consigue, entonces podeis tomar la licencia.

—Deberes muy sagrados me llaman a España—le contestó Cervantes,—y es urgente allí mi presencia. Además, ¿qué puedo esperar del rey? Despues de tantos años de dar pruebas de valor y de lealtad, de sacrificios y padecimientos, nada he logrado y una por una he visto desvanecerse mis esperanzas. No quiero más desengaños, hartos he tenido que me llenen de hiel el pecho.

—Teneis razón, señor Miguel; a nadie ha sucedido lo que a vos; pero el que tanto tiempo ha esperado no debe perder la paciencia por algunos días mas; considerad que no es prudente derribar en un momento el edificio levantado a fuerza de perseverancia y sacrificios.

—Esperaré, don Lope; no quiero ser desatento con vos desoyendo vuestros consejos.

Esta determinación de Cervantes no sirvió sino para hacerle devorar un nuevo desengaño.

Don Lope escribió a Felipe II, hablándole con el mayor interés y demostrándole hasta qué punto era acreedor el poeta a que se premiasen sus servicios; pero el monarca contestó, de su puño y letra, lo siguiente, puesto al márgen de la solicitud del poeta:

«Aténgase a lo proveído en Portugal.»

Cervantes leyó varias veces el decreto; pensó que con el tiempo que había tardado en llegar a su poder estaban casi cumplidos los dos años, y considerando que el monarca se había propuesto llevar hasta la exageración el castigo impuesto por las dos horas de retraso, y que nada conseguiria si aguardaba nuevamente, ni con otra súplica, decidióse á tomar la licencia y a volver a Madrid.

Empero todavia conservaba un resto de sus ilusiones; no podia convencerse de que sí solicitaba un empleo cualquiera en las diferentes dependencias de la corona, se le negase.

Provisto de algunas carias de recomendación y honrosos certificados, pero con el bolsillo vacío, tomó Cervantes la vuelta de Portugal, á donde llegó felizmente en pocos días.

CAPÍTULO XXX. Lo que hizo Cervantes en Portugal.

NINGUNA noticia había tenido Cervantes de su hija en el largo período de su ausencia; ignoraba si vivia, y por esto, al llegar a Lisboa, corrió á la humilde casa de la nodriza, no con la natural alegria de que iba á estrechar en sus brazos el fruto de su amor, sino atormentado por una dolorosa duda.

Al divisar el poeta la casita a donde se dirigia, sintió palpitar su corazón con desigual violencia, y el temor y el afán, avivándose a la vez en su espíritu, le hicieron vacilar por un instante, sin permitirle acertar a detenerse o a seguir adelante con mayor prisa. Pero semejante vacilación duró, como decimos, solo un instante, y acelerando el paso llegó a la puerta y llamó con trémula mano.

No tuvo que esperar: abrióse una ventana y asomó una mujer de rostro franco y alegre, que preguntó:

—¿Quién es?

Cervantes levantó vivamente la cabeza, y con acento que indicaba bien claramente su afán, dijo:

—¿Y mi hija?

La mujer, por toda contestación, dejó escapar un grito de alegre sorpresa y asomó a la ventana un niño que tenía en sus brazos.

—¡Gracias, Dios mío!—exclamó el poeta.

Y pocos momentos después cubria de besos y de lágrimas el rostro cándido de su hija que lo miraba con estrañeza, pero que no rehusaba aquellas caricias.

—¡Hija mía, qué hermosa eres!... ¡Si viviese la infeliz madre!...

Estas eran las únicas palabras que acertaba a pronunciar Cervantes, mientras que su oprimido corazón parecía querer romper el pecho con sus latidos.

La buena mujer contemplaba aquel cuadro desde un rincon del aposento, y lloraba también con lágrimas de ternura.

¡Cuántos recuerdos se despertaron en la mente del poeta! ¡Con cuánta rapidez recorrió su imaginación lo pasado con toda la ventura de su ardiente amor, de sus ilusiones, de sus ensueños, y llegó a lo presente con toda la realidad de su desdicha, de sus desengaños„ de sus miserias!

—¡Dios te bendiga, hija mia!—exclamó con acento lánguido y triste.—¡Feliz tú con la tranquilidad de tu ignorancia, sin la conciencia del bien ni del mal, de la vida ni de la muerte.

La niña, por uno de esos incomprensibles caprichos de la infancia, sonrió dulce y alegremente, y su padre se olvidó de todo, fue por un momento tan feliz como su hija.

Desaparecieron las lágrimas de los ojos del poeta, sus pupilas brillaron, se dilató su pecho y sus lábios también dejaron escapar una sonrisa, que aunque muy leve, espresaba la completa felicidad: las llagas de aquel corazón dolorido se habían cerrado en un instante.

¡Bendita sea la mano de Dios que en la sonrisa de los hijos ha puesto el bálsamo que cierra las heridas del alma! Espinoso y amargo es el camino de la vida, pero si a su término se encuentran las caricias de un hijo, benditas sean las espinas que han desgarrado nuestro corazón, bendita la hiel de los desengaños. El beso impuro que cruje entre el estrépito de la orgía, lleva tras sí el hastío; los placeres todos, cansan; las riquezas, satisfacen todos los deseos, y cuando ya ninguno queda, se siente el de un imposible o el tormento de no saber lo que se desea; la ambición, una vez satisfecha, hace nacer otra ambición más roedora todavía; pero las caricias de un hijo no cansan jamás, son la verdadera, la única felicidad que existe en este mundo, y que por cara que cueste recompensa con largueza infinita el precio de todos los sacrificios. Cuando en el silencio de la noche más callada y más pura, bajo el mas risueño cielo, sobre la alfombra de olorosas flores, estamos al lado de una mujer hermosa, tan bella como no puede encontrarse, y sentimos palpitar henchido de amor su seno, y rozar nuestra frente abrasada el sedoso rizo que mueve el céfiro, y aspiramos el aroma embriagador de sus lánguidos suspiros, y escuchamos estasiados el arrullo adormecedor de sus amorosas palabras, y nos considerarnos felices, tan felices que nada mas ambición amos, es porque no hemos conocido otro goce más puro, mas santo, que no cansa, que no lleva tras si la indiferencia y el hastío, que jamás satisface, pero que se desea con dulce tranquilidad: es porque no hemos recibido el beso de un hijo, porque no hemos despertado al sentir sus manecitas acariciar nuestro rostro, mientras que nos dá el mas dulce de los nombres y sonrie con toda la espansión de su felicidad.

Habia encontrado la inocente niña el objeto de todas sus delicias en la reluciente empuñadura de la daga de Cervantes, y él pasó sin sentir muy cerca de una hora, gozando con la alegria que había producido en su hija el encuentro de aquel objeto.

Largo rato hubiera transcurrido aun sin que el poeta se ocupase de otra cosa, pero sacólo de su distracción la nodriza, diciéndole:

—Nada me preguntais.

—¿Qué he de preguntaros? Vive mi hija, le habeis enseñado a pronunciar mi nombre... nada más deseo saber.

—¿Pero no quereis que os dé cuenta del dinero que me dejásteis?

—¡Cuenta!... ¿Para qué? ¿Os ha faltado?

—Nó.

—Entonces...

—Pero me ha sobrado porque, a Dios gracias, no he tenido que hacer gastos de enfermedades.

Cervantes se acordó entonces de que su capital no llegaba a siete reales, cantidad que no le bastaba para su viaje a Madrid, teniendo que llevar a su hija.

—¿Cuánto tenéis?—preguntó a la nodriza.

—Veinte y cuatro escudos.

—¿Despues de cobrado vuestro salario?

—Sí, señor.

—Pues bien, quedáos con los cuatro y dadme los veinte.

—Dios os premie tanta generosidad, señor; pero decidme... quisiera...

—Esplicáos.

—¿Vais a llevaros a vuestra hija?

—Sí.

—¿Fuera de Lisboa?

—A Madrid.

—¡Hija mia!—exclamó la buena mujer, arrebatando a la niña de los brazos del poeta.—No os la lleveis tan pronto, se espondrá a morir en el camino.

—¿Por qué?

—Me echará de menos... dejádmela otro año.

—¡Un año más sin mi hija!... Imposible; es mi único consuelo; hace dos horas era yo el hombre más desdichado, y ella me ha hecho el más feliz. Yo no sabia lo que era un hijo... Imposible, imposible, no me separaré de ella un instante.

—No ha tenido otra madre más que yo...

—Forzoso es que os separeis...

—¡Hija mia!

—Mañana mismo partirémos.

Efectivamente, Cervantes no se detuvo en Lisboa más que aquel dia, tiempo preciso para buscar quien lo llevase a Madrid, pues en aquella época, un viaje no se hacia con la facilidad que ahora ni en el momento que se queria.

El poeta hubiese emprendido a pié la marcha, pero llevando a su hija no le era posible hacerlo así, y tuvo que ajustarse con el dueño de una caballeria que tenía necesidad de ir a la córte, y que por esta razón le alquiló su cuadrúpedo en un corto precio, con más sus servicios que le ofreció de buena voluntad, aunque con la mira de lograr algun percance sobre lo estipulado.

Al día siguiente salió Cervantes de Lisboa, con su hija en los brazos, caballero en un viejo rocín, flaco, perezoso y que, como dijo nuestro ingenio a imitación de Plauto, tantum pellis et ossa fuit.

Cubriendo con su ferreruelo de campaña o la niña, con la cabeza inclinada sobre el pecho, contraida la frente y la mirada triste, se dejó llevar del enteco rocin.

Seguíalo a corta distancia el dueño de éste, con el trage de los campesinos de aquella tierra, y nadie hubiera podido acertar que el hidalgo, balanceándose al compás de los pasos de su cabalgadura mientras que sus piernas oscilaban por falta de estribos, con aquel aire de abatimiento, y vestido tan pobremente, era un héroe de Lepanto, el soldado más valiente de los tercios de Castilla, ni que el génio del poeta ardia bajo aquella Frente pálida y doblada por el peso de los mas profundos dolores del alma.

Al salir de la última calle de la población, exhaló el desdichado poeta un suspiro porque se acordó de que por allí mismo había entrado por primera vez en Lisboa, en medio del estruendo del combate, infundiendo valor a sus camaradas y espanto a los enemigos; con la mente llena de ilusiones y de esperanzas, con el corazón palpitante de entusiasmo: y entonces salia triste y silencioso, con el corazón oprimido, atormentado por amargas realidades, sin esperanzas, y hasta sirviendo de objeto de risa y burla por el ridículo aspecto que presentaba en tal guisa, con la espalda encorbada y las piernas colgando, sobre el escuálido rocin que muchos años después fue merecedor de un recuerdo y de la inmortalidad.

CAPÍTULO XXXI. Cómo se encontraba Zoraida.

Los primeros rayos del sol comenzaban a devolver a la tierra la alegria robada por la oscuridad de la noche.

Ni la más ligera nube empañaba el horizonte azul y transparente; ni la mas leve ráfaga de viento obligaba a las flores a sacudir las cristalinas gotas del roció que aun brillaban en sus pétalos; ni el frío á pesar de ser uno de los primeros días de noviembre, era tan intenso que atemorizase al gorgeador jilguero para no sacudir sus pintadas alas y volar desde el nido al arroyo y de arroyo a la flor mientras daba al aire sus trinos.

La naturaleza había despertado con sus armoniosos ruidos, con su agitación eterna, con su movimiento incansable.

En el solitario valle, resonaba el canto de los pájaros, el zumbido de la abeja laboriosa y el murmurio de los arroyos que serpenteaban caprichosamente, y trenzando sus líquidos cristales, ya arrebataban un beso a la enamorada azucena, ya un suspiro de tierna languidéz al lirio, ora acariciaban la arena mientras devolvían al sol sus rayos, o se escondían entre un espeso bosquecillo de rosales para salir después llevando en su juguetona corriente un tesoro de aromas y alguna hoja amarillenta abrasada por el hielo de otoño.

En el collado se dejaba oír el balido de la obeja en los sones desiguales de la esquila y el ladrido del perro, y el canto, monótono del pastor que recostado sobre la yerba contemplaba distraídamente al águila que se cernia sobre el rebaño.

Resonaba en el monte el reclamo de la perdiz, tan duro y seco como la nudosa carrasca, testigo de sus ardientes amores, y allá a lo lejos, junio a la falda de la colina, chirriaba la pesada carreta del labrador, al rodar pausadamente, arrastrada por la mansa yunta.

El que en aquella mañana hubiese contemplado el grandioso cuadro de la naturaleza, tan esplendente, tan risueño, con todas sus galas, con todas sus maravillas, se hubiese olvidado de que entre aquellas enramadas misteriosas se arrastraban venenosos reptiles, y que bajo aquel mismo cielo tan puro y transparente, no lejos del valle donde el arroyo jugaba con la flor y ésta embalsamaba el ambiente, podia contemplar todas las desdichas, todas las miserias de los hombres, escuchar el estertor de la muerte al par que las risas del festín, ver el llanto junto a la alegría, el hambre y los harapos con sus virtudes de mártir, sus crímenes y su desesperación, junto al oro y el lujo con sus crímenes y su hipocresía, con sus tranquilas virtudes.

Para el ignorante pastor que no había respirado más aire que el libre y puro de las montañas, que no conocia más necesidades que dormir y comer un pedazo de pan duro que despreciaron los mimados perros de nuestras aristocráticas damas, aquella mañana era deliciosa; más para el que respiraba la atmósfera de las ciudades y encerrado en una de las doradas jaulas que el hombre, al decir que es libre, se ha labrado para aprisionarse así mismo y morir como el gusano de seda en él capullo que teje con tan incansable afán, lloraba sin esperanza de consuelo y veia la muerte sobre su cabeza, para éste, decimos, aquella, cuanto mas sonriente era más triste.

Penetraban tímidamente por la ventana de la celda de Zoraida los rayos nacientes del sol y aunque muy débiles, en estremo débiles llegábanlos ecos del canto de los pájaros y el murmullo sordo de la población que despertaba y se agitaba.

¡Cómo había cambiado el aspecto de la infeliz convertida!

Su rostro y su cuerpo habían enflaquecido mucho; sus facción es estaban desfiguradas; sus megillas, antes envidia de las rosas, estaban cadavéricamente pálidas, y sus labios, tan frescos y rojos en otro tiempo habíanse tornado blanquecinos y estaban secos. Ya no brillaban con el fuego de las pasiones sus negros y rasgados ojos de ardientes pupilas; el llanto los había empañado y sus miradas eran indiferentes y tristes. Su pecho no se levantaba ya impulsado por las palpitación es fuertes y acompasadas de su corazón ardiente, sino por una respiración trabajosa y desigual, precursora infalible de una muerte cercana.

Habían sido demasiado intensos los dolores que había sufrido aquella desdichada criatura; demasiado terribles y continuados los golpes que había recibido para que pudiese vivir mucho tiempo; una tras otra había visto desvanecerse todas sus ilusiones, acabarse todas sus esperanzas, y cuando la esperanza concluye sin quedar otra que la de Dios, el espíritu lucha hasta separarse de la materia y volar al cielo porque allí solo puede ver cumplida su única esperanza.

La fe creciente de Zoraida, la oración y los consuelos dulcísimos de la religion, habían conseguido apagar el fuego de su pasión mundana, o por lo menos hacerle creer que se había apagado; pero esto no era bastante par salvar su existencia; el día que profesó había recibido una herida en el alma, que tras otras muchas heridas, debia producir la muerte; pero una de esas muertes lentas, graduales, cuyo término se espera á todas lloras sin poder decir en cual vendrá, que son una agonia prolongada a veces por espacio de uno, dos o tres años.

Zoraida llevaba dos años de luchar con una de esas agonías; sus fuerzas disminuían lentamente, y parecía que el espíritu se separaba poco a poco de la materia. Rezando; quizás sonriendo al pensar en Dios, o suspirando al recordar involuntariamente su perdida felicidad, debia concluir aquella vida. El levísimo soplo de la brisa que refresca y hace abrir el capullo de la rosa, arranca también la hoja seca por los ardores del estío o por los hielos del invierno: la emoción más dulce y breve, que en otro tiempo hubiese dilatado dado más energia al espíritu de Zoraida y más aliento a su corazón, habria puesto fin a su existencia.

En vano la ciencia humana intentó atajar el mar.

—Mas débil que ayer—decia el médico cada día que visitaba a Zoraida.

Y le observaba cuidadosamente el pulso y la respiración, y examinaba las pupilas, y miraba atentamente el rostro.

—¿Qué tiene?—le preguntaba luego la abadesa.

—Aun tengo que observarla—contestaba el doctor. La debilidad va apoderándose de todos los órganos; dice que está buena, pero que no tiene apetito, que duerme poco...

—Ha sido muy desgraciada—dijo al fin un día la abadesa.—Un amor mundano...

—Basta, madre—replicó entonces el doctor.—Ya sé cual es su dolencia; está en el alma.

—¿Pero no habrá remedio?...

—Sí, eficaz instantanea.

—Entonces…

—Levantadle los votos religiosos y casadla con el hombre a quien ama.

—¡Dios mío!

—Mis visitas son inútiles.

—¿La abandonais?

—Nó, pero vendré de tarde en tarde. ¿A qué mortificarla haciéndole tomar medicamentos que quinas acorten su vida? Mas pueden hacer vuestros consuelos que mis recetas.

Efectivamente, el doctor iba una vez al cabo de cuando por mera ceremonia, encargaba a la paciente que distrajese el ánimo, que se guardase del mucho frío y del mucho calor, que comiese a menudo y alimentos sanos y nutritivos, y por último la dispensó de asistir de noche al coro, de los ayunos y de las vigilias.

Pero la debilidad de Zoraida crecía, y después de los dos años que habían transcurrido, no le quedaba más que un leve soplo de vida que en un suspiro podia fácilmente escaparse.

Los rayos de sol que hemos dicho entraban en la celda, coronaban la frente de la convertida, formando a su alrededor una aureola de vivísima luz.

En aquellos momentos se movían sus labios como si murmurasen la oración dé la mañana, y sus ojos inmóviles, con la mirada fija en el puro cielo, tenía la espresión de la más lánguida y profunda tristeza.

Sonó con pausados toques una campana, y la infeliz convertida se estremeció convulsivamente.

—Pronto—murmuró con voz debilitada—anunciará su triste clamoreo que he dejado de sufrir. ¡Madre bendita!—prosiguió, levantando sus descamadas manos al cielo y con acento de triste y conmovedora súplica.—¡Virgen santa, consuelo del afligido, esperanza del que todas las perdió, tú que conoces mis dolores, que me has visto llorar ante tu imágen bendita un dia y otro dia, recoje en la inmaculado seno mi espíritu cuando deje este mundo, y sé mi intercesora para que la misericordia divina perdone mis pecados! ¡Sé mi intercesora y ruega a tu bendito Hijo, con el ruego iresistible de una madre, para que en ese mundo que habitas me conceda la paz de los buenos en cambio de la agitación de los desgraciados que en esta Vida ha hecho de mi existencia un tormento horrible! ¡Madre bendita, tu que has sostenido mi fe, que has endulzado mis amarguras, que has fortalecido mi espíritu, no me abandones en el solemne trance de la muerte! Siento que mí vida se acaba por instantes, y el débil soplo que de ella me queda, se desvanecerá con la luz de ese sol ardiente y puro... ¡Y morirían jóven!... ¡Ah!... No importa, otra vida mas larga, la eterna vida me espera... ¡No me abandones, Madre santa, fuente de amor y de consuelo!... (Ah!... ¡No me abandones!...

Dos gruesas lágrimas brotaron de sus negros ojos, y después de dejar una cristalina huella en sus pálidas megillas, se perdieron entre los pliegues del humilde y blanco sayal. Empero no más que dos lágrimas, las últimas que encerraba su corazón pues que del corazón salieron como el último tesoro.

Con la mirada fija en el ciclo, y las manos cruzadas, quedó inmóvil la infeliz convertida. Las palpitación es de su corazón se debilitaron más y mas, su respiración se hizo más trabajosa y precipitada, y por su frente, abracada por la calentura, corrieron algunas gotas de frío sudor. Tal vez no se equivocaba su presentimiento de cercana muerte; tal vez, como había dicho, al desaparecer los rayos de aquel sol refulgente y puro, su espíritu abandonaria la materia: era aquella, para Zoraida, una hora fatal.

Silenciosamente, revelando en su mirada un doloroso afán, entró Zamareta, que también había profesado, y se acercó a su antigua señora, entonces Su hermana.

La negra frente de la india se contrajo al observar el aspecto de Zoraida, y su corazón se oprimió hasta el puntó de no dejarle casi respirar.

—Señora mia—dijo con tímido acento.

—¡Ah!—exclamó Zoraida sorprendida.

—Perdonadme, pero...

—Acércate.

—¿Por qué os habeis levantado tan temprano?—repuso la negra con tono cariñoso.—¿No sabeis que os hace mal el frío de la mañana?

—¡Vanas precaución es! ¿Piensas que con ellas puede alargarse mi vida? Tú conoces mi enfermedad y sabes que no hay remedio para curarla. Este es quizás el último día de mi existencia; ¿por qué no he de respirar ese ambiente fresco y puro, no he de ver esos brillantes de sol? ¡Tienen tantos recuerdos gratos!...

—Que son la causa de vuestra muerte: procurad que lo pasado se borre de vuestra memoria, y recobrareis la tranquilidad y la salud.

—Te equivocas, porque si algo ha sostenido mi vida, han sido esos recuerdos: hoy me han hecho feliz, han arrancado lágrimas a mis ojos... ¡Cuánto tiempo hacia que no lloraba!... He descansado, ahora estoy tranquila, tengo toda esa tranquilidad que tú dices me devolveria la salud. ¿Acaso piensas que el recuerdo del hombre a quien tanto he amado es para mí un tormento? Nó, Zamareta, ahora podria verlo con la tranquilidad que se vé aun amigo, a un hermano, porque en mí ya murieron todas las pasiones.

La negra movió la cabeza con aire de duda.

—Te lo juro—prosiguió Zoraida.—Ya sabes que doña Leonor me ha dicho que tal vez muy pronto vendria su hijo; pues bien, esta noticia la he escuchado con calma, y si efectivamente llega a tiempo de poderme ver, hoy mismo, antes de que yo muera, ningun pensamiento de mundanal pasion agitará mi espíritu, y le daré el último adiós, con pena, sí, pero tranquilamente como quien no ama ni puede amar y está resignado. Quiero verlo, sí, quiero verlo para decirle que es inmensa mi gratitud porque sin él no hubiese jamás iluminado mi razón la luz de la eterna verdad divina, porque sin él hubiese yo muerto en la condenación de mis errores.

—Os engaña vuestro deseo.

—Cuando la muerte está cercana no se equivoca la razón.

—Pero vos, señora...

—Dejaré de existir muy pronto: hoy me consuelas y mañana llorarás sobre mi cadáver.

—¡Por Dios, que os estais matando!

—¡Y quieres que tenga pasiones!... ¿Dónde está el corazón para alimentarlas, dónde está el corazón para sentir, cuando apenas late para dejarme respirar? He tenido días de desesperación, días en que mis sagrados votos han sido mi tormento más horrible; pero luego, la oración, la fe, me han hecho triunfar en la lucha que mi razón y mis deberes sosténian con mis pasiones, y ya no tengo más que un pensamiento, más que un deseo, el de morir en paz y alcanzar la gloria eterna. La idea de la muerte no me espanta: si en mis sueños, exaltada mi mente; se presenta su descarnado esqueleto a los ojos de mi espíritu, mis lábios sonríen porque tras ella veo también un ángel que me tiende sus brazos y señala al cielo.

—¡Por Dios, señora!—dijo Zamareta con acento suplicante.—Os estais haciendo mucho mal...

—Nó, hermana mia: ya no siento nada. Hace un momento he derramado las últimas lágrimas que de mis ojos podian brotar; ya no me quedan sino una sonrisa y un suspiro que será el último que salga de mi pecho.

Zamareta no pudo contener por más tiempo sus lágrimas.

—No llores porque van a concluir mis padecimientos.

—¡Me desgarrais el corazón!

—¡Pobre Zamareta! ¿No piensas que soy feliz? Yo anhelaba un esposo; ¿puedo haberlo encontrado mejor que Jesucristo? ¿Qué he de pedir a la fortuna?

La negra no pudo contestar porque su dolorosa emoción no le dejaba articular una silaba.

Zoraida quedó también silenciosa, y volvió a fijar su mirada en el cielo.

—Oye—volvió a decir después de algunos instantes—Que vayan a casa de doña Leonor y le digan que apenas llegue su hijo que venga a verme»

Señora!.

—Y que añadan que éste es el ruego de un moribundo...

—¿Habeis pensado bien?...

—Que le adviertan que lo recibiré como si no hubiese dejado de verlo un solo dia, y como si fuese un hermano, porque en estos momentos es de Dios solamente mi corazón, para Dios no más mi pensamiento.

—Sereis obedecida...¿Me permitís que bese vuestra frente?

—Eres mi hermana...

La negra besó la frente abrasada de su señora, y salió de la celda, transida de dolor.

—¡Pobre criatura!—murmuró Zoraida.

Y volvió a quedar inmóvil y silenciosa.

Su rostro había palidecido más de lo que estaba, y sus facción es se habían alterado también en pocos momentos. No se equivocaba, su fin estaba muy cercano.

CAPÍTULO XXXII. Donde volveremos a ver al enamorado vizconde.

AQUELLA misma tarde, y en el aposento que ya conocemos de la hosteria de maese Manción i, estaban sentados junto a la mesa el vizconde y el ex-sacristan, éste, apurando a sorbos un vaso de vino, y aquel, triste, cabizbajo y como si una sola idea le preocupase.

—Os repito—decia el sacristan después de haber bebido y de relamerse el bigote—que el que primero da dos veces, y sobre todo, no olvideis que audacia fortuna jubat. Si no andais listo os soplan la dama y os encierran el último peon, porque ¿cómo pensar que amándose con amor tan firme, él no intente una diablura, y ella, tentada del diablo, deje de hacerla? Casos iguales se han visto muchas, y si pensais que el Hidalgo es valiente y atrevido, soldado viejo, y como tal, de largo colmillo y ancha conciencia, y que la dama es al fin y al cabo una hija de Mahoma y algo le quedará de sus resabios antiguos, convendreis en que tengo razón para decir que vuestros escrúpulos son exagerados.

—No me atrevo—contestó el vizconde.—Ya os he dicho que hace algunos meses que conozco la pérdida de gran parle de mi antiguo arrojo, y que á mi pesar, me siento preocupado. Seguro estoy que si tal intento retrocederé a la mitad del camino, y para que así suceda, más vale no hacer nada. En cuanto a mi rival, ya es otra cosa; lo retaré como buen caballero porque es hidalgo, y uno de los dos morirá.

—Eso está bien, porque sino lo buscais él buscará; pero antes apoderaos de la dama, que vale más que él os la dispute a vos que vos a él.

—Pero una profanación ...

—O SÍ estoy viendo hecho fraile antes de un mes.

—Señor sacristan, dejaos de bromas, que estoy dado a todos los demonios del infierno, y pueden costaros muy caras.

—Bien, señor. El hidalgo llegará, la berberisca dirá que se hizo monja en la creencia de que había muerto su amante, y que por consiguiente, se considera libre de sus votos, y entonces...

—Mataré a mi rival—interrumpió el vizconde cuyas pupilas se iluminaron.

—Morireis de una buena estocada, porque diz que sabe darlas muy certeras.

—Entonces...

—¿No pensais que llevándoos vos la dama, si morís, será con el consuelo doble de haber logrado vuestro amoroso deseo y de haber hecho quizás imposible la felicidad de vuestro rival?

Este criminal razonamiento, hizo meditar al vizconde algunos instantes, y cuando iba a contestar, la puerta se abrió, y el bachiller Lagartija entró en el aposento.

—Nunca más oportunamente—le dijo el sacristan.

—Silencio—replicó Lagartija—que traigo nuevas de mucha importancia.

Y apuró el vaso que el ex-sacristan acababa dé llenar de vino.

—¿Qué sabeis?—le preguntó el vizconde.

—Mucho y muy malo...tal vez muy bueno.

—Esplicaos.

—Y digo bueno porque os liará sacudir la pereza...

—¡Esplicaos, vive Dios!—replicó el vizconde.

—Fui a dar una vuelta a la costanilla de San Pedro, y después...

—¿Ha venido?

—Sí.

—Eso debisteis haber dicho antes—repuso el enamorado mancebo.—¡Oh!... voy a vengarme... ¿está en su casa ahora?...No quiero perder un instante.

—Sosegaos, señor vizconde—dijo el bachiller.

—Os pregunto si está en su casa.

—Nó, señor.

—¿Sabeis donde se encuentra?

—Si.

—Decídmelo.

—En el convento.

—¡En el convento!—exclamó el vizconde con acento de rabia.—¡En el convento!... ¡Por Satanás!...

—Ahora estará diciéndole mil ternezas a la monjita...

—¡Callad, bergante!

—Callaré—dijo Lagartija sin alterarse y disponiéndose a beber.

—¡En el convenio, a su lado!... ¡Oh!... Vamos al convento.

—Alguna vez habíais de acertar.

—Sí, vamos, entraremos de grado o por fuerza y allí mismo...

—Ya os estraviais, señor vizconde.

—¿Os burlais'

—¿Quereis dejarme hablar? Ni vuestros gritos ni vuestras amenazas han de separarlos en este momento ni han de abrirnos las puertas de las Trinitarias.

—¿Qué hemos de hacer entonces? Esplicaos, ¡vive Dios! que cada minuto que pasa me parece un siglo la su lado!... ¡Oh!... Hablad, hablad.

Las megillas del vizconde, poco antes pálidas, habían enrojecido como si toda su sangre se hubiese arrebatado a la cabeza.

—Ya veis, señor—dijo al bachiller—que vuestra misma impaciencia nos hace perder un tiempo precioso.

—Bien, ya os escucho, pero sed breve, escusad palabras inútiles.

—Lo vi salir de su casa y lo seguí.

—Bien hecho.

—Iba triste, pensativo, muy distraído…

—Adelante.

—Se dirigió a la calle del Humilladero, unas veces andando de prisa, otras muy despacio...

—Eso no importa...—

—Si, porque prueba su preocupación y que meditaba algun plan de interés.

—Proseguid.

—Llegó a la puerta del convento...

—Y entró.

—No entró, sino que se detuvo como arrepentido.

—¿Pero al fin?...

—Pareció decidirse, y resueltamente...

—Llamó. ¿no es verdad?

—No llamó, sino que se detuvo otra vez.

—¡Voto al infierno!... ¿Pero qué hizo?

—Meditar, y luego, seguir calle adelante y yo tras él.

—¿A dónde se dirigió?

—Creo que ni el mismo lo sabia.

—¿Entonces?...

—Anda que te anda, dimos vueltas y revueltas y al fin salimos al campo.

—¿Está loco?

—Está enamorado.

—¿Y después?

—Se sentó en una piedra, miró al cielo, cruzó los brazos, inclinó la cabeza y quedó como una estatua.

—Es verdad, está enamorado.

—Cuestión de paciencia y calma, le dije a mi coleto; y me senté en otra piedra tras un árbol, y esperé.

—¡Y no le dijisteis que yo lo esperaba para medir con él mi acero!..;.

—Antes quise que midiésemos nuestra astucia.

—¡Vive Dios!...

—De tal manera pasamos cosa de media hora, y al fin volvió a mirar al cielo y se levantó.

—¿Y entonces?...

—Vuelta a la calle del Humilladero y vuelta a las Trinitarias. Sin duda como vos, tenía escrúpulos, pero los ha vencido, como vos los venceríais también, si fueseis un veterano del tercio de don Lope de Figueroa.

—Bien, bien, proseguid—replicó el mancebo con voz ahogada por el coraje de los celos.

—Nada más tengo que deciros; allí lo he dejado y en este momento estarán hablando de vos.

—¿Vacilareis todavía?—dijo entonces el sacristan que hasta entonces había permanecido callado.

—¡Vive Dios! ¿Y qué he de hacer ahora? Ya es tarde, se han visto y seguramente la sacará del convento esta misma noche.

—No tan pronto, señor, que la cosa no es tan fácil—replicó el bachiller;—y creo que si os decidís y no perdernos un instante, le ganaremos la partida.

—¡Oh!... A todo estoy resuelto con tal que no se goce en su triunfo ese hidalguillo miserable. ¿Hay algun medio de entrar en el convento mañana, hoy mismo?

—Sí, señor.

—Pues vamos allá.

—Hablemos antes, que el tiempo que se pierda en obrar de acuerdo, se ganará en el buen resultado de la empresa.

—¿De qué medio nos hemos de valer?

—La casualidad nos proteje: la iglesia de las Trinitarias está abierta esta tarde con motivo del jubileo.

—Aprovechemos la ocasión.

—No fallará un momento oportuno en que podamos escondernos en el banco.

—Bien.

—Lo demás, ya lo sabeis.

—Sí, sí.

—Solo falta que conserveis vuestra serenidad.

—No tengais cuidado.

—Si os asaltan esos malditos escrúpulos, acordaos del hidalgo y figuraos que lo veis al lado de la monja...

—¡Callad, vive el cielo!—interrumpió el vizconde de cuyas megillas pareció que iba a brotar sangre.

—Solo la suposición me atormenta horriblemente.

—Es que tal vez os tiemblen las piernas, porque os infundirá cierto respeto temeroso...

—¡Miedo una monja!...

—Si hubieseis hecho la guerra en Italia...

—¿Por tan cobarde me tenéis?

—Nó, pero aveces la superstición es peor que la cobardía.

—Allá lo veremos.

—¿Quién ha de acompañaros?—preguntó el bachiller.—Ya sabeis que en el banco no pueden esconderse más que dos.

—Vos, señor Lagartija, que sois el autor del plan.

—Pero mi camarada conoce el interior del convento...

—Es verdad.

—Yo iré, aunque arriesgo mucho—dijo el ex-sacristan.

—Convenidos.

—Voy prevenido de la llave...

—¿No os equivocareis en la celda?

—Perded cuidado.

—Entonces nada tenemos que esperar.

—Os acompañaré a la iglesia, y esta noche rondaré al rededor del convento por lo que pueda ocurrir.

—¡Oh!... ¡Será mia!—exclamó el vizconde arrebatadamente.

Y levantándose, salió de la hosteria seguido de los dos asesinos.

CAPÍTULO XXXIII De la entrevista que tuvieron Miguel de Cervantes y Zoraida.

ANTES de ir el poeta al convento, avisó su llegada a la berberisca para que no esperimentase una violenta conmoción de sorpresa al verlo, de manera, que cuando él fue a visitarla, ella había conseguido de la abadesa que la dejasen sola con su antiguo amante, gracia que le fue concedida porque el estado de la infeliz convertida no era para infundir sospechas.

Mucho había dudado Cervantes antes de resolverse a ver a Zoraida, pero al fin, cuando le dijeron que ¿la desdichada le quedaban pocas horas de vida, y que le serviria de gran consuelo despedirse de él, resolvióse á ir aunque sabia que iba a sufrir mucho en aquella entrevista, en estremo dolorosa por más de un concepto. Sin embargo, después de estar en la calle volvió a dudar, y por eso el bachiller lo vió llegar al convento y arrepentirse; pero al fin pensó que el ruego de un moribundo no debe jamás desoírse, y decidido a todo volvió al convenio, procurando reunir todas las tuerzas de su espíritu para dominar las violentas y desgarradoras emoción es que habían de poner a prueba una vez más la grandeza de su alma.

El sol declinaba, y escasamente una hora quedaba al dia: iba la noche á derramar sus tinieblas y a imponer su silencio; en breve iba la azucena á plegar sus hojas, a esconderse el jilguero en su nido, a lamentarse con sordo murmurio el arroyo porque no podia lucir el brillo de sus trenzas de cristal, y a resonar en la espesura el canto lúgubre del buho y ahullido amedrentador del hambriento lobo. Pero aun quedaba la sonrisa del crepúsculo, el trino de despedida del jilguero y el último eco de los cantares del pastor; aun quedaba al arroyo un reflejo de juguetona coqueteria antes que bajo el velo de la noche se desencadenasen todos los crímenes y todos los placeres de que la luna con cándida faz es mudo testigo, y de cuyos horribles secretos es fiel guardador su seno de transparente nácar.

Zoraida estaba sentada en el mismo sitio donde la vimos al salir el sol, y cuando Cervantes entró en la celda, el corazón de la infeliz palpitó, pero no más que una vez, rápida y fuertemente, volviendo a quedar tranquilo.

Una palidez mortal cubria el rostro del poeta, que al ver a la convertida y compararla con lo que antes era cuando en Arjel, llena de vida y de ardientes pasiones y rodeada de todo él lujo oriental le tendia sus brazos loco de amor, sintió su pedir tan oprimido y tan trastornada su cabeza que tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para sostenerse de pié. La luz falló por un momento a sus ojos, y como si fibra a fibra le arrancasen las de su sensible corazón, sintió un dolor agudísimo y abrió la boca para exhalar un ay; pero quedó en su garganta, y en vano su lengua intentó moverse.

—Valor, hermano—dijo entonces la monja con acento dulce.

Estas palabras hicieron volver en sí a Cervantes que comprendió su situación, y entonces, acercándose a Zoraida con aire respetuoso, inclinó la cabeza y contestó:

—Dios misericordioso os bendiga y os dé en el cielo tanta gloria como desdichas en el mundo.

Y luego, a una seña de la berberisca, se sentó; pero sus manos temblablan, y apenas la fuerza de su voluntad podia sostener la lucha que atormentaba su espíritu.

—Dios es justo—repuso Zoraida—y felicidades son los males que nos envia porque quizás con ellos nos evita en la otra vida una espiación eterna. Si han llorado mis ojos, bienaventurada soy porque seré consolada. Pésame de mis sonrisas, que mejor hubiera sido guardarlas para el cielo, trocándolas en este mundo por lágrimas pasageras que cuanto más amargas mas ancho y fácil nos abren el camino de la salvación . Mis liviandades fueron causa de mis desdichas, y éstas de la ocasión de conocer mis errores y de mi arrepentimiento; ved cuanta es la misericordia divina: al castigar en este mundo mis pecados me otorgó el mayor de los bienes. ¿Serian justas mis quejas cuando pensamiento y boca me faltan para alabar al Omnipotente? ¿Es justo ni cristiano vuestro dolor al verme junto al sepulcro y al acordaros de mis desgracias? Debeis alegraros porque conocisteis a una pecadora que solo podia esperar la condenación eterna, y ahora encontrais a una criatura que con su arrepentimiento y la misericordia infinita de Dios, tal vez alcance el perdon de sus pecados y la salvación de su alma.

Este razonamiento en aquellas circunstancias, probó a Cervantes que la berberisca había logrado dominar su pasion, extinguirla, y que en los últimos momentos de su vida, no tenía como había dicho, otro pensamiento que Dios. Empero no por eso dejó de ser más intenso el dolor del poeta, y por más que su razón y su voluntad se esforzaron, la turbación no le permitió hablar en algunos instantes.

—Bendito—dijo al fin con tono solemne—el soplo divino que en vuestra alma encendió tan cristiana fe; bendito una y mil veces porque os ha hecho feliz, convirtiendo en consolador y leve céfiro el huracan borrascoso de las pasiones, y haciendo que vuestros labios, si sonrisas tienen aun, sonrían ante el sepulcro que es la puerta del camino celestial, cuando la conciencia duerme tranquila en brazos de la pureza y velada por el arrepentimiento. Abundosos arroyos pudiera formar el llanto que habeis derramado, pero ¿cuánto más no puede darse por ganar el cielo, cuando a torrentes vertemos la sangre por conquistar un pedazo de tierra? No hay placeres, no hay alegrías, no hay vanidades que la muerte no corte y que no borre el olvido con el tiempo, pero la gloria de Dios es eterna. Bien habeis dicho, hermana: llorar por los males perdidos y por el bien alcanzado, es falta de razón y tibieza de fe. Empero no estais tan cerca de la muerte ni tan lejos de la senda de la virtud que lo primero deba haceros presagiar un cercano fio, y lo segundo atormentaros con remordimientos exagerados. Ciertamente vuestra salud está quebrantada y...

—No prosigais—interrumpió la berberisca,—Creo haberos dicho que no me espanta la muerte porque la miro como el término de mis dolores y el principio de otra vida mejor: ¿para qué, pues, habeis de darme un consuelo que no necesito, si el consuelo mayor para mí es la esperanza de que mi espíritu volará al lado de Dios? Voy a morir, y muy pronto, hoy mismo quizás: mis ojos no verán otra vez esos rayos de sol que desaparecen en este momento... Por eso he querido despedirme fie vos, por eso os he rogado con tanta insistencia que viniéseis: tengo que cumplir un deber, espresándoos mi agradecimiento porque de vos recibí la primera luz que dejó ver a mi razón la verdad divina, oculta para mí hasta entonces entre las tinieblas del terror.

—Todo lo debeis a la misericordia de Dios: la fe es un destello de la divinidad. ¿Qué puede el hombre sin la ayuda del cielo? La verdad divina no ha menester que se demuestre con la palabra, porque en todas partes está la demostración y basta con que el dedo la señale. ¿Qué puede el hombre decir que no vean nuestros ojos en el concierto de la creación ? ¿Quién mejor que los astros, la luz, el aire, las llores y la razón que emana de nuestro espíritu pueden contestarnos si hay un ser superior a todo, omnipotente? ¿Quién puede esplicar mejor la verdad del sin principio y sin fin sino nuestra razón misma que no alcanza a conprenderlo? ¿Acaso el que ha impuesto a la naturaleza por él creada la ley de que todo lo que nace ha de morir, de que todo lo que principia ha de acabar, puede tener las mismas condición es de ser que su propia obra? ¿Cómo crearla sin ser superior a ella? Cómo imponer la ley de principio y fin si su condición esencial no fuese la de sin principio ni fin? ¡Y decís que me debeis el primer rayo de luz que dejó ver a vuestra razón la verdad divina!—La criatura no debe nada a la criatura porque ésta nada puede darle, nada puede enseñarle que Dios no le haya dado y le haya enseñado. ¿De qué hubiera servido que yo abriese vuestros ojos sino hubiese luz para que viesen? ¿Y cómo los hubiera abierto mi mano a no disponerlo así el Omnipotente? Hermana mia, todo viene de Dios, y yo tengo que darle infinitas gracias porque me ha elegido por instrumento de su voluntad para que conozcais vuestros errores. No tenteis mi vanidad, que no soy más que una débil y miserable criatura tan necesitada como vos de la misericordia divina.

—¡Cuán consoladoras son vuestras palabras, y cómo endulzan mi agonía!

—¡Vuestra agonía!—repitió el poeta, estremeciéndose.—Os repito que desecheis esa idea porque la muerte está aun lejos de vos. En buen hora que no os arredre ese terrible trance, pero ha de entristeceros a lo menos, porque es en la criatura innato el amor a la vida. He venido á veros, no para daros el último adiós...

—Hablemos de otra cosa—interrumpió Zoraida, estrememeciéndose ligeramente, pero volviendo luego a quedar tranquila.¿Sé que tenéis una hija...

—¡Una hija!—murmuró sorprendido y con visible turbación Cervantes.

—Ya os he dicho que se apagaron mis pasiones—prosiguió la berberisca:—no temais, pues, que el aguijon de los celos haga más atormentadora mi agonía.

—Pero...

—Todo lo sé, y no me ha movido a averiguarlo sino el interés que me tomo por vos: los medios de que me he valido no importan, aunque podeis adivinarlos si pensais que aun soy dueña de algunas joyas. Esa niña, huérfana y pobre, tiene un porvenir muy triste.

—¡Hija mia!—murmuró el poeta.

—¿Quereis—repuso Zoraida—aceptar un recuerdo mío, no para vos sino para vuestra hija?

Cervantes inclinó la cabeza.

—Mi intención es dotarla para que tome estado, bien sea que su vocación la llame a la vida religiosa, o que su inclinación le haga aceptar un esposo. ¿Se lastima con esto vuestro orgullo?

—¡Mi orgullo!—replicó con amargura el poeta.—Ya he recibido por mi hija una limosna...

—Callad—interrumpió Zoraida—que vuestros padecimientos es lo único que puede atormentarme.

—¡Hermana!...

—¿Aceptais'

—Sí.

—Gracias, hermano, porque me habeis dado la ocasión de hacer una buena obra...

—¡Dios os bendiga!...

—¿Veis esa cajita que está sobre la mesa.

El poeta miró, y en efecto, vió sobre la mesa una caja le ébano incrustada de plata, como de un palmo de largo y poco menos de ancho.

—Contiene—prosiguió la berberisca—mis mejores perlas.

—Eso es demasiado...

—Para mi no tienen ningun valor... Lleváoslas.

Durante el anterior diálogo, habíase ido debilitando la voz de Zoraida, y apagándose el brillo de sus ojos cuyas mirada» eran ya bastante inciertas.

Tan positivas señales de una muerte muy cercana, no pasaron desapercibidas para Cervantes, y aumentando su dolor, sintió que su cabeza se trastornaba cada vez más y que se menguaban sus fuerzas. ¡Cuántos esfuerzos tuvo que hacer para sostenerse, para dar a su pálido rostro alguna espresión de tranquilidad! En tal estado se encontraba, que ni acertó a levantarse para tomar la cajita, ni a decir con este motivo una palabra.

—¿No os llevais el dote de vuestra hija?—dijo la monja a la vez que se oprimia el pecho porque apenas podia respirar.

—Cuando me vaya...

—Es que ha llegado el momento de... de separarnos, y para siempre... Ya no queda más que un débil rayo de luz que apenas hiere mis ojos... Esta es la hora... la misma en que que os conocí... la misma en que la infeliz Jaguá me repitió que había de ser fatal para ambos nuestro amor... la misma en que abandoné la casa de Dalí Mamí... en que llegue á este pueblo, loca de amor... en que se me presentó el hombre que había de hacer imposible mi mundana felicidad... y por último, la misma hora en que acabado de pronunciar mi sagrado voto me anunciaron que vivíais y miré mi negra cabellera corlada y arranqué de mi corazón el amor que le hacia palpitar...

—¡Oh!...—exclamó el poeta—¡Os estais dando la muerte!

—Idos, hermano...

—¡Zoraida!—dijo Cervantes con acento doloroso y sin poder contener una lágrima.

—¡Miguel!—murmuró la moribunda cuyos ojos brillaron por un instante.

Y estendió lentamente el brazo derecho y alargó la mano al poeta.

—¡Miguel!... ¡Ayudadme, Dios mío!... Hermano... idos si quereis que me salve...

La mano de la berberisca estaba fria, como si hubiese sido de piedra, y Cervantes se estremeció al estrecharla entre las suyas ardientes y llevarla a sus secos labios.

—¡Zoraida!—exclamó con desgarrador acento.

—Adiós, hermano... haced virtuosa a vuestra hija y que... cuando pida á Dios por el alma de su madre, se acuerde también de mi... Idos... en nombre de mi salvación ...

Se abrasaba la frente del poeta, su cuerpo estaba agitado convulsivamente, y parecían las de un loco sus miradas. Al abatimiento del pesar había sucedido la exaltación de la fiebre; pero aun en aquel estado de trastorno, comprendió que la última chispa, quizás la mas ardiente de la llama de su amor, había venido a turbar la tranquila calma alcanzada a tanta costa por la moribunda.

—Idos—repitió ésta.—Adiós, hermano... Adiós...

Cervantes, sin pronunciar una palabra, se levantó, cojió la caja, y a la vez que alzaba al cielo los ojos, exclamó:

—¡Dios mío!...

Y volvió a besar la mano helada de la berberisca, recibió de ella una mirada tan dulce y tierna como no puede describirse, y se lanzó hacia la puerta, gritando:

—¡Adiós!...

Y atravesó como un loco pasillos y aposentos mientras rechinaba los dientes, apretaba los puños y murmuraba con voz sorda y reconcentrada por el dolor y la ira:

—Te vengaré, Zoraida; te vengaré...

Entre tanto, la infeliz, después de haber llamado en su auxilio su fe y recobrado la calma y la resignación, decia a Zamareta que acababa de entrar:

—Trae luz y luego déjame.

—¡Qué os deje sola!...

—Sí, quiero rezar sin que nadie me interrumpa.

—¡Señora!...

—Si después de la media noche no te he llamado, ven.

—Os suplico por Dios...

—Necesito orar... Trae luz y déjame... No cierres la ventana...

—La noche está fria...

—El aire fresco me prolonga la vida.

CAPÍTULO XXXIV. Cómo entró el vizconde en la celda de Zoraida, y cómo salió.

Pocos minutos hacia que las once acababan de dar en un reloj del convento de las Trinitarias, cuando sonó en la iglesia un crujido leve y pausado, único ruido que interrumpió el silencio que allí reinaba.

Un instante después, y a favor de la escasísima luz de una lámpara que esparcia sus rojizos y vacilantes resplandores en aquel sagrado recinto, se vio salir del interior del banco donde estaban ocultos, al vizconde y al asesino. Sus miradas escudriñadoras y temerosas registraron la iglesia; escucharon atentamente sus oidos, y cuando nada vieron ni oyeron, como dos fantasmas, con el silencio de dos sombras, atravesaron lentamente el espacio que mediaba entre el banco y la puerta del coro.

El vizconde temblaba como si le hubiese acometido una convulsion; sus pupilas brillaban con extraño fuego, y por más que lo intentaba no podia dominar un terror instintivo y para él inesplicable, pero que no era otra cosa masque el remordimiento de la profanación que empezaba á cometer. El bachiller hubiese dicho que eran escrúpulos de beata. Sin embargo, a pesar del miedo y de los escrúpulos, llegó a la puerta del coro, y con voz casi imperceptible, dijo al ex-sacristan:

—La llave.

—Esperad—contestó el asesino:—se nos olvidaba lo mejor.

—¿Qué necesitais'

—Una luz.

—¿Y cómo hemos de tenerla?

—Muy fácilmente: no faltará por aquí algun cabo de vela—contestó el ex-sacristan.

Y como quien anda en terreno conocido, atravesó la iglesia, miró sobre los altares, y pronto dió con una vela que encendió a la luz de la lámpara.

—¿Y si llamamos la atención ?—dijo el mancebo.

—No será tanto como pudiera suceder con un tropezon en cualquier mueble. Tomad y alumbradme... ¡Diablo!... temblais como un azogado... Mal estais para decir ternezas a la monja, y peor para sacarla en vuestros brazos.

—Callad y abrid.

—Es que sospecho, y con razón que ella tendrá que animaros...

—No me faltará el valor, porque el fuego de sus ojos y el aguijon de mis celos, son bastante para acallar todos mis escrúpulos.

—Pero entre tanto, temblais.

—No importa con tal que no me veais retroceder, con tal que, a pesar del temblor, la saque de la celda en mis brazos.

No olvideis mi consejo.

—Lo tengo bien presente, aunque estoy seguro de que no habrá necesidad de ponerlo en ejecución .

—Ante todo, taparle la boca porque las mujeres no tienen más defensa que los gritos: y si se alborota la comunidad y se nos viene encima una turba de monjas y también gritan, aunque matemos a tres o cuatro, nos echarán el guante.

—Teneis más miedo que yo.

—Allá veremos, señor vizconde...

—Abrid que estamos perdiendo un tiempo precioso.

—Si os sorprenden y gritan, lo primero que habeis de hacer es apagar las luces, que yo acudiré oportunamente, y dándoos la mano, saldremos antes que puedan cojernos.

—¿No abrís?

—En seguida—contestó el asesino.

Y luego introdujo la llave en la cerradura y abrió fácilmente y sin hacer el menor ruido.

—Sois maestro en el oficio—dijo el vizconde.

—La práctica, señor.

El ex-sacristan volvió a tomar la vela en una mano, puso la otra delante de la luz y a manera de pantalla, para que no esparciese muy lejos sus resplandores y para evitar que la apagase alguna bocanada de viento, y seguido del doncel, atravesó el coro y se internó en un largo pasillo.

El mismo silencio y la misma quietud.

La vela iluminaba solamente un reducido espacio, quedando a oscuras el resto del pasillo.

El vizconde y el asesino caminaban lenta y silenciosamente, con el cuerpo encorvado, en estremo abiertos los ojos que volvían y revolvían en todas dirección es, y con el oído atento, estremeciéndose al menor de esos leves ruidos que se perciben de noche.

Cuando atravesaron el pasillo subieron una escalera, dejaron atrás un corredor, llegaron a la mitad de una galería, y.. el exsacristan se detuvo.

—¿Veis—dijo—aquellas dos puertas?

—Sí.

—La primera es la de la celda de la negra, y la siguiente...

—¿Con que está allí?—interrumpió el vizconde cuyas megillas se encendieron.

—Sí, allí la tenéis... Se vé luz... estará rezando como acostumbra... Y la puerta de par en par... Nada podeis pedir a la fortuna.

—¡Será mia!—murmuró el vizconde, oprimiéndose el pecho.

Y brillaron sus ojos como dos ascuas, y sus miembros se agitaron mas, y palpitó su corazón con violencia.

—Id, pues—repuso el asesino.—Yo apagaré la luz y me esconderé muy cerca de aquí.

El vizconde siguió con desiguales pasos hasta llegar a la puerta de la celda, y allí se detuvo como para tomar aliento.

—¿Me faltará el valor?—dijo para si.—Nó, que su belleza es tanta y tales mis celos que nada podrá mi conciencia. Pero tiemblo, tengo miedo y no acierto la causa... No vacilaria tanto mi rival... Adelante.

Comenzaba a sentir su frente abrasada por la calentura, y exaltada su mente por estrañas ideas.

Aun se detuvo algunos instantes, pero al fin volvió atrás la cabeza, encontrando solo oscuridad porque el asesino había apagado la luz, y como impelido por las tinieblas, entró en la celda a la vez que se estremecía.

Su mirada recorrió en un segundo el espacio de aquel respetable lugar, desfiguróse su semblante, pareció querer brotar la sangre de sus megillas, y relumbraron sus ojos con el fuego de su impura y criminal pasion.

Habia visto a Zoraida puesta de rodillas delante del reclinatorio sobre el cual tenía los brazos y las ruanos cruzadas y apoyaba la frente. Sin duda la debilidad, el quebranto producido por las emoción es violentas que en pocas horas había sentido, habían provocado un pesado sueño y se había quedado dormida mientras oraba fervorosamente. Como no se le veia el rostro no pudo advertir el vizconde que la infeliz había perdido toda su belleza.

No es posible esplicar lo que en aquel instante sintió el mancebo: faltóle la respiración, acrecentóse el ardor de la calentura y se trastornó su razón.

Dió un paso hacia la monja, otro luego, y como si hubiese andado un largo camino, tuvo que pararse otra vez, ponerse las manos sobre el pecho y oprimirlo, con la fuerza nerviosa de su convulso estado.

—¡Dormida!—murmuró.—Su sueño me dará lugar a que en sus manos temple el ardor que abrasa mis lábios.

Avanzó otros dos pasos con la misma lentitud, y se encontró junto á Zoraida.

—¡Qué sueño tan dulce!—dijo, inclinándose hacia ella y escuchando.—No se percibe su respiración, parece estar entregada a un éxtasis celestial... ¿Soñará con él?... ¡Oh!... Si duerme en brazos de un recuerdo amoroso... despertará en los míos.

Inclinóse mas, estendió los brazos, cojió entre las suyas las manos de la monja con intento de llevarlas a sus lábios, pero al levantarlas quedó como petrificado; su rostro, antes enrojecido por el fuego de su pasion, tornóse cadavéricamente pálido; se bañó su frente en frío sudor; abrió desmesuradamente los ojos, y fijó en Zoraida una mirada de indecible espanto.

Las manos de la monja estaban heladas, pero con ese frío de los cadáveres, que no se parece al de la nieve y que se asemeja algo al del pedernal cuando acaba de arrancarse del interior de la cantera; con ese frío que nos horroriza, nos hace estremecer y parece llegar hasta el corazón.

Escapáronse de entre las del mancebo las manos de Zoraida, cuyo cuerpo perdió el equilibrio, cayendo pesadamente al suelo.

Estaba muerta.

El vizconde no pudo gritar, pero retrocedió aterrado, como quien huye de un fantasma, hasta llegar a uno de los rincones de la celda. Empero el cadáver de la convertida habla quedado delante de él, de tal modo que no le dejaba sino un reducido trecho para salir sin separarlo; trecho que el vizconde no vió en su turbación, sino que al contrario, parecióle que el cuerpo de la monja le estorbaba el paso a no saltar por encima de él.

Si el esqueleto de la muerte, levantando amenazador su negra guadaña, hubiese estado delante del vizconde,»no le hubiese infundido tanto pavor como el frío cadáver de Zoraida con sus demacradas megillas, su nariz afilada, sus lábios contraidos y secos y sus ojos abiertos, dejando ver sus pupilas sin brillo, sin miradas, sin espresion.

Ni pudo respirar, ni exhalar un grito, ni moverse en largo ralo el profanador mancebo. Su cuerpo temblaba convulsivamente; sus piernas, apenas lo podían sostener, y se abrasaba su frente como si encerrase un volcan. No puede espresarse hasta qué punto llegó su exaltación mental; en aquel momento estaba loco. Su voluntad queria que se apartase su mirada del cadáver; pero sus ojos no obedecían.

La conciencia levantó entonces Su grito, y a la memoria del doncel acudieron los más acusadores recuerdos de su borrascosa vida.

La lucha fue horrible; el tormento como no puede imaginarse. El Omnipotente había descargado sobre aquella criatura estraviada todo el peso de su santa y justa indignación, y los castigos del Eterno son tan terribles como grande su misericordia.

—¡Apártate!—exclamó al fin con voz ahogada y estendiendo los brazos.—Yo la maté... yo troqué la belleza de su rostro en esa espantable fealdad…, yo le arranqué el corazón... ¡Dios mío!... quitadme la vida... compadeceos de mí... ¡Ah!... ¿Quién me toca?... ¡Qué horrible!... ¡Ahí... ¡Qué horrible!... ¡un fantasma!... ¡Huye!... ¿Quién grita?... ¿Sacrilego?... Sí... sí... ¡sacrílego!...

El infeliz se pasó las manos por la frente y por los ojos: la liebre le hacia delirar.

—¡Fria!...—prosiguió con voz sorda—¡Olí!... ¡Fria!... Apártate... Déjame huir... ¿Mas gritos?... Sí... si... más gritos... ¡Sacrilego!... ¡Ah!... Me abraso... el pecho... la cabeza... ¡Já, já, já!...

Una carcajada estridente, sardónica, estremeció su cuerpo.

—Yo la maté—volvió a decir.—Ese cadáver frío, tan frío... ¡Oh!... ¡Quiero huir!... ¡Déjame!...

Y dió un paso; pero al tocar con el pié el cuerpo de la monja, retrocedió con mayor espanto que nunca.

Su rostro se había desfigurado hasta tal punto que nadie lo hubiera reconocido: parecía que la vejez había estampado en él su sello como si hubiesen transcurrido muchos años en vez de algunos minutos.

Tal era su cansancio y su falta de fuerzas, que no pudo seguir hablando.

Reinó un silenció amedrentador, lúgubre, interrumpido solamente por la respiración del mancebo, tan fatigosa, que a solo escucharla sin mirarlo, se hubiese creído que era el estertor de una penosa agonia.

Transcurrió largo rato.

El vizconde, dominado por un estupor horrible, luchó desesperadamente con su pánico y su conciencia.

Vibró la campana del reloj del convento, y su metálico sonido pareció herir en su más sensible fibra el corazón del aterrado mancebo, porque se estremeció violenta y repentinamente como sacudido por un resorte de acero.

Del interior de su pecho se escapó un grito agudísimo.

Zamareta apareció en el umbral de la puerta, miró al vizconde y a su señora y exhaló otro grito.

—¡Tú también!—exclamó el mancebo.

—¡Dios mío!—dijo la negra.

Y se arrojó sobre el cadáver de su señora y cubrió de besos y de lágrimas aquel rostro helado.

—¡Mira!—repuso la fiel esclava, poniéndose de pié.—¡Contempla tu obra!...

—¡Tú también me acusas!... ¡Oh!...

—Sí, yo también te acuso y apelo a la justicia de Dios y de los hombres, ante el cuerpo inerte de tu victima...

—¡Mátame!... ¡Oh!... Quítame la vida o sácame de aquí... ¡La justicia de Dios!... ¡Ah!... La justicia de Dios ha caído ya sobre mí; antes que tú, me ha acusado mi conciencia... No sabes lo que he sufrido—prosiguió el vizconde mientras que se pasaba otra vez las manos por la frente.—Me han perseguido mil fantasmas horribles, y ella, con su mirada de hielo siempre fija en mí... ¡Por compasion, apártala!.. ¿. Que yo pueda salir, que no la vea... ¡Me abraso!—exclamó con desesperado acento y desgarrando con la fuerza de un loco su coleto de terciopelo.—El pecho se me arde, y la cabeza... Grita, entrégame a la justicia de los hombres, pero apártala, que no me mire... Sí, entrégame á la justicia de los hombres para que acaben con mi vida, porque así dejará de atormentarme la conciencia... ¡Ah!... Tú no sabes lo que son los remordimientos.

—Sí—replicó la negra con acento amenazador—saldrás de aquí, tu mirada impura no profanará por más tiempo el cuerpo de tu víctima, y la justicia de los hombres te hará espiar tus crímenes; pero luego habrás de dar cuenta a Dios de tus acción es, y en la mansión de los maldecidos sufrirás tormentos por toda la eternidad...

—¡Calla!—interrumpió el mancebo con espanto.—Calla... Sácame de aquí...

—Ven—contestó Zamareta, asiéndole de un brazo.

—Pero antes apártala, no puedo salir... Apártala... siquiera por compasion...

[]

–¡Mira!... ¡Comtempla tu obra!...

—¡Cómo te turba y acobarda el crimen!... Por aquí... ven—repuso la negra.

Y arrastró al vizconde hasta en medio de la habitación .

—¡Me abraso!—exclamó el infeliz doncel.

—Sonó la hora dé tu castigo: prepárate a sufrir la tortura y la muerte...

—¡Tortura, muerte!—repitió el vizconde con voz ahogada. Los hombres no pueden hacerme sufrir más de lo que luí sufrido. Mira mi rostro, debe estar desfigurado como estará en mi agonía... míralo...

Y arrancó la gorra de su cabeza.

La esclava miró maquinalmente, y a su vez retrocedió, exhalando un grito.

Los cabellos del vizconde habían encanecido totalmente.

—¡Desdichado!—murmuró la negra.

—¿Te asusta mi aspecto?... Debe ser horrible... ¡He sufrido tanto!...

—Es verdad—repuso Zamareta, trocando en cristiana compasión el arrebato de su odio.—¡El Señor tenga misericordia de tí!

Y volvió a tomar una mano del vizconde, y añadió:

—Sígueme) es preciso aprovechar estos momentos... ¿Por donde has entrado?

—Por la iglesia... el coro...

—Bien, bien... Sígueme.

El mancebo, sin saber lo que hacía, so dejó conducir por la negra que á oscuras lo llevó sin hacer el menor ruido hasta el coro y luego a la iglesia.

El ex-sacristan no se apercibió de la salida del vizconde porque estaba oculto al estremo opuesto de la galería, y ni vió luz, ni sintió pasos, y tampoco oyó la señal convenida, y que debia indicarle que ya era tiempo de marchar.

El asesino pagó agenas culpas, aunque muchas suyas tenía que purgar, pues fue el caso, que viendo que había pasado una hora y que el vizconde no salía, temeroso de que la tardanza fuese por algun acontecimiento desgraciado, salió de su escondite cuando llegaban al coro el mancebo y Zamareta, y sin más ni más metióse de rondon en la celda de Zoraida. Para decir verdad creyó el asesino que su presencia iba a turbar alguna escena de amor; pero su sorpresa fue grande al no encontrar al vizconde y ver solamente en el suelo el cadáver de la monja.

—¡Por los cuernos de Satanás!—exclamó, retrocediendo un paso.—La broma es pesada y no se la perdono al insolente mancebo. Esa es la monja, la reconozco aunque está muy desfigurada. Lo que ha pasado lo adivino: llegó, vió el cadáver, creció el mucho miedo que ya tenía, y se volvió sin avisarme. A estas horas no habrá parado de correr. Y con semejante chasco no querrá darme un solo escudo... ¡Vive Dios!... ¡Ah!... Buena idea: la monja conservaba muchas perlas y algunos diamantes: allí está su cofre Creo que no he perdido la noche. No hay mal que por bien no venga.

Esto diciendo, se arrodilló delante de un cofre que había en un rincon, y fácilmente hizo saltar la cerradura con su puñal.

—Era fama—dijo mientras empezaba a registrar—que tenía perlas como nueces, y tantas, que quizás no quepan en uno de mis bolsillos.

Entre tanto, el vizconde salió de la iglesia, y Zamareta, al volver del coro, llamó al sacristan y al mozo del convento, mandó que despertasen á toda prisa al capellan, que vivia en la casa inmediata, avisó a la abadesa y a las monjas, y todos reunidos y consternados acudieron a la celda de Zoraida.

Tan embebido estaba el ex-sacristan en su operación, que no sintió ruido ni pasos hasta que la comunidad llegó a la puerta; y entonces, levantándose precipitadamente, se puso de espaldas contra la pared, y sacando la tizona, gritó:

—¡Paso, o no queda uno de vostros con vida!

Las monjas gritaron también, unas pidiendo socorro y otras amenazando, éstas huyendo, las otras inmóviles por el miedo y la sorpresa.

Habían reconocido al antiguo sacristan, cosa que a él le importaba muy poco si lograba escaparse.

—¡Sacrilego!—exclamó indignado el capellan.

—Ya ajustaremos cuentas—replicó el asesino;—pero ahora dejadme salir ó encomendaos a Dios.

El nuevo sacristan, que era mozo ladino, vió que la lucha era peligrosa y que habria de correr sangre porque el asesino se defenderia desesperadamente; y oponiendo la astucia a la espada, acercóse con disimulo al mozo del convento, le dijo algunas palabras al oido, y luego, dirigiéndose a las monjas, exclamó:

—¡Silencio, hermanas!... Es preciso evitar el escándalo. Permitidme que arregle este negocio sin ruido.

—Sí, que callen ¡vive Dios! o les arrancó la lengua—dijo el asesino.

—Según lo que oigo—repuso el sacristan—sois mi antecesor y habeis venido á robar.

—Soy vuestro antecesor, y a lo que he venido no os importa.

—Bien, el caso es que no se ha perdido más que el susto porque no habeis tenido tiempo de llevaros nada.

—¿A dónde vais a parar?

—Lo vereis.

—Pues acabad pronto, que el tiempo vale mucho para mi.

—Es que yo quisiera que esto se arreglase amistosamente, porque vos tenéis una espada y un puñal y yo no tengo más que el cuerpo para que lo ensarteis, lo mismo que el señor cura.

—Así lo haré.

—Os creo: tenéis buena pinta...

—No es de tonto la vuestra.

—Soy un pobre sacristan….

—Al grano.

—Os decia que conozco las ventajas de vuestra posición y que no estoy por luchar.

—¿Acabareis?

—Si no me esplico no podremos entendernos.

—Tanta conversación es sospechosa. ¿Esperais socorro?

—Como no venga del cielo...

—Llamadlo, pero despejad—replicó el asesino dando un paso con muestras de acometer.

—Cuidado con dejar descubierta la espalda—le dijo el sacristan.

—No quiero perder más tiempo.

—Dos palabras y todo se arregla.

—Esplicaos, pero sed breve.

—Si dais un paso mas, toda esta gente os rodea; matareis al que tengais delante, pero los que estén detrás...

—¿Pensais infundirme miedo?—dijo el asesino que conoció que le era casi imposible escapar y que estaba perdido si se separaba mucho de la pared.

—Nó—contestó el sacristan.—Lo que deseo es que, así como yo reconozco las ventajas que os da vuestra tizona, vos reconozcais las que á nosotros nos da el ser muchos.

—Bien, pero entre tanto...

—Atended: soy de opinion de que seos deje salir, pero a condición de que probeis que no os llevais nada.

—¿Y cómo?

—Dejándome que os registre.

—O estais loco, o pensais que soy tonto.

—¿Desconfiais'

—Sí.

—¿Y del señor capellan?

—También.

—Entonces...

—Yo os mostraré desde aquí los bolsillos.

—Nó, porque debeis ser ligero de manos.

—No hay, pues, medio de acomodo.

El sacristan echó una mirada a su derecha, sus ojos brillaron alegremente, y dijo:

—Un medio queda.

—¿Cuál?

—Que os registren algunos corchetes.

—¿Qué dices?—exclamó el asesino palideciendo—¡Atrás!

Y a la desesperada, blandió la tizona para abrirse paso; pero en aquel momento apareció una numerosa tropa de alguaciles.

—¡En nombre del rey!—gritaron.

—¡Maldición !—exclamó el asesino.

Pocos momentos después salia del convento rodeado de los corchetes, pero intentando convencer al alcalde de que no era ladron.

—¡Pero si se os ha cogido con el hurto entre las manos!—decia el alcalde.—Y ya en otra ocasión, segun declaran las monjas, robasteis una perla de la corona de la Virgen...

—Aquello—contestó el asesino—fue una casualidad desgraciada;—la perla se desprendió de la corona y cayó en mi bolsillo sin que yo lo advirtiese.

—Habeis profanado...

—No hay profanación : he sido algunos años sacristan del convento, y siempre he andado por él como por mi casa.

—Habeis fracturado la cerradura...

—Se rompió porque era endeble...

—No habeis respetado el cadáver...

—Señor, a los vivos ha de respetarse, como respeto a vuestra señoría, y no a los muertos que ni sienten ni consienten.

—Bien, la inquisición os enseñará...

—¡La inquisición !...

—Sí.

—¿Por qué he de ir a la inquisición y no a la cárcel?

—Por la profanación .

—Ya he dicho a vuestra señoría...

—Porque en otra ocasión cometisteis un sacrilegio, golpeando al capellan.

—Fué que al huir tropecé con su barriga. ¿Por qué la tiene tan abultada? Lo que se tomó por coz fue solo un choque casual y que harto sentí porque me lastimé el pié derecho.

Todas sus razones y escusas no valieron al asesino para evitar que lo encerrasen en la inquisición, de donde no debia salir sino para ser quemado.

CAPÍTULO XXXV. De la entrevista de Cervantes y el vizconde.

CUANDO al siguiente día tuvo el poeta noticia de la muerte de Zoraida, no encontró en el primer arrebato de su dolo rosa pena otro desahogo que la venganza, y ciego por la ira salió de su casa y se dirigió a la del vizconde con ánimo resuelto de matarlo o morir. En aquellos momentos estaba Cervantes tan dominado por la cólera como si se hubiese encontrado en lo más recio de un combate, creciendo por segundos su enojo porque encontraba más ruin y más criminal la conducta del mancebo á medida que reflexionaba sobre ella.

Al llegar, pues, a casa del vizconde, su sed de venganza había trastornado su razón, y nada más que la sangre de su enemigo, podia calmar la exaltación de su rabioso enojo.

El poeta llamó con fuertes golpes a la puerta de la morada del vizconde, y apenas le abrieron y un criado iba a reconvenirle por su descortesía, sin dar tiempo a que le dijera una palabra, preguntó:

—¿Y el señor vizconde? ¿En qué aposento está?

—Antes—replicó el sirviente—preguntad si su señoria permite que le vean.

—No necesito preguntarlo—repuso Cervantes con altanería—porque he venido para verlo y él se honrará no poco con recibirme. Vamos, decid donde está, que tengo prisa...

—Os repito que no se entra así en esta casa...

—¡Vive Dios!—exclamó el poeta con impaciente enojo.—Si seguís deteniéndome con vuestras impertinencias...

—Os haré respetar esta casa...

—¡Canalla!... Me apurais la paciencia.

—No se puede ver al señor vizconde porque está enfermo.

—Mentís.

—Es la verdad.

—Pues apesar de eso, lo veré.

—¿Tampoco respetareis su dolencia? Señor hidalgo, menester será que os modereis.

—Lo que sí habré de hacer, será recorrer toda la casa hasta encontrar á vuestro amo, cosa que no os atrevereis a estorbarme.

—Pica ya en abuso vuestra insistencia.

—¡Vive el cielo!... Me estais haciendo perder un tiempo precioso y acreditándoos de necio.

—Señor hidalgo...

—¿Pensais que puede mostrarse tanto empeño como el mío para un asunto de poca importancia?

—Bien comprendo que será grave el que os ha traído.

—Y mucho.

—Pero si solo a vos os interesa...

—Atended: si quereis que acabemos en paz, decid a vuestro señor que Miguel de Cervantes, que llegó ayer de Portugal, quiere verlo; y si se niega a recibirme, añadid que yo he dicho que es un miserable, un villano, un cobarde...

—¡Señor hidalgo!...

—Sí, repetid mis palabras, porque si quiere escusar nuestra entrevista es porque tiene miedo...

—O por falta de salud. Ha venido a la madrugada muy agitado y muy triste; ha pasado la noche en vela, no ha querido almorzar, y apenas amaneció... En Un, esto no es del caso, pero sí lo cierto que no ha salido de su gabinete y que ni aun se deja ver de nosotros.

—Pues bien, a pesar de todo eso, avisadle.

—Lo haré, desobedeciendo sus órdenes, pero solo porque venís con apariencias de quien busca un duelo, y mi señor no se esconde nunca en esos lances. Cuando no quiere recibir a nadie, me dice: uno estoy en casa; pero si sospechas que alguno viene en busca de estocadas, que entre.»

—Bien, tanto mejor porque a eso vengo.

El criado dejó a Cervantes y entró en un gabinete medio oscuro, porque la única ventana que tenía estaba casi cerrada. Allí estaba el vizconde, recostado en un divan y con el rostro oculto en el brazo donde descansaba la cabeza.

—¿Señor?—dijo el sirviente.

—¿Ha vuelto?—preguntó el doncel con débil voz.

—Nó, señor; pero acaba de llegar un hidalgo...

—A nadie quiero ver.

—Es que dice...

—Te repito que nó.

—Si me permite vuestra señoría...

—Déjame, Antonio.

—Es asunto de...

—Ninguno me interesa... Vete.

—Un duelo...

—¿Un duelo dices?

—Si, señor.

—Pues contesta que no lo admito.

—Es que dice que si se niega vuestra señoría...

—¿Me matará?

—Que le diga a vuestra señoria que es...

—¿Un cobarde?

—Si, señor—contestó temerosamente el criado.

—Contéstale que tiene razón.

—¡Señor!—exclamó sorprendido el doméstico.

—Te hablo seriamente... Déjame.

—Es que dice además...

—¿Qué soy un villano?

—Sí, señor.

—Contéstale que no se equivoca.

—Y además.

—¿Qué soy un asesino? ¡Ahí Dile que no puedo negarlo, y que si me acusa á la inquisición, se lo agradeceré.

—Pero como añade que ha venido desde Portugal...

—¡De Portugal!—repitió el vizconde incorporándose.

—Y segun parece...

—¿Ha dicho su nombre?

—Miguel de Cervantes.

—Dile que entre si quiere entrar, pero que tenga entendido que otro que vale más que él ha castigado ya el crimen que él quiere vengar.

—¿Qué significa esto?—dijo para sí el sirviente.—¿Se ha vuelto loco?

—Avísale al momento—repuso el vizconde.

El criado salió.

Miguel de Cervantes lo esperaba con impaciencia.

—¿Qué ha contestado?—preguntó.

—Apenas pronuncié vuestro nombre...

—¿Os dijo que me dejaseis entrar?

—Justamente...

—Conducidme...

—Pero me manda advertiros... No sé si se habrá Vuelto loco mi señor, porque…

—Esplicaos—interrumpió afanosamente el poeta.

—Dice que tengais entendido que otro que vale más que vos ha castigado ya el crimen que quereis vengar...

—¡Otro que vale más que yo!...

—Son sus palabras.

—No lo comprendo; pero él me esplicará... Vamos que el tiempo vuela.

El criado introdujo a Cervantes en el gabinete del vizconde, y si este no hubiera baldado, aquel no hubiese podido verlo en la casi completa oscuridad que lo rodeaba.

—Señor hidalgo—dijo el mancebo—sentaos si os place.

—No os había visto, caballero—contestó Cervantes con aspereza.—Gracias; no estoy cansado.

Y esforzó la mirada para descubrir el rostro de su enemigo, mientras que sentia que su sangre se arrebataba a la cabeza.

El doncel, por el contrario, se estremeció, y a no estorbarlo la oscuridad, se le hubiese visto palidecer mortalmente.

—Presumo a lo que venís—dijo—y me alegro de veros porque me dais ocasión de tranquilizarme.

—Señor vizconde—replicó el poeta—vengo a haceros un honor que no mereceis, a medir con la vuestra mi espada.

—¡Mi espada!—repuso con triste amargura el doncel.—Ya no la tengo. No hay calle de la villa donde no se haya visto relucir para contestar á mas blandas provocación es que la vuestra, pero...

—¿Os negareis?—interrumpió Cervantes.

—Sí.

—¡Teneis miedo!...

—Nó, señor hidalgo:.nunca me ha sido la vida tan indiferente.

—¡Oh!... quereis burlar mi enojo...

—Escuchadme...

—Antes habré de echaros en rostro vuestros crímenes, llamaros menguado, vi!... ¡asesino y cobarde!...

—¡Vos me acusais también!—dijo el vizconde, repitiendo sus palabras de la noche anterior.—No me acuseis porque es en vano; ya lo ha hecho mi conciencia.

—¡Oh!—esclamó el poeta, dando un paso hacia el vizconde.—¿No respetareis siquiera?...

—Dadme el ejemplo—interrumpió el vizconde.

—¿Os burlais'

—Señor hidalgo, si buscais al jóven desenfrenado para provocar su enojo, pidiéndole cuenta de sus abusos y de sus crímenes, para castigarlo midiendo con la suya vuestra noble y gloriosa espada, nada tenéis que hacer aquí porque ya no existe; pero si buscais al hombre desgraciado, que ha sufrido en una hora lo que no puede sufrirse en el infierno en un siglo, que lucha en vano por acallar los remordimientos de su conciencia, que ha visto, en fin, y sentido la mano omnipotente de Dios, y aunque anciano ya, espera muchos días de espiación terrible en este mundo, y de castigo eterno en el otro, si a ese buscais, repito, aquí lo tenéis, acercaos a él movido, no por el odio y la sed de venganza, sino por la compasión y el cristiano deseo de perdonarlo.

Con tono tan solemne pronunció estas palabras el mancebo, que Cervantes no se atrevió a contestar con la misma altivez y enojo que antes había hablado. Sin embargo, como ignoraba lo sucedido la noche anterior, y como tenía por tan depravado al doncel, que no lo creyese capaz de un arrepentimiento tan completo, dudó si, como había dicho el sirviente, había perdido el juicio, tal vez en un arrebato de desesperación por no haber conseguido sus amorosos deseos.

—O estais loco—dijo el poeta—ó tenéis miedo y quereis libraros de mi, escudándoos tras una crimina! hipocresía.

—Loen estuve en otro tiempo, no ha muchas horas, y ahora mi mayor tormento es el tener sana la razón.

—Caballero—murmuró el poeta sin acertar a comprender aquel cambio.

—Sospechais aun que estoy loco, ¿no es verdad?

—Ni sé ya lo que sospecho, pero sí que cada vez me confunden y sorprenden más vuestras palabras.

—Os he rogado que diéseis tregua a vuestro enojo y me es cuchaseis...

—¿Qué podeis decirme que escuse vuestro infame proceder?

—¡Eseusarme! ni aun intentarlo quiero.

—Sentirla que os estuviéseis burlando de mi. Habeis causado la muerte de la desdichada berberisca, después de haberle hecho sentir los mas horribles tormentos; abusásteis en Portugal de mi buena fe, y vinisteis á despedazar inhumanamente el corazón de una madre, a convertir en dolor y llanto la calma de una familia; nada habeis respetado, nada hubo sagrado para vos, ni Dios, ni los hombres, ni la virtud, ni la pobreza... ¡Oh!... no habeis encontrado en vuestro camino quien os castigue, quien vengue a la sociedad ofendida, ultrajada por vos... ¡aquí estoy yo, caballero!—exclamó el poeta con acento amenazador y clavando su mirada de águila en el vizconde.—Aquí estoy yo para castigaros, para vengar a la sociedad: nadie ha podido haceros inclinar la frente, pero ¡por mi nombre y os juro que la doblareis ante mi porque defiendo una causa noble y el crimen es siempre cobarde: nunca habeis temblado, sino que os habeis reído delante de la muerte; pero yo os haré temblar, yo os haré sentir miedo...

—¡Miedo!—exclamó el vizconde estremeciéndose,—¡Ah!... Si, he sentido miedo hace pocas horas, aunque nunca lo conocí; pero un miedo horrible... ¡Dios mío!... un espanto que no podeis concebir, el terror de un niño cuando está solo y creer ver un fantasma en la oscuridad... mas aun... ¡Compadecedme!... Esperais verme humillado ante vos... ya lo estoy... y aun doblaré la rodilla, me arrastraré ¿vuestros piés.

Era tan conmovedor el acento del vizconde, que Cervantes no acertó á contestar una palabra y sintió que poco a poco iba apagándose el fuego de su ira.

—¡Venis a castigarme, a vengar a la sociedad ultrajada!... Habeis llegado tarde—prosiguió el vizconde;—Dios me ha castigado, ha vengado á la sociedad, y vos no os atrevereis a interponeros entre su santa justicia y mis crímenes, no estorbareis la espiación que he de sufrir en esta vida, quitándomela de un solo golpe...

—Estais trastornado—dijo al fin el poeta—y acabareis por trastornarme.

—Ya me comprendereis—

—¡Oh! sí, sí, esplicáos...

El mancebo enjugó el sudor helado que por su frente corría, y luego prosiguió, diciendo:

—Venid... sentáos y escuchadme... Hace pocas horas, estraviado más que nunca mi juicio por el arrebato de mi fatal pasión a la berberisca, penetré en el sagrado recinto...

—¡Profano!—exclamó el poeta sin poder contenerse.

—Ya me lo ha dicho mi conciencia... Escuchadme. Penetré en aquel lugar santo y llegué a la celda de la berberisca con intento de sacarla en mis brazos sin respetar su dolor ni su desgracia, sin temor a Dios ni a los hombres.

—¡Desdichado!—murmuró el poeta.

—Mucho, si—repuso el mancebo.—Ya os he dicho que estaba trastornada mi razón, y en mi locura, sin comprender que pudiese existir siquiera la virtud, creyendo que vos tampoco respetaríais los votos de la berberisca y que la sacaríais del convento, quise estorbarlo y a la vez satisfacer mis deseos, y me resolví a llevármela antes que vos para disputárosla después.

—¡Dios mío!—exclamó el poeta.—¿Y habeis permitido tan horrible crimen?

—Sí, para castigar en un momento los crímenes de toda mi vida. Entonces estaba en un estado de espantosa exaltación, de embriaguez tal, que nada veia, nada oia, de todo me había olvidado, y solo me acordaba de mi pasión y de mis celos, sin sentir otra cosa que sus ardores y su venenoso aguijon; se abrasaba mi pecho y mi cabeza; no había para mis ojos ni luz ni oscuridad, porque miraban y no veian, porque al ver no sabian lo que miraban; nada ni nadie hubiera podido detenerme, y sin embargo, todo me infundia miedo, mi sombra, el leve ruido de mis pasos y hasta las palpitación es de mi corazón... ¡No podeis comprenderlo!... Mi planta impura llegó hasta el pié del reclinatorio donde oraba la berberisca; tenía las manos cruzadas, inclinada la frente... no se movió, parecía dormir... Su rostro estaba oculto y no lo vi, pero me acordé de su belleza, de sus negros ojos espresivos, ardientes; de sus labios rojos, frescos, provocativos; de sus megillas tersas, de su altiva frente... ¡Oh!... por mis venas circuló una corriente de fuego... cogí sus manos con todo el ardor de mi locura...

—¡Profano!—gritó el poeta con terrible acento.

—Estaba muerta—prosiguió con espanto el vizconde.—Estaba muerta... y... su cadáver rodó a mis pies... ¡Ah!—gritó el infeliz mancebo, levantándose impulsado por una sacudida nerviosa.

Pero luego volvió a dejarse caer sobre el divan, con muestras del mayor abatimiento.

—¿Qué hicisteis?—exclamó Cervantes, cogiendo por un brazo al vizconde, y sacudiéndolo rudamente.—¿Qué hicisteis entonces?

—Tuve miedo—contestó el doncel con voz tan ahogada que apenas se entendían sus palabras.—Tuve miedo y... un miedo... No puedo esplicároslo... Solo sé que tuve miedo, que no vi a mi alrededor mas que fantasmas y a mis piés el cadáver de la berberisca, con su rostro pálido y enjuto y sus ojos abiertos y apagados... Aquella era mi obra... y... no sé... tuve miedo...

—¡Y quereis que os perdone porque os es paulasteis de vuestro propio crimen! ¿Y ese miedo ante un cadáver, ese miedo pueril es todo el castigo que decís os ha impuesto Dios?...

—Y mi conciencia que parece desgarrarme el alma...

—No es bastante...

—¡Ah!... No sabeis lo que he sufrido, lo que sufro... ¡Quereis mi sangre?... Cuando llegueis a comprender mis tormentos renunciareis á vuestra venganza, y como la negra, me mirareis con cristiana compasión y me direis: «Dios tenga misericordia de tí.»

—La negra es una mujer débil, impresionable...

—Mirad—replicó el vizconde.

Y levantándose, cogió de un brazo al poeta, le arrastró hasta la ventana, y abriendo la para que entrase la luz, añadió:

—¡Mirad!

Cervantes exhaló un grito y retrocedió asustado al ver la cabeza blanca, la frente rugosa y marchita, los ojos apagados y las facción es desfiguradas del mancebo.

—¿Buscais—dijo éste—al jóven hermoso, de vida desenfrenada, altanero, valiente, atrevido como ninguno, que no respetó virtudes ni dolores, que se burló de la muerte, que ultrajó a la sociedad?... Ya no existe.

—¡Dios os perdone!—murmuró Cervantes, inclinando la cabeza con respeto.

—¿Y vos?...

—Os perdono de todo corazón—repuso el poeta conmovido ante la desgracia, y arrepentido de haberse dejado dominar por un deseo de venganza ruin.

—¡Gracias!—exclamó el vizconde.—¡No sabeis cuanto bien acabais de hacerme!...

Y sentándose otra vez, tomó aliento y repuso:

—Voy a dejar el mundo, y en el retiro de una celda lloraré mis pecados y pediré a Dios que me mire con misericordia. Largos y penosos días dé tormento me quedan, porque mi conciencia me acusa sin cesar.

—¡Un convento!...

—Si, dentro de pocas horas estarán vendidos todos mis bienes y pagados mis acreedores. Nadie más que vos sabrá cual es él lugar de mi retiro, por si acaso alguna vez quereis ir a consolarme.

—¿Pero no tenéis parientes?...

—Ninguno: no conocí a mi madre, y mi padre murió siendo yo aun muy niño. Nadie me ha enseñado el camino de la virtud, y cuando sin conciencia de lo que hacia, me lancé en la senda del vicio, sediento de placeres, el mundo aplaudió mis estravíos, dejándome seguir adelante en vez de abrir mis ojos para que viese el abismo que a mis piés se abría, y de estorbar mis pasos para que no cayese en él. ¡Y ahora me acusará ese mismo mundo que con sus adulación es me animó a ser crimina!, ese mundo que no me tendió una mano compasiva!...

—¿Os enseñaron a conocer a Dios?

—Sí.

—¿Y sus divinos preceptos?

—También.

—Pues responsable sois de vuestras fallas.

El vizconde inclinó la cabeza.

—¿Qué pedís al inundo?—prosiguió el poeta.—¿No está compuesto de criaturas débiles como vos? Si a vuestros ojos presenta el mundo vicios que os arrastren por el camino del mal, también os presenta virtudes que Os enseñen el del bien; y si de estas apartabais los ojos porque no halagaban vuestras pasiones, vuestra es la culpa, y no del mundo, porque el Supremo os dió entendimiento para conocer y distinguir, y voluntad para obrar. Siempre acusamos al mundo de nuestras propias fallas, pero no le reconocemos deuda alguna si nos ha enseñado a practicar la virtud: lo hacemos responsable de nuestras malas obras, pero no pedimos para él el premio de las buenas. ¡Pobre mundo, y cuán injustos somos contigo los mismos que te componemos! ¡Pobres criaturas que no conocemos que al acusar al mundo nos acusamos a nosotros mismos!

Largo ralo hablaron aun el poeta y el mancebo, separándose después de abrazarse fraternalmente.

A las doce de aquel dia, el vizconde había despedido a sus criados, su casa estaba desocupada, y él separado del bullicio del mundo.

Y tan a tiempo tomó sus disposición es y desapareció sin que nadie mas que el poeta supiese su paradero, que a las dos de la tarde lo buscaban por todos los rincones de la villa los esbirros de la inquisición, porque el ex-sacristan a la segunda cuña que le pusieron en el tormento, había declarado que entró en las Trinitarias en compañia del vizconde que intentaba sacar del convenio a la monja que encontró muerta.

Cuando Cervantes volvió a su casa, encontró a su madre y a su hermana que lo esperaban con el más angustioso afán, pues aunque ignoraban el fin que había movido al poeta para salir tan temprano y en momentos de tal amargura, sospecharon la verdad, creciendo su cuidado cada momento que pasaba.

—¡Gracias, Dios mío!—exclamó doña Leonor al ver a su hijo.

—Aquí me tenéis—dijo éste, besando la frente de su madre.—¿Qué temíais?

—Saliste tan precipitadamente...

—Sin duda habeis sospechado...

—Que ibas a buscar al vizconde.

—No os equivocásteis, madre mía.

—¿Qué intentabas?... ¡Ah!... Tiemblo, Miguel. Has vuelto más pálido y agitado que cuando te fuiste...

—Tranquilizaos...

—¿Pero Cuál era tu intento?

—El que no he podido conseguir: ya sabeis que estoy condenado á encontrar todo lo contrario de lo que busco. En esta ocasión no me pesa.

—Esplícate...

—Buscaba a un hombre que respondiese a mi reto con la espada, que añadiese injurias a las ofensas, y encontré a un desdichado que sufre un espantoso castigo de Dios, que dobla su frente y que me suplica que lo perdone...

—¿Y ese hombre era el vizconde?—replicó sorprendida doña Leonor.

—Sí, madre mia, el vizconde, el hermoso mancebo, tan arrogante, tan altivo, que tiene ahora la cabeza encanecida, la frente arrugada y vive horriblemente atormentado por su conciencia.

—¡Dios mío!...

—Ya os lo diré todo: ahora necesito descansar porque la emoción que ha esperimentado mi espíritu me tiene en estremo fatigado... Y sin embargo no puedo apartar de mi memoria los tristes sucesos de ayer porque forman época en mi vida, porque deciden de mi suerte... de nuestra suerte...

—No hablemos de eso—interrumpió doña Leonor.—Ayer llegastes de Portugal y aun no has tenido tiempo de reponer tus fuerzas...

—Nó, madre mia; no debemos perder un instante. Nada me habeis dicho todavia del estado de nuestros intereses.

Doña Leonor palideció.

—¿No me contestais'—repuso el poeta.

—Mañana hablaremos de ese asunto antes debes descansar para ocuparte de él con más ardor.

—¿Por qué vacilais? ¿Teneis qué darme malas nuevas?... Nada temais, que la costumbre de sufrir ha fortalecido mucho mi espíritu. ¿Qué puede haber sucedido? ¿No ha podido al fin recuperarse alguna parle de nuestra hacienda?... Hablad esplicáos, madre mia, que un golpe tras otro golpe no son para mi cosa nueva.

—Nada se ha recobrado—contestó doña Leonor.

—Doy por bien perdida mi parte—repuso el poeta.—Y. vos, madre mia, no os dejeis abatir por la falta de recursos, porque ya estoy con vosotras, soy jóven y fuerte y puedo trabajar: además, espero que el rey... no, no espero nada porque ya he recibido muchos desengaños; pero bien puede suceder que se tomen en consideración mis servicios y que se me premie con poco o con mucho... En fin, madre mia, os repito que estoy á vuestro lado y que no tenéis que pensar en nada.

—Es que hemos llegado al último es tremo...

—Esplicáos claramente.

—Hace, ya mucho tiempo que solo vivimos del producto de nuestro trabajo, y precisamente esta semana...

—¿Pero no tenéis?...

—Ni aun para el más preciso alimento sino se empeñan nuestras ropas...

Cervantes palideció. ¡Su hija iba a tener hambre!... Su mirada se fijó casualmente en la cajita de las perlas regalo de Zoraida, y exclamó:

—¡Somos ricos!... ¡Tendreis pan!...

Pero se detuvo repentinamente, inclinó la cabeza y murmuró:

—No son mias...

Doña Leonor comprendió que su hijo se atormentaba luchando entre su cariño de padre y los severos escrúpulos de su conciencia, y dijo:

—Esas joyas son un sagrado.

—Es verdad, madre mia; pero mi hija no tiene pan, no lo tenéis vos ni mis hermanas...

—En cambio tú eres jóven, fuerte...

—¡Y tengo una voluntad de hierro!—exclamó el poeta.—Es preciso dominar todos los dolores, olvidarlos siquiera por una hora... ¡Los o I y id aré!...

—¡Hijo mío!—exclamó doña Leonor cuyos ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Por qué llorais'... No tenéis motivo para esa tristeza. ¿Qué os falta, pan?... Aquí tengo un tesoro—replicó el poeta, poniendo una mano en su frente.—Quiero que penseis en otra cosa, y para conseguirlo os hablaré de un personaje a quien encontré pocas leguas antes de llegar á Madrid. El tal caminaba en un hermoso cuartago, seguido de un escudero, y me alcanzó. Sin duda pensó andar más despacio o tenía ganas de entablar conversación, porque al llegar a mi lado me saludó cortesmente, me preguntó si venia a Madrid, y conteslándole yo que tal era mi intento, me rogó que aceptase su compañía. Díjele que bien me honraba, y después de algunas frases corteses, hablamos de todo, concluyendo por sacar a plaza las nueve del Parnaso: yo manifesté mi afición a las letras, y él, aunque su cara y su conversación lo desmentian, me dijo que era poeta, pero que aun no se había decidido a dará luz ninguno de los partos de su ingénio. Recitóme algunos sonetos, que después sospeché no eran de su cosecha, y le pagué recitándole yo algunos romances de la mia. Le parecieron bien y se deshizo en alabanzas, y luego me dijo que estaba en un aprieto porque se había comprometido a escribir un epitalamio para la boda de un amigo suyo, persona de calidad, y que le habían sobrevenido repentinamente tales ocupación es, que no podria cumplir su palabra. Ofrecíle entonces mi pluma, y él dijo que con la mejor voluntad la aceptaría, pero a condicíon de que yo recibiese el valor de mi trabajo: le contesté que en nada me ofendía, pues era mi oficio por haber dejado el de la guerra, y entonces me ofreció pagarme Iiberalmente, y yo guardar el secreto. Hoy es día cinco, y recuerdo que mañana se hará la boda...

—¡Miguel!—exclamó admirada doña Leonor.

—Es preciso olvidar todos los dolores por una hora—replicó Cervantes.—¿Para qué me ha dado Dios la voluntad?

Y se sentó delante de la mesa y se dispuso a escribir.

—Dejadme, madre mia—repuso.

Algunos momentos después corria velozmente su pluma, formando sobre el papel renglones desiguales.

¿Quién hubiera podido apreciar el valor de aquel trabajo?

¡Pobre manco!

Habia derramado su sangre en las batallas, y la gloria había coronado su heróico valor, pero se encontraba pobre, sin pan y sin la mano izquierda: trocó la espada por la pluma... allá veremos si de la gloria de sus escritos fue también hermana la miseria.

FIN DE LA PARTE SEGUNDA.
PARTE TERCERA. GLORIA Y MISERIA.
CAPITULO I. Donde principia á darse a conocer la nueva vida de Cervantes.

LA gloria se alcanza con el talento, pero el hambre y la miseria suelen ir casi siempre con la gloria. No hemos conocido en España á ningun escritor que se haya enriquecido con el producto de sus obras: el que mas, ha conseguido vivir modestamente, considerándose afortunado. En tiempo de Cervantes, como en nuestros dias, los poetas han sido pobres, muy pobres; y aunque para justificar su pobreza, el vulgo y aquellos que los esplotan, los acusan de manirotos, despilfarrados y hasta de hombres de vida loca, porque la mezquindad y la ruindad no caben en un alma elevada, es lo cierto, por nuestra desdicha y para mengua de nuestra patria, que su pobreza consiste en que un escritor no gana mas que un escribiente.Hay, sin embargo, que distinguir á los literatos de los comerciantes de letras que no son pocos: estos últimos viven con lujo, llegan á ser fiambres de negocios y hasta propietarios, y dejan á sus hijos una renta: los primeros viven luchando con la miseria, llegan á no tener pan en su vejez y solo dejan á sus hijos un recuerdo. Se asegura que en España no está desarrollado el espíritu mercantil... No pueden decir eso los escritores con cuyo talento se especula, cuyas obras se valoran con la medida como el paño y el lienzo, aunque sin atender á la calidad, y una vara de novela que no encierre un pensamiento se paga lo mismo que otra vara, producto de largos estudios, de profundas meditaciones y de penosas vigilias.

Lo que acabamos de decir es muy vulgarmente sabido y está dicho mas vulgarmente aun; pero es una verdad que no por ser sabida ha de callarse.

Tal sucedió á Cervantes cuando tomó por oficio lo que antes habia sido en él entretenimiento y desahogo: como si hubiera tenido que pagar los aplausos del público, cuanto mas aumentaba su reputacion menos dinero tenia, y acabó por morir pobre, tan pobre como un mendigo. Nadie, sin embargo, ha tenido como él ocasiones de hacer fortuna, pero las dejó pasar porque el aprovecharlas le hubiese costado sacrificar sus inclinaciones, su noble orgullo, su dignidad y sus generosos sentimientos de abnegacion. ¡Y aun ha habido lenguas que intenten manchar la memoria de aquel mártir de sus virtudes, y espíritus envidiosos que turbasen el reposo de su vida con persecuciones injustas!... ¡Pobre manco!

Desde que dejamos á Cervantes hasta que ved vemos á presentarlo á nuestros lectores, han transcurrido dos años, y en este tiempo habia trabajado de tal manera, que logró desempeñar una parte, aunque mezquina, del patrimonio de su familia y asegurar de este modo á su madre el preciso sustento. Casi libre ya de este sagrado deber, tentóle el diablo de Himeneo, y en 12 de setiembre de 1584, contrajo matrimonio con doña Catalina de Palacios, Salazar y Vozmediano, hija de Hernando Salazar y Vozmediano y de Catalina de Palacios, ambos de las mas ilustres casas de Esquivias. Llevóle su esposa entre dote y arras, ciento noventa y dos mil doscientos noventa y siete maravedís, y él la dotó en cien escudos, según consta de escritura otorgada en dicha villa á 9 de agosto de 1586, ante el escribano público Alonso de Escalera, consistiendo el dote en varios majuelos, colmenas, un huerto, menage de casa y un gallinero con cuarenta y cinco gallinas, algunos pollos y un gallo.

Como se comprende fácilmente, el valor del dote era bastante mezquino, pues sobre no llegar á seis mil reales, habia que rebajar el importe del menaje de casa, no siendo el resto suficiente cantidad para hacer producir una renta que pudiese sostener á una familia. Cervantes, pues, tenia que buscar los medios de subsistencia con su trabajo, para lo cual, despues que vivió una breve temporada en Esquivias, se trasladó nuevamente á Madrid.

Ya habia publicado La Galatea, y aunque los productos de esta obra le habian proporcionado algun desahogo, no se prometia los mejores resultados con otra del mismo género, porque la novela pastoral comenzaba á mirarse con indiferencia por el público, sin duda por la falta de novedad que encontraba el lector, novedad que no podían darle los autores sin estraviarse en el camino de un gusto pésimo, por los escasos recursos que suministra este género literario.

Al escribir esta novela, no ha sido nuestro ánimo hacer un examen crítico de las obras de Cervantes, por ser agena cosa á las condiciones literarias de una novela; solo hemos querido dar á conocer el carácter y raras vicisitudes del príncipe de nuestros ingenios. Por esta razon, ni sobre La Galatea ni ninguna otra obra suya diremos mas que lo que tenga relacion con su vida, y si alguna vez emitimos nuestro juicio, será ligeramente.

Por de pronto, y en cuanto á La Galatea, estamos de acuerdo con el respetable juicio de don Buenaventura Carlos Aribau, que opina que

«la mayorparte de sus defectos consistia en el género»

porque según añade dicho señor muy acertadamente,

«prescindiendo de los resabios bastante frecuentes de afectacion y amaneramiento, el lenguaje es puro, elegante, armonioso mas bien que animado y correcto; algunos carácteres están bien delineados; muchos incidentes inspiran el mas vivo interés, y sobre todo la inventiva, este gran dote de Cervantes, este órgano de su cerebro, como dirían los modernos, resalla allí magníficamente y sobresale entre todo lo demás. Pero esto no es bastante para disimular, ni la enmarañada complicacion de sucesos qué siendo inconexos entre sí, embarazan, detienen, interrumpen y debilitan el curso de la accion principal, ni la inferioridad de ciertos episodios, ni la sutil metafísica amorosa, esplicada como en cátedra, ni la poca conformidad de asimilaciones con las costumbres de los personajes, que desvanece toda la ilusion de la verosimilitud. Por esto convienen casi todos los críticos en que La Galatea ocupa el último lugar entre las obras de Cervantes, en el orden de perfeccion literaria.»

Tal es la opinion del señor Aribau, que nos hemos permitido copiar porque con las formas de su castizo y elegante estilo, da en pocas palabras la idea mas cabal que puede tenerse de La Galatea.

No se ocultaban á Cervantes los defectos de su obra, como se vió cuando algunos años despues, en el espurgo de los libros de don Quijote, la condenó él mismo, librándola del fuego solo con propósito de enmienda.

Establecido en Madrid, pensó en qué deberia ocuparse. Las novelas producian muy poco, y por consiguiente, le convenia escribir otra clase de obras de mayor utilidad. Comenzaba entonces á formarse nuestro teatro, y las obras de Juan de la Cueva y Cristóbal de Virues, que habian tomado un nuevo rumbo, escitaron el interés del público que llevado de la novedad llenaba los corrales de comedias. Este era, pues, el camino que ofrecia un regular provecho á los poetas, y nuestro manco se decidió á seguirlo.

Estamos en uno de los primeros dias de octubre del año de 1585.

Síganos el lector y lo llevaremos á la calle de la Magdalena, entraremos en un portal estrecho, súcio y oscuro, subiremos una escalera mas estrecha y mas oscura, empinada y resbaladiza, y llegados al cuarto segundo, penetraremos en una salita cuadrada con balcon á la calle, y cuyos muebles consistian en una mesa de pino con barrotes cruzados que sostenian las patas, y que en la carta dotal de la esposa de Cervantes habia sido tasada en cinco reales, y en algunas sillas que armonizaban con la mesa. Sobre esta habia un enorme tintero de piedra jaspe y algunos papeles.

Eran las cuatro de la tarde, y nuestro poeta acababa de dejar la pluma, cuando se abrió la puerta del aposento y entró una mujer que apenas tendria veinte y dos años, y cuya belleza no común hubiera parecido mayor á no oscurecerla cierto aire de tímida cortedad que quitaba á su rostro y á sus maneras esa animacion que tanto impresiona y conmueve y que suele sustituir sin desventaja á la verdadera belleza. Eran sus cabellos rubios y brillantes, su tez blanca y sus ojos pardos y de mirada tan tierna y dulce que bien daba á conocer la existencia de un corazon sensible, generoso y noble. A pesar de su timidez, de su recato y de la delicada compostura de sus maneras, conocíase á la mujer susceptible de sentir y y abrigar ardientes pasiones, pero guardándolas en el fondo de su alma y teniendo especial cuidado de no dejarlas traslucir en el semblante ni en las palabras.

Tal era la esposa de Miguel de Cervantes: un tesoro de virtudes y modestia.

Cuando entró en el aposento, dió un paso y se detuvo como temerosa de haber llegado inoportunamente.

—Acércate—le dijo el poeta con acento cariñoso.

—Me iré si le interrumpo—contestó con voz dulce doña Catalina.—Pero llevas esta tarde mas de tres horas de trabajo.

—¡Tres horas!—replicó Cervantes sorprendido.—Sin duda te equivocas....

—Han dado las cuatro. Tú no sientes pasar el tiempo cuando trabajas, y.... á la verdad, temo que se quebrante tu salud.

—Al contrario, Catalina, yo no podria vivir sin trabajar; necesito desahogar mi imaginacion....

—Pero tambien es preciso el descanso, y tú, ni duermes, ni das tregua á la pluma.... Nó, nó—repuso doña Catalina con tono de cariñosa reconvencion y sentándose junto á su esposo:—es preciso que adoptes otro sistema de vida.

—¿Qué he de hacer? Aun sin descansar, el producto de mi trabajo apenas cubre nuestras necesidades.

—Nos reduciremos, Miguel, viviremos con mas pobreza: antes que todo es tu vida.

El poeta dirigió á su alrededor una mirada espresiva, se sonrió amargamente, y repuso:

—¡Vivir con mas pobreza!.... Bien, pues comienza por suprimir alguna parte del lujo de nuestra vivienda.

—No es solamente la casa....

—¿La comida?....

—Pues bien—replicó doña Catalina—permíteme que yo trabaje.

—¡Jamás—exclamó Cervantes, levantando orgullosamente la cabeza.—Yo sé cumplir con mis deberes, y en tanto que me quede un soplo de vida, no tendré que echarme en cara la mengua de haberlos olvidado. ¡Trabajar tú; Catalina!... ¡Ah!... Imposible. (Alcanzar yo mi reposo á costa del tuyo!.... ¿No comprendes que eso me atormentaria mas que todas las privaciones que ahora me impongo? ¿Y qué se diria de mí? ¿Qué, cuando se supiese que mientras yo descansaba ocioso tú trabajabas?.... Tal mengua cuadra mal á un hombre que conserva un leve resto de dignidad.

—Pero tu salud....

—Es buena, ya lo ves: y si bien lo piensas, mi vida es ahora muy regalada en comparacion de la que he pasado. No me quejo de la suerte: tengo una esposa que me ama y fuerzas para ganar el sustento preciso.... ¿Qué mas puedo pedir? Mi felicidad es completa porque nada me falta y mi conciencia está tranquila. El hombre ha nacido para trabajar sin descanso, para ser útil á sus semejantes, y el que no sacrifica nada á estos deberes, no tiene derecho á pedir nada á la sociedad. Todo cuesta mucho, hasta el descanso tiene que comprarse á costa de trabajo. Se envidia la suerte de los que naciendo pobres logran hacer fortuna y pasar cómoda y regaladamente el resto de sus dias; pero no se piensa cuánto les ha costado, no se averigua con qué sacrificios se alcanzó lo que llaman suerte y que no ha sido otra cosa que la constancia en trabajar noche y dia hasta conseguir el fin de un plan bien meditado. Yo tambien descansaré, Catalina; descansaré y será mia la fortuna caprichosa, pero necesito trabajar mucho para conseguirlo. Ahora emprendo un camino cuyo término es la gloria y el bien estar: déjame seguir, no me robes los alientos, sino al contrario, cuando veas que me fallan, procura hacerlos renacer, que al fin has de alegrarte porque mi gloria es la tuya.

Doña Catalina inclinó la cabeza y no contestó. Nada tenia que oponer á los sanos principios de su esposo, pero sin embargo, no quedó convencida de que debia menguar los años de su existencia con un trabajo escesivo. Ademas, y sin saber por qué, ese instinto peculiar de las mujeres que en ellas hace las veces de un juicio recto, le decia que su esposo habia de ser mas pobre cuanto mas trabajase, que era uno de esos hombres que están destinados á sacrificarse constantemente en pró de la humanidad, á ser esclavos de sus virtudes y de sus deberes, y á morir sin que el mundo comprenda sus sacrificios ni se los pague siquiera con palabras de agradecimiento.

Cervantes reunió algunos de los papeles que habia esparcidos por la mesa, y luego repuso con alegre tono:

—Ni siquiera me has preguntado si he concluido mi Gran Turquesca.... Aquí la tienes....

—Tiemblo, Miguel.

—¿A los silbidos?.... Yo tambien les tengo algun miedo, pero ¿no he arriesgado mas en la guerra? No pierdas la esperanza ni la fé.

—¿Cuándo has de llevarla?

—Esta misma tarde.... antes de las cinco; y puesto que han dado las cuatro, me voy. Si como espero, me la compran, quedaré tranquilo por muchos dias.

—El cielo te guie.

Levantóse el poeta, guardó bajo su coleto los papeles que habia reunido y que eran la comedia que acababa de escribir, y despues de estampar en la frente de su esposa un beso cariñoso, salió.

Cuantas ilusiones halagaron á Cervantes, es imposible decirlo. Mientras caminaba hácia la calle del leon, embozado en su capa, iba recitando versos de su comedia, y tan distraído, tan absorto, que no se apercibia de que muchos se quedaban mirándole con estrañeza, ni observó que un hombre, con aspecto de hidalgo rico, se le acercó, siguiéndole mientras decia:

—Guarde el cielo al señor Miguel de Cervantes, aunque ya no hace caso de sus amigos.

El poeta no oyó estas palabras, y el hidalgo, tocándole al hombro, repuso:

—¿Os habeis vuelto loco, señor Miguel?

—¿Estabais aquí?.... No os habia visto—contestó Cervantes, no muy contento de que le interrumpiese aquel amigo importuno.

—A visitaros iba, pero ya que os veo, no sigo adelante, sino que os acompañaré hasta donde encuentre mi camino.

—Os lo agradezco, señor Alvarado, y no me ofrezco á volver atrás para recibiros en mi casa, porque voy muy de prisa.

—Lo que yo deseo es vuestra buena compañía, y lo mismo me da tenerla en casa que en la calle.

El que así hablaba era poco mas ó menos de la edad de Cervantes, de regulares facciones, azules ojos y barba rubia peinada con esmero. Vestia coleto de paño verde y gregüescos de lo mismo, calzas de seda y gorra de terciopelo encarnado con pluma blanca. En su aire y en todas sus maneras dejaba conocer esa vanidad ridícula de los que creen que la naturaleza los ha favorecido con todas las perfecciones intelectuales y físicas, y que no hay hombre que no los envidié ni mujer que no los ame.

Mostrábase muy solícito en agradar á Cervantes, y este hacia los mayores esfuerzos para corresponderle, aunque en su interior sentia cierto descontento cuya causa no sabia esplicarse, pues el hidalgo aparentaba ser buen amigo, y aparte de su ridícula vanidad, se lo tenia por hombre de buen proceder.

Llegaron á la calle de las Huertas, y Cervantes se paró en la puerta de una casa, diciendo:

—Aquí me quedo.

—¡Torpe de mi!—exclamó el hidalgo, dándose una palmada en la frente.—Ahora comprendo por qué estábais tan preocupado: venis con vuestra comedia, y nada me habíais dicho. Os deseo buena fortuna.

—Agradezco vuestra amistad.

—Ya sabeis que soy amigo del señor Navarro, y que el señor Juan Correa, me debe algunos favores...

—Os vuelvo á dar las gracias, pero quisiera que aceptasen mi trabajo solo por lo que vale y no por el compromiso de vuestra recomendacion, porque así quedaré mas satisfecho.

—Enhorabuena; y tal creo que sucederá; pero debeis tener en cuenta que son unos judíos, y si tratan de escatimaros algunos reales....

—Es precio corriente y sabido.

—Como os plazca, pero me alegraria subir ahora con vos....

—No—replicó Cervantes, alargando la mano al hidalgo—pensará que trato de comprometerlo.... Ya tendreis ocasiones en que servirme.

—Os he ofrecido mi bolsa y cuanto valgo, y hasta el presente nada habeis querido aceptar....

—Gracias, gracias.... El cielo os guarde.

—Iré á veros mañana para saber el resultado. Esta noche estoy comprometido con una dama para ir al corral de la Cruz, y aunque de buen grado rehusaria su compañía, pero tiene tal empeño.... en fin, ya comprendeis....

—Si, SI.

—Y como tenemos comedia nueva... Allá veremos... Buena fortuna.

Separáronse, no sin que el presumido hidalgo volviese á ofrecer al poeta cuanto valia.

—Tanto empeño en querer hacerme favores, me llama la atención—murmuraba Cervantes mientras subia la escalera de la casa.—Sin duda por darse importancia.... es su debilidad; todos tenemos alguna.

—Si se muriese de hambre, creo que no aceptaria un pedazo de pan—decia el hidalgo mientras se alejaba calle arriba.—Por este lado es imposible... ¿Cuál será su flaco? ¿Cuál el de ella?... Todos tenemos alguna debilidad, pero ese hombre.... ¡Vive el cielo! Pues he de estrechar el cerco, y si no por hambre, por sed; y sino por sed.... entonces adoptaré otro plan, el de dividir las fuerzas enemigas, introduciendo la intestina discordia... Es el primer caso de esta naturaleza que me dá tanto que pensar.

Arregló el hidalgo los blancos puños de su camisa, se miró de arriba abajo, y sin duda satisfecho de sí mismo, sonrió, siguiendo su camino con leves pasos.

—Ahora—repuso—vamos á ver á la que en otro tiempo hizo mis delicias y ha llegado á ser mi tormento. Pero ya está casi convencida, y creo que no me costará mucho trabajo acabar de desengañarla. Ya estoy cansado de lloriqueos, y no y para tristeza bastante se tiene con pensar que hemos de ser viejos y feos y al cabo morir.

CAPITULO II. El ajuste.

CERVANTES subió la escalera, y cuando llego al piso principal, se detuvo y sintió que el corazon le latia con desigual violencia. Tambien se le hubiese visto palidecer si el lugar no hubiese sido tan oscuro. Algunos instantes permaneció sin moverse, y despues de levantar dos veces la mano para llamar á la puerta que enfrente tenia, volvió á bajarla como si tuviese miedo.

—Es la segunda vez que tiemblo asi—murmuró.—¿Y por qué?... ¡Vive el cielo! no me han hecho temblar los turcos, y un comediante me infunde este pavor... Ya no es tiempo de retroceder, y aunque lo fuese ¿qué he de hacer sino sufrir cualquiera humillacion?... Temores infundados; no ha de faltarme á las consideraciones debidas, y por otra parte, yo no soy un poeta desconocido y se me tiene en algo... Adelante; me espera mi esposa, me espera mi hija... ¡Animo!

Su mano trémula dió un golpe, y pocos momentos despues se abrió la puerta.

—¿Qué se os ofrece?—preguntó una mujer jóven bonita y vivaracha que salió á abrir.

—Vengo á ver—contestó Cervantes—al señor Juan Correa con quien tengo una cita...

—¿Vós sereis?....

—Miguel de Cervantes, para serviros.

—Entrad, que os esperaba hace largo rato, y ya se disponia para salir, pues como tenemos comedia nueva ha de acudir mas temprano para dar algunas disposiciones.

Cervantes entró en un aposento cuyos escasos muebles estaban en el mayor desórden y ocupados casi todos con varias prendas de vestir y otros objetos como espadas, cascos y armaduras.

En medio de aquel aposento habia un hambre flaco, pálido y que solo tenia puestos unos greguescos azules, calzas blancas y la camisa, porque se estaba vistiendo; pero habia interrumpido su tarea para recitar algunos versos de la comedia en que debia hacer aquella noche el papel de sultán, y cuando entró el poeta, decia con acento de terrible amenaza:

«Y tu cabeza., cristiano, Para que mi saña veas, Yo mesmo la cerraré, Pues que de aquesta manera Solamente satisface Mi corazon su sedienta Reparadora venganza. Y para hacer mas eterna La memoria del castigo Y que el escarmiento sea Como el delito merece, Con la tuya otra cabeza Rodará, la de la infiel, Tan liviana y tan perverse Que mi amor, con sus traiciones Pagó su pecho de hiena, Y tu traicion, con amor Como quien traidora era. Sangre pide mi justicia; Sangre me pide la ofensa, Y por Mahoma te juro Que no quedará en mis cuevas Uno solo de tu raza Que mi justicia no sienta.»

Aunque el comediante habia visto entrar al poeta, no interrumpió los desaliñados versos que recitaba, por no perder la entonacion con que le pareció haber acertado como nunca.

—Perdonad—dijo despues de concluir:—no os he saludado como os mereceis....

—Siento haberos interrumpido—contestó Cervantes.—Vais á salir, y el momento no es el mas oportuno.

—Es verdad, pero podremos vernos otro dia.

—Cuando gusteis.

El comediante tomó el primer coleto que le fué á las manos y mientras se lo ponia repuso:

—¿Ya la habeis concluido?

—Y os la traigo.

—Tanto mejor porque me la dejareis y la leeré. Otras muchas tengo con el mismo fin.... Mirad sobre esa mesa, quizás pasen de veinte; pero sereis preferido á todos, incluso el señor Montalvan, porque me he empeñado en hacer vuestra fortuna.

—Mucho tengo que agradeceros.

—Nada hemos hablado del precio....

—Ya sé lo que por otras dais....

—Pero habeis de pensar, señor Miguel, que es la primera comedia que componeis y que no porque hayais demostrado mucho ingenio en vuestra Galatea, habeis de acertar. Esto es cosa que sucede todos los dias, y sin ir mas lejos, teneis al señor Fernando Velazquez, cuya primera y única comedia, Los celos de sí mismo, no pudo acabarse de representar: y sin embargo, ya habia escrito La Zagala del Tajo que le dio tanto renombre. Se la compré sin condicion alguna, saliese bien ó mal, y confiado en que tal ingenio no podia hacer nada malo. ¿Y qué saqué? El producto de la entrada de aquella noche que no alcanzó para cubrir el costo de una hermosa ropilla que estrené y que me pusieron perdida los pepinos que llovieron sobre mí.

—Pues bien—replicó Cervantes—yo os daré mi Gran Turquesca á condicion de que si el público la recibe mal no me deis por ella ni los ochocientos reales que pagais por otras, ni nada.

—No me conviene, porque una vez decidido á representarla, quiero correr el riesgo, pero tener tambien las probabilidades de resarcirme de otras pérdidas con la ventaja en el precio de vuestra obra.

—Estamos en el mismo caso.

—Pues ved lo que os conviene—repuso fríamente el comediante—porque de otra manera no os la compraré.

El primer impulso de Cervantes fué el de despedirse; pero se acordó de que con solo aquel recurso contaba para la subsistencia de su esposa y de su bija, y haciendo un esfuerzo para dominar su indignacion, dijo:

—Bien, os la venderé como quereis.

—Pues entremos en ajuste.

—Vos direis.

—Natural es que vos le pongais precio.

—Quisiera acabar cuanto antes este negocio.

—En vuestra mano está.

—Dadme setecientos reales.

El farsante se sonrió.

—No haremos nada—dijo.

—¡Os parece mucho?

—Muchísimo.

—Bajo cien reales del precio corriente....

—Ni aunque bajarais doscientos.

—¿Pues cuanto pensábais darme?

—Si habeis de ofenderos....

—Sos dueño de ofrecer como yo de pedir.

—¿Sabeis cuanto he dado por la que se representará esta noche, El mas fiero y sanguinario sultán?

—No puedo adivinarlo.

—Es tambien de un poeta nuevo.

—¿Quinientos reales?

—Pues sabed que nada.

—¡Nada!....

—Y aun hay mas: puedo enseñaros dos hermosos capones que me ha regalado el ingenio que la ha escrito. Y en ello anduvo acertado porque lo que pierda en esta, si sale bien, lo ganará demas, y con mucho mas, en otras.

El poeta no acertó á contestar una palabra.

—Sin embargo—añadió el farsante—haré con vos lo que con nadie haría, pues ya os he dicho que quiero ser la base de vuestra fortuna y de vuestra gloria.

—No lo dudo—contestó Cervantes con amarga ironía.

—Por consiguiente, ved si os acomoda bajar el precio....

—Vos direis lo que os conviene dar, pues con el antecedente de los capones, es imposible que yo calcule.

—Todo lo mas que puedo daros por la Gran Turquesca, si me parece bien despues de leida, son trescientos reales.

—¡Trescientos reales!—exclamó el poeta cuyas megillas se tiñeron de un vivo carmín.

—Ni un solo maravedí mas.

—Pero....

—Y eso por ser quien sois señor Miguel.

Una sonrisa amarga vagó en los lábios del poeta que, arrojando sobre la mesa el original, dijo:

—Leedlo, y si vuestro fallo es favorable, dadme lo que gusteis.

No os pesará—replicó el farsante que en aquel momento se calaba un sombrero de anchas alas con tres plumas rojas y se miraba al espejo sin reparar en el gesto amargo y desdeñoso de Cervantes.

—¿Cuándo nos veremos?

—Dentro de cuatro días.

—¿Y entonces?....

—Os diré francamente mi opinion.

—Que tengo en mucho—replicó el poeta con mas amargura que antes.

—Y os daré el dinero en buena moneda.

—¿Si llega á representarse, tendré que pagar por la entrada de mi familia?

—No puedo ofrecérosla de valde, aunque ese seria mi mayor placer; pero se ofenderían los demás escritores si yo hiciese con vos esa escepcion.

—¿Por qué habían de saberlo?

—¿Y mi conciencia?

—Es verdad, no habia pensado en eso.... Que el cielo os guarde.

—Y á vos tambien.... Hasta el jueves á estas horas.

Salió Cervantes como pueden figurarse nuestros lectores.

—¡Quince noches de vigilia!—exclamó al bajar la escalera.

Y cuando llegó á su casa y su esposa salió á recibirlo, preguntándole por el resultado de la entrevista, le contestó:

—Bien. Probablemente tomaremos trescientos reales....

—¡Trescientos reales en pago de tantos desvelos!....

—¿Te parece poco?.... No gana otro tanto el que pasa el dia cavando y regando la tierra con el sudor de su frente—replicó el poeta con amarga ironía.

—Pero tu trabajo es de naturaleza distinta.

—¿Qué importa si no saben o no quieren apreciarlo en su justo valor? Todos los dias vemos representar comedias estremadamente malas, pero que son de la camarilla de escritores que están unidos con los comediantes, y hacen su negocio. Se aplaude, porque los aplausos se compran lo mismo que los silbidos, y el que por primera vez escribe una comedia, no encuentra acogida entre los autores, y solo dándola de valde consigue que se la representen. Ya ves, pues, que no tengo motivo para quejarme.

—¿Es posible que tales intrigas?...

—¡Intrigas!... no lo son—interrumpió Cervantes.—El poeta, cuando ha de vivir con el producto de su ingenio, escribe lo que han de comprarle, esté ó no en armonia con sus ideas, sea bueno ú malo, y el que compra recibe solamente lo que puede vender con ganancia sin atender al mérito del trabajo ni dársele un comino de la gloria de nuestras letras: es un comercio como cualquiera otro, y lo mismo los productores que los mercaderes, se hacen la competencia por todos los medios posibles. ¿Sabes quién es el mayor enemigo de un poeta?

Interrumpióse Cervantes, se sonrió y repuso:

—Dejemos este asunto, Catalina: estemos alegres porque la fortuna se nos muestra propicia.

CAPITULO III. El señor Alvarado empieza á descubrir sus intentos.

CUATRO dias pasaron, y á las once de la mañana, Miguel de Cervantes salió de su casa con intento de ver á algunos amigos, y al atravesar la calle de la Magdalena para entrar en la plazuela de Anton Martin, no vió que un hombre, embozado hasta los ojos y oculto en un portal, le observaba.

Apenas el poeta desapareció salió el embozado y descubrióse el rostro; arregló su bigote y sus puños almidonados, apoyó la mano izquierda en la cadera y se dirigió hacia la casa de Cervantes.

Era el hidalgo importuno y obsequioso.

—Si rehúsa tambien este obsequio que en nada la compromete—dijo—pierdo la esperanza, porque es conocido que ni aun lo mas insignificante quieren deberme; y entonces tendré que poner en ejecucion mi segundo plan, aunque bien quisiera evitarlo. Renunciar, no puedo; su resistencia encenderá mas mi pasion, como ha sucedido con su indiferencia. O esa mujer es de nieve, ó está enamorada de su marido, lo cual es casi imposible, porque él, si bien no es viejo, está muy gastado, muy estropeado, y el desaliño de su ropa, su aire descuidado, su rostro taciturno y la severidad de su mirada, no pueden conmover á una mujer de veinte y dos años, que necesita ver alhagada su vanidad, esclavizando el corazon de un hombre galante, apuesto y que sepa decirle ternezas de amor, en lugar de esos sermones que de vez en cuando espeta mi amigo y que mas que para cautivar corazones sirven para convertir hereges. Es imposible, imposible que esté enamorada de él.

Esto diciendo, llegó el señor Alvarado á la casa de Cervantes, subió y llamó. Quiso la casualidad que en vez de la criada le abriese doña Catalina, y como era amigo y siempre se le recibia bien, saludólo cortesmente.

—Supongo que todavia no habrá salido vuestro esposo—dijo el hidalgo.

—En este momento—le contestó la dama—y no sé cómo no lo habeis encontrado en la puerta; pero si no llevais prisa y quereis descansar—

—Aprovecharé vuestro ofrecimiento, aunque mi visita será corta.

—Entrad, pues.

El hidalgo entró, y despues de hacer nuevos cumplimientos y cortesías, sentóse cerca de doña Catalina y en otro aposento del que ya conocen nuestros lectores, aunque amueblado poco mas Ó menos lo mismo, y sin mas adornos que el retrato del abuelo del poeta, de que ya hablamos en otra ocasion.

—Señora—repuso el hidalgo—perdonadme si os molesto, pero no he querido perder la ocasion de estos momentos de placer que para mí no tienen igual.

Y miró á doña Catalina, que sin dar á estas frases mas valor que el de un cumplimiento de buena crianza, contestó sencillamente:

—Ya sabeis, señor Alvarado, que nosotros apreciamos en lo que vale vuestra amistad, y estoy cierta de que mi esposo sentirá no haberos visto; pero no tardará en volver, y si quereis esperarlo....

—¡Qué si quiero esperarlo!—exclamó el hidalgo.—¡Esperarlo aquí, en vuestra compañía!.... Es mucha felicidad para que yo rehúse.

La candidez de doña Catalina no dió tampoco á estas palabras ningun valor, sino que las creyó naturales en el estilo afectado que caracterizaba la conversacion del hidalgo.

—Mucho nos honrais—contestó la dama—y nuestro aprecio para vos corresponde al que nos mostrais.

—Nos.... nosotros nuestros—dijo para sí el señor Alvarado.—Nunca yo....

Y exhaló un suspiro que pareció á la esposa de Cervantes la queja de un mal estar....

—¿Os sentís indispuesto, señor Antonio?

—Muy atormentado, señora.

—¡Y nada habeis dicho!....

—Gracias, señora, pero mi mal consiste en un secreto que encierra mi corazon—dijo el hidalgo con acento triste y cómico ademan.

—Comprendo—replicó sencillamente doña Catalina.—No hay nadie feliz: el que mas lo parece suele ser el mas desdichado, pues cuando la fortuna nos pone á cubierto de las necesidades de la vida, vienen otras penas.

—Y muy duras, señora.

—Desengaños, ingratitudes de amigos....

—Ingratitudes, desengaños, decis bien.

—Pero es preciso hacerse superior á todo, perdonar á los hombres sus flaquezas, y olvidarlas.

—Va aprendiendo de su marido á echar sermones—dijo para si el hidalgo.

Y luego añadió en voz alta:

—Hay cosas que no pueden olvidarse porque lo acompañan á uno.... Yo no culpo á los hombres, pero en cuanto á las mujeres....

—Ahora os comprendo—contestó la dama desplegando una sonrisa que debió haber sido maliciosa, pero que no fué sino dulce.

—¿Me comprendeis?—preguntó afanosamente el señor Antonio, cuyos ojos brillaron.

—Supongo que estais enamorado....

—Ciegamente.

—De alguna dama que tal vez.

—Me desdeña.

—No debeis perder la esperanza....

—¿Tal pensais'

—A menos que muy formalmente haya rehusado vuestro amor....

—Nada le he dicho todavía....

—Entonces....

—Pero tiene un corazon de nieve....

—No importa.

—Se desentiende de mis indicaciones....

—Tal vez la cortedad.....

—Es que ama á otro....

—Entonces respetad su amor como desearlas que respetasen el vuestro.

—Y si no ama lo finge.

—Respetad tambien sus fingimientos, porque cuando asi obra, le convendrá.

—Lo hace á la fuerza....

—Pues respetad su desgracia.

—Señora....

—Os doy un buen consejo.

—Lo mismo que su marido—volvió á decir el hidalgo á su coleto—¿No me entiende ó no quiere entenderme? Tanta candidez ¡voto á Cupido! me enamora mas. Será preciso hablar claramente.... pero nó ahora....

Y luego añadió dirigiéndose á la dama:

—Mucho tarda el señor Miguel, y por si no lo veo, os diré el objeto de mi venida.

—Como gusteis.

—Supongo que no estuvo anoche en el corral de la Cruz, porque no lo vi.

—No salió de casa.

—La comedia que se representó la silbaron, y no se repite, sino que ponen otra nueva tambien de Juan Perez de Montalvan, de la cual se anuncian maravillas.

—Me alegraré que no se equivoquen.

—Creo que efectivamente es de lo mejor que ha escrito, y yo quisiera que la viéseis, aceptando mi convite.

—Tal vez no podamos recibir esa honra, pero os agradecemos la voluntad—contestó doña Catalina.

—Señora—replicó el hidalgo—de un amigo como yo lo soy vuestro, bien puede aceptarse tan insignificante fineza.

—Es verdad, señor Antonio; pero no contais con nuestras ocupaciones. Para mí seria el mayor placer, siquiera porque mí esposo descansase una noche de trabajar.

—Pues bien, vuestro beneplácito es el que yo deseo—contestó el presumido hidalgo, desplegando una sonrisa en estremo tierna, que fué para la dama una demostracion de fina galantería.

—Nada puedo yo determinar ni hacer sin la licencia de mi esposo.

—Señora, no digais eso en sentido tan absoluto que me conduzca á la desesperacion.

Doña Catalina se encojió de hombros.

—No comprendo—dijo—por qué ha de desesperaros el que yo cumpla con mis deberes.

El señor Antonio inclinó la cabeza, quedó pensativo por algunos instantes, y luego, repentinamente y con acento arrebatado, replicó:

—Si supiéseis lo que sufro, señora, tendríais lástima de mí. ¡Ahí.... ¡Y tengo que encerrar en lo mas profundo del alma el veneno de mi secreto!... Compadecedme, señora compadecedme porque soy el hombre mas desgraciado del mundo.

Doña Catalina temió que el hidalgo se hubiese vuelto loco, y lo miró atentamente por si traslucia en el semblante el estado de la razon. Otra mujer hubiese adivinado en seguida lo que significaban aquellas palabras, pero ella, no por falta de entendimiento, sino porque su sencillez, candor é inesperiencia no se lo permitian, nada comprendió.

—¿No me contestais'—añadió el señor Antonio.

—¿Qué he de deciros? Según os habeis esplicado, vuestro mal es un amor sin esperanza....

—Sin esperanza, nó, porque en último caso.

—Entonces os entiendo menos.

—En último caso, declararé mi pasion, y quién sabe si me equivoco al pensar que no han de corresponderme?

—Pues hacedlo cuanto antes si en eso estriba vuestra felicidad.

—¿Será que me anima?—pensó el hidalgo—Aparenta indiferencia, me mira con desden, me habla con frialdad.... pero son tan caprichosas las mujeres....

Y se acordó de otra que le habia sido infiel y se escusó diciéndole que para amarlo mas, comparando las raras prendas de él con las vulgaridades de otro hombre, le habia faltado en las apariencias.

Pasaron algunos momentos de silencio embarazoso para doña Catalina, y al fin, el señor Antonio, resuelto á seguir su plan, dijo:..

—Señora, ya llegará el dia en que podamos entendernos, y entonces no callareis como ahora.

—Me alegraré si puedo consolaros.

—Lo que al presente importa es que no rehuseis mi obsequio....

—Ya os he dicho que tendré mucho gusto en que lo acepte mi esposo.

—De vos depende.

—No tal.

—¿Cómo ha de negaros esa gracia si la pedís con Cierto tono?

—Es que yo debo tambien respetar sus compromisos.

—Una noche no es nada.

—Según vuestra opinion.

—¿Cuántas no perderá despues que se represente su comedia?

—Si eso llegase á suceder....

—¿Desconfiais'

—Sí.

—Borraria yo el nombre que tengo si no se la comprasen.

—Es que puede no ser buena.

—¡No ser buena una comedia del señor Miguel de Cervantes!.... ¡Bah!.... Y sobre todo, tengo en ello empeño, y el señor Juan Correa la representará porque yo se lo diré y él no puede negármelo. ¿Sabeis queme debe ciento cincuenta ducados, y que si no me hace un favor puedo embargarle hasta el último de los vestidos de que tiene llena su casa?

—Ese proceder....

—Seria merecido, porque si no representa La Gran Turquesea,será por alguna intriga de mala ley, ó por atender á otro, y tal villania merece que se le pague en la misma moneda.

Iba á contestar doña Catalina cuando llamaron á la puerta, entrando pocos momentos despues Cervantes.

—¿Vos por aquí?—dijo al hidalgo con afable acento.

—Por casualidad me encontrais, pues ya pensaba en irme, y acababa de decir á vuestra esposa el objeto de mi visita para que os lo comunicase.

—Pues tambien por casualidad he vuelto tan pronto.

—Me alegro mucho.

—Olvidé llevarme unos papeles y he tenido que retroceder desde la casa del príncipe negro.

—¿Saldreis en seguida?

—Sí, á menos que necesiteis de mí.

—Nos iremos juntos.

—Como os plazca.

Cervantes salió del aposento, y poco despues volvió.

—Estoy á vuestras órdenes, señor Antonio—dijo.

El hidalgo se despidió de doña Catalina, y despues de hacer tres ó cuatro piruetas ¿manera de bailarin, salió con el poeta.

—Mi buen amigo—dijo despues que estuvieron en la calle.—he venido para que me hagais un favor que tendré por muy señalado.

—En ello me complaceré.

—Ya sabeis que esta noche se representará una comedia nueva del doctor Montalvan.

—Tal tengo entendido, y si mal no me han informado, se titula Lo que son juicios del cielo.

—La misma.

—Se alaba mucho.

—Y con razon, por lo que dice Correa.

—¿Es vuestro amigo el señor Montalvan?

—Nó, y lo siento, porque ya sabeis que me gusta honrarme con la compañia de los ingenios. Pero no es este el caso, sino que quisiera que vos y vuestra esposa, y si bien os parece, tambien vuestra madre y hermana, aceptáseis mi convite y fuésemos á ver la comedia.

—Imposible, y lo siento—contestó Cervantes;—pero en algunas noches no podré salir de casa.

El Señor Antonio se mordió los lábios con despecho.

—Es la primera gracia que os pido y....

—No dejará de cumplírseos el gustó que tambien es mío, de que vayamos reunidos al coliseo.

—Eso es otra cosa—repuso el hidalgo satisfecho—siento la dilacion, pero si al fin ha de ser.;.

—Cuando se represente mi comedia: pero entonces vos sereis quien nos acompañe porque es natural y justo que vos seais el convidado.

—Ya veis que no se me cumple del todo el gusto, puesto que en obsequiaros consistía.

—Es que despues estaré mas desocupado, y noches quedan en que me pagueis el convite.

—Si no ha de ser de otro modo.

—Os repito que es imposible.

—Me conformo; pero dadme vuestra palabra de cumplirlo sin mas escusas.

—La teneis.

—Quedo satisfecho.

En esto llegaron á la esquina de la calle del Leon, y despidiéndose, se separaron.

—¡Pobre hombre!—murmuró Cervantes mientras se alejaba.—Se envanece de andar entre poetas solo porque lo tengan por hombre de ingenio, y sin duda los obsequios con que me asédia no tienen otro fin que el de ganar mi amistad. Debo agradecérselo, pero á mi pesar siento, sino repugnancia, al menos poca aficion al trato de ese hombre. Es tan vanidoso, tan afectado.... ¿Pero quién no tiene debilidades? El me perdona las mias.... Debo corresponder le.

—Cervantes tuvo, entre otras desgracias, la de no pensar mal de nadie, y por esto lo hemos visto en su cautiverio y despues, fiarse de todo el mundo y recibir amargos desengaños.

Mientras él tomaba por inocente vanidad lo que era un infame lazo del señor Antonio, este decia para sí al trasponer la esquina del convento de Loreto:

—Bien pensado no pierdo sino en la dilacion, pero en cambio ganaré con que sean dos noches en vez de una. ¿Y si entonces la plaza no dá señales de rendirse?.... ¡Bah!.... nuevo plan de ataque: hambre, sed y guerra civil, porque levantar el sitio, ni es honroso para un galan veterano, ni me lo permite el aguijon de mi amor.

CAPITULO IV. Hidalguia del hidalgo

EL presumido hidalgo, cuya vanidad era tal que habia llegado á creer que era el desvelo de las mujeres y la pesadilla de los maridos y amantes de la córte, siguió hasta llegar despues de media hora á la calle del Sacramento, y allí se detuvo á la puerta de una casa de buena apariencia. Volvióse á mirar de arriba abajo, y tras algunos momentos de reflexion, dijo:

—Este coleto me favorece demasiado, y casi hubiera sido prudente presentarme de modo que no le interesase mucho, porque sino me será mas difícil convencerla de que debe olvidarme. Pero es el caso que no me queda tiempo para ir á mudar de vestido, porque entre tanto volveria la fiera de su padre, lo cual seria un nuevo apuro, no porque me infunda miedo, sino porque tendria un nuevo disgusto esa pobre muchacha. Cerremos los ojos y adelante.

El señor Antonio subió la escalera y llamó al cuarto principal.

Una dueña vieja, encorbada y de voz chillona, le abrió, y apenas lo vió dijo:

—El cielo os envia, señor Antonio, porque mi señora está hecha un mar de llanto, creyendo que ya no vendríais, y aunque le he dicho que sois un hidalgo muy cabal y que no era posible que faltáseis....

—Bien, bien—interrumpió el señor Antonio;—dejadme de letanías, que no estoy para fiestas: y en cuanto á vuestra señora, es preciso que se vaya convenciendo....

—¿Pero qué pensais hacer?... ¡Dios mio!...

—¿Y qué os importa?

—Mal templado venís.

—Acabemos: ¿donde está doña Inés?

—En su aposento la teneis.

El hidalgo atravesó varias habitaciones hasta entrar en una amueblada casi con lujo, y en la cual, sentada en un sillon, habia una mujer que apenas tendria veinte años, de talle esbelto, blanco y ovalado rostro, ojos negros, rasgados y de espresiva y ardiente mirada, y frente espaciosa, inteligente y noble. A pesar de la palidez cadavérica que cubria sus mejillas, de estar sus lábios secos y un tanto apagado el brillo de sus ojos, sin duda á fuerza de llorar, era en estremo interesante su belleza.

Cuando vió al hidalgo, animáronse sus ojos por un instante, sonrió tristemente, y dijo con dulce y lánguida voz:

—¡Cuánto has lardado!

—Gravísimos asuntos me han detenido—contestó el señor Antonio, sentándose;—pero aquí me tienes ya.

—Ha sido menester que te llame—repuso la dama con tono de amarga resignacion.—Ya pasaron aquellos dias en que estabas horas enteras esperando en la calle el momento oportuno de entrar, y....

—Perdona, Inés—interrumpió fríamente el hidalgo;—pero creo que no es esta la ocasion mas á propósito para darnos quejas ni recordar lo pasado, cuando lo presente es de mas importancia. Nada es eterno en este mundo, y lo mismo la felicidad que la desgracia tienen su fin: yo tambien en otro tiempo te encontraba siempre alegre, risueña y sin otro pensamiento que el de nuestro amor, y ahora me recibes con llanto, con frialdad, y en vez de palabras cariñosas no tienes para mi sino acusaciones y lamentos.

Las mejillas de la dama se enrojecieron por un instante.

—¿Y quién—replicó—arranca á mis ojos el llanto y á mis lábios las quejas?

—La desgracia, Inés, la desgracia. Ya te be dicho que todo tiene sil finen este mundo, y nuestro amor....

—¡Oh!... no lo digas—interrumpió la jóven estremeciéndose.—No digas que ha concluido nuestro amor....

—Lo callaré si asi te place—replicó el hidalgo que se encojió de hombros;—pero entonces, tú habrás de decirme qué hemos de hacer, siguiendo nuestro amoroso trato, sufriéndo tú el enojo de tu padre y dando pasto á la murmuracion.

—¿Qué puede hacer la murmuracion?

—Tu honor, Inés....

—¡Mi honor ¡...¿Donde está mi honor? ¿Y eso dices tú que lo has mancillado, valiéndote de falsas promesas de eterno cariño? ¡Quieres abandonárme!... ¡Ah!... ¿Qué será de mí? ¿Acaso puedo ocultar mi deshonra?

—Oyeme, Inés, porque es preciso que de una vez quedemos dentro ó fuera.

—¿Es decir que dudas?...

—No dudo; tengo ya resuelto lo que be de hacer.

—¿Entonces?....

—Escúchame, te digo.

—Habla, Antonio, que aun no puedo creer que abrigues un corazon infame.

—Cada cual tiene sus ideas, y es imposible hacerles cambiar cuando están arraigadas en el alma desde que se tiene uso de razon. Toda mi vida me ha espantado la idea del matrimonio, porque en armonia con el principio que profeso de que todo en el mundo tiene fin, no encontraba mayor tormento que el de vivir con una mujer despues de apagado el amor que encendiera en nuestro pecho. Además, los cuidados del matrimonio hacen de la vida un continuo afan, y es muy torpe el que puede vivir alegre y sin cuidados y por un capricho vende su libertad. Dicen que las afecciones de familia proporcionan goces sin igual, pero yo renuncio á ellas y prefiero atravesar este valle de lágrimas sin disfrutar semejante dicha.

Una mirada desdeñosa fué la contestacion de la dama.

—Nosotros no tenemos mas que dos caminos que seguir—prosiguió fríamente el hidalgo:—ó casarnos ó no volver á vernos: lo primero es imposible....

—¿Y mi honor?...

—Lo que puede remediarse con un prudente sigilo, no es desgracia de tanto bullo.

—¡Oh!—exclamó doña Inés.—¿Es posible que sientas lo que dices?¿Está tu conciencia tranquila?¿Verás con calma que el mundo me señale con el dedo y me desprecie? ¿No Le moverá siquiera la compasion ó la gratitud?

¡La gratitud!...

—Sí, porque todo te lo he sacrificado.

—Tú me has dado amor y te he pagado con lo mismo: ¿qué nos debemos?

—Es imposible, Antonio; tú no puedes ser tan infame, no me abandonarás en la trite situacion en que me encuentro; no verás tranquilamente que mi honra, por tí desgarrada, la enseño al mundo para que le escupa con desprecio.... ¡Ali!—prosiguió la jóven, derramando abundantes lágrimas y con acento dé súplica conmovedora.—Si ya en tu pecho no hay; amor., habrá sentimientos caritativos y no querrás verme morir de vergüenza y maldecida de mi padre.... ¡Es imposible!...

—No llores porque me haces sufrir mucho al pensar que tu desgracia es irremediable. Pídeme cuanto quieras, pero no esperes ser mi esposa.

—¡Dios mío!....

—Rudo es el golpe.... pero si al fin has de recibirlo, cuanto mas pronto.

—¡En nombre de la caridad cristiana!....

—En nombre de la caridad favorezco, pero no me hago daño á mí mismo.

Estas palabras eran el mayor ultraje que podia el hidalgo haber hecho á la dama, y esta, aunque por salvar su honor estaba decidida á suplicar y humillarse, no pudo, sin embargo, sufrir tamaño desprecio. Sintió herido su orgullo y su dignidad de señora, su vanidad de mujer y su corazon de amante, y cambiando instantáneamente la espresion de su rostro, levantó con altivez la frente, roja como el carmín, y exclamó:

—¡Señor hidalgo! si es que de tal teneis mas que la cuna; no os he suplicado que seais mi esposo por lo que valeis, sino por lo que importa á mi honra.

No eran todo ¡malos instintos los que arrastraban al señor Antonio por el camino de la perversidad, sino su juicio débil que no alcanzaba á dar á cada cosa su valor, y su nécia vanidad que dominaba todos sus sentimientos y que ofuscaba su razon.

–Señoras–dijo mientras que disimuladamente se miraba á un espejo—me place que os enfadeis porque asi acabaremos como buenos amigos. Decís que solo el deseo de poner á salvo vuestra honra, os mueve á ofrecerme vuestra mano; lo cual significa que ha concluido vuestro amor y que es una verdad que todo en este mundo tiene fin. En cuanto á mi hidalguía, ya es otra cosa; en nada cede a la vuestra, y si creeis que mi proceder no cuadra á quién lleva un nombre esclarecido ¡pensad que vos, si no hubieseis de atender á encubrir una falla, no sacrificaríais ni vuestro corazon ni vuestra libertad; solo por hacerme á mí un beneficio.

—Indigno sois de que os conteste....

—Callad si os place y acabaremos mas pronto esta enojosa conversacion....

—Hace un momento que yo os amaba como siempre mas que nunca, pero al conocer la ruindad de vuestro corazon....

—He tenido acierto para curaros.

—¡Caballero!—exclamó doña Inés con tono de profunda indignacion.—Ya que falteis á juramentos sagrados, no asi al respeto que se debe á una dama.!

—Perdonadme....

—Habeis abusado de mi amor y de mi ciega credulidad; engañándome vilmente con falsas promesas, y esto os lo perdono como cristiana, como señora no os toleraré insultos.!

—Acabemos—replicó el hidalgo.—Me habeis llamado, he venido.... ¿qué quereis?

—Acusaros....

—No sois mi juez.

—Pero soy vuestra victima.

—Y quereis trocar los papeles, haciéndome víctima con el nudo conyugal....

—¡Salid!—interrumpió la dama con imponente acento. ¿Me despedís como....

—A un miserable. Salid, procurad olvidarme entre los placeres que ha de proporcionaros la libertad que tanto amais, pero tened en cuenta que cuando la justicia de los hombres no puede alcanzar á los culpables, está la justicia de Dios que es mas temible. Habeis desgarrado cruelmente mi corazon, habeis abusado de mi inocencia, habeis echado una mancha sobre una familia cuyos mas preclaros timbres los funda en su honradez, y porque soy una mujer débil os habeis atrevido á burlaros de mi desgracia, de la desgracia que habeis causado vos mismo. Esto no puede quedar impune....

—Bien, señora—interrumpió el hidalgo con tono impertinente, aunque estremeciéndose, y á la vez que se levantaba.—Apelais á la justicia divina para que castigue una falta por demás humana y que es de los dos.... Está bien; allá veremos en el valle de Josafát, pero mientras estemos en este valle de lágrimas, solo tengo miedo á ser marido, porque he visto ejemplos que horrorizan. Sois un modelo de virtudes, lo reconozco; con vos puede ser un hombre feliz, pero al fin y al cabo....

—¡Basta!

—Quedamos en que nada hay de común entre nosotros....

—Teneis un hijo.

—Que jamás me llamará padre.

—Pero que será el recuerdo vivo de vuestra infamia.

—Ved en qué puedo serviros—dijo el señor Antonio mientras arreglaba su cuello almidonado.—Tengo mucho que hacer, con vuestro permiso, me voy.

—Id con Dios, y hasta el dia en que me encontreis en vuestro camino.

—El cielo os guarde, señora.

El hidalgo echó una última ojeada al espejo, y salió.

Doña Inés quedó por algunos instantes inmóvil y> silenciosa, pero luego Cruzando las manos y levantando al cielo una dolorosísimá mirada, exclamó con desgarrador acento:

—¡Dios mio, qué ha sido de mil... ¡Ah!...

El llanto volvió á bañar Sus megillas.!

La dueña entró con semblante alegre, pero sorprendida al ver á su señora dando muestras de tanta angustia, dijo:

—¿Qué os sucede? ¿Ahora que debeis alegraros, llorais'

—¿Ignorais acaso mi desgracia?

—Pero el señor Antonio....

—Es un infame.

—Pues si al salir me ha dicho que todo quedaba arreglado......

—¡Miserable!...

—¡Dios bendito!—exclamó la dueña, santiguándose.

—Dejad la hipocresía, Gimena—replicó severamente la dama.

—¡Señora mia!...

—Mas parte que el señor Antonio teneis vos en mi desgracia porque en vez de contener los estravios de mi inesperiencia, me habeis precipitado con infernales consejos, halagando mis pasiones, alucinándome.......

—¡Virgen de la Almudena!...

—Ahora comprendo que habeis traficado con mi honra....

—Recordad que siempre os he dicho que los hombres son hechura de Satanas.

—Pero os habeis puesto al borde del precipicio y me habeis vendado los ojos.

—¡Desdichada de mi!...

—Basta de fingimiento. Tarde os conozco, pero ya que de mi perdicion habeis sido la causa, buscad los medios de encubrir mi falta á los ojos del mundo, y sobre todo á los de mi buen padre, que moriria de pesar.

—Pero ante todo es preciso que quedeis convencida de mi lealtad.

—Ya os he dicho, que os conozco. No hablemos mas de lo pasado, y ayudadme en lo presente y en lo que ha de sobrevenir.

—Buen cuidado tendré de serviros en este lance, no solo por lo que os debo y os estimo, sino por temor á vuestro padre que seria capaz de arrancarme las entrañas. ¡Santa Rita abogada de los imposibles nos saque con bien!

—Comenzad, pues, desde hoy á pensar en el modo de salvar mi reputacion.

Gimena hizo mil exclamaciones de fingido apuro, aunque bien convencida estaba de que para una dueña nada habia imposible mas que el ser fiel y discreta.

Doña Inés volvió á quedar sola y entregada á su intenso y justo dolor, mientras que el hidalgo, sin darle importancia á la accion infame que acababa de cometer, meditaba otra quizás peor.

CAPITULO V. El hidalgo sigue en sus planes.

LA mañana del dia en que Cervantes debia volver á visitar al cómico Correa, entró en casa de este el señor Antonio.

Si el tiempo estaba ó no lluvioso, poco importa; baste saber que el frio era intenso y que el hidalgo, temeroso de que se le amoratase la nariz, se habia embozado de tal manera en un ancho ferreruelo, que llegó medio muerto de fatiga por la falta de respiracion.

—El diablo—dijo al entrar—que en mañanas como esta, pase por esa esquina de Loreto donde el aire corta la cara. Solo mi buena voluntad por favorecer á mis amigos puede sacarme de mi casa á estas horas, Aquí me teneis flor de los mas floridos autores, primero á daros la enhorabuena por el acierto con que anoche hicisteis vuestro papel de marqués; y luego para hablaros de otro asunto que podrá disgustaros pero que me interesa por ser cosa de un amigo á quien tengo en grande estima y es desgraciado:

—Pues ante todo—contestó el Farsante—señor Alvarado, flor dé lo más florido de los mancebos hidalgos de la villa, os agradezco la: enhorabuena y en seguida os escucho con; el mayor placer, aunque me anunciais que puede no ser de mi gusto lo que teneis que decirme.

El hidalgo, despues de dar algunas vueltas por el aposento para poder encontrar una silla desocupada en que sentarse, repuso:

—¿Ya sabeis que es amigo mio él señor Miguel de. Cervantes?

—Hoy vendrá á verme:

—¿Habeis leido su comedia?

—Si.

—¿Y qué os parece?

—¿Puede pasar?—contestó con airé de importancia—para ser la primera que escribe!

—Es decir, que se representará.

—Y muy pronto…

—Pues bien, en ese caso deseo que se la pagueis con mas generosidad de la que tuvisteis al hacer él ajuste.

—Es imposible, señor Antonio; y si le ofrecí trescientos reales, fué en consideracion á que es amigo vuestro.

—No me vendais finezas que habeis hecho: os conozco bien y vos á mi, y por consiguiente es inútil que intentemos engañarnos. Tengo empeño en que le pagueis mas de lo estipulado.

—Pero amigo mio…

—Os digo qué tengo empeño, y que si no dais al señor Miguel quinientos reales, escusaré pedidos otro favor en mi vida.

El cómico miró al hidalgo, y convenciéndose por el gesto de este que la peticion era una orden dada con disimulo, quedó pensativo. No podia negarse á complacer á su amigo porque le era deudor de cierta cantidad de ducados, y en tal apuro, pensó que tendria que acceder y sacar el partido que le fuera posible del sacrificio que se le exigía.

—El éxito de la comedia—dijo—es dudoso y no será estraño que yo pierda cuanto dé al señor Cervantes; pero si tal empeño teneis, haré lo que me pedís, si bien me parece mucho el doblar casi la cantidad estipulada.

—No importa.

—Bien pudierais contentaros con que fuesen cuatrocientos...

—Ni un maravedí menos de los quinientos, ó nada.

—Quedareis complacido—contestó el farsante con tono de resignacion.

—En cambio pedidme lo que mas os plazca.

—Os debo muchos favores....

—Una cosa tengo que advertiros.

—Decid.

—No os deis por entendido con el señor Miguel de que os he hablado de semejante asunto.

—¿No quereis que os lo agradezca?

—De cierto modo.

—Esplicaos.

—Vuestra generosidad le llamará la atencion, yos preguntará el porqué le dais mas de lo ajustado.

—¿Y que he de contestarle?

—Que lo haceis así porque os ha parecido de bastante mérito su comedia, y además porque teneis en consideracion que es mi amigo...

—¿Nada mas?

—Pero si os preguntase mas ó menos claramente si os he recomendado que lo mireis, con interés, le decís que ni una sola palabra os he hablado de semejante asunto, y mas aun, que ya hace algunos dias que ni siquiera nos hemos visto.

—Quedareis complacido.

—Lo cual os agradezco y me voy porque me espera cierta doncella de ojos verdes y cabellos negros á quien no quiero hacer esperar.

El hidalgo, despues de mirarse á un espejo y de arreglar los anchos puños que vueltos sobre las mangas de su coleto se avecindaban con los codos, salió de casa del farsante, cuidando de taparse la nariz para que el frío no se la amoratase.

Miguel de Cervantes no dejó de acudir aquel dia á ver al señor Correa, y este le recibió con muestras de agrado.

—¿Ya leisteis mi comedia?—le preguntó el manco, no sin que á sus megillas asomase el carmín de la modestia y del temor.

—Soy buen cumplidor de mis promesas—le contestó el comediante—y antes que faltar á la palabra que os di, me hubiese borrado el nombre que tengo.

—Sé que sois exacto; pero como teneis muchas ocupaciones...

—Pero vos teneis tambien muchos títulos para que yo os atienda. Vuestra comedia es de lo mejor que se ha escrito, quizás demasiado buena, porque tiene rasgos sublimes que el vulgo no comprenderá, y por eso los escritores esperimentados sacrifican á veces el pensamiento al mal gusto vulgar. Pero sea de ello lo que quiera, vos habeis hecho un buen trabajo, y como además estoy casi seguro de que será bien recibido, quiero pagaros con alguna mas largueza de la que os prometí. Otra consideracion me mueve tambien á tener con vos ciertas deferencias que á nadie guardaria y es que sois uno de los mejores amigos del señor Antonio Alvarado.

El poeta miró sorprendido al cómico, y luego contestó:

—Mucho os agradezco vuestras lisongeras palabras, y mas todavia vuestra buena voluntad; pero francamente, señor Correa, no sé cómo esplicarme tal mudanza en tan pocos días. Si la amistad que tengo con el señor al varado os obliga hasta el punto de sacrificar vuestro bolsillo, no sé porqué no la tuvisteis en cuenta el otro dia; y si el mérito de mi obra os ha movido á subir él precio, cuando os la traje, pudisteis haberme ofrecido pagarme según ella fuere.

—Fácilmente se esplica todo eso—replicó el farsante que no esperaba semejantes argumentos despues de decir que iba á pagar mas de lo estipulado.—No quise haceros concebir esperanzas, porque si no era buena la comedia, me hubiese visto en la precision de decíroslo así, lo cual es repugnante: y en cuanto á la amistad con el señor Antonio, ni pensé entonces en ella porque, como visteis, me encontraba muy preocupado como era natural en dia en que ha de estrenarse una comedia.

—No me satisface la esplicacion; pero tampoco os exijo ninguna, porque sea cualquiera la que me deis, no estoy dispuesto á recibir mas de los trescientos reales que ajustamos.

Tal estrañeza causaron estas palabras al cómico, que por algunos instantes no pudo contestar.

—Creo, señor Migue!—dijo al fin—que no me habeis entendido.

—Bien puede ser.

—No trato de daros menos de los trescientos reales...

—Sé que pensais darme mas.

—Quinientos....

—Pues es precisamente lo que no admitiré.

—¿Pero?...

—¿Os sorprende?

—¿Y cómo no? ¿Pues hay quien no quiera que le paguen su trabajo tanto como vale? Si fuese menos....

—Hay quien, como yo, no quiere alterar los tratos despues que están hechos.

—Pero es en vuestro beneficio.

—Y por consiguiente en vuestro daño; y corno soy recto y justo....

—Señor Migue!—interrumpió Correa—si yo no estoy loco...

—Yo lo estoy—replicó Cervantes á la vez que desplegaba una leve y maliciosa sonrisa.

El farsante se encogió de hombros sin acertar á comprender la conducta del poeta.

Este habia sospechado que algun misterio encerraba el liberal desprendimiento de aquel; pero no pudo acertar con la verdad, si bien pensó que no podia ser el cambio sino por obra del señor Antonio; y proteccion tan decidida, insistencia tal en favorecer á un amigo de cuatro dias, hubo de infundirle ya alguna sospecha, aunque remota y leve.

—Pues bien—repuso Correa despues de algunos momentos—justo, recto, loco ú como quiera que seais, no tendreis mas que aceptarlo que os ofrezco.

—Os equivocais.

—¿Y si de otro modo no admitiese yo la comedia?

—Me la llevaria con el sentimiento de haber dado pasos en valde.

—¿Decididamente?

—Tanto que no han de pasar dos minutos sin que quedeis convencido.

—Me hareis perder un buen negocio dejándome sin la Gran Turquesca, lo cual no consentireis si es vuestra conciencia tan escrupulosa.

—Vos, dejando que me la lleve, me haceis perder el trabajo de algunas veladas.

—Veo que no nos arreglaremos; pensadlo bien.

Queria Cervantes averiguar la verdad; pero conociendo que Correa no habia de decírsela con solo preguntárselo, recurrió al medio de mentir, y repuso:

—Os he dicho que no cederé, y vos convendries conmigo en cuanto sepais una cosa.

—Lo dudo.

—Es estraño que no conozcais todavia el carácter del señor Antonio de Alvarado.

—¿Por qué me decís eso?

—Tiene buen corazon, como hay pocos, pero el diablo de la vanidad es su flaco.

—No os comprendo.

—Hace una hora que le he visto en mi casa: me preguntó si habíamos concluido vos y yo nuestro trato, y le respondí que todavia no nos habíamos visto. Entonces volvió, como otras cien veces, á ofrecerme su valimiento, y me dijo que tenia esperanza de que os mostráseis mas concienzudo; y como lo conozco bien, sospeché en seguida por su gesto y su tono que os habia pedido este favor para mi. Negó, no me di por vencido, volvió á negar y entonces le dije que vos reservadamente me lo habíais confesado, que ya me habíais dado el dinero, y que yo le daba las gracias. Este golpe asestado á la vanidad, produjo su efecto, y despues de decir que habíais hecho mal en no ser mas reservado, confesó. En seguida, y para que no se os culpase siendo inocente, le hice ver el lazo en que habia caído, lo cual martirizó su amor propio, porque ya sabeis que se tiene por hombre de ingenio y travesura; pero no tuvo mas remedio que rendirse y conformarse conque yo no aceptase su favor.

—Por quien soy, señor Migue!—replicó el cómico algo amostazado—os juro que no he de volver á fiarme de ese hidalgo. Bien lo conozco y sé que todo es vanidad, pero no creí que me pusiese en este compromiso, haciéndome representar un mal papel. Favores le debo de alguna consideracion, pero no me atajarán para decirle las tres verdades del barquero, pues si queria que le estuvieseis agradecido, no debió encargarme el secreto con empeño tan formal.

—¿Qué me decís ahora?—repuso el poeta que apenas podia contener una risa burlona que se empeñaba en retozar en sus labios.

—Que os daré los trescientos reales agradeciéndoos el haberme hecho conocer mas y mas al señor Antonio.

—Ya veis como al fin hemos quedado amigos.

El comediante abrió el cajon de la mesa y sacó un taleguillo que contenia monedas de plata y cobre.

—Tomad—dijo.

Y en ambos metales, contó la cantidad convenida y la entregó al poeta.

Este le estendió un recibo, y despues de guardar el dinero y levantándose para irse, dijo:

—No digais al señor Antonio las tres verdades del barquero por si os las paga con tres carcajadas burlonas porque os habeis dejado engañar por mí.

—¡Señor Miguel!...

—Ni me ha preguntado por la comedia ni hablado de vos; pero como me interesaba saber la verdad...

—Bien me habeis tendido el lazo—replicó el farsante mordiéndose los labios.

—No tal: os advertí primero, recordándoos que con una mentira puede averiguarse una verdad, y no debisteis haberos dejado engañar, como os dije que habia sido engañado el señor Antonio.

—Me doy por vencido; pero sabed que me poneis en un aprieto.

—¿Por qué?

—¿Qué he decir al señor Antonio?

—Queme resistí á tomar los quinientos reales con tal obstinacion, que ya tuve la comedia en la mano para llevármela, en lo cual no mentireis porque tal era mi resolucion.

—¿Pero y si sabe?...

—Por mí no será.

—Tampoco por mí.

—Entonces podeis estar tranquilo.

—Descanso en vos.

—Descuidad.

—Dentro de ocho dias se representará vuestra comedia.

—Iré á ver como la ensayais.

—Guárdeos el cielo de mal y á mí de vuestra astucia y travesura.

—Y á mí de la vanidad del señor Antonio.

Salió Cervantes en estremo pensativo, porque ya era demasiado tanta y tanta proteccion por parte del hidalgo presumido; pero despues de atormentar su magin, nada pudo adivinar, y tuvo que concluir diciendo como siempre:

—No puede ser otra su idea que el afan de aparecer amigo y aun protector de los poetas, porque si no ¿qué fin habia de llevarse? ¿Qué debe esperar de mi cuando nada valgo? Parece imposible que hasta tal punto se deje dominar el hombre por sus debilidades. ¡Como si los poetas pudiesen prestarle su ingénio!... En fin, sea de ello lo que quiera, algun dia se descubrirá.

Sin detenerse fué á su casa el poeta, ya para depositar en manos de su esposa el primer dinero que le habia producido su pluma despues de casado, ya porque el peso y el bulto de la cantidad le incomodaban, pues de los trescientos reales, los ciento estaban en monedas de cobre.

Entre tanto el comediante, si bien se alegraba por haber ahorrado doscientos reales, no estaba contento de haber sido burlado por el poeta con tanta habilidad.

—Si esto llegase á entenderlo el señor Alvarado—murmuraba—¡voto á tal! mañana mismo me exigiria lo que le debo y que no pienso pagarle.

CAPITULO VI. El hidalgo se decida á seguir adelante sin reparo.

CUANDO el señor Antonio supo el resultado de su disimulada intriga, desesperóse y se convenció de que no era posible comprometer á Cervantes con favores de ninguna especie, pues todos los rechazaria su orgullo.

—¿Qué puedo hacer ya?—decia el hidalgo á sus solas, y sintiendo que acrecentaba cada dia el malhadado amor que le inspirara la esposa del poeta.—Renunciar á esa mujer, no puedo, y conseguir que me corresponda sin mas que interesarle con mis miradas, es tambien imposible, porque tiene un corazon de hielo: es preciso hacerle sentir emociones violentas, rudas, que la saquen de esa especie de letargo que constituye su caracter tranquilo, indiferente; picar su amor propio escitar su envidia, su cólera, y una vez que se sienta animada, arrastrada por cualquiera pasion, halagar esta y hacerse dueño de la plaza: de otro modo es imposible rendirla. Lo primero ha de ser observar para convencerme de si realmente ama á su esposo, y siendo esto así, hacer que ese amor desaparezca bajo el influjo de los celos, que en la mujer no son mas que la vanidad herida. Habrá discordias matrimoniales, pero esto no me importa, puesto que yo no he de sufrir la lluvia de impertinencias que caerá sobre el buen marido; y como no hay nada como lo prosáico para que el amor desaparezca, y las riñas y dimes y diretes domésticos sobre el

«mucho has tardado»

»de dónde vienes y á dónde vas»

y el

«no me miras como antes,»

nada tienen de poético ni de sublime, acabarán los buenos esposos por mirarse como perros y gatos y por maldecir el dia en que cometieron el desacierto de casarse. Cuando esto suceda, como indudablemente sucederá, es la mia, y entonces, haciendo comprender á doña Catalina que las ilusiones amorosas con que soñó, convertidas en realidades feas por su esposo, puede encontrarlas en mí con todo el delicioso misterio de lo vedado, lograré mis deseos y ella bendecirá la, hora en que me conoció. Algo espinoso es el asunto, y con dificultad puede llevarse adelante; pero ¿de qué han de servirme cerca de veinte años de amorosas campañas en que he triunfado de las castidades mas ariscas, y he burlado á centenares de maridos celosos y padres diligentes, y he vencido los escrúpulos mas asustadizos de dueñas mogigatas? Tan larga esperiencia bien puede valerme de mucho, pues que ya conozco al primer golpe de vista el pié de que cada cual cojea. Bien sabrá el manco hacer mejor que yo un soneto y dar cuchilladas, pero en cuanto á disparar una de las flechas que plugo á Cupido regalarme de su carcaj, eso no, que por algo me llaman pirata de corazones. Mi plan es bueno, inmejorable, pero me falla desenvolverlo en todos sus pormenores, pues si bien estoy resuello á introducir la discordia en el matrimonio, es preciso saber cómo ha dé hacerse esto, y sobre todo, obrar con cierta mafia, y de manera que si el pastel se descubre, no aparezca yo culpable, porque ese demonio de poeta tiene la sangre muy caliente y de buenas á primeras saca á relucir la tizona. No me infunde miedo, es verdad—prosiguió el hidalgo queriendo convencerse á sí mismo de que no era cobarde, pero él ha sido soldado y dicen que maneja la espada admirablemente, y seria posible que me hiciese algun rasguño, lo cual no hace al caso porque yo no busco riñas, sino amor: ademas, si las cosas pueden hacerse sin peligro, tanto mejor.

De esta manera conferenció consigo mismo muchas veces el hidalgo, y mas de un dia de cavilaciones le costó el empeño de encontrar fácil camino para llegar al deseado fin; pero fué él caso que cuanto mas atormentó á su pobre caletre, menos adelantó, quedando siempre lo mismo, es decir, sin acertar con otra cosa sino que era lo mas conveniente introducir la discordia en el matrimonio, haciendo que doña Catalina desconfiase de su marido. ¿Pero cómo conseguir esto de manera que la infidelidad de Cervantes tuviese apariencias de verdad y el enredo no se descubriese á las primeras de cambio? La intriga era para cabezas mejor organizadas que la del vanidoso pirata de corazones, como él se llamaba creyendo que por tal se le tenia, y si el diablo, su patron, no acudia en su ayuda, seguramente quedarían sus intentos en proyecto, ó al primer paso caeria en sus propias redes, saliendo mal parado del lance, porque el poeta, celoso hasta el estremo de su honra, se hubiese acordado de que sabia manejar la espada y hubiese pensado que ofensas de tal especie solo con sangre se lavan.

Pero no adelantemos los sucesos, que ya vendrán cuando tal vez les llegue, y quedemos en que el hidalgo se desesperaba mas cada dia porque su inventiva se mostraba rebelde en ayudarle.

Entre tanto Cervantes, anhelando y temiendo que llegase pudiese esperarle otra desgracia que la de oir silbidos en vez de aplausos; pero estaba muy lejos de que el mentecato hidalguillo le preparase asechanzas contra la honra, en la prenda que mas estimaba, y que estas fuesen tales que pudiesen influir en los venideros sucesos de su vida. Si hubiésemos de creer en la mala ó buena estrella con que se simboliza la fortuna ó la desgracia de las criaturas, ninguna peor que la del desdichado príncipe de los ingenios, pues donde quiera, no encontró mas que egoísmo para su abnegacion, envidia para su generosidad, ruindad para su grandeza, traicion para su lealtad, y negra ingratitud para su proceder y sus merecimientos. Dos desgracias le amenazaban, y no sabremos decir cual de ellas era mas temible: ó sucumbia la virtud de su cándida esposa, ó habia de alterarse la paz envidiable de su pobre hogar por motivos que acabarían con la ternura y el amor que á pesar de su miseria hacían felices á los esposos.

Habia creído Cervantes que viviria dichoso y tranquilo en el seno de su virtuosa familia, sin remordimientos por lo pasado, sin temores de lo porvenir; pero no contó con la perversidad que donde quiera introduce su veneno y busca y persigue á los que duermen tranquila y descuidadamente en brazos de su pura conciencia y soñando con sus virtudes, para despertarlos al picar traidora mente como la vívora.

Doña Catalina vivia mas descuidada aun que su esposo: no tenia el mas leve conocimiento del mundo: la escasa y severa educacion que habia recibido, el alejamiento de todo trato, no le habian dado ocasion para estudiar, ni aun superficialmente, el corazon humano: no habia aprendido mas que á amar á todo el mundo; creia que todas las criaturas eran buenas, ó por lo menos, que no era posible que á sangre fria y por un capricho se llevase el llanto á una familia y se escarneciese la virtud; la mentira y la traicion no eran en su concepto mas que palabras, sobre todo, tratándose de los que habían recibido siquiera una educacion cristiana. Esto era una desgracia, porque el dia que sus ojos se abriesen debia horripilarse y sufrir mucho al verse entre cieno cuando se creyó entre flores: muy penoso el convencerse de que es preciso vivir entre la sociedad y aceptar á las criaturas tales como son, con todas sus miserias, con su depravacion y con sus crímenes, y que el virtuoso no puede hacer otra cosa que resistir la influencia de la corrupcion con la fuerza de su virtud, y todo lo mas llevar su grano de arena á la gran obra de la moralizacion; pero que no debe uno negar la existencia de la perversidad, ni espantarse de ella, ni estremecerse al tocar la mano del perverso, sino guardarse de él y no imitarlo, y repetimos, ayudar á la obra de la moralizacion cuando nos sentimos con fuerzas para algo mas que ser virtuosos, cuando tenemos sobrada virtud para poder comunicarla á los demás. La ciencia de la vida no acaba de aprenderse nunca, pero desdichado del que en su juventud no ha tenido siquiera una leve nocion de ella, porque al primer embate de la desgracia, al primer tiro de la maldad, sucumbe. Entiéndase, sin embargo, que no debe llevarse hasta la exageracion este principio, porque, especialmente á la mujer, puede serle tan perjudicial la sobra de conocimiento del mundo como la completa ignorancia.

Quizás hemos ido demasiado lejos en nuestras consideraciones; pero es indispensable que el lector se haga cargo con toda exactitud de lo que era la esposa de Cervantes, para que luego puedan comprenderse los sucesos y darles su verdadero valor.

Tales eran los personages que há poco hemos introducido en la presente historia, y tal la situacion en que se encontraban.

Nos resta solamente decir que habia cundido con rapidez entre los poetas la noticia de que se iba á representar una comedia de Cervantes; y aunque solo la habia leido el cómico Juan Correa, ya la criticaban de distintos modos, alabándola los unos y augurando mal resultado los otros, y estos eran los mas. Esperábase con ánsia el dia de la funcion, y se preparaban calabazines y bellotas y no sabemos cuántas cosas mas para el caso en que la comedia mereciese demostraciones de reprobacion; y en honor de la verdad debemos decir que no eran pocos los que deseaban que así sucediese, fuera del número dé los escritores, y algunos de ellos tambien, para tener ocasion de divertirse silbando y gritando, pues es sabido que hay quien se divierte con sucesos tales á pesar del

«no desees para otro lo que no quieras para tí.»

Largo quizás va haciéndose este capítulo, escrito solo para decir que el hidalgo se habia decidido á tocar todos los resortes, por criminales que fuesen, con tal de conseguir sus deseos; y por si el lector se fastidia, y porque nosotros nos hemos cansado ya, haremos aquí punto redondo y lo dejaremos para otro dia, que en este momento llega á nuestros oidos el canto del gallo que rompe el silencio de la madrugada, y es justo que antes que nos sorpréndala aurora como oirás veces, nos acostemos para soñar con lo que escribimos y poder luego escribir lo que soñamos.

CAPITULO VII. Preliminares.

HABIA llegado el dia de la representacion de la comedia, y desde, muy temprano discutían Cervantes y su esposa sobre si esta debia asistir á la funcion, sin que á las dos de la tarde se hubiesen puesto de acuerdo todavía, pues ambos dudaban y por consiguiente, ninguna de las dos opiniones podia dominar. Por supuesto que la discusion era tranquila, y la falta de conformidad nacia precisamente de los buenos deseos que respectivamente abrigaban.

Doña Catalina no queria renunciar á presenciar el triunfo de su esposo, y este pensaba que si en vez de aplausos le esperaban silbidos, el chasco era por demás desagradable para ser testigo de él. Pero como á la hora en que hemos indicado era ya preciso ponerse de acuerdo para saber cómo habia de obrarse, volvió á entablarse la discusion y volvieron á encontrarse las opiniones.

Sentados el uno frente al otro de manera que aprisionaban un enorme brasero de cobre, regalado á doña Catalina por su madre y heredado por esta de la suya, comenzaban el debate los esposos, y Cervantes decía:

—Tengo la conciencia tranquila en cuanto á mi trabajo, pero hay que temer á dos enemigos de tolerancia muy dudosa: es el uno el vulgo que aplaude lo que le gusta y no lo que es bueno, porque dice que allí va á divertirse, y si no encuentra lo que busca, poco le importa el mérito de lo que le dan; y es el otro una camarilla de malos poetas y mozalvetes nécios, de los cuales los unos están interesados en no dejar crecer reputaciones, y los otros buscan ocasiones para alborotar, y llamando asi la atencion, hacerse visibles, importándoles un comino cuantos males puedan causar. El que escribe una comedia y quiere librar bien, busca á los de esa camarilla, los adula, va con ellos á tabernas y hosterías, pagando el gasto, y de este modo, obtiene no solo indulgencia, sino aplausos inmerecidos. Yo no los he buscado ni adulado, no he gastado con ellos los trescientos reales que he recibido, y aunque conozco á muchos de ellos y nos damos el nombre de amigos, ni les he dicho siquiera que hubiese escrito comedia alguna.

—Pero si es buena la comedia, no han de hacerte daño solo por el placer de hacerlo ni por vengar la imaginaria ofensa de que no los hayas adulado y es sobra de malicia en ti el pensar de ese modo.

—Ya sabes—repuso el poeta—que rara vez sospecho de nadie, porque soy naturalmente inclinado á pensar bien de todos; pero tengo alguna esperiencia y sé que á los hombres les cuesta menos trabajo Hacer mal que bien.

—No lo alcanzo—replicó doña Catalina.—¡Hacer mal á sangre fría, por mera diversion!... Creo que exageras, Si tal perversidad hubiese en el mundo tendríamos que huir de todo trato, alejarnos de la sociedad y acabar la vida en un retiro, siquiera para evitar al contagio de la depravacion. ¿Cómo es posible que esos hombres tan considerados, tan atendidos, tengan instintos tales? Nó, Miguel, porque la gente honrada les volveria la espalda, los señalaria con el dedo, y hasta el mirarlos evitaría.

Cervantes se sonrió de la candidez de su esposa.

—Ya te harán las desgracias conocer el mundo: por ahora bastante es que sepas que la pintura que acabo de hacerte no es exagerada, y que el mérito de mi comedia no es bastante para que salga libre de silbidos.

—No lo espero así—contestó doña Catalina que no se habia convencido—y por tanto, quiero ver cómo recoges los laureles de la triunfo.

—Supongamos por un momento que te equivocas.

—¡Oh!... me espanta solo la idea.

—¿Qué dirías si presenciases uno de esos espectáculos que tan frecuentemente revelan el lastimoso estado de nuestra cultura?

—Al primer asomo de semejante suceso me iría.

—Uno has visto, y á pesar de que yo no era el paciente, palidecistes, temblastes y su tristes mucho.

—Es verdad.

—¿Pues qué te sucederia tratándose de mí?

—¿Y si el éxito llega á ser como deseamos, qué dicha igualará á la mia en aquellos momentos?

—Puedes comprarla muy cara.

—Algo ha de costarme, que mucho tiene que arriesgarse si se ha de lograr mucho. ¡Con cuánto orgullo te contemplaré si triunfas!... Nó, Miguel, no puedo renunciar á tanta felicidad.

—Veo que no te convences....

—Imposible.

—No las complacerás yendo al teatro.

—Si me lo prohíbes....

—Nó, pero te aconsejo....

—Dices que no te complaceré....

—¡Oh!... mi mayor dicha seria verte allí si me favoreciese la fortuna. Una mirada tuya en esos momentos.... ¡ah!.... completaria mi felicidad. Verte dichosa, verte orgullosa de ser mia siquiera por un instante, es mas de lo que puedo pedir; pero si en vez de ese triunfo...

—También quiero estar allí—interrumpió doña Catalina—si te es la fortuna adversa, para que encuentres siquiera una mirada amiga que te consuele. No me lo prohíbas, Miguel, no me lo prohíbas—prosiguió la dama, estrechando cariñosamente entre sus manos la diestra de Cervantes, y con acento tan tierno y dulce que era irresistible:—yo procuraré ocultar el rostro para que nadie me conozca; pero si te hacen la justicia que mereces, entonces lo descubriré y con los ojos diré á todo el mundo:

«ese que ha logrado conmoveros, ese á quien admirais, á quien envidiais, ese de alma privilegiada por Dios, es mío, mio solamente, me ama y le amo tanto....

—¡Catalina!—exclamó Cervantes cuyos ojos brillaron con el fuego de su amor.

En aquel momento eran felices: los sacrificios y las privaciones que tenían que imponerse á causa de su pobreza, los consideraban compensados sobradamente con su cariño. Se inspiraban mutuamente la mas ciega confianza, y á no ser el cuidado del sostenimiento de su familia, ninguno tenia Cervantes, y este no le inquietaba porque creia que con trabajar sin descanso podria cumplir sus deberes de esposo y de padre. ¿Y qué le importaba al poeta el trabajo? Si le hubiesen prometido lujo y comodidades para su familia á trueque de trabajar sin descanso dia y noche, se hubiese considerado dichoso.

La cuestion, como ya era de presumir, se decidió en favor de doña Catalina, conviniendo en que esta fuese al teatro en compañia de Andrea, pero cuidando de que no las conociesen.

Pocos momentos despues entró el hidalgo presumido, y cuando aun brillaba en los ojos de doña Catalina una mirada de inmensa ternura.

—¡Si se dirigiese á mí!—pensó el señor Antonio.—Ahora me convenzo de que bajo ese esterior de nieve arde una hoguera de amor.

—Noticias traereis—dijo Cervantes mientras ofrecia una silla á su fingido amigo.

—Y de mucha importancia.... Perdonad, señora—dijo el hidalgo á doña Catalina, asestándole disimuladamente una mirada tierna que él creyó ser un dardo, pero que nada significó para ella,—Vuestro esposo, en su afan de saber, no me ha dejado saludaros.

—Gracias, señor Antonio—contestó la dama.—Os deseo felicidades.

—Vamos, amigo mió—repuso el poeta—decid lo que sabeis si no es un secreto.

—Lo es, pero no para vos.

—Supongo que vais á hablar de mi comedia....

—No me ocupo de otra cosa desde ayer.

—Sois un buen amigo.

—Bien podeis asegurarlo.

—Os agradezco....

—Vamos á lo que interesa.

—Sepamos.

—He pasado mas de dos horas en la taberna de Manuela, comiendo un cabrito en compañia de dos amigos y un conocido. Los amigos nada importan, pero sí el conocido que es.... Adivinadlo.

—¿Algún poeta?

—Y de los que mas fama tienen.

—No acierto....

—El mismo Lope de Vega.

—Honra de España—dijo Cervantes.

—Pues bien, esa honra de España tiene sus defectos, entre los que descuella el de mirar con cierto desden cuanto no es suyo.

—Señor Antonio, sois murmurador....

—Hemos hablado de vuestra comedia.

—¿Y qué dice?

—Os repetiré sus mismas palabras.

—Sí, sí.

—Que el que ha escrito la Galatea con todos sus repulgos, disertaciones y laberintos, debe contentarse con pintar zagalas, arroyos y praderas, y no meterse á zurcir comedias, porque no ha nacido para el caso.

—¿Pero conoce la mia?

—Nó, pero cree que sois demasiado atrevido, aunque supone que os curareis de esta dolencia con algunos silbidos.

—Bien, vengan si los merezco—contestó Cervantes» palideciendo ligeramente.

—Ya veis que el señor Lope.

—Lo tengo por amigo, pero está en su derecho de juzgarme.

—¿Antes de conocer?

—Creo que me hará justicia si lo merezco, y esas palabras no tienen valor alguno.

—Es verdad que luego añadió estas palabras:

«Si me equivoco en lo que presumo, seré el primero en aplaudir; pero dudo que asi suceda, y casi me atrevo á apostar que el señor Miguel de Cervantes no escribirá una comedia buena, ni aun mediana.»

Cervantes miró á su esposa como recordándole sus anteriores palabras, y luego dijo:

—Bien, amigo Alvarado; se prepara alboroto....

—En cambio he tomado ciertas precauciones, contando con mis amigos....

—Tened presente—interrumpió con seriedad el poeta—que no quiero mas aplausos que los merecidos; y si veis que el público reprueba, dejadlo.

—Es que el público, y bien lo sabeis, no tiene mas opinion que la de cierto número de asistentes que vamos allí para decir bien ó mal á nuestro antojo.

—Pues yo quiero saber la suya.

—La sabreis, pero dejadme que contrareste la intriga.

—Tampoco.

—Vuestra comedia no puede silbarse.

—¿Por qué?

—Es la opinion de Correa, y en esto, con vuestro perdon y el de todos los poetas, saben mas que nadie los comediantes, porque tienen mucha esperiencia y mejor que nadie conocen al público.

—Un aplauso inmerecido es una burla.

—Obraré con prudencia.

—Os suplico....

—Dejadme porque nada conseguireis, y hablemos de otra cosa. Supongo que irá doña Catalina....

—Sí, pero no quiero que nadie lo sepa.

—Bien pensado.

—La acompañará mi hermana....

—Y yo si no os parece mal.

—Pero no podrá ser mas que hasta la puerta.

—¿Van á la cazuela?

—Sí, para ocultarse mejor.

—Bueno, pero sabiendo yo donde están, si algo les ocurriese.

—Os lo agradeceré, porque ya comprendeis que yo no podré presentarme allí.

—¿Estareis dentro?

—Sí.

—¿Os ireis mas temprano?

—No.

—Entonces....

—Saldremos de aquí reunidos y nos separaremos á la entrada.

—Convenidos.

—Me parece lo mejor.

—Vendré á buscaros—dijo el señor Antonio, levantándose y asestando otra espresiva mirada á doña Catalina.

—¿Os vais?

—Si: tengo que andar mucho todavía.

—Cuidado, señor Antonio....

—No hablemos mas.... Hasta la noche.

Salió el hidalgo muy contento porque esperaba tener aquella noche ocasion de desahogar su pecho con alguna tierna frase, pero al mismo tiempo mas cariñoso que nunca porque no habia encontrado el medio de comenzar su intriga.

Entretanto Cervantes decia á su esposa:

—¿No te arrepientes?

—Nó.

—¿A pesar de lo que has oido?

—A pesar de todo.

El poeta no volvió á hacer ninguna observacion, y con el mismo miedo y la misma ansiedad, esperó á que llegase la noche.

CAPITULO VIII. Mas preliminares.

AL oscurecer de aquel mismo dia, la desdichada doña Inés estaba en su aposento, y sentada en un sillon y apoyada la cabeza en una de sus manos, escuchaba á su dueña que hablaba sin cesar y hacia gestos horribles para dar á sus palabras mayor fuerza de espresion.

—No hay medio de escusarlo—decia la vieja hipócrita—ya conoceis el génio de vuestro padre y sabeis que cuando se empeña en una cosa no hay que oponerse: además, si os obstinais demasiado, sospechará, porque siempre os ha visto, no solo dispuesta, sino deseosa de ir á menudo á los corrales de comedias, y es natural que le llame la atencion una mudanza repentina en la aficion que siempre habeis mostrado. Si fingís alguna indisposicion, al momento tendreis aquí al doctor que os llenará el cuerpo de brevages; y no es eso lo peor, sino que puede conocer el verdadero mal que os aqueja, y ya sabeis que el tal doctor no es nada prudente ni reservado, y si se le va la lengua ¡San Antonio bendito! estamos perdidas. Y no cuento el mal humor de vuestro padre y mi señor que le duraria una semana. No quiero mezclarme en vuestros asuntos, pero soy de opinion que desecheis vuestros infundados temores, y encomendándoos al Santo Cristo de la Amargura, que ya sabeis es muy milagroso, obedezcais á vuestro padre y aun demostreis estarle agradecida porque os proporciona la ocasion de divertiros.

—Conozco, Gimena—contestó la dama—que no puedo librarme de un peligro sin caer en otro, pero no sabré decirte cuál es peor. Sabes que se va haciendo imposible disimular mi desgracia, y si por huir de la indiscreta lengua del doctor, doy en las maldiciones del vulgo, habré perdido en el cambio.

—Exagerais—replicó la dueña:—aunque el disimulo es mas difícil fuera de casa, pero de noche yen este tiempo que os permite ir bien cubierta, podeis estar descuidada. Luego, estará lleno el corral por ser comedia nueva, y en el sitio donde hemos de colocarnos apenas se os podrá ver entre la gente.

—Olvidas otra peligro.

—¿Cual?

—El de los desmayos que me acometen en cuanto estoy donde hay muchas personas y respiro un aire que no se renueva, lo cual me sucederá esta noche, pues con menos motivo me ha sucedido en la iglesia.

—Os poneis en lo peor.

—¿Qué he de hacer?

—Bueno, señora mia, muy bien, haced lo que os plazca si no os convenceis. No tardará media hora en llegar vuestro padre, y si os encuentra de este modo, os preguntará por qué lío os habeis vestido, y entonces contestadle:

—Iré, Gimena—dijo Inés con tono de resignación—no puedo escusarlo.

—Es lo mismo que yo os decia.

—Vísteme....

—Como que apenas nos queda tiempo.... Ya sabeis que á vuestro padre no le gusta esperar.... Voy al momento, señora.

Doña Inés quedó silenciosa y meditabunda mientras su dueña llevó todo lo necesario para vestirla.

Gimena no se habia equivocado, porque apenas acababa de poner la última prenda á su señora, cuando llamaron con recios golpes á la puerta de la casa.

—Aquí le tenemos—dijo la dueña.—Bueno será dar un grito al holgazan de Crisóstomo, porque como de costumbre, estará durmiendo.

Y asomándose á la puerta del gabinete, gritó:

—¡Crisóstomo, Crisóstomo, el señor llama!

—¡Allá voy!—contestó desde el interior de la casa una voz soñolienta.

Pocos momentos despues entró en el aposento un hombre de elevada estatura, enjuto de carnes, de cabellos blancos y barba gris, con apariencias de haber contado pocas menos de cuarenta navidades. Su aspecto era noble, su mirada tranquila y dulce, y en sus gestos y en sus ademanes se conocia que la dueña habia mentido al decir que era el padre de Inés un hombre de carácter violento, impaciente y duro.

Doña Inés le salió al encuentro, recibió en la frente un beso cariñoso y se esforzó para sonreir.

—Bien—dijo el anciano, contemplando á su hermosa hija con paternal orgullo—te veo preparada, lo que me prueba el deseo que tienes de que llegue la hora de la funcion. Es verdad que hace mucho tiempo que no vas á las comedias, que ea tu diversion preferida; pero sabes que no es por descuido mio en proporcionarte todo género de diversiones honestas, sino que los achaques propios de mi edad no me dejan hacer cuanto quiero: este invierno son crueles los frios, y me tiene muy recomendado el doctor.... ¡Ah! precisamente acabo de dejarlo en la plaza de San Salvador, y por cierto que sin saber cómo se ha ido enredando la cuestion de siempre y hemos acabado por reñir:. lo siento, porque es un hombre de mucha ciencia y de mas esperiencia y conoce de antiguo mis achaques; pero hay momentos en que uno no repara en nada, se le va la lengua y en fin, tengo que buscar otro Galeno y cuidaré que sea mas prudente y menos desvergonzado, porque mi génio se resiste á ciertas cosas....

—Hace pocos minutos—interrumpió Inés animada por una esperanza leve de encontrar escusa para no salir sin que el médico fuese á visitarla—hace pocos minutos que crei necesitar al doctor....

—¿Te sientes indispuesta?—preguntó el anciano afanosamente.—Doctores hay en la villa y antes de media hora tendrás uno aquí. Desnúdate, otra noche iremos al teatro.... Voy yo mismo por un médico, porque si mando á Crisóstomo....

—No es nada, padre mio....

—Inés, lo mismo da una noche que otra para la comedia—replicó el anciano que creyó que el deseo que su hija tenia de ir al teatro le hacia negar el mal.—Quiero que te vea un médico....

—Os repito que estoy completamente buena.... fué un mareo.... pero en seguida pasó....

—Me engañas, Inés.

—Os digo....

—Estás pálida....

—Antojo vuestro—replicó la doncella.

Pero su padre, sin convencerse, tomó una bujia de dos que alumbraban el aposento, y la acercó al rostro de su hija.

Las megillas de esta enrojecieron repentinamente y bajó los ojos como avergonzada.

—Es verdad—repuso el anciano—tienes buen color.... pero has hecho bien en decirme lo que te ha sucedido porque asi estaré al cuidado mientras dure la funcion. Estás encarnada como una rosa: ya hace mucho tiempo que no le he visto con tan buen semblante.... Me alegro, hija mia me alegro, porque eres mi delicia, mi única felicidad: el mundo no tiene ya para mí mas atractivos que tú. En la vejez, como no hay pasiones, nada conmueve, y solo un hijo puede hacer palpitar el corazon de alegría; es el único goce que queda.

Cada muestra de cariño de su padre, era para la doncella un tormento, porque le acusaba la conciencia de haber pagado mal aquella ternura, y de no haber sacrificado sus pasiones en pago de los sacrificios que á su padre debia. La desdichada joven hubiese preferido en aquellas circunstancias tener un padre poco ó nada cariñoso, hasta cruel, no porque asi podia escusar su falta, sino para que no fuese tan agudo el remordimiento de su ingratitud.

Doña Inés no pudo contener el llanto que largo rato hacia pugnaba por salir de sus hermosos ojos, y arrojándose al cuello del anciano, exclamó:

—¡Padre mio!

—¿Por qué lloras?

—No lo sé.... vuestro cariño me conmueve y me arranca lágrimas.... de ternura....

—¡Hija mia!—dijo el anciano con voz ahogada.—Me ves junto al sepulcro y por eso te aflijes.... Pero sírvate de algun consuelo el que moriré tranquilo y que me has hecho feliz con tus virtudes, con tu cariño....

—¡Perdonadme, padre mio!—exclamó la doncella que apenas podia respirar.

—¡Perdonarte!... ¿De qué?...

—No os amo tanto como vos á mí....

—¿Sabes tú acaso lo que ama un padre?

—Sé que desde que muñó mi buena madre, cuando aun yo no tenia uso de razon, no os habeis separado de mi lado un instante, consagrasteis los amargos dias de vuestra existencia á vuestra hija, os privasteis de todo por raí, todo lo sacrificasteis....

—Era mi felicidad, esos cuidados eran mis goces.... Pero estoy recompensado, eres buena, todas las virtudes resplandecen en tí....

—¡Padre mio!...

—Yo cuidé de tu tierna infancia y tú cuidas de mi débil y achacosa vejez; tú me acariciabas para pagar mi ternura, y yo te bendigo para recompensar tus virtudes.... ¿Pero á qué hablar de esto ahora?.... Ya va siendo tarde.... Vamos, hija mia....

—Hace mucho frio y temo por vos....

—No tengas cuidado, me siento bien.... y la noche ha templado.... ¡Crisóstomo!—gritó el anciano.

Un mozo de escasa estatura, pero sobrado de carnes, de rostro cándido, estrecha frente, cabeza aplastada y cubierta de espesos cabellos negros, ojos redondos, verdes y de carnosos párpados, se presentó.

—¿Dormías?—le preguntó el padre de Inés, que hemos olvidado decir se llamaba don Benito de Carbaja!, y era hidalgo de muy buena cuna y desahogado patrimonio.

—Rezaba, señor—contestó Crisóstomo á la vez que se restregaba los ojos con una mano y sé rascaba la cabeza con la otra.

—Eres muy devoto del dios Morfeo.

—Mi patron es San Blas.

—Enciende la linterna y vamos.

—Al momento, señor.

—Vamos, hija mia—repuso don Benito.—Y vos, señora Gimena, ¿qué haceis sin cobijaros?

—Lo estaré antes que ese posma de Crisóstomo encienda la linterna.

La dueña se cubrió con un ancho manto, y Benito, bien embozado en un ferreruelo de paño gris, y provisto de una linterna, salió delante de todos para ir alumbrando por el camino, pues en aquellos benditos tiempos, el que no queria romperse las narices contra una esquina ó quedarse clavado en un barrizal, tenia que llevar una luz que muchas veces servia de blanco para una pedrada: solamente los rondadores enamorados iban á oscuras, sin masque su guitarra y su tizona, la una para provocar pendencias y atraer rivales, y la otra para concluirlas y alejarlos.

Como hemos dicho, Crisóstomo delante, detrás don Benito y su hija, y cerrando la marcha Gimena, caminaron sin hablar una palabra, con el oido atento al menor ruido, y mirando con desconfianza á cuantos encontraban; pues en el hueco de cada puerta, á la vuelta de cada esquina se abrigaba en aquel siglo de sanas costumbres un ladron que robaba y asesinaba, ó mas frecuentemente, asesinaba para robar.

Felizmente llegaron al corral de la Cruz, primer teatro que hubo en la coronada villa, verdadero corral, porque en su principio estaba á cielo descubierto, y que hacia muy poco tiempo que se habia techado y hecho en él algunas otras reformas que apuntaremos mas adelante. Hoy no existe: el sitio que ocupaba es una calle, ó mejor dicho, principia á serlo. ¡Cuántos recuerdos de amor, de gloria, de intrigas, de rivalidades tiene aquel sitio!

Empezaba á entrar el público cuando llegaron don Benito y su hija, y todos se apiñaban á la puerta, se empujaban y abrían paso con los codos para entrar primero y colocarse en buen lugar. Habia gran confusion de ruido y voces: los unos amenazaban, los otros se quejaban al sentir sobre sus pies otro pie en estremo duro y pesado; quién, tomando á broma el bullicio, silbaba, reia y gritaba; cuál otro renegaba del alcalde porque no establecia en aquel sitio un buen número de corchetes que pusiesen órden, y quién, en fin, callaba, y sin quejarse ni amenazar, convencido de que la lengua no habia de abrirle paso, empujaba y avanzaba.

Doña Inés se estremeció, temiendo que el bullicio le produjese algun trastorno, y dijo á su padre:

—¿Os parece bien que esperemos un ralo?

—Sí, esperemos, porque de todos diodos tienes seguro tu sitio y no hay para qué apresurarse. Ya sabes, Crisóstomo, á la hora que has de volver: cuidado que no te duermas y dejes la luz donde pueda prenderse fuego; que cierres bien la puerta, acuérdate que la cerradura tiene tres vueltas, y mientras estés en casa, corre el cerrojo y pon la tranca y registra cuando entres y antes de salir, sin olvidar la carbonera.

—Bien, señor—contestó el criado cuyos dientes castañeteaban de frío.

—Puedes irte ya porque no te necesitamos, y no quiero que la casa esté sola mucho tiempo. Vete por la calle de la Almudena y da la vuelta por el Sacramento, que es mejor camino que la plazuela de San Salvador.

Crisóstomo dió media vuelta y se perdió entre la gente que aun llegaba; pero apenas habia andado tres pasos, se detuvo haciéndose las siguientes reflexiones, que probaban que no era tan tonto corno parecía:

—Hace mucho frio—murmuró—cenaremos tarde, y parece que se me han llenado las tripas de ese airecillo helado que corre. Estoy seguro de que me dormiré apenas entré en casa y me siente junto al fuego, y no despertaré á la hora en que debo venir en busca de mi señor, lo cual me valdrá el queme pongan en la calle. Esto, que seria una desgracia, y el frio de mi estómago, puedo evitarlo fácilmente, pasando el tiempo en la taberna de mi amigo Juan, bebiendo un vaso de vino, y comiendo un trozo de bacalao si lo tiene bueno. Lo que me cueste lo sacaré mañana de la compra, que es muy justo que lo pague mi amo, puesto que nadie sino él me ocasiona este gasto.

Tras este razonamiento entró Crisóstomo en una taberna que habia en la misma calle, resuelto á no salir de allí hasta la hora en que concluyese la representacion de la comedia, y con buen ánimo de devorar algunas tajadas de bacalao frito y apurar un jarro de Valdepeñas de tan buena calidad que, segun el tabernero decía, era bastante para resucitar á un muerto.

Lo dejaremos entregado á las delicias de su cena y de su sueño, pues es seguro que de cuando en cuando cerraria los ojos, y volveremos al corral de la Cruz para echar una ojeada á su interior y ver lo que en él sucedía, pues á mas de la comedia, se preparaban allí sucesos de mucha importancia.

CAPITULO IX. Lo que era el corral de la Cruz.

No escribimos la historia del teatro español, ni la gloria de Cervantes fueron sus comedias, y por esto no nos detendremos en detalles ni consideraciones fuera de nuestro propósito. El autor del Quijote no habia nacido para el teatro, y nada podemos decir de él como escritor de comedias, que no pueda decirse de otros cien poetas adocenados que no merecen mas gloria que la de haber escrito en la época en que los génios del gran Lope de Vega y Calderon alcanzaron la suya.

Tras las representaciones del insigne Lope de Rueda en las plazas públicas, vinieron los corrales á cielo raso, y pocos años despues, estos se cubrieron, haciendo en su interior algunas reformas para comodidad del público y decoro del arte cuyo ejercicio era entonces una deshonra.

El corral de la Cruz presentaba el mas feísimo aspecto en su interior, á pesar de que á la época en que nos referimos, acudían á él todas las clases de la sociedad. Una parte del patio la ocupaban cuatro ó cinco hileras de bancos que no serian dignos hoy de verse en un bodegon, y en el resto se colocaban, ó mejor dicho, se apiñaban de pie los que no habían comprado asiento. En esta parte no era permitida la entrada á las mujeres. Habia tres órdenes de galerías, la baja, solo á derecha é izquierda, donde podia colocarse todo el que quería, con tal que fuese hombre; la principal donde se colocaba la clase noble y rica, y la última, llamada la cazuela, y en la que solo podían entrar mujeres sin pagar asiento, á menos que quisiesen sentarse en delantera. A los bancos del patio acudían por lo general poetas y mozalvetes galanteadores de la clase noble y de la media, y algun otro hidalgo bien acomodado ó comerciante rico; y de aquella parte, la mas próxima al escenario, partían los aplausos y los silbidos y todo género de alboroto, siguiendo la corriente la parle de vulgo que se encontraba detrás, y luego las galerías. Las escenas de alboroto y escándalo eran muy frecuentes, y rara la noche que el alcalde que asistia siempre á las comedias no se viese obligado á sacar á algun alborotador del corral para llevarlo á la cárcel.

Como una docena de candilejas esparcían en la embocadura del escenario rojizos resplandores, y como novedad de inusitado lujo, aquel año pendia del techo una, con pretensiones de araña, de alambre y llena de espejuelos de estaño entre los que brillaban las luces de otras, un si es no es linternillas sin cristales, que completaban el alumbrado del corral.

Cuando se desahogó la puerta entraron don Benito, su hija y la dueña; subieron hasta el último piso, y allí se detuvieron.

—Desde tu sitio—dijo el anciano á Inés—puedes verme; yo estaré con cuidado y si me necesitas basta con que me hagas una seña. Y vos, señora Gimena, ya sabeis que es á tener cuenta de vuestra señora á lo que habeis venido, y no á ver la comedia.

—¡Dios me libre de perderla un momento de vista!

—Entrad.

Doña Inés y la dueña se metieron por una puertecilla y se encontraron en la cazuela: aquello parecia un infierno según el incesante ruido del hablar á la vez todas las mujeres, preguntando, contestando, replicando, murmurando, riendo, quejándose y riñendo por la mas leve cosa. No sin dar y recibir algunos pisotones y escuchar alguna desvergüenza, pudieron llegar á sus asientos Inés y su dueña, acomodándose con bastante estrechez, porque entonces, lo mismo que ahora, á los asientos de segundo órden en los teatros, no se les señalaba mas espacio que el que ocupa la mitad de una persona delgada.

Desde aquel sitio se velan como un hormiguero las cabezas de los espectadores que ocupaban el patio, y se oia un murmullo sordo y continuado producido por las pisadas de los que iban y venían. Aun no habia comenzado la griteria de los mas impacientes que antes de la hora marcada pedian que se empezase la funcion, ni los diálogos que solian entablar algunos calaveras presumidos de ingenio y gracia desde sitios distantes, y á los cuales el público solia prestar atencion aplaudiendo los chistes que se cruzaban. En aquel tiempo se permitían en el teatro algunas costumbres y escenas de las que hoy vemos en las plazas de toros.

El golpe de vista era muy diferente desde el patio: veianse todas las galerías, y especialmente la principal, donde multitud de damas ricamente vestidas ostentaban su belleza, atrayendo las miradas de los mancebos y encendiendo corazones con las chispas de sus ojos. La que no tenia un galan á; su lado, lo contemplaba entre la multitud que bullia en el corral, y otras, el mayor número, enloquecían á dos á la vez, con celos al que de lejos miraba, con mentira al que las requebraba de cerca. Las que así obraban lo hacían con su particular estudio y conveniencia: si á ninguno de los dos querían, divertíanse á costa de ambos y no podían fastidiarse durante los entreactos porque tenían un entretenimiento: si preferían al que estaba á su lado, lisongeaban la vanidad de este para atizar el fuego de su pasion, burlándose de los gestos de desesperacion celosa del otro; y si preferían al que estaba lejos, se servían del que estaba á su lado como de un lacayo cualquiera en cuanto se les ocurría, ya para ponerse y quitarse abrigos, ya para que les buscasen agua, y encendían los celos del otro para aumentar su pasion al apagarlos, pues sabido es que el amor crece despues que se desvanecen los celos.

Llenáronse al fin todas las localidades, pasó largo rato, y el público empezó á perder la paciencia. Se oyó un silbido y luego siguieron muchos, y una voz que gritó:

—¡Salga Correa!

—¡Salga la Alfonsa!—dijo otro.

—¡Que salga!—repitieron en coro casi todos los espectadores.

—¡Pero que se ponga otras narices!

—¡Sí, sí, otras que no tropiecen con nosotros!

—¡Silencio!

—¡Que empiece!

—¿Vamos á dormir aquí?

—¡Que nos traigan la cena!

—¡Que salgan, que salgan!

—Están bebiendo á nuestra salud, dejadlos que acaben con sosiego.

De tal manera gritaban de todos lados, diciendo cuanto á la boca se les venia, y armando tal estruendo de voces, risotadas y silbidos, que no parecia sino que se habían escapado y reunido allí todos los diablos y condenados del infierno. En den, apelando al último recurso de destacar algunos corchetes que recorrieron los sitios de donde partia con mayor estruendo el alboroto; callaba el que tenia cerca un ministril, pero gritaban los demas. Cansados al fin, se calmó el ruido, aunque sin que se dejase oir de vez en cuando alguna voz hueca que escitaba la hilaridad con algun chiste mas ó menos decente, ó algun silbido que nunca dejaba de ser contestado.

Pero volvió á transcurrir mas de un cuarto de hora, y cuando empezaban á dejarse ver amagos de nueva gritería, una voz hueca, profunda, y que hizo retemblar el teatro, gritó:

—¡Seor alcalde!

—¡Seor alcalde!—repitió en unánime corola multitud.

—¡Haga justicia vuestra señoría!—volvió á decir la misma voz.

Y el coro repitió estas palabras.

—¡O de lo contrario, permita vuestra señoria que nos la hagamos nosotros!

Resonó entonces un aplauso general y luego la griteria mas furiosamente que antes.

La hora señalada habia pasado, y el público tenia razon.

Era imposible contener el alboroto.

El alcalde mandó á un alguacil para que dijese al señor Correa que se le iba á imponer una multa de diez ducados lo menos, si no se daba principio á la comedia; pero el farsante contestó que no era culpa suya la tardanza, sino el haberse prendido fuego al turbante de la que debia representar el papel de Gran Turquesca, y se estaba haciendo otro á toda prisa; para lo cual, y porque no hubiese mas retardo, la comedianta habia roto una basquiña de tafetan azul que estimaba en mucho.

Pero esta respuesta que calmó el alcaldesco enojo, no llegó á noticias del público, y siguió la griteria mas récia cada vez y sin que pareciese que los gritadores se fatigaban.

Entonces se asomó á la galeria principal un alguacil tan flaco que parecia un esqueleto vestido, y abriendo su boca descomunal, y por la que fácilmente hubiera podido meter el puño cerrado, dijo:.

—¡Señores!

Todos escucharon.

—De órden de su señoría—prosiguió el corchete—tres dias de cárcel y diez ducados de multa al que alborote.

Respondió á estas palabras una carcajada estrepitosa y general, y resonaron tantos, tan prolongados y agudos silbidos, que las damas tuvieron que taparse los oidos para no ensordecer.

El alboroto siguió, y el alcalde envió un segundo aviso á Correa, que ya desesperado y maldiciendo á la impaciente turba y al desdichado turbante, decidió satisfacer al público con permiso de la autoridad.

La cortina que cubria el escenario se movió, produciendo un efecto mágico en los espectadores.

—¡Silencio!—gritaron muchos.

—¡Silencio!—repitieron los demás.

Y efectivamente, reinó un profundo silencio, y mientras el alcalde se limpiaba el copioso sudor que corria por su frente, todas las miradas se fijaron en el escenario.

Entonces salió por uno de los lados de la cortina un hombre de estatura gigantesca, pero flaco, estremadamente flaco, vestido con ropas de mil colores y con la cabeza descubierta, y colocándose en medio de la embocadura del escenario, hizo una profunda reverencia y dijo:

—Señores, la desgracia de haberse quemado á la señora Juana Martin un hermoso turbante, ha sido la causa de que no se principie la comedia; pero ya está concluyéndose otro y muy en breve se comenzará la anunciada Gran Turquesca.

Dichas estas palabras, hizo el farsante otra reverencia, y aprovechando la ventaja de sus largas piernas, procuró ocultarse á toda prisa; y no sin razon, porque apenas hubo concluido de hablar, se oyó gritar de todos lados:

—¡Calabazas, calabazas!

Y de ellas cayeron mas de veinte sobre el desdichado, acertándole alguna en la cabeza y muchas en la parte de su cuerpo que mas sobresalió al agacharse para huir.

Gran risa y diversion hubo con el lance que dió motivo á todo género de chistes, con lo cual pareció desahogarse el público y se restableció la calma.

No hubo motivo para nuevo alboroto, porque antes de diez minutos se oyó en el interior del escenario un silbido y el telon se corrió.

Principiaba la comedia, pero como en este capítulo, solo habíamos de tratar de lo que era el corral de la Cruz, para cumplir nuestra promesa le daremos fin y principiaremos otro.

CAPITULO X. El diablo empieza á favorecer al señor Antonio.

EL lector se contentará con saber que la comedia principió y que la primera jornada la vió el público con agrado, escuchando con atencion religiosa y aplaudiendo, unas veces por entusiasmo, y otras porque palmoteaban el señor Antonio y sus amigos. Sin embargo, á cada mal verso, porque malos tambien los tenia, se cruzaban miradas de inteligencia entre Lope de Vega y otros escritores, pero con disimulo y sin hacer demostracion de reprobar públicamente.

Cervantes, que estaba en el interior del escenario y temblaba como si tuviese frio, apenas pudo respirar hasta que concluida la primera jornada resonó un general aplauso y algunas voces de lisongera aprobacion. Entonces, procurando ocultar el rostro y por los sitios menos concurridos, subió hasta la cazuela donde estaba su esposa, y aunque allí no le era permitido entrar, se asomó á la puerta para recibir el parabién de una mirada.

Como si doña Catalina lo hubiese adivinado, no perdia de vista la puerta, de modo que apenas asomó la cabeza Cervantes, se iluminaron los ojos de la dama y su semblante se dilató radiante de orgullo y de alegria ¡Cómo latió su corazon en aquellos instantes solemnes! Ella, en el primer arrebato de alegria se hubiese arrojado en brazos de su esposo, para estrecharlo contra su pecho palpitante de amor; pero tuvo que contener los impulsos de sus cariñosos deseos y contentarse con enviarle su alma en una mirada tierna y ardiente que el poeta recogió como un tesoro. El triunfo, sino estaba asegurado, era muy probable, y como doña Catalina contaba con él, su felicidad era completa y no se hubiera cambiado por la mas opulenta y hermosa de las damas que ocupaban la galeria principal. El retiro en que siempre habia vivido la esposa de Cervantes, no le habia dado ocasion á esperimentar cierta clase de emociones; y si á esto se añade lo impresionable que era, comprenderemos fácilmente el efecto que debieron producirle los aplausos y basta qué punto debió sentirse lisongeado su amor propio.

Ya que otra cosa no fuese, hubiera podido salir para hablarle á su esposo ó dirigirle algunas palabras desde su asiento, porque estaba cerca de la puerta; pero se contuvo temerosa de que la conociesen, aunque su ardiente mirada no dejó de llamar la atencion de alguna vieja maliciosa que dió con el codo á su vecina y cuchicheó despues con pensamientos nada santos.

Delante de doña Catalina estaba Inés que se sentia medio ahogada, palideciendo sus megillas y disminuyéndose poco á poco sus fuerzas. Temia la infeliz no poder sostenerse hasta el fin de la comedia, y buscando un aire mas puro y fresco que respirar, volvióse hácia la puerta, pintándose en su rostro el afanoso cuidado que era consiguiente á su angustia, y fijando por casualidad su mirada en Cervantes como pudo hacerlo en cualquiera cosa. Pero en aquel momento se volvió doña Catalina, y por casualidad tambien reparó en la doncella, en su palidez y en la mirada afanosa de sus grandes ojos negros, fuente de hechizos.

—¿Lo conocerá?—dijo para sí la esposa de Cervantes.

Y examinó detenidamente el rostro de doña Inés.

—Si lo conoce y cree que ha venido para que se le vea.... Lo sentiré porque se tomará por vanidad nécia lo que está muy lejos de serlo.... Pero mira con tal afan, está tan pálida, aparenta tal conmocion.... Será la curiosidad, que es nuestra mayor tentacion: habrá visto que yo miraba....

No sospechó otra cosa doña Catalina, y aun se olvidó de ello bien pronto.

Cervantes se fué despues de mirar á su esposa con toda la ternura de su cariño, y doña Inés volvió á mirar al patio y á su padre que no la perdia de vista.

Tan felizmente como la primera se representó la segunda jornada, y el público aplaudió entusiasmado.

Esta vez, con mas prisa que la anterior y ya con la seguridad del triunfo, Cervantes corrió á la cazuda para hacer una segunda visita á su esposa, pero al llegar á la puerta, la encontró obstruida por un grupo de mujeres que se apiñaban y hacían mil exclamaciones de susto y compasion. Quiso abrirse paso, pero no pudo conseguirlo á la primera tentativa, y cuando pensaba cómo hacerlo, sintió que le tocaban en un hombro, volvió la cabeza y se encontró con el presumido hidalgo que, acercándosele al oido, le dijo:

—Está en vuestras manos la honra de una doncella.

El poeta quedó sorprendido.

—En medio de ese grupo—prosiguió el hidalgo—hay una dama desmayada, pero no tiene ninguna enfermedad. Su padre y su dueña la socorren, y lo primero que harán será llamar á un doctor: si asi sucede, está perdida la infeliz porque se descubrirá probablemente la causa del desmayo.

—¿Y en qué puedo yo servirla?—replicó el poeta cada vez mas sorprendido.

—Si le dan algun medicamento, la matan.

—¿Pero?....

—Acercaos, os lo suplico en nombre de la caridad cristiana; decid que sois médico, mandad que la saquen al aire libre y quedará buena. Luego, acompañadla á su casa para evitar que el padre llame á ningun doctor, y dejadla allí, diciendo que nada tienen que temer.

—¿Sabeis lo que me pedís?

—Bien poco si se atiende al gran beneficio que ha de reportar. Os repito que va en ello la honra de una doncella noble, la tranquilidad, la dicha de un anciano virtuoso que moriria de pesar si sospechase siquiera que su hija se habia dejado cegar por una pasion....

—¿Y por qué no haceis lo que me pedis?

—¿No adivinais que el amor desgraciado de esa mujer tiene conmigo alguna relacion?...

—¿Sois vos el amante?

—Lo fuí.

¿Y la habeis dejado?....

—Ya hablaremos y os esplicaré.... Acercaos, amigo mío.... El secreto de su deshonra estará bien guardado en vuestro pecho.

—Pero....

—Tened lástima de esa infeliz: cada momento que se pasa aumenta el peligro que amenaza á su honor.

No anduvo desacertado el señor Antonio al escitar los sentimientos nobles del poeta: este no pudo resistir á la súplica, porque la voz del desvalido y desgraciado hallaba eco siempre en su corazon. ¿Cómo permitir que el mas agudo de los dolores desgarrase el corazon de un padre anciano, y que se hiciese pública la falta de una infeliz mujer que era mas ciega que criminal, mas digna de compasion que de castigo? Bien pudiera suceder que su generosidad cosíase algun disgusto al poeta, porque hubiese alguno allí que lo conociese y le desmintiera diciendo que no era tal médico; pero mayores riesgos habia corrido en otras ocasiones por hacer un bien, y nunca el mal que á él pudiera resultarle lo habia detenido.

Decidido, pues, á prestar su ayuda á la desgraciada jóven, se metió Cervantes en el apiñado grupo, y aunque no sin detrimento de alguna basquina, llegó á donde don Benito estaba con una rodilla en tierra y sosteniendo en sus brazos á su hija que, cadavéricamente pálida y con los ojos cerrados, permanecia sin conocimiento.

El infeliz padre estaba en estremo asustado y aturdida la dueña, sin que ninguno de ellos acertase á tomar una determinacion, ni tampoco las demás mujeres que presenciaban el lance y á las que no se les ocurria mas que hacer exclamaciones.

—¡Agua y vinagre!—decia don Benito con voz ahogada.

—Voy, señor—contestaba la dueña—¡Santa Rita, abogada de los imposibles! ¡Santísimo Cristo de la Amargura!

Y la picara temblaba, no por el interés de la salud de su señora, sino por el temor de que se descubriese el pastel y la parte que ella tenia en el pecado.

—Sosegaos, señor hidalgo—dijo el poeta á don Benito y á la vez que se inclinaba para pulsar á doña Inés.—Por de pronto me dice su semblante que no es cosa de cuidado.... Veremos.... si me permitís...

—¿Sois médico?

—Si, aunque no ejerzo la facultad....

—¡El cielo os envia!

Cervantes hizo su papel á las mil maravillas.

—No es nada—dijo.

—¿Qué tiene?

—El calor y los gases desprendidos de las luces. Lo que necesita es aire fresco y libre y la vereis volver en sí.... Podeis tranquilizaros.

—Aquí hace un calor infernal...

—Llevémosla á ese pasillo donde hay una ventana. Ayudadme si podeis....

—Sí, sí, para todo tengo fuerzas con tal de ver á mi hija abrir los ojos.

Condujeron á Inés á la entrada de un pasillo donde habia una ventana, que abierta por Cervantes, dejó entrar el aire frio de aquella noche.

—Pocos instantes despues dió la doncella señales de vida, y muy pronto recobró el uso de sus sentidos.

Lo primero que hizo fué mirar á su padre y á las personas que la rodeaban, y al reparar en el poeta se estremeció.

—Sosiégate, hija mia—dijo don Benito.—Este caballero es médico....

—Médico—balbuceó la jóven.

Y sus megillas, antes tan pálidas, se tornaron rojas.

—Nada teneis que pueda ofrecer cuidado—se apresuró á decir Cervantes.—El calor, las luces.... nada mas; estais completamente buena. Si vuestro padre meló permite os acompañaré hasta vuestra casa, por si teneis alguna novedad en el camino.

—Me dispensareis una merced muy señalada, y la acepto—dijo el anciano.

—Pues bien, abrigaos y vamos si os sentis con fuerzas para andar.

—Buscaremos una litera....

—Nó, padre mio, ya estoy bien y lo que deseo es llegar cuanto antes á casa.

—Como quieras, hija mia—repuso cariñosamente don Benito y besando repetidas veces á Inés.

Esta se apoyó en el brazo de su padre, y ayudada tambien de su dueña y en compañia de Cervantes se dirigieron á la escalera.

No habia reparado el poeta en su esposa y su hermana que muy de cerca lo presenciaron todo.

—¿Quién será esa mujer?—dijo para sí doña Catalina despues que el poeta se hubo alejado.—¿Porqué se ha fingido médico mi esposo? ¿Por qué tanto empeño en acompañarla?.. Es la misma de los ojos negros que lo miraba y palidecía... Que le preste ayuda, es natural; pero que diga que es un doctor, es buscar pretesto para acompañarla, para estrecharla en sus brazos, ponerle la mano en la frente y... ¡Oh!... No lo comprendo... Y es hermosa, muy hermosa... ¡Arrebatan tanto los ojos negros!...

Doña Catalina no hubiera podido acertar si eran los celos los que tales reflexiones le sugerían, pero es la verdad, que quedó pensativa y triste, tan absorta en sus meditaciones que ni siquiera oyó las palabras que Andrea le dirigia cuando volvieron á su asiento.

Entretanto el señor Antonio recorria sin direccion fija los pasillos y se frotaba alegremente las manos.

—Cayó en la red—decia.—Si la fortuna continúa favoreciéndome.... ¡Oh!... (Y cómo palidecia unas veces su esposa y otras se ponia colorada!... Bien, estoy satisfecho, orgulloso de mi mismo.... Esto es una comedia; cada cual las hace á su modo, y puede asegurarse que no la inventaria mejor el mismo Lope: yo aplaudo la de Cervantes, y él representa la mía.... Estamos pagados.

El diablo empezaba á favorecer al hidalgo y el horizonte matrimonial se cargaba de nubes. ¿Quién seria la victima? Por de pronto doña Catalina comenzaba á sufrir y la felicidad de aquella noche no podia ser ya completa.

Vamos en busca de Cervantes.

CAPITULO XI. Consecuencias de la debilidad de estómago de Crisóstomo.

CERVANTES procuró distraer la tristeza de la jóven con una conversacion animada, dando tales muestras de su ingenio y de sus sentimientos nobles, que cuando llegaron á la casa habia conquistado la voluntad del padre y de la hija, y les habia inspirado una confianza como si desde largo tiempo le conociesen y tuvieran pruebas de su sincera amistad.

—Llegamos al término de nuestro camino—dijo el anciano deteniéndose delante de su casa.—Acabó la molestia que os habeis tomado.

—Acabó el placer que he tenido con vuestra compañía—con testó Cervantes—y quedo muy agradecido á la confianza que me habeis dispensado.

Algunos cumplimientos mas se cruzaron, y luego don Benito, levantando el aldabon, repuso:

—Temo que se haya dormido Crisóstomo, aunque le encargué que estuviese alerta; pero como no nos esperaba y el sueño domina su voluntad, habrá hecho lo que siempre.

El ruido del aldabon resonó en toda la calle, y nuestros amigos esperaron silenciosamente á que se dejaran oir en la escalera los torpes pasos de Crisóstomo y se escapasen algunos destellos de luz por la rejilla que habia sobre el postigo. Pero se equivocaron, porque despues de transcurrir cinco minutos ó mas, continuó el mismo silencio, sin que se oyesen pasos ni se viese luz.

—No me equivoqué—dijo el anciano:—duerme á pierna suelta, y sospecho que nos va á tener aquí largo rato, esponiéndonos á cojer una pulmonía.

Y llamó segunda vez con mas fuerza, sin recibir otra contestacion que los ecos del ruido del golpe que se repitieron en la plazuela de San Salvador.

—No despertará—dijo entonces Gimena—y de seguro tendremos que esperar una hora. ¡Jesús nos valga!—¡Y si mi señora se pone peor!.... Ese Crisóstomo es un holgazan y no podrá sacarse partido de él en toda la vida.

—¿Habrá salido ya para ir á buscarnos?—preguntó Inés.

—Lo hubiésemos encontrado en el camino. »

—Duerme, no hay que preguntar.

Don Benito dejó caer con tanta fuerza el aldabon, que se estremeció la casa ó poco menos.

Pero Crisóstomo no dió señales de vida, ni era posible que las diese, cuando en aquel momento levantaba la cabeza que habia dejado caer sobre la mesa de la taberna y se restregaba los ojos disponiéndose á pasar del jarro á la boca la última porcion de Valdepeñas.

—¡Esto es demasiado!—exclamó don Benito que además del frío que sentía, estaba con sumo cuidado por su hija.— No volverá á sucederme: mañana mismo lo despediré sin mas contemplaciones, que harto le he tolerado ya.

Y una y otra vez repitió los golpes con tal furia, que no parecia sino que intentaba derribar la puerta.

Mas de un cuarto de hora pasaron de aquel modo, llamando don Benito y desahogando en amenazas su enojo, y esforzándose el poeta por ocultar el cuidado en que le ponia la tardanza.

A poco mas concluiria lo comedia sin que tuviese tiempo de volver al teatro, lo cual era para Cervantes de mucha importancia por saber el éxito que al fin habia logrado su obra y por reunirse á doña Catalina que le aguardaria con la mayor ansiedad.

—Algo ha sucedido á Crisóstomo—dijo el anciano—pues si solamente estuviese dormido, habria despertado ya.

—Lo mas acertado—replicó el poeta—seria llamar á otro cuarto y que hiciesen el favor de abrirnos, y una vez arriba, si vuestro criado duerme, despertará mas pronto á los golpes que demos en la puerta de la escalera. El aire es húmedo y puede perjudicar á esta señora.

No pareció mal el consejo á don Benito, y ya iba á ponerlo en práctica, cuando un embozado que provisto de su linterna habia entrado en la calle, ¿legó junto á ellos y se detuvo.

—Buenas noches, vecinos—dijo al conocer á los que esperaban.

—El cielo os envia, don Juan—contestó el anciano—pues hace media hora que estamos aquí y no hemos conseguido que despierte Crisóstomo á pesar de haber llamado cien veces.

—Mucho me place llegar tan á tiempo: mi criada no ha de hacernos esperar, pues aun que se haya dormido, tiene un sueño como una ardilla y bajará al momento.

El recien llegado llamó con dos golpes de aldabon, y pocos instantes despues se oyó ruido en la escalera y se vió luz.

—No sabeis, amigo mio—dijo el anciano á su vecino—lo que vale una criada como la vuestra. ¡Y ese Crisóstomo sin despertar!.... No dormirá otra vez en casa: esto es insufrible.

La criada del vecino abrió la puerta y todos entraron, subiendo la escalera con gran satisfaccion de Cervantes para quien cada minuto era un siglo.

Pero les esperaba un segundo chasco, porque lo mismo que antes, nadie les contestó cuando llamaron arriba.

—Esto me llama la atencion muy sériamente—dijo don Benito—porque no es seguramente el sueño lo que ha impedido á Crisóstomo el abrir. Algo ha sucedido, y no bueno.

—Sin duda alguna.

—¿Qué puede ser?

—No estaba enfermo, pero tal vez....

—O lo han sorprendido.

—¿Y qué hemos de hacer?

—Subid á mi cuarto, señores—dijo el vecino—y descansareis....

—Mucho os agradezco la buena voluntad, pero nada adelantaremos, porque tarde ó temprano es preciso averiguar lo que ha sucedido. ¿Quién sabe si al infeliz Crisóstomo le ha dado algun accidente ó han entrado ladrones y lo han asesinado?

—Llamemos otra vez.

—¡Santísimo Cristo de la Amargura!—exclamó la dueña, cruzando las manos.—¡Benditas ánimas del purgatorio!

—Veamos si la puerta tiene señales de haber sido abierta.

—A favor de la luz del candil que llevaba la criada del vecino, reconocieron la puerta; pero la encontraron intacta.

—Amigo mió—dijo el anciano al llamado don Juan—hacedme el favor de darme un martillo y un escoplo, si teneis, para levantar la cerradura. ¿Qué desgracia habrá sucedido?.... ¡Oh!.... Hay dias aciagos....

—¿Pero vais á romper la puerta?

—¿Qué he de hacer? Esta incertidumbre es peor que nada, y sobre todo, es preciso averiguar lo que dentro ha pasado.

Fácilmente se comprende lo que estas dilaciones hacían sufrir al poeta que no podia despedirse por lo mismo que se encontraban en un apuro los otros y que se tenia una desgracia.

Despues de haber discurrido y dado cada cual su opinion, decidióse romper la cerradura y entrar con precaucion para evitar una sorpresa si alguien estaba escondido en la casa.

El vecino subió á su cuarto y bajó poco despues con algunas herramientas, comenzando él mismo la operacion que llevó á feliz término con sorprendente maestría.

Cervantes tomó el candil y entró resueltamente.

—Esperad—le dijo don Benito, deteniéndole.—¿A dónde vais asi sin sacar la espada? ¿No pensais que pueden asesinaros? Además, no consentiré que vayais delante, esponiéndoos por mí á una desgracia.

—Soy el mas jóven y el mas fuerte—replicó el poeta—y no puedo consentir que ninguno de vosotros entre primero.

—Pero sacad la espada....

—No estará ociosa si el caso se presenta.... Vamos, pues, y salgamos de dudas.

Cervantes entró, detrás el anciano, luego el vecino y despues las mujeres que temblaban como azogadas sin poder dominar el miedo.

No pronunciaban una palabra. Apenas sentaban los pies en el suelo ni respiraban para no hacer el menor ruido.

El único cuyo semblante estaba sereno era el poeta; los demás estaban pálidos como difuntos y hasta desfigurados por el terror.

Formaban una larga hilera envuelta en la oscuridad, pues la vacilante y rojiza llama del candil no iluminaba mas que un reducido espacio delante de ellos: si se hubiese apagado.... ¡Oh!... creemos que solo Cervantes hubiese tenido valor para moverse. Por fortuna no sucedió así, pero un gatazo rubio, en el que Gimena tenia puestos sus cinco sentidos y le llamaba su amor, cometió la imprudencia de saltar desde una silla al suelo cuando atravesaban la cocina, y las tres mujeres exhalaron un grito agudo, espresion del terror mas profundo, y tapándose el rostro con las manos, se apiñaron las unas con las otras y quedaron inmóviles. Don Benito, que llevaba la espada desnuda, se puso en guardia, y el vecino levantó su daga y exclamó:

—¡Alto!...

—No hay que alterarse—dijo el poeta que trabajosamente pudo contener una carcajada—Es un gato de mala crianza y nada respetuoso que no ha querido darnos las buenas noches y se ha ido.

—Estas mujeres—dijo don Benito—se asustan de una sombra.

—No tienen tanta serenidad.... no es estraño—añadió el vecino.

—Adelante—repuso el poeta.

Se registró cuidadosamente toda la casa sin encontrar mas ser viviente que el gato, y fué grande la sorpresa de don Benito al ver que Crisóstomo no estaba.

—¿Qué puede ser esto?—dijo.

—Que habrá ido á buscaros antes de tiempo—contestó Cervantes.

—Imposible, porque lo hubiésemos encontrado en el camino.

—¿Y si ha ido por otro?

—Os aseguro que nó.

—Entonces...

—Y si ha sucedido así, lo cual no creo, se estará esperando á la puerta del corral hasta mañana.

—¿Tan escaso es de discurso?

—Lo conozco bien.

—Si yo lo conociese—dijo Cervantes—iria á decirle que se volviese.

—Caballero—repuso el anciano—vuestra benevolencia y el interés que por nosotros os habeis tomado, me dan libertad para abusar de vos....

—Disponed lo que os plazca.

—Voy á buscar á mi criado porque no sabemos lo que puede suceder, y si entretanto quisieseis hacer compañia á mi hija...

—Me honrais y os lo agradezco—contestó el poeta que no encontró medio de escusarse.

—Pronto volveré.

—¿Pero vais solo, padre mio?—dijo Inés.

—Aun es temprano....

—¿Quereis que os acompañe?—preguntó el vecino.

—Nó, amigo mio; harto os hemos molestado.

—Ya sabeis....

—Gracias, no hay necesidad de que altereis vuestra costumbre de acostaros á esta hora, y ya que se ofrece este caballero....

—Pues que descanseis y tranquilizaos—dijo don Juan.

Y como deseaba retirarse, salió antes de que algun nuevo suceso le obligase á perder mas tiempo y alterar sus costumbres.

Don Benito volvió á embozarse en su capa, tomó una linterna, y dijo á Cervantes:

—No os pediria este favor si pudiera cerrar la puerta, pero como ha de quedarse la casa vendida, dos mujeres solas....

—Podeis ir descuidado,—contestó el poeta que se sentó resuelto ya á sufrirlo todo sin desesperarse puesto que no habia medio de evitarlo.

Cuál seria su cuidado, cuál su afan, es imposible decirlo. Si habían silbado su comedia, ¿cuál seria el apuro de su esposa al encontrarse allí sin tener quien la animase en su angustiada situacion? Si por el contrario, se habia conseguido el triunfo, la cándida y sencilla doña Catalina consideraria la mayor desgracia no ver á su marido en aquellos momentos que debian formar época en su vida. Para otra mujer de mas mundo, mas despreocupada, esto no podia ser sino un disgusto levísimo, pero no asi para ella que no acertaba á comprender cómo habia placer ni felicidad posible sin la presencia de su esposo.

Cuando quedaron solos doña Inés, Cervantes y la dueña, hubo algunos momentos de silencio embarazoso que al fin rompió la joven con intento de averiguar si el que tenia por doctor habia conocido la verdadera causa de su desmayo.

—Muchas molestias os hemos causado—dijo la doncella—y tal vez el tiempo que os deteneis aquí os haga algun perjuicio. Pero debeis perdonar á mi buen padre; el cariño que me tiene raya en locura, y cuando me vió sin sentido creyó que iba á perderme.

—Es natural, señora—contestó el poeta;—vos no podeis comprender lo que es el amor de un padre, y por eso os parece exagerado el cuidado del vuestro.

—Pero mi accidente no merecia la pena, y debió quedar tranquilo cuando le dijisteis que era solo producido por el calor...

—Sí, es verdad....

—Mi salud es buena....

—Tal creo...

—Y no sabeis cuánto os agradezco el que no me hayais administrado medicamento alguno, porque hubiera sido mortificarme sin necesidad. ¿Sois de mi opinion?

—Completamente—dijo Cervantes que habia comprendido fácilmente que la joven queria saber si habia conocido su verdadero estado.

—Ahora os suplico que tranquiliceis á mi padre y le digais que no acuda á ningun doctor en tales casos, porque son naturales en mí....

—Perdonad, señora, si solo á medias me obligo á complaceros, porque yo no puedo responder de lo que mañana os suceda, y si os acomete repentinamente una enfermedad y se os abandona en la creencia de que no es cosa de cuidado...

—Pero al menos—replicó Inés que apenas acertaba á hablar—aconsejadle que no me lleve á sitios donde no se respire el aire libre, porque... hace algun tiempo... No sé si habreis acertado á comprender mi naturaleza...

—Perdonadme, señora—interrumpió Gimena que como antigua en su oficio sabia donde le apretaba el zapato.—Perdonadme si tomo parte en la conversacion, pero es mi deber hacerlo asi porque estais á mi cuidado.

—¿Qué quieres decir, Gimena?

—Vuestra salud está quebrantada, y esto no se oculta á vuestro padre que tarde ó temprano hará venir á un doctor; pero como sois enemiga de medicamentos, es lo mas acertado, para que sepais á que ateneros, que este caballero diga su opinion con franqueza, pues si al fin os habeis de poner en cura mejor será cuanto mas pronto. ¿Qué os parece, señor doctor?

Grande fué el apuro de Cervantes, y sobre todo en aquel momento en que su cabeza no estaba para pensar en otra cosa que en su comedia y en su familia. Comprendió que iba siendo su situacion mas difícil cada vez, y á trueque de salir del aprieto y terminar aquel asunto nada agradable, se decidió á romper por todo sin pensar que las consecuencias podían serle fatales; pero como hemos dicho, no estaba su imaginacion para discurrir con claridad, y cometida la primera torpeza hija del deseo de hacer un bien, se habia colocado en una pendiente resbaladiza que no le permitiria retroceder.

—Señora—dijo resueltamente—os hablaré con toda claridad.

Doña Inés se puso encarnada como el carmín y se estremeció.

—Ese es nuestro deseo—replicó la dueña.

—No soy médico...

—¡Que no sois médico!—balbuceó la jóven, mirando con sorpresa á Cervantes.

—No, señora.

—¿Entonces... porqué?

—Cumplí con mí deber ayudando á vuestro padre cuando estabais desmayada...

—Bien, pero no habia necesidad de que dijeseis que erais doctor....

—Para evitar que os molestasen llamando á otro...

—¡Ah!—exclamó Inés, palideciendo.—Habeis engañado á mi padre, á mi....

—Señora....

—Y el fin que en ello os habeis llevado....

—Os digo....

—¿Y si yo hubiese necesitado los auxilios de la ciencia?

—No los necesitabais.

—¿Cómo lo sabíais?

—Conocí por vuestro semblante....

—Caballero—interrumpió doña Inés cuya agitacion aumentaba por instantes—el misterio con que cubris vuesta conducta me pone en gran cuidado. No puedo creer que os haya guiado un pensamiento ruin, pero....

—Creedme—replicó Cervantes que no sabia cómo salir del apuro.—No he pensado en otra cosa mas que en socorreros.

—Pero no pudisteis conocer por mi rostro el estado de mi salud.

—¿Os he causado algun mal?

—Me habeis hecho un servicio de mucha importancia.

—Entonces contentaos con ello y no intenteis averiguar lo que yo mismo no sé.

Doña Inés quedó mas confusa de lo que estaba, pues las palabras de Cervantes aumentaron sus dudas.

—Vuestra conducta—dijo la doncella—no puede haber sido mas noble....

—Señora....

—¿Por qué os negais á hablarme con entera franqueza?

—No sé lo que quereis decirme: ¿en qué he de hablaros con franqueza? ¿Qué quereis saber?

Nunca habia estado tan torpe Miguel de Cervantes, y á no hallarse su imaginacion ocupada con otros pensamientos, hubiera sin duda dejado satisfecha á la jóven sin comprometerse.

—Si no quereis contestármela verdad—repuso doña Inés—decídmelo y escusaré molestaros con preguntas que ningun resultado han de darme.

—Sea, sien ello os empeñais—contestó resueltamente el poeta.

—¿Por qué os fingisteis médico?

—¿Quereis saberlo?

—Daria diez años de existencia por vuestra contestacion.

—Pues bien, una voz me dijo al oido que asi lo hiciese porque os importaba mas que la vida.

Doña Inés palideció, y al fijar en Cervantes una mirada afanosa, dijo;

—¡Ah!... Una voz.... pero.... quien....

—No sé mas....

—Os dirian el por qué...

—Solo me dijeron que una persona desgraciada necesitaba ayuda, y esto es bastante para un hidalgo.

—Pero habeis sospechado.

—¿Necesito sospechar lo que estais diciéndome vos con tanta claridad?

La doncella dejó escapar un grito y se cubrió el rostro con las manos, derramando lágrimas de vergüenza y de dolor.

—¡Infeliz!—murmuró Cervantes, sintiéndose en estremo conmovido.—Señora, descubrid el rostro, no os avergonceis de mirarme, que el secreto de vuestra desgracia está bien guardado en mi pecho. No sabeis quien soy....

—¡Dios mio!....

—Tranquilizaos.

—¿Pero quién os ha dicho?....

—¿No lo adivinais?

—Sois amigo suyo....

—Dice que lo es mio, pero nada sé de su pasada vida, que si alguna mancha tiene, no admito, señora, la sospecha de que pueda caberme parte en encubrir sus faltas. Oscuro es mi nombre, pero....

—Basta—interrumpió doña Inés:—vuestro rostro dice quién sois, y seguramente han abusado de vuestros sentimientos nobles. Sin embargo, no os pese, porque tendreis la ocasion de hacer un bien, y....

—Contad con cuanto valgo.

—¡Oh! ¡Gracias, caballero!—exclamó la jóven por cuyas megillas seguia corriendo el llanto en abundancia.

—Ignoro completamente la historia de vuestra desgracia, pero nada imparta lo pasado, y lo que interesa es lo presente. Nada valgo, señora, ya os lo he dicho, soy un pobre poeta que no puedo ofreceros mas que mi buena voluntad, pero cuantos sacrificios sean necesarios los haré para serviros, pues vuestra situacion me duele mucho.

—¿Vuestro nombre es?....

—Miguel de Cervantes....

—¡Sois Miguel de Cervantes!—exclamó la dama con toda la alegria que en aquellos momentos podia sentir.—¡Cervantes el cautivo!....

—Señora....

—¡Me he salvado!.... El cielo os envia.

—No os comprendo.

—Tengo noticias de vos y sé de cuánto sois capaz por hacer bien, que nunca se acude á vos en vano....

—Cuidado no os equivoqueis.

—Acercaos, amigo mio, si es que tal título puedo merecer de vos....

—Señora, vuestro padre volverá muy pronto y debemos aprovechar estos instantes.

—Es verdad.

—¿En qué puedo serviros?

—Ha de llegar un dia en que necesite la ayuda de una persona como vos.

—La tendreis, pero....

—Pensad por mi lo que debe hacerse, os lo suplico.... No conozco el mundo, nada se me ocurre para evitar que se haga pública mi deshonra, y en vos confío....

—Imposible: mandadme y os obedeceré, pero la responsabilidad de disponer....

—¡No me abandoneis!....

—Señora....

—¡Vos que sois tan generoso!....

—Bien, bien, dejadme pensar algunos días, porque es asunto en estremo delicado para decidirlo en un momento.

—¡El cielo os bendiga!

—¿Es posible que nos veamos sin que lo entienda vuestro padre?

—Sí.

—Pues bien, decidme cuándo y dónde.

—El dia que mas os plazca.

—¿La hora?

—Desde las diez y media de la mañana hasta la una, estamos solas.

—Vendré.

—¿Tardareis?

—Nó, señora.

—¡Qué inmenso bien me habeis hecho!

—Seria prudente que no me encontrase aquí vuestro padre, porque si trabamos amistad, llegará á saber quien soy, descubrirá el engaño de haberme fingido médico y sospechará alguna intriga.

—¿Y qué dirá de vos al saber que nos habeis dejado solas?

—¿Qué importa lo que diga si no me conoce?

—Ciertamente, pero....

—Podeis decirle que me sentí indispuesto y no quise esperar.

En todo convino doña Inés, porque todo cuanto tuviese relacion con el poeta era para ella bueno.

Cervantes se habia olvidado algunos momentos de la comedia y de todo, y solo habia pensado en la desgracia de la jóven á quien por instinto creyó víctima del hidalgo. Pero conformes ya en tener otra entrevista, se acordó nuevamente de que habia transcurrido mucho tiempo desde que salieron del corral de la Cruz y que aun dándose mucha pl isa no podria quizás llegar antes que concluyese la comedia.

—Perdonad si os abandono—dijo el poeta levantándose;—pero así os conviene.

El cielo os guie—contestóle la dama, tendiéndole su temblorosa diestra.—¡Dios os dé el premio que merece vuestra noble generosidad!...

—Y á vos os vuelva la tranquilidad perdida.

—¡Pero mi honor!.... ¿Mi padre!....

—Confiad en Dios.

Gimena acompañó á Cervantes y le abrió la puerta de la casa con una doble llave que por casualidad habia.

Dona Inés quedó llorando, pero con grande confianza en el poeta.

Un cuarto de hora despues volvió don Benito con Crisóstomo á quien habia encontrado á la puerta del coliseo y jurado que de lo sucedido habia sido causa el salir antes de la hora equivocadamente y haber ido por la plaza del Arrabal en vez de seguir la calle de la Almudena, con lo cual se aplacó el enojo de su amo que no tuvo mas consecuencias que las de una amenaza por si ocurria segunda vez un caso igual.

—¿Y el doctor?—preguntó el anciano sorprendido al ver que Cervantes no estaba.

—Hace un momento que se ha ido....

—¿Pero?....

—Repentinamente se puso malo....

—¿Y cómo lo has dejado marchar sin que se esperase á mejorarse? ¿Qué habrá dicho de nosotros despues que con tan buena voluntad nos ha servido?

—Se negó terminantemente á quedarse.

—Mañana lo visitaré....

—¿Sabeis dónde vive?

—¿No te lo ha dicho?

—Nó, ni su nombre tampoco: sin duda trastornado por la indisposicion....

—¡Y de todo tiene culpa ese Crisóstomo! Yo le juro que si otra vez sucede.... Vamos, acuéstate y descansa, hija mia.

Media hora despues reinaba el mayor silencio en toda la casa.

CAPITULO XII. El diablo sigue favoreciendo al señor Antonio.

CUANDO Miguel de Cervantes se despedia de doña Inés, concluia la representacion de su comedia. El éxito fué completo: en todos los ámbitos del corral resonaron palmadas y vítores por largo rato, sin que ninguno de los concurrentes hiciera la menor demostracion de desagrado.

Doña Catalina, radiante de júbilo y poseída del orgullo que naturalmente debió sentir en aquella ocasion, miró afanosamente á la puerta de la cazuela, esperando ver á su esposo para reunirse á él y decirle con una mirada cuanto sentía; pero su esperanza quedó defraudada. Sin embargo, en aquel primer momento no se disgustó, creyendo que los amigos habrían detenido al poeta para felicitarle. Pero transcurrieron algunos minutos, los espectadores comenzaron á dejar sus localidades, y Cervantes no parecia.

—¡No viene—murmuró doña Catalina—sabiendo con cuanto afan lo aguardo!

Y registró con la mirada el patio y las galerías, pero tampoco lo vió.

Pasó un buen rato mas; la cazuela habia quedado ya casi desocupada, y volvió á mirar á la puerta. Nada vió y su alma se sintió llena de amargura, porque en su inesperiencia no comprendia que pudiese haber compromiso alguno ni consideracion bastante á detener á su esposo cuando ella lo esperaba en momentos tan solemnes.

—¿No lo habeis visto, hermana?—preguntó á Andrea que se levantaba ya de su asiento.

—Nó—contestó sencillamente la viuda.

—¡Cuánto tarda!

—Creo que no debemos esperarlo.

—¡Que no debemos esperarlo!—replicó admirada doña Catalina.

—Apenas quedan diez personas en el corral y ya veis que empiezan á apagar las luces.

—Pero....

—Se habrá reunido con otros poetas, habrán comenzado á hablar de versos y no acabarán en dos horas: esto sin contar conque les baya dado la tentacion de celebrar el buen suceso, yéndose á cenar á una hosteria ó tal vez sin miedo al frio á la taberna de Manuela, que á todas horas está dispuesta á servir á sus parroquianos los poetas.

La admiracion de doña Catalina creció tanto que no pudo al pronto contestar.

—¡Imposible!—dijo al fin.

—¡Imposible!.... ¿Por qué?

—Si sus amigos han querido que los acompañe, les habrá contestado que no puede porque yo lo espero....

—Eso no puede decirlo un hombre sin ponerse en ridículo y ser el objeto de la mofa mas punzante de cuantos lleguen á saberlo. Y entre buena gente, poetas.... ¡Dios lo libre!... no fallarían sátiras en que á vuelta de mil chistes le llamasen bonachon, manso cordero, y cuanto puede rebajar la dignidad de un hombre; ni dejarían de decirle,

«idos presto, que vuestra mujer no os ha dado licencia para faltar tanto tiempo de casa, y os dará azotes si tardais en volver.»

—Os repito, hermana, que es imposible. ¿Acaso puede rebajar la dignidad de un hombre el manifestar amor á su esposa, el decir que la prefiere á sus amigos y á todos los placeres?

—Nó y sí; según se diga y se demuestre: esto no podeis comprenderlo, pero ya conocereis el mundo.

—No quiero conocerlo si es como lo pintais—replicó doña Catalina, atormentada por una dolorosísima emocion.

—Vivís en él.... Pero advertid que nos quedamos á oscuras.

—¿Y hemos de irnos solas?

—Tal vez encontremos á algun amigo que nos acompañe.... Mirad—repuso Andrea, señalando á la puerta.

Doña Catalina se volvió rápidamente creyendo ver á su esposo, pero su mirada encontró al hidalgo.

—Os felicito—dijo este, desplegando una sonrisa—y si como presumo necesitais mi compañía, aquí me teneis. Nadie queda ya en el corral.

Las dos mujeres salieron.

—¿Habeis visto á mi esposo?—preguntó doña Catalina.

—Nó, señora, y eso que no ha quedado rincon que yo no haya registrado para darle la enhorabuena, ni poeta á quien no haya preguntado por él y ellos á mí, pero nadie lo ha visto.

—¿Estará con el señor Correa?

—Tampoco, y puedo aseguraros que lo que es dentro del corral no se encuentra.

—¿No habrá?

—¿Lo visteis salir?

—Si, para acompañar á una dama que se desmayó....

—Creí que no lo sabríais, pero ya que lo visteis....

—Pero....

—Vivirá lejos, tal vez le haya repelido el desmayo, y.... la galantería.

Doña Catalina se puso roja como la púrpura: los celos la atormentaron por primera vez.

—¿Conoceis á la dama?—dijo.

—Nó.... de vista.... pero no sé si la conoce vuestro esposo, porque.... Os advierto que no tengo ningun antecedente....

Las reticencias y el tono con que habló el hidalgo infundieron en doña Catalina las mas crueles sospechas.

Andrea, ocupada en envolverse en su manto para ir abrigada, no puso atencion en las palabras del hidalgo.

—Esplicaos—dijo la esposa de Cervantes con visible conmocion.

—¿Qué quereis que os diga? No sé mas que vos: acudió á socorrer á esa dama de los ojos negros, como era su deber de hidalgo, y con ella salió para acompañarla hasta su casa.

—Pero vos la conoceis....

—Os digo que solamente de haberla visto aquí alguna vez y en el bosque de San Gerónimo, y he guardado en la memoria la imágen de su rostro, porque me han llamado la atencion sus ojos negros y espresivos que me han hecho pensar que debe ser mujer de ardientes pasiones.... Sin embargo de que á mi no me gustan los ojos negros; prefiero los azules de mirada dulce y no ardiente....

—¿Vamos?—interrumpió Andrea.

—Espero vuestras órdenes—contestó el hidalgo á la vez que examinaba atentamente el rostro de doña Catalina y le asestaba una mirada que él tenia por seductora.

—Abrigaos, hermana....

—No tengo frío—contestó la esposa de Cervantes.

Y efectivamente, sentia como si su cabeza encerrase un volcan.

—Pues sopla un aire como el (líelo.

El señor Antonio encendió su linterna en el moribundo farolillo que alumbraba la escalera, y los tres salieron silenciosamente del corral.

Andrea iba contenta por el triunfo que habia alcanzado su hermano; el hidalgo mas contento aun por el que pensaba lograr en sus amorosas pretensiones, y doña Catalina atormentada horriblemente por los celos.

Así atravesaron algunas calles, y cuando llegaron á la de Atocha, vieron ir tras ellos á un hombre que caminaba aceleradamente. El señor Antonio sacó su espada, no sabemos si para defenderse en caso necesario ó para deshacerse de ella y correr mas desembarazadamente.

El hombre los alcanzó en pocos instantes, los miró al pasar y se detuvo.

—¡Atrás!—exclamó el hidalgo, retrocediendo él y presentando la punta de su acero.

—¡Vive el cielo!—dijo el recién llegado que no era otro que el poeta.—Para bromas estoy.

Doña Catalina miró á su esposo, pero no pudo articular una silaba.

—Ya pareció el perdido—dijo Andrea con sencillo tono de chanza.

—No os conocí—repuso el hidalgo—y como sabeis que á cada paso....

—¿Cuál ha sido el resultado de mi comedia?—interrumpió Cervantes.

—El mas lisongero, amigo: os han hecho justicia. El vulgo, ese vulgo cuya opinion deseabais conocer, ha aplaudido antes que vuestros amigos, su entusiasmo rayaba en locura.... Os habeis perdido lo mejor.

—Qué quereis, por hacer una buena accion.... En fin, paciencia.

—Os felicito de todo corazon....

—¿Pero qué hacemos parados?

—Es verdad: no está la noche para tomar el fresco.

—Y tú nada me dices—repuso el poeta, ofreciendo el brazo á su esposa.

Esta se apoyó temblando convulsivamente.

—Te esperaba y....

—Ya te contaré lo que me ha sucedido.... una casualidad desgraciada.... la torpeza de un criado.... Pero, ¿estás indispuesta?

—Nó.

—Tiemblas....

—Tengo frio....

—Es natural, llevas la cabeza casi descubierta.... y el pecho.... Recoje el manto.... Con que decís que el éxito....

—Debe haberlo envidiado el mismo Lope de Vega.

—¿Habeis hablado con él ó con alguno de los otros poetas que estaban allí?

—Todos os esperaban para daros la mas cumplida enhorabuena, pero vos sin duda os encontrabais bien al lado de aquella dama....

—Me ha desesperado.

—No negareis que era hermosa.

—De buen humor me encontraba para reparar en su hermosura.

—Pues tiene unos ojos capaces de alegrar á la misma tristeza—replicó el hidalgo Ungiendo chancearse.—Vamos, confesad que es digna, si no de un soneto, siquiera de un madrigal: vuestra esposa no se enfada.

—Ciertamente, pero lo que sí os confieso, es que me tenia tan desesperado el lance, que mas que para otra cosa me encontraba dispuesto para dedicarle una invectiva, y particularmente á su criado que ha sido causa de todo.

Cada chanzoneta del hidalgo era un puñal que desgarraba el corazon de doña Catalina cuya agitacion aumentaba por instantes; pero el poeta, ni remotamente podia sospechar semejante cosa.

—¿Pero qué tienes?—dijo.—Debes estar mala, sigues temblando....

—Nó....

—Y tan triste....

—Sin duda—como salí acalorada del corral.... el aire frio.... me duelen las sienes....

—Por eso os encargué que os abrigaseis—dijo Andrea.—Os habeis constipado....

—Tal vez.... ya pasará.... no es nada.

—Aceleremos el paso.... cuanto antes te acuestes y abrigues, mejor....

En esto entraron en la calle de la Magdalena.

—Pues yo—dijo Andrea inspirada sin duda por el diablo protector del señor Antonio—creí que tu tardanza consistia en que te hubieses ido con otros poetas á celebrar en la hosteria la funcion.

—No ha sido mala cena de esclamaciones, lamentos y sustos la que he tenido. Os repito que el lance no puede haber sido mas original, y os habeis de reir cuando os lo cuente, aunque maldita la risa que á mi me ha causado.

—¿Dónde vive la dama?—preguntó el hidalgo.

—En la calle del Sacramento.

—El padre tiene aspecto de un viejo regañon y descontentadizo.

—No tal.

—Bien puede estaros agradecido.

—Pues al fin he cometido la groseria de venirme sin esperarlo....

—¡Sin esperarlo!.... ¿Pues no iba con vosotros?

—Sí, pero.... En fin, ya os lo contaré mañana. Ya hemos llegado al término de nuestro viaje, y os doy las gracias y me despido de vos sin deteneros mas, porque no quiero que os suceda lo que á mí.

Cervantes llamó á la puerta de su casa, apretó la mano al hidalgo, y este se despidió cortesmente, hizo una pirueta y se alejó á buen paso, impulsado por el frio y por el miedo.

CAPITULO XIII. Primera nube conyugal.

CUANDO quedaron solos en su aposento Cervantes y su esposa, esta comenzó á despojarse de su manto triste y silenciosamente, y aunque su intencion era ocultar lo que sentia, bien claramente revelaba su semblante que la atormentaba algun doloroso pesar.

El poeta se sentó con muestras de estar fatigado, y aunque sabia que su esposa se encontraba algo indispuesta, y que por lo tanto no tendria muchas ganas de hablar, se sorprendió de que ni una palabra dijese, ni tampoco hiciera demostracion alguna del contento que debia sentir por el éxito de la comedia.

Algunos mementos pasaron de aquel modo, ella tan absorta en sus pensamientos dolorosos, que no pensó en que con su silencio manifestaba lo que sentia, y él esperando y creyendo que debia encontrarse muy mala su esposa cuando tal era su aspecto.

Concluyó al fin doña Catalina de despojarse de sus abrigos, y tambien se sentó, apoyando un brazo en una mesa y la cabeza en la mano; pero estaba tan pálida, que Cervantes, despues de contemplarla algunos segundos, dijo:

—¿Qué tienes, Catalina?

—Nada—contestó esta, variando de postura y arreglando los pliegues de su vestido porque no sabia qué hacer ni qué decir.

—Estás silenciosa....

—Tú tambien.

—Yo.... esperaba que me hablases de la comedia, de....

—Ya te ha dicho el señor Antonio que se ha conseguido cuanto podia desearse, que has alcanzado un triunfo completo.

—¿Y nada tienes que añadir?

—Bien puedes comprender, sin que yo te lo diga, cuán estremado habrá sido mi contento....

—¡Sin que tú me lo digas!—interrumpió el poeta con triste acento.—No es bastante que yo lo comprenda; una palabra lisongera pronunciada por tus lábios me hubiera hecho mas feliz que los aplausos de todo el mundo, hubiera sido para mi una larga recompensa á mis afanes y desvelos, me hubiera llenado de mas orgullo que cien coronas.... ¡No he conseguido esa palabra!....

Cervantes sintió en aquellos momentos el mas amargo pesar: habia esperado que su esposa le prodigara los mas cariñosos elogios y mostrara con palabras y acciones su alegría, su entusiasmo, su vanidad de mujer halagada hasta el último estremo, y cuando vió que ni una palabra, ni una mirada siquiera tuvo en aquellos momentos para espresar su júbilo, sintió la amargura del desengaño, la sorpresa dolorosa de ver desvanecida una ilusion que habia acariciado en lo mas profundo de su alma durante muchos dias que le habia hecho sonreir en las horas lentas de las noches de vijilia cuando de su imaginacion brotaban en versos cadenciosos los sublimes y tiernos pensamientos de su primera comedia.

—Esto arrancará un aplauso—decia muchas veces entusiasmándose con su propia obra y mientras á la luz rojiza y humeante del enorme velon de cobre con que se alumbraba, se veian relucir sus ojos negros y dilatarse su frente.

Y entonces leia y releia los versos que habían producido su entusiasmo, y antes de volver á tomar la pluma, se frotaba las manos alegremente y añadía:

—Esto lo aprenderá Catalina de memoria, lo recitará cien veces y.... no me importará que me haya costado privarme del sueño y temblar de frío en la madrugada, porque así me recompensará con usura. ¡Cuánto la amo! ¡Qué buena es!.... Ahora duerme tranquila y descuidada mientras yo abrevio mi existencia robando á mi cuerpo el descanso; pero estos sacrificios hacen mi felicidad porque contribuyen á sus goces, á su bienestar, que son mi bienestar y mis goces.... ¡Ah!.... si ella pudiese comprender cuánto la amo.... pero como no conoce el mundo, no puede comparar y por consiguiente no puede juzgar; pero me ama mucho, tanto como yo la amo.... ¿Qué mas puedo desear? Hoy trabajo y mañana tendré una sonrisa suya.

Y el poeta volvia á dejar correr la pluma con mas ardor.

Así habia acariciado su ilusion, habia dejado crecer su esperanza, y por eso al ver desvanecida la una y la otra, fué en estremo doloroso su pesar: no habia visto en los lábios de su esposa la sonrisa tan deseada y tan soñada, la sonrisa cuya sola idea le habia dado fuerzas para trabajar sin descanso.

Doña Catalina sintió oprimido el pecho y tuvo necesidad de hacer un grande esfuerzo para contener algunas lágrimas que intentaron asomar á sus ojos.

—¡Que no has alcanzado esa palabra!—dijo con ahogada voz la infeliz.—Te he esperado con el mayor anhelo para decírtela, para poner tus manos sobre mi corazon y que sintieses sus latidos; pero tú.... á pesar de que debias comprender mi afan.... no has venido....

—¡Ah!—interrumpió el poeta.—Y porque un deber sagrado de cristiano, de hombre y de caballero me ha tenido lejos de ti algunos instantes, me niegas tus caricias y das desdenes á mis afanes ¡Catalina! no has pensado lo que dices, no sabes lo que has hecho, pues aunque yo por mi voluntad hubiese dejado de correr á tu lado, la falta no merecia castigo tan severo como el de robarme los goces, la felicidad que pienso haber ganado á tanta costa. Sabias, porque te lo habrá dicho el señor Alvarado, dónde estaba yo y el asunto que me ocupaba.

—Te vi acudir en socorro de la dama desmayada y ofrecerle tu compañía—interrumpió, estremeciéndose, doña Catalina.

—¿Entonces?...

—Te sobraba el tiempo para volver, y cuando no le has dado mas prisa....

—¿Habrá sido por falta de deseo?

—Nó, pero así lo parece,—replicó doña Catalina que como mujer, sus juicios eran hijos solamente de la impresion.

—¿Así lo crees?

—Nó, pero.... ¿A qué hemos de hablar de este asunto? Te enoja y....

—Ya te he dicho que una casualidad desgraciada me ha detenido, y para que comprendas hasta qué punto has juzgado ligeramente, voy á decirte....

—¿Para qué?—interrumpió doña Catalina que sufria horriblemente al hablar de la dama de los ojos negros.

El poeta, sin embargo queriendo dejar convencida á su esposa, le refirió el lance sucedido en casa de doña Inés, intentando hacerle comprender en breves palabras que no hubiera sido proceder de hidalgo abandonar á aquella familia en los momentos en que se temia una desgracia ó un peligro. Pero como doña Catalina se acordaba de lo de haberse fingido médico Cervantes, y este no esplicó ni tocó tal punto, en vez de convencerse aumentaron sus sospechas y su dolor.

—Ya ves—repuso el poeta—cuán sencillamente se esplica mi tardanza.

Otra mujer de mas energía, de mas atrevimiento y mas mundo que doña Catalina, hubiese hecho nuevos cargos á su marido y lo hubiese estrechado con sutiles razonamientos; pero ella, mas atormentada cada instante, no tuvo otra contestacion que un raudal de lágrimas que le fué imposible contener.

—¿Porqué lloras?—dijo Cervantes admirado y á la vez que se acercaba á su esposa.—Esplícate, Catalina: esas lágrimas...

—¡Déjame llorar!—exclamó con voz ahogada la desdichada víctima de su cándida inesperiencia.

—¿Pero?....

—No sé por qué lloro.... estoy triste.... me ahogo....

Lo que menos sospechó el poeta fué que su esposa tuviese celos.

—Algo me ocultas....

—Nada.... es que.... como estoy acostumbrada á verte á mi lado en los momentos en que... Perdona, Miguel... pero esta noche.... me entristeció tanto el no encontrarte....

—Pero ya me tienes aquí....

—Miguel.... ¿me amas?....

—¡Que si le amo!.... ¿Lo dudas, Catalina?—dijo el poeta, estrechando entre sus brazos á su esposa.

Esta se estremeció, y mientras que apenas los sollozos la dejaban respirar, dijo para si:

—Asimismo la abrazaba.... quizás como otras muchas veces.... ¡Y dice que me ama, y lo jura!...

—Pero ese llanto—repuso Cervantes con impaciencia—ese llanto no puede ser porque me baya entretenido el lance de esta noche: algo me ocultas....

—Estoy triste.... muy triste....

—Tiemblas, apenas puedes hablar.... Esplicate, Catalina, esplicate por Dios.

Pero la dama no contestó: solo pensaba en que su esposo se habia Ungido médico y que no le esplicaba esta circunstancia ni aun habia hecho mencion de ella. Sus sospechas, pues, no solamente no se habian desvanecido, sino que iban adquiriendo el carácter de un convencimiento íntimo, y esto la atormentaba horriblemente, mientras que el poeta empezaba á desesperarse porque no podia convencer á su esposa y porque esta se entregaba á tan dolorosa pesadumbre por motivo tan leve, ó mejor dicho, sin motivo.

Dos ó tres veces abrió doña Catalina la boca para pedir esplicaciones á su esposo, pero se detuvo por miedo de que ya no quedasen dudas á sus sospechas, lo cual hubiera sido un golpe tan terrible, que ella creia no poder soportar: y pensando que con el tiempo todo lo sabría, determinó guardar completa reserva y observar cuidadosamente. Su situacion, era sin embargo, muy penosa, y para ocultar sus celos tenia que hacer esfuerzos muy dolorosos; pero era preciso dominarse, aparentar alegria y confianza como siempre, porque así convenia para sus fines y para la paz doméstica que es la primera felicidad conyugal.

Cervantes, que trataba á su esposa con una dulzura estremada, que seguia siendo el amante cariñoso y tierno de los primeros días en que la conoció, tenia que esforzarse tambien para mostrar cierta calma que estaba muy lejos de contentar su impaciencia y aun su desesperacion, podemos decir, porque casi estaba desesperado al ver que una cosa la mas sencilla, la mas natural, la mas inocente, era para su esposa una gran desgracia y motivo de un hondo pesar, sin que nada bastase á convencerla de que semejante pequeñez no era ni aun para recordada á los dos minutos.

Transcurrieron algunos instantes sin que otra cosa se oyese que los sollozos de doña Catalina, y al fin el poeta, ansioso de salir de aquella situacion, dijo:

—Pero nada me has contestado....

—Todo te lo he dicho.... Ya estoy mas contenta; el llanto me ha hecho mucho bien.... Hay momentos en que está uno triste sin saber por qué y necesita llorar.

—Catalina....

—Pero.... mira.... ya sonrio.... No hablemos mas de esto, te he mortificado....

Y doña Catalina secó sus ojos y sonrió.

Bien comprendió el poeta que era forzada aquella sonrisa, pero con la esperanza de que pronto se tranquilizase su esposa, no hizo mas observaciones.

—Así quiero verte, contenta, pero contenta de todo corazon.

Y ambos procuraron aparentar contentó, aunque en realidad ninguno estaba satisfecho del resultado de aquella escena.

La primera nube habia empañado el horizonte conyugal: hasta entonces habia sido completamente feliz doña Catalina, pero desde aquel momento empezó á sufrir.

Buscaron descanso en el lecho, fingieron dormir y se engañaron en esto mutuamente, pues no cerraron sus ojos hasta cerca del amanecer.

Doña Catalina, durante el curso de la noche, intentó cien veces esplicarse el por qué su esposo se habia fingido médico; pero no acertó la razon, y hubo momentos en que se arrepintió de no haber puesto en claro este punto; pero luego se alegraba de haber guardado una prudente reserva, y decia para si:

—Si me hubiese convencido de una horrible verdad ¡oh!... mejor quiero luchar con la duda, que sentir el tormento de una realidad cuya sola idea me espanta.

Y cuando al esparcir sus resplandores la aurora la rindió la fatiga, soñó con mil fantasmas y vió sin cesar el rostro pálido de Inés y sus negros, ardientes y rasgados ojos.

Cervantes, entretanto, pensaba que la misma candidez de su esposa podia ser su infelicidad, pues su cariño sin la esperiencia iba á producir los mismos efectos que la malicia unida á un carácter exigente en otra cualquiera mujer, lo cual le obligarla constantemente á violentarse para no dar motivo de disgusto con la mas sencilla cosa. De manera que quien no hubiese conocido á doña Catalina y hubiese observado la conducta del poeta, deberia creer que este habia tenido la desgracia de elegir una esposa dominante, impertinente, pues tal era preciso para que él se encontrase tan embarazado en sus acciones y se privase de una libertad moderada, de esa libertad indispensable para la vida porque es la espansion, el descanso del espíritu. ¿Quién hubiera creído que doña Catalina, no solo no era exigente, sino que ni aun se mezclaba cu las acciones de su marido, no le preguntaba siquiera sobre sus asuntos aunque fuesen de interés comun y no se hubiera atrevido á hacerle la más ligera reconvencion? Doña Catalina amaba á su esposo como ninguna mujer ama al suyo, tal vez con exageracion, si en esto puede haberla; pero su falta de mundo le hacia comprender mal la aplicacion, digámoslo así, del cariño, te hacia buscar efectos que ni son naturales ni posibles en la vida social, y en fin, sin conocerlo, podia llegar un dia en qué su mismo cariño, ó mas bien la mala inteligencia de este, fuese el mayor tormento, la mayor desgracia del poeta, cuando bien comprendido, bien aplicado, podia ser su mayor goce, un goce celestial, su mas completa dicha. Cervantes hubiera podido rebelarse y luchar abierta y enérgicamente contra la presion que iba á ejercer en su ánimo su esposa, siesta hubiese tenido la intencion de dominar; pero cuando ella no habia pensado en semejante cosa, cuando no tenia la conciencia de su proceder, cuando oprimia creyendo que daba libertad, no habia medio de entrar en lucha, no habia mas que someterse ó herir en lo mas sensible del corazon á la infeliz que no halla cometido falta alguna, que era todo amor, todo candidez, todo virtud. ¿Qué puede hacerse contra un niño de tierna edad, sin juicio ni razon, cuando nos descarga un golpe rudo con el juguete que tiene en la mano y se sonrie y espera una sonrisa nuestra porque no comprende que nos ha hecho un mal? Si levantamos la mano para castigarle, nos falta el valor y nos detenemos al pensar que vamos á cometer una barbarie la mas brutal desahogando nuestro enojo contra quien no tiene culpa, y pasada la primera y mas viva sensacion de dolor, ó le hacemos una caricia, ó todo lo mas, le decimos dulcemente:

«No hagas eso, hijo mío.»

CAPITULO XIV. De cómo las casualidades iban ennegreciendo la nube conyugal.

AL siguiente dia tuvo Cervantes especial cuidado de mostrarse cariñoso como nunca con su esposa para hacerle olvidar completamente el recuerdo de la pasada pesadumbre, y no salió hasta bastante tarde.

Doña Catalina le correspondió, esforzándose para no dejar traslucir lo que sentía, pero cada una de sus sonrisas era para ella un martirio; pues el venenoso roedor de los celos no la habia dejado un instante.

El hidalgo podia estar satisfecho de su obra: habia emponzoñado un corazon sensible, inocente, purísimo; habia abierto en él una profunda herida que difícilmente podria cicatrizarse; habia turbado la paz, la única dicha de aquellos seres que ningun goce tenían en este mundo mas que su tierno cariño, ninguna felicidad mas que su mucha fe. Nada le quedaba á Cervantes que sufrir mas que las amarguras de las alteraciones domésticas, que son las peores, porque no se puede huir de ellas, porque son como un fantasma que camina con nuestra sombra cuando hay luz, que se abraza á nosotros en la oscuridad, que se introduce en nuestro lecho cuando se busca el reposo, convirtiéndose en horrible pesadilla; nada mas que eso le faltaba al desdichado despues de haberse visto mil veces espuesto á morir, despues de haberlo sufrido todo, la miseria, el hambre, la sed la esclavitud, los malos tratamientos, las humillaciones,los abusos, las injusticias, los desengaños y cuanto el hombre puede sufrir. El hidalgo acababa de hacer una hazaña; habia pagado bien la confianza y la amistad: habia hecho buen uso de la franca y cordial hospitalidad qué le habia dado una familia honrada y virtuosa; no hubiera hecho tanto un ladron porque nada tenia que robar en aquella casa, pero el hidalgo robó un tesoro inapreciable, la paz que es la mayor, la única felicidad de la familia, la confianza que es el supremo goce de la vida conyugal. Pero su delito estaba fuera de la ley, no podia castigarlo la justicia humana.

El primer cuidado de Cervantes fué cumplir su palabra á doña Inés, yendo á visitarla, pues aun cuando ningun plan tenia formado para ayudarle en su difícil situacion, pensó que hablando con ella podria combinar mejor los medios de servirla.

Llegó á buena hora, porque don Benito, según costumbre de muchos años, habia salido para ir á pasar dos horas de tertulia en casa de un boticario amigo suyo donde se reunían diariamente cuatro á cinco hidalgos que ninguno habia conocido menos de sesenta navidades, y hablaban generalmente de los tiempos del gran emperador y rey, refiriendo unos sus hazañas desoldado, y los otros sus calaveradas de estudiante en la famosa universidad de Alcalá.

Cuántas fueron las muestras de gratitud que con cariñosas palabras dió Inés al poeta, es inútil decirlo, y para comprenderlo basta solo el pensar que de él esperaba la salvacion de su honra, que es prenda que se tiene en mas aprecio que la vida.

Correspondióle Cervantes con todo genero de frases consoladoras, y entrando luego á tratar de lo que seria mas conveniente hacer, discurrieron largo rato. Mil medios propusieron ambos para salir bien del apuro, pero encontraron mil inconvenientes, y al cabo no pudieron resolver sin meditar de nuevo, porque á toda costa querían evitar la intervencion de un tercero que parecia ser indispensable.

Acababan de dar las doce cuando el poeta salió de casa de doña Inés, y muy condolido de la suerte de la infeliz, subia lentamente la calle del Cordon, dudando si á pesar de lo avanzado de la hora iria á visitar al comediante Correa; pero cuando empezaba á inclinarse á volver á su casa para comer, y á tiempo que entraba en la plazuela de San Salvador, encontróse con uno, al parecer hidalgo de buen porte, rostro alegre y vivos ademanes que lo detuvo apretándole amistosamente la diestra con muestras de contento. Era uno de esos miles de poetas que pudieran llamarse caseros porque sus versos no son conocidos mas que en el círculo de personas con quienes tratan, pero cuya fecundidez es asombrosa, pues no pasa dia sin que conciban y aborten media docena de sonetos, diez madrigales, veinte octavas y algun romance, aunque á éstos tienen menos aficion, pues generalmente son inclinados á lo sublime y á las formas épicas. Los tales tienen siempre un repuesto de redondillas y décimas alusivas á toda clase de asuntos, y que bien aprendidas de memoria, las recitan cuando se les dice que improvisen, no sin pasarse antes las manos por la frente como si al frotarla hubiesen de brotar los conceptos como las chispas del pedernal al roce del eslabon, cerrar luego los ojos, inclinar la cabeza y cruzar los brazos, permaneciendo así algunos instantes como quien espera una lluvia de inspiracion. A todas las mujeres bonitas les prometen y hacen versos, ya alabando los ojos, la boca, el talle, la voz ó los piés, que suelen llamar enanos ó compararlos con dos piñones ó dos almendras alicantinas confitadas, y salen del apuro con aprender á decir que el talle se parece á una palmera; sin dátiles por supuesto; que los ojos despiden rayos abrasadores, que bien pudieran haber destruido á Sodoma; que los lábios son corales y los dientes perlas; que los cabellos son de oro y el cuello de alabastro; que la noche tiene manto como una dueña, y que la aurora rompe el manto de la noche con la misma facilidad que si viniese armada de un enorme cuchillo; que los arroyos murmuran lo mismo que comadres entrometidas; que suspira el céfiro como una coqueta, y otras mil cosas que seria muy largo enumerar.

Como ya hemos dicho, grande fué su alegria ó al menos la aparentó, al encontrar á Cervantes, el cual, no muy satisfecho, intentó pagar con un saludo al poeta y seguir adelante para no perder tiempo en inútiles conversaciones; pero el otro lo detuvo y con estudiado acento le dijo:

—Un instante no mas, señor Miguel; un instante no mas, que quiero daros la enhorabuena. Anoche os busqué por todo el corral para abrazaros como cumple á un buen amigo y admirador de vuestro sublime ingenio, pero como luz que se apaga al mas leve soplo, se desvaneció mi esperanza y quedó en tinieblas mi deseo.

—Gracias, señor Pereda—contestó Cervantes;—vuestras alabanzas son inmerecidas; me mirais con los ojos de la Amistad.

—Por el mismo Apolo os juro que mas de un envidioso se morderia los lábios con rabia; pero como sois estremadamente modesto, tan modesto como una doncella que tiene vocacion de monja, no os teneis en tanto como valeis ni gustais de alabanzas mientras que por todas partes las buscan los que no las merecen.

—Es que quiero ser imparcial hasta conmigo mismo.

—No me ganareis á severo en punió á juicios literarios, pues ya sabeis que soy muy descontentadizo y escrupuloso; pero la Gran Turquesca... En fin, dejemos este asunto puesto que no os agrada, y os diré que por dos motivos me alegro mucho encontraros: el uno por felicitaros, y el otro porque deseo que me acompañeis.

—¿Teneis pendiente algun lance?...

—Con media docena de amigos que tambien lo son vuestros, y todos hijos de Apolo.

—Comprendo—replicó Cervantes;—se trata de....

—Un pernil que haria pecar á un moro; una liebre que tentaria la sobriedad de un ermitaño, un pastelon de pichones que envidiaria el mismo rey, y unas botellas de Jerez, Valdepeñas y Málaga que podrian hacer el milagro de Lázaro, aun cuando el difunto estuviese en esqueleto. Todo lo cual, preparado por la incomparable Manuela, décima musa que tiene un lugar reservado en el celeste Pindo, pagará sin que le pese uno de los dos que han hecho cierta apuesta.

—¿Quiénes son?

—El señor Montalvan y un servidor vuestro, siendo una de las condiciones estipuladas, que tanto él como yo podemos convidar á los amigos que mejor nos parezca. Por todo lo cual, y usando de mi derecho, os suplico que nos hagais compañia y os quedaremos agradecidos.

—Mucha honra me dispensais, señor Pereda, pero ocupaciones de importancia me impiden aceptar vuestra tentadora oferta. Ya vereis cuán grande será la urgencia, que á pesar de tener que ir á visitar á Correa, á quien no he visto desde ayer, cuando os he encontrado pensaba volverme para ir á mi casa, comer de prisa y salir otra vez sin detenerme.

—Todo puede arreglarse.

—Os repito....

—Puesto que ibais á comer antes de despachar eje asunto que tanto os importa, venid, tomareis un trozo de pernil, echareis un trago y os ireis.

—No tengo tiempo bastante....

—En que habíais de gastar en comer en vuestra casa.

—Una vez allí—replicó Cervantes—ni vosotros me dejareis basta el fin de la broma, ni á mí me agradará dejaros, de lo que resultará que, perdiendo minuto tras minuto, pasará la hora y la tarde y ya nada podré hacer.

—Os echaremos si no quereis iros.

—Perdonadme por hoy; otro dia lo desquitaremos.

—Vais á vuestra casa, es mi camino, os acompañaré y os suplicaré hasta que me digais que sí.

—Acompañadme, porque en ello recibiré merced, pero no espereis que me decida....

—Lo veremos.

—Es el primer favor que os pido.

—Y yo el de que no me rogueis porque siento negaros lo que, no á vos, sino á mí me favorece.

El señor Pereda, como se ve, no carecia de algun ingenio; pero estraviado por la ignorancia y mal aconsejado por la vanidad, nada llegó á ser en la literaria república, cuando pudo haber sido algo.

A buen paso tomaron la calle del Cordon para seguir por San Justo, y suplicando Pereda y negándose Cervantes, dejaron atrás la plazuela de Puerta Cerrada y la calle de Toledo, y en pocos minutos llegaron á la de la Magdalena.

No faltaban veinte pasos para llegar á la casa de Cervantes, y ya este creia poder eludir el compromiso, cuando les salieron al encuentro, desembocando por la calle de Cañizares, tres de los que debían asistir á la broma.

—¡Bien!—exclamó Pereda.—Me llegan auxilios y ya no os escapareis.

—Dios conserve al señor Miguel de Cervantes.

—Y las Nueve lo bendigan—dijeron los recien llegados.

—A tiempo venis—repuso Pereda sin dar á Cervantes lugar para que contestase.—Aquí lo teneis sin querer brindar con nosotros, porque dice que le falta tiempo....

—¿Es posible?... Sin duda os equivocais, amigo Pereda. (Faltar tiempo al señor Miguel para apurar un vaso con sus compañeros!.... Habrá querido decir que le falta tiempo para empezar, ó lo que es lo mismo, que se le hace tarde el no tener ya en la mano el topacio líquido de Jerez.

—Sí, sí, os habeis equivocado....

—No habeis comprendido....

—Me falta tiempo, es una figura de lenguaje que todo castellano sabe traducir por

«me consume la impaciencia, el deseo.»

—Os equivocais—replicó Cervantes—no he querido hablar figuradamente, sino liso y llano....

—¿A dónde ibais?

—A mi casa.

—Mejor estareis en la de Manuela.

—Pero....

—¿Qué teníais que hacer?

—Primero, comer....

—En casa de Manuela, donde está preparado un gran banquete digno de Baltasar.

—Es que....

—Comprendemos vuestra impaciencia, apretemos el paso…

—Escuchadme ¡vive el cielo!

—No se os escucha—dijeron á una voz los cuatro poetas.

Y rodearon á Cervantes, y mientras hablaban todos á un tiempo y reian á carcajadas, lo empujaron obligándole á andar.

Era aquella gente alegre en estremo y dispuesta para una broma.

—¡Adelante, señor Miguel!

—¡Adelante, que os llevamos á la gloria!

—Si, si, replicó Cervantes, que no podia negarse seriamente sin caer en el ridículo.—Ahora me llevais á la gloria, pero luego....

—¿Quién se acuerda de luego?

—¿Quién piensa en lo futuro cuando lo presente es una botella?

—Es que tengo un asunto....

—Ninguno vale tanto como nosotros.

—Ni como una liebre preparada por la señora Manuela.

—Y ¿quién reparará los perjuicios?

—Otro pernil y mas botellas que os harán olvidaros de todo.

—Pero amigos míos, pensad.

—Vos sois el que habeis de pensar....

—Memento, homo....

—Acuérdate, hombre, que pierdes todo lo que no le diviertas.

—Bienaventurado el que convierte este vade de lágrimas en valle de risas.

De esta manera, hablando todos á la vez, gritando y riendo, obligaron á Cervantes á seguirlos sin hacer caso de sus repelidas escusas, y dándole como incontestable razon la de que el tiempo que habia de gastar en comer en su casa podia emplearlo en hacerles compañía, á lo cual el poeta no hubiera podido decir otra cosa sino que no queria hacer esperar á su mujer; pero esto hubiera provocado la mas punzante burla, sobre todo cuando llegase á noticia de Lope de Vega, que en punto á cuestion matrimonial perdia los estribos hablando de mujer propia, sin duda porque la suya, tipo enteramente opuesto á doña Catalina, fué su tormento según es fama.

No tuvo, pues, Cervantes mas remedio que seguir, ó mejor dicho, dejarse llevar, y aparentando el mismo contento que sus amigos, pasó por la puerta de su casa sin mirar á ella.

Cuando llegaron á la esquina de la calle de la Manuela, que es la misma que hoy se conoce con el nombre del Ave María, encontraron á otros dos de los que debían asistir á la comida. Era el uno Lope de Vega que por aquellos tiempos habia ya alcanzado una reputacion envidiable y como su ingenio sublime y sin igual fecundo merecía. Al saludar á Cervantes y á los que con este iban, desplegó una sonrisa cariñosa, pero leve, que dilató su enjuto y severo rostro y que hizo brillar sus negras pupilas.

—Se conoce—dijo—que no estamos citados para ningun entierro, pues ninguno ha dejado de acudir con puntualidad.

—Falta el señor Montalvan.

—Ya estará requebrando á la Manuela para desesperarla, según tiene de costumbre.

—A pesar—repuso Pereda—de que no estamos citados para ningun entierro, no falta entre nosotros quien viene á la fuerza.

—¿Quién puede ser?—replicó Lope.

—Aquí lo teneis—contestaron los oíros, señalando á Cervantes.

—¿Es posible, señor Miguel, que en un caso de tanta importancia hayais intentado hurtar el cuerpo?

—Posible es porque asuntos que me interesan mucho me llaman á otra parte; pero ya que como prisionero me llevan, no penseis que haya de pesarme acortar vuestra racion ó aumentar el gasto del que tenga que abrir la bolsa.

—¿Es decir que todo lo sacrificais'....

—A las botellas empolvadas de Jerez añojo de que me ha hablado el señor de Pereda, y á lo alegre de vuestra compañía. Pero entretanto, ignoro lo que motiva la broma....

—Ya os he dicho que una apuesta.

—¿Pero sobre qué?

—Sobre nada, si bien lo mirais—contestó Lope.—La verdad es que el señor Montalvan y el señor Pereda tenian ganas de pasar un rato alegremente aunque les costase el dinero, y tomaron por pretesto una disputa, apostando sobre el asunto mas trivial que podeis imaginaros.

—¿Y ese asunto?....

—Es quién de los dos hace de improviso y mejor una décima con pié forzado y asunto que se le dé.

—Habeis dicho bien, señor Lope; tenían gana de broma y han buscado ese motivo para satisfacer su deseo.

—Lo cual no me importa puesto que ellos han de pagar y divertirnos.

—Tampoco á mi me pesa aunque haya tenido que abandonar otros negocios. Y puesto que sospechais que debe estar esperándonos el señor Montalvan, no perdamos tiempo porque puede pasarse el jamon.

¡Bien por el señor Miguel de Cervantes!—gritaron algunos sin cuidarse de que los transeúntes se les quedaban mirando con estrañeza.

—Silencio, que nos tendrán por locos—dijo Pereda.

—No se equivocarán—replicó Lope—pues poetas y locos son iguales, sin mas diferencia que el nombre.

—Que nos damos.

—Ciertamente.

—Vamos, vamos, que si se impacienta el señor Montalvan, se comerá el jamon y la liebre.

—Adelante, escandalosos hijos de Apolo y devotos de Baco: perder el tiempo cuando esperan las botellas, es un crimen.

Tomaron la calle abajo, y Cervantes, haciendo, como suele decirse, de tripas corazon, mostróse mas decidor y alegre que ninguno para evitar que se sospechase el motivo que le hacia nó querer acompañar á sus amigos.

Diez minutos despues llegaron á la famosísima taberna de Manuela, que estaba situada en el campillo del mismo nombre conservado aun por la tradicion y respetado por el tiempo, y donde nuestros mas insignes poetas tenian su punto de reunion para hablar y divertirse. Bajo el techo pobre de la celebre taberna resonaron las alegres carcajadas de animados banquetes y se levantaron las voces de Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Quevedo, Montalvan y otros muchos cuyos portentosos génios han honrado á nuestra patria y dejado los mas gloriosos recuerdos.

Como tendremos otras ocasiones de referir alguna de las alegres escenas que tuvieron allí lugar, dejaremos por ahora la descripcion de la taberna y de lo que en ella sucedió aquella tarde, y solo nos ocuparemos de las consecuencias que tuvo la desdichada casualidad de haber encontrado Cervantes á su amigo Pereda y haber sido convidado á participar de la broma.

CAPITULO XV. De cómo el señor Antonio no perdia ninguna ocasion de adelantar en sus planes.

CERVANTES, siguiendo la costumbre de aquel tiempo, iba á comer á las doce del dia, de manera que cuando pasó esta hora y no fué á su casa, estrañando la tardanza doña Catalina, se asomó al balcon y recorrió con la mirada todo el trozo de calle que podia descubrirse.

—No viene—murmuró.

Y observando por espacio de algunos momentos mas, y viendo que por ningun lado asomaba su esposo, se retiró porque el frio era intenso y el airecillo que soplaba húmedo y sutil.

Entretenida en algunos quehaceres domésticos pasó buen rato doña Catalina, pero cuando ya era la una y Cervantes no volvía, empezó á cavilar sin saber á qué atribuir la tardanza.

—Me dijo que no tenia que hacer otra cosa mas que visitar á Correa, pero se fué mucho antes de las once.... Sin duda, entretenidos en hablar de la comedia, no habrán sentido pasar el tiempo.

Otra media hora transcurrió, pesada, atormentadora para la dama que sospechó si habria sucedido alguna desgracia á su esposo, cuando llamaron á la puerta.

—¡Será él!—exclamó doña Catalina.

Y sus azules ojos brillaron alegremente, y se levantó, corriendo hacia la puerta; pero de pronto se detuvo desconcertada y quedó triste al ver al señor Antonio.

—Guárdeos el cielo, señora—dijo este, desplegando la sonrisa que él tenia por seductora, y mirando á doña Catalina con toda la ternura de su amor.

—Y á vos también—murmuró la dama que aun estaba turbada por su desagradable sorpresa.

—Quizás llego á mala hora....

—No tal.

—Estaríais comiendo....

—Aun no ha venido Miguel.... Entrad.

—Mucho tarda hoy—dijo el hidalgo, mientras siguiendo á doña Catalina, entraba y tomaba asiento.—Pero no lo estrañeis, porque lo habrán entretenido unos y otros para hablarle de su comedia....

—Solo iba á ver á vuestro amigo....

—¿El señor Correa?

—Sí.

—Acabo de separarme de él despues de una visita de tres horas.

Doña Catalina palideció.

—Entonces—dijo—no habrá ¡do Miguel á verlo, porque lo hubieseis encontrado.

El señor Antonio adivinó fácilmente que la tardanza del poeta daba mucho que pensar á doña Catalina, y de esto dedujo que la intriga de la noche anterior habia producido su efecto.

—Mi plan es bueno, según los resultados que se traslucen—pensó el hidalgo.—Aprovecharé esta ocasion, porque de seguro los ojos negros de Inés hacen el papel principal en esta comedia.

Y luego añadió en voz alta y mientras se arreglaba su cuello almidonado:

—Señora, casi me atrevo á adivinar dónde se ha detenido vuestro esposo.

Doña Catalina—miró afanosamente al hidalgo.

—Cumpliendo—añadió este—con el deber de todo hombre galante, habrá ido á visitar á la dama de anoche para saber si el accidente tuvo malas consecuencias, y entre cumplimientos, hablar de la comedia y esperar al padre que no estaba en casa, puesto que yo lo he visto al venir en la calle del Leon, se les habrá pasado el tiempo.

—El padre—dijo doña Catalina con visible, turbación—tal vez habria salido cuando lo encontrasteis....

—Nó—replicó el hidalgo, fingiendo no apercibirse de la turbacion de la dama.—Y digo que no venia de su casa, porque dobló la esquina de la calle de las Huertas y siguió hácia arriba.

—Pero si ella estaba sola no habrá recibido la visita....

—Nada tiene de particular.... acompañada de su dueña.... y que.... parece mujer despreocupada....

—Dijisteis anoche que no la conocíais....

—Y es la verdad.... solo la conozco de vista, he preguntado alguna vez su nombre y.... nada mas.

—¿Cómo se llama?—dijo doña Catalina que sentia palpitar el corazon con tanta violencia como sí fuese á rompérsele.

—Se llama.... ¿Creereis que no me acuerdo?

—¿Habeis olvidado el nombre de una dama tan hermosa?

—Sí, efectivamente es hermosa, y mas que todo tiene bellos los ojos.... tan grandes, tan negros, tan espresivos y de mirada tan ardiente....

—¡Oh!—interrumpió la esposa de Cervantes, poniéndose roja como el carmín.—Los ojos.

—A pesar de que, como ya os he dicho, me gustan azules como el cielo, de mirada tranquila, dulce, tierna, lánguida....

—Pero no me habeis dicho su nombre—dijo doña Catalina interrumpiendo al hidalgo que llevaba trazas de apurar todos los adjetivos aplicables á la calificacion de las miradas.

—El apellido de su padre es Carvajal, pero el nombre de ella su nombre.... ¡ah!... ya me acuerdo, se llama Inés...

—¡Inés!—repitió la esposa del poeta como si quisiese grabar en su memoria este nombre, de manera que no se borrase jamas.

—Vuestra curiosidad está satisfecha.

—No era grande ya veis.... debe interesarme poco....

—Menos á mí, porque como os he dicho solo me gustan los ojos azules, así.... por ejemplo, del color de los vuestros...

—De manera—volvió á interrumpir doña Catalina, poniéndose colorada—que según puede calcularse, aun tardaremos en comer....

—Lo menos una hora, porque habeis de pensar que mientras el anciano, que no anda muy de prisa, llega á su casa y habla algunos momentos con el señor Miguel y este llega aquí, ha de pasar mas de la hora. Por consiguiente, yo en vuestro lugar comeria sin esperarlo.

—¡Comer sin esperarlo!—dijo admirada doña Catalina.—¿Qué pensaria de mi?

—Veo, señora, que tomais demasiado sériamente los cumplimientos que deben guardarse entre marido y mujer.

—¿Cumplimientos llamais á los deberes?

—Eso no son deberes, y os lo prueba el que vuestro esposo, que nunca faltó á los suyos, que es hasta exajerado para cumplirlos, no se da gran priesa en venir, y pasa el tiempo tranquilamente y hablando de lo que, si bien puede serle grato, no le reporta ningun provecho.

Doña Catalina estaba horriblemente atormentada por sus sospechas y por las palabras del señor Antonio que ella iba traduciendo y comentando en armonia con sus celos de este modo:

—Está con ella y á su lado pasa el tiempo sin sentir y me olvida, ó por lo menos no!e importa que yo lo espere.... ¡Que yo lo espere mientras que tal vez prodiga sus caricias á otra!... ¡Oh!....

Y al llegar aquí se estremecia la desdichada, afluia á su cabeza toda su sangre, sentíase medio ahogada, y su imaginacion, escitada por los celos, iba hasta donde puede ir la locura en tales casos. Lo que entonces sufria es imposible hacerlo comprender al que no lo haya sentido.

Por corta que fuese la perspicacia del hidalgo, no podia dejar de apercibirse de la turbacion de la dama, y muy satisfecho de haber obtenido tan buen resultado en pocas horas, se decidió á seguir suplan, sin pensar que estaba cometiendo un crimen espantoso al atormentar impunemente y de la manera mas cruel, con el fin mas egoísta, un corazon tierno y puro.

—Señora—dijo—vuestro esposo tarda y parece que esto os tiene intranquila.

—Puede haberle acontecido alguna desgracia....

—Descuidad.

“Nunca ha sucedido esto—

—Pero habeis de pensar, primero, que en una hora se rodean compromisos que son inescusables, y luego, que según el tiempo pasa despues de ¿asados, lo mismo el hombre que la mujer van tratándose con mas franqueza y dan menos importancia á ¡o de hacerse esperar, ó comer ó no reunidos, porque como todo tiene fin porque así lo ha dispuesto. Dios, único ser infinito, tambien se acaban las primeras ilusiones y sucede la realidad de un afecto tranquilo....

—Vos no podeis saberlo.

—Todos lo dicen.

—¡Ah!... Miguel es el mismo ahora que antes.

—Ya veis como nó, y en ello no os ofende ni hace cosa vituperable, puesto que ahora no se da prisa para venir, y entonces hubiera sido para él asunto gravísimo el no haceros esperar para comer.

—Habeis de ver como no es en casa de doña Inés donde se ha detenido.

—Será con amigos, que lo mismo es para el caso.

—Otros negocios de mas importancia deben haberle impedido venir.

—Como decis que solamente al señor Correa pensaba visitar....

—Pero luego puede haber cambiado de pensamiento.

—No hay duda, señora; pero si os hago estas reflexiones es para tranquilizaros: por lo demás, creo que sin intencion hemos ido insensiblemente dando mas importancia dé la que debe tener al retardo de vuestro esposo, y quizás, no solamente no haya ido á visitar á doña Inés, sino que ni siquiera se habrá acordado de ella.

—Temo que alguna desgracia...

—Puesto que tanto es vuestro afan, si quereis iré á buscarlo, aunque ignoro donde pueda encontrarse.

—Gracias, señor Antonio.

—No quereis tomar mi consejo....

—¡Comer sin esperarlo!... imposible.

—Pues si no os molesta mi compañía, lo aguardaré tambien.

—Al contrario, me hareis en ello mucho favor.

—No teneis que agradecérmelo, sino yo á vos, porque,., á vuestro lado se pasa el tiempo sin sentir.

El hidalgo exhaló un suspiro, y dirigió á doña Catalina una de las miradas tiernas que él tenia por de irresistible seduccion; pero tan absorta estaba en sus tristes y atormentadoras ideas la esposa de Cervantes, que ni se apercibió del suspiro ni de la mirada, ni oyó las palabras del intrigante enamorado; de manera que este pudo sin ser interrumpido, seguir diciendo cuanto se le vino á la boca.

—Calla—pensó el señor Antonio despues de haber hablado largo rato.—Palidece cuando le digo que sufro, y si le indico que la amo, el carmín del pudor sale á sus tersas megillas. No hay duda que he logrado interesar su corazon, porque me escucha sin interrumpirme.

Partiendo de tan errada creencia, concibió el hidalgo las esperanzas mas dulces, formó mil castillos en el aire, y concluyó por creer firmemente que lograria sus amorosos deseos, porque doña Catalina, celosa y para vengarse de su marido, le correspondería.

Entretanto la infeliz, sin acordarse siquiera que tenia delante al señor Antonio, se atormentaba con sus dudas y decia para sí:

—Hace tres horas que salió, diciéndome que no iba mas que á ver á Correa, y sin embargo, ni lo ha visitado ni ha vuelto á la hora de costumbre. La dama de los ojos negros estaba sota en su casa, y el señor Antonio dice que no es mujer de muchos miramientos... ¡Oh!... Estas dudas me matan lentamente y vale mas morir de una vez sabiendo la verdad. Se fingió médico, y sobre esto nada me ha dicho; sin que yo le pregunte me dice á donde va, pero miente... Este hidalgo debe sospechar tambien, pero no quiero preguntarle porque seria descubrirle mis celos; no quiero escitar su curiosidad porque averiguaría, y... si he perdido el cariño de mi esposo, al menos que todo el mundo ignore que me engaña, porque si se llegase á saber seria mas doloroso mi martirio. Pero ella se gozará con mi desdicha, estará orgullosa con su triunfo, y cuando me encuentre en la calle me mirará con desprecio... ¡Dios mío!

Lagrimas de amargura y de despecho hubieran brotado de los ojos de doña Catalina si el hidalgo no estuviera presente; pero se contuvo aunque con gran trabajo, y disimuladamente se oprimió el pecho porque apenas podia respirar.

Dieron las dos y doña Catalina exhaló un suspiro doloroso y otro en estremo tierno el hidalgo.

Transcurrieron algunos minutos sin que ninguno hablase, y cuando el enamorado iba á volver á sus indirectas, animado por el silencio de la dama, llamaron á la puerta.

—Será é!—dijo doña Catalina.

—Probablemente.

—Con vuestro perdon... voy á ver... ya han abierto...

—Cervantes entró.

—¿Qué te ha sucedido?—le preguntó su esposa.

—Lo que en otra ocasion hubiera yo tenido por fortuna, y hoy he considerado como desgracia.

—Desde ayer—dijo el hidalgo—desapareceis sin saber cómo ni por dónde y os haceis esperar que es un portento. Amigo mio, desde que mas valeis os vendeis mas caro.

—Anoche—replicó el poeta—el desmayo de aquella dama y la casualidad de que no estuviese en casa su criado; y hoy el haber encontrado algunos amigos que se empeñaron en obsequiarme, de tal modo, que he tenido que aceptar por nó caer en ridículo.

—Según eso habeis comido.

—Poco, y bebido algo.

—Pero ha sido larga la broma—repuso el señor Antonio que parecia inspirado por doña Catalina.

—No tal.

—Como tengo entendido que hace mas de tres horas que salisteis de casa...

—He tenido que ocuparme en otros asuntos...

—¡Ah!—interrumpió el hidalgo.—Es verdad, me ha dicho vuestra esposa que ibais á ver á Correa...

—Justamente, cuando salí de aquí me encaminé á su casa.

—Lo encontrasteis?

—Si.

—Ya comprendo—replicó el señor Antonio á la vez que sonreia maliciosamente y echaba á doña Catalina una mirada de inteligencia.—Se os habrá pasado el tiempo hablando de la comedia....

—Hasta las doce ó despues.

Doña Catalina palideció y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no exhalar un grito. Ya no dudó que su esposo la engañaba, puesto que mentía, diciendo haber estado con el comediante, hasta las doce; pero quizás mas que el engaño, le atormentó el que el hidalgo se enterase de él y la mirase de aquel modo como si le dijese:

«Ya sabeis que no es verdad, y veis que no me equivoqué al deciros que estaria al lado de doña Inés, estasiado en contemplar sus negros, rasgados, espresivos y ardientes ojos.»

—Pero te encuentro pálida, agitada... ¿Qué tienes?—repuso el poeta, dirigiéndose á su esposa.

—Nada... el cuidado en que me ha puesto tu tardanza.... pero.... ya estoy tranquila.

—Comeremos....

—¿No has comido ya?

—Poco, lo preciso para complacer á mis amigos, pero no lo bastante.

—Os dejo, que ya va siendo tarde y tengo una cita en el Méntidero.

Así llamaban entonces á una plazuela que ya no existe y que estaba en la calle de las Huertas, á la salida dé la del Leon.

—No porque vayamos á comer debeis iros...

—Me esperan y por eso tengo prisa; me he detenido por hacer compañia á vuestra esposa que estaba intranquila.

—Entonces no quiero deteneros.

—A la noche, si vais al corral de la Cruz, y si no mañana me referireis la broma de esta tarde: debe haber sido animadísima porque el señor Lope es un mancebo muy decidor. Tambien quiero que me digais cómo os ha recibido Correa que debe estar muy contenlo del resultado de la comedia.

—¿No lo habeis visto?

—Hoy pensé visitarlo, pero al fin no he podido, y ya por poco que me entretenga en el Mentidero, no me quedará tiempo para ir. Se me ha pasado el dia sin sentir y sin saber cómo... Pero os estoy estorbando... perdonadme... Que Dios os conserve, y hasta luego ó mañana.

Ya no quedó á doña Catalina duda de que el hidalgo habia conocido claramente que la engañaba su esposo, y esto fué para la infeliz un tormento mas, no solamente porque sintió herido su amor propio, sino porque se quedó corrida al pensar el triste papel que habia hecho asegurando que el poeta era todavia el mismo amante, sincero y cariñoso que el primer dia que la conoció, y tambien porque la poca reserva del hidalgo daria lugar á que todo el mundo conociese la debilidad de su marido.

Cervantes y su esposa se pusieron á comer sin pronunciar una palabra, y ambos por mera ceremonia, tomaban algun bocado que trabajosamente tragaban.

—¿Estás indispuesta?—preguntó al fin el poeta.

—Nó—contestó doña Catalina.

—Apenas comes....

—Como se pasó la hora de costumbre....

—Natural parece que por lo mismo que es mas tarde que otros dias, tengas pías apetito.

—Pues.... no sé....

—Además, aparentas estar disgustada.

—Ya te he dicho que tu tardanza me puso en cuidado.

—Aquí estoy ya y sabes que nada me ha sucedido.

—Sí, ciertamente—balbuceó doña Catalina que empezaba á temblar como la noche anterior.—Creí que alguna desgracia ó algun asunto de gravedad te habian detenido, pero....

—Catalina—interrumpió dulcemente el poeta—hay compromisos que no pueden evadirse sin caer en el ridículo; tú no conoces el mundo y no sabes que en ciertos casos es preciso fingir que uno es como los demás. Los que me han convidado á comer creian hacerme un favor y proporcionarme una hora de alegría, cuando ha sido para mí de afan angustioso porque sabia que me esperabas y que estarías con cuidado, y tambien porque tu compañia me es mas grata que la de mis amigos. Además, he sufrido y trabajado mucho desde mi juventud y lo que deseo es tranquilidad y descanso; todas las diversiones me son indiferentes, y para mí no hay ya otro goce que los de la familia. ¿Pero qué he de hacer? Si me retirase de todo trato se burlarían de mi y lo que es peor, me fallarían los medios de ganar para el sosten de mis obligaciones.

—No es preciso llevar las cosas á ese estremo—replicó doña Catalina, que por primera vez se atrevió á discutir con su marido;—pero si hubieses dicho á tus amigos que tenias que comer....

—Ellos me lo ofrecían.

—Y que no querías hacerme esperar....

—Todos ellos estaban en el mismo caso que yo, y sin embargo, dejaban de comer con sus familias, sin creer que esto era cosa de importancia. ¿Sabes lo primero que hubiesen sospechado? Que tú eras una mujer intolerante y que me tenias dominado hasta el punto de que yo no me atrevia á fallar á la hora de costumbre sin pedirte antes permiso, lo cual hubiera sido motivo de la burla mas punzante.

—¡Burlarse porque amas á tu esposa, porque la prefieres á tus amigos!....

—Nó, Catalina, sino porque me faltaba el valor pava hacerle esperar, porque no era yo dueño de mis acciones.

—Pero el cuidado en que debia ponerme tu tardanza....

—Casados habia entre ellos que estaban en el mismo caso, y aun se han quedado en la taberna con ánimo de no salir hasta la noche para ir á ver la comedia y luego á su casa á dar cuenta de sus personas.

—¡Desdichadas mujeres!...

—Se tienen por dichosas, y no debes lastimarte de su suerte, porque la verdadera felicidad consiste en creerse feliz.

—Pero el cariño de esposos....

—Catalina, el mundo no es como tú te lo figuras y por eso eres mas desgraciada que las mujeres á quienes compadeces. El cariño de esposos debe ser como el nuestro, pero no hay tampoco que exagerar la manera de demostrarlo porque se cae en el error. Yo no hubiera hecho lo que esos otros; yo no hubiera tenido vergüenza de decir que queria avisarte despues de la comida para que no estuvieses con cuidado porque me iba á la comedia, porque yo no hago, como ellos, gala de no amar á mi mujer ni me lamento de haberme casado; pero tampoco me hubiera atrevido á decirles que por ti no los acompañaba á comer.

Doña Catalina quedó silenciosa porque el que su esposo hubiese empleado el tiempo con sus amigos no era el fundamento de su pesar, y por consiguiente no tenia para qué insistir sobre este punto; lo que ella hubiera querido ver explicado era, primero, el por qué la noche anterior se habia fingido médico su esposo; y segundo, la razon porque habia mentido diciendo que habia ido á ver á Correa. Empero era esta cuestion muy espinosa y doña Catalina no se atrevió á tocarla entonces porque le pareció mas conveniente esperar á tener pruebas mas claras de la infidelidad del poeta.

—Tu silencio—repuso este—me indica que no te has convencido con mis razones.

—¿Qué he de decirte? Es verdad que no conozco el mundo.

—¿Pero tu buen juicio?...

—No sé—replicó doña Catalina;—lo que sí es cierto que sufro, y....

No pudo proseguir porque le faltó el aliento y las lágrimas querían asomar á sus ojos.

—¿Pero es posible—dijo el poeta con acento de resignación—que una cosa tan trivial te afecte hasta tal punto, que cualquiera al verte pensaria que ha sucedido alguna horrible desgracia?

—No acierto á esplicarte lo que siento—replicó la dama.

Y sin poder ya contenerse, exhaló un profundo suspiro y se cubrió el rostro mientras que salia de sus ojos un raudal de lágrimas.

—¡Catalina!—dijo Cervantes con ternura y acercándose á su esposa para estrecharla en sus brazos.—Tranquilízate, le atormentas sin razon ni motivo y me haces sufrir horriblemente. ¿Por qué lloras? No puedo creer que sea la causa el que yo haya venido tarde, pues por mucha que sea tu inesperiencia, no debes dar tanta importancia á lo que no tiene ninguna. No sé lo que desde anoche advierto en tí....

—Hay dias en que todo entristece, y.... soy supersticiosa.

—¿Pero qué tienes?

—No sé esplicármelo.... tengo un presentimiento....

—¿Cuál?.... ¡Por Dios, Catalina!—replicó el poeta que se desesperaba al ver que la razon nada podia para convencer á su esposa,—Habla, no temas enojarme.... ¿Qué presientes?

—Que nuestra felicidad va á concluir.

—¡Que nuestra felicidad va á concluir!—repitió admirado y sorprendido Cervantes.—¿Y por qué?.... Alguna cosa, aunque lejana, temerás....

—No acierto....

—Nuestra felicidad está en nuestro cariño, y sin que este acabe, no puede aquella oscurecerse.

—Es verdad.... pero....

—¿No tienes seguridad en la firmeza de la amor?

—¿Eso me preguntas?

—Entonces....

—El tuyo....

—¿Has perdido la fe en el mio?

—Nó—balbuceó tímidamente doña Catalina.

—Entonces no te comprendo.

—Ya te he dicho que son temores vanos, supersticiosos....

—Pero la supersticion es siempre hija de algo.

—Te atormento, Miguel.... No pensemos mas en esto....

—Es que no me quedo tranquilo....

—Hablemos de otra cosa....

—Pero ese llanto....

—Ya no corre, y dentro de algunos momentos me verás alegre; estoy mas tranquila....

—Y al fin no has comido.

—Lo compensaré cenando mas—repuso doña Catalina que se esforzó para aparecer mas sosegada.

Cervantes prodigó á su esposa mil tiernas caricias que entonces fueron para la infeliz un tormento, porque pensó que del mismo modo habria hecho pocas horas antes con la dama de los ojos negros y ardientes.

El amor es hijo de Dios, pero los celos del diablo, pues aunque el vulgo dice,

«No hay amor sin celos, ni celos sin amor,»

debe añadirse un adjetivo de esta manera:

«No hay amor propio sin celos, ni celos sin vanidad.»

—¿Quieres salir á dar un paseo?—dijo al fin el poeta á su esposa.

—Mas tarde si acaso no tienes que trabajar.

—Aprovecharé ahora el tiempo, y despues de anochecido iremos á ver á mi madre.

—Bien.

Cervantes estampó un beso en la frente pálida de su esposa y se encerró en el aposento donde acostumbraba á trabajar, mas que con ánimo de escribir, con deseo de estar soto y dejar que libremente saliese á su semblante la amargura de su alma: no podia desahogarse depositando sus penas en un pecho amigo, y buscaba al menos desahogo en sus propios pensamientos.

Sin embargo, probó á escribir en una comedia que tenia comenzada, pero como justamente estaba su trabajo en una escena en que un criado gracioso se chanceaba con su señor, nada pudo hacer, y dejando caer la cabeza entre las manos, se entregó á meditaciones nada alhagüeñas.

Despues de largo rato varió de postura y dijo:

—¿Cuál es el fruto de mis afanes?

Una amarga sonrisa vagó en sus lábios, y volvió á meditar por espacio de un cuarto de hora.

—¿Será posible—murmuró luego—que mi esposa llegue á hacerme infeliz á fuerza de amarme?

, Poco á poco y despues de algunos esfuerzos logró tranquilizarse, y al fin la pluma corrió sobre el papel, formando desiguales renglones.

CAPITULO XVI. De lo que sucedió á Inés., y demás que se verá.

MIENTRAS doña Catalina hacia los mayores esfuerzos para fingir tranquilidad y contento, observaba cuidadosamente la conducta de su esposo, teniendo en cuenta las horas en que este salia de casa y el tiempo que tardaba en volver, y atormentándose con sus dudas que aumentaban cada dia. Su vida era una continua agitacion que le robaba hasta el descanso del sueño.

No se ocultó á Cervantes que su esposa sufría, pues por mas que ella disimulase su descontento, no lo hacia con tanta habilidad que dejase de advertirse alguna alteracion en su rostro; pero no pudo adivinar el poeta la causa, porque convencido de que nada tenia que echarse en cara, seguro mas que nadie de su buen proceder y del amor que profesaba á su esposa, lo que menos pudo ocurrírsele fué que esta tuviese celos, y no creyendo prudente provocar nuevas esplicaciones, resolvió tambien observar hasta encontrar ocasion oportuna para satisfacer su justa y ansiosa curiosidad.

Empero el cuidado que ocupó la imaginacion del uno y de la otra, dió por resultado que no pensasen en otra cosa y que doña Catalina advirtiese en su esposo cierta distraccion y frialdad que aumentaron sus sospechas y sus celos, mientras que Cervantes notó á su vez la falta de espansion y espontaneidad que siempre le habia cautivado como cualidad característica de su esposa. Habia sucedido lo peor que puede suceder en la vida conyugal, que es la comparacion de lo presente con lo pasado, es decir, la indiferencia de hoy con el entusiasmo de ayer, el desvío con las caricias, la tristeza con la alegría. Y sin embargo, todo era aparente; porque la indiferencia, tristeza y desvío que advirtieron no reconocia por causa la falta de cariño; pero de cualquier modo la comparacion no podia dar sino fatales resultados, porque despues de recordar lo pasado y pensar en lo presente, miraban lo porvenir y encontraban un horizonte nebuloso y sombrío.

Ambos atormentados y discurriendo trazas para averiguar lo que no existia puesto que eran equivocadas las sospechas del uno y del otro, pasaron dias y dias de penosas cavilaciones y violentando su natural con fingimientos.

El hidalgo, entretanto, menudeaba sus visitas, observaba tambien y soplaba el fuego de aquella disimulada discordia siempre que tenia ocasion; pero aun no se habia atrevido á declarar su amor á doña Catalina, y aunque impaciente por hacerlo asi, esperaba á que el diablo le presentase una ocasion oportuna con cualquiera casualidad como lo fué el desmayo de doña Inés.

Efectivamente, Satanás habia tomado bajo su proteccion al señor Antonio y comenzó á preparar las cosas de manera que nada tuviese que desear su protegido.

Un dia se sintió indispuesto don Benito de Carvajal; á las pocas horas estaba peor y tuvo que acostarse, y á la noche dijo el médico que no habia esperanza de salvarle la vida.

Doña Inés acababa de recibir un amargo desengaño del hombre por quien todo lo habia sacrificado; no le quedaba ya en el mundo mas que su padre, y perderlo era un golpe terrible. Sola, sin parientes ni amigos y deshonrada, le esperaba una vida de tristísimo aislamiento. La desdichada habia nacido para sufrir, y su suerte era peor cada dia.

Angustiada y sin que su dolor tuviese tregua, no se apartó un instante del lecho de su padre moribundo, prodigándole los mas cariñosos cuidados.

Al fin, despues de una lenta agonia de dos semanas, el noble anciano espiró, bendiciendo á su hija y rogándole que ante todo conservase limpio el nombre que tan puro le legaba.

Los quince dias de amargo dolor y las últimas palabras de don Benito, recordando á Inés lo que vate el honor, fueron demasiado para las fuerzas de la infeliz que perdió el conocimiento al perder su padre la vida, quedando tan quebrantada su salud, que tuvo que guardar cama por muchos dias. La persona que mas podia interesarse por ella, era la dueña, causa de su perdicion, de modo que el desconsuelo de no ver á su lado una persona querida, aumentó su aguda pena y el padecimiento de su enfermedad.

Cervantes ignoró la muerte de don Benito hasta que el señor Antonio le dió la noticia despues de algunos dias de suceder la desgracia, y cuando pensaba ir á visitar á Inés para ofrecerle los consuelos de la amistad, esta le mandó un recado para que fuese.

Como Inés no podia escribir porque no se lo permitia su estado, encargóse Gimena de ver á Cervantes, y una mañana, á cosa de las diez ó poco mas, salió la dueña con semblante de fingido duelo para cumplir su encargo.

Estaba el poeta escribiendo en su aposento, cuando llamaron á la puerta y por casualidad salió á abrir doña Catalina, encontrándose con la dueña.

—¿Qué se os ofrece?

—¿Vive aquí el señor Miguel de Cervantes?—preguntó la vieja.

—Aquí vive.

—Pues quisiera verlo.

—¿Para qué?—replicó doña Catalina, examinando á Gimena con la mayor atencion.

—Para hablarle—contestó la dueña á quien no se escapó la curiosidad de la dama, teniéndola por impertinente.

Doña Catalina se mordió los lábios y repuso:

—Esperad.

Y luego fué á donde estaba su marido y le dijo:

—Una mujer.... parece una dueña ha venido y quiere verte.

—No sé quien puede ser—contestó Cervantes encojiéndose de hombros, porque en aquel momento no se acordaba de doña Inés.

—Ni me ha dicho el asunto que la trae, ni quién la envia—repuso la dama que esperaba que su esposo se turbase.

Pero este, con la mayor naturalidad, replicó:

—Que entre y así sabremos lo que quiere.

Gimena pasó al aposento de Cervantes y doña Catalina cerró la puerta, pero se quedó escuchando con la mayor ansiedad y creyendo sorprender algun secreto que aclarase sus dudas; pero su esperanza no se realizó, porque entre el poeta y la dueña no mediaron mas que estas palabras:

—Sé—dijo Cervantes—la tristísima nueva que me traeis, y si no he ido á hacer presente á vuestra señora mi sentimiento y á ofrecerle lo poco que valgo, ha sido porque hasta hoy no he tenido noticia de la desgracia.

—¡Dios tenga en su santa gloria á mi señor!—exclamó Gimena mientras que de sus ojos brotaban dos lagrimones turbias y mas falsas que el beso de Judas.—¡Qué desgracia, señor Miguel, qué desgracia!

—Muy grande, sí, pero no hay que abatirse, porque en tales momentos es cuando mas se necesitan las fuerzas; y vos mas que nadie, debeis dominar vuestro dolor para no quitar los alientos ni desconsolar mas á vuestra señora.

—No puedo contenerme, señor Miguel. ¡Como vos no sabeis el cariño que yo tenia á mi señor don Benito, que era un santo, un ángel!... ¡Como no sabeis cuán bueno era!...

—Lo mismo los buenos que los malos, todos tenemos que morir, y los que se quedan deben pedir por la salvacion de los que se van para que luego pidan por ellos.

—¡Ay!... paso las noches en vela, rezando....

—Cumplís con vuestro deber.

—Además, ignorais.... ¡ya se vé!.... ¡como no quereis ir á ver á mi señora!...

—Ya sabe que tengo el tiempo muy escaso.

—Pues la pobrecita está en la cama, y no sabré deciros si en peligro, porque en su estado....

—El golpe ha sido terrible....

—Pensamos que no saliese con la vida, y cuando murió mi señor, creí que se nos quedaba entre las manos.... ¡Santa Hita!... (Qué noche aquella!

—¿Pero decís que está mejor?

—Algo mas aliviada, pero muy débil, apenas puede sentarse en la cama, y por eso no os ha escrito.

—Hoy precisamente pensaba yo ir á verla....

—Pues es por lo que me ha hecho venir. Ya sabeis que ni parientes ni amigos tiene, y vos solamente podeis consolarla. Desde la última vez que fuísteis, no ha visto á mas personas que al doctor y á mí lo cual ha aumentado su tristeza porque al fin, aunque está bien convencida de mi lealtad y mi cariño, no es hablar conmigo como hablar con vos, os mira de otro modo que á mí....

—Mucha es la confianza que le inspiro, y siento no valer mas para servirla; pero ya que no otra cosa, mi cariño y buena voluntad están á su disposicion.

—Dios os lo premiará.

—Decidle que iré á verla hoy mismo.

—Mejor cuanto mas temprano, porque está muy afligida y vos habeis de aliviar mucho su pena.

—Antes de una hora.

—Pues voy á decírselo y estoy segura que solo con la esperanza de veros se sentirá mejor.

—Y añadid que, no solamente la falta de tiempo, sino la prudencia....

—Comprendo, señor Migue!—interrumpió Gimena;—ya sabeis que estoy al cabo de todo....

—Que Dios os guarde—dijo el poeta que no queria prolongar la conversacion.

—Y á vos os bendiga—con testó la vieja.

Y salió del aposento con tardo paso.

Pocos momentos despues entró doña Catalina, pálida, aunque con aparente tranquilidad.

—¿Vas á trabajar aun mucho tiempo?—pregunto á su marido.

—Nó—contestó este—porque tengo que salir.... ¿Por qué me lo preguntas?....

—Por nada.... curiosidad....

—Ya sabes que no es urgente mi trabajo, y si querías....

—Nó, nó.... era para.... calcular la hora á que comeríamos y disponer....

—A la misma de costumbre.

—Pero como vas á salir....

—Vuelvo pronto, porque solo tengo que hacer una visita de duelo.... Esta dueña que ha venido me traia la nueva de la muerte de su amo....

—¿Era amigo tuyo?

—No; solamente conocido; pero como en tales casos se recurre á todo el mundo y todos estamos obligados á servirnos, no es estraño que se hayan acordado de mí.

—Nada de estraño tiene....

—Son visitas enojosas, pero tenemos que consolar á los demás si queremos encontrar quien nos consuele.

—Ciertamente—repuso doña Catalina con alguna distraccion.

—¿Qué hora es?

—Las diez y media.

—Me voy.

—¿Con que es decir que estarás de vuelta á las doce?

—Tal creo.

—Si no tienes mucho que andar....

—No está muy lejos—contestó el poeta sin nombrar la calle á donde iba.

Pocos momentos despues salió Cervantes.

Doña Catalina se entregó á sus dolorosas reflexiones y la atormentaron mas que nunca los celos. La conversacion que habia escuchado no tenia nada de particular; sin embargo, aumentó sus sospechas aquello de no solamente la falta de tiempo, sino la prudencia, que dijo Cervantes para escusar su falta de visitas á doña Inés, y el

«comprendo, ya sabeis que estoy al cabo de todo»

con que respondió la taimada dueña. Además, llamó la atencion de doña Catalina el que su esposo no le dijese quien era la persona que habia muerto, ni nombrase la calle á donde iba, y esta reserva le dió tambien mucho que sospechar.

Media hora pasó la dama repitiendo en sus adentros la conversacion de su esposo con la vieja, cuando llegó el hidalgo con muestras de mas contento y animacion que nunca, sin duda porque presumia que era aquella buena ocasion para sus planes.

Saludó cortesmente el vanidoso enamorado, sentóse, examinó atentamente con la mirada el semblante de doña Catalina, le preguntó por su esposo, y despues de obtenida contestacion y de haber reflexionado algunos instantes, arregló su cuello y sus puños y dió principio al diálogo que copiaremos en el sigiente capitulo.

Veremos, pues, si se habia equivocado el señor Antonio al creer que aquellos momentos eran los mas oportunos para lograr correspondencia de la dama: es verdad que ella estaba mas celosa que nunca, pero no era esto una razon para que faltase á sus deberes ni escuchase siquiera pretensiones, que en momentos de tal angustia, quizás no producirían otro resultado que el de provocar su enojo.

CAPITULO XVII. La declaracion de amor.

EL hidalgo se habia vestido aquel dia con mas esmero que nunca. Llevaba coleto de paño muy fino, verde, con mangas de terciopelo azul y pespuntes de seda blanca, y gregüescos tambien verdes y calzas de seda, y una capa de veludillo que acababa de estrenar, de color semejante al de las alas de un papagayo lo mismo que su gorra con pluma blanca, rizada y larguísima que flotaba en todas direcciones al menor movimiento ú al mas leve soplo de aire.

El trage no era del mejor gusto, pero el señor Antonio iba muy ufano con él y creia llamar la atencion de todas las mujeres y escitar la envidia de los hombres.

Los olores de almizcle, rosa y azahar que en abundancia habia puesto en sus ropas, se percibían á bastante distancia y eran suficientes para trastornar la cabeza mas firme.

Despues de las cortesías y saludos, el hidalgo se sentó, exhaló un suspiro muy semejante á un lamento, miró tiernamente á doña Catalina é hizo un gesto tan cómico y raro, que hubiera escitado la risa de cualquiera que no estuviese atormentado por los celos como la esposa de Cervantes.

—Pensé—dijo el presumido seductor—encontrar al señor Miguel porque á estas horas no acostumbra á salir.

—Según me ha dicho—contestó doña Catalina—ha ido á un duelo.

—Sospecho á donde.

—Le han avisado la muerte de un amigo ó conocido....

—Del padre de aquella dama que se desmayó en el corral de la Cruz.... ¿os acordais?

—Sí—replicó doña Catalina palideciendo.

—No hay duda que desde entonces trabó amistad con aquella familia....

—Tal vez.

—Yo—repuso el hidalgo que tenia intenciones de declarar su amor y no sabia cómo empezar—yo.... no es que me pese de esa amistad, porque al fin es causa de que vaya á la calle con mas frecuencia y.... ¡ay!—añadió exhalando otro suspiro lastimero—¡cuán lentamente pasa el tiempo en alas de la esperanza!

Doña Catalina miró con sorpresa al señor Antonio y dijo para sí:

—No lo entiendo.... ¿Se habrá vuelto loco?

—Señora—prosiguió el hidalgo—quizás cometí una imprudencia el dia que vuestro esposo vino tarde á comer....

—¡Una imprudencia!.... No os comprendo.

—Si, porque os dije que no habia estado en casa del señor Correa, y él luego escusó su tardanza....

—Perdonadlo si fué reservado con vos; despues me lo esplicó todo, y si se escusó con la visita al señor Correa, fué por no decir delante de vos dónde habia estado.

—Pues no comprendo esa reserva, porque el hacer una visita á doña Inés de Carvajal para saber cómo se encontraba era cosa tan natural....

—Es que....

—Mas, cuando yo podria saberlo, como lo supe, por una casualidad.

—¿Supisteis que?....

—Que habia estado en casa de doña Inés; me lo dijo uno de los que comieron con él en la taberna de Manuela, que le encontró en la calle del Sacramento.

Doña Catalina se estremeció convulsivamente.

—Ciertamente—dijo con voz agitada—que no es eso para ocultarlo, pero.... á veces.... se tienen caprichos.... sin duda como siempre os chanceabais sobre el desmayo....

—Me parece—interrumpió el señor Antonio—que no debemos tocar este punto.

—¿Por qué?

—Tengo la mania de que os incomoda....

—Os equivocais—dijo con alguna turbacion doña Catalina.

—No es prudente mezclarse en interioridades de matrimonios, pero como el otro dia me disputabais con tanto ardor que el señor Miguel era una escepcion de la regla como hombre, y sobre todo como marido, he querido recordaros aquello para dejar probada mi opinion.

El hidalgo no comprendió todo el mal que hacia con estas palabras ni lo que atormentó á la esposa de Cervantes; pero creyó que asi haria nacer en la desdichada el deseo de vengarse, y que por consiguiente, lograria con mas facilidad su intento.

No acertó doña Catalina á contestar: sus megillas palidecieron mortalmente y bajó la mirada como avergonzada.

—Me parece que es buena ocasion—dijo para sí el hidalgo.

Y volviendo á componer su cuello y sus puños, y despues de limpiarse la boca con el pañuelo que esparció un olor al almizcle insoportable, repuso:

—En fin, dejemos lo desagradable, y perdonad sí os he disgustado.

—Nó....ya os he dicho....

—Pero como el mayor de mis pesares es veros triste....

—No lo estoy.

—La mitad de mi vida.... mi vida toda, daria yo porque fueseis feliz.

—Lo soy completamente.

—¡Si yo pudiera decir lo mismo!—replicó el señor Antonio suspirando.

—Hace algun tiempo que os quejais mucho de vuestras desgracias.

—Tal vez mis quejas os enojen....

—Nó pero lo digo porque yo os tenia por dichoso.

—¡Ay! señora: no hay para mí dicha posible, y si mi tormento no ha dado fio á mi existencia, es porque una leve esperanza me sostiene; pero el dia en que la mujer que ha encendido mi corazon con el fuego de sus ojos, no escuche mis ruegos y me quite esa esperanza, moriré desesperado, con la mas horrible, la mas espantosa de las agonías.

—Grande es vuestro amor.

—Grande, muy grande, sí—repuso el hidalgo con levantada entonacion y oprimiéndose el pecho;—es inmenso, señora, y sin el consuelo del desahogo, porque he tenido que ocultarlo no solamente á los ojos del mundo, sino á los de la mujer que me lo inspiró con sus hechizos. ¡Amar en silencio!... ¡Ah!... Vos no sabeis que tormento es. ¡Amar en silencio y mientras luchan el temor y la esperanza!.... Dios os libre de hallaros en tan triste situacion; no sabeis lo que es sentir que se abrasa el pecho, que se pierde la vida y no poder exhalar una queja: figuraos.... Pero nó, no os figureis nada, porque á nada puede compararse semejante tormento.

—Debe ser cruel.

—Soy digno de lástima—

—Y os compadezco, porque sufrir y callar es horrible—replicó doña Catalina con tal acento que bien claramente se adivinaba que ella sufria y callaba aunque por distinto motivo que el hidalgo.

Pero este creyó que un amor secreto aquejaba tambien á la esposa de Cervantes, y con mayor arrebato y cómico gesto de tristeza y de ternura, repuso:

—¡Vos comprendeis mi dolor!

—Pero no comprendo por qué no salís de dudas, declarando vuestra pasion á la mujer á quien amais: la incertidumbre es muy angustiosa.

—Porque temo que me desprecie. Si me dijera que no me amaba, que no me amaria jamás, quedaria muerto á sus piés. ¡Oh!.... Ver su rostro de ángel, siempre tan sereno, ceñudo y con muestras de enojo; oir de sus lábios, donde siempre vaga una sonrisa, palabras de desden; ver sus azules ojos, puros como el cielo, y de serena mirada, airados, oscurecidos por el desagrado.... ¡Me espanta la idea!.... Creo que no tengo fuerzas para tan rudo golpe, para tan horripilante desengaño.

—Pero todo el que ama se espone al desden y no por eso deja de tentar la fortuna.

—Teneis razon, señora; debo dominar mi cobardia y saber la suerte que me espera. Declararé mi amor....

—Mas no porque yo os lo aconseje, porque si no alcanzais vuestro deseo....

—Estoy decidido. ¿Qué adelanto con la duda?

—Tened presente....

—¡Dentro ó fuera! replicó arrebatadamente el hidalgo.—¡La vida ó la muerte!.... Le diré que la amo, y si desprecia mi amor pondré fin á mis días.

—¡Señor Antonio! exclamó la dama al ver la exaltacion del hidalgo.

—¡Su amor y la vida, ó la muerte si me desdeña!

—Pero....

—Señora, es imposible: ya no puedo guardar este secreto que me ahoga, que me abrasa, que me desgarra el corazon... ¡Ahí.... ¡Tened compasion de mi!

Y el hidalgo, con los ojos encendidos, agitado el pecho y las manos cruzadas, cayó de rodillas á los piés de doña Catalina.

Esta dejó escapar un grito y se levantó, dando un paso atrás. Hasta entonces no habia comprendido que era ella la mujer amada por el hidalgo.

—¡Compasion!—volvió este á decir.

—¡Caballero!—exclamó la esposa de Cervantes con tanta severidad y clavando tan terrible mirada en el señor Antonio, que este bajó la cabeza y se estremeció, quedando luego inmóvil y mudo.

—Señora....—murmuró despues de algunos instantes.

—Salid—replicó doña Catalina, estendiendo el brazo derecho hácia la puerta con imperioso ademan.

—¡Que pronunciais mi sentencia de muerte!....

—Salid ó salgo yo....

—Pero al menos, escuchadme....

—¡Asi pagais la amistad, la confianza!.... ¡Idos, que no mereceis mas que desprecio!

El hidalgo se levantó con el semblante pálido y descompuesto.

—Señora—dijo—vos me despreciais, pero no hará lo mismo vuestro esposo cuando advierta mi falta de visitas, me pregunte la causa y se la diga yo.

—Sois demasiado cobarde para acusaros....

—Pero estoy desesperado, la vida me es odiosa y me consideraré feliz si me mata mi rival. Ya lo sabeis, porque hace algunos momentos que os lo he dicho; vuestro amor ó la muerte.

—¡A. tal punto llegará vuestra ruindad!.... ¡Oh!.... ¡Semejante venganza!....

—Será noble porque arriesgo mi vida, ó mejor dicho la sacrifico. Pero si, lo que no es probable, me favoreciese en un duelo la fortuna, y mañana os encontraseis viuda, poco ó nada perdereis....

—¡Miserable!—replicó indignada doña Catalina.

—¿Aun creeis en el amor de vuestro esposo? ¿Por él despreciais el mio?....

—¡Oh!.... Idos....

—Mientras que vos me rechazais tan duramente para serle fiel, él está al lado de doña Inés de Carvajal....

—¡Mentís!—interrumpió la dama que sintió afluir á su cabeza toda su sangre.

—¡Que miento!.... replicó el hidalgo con amarga ironía.—Dentro de tres ó cuatro meses justificará mis palabras el fruto ilegitimo de esos criminales amores....

—¿Qué decis?.... ¡Ah!.... ¿Sabeis lo que pronuncian vuestros lábios?....

—El tiempo os lo dirá.... ¿Pero qué me importa esto?... Lo que quiero es que no me rechaceis; y que si no me amais, al menos tengais compasion de mí. ¡Ah!.... Yo os adoro mas que vuestro esposo á doña Inés, os ofrezco un corazon que solo por vos palpita....

—La falta de mi esposo no puede justificar la mia, yo puedo llorar mi desgracia, pero vengarme, nó; porque la venganza es ruin y porque yo misma me dañaría....

—¿Y me dejareis morir?....

—Salid, caballero, ya os lo he dicho, no puedo ni aun escucharos....

—¿Cómo esplicareis mi falla de visitas á vuestro esposo?

—Idos ahora y volved otro dia, pero á las horas en que él está en casa; seguid fingiéndoos su amigo.... pero olvidaos de mí, no penseis que jamás corresponda á vuestro amor no abrigueis siquiera la esperanza de rué os escuche.

—¡Separarme de vos!.... Imposible, señora, imposible; porque en vos está mi vida, mi felicidad y hasta mi salvacion.

Y el hidalgo dió un paso, y sus manos trémulas y ardientes intentaron cojer las de doña Catalina.

Empero esta volvió á estender el brazo con ademan tan imperioso y dió á su semblante tan imponente severidad, que el señor Antonio se detuvo.

—¡Salid!—esclamó la dama.

Y sin esperar contestacion, entróse en el inmediato aposento y cenó tras si la puerta.

El hidalgo hizo un gesto de desesperacion, se mordió los labios hasta hacer saltar la sangre, y calándose la gorra hasta las cejas, salió de la habitacion y del cuarto y bajó de dos en dos las escaleras.

Nuestros lectores comprenderán hasta qué punto llegaria el coraje y la turbacion del intrigante enamorado, que no se cuidó de arreglar el cuello y los puños, ni de si la pluma de la gorra iba á la derecha ó á la izquierda, cosa que no hubiera olvidado en medio del mas apurado lance.

—¡Será mía, vive Dios!—murmuraba—tendré que desgarrarle el corazon á fuerza de celos, pero desgarrado y todo me lo entregará. Muy á mal ha llevado mi declaracion.... no importa; otras que se han enfadado mas se han puesto luego como una cera.... Son las fórmulas de costumbre.... las mismas palabras de todas las mujeres....

«salid, idos, os desprecio, no penseis en mi, jamás os corresponderé.»

Sin embargo, aunque estoy convencido de que son meras fórmulas para cubrir las apariencias, para hacer mas meritorio luego lo que ellas llaman sacrificio y es en realidad capricho y devaneo, me ha dado un mal rato y no me ha gustado mucho.

Entretanto doña Catalina lloraba y pedia consuelo á Dios quejándose de su desdicha.

—¿Qué he podido hacer para que asi me castigueis, Dios mío?—exclamaba con acento entrecortado por los sollozos.—Mi esposo me olvida por otra y ese miserable abusa de mi dolor, intenta sacar partido de mi desgracia.... ¡Ah!.... ¿Qué va á ser de raí?

Aun en su pobre y modesta posicion doña Catalina debia ser la mujer mas dichosa, y sin embargo, era la mas desgraciada de todas las mujeres.

Despues de largo rato en que su dolor se exhaló en lágrimas y suspiros, algo mas tranquila, pensó en el remedio que podria tener su mal. Ella queria separar á su esposo de doña Inés, sin darle queja alguna y sin escándalo, y tambien deseaba evitar la amorosa persecucion del hidalgo. Para conseguir ambas cosas no encontró mas que un medio, y despues de meditar sobre todas las consecuencias que podria traer, decidióse á ponerlo en ejecucion.

CAPITULO XVIII. De lo que determinó doña Catalina.

CERVANTES llegó una hora despues que el hidalgo habia salido, y al primer golpe de vista conoció que su esposa habia llorado y que estaba mas triste que nunca, por mas que intentaba disimularlo.

Ya fuese que el poeta, contristado el ánimo por la desgracia de doña Inés, no se encontrase con fuerzas para dominarse y para seguir guardando la reserva que hasta entonces habia tenido, ya que comprendiese que era en vano esperar mas tiempo para adivinar la causa del tormento de su esposa, se decidió á provocar las espiraciones que antes habia esquivado, y con su dulce y cariñoso acento, dijo:

—Catalina, tú padeces mucho sufres en silencio algun pesar que cada dia se aumenta, y acabarás por perder la salud. En vano has intentado ocultarme tu dolor; sonreías, pero á través de tu fingido contento, traslucíase la hiel que amarga tu existencia.

—Migue!—balbuceó doña Catalina que, sorprendida por las palabras de su esposo, no tuvo tiempo para buscar escusas—no sé que puedes haber visto en mi....

—Escúchame un instante y no te esfuerces en aparentar lo que no sientes, porque no me convenceré.

—Pero....

—Oye: he preguntado á mi conciencia por sí yo era la causa de tu dolor, y mi conciencia me ha respondido que nada tenia de que acusarme.

—Miguel....—murmuró la dama palideciendo.

—He preguntado á mi corazon y me ha contestado que el amor que por tí atesora es hoy mas intenso que nunca.

Doña Catalina se puso mas pálida aun y fijó en su esposo una escudriñadora mirada por si descubria la turbacion del que miente; pero el poeta estaba tranquilo, aunque triste, y la espresion de su semblante atestiguaba sus palabras.

—Lie pensado—prosiguió Cervantes—si descontenta con nuestra suerte, no serás dichosa con la modestia de nuestra vida; pero siempre te has considerado feliz siendo pobre, nunca has envidiado ni las comodidades, ni el lujo, ni las riquezas, y la vanidad no ha sido para ti mas que una palabra sin aplicacion; lo que te ha hecho, no solamente no desear las adulaciones del mundo, sino huir de ellas, buscando la oscuridad de una vida retirada. ¿QUÉ puede ser entonces? Esta pregunta me ha robado el sueño muchas noches, me ha atormentado muchos dias, y nunca he podido responderme. Pero como es preciso poner término á esta situacion violenta de sufrimiento callado, de constante fingimiento, te suplico en nombre de nuestro amor que rompas el velo misterioso que cubre tu pesar. Somos pobres, pero nuestro cariño es un tesoro que debe hacernos dichosos: ¿Por qué somos infelices? Habla, Catalina; por Dios, dime lo que yo no acierto á comprender.

—Pues bien, Miguel, vas á saberlo: la causa de mi pesar es nuestra pobreza....

—¡Nuestra pobreza!—interrumpió admirado Cervantes.

—Sí.

—¿Tú ambicionas?....

—Tu reposo.

—No te comprendo.

—Ni ambiciono riquezas, ni lujo, ni comodidades, ni quiero mas de lo que tengo.

—¿Entonces?....

—Pero te cuesta muy caro el pan que nos sustenta, lo adquieres á costa de tu vida: tu afan no cesa, ni duermes, ni descansas.... siempre trabajando sin tener un dia ni una hora de tregua.

—Acaso—replicó el poeta—puede el pobre adquirir su sustento sin trabajar.

—Nó.

—Luego es querer un imposible....

—Muchos viven como tú de su trabajo, pero tienen algunas horas para descansar.

—Ciertamente, hay muchos, que mas afortunados que yo, han podido encontrar los medios de que el tiempo que emplean en trabajar les produzca mas que á mi, y por eso con menos horas tienen bastante; pero ¿á qué me dedico para lograr el mismo resultado? solamente pudiendo obtener un empleo por el rey....

—Ese es mi deseo.

—Ya sabes que lo he solicitado en otra ocasion, sin conseguir otra cosa mas que desengaños.

—Te ha fallado la constancia.

—Me ha fallado saber humillarme y adular.

—No quiero que te humilles, Miguel, pero sí que no abandones la pretension, tomando por ofensa la primera negativa, pues has de pensar que son mas los que pretenden que los empleos y es preciso pedir cien veces para conseguir una.

—¡He pedido ya tantas en mi vida!—dijo con amargura el poeta.

—Pero una mas....

—Eso mismo me he dicho para infundirme valor al recordar el último desengaño, sin adelantar otra cosa que recibir uno mas. Yo he sentido arder en mi alma, al par que el entusiasmo y la ambicion de gloria, una fe ciega en la justicia de los hombres, pero ¡ah! ya la voy perdiendo, Catalina; apenas queda un destello debilísimo de aquel fuego santo que me arrastró lleno de alegria á los combates, que me hacia estremecer de júbilo y envanecerme cuando manaba la sangre de mis heridas y me sentia morir por mi patria y por mi rey.... ¡Patria y rey!.... ¡Cuán ingratos han sido!.... Yo creí que el camino de la gloria y de la fortuna, uno mismo, era el de las virtudes, pero me equivoqué: pobres en otro tiempo como yo, sin proteccion ni amparo, he conocido á muchos que han tenido mas acierto que yo, y hoy se ven en puestos muy honrosos y elevados, y sin que nada les falle para esa felicidad material de poseer que siempre se me ha mostrado esquiva. ¿Y sabes lo que han hecho? Mientras yo derramaba mi sangre en Lepanto, ellos besaban el polvo de las alfombras, sembrando adulaciones para coger empleos. ¡Y yo he regado con sangre la enemiga tierra para coger desengaños!.... Ellos adularon y se ven adulados hoy: yo arriesgué cien veces la vida para.... verme ahora muy cerca de morir de hambre.... ¡Y asi me ha pagado la patria!.... Me dejé llevar del delirio de la juventud, porque la juventud tiene su período de locura, y.... ¡Oh!... Basta, basta. Olvida lo que acabo de decirte, Catalina; que nadie pueda sospecharlo porque es preciso decir á los que hoy nacen y se lanzan en el torbellino del mundo llenos de ilusiones, que es una realidad cuanto ven, una verdad cuanto oyen, que el egoísmo ha inventado, para escusar su risa helada, aquello de que el inundo es una comedia; no hay que desvanecer sus ensueños antes de tiempo, porque ¡desdichada sociedad el dia en que la juventud penetre entre los bastidores del teatro de la comedia social!.... Y aunque ese dia no esté lejos, seria un crimen apresurarlo.

—¡Has perdido la fe en los hombres!....

—Si, Catalina, he perdido la fe en los hombres, pero no la virtud: si peligrase la patria, yo seria el primero en sacrificar mi vida por ella, pero solo para cumplir mi deber, no con esperanzas de recompensas, porque sé lo que puede dar la patria, ó mejor dicho, lo que pueden dar los hombres que pretenden interpretar el voto y la justicia de la patria.

En aquellos momentos no pudo Cervantes contener, sin que á sus labios saliese, toda la hiel de los desengaños que habia sufrido.

—Exageras—le dijo doña Catalina.

—¡Qué exagero!—replicó el poeta con sonrisa amarga.—Si algun poderoso se conduele de mi situacion, y me recomienda para algun empleo, dirá:

«es un pobre soldado que ha quedado manco y tiene buenos servicios.»

Y cuando le contesten que hay muchos como yo, se atreverá á decir:

«además es honrado y no falto de ingenio; el pobrecillo se busca la vida escribiendo alguna comedia, y no hace mucho que escribió otra obrita que ¡yo no he leido! pero dicen que no es muy mala. No es esto un título para pedir, pero al fin prueba que servirá para desempeñar cualquier encargo. En resumen, tiene hambre, está cargado de familia, y no me deja ni á sol ni á sombra, siempre contándome un millon de desdichas. Veamos de taparle la boca de cualquier modo y que viva. ¡Qué diablos!.... algo ha de hacerse por los pobres.»

El poeta estaba rojo como el carmin y apretaba los puños que le temblaban convulsivamente.

—Entre tanto—prosiguió con mas amargara—si piden para Tino de esos que han encontrado ta fortuna en las alfombras de las antesalas y en las humillaciones, hablan de él con cierto respeto, dicen que no es prudente negarle lo que solicita, que no puede ofendérsele dándole lo que no está en armonia con su calidad, y en fin, hacen cuestion propia la pretension, porque al pretendiente no le dan nombre de tal, sino de amigo.

Doña Catalina quedó silenciosa por algunos instantes, olvidándose de todo y no sintiendo mas que la amargura de las tristes verdades que acababa de oír; pero de pensamiento en pensamiento y sin saber cómo, acordóse nuevamente de los ojos negros de doña Inés, sintiendo mas que nunca el aguijon de los celos. Y como á las mujeres no faltan nunca razones para apoyar sus caprichos, y sino razones, palabras, replicó:

—Tienes razón: así es el mundo; asi son los hombres, pero ¿hemos de morirnos de hambre?

—Aun no nos ha faltado el pan,—replicó el poeta—y con la ayuda de Dios, espero que tampoco nos fallará.

—Ciertamente; pero lo hemos obtenido á cosia de tu existencia.

—No me importa si consigo el objeto, porque antes que la vida son para mí los deberes de esposo y padre.

—¿Y qué será de nosotros el dia en que sucumbas bajo el peso de tantos sacrificios? El conservarte para la esposa y tu hija será una prueba de amor que les darás. Es imposible continuar así, Miguel; tu vida es antes que todo.

Cervantes quedó pensativo sin contestar á su esposa.

—Por amargo que le sea—prosiguió esta—recibir un desengaño, debes mirar primero la existencia. Ya tienes esperiencia de lo que puedes esperar trabajando sin descanso dia y noche. Todo un mes de vigilia te ha valido trescientos reales: otro mes va transcurrido y aun no tienes escrita la segunda comedia que te valdrá poco mas ó menos lo mismo; de manera que si calculas lo que puedes ganar en todo el año, te convencerás de que no es lo suficiente para vivir, y eso suponiendo que te compren cuantas comedias escribas y que todas tengan la fortuna de la primera, lo cual no es posible.

—No se me habia ocurrido semejante cálculo.

—Pues bien, ahora le habrás convencido de que es indispensable adoptar una resolucion que nos ponga á cubierto de las necesidades de la vida, y á la par te proporcione algun descanso. Tienes amigos que valen mucho y á quienes nada has pedido todavía....

—Cuando llegue á pedirles....

—Si nada alcanzas, nada perderás; sin embargo, creo que no será difícil conseguir que te den un empleo fuera de la córte, donde podremos vivir con mucha economia y sosiego, sin que por eso renuncies á escribir y mejorar tu suerte cuando tengas ocasion.

Despues de decir esto, comenzó doña Catalina á enumerar las necesidades de la casa, sacando tantas y tan apremiantes á relucir, que pareció á Cervantes imposible seguir viviendo de aquella manera sin encontrarse en los mayores apuros antes de poco tiempo.

Y como en asuntos domésticos no tienen réplica las razones de las mujeres, el poeta no pudo contestar sino conformándose.

—Bien—dijo—haré cuanto pueda, porque en verdad, no me habia ocupado de ciertos pormenores que ahora veo que son las primeras necesidades: tú no me hablas dicho nada tampoco....

—Hubiera sido afligirle: ¿podías acaso remediarlo?

—Trabajando mas....

—Es precisamente lo que yo no quería.

—Sobre todo, si así has de estar contenta, he decido.

—¿Me lo prometes?

—Si.

—¿Darás hoy mismo algun paso?

—Mañana....

—Por una hora suele perderse una ocasion—se atrevió á decir doña Catalina.

—Despues de comer saldré con ese fin.

La idea de que podria separarse el poeta de doña Inés, fué bastante para tranquilizar á doña Catalina, cuyos celos, sino se estinguieron, al menos se entibiaron por algunos instantes.

Cervantes meditó largo rato sobre las razones del carácter de la mujer, y creyó haber hecho un gran descubrimiento para conocer á la suya, alegrándose sobre todo, de haber penetrado el misterio de aquel continuo disgusto que advertia en su esposa y que era el mayor tormento de él.

CAPITULO XIX. Se aumentan los celos de doña Catalina.

CERVANTES decidido á variar su método de vida, no perdió una hora en comenzar sus pretensiones, acudiendo á algunos amigos de valimiento, solicitando audiencias y buscando recomendaciones; pero sin abandonar por eso sus trabajos literarios; de manera que con tal motivo le quedó menos tiempo que nunca para descansar, no consiguiendo por de pronto otra cosa que promesas y una leve esperanza de obtener algun empleo fuera de la córte.

Así transcurrieron muchos dias, y un mes y mas, y doña Catalina, cuyos locos celos le hacian sospechar de todo, sospechó tambien si tales dilaciones consistirían en que su esposo para no salir de la córte pretenderia con flojedad ó fingiria pretender. Estas ideas atormentaron nuevamente á la dama, de tal manera que nunca se habia encontrado de peor humor, y no pasaba dia sin que lo demostrase con cualquiera pretesto.

El señor Antonio continuaba sus visitas como si nada hubiese sucedido, pero hasta entonces, menos propicia lo fortuna, no habia tenido ocasion de repetir sus amorosas súplicas. Sin embargo no perdia la esperanza de conseguir su deseo.

Otra comedia de Cervantes se representó con tan buen resultado como la primera, lo cual le dió nuevos ánimos para comenzar á escribir otra tercera descuidando sus pretensiones porque Correa le prometió darle hasta seiscientos reales.

Entonces doña Catalina, mas encendida en celos que nunca, renovó sus quejas, pintando con negros colores la situacion de los intereses y necesidades domésticas, y mostrando tal empeño en salir de la córte, que no bastaban argumentos para hacerle comprender la imposibilidad de hacer brevemente lo que era asunto de mucho tiempo y que dependia de la voluntad de otros que no habian podido ó querido lograr lo que se pretendía. Mal aconsejada por sus celos, contestaba doña Catalina á estas razones, proponiendo que se fueran á Sevilla y que allí procurase el poeta, con la ayuda de algunos parientes y amigos, algunas agencias de los muchos negocios de todas clases que se despachaban en aquel emporio de nuestra Peninsula, donde por la concurrencia de las embarcaciones procedentes de las Indias, era grande el movimiento industrial y mercantil.

No pareció á Cervantes prudente dejar lo cierto por lo dudoso; pero de tal manera le pintó doña Catalina las ventajas, tanto insistió en ello, que al fin, y mas que todo por complacer á su esposa, se decidió á escribir á sus parientes de Sevilla para que le informasen detalladamente del estado de los negocios en aquella ciudad y le diesen su opinion.

Pero en aquellos tiempos tan alabados y llorados de los que echan de menos!a inquisicion porque no se han visto en sus calabozos, ni habia sillas he postas que volasen, ni correos diarios, y el escribir á Sevilla y recibir contestacion era negocio muy grave y que requeria por lo menos quince ó veinte dias; de manera que doña Catalina tuvo que esperar pacientemente y devorando la hiel venenosa de sus celos ridículos.

Cuatro meses habían pasado desde la muerte de don Benito de Carvajal, y su hija esperaba de un momento á otro ver en sus brazos el fruto de su amorosa debilidad y testimonio de la mancha de su honra.

En tal estado las cosas, sucedió que un dia, por no sabemos qué motivo, tenían dispuesto cenar algunos poetas en la taberna de Manuela, y Cervantes no pudo evitar el compromiso de acompañarlos.

Era cerca del oscurecer, y preocupado con la idea de que iba á causar un disgusto á su esposa, entró Cervantes en su casa con aire distraído porque no sabia cómo decir que aquella noche volveria muy tarde.

No se escapó á doña Catalina el aspecto meditabundo, y como triste, de su marido, y le preguntó:

—¿Te sientes indispuesto?

—Nó—contestó Cervantes.

—Parece que te incomoda alguna cosa....

—Es que estoy cansado.

—Entonces no trabajarás esta noche.

—Nó.

—Y te acostarás temprano, porque supongo que no tendrás ganas de salir.

Vaciló el poeta antes de contestar que no solamente no cenaria en su casa, sino que saldria para volver muy tarde; pero en aquel momento llamaron á la puerta y se interrumpió la conversacion.

—¿Quién puede ser á estas horas?—preguntó doña Catalina.

Pocos instantes despues entró la criada y entregó al poeta una carta, diciendo que la habían llevado de parte de doña Inés de Carvajal.

Doña Catalina palideció y fijó en el papel una mirada ardiente como si hubiese querido adivinar lo que contenia.

Cervantes se acercó al balcon, y abriendo la carta, leyó trabajosamente lo que sigue:

«Hace dos horas que soy madre y baño con mis lágrimas el rostro de mi inocente hijo. Ni una palabra de consuelo ha llegado á mis oidos; estoy sola, contemplando el testimonio de mi deshonor, sola con el recuerdo de mi virtuoso padre.... Pero tengo en mis brazos el tesoro de mis entrañas.... ¡Pobre hijo mio!.. ¿A quién sino á vos puedo volver los ojos cuando busco para él un padre?.... No me abandonareis en estos momentos de angustia, no me abandonareis, porque vuestro corazon es grande y noble. ¡Mi pobre hijo tiene un padre y no puede darle este dulce nombre!.... ¡Hijo de mis entrañas!... No puedo mas, os espero.»

Cervantes se sintió conmovido al leer estas frases dictadas por el corazon dolorido de una madre infeliz, y pensó aprovechar el tiempo antes de ir á la taberna de Manuela para visitar á doña Inés que necesitada su ayuda en aquellos supremos instantes,.

Aunque la claridad era ya escasa, doña Catalina observó atentamente el semblante de su esposo y luego mandó que llevasen una luz.

La criada entró un velon que puso sobre lo mesa junto á la cual se habia sentado el poeta; pero como el diablo las carga, quiso la fatalidad que en aquellos momentos entrase la tierna Isabel y de un brinco se pusiese sobre las rodillas de su padre, haciéndole mil caricias alegremente sin reparar que al abrir los brazos se le enredó una manga del vestido en el velon que, arrastrado violentamente, fué á caer sobre Cervantes.

Doña Catalina dejó escapar un grito, la pobre niña rompió ú llorar, y el poeta dijo:

—No es nada.... ¿Te has lastimado hija mía?

La criada llevó otra luz, Isabel se metió en un rincon, y entonces pudo verse manchado el coleto de Cervantes.

Empero este no se alteró por semejante cosa, pues á fuer de poeta y como hombre de elevado ingenio, era de opinion que en las manchas de la honra es en lo que se debe reparar, y no en las del vestido, que por lo regular suele ser tan sucio y desaliñado como grande y puro el corazon.

—No vale la pena—dijo.

Y muy tranquilamente sacó el pañuelo y comenzó á limpiarse como si en vez de aceite fuera polvo.

—¿Qué haces?—le preguntó doña Catalina.—Asi lograrás que tambien se manche el pañuelo.... Espera, te mudarás el coleto....

—¿Para qué?

—Aun cuando no salgas....

—Sí, saldré, pero no importa.... ¿Quién ha de reparar?.... No se conoce.

—Entonces....—balbuceó doña Catalina que volvió á palidecer—como no te pongas el coleto de paño azul lino.... porque.... si piensas hacer alguna visita....

—Sí, pero.... es que estoy comprometido á cenar con algunos amigos en casa de la Manuela....

—Creí que habías dicho que te estarías en casa.

—Nó, no he dicho semejante cosa....

—¿Volverás tarde?

—Sí.

—Bien.... pero.... es preciso que te mudes de coleto.

—Asi voy bien.

—Nó—replicó doña Catalina en cuyos ojos brilló un relámpago de alegría.—Voy á darte el otro.

Y sin esperar un instante, salió del aposento, volviendo poco despues con un coleto de paño azul, el cual trocó indiferente Cervantes por el que llevaba puesto.

—De manera—repuso la dama, tomando el coleto manchado—que cenarás en casa....

—Nó.

—¿Te irás muy tarde?

—Ahora.

Doña Catalina no intentó detener al poda, como lo hubiera hecho si no deseara quedarse sola, porque pensaba que iba á tener una prueba inequívoca de la traicion de su esposo.

Salió este pocos momentos despues, y entonces la dama, tomando otra vez el coleto, exclamó.

—¡Oh!... ¡Aquí está!.... ¡Voy á salir de dudas!

Y sus manos agitadas convulsivamente sacaron la carta de doña Inés.

Brillaron como dos luciérnagas sus ojos y toda su sangre afluyó á su cabeza y pareció querer salir por sus megillas. Palpitó su corazon con desigual violencia, faltóle la respiracion por algunos instantes, y luego añadió:

—¡Dios mío, dame fuerzas!

Entonces su mirada ardiente, decoradora, se fijó en el escrito, y un grito desgarrador se escapó de su pecho mientras que entre sus dedos crispados estrujaba el papel.

—¡Es verdad!—exclamó con acento que pareció llevarse tras sí el alma.

Y cayó en una silla como sí sus fuerzas se hubiesen agolado.

Sus facciones estaban desfiguradas y agitado su pecho como si el corazon fuese á romperlo en mil pedazos.

Largo rato permaneció sin poder pronunciar una palabra, y luego, con voz debilitada y mientras que de sus ojos brotaba un raudal de lágrimas, dijo:

—¡Me engañaba!... ¡Su amor era una mentira!... ¡Dios mio, cuánto sufro! ¡Qué amargo, qué atormentador es el desengaño! Ya no hay duda.... ¡Realidad horrible! Lazos que ni el tiempo ni la ausencia podrán romper le unen á esa mujer hermosa; lazos que á mi no lo ligan ¡Un hijo!... Yo no puedo soportar tanto dolor, mis fuerzas no son bastantes.... sucumbiré, si, sucumbiré sin exhalar una queja porque no quiero turbar su dicha.... ¡Ah!

La infeliz sufria horriblemente; los celos habían ofuscado su razon, haciéndole ver en la carta lo que no existia. El desengaño no podia ser mas cruel: habia creido que ninguna mujer era amada como ella, que su marido no se parecia á ningun hombre, y halagada por ilusiones las mas risueñas, habia dormido largo tiempo en brazos de una felicidad que desapareció en un instante; se habia dormido entre flores y despertado sobre espinas; habia tocado las vestiduras celestiales de un querubín y encontrado que cubrían un esqueleto; habia sufrido, en fin, un desengaño, pero un desengaño de amor, que es lo mismo que pasar del paraíso al infierno, de un lugar de luz y sonrisas á un caos de tinieblas y espanto.

¿Por qué la abandonaba su esposo por otra?

Doña Inés tenia unos ojos negros como la noche y ardientes como el rayo; pero no eran menos bellos los suyos con el color y la trasparencia del cielo, con la dulzura de la sonrisa de un ángel; y si su rival tenia un corazon donde hervían las pasiones mas arrebatadoras, el suyo, rebosando amor, era todo del poeta. ¿Y sus virtudes? ¿Nada valían sus virtudes en comparacion de la liviandad de doña Inés?

Doña Catalina no encontró nada que echarse en cara, y entonces se acordó de las palabras del intrigante hidalgo:

«todo tiene fin en este mundo, tras la vida viene la muerte, tras los placeres el hastío, tras el amor la indiferencia»....

—¡La indiferencia!—exclamó con amargura la infeliz.

Y sintió que en su naturaleza se operaba repentinamente un cambio: comenzaba la reaccion, acordóse que tenia derechos, y pensó que no debia morir como mártir sino luchar como mujer.

Entonces se animaron sus ojos, sus pálidas megillas se enrojecieron, levantó con orgullo su cabeza, y tras una sacudida nerviosa se advirtió en sus miembros la tension precursora de una ficticia energia moral.

—¿Por qué abdicar mis derechos?—exclamó con acento febril.—¿Por qué dejar que me arrebaten lo que es mío? ¿Por qué he de atormentarme ni morir cuando soy la ofendida? ¿No es mas justo que padezca la que me ha robado la felicidad? Lucharemos, y si no puedo recobrar el corazon de mi esposo, lo separaré de mi rival. ¡Oh!.... ¡No se gozará tranquilamente en su triunfo mientras me quede un instante de vida!....

Calló algunos instantes como para tomar aliento, su mirada se tornó sombría, se contrajo horriblemente su rostro, y con voz sorda dijo:

—Ahora estará á su lado, abrazará al hijo de su criminal amor, la consolará, le jurará eterno cariño como á mí.... ¡Oh!..„

Se retorció los brazos con movimiento convulsivo, se oprimió el pecho, y de sus ojos se escaparon dos centellas que delataban la ira rabiosa de sus celos.

El ángel se habia convertido por un momento en demonio.

¿Quién hubiera creído que aquella mujer de carácter tan apacible y tímido podia llegar á semejante estado de exaltacion?

¡Cómo enloquecen los celos!

—¡Ah!—esclamó—primero morir, primero morir que abdicar mis sagrados derechos. Lucharemos, doña Inés, lucharemos y la muerte no mas me hará retroceder.... ¡Y tú, esposo mio, mal que este nombre te cuadre, tendrás que cumplir tus deberes ya que de ellos te dices esclavo! ¿Quién te hubiera creído hipócrita al oir predicar la virtud?... ¡Oh!... Bien decias que el mundo es un teatro de maldades, que hay que aceptar á los hombres con sus crímenes y tocar sin asco la lepra de la sociedad.... Ya verás como sigo la consejo, como me hago digna de que el mundo no se burle de mi credulidad, de mi sencilla fe, de mis exagerados escrúpulos.... ¡Oh!... Nunca he sentido latir el corazon como ahora.... parece que se rompe en mil pedazos.... por mis venas corre fuego.... Qué tormento tan horrible es el de los celos!... ¡Qué vengada quedaria yo si pudiese hacérselos sentir á mi rival!

Largo rato pasó en atormentadora lucha consigo misma, hasta que fatigada, sin fuerzas ni aun para sentir, volvió á meter la carta en el bolsillo del coleto y quedó inmóvil y muda, con muestras de grande abatimiento.

Eran ya las nueve de la noche, y precisamente en aquel momento entraba Cervantes en la taberna de Manuela, donde sus amigos le esperaban.

CAPITULO XVIII. Llegan los celos hasta la desesperacion.

A las doce en punto de la noche entraba Cervantes en su casa con la imaginacion exaltada aun y recitando algunos versos de los muchos que se habian improvisado durante la alegre cena.

Su esposa se habia acostado, cosa que por primera vez hacia sin que el poeta se hubiese recogido, y dormía, ó para decir verdad, fingia dormir, pues el tormento de los celos no le habia dejado cerrar los ojos.

—La señora duerme—dijo la criada.

—¿Hace mucho que se acostó?

—Mas de una hora.

Cervantes lo estrañó, pero no dió importancia al caso y se sentó sin saber qué hacer porque tampoco tenia sueño.

—Ahora no podria dormir—murmuró—y el trabajar me parece una locura, estando fatigado; pero no quiero desaprovechar la noche, y ya que ella duerme adelantaré mi comedia siquiera concluyendo la escena comenzada: creo que nunca como en este momento baria la letrilla que el galan don Ernesto dedica á su adorada Arsinda Si—prosiguió despues de meditar algunos instantes—puedo hacer un madrigal á los ojos de ella.... ¡oh!.... probaré, probaré.

Su frente se dilató, brillaron sus pupilas, entreabrióse su boca como para sonreír, y tomando el primer papel que le vino á mano, para no detenerse en buscar los de la comedia entre los que en completo desorden estaban esparcidos y mezclados sobre la mesa, se puso á escribir.

La tinta estaba muy espesa, la pluma era muy mala y no señaló, y nuestro poeta sin pensar en lo que hacia, la limpió en la manga izquierda de su coleto nuevo.

Luego, sin detenerse, con suma rapidez, improvisó un madrigal lleno de apasionadas y ardientes alabanzas á unos ojos negros que no titubeó en llamar soles, luz de su alma y fuego que habia incendiado su corazon, con otros conceptos no menos sublimes y que parecían dictados por un vivísimo amor.

Despues de aquel desahogo de su imaginacion ardiente y fecunda, comenzó á sentir los efectos de la cena.

—No mas—dijo—Morfeo empieza á luchar con Apolo. Ya tengo la conciencia tranquila, porque, poco ó mucho he trabajado esta noche, y será prudente reponer las fuerzas para trabajar mañana con mas bríos.

Volvió á leer el madrigal, quedó satisfecho de él, y entonces se levantó, yendo á la alcoba donde doña Catalina fingia dormir.

Allí dejó el velon en el suelo, acercóse á la cama, y contemplando á su esposa, murmuró.

—Duerme.

Comenzó á desnudarse con lentitud, acordóse de la cena, y su alma noble sintió como un ligero remordimiento porque habia pasado algunas horas de alegria, de olvido de sus desgracias, mientras la compañera de su vida habia estado sola, triste y quizás atormentada por sus dolorosos pensamientos, Pero despues de algunos instantes volvió á su memoria el madrigal, y mientras apagaba la luz y se acercaba á la cama, lo recitó á media voz.

No perdió una sola palabra doña Catalina, y muy trabajosamente pudo seguir fingiendo que dormia, pero no contuvo su furioso arrebato de celos sino oprimiéndose el pecho de tal manera que en él clavo las uñas, haciendo saltarla sangre.

¡Ojos negros, ardientes, espresivos, arrebatadores, hechiceros!

Cervantes se acostó, y una hora despues dormia profunda y tranquilamente.

La noche pasó en aparente calma, y decimos aparente, porque doña Catalina no pudo cerrar los ojos ni alejar de su imaginacion las pupilas negras y ardientes de doña Inés.

Al otro dia se levantó pálida, ojerosa y con los lábios secos, señales todas del insomnio y de la irritacion de su callada ira.

—¿Te sientes indispuesta?—le preguntó Cervantes.

—Nó—contestó ella.

Y sin dar lugar á nueva pregunta, empezó á hablar del viaje á Sevilla, mostrando tal empeño, y asegurando con tanta fuerza de espresion que no tendria un momento de tranquilidad mientras permaneciesen en Madrid, que el poeta, no sabemos si ansioso de complacer á su esposa, ó tal vez aburrido, juró que aquel mismo dia tomaria con tanto empeño el asunto, que quedaria resuelto antes que se pusiese el sol.

—¡Cuántas veces me has dicho lo mismo!—replicó doña Catalina con incredulidad.

—Ciertamente, pero me ha parecido que no convenia resolver sin reflexionar detenidamente, no fuese que por evitar un mal cayésemos en otro peor.

—Nada tienes aquí, nada allí ¿Qué podemos perder?

—Aunque trabajando mucho, tengo aquí el recurso de mis comedias.

—Te quitarás la vida.

—Mas pronto se me acabará si no puedo atender á mis obligaciones.

—¡Miguel!....

—En fin, Catalina, estoy decidido á todo con tal que le tranquilices.

—Sí, si....

—Hoy mismo, antes de una hora, veré al señor Guevara, y de tal modo le obligaré, que no tendrá mas que servirme ó reñir conmigo. ¿Puedo hacer mas?

—Bien.

—Pero has de pensar que el viaje es largo y costoso.

—Nos queda algun trigo en Esquivias.

—Cincuenta fanegas lo mas, y eso no basta.

—Valen trescientos reales....

—¿Qué hemos de hacer con esa cantidad?

—Además....

—No nos conviene empeñarnos, y lo mas acertado seria esperar á que se representase la comedia que estoy escribiendo.

—Aun tardarás en acabarla.

—Quince dias lo mas.

—¡Quince dias!—exclamó doña Catalina con el mismo acento que si hubiese dicho quince años.

—Menos del tiempo necesario para preparar el viaje; sobre todo, quince dias nada son despues de los muchos que hemos pasado en esta situación—

—¡Nada!... Comparados con mi afan....

—Pero has de pensar, esposa mia, que antes de partir, habremos de dejar arreglados nuestros intereses en Esquivias.

—Ciertamente, y convendria que fueras allí lo mas pronto posible—replicó doña Catalina que ya creyó ver separado por este medio, y siquiera por algunos dias, á su esposo de doña Inés.—Ya sabes que estuvo ayer aquí Juan Pablo y que debia volverse de vacío á los dos ó tres dias; puedes irle con él en una de sus muías, pues ha traído las dos.

—¿Y quién se ocupa entre tanto de mis pretensiones? Iré á Esquivias cuando haya conseguido el empleo ó nos hayamos decidido á levantar la casa si es favorable la contestacion que aguardamos de Sevilla.

Doña Catalina no contestó, pero sus megillas palidecieron.

—Es preciso pensar en todo—prosiguió Cervantes—so pena de colocarnos en peor situacion, y debes moderar tu impaciencia, porque quince, veinte dias ó un mes se pasan en un abrir y cerrar de ojos. Las mujeres sois en estremo impresionables, ardientes en vuestros deseos, y vuestro mayor martirio es el esperar, pues así como olvidais fácilmente los días que han pasado, os parece larguísimo y enojoso el tiempo que ha de transcurrir. Ni es prudente que yo abandone mis pretensiones una vez que las he comenzado, ni debo desaprovechar los dias que permanezcamos en Madrid para acabar la comedia.

—Si, sí—replicó doña Catalina con viveza—acude á tus pretensiones, pero.... no pierdas el tiempo....

—Te be dicho que antes de una hora ya habré visto al señor Guevara—contesto Cervantes con alguna impaciencia.—Almorcemos....

—Ahora mismo....

—Iré á verlo antes que salga.

Doña Catalina corrió á la puerta, llamó á la criada y mandó que á toda prisa se dispusiese el almuerzo.

Media hora despues se disponia Cervantes á salir.

—¿Tardarás?—le preguntó su esposa.

—No sé, porque tengo que despachar otros asuntos despues de ver á Guevara; pero de todas maneras estaré de vuelta á la hora de comer.

—Eso ya lo presumia yo, pero creí que no tuvieses que hacer mucho....

Ya comprenderás que en vísperas de hacer un viaje hay que ocuparse de muchos negocios....

—Adiós—dijo doña Catalina.

Y se estremeció al sentir en la frente el contacto de los labios del poeta que la besó con ternura.

Cuando quedó la dama sola, volvió á sus tristes meditaciones, dejando que su imaginacion se estraviase, dando pasto á sus celos con mil ideas atormentadoras.

Siguiendo su costumbre se ocupó luego en arreglar los muebles de la habitacion y en recoger los papeles que siempre dejaba esparcidos Cervantes sobre la mesa, y lo primero que vió fué el madrigal que debia servir para la comedia y que llamó su atencion por el epígrafe que decia:

A sus ojos.

Dejó escapar doña Catalina un agudo grito, tomó el papel con mano temblorosa, y mientras que á sus pupilas asomaba el fuego de los celos, y á su frente la púrpura del coraje, lijó su mirada con avidez en los versos, leyéndolos con toda la rapidez, con todo el afan de sus celos.

—¡Son los mismos!—exclamó con acento de reconcentrada ira.—¡Los mismos que recitaba anoche al acostarse!... ¡No he podido olvidarlos!...

Y en el colmo de su celosa desesperacion, hizo mil pedazos el papel, se retorció los brazos y descompuso los cabellos al pasar sus crispadas manos por la frente, que se le abrasaba, y por las sienes que le latían con estremada violencia. El estravio de sus miradas y el siniestro brillo de sus pupilas revela.

Exclamaciones, quejas amargas contra el destino, amenazas contra su rival, todo salió de su boca en aquellos instantes de despecho loco, de atormentadora desesperacion, de completo trastorno del juicio, de absoluta ceguedad de la razon. Sus facciones contraidas, horriblemente descompuestas, sus movimientos de continua y convulsiva agitacion, y su voz ahogada y respiracion trabajosa revelaban lo que sufria, y á la vez que miedo, daba compasion su penoso estado.

Afortunadamente sus fuerzas estaban gastadas con la anterior vigilia y comenzó á operarse la reaccion brotando de sus ojos un raudal de lágrimas que bañaron su rostro.

El pesar sustituyó á la ira, pero el tormento de los celos no la dejó.

Mas de una hora pasó de aquella manera, y al fin, mas tranquila, aunque muy angustiada, procuró componer su semblante para que nada pudiese sospechar su marido, aunque estaba dispuesta á declararle sus celos si no se realizaba pronto el viaje á Sevilla.

A las doce en punto volvió Cervantes.

—¿Has visto al señor Guevara?

—Si.

—¿Y te ha prometido?

—Mas de lo que yo esperaba.

—Esplícame...

—Escúchame con atencion porque vas á decidir en un asunto muy grave.

El corazon de doña Catalina palpitó con violencia.

—Mi amigo el señor Guevara—prosiguió Cervantes—tiene ocasion de que se nombre factor temporal de provisiones de la armada en Sevilla, á la persona á quien él designe, y aunque habia pensado proponer á otro protegido suyo, padre de familia, honrado y que está en necesidad, me preferirá si yo acepto, en gracia á la amistad que nos une.

—Supongo que le habrás dicho que si—replicó vivamente doña Catalina, en cuyos ojos brilló un rayo de alegría.

—Nó.

—¡No has aceptado!....

—Le he contestado que lo pensaré y que mañana.

—Te espones á que se arrepienta....

—Es que el empleo tiene un inconveniente.

—¿Cuál?

—Que es preciso dar fianza.

—¿No bastarán nuestros bienes de Esquivias?

—Si.

—Entonces....

—Hay tambien la circunstancia de que es por tiempo limitado.

—¿No estábamos decididos á irnos sin nada?

—Sí.

—Pues ya ves que es muy ventajoso.

—¿Así lo crees?

—¿Has podido dudarlo? Lo que no acierto á comprender es cómo desde luego no has aceptado.

—Para meditarlo bien. De mi decision depende el que otro padre de familia tenga pan, y quitárselo sin que me sirviese ó sin que del todo cubriese nuestra necesidad.

—Nos conviene y nada mas podemos pedir. Lo que temo es que de hoy á mañana se presente el otro á tu amigo y le pinte tal apuro que se decida por él en un momento de natural compasion.

—Te advierto que es empico poco productivo para un hombre honrado.

—Mas yate poco que nada....

—Que si acepto no podré arrepentirme y tendremos que irnos aunque veamos cierta nuestra ruina.

—¿Por qué hemos de arrepentimos?

—Porque—

—Sigue mi consejo, Migue!—replicó afanosamente doña Catalina.

—Pero...

—Vuelve ahora mismo á casa del señor Guevara....

—¡Ahora mismo!

—Sí, ¿á qué dejarlo para mañana? El corazon me dice que vamos á perder esta ocasion....

—Iré á la noche.....

—Una hora, un momento puede decidir.... Te lo suplico.... vuelve ahora.... solo asi quedaré tranquila....

—¡Tal precipitacion para decidir la suerte de una familia!

—¡Tal calma para dejarla perder!

—No será por mí—replicó Cervantes algo disgustado y prefiriendo arriesgarlo todo con tal de que su mujer lo dejase tranquilo.

—Ya conoces mi intencion....

—Bien, comamos y enseguida....

—Aun no está la comida.... tardará una hora ó poco menos, y por eso te decia que aprovechases este tiempo....

—Quedarás satisfecha—interrumpió el poeta, levantándose y volviendo á tomar su capa y su sombrero.—Ya sabes que no podré volverme atrás si digo que sí.

—¿Temes arrepentirte?

—Por mi parte, nó.

—Yo tampoco.

—¿Está decidido?

—Si—contestó con firmeza doña Catalina.

—Pronto estaré de vuelta.

—El cielo te guie.

Salió Cervantes, y su esposa se dejó arrebatar por la alegria tan fácilmente como antes por el dolor.

—¡Lejos de ella!—exclamó.—¡Muy lejos!... No la verá, será mio, solamente mio.... Sin embargo—añadió con voz mas apagada y poniéndose en el pecho las manos—queda aquí una llaga que no curarán ni el tiempo ni mi triunfo; queda un vacio... ¡ah!... no volverá á verla, pero su corazon ya no es mio...

Dos lágrimas corrieron por sus megillas, y de su boca se escapó un suspiro.

Sus tristes reflexiones fueron interrumpidas por la llegada del señor Antonio que entró con aire grave y triste.

—Señora—dijo—perdonadme si os causo el disgusto de presentarme á vos; pero....

—Sentaos—interrumpió doña Catalina—si como amigo leal venis; pero si os traen vuestras locas y ofensivas pretensiones, no os escucharé.

—Mi esperanza está completamente perdida—repuso el hidalgo—y no os molestaré con la negra pintura de mis tormentos.

—Caballero....

—Os repito que no hablaré de mi amor porque estoy convencido de que nada adelantaré mas que mortificaros y mortificarme: no os movió la compasion ni tampoco los celos cuando estabais recibiendo una ofensa de vuestro esposo, y menos debo esperar que os ablandeis cuando está para desaparecer, sin dejar mas que un triste recuerdo, lo que tanto debe haberos hecho sufrir. Con una rival enfrente no habeis querido escucharme, y menos me escuchareis en vísperas de ver á esa rival separada de vuestro esposo.

—¿Acaso sabeis?—preguntó maquinalmente doña Catalina.

—Sé que doña Inés de Carvajal, sin duda para ocultar su vergüenza, porque es muy conocida en Madrid, ha determinado marcharse á Sevilla....

—¡A Sevilla!—balbuceó la dama, cuyo rostro se tornó pálido como el de un cadáver.—¿Habeis dicho á Sevilla?

—Sí, señora.

—Y estais seguro....

—Por casualidad tengo pruebas....

—¡A Sevilla!—volvió á decir doña Catalina.

—¿Os parece cosa estraña?

—Sin duda os equivocais....

—Dentro de ocho dias saldrá de Madrid: conozco á quien le ha comprado casi todos; los muebles de su casa, y es amigo mio el comerciante que le ha dado letras por valor de trescientos ducados.... Os felicito, señora.

—¡Oh)—exclamó la esposa de Cervantes con acento ahogado y oprimiéndose el pecho.

—¿Qué teneis?

—Nada.... nada....

—¿Os sentís indispuesta?....

—Un poco....

—Si os estorbo....

—Nó....

—Me voy.... no quiero molestaros.... Sin duda ignorabais lo del viaje de doña Inés, y como la sorpresa de una buena noticia suele producir los efectos de una mala....

—Caballero.

—Volveré mañana para saber cómo os encontrais....

—No.... no es nada....

—El cielo os conserve.... Diosos dé alivio.... Que sea enhorabuena.... Os felicito.... Hasta mañana—dijo el señor Antonio con afectada gravedad.

Y salió sin esperar respuesta y murmurando de modo que pudiese oírlo doña Catalina:

—Ya es feliz y yo moriré desesperado.

Doña Catalina quedó inmóvil, sin aliento y con la mirada fija en la puerta.

Lo que sufrió en aquellos momentos es imposible esplicarlo: faltó muy poco para que perdiese el sentido y aun la vida.

La desdichada habia creido comprender entonces y solo entonces toda la perfidia, toda la repugnante hipocresia de su esposo.

—¡A Sevilla!—exclamó al fin.

Y clavó en su pecho las uñas, y sus dientes rechinaron mientras que de sus ojos se escapaban dos Centellas de rabiosa ira.

—NO mas consideraciones, no mas silencio—repuso.—Seré víctima de la infamia, pero probaré que tengo energia para sostener mis derechos y mi dignidad.

Luego levantó la cabeza con altivez y esperó la vuelta de su esposo que llegó á los pocos minutos.

—¿Has encontrado al señor Guevara?—preguntó doña Catalina con voz firme.

—Sí.

—¿Y le has dicho?

—Que acepto.

—Pues si no quieres quitar el pan á un honrado padre de familia sin aprovecharlo tú vuelve á ver al señor Guevara y dile que te has arrepentido, porque bien pensado has visto que no te conviene ir á Sevilla; ó le das cualquiera otra escusa.

Tan sorprendido quedó Cervantes que no pudo contestar á su esposa, sino mirarla con suma estrañeza y como si quisiera adivinar si habia perdido la razon.

—No estoy loca.... debiera estarlo—repuso doña Catalina contestando á la mirada de su esposo.

—¡Catalina!...

—No iré á Sevilla—replicó enérgicamente la dama.

—¡Que no irás á Sevilla!

—Nó.

—¿Hé de irme solo?...

—También te quedarás en Madrid.

—¡Oh!—exclamó el poeta como quien está muy cerca de desesperarse.—¿Qué significa esto? ¿Qué misterio encierra tu conducta desde hace algunos meses? Yo debo ser el loco si tú no has perdido el juicio.

—¡Mi conducta dices, sin acordarte de la luya!

—Necesito espiraciones terminantes y claras, que no puedan dejar ni la mas ligera duda.

—¡Esplicaciones!... Pídelas á tu proceder....

—Catalina, mi razon se ofusca y empiezo á dudar si estoy soñando. ¿De qué tienes que acusarme? Y sobre todo, ¿qué de comun puede haber entre mi manera de obrar y el viaje á Sevilla? Hace una hora no quisistes ni dejarme comer antes de ir á casa de Guevara, y fueron inútiles todas mis reflexiones para moderar tu impaciencia.

—¿Y estrañas que me baya arrepentido?

—¡Que si lo estraño! Tal es la sorpresa que me ha causado que, vuelvo á decirte, dudo si estoy despierto. Además, tu carácter ha variado en pocos dias, en pocas horas; nunca has mostrado esa firmeza para oponerle á mis resoluciones, nunca has usado ese lenguaje duro: la dulzura, la timidez, han dictado siempre tus palabras....

—Dulzura y timidez que me han perdido....

—Bien, Catalina—replicó el poeta cruzándose de brazos y haciendo un esfuerzo para dominarse.—Te suplico que espliques....

—Sí, me esplicaré—dijo doña Catalina.

Y se puso roja como el carmín y luego pálida como un cadáver, y se estremeció convulsivamente.

—Miguel....—balbuceó la infeliz con voz ahogada.

Pero no pudo proseguir: sintió oprimido el corazon, inmóvil por algunos instantes, y le faltó la energía, el atrevimiento y el coraje de que antes la vimos tan poseída; pero en cambio aumentó su angustioso pesar y el llanto se agolpó á sus ojos sin que le fuese posible contenerlo.

—¡Dios mío!—exclamó mientras que su rosto, bañado por las lágrimas palidecia mortalmente.

—¡Catalina!—dijo el poeta que cada vez estaba mas sorprendido y admirado.

—¡Soy muy desgraciada!.... ¡Sufro mucho!—repuso la dama, ocultando el rostro entre las manos como avergonzada.

—¿Pero qué sucede?—replicó Cervantes aturdido, casi desesperado. —¡Por Dios, Catalina, en nombre de lo que mas ames esplícate!

—¡Miguel!

—Pero....

—¡Sufro mucho!.... ¡No me aborrezcas, ten compasion de mi!

El hombre que con tanta resignacion habia sufrido todos los tormentos físicos y morales de su dura y larga cautividad, el que sin perder la calma habia sabido sobreponerse á la série no interrumpida de sus desgracias, luchando constantemente con el destino y sin que en ninguna situacion se le viese desesperarse, perdió en aquellos momentos la paciencia y tuvo que recurrir á toda la inmensa fuerza de su voluntad para contenerse y que no se escapase de su boca una palabra dura ni amarga que pudiese herir á la mujer que le atormentaba de aquella manera.

—Sosiégate, Catalina—dijo el poeta con tono de forzada calma.—Sosiégate, me haces padecer horriblemente....

—No me aborrezcas—repitió la dama.—No me aborrezcas... ¡Oh!... Te amo mucho, no puedo dejar de amarte aunque he perdido tu corazon....

—¡Que has perdido mi corazon!—exclamó Cervantes, fijando en su esposa una mirada de espanto porque creyó que estaba loca.—¡Que has perdido mi corazon!... Yo soy quien he perdido el juicio, yo soy quien sin duda sueño.... esto debe ser una pesadilla horrible.... ¿Qué haré para despertar?

—No estás loco, no sueñas....

—Pero habla, esplícate....

—Perdóname.... te atormento.... ¡ah!... ¡Pero sufro yo tanto!—repuso doña Catalina con voz ahogada por los sollozos.

—¡Oh!—exclamó el poeta, cuya frente estaba bañada en frio sudor.—Habla....

—Estoy loca….

—Local….

—¡Sí, loca de celos!... ¡Dios mio!

Cervantes quedó inmóvil, mudo y sin aliento al oír la revelacion de su esposa. ¿Qué habia de contestarle? ¡Celosa! ¡Celosa cuando la amaba tanto y de su amor le daba una prueba cada dia, sacrificando por ella su existencia, cuando no se separaba de su lado!... Era imposible contestar á semejante absurdo, bien se tomase como acusacion ó como queja.

—¿Has dicho que estás celosa?—preguntó al fin el pobre manco.—¿Has dicho eso, Catalina?

—Sí, lo he dicho.... pero... No me mires, me falta el valor....

—Ya es tiempo de acabar.... esplícate.... ¿De qué estás celosa, por qué?... Habla. ¿Qué has sabido que pueda haberte in" fundido sospechas?... Descúbrete el rostro, di con toda claridad el motivo de tus celos.

Y el poeta se acercó á su esposa y le tomó las manos con cariño.

Entonces ella se arrojó á los brazos de él, diciendo con acento que parecia llevarse tras si el alma.

—¿Me amas todavía? ¿Me amas como siempre?.... Dime que si, engáñame...

—Mas que nunca.... ¿Lo has dudado?

—¡Miguel!...

—Te lo juro....

—¡Ah!....

—Pero esplica la causa de tus locos celos....

—Doña Inés de Carvajal.

—¡Doña Inés!....

—Si, la dama de los ojos negros por quien me dejastes en los momentos para mí mas solemnes.

—¡Catalina!

—Y te fingistes médico....

—Yo te esplicaré ese misterio aunque oculta el de la honra de una mujer desgraciada.

—Que ha tenido un hijo....

—Consecuencias del vil engaño de un hombre miserable....

—Y tiene ya preparado su viaje á Sevilla.

—Te han engañado, han abusado de la cándida credulidad, de tu inesperiencia.

—Pero no he podido esplicarme....

—Yo te lo diré todo, todo; te daré pruebas, hasta te revelaré el nombre del que abusó de esa infeliz; pero has de decirme quien te ha hecho concebir sospechas, quien te ha desgarrado el corazon....

—Nó, Miguel, no lo sabrás.

—Entonces—replicó el poeta con energia y separándose de su esposa—renuncia á mis esplicaciones y á la tranquilidad y piensa solamente en nuestro viaje á Sevilla....

—¡Renunciar á mi tranquilidad!

—Sí.

—No le alejes....

—Di el nombre de esa persona.

—Nó, porque querrás vengar la ofensa.

—Haré lo que cuadre á mi honor.

—Entonces....

—Su nombre.

—El señor Antonio de Alvarado—dijo doña Catalina que prefirió arriesgarlo todo con tal de tener pruebas que desvaneciesen sus celos.

—¡Alvarado! ¡El infame seductor de doña Inés!—exclamó Cervantes, cuyos ojos brillaron como dos luces.

—¿Qué dices?

—¡Todo lo comprendo ahora!

—Pero....

—Es el miserable que ha abusado de la inocencia de doña Inés, abandonándola luego; el mismo, y él tambien me obligó á acompañarla aquella noche y á fingirme médico para evitar que otro conociese el estado de ella....

—¡Perdóname, Miguel! ¡He dudado de ti!

—Todo te lo esplicaré, tendrás pruebas y volverás á ser feliz; pero antes castigaré á ese miserable.

—Desprécialo, Miguel; es tan ruin que no merece ni aun siquiera que se le ódie....

—¡Te ha hecho llorar!.... No puedo perdonarlo, no alcanza á tanto mi virtud.... perdonaré á los que me ofendan, pero á los que te hagan daño, imposible.

—Mira, ya sonrio—dijo doña Catalina enjugando el llanto.—Ya soy feliz.

Y su semblante se dilató y brillaron sus pupilas con la cándida alegria de siempre.

—No saldrás de casa—repuso, quitando á su esposo el sombrero y la espada.—Tienes que cumplir tu palabra de aclararme—

—Despues, despues—replicó Cervantes, en cuyo rostro se pintaba el impaciente afan que sentia por encontrar al hidalgo.—¿Qué fin puede haberse llevado ese miserable con turbar nuestra dicha? En esto hay mas que el capricho de suponer que yo amaba á doña Inés....

—Olvídalo—

—Déjame—replicó el poeta, separándose de su esposa y yendo hácia el rincon donde esta habia puesto la espada.

—¡Te lo suplico en nombre de nuestro amor!....

—Es en vano—dijo Cervantes que estaba dispuesto á no ceder.

Pero se detuvo porque oyó que llamaban á la puerta, lo cual fué para doña Catalina una casualidad feliz.

Algunos instantes despues entró el hidalgo, muy ageno de que habia cometido una torpeza y de que iba á cometer otra mayor, y mas ageno aun de lo que le esperaba.

Doña Catalina dejó escapar un grito de miedo, y Cervantes apretó los puños mientras se arrugaba su frente y de sus ojos brotaba una centella de ira.

Se preparaba una escena en que debían contrastar lo mas sério y grave con la mas ridículo y risible; en que cualquier observador desinteresado hubiese sentido á la vez la indignacion, el coraje, la compasion y el desprecio, y que no atendiendo á la situacion angustiosa de doña Catalina ni á la consideracion que merecia el poeta, hubiera encontrado motivo de diversion en la parte cómica que tocaba representar al hidalgo.

El asunto bien merece los honores de un capítulo separado de los demás, y rogamos al lector que pase al siguiente si así le place.

CAPITULO XXI. De cómo el hidalgo encontró en los piés el mejor razonamiento para justificar su conducta.

El señor Antonio se paró algo turbado al ver los semblantes de los esposos; pero en seguida creyó que habrian tenido alguna cuestion desagradable que favoreciese sus intrigas, y se dió la enhorabuena.

—Os prometí venir y cumplo mi palabra—dijo á Cervantes, alargándole la diestra.

Pero este retiró la suya y no contestó.

Sorprendido y desconcertado el hidalgo, miró á doña Catalina y la vió pálida y temblando como si tuviese una convulsion.

—¿Qué sucede?—dijo para sí.

Y guardó silencio, esperando que le hablasen para saber á qué atenerse.

Empero doña Catalina, dominada por el miedo, no acertaba á pronunciar una palabra, y el poeta permanecia silencioso mientras su mirada de águila se fijaba en el hidalgo y hacia los mayores esfuerzos para contener el primer arrebato de su cólera.

Trascurrieron algunos instantes de silencio profundo, durante los cuales empezó tambien á sentir algun miedo el señor Antonio porque habia comprendido que le amenazaba algun peligro.

—Señor Alvarado—dijo al fin Cervantes con imponente acento—¿de dónde viene vuestro conocimiento con doña Inés de Carvajal?

El hidalgo palideció y no pudo articular una sílaba.

—Contestad—añadió el poeta con tono imperioso.

—¿Por qué me haceis esa pregunta?—dijo el señor Antonio con voz insegura.—¿Quereis esplicarme?....

—No me deis lugar á repetir la pregunta....

—Pero....

—Contestad, os repito, que no es mi paciencia bastante para sufrir vuestras burlas. ¿De dónde viene vuestro conocimiento con doña Inés de Carvajal?

—Os complaceré—contestó el hidalgo que volvió á temblar al ver la mirada terrible de Cervantes.—Hace bastante tiempo que conozco á doña Inés y.... tuve ocasion de tratarla....

—Señor Alvarado—interrumpió el poeta—si no me respondeis pronto y terminantemente....

—¿Pero qué os he hecho para que os mostreis tan enojado conmigo?

—¡Vive el cielo!—exclamó el poeta, dando un paso hácia el enamorado intrigante.

Este retrocedió, y convencido de que no tenia mas remedio que confesar su pecado, se apresuró á decir:

—Mi conocimiento con doña Inés viene de que fuí su amante....

—Y la engañasteis vilmente....

—No la engañé.... nada la prometí—balbuceó el hidalgo que temblaba como si tuviera una convulsion y no se atrevia á mirar ni á Cervantes ni á doña Catalina.

—¡Miserable!—exclamó el poeta.

—Señor Miguel esa palabra....

—¿Por qué vinisteis á turbar el reposo de una familia honrada? ¿Qué fin os propusisteis al hacer que mi esposa dudase de mí?.... Pero nó, no me contesteis—repuso el poeta que ya no podia dominarse.—Todo lo adivino, habeis tendido un lazo infame á mi honra.... ¡Villano!

Doña Catalina dejó escapar un grito y ocultó el rostro entre sus manos como ruborizada.

El señor Antonio, dominado por el miedo y turbado por la vergüenza, miró á todos lados como si buscase un rincon donde ocultarse. Sus miembros temblaban y el terror apenas le dejaba respirar. El infeliz, en el colmo de su aturdimiento no acertaba á pronunciar una palabra.

—¿Por qué me obligasteis suplicándome en nombre de la caridad, invocando la honra de una mujer desgraciada, á que acompañase á doña Inés aquella noche y á que me fingiese médico?.... ¡Menguado, miserable!

—Señor Migue).... escuchadme....

—Se trata de mi honor que habeis intentado manchar, y tamaña ofensa solo se paga con sangre....

—Pero estais en un error.... yo os esplicaré....

—Sois un cobarde.... ¿Qué ha de ser un traidor?

—Sosegaos y....

—¡Sois un infame!... No teneis perdon....

—Os repito.

—Sabeis lo que habeis hecho?—prosiguió acaloradamente el poeta.—Habeis enseñado el camino de la duda á un alma inocente y cándida; habeis atormentado un corazon puro y sensible, pero lo habeis atormentado con celos que es un sufrimiento horrible; habeis turbado la tranquilidad feliz de dos personas que se amaban tiernamente, les habeis robado el único bien que poseían, la única dicha que conocían: habeis alentado contra mi honra que es tambien lo único que tengo, que la he ganado á costa de sangre, de sufrimientos, de constancia, de abnegacion, y por último, habeis sido la causa de que yo me decida á alejarme de Madrid, como hace pocas horas os dije, y ver destruido en un momento el edificio de mi porvenir, de mi gloria... ¡Y quereis que os escuche!

—¡Dios mío!—exclamó el hidalgo, haciendo un gesto que hubiera provocado la risa del hombre mas grave.—Exagerais.... yo os esplicaré...

—¡Ladron de mi felicidad!

—Señor Miguel, mucho os estimo.... pero tales palabras.... no puedo....

—Yo os las haré tragar con mi espada.

—Bien.... bien, nos veremos.... mañana.... os espero....

—Ahora mismo—interrumpió Cervantes—ahora mismo castigaré vuestro infame proceder aunque sois indigno de que me rebaje hasta Vos.

—Corriente—replicó el hidalgo que ya no pensaba mas que en ganar tiempo.—Voy á buscar testigos y os esperaré en...

—Nó, no saldreis solo....

—Es que....

—¡Sois un cobarde!

—No me provoqueis, señor Miguel, que ya sabeis que tengo la sangre muy caliente.... y quiero respetaros en vuestra casa....

—¿Buscais escusas?

—Cumplo con mis deberes de caballero....

—Obrais como ruin cobarde....

—¡Señor Miguel!—dijo el hidalgo con cuanta energia le permitió el miedo.

Y mientras las piernas le temblaban visiblemente hasta el punto de doblársele y chocar una rodilla con otra, volvió á mirar á su alrededor como si buscase por donde huir.

—Vamos fuera de mi casa que no nos faltarán testigos—dijo Cervantes.

—Esperadme algunos minutos....voy por mi espada de batir...

—Buena es la que llevais....aquí tengo la mia....

—Pero....

—Ni un instante—replicó el poeta, yendo hácia donde estaba su espada gloriosa.

Entonces doña Catalina, como si despertase de un sueño, exhaló un grito de espanto y se arrojó sobre su esposo para detenerlo.

—No intentes detenerme—dijo Cervantes.—Voy á vengar mi honra que es la tuya.

Pero el señor Antonio no desaprovechó aquel oportuno momento, y como el raton á quien abren la puerta de la ratonera donde cayó, asi el buen hidalgo, convencido de que las piernas valen tanto como la espada y de que el salvar el pellejo valia la pena de dar algunos brincos, salió del cuarto con una velocidad que hubiese envidiado el gamo mas corredor, y bajó la escalera en tan pocos saltos que cualquiera hubiese creido que tenia la facultad de volar.

Cervantes dejó escapar un rugido de cólera y tomó su espada.

—¡Cobarde!—gritó, intentando seguir al hidalgo.

Pero doña Catalina lo detuvo nuevamente, diciéndole:

—Harto castigado está con su cobardía.... Huye y el perseguirlo es mostrarse cobarde tambien....

—¡Oh!—exclamó el poeta, dejando caer la espada.

—El abuso del valor es una cobardía.

Cervantes se dejó caer en una silla sin contestar una palabra.

Entre tanto, doña Catalina lloraba, acusándose de su ligereza, causa de lo mucho que habia hecho sufrir á su infeliz esposo.

Largo rato permanecieron de aquel modo, y mas tiempo hubiese transcurrido á no llegar la tierna Isabel y disipar con sus caricias inocentes la tristeza de su padre á la vez que le preguntaba por qué no se comia cuando era tan tarde.

Cervantes sonrió como siempre sonríe un padre, aun en momentos de desesperacion, cuando recibe un beso de su hijo y lo ve tambien sonreir con toda la alegria de la ignorancia de las amarguras del mundo.

—Vamos á comer—dijo el poeta.

Y pocos minutos despues, aquellos tres séres que tanto se amaban, sentados alrededor de una modesta mesa, comían silenciosamente.

Por la noche volvieron los esposos á renovar la conversacion sobre el viaje á Sevilla: pero ya no era tiempo de retroceder, Cervantes habia empeñado su palabra á su amigo Guevara y tenia que cumplirla.

Semejante viaje era la ruina del poeta, pero él fingió no comprenderlo así para evitar remordimientos á su esposa, y con tranquilidad aparente se dispuso á trabajar en su comedia.

Buscó el madrigal, y como era consiguiente, no lo encontró, y al decirle doña Catalina que ella lo habia roto en un arrebato de su celosa locura, tuvo el desdichado manco que volver á fingir contento y aun decir que no importaba porque de todas maneras iba á hacer otro, y recurriendo á su fuerza de voluntad tomó la pluma, y á vueltas de los recuerdos de la escena con el hidalgo escribió otro madrigal á los ojos de Arsinda no menos apasionado y tierno que el primero.

CAPITULO XXII. De lo demás que sucedió hasta que Cervantes salió de Madrid.

No habia parado el hidalgo de correr hasta la plaza del Arrabal, y allí, volviendo la cabeza y convencido de que nadie lo seguia, se detuvo para tomar aliento y pensar lo que le convenia hacer en tal apuro, pues creyó que si Cervantes, detenido por su esposa, lo habia dejado escapar, lo buscaria despues.

Esto era lo que queria evitar el intrigante enamorado que, como se ha visto, era cobarde hasta la exageracion, y tenia, mas que á ningun otro hombre, miedo al poeta por ser un veterano que habia dado pruebas de mucho valor y de no menos habilidad en manejar la tizona.

Pálido, con el rostro descompuesto, agitado por el cansancio y el terror, se detuvo, como hemos dicho, y comenzó á decir á su coleto lo siguiente:

—Ese hombre es una fiera y ningun caballero está obligado á medir su espada con las garras de un tigre; esto es innegable y me tranquiliza en cuanto á La cuestion de honra, y en cuanto á la conveniencia, á lo que aconseja la prudencia, debo pensar en poner mi pellejo á salvo porque si me encuentra ese soldadote, hará conmigo ni mas ni menos que si yo fuese uno de los turcos de Lepanto. Sí ahora no me ha seguido por estorbárselo su mujer, no acabará el dia sin que salga á buscarme, y de seguro me matará donde quiera que me encuentre. En tal caso, debo tomar mis precauciones para evitar una desgracia. Mas que nada me convendria salir de la córte; pero esto no es obra de un momento, y además me acasionaria gastos que no quiero hacer.

El hidalgo quedó pensativo por algunos instantes, luego miró á todos lados, y fijando por casualidad la mirada en la hosteria de maese Mancioni, dijo:

—Buena idea. Me vendré á vivir aquí como cualquier forastero, y estaré oculto hasta que mi perseguidor haya emprendido su viaje á Sevilla. Conozco á maese Mancioni, y le diré que como soy soltero me cuesta muy caro vivir solo y que he pensado estar en una posada. Le encargaré la reserva y le obligaré á guardarla con un escudo de oro, al mismo tiempo que dirán en mi casa á todo el que pregunte que he salido de Madrid.

En cuanto á doña Catalina, no se le ocurrió al señor Antonio otra cosa sino que era una mujer vulgar que no habia sabido comprenderlo ni era capaz de ponerse á la altura que requeria su amor sublime; pero estaba curado de su pasion; el miedo habia sido una medicina eficaz, y solo con acordarse de una de las miradas terribles y amenazadoras del poeta, tenia lo bastante para renunciar á todas las mujeres del mundo. El miedo á una estocada es para ciertos hombres el antídoto del amor.

Despues de convencerse de que nadie lo observaba, se dirigió el señor Antonio á la hostería, encontrando al entrar al panzudo maese Mancioni.

—Carísimo señor—dijo este—os doy gracias por la honra que me dispensais acordándoos despues de tanto tiempo....

—Amigo Mancioni—interrumpió el hidalgo—voy á desquitar lo perdido y desde hoy me vereis con demasiada frecuencia.

—Estais pálido, muy pálido.

—Acabo de salir de una enfermedad.

—Que debe haber sido peligrosa—repuso el hostelero—porque vuestro rostro lo dice, bien claramente.

—Sí....

—Bien decia yo, que por algun motivo poderoso habíais dejado de venir....

—Pues aquí me teneis.

—Mandadme, pues.

—Estoy cansado de vivir solo y de gastar mas que si tuviese familia.

—Mas de una vez os to he dicho.

—Pienso tomar ahora vuestro consejo.

—¿Y qué quereis?

—Venirme á vuestra casa si las condiciones son razonables.

—Os aseguro que por la mitad de lo que os cuesta vivir solo estarcís aquí tratado como un príncipe.

—Sepamos los pormenores—dijo el hidalgo á la vez que miraba á la puerta, temeroso de ver aparecer á Cervantes.

—Antes es preciso que veais las habitaciones de que puedo disponer y que me digais cuál quereis.

—Enseñádmelas.

—Luego hablaremos de la comida, y asi, sabiendo yo lo que he de daros, os diré el precio.

—Me parece bien, y si nos arreglamos, desde hoy me quedo.

—Ya vereis, señor de Alvarado, ya vereis.

—Las habitaciones que es lo que mas importa—interrumpió el hidalgo que no se creia muy seguro en el zaguan.

—Vamos.

Cuando iban á dirigirse á la escalera entraron dos mujeres cubiertas con sendos mantos de tafetan y vestidas con apariencias de pertenecer á la clase acomodada. Era la una vieja, como de cincuenta años, y fea, muy fea pues sus ojillos redondos y despestañados parecían dos agujeros abiertos sobre su larga, afilada, puntiaguda y rugosa nariz que dominaba una abertura mal llamada boca y una barba en forma de cono truncado y en cuyo remate crecían algunos pelos blancos, ásperos y rizados. La otra era jóven, como de veinte años, blanca, de cabellos rubios y ojos azules, cuyas miradas espresivas y ardientes parecían contenidas por el pudor y casi no se atrevían á lijarse en ningun hombre, so pena de que un ruboroso carmín cubriese las megillas y se entreabriese la boca para dejar salir una exclamacion de timidez, aunque solo dejaba ver dos hileras de dientes nacarados cuya blancura resaltaba mas bajo el rojo de los labios que parecían los mas frescos y virginales del mundo. Era de regular estatura, y aunque iba muy cuidadosamente recatada, adivinábanse bajo su manto y su vestido unas formas de Venus, hechura de Satanás para aumentar el número de pecadores. Las manos, una de las cuales se vió por casualidad, eran bonitas, muy bonitas, blancas, tersas y de uñas finas y sonrosadas. En fin, la doncella, ó con apariencias de tal, podria no ser una belleza admirable, pero era una de esas bellezas que gustan mucho, tentadora y que si no admiraba entusiasmaba, lo cual es preferible tratándose de mujeres y no de una estatua.

Tal vez como la vieja era tan fea parecia mas hermosa la jóven; pero cualquiera que fuese la causa, es la verdad que, á pesar del susto, relumbraron los ojos del señor Antonio.

Ella al ver á un desconocido, retrocedió como turbada y volvió á ocultar el rostro.

La vieja miró de soslayo al hidalgo y se volvió como para dirigirse á la escalera.

—¿Teníais algo que mandar?—les preguntó maese.—Este caballero es persona de confianza, antiguo parroquiano...

—Nada—contestó la vieja con cascada voz:—iba á preguntaros si habia venido el procurador.

—Nó, mi señora Cornelia, nadie ha venido.

—Está bien Vamos, hija mia.

Ambas comenzaron á subir la estrecha y empinadísima escalera, delante la vieja, detrás la jóven, y cuando ya iban á la mitad hicieron lo mismo el señor Antonio y el hostelero.

Calzaba la doncella unos chapines que, ó parecían muy bonitos por los piés que encerraban, ó estaban hechos con tal habilidad que convertían en bonitos los piés feos: eran azules bordados con lentejuelas doradas, y su color resaltaba sobre la blancura de la calceta de seda finísima.

Somos enemigos de cansar al lector con descripciones.

El hidalgo, sin duda por efecto del susto que lo perseguía, de la fatiga que lo tenia quebrantado, tuvo que apoyarse en la pared.

Maese Mancioni se sonrió con candidez según tenia de costumbre porque pensó que el hidalgo era generoso y pagaria el hospedaje. Ya sabemos que la pasion dominante, la única tal vez del hostelero, era la codicia.

Las dos mujeres acabaron de subir y se internaron en el pasillo.

El señor Antonio preguntó al hostelero:

—¿Quiénes son?

—Dos murcianas, tia y sobrina que hace un mes llegaron á la córte para seguir un pleito con otro pariente sobre no sé qué herencia de la sobrina que es huérfana.

—¿Le llaman?....

—La señora Cornelia Melendez....

—¿Y la sobrina?

—Leocadia.

—Parece gente acomodada....

—Pagan bien.

—Y la sobrina....

—El recato en persona: son buenas cristianas, no pierden la misa un dia, ni por nada del mundo dejan de asistir á las cuarenta horas....

—Sobre todo—interrumpió el hidalgo—la tal sobrina es una flor.

—¿Os gusta?

—Mucho.

—Pues sentiré que la galanteis porque corno son tan miradas, puede suceder que por huir de vos pierda yo la ganancia que me dejan.

—Ya sabeis que soy prudente.

—Pero muy alegre de ojos....

—¿Cuál es su aposento?

—Aque!—dijo Mancioni, señalando á una puerta.

—¿Las visita alguno?

—Solamente el procurador de su pleito.

—¿Y cuál es la habitacion que me destinais'

—Esta....

—Seré vecino de doña Cornelia....

—¡Por Dios, señor Antonio!...

—Perded cuidado.

La mancha de la mora con otra verde se quita.

Los ojos azules de Leocadia hicieron olvidar al hidalgo bis de doña Catalina.

Aquella misma tarde quedó instalado en su nueva habitacion.

La señora Cornelia lo supo á la noche por el hostelero, y dijo á Leocadia:

—Ya sabes que tengo buen ojo. Ese hidalgo es lo que buscamos. Tiene cara de tonto y de libertino, y sobre todo de presumido, conque manos á la obra, pon en juego tu habilidad, que por mi parte sé lo que he de hacer. Ya hace un mes que estamos en Madrid, y dos será imposible soportarlos porque nos quedaremos sin un real, y sobre todo, mi papel de Tia no puede sostenerse mucho tiempo porque en esta tierra se hila muy delgado. Esta tarde has estado á las mil maravillas; le pusistes encarnada como una amapola, le tapaste» muy á tiempo, y aquella mirada valió mucho. En mejor ocasion no has podido estrenar los chapines bordados.... En fin, creo que haremos negocio con la ayuda de Dios y de las benditas ánimas á quienes rezaré antes de dormirme.

De esta manera habló la bruja, y aprobado por Leocadia, que entonces no parecia ni tímida ni inocente, se dispusieron á acostarse.

Y nosotros las dejaremos en este punto para encontrarlas algun dia, pues ahora tenemos que volver en busca de Cervantes.

Ya hemos dicho que la situacion del poeta era la mas triste y apurada: tenia precisamente que salir de la córte y esto le imposibilitaba de seguir escribiendo comedias y alcanzar la gloria que ambicionaba, aunque á decir verdad, no lo habia llamado Dios por semejante camino. Además se encontraba sin recursos para emprender el viaje y para el otorgamiento de la escritura de fianza que requeria su empleo. El desdichado trabajó aquellos dias como un loco á quien dejan poner en práctica su manía, y á la ves: que fué y vino á Esquivias y dió cuantos pasos eran menester para poner corriente la fianza, acabó la comedia. Es verdad que apenas le habia quedado tiempo para dormir ni comer, pero se habia propuesto salir de su apuro, y su voluntad le dió fuerzas para todo.

Mucho sufrió doña Catalina; la atormentaba su conciencia porque ella era la causa de todo, ella por no haber sabido dominar sus celos, guardarlos en el fondo de su corazon y devorarlos silenciosamente como Cervantes devoraba sus amarguras y el pesar que le habia producido el convencimiento de que su esposa era capaz de hacer de un fingido y exagerado interés de cariño la máscara con que cubrió el egoísmo loco de sus celos.

Empero el infeliz poeta estaba destinado á sufrir todos los dolores, todas las amarguras, y si en Argel se vió atormentado por la esclavitud del cuerpo, en su patria y en el seno de su familia debia esperimentar la esclavitud del espíritu con una mujer buena, virtuosa hasta la santidad, que lo amaba con frenesí, pero que debia hacerlo desgraciado con su mismo cariño porque no era capaz de elevarse á la altura del poeta, de comprender el alma de aquel hombre estraordinario á quien no se le podia juzgar en el terreno de las miserias y pequeñeces de la mayor parte de los hombres.

La Arsimia tuvo aun mejor éxito que las otras comedias; el público aplaudió con frenesí, gustando mas que nada el mal aventurado madrigal causa de tantos sinsabores y escrito en momentos de desesperacion. Los críticos hincaron el diente en la comedia, calificándola de muy mala, pero como el pueblo pagaba y la aplaudía, pagó tambien mas que nunca el señor Correa, y al fin pudo Cervantes reunir el dinero necesario para su viaje.

Una mañana del mes de mayo, cuando el sol apenas acababa de esparcir sus ardientes rayos, cuando los jilgueros acababan de dejar oir el último trino de su canto matinal, y el rebaño caminaba hácia el monte, y el campesino comenzaba su ruda faena, y ya el bullicio y el ruido animaba las calles de Madrid, y las campanas llamaban á los fieles al templo, salían de la villa un arriero que entonaba un cantar mientras cortaba con su cuchillo los nudos de una vara de fresno, cinco asnos cachazudos y una muia coja. Los asnos iban delante de su dueño, y este hacia andar á la muia tras él conduciéndola del ronzal que habia colocado sobre uno de sus hombros y sujeto á un brazo.

La carga de los seis cuadrúpedos era la siguiente:

La de la mula unas grandes alforjas y un saco medio lleno, no sabemos de qué sin otra cosa porque estaba destinada á llevar al arriero cuando se sentia cansado.

Los dos jumentos que iban delante llevaban, el primero dos arcas de nogal, y el segundo dos colchones.

En el que seguía, y colocada entre los gruesos palos de unas jamugas de nogal, iba una mujer con los ojos húmedos por el llanto y el semblante en estremo triste.

El cuarto jumento llevaba dos colchones, y en medio de estos y entre almohadas iba una hermosa niña que miraba con infantil curiosidad los árboles, los montes, y la mansa corriente del Manzanares.

Por último, en el otro asno, que debia ser viejo si hemos de juzgar por sus largas orejas que, á semejanza de las hojas marchitas de una caña, le caían lánguidamente, cabalgaba un hombre que parecia ser un hidalgo. Iba cruzado de brazos, con la cabeza inclinada sobre el pecho y como entregado á tristes meditaciones. Sus piernas se balanceaban al compás de los pasos del jumento, y rozando con unas grandes alforjas y un botijo de barro blanco que iba colgado de la trasera de la albarda.

De aquel modo caminaron silenciosamente largo ralo, hasta que la niña llamó la atencion del caballero para hacerle ver una bandada de palomas, y entonces saliendo de su distraccion, miró á derecha é izquierda y volvió el rostro hacia la villa, de la que no divisó ya sino algun torreon ó veleta.

Un suspiro salió de su pecho y quiso murmurar algunas palabras; pero no pudo porque se sintió medio ahogado por una penosa emocion, siéndole tambien imposible contener una lágrima que rodó por sus megillas y enjugó con el dorso de la mano derecha.

Luego exhaló otro suspiro, aspiró con avidez el ambiente fresco y puro de aquella serena mañana, y sin duda para alejar sus tristísimos pensamientos, apeóse del asno, corrió hasta la hermosa niña y la besó con la ternura de un padre que es desgraciado y no tiene mas felicidad que su hijo, y en seguida fué á colocarse junto á la mujer, hablándole cariñosamente y reconviniéndola con dulzura porque estaba apesadumbrada.

Aquel hombre, que devoraba en el fondo de su alma los mas amargos dolores, era Miguel de Cervantes, el soldado heróico de Lepanto y de las Terceras, el de sublime y sin igual ingenio, el de corazon grande, noble, tesoro de virtudes no comprendidas, mal pagadas, despreciadas por los que tuvieron la dicha de conocerlo. Aquel, pobre, desvalido, desdichado, era Miguel de Cervantes Saavedra. Aquel, vestido miserablemente, modesto en sus maneras y en sus palabras, con apariencias de un hombre que nada representaba en la sociedad y que en todo indicaba su pobreza, llevaba en su rica imaginacion un tesoro que se llamaba Don Quijote y que no le sirvió sino para morirse de hambre.

CAPITULO XXIII. Donde seguimos como Dios nos da á entender las desgracias del pobre manco.

DESDE que Cervantes se trasladó á Sevilla hasta que se dió á la estampa su Don Quijote, apenas se tienen noticias suyas, y las que ha podido descubrir la investigacion de algunos respetables sábios, son tan vagas en su mayor parte que no pueden ni aun medio Henar el vacio que en la historia de nuestro héroe deja un período de cerca de veinte años, período quizás el mas interesante de su vida porque debió ser el de amarguras mas crueles.

Esta falta de noticias y la imposibilidad en que, como ya hemos dicho oirás veces, estamos de seguir paso á paso la vida de Cervantes, nos obliga á no hacer mas que algunas indicaciones sobre su estancia en Sevilla para presentarlo nuevamente en escena cuando algunas de sus desgracias le inspiraron la idea de su obra inmortal.

Lo mismo en Sevilla que en Madrid, solo á fuerza de trabajar sin descanso pudo nuestro poeta cubrir sus mas apremiantes necesidades. Ocupándose en agencias de negocios á la vez que desempeñaba su empleo, pasó los dos primeros años de su nueva vida con la paciencia y resignacion que le eran propias; pero cansado al fin de lucha tan continua y viendo llegar la vejez á largos pasos, pensó en buscar la fortuna fuera de su patria, apelando, como dijo él mismo, al

remedio á que se acogian otros muchos perdidos en Sevilla que era el pasarse á las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España.

Con tal propósito, y á pesar de la oposicion de su esposa y de la necesidad en que esto le ponia de separarse temporalmente de su hija, elevó á Felipe II una solicitud, rogando humildemente se le concediese un oficio de los que se hallaban vacantes en Indias, señalando particularmente la contaduria del nuevo reino de Granada, la de las galeras de Cartagena, el gobierno de Soconusco en Goatemala, ó el corregimiento de la ciudad de la Paz, pues con cualquiera de estos destinos se daba por satisfecho. A pesar de sus esclarecidos servicios, S. M. decretó que no habia lugar y que buscase por acá en que se le hiciese merced. Aunque los muchos desengaños que habia recibido Cervantes le hacían desconfiar de las promesas, esta le hizo concebir alguna esperanza y aguardó para entablar nueva solicitud á que terminase su cometido en aquella ciudad.

Dos años despues, es decir, en 1592, rindió sus cuentas y volvió á quedar sin mas recursos de los de sus agencias. Entonces redobló su trabajo para reunir lo necesario para trasladarse á Madrid, y despues de cerca de dos años de lucha consiguió hacer el viaje, entrando en la córte tan pobre como salió y con menos elementos de procurar la subsistencia de su familia porque despues de seis años de ausencia, perdidas sus relaciones con los comediantes, y entibiadas las que sostenia con los poetas, le seria muy difícil volver á conseguir que sus comedias se representasen, mucho mas cuando el fecundo Lope de Vega empezaba á hacerse dueño del teatro.

En sus cortos ratos de ócio, ó mejor dicho, robando las horas á su sueño, habia escrito Cervantes algunas de sus novelas, pero sobre ser este trabajo de escasísimo producto, dudaba si seria bien recibido del público no acostumbrado sino á libros de caballeria y poemas pastoriles, y aun si encontraria especulador que le comprase, el privilegio.

Con tales dudas y algo confiado en la promesa del decreto real, solicitó nuevamente, fué y vino, sufrió toda clase de humillaciones, y al fin no pudo conseguir otra cosa que una comision del consejo de contaduria mayor para la cobranza de ciertas cantidades, que procedentes de tercias y alcabalas reales debían varios pueblos del reino de Granada.

La pluma se resiste á escribir estos sucesos, y el alma se contrista al recordarlos. Con razon dice el señor Aribau:

«Pasemos rápidamente y como sobre ascuas este periodo desagradable.»

Y es verdad, debe pasarse como sobre ascuas, porque se siente la mas profunda indignacion al pensar que Miguel de Cervantes, para no morirse de hambre, tenia que andar de pueblo en pueblo, llevando al hombro el lio de su miserable equipaje, sufriendo vejámenes, insultos y malos tratamientos de tal naturaleza, que solo puede tolerarlos el que ha perdido por completo la dignidad de hombre y la vergüenza. Pero Cervantes tenia una esposa y una hija á quienes mantener y devoró las nuevas amarguras de su infortunio con la heróica resignacion que siempre habia mostrado. ¡Corazon grande, voluntad poderosísima contra la cual se estrellaron los golpes de la desgracia como en la dura roca se estrellaron las soberbias oleadas de embravecido mar! Nada, nada pudo amenguar aquella voluntad de durísimo diamante, nada pudo abatir aquel espíritu estraordinario.

Al año siguiente tuvo que pasar otra vez á Sevilla con motivo de haber vuelto protestada una letra sobre Madrid de siete mil quinientos reales; pero aunque con grandes apuros porque habia quebrado el librador, pudo sin mas perjuicios que el desagrado arreglar el asunto.

Sin duda porque se le presentaron algunos negocios en que poder ganar para regresar á su casa con algun dinero, permaneció en aquella ciudad hasta el año de 1597, en que le esperaba otra amargura.

Según las cuentas formadas por las oficinas, resultaba contra Cervantes un descubierto de dos mil seiscientos cuarenta y un reales, y por real provision se dió órden á un juez de Sevilla para que lo prendiese, lo cual se verificó, y á duras penas pudo conseguir que bajo fianzas se le dejase venir libremente á Madrid y presentarse al tribunal de contaduria mayor en el término de treinta dias. ¡Oh! añade el señor Aribau en su notable vida de Cervantes, bien seguros estamos de que en medio de tanto fastidio y de tanta humillacion, su ánimo altivo echaba mas de menos cada dia las húmedas mazmorras de Argel, el duro trato de sus amos, el peligro de la muerte, y aquella tarea incesante de combinar planes generosos, cuyo acicate era la esperanza y cuyo premio la libertad.

Dadas esplicaciones sobre el figurado descubierto, volvió á Sevilla para dejar terminados los negocios pendientes, y allí permaneció hasta fines de 1598.

Este año fué uno de los de sus glorias literarias.

Habia muerto Felipe II, y para celebrar sus exequias levantóse en la catedral de la ciudad conquistada por San Fernando un túmulo del cual dice don Pablo Espinosa en su Historia de la gran Sevilla, que era una de las mas peregrinas máquinas de túmulo que humanos ojos habían alcanzado á ver. Tal magnificencia y grandeza inspiraron á Cervantes su célebre soneto, que no copiamos por ser tan conocido que no hay quien no lo conozca.

Hemos dicho que fué aquel año uno de los de sus glorias literarias porque, efectivamente, el soneto por si solo hasta para formar la reputacion de un poeta, y así lo debió comprender Cervantes cuando años despues dijo en el capítulo IV de su Viaje al Parnaso.

Yo el soneto compuse, que así empieza

(Por honra principal de mis escritos:)

Voto á Dios, que me espanta esta grandeza.

Aun en medio de sus amarguísimas desgracias, como se ve, no faltaba á Cervantes el suficiente buen humor para escribir con tono festivo que no dejaba entrever la hiel roedora que debia rebosar en su pecho, y asi lo prueban otras composiciones suyas, como el soneto que dos años antes habia escrito sobre el tardío socorro con que el duque de Medina acudió á Cádiz cuando el desembarco de los ingleses, y que copiaremos por ser tambien de mérito indisputable y no tan conocido como el otro.

Publicóse por primera vez en la Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, escrita por don Juan Antonio Pellicer, que lo sacó del manuscrito que existe en la Biblioteca Nacional, y que sin omitir el epígrafe dice asi:

El capitan Becerra vino á Sevilla á enseñar lo que habían de hacer los soldados, y á esto, y á la entrada del duque de Medina en Cádiz, hizo Cervantes este soneto:

Vimos enjulio otra semana santa Atestada de ciertas cofradías Que los soldados llaman compañías, Do quien el vulgo, y no el inglés, se espanta. Hubo de plumas muchedumbre tanta, Que en menos de catorce ó quince dias Volaron sus pigmeos y Golías, Y cayó su edificio por la planta; Bramó el Becerro, y púsolos en sarta, Tronó la tierra, escurecióse el cielo, Amenazando una total ruina; Y al cabo en Cádiz con mesura liarla, Ido ya el conde sin ningun recelo, Triunfando entró el gran duque de Medina.

Además de este soneto, y de la misma época, tenemos otro que, opinando como casi todos Los críticos, creemos que es de Cervantes y prueba tambien que su festivo génio no decayó ni aun en medio de las mayores desgracias.

Lo copiaremos tambien porque estamos seguros de dar gusto á nuestros lectores.

Como el anterior lo inserta Pellicer, tomado del manuscrito de la Biblioteca Nacional.

Dice así:

Un valenton de espátula y gregüesco, Que á la muerta mil vidas sacrifica, Cansado del oficio de la pica, Mas no del ejercicio picaresco, Retorciendo el mostacho soldadesco Por ver que ya su bolsa le repica, A un corrillo llegó de gente rica, Y en al nombre de Dios pidió refresco: Den voarcedes por Dios á mi pobreza, Les dice: donde no, por ocho santos Que haré lo que hacer suelo sin tardanza: Mas uno que á sacar la espada empieza: ¿Con quién habla, le dijo, el tiracantos, Cuerpo de tal con él y su crianza? ¿Si limosna no alcanza, Qué es lo que suele hacer en tal querella? Respondió el bravonel: irme sin ella.

Otras poesías escribió además durante su larga permanencia en Sevilla, entre las cuales figuran, un soneto á la memoria del divino Herrera, una glosa en alabanza de San Jacinto, que envió á Zaragoza para concurrir á un certámen y algunas mas. Mantuvo relaciones amistosas con los ingenios de aquella culta y rica ciudad, concurriendo á las reuniones tenidas en el estudio, del distinguido pintor y poeta Francisco Pacheco, quien sacó su retrato.

Puede decirse que Sevilla fué su segunda patria; allí encontró leales amigos, aunque, lo mismo que en todas partes, el infortunio y la miseria lo persiguieron sin descanso. Empero, como, ya hemos dicho, la viveza de su fecundo ingenio no amenguó, y en medio de sus mayores desgracias, de los hechos mas atormentadores, su imaginacion ardiente se hallaba dispuesta á entregarse á las mas brillantes inspiraciones.

¿Pero qué nos admira cuando lo hemos de ver aun en sus dias de mayor tristeza y apuros escribir las mejores y mas festivas páginas de su inmortal é inimitable obra?

Al fin se despidió Cervantes para siempre de Sevilla, volviendo á Madrid en los últimos dias del año 1598.

Su familia lo esperaba con ansiedad, y él ansiaba tambien abrazar á su familia. ¿Pero qué iba á hacer? ¿A qué medios recurriria para cubrir sus necesidades? Pretender nuevamente era cosa que aunque le diera buen resultado le baria esperar, y entre tanto no tenia para comer: escribir alguna obra requeria tiempo tambien, y aunque fuese poco, porque se decidiese por componer otra comedia, tendria que vencer muchas dificultades para que se la comprasen. El escaso producto de los bienes de Esquivias apenas habia bastado para cubrir las primeras necesidades de doña Catalina y la tierna Isabel, y los ahorros con que el poeta entró en Madrid consistían en ciento cincuenta y dos reales en plata y algunas monedas de cobre. Con menos dinero se habia encontrado en muchas ocasiones, en casi todas las de su vida, pero tambien con menos necesidades, ó con ningunas, pues que las suyas propias en nada las tenia. Cervantes era uno de esos hombres que gastan cuanto tienen porque todo lo necesitan cuando se encuentran con dinero, pero cuando carecen de él saben vivir y son felices sin echar de menos nada con tal de tener un pedazo de pan cada veinte y cuatro horas.

El que no tiene necesidades no sufre mortificaciones; este es el secreto de la verdadera felicidad, y como nuestro poeta la poseia hubiera podido ser feliz si la envidia y la traicion no lo hubiesen perseguido, si no hubiese encontrado por todas parles almas ingratas.

Hemos cumplido nuestro propósito de decir cuanto se sabe de Cervantes en los diez años que hemos hecho pasar, y ahora volveremos á presentarlo en escena y á reanudar los sucesos que dejamos apuntados.

CAPITULO XXIV. Lo que hizo Cervantes á su vuelta á Madrid.

La niñez es un sueño, la virilidad una ilusion y la vejez un triste desengaño.

La vida es el deseo y la esperanza, la muerte la realidad.

¿Qué hay en el mundo sino esperanzas, ilusiones y llanto? El hijo llora la pérdida del padre y espera alcanzar una dicha que este no consiguió: el padre llora por el hijo á quien deja en el mundo porque sabe que no ha de ser feliz.

Pasamos el camino de la vida corriendo sin cesar tras el fantasma que nos promete nuestra esperanza y ha creado nuestro deseo, y en nuestro afan no sentimos pasar los dias hasta que nos detiene el cansancio de la vejez y nos dice una voz:—¡Mira!—Y miramos y vemos en el término de nuestro camino la fosa donde ha de convertirse en polvo nuestro cuerpo., donde han de encerrarse nuestras ilusiones.... ¡Y el luciente y risueño fantasma creado por nuestro deseo, es polvo y gusanos!.... Hasta entonces no se mira atrás ni se comprende el valor del tiempo perdido: y ya nada puede hacerse; han encanecido nuestros cabellos, se ha encorvado nuestra espalda, nuestras fuerzas se han agotado en una lucha estéril, y no queda mas que la muerte. Pero la esperanza se resiste aun á morir y nos enseña el cielo y nos promete una vida eterna.

El hombre ambiciona una felicidad imposible, ambiciona mucho, pero ¡con cuán poco se contenta! ¡Se contenta solo con la esperanza de que se realizarán sus deseos, y esto es bastante para hacerle amar la vida sobre todas las cosas! Tal es el poder de la esperanza, que ninguno estemos que ha de sucedemos lo que á nuestros padres que se alejaron mas de la felicidad cuanto mas intentaron acercarse á ella: cada cual está convencido de que conseguirá sus deseos, aunque siempre al siguiente dia, y así pasa todos los de su corla existencia. Cuando niños casi estamos convencidos de que para nosotros no es la muerte; despues creemos en ella, estamos seguros de que no hemos de librarnos de su guadaña, pero la vemos muy lejos: nuestros ojos no se abren hasta la vejez, pero entonces ya es tarde y la esperiencia suele ser un tormento, la esperiencia que ha costado tanto.

Los niños se rien de todo y envidian á los que llaman hombres.

Estos desprecian á los niños y se burlan de los viejos.

Los viejos lo miran todo con indiferencia y no comprenden cómo la ancianidad puede dejar de infundir respeto, á pesar de que ellos no la respetaron en su juventud.

¿A dónde vamos? dirá el lector.

Voy por donde todos han ido, á donde todos vamos, y estas reflexiones, que pondrán á algunos tris les harán cavilar á oíros, y para muchos serán un beleño que los duerma, me las ha sugerido una cosa muy natural y sencilla:

Que Cervantes habia cumplido los cincuenta y un años, y sus cabellos encanecían, y se arrugaba su rostro y empezaba á ser, como él mismo nos dijo, algo cargado de espaldas y no muy ligero de piés.

Si quieres lector un héroe de novela jóven y gallardo, deja ya este libro porque desde ahora no podemos presentarte mas que un viejo.

Ya no es el Cervantes de Lepanto, jóven, hermoso, ardiente; no es el cautivo que encendió el pecho de Zoraida; es un viejo estropeado, feo como todos los viejos, pobre y desaliñado como buen poeta.

En cambio su hija, que ya estaba en el primer período de esa edad en que las mujeres empiezan á comprender que tienen corazon, era un fiel retrato de su madre, y por consiguiente de una belleza nada común. Tenia todo el candor de los pocos años, toda la inocencia de su vida retirada y sencilla, como criada por doña Catalina, cuyo carácter é instintos conocemos.

Pocos dias permaneció Cervantes en Madrid, apenas los suficientes para dejar en órden los asuntos de familia.

No sabemos si afortunada ó desgraciadamente, le ofrecieron otra comision análoga á la que habia desempeñado en el reino de Granada, y aunque era cosa tan opuesta á su carácter y á sus principios, hubo de aceptarla en vista de que no encontraba otro medio de atender á las necesidades de su familia.

Nuevas humillaciones y amarguras le esperaban, pero ¿qué habia de hacer? Tambien en Portugal tuvo que doblar la frente y suplicar al orgulloso lio de doña Isabel, y en los pueblos que habia recorrido en su anterior comision habia sido objeto de burla y de desprecio de gente grosera. Una prueba mas á su resignacion, otro sacrificio á sus deberes.

La comision que llevaba era la de ejecutar á varios vecinos de Argamasilla de Alba por las cantidades que debían procedentes de los diezmos que pagaban al gran priorato de la orden de San Juan.

Cervantes se despidió de su familia, mostrando, como siempre, gran serenidad de ánimo, y aun contento, para no comunicar á nadie su afliccion, y á mediados del mes de enero emprendió su viaje, caballero en un asno rucio de dos con que traficaba un arriero manchego.

Nuestro poeta recordó entonces su primera salida de Madrid para Sevilla, y aunque sin sentir hácia su esposa ni el mas ligero rencor, no pudo menos de quejarse interiormente de su mala estrella, pues la causa de su negra situacion era sin duda el haber querido hacer un bien que dió ocasion al señor Antonio para hacer que doña Catalina concibiese sus locas sospechas y se dejase arrastrar por los celos.

Iba, pues, meditabundo y triste mientras el arriero, que era un hombre rechoncho, de abultadas facciones y sencillas maneras, caminaba detrás, comiéndose con el mayor apetito un enorme pedazo de pan y otro de queso que habia sacado de las alforjas, que en compañia de una bota llena de vino, llevaba en el otro jumento.

A pesar de la espresion inocente del tal arriero, traslucíase sin embargo en sus alegres miradas cierta astucia que debia estar mal avenida con su rudeza y falla de malicia. Como dijo Cervantes de Sancho Panza, era un hombre de bien, pero de muy poca sal en la mollera, aunque tambien como Sancho, tenia sus ribetes de ladino y era en estremo hablador, y se llamaba lo mismo, porque fuese mas perfecta su semejanza.

Cuando acabó su desayuno y vació una parte de la bola, acercóse al poeta y le dijo:

—Si vuestra merced quiere un trago puede beberlo sin escrúpulo porque es legítimo de Valdepeñas y tan moro como yo.

Estas palabras sacaron de su distraccion al caballero, que pasándose las manos por la frente y despues de exhalar un suspiro como para desahogar su tristeza, contestó:

—Buen provecho os haga, pero no acostumbro á beber sino cuando como.

—Es que—replicó Sancho—puedo daros tambien un pedazo de queso que, sin que la vanidad me ciegue, aseguro á vuestra merced que ni un príncipe lo come mejor ni hecho con mas limpieza; porque ha de saber vuesa merced, señor caballero, que no lo han tocado manos sino las de mi buena Teresa que se pinta sola para el caso, y si conforme son seis las ovejas que tengo y lleva mi Sanchico al monte, fueran sesenta ó ciento, no necesitaria yo andar en los caminos sino para llevar mis quesos y volver con la bolsa llena, ya que no los vendiese en el lugar á los que todos los años van á comprarlos. Y no crea vuestra merced por esto que digo que me da pena ser pobre, ni envidio á los ricos, ni nunca me he salido de mis casillas para serlo, porque el que mucho abarca poco aprieta, y dejar mi olido por otro no me acomoda, que mas vale mal pan conocido que bueno por conocer, pero sí quiero que vuestra merced sepa que ha sido con su cuenta y razon el alabar yo mi queso.

A otro le hubiese puesto de mal humor el hablar tanto, sin venir á qué y tan desconcertadamente como el arriero, pero á Cervantes le sucedió lo contrario, y mas que evitarlo pensó seguir la conversacion, siquiera fuese para distraer su ánimo contristado.

—Creo—dijo á poeta—que vuestro queso será el mejor entre el famosísimo de la Mancha, y hecho con tanta limpieza como para vos por vuestra misma mujer; pero ya he almorzado.

—Como plazca á vuestra merced.

—No por eso dejo de agradeceros la buena voluntad.

—No lo hice con tal fin que las cosas no deben hacerse con mira interesada, ni aun siquiera para que sean agradecidas, ni conviene si han de evitarse chascos, y por eso dice el refrán, haz bien y no mires á quien. Yo no sabré esplicarme con vuestra merced ni casi casi conmigo mismo, pero como el que no peca no se condena, me basta con entenderme y hacer lo que Dios manda.

—¿Es decir que estais satisfecho con la tranquilidad de vuestra conciencia?

—Y soy feliz: un me falla pan, á Dios gracias, á nadie hago daño y dejo correr el mundo sin meterme á averiguar lo que no me importa.

—¡Feliz!—murmuró el poeta, contemplando al sencillo lugareño.

—Completamente, señor. Tengo una mujer algo entremetida y curiosa, es verdad, porque este es achaque de todas, pero que no ve mas que por las niñas de mis ojos, y además de mi Sanchico y otros dos pequeñuelos, tengo una hija que ya va siendo moza, robusta., derecha como un huso, fresca como una rosa y que no va en zaga á ninguna del lugar en gracia y donaire; y aunque no tiene mas dote que una sarta de corales que le dejó su abuela, que del cielo goce, y está siempre recogida en casa, espero que encontrará un marido honrado, pues como le tengo dicho, el buen paño en el arca se vende. Yo hago mis viajes á Madrid, otras veces á Ciudad Real, y alguna be estado en Córdoba, sin que hasta el presente me haya sucedido ninguna desgracia. Tengo en mi casa paz, y fuera amigos; siempre estoy alegre sin saber por qué, y cumplo con mis obligaciones de buen cristiano. Por eso digo á vuestra merced que soy feliz, y es la verdad.

—¿Pero nada mas deseais'

—¿Para qué si nada me falta? El que desea se mortifica, porque si no consigue se desespera, y si consigue siente otro nuevo deseo y nunca su afan tiene fin. Lo mejor es repasar la memoria, y acordarse de que ayer fué uno honrado, hacer hoy lo mismo que ayer y encomendar á Dios lo que ha de suceder mañana. Quien mal ancla mal acaba: con el pecado está el diablo, y el que ayer hizo mal lleva detrás al diablo que lo empuja por el camino del infierno.

—¿Quién os ha enseñado esos principios de moralidad?—preguntó Cervantes admirado.

—No sé si son principios ó fines, porque nada aprendí mas que los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y como en ellos se manda amar á Dios sobre todas las cosas y al prógimo como á uno mismo, y no matar ni codiciar los bienes agenos, se me alcanza que esto y lo que he dicho á vuestra merced es una misma cosa. Tambien guardo en la memoria muchos adagios, que al decir del barbero de mi pueblo, que es hombre leido, son hijos de la esperiencia, y como según uno de ellos la esperiencia es madre de la ciencia, me sirven de consejeros para todo, sin que nunca me hayan engañado. Por eso sé que el que hace un mal lo paga tarde ó temprano, pues no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, y el que siembra zizaña no puede cojer trigo.

—Bien está—replicó el poeta, que en la conversacion del arriero habia encontrado el remedio á su tristeza;—pero decís que os contentais con poco, y pasais la vida picando acá y acullá, y según el adagio, ningun perro lamiendo engorda.

—Primeramente, señor, ha de saber vuestra merced que no quiero engordar, y luego, si bien se piensa, ó yo tengo el caletre vacío, ó lo que quiere decir el adagio es que el hombre no se pare en mezquindades porque no han de hacerle rico. Lo que si tengo presente es que la codicia rompe el saco, y esto no me negará vuestra merced.

Otras muchas contestaciones mediaron entre Cervantes y el arriero, mostrándose este siempre decidor y alegre, y probando que á pesar de su rudeza estaba dotado de buen sentido y no falto de astucia, y sobre todo que era hombre honrado á mas no poder.

Así pasaron algunas horas, y luego, variando de conversacion, pidió el poeta noticias á Sancho sobre algunas personas del pueblo, especialmente con respecto á las que tenia que ejecutar.

—La gente, señor caballero—le contestó Sancho—es allí como en todas partes: buena si llevais algo que darle, mala si le pedís alguna cosa. Vuestra merced no ignorará que Argamasilla es pueblo de muchos hidalgos, y aunque tan pobres que no hay tres que puedan mantener una yunta, están muy preciados de su linage y fácilmente se dán por ofendidos. Según el negocio que lleve vuestra merced así lo recibirán, y si es cosa que puede tocarles á lo que no tienen, es decir al dinero, debe vuestra merced andarse con cuidado porque no há un año todavia que algunos de ellos, para esquivar el pago de lo que deben al prior de San Juan, que es lo mismo que si dijéramos á la Iglesia, hicieron mil heregías con un pobre comisionado hasta que aburrido tuvo que irse, dando gracias á Dios de haber escapado con el pellejo. Verdad que el tal hombre era de pocos alientos, aunque tal vez esto mismo lo salvó de mayores desgracias, porque á nada se opuso y no tuvieron pretesto para ensañarse con él; pero de cualquier modo, como del árbol caido todos hacen leña, cometieron con él tales tropelías que no le habrán quedado ganas de volver por allá.

—Buenas noticias son esas—dijo Cervantes—para quien va con el mismo asunto.

—¡Cómo!—exclamó sorprendido Sancho—¿Qué dice vuestra merced?

—Ni mas menos que lo que ois; no tengo que hacer otra cosa en Argamasilla mas que ejecutar á los vecinos que deben diezmos al gran priorato.

—Dios os ayude.

—Pero desde luego os digo que no soy de condicion tan blanda como la de mi antepasado.

—Peor para vuestra merced.

—Pues por mi ánima os juro que no dejaré que se burlen de mí—replicó Cervantes, olvidándose de que ya sus bríos estaban en razon inversa de sus años.

—Si vuestra merced—repuso Sancho mientras se rascaba detrás de una oreja—quisiese tomar mi consejo....

—¿Qué haría?

—Volverse desde aquí para no perder mas que el camino que lleva andado.

—No haré semejante cosa.

—Acuérdese vuestra merced del refrán que dice, cuando la barba de tu vecino....

—Cuando veo pelar la barba de mi vecino, me conduelo de él y me preparo á evitar que pelen la mia.

—Mal hecho, señor, mal hecho, porque si consiguen rapar la una rapan la otra, y lo mas prudente es remojar uno la suya para sentir menos dolor.

—Yo voy escudado con la ley, y no se atreverán....

—Pero no sabe vuestra merced que en Argamasilla tenemos un alcalde mal intencionado y con trazas de zorro, y que este alcalde tiene una hija casada con uno de los que mas debe por diezmos, como que nunca los ha pagado.

—El alcalde me protegerá porque es el representante de la ley.

—Vuelvo á decir á vuestra merced que tiene trazas de zorro y le armará cualquiera zancadilla. Lástima le tengo á vuestra merced, pues no sabe a donde vá ni lo que le espera.

—A pesar de todo seguiré adelante y cumpliré mi deber.

—Bien, señor, bien, cada cual hace de su capa un sayo, y nada mas digo á vuestra merced porque mas sabe el loco en su casa que el cuerdo en la agena, y cuando vuestra merced muestra tanto empeño, sus razones tendrá.

Los informes de Sancho no dejaron de hacer alguna impresion en el ánimo de Cervantes, por mas que creyó que pudiesen ser exagerados, pues tenia bien presente el recuerdo de las dificultades conque habia tenido que luchar en tos pueblos de Granada. Sin embargo, como no era hombre que se acobardase y además le obligaba la necesidad, no desmayó de su propósito y siguió con ánimo de hacer frente á todo.

Unas veces pensando en su triste situacion, y otras entreteniendo el tiempo con la conversacion de Sancho, hizo el poeta su viaje, y una tarde, cuando el sol empezaba á declinar entró en Argamasilla.

—¿A dónde vamos?—preguntó el arriero.

—Lo ignoro—contestó Cervantes—porque no quiero pedir alojamiento al alcalde, y de mejor gana me hospedaria en cualquiera casa donde pudiera estar económicamente.

—He tomado cariño á vuestra merced—repuso Sancho—y aunque con nadie lo haría, le ofrezco mi casa y mi mesa sin pedirle otra cosa que aquello que gaste.

Como el arriero parecia muy honrado, Cervantes aceptó su ofrecimiento con el mayor gusto, y ambos se dirigieron alegre, mente á la pacífica morada del pobre lugareño que debia ser inmortalizado.

CAPITULO XXV. Donde se verá que el arriero habia dado un buen consejo á Cervantes.

Al siguiente dia por la mañana, cuando apenas acababa de salir el sol, dirigióse el poeta á casa del alcalde para que le pusiese el cúmplase en el despacho de ejecucion.

La primera y única autoridad de Argamasilla estaba representada por un hombre de cincuenta años estremadamente obeso, de facciones abultadas, frente estrecha y coronada de negros y ásperos cabellos que ni uno solo habia encanecido, cuello grueso y corto hasta el punto de parecer que su rostro amoratado era una continuacion de su pecho y de sus hombros. Su voz era ronca y desagradable, su hablar algo dificultoso, torpes sus pasos y perezosos sus movimientos á causa del embarazo que en sus miembros causaba su robustez. A primera vista se conocia que era mas aficionado al liquido de la bodega que al de la fuente. Era en estremo celoso de su autoridad y estaba tan envanecido de ella que no permitia que nadie le llamase por su nombre sino que habían de decirle señor alcalde. No dejaba un instante de las manos la vara de la justicia; cuando comia la colocaba entre las piernas, cuando se acostaba la ponia junto á la cama, y si alguna vez tenia que ocuparse en faenas del campo, aunque esto sucedia en raras ocasiones, la clavaba en tierra. Por un quítame allá esas pajas encerraba en la cárcel á su misma sombra, y el mas leve desmán era castigado por su justicia con una multa que según malas lenguas se repartia entre el alcalde y el fiel de fechos. Habia sin embargo, un número de vecinos parientes y amigos del alcalde, que hacían cuanto se les antojaba sin que nunca fuesen castigados, y si alguien se quejaba de esta injusta parcialidad y señalaba un abuso, la celosa autoridad argamasillesca tomaba el cielo con las manos, juraba castigar al delincuente y pedia pruebas que nunca podían dársele.

Acababa el buen alcalde de almorzar, y sentado delante de la gran chimenea de la cocina, empuñando la vara y restregándose de vez en cuando los ojos, escuchaba á una mujer como de treinta años, Haca, un si es no es fea y habladora en estremo, que en aquellos momentos decía:

—Ya lo veis, señor padre, no nos dejan descansar y esto es para aburrir á cualquiera: se han empeñado en arruinarnos y lo conseguirán si no poneis coto á tanto abuso.

—No vuelvas á pronunciar esas palabras—replicó el alcalde con gravedad:—piensa lo que dices, pues con ser yo tu padre me veré obligado á imponerte un severo castigo. Nada hay mas justo que el pagar los diezmos, yes imposible oponerse.

—De manera que dejareis que ese nuevo comisionado nos embargue y ejecute.

—Eso es otra cosa: no os ejecutará, pero es preciso guardar las apariencias, que no pueda decirse que yo entorpezco el curso de la justicia.

—¿Pero qué hemos de hacer?

—Lo pensaremos.

—Es que no tardará en presentarse....

—Eres muy habladora, Anastasia, mucho, y muy amiga de meterte en lo que á las mujeres no incumbe.

—Estais de mal humor....

—Calla te digo....

—Pero....

—Este asunto lo trataré con tu marido: dile que venga y déjate de lo demás.

—Llegará tarde....

—¡Señora Anastasia!—replicó el alcalde amostazado y pegando con la vara en el suelo—cuando yo mando se obedece.

—Soy vuestra hija y es una ridiculez....

—¡Cuidado con cometer desacato, porque la justicia es ciega y no conoce á nadie!

—Vamos—murmuró la hija entre dientes—hoy no habrá tenido á quien echársela de alcalde y yo lo pago.

Y luego se despidió, saliendo para ir á avisar á su esposo.

Pocos momentos despues se oyó decir desde la puerta:

—¿Es esta la casa del señor alcalde?

—Adelante—contestó este, restregándose los ojos porque habia comenzado á dormirse.

Cervantes entró, miró al panzudo alcalde y dijo:

—No me cabe duda que sois vos....

—¿Quien sois y qué quereis?

El poeta sacó unos papeles que puso en manos de la argamasillesca autoridad.

Este los miró y remiró, y despues de darles mil vueltas, dijo:

—¿Qué es esto?

—Ya lo veis....

—¿Pensais, señor hidalgo, que tengo obligacion de saber leer?

—Eso es otra cosa, señor alcalde, pero como los mirabais tanto....

—Porque estoy en mi derecho de examinar los documentos que se me presenten, así como vos estais obligado á contestarme.

—Y lo haré con mucho gusto—dijo el poeta que muy trabajosamente pudo contener la risa.

—Bien, decid.

—Esos papeles son los despachos de ejecucion contra los vecinos morosos de Argamasilla que no han pagado los diezmos al gran priorato de la veneranda órden de San Juan de Jerusalen.

—¿Y qué quereis?...

—El cúmplase de vuestra autoridad para notificar á los deudores.

—Veo que sabeis vuestra obligacion. Se cumplirá lo mandado, y para ello os ayudaré con toda la fuerza de mi autoridad.

—No esperaba yo otra cosa.

—Pero ya os he dicho que no sé leer, y por consiguiente, tampoco escribir, lo cual me imposibilita de despacharos en este instante.

—Volveré luego.

—Si... luego.

—A la hora mas oportuna....

—Despues del medio dia, porque está en el campo el fiel de fechos.

—Entonces vendré despues de comer.

—¿Quereis alojamiento?

—No lo necesito.

—Conste pues que no queda por mí.

—No lo he buscado porque dudase ni un momento de vuestro buen deseo de hacer cuanto pudiese en mi favor.

—A todo me hallareis dispuesto: no se cuales sean vuestras intenciones con respecto á la comision que traeis, pero si es que pensais tratar á los deudores sin consideracion, con todo el rigor de la ley, contad con el apoyo de mi autoridad.

—Pienso no tocar ningun estremo, señor alcalde: la demasiada blandura seria fallar á mi deber, y un rigor exagerado seria el abuso de mis atribuciones.

—Veo que sois hombre de razon, y á la legua se os conoce vuestra calidad de hidalgo. Bien, todos quedarán contentos; pero habré de advertiros que algunos de los deudores son personas de calidad....

—Para raí todos ellos son deudores.

—¡Bien, señor comisionado!—exclamó el alcalde, golpeando el suelo con la vara.—Esa rectitud me gusta, os pareceis á mí. Nos entenderemos perfectamente.

Cervantes hizo algunos cumplimientos al alcalde, despidióse y salió mientras decia para sí:

—O Sancho me ha engañado, ó el tal alcalde, á pesar de que no debe tener mucho entendimiento, es un zorro y piensa tenderme algun lazo. Sospechoso parece tanto celo por la justicia, y será prudente estar prevenido y no despreciar los francos consejos de mi honrado huésped.

Media hora despues de haber salido Cervantes, entró en casa del alcalde el marido de la hija de este, luego otro hidalgo, y casi en seguida otros dos vecinos del pueblo, deudores todos que debían ser ejecutados.

Habia corrido la voz de la llegada de un comisionado, y los morosos amigos del alcalde acudían á este para que les ayudase en el apuro como siempre lo hacia.

—¿Qué significa esto?—preguntó la panzuda autoridad—parece que os habeis citado.

—¿Estrañais nuestra visita?—dijo uno de ellos.

—¿Acaso ignorais lo que todos saben?—añadió otro.

—¿No se ha presentado aun ese hambriento que viene á llenar los bolsillos á nuestra costa?

—¿Habeis acabado de preguntarme?

—Decid....

—Se ha presentado á pedirme el cumplimiento....

—¿Que le habeis negado?...

—Que no puedo negarle—replicó el alcalde.

—¡Señor Cosme!

—¿Es decir?...

—Paciencia y dejadme acabar.

—Os escuchamos.

—Le he dicho que vuelva esta tarde, porque asi ganábamos tiempo.

—Bien y....

—Me contestó muy respetuosamente que volvería.

—¿Con que es respetuoso?

—Si, mucho.

—¡Bah!... entonces....

—Me trató como si yo fuese, no el alcalde que representa al rey, sino el mismo rey en persona.

—¡Un pobre hombre!...

—Pero al mismo tiempo, tiene una mirada.... así.... no sabré explicaros cómo.... en fin, me parece que no es hombre que se deje tentar la paciencia.

—Pues habrá de tener mucha con nosotros.

—O nosotros con él.

—Está visto que os ha conquistado con adulaciones.

—¡Cuidado con lo que se dice!....

—Señor alcalde, venimos á pedir justicia y quisiéramos saber si podemos contar con vos.

—¿Qué se hizo con el otro comisionado? ¿Os quedó algo que desear?

—Aquel ya se fué, y lo que ahora nos importa es este.

—Pues á eso vamos.

—¿Qué habeis pensado?

—Nada.

—¿Entonces?...

—A vosotros os toca obrar.

—Pero con vuestro acuerdo.

—Lo que yo puedo hacer es no ver ni oir: ya sabeis que la justicia es ciega; con poco mas la haremos sorda.

—Señor Cosme, no desmentís en esta ocasion lo mucho que valeis.

—No me llamo Cosme, sino señor alcalde; tenedlo presente sobre todo delante del comisionado.

—No lo olvidaremos, pero entre tanto, sepamos lo que ha de hacerse.

—Despues del mediodia volverá ese lobo hambriento.

—Pues bien—dijo el alcalde—vosotros vendreis tambien á la misma hora.

—¿Y qué haremos?

—Aprovechar la ocasion de hacerle perder la paciencia, que se enfade....

—¿Y si escombre de mucha calma?

—Yo se la apuraré.

—¿Y si no lo conseguís?

—Nuevas dilaciones para poner el cumplimiento en el despacho, y así ganaremos tiempo.

—Bien.

—Una es la idea que me ocurre y me parece buena, muy buena.

—Sepamos.

—Si alguno de vosotros llega á conseguir que se exalte y en un momento de arrebato ponga mano á la espada, no necesitamos mas.

—Es muy fácil.

—O muy difícil.

—Decís que parece valiente....

—Pero no camorrista.

—Le llamaremos langosta.

—Es preciso que lo hagais con mucha habilidad, de manera que no pueda decir que yo he tolerado que se le insulte en mi presencia.

—Encárguese entonces el señor Alonso.

—Si, si.

—¿Pero me ayudareis?...

—Por supuesto.

—Dejadlo á mi cuidado—repuso el llamado Alonso, que era un hidalgo tabículo y de afectada gravedad.

—Convenidos.

—A las doce aquí.

Ni ellos mismos sabian lo que iban á hacer, pero si estaban resueltos á no dejarse ejecutar ni á pagar los diezmos, y para conseguirlo eran capaces de todo.

Largo rato siguieron aun discutiendo sobre el asunto, y al fin se despidieron con ánimo de comer mas temprano que de costumbre, para estar de vuelta á las doce.

Entre tanto Cervantes recorria el lugar para entretener el tiempo, y por todas partes lo miraban, señalándolo con el el dedo, hablando y riendo como si se burlasen de él. Hízose el desentendido y siguió como si nada comprendiese, pero cuando llegó á la plaza advirtió que menos disimuladamente era objeto de mofa de los vagos que allí, como en todos los pueblos, se reunían en corrillos á ciertas horas para roer reputaciones, á pesar de que los tales son siempre la parte de juventud mejor acomodada y que se precia de culta en los villorros y poblaciones de segundo y tercer órden; su ilustracion, sin embargo, consiste en saber leer y escribir, haber hojeado en aquel tiempo algunas novelas pastoriles y libros de caballería, y en el presente cuatro novelas románticas y socialistas y algun periódico; y con esto, ahora como entonces» se tienen los unos por filósofos, los otros por poetas y todos por consumados políticos. Cervantes se sonrió con lástima de aquellos pobres nécios y pensó que tantos individuos consumidores y no productores eran una calamidad para su patria y que esta tenia derecho á que la defendiesen con las armas para economizar la sangre de los que eran útiles al pais produciendo mas que consumían y fomentando las ciencias, la industria y el comercio. Tras la risas y los gestos se oyeron dos ó tres epítetos groseros y vulgares dirigidos al poeta en voz alta y á manera de pregon, que salieron de algunos grupos y repitieron los muchachos desde un rincon de la plaza.

Cervantes sintió mas aquella ofensa que las mas brutales que habia recibido de los moros de Argel, mas que cuando le llamaba perro y le amenazaba con su látigo el turco feroz que guardaba los esclavos de Dalí Mamí; pero como no podia decir quienes eran los autores del insulto, calló, siguiendo como si nada hubiese oido.

Tal papel se veia obligado á representar el autor del Quijote; á tan miserable posicion se le obligaba á descender; tan tristes humillaciones le hacían sufrir para darle un mezquino pedazo de pan.

Creyó lo mas prudente el poeta retirarse á su posada, y asi lo hizo, esperando allí hasta que la habladora Teresa le dió de comer mientras le hacia mil preguntas y los chicuelos de Sancho jugaban con la espada que solamente gloria habia podido conquistar para su señor.

Luego volvió á casa del alcalde y ya encontró allí á los cuatro deudores que se habían conjurado contra él.

—Señor comisionado—le dijo el alcalde—estais en desgracia.

—¿No ha venido vuestro secretario?—preguntó el poeta.

—Sí, y os ha esperado largo rato, pero ha tenido que retirarse porque se sentia indispuesto: goza poca salud y cada dos por tres enferma, Si hubieseis llegado antes....

—Aun no son las doce y media....

—Es verdad, pero nada hubiéseis perdido con andar mas ligero.

—No es posible mayor puntualidad.

—Pues habreis de tener paciencia.

—Me sobra—repuso Cervantes sonriendo—y si en eso consiste todo, no tendreis queja de mi.

—Ya veis—dijo, tomando parte en la conversacion el hidalgo á quien llamaban señor Alonso—el secretario del señor alcalde no puede estar esperando todo el dia para cuando á vos os venga bien presentaros.

Cervantes midió al impertinente hidalgo con una mirada entre curiosa y despreciativa, y no le contestó, sino que dijo, dirigiéndose al alcalde:.

—Bien, volveré á la hora que me señaleis, puesto que no tengo otra cosa que hacer.

—¿Me habeis oido?—volvió á decir el señor Alonso.

—Perdonad—replicó el poeta;—sin duda sois vos el señor alcalde.....

—El alcalde de Argamasilla—interrumpió el señor Cosme, golpeando el suelo con su vara—soy yo.

—Entonces con vos he de entenderme.

—Pero creo, señor hidalgo, si es que lo sois como indica vuestra espada—repuso el señor Alonso—que todos estamos obligados á contestar cuando nos hablan.

Bien comprendió el poeta que querían provocarle para tener un motivo de queja y rompimiento, y acordándose del prudente consejo de Sancho, dominó su enojo y dijo con calma:

—Ciertamente, y despues que hubiese contestado al señor alcalde, que es aquí la persona principal, iba á deciros que teníais razon y que nunca mi ánimo fué exigir que el secretario estuviese á mis órdenes.

—Y aunque lo hubieseis exigido....

—No he pensado en tal cosa.

—Porque habeis de saber que el concejo representa al pueblo, y el pueblo de Argamasilla no permite que se le trate con desprecio, sobre todo por quien á su costa viene á comer.

—Bien sé—replicó Cervantes, esforzándose para no perder la calma—que el lugar de Argamasilla es tierra de muy esclarecidos linages y hombres honrados.

—Entonces debeis respetar....

—Todo lo respetable, y así lo hago.... Señor alcalde ¿quereis serviros decirme á qué hora he de volver?

—Hoy me será ya imposible despacharos.

—Ya sabeis que dentro de las veinte y cuatro horas....

—No teneis que enseñarme mi deber....

—Líbreme Dios de intentar semejante desatino: lo he dicho solamente por si yo estaba equivocado....

—Bien, bien, venid mañana....

—¿A qué hora?

—No sé.... porque como está enfermo el fiel de fechos...

—Despues de almorzar, si os parece.

—Mucha prisa quereis daros—dijo el señor Alonso.

—Pues tengo mucha calma—replicó Cervantes.

—Mal se conoce.

—¿Con que decís, señor alcalde, que?...

—Está bien, despues de almorzar: todo puede ser que os suceda lo que hoy.

—No importa.

—Sentiré que pongais en duda mi celo por la justicia.

—Descuidad.... Que Dios os guarde, señores—dijo el poeta.

Y salió tranquilamente.

Los cuatro deudores y el alcalde se miraron como preguntándose la opinion que habia formado cada cual del poeta.

—¿Sabeis—dijo el señor Cosme—que el tal comisionado no tiene pelo de cobarde ni de tonto?

—Pienso como vos.

—Y que ha de costamos trabajo hacerle salir de sus casillas.

—Me parece que ha conocido nuestra intencion.

—Por mi parte—dijo el que tenia cara de mas honrado, si es que alguno lo era—confieso que á pesar de su aspecto pobre y miserable me infundia cierto respeto que no sabré esplicar.

—Ha intentado darme una lección—repuso el señor Alonso—pero juro por mis limpios blasones que él ha de recibirla muy dura.

—Mucho cuidado....

—Mal cuadra su calidad de hidalgo con su ejercicio.

—Allá veremos, no confio....

—¿Pero qué hemos de hacer?

—Aguardar á mañana.

—Pues aquí antes que venga para que nos encuentre y se ponga de mal humor.

—¿Le haremos volver?

—Por supuesto.

—Mañana es dia de misa, y probablemente irá á la iglesia despues que salga de aquí.

—Seguramente.

—Entonces opino porque se le prepare una cencerrada para cuando pase por la plaza, porque esto lo pondrá de peor humor.

—Y luego encomendaremos alguna travesura al hijo de Anton el cojo.

—Aprobado.

—La broma de la cuerda.

—Sí, lo mismo que al otro.

—Se desesperará.

—No hay calma que resista tanto.

—Pero que yo no sepa nada—dijo el alcalde.

—Vos nada vereis, señor Cosme, porque según decís la justicia es ciega.

—Pues hasta mañana.

—Hasta mañana.

Los deudores se despidieron muy contentos y esperanzados de conseguir lo que deseaban, y se fueron para hablar á todos sus amigos de aquel lance que debia ocupar la atencion del linajudo pueblo de Argamasilla.

Cervantes no salió á pasear y pasó la tarde y las primeras horas de la noche, oyendo contar á Teresa la vida y milagros de todos los vecinos del pueblo, y á Sancho decir algunos refranes y repetir sus consejos sobre la desconfianza con que debia mirarse al alcalde.

El dia pasó con lentitud para todos porque todos estaban impacientes por salir de dudas.

En particular para Cervantes, trascurrieron con mucha lentitud las horas aquella noche.

Apenas pudo dormir.

Las mas tristes ideas se agolparon á su ardiente imaginacion. Como nunca, le pareció entonces horrible su situacion, y por primera vez en su vida desconfió de vencer su desgracia y sintióse desalentado para según sosteniendo la lucha que tan á prueba habia puesto su constancia. Toda la fuerza de su espíritu fué menester para que no renegase de sus virtudes y aun las acusase de los mayores enemigos de su fortuna.

¿Qué habia de sucederle? ¿Cómo habia de pensar? Si en el trascurso de muchos años, jóven, fuerte; con talento, emprendedor y atrevido no habia podido hacer fortuna, ¿cómo en los pocos años que le quedaban de vida, viejo y débil, habia de conseguir vencer su desgracia?

Iba aun mas lejos el desdichado, su pensamiento caminaba hasta mas allá del sepulcro: se acordaba de su hija que en breve debia quedar huérfana, huérfana y pobre.... ¡Allí...! ¡La hija de su corazon sin amparo, en la miseria, sin que las virtudes, los afanes y los sacrificios de su padre le sirviesen de nada mas que de triste recuerdo, de un recuerdo amargo para acusar al mundo y recibir en cambio una desdeñosa sonrisa!

¡Noche cruel aquella para el desdichado!

Por las anchas rendijas de la ventana de su aposento penetraron los primeros rayos de la luz del dia.

Oyóse el canto de los gallos, los ladridos de los perros y la voz de los campesinos que entonaban una sencilla cancion mientras conducían su yunta al campo.

Cervantes se levantó y se asomó á la ventana.

Estendió la mirada y contempló la campiña.

Nunca habia estado tan triste, pero nunca le habia parecido tan bella la naturaleza ni tan grata la vida: nunca habia respirado con tanta avidez el aire libre, ni aun el dia en que fué rescatado de su larga y dura cautividad.

¡Qué puro estaba el cielo, qué embalsamado el ambiente, con cuanta dulzura trinaban los pájaros, cómo en fin, sonreia la obra de Dios!

Cervantes quedó como estasiado algunos momentos.

Un suspiro se escapó de su pecho.

Pocas veces se habia sentido tan conmovido. ¿Y por qué? No lo sabia.

La campana de la iglesia tocó para llamar á los fieles á la primera misa.

El poeta se estremeció, dirigió al cielo una mirada tierna y dolorosa y por sus megillas rodaron dos lágrimas.

¿Qué debia sentir en aquellos momentos?

La voz de Sancho sacó de su distraccion á Cervantes que se apresuró á secarse los ojos.

—Alabado sea Dios—dijo alegremente el arriero, entrando sin mas ceremonia:—alabado y bendito porque nos ha dejado ver el dia de hoy.

—Buenos dias, amigo Sancho—le contestó el poeta.

—Bien ha dormido vuestra merced.

—¿Es muy tarde?.

—¡Pues es nada!.... como si dijéramos el medio dia.

—¡El medio dia!

—Quiero decir que ya debe tener vuestra merced ganas de almorzar pues son cerca de las siete. Al que madruga Dios le ayuda, y por eso hace mas de media hora que nosotros hemos comido nuestras migas.

—Voy á salir.

—Pero será despues de haber almorzado.

—No tengo apetito.

—Mire vuestra merced que mi Teresa le prepara unos huevos puestecitos de hoy mismo.

—Volveré pronto; pero quiero ir á casa del alcalde y á misa antes de almorzar.

Salió Cervantes dejando admirado al arriero que no comprendia cómo podia haber quien no tuviese apetito al levantarse de la cama.

Ya estaban en casa del alcalde los cuatro individuos del dia anterior, y esto convenció al poeta de que se pensaba aburrirlo ó precipitarlo para librarse de él.

—¿Llego á buena hora?—preguntó despues de saludarlos á todos cortesmente.

—Os digo lo mismo que ayer—contestó el alcalde:—estais en desgracia y yo tambien porque no puedo cumplir como deseo.

—¿No se ha aliviado el enfermo?

—Sí, pero no tanto que haya podido levantarse de madrugada, y me ha mandado á decir que hasta despues del medio dia no se cuente con él.

—¿Y si tambien faltase?

—¿Qué habremos de hacerle? Tendremos paciencia y volvereis mañana, pues que nada puede mi autoridad contra lo que Dios dispone.

Ya no quedó duda á Cervantes de que intentaban burlarse de él, pero determinó esperar aun todo aquel dia antes de exigir sériamente que se diese cumplimiento á la órden que llevaba, y escusando contestar, se despidió y fuese con intento de oir misa.

Los cuatro deudores se miraron romo el dia anterior, y tambien salieron un momento despues, dirigiéndose á la plaza presurosamente y por distinto camino que el poeta.

Este siguió con lentitud, pensativo y cabizbajo, entregado á sus tristes ideas y augurando mal del resultado de su comision.

Cuando entró en la plaza, todas las miradas de los vagos que paseaban allí se lijaron en él, todos sonrieron maliciosamente.

Nada advirtió Cervantes: iba demasiado absorto en sus amargas ideas para fijar la atencion en otra cosa.

Cuando llegó en medio de la plaza, un zapatero que trabajaba en el portal de su casa, dió con el martillo un fuertísimo golpe en la puerta, siendo contestado con otro por el herrador y seguido de tantos y tan repelidos que no parecia sino que los vecinos de aquellas casas se habian propuesto hacer astillas las puertas.

A esto aludían los deudores cuando hablaban el dia anterior de la cencerrada.

Al momento comprendió Cervantes lo que aquello significaba porque conocia la bárbara costumbre de tales demostraciones en muchos pueblos, costumbre que, aunque lo decimos con dolor y vergüenza, se conserva inalterable en algunas poblaciones que se tienen por civilizadas.

La púrpura de la ira cubrió el rostro del poeta; sus negros ojos despidieron dos encendidos relámpagos; apretó convulsivamente los puños y llevó la diestra á la espada; pero se detuvo porque comprendió que no conseguiria mas que aumentar el ridículo en que estaba. ¿Qué habia de hacer? No podia retar á la mitad del pueblo que se mofaba de él, ni hubiese encontrado tampoco quien respondiese á su reto, pues los que golpeaban lo hacían procurando ocultarse.

Entonces se detuvo, cruzó los brazos, levantó la cabeza y miró á todos lados con provocativo desden.

Los golpes continuaron por algunos segundos.

La mirada del poeta se tornó sombría, intentando descubrir á uno siquiera de los que alborotaban.

Fuese el influjo de su dominadora mirada ó ya que aquellos bárbaros comprendiesen que iban á fatigarse en vano sin conseguir que el poeta huyese corrido, calmóse gradualmente el estrépito hasta cesar completamente.

—Cervantes siguió entonces hácia la iglesia con lentos pasos y aparente calma, pero diciendo para sí:

—¡Oh! dias felices los de mi cautiverio ¿quién me hubiese dicho que habria de recordaros con envidia?

El desdichado procuró calmar su espíritu con la oracion, y pidió al Omnipotente fuerzas para soportar tantas amarguras.

Concluida la misa volvió á su alojamiento de donde no salió hasta después de haber comido.

Sus bárbaros perseguidores no habían quedado satisfechos y le preparaban otra burla peor.

Cerca de la casa del alcalde se cruzaban dos calles, y á lo largo de la una y atravesando la otra habia tendida en el suelo una cuerda oculta entre la tierra y cuyos estremos, á bastante distancia, estaban en manos de dos mozalvetes que se escondían cada cual en el hueco de una puerta, esperando la probable casualidad que debia proporcionarles el logro de su intento.

Cervantes, que embozado en su capa, iba con mas lentitud y mas distraído aun que por la mañana, llegó á donde estaba la cuerda, y al dar un paso, esta quedó entre sus piernas.

La ocasion no podia ser mas oportuna para los que acechaban. Instantáneamente y á la vez tiraron de los estremos de la cuerda de modo que la levantaron, y enredándose en las piernas de Cervantes y con la violencia de la repentina tension le hizo caer, aunque afortunadamente recibió solo en las manos la fuerza del golpe.

Oyóse una carcajada brutal y resonaron los silbidos de algunos rapaces.

Un rujido de rabiosa cólera se escapó del pecho del poeta, que se levantó, miró con encendidos ojos á derecha é izquierda y vió alejarse corriendo á los dos chuscos.

Era imposible alcanzarlos porque corrían con la velocidad del que huye y tiene pocos años y muchas fuerzas.

El soldado de Lepanto tuvo que contentarse con exclamar:

—¡Miserables cobardes!

Pero no recibió otra contestacion que la griteria de los chicuelos que á vueltas de los silbidos decian:

—¡Venga vuestra merced y le ayudaré á levantar!

—¡Buena liebre se ha cojido!

—¡Vejiga!.

—¡Chupon!.

No habia calma que pudiese resistir tanto; toda paciencia era poca. ¿Pero qué hacer? ¿En quién vengar la ofensa? ¿A quién pedir reparacion del bárbaro insulto?

El infeliz tuvo que devorar el veneno de su coraje.

¿Quién hubiera dicho que era aquel el autor de la Galatea ? ¿Quién, que era el héroe de Lepanto y Túnez, el indomable cautivo de Dalí Mamí y de Azan, el soldado de las Terceras.

Pálido, con los ojos inyectados en sangre y temblando de ira, siguió el poeta con acelerados pasos y en breves momentos llegó á casa del alcalde.

CAPITULO XXVI. De cómo le hubiese valido mas á Cervantes tomar el consejo de Sancho, volviéndose á Madrid.

Corno siempre, los cuatro deudores estaban con el alcalde, lo cual encendió mas la cólera del poeta porque bien comprendia que aquellos eran los autores de las burlas. Sin embargo, acordándose de los consejos del arriero dominó su coraje tanto como se lo permitia la ceguedad de su exaltacion, y despues de saludar con un movimiento de cabeza, dijo al señor Cosme:

—¿Es oportuno el momento?

—Esperándolo estoy—respondió el alcalde que al ver el aspecto del poeta no se atrevió á darle una categórica negativa.

—¿Y qué he de hacer?—preguntó Cervantes.

—Si quereis esperar....

—Si, aguardaré porque ya debe resolverse este asunto sin mas dilaciones.

—Mucha prisa traeis.

—La que me dieron al mandarme venir.

—Señor comisionado—dijo el hidalgo enteco—no parece bien que vengais con tanta premura cuando sabeis la razon por qué no se hadado cumplimiento al despacho. Además para apremiar al que debe y comer á su costa siempre estais á tiempo.

Cervantes sintió afluir á su cabeza toda su sangre y renacer en su pecho los brios de su juventud.

—¿Y quién sois vos—dijo—para hacerme tan importunas observaciones ni para inferirme ofensas?

—Soy un hidalgo que sabe hacerse respetar y hacer que respeten á la primera autoridad de Argamasilla, de cuya paciencia y tolerancia quereis abusar.

—¡Caballero!

—Os lo repito, venís á comer á nuestra costa porque no sois capaz de ganarlo con el sudor de vuestra frente, y aun no teneis paciencia para aguardar algunas horas.

Cervantes clavó una mirada terrible en el hidalgo, y no hubiera quedado en la mirada si levantándose el alcalde y golpeando con su vara el suelo no dijese:

—¿Qué significa esto? ¿Nada vale mi autoridad?

—No la respeta quien delante de vos me insulta y me provoca—replicó Cervantes.

—Menos la respeta quien os reconviene tan locamente—dijo el señor Alonso.

—Señores, orden.

—¿Quién lo altera?

—Me estais comprometiendo, señor comisionado, porque tendré que hacer uso de mi autoridad.

—Contra el que delinca—replicó el poeta.

—Precisamente contra el que delinca porque yo no conozco á nadie, la justicia es ciega.

—Y recta—volvió á decir Cervantes.

—¿Me acusais?—replicó el alcalde.

—Ya lo veis—añadió el hidalgo—este hombre no respeta nada.

—Apurais mi paciencia—dijo Cervantes.

—¿Qué me importa?

—¡Callad, vive el cielo!

—¿Me amenazais?

—No lo sé, pero sí os juro que no estoy dispuesto á tolerar ultrages.

—¿Qué hareis?—dijo con tono de desprecio el hidalgo.

—¡Oh!—exclamó Cervantes sin poder contenerse.

—Vos habeis de callar y respetarme, que mi calidad está muy distante de la vuestra.

—¡Señor hidalgo!.

—Y os probaré que es asi, como vos no podeis probar que teneis en el pecho tanto corazon como fanfarronadas en los labios.

La exaltacion y ceguedad del poeta llegaron á su colmo.

—¡Salid!—exclamó.—Salid y os probaré que soy digno de llevar esta espada.

Y con la diestra oprimió la empuñadura de su tizona.

—¡En nombre del rey!—gritó el alcalde—¡En nombre del rey daos á prision!

Y se acercó á Cervantes con cuanta ligereza le permitia su obesidad.

—¡Un desafio!—prosiguió diciendo como horrorizado—¡Un desafio!.... Señor comisionado, dadme vuestra espada; no puedo dejar de cumplir con mi deber, aunque lo siento mucho; pero la justicia es ciega.

El poeta comprendió entonces que habia caído en un lazo hábilmente tendido.

—¡Oh!—exclamó con acento desesperado.—Esto es una intriga infame....

—¡Intriga llamais al ejercicio de mi autoridad, al cumplimiento de lo que las leyes mandan para castigar á los duelistas!... ¡Desacato inaudito!

—Dejadme en paz—replicó Cervantes.

—Vuestra espada, señor comisionado; mirad que estais agravando vuestro delito.

—¿Insistís en llevarme preso?

—Sin perder un instante.

—¡He de ser juguete vuestro!—exclamó el poeta que difícilmente podia contener su rabiosa ira.—¡Yo, Miguel de Cervantes, a merced de un alcalde de aldea, del último ente de la sociedad!...

—Señores, sed testigos—gritó el alcalde:—me ha llamado ente, y aunque no sé lo que esta palabra significa, debe ser algun insulto.

—No iré preso.

—Pediré auxilio en nombre del rey, y os llevaré á la fuerza.

—¿Estais decidido?

—¿Lo dudais'

—¿Y. qué hareis al que me ha provocado?

—El señor Alonso no os ha desafiado ni me ha fallado al respeto; pero como se ha acalorado un poco, aunque por defender mi autoridad, y ha dicho palabras mal sonantes, le impondré tambien su castigo y en el término de veinte y cuatro horas pagará una multa. Pero esto no os importa ni teneis derecho á pedirme cuenta de mis acciones.

—Me habeis tendido un lazo de gente ruin y villana.

—No empeoreis vuestra situacion.... Dadme la espada y vamos.

Comprendió Cervantes que con resistirse nó adelantaria nada, sino que por el contrario daria á sus enemigos armas para combatirlo.

—Tomad—dijo entregando al alcalde su espada,—pero meditad lo que vais á hacer. Si solo quereis libraros de mí para que no apremie á vuestros amigos y ganar tiempo, decídmelo y me iré porque no es justo que por tannpoca cosa causeis mi ruina. Al encerrarme en un calabozo vais á dejar huérfana á una familia honrada, vais á desgarrar el corazon de un padre que ha sufrido mucho—Preguntad á vuestra conciencia, Dios os mira—añadió Cervantes con acento conmovido y solemne.

El alcalde bajó la cabeza sin atreverse á contestar porque no era un hombre perverso sino falto de una razon clara, envanecido con su autoridad y dominado por cierto número de parientes y amigos que formaban esa camarilla que en los pueblos de poco vecindario se hace dueña, monopoliza la justicia y gobierno sin responsabilidad.

Empero el señor Alonso, viendo la vacilacion del alcalde acudió en su ayuda y dijo:

—Ahora si que vos tendeis un lazo al señor alcalde para ver si le haceis declarar que os ha armado esta intriga para librarse de vos; pero no lo conoceis, ignorais que es hombre muy perspicaz, y sobre todo muy celoso en el cumplimiento de su deber. Además, á los delicuentes no se les pregunta si tienen hijos, porque esto nada importa, la justicia....

—Es ciega—añadió el alcalde.—¿Me habeis tomado por un patan que no sabe dónde tiene la mano derecha? Pues os equivocasteis y no os valdrán vuestras marrullerías de cortesano, porque tengo mucho mundo y al momento conozco el pié de que cada uno cojea.

El poeta se convenció de que era imposible conseguir nada, y para no amargar mas su situacion decidióse á callar.

—Señores—repuso el alcalde, dirigiéndose á sus amigos—os intimo á que me acompañeis para guardar al preso,—Vamos—dijo Cervantes.

Y salió delante de todos.

¡Cuánto debia padecer en aquellos momentos!

Además de la amargura de las humillaciones y ultrajes que habia sufrido de aquella gente bárbara y soez, su situacion no podia ser mas apurada: iba á verse envuelto en una causa criminal cuyo término, por breve que fuese, debia ser muy largo, y su familia debia quedar en el mas completo abandono, espuesta á todas las desdichas, á la miseria mas espantosa.

La comitiva se puso en marcha.

Según iban andando se les agregaban curiosos que enterados del suceso daban muestras de alegria y hacian mil comentarios á cual mas ofensivo para el infeliz poeta, concluyendo por denostarlo y mofarse de él.

Afortunadamente no era mucho el camino que tenian que andar.

El edificio que servia de cárcel era un casaron desmantelado, medio ruinoso y cedido gratuitamente por su dueño para este fin. La tradicion le señala todavia con el nombre de casa dé los Medranos por haber pertenecido á esta ilustre familia manchega.

La planta baja la ocupaba con su familia el alguacil del ayuntamiento, haciendo las funciones de conserge y de carcelero en compensacion de la vivienda que se le daba de valde, y el resto del edificio servia, en su parte mas segura y mejor conservada, para encerrar á los presos, y en lo mas inhabitable para dar asilo por una noche, en las frías de invierno, á los mendigos transeúntes.

Esta ligerísima pintura puede formar una idea del aposento que iba á tener Cervantes, y el cual no describimos ahora porque esperamos á visitarle con detencion, asi como tambien entonces hablaremos del alguacil, conserge y carcelero.

El alcalde hizo entrega del preso, encargando la mas esquisita vigilancia, pero ordenando al mismo tiempo que se le diese un jergon donde pudiese dormir y se le guardasen las consideraciones debidas á un hidalgo.

En pocos instantes cundió la noticia de la prision de Cervantes, lo cual puso de muy mal humor á Sancho el arriero, haciéndole salir de sus casillas y decir sin reparo que se habia cometido un abuso.

CAPITULO XXVII. Donde se dirá lo que habia sido del señor Antonio.

EN pocas palabras vamos á decir lo que habia sido del intrigante hidalgo señor Antonio, y cómo se encontraba, pues aunque ha de figurar muy poco en los sucesos que tenemos que referir, bueno será que el lector sepa cuál fué el término del que tanto contribuyó á las mayores desgracias del poeta.

Dejamos al presumido hidalgo en la hosteria de maese Mancioni, dispuesto á poner sitio á la nueva plaza defendida por la inocente candidez de Leocadia y la rigidez de la señora Cornelia Melendez.

Tres dias pasó el señor Antonio acechando constantemente para buscar ocasion de dirigir una mirada tierna á la doncella cuando entraba ó salía, pero no consiguió que ella lo mirase, teniendo el disgusto de que la tia gruñese cada vez que pasaban por su lado, y que con áspera voz dijese á la sobrina:

—Anda mas apriesa.

Algo impaciente, cometió el hidalgo la indiscrecion de acercarse á la puerta del aposento de su amada y escuchar, oyendo, sin perder una palabra el siguiente diálogo:

—Ya te he dicho, Leocadia, que no quiero que mires á ese mancebo.

—Pero sino he levantado del suelo los ojos.

—Es que tambien se mira con el pensamiento.

—No he pensado en él, señora tia.

—Cuidado con mentir.

—Pero si ese mancebo no me ha hecho ningun mal.

—Puede ser la causa de tu condenacion; el mundo está muy pervertido.

—¿Querria decirme vuestra merced en qué se conoce á los hombres malos?

—En sus acciones, porque si por el rostro fuese, nuestro vecino deberia ser un santo.

—¡Me mira de un modo!...

—¿Cómo lo sabes?

—Por casualidad....

—Hace tres dias que estás triste, los mismos que el mancebo se hospeda en esta casa.

—Es que vuestra merced me amonesta sin cesar y yo no he dado motivo....

—Te he prohibido que mires ni pienses en él, y me engañas.

—Señora tia....

—Anoche, soñando, pronunciastes su nombre. ¿Te sonrojas?.... Ya ves que te amonesto con razon.

—Perdóneme vuestra merced....

—Basta, Leocadia. Vamos á rezar al santo del dia mientras viene el procurador.

Lo que sintió el hidalgo al oír que le llamaban hermoso mancebo no podemos explicarlo.

La señora Cornelia no debia tener un pelo de tonta, y lo demostró así, tocando tan hábilmente la cuerda mas sensible del galan.

¿Y qué diremos cuando esta comprendió que era amado en silencio por Leocadia? ¡La inocente doncella habia soñado con él y habia pronunciado su nombre con aquellos lábios tan puros, tan frescos, tan rojos!...

—¡No puede haber mayor felicidad!—exclamó el hidalgo.

Al cuarto dia lo miró Leocadia al pasar, aunque rápida y disimuladamente, y se puso colorada.

—No hemos de estar asi toda la vida; la amo y me ama—dijo el señor Antonio.—Preciso es buscar los medios de entendernos, aunque su timidez es un inconveniente.

Desde entonces miró con mas afan, y pasados algunos días, cuando creyó que ya Cervantes no estaria en Madrid, se decidió á seguir á su amada hasta la iglesia.

La señora Cornelia se ponia de muy mal humor, pero el hidalgo no retrocedia por eso y continuaba yendo tras ellas á misa y á las cuarenta horas y dando agua bendita á Leocadia, lo cual producia siempre una acalorada discusion entre la tia y la sobrina cuando volvían á casa.

Tales inconvenientes encendieron mas la pasion del enamorado, y cuando pasó un mes sin haber logrado otra cosa que cruzar miradas y suspiros, empezó á desesperarse, preguntó á su corazon y este le dijo que, le era imposible vivir sin aquella mujer. Entonces pensó que la dulzura, la candidez, la virtud y la belleza de Leocadia podían hacer la felicidad de un hombre, compensándole la libertad del soltero. Empero casarse.....

—¡Oh!—exclamó entonces el hidalgo—¡El matrimonio!.... Sin embargo, á cierta edad no es cosa que debe causar espanto. Se acaba el amor y queda una dulce amistad que es cuanto un viejo necesita porque no puede sentir otra cosa; se pierde la libertad, pero esta es inútil cuando está el hombre en una edad en que no puede hacer uso de ella. No soy viejo, pero lo seré, y entonces echaré de menos la familia.

No era esto decidirse á casarse, pero sí pensar en el matrimonio, entrever afecciones de familia, y bastaba.

Una mañana, cuando el hidalgo acechaba la salida de la doncella, oyó que la vieja hablaba con mucho calor, y acercándose á la puerta escuchó que decia:

—¡Ay, Leocadia! ¡Por Dios y su santísima Madre! Mira que eres muy inocente y los hombres muy perversos. No respires siquiera, que no se aperciba de que estás sola. Encomiéndale á las ánimas benditas y al santo Cristo de la amargura que es muy milagroso. Acuérdate de cuanto te tengo dicho. Dios sabe el disgusto con que te dejo sola, pero ya ves que no es cosa de que vengas á casa del escribano. Pronto estaré de vuelta, pero en pocos momentos suele suceder una desgracia: el mancebo parece muy ladino, y como su esterior es tan agradable, fácilmente puede trastornar el seso de una mujer sin esperiencia.

Pueden figurarse nuestros lectores cómo halagarían estas palabras la vanidad del hidalgo, y á la vez, cómo se encenderían sus deseos por lo mismo que tanto cuidado ponia la señora Cornelia en guardar á su sobrina.

—Hija mia—repuso la vieja—ya que mis consejos y tus buenas inclinaciones te han librado hasta el presente de las asechanzas de Satanás, que no se pierda lo conservado á tanta costa en los pocos dias que vamos á estar en Madrid.

—Id tranquila—contestó la doncella—que nada puede sucederme teniendo presente á Dios y vuestros consejos.

—La Virgen santísima te proteja.

—¡Con que les quedan pocos dias de estar en Madrid!—dijo el hidalgo mientras la bruja bajaba la escalera.—Esto es cosa de reflexionar con madurez. Yo no pienso casarme ahora, pero no hay duda que lo haré con el tiempo. Una mujer no me faltará, pero es lo importante saber si cuandon me decida á ser marido encontraré otra Leocadia que reúna á su belleza sin igual, sus virtudes ejemplares.

El pez habia tragado el anzuelo.

Luchó largo rato el señor Antonio, y al fin, resuelto á que no se le escapase la ocasion de conseguir una mujer como aquella, repuso:

—La señora Cornelia podria estar ya de vuelta, pues dijo que no tardaría, y es fácil que, pensándolo asi la hermosa Leocadia, abra sin preguntar cuando llamen. Si no sucede asi, nada perderé, y al menos podré siquiera decirle por el ojo de la cerradura que la amo.

Sin perder un instante se acercó el hidalgo á la puerta del aposento de Leocadia y llamó como quien á su casa llega apresuradamente.

Engañada ó dejándose engañar, la doncella abrió al momento; pero al ver al señor Antonio exhaló un grito de espanto, ocultó entre las manos el rostro, diciendo mientras se metia en un rincón:

—¡Jesús me valga!

Cayó á sus piés el enamorado y con voz conmovida suplicó á Leocadia que le escuchase si no queria verlo morir atravesado por su mismo acero: y haciendo en esto ademan de sacar la espada, obligó á la doncella á que le respondiese, pidiéndole con ruegos encarecidos que se alejase y no comprometiese su reputacion ni la pusiese en el peligro de ser sorprendida por su tía, que era rígida y severa hasta la crueldad.

Siguióse un diálogo de reciprocas súplicas y juramentos de amor muy divertido para Leocadia y muy sublime en concepto del hidalgo.

Este prometió vencer la crueldad de la señora Cornelia, pidiéndole formalmente la mano de su sobrina, y ella á vueltas de sus ruegos y vacilaciones, dió á entender que amaba al señor Antonio, aunque el decirlo claramente no se lo permitían su timidez y recato que le pegaban al paladar la lengua cuando iba á pronunciar la palabra amor.

No necesitaba tanto para perder el seso el vanidoso hidalgo, y para dejarse arrebatar de su pasion le bastaba el rostro de la niña colorado por la púrpura del pudor y las primeras chispas de un amor, que aunque naciente, prometia ser un volcan; de manera, que dejándose llevar de su ardoroso deseo, cogió una de las manos de la doncella y ta besó con arrebato frenético antes que ella pudiera evitarlo.

Pero cuando iba á repetir con asombro y espanto de Leocadia, sonó en la escalera la voz gangosa de la vieja que decia:

—Dadnos el almuerzo, señor Mancioni. Abre, hija mia.

—¡Corred ¡—exclamó la jóven.

—Hasta luego—contestó el hidalgo.

Y salió velozmente y mientras decia:

—¡Maldita bruja!

Aquel mismo dia pidió el señor Antonio la mano de Leocadia, y prometió acelerar su casamiento para que no sufriesen perjuicios las buenas señoras deteniéndose en Madrid.

Muchos escrúpulos mostró la señora Cornelia para acceder, y mas inconvenientes puso, pero al fin, despues que tardó tres dias en pensarlo, dió su consentimiento, aunque poniendo ciertas condiciones y prohibiendo al hidalgo que las visitase (ton mucha frecuencia porque era preciso evitar la murmuracion.

No tardó un mes en hacerse el casamiento.

La señora Cornelia dijo entonces:

—El casado quiere casa y yo me vuelvo á la mia.

Pero el infeliz marido la obligó á que siquiera una semana les acompañase, porque Leocadia mostró gran pesadumbre por la separacion de su tia.

Esta accedió y al cabo de algunos dias salió de Madrid, llevando una respetable cantidad, parte, dada por el hidalgo para acudir á ciertos gastos que debían hacerse en Murcia para seguir el pleito que iba á dar una herencia á Leocadia, y el resto entregado por esta sin que lo supiese su marido.

La luna de miel fué muy breve.

No se recibieron noticias de la señora Cornelia.

El hidalgo escribió á Murcia, pero allí nadie la conocía.

Entonces pidió noticias sobre el pleito á Leocadia, pero esta dijo que nunca se habia tomado el cuidado de enterarse de semejantes pormenores y que aun sospechaba que fuesen ilusiones de su tia.

La jóven tímida y pudorosa se iba haciendo desvergonzada y desenvuelta. Pasaba delante del espejo la tercera parle del dia, y el resto en los paseos, los saraos y los corrales de comedias.

El hidalgo advirtió que gastaba mas de lo que le producían sus bienes, y cuando pensaba economizar, determinó su mujer aumentar los gastos, de manera, que al poco tiempo hubo de venderse una viña, á los ocho meses una casa, y un año despues un olivar.

Motivo era este para desesperar al señor Antonio, pero tuvo que pensar en otra cosa.

Leocadia acogia con sonrisas dulces los obsequios y galanterías de algunos enamorados que pretendían hacer con su marido lo que este intentó hacer con Cervantes.

Era la última desgracia.

Apuróse la paciencia del infeliz marido, se quejó y amenazó, pero la en otro tiempo tímida Leocadia se mostró enérgica y rebelde, y la casa se convirtió en un infierno.

Tras de la viña, la casa y el olivar, hubo que hacer nuevas ventas y llegó la total ruina deshaciéndose del resto del patrimonio con unos majuelos cuyo valor era de mil escudos de oro.

Dispuso el hidalgo retirarse con esta cantidad á vivir á un pueblo, pues era imposible sostenerse en la corte, y con sor presa suya aprobó Leocadia la idea, rogándole que no dilatase la ejecucion del plan.

—Está arrepentida—dijo el desdichado.—Vaya en gracia todo lo perdido con tal de pasar tranquilamente los dias de mi vejez. No tengo hijos y poco debe importarme gastar el último real el postrer dia de mi vida.

Resignado salió de Madrid para Arganda donde le hablan ofrecido venderle con muy buenas condiciones un viñedo, cuyo producto podria ser suficiente para vivir allí con modestia. Arreglado el trato con el vendedor, y convenido el dia en que habia de firmarse la escritura, volvió á su casa, si no gozoso, tranquilo y aun contento.

Empero un nuevo golpe acabó de hacerle purgar sus antiguos pecados.

Leocadia habia desaparecido llevándose los mil escudos y las joyas que su marido le habia comprado con el producto de su patrimonio.

Los criados no pudieron decir otra cosa sino que su señora habia salido una tarde y no habia vuelto.

Todas las diligencias que practicó el infeliz hidalgo para encontrar á su esposa fueron vanas.

Por congeturas aseguraban unos que se habia ido con un mancebo espadachín y jugador; otros que con un capitan que habia servido en Flandes, y algunos que sola para buscar fortuna por esos mundos de Dios.

Empero nadie sabia la verdad.

Desesperóse el hidalgo, juró, maldijo, blasfemó, pero tuvo al fin que conformarse con su suerte y vender hasta las sillas de su casa para no morirse de hambre.

Cuando se le acabó este recurso, apeló á los amigos; algunos se condolieron de su desgracia y lo socorrieron, pero cansados le volvieron tambien la espalda.

El desdichado se vió en la última miseria.

No le quedaban mas que dos caminos, pedir una limosna ó robar; pero le faltaba el valor para ambas cosas.

Ya iba siendo viejo y tampoco podia sentar plaza de soldado.

Bien pagaba el mal que habia hecho á doña Inés y á Cervantes.

El primer dia que se encontró sin ningun recurso para comer, fué precisamente el mismo en que prendieron al poeta en Argamasilla.

Tal era la triste situacion del hidalgo cuando nos vamos á separar momentáneamente de él, prometiendo encontrarlo mas adelante.

Debe estar satisfecha la curiosidad del lector, y con su permiso haremos una visita al preso.

CAPITULO XXVIII. Donde volveremos á ver á Cervantes.

Por mas que Cervantes reclamó y protestó contra el abuso de que habia sido víctima, sus enemigos continuaron dando al suceso un carácter de gravedad exagerada, enredando el asunto para dar treguas y conseguir con dilaciones su mas importante fin, que era no pagar lo que debian. La provocacion del duelo no podia probarse sin alterar las palabras del poeta, á lo cual no se atrevieron los testigos, pero el haber puesto mano á la espada, aunque podia tomarse por un movimiento natural, era tambien indicio, mas ó menos leve, de un desacato á la autoridad. En último resultado y sin cometer una injusticia escandalosa, ningun castigo podia imponérsele á Cervantes; pero si podia suceder, como estaba sucediendo, el tenerlo encerrado muchos dias y, aun meses.

El señor Alonso no alegó queja alguna; por el contrario, dijo que no se conceptuaba ofendido, pero en cambio tomó con tan ardiente celo la defensa de la autoridad, que decia haberse hollado, que el juez mas recto y severo hubiera quedado atrás en dar pruebas de amor á la razon y la justicia. No falló quien le hiciese observar que su conducta de desfacedor de agenos agravios era ridícula, ya que no se tachase de interesada; pero decia que era tal su amor á lo justo, que no podia ver el mas ligero abuso sin acudir en demanda de la reparacion debida y en ayuda del ofendido, y que en aquella ocasion tenia un doble y laudable interés por haberse hecho la ofensa á la autoridad y por residir esta en el padre de su esposa. Con semejantes escusas, fué, vino, y tanto revolvió, que, mas que el alcalde, él hizo el principal papel en aquel asunto. Su carácter grave, sus pretensiones de hombre recto y sabiondo, porque habia estudiado en Alcalá griego y latin y algunos elementos de derecho, le hacian muy á propósito para el caso. En cualquiera cuestion eran tenidos en mucho sus fallos por todos los habitantes de Argamasilla; solamente el cura, el barbero y el alguacil se atrevían á discutir con él, siendo siempre de contraria opinion.

Además de las intrigas del señor Alonso y los otros deudores, y de la mala fé del alcalde, la opinion pública estaba en contra del poeta, escepto los tres individuos de que hemos hablado, es decir, el cura, el barbero y el alguacil que no pagaban diezmos y calificaban de abuso y tropelia la prision.

Pasó Cervantes algo mas abatido que de costumbre los primeros dias de su encierro, pero cuando vió el giro que tomaba el asunto, y despues de saber por su carcelero el alguacil que se intrigaba con ardor, convencióse de que habia de estar mucho tiempo allí y dispuso avisar á su familia para que no estrañasen ni su silencio ni su larga ausencia. Lo que mas conveniente le pareció fué que llevara Sancho una carta cuando hiciese su primer viaje á la corte,.y provisto de lo necesario para escribirla, gracias á la buena voluntad de servirlo que mostraba el alguacil, pidió que le dejasen ver al arriero, lo cual, despues de varias consultas entre el alcalde y los de su camarilla, le fué concedido.

El encierro de Cervantes era un aposento espacioso, pero sombrío, porque solo tenia una ventana pequeña con reja de hierro practicada á cuatro ó cinco piés de altura del suelo y por donde á ciertas horas entraban algunos rayos de sol. Las paredes estaban ennegrecidas por el tiempo, carcomidas en muchas parles, viéndose en ellas, escritos con carbon, nombres y versos, y dibujadas algunas grotescas figuras, recuerdos todo ello del ocio de los que hablan estado allí encerrados. En un rincon habia una que no sabemos si llamar cama, según era de miserable; y bajo la ventana se veia una mesa de nogal antiquísima, coja, mugrienta y apolillada; pero que al fin y al cabo era un mueble que hasta entonces ningun preso habia tenido. Sobre la mesa habia la mitad inferior de un puchero que hacia las veces de tintero y que contenia un líquido pardusco revuelto con raeduras de asta y una pluma negra, y esparcidos en desórden algunos papeles de distintos tamaños. Un banquillo de pino y un cántaro con agua completaban cuanto en la habitacion habia. El piso era de mezcla de cal y arena, grieteado, desconchado y lleno, junto á las paredes, de agujeros por donde á todas horas salian y entraban tranquilamente ratas del tamaño de gazapos.

Ya hemos dicho que el alguacil era uno de los que siempre opinaban de distinto modo que el hidalgo, y por consiguiente estaba á favor de Cervantes, lo cual valió á este la mesa, tintero y papel que ningun preso hubiera podido alcanzar.

Aunque el poeta era de espíritu fuerte, sin embargo, en los dias que llevaba de encierro habia enflaquecido, aunque poco, y se habia aumentado el numero de sus canas.

En el momento en que lo presentamos paseaba á lo largo de la habitacion, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho, meditabundo y triste, pero no como un hombre débil y abatido, sino como fuerte y resignado. Sus vestidos estaban sucios como nunca, rotos y puestos con desaliño, lo cual no era en él cosa estraña.

Las ocho de la mañana serian y ya llevaba dos horas de no interrumpido paseo, moviéndose con la igualdad y precision de un autómata. Probablemente hubiera seguido de la misma manera algunas horas mas si de llegasen á interrumpirle.

La puerta se abrió y entraron dos personas.

La una, era Sancho.

La otra, un hombre de mediana estatura y de unos cincuenta años de edad, flaco, de rostro aguileño, ojos pardos de mirada viva y alegre y espeso bigote gris. A pesar de sus años denotaban sus movimientos rápidos y enérgicos que estaba acostumbrado á una vida activa y que conservaba todo el vigor de su juventud. Sus vestidos eran, no solo modestos, sino pobres, pero limpios. Se llamaba Antonio Garcia y era el alguacil y conserge ó carcelero de que hemos hecho mencion, por lo cual se le conocia con el nombre de Anton el alguacil.

—Aquí lo tiene vuestra merced—dijo al entrar y señalando á Sancho.—Solos os dejo para que hableis con despacio y libertad.

—Ningún secreto tengo que decirle—contestó el poeta—de modo que si quereis quedaros podeis hacerlo.

—¿Para qué? Cuando hayais concluido, llamad y vendré, que tiempo nos queda á nosotros para hablar si teneis ganas de conversacion.

Salió el alguacil, volviendo á cerrar la puerta, y Sancho, despues de contemplar por algunos momentos á Cervantes, dijo:

—Mucho agradezco á vuestra merced que se haya acordado de mí porque tenia ganas de verlo, y si no he venido sin que me llame vuestra merced, no ha sido por falta de voluntad sino porque no me ha dado el alcalde licencia para ello.

—Sé que me estimais, buen Sancho—contestó el poeta—y vuestro cariño tiene para mí un doble valor puesto que nada me debeis.

—No hablemos de eso, señor—replicó Sancho sentándose en el banquillo—los hombres debemos servirnos los unos á los otros, y además, si bien se piensa, nada teneis que agradecerme sino algun consejo que por desgracia no os ha servido.

—Hubo un momento en que lo olvidé.

—No se fie vuestra merced del señor Cosme, os dije.... Pero en fin, no hablemos de lo que ya sucedió, porque tratar de lo que no tiene remedio es tiempo perdido. Lo que ha de hacer vuestra merced es no abatirse, porque asi no saldrá de su apuro, y piense que el buen tiempo viene siempre tras el malo, porque no hay bien ni mal que cien años dure, y consuélese con aquello de bien vengas mal si vienes solo.

—Convencido estoy, amigo Sancho—dijo Cervantes que empezó como siempre á encontrar agradable la conversacion del arriero—convencido estoy de que los refranes os han hecho feliz.

—Ya dije á vuestra merced que siempre habían sido mis consejeros y que nunca me engañaron.

—Una cosa deseo saber—replicó el poeta—y vos me direis la verdad.

—Como que soy enemigo de la mentira que es el mayor pecado que comete el hombre.

—¿Qué se dice de mi por el lugar?

—Que habeis venido á chupar la sangre de los pobres y que bien merecido teneis el estar aquí encerrado: y no basta decirles que si vinisteis fué porque os mandaron venir, pues contestan que un hombre honrado debe tomar otro modo de vivir. Lo peor de todo es que el señor Alonso de Quijana, ya sabeis, el que está casado con la hija del alcalde, anda revolviendo todo el lugar para levantar contra su merced las voluntades, diciendo que vuestra merced intentó sacar la espada y que habló desatentamente de los vecinos de Argamasilla.

Cervantes hizo un gesto desdeñoso y dijo:

—Harto castigo es su misma ruindad.

—En el pecado va siempre la penitencia.

—¿Y qué piensan hacer de mí?

—Cada cual da su parecer, pero el que menos, dice que vuestra merced debe ir á galeras.

—Allá veremos, Sancho: si no galeras, me harán sufrir un largo encierro á lo que presumo, y por eso he determinado decir á mi familia lo que sucede.

—Bien hace vuestra merced, así como no estaria demás que buscase el favor de alguna persona de valimiento, pues de otro modo dejarán que se consuma aquí vuestra merced.

—Parientes tengo en esta tierra que pudieran servirme, pero no quiero acudir á ellos sino en el último apuro, y ahora no haré mas que dar aviso á mi familia, para lo cual os ruego que lleveis una carta á Madrid y que la entregueis á mi esposa, diciéndole al mismo tiempo que no se apure pues el asunto no lo merece.

—Haga vuestra merced lo que mejor le parezca, aunque yo pienso que el hombre prevenido vale por dos. Deme vuestra merced la carta que yo la entregaré, diciendo que no pasen cuidado.

—Sobre todo—repuso Cervantes—si viéseis que mi esposa piensa venir, hacedle comprender que agravaria mi situacion por muchos conceptos, y que aumentaria mi cuidado porque aquí seria el blanco de los tiros de todo el lugar. Ya se lo digo asi en la carta, pero tal vez necesiten mis palabras el apoyo de vuestras esplicaciones.

—Descuide vuestra merced que haré cuanto pueda, y sino bastare no será la falta de mi voluntad sino de mi entendimiento.

—Gracias, buen Sancho, tomad la carta y que Dios os bendiga y os dé la prosperidad que mereceis.

Tomó Sancho la carta, dióle mil vueltas, la guardó bajo su coleto y se rascó detrás de la oreja derecha como tenia de costumbre cuando dudaba ó no se atrevia á decir alguna cosa que sospechaba pudiese ofender.

—Vos y mi carcelero—añadió el poeta—sois las dos únicas personas que en medio de mi desgracia me han demostrado afecto.

—Anton es hombre de bien, franco y leal como buen soldado viejo, y aunque un si es no es desvergonzado, zumbon y amigo de reírse á costa agena, no tiene intencion dañada, y fuera de la broma es capaz de quedarse sin comer si otro!e pide lo que tiene en la boca. En cuanto á mí, nada valgo, pero.... en fin—añadió el arriero, volviendo á rascarse y á dudar—yo soy un pobre villano que no aprendí mas que el padre nuestro, y suele suceder que cuando uno dice las cosas con el corazon en la mano, ofende sin intencion y.... vamos, ya he dicho á vuestra merced que no sé esplicarme ni entenderme yo mismo porque soy muy duro de mollera, pero vuestra merced me comprenderá á poco que yo hable.

—¿Temeis haberme ofendido alguna vez con vuestras palabras? Nó, amigo Sancho, muy al contrario, que palabras y obras tengo que agradeceros, y tantas que jamás podré pagaros.

—No es que yo haya ofendido á vuestra merced, sino que en adelante le ofenda.

—¿Cómo?—replicó sorprendido Cervantes.

—¿Me da vuestra merced licencia para decirle lo que siento?—repuso Sancho visiblemente conmovido.

—¡Qué si os doy licencia!...

—Y me promete no enfadarse....

—Le que se dice con buena intencion no ofende.

—Soy un pobre, señor; ya sabe vuestra merced que tengo dos jumentos y seis ovejas, pero como al que bien anda bien le sale todo, y mi Teresa es tan mujer de su casa y tan vividora que un real lo convierte en dos, sucede que además de que no falta á mis hijos el sustento, se ahorran algunos maravedises por si Dios quiere castigar nuestros pecados con algun contratiempo, y....

—Basta, Sancho—interrumpió el poeta que sintió oprimírsele el pecho con la mas dulce emocion:—os comprendo y no necesitais esplicaros mas...

—Señor....

—Me ofreceis el pan de vuestros hijos....

—¿Os he ofendido?—replicó Sancho que apenas podia hablar.

Pero no menos conmovido Cervantes, dió la mano al arriero diciéndole:

—¿Cómo no habeis de ser feliz?

—Perdone vuestra merced si se me llenan de agua los ojos, pero no puedo remediarlo, no soy fuerte como otros hombres...

—Teneis un gran corazon.

—He dicho lo que siento á vuestra merced, y si acepta mi ofrecimiento....

—Nó, Sancho, no acepto porque no necesito.

—Vuestra merced es honrado y muy puesto en sus puntos, y cuando ha venido á ejecutar á los deudores de Argamasilla, esponiéndose á sufrir lo que mas duele á un hidalgo....

—Es porque la necesidad me obliga.

—Eso he pensado, señor; y por lo mismo....

—Cuando vayais á mi casa decid á mi esposa que os enseñe un tesoro que tengo y os convencereis de que no soy pobre.

—Un Tesoro!

—Para dotar a mi hija…

—Entonces....

—Mi desgracia no puede remediarse con dinero—replicó el poeta con amargura:—el mal está aquí, en el corazon, donde los hombres han abierto heridas que solo Dios con su mano omnipotente puede cerrar, pero que no espero que las cierro sino la mano de la muerte.

Sancho fijó en Cervantes una mirada de curiosidad y admiracion.

—No podeis comprenderme—añadió el pobre manco—ni yo os lo esplicaré porque no quiero robaros la felicidad rasgando el velo de la tranquila ignorancia, de la dulce inocencia que cubre vuestros ojos: seria un crimen arrancaros la dicha con el reposo, el reposo con la fé en el mundo.... ¡Dios os bendiga!

—Es una verdad, no entiendo á vuestra merced, y si nada mas de lo que sé me hace falta para criar á mis hijos en el temor de Dios y ganar el cielo, no quiero aprenderlo tampoco.

Cervantes se pasó las manos por la frente, sonrió con una amargura que pasó desapercibida para Sancho, y despues de una breve pausa dijo:

—¿Cuándo ireis á Madrid?

—Mañana si Dios quiere saldré de Argamasilla.

—Pues os ruego que cuando volvais no dejeis de venir á verme.

—Al momento.

Cervantes volvió á estrechar la mano del arriero y este salió conmovido y triste, entrando alegre el alguacil.

La presencia de este no dejó á Cervantes entregarse á reflexiones que tanto tenian de tiernas como de tristes, pues para él tenían mucho valor los sencillos ofrecimientos de Sancho, aunque para otro cualquiera hubieran pasado sin darles la menor importancia.

El alguacil se retorció el bigote según acostumbraba desde que fué soldado, y dijo:

—Como pasais solo las horas muertas y el hablar es un alimento como el pan, por eso vengo algunos ratos á haceros compañía; pero si os estorbo, decídmelo y os dejaré.

—Nó, amigo mío—contestó Cervantes—quedaos si otra cosa no teneis que hacer, porque me agrada vuestra conversacion.

—Por mala que sea, señor, algo mas debe divertiros que el mirar estas cuatro paredes que nada tienen de divertidas.

—Os equivocasteis por esta vez, señor cancerbero—replicó el poeta que pareció ponerse repentinamente de buen humor:—estas cuatro paredes me han hecho mas breves las horas de mí encierro.

El alguacil miró á todos lados como para buscar lo que habia podido divertir á Cervantes y luego dijo:

—En verdad que nada puede haberos distraido á no ser la contemplacion de esas pinturas.

—Precisamente ahora habeis acertado, y por mas que se tenga por pueril el tal entretenimiento, como nada tenia que hacer y los dias de un preso son tan largos, he pasado horas y horas mirando esas figuras y asi he conseguido apartar el pensamiento de lo que solo puede atormentarme.

—¿Y qué habeis sacado en limpio?

—Nada que merezca la pena, pero me he convencido de que esos letreros y figuras se han trazado, muchas sin mas objeto que el de entretener el ocio, pero otras con una intencion muy meditada. Tristes y dolorosos recuerdos, amarguras, esperanzas, quejas, sublimes verdades, frio escepticismo, ardiente fé, punzantes sátiras y otras muchas ideas, revelan para mí, aun cuando á primera vista no parecen, como os he dicho, sino recursos del ocio para abreviar el tiempo.

—Habeis acertado—dijo animado el alguacil:—esa es mi opinion, pero á nadie me hubiera atrevido á manifestársela por miedo de que se burlasen de mi. Desde el año pasado me han dado que pensar esos mamarrachos, y muchas veces me he empeñado en averiguar lo que significaban algunos de ellos.

—¿Y por qué solamente desde el año pasado y no desde que estais en esta casa?

—Porque en ese tiempo estuvo aquí encerrada una persona que dibujó aquel caballero que veis allí junto á la reja, y me esplicó el por qué lo hacia.

Y el carcelero señaló á una de las figuras que era á no dudarlo una caricatura dibujada con una habilidad y maestria sorprendentes.

—Esa precisamente—replicó Cervantes—es la única que no he podido descifrar. Representa un ginete armado de todas armas, caballero en un rocin que por lo flaco y mal cortado me recuerda al que me sirvió en una ocasion bien solemne para hacer un viaje desde Portugal á España. Enristra un lanzon y está en actitud de acometer desaforadamente á ese pobre hombre desarmado que tiene delante, mientras que aquellos que están detrás lo miran y rien con aire de lástima. Me llama la atencion que cuide tanto de cubrirse con su rodela como para evitar un golpe que no le amenaza, en tanto que deja el rostro descubierto, teniendo calado su casco.

—Con el fin de que se le conozca—dijo el alguacil—porque es un retrato.

—¿Y por qué las piezas de la armadura son de distintas épocas? Eso no puede estar sin intencion.

—Para indicar que es pobre y ha tenido que ponerse lo que ha encontrado, con tal de armarse de piés á cabeza. Ya veis que el caballo demuestra tambien la escasa fortuna de su dueño.

—Me picais la curiosidad—dijo Cervantes,—y quisiera saber cual fué el pensamiento del pintor: no me cabe duda que quiere ridiculizar algo, pero no acierto el qué.

—Os lo esplicaré en cuatro palabras.

—Asi entretendremos el tiempo.

—Hay en Argamasilla un hidalgo con mucha vanidad y muy poco dinero, y que so color de su rectitud y amor á la justiciase mezcla en cuanto no le importa y gobierna el lugar como si fuese el alcalde. No ha faltado quien le prometa por lo menos una paliza si continúa metiéndose en casa agena; pero él, envalentonado con la proteccion del señor Cosme, y siempre en nombre de la razon y la justicia sigue haciendo de las suyas, y aun creo que ha llegado ya á ser una manía.

Cervantes se sonrió como si hubiera comprendido el enigma que hasta entonces no habia podido descifrar, y escuchó al alguacil con muestras del mas vivo interés.

—Proseguid—dijo.—que cada instante es mas viva mi curiosidad.

—A eso voy.

—Sin duda el que lo pintó debia ser víctima de la oficiosa intervencion del hidalgo.

—Ni mas ni menos. Tres meses pasó aquí encerrado el que tuvo la ocurrencia de dibujar esa figura. ¿Y sabeis cuál fué su delito? Pues no consistió en otra cosa que en haber dicho en un momento de broma que el alcalde parecia un túnel. Oyólo el hidalgo reparador de injusticias y vengador de agravios agenos, como le llamaba el preso, y no fué menester otra cosa.

El poeta contempló la caricatura con el mismo afan é interés que un artista contempla un cuadro de Rafael ó una escultura de Miguel Angel.

—Ahora lo comprendo todo—dijo despues de algunos momentos.—Esa es la venganza del preso que ha representado al hidalgo en uno de esos caballeros andantes, parlo de ingenios enfermizos que han hecho á las letras mas daño con sus libros de caballeria que Lutero á la cristiandad con sus doctrinas hé aquí mi héroe tanto tiempo buscado y que tal vez no hubiera encontrado jamás.¡Ah!... ¡Gracias, Dios mio!—exclamó el poeta, olvidándose del alguacil.—Gracias porque me habeis traído á esta prision. Un enderezador de entuertos, desfacedor de agravios cuya fama se estenderá por el Universo y durará por los siglos de los siglos....¡Bendita la hora en que me encerraron aquí!

—¡Señor hidalgo!—exclamó admirado el carcelero—¿os habeis vuelto loco?

—Mirad—repuso Cervantes—esas paredes son un gran libro escrito por muchos hombres, pero una de sus páginas vale tanto, que solo por haberla leido doy gracias al cielo de estar aquí.

—Pero...»

—Conozco el original de ese admirable retrato.

—¿Habeis adivinado?...

—Es el señor Alonso de Quijana, el mismo por quien yo estoy preso.

—No os equivocais.

—Pues bien, quiero vengarme como el pintor, le retrataré tambien, solamente que usaré de la pluma en lugar del lápiz.

—¿Vais á copiar en un papel esa figura?

—Nó, Anton, estais muy torpe, lo cual es estraño en vos.

—Me teneis aturdido con vuestras exclamaciones y no comprendo una palabra.

—El otro preso, tan inocente como yo, retrató y satirizó al señor Alonso en esa estraña figura, y yo escribiré su historia, haciendo á la vez un señalado servicio á las letras.

—Algo voy entendiendo.

—Os leeré lo que escriba mientras esté aquí, y os regalaré el libro despues de impreso, que bien lo mereceis. Será una historia divertida, la de un famoso caballero andante manchego.

—¡Calla!—exclamó el alguacil dándose una palmada en la frente.—¿Un caballero como don Amadis de Gaula?

—El retrato de uno de esos caballeros, pero el retrato como está aquí, que se le parezca teniendo otras formas, el retrato de lo ridículo.

—Todavia no lo comprendo del todo; pero en fin, ya lo veré, puesto que me habeis prometido leerme la historia.

—Con tal que me faciliteis papel, mucho papel para escribirla.

—Escaso anda en el lugar, pero acudiré al señor cura que me dará cuanto le pida en cuanto sepa que es para escribir la historia del señor Quijana.

—Pues bien, no perdais momento porque quisiera empezar hoy mismo. Y decid al señor cura que se lo pagaré con un recuerdo que no habrá de serle desagradable.

—Lo tendreis aquí para cuando acabeis de comer.

—Mientras aprovecharé el tiempo ordenando mis ideas y haciendo algunos apuntes.

El alguacil salió.

Cervantes volvió á emprender su paseo, pero no triste como antes. De vez en cuando se dilataba su boca para sonreir maliciosamente y murmuraba algunas palabras. Su cuerpo parecia haber recobrado repentinamente toda la energia de su juventud, y en su semblante brillaba la alegre espresion de mejores dias. En aquellos momentos era feliz porque se habia olvidado de sus desgracias.

—¡Lo uno y lo otro á la vez!—exclamó.—¿Qué mas puedo desear? Me vengaré noble y aun discretamente de mis perseguidores y daré un golpe terrible á esos condenados libros de caballeria que tanto mal han hecho á nuestras letras. Dentro de cincuenta años nadie los leerá, y solamente como objeto de curiosidad les dará asilo en su biblioteca algun curioso erudito.... ¡Tente vanidad!... ¡Ah!... Allí lo tengo—añadió señalando al caballero que habia pintado en la pared:—Dios bendiga la mano que lo trazó tan hábilmente.

Siguió paseando y despues de algunos momentos dijo:

—Ahora necesito un nombre para mi héroe, pero un nombre que á la vez que se derive se parezca al de ese necio hidalgo, se aprenda fácilmente de memoria y no desdiga de la estravagante ridiculez del que lo lleva. Quijana....—prosiguió deteniéndose y meditando:—puede, hacerse Quijada.... es bastante ridículo.... y algo indica lo enjuto de rostro y.... Pero nó, no tiene ese sonido altisonante que conviene á un caballero que va en busca de famosas aventuras... Qui... Quija... Quijo... ¡Quijote!—exclamó con entusiasmo—¡Ya le tengo!... Don Quijote de la Mancha, con la añadidura de famoso caballero.... Nó, le pondré ingenioso hidalgo para que sea mas punzante la sátira y para llamar la atencion con la novedad.... ¡Don Quijote!

El rostro de Cervantes espresó la misma alegria que le hubiera hecho sentir el hallazgo de un tesoro.

Luego volvió á pasear y á meditar, interrumpiéndose de vez en cuando para hacer apuntes, pasando asi el resto de la mañana hasta que el alguacil volvió con la comida y el papel.

—¿Qué es esto?—preguntó sorprendido el poeta al ver una empolvada botella de vino.

—Puro y añejo—dijo Anton.

—¿Quién ha tocado el corazon del alcalde para que me regale de esta manera? ¿O es que el señor Quijana, sabedor de que voy á inmortalizarlo, se muestra agradecido y para que me inspire me envia ese néctar?.

—Es del señor cura.

—¿Cómo?... ¿Además del papel?...

—Me entregó la botella y me dió para vos un recado que aprendí de memoria para repetir sus mismas palabras.

—Si, repetidlas, buen Anton.

—Fueron estas: Decid al señor Miguel de Cervantes que por una casualidad ha llegado á mi noticia quién es; que deseo servirle y me duele que un hombre de su ingenio y calidad se vea como él se ve, y que mañana iré á visitarle. Dadle el papel y decidle que cuanto tengo está á su disposicion, y llevadle tambien esta botella que hace seis años tapé yo mismo, pues si ha de trabajar es preciso que repare las fuerzas con la de este vino.» Estas son sus mismas palabras, que supongo aumentarán vuestra alegría, mas cuando vienen acompañadas de un esquisito añejo que puede resucitar á un difunto.

—Bien, amigo mió—contestó Cervantes;—veo que con razon alababais al cura de Argamasilla, pues quien tan discretas razones dice y obra tan generosamente, debe valer mucho.

—Ya os convencereis mañana.

—Os nombro mi Ganimedes—repuso el poeta que habia recobrado su antiguo buen humor.—¿Estais contento?

—No sé que oficio es ese.

—Os lo esplicaré, señor Anton.

—Sepamos.

—Ganimedes es el que en la mesa de los dioses del Olimpo escancia el divino néctar que estos beben.

—¿Y él no lo prueba?—replicó el alguacil.

—No teneis un pelo de tonto, amigo mio, y bien mereceis sentaros conmigo á la mesa y ayudarme á vaciar ese frágil casco donde se encierra el alma del dios de los racimos.

—Ahora os entiendo y me parece buena la idea.

—Entretanto os haré algunas preguntas sobre el vengador de agravios agenos, pues necesito algunos datos mas para perfeccionar mi obra.

—Si con tan poco os pago la media botella que me ofreceis....

—Es cuanto os pido.

—Pues si no lo llevais á mal puede hacerse una cosa. ¿Cuál?

—Traeré mi comida que es mejor que la vuestra, y partiremos ambas.

—Perfectamente.

—Tengo una liebre en salsa de ajo, regalo de mi amigo el barbero.

—Ese barbero merece tambien que se le inmortalice, y yo me encargo de ello. ¿Cómo se llama?

—Todos le decimos maese Nicolás.

—Pues bien, maese Nicolás tendrá en pago de la liebre una página en la famosa historia del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

—Nunca os he visto tan alegre.

—Soy feliz.

—Voy por la liebre.

—Sí, traedla y vereis que pronto la convertimos en esqueleto.

Pocos minutos despues, como si fuesen dos antiguos camaradas, comían alegremente el poeta y el alguacil y brindaban por don Quijote.

CAPITULO XXVIII. De cómo Cervantes dió principio a la famosa historia le don Quijote de la Mancha.

Durante la comida se informó el poeta de cuanto tenia relacion con el hidalgo Quijana, enterándose de sus costumbres con toda minuciosidad y cuidado.

Fácil le fué al alguacil satisfacer todas las preguntas, pues como es sabido, en las poblaciones de corto vecindario no es un secreto la vida privada de nadie.

La botella se apuró con mas prontitud de la que deseaban los bebedores, quedando solamente medio vaso para limpiar el tragadero despues de la comida. Sorbo á sorbo acabaron alternativamente con aquel precioso resto, y la conversacion de sobre-mesa fué en estremo graciosa y animada, prolongándose hasta las cuatro de la tarde.

—Bien—dijo entonces el poeta.—No quiero que pase el dia sin que queden escritas las primeras páginas de la famosa historia, y por tanto, amigo Anton, os ruego que me dejeis solo.

—Pues que Dios os ilumine y escribid apriesa, que yo entretanto voy á reposar una media hora, hasta que maese Nicolás venga como tiene de costumbre.

El alguacil recogió los restos de la comida y salió cantando alegremente.

Cervantes, sentado junto á la mesa, fijó su mirada en la caricatura del señor Alonso y quedó como extasiado.

Largo rato permaneció inmóvil como si fuese una estátua.

Aunque sin hacer el mas leve gesto, iba animándose cada vez mas su rostro y parecia que se dilataba su noble frente.

El brillo de sus pupilas se aumentaba por instantes.

Entreabrióse lentamente su boca, y al fin una ligera sonrisa completó la espresion de su semblante.

Se habia reanimado el fuego de su inspiracion.

Comenzaba á elucubrarse en aquel cerebro sin igual la grande obra que debia producir una revolucion en las letras y ser la admiracion del mundo y la primera y mas envidiada gloria de nuestro Parnaso.

Si, nuestra mas envidiada gloria literaria. ¡Oh, si el célebre Le Sage, el famoso ladron literario que tan hábilmente supo esplotar los tesoros de nuestras letras hubiese podido escribir su nombre junto al del Hidalgo Manchego como lo puso con el del Diablo Cojuelo y Gil Blas, con cuanto orgullo llamaria la Francia á su avutarda el reformador del gusto literario, el creador de la novela, el primer ingenio satírico del mundo.

Entre las sombrías paredes de un calabozo, con la imaginacion preñada de negros recuerdos, el alma transida de dolores y la esperanza en lucha tenaz con la esperiencia y los desengaños concibió y escribió su inmortal obra Miguel de Cervantes. Allí, con los miembros ateridos, respirando un aire fétido, sin percibir otro ruido que el desagradable de las alas de un murciélago que se entra aturdido por la ventana, ó de un raton que salta ó roe, entre asquerosos insectos y sin ver la luz del dia mas que á través de los hierros de la prision, so escribió la obra mas ingeniosa y festiva que han visto los siglos.

Ya declinaba el dia.

La sonrisa de Cervantes se hizo mas espresiva.

Los últimos rayos del sol penetraban por la ventana, coronando la frente del poeta como una aureola de luz formada por el fuego de su inspiracion.

Pasóse las manos por la frente, tomó la pluma, y mientras continuaba sonriendo alegre y burlonamente, comenzó á escribir de esta manera la historia del ingenioso hidalgo:

«En el lugar de Argamasilla de Alba, que es entre todos los de la manchega tierra el que se tiene por cuna de mas esclarecidos hidalgos...»

La pluma corrió sobre el papel con velocidad.

Nunca habían afluido á su imaginacion tantas ideas; nunca con tanta facilidad habia escrito.

Si Cervantes hubiera conocido en su juventud las condiciones especiales de su talento y el tiempo que invirtió en escribir comedias lo hubiera empicado en obras del género del Quijote , ¡qué rico tesoro poseeria nuestra literatura! ¡Y cuántos vicios sociales no hubiera podido corregir! Porque no era Cervantes solo un escritor satírico lleno de gracia y de inventiva sorprendente, era un profundo filósofo, acertado analista y un consumado maestro para retratar las costumbres de su época, como lo probó en los cuadros de Rinconete y Cortadillo, La tia fingida y El casamiento engañoso que revelan bien claramente al hombre que ha levantado fibra á fibra con su escalpelo todas las del cuerpo social hasta la mas escondida del corazon.

Desde los reyes católicos felipe II. Se habia operado un cambio completo en nuestras condiciones sociales; un siglo no mas media entre laque puso la cruz en las torres de la Alhambra y el que hundió la inedia luna en las aguas de Lepanto; pero al comparar una época con otra, se cree que habían mediado diez siglos. La transicion habia sido rápida, violenta y habia costado mucha sangre: en este período se levanta una figura colosal, Carlos V, el hombre que fué á la vez gran rey, gran político y gran soldado. Lo mismo que las costumbres, la literatura debia sufrir un completo cambio, y debia ser tambien rápido, violento y costoso. Un paso, no mas que un paso tenia que dar para hundiese en el abismo á cuyo borde se encontraba, ó levantarse triunfante. El génio se sintió impulsado por el espíritu de la época, vaciló y por eso se disputaron la primacia con igual ardor todos los géneros literarios, invadiendo á la vez el palenque la musa bucólica con su dulce arrullo, la dramática con sus emociones, la satírica coa su aguijon, la fantástica con sus sorprendentes creaciones y el clasicismo sin mas armas ni defensa que su blanca túnica. Aparecieron y fueron recibidas con igual entusiasmo la novela pastoril que intentó hacerse dueña de la imaginacion con sus llores y armonías, la romántica que quiso dominar los espíritus con su aparente filosofía, la fantástica de historias caballerescas que escitó el interés de todo lo estraño y maravilloso, y la comedia que se apoderó del corazon, valiéndose de los mágicos resortes con que conmueve, sorprende, enseña y recrea. Ninguno de los contendientes cedió el campo: todos ellos prefirieron morir á declararse vencidos, y nuestra literatura concluyó. Un génio poderoso habia luchado contra todos juntos: sus esfuerzos nos dejaron un tesoro, pero corrompieron el gusto y sucumbió nuestra literatura. La figura de Góngora se levanta en nuestro Parnaso como la de Cárlos Y en nuestra historia: y quedó reservada á Solis la gloria de nuestra regeneracion literaria como á Felipe Y la de nuestra regeneracion política.

Por eso Cervantes recibiendo cada dia nuevas impresiones, vaciló tambien, tomando y abandonando los numerosos caminos que tenia delante, y solo una vez siguió el que le habia marcado la naturaleza al dotarle de un talento con ciertas y determinadas condiciones.

Las desgraciadas vicisitudes del glorioso manco influyeron mucho para que desde luego y de una vez no se fijase en un género literario: las mas sagradas y urgentes atenciones pesaban sobre él: su madre, su esposa y su hija no tenian otro amparo que el fruto mezquino de sus vigilias, y con el deseo de acudir á todas las necesidades, intentó escribir de todo para ver lo que mas le producia aunque tuviese que sacrificar sus gustos y sus inclinaciones. Sin duda por esto, como el teatro era lo que mas producía, escribió sus comedias, pero sin entusiasmo y apreciándolas en tan poco que al hablar de ellas dice que eran doce ó catorce, como si no recordase su número.

Pero quiso la fortuna de su desgracia, que así podemos decirlo, que lo encerrasen en un calabozo, imposibilitándole de acudir á las necesidades de su familia, y entonces, sin atender á lo que pudiera producirle su trabajo, quiso una vez en su vida entregarse á la espansion de sus inclinaciones, y dejando que estendiese las alas su fecunda imaginacion escribió el Quijote con todo el entusiasmo de la espontaneidad.

Las ofensas que habia recibido, la injusta persecucion de que era objeto, le dieron ocasion para vengar á la vez noble y discretamente los agravios, veste justo y natural deseo avivó mas y mas la llama de su inspiracion.

La casualidad le habia deparado tambien tos tipos de los principales personages de su historia; el señor Alonso de Quijana y Sancho el arriero, y para que nada le faltase encontró en su memoria el caballo en que con su tierna hija lo vimos salir de Lisboa, el cual le sirvió para hacer la pintura de Rocinante.

Ya dijimos que los últimos rayos del sol coronaban la frente del inmortal ingénio.

La luz del dia huyó bien pronto, y Cervantes se vió obligado á dejar la pluma. Empero ya habia llenas algunas hojas de papel, estaba hecho el retrato de la persona y costumbres del señor Alonso de Quijana y dados los primeros golpes de muerte á las historias de caballeros andantes.

—¡No puedo continuar!—murmuró el poeta con acento de marcado disgusto.—¡Y no tengo una luz!

Se cruzó de brazos, repasó en su memoria lo que acababa de escribir, y satisfecho de su obra se levantó y á tientas se fué á la cama.

Media hora después dormia con el mas dulce de los sueños, y una docena de corpulentas ratas recoman la habitacion, subian al banquillo y la mesa en busca de las migajas y revolvían los, papeles al cruzarse en tropel en todas direcciones.

Pasó silenciosamente la noche.

La aurora sonrió para todos menos para Cervantes, pues los tímidos reflejos del crepúsculo no entraron por la ventana de la prision; empero cuando el sol comenzó á esparcir sus rayos, una tenue claridad iluminó parte del sombrío aposento.

El poeta rezó fervorosamente, hizo la señal de la cruz sobre su frente y su pecho, saludó con el pensamiento á su hija y sonrió dulcemente.

Lo primero que hizo fué acercarse á la mesa, y al ver el desórden en que estaban los papeles, exclamó:

—¡Necio de mi!... No pensé en los ratones y... ¡vive Dios!... Han roido una hoja.... la primera.... el comienzo del capitulo.... ¡Oh!... ¡hasta los ratones son mis enemigos en este lugar de maldicion!... ¡Argamasilla, quién pudiera llamar sobre tí el fuego de Sodoma!... Ni aun tu nombre quiero recordar—prosiguió mientras se sentaba y cogia la pluma como inspirado repentinamente.—No he de nombrarte porque ni aun eso mereces, pueblo condenado.

Y tomó un papel para copiar la hoja roída, pero alteró el principio del capítulo poniendo de esta manera:

«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...»

Cuando acabó de copiar el destrozado papel, volvió á tomar el hilo de su historia y siguió escribiendo con ardor hasta que el alguacil llegó con el almuerzo.

Desde entonces Cervantes metia todas las noches en la cama lo que llevaba escrito, durmiendo con su obra como un padre con su hijo. A no hacerlo así, los anti-literarios ratones se hubieran alimentado con refranes de Sancho Panza y aventuras de don Quijote.

CAPITULO XXVI Donde se verá el ingenioso medio de que medio se valió Cervantes para salir de su encierro.

Los perseguidores de Cervantes pusieron en juego toda clase de intrigas, y el encierro se prolongaba como si no hubiera de tener fin.

Son muy largos y penosos los dias que se pasan sin respirar el aire libre y sin ver el sol mas que por entre los barrotes de una estrecha ventana, y mucho mas cuando la conciencia está tranquila; empero Cervantes, con su resignacion sin igual, sufrió sin exhalar una queja ni hacer mas que pedir justicia.

Afortunadamente, el cura del pueblo, que era un anciano de escelente corazon, talento no común y muy aficionado á las bellas letras, se interesó vivamente por el desdichado preso y no dejaba un dia de visitarlo y endulzar sus amarguras con los consuelos de la amistad.

También en el trabajo encontró Cervantes algun alivio á sus penas, de modo que durante el dia pocos momentos pasaba sin escribir, acostándose en cuanto anochecia y entregándose entonces á sus tristes pensamientos mientras sus ojos se cerraban al sueño.

De esta manera adelantaba su obra con maravillosa rapidez sin que diese muestras de agotarse el manantial de su ingenio.

Dicen algunos biógrafos, aunque sin asegurarlo, que Cervantes acudió á los parientes que tenia en la Mancha para que lo favoreciesen en aquella ocasion; pero nosotros creemos que lo mismo que en Argel, sufrió y calló sin demandar otra ayuda que la del cielo ni emplear en su auxilio mas que sus propias fuerzas. Era su carácter poco ó nada comunicativo cuando se trataba de sus desgracias, como lo prueba el cuidado con que siempre las ocultó y aun en el empeño que mostraba en hacer creer á sus amigos que era feliz aunque pobre. El hombre que despues de cinco años del más duro cautiverio habia rehusado de propios y estraños el menor sacrificio que le proporcionase la libertad, el que habia soportado heroicamente todas las privaciones, la miseria, y devorado en el fondo de su alma todas las amarguras sin exhalar una queja, con la sonrisa en los labios y predicando la fé, la esperanza y la resignacion, infundiendo valor á quien debia haber tenido mas que él porque era menos desgraciado, ese debia tener un corazon de héroe, un alma de mártir, y los mártires mueren bendiciendo á Dios porque ha derramado sobre ellos la felicidad del martirio.

Nó, Cervantes debió sufrir en silencio su larga reclusion sin que ni aun las sombrías paredes de su calabozo escuchasen una queja.

Escribia los festivos capítulos de su Quijote, alternando con las cartas que dirigia á su esposa, indicándole lo que debia hacer para salir de sus apuros y aconsejándole que nó se entregase al dolor, pues él, la decia, no lo pasaba del todo mal y solamente sufria por estar separado de las personas á quienes amaba.

Asi pasó el invierno.

La primavera llegó con sus flores y sus brisas.

Y Cervantes permaneció en su encierro y se multiplicaron las aventuras de don Quijote.

Estendió su dorada alfombra de espigas el estío.

Y lo mismo que el invierno y la primavera Cervantes continuó preso.

El otoño despojó á los árboles de sus hojas y vistió al cielo con nubes.

Habia principiado el mes de octubre y hacia una semana que en Argamasilla no se hablaba mas que de la historia que estaba escribiendo el comisionado preso.

Se ignoraba quien habia revelado el secreto, pero fuese quien fuese, se habia divulgado con prodigiosa rapidez, se hacian mil comentarios, y el nombre del señor Alonso andaba de boca en boca entre picantes chistes.

El acontecimiento era grave, muy grave para aquellas gentes y mas aun para el hidalgo Quijana que creyó necesario tomar una determinacion.

Una mañana recibió el alguacil órden de presentarse al alcalde, y en yendo allá encontróse con este y el señor Alonso que habian tenido una larga conferencia.

—Señor alguacil—dijo el alcalde con gravedad—os he llamado con tanta urgencia para haceros algunas preguntas; preparaos á contestar la verdad sino quereis incurrir en mi enojo, porque habeis de tener entendido que os castigaré severamente si mentís.

Anton, que no se asustaba fácilmente, respondió con calma:

—Diré la verdad como acostumbro.

—¿En qué se ocupa el presa?

—Señor, supongo que en dormir y pasear de estremo á estremo de su encierro, porque tampoco puede hacer otra cosa.

—¿Y qué sabeis de esa historia que dicen está escribiendo?

—Nada mas que lo que se refiere en el pueblo.

—¡Cuidado, Anton!

—Os juro que es la verdad: ignoro el fundamento que tienen esas voces.

—¿Pero no lo veis escribir?

—Algunas veces cuando entro con la comida; pero siempre he creido fuesen las carias que envia á Madrid.

—¿Con que escribe cartas?

—A su familia, según me ha dicho Sancho que es el portador de ellas.

—Es menester descorrer el velo del misterio que cubre á ese hombre—replicó el señor Alonso.

—Eso mismo he dicho yo—repuso Anton.

—¿Con que tambien vos?...

—He sospechado que hay misterio.

—¿Y en qué os fundabais?

—El señor cura visita al preso todos los dias y le regala vino anejo, pichones y hasta dulces de los que le envían las monjas de Ciudad Real.

—Eso no quiere decir nada.

—Voy al caso—replicó el alguacil dando con el gesto mucha importancia á sus palabras.

—Bien, proseguid, y no tengais cuidado, que cuanto digais quedará reservado entre nosotros.

—El señor cura—repuso Anton—guarda al preso muchas consideraciones, y una mañana pude oir al entrar estas palabras:

«No saben con quien se las hán: si os conociesen, si sospechasen siquiera cuánto podeis hacer aun estando aquí encerrado, obrarian de otra manera.»

El señor Cosme abrió estremadamente los ojos y la boca, y el hidalgo arrugó la frente.

—¿Eso dijo?—replicó el alcalde.

—¿Estais seguro de no haberos equivocado?—añadió el Señor Alonso.

—Son sus mismas palabras—contestó el alguacil.

—¡Ah!...

—¡Oh!...

—Tengo buena memoria.

—Eso puede significar mucho.

—Muchísimo, pero no está bastante claro.

—Hay mas.

—¿Mas aun?

—Sí.

—Sois un hombre honrado, Anton—dijo el hidalgo—y os estimo: contad con tres azumbres del mejor vino que este año se pise en mi bodega.

—Gracias.

—Sepamos lo demás.

—Algunos dias despues, ni despedirse de mí el señor cura, me dijo:

«Trata bien al preso, que no ha de estar siempre aquí encerrado, y ya sabes que donde menos se piensa salta la liebre.»

—Ya no hay duda—dijo el alcalde.

—Algún golpe nos prepara—añadió el señor Alonso.—Ya me ha llamado la atencion el que sufra y calle tanto tiempo sin quejarse, y puede suceder que se haya propuesto esperar para tener luego mas fundamento de acusarnos.

—Creo que me habeis comprometido—replicó el señor Cosme.

—¡Qué yo os he comprometido!

—Si, vos y los demás que debeis diezmos y que hasta ahora no se me ha alcanzado que debíais pagar sin resistencia.

—Pero vos mismo....

—Esta tarde, antes de una hora pondré al hidalgo en libertad. Bien os dije que era hombre de cierto aspecto....

—Señor alcalde....

—No me repliqueis, la justicia ante todo.

—Antes seria prudente convencernos....

—¿Cómo?

—Averiguando si efectivamente es un poeta.

—¡Un poeta!—exclamó el alcalde, abriendo estremadamente los ojos.—Solo el nombre me espanta: cuentan de ellos cosas…

—Exageraciones....

—Aunque pobres, dicen que con su ingenio se meten por el ojo de una aguja, que son amigos de los grandes señores y hasta del rey.

—Pero no hasta que el cura asegure que es un poeta.

—¿Y cómo hemos de tener pruebas de la verdad?

—Muy fácilmente.

—Si, muy sencillo es todo para vos, como lo fué el encerrarlo en la cárcel.

—Os digo....

—La responsabilidad es mia.

—Pero nada cuesta ni compromete....

—¿Y cómo?

—Repito que hay un medio.

—¿Cuál?

—Registremos la prision, y si se encuentra esa maldita historia que dicen está escribiendo, no tendremos duda.

—Es muy delicado un registro....

—La cárcel no es la casa del hidalgo.

—Sin embargo.

—Estais en vuestro derecho.

—¿Y si encontramos esa historia?

—La quemaremos porque en ella se burla de nosotros.

—Señor Alonso de Quijana: quereis perderme.

—Os han infundido mucho miedo las palabras misteriosas del cura, que ya sabeis es nuestro mayor enemigo.

—Bien, registremos—dijo el alcalde con resolucion—pero en cuanto á quemar los papeles....

—Determinareis lo que os plazca, ningun interés tengo, y al contrario, me envanece que se ocupe de mí un poeta porque es prueba de que valgo y tengo alguna importancia.

—Anton—repuso el señor Cosme—vuelve á la prision, observa lo que hace el preso, y si encuentras ocasion de hablarle y averiguar algo, pon en juego toda tu astucia de soldado viejo.

—Quedareis complacido.

—Cuidado, Anton....

—Me portaré como quien soy.

—Dentro de dos horas iremos.

El alguacil volvió inmediatamente á la prision con intento de decir á Cervantes la nueva intriga que se tramaba.

—Señor Migue!—dijo al entrar en el sombrío aposento—escuchad algunos instantes.

El poeta que en aquellos momentos escribía, dejó sorprendido la pluma, se pasó las manos por la frente y replicó:

—¿Qué sucede, amigo Anton, para que vengais con muestras de descontento, si es que no me engaña vuestro semblante?

—¿Qué quereis que suceda? Intrigas y mas intrigas de vuestros enemigos.

—No es cosa nueva.

—Antes porque os tenían en poco y os aborrecían, y ahora porque os temen.

—¿Les arguye la conciencia?

—Los persigue el miedo.

—Esplicaos, porque no acierto á comprender una palabra.

—Ya sabeis que ha cundido por el lugar la noticia de que estais escribiendo esa historia.

—Sí.

—Pues bien, el señor Alonso está alarmado, y el alcalde tuerce el gesto porque le espanta el tener que habérselas con un poeta.

—¡Pobres!—murmuró Cervantes con tono de compasion.

—La turbacion les ha hecho ver en vos un hombre miserioso que calla y sufre para vengar de una vez todas las ofensas, y me han llamado para preguntarme si escribís mucho y si yo he traslucido algo de lo que sois.

—¿Y qué habeis contestado?

—Ya sabeis que he sido soldado por espacio de veinte años y que he corrido media Italia y hasta el último rincon de Flandes, lo cual quiere decir que es imposible que me engañen dos lugareños.

—Estoy seguro de que habreis dejado bien puesto el nombre de veterano y os habreis divertido á costa de esos infelices.

—Momentos hubo ¡voto á tal! en que pensé reventar por contener la risa.

—Sepamos, buen Anton.

—Les dije que no sabia si escribíais mucho ó poco, pero que por ciertas palabras que se os habían escapado, y otras del señor cura, pronunciadas misteriosamente, que tenia mis recelos de que preparabais un buen golpe á los que os han encerrado.

—Atrevido habeis estado.

—Con la seguridad de que no me desmentiríais con vuestras obras.

—Proseguid.

—Se quedaron atónitos. El alcalde dijo que os iba á poner inmediatamente en libertad, porque tiene noticias de que los poetas son el mismo diablo.

—¿Pero qué teme?

—Ni lo sabe. Dice que los poetas, aunque pobres, se meten por el ojo de una aguja y son amigos de los grandes señores y hasta de los reyes.

—¡Felicísima idea!—exclamó Cervantes, dándose una palmada en la frente y riendo á carcajadas.—Continuad, amigo mio..„. ¿Qué han resuelto?

Venir á registrar por si encuentran la historia de don Quijote.

—¡Oh!—exclamó el poeta, poniendo las manos sobre los manuscritos, como una madre que teme que le roben á su hijo.—¡Llevarse mi Quijote!...

—De todo son capaces, pero se encontrarán burlados, por que antes que vengan esconderemos tos papeles.

—Si, si, sacadlos de aquí, ocultadlos.... ¡Ah!... ¡En nombre de nuestras pasadas glorias, Anton, guardad mi tesoro; estos papelotes son un pedazo de mi alma!...

—Dádmelos sin recelo, que yo os juro á fé de soldado que los guardaré con mas cuidado que una brecha.

—Tomad, en vos deposito un tesoro, una gloria.

Y Cervantes reunió los papeles y los entregó al alguacil, no sin que sus manos temblasen y palideciese su rostro.

—Ahora—repuso Anton—es preciso justificar en lo posible lo que he dicho al alcalde y á Quijana.

—Difícil es....

—Se os habia ocurrido una idea....

—¿Decís que vendrán á registrar?.

—Sí.

—Pues queda á mi cuidado acabar la burla comenzada por vos.

—Cuando vengan me preguntarán si tengo algo que decirles, porque me encargaron que os observase y hablase.

—Contestadles que habeis advertido en mi cierta preocupacion, y que cuando intentásteis hablarme os dije que me dejáseis porque estaba muy ocupado.

—Bien.

—Añadireis que os mandé llamar á Sancho para darle tina carta que dije importarme mucho.

—¿Nada mas?

—Nada.

El alguacil fué á esconder el manuscrito debajo del colchon de su cama, y Cervantes se puso á escribir.

Una hora despues llegaron el alcalde y el señor Alonso.

Ambos iban pensativos.

—¿Qué habeis podido averiguar?—preguntaron á Anton.

Este miró á todos lados como si temiese que lo escuchasen y despues de encojerse de hombros, respondió:

—Nada que merezca la pena.

—¿Entonces á qué tanto aspaviento para contestar?

—Es vicio....

—¿Escribe?

—Sí.

—¿Sabeis el qué?

—Presumo que una carta importante, según se esplicó al decirme que avisase á Sancho para que la llevase á Madrid.

—Y decías que nada....

—Como no es la historia....

—¿Pero has entablado conversacion con él?

—Pocas palabras, porque me dijo: estoy muy ocupado. Y siguió escribiendo. Si yo supiese leer hubiera mirado con disimulo por encima de sus hombros.

—Esta bien, abrid y dejadnos.

—Pero escucharé desde afuera—dijo para sí Anton—porque presumo que he de divertirme.

El alcalde y el señor Alonso entraron en la prision.

Cervantes, que aun escribía, finjió turbarse, dejó la pluma y se levantó.

—Guárdeos el cielo, señor Miguel de Cervantes.

—Bendigaos á vosotros.

—Tal vez—dijo el señor Alonso—hemos llegado en momento inoportuno.

—No ta!—contestó el poeta que siguió aparentando alguna turbacion con cómica maestría:—estaba escribiendo.... una carta para mi esposa.... por matar el tiempo.

—Pudiera ser importante...

—Nó.... puramente asuntos de familia.

El alcalde y el hidalgo cruzaron una mirada de inteligencia.

—Señor Migue!—dijo el primero—sentiré incomodaros con mi visita, pero soy esclavo de mis deberes y á toda costa tengo que cumplirlos.

—Aunque ignoro el objeto de vuestra venida, estoy á vuestras órdenes.

—Me duele—repuso el alcalde—que las diligencias, autos, declaraciones y demás formalidades de que yo á la verdad no estoy muy enterado, hayan sido causa de que esteis aquí tanto tiempo.

—Ya sabeis que no me he quejado.

—Ciertamente: la justicia en su lugar: aparte del motivo que os tiene aquí, declaro que sois un hombre razonable como dice el señor cura. Pero hoy tengo que cumplir otro deber, y no quiero que lo tomeis á ofensa.

—Para acallar murmuraciones—dijo el señor Alonso.

—Lo que deseo saber—replicó Cervantes—y os ruego que me lo espliqueis, es el papel que hace aquí el señor Quijada.

—Quijana direis....

—Bien.

—Viene conmigo porque como no sé leer....

¿No teneis un secretario?

—Sí..pero está enfermo.

—Y en las atribuciones del señor alcalde—añadió el hidalgo—está el nombrar interinamente á quien le plazca.

—¿Qué quereis de mí?—preguntó Cervantes como si lo que mas le interesara fuera concluir pronto la conversacion.

—Registrar vuestros papeles.

—¡Mis papeles!

—Sí.

—Ningunos tengo.... es decir, solamente los que veis sobre esa mesa, dos cartas, ó para hablar coa mas exactitud, carta y media.

—Nos permitireis que las leamos....

—Perdonad—replicó vivamente Cervantes:—son secretos de familia que están fuera de vuestra jurisdicion.

—¿Cómo?

—No podeis leerlas.

—¡Fuera de mi jurisdicion!

—Sí.

—Represento al rey.

—La autoridad del rey llega hasta la familia, pero no puede levantar el velo que cubre el privado de esta: alcanza hasta el cuerpo, pero no penetra al alma.

—Señor Migue!—replicó el señor Cosme que sintió herida su dignidad alcaldesca—la justicia pendra en todas partes, puede verlo todo, saberlo todo cuando es preciso esclarecer los hechos sometidos á su fallo.

Y pegó en el suelo con la vara, envanecido por su elocuencia.

—¿A qué hemos de entrar en una cuestion de principios que desconoceis?

—¡Otro desacato!—exclamó el señor Alonso.

Cervantes se sonrió desdeñosamente.

—Leeré las cartas.

—Repito que nó.

—¿Os resistireis?.

—Protestaré, y si os atreveis, leedlas.

—Bien, protestad cuando os plazca.

—Ahí las teneis.

—Dádmelas.

—Tomadlas vos.

—Señor Alonso, leed.

El hidalgo se acercó á la mesa y tomó las cartas.

Launa era para doña Catalina, y decia lo siguiente:

«Con esta te remito la que sabes que has de entregar á su Excelencia. Llévala tú misma, como la anterior, y ponia en sus manos, volviendo á escusarme porque temeroso de causarle ninguna incomodidad estuve tanto tiempo sin darle noticias mias hasta que la casualidad llevó á sus oídos mi paradero y mis desgracias. Dile que mi gratitud no tiene límites, como no los tiene su nobleza y bondad, y que el solicito interés que por mí se toma, me obliga de tal manera, que jamás podré pagarle ni aunque le sacrificara la vida. Como no es esta la primera vez que me tiende su poderosa y benigna mano, es por eso mas señalada la honra que me hace, y mayor mi agradecimiento.

»Pronto os abrazaré, porque ha llegado el dia de mi libertad y del castigo de mis perseguidores que están muy agenos de lo que les aguarda, y mucho menos sospechan que su resignada víctima es quien es, ni vale lo que vale, hasta el punto de convertirse en juez despues de haber sido reo.

»Da un abrazo á mi madre y hermana, y un beso á nuestra querida hija, cuyas virtudes me hacen feliz.

»Paga á Sancho generosamente, que es honrado y me sirve de buena voluntad.

»Esta será probablemente la última carta de tu esposo.

Miguel.»

—¿Qué quiere decir esto?—preguntó el señor Alonso con turbado acento.

—¿Qué quiere decir?—replicó el alcalde que se habia puesto encarnado como una amapola.

—¿No lo habeis leído?—replicó Cervantes.

—Aquí se habla de nosotros, se nos injuria; llamándonos vuestros perseguidores, y....

—Unid esa carta á mi proceso y agravará mi delito.

—También se hace mencion de un alto personaje y de otra carta....

—En la mano la teneis, y siento que no esté escrita toda para que vuestra curiosidad quede satisfecha por completo.

—¿Pero quién sois?

—Ya lo sabeis, Miguel de Cervantes Saavedra.

—Bien, pero.....

—Nada mas que el comisionado de apremio que ha venido á Argamasilla para ejecutar á los vecinos morosos que adeudan diezmos al gran priorato de la órden de San Juan.

—Leed, señor Alonso, leed—dijo el alcalde;—es preciso aclarar este misterio.

—Si, leed—repuso Cervantes;—pero no os quejeis si luego os pesa el haber leído.

—¿Me amenazais?

—Solamente os recuerdo que vais á violar un secreto y que me llegará mi vez.

—Ya os he dicho que no hay nada vedado para la mano de la justicia.

—Pondremos en claro ese principio que sentais en sentido tan absoluto.

—¿Pensais infundirme miedo?

—Os repito, señor alcalde, que no hago mas que advertiros.

El alcalde miró al señor Alonso como si vacilase.

—Mostraos digno—dijo el hidalgo—de la autoridad que ejerceis. Ahora representais al rey.

—Leed—replicó el señor Cosme con ridícula gravedad, y dundo con la vara en el suelo.

El hidalgo leyó lo siguiente:

«Señor, ha sido menester que vuestra Excelencia me lo mandase para que yo, con el deseo de cumplir sus órdenes, me decidiese á obedecer manifestándole cuanto ha pasado y sido la causa de mi prision, porque siendo mi natural, como de antiguo vuestra Excelencia conoce, inclinado á perdonar las ofensas y mal guardador de rencores, no hubiera pensado en la venganza, ó como vuestra Excelencia dice, en la justa reparacion que se me debe. Pero ya que me decidí á no dar este asunto al olvido, y que según las dilaciones con que entretienen mi prision, parece que he de pasar aquí lo que me resta de vida, acabaré en la presente de dar á vuestra Excelencia las noticias que se ha dignado pedirme, para que de una vez y pronto sepan los que con tan torcidas intenciones me persiguen, que nada valen donde está la mano poderosa de vuestra Excelencia y que la justicia resplandece como el sol aunque intenten empañarla con las nubes de la rastrera intriga.

»Tanta es la honra que vuestra Excelencia me hace, que á decir verdad, me pone en cuidado el temor de no dar con ocasiones en que pagarle; pero ya que nada valgo, ni puedo, ni esperanza tengo de valer porque me la quitan los años que se van y la vejez que viene, ofrezco y doy á vuestra Excelencia mi corazon, sin decir mas sobre este punto porque entonces no tendria fin esta carta.

»Dice vuestra Excelencia que todo está preparado para que se me ponga en libertad sin mas dilaciones y queden bien castigados mis enemigos, y que solamente le falta saber todos los nombres de estos: con la presente va una lista donde ninguno queda en claro, puestos por órden según el encono que contra mí han mostrado, por lo cual escribo el segundo el del alcalde, cuyo delito consiste, mas bien que en otra cosa, en haberse dejado engañar.

»Aunque me han hecho sufrir mucho, vuelvo á suplicar á vuestra Excelencia que temple su enojo para que entre estas gentes no quede fama alguna de mi rencor, sino el recuerdo de la justicia de vuestra Excelencia, pues lo primero seria tan dañoso como saludable lo segundo, sin contar con que soy enemigo de dejar el camino de mi vida sembrado de malas voluntades.

»También quiero decir á vuestra Excelencia, aun á trueque de que se me tenga por atrevido....»

No decia mas la carta que parecia haber sido interrumpida, como fingió Cervantes.

El alcalde habia ido poniéndose cada momento mas colorado; parecia que la sangre iba á brotar por su rostro bañado en sudor á pesar de la atmósfera fria del aposento.

El señor Alonso estaba pálido como un difunto y le temblaban las manos.

Ni el uno ni el otro pudieron hablar en algunos instantes.

—Bien—dijo al fin el alcalde, respirando con toda la fuerza de sus pulmones;—muy bien, señor Alonso, me habeis comprometido por no pagar lo que debeis.

—¿Estais en vuestro juicio?—replicó el hidalgo.—¿Acaso yo?...

—No me alucinareis otra vez. Esto no puede quedar asi: sufra la pena el que haya cometido el pecado. El señor Miguel de Cervantes dice muy bien, mi delito consiste en haberme dejado engañar, y le agradezco que me haga justicia. Acordaos, señor Alonso, y testigos hay de mis palabras, que os dije que el señor Miguel parecia un hombre bien nacido, un hidalgo honrado y que no debia abusarse de él. Acordaos, quiero que conste.

—Pero…

—No me repliqueis.

—¿He de cargar yo con toda la culpa?

—Como soy un ignorante que ni siquiera sé leer....

—Pero sabeis....

—¡Silencio„ señor Quijana!.

—Me defenderé.

—Yo me entregué á vos en cuerpo y alma: me fié de vuestros consejos porque habeis estudiado en Alcalá y habeis abusado de mí.

—Aun no sabemos á quien va dirigida esta carta—dijo el hidalgo que quiso dar otro giro á la cuestion.

—Unidla al proceso—contestó entonces Cervantes que con gran trabajo habia podido contener la risa.—Unidla al proceso y declararé el nombre de la persona á quien se dirige y que no habia puesto por temor de que se perdiese en el camino; pero esa ilustre persona sabrá que os habeis atrevido á violar sus secretos, sí, sus secretos, porque esa cita no debe ni puede considerarse como mia sino suya.

—Dios me libre de semejante cosa, señor Migue!—dijo el alcalde, sacando el pañuelo para limpiarse el sudor y hacerse aire.

—De todas maneras....

—¡Una carta de su excelencia entre los malditos papeles de un proceso!...

—Señor Cosme—dijo el hidalgo—procedamos con calma.

—¡Calma!

—En este asunto, tómese por donde quiera, hemos de salir todos mal librados.

—Lo sé y harto lo siento.

—Yo tambien.

—Pero la culpa es toda vuestra.

—Nada adelantaremos con culparnos los unos á los otros porque á nadie han de escuchar sino al señor Miguel.

—Y con razon porque es hombre recio y justo.

—Si, pero aunque dice que vuestra culpa mayor consiste en haberos dejado engañar, no por eso os quedareis sin una parte del castigo.

—¡Ay, señor Alonso!

—En esta carta—repuso el hidalgo—se vé que el señor Miguel no es rencoroso y tiene un corazon muy noble, puesto que suplica á su escelencia sea benigno.

—¡Cuánta generosidad!

—Pues bien, por lo mismo que el señor Cervantes es tan generoso, todo puede remediarse.

—Ya es tarde, señor Alonso—replicó el alcalde—ya es tarde.

—Al contrario, es la ocasion mas oportuna para acudir al remedio.

—No sé como.

—Muy fácilmente si el señor Cervantes quiere dar una prueba mas de su buen corazon.

—No hay remedio.

—Escuchadme, que tanto os conviene á vos como á raí.

—Bien, esplicaos, pero con brevedad.

—El proceso, puede decirse que no es tal proceso ni es nada, porque mas que á llenar las debidas formalidades, hemos atendido á ganar tiempo. Esta es la verdad y estamos en el caso de hablar con franqueza.

—Eso quiero yo, que se diga siempre la verdad—replicó el alcalde.—Ya lo oís, señor Cervantes, han hecho todo lo posible por dilatar vuestro encierro, pero yo no tengo la culpa porque no sé leer ni escribir.

Parecióle á Cervantes haberse rejuvenecido de repente y que cuanto estaba sucediendo era una travesura de sus buenos tiempos de estudiante ó de soldado.

El alcalde y el señor Alonso habian tomado el asunto muy sériamente sin ocurrirseles sospechar que eran objeto de una burla.

—No hay para qué echar culpas á nadie—repuso el hidalgo;—lo que debe hacerse es remediar el mal en cuanto sea posible y rogar al señor Miguel que se muestre con nosotros indulgente ya que es tan generoso.

—Bien, pero....

—Hoy mismo, en este instante saldrá de aquí el señor Cervantes, se romperá lo escrito y todo se olvidará.

—¿Y su escelencia?—preguntó el alcalde.

—¿Qué ha de hacer su escelencia si se le presenta el señor Miguel de Cervantes? le cuenta lo sucedido y le pide nuestro perdon.

Para de comprometerse era al poeta ya preciso seguir la farsa hasta el fin, y dijo:

—Señores, buena es mi voluntad, pero no tiene el asunto tan sencillo arreglo.

—Si vos quereis....

—Es que, como habeis podido comprender por la carta, su escelencia ha tomado con tanto empeño este negocio, que no sé si será fácil el hacerle desistir de su plan.

—Se lo pedireis de tal manera....

—Siquiera porque yo soy una víctima inocente—dijo el alcalde.

—Os he hecho justicia bien lo sabeis.

—Pues bien, ahora os pido gracia.

—Si en mi mano estuviera....

—Que no sé leer ni escribir....

—Señor Cosme.....

—Ni debo un solo maravedí por diezmos.

—Lo que si os prometo es hacer cuanto pueda.

—Hareis cuanto se necesita....

—No me comprometais.

—Y desde este momento estais en libertad: salid de este encierro, que es mengua que se encuentre aquí un hidalgo como vos.

—¡Y poeta!—añadió el hidalgo.

—¡Es verdad, poeta!—repuso el alcalde.

—¡Un protegido, un hijo de las musas!

—Vamos, fuera de aquí, venid con nosotros que hoy os convido á comer—dijo el señor Cosme, dando un paso hacia la puerta.

Cervantes tomó las cartas con gravedad las rompió y dijo.

—Sabré corresponderos.

—¡Hombre generoso!

—¡Corazon noble!

—Contad con el perdon de su escelencia y hasta con su proteccion.

—Y vos, con cuanto yo tengo y puedo.

—Si necesitais dinero para vuestro viaje....

—Gracias.

—Con franqueza.

—No, pero os agradezco la voluntad.

—Vamos, pues, á comer.

—Quisiera que me dispensaseis de recibir esa honra.

—Cómo!

—Tengo comprometida mi palabra con el señor cura.

—Otro dia....

—Saldré hoy mismo de Argamasilla.

—¡Tan pronto!.

—Quiero llegar cuanto antes á Madrid porque su escelencia, y esto para entre nosotros, es de carácter impaciente, y temo que adopte una resolucion sin esperar mi carta.

—Entonces....

—Obrad como mejor os parezca.

—Asi nos conviene á todos.

—Pues os acompañaremos hasta la casa del señor cura, ya que no pueda ser otra cosa.

Como Cervantes no tenia mas equipaje que su capa, salió en seguida con el alcalde y el hidalgo.

—Adiós, buen Anton—dijo al alguacil:—volveré antes de una hora para despedirme.

—¿Ya estais en libertad?

—Y la debo á la generosa proteccion de estos señores.

—¿Y vuestra ropa?

—La camisa que os di para lavar....

—La tengo guardada.

—Luego me la devolvereis y arreglaremos las cuentas.

—Que sea parabién, señor.

El alcalde y el señor Alonso acompañaron a Cervantes hasta casa del cura, y allí se despidieron de él, volviendo á ofrecerle cuanto tenían.

—¡De buena hemos escapado!—dijo luego el señor Cosme.

—Pero aun queda esa maldita historia—replicó el hidalgo.

—¿Donde está?

—Si yo lo supiera....

—Ya habeis visto que no tenia mas papeles que las cartas.—Sin embargo....

—No intenteis comprometerme otra vez.

—Todo se ha hecho con vuestro consentimiento.

—Pues lo que ha de hacerse ahora es que pagueis los diezmos.

—No todos los comisionados son poetas ni están protegidos, por grandes señores.

—¿Pero quién será su excelencia?.

—El tiempo lo descubrirá.

Aquella misma tarde salió Cervantes de Argamasilla, caballero en el rúcio de Sancho, y con el manuscrito de su Quijote.

El aire libre, el sol, la campiña y cuanto á sus ojos se presentaba, le pareció lleno de encantos.

CAPITULO XXX Vuelta de Cervantes a Madrid.

CERVANTES no habia querido detenerse ni un solo dia en Argamasilla, temeroso de que sus enemigos comprendiesen la burla de que habian sido objeto y volviesen á perseguirlo con un pretesto cualquiera, y porque despues de su largo encierro deseaba con el mas vivo afan ver á su familia.

Completa hubiera sido la alegria de Cervantes al verse libre si no la hubiesen turbado las tristes reflexiones á que daban lugar las preguntas que á si mismo se hacia sobre la situacion de sus intereses despues de aquella ausencia; pero afortunadamente Sancho solia distraerlo con su agradable y sencilla conversacion, y aun él mismo solia consolarse algun tanto con la esperanza de que el Quijote le produjese para ayudar á remediar sus apuros.

Al fin, sin otro caudal ni equipaje que el manuscrito de su famosa historia, entró en la villa tres veces coronada un domingo por la tarde y se presentó en su casa con gran sorpresa de su familia.

La primera entrevista de aquellos seres virtuosos y resignados fué en estremo tierna, pero con esa ternura que tanto conmueve y hace llorar, pues en el espacio de una hora vertieron mas lágrimas los ojos que palabras salieron de los labios.

Dos personas estrañas para nosotros, y de las cuales hemos dicho muy pocas palabras, se encontraban entre aquellas que lloraban sin poder reír y suspiraban sin poder hablar.

Una de ellas era la hija de Cervantes, jóven de tan encantadora belleza que solo hubiera podido compararse á la de su desgraciada madre. Sus ojos grandes y rodeados de largas pestañas rubias, de pupila brillante y azul como el cielo, tenían toda la alegria de la infancia y los encantos de la juventud. Su frente pura, tersa y blanca como las hojas de una azucena, rodeada de finos, relucientes y dorados cabellos, parecia coronada por una diadema de luz. A pesar de la espresion candorosa de sus miradas, adivinábase en sus facciones de severos perfiles griegos la existencia de un alma ardiente, impresionable y suceptible de abrigar grandes pasiones.

La otra presentaba un tipo diferente. Sus ojos pardos miraban con dulzura y languidez, y parecia que un velo de tristeza nublaba siempre su semblante. Si hablaba era poco y con acento blando; si sonreía, era levemente y aun con cierta amargura que quizás ella misma no comprendía; y á todo se mostraba indiferente ó aparentaba serlo. Casi siempre estaba meditabunda, y con frecuencia caia en distracciones que le hacían olvidarse de cuanto pasaba á su alrededor. Entonces se marcaba en su frente una ligera arruga que partia de entre las cejas y que estaba poco en armonia con su juventud. Era modesta en estremo, y todas las fuerzas de su espíritu parecia haberlas concentrado para un solo fin, la resignacion. No era tan hermosa como la hija de Cervantes, pero no carecia de belleza su rostro pálido ni dejaba de interesar su mirada melancólica.

Sus vestidos, como los de las otras, eran, mas que modestos y humildes, pobres, pues estaban hechos de telas de lana que amenazaban romper los hilos de su ligera urdiembre para dar entrada al aire y salida al forro.

Para vivir mas económicamente, se habian reunido las dos familias, y de este modo pudieron con mas facilidad atender á sus necesidades todo el tiempo que el poeta estuvo preso.

Despues de largo rato, y cuando el desahogo de las lágrimas dejó que se moviesen los labios, comenzaron las exclamaciones y las preguntas sin dar tiempo á las respuestas.

—¡Hijo mío!—exclamaba doña Leonor, mirando la cabeza encanecida de Cervantes.

—¡A! fin estás á mi lado!—decia doña Catalina exhalando un suspiro.

—¿Y por qué os maltrataba esa gente?—añadia la hermosa Isabel—¿Es verdad que en los calabozos apenas entra luz y las paredes son negras?

—¡Cuánto habrá sufrido!—murmuraba la melancólica hija de doña Leonor.

—Siéntate.

—Sí, sí, estarás muy fatigado.

—Habeis enflaquecido, padre mio.... ¡Dadme un beso!

—¡Hija de mi alma!—dijo Cervantes con ahogada voz y besando á su hija con inmensa ternura.

—Refiérenos lo que te ha sucedido....

—¿Y cómo te has librado de tus perseguidores?

—¿Y la ropa?

—Es verdad ¿y la ropa que te llevastes?

El poeta dominó cuanto pudo su emocion, y aparentando a mayor alegría, dijo:

—De ropa, solamente me llevé dos camisas, las calzas puestas y otras. ¿Qué quereis que traiga?

—Ciertamente—dijo con tristeza doña Catalina.

—Pero no tengais cuidado, que tenemos muy cerca la felicidad.

—¡Miguel!

—Traigo un tesoro, y para conservarle me ha servido de mucho la ropa que echais de menos.

Todos miraron con sorpresa y curiosidad á Cervantes.

—El tesoro—prosiguió este—consiste en unos papeles que se hubieran comido los ratones sino les hubiera dado las calzas y camisas sobrantes para entretener su roedor afan.

—¡Unos papeles!

—Sí, unos papeles donde está escrita la mas famosa entre todas las famosas de todas las historias caballerescas y sorprendentes por las raras aventuras del hidalgo cuyo nombre se escribirá en bronces y en mármoles con letras de oro y se conservará hasta que Dios quiera que se represente la última jornada de la social comedia.

—Si no te esplicas mas claramente....

—Lo haré, pero antes es preciso que yo sepa el estado en que os encontrais.

—Despues que hayas descansado....

—Ahora mientras anochece, y así quedaré libre de este cuidado que me apura mucho.

—Pero....

—Luego cenaremos, y mientras doy á mi estómago el calor que necesita, os referiré todo lo que me ha sucedido y podreis comprender lo de la historia del hidalgo manchego que ha de dar mas de un dolor de cabeza.

—Mañana—volvió á decir doña Catalina que no queria turbar tan pronto la alegria de que su esposo aparentaba estar poseído.

—¿Y por qué no ahora?

—Estarás cansado....

—¿Temes disgustarme?

—Nó, pero....

—Adivino cuanto puedes decirme, y no creas que me sorprenderás contándome miserias.

—Miguel....

—Pero te pregunto porque necesito saber detalles y poder calcular.

—Poco tenemos que decirte.

—Lo sé, muy poco, nada mas sino que habeis sufrido mucho y milagrosamente habeis cubierto vuestras necesidades.

—Nada importa lo pasado.

—De lo presente, que no hay para comer mañana.... Ya debeis conocerme y sabeis que no me arredro por tan poco.

Todos callaron y bajaron lo cabeza sin atreverse á hablar. Cervantes no se habia equivocado: su familia no tenia para comer al dia siguiente.

—¿No advertís mi contento?—prosiguió el poeta como si no parase mientes en el aspecto de su familia.—¿No os dice mi alegria que tengo esperanzas muy fundadas de salir de apuros?

—¡Esperanzas!—murmuró tristemente doña Catalina.

—Sí, esperanza que es el dinero de los pobres y el buen consejero de los desesperados. ¿La habeis perdido vosotros que teneis la mitad de mis años y que no habeis sufrido ni la mitad siquiera de los reveses de fortuna y desengaños que yo?.. ¡Vive el cielo!.... Levantad la cabeza, no esteis tristes cuando yo me rio y habladme mucho porque he estado cerca de un año sin oir una voz que me llegue al corazon ni una palabra de ternura.

A porfia se arrojaron todos al cuello del poeta, abrazándole con efusion.

Mas de un rostro volvió á humedecerse por el llanto, y Cervantes tuvo que hacer un esfuerzo para que de sus ojos no saliese tambien una lágrima.

Aquella escena de familia, sencilla pero tierna, reanimó el espíritu abatido del pobre manco, que mientras intentaba desasirse de los ocho brazos que rodeaban su cuello, decía:

—Sin duda estais de acuerdo con mis enemigos de Argamasilla, porque según veo quereis ahogarme.

—¡Padre mío!

—¡Hija mia!

—¡Miguel!

—¡Hermano querido!

—¡Mi buen lio!

Esto se oyó decir entre sollozos.

—¡Apartad!—gritó Cervantes.

Volvió el sosiego despues de algunos minutos, y nuevamente insistió el poeta en que le pusiesen al corriente del estado de la casa.

—Nada has de hacer esta noche mas que dormir y descansar—le dijo doña Catalina.

—Pero no dormiré con tranquilidad si antes no me entero de todo.

—En cuanto á lo pasado, nada tenemos que decirte.

—¿Nada?

—Hemos trabajado, aunque poco, y con la ayuda de Dios hemos salido adelante sin empeñarnos.

—¡Gracias al cielo!—exclamó el poeta.

Y respiró fuertemente y como si se hubiese quitado un gran peso.

—Era lo único que me espantaba—repuso—la idea de que hubieseis contraído alguna deuda.

—Puedes estar tranquilo.

—Bien, bien, ya soy feliz.

—La renta de Esquivias ha ido en aumento.

—Dios ha escuchad» mis súplicas.

—Y en cuanto á lo presente....

—Decidlo de una vez.

—Hay escasez, pero....

—¿Cuánto dinero teneis?

Doña Catalina miró á doña Leonor y esta á su hija Andrea sin que ninguna de las tres contestase.

—¿No hay ninguno?—volvió á decir el poeta.

—Dos reales tengo—dijo al fin doña Catalina.

—Dos reales, y yo.... Bien, bien—repuso Cervantes, registrando sus bolsillos.—Yo nada, nada mas que mi Quijote.... Pero no hay que apurarse.... Saldré temprano....

—¿Y á dónde irás?

—Veremos.

—El tendero nos da al fiado cuanto le pedimos, y bien podemos pasar el dia de mañana como hemos pasado otros.

—Entonces…

—No tienes que pensar esta noche en nada.

Cervantes continuó pidiendo esplicaciones hasta que supo cuanto deseaba sobre los asuntos domésticos, y llegada la hora comenzó á referir la historia de su prision, sembrando su narracion con mil chistes que hicieron por largo rato olvidar á su familia sus desgracias.

Despues de cenar, y con gran sorpresa de todos, dijo el poeta que no se acostaba porque tenia que arreglar sus papeles, y fué inútil hacerle desistir de su propósito: lo único que consiguió su esposa fué hacerle prometer que solo dos horas velaría, si bien él no pensaba cumplir semejante propósito, pues su intento era trabajar hasta que el sueño lo rindiese.

Quedó solo el infeliz, solo con sus tristes pensamientos.

Antes de tomar la pluma pensó en su situacion y encontró un presente mas negro que el pasado. Fundaba grandes esperanzas en el Quijote, pero mientras llegaba el caso de que se tomo u realizasen, no tenia médios de cubrir las atenciones mas perentorias de la familia.

Largo rato pasó sin que acertase con el modo de salir de sus apuros: ni tenia comedias que vender, ni amigos quizás á quienes acudir porque no sabia qué habia sido de ellos durante su larga ausencia: además, Cervantes no incomodó jamás á sus amigos; y hasta cuidó siempre de ocultarles sus necesidades para evitar que intentasen remediarlas. No le quedaba mas recurso que contraer algun empeño sobre las rentas de Esquivias, lo cual no decidió hacer sino cuando llegase el último apuro.

Embargada la imaginacion con tales ideas, tomó la pluma para seguir la historia de don Quijote, y despues de breves momentos de meditacion, el fuego de la inspiracion animó sus ojos, sonrióse y comenzó á escribir el capitulo XXL diciendo:

«Que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas á nuestro invencible caballero.»

Imposible parece que en tales momentos brotaran de su pluma con tanta facilidad los chistes de que está lleno este capítulo, uno de los en que con mas soltura, facilidad y donaire campea el ingenio de su autor.

Al concuirlo, los primeros resplandores de la aurora se deslizaron por las rendijas de la Ventana, comenzó á amortiguarse la rojiza luz del velon, y Cervantes dejó la pluma.

Este habia sido el descanso que el infeliz habia tenido al acabar de hacer un viaje y despues de su larga prision.

CAPITULO XXXI De cómo aumentaba el caudal de los amargos desengaños de Cervantes á medida que disminuia su dinero.

LA córte se habia trasladado á Valladolid, y con ella fueron, no solamente las principales familias de la aristocracia, sino otras muchas que por vivir á la sombra de estas ó por otras razones de particular interés tuvieron que hacer lo mismo. Cervantes se encontró, pues, sin amigos ni relaciones de ninguna clase, y aislado y sin poder entablar gestion alguna, se dedicó á seguir escribiendo el Quijote, única esperanza que tenia en su apuradísima situacion. Empero no queriéndole dejar la mala ventura ni aun en lucha con su miseria, le amenazó con otra desgracia, y el desdichado tuvo que abandonar su obra para acudir á evitar el nuevo golpe.

Ya hemos dicho que despues de terminada su comision en Sevilla, se le hizo cargo á Cervantes del importe de una letra protestada y se mandó prenderle: pareció por entonces quedar terminado este desagradable asunto; pero no sucedió asi porque á consecuencia de un informe que en enero de 1603 dieron los contadores de relaciones á la contaduria mayor, removióse otra vez para cubrir todos los estremos del espediente, pues entonces, como ahora, era achaque de España en las regiones oficiales el sistema de espedienteo con su complicada, multiplicada y eterna tramitacion.

Afortunadamente tuvo Cervantes noticia de lo que ocurría, y pudo con tiempo acudir á evitar el golpe cuando solo le amagaba, pero le fué necesario abandonarlo todo para trasladarse á Valladolid antes que lo llevasen preso como á un criminal.

Sin recursos para hacer el viaje, tuvo, mal que le pesó, que empeñar la renta de Esquivias y vender la mayor parte de de su pobre ajuar, y como le era imposible sostener dos casas á la vez, y por otra parte Valladolid le ofrecia mas elementos para atender á sus necesidades por estar allí la córte, salió precipitadamente de Madrid con su numerosa familia y el escasísimo resto del producto de su empeño.

Tan sin descanso le persiguió su fatal destino.

Presentóse al tribunal antes que lo llamasen, dió sus descargos, refutó victoriosamente un sin número de sutilezas hijas de la ignorancia, y despues de mil vueltas y revueltas, idas venidas, informes y notas, terminó el malhadado incidente sin otros perjuicios.

Ocupóse entonces de sus amigos, reanudó sus antiguas relaciones y vió que todos habían hecho mas fortuna que él: alguno estaba rico y los demás tenían por lo menos con que vivir holgadamente. Mientras el desdichado habia estado su friendo la miseria, los malos tratamientos y arbitrarias persecuciones, los demás habian encontrado una mano que les ayudase á subir al árbol de la prosperidad y habian cojido el sabroso fruto de honores y riquezas. Y sin embargo, ninguno de ellos valia mas que Cervantes.

Asi reparte sus dones la caprichosa fortuna. Cervantes sufria y callaba, y nadie se acordaba de él; era modesto, y sus pretensiones como hijas de la modestia, y lo trataban como á quien con poco ha de contentarse.

Ni los amigos ni las esperanzas de su Quijote cubrían sus perentorias necesidades, y se vió obligado á buscar y encargarse de la agencia de negocios y á trabajar sin descanso dia y noche alternando entre estos y las musas: de manera que tan pronto escribia un memorial para presentarlo en una oficina por cuenta agena, como un capítulo de la historia del hidalgo manchego. Solamente así pudo atender á la subsistencia de su familia.

¡Triste situacion para quien encerraba en su cabeza un tesoro inapreciable, para quien debia ser el orgullo de su patria!

Volvió doña Catalina á mostrar el deseo de que su esposo pretendiese un empleo á título de sus esclarecidos servicios, y esta opinion fué apoyada por los demás de la familia. Cervantes combatió esta idea con fundadas razones, insistieron y él accedió al fin aunque sin abrigar la mas leve esperanza.

Reinaba entonces Felipe II, pero quien á su arbitrio gobernaba con visible descontento de la nacion, era el famoso duque Lerma y á él acudió Cervantes con su pretension.

Despues de vencer mil dificultades, logró el poeta que el orgulloso favorito le concediese la gracia de una audiencia particular.

Llegó el dia señalado: se presentó Cervantes en la morada del favorito, sufrió las miradas desdeñosas y las impertinentes preguntas de criados soeces, y esperó en la antecámara mas de media hora, viendo entrar y salir cortesanos aduladores que ni siquiera repararon en él.

Al fin le dijeron que entrase, atravesó otra habitacion y un criado levantó ceremoniosamente una cortina de terciopelo azul de Utrech recamado de oro.

El que habia arrancado el estandarte turco en Lepanto mientras se sentia herido de muerte, el que habia desafiado á sus verdugos en Argel y sonreído cuando sintió en su cuello la cuerda con que iba á ser ahorcado, el que habia mostrado el semblante mas sereno cuanto mayor era el peligro que le amenazaba, palideció al sentir en su rostro la perfumada y caliente atmósfera del aposento donde se encontraba el poderoso magnate.

Los piés de Cervantes se hundieron en la blanda alfombra sin hacer el mas leve ruido, y sus piernas temblaron.

Se detuvo y esperó.

El duque hojeaba algunos pápeles y pareció no apercibirse de la llegada del poeta, porque ni siquiera le miró.

Pasaron algunos minutos.

Cervantes echó entonces de menos las mazmorras de Argel y los duros y crueles tratamientos de Dali-Mamí y Azan.

El favorito estendió un brazo, tomó una campanilla de oro que habia sobre la mesa, la agitó, y sin levantar la cabeza porque estaba seguro de que habrían acudido instantáneamente á su llamamiento, dijo:

—La carroza, al instante.

—¿No sabrá que estoy aquí?—se preguntó el poeta.

Y ya iba á toser para llamar la atencion del duque, cuando este le miró rápidamente, y volviendo á su tarea, dijo:

—¿Qué quereis?

—Señor—contestó Cervantes—sentiré interrumpir á vuestra excelencia.... veo que está muy ocupado, y me volveré otro dia....

—Yo tengo el tiempo siempre escaso.... Decid lo que quereis—replicó el duque sin dejar su tarea de revisar los papeles.

El poeta sintió afluir su sangre al rostro, no encontró palabras con que esplicarse, titubeó, y solo despues de algunos instantes pudo decir:

—Desde muy jóven entré como soldado al servicio de su majestad, y....

—¿Os encontrasteis?.

—En Lepanto, donde perdí la mano izquierda, en la Goleta, y.....

—¿Luego?.

—Cautivo mas de cinco años en Argel, allí....

—Quiero decir vuestros servicios como soldado—interrumpió el duque con alguna impaciencia.—¿Teneis mas que Lepanto y la Goleta?.

—Toda la campaña de Portugal con la espedicion á las islas Terceras, en cuyos combates....

—Fueron muy sangrientos.... Teneis buenos servicios.... ¿Y qué solicitais'

—Señor, despues de la conquista de Portugal troqué la espada por la pluma, y dejándome llevar de mi inclinacion á las bellas letras....

—¿Prestasteis nuevos servicios?

—Nada pedí por entonces hasta que desde Sevilla, donde desempeñaba una comision, solicité un empleo en Indias, y el augusto padre de S. M, que del cielo goza, se sirvió proveer que no habia lugar y que buscase por acá en qué se me hiciese merced.

—¿Y ahora quereis?....

—Señor—dijo un criado que se presentó á la puerta—está la carroza á las órdenes de su escelencia.

—Bien—dijo el duque, levantándose y dirigiéndose hácia la puerta: dadme el memorial....

—No traigo....

—Hacedlo y daré cuenta á S. M, esponiéndole vuestros servicios.... Podeis traérmelo cuando gusteis.

—Como ignoraba.

—No importa, S. M. se complace en recompensar los buenos servicios y verá con gusto los vuestros.

—Señor.

—Por mi parte liaré cuanto pueda en obsequio á vuestra honradez y edad.

—Pero....

—Nada omitiré.... No se detendrá vuestro memorial....

—Señor duque....

—Que el cielo os guarde—dijo el favorito.

Y salió del aposento.

Cervantes, aturdido, sin poder aun darse cuenta de lo que le pasaba, miró á todos lados, se limpió el sudor que corria por su frente, y salió tambien con pasos vacilantes.

Cuando llegó á su casa se dejó caer en una silla, triste y abatido como nunca.

Acababa de recibir una herida en el alma, una herida como la que recibió su padre del comendador cuando fué á pedir el rescate de su hijo. Entonces y por primera vez en su vida se le ocurrió decir:

—¿Es este el papel que representa en el mundo la virtud?

Pero esta idea pasó como un relámpago: Cervantes habia nacido para ser honrado, y le hubiera sido imposible ni aun pensar sériamente en cometer una mala accion.

—¿En qué consiste—se preguntó—que otros á titulo de hombres del ingenio se hacen escuchar y consiguen lo que desean, y yo, con solo haber indicado que ocupaba un lugar entre los escritores, provoqué el fastidio y aun el enojo del duque?

No acertó á contestarse.

—¿Lo has visto?—le preguntó su esposa.

—Sí.

—¿Le habrán llamado la atencion tus servicios y desgracias?

—Mis servicios son como los de muchos miles de soldados, y mis desgracias á nadie importan mas que á mí, y á lo mas pueden ser títulos para ganar el cielo.

—Pero te habrá recibido con distincion, porque á los poetas se les guardan ciertas consideraciones.

—No á los poetas, sino á los audaces. Yo he tenido valor para no temblar en las batallas, para luchar con mi mala ventura y sufrir mis desgracias sin quejarme y no lo tengo para decir,

«¡Valgo mucho!»

Me sobran palabras para alabar las obras agenas, y no acierto á nombrar las mias sin turbarme. Recito con entusiasmo los versos de mis amigos, y nadie me oye hablar de los míos. La mitad de la fama se la da uno mismo, y el resto los demás; pero el que no sale á la calle y detiene á cuantos encuentra para recitarles lo que escribió la noche anterior, ese....

—¡Cuánta amargura, Miguel!—interrumpió doña Catalina.

—¡Cuánta verdad!

—Pero no me dices....

—¿Lo que he adelantado en mi pretension?

—Sí.

—Cometí la torpeza de no llevar un memorial, y....

—¿Para qué?

—Es la base del espediente—dijo con ironia el poeta.

—No entiendo esos asuntos, pero trabajo cuesta hacerlo....

—Yo entiendo algo.

—¿Y al fin?...

—Me ha dicho que le lleve el memorial para dar cuenta al rey.

—¡Que le dará cuenta al rey!... No puedes quejarle—dijo sencillamente doña Catalina.

—Nunca me he quejado.

—Cuando su magestad lea....

—Su magestad no lee, sino que escucha lo que le dicen.

—Bien, sabrá....

—Que be sido soldado, me he batido y perdido una mano.... ¡Cumplí con mi deber!

—¡Ah!—exclamó doña Catalina.—Hay en tu acento una amargura.... Esplicate, Miguel.

—Pues bien—dijo este, variando de tono—el duque no me ha mirado siquiera, y apenas me ha dado tiempo para hablarle.

—¡Dios mio!

—Me ha recibido con el despego que se recibe á un pretendiente cuando no lleva mas recomendaciones ni títulos que su honradez y sus servicios.

—¿Tan poco valen?

—Nada. Pero esto es preciso ocultarlo, olvidarlo porque es vergonzoso para la sociedad entera. Nó, Catalina, no hay que decir á nadie que aquellos que tienen la sagrada mision de recompensar la virtud son muchas veces los que la miran con desden: no hay que decirlo porque se estraviaria el juicio de los pueblos y llegaria un dia en que se admitiese como principio el lamentable error de que todos los ricos y poderosos son malos, lo cual desquiciaria la sociedad: esto sin contar con la notoria injusticia de tal opinion, porque las virtudes, lo mismo que los vicios, están repartidos entre todas las clases de la sociedad, y así como ves junto á un villano honrado otro villano asesino y ladron, tambien al lado de un rico que emplea cuanto tiene en hacer obras de caridad, ves á otro que abusa de su poder en ageno daño. Si todos los hombres estuviesen dolados de claro entendimiento y tuviesen instruccion, podria decírseles cuanto se quisiera, pero el ignorante ó sencillo, como no discurre, se deja llevar lo mismo por el bueno que por el mal camino porque no comprende á donde ni por qué va. El que levante su voz, bien ó mal intencionadamente, para decir á los pobres,

«donde veas las riquezas ó el poder, allí están tus enemigos, allí están tus verdugos,»

ese será responsable de males sin cuento, porque divorciará al grande del chico, al fuerte del débil y hará nacer odios donde sembró amor, ó dijo que lo sembraba. Al pobre, al débil ó al que sufre, hay que decirle, bien aventurado porque tienes hambre, porque eres manso, porque lloras; tuyo será el reino de los cielos, que es el reino de la eternidad y verdadera dicha: has nacido para sufrir y llorar, cumple tu mision y que no te fatigue el corto camino de esta vida que no es mas que un paso: y al poderoso, al rico, debe decírsele, mira tus hermanos, hijos de Dios como tú, has nacido para amar á la prójimo como á tí mismo, cumple tu mision y tuyo será el reino de los cielos donde Dios le amará por una eternidad. Esto debe decirse á los hombres porque es la verdad, y la verdad divina: pero dividirlos, lanzarlos á una lucha de clases para que se confundan, no en una igualdad de poder y riquezas, sino en el cieno de las pasiones, en el cáos del esterminio, es un crimen. Y á los que hemos recibido el privilegio de un entendimiento esclarecido, nos está encomendado, no el atizar el fuego de la discordia, sino el de sembrar la concordia y el amor para que se coja el fruto de la felicidad. Y lo demás lo hará el tiempo: las reformas sociales son obra de los siglos y no de los hombres, asi como no se puede con discursos madurar la razon de un niño y entregarle un arma sin que los años hayan hecho de él un hombre.

Sin pensarlo, Cervantes se consolaba á si mismo, de manera que cuando acabó de hablar se sintió tranquilo y con todas las fuerzas de su resignacion.

Pasaron algunos momentos de silencio, y luego dijo doña Catalina:

—¿Y qué haras al fin en tu pretension?

—Para que no me tengas por inconstante, daré algun paso mas, pero no haré memoriales porque á mas de que nada he de conseguir con ellos, creo que no debieran confundirme con la generalidad de los pretendientes y que merezca alguna distincion. Qué quieres, aunque soy modesto, no dejo de tener algun amor propio, el flaco de la vanidad, porque al fin soy un hombre con todas sus debilidades.

—Eso es dignidad.

—Es.... lo que siento.

—¿Y qué resorte piensas tocar?

—El casamiento de don Diego Gómez de Sandoval, hijo segundo del duque, con la condesa Saldaña, me proporciona una ocasion. Dedicaré una oda al recien casado, y esto podrá servirme mas que un memorial.

Doña Catalina aprobó la idea, y Cervantes, aunque no con entero gusto, se decidió á ponerla en práctica.

CAPITULO XXXII Qué resultado dieron las pretensiones de Cervantes, y cómo tuvieron principio otros sucesos de importancia.

ANTES de escribir la oda, creyó Cervantes prudente asegurarse de que no habia de verse desairado, val efecto, buscó recomendaciones para el hijo del duque y hasta consiguió hablarle y esponerle su situacion, rogándole que influyese en el ánimo de su poderoso padre.

Don Diego Gómez de Sandoval mostraba aficion á la poesía, y por esta razon escuchó mas atentamente que su padre al desdichado manco, ofreciéndole proteccion, aunque con cierta frialdad.

No quedó el poeta del todo satisfecho; pero algo mas alentado, y no queriendo dejar de hacer cuanto pudiese, decidióse al fin á escribir la oda.

—No te desalientes—le dijo su esposa una noche antes de acostarse.

—Ya ves que á pesar del recibimiento que me hizo el duque, he seguido adelante con firmeza.

—Por eso has conseguido de su hijo don Diego....

—Una promesa como otras mil que me han hecho y no se han cumplido. Pero no importa, llegaré al fin con buen ánimo y ello dirá.

—¿Vas á escribir?

—Sí, la oda, es decir, el memorial en verso, porque tal debo considerar este trabajo, atendiendo al fin con que lo escribo, y seguramente me valdrán mas las pomposas frases con que enaltezca el valor, ingenio y aun hermosura de don Diego, que el recuerdo de mis servicios y mi situacion.

—Miguel.

—Para pedir y alcanzar debe decirse al poderoso que vale mucho y no meterse en probarle que uno vale algo.

—¿Porqué el mas sencillo asunto ha de darte siempre ocasion á la sátira, á la amargura ó á la mas burlona ironía?

—Es un vicio que se adquiere con la esperiencia, uno de tantos achaques de la vejez.... Voy á comenzar—añadió Cervantes, tomando la pluma.

—Que el cielo te inspire.

—Quiera Dios que no me tiente Momo—replicó el poeta maliciosamente.

Y algunos momentos despues empezó á escribir de esta manera:

«Florida y tierna rama Del roas antiguo y generoso tronco Que celebró la fama Con acento sutil en metal ronco, Pues yo á tu sombra vivo Laurel serás de lo que en ella escribo.»

Momentos hubo en que, como temia el esclarecido ingénio, se le puso delante el alegre Momo, obligándole á que dejase retozar en sus lábios una burlona sonrisa, pero acordándose de que escribía un memorial y que las lisonjas que en él ponia debían considerarse como precisas fórmulas de tratamiento, inventadas por la necesidad y sancionadas por el uso, fórmulas tales como las de ilustrísimo ó escelentísimo, por mas que ni ilustre ni escelente sea la persona á quien se dirigen, sino porque así se cumple con las leyes del respeto indispensable para el órden de las repúblicas, acordándose de esto, decimos, triunfó de las tentaciones del dios de las carcajadas y siguió escribiendo con fu me y sostenida entonacion la bellísima laudatoria que no debia producirle otra cosa sino una esperanza menos y un desengaño mas.

Ciento y dos versos tiene esta oda; pero no dejó Cervantes la pluma basta escribir los últimos que dicen:

«Un natural forzado Del son lírico ageno, mal podia, Aunque de amor guiado, Acertarte á servir: verná algun dia, Que á tí mis pensamientos Consagren inmortales monumentos.»

Esperanzado en la proteccion del nuevo conde, habia pensado Cervantes dedicarle el Quijote, y á esto aludió al decir que algun dia le consagraria monumentos inmortarles; empero varió de propósito cuando vió la frialdad con que se acogió su oda y perdió toda esperanza de alcanzar cosa alguna mas que lo ya alcanzado, es decir, tal cual sonrisa y alguna vaga promesa dictada por la costumbre y la buena educacion.

Para no cansar al lector con la pintura de escenas que por ser iguales ó muy parecidas no pueden escitar su interés, escusamos referir con todos sus detalles las entrevistas del paciente manco con don Diego Gómez de Sandoval, y solo diremos que despues de muchas idas y venidas y doblegar su altivez, nada consiguió y tuvo que abandonar su empresa, perdida ya toda su esperanza y convencido de que no debia tentar fortuna pretendiendo empleos, so pena de perder inútilmente el tiempo y reposo.

Tanto hizo y tan á tas claras se le mostró adversa la fortuna, que aun la misma doña Catalina fué de opinion que no se volviese á pensaren audiencias ni en memoriales.

Volvió el poeta á su vida de agente y escritor por mas que ambas cosas fueran tan opuestas y enemigas como son las vulgares miserias que se palpan y las risueñas y fantásticas creaciones que se sueñan; pero acudiendo á la poderosísima palanca de su voluntad, que era en él tan fuerte como rarísima vez se ha conocido en ningun hombre, siguió con ardor incansable la historia del manchego hidalgo, dando fin en poco tiempo á la primera parte.

Mientras de esta manera luchaba Cervantes con la adversidad, preparábanse otros acontecimientos que debían aumentar sus amarguras.

Una mañana en que doña Catalina. Isabel y Magdalena iban á misa, según antigua costumbre que tenían, siguiólas hasta la iglesia un caballero que por sus maneras daba á entender ser persona de cierta calidad. Tendria sobre treinta años, era de buena estatura y airoso en el andar, completando la varonil belleza de su rostro la del conjunto de su persona. Tenia los ojos grandes, negros y espresivos, y su barba, negra tambien, fina y reluciente, cortada con habilidad y peinada con esmero, resaltaba en la tersa blancura de sus megillas.

Aunque los discretos mantos recataban los semblantes de las tres mujeres, pudo sin embargo el caballero apercibirse de la indisputable belleza de las dos mas jóvenes, y prendado de una de ellas, según dió á entender el fuego de sus miradas, las siguió, no tan de lejos que fácilmente se le perdiesen de vista, ni tan de cerca que pudiesen tomarlo á falta de cortesia y sobra de audaz atrevimiento.

No se apercibió de ello doña Catalina, pero sí Magdalena é Isabel, las cuales, aunque con el disimulo conveniente á su recato, miraron de pies á cabeza al galan.

Ni la una ni la otra podían envanecerse de ser el objeto de la atencion del hidalgo, pues como iban juntas, era forzoso mirar á las dos para ver á cualquiera de ellas haciéndose por esto muy dificultoso el atinar cual era la preferida; pero ambas se pusieron coloradas como amapolas, y sin pensar lo que hacían llevaron la mano al corazon.

Isabel no dejó salir á sus labios una sonrisa que á ellos quiso asomar, y Magdalena reprimió un suspiro que intentó escaparse de su pecho.

Siguieron sin decirse una palabra y fueron seguidas.

Llegaron á la iglesia, entraron y detrás el galan, dando muestras de gran devocion.

Pero al volverse para tomar agua bendita, miraron furtivamente y por segunda vez al galan que al desembozarse dejó ver en su pecho la cruz de Santiago.

Noble debia ser cuando llevaba tan honrosa insignia.

Oyeron misa, con los ojos en el altar y el pensamiento donde no debieran haberlo tenido; santiguáronse, salieron y el caballero tambien, siguiéndolas como antes.

Entraron ellas en casa y el galan quedó en la calle, tan inmóvil como si lo hubiesen clavado en tierra.

Esperaba Magdalena que Isabel le hubiese hablado sobre lo sucedido, pero esta calló y aquella dijo para si:

—Nada habrá advertido.... ¡Están poco maliciosa!

Tambien creyó Isabel que Magdalena le dijese alguna cosa sobre el galan, pero como esta no despegó los labios, aquella murmuró mientras colgaba el rosario junto á la cama:

—Seguramente no lo ha visto.... ¡Está siempre tan distraída!

Ambas pasaron el dia pensando en el siguiente, y aunque solamente la curiosidad, se engañaban, porque era otra la causa de que no se apartase de ellas el recuerdo del galan de la cruz.

El seguirlas este desde casa á la iglesia y desde la iglesia á casa, se repitió por espacio de ocho dias, al cabo de los cuales, lo mismo Isabel que Magdalena comprendieron que estaban enamoradas. Pero como seguían en la duda de cual era la preferida, se decidieron ambas á decir algo sobre el galan por si de este modo aclaraban el misterio.

Al volver de misa una mañana, la que hacia nueve del mudo galanteo, dijo Isabel, que era la mas habladora, á Magdalena que era la mas reservada:

—¿Has reparado en un caballero que nos sigue todos los dias?

—Hoy—contestó Magdalena—me ha llamado la atencion, y queria preguntarte lo mismo.

—¿Porqué irá Irás de nosotras?

—No he acertado á esplicármelo.

—Es jóven....

—¿Y su figura?

—No he reparado bien—dijo Isabel, poniéndose colorada—¿Qué te parece?

—Yo—contestó Magdalena, volviendo como por casualidad el rostro—no puedo decirlo porque llevaba la cara oculta con el embozo.

No hablaron mas porque comprendieron que era inútil, y esperaron á que se presentase mejor ocasion de salir de dudas.

Pasaron algunos dias, y á las diez de una noche, serena, pero muy fria porque era él mes de noviembre, á las diez, decimos, cuando acababan de acostarse Isabel y Magdalena y comenzaban á rezar al ángel de la guarda, llegaron á sus oidos los sones dulces y acordados de una guitarra tañida hábilmente en la calle.

Ambas interrumpieron la oracion, se incorporaron en el lecho y escucharon atentamente mientras que se agitaban sus corazones.

Tras algunos armoniosos preludios punteados con maestría, la voz clara, dulce y agradable de un hombre entonó una cancion tiernísima ó que así lo pareció á las que con tanto interés la escuchaban.

—Esa debe ser su voz—dijo para sí Isabel.

—No puede ser otro—pensó Magdalena.

Y ambas sintieron una sensacion que les era desconocida, y á favor de la oscuridad del aposento dejaron entreabrir la boca para sonreir como nunca habian sonreído.

Abrigaron la esperanza de salir de dudas, creyendo que en la cancion, si por discrecion ó ignorancia no se decia el nombre del objeto amado, se haria alguna indicacion como la de hablar de ojos azules ó negros.

No se perdia ni una palabra: el silencio de la noche y la dulzura del acompañamiento permitían que se entendiesen todas con claridad desde el dormitorio de las jóvenes.

Luchando entre el deseo y el temor de saber cada una de ellas si debia alimentar esperanzas, escucharon, mas que con los oidos, con el corazon.

Empero la primera estrofa las dejó como estaban porque solo espresaba con frases conmovedoras los dolores y angustias de un pecho enamorado y sin el consuelo de la esperanza.

—¡Es verdad!... ¡Ese es el amor!—pensó Isabel.

—¡Eso es lo que yo siento!—dijo para sí Magdalena.

Y volvieron á escuchar con nuevo deseo y mayor temor.

La estrofa segunda era toda de alabanzas á la belleza del objeto amado, pero la desdichada casualidad quiso que solo dijese el cantor dientes de perlas y facciones peregrinas, cabellos de seda, pero sin nombrar el color ni compararlos con el oro ó el ébano. Quedaban los ojos y faltaban dos versos, y ambas creyeron que allí no podria dejar el trovador de decir lo que tanto les importaba.

Cómo palpitaron sus corazones, suspendieron el aliento y sacaron el cuerpo de la cama para oir mejor!

Empero los dos tan deseados versos no decían mas que lo siguiente:

«Ojos que el pecho encienden y arrebatan, Que dan la vida y con su fuego matan»

—Esto puede ser lo mismo para la una que para la otra.

—Tanto cuadra á los suyos como á los míos.

—¿Será que piensa publicar el nombre?

—Imprudencia seria, pero tal vez lo diga con todas sus letras.

Asi pensaron Isabel y Magdalena y volvieron á escuchar.

Fueron aquellos momentos de agonia para las dos enamoradas.

El cantor dió principio á la tercera estrofa que fué una súplica humilde y tierna en que habia las palabras de

«compasion, llanto, muerte, desden, locura, esperanza»,

y otras por el estilo; pero ni por asomo dió á entender á quien se dirigía.

Cesó la música y volvió á reinar el mas profundó silencio.

Las dos jóvenes, tristes y pensativas, volvieron á acostarse!

—¡Si fuera ella!—murmuró Isabel—¡Ah!—¡Tengo celos!

—¡Si fuera ella!—dijo Magdalena—¡Ah!.... ¡Corazon mio, prevente por si mi desgracia te sacrifica!

Ya asomaba la aurora cuando cerraron sus ojos para soñar con el caballero de la cruz y la cancion.

Cervantes, que habia velado aquella noche para escribir el capitulo cincuenta del Quijote , se apercibió de la serenata y escuchó la cancion, pero como en la misma casa vivían otras jóvenes hermosas, no pudo asegurar que el rondador cantase á las de su familia, aunque sí se puso sobre aviso por lo que pudiera suceder.

CAPITULO XXXIII El sacrificio.

AL siguiente dia se miraron recelosamente las dos jóvenes, apenas se hablaron, y cuando fueron á misa y siguió el galan, se observaron mutuamente con disimulo. Estaban enamoradas y tenían celos. Su ansiedad era la mas angustiosa, y les parecían siglos los momentos.

No volvió á oírse la música hasta pasadas algunas noches; pero tampoco se desvanecieron las dudas, porque el cantor, ni pronunció el nombre de la dama ni dijo cosa alguna que lo diese á conocer.

Era preciso salir de aquella situacion; ¿pero cómo? Esto se preguntaron ambas y no acertaron á contestarse.

La llama del amor se encendia mas y mas en aquellos corazones.

Magdalena estaba mas triste y pensativa que de costumbre; Isabel habia perdido tambien su alegría.

Una mañana al ir á misa advirtieron que además del caballero de la cruz, otro tambien las seguia. Este era mas joven, hermoso y de hidalgo porte.

Los galanes se encontraron entonces en la misma dudosa situacion de las doncellas, y como estas eran dos lo mismo que ellos, nada pudieron decirse.

No faltaron en los siguientes dias los dos galanes, y una noche á las diez, que era la hora acostumbrada, sonó en la calle la música y la voz del de la cruz.

Las jóvenes, como siempre, escucharon llenas de ansiedad la cancion.

Las dos primeras estrofas nada espresaban mas que ternezas, pero la última decia lo siguiente.

«De oro tus cabellos son, Y los ojos como el cielo; Muestra, pues, que no es de hielo. Tu virginal corazon»

Dos gritos resonaron en el dormitorio de las jóvenes, pero el uno de alegría, y el otro de dolor.

Isabel quedó por algunos instantes como extasiada, y Magdalena, dejándose caer y oprimiéndose el pecho no pudo articular una sílaba.

—¿Qué te sucede?—preguntaron ambas á la vez y cuando la voz pudo salir de sus gargantas.

—Nada—balbuceó Magdalena;—dormia profundamente y he despertado asustada por esa música.

—Yo rezaba—dijo Isabel—y al oirte gritar he gritado tambien asustada.

Cervantes, que escribia y oyó los gritos, corrió al aposento, llevando luz.

—¿Qué ha sucedido?—preguntó.

Y las jóvenes le respondieron, diciéndole que un susto vano.

Isabel estaba roja como el carmin y temblaba como si tuviese una convulsion.

Magdalena estaba pálida como un cadáver y apenas podia respirar.

—Pero ya pasó—respuso Isabel para tranquilizar á su padre y mientras ocultaba el rostro entre las sábanas.

—Sí—dijo Magdalena—ya pasó.

Y haciendo un esfuerzo consiguió sonreír.

Cervantes salió y las jóvenes quedaron silenciosas.

No dormían, pero tampoco se atrevían á pronunciar una palabra.

Isabel sonreía.

Magdalena lloraba.

Una hora despues se interrumpió nuevamente el silencio de la calle; pero entonces no se levantó ninguna de las jóvenes.

La bija de Cervantes escuchó por si era el caballero de la cruz roja que habia tenido la humorada de volver.

Magdalena se tapó los oídos por la misma razon.

Sonaron los acordes de una guitarra, y con ellos la voz de un hombre que entonó un romance tiernísimo; pero no era la voz del que antes habia cantado.

Oyéronse nombrar los cabellos rubios y los ojos azules, y al fin el nombre de Isabel.

El segundo amante, que debia ser el segundo galan que las habia seguido, era sin duda alguna mas atrevido que el primero, ó menos prudente.

No resonó entonces grito alguno.

Isabel se durmió al son del romance y soñó con el caballero de Santiago,

Magdalena lloró hasta la madrugada y soñó con fantasmas horribles.

¿Qué le esperaba en el mundo?

No podia entrar en competencia con Isabel porque se lo impedia su carácter noble: no debia tampoco acibarar su a mor porque en aquella casa recibia el sustento que le daba generosamente el padre de su rival.

Ahogar su ardiente amor, sufrir horriblemente y callar era cuanto le esperaba á la infeliz.

Era preciso hacer un gran sacrificio, y estaba dispuesta á consumarlo sin exhalar una queja. Nadie podia consolarla porque á nadie podia comunicar sus penas.

Entonces buscó en Dios lo que no podia darle el mundo y se decidió á apartar de este su pensamiento.

La risa y el llanto, la felicidad y la desgracia, habían entrado á la vez y guiadas por una misma mano, en aquella casa.

CAPITULO XXXIV. Que sigue tratando del galan y los galanteos.

MAGDALENA acababa de hacer el sacrificio de su corazon con una generosidad digna de un alma grande y noble. No podia olvidar al hombre de quien desgraciadamente se habia enamorado, pero sí atormentarse y ocultar su pasion para no turbar la dicha de Isabel. Se necesitaba mucha abnegacion, le esperaban sufrimientos horribles, pero no vaciló un instante; la tranquilidad, la dicha de la hija de su bienhechor era para la virtuosa jóven antes que su propia dicha. Desde la mas tierna edad habia dado pruebas de la resignacion mas fuerte, sacrificando.

Como hemos dicho, la pobre Magdalena quiso buscar en la religion el consuelo que el mundo no podia darle, apagar la llama de su amor con la llama de la fé, que Dios embargase su pensamiento para que no pudiese ocuparlo ningun hombre; y como no podia ser monja porque le faltaba una dote ni tampoco queria dejar á su anciana madre, determinó hacerse beata, como hacían muchas mujeres en aquel tiempo, es decir, vestirse de estameña, no salir de casa sino para ir á la iglesia, no perder misa, sermon ni jubileo, rezar á todas horas y no comunicarse con nadie mas que con las personas de su familia. A esto, pues, se llamaba entonces hacer profesion de beata, y á cada paso se encontraban mujeres vestidas sencillamente de grosera estameña, con ancho manto que les cubria el rostro sin dejar mas que una rendija para ver por donde caminaban y con las gruesas camándulas pendientes de la cintura.

Esta resolucion la comunicó Magdalena á su familia, dando por razon que le incomodaba lo que á todo el mundo le divertia y que solo encontraba placer en rezar y asistir al templo. Como siempre habia sido de carácter triste y muy escrupulosa en cuanto al cumplimiento de sus deberes religiosos, no causó gran estrañeza semejante determinacion. Le dijeron que se aburriría, pero ella contestó que como no tenia que pronunciar ningun voto, volveria ó su vida de siempre si se arrepentía, y nada se habia perdido. Esto no tenia réplica y la dejaron que se convirtiese en beata.

Muchas veces se encerraba con pretesto de rezar, pero salían de sus ojos mas lágrimas que Aves Marías de su boca. Nadie sospechó que la desdichada niña estaba sufriendo los tormentos mas horribles: la creían feliz con su rosario y sus oraciones.

El mundo no adivina nunca un dolor en una sonrisa, y raras veces comprende la felicidad espresada por una lágrima.

Cervantes habitaba uno de los cuartos principales de la casa, y el galan de la cruz logró trabar conocimiento con los vecinos de uno de los cuartos segundos á donde solia ir de visita Isabel. Allí se vieron, se hablaron, y por último se trocaron disimuladamente cartas.

Las serenatas se repitieron, siempre á distintas horas por ambos rondadores, y el nombre de Isabel resonó muchas veces en la calle.

Entonces creyó Cervantes prudente averiguar lo que aquello significaba, y pidió esplicaciones á su hija.

Esta se puso colorada, turbóse y no acertó que decir, pero al fin confesó que amaba al caballero de Santiago.

Preguntó el poeta el nombre del tal galan: Isabel se lo dijo, y nosotros á nuestros lectores con lo demás que sabemos.

Era el enamorado de la cruz un caballero natural de Pamplona, llamado don Gaspar de Ezpeleta, de muy esclarecido linage, pero de tan escasas rentas que no le alcanzaban para sostenerse con el rango debido á su calidad. Vivia en la corte para poder vivir, pues su carácter alegre y hasta cierto punto entremetido, le abria todas las puertas, y haciendo uso de la mesa de este, de los caballos de aquel y de la amistad de todos, con muy poco que gastase en el aposento de una posada y en dos pages y un lacayo que lo servian, se encontraba cubiertas sus atenciones y pasaba una vida feliz. Era muy conocido porque no habia paseo, comedia, sarao, torneo ni justa donde no se le encontrase: muchos le murmuraban porque vivia á costa agena, otros le perdonaban el que hubiese tomado el oficio de esplotador de amistades por la habilidad con que lo ejercía, pero todos le guardaban las mayores consideraciones, gustaban de su conversacion y le ofrecían su casa y mesa con la mejor voluntad, sin que nadie le echase nunca en cara los favores que le hacia ni le pesase el habérselos hecho. En una palabra, don Gaspar de Ezpeleta era uno de esos hombres que tienen el talento especial de saber vivir de tal modo que encuentran quien les dé cuanto necesitan sin pedirlo ni quedar obligados á pagar ni agradecer: es decir, lo que hoy se llama vivir sobre el país, ó lo que es igual, que todo el mundo trabaja para ellos y ellos trabajan para no trabajar.

No necesitó Cervantes mas que el nombre, pues conocia sobradamente á don Gaspar por haberlo visto en justas, corrales de comedias, reuniones de literatos y paseos, y porque muchas veces se habían ocupado de él los poetas, haciéndole objeto de satíricos chistes en conversaciones y escritos.

Teníalo Cervantes por hombre honrado, pero no quedó satisfecho porque algo heria su amor propio el que el galanteador de su hija sirviese de blanco á los tiros de la murmuracion, por mas que esta no pudiese decir otra cosa sino que el tal caballero era ingenioso para vivir de prestado sin contraer deudas; pero como conociese que su hija estaba muy enamorada, y el querer hacerle olvidar de pronto su amor seria encenderle mas, pensó dar tiempo al tiempo y probar si el ridículo hacíalo que no podian hacer consejos ni privaciones.

Con tal propósito, y sin dar muestras de la mas leve alteracion, como cosa que viene á pelo, buscó el poeta entre sus papeles uno que enseñó á su hija, diciéndole:

—Sin duda ese don Gaspar es el mismo de quien habla en esos versos mi amigo don Luis de Góngora. ¿Sabes si asistió al torneo del domingo?

—Si.

—Pues no hay duda que es él.... ¡Cosas de Góngora!

Isabel leyó los versos que decían así:

«Cantemos á la gineta Y lloremos á la brida La vergonzosa caída De don Gaspar de Ezpeleta, ¡Oh si yo fuera poeta! ¡Qué gastara de papel Y qué nota hiciera de oír Dijera a lo menos yo: Que el majadero cayó Porque cayesen en él. Dijera del caballero, Visto su caudal y traza. Que ha entrado poco en la plaza, Y menos su despensero; Que si cayera en enero, Quedara con santo honrado; Aunque el apóstol sagrado, Cuando Dios le hizo fiel, Cayó de alumbrado, y Cayó de desalumbrado,»

Isabel palideció, mordióse los lábios con despecho y dijo á su padre:

—¿Qué quiere decir con esto vuestro amigo?

—Que don Gaspar come en la mesa y pasea en los caballos del marqués de Falces porque él no tiene para lo uno ni lo otro.

—¿Decidme, no es Góngora uno pequeño de cuerpo, con ojos muy relucientes que os saludó el otro dia al salir de misa?—Sí.

—Aunque se metió entre!a gente y no pude mirarlo bien, me pareció de figura contrahecha.

—Sátira por sátira vale mas la suya.

—Es que pienso que el disgusto que tiene por lo poco que le ha favorecido la naturaleza, lo desahoga en el veneno de su sátira.

—En cambio don Gaspar mata con el espejo el tédio de su pobreza;—replicó Cervantes—pero dejando esto que nada importa, le diré que mas tarde sabrás lo que opino de tu amor, pues ahora, ni te lo prohíbo ni te lo consiento; pero entre tanto, examina bien tu corazon y no lo dejes que domine á tu voluntad por si necesitas hacer uso de ella.

Algo se resintió el amor propio de Isabel, pero como u clavo saca á otro clavo, el mal efecto que le habian producido los versos se borró con otros que aquel mismo dia recibió de don Gaspar, muy malos en comparacion de los de Góngora, y sin comparacion alguna, pero que á ella le parecieron lo mas sublime y bello del mundo.

Así pasaron los dias.

Magdalena siguió llorando y sufriendo, Isabel riendo y amando, y don Gaspar entonando á las diez de la noche sus romances, mientras que el otro galan los entonaba á las once.

Entre tanto Cervantes concluyó su Quijote, y como nada habia logrado con la oda al conde de Saldaña, pensó en buscar otro Mecenas que amparase su obra.

Uno de los magnates que por aquel tiempo hacian gala de proteger las letras y honrar á los autores, era don Alonso López de Zúñiga y Sotomayor sétimo duque de Béjar, y este fué elegido para la dedicatoria.

Buscó el poeta recomendaciones para el duque, pero este no quiso admitir el libro, temeroso de que se pusiese su nombre al frente de una obra que ningun mérito tuviese.

No se desalentó Cervantes, vió segunda vez al duque, y le rogó que escuchase la lectura de algun capitulo, con lo cual quedaria satisfecho y agradecido. Esta gracia fué concedida porque nada costaba y haria pasar entretenidamente un rato de ócio, siquiera fuese oyendo desatinos.

Visitaba la casa del noble señor un fraile dominico que mas directa ó indirectamente solia tomar parte en los asuntos de familia, ejerciendo la natural influencia que le daba su carácter y que empleaba generalmente, aconsejando ridículas economías, como para demostrar su celo por los intereses de la casa, sin pensar que muchas veces, ó casi todas, perjudicaba los de infelices necesitados dignos por todos conceptos de proteccion.

Ya habia sucedido con el ilustrado poeta Cristóbal de Mesa, preceptor del primogénito del duque, rebajarle cien ducados de los doscientos que se le daban de salario anualmente, por lo cual se despidió, sustituyéndole el dominico una temporada, aunque en honor de la verdad, sin otro interés que el de hacerse agradable al duque.

Era el fraile hombre de muy escaso entendimiento, y aunque obraba de buena fé, su torpeza producia el mismo resultado que si una mala intencion hubiese dictado sus consejos.

Tenia noticias de que Cervantes era un escritor de ingenio elevado, como ya lo habia probado en La Galaica, y temió que el duque lo favoreciese con largueza, lo cual redundaria en perjuicio de los intereses de la casa que eran el objeto de sus impertinentes cuidados, y por esta razon dijo, cuando se le pidió consejo como en todo, que el tal libro no podia ser sino uno de tantos de caballerías con sus disparates é inmoralidad.

Por esto no admitió el duque la dedicatoria, y si accedió á la lectura, no fué sino en contra de la opinion del reverendo y con propósito de no admitir la obra, si como se presumia era un cuento de hazañas disparatadas, encantamentos y amores de princesas.

Esto tranquilizó al fraile que creia que el Quijote no era mas ni menos que otra Historia del Príncipe don Policisne de Boecia, publicada tres años antes por don Juan de Silva y Toledo, señor de Cañada Hermosa, y que fué el último libro de caballerías que se escribió en España.

Llegó el dia fijado para la lectura, que era uno de los últimos de diciembre, y á las once de la mañana se presentó Cervantes en casa del duque.

Este lo esperaba con el fraile y un amigo de confianza.

El poeta saludó cortesmente, sentóse á una indicacion del duque, y sacó su manuscrito.

—¿Lo traeis todo?—le preguntó el fraile.

—Una parle solamente—respondió Cervantes.

—Mucho abulta y os habrá molestadlo sin necesidad,,porque no alcanzará el tiempo para leer tanto hasta la hora de comer—repuso el dominico.

—Pero como es posible que el señor duque me honre escuchándome mas tiempo si consigo agradarle, he creido conveniente prevenirme. Nada se pierde, la carga no es pesada: otras mayores llevo sobre mí hace muchos años.

—Habeis hecho bien—dijo el duque:—si hay novedad en la lectura la prolongaremos.

—Según se entienda la novedad—repuso el fraile sin dar tiempo para contestar al poeta.—Esa historia, en el fondo, será lo mismo que todas, habrá princesas, enanos,.gigantes, castillos guardados por dragones y otras cosas por el estilo, sin que lo nuevo pueda ser mas que la clase de aventuras, porque como imaginadas é imposibles, son infinitas las que se pueden referir, y según el capricho del autor.

—Siento deciros que no habeis acertado,—replicó Cervantes mientras sonreia.—Mi libro es enteramente nuevo, no se parece á ninguno de los malhadados abortos de ingenios enfermizos que han dado en tierra con nuestra literatura y están reñidos Con la moralidad, la gramática y el sentido común. Mal escrito estará, y en esta parte no lo defiendo; pero su fin es acabar con todos los caballeros andantes, y creo que lo conseguiré.

—Noble, pero difícil empresa. Muchos lo han intentado....

—Con poca fortuna, es verdad, ó mejor dicho sin ninguna porque ha crecido la aficion á la lectura de los libros de caballeria y el afan de escribirlos. Empero quisieron combatirlos con gravedad, como asunto de importancia, y nada consiguieron; hubieran empleado las armas del ridículo, que son terribles porque hieren el amor propio, y otra cosa fuera.

—Habeis picado mi curiosidad—dijo el duque—y ya deseo ver el camino que emprendeis para llevar á cabo vuestra empresa.

—¿Conque no sois partidario de los libros de caballerías?

—Le sucede lo que á vos—repuso el de Béjar, dirigiéndose al fraile.

—¿Pues no se titula ese libro?...;

—Historia del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha—replicó Cervantes—Y este hidalgo es un caballero andante con su escudero y su dama y que acomete las empresas mas portentosas que podeis imaginar, encontrando maravillosas aventuras: pero ya vereis cómo sus hazañas ponen en ridículo las de todos los caballeros andantes.

—Comenzad—dijo el duque.

Acomodóse en un sillon el obeso fraile, y Cervantes empezó leyendo:

« En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme....»

Solo estas palabras hicieron comprender que el Quijote en nada se parecia á los demás.

El duque se inclinó como para oir mejor, y el poeta siguió la lectura.

Apenas llegó á la mitad del retrato de su héroe, ni el duque ni su amigo pudieron contener la risa, en tanto que el dominico hizo un gesto de mal humor que no pasó desapercibido para Cervantes.

El interés iba creciendo así como el número de chistes y originales gracias, hasta el punto de hacer exclamar al duque.

—¡Bien, muy bien, señor Cervantes!

—Por vida mia—dijo el otro caballero—que ese loco ha de hacer mas que todos los cuerdos del mundo. Y sí con la misma gracia seguís refiriendo la historia del hidalgo, será menester interrumpir la lectura para que no quedemos quebrantados á fuerza de reír.

—Veo—dijo el fraile con tono sentencioso—que quereis demostrar el peligro que hay de volverse loco con la lectura de los libros de caballerías, lo cual no es bastante para que nadie tema perder el juicio.

—Todavía—replicó Cervantes—no me habeis comprendido.

—Es que hasta ahora....

—Proseguid, señor Migue!—interrumpió el duque.

El poeta continuó, interesando mas cada vez al de Béjar y su amigo, y convenciendo al reverendo de que le costaria mucho trabajo evitar que las locuras del hidalgo manchego costasen el dinero á su Excelencia.

Dieron las doce y Cervantes dejó dé leer para dar lugar á que se rezase el Ave-Mana como era costumbre en aquel tiempo, así como en el presente lo es el mirar el reloj para saber lo que adelanta ó atrasa y ponerlo en hora. En cada época hay sus tendencias, sus usos y costumbres: entonces la religion era el primer pensamiento, y por eso se rezaba al romper, mediar y concluir el dia: ahora el cálculo es la idea dominante, y por eso se cuentan los segundos.

—Bien—dijo el fraile—despues de haber pronunciado con voz hueca el amen;—escribís con bastante gracia y vuestro libro divertirá.

—Por mi parte—añadió el amigo del duque—no lo dejaria de la mano hasta verle el fin.

—Y Dios mediante se lo veremos—dijo el de Béjar.

—Han dado las doce—repuso el dominico, y os estorbamos para comer, señor duque.

—Quiero—replicó este—oir siquiera otro capítulo.

—Como teneis antigua costumbre....

—No importa, hoy la altero.

—Pero.

—Continuad, señor Cervantes.

Este dió gracias al duque y prosiguió leyendo, hasta concluir otro capitulo.

El triunfo habia sido completo.

La continuacion se aplazó para el dia siguiente á las diez con el fin de que hubiese mas tiempo.

El amigo del duque prometió no faltar.

Cervantes volvió á su casa lleno de alegría, de esperanzas y de ilusiones que habían de desvanecerse en su mayor parte.

—¿Te ha recibido bien?

—¿Le ha gustado?

—¿Has de volver á verlo?

Todo esto, dicho á la vez, no dió lugar al poeta para responder mas que sí y abrazar á su familia.

Aquel fué un dia feliz.

CAPITULO XXXV Lo que valió á Cervantes la dedicatoria.

LA lectura del Quijote se continuó sin interrumpirse un solo dia, mostrando el duque gran complacencia.

No sin razon crecieron las esperanzas de Cervantes y su familia, teniendo por segura cosa que, cansada al fin la desgracia, cambiaria la faz de sus domésticos asuntos con la generosidad del duque, cuya proteccion debia valerles mucho.

Así, creyendo ver asomar la aurora de un dia de felicidad, cuando se estendia el crepúsculo de una noche de amarguras, pasó aquella honrada familia una semana de contento.

Terminó la lectura una mañana poco despues de las once, el duque y su amigo prodigaron mil alabanzas á Cervantes, y este dijo:

—Quedo satisfecho: nada mas deseaba, señor, sino que fuese favorable la opinion ilustrada de vuestra Excelencia, porque así, si mi libro no va honrado con vuestro esclarecido nombre, al menos quedaré tranquilo con la seguridad de que no ha de mirarse con desprecio.

—No ha de satisfacerse á medias vuestro deseo—contestó el de Béjar—y acepto muy gustoso la dedicatoria que me ofrecisteis.

—¡Ah, señor!—exclamó Cervantes con acento de dulce y alegre conmocion.—Mi gratitud será eterna—

—Y mi nombre inmortal si se escribe con el vuestro—interrumpió el duque.

—Señor....

—Poned la dedicatoria, traédmela mañana, y apresurad la impresion.

El fraile sonrió tambien á pesar de que vió el peligro que corrían los intereses del duque.

La escena de familia que media hora después tuvo lugar en casa de Cervantes, fué tierna y conmovedora. Lágrimas de alegria bañaron todos los semblantes.... ¡Eran felices! Hasta Magdalena, la desdichada Magdalena cuya vida era un tormento continuo y horrible, olvidó por algunas horas sus sufrimientos para gozar tambien y elevar á Dios sentidas preces.

Poco habian de durar tan risueñas ilusiones que debían convertirse en realidades.

Al dia siguiente llevó Cervantes la dedicatoria, pero no encontró al duque en su casa y se la dejó con recado de que volveria para tener la honra de besarle las manos.

Desde aquel momento las horas parecieron siglos á la honrada familia de Cervantes. No hablaban de otra cosa que del duque, haciendo cuanto? comentarios y reflexiones, les inspiraba su deseo. No podia suceder otra cosa, el acontecimiento era de mucha importancia.

Los cálculos del poeta iban mas allá que los de ninguno, pues no solamente se hacia ilusiones sobre la liberalidad de su nuevo protector, sino sobre el producto de su obra.

Apenas durmió dos horas aquella noche. La alegria es Un enemiga del sueño como el pesar. ¡Al fin habia encontrado la sombra de un poderoso, que era lo mismo que dar con la fortuna!

Levantóse el sol en un horizonte despejado y trasparente que parecia sonreir.

—¡Oh!—exclamó Cervantes, asomándose á una ventana.—¡Qué hermoso dia! Parece que se ha engalanado para celebrar mi dicha. ¡Con cuánta suavidad vuela el céfiro y qué alegremente cantan las aves!

Y aspiró con avidez el ambiente fresco y perfumado, y contempló el cielo.

—Sin embargo—añadió despues de algunos instantes y mientras su frente se contraía—también amaneció puro y sereno el dia en que fuí herido en Lepanto y el primero de mi dura cautividad, y lo mismo que ahora, desde una ventana, vi salir el sol, sonreir el cielo, y oí trinar á los pájaros el dia que me encerraron en la cárcel de Argamasilla.... ¡Supersticiones!... Y bien pensado, las heridas que recibí en Lepanto me honran, el cautiverio me enseñó á sufrir con resignacion, y en el calabozo de Argamasilla escribí el Quijote.... No fueron, pues, dias de desgracia, sino de fortuna.

Dilatóse nuevamente el rostro de Cervantes y se entregó á las ilusiones de sus esperanzas.

A las diez se puso la capa y el sombrero para ir á casa del duque, y se despidió de su familia como sí fuese á emprender un largo viaje.

—Vuélvete en seguida—le dijo su esposa.

—No te detengas que te esperamos con mucho afan—añadió su anciana madre.

Y mientras cada individuo repetia poco mas ó menos lo mismo, bajaba el poeta la escalera.

Todos se asomaron á las ventanas para verlo alejarse y despedirlo con señas.

El que haya penetrado en el interior de una familia que despues de largos años de miseria y desgracias ve el término de estas y sonreir la fortuna, podrá comprender el valor de esta escena que será para muchos frívola y de ninguna significacion.

Al entrar Cervantes en el portal de la casa del duque, encontró á este que salia con el fraile y seguido de escuderos y lacayos como entonces iban casi siempre los señores.

—A mala hora llego—dijo el poeta, descubriéndose y saludando respetuosamente.

—A la mejor—contestó el duque con cierta frialdad y sin detenerse.—Recibí la dedicatoria y os agradezco las lisongeras palabras que contiene.

Llamó la atencion de Cervantes la variacion que se advertia en el tono casi indiferente y aspecto mas sério conque le recibió el magnate, comparando con la acogida que en los dias anteriores le habia hecho. ¿Qué podia ser causa de semejante cambio? ¿No habria encontrado bastante aduladora la dedicatoria? Difícil era adivinarlo, mucho mas no pudiendo entablar conversacion, pues el duque siguió andando mientras hablaba.

No pensó el poeta que la agradable impresion producida por la lectura de su obra podia borrarse fácilmente; pero si se acordó de lo que algunos años antes habia dicho santa Teresa de Jesús,

«que tenian estraños reveses los señores.»

—Señor,—repuso el desdichado manco, siguiendo al duque y al llegar á la puerta.

Pero este lo interrumpió diciéndole:

—Habia mandado que cuando viniéseis.... Mendo—añadió, llamando á un hombre que lo habia seguido para despedirlo y que era el mayordomo:—dad al señor Miguel de Cervantes lo que os dije.

—Precisamente acababa de ponérmelo en el bolsillo para cuando viniese—contestó el mayordomo.

Y sacó algunas monedas de oro.

—Aceptad—repuso el duque—esos treinta escudos como recuerdo mio no mas y no como precio de lo que no lo tiene por valer mucho. Corto es el presente, pero ya sabeis que los ricos tienen que socorrer muchas necesidades.

Al rostro del poeta afluyó toda su sangre: levantó la cabeza con orgullo, y ya buscaba en su mente la respuesta merecida á la humillacion que acababa de recibir, cuando uno de los mendigos que esperaban todos los dias á la puerta para pedir limosna al noble señor, tendió su demacrada mano y dijo con lastimero acento:.

—¡Por el amor de Dios!

Entonces hizo Cervantes un esfuerzo, sonrió levemente, tomó las treinta monedas de oro y se las dió al mendigo, diciéndole:

—Tomad de parte de su Excelencia.

El duque se puso encarnado como la grana, y el fraile palideció á la vez que exclamaba:

—¿Qué habeis hecho?

—Cumplir la voluntad del señor duque socorriendo una necesidad—respondió tranquilamente el poeta.—He dado una limosna porque.... ¡Yo tambien soy rico, mas rico que su Excelencia!—añadió, poniendo la diestra sobre el corazon.

Y sin dar lugar á que le replicasen, salió del portal y se alejó con rapidez.

Entonces le tocó al duque palidecer y al dominico ponerse colorado.

—¡Oh!—murmuró este.

—¿¡Ha querido darme una leccion?—dijo el magnate.

—Ha imitado al héroe de su historia, haciendo una locura. ¡Treinta escudos de oro, señor! ¡Treinta escudos que son la fortuna de una familia!.... la qué tiempo hemos llegada!

El duque se encogió de hombros.

Cuando Cervantes llegó á su casa le salió al encuentro toda su familia diciéndole:

—¿Qué hay?

—¿Lo has visto?

—¿Cómo te ha recibido?

—¿Está contento?

—¿Por qué callas?

—Porque no me dejais hablar—respondió el poeta.

—Esplicate.... Estas triste....

—Muy contento porque acabo de hacer feliz á un pobre anciano....

—Pero....

—No me pregunteis mas: básteos saber que he dejado en casa del duque una esperanza y me traigo un desengaño.... Pero con honra fuí y aun mas honrado vuelvo.

CAPITULO XXXVI Otra ilusion desvanecida.

CONVENCIDO Cervantes de que nada debia esperar de protectores ni amigos, se dedicó esclusivamente alienar todos los requisitos necesarios para que pudiese imprimirse su obra, y obtenido el privilegio, dispuso su viaje á Madrid, centro de especulacion literaria.

Salió el poeta de Valladolid en uno de los primeros dias de enero de 1605, como siempre, con muy poco dinero y muchas esperanzas.

Cuando llegó á la coronada villa, se alojó en una posada, y sin perder mas tiempo que el preciso para comer, pues era el mediodía, se puso debajo del brazo izquierdo el manuscrito de su obra, y santiguándose fué á casa de uno de los especuladores que en aquel tiempo comerciaban con las letras y que tenia fama de ser el que pagaba con mas largueza los pensamientos agenos.

Era este un hombrecillo flaco, amarillento, de mirada recelosa y destemplada voz, con labios tan delgados como naipes, y barba tan escasa que mejor estuviera sin ninguna, porque el reducido número de pelos que acá y acullá se veian en su rostro, parecian manchas que habia dejado allí la falta de limpieza. Llamábase Francisco Robles, y cuando hablaba de él Góngora, decia con su acostumbrada mordacidad que el tal mercader de poesia estaba seco á fuerza de maldiciones, y Lope de Vega era de opinion que habia enfermado de tanto vomitar mentiras cuando se lamentaba de sus negocios para probar que tenia que comprar los manuscritos baratos si no habia de arruinarse.

Debia ser un consumado matemático, porque cualquiera que lo oyese quedaba convencido de que el peor negocio del mundo era comprar originales y vender libros sin escederse del precio en que el gobierno los tasaba al censurarlos. Pero la verdad es que el tal Francisco Robles se habia hecho rico en pocos años, llegando á comprar tierras y casas en Madrid mientras que los escritores ni siquiera podían pagar la casa en que vivían.

Recibió á Cervantes haciéndole mil cumplidos, y enterado del objeto que le llevaba, arqueó las cejas, hizo un gesto de pesar, y dijo:

—Lo siento, señor Miguel, lo siento mucho porque hubiera tenido el mayor placer en publicar una obra vuestra; pero el año pasado he perdido mas de mil escudos de oro, y no solamente no puedo comprar nada, sino que tampoco imprimir lo que tengo comprado. El negocio de libros está cada dia peor, no se vende uno porque la gente está cansada de leer, y no es estraño porque se ha impreso mas de lo que se debia: todos son hoy poetas, y llegará pronto el dia en que los que escriban sean mas que los que lean.

—No somos de la misma opinion—Contestó Cervantes algo desconcertado:—creo que nunca ha habido mas aficion á la lectura ni se han vendido tantos libros como ahora.

—Imprimid por vuestra cuenta y os convencereis.

—Bien sabeis, señor Robles, que eso no es posible.

—Puedo enseñaros mis cuentas y vereis que en la compra de muchos privilegios he perdido mas de la mitad.

—Pero una obra de un género enteramente nuevo llama la atencion y se compra siquiera por curiosidad.

—Os equivocais, porque de lo nuevo se desconfía....

—¿Qué sucedió con los primeros libros del género pastoril?

—Aquello era otra cosa—replicó el señor Robles.—Si me hubiéseis ofrecido vuestra Galatea.... ¡Oh!... Debió hacer buen negocio el señor Mendez, porque se lo liaríais por un pedazo de pan. Todo es tener fortuna. A mí me sucede, amigo mío, que no me venden los poetas sino sus peores obras y á precios exhorbitantes, despues de haber dado las mejores á otro casi de balde. Muchas veces lo he dicho: ¡si yo fuera el dueño de la Galatea.... Es obra que he envidiado, y si me trajéseis otra igual os la pagaria á peso de oro.

—Os ofrezco una mejor.

—Para mi lo mejor no es lo que tiene mas mérito, sino lo que el público compra. ¿Qué me importa que vuestra obra sea lo mejor que se haya escrito ni pueda escribirse si no vendo un ejemplar? Es preciso darle al lector lo que le gusta, y si prefiere lo malo, dádselo con tal que lo pague. Vos mirais por vuestra gloria y yo por mi bolsillo: están encontrados nuestros intereses.

—Es verdad, muy contrarios son.—replicó el poeta con intencion muy marcada—pero tengo para mí que á pesar de todo podemos arreglar bien este negocio.

—¿Decís que es una cosa nueva?—preguntó el mercader despues de algunos momentos de reflexion.

—Enteramente nueva.

—Muchos deseos tenia de compraros alguna obra porque todas las vuestras se han impreso con fortuna, pero estoy tan mal de dinero, que no me atrevo á decidirme, mucho menos siendo cosa que no se sabe si agradará por su género.

—Os aseguro que sí.

—Prudente es escarmentar en cabeza agena.

—Señor Robles, en esta ocasion os equivocais.

—En fin,—dijo el mercader como quien se decide á hacer una locura—cerraré los ojos y os la compraré si me dejais leer antes algunas hojas para formar idea....

—Toda podeis leerla.

—Pero os advierto que no podré ofreceros mucho, porque como os he dicho, estoy en mal estado de intereses y tengo cinco ó seis manuscritos de poetas de fama que no sé qué hacer de ellos.

Como Cervantes no era novicio en esto de ajustes con editores, no le sorprendió la advertencia, por lo que, dejándola sin contestacion, se limitó á decir:

—Quedaos con el manuscrito y volveré á saber vuestra contestacion.

—Bien, bien, pero....

—Una cosa os suplico....

—¿Que nadie la vea?

—Eso no es menester encargároslo.

—Es interés mio.

—Lo que deseo es que lo despacheis cuanto antes sea posible, porque se me siguen perjuicios de estar muchos dias en Madrid.

—Por vos haré cualquiera cosa, y aun cuando estoy muy ocupado estos dias por ser los primeros del año, me dedicaré solamente á vuestro asunto.

—Gracias.

—Podeis volveros.... ¿Qué es hoy?

—Jueves.

—Pasado mañana.... ¿Os parece tarde?

—No.

—A esta misma hora me encontrareis.

—Buena es cualquiera para mí.

—Vuelvo á deciros que no podré ofreceros mucho....

—Leed y hablaremos.

—Es que sentiria yo que os consintiéseis á lo que no puede ser....

—Creo que nos arreglaremos.

Despidióse el poeta del señor Robles y se volvió á su posada para descansar ó mas bien para pensar en la venta de su obra.

—¿Me llevaré un chasco como con el duque?—se preguntaba—ha empezado por prevenirme que pagará muy poco.... pero esta es costumbre de todos ellos, y cuando lea unas cuantas hojas y comprenda que puede tener una lucida ganancia, no dejará que se le escape el negocio por cien ducados mas ó menos.

(Cien ducados! Esta era ya una cantidad de mucha consideracion para el mercader: si Cervantes hubiese dicho un ducado mas ó menos, tal vez no se hubiese equivocado, pero ciento!... probablemente no le ofreceria mucho mas por la obra.

Nuestro poeta no faltó á la cita. A la una de la tarde del sábado se presentó al señor Robles.

—Sois puntual—le dijo este.

—Ya os he dicho que deseo volver cuanto antes á Valladolid.

—Pues despachemos nuestro negocio.

—¿Habeis leído?...

—Algo.

—¿Y qué os parece?

—En cuanto á su mérito nada puedo deciros porque soy lego en la materia; pero mirada bajo el punto de vista mercantil, no me conviene.

—¿Qué decis?

—Lo que estais oyendo—replicó el editor con calma.

—Pero...

—No es del gusto del dia.

—¿Os parece de gusto antiguo?

—Tampoco.

—Entonces....

—El vulgo no comprenderá el mérito de vuestra obra.

—Pero el que no la entienda se divertirá.

—Lo que divierte son las historias donde se cuentan maravillas, aunque estén llenas de disparates, y la vuestra tiene un defecto.

—¿Cuál?

—Que todo lo que en ella referís es tan natural, tan sencillo, que no dejará satisfecho al lector, amigo siempre de lo desconocido y sorprendente.

—Precisamente el mérito consiste....

—Ya os he dicho que no hablo de su mérito; si los libros se escribieran solamente para los hombres cultos, os daria por el vuestro cuanto me pidiéseis; pero yo á quien tengo que contentar es al vulgo ignorante, que es el que ha de darme el dinero.

—¿Pero dejarán de divertirle las locuras de don Quijote y las gracias de Sancho?

—Lo que os digo: dadle al vulgo un caballero andante que necesita comer para vivir; que se hospeda en posada y no en castillos encantados; que lleva visera de carton en vez de oro; que monta un rocin que apenas puede tenerse en pié en lugar de un caballo brioso y que corre mas que el viento sin cansarse nunca, dadle todo eso y os dirá que para ver ni saber tales cosas, no necesita leer, pues las encuentra á cada paso.

—Bien,—dijo Cervantes algo picado—eso pensais vos sin tener en cuenta que el vulgo no es el nécio, sino el que le escribe necedades.

—Creo que ni á vos ni á mi nos conviene meternos á redentores porque saldríamos crucificados.

—Por lo menos yo....

—En fin, señor Miguel, no tengo mas que una palabra: os dije que compraria vuestra obra y os la compraré suceda lo que quiera.

—Eso es lo que importa..

—¿Cuánto quereis por ella?

—Cuatrocientos ducados—dijo Cervantes.

—No podemos hacer nada—replicó fríamente el comerciante y á la vez que tomaba el manuscrito y lo presentaba al poeta.

Este palideció.

—¿Os parece mucho?—dijo.

—Dios me libre de poner precio á vuestro trabajo, porque seria haceros una ofensa: si me parece mucho es porque perderia yo mas de la mitad si os diese lo que pedís.

—Tened en cuenta que hay mucho escrito.

—Ya he calculado lo que hará despues de impreso, y estoy seguro de no haberme equivocado. Pero sea como quiera—añadió el señor Robles con la misma frialdad y poniendo el manuscrito sobre las rodillas del poeta—como nada hemos de hacer, es inútil hablar sobre este punto. Lo siento por el tiempo que habeis perdido, pues por mi parte, ya os dije que no me convenia comprar ninguna obra, sino vender las que tengo sin poder imprimir.

Cervantes reflexionó algunos momentos, y luego dijo:

—Pero al menos, ofreced lo que podais dar, y si me conviene....

—No, no,—interrumpió el señor Robles:—estamos muy distantes....

—Nada se pierde.

—Tiempo, que es para vos muy precioso según me habeis dicho, y palabras que pueden enojaros, porque os habeis hecho la ilusion de que ha de produciros cuatrocientos ducados vuestro trabajo.

—No importa, decid.

—Perdonad, señor Miguel, soy enemigo de que nadie crea que estimo en poco sus obras.

—Arreglaros á vuestros intereses no es ofensa.

—No me obligueis....

—Hacedme el favor....

—Pues bien, os diré con franqueza lo que pensé me pediríais y lo que yo os hubiera dado; pero solo por satisfacer vuestra curiosidad y no como ofrecimiento.

—Sea como os plazca.

—No encontrareis quien os dé por vuestro Don Quijote mas de cien ducados.

—¡Señor Francisco!—exclamó el poeta con asombro.

—Lo que os dije, tomaríais á mal....

—¡El trabajo de un año! ¡Cien ducados en todo un año!... Mas gana un menestral....

—¿Cuánto pensais que en ese tiempo ganaria yo con vuestra obra?... Dos, tres veces mas, no os lo niego; pero no son las mismas las circunstancias.

—¿Trabajais acaso mas que yo?

—No, amigo mio; pero arriesgo un capital y vos no arriesgais nada. Vuestra ganancia es segura porque poco ó mucho os dan algo por la obra; pero la mia es dudosa; y tras no ser ninguna en muchos casos, puedo perder dinero. Esa es la diferencia.

—¡Qué nada puedo perder! ¿Y mi trabajo que es mi reposo, mi vida?

—Vuestro trabajo.... vuestro trabajo no es mas que algunas horas de ocio dedicais a escribir.

—¡Oh!—exclamó el poeta indignado.—¿Horas de ócio llamais?....

—Perdonad, señor Miguel; pero yo entiendo que los que habeis recibido del cielo ese don que se llama ingenio, inspiracion, llenais con mucha facilidad el papel: no he visto hacer sin esfuerzo alguno á vuestro amigo don Lope de Vega, sin equivocarse ni detenerse mas que yo en una suma de cuatro guarismos.

—¿Y eso nada vale?

—Es una mina que encontrais sin tener que buscarla ni hacer otra cosa que sacar de ella conceptos á miles, que es lo mismo que sacar oro acuñado.

—¿Y sabeis cuántos años de estudio hemos tenido que emplear antes, cuántas horas de sueño hemos perdido, cuántos años hemos menguado á nuestra existencia?

—Yo he tenido que estudiar mucho tambien para llegar á entender los negocios, y he pasado en vela muchas noches, y sin embargo no he podido acertar con el medio de especular sin esponerme á perder en un dia todo lo que he ganado con muchos afanes en veinte años.

Cervantes se indignó de tal manera que estuvo á punto de decir al mercader cuanto merecia; pero acordándose de que con todos habia de sucederle lo mismo y que no tenia para el sustento de su familia otra cosa que lo que le diesen por su precioso manuscrito, se doblegó ante la necesidad, y procurando dulcificar su acento cuanto le fué posible, dijo:

—Nos separamos de lo que nos importa, señor Robles.

—Ciertamente.

—Decid lo que os conviene dar por el Quijote.

—Nada, porque tengo otros manuscritos que no puedo imprimir; pero por ser cosa vuestra, ya os he dicho que cien ducados.

—Si nada habeis de subir el precio, escusamos continuar—replicó Cervantes resueltamente.

El señor Robles meditó, hizo algunos gestos, miró unos números que habia escritos en un papel, y luego, como decidiéndose á jugar el todo por el todo, dijo:

—Ciento cincuenta ducados os daré, y de ahi no puedo pasar ni un maravedi.

—¿Decididamente?

—Sí.

—Pues que el cielo os guarde—replicó el poeta y tomando el manuscrito y poniéndose de pié.

El señor Robles, que tenia tantos deseos de comprar el Quijote como Cervantes de venderlo, y que comprendió que este no lo daria por los ciento cincuenta ducados, dijo entonces:

—Es el primer trato que haceis conmigo, y no quiero que digais que soy tirano. Os daré los doscientos ducados, pero de esta cantidad.

—¿Me dais los trescientos?

—No.

—Hemos concluido.

—Lo siento.

—Que Dios os guarde, señor Robles.

—Volvereis porque nadie os ofrecerá tanto como yo.

—Prefiero que no se imprima—replicó Cervantes sin poder contener su enojo.

—Como lo que se piensa hoy no se piensa mañana, puede suceder que cambieis de opinion, y en tal caso, no dejeis pasar muchos dias por si he empleado en otra cosa el poco dinero que tengo.

Cervantes salió lleno de amargura y ciego de ira, y con paso acelerado recorrió muchas calles sin saber á donde iba.

¡Doscientos ducados por su Quijote por el fruto de toda su esperiencia, de toda su sabiduría, de todo su talento! Bien triste era en verdad semejante resultado, y razon tenia el infeliz para desesperarse. Su obra habia sido apreciada ni mas ni menos que cualquier otro libro lleno de necedades; la pagaban al peso, á la medida, atendiendo solo á la cantidad de lectura que tenia, pero sin tener en cuenta el mérito, porque este nada importaba al especulador.

Al dia siguiente comenzó Cervantes á ver á otros editores, y solo encontró motivo de mayor desesperacion y amargura. Todos le miraban el vestido y el rostro donde llevaba pintada la necesidad, y el que mas le ofrecia no pasaba de los cien ducados.

—¡Si fuese un libro de caballerías!—le decian algunos.

—Os vendo una cosa mejor—contestaba el infeliz poeta.

—No importa, la gente quiere lo malo, me lo compra y paga bien, y yo no atiendo á mas.

—Traedme poesías satíricas—le decían otros.

—Esto es mas elevado, mas digno....

—Pero divierte menos.

Tres dias anduvo Cervantes con su tesoro debajo del brazo, sufriendo desprecios y humillaciones, y convencido al fin de que nada adelantaría, determinó volver á Francisco Robles y aceptar los doscientos ducados.

Empero su dignidad y su amor propio se resistían á ello, macho mas cuando pensaba que el especulador podia decirle que ya era tarde.

Sin embargo, no habia otro remedio, crecia la necesidad y era preciso pasar por todo, sufrirlo todo.

En tal apuro, buscó trazas de hacerlo con cuanta dignidad fuese posible, y recurrió al medio de situarse cerca de la casa del señor Robles para hacerse el encontradizo con él sin que pudiese decir que habia ido á buscarlo.

Mas de una hora esperó, pensando en su situacion tristísima, y al fin consiguió su deseo, al salir de su casa el especulador.

—Que Dios os guarde—le dijo el poeta.

—¿Ibais á verme?—preguntó el señor Robles.

—No.... por casualidad.... Vive aquí cerca un amigo mio que ha de darme la contestacion de otro suyo que quiere el Quijote, y..„

—Francamente—interrumpió el mercader, desplegando una sonrisa maliciosa:—habeis cambiado de parecer en vista de que nadie os paga tan bien como yo, y estais decidido á venderme vuestra obra por los doscientos ducados.

—Os aseguro....

—Si es asi, economicemos tiempo Y palabras: decid que si y volved mañana á firmar la escritura y recibir el dinero en oro.

Cervantes se puso encarnado como una amapola: comprendió que su farsa habia sido conocida, y que el sostenerla seria ponerse en ridículo, y sin entrar en mas esplicaciones, y ya volviendo la espalda para alejarse, dijo:

—¿A qué hora?

—Despues de comer.

—Que Dios os guarde.

Y desapareció rápidamente, y mientras sonreia el señor Robles.

CAPITULO XXXVII Que traia del éxito que tuvo el Quijote, y el efecto que produjo su publicacion.

EL señor Francisco Robles no se descuidó en hacer imprimir el Quijote, pues en poco mas de mes y medio salió á la pública luz, siendo recibido con general aplauso en todas las clases de la sociedad, y agotándose en pocos dias la primera edicion.

Escribió Cervantes el Quijote con tan raro ingenio y delicado tino que su lectura fué para todos agradable, encontrándola divertid a el ignorante, y llena de inimitables bellezas el sábio; de manera que ningun libro alcanzó en tan poco tiempo tanta popularidad ni fué tan celebrado. Empero como todas las glorias llevan tras sí la envidia, la aparicion de la Historia del ingenioso hidalgo despertó contra su autor las malas voluntades de muchos que se creyeron ofendidos.

Los autores de libros de caballerías no pudieron sufrir con calma su vergonzosa derrota, ni Lupe de Vega y sus admiradores y amigos las alusiones que á este se dirigían, aunque tan hábilmente encubiertas, en el capítulo XLVI cuando habla don Quijote con el canónigo de Toledo, criticando las comedias que se escribían, y unos y otros se quejaron y murmuraron con mas ó menos disimulo.

Cruzáronse sátiras á cientos, escritas con mas ó menos gracia, atacaron los unos, defendieron otros, y divididos en bandos los escritores, pasaron muchos dias sin ocuparse de otra cosa que de aquel acontecimiento.

Esto, en vez de amenguar el crédito de la obra, lo aumentó, haciendo que la buscasen con afan eruditos é ignorantes, de tal modo que hubo necesidad de hacer inmediatamente otras dos ediciones.

Amargaron á Cervantes los tiros de la envidia, pero disimuló.

Sintióse herido Lope de Vega, pero no quiso que se le viese descender al cieno de pasiones mezquinas, y dejó á sus oficiosos amigos el cuidado de defenderle.

Los combatientes de tan singular batalla herían con el rostro encubierto, pues ninguna sátira llevaba el nombre del autor.

Ante semejante espectáculo no podia permanecer impasible el génio travieso y mordaz de Góngora, gozando mas cuanto mayor era el encarnizamiento de la lucha. En algun tiempo nadie pudo saber su opinion con respecto al Quijote, pues cuando sobre este punto le preguntaban, respondia con chistes picantes que lo mismo podían aplicarse á las comedias de Lope que á la historia de Cervantes, y burlándose de todos, empleó su travesura en encender mas y mas los ánimos para que no se le acabase la diversion.

Empero un nuevo acontecimiento vino á llamar la atencion pública, apartándola de la literaria contienda.

El dia ocho de abril de aquel año, nació el infante don Felipe, que con el nombre de cuarto reinó despues, y este suceso, con la llegada del embajador almirante de Inglaterra conde Huntinghan, que con acompañamiento de seiscientos ingleses vino á España para que Felipe III ratificase las paces hechas con Jacobo I, fué ocasion de grandes regocijos públicos y particulares que se manifestaron con justas y torneos, corridas de toros y cañas, mascaradas y otros espectáculos, y con saraos lujosísimos en palacio y casas particulares.

La riqueza y suntuosidad de nuesta aristocracia se mostró entonces á su mayor altura, y entre otras cosas notables lo fueron los convites que dieron al embajador el condestable de Castilla y el duque de Lerma, pues según lo que dicen los escritores de aquella época, en los grandes armarios que ocultaban las paredes de espaciosos salones, no se veia mas que oro, plata, cristal de roca y pedrería, ya en jarrones, fuentes, platos, estátuas y mil caprichosos objetos. Sirviéronse en la mesa del condestable mil doscientos platos de carne y pescado, sin contar los postres, y quedaron otros muchos por servir. En dos fuentes de oro macizo se lavaron el duque y el almirante antes de comer, y cuando acabaron, en otras de cristal de roca guarnecidas de diamantes, perlas y esmeraldas.

Tales maravillas no podian quedar en el olvido, y para perpetuar su memoria, dispuso el duque de Lerma que se escribiese una relacion de todos los sucesos desde el nacimiento del príncipe hasta la conclusion de las fiestas.

Encoméndose á Cervantes este trabajo, el cual terminó en pocos dias, imprimiéndose, aunque sin su nombre. Pagóle el duque generosamente, dándole cien ducados, cuya cantidad alivió mucho la situacion del poeta y le dió ocasion para que siquiera una vez en su vida viese recompensado su trabajo con largueza.

Estos sucesos dieron á Góngora, como todos, motivo para emplear su satírico génio, y apenas se publicó la relacion de las fiestas, escribió un soneto que, aunque poco ó nada se relaciona con la presente historia, lo copiaremos en gracia de la mucha con que está escrito.

Dice asi:

Parió la reina: el luterano vino Con seiscientos hereges y heregías: Gastamos un millon en quince dias En darles joyas, hospedaje y vino. Hicimos un alarde ó desatino, Y unas fiestas que fueron impelías, Al ánglico legado y sus espías Del que juró la paz sobre Calvino: Bautizamos al niño Dominico Que nació para serlo en las Españas: Hicimos un sarao de encantamento. Quedamos pobres, fué Lutero rico: Mandáronse escribir estas hazañas A don Quijote, á Sancho y su jumento.

Este soneto fué el primer rayo de luz que dejó entrever la opinion de Góngora con respecto á Cervantes y al Quijote.

Fuese borrando el recuerdo de las fiestas, cada cual volvió á sus ordinarias tareas, y la chismografia literaria ocupó nuevamente el pensamiento de los escritores, siendo la chispa que prendió la hoguera el soneto del autor del culteranismo.

Entre Unto Cervantes trabajaba sin descanso en sus novelas, escribiendo á la sazon La Gitanilla.

El producto del Quijote y de la relacion de las fiestas, le habia dado algun desahogo, y si no era enteramente feliz, por lo menos tenia algun descanso.

¿Pero era posible que la mala ventura dejase por mucho tiempo de perseguirlo?

Nó: apenas sufrida una desgracia, otra debia sobrevenirle: su vida era una cadena de desdichas, la una traia enlazada otra, y esta mil: por eso él mismo decia que llevaba sobre sus hombros constantemente el peso enorme de una piedra que era su desventura, sin que nunca hubiese podido librarse de tan enojosa carga.

La critica y murmuraciones de los envidiosos ignorantes no le habían causado tanto pesar que turbasen su reposo: tenia la conciencia tranquila, nadie podia oscurecer su gloria, y por mas que la sátira hincase sus venenosos dientes, todos reconocían el mérito del popular autor del Quijote : estaba pobre como siempre, pero se encontraba á cubierto del hambre siquiera por el tiempo que tardase en concluir sus novelas y tomar el escaso producto de los bienes de Esquivias. Con su gloria y sus sueños de poeta se consideraba, pues, feliz ó poco menos y nada ambicionaba entonces.

Una sola cosa solia turbar de vez en cuando su contento: los amores de su hija con don Gaspar de Ezpeleta, amores que seguían sin dar señales de acabar, pues ya el caballero habia indicado á la jóven su deseo de que les uniese el nudo matrimonial.

No habia podido convencerse todavia Cervantes de que semejante casamiento conviniese á su hija, y veia con dolor que no podria estorbarse sin sacrificar el reposo, la felicidad de la enamorada niña, que estaba completamente dominada por su pasion.

Si era ó no acertada la opinion del poeta, es difícil decirlo: el casamiento de don Gaspar presentaba sus ventajas y sus inconvenientes.

Con desgracia para Magdalena habían empezado los amores, y era posible que con desgracia para Isabel concluyesen.

Del fin que tuvieron vamos á ocuparnos, y para ello, con permiso de nuestros lectores, vamos á pasar á otro capítulo donde presentaremos escenas bastante animadas aunque nada alegres.

CAPITULO XXXVIII. Música y cuchilladas.

EL misterioso galan que seguia diariamente á Isabel y solia cantar á las once de la noche, no habia variado de conducta, y como si los desdenes avivasen la llama de su amor y aumentasen la fuerza de su constancia, no dejó un solo dia de ir á la iglesia tras la jóven, ni de entonar de vez en cuando sus tiernas cantigas.

No pasó desapercibido para don Gaspar este importuno galanteo, pero seguro de la fidelidad de su dama, y creyendo que al fin se cansaria su rival, dejó pasar los dias y las semanas, hasta que despertados sus celos por las venenosas hablillas de la vecindad, decidió poner término á tan enojosa situacion aunque arriesgase la vida en la empresa.

Con tal resolucion, una noche, la del 27 de junio, á cosa de las diez, despues de cenar Ezpeleta con el marqués de Falces, fué á su posada, cambió su vestido por lo que entonces se llamaba hábito de noche, poniéndose una ropilla de raso con trencillas y la cruz de Santiago, jubon tambien de raso con mangas de tafetan y calzones negros de obra, y trocando su ferruelo por la capa de mezcla de uno de sus pajes, y armado de su espada y su broquel, encaminóse á casa de Cervantes.

Estaba esta situada frente al rastro y junto á la calle del Perú, siendo preciso para llegar á ella atravesar un puentecillo de madera que habia sobre el rio Esgueva.

La noche estaba serena y pura, despejada, trasparente y cuajado de estrellas el cielo, y el ambiente perfumado con el aroma de las llores.

Reinaba por aquella parte de la poblacion el silencio mas profundo, interrumpido solamente por el murmurio sordo, igual y continuado de la mansa corriente del Esgueva, plateada por los resplandores de la luna.

En medio de la sombra que proyectaban las casas, se vió moverse un bulto, y luego, esparciéndose, alejándose y perdiéndose, resonaron los acordes melodiosos de las vibradoras cuerdas de una guitarra. ¡Qué dulces, qué conmovedores eran aquellos sonidos en la soledad y el silencio de aquella noche apacible! ¡Qué emocion tan grata debia esperimentar el hábil tañedor!

A las armonías del músico instrumento se unió la voz de un hombre, y el céfiro llevó en sus alas invisibles las palabras tiernas, suplicantes y amorosas de una cancion que mas que el ingenio del poeta, el corazon del amante debió haberla dictado: lo que le faltaba de pureza de estilo le sobraba de apasionados conceptos, lo cual la hacia mas interesante, porque mas que á la cabeza hablaba al corazon.

Cuando el cantor acababa su trova y el nombre de Isabel se perdia repetido por lejanos ecos, llegó cerca del puente don Gaspar, y sintiendo acudir á su cabeza toda su sangre y revolverse su corazon como si el pecho fuese á romper para saltar en mil pedazos hecho, se detuvo, no por miedo, sino porque su mismo rabioso coraje quitó á sus miembros la accion.

Daba de lleno la luna sobre don Gaspar y fácilmente pudo verle desde la sombra el enamorado músico.

Divisar el bulto, apagar el sonido de las cuerdas, convertir la guitarra en broquel y empuñar la tizona, fué obra de un instante para el trovador.

Nada se oyó entones mas que el murmurio de la corriente y la ronca y agitada respiracion de aquellos dos hombres cuyos ojos brillaron como dos ascuas.

Ezpeleta permaneció inmóvil por algunos instantes, y su rival, con acelerados pasos, se dirigió al puentecillo.

En medio de este se encontraron, detuviéronse, se midieron con la vista, y mientras afirmaban los piés en las tablas, exclamaron á la vez:

—¡Atrás!

Ninguno se movió.

—¡Paso!—volvió á decir el cantor.

—¿Por qué?—replicó don Gaspar.

—Porque me estorbais.

—Vos á mí.

—¿Quién sois?

—¿Y vos?

—¿Qué os importa?

—¿Ocultais vuestro nombre?

—Pero no el pecho.

—Tampoco yo.

—Mas no me decis quien sois.

—Don Gaspar de Ezpeleta.

—Que haceis aquí?

—Ya lo habeis visto.

—¡Vive el cielo!

—¡Por Santiago mi patron!

—¿A qué habeis venido?

—A echaros de aquí.

—Habeis perdido el tiempo.

—Os ireis....

—Antes vos.

—Si el rio lleva mi cadáver.

—No os obstineis....

—Enamorais á doña Isabel....

—La adoro.

—Su corazon es mio....

—Y el mio es de ella.

—¡Oh!—exclamó don Gaspar, dejando ver la afilada y reluciente punta de su acero.

—Soy vuestro rival, pero no os estorbo—dijo el cantor que parecia ser hombre de mucha calma.

—Me dais celos.

—Locos son.

—Olvidad á doña Isabel.

—¡Imposible!

—No volvais aquí....

—Me trae mi pasion contra mi voluntad.

—Pues que decida la espada.

—Mirad lo que haceis—¿Teneis miedo?

—Nó—replicó fríamente el de la guitarra.

—Pues idos ó poneros en guardia.

—Pensad que mi amor no os ofende porque no es correspondido y que no os estorbo que ameis.

—¡En guardia!—exclamó don Gaspar, estendiendo el brazo derecho y dando una patada que hizo temblar el puentecillo.

—Si me matais os pesará porque ningun daño os he hecho: si os mato no será vuestra doña Isabel.

—¡Vive Dios!

—¿Quereis que me vaya? me iré, dejadme pasar.

—Retroceded y tomad otro camino.

—Seria mengua.

—Evitadla entonces con vuestro acero.

—Retrocederé—dijo el cantor, siempre con la misma calma.

—Pero no volvais.

—De eso no respondo; ya os he dicho que no me trae la voluntad.

—Entonces....

—Haré cuanto pueda.

—Vuestro nombre y vuestra palabra de no volver.

—No la doy porque no sé si podré cumplirla.

—¡Apurais mi paciencia!

—Aprended de mi.

—¡Vive el cielo!

—Calmaos, don Gaspar.

—¡En guardia!

—Nó.

—¡Sois un!....

—Cuidado—interrumpió el desconocido;—que una palabra dicha no puede recogerse.

—Pero sí sostenerse.

—Vale mas no pronunciarla.

—¡Sois un cobarde!

—¡Oh!—murmuró el desconocido.

Y estendió tambien el brazo derecho armado de su larga tizona.

—Dios es testigo—añadió—de que me habeis obligado.

—¡Cobarde!—gritó fuera de sí don Gaspar.

—Os probaré que no lo soy.

—¡Menguado, miserable!...

—De mi parte está la justicia y la razon.

—¡Defendeos!

Los aceros se cruzaron y su repetido chis chas se mezcló al murmurio grave de las aguas.

Don Gaspar arremetia furiosa y desconcertadamente, porque la ira habia turbado su razon.

Su adversario no avanzaba ni retrocedía, conservaba toda su calma imperturbable: su destreza para manejar la espada era maravillosa, y la fuerza de su brazo escedia á toda ponderacion, Peleaba como honrado caballero, sin asestar un solo golpe de mala ley á pesar de que la ceguedad de su adversario le dió ocasion para herir fácilmente.

Ni una palabra pronunciaron, hasta que despues de algunos minutos, dijo el desconocido:

—Esto va á concluir.

—Ya es tiempo—replicó don Gaspar.

—¿Sabeis quién va á mataros?

—Un caballero que tambien puede morir.

—Soy don Juan de Mendoza.

—No os conozco....

—¿Me he portado con hidalguía?

—Sí ¡vive el cielo!—contestó don Gaspar con la nobleza de un caballero español.

—¡Pues que Dios os perdone!

Don Juan asestó una estocada á Ezpeleta.

—¡Oh!—exclamó este á la vez que vaciló un instante.

Pero volviendo á tenerse firme, arremetió con mas furia.

—Estais herido—dijo Mendoza.

—En una pierna, pero aun puedo defenderme y mataros.

—Don Gaspar, basta, puesto que la sangre ha corrido.

—¡No, vive el cielo!

—Don Gaspar....

—¡Cobarde!

—Vos lo quereis.

Pronto, muy pronto debia concluir el combate.

Don Juan, cuya sangria fria le daba una superioridad incontestable, y que habia demostrado ser hombre de muy nobles instintos y de estremada prudencia, queriendo aun evitar la muerte de su adversario, volvió á decir:

—Ya sabeis quien soy, don Gaspar: suspendamos el combate: otro dia lo continuaremos, pero así tendreis tiempo de pensar lo que haceis.

—¡Nó, por quien soy! ¡Uno de los dos ha de quedar sin vida!

—Me obligareis á mataros para salvarme.

—Hacedlo si podeis.... ¡Villano, cobarde!

—¡Oh!... Quedará tranquila mi conciencia.... ¡Que Dios os perdone y os dé la gloria eterna.

Siguió el combate....

Empero tenemos que abandonarlos en tal punto.

Pronto sabremos el resultado.

CAPITULO XXXIX Donde se dirá cual de los dos combatientes quedó vencido.

TODOS se habian acostado en casa de Cervantes, y este tambien que no habia trabajado aquella noche.

Isabel habia oido la música, pero con indiferencia porque no era su amante el que cantaba; empero cuando llegó hasta ella el ruido de las espadas, lo cual permitió el silencio de la noche, escuchó con gran cuidado, temerosa de que fuera don Gaspar el que habia interrumpido la serenata.

Creció por instantes el sobresalto de la jóven, y pudiendo contener su natural deseo de averiguar si su amante corria peligro, arrojóse del lecho, salió á ta habitacion inmediata, y acercándose una ventana, escuchó nuevamente y con mayor afan. Con esto no cesaron sus dudas, pues solo oyó, como antes, el choque de los aceros y el susurro de las aguas.

—¡Dios mio!—murmuró con voz ahogada y mientras se oprimia el pecho.—¿será él?

Y con temblorosa mano abrió luego la ventana y asomó la cabeza.

Su mirada afanosa se dirigió al puentecillo, y á favor de la luna que los iluminaba, vió á los combatientes entre los cuales relumbraban como centellas las espadas que se movían rápidamente.

Se agitaron convulsivamente los miembros de la joven, palpitó su corazon con descompasada violencia, y por algunos momentos la fué imposible respirar.

Cerca estuvo de perder las fuerzas y caer sin conocimiento, pero la misma duda que tan horriblemente la angustiaba, la sostuvo.

Brillaron como dos luces sus pupilas y se dilataron estimadamente, pero no era posible que reconociera á los que combatían, y ni aun los bultos hubiera distinguido á no estar el cielo tan despejado y resplandeciente la luna.

¿Qué hacer en semejante situacion? ¿Cómo evitar la muerte de uno de aquellos hombres ó tal vez la de ambos? ¿Cómo averiguar si uno de ellos era su amante?

Pensó la joven despertar á su padre para que fuese á poner término á la sangrienta lucha, pero se detuvo por si le esponia á ser mal recibido y quizás mal tratado por los combatientes que en el ardor de su enojo no respetarían nada.

La infeliz levantó al cielo los espantados ojos como demandando ayuda; pero en aquel momento llegó á sus oídos un ¡ay! breve y lastimero que no le dejó duda de que la muerte habia puesto fin al combate.

Intentó gritar la doncella, pero no pudo.

Oprimióse el palpitante pecho, miró al puentecillo y vió que uno de los combatientes se alejaba con gran priesa, entrándose por la calle del Perú, mientras que el otro, que estaba tendido en el puente, se levantó, dirigiéndose hacia la casa de Cervantes.

La misma espantosa duda.

Sin embargo, ninguno habia muerto, y aunque el uno estaba herido, no debia ser de gravedad puesto que podia andar con ligereza.

¿A dónde iba?

Quiso otra vez gritar la jóven, pero tampoco pudo.

El herido llegó á la casa, entró en el portal, y un instante despues se oyó que gritaba diciendo:

—¡Favor, socorro, me muero!

Y sonó un ruido sordo, apagado.

Isabel se apoyó en la ventana y quedó inmóvil.

Su rostro se desfiguró, huyó de sus ojos la luz por algunos instantes, y falta de aliento y de fuerzas, ni acertó á separarse de allí ni pudo siquiera exhalar un gemido.

Habia reconocido la voz de don Gaspar.

Lo que en aquellos momentos sintió la desdichada jóven, es imposible hacerlo comprender.

El herido volvió á pedir socorro con desgarrador acento.

Isabel hizo un esfuerzo, se separó de la ventana y dió un paso con intento de ir á llamar á su padre; empero sus piernas se doblaron y cayó al suelo sin sentido.

Los gritos de don Gaspar despertaron á Cervantes que se arrojó de la cama, y á medio vestir salió precipitadamente a la escalera, encontrando que ya acudían tambien sus vecinos doña Luisa de Montoya, que era viuda del célebre cronista don Esteban de Garibay, y su hijo don Luis.

—¿Qué sucede?—les preguntó Cervantes.

—No sabemos mas—le contestó don Luis—sino que han sonado cuchilladas y luego esos lamentos de muerte.

Y bajaron la escalera seguidos de la viuda que les alumbraba con un belon.

Al llegar al portal vieron á Ezpeleta tendido en el suelo, y cerca de él la espada y el broquel que se le habían escapado de las manos.

—Socorredme—dijo con voz desfallecida el herido.

Oyóse un grito de horror y todos acudieron á prestar ayuda al moribundo.

Ya habian salido de sus aposentos algunos vecinos mas, y la noticia de que habian matado á Ezpeleta cundió con rapidez.

Hiciéronse señas maliciosas los que habian oido la música, y alguna vieja volvió á encerrarse en su aposento mientras decia á su vecina:

—¿Habeis visto?... es el santiaguista.

—¡Ya, ya!...

—Qué lo resucite su dama que ha sido la causa de su muerte.

—¿Quién habia de decirlo?—replicaba otra, cruzando las manos y haciendo mil gestos.

—¿Pues no habeis oido la serenata?

—He oido muchas.

—¡Miren, la gatita muerta, que parece que en su vida á roto un pialo!

—Del agua mansa nos libre Dios.

—Pues ya me tenia yo tragado que habia de suceder esta desgracia.

—Se empeñarían los dos en entrar á la vez.

—¿En entrar decís?—replicó una viejezuela, abriendo los ojos como asustada.

—¿Ahora os desayunais?—le contestó otra que tenia cara de lechuza y por el vestido parecia ser beata.

—¡Pero señora Isabel!...

—Ni mas ni menos que lo que ois, solamente que como soy enemiga de que se quite á nadie el pellejo, no he querido decir esta boca es mia y he dejado pasar carros y carretas.

—Entre Buena gente estamos.

—¿Pues y las visitas del señor de Cigales y de ese Simon Mendez á quien me he visto precisada á reprender por su descaro?

—Pero eso por sabido se callaba.

—Os digo, señora Gerónima, que tendremos que mudar de aposento.

—Yo habia visto entrar al santiaguista en el cuarto de la señora Juana, pero no sabia que de noche viniese á ver al señor Miguel.

—Pues bien, el uno y la otra, y la señora Maria Ramírez....

—Si, sí, ya entiendo.... don Diego de Miranda....

—¡Jesús, Maria y José!

—¿Y qué me direis de la señora Maria de Argomedo, y la Gaytan, y la Luisita y la Catalina?...

—Que siempre están enseñando los dientes.

—Y se les bailan los ojos.

—Mientras haya duques de Pastrana....

—Y el señor conde sea liberal....

—¡Cuando os digo que ha entrado la peste en esta casa!

—No pagaré mucho alquiler al señor Juan de Navas.

—Mas vale no hablar, porque....

—Si la justicia nos pregunta…

—Tendremos que decir la verdad como buenas cristianas.

—¡Cómo está el mundo!

Mientras así murmuraban algunas vecinas, subieron á don Gaspar al aposento de la viuda de Garibay, poniéndolo sobre unos colchones que echaron al suelo en la sala.

Don Luis, como mas joven y por consiguiente mas ligero, salió para llamar á un cirujano que restañase la sangre al herido y avisar á la justicia.

—Confesion.... el santo óleo—dijo don Gaspar que iba debilitándose por momentos.

—¿Cómo os han herido?—le preguntó Cervantes.

—En duelo que yo provoqué.... mi adversario era un caballero y se ha portado como tal.... ¡oh! me muero.... un confesor....

—Lo tendreis.... ¿pero quién es?...

—No lo conozco.... no me pregunteis, señor Cervantes.... y volveos á vuestro aposento.... tranquilizad á vuestra familia—repuso don Gaspar con una intencion que no pasó desapercibida para el poeta.

Este se acordó entonces de su hija, y dijo:

—Es verdad.... habrán oido las voces y desearán saber lo que sucede.... volveré.

Y salió apresuradamente.

Cuando entró en su aposento encontró levantada á su familia.

—Pronto, Migue!—le dijo su esposa.

—¿Qué sucede?

—Isabel....

—¡Oh!—exclamó el poeta, corriendo al dormitorio de su hija.

Esta acababa de recobrar el conocimiento, y al ver á su padre se incorporó en el lecho y abrió los brazos mientras exclamaba con acento del mas profundo dolor:

—¡Padre mio!

—¡Hija mia!—murmuró Cervantes, abrazando á la desdichada niña—¡pobre hija mia!...

—¿Qué le ha sucedido?... ¡ah!... decid....

—Sosiégate....

—Por Dios, padre mio, esplicaos.... ya sé que está herido....

—Sí.

—Pero....

—No sabemos aun....

—Quiero verlo.... ¡oh!.... quiero verlo....

—¡Inocente!... ¿sabes lo que pides?

—Tened lastima de mí....

—Llora, hija mia, llora y ruega á Dios que fortalezca tu espíritu.... empiezas á sufrir como tu padre.... esta es una prueba....

—No tengo fuerzas para resistirla—dijo Isabel, dejándose caer nuevamente en el lecho.—No tengo fuerzas.... si muere....

—Respetarás la voluntad de Dios y te consolarán mis cariños.

Entre tanto, la pobre Magdalena, olvidada de todos, lloraba y rezaba hincada de rodillas ante una imágen de la Virgen. ¿Quién la consolaría, quien cuando nadie comprendia sus lágrimas ni conocia sus dolores?

—Decidle—repuso Isabel, dirigiéndose á su padre—que á ningun hombre entregaré mi corazon, y que si el dolor no me mata me encerraré en una celda.

Algunos momentos despues fueron á llamar á Cervantes, diciéndole que habia llegado el cirujano y que esperaban tambien al alcalde.

La desgracia que acababa de suceder era el principio de otras muchas para el infeliz poeta á quien era imposible que dejase por mucho tiempo tranquilo la fatalidad.

CAPITULO XL Lo que sucedió á consecuencia de la muerte de don Gaspar.

EL cirujano reconoció las heridas de don Gaspar, que eran dos, una leve en una pierna y otra en el vientre, y declaró que esta última era de muerte, ordenando que se administrasen los sacramentos al paciente, lo cual se hizo sin pérdida de momento.

Llegó á poco el alcalde de casa y corte, don Cristóbal de Villaroel, con un escribano y alguaciles, y acudió tambien el marqués de Falces á quien habian dado aviso del suceso.

Dióse principio á las diligencias judiciales, tomando declaracion al herido, el cual, apagado su celoso rencor, y pensando que habia obligado á su rival á batirse y que este se habia portado con toda la lealtad y nobleza de un caballero, creyó un deber de conciencia decir la verdad, pero callando el nombre de Mendoza y el motivo de la disputa, para no comprometerlo, ni tampoco la reputacion de Isabel.

Tan prudente y generosa determinacion debia evitar á Cervantes sérios disgustos, ó mejor dicho, parte de los que le esperaban.

Así pues, en la declaracion, que hemos creido oportuno copiar literalmente, dijo don Gaspar:

«Que la noche del dia 27 de junio viniendo de casa del marqués de Falces (donde acostumbraba á entrar, con el cual comia y cenaba por ser su amigo) con su espada y broquel, y la capa de su criado; y ¡legando un poco mas abajo de donde se hace el pilon, oyó una música, la cual se paró á escuchar, é pasada, queriéndose ir la calle adelante, vió un hombre de mediana estatura, con un ferruelo negro largo, que le dijo se fuese de allí; y este confesante le dijo que tarde se iria de allí, y que sobre esto se habian trabado, y este confesante, visto que todavia porfiaba de echarle de allí, habia echado mano de la espada que tenia, é á un broquel que llevaba, y que ambos á dos se habian acuchillado; y que él se habia metido tanto con él, que el dicho hombre le habia herido de las heridas que tenia, y que ambos á dos habian reñido bien, é que no vió qué armas trujese el dicho hombre mas de una espada, y que cuando reñian, habia caido en el suelo, y se habia levantado, y entonces le habia herido, é que no sabe mas de que luego se fué huyendo la calle arriba hácia la puerta del campo, y que la dicha persona que riñó con él se acuchilló como hombre honrado, y que él fué el que primero metió mano a la espada contra él.»

Con esta declaracion, que como hemos dicho es copia de ta que consta en la causa original, cumplió Ezpeleta como hombre prudente y enemigo de todo rencor, y correspondió á la noble conducta de su rival.

Inmediatamente mandó el alcalde á los alguaciles que re conociesen los vestidos de don Gaspar, y según se dice en la misma causa,

«en las faldriqueras de los calzones hallaron setenta y dos reales en dinero: dos sortijas pequeñas de oro, la una con diamantes pequeños, que es una avemaria, que se parte en tres partes; é la otra de esmeraldas: un rosario de ébano: un bolsillo de reliquias: otro bolsillo en que habia yesca, pedernal y eslabón: tres llaves pequeñas.»

Tocó á Cervantes ser depositario de los vestidos, y dió fé de la entrega el escribano de la causa, Fernando de Velasco.

No queremos cansar al lector poniendo aquí la copia de todas las declaraciones; pero lo haremos de algunas, ya como objeto de curiosidad, ya para que se conozca la intriga con que se intentó empañar la reputacion del infeliz poeta ó como pruebas para desvanecer los cargos que le han hecho sus ruines y envidiosos enemigos.

La declaracion de Miguel de Cervantes dice así:

En la ciudad de Valladolid en 27 del mes de junio de 1605 para averiguacion de lo susodicho, se recibió juramento en forma de derecho de Miguel de Cervantes, de mas de cincuenta años que vive en las casas nuevas de junto á el Rastro, preguntado dijo: que este testigo conoce de vista á un caballero del hábito de Santiago, que dice se llama don Gaspar, el cual nombre le ha oido nombrar esta noche, y estando este testigo acostado en la cama esta noche á hora de las once pomas ó menos, oyó ruido é grandes voces en la calle que le llamaba don Luis de Garibay, y este testigo se levantó, y el dicho don Luis de Garibay dijo á este testigo que le ayudase á subir un hombre, el cual este testigo vió y era el que tiene declarado, el cual venia con una herida, y luego un barbero desde á poco entró, y le curaron de una herida que tenia encima de la ingle, y le preguntaron dijese quien le habia herido, al cual no quiso responder ninguna cosa: y esto es verdad para el juramento fecho y lo firmó.—MIGUEL DE CERVANTES.»

Siguió el juez tomando declaraciones, no solamente á los que habitaban la casa, sino á los criados de don Gaspar, y no pudiendo sacar de ellas nada que le diese luz sobre el motivo del suceso ni el homicida, fijó su atencion en el paraje donde habia tenido lugar la riña, y dió oidos á cuantos chismes de vecindad corrian de boca en boca.

Asegurábase por algunas vecinas habladoras y mal intencionadas, enemigas de Isabel solo porque esta era bonita y galanteada, que ciertas vecinas en cuya casa entraba y salia don Gaspar y visitaba la hija de Cervantes, admitían á todas horas visitas de caballeros, no sin nota de la vecindad, pues no tenían renta ni entretenimiento alguno, ó pension, y que tambien en el aposento del poeta solían entrar un portugués llamado Simon Mendez y don Hernando de Toledo, señor de Cigales, y algun otro cuyo nombre ignoraban.

Una de las que declararon en apoyo de estas calumnias, fué la vieja beata á quien hemos visto murmurar en el capitulo anterior, la señora Isabel de Ayala.

No necesitó mas el alcalde para proceder con arbitraria dureza, mandando constituir en prision, además de otras personas, á Cervantes, á su hija, á su hermana Andrea y á la hija de esta, Constanza de Ovando, que desde el año anterior vivia tambien bajo el amparo de su tio; es decir, á toda la familia escepto doña Catalina y Magdalena, á quien sin duda escudó su vestido de beata.

El dia 29 á las seis de la mañana espiró don Gaspar en los brazos de Cervantes y pronunciando el nombre de Isabel.

Esta habia necesitado todas las fuerzas de su fé y resignacion cristiana y la que le dieron las palabras consoladoras de su padre para no sucumbir á impulsos de su dolor. La desdichada habia visto desvanecerse en un momento todas sus risueñas ilusiones de amor, del primer amor de niña que tan hondas raíces echa en el corazon, y trocarse en negro y espantable caos el horizonte de su vida, sonrosado por la aurora de su esperanza.

Todo habia concluido para ella desde que murió su amante: nada le quedaba en el mundo mas que recuerdos de dolor; de su boca no debían salir ya mas que suspiros tristes y ayes lastimeros, ni otra casa que lágrimas de sus ojos para que marchitasen las rosas y azucenas de sus megillas.

La desdichada jóven habia, pues, insistido en encerrarse en un convento, y fué en vano que su padre quisiese hacerle variar de propósito.

Eran las diez de la mañana, y la dolorida niña, pálida y con el rostro desfigurado, decia á su padre:

—Nó, padre mio, no intenteis privarme del único consuelo que me resta. El dolor y el llanto quieren la soledad, así como la alegria y las sonrisas el bullicio del mundo. Además, la murmuracion ha puesto en duda mi honra, y aunque mi conciencia está tranquila, no me siento con valor para resistir las miradas de mis acusadores.

—Bien, hija mia—le contestó el poeta—se cumplirá tu deseo cuando yo esté convencido de la firmeza de tu resolucion.

—¿Dudais de ella?

—Si dentro de seis mes, tiempo bastante para que se calme este primer arrebato de tu dolor, persistes en ser monja, lo serás; pero entre tanto es preciso que te muestres serena y aun alegre para que nadie sospeche lo que sufres, porque una lágrima, una sola lágrima seria para el mundo una prueba de la liviandad de que te acusa la envidia ruin y cobarde de tus enemigos.

—¡Oh!....

—Deposita en mi pecho tu llanto, sufre en silencio, pero sé para el mundo la niña feliz y alegre que siempre has sido.

—Eso es horrible.

—Aprende de mi, muéstrate digna del nombre que llevas.

Aprende de Magdalena, debió haber dicho Cervantes; aprende de esa otra niña, que ha sabido ahogar su amor, desgarrándose el alma, que es mas desgraciada que tú y que no ha dejado adivinar sus sufrimientos, privándose asi hasta de los consuelos de su madre que la cree dichosa.

Iba á proseguir el poeta cuando le anunciaron la llegada del alcalde y algunos alguaciles.

Quiso retirarse Isabel, pero no pudo porque la habitacion no tenia mas que una puerta y en ella se presentó el alcalde en aquel momento.

El poeta miró á su hija, haciéndole seña de que se mostrase tranquila y animosa, y esta enjugó rápida y disimuladamente el llanto.

—¿A qué debo esta honra?—preguntó Cervantes al juez.

—A mi deseo—contestó este—de esclarecer la justicia.

—Retírate, Isabel....

—Nó—replicó el alcalde:—á vuestra hija, lo mismo que á vos, toca lo que voy á notificaros con el mayor disgusto.

Palideció el poeta, y la joven tuvo que hacer un esfuerzo para permanecer tranquila aparentemente. Ambos habían adivinado que les amenazaba alguna desgracia.

—Os escucho—dijo Cervantes mientras examinaba el rostro del juez.

—¿Teneis—repuso este—en vuestra compañia una hermana con su hija?

—Si, señor; mi hermana Andrea y mi sobrina Constanza de Ovando.

—Pues bien, ambas y vosotros dos, no llevareis á mal seguirme.

—¿Adonde?—preguntó el poeta, cuyas megillas se cubrieron de un vivo carmín.

—A la cárcel de Córte.

Isabel dejó escapar un grito agudo, y con los ojos desencajados y las facciones horriblemente contraídas, se abrazó fuertemente á su padre como para que la defendiese.

Cervantes sintió afluir á su rostro toda su sangre, su frente se contrajo, y clavando en el juez una de aquellas terribles miradas que no pudieron nunca resistir sus crueles amos de Argel ni sus enemigos en los combates, exclamó con acento de ira reconcentrada y mientras estrechaba contra su pecho á la jóven:

—¡Presa mi hija!... ¡Oh!... ¡Mi hija, mi hija entre criminales!... ¡Imposible!... ¡Matadme y os la llevareis!

Y sus pupilas relumbraron como dos centellas, y rechinaron sus dientes y apretó los puños con fuerza convulsiva.

—Calmaos—dijo el alcalde con alguna turbacion.—Sé que sois un hidalgo bien nacido y que las prendas que os adornan os hacen merecedor de algunas consideraciones: por eso he venido en persona en vez de mandar solos á los alguaciles.

—Gracias, don Cristóbal, gracias—replicó el poeta con amarga ironía:—no olvidaré esa distincion.... ¡Ah!.... Pero mi hija no puede ir presa....

—Señor Cervantes....

—En cuanto á mí, os seguiré, que no habrá en la cárcel de Córte calabozos mas oscuros que los que en Argel habité cinco años por servir á mi patria y á mi rey, ni será mas larga mi prision que la que en Argamasilla sufrí por ser honrado. Ya sé lo que son encierros, carceleros y jueces, atropellos y arbitrariedades, y como de los calabozos salí mas honrado que entré, no me importa verme en ellos, que por dicha tengo la injusticia de los hombres, sabiendo que ha de venir la justicia de Dios. Llevadme pues, dispuesto me teneis, pero dejad á mi hija.

—Señor Migue!—dijo el alcalde con tono cortés aunque severo—vuestra resistencia no puede dar otro resultado que agravar vuestra situacion, y debeis comprenderlo así porque teneis un entendimiento claro. Comprended que me poneis en un compromiso porque no puedo dejar de obedecer á la ley haciéndome obedecer, y vos que como soldado habeis sabido cumplir con vuestros deberes....

—¿Pero de qué se acusa á mi hija?—replicó el poeta que empezó á calmarse al oír la palabra deber.

—No ignorareis que me está prohibido decirlo hasta tomar en forma la primera declaracion.

—Es verdad, pero....

—¿Quereis evitarme compromisos y evitaros serios disgustos?

—Don Cristóbal....

—Seguidme.

—¡Oh!....

—Como hombre estoy convencido de vuestra inocencia; pero como juez tengo que obrar según lo que resulte del proceso. Os acusa la murmuracion, y es menester desvanecer las dudas con pruebas.

—Vamos, hija mia—dijo Cervantes con tono de resignacion.

—¡Nó, nó!—exclamó horrorizada la infeliz niña—¡Entre criminales!.... ¡Nó, nó, antes morir!

—¿Vales acaso masque tu padre?—replicó el poeta.

—¡Oh!—murmuró la jóven con acento ahogado y vertiendo lágrimas—¡Perdonad, padre mio!... vamos.

Y haciendo un esfuerzo sobrenatural, se desprendió dé los brazos del poeta, secó el llanto y añadió:

—Os espero.

—¡Eres mi hija!—exclamó Cervantes con ternura y orgullo.

Sintióse el alcalde tan conmovido que en algunos instantes no acertó á pronunciar una sílaba.

—Estamos á vuestras órdenes—repuso el poeta—voy á llamar á mi hermana y á mi sobrina.

—Señor Cervantes—dijo don Cristóbal—os espero en la cárcel á donde estoy seguro que ireis sin que os lleven.

—Os juro....

—Basta—interrumpió el alcalde:—no necesito vuestra palabra.

—Haceis justicia á mi conciencia y á mi noble proceder, y será eterno mi agradecimiento....

—Que Dios os guarde—dijo don Cristóbal.

Y salió sin escuchar mas porque no se sentia con valor para sostener su severidad por mucho tiempo.

—¡Padre mio!—exclamó Isabel, arrojándose en los brazos del poeta.

—¡Hija mia!... heredastes con mi corazon mi mala ventura.

Algunos momentos despues estaban todos los rostros bañados en llanto, escepto el de Cervantes, que como siempre, sobreponiéndose á su dolor, dirigió á su familia consoladoras palabras, infundiendo el valor que tanto necesitaba para sí.

—¿Qué diremos de la despedida de aquellos seres que tanto se amaban y eran tan sensibles y virtuosos? Fué una escena verdaderamente desgarradora, y difícilmente hubiera podido encontrarse un corazon bastante duro para presenciarla sin sentirse atormentado.

Cervantes, su hija. Andrea y Constanza salieron, y la anciana doña Leonor, la siempre inesperta doña Catalina y la infeliz Magdalena quedaron transidas de dolor, mortalmente angustiabas.

Así se vió tratado el autor del Quijote, el hombre cuya honradez estaba probada con cuarenta años de sacrificios, el soldado y escritor á quien la patria era deudora de sangre por ella vertida y de una gloria imperecedera con que hoy se envanece.

Imposible es comprender cuanto debió sufrir el desdichado, al ver á su hija tan inocente y pura, encerrada en un inmundo calabozo como el último Criminal, tratada ni mas ni menos que una mujerzuela.

La pluma se resiste á escribir semejantes miserias, y no acertamos á comprender cómo pudiera existir un hombre, que como Cervantes, no sucumbiese bajo el peso de tan horribles desgracias, de tales amarguras.

No sabemos qué admirar mas en el príncipe de los ingenios españoles si su corazon o su cabeza.

CAPITULO XLI Resultado de la causa.

DESPUES de la prision volvió el alcalde á casa del poeta para tomar declaracion á la criada de este.

Ya hemos dicho que como prueba para desvanecer las acusaciones á que dieron lugar las hablillas de los vecinos, copiaremos íntegras algunas de las declaraciones que constan en la causa.

Acusábase á Cervantes de una industria vergonzosa y sin nombre en el lenguaje de la decencia, ejercida con la ayuda de su hija y de algunas vecinas mas, solteras ó viudas, jóvenes y bonitas, y aunque el buen sentido ha rechazado tan indigna sospecha y no merece ser refutada con seriedad, creemos oportuno hacer algunas observaciones por si aun quedase alguna duda á la sutileza de escudriñadores suspicaces.

La criada pues, que era de edad de diez y ocho años y natural de Barcena en el valle de Toranzo, dijo en su declaracion que:

«Está en servicio de Miguel de Cervantes desde el dia de pascua del Espíritu Santo, y en la dicha casa están el dicho Miguel de Cervantes é su mujer, é una beata que se llama doña Magdalena, é doña Isabel, que es hija del dicho Miguel de Cervantes é doña Constanza, que es sobrina. Preguntada declare que personas ó caballeros entran en casa de dicho Miguel de Cervantes, así de dia como de noche, dijo: que despues que está con el dicho Miguel de Cervantes esta testigo, no ha visto entrar en la dicha casa ninguna persona de dia ni de noche, ni ha tenido cuenta con ello; porque solamente trata de servir á sus amos en lo que le han mandado, é no ha tenido cuenta con mas. Preguntada: si ha ido en compañia de las dichas sus amas cuando van á misa ó á otras partes, y en el camino se han hallado con algunas personas, dijo: que nunca ha ido con sus amas á misa, ni á otra ninguna parte, é que cuando salen fuera, van unas veces todas juntas, y otras de dos en dos, ó tres, é nunca la han llevado, porque ella se queda en la casa guardándola, porque no tienen otra moza mas que esta testigo. Y esta es la verdad por el juramento que fecho tiene.»

Al dia siguiente se tomó confesion en la cárcel á las presas que estaban en habitaciones separadas, sin duda para que no se pusiesen de acuerdo, principiando por doña Constanza de Ovando, la cual fué preguntada de esta manera:

«¿Simon Mendez, portugués, á quien visita en el cuarto de esta confesante, y si es ordinario de visita de dia y de noche en el dicho cuarto y casa? Dijo: que el dicho Simon Mendez alguna vez á ido ha visitar á Miguel de Cervantes, su tio por tratar de sus negocios. Preguntada; si en el cuarto de esta confesante entra á visitar don Hernando de Toledo, señor de Cigales de noche y de dia, por cuyo respeto es la dicha visita? Dijo: que de un año que há que está esta confesante en esta córte, una noche fué allí el dicho don Hernando de Toledo á ver á su tio por asuntos que tenia con él desde la ciudad de Sevilla y en esta ciudad.»

Tocó luego á doña Andrea, á quien despues de exigirle el juramento de costumbre, preguntó el juez:

«Las noches ó dias antes de la dicha pendencia qué personas son las que entran de visita en el aposento de esta confesante? Dijo: que algunas personas entran á Visitar al dicho su hermano Miguel de Cervantes, por ser hombre que escribe y tiene negocios, é que por su buena habilidad tiene amigos. Preguntada si en el cuarto de esta confesante es continuo de visita ordinaria Simon Méndez, portugués, por trato que tiene con doña Isabel de Saavedra su sobrina? Dijo: que Simon Méndez, de quien se le pregunta, algunas veces ha visitado á Miguel de Cervantes, su hermano, sobre ciertas fianzas que le ha pedido que vaya á hacer al reino de Toledo para las rentas que ha tomado, é que por otro titulo ninguno no ha entrado.»

Terminada esta confesion, entraron el alcalde y el escribano en la prision de Isabel.

En el rostro pálido de la jóven se veian todas las señales de un penoso insomnio, y era tal la escitacion de sus nervios, que se estremeció convulsivamente al sentir el ruido que hizo al abrirse la puerta.

Como avergonzada, se tiñeron por un instante sus megillas de púrpura al ver al juez y al escribano.

—Nada temais—le dijo con dulzura don Cristóbal—venimos á haceros algunas preguntas sencillas, pero indispensables para que salgais de aquí.

—¡Oh!—murmuró la jóven, cuyos miembros temblaban como si sintiese el frío de una calentura.

—Tranquilizaos....

—¿Y mi padre?—preguntó la infeliz sin atreverse aun á mirar al alcalde.

—Bueno.... pronto lo vereis.

—¿Por qué me han separado de él?

—Ha sido preciso mientras se os tomaba la primera declaracion; pero dentro de algunos instantes lo tendreis á vuestro lado.

—Tengo miedo.... ¡Ah!

—¡Pobre niña!—dijo para si el juez, mirando con ternura y compasion á Isabel.

—Ya está la cabeza, señor alcalde—dijo el escribano que habia aprovechado aquellos momentos para estampar en el papel la fecha y fórmula del juramento.

—Haced la señal de la cruz—repuso don Cristóbal dirigiéndose á Isabel.

Esta obedeció.

El alcalde preguntó con acento grave:

—¿Jurais por Dios y esta cruz decir verdad en cuanto fuereis preguntada?

—Lo juro—contestó la jóven con voz temblorosa.

Luego le preguntó el juez su nombre, patria y edad, y si tenia noticia de la muerte de Ezpeleta, contestado lo cual con turbado acento, se escribió la declaracion siguiente:

—¿Antes de la noche que hiriesen al dicho don Gaspar ú otros dias, qué visitas han entrado en su casa? Dijo: que no sabe que en casa de esta confesante haya entrado persona alguna en visita particular, é que don Hernando de Toledo particularmente ha visitado dos veces solas al dicho su padre Miguel de Cervantes por amistad que tiene desde Sevilla con él. Preguntada: si esta confesante conoce á Simon Mendez, portugués, y de qué le conoce, dijo: que le conoce, porque es amigo del dicho su padre, é porque iba á tratar y comunicar sus negocios con él.»

Solo estas esplicaciones pudo Isabel dar, las mismas que habian dado su tia, su prima y la criada, y aunque fuera de la declaracion le hizo el alcalde algunas preguntas mas con hábil, y estudiada indiferencia, la virtud y la inocencia triunfaron de la astucia.

Otras muchas declaraciones tomó el juez; pero ni estas ni las escrupulosas indagaciones que se hicieron, dieron otro resultado que el de probar mas y mas que las acusaciones hechas á aquella honrada familia no eran sino chismes de vecinas ociosas y entremetidas, y que entonces, como ahora, eran la plaga mas temible de la sociedad.

Tal ha sido el fundamento de las sospechas de los que han querido suponer que Cervantes se ocupaba en proteger el escandaloso y criminal comercio de unas cuantas mujeres estraviadas entre las cuales estaba su hija que apenas habia salido de la niñez.

Una sola razon basta para destruir tan absurda suposicion: Cervantes trabajaba noche y dia, porque consta que era agente de negocios y que al mismo tiempo escribia sus novelas de manera que no le quedaria libre el tiempo preciso para comer y dormir: tambien consta que vivia con mucha pobreza, y se sabe que su familia trabajaba para ayudarle, en cuanto puede ayudar el escaso producto del trabajo de las mujeres: ahora bien, si á pesar de la nobleza de su carácter y de su probada honradez se hubiera decidido nuestro poeta á sostenerse con el fruto de una industria repugnante, ¿no se le hubiera visto vivir mas holgadamente y trabajar menos? ¿Qué necesidad tenia entonces de haber sido agente de negocios y escritor, ocupando en ambas cosas la mayor parte del dia? ¿Y por qué su hija habia de pasar muchas horas cosiendo para ganar algunos maravedises, si con mas facilidad y descanso le producia dinero en abundancia el tráfico de su honra?

Esto es incomprensible si se dan por buenas las acusaciones hechas á Cervantes: y que este trabajaba mucho y era muy pobre, no lo han puesto en duda, antes ni ahora, ni sus mayores enemigos.

Otra cosa debe tenerse en cuenta; Cervantes mantuvo estrechas relaciones de amistad con los mas celebrados poetas de su tiempo, entre ellos Lope de Vega, Góngora y especialmente los dos hermanos Argensola, y alternaba con ellos en todas partes sin que se desdeñase ninguno de llamarle su amigo, lo cual no hubiera sucedido así estando dedicado á la vergonzosa industria que algunos le suponen, pues le hubiesen vuelto la espalda.

De sus mismas desgracias, es decir, de que no se le protegiese cuando se reconocia por todos su talento, quieren sus enemigos deducir que era hombre de mala conducta, y por esto despreciado. Pero entonces ¿qué diremos de Góngora que tantos y tan amargos desengaños sufrió y que no pudo conseguir que se le atendiese en nada hasta el principio de su vejez y después de haberse hecho eclesiástico? ¿Qué diremos del pobre Camoens cuyas desgracias no son comparables á las de ningun hombre? ¿Qué del mismo Lope de Vega á quien hemos visto quejarse de ingratitudes de príncipes, y sabemos que eran sus quejas fundadas? ¿Qué diremos, en fin, de los que en nuestros dias viven en la miseria y milagrosamente no se han muerto de hambre á pesar de que honran nuestra patria y le preparan una gloria que dentro de dos siglos ó antes nos envidiarán las demás naciones como ahora envidian la de Cervantes, Herrera, Lope, Calderon, Solís y otros muchos? ¿Qué diremos de estos, á quienes conocemos y de cuyas virtudes no podemos dudar? ¿En qué consiste que no medran?

Que nos contesten los calumniadores de Cervantes: por nuestra parte creemos que el problema puede resolverse fácilmente, aunque nos guardaremos de hacerlo.

Entonces, como ahora, medraba quien era favorecido de la fortuna mas que del mérito, y por eso el grave historiador Mariana, que solia decir con la mayor libertad y frescura verdades de á folio, escribió lo siguiente:

«En castilla no se cultivaba el estudio de las primeras letras que por no ser premiadas ni honradas se miraban envilecidas miserablemente: solo se apreciaban las artes con que se ganaba dinero, ó las de pane lucrando

Hemos preferido al texto latino de este párrafo la traduccion hecha por Pellicer, y lo consignamos así porque no queremos nada que no sea nuestro.

También por aquel tiempo decia Cristóbal de ilesa:

«Muchos de gran talento y gran ingenio Miro que están en la miseria suma, Ayudados de Febo y de Cilenio: Y que por los estudios y la pluma Ni una pension les dan., ni una prevenda, Y otros medran creciendo como espuma.»

Y ¿cuántos no se han quejado de lo mismo? Petronio dice:

Nescio quo modo paupertas soror est bonae mentis.

«La pobreza es hermana del buen entendimiento.»

Y Cervantes, en el capítulo XXII de la primera parte de don Quijote, pone en boca de Ginés de Pasa monte estas palabras:

siempre las desdichas persiguen ni buen ingenio.

Ya ven pues nuestros lectores, que ha sido cosa de todos los tiempos el verse pobres, despreciados y perseguidos por la mala ventura los hombres de mérito. Lucano fué sentenciado á muerte por haber cometido el crimen de tener mas talento que el que tenia poder para quitarle la vida: es verdad que en atencion á lo mucho que valia se le concedió la gracia de elegir el género de muerte, y prefirió el de una sangria suelta dentro de un baño, y espiró recitando los trozos mas bellos de su Farsalia. ¡A los hombres de talento se ¡es han guardado siempre muchas consideraciones!

Quizás vamos demasiado lejos en nuestras consideraciones, y nos apartamos de nuestro asunto mas de lo que nos es permitido; pero nos enmendaremos, y tomando nuevamente el hilo de la presente historia, diremos:

Que par mas que preguntaron y sonsacaron el alcalde Villaroel y el escribano Velasco á las vecinas, no pudieron obtener una prueba ni un indicio claro de la mala conducta de Cervantes y su hija; en vista de lo cual se determinó poner en libertad á los presos bajo fianza.

La noticia del encarcelamiento del poeta habia cundido con rapidez, como que era hombre muy conocido, y aunque siempre lo hemos visto demandando una proteccion que jamás podia conseguir, no faltaba quien, haciéndole justicia, lo tuviese en el concepto que merecía.

Cinco dias llevaba de encierro Cervantes, y el sesto, á eso de las diez de la mañana, si son exactos nuestros apuntes, llamó á la puerta de la casa del alcalde Villaroel un caballero vestido ricamente y seguido de dos lacayos. Salió una criada, preguntó, y el caballero, con esa agradable entonacion de las personas de clase distinguida que reúnen á la educacion la bondad y el talento, dijo:

—¿Puede verse al señor Villaroel?

La sirviente, que no estaba acostumbrada á ver allí personages como aquel aparentaba serlo, no se atrevió á decir que no á pesar de que esta era la órden que tenia porque su amo despachaba en aquel instante con el escribano Velasco, y contestó algo turbada:

—No sabré decir á vuestra señoría.... porque.... está con mi señor un escribano....

—Preguntádselo de parte del conde de Lemos—volvió á decir el caballero.

—¡El señor conde.... de Lemos!—murmuró la criada, abriendo los ojos y la boca con sorpresa.

Y desapareció precipitadamente.

Muy pocos momentos despues se sintieron pasos, y luego, el mismo alcalde salió.

—¡Señor conde!—exclamó admirado de tan inesperada visita.—¡Esta honra!...

—Bien la mereceis—replicó el conde;—pero sentiré haber llegado en hora inoportuna.

—Entrad, señor, entrad como debisteis haber hecho sin avisarme.

—Os robaré pocos momentos.

—Nada tengo que hacer mas que recibir las órdenes de vuestra Excelencia—dijo el alcalde, haciendo cortesia tras cortesía, y mas sorprendido cada vez de que fuese á visitarlo nada menos que el mismo don Pedro Fernandez de Castro, conde de Lemos, que era entonces uno de los magnates de mas importancia y que gozaba de mas favor en la córte, y quizás el que honró mas en aquellos tiempos la grandeza española.

Entraron en un salon, sentáronse, y don Cristóbal preguntó:

—¿Me será permitido saber á qué debo esta honra?

—He tenido el gusto de veros—contestó el conde,—para que me espliqueis, si no os está vedado, lo que hay de cierto en la prision de ese desafortunado poeta que se llama Miguel de Cervantes.

—Difícilmente podré esplicároslo, no por falta de voluntad ni porque haya en ello ningun inconveniente.

—No os comprendo.

—Haré porque me entendais, señor conde, porque veo que vuestro generoso corazon se interesa por la suerte del poeta.

—Es verdad, me interesa su suerte porque sé que es desgraciado á la vez que hombre de rarísimo ingenio.

—Si no habeis de cansaros me remontaré al primer suceso de los que componen este asunto.

—Al contrario, deseo saber hasta lo mas insignificante.

—No ignorareis la muerte de don Gaspar de Ezpeleta porque le conoceriais como todo el mundo.

—Sí.

—Pues bien, cuando procedí á la averiguacion del homicida, tomé declaraciones á todos los vecinos de la casa donde el herido se refugió en su agonía, y algunas personas, que á decir verdad no me merecen entera fé, me hablaron de tratos nada honestos entre algunas vecinas y don Hernando de Toledo, don Diego de Miranda y Simon Mendez, con otros muchos que no recuerdo ahora, protegidos por Miguel de Cervantes.

—Eso es una calumnia—dijo severamente el conde.

—Lo mismo pensé—repuso el alcalde;—pero insistieron de tal manera los delatores, y con tantas veras aseguran que la muerte de don Gaspar habia sido por una mujer, que me vi precisado á seguir las indagaciones en este sentido, no solamente para llegar á conocer el homicida, sino el nuevo delito de escándalo que se me denunciaba.

—¿Sin duda por mujeres?

—Sí, señor, mujeres fueron las acusadoras.

—Ruines envidias y rivalidades....

—Tal voy creyendo.

—¿Acaso no teniais noticias de Miguel de Cervantes? No sabiais que era un hombre honrado y á quien no debe confundírsele con la canalla porque tiene títulos que le hacen merecedor á que se le distinga?

—Lo sabia, porque no hay quien no conozca al autor de don Quijote..

—Entonces…

—Pero yo era juez, nada mas que juez, y no podia hacer distinciones sin faltar á la justicia.

—Es verdad.

—Ya veis....

—Pero creo que bien hubiera podido escusarse la prision de Cervantes cuando no caían en él ni remotamente las sospechas del homicidio, sino á lo mas las de esos escándalos inmorales.

—Me pusieron en un grave compromiso porque empezaron á murmurar, diciendo que si tales sospechas hubiesen recaído en un pobre menestral lo hubiesen llevado á la Inquisicion, pero que el delito quedaria impune porque se trataba de un hidalgo, un poeta que escribia versos y dedicatorias á duques y condes y era amigo de personas elevadas.

—¿Y tomásteis en consideracion esas miserias?

—Era preciso que yo probase mi imparcialidad y rectitud.

—Muy justo, pero hasta el presente veo triunfantes los chismes de vecindad.

—Os repito, señor conde, que me obligaron á dar el auto de prision. Además, convendreis conmigo en que el talento no supone honradez y....

—Pero se trataba de un hecho que podia esclarecerse sin encarcelar á una familia, porque esto siempre mancha la reputacion, y debe tenerse presente que es muy fácil empañar la honra, pero volverle su brillo, casi imposible.

—Sentiré haber desagradado á vuestra Excelencia—dijo el alcalde algo turbado.

—Nó, porque vuestra intencion era buena.

—Os lo juro.

—No es menester porque os conozco.

—No en vano ha recurrido Cervantes á vuestra proteccion.

—Os equivocais, don Cristóbal: ni siquiera lo conozco.

—Justa es la fama de vuestra generosidad.

—Creo cumplir así con mi deber.

—¡Sin conocerlo siquiera!—repuso don Cristóbal admirado.

—Conozco sus obras y me basta; pero como es hombre y pudiera haber delinquido, antes de favorecerlo he querido saber de lo que se le acusaba, y por eso os he pedido espiraciones.

—Para lo cual no necesitábate haber venido, sino enviarme un recado....

—Gracias, señor Villaroel.

—Soy vuestro servidor.

—¿Y qué ha resultado al fin de las últimas averiguaciones y declaraciones?

—Nada bastante grave para acusar á esa familia.

—Me alegro.

—Algunas vecinas que sospechan, que creen, que les parece, que han oido decir tal ó cual cosa, pero nada mas, ninguna asegura, no se encuentra una prueba.

—¿Y qué pensais vos de todo eso?

—Hasta el presente solo puede sospecharse con algun fundamento que don Diego de Miranda mantiene relaciones deshonestas con una vecina de uno de los cuartos segundos; pero con cierta reserva, sin que hayan dado ningun escándalo.

—Entonces, sin remordimientos de hacer una injusticia, puedo emplear mi valimiento en favor de Cervantes—repuso el conde.

—Me he anticipado á vuestros deseos.

—¿Qué habeis hecho?

—Mandar que á él y su familia se les ponga en libertad bajo fianzas, y hace pocos minutos me dijo el escribano que lo habia notificado así y que Cervantes habia contestado que afianzaria su mujer que tiene algunos bienes en Esquivias.

—Ese debe ser asunto de muchos dias.

—Puede concluirse en dos semanas.

—Es mucho, es mucho....

—Haré por mi parte cuanto pueda para abreviar la terminacion.

—Sin embargo, quince dias son quince siglos para el que está en un calabozo y es inocente.

—Es cuanto está en mi mano hacer.

—¿No hay otro remedio?

—Sí, señor, pero tal vez le será imposible á Cervantes....

—¿Cuál?

—Si lo afianzase alguna persona de conocida responsabilidad....

—Entonces hoy mismo volverá á su casa.

—El alcalde miro al conde sin comprender lo que este que ria decir.

—¿Valgo yo bastante para responder de esa desgraciada familia?

—¡Señor conde!—exclamó Villaroel que pasaba de sorpresa á sorpresa.

—¿Si ó no?

—¿Pero vos quereis?

—Ser el fiador—replicó sencillamente el de Lemos.

—¿Vuestra Excelencia?

—Si, yo—repuso el conde como si ninguna importancia diese al asunto.

—¿Pero sabeis, señor?...

—Sé lo que hago.

—Me sorprendeis.

—¿Hay en ello algun inconveniente?

—Ninguno si asi es vuestra voluntad.

—Entonces....

—Como decís que no lo conoceis....

—No importa.

—Pensad, señor conde, que pueden engañar las apariencias.

—No me engaña mi corazon.

—Os digo que....

—Estoy decidido.

—Bien, señor, bien, pero es delicado el asunto.

—¿Está aquí todavia el escribano?

—Sí, señor.

—Pues os agradeceré que le mandeis estender mi declaracion, ó como quiera que se llame, y la firmaré antes de irme.

—No consentiré....

—Os repito que quiero ser el fiador.

—En buen hora, pero no necesito vuestra firma para ponerlos en libertad; lo haré así al instante porque me basta vuestra palabra.

—Quedareis en descubierto.

—Es cuenta mia: salgan de la cárcel y se arreglará luego lo demás; antes de media hora estarán en la calle.

—Gracias, don Cristóbal—dijo el conde, poniéndose de pié.

—La honra que me habeis dispensado....

—Ha sido para mí la satisfaccion.... Que el cielo os guarde—repuso el conde.

Y salió con semblante alegre y mientras que el alcalde exclamaba:

—¡El conde de Lemos! ¡El mismo conde en persona!.... Esto me parece un sueño.

Media hora despues salian de la cárcel el poeta y su familia.

CAPITULO XLII En que hablaremos todo lo menos posible, pero cuanto sea necesario.

SI grande fué la admiracion de don Cristóbal, mayor fué la de Cervantes al saber por el escribano lo que acababa de hacer el conde de Lemos, y por primera vez en su vida sintió el gozo de saber que habia una persona siquiera que se interesase en su suerte con tanta generosidad.

El alma del infeliz poeta pareció inflamarse por la gratitud, y de sus ojos brotaron lágrimas tiernas y que aliviaron sus dolores.

—¡Aun hay corazones nobles!—exclamó—¡Gracias, Dios mio, gracias porque siquiera en este último periodo de mi vida me habeis dejado ver una mano bienhechora!... ¡He encontrado quien haga justicia á mis sentimientos!... ¡Oh! ¿Con qué pagaré tan generosa accion?

Y abrazando á su hija en aquel trasporte de alegria nunca esperimentado, prosiguió diciendo:

—¡Hija mia!... ¡Que el nombre de ese bienhechor quede en tu corazon grabado!....

—¡Jamás lo olvidaré!—exclamó la inocente jóven mientras sus ojos derramaban un torrente de lágrimas y sentia oprimido el corazon.

Para la desdichada niña habia llegado tarde el conde, pues como este habia dicho, no se limpia la honra tan fácilmente como se mancha, y el brillo de la de Isabel estaba empañado sin que pudiese volverle su esplendor un tribunal, declarándola inocente. El veneno de la calumnia no tiene antídoto; pueden modificarse sus efectos, pero nada mas: en el juicio del mundo queda siempre una sombra de duda, de desconfianza, que con nada se disipa.

No podia ser mayor la desgracia de la jóven: su nombre estaba inscrito en el registro de una cárcel; su honra podia ponerse en duda, y su corazon estaba herido en la fibra mas delicada. Triste era su porvenir, muy triste, y por eso su dolor era agudísimo y sus ojos vertían lágrimas.

Cervantes comprendió bien pronto lo que sufria la desdichada Isabel, y sintió que su alegria se tornaba en amargura.

—¡Hija mía!... ¡Hija de mi alma!—exclamó entonces.

Y nada mas pudieron pronunciar su lábios.

—¡En nombre del cariño que me teneis!—dijo Isabel á su padre cuando estuvieron en su casa—¡ni un dia, ni una hora dilateis mi encierro en una celda!... ¡oh!... ¡necesito llorar donde el mundo no pueda fijar en mí su mirada desdeñosa!

¿Qué habia de hacer el poeta? Conocia bien á su hija y no trató de oponerse, sino que al contrario, la tranquilizó prometiendole que la llevaria Madrid en cuanto arreglase sus asuntos mas urgentes.

No perdió Cervantes mas tiempo que el preciso para abra zar á su esposa y mudar de vestido, y en seguida fué á presentarse y dar las gracias al conde de Lemos.

Este lo recibió afectuosamente, prodigó mil alabanzas al Quijote, y mostró deseos de protegerle en mas de lo que tan generosamente acababa de hacer.

Empero Cervantes, que no habia nacido para hacer fortuna, no se atrevió á aprovechar ocasion tan favorable, pidiendo un empleo, porque le pareció que era un abuso de los buenos sentimientos del conde.

—Habladme con franqueza—le dijo este:—me servirá de placer emplear mi valimiento en vuestro favor porque sé que hago justicia á vuestro mérito.

—Señor—le contestó el poeta—con lo que tengo vivo honrada y aun holgadamente, y pedir mas seria una ambicion imperdonable. Poseemos algunos bienes en Esquivias, gano bastante con mis agencias, y cuento además con el producto de mis obras.

—Sin embargo, podeis mejorar.

—Mas adelante, si me conviniese, recurriria á vos: ahora lo que deseo es pagarle lo mucho que le debo, y aunque será imposible porque nada tengo ni valgo, procuraré demostrar mi gratitud en cuanto alcancen mis fuerzas.

—Nada me debeis.

—¡Ah, señor conde!...

—Es obligacion de los poderosos ayudar á los necesitados. Si nada mas quereis ahora, bien: acudid á mi cuando os encontreis en cualquier apuro, y entretanto, consolad á vuestra hija.

—¡Mi hija!—murmuró tristemente el poeta.—Ya no puede ser feliz.

—¿Por qué?

—Se ha dudado de su honra....

—Eso se olvida.

—Lo que suelen olvidar los hombres, señor, son las buenas acciones.

—Ya vereis como dentro de un mes nadie se acuerda de vuestra prision.

—Dentro de un mes estará mi hija en una celda.

—¿Eso hareis?

—Asi lo quiere ella, y es irrevocable su resolucion.

—¿No se arrepentirá?

—Os aseguro que no.

—Bien—dijo el conde con alegria:—ya tengo una ocasion de serviros en cosa de alguna importancia.

—¿Cuál, señor?—preguntó el poeta sorprendido.

—Habeis dicho que vuestros bienes y vuestro trabajo os dan para vivir con desahogo.

—Sí, señor.

—Pero supongo que no os producirán lo bastante para ahorrar una cantidad de cierta consideracion.

—Ni grande ni pequeña.

—Lo cual no os permite dotar á vuestra hija—

—Puedo dotarla con largueza.

—No os comprendo.

—Hace muchos años, señor, que una persona, al morir, dejó á mi hija una caja llena de hermosas perlas, cuyo valor no bajará de mil y quinientos escudos de oro.

—¿Y durante el tiempo que las guardais?...

—Me he visto en la miseria mas espantosa, perseguido por acredores y sin un pedazo de pan para mi familia.

El conde fijó en Cervantes una mirada de admiracion, y dijo:

—¿Es un secreto esa historia?

—Para vos no, señor conde, y os la referiré si quereis entristeceros.

—Sí, deseo saberla, y mañana os espero para oiría.

—Me tendreis á vuestras órdenes.

—¿Pensais vender las perlas?

—¿Qué he de hacer?

—Pues llevadlas á un joyero que las tase y yo os las compraré.

—Señor.

—No os daré mas que su valor, descuidad: creo haberos conocido en los pocos momentos que hemos hablado, y estoy seguro de que no aceptaríais un real mas.

—De esa manera, para vos serán las perlas.

Pocas palabras mas hablaron, y Cervantes volvió á su casa, dejando admirado al noble conde de Lemos.

Así dejó escapar nuestro poeta la única ocasion de hacer fortuna que le presentó la casualidad, sin tener otra razon para no aceptar las ofertas del conde que un sentimiento de exagerada delicadeza.

—Seria un abuso—respondia á todas las observaciones de su esposa.—Exigirle mas despues de haberme favorecido sin que yo se lo pida, no es manera de mostrarle agradecimiento.

Las perlas, cuya caja no se habia abierto en muchos años, fueron tasadas en mil cuatrocientos ducados, y Cervantes recibió su importe del conde.

Lo que este se interesó con los tristes sucesos de los amores de Zoraida, puede comprenderse; mas de una vez sintió su corazon oprimido, convenciéndose de que no se habia equivocado al creer que Cervantes no era, en ningun sentido, un hombre vulgar.

Lo mismo que el dia anterior, volvió el de Lemos á ofrecer su apoyo al poeta, pero este no le pidió otra gracia que la de que aceptase la dedicatoria de sus novelas, lo cual no es necesario decir que fué otorgado con el mayor gusto.

Ya se hablaba de la traslacion de la córte á Madrid como de cosa resuelta por el monarca, y sin esperar que llegase este caso, tres meses despues de los sucesos que acabamos de referir, hizo el poeta su viaje á la coronada villa, donde se estableció nuevamente, ocupándose en arreglar todo lo necesario para la entrada de Isabel en el convento.

Aunque no era tan agudo su dolor, la jóven seguia llorando dia y noche sus desdichas y no habia vuelto á dejarse ver de nadie ni á salir de su casa sino para ir á misa muy temprano, tan cubierto el rostro que hubiera sido imposible conocerla.

—¡Cuánto envidio tu dichosa calma!—decia Isabel algunas veces á la resignada Magdalena.

Y esta exhalaba un penoso suspiro, y mientras que disimuladamente se oprimia el corazon respondia:

—Sí, vivo tranquila y soy feliz: no tengo recuerdos que me atormenten, y con los ojos de la fé miro un porvenir risueño en la otra vida. Por eso, antes de que el mundo hiriese mi corazon me puse á cubierto de sus tiros.

Isabel entró en el convento de las Trinitarias, conocido ya de nuestros lectores, y Cervantes volvió á ocuparse en sus trabajos literarios hasta que, con la vuelta de la córte á Madrid, tuvo ocasion de proseguir sus agencias de negocios y reanudar el trato con sus amigos.

Entre tanto su esposa no dejaba un solo dia de decirle que pidiese al conde algun empleo, pero él se escusaba, aplazando esto para cuantío se imprimiesen las novelas.

De esta manera siguió Cervantes basta que llegó el dia de la profesion de Isabel, dia en que debia esperimentar emociones muy dolorosas, ya por los tristes recuerdos que el convento de las Trinitarias tenia, ya porque iba para siempre á separarse de su hija, de aquella hija fruto de su mas ardiente amor y que tantos sacrificios le habia costado.

—¿Será este el último dolor?—decia el poeta, levantando los ojos al cielo como para interrogarle.—¡Ah!... ¡Dios mio!... He sufrido ya tanto, que los pesares han acabado las fuerzas de mi espíritu como los años las de mi cuerpo, y si aquí no terminan mis desgracias, sucumbiré en la lucha. Estoy en la vejez, tengo cincuenta y ocho años, y los veinte ó treinta y últimos han pasado como un sueño, me parece que fué el dia de ayer cuando me encontraba jóven, vigoroso y alegre.... y ahora me fatiga el trabajo, y para reírme tengo que hacer un esfuerzo que yo solo sé lo que me cuesta.... ¡Oh!... ¡Qué tiempo aquel en que me encontraba en las argelinas mazmorras, y pasaba las noches en vela y trabajando los dias, y aun me quedaban alientos para infundirlos á los débiles!...

Exhaló un suspiro, miróse á un espejo y vió sus cabellos encanecidos y su rostro arrugado, notó la falta de algunos dientes y que iba encorvándose su espalda, y sonrió con amargura.

—Aquí está—dijo—la verdad de todas las esperanzas, de todas las ilusiones, el fruto de los años y de las luchas, la realidad, en fin, de todo. Despues de esto, la muerte, una fosa y el olvido. Pero me queda la fé que no dejará desvanecerse la última esperanza, la esperanza en Dios.... ¡Bien hayan todas mis desdichas si he trabajado para alcanzar el cielo!

CAPITULO XLIII. Recuerdos y lagrimas.

EL dia de la profesion de Isabel, fueron Cervantes y su familia al convento una hora antes de la ceremonia. Por gracia especial los recibió la superiora en su celda y luego les permitió pasar á la de la jóven que era la misma que en otro tiempo habia ocupado Zoraida.

Al entrar en aquel aposento sintió el poeta que su pecho se oprimia, que se agitaban convulsivamente sus miembros y que la luz huia de sus ojos. Por algunos instantes le fué imposible respirar ni pronunciar una palabra, y permaneció inmóvil y mudo sin acertar á estampar un beso en la frente pálida que su hija le presentaba humildemente.

¡Cuántos y cuán dolorosos recuerdos se agolparon á su imaginacion y cuántas ideas tristísimas y desgarradoras atormentaron su espíritu!

Como si á propósito lo hubiesen puesto, estaba en el mismo sitio que veinte años atrás el sillon donde se encontraba Zoraida cuando con tan cristiana resignacion se despidió del poeta, en el mismo sitio desde donde la infeliz contemplaba el cielo y aspiraba con la avidez de la fiebre el aire fresco y puro que entraba por la ventana con los primeros rayos del sol y los resplandores de la luna.

Allí estaba el reclinatorio donde la desdichada apoyó la frente para exhalar el último suspiro, y el humilde lecho donde solían cerrarse sus ojos para dormir y soñar con su felicidad perdida y su deseada salvacion.

Cada mueble, cada objeto que allí se veia, aun el mas insignificante, era para el poeta un recuerdo tristísimo, desgarrador, una página sublime, tierna y dolorosa de una historia de sacrificios horrendos, de espantosas desgracias, de misteriosos encantos, delicias y tormentos, una historia que estaba escrita en su corazon y que nadie sino él comprendía.

Largo rato, como hemos dicho, permaneció Cervantes sin acertar á moverse ni hablar.

Detrás de él se habia detenido la religiosa que les habia conducido allí, y estaba tambien inmóvil y con la cabeza inclinada sobre el pecho.

Al fin Cervantes pudo exhalar un suspiro, acercó sus labios á la frente de Isabel y estampó en ella un beso tierno, un beso de padre, mientras quede sus ojos y á su pesar brotaba una lágrima que alivió sus dolores.

—¡Padre mío!—murmuró la jóven con voz ahogada.

—Hija mia—dijo el poeta, esforzándose para aparecer tranquilo;—hija mia.... no creas que es de pesar mi llanto.... porque.... Pero.... siéntate, quiero hablarte.

Y se volvió para buscar una silla, fijando entonces por casualidad su mirada en la religiosa.

Esta se estremeció, y como sí repentinamente le hubiesen faltado las fuerzas, estendió los brazos para buscar un punto de apoyo.

Los ojos de Cervantes se abrieron estremadamente y su cuerpo tembló tambien.

—¡Dios mío!—exclamó la monja, cruzando sus manos que eran negras como el ébano.

—¡Zamareta!... ¡Ah!... ¡Zamareta!—murmuró el infeliz manco que habia reconocido á la antigua esclava.

Parecióle á Cervantes que desgarraban su pecho, y se lo oprimió con fuerza convulsiva. El dolor de sus recuerdos se habia hecho mas agudo con la presencia de la negra.

Esta vaciló; pero logrando al fin sostenerse de pié, se dirigió á la puerta con pasos desiguales y desapareció.

—Isabel—dijo el poeta despues de algunos momentos, y dejándose caer en una silla—feliz tú que vas á separarte del mundo sin mas que un recuerdo de dolor, que vas á vivir triste, pero tranquila, y que morirás en paz.

—Sufrís mucho, padre mío—replicó la jóven;—estais pálido, teneis la frente bañada en sudor, temblais....

—No es nada—repuso Cervantes que intentó sonreír.—Estoy contento, muy contento porque han acabado tus desgracias, y cuando pasen algunos años, serás feliz, muy feliz.... ¡Ah!.... Dichosa tu ignorancia y la inocencia!

—Si, voy á vivir tranquila, pero separada de vos....

—Los hijos pueden ser felices sin los padres, porque asi lo ha dispuesto la naturaleza; de otro modo no habria mas que lágrimas porque todos llegan á verse huérfanos mas tarde ó mas temprano.

—¡Jamás podré olvidaros!—exclamó Isabel.

—Pero mi recuerdo no turbará la reposo como otros recuerdos amargan mi existencia; será un recuerdo dulce, consolador como mi cariño, pero no doloroso, atormentador como los desengaños, la alevosía y las ingratitudes.... Serás feliz, hija mia, serás feliz porque ignoras lo que es el mundo. ¡Ah!.... La esperiencia, Isabel, es la grao ciencia de la vida, empero ¡cuesta tan cara!... Dichosa, vuelvo á decirte, tu ignorancia y tu inocencia.

—¡Padre mío!—exclamó con voz ahogada la jóven.

—Quería—repuso el poeta con visible conmocion—darte algunos consejos, pero.... me siento tan turbado.... y—

—Si, mi querido padre, iluminad mi razon, señaladme el verdadero camino de la virtud.

—Ya lo conoces.... procura olvidar lo pasado y no temas lo porvenir mientras se mantenga viva la Té. Estás separada del mundo y solo debes acordarte de él para rogar á Dios que perdone los estravios de las criaturas; y si alguna vez viniese á turbar tu reposo siquiera un leve impulso de arrepentimiento de haber abandonado la sociedad, piensa que las rosas que esta te ofrece están llenas de venenosas espinas, y que si aun á trueque de clavárselas en el corazon se consigue cojerlas para aspirar su aroma, se marchitan sus pétalos al tocarlos y se les vé desaparecer arrebatados por el huracan. La realidad desvanece la ilusiones, la esperiencia nos da desengaños, y cuando llegamos al último tercio de nuestra vida, tan deseado para descansar, no tenemos mas que recuerdos tristes y amargos, no nos queda otra esperanza mas que la de morir muy pronto en medio de la indiferencia de un mundo que se agita, llora y rie, sin saber á donde va, sin conocerse, sin comprenderse á si propio.

Isabel escuchaba á su padre con religiosa atencion y mientras que por sus megillas corria en abundancia el llanto.

—Eso es lo que dejas por una vida tranquila: y aunque en ella no encontrarás lo que llaman goces las criaturas, piensa que estos se compran á tanta costa que no hay quien no se arrepienta de haberlos buscado. La única felicidad está en la otra vida, y vas á abrirle el camino del ciclo. ¡Que la mano de Dios te guie!... ¡Bendita seas!—exclamó Cervantes, abriendo los brazos y recibiendo en ellos á su hija!—¡Bendita seas!....

—¡Gracias, padre mio! Gracias por el dulcísimo consuelo de vuestras palabras. ¡Ah!... No sabeis cuánto bien me habeis hecho! Una sola ilusion, una sola esperanza he visto desvanecerse, y ha sido horrible mi sufrimiento: ¡cuánto habreis padecido vos que tantos desengaños habeis tenido!... ¡Pobre padre mio!...

—¡Hija de mi alma!—murmuró el poeta sin poder contener el llanto.

—Decís bien, soy feliz.... ¡Oh!... Gracias, padre mio, gracias porque me habeis hecho comprender mi felicidad.... creí que este asilo era el sepulcro de mi corazon desgarrado y yerto, y es la mansion pacífica de una dicha sin igual: sin vos no hubieran visto mis ojos en esta celda mas que un encierro sombrío, y ahora ven un lugar donde no tienen entrada las miserias ni los dolores del mundo, un sagrado á donde no pueden llegar la envidia, ni la traicion, ni el engaño, donde se vive en paz y en paz se muere con la conciencia tranquila. ¡Los goces del mundo!... Decís bien, son ilusiones que huyen y se pierden cuando mas sonríen como los ángeles que se nos aparecen en sueños; no son la felicidad, puesto que con felicidad hay que comprarlos.... ¡Oh!... Llevadme al altar, llevadme que son tesoros los momentos que se pierden sin que mis labios pronuncien el juramento que ha de unirme al Señor como una de sus esposas.

—¡Dios ha escuchado mis votos y ha recompensado todos mis dolores!

—¡El último abrazo, padre mio!—exclamó Isabel con acento ahogado.

—¡El último!—repitió el poeta con voz que parecia llevarse tras si el alma.

—¡Padre mio!

—¡Hija de mi corazon!... ¡Hija mia!... ¡Hija mia!—dijo Cervantes.

Y sin poder articular una sílaba mas, abrazó á su hija.

Algunos minutos permanecieron unidos sin acertar á separarse, y aun hubiesen quedado asi por largo rato si no los interrumpiera una monja que llegó para decir que la comunidad esperaba solamente á la novicia.

—¡Adiós!... ¡Hija mia!...—murmuró Cervantes.

—¡Padre mio, padre querido, bendecidme!

—¡En el nombre de Dios omnipotente y misericordioso, yo te bendigo!—dijo el poeta con solemne tono y estendiendo sus manos agitadas sobre la cabeza de Isabel.

—¡Que Dios me perdone como vos!...

—¡Hija mia!... ¡Adiós!... ¡Hija de mi alma!...

La jóven novicia hizo un esfuerzo para dominar su emocion, levantóse, abrazó á su familia, secó sus ojos y salió de la celda.

Una hora despues, su cabellera de oro estaba separada de su cabeza y en manos de su padre que la guardó en la misma caja donde habian estado las perlas de la mora.

Todo habia concluido: Isabel no pertenecia ya al mundo, y Cervantes salió del convento tan triste y absorto en sus meditaciones, que ni siquiera reparó que su familia quedaba atrás, ni que tropezaba con las muletas de un tullido que habia entre otros pobres á la puerta del templo.

—¡Por el amor de Dios!—dijo el mendigo, estendiendo una de sus descarnadas y amarillentas manos, de modo que estorbó el paso á Cervantes.

Este se detuvo, y al mirar distraídamente al pobre, cayó el embozo de su capa.

Era aquel dia de recuerdos dolorosos.

El tullido exhaló un grito ahogado, se agitó convulsivamente, miró con espantados ojos á Cervantes, y como sus muletas, él hubiera caido al suelo si no lo sostuviesen dos de sus compañeros que estaban cerca.

A su vez miró al mendigo el poeta, se dilataron sus pupilas, palideció mas de lo que estaba su contraído rostro, y despues de algunos instantes de duda, exclamó:

—¡El señor Antonio!

Era efectivamente el hidalgo amante de la infeliz doña Inés, traidor amigo de Cervantes y victima de Leocadia, el mismo seductor vanidoso y presumido que despues de arruinado y abandonado por su mujer habia llegado á tan triste situacion.

—Alejaos—murmuró con entrecortado acento alejaos.... no.... perdonadme.... ¡Ah!...

El poeta registró apresuradamente sus bolsillos, sacó cuánto dinero llevaba, y poniéndolo en una de las manos del señor Antonio, cuya turbacion le habia casi privado de conocimiento, se alejó rápidamente, diciendo:

—Tomad.... es cuánto poseo.... mañana no tendré para comer.... Os perdono.... os perdono de todo corazon.

Su frente se abrasaba y latían con desigual violencia sus sienes.

Instintivamente tomó el camino de su casa aspirando con avidez el aire fresco que corría.

—¡Fuerzas, Dios mio!—murmuraba.

Empero quedaba todavia otro recuerdo, y cuando mas tranquilo atravesaba el infeliz la plaza del Arrabal, se encontró con un fraile franciscano, al cual se acercó para besarle la diestra, no solamente por la costumbre que de hacerlo asi se tenia en aquel tiempo, sino porque creyó que esto le consolaría.

—Permitidme, padre—dijo al cojer la mano descarnada del religioso.

Pero al sentir que este temblaba convulsivamente, se detuvo y lo miró con sorpresa.

La frente del franciscano estaba surcada de arrugas, los cabellos de su cerquillo eran blancos como la nieve, y sus ojos azules y de mirada triste.

Era el vizconde perseguidor de Zoraida.

Cervantes dejó escapar un grito y tuvo que apoyarse en la pared.

El fraile estendió la diestra, y al hacer la señal de la cruz, dijo:

—Yo te bendigo en el nombre de Dios omnipotente y misericordioso, cuya divina justicia premiará tus virtudes.

Y se alejó con pasos vacilantes.

Despues de algunos momentos pudo el poeta seguir su camino, y al fin llegó á su casa sin aliento ni fuerzas.

—¡Dios mio!—exclamó.

Y dejándose caer en un sillon no pudo decir mas.

CAPITULO XLIV. Promesas.

EN aquella ocasion, como en todas, Cervantes ahogó su pesar en lo mas profundo de su pecho, presentándose al mundo con la calma del que nada sufre y la sonrisa del que es feliz y espera serlo siempre. Lloró en silencio la pérdida de su hija, sin que nadie, ni aun su esposa, adivinase su dolor, y pocos dias despues de las escenas que hemos referido, se le vió dedicarse nuevamente á sus ordinarias tareas. Como nadie podia comprender sus dolores, los ocultaba hasta para su familia, pues así como los que son felices levantan en sus corazones un altar á los recuerdos de sus goces, nuestro poeta rendia culto á los recuerdos de sus desgracias, y hubiera creído una profanacion dejarlas ver sin que fuesen respetadas y reverenciadas por los demás.

Siguió alternando como siempre con sus amigos, sin dejar ver la mas ligera señal de tristeza, lo cuál dió lugar á que algunos dijesen:

«Con razon asegura Miguel de Cervantes que no es feliz el que no quiere serlo, pues él sabe sacar partido de su misma pobreza, y cuanto mas viejo es, mas alegre está.»

Dos años habían pasado desde la profesion de Isabel, y durante este tiempo recibió Cervantes algunas pruebas inequívocas de la estimacion del conde de Lemos.

El secretario de este, Juan Ramírez Arellano, acababa de fallecer, y el poeta Lupercio Leonardo de Argensola, verdadero amigo de Cervantes, le sustituyó; con lo cual creció la proteccion del conde y hubiera llegado á ser la felicidad de nuestro desdichado manco si á los pocos días no hubiese tenido que salir de España el de Lemos para ir á desempeñar el vireinato de Napoles.

Eran las once de una mañana de octubre, nublada y fría, y Cervantes acababa de dejar la pluma para descansar mientras llegaba la hora de comer, cuando llamaron á la puerta y se presentó Argensola con rostro alegre.

—No hay mal ni bien que cien años dure—dijo al entrar y mientras apretaba con efusion la diestra de su amigo.

—¿Pues qué sucede?—replicó sorprendido Cervantes.

—¿Acaso no veis que la alegria rebosa por mi semblante?

—Si, pero como ignoro la causa....

—Nunca habeis estado tan torpe.

—No os comprendo.

—Os he dicho que no hay mal ni bien que cien años dure, y esto significa que acabaron vuestras penas.

Cervantes miró á su amigo como si no diese crédito á lo que oia, y luego dijo:

—Explicaos, porque como nunca ha llamado á mi puerta la felicidad, no la conozco, ni por consiguiente os entiendo.

—Anoche os busqué por todos los rincones del corral del Príncipe.

—Allí estuve.

—Me lo dijo Góngora.

—Pero me fuí temprano.

—Por eso no os encontré....

—¿Ya sabíais la nueva feliz que ahora me traeis?

—Sí.

—Pues no tardeis en dármela.

—Antes es preciso que me otorgueis un favor.

—Nada puedo ni debo negaros, por consiguiente, tenedlo por concedido y esplicaos.

—No puede ser aquí, ó mejor dicho, no quiero hacerlo ahora.

—Cada vez os entiendo menos.

—¿Quereis venir conmigo?

—¿A donde?

—¡Donosa pregunta! ¿Tampoco lo adivinais?

—Estais misterioso contra vuestra costumbre.

—Hoy es dia de fiesta.

—Es jueves.

—No importa.

—¿Otro enigma?

—¿Otra torpeza?—replicó alegremente Argensola.—No os conozco.

—Paciencia.

—Señor Miguel de Cervantes, se os ha reservado un honroso asiento en el palacio de Manuela, donde vereis cómo se levantan, vacian y se rompen cien botellas del puro y legítimo vino de la patria de don Quijote. ¿Me entendeis ahora?

—¿Y era esa la nueva?

—No, amigo mío: el rato de broma que se prepara es para para que se despida del mundo el buen Góngora que, como sabeis, ha resuelto vestir la sotana para ver si con los santos es mas afortunado que con las musas.

—¿Y cómo he de celebrar yo un acontecimiento que ignoro?

—Teneis razon, y ahora empiezo á reconoceros por vuestra lógica que es tan severa como el gesto de nuestro amigo Lope.

—A quién os atrevisteis á llamar Lopillo.

—Pero sin hacer de esa palabra dos como entendieron algunos maliciosos.

—Sea como quiera, al grano, señor Lupercio.

—Es verdad, al grano, que el tiempo vuela y lo perdemos inútilmente.

—¿Qué es lo que vamos á celebrar con vino de la Mancha y tal vez con algun cordero de la misma tierra?

—No os equivocais, habrá cordero manchego.

—Bien, pero....

—Habeis de saber, amigo mio, que nuestro señor el conde de Lemos ha sido nombrado virey de Nápoles.

—Lo siento por mí.

—Esperad.

—Os escucho.

—Lo primero que me dijo ayer á su vuelta de palacio, fué lo siguiente:

«Señor Lupercio, vos y vuestro hermano me acompañareis á Italia.»

—Esa segunda parte es tambien para mí una mala noticia, pero como no soy egoista, lo celebraré por vos.

—Paciencia.

—Me sobra.

—Y luego me dijo:

«No quiero que me acompañen mas que poetas, y á vuestro arbitrio queda la eleccion de los que han de venir, pues nadie es mas competente que vos para juzgar en esta materia. Uno solamente designaré yo antes que me lo propongais, y es vuestro amigo Cervantes.»

—¡Oh!—exclamó este sin poder contener su alegria—¿Eso dijo?

—Son sus mismas palabras.

—¡Cuánto le debo!...

—Ya veis como no me equivoqué al decir que habian concluido vuestras desgracias.

—Sí, sí, es mas dicha de la que nunca he podido soñar.

«Si acepta,»

me dijo el conde;

«¿cómo ha de rehusar?»

le repliqué.

—¡Si yo aceptaba!.... ¿Por qué no?

—Por si no queríais ó no podíais salir de España....

—¿Qué tengo aquí?

—A veces, por razones particulares de familia....

—¡Oh! exclamó Cervantes, dejándose caer abatido en la silla que habia abandonado en el arrebato de su alegría.

—¿Qué os sucede?—preguntó Argensola sorprendido.

—¡Estrella fatal!....

—Pero...

—Por primera vez en mi vida oigo llamar la felicidad á mi puerta y no puedo abrirle....

—¿Acaso no aceptais?

—¿Y mi familia?... ¡Oh!... ¿Y mi familia, señor Lupercio?

—Vuestra familia....

—No puedo abandonarla.

—Es verdad, son muchos....

—Y con mas necesidades.

—¡Oh!

—La vida de mi decrépita madre se sostiene á fuerza de cuidados; mi pobre hermana Magdalena ha empezado á enfermar; mi sobrina Constanza se casará dentro de pocos meses y no podrá por consiguiente ayudar con su trabajo; mi hermana va perdiendo la vista, y mi esposa sucumbiría, porque su espíritu es débil, el dia que se viese sin recursos y rodeada de enfermos.

—¡Triste cuadro!—murmuró Argensola conmovido.

—Además, cuando murió mi padre, que gloria haya, estaba yo en Argel, y.... quiero cerrar los ojos á mi buena madre.

—Veo que es imposible vuestra venida.

—Imposible, sí; nada me importarían mi edad ni mis achaques, que van siendo muchos, pero ¿cómo abandono mis deberes de padre de familia? ¿Han de sufrir los demás para que yo goce? ¿He de levantar mi dicha sobre la desdicha de los otros?

—Comprendo vuestra situacion, señor Miguel, y nada mas teneis que decirme.

—Pero no dejaré por eso de agradecer menos al señor conde su buena voluntad y generosa proteccion, y os ruego que así se lo manifesteis, á pesar de que yo iré á besarle las manos.

—Lo sentirá....

—Tal creo, porque me ha dado pruebas de interesarse en mis desgracias.

—Os tiene particular cariño, y ya que en esta ocasion no pueda serviros su deseo, mas adelante hará por vos cuanto en su mano esté, pues aun cuando se encuentre lejos de la corte, conservará su influencia.

—Ved ahí lo que no espero.

—¿Dudais de él?

—No, pero comprendo su situacion y no llevaré á mal que en medio de los graves negocios que van á ocuparle, se olvide de mí.

—Fácil es sin que por eso pueda decirse que no os tiene afecto alguno.

—Somos de la misma opinion.

—Pero olvidais que yo estaré á su lado, y haré lo que cumple á un amigo como yo.

—Gracias, señor Lupercio—dijo Cervantes, estrechando entre las suyas las manos de su amigo.

—Y mi hermano tambien....

—Que me estima tanto como vos.

—Por consiguiente podeis contar con vuestra fortuna hecha.

—Todo os lo deberé...

—Cumpliré con una obligacion sagrada.

—Estoy seguro de que la distancia ni el tiempo harán que olvideis vuestra promesa.

—Que os hago á fé de amigo y caballero y que como tal cumpliré.

—Acepto vuestra palabra y nada mas volveré á deciros porque sabeis lo que puede convenirme.

—Un recuerdo seria una duda, y la duda una ofensa á mi amistad.

—Ofensa que no os haré, os lo juro.

Argensola habia hecho su promesa ron la mejor buena fé del mundo, y Cervantes quedó convencido de que todo lo mas un año podria durar su mala situacion.

Allá veremos si ambos cumplieron con exactitud, acordándose el uno y no recordando el otro.

Ni una palabra mas hablaron del asunto.

—Ahora,—dijo Cervantes dando á su rostro una espresion de viva alegría,—recibid mi felicitacion, y vamos á celebrar el suceso y á escuchar las últimas sátiras de nuestro amigo don Luis de Góngora, á quien veremos pronto hecho no prebendado.

—¿Aceptais, pues, el convite?

—¿Habeis podido dudarlo? ¿Cuándo, señor Lupercio, me habeis visto abandonar á mis amigos en lances de honor? ¿Cómo no acudir cuando va á sentenciarse por qué debe ser Noé mas celebrado, si por no haberse ahogado en el agua ó por haber tenido tentaciones de ahogarse en vino?

—Ciertamente; en cuestiones de honra, no quedais nunca atrás.

—Asi como nunca me Adelanto a juzgar de la calidad de un vino, sin haber levantado antes el codo nueve veces en honra de las que habitan el Parnaso.

Cervantes no se acordó en aquellos momentos de sus años ni de sus desgracias, las cuales puede decirse que eran tantas cuantos cabellos blancos habia en su cabeza, ¿Pero qué nos admira, si hemos de verle conservar su jovialidad en momentos mas tristes y apurados?

Algunos chistes mas salieron de su boca, haciendo crecer la admiracion de Argensola, único amigo á quien el pobre manco habia confiado, si no todos, muchos de sus secretos pesares.

—¡Catalina!—gritó Cervantes, asomándose á la puerta de la habitacion,—no me esperes á comer que hoy es para mí dia de ayuno, y voy á orar al templo de Manuela, donde me aguardan algunos devotos de Baco y descendientes de Heliogábalo; pero no temas que Dios me castigue como á Baltasar, porque no tocaré una copa, sino botellas.

Salió doña Catalina que aun no habia podido acomodarse á que su marido comiese fuera de casa, y enterándose de lo que tocaba al conde, volvióse á su aposento entre alegre y triste.

—Vamos—dijo Cervantes, fingiendo que no adivinaba el disgusto de su mujer.

Y salió con Argensola.

—Hace mucho frio—dijo en la calle y mientras se embozaba con su raido ferrezuelo.

—Apretemos el paso.

—¿Para entrar en calor ó para llegar mas pronto?

—Para ambas cosas.

—¿A qué hora es la cita?

—A las doce.

—Tenemos tiempo, pero otros llegarán antes, atraidos por las botellas como el acero por el imán.

—Creo que no os equivocareis.

—Ya soy viejo y me he visto en muchos de estos lances.

—Hoy me despido de ellos yo quizás para siempre—dijo Argensola, exhalando un suspiro.

—Diversiones tendreis en Napoles.

—Pero no podré olvidar mi patria....

—Ni la taberna de Manuela.

—Tiene muchos recuerdos.

—Aquí queda el vuestro—repuso Cervantes, poniendo sobre su corazon la diestra—y os juro que siempre que me reúna con nuestros amigos en la taberna de Manuela, el primer brindis será para vos y vuestro hermano.

Gracias, amigo, y estad seguro de que vuestro nombre se pronunciará muchas veces bajo el risueño cielo de Italia.

—Lo sé porque sois mi mejor amigo.

Dejaron atrás la calle del Leon y la plazuela de Anton Martin, y atravesando la calle de la Magdalena y bajando la pendiente del Ave Marta, llegaron antes de las doce al famoso Campillo de Manuela.

CAPITULO XLV. La última broma de Góngora.

La taberna de Manuela, que como en otra ocasion dijimos, era el punto de reunion de los poetas de la corte, era una casa pequeña, de un solo piso con techo cubierto de pizarra y paredes ennegrecidas por el tiempo. Tres grandes ventanas con travesaños de madera que hacian el oficio de enrejados de hierro daban luz á su interior, y tenia entrada por una puertecilla de una sola hoja de pino con grandes clavos y aldabon que mas de una noche habia despertado á la tabernera, mujer de cuarenta años, robusta, colorada como un tomate, y de cabellos rojos, que decia ser viuda, aunque nadie habia conocido á su marido.

El interior de la casa era tan feo como su esterior y se componia de cuatro habitaciones: la primera el despacho y cocina desde donde se pasaba, volviendo á la derecha, al dormitorio y despensa del ama, y á la izquierda, á otros dos aposentos, uno de los cuales, el segundo, era llamado el salon y lo ocupaban los literatos cuando se reunían á comer.

Este salon, con techo de vigas descubiertas y paredes de dudoso color, tenia por todo mueblaje una gran mesa cien veces rota y ochenta remendada, y como hasta una docena de sillas de encina con asiento de esparto.

Allí, con la puerta ¿errada y la ventana abierta de dia, ó alumbrados por los cuatro mecheros de un enorme velon de cobre si era de noche, comían, bebian, reían, se satirizaban é intrigaban los ingenios cortesanos, mientras que un gatazo rubio, querido de todos, devoraba debajo de la mesa lo que de esta se caia.

Ninguno se desdeñaba de concurrir allí, sino que por el contrario, cada cual se envanecia con ser de los que alternaban en las alegres reuniones donde todos, nobles y plebeyos, eran iguales, sin que se reconociese otra superioridad que la del talento.

No se habia equivocado Cervantes: ya esperaban cuatro ó cinco poetas en el salon.

—¡Salud al famoso caballero don Quijote de la Mancha!—exclamaron al ver entrar á los dos amigos.

Y hablando todos á la vez, gritando y riendo, entablaron una alegre conversacion.

Dieron las doce, y callando todos repentinamente, se descubrieron para rezar.

—Señora Manuela—gritó uno con toda la fuerza de sus pulmones.

Y cuando asomó la tabernera, limpiándose las manos en su delantal de lienzo añadió:

—Ha sonado la hora.

—¿Y qué quereis decirme?—preguntó Manuela.

—Que si habeis cumplido con vuestro deber estará la salsa puesta en las pollas, y asados los corderos, y para freirse el jamon, y preparada esa tortilla que según habeis dicho es tan grande como las ruedas de la carroza del duque de Lerma, y....

—Todo está preparado y solo falta ponerlo en la mesa; y asi fuesen muchos tan puntuales para abrir la bolsa como yo para darles de comer.

—Señora Manuela, os he dicho mil veces que no teneis habilidad para hacer epigramas, y que debeis emplear vuestra inspiracion en otro género de poesia mas grave, por ejemplo...

—Bien, bien, pero....

—Y sobre todo, á cuenta de corderos y botellas, debe daros el señor Góngora algunas lecciones de culteranismo—dijo Cervantes.

Un aplauso general contestó á estas palabras.

—Dichoso el que merece un recuerdo de sus amigos,—se oyó decir junto á la puerta.

Y lijándose todas las miradas en aquel sitio, vieron aparecer á Góngora que entró sonriendo.

—Nunca mas á tiempo.

—Bien venido.

—Perdonad, don Luis—dijo Cervantes—si no es de vuestro agrado la discípula.

—Estoy en deuda con vos de una broma—replicó Góngora—y os pagaré antes de vestir la sotana.

—Será entonces la última vuestra.

—Sí.

—¿Falta alguno?—preguntó Manuela.

—¿No sabeis que hemos de ser nueve?

—Sí, pero.....

—Han de venir don Lope y Montalvan.

—Los esperaremos cinco minutos.

—Cuatro no mas.

—Esperaremos una hora á don. Lope de Vega, por ser de todos los presentes y ausentes el primer bebedor.

—Lo mismo merece Montalvan porque ninguno alborota tanto como él.

—Idos, hermosa Manuela.

—No os vayais.

—¿Para qué la queremos?

—Que traiga las botellas para que luego no tengamos que esperar.

—Nos beberemos el vino antes de comer.

—Que no las traiga porque peligran.

—¡Me muero de hambre!

—¡Tengo sed!

—¡Yo tengo sed y hambre!

—Idos señora Manuela, porque sino os comeré.

—No os vayais porque me consuela vuestra semejanza con un tonel.

—Se prohíben las comparaciones por ser odiosas.

—Lo que se prohíbe son las prohibiciones porque son enojosas y avivan el deseo.

—¡Libertad!

—¡Completa libertad!

—Figurémonos que hoy se acabará el mundo.

—Y que hemos nacido esta mañana.

—Es verdad, así no pensaremos ni en lo pasado ni en lo futuro.

—¡Callad, que me volveis loco!

—¡Gritad y reid, que me muero de tristeza!

—¡Vino!

—¡Venga vino!

—¡Aquí está!

—¿El Valdepeñas?

—El que lo bebe.

Acababa de asomar el rostro enjuto y grave de Lope de Vega.

—¡Viva el fénix!—exclamaron en coro los que con tanta impaciencia esperaban.

Y rodearon á Lope, saludándolo afectosa y alegremente.

—¿Y Montalvan?

—Se quedará sin comer.

—Le esperaremos—dijo Lope.

—Son las doce y cuarto.

—No importa.

—Pensad que mis tripas están como flautas.

—Mi estómago como bolsillo de estudiante.

—Y mi paladar como yesca.

—¡Ay!—dijo uno con acento lastimero—Montalvan será responsable de mi muerte.

Pero Montalvan entró, restregándose las manos, y dijo:—¡A las armas!

Resonó un grito unánime de alegría: todos corrieron hácia la mesa, y mientras empuñaban los cuchillos, gritaron:

—¡Señora Manuela!

—¡Hermosa Manuela!

—¡Condenada Manuela!

—¡Las pollas!

—¡El vino!

—¡Los corderos!

—¡La tortilla!

—¡Pronto, vive Dios!

—Nos comeremos el gato.

La tabernera entró, llevando una enorme cazuela donde humeaban algunas pollas con salsa de piñones y ajo.

—¿Qué es eso, diosa de este Olimpo?—dijo uno.

—¿No lo veis?—replicó Manuela.

—¿Y el néctar?—preguntó Lope.

—Todo no puede venir de una vez.

—¿Para qué nos sirven las pollas si antes no desatascamos el tragadero?

—Voy al instante—dijo la tabernera.

Y salió mientras los convidados destrozaban las aves.

—Aquí están las botellas.

—Venga una.

—Otra por aquí.

—Brindemos por el qué tan generosamente nos convida.—Y por las hermosas napolitanas de ojos negros que le harán olvidar á sus amigos.

—Eso no—dijo Argensola.

—¡A la salud del señor Lupercio!

—Muchos años viva.

—Y muchos convites nos dé.

Llenáronse los vasos y se vaciaron con prontitud.

—¡Otro brindis por la sotana de Góngora!

—Y por las sobrinas á quien generosamente amparará.

—¡Vivan las sobrinas jóvenes de los tíos viejos!

—No tengo mas que cuarenta y un años—dijo Góngora.—Vuestra sobrina tendrá la mitad.

—¡A la salud de Góngora!

Segunda vez se llenaron y vaciaron los vasos.

—No ha de ser menos Cide Hamete Benengeli—dijo Lope de Vega.

—Es verdad.

—Brindemos por don Quijote.

—Por los cueros que acuchilló.

Y brindando por tercera vez, se tiñeron de púrpura todos los rostros y relumbraron todas las pupilas.

La fama de gran bebedor que tenia Lope de Vega era justa, pues apuró su vaso con mas prontidud y quedó mas sereno que ninguno. Estaba colocado enfrente de Cervantes, y al lado de este se hallaba Góngora.

Desde aquel momento creció el alboroto, y aumentándose gradualmente la confusion, llegaron á no entenderse porque todos hablaban a la vez.

Tras de las pollas fueron los corderos y mas botellas.

Repitiéronse los brindis y se redobló la gritería.

Entonces cayeron ya al suelo algunos platos; pero esto, como cualquiera otra cosa por insignificante que fuese, daba lugar á chistes que se repelían sin cesar como si rebosasen de aquellas imaginaciones ardientes y fecundas.

Se hablaba en prosa y verso, y si hubiera sido posible ir escribiendo todos los epigramas que se cruzaban, de seguro, la coleccion no habria tenido igual.

Antes de concluir la comida, tartamudeaban muchos, y algunos tenian que restregarse los ojos para no dormirse.

Unos se tambaleaban al ponerse de pié para brindar, otros derramaban el vino sobre la mesa al echarlo en el vaso; á este se le escapaba de las manos la botella, mientras que aquel la tiraba despues de vacía, y alguno se divertia en pegar con un plato ó con un hueso en la cabeza del gato.

Cervantes, Lope y Góngora eran los que se mantenían mas firmes.

—¿Quién habló contra el vino?—dijo uno.

El que estaba á su derecha subióse en una silla, empuñó una botella, y mientras se tambaleaba, intentó improvisarla letra y música de una cancion, gritando con voz destemplada é insegura:

A gritar y á beber, A reír y á cantar A vivir y á gozar.

Pero cayó de la silla al suelo sin poder seguir, y Lope de Vega concluyó la estrofa, diciendo:

«A embriagarse y caer.»

Todos aplaudieron con risas y palmadas.

Vega sin igual que se riega con vino y produce conceptos!—dijo Góngora.

Este ingenioso equívoco mereció un nuevo aplauso.

—¡Bien, bien!—gritaron muchos.

—¡Viva Góngora!

—¡Brindemos!

—¿Y el jamon? ¿No teneis olfato ni ojos para ver como humea?

—Antes son las botellas.

—Bebamos—dijo uno que apenas podia hablar ni sostenerse.

—Pues improvisad.

—¿A qué.... á qué asunto?

—Decid en verso lo que Góngora ha dicho en prosa.

—Antes.... venga un trago de.... Jerez para.... para que se me despeje la cabeza.

—Tomad.

Bebió el que se habia comprometido á improvisar, y como si efectivamente de esta manera hubiese logrado serenarse, dijo con acento mas seguro y sin meditar mas que un instante:

«¡Oh Vega! yo te bendigo Por ser tan estraña Vega, Que si con vino se riega, Da versos en vez de trigo. »

El entusiasmo rayó en locura; resonaron mil palmadas y vítores, y el poeta, sin poder ya sostenerse, cayó desplomado en la silla y quedó dormido con la cabeza sobre el plato.

Tres horas habian pasado desde que empezó la comida, y era imposible que resistiesen mas tiempo.

Cervantes se habia olvidado de la edad que tenia; pero se lo recordó su cansancio, y considerando que era bastante el tiempo perdido, y teniendo mucho que hacer aquel dia, se levantó con intento de irse.

—¿Vais á brindar?—le preguntaron.

—Voy á pedir á mis piés el favor de que me lleven á mi casa.

—¡Nos abandonais!

—Antes que me abandonen mis fuerzas.

—Esperad.

—Estoy muy fatigado y ya no me divertiré.

—Que no se vaya.

—Dejadlo.

—No tardaré tres minutos en seguirlo.

—Para nada valeis.

—Ya me incomoda el olor del vino.

—Que nadie salga.

—Hemos proclamado la libertad.

—Ya que hemos pagado el tributo á Baco paguémosle tambien á Morfeo, dijo Cervantes.

—Esas son palabras cultas que habeis aprendido del presunto canónigo.

Mientras todos, con la mirada fija en Cervantes, hablaban, Góngora sacó disimuladamente un papel y sin que nadie le observase lo dejó caer á su lado.

—¿No pensais, dijo luego, que quizás el señor Miguel tenga que acudir á algun negocio urgente?

—Es verdad.

—Tiene licencia para marcharse.

—Que Dios os dé buen sueño,—dijo Cervantes.

Y aprovechando aquellos momentos de calma, salió.

—¿Qué es esto?—dijo Góngora, mirando al suelo como por casualidad.—¿Quién ha perdido un papel?

—Yo no.

—Tampoco yo.

—Sin duda se le ha caido á Cervantes.

—Llamadlo....

—Estará lejos.

—Veamos,—repuso Góngora recogiendo el papel.

—¿Es una carta?

—Son versos.

—Leed....

—No conozco la letra....

—¿Pero está clara?

—Si.

—Puesto que no se sabe de quien es este papel, ni puede conocerse por la letra, estamos autorizados para leerle,

—Sí, sí, que se lea.

—Silencio.

—Atencion.

—Ya empiezo—dijo Góngora.

Y leyó lo siguiente:

Hermano Lope, bórrame el soné- De versos de Ariosto y Garcilá- Y la Biblia no tomes en la má- Pues nunca de la Biblia dices lé- Tambien me borrarás de Dragonté- Y un librillo que llaman el Arcá- Con todo el comediaje y epitá- Y por ser mora quemarás la Angé- Sabe Dios mi intencion con San Isí- Mas puesto se me va por lo devó- Bórrame en su lugar el Peregrí- Y en cuatro lenguas no me escribas có- Que supuesto que escribes boberí- Lo vendrán á entender cuatro nació- Ni acabes de escribir la Jerusá- Bástale a la cuitada su trabá-»

Todas la miradas se fijaron en Lope de Vega que habia ido palideciendo gradualmente.

—¿Quién habrá escrito esto?—dijo Góngora.

—Fácilmente se adivina.

—¿Decís que no es letra de Cervantes?

—No.

—Los versos son buenos, pero la intencion.

—Una broma y nada mas—añadió don Luís.

—Seria descortesía no con testar—dijo Lope.

Y luego gritó:

—¡Manuela!

La tabernera acudió.

—¿Qué se os ofrece?

—El tintero.

En otra taberna no hubieran podido satisfacer la demanda de Lope, pero como Manuela estaba acostumbrada á que con frecuencia la pidiesen tintero y papel, lo tenia siempre preparado y pudo servir al punto al poeta.

La frente de éste se contrajo, tomó la pluma, y despues de meditar algunos segundos escribió lo siguiente:

Yo que no sé de la, de ti, ni lé, Ni sé si eres Cervantes, co ni cú, Solo digo que es Lope Apolo, y tú Frison de su carroza y puerco en pié. Para que no escribieses, órden fué Del Cielo que mancases en Corfú: Hablaste buey pero digiste mú, ¡Oh mala quijotada que te dé! Honra á Lope, potrilla, ó ¡guay de ti! Que es sol, y si se enoja, lloverá: Y ese tu don Quijote baladçí. De c... en c... por el mundo vá, Vendiendo especias y azafran romí, Y al fin en muladares parará.

Herido en lo mas profundo de su amor propio, Lope no habia podido dominarse y dejó escapar toda la hiel de su amargura en palabras no muy limpias como son particularmente las que se leen en el antepenúltimo verso.

El primero de estos sonetos, que se encuentra en la biblioteca nacional, es una censura de las obras de Lope, clara, pero decorosa, no habiendo oscuridad en otra alusion que en la de las cuatro lenguas, que se dirige á uno de los sonetos de las Rimas humanas, escrito en italiano, portugués, latin y castellano y que en verdad no es de lo mejor del Fénix de nuestros ingenios. El segundo, por el contrario, es poco digno, indecoroso y fuera de todo buen juicio como se vé por la falsa profecia de que el Quijote acabaria en los muladares.

Sin embargo, cuando Lope lo leyó, aplaudieron sus amigos con frenético entusiasmo, y los que conservaban la cabeza y el pulso bastante firmes para escribir, copiaron ambas poesías que á las pocas horas debían ser conocidas de todos los escritores.

—¡Esto merece un brindis!—gritaron algunos.

—¡Uno es poco!

—Pues ciento.

—¡Viva Lope!

—¡A beber!

Se empinaron botellas y vasos, algunos mas cayeron medio dormidos, y ya en estremo fatigados todos, fueron guardando silencio y disponiéndose para salir.

—Señor Góngora, aseguran que estais decidido a trocar la espada por el hisopo ¿es verdad?

—Sí, esta será mi última broma.

—Pues que os hagan arzobispo es mi deseo.

—No ambiciono mas que morir en gracia de Dios.

—¡Hipócrita!

—Iré á confesarme con vos para ver si me absolveis en verso.

—Predicad á las musas para que se conviertan y bauticen.

—Pero no convirtais á las cristianas en musas.

—Tened presente que Satanás toma las formas de la mujer para tentarnos la ropa.

—Y la mujer se convierte en Satanás para tentarnos la paciencia.

—¡Dejadme, libertinos!

Los que no estaban dormidos, fueron saliendo, y un cuarto de hora despues reinaba el silencio mas profundo en la taberna.

Lope de Vega no podia ya ser amigo de Cervantes mas que en la apariencia: la broma de Góngora habia acabado de desunirlos, como si para esto no fuese bastante el que cada uno de ellos invadiese el terreno del otro, escribiendo Cervantes malas comedias, y Lope novelas que no podian ser peores.

Cuando llegó á manos de Cervantes el soneto que se le atribuia quiso declarar que no era suyo, pero al ver la contestacion, picado su amor propio, nada dijo.

Hemos cumplido la promesa que hicimos á nuestros lectores de llevarlos á presenciar una de las escenas alegres que tenian lugar en la famosa taberna de Manuela, y aquí damos fin á este capítulo para comenzar el relato de otros sucesos.

CAPITULO XLVI. Un poco sobre las obras de Cervantes, y el principio de una nueva intriga.

SIN el apoyo del conde de Lemos y aumentándose los achaques con la vejez, iba siendo cada dia mas apurada la situacion de Cervantes. Ya no podia pasar las noches en vela despues de haber trabajado todo el dia: si empleaba el tiempo en las agencias de negocios, no podia ocuparse en sus tareas literarias, y como necesitaba el producto de ambas cosas para cubrir siquiera las necesidades mas urgentes, crecían sus apuros sin que encontrase el medio de aliviarlos. Quiso el infeliz volver á escribir comedias, pero no estaba ya el teatro como en otro tiempo; Lope de Vega, como entonces se decia, habíase alzado con la monarquia cómica, y era muy difícil para cualquier poeta conseguir que le comprasen sus obras porque los teatros se llenaban de espectadores con el nombre de Lope, y los comediantes lo esplotaban, representando casi esclusivamente las obras de este escritor.

A muertos y á idos no hay amigos porque el tiempo y la distancia suele borrarlo todo, y así sucedió con las promesas de los Argensolas. Habia pasado un año y pasaron dos: Cervantes se encontraba en la mayor miseria; ni podia acudir al sustento de su familia, ni apenas tenia ropa con que cubrir su cuerpo, y la proteccion del conde no habia dado aun mas resultado que el de algunas cantidades que ordenó antes de marchar se facilitasen á nuestro poeta en ciertas épocas del año por vía de pension y como recuerdo, lo cual era mucho de agradecer, pero no bastante.

Trabajando mas de lo que su poca salud y sus años permitian, concluyó el desdichado manco sus novelas, único recurso que por entonces podia darle algun desahogo, y despues de vencer con especuladores los mil inconvenientes que tanto le hicieron sufrir cuando vendió el Quijote, consiguió al fin que se publicasen, dedicándolas al conde de Lemos según le habia prometido y era su voluntad para demostrar su gratitud.

Doce fueron las novelas: La Jitanilla,La Fuerza de la sangre, Rinconete y Cortadillo, La Española Inglesa, El Amante liberal, El Licenciado Vidriera, El Celoso estremeño, Las dos Doncellas, La ilustre Fregona, La señora Cornelia, El Casamiento engañoso y el Coloquio de los Perros.

A estas novelas llamó Cervantes ejemplares por el fondo de moralidad que tienen, como escritas con tal cuidado sobre este punto que por eso dijo:

«hasta los requiebros amorosos son tan honestos y tan medidos con el discurso cristiano, que no podrán mover á mal pensamiento al descuidado ó cuidadoso que las leyese: pues de otro modo, antes me cortara la mano con que las escribí, que sacarlas al público.»

Estos escrúpulos fueron los que le movieron sin duda á suprimir de la coleccion La Tia fingida, cuyas formas de lenguage son algo libres, si bien nada tiene de inmoral porque en ella está retratado el vicio con sus verdaderos y asquerosos colores, haciéndole odioso, repugnante, y no con esos tintes seductores que son los que estravian el juicio y hacen que la virtud no se presente á nuestros ojos sino como un esqueleto frio, una flor pálida, seca, sin aroma y con mas espinas que pétalos.

En el prólogo de sus novelas se jactó Cervantes de haber sido el primero que habia novelado en lengua castellana, no considerando que esta calificacion podia aplicarse lo mismo á La Pícara Justina, El Lazarillo de Tormes, El Pícaro Guzman de Alfarache, y otras muchas publicadas antes y que con mas propiedad que el Coloquio de los Perros podian llamarse novelas: de lo que sí pudo haberse envanecido fué de haber dado una nueva forma á la novela, poniendo el cimiento para el gran edificio que despues habia de levantarse y coronar gloriosamente Walter Scott.

Ya hemos dicho que es ageno de nuestro propósito y no cabe en las condiciones de una novela el exámen crítico de las obras de Cervantes, y por eso dedicaremos pocas palabras á consignar nuestra opinion respecto de las que ahora nos ocupan.

Para tratar asuntos festivos y picarescos no ha tenido Cervantes rival: nadie ha retratado con la admirable verdad que él, tipos como los de Rinconete y Cortadillo, el Celoso Carrizales, el alférez Campuzano y la tia fingida, Doña Claudia de Quiñones: nadie ha pintado con tanta maestria las costumbres del pueblo, ni con tanta gracia ha contado travesuras, ni con tantos chistes ha salpicado los diálogos: preparaos á reir, ó sentir, á estudiar cuando tomeis un libro escrito por Cervantes, porque á vuestro pesar asomará á vuestros labios la risa y os sentireis conmovidos, pero no saqueis vuestro pañuelo para enjugar una lágrima porque no se humedecerán vuestros ojos. Por eso la primera obra de Cervantes es el Quijote y despues de esta sus catorce novelas, es decir, las doce que llamó ejemplares y El Curioso impertinente y La Tia fingida, mientras que de estas á La Galatea que pertenece al género pastoril, y al Persilis y Sigismunda que es del género sério, hay una gran distancia. En nuestra humilde opinion, como en la de otros muchos, su mejor novela despues del Quijote es El Curioso impertinente, y de las demás, nos atreveremos á decir que tenemos por las mejores, primero El Celoso estremeño y despues Rinconete y Cortadillo, La Tia fingida y La Ilustre Fregona. El Persilis, á pesar de ser de todas la que está escrita con mas correcto estilo, es para nosotros la última, pues las bellezas de lenguage no suplen ni compensan la falta de concentracion en el interés que se divide y enfria en el intrincado y penoso laberinto de la accion. Si Cervantes no hubiese escrito mas que novelas festivas, difícilmente hubiera encontrado la crítica mas severa un lunar en sus obras, porque nada, nada hay que iguale á sus cuadros de costumbres tan naturales y animados, á la viveza y facilidad de sus narraciones, á la gracia de sus incansables diálogos, á la claridad y propiedad de sus descripciones ni á la verdad de sus tipos. ¿Qué podrá compararse con la pintura que al principio de La Ilustre Fregona hace de Carriazo? Nadie en tan pocas palabras ha contado las picarescas aventuras de un mozo ladino y travieso, de tal manera que se le vé bullir y agitarse y no se escapa uno siquiera de los rasgos característicos é interesantes detalles de la vida de un vagabundo atrevido, astuto, emprendedor y maestro en la ciencia de engañarlos á todos sin ser nunca engañado. Bellezas como esta pudiéramos citar muchas y analizarlas minuciosamente para hacerlas comprender mejor, pero necesitaríamos apartarnos de nuestro asunto, y ya hemos dicho que no tratábamos de criticar las obras de Cervantes, ni para esto nos sentimos con fuerzas, porque solo tenemos entusiasmo para admirarlo.

Algunas veces dormitaba el buen Homero, ha dicho Horacio, y Cervantes dormia cuando escribió sus comedias, dormitaba cuando escribió la Galatea, acababa de despertar cuando compuso el Viaje al Parnaso, y soñaba mientras nos pintó los Trabajos de Pérsilis y Sigismundo.

Las novelas son, pues, la gloria de Cervantes, y con ellas probó que era una preocupacion y nada mas la creencia de que nuestra lengua, si bien rotunda y grandilocuente, no era á propósito para tratar asuntos de mediana entonacion por ser corta y nada fértil. En este punto fué Cervantes el primero que salió del estrecho círculo en que hasta entonces se habian encerrado nuestros escritores, pero se salió sin estraviarse, sin tocar en las exageraciones de cultas formas y oscuridad de conceptos donde se perdió el génio atrevido de Góngora y sus imitadores: hacer que en la sencillez hubiese armonía, vigor, contrastes, interés y gracia, fué el problema literario que resolvió Cervantes, despejando la incógnita cuyo valor se habia buscado hasta entonces con tanto afan y tan vanamente como la cuadratura del círculo. Antes que el autor del Quijote, muchos habian intentado probar lo mismo con razonamientos juiciosos, pero esto no bastaba, era preciso presentar un ejemplo práctico para convencer, y las novelas ejemplares no dieron ya lugar á la duda. Por eso hemos indicado alguna vez que quizás no se ha llegado aun á comprender por todos lo que á Cervantes deben las letras españolas. Muchos despues de él, han escrito con mas pureza y correccion de estilo, aunque no con mas facilidad, soltura y donaire; pero sin ofender la memoria de estos, sin rebajar un átomo de su gloria, que es mucha, puede decirse que no se sabe hasta donde hubieran llegado á no encontrarse allanada la mayor parte del camino. Cervantes, como don Alfonso el Sabio y don Pedro el Cruel en otros ramos de la cultura, se adelantó á su siglo.

La aparicion de las novelas ejemplares dió lugar, como el Quijote, á criticas, sátiras, disputas, murmuraciones y chismes en que tomaron parte todos los escritores sin esceptuar á Lope de Vega ni Góngora que por entonces se encontraba de prebendado en la catedral de Córdoba. Cervantes hizo como siempre, se defendió de los tiros de algunos, agradeció las alabanzas de todos, despreció las murmuraciones de muchos y se rió de no pocos. Empero es lo cierto que á pesar de los tiros de la envidia y rencores personales, fueron bien acojidas las novelas y se agotó la edicion en pocos dias.

La gloria de Cervantes iba, pues, en aumento y aun debia ser mayor: á pesar de las envidias y enemistades, no habia quien dejase de reconocerle las dotes de su privilegiado talento; empero tambien aumentaba su miseria al par de la gloria, y mientras resonaban los aplausos, veia el infeliz muy de cerca el hambre, la desnudez, y todas las desdichas que pueden perseguir al hombre.

El producto de la venta de las novelas, aunque aumentado con una decente cantidad que el conde de Lemos regaló á Cervantes, apenas bastó para cubrir atenciones pasadas, quedando las presentes casi en descubierto. Sin embargo, este desahogo le permitió algun sosiego de espíritu, y dejando las pocas agencias de negocios que tenia, se dedicó exclusivamente á escribir.

Con incansable ardor y con cuanta asiduidad le permitían su vejez y quebrantada salud, dió principio á su Viaje al Parnaso, en cuya obra se propuso hacer el elogio de los buenos poetas de su tiempo y la censura de los malos, recomendando á la vez, y como cosa que viene á cuento, sus méritos en la literatura y la milicia, desahogándose en algunas quejas por la ingratitud con que se le habia mirado.

El asunto era espinoso, y aunque debia aumentar el número de amigos de Cervantes, multiplicaria tambien el de sus enemigos, porque de estos serian todos los que no recibiesen alabanzas.

Nada arredró á nuestro poeta: trabajó sin descanso y al año siguiente vió la pública luz su Viaje.

El mundo literario se puso en conmocion, y como eran mas los malos poetas y muchos los que por tales se tenian y no habian sido nombrados por Cervantes, cayó un diluvio de invectivas, que no parecia sino que contra él se hablan conjurado todos los habitantes de las negras regiones: y si la envidia y la traicion no fueran cualidades de los ruines y cobardes, tras de los versos hubiera tenido nuestro poeta que sacar la espada; pero no hubo quien se atreviese á llevar la cuestion á tal estremo, y contentáronse los descontentos con murmurar.

Con el Viaje al Parnaso acababa Cervantes de hacerse un hombre de mucha importancia literaria por mas que se empeñaron en desacreditarlo sus enemigos.

De estos, uno sobre todo ocupará nuestra atencion por el importante papel que representa en la vida literaria del glorioso manco.

Habia por entonces un fraile dominico familiar de la lnquisicion (santa aunque tenia de infernal las hogueras y tormentos) hombre de genio avieso y que tenia pretensiones de poeta por haber escrito y publicado un tomo de malas poesías místicas que no fué leido mas que de sus parientes y amigos. Esto, como presumirán nuestros lectores, no fué considerado por Cervantes como un título suficiente para estampar en su Viaje el nombre del dominico, á pesar de que este le habia enviado un ejemplar de sus poesías cuando supo que se ocupaba en escribir una obra donde se haria mencion de todos los poetas castellanos.

Tomó el fraile á ofensa mayor que desaire ú olvido la omision de su nombre, y pensó que de esto no era otra cosa la causa sino la envidia.

—Bien se comprende—dijo mientras hojeaba el Viaje al Parnaso, que descansaba sobre su abultado abdómen.—¿Como ha de alabar mis versos quien los hace peores? Además habrá temido que su obra quede oscurecida si se generalizaba la lectura de la mia, como hubiera sucedido haciendo de ella los elogios que merece. Pero no ha de valerle la treta, su gloria se eclipsará, porque si no se comparan los versos se comparará la prosa, y el mejor parto de su ingenio quedará en el olvido. Arrojó el guante y yo lo recojo—añadió el reverendo, cuyo semblante se animó -Forse altri canterà con miglior plettro, ha dicho, como Ariosto, al final de su Quijote, y yo cantaré las hazañas del hidalgo manchego de tal manera, que el pobre manco se avergonzará de haber escrito su cuento. ¡Oh! quedaré vengado, noblemente vengado, le heriré por los mismos filos y sabrá apreciarme en lo que soy. ¡Yo despreciado por un criminal que ha pasado la mitad de su vida en las cárceles, por un andrajoso que vive poco menos quede limosna; yo, uno de los mas respetados padres de la órden de predicadores, mirado con desden por un rufián!... Pero no debo estrañarlo; ¿qué puede esperarse de quien está lisiado por la mano de Dios? Bien dice el refrán.... ¡Oh!... ¡Y ni siquiera me ha respetado porque soy uno de los mas influyentes familiares del Santo Oficio!... Debe de estar loco, pero yo le curaré y tendrá que venir cuerdo á confesar su falta y demandar el perdon. ¡Qué sorprendido quedará cuando vea la segunda parte del Quijote y oiga decir por todos lados que es mejor que la primera!... Señor manco, habeis querido oscurecer mi nombre, pero yo borraré el vuestro con el mio.

Con tanto calor tomó el asunto el reverendo, que aquel mismo dia comenzó á escribir la segunda parle del Quijote y en poco tiempo le dió fin, apareciendo impresa en el mismo año en Tarragona con el nombre supuesto del licenciado Alonso Fernandez de Avellaneda, natural de Tordesillas.

Entre tanto Cervantes acababa de escribir algunas comedias y se ocupaba en darles salida, mientras que continuaba tambien la segunda parte del Quijote que deseaba publicar muy pronto porque le habia ofrecido pagársela bien el mismo que le compró la primera.

Despues de haber solicitado inútilmente que le representasen sus comedias, tomó el arbitrio de darías á la estampa, y aunque ningun librero queria comprárselas, al fin, despues de súplicas logró que se las tomase Juan de Villaroel no sin haber tenido el disgusto de oir que este le manifestó francamente que un autor de título le habia dicho que de su prosa podia esperarse mucho, pero de su verso nada; lo que esto debió hacerle sufrir se comprende; pero no tenia con qué comprar pan á su familia y se contentó con desahogarse en un prólogo escrito con tanta ingenuidad y discrecion que bien vale el dinero que recibió por todo el libro.

Estas comedias fueron ocho: El Gallardo español, La Casa de los celos, Los Baños de Argel, El Rufián dichoso, La Gran Sultana, El Laberinto de amor, La Entretenida y Pedro de Urdemales. Además añadió otros tantos entremeses que son: El Juez de los divorcios, El Rufián viudo, La eleccion de los alcaldes de Daganso, La Guarda cuidadosa. El Vizcaíno fingido. El Retablo de las maravillas, La Cueva de Salamanca y El Viejo celoso.

Estos entremeses, lo mismo que otro titulado Los dos habladores, que no fué conocido hasta despues de la muerte de Cervantes, son algo mejores que las comedias; pero ni de unos ni otras se puede hacer con justicia ningun elogio, y comprendemos que no quisiesen representárselas en los teatros de!a córte, con doble razon teniendo las de Lope de Vega y otros escritores.

Pero Cervantes tuvo siempre la mania de hacer versos y hasta llegó á envanecerse con sus comedias, lo cual no le sucedió con su Quijote que era el que debia haberle llenado de orgullo; mas de sus obras no fué tan acertado critico ni juez imparcial como de las agenas.

Pasaron algunos meses, y viendo el dominico que Cervantes no se daba por entendido sobre la segunda parte del Quijote, pensó si no habria tenido noticia de ella, como así en efecto habia sucedido, y tomando un ejemplar lo remitió á nuestro manco con otro de las poesías para hacerle comprender de este modo quien era el verdadero autor.

Cervantes debia sufrir en los últimos años de su vida esta amargura, no porque le importase que otro hubiese continuado su obra, sino porque el fingido Avellaneda, no limitándose á seguir el argumento con mas ó menos gracia, atacó el amor propio literario, los servicios militares, la triste situacion y moralidad de nuestro poeta, llamándole manco, viejo, pobre, envidioso, mal contentadizo, murmurador y delincuente ó encarcelado.

Tal fué la que llamaba venganza noble el tristemente célebre autor de la segunda parte del Quijote: como la tomó Cervantes lo veremos en el siguiente capítulo.

CAPITULO XXVII. Lo que contestó Cervantes al licenciada de Tordesillas.

Si quieres, lector, ven conmigo á la fué calle de Francos y hoy se llama de Cervantes, y allí verás una casa que por casualidad no fué en otros tiempos demolida, y ahora se respeta porque en ella vivió y murió el Príncipe de los ingenios Españoles, como lo dice una mezquina lápida que hay sobre su mas mezquina puerta y lo indica un busto en relieve que está cubierto de polvo y no tardará mucho en estar hecho pedazos porque nadie se acuerda de él. Siempre que yo, entusiasta de las glorias de mi patria y admirador y reverenciador de las virtudes y el talento, paso por aquel sitio, inclino respetuosamente la cabeza y aun me la descubro, y si sigo adelante, vuelvo á in diñarla á los pocos pasos porque encuentro la que fué morada de Lope de Vega, y andando algo mas y entrando en la que se llamó calle del Niño, tengo que dar una nueva muestra de respeto y admiracion porque sé que allí vivió don Francisco de Quevedo.

La casa en que vivió Cervantes es de apariencia pobre, y en aquel tiempo era de aspecto miserable porque todavia no se habían ejecutado en ella las obras que segun atestiguan documentos se hicieron despues. Entonces era propiedad de don Francisco Martínez, clérigo, el cual la dejó á su muerte á su hermano don Luis Antonio, cura de Majadahonda. Este otorgó testamento en 30 de setiembre de 1659, dejando por usufructuaria de dicha finca á su hermana doña Juana, y en este documento se encuentra la tasacion hecha por Tomás Román maestro de obras, que en su declaracion dice:

«Tasó unas casas que están en la calle del Leon, que hacen esquina á la de Francos y alindan con casas que dicen de Rueda por una parte, y por la dicha calle de Francos con cocheras de Juan de Estrimiana contador de S. M. las cuales tienen de delantera por la calle del Leon, 40 piés, y de fondo por la de Francos 56 piés y medio, y por la parte de atrás 56 piés, que multiplicado todo hace el referido sitio 2,881 piés superficiales inclusas medianerías, que á 8 reales cada pié montan 23,048 reales, y la fábrica de la dicha casa, á toda costa de materiales y manos 4,530 reales.»

Despues en 1624. se apreció judicialmente y se vendió á Pedro Serrano, boticario de la calle de Leon, cuya botica puede casi asegurarse que es la misma que hoy se encuentra en dicho punto sin mas diferencia que la del lujo en el adorno, pues la de entonces no hubiera podido competir con la miserable tienda de un herbolario de nuestro tiempo.

En 20 de noviembre de 1667 compró el boticario la casa contigua de Estrimiana, y uniendo ambas, hizo obra en ellas el arquitecto Bernardino Sanchez.

Por muerte de Pedro Serrano, que otorgó testamento en veinticuatro de diciembre dé 1700, heredó la casa doña Micaela Aguado su nieta.

En veinticuatro de julio de 1701 volvió á lasarse unida ya á la casa cochera del contador Estrimiana, por los maestros de obras Juan Fernandez Alonso y Francisco de Lara.

Casó despues doña Micaela Aguado con don Francisco Perez de la Herran, guarda joyas de S. M., y tuvieron entre otros hijos á don Manuel y doña Catalina.

La casa tocó en herencia al don Manuel, tambien guarda joyas, el cual casó con doña Petronila de Fuenlabrada, y no teniendo hijos, la heredó su referida hermana doña Catalina Perez de la Herran.

Acabó esta sus dias sin haberse casado, y siguiendo la caritativa costumbre de aquellos tiempos, bien entendida unas veces, y muy mal en otras ocasiones, dejó la casa á la Real Hermandad del Refugio.

Esta es, lector:, la historia de la casa en que moró Miguel de Cervantes Saavedra los últimos años de su amarga vida. No he hecho una cosa nueva, pero sí conocida de pocos, y por esta razon nos hemos detenido en detalles que tenemos por de interés.

En ninguno de los documentos que hemos citado se espresa él número de habitaciones que tenia la casa, ni menos en cuál viviese nuestro poeta; pero según, lo que este dice al final de su Viaje al Parnaso, deduce don Juan Antonio Pellicer que debió ser el cuarto bajo», por indicarlo asi la palabra lóbrego de los siguientes versos:

Fuime con estoy lleno de despecho Busque mi antigua y lóbrega posada, Y arrójeme molido sobre el lecho: Que cansa, cuando es larga, una jornada.

Pero como se vé, esto no prueba que fuese el cuarto bajo, pues el principal podia tambien ser lóbrego, al menos en las habitaciones interiores si estas no recibían bastante luz del patio por un defecto de construccion.

Tampoco se espresa el cuarto en la partida de profesion de hermano en la Orden Tercera, pues esta dice asi solamente:

«En dos de abril de mil seiscientos y diez y seis profesó, en su casa por estar enfermo, el hermano Miguel de Cervantes en la calle del Leon, en casa de don Francisco Martínez, clérigo, hermano de la Orden»

Pero admitiendo que era el cuarto bajo, que asi Dos inclina á creerlo la estremada pobreza de Cervantes, entraremos á una habitacion húmeda y sombría, con ventana al patio.

Mira, lector, y verás una mesa de nogal donde hay muchos papeles y libros en desorden y un tintero grande de piedra.

¿Ves un hombre flaco, con la cabeza blanca, el rostro surcado de arrugas, encorbada la espalda y que á pesar de su vejez brillan como dos luces sus ojos? Es Miguel de Cervantes, el mismo de Lepanto y Argel y de la taberna de Manuela, el que por su patria peleó con tanto valor como ingenio tuvo para escribir el que era tan rico de virtudes como pobre dé caudal, el que llegó á fa última miseria al llegar al apogeo de su gloria, el que no aduló para alcanzar un empleo y tendió la mano que le quedaba para recibir las limosnas del caritativo arzobispo dé Toledo y del magnífico y liberal conde de Lemos.

Era uno de los primeros dias de enero del año de 1615 y acababan de dar las once.

La mañana estaba fria y el cielo encapotada por espesos nubarrones, por lo cual estaba mas que otras veces lóbrega la miserable habitacion del poeta.

Todo indicaba allí miseria: no habia mas muebles que la mesa de que hemos hablado, tres sillas y un armario de pino que disputaba la antigüedad al abuelo de Cervantes.

Este, medio liado en un ferreruelo de paño verde raido y agujereado en mil partes, solia temblar de frio, pero se restregaba las manos, encogia las piernas, pensaba en Don Quijote y seguia trabajando con ardor.

Cuando lo presentamos á nuestros lectores acababa de dejar abierto sobre la mesa un libro que habia hojeado y leído con afan mientras que unas veces palidecía, y otras se contraia su frente y algunas sonreia con amargura;

—Estos son los últimos consuelos y la recompensa que recibo del mundo, dijo con acento irónico.—¡Hasta las nobles acciones me echan en cara, se me acusa y vitupera por lo mismo que debieran alabarme!... ¡Oh!... ¡Y esto hace el que debiera dar ejemplo de virtudes!... ¡Y no puedo reparar la ofensa porque es sagrado el ofensor! no puedo arrojarle al rostro toda la fealdad de su ruin proceder, porque tiene en sus manos una venganza terrible!... Bien hace en amenazarme porque así no olvidaré que hay calabozos y tormentos en la inquisicion para castigar las heregías que puedo cometer defendiendo mi honra: bien hace ¡vive el cielo! prosiguió el poeta, apretando los puños, porque si no me olvidaria de lo que ese hombre representa y solo me acordaria de lo que es. Manco me llama significando que me ha señalado Dios para que me distingan los hombres y no se fien de mí.... Si, Dios me ha señalado para que los hombres me distingan y respeto; ten porque por Dios y por mi patria perdí una mano. Vitupera mi pobreza que es el testimonio de mi virtud, se burla de mi vejez que representa mis desgracias y recuerda mis prisiones cuando estas están pidiendo justicia y reparacion para raí. ¡Oh!... Bien merece el desprecio quien obra tan ruin y cobardemente; pero tambien merece castigo y ¡vive Dios! que viejo y todo como soy le daria una leccion tan dura como provechosa si la mano que me queda pudiese tocarle sin cometer un sacrilegio. Empero calma, toda mi calma necesito en esta ocasion. ¿No he sufrido y callado toda mi vida? Pues sufriré una vez mas, y si no callo, al menos seré Cortés como él desvergonzado, y callando lo que siento diré lo que pueda sin riesgo ni peligro, que la muerte llama á la puerta dé mi aposento y quiero acabar en paz mi vida.

En efecto, Cervantes no podia hacer otra cosa, el defenderse, no mas que defenderse sin herir le hubiera costado muy caro porque su enemigo era familiar de la inquisicion.

Algunos momentos permaneció silencioso y meditabundo, y luego, volviendo á hojear el libro, que no era otro que el Quijote del fingido Avellaneda, y tomando la pluma, se dispuso á escribir mientras decia:

—El llanto sobre el difunto, como hubiera dicho el buen Sancho. Prólogo nuevo porque ya no sirve el que hice. Tente pluma y acuérdate que si no me respetó el alcalde de Argamasilla menos me respetará el santo oficio.

Sonrióse con visos de amargura, y comenzó de ésta manera lo que debia ser y fué prólogo de la segunda parle del Don Quijote:

«Valame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre, ó quier plebeyo, este prólogo creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote: digo de aquel qué dicen que se engendró en Tordesillas, y nació en Tarragona. Pues es verdad que no te he de dar este contento, que puesto qué los agravios despiertan la cólera en los mas humildes pechos, en el mio ha dé padecer escepcion esta regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido; pero me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haga.

Detúvose al llegar aquí Cervantes: sonrióse nuevamente y dijo:

—Con mas disimulo creo que no puedo decir lo que es y merece, diciendo que quiero callarlo. Ahora prosigamos por partes y con órden. Me llama viejo y manco con tono de desprecio.... Esto puedo contestarlo sin peligré:

Y continuó escribiendo lo siguiente:

«Lo que no he podido dejar dé sentir es que me note de viejo y dé manco, como si hubiera sido en mi mano detener el tiempo, qué no pasase por mi, Ó si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, y no era la mas alta ocasion que vieron los siglos pagados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quién las mira, son estimadas á lo menos en la estimacion de los que saben donde se cobraron: que el soldado mas bien parece muerto en la batalla, qué vive en la fuga: y es esto en mí de manera que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella faccion prodigiosa, que sano ahora de mis heridas, sin haberme hallado en ella. Lo que el soldado muestra en él rostro y en los pechos) estrellas son que guia á los demás al cielo de la honra, y al desear la justa alabanza: y háse de advertir, que no se escribe con las canas sino con el entendimiento, el mal suele mejorarse con los años.»

Bien, repuso Cervantes, nada mas puedo decir, ni tampoco quiero, que todas las palabras están demás para contestar necedades. Pero tambien me acusa de envidioso y esto no puede quedar sin contestacion siquiera porque da á entender qué miro con ojos de ruin envidia á Lope de Vega. ¡Oh!... ¡Envidioso el que nada ha deseado ni pedido, el que todo ha Sacrificado por los demás! ¡Envidia á Lope de Vega cuando públicamente lo alabo y pregono su fama... Bien quisiera yo contestar á esto algo que llegase al alma de mi enemigo, alguna verdad amarga, pero no puedo y habré dé contentarme con rechazar la calumnia!

Meditó algunos segundos, y luego escribió:

«He sentido tambien que me llame envidioso, y que como á ignorante me describa qué cosa sea la envidia, que en realidad de verdad, dedos que hay) yo no conozco sino á la santa á la noble y bien intencionada: y siendo ésto así como ves, no tengo yo de perseguir á ningun sacerdote y más si tiene por añadidura ser familiar del santo oficio; y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo, que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupacion continua y virtuosa. Pero en efecto le agradezco á este señor autor el decir que mis novelas son mas satíricas que ejemplares, pero que son buenas, y no lo pudieran ser si no tuvieran de todo. Paréceme que me dices que ando muy limitado, y que me contengo mucho en los términos de mi modestia, sabiendo que no se ha de añadir afliccion y afligido, y que la que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa parecer á campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna traicion de lesa majestad. Si por ventura llegares á conocerle, dile de mi parte que no me tengo por agraviado, que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle á un hombre en el entendimiento que puede componer é imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros cuanta fama, y para confirmacion de esto quiero que en tu buen donaire y gracia le cuentes este cuento.»

Volvió á interrumpirse el poeta y se dilató su semblante hasta sonreir con la espresion medio picaresca medio desdeñosa y amarga que tanto le caracterizó.

—No puedo decir mas,—murmuró despues de algunos instantes—pero tengo para mi que ha de dolerle mas lo poquísimo que digo que á fuese mucho, y que no han de quedarle ganas de escribir mas libros.

En seguida, volviendo á tomar la pluma, continuó con los dos oportunos y graciosos cuentos que terminan el prólogo de la segunda parte del Quijote y que tan populares se hicieron.

—Basta—dijo—basta que aun es demasiado para quien tan ruinmente obra que ni aun contestacion merece. Para lo demás tendré ocasion en el capítulo que voy á comenzar.

Cervantes volvió á leer el prólogo, y sin aumentar nada lo guardó.

Poco á poco fué tomándose triste y meditabunda la espresion de su rostro, y al fin inclinó sobre el pecho la cabeza como á ello le obligase el peso de sus tristes ideas ó el de sus años y desgracias. A pesar de la templanza de sus sentidas razones, el infeliz habia sufrido mucho en aquellos momentos.

—Se acabó, se acabó—dijo despues de algunos momentos.—Presiento la muerte porque las esperanzas huyen y donde busco las flores de la ilusion encuentro solo espinas. Tras la aurora que sonríe viene el dia con su luí ardiente y luego la noche con sus tinieblas. Acabó la aurora de mi vida, se apaga el fuego de su sol y pronto la noche del sepulcro me envolverá en su fria oscuridad. Siempre he visto la muerte mas lejos que la infancia, y hace algunos dias que esta me parece mas cercana que la juventud.... es el presentimiento mortal que Dios levanta en el espíritu del hombre para que se arrepienta. Pero antes—añadió, tomando un legajo, y estrechándolo cariñosamente contra su pecho—antes de morir dejadme, Dios mío, que ponga fin á la obra que ha sido mi última ilusion.

Los papeles no eran otros que el manuscrito del Persiles.

Poco falló al poeta para derramar lágrimas de ternura, pero se contuvo, dominóse, dejó los papeles, y tomando la pluma despues de meditar algunos instantes, y al proseguir el capitulo LIX del Quijote, que tenia comenzado, dijo.

—Ninguna ocasion mejor que esta.

Y escribió.

Parece ser que en otro aposento que junto al de Don Quijote estaba, que no le dividia mas que un sutil tabique»....

La pluma corrió con rapidez mientras se animaba el semblante del poeta.

Media hora despues fué interrumpido por doña Catalina que entró diciendo:

—¿No quieres comer?

—¿Comer?.... bien—contestó distraídamente el poeta.

—Deja el trabajo, es preciso que, descanses porque á tu edad.

—Si es cierto.... á mi edad debe descansarse y.... pienso que pronto descansaré replicó Cervantes con acento irónico.

—Miguel.

—Con el Persiles me despediré del trabajo....

—Estás algo pálido.... ¿Te sientes indispuesto?.

—No, sin duda.... el frio… ¿Vamos á comer?

Doña Catalina exhaló un suspiro y Cervantes sonrió alegremente como si fuera el hombre mas feliz del mundo.

CAPITULO XLVIII La última persecucion.

LA segunda parte del Quijote se publicó al fin y fué recibida del público con tanto entusiasmo que en pocos dias se agotó la edicion. Creció la fama de Cervantes, y ya todos, amigos y enemigos hubieron de reconocerle un ingenio privilegiado.

El fingido Avellaneda fué el que con mas avidez leyó el celebrado libro, y devoró en silencio su despecho y amargura al ver que sus insultos y acusaciones habian sido contestados con una dignidad y prudencia que honraban á Cervantes. Sintió el escritor de Tordesillas mas vivos que nunca sus deseos de venganza, pero convencido de que su pluma no podia luchar con la del autor del verdadero Quijote, tomó otro camino, leyó cuidadosamente la segunda parte que se acababa de publicar, y despues de un examen detenido y minucioso, exclamó con viva alegria al leer uno de los párrafos del capítulo XXXVI:

—¡Aquí está!... ¡Oh!... Esto no puede dejarse correr asi, pues es peligroso. No me mueve la pasion, sino un deber de conciencia, y nadie pensará otra cosa. Es menester que el Santo Oficio revise esta obra, ¿A dónde iríamos á parar si se permitiese esparcir estos principios? ¿Qué seria de la religion, qué de la sociedad?

Las palabras peligrosas á que el reverendo se referia, eran las que Cervantes pone en boca de la duquesa cuando hablando con Sancho Panza sobre los azotes que este debia darse para desencantar á Dulcinea, le dice:

«Y advierta Sancho que las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada.»

Ya hemos dicho que el fingido Avellaneda era familiar de la inquisicion, de manera que le costó poquísimo trabajo hacer que este tribunal se ocupase del Quijote, aunque ya estaba censurado, resultando como era de esperar que se condenasen las referidas palabras.

El Santo Oficio no hacia nunca las cosas á medias, y decretó la comparecencia de Cervantes, que era lo mismo que mandar encerrarlo en sus calabozos, pero afortunadamente lo supo el poeta con tiempo bastante para salir de la corte y acudir á su protector el cardenal arzobispo de Toledo, inquisidor general.

Este ilustre prelado, modelo de virtudes, acogió á Cervantes con su acostumbrada bondad y empleó toda su influencia y poder para evitar el golpe, consiguiéndolo con suma dificultad, pues á pesar de ser un príncipe de la Iglesia y ocupar el puesto de inquisidor general, no se le atendió á las primeras indicaciones y hubo de tocar cuantos resortes estaban á su alcance para anular lo de la comparecencia y que el tribunal se contentase con señalar en el índice espurgatorio las palabras en cuestion.

Solo la inquisicion fallaba que hubiese perseguido á Cervantes, y al fin sucedió. Imposible es comprender lo que debió sufrir el desdichado viendose perseguido tan injustamente en los últimos dias de su existencia. Tal impresion le causó este acontecimiento, que le pareció que en pocos dias habian pasado muchos años, sintió menguar notablemente sus fuerzas y comprendió que acababa su vida.

—¿Donde está—se preguntó con amargura—el premio de todos mis sacrificios y honradez?... ¡Oh!... Al fin te he conocido, mundo ingrato, pero ¡ya es tarde!

Revolvió en su mente todo su triste pasado, miró el presente, y al pensar en lo porvenir levantó al cielo los ojos y murmuró:

—Allí está la verdadera vida, allí está la justicia.

Desde aquel dia se alteró notablemente la salud de Cervantes y se declaró una hidropesía.

Entonces trabajó mas que nunca: habia comprendido que aquella seria la última enfermedad, y no queria morir sin haber terminado el Persilis, en cuya novela, aunque sin razon bien fundada, tenia todas sus ilusiones. Ni los ruegos de su aflijida esposa, ni los consejos de sus amigos le hicieron desistir de su propósito: á todos contestaba con semblante risueño y mientras sonreía:

—La ociosidad es madre de malos pensamientos, y como el no abrigar ninguno me importa en los últimos dias de mi vida, quiero trabajar sin descanso. Dejadme pues, que lugar me queda para reposar en la sepultura.

La enfermedad aumentaba cada dia, siendo ineficaz la ciencia para atajarla; pero Cervantes se mostraba mas y mas alegre y decidor, como si en vez de acercarse al sepulcro se alejase de él.

Así caminaba á su fin el autor de Don Quijote de la Mancha despues de una vida de amarguras cuyo solo relato hace estremecer.

Poco y triste es lo que nos queda que referir, pero los últimos momentos de Cervantes son los de mayor interés de su vida porque en ninguna ocasion como en ellos probó hasta donde llegaba su grandeza de alma.

Nada hubo que pudiera abatirlo: con todo luchó heroicamente: ni la miseria, ni las desgracias, ni la agonía. ¡Corazon sin igual! Hasta en los momentos en que sentia sobre su pecho la mano helada de la muerte, tuvo calma para su espíritu, serenidad para su frente, dulzura para su mirada y sonrisas para sus labios.

CAPITULO XLIX. El último suspiro.

Todo pasa como el tiempo, todo concluye como la vida, se olvida todo, y lo que no se olvida enteramente, deja solo un recuerdo vago.

Sin sentir viene la vejez, la muerte llama, se despierta del suelto de las ilusiones, se mira atrás y al través del prisma de los años y con los ojos de la esperiencia se vé lo que pasó, se pregunta á la esperanza y se exhala un suspiro.»

«Adiós gracias; adiós donaires; adiós regocijados amigos, que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida.

Así termino Cervantes el prologo de los Trabajos de Persilis <pb n="606"/> y Sigismunda, escrito pocos días antes de espirar. La despedida no podia ser mas tierna, no podia espresar mas. Todo habia concluido para él, pero su juventud, su vida bulliciosa la recordaba con la tranquilidad y dulzura del que tiene su conciencia limpia.

Aumentaba con rapidez la enfermedad del poeta, pero como si al perder el cuerpo sus fuerzas aumentasen las de su espíritu, mostrábase cada dia mas alegre, decidor y animoso, y consolaba á su familia anticipadamente para hacerlo menos dolorosa su pérdida. A pesar de que casi no le permitia moverse la hinchazon producida por la enfermedad, se ocupaba de cuanto era menester para dejar sus negocios en buen orden, y trabajaba sin descanso para concluir el Persilis, y que el producto de la venta quedase á su familia para atender á las primeras y mas urgentes necesidades hasta tomar la corta renta de los bienes de Esquivias. Como siempre le habia sucedido, sus deberes fueron para el infeliz antes que su vida, el bienestar de los otros antes que el suyo. ¡Corazon grande y noble! Quince dias antes de morir hizo un viaje á Esquivias para dejar en perfecto arreglo los bienes de su esposa, y á pesar del estado doloroso de su salud, no le abandonaron los bríos ni la alegria que dejó ver en el encuentro que tuvo á su vuelta con un estudiante, y que con tanta gracia refiere en el prólogo del Persilis y Sigismunda.

Agravóse la enfermedad, los médicos anunciaron el próximo fin del paciente, y comprendiendo tambien él mismo que eran contadas las horas de su existencia, pidió confesarse, y el dia 18 de abril de 1616 recibió el Sacramento de la Extrema-Uncion.

El Persilis estaba concluido, y negociado el privilegio de la impresion, para la cual solo faltaba la dedicatoria.

Ni aun en el trance terrible de la muerte podia Cervantes dejar de ser agradecido: ya nada tenia que esperar de los hombres, pero aun queria dar muestras de que el recuerdo de los beneficios que habia recibido no se apartaria de él sino con el alma, cuando fuese Dios servido llamarla á sí.

Al dia siguiente de haber recibido la Extrema-Uncion dijo Cervantes á su esposa:

—Dame papel y una pluma.

—¿Vas á escribir? preguntó sorprendida doña Catalina.

—Sí.

—Imposible; apenas puedes moverte.

Así era: la hinchazon habia aumentado estraordinariamente, y el infeliz poeta, sentado en un sillon porque no podia acostarse, y medio envuelto en algunas mantas, tenia que hacer los mayores esfuerzos para moverse.

—Es preciso—repuso.

—Preciso no hay nada para tí mas que la salud.

—Me queda un deber que cumplir: nuestro generoso protector el conde de Lemos no ha llegado todavía, y ya por pronto que venga será tarde para que yo le vea y le muestre con palabras mi agradecimiento. Quiero escribirle diciéndole que muero sin olvidar sus beneficios y bendiciendo su nombre.

—Otro puede escribir lo que tú dictes....

—No, Catalina; no quedaria yo satisfecho si por mi mano no lo hiciese.

—¡Por Dios, Miguel!...

—Despues de la dedicatoria, te prometo no volver á ocuparme de nada, porque no quiero morir sin saber lo que son siquiera algunas horas de descanso, de ocio completo.

—¿Y esperas?...

—A la agonía; antes no he tenido ocasion.

—¡Ah!...

—No te aflijas, Catalina: quien mas pierde soy yo, y estoy alegre, y me rio. Deja el llanto para regar mi sepultura, y eso sin que te abandones á tu dolor....

—¡Miguel!...

—Dame la pluma, escribiré poco, pero quiero aprovechar estos instantes en que está mi cabeza tan despejada como el dia que escribí el primer romance amoroso ó aquel en que intenté retratarte en Galatea. ¿Te acuerdas de aquel tiempo, Catalina? ¡Con cuánta rapidez han pasado los años! En medio de todas mis desgracias me consideraba yo entonces feliz con tu amor: no habia contratiempo queme arredrase. ¿Cuántas eran entonces las fuerzas de mi cuerpo y de mi espíritu! ¡Cuánto he luchado con la adversidad!... ¡Oh!... Pero no me pesa, Catalina, no me pesa, porque ahora bajo al sepulcro con la conciencia tranquila, satisfecho de mi proceder, y esto vale mucho, merece el haber luchado.

Cervantes tuvo que detenerse, porque su trabajosa respiracion no le permitia hablar mucho tiempo.

Doña Catalina, sin poder articular una palabra, lloraba transida de dolor tanto mas profundo, cuanto mas reconocia la grandeza de alma de su esposo.

—El papel—volvió á decir el poeta;—quiero aprovechar estos momentos; quiero llevar mi gratitud mas allá de la muerte, mostrándola en mi agonía.

Dióle doña Catalina lo que habia pedido, y él, acomodándose para escribir en las rodillas, meditó algunos instantes y murmuró:

—¿Por qué he de entristecerlo? Yo tampoco estoy triste, ni tengo para qué estarlo. La ternura no está reñida con la alegría.

Por última vez se iluminaron sus ojos con el fuego de la inspiracion, entreabrióse su boca y todavia hubo para sus labios una sonrisa que nada tuvo que envidiar á las de su juventud.

Su mano insegura trazó al fin las primeras letras, diciendo así:

«Aquellas coplas antiguas que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan: Puesto ya el pié en el estribo: quisiera yo no vinieran tan á pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras la puedo comenzar, diciendo:

«Puesto ya el pié en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, esta le escribo.»

«Ayer me dieron la Extrema-Uncion, y hoy escribo esta: el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo eso llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los piés á vuestra escelencia, que podria ser fuese tanto el contento de ver á vuestra escelencia bueno en España, que me volviese á dar la vida»....

Con tan festiva ternura siguió Cervantes!a carta dedicatoria sin interrumpirse mas que para tomar de vez en cuando aliento, concluyéndola al cabo de veinte minutos.

—Toma—dijo á su esposa, que permanecia en un rincon del aposento, derramando abundantes lágrimas;—que saquen una copia para la imprenta, y este guárdalo tú como recuerdo, por ser lo último que escribo.

Doña Catalina sintió que le faltaban las fuerzas, y con pasos vacilantes se acercó á su esposo.

—Miguel—murmuró con voz ahogada.

Pero no pudo proseguir; tomó el papel con mano temblorosa, y salió para caer desfallecida en el inmediato aposento.

Desde aquel instante reinó un silencio profundo en aquella morada de dolor y llanto.

A los cuatro dias, es decir, el 23 de abril de 1616, entró un sacerdote para dar al enfermo los últimos auxilios y consuelos de la religion.

—¿Quién es el paciente?—preguntó con dulzura.

—Miguel de Cervantes;—le contestaron.

—¡Miguel de Cervantes!—repitió el sacerdote con acento de admiracion y sorpresa.

Y esparció una mirada por el aposento desnudo de muebles, lóbrego y húmedo.

—¡Miguel de Cervantes!—volvió á decir.—¡El autor del Quijote en tal miseria!... ¡Ah!... Pero le queda el cielo para recompensa de sus virtudes.

Cervantes fijó una tierna mirada en el sacerdote, pronunció el nombre de su esposa y de su hija, é invocando el de Dios, dijo:

—Padre, la mano de la muerte comienza á helar mi corazon.... Fortificad mi fé con vuestras palabras, absolvedme y rogad al Eterno por mí ¡Bendito sea Dios, que me da una muerte tan dulce y tranquila!... La agonia no me hace sufrir.... se estinguen lentamente mis fuerzas sin causarme el mas leve dolor.... Soy feliz, padre.... la llama de mi fé arde mas vivaque nunca.... Bendecidme en nombre de Dios, cuya grandeza, justicia y misericordia comprendo ahora como jamás comprendí.

El rostro del poeta se dilató con una dulzura que revelaba la tranquilidad del justo.

La voz del sacerdote, dulce, consoladora, se dejó oir en medio del silencio triste que reinaba en toda la casa.

Algunos minutos despues todo habia concluido. Miguel de Cervantes ya no existia.

Ayes y lamentos de dolor agudísimo se perdieron en el espacio tras el espíritu puro del poeta, que volaba á Dios para recibir el premio de sus virtudes.

Cervantes habia pedido ser enterrado en la iglesia de las monjas Trinitarias, donde habia profesado Isabel, único fruto de sus amores, y donde yacia el cuerpo de la infeliz Zoraida.

Al dia siguiente, el cadáver, conducido por cuatro hermanos de la órden Tercera y con el rostro descubierto, según era costumbre de aquella sociedad, fué conducido á la última morada.

Cuando el fúnebre cortejo atravesaba la plaza del Arrabal para entrar en la calle de Toledo, se detuvieron á mirarlo algunos de los ociosos que á todas horas se encontraban allí. Entre ellos habia un hombre como de cincuenta años ó mas, flaco, de mala catadura, y que procuraba recatarse el rostro con el embozo de su raido ferreruelo. Junio á él habia oíros cuatro vestidos de negro, los cuales al verle se dijeron algunas palabras al oido, y se colocaron de manera que le tuviesen en medio.

—¿Quién es el difunto?—preguntó el hombre flaco ¿un menestral que tenia delante.

—El señor Miguel de Cervantes—le contestó el otro.

El de la cara sospechosa palideció, y como si le incomodase ver aquel triste espectáculo, dió un paso para irse.

—Con nosotros, señor bachiller Lagartija,—le dijo uno de los cuatro vestidos de negro, y que eran alguaciles.

El antiguo cómplice del vizconde intentó primero negar y luego defenderse; pero fué en vano.

—Mirad que os equivocais—dijo con impeturbable calma.

—Por eso no tengais cuidado, buen bachiller, que fácil os será deshacer la equivocacion.

—Bueno—repuso Lagartija—pues si tambien me conoceis no ignorareis que no soy hombre que me deje llevar á la cárcel sin haber mandado al otro mundo á quien primero se atreva á ponerme las manos encima.

Y esto diciendo, intentó sacar la espada.

Pero se le echaron encima los corchetes con tanta ligereza que en pocos momentos se encontró desarmado y sin poder moverse el asesino.

—¡Vive Dios!—dijo mientras le ataban los brazos.—Cuando vivo tuve siempre miedo á ese poeta, y ahora veo que con razon, pues despues de muerto ha sido la causa de que me echen mano estos tunantes. Vamos; alguna vez habia de suceder esto. Ya sé que me espera la horca como á mi camarada el sacristan.

Al año siguiente salieron los Trabajos de Persilis y Sigismundo, en Madrid, Valencia, Barcelona y Bruselas, pero se perdieron la segunda parte de La Galatea, Las Semanas del Jardin y el Bernardo, obras que, según decia Cervantes en la dedicatoria del Persilis, se proponia concluir si por un milagro le restituia el cielo la vida.

Los restos del hombre con cuya gloria se envanece España se perdieron tambien, y hasta su nombre estuvo casi olvidado mas de un siglo, sin que nadie tratase de averiguar los principales sucesos de su amarga vida.

Nada mas podemos decirte, lector amigo, de Miguel de Cervantes Saavedra: como tú y todo español, veneramos su nombre y le hemos prestado el homenage de nuestra admiracion, intentando pintar sus virtudes.

FIN
Esta frase no es nuestra ni de algun otro escritor moderno que en situaciones parecidas la ha puesto en boca de sus personajes: está tomada del estenso discurso de Colonna insertado por Gregorio Leti en su Vitta di Philipo II. Cúmplenos declararlo así por la importancia que justamente se ha dado el mérito que tiene. Estas palabras estan copiadas textualmente de los biógrafos mas notables del inmortal poeta.