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Las amarguras de un rey
Nicasio Camilo Jover
A noche habia cerrado fria y encapotada: la lluvia empezaba á sacudir las ramas de los árboles, y el ábrego mugia en son medroso al desgarrarse en las peladas rocas de un estrecho desfiladero, por cuya escalonada. y ágria cuesta subia á paso lento una pequeña caravana compuesta de dos hacaneas, cuatro vigorosos caballos y tres peones. Ya hacia largo rato que los viandantes, cuyas formas se perdían en la oscuridad, habian divisado en lo mas alto de la colina los ténues resplandores de algunas luces que brillaban al través de las tinieblas, vagando unas veces como fuegos fátuos y titilando otras como las estrellas fijas del firmamento; aquellas luces anunciaban la proximidad de una poblacion, bien pronto se oyó clara y distintamente el trémulo tañido de una campana.
-¿Escuchais, señor? dijo uno de los peones volviéndose hácia el caballero que tenia mas próximo; ahora suenan las ánimas en Brihuega, y ya estamos á un tiro de ballesta de sus tapias.
-¡Loado sea Dios! murmuró este sin dignarse contestar al que le dirigia la palabra, y clavando el acicale á su palafren fué á colocarse al lado de las hacaneas, que hasta entonces habian caminado algunos pasos delante.
-¿Qué ha dicho ese villano? preguntó una mujer algo conmovida.
-Que pronto llegaremos á poblado, contestó el caballero; y tras estas breves palabras volvió á guardar el mas profundo silencio.
El viento arreciaba de minuto en minuto; los arroyos hinchados con la lluvia sonaban ya con voz de torrente, y el chasquido de los árboles que se desgajaban á cada bocanada del huracán acrecia el fragor de la tormenta. Sin embargo, en uno de esos momentos en que las tempestades mas deshechas parecen acallar sus bramidos para tomar aliento, se hubiera dicho que resonaba á lo lejos un rumor estraño.
-Parad, parad, ¡cuerpo de Cristo!... esclamó con impaciencia uno de los jinetes; juraría por las calderas de mi escudo que oigo rumor de armas y de voces en el fondo de ese valle.
Obedecieron todos su imperiosa órden, y conteniendo la respiracion escucharon atentamente.
En efecto, sonaban pisadas de caballos al pie de aquella escarpada loma, y de vez en cuando se oia sordamente el choque de las armaduras.
-¿De dónde viene ese rumor? preguntó con zozobra la misma mujer que habia hablado poco antes.
-Aguardad, aguardad, alta y poderosa señora, tartamudeó uno de los peones, fijando la atencion, yo os lo diré.
-«Ese rumor viene del camino de Guadalajara,» esclamó el caballero con voz dura y acentuando sus palabras, sin poder contener su mal disimulado despecho. A ver: Pero Sanchez, aguija tú las cabalgaduras de esas damas; tú, Ramiro, adelántate á toda brida: haz de modo que no se detenga nuestra marcha ni un solo instante al llegar á Medinaceli, y vé á esperarnos en el castillo de la raya: vosotros dos, añadió volviéndose á los otros caballeros, quedáos aquí para avisarnos en el momento en que esa gente se aproxime á este sitio.
Dijo, y sin aguardar respuesta de nadie, sacudió las riendas de su corcel, que hubiera deseado lanzarse á la carrera a juzgar por su ardiente resoplido; pero el jinete le detuvo obligándole á marchar al mismo paso que llevaba el resto de la comitiva, la cual traspuso en breve el último repecho de la colina, y dando un pequeño rodeo entró en las angostas y solitarias calles de Brihuega.
Ya se habian recogido todos los habitantes de aquella pequeña poblacion, y desde el fondo de sus hogares oian mugir por de fuera la tormenta, con esa vaga y dulce tristeza que esperimenta el corazon del hombre al pensar que mientras él disfruta las comodidades de un techo hospitalario, hay seres que atraviesan los campos sufriendo á la intemperie todo el rigor de los desatados elementos. Solo en una pequeña casa situada en el ángulo mas occidental de la plaza mayor de la villa, parecian olvidarse del trastorno de la naturaleza, y se hubiera dicho que intentaban sofocar los gemidos del viento y el pertinaz rumor de la tronada con alegres cánticos y agudas voces de risueña algazara.
La gente moza bailaba sin duelo en medio de una espaciosa cocina al son de mal templados rabeles, y los convidados ya maduros conversaban al amor de la lumbre, debajo de la colosal campana de una denegrida chimenea, haciendo de vez en cuando la ronda con sendos pellejos de riquísimo tinto de Montarron, tan seco y tan viejo como el mas acartonado de los bebedores. Era este un anciano de elevada estatura y de aspecto venerable, que debia contar mas de sesenta inviernos, y que á juzgar por la deferencia con que los demas le trataban, parecia ser el dueño de la casa.
-Con que por fin, hermano Mateo, tenemos ya libre de la guerra á Fortuñico? preguntó una vieja de arrugada catadura.
-Libre por tres años, tia Mónica, contestó el anciano exhalando un suspiro.
-¡Gracias á Dios! hermano.
-Gracias á la
-A fe, á fe, añadió uno de los circunstantes, que bien habemos menester hasta de los esquilmos de la tierra para taparles la boca á los malditos pesquisidores: ogaño parece que esa gente traga pepiones.
-Y para mayor consuelo, dijo un hombrecillo regordete, que la echaba de gracioso, el pan se va á subir antes de un mes.
-¿Y por qué preguntó la tia Mónica con estrañeza.
-Toma, porque la moneda se va á bajar, repuso el gordetillo soltando una intempestiva carcajada.
-¿Será posible?
-Tan posible que el otro día oí hablar sobre ese asunto á dos hidalgos, y por señas que no ponian muy buena cara al, referirlo. «Esto va malo» esclamó uno de ellos, que parecia persona de calidad; «esto de meternos cobre por oro pica en historia, y no puede quedar así:» el otro no sé lo que le repuso, y de palabra en palabra se fueron acalorando y emprendieron una disputa de mil díantres sobre los dislates... ó quislates del oro y de la plata y... qué sé yo...
-No son malos dislates los que estais ensartando vos, dijo el dueño de la casa interrumpiendo al locuaz noticiero: el otro día estuve yo en Guadalajara, y no oí ni una palabra de eso que nos contais.
-¡Toma! pues yo sí, y no es eso solo lo que sé, pues aquellos señores añadieron otras mil cosas. «Es necesario que los concejos determinen algo sobre el particular» dijo el que hablaba mas recio, despues de haber convencido á su contrincante que no hacia mas que menear la cabeza; «es indispensable que nuestras quejas lleguen á los oidos del rey, pues no es justo que mientras nos meten gato por liebre, adulterando la moneda, deje Su Alteza consumir espuertas de oro á esos judíos y moros que siempren lo rodean y que...
-Paso, paso, seor Pancho, dijo el tio Mateo, arrugando el entrecejo; esas son palabras mayores que me ofenden las orejas: dejemos al rey en Toledo y las cosas como se están, y que allá se las compongan los hidalgos y los señores que ciñen espada: á nosotros solo nos cumple ver y callar, y pedirle á Dios que nos ayude: dejemos, pues, cosas tan hondas, y pensemos en apurar estos pellejos que nos están dando voces, mientras los rapaces siguen bailando que es un contento.
La proposicion del buen anciano fué acogida con muestras de regocijo por todos los circunstantes que ya se iban fastidíando de las sérias reflexiones del tio Pancho, y la bota pasó de mano en mano disminuyendo en volúmen á cada vuelta que la hacian dar.
Crecia la algazara al paso que el vino iba menguando, y ya empezaban á tomar parte en el baile hasta los mas graves de los concurrentes, cuando un trueno horroroso que dominó con su estampido el sordo rumor de la tormenta, vino á estallar precisamente sobre el frágil techo de la casa.
-¡Ave María purísima! esclamó la tia Mónica santiguándose con precipitacion.
-¡Jesus, María y José! repitieron los demás maquinalmente, mirándose unos á otros.
-¿Sabeis que hace una noche de perros? dijo el tio Mateo, dejando en el suelo la bota que acababa de aproximarse á los labios; no seria malo que suspendiésemos el baile para rezar algunos padrenuestros por los viajeros estraviados
-Dice bien padre, esclamó una rolliza muchacha que hasta entonces habia repicado las castañuelas con mas garbo que ninguna de sus compañeras; y la insinuacion del buen labriego y de la caritativa zagala, fué oida por todos con respeto, y obedecida como si fuese un severo mandato.
Dejaron unos los instrumentos, suspendieron otros las piruetas, y ya habian formado un ancho corro para dar principio a sus oraciones cuando de repente retumbaron en la puerta dos golpes tan recios que todos volvieron la faz con sobresalto.
No era por cierto aquel el tímido
llamar de un peregrino, sino el rudo choque del cuento de
una lanza: tampoco siguió al llamamiento el
-¿Quién llamará de tal suerte? dijo uno de los mancebos con mal talante.
-Míralo, repuso el tio Mateo, sin moverse de su sitial. Obedeció el jóven y levantándose con faz torva, fué á abrir, la puerta de par en par.
Un caballero armado de punta en blanco, atravesó el umbral resueltamente y llegó hasta enmedio de la cocina, seguido de dos damas que entre los pliegues de sus mantos, forrados de piel de marta, llevaban cuidadosamente envueltos dos preciosos niños dormidos al parecer. Al verlas se pusieron en pie todos con ademan respetuoso, y el dueño de la casa se adelantó quitándose la parda caperuza.
-¿En qué puedo serviros, señor caballero? preguntó inclinándose cortesmente.
-En dejarnos reposar un momento junto á la lumbre, y en darles un pienso á nuestros caballos que han quedado en esos soportales de enfrente.
-Con mucho gusto, señor caballero: sentáos, sentáos aquí cerca del hogar: lleguen tambien vueseñorías, y permitan que mis hijas acomoden en su cama á esos angelitos que deben estar arrecidos de frio... A ver, Munia, quita los mantos á estas nobles damas: tú, Alfonsa, toma con mucho cuidado á esos niños, y entre tanto que vaya Fortuño á piensar los caballos de estos señores: avive V. el fuego, tia Mónica, que yo voy á sacar unos torreznos.
-No os incomodeis, buen hombre, dijo el recien llegado con- voz menos severa: nosotros únicamente reposo y lumbre necesitamos, y si nos dejais solos en este aposento mientras descansan nuestros palafrenes, nos haréis un gran favor.
-Como gusteis, señor caballero: esta casa esta á vuestras órdenes, como todos nosotros, y no teneis mas que mandar. Vamos, amigos mios, dejemos solos á estos señores; vosotras, muchachas, á vuestros cuartos, y nosotros, Fortuñico, vamos á cuidar de los caballos. Si entre tanto les ocurriese alguna cosa á vuestras señorías, pueden dar una voz y al instante...
-Está bien, está bien, dijo el caballero que ya se iba cansando de tanto ofrecimiento; y con un gesto imperioso hizo despejar aquellas pobres gentes que le cedían su habitacion mas bien como criados humildes que como huéspedes caritativos.
Al quedar enteramente solos los recien llegados pareció que respiraban con mas libertad, y mientras las damas dejaban sobre un banco sus mantos empapados en agua, el caballero se quitó el almete y fué a cerrar cuidadosamente todas las puertas.
El leño que la tia Mónica habia arrimado á la lumbre se inflamó de repente, y á la vaga claridad de la oscilante llama pudieron verse los semblantes de aquellos nuevos personajes.
Era el caballero un gallardo mancebo de altiva frente y de ojos audaces, cuya fisonomía hubiera sido simpática á cuantos le mirasen, á no deslucir algun tanto sus varoniles perfecciones la desdeñosa espresion de su boca, la dureza de su ceño y la altivez de su ademan. Las damas eran ambas de sin par belleza, aunque una de ellas habia perdido ya las frescas rosas de la juventud: la otra apenas contaria veinticinco años; tenia el pelo rubio, los ojos azules y la tez mas blanca que el ampo de la nieve: una profunda tristeza aumentaba el hechizo de su semblante, y sus miradas no se apartaban ni un solo momento del precioso niño que llevaba en los brazos. Su compañera tambien estaba triste, y como ella, tambien fijaba sin cesar los negros ojos en el otro infante que dormía en su regazo.
-¡Oh Dios mio, Dios mio! esclamó la jóven exhalando un suspiro: qué noche tan horrorosa! creí que íbamos á perecer todos en la cuesta que acabamos de subir, y os juro que me estremece la idea de continuar ese camino.
-Señora, dijo el caballero, que permanecía á su lado en pie y con los brazos cruzados a la espalda, mucho siento no poderos proporcionar mas largo reposo; pero ya Sabeis que nos siguen muy de cerca, y no debemos detenernos ni siquiera veinte minutos.
-Mas decidme, D. Juan, creéis vos que esas gentes tienen en efecto órden de oponerse á nuestra marcha? preguntó con despecho la otra dama.
-¡Cuerpo de Cristo!... perdonad, señora, pero por mi nombre os afirmo que esos malandrines nos siguen la pista. En Guadalajara no os quitaban los ojos de encima, y en todo el camino que llevamos andado he oida las pisadas de sus caballos detrás de nosotros. ¡Oh! creedme, creedme, alta y poderosa señora; tengo la nariz muy fina y huelo á los sabuesos desde lejos, pero no os inquieteis por eso, que aquí traigo la espada de mi padre, y ya sabéis que nosotros no soltamos su empuñadura mientras nos queda un átomo de vida.
-Lo sé, D. Juan, lo sé; pero creéis que el rey ha podido dar semejante órden?
-El rey... no precisamente; mas la órden se ha dado, sin duda alguna, y nos conviene trasponer cuanto antes los confines de Castilla.
-¿Y cuánto nos falta para llegar al término de nuestro viaje? preguntó la acongojada jóven con afanosa curiosidad.
-Quince leguas escasas.
-¡Quince leguas aun! Dios mio!...
-No os aflijais, señora, llevamos buenos caballos, y, antes de romper el día ya pisaremos tierras de Aragon.
Nada repuso la dama, y hubo un momento de silencio en que solo se oia el chisporroteo de la lumbre y el crujido de la armadura de D. Juan, que absorto en una idea sin duda muy pertinaz, empezó á pasearse lentamente de un ángulo á otro de la cocina.
Estraño era por cierto el cuadro que ofrecian aquellos personajes iluminados por la rojiza llama del hogar: los suntuosos trajes de las damas, que contrastaban de un modo chocante con las denegridas paredes de aquella estancia, la figura del guerrero cuyo peto se destacaba en medio de las tinieblas, relampagueando al pasar por delante de la hoguera, como la luz intermitente de un faro; la calma angelical de los niños que dormian debajo de una miserable chimenea, tan tranquilos como si se hallasen so la magnífica colgadura de un dosel; la actitud de aquellas figuras, la espresion de sus semblantes y el estraño agrupamiento en que la casualidad las colocara, hubieran sin duda inspirado al genio de Rembrandt una creacion digna de sus fantásticos pinceles.
Algunos minutos duró aquel silencio; pero sin duda debió comprender el caballero que era poco galante permanecer tanto tiempo mudo en presencia de dos señoras, y parándose de improviso, dijo procurando suavizar el timbre de su voz:
-¡Cómo duermen los infantes: parecen dos ángeles del Señor!...
-Sí, duermen con la calma de la inocencia, esclamó la dama menos jóven, fijando en los parvulillos una mirada de ternura: dichosos ellos que ignoran el peligro que les amenaza! pobres huérfanos de mi alma! apenas han visto la luz cuando ya son el blanco de oscuras maquinaciones: parece que el cielo les ha condenado desde la cuna al llanto y á la persecucion...
-¡Voto á!... no tanto, señora, no tanto, que aun tengo yo las mesnadas de mis vasallos en Albarracin, y no encomendó en balde el padre de esos niños su cuidado á las gentes de mi casa.
-Sé que sois muy poderoso, D. Juan; pero tambien lo son nuestros enemigos...
-Y ¿qué importa el poderío de nuestros contrarios, si mis gentes no saben huir y tienen segura la victoria?
-Con todo, generoso amigo, no me negareis que el sino de estas criaturas es bien funesto.
La jóven de la rubia cabellera, que hasta entonces habia permanecido con la frente inclinada, fijó en D. Juan los turbados ojos como si esperase hallar en sus palabras la resolucion de un problema, del cual dependiese la suerte futura de su existencia: comprendió el mancebo toda la ansiedad de aquella mirada, y con su natural energía repuso, haciendo sonar las mallas de la manopla sobre las doradas molduras de su peto:
-Yo os juro, nobles señoras, que mas aciaga ha de ser la estrella de cuantos osen hacer tuerto á esos infantes, que la que el cielo ha colocado sobre sus inocentes cabezas.
Aquella altiva oferta no debió satisfacer completamente á las que la escucharon, y sin duda iban ya á responderá ella con algunas objeciones, cuando se oyó llamar á la puerta con mucho cuidado.
-Quién va? preguntó el caballero imperiosamente.
-Yo soy, señor.
-¡Hola, Ferrando: ¿qué, ocurre?
-Permitidme entrar si os place, y os lo diré,. repuso el de afuera.
-Allá voy, dijo el mancebo, y poniéndose el almete abrió una sola hoja de la puerta.
-¿Qué hay? le preguntó al recien llegado.
-Nada, sino que esa gente acaba de entrar en la villa.
-¡Voto á Luzbel! villano; ¿y me lo dices con esa calma? ¿es así como cumples mis mandatos?
-Perdonad, señor, pero es el caso que no les sentimos llegar hasta que pasaron por delante de nosotros como ciervos desbandados.
-¡Ah, ladron! sin duda te dormiste.
-Señor, os juro...
-Basta, basta ya: y cuántos eran?
-Yo solo conté ocho bultos.
-Y dime, ¿parecian caballeros ó soldados?
-Ni lo uno ni lo otro.
-Qué estás diciendo, bergante?
-Al llegar junto a nosotros no pudimos distinguir sus formas, porque ya Sabeis que la noche está como boca de lobo; pero no bien se adelantaron treinta pasos, brilló un relámpago mas claro que el sol, y puedo juraros que solo dos de ellos vestian arneses completos: los demas llevaban pardos capellares, y aun me pareció distinguir que flotaba alrededor de sus cabezas el blanco lienzo de las tocas.
-Con que en resumidas cuentas son judíos? ¡voto á!... no seria malo que hubiésemos ido huyendo, hace veinticuatro horas, delante de los merinos del rey como pecheros temerosos de pagarles la alcabala...
Al llegar aquí se detuvo un momento, apoyando el dedo índice sobre sus labios en ademan de reflexionar mas; pero de improviso como si pasára por su mente una ráfaga de duda y desconfianza,
-No, no es posible, añadió levantando la voz: cuidado no vayamos á dejarnos coger en un lazo... mira, Ferrando, prepara los caballos y pongámonos otra vez en marcha.
Obedeció el escudero sin replicar ni una palabra, y el jóven paladin volvió al lado de las damas que habian estado escuchando con ansiedad el anterior diálogo.
-Ya lo veis, señoras, nada tenemos que temer; pero con todo me parece prudente que aprovechemos la noche, y solo espero vuestras órdenes.
-Cuando gusteis, D. Juan, podemos salir de aquí, dijo la dama menos jóven poniéndose en pie: imitóla su compañera, y cuando se hubieron envuelto en sus mantos, se dirigió el mancebo á una de las puertas y esclamó
-¡Hola, buena gente!
Acudieron á su llamamiento el tio Mateo y sus hijas, y al ver en pie á las damas, manifestaron suma pena por la brevedad de su visita; sin embargo, no se atrevieron á dirigirles la palabra, y solo cuando el caballero les dijo:
-Dios os guarde, honrados labradores, no echaré en olvido que os debo una noche de hospitalidad; fué cuando rompiendo la valla del respeto se deshicieron en ofertas y en bendiciones.
Agradecieron las damas aquellas muestras de afecto dejando sobre una mesilla algunas monedas de oro, y envolviendo con gran precaucion, entre los pliegues de sus mantos á los dos infantes que aun permanecian dormidos, gracias á los esquisitos cuidados de los bondadosos labriegos que habian guardado amorosamente su sueño, se despidieron de sus huéspedes con benévolas razones, y salieron de aquella humilde casa precedidas por el arrogante caballero que las acompañaba.
La tempestad seguia mugiendo sordamente, y bien pronto se perdieron á lo lejos las pisadas de sus caballos.
El Jalon es un rio bastante caudaloso que nace en los últimos términos de Castilla la Nueva, y que despues de correr con sesgo curso por los campos de Sigüenza, se interna en las fértiles llanuras de Aragon y va á sepultar sus raudales en el Ebro. En la márgen, pues, de aquel rio, y precisamente en la línea divisoria de las dos provincias que fertiliza con sus aguas, se elevaba en otro tiempo un pequeño castillo cuyo cuadrado torreon servia de atalaya en los días de revueltas,y en cuyos muros esteriores estribaban por un lado los taludes de una de aquellas fábricas hidráulicas con que los árabes enriquecieron nuestro suelo durante su larga permanencia en él.
El castillo ha desaparecido completamente de la faz de la tierra, y apenas quedan ya vestigios de los azudes; pero la tradicion, que es eterna, existe todavía, y al través de las edades nos nos recuerda que á principios de enero del año del Señor 1277, se hallaban reunidos en la sala de armas de aquel castillo unos cincuenta guerreros cuyos jefes permanecian recostados sobre sus escudos, en derredor de un roble medío consumido por la llama.
La noche habia sido horrorosa; aun silbaba el viento en las molduras de las almenas, pero la lluvia habia cesado completarnente y los pardos nubarrones, en cuyo seno rugia la tormenta pocos momentos antes, volaban hácia el occidente, como una bandada de cuervos, dejando raso el firmamento en pos de sí.
Los primeros albores de la mañana empezaban á teñir de púrpura las crestas de los montes, y un pálido rayo de luz penetró de soslayo por las angostas troneras del muro.
-¡Hola, hola! ya parece que asoma la mañana, dijo incorporándose uno de los guerreros.
-Sí, ya hace rato que estoy viendo despuntar el día, repuso otro que ocupaba un tosco banquillo de madera, y cuya armadura salpicada de lodo reciente revelaba que pocos momentos antes debia haber cruzado los campos.
-¡Calla! segun eso no te has acostado?
-No, por cierto, yo no duermo cuando estoy de fatiga, y lo que es ahora en vano lo hubiera intentado; esta tardanza me tiene inquieto.
-¿Y por qué? la noche ha estado muy mala y sin duda se habrán refugiado en alguna aldea, huyendo del chaparron.
-Imposible; me hicieron venir delante á todo escape para que en ninguna parte se detuviese su marcha, y no es cosa de que haya ido haciendo jornaditas de lego.
-Con todo, eso de caminar con faldas es muy enojoso y ya sabes...
-Sé que no han podido detenerse en ninguna parte, y que es muy estraño el que no hayan llegado hace dos horas.
-¿Pero qué díablos les ha de haber sucedido?
-Qué sé yo? precisamente el ignorarlo es lo que me tiene inquieto.
-Y dime, Ramiro, ¿por qué no habrá querido nuestro amo que le acompañásemos nosotros en ese viaje?
-Porque lo interesaba entrar en Guadalajara sin llamar la atencion, y queria salir de ella sin ser observado de nadie.
-¡Ah! con que viaja á hurtadillas y sin mas escolta que su escudero? pues mira, entonces no seria estraño que hubiese tropezado con alguna partida de salteadores.
-Sí, échale bandiditos á D. Juan, y verás cómo los despacha con el cuento de su lanza.
-O tal vez puede que se haya estraviado en medio de las tinieblas.
-Tampoco, hombre, tampoco; si Ferrando ha sido ojeador toda su vida.
-Entonces te digo que no lo entiendo.
-Ni yo... esclamó Ramiro levantándose bruscamente y atravesando por medio de sus tendidos compañeros fué á mirar por una estrecha saetera que daba al campo.
-¿Quieres que salga con algunos jinetes á dar un vistazo por la orilla del rio? preguntó el otro soldado levantándose tras él.
-No: me ha mandado que nadie se mueva del castillo, y no me atrevo á faltar á la consigna.
-Entonces aguardémosle sentados, repuso el veterano, y volviendo de nuevo á su banquillo empezó á talarear una cancion, atizando el fuego con la acerada vaina de su espada.
Mientras asi se perdían en conjeturas aquellos leales servidores, sin poderse esplicar la causa que motivaba la tardanza de su jefe; este, que como habrá adivinado el discreto lector, era el paladin que hallamos en Brihuega al toque de las ánimas en compañía de dos afligidas señoras, habia llegado con su reducida comitiva á un frondoso cañaveral que en la márgen izquierda del Jalon formaba una espesa muralla de verdura.
La luz de la alborada aun no habia desterrado completamente las sombras de la noche, y los objetos se ofrecian á los ojos de los viajeros tan vagamente diseñados que era difícil distinguir su verdadera forma. El mas profundo silencio reinaba por todas partes, y solo el murmullo del rio y las pisadas de los caballos dispertaban los ecos de la ribera.
Caminaba, pues, D. Juan seguido de su caravana, sin recelar ya por la suerte de aquellas damas que parecian estar encomendadas á su custodía, y se daba el parabien al ver que tocaba sin tropiezo el término de su viaje, puesto que antes de medía hora debia reunirse con los soldados de su mesnada, que con tanta impaciencia lo aguardaban en el castillo inmedíato.
Los que tenian un interés en detenerle en su camino sin duda le habian perdido la pista, ó quizá habrian desistido de su propósito teniendo el rigor de su fuerte brazo. Halagado por este pensamiento el arrogante mancebo, reanimó el brio de su fatigado corcel, y haciéndole salir á trote corlo, llegó en
reve a la cabeza de un tosco puentecillo de tablas por el cual debian atravesar el río; detúvose allí para dejar pasar delante las haçaneas, y recomendando á los peones que las conducian el mayor cuidado, echó á andar detrás de ellos seguido de Ferrando, su escudero, y del otro jinete, que llevaba por única escolta.
Al lado, opuesto de la corriente se elevaba una pequeña colina cubierta de espesos matorrales; empezaron á subir por ella los descuidados caminantes y apenas habrian andado cien pasos, cuando al revolver de un peñasco desde el cual se divisaban ya las almenas del castillo donde tantos servidores
les aguardaban, se hallaron de improviso delante de doce formidables guerreros, armados unos de punta en blanco y envueltos otros entre los pliegues de pardos capellares.
Lanzaron las damas un grito de terror; se detuvieron los peones con espanto, y D. Juan rechinó los dientes de rabia, al verse sorprendido de aquella suerte cuando menos lo esperaba.
-¿Quién va?... gritó enristrando la lanza y avanzando hácia los desconocidos con gallardo continente.
Adelantóse algunos pasos el que hacia cabeza de aquella tropa y con voz sosegada le dijo:
-Caballero, tenemos órden de rogar encarecidamente á esas nobles damas se dignen regresar de nuevo á sus hogares, escoltadas por nosotros.
-Esas damas, repuso el atrevido mancebo, conteniendo malamente los impulsos de su ira, vienen de buen grado en mi compañía; es su voluntad continuar este viaje y ¡vive Dios! que nadie, ha de oponerse á su deseo.
-No es nuestro objeto ofenderos, noble, paladin, pero tened entendido que en balde os oponeis á lo que os hemos demandado.
-¡Que es en balde, don villano? esclamó el caballero rugiendo de coraje: abrid paso, canalla mal nacida, ó conmigo sois todos en desigual pelea; y así diciendo clavó los acicates al caballo, que al sentir que su dueño tomaba la posicion de arremeter, sacudió las encrespadas crines con gallardía y se lanzó a la carrera como un rayo.
-¡Teneos, D, Juan, teneos... gritaron las damas, perdida la color y tendiendo los brazos á su enfurecido campeon; pero sus gritos espiraron sofocados por el choque de las armas y por el rumor de una descomunal batalla.
Habia cerrado D. Juan con los doce guerreros que á su vez enristraron las lanzas, formando en torno suyo un círculo de aguzados hierros: revolvíase el mancebo con la ligereza de una pantera, y ya habia hecho morder la tierra á dos de sus enemigos, cuando sus escuderos llegaron en su ayuda y tomaron parte en la refriega; pero cada uno de ellos tenia que habérselas con tres adversarios de mucho brio, y el resultado del combate nada tenia de dudoso.
El caudillo de, los salteadores era
un guerrero de elevada estatura y de tan robusto brazo, que
D. Juan, á pesar de su bravía destreza, intentaba
en vano hacerle perder los estribos. La mañana iba
aclarando, y cuando los primeros rayos del sol se derramaron
por la llanura, pudieron distinguirse las empresas de los
combatientes: no era por cierto un villano el paladin de
la emboscada: sobre su rodela se veia un blason en cuyo campo
de gules brillaban una balanza y una espada de plata surmontadas
por una celada de encaje, el lema de las armas decia
Al ver D. Juan aquella empresa, reconoció a su enemigo, y lleno de una siniestra alegría esclamó, apretando el asta y el escudo.
-¡Ah, Diego Lopez de Salcedo! digna de tí y de los tuyos es semejante hazaña.
-Mandado soy por quien puede hacerlo, repuso el caballero, procurando escusar su accion y sin apostrofar por su nombre á su contrario á quien no habia reconocido.
El paladin á quien hasta ahora hemos llamado D. Juan, llevaba una armadura pavonada que á pesar de ser de las mas ricas de Vizcaya no ostentaba ni mote ni empresa, y por consiguiente era imposible descubrir quién era el que la vestía.
Redoblábanse los botes y las cuchilladas á cada palabra de los combatientes; Ferrando y su compañero habian venido al suelo, y solo lidíaba ya el esforzado jóven que sin perder la serenidad resistia bravamente la embestida de ocho adversarios. Diego Lopez de Salcedo rompió su lanza en el peto de su enernigo, y al desenvainar la espada les gritó a los soldados que aun combatian en torno suyo:
-¡A las damas; apoderáos de las damas y dejadme á mí solo con este caballero!
-Eso no, ¡ vive Dios! esclamó D. Juan arremetiendo á los que se desviaban de aquel sitio, con ánimo resuelto de cerrarles el paso; pero sus esfuerzos fueron vanos, y mientras atendía de nuevo á los mandobles de Salcedo, vió que las damas y los infantes eran arrebatados sin respeto por dos de aquellos miserables, los cuales huyeron en seguida á todo escapo escoltados por los demás jinetes.
No es fácil espresar la ira que se apoderó del paladin en aquel momento: arrojó la lanza lejos de sí, y resuelto á concluir la pelea en un solo punto desenvainó la fulminante espada. Su competidor era diestro y valiente; pero en vano intentó resistir al torbellino de cuchilladas que descargó sobre su cabeza, y bien pronto vino á tierra maltrecho y sin sentido.
No se cuidó D. Juan de su caida; el interés le llamaba á otra parte y levantando la visera de su almete, respiró un momento: tomó de nuevo la lanza de manos de Ferrando, que habia logrado ponerse en pie á pesar de hallarse herido y volviendo la grupa se lanzó á la carrera por el lado que habian tomado los ráptores de las damas; mas en vano los buscó por todas partes: largo tiempo anduvo de ribazo en ribazo y de encrucijada en encrucijada, sin poder hallar á los fugitivos; si por acaso encontraba á algunos campesinos, las noticias que lo daban eran contradictorias ó incoherentes, y ya se elevaba el sol al zenit cuando se encontró el despechado mancebo abrasado de sed y reventado de fatiga, junto al misino puentecillo en cuyas inmedíaciones habia sido tan villanamente salteado: reconoció el sitio, y resuelto á talar aquella comarca y á recorrer todos los lugares del contorno hasta encontrar á las damas que se habian confiado á su custodía, dirigió los pasos de su fatigado corcel por el carnino que conducia al inmedíato castillo en que le aguardaban sus mesnadas.
Anduvo lo mas de prisa que le fué posible y á las doce en punto de la mañana llegó al anhelado término de su viaje. Salieron á recibirlo sus fieles servidores llenos de regocijo; y Ramiro, el paje que con tanta ansiedad le habia estado aguardando desde el primer albor de la mañana, le preguntó con risueño semblante al aproximarse á él para tenerle el estribo:
-¿De dónde viene su señoría á semejante hora?
-Del infierno que nos trague á todos!... esclamó el irritado caballero apeándose de su corcel.-¿Venis enojado, señor?
-Endemoniado dirás mas bien.
-Sosegaos, poderoso señor, y permitid que os quite la armadura, pues debeis venir muy fatigado.
-¡Quitarme la armadura! gritó D. Juan con aspereza: ¿crees tú que los caballeros de mi casa descansan mientras tienen injurias que vengar? A ver: pronto a las armas mis escuderos; ensilladme otro caballo y que formen las mesnadas en órden de batalla.
-Acaso vamos á tomar alguna villa por asalto, señor?
-Vamos á talar toda esta comarca y á no dejar piedra con piedra en diez leguas á la redonda, hasta que encontremos lo que me han robado.
-Y para eso solo queréis desplegar vuestros pendones y reventar otro caballo?
-¡Vive Dios, villano, que esas razones me huelen á burla!
-¿Burlas yo con vuestra señoría? líbreme Dios de semejante tentacion: si os hablo asi, es porque sé que lo que vos buscais está muy cerca de nosotros.
-¿Qué estás diciendo, Ramiro?
-Estoy diciendo que las damas que veníais escoltando y los infantes que ellas traian, hace ya mas de dos horas que duermen en vuestro aposento veladas por vuestros vasallos.
-¡Será posible! ¿Y cómo han venido aquí?... ¿Quién las ha traido?... ¿Por qué no me lo has dicho antes?...
-Tened calma, señor, que si haceis tantas preguntas la vez no voy á poder contestaros á ninguna. Han venido montadas en palafrenes y las ha traido un caballero incógnito de buen talante, el cual está tambien reposando en la sala de la torre.
-¡Oh! Loado sea Dios! esclamó D. Juan exhalando un suspiro que le descargó el corazon de un peso inmenso; y sin aguardar mas esplicaciones, penetró en el castillo y subió á saltos los desmoronados peldaños de la torcida escalera.
Entró con mucho tiento en una reducida estancia que daba paso á otras habitaciones interiores, y se detuvo al ver recostado en un tosco sillon de encina al caballero incógnito de quien le habian hablado sus gentes: iba completamente encubierto y no pudo reconocerle por mas que le examinó con escrupuloso cuidado: al ver que dormía estuvo indeciso entre dirigirle la palabra ó retroceder para no turbar su sueño; titubeó un momento y ya iba á salir procurando no hacer ruido, cuando vió que el desconocido se incorporaba diciendo con mucha naturalidad:
-Llegad, D. Juan, llegad, no estoy dormido.
-¿Me conoceis? preguntó el mancebo, que no se habia levantado la visera.
-Sí, D. Juan Nuñez de Lara, os conozco y os agradezco el servicio que acabais de prestar á las ilustres damas que reposan en ese aposento.
-Y ya Sabeis vos quiénes son esas damas? preguntó de nuevo el ilustre caballero, mas admirado cada vez.
-Esas damas, repuso el desconocido, acentuando lentamente su palabras, son la muy alta y muy poderosa Doña Violante, reina de Castilla, y la muy ilustre y muy hermosa infanta Doña. Blanca de Francia.
-Supuesto que conoceis mi secreto, dijo D. Juan quitándose el almete, sereis de los nuestros.
-Al contrario, repuso el caballero, poniéndose en pie; tengo órden de apoderarme de esas damas, y si os hubiese encontrado en el camino, me atrevo á juraros que no habriais escapado tan bien de mis manos como de las de Salcedo.
-Mucho fiais en vuestro brio, esclamó el de Lara, que no podía soportar con paciencia ni el asomo de una amenaza.
-Mi brio basta á reconquistar con unos cuantos botes de lanza las prendas que otros bravos adalides se dejan arrebatir en medio del día.
Mordióse los labios el altivo magnate, y procurando contener su despecho, preguntó con voz entrecortada:
-Pero en resumidas cuentas, ¿quien sois vos ?
-Un caballero, respondió el incógnito, que como he dicho antes os agradece con toda su alma el servicio que estais prestando á la reina de Castilla y la infortunada Infanta que la acompaña: no puedo deciros mas; mi obligacion me llama á otra parte y no puedo detenerme ni siquiera el tiempo necesario para despedirme de la Reina; pero vos lo hareis en mi nombre. A Dios, D. Juan; en Ariza os esperan con impaciencia, y no debeis dilatar vuestra partida: salid de este castillo, que es harto débil, antes de la noche; tomad la márgen izquierda del Jalon, y no olvideis que vuestros enemigos son muy poderosos.
-Id con Dios, noble caballero, dijo el de Lara tendiéndole la mano: respeto los motivos que os obligan á permanecer encubierto, y aunque no comprendo bien vuestra conducta, creo que las palabras que acabais de decirme son leales. ¿No teneis nada que mandarme?
-Una sola merced quiero pediros.
-Hablad.
-Cuando veais á la infanta Doña Blanca, repetidle estas palabras:
«El paladin de la cimera verde, vela por vos.»
-¿Esto tan solo?
-Eso tan solo, dijo el desconocido; y sin aguardar respuesta salió del aposento, bajó con velocidad la sinuosa escalera de la torre, y al llegar al patio montó en un soberbio palafren que le tenia preparado su escudero, partiendo á galope, sin volver la cara atrás, por el camino de Castilla.
Medía hora despues caminaban en direccion opuesta la reina Doña Violante, la infanta Doña Blanca y los inocentes hijos de D. Fernando de la Cerda, escoltados por cien guerreros, á cuyo frente cabalgaba el muy poderoso y muy esforzado D. Juan Nuñez de Lara, señor de Albarracin.
Aquella lucida comitiva llegó á la villa de Ariza antes de espirar el día 8 de Enero de 1217. Un rey con toda su córte, D. Pedro III de Aragon, aguardaba allí á los ilustres viajeros.
Forzoso nos es retrogradar algun tanto para esplicar, como cumple a verídicos historiadores, por qué tal eminentes personajes emprendieron aquel precipitado viaje en medio de un tiempo borrascoso y sin la escolta y boato que á su elevada clase correspondía.
Luego que el rey D. Alonso el deceno, aquel monarca ilustre, que disfrutó como Salomon de todas las prosperidades, y que sufrió como Job todas las desdichas, regresó de su infructuosa espedicion á Francia, sintió herida su alma sensible por uno de los golpes que mas afligieron su magnánimo pecho
Muchas veces vió revueltos
sus estados por el desconteto, la ambicion y el espíritu
de rebeldía que fermentaba en sus poderosos feudatarios;
grandes conflictos le hicieron esperimentar los moros fronterizos,
que con el auxilio de sus hermanos de allende el mar, intentaron
en varias ocasiones acometer su reino trabajado sin tregua
por luchas intestinas; recientemente acababa de esperimentar
en Belcaire un revés que afectó sus intereses
de monarca y su orgullo de hombre, y sin embargo, nada de
esto le hizo inclinar la frente ni borró la sonrisa
de sus labios. Cuando los señores feudales le negaban
la
Cuando Guillermo de Holanda murió, dejando vacante el sólio de los Césares, se dividieron los electóres haciendo recaer el nombramiento para aquella dignidad en dos candidatos; pero D. Alonso fué elegido dentro de los muros de Francfort, que era el lugar señalado de comun acuerdo para aquella eleccion, y los votos del Arzobispo de Tréveris y del duque de Sajonia valian tanto, por lo menos, como los del Arzobispo de Colonia y del Conde Palatino, que nombraron á Ricardo Plantagenet en medio de un campo de batalla, y bajo la influencia de las armas inglesas: además, el rey de Castilla habia sido elegido libre y espontáneamente, sin pretenderlo siquiera, por la fama universal de su alta capacidad; por cor tar entre sus ascendientes paternos y maternos muchos emperadores de Oriente y Occidente, entre los cuales habian descollado Alonso el Magnánimo, y Federico Barbarroja.; por el crédito de sus virtudes políticas, y por el renombre, en fin, de bravo capitan que habia adquirido en sus primeros años mientras fué lugarteniente y adelantado de su padre en las contínuas guerras que aquel santo rey sostuvo contra el islamismo.
Sin embargo, cuando despues de un largo litigio en que sacrifico sus pingües tesoros, y durante el cual se enajenó el amor de muchos de sus vasallos, le negaron sus derechos al imperio, oyó aquel fallo con semblante tranquilo sin que entristeciesen su animo ni el desaire que le hacia á la faz del mundo, ni la notoria injusticia con que se le despojaba del manto de los Césares; pero el golpe que le esperaba en su patria era superior á toda energía, y D. Alonso lloró con lágrimas de fuego la pérdida de su hijo primogénito, el simpático D. Fernando de la Cerda que la muerte le habia arrebatado durante su ausencia.
Aquel malogrado infante habia sido el encanto del pueblo y el sosten de los timbres guerreros de su familia; apenas contaba veinte años cuando dejó de existir, y ya se habia señalado en cien batallas: los ricos-hombres mas poderosos de su tiempo le amaban sinceramente por considerarle digno de ocupar el trono de su abuelo, y su muerte fué una verdadera calamidad nacional.
Todo era luto en el alcázar de Toledo: el rey no salía de su estancia ni para visitar siquiera su laboratorio químico: la reina Doña Violante lloraba con lágrimas de madre la pérdida de su hijo mas querido, y Doña Blanca de Francia lamentaba su prematura viudez y la horfandad de sus infortunados hijuelos que habían perdido á su padre antes de saber balbucear su nombre. Los palaciegos reflejaban en sus semblantes la melancolía de sus señores, y los hombres versados en la política de aquel tiempo auguraban grandes trastornos.
En efecto, la muerte inesperada de D. Fernando de la Cerda, dejando hijos menores, debia producir conflictos en una época en que las leyes de Castilla, tan incompletas hasta entonces, aun no habian deslindado claramente los derechos de sucesion, y aquellos conflictos no tardaron mucho en llegar.
Aun estaban calientes las cenizas del Infante cuando su hermano D. Sancho, que desde sus primeros años habia revelado un carácter inquieto, un valor á toda prueba y una voluntad indomable, quiso afianzar sus derechos á la corona por medio de una declaracion pública, y dejando la frontera de Granada, en donde se hallaba á la sazon, se encaminó precipitadamente á Toledo.
No se crea, sin embargo, que aquel bizarro mancebo miró con indiferencia ni menos con regocijo la muerte de su hermano primogénito no: D. Sancho lloró con amargura la pérdida de aquel, y tal vez no hubiera pensado en que su sepulcro era el primer escalon que se le presentaba para subir, a un trono, á no hacérselo recordar las sugestiones de los que le rodeaban; pero la ambicion de los grandes halló coyuntura en aquel infausto acontecimiento para producir las sangrientas querellas que siempre concluian por aumentar su poderío en menoscabo de los reyes y sobre las ruinas de los pueblos.
Habia muerto D. Fernando precisamente en ocasion en que se hallaba en Ciudad-Real, preparándose á defender los reinos de Andalucía de las armas reunidas de Jacob Aben-Juzef rey de Marruecos y de Mohomad el de Granada: D. Alonso estaba en Francia, y aquellos infieles creyeron hallar desprevenidos á los castellanos; pero en su primera tentativa de invasion se convencieron de cuán equivocados estaban.
Era D. Nufio de Lara frontero mayor
del reino, y al aproximarse á Ecija las huestes agarenas
les salió al encuentro con pocos pero arrojados guerreros:
trabóse la pelea en medio del día, y los árabes
vieron con espanto que un puñado de caballeros cristianos
arrollaba por todas partes sus numerosas legiones: ya parecia
que la victoria tremolaba su estandarte en pro de los de
Castilla, cuando de improviso vino á tierra el de
Lara atravesado por el agudo hierro de un
Supo D. Fernando aquella infausta nueva, y llamando junto á sí á D. Juan de Lara, hijo del malhadado caudillo que con tanta gloria acababa de inmolar su vida en defensa de su patria, le confió el mando de un grueso ejército para que fuese á vengar con sangre mora la muerte del que le habia
dado el ser: tambien él aguardaba un refuerzo de Castilla para mover sus armas contra los enemigos de la Fé, cuando de improviso se sintió atacado de la fulminante dolencia que en breves días le llevó al sepulcro.
Una profunda tristeza se apoderó de todos los corazones; su madre voló á su lado y hubiera querido sacrificar su existencia por darle de nuevo la vida; D. Juan de Lara suspendio la ejecucion de su venganza y no se apartó ni un punto del lado de su amigo y señor, que tantas pruebas de afecto le tenia dadas, y todo el reino pedía al cielo con fervorosas preces por la vida de aquel Infante tan querido; mas su hora habia llegado, y los deseos de los hombres fueron desatendidos por Dios.
El día 9 de agosto de 1275 llamó el Infante junto á su lecho á su madre y á D. Juan de Lara, y haciendo despejar a la servidumbre les dijo con desfallecido acento:
-Voy á morir; Dios ,me llama á su presencia y me resigno con su voluntad suprema: no me asusta perder la vida en la flor de mis años; pero no bajaré tranquilo al sepulcro si no me jurais velar por la suerte de mi Blanca y de mis hijos: vos, madre mia, prometedme que mirareis siempre como vuestras aquellas tres prendas de mi corazon, y tú, D. Juan, dame tu palabra de caballero de que defenderás en todos tiempos y contra todos, los derechos de mis hijos... á tí... te los confio...
Al llegar aquí no pudo continuar: un débil quejido se escapó de sus cárdenos labios... Doria Violante lanzó un grito desgarrador y D. Juan de Lara vertió una lágrima, que abrasó su encendida mejilla: el infante de la Cerda había dejado de existir.
Cundió la nueva de su muerte, y el mas acerbo desconsuelo se difundió por todo el reino; pero cuando hubo pasado el primer estupor, se divulgaron las últimas palabras del infante, y al saberse el encargo que habia hecho al señor de Lara la tristeza cedió su lugar á la ambicion, y los enemigos de aquel poderoso magnate buscaron en el carácter altivo de D. Sancho un arma que oponer á la que colocara en manos de su adversario la última voluntad de D. Fernando de la Cerda.
D. Lope díaz de Haro, señor de Vizcaya, era el rival mas poderoso de la casa de Lara: sus ascendientes habian disputado siempre á los de aquella la supremacía en el poder, y mas de una vez habian llegado á las manos para ventilar sus contínuas querellas; los Laras, sin embargo hacia va algun tiempo que llevaban lo mejor en la contienda, y desde los últimos años de D. Fernando el Santo estaban vinculados en su familia los primeros puestos de la república. La gloriosa muerte de D. Nuño en los campos de Ecija habia venido recientemente á afirmar el poder de su alcurnia, y los Haros miraban con mal disimulada envidía la prosperidad de sus émulos; pero la muerte del infante D. Fernando les presentaba una ocasion oportuna de volver á luchar, quizá con ventaja, y D. Diego no la desperdició.
El último de los Laras era un mancebo, que á pesar de su valor, hereditario en aquella raza de héroes, apenas contaba veinticinco años, y su impericia en los negocios públicos era notoria. D. Lope díaz de Haro por el contrario estaba en lo mas granado de la edad viril, habia aprendido en la corte á intrigar, y sabia además, como todos los suyos, blandir la lanza con sin igual denuedo.
Cuando llegó á su noticia que D. Fernando habia encomendado la tutela de sus hijos á su rival, voló al lado del infante D. Sancho, con cuya amistad se honraba, y despues de darle el pésame por la muerte de su hermano, le, dió el parabien por el derecho que acababa de adquirir á la herencia de una corona. Aquel parabien fué el primer soplo que vino á avivar la llama de la ambicion en el alma del indómito mancebo, y cuando el mañero favorito le hizo comprender que quizá habria quien le disputase sus derechos, su corazon altivo se indignó dando campo á la sospecha: por eso sin enjugarse las lágrimas voló á reclamar de su padre el título de heredero que segun le habian hecho comprender le pertenecia legítimamente.
Cuando llegó á Toledo, precedido del Señor de Vizcaya y rodeado de numerosas huéstes, aún vestía la corte de riguroso luto, y su entrada en el alcázar régio al son de belicosos instrumentos, y su armadura de batalla que contrastaba de un modo chocante con el blanco ropaje de toda su familia, llamaron la atencion de todo el mundo. Su madre lloró al saber la actitud con que se aproximaba al techo paterno en aquellos momentos de afliccion general, y D. Alonso le recibió con faz severa y sin tenderle los brazos. Atribuyó el Infante aquella frialdad á que quizá el ánimo de sus padres se hallaria prevenido en contra de sus pretensiones, y su carácter violento se exasperó: en vez de manifestar la pena que realmente sentia por la muerte de D. Fernando, se presentó indiferente y sereno, con el ceño fruncido y en ademan de reto; trató con frialdad y hasta con desvío á los Laras, miró con desdeñosa compasion- á doña Blanca, la viuda de su hermano, y no tardó muchos días en manifestar el vehemente deseo que sentía de verse declarado único y legítimo heredero de la corona.
El venerable Arzobispo de Sevilla, que era padrino de don Sancho, fué el encargado de llevar al rey el mensaje de su hijo. Oyó D. Alonso con semblante impasible á aquel ilustre prelado que con la dulzura de sus palabras procuraba encubrir la dureza de su pretension, y cuando se hubo enterado de todo lo que el infante exigia le dijo, levantando lentamente la cabeza:
-¿Sabeis, compadre, que nuestro hijo y ahijado vuestro, tiene mas prisa de lo que fuera de desear?
-Señor, repuso el Arzobispo, verdaderamente ha andado algo ligero en su demanda; pero como en resumidas cuentas á él le corresponde de derecho lo que ahora solicita debeis disculpar su impaciencia, hija de sus pocos años.
-Hija de malos consejos direis mas bien, señor Arzobispo.
-Yo no soy el consejero de D. Sancho.
-Lo sé, compadre, lo sé, y nunca podria, sospechar de vuestro piadoso celo; pero en cuanto á lo que habeis dicho con respecto á los derechos del infante no lo veo yo tan claro como vos: hijo mio es; mucho me envanece saber que tiene dotes de mando; pero mi conciencia de rey titubea al tener que fallar en este litigio y quiero aconsejarme de varones doctos.
-¿Quién mas docto que vuestra Alteza? acaso habrá alguno en vuestro reino que pueda decidir una cuestion de alta política mejor que vos?
-¡Ay D. Ramon! yo soy padre y rey á la vez, y cuando el padre y el rey no están de acuerdo en un asunto mal pueden fallar de mancomun.
Yo creo que mi nieto, el infante D. Alonso de la Cerda puede alegar tan buenas razones por lo menos como mi hijo para pretender la sucesion al trono de Castilla: porque decidme, ¿quién nos asegura que es mas justo y mas prudente dar el derecho de esperar la herencia de una corona á todos los vástagos de una familia, que vincular ese mismo derecho en la línea siempre recta de los primogénitos? En el primer caso dejais viva la esperanza y despierta la ambicion de muchos individuos, esponiendo á la república á contínuos trastornos y á interminables guerras de sucesion; en el segundo, por el contrario, afianzais la paz del Estado y no turbais la armonía de la familia. Los hijos no primogénitos de los reyes, que mientras se creen con derecho de heredar á su padre son otros tantos pretendientes dispuestos siempre á la rebelion y á la guerra civil, al persuadirse de que ninguna opcion les quedaba al trono serian, naturalmente, los mas firmes pilares de la monarquía. ¡Oh creedme, señor Arzobispo, creedme no es este asunto tan claro como imaginais.
-No puedo discutir con -vuestra Alteza sobre tan árdua materia, repuso el prelado procurando dar otro giro á la conversacion: la causa que yo defendiese quedaria mal parada; pero decídme, señor, habeis meditado bien sobre el estado actual del reino? ¿sería prudente negarle ahora á vuestro hijo lo que reclama apoyado en la opinion de los mas poderosos ricos-hombres? Vuestros hermanos, vuestros hijos, los Haros, los Girones, los Toledos, están adheridos á la causa de don Sancho: él es mancebo irreflexivo y audaz; los guerreros le aman, está bien quisto en toda la monarquía, dispone de fuerzas formidables, que se moverian a su antojo, y seria petigroso disgustarle.
-Harto lo sé. compadre, y eso es lo que me hace titubear: las insurrecciones que hasta aquí han trabajado mi reino eran desagradables para mí; pero me bastaba esgrimir la espada para dominar la altivez de los insurrectos: ahora para sofocar la rebelion tendria que amagar la cabeza de mi hijo, y me veria precisado á verter torrentes de mi propia sangre: conozco toda la gravedad de mi situacion, no me atrevo á resolver por mí solo y así quiero encomendar á otros el fallo de este litigio: convocaré las Córtes y que ellas decidan la cuestion.
-No esperaba menos de vuestra alta prudencia, señor, dijo el prelado apretando la mano del rey: llevaré esa respuesta á vuestro hijo, y estoy seguro de traerle á vuestros brazos arrepentido de haberos causado el mas leve disgusto con su pretension: perdonadme si he abogado por él; le quiero mucho, que aunque su carácter es algo arrebatado su corazon es bueno.
-Y creeis, compadre, dijo el rey procurando dominar su emocion, que le amo yo menos que vos? ¿Olvidais que es mi hijo, mi hijo querido cuyas hazañas me envanecen mas que mis propios triunfos, y cuya presencia es lo único que puede endulzar la amargura de mi corazon? Sabed, D. Ramon, quiero confesároslo, que aunque me ha ofendido su actitud amenazadora en medio de mi corte enlutada, al ver su aspecto marcial y la altivez de su frente tenia que esforzame mucho para no abrazarle lleno de orgullo paternal; pero, id, id á decirle que someteré su pretension al fallo de las Córtes, no sea que el padre conceda algo mas de lo que le es dado conceder al rey.
Salió el Arzobispo de la régia estancia, dejando á Don Alonso sumergido en hondas meditaciones: aquel hombre superior preveia que el paso que iba á dar no evitaria los transtornos y revueltas que habia augurado desde el momento, en que su hijo primogénito dejó de existir. Si las Córtes declaraban, á D. Sancho heredero de la corona, ¿cómo calmaria el descontento de los Laras que eran los fautores de la causa de sus nietos, y cuya espada pesaba tanto en la balanza política como casi todas las de los otros grandes reunidas?...
Don Alonso, en medio de todas sus relevantes cualidades de rey y de hombre, tenia un defecto, hijo quizá de su bondadoso carácter; era irresoluto, y la irresolucion en los hombres de mando es falta que temprano ó tarde les lleva al precipicio. Algunos días pasó luchando consigo mismo despues de su entrevista con el arzobispo; pero al cabo mandó que se reuniesen las Córtes en Segovia, y allí fue donde despues de reñidísimas cuestiones se declaró á D. Sancho, único y legítimo heredero de la corona de Castilla.
Aquella resolucion disgustó de tal manera á la reina doña Violante, que no habia olvidado los últimos encargos de su hijo el malogrado infante de la Cerda, que sin ser poderosa á ocultar su descontento, le pidió al rey permiso para retirarse con sus nietos á Guadalajara, ciudad de su recamara, en la cual queria buscar alguna distraccion á sus penas. Tambien protestaron enérgicamente contra aquel acuerdo el infante D. Fadrique y D. Juan Nuñez de Lara, saliendo el segundo de Segovia con hostiles intenciones, y pronto cundió por todas partes ese sordo murmullo de descontento precursor de las grandes tempestades populares.
No se lo ocultó al perspicaz D. Lope díaz de Haro, que la retirada de la reina no tenia por único objeto el que ella habia alegado: los hijos de D. Fernando, eran una escelente bandera, en torno de la cual podían agruparse sus poderosos adversados, y resuelto á todo trance á sostener la supremacía que le daba el nuevo título de D. Sancho, cuya voluntad dirigia á, su albedrío, decidió apoderarse de los infantes de la Cerda, para quitarles, á sus enemigos todo pretesto de insurreccion.
Con la fogosa actividad que lo caracterizaba tomó todas sus medida para no malograr el lance: empezó por transmitir su pensamiento á D. Sancho, despues dispertó las sospechas del rey, y últimamente logró obtener la órden de hacer regresar a la reina al lado de su esposo: pero por mas prisa que se dió aquel mañero favorito, ya llegó tarde; Doña Violante se habia puesto de acuerdo con el infante don Fadrique y con el Señor de Lara antes de salir de Segovia, y no bien hubo llegado á Guadalajara, cuando escribiéndole á su hermano el rey D. Pedro III de Aragon, obtuvo de él no tan solo que le ofreciese un asilo para sus nietos junto á su trono, sino que le comprometió á que saliese á recibirla hasta los últimos confines de su reino: llegó á la Córte la nueva de estas negociaciones precisamente cuando se estaba buscando el medio de estorbarlas, y sin pérdida de rnomento se despacharon mensajeros con el encargo de impedir á todo trance la fuga de la reina.
Don Diego Lopez de Salcedo, capitan de la guardía del rey y D. Zag de Malea, merino mayor del reino, fueron los designados por el infante D. Sancho para aquella comision y Don Alonso dió el mismo encargo á un caballero de toda su confianza, que pocos días antes habia llegado de la frontera con la nueva de una señalada victoria alcanzada por él contra los moros: partieron, pues, dichos mensajeros, seguidos de gruesa escolta á desempeñar su comision; pero no bien se habian apartado de Segovia una jornada, cuando D. Juan Nuñez de Lara, que se hallaba al lado de la reina disponiendo su partida, recibió una carta concebida en estos términos:
«Huid al momento con su Alteza y los infantes, sin comitiva y sin ruido, ó todo lo perdeis.»
¿Quién podía darle tan misterioso aviso? D. Fadrique no se hubiera valido del anónimo para prevenirle de un peligro; él no habia dejado espías en la Córte, por consiguiente no sabia á quién atribuir aquel consejo; pero no por eso dejó de seguirle, y hé aquí por qué la reina Doña Violante y la infanta Doña Blanca salieron de Guadalajara en medio de un tiempo borrascoso, sin mas servidumbre que los peones conductores de sus hacaneas, y sin mas escolta que el bravo paladin, cuya pujanza ha podido admirar el lector en los anteriores capítulos.
Todavia se ve en una de las calles mas
angostas y pendientes del
En una de aquellas estancias, pues, adornada con muebles y objetos bien heterogéneos, en donde se veian toscos sillones de encina rudamente labrados, sobre primorosas alcatifas de Persia bordadas de seda y oro, y donde lucian soberbias cornucopias de bruñida plata al lado de abigarradas pinturas, cuyos contornos bárbaros contrastaban de un modo raro con su brillante colorido, se paseaba, al espirar una tarde fria y nebulosa, una jóven, cuya belleza era algun tanto deslucida por la estraña espresion de su semblante.
Ya debia hacer largo rato que estaba aguantando, á juzgar por la impaciencia que se traslucia en todas sus acciones: ora se paraba delante de una mesa, y con distraido ademan arreglaba simétricamente todos los adornos de ella para derribarlos luego eón un repentino movimiento; ora vagaba sin dirección, evitando maquinalmente tropezar con los muebles esparcidos por la estancia, y ora abria una ventana que volvia á cerrar con despecho despues de haber mirado por ella moviendo tristemente la cabeza y murmurando palabras ininteligibles.
-¡Oh cuánto tarda! esclamó por fin dejándose caer en un escaño forrado de terciopelo. Ese D. Lope acabará por arrebatarme del todo su amor, ¿y para qué?... ¿para qué, Dios mio? para henchir su alma de ambicion y llevarle al precipicio...
Al llegar aquí inclinó la cabeza sobre el pecho, quedando sumida en una profunda meditacion: así permaneció algunos minutos; pero de pronto sonaron en la estancia inmedíata pasos acelerados, cuyo rumor la sacó de aquel estado de abatimiento: levantóse con la presteza de una gacela, y dejando vagar por sus labios una sonrisa de esperanza corrió a abrir la puerta.
-Cómo, Brianda, ¿eres tú?-¿aun no ha venido? dijo frunciendo el ceño al ver entrar á una jóven de elevada estatura y de austero semblante.
-No: repuso, brevemente, la recien llegada.
-¿Y en qué puede consistir esta tardanza?
-No lo sé.
-¿Dijo ayer que volveria?
-Sí.
-¿Y por qué no ha venido ya?
-Lo ignoro.
-¡Oh Dios mio, Dios mio, cuánto me hace sufrir!
-Sufrir?... y por qué?
-Porque le amo, le amo mas que á mi vida, y él solo piensa en guerras y en intrigas de córte.
-¿Y eso os aflige?
-Sí, porque esas intrigas me roban á todas horas su presencia. Además, temo tambien que piense en otra mujer.
-¿Acaso no pensais vos en otro hombre?
Un ligero carmin tiñó las mejillas de la impaciente dama, y como si no hubiese entendido la pregunta de su doncella, prosiguió, dirigiéndose á la ventana y abriéndola por la centésima vez:
-No, no viene aun, y ya la noche empieza á cerrar.
-Por señas que está bien fria: os aconsejo que entoneis esas maderas.
Obedeció la dama maquinalmente aquella indicacion, y volviendo á su escaño, dijo sin mirar á su interlocutora y como si hablase consigo misma.
-Que pienso en otro hombre!... ya lo creo.., y no tanto como debiera.
-Entonces no entiendo vuestra impaciencia.
-¡Ay! Brianda, tú no tienes corazon de mujer: á no ser así no dirias eso. ¿Acaso porque el otro me inspire un afecto profundo no he de amar á este como la tórtola á su compañero?
-Decis bien, señora, yo no tengo corazon de mujer, y si amase á alguno estoy segura de que nadie, fuera del objeto de mi eleccion, podria infundirme afecto de ninguna especie.
-Pues á mí sí, repuso la dama con visibles muestras de disgusto, al ver el reproche que envolvian las palabras de su doncella.
-Ya lo sé.
-Lo sabes por mi mal, Brianda, y eso es quizá lo que te hace atrevida por demas con tu señora.
-Perdonad mi indiscrecion.
-¡Oh! esa sumision hipócrita es un nuevo insulto.
-Os juro, señora, que no es mi ánimo ofenderos; soy incapaz de abusar de vuestra confianza.
-Lo sé, dijo la dama con mal reprimido despecho y procurando sonreir con desden: sé que eres un modelo de servidores, tu virtud es intachable, demasiado intachable quizá; pero ahora recuerdo, ¿á qué has venido sin que te llamase?
-A deciros que el otro está en Toledo.
-¿Y á qué aguardabas para anunciármelo?
-A que vos dejáseis de preguntar por...
-Basta: ¿cuándo ha venido?
-Hoy.
-¿Le has hablado?
-Sí.
-¿Desea verme?
-Sí.
-Y ¿cuándo?
-Esta misma noche.
-Bien está, á las doce le introducirás en mi aposento; pero calla... ¿no oyes pasos?... Sí, sí, ahí está: vete, Brianda, vete.
Salió la doncella echando á su señora una mirada de desdeñosa compasion, y poco despues entraron dos pajes con luces en la mano; encendieron los candelabros que habia sobre las mesas, y se retiraron en seguida, saludando respetuosamente á un apuesto caballero que acababa de penetrar en la estancia.
Era el recien llegado un gentil mancebo que apenas contaria diez y nueve años, aunque su robusta complexion y desarrollada musculatura, le hacian representar mas edad: tenia los ojos azules y penetrantes, la cabellera rubia y ensortijada, el bigote ligeramente rizado, y la fisonomía severa: su traje consistia en una sencilla juba de brocado con sobrevesta de terciopelo verde, ceñida á la cintura por una primorosa cadena de acero, de la cual pendían un puñal damasquino y una larga espada de cruz; llevaba calzas de color de ante, y zapatos apuntados; cubria su cabeza una gorra cilíndrica y muy baja, de terciopelo negro, y una graciosa capa forrada de pieles, le bajaba desde los hombros hasta la mitad de la pierna.
Al verle la dama que con tanta impaciencia le habia estado aguardando, corrió á él con los brazos abiertos, y en tono de dulce reconvencion le dijo:
-Mas vale tarde que nunca: ya empezaba á creer que no vendrias esta noche.
-Qué quieres, Doña María, primero es la obligacion que la devocion.
-Ingrato! con que segun eso hay en el mundo cosas que te interesan mas que nuestro amor.
-Voto á!... quién lo duda? pero no creas que por eso dejo de quererte: para todo hay tiempo.
-Cruel! y me lo dices así?
-Y por qué no? te parece que yo sé disimular, ó mentir que es lo mismo? Nó ¡ vive Dios! la franqueza es mi divisa: al que aborrezco se lo digo: al que amo se lo digo tambien; pero, á qué viene todo esto? dejemonos de quejas, que bastantes disgustos me acosan fuera de aquí. Ven, Doña Maria, siéntate á mi lado y háblame de amor, de amor sin reproches, sin exigencias desmedidas... qué te importan a ti los áridos asuntos que me llaman á otras partes? Te parece que te amo menos porque me ocupo de mi prosperidad?
Al llegar aquí se quitó la capa y la gorra: se desciñó la espada, y arrastrando con el pie un pequeño taburete, fue á sentarse delante de su amada que había ocupado un alto sitial.
-Con que me amas?... le preguntó la jóven pasando suavemente su mano alabastrina por la sedosa cabellera del mancebo.
-Sí, Doña María, te amo mucho, repuso este fijando en ella una mirada llena de pasion, pero que sin embargo revelaba mas firmeza que ternura.
-¿Y estás convencido de que siempre sentirás por mí el mismo amor?
-Esa es otra pregunta del demonio, dijo el caballero con impaciencia: estoy seguro de que lo siento ahora, y esto debe bastarte.
-¡O! sí, sí, me basta, esclamó la dama acariciándole con cariño temerosa de haberle disgustado; pero no te enojes: quisiera que tu corazon fuese mio, mio hasta la muerte, y por eso procuro investigar tus sentimientos.
-Pues bien, Doña María, depon todo recelo: te amo, te amo mucho, y creo que nunca amaré á otra: ¿estás contenta?
-Sí, eres incapaz de mentir, y tus palabras valen tanto como los mas sagrados juramentos; pero díme, que es lo que te ha detenido tanto tiempo lejos de mí?
-¿Qué ha de ser? que han llegado los que fueron á impedir la fuga de la reina y me han estado dando disculpas de su torpeza.
-Con que por fin ha logrado evadir su vigilancia?
-Sí, ¡vive Dios! y ya la tienes sana y salva en Aragon con Doña Blanca y los Infantes. Diego Lopez de Salcedo ha vuelto molido y alanceado como un toro, y Zag de Malea huyendo como una liebre: buena cuenta han dado de mi encargo, ¡voto á Luzbel! y lo peor es que no puedo quejarme de nadie: yo fuí quien les eligió para esa comision y he tenido que sufrir callando la reprimenda de D. Lope.
-Y el rey, ¿qué dice?
-El rey se ha irritado por la torpeza de mis mensajeros.
-Y tú, ¿que piensas hacer?
-¿Qué? aun no lo sé á punto fijo: ya lo he dicho á D. Lope que allá se las componga con nuestros enemigos y que me dé aviso cuando sea menester hacerles entrar en razon á cuchilladas.
-¡Oh! siempre pensando en la guerra!
-Qué quieres, Doña María, yo he nacido para pelear, y me desesperan las intrigas de la Córte.
-¿Pero no piensas que así te espones á cada instante?
-¿A qué?
-A perder la vida tan preciosa para los que te aman.
-¡Bah! no temas por eso: las lanzas enemigas me conocen y no se atreven con mi armadura de Milan.
-Y díme, ¿no es nada para tí vivir ausente de la mujer que solo á tu lado es feliz?
-Sí, ciertamente es triste no poder consagrar toda la vida al amor; pero los que han nacido para mandar á los demás, no pueden obedecer los impulsos del corazon: yo bien quisiera estár escuchando tu acento á todas horas; pero que quieres, el deber me llama á otras partes, y aunque no me gusta el trato de los cortesanos me es esforzoso transigir con ellos: además D. Lope no me deja á sol ni á sombra, y estraño mucho que no haya venido ya á buscarme.
-¿Quedó acaso en verte aquí?
-Sí, quedó en venir á darme cuenta de las disposiciones que han de tomarse para reparar, en cuanto sea posible, la torpeza de Salcedo y de Zag de Malea.
-¡Oh! eso es ya demasiado, esclamó la dama frunciendo el ceño y dejando de acariciar los rizos de su amante: ese hombre se ha propuesto turbar mi felicidad á todas horas, y acabara por enajenarme completamente tu amor. ¿Con que no le basta tenerte todo el día á su lado, llevarte en pos de sí al consejo, á la Córte, á las batallas, sino que aun ha de venir á arrebatarte de mis brazos y á tratar de sus negocios en mi presencia?
-No te enojes con él, Doña María, es mi mejor amigo y creo que no tomarás á mal que se afane en prevenir las asechanzas de mis contrarios.
-¿Y quién ha de intentar ofenderte?
-¿Quién? preguntó el mancebo fijando en su amada una mirada recelosa, ¿quién?... muchos, por cuyas venas circula mi propia sangre; muchos á quienes he hecho grandes mercedes, y tú debieras saberlo.
-Yo nada quiero saber de esas intrigas que te preocupan á todas horas y que han entibiado tu afecto hácia mí haciendote ambicioso.
-¿Sabes que cuando esperaba encontrar á tu lado alguna tregua á las borrascas de mi pecho, veo que solo piensas en atormentarme con injustos recelos y amargos reproches que ya me cansan? Desde que he entrado en este aposento solo quejas han llegado á mis oidos: tus caricias están mezcladas con hiel. ¡Oh! vive Dios, que esto es insufrible.
-Insufrible te parece ser amado con delirio?... ¿qué dirias, pues, si me, hallases infiel?
Levantó el mancebo la cabeza con altivez, y dando á sus palabras una entonacion que hizo estremecer á la dama, dijo sonriendo siniestramente:
-Si te hallase infiel, te mataria.
-Cruel! y tú que dices eso, estrañas que me atormente tu desvío!
-No, no lo estraño; pero como ese desvio no existe, me enojan tus infundados recelos; me enoja que quieras sujetar las altas aspiraciones de mi-alma, solo por el pueril deseo de verme siempre á tus pies.
Un discreto golpe dado en la puerta vino á interrumpir tan animada conversacion; volvieron el rostro los dos amantes á la vez, y con harto disgusto de la dama vieron entrar á Brianda.
-¿Qué quieres? dijo Doña María, mirando á la recien llegada con enojo.
-Un caballero pregunta por vos, repuso la doncella dirigiéndose al amante de su señora.
-¿Le has conocido?
-Sí.
-¿Y quién es?
-Don Lope díaz de Haro.
-Que entre, que entre al instante.
Salió Brianda haciendo una profunda reverencia; doña María exhaló un suspiro de despecho, y el infante D. Sancho de Castilla, pues no era otro aquel apuesto mancebo que estaba a los pies de su dama, se levantó del taburete que hasta entonces había ocupado y fue á sentarse en un alto sillon de brazos.
D. Lope díaz de Haro entró un momento despues: era un hombre de estatura mas baja que alta; vestía con modestia una tunicela parda galoneada de terciopelo azul con golpes de plata en el pecho y en las mangas; sobre los hombros llevaba un ancho tabardo ceniciento, forrado de pieles de gato montés, y de un ancho cinturon de correa recamado con lentejuelas de acero, pendía su larga espada que á no ir en posicion. oblícua le hubiera llegado cerca de la barba. Los ojos de aquel personaje eran pequeños y perspicaces, la frente ancha, la nariz fina, los lábios delgados y el todo de su fisonomía inteligente y severo. No carecía de gentileza en su apostura, y sus modales eran de los menos rudos de su época. Al entrar se había quitado la gorra, solo por respeto á la dama puesto que los ricos hombres eran caballeros cubiertos delante del mismo Rey.
-Buenas noches, D. Lope, ya estrañaba tu tardanza, dijo el Infante aparentando hallarse muy risueño.
-Permitidme besar las manos de la muy noble y muy hermosa doña María de Ucero, repuso el magnate inclinándose delante de la disgustada jóven.
-Dios os guarde, amigo mío, dijo ella con desdeñosa sonrisa, y ¿cómo os hallais de salud?
-Perfectamente.
-¿Y de negocios?
-De negocios... no tan bien contestó el de Haro, aprovechando la coyuntura de esta pregunta para no perder un precioso tiempo en vanos cumplidos, y temo que han de enojaros los que ahora voy á comunicarle al Infante.
-Decis bien, los asuntos de estado son enojosos para las pobres mujeres que nada entendemos de ellos, y si me lo permitís iré á dar algunas órdenes mientras vos hablais con don Sancho.
-Señora, vos sois la dueña aquí.
Doña María no respondió á esta última lisonja y saludando con una ligera inclinacion de cabeza, salió de la estancia despues de haber fijado una mirada de rencor en D. Lope. No bien este se vió solo con el Infante, cubrióse con un movimiento de impaciencia, y sentándose en el sillon que acababa de dejar doña María dijo, cruzando las manos sobre una de sus rodillas:
-Sabeis, señor primo, que tenemos los enemigos en casa y que hemos dormido mas de lo que fuera provechoso?
-¿Cómo es eso? ¿Han vuelto á Toledo los Infantes de la Cerda?
-Los Infantes de la Cerda son una bandera que tremolada desde Aragon da tanta fuerza á nuestros verdaderos adversarios como si se desplegase en Castilla.
-Acaso el de Lara ha regresado despues, de acompañar á mi madre?
-El de Lara es un bravo caudillo y nada mas.
-Y nada mas? repitió D. Sancho con estrañeza: entonces que el díablo me lleve si te entiendo.
-¿Ignorais acaso que no es en el campo de batalla donde son mas peligrosos los enemigos? malo ha sido lo de la fuga de la Reina, muy malo; pero no temais. por eso que vuestro tio nos declare guerra: harto hará él en apaciguar su reino: nuestro valiente primo D. Juan de Lara es muy poderoso; pero para sus mesnadas tengo yo las mías y tampoco es él quien me da recelo: en Toledo, y no lejos de nuestros pies está el volcan que a mi me asusta, y si no lograis que vuestro padre remedie el daño con mano fuerte, ¡guay de él, y guay de nosotros!
-Pero ¿me dirás al cabo qué volcan y qué daño son esos de que me estás hablando?
-Ese volcan y ese daño, dijo el de Haro aproximando su sillon á D. Sancho y bajando la voz, son las reuniones secretas que celebran hace mucho tiempo en casa de vuestro tio don Fadrique los que ya en las Córtes de Segovia se opusieron abiertamente a la declaracion de vuestros derechos; la insurreccion debe estallar de un momento á otro, y esta noche misma han de juntarse para deliberar.
-¡Vive Dios! ¿De esas tenemos? ¿Y en qué piensas que aun no has enviado cien lanzas á desbaratar ese cónclave de renegados?
-Paso, señor primo, paso, que D. Fadrique no es ningun manco ni ningun mendigo para que se asuste al ver cien lanzas: mas escudos viejos encierran sus arcas que todas las nuestras reunidas, y en cuanto á lo de puños, que hablen las huestes de Cárlos de Anjou, las cuales huyeron de él en los campos de Sicilia como si fuesen liebres desbandadas,
-¿Y crees tú que temo yo sus doblas ni sus puños?
-No creo tal, porque, en verdad sea dicho, tampoco yo los temo; pero estad seguro de que no es tan fácil destruir sus planes como creeis; para ello no tenemos aun bastante poder: los que se reunen en su casa son todos ricos-hombres, y solo el Rey tiene autoridad para intervenir en este asunto.
-Y el Rey bien sabes tú que no suele sentar la mano muy de recio sobre nuestros enemigos.
-Es que nuestros enemigos lo son suyos tambien en esta ocasion.
-Entonces ¿qué es lo que me aconsejas hacer ? preguntó don Sancho con impaciencia.
-Ante todas cosas debeis despediros de doña María de Ucero y despues... despues ir á ver á vuestro padre y repetirlo al pie de la letra lo que acabo de comunicaros.
Se puso en pie el Infante al oir las últimas palabras de su interlocutor, y echando atrás los pliegues de su capa se dirigió á la puerta resueltamente y llamó con voz imperiosa á doña María; no fué ella sin embargo la primera en acudir, sino Brianda su doncella.
-¿Qué mandais, señor?
-Dile á tu ama que me marcho...
-¿Tan pronto? preguntó la de Ucero llegando á su vez.
-Sí, voy con D. Lope á evacuar un asunto urgente.
-Y cuándo volvereis, señor?
-Mañana.
-Mañana!.. murmuró doña María, hablando consigo misma, siempre aguardando á mañana.
El de Haro, que tambien se había puesto en pie al ver entrar á Brianda, se aproximó á los amantes para abreviar su despedida y dijo inclinándose respetuosamente:
-Tengo el honor de besar vuestros pies, señora.
-Id con Dios, caballero, contestó la despechada jóven, lanzando á D. Sancho terribles miradas.
Fingió este no observar aquellos signos de disgusto, y besando con ternura las manos que ella le tendió temblando de rabia, salió del aposento seguido de D. Lope de Haro.
-Ya lo ves, esclamó doña María, despues de un largo rato de silencio en que estuvo mirando de hito en hito la puerta por donde su amante acababa de desaparecer; ya lo ves, á pesar de mi ternura no me ama como yo quisiera.
-¿Y por qué? preguntó Brianda con indiferencia.
-Porque le devora la sed de mando, y prefiere á mis caricias los combates y la gloria.
-¿Y eso os disgusta? ¿querriais acaso á vuestros amantes cobardes y sin nobles aspiraciones?
-Les querría amantes y nada mas, esclamó la dama yendo a mirar por la ventana si podía distinguir aun la figura de don Sancho; pero la noche habia cerrado oscura, y solo un confuso rumor de pasos que se perdían por la torcida callejuela de enfrente, llegó á sus oidos.
Tambien Brianda se aproximo á la ventana y tendió- desde ella una mirada anhelante; pero en vez de quedar absorta en vagos pensamientos como su señora, se estremeció de alegría al oir que otras pisadas nuevas resonaban en la misma callejuela, aproximándose al paso que se alejaban las del Infante.
Acababa el rey de dar audiencia á
los altos funcionarios de su Córte: algunas quejas
habian llegado á sus oidos por boca de los procuradores
de sus buenas villas y ciudades, y con harto sentimiento
supo los desafueros de sus cogedores y pesquisidores, y el
trastorno que la reciente acuñacion de moneda de baja
ley habia introducido en las negociaciones mercantiles: los
artículos de primera necesidad se habian encarecido,
de suerte que el aumento de numerario en nada podía remedíar
las penalidades de la época: las personas acomodadas
se resistian á cambiar sus escudos viejos por
Disgustado en estremo dejaron á D. Alonso tales nuevas y parecia que una nube de tristeza posaba sobre su espaciosa frente: sus tesoros habian quedado exhaustos durante el largo litigio que le ocasionara su pretension al imperio de Alemania; los recursos del pueblo estaban agotados, la nueva acuñacion de moneda, en vez de aliviar su angustiosa situacion habia rebelado contra él todos los ánimos, y un sordo rumor de descontento cundía por todas partes.
¿Qué hacer?... su razon, tan poderosa para resolver los mas intrincados problemas de las ciencias conocidas en su tiempo, se estrellaba en aquel escollo de dificultades materiales: su talento superior habia entrevisto en lontananza los primeros destellos de otra ciencia, que mas tarde debia ser la piedra angular de los estados; habia adivinado la economía política; pero la luz de esa antorcha bienhechora que hoy, ilumina y guia á la humanidad entera, se presentó á sus, ojos, tan vaga y fugitiva, que en vez de guiarle al puerto, como un faro de ventura, le estravío en mares borrascosos, llevándole á perecer entre bajíos, como los fuegos fátuos de la ribera.
Discursivo se hallaba el monarca, y paseándose por su habilacion á pasos lentos, cuando un paje le anunció la llegada de Ahmed Ebn Yuzef, embajador de Egipto. No venia aquel personaje de oficio y á presentar sus credenciales al Rey, sin como particular y con el solo objeto de tener una conferencia con otro sabio. Recibióle D. Alonso con muestras de satisfaccion y de respeto, y haciéndole sentar en su propia silla ocupó él otro escaño á su lado.
Era Ebu Yuzef un anciano venerable, de larga barba mas blanca que la nieve y de austero semblante; su. traje consistia en una túnica parda que le bajaba hasta los pies, un elevado turbante blanco y un jaike ceniciento sin adornos de ninguna especie: no llevaba armas. Sus ojos hundidos y sus mejillas surcadas por los años y las vigilias; su frente ancha y majestuosa, su nariz fina y su boca cerrada siempre, como conteniendo la respiracion, revelaban uno de aquellos hombres entregados a los misterios de la ciencia, que el mundo respeta, por mas que ellos no se dignen descender de su trípode para alternar con sus semejantes.
Don Alonso, que contaba á la sazon cincuenta y cinco años, tenia sin embargo veinte menos que su huésped: sus cabellos aun no habian encanecido, ni sus ojos carecian del brillo de la juventud; era de medíana estatura y de agradable aspecto, vestia un traje talar de seda y lana sin mas adorno que un cinturon bordado de oro y un collar de piedras preciosas; no ceñía espada ni puñal, y llevaba en la cabeza una gorra de terciopelo recamada de plata. Tambien habia impreso Dios en su frente magnánima el sello de la sabiduría: su mirada era penetrante y reflexiva, su boca algo grande y bien formada sonreia á menudo, aunque con tristeza, y sus mejillas se coloreaban de vez en cuando con el fuego del entusiasmo.
Aquellos dos hombres pertenecian á la raza príncipe de la humanidad: se habian comprendido desde el momento en que se vieron por vez primera, y á pesar de la inmensa diferencia que existia entre sus creencias religiosas, edad y posicion, se tendieron los brazos llamándose, hermanos.
-Dios os guarde, mi querido maestro, dijo el Rey al sentarse al lado del anciano; ¿cómo os sentis de salud?
-Bien, hijo mío, muy bien, le respondió Ebn Yuzef, besándole con efusion la mano que le habia tendido. Dios ha querido prolongar mi vida para que pueda tocar el resultado de mis largas investigaciones.
-Y qué os ha dicho la ciencia, desde la última vez que nos vimos? Habeis adelantado algo?
-He adelantado mucho, porque acabo de llegar al término de mi viaje.
-¡Cómo! acaso habeis descubierto?...
-Todo, mi amado discípulo, todo.
-¡Oh, Dios mio! será posible? y decidme, es cierto lo que enseña Ostan, es cierto que el oro es hijo del fuego?
-Sí: mas para conseguir que el fuego llegue a un estado concreto que es lo que constituye el oro, es fuerza dividir los átomos elementales de su parte mas pura, que al derramarse en corrientes por el éter producen la luz. Olimpiodoro pretendía que de la interseccion, de los rayos del sol sobre la tierra se forma el oro, y Averroes creyó que, encerrando uno de esos rayos lograria descomponerle y producir el gran engendro de la luz y del polvo: fundaba su opinion en que el oro se encuentra siempre en las entrañas de la tierra, y por eso imaginó que solo aquel procedimiento bastaria á cuajar los átomos auríferos del fuego; pero á qué conduciría semejante operacion? Nueve mil años deben pasar, segun dijo, para que su esperimento dé resultado: ya veis que esto es un sueño: tanto valdria dejar que la naturaleza siguiese, como hasta aquí, produciendo ese precioso metal.
-Y acaso vos habeis hallado otro medio mas eficaz de producirle? pregunto el Rey fijando sus ojos entre admirado, y dudoso en los ojos del anciano.
-¿Dudais acaso de Hermes?
-¡Oh, no! Líbreme Dios de semejante duda.
-Pues entonces, os lo aseguro, Averroes se equivocaba no es un rayo de sol lo que es posible concretar, sino una brasa de fuego terrestre. Zósimo que poseia el original de la
-¡Vamos, vamos! esclamó el Rey poniéndose en pie pálido y tembloroso. ¿Con que es cierto que habeis descubierto el medio de hacer oro, y vais á iniciarme en vuestro secreto?
-Sí, hermano mio, para eso solo lic venido desde Egipto á vuestra Córte: creeis que yo, en el borde del sepulcro y entregado á la investigacion de las grandes verdades, hubiera aceptado, por un vano deseo de honores la mision que me ha confiado el gran Soldan? No: si he venido á Castilla es porque vuestro nombre ha llegado á mis oidos en alas de la fama; es porque la fama me ha dicho que sabríais comprenderme;, que érais un digno Salomon de aquel David, cuya memoria venero con fé profunda y gratitud eterna; que habíais bebido en las fuentes de la sabiduría, y que sin embargo no érais feliz.
-No os comprendo, venerable maestro, dijo el rey mirando al anciano con una espresion que participaba del asombro y de la curiosidad. Hasta hoy nada me habíais dicho de cuanto acabais de indicarme.
-Es que hasta hoy no he debido descorrer el velo que cubre el arcano de mi corazon; pero la hora ha llegado y quiero pagaros lo que os debo.
-¿Vos deberme á mi?...
-No me interrumpais: durante mi residencia en Castilla he podido convencerme de que la fama no habia exagerado al enalteceros tanto: nadie mejor que vos podria comprenderme: habeis aprendido á leer en el gran libro del firmamento; las estrellas responden á vuestros conjuros; las ciencias de los hombres os son tan conocidas como la primera letra del alfabeto, y hasta os ha concedido el cielo la divina inspiracion de los poetas. ¡Oh! no hay duda, me complazco en repetirlo, sois un digno Salomon de aquel David. Sin embargo, en medio de todos esos dones con que Dios os ha favorecido, sois desgraciado: vuestros súbditos no os aman porque no os comprenden y vuestros deudos se os rebelan porque no os temen: además el destino os ha privado de vuestras riquezas, y por eso hallais obstáculos á todos vuestros grandes pensamientos; pero yo voy á conduciros á las orillas de Pactolo inagotable, y el tiempo os enseñará lo demas.
-Pero, decidme, esclamó D Alonso con acento suplicante, á quien le debo el que así querais colmarme de felicidades.
-Mas tarde, mas tarde os lo diré; ahora llevadme á vuestro laboratorio.
-Vamos, pues, dijo el Rey, cuyo corazon latia con violencia, agitado por varias sensaciones. No podía comprender el misterio que encerraban las palabras de Ebn Yuzef; pero entreveia la realizacion de todos sus deseos, y un gozo febril casi le embargaba la razon.
D. Alonso no era avaro de riquezas; pero lo era de gloria, y el descubrimiento que iba á revelarle su anciano maestro le colocaba sobre todos los sabios de la tierra.
Levantóse Ebn Yuzef de su sitial, y apoyándose en el brazo de su discípulo, le dijo sonriendo con dulzura:
-¿Tendreis paciencia y fortaleza?
-Tendré lo que vos querais.
-Entonces vamos ya, murmuró el anciano, y saliendo ambos de la estancia, bajaron por una escalerilla secreta y se alejaron del palacio, hablando en voz baja y recatándose de las personas que hallaban al paso.
Cuando llegaron al alcázar viejo de Toledo y á la torre del Sur, en donde tenia el rey su laboratorio, ya habia cerrado la noche completamente: encendieron ellos mismos una lámpara; preparó el moro los combustibles que debian arder en el hornillo, y echándose sobre los hombros la túnica de los herméticos y cubriendo sus rostros con máscaras de cristal, dieron principio á su misteriosa tarea.
Un hedor acre y corrosivo se exhalaba de los crisoles, en cuya cavidad hervian diferentes metales: el mas profundo silencio reinaba en aquella estancia, y las horas pasaban volando sobre las cabezas de los dos sabios, que sin dirigirse la palabra obraban impulsados por un mismo pensamiento.
D. Alonso soplaba la lumbre con un fuelle de forma estraña, mientras el anciano reunia diferentes sustancias animales y vegetales, moliendo de vez en cuando ciertas cristalizaciones solubles, que disolvia luego en líquidos preparados al efecto.
La noche avanzaba y los alquimistas seguian entregados á su elaboracion, cuando de improviso resonó un leve rumor de pasos en el angosto corredor que conducía á aquella retirada estancia.
Miró Ebn Yuzef al rey como para preguntarle qué significaba aquel ruido, y D. Alonso volvió el rostro hácia la entrada del laboratorio sin dejar de avivar la lumbre con su fuelle.
La puerta giró lentamente sobre sus goznes, y un hombre envuelto en su capa apareció en ella.
-¡diablo! esclamó el recien llegado, deteniéndose en el umbral; vaya un perfume de infierno!
-Cómo es eso? dijo el rey, suspendiendo su tarea y quitándose la mascarilla. ¿Tú por aquí, D.Sancho?
-Perdonad, señor, si vengo á interrumpiros en vuestros esperimentos: harto me pesa tener que respirar este ambiente; pero tengo que hablaros de asuntos que urgen, y no habiéndoos encontrado en nuestro palacio, me he tomado la libertad de llegar hasta aquí.
-Dí, pues, lo que ocurre, y sé breve.
-Es un secreto.
-Un secreto? repitió el rey sonriendo: ¿acaso puedo yo tenerlos para mi maestro? Sabes tú los que él me ha confiado? Habla, D. Sancho, habla sin recelo, que Ahmed Ebn Yuzef puede oirlo todo.
El anciano seguia observando la ebullicion de sus crisoles, sin cuidarse ya de la llegada del infante, y sin oir siquiera lo que hablaban á su lado. D. Sancho se aproximo a su padre, y lo dijo:
-No hay un momento que perder: mientras vos os entregais á ocupaciones que respeto y que no tengo derecho de censurar, hay quien conspira en Toledo en menoscabo de vuestra real autoridad y contra vuestras soberanas resoluciones.
-¡Quien conspira contra mí?
-Contra vos, señor, y quizá no está muy lejos el momento en que la rebelion levante su cabeza á las puertas mismas de nuestro alcázar.
-Eso es imposible, D. Sancho: esta misma tarde ha venido á darme cuenta del estado de mi Córte el Justicia mayor D. Diego Alonso, cuya actividad es bien conocida, y nada me ha dicho.
-Es que Diego Alonso no pica bastante alto para llegar á los conspiradores.
-Acaso te habrán engañado.
-Ojalá, señor; pero creedme, en este mismo momento están reunidos, y ¡guay de nosotros! si no acudimos con tiempo á cortarles las alas: quizá no tarden ocho días en hacernos oír sus reclamaciones.
-¿Sabes, D. Sancho, que para ser tan mozo, eres demasiado suspicaz?
-Y vos muy confiado, padre mio; vuestra inteligencia superior vuela á regiones desconocidas para los mortales, y por eso quizá no os dignais fijar los ojos en el suelo, esponiéndoos á tropezar á cada paso.
-Mucho se asemejan esas palabras á un reproche, señor infante.
-No es mi ánimo ofenderos; pero, creedme, lo de la conjuracion es cierto.
-¿Y quiénes son esos enemigos misteriosos?
-Preguntádselo á vuestro hermano D. Fadrique.
-¿Qué oigo? Fadrique rebelde! esclamó el rey con indignacion. Qué os parece de esto, Ebn Yuzef?
El anciano que al oir las últimas palabras del Infante se habia estremecido, volvió el rostro y repuso:
-No olvideis que D. Fadrique es hijo de vuestro padre.
-¡Oh, solo esto me faltaba! esclamó D. Alonso con amargura. ¿Con que no es bastante haber perdido el amor de mi pueblo, sino que tambien han de conjurarse contra mí mis propios deudos?
-¿Y por qué os apura esa conjuracion, si ya la hemos descubierto? dijo D. Sancho con entereza.
-¿Por qué? porque me aterra tener que empuñar una espada fratricida; porque ese contratiempo viene á distraerme precisamente en ocasion en que quizá voy á fijar la suerte y la prosperidad de mis vasallos todos.
-No os inquieteis por eso, padre mio: fiadme á mí la persecucion de los rebeldes, y yo os respondo de que no han de estorbaros en vuestras meditaciones.
-¡Oh, no, no! eso seria peligroso: fiar mi cetro á un niño.
-¿Olvidais acaso que he sido, no hace mucho, vuestro lugarteniente?
-En la frontera, D. Sancho, en la frontera, y no es lo mismo mandar soldados, que perseguir á conspiradores. Decidme, Ebn Yuzef, ¿podríamos suspender este esperimento?
-Imposible, señor: la hora prefijada se acerca, y si la dejamos pasar, todos nuestros esfuerzos serán inútiles en adelante.
-En ese caso no hay remedio: D. Sancho, te confio mi autoridad, y espero que velarás por la paz de mi pueblo: toma mi sello de mando y mi espada de justicia, y no eches en olvido que son el sello y la espada de S. Fernando.
-Fiad en mí, ya veis que me ocupo sin descanso en pro de vuestra corona, y que mi condicion de mozo no me impide descubrir las maquinaciones de nuestros enemigos.
-Ve, pues, á mantener la tranquilidad de ese pueblo ingrato, mientras yo me ocupo en preparar su prosperidad y su gloria.
Salió D. Sancho cerrando la puerta tras sí, y el Rey quedo un momento en ademan pensativo.
-Qué, preguntó Ebn Yuzef, acaso os preocupan los negocios mundanos? Si es así, apartáos del altar de la ciencia.
-No, no, repuso el Rey, haciendo un poderoso esfuerzo y poniéndose la careta; ya estoy tranquilo. ¿Qué me importa una sedicion mas, á mí que mañana podré sofocar la insurreccion del mundo entero? Veis algo en el crisol?
-Nada, nada: pero que no por eso vacile vuestra fé. Geber pasó toda su vida entregado á la meditacion, y cuando quiso reducir á práctica su teoría, permaneció muchos años en su caverna de rodillas delante del fuego que abrasaba su semblante corroyendo su existencia: un día mas de vida le hubiera bastado para tocar el término de sus afanes y alcanzar el premio de su heróica constancia; pero la muerte sorprendió cuando solo le faltaban veinticuatro horas para concretar el fuego que habia preparado.
-¿Y creeis que nosotros seremos mas felices? preguntó el Rey con acento de duda.
-Nosotros haremos oro, dijo el anciano con la mas profunda conviccion. Mirad: ¿no veis esa barrita candecente que flota en medio de la ebullicion del crisol grande? pues cuando esa barrita sea fuego nos bastará sumergirla en aquella redoma para obtener el oro de mas subidos quilates.
-¿Y cuándo será fuego?
-Cuando en vez de flotar se vaya al fondo.
-¡Oh Dios mio! Dios mio, esclamó el Rey levantando las manos al cielo: ¿nos concederás tan supremo beneficio?
-Nada se niega á la ciencia, bien lo sabeis, y ese beneficio me lo ha concedido la Providencia hace mucho tiempo.
-¡Qué escucho! ¿Con que esto no es un simple esperimento?
-No, D. Alonso, no: esto es una revelacion. Antes que asome
el primer albor de la mañana os persuadireis de que
Era yo niño todavía cuando mi padre, nombrado jeque de Mohamed Ben Jussuf, Emir Almumenin, vino á España entre las formidables huestes que aquel poderoso monarca llamó á Europa, deseoso de echar el yugo, sarraceno sobre toda la cristiandad.
día de júbilo y de risueñas esperanzas fué para Tremecen aquel en que sus hijos se ciñeron la cimitarra, y montaron en sus corceles de guerra. «Al otro lado de los mares, les dijeron, hay una region tan deliciosa como el Edén que el Profeta ofrece á sus escogidos: allí las mujeres tienen la tez blanca como el armiño, y los ojos azules como el firmamento; allí serpentean sobre alfombras de verdura rios con las corrientes de plata y las arenas de oro; allí crecen flores de gayos matices que esmaltan los prados, y cuyas redolientes emanaciones embriagan con mas dulzura que los perfumes de la Arabía,»
Ardió en todos los pechos un deseo vehemente de respirar en aquel pais encantado, y un grito de alegría delirante respondió á la órden de botar los bajeles á las aguas.
La mar desapareció debajo de las henchidas velas; las huestes que llenaban aquellas naves eran mas numerosas que las arenas del desierto, y el caudillo que debia mandarlas el mas poderoso de los monarcas de la tierra.
Aun me parece mirar la inmensa cadena, forjada con el designio de sujetar á ella los esclavos sin cuento que pensaban dejar en pos de sí los hijos del Profeta en su carrera triunfal. Un soplo de la brisa hizo que la armada se perdiese tras los horizontes, y el Africa aguardó llena de regocijo la vuelta de aquellos nuevos argonautas, que habian ido á conquistar otro vellocino de oro. Mas ¡ay! que las Navas de Tolosa aguardaban á nuestros guerreros, y allí se estrellaron las olas de aquel torrente que imaginaba en su soberbia derrocar cuanto se le opusiese al paso.
Cuatro días duró la lid, y la muerte segó con su guadaña la flor de nuestra juventud. Huyó con ignominia el soberbio Jussuf; el rey de Aragon se apoderó de su tienda de púrpura; el de Navarra le arrebató la cadena con que circundaba sus reales, y el de Castilla le despojó de cuantos laureles habia alcanzado en cien batallas.
Cuando la fama, tendiendo sus alas gigantescas, nos trajo la nueva de aquella rota, rugió el Africa de coraje como el leon herido, y juró odio eterno y guerra sin tregua al nombre de Nazaret.
Mi padre habia muerto como bueno interponiendo el pecho al golpe que iba dirigido contra el corazon de su rey, y cuando su esclavo favorito le presentó á mi madre su alquicel ensangrentado, aquella mujer que hasta entonces me habia hecho respirar auras de ternura, infundió en mi alma de niño rencor de muerte contra los asesinos del que me habia dado el ser.
Pasaron los años; y cuando ya mi pecho se habia estrenado en sangrientas escaramuzas contra las inquietas Kabylas del desierto, creí que era llegada la hora de dar principio á mi venganza: reuní en torno mío á mis deudos y esclavos; desplegué el rojo pendon de los combates, y embarcando en tres bajeles mis tesoros y los ardientes potros de mis yeguadas, hice rumbo hácia las costas de la Bética.
El Califa de Granada, que era del linaje de los Bermejos, me admitió á su servicio, y bien pronto me colmó de dignidades y de honores.
El continuo trato con los ilustrados moros andaluces, la residencia en aquel suelo delicioso, cuyos bosques de azahar y cuyas alfombras de, alelíes realizaban mis sueños orientales; la vista de las encantadoras hijas del Genil; la dulzura. de un clima templado y enervador, suavizaron algun tanto la rudeza de mi corazon, que por espacio de diez años había estado atesorando fanática ira contra la valerosa España.
Mis costumbres belicosas, agrestes y severas, se reformaban de día en día: hasta entonces mi pecho cerrado á todo sentimiento humano, solo abrigó deseos de venganza y aspiraciones de guerrera gloria: mis ocupaciones favoritas habian sido la caza del leon y los combates; era profano al conocimiento lo de las letras, Y solo la fama de mis antepasados y el crecido número de mis esclavos me pudieron conducir á un alto puesto en la Córte de Granada, pero una tregua de tres años que se habia ajustado entre moros y cristianos, me dejó en el ocio y dispertó en mi pecho la aficion á las zambras y á los festines.
Depuse los pesados é inútiles arreos de batalla, y vistiéndome las magníficas galas de la Córte, empecé á probar las dulzuras de una sociedad culta y voluptuosa: sin embargo, mi pecho no habia perdido completamente su duro temple, ni mis modales la rudeza del campamento: era un soldado vestido de cortesano á quien las damas miraban con estrañeza, y cuyos altivos ojos no se habian fijado nunca en ninguna de ellas; pero un día (era en lo mas delicioso de la primavera) fuí invitado para asistir á un festin: los convidados estaban reunidos en uno de aquellos verjeles embalsamados y sombríos que bordan las orillas del Darro: una música dulcísima resonaba en un bosquecillo de arrayanes, y en medio de una espaciosa glorieta cubierta con toldos de seda danzaban al compas de agudos erótalos y sonoras panderetas innumerables parejas de garridas moras y apuestos donceles.
Yo jamás habia ejercitado mis pies en las difíciles zambras, y miraba con desdeñosa altivez á aquellos mancebos que fundaban su orgullo en la ligereza y en la afeminada gracia de sus movimientos: ya empezaban á parecerme monótonos los compases de la orquesta, cuando de repente fijé los ojos en una doncella, en quien no habia reparado hasta entonces y que acababa de danzar: apenas contaria quince abriles; era de medíana estatura, de tez sonrosada. ojos garzos y negra cabellera; sus labios eran mas rojo que una clavellina, y sus dientes mas blancos y mas iguales que una rastra de perlas de Comorin.
Al verla sentí un sacudimiento nervioso, que me hizo variar de posicion involuntariamente: un calor repentino subió a mis mejillas y desde aquel momento ya no fuí dueño de mi albedrío: la presencia de aquella criatura ejercia en mi espíritu una influencia estraña: me aproxime a ella con paso tembloroso, y al contemplar de cerca sus facciones me pareció que desfallecian los latidos de mi corazon; el aura que respiraba en torno suyo era embriagadora para mi pecho, el sonido de su voz infantil vibraba en lo mas hondo de mi alma, y sus miradas lánguidas y dulces me fascinaban. Quise hablarla y no encontré palabras con que espresar mis sentimientos: entonces envidié á todos aquellos mancebos tan diestros en el arte de decir amores, y hubiera trocado sin dificultad mi pericia en blandir la lanza, por la agilidad de sus pies, que pocos momentos antes habia mirado con tanto desprecio.
Cada vez que alguno se acercaba á ella sentia un involuntario despecho que me hacia fruncir el ceño: apenas acababa de esperimentar el prirner destello de amor y ya me atormentaba el roedor de los celos: mi carácter indómito se rebelaba contra las leyes de la galantería española, y mas de una vez estuve tentado de hundir mi puñal en el corazon de los que osaban tocar en mi presencia la mano de aquella mujer; pero me bastaba mirar sus ojos castos y serenos para sentir templados los impulsos de mi ira.
Terminó el festin, y yo supe que aquella jóven era la hija de Aly-Zeir, el alcaide de Priego: había ido con su padre á pasar algunos días en Granada y debia regresar en breve á su pais; pero mi destino se hallaba ya ligado al suyo, y poco me hubiera importado tenerla que seguir hasta el fin del mundo.
La ví: mi pasion inspiró sin duda mis palabras, y yo, el rudo soldado, el feroz caudillo de Tremecen, como me apellidaban los moros andaluces, supe insinuarme en aquella alma tímida y candorosa y despertar el mas acendrado amor en su corazon de virgen: desde aquel momento me pareció que mi frente era mas alta que la del Emir-Almumenin.
Pasaron como un sueño de hadas los días de su permanencia en la córte: aun recuerdo con delicia aquellas noches serenas en que la veia en su arabesca ventana, medio velada entre el espeso follaje de los rosales y jazmines que, trepando desde los arriates del jardin, se entretejian sobre su cabeza como un dosel de verdura.
¡Cuán hechicera estaba mi Zulima en medio de aquellas flores que afrentaba con su belleza!... Partió por fin; pero el día antes de su marcha me había yo presentado á su padre y obtenido su consentimiento para enlazar con ella mi existencia: únicamente una condicion me impuso aquel venerable anciano:
-Espera, me dijo; «mi Zulima aun no cuenta quince primaveras, y hasta la luna de Safar no puedo conceder e su mano; así lo he jurado sobre el sepulcro de su madre.»
Despues partió y yo quedé solo, solo en medio de la ciudad mas populosa de España: una dulce melancolía se apoderó de mi corazon: por las noches iba á contemplar á la luz de la luna aquella misma ventana que tantas veces habia sido testigo de mi dicha, y me parecia á cada sacudida de las ramas mecidas por el aura, ver aparecer en la penumbra del follaje su forma blanca, aérea, encantadora: así pasé días, semanas, meses: dos palomas, blancas como el armiño, eran las mensajeras encargadas de llevar desde Granada á Priego espresion de nuestros mútuos sentimientos.
El amor había despertado las facultades de mi alma, y de repente me sentí inspirado por el númen de los poetas: más de una vez consolaba mis penas repitiendo aquellos sentidos versos que Alhakem II escribió al verse lejos de su querida:
El sentimiento de lo bello se habia revelado en mi alma, y deseando hacerme digno de mi amada cultivé las bellas artes, adiestrándome en la danza y en la música.
Ya me faltaba poco para tocar el colmo de mi dicha; mas ¡ay! una nueva terrible vino á estremecer mi corazon: el rey de Castilla acababa de romper la tregua, y enarbolando el estandarte de la cruz habia entrado a sangre y fuego en los dominios andaluces.
Cundió por todas partes con
la velocidad del rayo el grito de alarma: las villas y lugares
se aprestaron á la defensa; el de Granada apercibió
sus huestes á la pelea, y aquel reino tan tranquilo
pocos días antes, presentó desde aquel momento
el aspecto de un inmenso campo de batalla: al alegre rumor
de los festines y á la voz armoniosa de los adules
siguió el belicoso estruendo de las armas y el ágrio
resonar de los añafíles: los guerreros á
quienes la paz cansa y enerva, entonaban sus bélicos
Mi alma presintió que al romperse la tregua se retardaria naturalmente el cumplimiento de mi deseo, y apartarme un solo día de mi amada, era para mí mas cruel que perder diez años de vida; sin embargo, pasado el prirner momento de perplejidad, y cuando me convencí de lo inútil de mi tristeza, sentí que el odio á los cristianos, mal sofocado en mi pecho, se dispertaba de nuevo en mí: el peso de mi armadura damasquina volvióme la antigua energía, y al recibir la órden de salir al encuentro de los castellanos salté sobre mi negro corcel de batalla ardiendo en sed de gloria.
Entre, tanto avanzaban los cristianos, y la victoria precedía sus pasos: un caudillo jóven y bizarro les guiaba á la pelea, el terror empezaba á cundir por todas partes, y los pueblos enclavados en la serrania de Ronda temieron la proximidad de aquel caudillo: los moros de cuenta reunieron sus vasallos, y llevando consigo sus familias y tesoros fueron á encerrarse en la villa de Priego, cuya fortaleza era tenida por inespugnable.
El padre de mi amada era alcaide de aquella plaza. Cuando llegó á mi noticia la nueva de que los cristianos dirigian contra ella sus armas victoriosas, temí por la prenda de mi corazon, y sin aguardar órdenes de mis jefes volé en su auxilio desgarrando los hijares de mi corcel: dos días anduve sin conceder descanso á mis soldados, y al tercero descubrí el alcázar, dentro de cuyos muros me aguardaba mi Zulima; mas ¡ay! las huestes castellanas cercaban ya aquella fortaleza, y una descomunal batalla se estaba dando en sus inmedíaciones. El venerable Ali-Zeir, cubierto con su armadura peleaba en lo mas recio del combate con el arrojo de un mancebo, y su lanza formaba en torno suyo un circulo sangriento. Las falanges de ambos bandos mezcladas ya en confuso remolino se inmolaban sin compasion, y de una parte y otra perecian innumerables guerreros: hubo un momento supremo en que la victoria estuvo indecisa: aquel momento fué el en que yo cerré con los cristianos seguido de mis feroces combatientes: al grito de los hijos del desierto se reanimaron los moros andaluces, y los cristianos retrocedieron sobrecogidos: su valiente caudillo no combatia entre ellos, y mi lanza hizo morder la tierra á su lugarteniente.
Ali-Zeir, que se habia apartado un momento de la pelea, embistió de nuevo con sin igual pericia á nuestros enemigos, y destrozó el ala izquierda de sus peones: ya empezaba á cundir la confusion y el desaliento entre los de Castilla, y mis guerreros con su acostumbrada fiereza quisieron terminar la batalla en una arremetida; mas ¡ay! al volver yo los ojos para observar si los jinetes se hallaban bien ordenados, ví que el estandarte de la cruz tremolaba sobre los muros de Priego: un grito horrible llegó entonces á mis oidos y divisé una densa columna de humo, que desprendiéndose de la techumbre del palacio del alcaide, subia en negra espiral hasta el firmamento.
Mi corazon dejó de latir por un instante; sentí en el pecho una opresion terrible; una nube de sangre ofuscó mis ojos, y un zumbido atronador hirió mis oidos: en aquel momento lo olvidé todo, el éxito de la batalla, el riesgo de Ali-Zeir, la suerte de mis soldados, y solo pensé en Zulima, en Zulima que habia caido en poder de mis enemigos; en Zulima, que se hallaba en medio de un mar de fuego; y hostigado á mi corcel con la voz y con los acicates, golpeando sus ancas con el cuento de la lanza, me precipité hácia la morada de mi prometida con la velocidad y el fragor de un peñasco arrojado por un volcan. Corrí, volé, llegué; pero ya era tarde, una desenfrenada soldadesca habia entrado á saco la villa; el incendio acababa de cebarse en muchas de sus casas, y un grueso peloton de guerreros cristianos guardaba sus puertas. Mi desesperacion llegó á su colmo; arremeti solo y sin cuidarme de la defensa propia á aquellos formidables campeones que acababan de arrebatarnos una de nuestras mejores villas; les arrojé la lanza al ver que no podía destrozar con ella sus acerados escudos; salté de mi caballo, me apoderé de una maza de armas, y haciendo esfuerzos sobrehumanos, quise abrirme paso sobre los cadáveres de mis adversarios.
El incendio seguia entretanto adquiriendo mayor voracidad: una de las casas mas inmedíatas se despionió sepultando entre sus escombros innumerables víctirnas, y los guerreros que lidíaban conmigo se apartaron del muro con terror; entonces hallo libre el paso, y sin pensar que podían herirme por la espalda, me lancé á través de los escombros, llegué al palacio de Ali-Zeir, y un momento despues ya me hallaba en el patio principal de aquel vasto edificio.
En uno de sus ángulos habia una maciza puerta forrada de hierro; en la parte superior de sus cuatro frentes y ya cerca de la techumbre se estendía una larga hilera de ventanillas arabescas, y sobre ellas avanzaba una especie de ándito formado por las molduras salientes de los muros. Un confuso rumor de voces y gemidos zumbaba en el interior del palacio: muchos moros pálidos y ensangrentados, pasaban presurosos por delante de mí perdiéndose cual fantasmas en las intrincadas galerías del patio, y densas bocanadas de humo salian de vez en cuando por algunas de las ventanas.
Yo no conocia las entradas del edificio; pregunté á varios esclavos que atravesaban despavoridos de un lado á otro, y no me respondieron; solo la puerta de hierro se presentaba á mis ojos; pero aquella puerta estaba cerrada: una angustia indecible se apoderó de mí, lágrimas de rabia impotente surcaban mis mejillas, y sentí que me abandonaba la energia. Zulima, la prenda de mis amores, la hurí de mis pensamientos, el alma de mi alma, iba á ser presa de las llamas, allí, cerca de mí, y yo que hubiera dado cien vidas por la suya, me hallaba reducido al vergonzoso estremo de llorar como una mujer sin esperanza. Un vértigo terrible turbó mis ojos, y ya me parecia que los objetos empezaban á dar vueltas en torno mio, cuando de repente llegó á mis oidos un grito desgarrador: volví la cabeza y en la ventana practicada sobre la puerta de hierro vi á Zulima con el cabello en desórden, rasgadas las vestiduras, y pálido el semblante: su presencia volvió á mi pecho el denuedo y la fé; corrí á la puerta que me apartaba de ella, y descargué sobre sus hojas mi maza formidable: rechinaron los goznes; pero resistieron sin conmoverse; redoblé los golpes y la puerta no cedía: ví que un resplandor rojizo empezaba á circundar la cabeza de mi amada: oí su voz infantil que gritando ¡socorro, socorro! se perdía entre los estallidos del incendio: mis manos entumecidas apenas podían ya soportar el peso de la maza, la esperanza me abandonó de nuevo... todo estaba perdido...
Mas ¡oh prodigio! un caballero cristiano cubierto con una magnífica armadura apareció sobre la techumbre del palacio vió á la acongojada doncella, y sin cuidarse de su propio peligro arrojó el escudo que embrazaba, se quitó las manoplas y con la agilidad de un leopardo se descolgó á la estre-
cha galería formada por las molduras, encaminándose con firme paso hacia la ventana incendíada: un sin número de soldados castellanos acababa de coronar las azoteas del edificio, y todos le miraban con estupor. Yo mismo con ser amante, y amante favorecido de Zulima, no hubiera podido hacer masque aquel valiente guerrero; su accion magnánima en tan azaroso instante y en medio de tantos riesgos, cautivó mi albedrío; sentí que un raudal de gratitud inundaba mi alma, y levantando los ojos al cielo con toda la fé del creyente rogué por ella y por él.
Mi plegaria no fué desatendida: un grito de júbilo llenó el espacio, y en medio de aquella aterradora escena, el paladin de la resplandeciente armadura apareció de nuevo entre sus numerosos guerreros llevando á Zulima desmayada en sus brazos.
El incendio devoraba por todas partes el palacio: sus moradores huyeron en tropel, y cuando llegué á la escalinata del frontispicio vi ya en medio de la plaza al libertador de mi adorada, que rodeado de ricos-hombres y escuderos, le estaba prodigando los mayores cuidados: poseido de agradecimiento quise conocer al hombre á quien debia mas que la vida; atravesé por medio de sus guerreros, v postrándome á sus plantas le dije, sin cuidarme de ocultar las lágrimas de mis ojos:
-«Ilustre paladin, si mi vida bastára á pagar tu accion magnánima, te ofreceria mi vida; mas hay beneficios que solo al cielo es dado premiar: cólmete Alá, de prosperidad y de ventura: tu esclavo soy; pero es tan profunda mi gratitud que desde hoy llevaré tu cadena con mas orgullo que
una corona.»
Al oir mis palabras tendióme la mano en ademan afectuoso, y me respondió obligándome con benevolencia á levantarme del suelo:
-Conozco tu linaje y tu bravura; capitanes como tú no han nacido para arrastrar cadena; sé que tu reconocirniento, y no mi espada, te han postrado á mis pies, y seria indigno de mi estirpe dejar en tierra á un enemigo tan valiente. Ven á mis brazos, Ahmed-Ebn-Yuzef, ven á mis brazos, y permite que en cambio de la villa que acaban de arrebataros mis soldados, te entregué la mano de tu bella prometida: al salvar á Zulima solo he cumplido con el instituto de la ley que profeso: deber es de todo caballero esponer su existencia por las damas: al devolverte á tu amada cumplo con los instintos de mi corazon.
-Noble cual ninguno es el corazon que atesoras, valiente caudillo, le dije; mas si quieres que admita tus beneficios concédeme al menos el honor de conocer al que me los prodiga.
Entonces llamó aquel bravo paladin á sus escuderos, y quitándose el almete dejó descubierta la magnánima frente de D. Fernando III de Castilla.
Desde aquel momento juré no blandir la lanza contra ningun cristiano y pagar dignamente los desinteresados favores de aquel santo rey.
Hizo una pausa Ahmed Ebn Yuzef al llegar á este punto de su historia, y D. Alonso que desde un principio le habia atendido con el mas vivo interés, dejó vagar por sus labios una sonrisa de dulce satisfaccion al oir que el héroe á quien su maestro debia tan eminente servicio era su augusto padre.
El anciano quedó entre tanto con la vista fija como si estuviese reuniendo sus-recuerdos, y parecia hallarse conmovido; pero despues de un corto silencio levantó la cabeza, y anudando su interrumpido relato siguió de esta manera.
-El valiente Ali-Zeir se habia encerrado, al dejar la batalla. en el castillo de Priego, llevando consigo las reliquias de su destrozado ejército, y despues de una obstinada resistencia obtuvo del vencedor todos los honores de la capitulacion. Salimos, pues, de aquella villa con armas y caballos aunque llevando en el alma la amargura del vencimiento: el rey de Castilla siguió su conquista y la guerra era cada vez mas sangrienta: á nuestro arribo á Granada recibimos órden de ir á hacer una algarada en la frontera; pero yo habia hecho un juramento irrevocable, y despues de enlazar mi mano con la de Zulima, obtuve de su padre y de mi rey el permiso de volver á Tremecen: dejé entonces el mando de mis vasallos á un deudo de confianza, y regresé a mi patria con el corazon henchido de alegría y de dulces presentimientos.
Una brisa favorable nos llevó tras corta y bonancible navegacion á las costas de Africa, y yo que habia salido de mis hogar con el pecho lleno de rencor y en busca de odiosos enemigos, volví a él dejando deudas de gratitud y recuerdos de ventura en aquel suelo que tanto habia aborrecido en otro tiempo.
La fortuna parecia sonreirme desde mi llegada á Tremecen: Zulima, aquella burí que el cielo me habia concedido por compañera de mi vida, me amaba cada vez con mas ternura, y yo dividía mi existencia entre ella y el estudio de las artes; los años se deslizaban sin que nada viniese a turbar nuestra dichosa tranquilidad, cuando de improviso hirió mi corazon un golpe terrible que me sumergió en la mas desesperada amargura.
Mi esposa, que aun no había tenido hijos, sintió que Dios acababa de concederle aquel beneficio; pero cuando esperábamos llenos de regocijo el cumplimiento de nuestro deseo, vino la muerte despiadada á cortar su existencia en el momento en que acababa de dar á luz el primer vástago de nuestra union: murió Zulima, murió cuando el cielo la habia hecho mas dichosa, cuando apenas contaba veinticinco abriles... ¡Ay!... cincuenta años de vicisitudes y de lágrimas no han podido borrar su imágen de mi pecho ni volver la sonrisa á mis labios... Huí de Tremecen y fuí á esconder mi desventura lejos de aquellos lugares que habian sido testigos de mi dicha: si no hubiera tenido un hijo que educar y una deuda que satisfacer, habria seguido á mi esposa; pero la vida no me pertenecía, y llevando conmigo el fruto de mi amor busqué un asilo que estuviese en armonía con el estado de mí corazon en las ardientes y solitarias riberas del Niger. Allí fué donde deseando llenar el inmenso vacío de mi vida me
dediqué al estudio de la ciencia, y quise investigar el orígen de las grandes verdades para ver si encontraba otras verdades nuevas que fuesen capaces de dulcificar la amargura de mi alma: devoré con avidez las obras de los hombres; leí como Plinio en los misteriosos pétalos de las flores, y como Pitágoras en los eternos caractéres de los astros; seguí las huellas de Platon y de Sócrates, y al fin tropecé en Hermes y en Ostan que me lanzaron en pos de la seductora Crisopeya.
Entre tanto, mi hijo llegó á la edad en que el hombre necesita para respirar una atmósfera de amor y de gloria, y fué á buscarla en el mismo pais en que mi pecho habia dado tanto pábulo á aquellas nobles pasiones. Entonces yo, que no habia podido hallar una verdad absoluta, una verdad que valiese lo que las ilusiones que habia perdido, ni en las doctrinas de los filósofos ni en las teorías de los sabios, quise ver si la palabra hablada de los maestros de la ciencia se infiltraba en mi corazon mejor que la palabra escrita, y mientras mi hijo iba á buscar la felicidad en España, yo fuí a buscar la sabiduría en el Oriente.
Cincuenta años contaba á la sazon; pero ni la melancolía ni las vigilias habian encanecido mis cabellos, y con tanto ardor como si me hallase en la mas lozana juventud emprendí mi viaje: atravesé con las caravanas de los árabes los desiertos de Sahara; crucé el bajo Egipto; visité el Cairo, dejé el Nilo á mi espalda, me interné en las vastas llanuras de la Siria, y costeando la orilla derecha del Eufrates llegué á las márgenes del Erat, y allí me detuve en Erzerum, que es una de las ciudades mas importantes de Armenia.
Los Magos son aun en aquel país los depositarios del saber humano, y mi primer afan fué iniciarme en los misterios de su religion, seguro de que sin este requisito me seria imposible penetrar los arcanos de su ciencia. Para conseguirlo procuré ante todas cosas captarme la benevolencia de Almagastan, el mas autorizado de todos ellos, el cual era un anciano venerable que ya frisaba en los noventa inviernos; sus largos padecimientos y acerbos desengaños, en vez de agriarle con los hombres habian dulcificado su carácter, y era un sabio cuya boca no se negaba jamás á la sonrisa: cuando me presenté á él me recibió con una deferencia paternal, y al informarse de mi deseo empezó por examinarme con el delicado tacto de verdadero filósofo: hizo que le refiriese mi historia, y fijando en mí sus ojos serenos y penetrantes, sondeó mi corazon y mi inteligencia, adivinó mis pensamientos, leyó en mi alma, y levantándose de improviso de su asiento me tendió los brazos lleno de efusion y de ternura.
-«Tú eres el predestinado,
me dijo; hace cincuenta años que te estoy esperando:
hasta hoy todos los que han llegado á las gradas de
la
No dijo mas aquel hombre estraordinario, y yo quedé reflexionando sobre sus palabras sin poder comprender el verdadero sentido de ellas, y sin resolverme á dudar ni á creer lo que me decia: adivinó mi pensamiento, y acercándose á mí, añadió con una dulce sonrisa:
-«Tu perplejidad es natural: eres justo y por eso ni te dejas fascinar ni te resuelves á creer: mañana partiremos.»
En efecto, al día siguiente, al romper el alba, vinieron á despertarme de parte de Almagastan, y cuando llegué a su casa te encontré ya á la puerta montado sobre un camello de la Bactriana: otros dos de aquellos veloces animales se hallaban enjaezados, uno para mí y el tercero sin duda para alguna persona que debería aguardarnos fuera de la ciudad, pues no bien me vió el mago me saludó con un ligero movimiento de cabeza, y haciéndome montar sin detencion dió órden al esclavo nubio que habia venido en mi busca, de romper la marcha delante de nosotros.
El sol empezaba á reflejar de soslayo en las corrientes del Erat, cuando dejamos los muros de Erzerum: la mañana estaba calurosa, y el horizonte teñido de púrpura deslumbraba nuestra vista con sus vivísimos resplandores.
Almagastan guardaba el mas profundo silencio, y contra su costumbre parecia hallarse absorto en tristes meditaciones: tenia la frente inclinada y sombría, los ojos fijos en el suelo y los brazos cruzados sobre el pecho: su camello avanzaba con la velocidad del pensamiento sin necesitar que la mano de su dueño lo indicase el camino que debia seguir: el esclavo callaba tambien y corria con pie ligero para ir á la par de jigantesco animal que conducia del diestro; yo les seguia sin interrumpir el silencio, y todos caminábamos con rapidez por una llanura árida y arenosa como los desiertos de Barca.
Tres días anduvimos sin conceder descanso á nuestras bestias, alimentándonos con polvo de dátil y bebiendo el agua tibia de nuestros odres: al despuntar la cuarta aurora divisamos a lo lejos las azuladas cumbres de una cordillera de montañas que formaban la apariencia de un mar agitado por las olas: habíamos llegado a la Georgia, y desde aquel momento empezamos á descubrir huellas humanas recientemente impresas en la movible arena: de vez en cuando veíamos pasar á lo lejos varios grupos de viandantes que caminaban en distintas direcciones, y algunas bandadas de golondrinas cruzaban sobre nuestras cabezas con fatigado vuelo.
Subió el sol lentamente al zenit, dejó caer sus rayos perpendiculares, y ya empezaba á declinar, cuando vimos venir hácia nosotros un pequeño bulto blanco, cuya forma no se distinguia bien: sin embargo, fijó en él Almagastan su penetrante mirada, y exhalando un suspiro esclamó:
-«Héla aquí por fin; mucho ha tardado, pero bien sabia yo que no podía faltar.»
Un momento despues nos hallábamos en presencia de una mujer bellísima: su talle era esbelto y elevada su estatura; sus ojos negros y tímidos permanecian habitualmente inclinados, y una magnífica cabellera oscura como la noche flotaba en torno de su cuello: llevaba cubierta la cabeza con un turbante mas blanco que la nieve y una túnica de lino blanca tambien, bajaba hasta sus pies calzados con pequeños borceguíes de tafilete encarnado: un manto de lana ceniciento completaba su traje. Al pasar junto á nosotros nos saludó con un gracioso ademan y siguió andando; pero mi venerable compañero la detuvo haciéndola señal de que aguardase, y aproximándose á ella le dijo:
-«Hija mia, te estaba esperando; bien sé que deseas llegar á casa de tu padre antes de la noche; mas es indispensable que nos acompañes: necesito una mano pura como la tuya para abrir las puertas del Santuario: ven, pues, con nosotros y no temas atrasar en tu camino: el paso de mis camellos es bastante veloz para que podamos llegar al término de nuestro viaje y regresar á tu casa antes que la luna brille en el firmamento.»
Nada respondió la doncella á estas palabras. La autoridad de los Magos es tan respetada en aquellas regiones que nadie osaria contradecir su mas leve insinuacion: a una mirada de Almagastan hizo el esclavo que el camello que conducía del diestro doblase las rodillas, y la bella viajera saltó sobre su espalda sin manifestar el menor disgusto: entonces emprendimos de nuevo nuestro viaje, y aun brillaba el sol con todo su esplendor cuando llegamos á la falda de la cordillera que pocas horas antes nos había parecido tan lejana. Allí echamos pie á tierra, y guiados por Almagastan nos encaminamos hácia la cumbre de un monte mas elevado que los demas.
Largo rato anduvimos por una empinada cuesta, y ya empezábamos á sentirnos fatigados, cuando llegamos á la estrecha boca de una caverna profunda y oscurisima: el Mago se detuvo á su entrada, y tomando por la mano á la tímida doncella que nos acompañaba, se volvió á mí y me dijo con un acento imperativo que nunca habia usado conmigo:
-Sígueme.
Le obedecí sin responderle, y un momento despues nos hallamos envueltos en la mas densa oscuridad: solo el rumor de nuestros pasos repetidos por un eco sordo y lejano interrumpia el silencio de aquel antro solitario, y ya hacia largo rato que girábamos en distintas direcciones aunque siempre descendiendo, cuando de improviso nos hallamos en un ancho recinto iluminado por un pálido rayo de luz que penetrava á traves de una grieta practicada en la techumbre. Detúvose Almagastan al llegar á aquel sitio y haciéndonos sentar en un tosco banco de piedra se dirigió á mí, y con reposado acento me habló de esta manera:
-«Hijo mio, la desgracia primero y el estudio despues
te han enseñado grandes verdades morales: en tu viaje
por el mundo has podido aprender que el amor es un sueño
y la gloria una palabra vana; de tus largas meditaciones
filosóficas has podido deducir que solo en la práctica
de la virtud existe la felicidad; pero al buscar
Al llegar aquí se puso en pie, y dirigiéndose á la jóven que le escuchaba con un asombro progresivo, le dijo:
-A tí, hija mia, te he traido al Santuario de la ciencia por que solo la mano inmaculada de una mujer pura puede recibir el misterioso libro que los espíritus eternales consagraron á las hijas de los hombres: el destino ha querido que tú fueses la escogida, y por eso te ha encaminado por el mismo sendero que á nosotros; cúmplase, pues, la voluntad de Dios.»
Dichas estas palabras nos hizo señal de que le siguiésemos, se encaminó al ángulo mas oscuro de la caverna, golpeó el suelo con la planta, hizo girar una losa que daba paso á una estrecha galería, y marchando delante de nosotros nos condujo á una vastísima rotonda iluminada por cien lamparas de forma estraña: sus paredes eran de jaspe oscuro y abrillantado, su bóveda de granito y su pavimento de mármol negro: la mano del hombre no habia podido labrar aquella fábrica gigantesca que no pertenecia á ningun genero conocido de arquitectura, y cuya magnificencia era sorprendente: en medio de la nave se elevaba en atrevida espiral hasta el anillo de la bóveda una escala altísima y misteriosa como la de Jacob: aquella escala se componia de ocho tramos, delante de cada uno de los cuales habia una puerta de estraordinario mérito: la primera era de plomo, y en ella se veia la imágen de Saturno modelada en bajo relieve; la segunda de estaño con el traslado de Venus; la tercera de cobre representando á Júpiter; la cuarta de hierro adornada con la estátua de Mercurio; la quinta de diferentes metales en cuyo centro campeaba la figura de Marte; la sesta de plata con el disco de la luna sobre su dintel, y la sétima que era de oro puro desaparecia bajo los rayos de un sol resplandeciente: detrás de aquellas siete puertas simbólicas aun se veía otra que las escedía á todas en riqueza: sobre sus hojas de marfil habia incrustada en caractéres de azabache una larga leyenda que campeaba en medio de una orla de pedrería.
A vista de tan estraordinario espectáculo quedamos absortos la bella georgiana y yo mirándonos con asombro. Adivinó Almagastan nuestro pensamiento, y acercándose a nosotros nos dijo con tono solemne y en ademan de inspirado:
-«Este es el templo de Ormutz: aquí permaneció Zoroastro por espacio de veinte años pidiéndole á su Dios que le revelase la verdadera ciencia, y aquí fué donde oyó resonar el acento de su Dios: sobre la mas alta de esas puertas estais mirando escrito el Zend Avesta que es la palabra de Ormutz; la palabra de Ormutz fué difundida por Zoroastro desde las márgenes del Eufrates hasta el Indo; pero los Magos mis antecesores se rebelaron contra su doctrina, y entonces el Maestro no satisfecho con destruir su influencia por medio de la poderosa letra de Fargar se negó á interpretar sus profecias y escondió en este santuario el libro de la verdad, condenando á nuestra raza á vivir en la ignorancia durante el trascurso de mil ochocientos cincuenta años. El plazo de su maldicion acaba de espirar; pero mis días han llegado tambien á su término, y por eso os he traido para que reveleis á los hombre el secreto que voy á confiaros.»
Dijo, y adelantándose con paso lento empezó á subir los peldaños de la escalinata haciendo que nosotros nos hincásemos de rodillas al pie de ella: fué abriendo una tras otra las siete puertas que conducian al Santuario, y al llegar á la octava se detuvo un momento, murmuró una breve oracion y volviéndose hácia mí me dijo:
-Ahmed Ebn Yuzef` de Tremecen, tú que has
sabido comprender la
Ormutz lo ha dicho.-«Cuando vuelvas la faz hacia el lado de la luz, haras huir á Ahriman, el demonio del error y de las tinieblas.
En el mundo no hay nada fuera de luz..
Al pronunciar estas palabras se inclinó respetuosamente, permaneció así algunos segundos, y luego añadió:
-Zoroastro lo enseña. -El sol es padre de la luz, la luz madre
del fuego, el fuego padre del oro.-
Ahmed Ebn Yuzef de Tremecen,
recibe la fórmula consagrada y vuela á revelarla
á tus hermanos.
Dijo, y abriendo con ímpetu el Santuario, descorrió un cortinaje de púrpura que lo cubria dejándonos ver su interior portentoso. En medio de una nube de zafiro resplandecia lla imágen de Ormutz rodeada de todos los atributos del poder: sobre su cabeza giraba un inmenso disco de acero tachonado de puntos luminosos que representaban los astros, las estrellas fijas y los planetas, cuyo doble movimiento, así
como la interseccion de sus rayos se marcaban por medio de líneas sutiles: á sus pies había una trípode de nácar primorosamente labrada y sobre ella estaba el libro de la verdad que era muy pequeño y forrado de piel de salamandra. Cuando Almagastan hubo descorrido el velo del Santuario, llamó con un movimiento de cabeza á nuestra jóven compañera, la cual obedeció su mandato, y subiendo con planta veloz todos los peldaños de la escalinata, llegó junto á la trípode y con mano temblorosa tomó aquel libro estraordinario. Entonces el Mago cerró de nuevo las puertas de marfil, y de repente nos hallamos rodeados de tinieblas.
Cuando volvimos á la luz acabámos de llegar al pie del monte en donde nos aguardaba el esclavo con los camellos: montamos sin dilacion, volvimos la espalda á la cordillera, y llegando antes que la luna asomase en el firmamento á una pequeña aldea de la-Georgia, dejamos en ella á la jóven del desierto, y seguimos nuestro camino con tanta velocidad que antes de espirar el cuarto día nos hallábamos de nuevo en Erzerum. Allí fué donde por vez primera fijé los ojos en el libro que acababa de adquirir por tan estraño medio, y leí esta sola palabra reproducida en pehlvi, en zend, en persa y en griego sobre los cuatro ángulos de la cubierta.
Lleno de una viva curiosidad quise hojear sus páginas misteriosas; pero al llegar á la primera hallé esta advertencia:
-Para leerme, espera cinco lustros; para producirme, huye del pais
de los Magos.
Guardé el libro y resolví esperar. Almagastan murió al tercer día de nuestro regreso á Erzerum, y yo salí de Armenia para no volver jamás a aquellas regiones.
Habia tocado el término de mis largos afanes científicos: al considerarme poseedor del gran secreto que tantos sabios habian buscado en vano desde las remotas edades en que Hermes lo anunció al mundo, sentí que mi corazon amortiguado por el dolor, se abrasaba en una llama nueva, ardiente, devoradora. ¿Qué eran las riquezas de los potentados mas altivos comparadas con las mias? Lo que un grano de arena á una montaña. Yo, del mismo modo que Moisés hizo brotar raudales de agua viva golpeando una roca con su vara, podía hacer brotar raudales de oro, con solo tender la mano sobre mis crisoles.
Un pensamiento de insano orgullo pasó entonces por mi mente y me deslumbró el alma; mi hijo era joven, audaz, ambicioso, y soñé que podía hacerlo rey del universo. Corrí en su busca y ya imaginaba verlo sobre el mas elevado de los tronos teniendo á sus pies á todos los monarcas de la tierra que le juraban vasallaje y le pagaban tributo. Mas ¡ay! á mi llegada al Cairo recibí la infausta noticia de su muerte: habia dejado de existir, como su madre, a los veinte años de edad.
Aquella nueva fué para mí una revelacion amarga, terrible, providencial: yo, que poseia el gran secreto; yo que habia llegado al último límite de las aspiraciones humanas; yo que podía subyugar á los hombres, comprar coronas, fundar imperios, me hallé mas infeliz que el último de mis esclavos. ¿Qué era para mi la ciencia? Vanidad: ¿qué la riqueza? vanidad: ¿qué mis proyectos ambiciosos? vanidad.
Un solo lazo me ligaba ya á la vida, la gratitud: en medio de mi desventura recordaba aun con dulce tristeza al hombre á quien habia debido el mas grande de los favores, y puesto que para mí eran inútiles todos los tesoros del mundo, quise esperimentar una última satisfaccion colmándole de riquezas. Pero estaba escrito: para llegar al conocimiento de la verdadera ciencia era indispensable hallarse purificado por el dolor, y el cielo me habia condenado sin duda á esperimentar todas las amarguras. Cuando me disponia para dirigirme á España con el objeto de revelar mi descubrimiento al ilustre monarca á quien habia debido la única felicidad verdadera, la posesion de Zulima, llegó al Cairo en alas de la fama la noticia de su muerte: D. Fernando III de Castilla no existia ya: al recibir tan infausta nueva incliné la frente, me entregué en brazos de la Providencia y resolví no hacer en adelante ningun propósito.
La Providencia guió mis pasos desde entonces, y despues de veinticinco años de vicisitudes me ha traido á tu córte, oh rey, para que pueda pagarle al hijo la deuda que habia contraido con el padre.»
Ya eran altas horas de la noche, cuando el moro llegó de esta manera al fin de su relato. El Rey quiso manifestarle su gratitud con demostraciones afectuosas; pero él. le detuvo con un gesto imperativo y le dijo:
-Volvamos á nuestra tarea.
Obedeció D. Alonso, y tomando de nuevo el fuelle se colocó delante del hornillo.
El mas profundo silencio reinaba dentro y fuera del alcázar, y solo se oía el monótono rumor de la ebullicion en los crisoles.
Ahmed Ebn Yuzef permanecia con la mirada fija en la barrita encandecente, sobre la que habia llamado la atencion de su discípulo antes de dar principio á su historia: parecia hallarse agitado, y un ligero temblor recorria su cuerpo de vez en cuando.
La luna acababa de asomar, disipando completamente las tinieblas, y por una estrecha claraboya practicada en el techo de la torre penetraron sus rayos frios, cuya pálida luz bañó la frente de los dos sabios. Al verles uno en frente del otro envueltos en sus largos ropajes de color de ceniza, y maniobrando en silencio con el acompasado movimiento de dos autómatas; al mirar su actitud misteriosa y la estraña espresion de sus semblantes, que se divisaban lívidos y sombríos al través de las mascarillas de cristal, se les hubiera podido tomar mas bien por medrosos fantasmas, que por mortales estudiosos entregados á un descubrimiento químico.
El Rey estaba inquieto y miraba con sobresalto hácia un reloj de arena colocado en un ángulo del laboratorio, estremeciéndose á cada grano que veia caer. Su maestro, cuya barba de alabastro y cuya inmovilidad completa le daban la apariencia de la estatua de la atencion, seguia trabajando con asiduidad sin cuidarse siquiera del desasosiego de su compañero que le interrogaba á cada momento con sus miradas anhelantes.
La noche avanzaba y el silencio seguia: todo parecia hallarse en calma: el cielo despejado de nubarrones ostentaba su manto azul bordado de estrellas, y el viento que al principio de la noche habia silbado en las molduras del alcázar no interrumpia ya la tranquilidad del universo; mas de improviso resonó a lo lejos un confuso rumor que aunque al pronto no llamó la atencion de los preocupados alquimistas, no tardó mucho en aproximarse viniendo á distraerles en su tarea: no era fácil adivinar de dónde provenia aquel ruido; pero cada vez se oia con mas claridad, y precisamente en el momento en que el moro alargaba unas primorosas tenacillas de cristal de roca para sujetar con ellas la barrita enrojecida que flotaba en el mayor de los crisoles, llegó á sus oidos un grito sordo, confuso, inarticulado.
Estremecióse D. Alonso al escucharle y Ebn Yuzef hizo un gesto de indignacion: el grito resonó de nuevo, y un rumor estrepitoso semejante al fragor de una tempestad estalló de repente al pie del alcázar. Corrió el Rey á una ventana de la torre, y sin premeditar lo que hacia, abrió de par en par
us cristales: una bocanada de aire frio penetró en el cálido aposento, y el moro lanzó un ¡ay! de desesperacion: aquella ráfaga de aire acababa de interrumpir el hervor de sus crisoles.
Sin embargo, D. Alonso no volvió el semblante al oir la voz angustiosa de su maestro: tenia delante de los ojos un espectáculo terrible, y su corazon latia estremecido.
A la luz amarillenta de la luna y al vago resplandor de algunas teas encendidas, divisó que allá á sus pies en el fondo de la plaza de Zocodover se estaba dando una reñida batalla entre combatientes cuyas formas no distinguia, pues solo llegaban hasta él el fulgor de los almetes y el estrépito de las armas. A vista de aquel cuadro de desolacion quedó inmóvil y apoyado en el alfeizar de la ventana como si acabase de presentarse á sus ojos la cabeza de Medusa.
Entretanto seguia la refriega cada vez mas encarnizada. Un crecido número de jinetes capitaneados por un guerrero de elevada estatura, desembocó por la estrecha calle de la Sangre de Cristo, y llegando á toda rienda al lugar de la pelea, hizo retroceder á la enfurecida plebe que hasta entonces habia llevado lo mejor de la jornada: sin embargo no era aquello una huida sino una retirada prudente que no tardó mucho en convertirse de nuevo en agresion: por la tortuosa calle de las Armas y desde la cuesta del Aguila, iban llegando grupos de gentes sediciosas que engrosaban el centro de los rebeldes: unos llevaban brillantes armaduras y otros vestian trajes miserables; pero todos blandían picas ó esgrimian espadas. En el ángulo oeste de la plaza estaban reunidos los gefes de la sedicion, y enfrente de ellos se hallaba el Justicia mayor de la Córte D. Diego Alonso, rodeado de varios paladines, y á la cabeza de los archeros reales, que formaban en ala al pie de la cuesta del alcázar.
Diego Lopez de Salcedo era el caudillo que capitaneaba a los jinetes cuya llegada habia cambiado por un momento el aspecto de la refriega: los otros guerreros que mandaban á los combatientes iban cubiertos con sus celadas de encaje y guardaban el mas rigoroso incógnito.
Aun no se habia dado un solo grito que revelase el motivo del tumulto y entre los insurrectos no tremolaba ninguna bandera conocida: sin embargo no era aquel un simple motin popular de los que se dispersaban á latigazos por los criados del Rey: los esfuerzos de D. Diego Alonso y de Salcedo se estrellaban en la pujanza de bravos paladines, y ya empezaba la mañana á despuntar, sin que lograsen vencer á los rebeldes.
Tan obstinada resistencia impacientó á uno de los caballeros, que estaban entre la escolta del Justicia mayor, el cual volviéndose al que cabalgaba á su lado le dijo:
-Voto á Satanás que esto pica en historia: ¡sabes que esa gente tarda mucho en rendirse?
-¿Qué os decia yo? las armas de nuestros enemigos están confiadas á buenas manos, y los jefes que los capitanean entienden á maravilla el arte de guerrear.
-¡Pues de poco les ha de servir su arte, vive Dios! repuso el caballero sacando la lanza de la cuja y embrazando la rodela. A ver: que enristren cincuenta de tus jinetes vizcainos, y que vengan detras de mí.
-Dejad, dejad, que á mí me toca esa empresa.
-Eso no, primo; quiero yo darles el golpe de gracia.
-En ese caso vamos á ellos los dos, y asi acabaremos antes.
Dijo: y haciendo una señal con la mano á dos cabos que iban á su lado se lanzó á la carrera con la rapidez del pensamiento, seguido de cincuenta soldados que embistieron de frente á los grupos mas compactos: hubo un momento de vacilacion entre los que acababan de ser tan bruscamente atacados; pero de pronto llegaron dos incógnitos armados de punta en blanco y arremetieron á su vez á los jefes de los vizcainos: á vista de aquel encuentro se reanimó el valor de entrambas huestes, y mientras menudeaban las cuchilladas por todas partes, los cuatro paladines sostenian en medio de la plaza una imponente refriega.
El mas jóven de los que acaudillaban las tropas del rey peleaba con el mas denodado de los rebeldes, y ya hacia largo rato que se esforzaba inútilmente en hacerle perder los estribos; pero al fin logró asestarle un bote tan bien dirigido que le hizo saltar en pedazos el barboquejo del almete. Lanzó un grito de rabia el mal parado caballero, y sosteniéndose á duras penas en la silla quiso cubrirse el rostro con el escudo, pero en vano; la mañana habia aclarado bastante y todos los que estaban cerca de él pudieron reconocer el semblante lívido y siniestro de D. Fadrique el hermano segundo del Rey.
-¡Ah! Infante, Infante, le gritó su adversario, ¡cómo has aprendido en Túnez á renegar de tu raza!....
Nada repuso aquel altivo personaje á tan humillante apóstrofe; pero apretando la lanza y clavando los acicates á su corcel arremetió de tal suerte al que así le insultaba, que le puso en grande aprieto haciéndole retroceder mas de lo que le hubiera convenido, pues de repente se halló lejos de su compañero y rodeado por todas partes de enemigos, que hacian llover sobre él sin compasion pedradas y mandobles. Muestras de valiente habia dado aquel guerrero, mas era tan crecido el número de sus adversarios, que ni las fuerzas de Hércules hubieran bastado para contrarestarles: hizo peda-
zos su lanza en el peto del Infante y al ir á sacar la espada recibió á su vez un golpe en la visera que tambien le dejó descubierto.
-¡Don Sancho!.. gritaron los rebeldes al ver su rostro juvenil cubierto de sudor y ensangrentado.
-Sí, D. Sancho soy, canalla mal nacida, dijo el Infante descargando golpes descomunales á diestro y siniestro.
La plebe no puede prescindir del respeto ni aun con sus enemigos si son de alto rango, y hubo un momento en que a vista de tan ilustre adversario titubearon los rebeldes: notó aquella perplejidad D. Fadrique, y levantando su voz de trueno gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
-¡Castilla por los Infantes!..
Aquel grito fué repetido en todos los ángulos de la plaza; pero ya era tarde: el compañero de D. Sancho que habia sido separado de él por una oleada de la muchedumbre, acababa de abrirse paso por entre los que rodeaban al jóven Infante y colocandose á su lado se lanzó sobre las masas que retrocedieron con terror á vista de tan audaces combatientes; cerró en seguida con D. Fadrique que ya contaba segura la victoria, y asestándole un bote en la garganta le hizo titubear sobre el caballo y venir al suelo con el estruendo de un pino tronchado por el hacha del leñador.
El caballero que acababa de conseguir tan señalada victoria era D. Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya. Al mirar por tierra al Infante levantó la rejilla de su almete para cerciorarse de si le habia muerto, y mientras él y D. Sancho se aproximaban al desfallecido magnate, huyeron los rebeldes acobardadados por el terrible descalabro que acababan de esperimentar.
Diego Lopez de Salcedo, que por su parte habia dispersado tambien los grupos menos pertinaces, logró por fin restablecer el órden con la ayuda del Justicia mayor y de los archeros del rey. Colocó centinelas en todas las avenidas, hizo que fuertes patrullas de caballería recorriesen la ciudad con órden de apoderarse de todos aquellos a quienes encontrasen con armas, y dispuso que cien ballesteros permaneciesen con los arcos empulgados delante de la cuesta del alcázar.
Entretanto aconteció una cosa estraña: desde el momento en que los rebeldes vinieron á las manos con las tropas reales, habia combatido al frente de estas un paladin desconocido cuyo denuedo hubiera sin duda llamado la atencion en lid menos revuelta y confusa: cuando el Justicia mayor dió órden de dispersar el primer grupo de sediciosos, aquel guerrero fué el encargado de ejecutar tan peligrosa disposicion; cuando Diego Lopez de Salcedo entró en la plaza á la cabeza de sus jinetes, él fué quien le indicó los puntos en que mas falta hacia su presencia; y por último, cuando el Infante D. Sancho y el señor de Haro cerraron con los amotinados sin poder contener su impaciencia, tambien fué él quien se puso al frente de los cincuenta lanceros vizcainos, cuyo arrojo decidió la suerte de aquella jornada.
Este personaje, pues, que se hallaba en todas partes y cuya espada habia sido el azote de los rebeldes, no bien vió que el señor de Vizcaya embestía á D. Fadrique, desenristró la lanza y conteniendo los ímpetus de su fogoso corcel, se redujo a ser impasible espectador de aquel encuentro: siguió con la vista á los dos combatientes; adivinó sus golpes y sus quites; previó el resultado de la lucha, y al mirar por el suelo, al Infante; al ver que sus secuaces huian aterrados, sin prestarle socorro en tal conflicto; al observar, en fin, que el de Haro fijaba sus ojos con siniestra satisfaccion en el tendido magnate, echó pie á tierra y llegando al lugar de la batalla cargó sobre sus hombros al mal herido caballero, le colocó en la grupa de su caballo, y montando de nuevo con la agilidad de un árabe, salió á galope de la plaza dejando asombrados á los que hasta entonces habian sido sus compañeros y sus jefes.
Pasado el primer estupor quisieron seguirle; pero ya era tarde: habia desaparecido por la cuesta del Aguila, y ni los centinelas apostados en las calles contiguas, ni los que fueron á su alcance pudieron dar razon de dónde se habia ocultado.
¿Quién era aquel estraño personaje? nadie lo sabia: el Justicia mayor D. Diego Alonso aseguraba que habia salido con él de palacio en el momento en que se notaron los primeros síntomas de insurreccion, y todos le habian visto ejecutar heróicas hazañas en pro de la causa del Rey; pero su armadura completamente negra, su escudo sin motes ni blasones, y su corcel sin caparazon acuartelado, le permitieron guardar el mas rigoroso incógnito: no se le habia distinguido mas que por su bravura y por el penacho verde que ondulaba sobre su almete, y en vano fueron todas las pesquisas que se practicaron para hallarle.
El sol habia asomado entretanto, y Toledo presentaba un aspecto sombrío é imponente: los pacíficos moradores de la ciudad que durante la noche habian oido con terror el estrépito de las armas, salieron de sus casas con recelo, y arrastrados por esa poderosa curiosidad que domina muchas veces al temor, se dirigian á la plaza de Zocodover, deseosos de averiguar el orígen del pasado desórden: las mujeres en particular llegaban á bandadas, y al ver los rastros de sangre que de trecho en trecho manchaban el suelo, se santiguaban con espanto y se condolian de los desgraciados que habian perecido en la refriega.
Diferentes comentarios se hacian por los curiosos que iban llegando á la plaza, y las mas descabelladas especies pasaban de boca en boca.
-Con que los judíos han querido apoderarse del alcázar, para sorprender al rey en su laboratorio? Decia una vieja de siniestra catadura.
-¿Quién os ha contado semejante disparate, abuela? repuso otra mujer que llevaba un niño de la mano: cristianos y muy cristianos han sido los que intentaron matar á su Alteza.
-Dios mio, matarle, ¿y por qué causa?
-Por lo de la moneda, dijo bajando la voz un haraposo personaje que acababa de llegar al corro en aquel momento.
-Tambien estais vos bien informado, añadió otro de los circunstantes; ni el motin ha sido contra el Rey, ni nadie ha pensado en pedir por el bienestar del pueblo; ¿qué les importan nuestras miserias á los que son capaces de rebelarse contra las autoridades? Los que esta noche han tomado las armas son los enemigos del infante D. Sancho.
-Y qué pedían?
-Pedían... pedían... qué sé yo lo que pedían; pero lo cierto es que el Rey no ha corrido ningun riesgo.
-Bendito sea Dios, mucho me alegro; esclamó una rolliza muchacha de gentil talante.
-Y por qué, Marica? ¿te ha regalado algun joyel?...
-No, por cierto, pero no me gusta que maten á nadie.
-Pues á mí... repuso un artesano, haciendo un gesto de indiferencia, tanto me da.
El grupo en que se propalaban tan contradictorias noticias, iba aumentándose al paso que llegaban nuevos curiosos, y ya empezaba á ser bastante crecido, cuando cuatro jinetes armados de punta en blanco llegaron á dispersarle: diseminóse la multitud por las estremidades de la plaza, y ya volvia á los comentarios en diferentes corrillos, cuando de pronto llamó la atencion general la llegada del Justicia mayor de la Córte, que despues de haber recorrido toda la ciudad para cerciorarse de que el órden quedaba completamente restablecido, se encaminaba al alcázar acompañado de Diego Lopez de Salcedo, capitan de los guardías del Rey, y seguido de una numerosa escolta. Tomaron aquellos personajes por la calle de la Sangre de Cristo, y el pueblo que al verlos pasar les habia abierto una ancha calle, fué tras ellos guardando el mas profundo silencio y dejando completamente desierta la plaza de Zocodover.
Un momento despues resonó el acompasado galope de un caballo en la cuesta del Aguila, y el misterioso paladin del penacho verde apareció con la lanza en la cuja y el escudo en el arzon, perdiéndose en seguida con la velocidad del rayo por una de las estrechas callejuelas que conducian al antiguo alcazar de Toledo.
Recordara sin duda el atento lector que al fin de nuestro cuarto capítulo dejamos á Brianda, la severa doncella de Doña María de Ucero, gratamente conmovida al oir unos pasos que creyó reconocer en la estrecha callejuela por donde acababan de marchar el Infante D. Sancho y el señor de Haro. En efecto, aquellos pasos eran de la persona a quien estaba aguardando y no tardó mucho en hallarse en su presencia: acababa de entrar en la antecámara de Doña María un caballero envuelto en su gaban de pieles, cuando Brianda salió á recibirle y con un acento lleno de ternura le dijo:-¿Cómo, tan pronto, señor?... aun no son las nueve.
-No puedo venir mas tarde, y quiero verla.
-Me habia encargado que os citase para las doce.
-¿Para las doce? imposible: dila que estoy aquí.
-¿Y si se enoja?
-Si se enoja, yo la desenojaré.
-Ya lo creo: murmuró la doncella sin que sus palabras llegasen á los oídos de su interlocutor. Quién le ha de resistir... y sin hacer mas observaciones fué á dar aviso á su señora.
Entre tanto quedó solo el recien llegado, paseando con distraccion por la estancia: era un hombre de elevada estatura y esbelto talle, de fisonomía simpática y tez pálida; la tristeza de sus ojos y la majestad de su frente, la enérgica espresion de su rostro y la elegancia de sus modales, eran prendas mas que suficientes para prevenir en su favor á cuantos tenian ocasion de verle: la damas en particular no podían aproximarse á él sin esperimentar una especie de fascinacion: sin embargo, aquel apuesto personaje no parecia estar muy satisfecho de sí mismo: sus ventajas personales sin duda no habian bastado á hacer su felicidad, y una profunda melancolía llenaba su corazon á todas horas. El cielo le habia colmado de favores; pero un hado adverso sembró de espinas su camino y turbó todas sus dichas.
La soledad le halagaba, tal vez porque la mayor parte de sus penas le habian venido de sus semejantes, y siempre que se hallaba lejos de los hombres se entregaba a vagas meditaciones que parecian distraerle dulcemente: por eso nunca tuvo por largas las horas de aislamiento, y por eso quizá no se impacientó de la tardanza de Brianda, la cual ya hacia largo rato que habia entrado á dar aviso á su señora y no volvia; pero al fin salió con paso acelerado, y procurando ocultar su emocion dijo:
-Perdonad si os he hecho aguardar: no me ha sido posible volver antes, se estaba vistiendo.
-Está bien, hija mía, no me parece que has tardado mucho, repuso el caballero sonriendo tristemente.
-Es que tenia que hablaros.
-Tú? ¿y de qué?
-De asuntos que os interesan.
-En ese caso llévame pronto á su aposento, y á mi salida te oiré.
Obedeció la doncella, y un momento despues ya se hallaba el recien llegado en presencia de Doña María de Ucero.
-Buenas noches, vida mia, lo dijo estampando en su frente un beso respetuoso.
-Buenas noches, le respondió la hermosa dama, estrechándole entre sus brazos; al fin os vuelvo á ver.
-Y antes quizá de lo que hubieras deseado, ¿no es cierto?
-¿Antes? ¿quién os lo ha dicho?
-Me habia indicado Brianda que quizá te enojaria mi visita.
-Pues se equivoca Brianda, y ella solamente es la que me enoja á todas horas.
-Sin embargo, es una escelente servidora.
-Escelente, ya lo sé: ademas es deuda de mi familia, sobre todo os agrada á vos; por eso la sufro.
-Gracias, hija mia, gracias; pero díme, ¿por qué estás triste? ¿en qué consiste esa palidez, ese abatimiento?
-No lo sé; respondió la jóven bajando los ojos para no revelar su secreto; pero el caballero habia leido ya en ellos el arcano de aquel pecho infantil, y sentándose al lado de su tierna interlocutora le dijo con dulzura:
-¿Por qué me ocultas tus penas? ¿acaso no tienes confianza en mi?
-¡Oh! sí, sí, vos sois mi mejor, mi único amigo y no debo ocultaros nada: soy muy infeliz.
-¿Tambien tú? y ¿qué es lo que puede alejar la dicha de tu corazon? ¿acaso te falta algo? ¿hay en Toledo alguna doncella que tenga mejores galas que tú? ¿no eres la envidía de la Córte y la admiracion de los festines? ¿no suspiran por tí los mas apuestos donceles? ¿no vives con el rango de una princesa?
-No lo niego, tengo todo aquello que depende de vos, y no sé como agradeceros tan asíduos cuidados; pero hay una cosa que no está en vuestra mano darme, y esa es la que me falta para ser dichosa.
-¿Acaso es el amor lo que echas de menos? dijo el caballero fijando en ella una mirada de compasion. ¿Sería posible que tú tambien fueses víctima de esa dolencia del alma que no acaba mas que con la vida? ¡Oh, no lo creo! ¿Quién sería el mortal que sabiendo que tú le amabas, no se conceptuase el mas venturoso de la tierra en corresponder á tan puro afecto?
-No, no es eso, murmuró la jóven, cuyas mejillas se cubrieron de un brillante carmín: os aseguro que tampoco es eso lo que me falta.
-Sin embargo, María, esa turbacion, ese color que ha subido á tu rostro desmienten tus palabras: además hace tiempo que he notado en tí una mudanza estraordinaria: antes de salir de Toledo la última vez que mi deber me alejó de tu lado, ya creí notar que estabas triste; pero lo atribuí, ¡cuán presuntuoso soy! lo atribuí á que tal vez te afligiria mi ausencia.
-Y en efecto, eso solo es lo que...
-No, no, María; ahora mismo acabas de confesarme que la causa de tu mal nace de una cosa que no está en mi mano proporcionarte; ¿y qué pudiera ser esa cosa mas que un afecto que dependa de otra persona? porque no ignoras que yo sé alcanzar para tí todo aquello que está en el poder del hombre.
-Lo sé, y me aflige veros tan desazonado por mi causa; me aflige no poderos esplicar el motivo de esta tristeza que yo misma no sé á qué atribuir.
-En ese caso, dijo el caballero poniéndose en pie y sonriendo tristemente, yo procuraré averiguarlo.
-¿Os vais ya? preguntóle la doncella dejando tambien su escaño y poniéndole una mano sobre el hombro con ademan afectuoso.
-Sí, Maria, solo he venido á saludarte: antes de las diez necesito estar bastante lejos de aquí y por eso he adelantado mi visita: no he querido dejar pasar el día de hoy sin verte, y á mi llegada le encargué á Brianda que te avisase mi regreso para que estuvieses prevenida. Ahora ya te he estrechado entre mis brazos, ya he respirado un momento junto á tí y voy donde el deber me llama.
-¿Y cuándo volvereis?
-Mañana: quiero adivinar la causa de tu melancolía, y para ello necesito hablar contigo mas despacio.
-No os inquieteis por mí, ya os he dicho que yo misma no sé...
-Bien, hija mia, bien: no exijo que me digas nada mas, hay ciertas cosas que nunca las confiesan las jóvenes, y no quiero atormentarte con preguntas vanas: yo solo deseo tu felicidad. Adios, pues, hasta mañana.
-Hasta mañana, repuso doña María, conteniendo á duras penas una lágrima que asomaba á su pupila; y apretando la mano de su tierno y respetuoso amigo le acompañó hasta la puerta de la estancia.
-Retírate y procura distraerte, dijo el caballero besando de nuevo la frente de la doncella; y haciendo un esfuerzo para separarse de su lado, se alejó sin volver el rostro atrás; cruzó varias habitaciones, y al llegar á la última de las antecámaras encontró en ella á Brianda que le estaba aguardando con impaciencia.
-¿Qué tenias que decirme? le preguntó: ¿sabes tú acaso cuál es la causa de la tristeza de mi María?
-Tal vez; pero no es de ella de quien tengo que hablaros, sino del Rey.
-¿Del Rey? no te comprendo.
-Ya me comprendereis, señor, cuando os diga lo que por una casualidad he descubierto.
-Habla, habla, pues, y deja ese tono misterioso.
-No hay ningun misterio aquí. El infante D. Fadrique está al frente de una conspiracion que se fragua contra su Alteza.
-¿Y cómo lo sabes tú? esclamó el caballero estremeciéndose á pesar de su sangre fria habitual.
-Muchos personajes de alto rango se hallan comprometidos como él, prosiguió Brianda sin hacer caso de aquella interrupcion, y D. Lope díaz de Haro tiene ya en su mano todos los hilos de la trama que estaban urdiendo.
-Pero ¿quién te ha dicho?...
-Voy á concluir: el infante D. Sancho ha jurado esterminar á los rebeldes, y esta misma noche, tal vez en este instante debe hallarse en la real cámara de su padre pidiéndole la autorizacion para prender á los conjurados.
-Eso sería horrible, murmuró el amigo de doña María hablando consigo mismo: Sancho, Sancho prender á D. Fadrique, acusarle de alta traicion, llevarle al cadalso... ¡Oh! no, no puede ser. Y dime, Brianda, ¿cómo has podido saber lo que acabas de revelarme?
-No me lo pregunteis; no puedo añadir una sola palabra; pero creedme, lo que os he dicho es cierto.
-Y piensas que esta misma noche intenta el Infante sorprender á su tio?
-Esta misma noche: ya sabeis que D. Lope de Raro nunca duerme; y que D. Sancho obra siempre impulsado por él.
-¡Oh! sí, sí, tienes razon; pero lo que me admira es que tú te halles iniciada en secretos de esta naturaleza. ¿Quién te ha revelado?..
-¿Dudais acaso de la veracidad de mis palabras?
-No; mas...
-Ya os lo he dicho, no puedo descubriros cómo ha llegado á mi noticia lo que acabo de participaros; pero creo que no por eso desatendereis mi aviso.
-¡Oh! no, no; conozco tu lealtad y tu carácter, sé que no eres capaz de ninguna ligereza, y respeto esa reserva que te has propuesto guardar.
-Gracias, señor.
-Yo soy el que debo dártelas; porque acabas de prestarme un gran servicio: me importa mas de lo que imaginas la revelacion que acabas de hacerme, y no echaré jamás en olvido tu discrecion y tu celo. Adios, Brianda, adios: voy á evitar si no es tarde ya, una catástrofe que sería muy funesta para el Rey y por consiguiente para mí.
-Quiera el cielo, señor, que pueda yo contribuir á evitaros la mas insignificante de las penas.
-Gracias, gracias, repuso el caballero, y saludando á la doncella con un leve movimiento de cabeza, partió aceleradamente.
Brianda quedó sumergida en una profunda meditacion; pero forzoso nos es dejarla entregada a sus misteriosos pensamientos para trasladarnos al lugar de otra escena de bien distinto género.
Desde las primeras horas de aquella misma noche y mientras el Rey se hallaba entregado á las altas investigaciones científicas que absorbian su atencion, y el Infante D. Sancho á sus querellas amorosas, estaban reunidos en el vasto salon de un antiguo edificio, situado cerca de la puerta de Visagra, hasta diez y ocho caballeros, todos de la primera nobleza de Castilla.
Presidía aquella junta un hombre de elevada estatura y de altivo continente, cuyo magnífico traje, recargado de adornos orientales, contrastaba con las sencillas y severas vestiduras de sus asociados: llevaba una túnica corta con mangas perdidas á la napolitana y un manto de escarlata bordado de oro: de su cinturon, sujeto con hebilla de brillantes, pendía un puñal damasquino de gran valor, y de su ancho tahalí recamado de plata una larga espada de Toledo, en cuya empuñadura de cruz se veian esculpidas las armas reales. Cincuenta y cuatro años de edad contaria aquel apuesto personaje; pero á pesar de una honda cicatriz que le cruzaba la frente sobre el ojo izquierdo y de la espesa y rubia barba que le bajaba hasta el pecho, conservaba aun rasgos de belleza varonil que le hacian parecer mucho mas jóven: su mirada era audaz y penetrante, su sonrisa irónica y despreciativa, sus modales duros, altaneros: la mas pequeña contrariedad hacia que la blanca tez de sus mejillas se enrojeciese de coraje, y era en él un movimiento habitual llevar la mano al pomo de la daga.
Garcí Jofré de Loaisa, el mas anciano de aquella reunion, acababa de pronunciar un largo discurso que produjo honda sensacion en su auditorio, y que sin duda debió disgustar al presidente á juzgar por el tono con que le dirigió su réplica.
-Razones son esas, señor caballero, dijo frunciendo el ceño y apoyando el brazo derecho sobre la mesa que tenia delante, que á salir de labios menos autorizados me hubieran parecido un insulto. ¿Con que no tenemos derecho de oponernos á lo dispuesto por las Córtes de Segovia? ¡Quién, vive Dios, ha de negarnos la prerogativa de protestar contra lo acordado por aquella mala junta de parciales? ¿quién de vosotros fué llamado para resolver asunto tan grave como el que allí se trató? En la manera de reunir aquellas Córtes hubo superchería y antes de que pudiésemos acudir á ellas ya estaba acordado lo que habian resuelto de antemano el de Hlaro y los suyos. Si el Rey, que Dios guarde, sancionó lo allí decretado hizo mal, y yo que soy señor libre y absoluto en mis estados, estoy dispuesto si su Alteza no se aviene á razones á negarle el pleito homenaje que como á superior le debo, y del cual me relevan los desafueros con que acaba de vulnerar los derechos de la mayor parte de sus nobles feudatarios. Conozco que vuestras intenciones son buenas, señor de Loaisa; pero no es cosa de volver pasos atrás despues de haber comprometido á nuestros parciales: D. Juan de Lara protestó en esas Córtes que tanto respetais, y su protesta fué sofocada por los murmullos de nuestros enemigos: yo representé desde Burgos contra lo allí acordado, y mis cartas no merecieron contestacion: qué nos resta pues hacer?
-Yo lo diré, repuso con siniestra sonrisa D. Simon de Ruiz, señor de los Cameros: ante todas cosas asegurarnos de quiénes son nuestros amigos, para lo cual empezaré preguntando si hay entre nosotros alguno que no se halle dispuesto á seguir á todo trance la causa que defendemos.
-Yo, esclamó Garci Jofré de Loaisa, levantando su venerable cabeza, la creo justa por ser la causa de la Reina mi señora y sabré derramar toda mi sangre por sustentarla: si dije que sería prudente meditar con madurez lo que debiamos resolver en contra de las Córtes de Segovia, fué porque respeto mucho esos fueros de que acaba de hablarnos el Infante, y no querria que otros nos echasen en cara la misma acusacion que hemos fulminado contra nuestros enemigos: fuera de esto mi espada está tan pronta como la del mas mozo a sostener cuanto aquí convengamos.
-En ese caso, añadió con imperturbable calma el señor de los Cameros, mañana mismo debemos acudir al Rey por medio de una comision competentemente autorizada, y pedirle que declare nulo cuanto hicieron las Córtes de Segovia.
-¿Y si se niega? preguntó el presidente seguro de la respuesta que iba á oir.
-Si se niega,
le negamos nosotros á nuestra vez la
Al llegar aquí aquel hombre que con tanta frialdad proponia la insurreccion y la guerra civil, vino á interrumpir su discurso un paje que aproximándose al Infante le dijo:
-Un caballero pregunta por vuestra señoría.
-¿Y quién es?
El paje bajó la voz, y acercando sus lábios al oido de su dueño murmuró algunas palabras ininteligibles.
-Que entre, que entre, esclamó el magnate haciendo despejar á su criado con un gesto imperativo, y volviéndose á los señores que le rodeaban añadió:
-Una persona que no pertenece á nuestro bando, pero de cuya lealtad respondo con mi cabeza, va á comparecer delante de nosotros para darnos un aviso importante.
En efecto no bien acababa de pronunciar estas palabras cuando apareció en la puerta del salon el bizarro caballero que pocos momentos antes habia estado departiendo con Brianda. Venia armado á la ligera con loriga de malla, sobrevesta de vellorí y morrion cilíndrico de los que cubrian el rostro completamente, llevando una cruz calada en vez de rejuela: no se habia puesto las manoplas ni los acicates, y ni siquiera ceñía partesana de batalla, lo cual demostraba que solo con el objeto de guardar el incógnito se habia vestido algunas piezas del arnés. Al verle entrar todos se pusieron en pie y le saludaron volviendo á sentarse de nuevo; entonces él dirigiéndose al que presidía aquella reunion le dijo:
-Alto y poderoso infante D. Fadrique: vos en cuya casa se hallan reunidos los mas ilustres ricos-hombres de Castilla, oid: el Rey vuestro escelso hermano y señor natural nuestro, ha declarado heredero de su trono á su hijo segundo el valiente D. Sancho; pero bien sabeis que fué á propuesta y por peticion de los procuradores de sus buenas villas y de los que representaban á la nobleza en las Córtes de Segovia. Su Alteza, que ama la paz, aunque no teme la guerra, creyó que contentaba á sus vasallos sancionando aquel decreto; mas lo que halagaba á unos disgustó a otros, y hé ahí por qué ruge desde aquel momento un sordo murmullo de descontento precursor de la tormenta: la fuga de la reina y de la infanta Doña Blanca; la protesta y retirada del señor de Lara y las reuniones que en uso de vuestro derecho celebrais todos los días, han alarmado á vuestros enemigos, que hallándose en el poder, se preparan á destruiros: yo, que no pertenezco ni a su bando ni al vuestro; yo, que es solo del Rey soy partidario; yo en fin, que únicamente deseo la salud de Castilla, vengo á anunciaros que se halla levantada sobre vuestra cabeza la cuchilla del verdugo: vuestros planes son conocidos, y quizá esta misma noche sereis atacados por los que, mas prevenidos que vosotros, cuentan con fuerzas formidables: bien sé que resistireis corno valientes; pero ¿á qué esponer inútilmente la vida de vuestros vasallos? 1 á qué obligar al Rey, que tan asiduamente se ocupa en procurar el bien de su pueblo, á desnudar una espada que, por fuerza, tendria que verter sangre de sus deudos mas queridos? Meditad estas razones; haced el uso que gusteis del aviso que acabo de daros; pero entre tanto, creedme, retiráos á vuestros hogares y no acudais á las armas para sustentar vuestra empresa.
-Eso no, señor caballero, dijo el infante D. Fadrique, agradecemos el servicio, que con la mas noble intencion, acabais de prestarnos; pero si los de D. Sancho nos atacan sabremos repeler la fuerza con la fuerza. Ya lo ois, añadió dirigiéndose á sus partidarios; ya ois que tenernos el enemigo á los umbrales; decidamos, pues, lo que haya de hacerse para prevenir el golpe con que nos amenaza ese D. Lope díaz de Haro que Dios confunda.
Un murmullo sordo resonó en el salon, y despues de un momento en que todos hablaron en voz baja, se puso en pie el señor de los Cameros y con su habitual serenidad dijo:
-Opino que nombremos una cornision de nuestro seno, que vaya esta misma noche á declarar en presencia del Rey nuestra irrevocable resolucion de no acatar como á heredero de su trono a su hijo segundo, mientras no sea declarado tal de un modo mas competente.-
-Debo advertiros, repuso el caballero incógnito, que vuestros diputados no podrán llegar hasta el Rey.
-En ese caso, añadió el señor de los Cameros sonriendo con desden, les abriremos el camino con la punta de la espada.
-No hareis tal, señores, no puedo creer que os atrevais á medir vuestras armas con las guardías de su Alteza.
-Nosotros no provocaremos la lucha, podeis estar seguro; pero ¡guay de los que intenten oponerse á nuestro paso! esclamó D. Fadrique apretando el puño de su daga. Jamás hemos intentado ofender á mi augusto hermano: él está sobre todos nosotros; mas si los partidarios de D. Lope de Hlaro provocan nuestra saña, bien pueden temblar.
-No me cumple á mí arreglar vuestras querellas, señor Infante, dijo el desconocido; he deseado evitar una catástrofe y por eso he llegado hasta vosotros: ahora voy á ocupar mi puesto al lado del Rey. Líbreme Dios de tener que medir mis armas con las de vuestras mesnadas que tantas veces han triunfado en mi compañía de los moros sevillanos.
Al llegar aquí hizo un profundo saludo y se retiró sin aguardar respuesta. Hubo un momento de confusion y de perplejidad entre los demas caballeros; pero bien pronto tomaron una resolucion que estaba en armonía con aquella edad de hierro en que la fuerza era la mas poderosa de las razones, y en que la potestad real sufria tan terribles embates, á pesar del aparente respeto y de los efímeros juramentos de fidelidad y de obediencia que el feudalismo prestaba al pie del trono.
Nombráronse cuatro diputados que debian llevar al Rey una enérgica protesta: el respetable Garci Jofré de Loaisa, Don Fernando AIvarez Potestad, Arias Martinez de Roureda y mosen Suero de Barbasa, fueron los elegidos para desempeñar tan delicada comision.
Éntretanto los demas debian ir á reunir las
gentes de su servidumbre por si era necesario apoyar su pretension
con las armas: ya eran las doce de la noche cuando aquellos
temibles sediciosos salieron de casa del infante D. Fadrique,
despues de haberse dado cita para la plaza de Zocodover;
pero á pesar de su sigilo y actividad llegaron ya
tarde: otros se les habian anticipado, y no tan solo hallaron
cerradas las puertas de palacio, sino que al levantar el
grito de rebelion se vieron rodeados de formidables enemigos
que les embestian por todas partes: rugieron de coraje al
tropezar con aquel obstáculo, y sin reparar en el
número de sus adversarios cerraron con ellos provocando
el encarnizado combate que hemos referido ya, y que llamó
la atencion del Rey, precisamente en el momento en que iba
á tocar el término de sus afanes y el principio
de su opulencia, con el descubrimiento de la
Fruncido el ceño y cruzados los brazos sobre el pecho se paseaba D. Alonso de Castilla por el vasto salon de audiencias de su palacio: estaba solo y meditando sin duda el modo de atajar los males de su reino: la insurreccion de la noche pasada era un grito tremendo de alarma que le obligaba á ponerse en guardía: habia observado desde la torre de su alcázar que los amotinados no eran gente baladí, sino por el contrario personajes de cuenta, y aquella circunstancia le desazonaba en estremo.
Otros motivos de disgusto tenia además; el arranque de impaciencia que le hizo abrir la ventana de su laboratorio precisamente en el momento en que Ahmed-Ebn-Yuzef iba á sacar de sus crisoles el oro tanto tiempo esperado, habia destruido los efectos de la ebullicion, y el moro le anunció con amargura que tendria que aguardar diez años para intentar de nuevo aquella prueba: de suerte que como, rey veia amenazada su corona, y como alquimista frustrado su mas incesante anhelo.
Circunstancias eran aquellas suficientes á exasperar el espíritu mas tranquilo, y D. Alonso, á pesar de la dulzura de su carácter estaba de mal talante.
El Justicia mayor de la Córte, D. Diego Alonso, fué el primero que llegó á sacarle de sus tristes meditaciones: al verle entrar procuró sobreponerse á su abatimiento, y con voz severa é imponente ademan le dijo:
-Buena cuenta venís á darme, señor Justicia, del encargo que os estaba confiado: ¿así cuidais vos de la tranquilidad pública? ¿es esa vuestra prevision? ¿es ese vuestro celo?
-Señor, repuso el palaciego, inclinándose como la caña para evitar el primer soplo del huracan, vengo á anunciaros que la tranquilidad se halla completamente restablecida: si un suceso inesplicable ha podido turbar la paz un momento, solo la presencia de vuestros archeros ha bastado para ahuyentar á los rebeldes.
-No tanto, señor Justicia, no tanto: los rebeldes se han resistido como leones, y á no ser uno contra diez os hubieran puesto en grave aprieto.
-¿Y duda acaso vuestra Alteza que los que tenemos el honor de servirle, hubiéramos sabido verter toda nuestra sangre antes de retroceder un solo paso?
-No, D. Diego, conozco vuestra lealtad; pero es que yo no quiero que se vierta la sangre de mis vasallos, y por eso os querria mas prevenido que valiente.
-No ha sido por falta de prevision por lo que estalló el motín: yo hubiera sabido satisfacer á los descontentos; pero hubo quien prefirió irritarlos, y no estaba en mi mano...
-Basta, basta, no quiero saber mas: harto lo temia, y yo fui quien debió evitar ese conflicto. Decidme, ¿habeis hecho prisiones?
-Señor, no me ha parecido prudente seguir las huellas de los rebeldes: con todo, si vuestra Alteza piensa de distinta manera, cosa fácil me será tropezar con ellos.
-De ningun modo veo que adivinais mis pensamientos y perdono vuestro descuido en gracia de esa penetracion: seria peligroso descubrir á los jefes del motín, y en estas circunstancias creo que ha de sernos mas saludable la impunidad que el castigo: ¿hubo muchas desgracias?
-Menos de las que yo temí.
-Y decidme, ¿el pueblo tomó parte en la insurreccion?
-El pueblo, á pesar de su descontento, oyó con terror el ruido de las armas, y no ha dejado sus hogares hasta despues de salido el sol.
-Bien está: en ese caso ya sabemos de qué lado viene la tempestad, y podremos conjurarla: ante todas cosas buscareis á D. Alonso Fernandez el Niño, y lo encargareis que vaya inmedíatamente á rogarle en mi nombre á mi hermano Don Fadrique que salga de Toledo hoy mismo: despues traereis á mi presencia á D. Simon de Ruiz y á D. Garci Jofré de Loaisa: les direis que quiero hablarles sin dilacion, asegurándoles bajo mi palabra real que nada deben temer. Vos entre tanto, procurareis que los demas ricos-hombres no intenten dar un golpe de mano, y sobre todo prohibireis á mis gentes que hagan uso de las armas sin vuestro espreso mandato. Ahora dejadme solo.
Obedeció el palaciego sin replicar una palabra, el huracan seguia rugiendo, y él como la caña continuaba inclinado: el Rey volvió á pasearse por la estancia con la frente sombría, y revolviendo los vastos planes que su profundo talento acababa de sugerirle.
Rechazar con la fuerza las pretensiones de los descontentos hubiera sido imprudente en aquella ocasion: ceder á sus deseos era peligroso; reconciliar los ánimos imposible. Tan hostiles eran para el trono los que se apellidaban leales, como aquellos á quienes se acusaba de rebeldes: los intereses estaban encontrados, y cualquiera resolucion tomada en trance tan difícil hubiera hecho que la mitad de sus vasallos empuñasen las arenas contra él; para evitar aquel riesgo era indispensable distraer la atencion de entrambos bandos sin despertar los celos de sus caudillos; era forzoso contemporizar con todos sin mostrarse débil con ninguno, porque la menor apariencia de flaqueza le hubiera perdido.
Ante, todas cosas resolvió mirar la tentativa de la noche pasada como si hubiera sido un simple alboroto de villanos, y sin hacer alto en aquel incidente acababa de disponer que viniesen a su presencia los jefes de la insurreccion para encomendarles una gloriosa empresa, á la cual no podía negarse ningun rico-hombre sin faltar á las leyes de la hidalguía. Tambien estaba aguardando á su hijo D. Sancho, al cual pensaba confiar una arriesgada mision que debia halagar su carácter fogoso y guerreador, y al propio tiempo determinó retener á su lado á D. Lope díaz de Haro, cuyos interesados
consejos influian tan funestamente en el ánimo del Infante.
Ya hacia largo rato que se hallaba meditando, y sin duda debia estar satisfecho del plan que acababa de madurar, pues de repente levantó la cabeza desarrugando el ceño y lanzando uno de esos suspiros que parecen descargar el corazon de un peso enorme.
Su sistema político habia sido hasta entonces mantener la paz á todo trance y estender sus dominios por medio de diestras negociaciones y de una tolerancia tan lata en punto á religion que mas de un prelado fanático le acusó de mostrarse poco celoso por la gloria y sosten de la fé cristiana; pero en aquella ocasion se vió obligado á renunciar á sus pacíficas disposiciones y á optar por la guerra contra los moros: el ocio de los ricos-hombres le había acarreado grandes conflictos y se convenció de que solo lanzándoles á la frontera podria evitar una crisis inminente y de funestos resultados: no titubeó, pues, y sin consultar á su consejo (D. Alonso sometia raras veces sus determinaciones al parecer de los demas), se decidió á romper la tregua que habia ajustado poco tiempo antes con el rey de Granada. Cuando su hijo D. Sancho llegó á su presencia le halló menos abatido que el Justicia mayor D. Diego Alonso, pero no menos severo.
-Guárdeos Dios, señor Infante, mejor de lo que vos guardais mis preceptos; le dijo sin dejar de pasearse por la estancia. No es así como me habíais prometido portaros. ¿Creeis acaso, que es prudente provocar la ira del pueblo para tener la gloria de vencerle? pues sabed que el triunfo que alcanza un rey esgrimiendo la espada contra sus vasallos, es mil veces mas funesto para su corona que una derrota sufrida en la guerra contra sus enemigos naturales.
-Señor, repuso D. Sancho procurando ocultar el enojo que le causaba la reconvencion de su padre; no estuvo en mi mano evitar que nuestros enemigos intentasen llegar hasta vos á viva fuerza.
-¡Nuestros enemigos!... ¿y quiénes son esos enemigos?
-Los que se niegan á obedecerlo que vos mandais.
-¿Y qué querian?
-Lo ignoro.
-En ese caso debísteis dejarlos llegar hasta mí, y yo os respondo de que no se hubiera vertido ni una gota de sangre. ¡Ah! D. Sancho, D. Sancho, añadió aproximándose á su e hijo y tomando una de sus manos: creedme, os aconsejan mal; los que están llamados á ocupar un trono no deben ser jefes de bandería, sino amigos de todos sus vasallos.
-Y cuando los vasallos se rebelan, ¿qué debe hacer el Rey?
-Ser prudente y magnánimo; oir sus quejas; ceder siempre que sea posible sin menoscabar su dignidad, y en último caso castigar con justicia y no con ira: la rebelion de anoche no hubiera estallado á ceder vos; pero olvidemos lo pasado: esos á quienes llamais nuestros enemigos pueden ser los puntales mas firmes del trono, y es fuerza traerlos á nuestra parcialidad: una guerra civil destruiria el estado en las actuales circunstancias, y debemos evitarla á todo trance, para ello no hay mas que romper la tregua con los moros de Granada: ¿os hallais dispuesto á conducir mis ejércitos á la pelea?
Levantó D. Sancho la cabeza corno el caballo que sacude las crines al oir el sonido del clarin, y olvidando su disgusto esclamó:
-Señor, yo siempre estoy dispuesto á desnudar la espada contra quien vos rnandeis.
-Es que tal vez tendreis que llevar á vuestras órdenes algunos de los que llamais contrarios nuestros.
Titubeó un momento el Infante; pero cediendo á su natural belicoso contestó:
-A mí solo me toca obedecer: vos meditareis lo que mas pueda conveniros.
Al llegar aquí entró un paje anunciando la llegada del Justicia mayor de la Córte y de los señores D. Simon Ruiz y don Garci Jofré de Loaisa. Penetraron en la regia estancia aquellos tres personajes, y al ver á D. Sancho se miraron unos á otros con cierto recelo; pero dominando su primera sorpresa avanzaron hasta llegar junto al Rey.
-Dios os guarde caballeros, dijo D. Alonso con su habitual benevolencia, como si ignorase que ellos habian sido los jefes de la pasada rebelion. El Estado necesita de vuestra ayuda, y por eso os he rogado que viniéseis.
-Señor, respondió el anciano Garci Jofré de Loaisa, vuestra Alteza debe estar seguro de que los ricos-hombres de Castilla están siempre dispuestos á sacrificarse por su patria. ¿Qué teneis que mandarnos? hablad y vereis que vuestra mas leve insinuacion es obedecida por todos nosotros con la sumision que deben á su Rey los buenos vasallos.
-Gracias, gracias, amigo mio, no esperaba yo menos de vuestra acendrada lealtad, y por eso os he mandado venir á mi lado: se trata de guerrear, caballeros, y muy en breve por cierto.
-¿De guerrear? preguntó el señor de los Cameros sonriendo irónicamente; ¿y contra quién, Señor? ignoro cuáles puedan ser los enemigos que hoy nos obliguen á desnudar la espada, pues gracias á vuestras prudentes disposiciones nos hallamos en paz con todo el mundo.
-Contra los moros de Granada, nuestros eternos competidores, repuso el Rey con entereza, y fingiendo no haber hecho alto en el tono con que le fué dirigida aquella maliciosa pregunta.
-Acaso nos han declarado la guerra?
-No, ciertamente; pero vamos á declarársela nosotros, y como debeis conocer es lo mismo para que apercibamos nuestras armas, sin pérdida de momento.
-,Nosotros!... ¡ah! mucho me alegro que tomemos la iniciativa en esta guerra, pues sentiria en el alma que los mahometanos hubiesen osado romper las hostilidades contra nosotros; pero decidme, Señor, ¿y sería indiscreto preguntaros el motivo de esa determinacion?
-De ningun modo, D. Simon: un Rey que se precie de justo y que odie la tiranía, como yo la odio, está sin duda alguna obligado á satisfacer las preguntas de sus fieles servidores, siempre que se le dirijan con la templanza y comedimiento que vos acostumbrais usar.
He sabido por confidencias seguras y de personas que se cuidan mucho de la prosperidad de nuestros estados que el Rey Mahomad-Miraluntio-Laminio, cuya artera condicion os es bien conocida, está aguardando un crecido ejército de africanos, que Jacob Aben Juzef te envia desde Marruecos, y que intenta invadir nuestras tierras tan pronto como llegue á España.
Semejante invasion bien debeis conocer vos, cuya pericia en trances de guerra es proverbial entre los caudillos de mas fama, que podria sernos funesta, y para prevenirla he creido conveniente que nosotros les ganásemos por la mano arrojándonos con ímpetu sobre sus fronteras.
De esta suerte no solo conseguimos colocarnos en mas ventajosa posicion, sino que tendremos la gloria de iniciar una especie de cruzada contra los enemigos de la fé. Nuestro Santo padre Juan XXI, que tanto odía á los sectarios de Mahoma, nos dará su ayuda espiritual, y es seguro que en esta jornada hemos de alcanzar á la vez honra y provecho. Otras razones que ya os diré en su día, tengo además; pero ahora me conviene callarlas.
-Y decidme, Señor, ¿las huestes castellanas se honrarán como en otras ocasiones llevando á Vuestra Alteza por caudillo? Hay empresas que solo por un Rey tan poderoso como vos deben ser sustentadas, y esta es seguramente una de ellas: el triunfo como habeis dicho muy bien, es seguro y el lauro de esta victoria solo debe ceñir vuestras augustas sienes.
-No, D. Simon, me es imposible salir de Toledo; pero no os acuiteis por eso: tal caudillo he de darlas que no me echarán de menos.
-¿Tan bravo es?
-Vos mismo podreis juzgarlo cuando sepais su nombre: se trata del infante D. Sancho, dijo el Rey acentuando estas palabras y señalando á su hijo, que permanecia inmóvil con el brazo apoyado sobre el respaldo de un sillon.
-¡El Infante! esclamó el señor de los Cameros con sorpresa. En efecto, es un bravo paladin, cuya lanza basta á decidir el éxito de una batalla; pero en ese caso, ¿quién irá de lugar-teniente? añadió con visibles muestras de inquietud.
Adivinó D. Alonso el significado de aquella pregunta, y respondió con prontitud:
-Vos.
-¿Yo?
-Sí, vos: á no ser que os negueis á contribuir con vuestra ayuda al buen éxito de la jornada.
-Jamás, Señor, podria renunciar tan alta merced: mi espada está siempre pronta á serviros.
-En ese caso os encomiendo el cuidado de reunir á cuantos ricos-hombres quieran seguiros con sus mesnadas. Vos, señor Justicia, dispondreis que las huestes reales se hallen apercibidas, y el venerable Loaisa quedará á mi lado con nuestro primo D. Lope díaz de Haro, por si fuere necesario tomar otras disposiciones dignas de consejo.
Esta última resolucion sorprendió a todos los circunstantes; pero ninguno dejó traslucir el efecto que le habia producido.
Largo rato estuvieron discutiendo el plan de la espedicion y los medios de llevarla a cabo con gloria. El infante don Sancho y el señor de los Cameros, cuya enemistad era notoria, parecian hallarse completamente reconciliados al tratar del esterminio de los moros, y D. Alonso miraba con interior satisfaccion el resultado de sus diestras combinaciones
Despues de una larga conferencia salieron de palacio todos aquellos personajes que habian entrado con recelo en el corazon y odio en el alma, y que al separarse se dieron la mano en muestra de buena y franca amistad.
El Rey quedó otra vez solo, aunque por breves instantes. parecia hallarse contento, y dando tregua á sus hondas meditaciones y á los asuntos graves, se puso á recitar en voz alta una estrofa de un poema que estaba componiendo, sobre los hechos del emperador Alejandro, con esa entonacion particular que cada poeta da á sus composiciones y que es para ellos la mas dulce de las armonías: empezó, pues, por aquella sestina
Y ya la habia repetido dos veces cuando vino á interrumpirle la llegada del bravo caballero que tanto habia escitado la curiosidad general en la noche anterior durante el motin. Sin duda debia aquel misterioso personaje ser muy allegado al Rey, á juzgar por el desenfado con que se aproximó á él y por la escesiva franqueza con que dijo:
-No pensó mal aquel gran monarca; pero ya veis que no lo pensó hasta despues de haber subyugado á Egipto.
Al oir D. Alonso estas palabras reconoció la voz del que las pronunciaba, y volviéndose con gran presteza esclamó:
-¡Eres tú, Fernandez!...
-Yo soy, señor.
-Estás herido ó contuso?
-No, á Dios gracias.
-Dices bien, á Dios gracias, porque te espusiste como un loco y me hiciste pasar ratos crueles.
-¿Qué?... ¿me vísteis acaso?
-Sí, te vi desde el momento en que empezó á despuntar la mañana, y te aseguro que me disgustó tu temeridad.
-Qué quereis! peleaba por vos.
-Está bien, agradezco tu celo; pero te prohibo que vuelvas á lidíar, á riesgo de tu vida, sin contar con el auxilio de tus leales servidores. Ahora, díme, ¿has visto al Infante?
-Demasiado, Señor.
-¿Y se conviene á salir de Toledo?
-En cuanto sus heridas se lo permitan.
-,¿Cómo?... ¿está herido D. Fadrique?
-Y de gravedad.
-¡Dios mio! eso nos faltaba.
-El de Haro le hizo caer al suelo, y á no acudir yo tan á tiempo quizá en este instante tendriais que llorar la muerte de un hermano.
-¡Oh! ese D. Lope es implacable.
-Implacable, y capaz de desbarataros los planes mejor combinados.
-Dices bien, esclamó el Rey con enojo; pero esta vez yo sabré prevenir sus arterías y ¡guay de él! si resbala en la danza. Ven, ven conmigo y te participará mis planes: quiero confiarte un encargo asaz delicado; pero antes es fuerza que hables con Zag de Malea, y como no quiero que le vean entrar en mi estancia, tendrás que ir á su casa y le dirás...
Al llegar aquí bajó la voz, y apoyándose en el brazo del caballero salió del gran salon de audiencias por una puerta escusada.
Séfora era una mujer de treinta y tres años de edad; pero tan hermosa, que pocas jóvenes de quince abriles podrian sostener la comparacion con ella: su tez no habia perdido nada de la tersura infantil; sus labios brillaban como el coral humedecido por las espumas del mar, y sus ojos, de cuyo poder avasallador tendremos ocasion de hablar mas adelanto, se conservaban tan nítidos como si jamás los hubiesen empañado las lágrimas del dolor: sin embargo, Séfora habia sufrido mucho.
Era hija de Don Zag de Malea, el Merino mayor del Rey, y bien se conocia el origen de su raza al mirar las lineas rectas y puras de su semblante: su nariz fina y aguileña, su frente alta y despejada, el óvalo perfecto de su rostro, y las tintas trigueñas y sonrosadas de su piel, le daban tal semejanza con las mujeres de la Biblia, que cuando fruncia el ceño y fijaba su mirada centellante en quien escitaba su enojo, traia á la memoria la imágen imponente de Débora; si por el contrario miraba con ternura y sonreia dulcemente, hacia pensar en la candorosa Rebeca. Siendo muy niña todavía perdió á su madre, que á la sazon se hallaba en Sevilla: D. Zag de Malea que amaba con delirio á su esposa, hizo traer á su lado á aquella preciosa criatura, único vástago de su union, y consagró á la hija toda la ternura que habia sentido por la madre: desde entonces Séfora fué la dueña absoluta de su casa; sus caprichos eran leyes para toda la servidumbre del Merino mayor, y aun él mismo era esclavo de aquellos caprichos; pero ¿cómo oponerse a los deseos de un ser tan bello y seductor?... por una sonrisa de su hija hubiera dado el buen rabino la mitad de su tesoro, por una lágrima su vida entera.
Cuando Séfora tenia cinco años mandaba con imperio que cantasen las alondras que su padre tenia en el jardín, y si las alondras no la obedecian como era natural, las desplumaba con rabia, y despues de haberles destrozado las alas las arrojaba á las albercas.
Cuando llegó al segundo lustro, se miraba á un espejo, y si no le parecian bien las galas de su tocado las desgarraba con desden y las arrojaba al rostro de sus doncellas.
A los quince años, si alguno de sus esclavos
se retardaba un minuto siquiera en dar cumplimiento á
sus rnandatos, le hacia apalear en su presencia hasta verle
desfallecer de dolor: su padre jamás osó oponerse
á semejantes arranques de
Por los años de 1260, deseando el Soldan de Egipto captarse la voluntad del Rey de Castilla D. Alfonso el deceno, cuya fama se estendía hasta aquellas remotas regiones, envió á Toledo una embajada compuesta de los tres valíes mas doctos de su imperio: Alfanabio Takioddin, Ahmed Al-Makisi y Ahmed Ebn Yuzef, fueron los encargados de ofrecer al Rey de Castilla los riquísimos presentes de su poderoso señor: recibiólos D. Alonso con espresivas muestras de afecto, y deseando hacerles ver lo mas granado de su córte dispuso que se celebrase en la plaza de Zocodover una magnífica justa en que la nobleza castellana hiciese alarde de su valor y bizarría.
Muchos grandes tomaron parte en aquel festejo, que si bien no deslumbró á los mahometanos por el lujo y riqueza de las vestiduras, les admiró por el esfuerzo y gallardía de los justadores y por la sin par belleza de las innumerables damas que llenaban las gradas del palenque.
Entre las mas apuestas doncellas descollaba la hija del Merino mayor del Rey, cuya lozana juventud y magníficas, preseas ofuscaban á las demás: acababa de cumplir diez y seis años, y á pesar de su desdeñosa altivez y de la severa espresion de su semblante, era difícil mirar sus facciones purísimas sin conmoverse: ella entre tanto aparentaba no reparar en el efecto que producia, y paseaba su mirada indiferente por la anchurosa plaza sin que lograsen fijar su atencion, ni los mas bizarros paladines ni los mas gallardos donceles.
Ya hacia largo tiempo que duraba la justa: la flor de la nobleza castellana habia medido ya sus armas ejecutando proezas dignas de loa y dando muestras de esfuerzo y de bravura, y Séfora permanecia impasible en su mirador sin que una vez agitase su blanco pañizuelo en muestra de aprobacion por un bote dado con destreza, ó por una suerte de adarga inesperada; pero de pronto se mostró en la arena un nuevo justador, cuya presencia pareció fascinar á la altiva judía, aun antes de dar principio á sus hazañas.
Era el recien llegado un caballero bizarro, de noble y elevada estatura y de esbelto tallo; vestia una sencilla armadura de Vizcaya y cabalgaba en un fogoso tordillo de hermosa estampa: dió un paseo por medio de la plaza, y despues de saludar al Rey con gentil desembarazo, fué a herir con el cuento de su lanza el escudo de los mantenedores, un momento despues los jueces del campo lo declaraban vencedor: en vano se le opusieron desde entonces los mas apuestos guerreros, todos cayeron á los botes de su lanza, y cuando llegó la hora de recoger la corona del triunfo, levantó la visera del almete y dejó ver á la entusiasmada multitud el hermoso semblante de un mancebo que apenas contaría diez y ocho años.
Asomo á los labios del Rey una sonrisa de dulce satisfaccion: Séfora fijó en el paladin sus ojos de fuego, los heraldos pronunciaron su nombre en voz alta, y el pueblo aplaudió con entusiasmo á aquel dichoso mortal que habia logrado conmover el empedernido corazon de la hija del Merino mayor.
Al terminar la justa salió el vencedor del palenque llevando atada al brazo la banda que acababa de conquistar, y Séfora regresó á su casa con el pecho lleno de ternura y el alma henchida de tristeza.
Aquella criatura cuya voluntad habia sido hasta entonces árbitra absoluta de sus acciones, se sintió de repente sojuzgada por una fuerza superior y desconocida para ella: al llegar á su estancia quiso irritarse para dominar aquel nuevo sentimiento que le parecia una debilidad; pero sus ojos en vez de lanzar una mirada imponente y severa se llenaron de lágrimas y vagaron con una espresion dulce y suplicante: despidió a su servidumbre con mas melancolía que enojo, y al quedar completamente sola exhaló un suspiro que habia contenido por largo tiempo, y apretándose el pecho con las manos, se dejó caer casi desfallecida en un divan donde la asaltaron mil encontrados pensamientos.
¿Por qué el recuerdo de un hombre la perturbaba de aquella suerte? en qué consistia que, á pesar de sus esfuerzos, no podía apartar de su mente la imágen del paladín vencedor del torneo? por qué se estremecia al pensar que aquella banda que habia visto en el brazo del guerrero, podria tal vez servir de adorno al pecho de una mujer?
El amor acababa de herir el corazon de Séfora; pero el primer destello de ese dulce sentimiento abrasó su alma indómita con todo el fuego de las grandes pasiones, y dirigiéndose á su indulgente padre le confesó sin rodeos lo que pasaba en su pecho significándole que habia resuelto poseer el cariño del hombre que la enamoraba.
Turbóse el buen rabino al oir las palabras de su hija, presintiendo las funestas consecuencias de aquel nuevo capricho que no podía satisfacer sin deshonrarse, á pesar de sus inmensas riquezas. El caballero de quien Séfora se habia enamorado pertenecia á la mas alta nobleza, y aunque en aquella época no era imposible el enlace de una judía rica con un infanzon cristiano, sin embargo, existia mucha distancia entre los dos jóvenes para que el rabino pudiese aspirar á un casamiento tan desigual.
Don Zag de Malea era atendido en la córte por su destreza en el manejo de las rentas de la corona, y por la esplendidez con que facilitaba sus caudales á una grandeza casi siempre necesitada de recursos pecuniarios; ocupaba un alto puesto en palacio, y habia obtenido muchas distinciones; pero todo esto no era suficiente para lavar la mancha de su raza, y su hija no podía aspirar á la mano del hombre á quien amaba.
Estas justas reflexiones no bastaron sin embargo á calmar el deseo de la caprichosa judía, y viendo que su padre no encontraba medio de satisfacerlo, aparentó conformarse con su suerte, y valiéndose de su esclava favorita no tardó mucho tiempo en alcanzar por sí sola, lo que el Merino mayor hubiera procurado conseguir en vano.
Tuvo una entrevista con el dichoso paladin, y fué tanto el poder de sus ojos que logró fascinarle á su vez, haciéndole caer á sus plantas para pedirla una mirada de ternura, favor que consideró el mancebo como el mayor de los bienes á que podía aspirar, y desde aquel momento quedó encadenado á sus hechizos.
¿Cómo hubiera podido resistir un jóven de diez y ocho años los atractivos de aquella mujer encantadora? En los primeros trasportes de amor se confundieron aquellas dos almas llenas de fuego y de juventud y fueron dichosas.
Séfora dominaba á su amante por medio de la suavidad de sus halagos, y le hubiera bastado una lágrima de sus ojos para conseguir de él los mayores sacrificios; pero llegó un día en que el deber de caballero llamó al valeroso castellano lejos de su amada, y al ir con el corazon lleno de tristeza á participarle tan infausta nueva, halló que Séfora no era el ángel de dulzura que habia entrevisto en medio de sus trasportes amorosos. En un principio intentó retenerle á su lado valiéndose de palabras tiernas y de miradas amorosas; pero al comprender que el caballero anteponia el honor á su cariño, al verse contrariada por primera vez en su vida, se rebeló su orgullo y creyendo que trataba con los esclavos de su casa, exigió del noble mancebo con descompuesto ademan que renunciase á su deber; la desdeñosa sonrisa del cristiano encendió su ira, y pasando del mandato á las amenazas, imaginó que intimidaría á su amante como intimidaba á su padre.
-Os vais, esclamó: pero en mi seno se queda vuestro hijo, y guay de él!...
Indignóse el caballero al oir semejantes palabras, y aproximándose á ella con el rostro lívido y los ojos centellantes de enojo, la dijo con ronca voz:
-En vuestro seno se queda mi hijo; pero ¡guay de vos si no me lo entregais á mi regreso! ¡Guay de vos, señora si llego á aborreceros tanto como os he querido!
Y apartándola con violencia de su lado se alejó de aquella mujer iracunda que en un momento de furor acababa de revelarle todo lo odioso de su carácter: al otro día partió de Toledo yendo á reunirse con las huestes del Almirante Don Pedro Martinez de la Fe, que á la sazon sitiaban á Cádiz.
Séfora quedó sumergida en la mas negra desesperacion: los malos instintos de su alma recobraron su antiguo predominio, y aunque no pudo arrojar del corazon el amor que la devoraba, perdió completamente todos los sentimientos de ternura que habian suavizado su carácter, y volvió á ser el azote de su familia.
En los primeros momentos de despecho quiso dejarse morir, y lo hubiera efectuado á no impedirselo los cuidados de su padre y de Lia, su esclava favorita: se negó á salir de casa, prohibió absolutamente que se recibiese a nadie en ella, y aislándose en su habitacion, pasaba una vida solitaria y llena de amargura, que bien pronto alteró su salud y la puso á las puertas del sepulcro.
Entonces supo D. Zag de Malea el estado en que se hallaba su hija: los médicos que hizo venir de Córdoba, le declararon que Séfora no tardaría en ser madre, y que hasta despues del parto les sería imposible aplicarle los remedios que consideraban necesarios para curar su estraña dolencia.
Golpe terrible fué para el buen rabino la nueva de su deshonra: maldijo su ciega condescendencia, lloró al pensar en la humillacion que le aguardaba, y hubo un momento en que pasó por su mente una idea horrorosa; pero era padre y padre idólatra de su hija; enjugó sus lágrimas, y sin dirigirla una sola reconvencion resolvió ocultar aquella mancha que acababa de caer sobre su linaje, aunque para cubrirla le fuese necesario derramar todo el oro de sus henchidas arcas.
Llamó á los médicos que acababan de hacerle tan cruel revelacion y les preguntó si la enferma se hallaba en estado de poderse trasladar á Sevilla: contestáronle que sí, y que aun, aquel viaje lo podria ser de mucha utilidad: entonces sin pérdida de momento, dispuso el Merino mayor todo lo necesario con esa prontitud que solo es dado desplegar á los ricos, y antes de medía noche salió Séfora de Toledo acompañada por los dos médicos cordobeses, por Lia su favorita y por una crecida comitiva de doncellas, pajes y escuderos.
Tres meses mas tarde ya se hallaba completamente restablecida; habia dado a luz una niña, hermosa como un ángel y recobrado toda su fatal belleza: entonces empezó para ella una nueva existencia, existencia borrascosa y que su padre procuró envolver en las sombras del misterio: sin embargo, algo se traslució de aquella vida tan agitada por todo genero de pasiones y que pasó repetidas veces desde el capricho al estravío, y del estravío al crímen.
El tiempo corria y Séfora siempre jóven, siempre bella, era en todas partes el alma de intrigas misteriosas y de aventuras terribles: de Sevilla se trasladó á Córdoba, en compañia de una hermana de su padre; de Córdoba á Granada, y moros y cristianos rindieron por do quier tributo a su hermosura y espusieron por ella la vida y la fama.
Diez y ocho años habian trascurrido ya desde que dió á luz á su hija, cuando deseosa de ver de nuevo á su patria. adoptiva, obtuvo de su padre el permiso para regresar á Toledo. El Merino mayor, persuadido de que la falta de su hija era un misterio para todo el mundo, y anhelando abrazarla despues de tantos años, la escribió á su hermana que se trasladase á la Córte, y no tardó mucho en estrechar contra su seno á aquella criatura que habia sido la alegría de su vida y que despues fué su mas acerbo dolor, pero á quien amaba cada vez mas, tanto por los goces que le habia hecho esperimentar, cuanto por las lágrimas que lo habia costado.
Séfora no habia perdido nada de su belleza, como hemos dicho al principio de este capítulo, y al presentarse en la córte, radíante de juventud, á pesar de sus treinta y tres años, y ataviada con el fausto de una princesa, llamó la atencion universal, y los mas apuestos galanes estrecharon sus relaciones con el Merino mayor ansiosos de poder admirar las gracias de su hija. A los hechizos de su semblante unia Séfora los atractivos de un talento claro y de una educacion esmerada: durante su permanencia en Andalucía habia aprendido el arte de seducir con mil habilidades y la ciencia de fascinar ocultando lo que pasaba en su corazon y dando á sus ojos la espresion que queria.
Su padre se sintió dominado nuevamente por ella desde el momento en que puso el pié en sus umbrales, y sin recordar lo funesta que le habia sido en otro tiempo su condescendencia paternal, volvió á ser, el esclavo de su hija y consultaba con ella hasta los negocios mas graves.
En el momento de estallar el motin de que hemos hablado habia querido D. Zag de Malea ir al lado del Rey, pero Séfora se lo impidió, y aun estaba con ella lleno de zozobra y sin saber el resultado de aquella lucha en que sus intereses podían sufrir graves descalabros, cuando un paje le anunció la llegada de un caballero que venia de parte del Rey.
-Que éntre, dijo el Merino mayor; y despidiéndose de su hija pasó á la habitacion inmedíata donde ya le aguardaba el recien llegado.
Grandes efectos suelen proceder muchas veces de pequeñas causas, y la historia del mundo nos enseña que no hay acontecimiento por insignificante que parezca, que no pueda influir en los destinos de los pueblos: muchos ejemplos podríamos citar en apoyo de esta opinion; pero basta el que atañe á nuestra historia para prueba del aserto.
D. Alonso el deceno era un Rey que segun ciertos cronistas se juzgó capaz de corregir las obras del Supremo Hacedor; tal era la opinion que de su alta capacidad habia formado. En efecto, razón tenia, si no para esto, al menos para envanecerse el hombre que en su tiempo abarcó los vastos conocimientos que él poseia; el hombre que comentaba el
Este Rey, pues, que a un talento profundo y á una erudicion potentosa unia un gran corazon; este Rey que hubiera podido decir de sí, como Hixem I,
Tomo la pluma ó la espada como la ocasion requiera,
habia combinado un plan admirable para conjurar la tempestad que amenazaba á su estado: todas sus medidas estaban bien tomadas; los revoltosos mas temibles se habian sometido á su deseo, como recordará el lector, y solo le faltaba poner en ejecucion su gran proyecto. Para ello necesitaba grandes recursos, y sus arcas estaban exhaustas; pero su Merino mayor era rico como Creso y no podía negarse á las exigencias de un Rey á cuya sombra habia crecido el árbol de su fortuna: para tratar pues, de esto, habia determinado que el caballero á quien le hemos oido denominar D. Alonso Fernandez, fuese á casa de D. Zag de Malea, y de esto trataban en efecto, en un pequeño gabinete, el buen rabino y el misterioso cristiano.
-¿Y para cuándo necesita su Alteza ese cuento de maravedís? preguntó el judío con alguna zozobra.
-Para dentro de doce días, contestó el caballero en tono de mando.
-En ese caso decidle á su Alteza que puede contar conmigo.
-Ya lo esperaba el Rey de vuestra lealtad.
-Bien sabeis que su Alteza debe estar seguro de ella; pero decidme, si no es importuna la pregunta, ¿contra quién vamos á mover nuestras armas?
-Contra los moros de Granada.
-¡Ah! esclamó el hebreo, mirando de un modo oblícuo á su interlocutor: pues yo creí que se trataba de guerrear contra el aragonés.
-No lo quiera Dios, repuso D. Alonso con presteza.
-Sin embargo, dicen que D. Pedro III atiza la insurreccion de Castilla, y que la rebelde Doña Blanca se ha refugiado á la sombra de su trono.
-Doña Blanca es mas desgraciada que rebelde.
-Pero D. Juan de Lara es mas rebelde que desgraciado, y lo que mas nos interesa es evitar que menudeen motines como el de anoche.
-El Rey sabe mejor que vos lo que le interesa y cuando él ha dispuesto que tomemos las armas contra los moros es porque así conviene al Estado y para consolidar esa tranquilidad de la cual os mostrais abogado tan celoso.
-Perdonad si he sido indiscreto.
-No, D. Zag, comprendo el espíritu de vuestras palabras; os asustan los motines porque creeis que en ellos peligran vuestros intereses; pero no temais, ya procuraremos que la insurreccion no levante en lo sucesivo su cabeza de hidra.
-Difícil me parece: el bando de los de la Cerda es muy tenaz, y como dicen que D. Juan de Lara alcanza los favores de la francesa, no es de creer que la abandone.
Una ráfaga de indignacion pasó por los ojos del caballero al oír las últimas palabras del judío, y dejando su asiento dijo sin poder contener un ligero temblor que agitaba sus labios:
-Basta: respetemos el honor de una dama por cuyas venas corre la sangre de San Luis, y no injuriemos á un rico-hombre ausente. ¿Cuándo podré recoger la suma que os he dicho?
-Dentro de ocho días, pues voy á dar órden en el acto para que mis agentes la realicen, contestó el Merino mayor dejando tambien su escaño y mirando al capitan con estrañeza.
-En ese caso yo mismo vendré por ella.
-Como su Alteza lo disponga, dijo D. Zag, acompañando hasta la puerta al régio mensajero, á quien despidió con suma cortesía, añadiendo para sí al verlo partir:
No creia yo que los favoritos del Rey, se cuidaban tanto del honor de los rebeldes. ¡Oh! esos cristianos no pueden sufrir que un israelita injurie á los de su ley, por mas que sean sus enemigos.
El Merino mayor ignoraba que el Rey no era- enemigo de sus nietos ni de la infanta Doña Blanca, y no podía comprender por qué D. Alonso Fernandez se estremecia al oir las calumnias que contra la viuda de D. Fernando de la Cerda propalaban los partidarios del de Haro.
La historia de aquel bravo aventurero era un misterio en la córte: nadie sabia la verdadera posicion que ocupaba en palacio, y la conducta que observaba con los diferentes bandos que traian revuelta la tranquilidad del Estado, no dejaba de tener algo de anómala: sin embargo, era público el favor que con el Rey, gozaba, y nadie, ponia en duda su lealtad caballeresca. En 1274 cuando D. Alonso partió para sustentar sus pretensiones al imperio, dejóle el encargo de gobernar á Sevilla, confiriéndole la tenencia de su alcázar: al regresar el Rey, de su desgraciada espedicion, partió de Castilla aquel bravo caballero, y hacia poco tiempo que habia regresado a Toledo despues de una larga ausencia: unos decian que venia de Africa, otros que habia estado en Palestina; pero lo cierto era que nada de positivo se sabia respectivamente á su espedicion: dejemos empero para mas adelante la solacion del problema que ofrece la vida de este misterioso personaje, y prosigamos el relato de nuestra historia.
Dijimos al principiar este artículo, que de pequeñas causas suelen resultar grandes efectos, y ya es hora de esplicar el por qué nos ha ocurrido esta reflexion que no deja de tener sus puntas de filosófica.
Creyendo el Rey D. Alonso que su plan de reconciliacion entre su hijo D. Sancho y los partidarios de sus nietos era negocio terminado ya; imaginando que su invasion contra los moros sofocaría la guerra civil, y deseando consolidar mas y mas la buena armonía entre los Ricos-hombres de Castilla, dispuso un magnífico festejo en el cual pretendía reunir en torno suyo á los caudillos de todos los bandos, con el objeto de hacerles deponer sus antiguos odios antes de emprender su espedicion contra Granada: con este objeto, pues, hizo grandes preparativos, y mientras D. Sancho y el Señor de los Cameros, se, ocupaban en reclutar la hueste que debia seguirles á la guerra, la servidumbre de palacio disponia todo lo necesario para la régia fiesta.
Un movimiento inusitado llenaba á todas horas las calles de Toledo: por un lado cruzaban innumerables operarios conduciendo á palacio ricas alfombras y toda clase de adornos; por otro llegaban á la ciudad compañías enteras de aventureros que venian á ofrecer sus servicios á los jefes de mesnada; un sinnúmero de judíos cargados de joyas y perfumes, discurrian por las plazas y los óciosos de la córte se ocupaban en prejuzgar el resultado de la fiesta: unos enumeraban ya los juegos y las danzas que se preparaban: otros disputaban sobre cuáles serian las damas que se presentarian mejor tocadas; quién aseguraba que Doña María de Molina disponia espléndidas galas; quién se esforzaba en probar que la esposa del infante D. Juan, Margarita de Monferrat, seria la reina de la belleza y de la elegancia; otros auguraban que la Infanta Malespina las ofuscaría á todas con su riqueza; y otras por último, creian que Doña María de Ucero alcanzaria sin duda la corona del triunfo: esta opinion era la mas admitida, y no tardó en divulgarse por todas partes llegando en fin hasta la retirada estancia de Séfora, la hija del Merino mayor.
Odíaba Séfora á la de Ucero sin poderse ella misma esplicar la causa de aquel ódio, y al saber que la hermosa Doña María esperaba vencer á todas sus rivales, quiso tambien ella entrar en la liza y disputar un triunfo á que aspiraban todas las damas de la córte. Difícil era competir con la noble castellana; pero la judía era muy bella á pesar de sus treinta y tres años, y D. Zag de Malea era el primer potentado de Castilla, á pesar de su oscuro orígen.
No contenta la altiva hebrea con los suntuosos ropajes que llenaban su recámara y poco satisfecha de los innumerables aderezos que atesoraba en sus joyeros, hizo que Adhel, su esclavo berberisco, fuese en busca de los mas acreditados díamantistas y de todos los mercaderes que habian llegado á Toledo en aquellos días. Obedeció el pajecillo, y una hora despues se hallaba Séfora rodeada de cuanto puede inventar el hombre para satisfacer los caprichos del bello sexo: brinquiños de esmeraldas, piochas de brillantes, collares de rubíes, sartas de perlas, zarcillos de zafiros, abanicos de nácar, plumones de Meonia, aves del Paraiso con carbunclos en los ojos, perfumes de Arabia, tisúes de Damasco, velos de Cachemira y otras mil telas que seria difuso enumerar, se ofrecieron sucesivamente á los ojos de la judía, que sin reparar en el precio de los objetos que mas llamaban su atencion, escogía telas y joyas, haciendo que su esclavo anotase el valor de lo que compraba.
Cuando hubo satisfecho su caprichoso deseo despidió á los mercaderes, dándoles órden de presentarse a su padre, y desde aquel mismo instante empezo a combinar los trajes y adornos con que se proponia ofuscar en los régios salones a cuantas damas intentasen competir con ella, y en particular á la celebrada Doña María de Ucero.
Llegó por fin el día designado para el gran festejo: el Rey vió lleno de júbilo cumplirse su mas ardiente deseo: todos, los ricos-hombres de Castilla menos D. Juan de Lara, acudieron á su palacio: su hijo D. Sancho y su hermano Don Fadrique, ocupaban dos escaños juntos al lado de su trono; D. Lope díaz de Haro y el señor de los Cameros departian amigablemente, y el venerable Garci Jofré de Loaisa se apoyaba en el brazo de D. Diego Alonso el Justicia mayor: los demás partidarios subalternos tambien andaban confundidos por los reales aposentos, y en todos los semblantes resplandecia la mas franca satisfaccion.
Las damas de la córte iban llegando unas en pos de otras, y sus magníficos trajes revelaban que la única riqueza de Castilla la poseian los señores feudales en menoscabo del malhadado pueblo, cuya miseria era deplorable: muchas y muy bellas eran las matronas que llamaron la atencion de la multitud; pero la voz pública no se habia equivocado: Doña María de Molina y su hermana Doña Blanca; la princesa de Romanía y Margarita de Monferrat brillaban como astros superiores en medio de aquella confusa muchedumbre de estrellas: todas las miradas se fijaban en las cuatro ilustres damas, y los concurrentes imparciales no sabian á cuál de ellas proclamar por mas hermosa y mas ricamente adornada; pero de improviso llamó la atencion un murmullo que resonaba en la puerta del gran salon de recepciones, y todos volvieron la faz quedando absortos al ver entrar al lado de D. Alonso Fernandez, á la hermosa de las hermosas, á la mas joven de las damas de la córte, á la sin par Doña María de Ucero. Renunciamos á describir su atavío, porque sería larga y difícil empresa; baste decir que hasta sus rivales la proclamaron vencedora.
-Querida prima, la dijo Doña María de Molina saliéndola al encuentro, Dios te guarde para orgullo de nuestra familia.
Bajó los ojos la hermosa doncella al oir el cumplido de su ilustre parienta, y con voz entrecortada murmuró algunas frases de gratitud. El Infante D. Sancho al ver á su querida sintió latir su corazon con violencia, y fijó en ella una mirada llena de ternura; D. Lope díaz de Haro fué á saludarla asomando una maliciosa sonrisa á los labios, y hasta el mismo Rey la tributó repetidos elogios con su habitual galantería; pero el triunfo de aquella dama debia pasar como la luz del crepúsculo palidece en presencia de los rayos del sol, y en efecto, no tardaron mucho su belleza y esplendor en quedar oscurecidos por la belleza y esplendor de otra mujer.
Séfora, la hija del Merino mayor, apareció de improviso en medio de la régia, estancia, y al verla inclinaron la frente todas las hermosas. ¿Cómo competir con aquella beldad de raza pura que unia á los encantos de la naturaleza todos los refinamientos del arte? ¿Cómo rivalizar con aquella mujer que al tesoro de su hermosura habia agregado otro tesoro de riqueza? Las damas castellanas de mas esclarecido linaje ni siquiera se hubieran atrevido á desear aquella profusion de lujo oriental que desplegó la hija del hebreo: los mancebos quedaron deslumbrados á su presencia, y los ricos-hombres mas poderosos envidíaron aquellos díamantes que ellos no hubieran podido pagar con la mitad de sus estados: pasada la primera sorpresa, unos fueron á tributar incienso á aquella altiva deidad, y otros murmuraban en voz bajá del funcionario que así insultaba la miseria pública, haciendo alarde de sus dilapidaciones.
El triunfo de Séfora no podía ser mas completo, puesto que dispertó la admiracion, la envidía, y la maledicencia.
Los primeros compases de la orquesta vinieron oportunamente á llamar la atencion universal, y un momento despues danzaban confundidos envidíados y envidiosos: la buena armonía recobró su imperio, y el Rey iba de salon en salon animando á la juventud.
El Infante D. Sancho no se apartaba de su amada Doña María de Ucero; Séfora llevaba en pos de sí una cohorte de adoradores y todos parecian hallarse satisfechos. Unicamente un anciano, de elevada estatura y de blanca cabellera, se negaba á tomar parte en la alegría de los demás: una nube de tristeza posaba sobre su frente, y ni un solo momento desarrugó el ceño de su semblante: aquel anciano era el Merino mayor del Rey, D. Zag de Malea.
¿Por qué el astuto judío se presentaba aquella noche tan taciturno? ¿qué se habían hecho su eterna sonrisa y la hipócrita benevolencia de sus palabras? ¿á qué debia atribuirse su tibieza y su pertinaz silencio? En vano quisieron halagar su vanidad algunos palaciegos, elogiando en torno suyo las perfecciones de su hija y la magnificencia de su tocado; aquellas alabanzas aumentaban, su mal humor, y deseando huir de ellas fué á pasearse solo por los salones menos concurridos.
La fiesta seguia entre tanto cada vez mas animada en ella se representaban esos mil dramas de distintos géneros que en todos tiempos ha reproducido la sociedad; pero de aquellos encontrados afectos y de tan variadas escenas solo la tristeza del Merino mayor y un incidente que pasó desapercibido para la mayor parte de los cortesanos, deben fijar nuestra atencion, pues solo aquella tristeza y aquel incidente tienen relacion directa con la presente historia; mas antes de referir el hecho que nos interesa recordar, creemos que no será inútil echar una ojeada retrospectiva con el fin de ayudar la memoria del lector para que pueda reconocer áun personaje de que vamos á ocuparnos.
Dijimos en nuestro capítulo anterior, que Séfora la hija de D. Zag de Malea, habia amado en su juventud á un ilustre mancebo á quien conoció en las justas celebradas en Toledo por los años de 1260: un arranque violento de su carácter dominador hizo que el altivo cristiano se desprendiese de sus brazos precisamente en el momento en que acababa de anunciarle que ya era madre: despues vimos partir al mancebo al cerco de Cádiz, y la judía huyó a esconder en Sevilla su vergüenza y su despecho: desde aquel día no se volvieron á ver.
Al dar cuenta en el primer capítulo de esta verídica historia, de la fuga que emprendieron la reina Doña Violante y la infanta Doña Blanca, hicimos mencion de un paladin incógnito, cuya única divisa era un penacho verde, el cual salvó á las ilustres fugitivas, mientras D. Juan de Lara sostenia un reñido encuentro con los mensajeros del infante Don Sancho. Mas tarde, al hablar de Doña María de Ucero, la dama mas bella de la córte, referimos que un caballero de gallarda presencia solia visitarla, representando el interesante papel de protector y amigo de la ilustre doncella.
Este caballero, pues, que últimamente salvó la vida del infante D. Fadrique en el motin de la plaza de Zocodover; el paladin del penacho verde y el imberbe galan de la judía, no eran mas que un solo personaje, el cual se hallaba tambien en la régia fiesta y á quien conocemos ya con el nombre de Don Alonso Fernandez el Niño.
En el momento en que se presentó en los salones al lado de su bella protegida, llamó la atencion por su gallardo continente y elegante atavío; pero la competencia de las damas hizo que la concurrencia se olvidase de él, y desde entonces se confundió con los otros convidados perdiéndose entre la multitud; únicamente al terminarse el sarao volvió á fijar la atencion de todos, pues el Rey le llamó en voz alta y estrechándole la mano con afectuosas muestras de cariño, le dijo algunas palabras al oido. Entonces fué cuando tuvo lugar el incidente que nos interesa retener en la memoria y del cual tomaron origen muchos de los graves acontecimientos que referiremos mas adelante.
Séfora que hasta entonces no habia reparado en el gallardo caballero, distraida con los obsequios de sus admiradores, fijó en él sus ardientes ojos, y al ver aquel semblante que el amor y el despecho habian grabado en su corazon con buril eterno, se estremeció de tal suerte que tuvo necesidad de apoyarse en el brazo de su padre para no venir al suelo. En aquel mismo momento, advirtió Fernandez que Doña María de Ucero abandonaba su mano entre las del infante D. Sancho, y sorprendió en sus ojos una mirada de tan inefable ternura, que le revoló todo lo que pasaba en aquel pecho infantil:,turbáse á su vez el caballero, y la judía que no apartaba de él su magnética mirada se apercibió al instante de aquella turbacion. D. Alonso Fernandez acababa de descubrir que su protegida amaba á D. Sancho: Séfora creyó adivinar que el capitan amaba á Doña Maria.
Un momento después quedaron, desiertos los salones de palacio: cuando los que habian asistido á la régia fiesta regresaban á sus casas ya empezaba a despuntar la aurora,, y un sinnúmero de soldados cruzaba las calles en distintas direcciones: aquellos soldados pertenecian al ejército que el Rey habia mandado reunir en las inmedíaciones de Toledo, y que segun se aseguraba debia ponerse en marcha al día siguiente bajo las órdenes del Infante D. Sancho y de D. Simon Ruiz, Señor de los Cameros. Los jefes de mesnada y los aventureros sueltos solo aguardaban recibir la martingala que se les habia ofrecido, para mover sus armas contra los moros, y los ricos-hombres tenian dispuestas sus lanzas aguardando únicamente la señal de partida; pero el día designado para ponerse en movimiento el ejército llegó por fin, y sus comandantes recibieron órden de suspender la marcha. ¿Qué motivo podía existir para tal resolucion? ¿qué grave acontecimiento habia hecho variar los bien combinados planes del Rey? Unicamente el capricho de una mujer.
Deseando Séfora ofuscar á todas las damas de la córte, habia gastado en joyas y tejas preciosas el cuento de maravedís que su padre acababa de reunir para D. Alonso el deceno, y hé aquí una causa que aunque insignificante al parecer, produjo los mas trascendentales y funestos efectos para la monarquía castellana.
Al presentarse D. Alonso Fernandez con los oficiales del tesoro á recoger la suma que el Merino mayor tenia ofrecida al Rey, halló al malhadado rabino sumergido en la misma profunda melancolía que nublaba su frente la noche del festin: preguntóle la causa de aquel disgusto, y entonces supo con dolorosa sorpresa que hasta dentro de quince días no podía recibir aquel cuento de maravedís que D. Alonso habia ofrecido repartir aquella misma tarde entre los jefes del ejército espedicionario: las consecuencias de aquel retardo podían ser funestas, y el inquirir el caballero la causa de tan reprensible informalidad, estuvo tentado de seguir las costumbres de su época haciendo triturar en el tormento los huesos del judío.
En vano suplicó aquel desgraciado que no se divulgase tan desagradable incidente; en vano pidió qué se le evitase el bochorno de comparece delante del Rey: D. Alonso se mantuvo inexorable, y sin respeto a sus canas ni al elevado empleo que desempeñaba, le condujo a palacio entre las filas de sus archeros.
Grande fué el disgusto del Rey al saber aquella nueva, y a pesar de su templanza trató al Merino mayor con tal severidad, que el judío, cuyo flexible carácter se habia doblado en muchas ocasiones, ante el enojo de los altivos cristianos, se sintió herido, en lo mas hondo del alma y juró en secreto vengarse de tamañas humillaciones; pero el temor le hizo ocultar su designio, y poniendo á Abraham por testigo, ofreció solemnemente que antes de quince días haria efectiva la suma que con tanta urgencia se le demandaba.
Aceptó el Rey el plazo, obligado por las circunstancias, y no pudiendo pasar por otro punto mandó suspender la marcha del ejército que tan perentoria era para la realizacion de su proyecto: dispuso que los soldados mercenarios se alojasen en las aldeas inmedíatas y que las huestes de los señores feudales se acuartelasen en la ciudad. Semejante medida afectaba los intereses del pueblo, sobre cuyas débiles espaldas descargaba el Rey un peso que sus hombros no podían sustentar: los pacíficos hogares de los pecheros se vieron invadidos por una soldadesca exigente y desenfrenada, y un murmullo de descontento cundió por todas partes: no pararon aquí sin embargo los graves inconvenientes que la loca prodigalidad de una mujer debia acarrear al Estado.
Aquel retardo en romper las hostilidades contra los moros dió tiempo á los descontentos para combinar sus planes, y D. Lope díaz, de Haro que habia consentido de mala voluntad en quedarse al lado del Rey, trabajó el animo del infante D. Sancho y le indujo á no salir de Toledo si él no ib en su compañia. D. Simon Ruiz no podía consentir que el Señor de Vizcaya dividiese con él el cargo de lugarteniente que se le habia conferido, y se puso otra vez de acuerdo con el infante D. Fadrique su suegro, para protestar contra aquella medida en el caso de que D. Alonso accediese á la voluntad de su hijo.
La tempestad empezaba á rugir mas imponente que nunca, y un suceso inesperado vino á hacerla estallar. Pero antes de hacernos cargo de este suceso, fuerza será que nos apartemos un momento de la córte de Castilla para volver al lado de la Reina Doña Violante y de la Infanta Doña Blanca á quienes dejamos en Ariza escoltadas por el valiente Don Juan de Lara, y en compañía del rey D. Pedro III de
Aragon.
No bien llegaron aquellas
ilustres damas á la capital del vecino reino, cuando
poniendo bajo la salvaguardía del-Monarca aragonés
á los Infantes de la Cerda, empezaron á hacer
gestiones en pro de los nobles huérfanos: el Señor
de Lara partió á sus estados de Albarracin
con el objeto de armar á sus vasallos en apoyo de
los derechos que á la sucesion de la corona de Castilla
tenian sus augustos protegidos, y Doña Violante quiso
decidir á su hermano á que se declarase abiertamente
en favor, de sus nietos; pero el cauto D. Pedro á
quien la historia apellida el
Escribió, en efecto, la .desconsolada Princesa demandando á sus compatriotas una proteccion que le negaban los estraños, y sus maternales súplicas encontraron favorable acogida allende los Pirineos.
Ocupaba
á la sazon el trono de Clodoveo Felipe el
Cuando el embajador francés llegó á la corte de Castilla, encontró levantados los ánimos y perplejo al Rey entre las exigencias de los dos bandos que en vano se esforzaba por unir: su presencia acabó de imposibilitar la reconciliacion.
Hallábase D. Alonso en el gran salon del alcázar rodeado de los principales señores de su reino, y procurando contentarlos a todos, cuando un heraldo vino á participar la llegada del embajador francés: no quiso el Rey diferir la recepcion de aquel enviado, y le mandó á decir que estaba pronto á oirle: una hora despues anunciaban los ugieres de :palacio, con las formalidades de costumbre, al muy alto y poderoso señor D. Juan de Acre, Príncipe de Briena, Conde de Monfort, Gran Botiller de Francia y embajador del Señor Rey Felipe III.
Era aquel noble personaje un mancebo de gentil talante que apenas representaba veintiocho años de edad: vestia un suntuoso traje talar bordado de oro, y los persevantes, pajes y escuderos de su comitiva, llevaban ricas dalmáticas flordelisadas y vistosos plumajes, que contrastaban de un modo chocante con las modestas y casi toscas vestiduras de los señores castellanos.
Recibióle el Rey D. Alonso sentado en su elevado escaño, sobre el cual pendía la soberbia panoplia de sus armas; pero los ricos-hombres se pusieron en pie al verle entrar: saludó el recien llegado á tan ilustre reunion y avanzando hasta hallarse en frente del Monarca, hincó una rodilla en tierra y dijo con voz firme y clara:
-En el nombre del Rey Felipe III de Francia, mi señor natural y egregio primo vuestro, á vos D. Alonso el deceno de Castilla, y á los Infantes vuestros hijos, y á los Infantes vuestros hermanos y á los ricos-hombres de vuestros reinos, salud.
-Alzad, primo; cubríos señores, dijo el Rey: y estrechando en sus brazos al ilustre enviado añadió: ¿Cómo sigue nuestro Real hermano? ¿Que quiere de nos?
-Vuestro Real hermano sigue prosperando en gracia del Señor Jesucristo, y me envia con poderes bastantes para suplicaros en amistad que devolvais la opcion que al heredamiento de vuestra corona le cabe á D. Alonso de la Cerda, primogénito de vuestro hijo D. Fernando, que santa gloria haya, cuya opcion le quitaron á tuerto segun su leal entender: otrosí, os ruega que llamando á vuestro lado a su egregia hermana la infanta Doña Blanca y á sus hijos el susodicho D. Alonso de la Cerda y su hermano D. Fernando, les devolvais sus aposentamientos y regalías, y les ampareis con toda vuestra Real potestad contra las asechanzas y maleficios de los que pudieran disputarles sus legítimos derechos.
Un imponente murmullo siguió á las palabras del embajador: los ricos-hombres de Castilla se miraron primero unos á otros con muestras de asombro, y fijaron luego los ojos en el Rey que permanecía inmóvil en su asiento con el semblante algun tanto alterado y la vista clavada en su interlocutor: despues de un breve instante en que reinó el mas profundo silencio, dejó D. Alonso vagar una ligera sonrisa por sus labios y dijo con voz sosegada:
-Nuestro Real hermano ignorará sin duda que fué un acuerdo de las Córtes de Segovia lo que privó á los infantes de la Cerda de su opcion á la herencia de nuestro reino: hacédselo saber, pues, y estamos persuadidos de que retirará su demanda: en cuanto á la segunda insinuacion que habeis hecho, debeis afirmarle que su ilustre hermana á quien amamos muy particularmente, puede volver a Castilla
iempre y cuando quiera, segura de que nadie osará faltar á las consideraciones que como á hija de San Luis y á esposa de nuestro malogrado primogénito se le deben.
-No ignora mi señor lo del acuerdo de Segovia, repuso el francés, sin cuidarse del efecto que producian sus palabras; y no obstante ese acuerdo, os ruega que devolvais á vuestros nietos sus legítimos derechos.
-Aquí no hay mas derechos que los que conceden las Córtes del reino, esclamó el infante D. Sancho sin poder contener su indignacion; y el Rey vuestro señor debe contentarse con la respuesta que os ha dado el nuestro.
-Sin embargo, el Rey nuestro señor no se contenta con esa respuesta, dijo el ilustre enviado sin alterar el tono de su voz.
-Pues no nos cumple darle otra, añadió D. Alonso con entereza.
-¿Lo habeis meditado bien?
-Lo hemos meditado.
-Lo decidís así?
-Así lo decidimos.
-En ese caso oid: Yo, Juan de Acre, Príncipe de Brieria, Conde de Monfort y Gran Botiller de Francia, en nombre de mi Rey Felipe III, á vos D. Alonso el deceno de Castilla os notificamos, que si en el término de un mes y un día, no devolveis los derechos que al heredamiento de vuestro reino tiene el infante D. Alonso de la Cerda, vendremos a retaros á vos y á los infantes vuestros hijos, y á los infantes vuestros hermanos, y á los ricos-hombres de vuestros reinos, para que el juicio de Dios decida de parte de quién está la razon en esta demanda.
-Os hemos oido, dijo el Rey con dignidad.
-Y podeis añadirle, esclamó el Infante D. Sancho, que si mientras trascurre el plazo quieren algunos de sus caballeros remitir al juicio de Dios la demanda de su soberano, yo, D. Sancho, heredero jurado del reino de Castilla, tengo siempre dispuestas cien lanzas de mis vasallos particulares para medirlas con las de los mejores ricos-hombres de su Alteza.
-He oido á vuestra señoría, dijo á su vez el embajador; y saludando con respeto al Rey, salió del salon seguido de su brillante comitiva, y dejando encendida en pos de sí la tea de la discordía.
La costumbre de emitir su opinion en las Córtes del rei-no, el derecho de intervenir en la mayor parte de los negocios del Estado y la potestad de desnaturalizarse y de negar la pleitesía á la corona, hacian que los ricos-hombres del si-lo XIII se olvidasen á menudo del respeto debido Soberano, y nada era mas frecuente que ver convertida la corte en una especie de representacion nacional donde cada uno de los señores que rodeaban el trono, defendía sus derechos á su parecer, con toda la independencia y altanería del que cuenta con la fuerza para sustentar sus razones en todo evento.
Tal era la índole del feudalismo, y nuestros lectores no deberán estrañarse de que el Infante D. Sancho se atreviese á tomar la palabra en presencia de su padre, ni menos que los demás señores osáran entrometerse en un asunto sobre el cual acababa de fallar el Rey definitivamente.
No bien habia salido el Príncipe de Briena de la régia estancia, cuando el Infante D. Fadrique, con su acostumbrada rudeza le dirigió á su hermano el siguiente razonamiento:
-Señor, bien hubieras podido consultar la opinion de los ricos-hombres aquí presentes, antes de resolver sobre la demanda de nuestro primo, que en mi concepto tiene mucho de justo, pues si bien es verdad que las Córtes de Segovia decretaron el desheredamiento del Infante de la Cerda, no lo es menos que semejante acuerdo tiene mucho de ilegal, pues se tomó sin hallarse presentes algunos ricos-hombres que tenian derecho de dar su voto en tan importante determinacion.
-Y ¿en dónde ha aprendido el señor Infante que el Rey necesita consultar á sus vasallos en asuntos que solo á su régia potestad atañen? ¿Creeis por ventura que puedo yo ignorar los derechos de mis vasallos y las facultades que á mí me competen? dijo el ilustre legislador con tan despreciativo acento, que su hermano se mordió los labios y miró á sus parciales de un modo siniestro.
Por mucho que D. Alonso desease reconciliar los ánimos y atraerse partidarios, no queria sin embargo manifestar ni el mas pequeño asomo de flaqueza, pues conocia el espíritu de su época y sabia perfectamente que un Rey débil no podía contrarestar la influencia de vasallos casi tan poderosos como él, ni sostener el esplendor de una corona que aunque heredada, se sustentaba en su cabeza con el apoyo de leyes harto débiles y que á cada instante eran controvertidas y modificadas por aquellos mismos vasallos.
Además el carácter de D. Alonso era naturalmente altivo, aunque la prudencia modificaba la mayor parte de las veces sus enérgicos arranques; y en mas de una ocasion habia manifestado que no le asustaba el estruendo de las armas: por eso respondió á D. Fadrique con tanta dureza, y aunque sus palabras fueron acogidas con un murmullo de difícil interpretacion, nadie osó secundar la conducta del Infante, y un profundo silencio siguió á su respuesta.
Entonces manifestó el Rey deseo de quedarse sólo, y en el momento se retiraron todos aquellos altivos personajes, unos llenos de satisfaccion por el triunfo que acababan de conseguir, y meditando otros la manera de enarbolar los estandartes de la rebelion, pues en aquella época en que la monarquía aun no habia fijado de una manera sólida sus cimientos, eran en estremo frecuentes aquellos choques entre los poderosos Señores que rodeaban el trono, los cuales viendo en el pueblo un esclavo se valian de él para sustentar su capricho ó sus intereses, y sin cuidarse de la sangre que vertian sus míseros vasallos alzaban pendones de guerra con una sacrílega indiferencia siempre que les venia en mientes.
Unicamente el Arzobispo de Sevilla, el Justicia mayor de la córte y Gonzalez Ruiz de Atienza permanecieron al lado de D. Alonso, que al verse solo con sus privados dejó su régio asiento, y cruzando los brazos sobre el pecho esclamó despues de reflexionar un breve instante:
-Vive Dios, señores, que hemos
quedado lucidos con nuestro plan de reconciliacion! ¿Son
esas las buenas disposiciones que me dijiste haber encontrado
en los partidarios de mis nietos?... Pues mira, Alonso, me
has hecho agotar todos mis recursos para construir un edificio
tan sólido como los castillos de arena que hacen los
niños, y ha bastado el soplo de otro muchacho
-Señor, si así lo exigis, os diré que vuestra Alteza no necesita asesorarse de nadie, pues rara vez propone un plan que no sea el mas conveniente. ¿Qué podríamos indicar nosotros, que vuestra alta capacidad no hubiese ya previsto?
-Compadre, no era un elogio, sino un consejo lo que esperaba de vos; pero puesto que tanto le cuesta á la iglesia ser esplícita conmigo, recurriremos a la milicia. ¿Qué dices tú Atienza? ¿Hago mal en adoptar la energía para reprimir tanto desórden? ¿qué opinas de lo que acaba de ocurrir en la audiencia de hoy? habla con franqueza tú que siempre me dices la verdad.
-Yo entiendo poco de consejo; pero sin embargo, creo que á no haber cedido vuestra Alteza con demasiada bondad á las exigencias de las Córtes de Segovia, no se veria hoy en el caso de recurrir á las armas para hacer respetar sus determinaciones: pero aquello pasó ya, y opino que lo hecho debe sostenerse á todo trance, pues fuera mengua que Don Alonso de Castilla recibiese órdenes, no digo de Felipe de Francia, sino del mismo Emperador Balduino: en cuanto al descontento de los Grandes, no creo que el Rey está en el caso de mirarles el rostro á sus vasallos antes de obrar, y la respuesta que habeis dado al Infante es la misma que yo le hubiera dado hallándome en vuestro caso.
-¿Con que opinas que hice bien en no acceder á la pretension de mi atrevido primo? Y á tí ¿qué te parece, Alonso?
-Me parece que debemos apercibirnos á la pelea, pues cuando el infante D. Fadrique salia por aquella puerta, le ví echar mano á la daga y mirar á sus amigos con ojos centellantes.
-Ese es un movimiento habitual de mi hermano, dijo el Rey con indiferencia: sin embargo, por lo que pudiera suceder vigilarás á cuantos tengas por sospechosos. No pierdas de vista á Garci Jofré de Loaisa: ese anciano de orígen dragonés me infunde mas recelo á pesar de su hidalguía y de sus años, que mi hermano con todos sus arrebatos de cólera.
-Plegue á Dios que sean vanos los temores del señor Justicia mayor, dijo el Arzobispo levantando los ojos al cielo.
-Amen, compadre, repuso el Rey; pero esta vez creo que no se equívoca como cuando nos afirmaba que era posible una reconciliacion entre nuestros Grandes: vamos, Alonso, no perdamos tiempo; encárgale al capitan Fernandez que reuna en el alcázar á todos sus archeros: tu Atienza, dispon que Salcedo ponga sobre las armas á mis lanceros castellanos; y vos, señor Arzobispo, volved al lado de mi hijo D. Sancho y prevenidle que reviste todas las fuerzas acampadas en las inmedíaciones de Toledo. Ahora dejadme solo, pues antes de vestirme la armadura quiero ver terminadas mis Tablas astronómicas, y estoy esperando á los doctos Aben-Raghel y Alquibicio, que han presidido hoy la sesion en el palacio de Galiana y no pueden tardar en venir a darme cuenta de sus adelantos.
Dijo: y acompañando hasta la puerta de su estancia al reverendo prelado y á los dos consejeros, les repitió sus órdenes y se quedó solo, pensando en salvar las obras de su ingenio de la borrasca que le amenazaba, como César cuando al arrojarse á las aguas en Alejandría pensó en salvar sus inmortales
Diego Alonso no se habia equivocado: apenas salieron
del régio alcázar los ricos-hombres que se
hallaron presentes á la demanda del Embajador francés,
cuando el revoltoso D. Fadrique, reuniendo en su casa á
todos los partidarios de los Infantes de
Varias fueron las opiniones de los descontentos en esta ocasion: unos se mostraban recelosos, temiendo ser vencidos por el bando de D. Sancho, que segun decian era mas numeroso y compacto que el suyo; otros opinaban por el contrario, que nada podria resistir á su valor, y despues de larga y agitada discusion, resolvieron que los principales caudillos saldrian de Toledo sin pérdida de momento, con el objeto de preparar el ánimo de los pueblos con cuya adhesion contaban: un mensajero partió en direccion de Albarracin, á prevenir al Señor de Lara que habia llegado el momento de obrar, y el infante D. Fadrique y el Señor de los Cameros, se encaminaron aquella misma noche el primero á Burgos y el segundo á Logroño, á fin que el grito de rebelion resonase simultáneamente en todos los ángulos de la monarquía.
El venerable Jofré de Loaisa, á pesar de su templanza se encargó de esparcir con la mayor actividad la alarma en la córte, y sus emisarios se diseminaron por la ciudad y sus alrededores, llevando instrucciones secretas á los jefes de mesnada y á los aventureros que pertenecian á su bando.
Una sorda agitacion se esparció por todas partes, y entre la soldadesca, pocos días antes tan risueña y unida, cundió la desconfianza: los vizcainos trataban con recelo á los castellanos; las huestes reales recibieron órden de replegarse en torno de la ciudad, y los soldados del infante D. Sancho parecian vigilar la conducta de las tropas mercenarias que se habían unido al ejército espedicionario.
El pueblo se agitaba tambien, pero sin comprender la causa de tan estraordinario movimiento, pues los -grandes revoltosos de aquella época, no hacian partícipes á las masas de sus designios hasta el momento de lanzarlas á la pelea como si fuesen jaurías de lebreles: cada Señor disponia de sus vasallos, y para obligarles á empuñar las armas no se valía de la persuasion ni del halago, sino de rudas amenazas: por eso la plebe toledana miraba con afanosa curiosidad el desasosiego de la córte, sin cuidarse mucho del papel que le tocaria desempeñar en el drama que preparaban los poderosos y aguardaba con curiosidad el resultado de todas aquellas reuniones de nobles y de aquel aparato de fuerza que desplegaban los hombres del poder.
No se crea sin embargo, que las hostilidades se habian roto visiblemente entre los dos bandos: D. Fadrique y el Señor de los Cameros pretestaron al partir que asuntos importantes de familia les obligaban á alejarse de la córte momentáneamente, y los oficiales de palacio doraban con el nombre de revistas la reunion de tropas que llegaban díariamente á la ciudad; pero el pueblo con su natural instinto adivinaba que algo estraordinario estaba pasando en las altas regiones, y los jefes de los partidos no lograban engañarse unos á otros, por cuya razon no depusieron la desconfianza y siguieron obrando con la mayor actividad y cautela.
Mientras Jofré de Loaisa reunia en su casa a sus amigos para apoyar la causa de los de la Cerda, el infante D. Sancho congregaba en torno suyo á sus parciales con el objeto de sofocar toda tentativa que pudiera perjudicar á sus intereses, y hasta el mismo Rey tenia tomadas sus medidas para impedir que la rebelion levantase de nuevo la cabeza; pero un incidente que no era difícil de prever, vino á inflamar los combustibles preparados hacia ya mucho tiempo para la hoguera que debia devorar en breve espacio la parte mas granada de la monarquía castellana.
Animada la princesa Doña Blanca con la reclamacion que en su favor acababa de hacer su hermano Felipe el Atrevido, resolvió presentarse otra vez en Castilla para reanimar el ardor de sus partidarios, y con aquel valor propio de una madre que reclama los derechos de su hijo, voló á Toledo, dejando bajo la custodía de la reina Doña Violante y del astuto Monarca de Aragon á los malhadados herederos de D. Fernando.
Su presencia en la córte dispertó los recelos de su cuñado D. Sancho y del suspicaz D. Lope díaz de Haro, que no pudiendo atentar contra la libertad de la princesa y viendo lo inminente del peligro que le amenazaba, decidió exasperar, á sus enemigos a fin de hacerles dar algun paso que obligase al Rey á adoptar medidas violentas: para lograr su objeto, se dirigió, como tenia de costumbre, al Infante, de quien era favorito, y le hizo comprender que Doña Blanca podria con el auxilio de la Francia privarle de sus derechos á la corona.
Aquel recelo que hubiera sin duda intimidado a otro menos audaz que D. Sancho, irritó el carácter altivo de tan esforzado mancebo, y lo hizo tomar de, nuevo aquella imponente actitud en que se colocára á la muerte de su hermano primogénito: sus partidarios eran numerosos, y Don Alonso que ya se habia decidido á legarle el cetro en las Córtes de Segovia, no podía dejar de apoyarle en tan difíciles circunstancias: aquel sábio, Rey, ya lo hemos dicho en otro lugar, era irresoluto como todo hombre pensador y tardaba en resolverse á adoptar una determinacion; pero una vez adoptada nadie le escedía en firmeza, y en mas de una ocasion se le vió sostener con la espada en la mano lo que había resuelto en el consejo: por eso cuando D. Sancho entró en su estancia con el ceño fruncido y la mirada recelosa,
Á participarle los temores que le infundía la presencia de Doña Blanca, le respondió con entereza:
-Habeis olvidado, señor Infante, que el Rey vuestro padre fué el que os nombró su presunto heredero en las Córtes de Segovia?
-No lo olvidé señor: mas como soplan tan recio los aires de allende el Pirineo, temo que se resfrien vuestras buenas intenciones con respecto á mi.
-Ese temor me ofenderia, si no estuviese acostumbrado á la quisquillosa suspicacia de vuestros parciales.
-¿Suspicacia llamais á mis recelos? pues qué ¿acaso no hay motivo para temer la demanda de una princesa á quien amais demasiado quizá, y que se apoya en la enérgica reclamacion que en nombre de su Rey os hizo nuestro deudo el señor Botiller de Francia?
-Esa reclamacion, por mas enérgica que os parezca, no ha de alterar en nada lo que Alonso de Castilla ha determinado: yo os lo fio, señor Infante.
-Pero...
-Pero qué? dijo el Rey sin ocultar el descontento que le causaba la tenacidad de su hijo.
-Pero es el caso, contestó el Infante sin variar de tono, que los partidarios de los de la Cerda se aprestan á la insurreccion, y tal vez logren sorprenderos con un golpe de mano atrevida.
-Sorprenderme!... no os entiendo: esplicaos mejor, Don Sancho: decidme esplícitamente qué demonios de recelos os han metido en la cabeza.
-Pues bien, señor, va que me autorizais á ello os diré lo que temo: en primer lugar permitidme recordaros que no hace muchos meses os anuncié que se conspiraba en Toledo: me, respondisteis que soñaba, y algunas horas despues de haberos revelado mi sueño, vinieron á dispertarnos el choque de las armas y los rugidos de la rebelion: esto os probará que á pesar de mi suspicacia no suelo equivocarme en mis vaticinios, y creo que no desatendereis el aviso que vengo á daros: los rebeldes á quienes logramos desbaratar en la plaza de Zocodover, van á levantar de nuevo el grito; pero no en la ciudad, sino en los campos de Castilla y detras de los muros de sus feudales madrigueras.
Inmutóse D. Alonso al oir las palabras de su hijo, que no hacian mas que corroborar sus temores, y con voz algun tanto alterada por el enojo que le causaba la insolencia de unos vasallos por quienes tanto se habia desvelado, dijo poniendo la mano sobre el hombro del Infante y sonriendo con amargura.
-¡Vive Dios, que si tal aconteciese, habian de sentir el peso de mi espada!
-Pues acontecerá, señor: el infante D. Fadrique ha ido á desplegar en Burgos sus pendones de guerra, para disputarme á nombre de sus sobrinos el cetro que vos quereis legarme: D. Simon Ruiz, Señor de los Cameros, secundará su grito en Logroño, y amen de los que se rebelen en Toledo: Don Juan de Lara se lanzará sobre nosotros con todos sus vasallos desde el castillo de Albarracin: esto no son sueños, Señor: y ya veis que no hago mal en temer por mis intereses, pues si el francés echa su espada en la balanza en semejante conyuntura, no le seria imposible haceros revocar lo que firmásteis en Segovia.
-Os engañais, D. Sancho, nadie es capaz de torcer la voluntad del Rey de Castilla, y ¡guay de los que intenten intimidarle con la fuerza! probadme que mi hermano conspira de nuevo, y os doy mi palabra Real de que antes de tres días nada tendreis que temer, ni de él ni de ninguno de sus cómplices.
Pasó por los ojos del Infante una ráfaga de siniestra alegría, y echando mano á la escarcela sacó de ella un pergamino que desarrolló lentamente, presentándole á su padre con una sonrisa que le hizo estremecer: leyólo el Rey examinando cuidadosamente la forma de la letra, y vió que decia de esta suerte:
«Señor Jofré de Loaisa: Cuando mi primo el Gran Botiller de Francia vuelva á Toledo a retar al Rey mi hermano, en nombre de su señor Felipe el Atrevido, por el asunto que ventilamos, hareis de suerte que la gente menuda vocee en pró de la demanda del francés: nosotros cargaremos entonces al grito de Castilla por la Cerda, y héte derrocado al infante D. Sancho y con él á ese Lope díaz de Haro, que Dios confunda: mi hermano, nuestro señor, cederá: no le gusta ver correr la sangre y nosotros medrarernos: no aguardeis otro aviso para obrar.
Fecha en Burgos 13 días andados del mes de noviembre del año del Señor 1277
El Infante D. Fadrique.»
Agitó la mano de D. Alonso un imperceptible temblor, y volviendo á doblar el pergamino con suma lentitud, murmuró como si hablase consigo mismo:
-No hay duda, está escrito: no bastan
las hostias pacíficas para calmar los rigores de una
providencia
Estas últimas palabras las pronunció de modo que no llegaron á los oidos del Infante: y levantando la voz, añadió revistiendo su fisonomía de la mas enérgica espresion:
-Está bien, veo que me decis la verdad: gran tormenta nos amenaza; pero ¡vive Dios! que yo sabré conjurarla con la cruz de mi buena espada de Toledo. Decidle al Justicia mayor que le aguardo, y esperad mis órdenes: vais a salir con un encargo importante. Quiero daros pruebas de confianza tales, que no os dejarán duda de cuán resuello estoy á sustentar los derechos que las Córtes de Segovia os concedieron con nuestro libre beneplácito.
Obedeció el Infante, y un momento despues entró en la régia estancia D. Diego Alonso, en cuyas recelosas miradas se advertia que aquella repentina llamada le causaba gran sorpresa.1
-Sentáos y escribid, dijo el Rey despues de haber contestado con una leve inclinacion de cabeza al respetuoso saludo del cortesano.
Obedeció el Justicia mayor, y el Rey empezó á dictarle, sin dejar de pasearse lentamente de un ángulo al otro de la habitacion; pero antes de dar cuenta de las órdenes que Don Alonso iba á comunicar por escrito, nos será forzoso trasladarnos al lugar de otra escena, que aunque bien diferente de la que estaba en palacio no por eso nos interesa menos, pues se halla estrechamente enlazada con los principales sucesos de esta verídica historia.
En un perfumado gabinete, adornado con toda la profusion del lujo oriental, y medio tendida sobre mullidos cojines de pluma y seda, se hallaba una mujer en cuyas siniestras miradas se traslucia la espresion de un mal pensamiento: aquella mujer era Séfora, la hija del Merino mayor.
Desde la noche en que reconoció en el capitan Fernandez á su primer amante, habia sentido que el fuego de una pasion mal apagada volvia á devorar sus entrañas; pero como su alma jamás se agitó sin dispertar sus malos instintos; como en el fondo de su amor existia el germen del ódio, y á sus voluptuosos deseos acompañaban siempre sus tiránicos pensamientos; al ver al hombre por quien tanto habia sufrido, al lado de una mujer de quien lo creyó enamorado, sintió que unos celos ardientes, satánicos, perturbaban su razon y desde aquel momento lo olvidó todo para pensar únicamente en los medios de aniquilar á una rival á quien ya odíaba antes de presumir que le habia robado el afecto del único mortal que supo conmover las fibras de su corazon de acero.
Su primer cuidado fué averiguar qué clase de relaciones unian á D. Alonso Fernandez con la noble castellana; y poniendo en juego todos los medios de que puede disponer una mujer hermosa y rica además, no tardó mucho en convencerse de que el afecto que su amante profesaba a la de Ucero en nada podía perjudicar al amor que ella habia sabido inspirarle en otro tiempo, en caso de que existiese aun algun resto de aquel amor; pero como suele acontecer muchas veces, la perspicaz hebrea halló siguiendo los pasos de Doña María, las huellas de otra aventura que la condujeron al descubrimiento de una verdad harto amarga, á saber: que el bizarro aventurero amaba á otra dama, pero de tan alta gerarquía, que era difícil asestar contra ella los tiros de la venganza.
No titubeó, sin embargo, la hija del Merino mayor, y la elevacion de su rival en vez de intimidarla no hizo mas que avivar su ódio: nada exaltaba tanto aquella alma indómita como los obstáculos que se oponian á sus deseos, y siendo poco escrupulosa en escoger los medios, raras veces dejaba de llegar al fin que se proponia. No bien supo el nombre de su enemiga cuando su imaginacion, fecunda en dañinos pensamientos, le sugirió las armas de que debia valerse para combatirla, y sin perder un momento los puso todos en juego.
Descubrió que el infante D. Fadrique era el campeon mas autorizado de la ilustre dama que sin saberlo habia dispertado su ódio, y sin tener en cuenta las atenciones que su padre debia al hermano del Rey, se unió al bando de D. Sancho y se declaró enemiga acérrirna de los Infantes de la Cerda.
Parecerá sin duda que el influjo de una mujer del pueblo no debia ser de grande importancia tratándose de una cuestion tan alta como la que ventilaban los primeros magnates del reino; pero que no hay enemigo chico, es una máxima harto mas verdadera que vulgar.
D. Zag de Malea ocupaba por sus vastos conocimientos financieros una posicion escepcional en Toledo; todos los ricos-hombres de Castilla lo confiaban el manejo de sus negocios, y esta circunstancia que le constituia en tesorero universal, colocaba en sus manos los hilos de todas las intrígas políticas y amorosas de la córte; pero el buen rabino conocia demasiado sus intereses para no ser cauto en estremo, y jamás se habia declarado en pró de ninguno de los bandos que traian turbada la tranquilidad pública: era el amigo de todos y siempre se habia mantenido sordo á cualquier pregunta indiscreta; su hija, sin embargo, era una escepcion de la regla y con ella únicamente era confiado y espansivo: Séfora sabia por consiguiente cuanto le interesaba saber, y ella fué la primera que traslució los designios del infante D. Fadrique cuando se alejó de Toledo con el intento de levantar el grito de rebelion.
Antes de partir, habia llamado el Infante al Merino mayor para darle órden de poner en Burgos á su disposicion un cuento de maravedís: el pedido de tan enorme suma, hizo sospechar al astuto israelita que se trataba de dar un golpe de mano, y al regresar á su casa se lo comunicó á su hija; no desestimó Séfora la nueva, y llamando á su paje favorito le entregó un billete cuyo contenido se reducia á estas breves palabras:
«Garcés, venid antes de poneros en marcha.»
Séfora.
Semejante órden fué obedecida como los conjuros de las hechiceras, y un momento despues se hallaba en la estancia de la judía un apuesto mancebo armado de todas armas, sobre cuya dalmática de paño verde campeaba bordado con seda el blason de D. Fadrique: aquel mancebo era el escudero del Infante y descendía de noble alcurnia: su tio Suero Perez de Barbasa, que le amaba en estremo, le habia colocado al servicio del hermano del Rey, y el hermano del Rey le honraba con su confianza.
No era indigno el noble mozo de aquella deferencia: su valor corria parejas con su bizarría, y su lealtad rayaba en fanatismo: mas de una vez habia espuesto la vida en servicio de su señor, y ninguna consideracion humana fué parte jamás á desviarle del cumplimiento de su deber; pero un día vió por su mal á la hija del Merino Mayor, y sintió por ella lo que casi todos esperimentaban al contemplar sus ojos fascinadores; la siguió primero con sus miradas, suspiró despues por sus encantos, y acabó por hincarse á sus pies ciego de amor.
Séfora, á pesar de su altivo carácter, nunca desoia las palabras de un enamorado, y aunque ningun afecto por tierno y verdadero que fuese; conmovia su corazon, le gustaba sin embargo aspirar el incienso que díariamente quemaban en sus aras los infinitos admiradores de su belleza.
Escuchó, pues, con una dulce sonrisa las palabras del apuesto mancebo, y sin soltar ninguna prenda que pudiese obligarla dejó que el incauto Garcés diese pábulo á su pasion como habian hecho otros muchos. Poco tardó en recoger el fruto de sus benévolas sonrisas, y el amor del jóven escudero fué una de sus armas mas terribles cuando se declaró enemiga del Infante D. Fadrique.
Avivó con el calor de sus miradas el fuego que ardía en el corazon del mancebo, le permitió que vistiese sus colores, y cuando estuvo segura de su cariño le convirtió en instrumento de sus iras: en sus coloquios de amor le arrancaba cuantas revelaciones podían ser útiles á sus designios, y el malhadado Garcés pagaba cada beso de su querida con un pedazo de su honra, pues sin saberlo vendía los secretos de su señor á su enemiga mas encarnizada, faltando así á la fé de caballero y de servidor leal.
El día en que fué llamado por Séfora con las apremiantes palabras del billete que hemos copiado, halló á la perspicaz judía inquieta en estremo.
-Qué teneis, señora? la preguntó despues de besarla la mano con ternura.
-Garcés, sé que vais á partir, le respondió Séfora fingiendo que enjugaba una lágrima: sé que vais á partir, y no ignoro que en Burgos os espera una mujer á quien amásteis en vuestros primeros años.
-¡Qué locura! esclamó el mancebo con el acento del mas sincero dolor: ¿quién me ha calumniado de esa suerte? ¿quién os ha dicho que mi corazon ha latido jamas por otra que no fuéseis vos?.. Voy á partir es cierto; pero no por mi voluntad: mi señor lo ha dispuesto, y bien sabeis que un caballero leal no puede oponerse á las órdenes de su amo.
-Me engañais, Garcés: D. Fadrique no os lleva siempre consigo, y si se lo hubiéseis rogado os permitiria quedaros.
-Por Dios, Séfora no os complazcais en hacerme sufrir: es verdad que D. Fadrique suele relevarme de mi servicio cuando solo se trata de espediciones de recreo; pero jamás ha enristrado la lanza contra sus enemigos sin que yo fuese á su lado para que mi pecho le sirviese de escudo en el combate.
-Y qué! esclamó la judía desarrugando el ceño y dando á su semblante la espresion de la mas viva zozobra: ¿acaso partis para guerrear?
-Tal vez, respondió el mancebo procurando tranquilizarla.
-Pero ¿contra quién? la tregua con los moros subsiste todavía y nadie ha levantado pendones contra Castilla.
-Perdonad, Séfora, es un secreto que me permitireis guardar: os juro por la memoria de mi madre que este viaje en nada menoscaba el amor que os profeso; pero me es forzoso emprenderlo, el honor me obliga á ello...
-¡El honor, el honor!... murmuró la hebrea, herida de repente por un doloroso recuerdo y verdaderamente conmovida. ¡Hé aquí lo que vale el cariño de los hombres: no bien se interpone entre ellos y la mujer que les entrega su albedrío ese vano fantasma á quien llaman honor, cuando sin atender á lágrimas ni á ruegos se apartan del objeto á quien fingieron amar, diciendo con orgullo «cumplo con mi deber, sacrifico el cariño á la honra»! pero mienten, mienten; cuando se ama de veras no hay deber ni consideracion que no se incline delante del amor, del amor que es el afecto
mas vehemente ; del amor que es la mas santa de las pasiones.
Hablando de esta suerte, Séfora cuya voz de contralto heria dulcemente las fibras del corazon, estaba irresistible: sus ojos animados por un brillo estraordinario turbaban con su mirada magnética á su inesperto amante, sus lábios agitados por el temblor de la elocuencia hubieran arrebatado al hombre mas indiferente, y los latidos de su pecho que undulaba agitado como las olas del mar, la hacian tan interesante que el pobre mozo se arrojó á sus plantas fuera de sí y resuelto á sacrificárselo todo.
-Basta, basta vida mia! esclamó con trasporte: mi pecho atesora ese amor de que estás hablando. ¿Qué exiges de mi? ¿quieres que abandone a mi señor natural? ¿quieres que pase á los ojos del mundo por un cobarde?... ¿quieres que empañe el limpio escudo de mis nobles ascendientes con una infame traicion?... pues bien, señora, pídeme cualquiera de estos sacrificios y verás si mi pecho te adora.
-No, no te quiero mancillado, repuso Séfora, pensando que la lealtad de aquel mancebo podía serle mas útil que su traicion; me basta con que no tengas para mí secretos: me basta con que me pruebes que no amas á otra, y que ese viaje no lo haces por tu voluntad.
-Pues bien, señora , te lo diré todo: ya sabes que Don Fadrique es el jefe del partido de los Infantes de la Cerda: la princesa Doña Blanca ha llegado á la córte hace algunos días, y mientras ella reclama del Rey los derechos de sus hijos, nosotros vamos á sostener con las armas en la mano esa justa demanda.
-Garcés, si no te amase, te creeria bajo tu palabra pues conozco tu veracidad; pero el amor es desconfiado y como ciego necesita tocar la evidencia para cerciorarse de ella. ¿Cómo me probarás que solo te aleja de mi lado era noble empresa de que me hablas?-Haciéndote ver cuantas órdenes reciba por escrito de mi señor; bien sé que falto á su confianza; pero te lo he dicho, estoy pronto á sacrificártelo todo: mira, añadió sacando de su escarcela un pergamino, esta es la instruccion que el Infante va á dejar á sus parciales de Toledo , mientras él se encamina á Burgos con el fin que te he dicho: en el momento de recibir tu billete me preparaba á llevarla a su destino.
-Basta, Garcés, me basta por hoy esa muestra de tu franqueza, dijo la astuta judía sin mirar siquiera el pergamino; nada me importan los asuntos de tu señor ; y solo quiero convencerme de que no te aparta de mi lado el amor de otra mujer: ya estoy tranquila; pero júrame antes de partir que siempre que te lo exija me darás pruebas de tu lealtad tan claras como la de hoy.
-Te lo juro, esclamó el noble mozo con una sinceridad infantil, y un largo coloquio de amor siguió á estas palabras.
Algunas horas despues salia de Toledo el infante Don Fadrique seguido de su noble escudero Garcés de Barbasa y de una gruesa escolta de ballesteros.
Creemos que bastará lo dicho para esplicar cómo un mes mas tarde llegó á poder del infante D. Sancho la carta que su tio D. Fadrique dirigia al venerable Jofré de Loaisa, incitándole á la rebelion. Séfora fué la que logró arrancar tan importante documento de manos del enamorado Garcés, y mientras el infante D. Sancho estaba haciendo uso de aquella arma terrible, aguardaba ella el resultado de tan inícua maquinacion, en la muelle actitud en que la vimos al introducir á nuestros lectores en su perfumado gabinete. Ya hacia largo rato que estaba aguardando, entregada á negros pensamientos de venganza; cuando vinó á sacarla de su inquieta meditacion un leve rumor de pasos.
-Quién es? preguntó sin mirar siquiera á la puerta.
-Yo, señora.
--Ah! eres tu Adhel: ¿qué ocurre?
-Que os buscan.
-Quién?....
-El Señor de Haro.
-Hazle entrar, hazle entrar, esclamó Séfora, incorporándose sobre los cojines, y tomando una posicion menos voluptuosa.
-Dios os guarde, dijo D. Lope descorriendo un rico tapíz y aproximándose á la hija del Merino mayor con su habitual sonrisa.
-Qué hay de nuevo, Señor de Haro?
-Nada, señora, nada en resumidas cuentas, el billete de D. Fadrique ya habrá llegado á manos del Rey; pero no nos hagamos ilusiones, esto no basta, y una vez que Don Alonso está ya sobre aviso, es indispensable que la rebelion estalle á fin de que la espada de su justicia caiga sobre la cabeza de nuestros enemigos ; es indispensable que acabemos de una vez con esa mujer cuya presencia en la córte entorpece todos nuestros planes.
-Y ¿en qué piensan los partidarios de D. Sancho que no la aniquilan de un solo golpe?
-Piensan en los medios de aniquilarla.
-Y cuándo hallarán esos medios?
-Creo que ya los han hallado. Decidme, señora: estais dispuesta á seguirme á todo trance? os sentis con valor para secundar mis proyectos?
-Sí, D. Lope, con tal que esos proyectos se encaminen ante todas cosas á la completa ruina de laque ha secado en mi corazon la última esperanza.
-En ese caso preparad recado de escribir.
Dejó Séfora los cojines en que aun permanecia recostada, y sentándose delante de una mesa, tomó una pluma diciendo:
-Os aguardo.
Aproximóse á ella el Señor de Vizcaya y apoyándose en el respaldo de su sitial empezó a dictarle en voz baja una larga carta... de amor.
Hermano D. Fadrique el amor que á mis pueblos profeso, me torna en perene sustentador de su dicha y tranquilidad: cuantas determinaciones he tomado desde que ciño la corona de nuestro santo padre, han sido encaminadas al mayor lustre de mi reino y al bien estar de mis vasallos: hijos mios son, y yo pastor y Argos de un rebaño que fia en mi custodía; no lo olvides.
Los ojos de un Rey no se cierran jamás, y los mios han sondeado vuestros designios; si no fuéseis mi hermano mas querido os daria órdenes severas; pero prefiero suplicaros que deponiendo el enojo que os ciega, volvais á mi lado tan luego como llegue á vuestro poder esta misiva; no me obligueis á trataros de otra suerte.
El Rey
Mientras esto dictaba en su palacio el Rey D. Alonso al Justicia Mayor de la córte, D. Lope díaz de Haro dictaba á su vez la siguiente carta que Séfora escribia con maligna complacencia:
«Mi amado Garcés: una mujer enamorada vela sin tregua por el hombre querido de su corazon: yo que te amo, acabo de descubrir que tu vida corre peligro. Los partidarios de D. Sancho han logrado que el Rey decrete la prision de cuantos se interesan por los Infantes de la Cerda.
«La princesa Doña Blanca vá á ser encerrada en un convento, y D. Fadrique, á quien se llamará á la córte so protestos especiosos, se halla tambien condenado á dura reclusion.
«Tú y cuantos hidalgos habeis empuñado las armas en pro de los Infantes, sereis tratados como reos de alta traicion, y plegue á Dios, que no os aguarde un cadalso.
«No desatiendas este aviso; hazle saber á tu señor cuanto ocurre, y ojo avizor, porque los traidores os cercan por todas partes.
«Si no os dejais sorprender vuestro triunfo es seguro; el Rey de Francia, lo sé de positivo, se apercibe á sustentar vuestra empresa.
«No te digo mas: consérvate ileso para tu Séfora.»
Estas dos cartas que debian producir tan diferentes efectos en el ánimo de D. Fadrique, salieron á la par de Toledo y á la par llegaron á su destino; pero en tanto que los encargados de entregarlas corrian á toda brida y sin tomar descanso, á nosotros cumple ocuparnos nuevamente de la princesa Doña Blanca, de quien ya dijimos, aunque de pasada y sin entrar en pormenores, que habia regresado á Castilla.
En efecto, ya hacia algun tiempo que la viuda de Don Fernando de la Cerda se habia presentado en la córte seguida de escasa comitiva y en actitud harto humilde, aunque en el fondo del corazon abrigaba altos deseos y grandes esperanzas.
El Rey D. Alonso la recibió con inequívocas muestras de ternura, que aunque estaba resuelto á negarse á sus pretensiones, la amaba sinceramente, tanto por ser la esposa de su hijo mas querido, cuanto por su carácter franco y apacible.
Dióla aposento en su propio alcázar, y colocando á su lado régia servidumbre la trató como cumplia á la ilustre hija de San Luis.
Una visible agitacion cundió en Toledo desde el punto en que se supo la llegada de la simpática princesa: sus parciales corrieron á rendirla homenaje y á ofrecerla sus espadas con todo el entusiasmo de aquella edad caballeresca, y sus enemigos, como hemos indicado ya, la miraron con recelosa desconfianza y se apercibieron á contrarestar con todas sus fuerzas cuantos planes intentase poner por obra.
Entre los primeros el que mas se habia hecho notar por su franca adhesion, era el hidalguísimo Jofré de Loaisa, y entre los segundos nadie mostró su descontento tan esplícitamente como D. Lope díaz de Haro.
Sin embargo, entre los amigos de la Princesa habia alguno que sin manifestarlo estaba mas dispuesto que nadie á sacrificar por ella no solo cuanto poseia en el mundo, sino hasta su vida y su fama; y entre sus contrarios existia quien la odíaba en secreto mil veces mas que el Señor de Vizcaya.
El venerable Loaisa era el campeon de una causa que creia justa, y combatia sin ocultarse y con la lealtad que le caracterizaba, mas bien por Doña Blanca que por los derechos que esta reclamaba: D. Lope díaz de Haro capitaneaba el bando opuesto y no aborrecia á la Princesa personalmente, sino como á jefe de un partido que se oponia al cumplimiento de sus miras ambiciosas y á la prosperidad de su casa.
No así el amigo y el adversario incógnitos de que hemos hecho mencion; el primero idolatraba á la dama, el segundo detestaba á la mujer, sin que en estos encontrados sentimientos entrasen por nada el espíritu de partido ni las conveniencias sociales; por eso obraban en el misterio, y el ódio del uno se estrellaba siempre en el amor del otro, sin que nadie se apercibiese, de aquella lucha secreta que mas de una vez hizo esperimentar graves disgustos y consuelos inesperados á la ilustre Princesa, la cual en su fe piadosa atribuia aquellas vicisitudes cuyo origen le era desconocido, á un hado adverso que la perseguia y á una providencia bienhechora que velaba por ella; pero el relato de una aventura que la aconteció á los pocos días de haber llegado á la córte, nos hará conocer antes que á ella quiénes eran los instrumentos de sus pesares y de sus alegrías.
Firme el Rey D. Alonso en
su propósito de sustentar la tranquilidad del Estado,
sin ceder por eso á estrañas influencias ni
á murmullos amenazadores, habia dispuesto el mismo
día en que tan enérgicamente desatendió la
demanda del Rey de Francia, que su privado D. Gonzalo Ruiz
de Atienza fuese á la córte de Felipe el
Partió el noble castellano á desempeñar tan importante encargo, y entre tanto el Rey, que conocia mejor que nadie lo difícil de su posicion, fingió no alarmarse por la repentina marcha de su hermano y del Señor de los Cameros, y dejando al interés de su hijo el cuidado de velar por la tranquilidad pública, se ocupó con suma actividad y en el mayor secreto del plan que se habia propuesto desarrollar.
Hizo que Fray
Ademaro, religioso austero y de capacidad poco comun, se
encaminase á Roma so pretesto de una peregrinacion
particular, á pedirle al Papa que interviniese en
tan árduo asunto, rogándole encarecidamente
que al presentarse como medíador entre los dos Reyes, lo
hiciese sin manifestar que ninguno de ellos lo habia solicitado;
escribió al propio tiempo á su nieto D. Dionisio,
Rey de Portugal, invitándole á una estrecha
alianza con el fin de impedir que los revoltosos pudiesen
hallar un refugio en el vecino reino; llamó en torno
suyo á todos los grandes con cuya lealtad podía contar
sin recelo, y despachó embajadores á su cuñado
el Rey de Aragon, pidiéndole esplicaciónes
sobre la conducta que pensaba observar en el caso de que
Felipe el
Una vez tomadas estas medidas aparentó entregarse esclusivamente á sus trabajos científicos, y cuando la Princesa Doña Blanca se presentó en la córte, la recibió con benevolencia, pero sin permitirla que le hablase de sus pretensiones.
Siempre que la ilustre dama le pedía una audiencia particular, la respondía con evasivas harto injustificadas, pero que no podían considerarse sin embargo como desaires; esta conducta exasperaba á los partidarios de los Infantes de la Cerda, á pesar de no darles fundado pretesto para manifestarse ofendidos: todos ellos recibian díariamente las mas espresivas muestras de afecto, y la Princesa era tratada en palacio como una hija querida.
Los mas de los días entraba el Rey en su aposento, aunque siempre acompañado del infante D. Sancho ó de alguno de sus mas ardientes partidarios y la manifestaba su cariño con mil delicadas atenciones y disponiendo espléndidos festejos para obsequiarla.
Un día en que el sol apareció radíante y la atmósfera templada en estremo, convocó el Monarca á todos sus cortesanos para salir á dar una batida á las fieras del monte.
No se hicieron aguardar los ricos-hombres de Castilla tan aficionados á los belicosos ejercicios de
lo montería, y antes de las diez de la mañana atronaban la plaza de Zocodover con el sonido de sus cornetas y con el ladrido de sus lebreles, cien bizarros cazadores ataviados con todo el lujo de aquella época, lujo que consistia no en el atildado esmero de las galas, sino en el fino temple de las armas, en la noble gallardía de los caballos y en la montaraz fiereza de las jaurías.
Las ricas-hembras tomaban tambien parte en tan ruda diversion, y mas de una ilustre dama acudió al llamamiento del Rey para formar el séquito de la princesa Doña Blanca.
Entre las mas hermosas descollaba la hija del Merino mayor, que como hemos dicho ya, tenia entrada en todos los círculos de la córte por la alta posicion que su padre ocupaba, y ahora, como siempre fijó la atencion universal no solo por su belleza, sino por su rico atavío y por el raro mérito del palafren que montaba.
Era un corcel traido de la Arabia Feliz y adiestrado por los hijos del desierto en todos los ejercicios de la equitacion; en su descarnada cabeza brillaban unos ojos de fuego llenos de inteligencia y de bravura; su belfo parecia manar aun la sangre con que le habian abrevado los domadores, y su piel de ébano brillaba como un espejo.
Los ginetes castellanos jamás habian visto mas bella estampa de bruto, ni crines mas rizadas, ni piernas mas firmes y ligeras; al andar apenas estampaba los cascos en el polvo, y sus escarceos se asemejaban á los gallardos saltos de un tigre; pero lo mas admirable de tan hermoso animal, era la mansedumbre con que á pesar de su ardiente condicion, obedecia no solo al freno y al acicate, sino á la simple voz de su dueño; un niño podía conducirle sin recelo, y durante todo aquel día lo que mas llamó la atencion de los cazadores fué el caballo de la hebrea.
No es nuestro intento referir los diferentes lances que ocurrieron en aquella batida, sino indicar que en ella fué donde la princesa Doña Blanca como todos los demás, manifestó su admiracion al ver las nobles cualidades del corcel de Séfora. Oyóla la judía, y procurando aproximarse á ella cuando ya regresaba á Toledo, la dijo con la mas respetuosa cortesía:
-Señora, puesto que vuestra Señoría gusta de mi caballo, espero me hareis el honor de aceptarle en cambio del que ahora montais.
-Gracias, hija mia, no quiero privaros de ese gallardo animal que con tanta destreza ejecuta vuestras órdenes y que parece sustentaros con orgullo sobre sus espaldas.
-¡Oh, perdonad si insisto, señora! pero me creeria desairada si os negáseis á aceptar lo que de tan buena voluntad os ofrezco: imaginaria que os desdeñábais de ocupar la misma silla que ha ocupado vuestra humilde servidora.
-No, Séfora, yo no desdeño jamás á las personas que el Rey nuestro señor enaltece con su amistad; acepto vuestro regalo, enviadme mañana ese caballo, yo os daré el mio, y quedaré eternamente reconocida á un presente con que se envaneceria un Rey.
Al llegar aquí, saludó Séfora á la Princesa, y un momento despues se dispersaron los ilustres cazadores que habian acompañado al Rey en la batida de aquel día.
Cuando la hija del Merino mayor llegó á su casa ya era de noche; hizo llamar á su paje favorito y, mandándole que encendiese las luces de su gabinete, le dijo sonriendo malignamente:-Adhel, acabo de reconciliarme con la princesa Doña Blanca.
Movió el árabe la cabeza indicando que no lo creia, y Séfora continuó.
-No lo dudes, acabo de captarme su benevolencia, y en prueba de ello tú mismo vas á ser el portador de un regalo que quiero hacerla.
-¿Un regalo habeis dicho?
-Un regalo de gran precio.
-¿Acaso vais á darla vuestro anillo emponzoñado?
-No, Adhel, voy á darla una de las cosas que mas amo; voy á darla mi soberbio potro...
-Cuál, señora? el tordo jerezano?
-No,
querido mio, el árabe
-Será posible! esclamó el paje dudando aun de lo que oia.
-Muy posible; pero imagina á qué precio pienso hacerle semejante fineza: imagina cuán caro ha de costarle tal presente.
-No os entiendo, señora.
-Pronto me entenderás, dijo Séfora sentándose en su divan; cierra esa puerta y ven á recostarte sobre mis rodillas: tengo que darte una órden que no ha de ser oida por nadie mas que por ti que eres mi único amigo, y que sabrás ejecutar lo que te diga con tanta puntualidad y reserva como pudiera hacerlo yo misma: en cambio bien sabes que tu señora recompensa tus servicios, concediéndote un lugar en su corazon, lugar que pocos han conseguido.
Obedeció Adhel estremeciéndose de júbilo al oir las palabras de aquella mujer fascinadora, y pasando los cerrojos y dejando caer los tapices de la puerta, se colocó sobre la falda de su señora y aproximó el oído á sus hermosos labios.
Volvamos ahora á la princesa Doña Blanca. Al día siguiente de la famosa batida en que Séfora le ofreció su magnífico palafren, se presentó Adhel en las caballerizas de palacio llevándolo de la brida: recibiólo Doña Blanca con jubilo, y deseando montarle cuanto antes, dispuso que aquella misma tarde estuviesen prontos sus criados particulares para salir al campo.
El tiempo estaba apacible y quiso aprovechar aquella ocasion que se le presentaba para dar rienda suelta á su imaginacion, lejos del bullicio cortesano y para descansar de las enojosas intrigas que fatigaban su atencion aun en medio de los festejos reales; sus órdenes fueron obedecidas: y á las dos de la tarde salia de Toledo por la puerta de Visagra seguida de escasa comitiva y escoltada únicamente por cuatro ballesteros.
Encaminóse por la márgen izquierda del Tajo en direccion del palacio de Galiana, y absorta en contemplar el agreste paisaje que por aquellos lugares se ofrece á las miradas del viandante, caminó largo rato dando rienda suelta á sus tristes pensamientos: recordó los días de su infancia, trajo á su memoria los solitarios paseos que solia dar en las tristes márgenes del Sena cuando ningun cuidado hacia estremecer su corazon; pensó luego en su malogrado esposo, y concluyó por verter una lágrima que rodó por sus mejillas al meditar en el dudoso porvenir que esperaba á sus hijos amenazados ya de sufrir largas contrariedades por parte de los que se habian declarado sus enemigos, antes de que pudiesen comprender el derecho que tenia á la herencia de su abuelo.
Tales imaginaciones la ensimismaron de suerte, que aflojando las bridas de su corcel le dejó marchar á su albedrío fiando en su noble condicion y en las buenas cualidades que todos habian admirado en él durante la batida que nos hemos ocupado anteriormente: no habia notado la princesa en el momento de montar, que aquel caballo tu gallardo la víspera, había perdido el claro brillo de sus ojos, ni menos advirtió que un ligero temblor estremecia de vez en cuando sus pequeñas orejas; era manso en estremo y saltó sobre él sin cuidarse siquiera de reconocerle; pero bien pronto tuvo ocasion de arrepentirse de aquella confianza.
Apenas habria andado medio cuarto de hora, cuando al llegar, bastante desviada de su comitiva, á un pequeño bosquecillo de robles entre cuyos troncos pacian algunos potros aun no domados, resonó un agudo relincho; tembló el palafren de la Princesa, y como si viese delante de sí algun objeto estraño, se paró de repente encrespando las crines y lanzando ardientes resoplidos; recogió la noble dama las rienas que habia abandonado, y queriendo apaciguarle se inclinó para golpear ligeramente su enarcado cuello; pero no bien sintió el receloso animal el contacto de aquella mano amiga, cuando botando como si le hubiese picado una serpiente se lanzó á la carrera. dando corcovos y arrojando fuego por las narices: creyó Doña Blanca que le sería cosa fácil sujetarle, pues era diestra en equitacion, y aflojando las riendas le dejó galopar algunos instantes. ¡Vana esperanza! el caballo se habia desbocado y su conductora no tardó mucho en conocerlo; inmutóse, perdió la serenidad y quiso refrenarle, mas su diestra era poco robusta, y el bruto que de improviso habia perdido todas sus nobles cualidades, se encabritó varias veces emprendiendo de nuevo una carrera tan violenta, que la pequeña comitiva de Doña Blanca lanzó un grito unánime de terror y tembló por su existencia; algunos caballeros quisieron seguirla con el hidalgo propósito de prestarla su ayuda y hostigando á sus corceles con la voz y el acicate les obligaron a salir á la carrera; pero en vano intentaron alcanzarla, sus caballos no podían seguir las huellas del de su señora, y los mas esforzados se vieron reducidos á elevar al cielo súplicas fervientes por aquella desventurada que á juzgar por las apariencias iba á ser víctima irremisiblemente, sin que estuviese en la mano de ninguno de ellos evitar una catástrofe horrorosa.
Sin embargo, hubo un jinete entre los demás, que dejando á sus compañeros el piadoso cuidado de orar, logró que su caballo volase á la par del fugitivo; volase sí, pues vuelo parecia el de aquellos brutos que sin tocar los cascos en la tierra, azotaban con las crines el rostro de sus dueños y dejaban ondular sus colas como leves penachos de pluma; un denso torbellino de humo rodeaba sus cabezas, y blancos copos de espuma les salpicaban los pretales; en menos de un segundo habian recorrido una distancia inmensa y la proximidad de una roca tajada que se elevaba en frente del sendero que seguian, vino á hacer inevitable una catástrofe: advirtiólo el caballero, y sacando la espada con la rapidez del pensamiento se precipitó sobre el caballo de la Princesa y lo, atravesó el pecho a riesgo de herir en tan difícil tentativa a la que pretendía salvar. Vaciló el furioso bruto y doblando las rodillas vino á tierra con su preciosa carga; pero antes de tocar en el polvo ya se hallaba la noble dama en brazos de su libertador, que prodigándola los mayores cuidados la volvió á Toledo escoltada por sus fieles servidores.
El caballo que Séfora habia regalado á Doña Blanca estaba loco; un brevaje preparado por Adhel produjo en tan noble animal aquel funesto accidente; pero en la comitiva de la Princesa se habia introducido un caballero incógnito, y él fué el arrojado jinete que logró salvarla de su inminente peligro.
Enfurecióse la hija del Merino mayor al saber que su infame estratagema habia salido vana, y sin desistir de su empeño buscó nuevas armas con que herir á la desventurada Princesa; pero una mano desconocida la protegia en todas partes y la judía desesperaba ya de lograr su intento, cuando D. Lope díaz de Haro fué á proponerla que escribiese la carta cuyo contesto hemos copiado al principiar el presente capitulo.
Estava el Infante D. Fadrique en su casa de Burgos rodeado de parciales y oyendo protestas de adhesion y de lealtad, cuando uno de sus donceles entró en su estancia con un pergamino en la mano.
-Qué traes ahí? pregunto el magnate, que en aquel momento parecia encontrarse en uno de sus raros períodos de buen humor.
-Una carta, que en este momento acaba de llegar de Toledo.
-Una carta, ¿y de quién?
-Del Rey.
-Del Rey! esclamó D. Fadrique tomando el pergamino con precipitacion.
-Del Rey! repitieron casi todos los que se hallaban presentes, mirándose unos á otros con inequívocas señales de asombro y de inquietud; y tras estas breves palabras que produjeron un ligero murmullo, reinó el mas profundo silencio hasta que el Infante esclamó doblando el pergamino que habia leido con suma atencion.
-Pardiez, señores,
que no esperaba semejante misiva! pero el Rey nuestro señor
me escribe en términos tales, que aunque le hubiera
negado solemnemente la
-Acaso os manda que regreseis á Toledo? preguntó uno de los mas ardientes partidarios de los Infantes de la Cerda.
-Creeis, buen Godinez, que á mí me hacen fuerza las órdenes de nadie? Mi señor hermano me ruega que vaya á verle, y yo, que no sé someterme jamás a ninguna voluntad ajena, no acostumbro tampoco á desmandarme con los que me hablan en buenos términos.
-Y qué, ¿acaso seriais capaz de abandonarnos en estos momentos? volvió á preguntar Godinez con cierta aspereza.
-Sí tal, caballero; repuso el Infante mirándole de hito en hito; pienso dejaros, y no sé con qué derecho me enderezais semejante pregunta y en tono semejante.
Sostuvo el caballero la ardiente mirada de su interlocutor, y con una tenacidad que no dejó de inquietar á muchos de los circunstantes añadió:
-Os lo pregunto, porque me causa suma estrañeza que nos hayais congregado en torno vuestro para abandonarnos á la primera insinuacion de un Rey contra el cual pensábamos levantar nuestras banderas hace un momento.
Soltó D-.Fadrique el pomo de la daga que habia asido al principiar aquel altercado, y contra lo que todos esperaban de su violento carácter, hizo un esfuerzo para dominarse y dijo con la mayor mesura.
-Tendríais razon, buen Godinez, en estrañar mi conducta, si al dirigirme á Toledo á saber lo que me quiere mi señor hermano, replegase los pendones de mi casa y dejase á mis amigos en la estacada; pero hacéis mal en mostraros receloso, puesto que aquí se quedan mis mesnadas y podeis estar seguro de que la primera lanza que se enristre contra los que se opongan á nuestros planes ha de ser del Infante D. Fadrique.
Calló confundido el audaz caballero que acababa de dirigir tan rudas interpelaciones y ya iban los demás a disculparle con nuevas protestas de adhesion y confianza, cuando de improviso penetró en el salon Garcés de Barbasa con el semblante pálido y los ojos centellantes de ira; al verle llergar de aquella suerte se fijaron en él las miradas de todos, y su amo que conocia bien su valor y templanza, comprendió que algo estraordinario acontecia.
-Qué traes? le preguntó adelantándose algunos pasos.
-Tengo que hablaros á vos solo, señor, respondió el escudero bajando la voz.
-A mí solo? sea en buen hora: dijo D. Fabrique, y volviéndose á sus amigos añadió: señores, soy con vosotros, mi leal servidor tiene que hablarme de un asunto reservado y de gran urgencia segun parece; hacedme la merced de aguardar un instante, pues tengo que daros mis instrucciones antes de partir.
Salió el Infante seguido de Barbasa, y los demás caballeros quedaron llenos de ansiedad aguardando su regreso. Cuando una empresa árdua preocupa la razon del hombre, el mas leve incidente basta para hacerle temer graves peligros y para dispertar el recelo en su alma; una palabra, un gesto, una mirada, bastan para infundirle sospechas, y á cada paso imagina ver descubierto su pensamiento ó sus proyectos; por eso aquellos infanzones que se hallaban reunidos con el fin de rebelarse contra su Rey y señor natural, al ver llegar al escudero de su jefe y al oir sus entrecortadas frases se estremecieron creyendo que alguna nueva funesta iba á echar por tierra sus bien combinados planes; un confuso murmullo resonó en los cuatro ángulos de la estancia, todos hablaban á la vez, todos emitian su opinion; la desconfianza se enseñoreó de algunos corazones, y no faltó quien se atreviera á soltar palabras injuriosas contra la lealtad de D. Fadrique; pero la presencia de éste, que apenas se hizo aguardar ocho minutos, acalló los murmullos y el mas profundo silencio siguió al anterior desórden. El Infante al reaparecer en el salon estaba pálido; tal vez habian llegado á sus oidos algunas de las insolentes díatribas que contra él acababan de lanzarse; pero no se dió por entendido, más grave acontecimiento fijaba su atencion y no tardó mucho en dar rienda suelta á su mal reprimido enojo. Aquel personaje era iracundo, ambicioso, insolente: jamás habia respetado las órdenes de nadie; se le consideraba como poco escrupuloso en materias religiosas; acostumbrado á la vida de capitan de aventureros talaba una comarca sin apiadarse de ruegos ni de lágrimas; se unia á los sectarios del Coran lo mismo que á los hijos de Cristo para sustentar sus atrevidas empresas; era inconsecuente, caprichoso en sus relaciones de amistad; pero no deleal, nunca faltó á la fé de caballero y nada irritaba tanto su alma indomita como la traicion; trataba con despego á su hermano el Senador, á quien llamaba
el Judas de la familia, y á pesar de seguir ambos la causa de los de la Cerda, siempre se negó á tratar con él y á combatir á su lado; el rey D. Alonso por el contrario, merecia todo su aprecio y aunque casi siempre se hallaba en abierta rebelion contra sus determinaciones, le amaba tiernamente y oía sin impacientarse sus fraternales quejas: por eso le vimos tan dispuesto á regresar á Toledo en el momento de recibir la carta de su hermano; pero la nueva que acababa de darle su escudero destruyó completamente su confianza y le hizo mudar de resolucion; creyó que D. Alonso habia querido tenderle un lazo con su amistosa misiva; dió asenso á todas las imposturas que con tan siniestra intencion Séfora participaba á su amante, y lleno de ira determinó tomar una sangrienta venganza.
-¡Vive Dios, Godinez! esclamó interrumpiendo el silencio que habia reinado desde su llegada, que teníais razon en estrañar hace poco mi insensata determinacion de regresar á Toledo; la traicion nos cerca por todas partes, señores, y era una verdadera locura mi sumisa obediencia. Dudábais de mí á juzgar por el tono de ciertas preguntas; pero voy á daros tales pruebas de mi decision en sustentar nuestra causa, que no ha de quedaros ni el mas mínimo recelo de que el infante Don Fadrique no pertenece al número de los remisos ni menos al de los traidores. ¡Hola, Garcés! añadió volviéndose á su escudero permanecia á su lado inmóvil y pensativo: haz que en el momento conduzcan á mi presencia al portador de la carta de mi hermano.
Obedeció aquel leal servidor, y un momento despues, compareció en la estancia el mensajero del Rey acompañado de cuatro donceles.
-¡Hola! eres tú, Leví, el que me ha traido la carta de su Alteza? preguntó D. Fadrique sonriendo con desden.
-Yo he merecido tamaña honra, señor, respondió el israelita, que era un anciano de pequeña estatura y de semblante astuto y socarron.
-Me place que mi hermano no haya elegido á un caballero de mi ley para semejante mision, pues sentiria tenerle que dar mi respuesta á un cristiano.
-¡Qué escucho, Dios de Abraham! ¿acaso he tenido la desgracia de ser portador de un mensaje poco grato para vuestra Señoría?
-Juzga por lo que vas á oir, y no olvides ninguna de mis palabras, pues quiero que todas ellas sean transmitidas al Rey.
-Hablad, señor...
-Dile á
mi hermano el Rey D. Alonso de Castilla, que he recibido
su carta; pero que en vez de obedecer su mandato, le niego
desde ahora la
Obedeció el escudero, y no bien habia salido del salon precedido por Leví, cuando el Infante añadió volviéndose á sus partidarios que le escuchaban llenos de asombro:
-Ahora veremos quién es el primero que vuelve el rostro atrás: los que no teman las eventualidades de una empresa arriesgada que me sigan: mañana se alzará Burgos por los hijos de D. Fernando y ¡guay! del que intente vender su causa.
Ni uno solo de presentes desplegó los labios para hacer la mas pequeña objecion, todos juraron sobre la cruz de se espada combatir hasta el último aliento por los Infantes de la Cerda, y al separarse ofrecieron volver de nuevo antes de tres días á reunirse en torno de D. Fadrique seguidos de sus vasallos y en pié de guerra. Los pacíficos habitantes de Burgos no osaron oponerse á los revoltosos, y la insurreccion estalló en aquella ciudad que siempre habia sido modelo de sumision y de respeto para con sus reyes. Voló la nueva de tan audaz levantamiento, y como la llama impulsada por el soplo del huracan, se propagó de pueblo en pueblo hasta llegar á los muros de Albarracin. El Señor de los Cameros y D. Juan de Lara enarbolaron sus pendones, y el Rey Don Alonso recibió casi en un mismo día la funesta noticia de que la guerra civil devoraba ya las provincias mas importantes de su reino, y la insolente respuesta de su hermano.
Consternóse al saber tamaño contratiempo y ardió en indignacion al oir las palabras que Leví le repitió de órden de D. Fadrique. Ignoraba D. Alonso las maquinaciones del de Haro y de la implacable Séfora, y no sabiendo de qué lazo ni de qué traicion le hablaban el Infante, creyó que sus razones eran fútiles pretestos para declararse en abierta rebelion; pero no se intimidó, y con aquella actividad de que tenia dadas tantas pruebas dispuso todo lo necesario para atajar, los males que le amenazaban. Reunió en su alcázar á los hombres de su confianza, y despues de haber celebrado un largo consejo en que oyó las mas encontradas opiniones, resolvió como tenia por costumbre, lo que á él le parecia mas conveniente. Ante todas cosas dispuso que la Princesa Doña Blanca quedase incomunicada en su aposento, y sin perder un instante hizo que el Infante D. Sancho fuese con tres mil jinetes á apoderarse de Logroño: Diego Lopez de Salcedo recibió órden de someter el castillo de Burgos, y el Infante D. Juan salió al frente de seis mil peones contra el Señor de Lara, 1levando por lugarteniente á un caballero á quien el Rey díó secretas instrucciones y los mas ámplios poderes. El anciano Jofré de Loaisa fué puesto en prision y D. Lope de Haro recibió el nombramiento de Justicia mayor de la córte durante la ausencia de Diego Alonso, que habia salido de Toledo para reclutar en los pueblos realengos hasta diez mil jinetes y veinte mil peones. Los deseos del Señor de Vizcaya se habian cumplido: acababan de adoptarse las mas enérgicas disposiciones, y los encargados de ejecutarlas eran los partidarios mas acérrimos de D. Sancho. Diego Lopez de Salcedo recibió al partir órdenes de que el Rey no tenia noticia, y el Infante D. Juan llevaba intencion de aniquilar para siempre al de Lara, á pesar de que su padre solo le habia mandado que procurase hacerle deponer las armas lo mas amigablemente posible. La princesa Doña Blanca, objeto de sus mayores recelos, se hallaba prisionera y era ya inútil intentar una nueva reconciliacion con el bando de los Infantes de la Cerda; Castilla acababa da arrojar el guante que no debia tardar mucho en ser recogido por la Francia, y Don Alonso se veia comprometido á aceptar los servicios de su hijo D. Sancho y de sus poderosos partidarios. Tal era el estado de los negocios públicos: el pueblo temblaba consternado previendo los horrores de una guerra fratricida; el infeliz, pechero trocaba llorando la esteva y el arado por la ballesta y la pica, y en medio del general trastorno tomaban pábulo los ódios particulares y cundía la desmoralizacion y el desórden.
Lamentaba el Rey la desventura de sus vasallos desde el fondo de su alcázar, y con natural prevision procuraba atender á todas partes: sabia que una vez dado el grito de guerra lo que importaba era sofocar cuanto antes la rebelion, para impedir que tomase incremento, y por eso ante todas cosas hizo salir en un mismo día á cuantos hombres de armas se hallaban acantonados en los alrededores de Toledo, quedándose sin mas escolta que la de sus arqueros los rebeldes no podían imaginar que las huestes reales cayesen sobre ellos tan de improviso, y apenas habian tenido tiempo de reunir un insignificante cuerpo de ejército en cada uno de los puntos que servian de baluarte á la insurreccion, cuando se hallaron frente á frente de sus enemigos. D. Juan de Lara, que con el intento de reunirse á los sublevados de Castilla dejó los muros de Albarracin seguido de sus mas bravos campeones, se vió detenido en su marcha por el Infante Don Juan, que presentándole la batalla en la márgen izquierda del Guadiela, logró desbaratarle en el primer encuentro obligándole á refugiarse en la vecina sierra de Molina. D. Simon Ruiz, que aguardaba en Logroño las órdenes de su suegro, encontróse al despertar una mañana asedíado por los jinetes de D. Sancho y antes de la noche ya se hallaba la villa en poder de sus enemigos, sus vasallos puestos en vergonzosa fuga y él aherrojado en un oscuro calabozo. Unicamente el infante D. Fadrique logró mejor fortuna en los primeros momentos, y Diego Lopez de Salcedo se vió obligado á esperar un refuerzo de tropas ligeras para intentar el asalto de Burgos. Los insurrectos capitaneados por el hermano del Rey no se desanimaron al verse cercados por enemigos que consideraban como poco temibles; ignoraban la mala fortuna de D. Juan de Lara y del Señor de los Cameros, y esperando que pronto serian socorridos por ellos, hicieron frente con arrogante denuedo á los soldados de D. Alonso; pero no tardaron mucho en persuadirse de que sus parciales no podían ayudarles en aquel conflicto, y vieron llenos de angustia que cuatro mil lanzas vizcainas reforzaron en menos de doce días á sus sitiadores: entonces intentaron hacer una salida, pero con tan mal éxito, que sus mas bravos campeones quedaron tendidos en las márgenes del Arlanzon. Enfurecióse D. Fadrique al saber el primer descalabro de sus gentes, y dejándose llevar por su violento carácter, afeó con duras palabras la conducta del caballero que habia capitaneado á los esploradores en aquel día; era este el bravo Godinez cuya entereza conocen ya nuestros lectores, el cual al escuchar las reconvenciones de su jefe le respondió con el acento sosegado del hombre satisfecho de su buen proceder:
-Quisiera yo saber, señor Infante, qué hubiera hecho vuestra Señoría hallándose en mi lugar; cien lanzas solamente venian en pos de mí, y fuimos embestidos por mas de mil guerreros.
-Yo hubiera hecho lo que las madres romanas exigian de sus hijos en tales ocasiones: hubiera vuelto con el escudo ó sobre el escudo.
-Os creo, señor; pero permitidme deciros que hubiérais hecho mal: un caudillo no debe dejarse matar mientras conserve un átomo de esperanza, mientras tenga un solo valiente que combata á su lado, y yo espero que con la ayuda de Dios aun podremos obtener mejor fortuna.
Calmóse D. Fadrique al oir tales razones, y con la ruda franqueza que le distinguia repuso:
-Teneis razon, Godinez, veo que no puedo disputar con vos; reconozco vuestra prudencia y espero que no me guardareis rencor por mi injusta reprimenda; esta noche saldremos juntos con toda la gente de que podemos disponer, y si la suerte nos vuelve las espaldas nunca es tarde para morir.
Dijo, y sin perder un momento espidió las órdenes necesarias para que todos sus guerreros estuviesen prontos á seguirle á la primera señal; pero no bien acababa de dar sus últimas disposiciones, cuando se oyó á las puertas de la ciudad el sonido de una trompeta que anunciaba la llegada de un heraldo; recibiéronle los sitiados con las precauciones de costumbre, y conduciéndole á la presencia de D. Fadrique oyeron de sus lábios una proposicion que les volvió su abatido ardimiento, puesto que se trataba de una transaccion honrosa en unos momentos en que se creian irremisiblemente perdidos.
Reunióse precipitadamente un consejo de capitanes, y después de meditar las proposiciones del heraldo resolvieron acceder á ellas. Solicitaba Diego Lopez de Salcedo tener una entrevista con los principales caudillos de los sublevados para sentar las condiciones de un convenio honroso: esta entrevista debia tener lugar en una tienda levantada al efecto entre la ciudad y los reales del sitiador, y solo podrian asistir á ella diez caballeros de cada parte armados de todas armas. Las diez de la mañana del día siguiente fué la hora señalada para la conferencia. Mucho se regocijó Salcedo al saber que Don Fadrique se avenia á razones; temia que su carácter altivo hiciese fracasar sus planes, y las órdenes secretas que habia recibido en Toledo, no del Rey, fuerza es confesarlo, sino del Señor de Vizcaya, no hubieran podido ejecutarse á no acceder el Infante á su proposicion; pero la entrevista estaba aceptada por los insurrectos, y él era suficientemente audaz y desalmado para ejecutar cuanto se le habia exigido en el momento de confiarle el mando del ejército sitiador.
Una copiosa lluvia habia hecho que durante toda la noche permaneciesen sitiados y sitiadores al abrigo, los unos de sus cuarteles y los otros de sus tiendas: únicamente los centinelas ocupaban sus puestos sufriendo con la estóica resignacion del soldado todo el rigor de los elementos; un silencio sepulcral reinaba aun al despuntar la mañana,, y solo los operarios encargados de levantar la tienda destinada para la conferencia, daban señales de vida en el campo de Salcedo. En la ciudad no era menos profunda la calma, los hombres, de armas aguardaban en sus puestos las órdenes de sus jefes,
y estos continuaban reunidos en sesion permanente al lado de D. Fadrique. Un triste presentimiento turbaba el espíritu de este; pero como capitan esperimentado procuraba ocultar a los ojos de sus amigos lo que pasaba en su corazon, y dominándose á sí mismo les hablaba del buen éxito de su empresa como si realmente creyese lo que decia:
-No lo dudeis, esclamó, contestando á una objecion de Godinez: saldremos de Burgos con armas y caballos, saldremos con pendones desplegados y á. son de clarines; conozco bien la política de mi hermano, y estoy seguro de que Salcedo tendrá órden de no exasperarnos con medidas violentas.
-Y qué hallais de halagüeño en esta salida forzada? preguntó su interlocutor, que tampoco estaba muy satisfecho de su posicion.
-Hallo la posibilidad de reunirnos antes de ocho días con nuestros amigos de Logroño y de Albarracin y la seguridad de caer con ventaja sobre Toledo, en donde podremos obligar al Rey á revocar el injusto acuerdo de las Córtes de Segovia. Pero id á prepararos, señores, la hora de la conferencia se acerca, y no debemos nosotros ser los últimos en acudir á la cita creerian tal vez que les temíamos. Vos, Godinez, vendreis á mi lado, pues aunque solemos no estar de acuerdo en muchos puntos de consejo, no acontece así tratándose de arrostrar peligros, y sin que esto sea agraviar á ninguno de mis buenos amigos, fio tanto en vuestra espada como en la mia; mi escudero Garcés de Barbasa nos hará de tercero, pues ya sabeis que su pecho es el mejor broquel que yo gasto, y los otros siete caballeros que han de acompañarnos que los designe la suerte: en todos tengo confianza.
Dijo: y haciendo despejar á cuantos le rodeaban se quedó solo con su escudero Garcés.
-Qué te parece de esta entrevista con nuestros enemigos? le preguntó no bien habia salido el último de los caballeros.
-A no desatender lo que me decian en aquella carta que tuve el honor de mostraros, me parece que debeis vestiros vuestra jacerina de Milan, la de cuarenta libras, para presentaros á Salcedo.
-Pues qué, acaso le juzgas capaz?...
-De todo, señor, de todo: él fue, no lo olvideis, el encargado de impedir la fuga de Doña Blanca nuestra señora, y no tuvo empacho de reñir acompañado de diez villanos contra un solo caballero.
-Sí, contra mi primo el de Lara; tienes razon, tambien yo recelaba de su buena fé, pero no por eso dejaremos de acudir á la cita que me ha dado: diez contra diez somos, y bien sabes que cada leal vale por cien traidores.
-En el campo de batalla no lo niego; pero en una celada....
-Tienes miedo, Garcés?
-Vos solo en el mundo podriais hacerme impunemente esa pregunta, á la cual no responderé hasta que nos hallemos en la tienda de Salcedo.
Sonrió D. Fadrique al oir las arrogantes palabras de su doncel, y poniéndole la mano sobre el hombro con un tono afectuoso que contrastaba notablemente con la severa espresion de su semblante, dijo:
-Paso, rapaz, y no vayas á retarme cuando mas necesito de tu ayuda: bien sé que la traicion nos acecha, desde ayer me lo está diciendo el corazon; pero ¿te parece posible que nosotros manifestemos recelo y que sembremos el desaliento entre esas pobres gentes que esponen su existencia por seguirnos? Ea, ve á preparar mi arnés tranzado y que Dios nos ayude: la hora se acerca.
Salió Garcés sin responder ni una palabra, y D. Fadrique quedó sumergido en tina profunda meditacion.
El sol empezaba entre tanto á romper con sus rayos los pardos nubarrones que encapotaban el espacio, y una rojiza claridad iluminaba las tiendas del sitiador: algunos ojeadores se hablan aproximado á la ciudad con cauteloso paso, y varios grupos de hombres de armas se movian en opuestas direcciones; sin embargo, el grueso del ejército permanecia inmóvil en derredor de las hogueras y sin ejecutar ninguna maniobra que pudiera considerarse como alarmante por los atalayas apostados en las torres de Búrgos. Diego Lopez de Salcedo se habia vestido desde muy temprano y los nueve caballeros que debian acompañarle le aguardaban armados de todas armas y con cierta inquietud que se traslucia en sus miradas y ademanes; él por su parte parecia hallarse mas preocupado que todos y una profunda arruga fruncía su entrecejo; se paseaba á largos pasos y se impacientaba al ver lo lentamente que caian los granos de arena de un reloj que tenia en un rincon de la tienda. A nadie asusta tanto una mala idea como al mismo que la abriga en su imaginacion, y aun el delincuente mas empedernido procura ejecutar sus delitos lo mas prontamente posible, pues así como un crimen consumado produce el remordimiento, un crímen que se premedita causa miedo, y el miedo es mas insoportable para las almas estraviadas que el grito aterrador de la conciencia. Salcedo no era por cierto un dechado de hidalguía; pero á pesar de los lunares que empañaban su escudo, aun no se habia manchado con el lodo de la ignominia, y cada vez que se encargaba de una comision poco honrosa tenia que luchar con un resto de la nobleza que habia heredado de sus abuelos; por eso aguardaba la hora de su entrevista con el infante D. Fadrique con una impaciencia febril que le hacia lanzar terribles imprecaciones: sus gentes se apartaban temblando de su lado, y una soledad aterradora daba pábulo á sus amargos pensamientos; pero el momento que esperaba llegó por fin: el sonido de una corneta le anunció que ya los de la ciudad se encaminaban al lugar designado para la entrevista, y tomando su espada y su capacete de manos de uno de sus escuderos, marchó á pié y sin mas compañía que la de los nueve campeones escogidos por él de antemano entre sus mas bravos capitanes. El sol, cuyos rayos acababan de rasgar completamente las pardas nubes que le habian oscurecido desde el amanecer, brilló por fin con toda su claridad, y los jinetes que á precaucion habian avanzado tanto de Burgos como del campo sitiador, pudieron ver que los veinte caballeros marchaban solos con armas iguales y en adema de hombres incapaces de recelar unos de otros: llegaron por fin á la tienda en cuyo reducido espacio debia celebrarse la conferencia, y entrando por distintos lados se hallaron unos en frente de otros. El infante D. Fadrique y Diego Lopez de Salcedo iban delante de sus compañeros: el primero vestia una túnica de tisú de plata sobre la cual flotaba una rica epitoga de terciopelo verde: ceñia una espada de gran precio con el recazo cincelado y el arriaz de oro puro; en su cabeza brillaba un almete zaragozano de duro temple, y la jacerina de Milan de que le habia hablado su escudero, completaba su armadura. El otro llevaba loriga negra y una sobrevesta blasonada con franjas de oro; en su cinto brillaba el pomo de un puñal de misericordía, y de un ancho talabarte de cuero recamado pendía su espada toledana.
Saludó D. Fadrique á su enemigo con una leve inclinacion de cabeza; hincó Salcedo una rodilla en tierra por respeto á la alta gerarquía del Infante, y levantándose en seguida le hablo de esta manera.
-Dios os guarde, señor: ¿cómo os hallais desde que no tengo la honra de veros?
-Bien, Salcedo: qué teneis que proponerme?
-Vengo á rogaros en nombre de nuestro Rey, que dejeis los muros de su leal ciudad de Búrgos, sin dar pié con vuestra contumacia á que se vierta sangre de hermanos.
-Y ¿con qué condiciones?
-Con una sola.
-Decid cuál es.
-Su Alteza me ha mandado deciros que sin perder momento vayais á darle cuenta de vuestra conducta, y os perdonará.
-Su Alteza puede mandar á sus vasallos y perdonar á los delincuentes, pero no á mí.
-Perdonad, señor; pero el Rey puede dar órdenes á cuantos le pagan feudo, y yo en su nombre os conjuro que volvais á Toledo sin oponer ninguna resistencia.
-Y si no quisiera obedecer ese mandato, ¿qué os han mandado hacer conmigo?
-Me han mandado prenderos.
-A mí, villano! esclamó D. Fadrique sin poder contener los ímpetus de su ira.
-A tí, rebelde: repuso Salcedo lanzándose sobre él con la velocidad del rayo.
Hubo un momento en que los demás caballeros se miraron unos á otros con muestra de asombro;. pero cuando el bravo Godinez y el leal Garcés echaron mano á la espada en ayuda de su señor, se vieron de improviso rodeados de enemigos: los siete campeones que les acompañaban se habian vendido á los sitiadores, y en vano intentaron resistir al choque de tantas espadas; sin embargo, no se rindieron tan pronto como era de esperar: D. Fadrique habia logrado desasirse de su robusto adversario, y desnudando el acero se batia con el denuedo. de un leon sorprendido por una manada de hienas: Godinez y Garcés se colocaron á su lado, y era horrible el cuadro que presentaba el reducido espacio de aquella tienda de campaña. La vergüenza de verse afrontados por tres hombres solos, enfurecia á los asesinos y ya no procuraban apoderarse de ellos: su intento era derramar hasta la última gota de su sangre; un sordo rumor de voces inarticuladas salia de aquel recinto, y solo de vez en cuando se distinguian las palabras de D. Fadrique que con su robusto acento apostrofaba á los traidores con los dictados mas injuriosos. Ya hacia algunos minutos que duraba e1 combate y aun permanecian en pié los tres valientes caballeros, cuando un terrible mandoble echó por tierra á Garcés de Barbasa dejándole sin vida: lloró de rabia el valeroso Infante al ver la suerte de su malhadado escudero y ya se preparaba á vengarle arrojándose sobre el que le habia dado muerte, cuando oyó la voz de Godinez que esclamaba con desfallecido acento:
-Huid, huid, D. Fadrique, pues ya no teneis quien os ayude.
Volvió la faz á tan lastimero grito y observó que su noble compañero acababa de ser atravesado por tres puñales: entonces bajó la punta de su acero y mirando á sus adversarios con todo el rencor que atesoraba su alma, logró intimidarles como si sus ojos fuesen los de un basilisco: avanzó algunos pasos hasta colocarse en medio del círculo que habia formado en torno suyo, y rompiendo contra el suelo la hoja de su espada, esclamó con voz vibrante y contenida:
-Ahora, villanos asesinadme pronto, si no quereis que os devore con los dientes! asesinadme, y llevad á mi hermano la maldicion del hijo de su padre!
Ninguno osó responderle, un terror pánico se habia apoderado de todos, y á no haberse deshecho de sus armas, hubiera podido D. Fadrique abrirse paso por entre aquellos miserables; pero Salcedo, que no era cobarde, recobró la energía que un momento de estupor le habia hecho perder, y volviéndose á los suyos les dijo con el acento breve del hombre acostumbrado á mandar mercenarios:
-Ea, apoderáos de él!
Su órden fué obedecida, y un momento despues ya se hallaba el Infante prisionero en los reales de sus enemigos; cundió la nueva en breves instantes: los valientes se indignaron, los débiles perdieron la esperanza, los desleales se declararon por los sitiadores, y las puertas de la ciudad se abrieron para dar paso á las huestes del Rey. Entró Diego Lopez de Salcedo como un conquistador al frente de sus guerreros, y despues de haber dado órdenes severas relativas á los castigos que debian aplicarse á los rebeldes, fué á instalarse en la propia casa del infante D. Fadrique, haciendo encerrar á su ilustre prisionero en una lóbrega estancia, desmantelada y fria.
Todas las autoridades de Burgos, que en los primeros momentos de la insurreccion se habian ocultado llenas de terror, fueron á cumplimentar al representante del Rey, el cual, olvidando que debia su triunfo á una traicion infame, las recibió con el satisfecho ademan de un héroe colmado de gloria:
los pecheros respiraron al verse libres de los peligros que les habian amenazado y victoreaban á Salcedo como si saludasen á su libertador: los amigos del vencido callaban llenos de indignacion, y la calma parecia haber recobrado su imperio en aquel pueblo tan agitado pocos días antes. Varios correos salieron en distintas direcciones con la nueva del triunfo que acababan de alcanzar las armas reales, y entre tanto dispusieron los vencedores un espléndido festin para solemnizar su victoria; pero el día designado para celebrarle llegó y cuando ya se habia convidado á los principales magnates y á las damas mas ilustres de la ciudad, se presentó á Salcedo un mensajero que acababa de apearse á la puerta de su casa y le pidió una audiencia reservada: concediósela éste, y llevándole á su estancia vió con sorpresa que el recién llegado era Adhel, el paje favorito de Séfora.
-De parte de quién vienes? le preguntó frunciendo el ceño y recelando que se le iba á exigir algun nuevo servicio poco grato.
-De parte del Rey: contestó el árabe irguiéndose con el ademán de un personaje importante.
-De parte del Rey?... repitió Salcedo con desconfianza.
-Del Rey ó del Justicia mayor, lo mismo da: ello es que soy el portador de una órden régia y no esperaba por cierto encontraros tan desabrido conmigo.
-Despacha, Adhel, esplícame de qué se trata, pues á decir verdad me causa zozobra tu venida.
-Se trata de ponernos en marcha mañana mismo, á fin de que lleguemos á Toledo antes de seis días: el Rey quiere que le espliqueis en qué estado se hallan sus buenos vasallos de Burgos, y segun se suena parece que vais á tomar el camino de Aragon con todas vuestras huestes.
-Y qué mas tienes que comunicarme? preguntó Salcedo mirándole de una manera harto significativa.
-Nada que sea de importancia, á no ser que en este pliego se os dé alguna órden secreta.
-Veamos, esclamó el caballero tomando el pergamino de manos del árabe y leyendo su contenido con precipitacion.
Una horrible palidez se estendió por sus mejillas, sus ojos se fijaron en el suelo, y como si acabase de leer su sentencia de muerte quedó sumergido en una profunda meditacion. Adhel le miraba con el aire mas indiferente del mundo, y rompiendo de improviso el silencio le preguntó sonriendo maliciosamente:
-En qué pensáis señor D. Diego? acaso no estais satisfecho de todo lo que hay dispuesto para esta noche... pues si mal no he mirado al pasar por esas cuadras los preparativos del festin son magníficos.
-¡Oh! esto es demasiado! murmuró Salcedo sin atender á su interlocutor. ¡Verdugo, verdugo tambien!... y es posible que el Rey?... no puedo creerlo... pero no hay remedio, este es su sello y á mi solo me cumple ejecutar sus órdenes... Y dime, Adhel, añadió levantando la voz, te ha dado su Alteza este pergamino?
-Su Alteza no se digna bajar los ojos para mirar á siervos tan humildes como yo.
-¿De quién pues le has recibido?
-De mi nuevo amo D. Lope díaz de Haro.
-¿Del Justicia mayor?... y dime quién es ese sugeto que ha de encargarse de cumplir mis órdenes?
-¿Quién quereis que sea, sino vuestro humilde servidor?
-¿Tú, Adhel?... y ¿cuánto te dan por desempeñar tan importante servicio?
-Yo soy esclavo y no está en mi mano venderme nuevamente: obedezco á quien puede exigirlo todo de mi y no necesito para callar ni oro ni amenazas; pero esto no es del caso: decidme á qué hora queréis que salgamos para Toledo.
-Mañana al romper el día.
-Y lo otro, ¿á qué hora será?
-Despues de las doce de la noche.
-Pues qué, ¿pensais suspender el sarao?
-No, Adhel, no: mis convidados no pueden recibir tamaño desaire: son personas de alta categoría, y los buenos servidores del Rey no debemos dejar descontentos á nuestra espalda. Hola! añadió levantando la voz para llamar la atencion de uno de sus escuderos que le aguardaba en la estancia inmedíata:
-Guia á este caballero á la antecámara de su señoría, y que permanezca allí hasta nueva órden.
Obedeció el soldado, y el árabe se dejó conducir sin hacer ninguna objecion. Entonces exhaló Salcedo un suspiro y alzando los ojos al cielo esclamó:
-¡Dios mío, perdonadme! bien sabeis que mi corazon reprueba la mayor parte de mis acciones!... y tras estas breves palabras volvió de nuevo á reunirse con sus oficiales que le aguardaban llenos de regocijo y dando las últimas disposiciones para el festin de aquella noche: su aspecto sombrío no dejó de llamar la atencion; pero el sol empezaba a ocultarse y tuvieron que pensar, en su atavío. Salcedo se retiró á su aposento, y cuando ya llenaban los salones sus numerosos convidados apareció entre ellos espléndidamente vestido y con la sonrisa en los labios. La mas sincera confianza llenaba al parecer todos los corazones: en una sala se danzaba al son de acordados instrumentos; en otra se referian heróicas acciones de bravos caballeros allí presentes; las bellas se embriagaban con palabras de amor, y los mancebos agotaban el néctar de la felicidad en los húmedos lábios de sus hermosas damas. Un alegre rumor de fiesta se difundía por todo el palacio, y la mas animada algazara reinaba hasta en los patios llenos de pajes y escuderos: innumerables antorchas esparcidas por todas partes, hacian que no se echase de menos la claridad del sol, y la felicidad y la alegría parecian haberse enseñoreado de cuantas personas se hallaban reunidas bajo los dorados techos de aquella casa. Sin embargo, uno de sus aposentos permanecia olvidado al parecer y sin mas luz que la de una mezquina lámpara: solo los ecos del festin resonaban en su reducido ámbito y únicamente un caballero de elevada estatura se paseaba lentamente sobre su helado pavimento. Aquel caballero, de quien nadie se acordaba en tan alegre noche, era con todo el que pocos días antes habia dictado leyes desde aquellos mismos salones tan animados entonces por el regocijo de sus enemigos; era el verdadero dueño de la casa en que se solemnizaba su derrota; era en fin, el bravo, el altivo, el egregio infante D. Fadrique, señor de innumerables villas y hermano del Rey. Una cobarde traicion lo habia privado de la libertad, y un vehemente deseo de venganza absorbia todos sus pensamientos: se asemejaba á un leon enjaulado, pero que no rugía para no advertir á sus descuidados cazadores de su proximidad; ya hacia mucho tiempo que meditaba en silencio la manera de romper sus prisiones, aunque en vano habia querido sobornar á sus carceleros, pues Salcedo no confiando á nadie su custodía se habia encargado él mismo de llevarle el sustento y la luz; pero llegó por fin un día, la víspera precisamente del señalado para el festin, en que no pudiendo asistirle personalmente, dió tan delicado encargo á uno de sus criados mas fieles. No aguardaba otra cosa el Infante, y apenas vió en su presencia á aquel hombre, cuando fijando en él su mirada de águila, aquella mirada que en mas de una ocasion habia hecho bajar los ojos á los mas aguerridos infanzones, le habló en estos términos y con un acento tan decidido, que el cuitado escudero tembló como la hoja del árbol al oir aquella voz imperiosa y áspera.
-Oye, villano, le dijo aproximándose á él con paso firme: ¿eres tú el encargado de custodíarme?
-Señor, yo....
-No te turbes y responde á mis preguntas sin rodeos.
-Hoy he recibido la órden de venir á serviros.
-Está bien: ¿sabes quién soy?
-¡Oh! eso sí, sé que tengo la honra de hablar con el muy alto y muy poderoso señor infante D. Fadrique.
-En ese caso no necesito decirte que de tu contestacion van á depender tu felicidad ó tu muerte: medita bien lo que vas á oir y decídete pronto, pues no acostumbro á sufrir vacilaciones: yo he de salir de aquí temprano ó tarde: el Rey me volverá su gracia en cuanto yo lo quiera, y mi poder será tan grande que si se me antoja vengarme de mis enemigos me bastará pronunciar una palabra para que la cabeza de Salcedo ruede bajo el hacha del verdugo; ahora bien, lo que exijo de tí es que me proporciones salir de Burgos antes de tres días: si lo consigues te ofrezco una plaza entre mis escuderos y mil doblas además; si por el contrario, aguardas á que mi hermano el Rey me ponga en libertad, juro por el nombre de mi santo padre hacerte quemar vivo en medio de la plaza pública.
-Pero, señor....
-Silencio, villano, aun no he acabado de hablar: bien sé que tendrás que valerte de alguno para que te ayude á proporcionarme la fuga: para ello necesitas dinero, está bien: si te decides á servirme irás á casa de Roboam el judío que vive en la calle de la Espadería, el cual, presentándole mi anillo te entregará dos mil sueldos burgaleses que puedes repartir á tu albedrío entre los soldados que esten de guardía cuando vayamos á salir de aquí: si hay que deshacerse de algun importuno te autorizo para ello, y añadiré cien doblas á los dos mil sueldos: ahora dime qué se te ocurre sobre lo que acabo de manifestarte.
-Señor, repuso el soldado temblando de emocion y sin poder resistir al cebo que se ofrecia á su codicia. Un humilde villano no puede oponerse á lo que de él se digne exigir el hermano de su Rey. Disponed de mí.
-No esperaba yo menos de tu cordura, dijo el Infante, y llevándole á un ángulo de su habitacion bajó la voz y le instruyó de cuanto debia practicar para que su plan no se frustrase: oyóle el soldado con la mayor atencion y sin oponer dilicultad alguna salió de aquella estancia resuelto á huir con el poderoso magnate que tantas ventajas le ofrecia, y que en efecto estaba en posicion de hacerle descabezar si tenia la desgracia de no servirle con mucho tino. D. Fadrique por su parte, que conocia su ascendiente sobre cuantos le rodeaban quedó tranquilo y seguro de que aquel hombre no dejaria de cumplir lo que le había ofrecido: en efecto, á la caida de la tarde volvió á entrar el sobornado carcelero y lo manifestó que ya estaba todo dispuesto, añadiendo que el festin preparado por Salcedo los venia perfectamente para proteger su evasion: quedaron pues, en que á la otra noche huirían durante el baile, y despidiéndose para no infundir sospechas con sus largas conferencias, quedaron ambos aguardando con impaciencia el momento que tanto deseaban; aquel momento llegó por fin, y mientras los bulliciosos convidados de Salcedo se regocijaban en los espléndidos salones como hemos dicho ya, D. Fadrique aguardaba paseando lentamente en su aislado aposento á que viniesen á ponerle en libertad. No habian tampoco sus cómplices olvidado su promesa, y al paso que pajes y escuderos brindaban en los corredores á la salud de sus amos, y en tanto que los arqueros de la guardía empezaban ya a sentir la influencia del vino, permanecian ellos acechando con ojo avizor la ocasion de dar el golpe que premeditaban: en efecto, cuando la confusion parecia haber tocado á su apogeo, cuando todos se hallaban entregados á una alegría delirante, cuando el mismo Salcedo empezaba á danzar con una de sus ilustres convidadas, se deslizaron ellos hacia la estancia de D. Fadrique resueltos á ejecutar á todo trance su arriesgado proyecto. La una de la noche acababa de sonar: el Infante empezaba á impacientarse y ya iba perdiendo la esperanza, cuando de improviso oyó que al lejano rumor del festin, se unia el próximo rumor de cautelosas pisadas: latió de alegría su corazon que ya empezaba á contristarse y sin poderse contener corrió hácia la puerta que le privaba de la libertad; pero de repente dió un paso atrás lanzando un grito de sorpresa: el que acababa de presentarse á sus ojos no era su carcelero, y apenas habia podido reconocer su error cuando tres robustos sayones se apoderaron de él á viva fuerza echándole un dogal al cuello que le estranguló sin darle ni el tiempo necesario para pensar en Dios. Corta fué su agonía, pero tan horrible que sus verdugos huyeron aterrados sin atreverse á volver el rostro hácia su víctima. Tal fue el sangriento fin del Infante Don Fadrique.
En tanto que los emisarios del rey D. Alonso cumplian en todas partes las órdenes que habian recibido, quizá con demasiada eficacia, permanecía éste en Toledo, firme en su propósito de restituir la paz á sus pueblos y ocupado en sus vastas negociaciones diplomáticas, aunque sin olvidarse por eso de tributar su culto á la ciencia, culto que practicó con heróica constancia aun en medio de sus mayores tribulaciones.
Su alcázar se hallaba lleno á todas horas de guerreros y de filósofos; y aquel sábio Monarca, cuya actividad era proverbial en toda Europa, presidía casi simultáneamente las sesiones del palacio de Galiana y los consejos de guerra de sus capitanes, discutiendo con igual acierto sobre el inmutable giro de las estrellas y sobre el giro harto dudoso de los negocios públicos.
Nadie le aventajaba en saber ni en prudencia, y si hubiese encontrado mas tolerancia en las ideas y mas lealtad en los corazones, sin duda hubiera conseguido que el siglo de oro renaciese para España en medio de aquella edad de hierro en que la fuerza era la única ley, y el fanatismo la única razon; pero D. Alonso habia nacido demasiado pronto, y los destellos brillantes de su génio por mas que debieran columbrarse desde lejos y al través de los siglos, no pudieron hacer otra cosa que esparcir una débil claridad en medio del oscurantismo que le rodeaba: así acontece con la luz que el minero deja olvidada en medio de una vasta caverna su resplandor se divisa á gran distancia, pero sus rayos no disipan las tinieblas del antro en que arde.
A cada uno de sus pensamientos luminosos se oponia una práctica absurda, cada uno de sus filantrópicos sentimientos se estrellaba en cien preocupaciones sanguinarias: predicó la fraternidad, y estuvo á punto de ser crucificado: quiso ser caritativo y todos le escarnecieron; la mayor parte de sus prudentes disposiciones no hallaron quien las ejecutára, y en mas de una ocasion aconteció que sus ministros plantaron la palma del martirio en donde él se habia propuesto sembrar el lauro de la gloria.
Los historiadores de la edad medía que no supieron seguir las huellas de Tácito y de Plutarco, en vez de hablarnos filosóficamente de los hombres, se contentaron con referirnos en confuso los acontecimientos, y al escribir la crónica de aquella época mancharon la frente del Rey con toda la sangre vertida en su reino; empero D. Alonso no era por cierto acreedor á tan severo fallo; él mas que nadie lamentaba las desgracias de sus pueblos y su único anhelo era procurar el adelanto de las ciencias y la prosperidad de sus vasallos. Por eso se le veía perplejo siempre que la insurreccion levantaba su cabeza y por eso quizá le creyeron débil sus revoltosos feudatarios.
Cuando el infante D. Fadrique se declaró en abierta rebelion comprendió, sin embargo, que habia llegado el momento de emplear la energía para impedir que el incendio se propagase; pero sus medidas se redujeron á disponer que una mano fuerte detuviese á los revoltosos en su camino, y por eso en tanto que sus hijos y sus capitanes marchaban á ejecutar sus órdenes, continuaba él sus pacíficas negociaciones lleno de buena fé y sin sospechar siquiera las catástrofes que le amenazaban.
Sus emisarios eran bien recibidos en todas partes: el crédito que gozaba en el mundo hacia que hasta los monarcas mas poderosos procurasen su amistad, y Fray Ademaro logró del Papa Juan XXI, no solo lo que habla ido á demandarle, sino la formal promesa de que los rayos del Vaticano se hallarian siempre prontos para combatir á los enemigos del Rey de Castilla.
D. Gonzalo Ruiz
de Atienza consiguió que Felipe el
La suerte de las armas favoreció tambien sus intentosdesde los primeros días, y el triunfo alcanzado por su hijo D. Juan contra el señor de Lara, triunfo que no tuvo nada de sangriento, gracias á la intervencion del lugarteniente que acompañaba al Infante, fué considerado por el Rey como un presagio venturoso para la realizacion de sus planes; pero una nueva funestísima vino bien pronto á turbar su contento.
Hallábase un día en el palacio de Galiana rodeado de todos los sábios que habia congregado en torno suyo, para que le ayudasen á formar sus
El docto Aben Raghel y el profundo Alquibicio, iban á discutir con Aben-Musio el de Sevilla y con Jacob Abvena el de Córdoba un punto bastante confuso hallado en el
Ya hacia muchas horas que la disputa continuaba vivamente sostenida por todos los concurrentes: más de una proposicion poco ortodoxa se habia emitido ya con escándalo de los teólogos castellanos, y mil pensamientos dé progreso intelectual se formulaban en cada uno de los discursos pronunciados por tan doctos varones.
El Rey, cuya tolerancia en materias religiosas Dio tenia límites, oia con satisfaccion todo lo que pudiese conducirle al descubrimiento de una verdad física ó moral, y es bien seguro que si Galileo hubiese florecido en su época no hubiera encontrado la estúpida acogida que le hicieron los monarcas de tres siglos despues D. Alonso no anatematizaba ninguna idea por atrevida que fuese, y por eso los hombres de todas las religiones podían emitir su parecer con toda libertad en aquel santuario de la sabiduría.
El debate promovido por la duda del rabino Jehudá seguia pues, sin que ningun obstáculo se opusiese al esclarecimiento del punto que se discutia, y ya empezaban los contendientes á convenirse en algunos estremos, cuando de improviso apareció en el salon el venerable Ahumed-Ebn-Yuzef con el semblante pálido y afligido: Al verle entrar todos guardaron el mas profundo silencio, y el Rey, que le tributaba toda clase de deferencias, se puso en pié con el intento de cederle su lugar; pero el árabe se había parado en medio de la estancia y sin ocultar la emocion que le agitaba, dijo fijando en D. Alonso su penetrante mirada:
-Suspende, ¡oh Rey! tus tareas científicas: sal de este palacio y vuela á lavar las manchas de ignominia con que tus ministros enrojecen el suelo castellano: deten el golpe que está amagando á tus deudos mas ilustres, porque si llegan á salpicar tu frente algunas gotas de la fraterna sangre ¡guay de tí! en vano querrias acercarte con fruto al laboratorio de la gran verdad: las manos de Cain no producirán jamás nada que sea puro: si deseas aprovechar mis lecciones, procura ante todas cosas mantenerte limpio de toda culpa y corre á salvar á tu hermano.
No comprendió el Rey las palabras de su maestro; pero como conocia su prudencia, sospechó que alguna nueva de grande importancia venia á anunciarle, y haciendo desalojar á todos los sábios que le rodeaban le preguntó lleno de zozobra:
-¿Qué ocurre, mi venerable amigo? ¿por qué habeis dejado vuestro retiro cuando menos lo esperaba?
-Tu hijo ha entrado á saco en la ciudad de Logroño.
-¿Qué decís?
-D. Simon Ruiz no ha podido contrarestar el ímpetu de D. Sancho y la insurreccion ha fracasado en las riberas del Ebro, lo mismo que en las márgenes del Guadiela, pero el Infante no se ha contentado con vencer a sus enemigos: el Infante quiere interponer un mar de sangre entre el Rey de Castilla y los hijos de D. Fernando de la Cerda; para ello ha empezado por quemar vivo en medio de la plaza de Treviño al ilustre Señor de los Cameros, despues de haberle llevado de pueblo en pueblo cual si fuera una bestia feroz.
-¡Oh! eso no es posible, esclamó el Rey con amargura.
-Mucho te honra tu duda; pero lo que te digo es demasiado cierto por desgracia: vuelve á tu alcázar, y allí oirás á los mensajeros de tu hijo que vienen á participarte llenos de orgullo la funesta nueva de su victoria.
-Pero, decidme, ¿cuál es el peligro que amenaza á mi hermano?
-Diego Lopez de Salcedo es hechura del Señor de Vizcaya, y si logra vencer á D. Fadrique, no será estraño que el hijo de tu padre siga la misma suerte que su desventurado yerno.
-¡Oh no, mil veces no! Salcedo no osaria esponerse á mi cólera: no seria capaz de comprometer así mi reputacion.
-Los hombres son capaces de todo, y el corazon me dice que alguna gran catástrofe ha de oponerse á la realizacion de tus benéficos planes.
-Vamos, pues, á Toledo, dijo D. Alonso lleno de angustia, y haciendo preparar su litera se hizo conducir á su palacio en compañía de Ahmed-Ebn-Yuzef.
Las noticias de éste eran harto fidedignas, como igualmente sus predicciones, y el Rey supo por boca de los emisarios de su hijo, no solo los espantosos detalles del suplicio en que habia dejado de existir el Señor de los Cameros, sino la infausta nueva de que su hermano D. Fadrique habia sido muerto en su prision á manos de sus carceleros.
Lloró de despecho al ver burlados sus nobles designios, y lloró de amargura al pensar en el fin sangriento de su hermano, de aquel hermano que habia sido el ídolo de su madre, y que a pesar de sus defectos poseia mil nobles cualidades. Hizo llamar á D. Lope díaz de Haro, y sin considerar que aquel poderoso magnate era temible en todos conceptos, le habló con mas severidad de la que acostumbraba á usar con el último de sus criados: le pidió estrecha cuenta de todas las disposiciones que durante la ausencia del Justicia mayor Diego Alonso, y en representacion de aquel habia osado adoptar y le echó en cara que habia faltado á la fe y lealtad de caballero, aconsejando y permitiendo los horribles aten- tados que acababan de cometer el infante D. Sancho y el capitan Diego Lopez de Salcedo.
Disculpóse el de Haro con su habitual sangre fria, y aseguró que ninguna parte habia tenido en los acontecimientos de Búrgos y de Logroño; dijo que ignoraba las razones que habrian podido tener los caudillos vencedores para tomar tan severas medidas, y manifestó que no le parecia nada estraordinario que se castigase á un rebelde con la última pena.
Indignóse el Rey al oir tales palabras: sabia que él era el motor de todo lo que acababa de suceder, y sin disimular su sospecha le dijo mirándole con la mayor indignacion:
-Conozco vuestros ardides, Señor de Haro; sé que vuestro deseo es aniquilar á cuantos os pueden hacer sombra, y me consta que vuestra funesta política consiste en mantener vivos los odios de los dos bandos en que se divide mi reino: torpe he andado en manifestarme generoso y confiado con vos: creia que no hubiéseis sido capaz de abusar de mi buena fé, pero veo que me he equivocado: me habeis hecho agotar el cáliz de la amargura, D. Lope, pero ¡guay de vos! la muerte de mi hermano tal vez se considerará en la historia como un borron para mi nombre; pero su sangre caerá gota á gota sobre vuestro corazon: si yo creyese que un asesinato podía castigarse con otro no saldríais ileso de mi alcázar: mas no tembleis, devolvedme el sello de justicia que os confié y quitáos de mi presencia: el leal D. Diego Alonso acaba de regresar á Toledo, y no he menester ya de vuestros servicios: ¡ojalá que nunca los hubiera creido necesarios!
Calló el Señor de Vizcaya, pues conocia que sus disculpas de nada podrian servirle, y saludando con el mas profundo respeto, se alejó de la régia estancia llevando en el alma toda la hiel de las injurias que acababa de devorar.
Veia desplomarse el alcázar de su poder, acababan de arrebatarle sus armas mas poderosas, y aunque la reconciliacion entre D. Sancho y los infantes de la Cerda no era ya humanamente posible despues de la muerte de D. Fadrique y del Señor de los Cameros, con todo sus planes de engrandecimiento podían fracasar si el Rey se declaraba abierta mente encostra suya: para evitar aquel peligro puso en juego todas sus influencias con la actividad que le caracterizaba y que tantos triunfos lo hizo alcanzar, en tanto que el Rey procuraba con todas sus fuerzas atajar las nuevas desgracias que amagaban á su país.
Diego Alonso habia regresado en efecto á la córte con gran golpe de soldados mercenarios y en compañía del infante D. Juan y de su lugarteniente, los cuales habian recibido órden de volver á sus cuarteles á los pocos días de dar la batalla en que vencieron al Señor de Lara: Fray Ademaro y D. Gonzalo Ruiz de Atienza se hallaban tambien de vuelta de sus importantes escursiones, y D. Alonso pudo reunir en torno suyo un gran número de hombres leales y de capitanes esforzados á quienes pedir consejo.
Era evidente que el rey de Francia deberia considerar el asesinato del infante D. Fadrique como una torpe felonía, despues de lo tratado por él con el embajador de Castilla: el Sumo Pontífice no podía mirar tampoco con indiferencia un atentado de aquella especie; y los descontentos del reino tenian un escelente pretesto para levantar de nuevo el grito de guerra á muerte que hasta entonces habia podido sofocarse a fuerza de actividad y de energia. Lo que importaba, pues, era satisfacer cuanto antes las dudas que naturalmente debian suscitar, respecto á la lealtad de D. Alonso, los desastrosos acontecimientos de Treviño de Burgos: para ello se dispuso enviar nuevas embajadas dando las mas claras esplicaciones sobre tan inesperados sucesos: llamóse además al infante D. Sancho, y se dió órden para que Diego Lopez de Salcedo se presentase inmedíatamente á dar estrecha cuenta de su incalificable conducta.
Esta determinacion era para D. Lope díaz de Haro un golpe mil veces mas terrible que la pérdida de su autoridad y que las duras palabras que habia oido de boca del Rey, pues las revelaciones de Salcedo podían comprometerle gravemente y poner de manifiesto su culpabilidad en la muerte de los dos ilustres caudillos del bando de la Cerda: para evadir aquel peligro solo le quedaba un medio, hacer que el infante D. Sancho arrojase de una vez el guante comprometiendo la reputacion de su padre con nuevos atentados é impedir así toda reconciliacion entre el Rey y sus altivos vasallos; pero no se crea que para poner por obra su tenebroso plan se valió de hombres poderosos é influyentes ni de guerreros resueltos y esforzados: aquel astuto magnate echaba mano de todas las armas que juzgaba útiles para sus intentos, y en vez de recurrir á intrigas palaciegas ó á la fuerza siempre temible de sus parciales, se valió en tan difíciles circunstancias de pasiones privadas que ninguna relacion parecian tener con la política de aquella época, pero que él supo esplotar en su provecho como se verá en el capítulo siguiente.
En tanto que en el reino de Castilla rugian desatados los vientos de la rebelion, fermentaban en el alma de Séfora los celos que su antiguo amante le habia infundido la noche en que despues de tantos años se presentó á sus ojos en el régio sarao de Toledo.
Recordará el atento lector que la Princesa Doña Blanca era causa inocente de aquellos celos, y que la judía ensoberbecida con la alta posicion de la que imaginaba su rival, habia puesto en juego los mas inícuos ardides para causarla todo el daño posible, ya que no estaba en su mano destrozar aquella voluptuosidad que tantas almas habia fascinado.
-Guárdeos Dios, señora: murmuró el de Haro fijando en ella su escrutadora mirada.
-El os ilumine, D. Lope: repuso Séfora sin desarrugar el ceño que tantos encantos robaba á su semblante.
-¡Vos aquí, señora!
-¿Y eso os asombra?
-No, sino que me llena de contento: hace un instante estaba pensando en ir á buscaros.
-Para pedirme alguna carta? preguntó Séfora con ironía.
-Tal vez: repuso el de Haro con la mayor naturalidad.
-Me admira vuestra sangre fria, caballero! ¿Es así como cumplís vuestras promesas?... ¿son estos los resultados que preveia vuestra alta política?... ¿es esto lo que yo debia esperar cuando instigada por vos me comprometí á cometer un crímen?
-¡Un crímenl...
-Sin duda, caballero, un crímen inútil, masque inútil, funesto. ¿Qué me importaba á mi la vida de D. Fadrique? lo que yo quería, bien lo sabeis, era la ruina de una mujer, y nuestro atentado solo ha servido para darla, libertad y preponderancia.
-Perdonad, señora, os veo irritada y lo siento: la exaltacion de las almas apasionadas es un fuego fátuo incapaz de inflamar ni un leve copo de lino: tomad asiento si os place: oidme un solo instante, y confio en que hemos de quedar amigos.
-Lo dudo: dijo la judía sentándose con el ademan de una reina enojada.
-Pues yo no,, repuso el descendiente de reyes inclinándose con respeto. Es verdad que nuestra tentativa de Burgos ha dado un resultado díametralmente opuesto al que tenuamos derecho de esperar; pero no por eso debemos retroceder: ¿creces, señora, que me importa menos que á vos la ruina de esa mujer?... si vuestro corazon lo desea, el mio lo necesita, y no lo dudeis, conseguiremos aniquilarla si seguís mis consejos.
-Oh! cuidado no os engañeis otra vez, caballero, cuidado no volvais á despertar la esperanza en mi alma pada matármela luego.
-No temais, señora, esta vez no puedo, no debo equivocarme: el golpe que ahora vamos á dar será tan seguro como el de la guadaña de la muerte.
-No os entiendo, murmuró Séfora, mirando con inquietud á su interlocutor.
-Procuraré ser muy esplícito y ya me entendereis, repuso éste yendo á cerrar todas las puertas. La hora ha llegado: si perdemos un solo día yo veré derrumbarse el alcázar de mi ambicion, y el demonio de los celos se enseñoreará de vuestro pecho á su albedrío: esa mujer que vos odíais y que yo miro como un obstáculo á mis planes, será el -iris á quien Castilla adore despues de la tormenta, y nosotros iremos atados al carro de su triunfo y la veremos hollando con sus plantas vuestro amor propio y mi orgullo.
-Oh! jamás, jamás! esclamó la judía poniéndose en pié, pálida de coraje. Hablad, D. Diégo: no hace mucho os oí decir que la exaltacion de las almas apasionadas es un fuego fátuo que no quema: comunicadme pues la llama devoradora de vuestro corazon impasible, y me vereis-incendíar el mundo
entero, si lo creeis necesario para que esa mujer quede reducida á cenizas entro las pavesas del universo.-No es necesario tanto, dijo el de Haro, sonriendo con malignidad, y no es el fuego el elemento que debe servirnos en esta ocasion, sino el agua.
-¿El agua?
-Sin duda: el agua preparada por vuestro paje Adhel y servida por....
-¿Por quién?...
-Oidme, Séfora:
queriendo D. Alonso probar que la muerte de D. Fadrique no
es obra suya, sino de los partidarios de su hijo D. Sancho,
no solo ha enviado emisarios para que así lo divulguen
por toda Europa, sino que se ha declarado en pro de los de
la Cerda, empezando por devolver la libertad á Doña.
Blanca: ahora bien, si nosotros sabemos aprovecharnos de
esa libertad, podemos volver las armas de nuestros enemigos
en contra suya, haciendo morir á esa mujer y echando
la culpa de su muerte sobre el rey de Castilla, como hemos
echado ya la del asesinato de su hermano. De esta suerte
vos quedais vengada y yo satisfecho: la Francia se arrojará
contra Castilla, y D. Alonso tendrá que ceder el mando
á su hijo D. Sancho que es el único que puede
oponerse y contrarestar la arrogancia de Felipe el
-Me parece inspirado por Satanás; pero lo apruebo: el fuego que devora mi alma tiene algo de infernal y no me asusta que el demonio intervenga en nuestros planes; pero ¿quién es la persona que designais para que nos sirva en esta arriesgada empresa? no quisiera comprometer nuevamente á mi pobre Adhel.... os sacrifiqué la vida de Garcés de Barbasa; mas la de éste....
-La de éste os interesa mucho para esponerla: ya lo sé, dijo el de Haro sonriendo con cierto cinismo; pero no temais, no es mi ánimo dejaros sin ningun galan: la vida de Adhel no correrá ningun riesgo; á él solo le cumple preparar la ponzoña: manos mas puras deberán administrarla.
-Cada vez os entiendo menos.
-Eso consiste en lo que os dije antes: las almas apasionadas no saben reflexionar.... pero fiad en mí y no temais que nuestro proyecto se malogre. ¿Cuándo podré disponer de ese veneno?
-Ahora mismo esclamó Séfora, haciendo ademan de quitarse una sortija pero el de Haro la detuvo diciendo:
-Paso, señora, paso que no es eso de lo que se trata; ¿creeis que no poseo yo joyas tan preciosas como esa? lo que ahora necesitamos es un elixir que pueda mezclándose con las mas delicadas esencias matar por medio del ambiente si es posible.
-Ah! ya os entiendo, y puedo proporcionaros algo mas seguro que esa esencia.
-Mas seguro?
-Sin duda: he oido hablar á Adhel de ciertos pliegos que al abrirse matan como el rayo.
-¿Y podríais proporcionarme uno de esos pliegos?
-Sí; pero decidme ¿quién se encargará de hacer llegar tan delicado mensaje á manos de la Infanta?
-Una de sus damas mas queridas: una jóven inocente que le ha sido recomendada por el capitan Fernandez y que por tanto no puede infundirla ningun recelo.
Estremecióse la judía al oír las últimas palabras de su interlocutor, y aparentando sonreír con desden se envolvió en su manto y murmuró:
-Está bien: mañana os traerán lo que acabais de pedirme.
-Cuidad de que no os vean salir de aquí: dijo el de Haro saludándola con mucha cortesía.
-No temais mi litera me aguarda dentro de vuestra casa y nadie conoce á los hombres que la conducen.
Aun se oian las pisadas de Séfora, cuando el Señor de Vizcaya que durante su conversacion con ella había estado perfeccionando sus jigantescos planes, se sentó delante de una mesa y escribió de esta manera:
«Sr. Infante D. Sancho, mi egregio primo y señor natural: no regreseis á Toledo aunque así os lo manden: vos en vez de dar cuentas de vuestra conducta debeis mas bien pedirlas de la que otros han observado y observan; ya me entendeis: aguardad en Treviño á que la fama os lleve la nueva de cierta defuncion,, y entonces volvereis á palacio como protector y no como reo.
«Cuidad de que Salcedo no se presente á vuestro padre, y mantened vivos en pro nuestro los buenos deseos de los burgaleses y de todos los castellanos viejos. Yo quedo aquí allanándoos el camino del trono y esperando vuestras órdenes.»
Un mensajero leal llevó esta carta á su destino desgarrando los hijares de su caballo: y el que acababa de escribirla, salió de su aposento y de su casa, procurando ocultar el semblante entre los pliegues de su manto; la noche habia cerrado completamente y pudo llegar sin ser visto al Alandaque de Toledo, barrio extraviado en el cual habitaba, como recordará el lector, la hermosa Doña María de Ucero.
Tiempo era ya de que volviésemos a ocuparnos de esta doncella, y creemos que no estará de mas dar cuenta de lo que habia pasado en su corazon durante el tiempo trascurrido desde la última vez que nos ocupamos de su interesante persona.
Dos afectos bien distintos entre sí, pero vehementes ambos, se habian enseñoreado de Doña María desde su mas tierna juventud: estos afectos eran un amor profundo, ardiente, ciego hácia el infante D. Sancho; y un cariño tierno, respetuoso, indestructible hácia D. Alonso Fernandez; pero guiada por ese instinto innato en la mujer y que sin duda procede de la delicadeza de su alma, la noble doncella habia ocultado á los ojos del segundo lo que sentia por el primero, y á este lo que esperimentaba por aquel: el Infante no hubiera podido comprender toda la pureza de su ternura hácia el hermoso aventurero, y D. Alonso hubiera combatido una pasion peligrosa que sin duda podía llervarla á un precipicio. Estas fueron las razones que la impulsaron á guardar la mas estricta reserva con entrambos.
D. Sancho, dichoso con su amor, entregado á intrigas políticas y no pudiendo recelar de la inocencia de su amada, ni siquiera habia echado de ver que otro hombre frecuentaba la casa de Doña María; pero el capitan Fernandez, aventurero esperimentado, y celoso guardían de la doncella, no tardó mucho en notar que algun misterio encerraba su alma vírgen, y en la noche del festin se cercioró de que, aquel misterio era la pasion amorosa que el infante D. Sancho habia sabido inspirarla.
Desde aquel momento empezó una lucha penosa, portiada, tenaz entre la noble dama y el misterioso caballero: la lucha del herido y del cirujano, cuando el primero se resiste á sufrir una operacion dolorosa y el segundo se obstina en hacer uso de instrumentos que han de sajar la carne para devolver la salud.
Doña María amaba á D. Sancho lo suficiente para no querer comprender que su amor la perderia temprano ó tarde; y, D. Alonso la amaba á ella demasiado para que los quejidos de la enferma pudiesen hacer temblar su mano robusta: por eso la de Ucero seguia recibiendo á D. Sancho á despecho de su protector, y éste persistia en separarla de su poderoso amante á pesar de sus lágrimas; pero fuerza es confesarlo: cuando la razon se obstina en lidíar contra la pasion siempre queda vencida por esta. La niña mas inesperta burla al hombre mas esperimentado, y el alma mas timida se sobrepone al corazon mas endurecido.
El capitan Fernandez se valió primero, de la persuasion, despues puso en juego los resortes de la ternura y acabó por hacer uso de la fuerza, medio el mas ineficaz en semejantes casos: dispuso que se negase la entrada á todo el mundo en casa de su pupila, y desde el momento en que se cerraron las puertas de la recatada doncella se abrieron sus ventanas: lo que en un principio era afecto puro, amor platónico, no tardó mucho en convertirse en pasion ardiente, irresistible, sensual; D. Sancho logró de la mujer contrariada lo que no había podido conseguir de la jóven enteramente libre, y cuando los acontecimientos publicos le obligaron á salir de Toledo, dejó un hijo en el seno de su amada, sin que el perspicaz Fernandez llegára á comprenderlo: mas ¡ah! al regreso de su espedicion contra Don Juan de Lara, conoció el aventurero que sus precauciones habian sido inútiles, y, el mas profundo despecho se apoderó de su alma ya tan lacerada; pero esta vez como otras muchas escondió en lo mas hondo del pecho su pena roedora, y lejos de mostrarse severo con Doña María, le devolvió aunque algo tarde la libertad de que tan intempestivamente habia querido privarla.
La infortunada jóven por su parte tambien conoció, cuando ya no era tiempo de retroceder, que su protector no iba descaminado en sus consejos: la duda vino á atormentar su mente, y hubiera querido apagar con un mar de lagrimas la hoguera que devoraba su corazon; pero la duda es tan impotente como la razon para luchar con el amor, y las lágrimas inflaman mas el fuego que enrojece sus saetas.
Doria María sospechaba aun mas; casi estaba persuadida de que D. Sancho no tardaria mucho en abandonarla, y sin embargo le amaba con mas delirio que nunca: sentia por él ese doble afecto que se encarna en el seno de las esposas cuando llegan á ser madres; y si en los arrebatos de su pasion violenta le sacrificó el honor, en la calma de su intenso afecto, no titubearía en sacrificarlo la vida; comprendiólo así el capitan Fernandez, y desde el punto en que consideró como inútil su severidad se dedico á reparar su imprudencia y la falta de aquella niña que era el único ser que parecia interesarle en el universo: para ello empezó por estrechar sus relaciones con el Señor de Vizcaya, y al paso que lidíaba como bueno en pro de su Rey trataba de asegurar la felicidad de su protegida, pactando con aquel revoltoso caudillo que lo podía todo en el ánimo de D. Sancho.
Doria María llevaba un apellido harto ilustre, y el aventurero no perdió completamente la esperanza de enlazarla con el heredero del trono: por eso consentia que el de Haro frecuentase la casa de su protegida, en donde solian tratar de su plan de matrimonio, y por eso aquel atrevido personaje pensó en Doña María al proyectar el asesinato de la infanta Doña Blanca.
Nadie mejor que aquella dama inofensiva y de quien ninguno sospechaba, podía ser el instrumento de sus inícuas maquinaciones, y hé aquí por qué al separarse de Séfora, la hija del Merino mayor, se encaminó solo y con el mayor recato á casa de la de Ucero.
Se hallaba esta en su estancia sumida en su habitual tristeza, cuando Brianda que habia recibido la órden de deponer su severidad vino a anunciarle la visita de aquel poderoso magnate.
-Que entre, que entre, esclamó dejando vagar por sus lábios una ligera sonrisa que parecia revelar su efímera esperanza.
Compareció el de Haro un momento despues, y aproximándose á ella con mas respeto del que acostumbraba, la preguntó fingiendo, la mayor solicítud:
-¿Cómo estais, señora?
-Bien, D. Lope, bien; pero muy triste.
-¡Triste! ¿por qué? esclamó el de Haro con estrañeza, ¿acaso dudais de su amor?
-No: pero sí de sus promesas.,
-¡Qué locura! ni tina sola vez recibo sus ordenes sin que me-bable de su amada: su primer pensamiento, bien lo sabeis, es la corona; pero el segundo, nunca deja de dedicárosle á vos.
-¡Ay D. Lope! no sé por qué me parece que decís todo eso para no afligirme.
-Señora, ya hace algun tiempo que tengo el honor de trataros, y creo que habeis podido comprender que mi carácter es en demasía franco para prestarse á una farsa de ese género. El día en que mi señor deje de hablarme de vos, estad segura que dejareis de oirme hablar de él.
-Oh! sí, sí, perdonad, no es mi ánimo ofenderos; pero qué quereis, su tardanza me inquieta tanto...
-¡Su tardanza!... ¿cuándo dejaréis de ser niña? ¿acaso puede el infante D, Sancho dejar sin caudillo al ejército que obedece sus órdenes, por mucho que la fuerza de su amor le impela á vuestros brazos? Olvidais que el deber es el tirano de los hombres.
-Oh! sí, teneis razon, el deber es ante todo, murmuró la de Ucero enjugándose una lágrima; pero decidme, ¿qué nuevas me traeis? ¿á qué debo atribuir vuestra visita?
-Vengo mandado por él
-¿Por él?
-Sin duda: vengo á deciros que su regreso depende de vos.
-¿Qué decís? de mí! de mí!... hablad, D. Lope, hablad, y aunque sea necesaria toda mi sangre, on la daré con tal de verle pronto.
-Vuestra sangre es muy preciosa para mi señor, y ¡ay! del que osase verter una sola gota de ella. Lo que necesita de vos es mucho menos: oidme con atencion, dijo sentándose cerca de Doña María. Bien sabeis que la muerte del infante D. Fadrique ha irritado al Rey hasta el estremo de condenar públicamente la conducta de D. Sancho: Doña Blanca de Francia ha recobrado la libertad, y vuestro amante no puede regresar á Toledo si ella no alcanza que D. Alonso le perdone.
-Pues bien, iré, le rogaré, me arrojaré á sus plantas si es preciso, esclamó la enamorada jóven, cuya ignorancia de los negocios públicos no la dejaba comprender lo absurdo de aquella fábula.
-¿Y creeis que vuestras lágrimas logren ablandar su corazon?
-Tengo entendido que es muy compasivo, y á mi hace algun tiempo que me distingue muy particularmente.
-Sin embargo, vuestros ruegos serian inútiles: además vos no podeis interceder públicamente, por el Infante. Vuestra demanda se interpretaria de una manera desfavorable para vuestro honor.
-¿Entonces, qué es lo qué debo hacer?
-Encargaros de llevarle un pliego que D. Sancho le dirige.
-¡Qué! ¿acaso D. Sancho, se baja á suplicar á esa estranjera? esclamó Doña María sintiendo que su española sangre le subia al semblante.
-D. Sancho no se humilla jamás; esa estranjera como vos la llamais, es un arco que es indispensable atravesar para subir al trono, y D. Sancho se inclinará solo el tiempo necesario para traspónerle. Despues, ya vereis cuán erguido levanta la coronada frente.
-Bien, bien, murmuró la de Ucero volviendo á ser la mujer enamorada. lo que á mí me interesa es verle, verle pronto y salir de esta horrible ansiedad en que me hallo; dadme ese escrito.
-Mañana os lo traeré, dijo el de Haro dejando el escaño; pero juradme primero que nadie mas que vos verá ese pliego.
-¿Ni el Capitan tampoco?'
-El Capitan menos que nadie.
-Bien, os lo juro.
-Juradme tambien, que os valdreis de todo vuestro influjo para que Doña Blanca lea ese escrito en vuestra presencia.
-Os lo juro, D. Lope, aunque es inútil, porque en esta ocasion mas me obliga el amor que el juramento.
-Lo sé, señora, y confio en vuestro amor, dijo el ilustre palaciego saludando a su inocente cómplice con la mas fina galantería.
La de Ucero quedó entregada á una esperanza harto pasajera, y el de Haro al retirarse observó no sin algun recelo que la severa Brianda dormia profundamente, al parecer, en la antecámara de su señora.
Al día siguiente cuando aun la servidumbre del de Haro imaginaba que su señor dormia, Adhel, el paje favorito de Séfora se presento en la antecámara de tan poderoso magnate, con ese aire de importancia que toman las personas mercenarias á quienes se confia un asunto de interés.
No era aquella la primera vez que el árabe tomaba parte en los negocios privados del Señor de Vizcaya, y la turba escuderil le recibió con mas deferencia de la que acostumbra usar con los que no son sus dueños.
-Hola! maese Adhel, le dijo el maestresala saliendo á recibirle: vos por aquí á semejante hora! ¿de cuando acá os habeis vuelto tan madrugador?
-Desde que vuestro amo necesita de mis servicios; repuso el agareno irguiéndose con su acostumbrada petulancia.
-Ah! con que es decir?...
-Es decir, que no hay tiempo que perder. Anunciad mi llegada.
-Cáspita, tanto urge?
-Tanto que tal vez se os apliquen veinte palos por cada minuto que tardeis en decirle que le espero.
-Oh! pues renuncio á la propina, y voy á interrumpir su sueño aunque tenga que sufrir algun sofion, dijo el maestresala, y dejando á Adhel rodeado de un enjambre de escuderos que le dirigian mil pregunta á la vez, penetró en la estancia de su señor, no sin pensar en lo peligroso de su delicada comision: pero al descorrer las cortinas de la alcoba vió con grata sorpresa que su amo estaba despierto.
-¿Qué ocurre, Jimeno? le preguntó al verle sin dar muestras de enojo.
-Señor, el paje de Doña Séfora desea hablaros.
-Adhel? preguntó el de Haro incorporándose súbitamente.
-El mismo, señor.
-Venga la ropa: repuso el activo caballero, y vistiéndose con una prontitud asombrosa hizo entrar sin dilacion al enviado de la judía.
-¿Traes eso, Adhel? le dijo sin contestar al respetuoso saludo que acababa de dirigirle.
-Aquí lo teneis, señor: contestó el árabe, sacando de la escarcela un pergamino rollado y sujeto con do sellos de plomo.
-¿Y el efecto de este pliego será seguro?
-Tanto como el del rayo, señor: encierra una sustancia fulminante, cuya explosion mata repentinamente.
-Está bien: ¿quién te ha ayudado en la preparacion de esa sustancia?
-Geber y Avicena.
-Y ¿nadie mas? preguntó el de Haro mirándole con desconfianza.
-Nadie mas: contestó el árabe con un serenidad que hacia honor á su cinismo, pues no era cierto lo que afimaba.
-Está bien: dile á tu señora que mañana podremos cantar victoria.
-Así lo haré: repuso Adhel saliendo de la estancia del de Haro, despues de haberle saludado con una sonrisa de difícil interpretacion.
Un momento despues salia tambien de su casa el Señor de Vizcaya, y recatando el semblante tomó la misma direccion que la noche anterior; pero esta vez no sin ser observado por un hombre que sin él advertirlo echó á andar en su seguimiento.
Cuando llegó á casa de Doña María, ya encontró á la impaciente dama completamente vestida y ataviada para ir á palacio: tanto era su afan por ver regresar á Toledo al infante D. Sancho.
-Guárdeos Dios, señora: dijo el de Haro sin poder ocultar la satisfaccion que le causaba la eficacia de la que habia escogido para instrumento de su artero designio: ¿me esperábais?
-Ya lo veis.
-Sí, lo veo, y os doy gracias en nombre del ausente, cuyo mas vivo deseo es verse á vuestros piés.
-De veras, D. Lope? preguntó con timidez la recelosa dama pugnando por sofocar en su pecho las voces de la duda.
-Este pergamino, en que el altivo D. Sancho se resuelve á rogarle á su enemiga, os habla mas alto que pudiera hacerlo yo: ¿por quién sino por vos volveria á Toledo? sus pretensiones á la corona de Castilla lo mismo puede sustentarlas en Treviño que aquí; pero su amor ya es otra cosa.... su. amor le impele á buscaros y por eso le veis doblegarse delante de su antagonista: tomad, Doña María, ese pliego le abrirá las puertas de Toledo, y desde este instante puede decirse que las llaves de la ciudad estan en vuestra mano.
Hablando así le alargó el rollado pergamino, y ella lo tomó temblando de emocion.
La astucia de Satanás acababa de triunfar de la inocencia de un ángel; y el de Haro salió de aquella estancia radíante de júbilo: la de Ucero corrió á colocarse delante de un reloj de arena creyendo que á fuerza de mirar sus granos se precipitarían con mas prontitud en la redoma inferior; mas ¡ay! el tiempo que tan raudo vuela para los que son felices, parece sentarse á descansar siempre que un desgraciado desea que pase con rapidez.
La hora en que la infanta Doña Blanca solia dar audiencia á las damas de la córte no llegaba aquel día tan pronto como en los demás, y la pobre enamorada se asomó á la ventana de su gabinete para ver si los caballos del sol corrian con mas velocidad que los de las horas.... ¡vana esperanza! los astros giran en su órbita sin cuidarse de los mortales, y la de Ucero quedó con los ojos fijos en el fírmarnento, conteniendo á duras penas esa angustiosa ansiedad que esperimentan los que aguardan Entre tanto penetró en su estancia, sin ella advertirlo la perspicaz Brianda, y aproximándose á la mesa en que habia dejado el pergamino de D. Lope, se apoderó de él con un movimiento rápido alejándose en seguida sin hacer ruido y desapareciendo como una sombra; pero apenas habian trascurrido dos minutos cuando arrepentida, sin duda, de su atrevimiento volvió á presentarse la dueña con el pergamino en la mano y lo dejó otra vez en donde estaba.
-¿Qué buscas? la preguntó la de Ucero que se volvió con sobresalto al oir sus pisadas.
-Nada.... venia á preguntaros si queriais el desayuno: murmuró con timidez aquella leal servidora, pesarosa seguramente de haber querido penetrarlos secretos de su ama.
-No tengo apetito.
-Sin embargo, como dijísteis ayer que debiamos salir de casa hoy muy temprano...
-No importa, saldré sin tomar nada: ¿ha venido Don Alonso?
-Aun no.
-Está bien: vé á ponerte el manto y que preparen la litera.
-¿Vamos acaso...
-A palacio! dijo la de Ucero interrumpiendo á su dueña que se alejó sin hacer mas preguntas.
Un momento despues salian ambas de su casa escoltadas por cuatro pajes y precedidas de un escudero anciano. Cuando llegaron al alcázar viejo, en donde la infanta Doña Blanca tenia sus aposentos, advirtió Doña María cierta agitacion, entre la régia servidumbre: todos hablaban en voz baja y andaban con precipitacion: por una escalera bajaban heraldos y persevantes; por otra subian ricos-hombres, y jefes de mesnada: la guardía de archeros se habia reforzado, y Don Alonso Fernandez cubierto con su armadura de guerra vigilaba en persona las puertas de la Real estancia.
Algo estraordinario acontecia en efecto, y á fuer de historiadores verídicos y amigos de la claridad, vamos á esplicarlo á nuestros lectores, entre tanto que Doña María penetra en la habitacion de la Infanta, ansiosa por entregarla el funesto pergamino de Haro.
Los embajadores que el Rey habia despachado para patentizar su inocencia en la muerte del infante D. Fadrique y del Señor de los Cameros, acababan de regresar, dejando terminadas sus respectivas misiones, y las respuestas que traian de diferentes soberanos era lo que habia puesto en movimiento á la córte de Castilla.
Satisfecho el Papa Juan XXI con las esplicaciones de Fray Ademaro, ofrecia nuevamente su ayuda espiritual á Don Alonso el deceno; pero con la condicion de que debia terminar amigablemente sus desavenencias con el rey de Francia: éste, por su parte, tambien se convenia á darse por satisfecho con las disculpas que D. Gonzalo Ruiz de Atienza le habia presentado en nombre de su señor, siempre que D. Alonso accediese á las siguientes demandas: primera, que el asesinato de D. Fadrique debia ser vengado con la muerte ignominiosa de Diego Lopez de Salcedo: segunda, que el infante D. Sancho debia regresar al lado de su padre, deponiendo el mando del ejército que se le habia confiada: y tercera, que ínterin se aclaraba y resolvia el litigio pendiente sobre la sucesion á la corona, debia declararse á D. Alonso de la Cerda heredero jurado del reino de Jaen.
No hubiera podido
encontrar Felipe el
Pero en la época en que acontecian estos sucesos la potestad Real era una rueda que no podía girar solamente sobre su eje: su engranaje no era bastantes fuerte para comunicar un movimiento uniforme á las infinitas ruedas de la máquina feuda, opusiera la mas leve resistencia para entorpecer la marcha de tan defectuoso mecanismo. He aquí por qué á pesar de la manifesta voluntad del Rey, cundía en su palacio la agitacion que observó la de Ucero al entrar en la estancia de Doña Blanca: mil inconvenientes se oponian á su deseo, y en vano quiso satisfacer las justas exigencias de Roma y Francia sin superar antes mas de una grave dificultad.
D. Lope díaz de Haro que, como hemos dicho ya, habia sentido vacilar bajo sus piés el alcázar de su fortuna, acudió á repararle con tiempo, y la carta que en el capítulo anterior le vimos dirigir al infante D. Sancho, fué un puntal harto poderoso en su concepto para impedir la ruina que le amenazaba.
El
Infante se resistió á obedecer las órdenes
de su padre, y el astuto Diego Lopez de Salcedo tampoco acudió
al llamamiento del Rey: circunstancias ambas que impedían
á este dar cumplimiento á las dos primeras
condiciones de Felipe el
Por eso habia reunido D. Alonso en su palacio á todos sus consejeros y amigos, y despues de largas discusiones resolvió por sí, como tenia de costumbre, ir en persona á castigar la rebeldía de Salcedo y á reducir á la obediencia á su obstinado hijo, para congregar luego á los grandes desde Burgos ó desde Sevilla.
Dispuso, pues, todo lo necesario para su espedicion: mandó que sus archeros estuviesen á punto, y fijó para su partida el día 1.º de julio.
La infanta Doña Blanca debia seguirle hasta Burgos con el resto de la córte. No dejó de alarmar semejante resolucion al Señor de Vizcaya que, en calidad de grande, no habia cesado de asistir á los consejos, á pesar de su desgracia y aunque creia tener sus medidas bien tomadas, cuando vió llegado el último día de junio se sintió inquieto, y á riesgo de que su impaciencia le vendiese acudió á palacio mas temprano de lo que acostumbraba desde que habia visto oscurecerse la estrella de su valimiento.
No pasó desapercibida para los cortesanos tanta puntualidad, y alguno de ellos pudo observar que los penetrantes ojos del de Haro, no se apartaban ni un solo punto de la puerta que conducia á las habitaciones de Doña Blanca: otra mirada estaba tambien fija en aquella puerta y era la de Don Alonso Fernandez que, como hemos dicho, se hallaba de servicio en la antecámara Real.
Las horas trascurrian lentamente: el Rey permanecia encerrado en su estancia con Fray Ademaro y con Ahmed-Ebn-Yuzef; y los demás palaciegos aguardaban con impaciencia la órden de retirarse para acabar los preparativos del viaje que debian emprender al día siguiente, en tanto que el Señor de Vizcaya devoraba á duras penas su agonía y temblaba pensando que el accidente mas insignificante podria destruir otra vez sus bien combinados planes.
¡Ay! el acaso parece muchas veces complacerse en facilitar las malas acciones y un rayo de alegria brilló de repente en los ojos de D. Lope.... su pecho se dilató, sus lábios se entreabrieron y una sonrisa infernal vagó por ellos: Doña María de Ucero acababa de penetrar en la habitacion de la Infanta Doña Blanca.... pero ¿por qué D. Alonso Fernandez sonrió tambien al ver que su amiga, se encaminaba en busca de la Princesa?... aquel bravo caballero ignoraba sin duda que la desventurada castellana iba á ser el instrumento de un asesinato horrible.
La voz del Rey se dejó oir en aquel momento, los cortesanos acudieron á recibirle y poco despues apareció D. Alonso en medio de sus vasallos con la frente erguida y ostentando el mas tranquilo continente:
-Mañana partimos, señores, dijo con firme acento: la paz de mis estados reclama que vuelva á desnudar la espada de mi padre, y bien sabeis que mi brazo nunca vacila cuando el deber le llama á la pelea. Señor de Haro, ¿vendreis con nosotros? añadió fijando sus ojos en D. Lope.
-Si algun incidente desgraciado no detiene la marcha de vuestra Alteza, bien sabeis que mi deber es seguiros; repuso el Señor de Vizcaya sin ocultar una irónica sonrisa que no pasó desapercibida para el Rey.
-Dios y nuestro padre San Fernando protegerán nuestros pasos.... ¿pero qué ruido es ese? esclamó el Rey mirando á la estancia de Doña Blanca, donde en efecto se percibia cierto murmullo confuso.
-Tal vez sea algun incidente desgraciado: dijo el de Haro con imprudente alegría.
-Os engañais D. Lope, gritó el capitán Fernandez yendo á abrir las puertas de la habitacion de la Infanta: ese rumor lo causan los sollozos de las buenas ricas-hembras castellanas, que lloran al despedirse de la hija dignísima de San Luis: miradlo.
En efecto, Doña Blanca apareció entre sus damas con los ojos llenos de lágrimas, estrechando con una mano la diestra de Doña María de Ucero y llevando en la otra un pergamino desdoblado. Al ver tan tierno espectáculo palideció el de Haro, hasta quedar lívido y el Rey se dirigió á la viuda de Don Fernando de la Cerda diciéndola con dulzura:
-Por qué llorais, hija mia?
-No vamos á partir, señor?
-Sí, pero Dios medíante, pronto volveremos.
-Si vuestra Alteza lo dispone de esa suerte, sea: pero dignáos leer estas letras, dijo alargándole el pergamino.
Tomólo el Rey con paternal solicitud, y pasando por él los ojos leyó en caractéres que le eran harto conocidos estas palabras:
«Señora: pedidle al Rey que os vuelva á vuestra patria: la traicion os acecha y á no ser porque Dios vela por vos, hoy hubiera sido el último día de vuestra preciosa existencia: el que os dirige estos renglones informará al Rey de los peligros que os amenazan y velará por la suerte de vuestros hijos.»
-Está bien, dijo D. Alonso girando en torno suyo una mirada escrutadora: volved á vuestra cámara y confiad en vuestro padre.
-Señores, id á ceñiros la armadura: mañana muy temprano partiremos.... Vos, capitan Fernandez, venid conmigo: tengo que daros aun órdenes importantes.
Dijo, y haciendo despejar á todo el mundo con un ademan, entró en su estancia seguido del leal aventurero.
Al entrar el Rey en su estancia, en donde aun se hallaba Ahmed-Ebn-Yuzef, cerró cuidadosamente la puerta, y sin recatarse del árabe se encaró con el capitan Fernández y le preguntó con ansiedad:
-Y bien, D. Alonso, ¿qué significa el contenido de ese pergamino?
-Señor... balbuceó el caballero queriendo manifestar al Rey con su ademan que no se atrevia á hablar en presencia de una tercera persona. Son cosas que....
-Habla, D. Alonso, habla sin recelo. Ahmed-Ebn-Yuzef es otro yo, y solo á él quiero consultar en este asunto, pues preveo su gravedad.
-En efecto, señor, muy grave es lo que tengo que descubriros.
-Siéntate, pues, á mi lado: dijo el Rey: acercáos, maestro, y acabemos cuanto antes, pues aun tenemos mucho que hacer y el tiempo vuela.
Obedecieron el árabe y el caballero, y arrimando sitiales al sillon de D. Alonso depusieron la rígida etiqueta de la córte para dar campo á la mas cordíal franqueza.
-¿Qué ocurre? preguntó el Rey mirando con interés al mas jóven de sus interlocutores.
-Que la vida de la Infanta Doria Blanca peligra, si no acudís pronto en su socorro.
Estremecióse D. Alonso al oir tales palabras, que fueron pronunciadas por el caballero con el acento de la mas profunda conviccion, y mirando á Ebn-Yuzef murmuró como hablando consigo mismo:
-Otro crimen aun!... ¿será posible?
-¿Y por qué no? dijo el árabe con firmeza; ¿acaso no habeis visto asesinar á vuestro hermano?...
-Teneis razon.... ¿pero quién puede osar en Toledo?... añadió no atreviéndose á dar crédito á lo que el corazon le decia.
-Quién?... repuso el capitan Fernandez con su acostumbrada decision; el de Haro ó cualquiera de los suyos: ya los conoceis señor, y.... el que hace un cesto hace ciento.
-Es verdad; ¿pero qué te induce á creer?...
-Oidme, y vos podreis juzgar mejor que yo, si tengo razon para creer lo que os he dicho. Ya sabeis que al morir D. Nicolás de Ucero, mi hermano de armas, me encargó la educacion y el cuidado de su hija única la bella Doña María...
-Sí,
ya sé toda esa historia. Dijo el Rey, acentuando de
una manera significativa la palabra
-En calidad, pues, de tutor de esa jóven, continuó el capitan Fernandez yo soy el que la he rodeado de una servidumbre con cuya lealtad puedo contar, y que me da cuenta de todas sus acciones. Tambien debeis saber que el infante D. Sancho ama á Doña María y que ella lo corresponde con todo el entusiasmo de una alma jóven y apasionada: pues bien; hace tres días, se presentó el de Haro en casa de mi protegida, y con ese funesto talento que le distingue la indujo á llevar un pergamino á la Infanta, haciéndola creer, para decidirla á dar tan delicado paso, que solo así lograría ver al infante D. Sancho, á quien vos teníais apartado de la córte por fuerza. Seguro yo de que esto era un lazo tendido á la Infanta, quise ver el pergamino que con tanto empeño deseaba el de Haro remitirla y dispuse que una persona leal y discreta se apoderase de él colocando en su lugar ese aviso que acabais de recibir: en efecto, no me habia equivocado, el pergamino del Señor de Vizcaya no es lo que la incauta Doña María habia creido, y aunque aun no sé lo que encierra estoy seguro de que no tiene nada de inocente... En mis viajes por Africa y Asia he oido hablar de pliegos mortíferos, y á pesar de que ignoro cómo son esos pliegos, la forma en que éste se halla cerrado me afirma en mis recelos: tomad, señor, á vos os toca averiguar lo que contiene; pero hacedlo con todas las precauciones que la ciencia os sugiera, no sea que por evitar una desgracia esperimentemos otra que seria mil veces mayor.
Dijo: y sacando de su escarcela el pergamino de que se habia apoderado Brianda, se lo entregó al Rey. Tomólo Don Alonso, y despues de haberlo examinado cuidadosamente se lo presentó á Ahmed-Ebn-Yuzef, diciendo entre sí:
-En efecto: ¿á qué dos sellos de plomo en una misiva dirigida á una dama? ¿Qué os parece, maestro, añadió levantando la voz: ¿creeis que la sospecha del capitan es fundada? ¿Existen en efecto esos pliegos mortíferos de que acaba de hablarnos? Tomad, maestro, examinad este y decidnos si creeis que pueda tener algo de peligroso.
Contempló el árabe aquel pergamino con su penetrante mirada, y aproximándoselo á las narices palideció sin poder contener un ligero temblor.
-¡Bendito sea Alá! dijo levantando las manos al cielo: sin vuestra esquisita prevision, generoso caballero, hoy tendria Castilla que lamentar otra desgracia que la hubiera inundado en sangre: este pergamino está relleno de sales que al volatizarse, en cuanto ceda la presion de los plomos que las oprimen, deben estallar como el rayo, sofocando con sus emanaciones deletéreas al que tenga la desgracia de romper esos sellos, preparados de una manera tal que sirven de herméricas cerraduras á dos redomas henchidas de una mistura cuyos efectos son mortales.
-Será posible!... esclamo el Rey con espanto.
-No
lo dudeis: el fósil que Plinio denomina
-¡Oh! si, sí: dijo D. Alonso cada vez mas confuso; ¿pero quién ha podido preparar ese misto infernal?
-Solo una persona hay en Toledo que sepa ese secreto de la ciencia que nosotros profesamos: y esa persona es Daniel el alquimista de D. Zag de Malea: repuso Ahmed-Ebn-Yuzef
-Entonces ya comprendo por qué medio ha adquirido el de Haro ese pergamino fatal, dijo el capitan Fernandez sonriendo con amargura; pero Dios ha querido que llegue á mis manos antes que á las de la infortunada Princesa á quien tanto odía el encarnizado bando de D. Sancho.
-¡Oh, sí! el cielo sin duda es el que te elige á tí siempre para égida de mi reino: esclamó el Rey con efusion; mas una vez que hemos podido detener ese golpe terrible, pensemos en los medios de asegurar la vida de Doña Blanca que para mí es tino de los objetos mas caros.
-Volvedla á su patria, dijo el capitan Fernandez con resolucion, y allí estará segura al lado de su poderoso hermano; en otro caso temo que temprano ó tarde logren sus enemigos hacerla perecer.
-Eso no es posible en la actualidad, su presencia es indispensable en Castilla hasta tanto que se declaro al infante D. Alonso heredero del reino de Jaen: lo cual no podrá ser hasta que se reunan las Córtes del reino, á cuyos representantes quiero someter la resolucion de tan árduo asunto; repuso el Rey.
-En ese caso, permitidme, señor, que vele yo por ella, y os respondo de su existencia: de otra suerte no estaré tranquilo, pues sé la perseverancia con que los enemigos de esa infortunada princesa la persiguen desde el momento en que como es natural en una madre, quiso hacer valer los derechos de sus hijos á la faz de todo el mundo.
-¿Qué os parece lo que dice el Capitan? preguntó Don Alonso dirigiéndose á Ahmed-Ebn-Yuzef.
-Me parece que dice bien: este caballero reune á un ardiente corazon la prudencia de un hombre esperimentado y los conocimientos de un sábio: pocos ricos-hombres habrá en Castilla que tengan noticia de esas cartas homicidas de que acabamos de ocuparnos: y en cuanto á su penetracion nos ha dado ya mas de una prueba de ella.
-Mucho me honrais, Ahmed-Ebn-Yuzef, y vuestro elogio debiera envanecerme, por ser de vos; pero creo que la casualidad ha tenido mas parte en mi descubrimiento que mi perspicacia.
-Sea como quiera, dijo el Rey interrumpiéndole; me avengo a tu deseo y te declaro campeon de la viuda de mi hijo: vela por ella, que yo me encargo de castigar á su tiempo á los que han osado atentar a su vida, y ahora ve á disponer nuestra- partida, pues la impaciencia me devora hasta que fije de una vez la rueda de los acontecimientos públicos.
Levantóse el capitan Fernandez, y dejando á D. Alonso con Ahmed-Ebn-Yuzef salió de la régia estancia no sin recoger antes el mortífero pergamino que el moro habia dejado sobre una mesa luego que lo hubo examinado.
Un momento despues se presentaron el Justicia mayor de la córte y D. Gonzalo Ruiz de Atienza.
-D. Diego, dijo el Rey dirigiéndose al primero: ha llegado la hora en que necesito de toda vuestra lealtad: mañana parto en direccion á Burgos y me es forzoso dejar en Toledo persona que cuide de ejecutar mis órdenes con la actividad que su importancia requiere: ante todas cosas dispondreis que vuestros emisarios secretos se apoderen de Daniél Rumí, el alquimista de D. Zag de Malea, y sin que nadie se aperciba de ello le hareis llevar á Sevilla para que el alcaide de mi alcázar le guarde incomunicado en sus calabozos. Otrosí: mandareis que el susodicho D. Zag de Malea, mi Merino mayor, recaude sin pérdida de momento la fonsadera y martiniega del presente año, despachando para ello sus cojedores y pesquisidores mañana mismo: vos cuidareis de remitirme las sumas que vaya pidiendo y quedareis representando mi persona en palacio y en la ciudad: no perdais de vista a los judíos del Alandaque, y avisadme de cuanto ocurra en mi ausencia por medio de correos estraordinarios, pues el estado de los negocios públicos requiere la mayor actividad y vigilancia: los enemigos del trono no duermen y es fuerza que los que son sus leales defensores velen sin tregua.
-Está bien, señor: fiad en mí y disponed á vuestro arbitrio hasta de mi vida: dijo el Justicia mayor saludando respetuosamente y encaminándose á cumplimentar las órdenes del Monarca.
-Gonzalo, dijo éste dejando su asiento, tú vé á disponer sin tardanza el órden de nuestra marcha que ha de ser al punto. A vanguardía irá el adelantado D. Alonso Fernandez con mis archeros Reales y con dos mil ballesteros de Castilla: las escuadras de mesnada seguirán despues mandadas por mi hijo D. Juan, y el contingente de D. Lope díaz de Haro formará entre tus lanceros de á caballo y mi escolta de infanzones que mandaré yo mismo: no quiero perder de vista a Señor de Vizcaya que es demasiado poderoso, y me consta que no desperdiciaría ninguna ocasion para destruir mis planes. La córte nos seguirá guardada por mil caballeros noveles de escudo blanco, á cuya cabeza colocarás al Infante Don Pedro: vos ireis á su lado, añadió dirigiéndose á Ahmed-Ebn-Yuzef.
Ahora, Atienza, déjanos solos: tenemos que hablar aun de letras humanas y á tí te cansan las discusiones científicas, á las cuales nunca has mostrado la mayor aficion.
Obedeció D. Gonzalo, y cuando el Rey le vió salir volvió á sentarse al lado de su respetable maestro.
-Una vez que ya he cumplido con mi reino, dijo, volvamos á ocuparnos de la ciencia ya veis que el destino me impide consagrarle toda mi vida; pero aun puedo dedicarle las horas del descanso y no quiero perder tiempo. Id, Ahmed-Ebn-Yuzef, id á ver en mi nombre al docto Alquibicio y encargadle que siga presidiendo sin descanso las sesiones del palacio de Galiana, hasta dar remate á esas
-Lo sé: y espero en Dios que oirá vuestros votos, y que no ha de abandonaros cuando con tanta perseverancia procurais atravesar el escabroso camino de las verdades eternas, trabajando al propio tiempo por el bien de vuestro reino y por la felicidad de vuestros hijos. Voy á transmitir las órdenes que me habeis dado, y en cuanto á mí ya sabeis que aun tengo pendiente con vos una deuda de gratitud que he jurado pagaros de una manera digna: por eso á pesar de los preceptos que en su libro misterioso prescribe el
-¡Oh! pues, id, id, venerable maestro, decidle á Alquibicio que termine su obra mientras nosotros volvemos á empezar la nuestra, y las edades futuras coronarán tan nobles afanes consagrándonos recuerdos de gratitud eterna.
Hablando así, dejó el Rey su escaño, y sus ojos brillaron con el vivo entusiasmo que se apoderaba de su alma siempre que la gloria le sonreia ofreciéndole sus laureles.
Imitóle Ahmed-Ebn-Yuzef y estrechando sus manos con cariño esclamó sin poder contener un arranque de satisfaccion:
-¡Tú perteneces á la raza príncipe de la humanidad! y aunque no fueses Rey, tu nombre sobreviviría al de todos los monarcas que hoy existen: la historia tal vez intente oscurecerte colocándote en sus tablas cronológicas entre el fanatismo y la tiranía; pero la mano de Dios te ha señalado ya una página en el gran libro de la inmortalidad.
Dijo, y sin aguardar respuesta se alejó con paso tan ligero que el Rey no pudo alcanzarle aunque quiso detenerle para seguir oyendo sus inspiradas profecías.
La noche empezaba ya á cerrar, D. Alonso que se sentia fatigado por las diferentes emociones que le agitaron durante todo el día, llamó á sus pajes para darles órden de no recibir á nadie.
Despues
se quedó solo, y evocando á las musas aguardó
la hora del sueño trabajando en su poema del
No bien rayaba la aurora al otro día cuando el belicoso estruendo de atabales y clarines despertó al Rey, el cual dejando el lecho llamó á sus pajes y se vistió apresuradamente el arnés guerra que habia heredado de su padre.
Sobre una jacerina milanesa de duro temple, le colocaron peto y espaldar de bruñido acero primorosamente nielados; en seguido cubrieron su augusta cabeza con un bacinete de Zaragoza sobre cuya cimera flotaba un penacho blanco y luego le presentaron en azafates de plata los escamados guanteletes.
Una vez que estuvo armado, mandó abrir las puertas de su aposento y los maestresala anunciaron en voz alta que el Rey aguardaba á sus capitanes: entraron estos por órden de categoría y con todo el imponente aparato de aquella edad de hierro: delante de cada uno iban dos heraldos, llevando el de la derecha el pendon de Castilla y el de la izquierda el estandarte solariego de su señor: detrás seguian dos pajes con el escudo y la lanza, y cerraba el séquito de cada magnate un escudero completamente armado.
En esta disposicion fueron penetrando en la régia camara: primero el infante D. Juan, mozo de diez y ocho años, de carácter variable, corazon débil y brazo poco duro: seguíale su hermano menor el infante D. Pedro, que era de aventajada talla y de mas enérgico porte: despues venia Don Lope díaz de Haro, Señor de Vizcaya, de Durango y de Valmaseda, Gobernador de Ecija y Adelantado mayor del infante D. Sancho.
Ostentaba una armadura tan rica como la del Rey y ceñia con orgullo la espada de su ascendiente D. Diego Lopez de Haro, el héroe de las Navas de Tolosa, aquella espada cuya hoja de cuatro mesas se habia cruzado victoriosa con el alfange del Amir Almumenin el Verde, y cuya guarnicion en forma de cruz aformonada habian empuñado tantos héroes: el que ahora iba á sustentarla no cedía en pujanza á sus antepasados, y bastaba mirar sus ojos para persuadirse de lo que era capaz aquel hombre de pequeña estatura y de anchas espaldas.
Detrás de él entró D. Gonzalo Ruiz de Atienza, Señor de Atienza y Alférez -mayor del Rey, seguido de innumerables caballeros, infanzones y jefes de mesnada.
El último de todos era D. Alonso Fernandez el Niño: llevaba una armadura negra y sencilla, aunque del mas fino temple, y en el colosal escudo que su paje apenas podía sostener, no lucia ni enseña ni mote alguno: razones poderosas le obligaban á echar un velo sobre su origen, y solo el brillo de sus hazañas lo habia colocado entre los magnates mas ilustres, haciéndole descollar sobre todos ellos: cuando penetró en la régia estancia ya estaban todos los demás capitanes colocados en sus puestos.
El Rey permanecía en pié en medio de sus poderosos vasallos, y el mas profundo silencio reinaba en aquel vasto salon lleno de belicosos caballeros.
-Mi espada, dijo el Rey con voz vibrante, y á su mandato se abrieron de par en par las puertas de una estancia lateral, dando paso á la infanta Doña Blanca que era la que hacia en palacio los honores durante la ausencia de la Reina Doña Violante, la cual permanecia aun en Aragon con sus nietos los Infantes de la Cerda.
Al
ver á la hermosa princesa todos la saludaron con un
ademan lleno de respeto, aunque sin desplegar los lábios,
y ella avanzo con majestad llevando sobre un cojin de terciopelo
una espada de forma estraña y que parecia infundir
el mayor respeto. La hoja era corta y de cuatro mesas corno
las que se llevaban en el siglo IX: sobre el recazo dorado
á fuego, se veian toscamente cinceladas las imágenes
de Santa Bárbara y de San Cristóbal: el arriaz
era dorado, y en las cuatro facetas del pomo se leia en caractéres
góticos esta inscripcion:
Aquella espada era La de San Fernando, y siempre que su hijo se veía obligado a ceñírsela, lo hacia del modo mas solemne y con todo el respeto debido á la memoria de tan gran Monarca.
Cuando la Infanta Doña Blanca se la presentó hincando una rodilla en tierra, adelantóse D. Alonso un paso y asiéndola por la empuñadura dijo:
-En el nombre de Jesus y de María, juro que esta espada solo saldrá de la vaina para combatir á los enemigos de la Fé, de la Patria y del Trono que mis antecesores me legaron y que yo debo conservar como un depósito sagrado contra las asechanzas de cualquier enemigo.
-Y nosotros Infantes, Ricos-hombres y Caballeros de Castilla, juramos seguir vuestras huellas á donde quiera que os plazca llevarnos y hasta donde nos marque la punta de esa gloriosa espada, dijo el infante D. Juan hablando en nombre de los que se hallaban presentes.
Entonces retiróse la infanta Doña Blanca: y un momento despues apareció el Rey en la plaza de Zocodover donde ya le aguardaban entre un inmenso pueblo dos palafreneros que apenas podían sujetar á su fogoso corcel, armado de hierro como su dueño y adornado con vistosos penachos.
Un rumor imponente de instrumentos belicosos llenó el espacio, y á las ocho en punto de la mañana del día primero de julio de 1277 salia de Toledo el Rey D. Alonso seguido de su córte y escoltado por un ejército compuesto de veinte mil peones y de diez mil jinetes.
En aquella época en que el génio de la locomocion aun no habia comunicado á los mortales la velocidad de sus alas de fuego, caminaban los hombres lentamente, y un ejército como el de D. Alonso no podía ir desde Toledo á Logroño en menos de quince días: emprendió no obstante su camino á marchas dobles, y pasando por Madrid tomó la orilla derecha del Henares, dejó á la izquierda las fragosidades de Somosierra, vadeó el Duero por San Estéban de Gormaz y se encaminó en seguida á Nájera en donde el Rey habia dispuesto que sus soldados descansasen, mientras él tomaba algunas
disposiciones antes de avistarse con su hijo.
D. Sancho no podía considerarse como rebelde a pesar de no haber obedecido la órden de regresar á Toledo: sus huestes acababan por el contrario de vencer á los que se habian declarado en contra de Castilla, y D. Alonso no queria llegar á Logroño en son de guerra, sino aparentando el de-
signio de reunirse amistosamente con las tropas del Infante.
Este, á quien el señor de Haro habia participado las últimas ocurrencias de la córte, se hallaba decidido á ceder por entonces, pues comprendió que su resistencia seria inútil; á pesar de su caracter violento era ya bastante sagaz para conocer su verdadera posicion, y su astuto consejero le habia hecho comprender por medio de una larga carta que solo fingiendo someterse á su padre podría llegar á dominarle algun día, valiéndose para ello de la ayuda del Rey de Granada, con quien mantenian secretas relaciones de interés y de amistad hacia ya mucho tiempo.
Hízolo así D. Sancho, y mientras el ejército Real avanzaba en su camino, despachó á su privado D. Gomez García de Toledo con órden terminante de hacer salir de Burgos á Diego Lopez de Salcedo, el cual permanecia aun en el alcázar de aquella ciudad con grave riesgo de su vida: partió pues el favorito llevando largas instrucciones y una gruesa suma de doblas moriscas, y tres días despues ya huia Salcedo hácia Granada con cartas del Infante y del de Haro para el artero Alamir-Abu-Abdalla, aliado á la sazon del Rey de Castilla.
Una vez dado este paso, reunió D. Sancho á sus capitanes, y sin participarles su secreto designio, dictó las disposiciones oportunas para recibir á su padre con las muestras de sumision y respeto debidas á su señor natural, como dijo con hipócrita humildad.
Mientras esto acontecia en Logroño, D. Alonso, que ya habia llegado á Nájera, mandó que su ejército acampase en los alrededores de la villa, y hospedándose él con lo mas granado de la córte en diferentes monasterios, despachó un correo para prevenir al Infante que al día siguiente tendria la satisfaccion de estrecharle entre sus brazos: en seguida llamó á D. Gonzalo Ruiz de Atienza y al capitan Fernandez, y sin permitirles tornar descanso al que tambien él renunciaba con incansable actividad, les mandó que se adelantasen con mil jinetes á fin de esplorar el estado del país, para no verse comprometido á empeñar en persona una batalla con su hijo. Obedecieron aquellos leales caballeros, y no bien la noche empezó á cerrar, se alejaron en silencio de Nájera en tanto que el grueso del ejército se entregaba al descanso.
Entonces D. Alonso, que á pesar de seguir las huellas de Marte, no se olvidaba de tributar culto á Minerva, despojándose de las insignias Reales fué á reunirse con Ahmed-Ebn-Yuzef que seguia á la córte, y llevando por única escolta á Pedro Alvaro, su secretario privado y Jehudá el Conheso, se encaminó recatándose cuidadosamente de todo el mundo al convento de frailes Benitos, que bajo la advocacion de Santa María habia fundado D. García VI de Navarra en 1050, y que desde aquella época atesoraba venerandas reliquias, regios sepulcros y preciosas antigüedades.
Eran los institutos de la comunidad de los mas estrictos, y cuando oyeron los legos que sonaba la campana de la portería a semejante hora de la noche, fueron a consultar con el Prior si responderian al que osaba interrumpir su recogimiento de una manera tan inusitada.
Turbóse el Prelado no sabiendo á qué atribuir aquella infraccion de las reglas monacales tan respetadas entonces, y temiendo que fuese algun desman de la soldadesca que acababa de llegar á la villa, fué en persona á ver quién llamaba; pero su turbacion subió de punto al reconocer que entre los que se atrevian á molestarle de aquella suerte había un moro y un judio: ya se preparaba á retirarse lleno de cólera, con el objeto sin duda, de lanzar la escomunion contra aquellos miserables, cuando oyó con nueva sorpresa que uno de los forasteros le llamaba por su nombre.
-Padre Mendo, dijo una voz que no le era desconocida, abrid: el que desea penetrar en vuestra santa casa tiene derecho para hacerlo, y espera le dispensareis la incomodidad que os ha causado.
-Hermano, respondió el fraile respirando al ver que se lo trataba con tanto respeto: perdonadme; pero nadie tiene derecho de entrar por nuestras puertas despues de puesto el sol.
-Olvidais, padre Mendo, que este convento es de patronato Real y que el Rey puede entrar en él siempre que lo desee? dijo el de fuera levantando la voz.
-¡El Rey, oh! el Rey es otra cosa, respondió el prelado... pero nadie mas que él.
-Pues bien, reverendo padre, abrid al Rey de Castilla, dijo D. Alonso descubriéndose el rostro que habia conservado oculto entre los pliegues de su manto.
Reconocióle el monje á través de la rejilla que separaba á entrambos, y sin aguardar al portero descorrió con su propia mano los cerrojos.
-Entrad, señor, entrad y perdonadme si os he detenido tanto tiempo, tartamudeó inclinándose con respeto.
-Vos sois el que debeis perdonarme por haberos hecho dejar vuestra celda; pero el tiempo urge, mañana al romper el día parto para Logroño, y tengo que pediros un favor.
-El Rey manda á sus vasallos, dijo el Padre Mendo con humildad.
-Decís bien, pero ahora no es el Rey el que viene á visitaros, sino D. Alonso y su respetable maestro el Docto Ahmed-Ebn-Yuzef: llevadnos á vuestra celda.
Obedeció el monje, y un momento despues ya se hallaban encerrados en un estrecho aposento aquellos cinco hombres de tan distintas condiciones, pero que sin embargo tenian una cosa de comun entre sí, el amor á la ciencia.
-¿En qué puedo seros útil, señor? dijo turbado el Padre Mendo al verse entre tan altos y tan doctos varones: mi talento es harto escaso para que querais utilizarle vos, y no alcanzo lo que deseais pedirme.
-Vuestro talento es conocido en toda España, y no sería yo el que me desdeñase de consultaros si pudiese teneros siempre á mi lado: pero lo que ahora vengo á pediros no es una muestra de vuestro talento, que es bien notorio, sino parte de un tesoro que poseeis y que necesito: me refiero á la biblioteca del convento.
-Vuestra es, señor, dijo el monje y podeis disponer de ella á vuestro arbitrio.
-¡Oh! no es mi ánimo privaros ni de un solo volúmen, replicó el Rey que habia visto palidecer al Padre Mendo, y que comprendió cuanto le hubiera costado desprenderse de sus queridos libros. Lo que deseo es que me permitais llevarme algunas obras que os serán devueltas tan luego como mis pendolistas las hayan copiado.
Respiró el religioso al oir tales palabras, y dejando su asiento esclamó sin poder ocultar su regocijo:
-Gracias, señor: el deber me obligaba á ofreceros lo que mas amo; pero os confieso que mi corazon se ha estremecido al pensar que podía perder una sola hoja de mi biblioteca: ahora que sé lo que deseais voy á traeros el catálogo sin violencia, y podeis escoger lo que os plazca; habeis dicho bien, poseo un tesoro que procuro aumentar de día en día y que es el orgullo de la comunidad.
Hablando así abrió un armario de nogal que ocupaba todo un testero de su celda, y sacando un largo pergamino se lo entregó al Rey: tomólo éste con la alegria que esperimenta el hombre al hallar un objeto largo tiempo deseado, y aproximándose á la luz llamó con un movimiento de cabeza á sus compañeros para que le ayudasen á escoger lo mas selecto de aquel inmenso catálogo.
Aproximáronse los tres al Rey, y cada uno de ellos le indicaba las obras de su predileccion con el doble objeto de que su señor las poseyera y de poderlas estudíar detenidamente, pues aunque conocian perfectamente su testo, no les habia sido posible hasta entonces haberlas á la mano y tomar
de ellas las notas que deseaban poseer para hacer oportunas citas en las obras que pensaban escribir en lo sucesivo.
-Mirad, mirad, dijo Jehudá el Conheso con alegría: ahí teneis las
-Es verdad, dijo D. Alonso señalando con la uña las obras indicadas.
-Tambien estan la
-Tienes razon, contestó el Rey y aquí veo el libro de
-Y decidme, señor, preguntó el Padre Mendo con cierto énfasis,
-Oh!
si, sí... y esta obra de
-Señalad el
-Es verdad, maestro, tenia noticia de él aunque no lo he leido, repuso el Rey, y volviendo á fijar los ojos en el catálogo siguió escogiendo y señalando las obras mas importantes como si fuese aquella su única ocupacion; pero la campana del convento le advirtió que ya era hora de procurarse algun descanso, pues la mañana no podía tardar y le aguardaba una marcha fatigosa.
Suspendió su minucioso escrutinio, no sin alguna pena, y, haciendo que el Conheso recogiese los libros que deseaba poseer, se puso en pié con el designio de retirarse: siguieron todos su ejemplo, y ya el Padre Mendo se preparaba á acompañar a sus huéspedes hasta la portería, cuando deteniéndose el Rey en el umbral de la celda, dijo como hablando consigo, mismo:
-Sí, sí, bueno será que quede algun resguardo. Padre mio, añadió dirigiéndose al religioso, mañana parto para una espedicion que puede terminar en guerra, y me sería doloroso que vuestro convento perdiese estos libros que tan generosamente acabais de entregarme, si por cualquiera evento llegase yo á morir.
-¡No lo quiera Dios! esclamó el Padre Mendo estremeciéndose á la idea de una desgracia que le hubiera afligido en estremo, pues amaba de corazon á aquel Rey que de una manera tan directa protegia á todos los hombres que se dedicaban en sus estados al estudio y á la meditacion.
-Quién sabe continuó el Rey con estoicismo: la muerte llega sin anunciarse, y como no quisiera privaros de vuestro tesoro, voy á daros un recibo en toda forma. A ver, Alvaro, sientate y escribe lo que voy á dictarte para que todo el mundo sepa el obsequio que debo á los doctos religiosos de esta santa casa.
Obedeció el secretario, y tomando un pergamino estendió el siguiente documento que la historia nos ha trasmitido íntegro en prueba de la importancia que daban ya ciertos hombres á las obras del entendimiento humano en aquella época de tinieblas y de ignorancia:
«Sepan cuantos estas cartas vieren, que yo, D. Alonso, por la gracia de Dios Rey de Castilla, Leon, etc., otorgo que tengo de vos, el Prior y convento de Santa María de Nájera, prestados estos libros: Las Adiciones de Donato. Estacion de Tebas. El Catálogo de los Reyes Godos. El libro Juzgo de los Godos. Boecio de Consolatione. Un libro de Justicia. Prudencio. Geórgicas de Virgilio. Epístolas de Ovidio. La historia de los Reyes. Isidro el menor. Donato. El Barbarismo. El Comento de Ciceron sobre el sueño de Scipion. E otorgamos los enviar tanto que los hagamos escribir; é porque esto no venga en duda os dó esta mi carta firmada de nuestra mano á 16 días de julio del año del Señor 1277.»
Una vez estendida tan solemne declaracion., firmóla el Rey, y regresando á su alojamiento con el mayor sigilo, se entregó un momento al reposo para continuar al otro día su belicosa espedicion.
Al llegar D. Gonzalo Ruiz de Atienza y el capitan Fernandez á Logroño, hallaron al infante Don Sancho tan predispuesto á someterse á la voluntad de su padre que apenas podían dar crédito á tan
repentina mudanza; pero se esforzó de tal suerte el regio heredero en probar su sumision, que hizo deponer el recelo á los esploradores de D. Alonso, cuyas almas elevadas eran incapaces de sospechar que la hipocresía pudiera albergarse en el pecho de un príncipe tan jóven.
Regocijáronse, pues, sinceramente al ver que no sería necesario empeñar una lucha fratricida con aquel valientemancebo, y el capitan Fernandez regresó sin perder un momento á participar al Rey tan buena nueva.
Respiró D. Alonso al recibirla, y aligerando la marcha de su ejército, entró en Logroño al día siguiente entre las aclamaciones de toda la poblacion que salió á recibirle llena de entusiasmo, siendo el primero en llegar á sus plantas el infante D. Sancho, que rodeado de sus capitanes corrió á encontrarle á bastante distancia de la ciudad.
Recibióle el Rey con muestras evidentes de alegría pero al estrecharle entre sus brazos le dijo bajando la voz para no hacer público su reproche:
-En Toledo os aguardaba, señor Infante.
-Perdonad, señor, si no acudí á vuestro llamamiento; temí que estuviéseis enojado conmigo y por eso...
-Basta, dijo el Rey tendiéndole la mano que él besó con respeto; y cabalgando nuevamente en su corcel, que habia dejado al divisar á la régia comitiva, se colocó al lado de su padre y entró en Logroño dando tantas muestras de respeto filial que admiró y no poco á cuantos estaban enterados de sus conatos de rebeldía.
No se detuvo D. Alonso en aquella ciudad mas que el tiempo necesario para relevar su guarnicion, y agregando al centro del ejército las tropas que habian militado hasta entonces bajo la conducta del infante D. Sancho, nombró á este capitan de sus infanzones, y partió sin demora mandando la espedicion él mismo como general en jefe, á fin de no promover peligrosas rivalidades.
A su llegada á Burgos no encontró aquella ciudad alterada y recelosa como era de temer, sino por el contrario, tranquila y llena de regocijo por el alto honor que le dispensaba yendo á visitarla.
D. Gomez García de Toledo se habia puesto al frente de la guarnicion, y la única novedad que habia ocurrido desde la muerte de D. Fadrique, era la desaparicion repentina de Diego Lopez de Salcedo que el pueblo no sabia á que atribuir, puesto que el designio formado por el Rey de castigar á tan oficioso caudillo aun era ignorado fuera de la córte.
Hemos dicho en mas de una ocasion que D. Alonso á pesar de su indisputable valor, no era sanguinario ni amigo de medidas violentas, y hé aquí por qué al saber la fuga de Salcedo se alegró interiormente de no haberle á las manos, aunque estaba resuelto por otra parte á castigar de una manera ejemplar y ruidosa su odioso atentado.
Reunió, pues, sin demora un consejo de hombres notables por su alcurnia y su ciencia, y esponiendo las razones en que se fundaba para condenar la conducta del capitan Diego Lopez de Salcedo, á quien la opinion pública acusaba de haber perpetrado un asesinato horrible en la persona del infante D. Fadrique, pidió solemnemente su castigo exigiendo que se le aplicase todo el rigor de las leyes.
Nadie osó levantar la voz en defensa del acusado á pesar de hallarse presentes muchos amigos suyos, entre los cuales se contaban el infante D. Sancho, D. Lope díaz de Haro y otros magnates no menos atrevidos y poderosos; pero todos ellos habian resuelto mantenerse impasibles y aguardar en silencio una ocasion favorable á sus designios, de suerte que Salcedo fué condenado en rebeldía por toda la asamblea a morir quemado en medio de la plaza pública, debiendo ejecutarse la sentencia inmedíatamente, entregando á las llamas su efigie hasta tanto que pudiera aplicarse á su persona el mismo castigo.
Publicóse la sentencia con todas las solemnidades de costumbre, y al otro día en medio de un imponente aparato y despues de haber sido mancillado el escudo de Salcedo por mano del verdugo, se aplicó a la imágen del delincuente aquel horrible castigo que era tan comun en la época a que nos referimos, y que el mismo San Fernando, á pesar de su piedad, aplicó á muchos hombres durante su larga dominacion.
Estremecióse el pueblo
al presenciar tan ejemplar castigo en el que pocos días antes
mandaba en Burgos en nombre del Rey, y Felipe el
Desde entonces todo pareció volver á su estado normal. El Rey resolvió descansar algunos meses en Burgos; D. Sancho quedó á su lado sin desempeñar ningun cargo público; el de Haro obtuvo licencia para retirarse á sus estados, y el ejército que á prevencion habia puesto en movimiento Don Alonso, quedó acantonado en Castilla la Vieja, bajo, las órdenes del infante D. Juan y de D. Gonzalo Ruiz de Atienza. La princesa Doña Blanca siguió en palacio tratada por el Rey con la mayor ternura, y el decreto que debia declarar heredero del reino de Jaen al infante D. Alonso de la Cerda se aplazó por entonces.
Entre tanto, el capitan Fernandez que aun en medio de sus graves ocupaciones no se olvidaba de la suerte de su noble protegida, la bella Doña María de Ucero, resolvió sondear el corazon del infante D. Sancho para ver en qué estado se hallaba con respecto á sus amores.
Valiéndose, pues, de la oculta influencia que ejercia en palacio, no tardó mucho tiempo en adquirir la certeza de que D. Sancho se hallaba verdaderamente apasionado por aquella hermosa jóven, y sin pararse ya en consideraciones de ninguna especie, se fué derecho á su objeto, hablando al Infante con franqueza y proponiéndole que si se resolvia á unir su suerte con la de aquella ilustre dama, él se encargaría de obtener el permiso del Rey para un enlace que no dejaba de ofrecer algunas ventajas, puesto que Doña María de Ucero á mas de hallarse enlazada con la familia Real por su nacimiento, poseia muchas villas y lugares y era dueña de inmensas riquezas.
Titubeó D. Sancho en quién luchaban los ambiciosos deseos del alma con los tiernos sentimientos de su corazon y no sabia qué responder á una propuesta que sin duda le halagaba, pero que por otra parte podía causarle graves perjuicios. Adivinó el Capitan su perplejidad, y no queriendo perder tan
buena ocasion le presentó con tan vivos colores la ventura que le aguardaba al lado de la mujer que habia sabido inspirarle el primer amor, ponderó de tal suerte las ventajas de un casamiento que no coartaba su voluntad con ningun lazo político, y supo, en fin, tocar tales resortes que Don Sancho, cuyo carácter no tenia nada de irresoluto, en un momento de exaltacion le juró qué se enlazaría con su amada á la que ya le unian por otra parte lazos sagrados, puesto que segun confesó no tardaría mucho en darle un hijo.
Tomó acta el ilustre aventurero de tan solemne declaracion, y sin perder momento corrió á obtener del Rey el permiso para un enlace que segun probó con poderosas razones era el mas á propósito para asegurar la tranquilidad del Estado que tanto amaba D. Alonso.
Nadie podía sospechar de las rectas intenciones del capitan Fernandez, y sus palabras fueron tomadas en consideracion, pues en efecto el casamiento de D. Sancho con una huérfana ilustre, pero que no podía llevar consigo influencias estrañas al ocupar el trono, zanjaría de una manera favorable una cuestion que ya empezaba á agitarse por entonces y que si bien se consideraba, no dejaria de acarrear disturbios, habiendo como en efecto habia muchos Reyes interesados en casar á sus hijas con el heredero de Castilla.
Resuelto el Rey á reconciliarse completamente con su hijo y persuadido de que las delicias del matrimonio amansarian su condicion revoltosa, no tardó mucho en decidirse por aquel enlace, y el capitan Fernandez vió cumplido su deseo con mas facilidad de lo que habia imaginado.
Tal era la cuestion que agitaba á la córte desde que el Rey se hallaba en Burgos, y en cuanto al estado del reino no presentaba ningun síntoma alarmante.
Los dos partidos que hasta entonces habian turbado la tranquilidad pública, parecian hallarse satisfechos de la posicion que respectivamente ocupaban al lado del trono.
La reina Doña Violante permanecia de buen grado en Aragon con sus nietos los infantes de la Cerda y con el caudillo de su bando D. Juan Nuñez de Lara, en tanto que la princesa Doña Blanca representaba sus intereses cerca del Rey.
El infante D. Sancho era atendido con deferencia por su padre, y los fautores de su causa se hallaban todos desempeñando honoríficos empleos.
Las Córtes
estranjeras volvian á mirar con respeto á Castilla;
el Papa se complacia en llamar al sábio Rey
Entre los varones ilustres que desde la muerte de San Fernando habian obtenido aquella distincion de nuestro Príncipe, se contaban: Felipe, hijo del Emperador de Constantinopla; Boabdil, Rey de Granada; el Marqués de Monferrat, el Conde Rodulfo, príncipe heredero de Alemania; D. Gaston de Bearne y otros muchos Infantes que despues ocuparon los primeros tronos de Europa, siendo el último de todos el príncipe de Gales que ingresó en la Orden, precisamente en la época á que nos referimos en el presente capítulo.
Magníficos fueron los preparativos que dispuso D. Alonso para armar caballero al hijo de su hermana Doña Leonor y del Rey de Inglaterra, y además de la ostentacion con que los ricos-hombres de Castilla obsequiaron al heredero de Eduardo, se invirtieron en el ceremonial de su investidura doscientos mil sueldos burgaleses, cantidad exorbitante en aquel tiempo y que no dejó de hacer mella en las arcas del erario; pero el honor nacional estaba interesado en aquel rasgo de grandeza, y á nadie pareció escesiva la liberalidad del Rey.
A mas de esto, D. Alonso crecia en la piedra filosofal, y Ahmed-Ebn-Yuzef no cesaba de afirmar que en breve llegarian á poseer aquel secreto tan asíduamente buscado durante muchos siglos y del cual imaginaba poseer la clave como ya hemos dicho.
Pero el destino parecia complacerse en destruir una tras otra todas las mas bellas esperanzas de D. Alonso, valiéndose del espíritu de aquella época de rudeza y de barbárie para atajar las nobles aspiraciones de su alma privilegiada; y no bien habia visto aparecer los primeros albores de una aurora
pacífica, precursora de días mas claros y serenos, cuando oyó que los primeros zumbidos de nuevas tormentas resonaban allende el Mediterráneo.
Cansado de treguas y de reposo el indómito Aben Juzef, Rey de Marruecos, acababa de botar sus bajeles á las aguas con el designio de trasladarse á Europa para reproducir sus frecuentes correrías y regresar á sus estados cargado de botin y de riqueza.
Dispertóse con tal ejemplo la ambicion de Alamir-Abu-Abdalla, el cual habia sustituido á Mahomad-Miralmutio-Laminio en el trono de Granada, y creyendo que D. Alonso no podria atajarle en su camino, por hallarse con su ejército en el estremo opuesto de la Península, se entró por tierras de cristianos cometiendo desmanes en las poblaciones rurales que no podían aprestarse á la defensa.
Mucho afligieron al Rey semejantes nuevas, pero como la invasion simultánea de dos ejércitos árabes podía poner en peligro á su estado, reunió apresuradamente todas las fuerzas de que podía disponer y con la actividad que le caracterizaba voló hácia Andalucía para tomar las disposiciones convenientes en tan críticas circunstancias.
Antes de salir de Burgos, dejó á la princesa Doña Blanca en el convento de las Huelgas, situado á dos leguas de la ciudad y del cual era superiora su hermana Doña Berenguela, y prometiéndola restituirla á la córte tan luego como consiguiera atajar la insolente invasion de los moros, partió rodeado de todos sus hijos y de los magnates mas poderosos de Castilla á medir nuevamente sus armas con aquellos reyes bárbaros á quienes habia vencido en mas de una ocasion.
Llegar, ver y vencer, fué lo que el Rey de Castilla hizo en el vasto territorio de la Bética.
Las hordas africanas huyeron en desórden á la sola noticia de su proximidad, y los moros andaluces se encastillaron en sus ciudades, no atreviéndose á esperar en campo raso al que tantas veces habia escarmentado su osadía.
Entonces los cristianos volvieron mal por mal, y penetrando por las fértiles vegas de Granada devastaron aquel privilegiado territorio, talando los ricos viñedos y entregando al pillaje las alquerías y lugares que encontraban en su camino.
El infante D. Sancho, mas fogoso que todos los caudillos de su padre, avanzó hasta cerca de Granada, y sus ballesteros tuvieron la audacia de asestar sus saetas a los centinelas de la ciudad.
Irritáronse los moros de tamaña injuria, y no pudiendo contener su indignacion salieron en tropel á castigar al que así los insultaba. Numerosa era la hueste agarena y mas de treinta mil moros adargados se lanzaron de repente sobre el temerario Infante; pero aquel indómito mancebo habia nacido para dar cima á grandes hazañas, y sin turbarse por la inferioridad de sus fuerzas se metió en lo mas recio de la pelea al frente de diez mil caballeros á-quienes la audacia de su caudillo infundió el valor suficiente para arrostrar tan árdua empresa; pero los moros eran gente aguerrida y combatian con tal ventaja que no tardaron mucho en arrollar á los cristianos.
Grave era el apuro de D. Sancho: algunos de los suyos habian vuelto las espaldas, comunicando su desaliento á los demás y la victoria empezaba ya á declarse en pro de sus enemigos, cuando un grito de terror lanzado por los que coronaban las almenas de la ciudad vino á advertirle que no debia perder las esperanzas.
En efecto, un escuadron cristiano, á cuyo frente cabalgaba con la rapidez del rayo el intrépido D. Alonso Fernandez, embistió por la espalda á los que en tal apuro le habian puesto, y en menos de diez minutos varió la situacion de los combatientes: desalentáronse á su vez los moros, y temiendo la llegada del grueso del ejército se retiraron á la ciudad destrozados y llenos de ignominia, en tanto que los castellanos se replegaban; á sus reales cargados de botin y entonando himnos de victoria.
Desde aquel momento comprendió el Rey de Granada que sus estados se hallaban en peligro, y temiendo que el conquistador de Cádiz y de Cartagena intentase apoderarse tambien de aquella perla del islamismo, se apresuró á enviarle embajadores para ofrecerle la paz.
No contestó D. Alonso en el momento, pues acababa de obtener una gran ventaja y queria meditar las condiciones del moro; pero D. Lope díaz de Haro, que como recordará el lector mantenia relaciones secretas con Alamir-Abu-Abdalla, se apresuró á reparar la imprudencia que D. Sancho acababa de cometer atacando tan encarnizadamente á un hombre con quien le interesaba estar en buena armonía.(le
El verdadero carácter de aquel celebre Infante no lo ha definido bien la historia, y su manera de, obrar ofrece tan marcadas inconsecuencias durante su larga carrera militar y política, que con dificultad podríamos decir si fué un héroe magnánimo y prudente ó un tirano sanguinario y artero. La única cualidad que en él dominaba de una manera culminante, era la bravura; pero en cuanto a vicios y virtudes andaban tan mezclados en su alma, que ora se complacia en sustentar criminales empresas, ora daba cima á las mas nobles hazañas. Por eso, despues de haber pactado con los moros andaluces en menoscabo de la religion y de su patria, embistió á Granada con un arrojo temerario y devastó sus fertiles campiñas como el mas encarnizado enemigo de la medía luna.
Semejante conducta hubiera. podido perjudicarle entorpeciendo sus planes: ulteriores; pero su diestro favorito acudió á tiempo de hacer olvidar semejante paso, interponiendo toda la influencia de su numeroso bando para decidir al Rey á que aceptase la paz: logrólo al fin, y el encargado de pre- sentar á los granadinos las condiciones de Castilla, fué Don Gomez García de Toledo, aquel privado del Infante que habia ido á Burgos a sustituir en el mando de la ciudad á Diego Lopez de Salcedo.
Convecióse al verle Abu-Abdalla de que sin duda debia la paz que tanto le interesaba, á los buenos oficios de su secreto amigo el de Haro, y no titubeó en ceder por el momento á todas las exigencias de D. Alonso por mas onerosas que fueran, seguro de que no tardaria mucho en recobrar las infinitas villas y fortalezas que se veia obligado á devolver á los cristianos.
Una vez firmados los pactos por ambos Reyes, levantó el de Castilla sus reales, y dejando fuertes destacamentos en las plazas que acababan de serle restituidas, se encaminó en buen órden á Sevilla con el fin de madurar el plan de una vasta empresa que habia concebido durante su espedicion contra los moros y que una vez realizada habia de ser de suma trascendencia, así para el sosiego del país como para sus ulteriores proyectos.
Consistia éste, en apoderarse de Algeciras, que entonces era la llave de España oponiendo de este modo un muro á las invasiones africanas, que como una plaga casi periódica estendían su destructora huella en el país. Difícil era la empresa; pero de una utilidad tal, que D. Alonso, á quien no arredraban las dificultades una vez convencido de serle ventajoso un plan, no perdonó medio alguno para llevarla á cabo.
En menos de dos meses dispuso todo lo necesario; reunió un gran número de soldados, mandó construir máquinas de guerra, aprestó bajeles y despues de meditar maduramente á quién confiaría el mando de la espedicion, nombró general en jefe de las fuerzas de tierra a su hijo D. Pedro y lugarteniente de aquel jóven caudillo á D. Alonso Fernandez, el capitan de los arqueros reales, cuya lealtad y valor le eran harto conocidos.
Encomendó el mando de la armada al célebre almirante D. Pedro Martinez de la Fé y á los aguerridos marinos Gonzalo Morante y á Guillen de Savanaque; y sin dar tiempo a que apercibiéndose de su proyecto los moros pudieran aprestarse á una defensa que preveia el Rey habia de ser tenaz atendida su importancia, dispuso que el día primero de marzo de 1278 saliesen á la vez de Sevilla su formidable ejército compuesto de mas de treinta mil combatientes cuya vanguardía mandaba el intrépido Fernandez, y su poderosa armada que contaba cerca de doscientas naves bien tripuladas.
Moviéronse en buen órden tan imponentes fuerzas, y veinte días despues ya se hallaba Algeciras bloqueada por mar y tierra.
Regocijóse la cristiandad de aquel suceso; el Papa felicitó públicamente á D. Alonso por tan heróica determinacion, y la mayor parte de los Monarcas españoles aparentaron hallarse dispuestos á seguir el ejemplo que les diera el Rey de Castilla, si bien desgraciadamente á esto se limitaron sus buenos oficios, puesto que desconociendo sus verdaderos intereses y guiados tan solo por mezquinas rivalidades, ninguno apercibió sus armas contra el enemigo comun.
Los moros entre tanto temblaron al pensar en el peligro que amenazaba á una de sus plazas mas importantes y encerrándose en sus inexpugnables fortalezas enviaron á pedir socorro al Rey de Marruecos Jacom-Jacob-Aben-Juzef, apercibiéndose entre tanto á la defensa y resueltos á morir antes de rendirse.
Pero las comunicaciones eran tan lentas en la época a que nos referimos y la estrategia de aquel tiempo tan diferente á la de nuestros días, que los socorros del Africa tardaron mucho en llegar, y los capitanes sitiadores permanecieron por espacio de mucho tiempo sin resolverse á dar un asalto decisivo.
Prolongóse, pues, el asedio de Algeciras mas de lo que era de esperar, y los días, semanas y meses se fueron sucediendo unos á otros sin que sitiados ni sitiadores obtuviesen ventaja alguna sobre sus enemigos, perdiendo así lastimosamente un tiempo que tanto interesaba aprovechar; las vituallas iban disminuyendo de tal suerte en la ciudad, que los moros empezaban ya á sentir los efectos del hambre; pero no se crea que por esto ganaba el campo sitiador, pues desgraciadamente este tampoco se hallaba mejor abastecido.
El infante D. Pedro habia agotado todas las rentas de la corona, y el indómito D. Alonso Fernandez sostenia á duras penas y solo á fuerza de perseverancia aquel bloqueo en que la sangre infiel y la de los cristianos regaba díariamente en inútiles escaramuzas los muros y los fosos de la ciudad que tanto anhelaban poseer ambos bandos.
Entre tanto, el entusiasmo que habia inflamado á los ricos-hombres de Castilla en los primeros días tan arriesgada empresa, fué entibiándose en todos los corazones á la par que con la tardanza, se aflojaban los lazos que ligaban á aquellos hombres tan turbulentos é inquietos, y no tardaron mucho tiempo en reaparecer los ódios de bandera mas encarnizados que nunca.
Los partidarios del infante D. Sancho, que desde la muerte de D. Fadrique continuaban desabridos con el Rey y alejados de la córte, empezaron á atizar nuevamente el fuego de la rebelion, tomando por pretesto la ausencia de la Reina Doña Violante, que segun ellos, se prolongaba tanto por culpa del Rey, el cual se proponia favorecer por este medio la causa de los infantes de la Cerda.
Alarmó á D. Alonso tan sediciosa especie, la cual hubiera podido destruir sus planes de conquista, y deseando á todo trance evitar nuevos disturbios, autorizó á su hijo D. Sancho para que sin pérdida de momento concertase con su tio Don Pedro III de Aragon la manera de hacer volver á Castilla á la Reina su madre.
No deseaba otra cosa el perspicaz D. Lope díaz de Haro, y tomando la iniciativa en tan importante asunto, hizo que inmedíatamente fuesen á Tarazona, en donde se hallaba á la sazon el Monarca aragonés, el infante D. Manuel que era el magnate mas autorizado de su bando y Hernan Perez, Dean de Sevilla, cuyo carácter religioso y notoria elocuencia le daban en aquella época mucho predominio sobre las testas coronadas.
Partieron sin demora aquellos ilustres embajadores decididos á apoderarse de una vez de los infantes de la Cerda haciendo regresar á Castilla á su augusta soberana; pero, el Rey con quien iban á pactar no era hombre fácil de sorprender, y despues de largas conferencias lo único que pudieron conseguir de él fué la promesa de que interpondria su alta influencia con Doña Violante para hacerla volver al lado de su esposo en cuanto á los Infantes sus sobrinos, dijo que nada podía ofrecer sin consultar antes la voluntad de su hermana, pues no se atrevía a soltar prendas que pudieran comprometerle en tan delicado asunto.
Disgustados quedaron el infante D. Manuel y el Dean de Sevilla al oir tan ambígua como inesperada respuesta que así contrariaba sus deseos; pero no siéndoles posible obtener otra, tuvieron que contentarse con ella y aguardaron en Tarazona la determinacion de la Reina.
No tardó aquella resuelta dama en decidirse, y despues de haber consultado con sus parciales, dió el encargo de terminar la negociacion al maestro del Temple y á Hugo de Mataplana, Preboste de Marsella. Avistáronse aquellos caballeros con los enviados de Castilla y sin preámbulos ni reticencias cortesanas, hicieron la siguiente proposicion:
«Que la Reina Doña Violante volveria al lado de su esposo siempre y cuando este se comprometiese á pagar en el acto doscientos mil maravedís de plata, que para atender á sus necesidades y á las de sus nietos, había consumido durante su permanencia en Aragon.
Otrosí: que los susodichos sus nietos, quedarian bajo el amparo de D. Pedro III su tio; y finalmente que se la dejaria vivir al lado de su nuera Doña Blanca.»
Condiciones eran estas harto onerosas para el erario de Castilla y poco favorables para D. Sancho; pero el de Haro, cuya política recelosa unas veces y temeraria otras, no se detenia en consideraciones de ninguna especie, hizo que se aceptasen valiéndose para ello del ascendiente que tenia sobre el heredero de la corona.
Sin embargo, un inconveniente insuperable al parecer se oponia á este concierto y era la falta absoluta de numerario en que se hallaba D. Alonso.
El cerco de Algeciras habia consumido como hemos dicho ya todas las rentas del Monarca, y los sitiadores se hallaban en tal estado de escasez y pedían socorro con tanta urgencia, que el Rey se vió obligado a decretar una pecha estraordiriaria para ocurrir á tan apremiante necesidad; mas no se crea que esto detuvo al implacable Señor de Vizcaya: supo que los pesquisidores que acababan de recoger á viva fuerza hasta el último burgalés de los pecheros se encaminaban á Sevilla con una suma bastante considerable de maravedís, y convenciendo á D. Sancho de que debia apoderarse á todo trance de aquel dinero para atender con él á la demanda de su madre, le indujo á perpetrar un atentado que no tardó mucho en tener las mas funestas consecuencias.
Era jefe de la recaudacion el Merino mayor D. Zag de Malea, y yendo á esperarle en Carmona cien desalmados aventureros, le obligaron á entregar los caudales que habia recogido á fuerza de vejaciones y haciendo verter innumerables lágrimas.
No opuso gran resistencia el hebreo á las exhortaciones del Infante, pues sabia que la falta de aquel dinero podria perjudicar gravemente al Rey, y segun recordará el lector, el padre de Séfora habia jurado vengarse de D. Alonso por la dureza con que éste le trató al saber los dispendios de su hija en aquel célebre sarao de Toledo; pero el ángel malo del israelita no hubiera podido inspirarle semejante designio en peor ocasion para él mismo, pues era demasiado arriesgada la empresa.
Convino no obstante, en lo que D. Sancho le pedía, y sin protestar siquiera, contra la violencia del Infante, le entregó de buen grado la inmensa suma que el Rey destinaba para socorrer á las huestes que bloqueaban á Algeciras.
Crecia entre tanto la penuria de estas: ya hacia muchas semanas que carecian de bastimentos; el hambre empezaba á hacer estragos entre los soldados, y precisamente en el instante en que supo, D. Alonso que su heredero D. Sancho le habia privado del único recurso con que contaba para auxiliar
á sus bravos cuanto desgraciados campeones, llegó á Sevilla un mensajero escuálido y moribundo, anunciando que la peste negra producida por la miseria acababa de cebarse en el ejército sitiador.
Inutil nos parece ponderar el despecho que se apoderó del Rey al recibir tan infausta nueva: lo hemos dicho ya, á cada pensamiento luminoso de aquel sábio Monarca parecia oponerse un suceso funesto abortado por el espíritu rudo de la época, y D. Alonso sufria díariamente el mas horrible martirio sintiéndose rechazado sin tregua por el oscurantismo que le rodeaba.
Al ver que la ambicion de su hijo acababa de destruir su magnífico plan de conquista, lloró con lágrimas de sangre y hubiera querido reparar á todo trance tan funesto golpe; pero su corazon no tenia toda la dureza que se requiere paradar cima á grandes empresas de guerra, y al pensar en la suerte del ejército que rodeaba á Algeciras le faltó energía para insistir en su designio.
D. Alonso, antes que héroe, era padre de sus vasallos y no tuvo valor para consentir que sus guerreros perecieran devorados por la peste delante de los muros de una ciudad enemiga.
Además, el bravo Almirante D. Pedro Martinez de la Fe acababa de sufrir un terrible descalabro en su armada. Habia sido víctima de un lazo tendido á los cristianos por un astuto trujaman llamado Abdal Baché, y sin que su valor fuese parte á salvarle de las maquinaciones del moro, se hallaba prisionero en Tanger sin poder auxiliar con sus consejos á sus valientes compañeros D. Gonzalo Morante y D. Guillen de Savanaque.
Esta circunstancia decidió al Rey de Castilla, y sin pensar en que su retirada de Algeciras podía menoscabar su reputacion, hizo levantar el cerco y mandó que sus huestes regresasen a Sevilla.
No se crea sin embargo, que sofocó su enojo como otras veces: el atentado de D. Sancho era demasiado trascendental para dejarle pasar sin correctivo, y quiso hacerle sentir todo el peso de su justa ira. Aguardó, pues, que regresára á Castilla Zag de Malea, que era, si no el mas culpable, al menos el mas débil de los dos delincuentes, y mandando prenderle dispuso que le quemasen vivo en medio de la plaza de Triana.
Estremecióse el pueblo al saber tan tremenda resolucion, pues todos comprendieron que aquella sentencia era un padron infamatorio para el heredero de la corona.
Indignóse D. Sancho viéndose castigado tácitamente de una manera tan ejemplar, y no pudiendo contener los arranques de su irascible condicion quiso oponerse al mandato de su padre estorbando el suplicio del Merino mayor aunque fuese á viva fuerza.
Séfora, que siempre seguia á la córte, desplegó tambien por su parte toda su influencia para salvar al que le habia dado el ser, y corriendo en busca de su cómplice D. Lope díaz de Haro, le exigió con su acostumbrada altaneria que sacase á su padre del peligro en que se hallaba por causa del Infante. Encogióse de hombros el Señor de Vizcaya, y haciendo cruel alarde de toda su sangre fria la dijo:
-Veremos, señora, de hacer lo que se pueda, aunque á la verdad no confio gran cosa en tan delicado asunto: vuestro padre anduvo torpe en dejarse prender despues del lance de Carmona, que mirándolo á buena luz fué endíablado.
-Bien hubiérais podido mirarlo antes, caballero, y no comprometer la existencia de ese anciano que solo por serviros se arriesgó á arrostrar la ira del Rey.
-Por servirnos y por vengarse á su vez de cierta injuria que devoraba malamente hacia algun tiempo, bien lo sabeis; pero esto no obstante, procuraremos emplear nuestra corta influencia para sacarle del atolladero.
-No es eso lo que vengo á pediros, esclamó Séfora con indignacion.
-¿Qué es, pues, lo que deseais?
-Que salveis á mi padre.
-¿Y si no me fuera posible?
-Si no os fuera posible yo descubriria quién fué el que puso en manos de Doña María de Ucero cierto pergamino mortífero.
Mordióse los lábios el de Haro y sonriendo con desden dijo:
-Verdaderamente podriais sernos fatal; pero no os arrebateis, ya salvaremos á vuestro padre.
-Así lo espero, repuso Séfora, y dejando el asiento en que se hallaba salió de casa de su cómplice con el corazon lleno de esperanza.
Pero si su padre habia andado imprudente en dejarse prender, no anduvo ella muy cuerda en soltar una amenaza terrible contra el hombre mas poderoso de Castilla, y apenas se alejó veinte pasos del Señor de Vizcaya, cuando ya este se ocupó en preparar un antídoto contra la mordedura de aquella irritada serpiente.
Entre tanto seguia D. Sancho resuelto á salvar á Don Zag de Malea, y reuniendo en el convento de San Francisco á todos sus parciales, les hizo saber que se hallaba pronto á emplear la fuerza para impedir un castigo que tanto afectaba á su buen nombre.
Hallábanse en aquella reunion D. Juan y D. Diego, hermanos del Infante, D. Manuel su tio, D. Gomez García de Toledo, su privado, D. Gonzalo Giron, maestre de Santiago, el Marqués de Monferrat y otros ricos-hombres no menos poderosos, todos los cuales le ofrecieron solemnemente apoyar su intento con la punta de la lanza; pero de repente se presentó á tan audaz asamblea D. Lope díaz de Haro, de cuyos principios nadie podía dudar, y despues de enterarse de lo que trataba, esclamó mirando con estrañeza á Don Sancho:
-¡Vive Dios, señor Infante, que íbais á meternos en buen laberinto! ¿Rebelaros quereis precisamente cuando el Rey vuestro padre está esperando un ejército aguerrido y poderoso?
-Sí, un ejército á cuya cabeza marcha mi hermano D. Pedro que es de los nuestros á no dudar, dijo D. Sancho con cierto aire de triunfo.
-No
niego que el capitan de la hueste es vuestro hermano, repuso
el de Haro con calma; pero ni uno solo de sus soldados obedeceria
sus órdenes á no serles trasmitidas por el
lugarteniente del ejército, y bien sabeis que ese
lugarteniente es D. Alonso Fernandez el
-Pero en fin, ¿qué es lo que pretendeis, señor primo? preguntó D. Sancho empezando á impacientarse, ¿acaso imaginais que consentiré yo la muerte de un hombre que solo por servirme se halla al pié del patíbulo
-¿Y por qué no, si esa muerte en nada ha de perjudicar á nuestros intentos?
-Pero perjudica á mi hidalguía.
-Bah, la muerte de un judío quereis que empañe la corona de un Rey? meditadlo mejor, D. Sancho: ese Zag de Malea es un perro que bien merece su suerte, y no es cosa de que cien infanzones que todos tenemos en las venas sangre de Reyes vayamos á esgrimir la espada por tan ruin pretesto; día vendrá y pronto, en que necesitemos de todo nuestro poder para terminar definitivamente una contienda que Dios medíante no ha de acabar mal para vos.
Estas breves razones fueron acogidas por todos con muestras inequívocas de aprobacion, y hasta el Infante mismo pareció convencerse; pero su carácter no era de esos que ceden sin resistir, y antes de confesarse vencido por el ascendiente del de Haro le opuso aun algunas objeciones.
-¿Y qué vamos á hacer con Séfora, que vendrá a pedirnos la vida de su padre con harta razon?
-Ya eso lo he pensado yo, y en llegando el momento oportuno os lo diré.
-Pero ¿y si el Merino mayor confiesa?...
-No os canseis, D. Sancho, en probar la necesidad de una rebelion intempestiva: el Merino mayor no puede confesar mas de lo que vuestro padre sabe, y ya veis que hasta ahora no ha osado ni reconveniros siquiera.
-Pero osará.
-Entonces, esclamó el de Haro aparentando el mas ardiente entusiasmo: no necesitareis vos hacer ni la mas leve señal para que todos nosotros desnudemos las espadas en pro del Príncipe á quien hemos jurado vasallaje; del Príncipe á quien consideramos como á señor legítimo magüer no se haya ceñido la corona.
-Está bien, dijo D. Sancho, agradezco esa muestra de lealtad que acabais de darme; ¿pero qué debemos hacer respecto á ese miserable?
-Dejarle seguir su suerte: no creais que solo el deseo de servirnos le indujo a ser traidor con el Rey; otra razon tuvo además, y vos no teneis obligacion de hacer abortar vuestros planes ulteriores por defender á un hombre oscuro. Lo que ahora nos importa es fortalecer nuestro partido, aguardar á que el ejército de Algeciras se vaya diseminando y en la primera ocasion favorable que se presente nos reunimos en Córtes y...
-Está bien, dijo D. Sancho interrumpiéndole, sigo tu consejo: señores, añadió volviéndose a los que se hallaban presentes, sin duda, las razones de nuestro primo D. Lope díaz de Haro os habran convencido como á mí. Desistamos, pues, del pensamiento que nos habia reunido en este sitio; que Dios perdone á ese judío, y nosotros ocupémonos desde luego en negocios mas graves: cuando sea necesario ya os daré mis instrucciones; entre tanto, contad con la buena amistad de D. Sancho, y no me desampareis.
Retiráronse todos satisfechos con la resolucion del de Haro y el Infante se encerró en su aposento en compañía de aquel astuto personaje, cuya tenebrosa política destruyó tantas veces los planes mejor combinados por D. Alonso el deceno, aquel Rey, que á pesar de su profunda sabiduría y de sus altas virtudes fué el mas desgraciado de su época.
El día designado para el suplicio del Merino mayor llegó por fin. Varios sayones cubiertos de túnicas amarillas se ocupaban en levantar un alto cadalso, sobre el cual colocaron la horrorosa pira que aguardaba al delincuente. Un inmenso gentío bullia por toda la ciudad como en los días de regocijo, y varios siniestros rumores cundían entre la multitud: unos decian que en el momento de aparecer el reo estallaría un tumulto pidiendo su perdon; otros, mejor informados, aseguraban que los amigos del judío habian desistido de su empeño y que le dejarian morir sin hacer esfuerzo alguno para salvarle. Sin embargo, por lo que pudiera acontecer, el prudente D. Rodrigo Estevanes, Justicia mayor de Sevilla, habia dispuesto que cien arqueros Reales guardasen todas las avenidas de la plaza de Triana, que varias patrullas de lanceros recorriesen la ciudad en distintas direcciones y que dos mil peones permaneciesen sobre las armas en las atarazanas.
El Rey estaba inquieto y disgustado aguardando la ejecion de una sentencia que habia firmado bien á su pesar, aunque con firme propósito de no revocarla jamás. El infante D. Sancho habia salido de la ciudad aquella misma mañana con un fútil pretesto, y el Merino mayor yacía en su calabozo llorando su mala suerte, aunque en el fondo del alma le quedaba una vaga esperanza.
La hora tremenda llegó por fin: oyó rechinar los goznes de la puerta que hasta entonces le habia privado de aire y de luz, y un carcelero duro y desató las cadenas que le tenian sujeto á una argolla de hierro clavada en un pilar de la prision. Oyó el murmullo de muchas gentes que le aguardaban en la calle, y cuando bajó el último escalon de la torre en que habia permanecido aherrojado desde el día en que le prendieron, se vió rodeado de sayones y de guardas que le obligaron á subir en una miserable cabalgadura despues de haberle cubierto en presencia de la multitud con la afrentosa hopa de los condenados á la hoguera.
El mas profundo silencio reinaba en torno suyo, la compasion osaba apenas asomarse en uno que otro semblante, y eran tales las precauciones que se habian tomado que el infeliz las echó de ver, é inclinó la cabeza sobre el pecho perdiendo hasta el postrer vislumbre de esperanza; la fúnebre comitiva que le acompañaba se puso en movimiento, y atravesando por lo mas concurrido y principal de Sevilla, llegó por fin á Triana y á la plaza en que se levantaba el cadalso. Allí se habia desplegado por parte de la autoridad el mas imponente aparato: los hombres de armas formaban una doble barrera de picas y broqueles en derredor del patíbulo: el verdugo aguardaba en pié junto á la pira con una tea encendida en la mano, y un pregonero rodeado de trompetas y timbales levantaba la voz de cuando en cuando despues de haber fijado la atencion general por medio de un preludio ejecutado por su lúgubre orquesta, y decia con pausado acento:
«Venid, venid.... á presenciar la justicia que el Rey nuestro señor manda facer en Zag de Malea, su Merino mayor, á quien la ley declara reo de alta traicion por prevaricador cohechador y contumaz.
El mas profundo silencio seguia á estas palabras: y la muchedumbre se agitaba moviéndose á oleadas pero sin desplegar los lábios, hasta que de improviso resonó en un ángulo de la plaza un confuso rumor. Una mujer envuelta en su manto y seguida de su escudero acababa de apearse de una litera conducida por cuatro donceles ricamente ataviados, y abriéndose paso al través de las masas mas compactas, llegó hasta el pié del patíbulo precisamente en el momento en que el Merino mayor acababa de colocar su trémula planta en la primera de sus gradas. Aquella mujer era Séfora, su hija, que sin desmentir el temple de su alma indómita, habia querido dar al mundo una prueba irrecusable de su energía feroz y de su valor increible. Estremecióse el infeliz anciano al verla en aquel momento tan solemne, y á no sostenerlo el sayon que le conducia hubiera venido á tierra sin sentido; pero notó ella el desaliento del que le habia dado el ser, y reanimando su abatido espíritu con una mirada tranquila y casi satisfecha le dijo:
-No os acuiteis, padre y señor mio, y morid seguro de que sereis vengado: por cada gota de sangre vuestra que consuma esa hoguera ha de correr un rio de la que hoy alienta á vuestros verdugos.
-Oh! no, hija mia, esclamó el acongojado israelita tendiéndola los brazos: yo muero, si no delincuente al menos culpado: el Rey es harto justo, perdónele Dios como yo le perdono.
-Y qué, señor, ¿acaso quereis arrebatarme el consuelo de vengaros? ¿contra nadie guardais rencor?
-Ah! eso sí, dijo el judío asomando á sus ojos todo el ódio que atesoraba su alma: rnaldito sea el que me ha conducido al borde del precipicio sin tenderme la mano al verme despeñado en él....
Al llegar aquí no pudo proseguir: el verdugo le agarró por un brazo y le obligó á subir los escalones del patíbulo. Un arquero rechazó á Séfora, que perdiendo al fin la entereza quiso seguir á su padre derramando el mas acerbo llanto, y el agudo sonido de una corneta anunció á la multitud que la hora terrible habia llegado....
Tendamos un velo sobre el horrible cuadro que en aquel momento deberia ofrecer la plaza de Triana á nuestros ojos que han tenido la dicha de abrirse á la luz, cuando el sol de la libertad y la antorcha de la civilizacion no se ven empañados por el humo de las hogueras en que los hombres hacian perecer á sus hermanos!
Al día siguiente de la horrible ejecucion de Don Zag de Malea, se hallaba Séfora en su oriental gabinete, rodeada como siempre de un lujo deslumbrador; pero su frente no resplandecia tersa como otras veces, sus ojos no brillaban con orgullosa espresion, ni en sus lábios vagaba la voluptuosa sonrisa que tantos triunfos la habia alcanzado: aquella mujer vehemente en sus afectos, tiránica en sus caprichos, implacable en sus ódios, era estremada en su dolor. Cuando esperimentó la primera amargura de su vida, al verse abandonada por su amante, recordará el atento lector que quiso dejarse morir encerrada en su aposento. Algun tiempo despues, recibió un golpe terrible para su corazon del cual hablaremos mas adelante, y estuvo á las puertas del sepulcro víctima de un horrible delirio: ahora estaba sufriendo la última prueba á su parecer: su padre era el único hombre á quien habia amado sin mezcla de ódio y acababa de morir en el mas espantoso de los suplicios: un torrente de lágrimas se agolpaba á sus ojos, la sed de venganza abrasaba su pecho, y su alma rebosaba tanta amargura que no siendo poderosa a contenerla en sí, la exhalaba por los lábios lanzando desesperados suspiros y terribles imprecaciones. Las últimas palabras de su padre resonaban sin tregua en sus oidos, y conteniendo de vez en cuando sus sollozos las repetia con fatídico acento:
-¡Maldito sea el que me ha conducido hasta el borde del precipicio, sin tenderme la mano al verme despeñado por él!... Sí, sí, maldito sea, repetía hablando consigo misma; yo seré el instrumento de tu venganza, padre mio: yo haré que tu maldicion caiga sobre la frente de ese D. Sancho que Dios confunda.
Despues tornaba á abismarse en su llanto y permanecia horas enteras inmóvil y muda como una estátua. Su paje favorito vino á sacarla de su abatimiento, y aproximándose a ella la dijo:
-Y bien, Séfora, ¿qué se ha hecho de aquel indomable valor qué con tanto empeño has querido infundirme en varias ocasiones?
-Lo estoy fortaleciendo con la ira en que me abraso, respondió levantando la cabeza con orgullo; déjame llorar, Adhel, que por mi padre lloro: estas son las últimas lágrimas que me quedan y quiero consagrarlas al que me ha dado el ser: tan luego como mis ojos se sequen partiremos de Sevilla y entonces... entonces, prosiguió con una entonacion difícil de esplicar, volverás á ver en mí la mujer fuerte, el corazon de acero que tanto admiras...
-Que tanto amo querrás decir.
-No hables de amor en este momento: ahora solo para el ódio tengo lugar en el pecho.
-¿Y sobre quien vamos á descargar nuestra ira?
-Sobre el infante D. Sancho.... sobre ese villano que pretende una corona y deja morir á sus servidores mas fieles sin tenderles la mano siquiera para salvarlos en la hora del peligro.
-¿Olvidas acaso de quién hablas?... ¿ignoras que ese Don Sancho tu enemigo es mas poderoso que el mismo Rey de Castilla?
-¿Y qué me importa su poder? ¿crees por dicha que las lanzas de sus guerreros han de impedirme á mi derramar en su corazon toda la hiel que rebosa del mio? Descuida, Adhel, descuida, que aunque mi mano no pueda dividir su frente, yo te juro por el alma de mi padre que la ponzoña de mi rencor sabrá infiltrarse en sus entrañas.
-No te entiendo, señora.
-Ni te importa entenderme, Adhel: cuando llegue la ocasion ya te revelaré mi pensamiento. Ahora parte en busca de Samuel, el de la calle de la Sierpe; dile que hoy mismo quiero reducir á oro acuñado todas mis alhajas y muebles: despues prepara dos caballos, dos solamente; pues vamos á partir tú y yo sin que nadie se entere de nuestro derrotero.
-Está bien, señora, dijo el árabe sin importunarla con nuevas preguntas; conocia su carácter y temiendo irritarla se alejó á poner en ejecucion lo que se le habia mandado. Entonces volvió Séfora á su soliloquio y levantando la voz dijo sin poder contener una siniestra sonrisa:
-Ese mancebo ama á la de Ucero, garrida doncella á quien siempre he odíado sin saber por qué... bien está, le heriré en su amor que es lo que mas duele á la gente moza.... dicen que va á desposarse con ella: yo haré que la antorcha de su himeneo se trueque en cirio funerario, y cuando los altivos ojos del Infante derramen llanto de amargura, iré á aumentar su llanto repitiéndole las últimas palabras de mi desventurado padre.
Dijo, y abandonando el escaño en que habia permanecido sumergida en su desesperacion por espacio de muchas horas abrió un cajoncito de ébano que le servia de guardajoyas, y se puso a escoger entre varias sortijas de mucho valor el arma con que pensaba descargar en el infante D. Sancho un golpe de muerte. Un momento despues volvió á presentarse Adhel y la dijo que todo se hallaba dispuesto como habia mandado: Samuel estaba pronto á quedarse con todas sus joyas y muebles, sin rebajar ni un burgalés de lo que tuviera á bien pedirle por ellos y los caballos aguardaban ensillados el momento de la partida.
-Muy bien, esclamó Séfora con una especie de exaltacion febril, esta noche saldremos de Sevilla para no volver jamás á esta ciudad de maldicion: aquí he visto morir á mi padre en un patíbulo afrentoso, aquí me arrebataron sin piedad á mi.... No pudo proseguir, la voz se le anuló en la garganta y una lágrima de fuego rodó por sus mejillas. Algunas horas despues, cuando la sombra empezó a estender su velo sobre la tierra, aquella desventurada mujer cabalgaba con su paje favorito por la orilla izquierda del Guadalquivir; pero dejándoles proseguir su camino, cúmplenos ahora volver á ocuparnos de los importantes sucesos que tenian lugar en la córte de Castilla.
El Rey D. Alonso, cansado de guardar consideraciones con un hijo dispuesto siempre á desobedecerle y que con tanta audacia acababa de destruir una de sus mas bellas esperanzas, quiso fijar de una vez los derechos y deberes que pensaba señalar á cada uno de sus herederos á fin de evitar nuevos disturbios. Dando, pues, las órdenes oportunas, convocó una de aquellas reuniones de grandes, que en el siglo XIII se llamaban Córtes del reino y que solo eran congresos aristocráticos, en donde todo se tenia en cuenta menos el bienestar del pueblo, por mas que el estado llano asistiese á ellos con la cabeza desnuda y ocupando escaños miserables a los piés del feudalismo. Las huestes sitiadoras de
Algeciras habian
regresado ya á Sevilla en aquella sazon: los partidarios
de los infantes de la Cerda fueron llamados á la par
de los de D. Sancho, y D. Alonso acababa de firmar una triple
alianza con el rey de Aragon y con Felipe el
Cuando el Rey llegó á su trono, ya se hallaban en el salon todos los que habian sido convocados á tan solemne junta. El infante D. Manuel, hermano del Rey y D. Lope díaz de Haro ocupaban los escaños mas elevados de la derecha. Don Juan Nuñez de Lara y D. Jofré de Loaisa tenian su asiento en las primeras gradas de la izquierda, y así los demás caballeros segun el que á cada cual correspondía.
D. Diego Alonso, Justicia mayor de la córte, fué el primero que levantó la voz en nombre del Rey. Despues de un largo discurso en que habló del estado del reino, encareciendo las penalidades que padecian los pueblos y acriminando á los que con revueltas y disturbios amenguaban la prez de Castilla y se oponian á las prosperidades del Estado, vino á parar al principal objeto que allí los tenia congrega-
dos y dijo: que habiendo meditado su Alteza detenidamente cierta demanda del Rey de Francia D. Felipe III, y conociendo la justicia en que se fundaban sus comedidas, razones, habia determinado ceder á D. Alonso de la Cerda, hijo primogénito de D. Fernando de la Cerda, el reino de Jaen: aunque con la condicion de que siempre debia mantenerse sujeto á la jurisdiccion de Castilla, pagando feudo á sus reyes y jurándoles pleito homenaje.
Levantóse entre los circunstantes un murmullo de difícil interpretacion al llegar el orador á estas palabras; pero él no se intimidó, y aguardando á que se restableciese el órden; apoyó con un sin número de argumentos la intencion del Rey y pasando á otro asunto, propuso que para atender á las perentorias necesidades del erario que habia quedado exhausto despues de la desgraciada empresa de Algeciras, se alterase la ley de la moneda como se habia practicado en otras ocasiones.
Otro murmullo no menos imponente que el primero le interrumpió de nuevo, y pidiendo la palabra el infante Don Manuel, se levantó á impugnar ambas propuestas; pero no siendo nuestro ánimo el de constituirnos en taquígrafos de una sesion de Córtes de aquella época, que aunque en las formas diferian algun tanto eran idénticas en el fondo á las de nuestros días; haremos gracia á nuestros lectores de aquella reñida cuestion en que se debatian tan graves asuntos para el porvenir de Castilla, refiriéndoles únicamente su resultado.
Los partidarios del infante D. Sancho eran tan audaces, que á pesar de no ser mas en número que los del infante de la Cerda, lograron, alentados sin duda por la presencia de su caudillo, contrabalancear la autoridad del Rey, impidiendo que en la primera sesion se acordase lo que el Justicia mayor habia propuesto. Irritóse D. Alonso de tan insolente resistencia, y suspendiendo la discusion mandó despejar á todos los diputados y se retiró á su estancia seguido únicamente de sus deudos, entre los cuales se contaban el señor de Haro y D. Juan Nuñez de Lara.
Difícil seria describir las diferentes sensaciones que agitaban á los personajes admitidos en aquel consejo de familia, donde sin duda iban á tener lugar incidentes desagradables y escenas violentas: unos temian la audacia de D. Sancho, otros temblaban por el enojo del Rey, y hasta la reina Doña Violante, á pesar de su carácter aventurero y decidido, estaba inquieta al pensar en que su hijo y su esposo iban á luchar frente a frente de una manera ostensible. El primero que rompió el silencio fué D. Alonso: durante la sesion habia devorado en silencio la ira que lo causaban los sediciosos discursos de sus vasallos, y no pudiendo contener por mas tiempo su despecho,
-¿Paréceos, señores, dijo fijando en todos una mirada llena de indignacion, que es prudente oponerse á todos mis deseos de una manera tal que redunda en menoscabo de mi dignidad y en mengua de mi persona? ¿de cuando aca se usa en Castilla poner cortapisas á lo que acuerda el Rey despues de bien meditado? ¿quién os ha dicho, señor infante D. Manuel, que al proclamar mi Justicia mayor mi voluntad de ceder el reino de Jaen á mi nieto aguardaba vuestra sancion? ¿quién os ha dicho que vos ni nadie puede impedirme que ceda á quien me venga en voluntad una de las provincias que yo solo heredé de mis padres? ¿qué jurisprudencia es la vuestra que así os enseña á raciocinar? ¿Os parece que el que ha sido bueno para unir á la corona de Castilla el reino de Murcia no ha de serlo para enajenar el de Jaen segun le plazca? Pues errásteis, señor Infante; mi voluntad ya la oísteis, y juro á Dios que ha de cumplirse irrevocablemente en todas sus partes.
-Perdonad, señor, si me opongo á vuestro deseo: pero la corona de Castilla me pertenece como á vos y quiero heredarla íntegra, dijo D. Sancho reprimiendo á duras penas su cólera y aparentando la mayor templanza.
-¿Que os pertenece como á mí? esclamó D. Alonso perdiendo del todo la paciencia: ¿quién os lo ha dicho, señor rapaz? ¿acaso no os han enseñado vuestros preceptores que el Rey puede desheredar á los hijos rebeldes? pues sabedlo, señor Infante, y ¡guay de vos! si abusando de mi amor paternal osais rebelaros contra mi voluntad de soberano.
Esta amenaza, hecha en presencia de tanta gente, fué para el Infante mas dolorosa que si le hubiese puesto la mano en el rostro, y palideciendo de coraje se aproximó á su padre y le dijo con voz entrecortada:
-Señor, non me hicistes vos, mas hízome Dios: é hizo mucho por me hacer, ca mató á un hermano que era mayor que yo, y era vuestro heredero de estos reinos, si él viviera mas que vos: y no lo mató por al, sino porque los heredase yo despues de vuestros días: y esta palabra que dixistes pudiérades muy bien escusar, y tiempo verná que la non quisiérades haber dicho.
Y sin aguardar respuesta alguna salió con altivez de la régia estancia, dejando atónitos á los circunstantes. Don Lope díaz de Haro tembló de piés á cabeza á pesar de su audacia, y hubiera querido hallarse á cien leguas de Sevilla; pero el Rey, que como hemos dicho ya, en las ocasiones mas críticas sabia dominar con heróica. entereza los arrebatos de su corazon, dijo despues de un corto momento de silencio:
-Señores, importa que no se divulgue esa respuesta, como hija de un juvenil aunque censurable arrebato. Mañana nos reuniremos nuevamente para tratar sobre la alteracion de la moneda que es asunto que incumbe á las Cortes: en cuanto á lo del reino de Jaen queda dispuesto como lo indicó mi Justicia mayor: retiráos.
Nadie osó oponer ni la mas leve objecion. Todos se alejaron de palacio llenos de zozobra y sobresaltados los ánimos, y al día siguiente se acordó la alteracion de la moneda por unanimidad de votos.
Un mes solamente habia trascurrido desde que se acordó en las Córtes de Sevilla que el reino de Jaen se cediese al infante D. Alonso, y Castilla entera se agitaba ya en la mas sangrienta de las guerras civiles. D. Pedro III de Aragon, faltando á lo que habia pactado con D. Alonso en la confederacion de Campillo, acababa de declararse por los rebeldes, y en prueba de su resolucion mandó encerrar en el castillo de Játiva á los hijos del malogrado D. Fernando de la Cerda. D. Lope díaz de Haro tremolaba en Toledo el pendon de la discordía en pro del infante D. Sancho, y la mayor parte de los ricos-hombres castellanos seguian sus banderas yendo á la cabeza de los insurrectos los mismos hermanos del Rey. Los moros granadinos, comprendiendo cuánto les interesaba fomentar la discordía, ayudaban á los rebeldes y hasta el nieto de D. Alonso, D. Dionisio de Portugal, olvidando con negra ingratitud los favores que debia á su magnánimo abuelo, se unió á los que con tanta injusticia se rebelaban contra su señor natural.
Una vez dado el grito de guerra, no se contentaron los facciosos con resistirse á obedecer las disposiciones del Rey, sino que alentados por el apoyo que les facilitaban algunas testas coronadas quisieron derribarle del trono, y juntándose en Valladolid parodíaron unas Córtes en que se declaró á Don Sancho Gobernador de Castilla. Fuerza es confesar que el Infante no quiso admitir el título de Rey que en mengua de su padre le ofrecian sus partidarios; pero al dar su consentimiento á lo que acababa de acordar aquella junta de rebeldes, obró como mal hijo y como vasallo traidor. Pero el escabel en que trataba de elevarse estaba cimentado sobre arena y no tardó mucho en vacilar por el pié: todos los que se hallaron en la tumultuosa asamblea de Valladolid, obraban impulsados no por el espíritu de la justicia sino por las mas innobles pasiones: unos odíaban á D. Alonso porque habia intentado oponerse á su rapacidad, otros porque su grandeza les hacia á ellos mas pequeños; el Rey de Portugal por no tener suficiente elevacion de alma para manifestarse agradecido, el de Granada por temor de su victorioso acero, el de Aragon por la vil pasion de la envidía, sus hermanos por torcida condicion, y sus hijos por una reprensible felonía.
No se ocultaba al perspicaz D. Lope díaz de Haro lo heterogéneos que eran los elementos de que se componia su bando, y temiendo que un soplo de la fortuna bastase á separar aquellas voluntades tan encontradas y que ahora se hallaban unidas, no por el fuerte lazo del honor y del patriotismo, sino por la frágil cadena de injustos ódios y de locas ambiciones, quiso robustecer su partido enlazando á D. Sancho con una casa suficientemente poderosa para balancear la fuerza moral y el prestigio de que se hallaba rodeado el Rey á pesar de su aparente abandono; mas sus planes tan bien combinados siempre, encontraron ahora un terrible obstáculo en el decidido amor que el Infante profesaba á Doña María de Ucero, amor que á despecho de D. Lope habia adquirido nuevo pábulo en su corazon desde que tuvo la certeza de que iba á ser padre.
Mucho
desalentaba al favorito aquel contratiempo, pero conociendo
el carácter de hierro de D. Sancho, no se atrevió
á combatir de frente sus afectos y aguardaba con impaciencia
una ocasion oportuna para realizar su proyecto: la suerte
sin embargo, parecia confirmar el adagio
Solo la
ciudad de Sevilla, emporio de las artes y de la sabiduría,
se mantuvo fiel á sus deberes en tan azarosas circunstancias,
y únicamente la casa de Lara, la de Ponce de Leon
y un puñado de valientes caballeros empuñaron
las armas en defensa de su legítimo soberano. Si D.
Sancho no se hubiera resistido á efectuar el enlace
que con Doña María de Molina le propuso su
favorito, su triunfo hubiera sido seguro. Era Doña
María sobrina del Rey D. Fernando III el
Seguia el Rey en Sevilla falto de recursos y sin mas córte que la que se encerraba en su alcázar. D. Juan Nuñez de Lara al frente de sus valerosos vasallos custodíaba la ciudad; D. Fernan Perez, Ponce de Leon y el Justicia mayor Diego Alonso, formaban el consejo de Estado, y el intrépido capitan Fernandez permanecia siempre á la puerta de la régia estancia, siendo su pecho el mis firme baluarte de su Rey y señor, el cual, viendo la tenacidad de su mala fortuna, lloraba en silencio la deslealtad de sus vasallos y ponia en juego todos los recursos de su poderosa imaginacion, buscando un medio de salir de su angustioso estado. Sus únicos amigos acababan de participarle que los recursos pecuniarios de que podían disponer- se habian agotado completamente: los caballeros que se habian encerrado con él en Sevilla, empezaban á temer que el hambre echase por tierra la subordinacion de sus mesnadas, y hasta el capitan Fernandez conceptuó un deber de su lealtad aconsejarle que huyese de España para salvar al menos su dignidad, protestando desde lejos contra la felonia de sus vasallos.
Tal era la
situacion de D. Alonso; pero la misma inminencia de su peligro
le sugirió un pensamiento, desesperado en verdad,
pero que él puso en ejecucion con el tino que le caracterizaba:
tomó la pluma, aquella pluma, mil veces mas poderosa
que la espada de sus adversarios, y encerrándose en
su aposento escribió una carta que la historia ha
guardado como el mas bello monumento de la elocuencia epistolar.
Aquella carta se dirigia á D. Alonso Perez de Guzman,
al varon ilustre que mas tarde adquirió en Tarifa
el renombre de
«Primo D. Alonso Perez de Guzman: la mi cuita es tan grande, que como cayó de alto lugar se verá de lueñe: é como cayó en mi que era amigo de todo el mundo, en todo él sabrán la mi desdicha y afincamiento, que el mio fijo á sin razon me face tener con ayuda de los mios amigos y de los mios Perlados: los cuales en lugar de meter paz, no á escuso ni á encubiertas sino claro metieron asaz mal. No falto en la mia tierra abrigo, nin fallo amparador ni valedor, non me lo mereciendo ellos, sino todo bien que yo les fice; y pues que en la mia tierra me fallece quien me habia de servir é ayudar, forzoso me es que en la ajena busque quien se duela de mí; pues los de Castilla me fallecieron, nadie me terná en mal que yo busque los de Benamerin. Si los mios fijos son mis enemigos, non será ende mal que yo tome á los mis enemigos por fijos, enemigos en la ley, mas non por ende en la vol untad, que es buen Rey Aben-Juzaf, que lo yo amo, é precio mucho, porque él non me despreciará, ni fallecerá, ea es mi atreguado é mi apezguado: yo sé cuanto sodes suyo, é cuanto vos ama, con cuanta razon é cuanto por nuestro consejo fará: non miredes á cosas pasadas sino á presentes. Cata quién sodes é del linaje donde venides, é que en algun tiempo vos faré bien: é si lo vos non ficiere vuestro bien facer vos lo galardonará, que el que face bien nunca lo pierde. Por tanto el mio primo, Alonso Perez de Guzman, faced á tanto con el vuestro señor y amigo mio que sobre la mia corona mas averada que yo hé, y piedras ricas que ende son me preste lo que él por bien tuviere; é si la suya ayuda pudiérades allegar, non me la estorbedes como yo cuido que non faredes; antes tengo que toda la buena amistanza que del vuestro señor á mí viniere, será por vuestra mano: y la de Dios sea con vuesco. Fecha en la mi sola leal ciudad de Sevilla á los treinta años de mi reinado y el primero de mis cuitas.»
EL REY.
Al terminar estos renglones,
selló sus tristes pensamientos lanzando un suspiro
y aguardó con firmeza la respuesta de su noble primo:
al propio tiempo despachó un correo disponiendo que
la princesa Doña Blanca saliese sin demora del convento
de las Huelgas en que aun permanecia, para ir á implorar
socorro de su hermano Felipe el
Mientras así buscaba medios de defensa el magnánimo D. Alonso, los insurrectos, posesionados de toda Castilla seguian acatando á la autoridad del Infante, erigido en gobernador absoluto de los Estados de su padre, y aquel gobierno anómalo que se fortalecia díariamente, adquirió de improviso nueva consistencia de resultas de un suceso inesperado. Recordará el lector que Doña María de Ucero se hallaba en cinta, y que esta circunstancia era un obstáculo invencible para los planes de matrimonio que habia formado el Señor de Vizcaya para consolidar el poder de D. Sancho á la vez que el suyo propio.
En efecto, D. Sancho amaba á aquella ilustre dama, y al saber que iba á ser madre resolvió hacerla su esposa como lo habia jurado en mas de una ocasion: aquel ardiente mancebo, de quien hemos dicho que era un estraña amalgama de vicios y virtudes, entre sus buenas cualidades contaba la de saber amar con fé profunda, y antes hubiera renunciado á la amistad de todos sus parciales que al afecto de su querida; resuelto, pues, á enlazarse con ella tan pronto como los acontecimientos públicos se lo permitiesen, aguardaba con impaciencia el momento en que le diese un heredero de su nombre, y cuando una mañana en que se hallaba rodeado de sus poderosos amigos, ocupado en responder á los embajadores que su padre le enviaba solicitando de él una entrevista, entró un paje que le dijo algunas palabras al oido, pasó por sus ojos una ráfaga de alegría y sin ser poderoso á contener su emocion, dejó prontamente su escaño y olvidado sin duda lo serio del asunto que tanto ocupaba á todos sus parciales, esclamó levantando los ojos al cielo:
-¡Loado sea Dios!
-¿Qué ocurre, señor? le preguntó el de Haro mirándole con zozobra.
-Que voy á ser padre, dijo D. Sancho lleno de regocijo: permitidme, señores, que este deber me aleje de vosotros por un momento: acordad lo que se tenga que responder á mi padre, y vos, Don Lope, venid al Alandaque á recoger mi firma.
Frunció el ceño el Señor de Vizcaya al oir tales razones, y sin duda quiso dirigirle la palabra para recordarle cuán urgente era en política aprovechar los momentos; pero el Infante fingió no advertirlo, y sin aguardar respuesta salió de su alcázar tomando un caballo para llegar mas pronto á casa de Doña María de Ucero.
Luego que el infante D. Sancho llegó á la habitacion de su querida, todo lo halló dispuesto con el mayor órden para que nada faltase á la paciente en el delicado trance en que se hallaba. Un profundo silencio reinaba en toda la casa: las ventanas estaban cerradas como si fuese de noche y varias bujias ardían sobre las mesas: Brianda, la doncella de la de Ucero, permanecia en la antecámara de su señora, y la matrona que debia asistirla acababa de entrar en la alcoba. Era una mujer de elevada estatura, encorvada sin duda por los años y cuyo rostro ocultaba entre los pliegues de su manto: su andar era firme y llevaba en la mano una redoma de bálsamo; pidió una copa y mandó que nadie entrase hasta que ella lo dispusiese. Obedeció Brianda, y al ver llegar al Infante que quiso penetrar hasta el lecho de su amada, le dijo asiéndole por el manto:
-Teneos, señor, esa mujer ha ordenado que nadie se aproximase á la enferma.
Paróse el Infante contrariado por aquella advertencia, y quitándose la gorra se arrojó sobre un sitial conteniendo con la mano los latidos de su corazon: solo los padres pueden comprender lo que pasaria en aquel instante en el pecho de D. Sancho: aquel mancebo altivo, guerreador y duro, apenas osaba respirar, y con una angustia indecible aguardaba el momento en que el primer vajido de un niño pusiese fin á su zozobra; aquel vajido resonó al fin: era padre... quiso abrazar á la que pronto debia ser su esposa, y sin poder contener el ímpetu de su alegría descorrió las cortinas que le separaban de su amada.
-Sancho, murmuró la de Ucero con desfallecido acento.
-María, gritó el Infante besando con pasion la frente de su querida, en tanto que Brianda tomaba el recien nacido de manos de la matrona; pero apartándose con terror de aquella desdichada, miró con atencion su rostro lívido y observó en él todas las señales de la muerte; un sudor frio bañaba sus mejillas, sus ojos hundidos habian perdido completamente su terso brillo y sus lábios apenas dejaban escapar un leve estertor.
-¡María! volvió á gritar D. Sancho lleno de amargura, pero ya no obtuvo respuesta: aquella infortunada solo pudo estrechar la mano de su prometido, y fijando en él una mirada que revelaba todo su amor, lanzó el último suspiro.
-¡Muerta! ¡muerta! esclamó el Infante: ¿Qué significa esto, señora? añadió dirigiéndose á la supuesta anciana que se habia quedado inmóvil mirando a la difunta: ¿por qué no nos avisásteis el peligro en que se hallaba? hablad ¡voto al infierno!
En aquel momento mismo resonó en la calle el ruido de un caballo que paró de improviso, sin duda, debajo de las ventanas de aquella habitacion; pero D. Sancho no hizo alto en tan leve incidente, y agarrando por un brazo á la matrona la sacudió con violencia y le preguntó rechinando los dientes:
-Decid ¡vive Dios! ¿por qué nos ocultásteis el riesgo de esa dama?
-¡Por qué! dijo aquella mujer con voz firme y poniendo el talle erguido como una jóven; porque mi objeto era robarte lo único que has amado desinteresadamente: infante D. Sancho! Porque quise aplicarte la pena del Talion y hacer que la vida de tu amada me pagase la vida de mi padre.
-¡Qué oigo, Dios mio! y ¿quién eres tú?
-Séfora., la hija de aquel que sacrificásteis á vuestra insaciable ambicion.
Hubo un momento de profundo silencio en el que hubieran podido oirse los latidos del corazon de aquellos personajes; Brianda vertia lágrimas silenciosas revelando en sus miradas la mas sincera compasion. Séfora sonreia llena de júbilo infernal, y D. Sancho apretaba los dientes, lanzando de sus ojos, enrojecidos por la ira, rayos de venganza!... De pronto se hizo un paso atrás, miró fijamente al cadáver de Doña María y lanzando un grito inarticulado echó mano al puñal y se lanzó sobre Séfora con la ferocidad
de un tigre; pero un hombre armado de todas armas apareció de improviso en medio de la estancia como si fuera un espectro que viniese á presenciar tantos horrores, y sujetando el brazo del Infante le dijo con voz fatídica:
-Detente, D. Sancho: no manches tu acero con la sangre de una víbora: á mi me toca la venganza... Y dirigiéndose en seguida á la judía, añadió asiéndola de una mano: Venid, señora, venid y gozaos en vuestra obra.
Al oir Séfora el acento del desconocido se estremeció de pies á cabeza, y como si obedeciera á un conjuro, le siguió maquinalmente sin apartar sus ojos de la visera que encubria su semblante, en tanto que él, avanzando con pie trémulo hacia el lecho de la de Ucero, estendió su brazo derecho y mirando al Infante le dijo:
-Acercad una luz.
Ejecutó D. Sancho esta órden sin saber lo que hacia, y entonces descubrió aquel misterioso personaje, con respetuoso ademan, el hombro izquierdo de Doña María, dejando patentes á los ojos de los circunstantes tres pequeños lunares de color de púrpura. No es mas violenta la esplosion del rayo que el efecto que aquellos lunares produjeron en Séfora.
-¡Mi hija!! esclamó con voz mas siniestra que la de la corneja, y tendiendo los brazos hácia el lecho, vino a tierra, com si el hacha del verdugo hubíese separado su cabeza de los hombros.
-Salid Brianda, dijo entonces el incógnito, y no bien la prudente dueña habia obedecido, cuando aproximándose á D. Sancho, levantó la visera de su almete descubriendo el lívido semblante del capitan Fernandez.
¡D. Alonso! gritó el Infante lleno de estupor.
-Sí, D Alonso, padre de esa desventurada... repuso el bravo aventurero sin contener el llanto que brotaba de sus ojos.
Hubo otro momento en que ambos interlocutores se miraron en silencio al través de las lágrimas que vertian, y así permanecieron hasta que vino a sacarles de su ensimismamiento un suspiro lanzado por Séfora que seguia tendida en el suelo, sin que ninguno de ellos hubiese pensado en socorrerla. El primero que levantó la voz fué el Infante esclamando con amargura.
-Y bien, capitan, ¿qué significa este misterio?
-Voy á responderos, señor Infante, pero delante de esa mujer funesta, y junto al cadáver de ese ángel á quien tanto hemos amado: dijo el caballero, y asiendo de un brazo á Séfora la obligó á levantarse del suelo en donde pugnaba por quedarse de rodillas con la frente apoyada en el lecho de Doña María.
-Venid, desventurada, venid, murmuró en voz baja, y no mancheis con vuestro contacto el sudario de vuestra víctima.
Obedeció la judía como el autómata que cede al impulso del resorte que le mueve, y ocupando maquinalmente un sitial que le indicó D. Alonso, quedó con la vista fija en el interlocutor, y sin dar mas señal de vida que el cadáver de la de Ucero.
-Oid, dijo entonces el bravo aventurero, dirigiéndose á D. Sancho: hace diez y nueve años, amaba yo á esa mujer, como vos habeis amado á mi hija; pero precisamente el día en que me anunció que iba á ser madre, me dejó entrever que bajo las apariencias de un ángel encerraba en su pecho un corazon perverso. Yo era joven, generoso, entusiasta por la virtud, y aterrado de haberme dejado dominar por una mujer indigna, huí de su lado, para no volverla á ver jamás. Mi deber me alejó de mi pátria, y cuando un año mas tarde volví á Sevilla, supe que el fruto de mi amor se habia confiado á una familia pobre de Triana; temblando al pensar que aquella criatura inocente podria llegar á ser un día, lo mismo que su madre, procuré apoderarme de ella, y en efecto, la noche del dos de febrero del año mil doscientos sesenta y dos la robé de casa de su nodriza, sin que nadie pudiese traslucir su paradero desde entonces... ¿Os acordais, Señora?...
Séfora pareció no oir aquella interpelacion, pues no hizo el menor movimiento y el capitan reanudando sus ideas prosiguió de esta suerte:
-Dos horas despues, ya caminaba yo en direccion á Toledo llevando en mis brazos á mi hija, que no debia tardar mucho en ser el encanto de Castilla; pero deseando echar un velo impenetrable sobre el orígen de aquella niña, que yo queria conservar pura y lejos del contacto de su madre, la confié á mi hermano de armas D. Alonso de Ucero, que prohijándola llena de júbilo, no solo le dió su nombre, sino que al morir sin prole propia la dejó todos sus estados y sus inmensas riquezas; yo fuí el encargado por el padre adoptivo de la hija de mis entrañas, de cuidar de su existencia, y ya sabeis vos cómo he cumplido con tan dulce encargo... ¡Con cuánto afan procuraba yo inculcar en su corazon el gérmen de todas las virtudes! ¡con qué desvelo sembré en su inteligencia privilegiada las semillas de la mas escogida educacion! Dios la habia hecho la rica-hembra mas hermosa de Castilla, y yo enloquecia de placer al ver que todos, haciendo la debida justicia á sus perfecciones, la proclamaban la reina de la discrecion y de la belleza en los torneos, en los saraos, en la córte, la simpar Doña María, la ilustre huérfana, la pupila del capitan Fernandez, era siempre la envidía de las damas y el encanto de los galanes; yo resistia á duras penas el deseo de proclamarla mi hija: el orgullo paternal, exaltado hasta un punto indecible de ternura y cariño, me arrastró mas de una vez á revelar su verdadero nombre, pero el apellido que llevaba era harto ilustre; la esposa de D. Alonso de Ucero, habia sido un ángel de virtud, y yo me complacia en oirla bendecir á la que le habia dado el ser, así como gozaba en prevenir todos sus deseos y en hacer que me amase tanto como amaba la memoria de sus padres; y no contento con los triunfos que la veia alcanzar díariamente, vos lo sabeis, quise colocar sobre su cabeza la corona de Castilla, y desplegando toda mi influencia conseguí de vuestro padre que os diese su consentimiento para enlazaros con ella: vuestra ardiente pasion hizo lo demás... ¡Pero esa mujer por dar rienda suelta á sus aviesas pasiones... esa mujer frenética, su madre, cuyos instintos feroces han sofocado en su alma hasta los sentimientos naturales que esperimentan las hienas, se ha gozado en asesinarla precisamente cuando iba á colocar la planta en las gradas de un trono que hubiera embellecido con sus gracias haciendo la felicidad de su pueblo...-¿Y vos queriais matarla?... añadió despues de una pequeña pausa: No, D. Sancho, no: la vida, la vida con su torcedor remordimiento ha de ser de hoy en adelante el mas horrible martirio de esa mujer funesta que el cielo en sus incomprensibles decretos, ha colocado en mi camino para castigar sin duda mis culpas.
No dijo mas; un penoso y no interrumpido silencio siguió a sus palabras, hasta que D. Sancho que parecia hallarse poseido de una enajenacion mental, esclamó pasándose la mano por los ojos:
-Dios mio, ¿es este un sueño, una pesadilla infernal acaso?
Luego, como dominado de otro diverso sentimiento, añadió:
-Deciais bien, la vida, una vida muy larga, es el castigo mas espantoso que puede imponerse á la mujer que ha manchado sus manos con la sangre de una hija como María. Salgamos, capitan, salgamos de esta estancia para todos funesta, donde hemos perdido tan rico tesoro, y que mañana admire asombrada Toledo los últimos obsequios que el infante D. Sancho sabrá prodigar á su amada.
-Sí, salgamos, repuso D. Alonso, sintiendo que las lágrimas se agolpaban de nuevo á sus ojos, y juradme que no divulgareis la revelacion que en tan solemne momento acabo de haceros.
-Lo juro, murmuró D. Sancho con desfallecido acento; y se alejó despues de lanzar una mirada llena de dolor y de ternura sobre los restos de su prometida. Entonces el capitan Fernandez sacudió ligeramente el brazo de Séfora que pálida y fria permanecia inmóvil en su escaño, y haciendo un penoso esfuerzo sobre sí mismo, le dijo con voz vibrante y acentuada:
-Ahora salid de aqui y que los remordimientos de Cain se ceben en vuestra alma empedernida por el crímen, destrozándola uno y otro día hasta la consumacion de los siglos.
Séfora se puso en pie con la rigidez de un cadáver galvanizado; quiso andar, pero no bien iba á mover la planta, cuando fijando los ojos en su malograda hija, traspuso de un salto el espacio que la separaba del lecho, cogió entre sus brazos aquel cuerpo inanimado, que aun conservaba algun calor y arrullándole como si fuera un niño, soltó una carcajada estrepitosa que resonó en los ángulos del salon como un eco de espanto...
Irritado el capitan quiso impedir aquella profanacion; pero ella le detuvo con el ademan de una pantera y le dijo:
-No me la robarás de nuevo... es mi hija... lo oyes?... mi hija... me la arrebataron en Triana el día dos de febrero de mil doscientos sesenta y dos, dejándome envuelta en la noche del crímen; pero el cielo se ha apiadado de mis lágrimas y me la devuelve para que su hálito puro disipe las tinieblas en que estaba sumergida mi alma... ella será mi ángel bueno, y la judía Séfora alcanzará su perdon, porque su hija le abrirá las puertas del cielo... Sí, sí... me la robaron en Triana; pero ahora... no la oís?... me llama y voy á unirme con ella.
Y diciendo asi, besaba la frente de María con toda la efusion del cariño maternal.
Estremecióse el capitan Fernandez á vista de aquel espectáculo, y sintiendo que le faltaban las fuerzas, quiso terminar de una vez tan horrible escena. Aproximóse á la hija del Merino mayor, y arrancándole el cadáver á viva fuerza volvió á colocarle sobre el lecho, y la obligó á salir de la estancia no sin grande dificultad... Cuando se vió lejos de su hija, lanzó aquella infeliz un grito desesperado, y perdiendo de nuevo los sentidos se desplomó en tierra; entonces la tomó el noble aventurero entre sus brazos y la trasladó á otro aposento, y despues de regar silenciosamente con sus lágrimas aquel triste despojo, partió encargando á Brianda que cuidase de los restos mortales de su señora.
Cuando Séfora volvió en si, se hallaba sola; pero Dios habia suspendido su castigo, apiadado sin duda de aquella madre parricida.-¡Estaba loca!
Ocho días habian trascurrido desde que Séfora impulsada por su sed de venganza habia asesinado á su bija, queriendo matar á la amada de D. Sancho. El capitan Fernandez, que por ser á la sazon embajador de D. Alonso cerca del Infante, tuvo ocasion de representar tan triste papel en la horrible tragedía que hemos referido, habia regresado á Sevilla despues de presenciar las magníficas exequias de la malograda Doña María de Ucero, llevando en su corazon un cúmulo de penas insoportables, y ocultando con las barras de su almete las acerbas lágrimas que sus ojos derramaban sin tregua.
Su mision como diplomático habia sido mal acogida por los rebeldes, y huia de Toledo sin volver el rostro atrás; en tanto que el astuto D. Lope díaz de Haro, aprovechándose de las circunstancias, y queriendo afirmar de una vez el poder de D. Sancho, volvió á proponerle el casamiento con Doña María de Molina. Libre el Infante del compromiso que le tenia sujeto á la de Ucero, no opuso mas resistencia á los proyectos del favorito y aunque su corazon se hallaba todavía dolorido no titubeó en unirse á la rica heredera del hermano de San Fernando.
Celebróse, pues, el casamiento sin pompa y sin ruido, y creyendo el Sr. de Vizcaya que habia llegado la hora de proclamar á su señor Rey de Castilla, reunió sin pérdida de momento un grueso ejército, y poniéndose él mismo á su cabeza fué á esplorar el ánimo de los pueblos, y á asegurarse de si podía contar con la adhesion de muchos vasallos, para encaminarse en seguida á Sevilla y arrojar de ella á su legítimo soberano.
Pero ¡cuán efímeros suelen ser los ambiciosos! ¡Cuán deleznables los edificios que se apoyan sobre frágiles cimientos! El infante D. Sancho se habia rebelado contra el Rey su padre, con toda Castilla; el enlace que acababa de efectuar fortalecia su poder, agregando á sus dominios los vastos estados de una ilustre matrona; cien deudos coronados le prestaban su apoyo; la nobleza y el pueblo seguian sus banderas, y la victoria seguia sus pasos.
Entretanto
el Rey á quien el mundo habia acatado por su poder
y sabiduría, lloraba solo y sin mas apoyo que el de
algunos leales servidores encerrado en su alcázar
de Sevilla. Los rebeldes se habian negado á oir sus
proposiciones de tregua; los monarcas sus aliados se habian
vuelto enemigos ó neutrales; el rey de Francia no
le enviaba socorros, D. Alonso de Guzman no respondía á
su carta, y Fr. Ademaro no regresaba de Roma; la esperanza
empezaba á abandonarle, y una profunda melancolía
se apoderó de su corazon. Su ocupacion favorita, el
estudio de la ciencia, no podía distraerle de sus penas,
porque á su mente perturbada no le era dado fijarse
en sérias meditaciones: solo la poesía, esa
dulce compañera de los desgraciados, de quien una
escritora ilustre ha dicho que hace precioso el dolor y bienhechoras
las lágrimas
, solia endulzar su acerba desventura,
y con un acento tan patético como el de Jeremías,
y al son de una lira mas melancólica que la de Ovidio,
exhalaba de vez en cuando su dolor en endechas que la historia
ha recogido y que las almas sensibles repetirán siempre
con religioso respeto:
Así atenuaba su dolor presente evocando sus glorias pasadas... pero en el momento en que mas desesperada parecia su situacion y cuando ya se hallaba resuelto á huir para siempre de su patria, una nueva favorable vino á reanimar sus muertas esperanzas y á ser la señal de mil prósperos sucesos.
Andaba el ejército de D. Sancho haciendo correrías por Castilla la Vieja sin que se opusiese á su marcha triunfal poblacion alguna; en todas partes le recibian con muestras de entusiasmo, y su hueste se engrosaba con el contingente de las ciudades mas importantes que iba atravesando, cuando al llegar á Zamora se vió detenido por un obstáculo imprevisto é insignificante, al parecer, pero que bastó para echar por tierra sus planes gigantescos.
Una mujer valiente, una de esas heroinas con que España se ha ilustrado en todas las edades, vió con indignacion la alevosía de aquellos poderosos caballeros que con tanta sin razon se rebelaban contra un Rey dignísimo y lleno de virtudes, y guiada por el mismo espíritu de justicia que hizo de la humilde Juana de Arco, mucho mas adelante, una mártir gloriosa en otra nacion vecina, aprestóse con arrojo increible á detener el paso de un ejército formidable.
Era aquella mujer Doña Aldonza Gomez Terreño, esposa del Merino mayor Garci Perez Sarmiento, el cual se hallaba á la sazon ausente de su castillo; pero no queriendo tan brava matrona someter á los rebeldes la villa que se habia confiado á la lealtad de su esposo, empuñó la espada y comunicando á sus soldados el aliento que la animaba, enarboló el pendon de Castilla y se encerró en sus fortalezas
oponiendo un dique inespugnable á la invasion de sus enemigos. Rugió de coraje el altivo D. Sancho al verse detenido por una débil mujer, y el astuto Señor de Vizcaya intentó sobornar a sus parciales por cuantos medios le sugirió su perspicacia, pero todo fué inútil; ni ofertas ni amenazas lograron vencer el denuedo de aquella heróica dama que cual otra Débora corria de almena en almena, inutilizando con su desesperada resistencia los esfuerzos de tantos aguerridos campeones. Un día y otro día embistieron los mas arrojados paladines los muros de la villa resueltos á dar el asalto, y un día y otro fueron rechazados con mengua suya.
El tiempo era precioso y aquella detencion que los partidarios de D. Sancho consideraron en su arrogante soberbia corno una molesta escaramuza, bastó para cambiar la suerte de las armas, y aun se hallaban delante de Zamora cuando llegaron á sus reales el Arzobispo de Sevilla, el Dean de Tudela y el Arcedíano de Santiago á noticiar al rebelde Infante la escomunion que contra él y sus fautores acababa de fulminar el Pontífice Martino IV. Los rayos del Vaticano no se consideraban entonces corno inofensivos, y un pánico terror se esparció por las filas de los rebeldes. Desalentáronse muchos ricos-hombres por el entredicho que pesaba sobre su conciencia; y el gobernador absoluto de Castilla veia con terror que empezaban á abandonarle hasta sus amigos mas ardientes.
Resuelto, no obstante, á jugar el todo por el todo, levantó el sitio de Zamora que empezaba á ser muy largo y dejando á la heróica esposa de Garci Perez cubierta de gloria inmarcesible, se encaminó hacia Córdoba resuelto á reanimar á sus parciales con su acostumbrada energia para emprender de nuevo su arriesgada espedicion, á pesar del terrible anatema con que Roma le amenazaba; pero la hora de su ruina habia llegado, y al paso que sus inconstantes confederados le abandonaban con la misma facilidad con que se le habian unido, supo que el Rey su padre habia logrado interesar en su favor á muy poderosos auxiliares; la patética carta de D. Alonso no habia sido desatendida por su primo el de Guzman, el cual logró de Aben Juzef, Rey de Fez, no tan solo que socorriese á su deudo y señor con sesenta mil doblas de oro, sino que fuese en su ayuda con un poderoso ejército, devolviéndole antes generosamente la Corona que el de Castilla le habia ofrecido en garantía. Los Reyes de Francia é Inglaterra, exhortados por el Sumo Pontífice, movieron tambien sus armas en pro de su aliado, y los infantes D. Juan y D. Pedro arrepentidos de su rebeldía solicitaron el perdon de su padre, en tanto que muchos ricos-hombres de los que habian aclamado á D. Sancho gobernador de Castilla, volvieron á prestar pleito homenaje a su legítimo soberano, el cual pasó en el trascurso de muy breves días desde el mas profundo abatimiento á la mas brillante prosperidad: alternativas harto frecuentes en has monarquías de la edad medía, cuyo poder descansaba en el movible pavés de una nobleza turbulenla que no obedecia mas razon que la de la fuerza.
Resuelto el Rey D. Alonso á no dejar perder aquel giro favorable que la rueda de la fortuna le presentaba, aceptó los ofrecimientos del Rey de Fez, á pesar de ser su enemigo natural y mas encarnizado antagonista de la fe de Cristo; pero como él mismo habia dicho en la carta que dirigió á su primo D. Alonso de Guzman implorando el auxilio de los africanos, supuesto que sus hijos se tornaban sus enemigos, justo era que tomara por hijos á sus contrarios. Jacob Aben Juzef acababa de portarse con él como un hermano tiernísimo guiado por el espíritu de justicia nada comun en aquella época, y hasta Roma autorizó la alianza del de Castilla con un Príncipe infiel, teniendo en consideracion las circunstancias que obligaban á D. Alonso á dar un paso tan violento, de suerte que por primera vez hasta entonces se vieron unidas las llaves de San Pedro y la medía luna de Agar en pro de un Príncipe cristiano.
Martino IV fué el primero que levantó la voz contra el criminal proceder é irreverencia de un hijo que osaba empuñar las armas contra su padre, y Jacob Aben-Juzef, mas indignado que el Sumo Pontífice, dió el ejemplo á los Reyes de Europa poniéndose al frente de un ejército formidable para ir á vindicar la dignidad ultrajada de un soberano, pero no con la humillante deferencia de un protoctor de quien se implora un auxilio, sino con la generosidad caballeresca de quien cree cumplir un deber al tenderle la mano á un enemigo.
No bien arribó á las playas de Europa, cuando acampando en los llanos de Algeciras envió sus embajadores anunciándole al rey Don Alonso que se hallaba á su disposicion y pidiéndole la vénia para romper desde luego las hostilidades contra el reino de Granada, cuyo Emir era otro de los auxiliares de D. Sancho. Solicitaba además tener una entrevista con él. No deseaba otra cosa el Rey de Castilla, y lleno de regocijo al saber oficialmente que podía contar con tan poderosos auxiliares, llamó sin perdida de momento a sus pocos pero fieles servidores, y despues de haber dispuesto que reuniesen un pequeño cuerpo de ejército para poder presentarse á Aben-Juzef medíanamente escoltado, convocó en la iglesia de Santa María á todo el vecindario de Sevilla, y segun la costumbre de aquella época, pronunció un discurso, en que despues de dar gracias al pueblo por su acendrada lealtad, le esplicó las razones que habia tenido para buscar la alianza de un Príncipe infiel, terminando su plática con estas notables palabras:
-«Amigos, vedes á que so venido, que por fuerza he de ser amigo de mis enemigos é enemigo de mis amigos: esto sabe Dios que non place á mí é sabed que he puesto mi amor en el Rey de los moros é vome á ver con él donde Dios tuviere por bien.»
Al otro día salió D. Alonso de Sevilla al frente de dos mil peones y de ochocientos caballos, y enviando delante á sus adalides, se encaminó hácia Algeciras con tanta tranquilidad como si le siguiese un ejército invencible.
Impaciente entretanto el bravo Aben-Juzef por probar sus fuerzas con los enemigos de su aliado, se habia entrado por la serranía de Ronda talando lugares y apresando á cuantos vasallos del Rey de Granada, su enemigo particular, habia á las manos: temblaron los moros andaluces de tan inesperada invasion, y el indómito africano penetró hasta la villa de Zahara sin que nadie osase detenerle el paso: allí le hallaron los emisarios de D. Alonso, y no bien le dijeron que su amigo venia a salirle al encuentro, cuando mandando detener la marcha del ejército, asentó sus reales en la falda de una colina y dispuso que se levantase delante de la villa la magnífica tienda que para recibir á tan noble huésped habia preparado. Era un inmenso pabellon de púrpura de Tiro guarnecido de franja de oro, en cuyo interior se elevaban sobre alfombras tunecinas dos magníficos estrados cubiertos de terciopelo verde y uno mas alto que otro. Doce Jeques custodíaban la entrada de aquel recinto armados de corvos alfanjes, y ataviados con todo el lujo deslumbrador de los orientales; cuarenta etíopes de atezada frente y cuyas
argollas de plata ceñidas al cuello publicaban su abyecta condicion, permanecian de rodillas en torno del escabel de sus señores; y diez y seis esclavas medio desnudas pero cubiertas de plumas y de pedrería, sustentaban las varas de marfil de dos primorosos pálios de seda carmesí; varios niños de corta edad, cuidaban de avivar el fuego en afiligranados pebeteros á través de cuyas rejuelas de plata se exhalaban deliciosos perfumes, y varias orquestas bárbaras, pero que no carecian de armonía, resonaban sin cesar en torno de la tienda.
El sol empezaba á rayar cuando los moros recibieron el aviso de que el Rey de Castilla se aproximaba: la mañana estaba deliciosa y la naturaleza entera parecia complacerse en la especie de rehabilitacion que iba á obtener aquel interesante soberano. Jacob-Aben-Juzef, acompañado de D. Alonso Perez de Guzman, que desde Africa habia venido en su compañía, salió á recibirle hasta la puerta de la tienda rodeado de todos sus merines y seguido de Abdahalla su truximan, y no bien divisó la cabalgata en que venia el Rey escoltado por D. Juan Nuñez de Lara, por el ilustre Fernan Perez Ponce de Leon y por un gran tropel de pajes y escuderos á cuya cabeza marchaba el capitan Fernandez, esclamó volviéndose al de Guzman:
-Decídme, amigo mio, cuál es vuestro soberano?
-Aquel, respondió Perez señalando á D. Alonso y corriendo con los brazos abiertos hácia su ilustre primo: entonces el africano les dijo á sus merines y capitanes:
-Id, vasallos, id á besarle la rodilla y no consintais que descabalgue fuera de la tienda.
Todos obedecieron sus órdenes, y saliendo al encuentro del castellano le prodigaron los mas humildes acatamientos, en tanto que Aben-Juzef permanecia en pié y teniendo en la mano el cordon de seda con que debia descorrer las cortinas que cerraban la entrada del pabellon. Quiso Don Alonso apearse para abrazar á tan ilustres caballeros; pero el truximan se lo impidió diciéndole:
-Mi señor te ruega que penetres montado en casa.
Entonces dejó el Rey de Fez franca la puerta de la tienda, y el caballo del Monarca de Castilla avanzó sobre alfombras hasta cerca del trono; allí fueron á tenerle el estribo el ilustre Benamerin, lugarteniente de Aben-Juzef, y el intrépido Ozmir su sobrino, jefe de la caballería africana. Apeóse D. Alonso, y sin poder contener las lágrimas que le arrancaba la gratitud, se arrojó en los brazos de su generoso amparador. Espectáculo tierno y digno de eterna memoria: un solemne silencio reinó en torno de entrambos reyes hasta que Aben-Juzef levantó la voz entablando con su aliado por medio de su intérprete un diálogo en que se revelaba su magnánimo corazon:
-Ven, le dijo tomándole por la mano, oh tú cuya sabiduría venero desde antes de conocerte personalmente; ven y ocupa el mas alto de estos estrados para que tratemos nuestros asuntos.
-No, repuso D. Alonso queriendo vencerle en cortesía, á tí te loca ocupar el lugar mas honrado pues te hallas en medio de tus huestes.
-«Siéntate
tú que eres desde
-«No dió Dios nobleza sino á los nobles, ni da honra sino á los honrados, ni da reino sino al que lo merece: é así Dios te dió reino porque lo merecias,» dijo D. Alonso con su acostumbrada elocuencia, y revelando con tan filosóficos razonamientos que las ideas de progreso bullian siempre en su privilegiada cabeza; pero Aben-Juzef no desistió de su noble resolucion, y obligándole á ocupar el mas alto de los cojines sentóse él en el otro, manifestando así la deferencia con que miraba á su protegido. Los caballeros cristianos y los jeques y merines moros rodearon entonces á sus monarcas, y el magnánimo Rey de Túnez dió principio á la conferencia levantando la voz de esta manera:
-«Dame un adalid que me lleve por la tierra que te non obedece é destruirla he toda llevando el pendon de Castilla, é fare que le obedezcan, é la que le obedeciere no le fare mal ni daño.»
Dióle D. Alonso las gracias por su oferta, y tras una breve discusion se decidió que los moros, guiados por D. Alonso Perez de Guzman, se encaminaran á Córdoba llevando el pendon de Castilla para obligar á los rebeldes á someterse á él. Otrosí se convino en que D. Alonso regresaria á Sevilla á desheredar solemnemente á su hijo D. Sancho, y que despues juntando el mayor número de soldados que le fuera posible, iria á reunirse con Aben-Juzef para tomar el mando de los ejércitos, y acabar de reducir á los que osasen oponerse aun á sus legítimos derechos. Una vez adoptadas tan enérgicas resoluciones se despidieron moros y cristianos, y al día siguiente salieron de Zahara en distintas direcciones tomando los castellanos la izquierda y los tunecinos la derecha.
El bizarro Ozmir á vanguardía de las legiones se encaminó por Casarabonela y Antequera, y vadeando el Genil llegó tras breves días de marchas forzadas á las inmedíaciones de Córdoba, en tanto que D. Alonso nuevamente instalado en el alcázar de Sevilla, reunió en Córtes á cuantos prelados y caballeros habian vuelto á someterse á su autoridad, siendo muy respetable el número de adeptos que sin titubear siquiera se sometieron á su dictamen.
Los primeros en acudir á su llamamiento fueron D. Suero, Obispo de Cádiz; Fr. Ademaro, electo de Avila; Pelayo Perez, abad de Valladolid, y hasta el mismo D. Ramon, Arzobispo de Sevilla, el cual á pesar de ser padrino y amigo de D. Sancho, no osó esponerse al anatema que el Sumo Pontífice habia fulminado contra los partidarios del Príncipe rebelde. El venerable Garci-Jofre de Loaisa, el bravo Arias Martinez de Rouredo, el leal D. Diego Alonso, Juan Raimundez, mayordomo de la Reina de Portugal, Tello Gutierrez, García de Harronis, Pedro Ruiz de Villegas, Suero Perez de Barbasa y otros muchos ricos-hombres acudieron tambien seguidos de sus vasallos á aquella solemne reunion, en la cual tras el breve discurso pronunciado por el Justicia mayor de la corte D. Diego Alonso, se decretó lo siguiente:
-«Como proceda
de inspiracion divina nuestro juicio. Nos Alonso por la gracia
de Dios Rey de Castilla, de Leon, de Toledo, de Sevilla,
de Córdoba, de Murcia, de Jaen y del Algarbe, hacemos
saber á todos por la presente escritura, que sirva
de noticia á los presentes y memoria á los
venideros, como Sancho nuestro hijo mayor nos ha hecho inicuamente
muchas y graves injurias; por cuyos enormes delitos que cometió
irreverentemente contra Nos, sin temor de Dios ni respeto
á su padre, y serian largos de referir ó asentar
por escrito, le
No bien se hubo decretado el desheredamiento del Infante D. Sancho, juntó el Rey un número bastante considerable de soldados,. y encomendando su conducta al incorruptible Fernan Perez Ponce de Leon mandó que fuese á juntarse con la hueste de Aben-Juzef: acompañaban al caudillo castellano cien bravos caballeros, entre los cuales descollaban por su arrojo su lugarteniente D. Arias díaz, cuya pericia militar era proverbial en toda España, y los intrépidos D. Juan y D. Pedro Fernandez, que pidieron marchar los primeros contra los rebeldes de Córdoba, deseosos de vengar la muerte que á su padre habian dado los de aquella ciudad.
Poco tardaron tan denodados campeones en reunirse con el ejército africano, cuyo grueso permanecia aun en las inmedíaciones de Ronda; recibióles Aben-Juzef lleno de regocijo, y despues de haber dispuesto que se repartiese á sus mesnadas una gruesa suma de doblas, dió la órden de partida, mandando que todos se encaminasen hácia Málaga, en cuya ciudad pensaba fijar el centro de las operaciones militares. Allí juntó un consejo de capitanes, y comunicándoles su plan de campaña señaló á cada uno el punto á que debia encaminarse. Su lugarteniente Benamerin debia marchar hácia Granada, talando villas y lugares y haciendo algaradas que distrajesen por aquel lado las fuerzas de Alamin Abu-Abdalla, en tanto que Fernan Perez Ponce de Leon con gran golpe de moros y cristianos iria á reforzar la caballería de Ozmir, que ya marchaba en direccion de Córdoba como dijimos en el capítulo anterior. El resto de los ejércitos coaligados quedaba en Málaga bajo sus órdenes y aguardando al Rey D. Alonso.
Tales fueron las disposiciones de Aben-Juzef, que nadie osó contradecir, y al día siguiente se pusieron en marcha dos formidables divisiones de su hueste en pos de sus valientes caudillos. Benamerin tomó el camino de las Alpujarras con diez mil peones y cuatro mil caballos, y Fernan Perez Ponce de Leon se dirigió á Ecija, rodeado de varios ricos-hombres que le servian con su mesnada y precedido de su lugarteniente D. Arias díaz, el cual formando la marcha de sus soldados, que eran tropa ligera, vadeó el Genil veinticuatro horas antes que el resto del ejército y llegó hasta Montilla sin encontrarse con Ozmir, cuyos jinetes, ávidos de pillaje, se habian desviado de la ruta.
Allí supo por sus esploradores que aunque el infante D. Sancho no se hallaba á la sazon en Córdoba, los rebeldes encerrados en ella contaban fuerzas muy superiores á las del Rey. Los concejos de Toledo, de Cuenca, de Toro, de Alba, de Medina y de Salamanca, se hallaban dentro de la ciudad rodeados de innumerables voluntarios, y escoltados por muchos veteranos que bajo las órdenes de sus capitanes Ferrand Martinez y Ferrand Suarez, se hallaban dispuestos á rechazar á sus enemigos oponiéndoles la mas tenaz resistencia. Con semejante nueva no osó el prudente D. Arias díaz intentar él solo el asalto de la ciudad, y no queriendo comprometer la hueste que se lo habia confiado, aguardó la llegada de D. Fernan Perez Ponce de Leon, que al día siguiente debia unírselo con el grueso de la division que mandaba: esperó en efecto, y no bien se hallaron juntos los dos caudillos, cuando llamando á todos los caballeros que militaban bajo sus órdenes, les manifestaron que la empresa de la toma de Córdoba era tan arriesgada como gloriosa, pues los rebeldes á mas de hallarse defendidos por las fortalezas de la ciudad, eran muy superiores á ellos en número. No desalentó semejante noticia á los del Rey, y llenos de ardimiento, pidieron todos ser los primeros en la arremetida; los que mas anhelaban romper las hostilidades contra los cordobeses eran D. Juan y D. Rui Fernandez, ansiosos
de vengar la muerte de su padre; pero Fernan Perez Ponce en quien la circunspeccion era una virtud, cosa harto rara en aquella época, no quiso arriesgar una batalla antes de tentar otros medios para someter á los rebeldes.
Salió de Montilla sin dar muestras de hostilidad alguna, y al llenar cerca de Córdoba, asentó sus reales en una posicion ventajosa, y envió á los de la ciudad un heraldo, rogándoles que depusiesen las armas buenamente. Juntáronse en sesion los concejos sublevados; y despues de un largo debate respondieron que ellos irian al otro día á verse con los del Rey.
Creyó Fernan Perez al oir semejante respuesta que sin duda se hallaban dispuestos á oir sus proposiciones, y lleno de confianza se entregó al reposo con todos sus soldados; pero no bien empezaban á rayar los primeros albores de la mañana siguiente, cuando un caballero que habia pasado la noche desvelado, vió que salia de la ciudad un gran tropel de gentes formadas en órden de batalla; alarmóse con semejante espectáculo, y temiendo que abrigasen aquellos hombres alguna idea hostil corrió á sus reales gritando con toda la fuerza de sus pulmones.
-«Armar é cabalgar... Armar é cabalgar...
Cundió la alarma. Los jefes de mesnada corrieron á la tienda de su caudillo, los soldados se apercibieron á la pelea, y en menos de diez minutos todos se hallaban dispuestos á vender caras sus vidas. En efecto, el caballero que habia dado el grito de alarma, no se habia equivocado: los enemigos avanzaban en masa formando un espeso bosque de picas y banderas. Ferrand Suarez iba á la cabeza de tan formidable ejército lleno de orgullo, y un sin número de niños y mujeres seguian á los soldados levantando en alto los cordeles con que pensaban atar á sus prisioneros.
El esfuerzo de Fernan Perez vaciló un momento, mas inspirado de repente por una idea luminosa, volvió á recobrar su sangre fria, y deponiendo su amor propio dirigió a su lugarteniente, cuya superioridad en las armas reconocia, y le dijo:
-«D. Arias díaz, ruego vos que acabdilledes estas haces.»
-«Señor, repaso aquel esforzado caballero con modesto ademan, no me ayuda Dios, que donde están tantos é tan buenos homes, como aquí estades, que yo acabdille las haces.»
Pero su escusa fué desatendida, y todos le rogaron que se pusiese al frente del ejército: accedió á demanda tan honorífica para él, y montando á caballo corrió á ver la disposicion en que se hallaba el enemigo. Desigual era el combate: las fuerzas de los rebeldes eran cuatro veces mayores que las del Rey; pero meditando un momento, volvióse hácia los suyos y encarándose con el gran comendador del Temple que mandaba novecientos caballos, le dijo:
-«Señor: en tal tiempo se han de parescer los caballeros: id á ferir con el tropel de nuestros caballos en aquella su espesura de aquellos pendones, antes que se ordenen que aunque son muchos non valen una arveja.»
Parecióle temeraria al Comendador aquella órden, y no sin algun recelo le preguntó:
-«Pues á estos otros haces que nos cercan por las espaldas ¿qué les faremos?»
-«A la hora que aquellos pendones sean en tierra, repuso con entereza Arias, tal hora se mataran ellos unos con otros por fuir.»
No hizo el templario, mas objeciones; tomó la lanza de mano de su escudero, y enristrándola con gallardo continente dió la órden de arremeter, entrándose con increible audacia por medio de las huestes enemigas. Entonces dispuso D. Juan y D. Rui Fernandez envistiesen con cuatro mil peones el flanco izquierdo de los rebeldes, en tanto que él iba á cerrarles la retirada en compañía de Fernan Perez Ponce de Leon y al frente del resto de sus mesnadas.
La mas espantosa confusion reinó por todas partes en los primeros momentos del combate, y la suerte de la batalla estuvo indecisa largo rato; pero apenas se habia pasado medía hora, cuando la prediccion del invencible D. Arias se hallaba cumplida: el inmenso tropel de paisanos que rodeaba los estandartes de los concejos no pudo resistir la envestida de los formidables lanceros del maestre, y al retroceder llenos de pánico terror, sembró el desórden en las filas de los cordobeses; entonces tocaron á degüello los dos hermanos Fernandez, y deponiendo las ballestas echaron mano á las espadas, cebándose sin duelo en aquel paisaje á quien acusaban de su orfandad.
Hubo no obstante un momento en que Ferrand Suarez, y Ferrand Martinez lograron reanimar el esfuerzo de sus guerreros; pero su deseperada resistencia fué tan breve como el último resplandor de una luz pronta á apagarse. Los arqueros de D. Arias cargaron de refresco en pos de su bravo caudillo, y los dos capitanes mas audaces del infante D. Sancho fueron arrollados por todas partes, dejando el primero el escudo y el segundo la cabeza en manos de sus victoriosos adversarios. Terrible fué aquel día para los cordobeses: las huestes del Rey se entregaron á todos los horrores del pillaje, y no satisfechas con apoderarse de las siete enseñas que habian sacado á la batalla los concejos de otras tantas ciudades, y no saciadas con el inmenso botin de que se habian apoderado, se complacian en aniquilar á cuantos infelices habian á las manos, y derramaban la sangre de sus semejantes con tal impiedad, que horrorizado el magnánimo D. Arias díaz al ver tantos excesos corrió al sitio en que Rui Fernandez y su hermano se complacian en azuzar á sus feroces soldados, y les gritó sin ocultar la indignacion que les causaba su conducta:
-«¡Ah, varones! asaz han fecho de daño que aun los havremos menester.»
Contuvieron estas palabras á los embriagados vencedores, los cuales obedientes á las órdenes de su jefe penetraban en buen órden algunas horas despues por las puertas de Córdoba, enarbolando el estandarte del Rey D. Alonso sobre los muros de aquella rebelde ciudad.
Cundió la nueva de tan señalada victoria, y D. Sancho intentó en vano recobrar el terreno que habia perdido en el ánimo de los pueblos; sus partidarios mas fieles empezaron á seguir las huellas de los mas inconstantes, y hasta sus hermanos, temerosos de arrostrar por mas tiempo la ira de su padre, le habian enviado mensajeros solicitando que les perdonara. Cuando el prudentísimo D. Fernan Perez Ponce de Leon regresó á Sevilla cubierto de laureles y con un botin inmenso, encontró á aquella ciudad, tan solitaria algunos meses antes, convertida de nuevo en una córte populosa. La princesa Doña Blanca con un séquito de caballeros franceses habia vuelto de Paris trayendo para el Rey una gruesa suma de escudos. Los partidarios de los Infantes de la Cerda, ensoberbecidos con las ventajas que acababan de obtener, rodeaban el trono llenos de satisfaccion, y varios embajadores estranjeros llegaban unos en pos de otros ofreciendo al monarca de Castilla el auxilio de sus soberanos.
Pero no se crea que D. Alonso habia recobrado la alegría y la paz del alma, al recobrar la prosperidad. Una profunda tristeza se cebaba en su corazon, y los triunfos que díariamente conseguia sobre su hijo en nada endulzaban sus penas. Su cabeza habia encanecido completamente en menos de un año, y una dolencia oculta agravada por los padecimientos morales, destruia lentamente aquella poderosa organizacion que hasta entonces habia hecho del Rey de Castilla el varon mas fuerte de su córte.
La sed de gloria, el amor á la sabiduría y una noble ambicion habian llenado la existencia de D. Alonso el deceno desde el momento en que enlazándose con su prima Doña Violante renunció á los ardientes trasportes de su corazon juvenil. Aquel lazo que tanto convenia á sus intereses de Rey, destruyó, no obstante, la felicidad de su alma, pues no estaba formado por el amor, y á no haber hallado un refugio en el seno fecundo de las ciencias y un inefable consuelo en el recuerdo de su pasado, sin duda hubiera sucumbido destrozado por el agudo diente del hastío; pero su imaginacion rica y lozana le salvó, lanzándole pos de fantasmas seductores, que cuanto mas huian de sus brazos, mas bellos se presentaban á sus ojos.
La corona y el manto de los Césares; las brillantes conquistas de Carlo Magno; los inmensos dominios de Federico Barbarroja; tales fueron sus primeros deseos... La inmortalidad de Solon, la espléndida auréola de Zoroastro, el apotéosis incruento de Platon, tales fueron sus santas aspiraciones... La piedra filosofal, ese soñado Pactolo de los antiguos, esa tierra de promision anunciada por Hermes, ese venero fecundo en descubrimientos físicos y en adelantos morales... tal fué su ambicion mas ardiente... Pero ¡ay! habia nacido demasiado pronto; sus deseos no pudieron escalar las gradas del Capitolio, defendidas por el oscurantismo de su época: sus aspiraciones no hallaron espacio en que tender las alas, y su ambicion se estrelló contra un imposible... Muchos años necesitó sin embargo para desalentarse; mucho luchó antes de confesarse vencido; pero era hombre al fin, tenia el alma de poeta; alma delicada que al mas leve contacto se replegaba estremecida como la sensitiva á quien el soplo del viento obliga á cerrar el cáliz virginal de sus delicadas hojas. Las intrigas áulicas mataron en Alemania sus nobles deseos cuando con tanta justicia quiso obtener la dignidad imperial: el fanatismo intolerante acogió con recelosa frialdad la prodigiosas producciones de su ingenio; y las mas horribles decepciones, y el espíritu de rebelion que fermentaba en todos los pechos, le impidieron entregarse tranquilamente á sus filosóficas meditaciones. La edad en tanto iba enfriando su alma, los desengaños atrofiaron su corazon, la duda ocupó en él el lugar de la esperanza, y el hastío arrojó de su guarida al entusiasmo: entonces la muerte empezó á desgastar aquella máquina tan perfecta, y una dolencia de esas que la ciencia no sabe definir, se cebó en el Rey de Castilla, agravándose con tanta rapidez, que en menos de un año se hizo incurable, y dejó impresas en su augusta frente las señales de una inminente destruccion.
La suerte pareció mirarle entonces con faz menos adusta; pero ¿de qué podía servirle ya aquella tardía sonrisa?... Su última hora se acercaba, y los triunfos que díariamente venian á anunciarle sus parciales, eran otras tantas gotas de amargura que iban llenando el vaso de sus penas, el cual á todas horas rebosaba por sus ojos, convirtiendo en llanto su acerbo contenido. ¿Contra quién peleaban sus guerreros?... Contra su hijo. ¿A quien vencian? A sus hermanos. La sangre de Abel manchaba por do quiera los execrables triunfos de Cain... y los codiciados laureles de la victoria, brotaban para él siempre entrelazados con ramas de funesto ciprés.
Ya hacia mucho tiempo que el infante D. Sancho llevaba lo peor de la jornada. Las huestes del Rey le cercaban por todas partes, al paso que las suyas le iban abandonando sin pudor. Su hermano D. Juan, que siempre le habia servido con lealtad, sintió de improviso temor ó remordimiento, y untando sus poderosas mesnadas fué á buscar á su esposa Margarita de Monferrat, y encaminóse con ella á Sevilla, solicitando el perdon de su padre; concediósele este de buena voluntad y sin condiciones; pero avergonzado el Infante de su rebeldía, quiso ofrecer á los ojos de la córte un espectáculo que probase cuán síncero era su arrepentimiento. Entró en Sevilla desarmado y solo, despues de haber entregado el mando de sus huestes á D. Arias díaz, y al llegar al palacio se descubrió la cabeza, hizo que sus pajes lo descalzaran, y echándose una soga al cuello tomó por una mano á su esposa y por otra á su heredero, penetrando en la régia estancia en tan humilde actitud... Tierna en estremo fué la escena que en aquel instante pasó entre el padre y el hijo... D. Alonso corrió á él sin poder contener un mar de lágrimas; le obligó á levantarse del suelo, y estrechándole en sus brazos le cubrió de besos y le bendijo mil veces, esclamando con un acento que revelaba vivamente toda su ternura paternal:
-¡Oh Dios mio, Dios mio! cuánto mas gratos son los triunfos del corazon, que los de la espada.
Desde aquel momento ya no volvió á sufrir ningun revés en los campos de batalla. D. Sancho solo con el Señor de Haro, iba errante de provincia en provincia sin hallar valedores y recogiendo abundante cosecha de desengaños. El rey de Portugal le retiró su valimiento. D. Pedro III de Aragon puso en libertad á los Infantes de la Cerda, conformándose con el decreto que declaraba á D. Alonso Rey de Jaen. El Papa lo perseguia con su terrible anatema, Aben-Juzef le acosaba con sus poderosas lanzas, y hasta el cielo mismo pareció fulminar contra su frente los rayos de su omnipotente ira.
Una sombria desesperacion se habia apoderado del Infante desde el momento en que, deshaciéndose como el viento sus efímeros proyectos, empezó á sufrir las primeras decepciones: su alma, mas irascible, pero menos fuerte que la de su augusto padre, se sintió mortalmente herida al primer revés de la fortuna, y aquella robusta constitucion que le llevaba á arrostar toda clase de empresas, se debilitó notablemente á los veinticinco años. Cuando vió que los suyos empezaban á abandonarle, creyó por un momento que su espada seria bastante fuerte para cruzarse sola contra la terrible espada del Rey; mas no tardó mucho en convencerse de su error, y aterrado de su temeridad, quiso, á pesar de su osadía, obtener el perdon de su padre. El de Haro, viéndose en compromiso con semejante acto, le disuadió de tan cuerdo pensamiento, y entonces aquel mancebo irreflexivo á quien cegaba la ambicion, dejándose llevar de las sugestiones de su favorito se empeñó en una lucha desesperada que hubiera acabado para él de una manera ignorniniosa., á no sobrevenirle en Salamanca
una dolencia fulminante que le postró en el lecho, poniéndolo á las puertas del sepulcro.
Cundió la nueva de su enfermedad: los doctores desesperaron de su vida, y su valido D. Gomez Garcia, abad de Valladolid, que no se apartaba de su cabecera, al persuadirse de que su muerte era inevitable, pensó en los medios de recobrarse la gracia del Rey, y sin dar gran muestra de dolor por la pérdida de un Príncipe que tanto le habia distinguido, escribió á la córte anunciando que D. Sancho se hallaba en la agonía, y que él estaba pronto, si se le concedía el perdon, á entregar las plazas de Toledo y de Salamanca, que aun tremolaban sus banderas por el Infante.
Marchaba D. Alonso al frente de un ejército formidable en direccion á Constantina, cuando recibió tan terrible nueva; pero el efecto que produjo en su corazon fué díametralmente opuesto al que se imaginaba el ingrato favorito de aquel infortunado mancebo. El grito de la naturaleza ahogó en el padre los resentimientos que habia abrigado el Rey, el cual olvidando los desmanes del Príncipe rebelde, solo
pensó en que su hijo se moria. El amor paternal, ese purísimo sentimiento que Dios ha colocado en el corazon del hombre y que jamás se estingue; esa chispa inmaterial, divina, que cuando brota una vez no puede ser sustituida por ningun sentimiento humano; ese fénix de los afectos que vivo sin consumirse en medio de un fuego perdurable y que aunque parezca esconderse entre sus cenizas, reaparece mas bello, mas vivo, mas ardiente á cada acontecimiento grave de los que alteran el curso ordinario de la vida, ardió de nuevo en el pecho de D. Alonso con mayor intensidad que nunca; recordó que una muerte prematura le habia arrebatado también á su primogénito D. Fernando, y la herida presente exacerbaba la llaga que el tiempo no habia podido cicatrizar. El valor de su hijo segundo, su entereza, la gallardía de su persona se le representaban llenos de los mas bellos atractivos. Después del Infante de la Cerda, D. Sancho era el mejor home que habia en su linaje»como decia con la sencilla elocuencia del dolor.
Desde
el momento en que supo su peligro sintió el mas cruel
remordimiento por haberle maldecido: temió que quizá
su anatema habia atraido la ira del Señor sobre aquella
existencia tan querida, y entregando el mando de su ejército
á su lugarteniente D. Juan Nuñez de Lara regresó
a Sevilla, despues de haber mandado que se suspendiesen las
hostilidades. Reunió sin perder un momento á
cuantos prelados se hallaban en la córte, y sin ocultar
el dolor que le aquejaba, perdonó en su presencia
á su hijo D. Sancho y á todos sus parciales,
mandando que se tomase acta de su resolucion y sellándola
desde luego con su sello de oro,«porque fuesen ciertos todos
los de sus reinos que habia perdido querella dellos é
que los perdonaba porque fincasen sin baldon ninguno.»
Nadie
osó oponerse á su deseo: un respeto religioso
habia sustituido en torno del Rey de Castilla al antiguo
espíritu de insurreccion que tanto le hizo sufrir
en los primeros años de su poder.
La princesa Doña Blanca, satisfecha con el título de Rey de Jaen que se habia conferido á su primogénito el Infante de la Cerda, hizo que sus parciales no protestasen contra la última resolucion de D. Alonso. Roma, fiel á los principios de mansedumbre evangélica, aprobó su perdon; su cuñado D. Pedro III le felicitó por él; y Jacob-Aben-Juzef, que con tanta magnanimidad le habia socorrido en su afliccion, regresó á Marruecos, lleno de júbilo y cubierto de laureles, al verlo repuesto y seguro en el trono de San Fernando.
Pero lo hemos dicho ya, su último instante se acercaba, una tristeza profunda, tenaz, le devoraba á todas horas; en vano su venerable amigo Ahmed-Ebn-Juzef, que no le habia abandonado jamás, procuraba endulzar la amargura de su alma vertiendo en sus llagas el bálsamo reparador de la filosofía. En vano D. Alonso Fernandez, aquel tipo de lealtad y de bravura, esforzándose heróicamente por ocultar sus propias penas, queria consolarle á fuerza de cariño y de veneracion... En vano Doña Blanca, la viuda de su primogénito, la hija dignísima de San Luis, la mujer mas dulce de Francia, y de Castilla, se afanaba mimando su ancianidad; -En vano, en fin, la suerte, esa reina absoluta del universo, esa maga omnipotente que tiene en su mano la balanza del bien y del mal, le colmaba de favores, derramando pródiga en torno suyo los tesoros del cuerno de Amaltea...
El dedo inexorable del destino había escrito la palabra MUERTE, sobre la espaciosa frente del Rey de Castilla, y ni la sabiduría, ni la lealtad, ni la ternura, puede detener el vuelo de un alma que despojada de los lazos del mundo ha tendido ya las alas para lanzarse de nuevo hácia la eternidad.
El infante D. Sancho se hallaba fuera de peligro: su robusta constitucion y sus veinticinco años habian triunfado de la enfermedad que los doctores calificaron de incurable; y en menos de un mes logró reponerse completamente; el generoso perdon de su padre contribuyó no poco á restituirle la salud que tanto habian quebrantado las afecciones morales, y al volver á la vida despues de tan terrible prueba predominaron en él los nobles sentimientos que en otras circunstancias habian callado en su pecho vencidos por las malas pasiones; sintió una sincera gratitud hácia el autor de sus días, su ternura filial se despertó en su alma mas respetuosa que nunca, y pesaroso de su tenaz rebeldía quiso seguir el ejemplo de sumision que pocos meses antes habia dado su hermano D. Juan.
El indomable D. Lope díaz de Haro que veia desvanecidas sus ambiciosas esperanzas con aquel arrepentimiento, quiso disuadirle como en otras ocasiones de tan honrado propósito valiéndose de cuantos medios le sugirió su refinada argucia; pero la resolucion del Infante, robustecida con el asentimiento de su magnánima esposa la inmortal Doña María de Molina, fué esta vez irrevocable, y con la energía que le caracterizaba rechazó todas las sugestiones de su favorito, diciéndole, al ver que osaba amenazarle con un rompimiento:
-Basta, primo: si sois tan inconsiderado que la generosidad del Rey no desarma vuestro rencor, podeis separaros de mí en buen hora; conozco que vuestro provecho y no la lealtad os indujo á seguir mi bandera; apartáos de ella si así os place; pero ¡guay de vos el día en que se cruce mi espada con la vuestra!...
Calló el de Haro cuya prudencia le hizo comprender que seria loca temeridad insistir en aquel momento, y fingiendo reconciliarse con su señor, resolvió aguardar mejor coyuntura para despertar de nuevo sus impacientes deseos de mando.
D. Sancho se encaminó entonces á Toledo con el designio de obligar á los que aun persistian en la rebelion, á volver á la obediencia de D. Alonso para poder regresar á Sevilla sin dejar á su espalda revoltosos que recordasen sus pasados desmanes.
El Rey seguia entretanto rodeado de sus otros hijos, asistido por sus amigos mas leales, acatado por sus poderosos vasallos y junto á su esposa Doña Violante, que habia vuelto á la córte despues de haber agitado las disensiones de Castilla en distintos sentidos, abogando unas veces por los Infantes de la Cerda, como vimos al dar principio á esta verídica historia, é instigando otras á su hijo D. Sancho como cuando lo obligó á apoderarse de los tesoros recaudados por Don Zag de Malea; aquella inquieta matrona, que tan poco contribuyó á la felicidad de su esposo durante toda su vida, no osó permanecer apartada de él cuando vió que la fortuna se empeñaba en colmarle de favores; y aconsejada, sin duda, por su astuto hermano D. Pedro III de Aragon, voló a Sevilla tan luego como el anatema del Papa y las lanzas de Aben-Juzef, lograron asegurar la corona en las sienes del monarca castellano.
Nada, pues, faltaba á este de cuanto los hombres pueden apetecer; su hijo habia recobrado la salud; la paz sombreaba ya con su bienhechora oliva todos sus estados; la felicidad doméstica renacia en sus hogares por tanto tiempo condenados á la mas profunda tristeza, y hasta la sonrisa que habia huido de sus lábios cediendo su puesto á las acerbas lágrimas del desengaño, empezaba á asomar en ellos nuevamente, cuando una dolencia menos aguda que la de D. Sancho, pero mas funesta, vino á postrarlo por fin en el lecho de la muerte.
Un terror indecible se apoderó de la córte; los hombres del poder se estremecieron al pensar en las consecuencias de aquella enfermedad: todos habian reconocido en las azarosas circunstancias que acababan de atravesar que D. Alonso era el varon de mas capacidad de su época, y temieron con razon que su muerte dejaria á Castilla sumergida en el cáos de la anarquía; y fué tal el estupor que se apoderó de todos los corazones, que hasta los jefes mas audaces de bandería permanecieron mudos en torno de su lecho, sin atreverse á dirigirle una sola pregunta respectiva á su postrera voluntad. D. Juan Nuñez de Lara y el infante D. Juan; la princesa Doña Blanca y la reina Doña Violante; los embajadores de Francia y los plenipotenciarios de Aragon; el arzobispo de Sevilla y hasta el legado del Papa, aguardaban con ansiedad que el augusto enfermo se dignase resolver á quién dejaba por heredero de sus estados; pero él parecia olvidarse completamente de tan importante asunto, y habiendo recobrado toda la serenidad de su espíritu volvió a entregarse en los últimos momentos de su vida á su pasion dominante.
Ahmed-Ebn-Juzef
y el docto Alquibicio; Jeudá el Conheso y el erudito
abad de Nájera no se apartaban nunca de su lado, y
las mas animadas discusiones científicas tenian lugar
á todas horas entre aquellos cinco sábios que
sin cuidarse de las mezquinas ambiciones que bullian en torno
suyo se lanzaban en una region desconocida de los profanos,
desde la cual divisaban á lo lejos los ténues
resplandores de la antorcha de la civilizacion, que Dios
les permitia entrever para consuelo de sus almas privilegiadas.
LAS TABLAS ASTRONÓMICAS, compuestas en el palacio
de Galiana y que la posteridad ha llamado TABLAS ALFONSINAS,
recibieron allí la última comprobacion de sus
autores: La Biblia, conocida hoy por la
Tales eran los pensamientos de D. Alonso en tanto que todos los ricos-hombres de Castilla y los representantes de muchos soberanos de Europa acudían díariamente á su alcazar á preguntar con ansiedad si habia resuelto alguna cosa con respecto á sucesion.
El infante D. Juan, á pesar de su carácter débil abrigaba una vaga esperanza de heredar la corona, fundada en la buena acogida que habia recibido de su padre. El de Lara y los suyos no desesperaban de ver en el Trono de Castilla al infante de la Cerda, y el arzobispo de Sevilla preparaba los animos en pro del bando que representaba en la córte, por si el Rey retractaba su primera resolucion en la hora suprema de la muerte: esta llegó por fin. La mas acerba angustia llenó todos los corazones, y un mar de lágrimas bañaba los semblantes de innumerables deudos y de infinitos vasallos.
D. Alonso habia sido el padre de su pueblo, y su pueblo que en mas de una ocasion fué ingrato con tan magnánimo Rey, sentia remordimientos por sus pasadas defecciones, en aquel instante supremo, reconociendo, aunque tarde, lo irreparable de la pérdida que iba á esperimentar.
El día veintidos de enero del año del Señor mil doscientos ochenta y cuatro amaneció triste y nebuloso: Sevilla entera corrió á las puertas del alcázar á saber el estado del augusto enfermo, y Ahmed-Ebn-Jucef, aquel modelo de amistad, aquella alma agradecida que se habia consagrado con tanta vehemencia al sabio Rey, penetró en su estancia, conteniendo la respiracion y fijando en él su mirada escrutadora: una tinta lívida sombreaba las mejillas de D. Alonso en torno de los cerrados párpados, y su pecho se levantaba como la mar cuando se agita á impulso de ráfagas submarinas: lanzó un suspiro el acongojado árabe, y fijando su mirada en el cielo esclamó lleno de angustia...
-¡Todo ha terminado ya!...
Oyó aquel suspiro el moribundo Rey, y abriendo sus ojos dejó vagar por sus lábios una sonrisa inefable, y murmuró con voz mas segura de lo que era de esperar:
-¿Sois vos, Ahmed-Ebn-Juzef?
-Yo soy, señor.
-¿Por qué llorais?
El árabe no pudo responderle: los sollozos le ahogaban.
-¡Comprendo! os aflige mi muerte: sois tambien egoista, pues sabiendo cuán poco vale la vida, querriais verme vivir y prefeririais que yo sufriese el dolor de la última despedida.
-Las vidas estériles valen menos que las plantas parásitas del desierto, repuso Ahmed-Ebn-Juzef dominando su emocion; pero las vidas como la vuestra son comparables con el maná del cielo!!!
-Callad, callad, maestro: olvidais acaso cuánta amargura encierra mi corazon?... la muerte es para mí una madre cariñosa, y anhelo con ansia reclinar en su regazo mi frente tan abrumada por el peso de la corona; pero, gracias al cielo, siento llegar ese momento supremo; mi vida se apaga... pero no moriré tranquilo si no me jurais cumplir el encargo que voy á encomendaros.
-Lo juro: dijo el árabe con aquel acento decidido que no deja duda de la sinceridad de un juramento.
-Pues bien, amigo mio, prosiguió el Rey con lentitud acercáos: mi acento desfallece, y temo que me falte la voz.
Obedecióle el acongojado árabe y sentándose junto á su cabecera oyó la larga confesion de D. Alonso de Castilla. Despues de algunos minutos en que no se oia en la régia estancia mas que la respiracion de ambos ancianos, volvió a levantar la voz el moribundo monarca, y dijo dejando rodar
una lágrima por su mejilla:
-Ahora á vos os toca hacérselo comprender: decidle que al legarle la corona dejó tambien á su lado quien la sabrá sostener sobre su frente... En donde os he indicado hallareis mas detalles sobre el orígen del otro... ya nada tengo que deciros, y moriria feliz si la ciencia no hubiese sido tan ingrata conmigo como los hombres... si mi conciencia estuviese segura de no haber errado jamás.
-Vuestros errores, señor, si es que los habeis cometido, son de aquellos que Dios no castiga, porque no nacen de mala intencion; en cuanto á la ciencia haceis mal en quejaros de ella, porque con nadie ha sido mas pródiga que con vos.
-Sin embargo, bien sabeis que le he consagrado toda mi vida... bien sabeis que muchas de las desgracias que han aquejado á mis pueblos, nacieron de la preferencia casi esclusiva con que me he dedicado al estudio de ciertas materias, inútiles quizá para un Rey... Sin embargo, ¿qué he conseguido?... que el cielo me castigue como á Promeleo cuando osó robar el fuego sagrado; que Dios me condene al tormento de Tántalo, dejándome ver la clara fuente de donde nace un rio de oro, y negando á mis lábios el consuelo de apagar su sed devoradora en ese raudal brillante que va á fecundar á las edades venideras...
Al llegar aquí no pudo continuar: una energía artificial, por decirlo asi, habia animado su voz al pronunciar las últimas palabras; pero de repente le abandonaron las fuerzas, y dejando caer su cabeza sobre el hombro de Ahmed-Ebn-Juzef, fijó en el semblante de su amigo una mirada en que se pintaba la desesperacion. Adivinó el árabe todo el dolor de aquella mirada, leyó en ella lo que pasaba en el corazon del Rey, y colocando su augusta cabeza sobre los almohadones del lecho se puso en pie y dijo con el acento de un profeta:
-¡Señor, vais á morir, pero Dios no quiere que la tristeza anuble vuestros últimos pensamientos... y seriais ingrato si no abandonáseis esta vida lleno de gratitud y de satisfaccion por lo que habeis sido...
¡Quién como tú, Alonso de Castilla!... el sepulcro va á devorar tu cuerpo... pero tu espíritu vivirá siglos de siglos... ¡Qué importa que esta edad ruda no haya sabido comprenderte!... las edades venideras te consagrarán un apoteosis eterno; los poetas, esos heraldos de la fama á quien Dios concede el don de profecía, te aclamarán su primer maestro: los sábios que en todos tiempos serán los reguladores de la humanidad, irán á buscar en tus escritos máximas con que robustecer sus opiniones... Los legisladores no osarán ni siquiera alterar el testo de tus leyes, conciso como la palabra de los apóstoles y claro como el espíritu del evangelio que acatais los cristianos. ¡Quién como tú, Alonso de Castilla!... Si la envidía, el fanatismo ó la maledicencia, osan calumniarte, tus obras destruirán la calumnia probando a la gentes venideras que fuiste buen Rey, buen padre, buen caballero... Si la critica osa tocar las creaciones de tu ingenio, confesará humillada que ni el mas leve lunar oscurece tus creaciones; y la ciencia, la ciencia... te respetará siempre como á un padre... tú eres el primer naturalista, el primer astrónomo, y si la muerte no viniese á cortar el hilo de tu existencia hubieras sido el primer alquimista... En incidente fatal te impidió hacer oro; pero no te acongojes ¡oh Rey! Si la fatalidad te impidió penetrar en el intrincado laberinto de la crisopeya, yo te juro en nombre de la gratitud, que nadie te arrebatará esa gloria: el secreto de la piedra filosofal se encierra como sabes en aquel libro hallado por mi en la caverna de Zoroastro: pues bien, al estinguirse tu vida estínganse tambien sus hojas en esa llama!...
Dijo, y sacando de su escarcela el misterioso manuscrito, lo aproximó á la luz que ardía en el aposento del Rey dejándole inflamarse hasta verle completamente reducido á cenizas: entonces reanudando su interrumpido discurso lo terminó de esta manera:
-Hijo mio, ahora piensa un mornento en tu corona de Rey!...
Sí... sí... balbuceó D. Alonso con acento desfallecido, siento que las fuerzas me abandonan y la conciencia me dice que debo ocuparme de los demás: llamad á Fr. Ademaro y á D. Diego Alonso, mi Justicia mayor; haced que el capitan Fernandez permanezca junto á esa puerta: convocad á mi esposa, á mis hijos, á la princesa Doña Blanca; invitad á cuantos ricos-hombres se hallen en Sevilla, y venid con ellos cuando mi voz os llame.
Obedeció Ahmed-Ebn-Juzef, y un momento despues ya estaban cumplidas todas sus órdenes: el venerable electo de Avila y D. Diego Alonso penetraron en la estancia del Rey, cerrando la puerta tras sí. D. Alonso Fernandez ocupó el puesto que se le habia señalado, y la Reina, seguida de toda la córte penetró en el gran salon que servia de antecámara á la alcoba de D. Alonso.
Un profundo silencio reinaba dentro y fuera del alcázar, la tristeza habia difundido su melancólica espresion en todos los semblantes y mas de una lágrima pugnaba por romper su clausura, cuando de improviso se abrió aquella estancia en cuyo reducido espacio acababa de resolverse el acontecimiento mas importante de una gran nacion.
Fray Ademaro, permaneció en pie junto á la cabecera de D. Alonso: el Justicia mayor acababa de cerrar un gran pergamino con el sello de oro del Rey.
-¡Hijos mios!... dijo este esforzándose por ser oido de todos los presentes. Mi hora ha llegado, la mano de la muerte pesa ya sobre mis párpados que en vano intento abrir para miraros... el espíritu vá á romper su cárcel de barro, y Dios me ordena que en este solemne momento os pida perdon de mis yerros... ¡Violante, adios! ruega por mí... adios, hijos mios, yo os bendigo... Vosotros, mis ilustres varones, acatad mi último mandato... tú Blanca, no enciendas mas la guerra... Vos, Ahmed-Ebn-Juzef... mi venerable maestro, mi amigo mas querido, no olvideis mi postrer encargo; y tú Fernandez, tú espejo de caballeros, ven á mis brazos.
Al llegar aquí no pudo continuar: el bravo aventurero corrió á él lanzando un grito indefinible: Fr. Ademaro se hincó de rodillas... y un momento despues el rey D. Alonso el deceno habia dejado de existir.
Magníficas fueron las exequias del rey D. Alonso el deceno. Sus cabezaleros cumplieron religiosamente su última voluntad, en cuanto hacia referencia á las obras pias, y Sevilla entera asistió á los funerales de aquel poderoso monarca llena de admiracion y de respeto.
El manto y la corona de los Césares adornaban los restos mortales del sábio Rey; lo mas ilustre de España honró con su presencia el lúgubre ceremonial de su enterramiento, y su cuerpo fué depositado con inaudita pompa en la capilla real de la iglesia mayor de Sevilla, junto al cuerpo de su padre D. Fernando III el Santo. Su corazon y sus entrañas se trasladaron mas tarde á Murcia en cumplimiento de su deseo, y aun existe el sepulcro que encierra tan preciosos restos en la magnífica catedral de aquella ciudad siete veces coronada, que el ilustre legislador habia conquistado de los moros, siendo infante todavía, por cuya circunstancia la miró siempre con la mayor predileccion y quiso que la parte mas noble de su cuerpo reposase en aquella perla que él habia agregado á los brillantes florones de su corona.
En cuanto al sepulcro que le
erigieron en Sevilla no es por cierto digno de tan ilustre
varon, pues como dice el docto Mariana: no es muy rico, ni
es necesario, porque su vida y las cosas que por él
pasaron merecian que su memoria durase y su nombre fuese
inmortal
.
Pero si es cierto que todos se apresuraron á honrar su memoria, como era justo, no lo es menos que su voluntad de Rey fué desatendida con menoscabo de las leyes que él mismo habia promulgado.
Apenas cundió la nueva de su muerte y se divulgó su postrera voluntad, los partidarios del infante D. Alonso de la Cerda quisieron proclamarle rey de Castilla en cumplimiento de lo que habia dispuesto su augusto abuelo en su segundo testamento. Pero el infante D. Sancho que se hallaba á la sazon en Avila, ya completamente repuesto de su dolencia, reunió apresuradamente á sus parciales, y sin cuidarse de lo que en Sevilla pasaba tomó el nombre de Rey que en vida de su padre no habia querido llevar cuando los suyos le declararon gobernador de Castilla.
Grande era el conflicto: la princesa Doña Blanca, D. Juan Nuñez de Lara y el bravo D. Alonso Fernandez el Niño, contaban para defender el derecho del infante de la Cerda con el apoyo de los Reyes de Francia y de Aragon; pero D. Sancho disponia aun de fuerzas formidables: la mayor parte de los ricos-hombres de Castilla se apresuraron de nuevo á ofrecerle sus espadas, y el pueblo le aclamó Rey, prendado de su bravura y de la gallardía de su persona. Entonces, queriendo legitimar su derecho con la sancion de las Córtes, se trasladó a Toledo, despues de haber honrado la memoria de su padre con unas exequias suntuosas, y allí tomó posesion de las insignias reales y fué alzado sobre el pavés en presencia de innumerables ricos-hombres, prelados y ciudadanos de mano menor.
No nos cumple á nosotros decidir sobre la validez de aquella coronacion: la historia ha colocado á D. Sancho IV en las tablas cronológicas de los reyes de Castilla, y debemos admitir su advenimiento al trono como un hecho consumado, por mas que en él se trasluzca algo de usurpacion.
Entretanto
los infantes de la Cerda seguian en Aragon bajo la custodía
de su tio el rey D. Pedro, y su madre la princesa Doña
Blanca protestaba con energía desde Sevilla contra
el acuerdo de las Córtes de Toledo. Muchos de los
que hasta entonces se habian manifestado adictos á
su persona, inclusa la reina Doña Violante, al ver
á D. Sancho en el trono de su padre corrieron á
prestarle pleito-homenaje; pero no menos fueron los caballeros
cristianos que se mantuvieron firmes al lado de la viuda
de D. Fernando: de suerte que los principales personajes
que han figurado en esta verídica historia se dividieron
en dos grupos formidables que colocados uno enfrente del
otro, sostuvieron sin tregua y con el feroz encarnizamiento
de aquella época ruda, la sangrienta guerra civil
que agitó á Castilla entera durante todo el
reinado de D. Sancho
Aquel
audaz monarca habia empañado su gloria de Príncipe
siendo rebelde contra su virtuoso padre, y escrito está
que los Reyes han de sufrir la pena del Talion siempre que
sean inducidos en error ó agitados por las malas pasiones.
Ojo por ojo y diente por diente
, dicen las Sagradas Escrituras,
y D. Sancho IV, que desde sus primeros años acibaró
la vida de D. Alonso el Sabio con su pertinaz rebeldía,
no podía disfrutar tranquilamente aquel trono que tanto habia
codiciado.
Pero dejemos, por ahora, á este Rey de cuya vida y hechos pensamos ocuparnos largamente si nos infunde Dios ánimo para escribir una segunda parte de esta leyenda histórica, y demos cuenta, si bien sea de una manera sucinta, de lo que aconteció á los demás personajes importantes que han figurado en ella.
D. Juan Nuñez de Lara y D. Lope díaz de Haro permanecieron por de pronto uno al lado de Doña Blanca y otro junto al rey D. Sancho; pero aunque siempre perseveraron en el odio hereditario que recíprocamente se profesaban, no sucedió así respecto á sus opiniones, y mas de una vez se les vió en lo sucesivo cambiar de bandería siendo amigos ó enemigos del trono segun á sus intereses convenia. Achaques de los grandes feudatarios que siempre fueron ruedas perniciosas para la gran máquina de la monarquía.
Ahmed-Ebn-Juzef, á quien el rey D. Alonso habia hecho siempre importantes revelaciones y encargos especiales al tiempo de morir, al ver que los caballeros cristianos hollaban de una manera tan ruda su juramento, desatendiendo la última voluntad de su augusto discípulo, huyó de Castilla sin que nadie supiese darse cuenta por entonces de lo que habia, sido de él: tal vez nosotros volvamos á encontrarnos con aquel nobilísimo agareno, cuya vida prolongó la Providencia para que fuese testigo de grandes y dolorosos acontecimientos.
Séfora, el ser indomable que hizo frente á todos los dolores sin que su espíritu rebelde se doblegase ante la adversidad; la feroz israelita que todo lo miró con indiferente sonrisa, menos la desastrosa muerte de su hija, porque las madres no pueden, aunque quieran, renunciar á la ternura, fué recogida, al volverse loca, por un mujer generosa, que aunque siempre habia mirado con horror la conducta de la hebrea, tuvo la heróica abnegacion de retirarse con ella á un monasterio de religiosas situado en las inmedíaciones de Toledo, en donde consiguió á fuerza de caridad cristiana dar á la locura de aquella desgraciada un carácter menos espantoso del que tuvo en un principio. Aquella mujer era Brianda, la noble dueña de Doña María de Ucero; alma destinada á sacrificarse eternamente por todo el mundo, y cuyos sacrificios no debian hallar su recompensa en este suelo, donde difícilmente se premia á los que tienen la abnegacion de ser virtuosos sin hacer alarde de su virtud... El galardon de semejantes seres está en el cielo.
La
princesa Doña Blanca, al ver que sus protestas eran
vanas y sus pretensiones peligrosas, huyó á
Francia á buscar un apoyo en su hermano Felipe el
Este ilustre personaje, cuyo orígen ignora aun el paciente lector, á pesar de lo mucho que le hemos hecho figurar en la presente historia, aceptó el cargo de la hermosa fugitiva y con él todo el riesgo que habia en luchar frente á frente con el intrépido D. Sancho; pero ¿qué le importaba á nuestro caballero la bravura de aquel mancebo? ¿qué el título de Rey con que se adornaba si él no podía considerarle mas que como á un usurpador?...
D. Alonso de la Cerda era el único Rey á quien su conciencia le permitia acatar, porque así lo habia ordenado D. Alonso el deceno en la hora suprema de su muerte.
La causa de Doña Blanca de Francia era la única que él podía seguir, porque su corazon amaba en secreto á la encantadora viuda de D. Fernando desde el día en que se presentó á sus ojos demandando favor para sus hijos. Por eso le hemos visto desde el momento en que dimos principio á los sucesos que acabamos de referir siendo siempre su égida, con la solicitud de una madre y con la perseverancia de un enamorado...
Pero ¿por qué aquella ilustre Princesa al alejarse de Castilla no encomendó la causa de sus hijos á un campeon mas poderoso? ¿Acaso D. Juan Nuñez de Lara, señor de Albarracín, deudo de cien Monarcas y cabeza de la casa mas poderosa del reino no hubiera sido mas digno representante de sus derechos?...
No: porque D. Alonso Fernandez el Niño; el que alternativamente habia sido desde sus primeros años capitan de ballesteros, alcaide y gobernador de la plaza de Sevilla, adelantado de la frontera, señor de Mesa y de Molina; el imberbe enamorado de Séfora, el infortunado padre de Doña María de Ucero, el amante en fin de Doña Blanca, era un héroe, y un héroe por cuyas venas circulaba sangre de reyes...
D. Alonso el deceno le habia dado el ser.