La infanta Doña Teresa : edición ELTeC Torrijos, Manuel (1835-1865) Principal Borja Navarro Colorado Edición ELTeC Nereida Ródenas Lopera 77452 327 3 COST Action "Distant Reading for European Literary History" (CA16204) Zenodo.org ELTeC ELTeC release 1.1.0 ELTeC-$textLang ELTeC-$textLang release Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Saavedra Universidad de Alicante Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Etiquetado del texto en XML-TEI Josefina Carrión Imprenta de Ginés Hernández y Artés Madrid 1857 Biblioteca Digital Hispánica - Biblioteca Nacional de España bdh0000042221

Español Converted by checkUp script for new release Converted by checkUp script for new release Anotación del formato ELTeC: Nereida Ródenas Lopera Revisión anotación ELTeC: Borja Navarro Colorado

La

infanta doña Teresa

novela histórica

original de

don Manuel Torrijos

Madrid.-1857

Imprenta de Ginés Hernández y artes

Calle de los Leones núm. 2.

Primera parte
Capítulo I

-¿Aparejaste ya el corcel?

-Está aparejado, señor.

-Paréceme que te encuentro pensativo:

-Y ¿cómo no, cuando veo que os empeñáis en lograr un imposible?

-Nuño, nada hay imposible para el hombre. Teresa será mía, nunca de ese pícaro alcaide de Écija.

-Tened en cuenta, señor, que el rey Alonso se la ha prometido por esposa.

-Todo lo sé, Nuño: sé que se están haciendo ya todos los preparativos para su viaje; sé que todos los gobernadores han aplaudido el pensamiento del rey; sé que el arcediano de Toledo, instruido por el arzobispo, es el único que por bajo cuerda ha trabajado en contra de este casamiento; todo lo sé, Nuño; a don Alonso le conviene tener guardadas las espaldas, para de este modo verse libre de las acometidas del rey de Córdoba; pero ante la resuelta negativa de la Infanta se estrellarán todos sus planes.

-Mal conocéis la corte, amado señor: estáis demasiado enamorado de doña Teresa, para ver y tocar los mil obstáculos que se oponen a la realización de vuestros deseos.

-¡A la realización de mis deseos! ¿qué dices, Nuño?¿Crees por ventura que el corazón de Teresa ha perdido ya toda su energía? Muy engañado vives: la hermana del rey Alonso me ama, e inútiles serán todas las tentativas para unirla con el rey moro de Toledo.

-Me alegraría, señor, de que eso sucediese; pero Geroncio y Mustafá Morabito han entregado los seguros a su rey de que se llevará a cabo su casamiento.

-¿Y qué me importa a mi de esos embajadores, si a las formales promesas de un rey se opone la sagrada resolución de una doncella?¿qué me importa a mí de esos seguros, si una sola palabra de Teresa bastará para echar por tierra su validez? ¿qué me importa a mí ese bárbaro proceder de los nobles todos, si nada resiste en el mundo al formal empeño de dos corazones que se aman? ¿Habrá jamás en la corte de León brazos robustos que me separen de Teresa? No, Nuño; amo a Teresa; Teresa, me corresponde, y o muerta o mía:

-¡De Dios o tuya! -estas han sido las últimas palabras que he escuchado de sus labios. El rey Abdalla es valiente; pero en el corazón de D. Gonzalo no ha penetrado jamás el acero del enemigo.

-Arrojado sois, señor mío; nunca he dudado de vuestro valor, y mucho menos en este instante, sé muy bien de todo lo que es capaz el corazón de un noble como vos; pero mirad mi cabeza, don Gonzalo; medio siglo de esperiencia llevo impreso en las arrugas de mi frente; mi larga cabellera ha encanecido antes de tiempo: los desengaños han obrado en mí este cambio prematuro. Vos sois joven; vos contáis apenas veintidós años: los trastornos del tiempo no han marchitado aun el color de vuestras mejillas. Teresa os ama, es cierto; ¡pero han amado ya tantas mujeres, y han visto tan de continuo burlados sus amores!

-¿Es decir que tú opinas...?

-Yo nada opino, señor; os preparo únicamente el terreno para en caso de que veáis defraudadas vuestras mas lisonjeras esperanzas, que no os encontréis desprevenido.

-Gracias por el aviso Nuño; pero o Gonzalo morirá o Teresa será suya.

Y esto diciendo, el apuesto mancebo se levantó del sillón en que hasta entonces había permanecido sentado, y asomándose a una ventana de la cámara;

-¡Por las calzas de don Favila! -esclamó- que nunca he visto noche tan oscura.

-Mala es, don Gonzalo, para caminar solo hasta León.

-Cuatro leguas pronto se andan -añadió el joven ciñéndose un cinturón de cuero del cual pendía una brillante espada; además de que con esta hermosa toledana no es temible ningún encuentro.

-Sin embargo..., os acompañaré, don Gonzalo.

-De ninguna manera, Nuño: solo he caminado otras noches y esta caminaré solo también.

-Pero mi compañía..., hasta la entrada de la ciudad siquiera...,

-Me conviene ir solo, Nuño.

-Señor..., como queráis.

-Saca de la cuadra a Raab, y avísame en seguida.

El viejo escudero desapareció, y don Gonzalo quedó pensativo.

-Imposible imposible -murmuró después de unos instantes de silencio-. ¿Abdalla esposo de Teresa? de manera alguna: ¡Teresa será mía! mía sí, hasta la muerte. Ni don Alonso el rey, ni todos los nobles reunidos, serán bastantes a hacer cejar a don Gonzalo: ¡ánimo y constancia! La hermana del rey te ama y de ningún modo debes consentir en su enlace con un moro.

Nuño se presentó en la cámara.

-Cuando gustéis, señor; -dijo con voz entrecortada.

-Hasta mañana, Nuño; -añadió el caballero saliendo de la cámara.

A los pocos instantes el rápido y confuso traqueteo de las herraduras de un caballo que partía al galope, anuncié a los vecinos de Vegas del Condado que algún señor salía de la villa.

Capítulo II

Tres horas después entraba don Gonzalo en León, preocupada su mente con la marcha de Teresa hacia Toledo.

-No, no es posible; -murmuraba entre dientes el caballero;

-Teresa será mía: inútil será el empeño de su hermano; inútiles los esfuerzos de los nobles; inútiles los esfuerzos del Moro Abdalla. ¡Oh! si me equivocase, si saliesen fallidas mis esperanzas... pero no, no; es imposible.

En este momento el brioso corcel, que ya debía estar acostumbrado a estas escursiones, hizo alto en la destartalada puerta de una casuca sita en la calle de los Mandobles, correspondiente a la que hoy se llama del Cristo de la Victoria, y levantando su mano derecha, dio tres golpes con el casco en una de las hojas.

Nadie respondió.

El caballero tiró de la brida a su hermosa cabalgadura, y otros tres golpes más fuertes que los primeros resonaron en la puerta.

¿Quién va? -gritó un hombre desde adentro con voz atronadora.

-Abre, Ferrus -contestóle el caballero.

-¡Ah! ¿sois vos, don Gonzalo?

-El mismo, pero despacha.

Las dos hojas de la puerta se habrieron de par en par, y caballo y caballero pasaron sus humbrales.

La puerta volvió a cerrarse.

Un bulto negro dobló en este instante la esquina de una oscura callejuela inmediata a la casuca. Acercóse con paso lento hasta la puerta, y se puso a observar por la cerradura.

Don Gonzalo se había apeado, y Ferrus conducía a la cuadra al animal; aquel entró por una puertecilla practicada a la derecha de un patio, y Ferrus se introdujo por otra más espaciosa que había en el mismo. El interior de la casa se quedó completamente a oscuras, y el embozado nada pudo observar.

-¡Dios de Dios! -esclamó después de unos instantes: -es don Gonzalo; el mismo con quien esta noche tendré que habermelas de seguro; no es mal mozo ¡voto al diablo! Casi, casi, infunde miedo su presencia; pero Rodrigo nunca ha temblado ante ningún valiente. Esperemos; la noche está muy fría, pero envuelto en mi ropón, tampoco temo al frío.

Y el misterioso personaje se acurrucó en la puerta, aplicando el oído a la cerradura.

Ferrus volvió de la cuadra y entró en la habitación en que se hallaba don Gonzalo. Esta era un espaciosa cocina, cuyas paredes ennegrecidas por el humo lo daban todas las apariencias del interior de un horno. En la pared del fondo, y debajo de una especie de chimenea, ardía un montón de astillas, a merced de cuyo fuego se calentaba don Gonzalo.

-Temprano llegáis esta noche, señor -dijo Ferrus al apuesto caballero.

-Tengo que aprovechar el poco tiempo que me resta. ¿Qué noticias corren por la ciudad?

-Pocas y malas, señor; -contestó Ferrus con timidez.

-Habla, habla, -repuso don Gonzalo con ansiedad.

-¿Que hable decís?...

-Sí, sí, refiéremelas al punto.

-Señor me falta el aliento para comunicaros la triste nueva...

-No te detengas: ya sé que trata el rey de mandar mañana a Toledo a su desgraciada hermana.

-¿Sabéis ya...

-Sí.

-Pues bien; hoy han emplumado a una mujer...

-¡Emplumado a una muger!

-Sí, don Gonzalo, a una pobre mujer a quien en medio de la plaza se le ha escapado la lengua...

-¡Como! esplicate, Ferrus.

-Se ha atrevido a decir delante de algunas gentes que es una iniquidad lo que trata de hacer el rey con doña Teresa.

-¡Infeliz!

-Sí, don Gonzalo; y esa pobre mujer madre de cuatro hijos, acaba de volverse loca.

-¿Y sabes quien es, cómo se llama?...

-Juana es su nombre, la esposa de un zapatero...

-Toma esas monedas; repártelas con ella.

Y don Gonzalo sacó unas cuantas monedas de oro de su limosnera y se las entregó a Ferrus.

-¡Siempre lo mismo don Gonzalo! -esclamó con cierta veneración el huésped.

-Nada esta demás cuando se trata de socorrer a los pobres -añadió este; -pero ¿y nada más dicen las gentes de León? ¿los ánimos están tranquilos?

-Señor, ningún vasallo se atreve a oponerse a la voluntad del rey.

-Bien, bien; adiós Ferrus Saldré por la puerta falsa; aquel callejón es más estrecho, y corro menos peligro. Acompáñame pero sin luz.

Don Gonzalo y Ferrus salieron de la cocina y entraron en la cuadra débilmente iluminada por un candilón de hierro; el corcel conoció que su dueño se acercaba y se puso en movimiento.

-¡Quieto, Raab! -murmuró el caballero, dando a su caballo el nombre de un árabe a quien en batalla singular había vencido.

Raab siguió masticando en su pesebre y Ferrus abrió un pequeño postigo practicado en uno de los estremos de la cuadra.

-¿Queréis que os acompañe? -le interrogó a don Gonzalo

-No -contestó este saliendo de la casa.

-Que Dios os guíe; -añadió Ferrus cerrando el postiguillo.

-Él te guarde; -repuso el caballero.

El embozado permaneció en la puerta y sin apercibirse de la marcha de don Gonzalo: este siguió por el callejón del Búho, torció luego la esquina, y después de atravesar seis o siete callejuelas, fue a dar a la plaza de la Catedral, donde don Alfonso V tenía el alcázar. Sacó una llave de su limosnera, dió vuelta a la cerradura de un pequeño postigo secretamente practicado en una de las fachadas del edificio, y entró en él sin que nadie le observase.

Rodrigo continuaba en tanto acurrucado en la puerta de la casa de Ferrus.

Capítulo III

Preciso será antes de entrar en el curso de nuestra historia, dar alguna ligera idea del estado en que tanto la España árabe como la cristiana se hallaban en la época en que Alfonso V, negociaba el casamiento de su hermana Teresa con el rey moro de Toledo.

Muerto Almanzor el victorioso en la famosa batalla de Calatañazor y ocupado el trono de Córdoba por su hijo Abimelek el imperio musulmán estaba herido de muerte, aunque por el pronto pareciese que en él no se había verificado mudanza alguna. Abimelek había heredado el valor y prudencia de su padre, y le imitó en efecto, derramándose varias veces con su formidable ejército por el territorio de los cristianos; pero bien pronto la envidia comenzó a minar el trono del califa, y lo que con su padre nunca hubieran intentado, con el hijo se atrevieron a ponerlo en práctica. Abimelek murió envenenado en Córdoba en 1008, y el solio mahometano se vio ocupado por Hixen. Este fue un golpe terrible para ya el desmembrado califato desde la muerte de Almanzor. Avezado Hixen desde muy niño a que lo manejara y dirigiese un favorito, inútil de por sí solo para tomar ninguna resolución, imposibilitado por la inercia de dar una disposición, siquiera fuese desacertada, condenado por su ineptitud a la más miserable condición a que príncipe alguno se había visto reducido; acostumbrado, por decirlo así, a la privanza de sus favoritos anteriores, Almanzor y Abimelek; Hixen tuvo por necesidad que echarse en brazos del jefe de su guarda. Abderramán, hombre que siempre había vivido en medio de la crápula, y el juego, e inhábil por lo tanto para llevar sobre sus hombros el peso que se echaba. Abusando de la debilidad del príncipe que no tenía hijos, hizo que lo eligiera para sucederle; llegó esto, aunque tratado con sigilo, a oídos de Mahomad, hombre de valor y pariente del califa que con razón esperaba subir al trono, y trabóse una lucha encarnizada entre ambos enemigos, de la que salió por fin victorioso Mahomad, y proclamado califa despues de crucificado el favorito de Hixen, Abderramán. Como era muy natural alguno había de saber aprovechar estas revueltas; y Abdalla que había sido nombrado por Hixen alcaide de Écija, aprovechóse de las contiendas de los de Córdoba, y alzándose con la cortesía, se hizo proclamar rey de Toledo. Entretenidos como estaban los de Córdoba con sus discordias intestinas, y sin saber todavía a que califa obedecer, apenas tuvieron tiempo para ocuparse de la rebelión de Abdalla y este continuó entretanto ocupando el trono de Toledo.

En el ínterin nada de notable ocurría en el territorio de los cristianos; y Alfonso V de León, paralizadas de todo punto las guerras con los árabes desde la derrota de Almanzor, ocupose en restaurar su corte; demolida en gran parte por el furor de los muslimes; el clero de esta época empieza a volverse interesado; Alfonso V atendiendo con demasiada escrupulosidad a sus inmoderadas exigencias se singuluriza por las cuantiosas donaciones que para edificar iglesias y monasterios les confiere; los magnates todos le enriquecen a porfía: el clero se enorgullece y se corrompe, y la Iglesia hasta entonces moralmente poderosa, comienza a acumular privilegio sobre privilegio, y donación sobre donación, hasta llegar a ser con el tiempo la primera propietaria de España: los eclesiásticos todos, vivían en el más escandaloso libertinaje; y esta, y no otra fue la causa de que después se escribiese tanto en contra de sus vicios, y de que en la Historia compostelana se diga, hablando de los canónigos de Santiago, que «vivían como animales, y se presentaban en coro sin cortarse jamás las barbas, con capas rotas y cada una de su color; habiendo tal desorden, que mientras unos canónigos comían con la mayor esplendidez, otros se morían de hambre». Esta y no otra fue la causa de que el bienaventurado Andrés, abad de Vallombrosa, esclamase en uno de sus escritos: «El ministerio eclesiástico estaba seducido por tantos errores que apenas se hallaba un sacerdote en su Iglesia; corriendo los eclesiásticos por aquellas comarcas con gabilanes y perros perdían su tiempo en la caza; unos tenían tabernas, otros eran usureros; todos pasaban escandalosamente su vida con meretrices; todos estaban gangrenados de simonía hasta tal estremo, que ninguna categoría, ningún puesto desde el más íntimo hasta el más elevado podía ser obtenido si no se compraba del mismo modo que se compra el ganado. Los pastores a quienes hubiera correspondido poner remedio a esta corrupción, eran hambrientos lobos.»

El clero sin embargo, era el que, por decirlo así, encerraba en su seno los pocos rayos de ciencia que iluminaban aquella atmósfera oscurecida siempre por el polvo de las peleas. Reducida la España a la condición triste y miserable de un país conquistado, asediada siempre por los enemigos, rodeada por todas partes de guerras intestinas, relegados al olvido los restos de la cultura goda, embargada de continuo por las sangrientas guerras civiles, sin descanso para dedicarse al cultivo de las artes y de las ciencias; éstas permanecían ignoradas de la mayoría, y gracias si del retirado fondo de algún claustro, como dice un historiador moderno o debajo de la bóveda de alguna catedral salía un cronicón descarnado y seco, escrito en mal latín, o alguna leyenda piadosa, conque se entretenía y fomentaba el espíritu religioso en aquellos malhadados tiempos. Reconcentrado todo el saber humano de aquellos siglos en los obispos y sacerdotes, raro era el lego que sabía leer un manuscrito y mucho menos estender o redactar una eseritura, teniendo los clérigos por consiguiente que ejercer el oficio de notarios.

En esta época, pues, era en la que vivía don Alfonso V, y este era el estado político, civil e intelectual en que sus reinos se encontraban en el momento en que empezamos nuestra relación.

Don Gonzalo, que era hijo natural de Sancho Garcés, conde de Castilla, había visto a doña Teresa asomada a un ajimez, y desde aquel momento quedó enamorado de ella. No lo quedó menos la hermosísima infanta, del descendiente de Fernán González; su apostura era tan gallarda, su cuerpo tan airoso y tan espresivas sus miradas; que la hermana de don Alonso quedó prendada del mancebo.

Este, que por casualidad había tropezado con la faz hechicera de la infanta, hizo sus escursiones con mas frecuencia por León, y las entrevistas de los jóvenes fueron menudeando hasta el punto de verse todas las noches en el retrete de la dama.

Pero don Alfonso que, como ya hemos dicho, atendía mas a su conveniencia propia que a los sentimientos que pudieran caber en el corazón de una doncella, trató de librarse por el pronto de cualquier ataque inesperado que pudiera sobrevenirle por parte del rey de Córdoba, y negoció al efecto el casamiento de su hermana con el rey moro de Toledo. Instábanle a llevar a cabo su pensamiento los nobles de León por una parte, y la familia de los Velas por otra, que como enemigos que eran del conde de Castilla, tenían también muy poco afecto a su hijo don Gonzalo.

Trataron, pues, de realizar un horrible pensamiento que en la cámara del rey habían concebido, y que si bien este en la apariencia figuraba no haber descubierto, en su interior estaba deseando que lo pusiesen en práctica.

En efecto el menor de los tres Velas, Rodrigo, se encargó de asesinar a don Gonzalo y no con otro objeto le espiaba en nuestro capítulo anterior.

Capítulo IV

-No lloréis más, señora;-decía Lambra en tono suplicante a la infanta doña Teresa.

-¿Que no llore? ¡Ay! Lambra, no me resta otro consuelo; las lágrimas son el mejor bálsamo para las que, como yo, viven padeciendo.

-Tened confianza, señora; aun no es tarde y quizá...

-No, no; en vano tratas de hacerme concebir la más leve esperanza. Abdalla me espera en Olías, y desde allí partiré a Toledo, donde a las dos semanas seré un cadáver.

-¡Señora! tales presentimientos...

-Sí, Lambra, moriré.

-¿Algún filtro por ventura...?

-No,Lambra; no necesitaré de filtros para acortar los días de mi vida: los padecimientos acabarán con mi existencia. ¡Oh! por ti lo siento, Gonzalo; por ti no mas siento mi salida de León; si no vinieses esta noche... al menos no padecerías.

Dos gruesas lágrimas se deslizaron por las mejillas de la infanta: apoyó instintivamente su cabeza sobre el seno de su querida doncella, y ambas jóvenes prorrumpieron en amargo llanto.

Triste era el cuadro que presentaba el retrete de la amada de Gonzalo; triste era la situación de doña Teresa y muy triste el porvenir que a sus ojos se ofrecía. Defraudadas sus más lisonjeras esperanzas, imposible de todo punto la realización de sus deseos, atrancada de los brazos de su amante por la orden imperiosa de su hermano, convertidos en humo sus más gratos ensueños de placer y de ventura; a la joven infeliz ya no le restaban mas que días de horror y de padecimientos. ¿Qué felicidad podía esperar esta cándida muger de los halagos de un rey moro? ¿Qué placer no sería dolor ante los ojos de la infeliz Teresa, alejada para siempre de su amante? La joven confiaba en Dios, porque su madre Elvira la había enseñado desde niña a ser cristiana: creía por lo tanto que serían inútiles todos los esfuerzos del rey su hermano, para unirla con un moro; pero cuando meditaba en la enérgica decisión de Alfonso; cuando tornaba su vista hacia los nobles empeñados también en llevar adelante el pensamiento de su hermano; cuando reflexionaba un poco sobre su aislada posición; un rayo de desconfianza aparecia en sus ojos, y Teresa entonces no dudaba de su desgracia.

-Seré de Abdalla, -decía sollozando; -en vano será que llore, en vano será que suplique; los nobles y el rey se empeñan, y a mí nadie me defiende.

-Yo te defiendo, Teresa: -esclamó don Gonzalo penetrando en el retrete por una puerta secreta practicada en uno de sus ángulos.

La infanta lanzó un grito de sorpresa, y levantándose como arrebatada, cayó en los brazos de su amante.

-¡Oh! bella Teresa; ¿y cómo no amarte? -dijo este con voz entrecortada.

La joven quiso hablar; pero los sollozos ahogaron sus palabras.

-Habla, habla, hermosa mía; refiéreme esos secretos padecimientos que hacen tan amarga tu existencia.

-Amarga, sí, Gonzalo; imposible es que yo pueda existir al lado de ese rey que mi hermano me señala por esposo; no, no, Gonzalo; antes muerta que de un moro.

Y un rayo de tristeza brilló en los ojos de la infanta.

-Imposible, sí, -repitió después de unos instantes: -¿por qué separarme de ti, Gonzalo querido? ¿es delito el amarte por ventura? ¿es delito que tú ames a la infanta de León?

-¡No es delito, Teresa! pero tu hermano lo quiere; tu hermano y los nobles creen muy conveniente para sus planes tu enlace con Abdalla, y te unirán con él, Teresa mía -añadió Gonzalo después de unos instantes con desconsolado acento.

-¡Oh! me unirán con él ¿no es cierto? ¿me casarán con el rey moro de Toledo? ¡Oh! suerte cruel; ¡oh! estrella fatal de mis desdichas. ¿Pero no habrá remedio? ¿serán inútiles todos nuestros esfuerzos?

-Inútiles por desgracia: sólo un recurso nos queda; pero un recurso terrible, un recurso violento, un recurso contra el que tal vez se estrellarán todas nuestras tentativas.

-¡Un recurso! y ¿cuál es, Gonzalo? dímelo, dímelo, y pongámoslo en práctica al momento.

-Teresa, nos esponemos...

-¿Y a qué no me espongo yo una vez puesta en camino?

-Es cierto, hermosa mía; también tú te espones; espones tu corazón a los más crueles padecimientos, espones tu vida a los

más terribles desengaños, te espones a ser jugete de las pasiones de un musulmán.

-¡Oh! esto es horrible, Gonzalo; ese recurso, ese recurso: agotemos nuestras fuerzas, sucumbamos en la lucha, pero pongamos en práctica nuestra última tentativa.

-Teresa, ese recurso es la huida: huir conmigo a Castilla; este es el único medio de arrancarte de los brazos de ese moro.

-¡Huyamos, pues! -esclamó la dama entusiasmada; -pero pronto; no perdamos tiempo; un minuto desperdiciado, tal vez echará por tierra nuestros más hermosos planes. ¡Huyamos!

Gonzalo, en medio de su delirio, posó sus labios sobre la frente alabastrina de Teresa, y un ósculo de amor resonó en los ángulos del retrete.

-Huiremos, sí: -dijo después de unos instantes de meditación -huiremos; y si alguno se opone, mi espada allanará todos los obstáculos. Prepárate, Teresa; dentro de media hora volveré por ti.

-Adiós, Gonzalo, -dijo la dama sollozando; -vuelve pronto.

Gonzalo estrechó a la infanta entre sus brazos, y dirigiéndola una mirada amorosa, salió del retrete por la puerta falsa.

Capítulo V

Haría ya mucho tiempo que el genio del mal se mecía sobre la cabeza de ambos amantes, e inútiles eran por lo tanto todas sus tentativas.

Gonzalo amaba a Teresa con delirio, y nunca meditaba en las consecuencias fatales de un arrebato de su pasión. Creía que sacándola del alcázar, haría su felicidad al par que la de su doncella; y creía que el mejor medio de librarla del compromiso adquirido por su hermano, era el de sacarla a media noche de León, conducirla hasta Vegas del Condado a la grupa de Raab, y huir desde allí a Castilla con su amado tesoro, donde indudablemente el conde Sancho Garcés, su padre, favorecería su casamiento. Pero Gonzalo se engañaba, como se engaña todo joven en cuya mente no obra la reflexión sino el fuego de una imaginación ardiente. La familia de los Velas tenía resentimientos, hasta cierto punto infundados, con el conde de Castilla, y por las venas de Gonzalo corría la misma sangre del conde; el menor de los Velas partidario decidido del rey Alonso, ínterin este modo de proceder le convenía, estaba interesado en favor del casamiento de la infanta y dispuesto, como era natural, a combatir resueltamente en contra de todos aquellos que al enlace de Teresa se opusiesen. Los Velas además eran traidores, y sus ataques, por consecuencia eran más temibles que los de cualquier esforzado caballero, que embrazando su escudo y empuñando una pesada lanza de roble se presentase a acometer de frente. Los Velas daban el golpe, los Velas asesinaban; pero su huella jamás se descubría: Gonzalo tenía que luchar por lo tanto, con enemigos de mala ley y su situación podía en adelante ser embarazosa. Don Gonzalo, no obstante, ignoraba la trama que contra él se meditaba en la cámara del rey.

Salió muy descuidado del retrete de su dama, bajó una estrechísima y pendiente escalera de caracol, atravesó una larga y helada galería, y sacando de su limosnera una llave que momentos antes le había facilitado la entrada en el alcázar, abrió un pequeño postigo, secretamente practicado en una de las columnas de piedra, y se encontró en la plaza de la Catedral a la desembocadura de la calle de los Arneses.

No bien había dado cuatro pasos, cuando un brazo robusto y fuerte le asió por el cuello, arrinconándole en el quicio de una puerta.

Don Gonzalo sorprendido, levantó la vista para reconocer a su adversario; pero este llevaba cubierto el rostro con un antifaz verde, y fueron inútiles por lo tanto sus esfuerzos.

-¿Me conoces? -dijo el menor de los Velas con sarcasmo, sujetando con su otra mano la diestra del doncel.

-Ni me holgara mucho en trabar conocimiento con tal bribón. -le contestó Gonzalo con resuelto tono.

-¿Bribón, eh?

-No sino un villano intentará hacer lo que tú has hecho.

-¿Villano también?

-Y cobarde en demasía.

-¡Don Gonzalo!

-En vano son todas tus escusas: ¡villano y cobarde! vuelvo a repetir.

-Tengo en mis manos vuestra vida, y fuera temeridad lo que vos acaso juzgáis valor.

-Nunca tendría palabras bastantes para denostarte por acción tan vil.

-D. Gonzalo, vos amáis a Teresa; Teresa va a contraer matrimonio con Abdalla; la palabra de un rey tiene que cumplirse; o renunciáis a su amor o morís en este instante. Yo abrigo resentimientos personales con vuestro padre y en cualquiera de su familia tiene que recaer el peso de mi venganza. Si vos queréis ser la víctima...

-¡Ira de Dios! ¿Eres tú de los Velas?

-Me has conocido.

-¡Cobarde!

Y don Gonzalo hizo un poderoso esfuerzo, merced al cual consiguió desasirse de la mano de hierro que le oprimía. Rodrigo Vela sacó en este momento un acerado puñal que pendía de su cintura, y lo alzó sobre el pecho del doncel; este, que aún no había tenido tiempo de desenvainar su acero; hubiera perecido indudablemente bajo el hierro homicida de Rodrigo, a no haber aparecido Nuño en este instante y defendido a su señor del inminente riesgo en que se hallaba.

El buen viejo apareció tan a tiempo por la calle de los Arneses con su espada desnuda, que su sola presencia bastó para que Rodrigo Vela tocase a retirada y huyese a pasos acelerados por las espaldas del alcázar; mas no tan a prisa que el buen viejo no tuviese lugar de hacerle un pequeño rasguño en el costado.

-¡Cuernos de Luzbel! -dijo el escudero tan luego como el agresor de su dueño hubo desaparecido: -por algo os decía yo, señor Gonzalo, que no estaba demás mi compañía. Vos sois jóven, vos amáis a Teresa, y sois además hijo de Sancho Garcés; estos son motivos bastantes para que os veáis en León rodeado de enemigos; pero ¡ira de Dios! ¿os ha herido ese villano?

-No, buen Nuño; mas partamos a casa de Ferrus; aquí estamos espuestos...

-Sí, sí, partamos; que los Velas son muy traidores.

Y Gonzalo y su escudero se encaminaron hacia la calle de los Mandobles a pasos acelerados.

La puerta de la casa de Ferrus se hallaba entornada, y ambos pasaron sus umbrales sin hacer caso de este incidente. Mas entrando en la cocina, y no hallándole en ella, recorrieron todas las dependencias de la casa, y el buen viejo no parecía.

-¡Cuernos del diablo! -esclamó don Gonzalo; -esta noche es noche de aventuras; ¿si al pobre Ferrus le habrá ocurrido también algún percance? Lo sentiría; Ferrus era un servidor leal y un viejo muy cumplido.

En tanto que el señor y su escudero se devanaban los sesos pensando en la desaparición de Ferrus, en la calle de los Arneses tenía lugar otro lance parecido al que acabamos de referir.

El pobre posadero se hallaba rodeado de unos veinte hombres de armas, entre los cuales y espada desenvainada, se distinguía el menor de los Velas, que momentos antes acababa de huir de la presencia de Nuño.

-¡Preso el traidor! -esclamó Rodrigo Vela amenazando con su espada al posadero.

-Pero, señor...

-Calle el mandria, o daremos cuenta de su vida en este instante.

El pobre Ferrus cerró sus labios y se dejó conducir por los hombres de armas hasta la cámara del rey.

Mas ¿cuál era la causa de que el posadero se encontrase en aquel sitio? ¿no quedó en su casa a la salida de don Gonzalo hacia el alcázar? ¿qué idea, pues, le había inducido a abandonar su zaquizamí por seguir los pasos del noble castellano? El deseo de compartir con la pobre Juana el repleto bolsillo de don Gonzalo; el deseo de ser útil a este caballero por si algún percance lo sucedía.

El hijo del conde de Castilla se había entretenido demasiado con la infanta, y augurando muy mal Ferrus de esta no acostumbrada detención, salió de su casa con el objeto antes indicado. Tenía muchas ganas el posadero de sacar de un apuro a don Gonzalo; pero del lance apurado salió bien el amante de Teresa, y el pobre Ferrus no tuvo después quien lo sacase de sus apuros.

-¡Oh! -murmuraba para sus adentros- ¡y si viniese en este instante el noble caballero! con su espada solamente era capaz de ahuyentar a toda esta gavilla; pero yo... yo, ¡pobre de mí! ¿qué he de hacer? Resignarme, aguantar y sufrir las consecuencias, fatales quizá, de mi imprudencia.

El retrete de doña Teresa era teatro en este momento de otra escena no menos interesante.

Pero pasemos a la cámara del rey, a donde Rodrig Vela y los hombres de armas habían conducido al pobre posadero.

-¿Quién es este hombre? -dijo don Alfonso dando a su semblante toda la espresión de ferocidad que le era característica.

Este hombre es un traidor: -contestó Rodrigo Vela adelantándose respetuosamente hasta su soberano e incando la rodilla en la primera grada del estrado real.

-¿Un traidor dices?

-Y de los más traidores, vuelvo a repetir.

-Esplícate.

-Me esplicaré, señor. Rodrigo Vela siempre se ha esforzado en servir a su señoría; Rodrigo Vela no olvida nunca los beneficios que recibe de su rey; Rodrigo Vela espone su vida siempre que se le presenta ocasión de defender los derechos de su soberano; Rodrigo Vela ha descubierto los amores que Gonzalo Garcés, hijo del conde de Castilla, Sancho, mantiene con vuestra hermana, y Rodrigo Vela os present hoy a uno de los más acérrimos defensores del rebelde castellano.

-¡Villano! -esclamó Alfonso dejándose llevar de uno de sus frecuentes accesos de furor.-¿Y te atreves a oponerte de ese modo a la suprema voluntad del que has reconocido como rey y a quien debes guardar siempre el más profundo respeto, la mas ciega obediencia?

El pobre Ferrus que no estaba acostumbrado a oír tales sermones, y mucho menos de boca de su rey, lejos de inmutarse, irguió cuanto pudo su cabeza, y contestó con vos hueca y varonil:

-Me opongo, sí, porque se opone todo el reino; me opongo, porque es una iniquidad lo que trata de hacerse con vuestra hermana. La infanta doña Teresa no debe unirse nunca con un moro.

-¡Silencio, villano! que estás hablando con tu rey.

-Nunca debe guardarse silencio cuando se presenta la ocasión de decir una verdad.

Los hombres de armas de la servidumbre real se iban a arrojar sobre el pobre y altivo posadero; pero Alfonso los contuvo con solo una mirada.

-Este hombre -prosiguió el menor de los Velas- ha tratado de asesinarme.

-¡Mentira! -esclamó Ferrus lleno de cólera.

-Aún están manchados de sangre mis vestidos.

-¡Mentira!

-¡A las pruebas! ¡a las pruebas! -esclamó el rey enfurecido e inyectadas de sangre sus pupilas.-¡Al torreóndel moro! ¡Encerradle!

Los hombres de armas hicieron salir a Ferrus de la cámara y le condujeron a la prisión designada por el rey.

Éste quedó solo con Rodrigo Vela, escuchando la relación de lo que momentos antes acababa de ocurrir en la calle de los Arneses.

Doña Lambra, oculta tras un tapiz, estaba presenciando esta escena, ínterin en el retrete de su señora tenía lugar la que vamos a referir.

Capítulo VI

La misma puerta secreta por donde momentos antes acababa de salir Gonzalo, se abrió de nuevo silenciosamente dando paso a un hermoso y gallardo doncel, en cuyo risueño semblante no se podían adivinar arriba de diez y ocho años.

La bella Teresa lanzó un grito de asombro y de terror incapaz de describir; sus mejillas se tornaron lívidas, el vivísimo carmín huyó por un momento de sus labios, y sus miembros todos se ajitaron convulsivos.

-No tenías nada, rosa de Hiram; las trenzas de oro sientan muy bien sobre tus sienes, y es necesario que Abdalla las admire. Muy hermosa decían que parecíais encerrada en vuestro retrete; pero aún resaltarán más vuestras gracias en el alcázar de Toledo.

Teresa escuchó estas palabras llena de temor y miró sobrecojida al hermoso joven que tenía ante sus ojos.

-Te asombras, sí, ya lo veo: también yo vengo asombrada a tu palacio; también yo tiemblo ante tu vista. Mujer soy como tú; mujer desdichada como tú; mujer hermosa como tú, y rival además de tu hermosura; no soy tu enemiga: vengo a buscar consuelo en tus pesares, y a proporcionar alivio a tus padeceres. De Abdalla serás dentro de pocas horas, y a su lado vas a ser la reina más querida. Yo tambien he sido el encanto del rey moro; también yo he gozado de sus caricias; Abdalla cuando ama, ama con delirio, y tú vas a ser el encanto de Abdalla: no tienes porque llorar, cristiana hermosa, un mundo de delicias te espera allá en Toledo; los árabes no aman como los cristianos: su amor es más espiritual, más embriagador, más lleno de deleite. Hay en el alcázar jardines donde puedes solozarte; sus fuentes te servirán de espejos; te hablarán de rodillas las esclavas; órdenes imperiosas serán desde mañana tus caprichos; no llores, no, cristiana, que un mundo de deleites te espera en el alcázar de Toledo.

Teresa escuchaba al doncel llena de asombro y envuelto el rostro entro los menudos pliegues de su brial regado con sus lágrimas. Cuando aquel acabó de hablar, levantó la cabeza y volvió a mirarle de nuevo; pero el joven continuó:

-Te estrañas, sí; también yo vengo llena de estrañeza, pero óyeme, cristiana; escucha mis palabras; escucha las palabras de tu amiga.

-¡Mi amiga! -dijo por fin la infanta enjugando dos gruesas lágrimas que surcaban sus mejillas; -yo no te conozco.

-No me conoces, ya lo sé; yo tampoco te conocía, y sin embargo he venido a León por conocerte; y he venido de Toledo disfrazada, y para venir he tenido que fugarme del alcázar.

-¿Te has fugado del alcázar? ¿vienes de Toledo disfrazada? ¿has entrado en León por conocerme? no te comprendo, mujer; nada puedo adivinar en tus palabras.

-¡Ah! por tu desgracia y por la desgracia mía me comprenderás dentro de poco. Yo pensé volverme loca; yo creí que en el mundo nada me restaba; todo lo veía negro en torno mío, todo me horrorizaba, todo me causaba hastío. Cuando postradas de rodillas se apresuraban a servirme mis esclavas; ¡huid, huid! las decía llena de coraje. Y las esclavas huían de mi vista. El perfume de las flores me envenenaba; las corrientes de las aguas donde tantas veces vi retratado mi semblante, parece como que se deslizaban más a prisa apenas escuchaban mis pasos por las orillas de los arroyos; cuando bajaba al jardín por gozar de los encantos de la noche, la noche se tornaba fría; los pájaros huían de mí, como huyen los cervatillos de la jauría que los persigue; la luna se ocultaba apenas me veía paseando por las estrechas calles de mis jardines; hasta mi antes dulce y embalsamado álito debía parecerse al del leproso, porque el hermoso Abdalla huía de mí presencia y esquivaba mis palabras. ¡Oh! he sufrido mucho, virgen de los amores;oculta entre los plegados cortinajes de mi lecho, he pasado seis noches en vela; las fuentes de mis ojos se han agotado ya; no tengo que llorar, como no llore mi sangre; y esto me sería mucho más dulce que verme apartada del que me ha prodigado sus amores. Cansada ya de regar con mis lágrimas los ricos terciopelos de mis cojines he concluido por maldecirme, pero la maldición no me ha alcanzado, porque aún vivo para los sufrimientos.

-¡Arrójate al estanque! -me dije un día:-tu cadáver será envuelto entre finas gasas y espuesto a las miradas de tu rey; él se desesperará a presencia de tu belleza sin aliento; llorará de furor y correrá por todo los retretes de su alcázar; correrá en busca de tu asesino, pero tu asesino no será encontrado y al día siguiente serán colgados de las almenas del alcázar todos los hombres de armas y eselavos de su servidumbre; la venganza de Abdalla será horrible: sus vasallos sufrirán el primer ímpetu de su cólera; mas la calma tornar a iluminar su mente; sus tinieblas serán disipadas por la luz de su conciencia; ésta le gritará sin cesar por donde quiera que vaya. -¡Tu eres el asesino!- Sus remordimientos serán atroces y tu muerte será lavada con sangre: con sangre, sí; con sangre de las inocentes víctimas de Abdalla, y con sangre de Abdalla mismo, porque no faltará un esclavo libre que vengue la muerte de su hermano.

Y mi vista se nublaba después de decir estas palabras; sentía un estremecimiento horrible en todos los miembros de mi cuerpo; quería clavar un puñal hasta el fondo de mi corazó y el puñal se me caía de las manos; me faltaban las fuerzas para llevar a cabo mi pensamiento: pero era porqu la voz de mi conciencia me gritaba y me gritaba instigada por los celos; porque yo tengo celos hasta del aire que respira Abdalla, de las flores que se acercan a sus labios, del suave cefirillo que mueve sus blandos rizos; tengo celos hasta del agua en que se baña, porque temo que en ella se oculte alguna sirena encantadora. ¡Oh! esto es horrible, bella cristiana; hoy tengo celos de ti porque tú eres hermosa y me has robado mi amor; siento deseos de ahogarte entre mis brazos, para que no llegues a gozar del bien que por tanto tiempo he poseído. Abdalla ama con delirio, y tú vas a ser de Abdalla, pero no; tú no le amarás, tú no le fingirás amor, porque tu corazón no es tuyo, y si le fingieses amor, le engañarías; tú amas a Gonzalo, Gonzalo te ama a tí, y los dos seríais felices si e bárbaro proceder de don Alfonso no se opusiese tan abiertamente a vuestros designios. ¡Oh! no le ames, no; cristian mía; no le ames, porque tu corazón no es tuyo, porque tu religión no es la suya, porque el corazón de Abdalla no es suyo, porque un abismo sin fondo os separa a entrambos. Y no lo amarás nunca, porque estoy yo, aquí para observaros, y hundiría mi puñal en vuestro seno. Pero no, no -dijo la mora disfrazada después de unos instantes y como variando de resolución;- no le odies, no le desprecies, no le abandones; ámale Teresa, ámale, porque mi corazón es suyo; ámale, porque yo no quiero verle desgraciado. Huiré de su alcázar, huiré de mi retrete, me despojaré de todas mis ricas joyas, le dejaré en su alcázar mi último suspiro y la última flor cogida por mis manos de los cuadros de sus jardines. Mi suspiro volará sin cesar al rededor de vuestro lecho; la flor cojida por mis manos embalsamará a la vez aquel recinto, y Abdalla al menos me consagrará un recuerdo cuando se entregue al amor de la cristiana. Yo me alejaré de los muros de Toledo, miraré por última vez los calados ajimeces de mi retrete azul, y huiré de aquel sitio funesto, dejando en él mi último suspiro de amor. En el primer almarestan que encuentre en el camino, acabaré mis días acordándome de Abdalla.

La joven Teresa quedó asombrada al oir la larga relación que acababa de hacer la mora.

Esta, joven y hermosa como la infanta de León, era celosa como todas las de su raza y estaba dotada de una imaginación ardiente, que en más de una ocasión le hacía ver cosas que no existían.

El esceso de imaginación es una enfermedad muy semejante a la locura; esta no es otra cosa que el desbordamiento de la imaginación producido por un ataque de mal humor o por un acceso de alegría inesperada.

Fátima (este era el nombre de la hermosa mujer que hablaba con Teresa) estaba loca por consiguiente; pero loca de coraje, loca de desesperación. Hablaba sin saber lo que decía; cincuenta pensamientos diferentes acudían a su mente en un instante, y los cincuenta eran olvidados por la impresión de otros nuevos. Fátima no era suya; Fátima no se pertenecía, Fátima estaba sujeta al imperio de su loca imaginación. Tan pronto amaba a Abdalla como le aborrecía; tan pronto ansiaba la muerte como arrojaba el puñal con que iba a cortar el hilo de su vida: tan pronto corría en busca del bullicio y los placeres del alcázar del rey moro, como se encerraba en su retrete y no permitía la entrada en él ni aún al mismo Abdalla. Este la amaba con delirio; iba a contraer un matrimonio de conveniencia; iba a unirse con una mujer para asegurar su reino; Abdalla solo, no podría defenderse nunca contra la justa guerra que pudiera hacerle el rey de Córdoba; Abdalla en realidad no era más que un usurpador afortunado, un usurpador que había sabido aprovecharse de las revueltas del califato para levantarse con la cortesía y proclamarse rey de Toledo. Alfonso de León, por otra parte, no era bastante por sí solo para defenderse contra el de Córdoba, y a ambos reyes les reportaba ventajas este parentesco, pues no era otra cosa el proyectado enlace que un casamiento de conveniencia. Por lo demás Abdalla amaba a Fátima como nunca, y la amaba con más razón cuanto que dentro de breves días iba a entrar en su palacio la usurpadora de todos los placeres que hasta entonces la habían pertenecido.

Esto solo era motivo suficiente para que la infeliz Fátima se creyese abandonada y reducida a la mísera condición de esclava de una reina que dentro de pocos días debía traspasar los umbrales del alcázar, esto solo era motivo suficiente para que las fuerzas la abandonasen, las lágrimas asomasen a sus ojos, y sufriese las consecuencias de los arrebatos de su imaginación.

En este momento dirigía a Teresa una de esas miradas vivas, pero penetrantes y entremezcladas de cólera y compasión, al mismo tiempo, y le dijo después de un corto intervalo.

-¿Te esperará en valde Abdalla?

-No sucederá así por desgracia mía.

-¿Es decir que te pondrás en marcha para Toledo?

-Mi hermano es el rey y mi hermano impone la ley a sus vasallos.

-Pero al corazón nadie le ha puesto cadenas; el corazón es libre; libre como el pájaro que vuela, como el pez que nada por el agua, como la tierna golondrina que emigra a los países cuyo clima le conviene.

-Pero cuando ese pez se ve encerrado en una redoma, cuando ese pájaro está en la jaula, y cuando esa golondrina es presa del capricho de un muchacho...

-Teresa no es esclava de su hermano; su alcázar es el de Alfonso, y los hombres de armas de Alfonso vasallos de Teresa.

-Pero Teresa, como mujer, está sometida a Alfonso.

-Los corazones nunca se someten: ni aún los de los vasallos a su rey.

-Vasallo soy yo de mi hermano, y vasallo poco fuerte. Iré puesto que Dios lo quiere; pero nunca seré de Abdalla. Seré su esposa ante los ojos de los hombres, y su hermana ante los de Dios.

-¿Nunca serás suya?

-Jamás.

-¿Y con ruegos...?

-No adelantará mas que con amenazas.

-Adiós, cristiana; seré tu amiga, el genio del mal ha tiempo que se mece sobre nuestras cabezas; pero el genio del mal caerá humillado a los pies de una mora instigada por los celos. Le suplicaré, lloraré, regaré con lágrimas el rostro de mi querido Abdalla, me incaré de rodillas, le colmaré de amores, y si no...

La hermosa Fátima desapareció por la puerta secreta que le había servido de entrada y Teresa se quedó muda y pensativa.

En medio de este silencio se oyeron resonar a lo largo de la escalera de caracol las siguientes palabras cuyo eco se perdió a lo lejos después de unos instantes:

-¡Venganza! ¡venganza!

Capítulo VII

Las calles de León estaban intransitables; multitud de hombres y mujeres, formando corrillos a las puertas de sus casas conversaban por lo bajo y en diferentes tonos, dirigiendo de cuando en cuando sus miradas alrededor.

-Estos pícaros Velas, -murmuraba una vieja con voz gangosa,- se encuentran como Dios en todas partes.

-Mas no por eso dejan de ser demonios; -murmuraba otra aproximándose lentamente al corro de mujeres del cual habían salido aquellas frases.

-¿En qué tiempo se han visto las cosas que estamos viendo en el presente?

-En ninguno: yo he vivido en los tiempos del rey Monje, Alfonso IV, yo he visto el trono de León ocupado sucesivamente por Ramiro II, Ordoño III, Sancho el gordo, Ramiro III y Bermudo el gotoso, y a fe, a fe, que lo que pasa en los tiempos de Alfonso V, no ha pasado nunca.

-Y le llaman el noble, sin embargo, -añadió la que se había aproximado al corro tomando parte en la conversación.

-¡El noble, y manda emplumar a la mujer de un zapatero!...

-Y a la mujer de un zapatero que nunca ha tenido parte en brujerías.

-Pero a la pobre se le marchó la lengua...

-Es verdad, dijo lo que sentía...

-Y como en estos tiempos no puede decirse todo lo que se siente...

-Ya, ya; buenos tiempos alcanzamos.

Y de este modo proseguían hablando las mujeres en sus corrillos, ínterin los hombres reunidos en las tabernas y paseando las callejuelas próximas a la plaza, mantenían otros diálogos semejantes, aunque algún tanto más razonados que los de aquellas.

El sol calentaba demasiado y los cultivadores de las campiñas se habían retirado a la ciudad con el santo fin de tomar el fresco bajo las parras de sus patios; en León se juzgaba además un reo aquella misma mañana, y esta era la causa de que las calles de la ciudad se viesen tan concurridas. Discutíase largamente en los corros acerca de la justicia o injusticia con que había obrado el rey poniendo preso a Ferrus; unos creían que la prisión estaba bien dispuesta, otros que era inmotivada; quienes afirmaban que Ferrus no debía someterse a las pruebas; quienes por el contrario, creían que si Ferrus era inocente, debía someterse a ellas echándose en brazos de Dios; varios opinaban que el rey había andado poco cuerdo en lo de fiarse de unos traidores como los Velas; y los mas en fin, juzgaban de todo punto inútiles las pruebas judiciarias, puesto que no existían datos positivos acerca de la rebeldía de Ferrus. Pero pensase cada cual como quisiese, lo cierto es que aquella misma mañana Ferrus había sido sometido a la prueba del juramento, y aún cuando nada en contra suya habia resultado, ahora se le iba a someter a la calderia, que era una de las mas bárbaras de aquellos tiempos.

La Plaza se hallaba llena de un inmenso gentío, que acudía presuroso a presenciar la tremenda prueba porque iba a pasar Ferrus.

-¿Si sucumbirá? -decían unos.

-¿Si sobrevivirá? -esclamaban otros.

Todas estas preguntas que salían de aquella confusa multitud, bastaban ya por sí solas para dar a entender que la prueba caldaria era una prueba terrible.

Y en efecto; no indicaba otra cosa el imponente y magestuoso aparato que había en la plaza de la catedral. En medio de ella y como a unos cuatro pies de elevación, veíase un estenso tablado cubierto todo de paño negro: encima de este tablado y junto a una fuerte columna de madera, había colocado un hornillo de piedra, a merced de cuyo fuego hervía el agua de una caldera que descansaba sobre él. Al lado de la caldera un hombre de siniestra mirada, de barba crecida y melena descompuesta, atizaba continuamente el fuego y parecía como que se impacientaba cansado de esperar.

-¡Ira de Dios! -esclamaba por lo bajo;- un poco mas de fuego y muere de seguro; ya me va cansando su dilación; pero ¡por el beso de Judas! que me las ha de pagar todas juntas. Ferrus era un tunante a quien yo tenía ganas de cojer por mi cuenta..., pero un poco de paciencia; que dentro de media hora ya le tendré en mis manos.

Y el ejecutor de la justicia, que este cargo ejercía el que atizando el fuego y murmurando de Ferrus, sudaba una gota por cada pelo, y lanzaba tantos juramentos cuantas eran las gotas de sudor que caían sobre las ascuas.

-Ya viene, ya viene; -murmuró por lo bajo dirigiendo sus miradas hacia una de las callejuelas que desembocaban en la plaza.

Un rumor sordo y confuso vino a interrumpir en este instante el silencio sepulcral en que hasta entonces habían permanecido las gentes que llenaban aquellos alrededores.

Las ventanas de los primeros pisos se veían coronadas de curiosos; alguna que otra dama se colocó detrás de los cristales de su ajimez para ver lo que pasaba; tampoco faltó algun viejo que se hiciese conducir en hombros de sus criados hasta la plaza misma con objeto de presenciar la prueba. Hombres y mujeres, niños y ancianos, todos acudían a la plaza y todos llegaban a ella en distintas direcciones.

En este momento cuatro hombres de a caballo abriéndose paso por entre aquella confusa multitud, entraron en la plaza por una de las callejas. Detrás de ellos, escoltado por seis infantes y seguido de otras tantas lanzas atravesó Ferrus la plaza con la cabeza erguida, si bien pálido y demacrado a consecuencia de los malos tratamientos de que había sido víctima durante su prisión, por encargo de los Velas.

Para subir al tablado había una escalerilla: uno de los ayudantes del ejecutor quiso tenderle la mano para ayudarle a subir, pero Ferrus la despreció; y despué de dirigir una mirada de dolor en torno suyo, subió por su propio pie aunque despacio y con la cabeza baja, como hombre que llevaba sobre sus hombros las tres cuartas partes del siglo en que había nacido.

-¡Menos calma! -esclamó el ejecutor atrayéndole hacia sí de una manera bastante brusca.

-¡Villano! -esclamó un hombre del pueblo dándole al ejecutor una pedrada.

El pueblo entonces se alborotó; las mujeres, que siempre han sido las mismas, lo compusieron todo con dar gritos; los hombres de armas de D. Alfonso sacaron sus espadas; las gentes de a caballo se dispusieron a calmar aquella funesta agitación arremetiendo lanza en ristre a los alborotadores; el pueblo, en cuyo seno germinaba el odio contra los Velas, se inclinó como siempre a defender a la parte más débil; algunos de los menos temerosos se subieron al tablado con intención de meter al ejecutor en la caldera, e indudablemente Ferrus hubiese quedado en libertad, si un refuerzo de hombres de armas que llegó a la plaza en aquel instante, no hubiese tomado la defensa de los que escoltaban el tablado.

La opinión pública estaba, no obstante, declarada; aquel pueblo que se oponía abiertamente al casamiento de Teresa con el moro de Toledo, se oponía también a que continuasen las actuaciones en contra de Ferrus; pero el rey de León era Alfonso; y los caprichos de Alfonso eran órdenes imperiosas para todos sus vasallos. Calló, pues, el pueblo tan luego como le vio aparecer en la plaz montado en su corcel.

-¡Ira de Dios! -dijeron unos.

-¡Uñas del diablo! -esclamaron otros.

-¡A qué ocasión ha llegado!

-Y si no viene, Ferrus es nuestro.

-Pero por ahora quedos, que D. Alfonso es muy capaz de enterrarlos vivos a todos debajo de ese tablado.

-Silencio, sí -repetían a coro aún los más temerarios y decididos.

Los ginetes y hombres de armas, se felicitaban por otra parte de la oportuna llegada del rey Alfonso; conocía demasiado al pueblo leonés, le habían visto irritado algunas veces, y más que en sus lanzas confiaban en el rígido carácter de su rey.

Tornaron, pues, a la calma los alborotadores. Alfonso ocupó el estrado real que eslaba rodeado de una balaustrada dorada, cubierto de ricos tapices y protegido además de los rayos del sol por un magnífico dosel; los hombres de su guardia y servidumbre ocuparon a su vez las graderías que se elevaban detrás del estrado real, y a una señal de Alfonso y después de haberse leído la sentencia a voz en grito con el fin de que la oyese el pueblo, se dio principio a la ejecución de la prueba en medio de un silencio sepulcral.

Ferrus, a escepción de un sayo verde que le caía desde los hombros hasta la mitad escasa de los muslos, iba completamente en cueros; el sayo no tenía mangas; y sus brazos tostados y enjutos iban también al aire como el resto de su cuerpo. Aproximóse a él el ejecutor y valido de que la presencia del rey había bastado por sí sola para calmar a los alborotadores, desahogó de nuevo su furia, dando un fuerte empujón al pobre Ferrus y haciéndole caer al pie de la columna.

Un nuevo murmullo de desaprobación salido de aquel tumulto de gentes irritadas, hizo comprender a Alfonso que su pueblo era muy afecto a los motines; y más bien por acallar aquellos significativos rumores que por castigar la acción villana del ejecutor, mandó a uno de sus ayudantes que le diese cuatro azotes con las correas que iban a servir para atar al reo.

El ayudante, que tenia motivos más que suficientes para mirar de reojo a su maestro, las agarró lleno de júbilo, y descargó sobre las espaldas del ejecutor cuatro tan soberbios latigazos, que resonaron por unos instantes en los rincones de la plaza.

Otro nuevo murmullo de aprobación salió de aquel inmenso gentío, y el pueblo entonces, deponiendo algun tanto su ceño, preparóse resignado a presenciar la prueba.

El ejecutor, más furioso que antes por haber sido azotado a presencia de todo un pueblo, y azotado además por uno de sus criados, tomó la determinación de desahogar su pecho mordiéndose los labios de coraje, y condujo al pobre Ferrus a la columna, donde tuvo ocasión de desahogarse nuevamente atándole de una manera tal a aquel madero, que todos creían ver reventar al pobre sentenciado. Una vez sujato Ferrus por la cintura con las mismas correas que habían servido para azotar a su verdugo, este le cogió el brazo derecho, púsole en la muñeca una gruesa argolla de hierro, de la cual pendía a la vez una cadena corta con una pesa de dos arrobas en su estremo, y metiéndole en la caldera el brazo con todo aquel enorme peso, que pendía de la argolla, el pobre Ferrus se vio rudamente aprisionado, e inútiles hubieran sido todas sus tentativas por librarse de los hierros y ligaduras.

El agua de la caldera estaba hirviendo, los rayos del sol caían además de plano sobre la plaza, y tanto Ferrus como los ejecutores de la justicia sudaban a más no poder por todos los poros de su cuerpo.

En vano el sentenciado trataba de librarse de aquel horrendo martirio al que las perfidias de los Velas, le habían conducido; en vano trataba de sacar su brazo metido hasta el codo en aquella caldera de agua hirviendo; el peso que tenía a su estremo la cadena, era demasiado para que el viejo Ferrus sin la ayuda de su brazo izquierdo, pudiera conseguirlo; pero su brazo izquierdo estaba como su cuerpo atado a la columna y era imposible por lo tanto, que se pudiese librar de aquel martirio.

-¡Fuego! ¡fuego! -esclamaba por lo bajo el ejecutor, haciendo que sus ayudantes le obedeciesen.

-¡Fuego! ¡fuego! -dijo también Alfonso, viendo que Ferrus se mantenía firme, y que aquella agua hirviendo, donde indudablemente se le debía cocer el brazo, no le causaba impresión alguna.

-¡Fuego! -repetía el ejecutor atizando él mismo las ascuas del hornillo, y metiendo nuevos troncos a fin de promover la llama.

-¡Rayos del cielo! -esclamó furioso el pobre Ferrus dirigiendo una colérica mirada a los tres Velas que estaban en el estrado real, detrás de don Alfonso.

-¡Más fuego! ¡más fuego! -repitió de nuevo el rey, creyendo que aquella mirada se había fijado en él.

Animado el ejecutor con la espresión colérica del rey y seguro ya de que no le volvería a azotar de nuevo, creyó llegada la ocasión oportuna de saciar su furia en el pobre sentenciado, y ya no se contentaba con atizar el hornillo a fin de que hirviese el agua, sino que hacía de modo que las ascuas que caían de él fuesen a parar a los pies de Ferrus y le abrasasen a veces hasta las piernas.

El pobre viejo no pudo dominar por más tiempo su emoción, y una espresión de angustia apareció en su rostro. Sus ojos inyectados de sangre querían saltarsele de las órbitas; su cuerpo todo estaba bañado de sudor; una congoja mortal le dominaba; el corazón le latía con violencia; sus pies estaban hinchados, llenos de ampollas y brotando sangre a consecuencia de las quemaduras; el brazo derecho encarnado como la grana, hinchado también como sus pies, y más agitado y tembloroso a medida que hervía más el agua de la caldera, había perdido su forma y parecía que le habían desollado: Ferrus, en fin, estaba hecho una lástima, y muchas de las personas que presenciaban aquella horrible prueba, se retiraban asustadas tapándose los ojos.

-¿Quién ha intentado de asesinar a Rodrigo Vela? -preguntó Alfonso con voz atronadora tratando de imponer al sentenciado.

-No he sido yo -contestó este.

-¿No estuviste anteanoche en la calle de los Arneses?

-Estuve.

-¿No fuiste tú el que heriste a Rodrigo Vela?

-Yo no he herido a nadie.

-Le herirías sin conocerle.

-Le conozco demasiado, pero no le herí.

-¡Más fuego! ¡más fuego! -esclamó el rey lleno de furor viendo que Ferrus no declaraba a medida de sus deseos.

-Morirás abrasado -añadió- si no confiesas tu crimen.

-Yo no puedo confesar crímenes que no he cometido.

-¿Cómo pues, está manchado de sangre el sayo de D. Rodrigo?

-Don Rodrigo podrá contestar mejor que yo.

-Don Rodrigo Vela contesta que has tratado de asesinarle.

-¡Pues miente como villano! -esclamó furioso el pobre viejo haciendo un gran esfuerzo por sobreponerse a sus dolores.

-¡Más fuego! ¡más fuego! -repitió Alfonso.

Y el ejecutor aprovechó esta ocasión para abrasar de nuevo los pies del sentenciado. Este lanzó un gemido espantoso y los murmullos del pueblo anunciaron a Alfonso que los ánimos aún estaban agitados.

-¡Mis lanzas! -dijo poniéndose de pie sobre su estrado-. Mis lanzas contra esa chusma alborotadora.

Las lanzas de D. Alfonso arremetieron a los revoltosos metiendo sus caballos por entre aquel inmenso gentío; las mujeres todas huyeron a sus casas, los niños y los ancianos siguieron el ejemplo de las mujeres; la plaza y sus alrededores quedaron un tanto despejados, y la calma volvió a reinar de nuevo en torno de aquel tablado.

-Este hombre -continuó Alfonso de pie sobre su estrado- ha tratado de asesinar a Rodrigo Vela, porque a fuer de vasallo leal y muy cumplido me ayuda en mis empresas; este hombre ha faltado al respeto que deben todos los vasallos a su rey; este hombre como pechero ha insultado al noble D. Rodrigo que tiene asiento en mi real cámara; este hombre desobedece a su rey puesto que se opone al casamiento de la infanta de León con el rey de Toledo; este hombre es un mal vasallo; este hombr es un asesino, y este hombre debe someterse a las pruebas judiciarias. Niega villanamente que ha tratado de asesinar a D. Rodrigo, pero la prueba caldaria le obligará a confesar su crimen, y en todo caso aún falta otra prueba, aún falta la del combate personal.

El rey se sentó y a sus palabras siguió un silencio sepulcral interrumpido únicamente por los lúgubres gemidos del sentenciado.

-¿Trataste de asesinar a D. Rodrigo? -volvió a interrogarle el rey lleno de despecho.

-No, -contestó Ferrus con más energía aún que la vez primera.

-¡Siga el fuego! -dijo entonces Alfonso volviendo a levantarse: -y en caso de que se arrepienta y quiera confesar su crimen, que vaya a noticiármelo al alcázar el jefe de la guardia.

Alfonso bajó del estrado, montó en su caballo y escoltado por sus lanzas y seguido de sus jinetes se dirigió al alcázar.

Gran parte del pueblo siguió los pasos del rey, y repartiéndose después por las calles de León, unos entraron en sus casas, otros formaron corrillos en las calles, algunos se fueron a la plaza a hacer compañía al sentenciado, y los más se retiraron de la ciudad con objeto de olvidar tantos horrores.

Ferrus, según las leyes de aquellos tiempos, debía permanecer veinticuatro horas sometido a aquella prueba.

El ejecutor, a pesar de la escolta que rodeaba el tablado, continuó haciendo heregías con el pobre viejo, y este a la caida de la tarde estaba sin sentido.

Capítulo VIII

En el alcázar de D. Alfonso se notaba grande animación. Las cámaras yacían en el más profundo silencio; pero en los patios y galerías notábase en cambio mucho movimiento. Las damas de doña Teresa subían y bajaban las escaleras de caracol, entraban y salían de sus retretes, cruzaban y volvían a cruzar las galerías, andaban como locas por las salas, hablabanse al oído con misterio, asomabanse de cuando en cuando a las ventanas y corrían después llenas de sobresalto al camarín de su señora.

Los escuderos y hombres de armas hallabánse también bastante ocupados por los patios, y todos al parecer se disponían para emprender una jornada. El ojo menos esperto hubiese comprendido que en el alcázar de D. Alfonso se trataba de llevar a cabo algún negocio importante.

Y en efecto, tratábase de emprender una jornada hasta Toledo; tratábase de conducir a Teresa al lado del rey moro.

D. Alfonso, encerrado en su cámara de honor con los obispos, abades, mesnaderos, hidalgos y capitanes, todos en traje de corte, discutía largamente acerca de las grandes ventajas que el matrimoni de su hermana había de reportar al reino, y de los grandes inconvenientes con que había tenido que luchar para llevarla a cabo.

-D. Gonzalo -decía- está furiosamente enamorado de Teresa, y es necesario encerrarle en un calabozo si queremos evitar algún percance. D. Gonzalo es muy valiente y decidido y estoy seguro de que pondrá en juego todos sus recursos a fin de impedir el casamiento.

-Es cierto: -murmuraron a coro todos aquellos nobles.

-Pero D. Gonzalo, al parecer, se ha fugado de León; proseguía el rey fijando sus miradas en los Velas.

-Así nos lo han asegurado; repuso el menor de los tres hermanos en cuyo semblante se leía una espresión de disgusto muy marcada.

-¿Y no se sabe dónde está?

-A Vegas del Condado parece que se ha dirigido.

-¡Pues a Vegas del Condado con cincuenta de mis mejores, lanzas! D. Gonzalo no habrá marchado solo, y es muy conveniente el llevar algunas fuerzas. Tú, Rodrigo, -añadió el rey dirigiéndose al menor de los Velas- te encargas de esta empresa. Al cerrar la noche saldrás de León al mando de cincuenta lanzas.

En tanto que en la cámara de Alfonso se trataba de este asunto, en el retrete de doñ Teresa tenía lugar otra escena no menos interesante.

Sentada la infanta en un sillón blasonado, apoyados los codos en una mesa y la cabeza entre sus manos, la joven infeliz lloraba amargamente sin hacer caso de las palabras de consuelo que sus damas la dirigían.

-¡Imposible! ¡imposible! -murmuraba por lo bajo enjugando las gruesas lágrimas que surcaban sus mejillas; -imposible es el consuelo; mi marcha es mi muerte.

Y aquellas hermosas damas antes tan alegres, aquellas hermosas damas que al lado de la infanta habían sido tan felices, lloraban también como ella y lloraban llenas de despecho; pero en sus lágrimas iba mezclado el egoísmo. Lloraban, sí, por la desgracia de su señora, pero lloraban también por las desgracias de que ellas mismas iban a ser víctimas. Sólo en el llanto de Lambra se notaba desde luego la honda impresión que le causaba el triste porvenir de su desventurada amiga; sólo en el llanto de Lambra no tenía parte alguna el egoísmo; educada al lado de Teresa, nacida para Teresa, y depositaria fiel de todos sus secretos, Lambra más que amiga era una hermana de la infanta. En su pecho no cabía más amor que el amor que profesaba a su amiga; sus deseos no eran otros que hacer la felicidad de Teresa.

Las otras meninas amaban a la infanta, porque la infanta había venido al mundo para que todas las criaturas la adorasen; pero ausente Teresa de León ¿qué iba a ser de sus doncellas? Esta amarga reflexión, surcaba por la mente de todas aquellas jóvenes que llorando en torno de su señora y prodigándola sus consuelos, necesitaban a su vez quien a ellas las consolase: Teresa se las iba a llevar consigo a todas, pero Teresa iba a hospedarse en el alcázar de un rey que la adoraba, en tanto que ellas se alejaban de otro alcázar, en el que se dejaban quizá la mitad más preciosa de su corazón. Las damas de la infanta tenían un adorador en cada jefe de la guardia, y les era muy doloroso separarse de aquellos a quienes amaban. ¡Es tan sensible una partida cuando se tiene que abandonar aquello que se quiere!

El camarín de la infanta presentaba, pues, un aspecto desgarrador; el corazón más duro se hubiese conmovido a presencia de aquel cuadro.

-Dejadme, dejadme -murmuraba la pobre joven sollozando-, -dejadme sola, necesito descansar.

Y aquellas hermosas jóvenes se retiraban de la estancia silenciosas: ellas también necesitaban descanso como su señora.

Lambra fue la única que permaneció inmóvil al lado de Teresa.

Las lágrimas de ambas se confundían; sus suspiros se encontraban en la perfumada atmósfera de aquel retrete; las dos padecían a la vez, las dos lloraban a la par.

-¡Oh! ¡cuán desgraciada soy, Lambra mía! -esclamó por fin la infanta después de unos cortos instantes de silencio.

-Muy desgraciada, señora; la resignación es el único consuelo que nos resta; porque también yo padezco, señora; también yo lloro como vos.

-También tú lloras, ya lo veo; somos muy desgraciadas.

-Pero Gonzalo está en salvo; nada temáis.

-¿Está en salvo?

-Me lo acaba de afirmar el buen Galober.

-¡Oh! ese es un escudero muy leal: ¿le habrás pagado la nueva...?

-Le he dejado contento, señora; pero ahora es preciso que os resignéis, que no demostréis vuestro dolor, que finjáis si es posible con vuestro hermano, que no demostréis vuestro disgusto en el semblante. De otro modo...

-Sí, sí, Lambra; de otro modo espondría la vida de mi Gonzalo, de mi querido Gonzalo, de Gonzalo, que es el único ser a quien profeso amor sobre la tierra. Pero no me reconvengas Lambra, no me mires con enojo; también te amo a ti, también así te profeso amor.

-Señora...

-He sido ingrata contigo algunas veces, pero perdóname, perdóname, Lambra mía.

-Me avergonzáis señora...

-No, no; ¿vendrás comigo? ¿me seguirás hasta Toledo? ¿serás mi amiga? ¡Oh! sí, Lambra, sí; sígueme a Toledo.

-¿Podéis dudar, señora? No a Toledo, a donde quiera que vayáis os seguiré como sigue la ciervecilla a la madre que la alimenta. Yo sin vos, me moriría.

-Dame un abrazo, Lambra; no me abandones, no te separes de mí; eres mi única amiga; la que gozas en mi alegría y me consuelas en mis padeceres. ¡Oh! ven conmigo, mas acá, mas acá, junto a mí.

Y ambas amigas se estrecharon mutuamente, prorrumpiendo después en amargo llanto. ¡Iba mezclado tanto cariño en aquellas espresiones!

Teresa y Lambra pasaron la noche en vela, y el día las sorprendió llorando.

Capítulo IX

-¡Adiós, Teresa!

-¡Adiós, Alfonso!

Y el rey y su hermana se abrazaron.

-Con Abdalla serás feliz: Abdalla te adora.

-Seré feliz, Alfonso; ¡adiós!

-¡Adiós!

Y el rey se retiró, a uno de los rincones de su cámara, en tanto que Teresa, montando en un brioso corcel, partía de León seguida de una escogida y numerosa escolta.

Lambra, montada también en un caballo de hermosa planta marchaba al lado de Teresa.

Ambas amigas partían, al parecer, llenas de contento.

Las demás meninas, unas a caballo y otras en litera, seguían a la infanta, escoltadas por varios hombres de armas, que de cuando en cuando las dirigían miradas espresivas.

Rodrigo Vela, entretanto, volvía ya de Vegas del Condado al frente de sus cincuenta lanzas, sin haber podido encontrar en sitio alguno a don Gonzalo.

Un caballero, en cuyo brillante arnés se quebraban los rayos del sol, que por cierto calentaba demasiado, marchaba campo atraviesa ginete en su alazán con dirección sin duda hacia Toledo; a su lado, y no detrás y a una distancia respetuosa como era costumbre en aquellos tiempos, marchaba ginete también en su caballo un escudero, que por lo cargado de espaldas y alguno que otro pelo cano que asomaba por debajo de su visera, parecía imposible que pudiese llevar sobre su cuerpo la pesada armadura de que iba revestido.

Silenciosos proseguían su camino, y silenciosos hubiesen continuado por largo rato ambos personages, si la vista de un gran casarón pintado de amarillo, no hubiese obligado al mas joven a desplegar sus labios.

-¿Es aquel el mesón del Conejo? -interrogó a su compañero.

-El mismo señor.

-¿Y pasará por aquí Teresa?

-Indudablemente entrará a descansar en él.

Por estas solas palabras habrán comprendido ya nuestros lectores quienes eran los dos viajeros.

Gonzalo y su escudero Nuño hubieran permanecido en León hasta poner en salvo a la desconsolada infanta pero el encuentro de Rodrigo vino a desbaratar todos sus planes, y se vieron precisados a tornar grupas poniéndose en camino hacia Toledo.

Gonzalo, como ya saben nuestros lectores, había quedado en volver por la infanta al poco rato; mas como Rodrigo Vela lo había visto salir del alcázar por el postigo, como era de esperar que todos los hombres de armas del rey se pusiesen en movimiento, y como hubiera sido obrar con poca cordura el esponer su vida volviendo a pasar por aquel sitio, Gonzalo tomó el partido de esperar, que es el único partido que pueden tomar los desgraciados.

Esperó, pues, con su escudero en la posada de Ferrus; pero como este no viniese, y hubiesen oído por otra parte que había sido apresado en las inmediaciones del alcázar, Nuño y Gonzalo se vieron precisados a salir de la posada y al poco rato de León, donde no se creían muy seguros.

Después había llegado a su noticia el motín a que la crueldad del ejecutor para con Ferrus había dado lugar en medio de la plaza. Estos y otros acontecimientos eran, pues, motivos suficientes para que Gonzalo se alejase de León y emprendiese su marcha, no hacia Vegas del Condado, donde indudablemente no se hubiese encontrado muy a salvo, sino hacia Toledo donde al cabo y al fin podría hallarse más seguro puesto que allí nadie le conocía.

-Estamos en el mesón -dijo el buen Nuño echando pie a tierra y cogiendo de las bridas el caballo de su señor.

-Entremos -repuso don Gonzalo apeándose también.

En este instante un hombre rechoncho, de nariz larga y mirada picaresca, se adelantó caperuza en mano hacia sus nuevos huéspedes, y tomando de las bridas a los caballos;

-Pasad, pasad, noble caballero, -dijo dirigiéndose a don Gonzalo.

-A la cuadra esos caballos, y vuelve por aquí; -repuso este algún tanto mal humorado.

-Vuelvo en seguida; pensad entretanto lo que queréis que os disponga para acallar vuestro apetito.

Y el posadero se retiró a la cuadra con los caballos.

-¿Dices -prosiguió Gonzalo- que Teresa tendrá que descansar aquí?

Indudablemente, señor; aquí tiene que hacer parada: de aquí a Olías median cinco leguas, y caballos y ginetes, necesitarán descanso.

-Mejor, mejor, -murmuró entre dientes D. Gonzalo.

-Aquí me tenéis, señor, a vuestras órdenes; -dijo el posadero presentándose nuevamente delante de sus huéspedes.

-¿Qué habitación tienes?

-Señor, la cámara de honor es muy bonita; pero hoy, según tengo entendido, debe pasar por aquí nuestra querida infanta acompañada de su correspondiente escolta, y si vos no os oponéis la tenía dispuesta para ella; pero tengo además la cámara de los caballeros, la cámara del conde, la cámara de los retratos y el camarín azul; podéis disponer de la que mejor os plazca.

-Bien, la última; -contestó con indiferencia don Gonzalo-. Pero has dicho, nuestra querida infanta, ¿cómo me esplicas esa palabra?

-¿Cómo esplicárosla, señor, sino diciéndoos que la infanta de León es querida de todo el mundo? ¡Pobre doña Teresa! ahora la llevan a Toledo...

-A Toledo, sí; ¿y tú qué opinas?...

-Yo, Señor, opino mal de su marcha: no sé con quien estoy hablando; pero de todos modos, aún cuando fuese con el rey, hablaría de la misma manera. ¡Casar a la infanta con un moro...!

-Toma, -repuso don Gonzalo sacando unas monedas de su limosnera y entregándoselas al posadero.

-¡Oh! señor, gracias, gracias; -murmuró éste dando vueltas a su caperuza e inclinándose respetuosamente en señal de agradecimiento.

-Guía, guía hasta el camarín azul, que estoy molido y necesito algún descanso.

-Seguidme, señor, seguidme. El camarín azul os agradará mucho: lo mandé adornar hace unos días y está precioso: parece un retrete de señora; tiene ventana a un lindísimo jardín, por el que probablemente se paseará la Infanta. ¡Oh! ¡qué dichoso vais a ser mirándola al través de los cristales!

A don Gonzalo ya le chocaba el interés que el posadero mostraba por la infanta, y hasta llegó a dudar de él, pensando en si sería algún enemigo confabulado con los Velas para tenderle un lazo. Así es que le preguntó con cierta curiosidad mezclada de recelo;

-¿Tú conoces a la infanta?

-¡Oh! no señor; pero a varios de los viajeros que vienen de León y se hospedan en mi casa, les he oído hablar de ella con mucho elogio: ¡Me la han pintado tan hermosa!

Las dudas de D. Gonzalo desaparecieron del mismo modo que habían aparecido al oír la contestación del posadero.

-Ahora bien, -dijo- vamos a otra cosa; supongo que no en valde se llamará tu mesón el del Conejo: ¿tienes conejos?

-Y frescos, señor; cazados hoy mismo en uno de esos barrancos que divisáis desde la ventana.

-Traenos, pues, conejo, que nos acosa un hambre devorador. ¿No es verdad, amigo Nuño?

-Así es, señor; hemos andado mucho. Supongo, -añadió dirigiéndose al posadero-, que no te habrás olvidado de echar un buen pienso a los corceles.

-¡Oh! ¡buena cebada! cada grano... como no la hay en toda Castilla.

-Pues, listo, -dijo D. Gonzalo asomándose a una de las ventanas del retrete azul: -no te olvides de las botellas.

-¡Oh! buen vino señor; como el que os voy a traer jamás lo ha bebido el obispo.

Y el posadero salió de su retrete azul haciendo reverencias.

A los pocos momentos Nuño y D. Gonzalo se hallaban sentados a una mesa cubierta de blanquísimos manteles y sobre la cual había colocado el posadero dos platos de conejo tan bien guisados, que eran capaces de escitar el apetito del hombre más desganado, tan solo con su olor.

-¡Bien por tu alma! -esclamó D. Gonzalo saboreando una pierna del gazapo;- si el vino es como el conejo, prometo pagarte doble.

-Señor, en mi casa se sirve bien. Vamos lista, Berta de los demonios; -añadió el posadero algo irritado al ver la calma con que la rolliza montañesa que le servía de criada subía las escaleras.

-¡Buen vino! -repuso D. Gonzalo trasegándolo de una copa a su estómago.- ¡Buen vino por mi vida! toma adelantado.

Y le dio otra moneda al posadero.

Este volvió de nuevo a sus cumplimientos: pero don Gonzalo le interrumpió diciendo:

-Es necesario que a nadie digas que estoy aquí.

-¿Oyes, Berta? Si a oídos de alguno llega, te despido sin soldada, y después de molerte a palos.

-Toma para un jubón, -añadió don Gonzalo alargándole otra moneda a la montañesa.

Los ojos del posadero se fueron tras aquella nueva prueba de generosidad del joven y parecía como decir; -¡Qué lástima de moneda! ¡cuanto mejor hubiese estado en mi bolsillo!

-Por lo tanto es indispensable -continuó D. Gonzalo- que pongas nuestros caballos en cuadra aparte a fin de que no los vean.

-Todo se hará, amado señor; quedaréis servido y muy contento.

-No lo quedarás tú menos, si cumples con mi encargo.

-Descuidad.

-Vete.

Y el posadero salió del camarín azul dando vueltas entre sus manos a la caperuza.

Nuño y Gonzalo prosiguieron su almuerzo con bastante apetito.

Capítulo X

Aún no hacía dos horas que don Gonzalo y su escudero se encontraban en el mesón, criando una espesa nube de polvo que se divisaba allá a lo lejos y que parecía ir avanzando poco a poco, anunció al posadero que se acercaba ya la regia comitiva.

Atusóse con un mal peine de madera los largos y enmarañados pelos que caían sobre su frente, sacudióse el polvo que tenía su jubón con una carda vieja, pasóse la manga por el rostro para limpiarse el sudor que le cubría, estiróse después todo lo que pudo como para convencerse de que su figura no era tan despreciable que pudiese escitar la risa de los individuos de la escolta, y despues de dar cuatro paseos por el patio, se decidió a subir al camarín azul, con objeto de noticiar la nueva a su generoso huésped.

-Señor, señor, -esclamó a voces desde un pasillo y sin atreverse a llegar hasta la puerta: -¡la infanta, la infanta viene!

Don Gonzalo, que en este instante acababa de tomar el últinio bocado de su almuerzo, salió de la cárnara lleno de agitación, y olvídandose al pronto del lugar donde se hallaba y de los egrayes perjuicios que pudiera ocasionarle su indiscreción.

-¿Dónde, dónde está? -gritó como fuera de sí y lleno de sobresalto.

-Ahí, ahí viene, -le contestó el dueño del mesón.

Dos fuertes golpes de lanza dados en este momento sobre la puerta del piso bajo, pusieron en conmoción al mesonero, que bajando presuroso las pendientes escaleras:

-¡Ahí está, ahí está! -balbuceó lleno de contento al paso que saltaba de dos en dos los escalones.

Don Gonzalo también iba a seguir al posadero; pero la cascada voz de su escudero Nuño, vino a sacarle de la especie de letargo en que yacía.

-Señor, señor, -murmuró por lo bajo el pobre viejo tirándole suavemente de una de las piezas de su brillante arnés;- que estáis en el mesón del Conejo, que no estáis en Vegas del condado; y la más pequeña indiscreción nos perdería.

-Tienes razón; gracias por el aviso, Nuño pero mi mente...

-Vuestra mente está loca como la de todo enamorado. Imposible me parece que algún perro mahometano no os aya dado a probar sus endiablados bebedizos.

-No, Nuño, no; es un amor puro el que siento, un amor que me abrasa las entrañas, un amor que confunde y amortigua hasta mis instintos de guerrero.

El dueño del mesón se presentó de nuevo en la cámara después de solicitar tres veces el permiso, y adelantándose caperuza en mano con la cara compungida y como hombre, en fin que viene a hacer una petición, balbuceó tres o cuatro palabras de una manera inteligible, prosiguió dando vueltas a la caperuza entre sus manos, y concluyó en último resultado por no saber como espresarse.

-Pero, ¿qué quiere,? ¡voto al diablo! -esclamó el amante de Teresa a voz en grito.

-Señor, -prosiguió entonces el dueño del mesón comiéndose la mitad de las palabras, -quisiera... quisiera que me iciéseis un favor... la infanta aún no ha llegado... pero... pero un hermoso caballero...

-¿Acabarás por vida mía?

-Ha llegado un caballero, joven..., muy hermoso, y como no habrá habitaciones bastantes, según la gente que se divisa ya muy cerca...

-Vamos, quieres que comparta con él mi camarín, ¿no es eso? dile que suba.

-¡Oh! gracias, gracias...

El mesonero se retiró y a los pocos momentos un gallardo mancebo armado a la ligera, y en cuyo semblante sonrosado, aunque moreno, no se adivinaban arriba de 18 años, se presentó en la cámara de don Gonzalo, y después de cambiar con él un respetuoso saludo se sentó a su lado con cierta timidez que sentaba muy bien en un joven de quince abriles pero que no se acertaba a comprender en un gallardo mancebo que ya empuñaba una pesada lanza de roble, que calzaba espuelas de oro y que adornaba su bizarro cuerpo con un precioso túnico de mallas.

-¿Vendréis cansado? -le interrogó Gonzalo rompiendo aquel silencio como para infundir más ánimo en el corazón del recién venido.

-Las jornadas de un día no cansan a nadie.

-¿Según eso habéis caminado un día?

-Vengo de León.

-De León venimos ambos.

-También estuvisteis ayer...

El receloso Nuño daba con el codo a D. Gonzalo como indicándole que midiera sus palabras con aquel mancebo que podía muy bien ser un espía de los Velas o un hombre de armas al servicio de D. Alfonso. Pero notábase en el rostro del recién venido una espresión tan cándida y tan dulce al mismo tiempo, que D. Gonzalo guiándose únicamente por sus propios sentimientos, cuidábase muy poco de los codazos y simulados avisos que ya pisándolo como inadvertidamente, o ya cambiando con él una mirada de inteligencia, le dirigía su escudero.

-En León estuve -prosiguió Gonzalo contestando a la comenzada pregunta del mancebo.

-¿Presenciasteis el alto juicio de Dios a que fue sometido aquel viejo infeliz?...

-No, no asistí; sé que salió bien de dos pruebas...

-De la del juramento y la caldaria; pero no de la del combate personal.

-¿Sucumbió en ella?

-Quedó por muerto en el campo.

-¿Su, contrario...?

Fue un escudero de Rodrigo Vela, hombre membrudo y de puños fuertes, que daba lástima emplearse sus fuerzas en combatir con aquel cadáver. Al primer encuentro le mató el caballo de intento haciéndolo rodar por el palenque; y rompiéndole en el segundo la visera, le sacó un ojo dejándole por muerto. Un médico árabe compró su cuerpo, y se lo llevó consigo para hacer estudios sobre la vida.

La voz de aquel mancebo tenía un eco tan dulce, un eco tan especial, que o bien fuese por que su edad era muy corta, o bien por la triste entonación que había dado al suceso que acababa de referir, es lo cierto que don Gonzalo no pudo creer que aquella voz fuese de hombre y llegó a dudar en aquel instante y hasta se tornó apesadumbrado por no haber seguido los consejos del buen Nuño.

Un ruido infernal se notaba en los patios del mesón. El crujir de los arneses, el chocar de las armaduras, la espesa nube de polvo que se elevaba por los patios introduciéndose en las cámaras del mesón, el relinchar de los caballos, y más que todo aquel murmullo confuso y continuado que llegaba hasta el camarín azul, indicaron a don Gonzalo que Teresa había llegado.

El mesonero corría de un lado para otro sin objeto. Estaba aturdido; quería acudir a todas partes y a ninguna se acercaba; quería aliviar a los ginetes de las armaduras de las cabezas, y dejaba que unos a otros se desarmasen; llamábale un oficial y no le hacía caso por atender a las palabras de un simple escudero. El dueño del mesón estaba, en fin, vuelto el juicio y no sabía donde se encontraba: todo creía arreglarlo con llamar a Berta; pero Berta no se acordaba en aquel instante de su dueño porque oía con más placer los tiernos requiebros de los soldados que las serias reprimendas de su señor.

-¡Berta! ¡Berta de los demonios! -gritaba éste enfurecido y lleno de coraje buscándola en vano por patios y pasillos.

El mesonero estaba loco; Berta tenía ya la cabeza trastornada: los soldados, escuderos y demás gente menuda tenían, no obstante, más gana de dormir que de meter ruido, y ya tumbándose a la sombra en el portal, o ya en los patios, es lo cierto que a la media hora de su llegada reinaba en el mesón el más profundo silencio.

El mesonero que aunque nada de esto le había dicho a don Gonzalo, había recibido dinero y órdenes espresas de parte de su rey para alhajar y disponer sus cámaras del modo que convenía a la estancia que en ellas temía que hacer la infanta, tomó las disposiciones necesarias y dos días antes de llegar la escolta ya lo tenía todo preparado.

Como la infanta llevaba consigo a sus meninas, la falta de una montañesa como Berta, no se echó de ver en la cámara de honor ni en los cuartos de las doncellas.

Llegada la noche, Gonzalo, Nuño y su nuevo compañero de habitación se acostaron; la infanta, sus doncellas, los jefes y soldados imitaron su conducta, y únicamente Berta y el mesonero eran los que velaban acurrucados en el último rincón de la cocina.

-¡Qué lastima de moneda! -murmuraba éste acordándose de la que Gonzalo había dado a Berta:- ¡cuanto mejor hubiese estado en mi bolsillo!

-Y en verdad, en verdad-decía Berta por lo bajo- que la infanta es muy hermosa; pero ¡ay! Algunos escuderos..., ¡son tan buenos mozos! ¡Qué cosas me han dicho!... Si no fuera por...

Y Berta murmuraba del mesonero pensando en los soldados, en tanto que el mesonero murmuraba de Berta acordándose

de la generosidad del amante de la infanta.

Capítulo XI

La noche estaba serena, el cielo estrellado y el mesón del Conejo envuelto en un silencio sepulcral. Sin embargo, a la tercera vijilia o como si dijéramos, al dar las doce de la noche, no todos los individuos hospedados en el mesón dormían tranquilamente.

Teresa que no había podido reconciliar su sueño, estaba asomada a la ventana que daba al jardín, y entregada como de costumbre a tristes reflexiones; Lambra entretanto rendida del viaje y abrumada por la cruel desgracia de que tanto ella como la infanta acababan de ser víctimas, se había dormido profundamente pensando en los desventurados amores de don Gonzalo.

Éste a quien preocupaba demasiado el recuerdo de su última entrevista con la infanta, permanecía sentado en un sillón forrado de baqueta, y entregado como aquella a lúgubres meditaciones.

Nuño, por el contrario, roncaba panza arriba soñando quizá en la muerte de los Velas, pero profundamente dormido sobre unas mantas, ni más ni menos que si estuviese acostado sobre un colchón de pluma.

El hermoso mancebo también roncaba; pero debemos decir en obsequio de la verdad que no dormía.

Gonzalo se levantó del sillón y se puso a la ventana. Miró primero al jardín, débilmente iluminado por la pálida claridad de la luna, y su vista tropezó con árboles y plantas diferentes, con calles tortuosas y con el pilón de uno que parecía estanque y que sin duda estaba seco, porque en su fondo no se reflejaba ninguna estrella. Vio también alguno que otro taburete enclavado en tierra, y a los alrededores de una fuente oyó asimismo el monótono aleteo del pobre pajarillo a quien el más pequeño ruido despertaba; pero no vio ni oyó a la que ver y oir ansiaba desde su salida de la corte, no vio ni oyó a Teresa, que era su único pensamiento, su única esperanza.

Dirigió después su vista hacia las tapias del jardín, y vio tres ventanas en ellas, pero dos estaban cerradas y en la otra no se divisaba luz. ¿Cuál era la del retrete de Teresa? El mesonero no le había llevado a la cámara de honor, e ignoraba por lo tanto a qué lado del jardín correspondía.

Gonzalo se decidió a dar un salto por la ventana con intención de escalar el retrete de Teresa; pero ¿y si Teresa no estaba sola? Las consecuencias entonces iban a ser fatales; pero ¿y si lo estaba? Reflexionando estuvo don Gonzalo unos cortos instantes sobre este asunto; pero colocado en la triste alternativa de ver o no ver a la infanta, por más que viéndola se espusiese a ser apresado por cualquier individuo de la escolta; Gonzalo se decidió a esto último, y de un salto se puso en el jardín. Afortunadamente la ventana no estaba alta y debajo de ella había mucha yerba; el amante de Teresa acostumbrado a dar saltos mucho más peligrosos que aquel, cayó de pie sin recibir la menor lesión.

Dio unos cuantos paseos por el jardín, aunque siempre arrimado a las tapias o protejido por la sombra de los árboles; pero ninguna luz pudo recibir, sin embargo, acerca del asunto. En las habitaciones correspondientes a las ventanas que permanecían cerradas no se escuchaba el menor ruido: por la ventana abierta no se divisaba a nadie.

Don Gonzalo se sentó en el borde del estanque quedando medio oculto entre unos árboles que crecían a su alrededor; y allí se decidió a permanecer unos instantes hasta ver si se escuchaba ruido en alguna de las cámaras. En vano esperó un pequeño rato: el jardín continuaba sumido en un silencio sepulcral, interrumpido únicamente por el suave rumor que producía el agua de la fuente al caer desde el caño al pilón.

Gonzalo entonces se levantó, y después de mirar en torno suyo por si alguna persona le observaba, encaminó sus pasos hacia la ventana que estaba abierta, aunque siempre arrimado a las tapias u ocultándose entre los copudos árboles que se levantaban de trecho en trecho. Aquella ventana estaba baja, pero no tanto que sin el auxilio de una escala pudiese subir a ella.

En este instante una cabeza rubia que más que de mujer parecía de ángel, se asomó radiante de hermosura a aquella ventana, dirigiendo al cielo sus espresivos ojos. Aquellas trenzas de oro que caían por encima de sus hombros, aquella dulce y melancólica espresión de su semblante, aquel abandono tan natural, y aquella languidez que se advertía en sus miradas; todo indicaba que la hermosa joven padecía horriblemente.

Aquella joven era Teresa.

Gonzalo la reconoció, y saliendo de aquellas sombras;

-¡Teresa! -la dijo con un acento tan dolorido que penetró hasta lo íntimo del corazón de la doncella.

-¡Gonzalo! -esclamó ésta llena de júbilo y sin acertar a comprender lo que veía.

-¿Te asombras?...

-¿Y cómo no cuando eres mi ángel protector, cuando te encuentras siempre a mi lado, cuando estás velando por mí a todas horas? ¡Oh! Gonzalo... pero te espones... vete, márchate, huye de este sitio donde no puedes estar seguro.

-No, de ninguna manera; una escala, un cordón, cualquier cosa... quiero subir, quiero hablarte, quiero despedirme de tí, quiero tenerte a mi lado.

Y el desgraciado joven dio a correr como un loco por el jardín, y desapareció de la vista de Teresa; pero a los pocos instantes volvió a aparecer con una escalera de mano que el mesonero tenía en el jardín para alcanzar la fruta y podar los árboles.

Teresa y Gonzalo se encontraron solos en la cámara de honor.

Lambra dormía profundamente.

-Está durmiendo, Gonzalo, -dijo la joven dirigiendo una mirada cariñosa a su buena amiga.

Durmiendo, sí; ¡pobre Lambra! no la abandones nunca.

-¡Abandonarla! ¿qué dices, Gonzalo? Ella, mi amiga, mi única amiga... ¡Oh! si ella no me hubiese acompañado, hubiera sucumbidoal dolor: pero sus consuelos..., sus consuelos me han salvado.

Lambra dormía; pero su sueño, más que sueño, era una continua pesadilla, un malestar, un reposo interrumpido y lleno de sobresalto. Si Teresa hubiese podido levantar el velo que cubría los pensamientos de su amiga, si Teresa hubiese podido adivinar lo que pasaba en el corazón de aquella joven, hubiera notado que Lambra padecía horriblemente, que su sueño no era sueño, sino una especie de letargo, una especie de postración.

-¿Con que es imposible, Teresa mía? -dijo Gonzalo con un acento de dolor inesplicable y dirigiendo a la infanta una mirada abrasadora: -¿con que es imposible de todo punto la realización de nuestro amor, la realización de nuestro deseo?...

-¿Imposible? -replicó la dama como asombrada, y pretendiendo infundir nuevos ánimos en el corazón del joven;- no, Gonzalo, que Dios es justo y nos protejerá: inútil es nuestro llanto en este instante; aún no lo hemos perdido todo, aún nos resta una esperanza.

-¡Una esperanza!

-Una esperanza, sí; la esperanza de los buenos, que siempre se realiza: no te anonades, Gonzalo, no temas por mí, no temas por tu amor, que Abdalla acabará por desengañarse y renunciará a su casamiento.

-¿Qué dices, Teresa? ¿deliras por ventura?

-No, no deliro; son presentimientos que de seguro se cumplirán.

-¡Presentimientos!... ¡ay! ¡Teresa y cuán inútil es nuestra esperanza! Pero dime si Abdalla se postra ante tus plantas, si te ruega, si te suplica, si ansiando complacerte, sólo atiende a satisfacer tus más mínimos caprichos, si solo vive por ti y sólo puede vivir en tu presencia, si poniéndote en las manos un puñal -¡Mátame, (te dice) o concédeme tu amor! -¿serás lo bastante fuerte, tendrás la suficiente sangre fría, tu resolución será tan firme y tan duras las fibras de tu corazón?, que le digas -huye de mí, en vano son todas tus súplicas, ¿me pides un imposible?

-¡Gonzalo! -esclamó Teresa dirigiéndole una mirada cariñosa y de reconvención al mismo tiempo.

-¡Oh! perdóname, perdóname, Teresa mía. -Tú no puedes amar a Abdalla; Abdalla no puede amarte a ti.

-No puede amarla, no; -esclamó el joven guerrero, compañero de habitación de don Gonzalo, presentándose en la cámara de Teresa.- No podrá amarla nunca, porque su corazón me pertenece, su corazón es mío; Abdalla me adora a mí; yo soy de Abdalla, yo amo a Abdalla, yo soy la sierva de Abdalla; yo le amo porque él es mi sueño adorado, mi único pensamiento, mi felicidad; sin el amor de Abdalla yo me moriría.

-¡Traidor! -dijo don Gonzalo desenvainando su espada y preparándose para acometer al nuevo personaje de aquella escena.

-¿Qué vas a hacer, Gonzalo? -esclamó Teresa colocándose, entre el recién venido y el acero de su amante:-envaina tu acero; esta es mi amiga, la que me prestará su apoyo en medio de mis adversidades, la que me ayudará a salir de las paredes del alcázar.

-Sí, soy su amiga; -dijo entonces el disfrazado mancebo aproximándose a Gonzalo: -he venido a León instigada por los celos, he venido a impedir la marcha de Teresa, he venido a conquistar mi amor de las manos de aquella a quien obligan a arrebatármelo.

-¿Eres mujer? -interrogó con estrañeza el amante de la infanta envainando su espada y preparándose a escuchar al mancebo.

-Soy mujer, sí; soy Fátima, la mujer más querida del rey Abdalla.

-¿Y entonces?..

-He sabido que Teresa tenía un amante, he sabido que ese amante eras tú, y me he fugado de Toledo con objeto de proteger vuestros amores; pero he llegado tarde por mi desgracia, he llegado tarde, y ya nada me resta que hacer.

-¡Llegaste tarde, sí! -esclamó con voz de trueno el jefe de la escolta, penetrando en la cámara de Teresa, seguido de unos cuantos escuderos, y preparándose a acometer.

A todo esto la desventurada Lambra se había levantado de su lecho, y pálido y desencajado su semblante, descompuesta y echada a la espalda su negra cabellera, se había colocado al lado de su señora, dispuesta como siempre a no abandonarla nunca, y a sucumbir con ella, si fuese necesario, en cualquier trance.

Fátima y Gonzalo desenvainaron sus aceros, y colocados delante de aquellas jóvenes tan hermosas y desgraciadas, se pusieron en defensa dispuestos a salvar sus vidas a costa de la de sus acometedores, e instigados cada cual por los distintos sentimientos de que eran presa sus corazones.

Fátima no parecía mujer; Fátima era un guerrero valiente y denodado que arrostraba su vida, su amor, todo, por salvar a don Gonzalo. Éste luchaba también con un arrojo sin igual contra aquella turba de escuderos que, a pesar de su mayoría, se veían precisados a emplear toda su destreza para no sucumbir a los tajos de sus acometedores. Pero el combate debía ser muy corto en atención a las desiguales fuerzas de los que luchaban.

-¡En salvo, Gonzalo! -esclamó Fátima saltando por la ventana.

El jefe de la escolta se apoderó entonces de don Gonzalo, y dio orden de que le sacasen de la cámara a cuatro de los escuderos.

Teresa y Lambra estaban desmayadas; aquélla sobre un sillón y ésta a los pies de su señora.

El de la escolta saltó también por la ventana; los escuderos temerosos sin duda de salto tan peligroso, lucharon con la duda durante unos instantes; pero al ver la escalera que Gonzalo había colocado al pie de la ventana, bajaron por ella con mucho aplomo, siguiendo después los pasos de su jefe.

Fátima no fue hallada.

Saltando las tapias del jardín, que tenían poca elevación, había huido de aquellos alrededores, ocultándose entre los peñascos y maleza de un barranco inmediato al mesón del Conejo. Al romper el alba del siguiente día, la infanta y su escolta se encaminaron hacia Toledo.

Gonzalo marchaba también hacia la imperial ciudad escoltado a la vez por ocho lanzas.

Capítulo XII

Un solo día había bastado para cambiar por completo la situación de todos los personajes de nuestra historia.

La infanta después de haberse detenido a descansar en Olías donde ya la esperaba el moro, se encaminó hacia Toledo con el alma desgarrada y al lado de aquel que dentro de breves horas iba a tener la dicha de ser su esposo.

-No te aflijas, Teresa; -la decía por lo bajo el arcediano de Toledo que iba su derecha montado en una mula: -no temas, Teresa mía; que Abdalla se tornará cristiano, Abdalla abjurará de su falsa religión, y a su lado serás feliz.

-¡Imposible! ¡imposible! -contestaba también por lo bajo la doncella: -yo tengo un amante, señor arcediano: mi amante es ese que llevan preso y escoltado por ocho lanzas; yo no podré amar al moro: Gonzalo morirá en una prisión y yo le seguiré a la tumba. Allí nos uniremos, allí nos echareis la bendición, allí nos bendicirá el eterno.

-Si no abjura, -continuaba el arcediano- si no se separa del culto que rinde a su profeta, entonces no se unirá contigo; yo velaré por ti, y Dios nos prestará su ayuda.

Abdalla se retiraba algún tanto de la Infanta tan luego como el arcediano se dirigía a ella.

El corazón de Abdalla como el de su futura esposa también estaba desgarrado: Abdalla sufría horriblemente al ver sufrir a aquella joven; sufría horriblemente al ver el desdén con que le miraba; sufría horriblemente al ver conducido entre lanzas al amante de Teresa. Conocía demasiado que aquella unión no podía ser tan venturosa como antes se imaginaba; leía claramente en el porvenir y comprendía desde luego que Teresa iba a ser muy desgraciada; que Teresa iba a Toledo obedeciendo a las órdenes de Alfonso; que Teresa amaba con delirio a don Gonzalo; que la prisión de este iba a ser un obstáculo más para la realización de sus deseos; en una palabra, que iba a ser muy desgraciado al par que iba a sumir en la desgracia a aquella desventurada joven.

Si no hubiese sido por romper el ventajoso trato que había hecho con el rey Alfonso, si no hubiese sido por faltar a una palabra tan formalmente dada y que con tanta solemnidad se trataba de llevar a cabo; si no hubiese sido por promover un escándalo en su pueblo que adoraba a la Infanta sin conocerla; Abdalla quizá se hubiese decidido a romper con su cuñado y a no pensar nunca en semejante casamiento: pero los pasos estaban dados, su palabra y su firma formalmente empeñadas, y no era cosa de volverse atrás, cuando se hallaban ya muy cerca de Toledo.

Por otra parte, ¿quién le decía a él que la infanta no cambiaría de resolución? Abdalla tenía esperanza, como la tienen todos los desgraciados, y más que otros los desgraciados por amores.

Gonzalo, por otra parte, al verse encarcelado quizá pidiera libertad para alejarse de Toledo. Y una vez alejado del alcázar, ¿quién le afirmaba a él que Teresa no cambiaría de modo de pensar?

La ausencia apaga los mas íntimos sentimientos; con la ausencia se olvidan todos los afectos; hasta el amor, que es uno de los más arraigados en el corazón del hombre.

-Gonzalo se alejará y Teresa será mía.

Así reflexionaba en sus adentros el desgraciado rey de Toledo, alimentando en su pecho el único rayo de esperanza que le quedaba en el corazón.

Pero Gonzalo a su vez pensaba de unmodo muy distinto.

-Me encarcelarán, -decía para sí;- pero no importa. Mi buen Nuño ha quedado libre y esto solo me basta para conservar mi única esperanza, mi único pensamiento, mi deseado enlace con Teresa. Por otra parte, Teresa me prestará su apoyo, y aún cuando me cargasen de cadenas, su amor sería bastante para sacarme de mi prisión.

-Fátima me prestará su apoyo; -pensaba también Teresa en sus adentros:- Fátima delira por Abdalla y sus celos me abrirán las puertas del alcázar.

Todos nuestros personages tenían, en fin, una esperanza, todos por medios diferentes creían poder lograr lo que tanto deseaban.

La relación que venimos sosteniendo desde el principio de nuestra historia, nos dirá hasta qué punto eran fundadas estas esperanzas.

A la mañana siguiente Abdalla, Gonzalo, Teresa y toda la regia comitiva entraban en Toledo en medio de los hurras y gritos de entusiasmo de aquel pueblo que había salido a recibirlos hasta las mismas puertas de Toledo.

Abdalla y Teresa se dirigieron al alcázar, y Gonzalo, el pobre Gonzalo, aquel galán tan noble como infeliz, fue conducido a un calabozo y cargado de cadenas.

Veamos entre tanto lo que era de Fátima y del buen escudero Nuño.

Oculta aquella en el barranco esperó allí hasta la mañana del día siguiente en que la escolta se puso en marcha hacia Toledo; y convencida ya de que nadie la observaba, se encaminó al mesón del Conejo, donde encontró a Nuño dispuesto también para marchar.

-¡Señor! -esclamó este tan luego como vio a Fátima:- ¿Sabéis lo que ha sido de D. Gonzalo?

-La misma pregunta pensaba hacerte -contestó Fátima con acento desconsolador.

-¡Ah! ¿no sabéis nada...?

-No.

-¿Ni si le han llevado hacia Toledo?

-Tampoco.

-¿Y cómo os librasteis...?

-¿Supisteis el lance por ventura?

-¿Y cómo si lo supe, si vino el mesonero a decirme que os prestase auxilio? Pero cuando quise acudir ya era muy tarde; don Gonzalo había sido apresado por el jefe de la escolta, y este en compañía de sus hombres de armas corrió en vuestra persecución.

-En mi percusecución, ¿eh?

-Saltando al jardín por la ventana.

-¡Ah! y cuan torpes anduvieron; pero tú ¿qué piensas hacer?

-Ir a Toledo, porque a Toledo supongo que habrá ido don Gonzalo.

-Iremos, pues.

-¿Me acompañáis?

-Y te prestaré mi auxilio: una vez dentro de la ciudad te verías apurado si no tuvieras quien te tendiese una mano protectora...

-¡Oh! gracias, gracias.

-Los cristianos en Toledo encuentran muy poca acogida; ven, conmigo; es necesario salvar a tu señor; es necesario que él y la infanta logren sus deseos. Con que en marcha.

-En marcha.

Y llamaron al mesonero.

-¿Qué me queréis señores? -dijo este presentándose caperuza en mano y murmurando cumplimientos como de costumbre.

-Queremos -contestó Fátima- que dispongas los caballos.

-¿Tratáis de poneros en marcha?

-Lo que tratamos o dejamos de tratar nada te importa. Dispon los caballos y vuelve a recibir nuevas instrucciones.

El mesonero desapareció de la presencia de ambos personajes. Fátima aprovechó la ocasión para descubrirse a Nuño; Nuño se tornó asombrado como era natural, y en tanto el mesonero ya se había presentado a recibir nuevas órdenes.

-El corcel del caballero a quien conduce aprisionado la escolta de la infanta, permanecerá en tus cuadras hasta que recibas orden terminante mía de entregárselo a uno de mis escuderos.

-¿Nada más? -repuso el dueño del mesón.

-Sí; respondes con tu cabeza del caballo, que sano y salvo deberá serme devuelto.

-Así lo haré.

-Ahora, toma.

Y Fátima entregó al mesonero una bolsa a través de cuyas mallas se veían brillar algunas monedas de oro mezcladas con otras de plata.

A los pocos instantes Nuño y Fátima se alejaron del mesón caminando hacia Toledo.

Capítulo XIII

A los dos días de estar Teresa en Toledo, se efectuaron funciones reales, en las que se lidiaron toros, corrieron justas y hubo bailes, juegos de cintas y otras mil clases de diversiones.

Ínterin en la plaza de Zocodover un caballero cristiano llamaba la atención del numeroso concurso que asistía a la plaza con la lidia de un toro que le había muerto ya tres caballos, en el alcázar de Abdalla, sito en las casas llamadas hoy del conde de Cedillo, tenía lugar otra escena no menos interesante.

Fátima y Nuño encerrados en el retrete azul, mantenían un animado diálogo: aquella estaba sentada sobre un cojín de damasco, y Nuño respetuosamente colocado a sus pies sobre otro cojín de grana.

-Es necesario, Nuño -decía Fátima con voz entrecortada y casi sin aliento.

-Se hará, señora, se hará -contestaba el escudero de Gonzalo-; pero cuidad de vuestra salud, cuidaos, señora, que estáis, enferma, teneis calentura.

-¡Oh! nada importa, nada importa; lo necesario es que tú te encargues de robar a Teresa: yo me encargo de acallar el furor de Abdalla. ¡Le amo tanto, Nuño!

-No necesito que me lo digáis, señora; vuestras acciones, vuestro viage a León, vuestros secretos padecimientos, todo, todo me está diciendo que deliráis por él.

-Por él, sí, y él, sin embargo, me desprecia, me mira con horror, me mata con sus desdenes. Mi camarín azul ha permanecido cerrado por espacio de seis lunas, y Abdalla no se ha acercado a llamar a sus puertas. Le embargaba la mente el recuerdo de Teresa, de Teresa que será su segunda víctima. Nadie ha notado mi falta en el alcázar; todos me creían llorando en el fondo de mi retrete: pero Fátima nunca llora; su corazón es fuerte y si el amor que en él guarda tanto tiempo llega a ser desatendido, ese amor se convertirá en odio, en odio que arrastrará consigo la venganza. Pero ahora...

-Ahora, señora, es necesario que llevemos a cabo nuestros planes; es necesario que Gonzalo salga de su calabozo, que Teresa marche con él hacia León y que vos volváis a ocupar el corazón de Abdalla.

-Sí, Nuño, y los llevaremos a cabo; Teresa se irá contigo, Gonzalo os seguirá, y yo... yo volveré a ser feliz.

-Y bien; ¿para poder conseguir lo que tanto deseamos...?

-Sólo tienes que guardar prudencia y seguir en todo mis consejos.

-¡Podéis dudar un solo instante...!

-La menor indiscreción nos perdería.

-Os obedeceré, señora.

-Pues bien; es necesario que nadie sepa que estás aquí.

-Por mí, os aseguro que no lo sabrá nadie.

-Entra, pues; -dijo Fátima abriendo una puerta secreta practicada en uno de los ángulos de su camarín- este retrete es misterioso; nadie sino yo sabe que existe; en él permanecerás hasta esta noche; el plazo es corto; yo te haré compañía algunos ratos. Adiós.

Y Fátima cerró la puerta dejando encerrado a Nuño.

Gonzalo entretanto gemía en un oscuro calabozo, y triste, enfermo y cargado de cadenas, apenas se acordaba de su desgracia, pensando solamente en los horribles padecimientos que sufriría Teresa al lado de aquel que le estaba destinado para esposo.

Llegó la noche.

Abdalla y Teresa, sentados en magníficos cojines, se hallaban en un elegante retrete por cuya atmósfera vagaban mil delicados perfumes que hacían de él una mansión encantadora. Búcaros preciosos y de caprichosas formas,brindaban con flores de diferentes matices a la doncella desdichada. Pero aquella atmósfera le era a Teresa insoportable; respiraba con dificultad: todo cuanto miraba en torno estaba dispuesto para su placer; pero todo le causaba hastío.

Abdalla, sentado a sus pies y contemplándola de hito en hito, la adoraba como a un ángel. Pero Teresa se mostraba indiferente a las miradas del moro. Éste padecía, y Teresa lloraba.

Aquel era un cuadro desgarrador.

-¿Es posible, bella cristiana? -le decía Abdalla con entrecortado acento: -¿Es posible que mi presencia te sea tan indiferente?

Teresa seguía llorando.

¿Porqué lloras rosa de Hiram? ¿crees por ventura que aquí no encontrarás placeres, que serás infeliz al lado de este rey tan poderoso que daría en este instante su corona por una mirada tuya? No; bella cristiana; aquí serás feliz; todo lo que ves en torno es tuyo: mira ¿ves esos jardines? (y Abdalla abrió los cristales de dos ajimeces) pues esos jardines son tuyos, son cuidados para tí, todo lo que ves en ellos es tuyo; todo está dispuesto para tu deleite. Aquí nada te faltará, cristiana hermosa; todos tus caprichos serán satisfechos, tus esclavas desearán que desplegues los labios para servirte de rodillas; nada de lo que pidas te será negado.

-¿Nada de lo que pida me será negado? -dijo entonces la infanta enjugando dos gruesas lágrimas que surcaban sus mejillas.

-Tus caprichos serán órdenes imperiosas, no sólo para tus esclavas, sino hasta para mí. Pide; ¿qué quieres?

-¡Oh! -repuso Teresa con desconsolado acento- será un imposible lo que yo pida; por esta vez no veré satisfechos mis deseos.

-Los montes que me mandases allanar serían allanados.

-No pido tanto, Abdalla; una palabra vuestra bastaría para satisfacerme.

-¡Oh? ¿cuál es, cuál? que yo la sepa.

-Libertad.

-¿Libertad?

-Sí, para Gonzalo.

-¡Desgraciada! pídeme lo que quieras, pídeme un palacio de oro, pídeme un caballo que corra mas que el viento, un imposible sea el que quiera, que yo sabré satisfacerte; pero la libertad de Gonzalo... ¡ay! Teresa, espero las órdenes de Alfonso.

Teresa rompió a llorar de nuevo y lanzando un profundo suspiro cayó al suelo desmayada.

-¡Oh! bella cristiana -dijo entonces el moro cogiéndola en sus brazos e imprimiendo un beso en la frente de la doncella. Serás mía por un instante.

Y Abdalla se preparaba a satisfacer su brutal capricho cuando un trueno espantoso resonó en los ángulos del retrete; dos o tres relámpagos iluminaron la estancia durante unos segundos y turbaron la vista de Abdalla. Su mente se hallaba trastornada por el vértigo, y en las próximas galerías se sentían pasos.

Abdalla, no obstante, estaba decidido y el honor de la doncella peligraba.

-¡Vas a ser mía! -esclamó lanzando una sonora carcajada y preparándose a abrazar a la infanta.

Pero una culebra de fuego que se abrió paso a lo largo de una de las paredes del camarín haciendo estallar el techo e impregnando aquella atmósfera de azufre, vino a caer sobre la cabeza del moro dejándole inmóvil enfrente de Teresa y en una actitud liviana.

Abdalla había sido herido por el rayo.

Teresa fuertemente impresionada por aquel olor insoportable volvió en sí a los muy cortos instantes, y en el momento en que Nuño y Fátima entraban en el camarín.

Teresa huyó despavorida y Nuño cayó al suelo herido por un trozo de cornisa que se desprendió sobre su cabeza.

Fátima se aproximó a Abdalla, y le dirigió una mirada rencorosa y de amor al mismo tiempo; pero Abdalla permaneció inmóvil; dirigióle la palabra, y un silencio sepulcral fue la respuesta de aquel moro. Tocóle entonces en el hombro y el cuerpo de Abdalla cayó a sus pies convertido todo en cenizas.

Una inmensa nube de polvo rodeó a Fátima y cubrió el cuerpo del buen Nuño.

La mora lanzó una horrible carcajada, y corriendo como loca hacia uno de los ajímeces, se arrojó al jardín.

Un grito de horror resonó en este instante en el fondo de las galerías.

Era Teresa a cuyos pies había caido el cuerpo de Fátima.

Segunda parte
Capítulo I

Tres años habían pasado desde los últimos sucesos referidos en nuestro capítulo anterior.

Reunidos en una sala espaciosa que hacía en esta ocasión las veces de cocina, varios escuderos y hombres de armas de la servidumbre de D. Alfonso se hallaban sentados alrededor de una larga mesa sobre la cual se veían copas y botellas mezcladas en agradable confusión con los dados y cubiletes.

Los semblantes de todos aquellos jóvenes estaban iluminados por la alegría; pero no por esa alegría sencilla y espontánea, hija casi siempre del buen humor, sino por esa alegría estúpida y descompuesta procedente del mal vino.

Todos reían, todos alborotaban, todos bailaban a la par, todos se deshacían en sonoras carcajadas, que iban a perderse en los ahumados ángulos de aquel salón.

-Pongo una oreja -esclamaba uno- a que ninguno de vosotros se atreve a pasar de noche por el bosque del Abrojo.

-Dios nos libre de semejante tentación; -contestaron a coro todos los escuderos santiguándose en seguida y cambiando unos con otros miradas de espanto.

-Pues ¡voto al diablo! -prosiguió el que acababa de hacer la apuesta- que o sois muy cobardes, o hay algun encantador en el bosque del Abrojo.

-¿Y cómo si le hay, cuando el bueno de Martín nos vino contando anoche...?

-¿Qué contó, pues?

-¿Que qué contó? ¡por las manchas de mi coleto! que no te creía tan atrasado de noticias.

-Atrasado no, pero crédulo tampoco.

-¿Es decir...?

-Que cuanto el bueno de Martín haya contado es un atajo de mentiras.

-Alto ahí, señor Pero, -esclamó uno de los más viejos escuderos que había sentados alrededor de la mesa, dándose por aludido- Martín no miente nunca, y ¡vive Cristo! que en esta ocasión no hay tampoco para qué. Yo tengo limpia mi conciencia y juro que en este bosque...

-Vamos, señor Martín, que no será todo...

-Os digo, señor Pero, que todo es verdad. En el bosque del Abrojo hay duendes.

-¿Tú los viste?

-Y tanto que los vi; gracias a que mi pobre caballo que olió sin duda a aquella endiablada gente, aligeró el paso sin dar lugar a que yo le metiera espuela; que sino...

-Pero y vamos ¿qué han visto tus ojos al pasar por dicho bosque?

-¡Cáspita! si han visto; han visto una mujer que medio desnuda y como loca corría por allí dando gritos espantosos; han visto un cuervo posarse sobre una rama en el momento mismo en que una sombra oscureció la luna; han visto a aquella mujer arrastrarse por el suelo como una culebra maldita; han visto... en fin, que sé yo lo que han visto; han visto tantas cosas que de referirlas solo se me erizan los cabellos.

-Y eso que ya estas calvo -murmuró Pero entre dientes cambiando una mirada significativa con otro de los escuderos.

-Y calvo y todo -añadió aquel- se me ponen como púas de puerco espín.

-Pues yo creo, y conmigo debéis creer todos vosotros, que esa mujer no es bruja y sí una loca rematada.

-Loca ¿eh? no de loca sino de bruja y muy bruja son todas sus acciones. Pues ahí es nada eso de encender hogueras al anochecer..., vaya, vaya, que lo que yo digo es la verdad. Esa mujer es una bruja y ¡guay de ella si llega a oídos del obispo!

-¿Qué dices, Martín?

-No digo nada: digo que si llega a noticia de don Nuño...

-Capaz sería de mandarla quemar viva.

-Y como que si de otra manera obrara, yo sería el primero en rebelarme en contra suya.

-Sanguinario estás hoy, Martín.

-Por mucho menos quemaron a mi abuela; justo es que esa loca, como tú la llamas, lleve también su merecido.

-¿Según eso, tu abuela...?

-Mi abuela sería o no sería lo que dijeron; pero es lo cierto que, según dicen todos los que presenciaron su chamusquina; ni un solo grito salió de su boca en instantes tan supremos.

-¡Cuernos del diablo! -esclamó uno de los jugadores arrinconando los dados y preparándose a escuchar- ¿qué sucede? ¿qué es lo que habláis?

-Vamos, buen Alvar -dijo otro terciando en la conversación- sigue jugando y déjate de brujerías.

-De brujerías ¿eh?

-Sí ¡voto a Satanás!

-¡Ira de Dios!...

-Silencio señores, haya paz.

-Si ese Martín no viniera siempre con patrañas...

-¡Uñas del diablo! -esclamó el viejo escudero a quien aquel ataque se dirigía- Martín no dice nunca mentira; y lo que dice en esta ocasión es tan verdad como Alvar es un villano.

-¡Cuernos de Lucifer! -esclamó Alvar desenvainando su acero y preparándose a arremeter al escudero anciano.- Martín valido de sus achaques a todos nos insulta sin compasión; pero ¡voto a Luzbel! que en adelante no he de respetar su edad.

Y diciendo esto se arrojó sobre el pobre viejo que espada desenvainada y arrimado a una de las paredes se preparaba a luchar con su contrario.

-¡Calma señores!... -decía uno.

-¡Calma, buen Alvar! -esclamaba otro.

-¡No haya riña! -gritaba el más arrojado de la comparsa decidiéndose a separarlos.

-¡Por las calzas de D. Pelayo! que la cosa no merece la pena de verter dos gotas de sangre.

-¿Ni cómo, tratándose de una bruja, hemos de permitir que se malquisten dos compañeros?...

-Buen sería...

Y después de estas y otras mil palabras que salían de aquellas bocas, descompuestas y atronadoras, el buen Martín, y Alvar se separaron volviendo a ocupar sus asientos en la mesa.

-Vamos -esclamó uno de los hombres de armas vaciando media botella en una copa de a cuartillo.- ¡Bebamos a la salud de Martín!

-Bebamos -dijo otro- a la salud de Alvar.

-¡A la salud de los dos!

-Sea; pero bebamos también a la salud de la pobre bruja, que si esto es paciencia, la encargo para vivir en adelante.

-¡Bebamos!

-¡Bebamos!

-¡A la salud de Alvar!

-¡A la salud de Pero!

-¡A la salud de la bruja del Abrojo!

-¡A nuestra salud!

Y las copas y botellas chocaron unas con otras; los escuderos trasegaron el contenido a sus estómagos, y todos reían después como desesperados hablando todos a la vez, y todos sin saber lo que decían.

En este instante un rumor estraño y confuso resonó en los patios del alcázar.

Todos acudieron presurosos dejando el vivac o cuarto de guardia donde momentos antes acababan de venir a las manos Alvar y el buen viejo; y unos tropezando, otros cayendo, todos consiguieron llegar al patio de las columnas donde tenía lugar una escena bastante desgarradora, pero tan común y repetida en aquellos famosos tiempos, que todos la contemplaron sin asombro, volviéndose los más al poco rato a acabar de saborear las copas que habían quedado sobre la mesa.

En el patio de las columnas, que podría tener unas cincuenta varas en cuadro, solían adiestrarse los escuderos en el Manejo de las armas, teniendo al efecto sus torneos, de los que no todos salían siempre bien parados. Allí se peleaba a la gineta armado de lanza y escudo, allí se combatía con la espada echando pie a tierra cuando alguno de los caballos salía herido; allí se combatía al pujilato, cuando al choque de las espadas alguna de ellas se rompía; allí, en fin, solían hacerse los alardes más lucidos que en materia de combates podían presenciarse en aquellos tiempos. Las paredes del patio de las columnas estaban por lo común salpicadas de manchas encarnadas, que o bien procedían de las heridas de los caballos, o bien daban a entender que los que allí se batían para adiestrarse, lo hacían tan a lo vivo, como si en realidad tratasen de un duelo a muerte.

Uno de esos sucesos tan poco significativos ya de puro frecuentes, era el que acababa de llamar la atención de los escuderos y centinelas del alcázar de don Alfonso. Todos acudieron presurosos al patio de las columnas, de donde acababa de salir aquella gritería, y todos al llegar a él se hacían estas preguntas:

-¿Quién ha salido herido?

-¿Ha habido algún muerto?

-¿De quién es la sangre con que se acaba de regar el patio?

Estas preguntas bastaban ya por si solas para dar a conocer lo acostumbrados que estaban los hombres del siglo IX a oír y presenciar estas escenas desgarradoras, que siempre daban por resultado la muerte de uno o más de los combatientes, que tomaban parte en aquellos juegos.

Era una cosa tan corriente el que todos los domingos saliesen del patio de las columnas tres o cuatro hombres heridos, cuando no sacaban de él algun cadáver, que ni las gentes del alcázar, ni las que habitaban en la ciudad, se inmutaban jamás al oír la relación de estos sucesos.

El que acababa de tener lugar, no obstante, aquella tarde había llamado estraordinariamente la atención de todos los que lo habían presenciado por las circunstancias particulares que en él habían concurrido.

Los tres escuderos de los Velas habían sucumbido en aquel patio; los tres habían caído de sus caballos heridos mortalmente, y los tres al caer se habían abierto la cabeza contra las duras piedras del pavimento del patio de las columnas. Los caballos espantados habían corrido hacia las cuadras, hiriendo y atropellando gente, y uno de ellos se había estrellado contra una de las tapias.

Aquel suceso llamaba tanto mas la atención de las gentes del alcázar, cuanto que era cosa muy sabida el odio que los tres escuderos se profesaban desde cierta aventura amorosa que había tenido lugar dos meses hacía en uno de los más apartados callejones de León. Y llamaba tanto mas la atención, decimos, cuanto que los que aquel alarde habían presenciado aseguraban que, lejos de evitar los encuentros peligrosos, los buscaban con ahínco, arremetiéndose con furor y a lanzada seca dirigida las más veces a la cabeza y al corazón. El uno de ellos que combatía con el hermano de uno de sus compañeros, le había herido en el costado izquierdo dejándole muerto en el acto, al mismo tiempo que el otro había roto su lanza clavando la punta en el ojo izquierdo de su adversario. Los golpes, por lo tanto, indicaban claramente que los acometedores se habían propuesto jugar la vida pretestando aquel alarde.

Todos los hombres de armas se hacían lenguas en la relación de este suceso, y todos murmuraban por lo bajo de la pasada conducta de los que ya no eran más que cadáveres, y que durante dos años habían permanecido a las órdenes de los Velas.

-¡Buenas plazas! -decía Alvar a algunos de sus compañeros que se habían vuelto a colocar al rededor de la mesa que había en el vivac.

-¡Buenas plazas por mi vida! -repitió otro al oír las palabras de Alvar.

-Pues no seré yo el que pretenda ninguna; -replicaba el buen Martín mordiéndose los labios.

-¿Habrá duendes también en la cámara de los señores Velas? -dijo Pero con cierto retintín en el que se adivinaba desde luego la intención decidida de zaherir al escudero.

-Yo no digo que haya duendes -contestó Martín algún tanto amoscado;- pero a fe, a fe que son cosas estrañas las que están pasando en esa familia y su servidumbre...

-Toma, toma, -volvió a decir Pero con el mismo tono; como que hay quien afirma que los Velas tienen pacto con el diablo.

-No con el diablo, señor Pero, -añadió otro de los escuderos aprovechándose de la ocasión para zaherir nuevamente al viejo Martín;- sino con esa maldita bruja del bosque del Abrojo que enciende hogueras al anochecer y hace todas esas cien mil diabluras que el señor Martín acaba de referirnos.

-¡Cuernos de Lucifer! y que endiabladillos estáis todos por parte de mañana -añadió Martín afectando también un tono picaresco.

-¡Endiabladillos! ¡por Dios vivo! señor Martín, que nos hacéis muy poco favor al hablar de esa manera. El endiabladillo seréis vos que pasáis junto al Abrojo tan solo por espiar las acciones de esa bruja.

-Y no obstante, tanto como murmuráis, estoy seguro de que ninguno de vosotros se atreverá a pasar por dicho sitio sin ir armado de todas armas, acompañado de todos sus amigos, y con un jarro de agua bendita en su diestra para conjurar a esa que Pero denomina loca.

-Tendréis razón, señor Martín; pero a fe mía que si no fuera por ese cuervo que habéis visto posarse sobre la rama... por temores a la bruja no había de dejar mi espedición.

Pues no es el cuervo lo que más me ha atemorizado, sino un horrible gavilán que chillaba de una manera más horrible todavía amenazando tragarme con los ojos.

-Vamos, señor Martín, confesad que tenéis miedo a toda la volatería, y que primero subiríais al cadalso que al torreón del Moro por temor a los murciélagos.

-No soy tan aprensivo como vosotros suponéis; pero cuando las circunstancias se reúnen...

-Es verdad, entonces hay que pensar mucho malo.

-Justamente.

-Y por eso sin duda os ha impresionado tan fuertemente la muerte de esos escuderos.

-No lo niego; y juro a fe de Sancho Martín que por ningún precio entraría en la servidumbre de los Velas. Sólo una vez tuve que marchar con vosotros a sus órdenes, y juro que su vista sólo me causaba espanto. Cuando fuimos a Vegas del Condado en persecución de don Gonzalo, no sé si os acordaréis.

-Es verdad; te causaba espanto ¿no es cierto?

-No sólo espanto, sino hasta temblores.

-¿Y no te se erizaban también los pelos? -añadió Pero con intención, posando sus miradas en la calva del buen viejo.

-Juro que entonces, a pesar de ser tan calvo como ahora, me asomaron las raíces.

-¡Centinelas! -gritó en este momento un hombre de armas presentándose en la puerta.

Los escuderos todos se levantaron, ciñéronse el cinturón de cuero del cual pendían sus espadas; se ajustaron el coleto, y cada cual se fue a ocupar el puesto que en el nuevo relevo le correspondía.

Capítulo II

Era una tarde de Mayo.

Los pálidos rayos del sol que se iban ocultando ya tras las cumbres de las montañas iluminaban el horizonte de una manera tan fantástica, que el crepúsculo vespertino, la caída de la tarde, este espectáculo sublime que diariamente admiramos en la naturaleza, se había presentado como nunca encantador.

Un viejo ermitaño de barba blanca y melena descompuesta, y en cuyo semblante demacrado y mirada escrutadora se adivinaban desde luego largos años de padecimientos, marchaba apoyado en su bordón en dirección hacia el Abrojo, donde se elevaba su pequeña ermita sobre uno de los altillos del bosque.

De cuando en cuando dirigía su vista atrás como si temiera que alguno le siguiese y aceleraba el paso después de murmurar algunas palabras. Todo su traje consistía en un sayo de estameña bastante roto y atado a la cintura con un cordón, un calzado a modo de sandalias que le evitaban el desollarse los pies al trepar por los ásperos cerrillos del Abrojo, un sombrero de anchas alas que le resguardaba el rostro de los rigores del sol y el bordón en que se apoyaba que consistía una de las principales piezas de su traje, porque sin él no hubiera podido dar un paso.

Este viejo debía hallarse siempre preocupado por una misma idea, por un mismo pensamiento; sus ojos se fijaban como distraídos en todas partes; su mirada era indiferente y hasta estúpida; en su frente era donde únicamente podía leerse que aquel ermitaño pensaba, porque sus cejas siempre estaban fruncidas y rara vez se le podía sorprender sin ceño.

Este ermitaño que tan pobremente iba bestido; este ermitaño que vivía de las limosnas que le daban en León; este ermitaño que aparentaba ser el hombre más pacífico de la ciudad y sus cercanías, este hombre tenía atemorizados a los Velas que ni escoltados por cien lanzas se hubiesen decidido a pasar de noche por el bosque del Abrojo. Rodrigo sobre todo, se mostraba tan supersticioso siempre que por incidencia se trataba de este asunto, que hasta se ponía pálido y tembloroso y se le erizaban los cabellos debajo del almete.

Las gentes sencillas de León que le veían bajar del bosque todas las mañanas con su taleguito colgado de la cintura y que le veían entrar en la ciudad implorando la caridad pública sin entremeterse jamás en nada ni con nadie; lejos de tomarle por hechicero le tenían por un santo dándole cuanto le hacía falta para su alimento.

Pero las gentes de León habían notado una cosa, sin embargo: y era que el ermitaño nunca pedía limosna a los hombres de armas del alcázar de don Alfonso y que esquibaba todo lo posible el pasar por dicho sitio aligerando el paso cuanto podía si alguna vez se veía obligado a ello.

Esto, como era natural, no podía menos de chocarles; y quienes decían que el ermitaño era el amante de doña Teresa que se había disfrazado con intención de asesinar al rey; quienes que era el moro Abdalla que venía de nuevo a buscar a la infanta vistiéndose aquel traje para no ser conocido, quiénes afirmaban que ni era Abdalla ni don Gonzalo, sino el cuerpo del desgraciado Ferrus que salía de la tumba; quiénes que era un espía del moro cordovés para preparar un golpe de mano sobre León; quiénes, en fin, que era un médico árabe muy sabio, y aún no faltaban gentes sencillotas que creyesen que en el cuerpo del ermitaño se encerraba el del mismo diablo.

Estas y otras versiones parecidas corrían en León acerca del pobre viejo; pero en medio de todas estas dudas, en medio de estas confusiones, es lo cierto que todos le respetaban, que todos le protegían, y hasta se puedo decir que todos le veneraban.

Hacía dos años y medio que el ermitaño había entrado en León por vez primera a implorar la caridad pública para levantar una ermita en el bosque del Abrojo, y desde entonces ni un solo día había faltado por León. Así es que si alguno por un incidente cualquiera se retardaba, todos los vecinos se preguntaban unos a otros por el ermitaño, todos comentaban a su modo la tardanza, y algunos salían al camino por ver si le divisaban. El ermitaño, en fin, era en León un hombre necesario, un hombre a quien amaba el pueblo y un hombre al que nadie hubiera osado tocar la ropa dentro de la ciudad sin esponerse a morir a manos de aquel pueblo irritado.

Los Velas, no obstante, tenían ganas de mandar al otro mundo al pobre viejo; pero como veían la marcada tendencia del espíritu público, y como al llevar a cabo un crimen semejante se esponían a jugar su vida, sufrían y aguantaban esperando una ocasión oportuna para poner en planta su pensamiento. El ermitaño indudablemente hacía una guerra terrible a los tres hermanos, porque aprovechándose del poco afecto que el pueblo les tenía, predicaba de casa en casa contra ellos, recomendándoles, no obstante, la prudencia, porque, según él, aún no había llegado el momento oportuno.

Todo esto, pues, unido a la circunstancia de pasar a escape por delante del alcázar, hacía dudar al pueblo de quién sería el ermitaño, y esta y no otra era la causa de las mil y mil versiones que corrían por la ciudad acerca de su persona. Por lo demás, el ermitaño era querido y respetado de todo el mundo.

Pero hablábase en León hacía unos días de una bruja o mujer loca que recorría el bosque del Abrojo, y ya en nuestro capítulo anterior hemos visto lo que acerca de ella pensaban los hombres del alcázar.

Esto había llegado a oídos del pobre viejo, y marchaba hacia el bosque del Abrojo decidido a buscar a aquella hechicera, que tanto había influido en el ánimo de Martín con lo de encender hogueras por la noche.

Encerróse, pues, en su ermita con intención de salir después a reconocer el bosque, y aún no haría dos minutos que se hallaba en ella, cuando un grito espantoso seguido de otros tres o cuatro más espantosos todavía, lo hicieron abrir la puerta y asomarse a ver lo que pasaba.

Una mujer joven todavía, pero en cuyo pálido y desencajado rostro se adivinaba desde luego un siglo entero de sufrimientos, se presentó a su vista sucia y desgarrada, y echando chispas de fuego por los ojos.

-¡Muerto! ¡Muerto! -esclamó lanzando un horrible grito y desapareciendo como un relámpago de la vista del ermitaño.

-¡Muerto! Muerto! -repitió el eco triste y melancólico en aquellas cercanías.

-¿Muerto? -dijo el ermitaño siguiendo con la vista los pasos de la loca.

Y el ermitaño, a quien todas las gentes de León apellidaban el Tuerto por faltarle un ojo, volvió a su ermita pensativo murmurando entre dientes palabras ininteligibles.

-No, no; -dijo después de unos instantes y dirigiéndose de nuevo hacia la puerta.- Pero ¿y si esto tiene algún misterio? Quedo, quedo; más vale no aventurarse; quieto en la ermita.

Y el Tuerto volvió a sentarse en una tarima que tenía en el portal.

-Pero ¿y si es una loca? añadió después de unos cortos momentos de reflexión, y como luchando con un pensamiento horrible- Sí, sí, es mejor; la loca me ayudará en mis planes, el pueblo leonés tendrá que levantarse en masa; mi venganza será terrible; ¡cenizas! ¡cenizas!

Y la loca entrando en este momento en el portal se abalanzó al Tuerto llena de coraje gritando como fuera de sí;

-¡Cenizas! ¡cenizas!

El Tuerto se tornó asombrado; luchaba por desasirse de los brazos de aquella fiera que trataba de ahogarle entre ellos; se esforzaba por librarse de aquella desgraciada mujer que tanto padecía; pero la loca cesó de repente en su coraje y cayó a los pies del ermitaño como desmayada.

Y en efecto; aquella mujer estaba desmayada de debilidad a consecuencia de las fuerzas que había desplegado en la lucha con el Tuerto; mantenida de frutas y raíces por espacio de seis días que llevaba de estancia en las cercanías de León, la pobre mujer estaba desfallecida. Sus ojos que aún conservaban algo de fuego y espresión en sus miradas resaltaban, no obstante, horriblemente sobre unas ojeras profundas, hijas del insomnio; sus labios que en otro tiempo debieron haber sido de un carmín puro y hermoso, hoy lívidos y amoratados se encontraban marchitos como un clavel a la caída de la tarde; sus mejillas que en otro tiempo debieron haber sido tan frescas como la rosa, hoy secas y descarnadas estaban agrietadas por el frío; su rostro, en fin, debía haber sido un rostro hechicero y lleno de hermosura, porque a pesar de tanto padecimiento como aquella mujer llevaba marcado en su semblante, aún se descubría algún resto de hermosura, luchando abiertamente contra los dardos de la miseria.

Y aquella mujer había sido, en efecto, muy hermosa.

Aquella mujer era Fátima.

El Tuerto hizo lo posible por sacarla de su desmayo, y la pobre loca abriendo de nuevo los ojos:

-¡Cenizas! ¡cenizas! -volvió a esclamar con acento desgarrador.

-¡Cenizas! -replicó entonces el Tuerto haciendo lo posible porque aquella mujer le oyese. -No te comprendo: ¿de qué cenizas hablas? esplícate, contesta a mis preguntas.

-¡A tus preguntas! dijo la dama dirigiendo una mirada de cólera al Tuerto.

-A mis preguntas, sí; ¿te espantas?

-¿Quién eres tú?

-Un pobre ermitaño.

Fátima lanzó una horrible carcajada, y luego prosiguió:

-Sí, sí, necesito vengarme; y me vengaré de Alfonso; yo necesito sangre, mucha sangre, su sangre toda para saciar mi sed.

Y Fátima volvió a lanzar de nuevo otra carcajada nerviosa que helaba la sangre en las venas del pobre viejo.

-¡Cenizas! ¡cenizas! -volvía a repetir después de unos instantes: -¡mi amor! ¡mi amor! ¡traidores!

Y huyó de la ermita a pasos acelerados como si un nuevo pensamiento la hubiese iluminado.

El Tuerto la siguió a corta distancia por los sitios mas ásperos y ocultos del Abrojo, sin que la pobre loca lo notase.

Luego que hubieron llegado a un sitio quebrado y seco, lleno de peñascos y donde ni aún la yerba mala podía echar raíces; Fátima se detuvo unos instantes, comenzó a llorar amargamente y despues se acercó a la boca de un barranco profundo con intención decidida de arrojarse a él.

El Tuerto entonces se apresuró a llegar a ella y cogiéndola de los vestidos;

-¡Desgraciado! -esclamó lleno de sobresalto- vente conmigo a mi cabaña; allí nada te faltará; aún eres muy joven y aunque desgraciada, no por eso debes abandonar al mundo. También yo padezco, y sin embargo vivo.

-Pero ha muerto: -dijo la pobre loca lanzando una mirada penetrante al ermitaño.- ¡Ha muerto! ¡ha muerto!

Y Fátima y el viejo entraron en la ermita.

Capítulo III

En tanto que por León todos los ánimos se hallaban preocupados con la desastrosa muerte de los escuderos de los Velas y con las fantásticas hogueras que, según Martín, encendía la bruja en el bosque del Abrojo, los moros de Toledo estaban también llenos de pavor a consecuencia de los sucesos que acababan de tener lugar en el alcázar del rey Abdalla.

Cada cual los comentaba a su manera y cada cual los refería de un modo diferente. Quien decía que Fátima había asesinado a Abdalla; quien que la cristiana lo había convertido en cenizas con el fuego de sus ojos; quien que el escudero Nuño había arrojado al Tajo su cadáver quemando después las regias vestiduras a fin de dar más apariencias de verdad al hecho; quien que el rayo había sido la causa de catástrofe tan inaudita; y quien, en fin, que en aquel suceso había entrado por mucho la mano de Satanás, puesto que había mucho de diabólico en el trágico desenlace del casamiento de Abdalla.

En las calles y en las plazas, en los mercados y en las tiendas, no se hallaba de otra cosa desde antes de salir el sol hasta algunas horas después de puesto. Toledo era una Babel en la que todos hablaban a la par y ninguno se entendía.

No obstante la confusión y algazara que reinaba en todos sus barrios y especialmente en el del alcázar cuando tuvieron lugar los hechos de que acabamos de hacer mención, los vecinos de la plaza de Zocodover no pudieron menos de parar mientes en un moro viejo que envuelto cuidadosamente entre su haike, había salido del alcázar a los pocos momentos de caer el rayo, y cuando con más fuerza descargaba la tormenta sobre la imperial ciudad.

Este moro quo podría tener unos cincuenta y cuatro años salía acompañando a otro hombre tan viejo como él pero que según lo daba a entender su traje era un escudero perteneciente al bando de los cristianos.

Como el día antes acababa de llegar Teresa escoltada por las lanzas castellanas, y como aún permanecían en el alcázar todos los leoneses, ni el moro ni el cristiano llamaron tanto la atención de las gentes de Toledo que se ocupasen de seguir sus pasos.

Llegaron a un oscuro y estrecho callejón sito en uno de los estremos de la ciudad, llamaron a la puerta de una casuca vieja y destartalada, y a los pocos momentos pasaron los umbrales sin decir una palabra.

Entraron luego en una especie de salita bastante mal adornada y tomando asiento en dos cojines algo rotos, cambiaron dos miradas significativas pero sin romper ninguno de los dos aquel silencio.

El moro estaba pensativo y como preocupado: el cristiano que llevaba la cabeza cubierta de vendajes se mostraba también bastante meditabundo aunque de cuando en cuando posaba sus ojos en el moro con cierta especie de veneración que indicaba estarle agradecido.

Por fin rompió el moro aquel silencio preguntándole al herido en voz vaja:

-¿Eres de León?

-En Castilla nací, señor; -contestó el cristiano con timidez.

-¿Y estás al servicio de don Alfonso?

El cristiano vaciló en contestar unos instantes y el moro entonces se adelantó a decir.

-Parece que tienes desconfianza; no temas cristiano; yo he sido el médico de Abdalla y aún cuando no tenía destinado un lugar preferente en su mesa, yo nunca lo acepté; moraba en el alcázar y no obstante tenía mi casa aquí. Ya habrás comprendido que mis preguntas nada tienen de particular ni encierran interés alguno para que puedan perderte. Si éstas hubieran sido mis intenciones cuando te encontré en el alcázar y en la misma cámara de Abdalla, fácil me hubiera sido mandarte llevar a un calabozo. Yo quiero curarte; si mis preguntas te molestan...

El cristiano que no era otro que el viejo Nuño, dirigió al árabe una mirada escrutadora por medio de la cual parecía querer adivinar lo que había de cierto en aquellas palabras, y decidiéndose por fin. -Escudero soy -dijo- de un noble castellano, pero una desgracia...

-Habla, habla; si en algo puedo servirte...

Un rayo de desconfianza brilló en este momento en los ojos del buen Nuño, y advirtiéndolo el moro no volvió a instarle a que siguiera.

Nuño, no obstante, continuó:

-Una desgracia que acaba de suceder a mi señor.

-¿Tu señor? -le interrumpió el moro;- ¿eras de los de la escolta?

-No: ya os dije que no estaba al servicio del rey sino al de un noble castellano.

-Es cierto: ¿tu señor entonces...?

-Mi señor es el que gime a estas horas entre las frías paredes de los calabozos del alcázar.

-¿Es tu señor aquel gallardo mancebo que la escolta ha traído preso? -se apresuró a preguntar el árabe lleno de admiración y de respeto.

-El mismo, señor; pero parece que os estrañáis.

-¡Oh! si me estraño, porque tu señor...

-Es muy noble y muy valiente.

-Lo sé, lo sé -repuso el médico como pensativo;- don Gonzalo es todo un caballero.

-¿Le conocéis por ventura?

-¡Ah! por mi desgracia le conocí cuando la escolta le traía.

Fátima, la desgraciada Fátima (y por las mejillas del moro se deslizaron dos lágrimas de dolor) el ángel de mi vida, la mujer en quien ha adorado Abdalla por espacio de tres años, ella fue la que me lo dijo, ella la que me lo anunció. ¡Oh! Abdalla debió renunciar desde luego a un enlace que tantos disgustos va a proporcionar a sus amenazados reinos.

Y el viejo guardó un profundo silencio durante unos instantes.

¿Y don Gonzalo?... -se atrevió por fin a preguntar el escudero.

-Don Gonzalo está encerrado en uno de los calabozos de alcázar.

-Encerrado, sí, ya lo sé; pero en libertad... sería imposible.

-¡Qué dices! Ponerle en libertad cuando se habrán redoblado ya las guardias del alcázar.

-Sin embargo, nuestras tentativas... pero dispensad; yo no sé hasta qué punto profesábais amor a Abdalla; quizá mi imprudencia... pero juro a fe de Nuño, que o moriré en Toledo o pondré en libertad a mi señor.

-¡Nuño! -dijo entonces el árabe:- si mis deseos hubiesen sido otros que los de ponerte en libertad, de modo alguno te hubiera sacado de la cámara del rey; la guardia hubiera entrado, los soldados te hubiesen pasado con sus armas, o por disposición del jefe hubieses sido colgado de la más alta de las almenas. Quien todo esto ha evitado, esponiendo quizá su vida, evitará si le es posible, cuantas desgracias puedan sobrevenirle a tu señor. ¡Ay! ¡si hubiese logrado otro tanto de Fátima! ¡Pobre Fátima!

-Desgraciada, sí; -añadió Nuño con dolorido acento; ¿qué ha sido de ella? ¿qué ha sido de Teresa? ¿ambas amigas dónde se hallarán?

-¡Quién sabe! -contestó el árabe lanzando un profundísimo suspiro. Loca la una, abandonada la otra; las dos tan desgraciadas... ¡Oh! esto es horrible.

-Horrible, sí; algún genio maligno...

-No, Nuño, es el hado; escrito estaba que Abdalla había de morir consumido por el rayo; escrito estaba que Fátima había de volverse loca, y escrito está también que todos hemos de morir; pero muerte como la de Abdalla, muerte como la de Teresa..., ¡Supremo Allah! compadeceros de vuestros siervos; no derraméis vuestras iras sobre los verdaderos fieles.

Y el árabe clavó en el cielo sus ojos durante unos instantes.

-Pero Fátima volverá al uso de la razón. Teresa será feliz y ninguna de las dos continuará tan desgraciada.

-¡Ninguna!

-Ninguna.

-¡Oh! tú deliras: ¿de qué me sirve a mí el haber estado cinco noches consultando los astros? ¿de qué me sirve entonces haber hecho uso del astrolabio...? ¡Oh! tienes muy buena fe, tienes mucha esperanza, y la esperanza y la buena fe te sacarán bien de cualquiera de tus empresas: pero Teresa y Fátima serán muy desgraciadas.

-Juroos señor, que si Gonzalo estuviese en libertad...

-¿Qué haría?

-Mucho.

-Esplícate.

-La llevaría a Teresa hasta Vegas del Condado, y una vez allí se casaría.

-Pero y bien...

-Fátima se encuentra abandonada, porque su amante acaba de morir; es cierto: pero Fátima y Teresa se aman, Teresa y Fátima hasta aquí han venido protegiéndose..., una vez en Ventas del Condado..., también hay en Castilla galanes caballeros que sabrán encender en el pecho de Fátima la hoguera de un amor puro y sin límites.

-¡Oh! Nuño ¡Fátima feliz! ¡mentira! ¡mentira!

Pero, señor...

-Los cálculos de Abd-El-Resak nunca fallan; sus cálculos son claros como el agua de las fuentes, ciertos como las máximas del Koram, exactos como la duración del día.

-Sin embargo, sí Gonzalo...

-Sí; Gonzalo será puesto en libertad o pagaremos con la vida nuestro arrojo y decisión para tan temeraria empresa; le libraremos, sí; pero ni Gonzalo, ni el rey Alfonso, ni todos los hombres reunidos serán bastantes a cambiar el curso de la humanidad y de las cosas.

-Pondremos, no obstante, los medios.

-Pondremos sí, los medios que estén a nuestro alcance, y quizá...

-Sí; quizá consigamos...

-Nunca más satisfecho, Nuño. También Abd-El-Resak gozaría en la libertad de don Gonzalo. Abd-El-Resak goza siempre que practica el bien.

-Obra generosa es la de poner en libertad a don Gonzalo; obra digna de elogios y de que Dios la premie.

-Y obra que se llevará a cabo si el poderoso Allah nos presta su ayuda; -añadió el árabe golpeándose la frente con la mano como si un gran pensamiento hubiese acudido a ella en aquel instante.

-¿La llevaremos a cabo? -esclamó el buen Nuño lleno de júbilo y revelando en su rostro una fuerte dósis de impaciencia.

-La llevaremos a cabo, sí; un gran pensamiento, una idea luminosa..., sí, sí; no hay para qué dudar..., Alfaima..., cierto, cierto: hasta la cámara de honor..., eso es, eso es..., don Gonzalo está en libertad.

Y Abd-El-Resak había murmurado estas palabras como recordando los pormenores de algún suceso que ya tenía olvidado.

-Sí -prosiguió: -D. Gonzalo se verá libre tan pronto como tú te encuentres decidido; el medio es escelente; ni tú ni yo nos esponemos; todo es un secreto; únicamente a mi buen amigo Aben-Zoar tendremos precisión de comunicarle nuestro pensamiento, y hasta si es necesario hacerle nuestro cómplice.

-¡Nuestro cómplice! -esclamó Nuño como asombrado y lleno de desconfianza.

-Nuestro cómplice, sí; sin mi amigo Aben-Zoar será imposible que llevemos a cabo nuestro intento.

-Mirad, señor, que los hombres, no todos saben guardar secretos, y acaso una indiscreción...

-No temas Nuño; la desconfianza de Aben-Zoar equivaldría a dudar del poderío inmenso del grande Allah. Aben-Zoar es mi amigo desde la cuna; Aben-Zoar y Abd-El-Resak son más que hermanos, no desconfíes por lo tanto buen escudero.

-Siendo así...

-Y aún cuando así no fuese ¿no estimas en más la libertad de tu señor? si por no esponerte a los percances que la felonía de los hombres puede traer consigo, renuncias a la noble y generosa acción de poner en libertad a don Gonzalo, ¿qué amor es ese que le profesas?

-¡Señor! -esclamó Nuño como herido en su amor propio; la vida de D. Gonzalo es para mí mucho más respetable que la mía, y mi sangre diera yo en este momento por salvar al amante de Teresa, ¿la queréis? pronto estoy a derramarla.

Y los ojos de Nuño brotaban fuego.

-Basta, basta, -añadió Adb-El-Resak dirigiendo una mirada cariñosa a Nuño.- Eres todo un buen escudero.

-Cuando queráis, pues.

-Paciencia, Nuño; tendremos que ir hasta el callejón de las Tinieblas y antes nos será preciso... D. Gonzalo estará armado... aunque no hace falta... Mi buen amigo Aben-Zoar nos prestará un vestido.

-¡Un vestido!

-Sí; un trage como el que llevo sobre mis hombros para disfrazar a D. Gonzalo: no sería obrar con mucha cordura el sacarle del alcázar...

-Es cierto, es cierto.

-Cuando quieras.

Cuando gustéis.

Y Abd-El-Resak y el escudero Nuño se encaminaron a casa de Aben-Zoar.

Capítulo IV

Abd-El-Resak y Nuño salieron de la casa dirigiéndose silenciosos a la del amigo de aquel, Aben-Zohar.

La noche estaba tan oscura, que las calles de Toledo permanecían envueltas en las más profundas tinieblas e imposible hubiera sido el atravesarlas sin ayuda de una linterna como la que debajo del haike, y sujeta a un ceñidor llevaba el sabio Abd-El-Resak.

A beneficio de los pálidos rayos que arrojaba y que se destacaban formando un círculo en el suelo, el viejo Nuño pudo seguir al lado de aquel árabe aunque dando de cuando en cuando algunos tropezones que le esponían a romperse la cabeza segunda vez.

-Toma mi brazo -dijo Abd-El-Resak; alargándoselo al escudero;- las calles de Toledo son algo peores que las de León, y no todos se allan acostumbrados a andar por ellas.

-Tenéis razón, amigo Abd-El-Resak -contestó Nuño aceptando la oferta que el árabe le hacía.

-Prudencia -dijo éste tan luego como Nuño acabó la frase.

-¡Prudencia me decís! no os comprendo.

-Me habéis llamado por mi nombre y esto es espuesto...

-Tenéis razón; no os volveré a nombrar.

-Ya estamos cerca de la casa de Aben-Zohar; inútil es por lo tanto mi advertencia.

Y esto diciendo, Abd-El-Resak dobló la esquina de un callejón oscuro, sucio, desempedrado, en cuesta y lleno de barro a consecuencia de la lluvia; callejón, en fin, que podría compararse con los que en algunos barrios de la misma ciudad existen todavía.

A Nuño le temblaban las piernas a cada paso que daba; Abd-El-Resak aún que más viejo y menos fuerte que el escudero, acostumbrado como estaba a trepar por aquellas calles, caminaba con paso más seguro aunque resbalando también de vez en cuando y asiéndose a los quicios de las puertas.

-Por fin llegamos -dijo deteniéndose delante de una puerta chapeada y correspondiente a la cuarta o quinta casuca del callejón.

-A Dios gracias -contestó Nuño respirando con alguna más de libertad y arrimándose al quicio de la puerta.

Abd-El-Resak dio tres golpes en ella y una cabeza blanca que se asomó a los pocos instantes por una de las ventanas, procuró reconocer a los recién venidos.

-Soy yo, Aben-Zohar -contestó por lo bajo el árabe levantando sus ojos hacia la ventana.

La puerta se abrió y Nuño y Abd-El-Resak pasaron sus umbrales.

-Salud, -dijo Aben-Zohar haciendo una reverencia a sus huéspedes tan luego como hubieron llegado a un saloncito.

-Bien hallado y Allah sea contigo, Aben-Zohar -repuso el árabe tomando asiento al lado de su amigo:- te estrañará -continuó- una visita tan a deshora.

-Mis amigos tienen la entrada franca en esta casa a cualquier hora que sea -contestó Aben-Zohar posando una curiosa mirada sobre el rostro del buen Nuño.

-No te estrañes -dijo entonces Abd-El-Resak- de que venga acompañado de un guerrero leonés. Su señor está en prisión y es necesario a toda costa darle libertad.

-¡Qué dices! -esclamó Aben-Zohar tan luego como oyó las últimas palabras de su amigo.

-Que es necesario dar libertad a un caballero que está en prisión.

-Comprendo y la rampa...

-Pues; es necesario que la franquees.

-Abd El-Resak, nadie mejor que tú sabe lo que esta noche acaba de suceder en el alcázar; Abdalla ha muerto asesinado o herido por el fuego del cielo; las gentes del alcázar todas están alerta; aquél sobre quien recae la más mínima sospecha es conducido a los calabozos subterráneos; no hay almena en el alcázar que no esté vigilada por centinelas dobles; en los calabozos se han reforzado también las guardias; los siervos de Abdalla buscan a la infant por todos los rincones de la ciudad; Fátima se ha fugado después de volverse loca; Toledo, en fin, está envuelta en la más horrible confusión y fuera una temeridad el esponerse...

-Todo lo sé Aben Zohar; sé que las guardias se han redoblado, sé que en el alcázar todos se agitan, todos se mueven, todos meditan una horrible venganza en la cabeza del asesino; pero el asesino ha sido Allah.

-¡Abd-El-Resak! -esclamó Aben-Zoar como asustado.

-Sí, Allah por medio del fuego de sus divinos rayos ha herido en la cabeza a nuestro rey; porque Abdalla no era rey, Abdlalla era un miserable usurpador, Abdalla era alcaide de Écija cuando se levantó con la cortesía proclamándose rey de Toledo; Abdalla tenía que purgar su crimen, porque Dios proteje al justo.

-Silencio Abd-El-Resak; tus palabras podrían comprometernos.

-Calló Aben-Zohar y prosigo hablando de mi asunto. Este cristiano que tienes delante de tu vista se encontraba con Fátima en el alcázar cuando la tormenta estalló con toda su furia y acabó con la vida de nuestro rey: un trozo de piedra desprendido de uno de los ángulos de la cámara a influjos de la exhalación, cayó sobre la cabeza de este escudero dejándole mal herido; yo le puse en libertad trasladándole a mi casa sin que nadie se apercibiese; se encuentra al servicio de ese hermoso caballero que las lanzas de D. Alfonso trajeron escoltado y que después redujeron a prisión. Ese caballero, como tú sahus, se encuentra enamorado de Teresa es necesario ponerle en libertad, porque Teresa debe haber huido también al lado de Fátima...

-Sí; es necesario salvarle -interrumpió Nuño dirigiendo al amigo de Abd-El-Resak una mirada suplicante:- es necesario salvarle, señor, es necesario que salga de Toledo, que busque a su querida infanta, que no deje a Fátima abandonada a su desesperación, que vea la luz, que salga de su calabozo.

Con tal energía acababa Nuño de pronunciar estas palabras, y tanta significación había tenido para Aben-Zoar aquella mirada suplicante, que levantándose del cojín en el que hasta entonces había permanecido sentado, condujo a Nuño y a su amigo a una especie de cueva húmeda y oscura, y dando a Nuño otra linterna como la que llevaba Abd-El-Resak;

-Que salgáis bien de vuestra empresa -dijo tocando un resorte que había en una de las paredes y a merced del cual quedaba abierta una puerta secreta cuyo mecanismo era ignorado de todos a excepción de Aben-Zohar.

-¿Esperas aquí? -dijo el médico entrando por aquella puertecilla.

-Aquí estaré -contestó su amigo.

Nuño siguió los pasos del árabe después de dar las gracias a Aben-Zohar.

Capítulo V

Un viento húmedo y helado salió de entre las estrechas paredes de aquella galería acompañado al mismo tiempo de un ruido tempestuoso. Las luces de las linternas vacilaron durante unos instantes, pero sobrevivieron por fin a aquel golpe de aire violento. Las piernas de Abd-El-Resak temblaron y el viejo Nuño a pesar del buen corazón que albergaba debajo de aquel arnés, tembló también de espanto al seguir los pasos de su guía. El aire, por tanto tiempo aprisionado entre las negras paredes de aquella galería subterránea, era un aire tan helado y enfermizo que ambos se vieron precisados a caminar sobre cojidos durante unos instantes, hasta tanto que sus cuerpos se acostumbraron a aquella temperatura.

Esta galería subterránea, obra prefecta como todas las que existen en Toledo, podría tener unos cuatro pies de anchura por siete de elevación; su techo era abovedado y de una sustancia dura muy parecida al mármol; la construcción de las paredes diferían en un todo de la de la bóveda, pues que unos trozos eran de mármol, otros aunque pocos de jaspe y la mayor parte de granito. Esta mina o galería que podría tener unas cincuenta varas de longitud, comunicaba con las habitaciones subterráneas del alcázar y era al parecer de muy antigua construcción.

Nuño que apesar de hallarse preocupado por la libertad de que dentro de muy poco iba a disfrutar su buen señor, como viejo que era y curioso por lo tanto, no pudo resistir a la tentación de hacer esta pregunta a Abd-El-Resak.

-¿Con que objeto se ha practicado esta preciosa galería?

-Esta galería -le contestó el árabe- tiene una historia muy larga y muy horrible que yo no te puedo referir en este instante.

-¡Horrible! -esclamó Nuño asombrado.

-Muy horrible: está escrita con sangre.

-¿Qué decís?

-Sí, Nuño; esta bóveda fue mandada practicar por la esposa de un rey de Toledo cuyo amante tenía su morada donde hoy la tiene mi amigo Aben-Zohar.

-¿Y se veían sin duda?...

-En la misma habitación de donde acabamos de salir.

-Pero esa reina...

-Era muy querida del rey.

-Ya ¿y los sorprendió...?

-Sí, una noche, oscura como esta, el rey supo por uno de sus escuderos que su querida Raquel bajaba a las habitaciones subterráneas y que luego desaparecía. El rey ardiendo en deseos de descifrar misterio tan estraño, espió los pasos de su esposa y comprendió por su desgracia cuanto de horrible tenían aquellas desapariciones. Aboul-Zadir (este era el nombre del amante de Raquel) acostumbraba a bajar con ella a la galería acompañándola hasta muy cerca del alcázar. El rey se ocultó una noche en la galería, mandó apostar seis hombres a la entrada de la casa de su rival y cuando ambos amantes venían por este sitio prodigándose caricias, el alfange del rey brilló en medio de la oscuridad y la cabeza de Raquel rodó por el suelo separada de su tronco. Aboul-Zadir lanzó un grito de terror: el rey le mandó atar al lado del cadáver de la adúltera y lo dejó encerrado en esta galería donde espiró de hambre al poco tiempo y enmedio de los remordimientos más horribles. Mira ¿ves esa sangre? (y Abd-El-Resak señalaba con su lintern una gran mancha de sangre que había en la pared) pues esta sangre es la misma de la reina mora. Su cadáver y el de su amante están debajo de esta losa.

Y Abd-El-Resak arrimaba su linterna a una losa negra que había en aquel sitio de la galería.

A Nuño se le erizaron los cabellos y dos minutos después ya se hallaban debajo de las prisiones del alcázar.

Abd-El-Resak se detuvo como a escuchar y haciendo señas a Nuño de que callase.

-Paréceme -le dijo después de unos instantes- que he oido una voz lánguida...

-Sí; una canción parece que entonaba- repuso Nuño.

-Estamos debajo de los calabozos y muy en breve entraremos en el de tu señor.

-En efecto; oid, oid; -dijo Nuño aplicando el oído y conteniendo cuanto pudo su respiración.

Abd-El-Resak hizo lo mismo, y ambos oyeron una voz lánguida y suave que llegando casi apagada a aquel sitio de la galería entonaba esta canción:

Dama del rubio cabello, dama de las trenzas largas, dama querida del moro y del cristiano adorada; deja un instante esa guzla y asómate a la ventana, que cada son que produce el corazón me desgarra. Deja, deja ese instrumento, deja la guzla, cristiana, que cada cuerda que vibra arranca un ¡ay! de mi alma. Abandona ese cojín y huye de aquesta morada que un caballero cristiano por ti suspira, cristiana.

La voz se, perdió durante unos instantes y luego se percibió más clara en los siguientes versos.

Gonzalo vive Teresa y se acuerda de su amada; llorando está su desdicha desque ella emprendió su marcha. Dama del rubio cabello, dama de las trenzas largas, deja un punto de tañer y asómate a la ventana.

El canto cesó y Nuño esclamó lleno de júbilo:

-¡Es D. Gonzalo! ¡es D. Gonzalo!

Y corrió presuroso como buscando una salida.

-¡Prudencia! -esclamó entonces Abd-El-Resak al presenciar el alegre trasporte del escudero: -tu señor está en el mismo calabozo con que comunica esta galería. Convenzámonos, pues, de que nadie le acompaña y entremos.

-¡Oh! sí, entremos -continuó Nuño lleno de agitación.

-¡Prudencia o nos retiramos! -esclamó segunda vez Abd-El-Resak.

-¡Oh! no, no; de manera alguna; ¡mi señor! ¡mi señor!

Y Nuño buscaba la salida.

-¡Silencio, Nuño! -añadió el árabe por vez tercera tocando al mismo tiempo al resorte de la puerta secreta que comunicaba con el calabozo de D. Gonzalo.

-Mira por ese agujero -le dijo a Nuño señalándole uno que a merced de un movimiento del resorte se había abierto en la pared.- ¿Es ese tu señor?

-¡El mismo! ¡el mismo! -esclamó Nuño por lo bajo lleno de alegría.

-Entremos, pues; -dijo Abd-El-Resak.

-Vos primero, vos primero -repuso el viejo Nuño- mi presencia quizá lo matase de contento. Tanto mata un placer como un pesar.

-Tienes razón, Nuño -dijo el médico abriendo la puerta y entrando en el calabozo.

Nuño le siguió aunque ocultándose tras él todo lo posible.

Capítulo VI

D. Gonzalo, pálido, tembloroso y horriblemente demudado a consecuencia de los amargos sufrimientos de que era presa su corazón, permanecía inmóvil sobre una piedra que le servía de asiento. Sus ojos profundamente hundidos sobre sus órbitas, estaban apagados y giraban en torno llenos de indiferencia.

A la presencia de Abd-El-Resak brillaron, no obstante, como dos chispas de fuego, y se fijaron sobre él terribles y amenazantes.

Nada temas -le dijo el árabe dirigiéndole una mirada cariñosa- por el Dios que nos escucha te aseguro que nada tienes que temer.

-¿Y quién eres tú? -le interrogó Gonzalo midiéndole de pies a cabeza con sola una mirada.

-Yo soy tu libertador y el libertador de tu escudero es lo único que te puedo decir en este instante.

-¡Mi libertador! ¡el libertador de Nuño! ¡Por vida mía! que no comprendo ni una sola de tus palabras.

-Ya las comprenderás más adelante; tu escudero está muy cerca de ti y quiere que le sigas.

-¿Dónde, dónde está? ¡Nuño! ¡querido Nuño!

Y don Gonzalo esforzaba su voz cuanto podía.

-Nuño entretanto continuaba oculto tras la ancha túnica de Abd-El-Resak.

-¡Silencio! -esclamó éste por lo bajo y aproximándose al doncel- pudieran oírnos...

-¡Oh! ¡querido Nuño! -dijo entonces don Gonzalo cayendo en los brazos de su escudero y exhalando en un profundo suspiro las pocas fuerzas que le restaban. ¿Tú aquí? ¡tú en mi prisión...! esplícate, esplícate.

-¡Señor! -dijo Nuño sollozando y recibiéndole en sus brazos- vuestra libertad, vuestra libertad, la libertad de Teresa...

Abd-El-Resak contemplaba esta escena enternecido y arrimado por precaución a la puerta del calabozo.

-¿Y Teresa? ¿y Teresa? -preguntó el prisionero lleno de ansiedad.

-En salvo, señor, en salvo.

-¡En salvo! -esclamaba aquel lleno de júbilo al par que sollozando.

-En salvo, sí; pero ahora es preciso que vos os pongáis en libertad.

-Tú sueñas, Nuño; ¡en libertad!

-No os asombréis, señor; este generoso sabio (y Nuño volvió sus ojos hacia Abd-El-Resak) este sabio generoso es nuestro libertador.

-¡Oh! venid, venid -dijo entonces don Gonzalo arrastrándose hasta los pies del árabe.- Vos nos libráis...

-Os libro de vuestra prisión, sí; pero levantaos don Gonzalo, es necesario que no perdamos tiempo; es tarde; los últimos sucesos ocurridos en el alcázar... sí, sí, marchemos.

Y Abd-El-Resak asió del brazo al prisionero.

-¿Pero a dónde? ¿por dónde? -decía don Gonzalo- ¡Oh! yo deliro, esto no es más que un sueño...

-No es sueño, no, don Gonzalo; es necesario que no perdamos tiempo; la noche avanza y...

-Sí, sí, salgamos, señor; no desperdiciemos una ocasión tan oportuna para emprender la fuga; -añadía el escudero.

-Don Gonzalo creía un sueño cuanto le rodeaba; su mente delirante y loca no podía acostumbrarse a tocar la realidad, y sus ojos estraviados e indiferentes no habían hecho alto en la entrada del árabe y su escudero.

Su memoria estaba como apagada; parecía que habían pasado por él dos docenas de años, pues apenas se acordaba de los sucesos del día anterior.

Embargada su mente con el recuerdo de Teresa, nunca se fijaba.

Gonzalo había sufrido, en fin, tan completa metamorfosis que el que habiéndole visto salir de Vegas del Condado, le hubiese visto salir después de su prisión, no hubiera podido reconocerle. Su mirada triste y apagada no era aquella mirada amorosa y penetrante con que contemplaba en el alcázar de León a su querida infanta; su frente estaba abatida, y los cabellos caían sobre ella en el más completo desorden, no era ya aquella serena y altiva frente con que contemplaba al enemigo en la tela del palenque, su rostro, en fin, pálido y descarnado, no era aquel rostro risueño y de mejillas sonrosadas con que se presentaba a Teresa en su retretre; hasta su cuerpo había perdido ya aquella soltura y gallardía que causaba la admiración de todas las castellanas en las justas y torneos. Gonzalo, por último, no era su sombra; los padecimientos interiores y la fría humedad de su calabozo, habían obrado en él esta mudanza radical.

Nuño, aunque no tan sensible como su señor, había padecido también a su manera, y estaba algo desmejorado; pero no tanto que en saliendo de Toledo con su señor no tuviese ánimos para echarse al coleto una botella de aquel sabroso vinillo que tenía el mesonero del Conejo.

-Vamos, vamos -dijo en este instante Abd-El-Resak ayudando segunda vez a don Gonzalo.

-Vamos -repuso Nuño asiendo del otro brazo a su señor.

En este instante se oyeron pasos en la galería más próxima al calabozo, y Abd-El-Resak detuvo su respiración durante unos instantes.

Los de la galería debían de ser cuatros seis según los distintos metales de voz que llegaban al calabozo. Hablaban en voz baja, y, no obstante, toda su conversación se percibía.

-Lo mejor -decía uno- es llevarle a León y que Alfonso se encargue de su castigo.

-¡Qué llevarle a León! -esclamaba otro;- ¡pues hombre! si después de la fuga de la infanta no le llevamos a Alfonso la cabeza de ese pícaro doncel, será muy capaz de mandarnos colgar de las almenas de su alcázar.

-Y entonces -decía un tercero- ¿qué opinas tú que debemos hacer?

-Cortarle la cabeza en su mismo calabozo y llevársela en un saco a don Alfonso.

-Yono juzgo acceptable esa medida.

-Pues yo sí.

-¡Yyo!

-¡Y yo!

-¡Y yo!

Y todos esforzaron tanto la voz que don Gonzalo no pudo menos de decir.

-¿Qué es eso? ¿qué pasa?

-Nada, nada, Gonzalo; -le contestó el generoso Abd-El-Resak en tono misterioso y como imponiéndole silencio.

Gonzalo calló y a Nuño le flaqueaban las piernas en este instante.

-De todos modos -continuaba el único que se había opuesto al bárbaro proyecto de sus compañeros- convenid conmigo en que es un crimen lo que tratamos de llegar a cabo.

-¡Cómo crimen!

-Justamente.

-Esplícate.

-Nunca ha sido tachada sino de criminal la acción de que vamos a valernos.

-Pero y bien, ¿tú hallas otro medio?

-Yo no pretendo hallar ninguno; pero de todas maneras, eso lo repruebo.

-Y ¡por Dios resplandeciente! que no tienes por qué. Es un medio como otro cualquiera de salir de un compromiso y de salir de él con honor.

-¡Con honor! nunca más deshonrados que después de cometer un crimen semejante. ¡Por vida mía que veis las cosas de una manera tan particular...!

-Sea, ya que tanto te obstinas; pero es necesario que conozcas que estás en una lamentable minoría y que somos cinco contra ti; por lo tanto...

-Por lo tanto podéis obrar como gustéis, seguros de que yo no os prestaré mi ayuda. Yo no ayudo nunca a cometer asesinatos.

-¡Silencio, Martín! -dijeron a coro sus cinco compañeros, siempre fuiste tan meticuloso... Quédate ahí, nosotros entraremos.

-Entremos, sí; este es su calabozo.

Y los cinco hombres de armas que todos pertenecían a la escolta que había acompañado a la infanta hasta Toledo, se aproximaron a la puerta del calabozo y desecharon las cerraduras.

Gonzalo entretanto conducido por Nuño y Abd-El-Resak se alejaba del alcázar por la galería subterránea.

-¡Dios de Dios! -esclamaron los hombres de armas entrando en el calabozo.- Aquí está la jaula, pero el pájaro ya voló.

-¡Rayos y truenos! ¿y por dónde se ha escapado?

-Por los aires: siempre dije yo que don Gonzalo tenía muchos puntos de hechicero; él es el que ha asesinado a Abdalla, él es el que ha promovido este conflicto, él es el que va a ser la causa de nuestra muerte.

-Y ¡por Cristo vivo! que esto tiene mucho de brujería; en este calabozo no hay más que una ventana; esa ventana está muy alta, esa ventana tiene reja, esa ventana da a los patios del alcázar... ¿por dónde se ha escapado?

-Por la cerradura, no hay remedio; los cerrojos ya habéis visto que estaban corridos, las barras y llaves echadas... esto es un misterio.

-Pero misterio o no misterio, es lo cierto que Gonzalo no parece.

-¿Y quién sabe si la misma infanta le ha puesto en libertad?

-Pero los centinelas...

-Es cierto, hubiesen avisado...

-Esto es cosa de Martín.

-Esto es cosa de brujas.

-Es cosa de que en llegando a León nos vamos a ver ahorcados como instigadores de motines.

-Pues sea lo que quiera, paciencia y barajar, que contra lo vientos fuertes nunca se navega, y si había de suceder, que quede por sucedido.

Es cierto, salgamos.

Y los cinco leoneses salieron del calabozo haciéndose cruces y creyendo que efectivamente en la marcha de Gonzalo había tenido parte el mismo diablo.

El amante de Teresa acompañado de sus libertadores entraba entretanto lleno de júbilo en casa de Aben-Zohar.

A las pocas horas no se hablaba de otra cosa en el alcázar que de la fuga de don Gonzalo; pero como la existencia de la galería subterránea era un secreto para todos menos para Abdalla, Abd-El-Resak y su amigo, y como el primero de ellos había muerto ya, todos se deshacían en conjeturas y todos querían penetrar los misterios de aquella fuga; pero en obsequio de la verdad y a fuer de cronistas fieles de los tienipos de Alfonso V debemos decir que nadie los penetró.

Gonzalo, pues, fue puesto en libertad sin que nadie adivinase cómo.

Capítulo VII

-Es necesario, -decía Abd-El-Resak dirigiéndose a don Gonzalo- que salgáis disfrazado de Toledo, porque de otro modo...

-Sí, de otro modo -añadió Aben-Zohar- os esponéis a ser apresado segunda vez, y entonces...

-Entonces -continuó Abd-El-Resak- de nada nos serviría esa mina subterránea por la que acabamos de fugarnos, porque los centinelas de vista los tendréis hasta en el mismo calabozo.

-Gracias, gracias, -repetía don Gonzalo, levantando sus ojos al cielo y posándolos después en sus libertadores.- Gracias amigos míos; amigos, sí; que no otro nombre puedo daros en este instante. Dios premiará sentimientos tan nobles como los que albergáis dentro de vuestros corazones; mi reconocimiento será eterno; los nombres de Abd-El-Resak y Aben-Zohar quedarán grabados en mi mente hasta el fin de mi existencia. Habéis sido mis libertadores; me habéis vuelto a la vida cuando ya estaba preso en las garras de la muerte; mi agradecimiento será eterno. Amigos míos, llamadme vuestro amigo.

-Nuestro amigo, sí, noble castellano; también los hijos del profeta se complacen en tener por ainigo al cristiano; y su amistad será también eterna -dijo Abd-El-Resak con cierta especie de veneración e inclinándose respetuosamente delante del mancebo.

Mediaron unos cortos instantes de silencio; los que cada cual necesitó para reponerse de la emoción que en él había producido aquella escena.

Abd-El-Resak levantó por fin la cabeza y le dijo a D. Gonzalo.

-Un favor tenéis que hacerme en pago de mi amistad. Fátima está loca, y se ha fugado del alcázar en compañía de vuestra amante. La buscaréis por todas partes, la llevaréis a vuestro lado, Teresa será su amiga y aunque infeliz y con la mente trastornada podrá soportar mejor el peso de su desgracia.

-¡Abd-El-Resak! -dijo entonces D. Gonzalo- aún cuando Fátima os fuese enteramente estraña, aún cuando ningún afecto os inspirase, aún cuando yo mismo no me viese obligado a ella por los vínculos del agradecimiento; Fátima una vez muerto su amante viviría a mi lado, al lado de Teresa que será su mejor amiga. Pero Fátima y yo hemos luchado juntos en defensa de la infanta; Fátima ha ido a León con objeto de favorecer mis planes; Fátima y yo hemos sido desgraciados por las interesadas miras del rey Alfonso, y Fátima y yo seguiremos prestándonos mutuamente nuestro apoyo hasta que la vida de uno de los dos se acabe. Teresa será su mejor amiga; si Fátima está loca, Teresa sabrá fingir locura para traerla a la razón; si Fátima padece Teresa la ayudará a sobrellevar sus penas; si a Fátima le quedan aún ánimos para gozar, Teresa compartirá con ella sus alegrías. Descuidad Abd- El-Resak; yo velaré por Fátima, nada le faltará a la mora desgraciada.

-Gracias, gracias -murmuró el amigo de Aben-Zohar- mi amistad, repito, será eterna y si en algún trance apurado...

-Descuida Abd-El-Resak; te llamaré.

-Mis conocimientos son escasos; pero, no obstante, gracias a ellos he curado a tu escudero; su herida no era grave, pero lo hubiera sido si nadie le hubiese prestado auxilio.

El viejo Nuño se echó a los pies del árabe murmurando cumplimientos y así permaneció hasta que aquél le hizo levantar.

-Las gentes de Toledo -repuso Aben-Zohar- están muy irritadas; si os conocen estáis perdidos, es preciso por lo tanto, que os disfracéis y salgáis de la ciudad a las altas horas de la noche: la noticia de vuestra fuga ha cundido por Toledo y debéis estar muy prevenidos. Este turbante, esta sencilla tova esta túnica talar y esta faja de Persia de la cual colgaréis vuestra cortante espada, bastan por si solas para que quedéis completamente disfrazado y no podáis ser conocido de nadie; sin embargo, conviene que uséis de mucha precaución.

Y al mismo tiempo que Aben-Zohar hablaba, iba entregando las piezas del traje al valiente D. Gonzalo.

Abd-El-Resak disfrazó a su vez al escudero y antes de media hora ambos cristianos hubieran sido tomados por moros en la misma plaza de Zocodover, si por allí se hubiesen paseado.

A las doce de la noche salían de Toledo dos ginetes sin ser vistos de nadie y apenas salieron de sus muros se alejaron de la ciudad a galope muy tendido.

Capítulo VIII

El mesón del Conejo yacía sumido en el silencio más profundo.

Berta sentada a la puerta bajo la hermosa parra que serbía de adorno a aquella fachada vieja derruida, cantaba alegremente un antiguo romance al mismo tiempo que rellenaba de paja una hermosa piel de conejo que tenía entre sus manos. De cuando en cuando volvía la cabeza dirigiendo sus miradas hacia el portal, como temerosa de que se acercase de puntillas el posadero. Pero este que andaba ocupado por las bodegas en trasegar algunas copas a su estómago para calmar su sed, no se acordaba en aquel instante de la montañesa y ésta continuaba su romance al paso que rellenaba de paja la piel del gazapillo.

La voz de Berta no era del todo desagradable; pero la entonación que daba a su cantar era de suyo tan descompuesta, que bien podemos afirmar sin temor de equivocarnos que era la moza de peor oído que cantaba romances por aquellos tiempos.

El preferido de Berta era el siguiente:

En el tiempo de los godos, que en Castilla rey no había, cada cual quiere ser rey, aunque le cueste la vida. Sabiéndolo el Padre Santo, que en santidad florecía, pusiérase en oración, rogando en su rogativa que le revelase Dios quien sería rey de Castilla. Por su profunda humildad reveládoselo había, que el rey que ellos esperaban su nombre Vamba sería, y lo habían de hallar arando cerca de la Andalucía, con un buey blanco y cereño y un prieto en su compañía. Todo esto el Padre Santo a los godos lo decía. Los godos, siendo informados, cada cual se departía: allá le van a buscar, a do allarse presumía. Un día, estando los godos cansados en demasía, de ir a buscar a Vamba, volviendo sin alegría, vieron venir a una dueña por una cañada arriba, con una canasta al hombro, y estas palabras decía: -Venid ya; Vamba, a comer; desuncid, que es mediodía.- Los godos, cuando lo oyeron, luego a Vamba se venían; las rodillas por el suelo, d'esta manera decían: -Dénos la mano tu Alteza, con amor y cortesía.- Vamba, atónito, espantado; temblando, así respondía: no me matédes, señores, no me quitédes la vida. -¡De quitártela, rey Vamba! No es por tal nuestra venida, sino a hacerte sabidor qu'el Padre Santo que hoy día rige la Iglesia romana, por revelación divina supo, y nos dijo que Vamba nuestro rey nombre tenía, y por tanto tú lo eres; no dudes, ten alegría.- Vamba, dudoso de oírlo, una vara que traía, ya después de incada en tierra, estas palabras decía: -Cuando esta vara florezca, yo seré rey de Castilla.- Aún no lo hubo bien dicho, la vara ya florecía. Llevan marido y mujer do el consejo residía: a él lo coronan por rey, a ella cual convenía. Este rey hizo en España echos de gran nombradía. Por él está la coyunda puesta en reales de Castilla.

-¡Berta de los demonios! -esclamó el posadero presentándose en este momento delante de la montañesa.- Tus malditos romances van a ser la causa de mi ruina; por tus malditos romances me voy a ver precisado a cerrar este mesón: este mesón, sí, que hasta ahora me ha dado más cuartos que tú puedes valer en toda tu vida. ¿Qué diablos estás haciendo ahora?

Y esto diciendo cogió lleno de furia la piel del conejo que rellenaba Berta, y tirándolo a cinco o seis varas de distancia.

-En esto gastas el tiempo, -prosiguió lleno de cólera;- en esto gastas las pieles de conejos: así cuando te mando echar un remiendo a mi coleto nunca encuentras pieles ¡Por vida mía! que si vuelvo a encontrarte entregada a estos diabólicos entretenimientos, te encierro en la bodega para que te coman los mosquitos. Vamos ¿qué es esto? ¿qué significa esto? ¿tiene por ventura alguna utilidad? -dijo volviendo a cojer la piel del gazapillo que ya estaba llena de paja y cosida con bramante, y sacudiendo con ella las espaldas de la pobre Berta- ¿Qué es esto? quiero que me lo digas.

-Eso es... -dijo la muchacha sollozando- eso es...

-Esto es, sí; ¿qué es?

-Es una piel de conejo.

-Una piel de conejo, sí; ya lo veo.

Y volvía a sacudirla las espaldas.

-Pero, señor Diego...

-¿Qué? ¿aún tienes que replicar? ¿querrás negarme que estabas malgastando el tiempo y las pieles...? ¡Por las calzas de mi abuela! que eres muy respondona. Pero ya te arreglaré yo las costillas...

-Esa piel, señor Diego, -continuó la muchacha- iba a ser de mucha utilidad...

-¿Qué dices, villanuela del demonio? ¡de mucha utilidad!

-De mucha utilidad, sí señor; esa piel iba a ser destinada.

-¿A qué?

-A colgárosla...

-¡Cómo! burlas todavía... ¿a colgármela a mí a guisa de relicario?... ¡voto al cielo! que no sé como te escucho, ¡a colgármela a mí! ¿y de dónde?

Berta en medio de las furiosas miradas que el mesonero la dirigía, no pudo menos de lanzar una sonora carcajada y dar rienda suelta a sus prolongadas risas so pena de haber reventado en aquel instante.

El mesonero continuiba furioso en frente de la doncella echando espuma por la boca y sin saber que determinación tomar en lance tan apurado.

-¡Está bien! -esclamó por fin después de unos instantes lanzando un espantoso bufido capaz de tornar serio al hombre más alegre.- ¡Está bien! -volvió a repetir después de unos instantes.- ¿Me querrás esplicar infame montañesa cuál es la causa de tus estúpidas carcajadas?

-Señor -contestó aquella haciendo un grande esfuerzo por contener su risa;- esta piel era para colgárosla a la puerta del mesón; pero no a vos como habéis querido suponer. Yo me esmero todo lo posible porque este mesón prospere y adelante...

-Sí, sí, comprendo -contestó el mesonero haciendo un gesto forzado de desaprobación;- esa piel...

-Ésta piel -repuso Berta- es para eso. Vuestro mesón se llama mesón del Conejo, y es por cierto muy estraño que un mesón que lleva un título tan retumbante no tenga siquiera de muestra un mal gazapillo.

-¡Título retumbante! ¿eh? -repuso irritado el mesonero herido nuevamente en su amor propio al oír el dicterio que Berta había lanzado a su mesón;- convengo en lo del conejo de muestra, y aún aplaudo tu buena idea hasta el punto de ordenarte que desde ahora mismo lo cuelgues a la puerta; pero eso de retumbante... haber, esplícame esa palabra.

-Señor Diego, ¡yo no sé lo que quiere decir esa palabra! pero no ha sido mi ánimo nunca el rebajar la fama tan justamente adquirida de vuestro mesón, donde he tenido la honra de serviros cinco años; pero es decir...

-Vamos, bien; me bastan tus palabras. Yo creía.

-No, no, señor Diego; pero convenid en que una vez colgado este conejo a vuestra puerta...

-Es cierto, es cierto, Berta. Ha sido una buena invención esa del conejo; dispensa, pues...

-Los golpes que me habéis dado en las espaldas ¿eh? a fe a fe; que me tenéis el cuerpo lleno de cardenales...

-Anda, Berta, que ya te se curarán; pero mira, mira quien viene.

-¡Dos moros!

-Dos moros, sí.

-¡Dios mío! ¡y vendrán al mesón! ¡Ay! malos huéspedes son esos.

-En pagando buenos son todos. ¿Te acuerdas de don Gonzalo? A fe que buena moneda te dio por que callases...

-Es verdad, pero el pobre...

-El pobre fue preso en Toledo, y ¡por Cristo vivo!; que era un generoso y galante caballero: si estos perros mahometanos fueran lo mismo... pero ya, ya; estos no prueban el vino que es el único artículo que deja ganancia en estos tiempos: las magras de lomo, ¡ni aún siquiera quieren que se las nombren! Perros mahometanos...

-Y los dos moros que venían ginetes en dos magníficos caballos de raza árabe, llegaron al mesón.

Diego les tuvo el estribo, y ambos entraron en el portal sin decir palabra.

Capítulo IX

Sin necesidad de que yo lo diga, ya habrán comprendido mis lectores que los dos personajes que acababan de entrar en el meson del Conejo eran Gonzalo y Nuño, que disfrazados con aquel traje habían salido de Toledo la noche anterior.

Apenas echaron pie a tierra entregaron las bridas de los caballos al mesonero, y sin decir una palabra y como hombres que ya conocen el terreno por donde pisan, subieron una pequeña escalera practicada a la derecha del portal y se dirigieron al camarín donde noches antes se habían hospedado.

No pudo menos de estrañar a Berta el franco proceder de los recién venidos, y dejándolos obrar y haciendo la señal de la cruz por cinco veces.

-¡Válame Dios! -murmuró toda asombrada- y qué orgullosos son estos malditos perros mahometanos. Lo mismo se cuelan por las habitaciones de una casa estraña que si estuvieran en la suya. -¡Válame Dios! y qué gentes tan malditas. Si son para mandar lo mismo que para obrar, el cielo me de paciencia para servirlos.

Y Berta proseguía santiguándose con una religiosidad estrema, ni mas ni menos que si el mismo diablo se hubiese hospedado en el mesón.

El compadre Diego se presentó en esto en el portal y como observase que Berta se santiguaba.

-¿Qué te sucede? -la interrogó en el tono imperioso con que acostumbraba siempre a dirigirla la palabra.

-¿Qué me ha de suceder, señor Diego? respondió la montañesa con misterio y sin atreverse a articular una palabra, que me he quedado asombrada al ver el modo de proceder que tienen esos moros; pues como hay Dios que los tales gastan cumplimientos. A las cámaras se han subido sin más ni más.

-¡A las cámaras! -esclamó el posadero participando del asombro de la montañesa.

-A las cámaras, sí señor; -contestó ésta moviendo la cabeza y frunciendo el entrecejo.

-¡Por las calzas de D. Alfonso! -repuso Diego- que los moros usan cumplimientos... pero, en fin, paciencia; subamos a ver lo que necesitan esos pícaros infieles, porque serán capaces de cortarme la cabeza y colgarla del arzón de su caballo si no les sirvo pronto y de valde.

Y esto diciendo el posadero dejó a Berta entregada a sus reflexiones encaminándose a las cámaras.

Entró primero en la de honor; siguió luego por la de los Condes y después de haberse asomado a la de los retratos, se decidió a pasar los umbrales del camarín azul en el cual se encontraban D. Gonzalo y su escudero.

-Estoy a vuestras órdenes -dijo adelantándose caperuza en mano y haciendo una profunda reverencia a los que se imaginaba siervos de Mahoma.

-¡Por Dios resplandeciente! -esclamó D. Gonzalo con voz de trueno y como tratando de imponer al mesonero- que no hacían falta tantos cumplimientos para que hubieseis echado ya un buen pienso a los caballos y nos hubieseis traído alguna cosa que mascar.

-Pero, señores... -repuso Diego temblando de miedo.

-¡Pronto! y menos palabras, rufián.

Y el mesonero se retiró atemorizado.

-¡Dios de Dios! -murmuraba al bajar los escalones- bien me había dicho Berta; estos perros mahometanos... y lo peor será que los sirva y luego no me paguen. ¡Oh! si tal supiera... primero los envenenaba.

Y se dirigió a la cocina.

Gonzalo y Nuño mantenían entretanto el diálogo siguiente.

-¿Te parece -decía aquel- que tratemos de averiguar algo acerca de Teresa?

-Señor -contestaba el escudero- bueno sería que hiciésemos algunas preguntas al dueño del mesón; pero son tan suspicaces estas gentes, que sí no lo hacemos con cierto aplomo...

-Sí; sí; tienes razón; será preciso que vayamos con mucho tiento.

-Aguardemos a que venga y según se presente...

-Aguardemos, sí; no tardará en subir.

-Una cosa, sin embargo, me tiene pensativo en este instante, señor.

-¿Y es...?

-Que como venimos disfrazados con el traje de los infieles, nos será imposible apurar una botella de aquel sabroso vinillo...

-Es cierto, Nuño; y ello es preciso.

-Es preciso, sí; aún cuando para ello tengamos que poner en tortura nuestro ingenio.

-Veamos cómo.

-¡Ah! muy fácil, señor; -repuso el escudero dándose en la frente una palmada, y como si un gran pensamiento hubiese acudido a su imaginación en aquel instante-; yo vengo herido...

-Comprendo, comprendo -le interrumpió don Gonzalo sin dar lugar a que aquel concluyese su frase-. Vienes herido y será preciso lavarte con vino la parte descalabrada... ¡bien pensado!

-Y en este momento se presentó Diego en el camarín azul con una gran escudilla de apetitosos manjares, que colocó en la mesa, después de haber estendido sobre ella blanquísimos manteles.

-¡Por Allah que nos escucha! -repuso don Gonzalo que eres bastante lerdo para dueño de un mesón-. ¿Cuánto tiempo hace que estás en esta venta?

-Doce años, señor; -contestó Diego tembloroso.

-¿Y en doce años no has aprendido todavía a servir a los que te honran con su presencia?

-Señor... si algo hace falta...

¿Y luego? ¿no ves que éste viene herido? ¿dónde están esos vinos fuertes para lavar las descalabraduras?

El mesonero escapó de la estancia por toda respuesta, y a los pocos momentos volvió al camarín azul con una botella en cada mano de las más antiguas que tenía en la bodega.

-¡Ola! dijo entonces don Gonzalo; -parece que no tienes gran despacho cuando tan tapadas traes estas botellas; ¿o es que ya los cristianos no tienen afición al jugo de la vid?

-Nada de eso, señor; no hace muchos días que quedaron vacías tres tinajas.

-¿Es decir que este mesón está muy concurrido?

-Desde que se abrió hasta el día nunca se ha visto desocupado; y estos últimos en particular.

-¿Pues cómo?

-Porque como la infanta doña Teresa y su escolta pasaron por aquí...

-Ya; pero la infanta ha venido de Toledo.

-Es cierto; ayer pasó por aquí acompañada de una mora medio loca.

-¡Medio loca! -esclamó don Gonzalo como si en efecto oyese una noticia nueva.

-Medio loca, sí; -volvió a repetir el escudero.

-Y ¿quién las acompañaba?

-Solas venían; pero dos hombres de armas al servicio de don Alfonso que se habían quedado aquí por no haber podido continuar su jornada hasta Toledo, se brindaron a acompañarlas.

-¿Pues y caballos?

-Las damas venían en uno que según pude colegir de sus palabras sacaron del alcázar de vuestro rey; pero la mora me exigió el de un galante caballero cristiano que la escolta condujo aprisionado hasta Toledo, y de este modo habrán continuado hasta León cada una en su corcel.

-Y qué hacía la cristiana.

-Llorar.

-¿Y la mora?

-Repetir sin cesar la fatídica palabra de ¡cenizas!

-¡Infelices! -esclamó por lo bajo D. Gonzalo-. ¡Retírate! -añadió después de unos instantes.

Y el mesonero se retiró.

Gonzalo y Nuño apuraron las botellas hasta su última gota y reparadas algún tanto sus fuerzas, prosiguieron su camino hasta la corte del rey Alfonso donde algunas horas antes acababan de entrar la desgraciada infanta y su no menos desgraciada amiga. Ambas fueron recibidas en el alcázar con gran sobresalto por parte de los leoneses, y Gonzalo y Nuño alquilaron una habitación sita en uno de los estremos de la ciudad.

El mesonero se quedó murmurando con Berta acerca del mal comportamiento que habían usado los nuevos huéspedes y uno a otro se echaban la culpa de que se hubiesen marchado sin pagar.

-Si tú -decía el mesonero- te hubieses dejado de rellenar pieles de paja, de modo alguno nos hubiera sucedido lo que acaba de sucedernos. Esa piel rellena es de mal aguero. ¡Toma! ¡toma! para que cosas pieles...

Y el mesonero saciaba su mal humor en la pobre montañesa.

Ésta se retiraba a la cocina murmurando de su señor y de este modo prosiguieron durante largos meses.

Capítulo X

Teresa y Fátima, como acabamos de decir, fueron recibidas en el alcázar con grande asombro de la servidumbre del rey y con no menos admiración por parte del pueblo leonés. Todos se hacían lenguas en la esplicación de este suceso; todos comentaban a su manera la llegada de la infanta y todos, en fin, discutían largamente sobre la significativa tardanza de la escolta.

Las calles de León se veían plagadas de curiosos; las plazas estaban intransitables; las viejas formaban corros a las puertas de las casas y los ginetes y escuderos tenían que hacer uso de sus armas para abrirse paso por en medio de aquella agitada multitud para llegar hasta el alcázar.

Susurrabase por todos los corrillos que la infanta doña Teresa se había vuelto desde Olías donde la esperaba el rey moro, sin querer llegar hasta Toledo. Otros, y esta versión circulaba como la más verdadera, decían que el Arcediano de Toledo de acuerdo con la hermana de D. Alfonso se había negado resueltamente al casamiento, a consecuencia de lo cual había tenido lugar una espantosa escaramuza de la que sólo habían escapado con vida los dos escuderos que acababan de entrar en la ciudad acompañando a las doncellas. Esto, como era natural, había encendido algún tanto los ánimos y todos murmuraban del rey a las puertas de la catedral. Quién decía que si las voces que corrían eran ciertas, debía entrarse en el alcázar y asesinar a don Alfonso; quién que era una locura el creer sin más ni más noticia tan absurda; quién que si el rey moro se había negado a aceptar tratado tan oneroso para León, era necesario enviarle unos presentes en señal de agradecimiento; quién que el único medio de librarse de tanto y tanto disturbio con que de cinco años atrás se veía amenazado el reino, era el de enterrar vivos a los Velas, y quién en fin, que el partido más acertado que en tan críticas circunstancias debía adoptarse, era el de dejar a las cosas seguir su curso y no volverse a ocupar nunca de los asuntos del reino.

Pero en medio de tantas y tan absurdas voces como acerca de la vuelta de la infanta corrían por León, en medio de tantas y tantas versiones como se hacían del suceso; ninguna se escuchaba que tuviese visos de probabilidad, ninguna que no tuviese apariencias de mentira. Abdalla había muerto, Teresa había permanecido en el alcázar del rey moro y nada de esto, sin embargo, se decía. El pueblo, aficionado siempre a desfigurar los hechos dándoles mucha más importancia de la que en realidad tienen en sí, abultaba de tal manera la relación de los supuestos acontecimientos, que hubiera sido imposible hallar un solo rastro de verdad en aquel cúmulo de errores que como hechos indudables corrían de boca en boca.

D. Alfonso, entretanto encerrado en su reducido camarín con aquellas dos desgraciadas jóvenes, padecía horriblemente sentado en un sillón y contemplando el dolor mudo y profundo de la una y la frenética locura de la otra.

-No llores, Teresa, -decía dirigiéndose a su hermana con palabras de consuelo.

Pero Teresa seguía llorando sin hacer caso del rey.

-Ya veo cuan desgraciada eres; -decía éste con un acento lleno de ternura-; cúlpame a mí Teresa, yo soy la causa de tu desgracia; yo la causa de tus desdichas. ¡Oh! perdóname, perdóname, Teresa.

-¡Ha muerto! ¡ha muerto! -repetía Fátima llena de desesperación fijando sus coléricas miradas en Alfonso; -¡ha muerto! ¡y mi venganza será terrible! Yo necesito sangre, mucha sangre, tu sangre toda.

Y se aproximaba terrible y amenazante al sillón de Don Alfonso.

-¡Por Dios! ¡por Dios! Teresa -esclamaba el rey tomándola entre sus brazos: -no llores, no te desesperes; yo he tenido la culpa y yo me mataré; pero óyeme, Teresa, escucha mis palabras; no me dejes morir sin escucharme; atiende a mis súplicas... ¡Oh! esa muger me mata; yo no puedo vivir donde está ella ¡imposible! ¡imposible!

Y se alejaba de Fátima.

Pero Fátima le perseguía por la estancia como una sombra.

-¡Tú la has muerto! -esclamaba con un acento lúgubre y aterrador-. ¡Tú la has muerto! porque el corazón, de tu hermana se encuentra envenenado. ¡Tú la has muerto! ¡tú la has muerto!

Y Alfonso huía de Fátima como huye el pajarillo a la vista de la serpiente; pero su vista se nublaba, sentía oprimírsele el corazón dentro del pecho y helársele la sangre corriendo por sus venas. Quería huir y no podía; quería salirse de la estancia y no se determinaba; quería aproximarse a Teresa y sus piernas se resistían. La situación de Alfonso era terrible; colocado entre dos mujeres a quienes había robado el sosiego de su espíritu; encerrado con dos doncellas que acaso le aborrecían; puesto en la alternativa de sufrir continuamente o de hundir en el pecho su cortante daga; el rey de León era entonces el hombre más desgraciado de la tierra; su reino y su corona hubiese dado en aquel instante por la mísera cabaña del más infeliz de sus vasallos.

El porvenir de Teresa se presentaba a su imaginación en aquel instante con todos sus horrores; la voz de Fátima, llegaba a sus oídos lúgubre y aterradora repitiendo sin cesar la fatídica palabra de ¡venganza! El grito unánime de sus vasallos resonaba en torno suyo confuso y atronador, acusándole de injusto. La horrible escena de la plaza en que el pueblo entero se amotinó demandando piedad para Ferrus; todo, todo lo pasado acudía a su mente en aquel instante pintado con los más negros colores.

-¡Tú me has muerto! -le gritaba Teresa en medio de su agonía.

-¡Tu sangre me pertenece! -esclamaba Fátima presentándose a su vista como la sombra de la venganza.

-¡Tú has sido injusto! -repetía el pueblo lanzando miradas de terror sobre su alcázar.

Alfonso, en fin, deliraba en aquel instante; su mente estaba trastornada; su corazón era un volcán, sus ojos lanzaban fuego y parecían saltársele de sus órbitas. Su conciencia lejos de estar tranquila le acusaba de continuo recordándole sus desaciertos.

-¡La muerte! ¡la muerte! -gritaba frenético corriendo por la estancia.

-¡La muerte, sí, la muerte! -repetía Fátima siguiéndole los pasos y amenazando devorarle con su vista-: pero aún no es tiempo, aún no es tiempo. Tu hora llegará y mi venganza será terrible; en vano tratas de disculparte, en vano te arrodillas a las plantas de Teresa; Teresa derrama lágrimas de amargura, su llanto tiene que ser enjugado con tu sangre. Yo..., yo soy la encargada por Allah de vengar al justo y llevaré a cabo mi venganza; porque también me has asesinado. Has asesinado a Abdalla que era mi amor, mi encanto, mi tesoro: yo sin Abdalla no puedo vivir; Teresa sin Gonzalo sucumbirá a la pena, y tú, tú eres la causa de todas nuestras desgracias, de todas nuestras desventuras. ¡Alfonso!... el que está arriba nos oye, el que todo lo puede nos observa; tu conducta ha sido infame y la conciencia te remuerde; te remuerde sí, porque no puede menos de acusarte. Quizá me falten las fuerzas para llevar a cabo mi pensamiento; pero el Dios de las justicias nunca muere. ¡Alfonso! tú morirás asesinado: ¡desde ahora te maldigo!

Y Fátima se dejó caer sobre un sillón, desfallecida.

Alfonso se quedó aterrado: su vista fija en el rostro de la mora permanecía como enclavada en ella; su oído atento siempre a las palabras de aquella loca no cesaba de escuchar aquellas fatídicas palabras lanzadas en son de profecía.

-¡Tú morirás asesinado! ¡desde ahora te maldigo!

Y el rey de León se figuraba oír estas palabras repetidas cincuenta veces en todos los ángulos del camarín.

En este instante un ruido infernal llegó a los oídos de don Alfonso desde los patios del alcázar.

Relinchaban los caballos, chocaban las armaduras, hablaban a la vez todos los escuderos, en todos los rincones del alcázar se sentía ruido, los saludos se cambiaban, por todas las galerías se sentían pasos acelerados, y en el alcázar reinaba, en fin, la más espantosa confusión.

Alfonso salió del camarín azul y a los cuatro pasos tropezó con el mayor de los Velas que le salió al encuentro.

-¿Qué hay? ¿qué sucede? -le preguntó todo aterrado.

-Nada señor; la escolta...

-¿Ha llegado?

-En este mismo instante acaba de entrar en el alcázar.

-¿Con todos sus individuos?...

-Con todos; hasta las doncellas de la infanta han venido en sus literas.

-¿Y Abdalla...?

-Abdalla ha muerto, señor; pero si vos no os oponéis, os referiré...

-Sí, sí; pasemos a mi camarín.

Y el rey y Bermudo Vela entraron en la cámara.

Capítulo XI

-¿Qué ha sucedido? -le dijo el rey. -¿Qué hay de cierto en el asunto?

-Señor, -repuso Bermudo Vela; -horroriza el referirlo. Abdalla ha muerto herido por el rayo en el momento mismo en que iba a hacerse dueño de Teresa; Fátima se ha vuelto loca; Teresa, como veis, no cesa de llorar y Gonzalo ha sido envenenado en uno de los calabozos del alcázar de Toledo. Esta es la verdad; esto es lo que hay de cierto en el asunto. El pueblo se encuentra hoy bastante indómito a consecuencia de las mil mentiras que con objeto de amenguar vuestra dignidad estienden nuestros enemigos por las calles. Pero esta es cuestión de veinte lanzas que salgan a dispersarlos.

-¡Oh! calla, calla Bermudo -dijo el rey como asustado al oír aquellas palabras-: el pueblo tiene razón, Teresa tiene razón, Gonzalo la tenía y Fátima se vengará. Esto es muy justo, muy justo; mi sangre debe ser derramada para lavar el llanto de esas doncellas.

Y Alfonso corría por la cámara como loco sin hacer caso de las palabras que Bermudo Vela le dirigía.

-¡Dios de Dios! -esclamó por fin el rey lleno de cólera y echando chispas por los ojos; -si ha de suceder, que suceda; yo soy el culpable; yo espiaré el delito. Entretanto obremos con calma; que si ha de llegar el día, inútil es esperarlo.

Y el rey se sentó como desfallecido y respirando con mucha dificultad.

Bermudo Vela se colocó a su lado y procuró calmar su angustia con palabras de consuelo.

-No os agitéis, señor -decía incándose de rodillas a los pies de su soberano-; no os agitéis señor, que en nada de lo hecho habéis obrado mal, por más que el pueblo grite y se alborote, y por más que Teresa no cese en su llanto; el pueblo es una veleta que gira siempre del lado que sopla el viento y Teresa es una niña que padece por no haber visto satisfecho su capricho; no os agitéis D. Alfonso; Gonzalo era el único obstáculo que se oponía siempre a nuestros proyectos acerca de Teresa, y Gonzalo ha espiado ya su culpa muriendo en un calabozo.

-Calla, calla, Bermudo -repetía el rey cubriéndose el rostro con las manos. -No quiero saber mas pormenores..., ¡oh! ¡cuán desgraciado soy!

Y el rey se golpeaba la frente con las manos.

Entretanto la noche había llegado; el rey se quedó solo y en uno de los salones del alcázar tenía lugar la siguiente escena.

Encerrados los tres Velas con un enmascarado vestido todo de negro y a través de cuya careta se veían brillar sus ojos como dos chispas de fuego, mantenían con él el diálogo siguiente.

-¿Tú estás seguro de que no nos esponemos a dar un golpe en vago?

-Y tan seguro, señor Rodrigo: -contestaba aquél dirigiéndose al menor de los tres hermanos que era el que acababa de hacerle la pregunta.- No hay más que llegar, escalar una tapia muy pequeña y...

-¿Pero el posadero -le interrumpió Bermudo- no sentirá los pasos? Porque en ese caso todo será inútil y una vez fugados de León...

-El posadero -contestaba el enmascarado- se hará el dormido y es el mejor partido que puede tomar por vida mía. Yo sería capaz de aconsejárselo si no estuviese convencido de que así lo haría.

-¿Y esos moros han venido solos?

-En compañía de sus caballos.

-¿Y estás tú seguro...?

-Segurísimo, señores.

-¿Los oíste hablar?

-Los vi despojados de su traje por una rendija de la puerta.

-¿Y ellos no te vieron?

-Ni podían verme.

-¿Y qué decían? ¿Oíste su conversación?

-No pude; porque temí que me observasen; lo único que pude colegir por dos o tres palabras que llegaron a mis oídos, es que trataban de robar a la infanta y llevársela a Castilla.

-¡Ah! traidor -esclamó Rodrigo Vela mordiéndose los labios como para contener su furia.- Sólo una vez te hallé en la calle de los Arneses y ¡por vida mía! que no te pude dar alcance; pero el viejo infame que te ayudaba espiró en las manos del verdugo y tú espirarás como Ferrus; pero tu muerte será más lenta, porque aquél murió de una lanzada y tú morirás de pena encerrado en una torre.

-Y lo merece, señores -respondió el enmascarado, que era un traidorcillo de mala ley, apoyando las palabras de Rodrigo Vela.

-Lo merece sí; -contestaron a coro los tres hermanos.

-¿Conque estás seguro -añadió Bermudo después de unos instantes- de que podremos darle caza?

-Segurísimo, señor, -repitió el enmascarado.- Escalando las tapias de un corral casi derruido os hallareis frente a frente con la ventana del cuarto donde duermen. Sin gran trabajo puede entrarse en él por la ventana; poniendo, pues, cuatro centinelas a la puerta de la casa a fin de impedir su fuga en caso necesario, el negocio es concluido.

-Toma por tu servicio -repuso Rodrigo alargándole una bolsa- pero entretanto quedarás en rehenes; si el hecho es cierto, te se pagará doble; si es falso, nos cobraremos con tu cabeza.

El enmascarado tembló al oír aquellas palabras.

Bermudo Vela llamó a dos hombres de armas y éstos se presentaron.

-¡A uno de los calabozos! -les dijo señalando al enmascarado.

Y el enmascarado fue conducido al lugar designado por Bermudo.

-¡Dios de Dios! -esclamó Rodrigo tan luego como aquel traidor hubo salido de la sala de armas. -Paréceme que este asunto se ha de llevar a cabo con toda felicidad.

-Ahora nos harían falta -repuso Nepociano Vela- aquellos tres valientes escuderos que de tantos apuros nos sacaron.

-Es cierto -contestaron los otros dos.

-¡Buenos chicos eran! pero ya se ve..., los resentimientos personales los condujeron hasta el punto de vengarse de aquella manera horrible...

-Otros les sustituirán -repuso Bermudo.

-Es cierto -contestó Rodrigo.

-Y los tres hermanos salieron del salón.

Capítulo XII

Llegada la noche, los tres Velas, sus nuevos escuderos y unos cuantos hombres de armas se encaminaron con el mayor sigilo a la casa en que Gonzalo y Nuño se hospedaban y apresándolos sin armar el menor ruido, los condujeron al torreón del Moro.

Una vez allí, Rodrigo Vela dispuso que se los encerrase a los dos en las habitaciones más altas y distantes de la torre, a fin de que no pudiendo hablarse se les hiciese más pesado su cautiverio.

Hízose todo conforme los Velas desearon y cuando ya Gonzalo se encontraba en su nueva habitación, los tres hermanos entraron en ella y saludando al preso con mucho respeto cambiaron a la vez miradas significativas.

-Vamos, don Gonzalo -dijo el menor de los tres hermanos con ironía-; me parece que no estaréis descontento de la nueva habitación que os hemos preparado. El sitio no es muy fresco para la estación en que vivimos; pero hemos preferido que muráis de sed en las alturas de la torre a que muráis ahogado en sus húmedos calabozos.

Supongo que nos lo agradeceréis...

Gonzalo por toda respuesta dirigió una mirada de desprecio a los tres hermanos y se asomó a una de las ventanas de la torre.

-Paréceme -repuso entonces Bermudo- que la habitación no le desagrada.

-En efecto -dijo Nepociano asomándose a otra de las ventanas-; las vistas de la torre son magníficas; campos áridos por la izquierda; barrancos y simas por la derecha... ¿qué mas puede apetecer un preso?

-El preso -añadió entonces D. Gonzalo retirándose de la ventana y contemplando a los Velas con altivez- no mira en este instante el cuadro mas o menos encantador que puedan presentar los alrededores de su prisión; el preso se complace en medir la altura de esta torre; porque no está muy lejos el día en que todos tres seáis arrojados desde una de sus ventanas.

-¡Fuego del cielo! y que ánimos tenéis D. Gonzalo -repuso Rodrigo Vela procurando disimular su agitación-; yo creí que vuestro valor habría menguado desde que el hado adverso os persigue con tanta insistencia frustrando siempre vuestras más hermosas tentativas... pero veo que no; ¡voto a San Yago! veo que cada vez os mostráis más firme y resuelto. ¡Ira de Dios! y que corazón tenéis.

-Aún no habéis tenido ocasión de esperimentarlo -repuso el amante de Teresa-: vuestros ataques hasta ahora han sido de traidor, y yo con traidores jamás mido mis armas; pero día llegará, y tenedlo muy presente, día llegará en que los cerrojos de esta prisión se abran como los del alcázar de Toledo, y ¡güay de vosotros aquel día! la sangre de vuestras venas no bastaría para calmar mi sed. Tenedlo presente, señores Velas; el día en que don Gonzalo salga de su prisión la sangre y el fuego caerán sobre vuestra familia como el rayo divino cayó sobre la cabeza del rey moro. Ahora, dejadme.

Y don Gonzalo se asomó nuevamente a la ventana.

Los Velas entonces se miraron con asombro y cambiando entre sí miradas de terror, se apresuraron a salir de aquella estancia; pero Rodrigo se detuvo unos instantes, y dirigiéndose a don Gonzalo:

-Tened en cuenta le dijo que vuestra vida ha estado en mis manos en más de una ocasión, y que ahora mismo vuestra cabeza sería separada de su tronco con solo pronunciar una palabra; pero somos generosos y queremos que viváis; no queremos despojaros de una vida que tantos tormentos os tiene que ocasionar y que acabaréis por quitárosla vos mismo. Agradecemos, pues, este arranque de generosidad, y dad gracias al cielo porque vamos a mandar que os traten y alimenten conforme a vuestra clase. Por ahora nos contentamos con que permanezcáis encerrado en esta torre. Adiós don Gonzalo, y no conservéis rencor hacia ninguno de nosotros.

Y Rodrigo Vela siguió los pasos de sus dos hermanos.

-¡Ah! traidores -murmuró el amante de Teresa, tan luego como los Velas hubieron desaparecido-: Desgraciado soy, sí, ya lo veo; muchos ataques me dirigís, y muchos traidores tenéis en León a vuestro cargo, cuando en seis horas que llevo de estancia en la ciudad ya habéis conseguido encerrarme en esta torre. Pero no importa, si tenéis traidores bien pagados, tenéis también bastantes enemigos muy dispuestos, y no tardará en llegar el día de la venganza: y ese día será terrible; ese día será espantoso; ese día vuestras cabezas rodarán hechas pedazos, y vuestros cuerpos serán quemados vivos después de arrastrados por la ciudad. ¡Hermanos Velas! mi odio hacia vosotros es implacable. ¡Güay! de vuestras cabezas el día en que yo pueda levantar la mía.

Nuño entretanto encerrado en otra habitación sita al estremo opuesto de la torre, yacía sumido en profundas meditaciones y ansiando morir para acabar de una vez con tantos padecimientos.

-¡Oh! suerte cruel, -esclamaba el pobre viejo sollozando-; salir de una prisión para entrar en otra más horrible todavía; huir de la furia de los moros para caer en poder de los cristianos. Esto es atroz, esto es insufrible. Y don Gonzalo no logrará su intento; Teresa morirá de pena; Fátima la seguirá a la tumba, y todos seremos desgraciados. ¡Oh! ¡don Gonzalo! ¡don Gonzalo!

Y el viejo escudero asomado a la ventana esforzaba su voz a fin de que su señor te oyese.

Pero don Gonzalo no oía nada en aquel instante: sentado sobre un banquillo llamaba a su vez a Teresa con descompasados gritos.

Los hermanos Velas sentados en una de la salas bajas de la torre, hablaban por lo bajo dominados todos tres por una especie de temor que ninguno de ellos se atrevía a revelar.

La palidez de su rostro y la vaguedad de sus miradas indicaban, no obstante, que los tres se encontraban en un estado escepcional de espíritu, y que en los tres habían influido notablemente las palabras de don Gonzalo.

Los Velas eran muy supersticiosos, y en la cosa más simple creían ver descifrado algún profundo misterio. Cuando don Gonzalo les afirmaba que no estaba lejos el día en que habían de ser arrojados desde una de las ventanas, vieron desprenderse un murciélago de las vigas de la torre, y lanzarse hasta el foso que había practicado al pie de la misma en caza de un insecto, y los tres agüeraron mal de este incidente.

Hasta tal punto influye en los ánimos débiles un hecho cualquiera, cuando lo ven rodeado de ciertas circunstancias.

Por fin Bermudo rompió aquel lúgubre silencio, dirigiéndose a sus dos hermanos.

-Paréceme -les dijo- que os encuentro reflexivos y meditabundos contra vuestra antiquísima costumbre.

-Es cierto; -contestaron a dúo Rodrigo y Nepociano-: Yo -dijo aquel- pensaba en los grandes inconvenientes con que vamos a luchar en la representación de nuestra farsa. A don Alfonso, como sabéis, le he dicho que ha muerto el amante de Teresa, noticia por la cual me debe conceder uno de los mejores castillos que tiene en las fronteras de León; pero veo que va a ser casi imposible el que tarde o temprano no llegue a noticias del pueblo la prisión de don Gonzalo, y entonces somos perdidos: al odio profundo que nos profesa el pueblo, tendremos que añadir la venganza terrible que contra nosotros meditará indudablemente el rey, y rodeados de enemigos por todas partes nos vamos a ver muy apurados para salir de riesgo tan inminente.

-Es verdad -repuso Nepociano.

-Es verdad -añadió Bermudo.

-Que es verdad ya lo sé yo, sin que vosotros lo repitáis repuso entonces el menor de los tres hermanos-; pero no es de

eso de lo que se trata ahora.

-¿Qué piensas, pues...?

-Pienso en una cosa muy natural; pienso en que es necesario idear el medio de que la prisión de don Gonzalo no llegue nunca a oídos de nuestro rey.

-Y para eso...

-Para eso será preciso que a todos los que ahora lo saben les hagamos enmudecer.

-¡Más sangre! -esclamaron Bermudo y Nepociano al mismo tiempo, llenos de terror.

-Más sangre o tendremos que verter la nuestra.

-¡Rodrigo!

-Ved, pues, si hay otro medio.

-Habla, habla, Rodrigo -dijo Nepociano disponiéndose a escuchar.

-Por de pronto -añadió el invitado a proseguir- es preciso, que ese enmascarado reciba el pago de su traición.

-¡El enmascarado!

-El enmascarado, sí; ese mismo que anoche nos indicó la casa en que don Gonzalo se hospedaba.

-Pero y bien; si dijo...

-Dijo que respondía con su cabeza si no era cierta la noticia: le diremos, pues, que los dos hombres que en aquella casa se hospedaban, eran dos mahometanos recién llegados de Toledo, e inmediatamente lo haremos espiar su crimen.

-Hacer espiar un crimen cometiendo otro mayor... ¡Ay Rodrigo! mucho tiempo hace que venimos derramando sangre y cometiendo tropelías, sin que nadie adivine de donde sale el golpe; pero tarde o temprano, nuestros enemigos han de vencernos y entonces...

-Entonces pensaremos en entonces; ahora solo debemos pensar en ahora.

-Y por cierto que no tenemos poco en que pensar.

-El enmascarado será conducido a esta torre, tapiada la puerta del calabozo donde se le meta y...

-¡Horror! -dijeron Nepociano y Bermudo espantados del pensamiento de Rodrigo-. ¿Querrás que muera de hambre, ahogado, sin aire que respirar?...

-Quiero que muera -repuso Rodrigo- y el medio me importa poco: si vosotros no juzgáis aceptable el que acabo de proponeros... Ahora bien; como en la casa donde se encontraban nadie se ha movido, es muy posible que nadie nos haya hechado de ver, y en ese caso nada tenemos que temer por esta parte. Nuestros escuderos son fieles y nunca nos descubrirán; los hombres de armas que hemos llevado en nuestra compañía, también son muy leales y no despegarán sus labios; conviene, no obstante, que les llenemos la bolsa, a fin de que les cueste menos trabajo guardar silencio.

-Bien -dijo entonces Bermudo-; pero la muerte de ese vergante... si no fuese tan dura...

-¿Y qué muerte quieres darle? -repuso Rodrigo.

-Un golpe de maza...

-Tendrías que mandar hacer otro tanto con el que se lo hubiese dado; otro tanto con este, otro tanto con el que a éste le hubiese sucedido y sería en fin, el cuento de nunca acabar, so pena de que uno de nosotros agarrase la maza y le aplastase la cabeza; y esto me parece que ninguno de vosotros se hallará dispuesto a hacerlo.

-Es cierto.

-Pues entonces, el enmascarado morirá en su calabozo y todo marchará conforme deseamos. Ahora llamemos a nuestros escuderos.

Tres hombres fornidos y armados de todas armas se presentaron respetuosamente delante de los Velas.

-Es necesario -dijo Rodrigo- que guardéis un silencio sepulcral acerca de lo que esta noche habéis presenciado; que nadie sepa que hay dos prisioneros en esta torre, que nadie sepa que hemos escalado una posada para sacar de ella a los dos individuos que hemos conducido hasta aquí ¿entendéis?

-Descuidad, señor; nadie sabrá lo que esta noche ha pasado.

-Respondéis del secreto con vuestra cabeza. Ahora, tomad y repartid esas monedas con los hombres de armas que nos han acompañado y advertidles lo mismo que os acabo de decir.

-¿Nada más, señor...?

-Que os dispongáis para la marcha hacia el alcázar.

Y los tres escuderos se retiraron.

Los ojos de Rodrigo echaban chispas de fuego y sus hermanos estaban pálidos como cadáveres.

Capítulo XIII

Al día siguiente de la conversación habida entre los Velas en la cámara de la torre, Fátima se fugaba del alcázar sin ser vista de nadie, y el enmascarado era conducido a un calabozo, donde debía recibir el pago de su traición. La puerta de este calabozo fue tapiada según orden espresa de Rodrigo, y a la vuelta de un par de meses ya no se encontraban en él más que los restos de un cadáver.

El rey Alfonso se avistaba frecuentemente con su hermana, prodigándola consuelos; pero Teresa padecía horriblemente porque nada sabía de Gonzalo.

-¿Dónde, dónde está? -le preguntaba un día llena de sobresalto y con las lágrimas en los ojos-: ¿dónde está Gonzalo, mi querido Gonzalo?

Un silencio sepulcral sucedió a la pregunta de la doncella.

El rey Alfonso no se atrevía a contestar.

-¿Dónde, dónde está? -volvió a interrogar la joven con un acento lleno de amargura.

-¡Teresa! -esclamó entonces don Alfonso-: ¿por qué tanto interés en favor de ese desgraciado?

-¡Desgraciado! esplícate, esplícate, Alfonso; ¡Oh! su muerte es la mía. Habla, habla.

Pero el hermano de Teresa guardaba un profundo silencio.

-¿No me contestas? ¿no tienes respuesta a mis palabras? ¡Oh! ¡siempre desgraciada, siempre desgraciada!

Y la joven se dejó caer sobre un sillón al lado de su hermano.

-Teresa, Teresa, -repetía éste tratando en vano de consolar a la doncella- ¿por qué tanto llorar? ¿por qué tanto padecer? Si ya no tiene remedio ¿por qué tanto martirizarte?

-¡Oh! déjame, déjame, -decía su hermana, cubriéndose el rostro con las manos-; ha muerto, ha muerto; tus palabras me lo están indicando, sí; y muerto Gonzalo, yo también quiero morir. Déjame, déjame.

Un rayo de desesperación brilló en este momento en los ojos de don Alfonso, y no pudiendo contener su furia, se lanzó fuera de la estancia, dejando sola a su desventurada hermana.

-¡Infames! ¡infames! -esclamaba ésta fuera de sí, y dirigiendo su vista al cielo en actitud suplicante-. ¿Qué ha hecho Gonzalo? ¿en qué os ha ofendido? ¿por qué asesinarle de ese modo cuando su delito no era otro que el de profesarme amor? ¡Oh! matadme, Dios mío, matadme; yo sin Gonzalo no puedo vivir; la presencia de los Velas me horroriza; mi hermano me inspira lástima; el pueblo entero se amotina en torno de su alcázar; su conciencia lo remuerde. ¡Oh! que no vea yo este cuadro..., Fátima también ha huido, Lambra no parece... ¡morir! ¡morir! esta es la única esperanza que me resta. Muriendo descansaré si nuestros corazones no han podido unirse en la tierra, nuestras almas se unirán para siempre en el cielo.

-¡Señora! -esclamó Lambra presentándose en este instante delante de la doncella.

-¡Lambra! -dijo ésta toda asombrada y echándose en los brazos de su amiga.

-¿Por qué tanto llorar?

-¡Ay! Lambra, soy muy desgraciada; pero ¿cómo estás aquí? ¿cuándo has venido?

-¡Oh! señora; estoy aquí porque sabía que vos también estábais; sino...

-Gonzalo ha muerto, Lambra; Fátima se ha fugado de León; tú eres mi única amiga; la única que nunca me abandona: pero mi estancia en este alcázar me asesina; la presencia de Alfonso me mata; es necesario huir lejos, muy lejos, donde nadie vaya a interrumpir nuestro dolor.

-¿Qué decís, señora?

-Lo que oyes, Lambra; es necesario que huyamos de León; una vez muerto Gonzalo, ningún consuelo podré encontrar en este mundo.

-Pero, señora; otro amor no podría...

-¡Otro amor! ¡qué escucho, Lambra! ¿crees por ventura que en un mismo corazón caben dos amores diferentes? No, Lambra, no; yo amaba a Gonzalo y le amaré hasta exhalar mi último suspiro; porque amaré su sombra, me consolaré con su recuerdo; su imagen se presentará a mi vista en los sitios más solitarios, y él escuchará, en fin, mis palabras desde el cielo de los justos.

-¿Y pensáis, señora...?

-Pienso alejarme del alcázar.

-¿Y cuándo...?

-Cuando tú me sigas.

-¿Pero adónde?

-A un convento.

-¡Oh! a un convento, sí; -repuso Lambra llena de alegría-; ¿por qué no lo hicimos antes? Allí hubiéramos sido felices; allí nadie nos hubiese molestado; encerradas en nuestro retiro silencioso, ni Abdalla, ni don Alfonso se hubiesen ocupado de nosotras: ¿no es cierto?

-¡Oh! sí; ¿pero y Gonzalo?

-Gonzalo, señora, nos hubiese sacado del convento, y ni vuestro hermano el rey, ni Abdalla, rey de Toledo, ni nadie se hubiese opuesto a vuestro venturoso enlace; porque obrando con sigilo nadie hubiese tenido que intervenir en el asunto.

-Sí Lambra, sí; mejor hubiese sido; pero ya las cosas han cambiado por completo; Gonzalo rogará a Dios por nosotras y nosotras rogaremos a Dios a fin de que cuanto antes podamos disfrutar de la felicidad eterna.

-Tenéis razón señora; pero ¿y Fátima?

-Fátima estaba loca y se ha fugado del alcázar sin que nadie hasta ahora haya podido saber adonde ha dirigido sus pasos la infeliz.

-¿Es decir que se ha fugado sin que la vean?

-Justo.

-¡Pobre Fátima! ¡cuán desgraciada ha sido también! ¡Oh! aún me acuerdo de aquella noche en que disfrazada de guerrero entró por la puerta secreta de esta cámara ¿os acordáis, señora?

-¿Y cómo olvidarlo cuando vino por librarme de la desgracia que me amenazaba?

-Y la infeliz nada consiguió.

-Venía ya medio loca; su mente estaba trastornada por los celos.

-Y ahora...

-Ahora ha perdido el juicio por completo; solo una idea se conserva fija en su mente; el deseo de la venganza. Y la llevará a cabo, Lambra. ¡Oh! huyamos, huyamos; no quiero presenciar tantos horrores; a mi hermano le ha dicho que espiará su culpa muriendo asesinado. Y morirá, Lambra. Huyamos, huyamos.

Y Teresa salió de su camarín seguida de su doncella.

Capítulo XIV

Dos meses después, Teresa y Lambra entraban en un convento y D. Gonzalo y Nuño continuaban presos en el torreón del Moro, siendo visitados de cuando en cuando por los hermanos Velas.

El enmascarado había sucumbido en el calabozo, según afirmaba el alcaide de la torre, y todas las noches a la tercera vigilia solía presentarse un fantasma vestido de blanco, amedrentando a todos los centinelas con espantosos alaridos.

Esto y la aparición del ermitaño en el bosque del Abrojo tenía algún tanto preocupados a los Velas y tanto más cuanto que una mañana habían recibido un parte del alcaide de la torre en el que se les comunicaba que el fantasma había logrado introducirse en los subterráneos del torreón, motivo por el cual creía de todo punto imposible la custodia de los presos sino se redoblaban los centinelas.

A consecuencia de este parte los hermanos Velas seguidos de sus escuderos, se encaminaron a la torre poco antes de anochecer y saliéndoles al encuentro el alcaide de ella.

-Pasad, pasad -les dijo con voz entrecortada y casi sin aliento.

Siguieron los Velas los pasos del alcalde y luego que se encontraron en una de las salas del piso bajo.

-¿Qué hay? -le preguntaron los tres a la vez y como ansiosos de escuchar la respuesta del alcaide.

-¿Qué ha de haber? -repuso éste tembloroso-; que todas las noches cuando ya nos hemos acostado y sólo quedan despiertos los centinelas, un ruido espantoso y que jamás se ha oído en estas cercanías desde que la torre es torre...

-Pero y bien -le interrumpió Rodrigo con impaciencia- ¿esos ruidos dónde suenan?

-A eso iba, señor; -contestó el alcaide algún tanto desconcertado al notar la impaciencia de Rodrigo.- Hará cosa de quince días que uno de los vigías de la torre observó un bulto blanco que se deslizaba silencioso por entre las peñas y hondonadas de los barrancos de estas cercanías y...

-¿Y qué? vamos; y tuvo miedo ¿no es eso? -le interrumpió nuevamente el menor de los tres Velas revelando en su semblante la impaciencia que le dominaba.

-Y tuvo miedo, sí señor; -contestó el alcaide con timidez y cada vez más asombrado.

-Pues ¡voto a S. Yago! -esclamó Rodrigo- que no es valor lo que te sobra a ti en este momento. Temblando estás por vida mía y ¡vive el cielo! que hombres de tan poco corazón no merecen ser alcaides de una torre.

-¡Señor! -repuso el alcaide todo tembloroso.

-¡Vamos, vergante! -esclamó Rodrigo dirigiendo una mirada aterradora al narrador del cuento.- ¿Si pensarás que yo también voy a temblar? ¡Voto a una legión de sombras! que no mereces llevar espuela ni colgar esa espada de tu cinto.

-Prosigue, prosigue, -repuso entonces Bermudo alentando al tembloroso alcaide-: y tú, Rodrigo -añadió dirigiéndose a su hermano- déjale concluir su relación, que el caso no es para menos... A fe, a fe, que yo nunca he temblado ante cincuenta lanzas y se me erizan los cabellos al oír referir sucesos tan misteriosos...

-Tan mandria serás tú como el alcaide -repuso Rodrigo afectando un valor de que carecía en realidad.

-¿Es decir que tú crees...?

-Que todo es una ficción.

-¡Señor! -esclamó el alcaide como herido en su amor propio-; ¡yo fingir! nunca me tentó el diablo por ese lado; pero garras por la cruz de mi tizona que lo que os voy a relatar es tan cierto como que la infanta está en León.

-Sigue, sigue, pues: -dijo Rodrigo dispuesto a escuchar la relación del alcaide.

-Pues, bien -continuó este-; todas las noches, como a cosa de las doce y hará unos quince días se presentaba un fantasma en los alrededores de la torre y ni nos molestaba con sus alaridos, ni armaba ese estrépito espantoso que tan aterrados tiene ahora a todos los que moramos en ella.

-¿Y ese fantasma es blanco, negro o de que color?

-Ese fantasma es alto, muy alto; quizá no pueda pasar por debajo del puente aún cuando vaya andando por el foso; su traje es todo blanco y algunas veces suele bailar alrededor de unas hogueras que enciende él mismo con solo una mirada.

-Tú deliras... -dijo Rodrigo soltando una sonora carcajada.

-No deliro, no; es muy cierto todo cuanto os voy contando tanto es cierto, que uno de los vigías me llamó no hace muchas noches para que presenciase una de estas escenas.

-Pero y bien; ahora...

-Ahora, señor, no sé como diablos se las ha compuesto, pero es el caso que ya no se contenta con vagar por estas cercanías, sino que ha logrado penetrar en los subterráneos de la torre y estoy temiendo que el mejor día nos asesine a todos sin dar lugar a que nos pongamos en defensa.

-¿Y cuando le visteis por primera vez?

-Pocos días después de haber espirado ese que mandasteis encerrar en el calabozo.

-¿Es decir que antes nunca apareció?

-Nunca, señor.

-Pues es chocante: ¿qué opináis vosotros de este asunto? -dijo Rodrigo dirigiéndose a sus dos hermanos.

Bermudo y Nepociano se encojaron de hombros por toda respuesta y ninguno se atrevió a desplegar los labios.

En este instante un gemido lúgubre seguido de un ruido espantoso, como el que producen las puertas y ventanas cuando se cierran a impulso de un viento fuerte, vino a interrumpir el diálogo de nuestros personajes.

-Ahí está; -esclamó el alcaide lleno de terror.

-Bermudo y Nepociano se tornaron pálidos como la cera, y el mismo Rodrigo, a pesar de la sangre fría que antes demostraba, perdió en aquel momento su serenidad, y no se atrevió a articular una palabra.

El ruido prosiguió durante unos momentos y dos o tres silbidos prolongados resonaron en las cuevas del torreón.

Rodrigo tembló en aquel instante como el primero, y solo después de un largo rato se atrevió a murmurar estas palabras.

-Es verdad, es verdad; esto es terrible.

-Y aún no ha llegado la media noche -le interrumpió el alcalde como orgulloso y haciéndose el valiente-; que si estuvieses aquí a la tercera vigilia, entonces veríais lo que era bueno.

-Es decir que a esa hora...

-A esa llora no se puede parar en esta torre; gritos, golpes, silbidos, estruendo... esto, en fin, es insoportable.

-Será necesario, pues, que traigamos aquí un par de docenas de lanzas, y quizá, quizá consigamos...

-Sí, don Rodrigo: dos docenas de lanzas y algo más serán necesarias en la torre, si queremos estar seguros.

-Y dar caza al fantasma.

-Eso de darle caza será mucho más peliagudo de lo que vos os figuráis.

-No importa; veremos si se puede lograr.

-Veremos.

Y los silbidos continuaron escuchándose a lo largo de las bóvedas, en tanto que los Velas salían de la torre con dirección al alcázar.

Capítulo XV

Así continuaron las cosas por espacio de algunos meses y preciso será decir en honor de la verdad, que tan luego como los Velas hubieron reforzado la guardia de la torre, el fantasma desapareció de ella y ni el más leve ruido vino a interrumpir el silencio sepulcral en que hasta entonces había permanecido sumida.

Los Velas no llegaron a saber nunca de donde había salido aquel fantasma y Rodrigo llegó a dudar de su existencia, aún después de haberle observado desde una de las almenas del torreón por espacio de seis noches seguidas, y de haber escuchado el ruido espantoso que producía cuando al parecer se encontraba en las bóvedas de la torre.

-Ha sido una ilusión -decía para sus adentros y como procurando desechar los serios temores que aún albergaba dentro de su pecho-: el alcaide de la torre es algún tanto meticuloso y preocupado y nada de extraño tiene que aquella noche nos hiciese escuchar ruidos que en realidad no debimos sentir. Mis hermanos preocupados y supersticiosos también como el alcaide, creyeron a ojos cerrados toda aquella fábula y yo... yo también la creí sin detenerme a examinar el hecho... ¡A cuantos absurdos no nos conduce el miedo! ¡Oh! esto es asombroso... ver cosas que no existen... oír ruidos que no se escuchan... ¡Por vida mía! que no hay cosa más fantástica y caprichosa que nuestra pobre imaginación cuando obra a impulsos del miedo. Ya se ve... la educación... cuando niños, nos hacen ver sombras y espectros en medio de la oscuridad...

Sus dos hermanos, por el contrario, se hallaban cada vez más persuadidos de que la aparición del fantasma do había tenido nada de ficción y hasta hubieran jurado que le habían visto destacarse de los calabozos del torreón como la sombra misteriosa del enmascarado que vagaba por aquellos alrededores pidiendo venganza a voz en grito.

-Es la sombra del enmascarado -decían para sus adentros-; el alma de ese infeliz a quien hemos dado muerte tan horrible... Sí; su sombra que viene en busca de venganza: encerrado en un calabozo húmedo y oscuro... sin aire que respirar... sin pan con que acimentarse... sin agua para apagar su sed... ¡Oh! ¡su muerte debe haber sido horrible! Su sombra, su sombra... ese fantasma es la sombra del enmascarado.

El alcalde, por su parte, no se mostraba menos temeroso que los hermanos de Rodrigo, y todos los hombres de armas que estaban en el torreón temblaban de miedo al acordarse de la misteriosa aparición que por espacio de veinte días los había tenido atemorizados.

Pero nosotros, a quienes a fuer de novelistas ningún misterio nos está vedado, debemos decir para aclarar algún tanto las dudas de nuestros lectores, que el fantasma de la torre no era otro que el ermitaño del Abrojo disfrazado de aquella manera estrañas para sus fines particulares.

El ermitaño del Abrojo, era el caballo de batalla, por decirlo así, de los hermanos Velas; el ermitaño del Abrojo bajaba a la ciudad todos los días y ya refiriendo antiguas leyendas al amor de los hogares, ya haciéndoles ver con los ojos de la razón los sucesos que el pueblo achacaba a maleficios, es lo cierto que su preponderancia iba menguando, que las gentes sencillas de León ya no los respetaban como antes, que sus espadas no eran tan temibles como de tres años atrás, y en una palabra, que el pueblo entero los aborrecía y ansiaba una ocasión oportuna en que poderles demostrar el odio profundo que les profesaba.

Si los Velas hubiesen podido asesinarle, no hubieran vacilado ni un solo momento en hundir su puñal en el pecho de aquel venerable anciano; pero el pueblo entero velaba por la vida de aquel viejo, el pueblo entero le rodeaba en las plazas y en las calles, y el pueblo entero escuchaba sus palabras como máximas incontestables, que debían quedar grabadas en la mente de todos los que quisieran sobreponerse a las críticas circunstancias de tiempos tan nebulosos.

El ermitaño además había esparcido por León la nueva de que don Gonzalo no había muerto, y que permanecía encarcelado en el torreón del Moro.

Esto, como era natural, había influido poderosamente en el ánimo de los Velas, que temerosos de que la noticia llegase a oídos del rey, no sabían que giro tomar en este asunto a fin de que no se descubriese la prisión de don Gonzalo.

El Tuerto entretanto, pues ya recordarán nuestros lectores que con este apodo era conocido el ermitaño, proseguía haciendo prosélitos en contra de los Velas y no sólo se contentaba ya con entrar en las casucas y hablar con las gentes del pueblo leonés; sino que, según el decir de algunos, había tramado relación con varios escuderos y hombres de armas del alcázar, lo cual tenía doblemente atemorizados a los Velas.

Sentado en este instante en el patio de una de las casas más retiradas de León, mantenía con sus vecinos el siguiente diálogo.

-Yo sé -decía con mucha gravedad- que los Velas han mandado encerrar en un calabozo del torreón del Moro a aquel zapatero de la plaza que desapareció sin ser visto de nadie...

-¡Cómo! -le interrumpió una vieja de voz cascada aproximándose a él con gran misterio-; el zapatero de la plaza...

-Ha sido encerrado en uno de los más húmedos calabozos que hay en el torreón.

-¡Infeliz! -esclamaba un joven de aspecto franco acercándose también al corro-: él fue el que me cosió este cinturón de cuero...

-No os condoláis de la muerte de ese infame -añadía otro joven tomando parte en la conversación y colocándose en medio de aquel corro. -Ojalá y que todas las víctimas de los Velas fuesen tan dignas de esa suerte como el zapatero de que habláis.

-Pues qué -repuso la vieja de la voz gangosa arrugando el entrecejo y dando a su rostro una espresión horrible-: ¿de qué tenéis que acusar a ese pobre zapatero?

-De haber delatado...

-¿A quién?

-Al caballero que hoy gime encarcelado en uno de los camarines más altos del torreón del Moro.

-¡A don Gonzalo!

-A don Gonzalo, sí señor; a ese noble castellano que tanto ha sufrido por la hermana de don Alfonso.

-He ahí -decía el Tuerto poniéndose de pie y levantando la voz a fin de que lo oyesen- como yo no me engañaba cuando os decía que don Gonzalo estaba preso; he ahí como yo tenía razón cuando os afirmaba hace dos meses que don Gonzalo y su escudero estaban en el torreón del Moro. Y los Velas, no obstante, han esparcido la nueva de que el amante de Teresa había sido envenenado en uno de los calabozos del alcázar del rey Abdalla. Es necesario, pues, que esto llegue a oídos del rey; es necesario que don Gonzalo salga de su prisión; es necesario que los Velas purguen sus delitos.

-Es necesario, sí; -contestaron todos a las palabras del buen viejo.

-Pero por ahora, prudencia -añadió este-; una palabra, un gesto, el más leve movimiento, podría perdernos. ¡Prudencia! yo os avisaré.

Y el Tuerto se retiró al bosque del Abrojo.

Capítulo XVI

Era la media noche: el esquilón del convento de San Pelayo tocaba a maitines en aquel instante y multitud de sombras blancas se deslizaban por los claustros y galerías débilmente iluminados por la opaca claridad de una lámpara.

En el convento de San Pelayo reinaba el más profundo silencio; únicamente las sonoras campanadas del esquilón venían a interrumpirle de cuando en cuando; pero aquel cesó en su plegaria; y el convento quedó sumido en un silencio sepulcral.

Notabas, no obstante, un ruido extraño hacia las tapias del jardín. Una sombra que avanzaba rápidamente y siempre pegada a las paredes, hizo alto, por fin, en uno de los sitios más envueltos en la oscuridad, gracias a unos copudos árboles que crecían allí cerca, y sacando una escala de torzal de la gran limosnera que llevaba colgada de la cintura, la echó sobre la tapia, dejándola sujetar a la primera vez.

Subió por ella con mucho aplomo, y después de observar durante unos instantes todas las callejuelas del jardín y rincones del convento, como para convencerse de que nadie le observaba, volvió la escala al otro lado, y bajó sin hacer el menor ruido.

Una vez en el jardín, parecía que respiraba con más libertad; atravesó tres o cuatro callejuelas tapizadas de verdura y casi cubiertas por las ramas entrelazadas de algunos arbolillos, y acercándose a una especie de ecuador que había en uno de los estremo del jardín, se escondió en él dispuesto a esperar largo rato, según las precauciones que adoptaba.

En este instante uno de los postiguillo que daban entrada al convento, se abrió sigilosamente dejando paso a dos bultos blancos, que destacándose de la pared como dos sombras, se internaron en el jardín.

Eran dos religiosas de la orden que bajaban a distraerse; eran Teresa y Lambra, que decididas a profesar, se habían encerrado en aquel silencioso retiro, dando un adiós eterno al mundo y sus miserias.

-No lloréis tanto, señora; -decía Lambra por lo bajo a la desconsolada infanta.

-Sí, Lambra; las lágrimas mitigan los pesares -contestaba Teresa en el mismo tono.

-Sin embargo, tanto llorar... hace tres años que estamos aquí y aún no os he visto sonreír una sola vez siquiera...

-Sonreír... ¡ay! Lambra, ¡mucho tiempo hace que huyó la sonrisa de mis labios!

-Pero y bien...

-Sólo una cosa deseaba; sólo una cosa pedía a Dios cuando estaba en el mundo; no me la concedió... ya todo me es indiferente.

-Pero señora ¿quién sabe todavía...?

-No, Lambra; estoy demasiado despierta en este instante y no puedo pensar en sueños.

-¿Y porqué sueños cuando acaso...?

-¡La muerte! ¡la muerte! no me la neguéis Dios mío...

-Resignación, señora - decía Lambra sollozando-; aún no es tarde señora; aún no es tarde y quizá...

-Es tarde, sí, muy tarde; yo debí seguirle a la tumba; yo no debí encerrarme en este convento; yo debí también envenenarme...

-¡Oh! ¡Gonzalo! ¡Gonzalo!

Y Teresa esforzaba la voz repitiendo el nombre de su desgraciado amante.

-¡Señora! -esclamaba Lambra llena de sobresalto- que pudieran oírnos y...

-Es cierto, es cierto; una vez encerradas entre estas cuatro paredes tenemos que renunciar al mundo y a todas sus vanidades; pero no, no; ¿cómo he de olvidar yo nunca la imagen de mi Gonzalo, de mi querido Gonzalo? De día, de noche, a todas horas y en todas partes se me presenta su sombra gimiendo en un horrible calabozo y apurando la copa del veneno que el moro infame le presentó... ¡oh! ¡Lambra, Lambra!

Y Teresa sentía unos horribles estremecimientos.

-No os agitéis, señora; -repitió Lambra enjugando las lágrimas de la infanta.- No sé que secreto presentimiento me dice que Gonzalo vive todavía.

-¡Qué dices, Lambra! vivir Gonzalo...

-Un secreto presentimiento me hace creer que su muerte ha sido una ficción.

-¡Una ficción! calla, calla, Lambra; no me hagas concebir esperanzas tan lisonjeras ¡imposible! ¡imposible ¡oh! si Gonzalo viviera...

-¿Y quién nos asegura que ha sido cierta la noticia? ¿por ventura su escudero no nos hubiera noticiado la triste nueva...?

El que hasta entonces había permanecido oculto en el cenador, se adelantó silenciosamente hasta el banco donde se hallaban sentadas las doncellas y colocándose detrás de un árbol se enjugó dos gruesas lágrimas que surcaron sus mejillas.

-¡Imposible! ¡imposible! -repetía Teresa llena de desesperación.- Gonzalo ha muerto envenenado en uno de los calabozos del alcázar de Toledo.

-Gonzalo vive -dijo el que se había colocado detrás de las doncellas.

-¡Que vive Gonzalo! -esclamó Teresa llena de sorpresa.

-¡Gonzalo vive! -esclamó Lambra.

-Gonzalo vive, sí; -repuso el encubierto presentándose, aunque lleno de temor, delante de las doncellas.

-¡Dios mío! -esclamaron las dos jóvenes tan luego como vieron un hombre delante de su vista-: el convento no está seguro.

-El convento está seguro; nada temáis: de un viejo no podéis escuchar sinopalabras de consuelo.

Y el misterioso personaje se descubrió el rostro, dejando ver tras su careta una larga y poblada barba de color de ceniza y una profunda cicatriz sobre la ceja izquierda.

Aquel hombre era el ermitaño del bosque del Abrojo; el mismo que días antes anunciaba al pueblo la prisión de D. Gonzalo.

-No temáis, señora; -añadió dirigiéndose a Teresa y Lambra con humilde tono-; D. Gonzalo vive y sólo esperamos una ocasión oportuna para ponerle en libertad. D. Gonzalo está preso en el torreón del Moro con el valiente Nuño.

-¡Preso! -esclamó Teresa que hasta entonces había creído un sueño cuanto le rodeaba.

-Preso, sí; -repitió el Tuerto por lo bajo.

-¡Confianza, señora! -decía Lambra sosteniendo a la infanta entre sus brazos.- D. Gonzalo vive y D. Gonzalo será puesto en libertad.

-O perderemos la vida todos sus libertadores -añadió el pobre viejo con decisión.

-Gracias, gracias, -decía Teresa dirigiendo miradas de reconocimiento al ermitaño.

En este momento se escuchó un leve ruido hacia el postiguillo por donde Lambra y Teresa habían entrado en el jardín, y notándolo el viejo;

-Gente se acerca -dijo por lo bajo-; adiós Teresa; Gonzalo será puesto en libertad y tú serás sacada de este convento. Adiós ¡confianza y resignación!

-Y el ermitaño se deslizó a través de la espesura, encaminándose hacia León.

Capítulo XVII.

El cielo estaba sombrío; densos y oscuros nubarrones surcaban la encapotada atmósfera; los relámpagos iluminaban de cuando en cuando las almenas del torreón del Moro, y los vigías se cubrían el rostro con las manos temerosos de quedar sin vista a influjo de aquellas serpentinas de fuego, que corriendo en distintas direcciones, iban a sepultarse entre las nubes; los truenos se sucedían a los relámpagos en medio del silencio de la noche, y los vecinos de León se encerraban en sus casas. Las gentes sencillas de aquellos tiempos temían tanto a las furias de una tempestad, como a los estragos de una guerra.

En el bosque del Abrojo reinaba el más profundo silencio; pero los vigías del torreón estaban, no obstante, llenos de terror, porque de los alrededores de la ermita se elevaban inmensas llamaradas, y ninguno de ellos comprendía la causa de aquel fuego.

Unos echaban la culpa al ermitaño; otros decían que eran producidas por las hogueras que encendía la bruja, y todos temblaban de pies a cabeza, sin que ninguno de ellos estuviese conforme con el parecer de los demás. Tampoco faltó alguno

que agüerase mal de aquellas llamas, hasta el punto de afirmar que eran una especie de profecía sobre lo que más tarde había de suceder en el reino de León.

-Esas llamas -decía uno de los muchos centinelas que habían subido a las almenas del torreón- tienen un significado muy horrible.

-Siempre lo mismo, Martín; -replicaba otro de sus compañeros, mirando de reojo al que en tono sentencioso acababa de pronunciar aquellas frases-. No sé porque mil diablos has venido al torreón. En el alcázar estabas bien ¡voto a mis calzas! ¿Qué idea te ha dado de abandonar su guardia? ¿No estabas allí mejor?

-Y dices muy bien, amigo Pero; -contestaba el interpelado-. A fe, a fe, que en el alcázar me encontraba más seguro; aquí cuando no por una cosa por otra, siempre estamos con el alma en un hilo. Unas veces el fantasma, otras veces la bruja... ¡por vida mía! que este torreón es un infierno...

-Infierno en el que morirás abrasado de seguro, si no abandonas por completo esas preocupaciones.

-¡Cómo preocupaciones! cada cual es dueño de pensar a su manera; y si tú tienes la facultad de verlo todo por el lado bueno, yo, amigo Pero, lo miro todo por el peor lado posible.

-Ese es el único modo -decía el alcaide tomando parte en la conversación- de no equivocarse nunca, o de no equivocarse con tanta frecuencia como Pero.

-Y tenéis razón que os sobra, -añadía Martín alentado por las frases del alcaide-: a fe, a fe, que en los tiempos que atravesamos, hay que mirar siempre las cosas por el lado más horrible. Pero ¡Dios de Dios! mirad que llamas: no parece sino que han incendiado el bosque del Abrojo.

En efecto; las llamas eran cada vez más vivas, y como del torreón del lloro al campo del Abrojo mediaban muy pocos pasos de distancia, los rostros de los hombres de armas se iluminaban de una manera tan fantástica, que unos a otros se miraban sobrecogido y llenos de terror.

Un trueno espantoso precedido de dos o tres relámpagos que iluminaron por unos instantes aquella atmósfera preñada de oscuros nubarrones, vino a acrecentar el espanto de aquellos escuderos, y todos como obedeciendo a una seña convenida volvieron atrás los rostros por no sufrir aquel golpe de luz tan violento.

-¡Cuernos de Lucifer! -dijo Martín todo aterrado-: estos relámpagos son capaces de dejar ciego al hombre de mejor vista.

-Y estos truenos -añadió el alcaide- de dejar sordo al hombre de mejor oído.

-Es cierto -repuso Pero restregándose los ojos como si en efecto aquellas ráfagas de luz eléctrica le hubiesen ofendido-; yo de mí sé deciros, que no puedo menos de cerrar los ojos ante los vivos resplandores de un relámpago, ni permanecer de pie cuando truena como esta noche, sin taparme los oídos.

-Malo es permanecer al raso cuando truena -decía el alcaide.

-Y no es bueno estar fuera de la sala de armas cuando relampaguea -añadía Martín.

-Pero es peor estar de centinela cuando se arma una tempestad; -observaba con intención uno de los vigías.

-¡A la sala de armas! ¡a la sala de armas! -dijo el alcaide bajando una estrechísima escalera, que servía para subir a los terrados del torreón.

-¡A dormid! -repitieron los demás siguiendo los pasos del alcaide.

Y a los muy pocos momentos las almenas de la torre, quedaron casi desiertas.

Únicamente los pasos de los vigías, el ruido de sus pesadas armaduras, y alguno que otro suspiro que lanzaban de cuando en cuando acordándose de sus queridas leonesas, daban a entender que las almenas del torreón no estaban del todo abandonadas.

En el bosque del Abrojo tenía lugar entretanto una escena interesante y misteriosa, capaz de erizar los cabellos al hombre de lejos templo de los tiempos de Alfonso V.

La ermita del Tuerto se veía rodeada de unos cuarenta hombres fornidos que vestidos todos de blanco, armados de largas espadas y con puñales pendientes de la cintura, tenían todas las apariencias de una legión de sombras evocadas por un espíritu maligno en los alrededores de aquella ermita. Todos llevaban una pesada maza al hombro y en la mano teas encendidas, que inundando el bosque del Abrojo con sus pálidos resplandores, eran capaces de infundir miedo en los ánimos de los más despreocupados leoneses.

En medio de esta falange de fantasmas, vestido también de blanco y con una linterna atada al cinturón, el ermitaño del bosque del Abrojo descollaba entre los demás por su barba cenicienta y por el recio bordón en que se apoyaba.

Todos guardaban silencio, y todos al parecer esperaban las órdenes del ermitaño.

Los relámpagos y truenos se sucedían con mucha rapidez, y un fuerte aguacero debía desprenderse muy en breve sobre las casas de León y todas sus cercanías.

Este, pues, era motivo suficiente para que todos los fantasmas que rodeaban al ermitaño demostrasen su impaciencia en todos sus ademanes.

-Pero ¡ira de Dios! -esclamó, por fin, uno de ellos saliéndose del corro-; paréceme que el agua no está ya muy lejos y...

-¿Y qué? -dijo entonces el ermitaño con toda la gravedad que le era característica.

-Y que nos mojaremos; -murmuró entre dientes el interpelado.

-Miedo tenéis al agua ¡voto a San Yago! y ¡por Dios resplandeciente! que si no fuese por el agua no tendría yo tanta confianza...

-¿Es decir -le interrumpió entonces uno de los del corro- que no tenéis entera confianza en nuestras manos?

-¡Y como si la tengo! -repuso el ermitaño ofendido por aquella observación-; pero ¿os parece a vosotros que la empresa que vamos a acometer no exige detenimiento, estudio, meditación...? ¡Por vida mía! que sois muy vivos de genio los leoneses. No todo se consigue en cuatro días; ya sabéis que tratamos de este asunto hace algunos meses, y que hasta esta noche no se nos ha presentado ocasión de ponerlo en práctica.

Es verdad que el refuerzo de la guardia y otras mil y mil precauciones que han tomado esos señores...

-Traidores diríais mejor -interrumpieron a coro todos los que rodeaban al ermitaño.

-Traidores, sí; -repuso éste levantando su voz a fin de que le oyesen-. Por tales están reputados en León los tres hermanos y ¡vive Cristo! que no se ha de hacer esperar el día de la venganza. Aquel día...

-¡Serán quemados! -repitieron a coro los de la ermita.

-Y a fuego lento, sí; aún os acordaréis de aquel pobre zapatero a quien cocieran preso los Velas en la calle de los Arneses.

-Sí, sí; del pobre Ferrus...

-Del mismo: no habréis olvidado que fue sometido a la caldaria en medio de la plaza de la catedral.

-Justo, justo.

-Que fue abrasado vivo, que el pueblo se amotinó, que los soldados de don Alfonso entraron lanza en ristre a calmar la agitación, que Ferrus negó hasta su muerte el crimen que Rodrigo Vela le imputaba...

-Sí, sí, es cierto: Rodrigo Vela afirmaba que había tratado de asesinarle...

-Y no trató, en efecto, según se dedujo de sus confesiones y respuestas; pero nosotros en cambio llevaremos a cabo aquel proyecto, si es que tal proyecto hubo existido. Nosotros nos vengaremos...

-Nos vengaremos, sí, -repitieron todos los disfrazados llenos de coraje.

-Y para llevar a cabo nuestro pensamiento -continuaba el ermitaño- conviene ante todo que don Gonzalo quede puesto en libertad, a fin de que viendo el rey que vive todavía y que su hermana ha sido sacada del convento...

-Eso es, eso es; los mande degollar.

-O que si no los manda degollar, se ponga en guardia cuando menos contra los ataques de los Velas y confíe más que en ellos en el pueblo leonés. La muerte de esos traidores debe correr por nuestra cuenta.

-Es cierto, es cierto.

-Marchemos, pues, hacia la torre; la fuerza que hay en ella no asciende a veinte lanzas y nosotros somos cuarenta.

-Y cuarenta que son ochenta; porque cada uno de nosotros vale por dos -observó uno de los más jóvenes del corro.

-¿Estáis decididos?

-Lo estamos.

-En marcha, pues.

-¡En marcha!

Y toda aquella falange de fantasmas, pues no otro nombre se les podía dar a hombres que vestían tan caprichoso traje, encaminaron hacia el torreón del Moro al mando del ermitaño.

La tormenta comenzó entonces a descargar sobre sus cabezas, y agua, granizo y todo cuanto podía contribuir a la destrucción de aquellos hermosos campos, otro tanto descargó sobre los de León echando los trigos por el suelo y estropeando todos los sembrados.

El ermitaño al frente de sus cuarenta hombres marchaba hacia la torre, y ya se hallaban muy próximos a ella cuando empezaron a entonar un salmo mortuorio que llegado que fue a oídos de los vigías de las almenas, comenzaron a temblar sin que les quedase aliento para llamar en su auxilio a los demás hombres de armas que momentos antes se habían retirado.

-¡Dios de Dios! -esclamaban para sus adentros-; esa es una legión de diablos y ¡por nuestra anima! que se dirigen a la torre.

Y el ermitaño avanzaba entretanto hacia el puente del torreón seguido de aquella turba que elevaba su voz cada vez más a fin de atemorizar a los vigías.

El cuadro que presentaban era tan fantástico de suyo, que no se necesitaba ser meticuloso para temblar en seguida de pies a cabeza a la vista de un número tal de sombras, porque sombras parecían en medio de la oscuridad de la noche: y luego, aquellas pesadas mazas al hombro y aquellas humeantes teas en la mano, unido todo al brillo fugaz de los relámpagos y al estruendo confuso y aterrador de los truenos que continuamente se sucedían; todo, todo, parecía conspirar a esparcir el terror por la comarca.

Los vigías del torreón, como hemos dicho, temblaban de pies a cabeza sin saber lo que les sucedía; una congoja mortal les oprimía el corazón en aquel instante; querían llamar al alcaide y no podían articular una palabra; hubieran querido clavarse en el corazón la daga que llevaban pendiente de su cinto, pero sus manos temblaban al contacto del acero. Cualquier muerte hubiesen preferido a la de espirar en manos de aquellos misteriosos seres que con intenciones diabólicas, sin duda, se acercaban al torreón.

Tan luego como el ermitaño hizo alto enfrente del puente levadizo, los escuderos asomaron la cabeza a las ventanas retirándola en seguida llenos de confusión.

El ermitaño y sus acompañantes prosiguieron entretanto su salmodia y como ninguno de los habitantes de la torre se asomase a las ventanas, todos en coro y a voz en grito empezaron a llamar al alcaide produciendo un estruendo espantoso con sus mazas al golpear las tapias de la torre.

Tanto fue el estrépito que armaron, tantas las voces que dieron y tanto, en fin, lo que golpearon los cimientos del torreón, que temeroso el alcalde de que estuviesen demoliendo la fortaleza encomendada a su cuidado, lleno de temor, erizados los cabellos y pálido y desencajado el rostro asomó media cabeza por una de las ventanas del piso principal y permaneció como enclavado en ella sin atreverse siquiera a mover los ojos.

-¡Cuernos de Satanás! -esclamó el ermitaño con voz de trueno- corre el rastrillo y deja caer el puente o quedarás convertido en estatua sin moverte de ese sitio.

El alcalde por toda respuesta hizo la señal de la cruz seis veces seguidas.

-¡Rayos y truenos! -esclamó de nuevo el Tuerto aproximándose al foso-: o bajas el rastrillo o las sombras del infierno volarán el torreón aplicándole sus teas.

Los de las mazas entretanto ya habían demolido un trozo de la torre, y uno a uno fueron entrando en el torreón por el lado opuesto al en que el alcaide y el Tuerto se encontraban. Uno de los disfrazados hizo señas al ermitaño de que entrase por aquel sitio, y dirigiéndose el viejo por última vez al alcaide:

-Las almas vengadoras -esclamó- se cuelan por las rendijas.

Y entró en la torre como los disfrazados por el trozo de tapia demolido.

Un ruido infernal acompañado de gritos espantosos resonó en este instante dentro del torreón.

Veinte de los fantasmas entraron en la sala de armas donde el alcaide y todos los escuderos se hallaban reunidos; y aproximándoles las teas al mismo tiempo que entonaban su salmodia, les hicieron replegarse en uno de los rincones de la estancia, donde los ataron de pies y manos, dejándolos encerrados y clavando después la puerta.

Seguros ya de que ninguno de los hombres de la torre se había de oponer a sus proyectos, subieron a las almenas y atando a los vigías como acababan de hacerlo con el alcaide y los demás hombres de armas que encontraron, se dirigieron hacia las habitaciones donde ellos presumían que se hallaba don Gonzalo.

En una de las estrechas y oscuras escaleras que se cruzaban en distintas direcciones por las alturas del torreón, tropezaron con un bulto, que acurrucado debajo de uno de los escaloncillos apenas se movía.

Instigados por la curiosidad aproximaron las teas al rincón y vieron que era uno de los escuderos.

-¿Qué haces aquí, vergante? ¿esperas que te echemos al foso desde una de las ventanas?

El escudero no contestó y se tornó pálido como un cadáver.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó el ermitaño con dulzura.

El escudero que no era otro que Martín, el mismo que tan mal había agüerado de las llamas del Abrojo, levantó su vista en este instante y al contemplar la barba cenicienta del ermitaño, tembló de pies a cabeza sin acertar a responder.

-Tus compañeros -prosiguió el Tuerto- han muerto todos en la sala de armas: tú eres el único que quedarás con vida si nos guías hasta las prisiones de don Gonzalo y su escudero.

Martín siguió por un pasillo adelante sin murmurar una palabra, y después de subir unos cuantos escalones y de atravesar otro pasillo mas estrecho todavía, hizo alto delante de una puerta. -¿Es esta? -le interrumpió el Tuerto.

Martín hizo una señal afirmativa con la cabeza y el ermitaño mandó abrirla a cuatro de sus compañeros.

Estos dejaron caer sus mazas sobre el pesado y robusto madero que servía de puerta a la prisión y después de unos cuantos golpes seguidos de otros tantos horribles juramentos, la puerta cedió produciendo al caer un ruido espantoso que resonó en todos los ángulos del torreón.

En aquella prisión se hallaba Nuño. Sacáronle de ella cuatro de los de las teas y conducidos por Martín entraron después en la de don Gonzalo valiéndose también de las mazas para derribar la puerta.

El amante de Teresa estaba demudado; su rostro pálido y descompuesto, inspiraba lástima a todos los que le veían; don Gonzalo, no obstante, conservaba toda su entereza y saliendo al encuentro del ermitaño:

-¿Qué buscáis aquí? -le interrogó con desdén dirigiéndole una mirada altiva.

-Señor, -contestó el viejo-; buscamos a don Gonzalo para darle libertad; después buscaremos a los Velas para darles muerte.

-¡Libertad! ¿qué decís? -esclamó don Gonzalo como fuera de sí y posando sus miradas en el viejo.

-Libertad, sí; -repuso este algún tanto afectado-; aquí tenéis a vuestro escudero, libre ya como vos lo estaréis dentro de poco.

-¡Nuño! -esclamó don Gonzalo arrojándose en los brazos de su escudero.

-¡Señor! -esclamó éste recibiéndole en los suyos.

Mediaron unas cortas esplicaciones por parte del ermitaño del Abrojo; y después de unos instantes y cuando aún las nubes arrojaban torrentes de agua sobre León, los penitentes blancos, Gonzalo, Nuño y el Tuerto, se encaminaron hacia la ermita.

Una vez allí, los penitentes se despojaron de su disfraz, el ermitaño ofreció a don Gonzalo y Nuño algunos alimentos con que reparar sus perdidas fuerzas, y así pasaron gran parte de la noche hasta tanto que cesó la lluvia.

Los penitentes entonces, se retiraron a León en distintas direcciones después de escuchar las más cordiales espresiones de boca de don Gonzalo; y éste y Nuño montaron en sus caballos dirigiéndose al convento de San Pelayo.

-Adiós venerable anciano -dijo don Gonzalo estrechando la mano del viejo de la ermita.

-Adiós don Gonzalo -repuso aquél lleno de gozo.

Y el Tuerto acompañó a los prisioneros hasta la salida del bosque del Abrojo.

-No me ha conocido -murmuraba al retirarse hacia su ermita-: ¡pobre don Gonzalo! ¡cuanto ha padecido! si él supiera que yo, yo el que acabo de sacarle de su prisión, el que le acabo de decir donde hallará a Teresa... ¡Oh! si supiera quien soy... el gozo le mataría. Ocultémoslo: cuando los Velas hayan sucumbido, entonces me reconocerá y me dará un abrazo.

Y el Tuerto cerró la puerta de su ermita retirándose a descansar.

Capítulo XVIII

Gonzalo y su escudero Nuño hicieron alto delante del convento de San Pelayo, y elevándose aquél sobre los estrivos levantó la cabeza de un moro que servía de aldabón, y dejándola caer por tres veces sobre una de las hojas de la puerta:

-Me parece que nos habrán oído -dijo dirigiéndose a su escudero.

-Los golpes han resonado dentro del convento; no tendremos necesidad de llamar segunda vez.

-Y si la hay ¡qué diablos! echaremos la puerta abajo. Mi tía estará tan mal humorada como de costumbre, y no es esta la hora mas a propósito para hacerla una visita.

-Y una visita con pretensiones...

-Es cierto.

En este instante una voz dulce y femenil aunque algo desgastada gritó desde adentro:

-¿Quién se atreve a llamar a estas horas?...

-Soy yo, señora Urraca; yo, el sobrino de la abadesa.

Y apenas acabó Gonzalo de pronunciar estas palabras, cuando la puerta del convento se abrió misteriosamente, dejando paso a nuestros dos personajes, que entraron en él después de atar los caballos a una de las rejas de la fachada.

-¡Don Gonzalo! -esclamó Urraca llena de asombro y mirando de hito en hito al caballero: -¿Sois vos, el sobrino de doña Blanca, el amante de Teresa? ¿es un sueño...?

-No es sueño, no; -contestó Gonzalo entristecido-; mi tía me creería muerto...

-Y Teresa muerto, y yo muerto, y todos os creíamos muerto... pero voy a llamarla... esperad, esperad... vuelvo en seguida.

Y Urraca que era la portera del convento de San Pelayo, desapareció por una galería, dejando a don Gonzalo y Nuño en un lindo camarín o locutorio adornado al mismo tiempo que con sencillez con estremado gusto.

A nuestros lectores les habrá estrañado, sin duda, la manera fácil y sencilla con que se penetraba en los conventos en la época a que hacemos relación en nuestra historia. Y en verdad, en verdad, que no deja de ser extraño el que las puertas de un convento se tranqueasen de aquel modo y sin oponer obstáculos de ninguna especie, a los que a horas tan avanzadas de la noche demandaban entrada en él. Es cierto que la señora alodial de aquel convento era tía carnal del amante de Teresa; pero si los recién llegados hubiesen sido enteramente desconocidos en aquella abadía, las puertas se hubieran abierto del mismo modo dejándoles el paso libre.

Para comprender perfectamente lo amplias que eran en aquellos tiempos las reglas de la clausura, bastará con que digamos aquí, por vía de digresión, que el convento de San Pelayo colocado en la esplanada de un delicioso valle, tenía todas las apariencias de un castillo. Los hombres de armas se paseaban por las azoteas de sus torres, ni más ni menos que los soldados de don Alfonso por las almenas de su alcázar cuando estaban de centinela. Doña Blanca, tía de don Gonzalo, era dueña no sólo de aquel convento o abadía, sino de todos los dominios que le rodeaban en dos leguas a la redonda; administraba también justicia a todos sus vasallos, que eran además de los hombres de armas de la abadía los campesinos que cultivaban sus terrenos y que tenían sus barracas en los alrededores de aquel valle. Doña Blanca montada en un caballo, y seguida de unas cuantas doncellas de las que encerradas en el convento se consagraban a la vida monacal, corría tras los jabalíes por un bosque de su pertenencia, y de este modo pasaba algunos ratos entregada a las rudas faenas de la montería. Doña Blanca era, en fin, una señora feudal, que gozando en toda la plenitud de sus derechos, vivía retirada en aquel valle, lejos de la intriga y del bullicio de la corte; pero entregada en cambio a otras diversiones que en León no hubiese podido disfrutar. En los conventos de aquella época, y de esto nos dan las crónicas repetidos testimonios, se daban saraos donde tenían entrada los juglares que animando a los concurrentes con sus trovas o baladas, cantaban por lo común las guerras con los moros.

En los conventos, no obstante, reinaba siempre el mayor orden; y si bien es cierto que las reglas no eran rígidas ni las clausuras muy penosas, la fe religiosa y el temor de Dios suplían la mayor o menor severidad de aquellas.

Las doncellas una vez encerradas en el convento, daban un adiós al mundo y se despedían de todas sus vanidades, entregándose por completo a la oración y a sus labores.

De los conventos solían salir siempre las mejores banderas bordadas que ostentaban en sus filas los ejércitos cristianos cuando entraban en combate con los moros.

Sentados, pues, estos precedentes, no estrañarán ya nuestros lectores que Gonzaloy Nuño hubiesen entrado en el convento sin obstáculo de ninguna especie.

La abadesa se presentó en este momento en el locutorio y echándose en los brazos de su sobrino:

-¡Gonzalo! -esclamó toda arrebatada-. ¿Cómo aquí? ¿no nos noticiaron tu muerte como cierta?

-¡Oh! Blanca -contestó el mancebo-: las traiciones de los Velas...

-Sí, sí; basta, Gonzalo, basta. Los Velas traen revuelto todo el reino y no será extraño que llegue un día en que purguen todos sus crímenes.

-Es cierto, es cierto: pero ¿y Teresa, mi querida Teresa? ¿dónde está? ¿dónde está?

-¡Que dices, Gonzalo! -esclamó Blanca llena de asombro-: ¿tratas quizá...?

-De sacarla de este convento.

-¡Gonzalo!

-Pues que ¿vos también os oponéis a mi enlace con la infanta? Sería el único desengaño que me restaba. Yo, Blanca, he venido a este convento confiado más que en mis súplicas en el afecto que me profesáis como sobrino. Si habéis de negarme el primero y último favor que vengo a pediros... matadme, sí, matadme; la muerte me será menos dolorosa que vuestra negativa.

-Pero oye, Gonzalo; la infanta ha entrado en mi convento recomendada por su hermano. -Velad por ella -me dijo al retirarse; y yo tengo que cumplir con el precepto del Rey. No es culpa mía, Gonzalo; mi deber no es otro que el de velar por esa desgraciada joven... Y lo siento, querido Gonzalo; tres años hace que está en esta abadía y ni una sola noche ha dejado de llorar. ¡Oh! es muy desgraciada, muy desgraciada.

-¿Muy desgraciada y aún queréis que permanezca en el convento...?

-Pero cuenta, Gonzalo, con que yo tendré que responder al rey de su persona.

-El rey, si vos queréis, nunca sabrá nada; o si sabe, lo sabrá por mí, yo me presentaré en su cámara al lado de mi esposa.

-¡Imposible! ¡imposible! Gonzalo. La responsabilidad es mía; el carácter del rey ya lo conoces: ¿cómo esponerme...?

-¡Señora! -esclamó el mancebo dirigiendo a su tía una mirada suplicante.

-¿Y cómo quieres...?

-No es ya vuestro sobrino el que os suplica; es un amante desgraciado el que os ruega le escuchéis.

-¡Por Dios! ¡por Dios! Teresa no puede salir del convento mientras Blanca permanezca en él. En vano me suplicas, Gonzalo: yo no puedo acceder a tu demanda.

-Tened en cuenta, señora, que si yo hubiese querido valerme de otros medios, Teresa estaría ya muy lejos de este convento.

-¡Gonzalo! -esclamó la abadesa reconviniendo con gravedad a su sobrino- ¡un robo!

-Un robo, sí; -contestó Gonzalo adelantándose hacia la puerta del locutorio.

-¿Qué vas a hacer, insensato?

-Quiero ir en busca de Teresa.

-Teresa no puede salir, Teresa no puede verte, Teresa te cree muerto.

-Teresa sabe que vivo.

-¡Cómo!

-Lo ha sabido hace unos días.

-¡Qué dices, Gonzalo!

-Lo que oís, señora. Para el amor no hay vallas bastante fuertes; todas se rompen, todas se atraviesan...

-¡Por Dios! ¡por Dios! Gonzalo -repetía la abadesa deteniendo a su sobrino-: tú has burlado mis ausencias...

-¡Señora! -esclamó el amante de la infanta lleno de agitación- los timbres de nuestra casa brillan como la luz, son puros como el fuego, nadie los ha manchado todavía... ¿cómo vuestro sobrino...?

-¿Y entonces...?

-Teresa ha sabido de mí por un pobre ermitaño que ha sido mi libertador.

-Sí, su libertador -esclamó Teresa penetrando en la estancia como loca y cayendo en los brazos de su amante.

-¡Teresa! -esclamó éste lleno de alegría estrechándola contra su seno repetidas veces.

-¡Gonzalo! -esclamó la infanta llena de arrebato y posando sus lánguidas miradas en el desventurado joven.

-¡Aún nos vemos! -dijo éste con voz entrecortada.

-¡Aún nos vemos! -repitió aquella levantando sus ojos al cielo y cayendo desmayada.

-¡Doña Blanca! -esclamó Gonzalo arrodillándose delante de su tía-: aún es tiempo; aún es tiempo; sino os condoléis de mí, condoleos siquiera de esta joven desgraciada.

La abadesa por toda respuesta rompió a llorar amargamente y sentándose como desfallecida sobre un sillón:

-Sed felices -dijo dirigiendo una mirada de ternura a su sobrino-; pero pronto, pronto; no retardéis un punto vuestra ventura. ¡Adiós, Gonzalo, adiós!

Y la abadesa se disponía a salir del locutorio.

-¡Señora! -dijo Gonzalo deteniéndola-; hacedme un favor antes de retiraros: concededme que bese vuestra mano.

Doña Blanca cedió generosamente, la mano a su sobrino y dándole un abrazo de ternura;

-¡Adiós! -repitió por tres veces sollozando- que seáis felices hasta la tumba. Si viene el rey... mandaré tapiar las puertas del convento.

Y doña Blanca se retiró.

El escudero Nuño contemplaba la escena enternecido y llorando como un niño a presencia de aquel cuadro.

-¡Señor! -balbuceó por fin dirigiéndose a D. Gonzalo-; dadme un abrazo amistoso en cambio de tanta felicidad como disfrutáis en este instante.

-Sí, sí, Nuño -dijo el dichoso galán abrazando a su escudero.- Tú eres mi amigo, mi único amigo... ¡Oh! no me abandones nunca.

Al romper el alba del siguiente día, un gallardo doncel montado en un caballo de raza árabe y llevando a la grupa una hermosísima doncella, entraba en Vegas del Condado sin ser visto de nadie.

Era D. Gonzalo en compañía de su querida Teresa.

Detrás de ellos, ginete también en su magnífico alazán y como a unos doce pasos de distancia marchaba un viejo escudero algún tanto distraído, llevando también sobre la grupa a una graciosa joven en cuyos ojos brillaba un rayo de alegría.

Era Nuño, que preocupado con la felicidad de que dentro de poco iba a disfrutar su buen señor, apenas se acordaba de Lambra a quien llevaba sobre el caballo.

Capítulo XIX

Encerrados los Velas en una de las cámaras del torreón del Moro, los tres guardaban un profundo silencio y los tres se miraban de cuando en cuando sin atreverse adesplegar los labios sino para murmurar algún terrible juramento.

Los tres estaban como dominados por una misma idea; los tres debían padecer horriblemente según las marcadas señales de disgusto que se veían pintadas en sus semblantes.

Bermudo y Nepociano, apoyados los codos sobre una mesa y fijas sus miradas en Rodrigo, parecían querer interrogarle sobre lo que en aquel momento pasaba por su imaginación. Pero Rodrigo estaba profundamente preocupado y ni las miradas de aquellos, ni los juramentos que de vez en cuando salían de sus bocas, bastaban para sacarle de su abstracción. Su frente estaba arrugada, su mirada fija en el suelo y su diestra apoyada en el puñal que llevaba a la cintura. Cualquiera que hubiese observado la actitud de Rodrigo, las sarcásticas sonrisas que aparecían en sus labios y la sangre que agolpándose en sus ojos parecía; hubiese comprendido desde luego que Rodrigo debía padecer horriblemente, que su corazón debía ser un volcán en el que luchaban a un tiempo los fuegos de mil pasiones diferentes.

Y en efecto; Rodrigo padecía como nunca: se acordaba de su vida pasada y era presa de los más crueles remordimientos; meditaba en el presente y los deseos de venganza germinaban en su corazón ansioso siempre de verter sangre; miraba al porvenir y un rayo de desesperación aparecía en sus ojos. Quería olvidar y no podía; quería vengarse y no tenía de quien; quería confiar en el futuro y el grado más horrible de desconfianza lo desgarraba el corazón.

-¡Rayos y truenos! -esclamó por fin después de unos instantes levantándose del sillón y dando un fuerte puñetazo sobre la mesa-. ¡Esto es horrible, esto es irresistible, esto es insoportable!

Bermudo y Nepociano temblaron al oír las bruscas esclamaciones de Rodrigo y se levantaron también de sus sillones.

-¿Y me oís y calláis? -continuó Rodrigo paseando por la estancia a largos pasos y haciendo retemblar el pavimento debajo de sus pies-. ¡Sois unos cobardes! si todo se hubiese llevado a cabo com yo decía... este alcaide era un fanático que temblaba hasta de su sombra... vosotros, vosotros habéis tenido la culpa.

Y continuaba sus paseos por la cámara lleno de ajitación.

-Vosotros, sí -volvía a repetir deteniéndose delante de sus hermanos y amenazando devorarlos con la vista-. Tan cobardes como el alcaide, vosotros fuisteis los que le encomendásteis el cuidado de la torre: y el resultado ya lo veis; las consecuencias ya las estáis tocando. ¡Esto es irresistible!

Bermudo y Nepociano no se atrevían a levantar los ojos y tomaron el partido de dejar que su hermano desahogase toda su furia lanzando terribles imprecaciones.

Rodrigo se fue serenando poco a poco y cuando ya hubo recobrado algún tanto su calma:

-¿Porqué somos nosotros los culpables? -le interrogó Bermudo con timidez.

-¡Ira de Dios! y que pregunta me haces, hermano Bernardo; tomáraste el trabajo de contestarte a ti mismo y me evitarías esta nueva desazón.

-Digo que, tenéis la culpa y no me cansaré de repetirlo; ese alcaide era un traidor...

-¡Cómo! -esclamó Nepociano adelantándose hasta Rodrigo.

-O un cobarde -replicó éste.

-Sería cobarde -repuso Nepociano- pero traidor... ¿en cuantas traiciones le has sorprendido?

-Para el caso es lo mismo traidor que cobarde. Si él hubiese tenido la suficiente serenidad para defender la torre encomendada a su custodia...

-Pero no es lo mismo pelear con hombres que combatir que con fantasmas.

-¡Fantasmas! -esclamó Rodrigo cada vez más irritado-: y aún persistes...

-¿Y cómo no? la relación que nos hizo es por ventura...

-Una ficción inspirada por el miedo.

-¿Por el miedo a quien?

-Por miedo a nuestros puñales.

-Don Gonzalo se habrá fugado sin ser visto de nadie y de algún modo había el alcaide de defender su honor naturalmente.

-¿Y el encontrarlos atados...?

-Fácilmente se pudieron atar unos a otros.

-¿Y el trozo de tapia demolido...?

-De cuatro mazazos se derriba otro igual. Digo, pues, que todo ha sido una ficción.

-Y bien; ficción o realidad, el alcaide ha sido víctima de tus iras, el alcalde ha espirado...

-Sí, con el corazón partido; mal podía permanecer desnuda mi espada teniendo delante el pecho de un traidor donde envainarla.

-¡Y entonces! si ya te has vengado de él ¿por qué quejarte ahora?

-Porque quisiera haberle muerto cinco veces si hubiese tenido cinco vidas; porque vosotros habéis tenido la culpa...

-¡Rodrigo! -esclamaron Bermudo y Nepociano preparándose a acometerle y conteniéndose por quinta vez en medio de su acceso.

-Sí, matadme, si queréis -esclamó Rodrigo arrebatado-; pero tened en cuenta que la existencia de don Gonzalo llegará muy en breve a oídos de don Alfonso, y Alfonso entonces nos perseguirá, mandará sus lanzas en contra de nosotros, porque nosotros le hemos engañado, le hemos sido traidores, y se vengará, sí; se vengará mandando que nos corten la cabeza. ¡Nuestro porvenir está muy negro, hermanos! ¡vosotros lo habéis querido!

Y Rodrigo salió de la cámaracomo un loco: sus hermanos le siguieron llenos de desesperación.

Fin de la segunda parte.

Tercera parte
Capítulo I

Las bodas de la infanta y don Gonzalo se verificaron en Burgos con todo el aparato que para fiestas tales se desplegaba en aquellos tiempos, y escusado es decir, que hubo toros, cañas, justas, danzas y otras mil clases de diversiones con que las calles de Burgos y especialmente el Coso, como se llamaba entonces a una gran plaza situada delante del palacio condal, se veían plagadas de curiosos. Hombres y mugeres, niños y ancianos, todos acudían presurosos a la plaza donde tenían lugar aquellas ostentosas fiestas caballerescas, en que arrancando sortijas a la carrera, o fingiendo una batalla en cualquiera de aquellos peligrosos juegos, se justaba lanza contra lanza, ya con puntas corteses, ya con hierros de Milán.

El primer día de las fiestas se habían corrido catorce toros, uno de los cuales llevaba una lujosa divisa bordada por la infanta; los caballos muertos pasaron de treinta y aún hubo ginetes que salieron sin vida de la plaza, dándose por muy bien librados los que se retiraban de la tela con la cabeza partida o un brazo roto. Los toros habían sido muy bravos, las caídas terribles y los peligros espantosos; la fiesta, pues, había sido inmejorable.

El segundo día se habían corrido cintas quedando el juego por los mantenedores, si bien hubo algunos aventureros tan decididos que arrancaron del árbol de plata hasta cincuenta cintas.

El tercer día había habido cañas y aún se recordaban con placer la destreza y agilidad de los ginetes en manejar su potro a la carrera en medio de tanta confusión; pero las justas y torneos del cuarto día fueron la que, por decirlo así, se llevaron la palma de aquellas fiestas. Habían sido gravemente heridos varios mantenedores y no pocos aventureros; dos de aquellos habían sido horriblemente muertos de dos golpes de lanza, y varios de estos habían quedado tendidos en la arena con brazos y piernas rotos; alguno de ellos había perdido un ojo y la mayor parte, en fin, salieron maltratados del palenque aunque quedando el campo por los mantenedores en contra de los aventureros.

En una palabra, las fiestas habían sido magníficas y nada mas podía pedirse en esta clase de funciones, que todas fueron presididas por la infanta.

Concluídos ya los torneos, Gonzalo y Teresa entraron en el palacio condal seguidos de un gentío numeroso que en medio de los más estrepitosos hurras los acompañó hasta las mismas puertas.

Gonzalo, como ya hemos dicho, era hijo del conde de Castilla y éste lo había mandado llamar a Vegas del Condado tan luego como supo su llegada, recibiéndolo en su palacio lleno de regocijo.

Pocos amantes habían llevado su pasión hasta el estremo que don Gonzalo; pero pocos habían sido tan bien correspondidos como él.

Encerrado con ella una mañana en uno de los más lujosos camarines del palacio condal, la contemplaba de hito en hito sin atreverse a murmurar una palabra, temeroso de interrumpir el dulce y tranquilo sueño que disfrutaba la hermosa joven sentada sobre un diván.

-¡Qué hermosa es! -decía don Gonzalo por lo bajo y sin atreverse a levantar la voz.

La joven, en efecto, estaba encantadora; Teresa despierta era la imagen de la pureza; dormida una copia de la felicidad.

-¡Está dormida! -repetía Gonzalo-; ¡Oh! ¡cuán bella y cuán llena de orgullo presenciaba los torneos! ¡Teresa! ¡Teresa!

Y la dama despertó.

-¡Oh! ¿estás aquí, Gonzalo? -dijo dirigiendo una lánguida mirada al que era ya su esposo.

-Aquí estoy, sí; -contestó éste lleno de emoción- ¿y donde mejor, Teresa mía? ¿dónde mejor que a tu lado?

-¡Oh! es cierto; a mi lado, al lado de la que tanto te ama, al lado de la que te creía muerto.

-¡Muerto, sí!; ¡pobre Teresa! ¡cuánto habrás sufrido!

-Mucho, Gonzalo; ansiaba morir solo por descansar.

-Y yo ansiaba la muerte toda vez que me veía alejado de ti, Teresa mía. Encerrado en un oscuro calabozo del alcázar de Toledo, se me presentaba tu imagen en medio de las sombras de la noche prodigándome consuelos; y soñaba contigo, Teresa mía; pero mis sueños eran horribles; soñaba que Abdalla te poseía, que tú le brindabas amor...

-¡Gonzalo! -esclamó Teresa arrebatada-; ¿es posible...?

-En medio del delirio y encerrado en aquella lóbrega prisión, todo lo veía negro en torno mío; llamaba a la muerte lleno de desesperación y la muerte no acudía; quería hundir un puñal dentro de mi pecho y me encontraba desarmado; yo lloraba, Teresa; hubiera querido arrancarme el corazón y las fuerzas me faltaban. ¡Oh! aquello era horrible. Si hubiese permanecido cinco días más en el alcázar... no sé, Teresa, no sé si hubiese resistido...

-Es cierto, Gonzalo; tu situación era horrible; pero la mía...

-La tuya también, Teresa: al lado de aquel moro a quién odiabas...

-Cada minuto que pasaba era un siglo de padecimientos para mí; sus miradas me horrorizaban; sus promesas de amor me entristecían; la atmósfera de su alcázar envenenaba mi existencia. ¡Oh! aquello era insoportable; si hubiese tenido un puñal le hubiera asesinado; pero la justicia de Dios vino en mi auxilio y castigando al osado Abdalla evitó a la vez que yo cometiese un crimen.

-No, Teresa; no es crimen el dar muerte a un infiel, y mucho menos cuando ese infiel trata de robar el honor de una doncella.

-Pero la sangre, Gonzalo... me horrorizaba. La justicia de Dios puso fin a aquella escena sin verter una sola gota.

-Y la justicia de Dios hizo que yo saliese del calabozo sin que los guardias me alcanzasen. ¡Oh! al médico Abd-El-Resak le debo mi libertad, Teresa mía. Y ese médico me encargó que cuidase de Fátima...

-¡Pobre Fátima! -esclamó Teresa enjugándose los ojos-. Loca y abandonada ¿qué será de esa infeliz?

-La buscaremos, Teresa; yo he prometido a Abd-El -Resak no abandonarla nunca y no la abandonaré.

-¿Pero dónde está? ¿dónde está Fátima?

-No te agites, Teresa; la buscaremos por León; iremos hasta Toledo; mandaremos nuestras lanzas en distintas direcciones, y la hallaremos, Teresa: Dios nos protegerá.

-Sí, Dios nos protegerá; porque Dios protege al desgraciado y nosotros hemos padecido mucho.

-Mucho; y los Velas que han sido los autores de mi prisión...

-¡Oh! no me lo recuerdes, Gonzalo: tres años preso...

-Tres años Teresa, tres años que han sido interminables; yo creí desfallecer; las fuerzas me abandonaban, la esperanza huía de mi prisión, y los Velas... los Velas me atormentaban con sus visitas anunciándome tu muerte; pero no está muy lejos el día del castigo; la espiación de sus faltas será terrible; el pueblo entero se levanta contra ellos; sus enemigos se muestran cada vez más encarnizados; y Alfonso, tu hermano Alfonso, se verá precisado a arrojarlos de León si no quiere poner en peligro su existencia.

-Sí, Gonzalo; las gentes del pueblo se amotinan en torno del alcázar, y será preciso que Alfonso tome una resolución enérgica, si quiere evitar muchos desastres.

-Es cierto, Teresa; y hoy el pueblo es más temible, porque cuenta con un jefe esperimentado, y ese jefe, aunque viejo, sabrá llevar a cabo el movimiento: ese jefe es un ermitaño del bosque del Abrojo; el mismo que te notició la nueva de mi prisión, y el mismo que valido de una estratagema me sacó del torreón en que me hallaba preso.

-¡Pobre ermitaño! -esclamó Teresa enternecida.

-Y ambos amantes prosiguieron hablando largo rato, ínterin Lambra y un travieso pajecillo mantenían el siguiente diálogo en una de las cámaras más distantes de la en que se hallaban sus señores.

-¿Con que dices -preguntaba Lambra dirigiéndole una mirada picaresca al pajecillo- que ese escudero es muy valiente?

-Tan valiente, señora, -contestaba el paje- que no hay lanza como su lanza, ni brazo como su brazo en todos los pueblos de Castilla.

-¿Es decir...?

-Que no tiene rival.

-¿En las armas se entiende? -repuso Lambra con intención.

-En las armas y en otras cosas;-añadió el pajecillo con una sonrisa picaresca.

-¿Cómo en otras cosas? -dijo Lambra, como si en efecto no comprendiese el significado que el paje daba a sus palabras.

-Digo en otras cosas -continuó este- porque habéis de saber que el buen Diego tuvo hace unas cuantas noches una reyerta acalorada en una de las callejuelas que desembocan en el Coso, y no hubieran salido muy bien librados de ella sus rivales, si tan pronto no hubiesen tocado a retirada.

-Esplícate; -dijo Lambra llena de ansiedad.

-Me esplicaré, señora; pero mostráis tanta curiosidad, que casi, casi voy creyendo...

-¿Qué?

-¿Qué ha de ser, señora,? que Diego...

-¿Acabarás?

-Que Diego os ha llamado la atención.

-¿Y a quién no llama la atención un joven que reúne tales circunstancias?

-Es verdad; pero...

-Pero nada; prosigue y déjate de historias.

-Prosigo, señora. La reyerta esa fue motivada por unos amoríos...

-¿De Diego?

-De Diego y de los otros tres escuderos que rondaban el callejón.

-¡Por Dios! que la historia va siendo tan divertida que deseando estoy oír su conclusión.

-Pues la oiréis dentro de poco. Diego estaba, al parecer, enamorado de una graciosa dama que habita en dicho callejón; y si bien es verdad que la niña tiene unos ojos negros que matan cuando miran, también es cierto que su padre no es ningún

hidalgo que se pueda dar por ofendido de que un galán tan valiente y bien portado como Diego, haga el amor a su hija.

-Pues ¿qué es su padre?

-Un pobre labriego con más deudas que remiendos tiene en su coleto y eso que lo lleva muy destrozado.

-¿Pero su hija...?

-Su hija es una de tantas niñas graciosas como hay en Burgos, pero nada más.

-¿Y Diego está enamorado de ella?

-Tan enamorado que ha perdido la cabeza; pero no es esto lo mejor del cuento; sino que tan enamorados como él se mostraban otros tres escuderos del palacio; y como era natural, llegó un día en que al encubierto se le levantó el almete y el misterio se descubrió. Aquella noche, como os iba diciendo, Diego se encontró en la calle con sus dos rivales y hubo una de mil demonios: las espadas salieron de sus vainas, Diego los acometió, los otros tres se defendieron y el asunto concluyó con la huida de sus adversarios.

-¿Y él solo los hizo huir?

-El solo arrimado a la reja de su amada; se conoce que el amor le prestó fuerzas...

-Bien, bien; -dijo Lambra procurando disimular la grande emoción que la dominaba en aquel instante-. Ahora será preciso que entregues este billete a Diego, pero advirtiéndole quien te le ha dado.

-Se le entregaré, señora; ya veo que no me he equivocado; y hacéis bien... ¡muy bien! Diego es muy digno de que fijéis en él vuestras miradas.

-Calla -dijo Lambra llena de sobresalto y como arrepentida del paso que acababa de dar en aquel instante-: que nadie sepa lo que acaba de pasar en esta cámara, o serás castigado como mereces.

-¿Y cuál sería mi castigo? -dijo el pajecillo acompañando sus palabras con su habitual sonrisa picaresca.

-¿Cuál? ya debes saberlo; serás condenado a no presentarte jamás delante de mí.

-¡Oh! ¿seríais tan cruel?...

-Y tanto que lo sería.

-Os obedeceré, señora, siquiera porque no me privéis de esas lánguidas miradas que me abrasan el corazón toda vez que por descuido se fijan en mi mísera persona.

-Vamos, vamos, señor paje; -dijo Lambra en tono de humilde reconvención-; obedeced muy pronto; y ese billete a su destino.

-Adiós, hermosa dama; -repuso el pajecillo saliendo de la cámara sin apartar los ojos de la doncella.

-¡Adiós! -contestó Lambra sonriendo y tornándose después meditabunda.

Capítulo II

Nuestros lectores nos dispensarán que abandonemos a Burgos por unos instantes, mientras penetramos en una de las salas de armas del famoso alcázar de Córdoba, donde el califa Hixen III tiene su morada.

En ella reinaba una animación muy poco común en tiempos tan azarosos como los que el califato cordobés estaba atravesando; el imperio de los muslimes debilitado cada vez más y más desde la funesta muerte de Almanzor el victorioso, había ido desmembrándose tanto a consecuencia de las borrascosas contiendas habidas con los cristianos, que encerrado el califa entre las doradas tapias de su alcázar, apenas se ocupaba de los asuntos del gobierno. El imperio musulmán estaba agonizando y muy próximo a exalar su último suspiro: esto, no obstante, Hixen hacía todo lo posible por acrecentar su reino, derramándose con su formidable ejército, siempre que se le presentaba una ocasión propicia, por el territorio de los cristianos; pero sin conseguir jamás una victoria; el entusiasmo de los soldados de Almanzor, acostumbrados antes a entrar en batalla con los cristianos llenos de un ardor bélico a toda prueba, estaba como apagado; los estandartes de la media luna tremolaban hechos girones sobre las huestes mahometanas; los ejércitos castellanos, si bien inferiores en número, eran, no obstante, superiores a los del califa por el arrojo y valor que mostraban siempre los que militaban en sus filas; los triunfos de los cristianos se contaban por el número de batallas, y eran tantas las derrotas de los muslimes, cuantas las ocasiones en que se presentaban a medir sus armas con los ejércitos de León y de Castilla.

Sentados estos precedentes, no era de estrañar que en el alcázar del califa se notase poca animación.

El día, en que llegamos a él, se notaban, no obstante, un estrépito y algazara tales, que no hubieran podido menos de llamar la atención del pueblo musulmán si en él hubiese penetrado.

Reunidos al rededor de una larga mesa sobre la cual se veían dados y tableros, hablaban y reían todos a la vez, varios individuos de la guardia del califa.

-Eso es imposible -decía uno soltando una carcajada.

-Esto es tan posible -replicaba otro- como que mañana salimos en busca de los infieles.

-Pues si no es mas posible que eso, por más incierto lo tengo que las victorias que hemos de alcanzar mientras tengamos un califa como Hixen.

-¡Rayos del cielo! -esclamó otro aproximándose al que acababa de pronunciar aquellas frases-. ¿Quién os ha dado licencia para hablar mal de un califa que además de vestiros y alimentaros, os paga muy corrientes las soldadas?

-El decir lo que todo el mundo sabe, no es reputado por crimen en parte alguna.

-Pues aquí lo es y de los más graves.

-Tiene razón Adhel -replicaba un viejo de barba larga y cenicienta dando a sus palabras el carácter de sentencias-: el califa es el padre del pueblo musulmán y el que habla mal de su padre, ofende a Dios.

-¡Bien por Zhadir! -esclamó el más joven de todos los que había en la sala-: el que insulta al califa, ofende a Dios.

-¡El que insulta al califa, ofende a Dios! -repitieron a coro todos los soldados del califa.

-Me doy por vencido -dijo entonces el que acababa de ser objeto de la común indignación.

-Y si siempre hicieses lo mismo -repuso el viejo apellidado Zhadir- podrías evitar muchas disputas.

-Los renegados -añadió otro de los del corro tomando la palabra por primera vez- van siempre en contra de los verdaderos fieles.

-Y de eso no debéis estrañaros -replicó otro mezclándose en la conversación-; porque los renegados siempre conservan restos de su antigua religión; y este, como ha sido cristiano y soldado además al servicio de D. Alfonso...

-Es verdad; pero vamos al caso: ¿qué sabéis de cierto acerca de este asunto?

-De cierto -contestó Adhel- no se sabe nada: todas son meras conjeturas.

-Pero las conjeturas siendo fundadas...

-Es claro; pueden pasar por hechos.

-Pues acabáramos; lo que os voy a contar es tan cierto como Dios es Dios y Mahoma su profeta.

-Habla, habla, -repitieron a coro todos los soldados del califa.

-Empiezo: -dijo el moro Adhel afectando toda la gravedad de un árabe, narrador de historias-. Ya estaban para cerrarse las puertas del alcázar, cuando un joven rumy, de rostro muy gracioso aunque algún tanto descompuesto, pidió licencia para hablar al poderoso califa, Hixen. Yo estaba de centinela en una de las almenas y aunque su voz no pudo llegar a mis oídos, presumí, no obstante, que debía ser tan dulce como su mirada. Su postura era gallarda, sus maneras francas aunque algún tanto afectadas, y el alazán en que montaba de planta muy airosa. Al pronto cruzó por mi mente un pensamiento, pero muy luego desapareció de ella por que lo juzgué infundado. ¿Cuál diréis que fue?

-¿Pensarías quizá que era el rey de León?

-Nada de eso.

-¿El conde de Castilla?

-Mucho menos: el conde D. Sancho tiene más edad que el gracioso rumy de quién os voy hablando.

-Pues entonces -repuso Adhel- no comprendo...

-Pensé en si sería aquel famoso caballero que los soldados de Abdalla encerraron en uno de los calabozos.

-¿Aquel valiente castellano que las lanzas de D. Alfonso apresaron en el mesón del Conejo?

-El mismo.

-¿No sabíais, pues, que se fugó del alcázar de Toledo sin que nadie adivinase cómo ni por donde?

-Y tanto que lo sabía; por esa razón creí de todo punto inverosímil mi conjetura.

-Pues según las noticias que uno de los mensajeros del rey de León comunicó días pasados al califa, el valiente don Gonzalo no ha parecido por su corte.

-Pero su desgraciada amante, según dicen, se ha encerrado en un convento.

-Así es; -dijo Zhadir disponiéndose a continuar-: pero dejadme hablar o me veré precisado a cortar la relación.

-Habla, habla, -esclamaron todos-; el joven rumy...

-El joven rumy fue admitido por el califa; y según afirman los soldados que en aquel instante custodiaban las puertas de su cámara, trata de entrar a su servicio mediante ciertas contradicciones, y ofreciéndole algunas garantías.

-¿Pero cómo? -repuso Adhel lleno de asombro- siendo cristiano podrá permitir Hixen...

-Ese es el mayor obstáculo con que han tropezado algunos; pero aunque todos le llaman el rumy, hay quien afirma, sin embargo, que es un siervo del profeta.

-Si es así... ¿pero cómo se prueba?

-Yo no he descendido a tantos pormenores; y lo único quo os puedo decir acerca de este asunto, es que corre muy válida la noticia de que ese joven se pondrá al frente de la guardia.

-¡Al frente de la guardia! -esclamaron todos a la vez.

-Eso es lo que se dice.

-¿Y Abdul-Emet entonces?...

-Abdul-Emet continuará de jefe, pero a las órdenes inmediatas del rumy...

-¿Y no se sabe qué condiciones son esas que exige?

-Nada puedo deciros porque es asunto reservado entre el califa y él.

-¿Y de las garantías que ofrece tampoco habéis oído hablar?

-Dicen que se compromete a derrotar a los ejércitos del leonés en tantas cuantas sean las batallas que les presente.

-¡Fuego del cielo! ¿será posible?

-Lo que oís; así lo ha dicho.

-Será un loco.

-Eso opinan todos los que le han visto de cerca.

-¿Pero cómo se atreve a afirmar una proposición tan descabellada? ¿No ha visto, por ventura, el mal estado en que se encuentran los asuntos del califato? ¿No ha sabido que son tantas las derrotas que sufrimos cuantas las batallas que presentamos?

-Nada de eso ignora; y justamente por esa razón viene a hacerle proposiciones; pero tened en cuenta que responde con su cabeza del buen resultado de su empresa.

-¡Dios de Dios! ese hombre está loco -esclamaron varios de los soldados del califa levantándose de la mesa y cambiando unos con otros miradas de asombro.

-Loco está sin duda -repuso Zhadir levantándose también y preparándose a salir de la sala de armas.

-¡Rayos y truenos! -esclamaron algunos por lo bajo-: ese cristiano es un hechicero.

Capítulo III

Ínterin en la sala de armas del alcázar de Hixen tenía lugar la escena que acabamos de referir, el joven de quien tantos comentarios se hacían en ella, mantenía con el califa el diálogo siguiente:

-Yo he prometido -decía- acabar con ese ejército de infieles que tantas veces os ha derrotado esparciendo el terror en vuestras filas. El monarca leonés morirá a mis manos; yo así se lo he jurado por la sombra del profeta y mi palabra tiene que cumplirse.

-No te comprendo -contestaba Hixen mirando con estrañeza al joven rumy que tenía ante su vista.

-No importa que no me comprendáis ahora; -replicaba éste tomando asiento en uno de los blandos cojines que había colocados a los pies del califa-: día llegará en que mis palabras se realicen y entonces...

-¡Oh! si eso llegara a suceder...

-Y sucederá o quedaré sin vida en el campo de batalla.

-Arriesgada es la empresa que tratas de acometer.

-No tanto que me falten las fuerzas para llevarla a cabo.

-Ten en cuenta que los ejércitos del leonés hace ya mucho tiempo que nos vienen persiguiendo y...

-Todo lo sé, poderoso señor; sé que vuestros ejércitos han sido diezmados; sé que el terror y el desaliento han penetrado ya en sus filas y que son muy pocos los que entran en pelea inspirados por aquel ardor bélico de que antes se sentían animados: pero cuando marchen al frente de un jefe decidido, cuando yo me ponga a su cabeza y mande entrar a saco en el territorio de los cristianos; entonces aquel valor de que hoy se sienten desposeídos volverá a renacer en sus corazones y todo lo llevarán a sangre y fuego. Sí, poderoso señor; la media luna triunfará de la insignia de los cristianos y nada tendréis que temer de esos infieles mientras marche al frente de vuestros ejércitos el desgraciado Aben-Jucef.

-¡Aben-Jucef! -esclamó el califa posando una mirada de asombro en el rostro del guerrero.

-Aben-Jucef, sí; ¿os estrañáis?

-¿Es ese tu verdadero nombre?

-Es el nombre que quiero tener desde este día.

-Y entonces el tuyo...

-El mío no es ninguno.

-¡Ninguno! esplícate.

-Serían inútiles todas mis esplicaciones en este asunto: ya os he dicho que soy muy desgraciado y ante el peso de las desgracias todos debemos humillarnos. Mi vida es un misterio que más tarde comprenderéis; hoy me es imposible descifrar este misterio.

El califa no volvió a interrogar al joven y se contentó con decir:

-Pero ¿tú eres leonés?

-He estado en León y en Toledo como ahora estoy en Córdoba.

-¿Al servicio quizá...?

-Al servicio de nadie, poderoso señor; yo hasta ahora he ordenado, pero nunca he obedecido; hoy me toca obedecer; mañana quizá me toque mandar.

Con tal misterio pronunciaba el hermoso mancebo estas palabras, que el califa no pudo menos de quedarse sorprendido y sin atreverse a despegar sus labios. El joven rumy mostraba por otra parte, tanto aplomo y gravedad en todas sus acciones, que nadie hubiese dudado de sus palabras ni un solo momento. Nadie hubiese dicho que aquel guerrero era cristiano, así como nadie hubiese creído que sus delicadas manos pudiesen empuñar la pesada lanza de roble que había dejado en la sala de armas del alcázar. Su rostro era hermosísimo, si bien se notaban en él las profundas huellas de los padecimientos. Su mirada era lánguida al par que altiva y sus ojos, negros como el azabache, se posaban sobre el califa con una indiferencia tal, que cualquiera la hubiese tomado por desdén; su nariz afilada y algún tanto aguileña, sin que fuese un defecto en ella esta última circunstancia, más bien parecía de muger que de hombre; sus labios eran de un carmín puro y delicado, y la mas linda mora del alcázar le hubiese arrebatado la blanca dentadura que asomaba detrás de ellos cuando alguna vez se sonreían. Su melena negra como el ébano, caía sobre sus hombros formando graciosos bucles: sus formas eran tan bellas como delicadas, sin que por eso dejasen de tener toda la robustez que requerían los guerreros de aquella época. El joven rumy, era en fin, una mezcla tan estrañas de hombre y de muger, que cualquiera hubiese vacilado al colocarle en uno u otro sexo. El joven rumy tenía todas las cualidades que puede apetecer una muger hermosa; ojos negros y atrevidos al par que lánguidos; boca pequeña y labios algún tanto lívidos; rizada y sedosa cabellera formando bucles; blanca dentadura y en una palabra, graciosos movimientos. Tenía también todas las bellas prendas que pueden adornar a un mancebo de su edad; porque al mismo tiempo que era su rostro hermoso, estaba dotado de una espresión entre risueña y grave que tan bien sentaba en una muger graciosa como en un airoso galán; al mismo tiempo que sus ojos eran lánguidos, su mirada era atrevida y muy propia de un guerrero; si su boca era pequeña, el negro aunque ligero bozo que recubría su labio superior, venía a desmentir las dudas que respecto a su sexo se pudieran abrigar. El rumy, era en fin, un gallardo mancebo capaz de inspirar amor al hombre más insensible.

Todas estas circunstancias no pudieron menos de chocar al califa Hixen y entre dudoso y decidido se atrevió a dirigirle esta pregunta.

-Dime, joven rumy ¿qué edad tienes?

-Antes de responder a vuestra pregunta -contestó el mancebo- debo deciros que me hacéis una grave ofensa en el mero hecho de apellidarme rumy.

-¡Cómo! -esclamó Hixen- ¿no eres cristiano?

-Ni lo he sido nunca, poderoso señor.

-¿Y el traje entonces...?

-He ahí -repuso el joven- cuán fácil es engañarse cuando se juzga por las apariencias.

Ante esta ruda aunque oportuna reflexión, el califa bajó los ojos y no supo que replicar.

-No porque yo venga de León -prosiguió el mancebo- ni porque vista el traje de los cristianos, he de ser cristiano como ellos: ¿quién os ha dicho a vos que este es mi traje? ¿quién os ha dicho que no vengo disfrazado?

-Tienes razón -dijo el califa-: son misterios de tu vida que yo no debo penetrar.

-Yo soy de vuestra raza; -prosiguió el guerrero- profeso vuestra religión y hablo vuestro lenguaje. Yo soy árabe y siervo del profeta; aborrezco de muerte a los cristianos y necesito sangre, porque tengo que llevar a cabo una venganza y una venganza horrible. Yo solo no puedo llevarla a cabo; porque necesito ejércitos formidables para entrar a saco por el territorio de los infieles: si vos me queréis prestar ayuda, aumentaréis vuestros dominios; yo nada os exijo en pago.

Y los ojos de Aben-Jucef brillaban como carbunclos al pronunciar estas palabras.

-¡Necesito sangre! -decía levantando su voz y posando sus atrevidas miradas en el rostro del califa.

Aben-Jucef parecía un loco y el califa al presenciar sus arrebatos le miraba lleno de asombro y temblaba sobre su cojín sin atreverse a pronunciar una palabra. -Si queréis aumentar vuestros dominios -había dicho el mancebo. Estas palabras tenían algún tanto preocupado a Hixen y hasta llegó a creerle inspirado del profeta; por otro lado aquel mancebo no exigía recompensa alguna y esto hacía dudar al califa de la veracidad de sus palabras.

-¿Accedéis? -dijo por fin Aben-Jucef disponiéndose a salir de aquella cámara.

-Oye -le contestó el califa- ¿estás seguro...?

-La cruz cristiana se verá humillada por la media luna: los ejércitos de Hixen llevarán la victoria por doquiera; tantos serán sus triunfos cuantas las batallas que presenten. ¡Califa Hixen! el Dios de los muslimes guiará en adelante nuestros pasos; la estrella del profeta alumbrará nuestros caminos; tus ejércitos volverán a cobrar su antigua bizarría. Los soldados de Hixen serán los de Almanzor.

Y Aben-Jucef salió de la cámara del califa como un loco.

Hixen se quedó asombrado y después de unos breves instantes de reflexión:

-Aben-Jucef -dijo- se pondrá a la cabeza de mis ejércitos y volveré a recobrar los dominios que hoy están en poder de los cristianos.

Aben-Jucef murmuraba entretanto estas palabras encerrado en el camarín que le había destinado el califa.

-Alfonso morirá; mi venganza será terrible; Abdalla ha muerto ¡ha muerto! ¡sangre y fuego sobre León! ¡cenizas! ¡cenizas!

Y quedó unos instantes pensativo.

Aben-Jucef era Fátima.

Capítulo IV

El curso de nuestra historia nos obliga a dejar a Córdoba para volver a pisar otra vez el Palacio condal de Sancho de Castilla.

Encerrada Lambra en su elegante y reducido camarín, yacía al parecer sumida en profundas meditaciones.

Su mirada era indiferente, y vagaba por la estancia fijándose en cincuenta objetos a la vez. Lambra padecía.

Miraba a Teresa feliz al lado de don Gonzalo, y ella sentía también amor dentro de su pecho; pero un amor puro y sin límites, y que era más vivo todavía porque iba mezclado con unos rabiosos celos.

-Diego -decía- no me corresponderá; su corazón esta ocupado; aún cuando ese travieso pajecillo no me hubiera hecho esa confesión, yo lo hubiese adivinado. Las miradas de Diego son indiferentes a todo lo que le rodea; pasa por mi lado y no me mira, y si me mira lo hice con una indiferencia tal que me desgarra el corazón: pero esperemos; ya no tardará en venir el paje; ¡oh! la respuesta, la respuesta es la que aguardo: si me desdeñase... sino hiciese caso del billete... pero no, no; el paso ha sido arriesgado; Diego meditará en mi situación y... no hay duda me escuchará. Esa Blanca, esa Blanca... dicen que es hermosa... pero es hija de un pobre labriego. Yo no soy rica; pero Don Gonzalo me quiero, Teresa es mi amiga, el conde don Sancho me aprecia y su hijo don García me aprecia también como su padre. ¡Oh! Diego ¡te amo! ¡te amo!

Y la dama apoyó la cabeza sobre sus manos, quedándose pensativa.

En este instante el travieso pajecillo apareció en la puerta de la cámara, y dirigiéndola una mirada picaresca;

-¿Estáis triste? -la dijo con un aire burlón que sentaba muy bien a sus pocos años.

-Pasa, pasa, -replicó la dama con un acento lleno de tristeza-. ¿Qué te ha dicho?

-Señora, no os diré lo que me ha dicho sin que antes depongáis ese adusto ceño con que me miráis hace algunos días. ¿Tenéis motivos, por ventura, para mostraros conmigo tan seria desde hace una semana?

-Vamos niño; -repuso Lambra con dulzura- no seas tan exigente, que estoy de mal humor y me enfadaré contigo.

-Pero señora...

-Habla, habla, y no arrugues las cejas, que sienta muy mal sobre tu gracioso rostro esa espresión avinagrada.

-¿Es decir que me juzgáis culpable?

-Y mucho; pero despacha ¿le has dado el billete?

-Os diré; cuando fui a su cuarto no se encontraba en él: me dirigí a la taberna próxima, donde suelen reunirse todos los escuderos a jugar y...

-¿Y qué? vamos.

-Y que tampoco estaba allí.

-Burloncillo vienes hoy, y ya me vas poniendo de mal humor.

-Señora, concluyo; antes quiero caerme desde una de las almenas, que veros de mal humor. Como no estaba en la taberna, me dirigí al callejón donde tiene sus amores, y...

Lambra lanzó un profundo suspiro.

-Acaba ¡por Dios! acaba; -dijo después de unos instantes.

-Y tampoco estaba allí; -prosiguió el pajecillo, sonriendo maliciosamente.

Lambra hizo un gesto de desagrado, y notándolo el paje continuó su relación con alguna seriedad, aunque siempre juguetón y con la alegría propia de sus pocos años.

-Volví otra vez a la taberna, y le encontré a la puerta con otros dos amigos.

-Señor Diego, -le dije tirándole de la punta de la espada-: si queréis escuchar cuatro palabras... no os desagradarán, por vida mía. Y se retiró conmigo a uno de los estremo de la calle. Al pronto creyó que me chanceaba, y hasta me amenazó con el puño cerrado, diciendo que me pegaría si trataba de burlarme.

-Fiaos de mí, -le dije entonces en tono serio- que la comisión que os traigo atañe mucho a vuestra persona, y no es cosa de que despreciéis una ocasión... Vengo de parte de una dama muy hermosa que habita como vos en el palacio condal. Es muy hermosa; tan hermosa que no tiene rival en Burgos.

-Vamos, vamos -dijo Lambra, reconviniendo dulcemente al pajecillo-: prosigue y sé más breve.

-Señora, estoy refiriendo todo lo que me ha pasado; si no queréis escuchar...

Lambra se sentó, y el pajecillo se colocó a su lado apoyado en el respaldo de un sillón.

-Diego -prosiguió después de unos instantes- no pudo menos de quedarse sorprendido; y yo, que soy más picarillo que todo eso, tan luego como noté su admiración.

-No os asombréis -le dije- que la dama que me envía merece que la escuchéis siquiera por las tiernas miradas que os dirije de cuando en cuando. Le entregué entonces el billete, y después de leerle muy despacio; -dila que está muy bien; que iré-: me contestó. -Y sin esperar otra respuesta vine a contároslo al palacio. Si aun estáis resentida...

-No, no; -repuso Lambra, dirigiendo una cariñosa mirada al pajecillo- pero eres tan travieso...

-¡Travieso! hacedme justicia, señora.

-Y además de travieso adulador.

-No os comprendo...

-Le dijiste a Diego tantas cosas acerca de mi hermosura, que francamente, no merezco yo tantos elogios.

-Y muchos más, doña Lambra; sois la joven más hechicera que habita en el palacio.

-Y tú el paje más enrredadorcillo que corre por sus patios.

-No tal; yo soy algo travieso porque mi genio es alegre y juguetón, pero nada más.

-Y bien ¿no has sabido nada acerca de la dama que me roba el corazón de Diego?

-He sabido tantas cosas, que necesitaría una semana para referirlas.

-Refiéremelas, pues.

-Os voy a molestar, señora.

-No importa, habla.

Y el paje continuó.

-Blanca es una muchacha joven, graciosa más que bonita, pero tan presumida de sus gracias, que ni con el heredero del conde de Castilla se creería recompensada.

-Tú abultas mucho los hechos -le interrumpió Lambra.

-Lo digo todo tal cual es; y nada de ficción hay en cuanto os voy diciendo: Blanca ha tenido ya más adoradores que lanzas a su disposición nuestro buen conde don Sancho. Es tan necia y casquivana, que se pasa las noches enteras conversando con sus amantes; y según hemos descubierto hace unos cuantos días, tiene cinco amores diferentes con otros tantos galanes, a quienes vuelve locos con sus miradas y sonrisas. A cada uno le cita a hora distinta, a fin de que no se encuentren; aunque, según afirman malas lenguas, se complace también en citarlos a una misma hora, a fin de que armen querellas alborotando el barrio. Con esto cree ella que su hermosura adquiere más realce; pero ¡ay! Dios me libre de damas que gozan en armar tales diabluras. Diego, en fin, parece ser que ha prometido abandonarla a consecuencia del combate que sostuvo días pasados con sus rivales, si Blanca no los despide a todos y jura por la sombra de su madre no volver a dirigirles su palabra.

-¿Qué dices? -esclamó Lambra llena de alegría.

-Lo que oís señora, y aún hay mas. Blanca le ha contestado a eso, que son muchas exigencias las que pide, y que no puede acceder a ellas.

-¿Será posible?

-Tan posible como yo estoy hablando en este instante a una mujer por demás hermosa y que me abrasa el corazón cuando me mira.

-Vamos, no tienes formalidad, y te ordeno que salgas; -dijo Lambra aprovechándose de esta coyuntura para quedarse sola y entregada a más dulces meditaciones.

-Señora, -esclamó el pajecillo- seréis tan cruel...

-Marcha.

-Pero no sin que me permitáis hincar la rodilla delante de vos.

Y después de hacer lo que decía, el paje salió de la cámara.

Capítulo V

Sería poco más de la media noche y el palacio condal yacía envuelto en el silencio más profundo, cuando un gallardo escudero de airoso porte y mirada penetrante, se deslizaba por una de las galerías, procurando acallar el ruido de sus pasos y conteniendo cuanto le era posible su respiración.

Al llegar a un estremo de la galería torció a la izquierda y siguiendo por otro pasillo más estrecho, hizo alto junto al quicio de una puerta correspondiente a la capilla del palacio y en la que se veían dos faroles uno a cada lado, y sacando un delgado pergamino de su escarcela lo desdobló cuidadosamente y con mucha dificultad pudo leer las siguientes líneas:

«A la media noche y en el camarín en que estuvisteis ayer con vuestro padre, os espera una »dama que quiere hablaros en secreto de cierto asunto, que le da derechos para apellidarse

VUESTRA AMANTE.»

-¡Está bien! -dijo después de haberlo leído y guardado en su escarcela-: una dama que por medios tan singulares me pide una cita a media noche... ¡por vida mía! que si la dama fuese otra que Doña Lambra, había de darme en qué pensar este asunto. Pero no; ya el pajecillo me ha indicado... es doña Lambra, es doña Lambra; hace unos cuantos días que noté ciertas miradas... y en verdad que la dama es joven y muy linda; pero ¿cómo había yo de pensar nunca... yo el hijo del pobre Nuño... en fin, entremos; la puerta del camarín es aquella. Blanca, la pobre Blanca... sino fuese... entremos, entremos.

Y dirigiéndose a una puerta sita en el estremo del pasillo la abrió silenciosamente, entró en el camarín y en las galerías del palacio volvió a reinar el más profundo silencio.

Lambra lánguidamente recostada sobre el antepecho de una ojiva que daba a los jardines, esperaba a Diego llena de ansiedad y sumida en un éxtasis amoroso incapaz de describir.

Sus miradas vagas e indiferentes, al sublime espectáculo que tenía ante su vista, se fijaban como distraídas en las calles del jardín perfectamente iluminadas por la claridad de la luna. Lambra no estaba en disposición de admirar los encantos de aquella noche clara y serena, y ni los pálidos rayos de la luna que se reflejaban en las aguas del estanque, ni las frescas y perfumadas brisas que agitando los tallos de las flores vagaban por el jardín, ni aquel cielo azulado en el que se destacaban como chispas de fuego las estrellas, ni nada, en fin, de lo que tenía ante sus ojos, le causaba impresión en aquel instante. Lambra pensaba en Diego y todo lo demás le era indiferente; aguardaba con ansiedad el momento de la cita, y se asomaba a la ventana como para distraerse y hacer menos sensible su tardanza; pero en ninguna parte encontraba objetos de distracción. Pensaba en Diego y Diego no venía; ésta era la única idea que la preocupaba, éste el único pensamiento que surcaba por su mente.

-¿Si no vendrá? -se preguntó por fin después de unos instantes-: ¡oh! no es posible; Diego no es capaz de mentir y al page le ha dicho que vendría. ¿Cómo no venir ahora después de haber empeñado su palabra? No, no; Diego vendrá, porque sabe que le amo y aún cuando nunca hasta hoy he tenido ocasión de hacérselo palpable, sin embargo, mis miradas, mis gestos, mis acciones... sí, sí; Diego sabe que le amo.

A este punto llegaba la desconsolada doncella en sus tristes reflexiones, cuando la puerta de su camarín se abrió silenciosamente dejando paso al escudero Diego.

Por las palabras que dicho mancebo murmuró para consigo al leer el billete de la doncella de Teresa, habrán podido comprender nuestros lectores que si no la había amado nunca, había, no obstante, hecho alto en las miradas de la doncella y que si bien su corazón se hallaba prendado de Blanca, se mostraba frío, sin embargo, y hasta casi resuelto a cambiar de pensamiento cuando no de amor. Asimismo habrá notado ya el que haya leído nuestras anteriores líneas que se apellidaba hijo del pobre escudero Nuño: y en efecto; Diego era hijo del viejo escudero de don Gonzalo, motivo por el cual era muy apreciado de éste y de toda su familia.

El conde, don Sancho, sobre todo, le había tomado tanto cariño desde que en cierta ocasión le había librado de una muerte casi segura a consecuencia de habérselo desbocado el fogoso alazán de guerra, que desde entonces siempre le tenía a su lado y nunca salía a caza de palomas sin que Diego le acompañase llevando sobre su hombro el mejor de sus halcones. Diego, era el page, por decirlo así del conde de Castilla y acaso el más respetado de todos los escuderos del palacio. Nada de estraño tenía, pues, que Lambra se hubiese quedado prendada de él cuando además de todas estas consideraciones de que disfrutaba en el alcázar, era lo que en aquella época se apellidaba todo un hombre de buenos puños.

Lambra estaba tan profundamente preocupada en el momento en que Diego penetró en su camarín, que ni oyó el ruido de la puerta ni sintió las pisadas del escudero hasta que éste se colocó a su lado.

-¡Diego! -esclamó entonces la doncella separándose del antepecho de la ventana-, creí que no veníais...

-¡Cómo, señora! -repuso asombrado el escudero.

-Sí, por que acaso ocupaciones de más interés os lo hubiesen impedido.

-¿Y qué mejor ocupación -repuso Diego con dulce tono- que hablar con una doncella tan bella como vos?

-¡Diego!

-¡Qué! ¿por ventura miento al afirmarlo?

-Os mandé un billete -repuso la dama evadiendo las réplicas del mancebo- y esperaba que vinieseis.

-Sí; me mandasteis un billete por medio de un pajecillo.

-Justo; pero como ese paje es tan travieso...

-Y hermoso en demasía; -repuso Diego sin dar lugar a que Lambra concluyese- pero ¡por vida mía! que no debo estrañarme, porque ¿qué puede haber que no sea hermoso allí donde vos estéis?

-¿Sabéis, señor Diego -dijo la dama ruborizándose algún tanto- que sois bastante enamorado?

-¡Cómo! no os comprendo.

-Pues a fe mía, que debierais comprenderme.

Lo digo por las espresiones de que os valéis para ensalzar una belleza de que carezco en realidad. ¿Os parece poco?

-¡Oh! señora; si por eso me llamáis enamorado, desde ahora os digo que tenéis razón; no desde ahora, hace ya mucho tiempo que mis ojos se fijaron en vuestro semblante y júroos por la espada que llevo pendiente de la cintura, que me quedé asombrado al ver tanta belleza.

-¿Será posible? -esclamó Lambra soltando una sarcástica carcajada-. ¡Ah! vos debéis tener mucho partido con las damas; por lo menos si a todas las tratáis así...

-Yo, señora, no hago sino deciros lo que siento.

-Lo que sentís...

-Pues qué ¿dudáis de mis palabras?

-Diego, yo no dudo de vos; pero esta mañana os mandé un billete... y la causa de habéroslo mandado, creo que no necesito esplicárosla...

Y las mejillas de Lambra se coloraron de un carmín vivísimo.

Notando Diego el rubor de la doncella, se apresuró a decir:

-No necesito que me lo espliquéis, señora; a vos quizá os haya pesado el paso que acabáis de dar, y debo deciros a mi vez que no tendréis nunca que arrepentiros. Si yo, al parecer, no hice alto en vuestras miradas, fue señora...

Y Diego se detuvo.

-¿Porqué? -dijo la dama.

-Porque creí que no me corresponderíais, porque creí observar que entre vos y el gefe de la guardia habían mediado esplicaciones: por otra parte, yo hijo de un pobre escudero... vos, por fin, habéis sido la primera menina de una princesa... pero yo...

-Tú no me has amado -repuso Lambra dando salida a los furiosos celos que la devoraban- porque amabas a otra, porque la amas todavía, porque te bates a su reja con dos de tus rivales, por que tu corazón es de Blanca; por eso no me has amado, Diego; por eso no me has correspondido y por eso no me amarás.

Diego al oír el tono enérgico con que Lambra acababa de pronunciar aquellas frases, no pudo menos de asombrarse y aún a pesar de su tacto y desenfado natural para con las damas, en este instante no supo que replicar, quedándose pensativo.

-No me contestas, ya lo veo -repuso Lambra entristecida-: tu corazón es de Blanca, no me lo niegues, Diego.

-¡Lambra! -esclamó el hijo de Nuño profundamente afectado al ver la confianza y estremado cariño con que le trataba la doncella-: es cierto; no quiero engañarte; yo he amado a Blanca; pero la he amado mientras creí verme correspondido: después...

-Después también, Diego; ahora mismo la estás amando, en este mismo instante te estás acordando de ella: y si no ¿porqué batirte a su reja?

-¡Ay! Lambra; cuando me batí a su reja pensaba todavía que su amor era verdadero; pero luego...

-Luego la has seguido amando.

-La he seguido amando, sí; pero ya no la amaré. Antes que a Blanca te amaba a ti.

-Me engañas, Diego; yo te miraba con ojos de ternura y tú al pasar por mi lado te mostrabas indiferente. Pero dime que me amas, dime que me correspondes, engáñame y hazme feliz siquiera por un instante.

-Lambra -repuso Diego posando una ardorosa mirada en el rostro de la doncella-: hoy puedo decirte que te amo; mañana podré decirte que la olvido.

-¡Oh! no la olvidarás; y el amor de Blanca es un amor fingido; su corazón no es tuyo; el mío sí, el mío te pertenece.

-Y el mío es tuyo, Lambra querida; mi amor hacia Blanca ha durado poco; yo te amaré eternamente.

-¡Oh! si fuese cierto...

-Y aún dudas...

-No puedo por menos, Diego; Blanca te ha vuelto loco, Blanca te ha robado el corazón, y en vano tratarás de amar a otra mujer.

-El corazón es libre; no tienes motivo, por lo tanto, para espresarte de ese modo.

-Es libre cuando no ama; pero cuando se encuentra aprisionado entre las redes del amor...

-No, no, Lambra; te amaré; antes de ahora te amaba ya.

-Bien; quiero dejarme engañar; quiero creer en tu amor siquiera sea fingido; pero yo te amo, Diego; mi corazón es tuyo.

Y ambos amantes se contemplaron largo rato sin murmurar una palabra: los dos padecían interiormente; ninguno estaba tranquilo.

Diego a pesar de sus protestas amorosas y de olvido, se acordaba de Blanca en aquel instante, y la amaba más que nunca; pero ya su padre le había hablado en diferentes ocasiones sobre lo muy conveniente que sería su enlace con la doncella de Teresa, y el cariño filial luchaba en su corazón con el cariño hacia su Blanca. El viejo Nuño, por otra parte, que amaba a Lambra como a una hija, que la veía sola, sin amores y en la flor de su juventud, y que veía también a Diego hacer el amor en Burgos a la hija de un pobre labriego; miraba al propio tiempo por los intereses de su hijo, y ansiaba enlazarle con la doncella de Teresa.

Lambra era la única que padecía horriblemente en medio de aquella situación; porque amaba a Diego con toda su alma, y sentía su corazón desgarrado por los celos.

Lambra, no obstante, era joven y bastante hermosa, y Diego no la miraba con indiferencia; estaba decidido a obedecer a su padre casándose con ella; pero su corazón en realidad era de Blanca.

Capítulo VI

Suele suceder con mucha frecuencia y en materia de amores especialmente, que los más sencillos proyectos creados en un momento de buen humor, llegan a realizarse cuando menos lo piensan aquellos que los crearon. Empiezan algunos a enamorar a una muger por vía de pasatiempo y concluyen por amarla con delirio; empiezan otros, por el contrario, amándola con estremo y acaban por aborrecerla. De todos estos fenómenos misteriosos que tan continuamente vemos reproducidos en nuestros días, suelen sacar partido más de cuatro enamorados y tan al dedillo tienen algunos todos los cambios que en el corazón de la muger se verifican, que raro es el chasco que se llevan en materia de amoríos. Volúmenes enteros se han escrito acerca del amor y todos mas o menos fundados en profundas observaciones; pero el amor, que reconoce como única causa la simpatía, ha estado siempre sujeto a las mismas condiciones y siempre ha producido los mismos resultados. Del amor puro y vehemente nacieron los celos, las venganzas, los suicidios y toda esa serie de crímenes espantosos conque las páginas del

mundo se encuentran ensangrentadas. Del amor indiferente, de ese amor glacial hijo las más veces de la conveniencia, nacieron el odio, la tristeza, el escepticismo y esa lista interminable de desgracias que hoy pesan sobre la humanidad. El amor ha sido, en fin, el germen de todas nuestras dichas y desventuras.

Indiferente y glacial era el amor que Diego profesaba a Lambra en un principio, e indiferente y glacial hubiese continuado hasta acabar por estinguirse, si la joven doncella de Teresa no hubiese puesto en juego un recurso de su imaginación que le produjo muy buenos resultados.

Lambra, si bien no se veía despreciada por el hijo del viejo Nuño, se veía, no obstante, pobremente correspondida y reflexionó para sí del siguiente modo:

-Diego no me ama, pero tampoco me desprecia; y no me ama porque sabe que mi corazón es suyo, porque está convencido de que en cualquier tiempo lo recibiré en mis brazos. Démosle celos y entonces me amará.

Diego reflexionaba también a su manera y dirigiendo sus ojos a la reja de Blanca decía para su coleto.

-Lambra me ama y yo también me siento con deseos de corresponderla; pero esperemos un poco, demos tregua a los nuevos amores y disfrutemos entretanto de las caricias de esta pobre muchacha, que mañana se verá despreciada de todos sus adoradores. Mientras, pondré a prueba el amor de Lambra.

Y aferrados cada cual en esta idea, prosiguieron largo tiempo indiferentes, aunque dirigiéndose, no obstante, frases amorosas.

Diego no pasaba nunca por el camarín de Lambra sin entrar a saludarla.

Lambra no pasaba nunca por la antecámara del conde sin saludar a Diego cuando se encontraba en ella.

Este al despedirse volvía los ojos para mirarla; aquella cuando se despedía, finjía olvidársele alguna cosa para tener ocasión de mirarle nuevamente.

Diego hacía sufrir a Lambra con sus visitas al callejón de Blanca.

Lambra daba celos a Diego conversando con el pajecillo.

De todo este juego continuado por espacio de tres meses, vino a resultar, que lo que antes era indiferencia ahora se había convertido en amor; que lo que antes era tomado por descuido ahora se tomaba por desdén. Diego, instigado por los celos, deliraba por Lambra y no quería ser el primero en darse por vencido; Lambra, furiosa también por la misma causa, deliraba por Diego y no se atrevía a confesarlo. Diego hubiera arrojado al pajecillo desde una de las almenas del palacio; Lambra hubiese encerrado a Blanca en uno de los calabozos.

Unos amores, pues, que por parte de Diego habían empezado bromeando, estaban concluyendo por volverle loco.

En esta situación se encontraban nuestros dos amantes, cuando un día estando ya para oscurecer se encontraron en una de las galerías del palacio y se saludaron con un desdén tan afectado, que los dos no pudieron menos de sonreírse al notar su fingimiento.

-¡Por Dios! doña Lambra -dijo Diego- que os cuesta trabajo saludarme.

-Y ¡por Dios! señor Diego -repuso Lambra- que me saludáis con alguna dificultad.

-Vamos, -replicó el escudero de don Sancho- ¿a qué fingir ya tanto desdén?

-Tenéis razón -contestó Lambra-; ¿a qué aparentar lo que ninguno de los dos sentimos?

-Pasemos a tu camarín, y desahoguémonos un poco.

-Pasemos y démonos en él algunas explicaciones.

-¡Que me place!

-¡Que me agrada!

-Y esto diciendo, atravesaron la galería por donde se entraba a la capilla, y deteniéndose Diego delante de ella:

-A la luz de este farol -dijo- leí por tercera vez tu primer billete.

-Ya veo que te vanaglorias de ello -repuso Lambra sonrojada-; no hubiera yo sido tan franca y me hubiera escusado algunas pesadillas.

-Perdóname, Lambra.

-Estás perdonado.

Y ambos entraron en el camarín.

Ya era de noche; los pálidos rayos de la luna penetraban en el retrete, reflejándose en la límpida superficie de una plancha de metal bruñido colocada en frente de la ventana, y que servía de espejo a la doncella. El cielo estaba sereno y el retrete de Lambra presentaba un aspecto encantador; no podían haber elegido dos amantes hora ni noche más a propósito para comunicarse sus pensamientos y darse sus esplicaciones.

Lambra tomó asiento en un sillón blasonado con la corona condal de Castilla, e indicando a Diego que se acercase.

-Siéntate -le dijo- que esta noche nada tienes que hacer en la cámara del conde.

-Es cierto, Lambra -repuso el mancebo-; aunque según los ánimos que siento, creo que no saldría de tu estancia, a menos que él mismo viniese en persona a llamarme.

-No creo -dijo entonces Lambra con intención- que fuese menester tanto para hacerte salir de mi retrete. Si otra persona mucho menos elevada que el conde de Castilla, y que ni aún siquiera ha pisado los umbrales de su palacio, te mandase un mal recado...

-¡Dios de Dios! -esclamó Diego, viendo adonde iban a parar las palabras de su amante-; ¿querrás hacerme creer todavía que estoy enamorado de Blanca?

-¡Ola! -dijo la doncella, acompañando sus palabras de una sarcástica sonrisa-: parece que te impacientas al escuchar mis frases.

-¿Y cómo no? ¡vive Cristo! si vienen a recordarme ahora...

-Nada te recuerdo, Diego querido: todo lo que acabo de decirte lo tienes tú muy presente.

-Pero Lambra ¿será posible que aún creas...?

-Vamos, señor Diego; no finjáis tanto ¿qué diablo? todos sabemos ya lo que son unos amores; no te estrañes por lo tanto...

-Pero unos amores que ya se han olvidado...

-Siempre se conservan restos.

-Digo que no, Lambra.

-Quien bien quiere, tarde olvida -me dijo tu padre en cierta ocasión a la puerta del alcázar de don Alfonso; y ¡por Dios! que son muy ciertas esas palabras. Tú has querido a Blanca como a nadie y...

-¡Por Dios! Lambra; si vamos a andar con tantas esplicaciones, entonces valiera más que no nos hubiésemos encontrado.

-¿Te cansas ya de estar en mi compañía? Vete, Diego, vete: para mí no habría más placer que estar a tu lado; pero ya se ve...

-Lo que se ve, doña Lambra, y dispensadme que os lo diga, es que os habéis propuesto martirizarme so pretesto de que tengamos una esplicación.

-No, no, Diego; pero es preciso que recordemos nuestros desvíos.

-Pues si es preciso que los recordemos, dejadme empezar, señora mía.

-¡Cómo! pues qué ¿también tú estás quejoso?

-Esa pregunta no debierais hacérmela.

-Esplícate.

-Sin necesidad de que me esplique debéis haberme comprendido.

-¡Por vida mía! que no.

-Pues oídme: hace tres meses me enviasteis un billete por medio de un pajecillo, en el que me concedíais una cita para aquella misma noche y en este mismo retrete. Yo acudí a ella y no me hice esperar mucho: mediaron algunas palabras sobre si antes nos mirábamos con desdén y otras por el estilo: yo os escuché lleno de respeto; vos me hablasteis llena de amor; yo me quedé prendado de vuestras palabras, y vos no quedasteis satisfecha de las mías. Pero yo amaba entonces a otra mujer, como vos sabíais, y vos amabais a otro hombre sin yo saberlo: es decir, que me engañasteis...

-¡Cómo! -esclamó Lambra interrumpiéndole y levantándose del sillón-. ¡Yo amaba a otro hombre!

-Y no hace mucho que le mirabais con gran predilección.

-¡Diego! tus ojos te han engañado.

-Será posible; pero como vos al parecer os habíais propuesto creerme todavía enamorado de Blanca...

-¿Y tú has podido creer nunca que en un travieso pajecillo como el que te entregó mi carta, haya podido inspirarme amor? ¿Has podido creer nunca...?

-Yo, Lambra, no he creído nada; yo no he hecho mas que observar, y hoy no hago otra cosa que referir.

-Pues bien; si aun abrigas dudas respecto a mis palabras, llamar podemos al pajecillo, y que diga si alguna vez ha salido una palabra amorosa de mis labios.

-Basta, basta -repuso Diego-; yo estoy satisfecho; yo nunca creí que fuesen formales las miradas de amor que a un niño se dirigiesen; pero como Blanca, al parecer, es tu pesadilla, quería hacerte ver que también yo tengo la mía.

-Pero Diego ¿es posible que quieras colocarte en las mismas circunstancias en que yo me encuentro...?

-¿Y es posible que tú quieras hacerme creer que estoy todavía enamorado de Blanca?

-¿Es decir que ya la has olvidado?

-Por completo.

-Y dime ¿nunca te has acordado de ella?

-Júrote, Lambra mía, por las canas de mi padre, y este es el juramento más sagrado que puedo hacer, que si alguna vez me he acordado de ella no ha sido por amor, sino por lástima.

-¡Oh! así lo esperaba, Diego querido; y si yo delante de ti finjía entretenerme con el paje, júrote también que me costaba no pocos sinsabores mi fingimiento. Mi corazón era tuyo, Diego; mi pensamiento estaba fijo en ti; yo te amaba, tú eras el que no me correspondías; pero hoy todo ha acabado; hoy, ni tú ni yo dudaremos, porque los dos nos amamos ya.

-Nos amamos, sí; -repuso el escudero dirigiendo una lánguida mirada a la doncella.

-¡Bien por los amantes! -repitió entonces la voz dulce y melodiosa de la infanta que sin hacer el menor ruido había penetrado en el retrete.

-¡Uñas del diablo! -esclamó Diego levantándose de su asiento y dirigiéndose al sitio de donde había salido.

-Poco a poco, señor Diego -replicó Teresa presentándose en el camarín de su doncella-: soy yo, nada temáis; yo que vengo a anunciaros que tendré sumo placer en apadrinar vuestras bodas en compañía de mi esposo.

-¡Señora! -esclamó Diego echándose a los pies de la infanta y disponiéndose a besarlos.

-Alza, alza, -dijo Teresa dando la mano al escudero-; pero tú Lambra -añadió después dirigiéndose a su doncella-, ¿qué tienes? ¿qué te sucede?

Lambra estaba como avergonzada y oculto el rostro entre sus manos empezó a llorar en aquel instante.

-¿Porqué lloras? -la interrogó Teresa con dulzura.

-Señora -balbuceó la joven; -hasta aquí mi corazón había permanecido virgen de otra clase de afectos que del amor que os profesaba; yo solo pensaba en vos, yo solo a vos os amaba, solo con vos me entristecía y solo podía vivir a vuestro lado. Pero hoy... hoy amo a Diego; soy culpable, señora: perdonadme o maldecidme, pero dejadme que le siga amando.

-¡Lambra! -esclamó entonces Teresa enjugándose dos gruesas lágrimas que brotaron de sus ojos deslizándose a través de sus mejillas-: no siempre habías de ignorar lo que era amor hasta hoy habíamos vivido la una para la otra; hasta hoy ninguna de las dos nos habíamos separado: pero hoy es preciso que amemos a nuestros esposos. Si Diego te ama, te casarás con él y los dos seréis felices. Yo también soy feliz con don Gonzalo; muy feliz, Lambra querida. Seguiremos amándonos como amigas; seguiremos amigas como hasta aquí. El amor de esposa, no escluye el amor de amiga: no llores, Lambra, no llores.

Y la infanta enjugaba las lágrimas de su doncella.

-¡Señora! -esclamó entonces Diego enternecido-: ¿cómo pagaros tanta felicidad como voy a gozar dentro de poco?

-Amando a Lambra eternamente y no volviéndote a acordar de tus antiguos amores.

-¡Oh! no fueron amores, señora; y además los tengo ya olvidados.

-Pues bien; dentro de poco seréis felices: yo me encargo de pedir al conde su permiso para que verifiquéis vuestro casamiento.

-Gracias, gracias, señora.

-¡Adiós Lambra! -dijo la infanta abriendo los brazos a su amiga.

-¡Adiós Teresa! -esclamó ésta dándola un abrazo de ternura.

Y de este modo se acabó una escena, en que la casualidad del encuentro de ambos amantes había entrado por mucho, y cuyo desenlace ninguno de los dos se presumía.

A la semana siguiente y en la capilla del palacio condal, se verificaba el enlace de Lambra con el hijo del escudero Nuño, siendo padrinos de los desposados la infanta de León y el hijo natural del conde de Castilla.

Pocas doncellas y casi podemos afirmar que ningún escudero de aquellos tiempos, había logrado la dicha de tener padrinos tan distinguidos.

El aspecto que presentaba el palacio condal aquel día, era digno de notarse.

Los escuderos corrían de un lado a otro ya felicitando a Diego, ya a su padre Nuño.

Las doncellas de Teresa rodeaban a Lambra llenas de orgullo, aunque llenas de envidia por otra parte. En el palacio de don Sancho notábase, en fin, una animación muy poco común desde las bodas de la infanta.

Unas a otras se disputaban el honor de acercarse a la amiga de Teresa, y todas a la vez la ofrecían sus servicios. Diego era objeto de las más halagüeñas ovaciones por parte de los escuderos; y escusado es decir que su padre Nuño no cabía de contento en el palacio de don Sancho; la más franca sonrisa asomaba a sus labios siempre que contestaba a los plácemes de los hombres de armas que cruzaban por los patios y galerías. Don Gonzalo que le quería como a un padre, que había escuchado y obedecido siempre sus consejos, y que había compartido con él todas sus desdichas en Toledo y en León, sonreía también al verle sonreír y gozaba como él al verle tan alegre.

-¡Buen Nuño! -le dijo acercándose a él y dándole una palmadita en el hombro-: parece que estás contento.

-¡Oh! señor -contestó el viejo volviéndose a don Gonzalo-: ¿y cómo no he de estarlo cuando acabáis de conceder a mi hijo la más grande de las mercedes? ¿cómo no he de estar contento, amado señor, cuando vos y vuestra esposa acabáis de hacernos tan felices? ¡oh! miradlos, miradlos que orgullosos pasean por el jardín: intenciones me están dando de ir a pasear con ellos, y ¡voto a mis canas! que sino fuese por los cincuenta y siete años que llevo a cuestas, había de saltar a su alredor como un chiquillo. ¿No es verdad, don Gonzalo, que es una desgracia el haber visto ya cincuenta y siete navidades?

Y al pobre Nuño le saltaba de gozo el corazón dentro de su pecho.

-¿No es verdad -volvía a repetir- que es una desgracia el tener cincuenta y siete años?

-Pero cuando a los cincuenta y siete años -observaba el esposo de Teresa- se tiene un hijo como Diego, se deben dar las canas por muy bien empleadas.

-¡Oh! sí, sí, es cierto; mi Diego es un guapo chico ¿no opináis así, amado señor?

-¡Muy buen chico! -contestaba don Gonzalo-: y sobre todo muy valiente.

-¡Oh! valiente... como su brazo no hay otro entre todos los escuderos de Castilla; y luego su genio... porque tiene buen genio, don Gonzalo; no es como otros que poseídos de lo que valen, a cada instante están armando peloteras fiados en la pujanza de su brazo.

-Es verdad, es verdad; -contestaba don Gonzalo.

Y el pobre viejo sonreía a cada palabra que en elogio de su hijo pronunciaba su señor.

-¿Pero y su esposa? -repuso este-; ¿te parece que su esposa no merece tener a Diego por marido?

-¡Oh! su esposa es un ángel -contestaba el viejo.

-Un ángel, sí: sólo un ángel hubiese acompañado a Teresa en medio de tanta desventura. ¡Pobre Lambra! ¡cuánto ha sufrido!

-Es verdad, señor -pero hoy ha recibido el premio de tanto sufrimiento. Miradla que alegre se pasea asida al brazo de mi querido Diego.

Y de este modo prosiguieron hablando don Gonzalo y su escudero un corto rato, hasta que aquel se retiró a su cámara en busca de Teresa.

A la semana siguiente Diego y otros ocho compañeros suyos, todos de confianza, se hallaban reunidos en una taberna sita en uno de los ángulos del Coso.

Era ya a la caída de la tarde y todos bebían alegremente a la salud de Diego, de su joven esposa y de sus futuras mujeres, pues todos menos aquél eran solteros.

El ruido de los vasos y botellas se confundía con las alegres carcajadas que continuamente salían de sus bocas.

-¡Fuego del cielo! -decía uno- y qué feliz debe ser nuestro compadre Diego desde que se ha casado con una joven tan linda como Lambra.

-Ya lo creo -replicaba otro-; así es que desde entonces habréis notado que nos mira a todos con alguna indiferencia.

-Eso es propio de todos los recién casados; se acuerdan tanto de su mujer que olvidan a sus amigos.

-Alto ahí, compañeros -repuso Diego tomando entonces la palabra, y apurando medio vaso de buen vino-: me parece que ninguno de vosotros debe estar resentido de mi proceder, puesto que aún no hace nueve días que estoy casado y me tenéis en vuestra compañía.

-¡Tienes razón! -dijo el más joven de todos los que había sentados alrededor de la mesa poniéndose de pie-: yo os juro y os lo juro por la imagen de aquella que me esté destinada para esposa, no veros ni admitiros en mi cuarto hasta treinta días después de verificado mi casamiento.

-¡Ira del diablo! ¿y vas a estar todo este tiempo admirando las gracias de tu esposa?

-De lo que haré o dejaré de hacer en ese tiempo no tengo que daros cuenta. Yo he jurado, juro y vuelvo a jurar, que lo cumpliré.

-¡Rayos y centellas! y cuanto juramento.

-Orden, señores, orden -replicó Diego levantando su vaso y preparándose a brindar.

-Orden -repitieron los demás levantándose de sus asientos.

-¡A la salud de mis compañeros! -esclamó Diego haciendo chocar su vaso con los que sus amigos le presentaban.

-¡A la salud de Diego! -dijo otro apurando otro vaso de a cuartillo.

-¡A la salud de Lambra!

-¡A la salud de los desposados!

-¡A nuestra salud!

Y todos volvieron a ocupar sus asientos después de haber brindado.

-Me parece -dijo el más risueño de todos dirigiéndose al desposado- que no debes estar descontento de la boda que acabas de hacer.

-A fe mía -repuso otro- que muy pocas son las damas de Burgos que pueden competir con Lambra en hermosura.

-Y muy pocos o ninguno, los escuderos que logran tener unos padrinos como los tuyos.

-Es cierto; pero dime, Diego -replicó uno de los más alegres que había sentado al rededor de la mesa-: ¿será posible que hayas olvidado a la pobre Blanca?

-Y tanto que la he olvidado -contestó el mancebo-: pero ¡por Cristo vivo! que no comprendo el porque me haces esa pregunta.

-Pues ¡por las calzas de D. Alfonso! que es bien fácil de comprender.

-Habla, habla.

-Has de saber que he ocupado tu plaza.

-¡Cómo!

-Sí, amigo Diego: estoy enamorado de Blanca.

-¿Será posible?

-Tan posible como que tengas mañana un hijo y le mimes y le beses sin acordarte de que calzas espuela y vistes arnés.

Al oír esta graciosa y oportuna observación, todos los escuderos lanzaron una carcajada y llenando nuevamente los vasos;

-¡A la salud de Gavilán! -esclamaron llenos de alegría.

-¡A su salud! -dijo Diego chocando su vaso con los de sus compañeros.

-Creo, compadres míos, -repuso el apellidado Gavilán tan luego como el orden se hubo restablecido- que no he dicho ningún disparate.

-Y justamente porque no has dicho ningún disparate -le interrumpió Diego- es por lo que te hemos aplaudido.

-Pues que ¿no te crees capaz de ser un padre cariñoso?

-¡Por vida mía! que sí; pero prosigue.

-Iba diciendo que me encuentro enamorado de Blanca; pero añado a la vez que no estoy tan loco por ella, que me halle dispuesto a medir mis fuerzas con los otros tres que como yo le hacen la rueda y que como yo se han granjeado también sus simpatías.

-¡Alto ahí Gavilán! -esclamó Diego tomando la palabra-: tus últimas frases envuelven una acusación lanzada contra mí y yo me veo en la precisión de sincerarme.

-Veamos.

-Yo me batí una noche con dos de mis rivales y confieso mi poca previsión en aquel trance; pero creo que dispensaréis mi falta si os digo que Blanca me había engañado: yo creí que aquellos dos galanes no sólo no eran correspondidos, sino que eran despreciados. Después me convencí de todo lo contrario y nunca desde entonces hubiera espuesto mi vida por una doncella que escucha los amores de tres hombres a la vez.

-Estás dispensado -dijo Gavilán dirigiendo a Diego una mirada picaresca-: y justamente porque yo estoy convencido de que en este mismo instante estará hablando con otro, es por lo que nunca desnudaré mi espada para batirme por cuestión de tal naturaleza.

-¡Bien pensado! -esclamaron todos.

-¿Y te corresponde? -añadió entonces el esposo de Lambra.

-Me corresponde como a todos los demás. Entro en su casa cuando las ausencias de los otros me lo permiten y de este modo seguimos nuestras relaciones.

-¿Nunca te ha preguntado por mí?

-Únicamente una vez.

-¿Y qué te dijo?

-Que desearía verte colgado de una de las almenas del palacio.

-¡Uñas del diablo! -esclamó Diego soltando una sonora carcajada- ¿qué os parece de los deseos de la dama? feroces son por vida mía.

-Cosas de mugeres -replicó Gavilán-; pero dispensa -añadió después de unos instantes-: me había olvidado de que eras ya marido.

-Vamos, Gavilán; que te vas volviendo algo travieso...

-No, querido Diego; pero es menester que conozcas que ya delante de ti no podemos tener ciertas conversaciones...

-Como queráis; pero apuremos lo que aun queda en las botellas y marchémonos al palacio; que ya se acerca la noche y no es muy conveniente que andemos por Burgos tan a deshora y mucho menos cuando tenemos los cascos tan calientes.

-Es verdad -repuso el más formal de todos-: hemos apurado veinte botellas y si no me engaño tocamos a dos por barba.

-Y algo mas -añadió otro apurando medio vaso.

-¡Al palacio! -dijo Diego.

-¡Al palacio! -repitieron todos.

Y hablando alegremente atravesaron la plaza del Coso en dirección al palacio de D. Sancho.

Capítulo VII

El conde D. Sancho de Castilla tenía un hijo de lejítimo matrimonio llamado D. García; joven simpático, de hermosa presencia y de un valor reconocido por todos los mantenedores y aventureros que midieron con él sus armas en las justas y torneos celebrados en las bodas de Teresa.

García y Gonzalo se amaban con estremo, y juntos casi siempre, pasaban el día cazando en un caserío inmediato a Burgos, donde solían divertirse a costa de los infelices gazapillos que saltaban de mata en mata.

Otros días, y eran los más, bajaban a un soto distante tres leguas de Burgos y disparando ballestazos a los jabalíes, solían pasar en él días enteros sin acercarse al palacio de su padre.

La tarde en que nosotros los hallamos en él, cansados ya de correr por todo el soto y sin haber conseguido dar caza a ninguna pieza, hablaban acaloradamente sobre si un jabalí había tomado esta o la otra dirección.

-Ha huido hacia la izquierda -decía Gonzalo.

-Ha huido hacia la derecha -replicaba García.

-Pero habiéndole visto yo...

-Y habiéndome rozado a mí el vestido...

-Te digo que no puede ser.

-Y yo te digo que es cierto.

Y de este modo prosiguieron su disputa largo rato hasta que por fin mudando de conversación dijo Gonzalo.

-¿Te parece que marchan bien los asuntos de León?

-Me parece todo lo contrario.

-Piensas muy acertadamente.

-¿Y quién no piensa como yo al ver las cosas que están pasando?

-Es cierto.

-Y todo por culpa de esos villanos.

-¡Oh! si cuando tu padre los echó de Castilla hubiese mandado cortarles la cabeza...

-¡Oh! entonces...

-Entonces nos hubiéramos evitado muchos disgustos y contratiempos.

-Tú sobre todo...

-Y todos los que habitan en León; pero, en fin, veremos: dícese que don Alfonso marcha hacia Lusitania.

-Así dicen; pero yo no lo creo todavía.

-Ni yo tampoco; por que no es obrar con cordura el salir al campo de batalla cuando el rey se encuentra enfermo.

-Y los ejércitos de Alfonso divididos; por que ya sabrás que los soldados leoneses...

-Y tanto que lo sé: pero todas esas divisiones promovidas por los Velas, han de traerles muy malos resultados.

-¡Qué sé yo! -dijo don Gonzalo jugando con el arco de su ballesta-: los Velas más que hombres son demonios y aunque cobardes, nadie se atreve a darles el golpe de gracia.

-Es verdad; pero eso consiste en que no los han tratado de cerca.

-¡Oh! no digas... porque de cerca son fieras; miran torcido, sus palabras son pocas e ininteligibles... francamente, los Velas han nacido para asesinar.

-Por lo menos, eso es lo que hacen de seis años a esta parte.

-Pero cuenta, García, con que tienen muchos enemigos, no sólo en Castilla sino en León.

-Lo sé, Gonzalo, lo sé.

-Y tarde o temprano alguno ha de tomar por sí la venganza de todas las víctimas que han echo esos traidores.

-¡Oh! quien sabe si antes...

-¿Qué?

-Nada, nada: don Alfonso marcha hacia Portugal y los Velas le acompañan; parece ser que entre los tres hermanos han conseguido que el rey haga esta salida, y como sabes que don Alfonso...

-Es verdad; se encuentra algo delicado...

-Justamente; no sería estraño que en el camino...

-¡Qué dices García! ¿serían capaces...?

-¿Y dudas aún de lo que son capaces los Velas? ¡por vida mía! que de poco te ha servido el estar tres años en el torreón del Moro y el haberte espuesto a morir asesinado por Rodrigo cuando salías del alcázar.

-Tienes razón: los Velas son capaces de asesinar al rey aprovechándose de su enfermedad y de su marcha: pero ya que de los Velas hablamos ¿sabes que nunca he acertado a comprender cómo Rodrigo se atrevió a esperarme solo a la salida del alcázar?

-En verdad que es muy estraño, porque todos los traidores son cobardes y aún cuando Rodrigo es el más decidido de todos, sin embargo...

-Yo nunca he acertado a esplicarme aquel arrojo y que Rodrigo iba solo, es indudable; a no ser que tuviese escondida su gente... pero no, no; porque cuando mi escudero Nuño vino en mi defensa...

-Necesario es confesar, que Rodrigo Vela se portó entonces como un héroe.

-Y héroe al cual me costó trabajo hacerle huir: si no hubiese sido por Nuño...

-Hubieras sucumbido bajo el puñal homicida de los Velas.

-Qué sé yo lo que me hubiese pasado; pero mira qué polvareda se arma por el camino de Burgos. ¡Ira de Dios! si será alguna mala nueva...

-Y es un jinete a galope -repuso García sobresaltado-: no hay duda; mi padre se ha empeorado. ¡Oh! no le matéis, ¡Dios mío! Aprecio más la vida de mi padre que el brillo de su corona.

-¡Pero García! -esclamó Gonzalo mirando a su hermano lleno de asombro-; ¿sabes que hoy estás agüerador?

-¿Y cómo no, si sabes que don Sancho se encuentra enfermo?

-Pero no de tanta gravedad que tenga que guardar cama.

-Es cierto; pero sin embargo...

Y el jinete que a galope tendido venía hacia el soto por el camino de Burgos, tiró de las bridas al caballo y aflojó el paso, a un tiro de ballesta del caserío.

-¡Dios de Dios! -esclamó Gonzalo-: es Diego.

-Diego, sí; -repuso García echándose el arco y las ballestas a la espalda y saliendo al encuentro del escudero.

-Gonzalo le siguió, y ambos saludaron a un tiempo al joven esposo de Lambra.

Venía Diego cubierto de polvo desde el casco hasta las espuelas, y casi sin aliento y sin apearse del caballo;

-Que vengan a Burgos sus señorías -dijo con voz entrecortada, dirigiéndose a los dos hermanos.

-Don Sancho acaso... -esclamaron a un tiempo Gonzalo y don García sin acabar la frase.

-Está en cama -contestó el mancebo.

-Pero ¿ha muerto? -replicó García lleno de ansiedad.

-Está peor; mas no para morir.

Gonzalo y García montaron en sus corceles, y a escape tendido se dirigieron a Burgos en compañía de Diego.

Cuando llegaron al palacio, el conde D. Sancho se encontraba ya tan gravemente enfermo, que apenas pudo dirigirles cuatro palabras a sus hijos. Había tenido un fuerte ataque cerebral que le condujo al delirio a los muy pocos instantes.

-Voy a morir -les dijo posando sus miradas en los dos hermanos-: vosotros sois los últimos varones de la ilustre casa del muy poderoso conde de Castilla, Fernan-González. Voy a morir y cumplidas quedan todas las formalidades.

-Tú -dijo señalando a García- quedas por heredero de mi reino, a ti -añadió dirigiéndose a don Gonzalo- te dejo el mejor castillo que hay en todas mis fronteras. A los dos os encargo mucha armonía; no tengáis altercados de ninguna especie; hermanos sois los dos, si bien es cierto que tenéis dos madres diferentes. Rezad por mi alma, hijos míos, y dadme un abrazo antes de morir.

Padre e hijos se abrazaron tiernamente y los tres vertieron lágrimas de amargura.

-Mantened siempre puros y sin mancha los preciados blasones de Castilla -continuó D. Sancho-: nunca olvidéis que sois los últimos descendientes de aquel tan famoso conde Fernan-González. Si tenéis algún hijo, educadle conforme a nuestra alcurnia y decidle quienes son sus ascendientes bendiciéndole en nombre de su abuelo.

El conde D. Sancho se fue empeorando poco a poco y a las cuarenta y ocho horas era cadáver.

El joven D. García entró a gobernar el reino de Castilla bajo el título de Conde y con el nombre de García II, siendo tan alegremente recibida esta nueva como amargamente llorada la de la muerte de don Sancho.

Capítulo VIII

Cinco días después de la muerte de don Sancho, los tres Velas encerrados como de costumbre en una de las cámaras del alcázar de León, mantenían en voz baja el siguiente diálogo:

-No es posible -decía Rodrigo fijando sus penetrantes miradas en Bermudo- que el joven don García continúe mucho tiempo al frente de su reino.

-¿Cómo que no es posible? -replicaba Bermudo lleno de asombro-; ¿acaso don García no es tan querido y respetado como su padre?

-Don García es muy querido de todos los vasallos de su reino; pero mucho me temo que el cuñado de don Alfonso permanezca quieto en el palacio condal, sin poner en juego todos los medios que se hallen a su alcance para arrancar la corona de las sienes de su hermano.

-El esposo de Teresa -dijo Nepociano tomando parte en la conversación- no es ambicioso.

-Sin embargo -replicaba Rodrigo-; la corona de Castilla es muy envidiable, si don Gonzalo encuentra una ocasión oportuna...

-Creo que te equivocas hermano Rodrigo.

-Sois demasiado inocentes todavía para estar al alcance de todo lo que es capaz el corazón de un hombre, cuando ve delante un tesoro del que puede hacerse dueño a poca costa.

-Pero tú crees que el cuñado de don Alfonso...

-Yo no creo nada, hermano Bermudo; mis dudas con respecto a todo son las que me hacen pensar de esta manera.

-Ya veo que a pesar de tu incredulidad, crees posible, sin embargo, cosas que nosotros nunca nos atreveríamos a poner en tela de juicio.

-Lo cual me prueba que a pesar de los años que me lleváis, sois todavía más niños que yo.

-En ciertas ocasiones confieso que sí -contestó Nepociano bajando los ojos.

-En todas -repuso Rodrigo- y sois muy niños, repito, cuando no os atrevéis a creer como probable la usurpación de una corona.

-Pero cuando a esa corona no tiene ningún derecho don Gonzalo...

-Los usurpadores no tienen más derecho que la fuerza.

-Siguiendo esa teoría...

-¿Y por qué no seguirla en tiempos tan azarosos como los que estamos atravesando? ¿No vemos, por ventura, que hoy el más hábil conquistador es el rey más poderoso? ¿tan lejos tenéis el ejemplo de Almanzor? ¿Hixen qué era a su lado? la sombra de un califa, el escudo protector de todas sus ambiciones. En el califato de Córdoba nunca se daba un paso sin que antes lo aprobase el victorioso; Hixen no tenía sino el título de califa, Almanzor era el califa verdadero.

-Pero Almanzor nunca se tituló califa.

-Gonzalo en cambio, podrá apellidarse conde de Castilla con sólo hundir su puñal en el pecho de don García.

-¡Rodrigo! -esclamaron a un tiempo Bermudo y Nepociano.

-¡Qué! ¿os estrañáis?

-Todo lo ves tan sangriento en torno tuyo, que, francamente, nos horroriza.

-¡Cuernos del diablo! y que inocentes sois; a fe, a fe, que no habrá muchos que se horrorizasen como vosotros de ver correr nuestra sangre por las calles de León.

Ante toda la fuerza y verdad que encerraba esta lúgubre observación, los hermanos de Rodrigo bajaron los ojos y no se atrevieron a replicar.

-Nuestra venganza tiene que llevarse a cabo -esclamó éste paseándose por la estancia-: sí; no olvidemos nunca que don Sancho nos hizo salir desterrados de su reino; ya que no hemos podido vengarnos en su persona, venguémonos en la cabeza de su hijo. Don García es joven, don García no es temible; su hermano don Gonzalo pagará también la fuga del torreón; aquella fuga, como sabéis, nos hizo perder mucho prestigio para con el rey Alfonso; y aún cuando él nada de cierto sabe respecto a dicha prisión, sin embargo...

-Sí, sí -repitieron Bermudo y Nepociano-; es necesario que sucumba el esposo de Teresa; es necesario que le atravesemos el corazón como al alcaide.

-Seguid mis consejos -decía Rodrigo- que día llegará, y no está ya muy lejos, en que su cráneo nos sirva de copa para beber. ¡Oh! entonces... ¡don Gonzalo! líbreos Dios o el demonio de caer en nuestras manos, porque la venganza tiene que ser terrible.

-¡Muy terrible! -esclamaba Bermudo-: yo no me contentaré con hacerle cuartos y arrastrarle por las calles entregándole al furor de nuestros leales servidores.

-Ya comprenderéis -replicaba Rodrigo fijando sus coléricas miradas en sus hermanos- el porqué obré de aquella manera dando muerte al alcaide del torreón del Moro después de la fuga de don Gonzalo.

-Es verdad, es verdad -contestaron aquéllos a la vez.

-Yo nunca obro a la ventura; yo nunca me dejo guiar por un capricho; todo lo que hago lo medito; mis planes todos, son hijos siempre de la conveniencia. A no haber muerto el alcaide, nos hubiésemos visto precisados a dejar a León huyendo a la frontera; y gracias que allí hubiésemos estado libres; por que tanto odio nos tiene Hixen como don Sancho de Navarra.

-Es verdad, es verdad -repitieron segunda vez los hermanos de Rodrigo.

-Muerto el alcaide y amenazados de muerte todos los soldados que custodiaban el torreón, el rey Alfonso nada ha sabido de cierto acerca de la prisión de don Gonzalo; el pueblo entero nos acusa; el ermitaño del Abrojo esparce la verdad del hecho por todas las tabernas; pero esas voces no penetran en el alcázar, porque los soldados del rey nos temen como al demonio. La existencia de don Gonzalo es peligrosa y mucho más en la ocasión presente en que la corona de don Sancho ha venido a parar a las sienes de don García.

-En eso no estoy conforme, hermano Rodrigo -decía Bermudo moviendo la cabeza en señal de desaprobación-: don Gonzalo y el joven conde de Castilla se profesan un cariño sin límites y tus cálculos por ese lado creo que deben salir fallidos. Sin embargo, como rara vez te equivocas, bueno será que estemos prevenidos.

-Me alegro de que siquiera por hoy aceptéis sin replicar los consejos de vuestro hermano. Si pudiésemos dar el golpe que tengo meditado... ¡Oh! entonces...

-¡Cómo! esplícate -esclamaron llenos de ansiedad sus dos hermanos.

-El golpe sería escelente si todo saliese como yo quiero.

-Veamos.

-A Gonzalo y a García juntos es casi imposible el vencerlos.

-Y tan imposible.

-¿Vosotros lo juzgáis así?

-Naturalmente.

-Pues no comprendo yo el porqué, pero adelante: separados los dos, la empresa sería más fácil.

-¿Quién lo duda?

-Yo.

-Pues tú mismo juzgas posible e imposible a la vez una misma cosa.

-No tal; y si juzgo difícil lo que acabo de deciros, es porque tenemos que empezar por esparcir la discordia entre los dos hermanos.

-Ya.

-Y como, según vosotros, eso es casi imposible...

-Imposible, no; pero según dicen las gentes, andan tan unidos y se profesan un cariño tal, que no habrá medio posible de introducir la discordia entre ellos.

-De eso ya trataremos más adelante; hoy por hoy sólo debemos pensar en la próxima campaña; el rey Alfonso marchará a la cabeza de los tercios leoneses y si logramos arrancar algunas plazas del poder de los mahometanos, tendremos ocasión de enriquecernos nuevamente y una vez dueños de algunos castillos...

-¡Ah! una vez dueños de algunos castillos en la frontera... los que hoy tenemos en Asturias nos sirven de tan poco...

-No obstante; a su tiempo haremos uso de ellos y quizá nuestra empresa no salga fallida. Si conseguimos, ya esparciendo la discordia entre los castellanos, ya por otro medio cualquiera echar a bajo a D. García, entonces Castilla pasará a manos del rey de León y nosotros la gobernaremos.

-Es cierto.

-Pero para eso es preciso mucha constancia y mucho atrevimiento; no creo que a mí me falten; si vosotros estáis tan decididos...

-Escusada es tu observación, Rodrigo: el conde D. Sancho al arrojarnos de Castilla nos despojó de todos los bienes que en su reino poseíamos y es necesario que los recobremos; pero a costa, sino de su sangre de la sangre de sus descendientes.

-D. Sancho ha muerto -dijo Rodrigo-; pero aún vive don García, aún vive don Gonzalo.

-Sí, aún viven y es preciso que llevemos a cabo nuestra venganza.

-Y la llevaremos o perderé yo el nombre de Rodrigo Vela. ¡Ánimo y constancia hermanos míos! porque aún no lo hemos perdido todo y después de esta campaña, todavía nos queda tiempo para poner en orden nuestros planes.

Y los hermanos Velas se separaron.

Ínterin en el alcázar de D. Alfonso tenía lugar la escena que acabamos de referir, el ermitaño del Abrojo recostado sobre una tarima de madera y fijos sus ojos en un enorme candilón de hierro que iluminaba débilmente su aposento, yacía entregado a profundas meditaciones.

-Aún no es hora -murmuró por fin después de unos breves instantes de muda contemplación-; aún no es hora.

Y asomándose a un pequeño ventanillo y dirigiendo al cielo sus miradas;

-Se ven muy pocas estrellas -dijo volviendo a ocupar su cama de madera-: aún tardarán un rato en venir; les he encargado que no salgan de León hasta después de bien cerrada la noche a fin de que no los vean. ¡Oh! esta noche, esta noche se da el golpe. Y saldrá bien ¡voto a San Yago! si mis planes no se tuercen: pero no, no; todo está bien dispuesto; los mozos son valientes y nada tengo que temer por esta parte. Sí, sí: esta noche... esta noche se da el golpe. ¡Buena sorpresa! ¡Cuernos de Satanás! y en cuanto llegue a oídos de D. Gonzalo... él que tanto ha sufrido... ¡por vida mía! que va a ser buena sorpresa.

Y el Tuerto volvía otra vez a su posición meditabunda.

El ermitaño del Abrojo era un hombre decidido, y nunca se arredraba al tratar de acometer cualquier empresa. Su carácter reflexivo y meditabundo, siempre le suministraba medios para llevar a cabo sus más descabellados pensamientos. Encerrado entre las negras paredes de su choza, pasaba los días enteros pesando las ventajas y desventajas que pudiera tener el plan que se proponía llevar al terreno de la práctica. Contaba para todas sus empresas con los hombres más decididos de León, y no hubiera temido nunca el ponerse al frente del pueblo para armar cualquier motín, seguro de los buenos resultados: su táctica para con el pueblo leonés era envidiable, y no de otro modo se concibe que contase un número tan grande de fieles servidores. Con todos transigía y a todos dejaba contentos; su genio era afable, sus palabras pocas y sus ideas nobles y elevadas hasta en las más críticas circunstancias. Opuesto enteramente al parecer de todos aquellos que predicaban el esterminio y asesinato tan luego como se hallasen dentro del alcázar, recomendaba la circunspección y sangre fría al acometer cualquiera empresa.

-Cuando la mente se halla acalorada -decía por lo común sentado al amor de los hogares- se obra a la lijera y todo sale mal: es preciso pensar antes de obrar; es preciso marchar siempre guiado por la razón.

De este modo el espíritu se halla en calma y puede caminarse con acierto; hacer lo contrario es esponerse a perderlo todo.

Su odio hacia los Velas era cada vez más implacable; pero no por eso dejaba de conocer la gran desventaja en que se encontraba con respecto a ellos, y lo arriesgado que sería el ponerse a luchar frente a frente con unos traidores que contaban con tan crecido número de lanzas para su defensa.

El ermitaño esperaba una ocasión oportuna para dar el golpe y aún esta no se le había presentado. El prestigio de los tres hermanos había decaído, no obstante, desde la fuga de don Gonzalo: los penitentes blancos le habían hecho entonces un gran servicio portándose como héroes al entrar en el torreón del moro; otros menos decididos no se hubiesen arrojado a allanar una fortaleza donde se sabía que se encerraban veinticuatro lanzas por lo menos sin contar con algunos pajes, escuderos y otra gente menuda que naturalmente debía haber en ella; pero, instigados por el espíritu belicoso de que se hallaban poseídos y animados más que todo por la constancia y sabiduría de su anciano jefe, entraron en el torreón seguros del triunfo, y ya vimos los felices resultados de su arrojada empresa. Es verdad que iban cuarenta en contra de treinta; pero es preciso conocer que ni ellos habían entrado nunca en la torre, ni sabían a punto fijo el número de enemigos con que tendrían que luchar: de todos modos, aunque hubieran ido solo veinte, todos veinte se hubieran portado con el mismo arrojo y valentía.

-¡Buenos chicos son! -murmuraba el ermitaño sentado sobre su tarima y apoyados los codos en una pobre mesilla de pino que tenia al lado.-¡Oh! con otros ciento iguales me atrevía a sacar a Córdoba del poder de los infieles; pero aún no vienen y ya es tarde: ¡por vida mía! que esta tardanza me va dando en que pensar. ¡Ira de Dios! ¿si los habrán cojido?

En este instante sonaron tres golpes a la puerta, y levantándose apresuradamente de su tarima;

-¡Ah! ya están ahí -esclamó lleno de júbilo-; no, no... los muchachos son valientes y exactos sobre todo. ¿Quién llama? -dijo después ahuecando la voz cuanto le fue posible.

-Los penitentes negros -contestaron desde afuera.

-¡Dios sea con ellos! -repuso el Tuerto abriendo las puertas de la ermita.

Y un hombre enmascarado vestido de negro desde los pies a la cabeza, se presentó en la ermita.

-¿Vienes solo? -le interrogó el anciano.

-Con mi espada que es mi inseparable compañera -contestó el recién llegado sentándose en la tarima.

-¡Oh! siempre valiente; mas dime ¿en qué consiste la tardanza de tus compañeros? ¿no has visto a ninguno?

-A ninguno; pero no tardarán en llegar por que todos son puntuales: como nos dijisteis que no viniésemos juntos...

-Es verdad; y habéis hecho bien: obrar de otra manera fuera esponerse y esponerlo todo.

Volvieron a resonar otros tres golpes en la puerta de la ermita y el enmascarado se levantó de la tarima.

-¿Quién va? -gritó con voz de trueno.

-Los penitentes negros.

-¡Dios sea con ellos!

Y la puerta de la ermita se abrió segunda vez.

Otro enmascarado vestido también de negro, penetró en la estancia y tomó asiento al lado del ermitaño.

-Ya somos dos -dijo el primer enmascarado.

-Y otros tres que vienen detrás de mí.

-¿Traes ánimos? -le interrogó el viejo.

-Para hundir mi puñal setenta veces...

-¡Silencio! -esclamó el ermitaño interrumpiéndole-: mucha prudencia, que aunque aquí nadie nos escucha, sin embargo...

-Tenéis razón: ya me olvidaba de la consigna.

-Es preciso tenerla siempre en la memoria.

-Descuidad, noble anciano.

En este instante se oyeron pisadas fuera de la ermita y otros tres golpes más fuertes que los anteriores hicieron levantarse al ermitaño.

-Volvió a hacer la pregunta de costumbre y otros tres enmascarados penetraron en la estancia.

-¡Loado sea Dios! bendito anciano -dijeron haciendo una profunda reverencia al de la ermita.

-Loado sea -contestó el Tuerto ofreciéndoles asiento.

No bien acababan de entrar los nuevos enmascarados, cuando volvieron a llamar a la puerta y otros cinco enmascarados entraron en la ermita.

-Uno, dos, tres, cuatro... ya estamos todos aquí -dijo el ermitaño.

-Diez que valemos por veinte -repuso el más alto de los enmascarados tomando asiento en un tarugo de madera que había a los pies de la tarima.

-Y diez que somos capaces de mandar al otro mundo a todos los traidorcillos de León -repuso otro acercándose al Tuerto-: ¿No es verdad noble anciano, que de todo eso somos capaces?

-¡Ira de Dios! ¿y quién lo duda? -contestó el viejo.

-Y el que lo dude que lo pruebe -añadió otro poniéndose de pié. -Aún me acuerdo de la noche en que pusimos en libertad a don Gonzalo.

-¡Horrible noche! -esclamaron todos.

-Que modo de llover; ¡cielo santo! aquello era un diluvio.

-Pues la lluvia favoreció en gran parte nuestros planes -observó el buen viejo levantándose de la tarima.

-Y tanto que los favoreció; como que la oscuridad de la noche aterró a los de la torre.

-Y luego las hachas encendidas... ¡Oh! aquello era capaz de infundir miedo al más pintado de todos los leoneses.

-¿Conque estáis decididos? -les interrumpió el viejo.

-Dispuestos estamos.

-Pues cuando queráis.

-Vamos.

Y los enmascarados salieron del bosque del Abrojo precedidos del ermitaño.

Capítulo IX

Media hora después, el ermitaño llamaba en una de las puertas escusadas del alcázar de León.

-¿Quién va? -gritaron desde adentro.

-Los penitentes negros.

-¡Dios sea con ellos!

Y la puerta se abrió dejando paso a los once enmascarados.

La habitación en que fueron recibidos tendría unas diez varas en cuadro y se hallaba completamente a oscuras.

-¡Ira de Dios! -dijo el ermitaño-: esto parece un calabozo.

-Pasad sin miedo -dijo entonces el que acababa de abrir la puerta-; aquí nada tenéis que temer; donde Martín os admita podéis entrar seguros.

-¿Y qué dices? -le interrogó el Tuerto-: ¿saldrá todo conforme lo hemos pensado?

-Me parece que sí, señor ermitaño -contestó Martín bajando la voz.

-¿Te parece nada mas? ¿no estás seguro?

-Seguro, señor, en cuanto se puede estarlo en empresas de esta especie: pero...

-¿Pero qué?

-Pero nada, señor: que sí, que estoy seguro.

-¿Hace mucho que están en el alcázar?

-No han salido en toda la tarde.

-¿Y están durmiendo?

-Creo que sí.

-¿Es decir que no hay mas que entrar...?

-Y dar el golpe.

-Corriente: pero antes de todo ¿hay guardias por ese lado?

-No las hay; pero si las hubiese sería lo mismo.

-Sin embargo...

-Todos son amigos míos y todos piensan como yo; hasta tanto que no vean rodar las cabezas de esos...

-¡Silencio! -esclamó el ermitaño-; vosotros enseguida os entusiasmáis y echáis la tremenda a gritos. ¡Prudencia! ¡prudencia!

Y Martín, que era el mismo escudero que tan mal agüeraba de las llamas del Abrojo, y el mismo que estando en el torreón del Moro había conducido a los fantasmas a la prisión de don Gonzalo; bajó de nuevo la voz y dijo al ermitaño:

-Aquí nadie nos oye; podéis hablar con toda seguridad y confianza.

-No obstante... pero en fin ¿tienes la llave?

-Aquí la tenéis -contestó Martín entregándosela al Tuerto.

-¿Abre todas las puertas?

-Todas las que conducen hasta sus cámaras.

-¿Le has comunicado a alguno...?

-A nadie, noble anciano: el secreto duerme conmigo.

-Guíanos, pues; que ya es tarde y...

-Seguidme.

Y Martín salió de la estancia.

Torciendo luego por un estrecho pasillo que había a la izquierda, abrió una especie de taquilla o alhacena practicada en la pared y en la que había once linternas encendidas, y aproximándose al Tuerto:

-Ahí tenéis -le dijo- estas os servirán de mucho.

El Tuerto se asombró y repartiéndolas entre los penitentes;

-Cuando menos ya no os caeréis -les dijo sonriendo.

-Es cierto: ya no tropezaremos al subir las escaleras.

Y colgándose cada cual la suya del cinturón, prosiguieron su marcha por la oscura galería guiados siempre por el escudero Martín.

-¡Dios de Dios! que húmedo está este piso -decía uno.

-Es que estamos encima de las bodegas -contestó Martín.

-¡Ah! diablo -repuso entonces un penitente-: ¿quién pudiera bajar a hacerlas una visita?

-Cuidado con esta escalera -dijo Martín preparándose a subir una de caracol.

-Cuidad de no tropezar, que nosotros no caemos.

-Arriba, pues.

Y después de subir aquella pendiente escalera se encontraron en las galerías del piso principal, donde se hallaban las cámaras de honor.

-Marchando de frente -dijo Martín- aquellas puertas que veis son las cámaras de los Velas. Yo me retiro.

-¡Adiós!

Y el ermitaño a la cabeza de sus penitentes se dirigió hacia la puerta indicada por Martín.

Abrióla con sumo cuidado, y sin hacer el menor ruido penetró en un pequeño saloncito destinado sin duda para los pages y escuderos, pero que en aquel instante se hallaba desocupado.

Abrieron después otra, y entonces se hallaron en una antecámara lujosa en cuyas paredes se veían los escudos de armas de los hijos del conde Vela, y a la vista de aquellos escudos, los penitentes todos hicieron un movimiento de despecho imposible de describir.

El ermitaño que lo notó, volvió a encargarles de nuevo silencio y asomándose por la cerradura de la tercera puerta:

-No hay luz -les dijo- se han acostado. Sin embargo, mucha precaución ¿os habéis puesto las calzas de lana, como os encargué?

Todos hicieron una señal afirmativa con la cabeza y todos a un tiempo mostraron sus pies al ermitaño cubiertos con fuertes calzas de lana.

-Así no se escucharán tanto nuestros pasos -dijo aquél abriendo la tercera puerta-. -¡Bonita sala! -añadió después de unos instantes de silencio y bajando la voz cuanto le fue posible; -pero está lúgubre ¿no es verdad? esta lámpara moribunda que cuelga del techo le da todas las apariencias de un sepulcro. ¡Oh! aquí solo debiera haber cadáveres, y los habrá a fe mía, o dejo de ser el ermitaño del Abrojo. ¡Miradlos! ¡miradlos! allí están -dijo al oído de los penitentes señalando a un lecho velado por preciosos cortinajes.

-¡Oh! sí -esclamó uno de los penitentes-: la cortina está descorrida; aquél es Rodrigo; mirad su rostro fiero y de traidor.

-Es verdad, es verdad; pero ¿y sus hermanos?

-Miradlos allí; cada uno en su lecho. ¡Oh! estos camarines son lujosos; como que son hijos de un conde los que los ocupan.

-¡Yo no me contengo! -decía uno.

-¡Yo le mato! -añadía otro.

-¡Allá voy! -esclamaba el más decidido.

-¡Esto es atroz! -replicaba uno de los más pequeños- tenerlos en frente y no asesinarlos... no, no. Allá voy; ¡mueran los Velas!

-¡Mueran! -gritaron los demás entusiasmados, y no pudiendo contenerse por más tiempo en su arrebato. ¡Mueran los Velas!

Y dirigiéndose a los dormitorios de los tres hermanos, rasgaron los cortinajes que cubrían sus lechos y levantaron sus puñales sobre las cabezas de los traidores.

-¡Prudencia! -esclamó el ermitaño con voz de trueno-; no matarlos todavía. ¡Dejadlos! ¡dejadlos!

Y las palabras del buen viejo calmaron en algún tanto la cólera de los enmascarados.

Rodrigo Vela se levantó del lecho, y brincando por encima de sus acometedores, se plantó de un salto en medio de la sala.

Los enmascarados todos acudieron a él en aquel instante; y aprovechándose de la ocasión Bermudo y Nepociano, aquél saltó por una ventana baja que daba a los jardines, y éste se fugó por la puerta echando por tierra al centinela que la custodiaba.

-¡Rayos y truenos! -esclamaron todos-; ¡los dos se han fugado!

Y unos por la ventana, otros por la galería, todos salieron del camarín en persecución de Bermudo y Nepociano.

El Tuerto fue el único que, espada desenvainada y frente a frente de Rodrigo, quedó en la estancia de los Velas.

El centinela permaneció en la puerta, sin embargo.

El lance era muy crítico.

Rodrigo Vela temblaba de pies a cabeza en presencia del ermitaño. Quería hablar y no podía; quería defenderse y se encontraba desarmado; quería fugarse y veía en la puerta un centinela. Sin embargo, si Rodrigo Vela hubiese sido valiente, poco le hubiese costado el desarmar a un pobre viejo, a quien las piernas le flaqueaban; pero Rodrigo Vela era cobarde y temblaba ante la presencia del ermitaño.

Éste, por el contrario se mostraba con ánimos suficientes para ahogarle entre sus brazos; pero esperaba la vuelta de los penitentes.

-¡Rayos y centellas! -esclamó por fin, no pudiendo contenerse por más tiempo-; eres un cobarde, Rodrigo Vela, y tienes que purgar todos tus crímenes.

Rodrigo se quedó espantado, y sintió helársele la sangre dentro de sus venas.

-Vas a morir -continuó el ermitaño-; pero antes quiero recordarte algunas cosas que quizá tengas olvidadas.

Y Rodrigo Vela bajó los ojos.

-Quiero recordártelas por si acaso las tienes olvidadas; quiero que te avergüences en presencia mía, si es que eres capaz de avergonzarte. Tus manos se han manchado con la sangre de la inocencia; tus víctimas todas piden venganza a voz en grito, y yo soy el vengador; yo el que vengo a arrancarte la vida con la punta de mi espada. ¡Rodrigo Vela! eres un traidor; tus crímenes tienen horrorizados a todos los leoneses; el pueblo de Alfonso V se encuentra escandalizado: debes morir, debes morir ahora. Un minuto mas de tu existencia puede comprometer al reino. ¡Mírame de frente, Rodrigo Vela!

Y Rodrigo Vela retiraba sus ojos espantados del viejo de la ermita.

-¡Rodrigo Vela! -volvió a continuar éste-: yo he jurado el esterminio de todos los de tu raza y los voy a esterminar: tú vas a ser mi primera víctima; pero víctima de la justicia, no de la traición. El pueblo entero pide a gritos tu cabeza y es necesario dársela para que calle: y se la daremos, sí, Rodrigo Vela; se la daré yo; porque yo soy el ofendido, y yo el que debo llevar a cabo mi venganza; mi venganza será horrible, porque tu cadáver será arrastrado por las calles, quemado en una hoguera y aventadas sus cenizas. ¡Mírame, Rodrigo Vela! ¿me conoces?

Y el Tuerto se arrancó el antifaz que le cubría, dejando ver la blanca y poblada barba que le llegaba al pecho y las respetables arrugas de su frente.

-¡El ermitaño! -esclamó Rodrigo dando un paso atrás.

-El ermitaño, sí; parece que me temes.

-¡Oh! déjame, déjame.

-Sin vida te dejaré.

-¿Yo te he ofendido por ventura?

-Me has asesinado -contestó el viejo con voz hueca y varonil-. Aún vivo, sin embargo, y soy una de tus víctimas; tú me creíste muerto, pero aún vivo por tu desgracia.

-¡Oh! ¿quién eres? ¿quién eres?

-Ahora te lo diré; pero no te retires traidor, que quiero clavarte mi espada hasta la empuñadura.

Y el ermitaño se acercaba a Rodrigo a medida que éste se retiraba.

-¡No huyas, cobarde! -dijo aquel pinchándole con la punta de su acero.

-¡Perdón! ¡perdón! -esclamó Rodrigo Vela lanzando un alarido y dando tres pasos atrás.

-¡No hay perdón! morirás como un cobarde.

Y Rodrigo Vela se arrimó a la tapia.

-¡Ira del cielo! no te escudes por la pared, que vas a morir asesinado.

-¡Asesino! -gritó entonces Rodrigo deslizándose por la pared, pero sin separarse de ella.

-¡Traidor! -repuso encolerizado el viejo de la ermita y preparándose a acometerle-: Vas a morir y contigo tus hermanos. ¡Toma!

Y el ermitaño alargó su brazo para darle una estocada; pero su acero quedó clavado en la pared, y Rodrigo Vela había desaparecido por una puerta secreta practicada en aquel sitio.

-¡Rayos y truenos! -esclamó el viejo fuera de sí y corriendo por la estancia como un loco. ¡Se ha fugado! ¡se ha fugado!

Y se dejó caer sobre uno de los sillones.

Los penitentes negros aparecieron entonces en la estancia, y al oír esclamar al viejo de la ermita ¡se ha fugado!

-¡Huyamos! -le dijeron- que aquí no estamos seguros.

Y saliendo de la cámara de los Velas, volvieron a cruzar la galería por donde momentos antes habían venido, y bajando la escalera de caracol llamaron a la habitación donde Martín los había recibido.

-¿Quién va? -gritó este desde adentro.

-Los penitentes negros.

-¡Dios sea con ellos!

Y les abrió.

-¿Qué hay? -les preguntó lleno de sobresalto.

-Mucho malo -contestó el viejo-; los tres se han fugado y es muy posible que esta misma noche manden cincuenta lanzas en mi persecución a la ermita del Abrojo. Abre y no perdamos tiempo.

Martín abrió la puertecilla que conducía a la calle, y el ermitaño y los penitentes negros se esparcieron per León.

Capítulo X

Ocho días después, los Velas en compañía del rey Alfonso se hallaban en una venta, camino de Lusitania, a donde pensaban dirigirse con los tercios leoneses en contra de los moros.

Sentados se hallaban todos tres y el hijo de don Alfonso, Bermudo, en una de las destartaladas habitaciones de la venta, cuando un escudero se presentó en la puerta solicitando el permiso del rey. Alfonso se lo concedió, y el soldado le entregó un pliego cerrado y con el sello de cera de uno de sus capitanes.

Alfonso lo leyó en voz baja, y después de meditar un poco:

-Que pase el mensajero -dijo con indiferencia.

Alfonso desdobló segunda vez el pliego, y lo leyó en voz alta. Decía así:

«Será muy difícil no sólo conseguir una victoria de los moros de esta frontera, sino penetrar en el territorio que ocupan hace cinco días. Refugiados en Viseo, ni hacen salidas, ni se atreven a escaramucear. Nuestros soldados se encuentran algún tanto retraídos, al paso que en los ejércitos del califa se nota un entusiasmo muy común, desde que marcha a la cabeza de ellos su nuevo jefe Aben-Jucef, joven muy valiente y apreciado en las filas de los infieles. Campo de Viseo etc.»

-¿Quién es este Aben-Jucef? -dijo Alfonso tan luego como hubo acabado la lectura dirigiéndose al portador del mensaje que ya se encontraba a su presencia.

-Señor -contestó éste- corren mil versiones acerca de ese joven guerrero que tanto ha influido en el ánimo de los muslimes: unos dicen que es un renegado; otros que un soldado toledano que estaba al servicio de Abdalla; quienes que es un cristiano, y hasta hay algunos que afirman que es una mujer disfrazada con el traje de guerrero.

-¡Una mujer! -dijo Alfonso lleno de estrañeza.

-Así dicen.

-Pero ¿tú le conoces?

-Señor, sólo una vez le vi de cerca.

-¿Y qué opinaste?

-Qué o era un pajecillo muy hermoso o una dama muy aventurera.

-¿Es hermoso, eh?

-Como el sol.

-¿Es rubio?

-Moreno, de ojos negros y espresivos y con una melena rizada, negra también como sus ojos.

El rey se puso pálido.

-Es particular -dijo después de unos instantes.

-Pero lo más particular -replicó el soldado- es que arenga a sus tropas ni más ni menos que Almanzor; y tanto es así, que se entusiasman y le dan vivas y le aclaman por su jefe.

-¡Rayos del cielo! -esclamó el rey-: pero dí -añadió después de unos instantes de meditación- ese joven debe estar loco, porque si es muger es una locura el disfrazarse, y si es hombre es una locura también el esponerse, siendo tan joven, a morir de una lanzada.

-Es cierto; y esas son las voces que corren por los alrededores de la plaza; pero todo esto no es más que conjeturas.

-Está bien, vete -dijo el rey algún tanto preocupado.

Y el escudero salió de la cámara.

-¿Sabéis -dijo dirigiéndose a los Velas- que me ha chocado ese mensaje?

Los Velas inclinaron la cabeza sin decir una palabra.

-¿No os parece -continuó el rey- que una mujer al frente de un ejército no debe ser temible?

-Señor -contestó Rodrigo adelantándose a sus hermanos-; yo creo por el contrario que la muger es mucho más temible que el hombre; porque si la muger domina a los reyes ¿con cuanta mas razón no ha de atreverse a dominar a los soldados?

-Es cierto, Rodrigo -piensas como un viejo y ¡por vida mía! que hasta que tengas canas aún has de vivir algunos años.

-¿Quién sabe, señor? -replicó Rodrigo acordándose de lo que algunas noches antes le había pasado en su misma cámara.

-Tienes razón, Rodrigo -dijo entonces el rey dominado por su carácter supersticioso-; acaso mañana hayamos muerto todos, incluso mi querido hijo Bermudo, que está escuchándonos sin decir palabra.

-¿Y qué he de decir? -repuso el hijo de D. Alfonso con intención de dar mi pobre parecer en asuntos de tanta trascendencia cuando tenéis a vuestro lado tres consejeros como los Velas? no, padre.

Y en las palabras del joven Bermudo se traslucía desde luego un odio tan profundo hacia los Velas, que el padre no pudo menos de dirigirle una mirada penetrante, al paso que los tres hermanos fijaban los ojos en el suelo como avergonzados de las reconvenciones de aquel niño.

-Pues ello es preciso -dijo el rey dando otro giro a la conversación-; es preciso poner sitio a Viseo y si se rinden...

-¡Oh! si se rinden... esta victoria valdría por dos -esclamaba Rodrigo- pero según dice el mensaje...

-No importa; no es tan fiero el león como le pintan.

-Es verdad; pero sin embargo...

-Por mi parte nada temo: yo creo que es cosa de llegar, poner sitio y tomar la plaza.

-¡Oh! no tanto D. Alfonso.

-No lo dudéis; la plaza de Viseo estará en nuestro poder antes de cinco días.

Y el rey pronunciaba estas palabras como para animar a los Velas; pero en realidad sentía todo lo contrario: pensaba en Aben-Jucef y el recuerdo de este jefe le hacía temblar.

-¿Si será Fátima? -repetía para sus adentros-: ¡Oh! ¡tú le has asesinado! -me repetía sin cesar; aún resuenan en mis oídos aquellas fatídicas palabras de ¡cenizas! ¡cenizas! Si fuese ella... pero ¿quién sabe? Quizá todas esas voces que corren sean inventadas por los mismos soldados de Hixen, para infundir el desaliento en nuestras filas. Esperemos, esperemos.

Y Alfonso V se sentía dominado por una horrible pesadilla.

-Si, sí; me matará -gritaba pocos momentos después al encontrarse solo en la habitación-; me matará, porque ella me lo dijo y me lo juró al fugarse del alcázar. ¡Mi venganza será horrible! -decía- ¡yo necesito sangre, mucha sangre, tu sangre toda para calmar mi sed! -Y no hay duda, se vengará, me dará muerte... ¡Oh! ¡Bermudo! ¡Bermudo!

Y llamaba a su hijo con acento desconsolador.

-Aquí me tenéis -dijo Bermudo presentándose.

-¡Oh! ven aquí, ven aquí, hijo mío: no sé que horrible presentimiento me dice que voy a morir...

-¡Padre! -esclamó Bermudo tembloroso.

-Si, hijo mío; mi vida va a ser corta porque la vida de los reyes en estos tiempos no puede ser muy larga. Rodeado de enemigos por todas partes, custodiado por enemigos... hasta mis mismos consejeros son los que más cruelmente me atacan. ¡Oh! Bermudo...

-Sí, padre; los Velas, los Velas son los que han revuelto todo el reino; los Velas los que han esparcido el terror por nuestras filas y predicado el asesinato cometiendo crímenes sin cuento. Si los Velas hubiesen sido arrojados de León, como lo fueron de Castilla...

-Tienes razón; los Velas han revuelto todo el reino.

-No ha habido escándalo en nuestra corte que no lo hayan promovido esos traidores.

-Traidores, sí; ese es el nombre que le dan.

-Y el nombre que les cuadra.

-Es cierto.

-Y ya hubieran sido asesinados cincuenta veces si no tuviesen tantos traidores asalariados.

-Es verdad.

-Cuando en el torreón del Moro...

-¡Oh! no me lo recuerdes, Bermudo. Preso el que yo creía muerto... mas ya se ve... no hubo pruebas conque acreditar el hecho... negaron los soldados de la torre, negaron los del alcázar ¿qué hacer en medio de tanta confusión? El pueblo los acusaba sí, pero si siempre se hubiese de escuchar al pueblo...

-No importa, no importa: los Velas morirán.

-Morirán sí, pero en su lecho.

-¡Asesinados!

-¡Qué dices! ¿por ventura han descubierto alguna conjuración?

-Y cómo ¿nada sabéis?

-Nada sé, Bermudo.

-¿Será posible que no haya llegado a vuestros oídos?... pues hace unas cuantas noches que fueron sorprendidos...

-¿En alguna calle?

-En el alcázar.

-¡En el alcázar! no puede ser.

-A la media noche o poco mas, entraron en él sin saber por donde diez enmascarados precedidos del viejo del Abrojo, y llegaron hasta sus lechos...

-¡Hasta sus lechos!

-Rasgaron los cortinajes y los amenazaron con puñales; pero todos tres se fugaron.

-¡Oh! sí, sí, lo creo y morirán a manos de ese pueblo que tanto odio les profesa.

-La espiación de sus crímenes tiene que ser terrible.

-Pero cuando ya no han muerto...

-Hasta aquí han tenido muchos servidores, porque estaban bien pagados y ningún riesgo corrían; pero desde que el alcaide del torreón murió asesinado...

-Es cierto, asesinado...

-Y asesinado por Rodrigo.

-Así lo dicen los hombres de armas, aunque ninguno se atreve a declararlo: pero esos enmascarados ¿no se sabe quienes eran?

-Hombres del pueblo.

-¿Nada más se sabe?

-Nada.

-Te digo que es muger -gritaba entretanto un escudero a la puerta de la venta.

-Pero hombre ¿a quién querrás hacer creer una cosa como esa? -decía otro.

-Yo a nadie; pero esa es la verdad.

-Bonita estaría una muger vestida de soldado.

-Pues sería la primera que se ha disfrazado ya...

-Calla, hombre, calla; eso no puede ser.

-Si puede o no puede ser, ya lo veremos: a fe que bien arenga a los soldados, según ha dicho el escudero que trajo el pliego al rey.

-El escudero habrá dicho muchas cosas, pero yo no creo ninguna.

-¡Ni yo! ¡ni yo! ¡ni yo! -esclamaron varios soldados a la vez alzando el grito.

Los Velas que estaban en las habitaciones del piso segundo de la venta, asomaron la cabeza a una de las ventanas por ver lo que pasaba.

-¡Ira de Dios! -esclamó Rodrigo-; cualquier cosa me asusta ahora: y antes todo me era indiferente.

-Es que ahora -repuso Nepociano- nos encontramos en una situación muy crítica.

-Es verdad -observó Bermudo-; y gracias al salto que dí hace unas cuantas noches, que sino es probable que no estuviese hablando con vosotros.

-Cierto, cierto -dijo Rodrigo-: pero ese ermitaño ese ermitaño...

-Ese ermitaño -continuó Bermudo- nos tiene que hacer mucha guerra.

-Ya lo sé; por eso es necesario que compremos su cabeza.

-Es muy querido del pueblo.

-No importa.

-No tiene enemigos.

-No importa.

-Nadie querrá comprometerse...

-En pagando bien al asesino...

-Sin embargo...

-Es indispensable que muera el ermitaño; pero le tengo miedo ¡Oh! aquella noche... no quiero recordarlo; me aterró: es necesario que muera y morirá.

-Cuentas con alguno...

-No cuento con nadie, pero... morirá.

Capítulo XI

Era la mañana del 5 de mayo de 1027.

Los soldados de don Alfonso llenos de entusiasmo y con grandes esperanzas de lanzar a los mahometanos mas allá de la frontera, habían sitiado a Viseo y aquella misma tarde pensaban que se rindiese.

Todos miraban como una cosa decidida la toma de aquella plaza, y todos llenos de orgullo se paseaban por los alrededores de sus muros entonando coplillas y romances, por medio de los cuales insultaban a los infieles.

Estos a quienes iban faltando ya los víveres, estaban conformes por su parte en abandonar la plaza llevándose consigo sus riquezas y huyendo por una mina subterránea que al efecto estaban practicando.

Entre los sitiadores reinaba la más completa algazara; entro los sitiados el más profundo abatimiento; éstos meditaban en silencio; aquéllos cantaban y reían desocupando pellejos de vino.

Los alrededores de Viseo estaban llenos de animación; los jinetes jugaban con los ballesteros; los escuderos hablaban con los centinelas; algunos se entretenían en disparar sus ballestas a grande altura, para que cayesen sobre la plaza; otros dormían a la sombra de las murallas, y no pocos conversaban alegremente acerca del botín que dentro de Viseo podrían recojer.

Los corceles de guerra corriendo y relinchando por aquellos alrededores, acudían inmediatamente al son de la trompeta y se mostraban dóciles al lado de sus jinetes y siempre dispuestos a obedecer a la espuela.

En medio del campamento y custodiada por los ballesteros de maza del rey, se veía la tienda de éste, alrededor de la cual andaban los caballeros discutiendo acaloradamente sobre si la plaza podría o no tomarse aquella tarde.

-Os digo -esclamaba uno levantando su voz a fin de que la oyesen todos los soldados- que la plaza queda esta tarde por nosotros.

-Y yo digo que no -replicaba otro aunque en voz más baja; porque los ejércitos de Hixen están algo mas disciplinados de lo que parece, y no se rendirán así como se quiera, sin defenderse antes como saben hacerlo en ocasiones.

-Pero no creo que esta sea la más a propósito para que hagan alardes de valentía.

-Será o no será; yo en eso no me meto: pero lo que sí os digo es que desde que Aben-Jucef se ha puesto al frente de los infieles, éstos han recobrado todo aquel arrojo y decisión con que antes entraban en batalla.

-Aben-Jucef no debe haberles inspirado grande confianza, y mucho menos desde que han corrido voces por sus filas de que es una mujer disfrazada de guerrero.

-Será mujer o lo que tú quieras; pero es lo cierto que muy pocos walíes se han visto tan respetados como él.

-Porque no todos caen en gracia.

-Luego sea por haber caído en gracia o sea por lo que quiera, es lo cierto que Aben Jucef es muy respetado, y ¿quién sabe lo que aún podrán hacer los infieles llevando a la cabeza un jefe tan decidido?

-Es decir que tú opinas...

-Que no se rinde la plaza.

-Pues yo creo lo contrario.

-Veremos quien se engaña.

-Tú probablemente.

-Sobre eso no podemos discutir ahora.

-Es verdad; los resultados han de ser los que o nos den o nos quiten la razón.

En este instante uno de los centinelas se asomó a la muralla y después de observar durante un corto espacio lo que pasaba dentro de la plaza, bajó por una escala de seda y se dirigió a la tienda de D. Alfonso.

-¿Qué sucede? -le preguntó el rey de mal humor.

-Sucede, señor, -contestó el centinela- que las gentes de la plaza se disponen para la fuga y unas cargadas de ropas y alhajas, otras dejándolo todo abandonado, huyen por uno de los callejones y parece que van de retirada.

-¿Pero y Aben -Jucef...? -repuso el rey.

-Aben-Jucef arenga a los soldados; pero éstos no le escuchan; se han sublevado y piden pan a voz en grito; se mueren de hambre y de sed.

-Bien, me gusta; -dijo D. Alfonso acercándose a la puerta de la tienda-: esta plaza será nuestra antes de pocas horas; no desmayemos.

E hizo seña a su hijo Bermudo para que viniese. Éste que se paseaba por los alrededores de la tienda con otros caballeros, se acercó a su padre y le preguntó como asombrado:

-¿Qué queréis? ¿sucede algo?

-Sucede mucho -le contestó el rey después de indicar al centinela que volviese a la muralla.

-Esplicaos.

-Siéntate.

Bermudo se sentó al lado de su padre, y éste continuó.

-Las gentes de la plaza se sublevan acosadas por el hambre; Aben-Jucef no puede hacerse respetar; sus soldados piden pan y Aben-Jucef no puede dárselo; todos huyen despavoridos llevándose consigo sus riquezas; vamos a entrar a saco dentro de Viseo y la plaza será nuestra.

-Como queráis, señor; pero no creo que los habitantes de la plaza se encuentren en ese estado.

-¡Qué no lo crees! uno de los centinelas acaba de decirmelo.

-El centinela os lo habrá dicho y eso sucederá, en efecto; pero...

-¿Pero qué?

-Que son muy taimados los infieles y es muy posible que esa retirada sea finjida.

-¿Pero y los gritos de los soldados?

-Pueden ser fingidos también.

-No obstante, cuando Aben-Jucef no puede hacerse respetar...

-No os fiéis de eso, padre mío. Viseo no se rinde tan pronto.

-Sin embargo, bueno será que veamos lo que pasa dentro de la plaza; pero dame un abrazo, hijo mío... ¡Oh! sino fuera por ti... tanto disgusto, tanta amargura...

Y el semblante del rey se tornó pálido como el de un cadáver.

-¿Qué tenéis, padre mío? -le preguntó Bermudo sobresaltado.

-Nada, hijo mío, nada -contestó aquel lleno de emoción.

-¡Oh! sí ¿qué tenéis? decídmelo ¿calláis?

-Nada, hijo, nada -repitió el rey mas sosegado-; un horrible presentimiento que me ha helado el corazón...

-¡Qué decís!

-Sí; pensé en la muerte y me acordé de ti. ¡Oh! dame un abrazo, hijo mío.

Y padre e hijo se abrazaron segunda vez llenos de ternura.

Alfonso se acordaba de Fátima y sus palabras resonaban en sus oídos repitiendo continuamente ¡venganza! ¡venganza! ¡tú le has asesinado!

Por fin se serenó y acompañado de su hijo salió de la tienda.

-¡Valientes! -esclamó dirigiéndose a sus soldados-: los vasallos de Hixen tiemblan a presencia del ejército cristiano; los habitantes de Viseo se preparan a huir con sus familias; la fortaleza queda abandonada; en vano son las tentativas de Aben-Jucef para infundir aliento en el ánimo de sus tropas abatidas; el calor las sofoca, el hambre las mata; no hay un solo soldado dentro de Viseo dispuesto a combatir. ¡Ánimo mis leales! que la fortaleza será nuestra y nuestros los dominios que dejan detrás de sí; los estandartes de la media luna se verán humillados por los pendones de la cruz cristiana; sus cadáveres servirán de alfombra a nuestros caballos ¡ánimo valientes! y la plaza será nuestra.

-¡Viva don Alfonso! -esclamaron todos los soldados leoneses preparándose al asalto.

-¡Viva Aben-Jucef! -contestaron entonces los de la plaza haciendo resonar todas sus trompetas en señal de ataque.

La más espantosa confusión cundió en este instante por los tercios leoneses: -las tropas de Hixen están muy abatidas- había dicho don Alfonso, y las tropas de Hixen, sin embargo, contestaban a las aclamaciones de los cristianos. Los ballesteros del rey se retiraron de los muros, los ginetes abandonaron las bridas de sus caballos, los peones de a pie dieron dos pasos atrás y el mas lúgubre silencio sucedió a los vivas de los moros encerrados en la plaza.

El calor a esta hora era sofocante; los corceles de guerra arrojaban espuma por la boca; los hombres de armas cubiertos de hierro desde los pies a la cabeza, se abrasaban de sed y apenas tenían fuerzas para empuñar su espada; algunos ballesteros se habían quitado los almetes y el mismo don Alfonso no pudiendo resistir los rayos abrasadores del sol que daban de plano sobre su tienda, se había despojado de su coraza quedando sin más abrigo ni defensa que una delgada camisa de lino que apenas le cubría el pecho.

-¿Qué os pasa? ¿qué os sucede? -dijo dirigiéndose nuevamente a los soldados como para alentarlos con sus palabras-: ¿aún no habéis visto a vuestros enemigos y huís atemorizados? ¿por ventura los gritos de los infieles os infunden miedo? ¿dónde está aquel valor de que antes os sentíais animados? ¿dónde aquel corazón valiente que se entusiasmaba antes al acercarse la pelea? ¿dónde aquellas templadas espadas que tantas veces se sepultaron en el pecho de los infieles? ¿están rotas por ventura? ¿porqué no brillan en vuestras manos? ¡Ánimo, valientes! que la plaza de Viseo es nuestra.

Y esto diciendo, seguido de su hijo Bermudo y de los hermanos Velas, subió por una escala de seda a lo alto de la muralla y apenas puso el pie en ella, cuando una flecha que vino silbando desde una de las torres de la fortaleza, se le clavó en el pecho haciéndole caer gravemente herido en los brazos de su hijo.

-¡Me han muerto, Bermudo! -esclamó con voz casi apagada. -¡Me han muerto!

Y se desmayó en los brazos de su hijo.

Bajáronle casi cadáver de la muralla entre Bermudo y los hermanos Velas, y le condujeron a su tienda.

Los soldados leoneses se miraban unos a otros como espantados y no acertaban a despegar sus labios.

Los ginetes se apeaban de sus caballos confundiéndose con los ballesteros del rey; éstos rodeaban la tienda de don Alfonso y tampoco se atrevían a murmurar una palabra. Dentro de la tienda reinaba el más profundo silencio, y nadie osaba interrumpirlo.

Llegó por fin la noche, y los tercios leoneses aún permanecían acampados en los alrededores de Viseo. Todos los jefes habían quedado conformes en emprender la retirada; pero el grave estado en que se encontraba el rey no les había permitido ponerse en marcha. Alfonso tendido sobre una mala cama dentro de su tienda, deliraba como un loco atacado de una fiebre violenta. Su hijo que estaba al lado de la cabecera deliraba también, víctima de una horrible pesadilla, y los hermanos Velas se habían quedado dormidos a las puertas de la tienda.

Un joven guerrero mahometano apareció en las murallas de la fortaleza, y bajando por una de las escalas que éstos habían colocado en ella, se dirigió a la tienda del rey en medio del silencio de la noche.

Penetró en ella sin que nadie lo notase, y acercándose al lecho en que el enfermo descansaba y tocándole en la frente con la punta de su puñal:

-¡Despierta! -le dijo al oído-, que estoy en tu presencia.

Don Alfonso salió de su letargo, y dirigiendo en torno sus espantados ojos, vio delante de sí un hernioso guerrero vestido con el traje de los infieles, y armada su diestra de un acerado puñal con el que amenazaba asesinarle.

-¿Quién eres? -le preguntó sobresaltado y todo tembloroso.

-La que te ha herido de muerte -contestó el guerrero en voz baja.

-¡Dios de Dios! esclamó el rey acercándose como un loco al desconocido.

-Sí, yo soy; mírame bien -dijo éste sin moverse de su sitio.

Y Aben-Jucef, pues no era otro el que acababa de entrar en la tienda de don Alfonso, se echó a la espalda el alquicel, dejó descubierto su rostro, y acercándose al rey:

-¿Me conoces? -le dijo acompañando sus palabras una sarcástica sonrisa.

-¡Fátima! -esclamó el rey saltando como un loco de su lecho.

-Fátima sí -contestó el guerrero aproximándose a las puertas de la tienda-; ¡yo te he disparado esa flecha envenenada que acabará con tu existencia, yo soy Fátima y por fin he logrado mi venganza!

Y esto diciendo atravesó el campamento ligera como una sombra, y trepando a la muralla se encerró en Viseo sin que nadie la observase.

-¡Fátima! ¡Fátima! -esclamaba entretanto el rey con voz casi apagada. ¡Te has vengado; has llevado a cabo tu pensamiento; -yo necesito sangre, mucha sangre, tu sangre toda me decías en el alcázar. Y ya has conseguido derramarla; dentro de poco seré cadáver; ahora puedes saciar tu sed en el cuerpo de tu víctima. ¡Fátima! ¡Fátima! Yo mandé a mi hermana al lado del rey moro; yo te robé tu amor; pero tú me has robado la vida. ¡Fátima! ¡Fátima! -¡Me has... muerto! ¡Me... has... muer... to!

Y cayó al lado de su hijo exhalando a sus pies el último suspiro.

-¡Padre! ¡padre! -repetía Bermudo presa su corazón de las más crueles angustias.- ¡Padre! ¡padre!

Pero su padre no contestaba.

Los Velas despertaron; acercáronse al cuerpo de su rey y levantándole del suelo, vieron que era cadáver.

Bermudo lo abrazó y cayó desmayado en los brazos de Rodrigo Vela.

-¡Buena ocasión! -dijo éste dirigiendo una mirada torva a sus hermanos-: si los leoneses nos tuviesen un poco de cariño, esta era la ocasión de ocupar el trono de don Alfonso dando el golpe de gracia a don Bermudo.

-¡Rodrigo! -esclamaron sus dos hermanos llenos de terror y arrancando de sus brazos al hijo de don Alfonso.-No tanto, no tanto...

-¡Oh! sois unos cobardes -gritó entonces el menor de los tres Velas saliendo furioso de la tienda y dejando entrever en sus labios una satánica sonrisa.- Tenéis un reino en la punta de vuestra daga y le despreciáis; os brinda la fortuna con una corona y la echáis por tierra; no os quejéis, pues, de lo que pueda aconteceros. Este niño que tengo entre mis brazos nos profesa un odio profundo. ¡Matadle! ¡matadle! y el reino de León es nuestro.

-No, no, -repitieron los de hermanos Rodrigo escudando con sus cuerpos al hijo de don Alfonso.

-¡Maldición! ¡maldición! -esclamó entonces Rodrigo. ¡Maldición sobre nosotros!

Y salió como un loco de la tienda.

Capítulo XII

Muerto Alfonso V en el sitio de Visco a los 33 años de edad y 28 de su reinado, la corona de León pasó a las sienes de su hijo, que con el nombre de Bermudo III entró a sucederle siendo aún tan pequeño en edad, como grande en el saber. Uno de los primeros actos del monarca leonés, fue unirse en matrimonio con Gimena Teresa, hermana menor del conde de Castilla, enlace por medio del cual acabó de enemistarse con los Velas, hasta el punto de hacer huir de León a los tres hermanos, obligándoles a que se refugiasen en uno de sus castillos.

Esta circunstancia bastaba ya por sí sola para que Bermudo se hubiese hecho querer de todos sus vasallos, si la dulzura de su carácter y su preclaro ingenio no le hubiesen atraído ya tantos adoradores.

El pueblo leonés se mostró lleno de júbilo al saber que los Velas ya no estaban en León; los hombres conversaban alegremente refiriéndose unos a otros la interesante nueva; las mujeres comentaban el hecho de mil modos distintos en los patios y portales; los niños entonaban coplas alusivas a su salida, y todo León, en fin, estaba loco de contento desde que los tres hermanos fueron echados del alcázar por el hijo de don Alfonso.

Con la subida de don Bermudo al trono de León, quedó formada, por decirlo así, una especie de alianza entre los príncipes cristianos merced a su parentesco. Bermudo, como hemos dicho ya, había contraído matrimonio con la hermana menor del conde de Castilla, Gimena Teresa; otra hermana de dicho conde, doña Mayor de nombre y mayor también en edad, era esposa de don Sancho el de Navarra; de manera que los tres soberanos de León, Navarra y Castilla, estaban emparentados en igual grado de afinidad.

Quisieron, no obstante, el conde de Castilla y su hermano don Gonzalo estrechar más los lazos de parentesco que unían a los príncipes reinantes, y celebraron consejo en su palacio condal de Burgos, al que asistieron toda la nobleza castellana y algunos caballeros leoneses. Acordóse en él enviar un mensage al monarca de León solicitando diese en matrimonio su única hermana Sancha al conde don García, y que con tal motivo consintiese en que dicho conde se titulase rey.

Accedió muy gustoso don Bermudo a la petición de la nobleza castellana y los caballeros burgaleses volvieron al palacio condal llenos de contento y deseosos de comunicar la nueva a don García.

-¿Conque ha accedido? -interrogó el conde a todos en general, pero dirigiéndose especialmente a su hermano don Gonzalo, que también había formado parte de la comitiva.

-Ha accedido -contestaron a un tiempo todos los castellanos que estaban en la cámara del conde.

-¿Y cómo no acceder? -añadió después don Gonzalo tomando la palabra-: don Bermudo ha quedado muy satisfecho de nuestro mensage y mañana si queréis, hermano García, podéis poneros en camino hacia León firmando allí las condiciones con vuestro cuñado Bermudo, que es tan feliz al lado de vuestra hermana Gimena, como vos lo seréis al lado de Sancha, su hermana menor, y como yo lo soy al lado de su tía.

-¡Diablo y cuanto parentesco! -esclamó D. García tan luego como Gonzalo hubo concluido-. El rey de Navarra, cuñado mío por hallarse casado con mi hermana doña Mayor; el rey de León, mi cuñado también por hallarse casado con mi hermana doña Gimena; yo, cuñado otra vez del rey de León por casarme con su hermana doña Sancha. El rey de León sobrino tuyo por hallarte casado con su tía... ¡diablo! y cuanto parentesco; me confundo solo al recordarlo.

-La unión constituye la fuerza -replicó uno de los nobles más ancianos que había en la cámara al oír las esclamaciones de D. García.

-Es verdad -repuso éste inclinando la cabeza en señal de respeto a las venerables canas de su interlocutor.

-Ahora bien -dijo D. Gonzalo volviendo a hacer uso de la palabra-: como D. Bermudo se marcha a Oviedo a cumplir un voto que ha hecho de visitar aquella iglesia, es preciso que pasando por León vayáis también a Oviedo a firmar las condiciones de vuestro casamiento y título de rey.

-Tienes razón -repuso el conde-; si el parecer de estos nobles no se opone...

Los nobles todos dieron su asentimiento a las palabras de D. Gonzalo y el joven D. García dijo entonces:

-Iré, pues, a Oviedo a firmar las condiciones, y toda vez que León se encuentra en el camino, entraré en el alcázar a hacer una visita a mi hermana y a mi futura esposa. Quisiera, no obstante, que todos los que se hallan presentes y se encuentran en disposición de acompañarme, lo hiciesen hasta León siquiera ya que no hasta Oviedo por ser la jornada larga.

-¡Hasta Oviedo! -contestaron todos a las palabras de don García.

-¡Hasta Oviedo! -añadió el joven don Gonzalo.

Y ocho días después en el palacio condal de Burgos se notaba un gran movimiento. El conde don García, seguido de su hermano Gonzalo y de todo lo más florido de la nobleza castellana, se alejaba de Burgos por el camino de León, donde pensaba detenerse sólo los días precisos para el descanso y para cumplir con los deberes que la galantería y la urbanidad le imponían respecto a su hermana Gimena y a su futura Sancha.

Escusado nos parece advertir, que el joven esposo de Lambra y su padre Nuño formaban también parte de la comitiva, puesto que el pretendiente de Sancha se había llevado consigo la mayor parte de las gentes de su palacio.

Teresa y Lambra, como recién casadas, se habían quedado en Burgos llenas de pesar y veían con desconsuelo desde una de las almenas del palacio, como se alejaban sus tiernos esposos por el camino de León.

-¡Oh! ¡cuanto siento su partida! -esclamaba la esposa de don Gonzalo apoyando su cabeza sobre el pecho de su amiga.

-¿Y cómo no sentirla? -replicaba Lambra sin apartar los ojos de la inmensa nube de polvo que se veía allá a lo lejos en el camino de León-: ya han desaparecido; ya no se distingue mas que el polvo que levantan sus caballos... ¡Oh! ¡ni aún el polvo se distingue ahora!

-¡Gonzalo!- decía Teresa sollozando-; si no nos volviésemos a ver...

-¡Diego! -esclamaba Lambra-; si fuese la de anoche nuestra última entrevista...

Y ambas jóvenes vertieron lágrimas de desconsuelo retirándose de mis almenas.

La mañana que el conde castellano había elegido para emprender su marcha, era una de las más hermosas del mes de mayo de el año 1029. Aquella misma mañana y como dos horas antes de salir la comitiva, un ginete que se hospedaba en una de las posadas que había en el Coso, partió de Burgos a todo escape tomando el camino de Palencia adonde llegó cubierto de polvo y rendido de fatiga.

Dirigió su caballo por unas cuantas callejuelas y ya tomando la derecha, ya torciendo hacia la izquierda, hizo alto por fin ante la derruida fachada de un casarón antiguo sito en uno de los más oscuros callejones y dio tres golpes en la puerta con el asta de su lanza.

Aquellas pesadas hojas de madera toscamente chapeadas de clavos y barretas giraron lentamente sobre sus goznes y dieron paso al recién venido.

-¿Están los señores? -preguntó al que acababa de franquearle el paso al propio tiempo que se apeaba.

-¡Ola! Garcés -esclamó éste lleno de asombro-: ¿cómo por Palencia y tan rendido?

-Porque traigo un asunto urgente -contestó el interpelado cubriendo con una manta al alazán-; ¿están arriba?

-En su cámara los hallarás en este instante.

-Cuida bien de mi corcel, que viene sofocado.

Y Garcés subió una escalera que conducía a las cámaras.

-¡Garcés! -esclamaron los Velas llenos de sobresalto y levantándose de sus sillones como movidos los tres por un mismo resorte.

Garcés inclinó la cabeza en señal de reconocimiento y adelantó cuatro pasos hacia sus señores.

-Empolvado vienes -dijo Rodrigo tomando la palabra. Pero habla, habla; esplícate ¿qué sucede?

-Sucede, señores, -contestó Garcés tomando asiento- que el asunto de que días pasados os hablé, es un asunto que se lleva a cabo.

-¡Cómo! -esclamaron a coro los tres hermanos.

-Como que sí -repuso Garcés.

-¿Luego viene don García? -le interrumpió Rodrigo.

-García y Gonzalo y más de media Castilla.

-Pero no estando don Bermudo en León...

-Es que no se han puesto en marcha únicamente para venir a León; tratan de llegar a Oviedo según tengo entendido.

-¿Para tratar con don Bermudo, sin duda? -replicó Nepociano con ansiedad.

-Para firmar las condiciones...

-¡Oh! no las firmará por vida mía o dejará de existir Rodrigo -esclamó el menor de los tres hermanos revelando en su semblante la cólera de que se sentía poseído-. ¿Pero no sabes -añadió- cuánto tiempo permanecerá en León?

-El preciso únicamente para descansar y hacer una visita a su hermana Gimena, y a Sancha, su futura esposa.

-¡Oh! bien, bien; y ¿cuándo llegarán?

-Mañana al romper el alba.

-Mejor, mejor; límpiate el polvo y retírate a descansar después de haber convocado a todos nuestros parciales para que esta misma noche salgamos de Palencia. Mañana al rayar el día estaremos en León. Retírate, valiente escudero.

Y Garcés salió de la estancia haciendo una profunda reverencia.

-¿Habéis oído? -esclamó Rodrigo Vela tan luego como el escudero hubo salido de la estancia: es necesario matar, es necesario asesinar, es necesario esterminar a la raza de Fernan González. Después empezaremos por el hijo de don Alfonso y continuaremos por don Sancho el de Navarra. Los tres monarcas se han declarado nuestros enemigos; los tres nos hacen una guerra a muerte, y los tres deben morir a nuestras manos. ¡Ánimo, hermanos míos! nunca olvidemos que el padre de don García nos arrojó de su reino quitándonos todos los castillos; nunca olvidemos que el hijo de don Alfonso nos ha hecho salir de León perseguidos por sus lanzas. ¡Guerra a muerte! ¡guerra a los tiranos! ¡muera don García! ¡muera don Gonzalo! ¡muera el rey de León!

-¡Mueran todos! -repitieron sus dos hermanos, esforzando la voz cuanto les fue posible.

Los escuderos y demás gente menuda de antecámaras adentro, se asustaron al oír una esclamación tan súbita, cuando reinaba en las cámaras el más profundo silencio, y hasta algún pajecillo asomó la cabeza por detrás de los tapices deseoso de saber lo que pasaba; pero tan luego como se convencieron de que se trataba de asesinar al conde de Castilla, y a su hermano don Gonzalo, todos volvieron a sus puestos y la calma quedó restablecida.

-Y morirán -esclamaba Rodrigo paseándose por la cámara lleno de agitación-: morirán, sí; sólo el ermitaño del Abrojo es el que me hace dudar del éxito de nuestra empresa.

-¡Oh! ese pícaro viejo -decía Bermudo- tiene el pueblo tan embaucado, que a media palabra suya...

-Sí; serán capaces de asesinarnos.

-¿Y quién lo duda? -repuso Nepociano-; lo que yo no acierto a comprender es cómo no nos han asesinado ya.

-¡Oh! -repuso Rodrigo-; los Velas son muy temidos en todas partes y no se dejan asesinar tan fácilmente: más de una vez han hecho tentativas; pero todas les saldrán frustradas, como la que últimamente lucieron en el alcázar.

-¡Rayos y truenos! y qué apurado me vi para salvarme -dijo Bermudo.

-¡Cuernos del diablo! y qué negro me vi para no dejarme apresar de aquella chusma -repuso Nepociano.

-Chusma, sí -añadió Rodrigo-; pero como se vio vuestro hermano no se ha visto nadie desde que existen los peligros; entre la espada y la pared, sin defensa de ninguna especie y al frente de ese misterioso anciano... temblaba de pies a cabeza sin saber lo que me sucedía; pero, en fin, vale más no recordarlo; porque aquello... aquello me atemoriza.

-Sí, sí; ahora solo debemos ocuparnos de don García -replicó Nepociano.

-De don García y de don Gonzalo -añadió Bermudo.

-Y del rey de León -continuó Rodrigo lleno de furor.

-A ninguno olvidaremos.

-Y ¡vive Dios! que de don Bermudo no tendríamos que ocuparnos por ahora, si vosotros no fueseis tan cobardes.

-¡Qué dices, Rodrigo!

-Que don Bermudo debió morir como su padre en el sitio de Viseo, si cuando cayó desmayado dentro de la tienda y dormían todos los vigías, hubiésemos aprovechado la ocasión...

-Pero y ¿quién había de decir...?

-Os repito -les interrumpió Rodrigo cada vez más irritado- que sois más niños que yo a pesar de los años que me lleváis. -¿Quién lo había de decir? -Yo, que pensaba entonces en asesinarle, a fin de que nos viésemos libres de un enemigo poderoso. ¡Oh! sois unos cobardes, sois unos cobardes. El reino de León podía estar en nuestras manos, porque con obligar a doña Sancha a un casamiento...

-Sí, sí -dijeron los dos hermanos-; una vez casado tú con la hermana de don Bermudo...

-Rey de León y vosotros al día siguiente de Castilla y de Navarra.

-¡Buen golpe! -esclamó Nepociano moviendo la cabeza-: si no hubiésemos sido tan generosos...

-Tan cobardes, diríais mejor, que la generosidad nada tiene que ver en este asunto.

-Sin embargo...

-No hay sin embargo que valga: vosotros sois muy cobardes, y esa cobardía es la que tiene que perderos. Si los dos siguieseis mis consejos...

-Pero Rodrigo -le interrumpió Bermudo-; cuando esos consejos tienden a derramar la sangre de un inocente...

-Inocente ¿eh? ¿es decir que todavía queréis quitarme la razón? ¿es decir que don Bermudo es inocente? Pues ¡por vida mía! que si todos los inocentes son como Bermudo, hizo muy bien Herodes en mandarlos degollar.

-Entonces era inocente; ningún daño nos había hecho, nunca nos había perseguido.

-Pero ¿por qué? porque su padre se oponía, porque don Alfonso nos tenía miedo, porque Bermudo nada podía hacer en contra nuestra. ¡Oh! Bermudo es inocente, sí, muy inocente -añadió el menor de los Velas con sarcasmo.

-Tienes razón, Rodrigo -repuso Nepociano-; el hijo de don Alfonso nos ha mirado siempre con prevención, y si no nos hizo daño en vida de su padre, a su muerte nos hemos visto obligados a fugarnos de León.

-Es cierto; y una vez unidos por este nuevo casamiento él y el conde de Castilla, nos va a ser imposible llevar a cabo nuestra venganza; pero ello es preciso, es indispensable; García tiene que morir, Gonzalo tiene que morir y Bermudo morirá también.

-Todos morirán -dijeron a un tiempo Bermudo y Nepociano.

-O moriremos todos -añadió Rodrigo.

-No creo que en la lucha nos lleven los castellanos gran ventaja -dijo Nepociano.

-Sin embargo, como nuestra gente no está tan adiestrada como esa gavilla de escuderos que los acompaña...

-Es verdad, mas no importa: ¿cuándo nos ponemos en marcha?

-Esta noche, para estar en León al romper el día.

-¿Y nuestra gente?

-Llevaremos toda la que podamos reclutar.

-Que no será mucha, según la desgracia en que nos vemos.

-¡Descuida Bermudo! que aún nos restan unos cuantos fieles servidores. ¡Oh! Gonzalo, Gonzalo, vas a morir al filo de mi puñal: tu fuga del torreón nos vino a ocasionar grandes perjuicios; pero mañana... mañana espiarás todas tus culpas. Y tú García... a ti va dirigido este golpe; morirás asesinado, y si hasta hoy has vivido libre de enemigos, mañana ya te verás libre hasta de tus amigos, porque mañana... serás cadáver.

Capítulo XIII

Al romper el alba del siguiente día (13 de mayo 1029) unos ochenta ginetes a la cabeza de los cuales iban los tres Velas, llegaron a León sin ser vistos de nadie y dejaron sus caballos en una de las ventas mas próximas a la muralla, entrando poco después en la ciudad y repartiéndose por los alrededores del alcázar.

Como aquella misma noche acababa de entrar en León el conde don García seguido de su escolta, los parciales de los Velas no fueron conocidos y todos los tomaron por castellanos al servicio de dicho conde.

Los Velas, a pesar de llevar enteramente cubierto el rostro con sus yelmos y celadas, no se atrevieron, sin embargo, a pasear las calles como las demás gentes que llevaban en su compañía, y tuvieron por conveniente el permanecer encerrados en una posada sita enfrente del alcázar, desde cuyas ventanas se veía a todo el que entraba y salía en él.

-¡Ira de Dios! -decía Rodrigo algún tanto impaciente dirigiendose a sus hermanos-: paréceme, según voy viendo, que D. García se ha propuesto no salir del alcázar en toda la mañana.

-Aún no es tarde -replicaba Nepociano-; y es necesario tener en cuenta que, hace dos horas escasas que estamos en León.

-¿Y te parece poco? -repuso Rodrigo muy mal humorado.

-Y tan poco -contestó Nepociano-; D. García estará naturalmente al lado de su futura, y ya ves que su compañía no debe serle tan desagradable que la deje sin mas ni mas, porque así convenga a nuestros planes.

-¡Cuernos del diablo! y que alegre te muestras hoy, hermano mío; no parece sino que el mismo D. García acaba de otorgarte privilegios sobre el mejor castillo de sus fronteras.

-¡Por Dios! que no comprendo lo que que quieres dar a entender con tus palabras -repuso Nepociano dirigiendo a Rodrigo una colérica mirada.

-No me comprendes ¿eh? pues ya debieras haberme comprendido; jugamos nada menos que la cabeza en este asunto y no creo por lo tanto que debemos tomarlo a risa.

-O tienes muy mal humor, o de lo contrario has perdido el juicio, hermano Rodrigo.

-¿He perdido el juicio? ¡rabo de Satanás! que no sé como me contengo al escucharte. ¿He perdido el juicio porque os estoy haciendo observaciones acerca de la apurada situación en que nos hallamos? ¿he perdido el juicio porque os estoy diciendo todo lo que hay acerca del asunto? pues si así lo crees, desde este mismo momento puedes retirarte; que yo sabré llevar a cabo mi empresa, sin que hombres de tan pobre corazón como el vuestro salgan en mi ayuda.

-¡Rodrigo!

-Sí, retiraos; no quiero escuchar vuestras palabras, no quiero oír vuestras disculpas; marchaos, marchaos; salid de León, y corred a sepultaros en Palencia, que supuesto que no os sobra energía y sin ella nada puede hacerse en este asunto, no me hacéis falta ninguna. Marchad, marchad a Palencia hermanos míos. Rodrigo solo, se encarga de vengar vuestros agravios.

Y los ojos de Rodrigo Vela se fijaban en sus hermanos de una manera tan siniestra, que estos no se atrevían a desplegar sus labios para contradecir a Rodrigo.

-O estáis o no estáis decididos -continuó éste-; si lo estáis, escusado es que mostréis tantos temores; si no lo estáis, escusado es también que permanezcáis en León un solo instante.

-Pero ¿quién te ha dicho -replicó Bermudo en humilde tono- que no estamos decididos? ¿por ventura has podido leer en nuestros semblantes lo que pasa en nuestros corazones? Si no estuviésemos decididos, no te hubiésemos acompañado; si no nos atreviésemos a dar el golpe, demás estaban nuestros puñales en la cintura; nosotros hemos salido de Palencia dispuestos a acometer a don García; porque los agravios hechos a cualquiera de nuestros hermanos, son agravios hechos a toda la familia; y aquí los agraviados somos todos, aquí los ofendidos somos los tres. El conde don Sancho nos arrojó de Castilla hace algunos años so pretesto de que revolvíamos su reino, y el conde don Sancho ha muerto sin que hayamos podido vengarnos de él; pero aún quedan dos vástagos de su familia, aún viven don Gonzalo y don García ¿por qué, pues, no hemos de hallarnos decididos a sepultar nuestros puñales dentro de su pecho? No, Rodrigo; tú te engañas al pensar que no estamos dispuestos a llevar a cabo nuestra venganza; tú te engañas al creer que nos faltan ánimos para llevar a feliz término nuestra empresa; tus hermanos se hallan tan dispuestos como tú, porque han sido tan agraviados como tú, porque han sufrido la misma humillación que tú, porque han sufrido como tú y porque como tú se hallan interesados en que su venganza se realice.

-Y se realizará -contestó entonces Rodrigo nuevamente entusiasmado con las palabras que Bermudo acababa de pronunciar-: se realizará, sí; y la sangre de los castellanos correrá por las calles de León hasta formar arroyos; se realizará, hermanos míos, y la venganza de los Velas quedará gravada en el corazón de todos los leoneses para que unos a otros se la refieran al amor de los hogares. ¡Oh! el puñal de Rodrigo se teñirá en sangre de don García... y en sangre de don Gonzalo; los dos tienen que ser víctimas de mi furor, los dos tienen que sucumbir al filo de mi daga.

Y Rodrigo Vela se paseaba por la estancia a pasos acelerados, dirigiendo de cuando en cuando sus coléricas miradas al palacio de don Bermudo.

-¡Oh! sí, perecerán -continuaba cada vez más encolerizado-; su muerte es nuestra vida, y si ellos viven nosotros nos veremos perseguidos; pero ese ermitaño, ese ermitaño... si viniese otra vez a echar por tierra nuestros planes... él fue el que puso en libertad a don Gonzalo, él el que trató de asesinarnos en nuestra misma cámara, cuando habitábamos en el alcázar que tenemos ahí en frente. ¡Oh! si esta vez viniera a descomponerlos... no, no... ¡a vida o a muerte! este es el único recurso que nos queda... jugar nuestras cabezas o echar por tierra las de esos castellanos.

En este momento llamaron a la puerta de la habitación en que los Velas se encontraban, y Rodrigo se acercó a abrirla.

-¿Qué sabes? -le preguntó a un fornido escudero que entró en ella después de saludar respetuosamente.

-¡Oh! señor -contestó el interpelado-, si después de oír lo que voy a deciros en este instante, no me prometéis una de las mejores fortalezas de Castilla para cuando os hagáis dueño del condado, digo que no sois generoso.

-Habla, habla -repuso Rodrigo de mal humor-; habla y déjate de promesas, que yo sabré recompensar a cada cual según los servicios que me preste.

-¡Oh! si es así -continuó el escudero que tenía más trazas de hablador que de valiente- entonces voy a decíroslo al momento, seguro de que no me quedaré sin recompensa. Yo conozco a un escudero del alcázar de don Bermudo, porque habéis de saber que yo antes de irme a Palencia tuve mi asiento en la corte de don Alfonso, y como...

-Al hecho, al hecho -le interrumpió Rodrigo dirigiéndole una mirada amenazante.

-Señor, iba a deciros...

-Pues dilo, pero enseguida; que el asunto es muy urgente y no tenemos tiempo para entrar en discusiones. ¿Está el conde en el alcázar?

-No sólo el conde, sino su hermano don Gonzalo y toda la nobleza castellana.

-¿Y no piensan salir de allí?

-No tardaréis mucho en ver asomar a don García, porque según he oído tiene que visitar el templo de San Juan Bautista.

-¡El templo de San Juan Bautista! ¿con qué objeto...?

-Con el de cumplir una devoción...

-Está bien; ¿y cuándo sale?

-Muy pronto porque, según he podido averiguar, ya estaban disponiéndose.

-Pues corre en busca de nuestra gente y que todos se metan en la taberna que hay en el callejón inmediato al templo.

-¿Nada más?

-Sí: que cuando yo pase por ella me sigan todos; y cuando levante el brazo para herir a don García, se agolpen sobre la escolta y no dejen con vida a un castellano. Vuela.

Y el escudero salió a escape de la posada.

Ocho minutos después, todos los parciales de los Velas se hallaban reunidos en la taberna indicada por Rodrigo.

Éste y sus dos hermanos salieron de la posada encaminándose hacia el templo de San Juan Bautista.

-¡Allí vienen! ¡allí vienen! -dijo Bermudo sin volver la cabeza y aproximándose a Rodrigo.

-¡Oh! pronto llegará la hora de nuestra venganza -esclamó éste echando mano a su daga con mucho disimulo-: pero prudencia, prudencia; porque si no somos perdidos.

-Acerquémonos a la taberna -repuso Nepociano a media voz y casi sin aliento.

-No tiembles -replicó Rodrigo notando su agitación-; cuando llegue el momento, ya nos acercaremos; por ahora prudencia y serenidad.

Y Rodrigo a pesar de sus palabras sentía su mano fría al contacto del acero, y temblaba como Nepociano a presencia de la escolta.

-Si vinieran solos -decía para sus adentros-; pero esa escolta... a Gonzalo y a García fácilmente se les da el golpe... mas no importa; ¡ánimo Rodrigo! y descarga tu puñal sobre el pecho del castellano.

El conde don García y su hermano don Gonzalo seguidos de toda la nobleza de Castilla, avanzaban entretanto por la calle de los Arneses en dirección al templo de San Juan Bautista, sin sospechar siquiera las hostiles intenciones de los tres hermanos, que ocultos tras una esquina próxima a la taberna aguardaban el momento decisivo para dar el golpe.

-Yo me dirigiré a García -dijo Rodrigo hablando en voz baja con sus hermanos-: tú, Bermudo -añadió-, te encargas del esposo de la infanta, y tú, Nepociano, acabas con ese viejo escudero que se fugó del torreón del Moro en compañía de su señor: nuestra gente se entenderá con los demás y en todo caso, poco puede importarnos que no sucumban.

Rodrigo temblaba al pronunciar estas palabras; Bermudo sentía un estremecimiento horrible en todos los miembros de su cuerpo y Nepociano no acertaba a respirar: tal era el terror de que se hallaba poseído.

Don García se acercaba ya a las puertas del templo y pasando Rodrigo por enfrente de la taberna hizo a sus parciales la seña convenida.

-¡A ellos! -les dijo encaminándose hacia las puertas del respetado templo.

-¡A ellos! -repitieron las gentes de los Velas saliendo de la taberna con las espadas desnudas.

-¡Don García! -esclamó Rodrigo Vela arrojándose sobre el conde y clavándole el puñal en el costado izquierdo; pero el puñal resbaló en la templada coraza que vestía el conde, y Rodrigo se tornó pálido como un cadáver.

-¡Traidor! -esclamó el joven don García viéndose atacado de aquel modo y tratando de defenderse.

-En vano luchas por defenderte -replicó entonces Bermudo asestándole otra puñalada; pero su daga resbaló también como la de Rodrigo sobre el acerado peto de don García.

-¡Muere! -gritó entonces Rodrigo Vela descargando un furioso golpe de espada sobre el cuello del castellano.- ¡Muere! -volvió a repetir segándole de un tajo la cabeza.

Nepociano entretanto, que había atacado por la espalda al esposo de Teresa, descargó tan furibunda cuchillada sobre la cabeza del doncel, que partiéndole el yelmo en dos pedazos le echó por tierra sin sentido. Bermudo entonces sació su cólera en el moribundo don Gonzalo, y hundiendo el puñal en su garganta acabó de asesinarle.

Nuño había sucumbido a manos de Garcés, escudero Rodrigo, y el esposo de Lambra se defendía valerosamente sobre el cadáver de su padre, repartiendo tajos a derecha e izquierda e hiriendo a cuantos se ponían al alcance de su espada; pero su brazo se rindió, las fuerzas le abandonaron y herido en el corazón, cayó por tierra sobre el cadáver de don García murmurando un horrible juramento. Uno de los más decididos parciales de los Velas, descargó tres mazazos sobre su cabeza, dividiéndosela en tres pedazos.

Las puertas del templo de San Juan Bautista quedaron regadas con la sangre de los inocentes castellanos, y los hermanos Velas sedientos de sangre y no satisfechos aún con la horrible venganza que acababan de llevar a cabo, animaban a sus escuderos y gente de armas a que entrasen a degüello con todos los individuos de la escolta castellana; pero estos se defendían como héroes revolcándose sobre la sangre de las víctimas; y la matanza hubiera continuado por espacio de algunas horas, si el pueblo leonés enfurecido, no hubiese tomado parte en favor de los nobles castellanos. Los Velas entretanto se alejaban de León en busca de sus caballos, y aún no habían montado en ellos, cuando una turba numerosa al frente de la cual marchaba el ermitaño del Abrojo, apareció por las cercanías de la venta atronando todos aquellos alrededores con los gritos espantosos de ¡Mueran los Velas! ¡Mueran los Velas!

Pero los Velas apenas conocieron el inminente riesgo en que se hallaban, picaron espuela a sus corceles s, se alejaron de León a galope tendido, repitiendo sin cesar:

-¡El ermitaño! ¡el ermitaño!

Capítulo XIV

En vano corrieron tras los Velas los más decididos leoneses obedeciendo a las órdenes del ermitaño. Los caballos de aquellos, que eran de pura raza árabe, partieron como flechas de León y recorrieron diez leguas en seis horas, llegando a Palencia jadeantes de cansancio a la caída de la tarde.

Las gentes del ermitaño volvieron a la ciudad abatidas y llenas de desaliento, después de haber fatigado por espacio de doce horas a sus corceles, que cubiertos de polvo y echando espuma por la boca, entraron a escape por la ciudad ansiosos también de descansar.

-¡Rayos y truenos! -esclamó el ermitaño tan luego como los vio aparecer en la plaza de la catedral- ¿no les habéis dado alcance?

-Ni un pájaro los alcanzaba -contestó el que venía a la cabeza de los jinetes apeándose a las puertas del alcázar.

-¿Es decir -continuó el viejo- que se han fugado? ¿es decir que han sido inútiles todas nuestras tentativas? ¡Oh! ¡maldición! ¡maldición! ¡maldición sobre los Velas!

Y el ermitaño se arrancaba las barbas lleno de furor.

-¡Maldición! ¡maldición! -repetía lleno de despecho-: los Velas se han fugado después de regar las calles con la sangre más noble de Castilla. ¡Oh! esto es insufrible; venir, asesinar y fugarse. ¡Ira del cielo! ¡maldición sobre los Velas!

Y el ermitaño del Abrojo se metió en el alcázar de don Bermudo a una de cuyas cámaras habían sido trasladados los cadáveres de don Gonzalo y el conde don García.

El aspecto que presentaba era imponente; un silencio profundo interrumpido únicamente por los sollozos de las doncellas reinaba en todo él; Gimena Teresa, hermana del desgraciado conde, lloraba de rodillas abrazada a su cadáver. Sancha, hermana de don Bermudo, le regada con sus lágrimas apellidándole su esposo. El cadáver de don Gonzalo era el único que permanecía abandonado en medio de la cámara. Sancha, su sobrina, profundamente preocupada con la muerte de su futuro, apenas se acordaba de que también el cadáver de su tío yacía tendido sobre los fríos mármoles del pavimento. ¡Si Teresa le hubiese visto solo y abandonado en medio de aquella estancia, sin que ninguna de las doncellas derramase una lágrima por él! ¡Oh! este cuadro hubiese desgarrado el corazón de la pobre infanta; pero estaba demasiado ajena al sangriento drama que en las calles de León acababa de representarse; ignoraba los sucesos que en las puertas del templo de San Juan Bautista habían tenido lugar la mañana del 13 de mayo, y encerrada con Lambra en una de las cámaras del palacio condal de Burgos, recordaba la prisión de don Gonzalo en el torreón del Moro, y lo mucho que en León había sufrido el desgraciado doncel en vida de don Alfonso.

-¿Cuándo vendrá? -le preguntaba a Lambra todas las tardes subiendo a las almenas y dirigiendo sus ojos hacia el camino de León.

-Aún tardarán, señora, aún tardarán -contestaba la esposa de Diego entristecida.

-¡Oh! su ausencia me va siendo tan dolorosa -continuaba Teresa- que cada día que pasa es un siglo de amargura para mí.

-Un siglo de amargura, es cierto; no hace más que tres días que nos han abandonado y ya nos parece que hace un año que no los vemos.

-Las ausencias del amor son muy sensibles.

-Y no hay medio de apartar la mente por un instante de aquel a quien se adora.

-Y los más horribles presentimientos vienen a turbar la calma del corazón.

-Es cierto, señora, es cierto; pero...

-Anoche tuve un sueño tan horrible...

-¡Qué decís, señora!

-Lo que oyes, Lambra; sería poco más de la media noche, cuando me pareció sentir pasos en mi retrete y la voz de un hombre que me decía; ¡ha muerto! ¡ha muerto!

-¡Señora! -esclamó la doncella de la infanta llena de agitación.

-Sí, Lambra; pero no te asustes o no acabo de referir mi sueño.

-Pero esos sueños tan horribles... los sueños suelen ser muchas veces presagios de lo que ha de acontecer.

-Los sueños no son más que sueños: ¡Oh! si fueran como tú dices predicciones, entonces...

-Yo he soñado muchas veces cosas que después han sucedido.

-¡Horror! -esclamó entonces la infanta dominada por un horrible presentimiento.- ¿Qué dices?

-Lo que oís, señora; cuando yo estaba enamorada de mi querido Diego y él no me correspondía, entonces tuve un sueño tan venturoso que nunca se me olvidará.

-Habla, habla -replicó la infanta.

-Y vos tuvisteis gran parte en él.

-¡Yo! esplícate.

-Soñé que mi querido Diego y yo reunidos al acaso en mi camarín una noche muy serena, hablábamos de amor cuando vos aparecisteis.

-¿Será posible? -esclamó la infanta acordándose de la noche en que encontró a su doncella hablando con el hijo del viejo Nuño.

-Como lo oís, señora; y soñé que vos me tendisteis vuestra mano protectora y que Diego y yo nos casamos al día siguiente.

-Pues todo eso ha sucedido.

-Y justamente porque ha sucedido es por lo que os decía que los sueños suelen ser presagios de lo que ha de suceder.

-¡Oh! calla, calla Lambra; no me lo repitas: si fuese cierto...

Y la infanta permaneció muda durante unos instantes sin atreverse a desplegar sus labios.

Lambra la contempló toda temblorosa y no osaba murmurar una palabra.

-No, no -dijo por fin la infanta señalando al camino-: por ese camino los vimos desaparecer un día y por ese camino los veremos aparecer de nuevo. Bajemos, Lambra, bajemos; que la noche se acerca y no es justo que nos sorprenda en las almenas.

-Como queráis, señora -contestó la doncella con humilde tono-: pero yo permanecería aquí por espacio de dos meses hasta tanto que volviesen.

Y ambas jóvenes bajaron de las almenas retirándose luego a sus cámaras.

El ermitaño del Abrojo rodeado entre tanto de todos los leoneses que con más insistencia habían combatido contra los Velas, discutía con ellos acerca de las medidas que debían tomarse en contra de los asesinos de la nobleza castellana.

-Es necesario -decía- que ya que no hemos podido evitar la fuga de los Velas, tomemos nuestras precauciones y pongamos en práctica cuantos medios se hallen a nuestro alcance, para apresarlos y vengar la muerte del conde de Castilla y toda su nobleza.

-Y la vengaremos -esclamaba uno de los más decididos que había en el corro.

-Pero arrastrándolos vivos por las calles -replicaba otro.

-O atándolos a la cola de un caballo que parta al galope -añadía un tercero.

-Lo mejor es encerrarlos en el torreón del moro -decía uno de los más viejos.

-Eso es, eso es -gritaban a coro los demás.

-Pero en ese caso -añadía un tercero- es necesario que se tapien las puertas de su calabozo a fin de que sepan la muerte que dieron al delator de don Gonzalo y su escudero.

-Bien, bien -gritaba el pueblo lleno de entusiasmo-: que muera emparedado, sin aire que respirar, sin pan con que acabar el hambre y sin agua con que apagar su sed.

-Justo, justo -replicaba el más chillón de la comparsa-: de esa manera se comerán unos a otros como los lobos cuando están hambrientos.

Y todo el pueblo, en fin, se amotinaba en torno del ermitaño, que con una paciencia sin igual aunque lleno de cólera por otra parte al recordar los sucesos de la mañana, escuchaba los consejos de todos y a todos los oía a la vez sin perder ninguna de sus palabras.

-Pero ¡por Dios! -esclamó por fin algún tanto irritado al ver el desorden que reinaba en la plaza de la catedral-; tened un poco de calma y meditad con conciencia lo que pensáis hacer. ¿Os parece regular que estemos malgastando un tiempo que los Velas emplearán sin duda en ponerse en salvo, discutiendo sobre la clase de muerte que hemos de darles? ¿os parece que por mucho que discutamos hemos de inventar una que sea bastante cruel cuando esos traidores las merecen todas? No os canséis, bizarros leoneses; la muerte que hemos de darles, no debe preocuparnos por ahora; pensemos en apresarlos, pensemos en impedir su fuga, y cuando ya los tengamos en León y encerrados en un oscuro calabozo, entonces podremos tratar acerca de este asunto. Ahora todo lo que hablemos está demás, todo lo que digamos es inútil.

-¡Bien! ¡bien! -esclamó el pueblo-: ¡que hable! ¡que hable!

-Hablaré -dijo el anciano-. Ante todo es necesario que informemos a nuestro rey de lo ocurrido.

-¡Justo! -contestaron todos.

-Pues bien: es preciso que uno de vosotros marche a Oviedo inmediatamente, mientras otro se encamina hacia Navarra en busca de don Sancho. ¿Qué decís?

El pueblo aprobó la proposición del ermitaño del Abrojo y este continuó después.

-Tan luego como don Sancho se encuentre en León, nada temáis, valientes míos; porque don Sancho el fuerte sabrá cercar a esos traidores y vengar la muerte de su cuñado, el conde de Castilla. ¡Ánimo! pues, y el que se encuentre con ánimos de caminar hasta Navarra, que marche inmediatamente.

Todos se ofrecieron a llevar la desgraciada nueva al rey don Sancho de Navarra, y aquella misma tarde uno por una puerta y otro por otra, salieron de la ciudad dos escuderos conduciendo dos pliegos cerrados para don Bermudo de León y don Sancho de Navarra.

No obstante; cuando salían de los muros estos dos escuderos, otros dos hombres de armas del alcázar se hallaban ya a dos leguas de León, con idénticos encargos para don Sancho y don Bermudo de parte de la esposa y hermana de este último.

Capítulo XV

Cuatro días después de los sucesos referidos en nuestro capítulo anterior, el rey don Sancho de Navarra se encontraba ya en León prodigando consuelos a la esposa y hermana de don Bermudo. Los cadáveres de don García, don Gonzalo y todos los nobles sacrificados a las puertas de San Juan Bautista, fueron enterrados al día siguiente en el mismo templo donde los Velas habían llevado a cabo su venganza.

Tan luego como don Sancho se encontró en León, el ermitaño del Abrojo, aquel hombre valiente y decidido, que a pesar de los muchos años que contaba aún había tenido ánimos para entrar en el torreón del Moro y poner en libertad al amante de Teresa; aquel hombre respetable se dirigió al alcázar y solicitó el permiso de un ballestero para tener una conferencia con don Sancho.

-¿Qué se os ocurre? -le preguntó aquél con mucho imperio.

-En este instante -contestó el viejo irritado por el tono imperioso del ballestero-, no se me ocurre más que una cosa.

-Sepamos -repuso el ballestero con el mismo tono y mirando con altivez al ermitaño del Abrojo.

-Que o sois muy necio muy cobarde: ese tono imperioso con que habláis, podéis dejarlo para los soldados; a mí se me habla de otra manera, puesto que yo me espreso de un modo muy diferente.

-¡Ira del cielo! -esclamó entonces el ballestero arrojándose sobre el ermitaño- ¡Cobarde a mí!

Y un hombre fornido y de mirada penetrante apareció en este momento en las puertas de la cámara donde tenía lugar la escena. Al verle el ballestero tembló de pies a cabeza y dejó libre al ermitaño.

-¿Quién sois? -le preguntó a este con gravedad.

-En León soy conocido por el ermitaño del Abrojo -contestó el viejo con humildad.

-¿Y qué quieres?

-Ver y hablar al rey don Sancho de Navarra.

-Delante le tienes y con él estás hablando.

-¡Ah! ¿sois vos?

-El mismo sí; pero si tienes que hablarme pasa: no es este el lugar más a propósito para tener conferencias y en los tiempos que corren mucho menos.

-Tenéis razón, señor; los asesinos...

-Abundan tanto por León -continuó el rey- que yo en el cuerpo de don Bermudo obraría de otro modo; colgaría todas las mañanas un par de docenas de traidores por espacio de veinte días, hasta que esa plaga se acabase: pero, habla, habla.

-Venía a deciros, señor -dijo entonces el Tuerto-, que los Velas han sabido vuestra llegada...

-¿Y han huido eh? ¡Oh! si don Sancho los alcanza... ni aún cenizas quedarán de esos traidores.

-Pues, fácil es alcanzarlos.

-¿Dónde están?

-No creyéndose bastante seguros en Palencia, se han refugiado en el castillo de Monzón, distante dos leguas de aquella ciudad.

-¿Estás seguro? -le interrogó don Sancho.

-Segurísimo, señor; los han visto entrar en él dos leoneses, de los que a mi mando fueron en su persecución.

-¿Y están solos?

-Con toda su gente.

-¡Rayos y truenos! -esclamó el rey-; todos reunidos... ¡bien por Dios! ni uno solo ha de quedar de esos asesinos. La muerte de don García, tiene que ser vengada de una manera horrible; la muerte de don Gonzalo tiene que costar mucha sangre a esos traidores. ¡Oh! sí; esto ha sido atroz, esto ha sido terrible; la sangre de los Velas tiene que formar arroyos; es necesario ahogar en ella a todos sus servidores.

Y los ojos de don Sancho vagaban por la cámara, inyectadas de sangre sus pupilas.

-¡Guerra a muerte a esos traidores! -continuaba enfurecido-; guerra a muerte y sin descanso contra los asesinos de don García; los cadáveres de la nobleza castellana están pidiendo venganza a voz en grito; Castilla entera levanta su pendón en busca de los Velas; venguémonos, pues, y que nuestra venganza sirva de ejemplo a todos los traidores.

-Venguémonos, sí -replicaba el viejo entusiasmado-; entremos a sangre y fuego en el castillo de Monzón y ni rastro dejemos de las huellas de esos traidores; los Velas en vida de don Alfonso revolvieron todo el reino los Velas intrigaron, los Velas asesinaron, los Velas predicaron el escándalo por las calles de León, los Velas sacrificaron el honor de las doncellas y hundieron su puñal en el pecho de muchos inocentes: los Velas deben ser quemados vivos en frente de este alcázar, donde tantos y tantos crímenes meditaron en silencio.

-Sí, y morirán quemados -repuso el rey de Navarra levantándose de su sillón-; obrar de otro modo fuera guardar consideraciones con esos asesinos. ¡Mis gentes! ¡mis gentes!

Y un escudero se presentó en la cámara.

-¡Todos dispuestos! -esclamó el rey-; y dentro de media hora en marcha.

El escudero desapareció, y el ermitaño del Abrojo se despidió del rey.

-¡Cómo! ¿te marchas? -repuso éste.

-Marcho a comunicar a mis gentes vuestras órdenes -contestó el Tuerto inclinándose respetuosamente.

-¿Es decir que nos servirás de guía?

-Y de ayuda en cuanto pueda hacer contra esos asesinos.

-Adiós y vuelve.

El ermitaño del Abrojo salió del alcázar, reunió a toda su gente y media hora después, las gentes de don Sancho, los soldados de don Bermudo y todos los leoneses que pudo reclutar el ermitaño, salieron de la ciudad tomando el camino de Palencia en busca de los Velas.

El rey de León, don Bermudo, continuaba en Oviedo y aún no había recibido la nueva de lo ocurrido; los mensajeros de ella no habían llegado todavía, y se presumía que la gente de los Velas o alguno de tantos bandidos como en aquellos tiempos vagaban por las afueras de las ciudades, los hubiesen asesinado.

Don Sancho y sus soldados llegaron por fin al castillo de Monzón, y poniéndole cerco inmediatamente, echaron las escalas, empezaron a disparar ballestas sobre sus torres, e intimaron la rendición a todos los que se encerraban dentro de la fortaleza.

Las trompas de guerra llenaban los aires con toques de combate; los tambores resonaban por los alrededores del castillo; logróse por fin, dominar la pendiente colina sobre la cual estaba situado, y las gentes del ermitaño atravesaron el foso por medio de tablones. En el castillo de Monzón reinaba, no obstante, el más profundo silencio.

-¡Quemarle! -gritaban las gentes del ermitaño, haciendo cuantos esfuerzos podían por echar abajo el puente para allanar después las puertas de la fortaleza.

-¡Quemarle, sí! -gritaban todos los leoneses y soldados de don Sancho llenos de furor-: ¡quemarle y que mueran abrasados los traidores!

-¡Arriba! ¡arriba! -decía el rey de Navarra ayudando él mismo a derribar el puente.

-¡Arriba! -gritaba el ermitaño animando a los leoneses con su presencia.

-¡Arriba! -esclamaron todos echando sus escalas.

Una lluvia de flechas arrojada en este instante desde una de las almenas del castillo, dejó muertos a cinco soldados leoneses de los que con más furor descargaban sus mazas sobre la fortaleza y tendidos por tierra a unos cuantos ballesteros de los que se ocupaban en colocar escalas para derribar el puente.

-¡Rayos y centellas! -esclamó entonces el rey de Navarra a cuyos pies había caído una flecha envenenada-. ¡A mí, ballesteros! ¡disparad a las almenas!

Y todos los ballesteros tomaron su arco y empezaron el ataque.

-¡Ánimo! ¡ánimo! -gritaba el Tuerto tomando un arco y disparando él mismo contra los soldados de las almenas-. ¡Ánimo, valientes! y que ni un solo traidor quede en el castillo. ¡Ánimo, leoneses! que no está ya muy lejos el momento de la venganza; acordaos de la mañana del 13 de mayo; acordaos del templo de San Juan Bautista; sus puertas están regadas con la sangre castellana; la cabeza de don García rodó por allí separada de su tronco; allí degollaron los Velas al esposo de la infanta, al valiente don Gonzalo, al gallardo doncel que estuvo tres años en el torreón del Moro. ¡Ánimo valientes míos! que ya se acerca el momento de la venganza; el momento de quemar vivos a los Velas, para que no queden de ellos ni aún cenizas. ¡Al puente! ¡al puente! y entremos a degüello dentro del castillo.

Y los soldados leoneses se enardecieron de tal modo al escuchar la arenga del ermitaño, que unos con mazas, otros con picas, y la mayor parte de ellos con hachas, todos se arrojaron sobre la fortaleza y el puente cayó armando con sus cadenas un estrépito tan espantoso, que llenó de terror a los defensores de las almenas.

-¡Ánimo, valientes! -esclamaba Rodrigo Vela desde una de las torres alentando a sus soldados-: ¡Ánimo, valientes! que el rey de Navarra morirá como el conde don García y toda su nobleza. Luchemos con valor, defendamos sin tregua nuestra torre, que Castilla será nuestra dentro de muy pocos momentos.

Pero Rodrigo Vela estaba pálido y temblaba al pronunciar estas palabras: comprendía ya todo lo horrible de su situación y estaba convencido de que no le restaba otro recurso que morir matando o emprender la fuga: pero el castillo estaba cercado por todas partes y este recurso era imposible; para morir matando le faltaban ya las fuerzas, y ese valor ficticio de que en ocasiones se sentía animado al parecer, le había abandonado también en aquel instante, porque veía al pie de la fortaleza al ermitaño del Abrojo.

El ermitaño del Abrojo era su sombra, y en más de una ocasión había echado por tierra sus ambiciosos planes; el ermitaño del Abrojo había puesto en libertad a don Gonzalo burlándose del alcaide y de todos los que le custodiaban; el ermitaño del Abrojo había penetrado hasta su cámara y tratado de asesinarle; el ermitaño del Abrojo había aparecido en las calles de León pidiendo la cabeza de los Velas por la sangre derramada, y el ermitaño del Abrojo se presentaba en este instante en el castillo alentando a todos los leoneses. Rodrigo Vela se juzgaba perdido por sola esta circunstancia, y ni ánimos le quedaban ya para sostener la lucha.

Rodrigo tembló a presencia del viejo del Abrojo, e inútiles hubieran sido todos sus esfuerzos por volver a recobrar aquella calma y sangre fría que le eran características. En cada flecha que disparaban los sitiadores del castillo, veía escrita ya la fatal sentencia de su muerte; en cada grito que escuchaba a las puertas de la fortaleza creía ver exhalar el último suspiro a uno de sus hermanos. Bermudo y Nepociano defendían otros costados del castillo, y Rodrigo Vela no había hablado con ellos desde que las gentes de don Sancho habían puesto cerco a la plaza.

-¡Ánimo valientes! -esclamó por fin haciendo el último esfuerzo y aparentando aún una serenidad de que en realidad no se sentía poseído-; ¡Ánimo! valientes y defendamos la torre hasta el último momento; porque si las gentes de don Sancho logran entrar en él, ni uno solo vamos a quedar con vida.

Y otra nueva andanada de flechas cayó sobre los sitiadores; muchos fueron los muertos y heridos en este instante; Rodrigo Vela entonces se entusiasmó, y respirando con algo más de libertad a presencia del cuadro que presentaban los cadáveres al pie de la fortaleza:

-¡A ellos! -esclamó- que Castilla es nuestra.

Pero en este instante las puertas del castillo se abrieron a impulso de las mazas, y el ermitaño del Abrojo entró en la fortaleza al lado de don Sancho; ambos iban seguidos de una turba numerosa, que maza al hombro y espada desenvainada, esparció el terror entre los defensores de Monzón, entrando a degüello con todos los que se encontraban en él.

-¡Sangre y fuego! -gritaban los leoneses-: ¡Mueran los Velas y sus parciales! ¡Mueran los asesinos!

-¡Mueran los leoneses! -gritaban desde las almenas los defensores del castillo.

Pero estos gritos eran tan débiles y salían tan apagados de aquellas bocas, que no encontraban eco en las gentes de los Velas, y estos temblaban dentro de sus torres y sentían helárseles la sangre dentro de sus venas al ver que la muerte llamaba ya a sus puertas.

Los soldados leoneses y las gentes de don Sancho se entregaban entretanto a la matanza más horrible, y el interior de la fortaleza presentaba un cuadro desgarrador: los sitiados tenían que caminar sobre cadáveres humeantes todavía, y la sangre de las víctimas formaba charcos en los sitios más hondos de la plaza, dentro de los cuales se revolcaban los moribundos parciales de los Velas.

Estos fueron cogidos por fin dentro de sus torres por el ermitaño del Abrojo, y presentados a don Sancho en el estado más lastimoso. El Tuerto no había podido contener el furor de los valientes e irritados leoneses, y los Velas habían sido horriblemente maltratados por las gentes de León.

-¡Ira del cielo! -esclamó don Sancho el fuerte tan luego como tuvo delante a los asesinos de don García-: ¿y no habéis tenido valor para hundiros un puñal dentro del pecho, antes que presentaros vivos delante de los que hasta ahora han sido vuestras víctimas y que en este instante van a ser vuestros verdugos? ¡Hermanos Velas, sois unos cobardes! ¡hermanos Velas, sois unos asesinos!

-¡Mueran! ¡mueran! -esclamaban las gentes de León y de Navarra agolpándose en torno de los traidores-. ¡Que mueran en la hoguera! ¡que se los queme vivos! ¡que se los queme vivos!

Y la gritería continuaba cada vez más espantosa hasta que el ermitaño del Abrojo tomó por fin la palabra y levantando su voz dijo a los soldados:

-¡Silencio! Los Velas antes de morir tienen que responder unas preguntas que va a hacerles en este instante el ermitaño del Abrojo.

-¡Bien! ¡bien! -repitió el pueblo entusiasmado y batiendo las palmas de contento-: ¡que contesten! ¡que contesten!

Y los tres hermanos temblaban de pies a cabeza al oír las palabras del ermitaño.

-¡Rodrigo Vela! -dijo aquél dejando entrever en sus labios una sarcástica sonrisa-; ¿te acuerdas del ermitaño del Abrojo?

Rodrigo Vela no contestó.

-¡Que conteste! ¡que conteste! -esclamaron las gentes de León alborotadas.

-¿Oyes Rodrigo Vela? -continuó el ermitaño- el deseo del pueblo es que contestes a mis preguntas: contesta, pues.

Rodrigo Vela guardó silencio.

-Una lanzada a cada pregunta que no obtenga contestación -dijo entonces don Sancho con voz de trueno.

Y uno de los muchos ginetes que habían penetrado en la plaza tan luego como cayó el puente, le clavó en el muslo izquierdo la punta de su lanza y le hizo exhalar un grito de dolor.

-¡Bien! ¡bien! -volvió a repetir el pueblo acompañando sus gritos de entusiasmo con sonoras carcajadas.

-¿Te acuerdas del ermitaño del Abrojo? -volvió a interrogarle el Tuerto.

-Me acuerdo -contestó Rodrigo Vela.

-¿Te acuerdas de la noche en que te fugaste por la puerta secreta de tu cámara, cuando yo me hallaba en tu presencia y tus hermanos se habían fugado?

-Me acuerdo -volvió a contestar Rodrigo.

-¿Te acuerdas -prosiguió el ermitaño- de la noche en que puse en libertad a don Gonzalo?

-Me acuerdo.

-¿Te acuerdas de un pobre hombre de León que por orden tuya mas bien que por orden de don Alfonso V fue sometido a la prueba caldaria en medio de la plaza de la catedral, un día de mucho calor?

Rodrigo Vela hizo un gesto de estrañeza; sus hermanos se asombraron y el pueblo entero se apiñó de nuevo en torno de los traidores, como instigado por la curiosidad.

-¿Te acuerdas? -volvió a interrogarle el Tuerto.

Ya uno de los ginetes iba a teñir su lanza en la sangre de Rodrigo, cuando éste contestó:

-Me acuerdo.

-¿Y te acuerdas de por que fue sometido a aquella prueba?

-Por haber tratado de asesinarme.

-¿Y te acuerdas todavía de su nombre?

-Ferrus.

-¿Y qué respondió Ferrus a las preguntas que se le hicieron? ¿confesó su crimen? ¿confesó que había tratado de asesinarte?

-Negó -dijo Rodrigo dirigiendo una colérica mirada al ermitaño.

-Pues bien -repuso este-: ahora no niega, ahora confiesa su crimen, ahora trata de asesinarte. El ermitaño del Abrojo es Ferrus.

-¡Ferrus! -esclamó Rodrigo Vela confundido.

-¡Ferrus! -esclamó el pueblo leonés lleno de asombro.

-Ferrus -contestó el ermitaño del Abrojo descubriendo su brazo derecho encarnado como la grana y con un cardenal en forma de anillo un poco más arriba de la muñeca-: mi brazo derecho -dijo- se ha quedado así a consecuencia del cruel martirio a que estuvo sujeto por espacio de veinticuatro horas dentro de la caldera de agua hirviendo: este anillo que veis, fue producido por la argolla con que se me ató la mano al fondo de la caldera a fin de que no sacase el brazo. Y si aun no estáis convencidos -añadió- miradme a la cara; este ojo que me falta lo perdí en la prueba del combate personal a que después fuí sometido. El famoso médico árabe Abd-El-Resak compró mi cuerpo que era casi cadáver y me volvió la vida.

Rodrigo Vela se tornó lleno de asombro y el pueblo leonés que fue recordando poco a poco todas las circunstancias que el ermitaño del Abrojo acababa de hacer presentes, esclamó por fin lleno de júbilo:

-¡Viva Ferrus! ¡viva el ermitaño del Abrojo! ¡Mueran los Velas!

-¡Mueran! -esclamó don Sancho el fuerte- ¡pero mueran en la hoguera!

Y todos los soldados menos los que custodiaban a los Velas, escaparon por el castillo en distintas direcciones, volviendo a los muy pocos momentos cargados de cuanta leña, muebles y madera encontraron en la fortaleza. Amontonaronla toda en medio de la plaza del castillo, y poniendo sobre ella a los tres Velas atados de pies y manos, aplicaron teas encendidas al montón y media hora después estaba ardiendo la hoguera.

-¡Mueran los Velas! -gritaban los soldados avivando las llamas con nuevos combustibles, y empujando con sus lanzas los troncos encendidos en torno de los tres hermanos-. ¡Mueran! ¡mueran!

Y los hijos del conde Vela, los asesinos de don Gonzalo y del conde de Castilla, los traidores de León, los enemigos de todo el pueblo; sucumbieron en medio de las llamas lanzando espantosos alaridos e implorando perdón del pueblo leonés.

Pero los leoneses avivaban las llamas a medida que los Velas suplicaban; y seis horas después en la plaza del castillo no quedaban mas que las cenizas de los traidores mezcladas con las de la hoguera.

-El resto de la fortaleza estaba lleno de cadáveres. Los parciales de los Velas todos habían sucumbido.

Conclusión

Inmediatamente después del castigo de los Velas, don Sancho el fuerte de Navarra entró a gobernar el condado de Castilla bajo el título de rey. El ermitaño del Abrojo a quien ya conocemos por Ferrus, tuvo un asiento distinguido en la cámara de dicho señor don Sancho, y no cesaba de repetir, según dicen las crónicas, las siguientes palabras:

-¡Pobre don Gonzalo! muerto en lo más florido de su edad y cuando todo lo presagiaba tan risueño porvenir... ¡Oh! su muerte ha sido tan temprana... si al fin me hubiese conocido, si hubiese sabido que el Tuerto del Abrojo era Ferrus, el pobre Ferrus, aquel humilde posadero en cuya casa dejaba el caballo mientras entraba en el alcázar a hablar con su Teresa... ¡Oh! ¡pobre Teresa! ¡cuánto habrá sufrido!

Y así se pasaba las horas enteras pensando en la desastrosa muerte de don Gonzalo y de toda la nobleza castellana a las puertas del templo de San Juan Bautista; pero su edad era ya tan avanzada, los disgustos de su vida tan numerosos, y tan quebrantado ya el estado de su salud; que un día llamó la muerte a las puertas de su cámara, y a los pocos momentos fue cadáver.

El ermitaño del Abrojo, el pobre posadero de León, espiró en brazos de todo un rey de Navarra y de Castilla.

Tres años después de todos los sucesos que acabamos de referir, el mesón del Conejo yacía sumido en el silencio más profundo; el compadre Diego (ya se acordarán nuestros lectores de que éste era su nombre) andaba por la bodega viendo catando los vinos, so pretesto de que no se le convirtiesen en vinagre, ínterin la montañesa Berta contemplaba el conejo que unos cuantos años antes había puesto de muestra en el mesón.

-Algunos regaños me costaste -decía clavando la vista en el gazapo relleno de paja-: ¡por vida mía! que estás apolillado ya y no mereces la pena de que llevase tantos golpes.

Y después de murmurar estas palabras, se sentaba a la sombra de la parra entonando romances antiguos, aunque de una manera tan descompasada como de costumbre. El que en este momento había caído en boca de la montañesa era el siguiente:

Cansados de combatir en la sangrienta batalla, que tuvieron con los moros en los campos de Arabiana, los valerosos infantes siete del nombre de Lara, porque el traidor de su tío les tuvo traición armada, dos capitanes contrarios, llamados Galva y Viara, los recojen en su tienda mientras la tregua está dada. Movidos de compasión de ver que mueren sin causa los más famosos guerreros, que tuvo ni tenía España, cúranles de las heridas y aderézanles las armas, regálanlos con comida en blandas y apuestas camas, diciéndoles: -Aunque somos de ley y nación estraña, vuestro valor nos obliga a que aquesto y más se haga. El traidor de Ruy Velázquez al rey Almanzor contaba como le hacen traición los moros Galva y Viara. El Rey los manda llamar y les pregunta la causa de celebrar amistad con los Infantes de Lara. Ambos responden: -Señor, es razón en guerra usada que al enemigo vencido no se ha de tirar la lanza; mas cuando la traición es de su daño la causa, al más riguroso pecho le vuelve de cera blanda: y si tú, Rey, permitieras que acabaran la batalla otros nuevos capitanes, nos hicieras merced alta, porque la gran sinrazón a grandes voces nos llama diciendo: si es con traición, nunca es justa la demanda, ni al vencedor con justicia se le debe dar la palma.

No bien hubo acabado Berta su cantar, cuando dos caballeros moros aparecieron a lo lejos del camino, y aquella se levantó de la silla apresuradamente en busca del mesonero.

-Señor Diego, señor Diego -le gritó desde la escalera de la bodega.

-¿Qué quieres, Berta de los demonios? -la interrogó aquél tan mal humorado como siempre.

-Que se acercan dos moros a la venta y...

-¡Dos moros! -esclamó el posadero lleno de sobresalto-; cierra las puertas enseguida y no respondas si llaman, que aún me acuerdo del chasco que me dieron otros dos perros mahometanos que marchaban hacia León.

-Es verdad -repuso Berta- se fueron sin pagar.

-Y sin dar las gracias; conque cierra, cierra el mesón.

Y Berta se dirigió a obedecer las órdenes de su señor; pero los moros ya habían penetrado en el portal y fueron inútiles por lo tanto las tentativas de la montañesa.

-¡Traenos de comer! -esclamó el más viejo de los dos cuya blanca y poblada barba le cubría la mitad del pecho.

-Sí, traenos de comer -añadió el otro que era un gallardo mancebo de unos veintiséis a veintiocho años de edad y cuyos negros y penetrantes ojos giraban en torno suyo llenos de dulzura.

-¿Conque mañana -dijo el viejo- salimos de España?

-Me parece que así lo hemos pensado.

-Es cierto; mañana abandonamos esta pobre nación continuamente regada con la sangre de moros y cristianos.

-Regada, sí -continuó el joven cuyo semblante adquirió entonces una espresión de tristeza indescriptible-: sangre de moros y cristianos... pero ¿pasaremos por Toledo?

-Haremos lo que gustéis.

-No sé... casi no me atrevo... el corazón se me desgarra al recordar ciertos hechos.

-Es verdad; pero, no obstante, si puedes sobreponerte a esos recuerdos...

-¡Oh! son demasiado lúgubres... no, no; marchemos a África y dejemos ya esta pobre nación donde tanto hemos padecido.

-Sí, sí, dejémosla -dijo el viejo dirigiendo una mirada cariñosa al doncel, que fue correspondida con una sonrisa placentera-. Cada vez estás más hermosa -añadió después.

-¡Oh! no me aduléis -añadió el doncel a quien aquellas frases iban dirigidas-; pero vamos, vamos; que es tarde y ya nos hemos entretenido mucho tiempo.

-Vamos -repuso el viejo.

Y montando de nuevo en sus caballos, ambos amigos partieron del mesón del Conejo a todo escape.

Eran el famoso médico Abd-El-Resak que había puesto en libertad a don Gonzalo cuando estaba en el alcázar de Toledo, y Fátima, la desgraciada Fátima, el walí del califa cordobés apellidado Aben-Jucef por todos los mahometanos.

Ínterin en el mesón del Conejo tenía lugar esta escena, en el convento de San Pelayo, se estaba representando otra bastante diferente.

Colocado un atahúd en medio de una sala colgada de luto, y al lado del atahúd una joven arrodillada llorando amargamente el cuadro que allí se presentaba era bastante lúgubre.

La hermosa doncella llorando sin consuelo, besaba de cuando en cuando el pálido y desencajado rostro de otra muger hermosa como ella, que había sucumbido en lo más florido de su edad.

Aquella joven desgraciada que se entregaba al llanto al lado del cadáver, era Lambra, la esposa del desgraciado Diego; el cadáver del atahúd, LA INFANTA DOÑA TERESA.

FIN