Lágrimas,
Novela
de costumbres contemporáneas,
por
Fernán Caballero
Madrid, 1862.
Establecimiento tipográfico de Mellado
le de Santa Teresa, num.8
Prólogo
¿Conque he de escribir un prólogo para
-Lo que se ofrece se debe.
Es verdad; pero no me siento con fuerzas para hablar de
-¿No le agradaa Vd. mi novela?
La creo una joya de filigrana y oro, un estudio acabado del corazón, un cuadro admirable de la vida social; lo más bello, lo más perfecto, lo más delicado que ha salido de la pluma de usted.
-Muchas gracias.
¡Qué coincidencia! La colección empieza con La gaviota, y nos presenta la mujer grosera, abandonada a sus instintos, no corregidos por la religión, ni modificados por la sociedad, ni suavizados por la buena educación, y concluye con Lágrimas tipo de la mujer modesta y humilde, nacida para sentir y para llorar... Villamar es el pueblecito que conocen los lectores en el primer tomo, y vuelven a Villamar en el último encontrando aun a muchos de los antiguos amigos que recuerdan al instante, y a quienes saludan con placer.
-Falta el bueno de Stein.
Es cierto; pero allí nos lleva Vd. a la pobre
-De modo que Vd. va a escribir el prólogo...
Yo haría mejor un juicio crítico en que demostrase la índole, el carácter, el mérito de sus escritos; en que hiciese ver el raro acierto con que Vd. describe, con que Vd. narra, con que Vd. presenta las personas y las cosas; el fin moral, la sensibilidad, la ternura de su corazón; y sobre todo el gran servicio que está Vd. prestando a la actual sociedad descreída pintando con tan vivos colores los portentos de la fe, las maravillas de la virtud... Pero un prólogo...
-Los han hecho otros buenos amigos...
Los buenos amigos de Vd. se complacen, o mejor dicho,
nos complacemos en el buen éxito de sus obras y aplaudimos sus
triunfos literarios. ¿Pero necesitaron de estos prólogos para
hacerse tan populares en España? ¿Para haber sido traducidas en Francia?
Y por cierto que son muy raras las obras que alcanzan este honor,
más apreciable
-[1]Dios me libre:
no señor. ¡Yo literato! «No soy la rosa; pero,
como dice Bulwer, estuve a su lado y me impregné de su olor.
No soy erudito, soy solamente culto. En cuanto escribo no hay arte,
ni saber, ni estudio, es instintivo: tal vez expreso, como Vd. habrá notado,
un pensamiento de culta esfera sin cuidar del lenguaje. Procuro, sí, poetizar la verdad,
ennoblecer nuestra pobre naturaleza. Los prólogos son ofrenda de la amistad,
engarce de brillantes que rodea un mal retrato»
: los agradezco de todo corazón.
Lo creo así, y además son muy bellos. Pero un autor se debe al público, y este no quiere leer lo que nosotros escribimos; quiere leer lo que Vd. escribe. Las novelas de Vd...
Perdone Vd.: yo las llamo novelas, cuadros, relaciones; «pero no me he propuesto escribir novelas. He tratado de dar una idea verdadera, exacta, genuina, de España y de su sociedad; describir la vida interior de nuestro pueblo, sus creencias, sus sentimientos, sus dichos agudos. La parte que podría llamarse novela solo sirve de marco a este vasto cuadro que me he propuesto bosquejar».
Y que dibuja Vd. a grandes rasgos, con una verdad, con una profundidad de miras, con una intención filosófica.
-«Mr. de Lavigné, el traductor francés de
mis cuadros populares me escribió: no traduzco vuestras
novelas por la invención, sino por la intención...
Mi intención supera mucho a la de hacer novelas...
Es la rehabilitación de cuanto con grosera y atrevida
planta ha hollado el nunca bien ponderado siglo XIX.
Rehabilitación de lo santo, de lo religioso, de las prácticas
religiosas y su alto y tierno significado; de las costumbres
españolas puras y rancias; del carácter y modo de sentir nacional,
de los lazos de la sociedad y de la familia,
.
Pero Vd., Fernán, pinta en
-«Estoy persuadido que todas las más hermosas sátiras,
género tan universal y en que han sobresalido tanto ingenios superiores,
no han servido de nada; ni han hecho germinar ningún buen sentimiento,
y sí solo el malhadado desprecio del hombre hacia el hombre. Muy al contrario
las referencias de lo bueno y de lo noble despiertan en nosotros sentimientos
análogos, los ponen en circulación, los inoculan...»
.
Por eso las novelas de Vd. son dechados de moral,
en tiempo en que otros novelistas se encargan de la destrucción de
la sociedad degradando la familia. Por eso mereció Vd. que la autoridad
-Vd. me alaba demasiado.
No, Fernán: nadie ha pintado con tanto acierto la vida íntima,
las escenas del hogar doméstico, las costumbres populares. Nadie ha
comprendido tan bien como Vd. el mérito de acciones que pasan desapercibidas,
la razón de ciertas prácticas, la filosofía de ciertos dichos vulgares. Cuando
nos pinta Vd. una escena terrible, ¡qué más terrible que sus descripciones!...
La paz doméstica, la felicidad conyugal tienen en su pluma un intérprete digno.
¡Y cómo describe Vd. la dulzura, el candor de los niños, sus juegos y sus gracias infantiles!
En medio de estas escenas viene a sorprendernos un pensamiento de alta esfera, lleno de filosofía
de profunda moral y del puro espíritu del Evangelio. Y ese pensamiento es tan natural y se deduce
tan lógicamente, y estaba tan cerca de nosotros, y nosotros ¡ciegos!, no lo veíamos...
Pero Vd. lo descubrió con su vista de águila y
-Como se conoce que es Vd. mi amigo. ¿Y era Vd. el que no quería escribir un prólogo? ¿Qué más prólogo que este?
Pues bien... imprímalo Vd.
ANTONIO CAVANILLES.
Hélas, sur mon froid monument, l'eau du ciel tomb tristement, mais de vos yeux pas une larme. CASIMIRO DE LAVIGNE.
«Su alma era como el cristal, la empañaba un soplo, la traspasaba un rayo de sol, un choque la hubiese quebrado: almas de ángeles que tienen su mayor mérito en ignorar lo que valen; que no lloran sobre él, sino sobre el dolor, que es herencia común».
EL AUTOR.
«¡Dios! ¡Ten piedad de nosotros!».
Tal era el grito que con débil y exhausta voz repetía
una infeliz mujer, que yacía moribunda en el ahogado camarote de una fragata, que en el golfo de las Yeguas
corría una horrorosa tempestad.
Era de ver cuál el barco, que en el océano parecía lo que un grano de arena en los desiertos de África, era el juguete, de las olas. Ya empujaban su costado y lo doblaban a punto que parecía que rendido en la lucha, caía de una vez para no volver a levantarse; ya le abrían un abismo en que se hundía precipitado por su propio peso; ya pasaban por cima de él olas espumosas, como una garra con blancas uñas que alargase la mar para asir su presa: ya reventaban azotando sus costados, pareciendo decirle en sus bramidos; ¿no eres peña, y resistes? El barco luchaba cediendo, pero sin desmayar, imagen de la perseverancia que padece sin desalentarse... y camina!
Habíanse recogido todas las velas, y los masteleros con sus vergas, y las innumerables cuerdas que de ellos pendían, se alzaban como mujeres, que con el cabello suelto y los brazos abiertos, pidiesen al cielo misericordia. Pasaban y repasaban por éste negras nubes, frunciendo el ceño, respondiendo con truenos al mar, que rugiendo se empinaba como para desafiarlas o arrebatar al cielo sus estrellas. Sobre cubierta se notaba un asombroso fenómeno: el horizonte, que es en el mar la senda, la esperanza, la libertad... había desaparecido. El barco estaba preso entre sombrías murallas de agua de una altura espantosa, que unas a otras se lo arrojaban como un volante.
-¡Dios tenga misericordia de nosotros! -repetía la infeliz- y nadie respondía a esa tenue y angustiada
-¡Jesús! -decía la infeliz-: ¡morir así! Sin un sacerdote que auxilie y anime mi espíritu, que traiga a la muerte como una libertadora amiga bajo sus auspicios... sin un médico que alivie en algo mis padecimientos. ¡Oh! El reo a quien ajustician es más feliz que yo! Hácenle dulces sus últimos pasos a la muerte; arrulla su último sueño una inmensa simpatía! ¡Dios mío! ¡Sola... sola! Ni una mirada de compasión, ni un adiós! ¡Y esta hija mía que va a perecer al lado del cadáver de su madre, en este seguro naufragio! ¡Duerme, ángel mío, duerme!... Tú que no sabes aun lo que es el peligro, la angustia, la orfandad, la agonía, la muerte, ninguno de los horrores de la vida! ¡Madre mía de las Lágrimas, cuyo nombre lleva, salvadla de este naufragio... amparadla en su orfandad!
Espantosa se dejó oír en este momento la voz del trueno; una fuerte sacudida que recibió el barco, hizo crujir sus entrañas, como si hiciese un jadeante esfuerzo para no sucumbir. Silbó la ráfaga entre las cuerdas y jarcias, cual si cada una de estas fuese una serpiente.
-Roque, Roque, -gimió la infeliz-, ¡que me muero!
Entró entonces en el camarote un hombre alto, seco, de estructura huesosa; tenía la fisonomía vulgar, el sello ordinario e inequivocable que parece la naturaleza crear a propósito para el hombre soez enriquecido. En su cara descarnada eran salientes y angulosas sus quijadas, y su frente, que sombreaba a la par de unas cejas espesas, unos ojos redondos y pardos, desviados como dos enemigos. Su boca grande apretaba entre sus labios delgados, por un constante hábito, un puro, cuyo continuado uso había tostado los bordes de unos dientes cortos y anchos. Su tez era de ese moreno subido, sucio y bilioso que imprime el sol de los trópicos con los males físicos que origina a los europeos, y que inocula la fiebre del oro con el ansia y desasosiego que trae consigo.
-¿Qué quieres, mujer? -dijo al entrar-, ¿crees que con este temporal nadie pueda atender a nada? ¡Calla, con mil de a caballo! Si quieres algo ¿por qué no llamas a este animal! -Añadió dando un puntapié a la negra, que no se movió.
-¡Es que me estoy muriendo, Roque!
-No serás la sola; que creo vamos a perecer todos, por vida del... ¡maldito sea!...
-¡Calla, calla, Roque! No eches maldiciones a dos pasos de la muerte:
pero oye mis últimas palabras. Roque, siempre fuiste áspero y duro para conmigo,
me sacaste de mi país y me embarcaste contra mi voluntad, y tan enferma ya,
que los médicos te anunciaron que no resistiría la travesía: ¡todo te lo
-¡Droga con la tonta esta! -repuso D. Roque-, ¡y los momentos que busca para echarme un sermón sin paño, y recomendarme a mi propia hija!
-¡Es que son los últimos de que puedo disponer, Roque, pues me estoy muriendo!
-¡Sí, como siempre! Pero si tú puedes disponer de ellos, yo no, que el capitán me está llamando, porque todos tenemos que dar a la bomba.
Diciendo esto subió D. Roque dando trancadas por la escalera.
Su infeliz mujer le oyó alejarse; vio a la negra que seguía inerte; miró a su hija que seguía durmiendo; que la inocencia, cual la santidad de un Dios hombre duerme tranquela entre las borrascas. Quiso la moribunda solevantarse para exhalar su alma en un beso y una bendición sobre la cabeza de su hija, pero no pudo, y el pequeño movimiento que hizo le produjo un vahído con grandes congojas, en que con redoblada fuerza sonaban en sus oídos los horribles mugidos de la mar y los agudos bramidos del viento.
-¡Madre mía de las Lágrimas! -murmuró en un momento de despejó que siguió e hizo intervalo en su agonía-:
¡Madre mía, todo mi consuelo y refugio! Tú serás la mediadora de tu devota para con el Todopoderoso,
que por ti se unió a nosotros. A Dios rogamos,
De allí a un momento se sintió tal balance, que la niña despertó, y oyó entre sueños a su madre que murmuraba:
Abrázome con los clavos y me reclino en la Cruz, para que siempre me ampares, dulce REDENTOR JESÚS.
La niña, a quien desde que supo articular sonidos, su madre había enseñado esa santa oración, repitió entre sueños:
Para que siempre me ampares, Dulce REDENTOR JESÚS.
Y ambas se durmieron; pero la una... ¡para no volver a despertar!
A ambas amparó Jesús según se lo había pedido,
pues algunas horas después la tempestad había calmado un poco. Bajaron el capitán y pasajeros a la cámara,
para tomar algún alimento, pues había veinte y cuatro horas que nadie había pensado en alimentarse.
Encendieron y llevaron luces a los camarotes. En el que ocupaba la señora, hallaron a la negra que
-¡Dios nos asista! -gritó el camarero al entrar con el farol-, ¡la señora ha muerto!
-¿Que ha muerto? -exclamó el capitán arrojándose al camarote, palideciendo aquel rostro de valiente marino que el huracán dejaba impasible, que el peligro no alteraba, ante aquel suave, silencioso y abandonado cadáver.
-Más ha muerto de miedo y de aprensión que otra cosa, -dijo D. Roque que había seguido al capitán-. ¡Viajar con mujeres!... A esto se expone uno. Poco me ha hecho pasar en gracia de Dios en la travesía con sus melindres y sus quejumbres: y ahora corona la obra. ¡Si se le metió en la cabeza que no había de pisar la tierra de España!
Esta fue la oración fúnebre que hizo a la pobre mártir, aquel que al fuego lento de durezas y despotismo, la mató; porque ese hombre al casarse con ella, suave criolla habanera, dulce, flexible y criada con mimo, como las cañas de su ingenio, la miró y contó solo como un gravamen o censo anejo a los cien mil duros que la dio en dote su padre, un rico mercader de la Habana.
Al oír el ruido que hicieron los que entraron, la niña se había despertado,
y se sentó sobre la cama; la negra se había puesto en pie y ambas fijaban sus
-¡Mi ama! ¡Ay mi ama, mi ama!
-Calla, bestia, -le dijo D. Roque-, ¿no hay estruendo bastante con el de la tempestad? Si te vuelvo a oír, a fe de Roque que te haga callar. Capitán, añadió, ya esto no tiene remedio, ni aquí hay nada que hacer; bajemos el entrepuente para ver si se han mojado mis cajones de cigarros. ¡Quinientos cajones! Que representan un capital de quinientos mil reales. ¡Droga! ¡Si se han averiado, hice un viaje a China!
Colgó el camarero el farol en el techo del camarote,
y todos salieron, menos la negra y la niña que se sentaron sobre una
cama frente a aquella en que yacía el cadáver. La negra, después de llorar
con muchas lágrimas, como lloran los niños, y como se lloran las primeras
penas de la vida, se quedó dormida como aquellos. Pero la niña derecha e inmóvil
con sus grandes ojos negros desmesuradamente abiertos, los fijaba sin pestañear en
el cadáver de su madre, el que por efecto de las vueltas que daba el farol,
movido por los balances del barco, tan pronto aparecía plenamente alumbrado,
y como salir de las sombras e ir al encuentro de su hija; tan pronto ocultarse
en ellas, como en lo pasado, como en el olvido, como en el misterio. -¡Madre!,
¡madre! -decía de cuando en cuando la niña con queda y temerosa voz...
Esto pensaba porque el cadáver, mecido por los violentos balances del barco, tan pronto se volvía hacia su hija como para mirarla con sus apagados ojos que nadie había cerrado, tan pronto iba a pegar violentamente contra las tablas del opuesto lado. Era este un horrible cuadro de muerte y abandono en una lúgubre noche de tempestad, en que era juguete de las olas el cadáver de aquella desgraciada, a quien su triste destino negaba hasta el tranquilo y santo rincón de tierra en el que descansan los muertos, que consagran las oraciones y custodian el respeto y los recuerdos.
La niña no se daba cuenta de lo que pasaba; no sabia lo que era muerte, ni lo que era peligro; y no obstante un instintivo horror le hacía asombrarse de cuanto la rodeaba y estremecerse de los gemidos del viento, de los bufidos del mar, y del hosco silencio que guardaba su madre. Así, sin ideas para definir, ni voces para expresar lo que por ella pasaba, como suele suceder a los niños a quienes Dios dio en compensación madres que los adivinan, la pobre niña fue absorbiendo en su alma una sensación de horror y de angustia que habían de impregnarla para siempre en su tinte lúgubre y de su impresión tétrica: Sonaban en su alma como vagos y confusos recuerdos, las palabras que había oído a su madre cuando se había embarcado.
Había dicho la infeliz al acostarse en aquel lecho:
-¡Sí, sí! Éste será mi féretro: ¡aquí yaceré triste y abandonada, sin un cirio que dé decoro al cadáver y sufragio al alma! ¡A Dios, pues, para siempre, mi suave país, verde y rico como la esperanza! Te dejo por la exhausta y caduca Europa, caída en infancia, cubierta de ruinas y llena de recuerdos, que son las ruinas del corazón. ¡A Dios mis árboles altos y frondosos, que no taló aun la mano de los hombres! ¡A Dios mis puros ríos, cuyos cristales no enturbian ni esclavizan aun las construcciones de la invadiente industria! ¡A Dios mis espesos manglos, que crecéis fuertes y serenos en la amargura de las aguas del mar!... No he podido imitaros... y sucumbo en la amargura en que vejeta mi existencia.
Esto recordaba la niña como si oyese a lo lejos los sonidos apagados de un solemne
La niña dio un grito desesperado, y se abalanzó a tirarse al mar tras de su madre.
El capitán tuvo la suerte de poder asirla por el
-¡Estamos bien, -dijo D. Roque-, se acaba con la una, y se empieza con la otra!
La niña seguía muy enferma cuando llegaron Cádiz, donde pensaba fijarse su padre D. Roque la Piedra. Los facultativos consultados declararon que siendo el temperamento de Cádiz notoriamente conocido como nocivo a afecciones de pecho, se debía alejar de allí a la niña, que con una constitución débil, un sistema nervioso fuertemente atacado, y un principio de asma, estaba en el mayor peligro de volverse ética.
Parecía natural que con este motivo, D. Roque, dueño y árbitro de sus acciones, hubiese pensado en otro punto para establecerse.
Pero no fue así. Cádiz convenía a sus miras de especulación,
y por tanto se contentó con escribir a otro
Preciso es, aunque no agradable, hacer una pequeña biografía de los compadres que van a salir a luz en esta historia, porque es necesario tener algunos antecedentes de las gentes con las que se va a entrar en contacto. Tanto más necesario es esto, cuanto que es probable que al presentarse a la vista del lector un viejecito pobre, triste y llorón, con todas las señales de la miseria, claras y patentes en su exigua persona, quisiera darle una limosna, que no dejaría de tomar; lo que sería un pecado mortal.
Era D. Jeremías Tembleque,
el compadre que aguardaba D. Roque, primitivamente un basurero.
Hallose un día en el elemento que manejaba un bolsillo
lleno de oro. Un momento después le alcanzó
la criada que había vertido el inmundo canasto en que
En este santuario se formaron los primeros lazos de estrecha amistad entre el dueño del establecimiento y un gastador de un regimiento, jugador y pendenciero llamado Roque la Piedra. De esto había veinticinco años. Tenia, entonces Roque veinticuatro años y Jeremías treinta y cinco. Desde aquella época había sido el primero a los ojos del segundo, el guapo hermosete y jaquetón gastador en el que todo admiraba Jeremías menos el nombre[2] D. Roque por su lado siempre miró en Jeremías el miserable y servil tabernero.
Andando el tiempo, habían hecho
ambos fortuna,
La mulata murió con el mismo
Estos dos entes
malignos y despreciables a quienes nadie decente en la Habana
miraba siquiera a la
¡Europa, Europa! Hija mía, te ha dado por el dinero, como a una vieja, y te vas volviendo todo lo sin gracia de un avaro: te aviso para que te enmiendes, que eso no le pega a una noble matrona como tú. ¿Qué dirá el Asia? El Ganges no querrá mezclar sus aguas con las de tus ríos, y hará bien.
Don Jeremías había llegado a Cádiz cuatro años antes que su amigo. Cuando se vio este triste carcelero de sus doblones sin la renta fija que le proporcionaba su consorte, y sin el apoyo y consejo que le suministraba su compadre D. Roque, no supo qué hacerse. Encontrábase como una nave a quien faltasen a un tiempo la velas y el timón. No se atrevía a emplear sus capitales, y aguardaba siempre mejor ocasión sucediéndole lo que a aquel otro con un corte de pantalón, que no se hacía nunca esperando la última moda.
En Cádiz le propuso un corredor comprar casas, pero como era cosa muy factible que las olas se tragasen a aquella temeraria ciudad, que como una gaviota se ha plantado sobre una peña rodeada de mar, D. Jeremías declaró aventurada la empresa. Sentándole mal el agua de aljibe, se puso sus zapatos de paño, y acompañado de un negro y de un baúl pelado, que era todo su equipaje, se fue al Puerto de Santa María.
Allí le ofrecieron
comprar vinos y criarlos para la
Allí le ofrecieron comprar una magnífica viña del pago en que se cría la uva que da el vino que bebe el Emperador de Rusia, el de Austria y la Reina de Inglaterra. D. Jeremías se halló seducido por la viña que criaba tales vinos, casi tanto como por su mulata.
El negocio marchaba
arrastrando tras sí a nuestro D. Jeremías como
un vapor que remolcase a un pontón. Las onzas, conmovidas
por un alegre presentimiento de
-¡Jesús! -exclamó-, estas cepas tan chicas son retoños, y están secas.
Le explicaron que tenían ese aspecto por estar podadas según la costumbre del país, y que eso mismo las haría meter con más fuerza en la primavera.
-¿Y si no meten? -dijo Jeremías echando a correr como el que huye de una mala tentación.
Sentándole mal las aguas gordas de Jerez, y desesperado por el mal éxito que tuvo una mina en que se había interesado, se puso D. Jeremías sus zapatos de paño, cargó con su negro y su baúl, y se fue a Sevilla.
En Sevilla le hallamos establecido en una de las callejuelas
de los
Era un palacio de que podía
hacerse dueño por la módica suma de cuatro
reales diarios, lo que en el mes de febrero le proporcionaba
el ahorro de ocho reales. Cabían en él, sin
estar muy apretados, D. Jeremías, su negro y su baúl.
Era este palacio, no de origen árabe, sino, al parecer,
anterior. Los ladrillos del pavimento, a imitación
del hombre, polvo fueron y polvo se volvían, formando
así un suelo escabroso como el de una sierra. Las
puertas aseguraban a unos blancos remiendos que les había
incrustado el carpintero sobre lo apolillado, que en sus
buenos tiempos habían sido pintadas y revestidas de
un uniforme azul como un general; los remiendos las miraban
de soslayo con los negros ojos con que los había gratificado
el carpintero, y por respeto a sus años, no les decía
que mentían. Los cristales de pequeñas dimensiones
que tenían los postigos, decían a las rejas
con añejas reminiscencias que habían sido
Pero faltaban los muebles; aquí fueron los apuros, cálculos y cavilaciones. ¿Qué había de hacer? Se fue D. Jeremías a pensarlo a las delicias de Arjona.
¡Arjona! ¡Bienhechor de Sevilla! ¡Tú que has dejado tan profundas huellas de tu celo e ilustración, que no borrará y antes sancionará el tiempo; diestro innovador y digno gobernante! Vayan estos cuatro renglones a probarte que si los árboles que plantaste coronando a Sevilla con una fresca guirnalda siguen floreciendo, no se han ajado tampoco en los corazones los agradecidos recuerdos con que a su vez coronan tu memoria.
¡Cuántas cavilaciones han abrigado aquellas perfumadas sombras! ¡Cuántas almas tiernas y elevadas habrán poetizado con los ruiseñores por aquellos senderos, en que el árbol cobija al arbusto, el arbusto a la flor, y la flor al césped! ¡Pero cuántas veces también le han profanado la langosta y el hormigón! ¿No podrían irse los Jeremías, las langostas y los hormigones a dar su paseo al Perneo? ¡Qué importuna pretensión en tiempos de igualdad y comunes derechos!
Volvamos a mi héroe. Nos ha dado por las digresiones: en otro capítulo diremos el porqué; que por ahora tenemos que referir el resultado de las cavilaciones del más caviloso de los cavilosos.
Fue este el irse al día siguiente
a las callejuelas de Regina. Si eres tan desgraciado, lector,
que nunca hayas estado en Sevilla, te compadecemos en primer
lugar; y en segundo te diremos, que las callejuelas de Regina
son un respetable club, un distinguido casino, un ilustre
liceo de baratilleros. Cuanto allí se muestra a la
vista del público, merece llevar la cruz de San Hemenegildo.
Allí atrae el
Lo mismo habéis hecho vosotros, ilustrados novadores; habéis fabricado ese atroz barniz de pesada ilustración, que sobre todo se extiende como un brillo facticio, como una mentira. Ahora que veis tanta deformidad, lo lloráis. ¡Amigo; como ha de ser!
Tú te metiste fraile mostén, tú lo quisiste tú te lo ten.
Las cosas bien hechas, bien pulidas, sacan ellas mismas su brillo, pero lo facticio, ¡qué horror!
D. Jeremías gastó mucho tiempo, mucha parola, muchas negociaciones, pero muy poco dinero, en adquirir para su palacio el siguiente regio ajuar.
Una docena de sillas maltratadas por la suerte y esperando ya la muerte, pero de un verde apio, el más fresco de los que cría la primavera.
Un sofá, cuyos cojines de un coco o
percal que había sido negro y se volvía blanco,
como le sucede a los caballos tordos, estaban rellenos de
hojas de maíz, lo que proporcionaba la ventaja al
que se sentaba en él, de recordarle el campestre susurro
que forman en las huertas movidas por la brisa. Pero como
Iacute;tem más: una mesa de escribir, con una pierna
postiza, un poco más corta que las otras tres, y un
tintero de peltre, con los petrificados restos de una tinta
del siglo pasado; un velón de hoja de lata bastante
bien conservado, una copilla de candela elegante por la sencillez
de la materia y de la hechura, fabricada en Medina; platos
Es tal el brillo que da el dinero hoy en día, la consideración, el aprecio, el respeto, y la admiración que inspira, la ilusión que lo rodea, la atracción que ejerce, lo que deslumbra y hechiza, que es preciso ser ciego para no ver renovada la idolatría del becerro de oro. Al ver un Nabab, no hay cabeza que no se incline humildemente; y no son las menos agachadas las de los que pregonan con más furor que es contra la dignidad inclinarla ante la mitra y el cetro.
Este servilísimo homenaje tributado hoy día
al dinero, es tanto más extraño, cuanto que
o lo disculpan siquiera los beneficios y ayudas que deberían
emanar de la riqueza, no sólo porque es ley evangélica,
sino porque es una obligación de la razón,
y basta de provecho mutuo. Un rico de los modernos,
Un proyectil
así se llama en francés,
Esta ha sido una digresión larga cual abril y mayo: pero como dice
No sabemos, lector, si hallarás
que abusamos en esto de tu paciencia, porque el autor y el
lector están
Volvamos a nuestro asunto. Hay otra cosa que contribuye a poner a los ricos en el pináculo social. Ésta tiene algún mérito, porque es un resto de pudor, que haciendo a la generalidad avergonzarse de la vil materia del ídolo que ensalzan, pone el elogio en sus labios para adorarlo con él.
Este subterfugio ha enriquecido el caudal de sinónimos que ya teníamos, y deberán añadirse en una nueva edición a los de Huerta. Son estos los siguientes:
Cien mil duros
-significa-
Trescientos mil -significa-
Quinientos mil -significa-
Un millón -significa-
Cuando se pasa al
Encontráronse un
día, poco después de la llegada de D. Roque
la Piedra a Cádiz, en la calle Nueva, dos señores.
Era el uno alto, grueso, colorado, gastaba gafas de oro,
y la echaba de importante y elegantón; era corredor,
y se llamaba D. Trifón Rubicundo. El otro, que acababa
de desembarcar del Trajano
Era éste calificado en
la categoría de los sinónimos mencionados entre
-¡Hola... D. Jeremías! ¿Tanto bueno por acá?
-dijo el corredor al recién llegado-. ¿Viene Vd. a
ver a su amigo D. Roque la Piedra? ¡
Es de advertir que D. Trifón Rubicundo había
ido a ofrecer sus servicios al
-Sí, sí amigo D. Trifón, -respondió el recién llegado-, vengo a ver a ese compadre mío, que es un guapo chico que sabe más que Merlín, y trae sus riñones bien cubiertos; no como yo, D. Trifón: yo no he tenido la suerte que él. La enfermedad de mi mujer antes de venirme, ¡pobrecita! (¡Qué mujer, don Trifón! ¡Cinco juntas de médicos tuve; seis hubiese tenido con tal que, no se me hubiese muerto!) Un entierro que fue sonado, mi enorme pérdida en el banco de Nueva-York, (nueva Sierra Morena!) ¡Malditos yankees, más ladrones que Geta! Desde que llegué aquí... pérdidas. En Jerez, (infames jerezanos) me metieron en una mina, no en la mina, sino en ser accionista...
-¿Y cómo fue Vd. tan inadvertido? Si fuese para las de Almería, esas sí; para esas tengo acciones que ofrecer a Vd., una ganga; son de un sujeto que marcha a Filipinas, y así...
-Si me habla Vd. de minas,
echo a correr. Don Trifón, mi enemigo, ¿no estoy diciendo
a Vd. que perdí diez mil reales? Me metí en
ella, porque lo hizo D. Judas Tadeo Barbo; un
-¿Qué son para Vd. diez mil reales, D. Jeremías? Una miseria, una bicoca, un grano de anís.
Don Jeremías se puso a dar vueltas a derecha e izquierda, y a dar con su bastón en el suelo repitiendo:
-¡Diez mil reales miseria! ¡Bicoca! ¡Grano de anís! ¿Ha perdido Vd. la chaveta, D. Trifón de todos los diablos? ¿Dónde entierra Vd., D. Magnifico? ¡No digo yo que esta gente de Cádiz escupe por el colmillo! ¡Andaluces por fin, andaluces!
-No se nos venga Vd. aquí achicando, D. Jeremías. Vamos, vamos, que el amor y el dinero no pueden estar ocultos, y aquellas letritas sobre los hermanos Castañeda y compañía...
-Calle Vd., calle Vd., me está Vd. comprometiendo, D. Trifón de todos los demonios, cotorra mercantil. ¿Lo ve Vd.? ¿Lo ve Vd.?
Esto decía señalando a un chiquillo, que por ganar cuatro cuartos se empeñaba en llevarle un horroroso pañuelo de algodón a cuadros, atado por los cuatro picos, en el que traía D. Jeremías todo su equipaje.
-Te he dicho que te largues, holgazán,
gritaba el avaro. ¿Crees acaso, garrapata, nigua, sanguijuela,
que estoy tan mal con mi dinero que te había de
Don Jeremías levantó el palo; el chiquillo echó a correr sacándole la lengua.
-¿Sabe Vd., -preguntó el corredor-, si
su amigo de Vd., el señor D. Roque, que ha tenido
en este pueblo hospitalario la acogida que se merece
-¡Jesús! ¡Jesús! Nada sé; -contestó D. Jeremías despavorido; tanto le asombró la idea de poder comprometerse en la respuesta que diese.
-Es que en ese caso tendría que proponerle un excelente negocio; puede que también acomodarse a usted, D. Jeremías.
-¡A mí no, no, no, y no! Amigo mío, si es cosa de dinero que desembolsar, no tengo un real disponible, ni un cuarto, ni un maravedí.
-Son pagarés a descontar a un año de plazo y a 12 por 100.
Los tristes ojos de D. Jeremías se pusieron a bailar el fandango.
-¿Con hipoteca? -exclamó-, ¿con garantías?
-¡Ah! No, señor: esto no se acostumbra aquí en Cádiz, donde el giro marcha libre y confiado sobre su base honorífica, el crédito: basta la firma que inspira más confianza que la hipoteca.
-Pues entonces a otra puerta,
amigo Trifón: la confianza no me inspira ninguna,
el crédito no me acredita nada, la firma es un papel
mojado aunque
Don Jeremías, que sabía que su compadre no le ofrecería de almorzar, entró en un mal café o medio bodegón, y pidió una taza de caldo, que parecía agua de fregado, en el que migó un poco de pan. Después de concluir su almuerzo, pasó el viajero a casa de su amigo.
-Conque, -dijo D. Jeremías a D. Roque, después de darle la bien venida-; conque, compadre, ¿se establece Vd. aquí? Por mí, harto me pesa de haberme venido de allá; echo cada día más de menos a mi Pepa; a mi mujer. Vd., compadre, ¿perdió la suya en la travesía?
-Sí, creo que se murió aquella testaruda que no quería venir a España, por salirse con la suya y darme ese chasco, -respondió D. Roque.
-¡Qué chasco, compadre! Ya que lo hizo,
bueno es
-¿No le fue a Vd. bien aquí? -dijo interrumpiendo las lamentaciones de Jeremías, D. Roque.
-No compadre; vivir en Cádiz cuesta un sentido.
-¿Y en el Puerto?
-No se hace nada, nada; si no pasear en la Victoria, que parece un palacio encantado.
-¿Y en Jerez?
-¡No me hable Vd. de Jerez! ¡Un
hato de bribones compadre!... Me armaron una con una mina
-Ya, pero...
-¡Qué pero, ni que camuesa! ¡Digo a Vd. que no los volveré a ver nunca más!
-¿Pero en lo demás?
-Los tengo que contar con los muertos, lo mismo que a mi mujer.
-Me han dicho que hay giro...
-Lo mismo que si los hubiera echado por la ventana.
-Me han asegurado que aquel viñedo...
-Ningunas, ni las más remotas esperanzas; ¿cómo? ¡Si la mina está abandonada!
-¿Y valen mucho las viñas?
-¡He visto la gran boca por donde se tragó esa
-Es, -dijo D. Roque-, que pensaba comprar una viña a uno que está ahorcado
-¡Jesús, Jesús, compadre! -exclamó
D. Jeremías-, se pierde Vd. miserablemente: ¡Vd. no
sabe lo que son los jerezanos! Ya saben a su casa;
La cara de D. Jeremías se puso aun más compungida.
-Pues ¿qué le sucede a Vd., compadre? -preguntó D. Roque.
-¡Que no sé que hacer con mi dinero! -exclamó D. Jeremías en tono desesperado y levantando sus manos por cima de su cabeza.
-Vamos, vamos, no se apure Vd., -respondió Don Roque-, ya veremos dónde colocarlo.
-Y cuatro años de intereses perdidos por haberlo tenido parado, ¿quién me los resarce?
-Su culpa es; a nadie tiene Vd. que quejarse, ¿por qué es Vd. tan encogido y medroso? Amigo, el que no se arriesga no pasa la mar. Finque Vd.; que las fincas están baratas.
-¡Fincar!... ¡fincas! -exclamó el avaro horrorizado-, que con las terribles contribuciones no dan, bien comparadas, esto es, en la tercera parte de su valor, ¡un cinco por ciento!... ¿me quiere Vd. arruinar?
-Póngalo Vd. a premio con hipoteca.
-Para que me obliguen a quedarme con la hipoteca, para que haya pleitos; -añadió estremecido el avaro-; ¿me quiere Vd. asesinar?
-Pues póngalo Vd. en un banco.
-¿En un banco? Vamos compadre; veo que usted quiere burlarse de mí. ¿No sabe Vd. lo que he perdido en el banco de Nueva-York? Yankees del demonio, asaz peeres que los indios bravos, que los negros cimarrones y que los piratas malayos...
-¿Quiere Vd. comparar los bancos de allá con los de Europa, compadre? No sea Vd. pusilánime en su vida. Yo he puesto cien mil duros en el banco de Francia, ponga Vd. los sesenta y tanto mil que debe tener usted por mi cuenta aquí parados. Cuando vengan los otros sesenta que le quedan a Vd. que cobrar allá, podrá darles otro destino.
-Chitón, chitón, -sopló D. Jeremías asustado, poniendo un dedo sobre la boca-: nadie le pregunta a usted lo que tengo; las paredes tienen oídos, y Vd. un vocejón que parece de sochantre, compadre.
-No hay en la casa sino la negra y la niña; -dijo D. Roque.
-La negra y la niña, -repuso D. Jeremías
acercándose
-Haga Vd. lo que le digo, hombre de Dios, -prosiguió D. Roque-; y si no, va Vd. a tener ese dinero para mientras viva.
Don Jeremías se puso
a temblar como si se le hubiese entrado el frío de
una terciana; pero no rechazó del todo la idea. La
iba cogiendo y soltando como un gato una sardina puesta sobre
unas parrillas. Al cabo de tres días y tres noches
de combates y angustias, en las que ni comió ni durmió,
se decidió por fin a seguir el consejo de su amigo,
y al cuarto partió llevándose a la pobre niña,
su ahijada, de la que no se ocupó el
La niña iba convulsa y hecha un mar de lágrimas, no por separarse de su padre, delante del cual temblaba, sino por dejar a la negra estúpida y amilanada, que al fin era el único ser que desde la muerte de su madre no la repulsaba, y por el espantoso horror que le inspiraba la mar.
Cuando ancló el vapor en Sanlúcar para recibir pasajeros, estaba la infeliz niña tendida en su camarote, más muerta que viva. Su mal aumentado con las ansias del mareo y con su miedo, la habían puesto en un estado que daba compasión. Allí se embarcó una señora joven y hermosa con un caballero de edad y una niña de ocho años. Esta se puso a escudriñarlo todo.
-Quiero ver este camarote, -dijo-, empujando la puerta del en que estaba Lágrimas.
-No, Reina, -le dijo la madre-, está cerrado y tendrá dueño.
-Pues quiero verlo... quiero...
-Niña, -dijo el caballero anciano-, no siempre en el mundo se puede hacer lo que se quiere.
La niña, por respuesta, daba vueltas al pestillo, hasta que consiguió abrirlo.
-¡Qué picarilla! -dijo la madre-; en metiéndosele algo en la cabeza, no para hasta salirse con ello.
-¡Dios quiera que no le pese a Vd. algún día lo que ahora le hace gracia, Marquesa! -repuso el caballero.
-¡Madre, madre! -gritó su hija-: mirad, mirad a esta pobre niña... está mala y sola; ¡pobrecita, pobrecita!
La Marquesa acudió al camarote, y halló a su hija que abrazaba y besaba a la pobre Lágrimas, que parecía un cadáver.
-¡Pobre niña! -dijo la Marquesa-. ¿Con quién vienes?
-Con mi padrino, -respondió en voz casi ininteligible la niña.
-Que es un pícaro infame que te deja así mala y sola, -dijo Reina.
-Reina, Reina, eso es muy feo, y no se dice, -dijo su madre.
Pero la niña había
desaparecido, y pronto volvió
-Toma, toma bizcochos y café, pobrecita mía, que es bueno para el mareo, -dijo Reina-. ¿Buen padrino tienes! Si le veo arriba, le doy un empujón para que se caiga al río.
-Reina ¿no podías haberme avisado, y no ir tú por el café? -dijo el caballero.
¡Qué avisar! -repuso esta-: hubiese Vd. echado dos días, D. Domingo.
-¡Qué corazón tiene esta hija mía! -dijo la marquesa de Alocaz, cubriendo de apasionados cariños a su hija.
Algún tiempo después estaban sentadas debajo del emparrado del jardín del convento unas cuantas niñas chicas. Nada podía verse más gracioso que lo eran sus posiciones, movimientos y ademanes. ¡Con cuanta razón se ha dicho que todo lo que lleva el sello de la gracia elegante y ascética, es una copia perfeccionada de la gracia de la infancia! ¿Consistirá esto en que esa gracia que nos encanta, sea el celestial reflejo de la inocencia?
Todas estaban muy ocupadas; unas
hacían un jardín con un arte que hubiese envidiado
Le Notre... figuraba en él una ramita de box, un naranjo;
una clavellina, una palma; en el centro un medio cascarón
Sólo una niña delgada y pálida, estaba sentada en una sillita baja y no se movía.
-¿Nunca quieres jugar, Lágrimas? -dijo una de las otras. ¿Te duele un pie?
-No, -respondió la niña.
-Pues ¿porqué no quieres jugar?
-¡Estoy cansada!
-¿De qué?
-No sé.
-Yo también estoy cansada, -dijo la cocinera, abandonando la olla a su triste suerte, como lo hacen otras de muchos más años.
-Yo también, yo también, -repetían las demás con aquella inconstancia propia de la edad en que nada interesa, ni aun los juegos.
-¿Vamos a contar cuentos?
-Sí, sí, cuenta tú, Maalena.
-Había vez y vez una hormiguita...
-Ese no, ese no, que le sabemos.
-Pues no sé otro, ea.
-¡Ay, mira, mira, un bicho! ¡Qué feo es!
-No es feo, es una chinita de humedad; en tocándola, se pone redonda como una bola, mira.
-¿Y porqué hace eso?
-Para esconderse.
-La voy a matar.
-Jesús, no, no, que
si lo ve Lágrimas va a llorar, y nos va a reñir
la madre Socorro por
-Pues yo haré que no llore; yo sé como.
-¿Tú? No es.
-Sí es.
-¿Pues cómo?
-Con una copla que yo sé, y se les canta a los niños para que callen.
-Cántala... anda.
La niña se puso a cantar en la más sencilla de las tonadas, puesto que no salió de una sola y misma nota:
Isabelita no llores que se marchitan las flores, no llores Isabelita que las flores se marchitan.
-Maalena, -dijo una regordetilla de carita rosada y bobilla- cuéntanos la historia del niño perdido, que es más bonita, ¡anda!
Maalena se sentó, sobre una regadera y empezó la historia del niño perdido.
Madre, a la puerta está un niño, más hermoso que el sol bello, y dice que tiene frío porque viene medio en cueros. Pues dile que entre; se calentará. ¡Ay! ¡Que en este pueblo ya no hay caridad! Entró el niño y se sentó; hizo que se calentara, y preguntó la patrona ¿de qué tierra? ¿De qué patria? Responde: señora, soy de lejas tierras. Mi padre es del cielo; madre es de la tierra. Estando el niño cenando, las lágrimas se le caen, -dime niño, ¿porqué lloras? Porque he perdido a mi madre. Mi Madre de pena no sabrá que hacer aunque la consuele mi Padre José. -Hazle la camita al niño en la alcoba con primor. -Que no se haga, señora; que mi cama es un rincón. Mi cama es el suelo en el que nací, y hasta que me muera ha de ser así. Apenas rompía el alba el niño se levantó, y le dijo a la patrona que se quedase con Dios; que él se iba al templo por que era su casa; donde iremos todos a darle las gracias.
Cuando hubo concluido Maalena, se volvieron las niñas a la niña pálida y le dijeron:
-Lágrimas, cuéntanos el cuento de la Flor del Lililá, ¡qué lo cuentas tú muy bien!
-Estoy cansada, -respondió la niña pálida.
-Anda, cuenta, no seas premiosa y con su cante y todo. Si lo cuentas, te voy por lechuguino al huerto para tu canario.
Con esta promesa, la niña que parecía tan caída, se animó, y contó como sigue su cuento.
Habíase
un Rey que tenia tres hijos, dos muy malos y uno muy bueno.
Todos los días venia a palacio una pobrecita a pedir
limosna, y los dos grandes ni le daban, ni le decían
siquiera
Los hijos dijeron que
iban a buscarla, y que no se habían de volver sin
ella, aunque tuviesen que ir hasta donde se levanta y hasta
donde se acuesta el sol. Salió el mayor, y se encontró
con la pobrecita que pedía, que era la VIRGEN, y le
preguntó si le podría
Cortó el niño la flor, y se puso en camino para llevársela a su padre. Pero a poco encontró a sus hermanos con los niños negros, que les dijeron matasen a su hermano para llevarles ellos a su padre la flor; y así lo hicieron los pícaros, y después de matado enterraron a su hermanito para que nadie lo viese.
En el sitio en que fue enterrado el
niño, nació un cañaveral, y un pastorcito
que apacentaba por allí sus ovejitas, cortó
una cana e hizo una flauta, y cuando
La niña se puso a cantar con una voz débil; pura y dulce como un suspiro sobre una sencilla, pero melodiosa y expresiva tonada:
No me toques, pastorcito, que tendré que divulgar, que me han muerto mis hermanos por la flor del Lililá.
Al pastorcillo le pareció el canto de la flauta una cosa tan rara y tan bonita, que se la llevó al Rey; más apenas la tenía en las manos el Rey, cuando se oyó el canto mucho más triste todavía, que cantaba:
No me toques, padre mío, que tendré que divulgar que me han muerto mis hermanos, por la flor del Lililá.
Cuando el padre conoció la voz de su hijo el más chico, se puso a llorar y a arrancarse los cabellos y mandó traer sus hijos mayores a su presencia. Estos al oír el canto de la flauta, cayeron de rodillas, deshechos en lágrimas y confesaron su delito. Entonces el Rey los condenó a morir. Pero de la flauta salió una voz, sin que nadie la tocase, que más suave que nunca cantó:
No los mates, padre mío, y ten con ellos piedad, que los tengo perdonado... ¡que es tan dulce perdonar!
Concluido que hubo la niña su cuento, las demás se esparcieron formando nuevos juegos, pero casi todas tarareaban en sus infantiles voces, que aun no podían como la de Lágrimas ceñirse a una melodía, en notas vagas, y sin precisión, que no tenían aun el freno de la voluntad, así como los pensamientos de entre duerme y vela, que lo han perdido, la canción del cuento de Lágrimas, mientras ésta con su voz aun más dulce y triste, seguía cantando:
Que les tengo perdonado... ¡Que es tan dulce perdonar!
Puso la niña su mano en su mejilla y cual si ella misma se hubiese arrullado con su canto, se quedó dormida.
-¡Angelito! -dijo al verla la madre Socorro-; la pobre niña no ha pegado los ojos en toda la noche. ¡Me da una lástima! ¿La sacaremos adelante, madre abadesa?
-Con la ayuda de Dios, hermana, -contestó ésta-. Hablad quedo, niñas mías, -añadió dirigiéndose a las otras niñas-, para no despertar a la pobrecita que no duerme de noche.
Las niñas se alejaron, se internaron en el jardín y empezaron a hablar de quedo, pero con esa graciosa falta de tino de la infancia, tan extremo de quedo, que no se oían unas a otras.
-¿A que no adivináis? -dijo Maalena que era la mayor, matrona ya de siete años.
-¿El qué?
-Una adivina.
-¡A que sí!
-Pues... ¿qué es un platito de avellanas que de día se recoge y de noche se derrama?
Todas se pusieron a meditar por casi medio minuto.
-Nosotras; -exclamó la gordiflona dando un salto que la levantó dedo y medio del suelo.
-Al revés me la vestí, -dijo la matrona-. Eres más tonta que Pipí, Josefita.
-Pues dilo tú, ya que lo sabes.
-Las estrellas, torpe.
-¡Qué no! Las estrellas no son avellanas.
-¿Pues qué son? Marisabidilla.
-Las lágrimas de María que se llevaron los ángeles al cielo; por eso son tantas que nadie las puede contar.
Las niñas se pusieron a mirar al cielo, en el que surcaban volantes nubarrones, cubriendo y descubriendo a su paso alternativamente la luna.
-¡Ay! -dijo la regordetita-, ¿no ves como se entra y se sale la luna en el cielo? ¿Qué le habrá dado?
-La estará llamando Padre Dios, contestó su vecina.
-Yo no oigo a su mercé.
-Tampoco lo ves
en la misa, y está, -dijo la matrona-, si lo viéramos
con estos ojos y lo oyéramos con estas orejas, -añadió
tirándole un tirón de las suyas a
La dueña de la oreja dio un chillido. La niña dormida se estremeció, y despertó sobresaltada: sus ojos negros estaban desmesuradamente abiertos y exclamó azorada:
-¡La mar! ¡La mar! ¡El tiburón! ¡El tiburón! ¡Madre! ¡Madre!
La monja tomó a la niña en sus brazos.
-Vamos, vamos, niña mía, -le dijo-. Sosiégate, es un sueño, una pesadilla. Tu madre está en el cielo con Dios, con los ángeles, con los santos, rogando por ti. Tú estás aquí con nosotras, que te queremos tanto: a tu lado está el Ángel de tu guarda; la mar y sus tiburones están muy lejos: no hay aquí sino la fuente de agua tan dulce y los pececillos colorados: ¡míralos, míralos como corren!
Ya que hemos ido a buscar la filiación de parte de los personajes que van a figurar en los eventos, (por cierto sencillos y cuotidianos), que vamos a referir, preciso nos será hacer lo mismo con los demás que vamos a poner en escena. Hacemos esto con tanta más razón, cuanto que más que eventos, pintamos sucesos; más que héroes de novela, trazamos retratos verídicos de la vida real.
Hay seres eminentemente felices y envidiablemente
dichosos. Son estos los que con una excelente salud, una
situación mediana, en la que nada ahorran, pero en
la que tienen su pan asegurado, alejando así esperanzas
doradas y temores negros, en un círculo limitado de
objetos y de ideas, sin conocer un libro ni de vista, sino
el catecismo, tienen la existencia
El siglo de las luces no es de este parecer; ¡peor para
él! No quiere existencias modestas y tranquilas; esto
es contra la dignidad de las luces y el
Así inocula a toda prisa este siglo la
Siendo este buen señor veterinario de un Regimiento, conoció en Galicia una gallega que valía y tenía su peso en plata, que no era poco.
Cívico, que era buen mozote, fue bien acogido cuando se presentó de pretendiente; con condición de retirarse del servicio, y de sentar sus reales y su banco de herrador en su pueblo. Apenas casado, murió su suegro; Cívico realizó la herencia, se trajo esta en buenas letras de cambio, y a su mujer en un charanguero a Cádiz, desde donde pasaron en amor y compaña a Villamar. El origen de este caudal heredado era el siguiente.
El abuelo de la novia tuvo dos hijos,
Tiburcio y
En esta carta
se firmaba el que la escribía, Bartolomé. Su
hermano Tiburcio, que atribuyó el
Si pur que fuiste a las Indias,te firmas Bartulumé, yu sin salir de Jalicia fírmume Tiburciomé.
Murió Bartolomé
y heredó Tiburcio
Este enlace fue feliz, porque ambos, él, a pesar de su necia fachenda echándola de ilustrado, y ella, a pesar de su genio tosco y mandón, eran dos buenas y honradas criaturas.
D. Perfecto, sobre todo desde que
había cogido en sus menos la vara que nadie en el
pueblo quería tener en las suyas, ostentaba un tono
sentencioso y doctoral, y enmendaba la plana al Gobierno
con un conocimiento de causa, una ciencia infusa pasmosa.
Tiburcia, aunque franca y jovial, no se dejaba intimidar
-Tiburcia, -le decía
a su mujer-, el que ejerce el
-Vaite a o demo, -respondía Tiburcia con su acento gallego-, en mi tierra el que cura las bestias se llama albéitar, y a mucha hunra: es verdad[3].
Pero llegó el día en que esta paz doméstica vino a perturbarse de una manera más seria.
Tenía
D. Perfecto fundadas todas sus esperanzas para el futuro
engrandecimiento de su estirpe, puestas todas las miras de
No daremos cuenta de los altercados que tuvieron en esta ocasión la mitad ilustrada y la mitad no ilustrada de este matrimonio, porque sería un nunca acabar.
-¡A estudiare! -exclamaba
con su buen sentido gallego Tiburcia-, estu es, a
Don Perfecto por primera vez en su vida se las
calzó. Era el que su hijo subiese a altas regiones
y figurase el
Así fue todo su conato hacerlas reverberar en la
imaginación algo obtusa de su hijo, y despertar en
él la
El niño, que
era de Villamar, que tiene tanta fama por ser la tierra clásica
de las calabazas vegetales, las llevó muy sendas metafóricas
en los diferentes exámenes que sufrió en su
carrera de estudiante barragán: lo que prolongó
mucho el tiempo de universidad. Cuáles no serían
las lamentaciones, imprecaciones y reconvenciones que salían
como de un fecundo manantial, de la boca de la
Pero todo lo sufría estoicamente el señor Perfecto Cívico con tal que su hijo entrase en la senda que conduce al ministerio. Estaba tan entusiasmado, que todo lo sacrificaba a fomentar la ardua empresa. Cada torozón que curaba, se convertía en el Derecho real, y las herraduras puestas, en un Destut Tracy, desesperando con esto a Tiburcia, que exclamaba desconsolada:
-Este humbre es un mal padre; un ladre de sus utros fillos, que non van a vere un cuartu de la herencia de mi tiu Bartulumé. Ven acá, humbre de Dios, ¿si tudus los albéitares mandan a fillos suyos a estudiare, quién curará las bestias?
-Los hijos de Marqueses, -contestaba pomposamente
Diciendo esto se envolvía el alcalde en su capa burda como en una toga, y abandonaba el mezquino y oscuro hogar doméstico.
En las primeras vacaciones que el estudiante vino a pasar
a su casa, se le notó muy
En estas primeras visitas, no tuvo Quela motivos para quejarse de la inconstancia ni frialdad de su novio; pero en cambio no le gustó oírle celebrar con entusiasmo a las muchachas de la fábrica de tabacos y ponerlas por modelo de gracia campechana. Tampoco le gustó el tufo a vino, inseparable compañero del estudiante lugareño. No obstante, siempre apegada y fiel, vio con gusto a los padres concertar sus bodas.
Más adelante Tiburcio fue escaseando sus visitas, y multiplicando sus pedidos de dinero. Más adelante aun, vino el estudiante por pocos días, con aire jaque y ostentando una superioridad y un predominio que le hicieron insoportable e todos, menos a su padre, que en esto vio vislumbrarse al hombre superior.
Llévanos
esto sencillamente a hacer una reflexión general en
punto a educación, y es que existe una cosa funesta
en nuestros días en que tanto se charla
Son los sentimientos la parte suave y femenina
de nuestra naturaleza; el entendimiento es la parte dura,
áspera y masculina: ahora bien, tened presente para
vuestro gobierno, que en aquellas partes donde la primera
está avasallada y desatendida y prepondera la segunda,
son pueblos bárbaros, duros, toscos y crueles. Irrita
el ver como los chicuelos del día, especies de vocingleros
papagayos, que tanto saben
CÁTEDRA PRIMERA; en que se inculcará:
Que el hombre sin religión es una fiera rebelde, ingrata y estúpida, que emplea sus facultades en perjuicio propio y ajeno. Que la religión no es una fabulita ni un sistemita que cada cual se fabrica en el pequeñísimo taller de sus ideas; sino una revelación divina: no puede ser ni comprenderse de otra suerte. Que nuestra flaqueza puede apartarnos de sus mandamientos, pero que no puede sin apostasía el entendimiento apartarnos de sus principios, y que una apostasía, por pequeña que sea, es un mal mucho mayor que una flaqueza aunque grande.
SEGUNDA CÁTEDRA; en que se inculcará:
Que la bondad es el suave óleo que debe ungir todos los ejes sobre los que giran nuestras acciones y relaciones con todo el mundo, y hasta con los animales, pobres seres desvalidos que tiraniza el hombre.
TERCERA CÁTEDRA; en que se probará:
Que el
respeto a nuestros superiores, a nuestros semejantes, a nuestros
inferiores, al poder y a la desgracia, no es, según
se ve hoy día, un
CUARTA CÁTEDRA; se enseñará:
Que la modestia,
esa gemela
QUINTA CÁTEDRA; se enseña la caridad:
Débese ejercer, no por mayor y en teorías;
pero al pormenor y en práctica. Débese emplear,
no como arma contra los ricos, sino como auxilio para los
pobres. Debese ensalzar en los otros más que todas
las demás virtudes; más que el saber, el talento
y que cuanto hay, pues es la que más nos asemeja a
Dios. Después que salga de nuestra escuela, querido
lector, podrás enseñar a tu hijo la gimnástica,
el
Con el mencionado detestable y chabacano aire de superioridad, miraba Tiburcio, ese lechuguino do arrabal, a su novia la linda Quela, y no obstante, Quela era una de esas criaturas privilegiadas que nacen en todas las esferas, no para salir de ellas, sino para embellecerlas, porque Dios dispensa sus gracias con igualdad en todas. San Isidro fue labrador y Nerón emperador, sin que esto haya contravenido a las leyes morales y físicas que rigen el mundo.
Criada Quela en la
¡Cuán vasta es la esfera de los sentimientos del hombre! Sólo ella puede darnos una idea de la inmensidad. Sin ir a buscar su variedad y sus contrastes entre los diferentes individuos de la especie humana, entre los cuales los hallaríamos, en algunos, dignos de ser abrigados en pechos de ángeles, en otros análogos a los de los réprobos, podemos hallar este horizonte sin límites en nosotros mismos.
Pero ¿qué
es lo que hoy cubre de nubes este horizonte, y qué
poder es el que las disipará mañana, y lo hará
resplandecer a los rayos de un brillante sol? La imaginación.
Bien. ¿Mas quién le da ese poder? ¿Quién es
quien a ella misma le pone hoy una
¡A qué esta elevada digresión? ¿Por qué
en una novela, que debería tener un carácter
decidido sentimental o jocoso, hacernos pasar de repente
a los extremos opuestos en estos dos ramos? Contestaremos:
que no escribimos novelas, sino cuadros de la vida humana,
tal cual es, tal cual la veis vos delante de vuestros ojos.
Ahora, pues, el mundo es como la cabeza de Jano, con dos
fases, de las cuales, una es la de Demócrito y otra
la de Heráclito, que pasan ante vos alternativamente
riendo o llorando. Acaso si escribieseis la historia de vuestras
propias impresiones, ¿no irían igualmente alternados
y formando contraste los capítulos que escribieseis
bajo las impresiones
Jugaban en el convento de monjas de que ya se ha hecho mención, las niñas que en él vimos tan chicas, pero que encontramos muy crecidas, porque han pasado desde entonces cuatro años.
El antiguo personal se ha aumentado
con otra niña de doce años, llamada Reina,
hija de la Marquesa de Alocaz, la que habiendo tenido que
hacer un viaje a Madrid, ha dejado a su hija en el convento
donde ella misma había sido criada. Educar a las niñas
en los conventos no se estila hoy día; la madre que
pensase en eso, sería tenida por una madre muy tirana
y anticonstitucional. Quitar a las niñas el lucir
las
Así es, que solo a la casualidad que obligó a su madre a ir a Madrid, era debido el que Reina estuviese en el convento. Las otras niñas eran de gentes humildes, la mayor parte huérfanas, que o bien sus parientes, o algunas personas caritativas, o bien las mismas monjas mantenían en el convento. Estaban regando macetas. Reina estaba parada delante de una niña pálida, que sin moverse se mantenía en pie apoyada contra un árbol. Era aquella la misma niña que ya vimos en el vapor, interesarse tan calorosamente por Lágrimas.
-Vamos, ven a correr, -le decía reteniendo a duras penas sus piececillos inquietos que parecían tener alas como los de Mercurio-; ¡a que no me coges!
-¡Estoy cansada! -dijo la niña pálida.
-¡Déjala, Reina, -dijeron
dos niñas que pasaban en este instante cerca de las
otras, llevando entre las dos una maceta de alhelíes,
como Santa Justa y Santa Rufina la Giralda-, déjala!
¡Si no le gusta correr!... ¡Nada le gusta; ni correr, ni
jugar, ni hablar, ni comer,
La niña pálida al oír esta salida hostil, se echó a llorar.
-¡Eh! ¡Ya la hemos hecho buena! -dijo una de las agresoras-, esa es como la fuente del patio; no hay sino tocar a la llave; sea por el lado que sea, allá va el agua. ¡Si madre Socorro la ve llorar, ya estamos frescas! ¡Jesús! ¡No llores, mujer, por María Santísima! ¿Qué te hemos hecho? Lágrimas... ¡y que bien te viene el nombre, y qué guitarra tan mal templada eres!
-Y yo ¿en qué os ofendo que me queréis tan mal? -dijo la niña sin dejar de llorar.
A las otras les dio tal coraje ver que no dejaba de llorar, que alternativamente se pusieron a decirle:
-Fuente de lágrimas.
-Valle de lágrimas.
-Mar de lágrimas.
-Chubasco de lágrimas.
-Lloras para que nos riñan; comadre llorona; pero no tengas cuidado, que conforme te coja las vueltas, le vacío el agua al bebedero de tu canario.
Al oír esta amenaza, Lágrimas se dejó caer en el suelo, su respiración se agitó con hueco sonido; sus ojos se abrieron desmesuradamente y como desatentados, y apoyó sus manecitas sobre su pecho.
-¡Jesús nos valga! -dijeron las niñas
de la maceta asustadas-, le da la palpitación, la
suspensión, la quisicosa;
Diciendo esto habían soltado la maceta, y habían echado a correr, desapareciendo en el extremo opuesto del jardín.
Reina, que tenía dos años más que Lágrimas, era alta, bien formada, y llevaba erguida una cabeza en cuyas perfectas líneas se desarrollaba ya una singular belleza, y en cuya frente altiva y ademanes sueltos, se descubría la niña rica, mimada y criada sin sujeción. Bajó ella sus ojos hacia la otra niña que estaba caída en el suelo, y si bien no hubiese hallado un observador en aquella mirada lo celestial y dulce de la compasión simpática, en cambio hubiese notado en ella la noble expresión de la voluntad enérgica, de la decisión activa de proteger lo justo contra lo injusto, lo débil contra lo fuerte.
Sin aturrullarse, sin inmutarse, había Reina aflojado las cintas del vestido de su compañera, y la sostenía dándole friegas en los brazos como lo había visto practicar en semejantes ocasiones a las monjas, cuando llegó la madre Socorro.
-¿Qué es lo que le ha causado esto? -preguntó apurada la buena religiosa.
Ambas niñas callaron: Lágrimas,
porque entre sus angélicas cualidades, era la más
espontánea e inherente a su ser, la de perdonar, o
por mejor decir, en aquella suave criatura que se había
criado entre padeceres físicos y sentimientos religiosos,
no
Por lo que toca a Reina, tenía la nobleza que impide delatar, cuando se tiene la seguridad de impedir el mal por sí.
Lágrimas había vuelto en sí de aquella crisis, y aseguraba a la madre Socorro que se hallaba bien.
-¿Quién ha puesto aquí esta maceta? -preguntó esta, viendo la giralda de alhelíes, que las santas Justa y Rufina habían dejado plantada en medio de un camino, sin que chistasen los alhelíes de miedo de volver a sufrir las bárbaras sacudidas de que ya habían sido víctimas en manos de sus inhábiles portadoras.
Reina se lo dijo, y la madre llamó a las nombradas.
Llegaron estas, siendo vivas imágenes de la confusión, de los remordimientos y del desaliento.
-¿Dónde llevabais esa maceta? -preguntó la religiosa.
Al oír esta pregunta, que no tenía conexión con su mal comportamiento con Lágrimas, un cambio repentino como en una comedia de magia, se efectuó en la cara y talante de las llamadas a juicio; huyeron las tinieblas, brilló el sol, y contestaron horondas:
-Aquí, cerca de la fuente.
-¿Y por qué?
-Porque tenemos para regarla que acarrear el agua de tan lejos, y con el calor nos fatigamos.
-Estas macetas, prosiguió la monja, ¿las criáis para poner en el altar de la Señora el día del Dulce Nombre?
-Sí, señora.
-Pues para que en ese día estén en toda su flor, necesitan del sol que tienen allí donde están, y no estar como estarían al lado de la fuente a la sombra de los árboles; pero aunque eso no fuese, no queráis nunca cercenar pasos en cosa que fuere del servicio de Dios; aunque os parezcan perdidos no lo son, y sino oid un ejemplo:
Tenía un ermitaño su ermita en un valle cerca de un monte sobre el que había un hospital. Hubo una gran epidemia, y el hospital se llenó tanto de enfermos, que no había manos que bastasen para asistirlos, por lo cual acudieron al ermitaño para que fuese a prestarles auxilio; el buen ermitaño se apresuró en acudir, y todas las mañanas, apenas echaba el sol sus luces, tomaba su báculo y trepaba la pendiente cuesta para tomar su puesto en la enfermería.
-¿No seria mejor, -se dijo un día en que el calor lo fatigaba mucho al subir aquella cuesta tan empinada-, que labrase yo mi ermita aquí arriba?
Oyó
entonces una voz que contaba detrás de él,
uno, dos, tres, cuatro... Se volvió, pero no vio a
nadie. -¡Que no hubiese yo discurrido esto antes! -Siguió
pensando-: ¡qué de fatigas y cansancio me hubiese
-Así veis, hijas mías, -prosiguió la madre Socorro-, que nada de lo que se hace con buena intención hay perdido para el cielo, y que para ser meritoria una acción no es preciso lleve consigo una utilidad inmediata[4].
Tomó la madre a la pobre niña, que se estremeció con sacudidas nerviosas, por el brazo, y se la llevo.
-Oíd,
-dijo Reina con el aire de su nombre, a las niñas
que cargaban con la maceta viajera para volvérsela
a llevar-: la de Vds. que se meta para nada con Lágrimas,
o con su canario, de avenírselas ha conmigo; no os
digo más, y basta. Tened entendido, que de tanta cosa
como me traen de mi casa, hasta no ver que os enmendáis,
a ninguna doy ni un
Reina hizo un ademán majestuoso con el brazo,
y las portamacetas se alejaron carilargas con el precepto
-Estaba tan aliviadita, -decía la abadesa a la madre Socorro, al verla preparar un calmante para Lágrimas que se había acostado-; pero no se puede nunca cantar victoria en un mal que ni los mismos médicos pueden definir; si unos dicen que es asma, otros que hipocondría; otros piensan podrá declararse una aneurisma, y otros que es todo nervioso.
-Sea lo que sea, -repuso la madre Socorro con tristeza-; lo creo incurable, y D. Agustín López del Bano, que es el mejor si no el más alegre de los médicos de Sevilla, bien lo da a entender cuando dice hablando de ella, viva la gallina y viva con su pepita.
Mientras las buenas religiosas discutían sobre el mal de Lágrimas, Reina, que las había seguido, se había sentado a la cabecera de la cama en que estaba acostada la pobre niña, y le decía:
-Pero ¿por qué lloras por todo, criatura?
-¡Porque todo es tan triste!...
-Yo lo hallo todo muy alegare, repuso Reina.
-¿Y también que mi canario se muriese de sed? -preguntó acongojada Lágrimas.
-No te apures, tonta, -respondió
Reina-; ya les dije a esas pollas de inmundos corrales cuantas
son cinco. No se volverán a meter contigo ni con tu
canario; yo te lo aseguro, más miedo me tienen que
al
-Sí, Reina, sí. ¡Oh!... ¡si tú supieses lo que es la muerte!... -dijo con angustia la niña acostada.
-Lo mismo que el sueño, -dijo Reina.
-¡Oh! ¡No, no; es terrible, es horrible! ¿Has visto algún muerto, Reina?
-¡Jesús! Más de mil: y si son niños y llevan flores, ¡me hacen una gracia! Si me dejasen, los besaría.
-¡Virgen Santa! -exclamó estremecida la niña acostada.
-Acaso, -prosiguió la otra-, ¿has visto tú alguno muy feo, muy feo?
-No... no he visto muerta más que a mi madre, y esa no era fea, que era bonita: ¡pero la muerte la trastornó tanto! ¡Fijábame con sus ojos tan parados, y no me miraba! ¡Y sus labios se habían puesto blancos, y nada me decían... como si fuesen mármol! ¡Y se puso del color de la cera, y cual ésta parecía no poder doblarse sin quebrarse! ¿Qué pasaría por mí al verla así, Reina, yo que tanto la quería, que no me atrevía a acercarme a ella? Yo me decía: ¿por qué madre no me llama? No es porque duerma, pues que tiene los ojos abiertos.
-¿Pero estabas sola con ella? -preguntó Reina-; cuando hay un muerto, hay muchas gentes, y padres y médicos.
-No había nadie, Reina, sino la negra que dormía, porque era esto en un barco en medio del mar, Reina. ¡Oh! De todo me acuerdo: sonaba el viento tan horrible, como los aullidos del perro que barruntan la muerte, y la mar rugía como si pidiese algo que no le quisiesen dar, y el barco estaba tan inquieto, y se sacudía como si quisiese arrojar algo fuera de su seno, y mi madre se volvía a un lado y a otro como si quisiese irse y quedarse;... y el mar pedía algo, Reina, y el barco quería echarle lo que pedía, porque al día siguiente, -añadió la niña con creciente horror y respiración agitada-, al día siguiente agarraron unos hombres a mi madre como a un fardo, y a presencia de mi padre, Reina... ¡de mi padre!... que no lo impidió, lo arrojaron a la mar, como cosa que nada valía; y en la mar, Reina, ¡se la han comido los tiburones!...
-¡Madre Socorro! ¡Madre Socorro! -gritó Reina-; ¡acuda Vd. que a Lágrimas le ha dado la alferecía!
Un autor alemán decía, en una época muy anterior a la presente, con candidez alemana: ¡Santa libertad! Ya que tu culto tiende a mejorar al hombre ¿no podías escoger mejor tus sacerdotes?
La libertad, no hizo maldito el caso de la reconvención de su apasionado. El incidente pasó desapercibido.
A idéntico desaire nos vamos a exponer, al hacer una deprecación análoga. Pero a bien que un desaire no rompe hueso.
¡Admirable civilización! Elevado anhelo a lo mejor,
tú, tan fecunda en dar a luz grandes cosas en los
siglos pasados, ¿por qué has dado en abortar? ¡Tus
abortos son espantosos, civilización, mi amiga! Sentimos
no poderlos conservar en espíritu de vino como
Decimos esto al tropezar
en nuestra relación con uno de estos abortos. Es este
el pseudo
El pseudo extranjerado,
sobre todo, si ha estado en Londres, París o Portvendres:
cuanto ve critica, lanzando la terrible anatema de
El
Tres cosas me tienen preso de amores el corazón; la bella Inés, el jamón, y berenjenas con queso.
Pondrá:
Tiénenme preso a porfía tres cosas el corazón, el beefstek, el rigodón, y el talle esbelto de Lía .
Si no sabes, lector
de las Batuecas, que beefstek es carne asada sobre la parrilla,
eres calificado por el
Vamos ahora al pseudo que
lo echa de español. Este bicho de luz se cría
por todas partes. En la universidad de Sevilla se desarrolla
a las mil maravillas, sí: en esa universidad de la
que tantos jóvenes brillantes salen y han salido.
Pero los pseudos forman la zupia de aquel buen criadero de
vinos generosos. Tiene el pseudo éste varias voces
que adapta por parecerle más propias, y más
finas quizás, que las que están en uso y sanciona
el Diccionario de la Academia. A todo lo extranjero denomina
El pseudo
jura no manchar la túnica virginal de su patriotismo
saliendo de España. Desde entonces los postes inamovibles
y los marmolejos envalentonados han formado una junta patriótica
en que han declarado follón y traidor a la patria,
a todo el que se ausente dos pasos de la frontera. El pseudo,
que le echa de español, hace un uso inmoderado de
la
El
Es el Don de aquel hidalgo, como el Don del algodón, que no puede tener Don sin tener antes el algo .
Pero nada menos que eso, querido lector, ¿florecen en las Batuecas aun violetas? Por acá no, mi amigo, todas se han secado. Valen hoy día lo que en otro tiempo los tulipanes en Holanda. Flora está de luto por la pérdida de su querida vasalla; no la consuela la camelia, esa flor nueva sin perfume.
No es por
modestia; al contrario: ¿sabes su delito? Es que se lo apropiaron
un ama de llaves y un mayordomo. Desde entonces el siglo
de la igualdad
Nada puedo contestarte a ella
ni darte más respuesta que:
Este ilustre pseudo ilustrado español, era Tiburcio
como viste y calza, en el momento en que le volvemos a ver
en la palestra. Habían corrido los años como
perdigones, con la gracia que les es propia, de redoblar
su agilidad cuando se desea que anden despacio; veíalos
Tiburcio inexorables a sus ruegos pasar uno tras otro como
las paletas de las ruedas de un vapor, y por consiguiente
llegar la época de cubrir su cabeza del bonete de
doctor. Causábale esto horror, no porque le sentase
mal a la cara, como de cierto había de suceder, sino
porque con sus
Como no hay
plazo que no se cumpla, cumplíase el de los estudios
de Tiburcio, que por fin se recibió de abogado, lo
que no quiere decir que por eso lo fuese, sino que podía
ensayarse. Su padre buscó como con un candil un pleito
en Villamar para que lo defendiese su hijo; pero en Villamar,
ese pueblo feliz, no halló ninguno. Estuvo por ponerle
uno a su amigo y compadre el tío Juan López
sobre la posesión de un lentisco que había
nacido y crecido en la linde de dos manchones de sus respectivas
pertenencias, pero la prudente gallega con cuatro gritos
se lo quitó de la cabeza. Así fue que a Tiburcio
no le quedó otro arbitrio que el de volver a
Llegó Tiburcio a Villamar, muy mal templado con su bonete de doctor en la cabeza, y gran cosecha de calabazas y calabacines, muy escondidos en los grandes bolsillos de su gabán.
Ni Jacob al volver a ver a su hijo José Ministro de hacienda, pudo experimentar los sentimientos de orgullo paternal que abrigó el pecho del alcalde de Villamar al ver a todo un doctor en su primogénito. En cuanto a su madre, al verle altísimo, delgadísimo y palidísimo le dijo:
-Si viviese tu abuelo te mandaba a las Indias cumo a mi tiu Bartulo; pues no sirves para utra cusa; es verdad.
El día
de su llegada fue uno de los más sonados en los fastos
de Villamar, a causa del convite dado por D. Perfecto en
esta ocasión. Este convite merece
Fueron convidadas todas las
La mesa del convite era pequeña, y los platos que la habían de componer deformes, por lo cual cada uno fue servido solo y uno después de otro, como los estudiantes en los exámenes.
Había seis cubiertos de plata para
las
Allí, pues,
se veía a la señá Tiburcia, colorada
como un salmonete, con su delantal y sus mangas remangadas,
mandando la maniobra, ayudada por una docena de vecinas,
media de comadres y tres
Estaba de un humor de perros; el tal convite la había acabado de desesperar, y la había montado de tal suerte contra el bonete de doctor, que era su vista para ella lo mismo que la vista de una coroza. -¡Bunete! -decía soplando furiosamente una hornilla-; y ¿a qué le sirve a ese fillo miu el bunete? ¿E non le estaría mejur el sumbrero calañez? ¡E decir que me cuesta dus talejas de pesos duros! Es verdad.
Viose primero la mesa cubierta por una enorme cazuela nuevecita, en que venía una sopa de pan, espesa como un budín, y sustanciosa como una jaletina, cubierta de yerba buena y de tomate. Siguió a esta en una fuente como una plazuela, la olla, que mejor que podrida, denominaremos revuelta, en la que las gallinas y perdices, a fuerza de cocer, andaban unas mancas, otras cojas y otras despechugadas; se abrazaban las calabazas con los chorizos, se enternecía al verlos la carne, y se derretía el tocino; los garbanzos reventaban de gordos, y las flexibles habichuelas se entremetían por todas partes.
Siguió a este lastre, una fuente
de Triana con honores de batea, en la cual en un cubo de
salsa de encebollado, se bañaban suavemente como turcos,
los mal cortados pedazos de seis conejos. A estos siguió
una pepitoria de ocho pollos. El alcalde, que no había
querido ser menos que García del Castañar;
había prefijado estrictamente ese número a
su desolada mitad,
Tiburcia, que no perdía de vista la economía, había pasado revista a su corral, y como un sargento a los quintos, había apartado los inútiles, ya por chicos, ya por viejos, y les había ido torciendo el pescuezo con coraje, repitiendo a cada ejecución: -¡Malditu bunete! ¡Llevele o demo! -De esta fusión de todas edades desde el parvulillo hasta el caduco en una misma cazuela, resultó que había pedazo de gallo venerable que rechazaba los dientes como un chino, y pedazo de pollito infantil que se deshacía en la boca como un merengue.
Para igualarlos en cuanto fuera posible, Tiburcia, los revistió de un uniforme amarillo como un regimiento de caballería, valiéndose para esto de un subido tinte de azafrán.
Este condimento,
que ha omitido de mencionar el famoso Careme, que en punto
a arte culinario es el
Volvamos al banquete, en que vemos seis perdices desmoronadas en pimientilla, a las que siguen tres libras de pescadilla frita y un cabrito cochifrito, y por último, un pavo matado aquella misma mañana, por lo cual seis horas de cochura en el horno no lo han podido enternecer. Jamás se vio semejante caricatura de pavo asado. Estaba negro, casi tanto como el medio pollito del cuento de la tía María. Sus alones, que no se habían doblado hacia la espalda se abrían como si quisieran bailar el bolero; sus patas que no habían sido sujetas una con otra, se desviaban con tal animadversión, que señalaba una al Poniente y otra al Levante; y por último, el pescuezo que no había sido cortado, largo, delgado, y negro, sobresalía del borde del plato, como si buscase por el suelo su cortada cabeza.
Pero
la parte brillante del banquete fueron los postres: a una
fuente de arroz con leche pura y exquisita, siguieron otras
cuatro de masa frita. Eran estas los rechonchos pestiños
amasados con vino duro; las rosas, cuya ligera masa casi
toda se compone de huevo. Las hojuelas salpicadas de gragea
abigarrada, cual si sobre ella hubiese caído una menuda
lluvia de
Por lo que
toca a ésta, cuando vio llegar el plato que le recordaba
la causa de todas sus penas domésticas, el atraso
de su casa, lo mal medrado de su
-¡Utru bunete! ¡Como,
si non hubiese bastante con el que vino de Sevilla, y cuesta
dos talegas; es verdad! En la supa me lo he de hallare, asín
se le siente este a esus cumilones en la boca del
Era por cierto Tiburcio un ente desgraciado en Villamar. Sacado de la esfera en que tan feliz hubiese sido, veíase superior a su círculo y a su posición, sin medios, méritos, relaciones, ni carácter a propósito para adquirir otra.
Por desgracia el
amor propio, monstruo que engendra el tratar siempre con
inferiores en alcances, y el vuelo que toma así el
espíritu de superioridad, que ya no se para ni modera,
le hicieron creer que todo se lo merecía, y que era
por consiguiente una
Tenía Tiburcio pretensiones a todo y aptitud para nada. No tenía alcances; se los había negado la naturaleza, como a ti y a nos, lector (no los alcances) sino un ojo en la frente. En punto a saber, solo y a duras penas aprendió lo estricto necesario, no para ser un Salomón, un Licurgo, o un Alfonso el Sabio, pero sí un doctor y encasquetarse el bonete que costó dos talegas a su padre, y que su madre hubiese dado por dos cuartos. A pesar de esto, el modesto joven no reconocía superioridad en nadie, y cuando llega este triste caso para los jóvenes, puédeselos contar como paralíticos morales, o como apopléticos, esto es, ahogados en su propia sangre.
La clase de enormidades que su amor propio
hace creer a ciertas gentes, no es creíble ni viéndolo
palpable a nuestros ojos; pero ello es que la cosa existe.
Así era que Tiburcio lo daba de inteligente filarmónico
y no tenía oído, ni había escuchado
mas música que, desde la calle, la de la orquesta
de Sevilla, donde no hubo ópera que él no favoreciese
con su ausencia. Echábala de político, y sabía
tanto de historia antigua como de moderna, esto es, poco
más que nada. Presumía de lingüista el
estudiante Villamarino sin hacer otro estudio que recalcar
ridículamente la
Nunca se le había
ocurrido ir a visitar al soberbio convento abandonado, que
estaba cerca del pueblo; no había ido a sentir y pensar
sobre aquella majestad momia, aquel sol sin rayos ni calor,
aquella noble azucena ajada y sin perfume... ¡y se creía
poeta! Nunca había ido a las ruinas del fuerte cercano
que cubría la yedra como para consolarlo; no había
meditado sobre aquella torre caída que, como todo
lo que fue encumbrado y yace por tierra, despierta tan viva
y triste simpatía en el corazón; no había
llorado sobre aquella torre que, cual esforzado guerrero,
había resistido sola y sin auxilio, hasta sucumbir
al incesante ataque de un enemigo más fuerte aun que
ella, el tiempo; y la que al caer, como los gladiadores antiguos,
había ocultado su cabeza entre las higueras cual ellos
en su manto para ocultar su agonía... ¡y se creía
poeta! Nunca se había sentado sobre las rocas de la
playa a seguir con la vista sus caprichosas posiciones, sus
misteriosos antros, en que se precipitan curiosas y juguetonas
las olas chicas, saliéndose tan luego como los vieron
oscuros, a buscar la luz del sol que las dora. Nunca se puso
a escuchar
Tiburcio, pues, a pesar de sus versos amorosos, en que hacían gran papel Venus y Cupido, tenía además de la imaginación seca como un esparto, el corazón más frío o insensible a las bellezas y cualidades delicadamente femeninas de la mujer.
No sólo se había
alejado de aquella suave y linda criatura que guardaba su
pecho puro, la inocencia y la constancia, esos dos tesoros
que hacen inapreciable su compañera al hombre delicado,
sino que la miraba con el desdén y hastío con
que miraba
Así fue que habiendo
un día oído decir a su madre que era tiempo
de pensar en efectuar la contratada boda con la hija del
tío Juan López, resuelto como estaba el
Mas referiremos antes la escena que dio lugar a esta brusca determinación.
Entró un día en su casa la señá Tiburcia muy sofocada, trayendo entre sus brazos como a un recién nacido, una espuerta de tomates, cuya asa se le había quedado en la mano en medio de la calle, vaciándose instantáneamente la espuerta, y disparándose en todas direcciones los tomates como los cohetes del remate de un castillo de fuego. Venía tan soplada y colorada que parecía la Emperatriz de los tomates.
-Desde que muriú el hermano Jabriel,
-exclamó al entrar en su casa-, non se hace una espuerta
bien hecha en Villamare; ¡ladres! Estas espuertas sun pan
para hoy e hambre para mañana; es verdad. Perfeutu,
valiérate más poner un bandu para que se hiciesen
mejor las espuertas que non dar convites; es verdad. Peru
¿qué haces haí Tiburciño? ¡Nada, e siempre
nada! El hombre debe trabajare, e la mujer parire; es
-¿Casarme yo? No lo penséis, madre, -dijo Tiburcio con aire de desdén.
-¿Qué? ¿Qué quiere decir que non te casas cun Quela López, la muchacha más rica e más bunita del lugare? ¿Te tienta o demu? -exclamó atónita la alcaldesa.
-El hombre es libre, repuso en voz grave y honda Cívico
-¿Qué es esu? ¿Qué dices, rapaz? -exclamó
de nuevo su madre, ¿qué el humbre es libre cuando
tiene comprometida su palabra, tiene veinte y cuatro añus;
está baju la patria putestad, non gana su pan, e non
tiene más que lu que sus padres le dan? ¡A Perfeutu,
Perfeutu! Si estu es lu que tú llamas libertad
-Pero, Tiburcia, -dijo mediando al Alcalde que veía
levantarse una horrorosa tempestad equinoccial, entre las
noches que se habían alargado, y los días activos
y robustos que no se querían dejar usurpar su preponderancia-;
¡Tiburcia, ningún padre puede forzar
-¡Eh! ¡Pamplinas! -dijo con su robusta voz la Alcaldesa-, tú tampucu estuviste enamuradu de mí e nus casamus, e hemus vividu bien e cumu Dios manda, gracias al Señor e a San Antoniu.
-Es que el muchacho tiene miras más elevadas que yo, objetó D. Perfecto.
-¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¿Qué quiere decir que tiene miras más elevadas que tú? -preguntó Tiburcia con las manos puestas en la cintura.
-Es, -dijo D. Perfecto que se iba ahora asustando por su propia cuenta-; es decir, que si acaso quiere seguir otra carrera... si fuera de aquí... se le proporciona...
-¡Utra carrera! -preguntó la Alcaldesa-: ¿pues qué, quiere ser clérigu?
-Quiere, -respondió su marido-, dedicarse a la alta política.
-¡E cuanto se jana en ese oficiu? -preguntó la señá Tiburcia.
-Es según, -respondió su marido-; podrá ser muchísimo y podrá ser...
-¿Ser nada? -interrumpió la Alcaldesa-; pues non en mis días: quiero pucu e seguro, cumo tú janas siendo albéitar.
-¡Veterinario! -exclamó desesperado el Alcalde.
-¡Vaite a o demo! -respondió su consorte-,
que estoy para mí que has de acabare por herrar las
bestias
-Trabajaré, -dijo Tiburcio-, cuando me halle en una esfera, en un círculo de acción adecuado a mi saber y análogo a mis miras.
-¿Qué dice, Perfeutu? -preguntó la Alcaldesa-, que yu non comprendu sus terminachus.
-Dice, mujer, contestó impaciente su marido, que sus estudios le sirven para trabajar, pero no de mano.
-Más le valiera, e que non tuviese que mirare a la cara a nadie, sinon a las patas de la bestia e que comu su padre fuese albei...
-¡Veterinario! -interrumpió el Alcalde-; ya te comprendo, mujer, pero eso no puede ser, y debe aprovechar lo que sabe y ha aprendido.
-Pues entonces non queda más que hacer, -opinó su mujer-, sino que te plantes en Sevilla, e pidas para tu fillo la plaza del maestro de escuela que está malu, e non la puede servire.
Al oír estas palabras, Tiburcio, no pudiendo contener su indignación contra la indigna autora de sus días, se precipitó fuera del cuarto.
-¡Fanfarria! -le gritó su madre-;
¡fanfarria e non más que fanfarria! ¿El bunete, los
guantes, e la fanfarria?...
Aunque respectivamente ricos, el tío Juan López, su mujer y sus hijos trabajaban a la par de sus criados: y así en un patio vasto que toldaba una parra cuyas hojas empezaban a amarillear, cual si el adiós de las golondrinas o los barruntos del invierno las hiciesen palidecer de temor o de pena, estaban varias muchachas sentadas delante de mesitas bajas que llaman escogedores, escogiendo trigo para enviarlo a la tahona.
Quela, la hija de la casa, estaba en este momento ausente, por haberla llamado su madre, y vacío el puesto que ocupaba en una de las mesas frente de su amiga Paula.
-Oye, Paula, -dijo una de las muchachas-, ¿es verdad que el médico es novio de Quela?
-Pues ¿cuántos ha de tener si ya tiene uno? -contestó la interrogada-; ¿se tienen acaso los novios a pares como las calcetas?
-¿Qué, tiene novio? ¿Pues quién es?
-Berlinga, el hijo del tío Urdax.
Al Alcalde le había quedado este nombre desde que intentó ponérselo al camino de la Vía crucis, y al hijo le habían puesto el primero.
-¡Pues qué! ¿Eso no se había acabado? ¡Pues si no le habla ya, ni ella sale a la reja!
-¡Y qué! Parece que a los que la echan de usías no les place tomar sereno. Su padre, de ella, el tío López, y la madre de él, la tía Urdaxa, los quieren casar, por aquello de que el dinero llama el dinero.
-Y Quela, -dijo otra-, ¿se había de casar con ese Berlinga, que lo echa de más y mejor, más feo que una noche de truenos, y tan agrio que parece que suda vinagre? Quita allá; a mi abuela la tuerta con eso.
-Es que
dicen que va a ser
-Oye, ¿y qué es
-Un gobierno.
-¿Y será más bonito por eso?
-Creo que no, pero ella será
-¿Qué
se le da a Quela ser gobierna? Mis narices pongo a que lo
mismo se casa con él que yo con el Comandante, que
también es gobierno y
-Y ese usía que se ha fraguado en el banco de herrador, oye, ¿dónde tendrá los pergaminos?
-Dice Ramón Pérez que en el pellejo de su burra.
-¿Y las armas?
-En las uñas como los gatos.
-Burlense cuanto quieran, -dijo Paula-, pero yo que lo sé, os hago saber, que no le parece el espantapájaros a Quela, costal de paja.
-¡El pecado sea sordo!
-¿Qué queréis? Cada uno tiene su gusto, bueno o malo, según Dios se lo ha dado.
-¡Por
-Ea, callarse, -dijo Paula-, que ahí viene Quela; no darle calma, que si lo llega a entender su madre la tía Belén, que está con ese casamiento más ancha que una alcachofa y cree con eso tener al Rey cogido por un bigote, nos echa de su casa a cajas destempladas.
Cuando las demás muchachas se hubieron ido, y quedaron solas las dos amigas, le dijo Paula a Quela:
-Pues ¿no te has
-No me he
-Buen provecho te haga: le quieres, ¿por qué le quieres, mujer, sino tiene el diablo por donde desecharlo?
-¿Sabes acaso tú, Paula, el por qué del querer? Los padres nos dijeron desde muchachos que nos casaríamos, y le tomé voluntad.
-Pues si se la tomaste devuélvesela.
-No haré tal. ¿Y por qué había de hacerlo?
-¿Pues no estás viendo, mujer, que él no te quiere a ti, y que estás echando margaritas a puercos?
-No me digas que no me quiere, dijo la suave joven bajando por sus mejillas lágrimas que no pudieron retener sus pardos ojos, ¿por qué no me querría?
-Te digo como antes me dijiste, ¿se sabe el por qué del no querer?
-Si eso fuese, Paula, me moriría de pena y de vergüenza.
-A fe que buena tonta serías; yo que tú, le daría las gracias encima. Te digo que desde que ha estudiado está ese fantasmón con más vientos que un fuelle; nos mira por encima del hombro a todas, y lo ha echado el ojo a alguna usía. Más le valiera a ese compadre fachenda estar herrando como su padre, que no haberse quedado como el murciélago que ni es pájaro ni es ratón.
Acercose en este instante la madre de Quela, y poniendo la mano sobre el hombro de su hija, dijo con satisfacción:
-Pues señor, ¿quién sabe si ese trigo que escogéis es para el pan de la boda de Quela?
La cara se le encendió a esta con la prontitud y ardor de un fósforo, y echó a su amiga una mirada dulce y radiante como lo es una esperanza realizada.
-¿Tan pronto? -preguntó Paula.
-Andandito, -respondió la tía Belén con satisfacción y alisando los cabellos de su hija que levantaba su cara rosada hacia su madre-; para hablar de eso vino señá Tiburcia mi comadre, ha poco.
-Ahora me decía Paula que no lo quisiera, dijo Quela en su gozo.
-Pues está
bueno el consejo, -exclamó la madre-; ¡volverse atrás
de una boda tratada! ¡Pues qué! ¿Una palabra dada
es cosa de juego? Y qué, ¿querías que anduviésemos
en boca como gente de poca vergüenza? Basta eso para
que tuviese
Paula calló, pero echó una mirada de reconvención a Quela, y se fue encapotada.
La tía Belén salió, y Quela se fue al corral a echar de comer a las gallinas. Habíase colocado entre la oreja y su ancho rodete una rosa y un ramo de nardos: las flores y las gracias de Dios son para el pobre como para el rico. Así con su cara animada por la inocente alegría de su corazón amante, y su corazón recogido, estaba preciosa; no a manera de figurín de moda, ese ideal de los pseudos de que hicimos mención; pero a la manera que una mujer es bella, cuando se unen para ello la perfección de formas, la juventud, la lozanía y la inocencia que deja reflejarse en el rostro como en un cristal un alma hermosa.
De repente se abrió la puerta y entró Tiburcio. Quedose parada Quela al verlo después de lo que acababa su madre de decirle; pero al notarse sola con él en un jugar apartado, brilló en sus ojos una mirada con una expresión de gozo y de cortedad a un tiempo tan encantadora como lo serían unidos en una ficción uno de los ángeles del Cielo y una de las gracias del Olimpo.
-Quela, -dijo
Quela no respondió, pero apartó su dulce mirada de bienvenida de la fría y repulsiva mirada de Tiburcio, y la llevó al suelo, mientras un rojo vivo causado por la extrañeza que le produjo el tono desabrido de su novio, se extendió sobre su semblante cual un barniz, como para darle más brillo.
-¿Sois en ello gustosa? -prosiguió con sequedad el recién llegado.
-¿Me llamas de usted? -preguntó Quela que se había criado con él, en tono de dulce reconvención.
-Abomino el tutear, -respondió
Tiburcio-. El
-¡Aprecio! -murmuró Quela entre dientes.
-Cariño, si queréis, -repuso con impaciencia Tiburcio-; pero responded, ¿sois gustosa?
La joven levantó con despacio sus grandes ojos, cual se levanta el sol en el horizonte, y dio con una mirada tan modesta como amante una elocuente respuesta.
-¿No respondéis? -dijo el lechuguino de arrabal rechazando con aspereza todo el amor y apego que le brindaba aquella mirada.
-Sí que soy gustosa, -respondió Quela-, ¿por qué no había de serlo ahora como antes?
-Porque, -respondió Tiburcio con la crueldad que imprime el orgullo-, podíais haber mudado como yo.
Quela, al oír estas acerbas palabras, palideció, pero no respondió nada.
-Así, pues, -prosiguió
Tiburcio-, como no podéis amar a un hombre por el
que no es posible tengáis ni simpatías ni afinidades,
como no tenemos puntos de contacto y somos incompatibles,
lo mejor será
-¡Yo! -exclamó asombrada la pobre Quela, que había comprendido la última frase y adivinado las demás que había usado el ilustrado patán-; yo, ¡volverme atrás de una palabra que he dado! Eso no puede ser, Tiburcio, perdería mi estimación, mi padre me mataría.
-Pues entonces, -dijo este-, seré yo el que lo diga.
-¡Tú! -exclamó Quela-, preñándose sus ojos de lágrimas, ¡Virgen Santísima! ¿Y por qué?
-Porque ya os dije éramos incompatibles, y no podríamos ser felices.
-Pues ¿qué es lo que quieres para ser feliz? -preguntó Quela con ahogada voz.
-Amar a la que fuese mi compañera.
-Me volverás a querer, Tiburcio, -dijo Quela sonriendo al través de sus lágrimas su mirada, como brilla una luz más suave bajo su globo de cristal-. Me querrás cuando sea tu mujer y el sacerdote haya echado la bendición de la Iglesia sobre nosotros. Seremos felices bajo su santa influencia.
-No, -respondió Tiburcio, en cuyo corazón seco y henchido de vanidad no hacían mella tanto amor, tanta candidez y tanta dulzura-: no, yo nunca podré serlo con una mujer que no está a mi altura.
Las
lágrimas se secaron en los ojos de Quela. Como de
una diadema que se hubiese en un momento de abandono dejado
arrancar por el amor, y de la
-Bien está, -dijo-, nada digas tú, ni nada hagas, que de mi cuenta queda cortar esto. No porque sintiese que se sonase que me habías plantado: que el bochorno es para aquel que falta, y no para aquel a quien faltan; pero mi padre y mi hermano no habían de dejar la cosa así, y quiero evitar un lance.
-Es que yo nada temo, -exclamó Tiburcio con altanería.
-Pero yo sí, -repuso Quela, cuyos labios blancos temblaban-. Adiós, Tiburcio, no quiera Dios que pagues una partida tan mala y de la que no es capaz el último de los lugareños que tú tanto desprecias.
Tiburcio, sin cuidarse siquiera de endulzar su cruel comportamiento, se alejó diciendo con ironía:
-Ya que creéis
que la bendición de la Iglesia es un filtro amoroso,
lo mismo da que os la echéis con otro, puesto que
lo querréis después; sobre mí no hacen
mella semejantes
-Estoy impuesta, y no hablemos más, -le dijo Quela, señalándole la puerta con un ademán lleno de grave decoro.
Apenas
se hubo ido Tiburcio, corrió Quela a encerrarse en
su cuarto. Allí se dejó ir a una aflicción
que no por ser callada y tranquila fue menos destrozadora.
Veía perdido y pagado con la más negra ingratitud
Entró la
tía Belén cargada de piezas de lienzo que había
ido a buscar, tal era la prisa que las dos madres tenían
de apresurar las cosas de la boda. Venía
-Vaya, dijo ¿a qué santo echas el cerrojo al aposento? ¿Tienes miedo de ladrones o del cancón? Aquí tienes, añadió, poniendo sobre la mesa lo que traía, dos piezas de crea para sábanas y una de Bretaña para las almohadas; bien puedes irla cortando que ya hablé a doña Rosita para que haga las randas.
-¿Qué prisa corre, madre? -dijo Quela.
La madre soltó la pieza que examinaba, levantó a la cabeza, y miró a su hija con sorpresa.
-Digo, -exclamó-, cuando se ha estado tantos años aguardando a ese Tiburcio, que nunca acababa de estudiar, y que no había santos que lo sacasen de Sevilla, que tiene veinte y cuatro años cumplidos, y tú veinte y uno, ahora te descuelgas diciendo, que ¿qué prisa hay? No he oído otra. Vaya que son ustedes los primeros novios que me haya echado a la cara a los que sea preciso arrear.
-Madre, -dijo Quela apoyándose en el hombro de su madre y bajando la cabeza-, yo no quisiera casarme.
-¡Jesús me valga! -exclamó la tía Belén, ¿ahora salimos con esa? ¿Qué mosca te pica, muchacha? ¿Qué ventolina es esa? ¿Desde cuando has mudado de parecer?
-No lo he dicho antes, madre... porque... porque tampoco corría prisa decirlo.
-Pero,
chiquilla, -repuso su madre-, ¿no hay más
Quela levantó su frente pura y tranquila que coronaba la abnegación con una de sus coronas de espinas y dijo con voz suave y firme:
-Quiero ser monja.
La madre se quedó atónita.
-Muchacha, -exclamó al fin-, ¿ahora que te vas a tomar los dichos, te entra la vocación de monja, de sopetón y como un trabucazo? Vamos, que esa vocación será como las olas del mar, que se vienen y se van... No salgas ahora con esa sopa de ensalada que sabes que tu padre no lo ha de consentir...
-Mi padre no puede oponerse, -dijo Quela.
-¡O sí, que está más abajo! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué trueno! ¿Qué dirá tu padre?... ¿Qué dirá mi comadre? ¿Qué dirán las gentes? -repetía la tía Belén poniéndoselas manos en la cabeza.
Hay
demasiada solemnidad en una resolución que lleva a
elegir lo poco, lo pobre, lo oscuro y lo santo, sobre todo
en un pueblo católico, ferviente como lo era a Dios
gracias, aquel, para que la que había tomado Quela
sufriese otros obstáculos por parte
La abnegación que es el heroísmo femenino, lleva su corona como aquel, pero no de laurel sino de espinas... quita a la fama su clarín y le pone en los labios un candado... y cubre su apoteosis de un denso velo.
Algunos días después de lo que hemos referido, viendo que Quela permanecía firme y constante en su determinación, el tío Juan López, se encaminó entre afligido y abochornado en casa del alcalde.
-¿Qué tiene Vd., compadre? -le dijo al verlo llegar Don Perfecto-; ¿qué le trae tan mohíno? ¿Se le murió a Vd. el rucho?... ¡Me lo temí!...
-¿Qué es
esu, cumpadre? ¿Tiene
Pero apenas
hubo el tío Juan López, entre suspiros y recriminaciones
contra el mudar de pareceres de las que visten por la cabeza,
hecho saber a los futuros consuegros el objeto de su visita,
cuando la señá Tiburcia prorrumpió en
desaforadas exclamaciones, poniendo sus manos en la cabeza
y sus gritos en el cielo. Tiburcio con su
-Peru cumpadre, -exclamaba la desolada madre-, si non puede entrar munja ni prufesare que lu pruhíbe el prugreso, ¿es verdad?
-Cierto, comadre, -contestó el tío López-, pero quiere entrar aunque sea sin profesar; para eso tengo yo que estarla manteniendo, y tengo con qué, a Dios gracias. ¿Cómo me niego si ya la muchacha tiene veinte y un años, y sabe lo que se hace? ¿Qué le hago?
-Mucho será, -dijo la señá Tiburcia
cuando se hubo ido su compadre-, que aquí non haya
Trató la alcaldesa
de averiguar lo que sospechaba: con este motivo y las exigencias
con que perseguía a su hijo para que tratase de disuadir
a Quela de su propósito, hubo entre madre e hijo tan
vivos altercados; estos desesperaron tanto al empingorotado
botarate, que exigió de su padre lo enviase a Madrid
a
El alcalde, convencido por los argumentos que le hizo su hijo en favor de su viaje, deslumbrado por sus esperanzas, aturdido por su soberbia y arrogancia, vendió para sufragar las costas del viaje sin que lo supiese su mujer, un olivarito de su propiedad, y un día cuando se levantó la señá Tiburcia halló que su hijo, cual el águila, había tomado su vuelo a altas regiones, perdiéndose a la vista de los humildes moradores de Villamar.
Formaban estas dos niñas, Lágrimas y Reina, en todo el más marcado contraste: Reina, hermosa, robusta, llena de vida, era la hija única de la brillante marquesa de Alocaz, la que a los pocos años de casada, habiendo quedado ¡viuda de un hombre que amaba con pasión, concentró en su hija toda la fuerza de amor de su corazón, y crió a su ídolo con los más exagerados mimos.
Aunque separada de ella momentáneamente por su viaje a Madrid, los cuidados y desvelos de la madre rodeaban a su hija. Parientes, amigos, criados antiguos, vigilaban y visitaban de continuo a la niña, trayéndole en profusión juguetes, golosinas, flores, y en fin, cuanto puede agradar en esa edad. Anticipábanse los criados en tono chancero a darle tratamiento, y la hablaban de su hermosura, de sus riquezas y de sus pergaminos.
Lágrimas, la niña enferma, que solo debía la vida al cuidado de las monjas, era pequeña y delgada. Nadie, fuera del convento, se había ocupado de ella, ni nunca había recibido ni un recuerdo, ni un regalo.
Sólo una vez al año, había ido su padrino Don Jeremías Tembleque a verla al locutorio. La primera vez que fue, la llevó un rosquete comprado a un confitero ambulante, el que estaba salpicado por las moscas de negra grajea. A la niña, que no era golosa, dio asco el rosquete y no lo quiso comer; con ese motivo D. Jeremías, que se picó, escribió a su compadre que las monjas criaban a su hija muy melindrosa, y propuso no volverse a despilfarrar.
Reina sabía que era hermosa, rica, noble y querida. Lágrimas sabía que no era ni bien parecida ni querida, y estaba en la persuasión, así como las monjas, de que era pobre. Cuando la hermosa marquesa de Alocaz decía mirando a su hija: «¡cómo crece! ¡Cómo se desarrolla esa hija de mi alma!» Un coro respondía, y sin que en ello entrase adulación, porque lo que decía era la pura verdad: es hermosa, airosa, tiene un señorío y una gracia innata; es idéntica a su madre. Al contrario de la Marquesa, la primera vez que después de cuatro años vio D. Roque la Piedra, que sus negocios trajeron a Sevilla, a su hija, dijo a su compadre:
-¡Qué delgada, qué
amarilla está y qué pequeña se va quedando
la chica! ¡Qué encogida, qué compungida y qué
poquita cosa es! La sangre americana,
-Idéntica a su madre, hasta en los melindres, -contestaba D. Jeremías.
Fácil es comprender
que el apoyo y la protección que halló la niña
sola, débil, encogida, en la niña fuerte, animada
y llena de vida, hicieron brotar en aquel ser amante y aislado,
una profunda y apasionada ternura hacia su amiga. Reina,
por su lado, se apegó a aquella niña tímida
y asombradiza, y halló un placer perfectamente adecuado
a su genio en guiar, gobernar y animar al ser débil
que buscaba su sombra, en tener a raya las
Con el trato de Reina se había esparcido algo el tétrico y asombradizo genio de la pobre niña enferma, y aun sobre su salud había influido benéficamente. Sufría esta siempre alternativas, en las que obraba poderosamente el estado de la atmósfera, así como las impresiones que recibía. Su alma era como el cristal, la empañaba solo un aliento, la traspasaba un rayo de sol, un choque la habría quebrado. Son estos pobres entes desgraciados, sin fuerzas morales ni físicas, como un tenue manantial de agua clara, que sin caudal ni poder para abrirse una senda vuelve a consumir la tierra y a absorber el cielo. Existencia que sólo conocen de la parte humana los padeceres y de la espiritual solo la angustia y la tristeza, y son como esas cometas que se lanzan en el espacio, que vagan sin rumbo ni dirección y que están sujetas a la tierra sólo por una tosca guita, que por lo regular manejan manos torpes y bruscas, almas de ángeles que tienen su mayor mérito en ignorar lo que valen, que no lloran sobre sí, sino sobre el dolor que es herencia común.
-¿No ves, -le decía algunas veces a Reina, mirando al cielo-, esas nubes que vienen corriendo de la mar? Vienen huyendo y llorando de los horrores que habrán visto en ella.
-¿Esas nubes? -respondió Reina-: te equivocas; no vienen del mar sino del cielo; las manda el Señor para regar los campos, porque ha habido rogativas por el agua.
-¿No oyes, -preguntaba otras veces con la cara asombrada la niña-, el ruido de la mar muy lejos, muy lejos?
-Vaya, -respondía Reina riendo-, si es un moscón; ojalá se te plantase en las narices, y verías si es la mar. ¡Siempre estás con la mar, la mar, la mar, qué cansera de mar!
-¿Has visto la mar, Reina?
-Sí, que fui a las corridas de caballos a Sanlúcar y la vi, porque se mete en el río. ¿No te acuerdas que volvimos juntas?
-¿Y estaba enfadada, Reina?
-No se lo pregunté, porque nada se me daba de que lo estuviese o no su merced.
-¡Oh! Reina, ¡si vieras cuán espantosa se pone cuando se enfada! Se levanta en ondas como una furiosa serpiente, echa espuma de coraje, y brama de rabia; entonces todo lo rompe, todo lo destroza, todo lo aniquila, todo lo traga, los vivos para matarlos; los muertos...
Levantábase entonces Reina con viveza y se ponía a bailar tocando las palmas y cantando:
Alegría, alegría, alegría, que ha parido la Virgen María, sin dolor ni pena, a las doce de la Noche buena, un infante tierno, en la fuerza y rigor del invierno; y los angelitos cuando vieron a su Dios chiquito metido entre paja le bailaban al son de sonaja.
Al oír la alegre voz de su amiga, y al sentir el profundo y santo gozo que les es propio y que infunden los cantos de Noche buena, Lágrimas de serenaba, los lúgubres pensamientos se borraban y sonreía suavemente, como la tristeza al consuelo.
Así pasaron reunidas estas niñas dos años que le fue preciso a la Marquesa permanecer en la capital. Pero a su regreso le faltó tiempo para llevarse consigo a su hija.
El dolor de Lágrimas al separarse de Reina, fue tan acerbo y tan profundo, que a poco recayó en aquellos accesos de triste angustia, de inquietos insomnios que tan perjudiciales eran a su salud. Reina, que lo supo por las monjas, pidió a su madre se empeñase con ellas para que dejasen a Lágrimas pasar los días festivos en su compañía. Las madres pidieron su venia a D. Jeremías, que la dio, poniendo a esto como a todo lo que concernía a la niña, tan poca importancia, que ni aun se lo dijo ni escribió a su padre.
La pobre niña que tan poco lugar ocupaba
en todas partes, que no se oía nunca, que no llamaba
la atención, que parecía un pálido satélite
del brillante
Reina que había crecido mucho, era alta y airosa: su cara aguileña tenía el blanco y puro mate de la cera; su nariz, un poco larga, era fina y bien formada; su frente era alta y altiva; su boca de delgados labios, desdeñosa y burlona; sus ojos pardos eran penetrantes como dardos. Tenía una desenvoltura que no era propia de su edad, pero estaba unida a tanto señorío y tanta gracia natural, que la crítica, indulgente con ella, como lo era su madre, se resignaba a tolerarle ese lunar inherente que no la desgraciaba.
Ya que al bosquejar uno de los tipos que
figuran en esta relación hemos indicado, defectos,
por desgracia harto comunes entre las jóvenes españolas,
nos permitiremos darles un consejo, aunque no sea más
que para probar que el espíritu de nacionalidad no
nos ciega al punto de tomar defectos por méritos,
ni malas tendencias por gracias. Este consejo de amigos es,
que al adoptar las cosas elegantes y de buen gusto del extranjero,
no se limiten en esta imitación a las capotas, bertas
y cosas semejantes, sino que la extiendan a ciertas reglas
de alto buen tono que siguen las jóvenes en la buena
sociedad extranjera. Allá las jóvenes no llevan
el sello de la elegancia fabricado en casa de sus modistas;
lo llevan genuino y no se aja ni pasa de moda como aquel.
Consiste en una reserva modesta, que hace hablar bajo, pero
nunca de quedo; en un no desmentido respeto para toda persona
de edad, fea o bonita, discreta o tonta, y entre la rica
y la pobre con preferencia a esta última,
La marquesa de Alocaz era una mujer hermosa,
que aun no contaba cuarenta años. Era tan parecida
a su hija, que al verlas juntas parecían la tarde
y la mañana de un hermoso día. Era la Marquesa
una de esas mujeres que solo en Espata se encuentran, las
que como las flores deben sus colores y su perfume a su propia
savia, y no a pinceles y esencias, es decir, que criada en
un convento, sin más nociones ni educación
que las que se necesitan para formar una mujer virtuosa,
una buena madre y una mujer de su casa, sin jamás
haber leído un libro, ignorando del todo las melifluosidades
de novelas, ella sola, su instinto, su talento, su tacto,
su natural señorío la habían hecho una
mujer altamente distinguida, delicadamente culta, que tenía
el aplomo y el mundo de
La Marquesa, aunque había quedado muy joven viuda, no se había vuelto a casar a causa de sus extremos por su hija; porque Reina, desde chica, con ese instinto de egoísmo y de celos de los niños consentidos, había tomado entre ojos a cuantos se habían inclinado a su madre, a punto de obligar a esta extremosa madre a alejarlos, lo que alguna vez llegó a ser un doloroso sacrificio para ella, sacrificio que su hija no comprendió entonces ni supo después; pero así son los sacrificios de las madres, ni ellas les ponen precio, ni creen que se les deba poner. Llamábanla con razón sus amigas: la perfecta viuda.
Lector de las Batuecas, habrás notado que hemos tomado mucha confianza contigo, lo cual es porque nos eres simpático, y nos interesamos por ti, y queremos instruirte. No es que no sepas acaso más que nosotros, lo que es muy probable, pero de cierto no sabes una porción de palabras, entradas de contrabando, sin que autoricen su introducción ni aranceles, ni amnistía, ni indulto. El diccionario no las trae, pero acá te las explicaremos. El diccionario está un poco anticuado; es un dolor, porque es un excelente sujeto; a nosotros nos gusta muchísimo, un poco testarudo es, pero muy amigo de complacer.
Como pintor de costumbres de la época,
tenemos que rozarnos con estas palabras, con las que
Los introductores
de tanta palabra de
Al hablar de la Marquesa íbamos a
decir, que esta amable señora española, aunque
tenía graves cuidados, se la hallaba siempre igual,
siempre animada y afable, sin que la melancolía ni
el
Te explicaremos, pues, quién y qué cosa es
El
La Marquesa, sin tener
Es una máxima muy general y muy cierta la de qué un alma superior y elevada mira con desdén los intereses pecuniarios, y por más que el siglo de ideas quiera condenarla al ridículo, y relegarla, al zaquizamí literario con los idilios y las pastorelas, quedará esta máxima una eterna verdad, mientras haya almas superiores y elevadas.
Pero este desdén es aplicable al ansia ávida y al sórdido afán que se tuviese por aumentar su caudal; no al digno y loable deseo de conservar el que nos legaron nuestros padres, y debemos dejar a nuestros hijos. Por eso instituyeron los sabios antepasados los mayorazgos, sello de la época de grandes miras, que abrazaba toda una descendencia como lo fue la que fundó los mayorazgos, como sello de época de pequeñas y egoístas miras, es el haberlos destruido: señal de fuerza y de porvenir fue su institución: ¡señal de debilidad y de incertidumbre es la de su destrucción!
¡Y cuántos más, pues, serán estos cuidados, si al cariño de la madre se une la responsabilidad de tutora!
El difunto Marqués, que era gastador,
había dejado deudas que, como debía, reconoció
tan luego la Marquesa en nombre de su hija. Herederos colaterales
disputaron a Reina su caudal, pretendiendo que su fundación
excluía hembra. Este era el pleito que había
llevado a la Marquesa a Madrid. Ganó el pleito, pero
sus crecidas costas vinieron a engruesar la deuda que ya
tenía, y últimamente un considerable tributo
que gravitaba sobre una de las mejores fincas del mayorazgo,
olvidado y desatendido desde infinidad de años, resucitaba
como una fantasma crecida en grandes dimensiones, por sus
caídos plazos y fuerte de su indisputable derecho.
Así era que aquella frente serena en el estrado,
Estaba un día la Marquesa tristemente absorta y ensimismada, cuando entró su anciano e íntimo amigo el maestrante D. Domingo de Osorio.
Era este caballero
un hombre bueno, honrado, digno, sincero y recto, de quien
no se ocupaba mucho la sociedad, porque tomaba pocas cartas
en ella, pero que todo el mundo quería y respetaba.
Era un acérrimo carlino, de esos que cual firmes rocas
se mantienen debajo del mar, dejando pasar sobre sus cabezas
las olas de los eventos, sin oponerlos resistencia, pero
sin que, sus vaivenes los muevan; seres para los que no hay
más inspiraciones ni más luz que las de su
conciencia, en la que descansan como en un lecho de plumas
blandas; monolitos morales para los que la voz concesión,
equivale a la de traición; fes robustas porque no
tienen su asiento en la cabeza que calcula, sino en el corazón
que siente, imposibles de extraviar, y fáciles de
engañar; llámalos el siglo
-Marquesa, -dijo con semblante animado D. Domingo-, ¿sabe Vd. la noticia? Zaldívar está en Ubrique, su pueblo; tiene ya tres mil hombres armados y diseminados por la Sierra de Ronda, prontos a reunirse a la primera señal.
-¡Zaldívar! -exclamó la Marquesa-. ¿El infeliz que fue fusilado?
-¿Y Vd. se lo ha creído? No hubo tal, pagó otro infeliz y dijeron era Zaldívar; pero a él no lo han podido jamás coger. ¿Coger? ¿Pues qué, no hay más que coger a Zaldívar? ¿Pero qué tiene Vd.? Me parece que está Vd. triste. ¿Tiene Vd. algún disgusto?
-¿Y le parecen a Vd. pocos los que me rodean? ¿El abismo en que me voy hundiendo sin hallar medio de evitarlo?
-Es preciso que gaste Vd. menos y recoja velas.
-Imposible. Bien sabe Vd. el arreglo de mi casa, en la que no hay despilfarro.
-Despida Vd. criados, tiene Vd. un ciento.
-Y todos son pocos y están ocupados en este caserón.
-Múdese Vd. A una casa más chica.
-¿Dejar la casa solariega? ¿Está Vd. en sí?
-Suprima Vd. la tertulia.
-A buen tiempo, cuando toda mi
vida la he tenido,
-Acuda Vd. a un capitalista, a un comerciante.
-Hato de judíos, -exclamó la Marquesa-, usureros sin pudor que especulan sobre la ruina ajena. Usted se chancea, D. Domingo.
-La necesidad carece de ley, amiga.
-Harto lo sé; pero no me pongo en manos de esos fariseos. Sé por amigas mías con la perfidia, con la que ayudados de sus fieles consejeros los abogados y escribanos, hunden el puñal en las entrañas de sus caídas víctimas.
-A eso os dirán, -dijo D. Domingo-, que el dinero es una mercancía como otra cualquiera y que su valor es arbitrario. Estas son de esas claridades nuevas que nos trae el siglo de las luces.
-No manche Vd.
su boca, D. Domingo, repitiendo los sofismas de la usura;
esa despenadora quiere también enseñorearse
con capa de terciopelo, así como la irreligiosidad
con la de
-Acaba de llegar aquí, -dijo D. Domingo-, de vuelta de un viaje a Madrid, un comerciante de Cádiz millonario; lo sé por un amigo mío a quien le es forzoso vender una hacienda a retroventa, y a quien este peruano se la va a comprar. Vd. sabe que en Cádiz viven los comerciantes de fuste en plata como el pez en el agua, y que son por lo tanto generosos; garbosos y caballeros.
-Sé que hay de todo, D. Domingo, sé
que hay de todo, y el epíteto de
-Pues este de que hablo a Vd. es de los más poderosos y encopetados. Ha hecho gran papel en Madrid.
-¿Y qué significa eso hoy día, D. Domingo?
-Mucho, porque significa que es rico. Le gusta la buena sociedad y figurar en ella, pero figurar tal cual Dios lo crió, sin amoldarse a ella. Con la grosería, sello de ordinariez, se engalanan estos papatachos, como honorífico distintivo de la independencia, y señal de no necesitar a nadie, puesto que en la candidez de sus convicciones creen la política y la finura una adulación sólo en uso del que quiera ser favorecido hacia aquel que lo puede favorecer. Estoy seguro de que haría Vd. con él lo que quisiese.
-Nunca había yo de querer, -respondió
la Marquesa-, sino aquello que sacándome a mí
de una situación
-Pues déjese Vd. embargar; es lo más prudente. Su padre de Vd. que tanto la quería, vendió una soberbia posesión que estaba ruinosa; pero de la que se podía sacar un inmenso partido, en renta vitalicia sobre la cabeza de Vd.; esta es de treinta mil reales; la viudedad del marquesado de su hija, es de veinte mil; con esos cincuenta mil reales, le queda a Vd. para vivir con economía, es cierto, pero con sosiego.
-¿Qué me deje embargar? D. Domingo, ¿qué decís? ¡Pasar ese bochorno! ¿Exponerme a que hagan paz y guerra del mayorazgo de mi hija? Antes morir.
-Pues entonces vea Vd. de hacer un arreglo con ese D. Roque la Piedra, como lo va a hacer mi amigo...
-¿Don Roque la Piedra ha dicho Vd.?
-Sí, así se llama el creso.
-¡Qué casualidad! Ese debe ser el padre de Lágrimas, pues así se apellida esa pobre niña amiga de convento de Reina, que tiene tal pasión por mi hija que empeoró de una manera alarmante su delicada salud cuando me traje a Reina del convento. Reina la quiere mucho, y así viene a pasar aquí casi todos los días de fiesta.
-¿Qué me dice Vd., Marquesa? Esa niña tan
calladita, tan humilde, tan bien portada, que me hace
-Eso no es nada, D. Domingo; no lo nombre usted siquiera. Además, Reina el día que no tuviese que regalar, me regalaría a mí y se quedaría huérfana.
-Pero en fin, -dijo
D. Domingo-, es natural que con motivo de las bondades demostradas
por Vd. a su hija, D. Roque la Piedra venga a darle a Vd.
las gracias, y esto viene bien, puesto que
Pocos días después, habiendo sabido D. Roque por D. Jeremías la amistad demostrada por Reina y las atenciones tenidas por la Marquesa hacia su hija, pasó a verla para darle las gracias.
Aunque habían pasado diez años desde su llegada a Cádiz, la persona de D. Roque seca y angulosa como una mala estatua de hierro, había cambiado poco o nada. Siempre era la fría y vulgar fisonomía del villano enriquecido, no había en él más diferencia sino la de vestir mejor y más primorosamente, a lo que le obligaba el alternar en la buena sociedad, así como a gastar un lenguaje algo menos tosco, sino más delicado.
-Señora, -dijo al presentarse con todo el atrevimiento de la ignorancia y el aplomo de la gansería-. Tengo tanto más placer en visitar la casa de usted, que jamás he necesitado a ninguno de Vds., y sí he podido servir a varios, así tendré una satisfacción en que Vd. me ocupe.
La Marquesa estuvo para contestarle que el día que la sirviese le pagaría, como lo habrían hecho los otros, a tanto por ciento sus favores, pero se contuvo.
Don Domingo corrió a llamar a Lágrimas, que ser día de fiesta, estaba en casa de la Marquesa.
-¡Ah! ¿Ahí está la chica? -dijo D. Roque al ver entrar a su hija con Reina-. La enseñáis mal, Marquesa, con tanta tertulia y diversiones, luego no se va a hallar conmigo en casa, y ahora que tiene diez y seis años me la voy a llevar.
La pobre niña al oír a su padre, se estremeció y apretó con angustia el brazo de Reina.
-¿Qué, se la va Vd. a llevar? -dijo esta a D. Roque-; o no, que está más abajo.
Don Roque se volvió atónito al oír aquella contradicción despótica que se lo plantaba delante; pero al verla brotar de aquella boca tan bella, tan fresca y tan juvenil, se sonrió como se sonreiría un rey al ver posarse en su corona una bella mariposa, y dijo:
-¿Y por qué no, señorita?
-Porque yo no quiero, respondió Reina.
Es muy probable, que
con la aspereza del orgullo y la mezquindad del egoísmo,
D. Roque, sin atender
-¿Te quieres quedar, chica? -preguntó a su hija Don Roque-, que no deseaba otra cosa, por hallarse muy lisonjeada su vanidad con poder decir por todas partes que su hija había quedado a puros ruegos de ésta en casa de la Marquesa de Alocaz.
La pobre niña, que temblaba, se apresuró en contestar:
-Yo quiero lo que Vd. mande.
-Bien, bien, -dijo D. Roque, como dispensando
un favor-; pues que todos se empeñan, no quiero que
se diga que no soy condescendiente, ni que usted crea, señora,
que le niego lo primero que me pide. No gasto
-¡Qué feo es tu padre! -le dijo Reina a Lágrimas cuando éste se hubo ido-, se me figura que ha de ser idéntico al Hércules de la alameda de Cádiz, que tanto ponderan de feo. En nada te pareces a él, hija mía, de lo que te felicito.
-Dice mi padrino, -respondió Lágrimas-, que me parezco a mi madre. ¡Pobrecita!
-A tu padrino, a
esa rata de caño sucio, mándale a decir que
no venga acá a verte, que se me figura
-Una vez me dio un rosquete.
Reina se puso a reír tanto y tan de corazón, que se dejó caer rendida sobre un sofá.
-Creo que es pobre, dijo disculpándolo Lágrimas.
-Deja que venga, -repuso Reina-, te aseguro que reúno a los criados con cacerolas y almireces, y lleva una cencerrada por padrino pelón.
-No vendrá, -dijo Lágrimas-: sólo una vez al año va a verme al convento.
En este tiempo aparece D. Roque la Piedra,
subido de categoría, como hemos visto, pues de
Como es probable que no conozcas al millonario moderno, querido lector de las Batuecas, porque el millonario moderno no se da en los aires puros que tú allá disfrutas, tendremos que hacerte su fisiología.
Pero distingamos:
no tratamos del millonario que por medios honoríficos,
ayudado de su buena cabeza, por su trabajo y por la fortuna,
que favorece
Fanático: el que defiendo con tenacidad y furor opiniones erradas en materia de religión.
No siendo erradas las opiniones ni defendidas
con furor, no es aplicable la palabra fanatismo al católico
ferviente. Lo que a la palabra fanático se puede aplicar
a la de
Necesaria era esta digresión
para que más de cuatro
Cerremos este paréntesis,
tamaño como el cuarto creciente y el cuarto menguante
de la luna. No vamos, pues, a pintar los millonarios respetables
y honrados, los que hacen un digno uso de sus caudales, como
conocemos y veneramos a muchos, a la par que los pobres los
bendicen y el público los aplaude. Dejamos a la envidia,
que nada puede ver
El tipo que vamos a delinear, es aquel que, salido del polvo de malos lugares, sin educación, sin principios, sin conciencia, sin honor y hasta sin vergüenza (este último lazo por el que pertenece un hombre a la sociedad), sin más Dios que la codicia, ni más ambición que la de atesorar, dando de barato su buen nombre, la dignidad, la opinión ajena, sin reparar en medios, llega al apogeo de la riqueza por caminos bajos, ilícitos y criminales. Este ente, odioso que amalgama admirablemente los vicios de ambas clases, los del pobre y los del rico, es una plaga que sale de la zupia de las revoluciones, o bien de la confusión de ideas y de delitos de las guerras civiles, o bien del caos de los desórdenes, o de los misterios de la impunidad vagabunda en todos países, y que se alza con frente impávida al desprecio, guarecido contra la reprobación con su escudo de oro.
El millonario de este jaez, por lo regular es feo: pero por lo regular también se le da un bledo de serlo; comprende la idolatría del becerro de oro, pero no concibe la de Narciso.
El millonario
padece (además de otros achaques) unas calenturas
intermitentes contra las cuales nada puede la quinina. Cuando
le entra el acceso de calor,
El millonario se ofende de que le digan rico y se indigna de que le crean pobre; quiere gozar de un crédito ilimitado, y quiere pasar por no tener un cuarto, como la vieja que quería sacar a la lotería sin haber puesto.
El millonario está
revestido de negativas como el erizo de púas; cree
el
El millonario goza rara vez de su millón: pero como el virtuoso goza con la conciencia de serlo, el millonario goza a su ejemplo con la conciencia de serlo.
Para este
millonario los mandamientos se encierran en dos:
El millonario tiene un problema que nunca acaba de resolver, y es a cual ha de despreciar más: si a un artista o a un noble, a un poeta o a un militar, a un deudor o a un facineroso, y entre las acciones de Judas, si la de vender a su Señor, o la de tirar después el dinero.
El millonario no comprende la dignidad del hombre, pero sí mucho la del dinero.
El millonario no se incomoda ni sale de su paso ni por la madre que lo parió, pero no quedará en zagas de Diógenes para decirle a un Alejandro que se le quite de delante.
El millonario
ha oído hablar de generosidad, y la cree de buena
fe
El millonario considera el orgullo inherente al dinero como su sonido metálico.
El millonario
tiene dos ideales a los que compondría versos si supiese,
y son su
Concluiremos este bosquejo con una última pincelada: para el millonario de este jaez hizo la Roche-Foucauld aquella inconcebible y atroz máxima que hay en nosotros algo, que goza en las desgracias ajenas... pues el millonario goza en la ruina de otros.
Ahora, pues, que hemos colocado a D. Roque en su nueva luz, prosigamos nuestro relato:
Todas las nubes
del otoño estaban reasumidas en
Llamaron a la puerta:
-Bonifacio, Bonifacio, -gritó el amo de la casa a su negro-, no abras sin saber antes a quién.
-Es D. Roque, -mi amo-, respondió el negro.
Efectivamente, subía el millonario aquella escalera entapizada de lamparones de aceite, y combatía con el humo de su puro aquel ambiente que no lo era.
-Perdido estoy, compadre, -exclamó D. Jeremías al verlo entrar-, y si Vd. no me saca de este apuro, de este conflicto, no sé que será de mí.
-¡Vd. apuros! -repuso D. Roque-, ¡por vía de los gatos! ¡Vd. que no ha tocado sus réditos caídos en el banco de Francia desde diez años! Pero sea el que fuere su apuro de Vd., yo no puedo sacar a nadie de apuros, porque en estos tiempos cada cual tiene que rascarse con sus propias uñas. ¿Qué hay, pues, compadre Angustias?
D. Jeremías se levantó y fue a cerrar la puerta asegurándose de que no podría oírle su negro; hizo sentar a D. Roque en su sofá de hojas de maíz, se sentó a su lado, y dejando al vegetal el tiempo suficiente para acallar sus murmullos, que a medida que había envejecido se habían hecho más ásperos y chillones, dijo acercándose al oído de su compadre.
-He recibido los sesenta mil duros que me quedaban por allá y que me han quitado sesenta mil noches de sueño.
-¡Droga! Compadre, ¿y este es el apuro?
-¡No, no es ese, sino que en primer lugar el cambio me cuesta un sentido, y lo otro, compadre!.., ¡Que no sé que hacer con ellos!
-Póngalos Vd. en el banco.
-¡Un demonio! ¡Colgar todo a un clavo! No, no, eso no; no tengo la manía de los bancos como Vd. ¡Quien tiene la experiencia de Nueva-York!... ¡¡¡Ya, ya sé lo que es!!!
Al decir esto hizo D. Jeremías un movimiento tan brusco y trágico, que las hojas de maíz se pusieron a murmurar en coro de la poca consideración con que se les trataba.
-Pero en el banco de Francia no le ha ido a Vd. tan mal, compadre, -dijo D, Roque-; los fondos han subido, el crédito y riqueza de la Francia crece por días.
-Amigo, lo que no sucede en diez años, sucede en un día; no quiero más bancos, y se acabó la fiesta. Compadre, ya sé que es Vd. un hijo de la dicha y que apalea el dinero; así solo en Vd. tengo confianza, tome Vd. ese dinero.
-¡Yo! ¿Pues si no sé que hacer con el mío?
-Compadre, se lo doy a Vd. sin ejemplar, sin hipotecas.
-No lo quiero, no tomo dinero.
-Compadre, a miserables ocho por ciento.
-Ni que Vd. lo piense.
-Compadre, al seis.
-No puede ser.
-Compadre, al cinco y medio.
-Que no.
-Compadre, al cinco.
-Ni de balde.
-Al cinco, compadre, eso es sacar a la lotería.
-¿Hablo griego, mi amigo? ¿No le digo a Vd. que no, no, y no? ¿Cómo quiere Vd. que se lo diga, cantado, llorado o rezado? ¡Droga!
-¡Compadre, Vd. quiere mi ruina! -exclamó indignado D. Jeremías, que por una de esas manías o agüeros de los avaros, sólo en las manos de su afortunado compadre consideraba su dinero seguro-. Yo, que pensaba dejar a su hija de Vd. en mi testamento seis onzas; ¡ni un cuarto le dejaré! -añadió con arrogancia, dejándose caer con el orgullo y aire de taco de una venganza satisfecha sobre uno de los cojines de los lados del sofá.
Un coro subterráneo parecido al de los malignos espíritus en la ópera de Roberto el Diablo sonó en las profundidades del mencionado cojín. D. Jeremías ya exaltado y dispuesto al despotismo, dio sobre él un vigoroso puñetazo; las hojas callaron, como obedeciendo al gran mal espíritu de su amo.
D. Roque soltó una carcajada con toda la impertinencia y sonido agrio metálico de los millones.
-¿Para qué necesita mi hija, -dijo-,
la gran miseria
-Cuando Vd. lo hizo cuenta le tendría; vamos, vamos, compadre, no escupa Vd. tanto por el colmillo que nos conocemos de atrás: Vd. toma mis sesenta mil duros, o perdemos las amistades; y puede Vd. ir buscando otro para encargarle aquí de sus trapisondas, y servirle de testaferro.
-Vamos, vamos, -dijo D. Roque que alarmó más esta amenaza de D. Jeremías, que no la de desheredar a su hija-; vamos, no se amostace Vd. que se va Vd. haciendo más gruñón que su sofá.
-Pues tome Vd. mis sesenta mil duros, con sesenta mil demonios encima.
-Veremos.
-Nada de veremos, que eso dijo el ciego y nunca vio. Las letras van a cumplir y no tengo donde meter el dinero. No tengo caja de hierro, añadió angustiándose a medida que iba hablando, abriendo los ojos y arqueando las cejas progresivamente, y echándose a temblar de tal suerte, que las hojas de maíz se echaron a reír ruidosamente. Vivo solo, solo con ese animal que podría robarme, asesinarme; la casa no es segura, el barrio es malo, los vecinos me quieren mal, las paredes tienen oídos, los ladrones son osados. ¡Oh, oh! ¡Yo tener dinero en casa! No, no, no.
-Bien, bien,
-dijo D. Roque, a quien el estado casi convulso de su amigo
no dio lástima, pero que reflexionó,
D. Jeremías dando saltos
en su sofá puso los gritos en el cielo y con él
las hojas de maíz, pero no hubo tu tía; después
del
Don Roque, al tomar el dinero de su compadre, había echado sus cuentas como lo veremos.
Había seguido
este señor visitando con mucha frecuencia la casa
de la Marquesa, en la que era perfectamente recibido, pues
esta, como mujer de mundo,
Algunos
días antes, había tenido una entrevista particular,
en la que se había arreglado el asunto que D. Domingo
Osorio había indicado a su amiga para salir de apuros.
Pero ni la hermosura, ni la amabilidad, ni la situación
apurada de aquella honrada y noble mujer, ni aun las grandes
seguridades que le daba el buen caudal de Reina, bastaron
para haber hecho perder de vista a D. Roque por un momento
su codicia, ni para hacerle ceder un ápice de sus
exigencias. Ni el talento, ni la gracia de la Marquesa, pudieron
impedir se hiciese el arreglo sobre unas bases muy perjudiciales
para ella. Pero al hallarse entre el embargo y las condiciones
que le puso D. Roque, tuvo que escoger la menos cruel de
estas alternativas, esto es, la que, defraudando sus intereses,
al menos no lastimaba su decoro. D. Roque dio a la Marquesa
treinta mil duros al
Es de advertir que el casamiento de su hija era la nube negra de aquel brillante horizonte; porque Lágrimas no solo había heredado de su madre los cien mil duros que llevó en dote, sino otros cien mil que le tocaban de los gananciales hechos durante la vida de aquella, en compañía de su suegro; de todo esto llevaba este último estrecha cuenta en favor de su nieta. Aunque D. Roque había llegado a ser más que millonario, doscientos mil duros son un bocado gordo aun para un millonario, cuanto más para aquel que mira con profundo respeto dos pesetas, considerándolas como la primera piedra (como él decía), sobre la que se labra un caudal de un millón. Como al casar a Lágrimas tenía que entregarlos, era el casamiento de esta la pesadilla que solía turbar sus dorados sueños.
Si alguien hubiera querido pintar un
Aquí yacía en el suelo
una botella de aceite de Macasar, habiendo perdido hasta
la última gota de su sangre. Un diccionario latino
mostraba sus mutiladas entrañas, con algunas manchas
de negra gangrena. Un frac con el cuello inclinado y los
brazos pendientes,
Sobre la mesa mostraba un tintero su negra boca, y parecía un mortero cuyos fuegos se hubiesen apagado; a su lado estaban las plumas caídas como estandartes vencidos. El Derecho real de España había recibido la descarga de un bote de la exquisita agua de lavanda que se fabrica en Sevilla, en la plazuela de San Vicente. La constitución era oprimida por un pícaro reaccionario tarro de pomada de mil flores, y algunos guantes daban voces por su cuartel de inválidos.
Eran las seis de la tarde, y se ocupaban en ese cuarto tres jóvenes en hacer su tocador.
Era el uno en extremo alto y bastante
grueso; tenía hermosas y simétricas facciones,
grandes ojos pardos abiertos de par en par, como su corazón
que era franco, noble y bondadoso. No se hubiese encontrado
otro que tuviese una idea más alta de sí mismo
con la mejor fe del mundo, y sin tener por eso orgullo. Quería
a sus amigos con la más sincera benevolencia, sin
por eso dejar de tratarlos con superioridad inaudita; pero
era esta tan bonaza e inofensiva, que no hería, porque
siempre al través de sus jactancias y de su prosopopeya
se traslucía su hermoso corazón, como la luz
del sol a través de los nublados. Era aplicado, pero
tenía falta de memoria y un singular
El otro era alto, delgado, bien formado y airoso;
sus maneras eran medidas y elegantes, porque la elegancia
era en él genuina, le era añeja como su corriente
al arroyo. Tenía la cara fina y menuda; sus ojos graciosos
que siempre interrogaban y nunca respondían, eran
sombreados de espesas y bien dibujadas cejas; una poblada
y rizada cabellera rodeaba su frente angosta; su sonrisa
tenía todo lo agradable de un delicado agridulce.
Era este uno de esos hombres reconcentrados, cuyo interior
está herméticamente cerrado, y en los que nada
hay espontáneo sino la reserva. Aunque muy joven,
miraba la vida con los espejuelos de la ancianidad, buscando
en ella la felicidad, no del modo negativo del filósofo,
ni a la manera material del epicúreo, ni del modo
espiritual del cristiano, ni en la aureola del poder, ni
en la embriaguez de la gloria; pero la buscaba firme, positiva,
El tercero de estos
jóvenes, de mediana estatura, ni era hermoso como
el primero, ni bonito como el segundo; pero tenía
uno de esos conjuntos simpáticos, de esas figuras
que no llaman la atención, pero que mientras más
se ven más gustan. Nada en él admiraba y todo
agradaba. Veíase en su cara alegre y risueña
esa superabundancia de savia que en la juventud bulle y cría
flores, y que más adelante obra y da fruto. En su
mirada inteligente y a veces distraída se notaba el
sello de los hombres superiores, pero cuya superioridad,
de que no se dan cuenta, que no rige la voluntad ni estimula
la ambición, anda vagando como las
-¡Pues no
es, -dijo Marcial, apretándose la hebilla de sus pantalones-,
para darse a todos los diablos el
-En el Líbano hay cedros, -contestó Genaro-: las palmas son del desierto; y los alcornoques de tu pueblo.
-Las palmas son del Líbano,
-afirmó Marcial con su acostumbrado atrevimiento y
aplomo. Y eso, prosiguió volviendo a su tema, que
no tengo más que veinte y cuatro años, los
mismos que tú, y uno más que Fabián.
Pero tú, Fabián,
-Objetos de tocador no pertenecen a las bellas artes, -dijo Fabián-, pero tú, Marcial, adoras la retumbancia.
-Pertenecen a las bellas artes, -afirmó Marcial.
Los otros se callaron como tenían de costumbre, cuando Marcial, con voz estentórea, lanzaba uno de sus axiomas, que ellos dejaban rodar cual proyectil inofensivo.
-¿Qué haces? -prosiguió-: ¿Acaso versos a una Filis que no los sepa leer?
-No. Traduzco la oda de
Lamartine, a la lámpara
Y en esa lumbre aérea, me agrada suspender mis miradas langorosas, y les digo: tal vez sin saber nada, vosotras hacéis bien, luces piadosas. De inmensa creación en el destino quizás esa partícula brillante imita ante su trono de contino la adoración eterna e incesante[6].
-Lo que me parece, manso Dauro, -dijo Marcial-, es que el traducir es cosa muy fácil.
-¡Fácil traducir poesía! Sólo tú eres capaz de sostener semejante despropósito, -exclamó Fabián.
-Y de probarlo, -prosiguió Marcial-; mi padre estuvo prisionero en Francia cuando la guerra de la Independencia, y aprendió allí una canción que tarareaba siempre. La aprendí y la he traducido; y lo que es más, en el mismísimo metro, de suerte que la canto en la misma tonada. ¿Y esa?
-Gratifícanos con esa obra maestra de tu ingenio, -dijo Fabián.
Marcial se puso a cantar;
Si el Rey me quisiera dar Madrid su gran villa, obligándome a dejar por eso a Sevilla, le diría al rey así: no quiero vuestro Madrid, prefiero a Sevilla, sí, prefiero a Sevilla.
Genaro y Fabián se ahogaban de risa.
-¡Envidia! -dijo Marcial anudando su corbata-, mejor harías, padre Dauro, manso río, en nutrirte como yo de nuestros buenos poetas españoles. Yo he leído y sé de memoria las mil comedias de Calderón.
-Son trescientas y tantas, -observó Fabián.
-Son mil, -sostuvo Marcial.
-Ya veo, -dijo Fabián-, que fundas tu ambición en ser el primer literato y bibliófilo de España.
-Te engañas,
manso río, si crees que fundo mi ambición en
cosa tan mezquina. No hubiese dicho eso este
-Fue el de Diana, -rectificó Fabián.
-El de Venus, -afirmó Marcial-. Oye, Genaro, ¿cuál es tu ambición?
-Yo quiero, -respondió este-, una posición honorífica, feliz y estable con ruido o sin él.
-¡Vegetar! -exclamó Marcial-, ¡Cruzarse de brazos cuando peligra la sociedad! Quita allá, verdadero tipo del moderado de provincia que quiere que todo se lo den hecho. Y tú, mi manso Dauro, ¿cuáles son tus miras? ¿Qué quieres?
-¿Yo? -contestó Fabián-, Nada.
-Un Lazaroni romano, -exclamó Marcial-, mira qué carrera para quien no tiene un mayorazgo.
-Los lazaronis son napolitanos, -observó Fabián.
-Romanos, -sostuvo Marcial-. ¡Ay, amigos! -añadió poniéndose el chaleco y observando lo vacío de sus bolsillos-: ¿cuál de Vds. me presta algún dinero?
-¿Prestarte a ti? ¿Yo? -dijo Fabián-, ¡yo que tengo un bolsillo que lo sucede lo que a tu barriga en sentido inverso, a ti, tan rico! ¿Te burlas, Marcial?
-Rico, es decir que mi padre lo es, diez dehesas, a cual mejor, ocho molinos, montes, haciendas, ganados como un patriarca, pesetas como un bolsista: pero ¿qué me sirve a mí, si no quiere ese padre avaro salir de los dos mil reales mensuales que me envía?
-Debían bastarte, -dijo Genaro-, a mí con la mitad que tengo me alcanza y me luce más que a ti.
-Verdad es, -repuso Marcial-, pero sepan ustedes,
-¡Jugado! -exclamaron a un tiempo sus dos amigos con aire de desdén.
-Sí, jugado, ¿y bien? En mi borrascosa juventud quiero regalarme de todos los vicios, con la intrepidez de D. Juan ¿Ignoráis acaso que tengo azogue en la cabeza y alquitrán en las venas, como se dice en la moderna escuela literaria francesa? Quiero ser el más pródigo de los hijos y que después me reciba mi padre en sus brazos y mate un ternero, o un cerdo, lo mismo me da. ¿No os parece esta idea acalaverada, de caballero de buena ley? El caballerismo, como lo entendía el caballero de la Mancha, es cosa de mal gusto y de mal tono. Hacer de una Maritornes una Dulcinea, ¡qué inocente! Es mucho más del día y más cómodo hacer de una Dulcinea una Maritornes. Esta ancha Castilla que me he propuesto dar a mis fogosas e indomables pasiones (siempre con el propósito de enmendarme), tiene de romántico por ser a lo Byron, y de clásico por lo de la Biblia.
-La Escritura santa no pertenece a ningún género de literatura, observó Fabián.
-Es clásica, -afirmó Marcial-, con las notas más graves de su estentórea voz.
-Yo no juego, -dijo Genaro-, soy más razonable,
-Lo que tú eres, -repuso Marcial-, es un hipocritón; además, ni tienes mis pasiones volcánicas, ni mi fuerza de alma para levantar tu frente serena, apacible y tranquila ante la reprobación.
-Don Pleonasmo, se te olvidó impasible, -dijo Fabián.
-Quiero, -prosiguió Marcial cada vez más exaltado-, seducir a unas cuantas chicas; lo malo es que no se dejan seducir, saben más que las culebras. La inocencia bien hizo Reinoso en llorarla perdida. La candidez bien hizo Meléndez en buscarla en Italia.
-En Arcadia, -enmendó Fabián.
-¡En Italia! -sostuvo Marcial-. Tú, padre Dauro, que te nutres de la miel hiblea y bebes de la dulce Hipocrene, eres inofensivo, pero sosito. Mas a pesar de eso os quiero a ambos: somos tres en uno; somos los tres Gracios, los tres Parcos...
-¡Parco tú! -exclamó Genaro-, tú que tienes la despensa atestada de los chorizos y jamones que te envía tu madre.
-Por supuesto: os he dicho que me quiero echar a todos los excesos; quiero ser otro D. Miguel de Mañara, sólo que cuando me recoja a buen vivir, en vista de que el fundar hospitales como hizo aquel, no tiene actualidad, fundaré en mi pueblo un casino. ¿No os arrastra mi ejemplo?
-No, hijo
mío, -respondió Genaro-, las calaveradas
-Los excesos me repugnan, -opinó Fabián-, como el olor de una taberna, como la atmósfera de una zahúrda, como el vapor de una sentina.
-¡Oh!
-Porque se llama Lágrimas, y estas son las perlas del corazón, y porque es además una perla. Dios quiera, Genaro, que la sepas apreciar como lo hubiese hecho yo.
-Estos poetas, -exclamó Marcial-, siempre lloran por lo que queda. Pues ¿no eres el más feliz de los mortales con captarte la atención y recibir preferencias de Flora, esa rubia Feba, que parece una azucena engarzada en oro? ¡Qué bonito pensamiento! No me lo plagies, manso río.
-No temas, -respondió riéndose Fabián-, ni yo, ni ningún platero aprovecharemos tu idea.
-Pero ambas, -prosiguió Marcial-, Flora, la blanca azucena, y Lágrimas, la humilde violeta, pasan desapercibidas al lado de aquella, que es reina de las flores, y reina de cuanto hay. Se me figura que le gustan los calaveras; ¿qué te parece, Genaro, tú, qué observas?
-Me parece que sí, respondió éste.
-Sí, sí, -prosiguió Marcial-, he notado que desde que he tomado los aires de tronera, le hago más gracia.
-No te ilusiones, Marcial, -le dijo Fabián-, Reina no te quiere.
-¿Pues a quién quiere? -preguntó Marcial volviéndose tan bruscamente que echó una silla al suelo.
-No lo sé, pero no es a ti.
-¿Cómo lo sabes,
-Como sé que es de día, porque lo veo; y mira, querido, que la desilusión, con el cólera y la demagogia son las plagas de este siglo.
-Pero, ¿quién ha de querer competir conmigo? Vds. además de estar enamorados, nunca les pasaría por la imaginación el quererme hacer mal tercio, puesto que yo no había de tener la magnanimidad de Foción.
-De Escipión, -observó Genaro.
-De Foción, -repitió Marcial-. Yo que le he compuesto unos versos. Esos si que son originales y castizos.
-Otorgo lo primero y pongo en duda lo segundo, -dijo Fabián-. Pero vamos, recítanos esa composición que desde hace quince días te trae a mal traer.
-¿Para que me robes mis conceptos? -objetó Marcial.
-Te doy mi palabra que no lo haré.
Marcial, que estaba rabiando por lucir su composición, la recitó pomposamente:
Reina de los corazones, infundes tanta lealtad, que tus vasallos se oponen a que les des libertad. Esta extraña anomalía en este siglo de luces, a tus ojos es debida, con que a las luces desluces.
-¿Me querrán Vds. decir por qué se ríen tanto? -preguntó Marcial a sus amigos cuando hubo concluido la lectura de sus versos
-Por la gracia que me han hecho, -respondió Genaro-: son preciosos, conceptuosos, agudos. Quevedo te los envidiaría. ¡Qué oportuno retruécano!
-¿Y a ti qué te parecen, Fabián? -preguntó
Marcial-, tú que eres el
-Los más malos entre los muchos malos que has hecho, Marcial; pésimos, ridículos.
-¡Envidia! -dijo
Marcial-; envidia,
-Oye, Marcial, -dijo Genaro-; ¿quién es ese íntimo nuevo que te has echado que parece un arenque curado?
-¡Oh! Un guapo chico.
-Pero ¿quién es?
-¿Quién es? ¡Qué sé yo?
-Pero ¿cómo se llama?
-Tiburcio Cívico.
-¡Ay, qué nombre! -exclamaron los otros.
-El nombre es fatal, no lo niego, -contestó Marcial-; no he podido hallarle una rima a Tiburcio.
-Mira, Marcial, -dijo Genaro-, que era el más
vano de los tres; te aconsejo que no andes mucho con ese
don
-Amigo, el que quiere ser diputado como yo, tiene que popularizarse. ¡Malditas carnes! -añadió abrochándose el frac-; ¡más enemigas aun del cuerpo que del alma! Si aguardase esta barriga a presentarse cuando yo fuese diputado, ¡anda con Dios! En el congreso haría bien. Me daría un aire de Don Mamerto Peel.
-Roberto, -dijo Fabián.
-Mamerto, -afirmó Marcial.
-¿Pero que imán tiene para ti ese desconocido enteco? -preguntó Genaro.
-Pierdes en eso tu tiempo, -dijo Fabián-, no perdiendo él poco en los esfuerzos que hacía para ponerse unos guantes la mitad más chicos que su mano.
Al salir a la calle encontraron
a un chiquillo parado en medio del zaguán. Sin desviar
la dirección
El
Aquella misma tarde estaban en el balcón que caía al hermoso jardín de la marquesa de Alocaz, tres jóvenes que se esforzaban en cubrir con sus flores y ramas, las enredaderas, como si el jardín quisiese ocultar con un velo verde sus más bellas flores.
Vuelta de espalda, puestas las manos sobre el barandal
y apoyada en ella su cintura, descollaba la más alta
de las tres, luciendo en esta posición toda la gallardía,
riqueza y perfección de formas de su persona. Caían
desde su cintura hasta el suelo los anchos y ricos pliegues
que formaba la seda de moaré azul turquí de
su vestido. Un camisolín de encaje cubría su
cuello, y estaba sujeto sobre su pecho por un
Frente de ésta, estaba otra joven de mediana estatura, que si bien apoyaba su hombro en el quicio de la puerta de la sala, cambiaba tan a menudo de postura, que no se la podía señalar ninguna determinada.
Era blanca y rosada,
rubia, cosa poco común en Andalucía, y que
por lo tanto tiene en las bonitas toda la delicadeza y distinción
de las flores exóticas. Sus ojos azules eran graciosos,
vivos, maliciosos y dulces a un tiempo, como lo era su dueña.
Su boca, que era semejante a una fresa, siempre risueña,
dejaba ver una magnífica sarta de perlas que brillaban
constantemente con el reflejo de la luz y de la alegría.
Vestía un traje de tafetán verde, y unían
su camisolín de gasa sobre su pecho, tres lazos de
cinta de color de rosa, teniendo el último, que estaba
colocado sobre la punta de la cotilla, dos largos cabos tan
movibles a los impulsos del aire, como lo era su dueña
a los de su alegre actividad. Pendían a ambos lados
de su fina cara los largos tirabuzones casi desrizados que
dan tanta dulzura al semblante. A cada lado de su ancho rodete,
había colocado un lazo color de rosa que parecía
infundirle al oído con su voz de seda, ideas de su
color. Era esta, Flora de Osorio, sobrina
Apoyada sobre el barandal del balcón, el codo puesto sobre la meseta, y la cara descansando en su mano, miraba la tercera de estas jóvenes tristemente al cielo. Era pequeña y en extremo delgada. Vestia un traje de lino lila y blanco, de hechura de saco y cruzado por delante. Un grueso cordón le sujetaba al talle, y las borlas que lo terminaban haciendo peso, le daban la forma de punta que ordena la moda sin ayuda de ballenas, cuya dureza, por poca que fuese, no podía soportar aquel cuerpo débil y delicado. Su cabello negro formaba sin pretensiones unas cortinas achatadas que, pasando debajo de la oreja, se unían al magnífico rodete que formaba su cabello, cuya abundancia y fuerza era un vicio orgánico, como suele suceder en naturalezas débiles.
-¡Qué ingrata eres con Marcial! Reina, -dijo la de los moños rosa-, y eso que es un novio de los pocos, un novio pintiparado, tenlo por seguro, porque mi madre lo celebra y esto es señal infalible y patente segura de buen novio; y eso, mujer insensible, que según dice Fabián, te está componiendo unos versos.
-Sea por el amor de Dios, -dijo Reina-, pero hija mía, si los versos toman por asalto los corazones, muy apurado estará el tuyo, porque Fabián...
-Sí,
sí, -interrumpió Flora-, en punto a versos
es Fabián, lo que es el mes de María en punto
a flores,
-¡Qué persistencia en cultivar un terreno que no ha de producir para él sino calabazas! -repuso Reina.
-Marcial quiere enseñarte geografía, ¿sabes?
-¿A mí? Si me hace semejante proposición le enseñaré a tornar la puerta.
-¡Qué
ingratitud, Reina! Fabián me quería enseñar
a mí el francés. Como yo no me inclinaba a
ello, ni tenia disposición, no salimos en un mes de
-¿Y te lo enseñó? -dijo Reina soltando una carcajada.
-
Lo aprendí,
pues, y lo recitaba como una cotorra
Vivite, bevite, colegiales, post multa secula pocula nulla.
Pero como al alumbrado de gas que se apaga de repente le sucedió a mi gozo, cuando vi a mi padre fruncir el entrecejo, y decirme que seguramente habría oído eso a mi hermano; pero que si semejantes vaciedades grotescas eran pasaderas en la boca de un estudiante, eran ridículas e indecorosas en boca de una señorita. -Pero, padre, -exclamé consternada-. ¿Me quiere Vd. decir el sentido de esas palabras que yo venía por sublimes? -Me respondió su merced:
Vivid; bebed, colegiales que después de los siglos ni se come ni se bebe.
Fue tal mi furor contra ese traidor perverso, que a la
noche le declaré que no tenía ni antes ni después
de los siglos que volverme a mirar a la cara; y en cuanto
a nuestro trato, le declaraba en bueno y decoroso latín
que
-Debías haberte mantenido en no perdonarle, -dijo Reina riéndose-, y heredarme en vida la posesión del corazón de Marcial, a quien decididamente pesa y estorba, tal es el empeño que tiene de colocarlo.
-No, hija mía, estoy muy bien avenida con Fabián que ahora me va a enseñar el griego. Pero Lágrimas, -añadió Flora volviéndose a la niña apoyada en el balcón-, ¿qué estás ahí pensando, un poco más callada aun que otras veces?
La niña al oír su nombre tuvo un pequeño estremecimiento nervioso y respondió con dulzura:
-Miraba aquella pequeña nube y pensaba que está tan purpurina por echarle el sol una mirada bajo la cual se ruboriza, como lo haría una pastorcita si la mirase un rey.
-Pues lo que a mí
se me ocurre, -dijo Flora mirando la roja nube-, es que si
descargase ahora ese nubladito, sería vertiendo una
lluvia colorada, y mañana, todo amanecería
rojo, empezando por el apacible Betis que parecería
un
-Pues a mí, -dijo Reina-, lo que se me ocurre es, que habrá buen tiempo mañana, que arreboles al Poniente, soles al amaneciente; y tengo mañana que ir a las tiendas y al jubileo que está nada menos que en San Julián.
-Esta Lágrimas, -observó Flora-, vive siempre
-Bien podrá ser, -respondió Lágrimas.
-No, no, -intervino Reina-, es el resultado de las fuertes impresiones que ha recibido cuando niña, y es preciso, Flora, distraerla y no combatirla, como dice la madre Socorro.
-¿Sabes, Lágrimas, -dijo Flora, que comprendió
la intención de Reina-, que si el asqueroso reptil,
nombrado celos, tuviese cabida en mi corazón, que
llama Fabián el más puro y más inmaculado
de los copos de nieve del Monte Parnaso; ¡ah! No, del
-Lo que nada quiere decir, -opinó Reina.
-¡A un poeta!
-Lo que quiere decir
-¡A un ilustrado!
-Lo que significa
-¡Ay Reina! ¡Reina! -exclamó Flora-: ¡qué modo de echarlo todo por tierra! ¿Pues cómo clasificas a Fabián?
-Un hombre instruido, hija mía, lo que las otras tres denominaciones no determinan.
-¿Y cómo clasificas a Marcial, severa jueza?
-¿Marcial? De distinguido en la pesadez, sobresaliente en la retumbancia, notable en lo porfiado.
-¿A Genaro?
-Un cena a oscuras.
-¡Vamos allá, todos quedan lucidos! ¡Reina, Reina, muy empingorotada estás! A todos miras de arriba abajo como el César de la Alameda Vieja. Te lo predigo, torre encumbrada, al primer traspié, caes aplastada.
Reina echó una carcajada y se puso a cantar.
-Flora, -dijo-: ¿no has oído cantar a Lágrimas?
-No, nunca. ¿Canta? No lo extraño. Fabián os llama la perla y el brillante: si tú que eres el brillante, bailas, no es mucho que cante la perla. Vamos, Lágrimas, canta.
-Ni tengo voz, ni sé ninguna canción; -respondió ésta-. ¿No es verdad, Reina?
-Si y no..., tienes poquita voz; pero es dulcísima y melodiosa; no sabes canciones, pero sabes otras cosas que se cantan. No te hagas de rogar, Lágrimas, que no pega eso a tu genio complaciente: estamos solas, así no tendrás cortedad; canta lo que acostumbras cantar, la tonadilla del cuento la flor del Lililá aunque sea cuento de niños, la melodía de las estrofitas es preciosa. Te haré la segunda voz.
La dócil niña se puso a cantar con una voz muy tenue, pero cuya dulzura era incomparable acompañada de la pura y fuerte voz de Reina, que parecía sostener la suya, las estrofas que acaban así:
Y ten con ellos piedad, que les tengo perdonado, ¡que es tan dulce perdonar!
-¡Con qué expresión canta! -dijo Flora cuando hubo concluido.
-Es, -dijo Lágrimas-, porque de todas
las excelencias
-Pues yo, -dijo Reina-, la justicia.
-Pues yo, -añadió Flora-, la de no cansarse de dar. Dar, ese es el placer de los placeres, la felicidad de las felicidades.
-¡Eh! -dijo Reina-, vamos al Duque, que ya es tarde; ven, Lágrimas.
-Yo no quisiera ir, -respondió ésta.
-¿Y por qué no, criatura?
-Estoy cansada.
-Déjala, Reina, el mejor modo de complacer a las gentes es dejarles hacer lo que desean, grande y soberbia máxima, que no puedo inculcar a mi madre por más que hago, -dijo Flora.
-¿Qué harás aquí sola? -preguntó Reina a Lágrimas-; las nubes rosadas se han ido.
-Contará las estrellas conforme vayan saliendo, -dijo Flora-, por ver si falta alguna.
-Vas a oír, -prosiguió Reina-, el ruido que te parece del mar lejano, y que te acongoja.
-No, Reina, hoy estoy tan tranquila, que oiré música.
-Oirás el viento y pensarás que la naturaleza gime, como te sucede siempre.
-No, Reina, el viento que suspira es débil, callado e inofensivo,
-Como tú,
-dijo Reina besando la frente de Lágrimas que se había
acercado a ella, la había abrazado
-Callado, calladito, -afirmó
Flora-, no dice ni
Y pasando detrás de las amigas abrazadas,
la niña de los lazos rosas se subió en el rodapié
del balcón, tomó una de las ramas de la enredadera,
y coronando sin soltarla con ella a las otras,
Paseaban los amigos extremeños por
el Duque, cuando vieron descollar por cima del apiñado
gentío una cabeza pequeña con una cara de filo,
dotada de una nariz larga, ojos pequeños, negros,
melancólicos y distraídos, aunque de cuando
en cuando lanzaban una penetrante, desconfiada y hostil mirada,
como el apagado volcán entre su opaco y monótono
humo echa a veces una llamarada. Vestía con pésimo
gusto chaleco y pantalón de tremendos cuadros y furiosos
colores, y un gabán blancuzco, que parecía
un traje talar. Un sombrero húngaro, republicano o
a la Montalbán, de igual color, que cubría
su
Era este nuestro amigo Tiburcio, el que
después de un año de residencia en Madrid,
se volvía no como se fue, sino con los bolsillos vacíos,
habiéndose gastado allá el importe hasta del
último olivo, sacrificado en las aras de la
-¡Oh! Invicto demagogo, -le gritó-; me alegro hallaros, quiero presentaros a mis amigos.
-Me honráis, -respondió en voz grave Tiburcio-, que a pesar de sus doctrinas se moría por las gentes de fuste.
Pero los amigos, siguiendo su paseo y el objeto que los preocupaba, habían desaparecido entre las gentes.
Siguieron, pues, Marcial y Tiburcio paseando, y a la primera vuelta se hallaron frente a frente con Reina. Marcial la saludó, pero esta hubo de no verlo, porque no le devolvió el saludo.
-Señor, -decía Tiburcio-, la humanidad necesita regenerarse.
-Las mejoras brotan, -respondía Marcial-, al vivificante calor del sol, y no a la abrasadora llama del incendio, y así mi amigo... Reina, aunque no quieras estoy a tus pies.
-Agur, Marcial, -respondió ésta, pero al notar la extraña figura de Tiburcio, clavó en él su mirada firme, y volviéndose hacia Flora-, ¡Jesús, qué facha! -dijo-: ¿de qué baratillo habrá sacado Marcial esa baratija curiosa? -Y se echó a reír.
-¿Lo veish? -dijo Tiburcio furioso-, veis si son insolentes y orgullosas vuestras aristócratas.
-¿Por qué se ha reído mirándoos? Lo mismo hubiese hecho con el Buti Bamba más encopetado si se presentase con vuestra facha. Mi amigo, Reina, esa prima mía, es la burla increada como vos sois la oposición ídem. No es en ella orgullo, es su corriente, su impulso, su montaña rusa, es la espina de esa rosa: ¡si la hace hasta de mí!... ¿Queréis conocerla? ¿Queréis que os lleve allá? -añadió Marcial con marcialidad.
Era esta oferta demasiado grata a Tiburcio, para que no se apresurase a acogerla.
-Sólo os advierto, -observó Marcial-, que no salgáis allá con alguna de esas vuestras máximas, cataclismos morales, principios antirreligiosos que levantarían la tertulia en peso. Eso allá no pasa, amigo. Se destierra como los perros en misa. Por lo demás, la Marquesa es mi tía, y lleva en palmas a los que yo presento en su casa.
Los amigos para hacer hora se fueron a beber a la nevería, pero los helados no entibiaron el fuego de las discusiones políticas.
Entretanto se iban reuniendo
los tertulianos en
Frente de ellos, pero fuera de la sombra, y como dorada por la brillante luz de los reverberos, se hallaba Reina, cerca de la cual estaban sentadas Flora y otras muchachas, rodeadas de un grupo de hombres entre los que estaba Fabián. Genaro había tomado el abanico de Lágrimas y jugaba con él.
Esta
costumbre de tomar los pretendientes en sus manos el abanico
de sus pretendidas, sea dicho de paso, es la más mal
entendida y la que menos está en sus intereses. Si
bien demuestra un deseo afectuoso de poseer, aunque sea momentáneamente,
algo que pertenezca a la que se ama, y denota un galante
placer en tener en sus manos lo que las suyas tocaron, tiene
esto varios fatales resultados. El primero, sobre todo, si
son los usurpadores de los que manejan la espada, es que
no saben manejar el abanico; y así, o le rompen o
le dan mal cierro, y tened entendido que un abanico con mal
cierro, es lo que una espada sin puño o una pluma
con las puntas abiertas, como un cinco romano. Si bien no
dudamos existan heroínas que sacrifiquen noblemente
el buen cierro de su abanico a un joven de mérito
y elegante,
Tenía, pues, Lágrimas cruzadas sus manitas sobre sus rodillas una encima de otra, como en un jazmín se cruzan dos de sus florecitas. Echaba de menos su abanico, no por otra cosa sino por ocupar sus manos, pues en su dejadez y desprendimiento americano, no la fatigaba el calor, ni se cuidaba de sus alhajas. Callaba la suave niña y miraba al cielo.
-Siempre estáis triste, -dijo Genaro-, y no participáis de las bromas de los demás.
-Es verdad, -respondió Lágrimas-, no sé reír.
-Yo tampoco soy amigo de la risa, es esta un sonido discordante al corazón; lo hace ligero y frío.
-¡Oh, no! -dijo Lágrimas-, la risa es un bello don de Dios, como lo es un día de sol, y la envidio, porque vidas hay sin risa y sin sol, y que están envueltas en tristeza cual ahora lo está el cielo de nubes como en una blanca mortaja.
Lágrimas bajó la cabeza y se puso a meditar con esa tristeza que comunica la noche aun a la clara luna.
Siguió un rato de silencio, porque Genaro aplicó su finísimo oído y toda su atención a lo que en voz baja hablaban Flora y Reina, creyendo, sin equivocarse, haber oído su nombre.
-Genaro está muerto y penado por Lágrimas, eso salta a los ojos, -decía Flora.
-Hace bien, -respondió Reina-, porque ella es una bendita, una paloma sin hiel; un poco pesada es, pero como él lo es un mucho, no le chocará lo poco en ella
-¡Genaro pesado! -exclamó Flora-, solo a ti que tienes los gustos más remontados que panderos, se le ocurre eso; no hay uno solo a quien no halles faltas que poner. Vea Vd. ¡Genaro pesado! ¡Pues si tiene la sangre más ligera que un pájaro!
-Lo disimula.
-No digo que no, porque tiene más debajo que encima de tierra; pero ¿sabes lo que el rector ha dicho a mi padre? Que es el muchacho más vivo, más despierto y más aplicado de la universidad.
-Hija mía, -dijo Reina-, yo no juzgo por las opiniones de nadie, pero menos aun por la de padres graves.
Este aparte terminó con una carcajada que esta frase de Reina hizo pegar a Flora.
Con las repentinas mutaciones del equinoccio, el cielo había cambiado de aspecto.
-Ved, -dijo Genaro a Lágrimas-, el cielo parece resucitar y haber desgarrado su mortaja que va desapareciendo hecha girones. Debéis imitar al cielo, Lágrimas, y sacar vuestra vida de esa mortaja de tristeza, porque la vida es bella a los diez y seis años.
-No hacen la vida bella el más o menos número de años, -respondió Lágrimas-, sino el más o menos contento y alegría, ¿Es alegre la noche aunque empieza ahora?
-Sí lo es; y mirad sus estrellas, cual os sonríen como para animaros.
-Las veo al través de la diáfana blancura de esos celajes, como ojos tristes al través de lágrimas. Todo es triste, Genaro, ora álzese, ora bájese la vista.
-Si amaseis, Lágrimas, no os parecería triste la vida.
-¿Da alegría el amor? -preguntó la suave niña.
-Da la felicidad que es aun preferible, -contestó Genaro.
-Lo dudo.
-Convenceos de ello.
-¿Y si no me convenzo?
-Volveréis a vuestra indiferencia.
-¿Y si fuese la indiferencia como el paraíso, que no se pudiese volver a él después de abandonarlo?
-No es un paraíso la indiferencia, Lágrimas, es un desierto.
Atravesaba en este momento Marcial el estrado, seguido de Tiburcio que presentaba a su tía. Marcial se ocupaba tanto de sí, que no había otro que notase menos lo que pasaba alrededor suyo. Así no observó el efecto que su entrada triunfal causaba en el grupo burlonísimo de las muchachas.
-¿Qué arco iris en pie nos trae Marcial, ese gran primo mío? -dijo Reina.
-Oid, Fabián, -preguntó Flora-; ¿es ese chorizo de Extremadura?
-Puede echar plantas Marcial con sus descubrimientos, -prosiguió Reina-. ¿Si habrá hecho ese en el Gabinete de historia natural?
-No, -dijo
Flora-, es una
-Es un habitante de la luna.
-Ese habrá venido entre los palos de Segura.
-Ese ha crecido a la sombra.
-¿No veis que es un
-Es un
-Es un cursi.
-¿Pero Fabián, debéis saberlo, quién es ese fenómeno? -preguntó Reina,
-Es el inmediato a una alcaldía, -respondió éste-.
-¿Y cómo se llama?
-Tiburcio Cívico.
-¡Jesús que nombre! -dijo Flora-, si me lo hubiesen dado, lo devolvía aunque me quedase sin ninguno.
-El nombre es poco armonioso, así es, que Marcial que le quería hacer unos versos, como hace a todos sus amigos, se devana los sesos inútilmente para hallarle un consonante. Reina, os ha dado ya Marcial los que os ha compuesto, ¿los sabéis?
-Por sabidos.
-Os los diré, que los sé de memoria.
-Ni por pienso.
-Fabián, Fabián, -exclamó
Flora-; eso seria una alta traición, ¡indigna de un
socio del Liceo! Si la hicieseis, en mi vida os volvía
a decir, ni
De repente se levantó Genaro, y llamando a Fabián aparte, le dijo:
-Mira, si quieres que nos divirtamos, persuádelo a Reina, tú que tienes confianza con ella, a que reciba con agrado a ese estafermo, y nos darán un sainete entre Marcial y él.
Genaro se volvió enseguida junto a Lágrimas, y le dijo:
-¡Cuán ligeras y frívolas deben pareceros las personas que no saben sino reír!
-No por cierto, Genaro. Hay actividad y vida en la alegría; es ella la robustez del alma, así como la tristeza es su debilidad; así en mí es debida a males físicos y morales.
-¡Interesa tanto, Lágrimas!
-Oh no, no, fastidia a todos menos a las madres en el convento, a quienes compadece.
-¿Qué os dijo Genaro? -preguntaba entretanto Reina a Fabián.
-Que os persuadiese que
acogieseis con agrado al
-Podéisle decir a ese patrón araña, que si se quiere divertir que compre una monita.
Acercáronse entonces Marcial y Tiburcio, tan desigualmente dotados en anchuras.
Después de los primeros cumplidos, -dijo Reina a Tiburcio:
-¿Sois madrileño?
-No señora,
soy de
-¿Y dónde está Villamar?
-Prima, ¿quieres que te enseñe la geografía? -dijo Marcial.
-No quiero aprender nada que acabe en
-No esh eshtraño, no shepáis
donde eshtá shituado
-Lo que será un borrón eterno para su obra, -opinó Marcial-. Si Madoz me hubiese consultado a mí, no hubiese sucedido eso.
-Flora, -decía Fabián a la alegre joven que llevaba los lazos rosa como su divisa-: ¿es posible que me tengáis hace seis meses de rodillas, ofreciéndoos mi corazón, y que cual si fuese un vaso de ajenjo no os podáis determinar a tomarlo?
-Vamos, lo tomaré; y sin hacer mohines para que no criéis rodilleras; pero en calidad de reintegro.
-Bien, con tal que deis premios.
-No, nada de premios, ni apremios.
-¿Ni siquiera un suspiro?
-¡Un suspiro! ¡Qué horror! En punto a suspiros no me gustan más que los de Pepe el confitero.
-¡Válgame Dios, Flora, siempre habéis de reís y hacer reír!
-Siempre hasta
-Trae la vida sus días nublados, Flora.
-Por eso gocemos del sol mientras dure.
-Reina, -decía entretanto Marcial-, ¿te gustan los versos?
-Los detesto, -respondió ésta.
-Es que Cívico los hace muy buenos, a la par que oposición.
-¡Jesús, Jesús! Más vale que se limite a hacer oposición. Pero ya que tanto te ha dado por la poesía, ¿por qué no le haces unos versos a Lágrimas a ver si le alegran un poco y le hacen reír?
-No hago mal tercio a mis amigos, Reina, eso no.
-¿A qué amigo se lo harías?
-Toma, a Genaro, ¿ignoras acaso que la quiere?
-¿Lo ha dicho él? -preguntó ansiosa Reina.
-No, él no dice en su vida nada; pero está a la vista.
Reina se mordió los labios de despecho.
Fuera aparte del mérito poco común y distinguido de Genaro, Reina, vana, fría y desdeñosa, se había prendado del único hombre que marcadamente no le rendía homenaje, aunque estaba lejos de darse cuenta a sí misma de este sentimiento; al contrario, tomaba el despecho que le causaba la marcada indiferencia que por ella demostraba Genaro, por un sentimiento antipático hacia su persona.
Por su lado, Genaro, como altivo y astuto, había
sabido hábilmente adoptar el medio de hacerse valer
y distinguir por aquella a quien debían empalagar
los obsequios y rendimientos, siendo esta la mujer que llenaba
su alma, conmovía su corazón, lisonjeaba su
amor propio, satisfacía su ambición, colmaba
sus planes de felicidad, y en una palabra, realizaba
-¿Fue
Vd. a Madrid a divertirse? -preguntó Reina a Tiburcio
que no soltaba el sombrero; lucía una sortija de oro,
cuyo origen no era de California,
-En parte,
-respondió éste con fatuidad-, en parte llevado
por la
-Hizo Vd. bien, que hay allá gran escasez de sujetos disponibles.
-¡Ah! No eshtá ahí el mal, eshtá en que losh que nada valen se anteponen a losh que valen.
-¿Y no obtuvo Vd. nada?
-¡¡Nada!!
Entretanto las otras muchachas decían a Flora:
-Dime, Flora, ¿qué es eso de vampiro que dijiste antes?
-Vampiro, -contestó la interrogada-, es un hombre alto, seco, pálido, triste, que padece de una sed particular que no estanca como nosotras en las claras fuentes ni en las frescas alcarrazas, sino en los cementerios en donde desentierra los muertos y se bebe su sangre.
No es ponderable el efecto
que hizo esa tremenda creación de las tétricas
fantasías del Norte, sobre la
-¡Qué espanto! -exclamó la una-, ese es un delirio de calentura maligna.
-Eso lo inventó un loco furioso, -dijo otra.
-¡Flora! ¿Cómo puedes ni repetir eso? Se me ha levantado el estómago, tengo náuseas, -opinó la tercera.
-Esas invenciones se debían prohibir, -aseguró otra.
-No lo harán, porque acá se lo digamos; así sosegarse, -dijo Flora-; ¡al orden! Como en las cortes se dice. Allá en el Norte no cesan de hablar contra los toros, y mientras más hablan y escriben, más garrochazos, más estocadas, más agonías, sangre y porrazos por acá. Conque así, no gastéis tanta elocuencia en balde, y convenceos de que el hombre es una fiera concebida por la mujer, como una horrorosa oruga por una mariposa, y de que sólo por eso anda en dos pies.
-¡Válgame Dios, Flora! -dijo Fabián-, ¿y qué serían las mujeres sin los hombres?
-Mejores, -contestó esta.
-¿Qué me querrá tu madre, -dijo Marcial antes de írse, a Reina-, que me ha dicho que me llegue acá mañana a las doce?
-Ha sabido que has jugado, -respondió Reina-, y está muy escandalizada; puede que sea para echarte una peluca.
Marcial se puso tan ancho como si le hubiesen hecho el mayor cumplido, y dijo:
-¿Qué quieres, Reina? ¡Los pocos años!
-Los pocos años no disculpan ciertas cosas, Marcial.
-Las mujeres se mueren por las malas cabezas.
-¿Dónde has sacado semejante absurdo, Marcial? Eso podrá suceder con alguna que otra loca, y que tenga tan malas propensiones como ellos; pero en mujeres delicadas, sensatas y de buenos principios, no hallarás jamás sino la repulsa que merecen los excesos y los vicios, los que dejan manchas que no se borran. Si crees otra cosa, te equivocas, Marcial.
-Yo no me equivoco nunca, Reina.
-Ese si que es un privilegio exclusivo, -exclamó Reina soltando una carcajada.
-Así tuviese el de agradarte, témpano inderretible.
-Pues ese, amigo, nequáquam.
-Tengo una cita, -decía Marcial
al día siguiente a sus amigos al empezar la obra de
las Danaides: el
Fabián y Genaro que estudiaban no contestaron.
-Me fatigan tantas citas, -prosiguió Marcial-, me quitan el tiempo.
El mismo silencio.
-No digo, -añadió Marcial después de haber vuelto la cara para asegurarse de que sus callados amigos no dormían-, no digo, ni es decir por eso que no me gustan las aventuras; soy hombre capaz de llevar de frente veinte intrigas, en buenhora lo diga, porque si no con el partido que tengo...
El mismo silencio.
-Pero la de esta mañana, -prosiguió
Marcial después de una pausa, en la que se confirmó
en
Aumento de silencio.
-Señores, -exclamó Marcial-, ¿estamos por ventura, en la trapa?
-¡Ojalá! -dijo Genaro.
-No sería malo, -repuso Marcial-, pues
que así no se hubiese pronunciado ese impertinente
-No ha dicho tal, -exclamó Fabián-, ha dicho lo contrario, que la palabra...
-Calla, calla, manso río, y cuájate como el Neva en Enero; te mueres por enmendarme la plana, debo saber mejor que tú lo que ha dicho Taillerand, que no era poeta para que lo sepas tú de memoria. Vamos al caso, ¿a cuál de vosotros cedo una cita?
-Tengo bastante con las de mis libros, -dijo Fabián.
-No suplo en citas, ausencias y enfermedades, -añadió Genaro.
Se restableció el anterior silencio.
-¿Y no me preguntáis, -dijo al cabo de un rato Marcial, sacándose con primor una raya la más perfecta en su género-, quién es la citadora?
-Apuesto, -respondió Genaro-, que es la hermana de aquel escribano que tiene la dentadura a la desbandada, la nariz en línea diagonal, tez que nunca pierde y cuerpo que nunca medra.
-Ya sabéis -repuso Marcial con voz grave-, que me formalizo, me incomodo, me siento y me pico con esa broma vieja, antigua y caduca; broma que se funda en un principio falso, inexacto e incierto; broma que carece a un tiempo de verdad, de gracia y de actualidad, y que tú, Genaro, zorra sutil, sacaste de tu cabeza, foco de arcanos incoherentes y de utopías anti-platónicas.
-¡Oh! Marcial,
-exclamó Fabián-, ese párrafo te coloca
en el apogeo de gran maestro de pleonasmos y retumbancias.
Te sopla la musa finchada; brillas como la Vía láctea.
Pero dime, ¿tiene más actualidad la sospecha que sea
esa cita de tu costurera, que te llama D.
-Viajáis por los países bajos, amigos, mientras la verdad que allí no hallaréis, está en las elevadas regiones de cumbresaltas.
-Danos tu norte, -dijo Fabián.
-No puede ser.
-Vamos; hombre, si estás rabiando por decirlo.
-Y vosotros por saberlo.
-Lo uno y lo otro.
-¿Lo queréis saber, he?
-Sí, abre tu corazón y tu boca.
-¿Lo queréis saber?
-Sí, hombre, sí, no seas pesado en tu vida, que la pesadez es el octavo pecado mortal.
-¿Conque lo queréis saber?
-¡Dale, qué tostón! Sí, sí.
-Pues no lo sabréis.
Dijo Marcial esto con tal valentía, que hasta la mano que tenía el batidor se resintió, y como electrizado dio un tajo que hizo variar de rumbo a la raya, que vino vía recta a topar con la oreja.
-¿A qué esa pretensión a misterio, si yo lo sé? -dijo Genaro sin dejar de escribir.
-¿Qué
tú lo sabes? -exclamó Marcial-, hasta ahí
podían llegar tus pretensiones a
-Una persona hay, Marcial, que te celebra siempre, -dijo Genaro inventando cuanto iba diciendo.
-Ya, eso es natural, -respondió naturalmente Marcial-, estirándose la tirilla ante su espejo.
-Dice, -añadió con imperturbable seriedad Genaro-, que eres el mejor mozo que pasea las calles de Sevilla.
-Nada precisas ni a nadie descubres con lo que
-La que las ha pronunciado, -dijo Genaro-, es la persona que anoche te dijo a media voz que fueses hoy allá a las doce; la hermosa Marquesa de Alocaz, que por lo visto no es tan insensible como se le supone, porque esta cita, después de los encomios que hace de ti, me huele a que has conquistado a la par la lechuga y el lechuguino. Feliz mortal que, cual las pirámides, ves pasar ante ti las generaciones rindiéndote homenaje. Aun hemos de ver una hija de Reina adorarte.
-Pues mira, Genaro, si fuese así, a fe de hidalgo que lo sentiría, -dijo Marcial-, que se creía con una candidez asombrosa cuanto lisonjeaba su amor propio.
-¿Por qué, aventajado joven?
-Porque es de suponer que como la caridad bien ordenada empieza por sí mismo, se opusiese a mis relaciones con su hija. Pero tú tienes oídos de ético y lengua de cotorra, con más, ojos, de lince, falaz Genaro, zorra sutil, otra vez oye, ve y calla, impón silencio a tu voz, pon un candado a tus labios y una mordaza a tu boca, y observa prudencia, recato, silencio y decoro. Sírvante los hijos de Noé de norma, de ejemplo, de estímulo y de modelo.
Diciendo esto salió Marcial magistralmente del cuarto después de darse el último estirón al chaleco.
-El demonio
es ese Genaro, iba pensando al bajar
Entró Marcial en casa de la Marquesa, con un aire que se parecía en lo grave y digno al del casto José, en lo arrogante y satisfecho al del hombre que sabe es apreciado y querido.
Cuando se hubo sentado, la Marquesa se levantó y cerró la puerta.
-¡Ciertos son los toros! -pensó Marcial estirándose el chaleco.
La Marquesa se sentó enseguida en el sofá y le dijo:
-Acércate, Marcial, que no quiero hablar recio.
-Estas
-Marcial, -dijo la Marquesa con tono seco e incisivo-; por ventura, ¿te has figurado tú que mi casa es un café o un casino?
Marcial cayó de las nubes y quedó aplastado en la humilde tierra como una rana, levantó los ojos y miró a su tía, que tenía los suyos clavados en él, amenazantes como dos bocas de pistola.
-Señora, -dijo-, ¿por qué me dice Vd. eso?
-¿Y lo preguntas? -repuso ésta encendida de cólera-, pues qué ¿no hay más que introducir en mi casa al primero que se te antoja?
-Señora, -contestó Marcial-, si lo decís por el que introduje anoche, ese es...
-¿Quién?
-Un excelente muchacho.
-Un pelgar.
-Un doctor.
-Un harapo.
-Un poeta.
-Un arambel.
-Un escritor.
-Un guiñapo.
-Un amigo mío.
-Un pendón.
-Un chico que sabe.
-¿El qué?
-Leyes.
-Pues mira que la recomendación... ¿pero quién es?
-El hijo de un alcalde, -respondió gravemente Marcial.
-Eres un niño atrevido y aturdido,
-repuso la
Marcial se quedó algo sorprendido al oír a su tía, pero enseguida dijo con el imperturbable aplomo conque formaba axiomas:
-Tía,
-No me meto en disputas ni discusiones contigo, -repuso la Marquesa-, sólo te digo que eres dueño de escoger a quien gustes por amigos, así como yo lo soy de elegir mi sociedad.
-¿Es posible, tía, -exclamó Marcial, a quien no derrotaba nadie fácilmente-; es posible que aun deis importancia a esas antiguallas de mal gusto y proscritas por el buen sentido, que aun penséis en pergaminos y jerarquías? Todos somos iguales como los corderitos; el hombre no merece por la eventualidad de su nacimiento, sino por su mérito personal, sus prendas, sus virtudes y sus cualidades.
-Haces bien, -respondió la Marquesa-, en atacar los pergaminos, pues aunque por tu padre, mi primo, eres muy caballero y de lo más encopetado, por tu madre... ¿qué sé yo?... Siempre oí decir que tu padre casó mal y descendió de clase.
-¡Señora! -exclamó Marcial furioso-, poniéndose en pie de un brinco. ¡Señora! ¿Qué decís? ¡Pues si mi madre es más señora aun, que mi padre caballero! ¡Pues si mi madre es de la cepa! ¡Pues si mi madre es prima del duque de Balbaina, y tiene opción a ese ducado y a una grandeza! ¡Mi madre! ¡Vea Vd.!
-Lo sé, lo sé, -dijo la Marquesa soltando una alegre y burlona carcajada-; quería al decirte esto, sólo ver la práctica de tus teorías, hijo mío: anda con Dios; campana hueca, te puedes ir, no te detengo, sé más mirado en lo sucesivo.
Marcial entró furioso en su casa.
-Me vuelvo exaltado, -exclamó tirando el sombrero.
-No es para menos, -dijo el taimado de Genaro.
-¡Vana, intolerante! Aristócrata del año de la enanita, con ideas pergaminosas, máximas rancias y sentencias apolilladas!
-¿Quién, tu apasionada?
-¡Qué apasionada ni que niño muerto! No he
tenido que plagiar a José hijo de Jacob, nieto de
Abraham. Tu perspicacia, hijo mío esta vez falló
y te ha dejado deslucido, desairado y
-¿Y por qué estaba furiosa? -preguntó Fabián.
-Porque llevé allá a Tiburcio. ¡Vea Vd.! Ni que fuese el cólera; pero de esto ha resultado que por fin hallé lo que buscaba más que el alquimista la fabricación del oro, más que se ha buscado la piedra filosofal y las fuentes del Ganges.
-Del Nilo, -rectificó Fabián.
-Del Ganges, -sostuvo Marcial-, pero lo hallé, lo hallé.
-¿El qué?
-Un consonante a Tiburcio.
-Vamos, me alegro, -dijo Genaro-; es una prueba patente de la existencia de las compensaciones, traes a Cupido alicaído; pero en cambio a Apolo radiante, el corazón humilde, la cabeza gloriosa, el amor humillado, la amistad arrogante.
-Dinos el consonante, -añadió
Fabián-, que estoy curioso de saberlo. Dejarás
atrás a Quevedo con su famoso
-Pues
oíd,
Lo que por ti batallo, gran Tiburcio, podría cantarlo solo Quinto Curcio.
Genaro y Fabián
se echaron a reír, pero Marcial prosiguió sin
atenderles, ni salir de su gravedad: en fin, el resultado
es que he tocado un bajón, y me he desprestigiado
con la madre, lo que ofrezco en las
-Dices bien, Marcial,
-opinó Genaro-. El
-Tan recio puede ser que hiele, -observó Fabián-: no estoy por los tónicos.
-¿Sabes, Marcial, -le dijo Genaro-, que tu plan con Reina, como tú dices, estoy para mí que lo has entorpecido?
-¿Cómo? ¿De qué modo? -preguntó alarmado Marcial.
-Con haber llevado allá a Tiburcio, -respondió Genaro-, que me parece haber causado en la hija una impresión muy distinta que en la madre.
-¡Qué! ¡Qué tontería! No es posible.
-Sí lo es, Marcial. Tú no sabes aun los caprichos de las mujeres.
-No hables disparates. ¡Vea Vd., Tiburcio más feo!
-¿Y qué? Si dice Reina que tiene cierto colorido romántico.
-¡Romántico! ¡Vaya una idea! Ridículo y original eso sí.
-Dice Reina que le gusta lo original. Dice
también que su aire sombrío, su extremada delgadez,
lo bien que pronuncia el castellano, le hacen gracia: lo
ha llamado
-¿Qué me dices? -exclamó
aterrado Marcial-. ¡
-¡El rey de los mosquitos que está en América! -exclamó Fabián soltando una carcajada-, ¡qué batiburrillo, Marcial!
-Lo sé, -contestó éste-, pero como
en todas partes
-Pero Marcial, ¿acaso me dijiste que lo ibas a llevar? -dijo Genaro-, ¿acaso tomas tú en tu vida consejo de nadie?
-Según sean estos. Ahora caigo, en que cuando me acerqué a ellos, estaban en gran conversación: oí a esa Reina indigna de serlo, decirle que había escasez de sujetos disponibles, a lo que contestó ese patán de altas miras, que no era ese el mal, sino que estaba en que los que nada valían se anteponían a los que valían, claro está, ya lo veo, que esto aludía a ella, a él y a mí. ¡Pues está bueno! Yo les seguiré los pasos; a mí no se me engaña. ¡Pues no podía ir a herrar asnos como él! ¡Querer competir conmigo! ¡Al diablo no se le ocurre otra! Si fuera con uno de vosotros, sería ridículo, pero conmigo es una arrogancia piramidal, un atrevimiento fenomenal, una osadía portentosa, una pifia pasmosa y una torpeza colosal.
Habían pasado algunos meses. Disputábanse aun el cielo, el sur con sus vendavales y sus nubes, y el norte con su fría serenidad, como se disputan las pasiones y la razón el corazón del hombre.
En este tiempo había pasado la frialdad que había
existido entre Reina y Genaro, y una constante hostilidad
por parte de Reina, que Genaro sufría y rechazaba
impávido como una roca la embestida de las olas del
mar. Resultaba de este perenne choque entre ambos, un hervidero
amargo, una posición hostil que hacía padecer
profundamente a la pobre y suave Lágrimas, tan tiernamente
apegada a ambos. Pero hay seres destinados a que cuanto les
brinde en su copa la vida, aunque parezca dulce, se vuelva
hiel antes de llegar a sus labios. Esforzábase en
vano la pobre niña
Lo que es Reina, ni comprendía ni tomaba en cuenta lo que padecía Lágrimas.
Esta guerra sorda entre ambos, no llamaba la atención a nadie, porque simpatías y antipatías son en el mundo cosas tan comunes y tan poco motivadas a veces, que nadie se para a buscarles causa.
Pero no era así con la Marquesa, mujer de mundo, vigilante Argos, que veía más con sus ojos de madre, que aquel con su centenar. Conoció en breve en lo que necesariamente debería terminar entre dos personas del mérito y valor de Reina y de Genaro, esa constante preocupación el uno del otro, en un roce diario, y que esa lucha sostenida entre jóvenes de diferentes sexos los llevarían a no dudarlo, por lo picante de la contrariedad y el gusto del contraste, la gloria que hay en vencer, y el encanto que hay en subyugar, a sentimientos diametralmente opuestos a los que originaban la pugna.
Genaro había previsto
todo esto, que era su obra,
Aunque era Genaro un joven de talento, de mérito distinguido y caballero, era pobre y no tenía aun ni posición ni porvenir seguro, ni rango en la sociedad. Además hoy día es el porvenir de una joven de clase, tan incierto como eventual, a no ser de una casa muy opulenta, y las casas que lo son, así como el porvenir de la nobleza, han sido las víctimas en las guerras, trastornos y revoluciones que ha sufrido la España. Así no podía ser Genaro, con todas sus ventajas, el partido adecuado, ni que eligiese la madre orgullosa, la tutora equitativa para la hermosa y brillante Reina, esta joven, pudiente, y vana marquesita.
A pesar de obsequiar Genaro a las claras a Lágrimas,
Pero la Marquesa se hizo esta reflexión. Antes que Reina y Genaro se den cuenta del peligro que corren, antes que se reconozcan, bueno sería aprovechar la inclinación que tiene a Lágrimas y casarlos, lo que sería una cosa acertada conviniéndose y trayendo cada cual al matrimonio lo que al otro faltase.
Así es, que pensaba la Marquesa con sensatez, que la buena niña que nada tenía en su favor, sino ser rica, debía mirar como una boda brillante y una suerte feliz, la de unirse a un hombre que tenía todas las ventajas menos esa. Creyó igualmente ventajosa para Genaro la boda que con una excelente compañera que él ya distinguía, aseguraba su suerte. Así fue que todo le pareció llano y suave como rasoliso.
Por este tiempo un desastroso
Un día,
Bonifacio, el negro de D. Jeremías había notado
que su amo no se ponía el gabán lleno de años
de servicios, pero sin esperanzas aun de obtener el
Bonifacio avisó al escribano; éste que era
gran amigo de D. Roque, le dio al momento aviso; de suerte
que llegó de Cádiz al siguiente día.
A otro, acompañaba D. Roque un pobre entierro en que
en una mezquina caja, iban los mezquinos restos del más
mezquino de los hombres, D. Jeremías Tembleque, que
murió mezquinamente de la mezquina desgracia de haber
bajado los fondos en Francia. Su vida, como su muerte, fue
una patente prueba de los goces, satisfacciones y bienes
que saca el miserable avaro de su dinero. Murió «Tenemos
que lamentar la muerte del apreciable D. Jeremías
Tembleque, que ha fallecido prematuramente de resultas de
una congestión cerebral. Se hizo acreedor al aprecio
de todos y su muerte es muy sentida:
.
El resultado de las referidas combinaciones de la Marquesa fue el decirle un día en que estaban solos a Don Roque:
-Don Roque, ¿no piensa Vd. en casar a su hija?
La Marquesa, sin saberlo, había tocado la cuerda
más destemplada del alma de D. Roque. Ya sabemos que
el casamiento de su hija era para este tierno padre el buitre
de Prometeo, la sombra de Nino para Semíramis, la
espada de Damocles, el
-¿Y Vd. porqué no casa la suya que es mayor?
La Marquesa disimuló esta, como otras groserías, que estaba sujeta a sufrir de ese ente vulgar a indelicado, y respondió:
-Afortunadamente el carácter
festivo, el gusto difícil y el genio independiente
y poco afectuoso de mi hija, le han hecho mirar hasta ahora
a todos sus apasionados con igual indiferencia, y considera
las galanterías y obsequios como pasatiempos sin consecuencias,
que recibe riendo, como flores sin raíces y
-¿Y qué me quiere Vd. decir con eso? -preguntó D. Roque con impaciencia-, ¿acaso que mi hija tiene novio?
-No digo que lo tenga ni me pasa semejante cosa por la cabeza. Pero caso que lo tuviese, D. Roque, no veo en ello una razón para que Vd. se haya incomodado; las preferencias no se le pueden tachar a las hijas, sino cuando los preferidos no son dignos de ellas o no convienen a sus padres.
-¡Hola! ¿Con qué Vd. piensa que el novio me conviene?
-Yo no he dicho que tenga novio, D. Roque.
-Pues bien, quítele Vd.
-Podrá tener pretendientes; eso es natural, todas las muchachas los tienen, y...
-¡Viva la Pepa! ¿Con qué todas las muchachas tienen por aquí esa polilla? Bueno es saberlo.
-Y más, Lágrimas, que es angelical, y se hace querer de todo el que la trata.
-¡Y Vd. cree me embolsaré por yerno a ese
-¿Y por qué no, si en este fuese todo conveniente y pudiese hacer a su hija de Vd. feliz?
-¿Con qué, -dijo D. Roque con una risita rabiosa-, tiene ese pretendiente además deprisa en casarse, otras muchas ventajas?
-Por de contado, D. Roque, si no, yo no hubiese tocado este punto. Es el que yo pienso, sin tener de ello una certeza, que es pretendiente de Lágrimas, de ilustra cuna, joven aprovechado, de buenas prendas, de conducta arreglada: tiene un talento poco común, una capacidad sobresaliente, según dice el rector de la universidad.
-Esos méritos los tienen o se los atribuyen las nueve décimas partes de los estudiantes de Sevilla. Su nombre, señora.
-Genaro E.***
-¡Voto a brios! -murmuró entre sus apretados dientes D. Roque poniéndose en pie.
-Señor, -dijo la Marquesa sorprendida-, ¿en qué puede incomodarle a Vd. mi proposición? ¿He nombrado acaso algún mal sujeto?
-¡¡Psss!! -silbó con despreciativo coraje D. Roque.
-Señor, -prosiguió atónita la Marquesa-, ¿he propuesto a Vd. acaso un hombre de nada, un indecente? ¿Merece acaso Genaro las señales de menosprecio con que Vd. acoge un nombre respetado desde siglos y que Genaro honra?
Don Roque prorrumpió en una grosera e insultante risa.
-Don Roque, -dijo la Marquesa casi alarmada-, ¿podrá que sepa Vd. acaso algo de infame o denigrante acerca de ese muchacho? Si ello es así, espero que Vd. me hará la justicia de creer que lo he ignorado.
-Usted sabe por lo que me tiene que levantar en peso esa proposición tan bien como yo, señora; -dijo Don Roque bufando.
-No por cierto, -repuso la Marquesa-; protesto a usted que no lo sé, y suplico que me lo diga; más todavía, lo exijo. Nada de palabras preñadas; D. Roque, explíquese Vd.
-¡Pues no creen, -dijo éste-, que se mama uno el dedo!
-Digo a Vd., -repuso la Marquesa incomodada-, que me diga que es lo que de tal manera lo monta e indigna contra un joven que yo aprecio.
-¡Pues no es nada, señora! ¡Es una friolera! ¡Se atreve a pensar en mi hija y... por vida del Dios Baco! ¡¡¡Y no tiene un real en la faltriquera!!!
La Marquesa se echó a reír.
-Don Roque, -dijo al cabo de
un rato al amable millonario-; es preciso verlo para creer
que un hombre como Vd., que apalea el dinero, y para el que
por consiguiente, teniendo una hija única, es cosa
que no debería importarle en la elección de
un yerno, deseche con desprecio a uno que reúne todas
cuantas ventajas reconocen la razón y la sociedad,
que pueden llenar el corazón de su hija y hacerla
feliz,
-¡Ah, sí! Habrán creído, -contestó D. Roque-, que yo soy hombre capaz de deslumbrarme por los pergaminos, y que caería como un burro ciego en la trampa, porque mis nietos tuviesen sangre azul. ¡Por viche de la sangre azul! Hato de perdidos, que piden prestado para comer, y fiado para cenar. ¡Mi hija! Ese bocadito quisiera el Genarito para hartarse de reír. ¡Vea Vd.! ¡Un descamisado, un pobre de solemnidad! -añadió con una clase de desprecio triturador, que solo se halla en los labios del millonario al clasificar la pobreza-, ¡Buen yerno me echaba a cuestas! ¡Linda alhaja! ¡Droga!
-Está Vd. muy poco enterado del valor de las personas de un círculo que no es el de Vd., -dijo la Marquesa incisivamente-. Sepa Vd. que Genaro es todo un caballero, y entre los jóvenes anda de nones.
-Anda viendo donde guisan y a caza de talegones; puede Vd. decirle, que si ha creído que yo he ganado mi caudal con el sudor de mi frente, para pagar las trampas de su casa y reedificar el palacio solariego, que será un cascajo ruinoso, para que él lo eche de buche y se cruce de brazos, se lleva chasco.
Al decir estas últimas
palabras, -salió D. Roque del cuarto sin aguardar
la respuesta de la Marquesa,
Estaban Reina y Lágrimas sentadas en una galería cerrada de cristales, que formaba uno de los anchos corredores de la casa, y que servía de costurero.
-Ahí viene tu padre, -dijo Reina, al ver por entre los cristales salir a D. Roque de la sala y dirigirse hacia el costurero donde solía ver un momento a su hija-; ahí viene ese carromato; me voy, que no soy gaditana para gozarme en mirar al Hércules de su Alameda.
Diciendo y haciendo se echó a correr.
Lágrimas, que estaba bordando, al oír los pasos de su padre se puso a temblar: tal era el efecto que causaba en aquel ánimo apocado y en aquella constitución débil y nerviosa, la presencia de su padre.
-Este es el resultado, -dijo D. Roque al entrar-, de haberte dejado, porque en ello te empeñaste, en una casa como esta, que parece el jubileo de los chisgarabís, de los harbilampiños y de los polluelos sin creta. ¿Conque la niña apenas ha salido del convento, y ya tiene novio? ¿Piensa en casarse, y cree tener el oro y el moro?
-Padre, señor, -murmuró con trémula voz la pobre Lágrimas-, aseguro a Vd. que no.
-¡Embustera
además! Bien muy bien. Ya puedes hacer tu baúl,
que mañana temprano sale el vapor
Reina, que no estaba lejos, al oír las voces destempladas que daba D. Roque, se había acercado, y al notar el temblor convulso y Lágrimas, corrió por un vaso de agua y se lo aplicó a los labios.
-¿Qué es esto? -exclamó-: ¿qué tienes, Lágrimas?
-¡Mañana me voy! -murmuró esta en ahogada voz.
-¿Qué es esto? -dijo Reina-: ¿qué repente es este?
-A Cádiz recalcó D. Roque.
-¡Señor, por Dios! -exclamó Reina, que veía irse dibujando la herradura de la muerte en la cara pálida de Lágrimas.
-Ni por Dios, ni por los santos, -respondió en voz clara y seca, como lo es el castañeteo de una matraca, el suave millonario-; a casa y tres más, a mí no se me lleva con hipíos.
-¡En el vapor! ¡La mar! ¡La mar! -gimió la pobre niña, entrechocándose sus dientes y asiéndose con fuerza a Reina.
-Al menos, señor, -dijo esta viendo la decisión de Don Roque-, por Dios, no os la llevéis por mar. Sabéis el profundo horror que le tiene, y que se pone mala sólo de pensar en él.
-¡Qué simpleza! -respondió éste-, esos miedos necios y pueriles se quitan como a los potros los asombros, con látigo y espuela.
-Señor, -repuso Reina, que sentía estremecerse a la pobre niña que se estrechaba a ella, como a su tabla de salvación el que se ahoga-; este es un horror harto motivado, acordaos...
-¿De la tempestad de ahora diez años? ¡Toma, toma! ¿Dónde queda eso? Pues si todos los que pasan tempestades en la mar se negasen a volverse a embarcar, ya se podían echar a pique todos los barcos. Melindres, aspavientos, escarceos, espantijos, toda la retahíla de lo que más me puede y más me choca.
-Señor, señor, -dijo Reina indignada-, no es miedo pueril ni horror inmotivado: traed a la memoria todo lo que significa aquel recuerdo para vuestra hija. Es para ella el mar a la vez un juez sin clemencia, un verdugo sin caridad, y un cementerio sin cruz.
-¡Bah! ¡Bah! -repuso D. Roque-, palabras altisonantes, señorita. No tengas cuidado, medrosa, que no te morirás en el vapor, y si te mueres no te echaremos al mar.
Lágrimas cayó sin sentido y presa de convulsiones en los brazos de Reina.
-¡Oh, qué hombre tan atroz! -exclamó esta-; llamad a mi madre, llamad a mi madre.
A la noche volvió D. Roque para saber de su hija; la Marquesa, profundamente compadecida del estado en que se encontraba ésta, hizo secamente presente a su padre que no estaba capaz de viajar, y que los médicos habían recomendado el más absoluto sosiego. Le hizo presente igualmente que Lágrimas había demostrado el mayor empeño en volver al convento, y que antes de entregarse al sueño que le habían proporcionado las bebidas narcóticas que le habían sido suministradas, le rogó hiciese presente esta súplica a su padre. D. Roque la negó redondamente y añadió, que si pensaba la niña que había de estar pagando siempre una pensión por ella, pudiéndola tener en su casa sin que le fuese gravosa.
Reina asistió con esmero a su amiga, y no se separó de su lado un momento; pero a los tres días apenas convalecía, cuando D. Roque, sordo a todas razones, insensible a todo ruego, se llevó a su infeliz hija, a la que destrozaba el alma el alejarse de Sevilla, y horrorizaba su viaje y estada en Cádiz, sin que hubiese vuelto a ver a Genaro. Ocultaba, ésta al partir, su pálido rostro, sus lágrimas y el temblor convulsivo de sus labios, bajo un espeso velo negro.
Aquella misma noche en la tertulia, el que hubiese observado con cuidado a Reina hubiese notado en ella una preocupación que no era habitual, ni propia de su genio activo y siempre alerta.
Llevaba de continuo sus miradas hacia la puerta, y un imperceptible movimiento de impaciencia se notaba en ella a cada recién entrado, que no era por lo visto la persona que aguardaba.
Abriose
la puerta con estrépito de par en par, y apareció
Marcial en toda su gloria con los pantalones tan estirados,
y el talle tan apretado, que parecía hecho de una
sola pieza. Un gesto de impaciencia pasó rápido
como la sombra de un volante pájaro, por la cara de
Reina; y mientras Marcial iba a saludar a su madre, llamó
a su perrito faldero y lo hizo
-Esta noche no viene Tiburcio Cívico, mi amigo, -dijo Marcial con un airecito entre satisfecho y rabioso.
-¿Y a mí qué se me da? -respondió Reina; siéntele tú si gustas.
-Esta noche, -prosiguió
con sorna Marcial y con un retintín que hacia vibrar
su voz como la cuerda más gruesa de un violón-,
los
-¡Machaca y más machaca! ¿Me querrás
explicar, Marcial, qué muletilla has tomado ahora
con ese
-Nos entendemos,
mi amada prima, nos entendemos, pero sábete que los
-Los odio, primo.
-¿Y los exaltados?
-Los detesto.
-¿Y los moderados?
-Los aborrezco.
¿Y los carlinos?
-No los puedo ver.
-¿No perteneces, pues, a ningún partido, autómata ideal?
-Sí por cierto, al mío.
-¿Y ese cuál es?
-El de los callados, Marcial, el de los callados.
-Ese es un partido ilusorio, prima, fantástico, fantasmagórico, nulo y estúpido, que debe ir a la escuela del abate L'Epée.
-No lo creas, Marcial, porque como dice D. Domingo, desde que todos gritan nadie se entiende.
-Si eres de la escuela de D. Domingo, estarás por las fiestas inmovibles, como lo son todos sus tocayos.
-¿Qué quieres decir con esa frase que es un logogrifo, como los del Semanario?
-Que los domingos son fiestas, que estas son inmovibles, y que las ideas de ese señor lo son también; pero te digo, prima, que tu escuela o doctrina del silencio no meterá ruido, y que es intempestiva en el siglo de las asambleas y discursos.
-Ya comprendo
que así te parezca, Marcial, puesto
-Pero dejemos esta cuestión, -repuso Marcial-, que los débiles alcances mujeriles no pueden comprender, graduar, apreciar ni definir. Vds., hijas de su madre Eva, eternamente hermosas, seductoras, instigadoras, y pecadoras como ella, sin haber escarmentado desde tantos siglos, no saben juzgar en punto a partidos, sino los que se presentan para sacarlas del infeliz estado.
-Se engaña Vd., Marcial, -dijo la alegre Flora-, ¿quiere Vd. que le defina los partidos?
-Lo quiero, lo apetezco, lo deseo, y lo anhelo, -respondió Marcial.
-Pues vaya de cuento, -dijo Flora-, que estamos en Andalucía, el país de las morenas, de las naranjas, de los cuentos y de los altramuces saladitos y dulces. Reinaba un gallo en su corral. Hízose amigo suyo un pato, que tenía buena pluma, había navegado por el mar Pacífico, había zambullido en el pozo de la ciencia, y patullado en la fuente del saber; su andar no era garboso, pero firme, su voz no era melodiosa, pero grave y sostenida. Este le aconsejó a su amigo, el gallo, que se cortase la cresta, que era chocante, y los espolones que eran inútiles. El gallo condescendió y se fue a dar un paseo con su amigo.
Este que era muy confiado dejó la puerta
del corral
El pato que esto veía
no paraba de repetir, -y Flora arremedando al graznar de
los patos se puso a decir-:
-Flora, -dijo Marcial, con una voz tan honda que parecía salir de debajo de la tierra-, ese cuento es un libelo de la humanidad varonil.
-Es un cuento precioso, -dijo Flora riéndose.
-Es un cuento subversivo, antisocial,
inmoral y profanador. Carece de dignidad y de lógica.
Cuando vaya a las Cortes, propondré la
-Como yo no aspiro a ser diputada como Vd. a ser diputado, Marcial, -dijo Flora, que se ahogaba de risa-, no estudio ni gravedad ni elocuencia.
-Fabián, -dijo Marcial a éste que entraba-, ven a convencer a esta burlonísima Flora, que dejando las flores por las espinas, acaba de hacer la más sangrienta sátira de todos los hombres: di que no eres pato, pues de patos nos ha puesto.
-No puede ser, Marcial, -dijo Flora-, lo más que hará es convencerme de que en esa familia hay cisnes, como me convenceréis vos, si os empeñáis en tomarlo a lo trágico, que en esa familia hay gansos.
-Este David me va a dar en la frente, -exclamó
-Pero, Marcial, si absolutamente sé quien es ese
-El
-¿Qué estás diciendo, Marcial?
-Que hay gustos, así como cuentos, que se deberían mandar recoger por orden de buen gobierno, porque preferirme a mí Marcial, ese pobre chico...
-Qué preferir, ni que preferir; te digo francamente, Marcial, que si me dan a escoger me quedo sin ninguno.
-¿Pues no lo has llamado Antony?
-¿Yo? ¿Dónde sacas semejante
disfraz? Si jamás le he nombrado sino
Al oír esto Marcial se levantó de repente.
-Voy, -pensó-, a decirle esto a Fabián para que vea lo inverídico, embustero, mentiroso y paparruchero que es ese Genaro, zorra sutil si las hay.
Apenas se alejaba Marcial cuando entró Genaro y vino a saludar a Reina.
-Acompaño a Vd. en su sentimiento, -le dijo esta con el aire de triunfo que tiene una persona que está en pugna con otra cuando puede mortificarla.
-No lo creo, -respondió Genaro.
Reina, que enseguida se había puesto a hablar con Flora, volvió bruscamente la cabeza, y dijo:
-¿Y por qué?
-Porque no sabéis sentir ni por vuestra cuenta ni por la ajena.
-Muchas gracias. Lo que decís, si se clasifica con indulgencia, se llama una fresca.
-Sí, así se suelen apellidar las verdades por aquellos que no quieren oírlas.
-Por cierto, -exclamó Reina con altivez-, que desearía saber el por qué vivís en la ilusión de poseer las llaves del sacristán.
-Diréis esto porque no adulo como lo hacen los que componen vuestra corte, y pueden daros patente de estar a prueba de empalago, porque no os traigo alborotando el barrio, la música como el magnífico coronel Astorga; no suspiro como el conde de Navia; no enflaquezco haciendo un prodigio, como el camaleón Villamarino que dice no ha hallado una herradura mash dura que el corazzzón de lash arishtócratas, y no canto con vuestro poeta laureado:
Reina de los corazones, infundes tanta lealtad...
-Calle Vd., calle Vd. ahora mismo, -exclamó Reina colorada como una amapola-; si volvéis a pronunciar una sola sílaba de los tales ridículos versos, a fe de Reina que...
-¿Qué, qué? -dijo con cachaza Genaro sentándose a su lado.
-Que os prohíba la casa.
-Con lo que
probaréis sois Reina déspota y arbitraria,
y haréis mentir los versos de Marcial, porque portándoos
así, no podréis
-Genaro, que llamo a mi madre, -exclamó Reina furiosa.
-¿Qué es eso? ¿Por qué riñen Vds.? -preguntó Marcial, volviéndose al oír las recias voces de Reina.
-Marcial, esta es la ocasión pintiparada
que digáis;
-Es, -respondió Genaro a Marcial-, que Reina desea se le impriman los versos que le compusiste, y porque le he dicho que eso prueba un deseo inmoderado de que luzcáis los dos, se ha incomodado conmigo.
-Es natural se haya sentido,
-repuso Marcial-, porque no veo en ese deseo ninguna
-Pues ¡no ves, -decía en voz baja Reina a Flora enjugándose una lágrima de rabia-, no ves como me está provocando, como me trata, conque descoco me está calmeando, conque camastronería me saca de quicio y se queda riendo! ¿Puede esto tolerarse?
-¿Y por qué
le haces caso? ¿Por qué te ocupas de él?
-Es que viene a buscarme.
-No tal; al saludarte echaste tu perrito de la silla en que dormía, como para que no le faltase a Genaro asiento a tu lado.
-Lo hice distraída; y para enmendar el yerro, ya que
se ha sentado, seré yo la que me levante. Vente al
piano, cantarás
Levantáronse ambas y atravesaron el estrado ligeras y airosas como dos ninfas. Flora se puso al piano.
-Vamos, legionarios de Hebe, -dijo Marcial-, sigamos la atracción de la belleza, el imán femenino, la corriente de la elegancia, y el arrastre de la gracia. Donde va la Reina va la corte, donde va Flora van las mariposas.
¡Mientras Flora cantaba, como a Marcial no le gustaba la música y menos estar callado, le decía a media voz a Genaro:
-Antípoda
de la verdad, antítesis de la sinceridad, adversario
de la franqueza, hijo predilecto de la mentira, ¿cómo
pudiste afirmar con esa seriedad llena de doblez que Reina
llama a Tiburcio Cívico
-Calla, Marcial, que se está cantando.
-No quiero callar, zorra sutil, cuando no quiero no callaría ni en el congreso si me tocasen la campanilla, y que fuese esta del calibre de la de Glasgow.
-De Moscow.
-La de Glascow, -afirmó
Marcial-; ¿si lo sabre yo? ¿Crees acaso que estás
hablando con el
-Sí, -dijo Genaro-, la trae Paul de Kock.
-Bien lo decía yo; pero no estaba cierto si era Paul de Kock o Lamartine. Conque, hijo mío, se fue, llegó al instante fiero, Silvia de mi despedida, como dice Hartzenbusch en sus Amantes de Teruel.
-Lo dice Arriaza en su canción.
-Hartzenbusch en los Amantes de Teruel, -afirmó Marcial-. Tú como eres el mismo disimulo, Maquiavelo perfeccionado, no demuestras dolor en tu rostro juvenil.
-Hablas sobre suposiciones falsas y yerras, infalible Marcial.
-¡Yo errar!
-Marcial, ¿no oyes que se canta? -le dijo Reina con sequedad porque parte de su censura caía sobre Genaro-; el hablar cuando se canta no solo prueba mal gusto, sino falta de educación.
Concluía Flora de cantar, y así pudo contestar Marcial.
-Perdona prima, fue una distracción; además
soy demasiado
-Marcial, -exclamó Fabián, temprano empiezas a ser positivo. A mí me choca tanto hasta esa palabra joven, raquítica, que haría pagar multa al que la pronunciase.
-Ten presente, hombre afecto a lo ideal; que tengo que renunciar a esto, puesto que quiero ser diputado: abandonar los senderos del Parnaso por los caminos vecinales; el cultivar las musas, por el cultivo de las tierras: la inspiración por la discusión; el cantar por el hablar. Pero vamos a ver: ¿es posible que a ti, poeta, te guste la música que siempre estropea los versos?
-¿No me ha de gustar, Marcial? -respondió Fabián con expansión-. La prosa es el lenguaje del entendimiento, la poesía el del alma, y la música el del corazón. Lejos de estropearlos, la música es a los conceptos lo que la expresión es a la fisonomía. La música es a la vez el presentimiento y el recuerdo de todos nuestros goces y de todos nuestros dolores; es la transición de nuestras sensaciones físicas y morales; la percibe el oído y la siente el alma.
-Pues, hijo mío, la música me choca, dijo Marcial, no tiene sentido común, lo que se dice cantando ni es conciso ni es claro. Si yo hubiese sido el Cancerbero, seguro que se hubiese llevado Orfeo a su mujer Berenice.
-Eurídice, -rectificó Fabián.
-Berenice, -afirmó Marcial-; dále, -añadió a media voz-, con el maestro ciruela.
-Otra coplita del
-No, no, -respondió riéndose Flora-, ha abdicado
Reina su reinado sin tener en cuenta
¿Cuál de los dos amantes tendrá mas pena, el que va de viaje o el que se queda?
-Flora, -respondió Genaro-, una escritora inglesa[8] ha dicho que los recuerdos de lo pasado no sirven sino para acibarar los goces presentes. Cante usted, Flora, cante Vd., pues le es tan apropiado el canto, que parece no debería Vd. hacer otra cosa; cante Vd. con esa voz que va derecha al corazón como una flecha.
-¿Qué
es corazón? ¿Acaso lo sabéis? -dijo Reina,
que aunque en conversación con otros, no había
-Como no son mis vasallos, no podré saber tan bien lo que son, como su Reina, respondió Genaro.
-Marcial, Marcial, -exclamó ésta encendida de coraje-, si me vuelves a hacer versos, quedamos reñidos para siempre: no quiero que me canten, no quiero que me celebren; aparecer en versos, es peor que aparecer a la pública vergüenza en un pilar.
-Si todas las hermosas, bellas, lindas y bonitas pensasen como tú, -repuso Marcial-, no sabríamos los poetas donde dar de cabeza, y tendríamos que cantar a las ancianas, viejas, caducas y a las senectudes.
-Esto es hablar en razón, -decía Genaro a Reina mientras proseguía Marcial su demostración-; las mujeres no deben parecer bellas sino a los que aman.
-Ya, por eso queríais a la pobre Lágrimas, porque la anulabais en vuestro egoísmo.
-Por eso, -afirmó Genaro.
-Pues su padre, que ha sabido sus relaciones con usted está furioso, -dijo Reina con triunfante rabia-, y para cortarlas se la ha llevado; así, contadla entre los muertos.
-Nunca le conté por mucho tiempo entre los vivos, repuso con calma Genaro; la pobre no tiene un año de vida.
-¡Jesús! ¡Y con qué impasibilidad decís eso!
-Con la que se dicen las cosas que se saben de atrás.
-Entonces no la amáis.
-La quiero como a una hermana.
-Ella creía otra cosa.
-Lo siento.
-Eso es infame.
-¿Y qué queréis que haga? ¿Qué me vaya a buscar por esos mundos como un héroe de cuentos de encantamientos el hada que expende el elixir de larga vida, que estudie la homeopatía, o haga una promesa al patriarca Matusalén?
-No tiene respuesta lo que decís; sois un corazón de mármol; un Nerón, un hombre atroz.
-No le parecía tal a vuestra amiga.
-Porque no os conocía a fondo como yo.
-Pues más profundo de lo que creéis fondo, hay cosas que no conocéis.
-¡Buenas serán cuando tanto las ocultáis!
-No las oculto por malas, Reina.
-¿Pues entonces, por qué?
-Porque me place ocultarlas.
-No faltará quien os sonsaque para divertirnos
con esos
-¿Preguntaréislos vos?
-¡Yo! Soy muy altiva para ser curiosa.
-O muy egoísta para interesaros por nada.
-¡Vaya con Genaro, qué
solo le está dando a Reina! -decía Marcial
a Flora y Fabián-; apuesto que
-No parece, -repuso Flora-,
ni tampoco que sea necesario que vayáis a decir ahora:
-¿Eres celoso, Marcial? -preguntó Fabián.
-¡Jesús! Como un Petrarca.
-Un Tetrarca, Marcial.
-Un Petrarca, Marisabidillo, bien sé lo que me digo, pero no lo estaría nunca de ese buen muchacho, que no tiene bastante maldad, ni calza bastantes puntos para hacerme a mí mal tercio. No obstante, el fuego junto a la estopa, el diablo sopla. Le voy a recordar a su amado bien, así de una pedrada mato dos pájaros. Interrumpo la conversación y doy otro curso a las ideas.
-¡Genaro! -prosiguió acercándose a éste-. ¿Dónde estará? ¿Qué estará haciendo ahora aquella suave niña, que ha pasado entre nosotros como una flor blanca y sin espinas, dejando al pasar un recuerdo que parece un perfume?
-Vaya, -dijo Reina-, cuando estaba aquí no le hacías caso, y ahora te remontas en los zancos de la retumbancia para celebrarla.
-Es un interés retrospectivo, -respondió Marcial-, me interesa... Siempre parecía decir aquel refrán de los indios orientales: más vale estar sentada que en pie, acostada que sentada, muerta que acostada.
-¡Dulce
flor de los trópicos! -añadió Fabián
con
-Bien dicho, Fabián, -observó Flora-, ¡pobrecita! Con ese monstruo de padre que se lleva la flor a una nevera. ¡Tirano, verdugo, asesino!
-¡He! -dijo Reina a Genaro-, ahora falta que le compongáis vos la cuarta estrofa a ese poema laudatorio.
-Se la escribiré, -respondió Genaro a media voz.
-Haréis bien. Si no sabéis cómo dirigirle la carta, la incluiré en la mía, -dijo Reina afectando ligereza.
-Mañana la traeré, -respondió Genaro.
-Es, -añadió Reina-, que yo le escribiré también para decirle el caso que debe hacer de la tal carta.
-Si fueseis capaz sólo de comprender el amor, ya que no lo sois de sentirlo, sabríais que os cansaríais en balde.
-¿Y por qué?
-Porque, Reina, es tan poderosa la voz del hombre para la mujer que le ama, que ninguna otra oye cuando ella suena.
-¡¡Qué fatuidad!!
-No es fatuidad, Reina,
puesto que esto consiste, no en el mérito, del hombre
sino en la fuerza de
-Ni quiero.
-Sois una amazona.
-No, porque no combato; sólo desprecio.
-¡Con eso se gana la gloria! -repuso Genaro.
-¿Con qué, don Teólogo? -preguntó acercándose Marcial.
-¡Con la paciencia! -contestó Genaro.
A la noche siguiente trajo Genaro la consabida carta para Lágrimas, que Reina tomó y guardó al entregársela Genaro con la mayor indiferencia, aunque rebosaba su corazón de un sentimiento amargo y airado cuya causa no definía, pero que originaba una infinidad de sentimientos contradictorios.
Vehementemente excitada por ellos, se encerró Reina aquella noche en su cuarto, después de haber cortado a tajos y reveses las cabezas a las esperanzas de Marcial, que semejantes a las de la hidra, volvían tan luego a nacer, y a imitación de las plantas brotaban más lozanas después de podadas. Sacó Reina la carta de la faltriquera de su vestido, y la tiró con desprecio sobre la mesa. Notó entonces que la carta no estaba cerrada y se paró.
Dice el poeta alemán Müllner en su famosa tragedia,
«Cuando el mal no es más que
pensado , no existe. Si se hace en profundo misterio, sin más testigo que el corazón, aun no existe; y ahí está, ahí está la terrible asechanza del infierno, que es, dar al hombre el poder de ocultar sus maldadespensadas , pues con esto le arrastra a cometerlas en secreto, prometiéndole quedará oculto el hecho, así como oculto quedó el pensamiento».
Y si sacamos un solemne trozo de tragedia en unas circunstancias
sencillas y cuotidianas como las que vamos trazando, es porque
hay hechos en la vida, que se califican de naturales y no
lo son. El acechar, el leer un papel destinado a otras manos,
son hechos que no sólo carecen de honradez, de nobleza
y de dignidad, sino que son una
No conocen
esto bastante los jóvenes, ni se les inculca lo suficiente.
Hay reglas de honor que las madres deberían inculcar
a sus hijos con más esmero que el germen saludable
que los ha de libertar de una enfermedad mortal: reglas que
deberían los niños sacar de las entrañas
de sus madres, para nutrir su corazón, como lo hacen
con la leche de sus pechos para nutrir su vida. El respeto
al secreto ajeno es una de ellas, en cuya observancia no
cabe ni puritanismo ni exageración, y que en la juventud,
y con colorido de broma, se desatiende, con una ligereza
Reina arrastrada por un desleal impulso,
pensó en leer aquella carta que no era dirigida a
ella; la nobleza instintiva del carácter español,
a falta de principios fijos y fundamentales, que le faltaban,
le hizo rechazar con dignidad esa innoble tentación.
Pero volvió, porque estaba sola y la noche aleja testigos;
volvió porque la carta abierta no se cuidaba de ser
leída; volvió porque aquel papel no podía
conservar vestigios de sus miradas; volvió porque
el mal espíritu le infundió,
Una vez decidida, se acercó a la mesa, abrió con mano firme la carta, y leyó:
«Como sé que leeréis esta carta, me dirijo a vos, Reina».
Reina quedó aterrada y confundida.
-¡Insolente! -exclamó indignada-. ¡Qué osadía! Pero ¿qué puede decirme?
«¿Habéis podido creer jamás, Reina, que yo amase o pudiese amar a otra que a vos? He buscado la sombra del árbol encumbrado, para poder así oculto en ella, medir la altura de sus ramas, calar la profundidad de sus raíces esto he hecho».
-¡Me ama! -exclamó Reina, dándose cuenta de su triunfo, pero no de su profundo goce. Y cual si el papel adivinase sus pensamientos y les contestase, añadía la carta:
«No digo por eso que os amo. Todo en mí, Reina, está sujeto a la voluntad, y sufre su freno. Yo, Reina, como el prudente marino, que no se arriesga en una ensenada hasta saber que no tiene escollos, no os amaré hasta convencerme de que será apreciado y correspondido mi cariño; si lo fuese, entonces, Reina, os amaría como debéis serlo, porque yo solo sé apreciar lo que valéis, y amaros con el amor digno de la que lo inspirase: este sería un amor para el que fuesen pocas todas las facultades de mi ser, todas las fuerzas de mi alma, y corta mi vida entera: porque yo no os quiero por hermosa, como os quiere Marcial; ni por discreta, como os podría querer Fabián; os quiero por difícil de asir como el águila, y difícil de retener como la serpiente; os quiero porque con vos, amar es lograr un triunfo, y perseverar un combate.
Pero, Reina, con la misma franqueza que os digo esto, añado que no os pido vuestro amor como una gracia, cuando en cambio os ofrezco el mío. No quiero que la mujer que yo ame alce sus ojos para mirarme como Lágrimas, ni que los baje como vos pensáis poder hacerlo hacia los que os aman».
-¡Esto no se puede leer! -exclamó Reina tirando la carta-. ¡Tal orgullo, tal insolencia, tal osadía!
Reina, cuyas mejillas ardían, cuyos
ojos chispeaban
«La mujer que yo ame, Reina, ha de estar a mi nivel y mirarme cara a cara como se miran seres de un mismo valer y de una misma alzada. La mujer que yo ame ha de olvidar el
yo , eseyo que lleváis vos por cima de vuestra frente, como lleva su estrella la ninfa que figura la mañana; eseyo , Reina, tiene que palidecer ante eltú , como palidece aquella ante el sol».
-¡Hácese valer con inaudito descaro ese presuntuoso! -exclamó Reina-; cree merecer más que los otros todos. Pero si es cierto también, -añadió en lentas y sentidas palabras, apoyando su frente sobre su mano-, que vale más. ¿Es orgullo sentir su valer? ¿Es ostentación reconocer su fuerza? ¡Cuántos quieren imitarlo y sólo logran ser ridículos, impertinentes y fatuos! Pelea porque son brillantes y diestras sus armas; mas no por eso ha de vencer, puesto que no quiere gracia, sino triunfo. No sabe aun con quien se las aviene. Amainará o abandonará la empresa.
Al cabo de un rato añadió la joven tan excitada por diversos sentimientos.
-Sí, sí, él
sabrá amar como ninguno, sabrá apreciar, embellecer
saborear y eternizar el amor que
Reina volvió a coger la carta y leyó:
«No os apresuréis en contestarme ni deis ligeramente un fallo que conmigo, Reina, es indefectible causa para no insistir».
-¿Qué tal? -exclamó Reina-, volviendo a montarse en su despecho.
«No sea, -prosiguió leyendo-, esa corta sílaba, el
no o elsí pronunciado al aire, puesto que no se ha de desvanecer en este como las notas de vuestro piano. Pensadlo bien, no sea que os arrepintáis delsí o que os pese elno .GENARO».
-Esta carta es un portento de atrevimiento, una obra maestra de insolencia, -dijo Reina casi acongojada-, ganas tengo de llevársela a mi madre. Pero no, no puede ser, le diría que no volviese; más vale hacer como si no la hubiese leído. ¡Jesús! ¡Eso no puede ser tampoco, porque de no haberla leído, debería llegar a manos de Lágrimas, y esto es imposible! ¡Qué perfidia! ¡Cómo con esa carta que me dio abierta me ha colocado entre la espada y la pared! ¡Oh! ¡Ojalá no la hubiese leído!
En todo este monólogo de Reina, en que luchaban un
amor enérgico y un orgullo inmenso, no hubo,
Reina no durmió aquella noche, y cuando el alba vino suavemente a despertar a los pajaritos que ante su ventana empezaron uno a uno a darse pitando los buenos días, Reina, pálida y ojerosa, escribía con soberbia y con lágrimas estos renglones al pie de la carta de Genaro.
«Sí, leí la abierta carta, tenía curiosidad de ver el cómo engañaba un falso a una confiada. Tenéis muchas cuerdas en vuestra guitarra, pero ninguna al diapasón de mi voz».
A la noche, Reina con la cabeza más erguida que nunca, devolvió la carta a Genaro; éste la tomó, se sentó enseguida a una mesa de tresillo, de la que no se levantó sino para retirarse a su hora acostumbrada.
Al llegar a su casa leyó los renglones que había escrito Reina.
-Primera descarga, -dijo-,
pólvora doble y bala roja;
Genaro dejó de ir a casa de la Marquesa, pasando a pesar de su aparente flema, los días desesperados y rabiando; mientras Reina pasaba las noches llorando y renegando de sus lágrimas.
Algún tiempo después recibió esta una carta de Cádiz, era este su contenido:
«Reina mía de mi corazón. No te he escrito antes porque al llegar aquí tuve uno de mis ataques que me ha tenido a las puertas de la muerte. Aunque he salido de la gravedad, no acabo de restablecerme, porque dice el médico que este pueblo me sienta muy mal; pero es también, a mi parecer, porque no puedo sobrellevar vuestra ausencia.
¿Qué te diré de mi viaje? Sólo el acordarlo me horroriza. Cuando al salir del río el barco empezó su pugna con las olas; cuando estas vinieron a asaltar sus costados somo para medir su altura; cuando me consideré en medio de esas pérfidas, sin más punto de apoyo que el equilibrio, pensé morirme de angustia, y esto que no estaban soberbias; eran cortas y pequeñas aunque espumosas, y parecían huir del viento que venía de tierra, como una manada de carneros que huye del lobo. Consideraba, Reina, cuán sin misión desafía el hombre a los elementos, y temblé, porque no es la temeridad una virtud, es un exceso. El peligro no se hizo para buscarlo, sino para precaverlo.
Me decías para animarme, Reina mía, que Cádiz era bonito; tú no lo has visto: figúrate muchas piedras, mucho hierro, casas altas y apiñadas en líneas rectas como filas de soldados, sombrías murallas que miran a los que se acercan, con sus cañones que parecen ojos amenazadores, esto es Cádiz, una cárcel grande rodeada de mar. Como apenas he salido, no he visto aun una suave hoja verde que me recuerde que la tierra cría flores. Sólo en un balcón de la casa de enfrente abre un árbol de pascua deshojado sus rojas flores, que parecen sangrientas heridas en un cuerpo exhausto. Me han dicho que ese arbusto cuando se le hiere desangra y muere; yo creo que perderá también mi corazón toda la suya, por la herida que le ha hecho vuestra ausencia.
De día me distraigo con mirar a las nubes, aunque se ría esa alegre Flora, a la que envidio su alegría y aun más el estar a tu lado; me embelesan esas surcadoras del cielo, que en él dibujan tan fantásticos cuadros. He observado que entre ellas las hay buenas y malas; las buenas las llama el sol para sí, y se elevan hasta perderlas de vista; las otras las castiga desterrándolas a la tierra en la que caen llorando.
Pero de noche, Reina, en que no puedo dormir, que la debilidad me ha quitado el poco sueño que disfrutaba, me oprime la angustia el pecho, cual si me faltase el ambiente. Tú, Reina, no sabes lo que es angustia. ¡Ojalá nunca lo sepas! La angustia, Reina, es una agonía del alma, con la que no se cabe en el
mundo, y sólo se ansia por el cielo; todo lo causa, pero sobre todo la noche y la mar, y aquí toda la noche oigo un horroroso bramido. Es este tan terrífico, que a veces creo que se rebela la mar contra el poder de Dios que le puso límites, porque sólo blasfemias pueden sonar tan espantosas. Otras veces cuando no está tan brava suena tan triste, que me figuro debe padecer y que se queja, porque abrigue en lo profundo de su seno algún gran dolor, y eso será la causa de que se agite tanto y sean tan amargas sus aguas. ¡Mi pobre madre lo sabrá, pues en su seno yace! ¡Madre mía! ¡Madre mía! Único ser que me ha querido; puesto que tú, Reina, ni él tampoco, me queréis como yo os quiero, y no os reconvengo por eso; el querer como la tristeza y la alegría, son cosas que el sentirlas no penden de la voluntad, y así serían en mí vanos los esfuerzos que hiciese para quereros menos, por tal de aliviar el dolor de la ausencia. Él no me ha escrito, Reina, y ha hecho bien, pues no debo recibir cartas sin autorización de mi padre, y si se la pidiese, no me la daría. Pero tú, Reina mía, ¿por qué no me has escrito? ¿No sabes que aunque me estuviese muriendo, volvería la vida a mi corazón una carta tuya? Reina, una cosa te pido, ¡no me la niegues! No estés tan amarga como él, y quiérelo por amor mío: dile de mi parte, que pondremos el porvenir en manos de Dios, y que mientras me quede una esperanza, habrá un punto claro en mi vida, como se ve entre nubes una estrella recordar que hay cielo.
Ambos están Vds. en mi corazón como dos ángeles que lo sostienen en sus sufrimientos.
Perdona, mi triste carta, ¿pero acaso concibes, que se pueda no estarlo en la ausencia?
LÁGRIMAS».
Después de unos días contestó Reina a su amiga.
«Mucho siento, hija mía, que hayas vuelto a tener uno de tus ataques: me hubiese alegrado estar a tu lado para asistirte. Espero que seguirás aliviándote y que te vaya gustando más Cádiz, y algún gaditanito por agradarte a ti, del gusto de tu padre, ya que tan mal le parecen los
bolsi-vacíos de por acá.No te he escrito aguardando lo hicieses tú, como suelen hacerlo antes los que se van.
No me hablas casi sino de la mar, y sabes que no debes parar, tu imaginación en esas cosas que te impresionan mal. La mar no es más que mucha agua, muy estúpida, que va donde el viento la lleva, y que a nadie puede ni mojar la punta del pie si no la va a buscar. Más valiera que me dijeses, si has visto al Hércules de la Alameda, tan famoso por lo feo, y si es como me lo he figurado idéntico a tu padre. Cierto sujeto ha sabido, que ese señor ha hablado de él en términos groseros y ofensivos. Como es tan orgulloso, no le habrá hecho gracia, pero como también
es muy disimulado, no le ha hecho una arruga la frente. La ausencia labra de distinto modo en cada cual. En Marcial ha sido entusiasmándolo tanto por ti, que te llama flor suave, blanca y sin espinas. Si lo deseas o sin que lo desees, te hará un ciento de versos, y hasta diputada, cuando él lo sea. Por mí te lo cedo sin que tengas que darme las gracias: mi querido primo bien podrá llegar a ser
diputado , pero jamás llegará a serdisputado . Fabián acaba de llevar un réspice del rector, porque no estudia leyes; se ha consolado con componerle una meditación a la pereza. No olvida laperla , ni Flora tampoco, y dejan de reír para hablar de tu ausencia.Mi madre, D. Domingo, y sobre todo yo, nos acordamos de ti con mucho cariño. Adiós, cuídate mucho, y no des memorias a tu padre.
REINA».
¡Qué lectura para la pobre niña para la cual
era esta carta el único lazo que unía su corazón
a la vida! ¿No existen, se decía después de
haberla leído, son ilusiones el amor y la amistad?
No, no son ilusiones puesto que los siento en mi corazón.
Pero si existen en ellos, ¿se expresan acaso así?
No dice que han sentido mi ausencia, ni
Lágrimas se asomó al barandal del patio y vio a la pobre negra estúpida que la había criado que su padre le había dicho había vuelto a América, pero que en realidad por vieja r inútil había echado a la calle, la que apoyaba una mano en su muleta y extendía la otra hacia su amo, pidiéndole con angustia socorro.
-¡Francisca, Francisca! ¡Pobre Francisca! -gritó Lágrimas-, ¡aguarda, aguarda!
Pero en aquel momento cerró su padre con estrépito el portón.
Era tal la timidez de Lágrimas, y el terror que tenía a su padre, que no se atrevió a insistir en ver la negra, y huyó a su cuarto en el que le dio una fuerte congoja.
Cuando se hubo serenado, llamó a un galleguito
que hacía los mandados, y como no tenía dinero,
porque jamás se lo pedía a su padre y que éste
no era hombre de dar espontáneamente, le entregó
unos zarcillos de oro que habían sido de su madre,
para que se los diese a la negra, con el fin de que los vendiese
y se socorriese con su importe. Como apenas
-La señorita almuerza mejor, -decía la criada a D. Roque-, me parece que se va reponiendo; -con lo que vivía tranquilo el tierno padre, y así, aunque la pobre niña, que rara vez podía acostarse, pasaba sus noches sentada en una butaca, aunque estaba tan delgada que sus huesos parecían querer traspasar el fino y blanco cutis que los cubría con un holán, aunque el médico repetía era urgente sacarla de Cádiz, D. Roque respondía: veremos.
-¿Una carta? -Decía Genaro a Marcial, al verlo esconder lo más visiblemente que pudo un papel-. Feliz mortal, si una esperanza se te marchita, otra florece; apenas tu entusiasmo amistoso te ha arrebatado una conquista a medio cuajar, cuando van saliendo otras del cascarón como pollos piando; ¡qué estrella tienes! Es una gallina sobre huevos.
-Esto daría materia a Azais para añadir un capítulo más a su obra sobre las compensaciones, -opinó Fabián.
-Ya salió lo francés, -dijo Marcial-: manso Dauro, estoy para mí que le envidias su posición al Bidasoa. Y ya que hablamos geográficamente ¿sabéis que estoy componiendo una geografía poética para enseñarle esta ciencia a Reina, que no la sabe, ni la conoce, ni la aprecia, ni la admira?
-¿Y será acaso medio en prosa, medio en verso, como Dumoustier enseñó la mitología a Emilia? -preguntó Fabián.
-No, no plagio
yo a nadie, soy original, a punto de merecer como escritor,
este distintivo exclusivo, como lo lleva el pecado de Adán.
Queda bueno para ti, Dauro de afrancesadas aguas, el plagiar
a Paul de Kock
-¿Qué estás diciendo, Marcial? -exclamó Fabián soltando una carcajada.
-Nada, nada, padre Dauro, sino que no se me da gato por liebre.
-Vamos, Marcial, danos una muestra de tu geografía poética, -dijo Genaro-; si la imprimes cuenta con mi suscrición. Empieza por España nuestra patria.
-Pues oid, escuchad, atended y enteraos. La España es una ninfa.
-¡Hola! -dijo Genaro.
-La pintarás en las astas del toro señorito, como la otra ninfa Europa en las astas del toro Júpiter, -añadió Fabián.
-Calla, manso Dauro, cántale la nana a tus aguas, y no me distraigas. Esta ninfa morena y garbosa tiene por cabeza a Cádiz, por corazón a Sevilla, y por estómago a Madrid.
-Muy bien, muy bien, -dijo Genaro, ¿y dónde dejas tu residencia?
-¿Queréis callar, o callo yo? -repuso
impaciente
-Toma aliento, Marcial, que peligran tus pulmones, -dijo Genaro-: sigue tu curso de geografía y deja a los alemanes que por lo presente están reñidos con las musas, las ciencias y la cordura, y dinos qué es Gibraltar de la ninfa?
-Un cáustico en la cabeza.
-¿Y Portugal? -preguntó Fabián.
-Portugal, Portugal, -dijo Marcial-, no me había acordado de Portugal. Portugal es su joroba. Basta de geografía, -añadió-, que tengo que salir y se me va pasando la hora. Caspitina, cerca de las doce; con el curso de geografía se me ha ido el tiempo, y media cara que me queda que afeitar.
Marcial cogió
con denuedo la navaja de afeitar,
-Pero, vamos, -le dijo Fabián-, ¿a qué andas con tapujos? ¿De quién es esa carta?
-Mía.
-Lo infiero, pero ¿quién la escribió?
-No ignoras, puro y manso río, que el honor obliga a veces a ser reservados a los hombres, aun con sus más íntimos.
-Sí, pero tú lo has dicho: tú, Genaro, y yo, somos tres unos que formamos un solo tres, como en la cartilla.
-No puede ser, no me dejo arrastrar por tu suave corriente, Dauro. Punto, pues, si sois mis amigos.
Acabose de vestir Marcial, se puso un frac y dejó el gabán, con el que había entrado por la mañana, rodando sobre una silla según su loable costumbre; se estiró el chaleco, encasquetó el sombrero y salió.
Apenas había vuelto la espalda, cuando Genaro, que había observado cuanto había hecho, y notado que había dejado olvidada la carta en el gabán, se levantó, corrió a la silla en que estaba, sacó la carta y leyó.
«Querío
Massial : -La pejiguera de mi tía, no meeja ni a sol ni a sombra; pero mañana por lamañaita , como que essábao , se va su mercé ajofifar la escalera en caD. Luardo el meico ,Asina poé verte a lasoce en la plazuela de los Trapos; tráete algo que meter bajo los olientes, más que sea un bizcocho de Mallorca, que sitú tienes capricho como ices por mí, yo lo tengo por ellos. Abú, real moso. Dios te dé lo que te falta.SALÚ».
Apenas concluía Genaro de leer la esquela, cuando se oyeron en la escalera las zancajadas apresuradas de Marcial, que venía subiendo. Volvió Genaro a guardar la esquela en el bolsillo de que la había sacado, y se sentó gravemente en la mesa, en la que siguió escribiendo.
Entró Marcial con estrépito, acelerada la respiración, y fijó en sus amigos una mirada escudriñadora.
Viendo a Genaro, que tenía de cara, impasible, se serenó y se dirigió hacia la silla en que estaba su gabán.
Mientras sacaba de la faltriquera la carta cuyo olvido lo había hecho volver con tanta precipitación, murmuraba.
-¡Las doce y media! Entre estas y las otras he perdido media hora. ¡Inexacto a una cita! Es esto poco galante, poco delicado, poco caballeresco y poco juvenil.
Entretanto, Genaro había hecho una seña a Fabián, ambos se habían salido silenciosamente del cuarto y habían cerrado la puerta por fuera.
-Vamos, jóvenes, abrid, -dijo Marcial-, no es sazón de bromas, que tengo prisa.
-Si no necesitas
-Vamos, vamos, Genaro, zorra sutil, taimada, astuta y socarrona, abre que me haces mal tercio y comprometes mi formalidad, exactitud, puntualidad y galantería.
-Ya es tarde, Marcial, -dijo Fabián-, y para poca
-Fabián, Fabián, traidora y profunda agua mansa, abre, abrid, que me incomodo de veras; no seáis los perros del hortelano.
-No hay perros del hortelano; Genaro ha ido a avisar a tu Ariadna que no viene Teseo, pero que no le faltará un Baco.
Al oír esto Marcial, furioso se puso a patear y a dar voces y golpes en la puerta.
Fabián se esquivó, y cuando la patrona acudió al oír el estrépito, y mandó abrir la puerta, por deprisa que corrió Marcial a la plazuela de los Trapos, halló muchos de estos; pero en cuanto a prendas de más valor, no había ninguna.
Aquella misma noche decía la alegre Flora a Reina:
-Te contaré una cosa muy graciosa
que me ha contado mi hermano, que la sabe por Fabián.
Hoy a las doce parece que tu fidelísimo y consecuente
apasionado Marcial, tenía una cita amorosa con una
locuela de medio pelo. Lo supieron Genaro y Fabián,
lo encerraron, y la linda alhaja de Genaro fue
Reina sintió al oír esto tan punzante dolor, y tal movimiento de ira, que se te llenaron los ojos de lágrimas. ¡Qué infamia! -exclamó.
-No, mujer, -dijo Flora-, no seas tan acerba: calaveradas, falta de buenas costumbres, inmoralidad, chabacanerías, pero no exageres, infamia no.
-¡Ah! ¿Y tú no crees infame, vil, criminal y bajo, revolcarse en tales inmundicias, tales lodazales, y luego venir a decirnos que nos quieren? Atreverse a pretender que los amemos, brindarnos un corazón en el que tiene parte una rabanera, es infame, te digo.
-Mujer, -repuso Flora con extrañeza-, ¿quién había de haber pensado que te interesases tanto por Marcial, a quien de continuo estás haciendo burla? Vamos, que no se puede uno fiar de las apariencias masculinas y femeninas. Si lo hubiese sabido no te lo habría dicho.
-¡Corazón perverso, y costumbres disolutas! Es completo, -murmuraba Reina.
-¡Quién había de haber pensado que te interesaba Marcial, Reina!
-Flora, por Dios. ¿Quieres callar?
-¿Prefieres al coronel Astorga que tan enamorado está de ti? Es por cierto un buen mozo.
-Calla, Flora, es un uniforme metido en un uniforme; cuando me habla, siempre oigo tambores.
-¡Vaya con la delicadita de gusto! Vamos, que el predilecto será el marqués de Navia que tu madre recibe tan bien.
-Es un tonto forrado en fatuo.
-Espero que no recaerá la preferencia en Fabián, pues en ese caso preciso sería recurriésemos al verdugo de Salomón.
-No, no, Fabián te quiere a ti, es decir, te quiere todo lo que puede querer un poeta.
-¡Oh! No hay cuidado, hija mía, -dijo riéndose Flora-, que nos engañamos mutuamente. Si él me prefiere la musa, yo le prefiero un buen novio, como te lo probaré, el día que se presente. ¿Y Genaro?
-Es un monstruo que abomino, -exclamó Reina
-Vamos, amiga, que el que habla mal de la pera...
-Si esa pera hubiese sido manzana del paraíso, y yo Eva, es cierto, Flora, que habría perdido su tiempo la serpiente.
En este momento se acercaron Marcial y Fabián.
-Dígame Vd., -le dijo Flora- ¿qué se ha hecho de Genaro, que tantos días ha que no vemos?
-Genaro es un arcano, -respondió Marcial-; se mete en sí mismo, es decir, está ensimismado. A veces creo que posee el sombrero de Merlín, así como posee su saber y sus picardías.
-Siempre que vamos a casa lo hallamos estudiando, -añadió Fabián. Además padece, y está de mal humor; le están saliendo las muelas del juicio.
-¿Te han salido a ti, primo? -preguntó Reina con mal humor a Marcial.
-Si me saliesen me las arrancaría, -contestó éste-, que seguía en la ilusión que a las bellas les hacían gracia los calaveras, y perseveraba en tomar por modelo a D. Miguel de Mañara.
-Apuesto, -dijo Flora-, que Genaro no viene, porque tendrá la cara hinchada y estará feo.
-¡Feo Genaro! -exclamó Marcial-, ¡oh, qué suposición! ¡Genaro feo! ¡Genaro el Antinoo extremeño, el Narciso que se mira en las aguas de la fuente del Abanico! ¡Qué suposición! ¡Qué suposición! Flora, en su vida se la perdona a Vd. el Adonis maquiavelesco. Genaro, como la luna en su menguante, no perdería nada de sus encantos por tener una mejilla más abultada que la otra. Predigo a Vd., Flora, que al saber la extraña suposición de Vd. dejará sus recuerdos amorosos, y pasatiempos estudiosos, para venir a probar a Vd. que su bien parecer, hermosura, bonitura y belleza, están a prueba de bomba y de hinchazones.
-¿A qué dices todo eso, Marcial, -dijo Fabián-, si las mejillas de Genaro están sin novedad como las patrullas, y sin las menguantes y crecientes de la luna?
-No lo creo, -dijo Flora.
-¿Aunque yo lo asegure? -preguntó Fabián.
-Aunque lo asegure el obispo. Mientras no
me desengañe por mis ojos, he de creer que está
hecho,
Toda esta disparatada conversación, en la que Flora procuraba evidentemente que volviese Genaro a la tertulia, le fue repetida por sus amigos; él, que no deseaba sino un pretexto para volver en casa de la Marquesa, fue a la noche siguiente. Pero siguiendo la táctica que se había propuesto, sólo saludó a Reina, y se alejó después de haber trocado algunas bromas, con Flora, sobre la dolencia, con la que lo gratificaba.
-No se apresuraría tanto ese presumido de Genaro, -dijo Marcial- en vindicarse de algunas de sus muchas picardías como se apresura en probar que su carita sigue sin novedad en su importante hermosura. Pero, Reina, ¡qué distraída estás! ¡No hay quién te saque una palabra!
-Tengo un humor de ministro de Hacienda.
-¡Ya! ¡Cómo que todos te piden audiencia!
-Y que a nadie quiero darla.
-Ven, Genaro, -decía Fabián-, ven para que Reina se convenza que no dejabas de venir por desfigurado, como opinaba Flora.
-¿Conque también Reina creía que yo no venía por esa causa? Eso es atribuirme un excesivo deseo de parecer bien que no tengo, -dijo Genaro.
-Es una suerte, -respondió Reina-, no abrigar deseos que no siempre son realizables.
Por una
de esas casualidades siempre propicias
Arribos hacían heroicos esfuerzos para parecer serenos.
-¿Habéis pensado vuestra respuesta? -preguntó Genaro tan bajo, que apenas Reina lo oyó.
-¿Pues qué, -contestó ésta-, acaso no la he dado?
-Aquello no era respuesta,
Reina, era un brote de coraje, al ver que había adivinado
que leeríais mi carta. Os decía, que tomaseis
tiempo para decidiros, por consiguiente, no podía
tomar aquella
-Pues la
-Reina, Reina, por soberbia, por orgullo nos vais a hacer a ambos desgraciados. Pues qué, ¿os placen sólo aduladores? ¿No queréis si no rendidos a vuestro desdén, y no sabéis apreciar al hombre que se rendirá al amor sí, a la altanería no?
-Pero si no os quiero, -contestó Reina en voz trémula.
-¿Y por qué no, Reina?
-Porque no
-¿Conque es sólo porque no queréis, que no me amáis?
-Aunque fuese sólo por eso, ¿os parece poco?
-Me parece mucho, porque la terquedad es un enemigo inatacable.
-¿Conque es terquedad?... ¡Pues está bien!
¡En vos, sí, Rema, así como en mí, no es sino la prudencia que está como el ángel ante la puerta del paraíso, hasta que me abráis.
-Haríais un infierno del paraíso.
-No pensáis lo que decís, Reina; cual la frondosa y lozana vid que no se podó jamás, necesitáis un sostén, pero de tal fuerza que no lo quebréis; este vos sola le podéis elegir y graduar su resistencia.
Y después de un rato de silencio añadió, mientras sus manos temblaban y el pecho de Reina se agitaba.
-Reina, Reina, ¿a qué batallar contra la corriente que nos arrastra, si nos conduce a la felicidad?
Reina calló.
-Decidid nuestra suerte, Reina; en breve seré graduado, parto enseguida para Madrid, y me veis por última vez esta noche si me rechazáis.
En este momento se acercó Marcial.
-¿A que me estabas guardando el asiento? -le dijo a Genaro; porque si bien eres un Maquiavelo en capullo, eres también un Pilades en flor.
-¿Vuelvo mañana? -pregunto Genaro a Reina levantándose.
-No, respondió
Reina con vehemencia como despertada
¿Por
qué una miserable intriga causaba más celos
a Reina que el suave y puro recuerdo de Lágrimas?
Dícese en teoría que no es así, y que
los celos son profundos y punzantes, cuando son causados
por entes superiores capaces de inspirar sentimientos ideales.
No hay tal. Los celos, como todo lo que es
Genaro al oír a Reina se había levantado con aire radiante, y volvió trayendo del brazo a D. Domingo de Osorio.
Cierto es que formaban un bello contraste el elegante y airoso joven, con su negra y ensortijada cabellera, su porte garboso y suelto, con el despacioso anciano que llevaba sus años y sus canas honrándolas como el militar sus cicatrices, como el vino su calidad, como la encina sus coposas ramas.
-Don Domingo, -le dijo Genaro-, ¿no es verdad que ayer tuvo Vd. la bondad de llevarme a las doce y media, según me había ofrecido, en casa de su amigo en señor canónigo C.*** para ver su hermosa colección de cuadros? Reina no quiere creerlo.
-Sí, por cierto, -respondió D. Domingo-, ¿y por qué no quiere Reina creerlo?
-Porque afirma que no tengo suficiente paciencia para estar dos horas viendo cuadros.
-Pues se equivoca mi niña, -repuso D. Domingo-; por cierto que sois muy inteligente. Mucho tiempo estuvo parado delante de una Judit que decía se parecía a ti, Reina
Reina, durante esta conversación, había sentido tan intensa alegría, que su cara, habitualmente pálida, se había puesto rosada como la vida.
-¿Vuelvo mañana? -dijo Genaro al entregarle el pañuelo que se le había caído, con una mirada de ansioso deseo.
Reina afectó no oír.
-Pero por más que Vd. diga, -prosiguió D. Domingo-, no es de Villavicencio esa Judit.
-Será de Morales, -respondió Genaro-, volviéndose a Reina, ¿le gustan a Vd. las pinturas? -preguntó, añadiendo sólo con el movimiento de los labios y la expresión de los ojos, ¿vuelvo mañana?
-Me gustan, -respondió distraída y fatigada Reina.
-¿Desde cuando acá, niña mía? -preguntó D. Domingo-, ¿no decías que las odiabas y que te parecían almas en pena?
-Es que a Reina le gustan las almas en pena, -observó Genaro.
-¿De dónde sacáis eso? -preguntó ésta.
-De que no me sacáis de este purgatorio, Reina, -respondió a media voz Genaro-, ¿vuelvo mañana?
-Esa Judit es de Alonso Cano a no dudarlo, Genaro, -decía D. Domingo.
-Es de la escuela de Murillo evidentemente, Don Domingo, es su colorido; volveré a verla, ¿y acá vuelvo, Reina?
-Decididlo vos.
-No entro en parte alguna donde hallo la puerta cerrada, Reina.
-Pues -yo no abro a nadie.
-¿Sabe Vd., Genaro, cuánto daba un inglés por ese cuadro? -dijo D. Domingo.
-¿Por qué cuadro? -preguntó Marcial.
-Por una Judit que tiene C.*** que se parece a Reina, daba mil libras.
-Si se parece a Reina vale mil arrobas, -repuso Marcial-. Si esa Judit fiera, añadió acercándose a Reina, eras tú, la cabeza que lleva del hombre que asesina, sera la mía.
-¡La cabeza de Holofernes! -exclamó Flora que lo había oído, soltando una alegre carcajada-, ¡qué extraña pretensión, Marcial!
-¿Y quién le dice a Vd. que el general de los Asirios no fuese buen mozo? ¿Había acaso entonces daguerrotipos para que se conserve un tipo exacto, perfecto, auténtico, idéntico y genuino de su físico?
-¿Vuelvo mañana? -decía entretanto Genaro a Reina.
-¡Qué terco! -contestó ésta.
-Terco no, precavido sí.
-¿Te vienes, Genaro? -dijo Marcial, -que ha rato dieron las doce campanadas que marcan el fin de la vuelta del cuadrante.
-Siempre tenéis el reloj en la mano como el feísimo viejo que figura el tiempo, -dijo Flora.
-En la mano no, -repuso Marcial-, en la cabeza como la Giralda. Buenas noches, Flora, séaos la noche ligera como os lo son vuestros días: que descanses, Reina. ¡Dichoso el mosquito que te quite el sueño!
-Tengo mosquitero, primo.
-No basta, Reina, -murmuró Genaro-, es preciso un mosqueador para este enjambre. ¿Cómo estará la puerta mañana?
-Entornada, -dijo Flora-, nada hay mas pesado en este mundo que una terca, a no ser un porfiado.
Reina puso su pañuelo ante su boca para disimular una sonrisa, la que brilló en sus ojos y no se ocultó a Genaro, que al verla pensó con júbilo: victoria.
Fácil es el colegir que con razón cantaba Genaro victoria. Reina se rindió al sentimiento que la dominaba, con toda la postración del que ha perdido todas sus fuerzas en una larga y sostenida lucha. Este amor vehemente en esa Reina, tan altiva, que tenia a menos todo disimulo, tan intenso en Genaro que se gloriaba de él, no fue en breve secreto para nadie.
La Marquesa antes que
todos lo conoció y vio confirmadas sus sospechas.
Llamó a su hija, y le hizo serias reflexiones: le
hizo ver las ventajas del enlace que para ella tenía
proyectado con el marqués de Navia; le habló
de Marcial, de su brillante porvenir y buen carácter;
pero nada de cuanto le dijo su madre pudo, ni por un momento,
conmover la firmeza de Reina. La Marquesa exasperada le prohibió
hablar a
Pero todo esto pasaba desapercibido de Marcial,
el que aunque pretendía ser celoso como un
Una mañana en que había salido Genaro, y que estaban Marcial y Fabián reunidos en el comedor para almorzar, fue la ocasión que aprovechó Fabián para su difícil empresa.
-¿Qué quiere Vd. almorzar, señorito? -preguntó la criada, que era una lugareña sin desbastar, con sus naguas de bayeta y su castaña.
-No quiero más que chocolate, -respondió Fabián.
-¿Y Vd.,
señorito
-Tráeme dos o tres posturas
del ave doméstica
La criada no se movió, y miró a Marcial con la boca abierta.
-Mira, -le
dijo éste viendo que no se movía-: un predicador
muy elocuente que predicaba por primera vez, se le fue el
santo al cielo, y se quedó en la misma garbosa facha
que tú ostentas. Su padre, que era genovés,
se hallaba entre los concurrentes frente al púlpito;
viendo a su hijo tan cuajado y tan ojiabierto, como yo te
estoy viendo ahora a ti, le dijo a voces:
-Señorito, -repuso la criada-, es que no entiendo a Vd.
-Pues ven acá fregona no ilustre, ¿no sabes lo que es ave?
-Jesús, sí
señor, ¿pues no he de saber? Y qué es
-Ave, en la lengua y sentido en que hablo, quiere decir gallina, ¿estás?
¡¡¡Gallina!!! -exclamó la mujer.
-Sí. ¿Sabes tú, desdoro del bello sexo, lo que es postura?
-¡Vaya! Pues no he de saber, si
era yo la que amasaba en
-Postura es, ¡oh tú! Mínimum de los alcances humanos, lo que se pone. La gallina pone un huevo, ¿no es así?
-Sí señor, cuando no están cluecas.
-Pues bien, una postura
de gallina que no está
La criada, que medio entendió, se fue diciendo:
-¿De qué tierra será el señorito Parcial que tiene el habla atravesada?
-Oye, Marcial, -le dijo Fabián cuando estuvieron solos-, yo te quiero sinceramente, porque con todos tus defectos eres honrado, bueno, y tienes un corazón sano y leal.
-Puedes lisonjearte, manso Dauro, que te pago, te aprecio, distingo, estimo y protejo. Esto que digo no es caudal de voces, sino riqueza de sentimientos; pero a mí pega el decir que te quiero a pesar de tus defectos: tú podrás decirme a mí, me quieres a pesar de... mis vicios. Por ti, futuro Meléndez, y por Genaro, ese Maquiavelo en ciernes, pasaría por el fuego como una salamandra, y por el agua como una balandra.
-Pues atiende, Marcial; como tu verdadero amigo que soy, me intereso en que no hagas un papel ridículo.
-¿Qué quiere decir que yo no haga un papel ridículo? -exclamó Marcial, ¿gradúas tú, inocente, la cosa posible?
-Todos en este mundo podemos alguna vez hacer un papel ridículo: tú como yo, yo como tú.
-¿Yo? Vamos, manso río, tus cristales e ideas, están hoy turbios. Hablemos de otra cosa si no quieres que crea que tus aguas quieren tornar hoy una mala dirección y no seguir su curso apacible. He recibido dinero. ¿Quieres mil reales en calidad de no reintegro? Entre amigos...
Gracias, hijo mio, no se trata de eso, sino de abrirte los ojos, Marcial, y decirte que estás haciendo un triste papel, y no quiero que lo hagas.
-Padre Dauro, no puede ser por menos, de que hoy en lugar de agua clara murmulle en tu cauce el jugo de la cepa. Y ahora que me acuerdo, ¡Mari Tornes, Mari Tornes!
Viendo que la criada no parecía, Marcial a estilo de fonda se puso a dar golpes con un cuchillo en el vaso.
-Émula del caracol, que cruzas tus brazos y te pones al sol, en lugar de servir a la mesa y copiar a Ganimedes, ¿por qué no vienes cuando se te llama? ¿no tienes esas orejas mayúsculas sino para ponerte en ellas zarcillos cínicamente falsos? ¿No me oías, linterna de malhechor?
-Ya se ve que oía, ¿quién
no había de oír la voz de Vd., señorito,
que parece el bombo de la tropa? Pero como no me llamo Mari
Tornes, pensé que
-Calla, imprudente Mercurio, más te valiera ser
La criada se quedó de nuevo parada.
-¿Qué haces, poste inamovible,
-Señorito, por amor de María Santísima, hable su mercé claro.
-¿Pues que, no sabes quién es Baco, incivilizada cortijana?
-No señor; ¿a la fuerza he de conocer a todo hijo de Cristo?
-Pide vino, -le dijo Fabián a la criada.
¡Acabáramos! -murmuró ésta al salir.
-¡No saber mitología! -dijo Marcial-; la cosa más vulgar, más conocida, sabida y manoseada! Bien dice Tiburcio, ese flaco, delgado, demacrado y enteco amigo, que estamos atrasados.
-Marcial, -dijo Fabián-, te lo he de decir aunque no quieras oírlo. Reina y Genaro se querían y están de acuerdo; todo el mundo lo ve, lo sabe, extraña tu ceguedad en no conocerlo, y censura tu pertinacia en persistir en tus pretensiones visiblemente rechazadas.
Marcial se echó a reír.
-También, -dijo-, me quisieron
Vds. hacer creer que se inclinaba Reina a Tiburcio, y que
lo llamaba
Siento que así clasifique a mi amigo; pero su culpa es ¿por qué se metió a competir conmigo?
-Y ¿quieres comparar a Genaro, que es la flor y
la nata de la
-Es verdad que uno tiene tanto debajo de tierra como el otro encima; pero sin compararlos, te digo que ni el uno ni el otro, ni tú, el más manso de los ríos, ni San Quintín, que, dio su nombre a una sangrienta batalla, como un río te lo ha dado a ti, hacen mal tercio a Marcial, ni hay quien usurpe su puesto al hijo de mi padre.
-Pero ¿Reina, acaso te ha dicho que te quiere? -preguntó Fabián.
-No precisamente; pero vamos a ver, Fabián, ¿a ti te puede caber duda que pueda no quererme?
-¿Acaso eres doblón de a ocho, Marcial?
-Soy doblón de a ochenta, padre Dauro.
-Pues hijo mío, Genaro lo será de ciento, porque lo cierto, es, que él es el preferido.
-¿Preferido? Vamos, Dauro, hoy en lugar de reflejar tus cristales el cielo sereno, reflejan nubarrones confusos; párate, obcecado, compara; Genaro, es guapo chico, no digo que no, pero su cara de ochavo segoviano, ¿puédese comparar a la mía de estatua ecuestre?
-Estatua colosal querrás decir.
-Calla, manso río,
hiélate como el Elba, mientras hablo yo... sigamos;
Genaro no es tonto, eso no;
-Adelante, Marcial, que sé de memoria tu alcurnia y el estado del caudal que has de heredar; te compondré un drama que se titulará: Marcial con tierra y sin novia.
-¿Quieres, -prosiguió Marcial enfuncionado-, comparar
su cuerpo
-Alcides,- rectificó Fabián.
-Alcibiades, -afirmo Marcial-, el brillante y hermoso discípulo de Sócrates, que es el tipo y modelo que me he propuesto imitar. Lo primero que haré cuando vaya a mi pueblo será cortarle la cola a mi perro; era él, voluptuoso, filósofo y guerrero; haré una variante, seré voluptuoso, filósofo y político; era él galán en Atenas, sobrio en Esparta; yo seré galán en Sevilla, sobrio en Badajoz.
-Vamos, Marcial, no te entusiasmes
por Alcibiades y contráete. Dando por de contado todas
tus ventajas sobre Genaro, riada probará esto, sino
que
Las ilusiones perdidas son las hojas desprendidas del árbol del corazón.
-No lloro, ni con Espronceda, ni con Jeremías; tú
los demás veis visiones. Tú, manso río,
ostentas imitación del golfo de Nápoles una
-Bien sabía yo, -dijo Fabián-, que sería difícil el convencerte, y por eso no he querido intentarlo hasta tener una prueba auténtica; pero ya que lo que dijera Reina no pudiese convencerte, ¿tampoco lo logrará lo que la propia Reina escribiese de su puño y letra?
-¿Cómo de su puño y letra? -preguntó Marcial bajando el tono.
-Con esta esquela que ha dejado Genaro en un libro que leía.
Marcial arrebató de las manos de Fabián la esquela que habla sacado y leyó:
«¡Genaro, Genaro! No persistas en no venir, si no quieres que me desespere. Ven, de rodillas te lo pido, sufre por amor de mí, el mal gesto de mi madre;
pronto cederá, conoces mi ascendiente sobre ella. Pero si no cediese, no desconfíes como me lo dices, que decidida estoy a que me saques por la Iglesia, y a ser tu mujer y tu esclava. Ven esta noche con Marcialote, y mientras éste saluda a mi madre, podrás meter tu respuesta entre los papeles de música».
-¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! -dijo Marcial al
terminar la lectura sin dejar de fijar la vista en la esquela,
haciendo con la copa que tenía en la mano una libación
a las Euménides; ¡hola! Conque mientras yo saludo
a la madre, ¿eh? Que la salude el demonio. ¡Pérfido
amigo! ¡Zorra sutil si las hay! ¡Maligna, dañina,
traicionera! ¡Falsa mujer, agria y desabrida media naranja!
¡Vaya, vaya! ¡Por eso recalcaba tanto el
-Sí, -dijo Fabián-, porque esta es la suerte de todas las altivas: Regla general, Marcial, ninguna más sumisa que las altivas en las que un orgullo personal embota la dignidad mujeril. No hubiese escrito la suave y modesta Lágrimas una carta así; no, la mujer suave y amante, sufre, calla y muere, pero no se degrada, y esa carta es degradante, Marcial, escrita por una mujer como Reina.
-Por supuesto que lo es, -exclamó ese-; si hubiese sido dirigida a mí, anda con Dios; pero a ese cazurro, a ese trucha; es una pifia, un rasgo de locura humilde, y así conmigo se ha desprestigiado; esa Reina ha bajado de su trono, esa diosa de su Olimpo y esa santa de su altar.
-¿Por fin te has convencido? -preguntó Fabián-, te lo avisé con tiempo, Marcial, que no te quería, ¿no te acuerdas?
-¿Y lo había
de creer porque tú lo dijeses? ¿Tienes patente de
infalible o diploma de
-Debías haber recordado el dicho francés de que lo cierto puede a veces no ser verosímil.
-No necesito tus textos gabachos para comprender las cosas que pasan por acá; bástame haberme puesto a considerar lo que son las mujeres, sacos de embustes, abismos de caprichos, tipos de extravagancias, conjunto de anomalías, caos de contradicciones, colección completa de falsedades, que engañan sin querer, y mienten sin poderlo remediar, culebras, escorpiones, camaleones y basiliscos.
-Pero, vamos a ver, Marcial, cálmate; ¿qué derecho tienes de culpar a Reina? ¿Te ha dado acaso alguna vez esperanzas?
-¿Pues qué, crees, -exclamó Marcial-, que he vivido sin esperanza como los condenados del Dante?
-Las habrás abrigado de tu propia cosecha, pero no porque ella te las haya dado; es preciso ser justo. ¿Te ha escrito acaso una carta como esta?
-No, pero no era necesaria, porque jamás me ha puesto mi tía mala cara sino el día que llevé allá a ese Tiburcio.
-¡Y qué, tú aguardabas otra cosa!
-Aunque así hubiese sido, de menos nos hizo Dios. Falsos, refalsos, mancomunados en mi daño ¡oh! Pero yo me vengaré, la venganza es el placer de los Dioses, como dice San Agustín.
-¡Jesús! ¡Jesús! Marcial, esta cita excede a todas las pifias; si hubiese Santo Oficio te tomarían en cuenta.
-Bien, bien, lo dice Hipócrates en sus aforismos; lo mismo tiene, dígalo uno u otro le daré razón, gozando en vengarme.
-¿Y qué harás, Marcial? Sosiégate. ¿Qué puedes hacer? ¿Qué harás?
-Retirarla a ella mi amor, a él mi amistad y a ambos mi aprecio. Pero dime, Fabián, ¿no quería ese Heliogábalo amoroso a Lágrimas?
-Sí, pero dice, que no hipoteca su corazón.
-¡Linda alhaja! ¿Qué
filtro, que talismán, qué hechizo tiene ese
-Genaro, -dijo Fabián-, tiene
mérito, talento, saber y gracia; es picante, y sobre
todo tiene el
-Su
-Ahora, Marcial, -dijo Fabián-, lo que te pido es que no me vayas a comprometer. Lo que he hecho por amistad por ti, es lo que debía hacer un verdadero amigo con otro; pero sentiría que Genaro creyese otra cosa, ni que pensara que me quiero entremeter en sus asuntos cuando mi solo objeto ha sido impedir que se rían de ti.
En ese momento entró Genaro.
-Oye, Genaro, -exclamó Marcial apenas lo percibió-, ¿tú crees que voy esta noche en casa de mi tía?
-Lo supongo, -respondió Genaro.
-Pues te llevas chasco, un gran chasco, un tremendo chasco.
Marcial se echó a reír con unas fingidas risotadas.
¿Eso es para mí un chasco? -preguntó Genaro sin salir de su calma-; no entiendo, no comprendo, no me entero y no me impongo (estilo Marcial).
-Tú que todo lo quieres saber, entender, comprender,
oler y adivinar, (ambición
-¿Y qué cosa? -preguntó Genaro.
-Que yo, Marcial, yo, donde aquí
me ves, yo el
-¿No? -dijo con camastronería Genaro.
-No... ni para biombo.
-Sea en buen hora. Doy el parabién al viento.
-Ni para cortina, ni para tapadera, ni menos que nada para saludar mamás.
-Pero ¿a qué me dices eso? Con un énfasis, prosopopeya y dignidad, dignas de mejor causa, -preguntó Genaro.
-Para que lo sepas, -respondió Marcial con las notas más graves de su voz, saliendo enseguida del cuarto con pasos recios y aire majestuoso.
-¿Qué manía le ha dado? -preguntó Genaro a Fabián.
-Por lo visto la de ser trasparente, -respondió éste.
-¿Habla formal? ¿Qué mosca le pica? -volvió a preguntar Genaro.
-Paréceme que es la del desengaño.
-¡Ay, ay! -repuso Genaro rascándose la oreja-, esos picotazos duelen.
-Genaro, Genaro, no has jugado limpio: ¡porqué mantenerlo en su error!
-¿Quién se ha mantenido en el error sino él mismo? -repuso Genaro-; él mismo, con el aplomo que Ratel sobre el cuello de su botella; quien se forja engaños tiene que ver desengaños. Además, hijo mío, en este mundo cada uno debe atender a su juego como Antón Perulero.
-¿Y la pobre Lágrimas, Genaro, esa perla que no has sabido apreciar?
-Es fruta vedada, Fabián, la guarda un Cancerbero, porque representa un capital.
A pesar del brusco arranque con que se había separado Marcial de sus amigos aquella mañana, el que hacía sospechar que su desengaño amoroso lo llevase a colgar las armas de Cupido, y a retirarse al menos por el pronto bajo su tienda como Aquiles, cuando llegó la hora en que solían reunirse para ir a la tertulia, lo vieron llegar sus amigos con un aire que participaba de desdeñoso y de satisfecho.
Se pusieron en camino, precediendo Marcial por la acera a sus dos amigos, tarareando la canción que él mismo había traducido:
Si el rey me quisiera dar Madrid su gran villa, obligándome a dejar por eso a Sevilla.
-La montaña está preñada, -dijo Genaro a Fabián.
-Sí, sí, -respondió éste-, el volcán humea. De aquí a dos mil años desenterrarán debajo de su erupción a Reina y a Genaro cual a Herculano y Pompeya; os prometo ser vuestro Plinio.
Llegado que hubieron, Marcial se paró a la puerta de la sala, y en lugar de pasar el primero, como tenía de costumbre, se hizo a un lado, y con la finura y etiqueta del mejor tono, con mil atentas cortesías, obligó a sus amigos a pasar por delante. Mientras estos iban a saludar a la Marquesa, Marcial, valido de la franqueza que le daba en la casa su calidad de pariente, se acercó al piano; cargó con todo el rimero de papeles de música, y los puso sobre una silla desocupada que se hallaba en el hueco de la puerta de una ventana no lejos del grupo en que estaba sentada Reina con sus amigas.
-¿Qué es esto, Marcial? -dijo ésta-. ¿Dónde vas cargado con toda la música? ¿Vas a cantar un solo?
Marcial no respondió, y después de haber puesto a recaudo los papeles de música, encubridores de la traición que se le hacía, se dirigió a saludar a su tía.
Aprovechó Reina este instante para llamar a un criado y mandarle ponerlos papeles en su lugar; pero Marcial que volvía a su puesto, se abalanzó a ellos como una leona a sus hijuelos, los volvió a colocar en la silla y se sentó encima; de lo que resultó que con su gran estatura parecía un predicador en el púlpito.
Tres cosas se unieron para que al cabo de un rato le fuera faltando la paciencia a Marcial. La primera fue, que estando apartado de los demás no podía alternar en las conversaciones. La segunda era, porque se deshacía en impacientes deseos por tener una explicación con su prima, y cerciorarse de una cosa a la que aun no podía resolverse a dar crédito, y si se confirmaba confundir a su prima bajo sus justos cargos, concluyentes argumentos, sensatas reflexiones y merecidas reconvenciones. En fin, la tercera razón era, el hallarse cansado en una posición muy incómoda; pero tampoco quería de modo alguno, dejar la importante custodia de los papeles de música.
-Oye,
Fabián acudió a la cita.
-¿Eres mi amigo? -le preguntó Marcial solemnemente.
-Hombre, ¿puedes dudarlo? -respondió Fabián.
-¿Me quieres dar una prueba de ello en una de las circunstancias más apuradas de mi vida?
-Te daré todas las que me pidas, Marcial.
-Sabes, amigo perfecto, reverso de la medalla de otros, lo que ha pasado esta mañana, el cúmulo de perfidias negras que han salido a mi vista de su antro, cueva, gruta y caverna.
-Marcial, te he dicho ya que te ofuscas, y que no tienes derecho a quejarte.
-Tengo derecho, -repuso cada vez más grave Marcial-, a desbaratar sus planes como ellos han desbaratado los míos, ¿Quieren guerra? Pues guerra habrá.
Si queréis sangre, sangre tendremos, la verteremos y sangre habrá: pero mezclada con sangre nuestra, veréis la vuestra cual correrá.
-¡Marcial! ¡Marcial! Por Dios, deja esos recuerdos de los tiempos bárbaros de la poesía y pasiones políticas; me horripila oírte.
-Tienes razón, ¡oh! Manso y poético Dauro: ¡oh! Tú, que eres una de las plumas del Fénix español resucitante; pero esto no quita que tenga derecho a desbaratar planes usurpatorios de mis derechos anteriores, incontestables, indisputables y fundamentales.
-¿Y qué intentas, Marcial? -preguntó Fabián con alguna inquietud, ¿me quieres comprometer en tus intentos que no apruebo?
-No, no hay compromiso.
-¿Pues que exiges de mí? ¿Qué quieres que haga?
-Exijo, -respondió Marcial con su voz más campanuda-, que te sientes aquí.
Fabián entre rabia y risa le volvió la espalda.
-¡Ingrato río! -le gritó Marcial,
al que en su impaciencia
Por suerte de Marcial acertó a abrirse en este instante la puerta de la sala y apareció la larga, angosta y triste figura de Tiburcio.
-¡Cívico! -exclamó regocijado Marcial.
Tiburcio después de saludar, se acercó a Marcial.
-¿Es Vd. mi amigo?
-La amishtad avanza en mi corazzzón como lash ideash en mi cabezzza, -respondió el Villamarino.
-¿Me quiere Vd. dar una prueba de ello?
-Sherá un desheo realizzzado.
-¿No me lo negará Vd. como lo ha hecho Fabián, ese manso Leteo, que olvida sus promesas?
-Nada debe negar el hombre al hombre.
-Apruebo la idea ampliándola a la mujer; ¿conque estáis dispuesto?
-A todo.
-Pues siéntese Vd. aquí, -dijo Marcial encaramando a Cívico sobre los papeles de música, el que quedó en su puesto aislado formando un cuadro vivo y masculino de Dido abandonada.
-Parece que has cedido la
presidencia,
-No recalques tanto
el
-Quisiera que lo fueras aun menos,
para que no
-¡No lo hubiese creído!... -exclamó Marcial.
-¿El qué?
-No lo hubiese pensado.
-¿Qué cosa?
-¡No lo hubiese imaginado!
-¿Qué maravilla? ¿Qué fenómeno? ¿Qué asombro?
-Que no me quieras, cuando veinte mil veces te he dicho que te quiero.
-Pues mira, Marcial, las diez y nueve mil novecientas noventa y nueve estaban de más, desde que la primera te dije que te fueses con la música a otra parte, lo que no has hecho hasta esta noche.
-¿Y por qué tal dijiste? ¿Por qué no me quieres, prima ingrata y de mal gusto?
-Mira, Marcial:
El por qué no te quiero, eso no lo sé: pero que no te quiero, eso sí lo sé.
-¿Sabes, mujer hermosa, pero poco reflexiva (como dice la zorra al busto) que tu madre me hubiese llamado yerno a boca llena?
-¡Fatuo! La gloria hubiese sido la tuya al llamar a mi hermosa madre suegra.
-No digo que no; lo
uno no quita lo otro. ¿Pero de veras, Reina caprichosa, y
sin más consejeros de la
-¿Quién te ha dicho eso? -preguntó Reina mortificada.
-Yo que lo sé.
-Pues sabes mal eso, como otras muchas cosas.
-Sé, y
-Ya sabíamos que os preciabais de poco filarmónico, -dijo Flora-, pero no sabíamos a qué punto habíais declarado la guerra a la música. Al principio pensábamos la poníais así en prensa, con el fin de sacar aceite de música para dar suavidad y gusto al oído; pero vemos que pasa la pobre de la opresión de Herodes a la de Pilatos sin razón, y sin más resultado que salir del aprieto que sufren los alegres tornados en plegarias, los coros en misereres, y los valses de Strauss en lamentaciones. Santa Cecilia va a dejar de cantar, y se va a poner a llorar, Marcial.
-La música es un poco callada para servir
de confidente y hacer buenos oficios, -contestó éste-;
pégale
-Marcial, os advierto que
Cívico va a absorber tanta armonía, que va
a prorrumpir en un furibundo recitado en honor a
-Pues esta noche no se va a Icaria,
ni se mueve de ahí por más que Vd. lo procure
y otros lo deseen. Nada; esta noche no hay
-Marcial, -dijo Flora con toda la zumba y la chuscada andaluza-; publicad indulto, proclamad amnistía, librad de fiera opresión a las arias, dúos y valses, injustamente acusados de complicidad en una traición, y arbitrariamente puestos en un estado de sitio de nueva invención. Ved, -añadió alzando una esquina bordada de su pañuelo y enseñándole el pico de una esquela-, y convenceos de que ese pobre Cívico pierde ahora sus esfuerzos en mantener su equilibrio personal, como lo pierde en otras ocasiones en querer destruir el social, según dice Fabián.
-Flora, Flora, -exclamó
furioso Marcial-, sabed que un imprudente amigo es peor que
un enemigo. Te pierdo, -añadió volviéndose
a Reina-, lo veo, lo
-Si
-Ya, ya, por eso
me nombras indecorosamente Marcialote. Ya, ya, como te gustan
los
-Más es el obispo que es ilustrísimo.
-¡Inmediato a una grandeza!
-Que yo para mí no deseo.
-¡Con derechos a un ducado!
-Y ningunos a mí, así no seas pesado. ¿Será preciso inocularte el no como la vacuna con bisturí?
-¡Con tan pingüe caudal!
-Y otro mejor de voces.
-¡Con tantos molinos!
-Y todas sus moliendas.
-¡Con tantas dehesas!
-Y todos sus pelos.
-Te retiro mi amor, mi afecto, mi cariño, mi admiración y mis simpatías.
-No se me conocerá en la cara.
-Adiós, pues, tú, que has llevado la ingratitud y sequedad hasta lo fabuloso, portentoso y fenomenal. ¡Adiós, hasta nunca!
-¡Jamás amén! -dijo Reina-; anda, releva a Tiburcio, al menos que el estar ahí, como lo has puesto, no sea un nuevo método de enseñar música de tu invención. Cívico, -añadió, mientras iba Marcial con pasos agigantados a coger su sombrero para irse-, ¿le gusta a Vd. la música?
-¡Oh! Shí sheñora; pero sólo la española; en Francia es nula.
-Pues y Auber, Adam, Halevy, Harold, Berlioz, F. David, -dijo Fabián.
-¡Ah! ¡Bah! ¡Fárrago! -respondió Tiburcio con un desprecio de pseudo ilustrado; primo hermano del que brilla en el millonario soez.
-Pues, ¿y la italiana? -dijo Reina.
-Esh shólo
-¿Y la alemana? -exclamó Flora que era muy música.
-Shólo she puede oír en los valshes
-Nunca he oído nombrar a semejante maestro, -dijo Reina.
-¡Ya! ¡Qué quiere ushted! ¡Como esh eshpañol! Es su ópera una obra maeshtra, y puede ushted creerme, pueshto, -añadió poniendo gravemente su largo dedo sobre una oreja de iguales dimensiones, que losh demásh tienen orejash, pero yo... tengo oído.
En este momento Marcial llamó a Tiburcio.
-Venga Vd., -le dijo-,
ya no es necesaria la vigilancia, lo que se quiere evitar
es un hecho consumado. Vamos a la plaza del Duque, a gozar
de la naturaleza y a hablar de política, que es lo
que importa: las mujeres son indignas, indignísimas
de ocupar nuestra atención varonil. Si no fuera porque
quiero ser diputado, me iba ahora mismo a la Trapa para no
ver ninguna en toda mi vida. Si hacen presidenta del Congreso
a una mujer (que todo podrá suceder si triunfa la
mujer emancipada como Vd. quiere), dimitiré mi encargo
de diputado. Ojalá reinase en España un Faraón
que dispusiese para las recién nacidas hembras lo
que el de Egipto dispuso para los recién nacidos varones.
¡Qué compuesto de gato, serpiente y urraca maligna!
¡Qué inclinación, instinto, querencia y simpatía
tienen por todo lo malo, todo lo peor! ¿Hay qué escoger
entre dos cosas, o hombres? De fijo escogen al peor. ¿Hay
que hacer mal tercio a alguno? Ahí están ellas
más listas que una sabandija. ¿Hay que mentir, engañar,
disimular? Ahí están ellas. ¿Hay que hacer
burla o escarnio? Ahí están ellas. Se equivoca
la Escritura; semejantes bichos perversos no salieron de
la honrada costilla de un hombre; esa costilla la cambió
con disimulo Lucifer por una de las suyas. ¡Qué cuentos
contra la dignidad de los hombres políticos inventan!
¡Aturde! ¡Qué traiciones fraguan en un santiamén,
contra un hombre honrado! ¡Pasma! Y nosotros siempre como
papanatas con la boca abierta delante de ellas, y bailándoles
el agua
-¿Los derechos de qué? -exclamó Tiburcio horripilado, horrorizado, indignado, parándose, e irguiéndose enmedio de la plaza, en que apareció a la luz de la luna como el más derecho de los derechos.
-Contra los derechos de las mujeres, -contestó a gritos Marcial-. Quiero que se les suprima el de rehusar a un hombre por cónyuge, cuando este traiga al matrimonio todas las condiciones materiales, corporales y espirituales que constituyen un marido perfecto; es decir, clase y dinero, salud y buen parecer, cualidades y capacidad.
Después que largo rato aun hubo desfogado Marcial con estos y semejantes discursos su incomodidad, le dijo Tiburcio.
-Eshtoy muy apurado, amigo Marcial, porque mi madre, esha shanta varona, me eshcribe que me vuelva al deteshtable villlorro de Villlamar donde vi la luzzz del día, y me shitia por hambre para forzzarme a shepultarme en vida como una vestal.
-¿Y no os quedáis por falta de peculio? -dijo Marcial-, pues venid mañana a casa, lo tengo fresco, os prestaré seis onzas.
-Agradeshco esa prueba de amishtad, osh daré recibo.
-Yo no tomo papeles de mis amigos, -respondió Marcial.
Efectivamente, Tiburcio había recibido pocos días antes la siguiente epístola:
«¿Te piensas tú, rapaz, que mi tiu Bartulumé me dejó buenos cuartos para que lus jastes, tú, viviendo con la fantesía de un marqués, mientras nusotrus trabajamus tudus comu mulus? Es verdad. Non es esu razón; asín, pues, fillo do demu, me alejraré que recibas esta con prefeuta salud, y que cun la misma te muntes en el mulu del tío Blas el arrieru y ti plantes aquí en un decir Jesús; pues si asín no lu haces a fe de Tiburcia que me plante yu en Sevilla y ante justicia, y saque de tus
jarras y de las de tu padre, los cuartus que me dejú mi tiu Bartulumé, es verdad».
No habiendo surtido esa carta el deseado efecto mediante la marea alta que el préstamo de Marcial causó en la bolsa de Tiburcio, la alcaldesa que sabía cumplir lo que prometía, se puso en marcha, sin atender a los ruegos y representaciones del alcalde, que de coraje tiró la vara.
Viose, pues, al tercer día una
brillante cabalgata,
Vestía nuestra heroína con añejas reminiscencias de su país, trayendo un pañuelo encarnado liado al rededor de su cabeza, cuyos dos picos anudados formaban un tremendo rosetón sobre su sien izquierda.
Tenía puestos unos grandes y toscos zarcillos
de filigrana de plata gallega. Una cinta de terciopelo negra,
de la que pendía una cruz, rodeaba su cuello, que
no hubiera podido un poeta moderno entusiasta de lo
Al oír el tropel de las bestias, asomó Tiburcio por la reja del cuartucho bajo y húmedo en que vivía sus largas narices, y dejamos a la consideración del lector su estupefacción cuando se dio con las de su madre.
-Aquí me entru aunque no llueva, -dijo entrando marcialmente en la casa la señá Tiburcia. Soy la madre de ese rapaz para servir a Dios y a Vd., y le vengu a ponere las peras a cuartu.
La buena alcaldesa venía
tan de mano armada, tan
A poco Lágrimas escribió a Reina esta carta.
«No te he escrito antes, Reina mía, por dos razones; la una porque estoy tan débil, que la pluma pesa en mis manos como una espada en la mano de un niño, y se retrae de servirme, como si hasta ella se negase a proporcionarme un consuelo. La segunda causa es, el que no me estimula a escribir el convencimiento de causarte un placer. No te doy quejas, Reina; las quejas son exigencias disimuladas; quiéreme a tu manera, yo te querré a la mía. ¿Consistirá esta diferencia en el querer nuestro, en que la tristeza es más tierna que la alegría? ¿En qué el sufrir ablanda el corazón y el gozar lo enfría?
Esto es natural y sencillo; también puede que
consista en que cada uno es querido según merece serlo. Sea lo que fuere, doy cuanto puedo y me contento con lo que recibo. Decía Fabián:
Puédese extender a más, que no hablo de temor, porque no tengas dolor, del mismoque tú me das.[10] Voy escribiéndote, esta carta a ratos; así será incoherente, pero siempre triste, porque todos mis ratos y momentos lo son... No me culpes por eso; no sé fingir, pero menos que nada la alegría que no conozco. Ojalá hubiese podido aprenderla de esa Flora a quien Dios se la ha dado como los padres dan premios a sus hijos cuando son buenos.
Poco tengo que decirte; no veo, ni puedo ver a nadie porque no salgo de mi cuarto. El otro día, viendo la criada, que es muy desabrida, que apenas podía respirar y que me estaba ahogando, creo le di lástima y se empeñó en que subiésemos a la torre para ver si el aire puro me hacía bien, y la hermosa vista me esparcía.
No pude subir hasta lo alto, porque las casas de Cádiz, que están labradas a todo coste, tienen hermosas y elevadísimas torres, pero subí lo bastante
para disfrutar de la vista. Es esta hermosa, ¡pero que triste! Mar, y siempre mar, Reina, la cual es tan monótona como una pena que no tuviese ni remedio ni olvido. Los barcos anclados en la bahía, me parecían todos féretros que llevan su cruz para ponerla sobre la tierra luego que fuesen enterrados. Veíase en lontananza muchos pueblecitos al borde del mar, tan blancos que parecían de lejos rebaños que beber a un lago. La mar aquel día estaba en calma, como dicen, el sol le daba brillo, como en pequeño una luz a un brillante. Pero, Reina, no creas que cuando está en calma la mar es por serenidad; es porque duerme; y aún entonces no está sosegada, porque ni el sueño tiene tranquilo, y su respiración se agita incesantemente. ¡Qué árida deja la tierra que pisa! ¡Qué muerta! ¡Cubiertos de sal como la maldición de la Biblia, deja los lugares porque pasa!
Una cosa hermosa hay en Cádiz, Reina, y es su faro. El faro lo inventó alguno que pasó una tempestad en la mar, como la que nosotros sufrimos. Los faros son, Reina, una estrella del cielo que la caridad trajo a la tierra. Cuando lo miro, Reina, y lo veo tan grave y tan triste, pienso que es por los naufragios que habrá visto, sin poder remediarlos, puesto que no puede hacer otra cosa que vigilar y avisar el peligro; porque él, así como todo socorro humano, tiene un poder limitado: sólo el de Dios es infinito y todopoderoso.
Si yo fuese rica, y pudiese disponer de lo mío, dejaría mi caudal para la creación de un faro. En su interior habría una capilla en que orasen fieles al Señor por los infelices que están en la mar, para que tuviesen a la vez ambos auxilios.
¿Te cansa tanto el leer esta carta como a mi el escribirla, Reina mía? Bien veo cuan opuesta y cuan hostil sigues con
él , puesto que apenas me le nombras sabiendo el inmenso placer que en ello me hubieses dado, y debiendo estar persuadida que es mi único consuelo en una ausencia que hace de mi vida un suplicio. Si él me quisiese, como yo creía que se debía querer, se debería haber bajado a ti para suplicarte me dijeses en su nombre siquiera que no me olvidaba. ¡Cuánto me habéis hecho sufrir con vuestra contraposición, sin que la amistad en la una, ni el amor en el otro hiciesen por mí el leve sacrificio de haceros ceder en nada, ni en mi presencia entonces, ni en mi ausencia ahora!El médico dice que me aliviaría el salir de Cádiz; pero por más que se lo repite a mi padre, éste no dice que sí, ni que no. A mí me es indiferente; deseo tanto una sola cosa, que no me quedan fuerzas para desear otra alguna; esa cosa, Reina mía, es veros.
Ha pasado el Equinoccio bramando y dando a Cádiz el espectáculo de una lucha de fieras entre el mar y el huracán. ¡Qué mala estuve entonces, Reina mía! Estamos ahora en la canícula, y tú estarás sentada
en el patio entre flores como su Reina. Me parece verte y cuanto te rodea , y muchas veces cierro los ojos para que nada me distraiga de esta contemplación, como hago cuando rezo. Aquí lo que hay son unos furiosos levantes que me hacen mucho mal. Los levantes aquí son las tempestades de verano que en lugar de aguaceros, expenden arena y polvo abrasador con el que agostan la tierra. Esto prueba, Reina mía, que para la naturaleza como para el corazón, no hay estación bonancible. Cual si quisiesen firmar por mí, ya ves, como han caído aquí misLÁGRIMAS».
Esta pobre carta, escrita con tanta ternura y melancolía, no le fue agradable a Reina que la guardó y no se la enseñó a nadie. No obstante, algún tiempo después contestó a su amiga en estos términos:
«Si allá tienes levantes, aquí tenemos solanos y recalmones, mi querida Lágrimas; así no te hagas ilusiones de que en parte alguna esté el paraíso. La esperanza dora el porvenir, la memoria poetiza lo pasado, sólo lo presente no tiene abogado; así la razón debe poner las cosas en su verdadera luz para vivir tranquila, la razón en un carácter dócil y suave como el tuyo debe ser todopoderosa; no ansíes, mi querida Lágrimas, por lo que la suerte te niega, lo que contribuye a que no se restablezca tu salud. Acuérdate del refrán de Flora:
olvidar es lo mejor ; yten presente que el olvido es un bálsamo yel recuerdo un corrosivo .Quisiera distraerte con mi carta, y que no reanimase ella ideas que tu padre reprueba, así nada tocaré, hija mía, que con ellas se roce, porque deseo con ansia saber que estás buena de salud y tranquila de espíritu.
¿Es posible que no puedas ni quieras dejarte de ocupar tan angustiosamente de esa mar que otros hallan tan bella? Rodea a Cádiz como una amiga, que la hace rica y le comunica su actividad; le acaricia con sus brisas la frente, le arrulla el sueño con el murmullo de sus olas, y le brinda su sabrosa pesca. Descarga la mar a los ríos de sus crecientes, que si no nos inundarían, mece a los barcos como una madre a sus hijos entre sus brazos, les abre sendas, y si hay algún escollo, lo azota como para quitárselo de delante. Si en sus lides con el huracán se halla un barco, ella lo sostiene cuando aquel quiere derribarlo: así no lo mires sólo por su pavorosa faz. ¿Sabes el secreto que crees tú guarda la mar en su seno? Flora lo sabe y me encarga que te lo diga; son perlas como tú, corales como ella y ámbar como yo.
Te daré algunos pormenores de lo que aquí pasa para distraerte. Marcial y yo hemos reñido de fuerte y feo. Se ha retirado de casa como por allá dicen que se retira el mar en la baja de las mareas vivas; sólo, hija mía, que no ha dejado para memoria, como ella hace, un solo grano de sal. Me amenazó con desterrar
de su cabeza toda ilusión y simpatía por mí; como me es perfectamente igual que tenga en su cabeza ilusiones por mí o garbanzos tostados, no me aterró la amenaza. Se ha recibido de abogado y ha marchado a su pueblo en el que dicen se van a repicar las campanas a su llegada, y habrá función de novillos de un año. Flora y Fabián pasan su vida como aquellos pajaritos moscas de América de los que se dice son tan ligeros que los sostiene el aire, por lo que no tienen piececitos para posarse y pasan su vida cerniéndose en la fragancia de las flores. En cuanto a Cívico, ha desaparecido de entre los vivos; pasó ese triste
cursi como un meteoro sin luz, un trueno sin ruido. Marcial es regular lo haya sentido y llorado como un hormigón a su ratón Pérez. Dicen que vino la alcaldesa de Villamar a buscar a su hijo prófugo. Fabián que la vio, asegura que parecía la mujer del coloso de Rodas montada en el caballo Troyano. Se llevó esta respetable autoridad maternal y municipal a su hijo metido en un canuto de caña; llevaba éste de bagaje (todas noticias de Fabián) la noble ambición alicaída; las ilusiones marchitas y secas como flores cordiales; el panal que destila la miel poética, exprimido y hecho un cerillo; la independencia en la frente, el desdén en los ojos, el socialismo en la nariz. ¡Cuánta tontería, hija mía! Pero Flora me va dictando, y mi fin es distraerte un rato.Don Domingo siempre te está recordando con un cariño tan verdadero, que ni que fueses Carlota Quinta.
Flora te abraza como tu más verdadera amiga, mi madre como una madre, y yo como una hermana. REINA.
P. D. -A tu padre que lo pase mal».
Antes de marchar Marcial, había recibido la siguiente interesante epístola de Tiburcio.
«Querido amigo:
Sólo la filosofía, puede dar conformidad a la persona que no sea un autómata para vegetar como yo lo hago en este detestable villorrio. El hombre que siente su
valer y está condenado como yo a la inacción es un torrente que se quiere sujetar y que al fin rompe sus diques abriéndose paso por donde puede; un león que destrozará sus redes, un águila que despedazará su jaula. Soy como otros muchos una víctima del viciado orden social que nos oprime. Pero u ocuparé en mi país el lugar que me corresponde, o no ocuparé ninguno; no degrado mis facultades ni transijo sobre el puesto que la conciencia de mi valer me asigna. O César, o cesar, esta es la divisa del hombre que siente su dignidad y su fuerza. Mediante la propagación de las luces del siglo, se ha aumentado considerablemente el número de loshombres superiores . Déles el gobierno su puesto, o sino no se metaa legislador. Esto lo digo por si fuese Vd., como es natural, elegido diputado, haga esto presente en las cortes. Para los mandos se deben elegir hombres de conciencia y de cabeza. Hablando de cabeza, agradecería me mandase un sombrero republicano; son los más fashionables y los únicos que gasta este su más amigo y más desterrado que muere despleen (splin).T. CÍVICO DE MUÑEIRA».
Lector de las Batuecas, mi amigo, por
razón natural tú no sabes qué es fashionable,
(que se pronuncia
La
Tú y nosotros que no somos ilustrados,
que ayunamos a mucha honra y rezamos la oración sin
cuidarnos que nos digan hipócritas, juzgamos que si
no se inventaron esas palabras fue porque no se necesitaron;
y es porque aquí al decir con Lope y Calderón
Ahora, pues,
lector, figúrate unas magníficas ruinas, las
del Partenón, por ejemplo, y que sobre ellas labrasen
los modernos atenienses y con sus fragmentos un
Comprenderás que conservarán, estos su aire extranjero. ¿Por qué, pues, no reedificar el edificio ya que tenemos los materiales y el modelo?
Lo
fashionable, como lo entiende su padre que le dio el ser,
Albión, es la finura, delicadeza y distinción
Admiramos su fashion en los ingleses, como admiramos todo lo que es delicado y distinguido, porque al fin tiende a elevar la naturaleza humana. Pero debemos reconocer es hija, y por lo tanto adecuada a su carácter. La índole de los ingleses es naturalmente áspera: su finura, que está muy lejos de ser espontanea, necesita un severo dictador, y ellos se lo han sabido dar con las reglas de la fashion, cuya minuciosidad y trivialidad son a veces altamente ridículas en una sociedad que se precia de grave, y en hombres tan superiores.
Cada cosa en su lugar propio y adecuado.
Eso de un rasero para todos, es un contrasentido, querido lector. ¿A quién le cabe en las mientes de vestir a John Bull, a Mayeux, que es jorobado[11], y a D. Quijote con el mismo gabán?
Ahora bien, aplicar la voz fashion, ese suave perfume, ese soplo inasible, esa guirnalda de rosas que oprime más que una de hierro, ese Fénix de quien todos hablan y pocos han visto, a un horroroso sombrero republicano, ¿no es (tal como lo pusimos en un ejemplo materialote), no saber sacar la delicada ostra de su concha, y guisarla como la tosca almeja?
Otra: el spleen, que es mal de ricos y felices (a la manera que se entiende en el mundo la felicidad), es el hastío de la abundancia, la inercia del que no sabe que apetecer, y ansía por desear, como otros por ver cumplidos sus deseos, aplicar esto a una superabundancia de deseos, a un berrenchín causado por la envidia, la soberbia, unida a la incapacidad, la impotencia y la ignorancia; ¿qué te parece? ¿Confundir los efectos del hambre canina y del empalago? Cosas de pseudos.
Una tarde a fines del mes de setiembre, se veían en la playa del pueblo olvidado en el Diccionario del Señor Madoz, grupos numerosos compuestos de todos los vecinos que se hallaban a la sazón en el lugar, los que, con la boca abierta, miraban el fenómeno portentoso que aparecía en el mar. Vamos a detallar estos grupos antes de indicar el fenómeno.
En el
lugar preferente, es decir, sobre un trecho de dorada arena,
libre del cieno que engulle el pie y de las rocas que lo
rechazan, estaba el alcalde y a su lado su cara mitad. Jamás
se aplicó mejor este epíteto al matrimonio
en lo físico, porque se habían nutrido tanto
de sanas ideas y alimentos de la misma calidad de las ideas,
que habían engordado así como vivido en amor
y compaña, de modo que puestos de
Al lado del alcalde estaba el médico D. Juan de Dios, dándole noticias explicativas sobre el fenómeno en cuestión; al lado de la autoridad local femenina, siempre derecho, pero cada vez más flaco, estaba nuestro antiguo amigo D. Modesto Guerrero, tan absorto en la contemplación del fenómeno que veía, que no atendía a otra cosa. Advertimos de paso, que aquellos tres vigilantes de la defensa, de la salud y de la tranquilidad pública de ese feliz Villamar, nada tenían que hacer y no desatendían la más mínima obligación disfrutando del dulce farniente y gozando de su admiración.
No en vano aseguraba la difunta excelente tía María, que Villamar era lo que era, porque estaba labrado cabal y perpendicularmente debajo del trono de la Santísima Trinidad[12]
Detrás
de este grupo, que se ventilaba a su sabor, se paseaba, dando
descomunales zancadas, Tiburcio, con las cejas fruncidas
a lo Manfredo, y los labios sarcásticos a la Mefistófeles,
ente desconocido y despreciado,
Más arriba de este grupo principal y respetable, sobre unas rocas que sacaban sus calvas cervices entre la arena y las olas, unas cuantas muchachas saltaban de unas en otras, como procurando acercarse lo más posible al objeto que causaba el asombro general.
-Alabados sean los Santos, el sol de Dios, y el pan blanco, -exclamó la más ligera, que saltando como un sarapico de roca en roca, se había adelantado a las demás-. ¡Virgen de los Milagros, este es uno! Acudid vosotras, y ved; no tiene patas, ni tiene alas, ni le silgan, ni lo empujan, y anda.
-¿Oye Paula, te trae esa arca de Noé una herencia de Indias que tan al encuentro le sales? -dijo la que la seguía, que habiendo dado un resbalón se puso a chillar desaforadamente-. ¡Ay! ¡Ay! Que me ha mordido un cangrejo con unas tenazas como dos espadas; maldito espantajo ese, -añadió volviéndose a la orilla que parece una boya y echa mas humo que un horno de cal.
-¿Oye, -dijo otra-, te metías tú en ese faluchón?
-Ni para ir a la gloria.
-Pues yo sí, -dijo Paula-, con tal que me llevara a los toros del Puerto. ¿Quién dijo miedo?
Algo más distante, cerca de la embocadura
del pequeño río, había otro grupo numeroso
de hombres y mujeres, entre los que descollaba por su fealdad
nuestro antiguo conocido Momo. Algunos
-¡Jesús del Socorro me valga! -decía una mujer-, ¿pues no corre sin velas ni remos, más súbito que una exhalación?
-¿Pues y aquella bandera negra que trae y se va desvaneciendo, no parece grímpola del infierno? -dijo otra.
-Oye, Juan José, -preguntó una
vieja a uno
-
-¿Y para qué han hecho ese pontón que anda solo como china cuesta abajo?
-Para dar un chasco al viento y quitar el pan a los veleros.
-¿Has visto muchos, Juan José por esos mares?
-¡Jesús! Más de diez mil.
-Pero hombre, ¿me querrás
decir cómo anda y se mueve hacia dónde quiere,
como si tuviese poder y
-Eso, -dijo la mujer que primero habló-, no puede ser sino por milagro de Dios, o arte del diablo.
-Ni lo uno ni lo otro, -repuso el marinero-, anda... anda... anda por máquina.
-¿Qué anda por máquina? -dijo la vieja-, oye, Juan José: si porque has corrido mundo, y vas a Cádiz a llevar las calabazas y los melones, te has figurado que nos puedes acá comulgar con ruedas de carreta, te engañaste, que acá, hijo mío, no nos chupamos los dedos.
-Pues entonces, ¿a que pregunta Vd.,
tía
-¿Y tú sabes, -dijo el carpintero de basto a quien
el alcalde había empleado en hacer una máquina
complicada para dar de comer a las gallinas, y que entre
el director y el ejecutor jamás habían podido
poner en planta-, tú no sabes,
-Momo, -dijo una mujer-, tú que has estado allá donde está la Reina, y el Real palacio, y la Virgen de Atocha, ¿has visto tú otro vapó?
-¿Pues acaso para ir a Madrid, -respondió Momo con su acostumbrado buen humor e innata afabilidad-, se pasa la mar como para ir a Cádiz?
-Es que me han asegurado, -dijo el de la mar-,
que hay por tierra
-¿Un barco que anda por tierra? -exclamó Momo soltando una carcajada que parecía un trueno.
-No digo eso, palurdo, son coches que andan sin caballos ni mulas.
-Por vía
del dios Baco, -dijo Momo-, tú te quieres divertir
con nosotros porque has salido a la mar, como Berlinga que
lo echa de buche porque ha estado en Sevilla. Pues yo he
estado en Madrid, ea, y así, aunque soy palurdo no
me las cuelas,
-Pues por mí, -dijo la mujer-, ¿por qué no lo he de creer? Media hora ha no hubiese creído anduviese un barco sin remo ni vela; lo estoy viendo y tengo que creer o reventar; pues lo mismo que por mar podrá suceder por tierra.
-Si así fuese, -opinó un labriego-, quisiera que le diesen esa virtud de andar solo a mi arado, porque un buey se me ha muerto y no tengo para mercar otro.
-Es precisu lu ver para lu creer, -decía entretanto la señora Tiburcia-. Perfeuto, Perfeuto, ¿qué demuniu es esu?
-El progreso, mujer, el progreso, -respondió el alcalde-, que no sabía como denominar el fenómeno.
-Pensara más bien que fuera Ferruleño, es verdad, he, ha, ha, comu corre ese prugresu que non le alcanza o demo.
-Bendito Dios que tales maravillas hace por mano del hombre,
-dijo el comandante-. Después del de la
-Y lo hisoh un eshpañol, -dijo Cívico
-Bueno será, -observó la alcaldesa-, peru por mí aunque me dieran cien duriños non entraba en ese caldeiru. Tiburciñu ¿qué dirán el francés y el inglés cuando vean ese prugresu?
-Sheñora, -contestó éste de mal talante-, eshe invento es antiguo; los vapores zzzurcaban lash mares antes que yo naciese.
-¿Qué me dices? E nunca vi ninguno. Preciso es confesare, D. Modestu, que estamus atrasadus, es verdad, los gobiernos non valen o demo.
-No estoy con Vd., señora, -contestó el comandante-. Nada hay que decir contra ninguno de los gobiernos que nos han regido: todos han querido el bien del país, lo único y solo que se les puede echar en cara a todos, es el dejar arruinar sus fuertes.
En este momento se oyó un ruido infernal; no parecía sino que a la par rugían tigres, silbaban boas, soplaban dragones en un coro infernal.
-¡Virgen del Chanteiro! -gritó la señá Tiburcia-, ese prugresu revienta como un triquitraque.
-No es nada, señora, -dijo D. Juan de Dios-, es que se para la máquina y el barco va a anclar.
Efectivamente,
el vapor, conducido por un hábil práctico había
entrado en la pequeña ensenada,
Eran estos un rico comerciante de Cádiz, dueño del gran convento que se hallaba inmediato al pueblo, que venía con algunos amigos proyectistas y hábiles en la materia, a ver el modo de sacar partido de ese soberbio y grandioso edificio, el que cual una noble y hermosa virgen georgiana esclavizada, iba a ser pasado en revista por un tosco chalán para graduar el destino que había de darle y el precio que había de ponerlo. Había fletado para este viaje uno de los muchos vapores que surcaban la bahía de Cádiz.
Este caballero, que compraba
conventos de tal magnitud, que su posesión parecía
no caber en el mezquino
El alcalde, que era cortés,
se apresuró a ir al encuentro de tan inesperados huéspedes,
y ponerse a su disposición. No habiendo en ese bien
afortunado Villamar, ni posadas, ni cafés, ni casino,
ni liceo, ni fonda, ni casa de huéspedes, ni bodegón,
ni aun mesón, el alcalde, que además de Perfecto
Cívico era
Tiburcio, que se había tendido a lo largo en su cama y fumaba, decía con alto desprecio:
-¿Qué van a pensar esos señores de este incivilizado villorrio, del patán de mi padre, de la gansa de mi madre? -es para morirse de vergüenza.
No fue la visita que hicieron estos hombres
de especulación y dinero al convento, como la que
le
Sentados sobre la suntuosa gradería del altar mayor, discutían sobre el modo de degradar más pronto esa portentosa obra de la piedad de los antepasados, y arrancarle lo solo que le quedaba: la austera majestad de la soledad, la profunda melancolía del abandono...
¡Oh, Dios mío!... Si hay quien nos pueda
culpar, por levantar nuestra débil voz gritando tus
propias palabras:
Proponía el uno destinar el convento a una fábrica de papel, la falta de agua hacía abandonar el proyecto. Otro hablaba de una de curtidos; Momo que fue consultado, contestó con destempladas razones, que tendrían que traerse las pieles de Cádiz, puesto que por allá no se mataba sino machos cabrunos en el verano, y cerdos en invierno. Al fin opinó don Roque, que lo más lucrativo sería echar el edificio abajo, y vender los materiales como se había hecho con tantos otros; pero Momo dijo que allí no había quien comprase tan ricos materiales, aunque los malbaratase, porque no había modo de emplearlos.
Regresaron, pues, los señores al lugar, después de dar D. Roque majestuosamente dos reales a Momo, al que poco le faltó para tirárselos a los pies.
¡El demonio del tío Bambolla! -murmuró, con
esa fachada de casa grande y- ¡na! Parece que no cabe el
fantasmón en el mundo y se descuelga con dos reales!
¡Vaya! Si lo sé, ni el tío Urdax, ni el alcalde,
ni san alcalde, me acarrean a mí aquí de cabestro.
¡Agarrado! ¡Estítico! ¡No se morirá de
Por el camino siguieron discutiendo
los especuladores, y después de muchos debates decidiose
Pasaron delante de la capilla del Señor del Socorro
y delante del cementerio, y ni la imagen de Dios ni la de
la muerte, distrajeron un momento la atención de estos
hombres de su negocio; y tan muertas, tan secas, tan vacías
estaban esas almas a todo santo respeto, que ni una de esas
cabezas cartillas se descubrió, ante cuanto grave
y sagrado existe en el mundo. Eran hombres
¿No se sabe allá el moderno significado de esta palabra, lector? Pues te la diré. Esta denominación es un cinismo que indigna; es la divisa de Sancho Panza; es la bandera que enarbola descaradamente lo material sobre lo espiritual; es el sombrero de un Gersler importante y vulgar, al que se quiere forzar a los hijos de la montaña a saludar con respeto; es en fin, la quijada del burro con la que el siglo XIX cae sobre los restos de las cosas y sentimientos grandes y elevados de los tiempos de fe, de entusiasmo y de caballerismo.
El alcalde, que no sólo era Perfecto
Cívico, sino Perfecto Urbano, como hemos dicho, salió
al encuentro de los señores suplicándoles cortésmente
que pasasen a desayunarse a su casa. D. Roque no se hizo
de rogar, no por el almuerzo, puesto que estaba preparado
el suyo en el vapor, pero porque deseaba adquirir algunas
noticias locales del alcalde que le eran necesarias, y sobre
todo por aquello que ya anotamos,
Que acepta el don, y burla del intento, el ídolo a quien haces sacrificios. RIOJA.
Habiendo hecho D. Roque varias preguntas al alcalde durante el almuerzo, había venido a sacar en claro que era D. Perfecto su primo hermano. El padre de éste, que había venido a establecerse en calidad de herrero a Villamar, era montañés y del mismo pueblo que D. Roque. Todo esto lo había preguntado este al alcalde, movido a curiosidad por el apellido de Cívico, que era el de su madre. Por lo que toca a D. Perfecto, ignoraba absolutamente con quiénes habían podido casar las hermanas de su padre, y la parentela que tenía en el pueblo del nacimiento de éste.
Don Roque, que
era prudentísimo en todo, no se fijaba a la ligera
en ninguna resolución, y sin haber examinado antes
la que iba a tomar, por todas sus
Si bien en su vanidad y egoísmo hallaba razones para callar, había otras que lo llevaban a darse a conocer. Las cabezas bien organizadas y avezadas a los negocios, forman en poco tiempo combinaciones que admiran por notarse en ellas la vista de lince que posee el egoísmo, y la profundidad de cálculo de que puede vanagloriarse la codicia.
Cuando hubieron acabado de almorzar, y como el tiempo urgía, llamó D. Roque al Alcalde y le propuso un paseo a la playa.
-¿Sabe Vd., -le dijo, cuando estuvieron a bastante distancia para que nadie pudiese oírlos-, que somos usted y yo nada menos que primos hermanos?
-Mucho lo celebro, -respondió agradablemente sorprendido el alcalde-, ¿y cómo?...
-Mi madre, -dijo D. Roque-, era tan
-En
-Todo me lo habéis contado ya, -dijo D. Roque-, y recontado vuestro hijo, y todo eso y nada es una misma cosa. ¿Se ha metido con todo eso un real en la faltriquera?
-No, pero...
-¿No?
Pues amigo, entonces ha perdido su tiempo como un pillastre.
Vd. con no haber estudiado más que la veterinaria,
ha sabido más que su hijo, pues ha sabido ganar dinero,
que es lo que hay que saber en este mundo: lo demás
es cháchara, nada más que cháchara,
y ha mostrado Vd. más juicio en casarse con esa gallegota,
que le trajo dote, y es una buena mujer sana y robusta, que
sabe cuidar de su casa y de sus hijos. Yo, amigo, no tuve
esa suerte, me casé allá en la Habana con una
doña
-Un defensor de la libertad.
-Un defensor de las musarañas.
-Un tribuno.
-¿Un tribuno? ¿Y qué es un tribuno?
-El que defiende a capa y espada los derechos del pueblo.
-Por vida de sanes, primo, que
me dan ganas de volverle a Vd. las espaldas e irme. ¿No hay
ya bastante de esa polilla sin ese zanguango más?
Abra Vd. esos ojos, hombre de Dios, y mire si el pueblo quiere
para nada semejantes tribunos. Mientras más
-Le han prometido...
-¡¡¡Sí, sí, el oro y el moro, cuando lleguen
al poder; por vida de los tontos!!! Vamos, ya veo que vive
Vd. aquí en Villamar como si viviese en la luna, y
no sabe nada de lo que pasa por allá. Déjese
Vd. de pamplinas y vengamos al caso, que el tiempo urge y
tengo que volverme a Cádiz en ese vapor que pago por
horas y me cuesta un sentido; además los negocios
se deben discutir en breves y claras palabras. Déjese
Vd. para su hijo de tribunas, diputaciones y de artículos
políticos que sólo sirven a los almaceneros
para cartuchos: hato de vaciedades y de patrañas que
maldito si llenan los bolsillos, y sí las cabezas
de viento. Le voy a ofrecer a Vd. para ese desgabilado paseante
en corte de su hijo, una regencia que podrá
Don Perfecto, en quien no habían
dejado de hacer fuerza las razones de su primo, como tienen
la suerte de hacerlo todas las razones que salen de la boca
de un millonario, aunque sean menos sensatas de las que en
su tosco lenguaje había vertido D. Roque, se mostró
muy satisfecho de la oferta, y tanto más, cuanto que
no sabía que hacer con ese hijo que ya había
medio arruinado a sus padres. Pero lo que más contribuyó
a la satisfacción del alcalde, fue la dulce perspectiva
de reducir a silencio a su mujer, y extinguir para siempre
una frase pesada, importuna, destemplada, con la que esta
-Hay más, -prosiguió D. Roque-. Tengo gusto en que mi dinero no salga de mi familia, ni vaya a parar a manos de alguno de los mequetrefes de Cádiz o de los casquivanos de Sevilla, que le tienen echado el ojo; no se mirarán en ese espejo, por mi cuenta. Codiciosos, que andan lampando por un cuarto; mozalbete sin más ocupación que andar tras el peso duro sin saber ganarlo.
Don Roque se fue él solo montando de tal manera
-Ya se ve, que no se debe Vd. dejar robar, -dijo cándidamente el alcalde, que creyó había intentado despojar a D. Roque una banda de ladrones.
Este prosiguió:
-Tengo una hija única y si se porta bien ese triste varal de su hijo, casaremos a los muchachos.
Don Perfecto abrió los ojos tamaños e hizo una exclamación de júbilo: no porque fuese interesado, le halagaba más el papelonear que el dinero: pero al fin una suerte como se le brindaba a su hijo, era si no un sueño dorado, una realidad plateada, que podría en los tiempos que corren realizar el sueño.
-Pian, piano, -prosiguió D. Roque-, que no he concluido, tengo que poner mis condiciones, que sin ellas no hay nada de lo dicho.
-Sean cuales fuesen, -respondió el alcalde-, por admitidas.
-Sabrá Vd., -prosiguió D. Roque-, que mi mujer me trajo en dote cien mil duros.
-¡Cáspita! -exclamó el alcalde estupefacto.
-Corresponden además a mi hija otros cien mil de gananciales, -dijo D. Roque precipitadamente como haciendo un esfuerzo penoso.
-¡Pues no es nada! -murmuraba absorto el alcalde.
-Si quiere casarse con mi hija ese pobre
vergonzante
-Por de contado, -contestó el alcalde, que seducido por la suerte que se le venía a las manos a su hijo no se paraba en la infame estafa que D. Roque intentaba hacerle.
-Oblígome, -prosiguió el buen padre-, a ponerle en planta la fábrica, para que saque utilidad de esa ridícula y desproporcionada mole, por de contado a cuenta del dote.
-Como Vd. disponga, -contestó enajenado el alcalde.
-Después de esto, y de sacar los gastos de la boda, que no serán muchos, pero que siempre pesarían a Vd., porque me parece que no está muy abundante de dinero, si alguno queda, se obligará ese paseante en corte a dejarlo en mi poder sin opción a sacarlo, al tres por ciento; esto lo hago por prudencia, para que no lo malgaste.
-Conforme, -contestó D. Perfecto.
-No será mucho, porque el convento y sus posesiones me cuestan más de tres millones en papel.
-¡Es dado, señor, -exclamó el alcalde-, es quemado!...
-Mejor para Vds., -respondió
el nabab-, yo no quiero ganar en él, quiero el bien
de mi hija, y mirar
-Mi hijo firmará como en un barbecho lo que usted le ponga delante.
-Todo esto, primo Perfecto, queda por ahora en el mayor secreto entre Vd. y yo, -dijo D. Roque.
-¡Jesús! ¿Y por qué? -exclamó el alcalde que se estaba deshaciendo por participarle todo lo ocurrido a su regañona mitad, y hacerle palpar triunfantemente dos cosas: la una, que si no hubiese sido por su obsequiosa hospitalidad, no hubiese reconocido el obsequiado en el obsequioso, su legítimo y auténtico primo hermano; la segunda, que si los cuartus del tiu Bartulumé no se hubiesen invertido en dar una brillante educación a su primogénito, no hubiese Don Roque, seducido por sus méritos exteriores y morales, pensado en elegirlo por yerno-: ¿por qué quiere usted que calle? -tornó a preguntar al futuro consuegro.
-Porque así lo exijo, -contestó éste-, y si Vd. no me promete el mayor sigilo hasta que yo disponga, no hay nada de lo dicho.
-Bien, bien, se hará como Vd. quiera.
-Mi chica
está un poco mala, más de quejumbres y manías
que de otra cosa; una de ellas es que le sienta mal Cádiz,
y quisiera estar en Sevilla; pero es porque tiene allá
un hijo de Job, un perdulario con buenas agallas, que quería
meter sus uñas en mi caja:
-¡Qué disparate! -exclamó D. Perfecto, que como hemos dicho, no era interesado, con esa espontánea cortesía y garbosidad tan indígena en el pueblo de España.
-Cuentas son cuentas, señor
primo, y no se trata de que tú que no puedes me lleves
a cuestas,
-Don Juan de Dios, -afirmó el alcalde-, no repara en el más o menos precio de las visitas para asistir bien a sus enfermos.
-Vaya, preciso es venir a este rincón, -exclamó don Roque-, para encontrar esa ave Fénix médica.
Entre las gentes ordinarias y groseras es un rasgo característico el tirarle rudas coces a los médicos, sea dicho de paso.
-Descuide Vd., -dijo el alcalde-, que desde ahora la miro como a mi hija, y nada la faltará ni echará de menos.
-Desde ahora también, -añadió D. Roque-, puede usted comprar e ir renovando para ellos alguna casa que vendan barata, y sacar para esto los materiales del convento. Póngale Vd. las losas de la iglesia en el patio. Hágale Vd. a la cocina el fogón y fregaderos con los azulejos de los claustros; a las mujeres les gustan esas menudencias y aseos. ¡Ah! Se me olvidaba, que tenga la casa su pedacillo de jardín. Le gustan las flores a la chica.
-¡Jesús! Más que sea un huerto, -contestó al alcalde alborozado-; aquí vale poco el terreno. ¡Es Vd. un buen padre, primo, en todo piensa!
Los primos se separaron contentísimos el uno del otro.
Don Roque estaba muy satisfecho y vanaglorioso con la fama que había adquirido de buen pariente y buen padre, que se ocupaba hasta minuciosamente de lo que podía ser ventajoso y agradable a su hija, y muy persuadido él mismo de merecer ese elogio; y no es él solo; hay muchos en este mundo que son perversamente malos, sin tener la conciencia de serlo.
Háblase mucho de la conciencia, sin tener presente que la conciencia supone un conocimiento o un instinto de lo bueno, y por desgracia hay seres tales, en quienes falta lo primero y no existe lo segundo. La religión enseña lo uno e inspira lo otro; cuando se desoye su voz, se pierde la conciencia, esa última áncora de salvación, ese último reflejo del sol de justicia.
Los primos volvieron de su paseo radiantes de alegría, como dos hogueras de sarmientos; ¡ya se ve! Ambos a dos acababan de plantear el mejor negocio de su vida, uno en provecho de su hijo, otro en provecho de su bolsillo.
En su acceso de franqueza,
D. Roque divulgó el destino que pensaba dar al convento,
y se dio a conocer a Tiburcia como su cercano pariente: pero
don Perfecto, quedó grandemente chasqueado al notar
que esta gloriosa nueva no pareció causar el más
mínimo placer a su consorte. La gallega que, como
sabemos, veía harto más allá de sus
narices, y a la que se le
-Primu, primu, el primu lu serás tú, si te metes a llenarles la barrija cada vez que vengan a ver su conventu. Non me dejú lus cuartus mi tiu Bartulumé para les dar de cumer a tus primus; es verdad.
La noticia del destino que pensaba dar su propietario al convento, se divulgó pronto por el lugar, y llegó a los oídos del comandante del fuerte de San Cristóbal, D. Modesto, el que entró aterrado por ella en casa de su patrona la maestra de amiga, conocida en el lugar con el sobrenombre de Rosa Mística. Yacía esta en cama con una leve indisposición.
Al ver su patrona la cara descomunalmente larga de D. Modesto, su mechoncito de pelo caído y lacio, sus ojos más amortiguados que nunca, se incorporó en la cama apoyándose sobre su codo, y sujetando con la otra mano sus primorosas ropas de cama contra su garganta, cuidando no estropear los faralaes de su almilla; «y bien, le dijo, ¿qué va a hacer ese usurpador profano? ¿Va a rehabilitar la iglesia y traer un capellán?».
-No, Rosita, no, -contestó suspirando el comandante.
-¿Pues qué van a hacer? D. Modesto, responda Vd. por Dios, que estoy sobre ascuas. ¿Qué van a hacer de ese santo palacio?
-Una fábrica, Rosita, -contestó en voz casi ininteligible D. Modesto.
-¡Jesús me valga! -exclamó Rosita-, ¡una fábrica del templo del Señor! ¿Y de qué?
-De fósforos, -respondió D. Modesto con apagada voz.
Rosita lanzó un grito lastimero, se dejó caer sobre sus almohadas, y su indisposición se agravó instantáneamente malignándose su calentura.
Después que D. Roque trajo su hija a Villamar y
la dejó instalada en casa de su pariente, con la agradable
perspectiva de que mejoraría de salud, se establecería
allá casándose con su primo el interesante
Tiburcio, y que sería muy feliz, cosas todas que le
parecían sencillas y seguras consecuencias unas de
otras, quiso darse la satisfacción el sibarita de
disfrutar por su cuenta. Libre ya de todo cuidado en punto
a su hija, esa
Mas antes de pasar adelante, tenemos acá que
¿No sabes, lector de las más remotas
Batuecas, que en el siglo de las luces todos nacen sabiendo,
que en su vida preguntan los hijos del diez y nueve, sino
Otra cosa vamos a hacerte presente, amigo lector.
Un autor
francés ha dicho:
«Las preguntas demuestran los alcances
o extensión del entendimiento, y las respuestas su
agudeza»
.
Ten, pues, presente que las tuyas no demuestran
la más mínima extensión, y no quieras
comprometernos a que se diga lo propio de nuestras respuestas
en punto a agudeza.
La primera pregunta fue ¿qué era notabilidad? Y ya te lo hemos explicado una vez; pero es preciso, ya lo vemos, cuchara de bayeta.
Es notabilidad
una palabra con muchas letras y poco sentido; equivale a
un título honorífico sin emolumentos ni obligaciones.
Es la categoría del
En cuanto a
la otra pregunta sobre lo que quería decir
Direte,
pues, lo que es hoy aristocracia, y no contesto a más
preguntas. Aunque el preferido, no eres nuestro solo lector:
hay algunos otros, y al fin se van a impacientar con tanta
lección que te damos, nos van a llamar maestro ciruela,
y esto es denigrante para un autor. La aristocracia tiene
la vida dura. Por más que la han derribado, la han
herido y sacado su mejor sangre sus enemigos, no murió.
Vinieron varias
Hay la del talento, (dos), la cabeza, pensadora, desdeñosa, vana y... calva.
Hay la de la política (y van tres), las manos, activas en guerra la derecha con la izquierda; empuñando la espada y la pluma, tocando el compás al cual ha de bailar el mundo que quiera que no.
Hay la del dinero (y son cuatro) los pies, firmes y pesados, pisando recio, tratando las cosas con la punta o con el talón, al que ciñe espuela de oro.
Las cuatro se saludan profundamente, se dan la mano, y no se pueden ver, se odian, se envidian y desprecian.
¿Te hemos desilusionado de las aristocracias? Pues vamos
a ver si te reconciliamos con ella hablándote de otra,
de la verdadera, sin la cual todas las otras no son nada.
Esta es la del alma. Esta la tienen o no los que forman parte
de las otras aristocracias, y la tienen también los
que no pertenecen a ellas, puesto que es una gracia de Dios
en la naturaleza humana, como lo son las flores en la física.
Se halla cual ellas en los campos y en los palacios; cual
ellas, tiene en estos más bellos colores y más
brillo, en los campos aun más perfume y más
sencillez. Esta aristocracia se ignora a sí misma
como la inocencia. Pasa con su blanca túnica de amianto
entre el fuego de bajas y malas pasiones, ilesa. Es pura
como los aires de altas
Es, pues, como has visto, lector, la aristocracia hoy día, un aderezo con que se engalana la sociedad, compuesto de perlas, que no todas son de número y de brillantes pulidos y por pulir.
A D. Roque, pues, le pareció bien dignarse hacer participar al blasón de sus talegas, y a los pergaminos de sus letras de cambio. Esta acendrada satisfacción se la concedía a sí mismo en su refinado egoísmo, cuando lo había sacado de quicio sola la idea de que su pobre hija, pudiese desear para su felicidad una cosa análoga.
No había podido D. Roque tratar tanto
y de tan cerca a aquella hermosa mujer, la Marquesa, sin
que sintiese despertar en él... ¿qué diremos?
Sería profanar la palabra amor si la aplicásemos
a los sentimientos que semejante hombre pudiese abrigar.
Era una especie de seducción profunda que ejercía
la belleza sobre las sensaciones de un hombre poco gastado,
puesto que D. Roque nunca había mirado con buenos
ojos sino a los pesos duros; era una seducción no
menos poderosa la que arrastraba a su amor propio y
A pesar del alto aprecio
y reverendo culto que tenía al dinero, y parecerle
al inflado nabab, que el hombre que se presentaba poseedor
de millón y medio de duros, debía necesariamente
ser un César para toda mujer nacida y por nacer, había
algo que no definía, que zumbaba indistintamente como
una mosca importuna alrededor de su acostumbrada osadía,
y le infundía algo parecido a desconfianza. No era
esto por cierto hijo de la delicadeza inseparable del verdadero
amor, la cual hace tímido a un rey cerca de una pastora;
era la conciencia, que por cima de su prosopopeya y sin que
pudiese ahogar su graye voz el sonoro sonido de sus talegas,
le murmuraba que había una inmensa distancia entre
la más alta superioridad moral y la más baja
inferioridad, la que no deja de existir, aunque el mundo
y las circunstancias la aproximen. Ello es que D. Roque,
como hombre prudente que era, había reforzado su plan
de ataque, con alguna artillería de reserva que debía
abrir brecha en la sitiada plaza, si no se apresuraba a recibir
en palmas
«¿y si
no quisiese? ¡Las mujeres son tan raras, tan caprichosas!
Si se hace la remilgada, le haremos la forzosa».
Débese
advertir que D. Roque había estipulado en su infame
contrato, al prestar el dinero a la Marquesa, que cada año
cumplido, ambos contrayentes quedaban en libertad de rescindir
o renovar el contrato según les conviniese, diciendo
con aparente consideración a la Marquesa, que ponía
esa cláusula en favor de ella, porque pudiéndose
casar su hija de un día a otro, podía convenir
a su marido libertar el caudal cuanto antes. El primer año
había transcurrido y el plazo primero iba a cumplir
en breve.
-Bien venido, D. Roque, -dijo la Marquesa al millonario al verlo entrar una mañana en su cuarto, ocultando hábilmente la repulsa que le inspiraba su grosero y vulgar acreedor-, ¿desde cuando ha llegado usted? ¿Y Lágrimas? ¿Cómo está la pobre niña?
-¡Oh! Mucho mejor. Efectivamente, Cádiz no le sentaba, la he llevado al campo y le va a las mil maravillas, está muy contenta, muy distraída; tiene allá un primo, y creo no tardaremos en comer dulces de bodas.
-¡Cuánto lo celebro, y cuánto se va a alegrar Reina si es cosa del gusto de ella y del de Vd.! Es un angelito esa niña, pero muy delicada, la debéis cuidar mucho, D. Roque.
-Es claro, así se hace,
La Marquesa se sonrió al oír
este grosero y chabacano cumplido, y notar el airecito jaque
de D. Roque al hacerlo. La sonrisa de burla y de supremo
desdén de la Marquesa, fue interpretada en otro sentido
por D. Roque, que creyó equivalía a un atento
Don Roque nunca había hablado el elevado y delicado
lenguaje del amor culto y apasionado, es claro que tampoco
había
Don Roque, pues, no había ni paseado por ese jardín, ni andado por ese huerto de Cupido, y unía en estas materias lo infecundo a lo inexperto; así era que la Marquesa se hallaba frente de un especie de monstruo, insensible, torpe, sin gracia y material. Si se hubiese podido dar cuenta de su situación, situación que no sospechaba siquiera, la hubiese hallado análoga a la de Andrómeda, amenazada por la Quimera.
-Acabo de hacer mi balance por ciertas circunstancias que me obligaron a ello antes de venir aquí, -dijo D. Roque, echando mano a este argumento como para poner la cuestión que se iba a tratar bajo su exacto punto de vista-. ¿Sabe Vd. lo que tengo?
-¿Cómo quiere Vd. que lo sepa, D. Roque?
-Treinta milloncitos a toca teja.
La Marquesa, que no entendía una palabra de negocios, al oír hablar de balances se había estremecido, pues debiendo en estos días cumplir el año del contrato, había temido viniese D. Roque, como lo había hecho otras veces, a hablarle de apuros y de falta de metálico, cosa que hubiese podido llevarlo a necesitar del dinero que le tenía dado; así fue que al oír a Don Roque respiró, y dijo complacida y con un aire de satisfacción que clavó más a D. Roque en lo hábil de su estrategia:
-Sea muy enhorabuena.
-¿No le parezco a Vd. un buen novio? -preguntó el nabab, que pensó que el mejor modo y el más corto de entrar, no era el de llamar a la puerta sino el echarla abajo.
-¡De los pocos! -contestó la Marquesa chancera, por creer que la pregunta lo era.
-¿Encontraría yo media naranja? -siguió preguntando con risita satisfecha el nabab.
-Jesús, -respondió riéndose de la pregunta la Marquesa-, cuantas Vd. quisiera.
-No quiero más que una; pero esa una ha
de ser tal que valga por muchas;
Fue tal la sorpresa de la Marquesa al oír estas palabras, que mejor se denominaría asombro, que se quedó inerte con los ojos desmesuradamente abiertos, y aquella mujer de réplica tan pronta y aguda, no halló que contestar bajo el peso del tedio, del asco, del desvío y de la indignación.
-¡He! ¿Qué le parece a Vd.? -añadió D. Roque satisfecho del efecto que producía, y acercando su silla-; Esto no estaba escrito en sus libros.
Cuantos sentimientos de dignidad y de orgullo, de decoro y vanidad, de delicadeza y soberbia se encerraban en el alma de la Marquesa, hicieron erupción como un volcán, y sus rojas llamas subieron a su rostro, que se puso encendido como una hoguera.
-¡A esto me he expuesto! -murmuró con amargura entre sus apretados dientes.
Don Roque, ni era bastante
delicado para atribuir el carmín que cubría
el rostro de la Marquesa al pudor mujeril que puede producirlo,
el recibir inesperadamente y a quemarropa semejante declaración,
ni menos podía comprender ni sospechar lo causase
la indignación de un ser elevado, al sentirse rebajar
por un ser despreciable a su nivel; así fue que, con
toda la ceguera de la presunción, atribuyó
este visible
-Eso y mucho más se merece esa persona.
A la púrpura que había cubierto el rostro de la Marquesa sucedió instantáneamente una palidez, que con la blancura y frialdad del alabastro la hizo semejante a la estatua de un sepulcro.
-¡Qué
callada está Vd.! -dijo D. Roque al ver a la Marquesa
erguirse y enmudecer; ¡esquiva! ¡Esquiva!... Tiene Vd. fama.
Pero hay ocasiones en que se despliegan esos labiecitos,
y para tener contento a un enganchado se dice siquiera:
-O se dice
-¿Qué no? -dijo D. Roque inclinando la cabeza hacia adelante, y frunciendo las cejas sobre sus ojos estáticos.
La Marquesa no contestó.
Viendo este silencio, exclamó indignado el Creso:
-¡Que no! ¿Y por qué?
-Basta el no, no es necesario el por qué, -respondió la Marquesa.
-Es que lo exijo, -dijo con necia y grosera exigencia D. Roque.
-Exigid vuestro dinero, -respondió altiva la Marquesa-, que es a lo que tenéis derecho.
-Es lo que haré, -contestó con concentrada ira el ricacho.
-Está bien, -dijo la Marquesa con calma,
haciendo
Don Roque cogió el sombrero, pero apenas estuvo cerca de la puerta, cuando el interés del hombre de negocios un momento eclipsado por el despecho del pretendiente, volvió con todo el poder de la naturaleza y de la costumbre. D. Roque se volvió el hombre viejo. Consideró que lo que solo había tenido por un espantajo para la Marquesa, el disolver su contrato podría en efecto verificarse si en ello se empeñaba su deudora, que podría hallar dinero con las mismas condiciones que él lo había dado, lo que caso de verificarse sería para él el mayor de los chascos.
No
sólo tenía perfectamente colocado en este negocio
D. Roque su dinero, sino que por motivos largos e inútiles
de detallar, y ligados con la
-Vamos, señora, por eso no hemos de reñir; yo quiero ser generoso y pagar bien por mal. Al fin ha tenido Vd. aquí a mi chica, que no era mala plepa, quiero mostrarme agradecido y pagarle el favor, quédese Vd. con el dinero, que en ello tengo gusto.
-Le agradezco a Vd. el favor sin admitirlo, -respondió en tono grave y decidido la Marquesa.
-¿Y por qué, señora? -preguntó D. Roque, en cuyos ojos volvieron a chispear la cólera y el despecho.
-Señor D. Roque, -contestó la Marquesa con altivez-, no estoy acostumbrada a dar cuenta del por qué de mis acciones.
-Le suplico a Vd., Marquesa, no me desaire, -dijo el avaro inclinándose, no ante la noble y bella figura de aquella imponente señora, pero ante el temor del perjuicio de sus intereses.
-Basta, señor D. Roque, -repuso la Marquesa-, siento decirle a Vd. que tengo una cita a la que no puedo faltar.
Don Roque que comprendió que nada adelantaría, salió furioso.
VILLAMAR, 15 SETIEMBRE 1848.
«Aquí me ha traído mi padre, querida Reina, por ver si mejora mi salud, puesto que en Cádiz me he empeorado por días. Algo me he aliviado, y así podré escribirte aunque sea cada día cuatro renglones. De esta suerte mi carta será un mosaico, pero te probaré que todos los días pienso en ti. Empezaré por decirte que, si tú escribes tus cartas con la buena intención de hacerme reír, yo sin tener la misma, pues sólo quisiera hacerte llorar mi ausencia como yo lloro la vuestra, lo voy a lograr con la mía diciéndote que Tiburcio Cívico, ese Tiburcio de que tanto te reías, es mi primo.
Estoy, pues, aquí en casa de mi tío, que
es el alcalde y albéitar de Villamar, y aunque son
como puedes pensar, tanto él como su mujer, que es
una basta gallega, gentes muy ordinarias, son tan buenísimos,
tan honrados, me cuidan tanto, que desde que salí
del convento y me ausenté de tu lado, no he estado
mejor. Quisieran alegrarme y distraerme: pero ¿cómo
es posible alegrarme y distraerme en la ausencia de cuanto
se ama? A eso me dirás, Reina mía, como en
tu carta, que el olvido es un bálsamo, y el recuerdo
un corrosivo; también la salud es un bálsamo
y la enfermedad un corrosivo, y no está en nuestro
poder ni darnos la salud, ni darnos el olvido. Pregúntaselo
a
Ayer he dado un largo paseo en borrico
porque todos se empeñaron en ello. Me llevaron a una
altura donde está una capilla en la que está
un Señor muy hermoso, que caído y con su cruz
sobre el hombro tan sublime ejemplo nos da. ¡Con qué
fervor, Reina mía, recé postrada a sus pies
por mi madre, por ti y por
Fue tanto, que cuando
me levantaron, noté que no había rezado por
mí. Lo sentí, porque quería haberle
pedido a ese Señor, que tan milagroso es, que me diese,
según fuese su voluntad, la muerte o la vida, puesto
que como estoy, ni vivo ni muero, que no es vivir padecer
tanto, en mi cuerpo con mis males
Mi primo Tiburcio me da lástima; está desesperado aquí; llama este pueblo, que es tan bonito, un detestable villorrio; lo ha acabado de exasperar el que sus padres miren como una suerte para él e insistan en que se ponga a la cabeza de una gran fábrica de fósforos que mi padre va a establecer aquí; pero Tiburcio dice, que no es ese un puesto adecuado para él, y que le degrada, ¡cómo si el trabajo degradara a nadie! El orgullo y la vanidad tienen trastornada la cabeza a mi pobre primo, que por lo demás me parece un buen muchacho...
Hay aquí un excelente médico que me cuida con esmero, también un comandante tan bueno y complaciente que me acompaña siempre que salgo. Ayer fue el paseo a un fuerte que mandaba; pero que se ha caído. Me gustan las ruinas, cuando no las profanan y las respetan, dejándolas a ellas buscar su mejor posición para descansar, y escribirse con yedra su epitafio; aunque repruebes los recuerdos. Reina, ellos son la yedra de una felicidad arruinada. A la vuelta vimos ponerse el sol en la mar. D. Juan de Dios, el médico, me hizo observar el magnífico espectáculo que ofrecía. Por mi parte, siempre la puesta del sol me ha dado tristeza; me parece al desaparecer, el grano de arena que cae en el gran reloj que tiene en su mano el tiempo; pero verlo ponerse en la mar me horroriza porque me parece un gran naufragio, y sus últimos pálidos rayos, un agonizante clamor por socorro...
Te he dicho que este pueblo es bonito
sin tener pretensiones de serlo; es un grupo de casas bajas
rodeadas a la iglesia que descuella grave, y parece con su
paz y su silencio un rebaño de fieles arrodillados
al rededor de una cruz. Cerca hay un soberbio convento que
ha comprado mi padre. ¿No te suena extraño al oído
eso de
Hemos ido algunos
días ha, a la playa donde tan ásperamente vienen
las aguas del mar a amargar la arena. Hay sitios en que se
agolpan rocas como soldados que opusiese la tierra a la invasión
del mar. Compadécenme estas rocas oscuras, mustias
y taciturnas, por verlas destinadas al incesante combate,
con las olas, que Dios les ha impuesto. Unas se alzan erguidas
y las desafían; otras se acuestan indolentes o cansadas,
dejándolas pasar sobre ellas, arrancándolas
algún girón de sus pliegues, que queda en sus
concavidades trasparente, manso, tranquilo como sino fuese
parte de aquel furioso elemento. Trajéronme las niñas
de mi tía conchitas y caracolitos de varios colores,
y también estrellitas de la mar. Son muy bonitas,
¿las has visto? Mi tío dice que es una planta, y D.
Juan de Dios, que es un pólipo; pero los niños
Cantan:
La estrellita de la mar, apagadita en la arena, se cayó del cielo y murió de pena.
Y yo por mí creo que tienen razón.
Hallé un hueso; lo había arrojado la mar a la playa como un despojo. Me figuré que podría ser un hueso de mi madre, y me puso esta idea tan mala que me tuvieron que traer a casa, y he estado mala más aun de lo acostumbrado estos últimos días. Pero hice que se enterrase en tierra santa ese pobre hueso que la mar arroja y la tierra rehúsa; y fue en la playa que se enterró; la Iglesia ha hecho tierra santa para los ahogados, las playas a las que los pobres cadáveres vienen a pedir sepultura. ¡A donde no extiende esta Santa Madre su mano para amparo y consuelo de sus hijos!
Desde
esta última salida sigo peor, Reina mía, y
no puedo salir. Mi pobre tía me acompaña cuanto
se lo permiten sus quehaceres; me cuenta las pesadumbres
que le ha dado su hijo Tiburcio. No ha sido la menor el haber
abandonado a una linda y excelente muchacha de aquí
con quien estaba tratado de casarse; se querían desde
niños y la dejó. ¿Comprendes tú eso,
Reina? ¿Comprendes que el corazón se desprenda
Como nada puedo ni me dejan hacer me siento a la ventana
a mirar las nubes, que son tan bonitas, que pasan sobre nosotros
tan calladas, y que los hombres no notan por tanto mirar
al suelo. Algunas veces cuando están altas y diáfanas,
me parecen ángeles que extienden sus alas de plata
sobre el azul del cielo. Otras veces, cuando las veo llegar
ligeras, pararse sobre mi cabeza y echar a correr, se me
figura que me dicen como tú me decías cuando
niña:
...Ya,
Reina mía, han empezado a venir las nubes negras como
presentimientos que tuviese el cielo de tempestad. Estas
primeras nubes se me figuran bandadas de calladas grullas
que van lejos, lejos, a buscar otro cielo. Pero van tristes
porque se ausentan.
...Ya hemos tenido temporales, Reina,
ya el viento levantó su poderosa voz; esa voz que
aúlla y amenaza, ya yo me deshago en mi angustia y
agito en mi calentura. ¿Qué querrá el viento,
Reina? ¿Qué le ha hecho la tierra que tanto la castiga?
¿Qué dice su pavorosa voz? ¡Pues algo dice! ¿Es acaso
el alma de algún otro globo terrestre que ha muerto
y le pide preces a éste? ¿Es el despecho de lo que
no es nada y quiere ser algo? ¿En qué estriba su fuerza,
y con qué boca brama? ¿Por qué prefiere la
triste noche, y por qué persigue a las pobres nubes
que destroza y hace llorar? Cuando lo oigo, Reina, ¡cómo
va subiendo mi agitación y mi angustia! Es mi alma
entonces como el barco que hace el temporal agonizar sobre
las olas del mar. ¡Pobres, pobres de los que en la mar se
hallan! ¿Y es acaso un consuelo hallarse uno en seguridad?
No, no. Es parecida entonces la tranquilidad a un crimen
contra la humanidad; si durmiese sentiría remordimientos.
Todos deberían en esos casos reunirse, velar y levantar
a Dios su corazón y sus manos para implorarlo en favor
de los que peligran, y Dios diría; todos son mis hijos,
puesto que todos son hermanos. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios
mío! ¡Envía el rocío a
...Al volver a leer lo que te escribí ayer bajo la impresión del temporal, conozco que doy lugar a que tú me riñas y la alegre Flora me embrome. Me parece oírla asegurar como otras veces hacía, que el vibrar tristemente al soplo del viento, sólo pegaba a las arpas eolias y no a las niñas bonitas, y que lo místico sólo en la letanía pega a la rosa, que en el siglo no se puede vestir de monja, llevar la espina en la frente como santa Rita, sino en el corazón y cubierta con un moño. Dile a esa alegre y festiva Flora, que en el corazón llevo una espina, y ojalá fuese la de santa Rita y que hago porque lo sea. Como estoy tan sola, desde que me aparté de todos Vds. y no me dejan ocuparme en nada, no puedo hacer otra cosa que pensar y sentir.
Mucho ha llovido estos días. Ha sido a consecuencia de las rogativas que se hicieron. ¡Qué misericordia de Dios! ¡Oh Reina! ¡Qué fervor y qué gratitud rebosaba en todos los corazones!... Sólo el de ese desgraciado Tiburcio quedó frío y seco como lo estaba el suelo. ¿No es portentoso, Reina, cómo en nuestra época en que escasean los milagros, porque escasea la fe, se ve de continuo repetido el de enviar Dios el agua cuando se hacen rogativas? Y eso es, Reina, porque en ella pedimos, lo que Dios nos enseñó a pedirle, el pan nuestro de cada día.
Ya el tiempo ha sentado,
las nubes se han levantado
¿Será por ventura contagioso mi mal, Reina? ¿Empezará acaso la muerte a separarme en vida de los vivos! ¿Será perjudicial mi cercanía? ¡Oh! ¡Reina, eso sería terrible! Sí, sí, cierto será. Largo rato estuve llorando; pude hacerlo sin que nadie me preguntase por qué; mis pobres tíos tienen que atender a sus quehaceres y no pueden estar a mi lado. ¡Oh, Reina, cuán triste es la vida y cuán terrible la muerte!... Siento tantos dolores en el pecho... en la cabeza... pero siempre repito como hacia mi madre,
Abrázome con los clavos y me reclino en la cruz para que siempre me ampares dulce Redentor Jesús... «LÁGRIMAS».
Flora a Lágrimas «Mi amada Lágrimas:
Reina está un poco indispuesta y me encarga escribirte en su nombre. Pero es el caso que yo quiero hacerlo en el mío porque te quiero mucho, y porque soy comunicativa con las personas que amo: además tengo muchas cosas que decirte. Creo que de lo que te diga podrás sacar algún fruto, y por eso he tomado la pluma, instrumento que odio. Todas cuantas existen daría por una aguja, así como todas las espadas, inclusa la famosa de Francisco I por un abanico. Así tuviese una varita de virtud para hacer ese trueque general; ¡qué paz no gozaríamos!
Vengamos al caso. Fabián se fue; entró en la vida
activa como dice Genaro; en lapositiva como diría Marcial. Pasó ese hijo de Apolo al servicio de Temis, como él decía, asegurando le parecía muy vulgar después del de Flora. Soltó las coronas de laurel por el bonete de doctor, y la lira por las pesas de la justicia como el cajero de un refino. Nos dijimos adiós como dos buenos niños que han jugado juntos las horas de asueto, y que dejan los juegos sin llorar ni rabiar para ir a la clase. Por consiguiente, no creasque voy a obsequiarte con una elegía; no, no. La elegía es un sauce llorón que me gusta mucho a orilla del río, pero que es extraña a mi pluma, que no sabe trazar un punto de admiración, ese estandarte de las declamaciones; recuso las lágrimas aunque las llame Fabián perlas del corazón, porque en este no quiero yo sino brillantes y esmeraldas. No me gustan mas lágrimas que tú. En corto tiempo se siguieron tres graves eventos. Se fue Fabián, ese ruiseñor de mi primavera, cumplí diez y ocho carnavales, y llegó aquí un primo mío, tercero o cuarto, a quien ese parentesco pareció lejano, y deseó estrechásemos más sus lazos. Si bien al pronto no correspondí a sus deseos, mi madre lo hizo por mí muy tiernamente, diciéndome de un modo espantosamente prosaico, que teniendo docena y media de años, número respetable, era tiempo de pensar en marido y no en versos. Como mi proveedor ya no podía proveerme sino de sentencias, no hallé muy descabellada la de mi madre. Desengáñate, Lágrimas, la sabiduría está en los labios de las gentes de edad, como el buen vino en las uvas maduras; no hay más acá ni más allá: las uvitas verdes no dan sino agraz para refrescar en las tardes de verano. No debemos nosotras, niñas bonitas, considerar el amor como a un guía, y seguirlo a la manera de las corridas de caballos que decía Fabián llaman los francesescarrera al campanario , proponiéndose en ellas llegar a un término en línea recta saltando barreras, atravesando arroyos, atropellando obstáculos; esodescompone, desfigura, quita la gracia suave y femenina, la frescura a la juventud, y da talante de marimacho. El corazón de una joven debe ser, esclavo no, dócil sí. Un marido confía más en un corazón dócil que en uno emancipado, porque la mujer que sacudió el primer freno, bien podría sacudir el segundo. Lo que agradeció el amante, cúlpalo en su fuero interno el marido; lo pasado no es garantía para el porvenir, lo que hace perder a la mujer gran parte de su prestigio, y no poca de sus derechos al respeto y confianza de su marido, y sobre todo tiene que renunciar al santo lauro de que éste la presente de modelo a sus hijas, y la madre que no pueda presentarse de modelo a sus hijas debería desear el no tenerlas. Todo esto te lo digo, mi suave y triste niña, porque nuestras posiciones tienen cierta analogía, y quiero participarte mis reflexiones y recomendarte mi ejemplo, no porque dude hagas como buena hija lo que he hecho yo; si no porque quiero que lo hagas alegremente y de corazón. Si un sacrificio se hace con el aire de una deplorada víctima pierde su mérito moral como un regalo que se hace de mala gana, así es, que desde el día que dije a mi primo que consentía en ser su compañera, me he apegado a él como a un deber, como a una esperanza, como a una felicidad, y dicen que lo merece.
Coronan los padres la penosa tarea de la crianza de sus hijas, llevada al cabo a costa de tantos sacrificios,
estableciéndolas dignamente y asegurando su suerte ¿no es la más negra ingratitud arrebatarles esa corona, que ha de acabar y premiar su obra, y disponer en tan corta edad de nosotras mismas, denegando a nuestros padres y despreciando su autoridad que Dios, la naturaleza, la razón, la gratitud y nuestro propio corazón les dan sobre nosotras? Además, Lágrimas, cree que Dios premia toda buena acción; la senda árida la siembra de flores. ¡Si vieras cuánto gozo al ver la íntima satisfacción de mis padres, nacida de su cariño hacia mí! Porque, hija mía, su presunto yerno, no sólo es un excelente sujeto, no sólo me ama con ternura, pero es también un brillante partido. De esta hecha, San Antonio, a quien mi madre pedía para mí un buen marido, desbanca en su corazón a todos los demás santos. Quiero que tú estés contenta y feliz como yo, y por eso te he escrito esta epístola, que en honor de la verdad merecía imprimirse. Abomino el egoísmo, esa atroz alcancía que si pudiese había de recoger en su seno cerrado, todos los rayos del sol y todas las flores de la tierra. Fabián me aplicaba una frase de un autor francés, diciendo que cada uno de mis pensamientos tenía una sonrisa; imítame, queridísima niña mía, y no des lugar a que nos aflija la idea de que cada uno de los tuyos tenga cual tu nombre Lágrimas.
Tuya de corazón,
FLORA».
>Respuesta de Lágrimas «Queridísima Flora:
He recibido tu carta como recibe la humilde flor del valle el rocío que Dios la envía. ¡Qué buena eres en quererme y en acordarte de mí, tú, que tienes tantos que te rodean, a quienes querer y de quienes ocuparte!
¡Dichosa tú mil veces, a quienes manos amantes trazan su senda y hacen dulce su deber! Tú, cual las nubes de primavera, tuviste una suave brisa para guiarlas en el azulado éter, pero nubes hay abandonadas y solas que vagan a la ventura, y que no están bastante altas para preguntar a las estrellas cuál es la senda que las lleva a su destino, ni bastante pegadas a la tierra para recibir de ella consejos. Me dirás quizás que la razón es un guía que no está tan alta como la inspiración, ni tan baja como la experiencia; Flora, la razón quiere ser seguida, y sino su poder es muy limitado.
Me dices que te imite en tener pensamientos risueños. ¡Flora, dile a la mar que brille cuando el sol no se refleja en ella!
Tus días, Flora, pasan sin sufrimientos y tus noches son tranquilas. Mis días, sin exceptuar uno, son un continuo padecer; mis noches, si velo, las amarga la angustia, y si duermo, la pesadilla. ¡Oh, Flora! ¡Cuán amarga es la pesadilla! Y en tanto que discurren
los hombres, ¿no han podido hallar un remedio para esa espantosa congoja del espíritu? ¿Te acuerdas que Fabián nos dijo la manera que la definía un poeta inglés?[14] No lo he olvidado: «Tuve un sueño, dice, que no está en las facultades del hombre decir lo que era este sueño; ¡no vieron jamás los ojos de los hombres, los oídos de los hombres jamás oyeron, sus manos jamás tocaron, sus sentidos no pueden concebir, ni sus palabras expresar lo que fue ese sueño!»Así, la pesadilla, cuando es horrible como las que me acongojan, debe de ser el presentimiento o el terror anticipado de las angustias y horror de los condenados. Ahora bien, Flora mía, dime ¿qué puede la razón contra los poderosos latidos del corazón, el sudor que baña la frente, la agitación y el asombro del que despierta de la pesadilla? ¿Cálmala el silencio de la noche? ¿Sosiégala la tranquilidad de esas horas muertas? ¿El convencimiento de que la causa es ilusoria?... No. Pues si nada puede la razón sobre las impresiones de las imágenes que crea la fantasía ¿qué poder ha de tener sobre las impresiones de la realidad? Flora mía, cada cual siente según el poderoso instinto que Dios puso en su corazón: en vano quisieran resistir a sus corrientes las aguas, la luz y los corazones; para unos fue su coriente una sonrisa, para otros la tristeza. A unos dijo Diossufrid , y a otrosalegraos ; y a todos, venid a mí.¡Sé feliz, Flora mía, sé feliz cual debe serlo aquella que fue criada por el Todopoderoso, para probar a los mortales cuán fáciles son las virtudes, y cuánto embellecen y hacen amables a los que las practican, que así hacen felices, cual las flores perfuman, a cuantos le rodean, pues sólo a ti entre las mujeres, como al naranjo entre los árboles, fue dado ostentar a un tiempo sus puros y embalsamados azahares, y sus dulces y dorados frutos!
«LÁGRIMAS».
En los días que siguieron a la
escena que hemos referido y tuvo lugar entre la Marquesa
y el millonario, notó Reina a su madre muy preocupada.
Vio entrar y salir en su gabinete muchos hombres que le eran
desconocidos, corredores, abogados y escribanos, pero la
Marquesa guardaba silencio sobre esto, y Reina, triste es
decirlo, contra el decoro virginal de una joven, contra los
dulces sentimientos de amor y gratitud filial, sólo
se ocupaba de su pasión. En su egoísmo de niña
mimada, todo lo posponía a su ídolo por ser
suyo. Dios puso un fuerte imán en el corazón
de la virgen a fin de darle fuerza para abandonar el techo
paterno y el regazo de su madre. Pero si la atracción
de este imán traspasa sus límites, si hace
Así fue que Reina nada traslució, ni nada preguntó a su madre, contentándose con decirse a sí misma: «Cuando nada me dice, es que querrá que yo ignore lo que le apura; si hace misterio dejarla, que preguntar sería incomodarla». ¡Cuántas transigen así con sus más íntimos deberes, teniendo aun la insolencia de hacer pasar sus faltas como méritos!
La víspera del día en que cumplía el contrato, la Marquesa había citado a su amigo D. Domingo de Osorio para una entrevista reservada.
Cuando éste entró, halló a la Marquesa sentada delante de su mesa escribiendo.
-Marquesa, -dijo acercándose-, la república se la llevó su padre; los que estaban rojos están muy amarillos. Enrique V está en Marsella, y cuanta campana hay en Francia, repicando, cuanto cañón existe, haciendo salva. Ya, si eso no podía dejar de suceder; tras el caos la luz; tras el desorden el orden; las calenturas, mientras más violentas más cortas. En Vigo, -dijo acercándose y bajando la voz-, ha entrado un barco ruso con veinte mil fusiles y cien mil rublos.
-Don Domingo, -dijo la Marquesa-, sin atender a sus noticias políticas, he deseado hablar a Vd. para participarle dos cosas: la una es el casamiento de mi hija.
-¿De Reina? Y con quién, ¿con el marqués de Navia?
-No, se casa con Genaro.
-¡Con Genaro!
-Sí. Este casamiento destruye todas
mis esperanzas; pero está apasionada a lo sumo de
Genaro, y decidida tarde o temprano a unirse a él.
He hecho cuanto en mi mano ha estado para impedir este enlace,
como corresponde a una buena madre, que en el casamiento
de una hija no ve un capricho amoroso que satisfacer, sino
su felicidad, su colocación en el mundo y el lugar
que debe ocupar, el puesto y bienestar de los hijos que tengan;
he hecho cuanto he podido como tutora que mira el casamiento
de su hija con toda la gravedad que se debe mirar, cosa de
que penden los destinos de sus descendientes, deseando equitativamente,
que puesto que su pupila lleva ventajas, las hubiese hallado
proporcionadas. Todo cuanto he hecho para disuadirla ha sido
inútil; persuasión, autoridad, dulzura, rigor,
todo se ha estrellado contra su constante argumento, que
sobre nada podía yo fundar una oposición justa,
puesto que Genaro era completo; tiene en parte razón.
Genaro es todo un caballero por su clase y su comportamiento;
es brillante, fino, distinguido, tiene una capacidad poco
común,
-Acuérdese Vd. cuántas veces se lo aconsejé, -dijo D. Domingo, que había quedado dolorosamente sorprendido del casamiento de la niña, que tanto quería-. Vaya, vaya, -añadió-; ¡vaya con Reina si es absoluta!...
-Así será,
-dijo sonriendo la Marquesa-,
-No me gusta, Marquesa, lo absoluto en la
-Vengamos al otro punto que anuncié a Vd., -prosiguió la Marquesa-. Mañana cumple el año vencido del contrato que hice con D. Roque.
-Sí, sí, -repuso D. Domingo-, y como Reina no se ha casado, y con el casamiento que hace no hay probabilidad alguna que lo quiera rescindir su marido, lo habrán Vds. renovado.
-No pienso hacerlo, D. Domingo.
-¿Qué no? -exclamó este señor-; pues ¿qué piensa Vd. hacer?
-Pagar.
-¡Pagar! -dijo D. Domingo estupefacto-, ¡Dios mío! -añadió inquieto-, ¿va a quedarse D. Roque con el cortijo?
-Eso quisiera ese soplado patán; pero no se mirará en ese espejo, no.
-¿Pues cómo va Vd. a pagar, Marquesa? -preguntó su anciano amigo-, ¿dónde va Vd. a encontrar con tanta premura ese dinero?
-Aquí está, -dijo la Marquesa, sacando dos letras a la vista, de su gaveta.
Don Domingo las tomó atónito y las pasó por la vista.
-Esta es de cuatrocientos mil reales y del rico fabricante F***, este es el que paga a Vd. la renta vitalicia, ¿y cómo?
-La he enajenado, -respondió la Marquesa.
-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué disparate, qué locura! -exclamó D. Domingo poniéndose en ademán desesperado las manos en la cabeza-; una renta de treinta mil reales una mujer que no tiene cuarenta años. ¡Jesús! ¡Se ha arruinado Vd. como una ciega, como una niña! Esas deudas que eran del caudal de su hija ¿qué responsabilidad tenía Vd. a ellas? ¿A qué sacrificarse así sin necesidad?
-Don Domingo, ¿no es uno mismo lo mío y lo de mi hija?
-Se puede casar y no pensar así su marido, y no reconocerle a Vd. ni el sacrificio ni la deuda.
-Genaro no es capaz de eso, D. Domingo: pero
Don Domingo tomó la letra y leyó: doscientos mil reales a B*** joyero.
-¡Señora! ¡Señora! -exclamó desesperado-, ¿ha ido Vd. a vender sus magníficas alhajas, joyas de familia que trajo de Lima su bisabuela evaluadas en más un de millón? ¡Y eso en tristes doscientos mil reales!
-Ya he reservado un aderezo completo para Reina, -contestó la Marquesa.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -decía D. Domingo, dando vueltas por el cuarto fuera de sí-, ¡qué destrozo! ¡Qué ruina! ¿Por qué no me habló Vd.? Si es que D. Roque exigía ese dinero no habría faltado quien con tan ventajosas condiciones, como las que para sí estipuló ese tirano, hubiese dado la suma.
-¡No más! ¡No más!
-exclamó con expansión la Marquesa casi estremecida-.
¡Oh! ¡No más! Las deudas carcomen como un fuego la
paz de la vida; rebajan la más alta superioridad a
la esfera de la más baja inferioridad; ponen en la
boca del valgo el desdén y en la del rico el ultraje;
y llevan razón en su soberbia, porque el noble que
se endeuda pierde el derecho a levantar la cabeza; es el
galeote que arrastra al pie su cadena. El primer noble que
se endeudó, a no ser para servir a su rey y a su patria,
fue el que derrumbó la primera almena del alto castillo
que edificó la nobleza como su emblema, la cual para
-Marquesa, -dijo D. Domingo, al notar la exaltación y vehemencia con que ésta se expresaba-; habláis bajo la influencia de un noble sentimiento, subido de punto quizás por algún reciente disgusto que me ocultáis; y aunque en el fondo de cuanto decís lleváis razón, exageráis... Considerad que puede a veces ser el préstamo un favor en quien lo hace, y un beneficio para quien lo recibe.
-Niego el hecho, -prosiguió la Marquesa con creciente
calor-, niego el hecho con alguna rara excepción.
Mientras D. Roque hacía su viaje,
y llevaba adelante sus planes, con poco éxito como
hemos visto; mientras Reina y Genaro se entregaban a su pasión,
ella ciega con las dos cegueras de la confianza y de la obstinación,
él alerta y exigente como la desconfianza; mientras
la Marquesa cansada y abatida por sus agitaciones, buscaba
tranquilidad sacrificando sus intereses materiales y sus
planes de engrandecimiento y lustre de familia al bienestar
y deseos de su hija, Lágrimas sola, padeciendo, sin
comunicación con las personas que amaba, puesto que
Reina no había contestado a la larga carta que a ratos
le había ido escribiendo, decaía por días;
mas nunca se quejaba y siempre se la hallaba suave y callada
como la flor que
Entretanto sus padres se esforzaban en vano en convencer
a Tiburcio que se pusiese a la cabeza de la fábrica
que establecía D. Roque en el convento. Tiburcio se
negaba con obstinación, repitiendo por todo argumento
que
No pudiendo de manera alguna D. Perfecto
convencer a su hijo, desesperado y sin saber qué hacer,
determinó, como último recurso y medio infalible,
participarle a Tiburcio las miras de su tío sobre
su casamiento con su prima, a pesar del secreto prometido.
Pero ¡cuál sería el asombro y la desesperación
del pobre padre, cuando al pintar a su hijo el bello porvenir,
del que la fábrica era sólo la aurora, vio
a éste recibir esta declaración con el mismo
desprecio que la anterior, asegurando a su padre con su acostumbrada
El desprecio, como se ve hoy día, no se ha conocido
jamás. Era una cosa grave reservada a vilipendiar
con ella cosas infames y bajas; hoy día se ha generalizado
como el uso del azúcar. Conociose en otros tiempos
descollar el orgullo en los grandes y magnates, que autorizaba
(si bien no disculpaba) la fuerza y el poder en enérgicas
manos: época personificada en el Góetz de Berchlingen
de Gothe, ese héroe de la edad media llamado
Se ha visto en siglos más ocultos el desdén
que motivaba (si bien no disculpaba) el lustre, la elegancia,
la encumbrada nobleza y señorío, y se vio al
embajador de España, duque de Osuna, en la corte de
Se vio al Marqués
de Villena
La pobre Lágrimas, viendo que no recibía contestación, escribió poco después a Reina.
«¡No me escribes, Reina mía! Nada sé de ti ni de
nadie . ¡Cuán sola estoy! Pero cuanto más sola estoy más cerca siéntome de Dios, y ahora comprendo los solitarios de la Tebaida. Si hay soledad para el corazón no la hay para el alma; elevar el corazón hasta el alma, esto han hecho los santos; los poetas sólo han elevado los instintos materiales a los sentimientos del corazón. Algunos sucesos tristes y terribles me hacen tomar la pluma para participarlos. Está visto, Reina mía, que he de agotar el cáliz de la amargura hasta las heces.No sé ni cómo te podré escribir, pues ya conocerás por los renglones escritos lo trémulo de mi pulso. Separa mi cuarto, que da a la calle, del de mis tíos, un tabique provisional de tablas, puesto ante el hueco por el que se comunican las dos habitaciones;
esta mañana oí que disputaban y que alternaba en la disputa Tiburcio. Sea que me creyesen ausente y en el gran corral donde suelo ir cuando puedo a coger unas matas, sea que mi oído se haya afinado mucho, oía cuanto hablaban. Me quise levantar para ausentarme, cuando oí estas terribles palabras, dichas por Tiburcio: «No señor, ni que Vd. se empeñe, ni que se empeñe el papelón de su primo D. Roque, me caso con mi prima. El hombre debe tener miras más elevadas que las de ser rico; no quiero riquezas puesto que con ellas me condenan a vivir en este villorrio, me rebajan a ser un vulgar y oscuro fabricante, me avasallan a casarme con una imbécil fanática, (¡calla!, le gritaban sus padres con angustia; pero Tiburcio prosiguió sin atenderles), una muchacha enferma, hética pasada, y medio tocada». Diciendo esto salió a pasos precipitados de la habitación y de la casa. ¡Reina! ¡Reina! ¡Hética, tocada! ¡Oh, Dios mío!...
No pude seguir escribiéndote el otro día. Me encontraron desmayada en mi silla y me trasladaron a la cama, en la que he permanecido algunos días. En ellos ha ocurrido una terribles desgracia a esta pobre familia. Habiendo su padre enviado a Tiburcio a Cádiz a tratar con el mío sobre pormenores de las obras que se están haciendo en el convento, y para traer fondos, Tiburcio los ha cobrado y ha desaparecido con ellos.
No puedo pintarte la aflicción de este honrado
matrimonio que quiere pagar a mi padre, pero a los que este último sacrificio a que les obliga su hijo acaba de arruinar. Parte el corazón el verlos y oírlos. ¡Quién fuera mi padre para no permitirles sacrificarse así para cubrir el desfalco de su hijo! Pero mi padre no se lo impedirá. ¡Qué ideas tan raras tiene sobre el dinero mi padre! Le parece el cobrar cosa tan de conciencia, tan precisa y grave, como elpagar . La madre de Tiburcio, cree que se ha ido a California; su padre que a Icaria con ese M. Cabet de que siempre hablaba y de que se reían tanto Flora y Fabián. Pero D. Juan de Dios, que cree conocer mejor a Tiburcio que sus padres, piensa que se habrá ido a reunir a los revolucionarios de París. ¡Oh Reina, eso sería terrible!Voy a escribir a ese padre que pensó en casarme con ese Tiburcio que me desprecia y tiene por tocada, para pedirle no arruine a estos desgraciados que al fin son sus primos. Dios sabe cómo llevará mi carta, y es seguro no la atenderá, pero debo hacerlo. La compasión inactiva es un cuerpo sin alma. Es un deber gastar todas nuestras facultades en ver el modo de proporcionar alivio a los que padecen aunque no lo logremos. Es un tributo debido a la desgracia, es darle un bálsamo a nuestro corazón y es complacer al ángel de nuestra guarda, que como decía la madre Socorro cuenta nuestros pasos y nuestras
LÁGRIMAS».
«Padre y señor:
Nunca he pedido a Vd. ningún favor, porque la bondad de Vd. no me ha dado ocasión a ello, cuidando de mí como un buen padre; así abrigo la esperanza que no me negará el primero que le pido. Por Dios, señor, no permita Vd. que mis pobres tíos se arruinen para pagarle a Vd. el dinero que se ha llevado mi primo, y que estoy en mí satisfará a Vd. en su día. Tenga Vd. compasión de esta pobre familia, cuyo dolor me tiene partido el corazón. ¿Podrá nunca proporcionarle a Vd. el dinero un placer mayor que el de hacer bien?
Me han dicho, no sé si será verdad, que algo heredé de mi madre; tome Vd. la cantidad esa de lo mío, si es que algo tengo, y toda mi vida le agradeceré ese favor más que ningún otro que pudiese hacer a esta su amante y sumisa hija, que al poner esta súplica de su corazón en sus manos, se las besa con respeto y cariño.
LÁGRIMAS».
«Cuando las mocosas y las mujeres en general, se meten a hablar de negocios es a lo sentimental y desbarran. ¿Conque porque ese animal finchado ha hecho de su hijo un pillo lo pagaría yo? ¿Yo me quedaría sin mis dos talegas, y él riendo? ¡Vaya! Sepas tú, que nada sabes, que ningún deudor paga de buena gana; si eso fuese un motivo para no cobrar, estábamos frescos. ¿Me paga a mí ese alcalde de monterilla las medicinas y médico que necesitas? ¿A qué le pagaría yo los robos de su pillastre de hijo?
¿Conque te han dicho que has heredado de tu madre, y la niña cree poder disponer de lo suyo? Sepas cuellisacada, que hasta los veinte y un años no puedes disponer de un cuarto, cuanto menos de talegas. El cuidado será mío de impedirte hagas desatinos semejantes al que has intentado, lo que será efecto de alguno de esos delirios, ciertos o fingidos, con los que a todos nos tienes cansada la paciencia. Ves de mejorarte, pues en breves días irá por ti tu padre.
ROQUE LA PIEDRA».
El mismo día en que Lágrimas enviaba su última carta a Reina, recibió la siguiente:
Reina a Lágrimas «Mi querida Lágrimas: como te quiero tanto, no puedo dejar de escribirte, aunque, mi madre ha reñido con tu padre; éste deberá haberse portado muy mal con ella para que tan airada esté con él, y no quiera ni aun recibirlo. Creo, aunque no lo sé, que el origen de esto ha sido cosa de intereses, porque aunque tu padre toma todas las apariencias y prosopopeya
de un Alejandro el Grande, me parece le pega mejor por lo avaricioso y estítico la de un Alejandro en puño. Efectivamente me he reído al ver el gran premio de lotería que has sacado con el parentesco del bello Tiburcio Cívico. Ni pintiparada le venía mejor la colocación de elaborador de fósforos, a él que es su modelo en hechura y cualidades; él que es fósforo hecho hombre, estaba predestinado a propagar la especie; pero dile a su madre que le ponga una chichonera por precaución.
Pongo en tu noticia que Marcial ha sido elegido diputado. Veremos si regala al congreso con algún axioma de su cuño. Pero hablando formal, muchos diputados como él debería haber, pues lleva a las cortes el exacto conocimiento de su provincia, buenas ideas y los mejores deseos, independencia sin espíritu de oposición a cosas ni hombres; no lleva ahijados, y una sola ambición... la de pronunciar un discurso. Escribió a Fabián una elegía y este dijo:
Y patos y conejos, escuchaban su pena desde lejos[15]. Fabián ha sido destinado a un mal pueblo; está aburrido y quiere abandonar la carrera, volverse a Madrid y escribir; pero Genaro, que sabe cuanto vale, y
el brillante porvenir que le está destinado, lo anima a perseverar y a no abandonar una senda firme, honrosa y segura por una resbaladiza y eventual. Flora está perdida por un primo suyo, de un pueblo, el conde de Villafría, excelente sujeto, de muy buena presencia y riquísimo. Fabián que lo ha sabido ha escrito a Genaro, que apellidó a Flora y a él dos colibríes, que el uno ha hallado el cáliz de un lirio en que posar, pero que el otro, prisionero en una jaula, triste, solo, está destinado como muchos canarios a subir con el pico que sólo quisiera cantar, el cubito en que tiene que beber.
Mucho te sorprenderá el que te diga que me caso; pero como tu padre ha dicho que pronto comeremos los dulces de tu boda, no quiero que me digan ustedes, y ahora con más razón que antes, pues que predican con el ejemplo, que no sé ni querer ni decidirme, pero lo que más te sorprenderá, es que sea el preferido y querido, Genaro, con el que tan mal me llevaba.
Esto es para él una compensación cuando te pierde, y para mí una lección, contenida en el antiguo refrán que prohíbe se asegure que de esta agua no beberé. Mi madre ha consentido, porque no todos pueden tener tan altas miras para sus hijos como Don Roque el millonario. Mucho deseo por lo tanto saber quién es ese novio de que ha hablado tu padre, y espero me lo escribirás cuanto antes.
Genaro siempre te aprecia, así como hago yo
sinceramente y como a una hermana, y esperamos que cuando puedas disponer de ti, nos vendrás a hacer una visita, segura que en ello tendremos ambos el mayor placer. Adiós, cuídate mucho y sé todo lo feliz que desea lo seas tu mejor amiga.
REINA».
Cuando Lágrimas hubo leído esta carta, dio un suspiro, cerró los ojos y cayó en uno de los profundos desmayos que le solían acometer ahora con más frecuencia.
Cuando volvió en sí, se halló en cama rodeada por D. Juan de Dios, el alcalde y su mujer; parecían los tres muy conmovidos. La pobre niña dio un débil ay, al sentir ardorosos dolores en las piernas y brazos, causados por la acción de fuertes sinapismos.
-¿Otro tormento más, D. Juan de Dios? -preguntó esforzándose por sonreír.
-Es para tu bien, hija mía, -respondió la alcaldesa, que le había tomado mucho cariño.
-Lo sé, -dijo la niña-, gracias, -y volvió a cerrar los ojos.
La alcaldesa tomó su mano y la halló fría.
-¡Don Juan de Dios, -exclamó alarmada-, se nos va!
-Y más pronto de lo que yo
pensé, -respondió
-¡Jesús! ¡Jesús! -exclamó la alcaldesa poniéndose las manos en la cabeza y dando vueltas por el cuarto, ¡pobre niña! ¡Pobre niña mía!
-¿Qué dice Vd., señor? -exclamó el pobre alcalde que miraba a Lágrimas como el ángel intercesor para precaver su ruina.
-No hay que perder tiempo, -prosiguió D. Juan de Dios-, la debilidad es tal que podrá entrar en el delirio al que propende.
La alcaldesa salió azorada para mandar a avisar al cura; el alcalde consternado para despachar un propio a D. Roque.
Cuando la alcaldesa volvió, le dijo el médico:
-Es preciso anunciarle la visita del cura para que no la sorprenda, y con muchas precauciones, pues en el estado que está, todo la conmueve mucho.
-Bien, bien, -respondió la buena mujer-, descanse usted, D. Juan de Dios.
Este salió, prometiendo volver en breve.
De allí a poco hizo Lágrimas un movimiento.
-¿Duermes? -le preguntó la alcaldesa.
-Unas veces creo que sí, y otras creo que no, -respondió la niña con débil voz, pues hay realidades que me parecen sueños, y sueños que me parecen realidades; no defino bien los unos de los otros.
-Esto es el delirio que empieza, -dijo para sí azorada la alcaldesa-, bien decía D. Juan de Dios. Hija mía, -añadió en voz alta-, todos somos mortales
-Es verdad, -respondió
amodorrada por la calentura la enferma-, el
-La muerte es preciso preverla, -prosiguió la alcaldesa, para que no nos coja desprevenidos como herejes, sino preparados como cristianos.
-Sí, sí, verla venir... en el desierto del mar.... viene con el viento que aúlla.... con el mar que brama y pide su presa; ¡es espantoso! ¡Los elementos no tienen piedad! Son enemigos del hombre que nada puede contra ellos, sino implorar la misericordia de Dios que los enfrena.
-Estar prevenido, -prosiguió la buena mujer-, es prepararse, que eso hace la buena muerte.
-Una buena muerte, -murmuraba en entrecortadas frases la enferma-, es el mayor favor de Dios.
-Pues para eso, hija mía, es preciso ponerse en gracia y confesar.
-A bordo, no había confesor, -decía la niña-, pero en esos casos Dios es el confesor. ¡Bendito sea!
-Cuando no se está a bordo, hay el consuelo de poderlo llamar. ¿Quieres que mandé por el cura? -preguntó con su buena intención y tosca manera la buena mujer.
-¿Pues qué, voy a
morir? -exclamó saliendo bruscamente de su letargo
y abriendo de par en par sus
-No, no, puede que no, -dijo apurada la alcaldesa-; pero como te dije antes, todos somos mortales.
-Señor cura, ¿voy a morir? -preguntó con ávida angustia la niña al verlo entrar-, ¡Jesús! ¿Y fatiga mucho el morir, señor cura? ¿No se me puede aliviar? ¿Y D. Juan de Dios?
La alcaldesa salió del cuarto hecha un mar de lágrimas.
¡Qué palabras, qué
sentimientos mediaron entre el cura y la agitada moribunda,
y sobre todo, qué poder sobrehumano influyó!
Todo católico lo sabe y lo adora; pero cuando el cura
salió del cuarto, la alcaldesa halló a Lágrimas
tan suave como siempre, más tranquila que nunca, y
expansiva como si la vida que se iba retirando de las extremidades
de su cuerpo refluyese toda a su corazón. Dioles las
gracias a todos por lo que la habían cuidado; pidioles
perdón por si acaso les había ofendido, y le
dio a su tía una cadena de oro que siempre llevaba
al cuello con el retrato de su madre. Pidió una cajita
con alhajas que tenía, sacó de ella un collar
con un medallón de perlas en que estaba su propio
retrato cuando niña, lo sacó del medallón,
hizo lo mismo con el de su madre, los miró ambos mucho
tiempo mientras sus labios recitaban una oración,
y por sus mejillas caían dos gruesas lágrimas,
y pidiendo un paño húmedo
Así ese ángel dulce acariciaba la flecha que partía su corazón, al contrario de otros que proclaman envenenadas saetas volantes que apenas han rasguñado su epidermis.
Pidió un tintero, y pudo, escribiendo en turbios caracteres trazar estos renglones:
«-He recibido tu carta, Reina mía, y te escribo estas cuatro letras antes de morir para desearos a ambos muchas felicidades. Fabián llamaba a las perlas lágrimas del corazón. Ahí te envío ese collar para que alguna vez ellas te recuerden de mí. ¡Adiós! En el lecho de muerte es cuando pega y es dulce esa palabra adiós.
LÁGRIMAS».
-Decid a mi padre, -dijo cuando hubo acabado-, que deseo se le envíe esa memoria a mi amiga Reina Alocaz.
-Tu padre vendrá pronto, -repuso el alcalde.
-Mi padre no vendrá, -objetó la niña con naturalidad-, tiene mucho que hacer, y está muy lejos.
A la tarde fue administrada, acudiendo todo el
Quedó
enseguida tan sosegada, que la noche fue más tranquila
que otras. Algunas veces hablaba palabras sueltas como en
sueños, pero no encerraban sentido, y se le oyó
muchas veces decir:
Abrázome con los clavos, y me reclino en la Cruz, para que siempre me ampares ¡Dulce Redentor Jesús!
Al siguiente día llegó D. Roque en un vapor.
-¡Hija mía! -exclamó al entrar bruscamente en el cuarto-, ¿qué es esto? Qué ¿tan mala estás? Yo no quiero que te mueras; no, no, no morirás; y aunque fuese preciso traer al protomedicato, y hacerle para que venga un puente de oro. No morirás, no.
-Déjeme Vd. morir, padre,
y no lo sienta, -dijo su hija con esa tranquila y dulce conformidad,
no de valiente, sino de cristiano-. Dios que es tan bueno
lo ha dispuesto así para quitarme de padecimientos.
-¡Qué no lo sienta! ¡Pues no lo he de sentir aunque te herede! Soy buen padre, quiero a mi hija, no tengo a nadie sino a ti. ¿No ves lo solo que me quedo, y dices que no lo sienta?
-Padre, yo poco os acompañaba, y así creí
no sentiríais
-Mira, hija mía, -dijo D. Roque, que por primera vez en su vida sentía una pena de corazón, cuanto podía sentir aquel corazón en su existencia de pólipo-, mira, hija mía, ponte mejor, y se hará cuanto desees; te llevaré a Sevilla, que te sienta tan bien.
-Ya es tarde, padre.
-¿Y no he hecho cuanto he podido para aliviarte? -dijo el buen padre-, ¿no te traje aquí? ¿No te he dado gusto en dejarte? ¿No tenías confianza en ese D. Juan de Dios?
-Sí, padre, sí, -respondió la suave criatura-, se ha hecho cuanto se ha podido; pero nací débil, y siempre viví padeciendo, sobre todo, desde la catástrofe de la muerte de mi madre.
-Es verdad, es verdad, pero eso de verte morir, ¡tú mi sangre, tú tan joven, tú que habías de heredar tanto dinero! ¡Esto es un dolor! ¡Preciso es que me la curéis, D. Juan de Dios, preciso! Y si no ¿para qué sirven vuestra ciencia y vuestros libros? No repare usted en medios ni en costes, aquí estoy yo para salir a todo.
-Padre, -dijo en queda voz la niña-, ¿qué puede el dinero contra la voluntad de Dios?
-El dinero sirve para todo, hija mía; pues qué ¿te había yo de dejar morir así? No; D. Juan de Dios, disponed, discurrid, vamos, vamos, ¿qué se hace?
-Consolad
su espíritu y no lo agitéis, -dijo a media
-¡Y cómo consolar su espíritu! -exclamó agitado Don Roque-, ¿qué quieres, hija mía? -preguntó acercándose a la moribunda-, ¿deseas algo? Pide cuanto quieras; si necesario fuese iría el vapor por ello a Cádiz.
-Sí, señor, -murmuró la pobre niña-, os pediría un favor.
-Di, hija mía, di, -dijo D. Roque con un dolor real, pero seco y despechado.
-Quisiera enviar el collar de perlas y el medallón por memoria a Reina que se casa.
D. Roque hizo un movimiento de impaciencia causado a la vez por su avaricia y su encono contra la Marquesa.
-Si no queréis... -dijo con débil voz la pobre niña.
-Sí, hija, sí, quiero lo que tú quieras.
-Dios se lo pague a Vd., padre. Quisiera, -prosiguió después de tomar aliento la pobre niña-, que vendiese Vd. los zarcillos de brillantes de mi madre y le diese su importe a la pobre Francisca para que no pida limosna.
-Se hará, -dijo D. Roque disimulando mal un movimiento de impaciencia.
-Si os contraria... -murmuró Lágrimas.
-No, no, adelante.
-Vended la sortija
que disteis a mi madre cuando
-Eso no, -dijo D. Roque, que sostenía a duras penas el papel de dadivoso-, esa sortija se la di yo y debe volver a su dueño; pero pierde cuidado que se te hará un funeral que sonado sea.
-Eso no quiero yo, padre, -dijo la niña agitándose-, ni que se me vista de baile... ni que pongan colorete... ni flores en las manos... quiero bajar a la tierra pálida y triste... como viví... y como pone la muerte... y cruzadas mis manos... rogando a Dios... como lo hago al morir... por ellos... por Vd.... y por mí...
La moribunda estaba tan agitada, que el facultativo se apresuró a administrarle un calmante.
-Otorgadle lo que desea, -murmuró éste al oído de D. Roque, que no sabía dónde dar de cabeza.
-Cuanto has dispuesto se hará, -dijo a su hija.
-Acercaos, padre, suplicó ésta con desfalleciente voz.
El padre acercó su oído a los descoloridos labios de su hija.
-Mi última súplica, -murmuró ésta-, ¡padre, padre, no la desechéis! Perdonad su deuda a Tiburcio.
-Bien, -respondió el padre con el firme propósito de no hacerlo, porque para ese hombre no había nada sagrado, ni la última voluntad de un difunto.
La
niña entonces se quedó aletargada. Reinó
en el cuarto un hondo silencio, digno precursor de la
De repente una queda y débil voz interrumpió el silencio, cantando suavemente como un arpa eoliana al soplo de la muerte:
Que les tengo perdonado, ¡que es tan dulce perdonar!
Despedazaba el alma este infantil canto de cisne en aquella boca que iba a quedar muda para siempre.
-¡Mi hija canta! -exclamó D. Roque.
-Vuestra hija delira, -respondió el médico-; acercaos, señor cura.
El cura se acercó y se puso a auxiliar a la moribunda.
-¡Hija mía! -exclamó D. Roque precipitándose hacia la cama.
Solo oyó estas quedas palabras, con las que ese ángel mártir dio su alma a Dios, cual lo hizo su madre.
Abrázome con los clavos, y me reclino en la Cruz, para que siempre me ampares ¡Dulce Redentor Jesús!
A los ocho días se celebraron en Sevilla las lucidas bodas de las dos primas, la brillante y hermosa Reina Alocaz y la linda y alegre Flora de Osorio.
A los ocho días, D. Roque bullía más que nunca en un caos de negocios, y deploraba el perjuicio que algunos días de ausencia le habían acarreado. El mismo día se veía en la playa de Villamar, agitada y avivada por la recia brisa de la mar, una gran hoguera, en la que la prudente alcaldesa, con previa autorización de D. Roque, quemaba la cama, los muebles, las ropas de la pobre niña, que murió hética. ¡Nada quedó de ella ni aun la memoria!