Sab
Novela original
por
la señorita
Gertrudis Gómez
de Avellaneda
Dedicada por la autora a su respetable amigo el
señor don Alberto Lista
Madrid 1841
Imprenta calle del barco num. 26.
Por distraerse de momentos de ocio y melancolía han sido escritas estas páginas. La autora no tenía entonces la intención de someterlas al terrible tribunal del público.
Tres años ha dormido esta novelita
casi olvidada en el fondo de su papelera; leída por
algunas personas inteligentes que la han juzgado con benevolencia
y habiéndose interesado muchos amigos de la autora
en poseer un ejemplar de ella, se determina a imprimirla,
creyéndose dispensada de hacer una manifestación
del
Acaso si esta novelita se escribiese en el día, la autora, cuyas ideas han sido modificadas, haría en ella algunas variaciones, pero sea por pereza, sea por la repugnancia que sentimos en alterar lo que hemos escrito con una verdadera convicción, (aun cuando esta llegue a vacilar), la autora no ha hecho ninguna mudanza en sus borradores primitivos, y espera que si las personas sensatas encuentran algunos errores esparcidos en estas páginas, no olvidarán que han sido dictadas por los sentimientos algunas veces exagerados pero siempre generosos de la primera juventud.
¿Quién eres? ¿cuál es tu patria? ..................... ..................... Las influencias tiranas de mi estrella, me formaron monstruo de especies tan raras, que gozo de heroica estirpe allá en las dotes del alma siendo el desprecio del mundo. CAÑIZARES
Veinte años hace, poco más o menos, que al declinar una tarde
del mes de junio un joven de hermosa presencia atravesaba a
Fuese efecto de poco
conocimiento del camino que seguía, fuese por complacencia
de contemplar detenidamente los paisajes que se ofrecían
a su vista, el viajero acortaba cada vez más el paso
de su caballo y le paraba a trechos como para examinar los
sitios por donde pasaba. A la verdad, era harto probable
que sus repetidas detenciones sólo tuvieran por objeto
admirar más a su sabor los campos fertilísimos
de aquel país privilegiado, y que debían
El sol terrible de la zona tórrida se acercaba a
su ocaso entre ondeantes nubes de púrpura y de plata,
y sus últimos rayos, ya tibios y pálidos, vestían
de un colorido melancólico los campos vírgenes
de aquella joven naturaleza, cuya vigorosa y lozana vegetación
parecía acoger con regocijo la brisa apacible de la
tarde, que comenzaba a agitar las copas frondosas de los
árboles agostados por el calor del día. Bandadas
de golondrinas se cruzaban en todas direcciones buscando
su albergue nocturno, y el verde papagayo con sus franjas
de oro y de grana, el cao de un negro nítido y brillante,
el carpintero real de férrea lengua y matizado plumaje,
la alegre guacamalla, el ligero tomeguín, la tornasolada
mariposa y otra infinidad de aves indígenas, posaban
en las ramas del tamarindo y del mango aromático,
rizando sus variadas plumas como
El viajero después de haber atravesado sabanas inmensas donde la vista se pierde en los dos horizontes que forman el cielo y la tierra, y prados coronados de palmas y gigantescas ceibas, tocaba por fin en un cercado, anuncio de propiedad. En efecto, divisábase a lo lejos la fachada blanca de una casa de campo, y al momento el joven dirigió su caballo hacia ella; pero lo detuvo repentinamente y apostándole a la vereda del camino pareció dispuesto a esperar a un paisano del campo que se adelantaba a pie hacia aquel sitio, con mesurado paso, y cantando una canción del país cuya última estrofa pudo entender perfectamente el viajero:
Una morena me mata tened de mí compasión, pues no la tiene la ingrata que adora mi corazón. [1]
El campesino estaba ya a tres pasos del extranjero y viéndole en actitud de aguardarle detúvose frente a él y ambos se miraron un momento antes de hablar. Acaso la notable hermosura del extranjero causó cierta suspensión al campesino, el cual por su parte atrajo indudablemente las miradas de aquél.
Era el recién llegado un joven de alta estatura y regulares proporciones, pero de una fisonomía particular. No parecía un criollo blanco, tampoco era negro ni podía creérsele descendiente de los primeros habitadores de las Antillas. Su rostro presentaba un compuesto singular en que se descubría el cruzamiento de dos razas diversas, y en que se amalgamaban, por decirlo así, los rasgos de la casta africana con los de la europea, sin ser no obstante un mulato perfecto.
Era su color de un blanco amarillento
El traje de este hombre no se separaba en nada del
que usan generalmente los labriegos en toda la provincia
de Puerto Príncipe, que se reduce a un pantalón
de cotín de anchas rayas azules, y una camisa de hilo,
también listada, ceñida a la cintura por una
correa de la que pende un ancho machete, y cubierta la cabeza
con un sombrero de Yarey bastante alicaído [2]:
El extranjero rompió el silencio y hablando en castellano con una pureza y facilidad que parecían desmentir su fisonomía septentrional, dijo al labriego:
-Buen amigo, tendrá Vd. la bondad de decirme si la casa que desde aquí se divisa es la del Ingenio [3] de Bellavista, perteneciente a don Carlos de B...
El campesino hizo una reverencia y contestó:
-Sí señor, todas las tierras que se ven allá abajo, pertenecen al señor don Carlos.
-Sin duda es Vd. vecino de ese caballero y podrá decirme si ha llegado ya a su ingenio con su familia.
-Desde esta mañana están aquí
los dueños,
El extranjero manifestó con un movimiento de cabeza que aceptaba el ofrecimiento, y sin aguardar otra respuesta el labriego se volvió en ademán de querer conducirle a la casa, ya vecina. Pero tal vez no deseaba llegar tan pronto el extranjero, pues haciendo andar muy despacio a su caballo volvió a entablar con su guía la conversación, mientras examinaba con miradas curiosas el sitio en que se encontraba.
-¿Dice Vd. que pertenecen al señor de B... todas estas tierras?
-Sí señor.
-Parecen muy feraces.
-Lo son en efecto.
-Esta finca debe producir mucho a su dueño.
-Tiempos ha habido, según he llegado a entender -dijo
el labriego deteniéndose para echar una ojeada hacia
las tierras objeto de la conversación-, en que este
ingenio daba a su dueño doce mil arrobas de azúcar
cada año, porque entonces más de cien negros
trabajaban en sus cañaverales; pero los tiempos han
variado y el propietario actual de Bellavista no tiene en
él sino cincuenta negros, ni excede
-Vida muy fatigosa deben de tener los esclavos en estas fincas -observó el extranjero-, y no me admira se disminuya tan considerablemente su número.
-Es una vida terrible a la verdad -respondió el labrador
arrojando a su interlocutor una mirada de simpatía-:
bajo este cielo de fuego el esclavo casi desnudo trabaja
toda la mañana sin descanso, y a la hora terrible
del mediodía jadeando, abrumado bajo el peso de la
leña y de la caña que conduce sobre sus espaldas,
y abrasado por los rayos del sol que tuesta su cutis, llega
el infeliz a gozar todos los placeres que tiene para él
la vida: dos horas de sueño y una escasa ración.
Cuando la noche viene con sus brisas y sus sombras a consolar
a la tierra abrasada, y toda la naturaleza descansa, el esclavo
va a regar
El labriego se detuvo de repente como si echase de ver que había hablado demasiado, y bajando los ojos, y dejando asomar a sus labios una sonrisa melancólica, añadió con prontitud:
-Pero no es la muerte de los esclavos causa principal de la decadencia del Ingenio de Bellavista: se han vendido muchos, como también tierras, y sin embargo aún es una finca de bastante valor.
Dichas estas palabras tornó a andar con dirección a la casa, pero detúvose a pocos pasos notando que el extranjero no le seguía, y al volverse hacia él, sorprendió una mirada fija en su rostro con notable expresión de sorpresa. En efecto, el aire de aquel labriego parecía revelar algo de grande y noble que llamaba la atención, y lo que acababa de oírle el extranjero, en un lenguaje y con una expresión que no correspondían a la clase que denotaba su traje pertenecer, acrecentó su admiración y curiosidad. Habíase aproximado el joven campesino al caballo de nuestro viajero con el semblante de un hombre que espera una pregunta que adivina se le va a dirigir, y no se engañaba, pues el extranjero no pudiendo reprimir su curiosidad le dijo:
-Presumo que tengo
el gusto de estar hablando con algún distinguido propietario
de estas cercanías. No ignoro que los criollos cuando
están en sus haciendas de campo, gustan vestirse como
simples labriegos, y sentiría ignorar por más
tiempo el nombre del sujeto que con tanta cortesía
se ha ofrecido
El rostro de aquel a quien se dirigían estas palabras no mostró al oírlas la menor extrañeza, pero fijó en el que hablaba una mirada penetrante: luego, como si la dulce y graciosa fisonomía del extranjero dejase satisfecha su mirada indagadora, respondió bajando los ojos:
-No soy propietario, señor forastero, y aunque sienta latir en mi pecho un corazón pronto siempre a sacrificarse por D. Carlos no puedo llamarme amigo suyo. Pertenezco -prosiguió con sonrisa amarga-, a aquella raza desventurada sin derechos de hombres... soy mulato y esclavo.
-¿Conque eres mulato? -dijo el extranjero tomando, oída la declaración de su interlocutor, el tono de despreciativa familiaridad que se usa con los esclavos-: bien lo sospeché al principio; pero tienes un aire tan poco común en tu clase, que luego mudé de pensamiento.
El esclavo
continuaba sonriéndose; pero su sonrisa era cada vez
más melancólica y
-Es -dijo volviendo a fijar los ojos en el extranjero-, que a veces es libre y noble el alma, aunque el cuerpo sea esclavo y villano. Pero ya es de noche y voy a conducir a su merced [5] al ingenio ya próximo.
La observación del mulato era exacta. El sol, como arrancado violentamente del hermoso cielo de Cuba, había cesado de alumbrar aquel país que ama, aunque sus altares estén ya destruídos, y la luna pálida y melancólica se acercaba lentamente a tomar posesión de sus dominios.
El extranjero siguió a su guía sin interrumpir la conversación:
-¿Conque eres esclavo de don Carlos?
-Tengo el honor de
ser su mayoral [6]
-¿Cómo te llamas?
-Mi nombre de bautismo es Bernabé, mi madre me llamó siempre Sab, y así me han llamado luego mis amos.
-¿Tu madre era negra, o mulata como tú?
-Mi madre vino al mundo en un país donde su color no era un signo de esclavitud: mi madre -repitió con cierto orgullo-, nació libre y princesa. Bien lo saben todos aquellos que fueron como ella conducidos aquí de las costas del Congo por los traficantes de carne humana. Pero princesa en su país fue vendida en éste como esclava.
El caballero sonrió con disimulo al oír el título de princesa que Sab daba a su madre, pero como al parecer le interesase la conversación de aquel esclavo, quiso prolongarla:
-Tu padre sería blanco indudablemente.
-¡Mi padre!... yo no le he conocido jamás.
Salía mi madre apenas de la infancia cuando fue vendida
al señor don Félix de B... padre de mi amo
actual, y de otros cuatro hijos. Dos años gimió
inconsolable la infeliz sin poder resignarse a la horrible
mudanza de su suerte; pero un
-Tu suerte, Sab, será menos digna de lástima que la de los otros esclavos, pues el cargo que desempeñas en Bellavista prueba la estimación y afecto que te dispensa tu amo.
-Sí,
señor, jamás he sufrido el trato duro que se
da generalmente a los negros, ni he sido condenado a largos
y fatigosos trabajos. Tenía solamente tres años
cuando murió mi protector don Luis el más joven
de los hijos del difunto don Félix de B... pero dos
horas antes de dejar este mundo aquel excelente joven tuvo
una larga y secreta conferencia con su hermano don Carlos,
y según se conoció después, me dejó
recomendado a su bondad. Así hallé en mi amo
actual
Interrumpíase el esclavo no pudiendo ocultar la profunda
emoción que a pesar suyo revelaba su voz. Mas hízose
al momento señor de sí mismo; pasose la mano
por la frente, sacudió ligeramente la cabeza, y añadió
-Por mi propia elección fui algunos años calesero, luego quise dedicarme al campo, y hace dos que asisto en este ingenio.
El extranjero sonreía con malicia desde que Sab habló de la conferencia secreta que tuviera el difunto don Luis con su hermano, y cuando el mulato cesó de hablar le dijo:
-Es extraño que no seas libre, pues habiéndote querido tanto don Luis de B... parece natural te otorgase su padre la libertad, o te la diese posteriormente don Carlos.
-¡Mi libertad!... sin duda es cosa muy dulce la libertad... pero yo nací esclavo: era esclavo desde el vientre de mi madre, y ya...
-Estás acostumbrado a la esclavitud -interrumpió el extranjero, muy satisfecho con acabar de expresar el pensamiento que suponía al mulato-.
No le contradijo éste; pero se sonrió con amargura, y añadió a media voz y como si se recrease con las palabras que profería lentamente:
-Desde mi infancia fui escriturado a la señorita
Carlota:
El extranjero picó un poco con la espuela a su caballo: Sab andaba delante apresurando el paso a proporción que caminaba más de prisa el hermoso alazán de raza normanda en que iba su interlocutor.
-Ese afecto y buena ley te honran mucho, Sab, pero Carlota de B... va a casarse y acaso la dependencia de un amo no te será tan grata como la de tu joven señorita.
El esclavo se paró de repente, y volvió sus ojos negros y penetrantes hacia el extranjero que prosiguió, deteniendo también un momento su caballo:
-Siendo un sirviente que gozas la confianza de tus dueños, no ignorarás que Carlota tiene tratado su casamiento con Enrique Otway, hijo único de uno de los más ricos comerciantes de Puerto Príncipe.
Siguiose a estas palabras un
momento de silencio, durante el cual es indudable que se
verificó en el alma del esclavo un incomprensible
trastorno. Cubriose su frente
-¡Enrique Otway! Ese nombre lo mismo que vuestra fisonomía indican un origen extranjero... ¡Vos [7] sois pues, sin duda el futuro esposo de la señorita de B...!
-No te engañas, joven, yo soy en efecto
Enrique Otway, futuro esposo de Carlota, y el mismo que procurará
no sea un mal para ti su unión con tu señorita:
lo mismo que ella, te prometo hacer menos dura tu triste
condición de esclavo. Pero he aquí la taranquela [8]:
ya no necesito guía. A
Enrique metió espuelas a su caballo, que atravesando la taranquela partió a galope. El esclavo le siguió con la vista hasta que le vio llegar delante de la puerta de la casa blanca. Entonces clavó los ojos en el cielo, dio un profundo gemido, y se dejó caer sobre un ribazo.
Diré que su frente brilla más que nieve en valle oscuro: diré su bondad sencilla, y el carmín de su mejilla como su inocencia puro. GALLEGO
-¡Qué hermosa noche! Acércate, Teresa, ¿no te encanta respirar una brisa tan refrigerante?
-Para ti debe ser más
hermosa la noche y las brisas más puras: para ti que
eres feliz. Desde esta ventana ves a tu buen padre adornar
por sí mismo con ramas y flores las ventanas de esta
casa: este día en que tanto has llorado debe ser para
ti de
-Es cierto que soy dichosa,
amiga mía, pero ¿cómo pudiera volver a ver
sin profunda melancolía estos sitios que encierran
para mí tantos recuerdos? La última vez que
habitamos en este ingenio gozaba yo la compañía
de la más tierna de las madres. También era
madre tuya, Teresa, pues como tal te amaba: ¡aquella alma
era toda ternura!... cuatro años han corrido después
de que habitó con nosotras esta casa. Aquí
lucieron para ella los últimos días de felicidad
y de vida. Pocos transcurrieron desde que dejamos esta hacienda
y volvimos a la ciudad, cuando la atacó la mortal
dolencia que la condujo prematuramente al sepulcro. ¿Cómo
fuera posible que al volver a estos sitios, que no había
visto desde entonces,
-Tienes razón, Carlota, ambas debemos llorar eternamente una pérdida que nos privó, a ti de la mejor de las madres, a mí, pobre huérfana desvalida, de mi única protectora.
Un largo intervalo de silencio sucedió a este corto diálogo, y nos aprovecharemos de él para dar a conocer a nuestros lectores las dos señoritas cuya conversación acabamos de referir con escrupulosa exactitud, y el local en que se verificara la mencionada conversación.
Era una pequeña sala baja y cuadrada, que se comunicaba por una puerta de madera pintada de verde oscuro, con la sala principal de la casa. Tenía además una ventana rasgada casi desde el nivel del suelo, que se elevaba hasta la altura de un hombre, con antepecho de madera formando una media luna hacia fuera, y compuertas también de madera, pero que a la sazón estaban abiertas para que refrescase la estancia la brisa apacible de la noche.
Los muebles que adornaban esta habitación
Ninguna luz artificial se veía
en la habitación alumbrada únicamente por la
claridad de la luna que penetraba por la ventana. Junto a
ésta y frente una de otra estaban las dos señoritas
sentadas en dos anchas poltronas, conocidas con el nombre
de butacas. Nuestros lectores hubieran conocido desde luego
a la tierna Carlota en las dulces lágrimas que tributaba
todavía a la memoria de su madre muerta hacía
cuatro años. Su hermosa y pura frente descansaba en
una de sus manos, apoyando el brazo en el antepecho de la
ventana; y sus cabellos castaños divididos en dos
mitades iguales, caían formando multitud de rizos
en
La figura
que se notaba frente a ella presentaba un cierto contraste.
Joven todavía, pero privada de las gracias de la juventud,
Teresa tenía una de aquellas fisonomías insignificantes
que nada dicen al corazón. Sus facciones nada ofrecían
de repugnante, pero tampoco nada de atractivo. Nadie la llamaría
fea después de examinarla; nadie empero la creería
hermosa al verla por primera vez, y aquel rostro
Hija natural de un pariente
lejano de la esposa de D. Carlos, perdió a su madre
al nacer, y había vivido con su padre, hombre libertino
que la abandonó enteramente al orgullo y la dureza
de una madrastra que
Carlota amaba a Teresa como a una hermana,
y acostumbrada ya a la sequedad y reserva de su carácter,
no se ofendió nunca de no ver correspondida
Inmóvil Teresa enfrente de su amiga estremeciose de repente con un movimiento convulsivo.
-Oigo -dijo- el galope de un caballo: sin duda es tu Enrique.
Levantó su linda cabeza Carlota de B... y un leve matiz de rosa se extendió por sus mejillas.
-En efecto
-dijo-, oigo galopar; pero Enrique no debe llegar hasta mañana:
mañana fue el día señalado para su vuelta
de Guanaja. Sin embargo, puede haber querido anticiparlo...
¡Ah, sí, él es!... ya oigo su voz que saluda
a papá. Teresa,
Teresa, que se había puesto en pie y miraba atentamente por la ventana, volvió a sentarse con lentitud: su rostro recobró su helada y casi estúpida inmovilidad, y pronunció entre dientes:
-¡Sí, eres muy dichosa!
No lloraba ya Carlota: los penetrantes recuerdos de una madre querida se desvanecieron a la presencia de un amante adorado. Junto a Enrique nada ve más que a él. El universo entero es para ella aquel reducido espacio donde mira a su amante: porque ama Carlota con todas las ilusiones de un primer amor, con la confianza y abandono de la primera juventud y con la vehemencia de un corazón formado bajo el cielo de los Trópicos.
Tres meses habían corrido desde que se trató
su casamiento con Enrique Otway, y en ellos diariamente habían
sido pronunciados los juramentos de un eterno cariño:
Aún no había llegado para la sensible Isleña esta época dolorosa de una primera desilusión: aún veía a su amante por el encantado prisma de la inocencia y del amor, y todo en él era bello, grande y sublime.
¿Merecía Enrique Otway una pasión
tan hermosa? ¿Participaba de aquel divino entusiasmo que
hace soñar un cielo en la tierra? ¿Comprendía
su alma a aquella alma
Mujer quiero con caudal. CAÑIZARES
Sabido es que las riquezas de Cuba atraen en todo tiempo innumerables extranjeros,
que con mediana industria y actividad no tardan en enriquecerse
de una manera asombrosa para los indolentes isleños,
que satisfechos con la fertilidad de su suelo, y
Jorge Otway fue uno de los muchos hombres que se le elevan de la nada en poco tiempo a favor de las riquezas en aquel país nuevo y fecundo. Era inglés: había sido buhonero algunos años en los Estados Unidos de la América del norte, después en la ciudad de La Habana, y últimamente llegó a Puerto Príncipe traficando con lienzos, cuando contaba más de treinta años, trayendo consigo un hijo de seis, único fruto que le quedara de su matrimonio.
Cinco años después de su llegada a Puerto
Príncipe, Jorge Otway en compañía de
dos catalanes tenía ya una tienda de lienzos, y su
hijo despachaba con él detrás del mostrador.
Pasaron cinco años más y el inglés y
sus socios abrieron un soberbio almacén de toda clase
de lencería. Pero ya no eran
Enrique no era ya únicamente
uno de los más gallardos jóvenes del país,
era también considerado como uno de los más
ventajosos partidos. Sin embargo, en esta misma época,
en que llegaba a su apogeo la rápida
Echó la vista a las más
ricas herederas del país y creyó ver en Carlota
de B... la mujer que convenía a sus cálculos.
Don Carlos, padre de la joven, había heredado como
sus hermanos un caudal considerable, y aunque se casó
con una mujer de escasos bienes la suerte había favorecido
a ésta últimamente, recayendo en ella una herencia
Declarose, pues, amante de la señorita
de B... y no tardó en ser amado. Se hallaba Carlota
en aquella edad peligrosa en que el corazón siente
con mayor viveza la necesidad de amar, y era además
naturalmente tierna e impresionable. Mucha sensibilidad,
una imaginación muy viva, y gran actividad de espíritu,
eran dotes, que, unidas a un carácter más entusiasta
que prudente debían hacer temer en ella los efectos
de una primera pasión. Era fácil prever que
aquella alma poética no amaría
Carlota amó a Enrique, o mejor diremos amó en Enrique el objeto ideal que la pintaba su imaginación, cuando vagando por los bosques, o a las orillas del Tínima, se embriagaba de perfumes, de luz brillante, de dulces brisas: de todos aquellos bienes reales, tan próximos al idealismo, que la naturaleza joven, y superabundante de vida, prodiga al hombre bajo aquel ardiente cielo. Enrique era hermoso e insinuante: Carlota descendió a su alma para adornarla con los más brillantes colores de su fantasía: ¿qué más necesitaba?
Noticioso Jorge del feliz
éxito de las pretensiones de su hijo pidió
osadamente la mano de Carlota, pero su vanidad y la de Enrique
sufrieron la humillación de una repulsa. La familia
de B... era de las más nobles del país y no
pudo recibir sin indignación
D. Carlos era uno de aquellos
hombres apacibles y perezosos que no saben hacer mal, ni
tomarse grandes fatigas para ejecutar el bien. Había
seguido los consejos de su familia al oponerse a la unión
de Carlota con Enrique, pues él por su parte era indiferente
en cierto modo, a las preocupaciones del nacimiento, y acostumbrado
a los goces de
Inactivo por temperamento, dócil por carácter y por el convencimiento de su inercia, se opuso al amor de su hija sólo por contemporizar con sus hermanos, y cedió luego a los deseos de aquélla, menos por la persuasión de que tal enlace labraría su dicha que por falta de fuerzas para sostener por más tiempo el papel de que se había encargado. Carlota empero supo aprovechar aquella debilidad en su favor, y antes de que su familia tuviese tiempo de influir nuevamente en el ánimo de D. Carlos su casamiento fue convenido por ambos padres y fijado para el día primero de septiembre de aquel año, por cumplir en él la joven los 18 de su edad.
Era a fines de febrero cuando se hizo
Engañábanse empero los que juzgaban
de este modo a D. Carlos. Ciertamente la pereza de su carácter,
y el desaliento que en él producía cualquier
golpe inesperado influían no poco en la aparente fortaleza
con que se sometía desde luego a
Todo lo contrario sucedió a Jorge. Carlota privada
de la herencia de su tío, y
Lo que pasó
en el alma de Enrique cuando vio destruidas en un momento
las brillantes esperanzas de fortuna que fundaba en su novia,
fue un secreto para todos, pues aunque fuese el joven tan
No hay mal para el amor correspondido, no hay bien que no sea mal para el ausente. LISTA
A la conclusión de una larga calle de Naranjos y Tamarindos, sentados muellemente en un tronco de Palma estaban Carlota y su amante la tarde siguiente a aquella en que llegó éste a Bellavista, y se entretenían en una conversación al parecer muy viva.
-Te repito -decía el joven- que negocios indispensables de mi comercio me precisan a dejarte tan pronto, bien a pesar mío.
-¿Conque veinte y cuatro horas solamente has querido permanecer en Bellavista? -contestó la doncella con cierto aire de impaciencia-. Yo esperaba que fuesen más largas tus visitas: de otro modo no hubiera consentido en venir. Pero no te marcharás hoy, eso no puede ser. Cuatro días más, dos por lo menos.
-Ya sabes que te dejé hace ocho para ir al Puerto de Guanaja, al cual acababa de llegar un buque consignado a mi casa. El cargamento debe ser trasportado a Puerto Príncipe y es indispensable hallarme yo allí: mi padre con su edad y sus dolencias es ya poco apropósito para atender a tantos negocios con la actividad necesaria. Pero escucha, Carlota, te ofrezco volver dentro de quince días.
-¡Quince días! -exclamó Carlota
con infantil impaciencia-. ¡Ah, no!, papá tiene proyectado
un paseo a Cubitas, con el doble objeto de visitar las estancias
que tiene
Iba Enrique a contestar cuando vieron venir hacia ellos al mulato que hemos presentado al lector en el primer capítulo de esta historia.
-Es hora de la merienda -dijo Carlota-, y sin duda papá envía a Sab para advertírnoslo.
-¿Sabes que
me agrada ese esclavo? -repuso Enrique aprovechando con gusto
la ocasión que se le presentaba de dar otro giro a
la conversación-. No tiene nada de la abyección
y grosería que es común en gentes de su especie,
por el contrario,
-Sab no ha estado nunca confundido con los otros esclavos -contestó Carlota-, se ha criado conmigo como un hermano, tiene suma afición a la lectura y su talento natural es admirable.
-Todo eso no es un bien para él -repuso el inglés-, porque ¿para qué necesita del talento y la educación un hombre destinado a ser esclavo?
-Sab no lo será largo tiempo, Enrique: Creo que mi padre espera solamente a que cumpla 25 años para darle libertad.
-Según cierta relación que me hizo de su nacimiento -añadió el joven sonriéndose-, sospecho que tiene ese mozo, con algún fundamento, la lisonjera presunción de ser de la misma sangre que sus amos.
-Así lo pienso yo también porque mi padre le ha tratado siempre con particular distinción, y aun ha dejado traslucir a la familia que tiene motivos poderosos para creerle hijo de su difunto hermano D. Luis. Pero ¡silencio!... ya llega.
El mulato se inclinó profundamente delante de su joven señora y avisó que la aguardaban para la merienda. Además, añadió:
-El cielo se va obscureciendo demasiado y parece amenazar una tempestad.
Carlota levantó los ojos y viendo la exactitud de esta observación mandó retirarse al esclavo diciéndole que no tardarían en volver a la casa. Mientras Sab regresaba a ella, internándose entre los árboles que formaban el paseo, volviose hacia su amante y fijando en él una mirada suplicatoria:
-Y bien -le dijo-, ¿vendrás pues para acompañarme a Cubitas?
-Vendré dentro de quince días. ¿No son lo mismo quince que ocho?
-¡Lo mismo! -repitió
ella dando a sus bellos ojos una notable expresión
de sorpresa-: ¡pues qué!, ¿no hay siete días
de diferencia? ¡Siete días, Enrique! Otros tantos
he estado sin verte en esta primera separación y me
han parecido una eternidad. ¿No has experimentado tú
cuán triste cosa es ver salir el sol, un día
y otro, y otro... sin que pueda disipar las tinieblas del
corazón, sin traernos
Una lágrima empañó
los ojos de la apasionada criolla, y levantándose
del tronco en que se hallaba sentada entrose por entre los
naranjos que formaban un bosquecillo hacia la derecha, como
si sintiese la necesidad de dominar un exceso de sensibilidad
que tanto le hacía sufrir. Siguiola Enrique paso a
paso, como si temiese dejar de verla sin desear alcanzarla,
y pintábase en su blanca frente y en sus ojos azules
una expresión particular de duda e indecisión.
Enrique se apresuró entonces y logró
reunirse a su querida, a tiempo que ésta atravesaba
el umbral de la casa, en donde les
La noche se acercaba mientras tanto, pero no serena y hermosa como la anterior, sino que todo anunciaba ser una de aquellas noches de tempestad que en el clima de Cuba ofrecen un carácter tan terrible.
Hacía
un calor sofocante que ninguna brisa temperaba; la atmósfera
cargada de electricidad pesaba sobre los cuerpos como una
capa de plomo: las nubes, tan bajas que se confundían
con las sombras de los bosques, eran de un pardo oscuro con
anchas bandas de color de fuego. Ninguna hoja se estremecía,
ningún sonido interrumpía el silencio pavoroso
de la naturaleza. Bandadas de auras [11]
poblaban el aire, oscureciendo
la luz rojiza del sol poniente; y los perros baja y espeluznada
la
Estos síntomas
de tempestad, conocidos de todos los cubanos, fueron un motivo
más para instar a Otway dilatase su partida hasta
el día siguiente por lo menos. Pero todo fue inútil
y se manifestó resuelto a partir en el momento, antes
que se declarase la tempestad. Dos esclavos recibieron la
orden de traer su caballo, y D. Carlos le ofreció
a Sab para que le acompañase. Estaba determinado con
anterioridad que el mulato partiese al día siguiente
a la ciudad a ciertos asuntos de su amo, y haciéndole
anticipar algunas horas su salida proporcionaba éste
a su futuro yerno un compañero práctico en
aquellos caminos. Agradeció Enrique esta atención
y levantándose de la mesa, en la que acababan de servirles
la merienda, según costumbre del país en aquella
época, se acercó a Carlota, que con los ojos
fijos en el cielo parecía examinar con inquietud
-A Dios, Carlota -le dijo tomando con cariño una de sus manos-, no serán quince los días de nuestra separación, vendré para acompañarte a Cubitas.
-Sí -contestó ella-, te espero, Enrique... pero, ¡Dios mío! -añadió estremeciéndose y volviendo a dirigir al cielo los hermosos ojos, que por un momento fijara en su amante-. Enrique, la noche será horrorosa... la tempestad no tardará en estallar... ¿por qué te obstinas en partir? Si tú no temes hazlo por mí, por compasión de Carlota... Enrique, no te vayas.
El inglés observó
un instante el firmamento y repitió la orden de traerle
su caballo. No dejaba de conocer la proximidad de la tormenta,
pero convenía a sus intereses comerciales hallarse
aquella noche en Puerto Príncipe, y cuando mediaban
consideraciones de esta clase ni los rayos del cielo, ni
los ruegos de su amada podían hacerle vacilar: porque
educado según las reglas de codicia y especulación,
Dos relámpagos brillaron con cortísimo intervalo seguidos por la detonación de dos truenos espantosos, y una palidez mortal se extendió sobre el rostro de Carlota, que miró a su amante con indecible ansiedad. D. Carlos se acercó a ellos haciendo al joven mayores instancias para que difiriese su partida, y aun las niñas hermanas de Carlota se agruparon en torno suyo y abrazaban cariñosamente sus rodillas rogándole que no partiese. Un solo individuo de los que en aquel momento encerraba la sala permanecía indiferente a la tempestad, y a cuanto le rodeaba. Este individuo era Teresa que apoyada en el antepecho de una ventana, inmóvil e impasible, parecía sumergida en profunda distracción.
Cuando Enrique sustrayéndose a las instancias del
dueño de la casa, a las importunidades
Enrique al tomarla la mano notó que estaba fría y temblorosa, y aun creyó percibir un leve suspiro ahogado con esfuerzo entre sus labios. Fijó en ella los ojos con alguna sorpresa, pero había vuelto a colocarse en su primera postura, y su rostro frío, y su mirada fija y seca, como la de un cadáver, no revelaban nada de cuanto entonces ocupaba su pensamiento y agitaba su alma.
Enrique montó a caballo: sólo aguardaba a Sab para partir, pero Sab estaba detenido por Carlota que llena de inquietud le recomendaba su amante:
-Sab -le decía con penetrante acento-, si la tempestad
es tan terrible como presagian estas negras nubes y esta
calma espantosa, tú, que conoces a palmo este país,
sabrás en dónde refugiarte con Enrique. Porque
por solitarios que sean estos campos no faltará un
bohío [12]
Un relámpago más
vivo que los anteriores, y casi al mismo tiempo el estampido
de un trueno, arrancaron un débil grito a la tímida
doncella, que por un movimiento involuntario cubrió
sus ojos con ambas manos. Cuando los descubrió y tendió
una mirada en derredor vio cerca de sí a sus hermanitas,
agrupadas en silencio unas contra otras y temblando de miedo,
mientras que Teresa permanecía de pie, tranquila y
silenciosa en la misma ventana en que había recibido
la despedida de Enrique. Sab no estaba ya en la sala. Carlota
se levantó de la butaca en que se había arrojado
casi desmayada al estampido del trueno, e intentó
correr al patio en que había visto a Enrique montar
a caballo un momento antes, y en el cual le suponía
aún: pero en el mismo instante oyó la voz de
su padre que deseaba a los que partían
-¡Dios mío! ¿se padece tanto siempre que se ama? ¿aman y padecen del mismo modo todos los corazones o has depositado en el mío un germen más fecundo de afectos y dolores?... ¡Ah!, si no es general esta terrible facultad de amar y padecer, ¡cuán cruel privilegio me has concedido!... porque es una desgracia, es una gran desgracia sentir de esta manera.
Cubrió sus ojos llenos de lágrimas y gimió: porque levantándose de improviso allá en lo más íntimo de su corazón no sé qué instinto revelador y terrible, acababa de declararle la verdad, que hasta entonces no había claramente comprendido: que hay almas superiores sobre la tierra, privilegiadas para el sentimiento y desconocidas de las almas vulgares: almas ricas de afectos, ricas de emociones... para las cuales están reservadas las pasiones terribles, las grandes virtudes, los inmensos pesares... y que el alma de Enrique no era una de ellas.
... La tormenta umbría en los aires revuelve un Océano que todo lo sepulta... HEREDIA
La noche más profunda enlutaba ya el suelo. Aún no caía una gota
de lluvia, ni la más ligera corriente de aire refrigeraba
a la tierra abrasada. Reinaba un silencio temeroso en la
naturaleza que parecía contemplar con profundo desaliento
Sin embargo, en tan horrible noche dos hombre atrevidos atravesaban a galope aquellas sabanas abrasadas, sin el menor indicio de temor. Estos dos hombres ya los conoce el lector: eran Enrique y Sab, montado el uno en su fogoso alazán, y el otro en un jaco negro como el ébano, más ligero que vigoroso. El inglés llevaba ceñido un sable corto de puño de plata cincelada, y dos pistolas en el arzón delantero de su silla; el mulato no llevaba más arma que su machete.
Ni uno ni otro proferían una palabra ni
parecía que echasen de ver los relámpagos,
más frecuentes por momentos, porque cada uno de ellos
estaba dominado por un pensamiento que absorbía cualquier
otro. Es indudable que Enrique Otway amaba a Carlota de B...
¿y cómo no amar una criatura tan bella y apasionada?
Cualesquiera que fuesen las facultades del alma del inglés,
la altura o bajeza
Pensaba, pues, alejándose de su querida, en la felicidad de poseerla, y pesada esta dicha con la de ser más rico, casándose con una mujer menos bella acaso, menos tierna, pero cuya dote pudiera restablecer el crédito de su casa decaída, y satisfacer la codicia de su padre. Agitado e indeciso en esta elección se reconvenía a sí mismo de no ser bastante codicioso para sacrificar su amor a su interés, o bastante generoso para posponer su conveniencia a su amor.
Diversos pensamientos más
sombríos, más terribles, eran sin duda los
que ocupaban el alma del esclavo. ¿Pero quién se atrevería
a querer penetrarlos? A la luz repercutida de los relámpagos
veíanse sus
La tempestad estalla por fin súbitamente. Al soplo impetuoso de los vientos desencadenados el polvo de los campos se levanta en sofocantes torbellinos: el cielo se abre vomitando fuego por innumerables bocas: el relámpago describe mil ángulos encendidos: el rayo troncha los más corpulentos árboles y la atmósfera encendida semeja una vasta hoguera.
El joven inglés se vuelve con un movimiento de terror hacia su compañero:
-Es imposible continuar -le dice-, absolutamente imposible.
-No lejos de aquí -responde tranquilamente el esclavo-
está
-Vamos a ella al momento -dijo Enrique, que conocía la imposibilidad de tomar otro partido-.
Pero apenas había pronunciado estas palabras una nube se rasgó sobre su cabeza: el árbol bajo el cual se hallaba cayó abrasado por el rayo, y su caballo lanzándose por entre los árboles, que el viento sacudía y desgajaba, rompió el freno con que el aturdido jinete se esforzaba en vano a contenerle. Chocando su cabeza contra las ramas y vigorosamente sacudido por el espantado animal, Enrique perdió la silla y fue a caer ensangrentado y sin sentido en lo más espeso del bosque.
Un gemido doliente y
largo designó al mulato el paraje en que había
caído, y bajándose de su caballo se adelantó
presuroso y con admirable tino, a pesar de la profunda oscuridad.
Encontró al pobre Otway pálido, sin sentido,
magullado el rostro y cubierto de sangre, y quedose de pie
delante de él, inmóvil y como petrificado.
Sin embargo, sombrío y siniestro, como los fuegos
de la tempestad, era el brillo
-¡Aquí está! -exclamó
por fin con su horrible sonrisa-. ¡Aquí está!
-repitió con acento sordo y profundo, que armonizaba
de un modo horrendo con los bramidos del huracán-.
¡Sin sentido! ¡moribundo!... mañana llorarían
a Enrique Otway muerto de una caída, víctima
de su imprudencia... nadie podría decir si esta cabeza
había sido despedazada por el golpe o si una mano
enemiga había terminado la obra. Nadie adivinaría
si el decreto del cielo había sido auxiliado por la
mano de un mortal... la oscuridad es profunda y estamos solos...
¡solos él y yo en medio de la noche y de la tempestad!...
Helo aquí a mis pies, sin voz, sin conocimiento, a
este hombre aborrecido. Una voluntad le reduciría
a la nada, y esa voluntad es la mía... ¡la mía,
pobre esclavo de quien él no sospecha que tenga un
alma superior a la suya... capaz de amar, capaz de aborrecer...
un alma que supiera ser
Crujieron sus dientes y con brazo vigoroso levantó en el aire, como a una ligera paja, el cuerpo esbelto y delicado del joven inglés.
Pero una súbita e incomprensible mudanza se verifica en aquel momento en su alma, pues se queda inmóvil y sin respiración cual si lo subyugase el poder de algún misterioso conjuro. Sin duda un genio invisible, protector de Enrique, acaba de murmurar en sus oídos las últimas palabras de Carlota:
-Sab, yo te recomiendo mi Enrique.
-¡Su Enrique! -exclamó con triste y sardónica
sonrisa-. ¡Él! ¡Este hombre sin corazón! ¡Y
ella llorará su muerte! ¡Y él se llevará
al sepulcro sus amores y sus ilusiones...! Porque muriendo
él no conocerá nunca Carlota cuán indigno
era de su amor entusiasta, de su amor de mujer y de virgen...
muriendo vivirá por más tiempo en su memoria,
porque le animará el alma
Un débil gemido que exhaló Otway hizo estremecer al esclavo. Dejó caer su cabeza que sostenía, retrocedió algunos pasos, cruzó los brazos sobre su pecho, agitado de una tempestad más horrible que la de la naturaleza, miró al cielo que semejaba un mar de fuego, miró a Otway en silencio y sacudió con violencia su cabeza empapada por la lluvia, rechinando unos contra otros sus dientes de marfil. Luego se acercó precipitadamente al herido y era evidente que terminaban sus vacilaciones y que había tomado una resolución decidida.
Al día siguiente hacía una mañana
hermosa como lo es por lo regular en las Antillas la que
sucede a una noche de tormenta. La atmósfera purificada,
el cielo azul y espléndido, el sol vertiendo torrentes
de luz sobre la naturaleza regocijada.
Carlota de B... veía comenzar aquel deseado día apoyada en la ventana de su dormitorio, la misma en que la hemos presentado por primera vez a nuestros lectores. El encarnado de sus ojos, y la palidez de sus mejillas, revelaban las agitaciones y el llanto de la noche, y sus miradas se tendían por el camino de la ciudad con una expresión de melancolía y fatiga.
Repentinamente en su fisonomía se pintó un espanto indescribible y sus ojos, sin variar de dirección, tomaron una expresión más notable de zozobra y agonía. Lanzó un grito y hubiera caído en tierra si acudiendo Teresa no la recibiera en sus brazos. Pero como si fuese tocada de una conmoción eléctrica, Teresa, en el momento de llegar a la fatal ventana, quedó tan pálida y demudada como la misma Carlota. Sus rodillas se doblaron bajo el peso de su cuerpo, y un grito igual al que la había atraído a aquel sitio se exhaló de su oprimido pecho.
Pero nadie acude a socorrerlas: la alarma es general en la casa, y el Sr. de B... está demasiado aturdido para poder atender a su hija.
El objeto que causa tal consternación no es más que un caballo con silla inglesa, y las bridas despedazadas, que acaba de llegar conducido por su instinto al sitio de que partiera la noche anterior. ¡Es el caballo de Enrique! Carlota vuelta en su acuerdo prorrumpe en gritos desesperados. En vano Teresa la aprieta entre sus brazos con su usada ternura, conjurándola a que se tranquilice y esforzándose a darle esperanzas: en vano su excelente padre pone en movimiento a todos sus esclavos para que salgan en busca de Enrique. Carlota a nada atiende, nada oye, nada ve sino a aquel fatal caballo mensajero de la muerte de su amante. A él interroga con agudos gritos y en un rapto de desesperación precipítase fuera de la casa y corre desatinada hacia los campos, diciendo con enajenamiento de dolor:
-Yo misma, yo le buscaré... yo quiero descubrir su cadáver y espirar sobre él.
Parte veloz como una flecha y al atravesar la taranquela se encuentra frente a frente con el mulato. Sus vestidos y sus cabellos aún están empapados por el agua de la noche, mientras que corren de su frente ardientes gotas de sudor que prueban la fatiga de una marcha precipitada.
Carlota al verle arroja un grito y tiene que apoyarse en la taranquela para no caer. Sin fuerzas para interrogarle fija en él los ojos con indecible ansiedad, y el mulato la entiende pues saca de su cinturón un papel que le presenta. Igualmente tiemblan la mano que le da y la que le recibe... Carlota devora ya aquel escrito con sus ansiosas miradas, pero el exceso de su conmoción no le permite terminarlo, y alargándoselo a su padre, que con Teresa llegaba a aquel sitio, cae en tierra desmayada.
Mientras don Carlos la toma en sus brazos cubriéndola de besos y lágrimas, Teresa lee en alta voz la carta. Decía así:
«Amada Carlota: salgo para la ciudad en un carruaje
que me envía mi padre, y estoy libre al presente de
todo riesgo. Una
Carlota vuelta apenas en su conocimiento hizo acercar al esclavo y, en un exabrupto de alegría y agradecimiento, ciñó su cuello con sus hermosos brazos.
-¡Amigo mío! ¡mi ángel de consolación! -exclamaba- ¡bendígate el cielo!... ya eres libre, yo lo quiero.
Sab se inclinó profundamente a los pies de la doncella y besó la delicada mano que se había colocado voluntariamente junto a sus labios. Pero la mano huyó al momento y Carlota sintió un ligero estremecimiento: porque los labios del esclavo habían caído en su mano como una ascua de fuego.
-Eres libre -repitió ella fijando en él su mirada sorprendida como si quisiera leer en su rostro la causa de una emoción que no podía atribuir al gozo de una libertad largo tiempo ofrecida y repetidas veces rehusada: pero Sab se había dominado y su mirada era triste y tranquila, y serio y melancólico su aspecto.
Interrogado por su amo refirió en pocas palabras los pormenores de la noche, y acabó asegurando a Carlota que no corría ningún peligro su amante y que la herida que recibiera en la cabeza era tan leve que no debía causar la menor inquietud. Quiso en seguida volver a marchar a la ciudad a desempeñar los encargos de su amo, pero éste considerándole fatigado le ordenó descansar aquel día y partir al siguiente con el fresco de la madrugada. El esclavo obedeció retirándose inmediatamente.
Las diversas y vivas
emociones que Carlota había experimentado en pocas
horas, agitáronla de tal modo que se sintió
indispuesta y tuvo necesidad de recogerse
Mientras él discurría así sus cuatro hijas pequeñas jugaban alrededor de la hamaca. De rato en rato llegábanse a columpiarle y don Carlos las besaba reteniéndolas en sus brazos.
-Hechizos de mi vida -las decía-, un sentimiento más vivo que el afecto filial domina ya el corazón de Carlota, pero vosotras nada conocéis todavía más dulce que las caricias paternales. Cuando un esposo reclame toda su ternura y sus cuidados vosotras consagraréis los vuestros a hermosear los últimos días de vuestro anciano padre.
Carlota, reclinada su linda cabeza en el seno de Teresa, hablábale también de los objetos de su cariño: de su excelente padre, de Enrique a quien amaba más en aquel momento: porque, ¿quién ignora cuánto más caro se hace el objeto amado, cuando le recobramos después de haber temido perderle?
Teresa la escuchaba en silencio: disipados los temores había recobrado su glacial continente, y en los cuidados que prodigaba a su amiga había más bondad que ternura.
Rendida por último a tantas agitaciones como sufriera desde el día anterior durmiose Carlota sobre el pecho de Teresa, cerca del mediodía y cuando el calor era más sensible. Teresa contempló largo rato aquella cabeza tan hermosa, y aquellos soberbios ojos dulcemente cerrados, cuyas largas pestañas sombreaban las más puras mejillas. Luego colocó suavemente sobre la almohada la cabeza de la bella dormida y brotó de sus párpados una lágrima largo tiempo comprimida.
-¡Cuán hermosa es! -murmuró entre dientes-. ¿Cómo pudiera dejar de ser amada? Luego mirose en un espejo que estaba al frente y una sonrisa amarga osciló sobre sus labios.
Y mirando enternecido al generoso animal le repite: «mientras viva mi fiel amigo serás». Romance anónimo
Habiendo descansado una gran parte del día y toda
la noche, despertose Carlota al amanecer del siguiente, y
observando que aún todos dormían echose fuera
del lecho queriendo salir a respirar en el campo el aire
puro de la madrugada. Su indisposición, producida
únicamente por la fatiga
Vistiose ligeramente y salió sin hacer ruido para no despertar a Teresa. La madrugada era fresca y hermosa y el campo no había parecido nunca a Carlota tan pintoresco y florido.
Al salir de casa llevando en su pañuelo muchos granos de maíz rodeáronla innumerables aves domésticas. Las palomas berberiscas sus favoritas, y las gallinas americanas, pequeñas y pintadas, llegaban a coger el maíz a su falda y posaban aleteando sobre sus hombros.
Más lejos el pavo real rizaba las cinéreas
y azuladas plumas de su cuello, presentando
El temor de una desgracia superior hace menos sensible a los pesares ligeros. Carlota después de haber creído perder a su amante sentía mucho menos su ausencia. Su alma fatigada de sentimientos vehementes reposaba con delicia sobre los objetos que la rodeaban, y aquel día naciente, tan puro, asemejábase a los ojos de la doncella, a los días apacibles de su primera edad.
No había en Puerto Príncipe
en la época de nuestra historia, grande afición
a los jardines: apenas se conocían: acaso por ser
todo el país un vasto y magnífico vergel formado
por la naturaleza y al que no osaba el arte competir. Sin
embargo, Sab, que sabía cuánto amaba las flores
No dominaba el gusto inglés ni el francés en aquel lindo jardinillo: Sab no había consultado sino sus caprichos al formarle.
Era un recinto
de poca extensión defendido del ardiente viento del
sur por triples hileras de altas cañas de hermoso
verde oscuro, conocidas en el país con el nombre de
Pitos, que batidas ligeramente por la brisa formaban un murmullo
dulce y melancólico, como el de la ligera corriente
de un arroyo. Era el jardín un cuadro perfecto, y
los otros tres frentes los formaban arcos de juncos cubiertos
por vistosos festones de cambutera y balsamina, cuyas flores
carmíneas y doradas libaban zumbando los colibrís
brillantes como esmeraldas
Carlota recorría el jardín llenando de flores su blanco pañuelo de batista; de rato en rato interrumpía esta ocupación para perseguir las mariposas pintadas que revoloteaban sobre las flores. Luego sentábase fatigada a orillas del estanque, sus bellos ojos tomaban gradualmente una expresión pensativa, y distraídamente deshojaba las flores que con tanto placer había escogido, y las iba arrojando en el estanque.
Una vez sacola de su
distracción un leve rumor que le pareció producido
por las pisadas de alguno que se acercaba. Creyó que
despertando Teresa y advirtiendo su ausencia vendría
buscándola, y la llamó repetidas veces. Nadie
respondió y Carlota
Al verla tan joven, tan pueril, tan hermosa, no sospecharían los hombres irreflexivos que el corazón que palpitaba de placer en aquel pecho por la prisión y la libertad de una mariposa, fuese capaz de pasiones tan vehementes como profundas. ¡Ah!, ignoran ellos que conviene a las almas superiores descender de tiempo en tiempo de su elevada región: que necesitan pequeñeces aquellos espíritus inmensos a quienes no satisface todo lo más grande que el mundo y la vida pueden presentarle. Si se hacen frívolos y ligeros por intervalos, es porque sienten la necesidad de respetar sus grandes facultades y temen ser devorados por ellas.
Así el torrente tiende mansamente sus aguas sobre las yerbas del prado, y acaricia las flores que en su impetuosa creciente puede destruir y arrasar en un momento.
Carlota fue interrumpida en sus inocentes distracciones por el bullicio de los esclavos que iban a sus trabajos. Llamoles a todos, preguntándoles sus nombres uno por uno, e informándose con hechicera bondad de su situación particular, oficio y estado. Encantados los negros respondían colmándola de bendiciones, y celebrando la humanidad de D. Carlos y el celo y benignidad de su mayoral Sab. Carlota se complacía escuchándoles, y repartió entre ellos todo el dinero que llevaba en sus bolsillos con expresiones de compasión y afecto. Los esclavos se alejaron bendiciéndola y ella les siguió algún tiempo con los ojos llenos de lágrimas.
-¡Pobres
infelices! -exclamó-. Se juzgan afortunados, porque
no se les prodigan palos e injurias, y comen tranquilamente
el pan de la esclavitud. Se juzgan afortunados y son esclavos
sus hijos antes de salir del vientre de sus madres, y los
ven vender luego como a bestias irracionales... ¡a sus hijos,
carne y sangre suya! Cuando yo sea la esposa de Enrique -añadió
después
Al concluir estas palabras estremeciéronse los pitos, como si una mano robusta los hubiese sacudido y Carlota asustada salió del jardín y se encaminó precipitadamente hacia la casa.
Tocaba ya en el umbral de ella cuando oyó a su espalda una voz conocida que la daba los buenos días: volviose y vio a Sab.
-Te suponía ya andando para la ciudad -le dijo ella-.
-Me ha parecido -respondió el joven con alguna turbación- que debía aguardar que se levantase su merced para preguntarla si tenía algo que ordenarme.
-Yo te lo agradezco, Sab, y voy ahora mismo a escribir a Enrique: vendré a darte mi carta dentro de un instante.
Entrose Carlota
en la casa en la que dormían
-¡Por qué no puedes realizar tus sueños de inocencia y de entusiasmo, ángel del cielo!... ¿por qué el que te puso sobre esta tierra de miseria y crimen no dio a ese hermoso extranjero el alma del mulato?
Inclinó su frente con profundo dolor y permaneció un rato abismado en triste meditación. Luego se dirigió a la cuadra en que estaban su jaco negro y el hermoso alazán de Enrique. Puso su mano sobre el lomo del primero mirándole con ojos enternecidos:
-Leal y pacífico animal -le
dijo-, tú soportas con mansedumbre el peso de este
cuerpo miserable. Ni las tempestades del cielo te asustan
y te impulsan a sacudirle contra las peñas. Tú
respetas tu inútil carga mientras ese hermoso animal
sacude la suya, y arroja y pisotea al hombre feliz, cuya
vida es querida, cuya muerte sería llorada. ¡Pobre
jaco mío! Si fueses capaz de comprensión como
lo eres de
El caballo levantaba la cabeza y le miraba como si quisiera comprenderle. Luego le lamía las manos y parecía decirle con aquellas caricias: «Te amo mucho para poder complacerte; de ninguna otra mano que la tuya recibo con gusto el sustento».
Sab recibía sus caricias con visible conmoción y comenzó a enjaezarlo diciéndole con voz por instantes más triste:
-Tú eres el único
ser en la tierra que quiera acariciar estas manos tostadas
y ásperas: tú el único que no se avergüenza
de amarme: lo mismo que yo naciste condenado a la servidumbre...
pero ¡ay! tu suerte es más dichosa que la mía,
pobre animal; menos cruel contigo el destino no te ha sido
el funesto privilegio del pensamiento.
La dulce voz de Carlota le arrancó de sus sombrías ideas. Recibió la carta que le presentó la doncella, despidiose de ella respetuosamente y partió en su jaco llevando del cabestro el alazán de Enrique.
Ya se había levantado toda la familia y Carlota se presentó para el desayuno. Nunca había estado tan hermosa y amable: su alegría puso de buen humor a todos, y la misma Teresa parecía menos fría y displicente que de costumbre. Así se pasó aquel día en agradables conversaciones y cortos paseos, y así transcurrieron otros que duró la ausencia de Enrique.
Carlota empleaba una gran parte de ellos gozando anticipadamente
con el pensamiento la satisfacción de hacer una divertida
viajata con su amante. ¡Tal es el amor! Anhela un ilimitado
porvenir pero no desprecia ni el momento más corto.
Esperaba Carlota toda una vida de amor, y se embelesaba a
la proximidad de algunos días, como
Presentía el placer de viajar por un país pintoresco y magnífico con el objeto de su elección, y a la verdad nada es más grato a un corazón que sabe amar que el viajar de este modo. La naturaleza se embellece con la presencia del objeto que se ama y éste se embellece con la naturaleza. Hay no sé qué mágica armonía entre la voz querida, el susurro de los árboles, la corriente de los arroyos y el murmullo de la brisa. En la agitación del viaje todo pasa por delante de nuestra vista como los paisajes de un panorama, pero el objeto amado está siempre allí, y en sus miradas y en su sonrisa volvemos a hallar las emociones deliciosas que produjeran en nuestro corazón los cuadros variados que van desapareciendo.
Aquel que quiera experimentar
en toda su plenitud estas emociones indescribibles, viaje
por los campos de Cuba con la persona querida. Atraviese
con ella sus montes gigantescos, sus inmensas sabanas, sus
pintorescas praderías: suba en sus empinados
...Lo que quiero son talegos y no trastos. ...................... Lo primero los doblones. CAÑIZARES
Ocho días después de aquel en que partió Enrique de Bellavista, a las diez de la mañana de un día caloroso se desayunaban amigablemente en un aposento bajo de una gran casa, situada en una de las mejoras calles de Puerto Príncipe, Enrique Otway y su padre.
El joven tenían aún
en el rostro varias
Frente por frente de tan graciosa figura veíase la grosera y repugnante del viejo buhonero; la cabeza calva sembrada a trechos hacia atrás por algunos mechones de cabellos rojos matizados de blanco, las mejillas de un encarnado subido, los ojos hundidos, la frente surcada de arrugas, los labios sutiles y apretados, la barba puntiaguda y envuelto su cuerpo alto y enjuto en una bata blanca y almidonada.
Mientras Enrique desocupaba con buen apetito un ancho pocillo
de chocolate el viejo tenía fijos en él los
cavernosos ojos,
-No me queda duda, Carlota de B... aun después de heredar a su padre no poseerá más que una módica fortuna: ¡y luego en fincas deterioradas, perdidas!... ¡Bah, bah! Estos malditos isleños saben mejor aparentar riquezas que adquirirlas o conservarlas. Pero en fin, no faltan en el país buenos caudales; y no, no te casarás con Carlota de B... mientras haya otras varias en que escoger, tan buenas y más ricas que ella. ¿Dudas tú que cualquiera de estas criollas, la más encopetada, se dará por muy contenta contigo? Ja, ja, de eso respondo yo. Gracias al cielo y a mi prudencia nuestro mal estado no es generalmente conocido, y en este país nuevo la llamada nobleza no conoce todavía las rancias preocupaciones de nuestra vieja aristocracia europea. Si D. Carlos de B... hizo algunos melindres ya ves que tuvo a bien tomar luego otra marcha. Yo te fío que te casarás con quien se te antoje.
El viejo hizo una mueca que parodiaba una
sonrisa y añadió en seguida frotándose
Y en efecto pintábase en el semblante del viejo una extremada ansiedad.
-Si habéis de ver burlada vuestra esperanza -dijo el joven-, cuanto más tarde será mejor. Pero en fin, si sacabais el lote bastaría a restablecer nuestra casa y yo podría casarme con Carlota.
-¡Casarte con Carlota! -exclamó
Jorge poniendo sobre la mesa un pocillo de chocolate que
acercaba a sus labios, y que dejara sin probarle al oír
la conclusión desagradable
-¡Es tan bella! -repuso el joven, no sin alguna timidez-: ¡es tan buena! ¡su corazón tan tierno! ¡su talento tan seductor!...
-¡Bah! ¡bah! -interrumpió Jorge con impaciencia-, ¿y qué hace de todo eso un marido? Un comerciante, Enrique, ya te lo he dicho cien veces, se casa con una mujer lo mismo que se asocia con un compañero, por especulación, por conveniencia. La hermosura, el talento que un hombre de nuestra clase busca en la mujer con quien ha de casarse son la riqueza y la economía. ¡Qué linda adquisición ibas a hacer en tu bella melindrosa, arruinada y acostumbrada al lujo de la opulencia! El matrimonio, Enrique, es...
El viejo iba a continuar desenvolviendo
sus teorías mercantiles sobre el matrimonio cuando
fue interrumpido por un fuerte
-El correo: están aquí las cartas del correo.
Jorge Otway se levantó, con tal ímpetu que vertió el chocolate sobre la mesa y echó a rodar la silla, corriendo a abrir la puerta y arrebatando con mano trémula las cartas que el negro le presentaba haciendo reverencias. Tres abrió sucesivamente y las arrojó con enfado diciendo entre dientes:
-Son de negocios.
Por último rompe un sobre y ve lo que busca: el diario de La Habana que contiene la relación de los números premiados. Pero el exceso de su agitación no le permite leer aquellas líneas que deben realizar o destruir sus esperanzas, y alargando el papel a su hijo:
-Toma -le dice-, léele tú: mis billetes son tres: número 1750, 3908 y 8004. Lee pronto, el premio mayor es el que quiero saber: los cuarenta mil duros: acaba.
-El premio mayor ha caído en Puerto Príncipe -exclamó el joven con alegría-.
-¡En Puerto
Príncipe! ¡Veamos!... ¡el número,
Pero la puerta, que había dejado abierta, da paso en el mismo momento a la figura de un mulato, harto conocido ya de nuestros lectores, y Sab que no sospecha lo intempestivo de su llegada, se adelanta con el sombrero en la mano.
-¡Maldición sobre ti! -grita furioso Jorge Otway-, ¿qué diablos quieres aquí, pícaro mulato, y cómo te atreves a entrar sin mi permiso? ¿Y ese imbécil negro qué hace? ¿Dónde está que no te ha echado a palos?
Sab se detiene atónito a tan brusco recibimiento, fijando en el inglés los ojos mientras se cubría su frente de ligeras arrugas, y temblaban convulsivamente sus labios, como acontece con el frío que precede a una calentura. Diríase que estaba intimidado al aspecto colérico de Jorge si el encarnado que matizó en un momento el blanco amarillento de sus ojos, y el fuego que despedían sus pupilas de azabache, no diesen a su silencio el aire de la amenaza más bien que el del respeto.
Enrique vivamente sentido del grosero lenguaje empleado por su padre con un mozo al cual miraba con afecto desde la noche de su caída, procuró hacerle menos sensible con su amabilidad la desagradable acogida de Jorge, al cual manifestó que siendo aquella su habitación particular, y habiendo concedido a Sab el permiso de entrar en ella a cualquiera hora, sin preceder aviso, no era culpable del atrevimiento que se le reprehendía.
Pero el viejo no atendía a estas disculpas, porque habiendo arrancado de manos de Enrique el pliego deseado, lo devoraba con sus ojos; y Sab satisfecho al parecer con la benevolencia del joven y repuesto de la primera impresión que la brutalidad de Jorge le causara, abría ya los labios para manifestar el objeto de su visita, cuando un nuevo arrebato de éste fijó en él la atención de los dos jóvenes. Jorge acababa de despedazar entre sus manos el pliego impreso que leía, en un ímpetu de rabia y desesperación.
-¡Maldición!
-repitió por dos veces-. ¡El
Enrique no pudo menos que participar del disgusto de su padre, pronunciando entre dientes las palabras fatalidad y mala suerte, y volviéndose a Sab le ordenó seguirle a un gabinete inmediato, deseando dejar a Jorge desahogar con libertad el mal humor que siempre produce una esperanza burlada.
Pero quedó admirado y resentido cuando al mirar al mulato vio brillar sus ojos con la expresión de una viva alegría, creyendo desde luego que Sab se gozaba en el disgusto de su padre. Echole en consecuencia una mirada de reproche, que el mulato no notó, o fingió no notar, pues sin pretender justificarse dijo en el momento:
-Vengo a avisar a su merced, que me marcho dentro de una hora a Bellavista.
-¡Dentro de una hora! El calor es grande y la hora incómoda
-dijo Enrique-, de otro modo iría contigo pues tengo
ofrecido a Carlota acompañarla
-A buen paso -repuso Sab-, dentro de dos horas estaríamos en el Ingenio y esta tarde podríamos partir para Cubitas.
Enrique reflexionó un momento.
-Pues bien -dijo luego-, da orden a un esclavo de que disponga mi caballo y espérame en el patio: partiremos.
Sab se inclinó en señal de obediencia y saliose a ejecutar las órdenes de Enrique, mientras éste volvía al lado de su padre, al que encontró echado en un sofá con semblante de profundo desaliento.
-Padre mío -dijo el joven dando a su voz una inflexión
afectuosa, que armonizaba perfectamente con su dulce fisonomía-,
si lo permitís partiré ahora mismo para Guanaja.
Anoche me dijisteis que debía llegar de un momento
a otro a aquel puerto otro buque que os está consignado,
y mi presencia allá puede ser necesaria. De paso veré
a Cubitas y procuraré informarme de las tierras que
don Carlos posee allí, de su valor y productos; en
fin, a mi regreso podré daros
-Así -añadió bajando la voz- podréis pesar con pleno conocimiento las ventajas, o desventajas, que resultarían a nuestra casa de mi unión con Carlota, si llegara a verificarse.
Jorge guardó silencio como si consultase la respuesta consigo mismo y volviéndose luego a su hijo:
-Está bien -le dijo-, ve con Dios, pero no olvides que necesitamos oro, oro o plata más que tierras, ya sean rojas o negras; y que si Carlota de B... no te trae una dote de cuarenta o cincuenta mil duros, por lo menos, en dinero contante, tu unión con ella no puede realizarse.
Enrique saludó a su padre sin contestar y salió a reunirse con Sab, que le aguardaba.
El viejo al verle salir exhaló un triste suspiro y murmuró en voz baja:
-¡Insensata juventud! ¡Tan sereno está ese loco como si no hubiera visto deshacérsele entre las manos una esperanza de cuarenta mil duros!
Cantó, y amorosa venció su voz blanda la voz de las aves que anuncian el alba. LISTA
Los dos viajeros atravesaron juntos por segunda vez aquellos campos: pero
en lugar de una noche tempestuosa molestábales entonces
el calor de un hermoso día. Enrique para distraerse
del fastidio del camino, en hora tan molesta, dirigía
a su compañero preguntas insidiosas sobre el estado
actual de las posesiones de D. Carlos, a las que respondía
-La fortuna de mi amo -díjole una vez-, está bastante decaída y sin duda es una felicidad para él casar a su hija mayor con un sujeto rico, que no repare en la dote que puede llevar la Señorita.
Sab no miraba a Otway al decir estas palabras y no pudo notar el encarnado que tiñó sus mejillas al oírlas: tardó un momento en responder y dijo al fin con voz mal segura:
-Carlota tiene una dote más rica y apreciable en sus gracias y virtudes.
Sab le miró entonces fijamente: parecía preguntarle con su mirada si él sabría apreciar aquella dote. Enrique no pudo sostener su muda interpelación y desvió el rostro con algún enfado. El mulato murmuró entre dientes:
-¡No, no eres capaz de ello!
-¿Qué hablas, Sab? -preguntó Enrique, que
si bien no había podido entender distintamente
-Pensaba, señor, que este sitio en que ahora nos hallamos es el mismo en que vi a su merced sin sentido, en medio de los horrores de la tempestad. Hacia la derecha está la cabaña a la que os conduje sobre mis espaldas.
-Sí, Sab, y no necesito ver estos sitios para acordarme que te debo la vida. Carlota te ha concedido ya la libertad, pero eso no basta y Enrique premiará con mayor generosidad el servicio que le has hecho.
-Ninguna recompensa merezco -respondió con voz alterada el mulato-, la señorita me había recomendado vuestra persona y era un deber mío obedecerla.
-Parece que amas mucho a Carlota -repuso Enrique parando su caballo para coger una naranja de un árbol que doblegaban sus frutos-.
El mulato lanzó sobre él su mirada de águila,
pero la expresión del rostro de su interlocutor le
aseguró de que ningún designio secreto de sondearle
encerraban
-¿Y quién que la conozca podrá no amarla? La señorita de B... es a los ojos de su humilde esclavo lo que debe ser a los de todo hombre que no sea un malvado: un objeto de veneración y de ternura.
Enrique arrojó la naranja con impaciencia y continuó andando sin mirar a Sab. Acaso la voz secreta de su conciencia le decía en aquel momento que trocando su corazón por el corazón de aquel ser degradado sería más digno del amor entusiasta de Carlota.
Al ruido que formaba el galope de los caballos la familia de B... conociendo que eran los de Enrique y Sab corrieron a recibirlos, y Carlota se precipitó palpitante de amor y de alegría en los brazos de su amante. El Sr. de B... y las niñas le prodigaban al mismo tiempo las más tiernas caricias, y le introdujeron en la casa con demostraciones del más vivo placer.
Solamente
dos personas quedaron en el
-¡Sab! ¡Teresa!
Se han entendido y huye cada uno de las miradas del otro. Sab se interna por los cañaverales, corriendo como el venado herido que huye del cazador llevando ya clavado el hierro en lo más sensible de sus entrañas. Teresa se encierra en su habitación.
Mientras tanto
el júbilo reinaba en la casa y Carlota no había
gozado jamás felicidad mayor que la que experimentaba
al ver junto a sí a su amante, después de haber
temido perderle. Miraba la cicatriz de su frente y vertía
lágrimas de enternecimiento.
-¡Carlota! -dijo una vez-, un amor como el tuyo es un bien tan alto que temo no merecerlo. Mi alma acaso no es bastante grande para encerrar el amor que te debo -y apretaba la mano de la joven sobre su corazón, que latía con un sentimiento tan vivo y tan puro que acaso aquel momento en que se decía indigno de su dicha, fue uno de los pocos de su vida en que supo merecerla-.
Hay en los afectos
de las almas ardientes y apasionadas como una fuerza magnética,
que conmueve y domina todo cuanto se les acerca. Así
una alma vulgar se siente a veces elevada sobre sí
misma, a la altura de aquella con quien está en contacto,
por decirlo así, y sólo cuando vuelve a caer,
cuando se halla sola y en su propio lugar, puede conocer
que era extraño
El señor de B... llegó a interrumpir a los dos amantes:
-Creo -dijo sentándose junto a ellos- que no habréis olvidado nuestro proyectado paseo a Cubitas. ¿Cuándo queréis que partamos?
-Lo más pronto posible -dijo Otway-.
-Esta misma tarde será -repuso don Carlos-, y voy a prevenir a Teresa y a Sab para que disponga todo lo necesario a la partida, pues veo -añadió besando en la frente a su hija- que mi Carlota está demasiado preocupada para atender a ello.
Marchose en seguida y las niñas, regocijadas con la proximidad de la viajata, le siguieron saltando.
-Estaré contigo dos o tres días en Cubitas -dijo Enrique a su amada-, me es forzoso marchar luego a Guanaja.
-Apenas gozo el placer de verte -respondió ella con dulcísima voz-, cuando ya me anuncias otra nueva ausencia. Sin embargo, Enrique, soy tan feliz en este instante que no puedo quejarme.
Pronto llegará el día -repuso él- en que nos uniremos para no separarnos más.
Y al decirlo preguntábase interiormente si llegaría en efecto aquel día, y si le sería imposible renunciar a la dicha de poseer a Carlota. Mirola y nunca le había parecido tan hermosa. Agitado, y descontento de sí mismo levantose y comenzó a pasearse por la sala, procurando disimular su turbación. No dejó sin embargo de notarla Carlota y preguntábale la causa con tímidas miradas. ¡Oh, si la hubiera penetrado en aquel momento!... Era preciso que muriese o que cesase de amarle.
Enrique evitaba encontrar los ojos de la doncella,
y se había reclinado lejos de ella en el antepecho
de una ventana. Carlota se sintió herida de aquella
repentina mudanza, y su orgullo de mujer sugiriole en el
instante aparentar indiferencia a una conducta tan extraña.
Estaba junto a ella su guitarra, tomola y ensayó cantar.
La agitación hacía flaquear su voz, pero hízose
por un momento superior a ella y sin elección, a la
casualidad cantó estas estrofas; que estaba muy
Terminó la joven su canción, y aún pensaba escucharla Enrique. Carlota acababa de responder en alta voz a sus secretas dudas, a sus ocultos pensamientos. ¿Habíalos por ventura adivinado? ¿Era tal vez el cielo mismo quien le hablaba por la boca de aquella tierna hermosura?
Un impulso involuntario y poderoso le hizo caer a sus pies
y ya abría los labios, acaso para jurarla que sería
preferida a todos los tesoros de la tierra, cuando apareció
nuevamente D. Carlos: seguíale Sab mas se detuvo por
respeto en el umbral de la puerta, mientras Enrique se levantaba
confuso de las plantas de su querida, avergonzado ya del
impulso desconocido de generosa ternura que por un momento
le había subyugado. También las mejillas de
Carlota se tiñeron de púrpura, pero traslucíase
al través de su embarazo la secreta satisfacción
de su alma; pues si bien
D. Carlos dirigió algunas chanzas a los dos amantes, mas notando que aumentaba su turbación apresurose a variar de objeto:
-Aquí tenéis a Sab -les dijo-, señalad la hora de la partida pues él es el encargado de todas las disposiciones del viaje, y como práctico en estos caminos será nuestro guía.
El mulato se acercó entonces, y D. Carlos sentándose entre Carlota y Enrique prosiguió dirigiéndose a éste:
-Hace diez años que no he estado en Cubitas y aun antes de esta época visité muy pocas veces las estancias que tengo allí. Estaban casi abandonadas, pero desde que Sab vino a Bellavista sus frecuentes visitas a Cubitas les han sido de mucha utilidad, según estoy informado; y creo que las hallaré en mejor estado que cuando las vi la última vez.
Sab manifestó que dichas estancias estaban todavía muy distantes del grado de mejora y utilidad a que podían llegar con más esmerado cultivo, y preguntó la hora de la partida.
Carlota señaló las cinco de la tarde, hora en que la brisa comienza a refrescar la atmósfera y hace menos sensible el calor de la estación, y Sab se retiró.
-Es un excelente mozo -dijo don Carlos-, y su celo y actividad han sido muy útiles a esta finca. Su talento natural es despejadísimo y tiene para todo aquello a que se dedica admirables disposiciones: le quiero mucho y ya hace tiempo que fuera libre si lo hubiese deseado. Pero ahora es fuerza que lo sea y que anticipe yo mis resoluciones, pues así lo quiere mi Carlota. Ya he escrito con este objeto a mi apoderado en Puerto Príncipe y tú mismo, Enrique, a tu regreso te verás con él y entregarás con tus manos a nuestro buen Sab su carta de libertad.
Enrique hizo con la cabeza
un movimiento de aprobación, y Carlota besando la
-¡Sí, que sea libre!... ha sido el compañero de mi infancia y mi primer amigo... es -añadió con mayor ternura-, es el que te prodigó sus cuidados la noche de tu caída, Enrique, y quien como un ángel de consuelo vino a volver la paz a mi corazón sobresaltado.
Teresa entró en la sala en aquel momento: la comida se sirvió inmediatamente y ya no se trató más que de la partida.
¿Do fue la raza candorosa y pura que las Antillas habitó? -La hiere del vencedor el hierro furibundo, tiembla, gime, perece, y como niebla al sol desaparece. HEREDIA
Un viaje es en la infancia origen del más inquieto placer y de la más exaltada alegría. El movimiento y la variedad son necesidades imperiosas en aquella edad en la que libre todavía el alma de pasiones agitadoras, pero sintiendo el desarrollo de su actividad naciente sin un objeto en que emplearla, lánzala, por decirlo así, a lo exterior; buscando en la novedad y en el bullicio un desahogo a la febril vivacidad que le agita.
Las cuatro hermosas niñas, hermanas de Carlota, apenas apareció Sab con los carruajes y caballerías dispuestas para la partida, le rodearon haciéndole mil caricias con las que manifestaban su regocijo. El mulato correspondía a sus infantiles halagos con melancólica sonrisa.
Así, pensaba él, así saltaba a mi cuello Carlota hace diez años cuando me veía después de una corta ausencia. Así sus labios de rosa estampaban alguna vez en mi frente un beso fraternal, y su lindo rostro de alabastro se inclinaba sobre mi rostro moreno; como la blanca clavellina que se dobla sobre la parda peña del arroyo.
Y abrazaba Sab a las niñas, y una lágrima, deslizándose lentamente por su mejilla, cayó sobre la cabeza de Ángel de la más joven y más linda de las cuatro hermanas.
Carlota se presentó
en aquel momento: un traje de montar a la inglesa daba cierta
majestad a un airoso talle, y se escapaban del sombrerillo
de castor que cubría su cabeza algunos rizos ligeros,
que sombreaban
Todos los viajeros se reunieron en torno de la linda criolla, y Sab les manifestó entonces su plan de marcha.
-Iba -dijo- a conducirlos a Cubitas no por el camino real sino por una senda poco conocida, que aunque algo más dilatada les ofrecía puntos de vista más agradables.
Aprobada por unanimidad la proposición sólo se trató de partir.
Había dos volantes, (nombre que se daba a la especie de carruajes más usados en Cuba en aquella época), y el señor de B... ocupó una de ellas con las dos niñas mayores, tomando la otra Teresa con las más pequeñas. Carlos, Enrique y Sab montaron a caballo. Así partió la caravana entre los alegres gritos de las niñas y el relincho de los caballos.
Sin reglas de equitación las damas principeñas
Eran hermosos los campos que atravesaban: Enrique se acercó al estribo del carruaje en que iba D. Carlos y entabló conversación con este respecto a la prodigiosa fertilidad de aquella tierra privilegiada, y el grado de utilidad que podía sacarse de ella. Sab seguía de cerca a Carlota y contemplaba alternativamente al campo y a la doncella, como si los comparase: había en efecto cierta armonía entre aquella naturaleza y aquella mujer, ambas tan jóvenes y tan hermosas.
En tanto costaba esfuerzos a Teresa contener a sus dos tiernas
compañeras. Una
La noche se acercaba mientras tanto, y sus pardas sombras robaban progresivamente a los viajeros los paisajes campestres que les rodeaban. La rica vegetación no ofrecía ya sus variadas tintas de verdura y las colinas lejanas presentábanse a la vista como grandes masas de sombras.
A medida que se aproximaban a Cubitas
el aspecto de la naturaleza era más sombrío:
bien pronto desapareció casi del todo la vigorosa
y variada vegetación de la tierra prieta, y la roja
no ofreció más que esparramados yuraguanos ,
Carlota detuvo de repente su caballo
e hizo observar al mulato una luz vacilante y pálida
que oscilaba a lo lejos en lo más
-¿Está allí Cubitas? -preguntó-. ¿Será esa luz, que a distancia parece tan pequeña, algún fanal que se coloque en esa altura para que sirva de dirección a los viajeros?
Antes que Sab hubiese podido contestar el señor de B..., cuyo carruaje emparejaba ya con el caballo de Carlota, dejó oír una estrepitosa carcajada, mas Enrique, que no había andado nunca de noche aquel camino, participaba de la admiración y curiosidad de su amada y preguntó como ella el origen de aquella luz singular. Pero la luz desapareció en el mismo instante y la vista no pudo ya distinguir sino la gran masa de aquella eminencia, que como un gigante del aire proyectaba su enorme sombra en el lejano horizonte.
-Parece -dijo riendo D. Carlos-, que os deja mohínos la ausencia de la linda lucecita, pero esperad... voy a evocar al genio de estos campos y volverá a lucir el misterioso fanal.
Apenas había concluido estas palabras la luz apareció
con un resplandor más vivo,
-Los naturalistas
-les dijo- os darían del fenómeno que estáis
mirando una explicación menos
Las niñas gritaron de alegría regocijadas con la esperanza de oír un cuento maravilloso, y Enrique y Carlota colocaron sus caballos a los dos lados del de Sab para oírle mejor. El mulato volvió la cabeza hacia el carruaje de su amo y le dijo:
-Su merced no habrá olvidado a la vieja Martina, madre de uno de sus mayorales de Cubitas, que murió dejándola el legado de su mujer y tres hijos en extrema pobreza. La generosa compasión de su merced la socorrió entonces por mi mano, hace cuatro años, pues habiéndole informado de la miserable situación en que se encontraba esta pobre familia me dio una bolsa llena de plata con la que fue socorrida.
-Me acuerdo de la vieja Martina -respondió el caballero-,
su difunto hijo era un excelente sujeto, ella si mal no me
acuerdo
-Sí, señor -repuso Sab-, y ha
logrado inspirar cierta consideración a los estancieros
de Cubitas, ya porque la crean realmente descendiente de
aquella raza desventurada, casi extinguida en esta Isla,
ya porque su grande experiencia, sus conocimientos en medicina
de los que sacan tanta utilidad, y el placer que gozan oyéndola
referir sus sempiternos cuentos de vampiros y aparecidos
la den entre estas gentes una importancia real. A esa vieja
pues, a Martina es a quien he oído, repetidas veces,
referir misteriosamente e interrumpiéndose por momentos
con exclamación de dolor y pronósticos siniestros
de venganza divina la muerte horrible y bárbara que,
según ella, dieron los españoles al cacique
Camagüey, señor de esta provincia; y del cual
pretende descender nuestra pobre Martina. Camagüey,
tratado indignamente por los advenedizos, a quienes acogiera
con generosa y franca hospitalidad, fue arrojado de
-¿Y cuáles son? -preguntó D. Carlos con cierta curiosidad inquieta, que mostraba haber sospechado ya lo que preguntaba-.
Sab se turbó algún tanto pero dijo al fin con voz baja y trémula:
-En sus momentos de exaltación, señor, he oído gritar a la vieja india. La tierra que fue regada con sangre una vez lo será aún otra: los descendientes de los opresores serán oprimidos, y los hombres negros serán los terribles vengadores de los hombres cobrizos.
-Basta, Sab, basta -interrumpió don Carlos con cierto disgusto; porque siempre alarmados los cubanos, después del espantoso y reciente ejemplo de una isla vecina, no oían sin terror en la boca de un hombre del desgraciado color cualquiera palabra que manifestase el sentimiento de sus degradados derechos y la posibilidad de reconquistarlos. Pero Carlota, que había atendido menos a los pronósticos de la vieja que a la relación lamentable de la muerte del Cacique, volvió hacia Enrique sus bellos ojos llenos de lágrimas:
-Jamás he podido -dijo- leer tranquilamente la historia sangrienta de la conquista de América. ¡Dios mío! ¡Cuántos horrores! Paréceme empero increíble que puedan los hombres llegar a tales extremos de barbarie. Sin duda se exagera, porque la naturaleza humana no puede, es imposible, ser tan monstruosa.
El mulato la miraba con indescribible expresión: Enrique se burló de sus lágrimas.
-Eres una
niña, querida mía -la dijo-,
-No, Enrique -respondió con tristeza la doncella-, no lloro por Camagüey ni sé si existió realmente, lloro sí al recordar una raza desventurada que habitó la tierra que habitamos, que vio por primera vez el mismo sol que alumbró nuestra cuna, y que ha desaparecido de esta tierra de la que fue pacífica poseedora. Aquí vivían felices e inocentes aquellos hijos de la naturaleza: este suelo virgen no necesitaba ser regado con el sudor de los esclavos para producirles: ofrecíales por todas partes sombras y frutos, aguas y flores, y sus entrañas no habían sido despedazadas para arrancarle con mano avara sus escondidos tesoros. ¡Oh, Enrique!, lloro no haber nacido entonces y que tú, indio como yo, me hicieses una cabaña de palmas en donde gozásemos una vida de amor, de inocencia y de libertad.
Enrique se sonrió del entusiasmo
de su
-¡Ah!¡Sí! -pensó él-: no serías menos hermosa si tuvieras la tez negra o cobriza. ¿Por qué no lo ha querido el cielo, Carlota? Tú, que comprendes la vida y la felicidad de los salvajes, ¿por qué no naciste conmigo en los abrasados desiertos del África o en un confín desconocido de la América?
El señor de B... le arrancó de estos pensamientos dirigiéndole algunas preguntas respecto a Martina:
-¿Vive todavía? -le dijo.
-Sí señor, vive a pesar de haber experimentado es estos últimos años dolorosos infortunios.
-¿Qué le ha sucedido pues? -replicó con interés el caballero.
-Su nuera murió
hace tres años y diez meses después dos de
sus nietecitos. Un incendio consumió su casa, hace
un año, y la dejó reducida a mayor miseria
que aquella de que la sacara la bondad de su merced. Hoy
día vive en una pequeña choza, cerca de las
cuevas, con el único nieto que
-La veremos -dijo D. Carlos-, y la dejaremos instalada en una de mis estancias. ¡Pobre mujer!, aunque extravagante es muy buena.
-¡Ah! ¡Sí... muy buena! -exclamó con emoción el mulato, y animando con un grito a su caballo se adelantó a prevenir la llegada de sus amos al mayoral de la estancia donde iban a desmontar.
Eran las nueve de la noche cuando los viajeros
entraron en Cubitas. La casa elegida para su domicilio, si
bien de mezquina apariencia, era grande en lo interior y
el mayoral y su mujer procuraron a los recién llegados
todas las comodidades posibles. La cena que se les sirvió
fue parca y frugal, pero la alegría y el apetito la
hicieron parecer deliciosa. Nunca D. Carlos había
estado tan jovial, ni Carlota tan risueña ni amable.
La misma Teresa parecía menos disciplente que de costumbre,
y
Cuando llegó la hora de recogerse a descansar:
-Amigo mío -le dijo Carlota, deteniéndose en el umbral del cuartito señalado para su dormitorio, y al cual él la conducía por la mano-, ¡cuán fácilmente pueden ser dichosos dos amantes tiernos y apasionados! En esta pobre aldea, en esta miserable casa, con una hamaca por lecho y un plantío de yucas por riqueza, yo sería dichosa contigo, y nada vería digno de mi ambición en lo restante del universo. Y tú, ¿pudieras tampoco desear más?
Enrique por única contestación besó con ardor su hermosa mano, y ella atravesó el umbral sonriéndole con ternura. Diole las buenas noches y cerró lentamente la puerta, que tornó a abrir para repetirle «Buenas noches» con una mirada inefable. Por fin la puerta se cerró enteramente y Enrique inmóvil y pensativo quedó un momento como si guardase que volviese a abrirse aún otra vez. Luego sacudió la cabeza y murmuró en voz baja:
-¡No hay remedio!
Esta mujer será capaz de volverme
-Señor, aguardo a su merced para conducirle a su dormitorio -dijo una voz conocida, a la espalda de Enrique. Volviose éste y vio a Sab.
-¿Cuál es pues mi cuarto? -preguntó con cierta turbación.
-Ése de la izquierda.
Enrique se entró en él precipitadamente y Sab le siguió hasta la puerta, a la cual se detuvo dándole las buenas noches.
Una hora después todos dormían en la casa: sólo se veía un bulto inmóvil junto a la puerta de la habitación de la señorita de B..., pero al menor ruido que en el silencio de la noche se percibía en la casa aquel bulto se movía, se elevaba y salía de él una respiración agitada y fuerte: entonces podía conocerse que aquel bulto era un hombre.
Una vez, hacia la madrugada, oyose
un ligero rumor acompasado, que parecía producido
por las pisadas cautelosas de alguno que se acercaba. El
bulto se estremeció
-¡Miserable! No lograrás tus inicuos deseos.
Un prolongado ladrido respondió a esta amenaza. Los pasos que se habían oído eran los de un perro de la casa.
El machete cesó de brillar y el bulto volvió a quedar inmóvil en su sitio: solamente el perro repitió por dos veces su ladrido, pero como acercándose más hubo de conocer olfateando a aquel cuya voz le había alarmado, calló también luego y todo quedó sumergido en profundo silencio.
...La mezcla de extravagancia y de entusiasmo que reinaba en sus discursos rara vez dejaba de producir la más viva impresión en aquellos que la escuchaban. Sus palabras con frecuencia entrecortadas eran empero demasiado claras e inteligibles para que pudiese sospechársele en un verdadero estado de locura.
WALTER SCOTT,
Guy Mannering
Las cuevas de Cubitas son ciertamente una obra admirable
de la naturaleza, que muchos viajeros han visitado con curiosidad
e interés y que los naturales del país admiran
Los naturales hacen notar
en la Cueva llamada de MARÍA TERESA pinturas bizarras
designadas en las paredes con tintas de vivísimos
e imborrables colores, que aseguran ser obra de los indios,
y mil tradiciones maravillosas prestan cierto encanto
Nadie ha osado todavía penetrar más allá de la undécima sala, se dice empero vulgarmente que un río de sangre demarca su término visible, y que los abismos que le siguen son las enormes bocas del infierno. La ardiente imaginación de aquel pueblo ha adoptado con tal convicción esta extravagante opinión que, por cuanto hay en el mundo, no se atreverían a penetrar más allá de los límites a que se han concretado hasta el presente los visitadores de las cuevas, y lo estrecho y peligroso que se va haciendo la senda subterránea, a medida que se interna, parece justificar sus temores.
D. Carlos
de B... y su familia, llevando a Sab por CICERONE, emprendieron,
al día siguiente a su llegada a Cubitas, la visita
de estas grutas. En la bajada, que es peligrosa, Carlota
tuvo miedo, y el mulato, más diestro y vigoroso que
Teresa apenas necesitó de ayuda: ágil y valiente descendió sin palidecer un momento, y con aquella fría serenidad que formaba su carácter. Sab bajó luego una a una con el mayor esmero a las niñas, y ayudó al señor de B..., siendo Enrique el último que verificó aquel descenso, con más animosidad que destreza. A pesar del auxilio de una gruesa cuerda, y de la robusta mano de un negro, fallole un pie en la mitad del declive y hubiera indudablemente caído, arrastrando consigo al esclavo, si Sab que bajaba detrás de él, conduciendo una gran tea de madera resinosa, que en el país llaman coaba, no le hubiese socorrido con tanta oportunidad como osadía.
-Sab -díjole el inglés cuando todos empezaban a recorrer las salas subterráneas-, te soy segunda vez deudor de la vida y casi me persuado que eres en la tierra mi ángel protector.
Sab no respondió
nada pero sus ojos
Sab, que buscaba aquella gratitud, no pudo sin embargo soportarla; apartó la vista de ella, suspiró profundamente y se dirigió hacia su amo al cual entretuvo con la relación de algunas tradiciones populares, relativas a los sitios que recorrían.
Las paredes estaban llenas con los nombres de los visitadores de las grutas, pero la compañía no pudo dejar de manifestar la mayor sorpresa al ver el nombre de Carlota entre ellos, no habiendo ésta visitado hasta entonces aquellos sitios. En fin, después de emplear una gran parte del día en recorrer diferentes salas, las señoritas fatigadas mostraron deseos de descansar, y ya declinaba la tarde cuando a instancias suyas salieron de las grutas.
Sab les tenía
dispuesta la comida, de antemano, en la choza de Martina,
de la que ya nuestros lectores han oído hablar en
el capítulo precedente, y toda la compañía
Distaba poco de las cuevas la habitación de ésta, y los viajeros se vieron en el umbral de su humilde morada a los seis minutos de marcha.
Prevenida la vieja por Sab
salió a recibir a sus huéspedes con cierto
aire ridículamente majestuoso y que podía llamarse
una parodia de hospitalidad. Rayaba Martina en los sesenta
años, que se echaban de ver en las arrugas que surcaban
en todas direcciones su rostro enjuto y su cuello largo y
nervioso, pero que no habían impreso su sello en los
cabellos, que si bien no cubrían sino la parte posterior
del cráneo, dejando descubierta la frente que se prolongaba
hasta la mitad de la cabeza, eran no obstante de un negro
perfecto. Colgaba este mechón de pelo sobre la espalda
descarnada de Martina, y la parte calva de su cabeza contrastaba
de una manera singular, por su lustre y blancura, con el
color casi cetrino de su rostro. Este color empero era todo
lo que podía alegar
Sus ojos eran extremadamente grandes y algo saltones, de un blanco vidriado sobre el cual resaltaban sus pequeñas pupilas de azabache: la nariz larga y delgada parecía haber sido aprensada, y la boca era tan pequeña y hundida que apenas se le veía, enterrada, por decirlo así, entre la prominencia de la nariz y la de la barba; que se avanzaba hacia fuera hasta casi nivelarse a ella.
La estatura de esta mujer era colosal en su sexo y a pesar de sus años y enflaquecimiento manteníase derecha y erguida, como una palma, presentando con una especie de orgullo el semblante superlativamente feo que hemos procurado describir.
Al encontrarse con don Carlos inclinó ligeramente la cabeza diciendo con parsimonia:
-Bien venido sea, tres veces bien venido el señor de B... a esta su casa.
-Buena Martina -respondió
el caballero
-Es verdad, señor
-repuso ella-, que estáis muy diferente de como os
vi la última vez. Es natural -añadió
con cierto aire melancólico-, porque aún no
habéis llegado a ser lo que yo soy y los años
hallan todavía algo que quitaros. El árbol
viejo del monte, cuando ya seco y sin jugo sólo alimenta
curujeyes [22], ve pasar años tras años sin que
ellos le traigan mudanza. Él
D. Carlos tomó de la mano a Enrique:
-No es mi hijo este mancebo -la dijo-, pero lo será en breve. Os presento en él, querida Martina, al esposo de mi Carlota.
-¡Al esposo de vuestra Carlota! -repitió la vieja con tono de sorpresa e inquietud y echando en torno suyo una mirada cuidadosa, que pareció detenerse en el mulato que se mantenía respetuosamente detrás de sus amos. Luego volviéndose hacia las dos señoritas examinolas alternativamente.
-Una de ellas es mi hija y otra mi pupila -dijo D. Carlos notando aquel examen-, vamos a ver si adivináis cuál es Carlota. No he olvidado, Martina, que os preciáis de fisonomista.
La vieja miró fijamente a Teresa, cuyos ojos distraídos recorrían el reducido recinto de la pequeña sala en que se hallaba, y luego desviando lentamente su mirada la detuvo en Carlota, que se sonreía encendida como la grana. Los ojos de la india, (pues no pretendemos disputarla este nombre), se encontraron con los de la linda criolla.
-Ésta es -exclamó al momento Martina-, ésta es Carlota de B..., he conocido esa mirada... sólo esos ojos podrían... -y se detuvo como turbada, añadiendo luego con viveza-, solamente ella puede ser tan hermosa.
Carlota se mortificó de un elogio que le pareció poco atento en presencia de su amiga, mas Teresa no atendía a la conversación y tenía fijos los ojos en aquel momento en un objeto extraño y lastimoso, en el cual aún no había reparado nadie sino ella.
En una especie de tarima de cedro, sobre una estera de guano yacía acurrucada en un rincón oscuro de la sala una criatura humana, que al pronto apenas podía reconocerse como tal. Mirándole con más detención notábase que era un niño, pero la horrible enfermedad que le consumía había casi del todo contrahecho su figura. Su cabeza voluminosa, cubierta por cabellos pobres y ásperos, se sostenía con trabajo sobre un cuello tan delgado que parecía quebrantado por su peso, y sus ojos pequeños y hundidos aparecían rodeados de una aureola cárdena, que se extendía hasta sus pálidas mejillas. Sonreía el infeliz y se entretenía con un perrillo que estaba tendido ente sus dos flacas piernecitas, reclinada su cabeza en el abultado vientre del niño.
Las miradas de Teresa habían dirigido hacia aquel sitio las de todos los individuos de la compañía, y Martina observándolo exclamó con tristeza:
-¡Es mi nieto! ¡mi único
nieto!... nada más me queda en el mundo... mi hijo,
D. Carlos y sus hijos conmovidos se aproximaron al pequeño enfermo, pero divisando a Sab en aquel momento arrojó el niño un grito penetrante de alegría, y el perro saltó, aullando también. Arrastrábase el niño fuera de la tarima para acercarse al mulato, brillando en sus apagados ojos una vislumbre de felicidad, y el perro saltaba moviendo la cola y aullando, y mirando alternativamente al niño y al mulato, como si quisiera indicar a éste que debía aproximarse a aquél. Hízolo Sab y al momento la pobre criatura se colgó de su cuello y el animal redoblando sus aullidos, como si celebrase tan tierna escena corría en torno de los dos, y se levantaba ora poniendo sus manos sobre los muslos del mulato, ora sobre la espalda del niño.
Martina
contemplaba aquel cuadro con
-Ya lo veis -le dijo-, su cuerpo está casi muerto pero aún hay vida en su corazón. ¡Pobre desgraciado! Vive todavía para amar: ama a Sab, a su perro y a mí, a las únicas criaturas que pueden apreciar y corresponder su cariño. ¡Pobre desgraciado! -y enjugó con su delantal la lágrima que ya había resbalado por su mejilla.
-Martina -le dijo D. Carlos-, habéis sido muy desgraciada, lo sé.
-Aún pude serlo más -respondió ella-, vi expirar en mis brazos unos tras otros mis hijos y mis nietos: quedábame uno solo... ¡Éste! Un incendio consumió mi casa y hubiera perecido entre las llamas mi pobre único nieto sin el valor, la humanidad...
Martina se detuvo repentinamente. El mulato, que acababa
de desprenderse del niño y del perro, habíase
puesto de pie frente a ella y su mirada imperiosa ahogó
-Sí, él fue, él quien salvó a mi pobre Luis, pero no se puede hablar de ello en su presencia: oféndele la expresión de mi gratitud. Mas, ¡ah!, ¿por qué había yo de ahogarla? ¿por qué?... me es tan dulce repetir: ¡A él debo la vida de mi último nieto!
Carlota a estas palabras aproximó su silla a la de Martina escuchándola con vivísimo interés. El mismo Enrique le prestaba atención: sólo Teresa manteníase algo desviada y como distraída. Martina prosiguió:
-Una feliz casualidad trajo a
Sab a esta aldea algunos días antes del fatal incendio
que me redujo a la indigencia. Visitábame a menudo
y yo le amaba, porque él había
-Sab -le dije en mi dolor señalando a mi pobre Luis-, ya no tengo más que a él en el mundo... no me queda otro hijo.
-Aún tenéis otro, madre mía -exclamó uniendo sus lágrimas a las mías y con un acento que me parece estar oyendo todavía-, yo soy también un pobre huérfano: nunca dí a ningún hombre el dulce y santo título de padre, y mi desgraciada madre murió en mis brazos: soy también huérfano como Luis, sed mi madre, admitidme por vuestro hijo.
-Sí, yo te admito -le respondí levantando al cielo mis trémulas manos. Él se arrodilló a mis pies y en presencia del cielo le adopté desde aquel momento por mi hijo.
Martina se detuvo para enjugar las lágrimas que hilo a hilo caían de sus ojos; Carlota lloraba también; D. Carlos tosía para disimular su conmoción, y aun Enrique se mostraba enternecido. Teresa verosímilmente no atendía a lo que se hablaba, entretenida al parecer en limpiar con su pañuelo un pedazo de piedra muy hermosa, que había cogido en las grutas.
-Sab estaba en Cubitas cuando el incendio
de mi casa -prosiguió Martina-, de aquella casa que
yo debía a vuestra bondad, señor D. Carlos,
y a la eficacia de mi hijo adoptivo. El incendio consumía
mi morada y yo medio desmayada en brazos de algunos vecinos
atraídos por la compasión, o la curiosidad,
veía los rápidos progresos del fuego y gritaba
en vano con todas mis fuerzas: «¡Mi nieto!¡Mi Luis!» Porque
el niño, abandonado por mí en el primer instante
de susto y sorpresa, iba a ser devorado por las llamas, que
ya veía yo avanzar hacia el lado en que se encontraba
el infeliz. «Dejadme ir», gritaba yo, «dejadme salvarle o
morir con él». Pero
-¡Y Sab le salvó! -exclamó con viveza y emoción la señorita de B...-, ¿no lo habéis dicho así, buena Martina? ¡Sab le salvó!
-¡Sí! -respondió la anciana olvidando su cautela y levantando la voz en el exceso de su entusiasta gratitud-. ¡Sab le salvó! Por entre las llamas y quemados los pies y ensangrentadas las manos, sofocado por el humo y el calor cayó exánime a mis pies, al poner en mis brazos a Luis y a Leal... a este perro que entonces era pequeñito y dormía en la cama de mi nieto. ¡Sab los salvó a ambos! Sí, su humanidad se extendió hasta el pobre animalito.
Y Martina acariciaba con mano trémula al perrillo, que al oír su nombre había corrido a echarse a sus pies.
Carlota lloraba todavía y todavía
tosía D. Carlos, pero Enrique se había distraído
de la relación de la anciana con la piedra que limpiaba
Teresa y de la cual ambos
-¡Es hermosa! -decía Enrique.
-¡Oh, sí, es hermosa! -repetía Martina que no echara de ver la distracción de dos de sus oyentes-. ¡Es hermosa el alma de ese pobre Sab, muy hermosa! Luego me quedé sin casa, sin más bienes que mi nieto enfermo y su perro, no hallé otro asilo que esas cuevas, morada algunas veces de los negros cimarrones y siempre de los cernícalos y murciélagos.
»Allí hubiera acabado miserablemente
mis tristes días sin el ángel protector de
mi vida. Sab, el mismo Sab ha levantado para su vieja madre
adoptiva esta choza, en que tengo el honor de recibiros:
él ha trabajado con sus manos los toscos muebles que
me eran necesarios: él me ha dado todos sus ahorros
de muchos años para aliviar mi miseria: él
con su cariño, con su bondad ha hecho renacer en este
viejo y lacerado corazón las emociones deliciosas
del placer y la gratitud. Sí, todavía palpita
este pecho cuando le veo atravesar el umbral de mi humilde
morada;
En aquel momento Sab se presentó trayendo una mesita de cedro, que estaba destinada a la comida, y su presencia aumentó la conmoción que el relato de Martina había producido. D. Carlos, olvidando que se le había confiado a escondidas del mulato la historia de sus buenas acciones, alargole la mano y haciéndole aproximar a su silla:
-Sab -le dijo-, Sab -repitió cada vez con más viva expresión-, ¡eres un excelente mozo!
El mulato pareció adivinar de lo que se trataba y arrojó a Martina una mirada de reconvención.
-Sí, hijo mío -exclamó la vieja-, sí,
puedes reconvenirme porque he faltado a la promesa que me
exigiste: pero, ¿por qué quieres, Sab, querido Sab,
por qué quieres privar a tu vieja madre del placer
de bendecirte,
Carlota redobló su llanto, y cubrió su lindo rostro con sus manos, como para ocultar el exceso de su emoción; pero Sab había ya visto correr sus lágrimas y cayó de rodillas.
-Madre mía -prorrumpió con trémula y enternecida voz-, si yo os perdono y os doy gracias: y os debo las lágrimas de Carlota -añadió, pero estas últimas palabras fueron proferidas tan débilmente que nadie, excepto Martina, pudo percibirlas.
-Sab -dijo el señor de
B... levantándole y abrazándole con extrema
bondad-, yo me envanezco de tu bello corazón: sabes
que eres libre y desde hoy ofrezco proporcionarte los medios
de seguir los generosos impulsos de tu caritativo corazón.
Sab, continuarás siendo mayoral de Bellavista, y yo
te señalaré gajes proporcionados a tus trabajos,
con los cuales puedas tú mismo irte formando una existencia
independiente.
Sab volvió a arrojarse a los pies de su amo, cuya mano cubrió de besos y lágrimas. Carlota se colgó de su cuello besando también su frente y los cabellos del buen papá, y su vestido rozando en aquel momento con el rostro del mulato fue asido tímidamente, y también recibió un beso y una lágrima. ¿Y quién no lloraría con tan tierna escena? ¡Teresa, únicamente Teresa! Aquella criatura singular se había alejado fríamente del cuadro patético que se presentaba a sus miradas, y parecía entonces ocupada en examinar de cerca la figura deforme del pobre niño. Enrique, menos frío que ella, miraba conmovido ora a D. Carlos, ora a su querida, y luego dando un golpecito en el hombro de Sab, que aún permanecía arrodillado:
-Levántate, buen muchacho
-le dijo-, levántate
-Sab -dijo Carlota con tierno acento-, Enrique quiere sin duda que des esa moneda, en nombre suyo, al pequeño Luis.
El mulato levantó entonces la moneda y la llevó al niño que la tomó con alegría: Teresa estaba sentada en la misma tarima de Luis y Sab creyó al mirarla que tenía los ojos humedecidos; pero sin duda era una ilusión porque el rostro de Teresa no revelaba ninguna especie de emoción.
Martina quiso dar gracias al
señor de B... por su caritativa promesa, pero éste,
que deseaba cortar una conversación que le había
causado ya demasiado enternecimiento, mandó traer
la comida, rogando a Martina no se ocupase por entonces sino
en hacer dignamente los honores de la casa. Servida ya la
comida el señor de B... quiso absolutamente que se
sentasen con ellos no solamente Martina sino también
Sab.
Carlota por el contrario estaba radiante de
placer y agradecía a su padre la ligera distinción
que concedía al libertador de Luis y bienhechor de
Martina. Ella era siempre la que se adelantaba a ofrecer
al confuso mulato, ya de éste ya de aquel plato; ella
la que le dirigía la palabra con acento más
dulce y afectuoso, y la que, con exquisita delicadeza, evitaba
que en la conversación general se escapase una sola
palabra que pudiese herir la sensibilidad o la modestia de
aquel excelente joven, cuyo corazón merecía
tantos miramientos: hizo ella misma el plato destinado a
Luis, y no olvidó tampoco a Leal. Mirábala
de rato en rato Martina, aunque no cesase de relatar sus
sempiternos cuentos, y luego miraba también a Sab.
Una vez después de estas miradas suspiró profundamente
y sus ojos se cargaron de lágrimas: era precisamente
cuando refería la triste historia del Cacique Camagüey,
Era necesario regresar a la estancia de D. Carlos pues se iba haciendo tarde: al despedirse de Martina dejole éste su bolso lleno de dinero, y la vieja le colmó de bendiciones. Enrique le dio cariñosos adioses, y Carlota la abrazó con las lágrimas en los ojos, e igualmente al pequeño Luis: luego acarició a Leal recomendándoselo al niño y salió a juntarse con el resto de la compañía, que la aguardaba para partir.
La despedida de Sab fue más larga: tres veces la abrazó Martina y otras tantas tornó a abrazarle con mayor afecto. Luego Luis, colgado de su cuello, parecía reanimado por el cariño que su hermano adoptivo le inspiraba. Sab iba por último a arrancarse de sus brazos, dándole con paternal afecto el último beso; cuando el niño reteniéndole con extraña tenacidad:
-Escucha -le dijo-, tengo que pedirte una cosa, una cosa muy bonita que me han dado para ti; pero que tú, que eres tan bueno, querrás dejarme.
El mulato
-Sí -le contestó, sin atender al objeto que excitaba los deseos del niño y que éste apretaba en su mano derecha, cerrada con fuerza-, sí, yo te la regalo.
-Ya lo sabía yo -exclamó con pueril regocijo el enfermo-, ¡ah! ¡qué bueno eres!: ya lo sabía yo desde que me dio este regalo aquella señora, que lloraba al dármelo para ti; pero tú no lloras porque se lo das a tu hermano: tú eres mejor que ella.
-¡Cómo! ¿Una señora te dio ese regalo para mí? -exclamó el mulato volviendo a arrodillarse sobre la tarima de Luis.
-Sí, una de esas que han estado hoy en casa, y me dijo que tú le amarías mucho: ¡ya lo creo! ¡Es tan bonito! Pero tú amas más a tu hermano y por eso se lo has dado -y el niño acariciaba la cabeza de Sab, pero éste no atendía ya a sus halagos.
-¡Una de estas señoras te lo ha dado! ¡Para mí! ¡Oh, dámelo, dámelo! -y arrancó de la mano del niño, que defendía su tesoro con todas sus fuerzas, aquel objeto que excitaba ya su más ardiente anhelo.
-No
-¡Es ella! -exclamaba sin oírlo el mulato-. ¡Es su retrato! ¡Su pelo! ¡Dios mío, es ella!
Volvió a caer de rodillas junto a la tarima del enfermo y enajenado, convulso, fuera de sí, apretaba el brazalete y al niño sobre su pecho, gritando siempre:
-¡Es ella! ¡Es ella!
El niño casi sofocado entre sus brazos procuraba desasirse sin dejar de repetir:
-¡Es mío! ¡Es mío!
-En nombre del cielo -le dice Sab-, en nombre del cielo repíteme lo que me has dicho: Luis, dímelo otra vez, dime que fue ella quien te ha dado esto para mí.
-Sí, pero tú me lo has regalado -decía la pobre criatura.
-¡Oh! Yo te daré mi vida, mi alma,
todo lo que quieras,
-¡Me haces mal! -gritó amedrentado de los arrebatos de su hermano adoptivo-: Sab, ¡déjame! No te pediré más esa cosa tan bonita. ¡Suéltame!, ¡ay!, me rompes las manos -lloraba el niño y Sab era insensible a su llanto.
-¡Fue ella! ¡Fue ella! -repetía cada vez más enajenado.
-Sí, ella -respondió balbutiando Luis-, esa señora, la más chica de las dos grandes, esa de los ojos verdes, y...
-¡Oh! ¡Teresa! ¡Teresa! -le interrumpió tristemente Sab, soltando las manos del niño-: ¡Teresa ha sido!
-Mira, me le dio envuelto en este papelito y yo le saqué para mirarle. Toma el papel, y dame eso, dámelo, querido Sab, tú me lo ofreciste.
Sab tomó el papel en el cual escritas con lápiz leyó estas palabras: «Luis ofrece al que ha salvado dos veces la vida de Enrique Otway esta prenda, en compensación de los beneficios que le debe».
-¡Teresa! ¡Teresa! -exclamó Sab-: tú has penetrado
pues, en este corazón, tú conoces
La voz del señor de B..., impaciente ya con la tardanza del mulato, se oyó en aquel momento, llamándole para partir. Sab ocultó en su pecho el precioso brazalete y arrancándose de los brazos del niño, que aún le repetía «¡Dámelo!» lanzose fuera de la sala. Encontrose a Martina que entraba a buscarle: todos los viajeros estaban ya a caballo y sólo por él se aguardaba.
Sab, todo turbado, murmuró una excusa insignificante y tomado su jaco se adelantó a paso largo, sirviendo de guía a los viajeros.
¿Cuál es vuestro designio? ¿Qué significa ese lenguaje misterioso? SHAKESPEARE,
Macbeth
En efecto, aquel brazalete tejido con cabellos de la hermosa hija de
D. Carlos, y cuyo broche era el retrato de ésta, fue
regalado a Teresa por su amiga hacía algunos años
y desde entonces pocas veces dejaba de llevarlo, pues si
su carácter, seco y huraño, la hacía
poco afectuosa con Carlota,
Sab, poseedor de tan inestimable joya, apretábala a su seno mil y mil veces, bendecía a Teresa y buscaba sus miradas deseoso de que leyera en las suyas la inmensa gratitud de su corazón. Pero eran vanos sus esfuerzos. Durante el camino Teresa, sepultada en el fondo del carruaje, no levantó los ojos de un libro que al parecer leía, y llegaron de noche a la estancia sin que Sab hubiese podido dirigirla ni una palabra, ni una mirada de agradecimiento.
Inútilmente buscó después proporción de hablarla un momento, Teresa lo evitó con tanto cuidado que le fue imposible conseguirlo.
Dos días más pasaron en Cubitas
nuestros viajeros, empleados por D. Carlos en hacer conocer
a su futuro yerno todas las tierras que le pertenecían,
y en mostrar a las señoritas otras curiosidades naturales
del país. Entre ellas el río Májimo,
Carlota hubiera deseado aguardar en Cubitas la vuelta de
su amante, que se veía obligado a ir por algunos días
a Guanaja; pero el Sr. de B... había determinado de
antemano regresar a Bellavista el mismo día que Otway
partiese a Guanaja. Estaba impaciente el buen caballero por
enviar a Sab a Puerto Príncipe y acercase él
mismo a aquella ciudad,
-¿Quién sabe -dijo-, si uno de estos cuatros billetes será el premiado? ¡Oh! ¡Si fuese el de Carlota! ¡Qué felicidad! Pero, no -añadió prontamente el generoso caballero-; más bien deseo que sea el de Teresa: ella lo necesita más. ¡Pobre huérfana, que no ha heredado más que un mezquino patrimonio! Carlota será sin la lotería bastante rica, mayormente casándose con Enrique Otway.
Enrique partió para Guanaja pasados tres días en Cubitas y la familia de B... para Bellavista, después de dejar instalada a Martina en su nuevo domicilio, colmándola de regalos y recibiendo en cambio sus bendiciones.
¡Cómo
pierden su hermosura los objetos
Iba a estar ocho días separada de aquel objeto de toda su ternura y su tristeza era tanto mayor cuanto que una vaga inquietud, un indefinible temor atormentaban por primera vez su imaginación.
En los tres días pasados en Cubitas habíale parecido su amante frecuentemente triste y caviloso, y sus adioses fueron fríos. Cuando Carlota le hablaba de su próxima unión, Enrique callaba o contestaba con cierta confusión. Cuando Carlota le reprochaba su displicencia, Enrique se disculpaba con pueriles pretextos. Una desconfianza indeterminada, pero cruel, oprimió por primera vez aquel cándido y confiado corazón. «No me ama tanto como yo le amo -se atrevió Carlota a confesarse a sí misma-. Alguna cosa le aflige que no se atreve a confiarme».
-¡Enrique tiene secretos para mí! ¡Para mí, que le he entregado mi alma toda entera! ¡Para mí que seré en breve su esposa!
Trataba en vano de adivinar la causa secreta de las cavilaciones de Enrique y preguntábasela a su propio corazón. ¡Ah! ¿Cómo había de responderle aquel noble y desinteresado corazón? Carlota oyó decir a su padre que Otway se había sorprendido al saber el poco valor y escasos productos de las tierras que poseía en Cubitas; pero, ¿podía ella sospechar remotamente que aquel descubrimiento influyese en la tristeza y frialdad de su amante?... Si un desgraciado instinto se lo hubiese revelado Carlota no hubiera podido amar ya, pero acaso tampoco hubiera podido vivir.
Melancólica y preocupada llegó
al anochecer a aquel ingenio del cual saliera tres días
antes con tan risueñas disposiciones, y sabiendo que
Sab debía partir al día siguiente para la ciudad
pretextó tener que escribir varias cartas a algunas
de sus conocidas y se encerró en su cuarto, para entregarse
toda a su tristeza e inquietud;
-¡No hay duda! -dijo en voz baja-, ¡he oído sus sollozos! ¡Carlota!, ¿qué puede aflijirte? ¡Eres tan dichosa! ¡Todos te aman! ¡Todos desean tu amor!... ¡deja las lágrimas para la pobre huérfana, sin riquezas, sin hermosura! ¡a la que nadie pide amor, ni ofrece felicidad!
Inclinó
lánguidamente la cabeza, y quedó sumida en
tan larga y profunda
-¡Las diez! -exclamó-: ¡las diez! ¡Hace pues dos horas que estoy aquí sola!
Miró luego la puerta del cuarto en que se hallaba Carlota, y que permanecía cerrado todavía, y por último fijó los ojos en la vela expirante, que ya apenas iluminaba débilmente los objetos, si bien arrojaba por intervalos ráfagas de vivísima luz.
-Así un corazón gastado por los pesares
-dijo tristemente- arroja aún de tiempo en tiempo
destellos de entusiasmo, antes de apagarse para siempre:
¡así mi pobre corazón cansado de amargura,
despedazado de dolores, vierte todavía sobre mis últimos
años de
La luz arrojó en aquel momento una ráfaga más viva que las anteriores; pero fue la última: Teresa quedó en profunda oscuridad, y oyose entonces su voz proferir con acento más triste:
-Así te extinguirás, desgraciado fuego de mi corazón, así te extinguirás también por falta de pábulo y de esperanza.
-¡No, Teresa!, ¡aún hay para vuestro amor una esperanza! Aún podéis ser dichosa -respondió otra voz no menos sombría, que Teresa escuchó casi en su mismo oído. Lanzó ella un ligero grito, que al parecer fue sofocado por una mano colocada oportunamente sobre su boca.
-¡Silencio! ¡Silencio! -repitió la misma voz-,
silencio si no queréis perdernos a ambos. Teresa,
yo os debo mucho y acaso puedo pagaros: vos habéis
adivinado mi secreto y yo en cambio poseo el vuestro. Es
preciso que haya una explicación entre nosotros: es
preciso que me oigáis; ¿lo entendéis, Teresa?
Esta noche, cuando el reloj que hace un
-Sab -respondió Teresa con voz trémula y asustada-, ¿qué quieres decir? Soy una desgraciada a quien debes compadecer.
-Y a la que quiero y puedo hacer dichosa -repuso con vivacidad su interlocutor-. ¡Yo os lo suplico por la memoria de vuestra madre, Teresa! Dignaos otorgarme lo que os pido. Mi vida, la vuestra acaso depende de esta condescendencia.
-¡A las doce! ¡Sola! ¡Tan distante! -observó en voz baja la doncella.
-¡Y qué! ¿Tendréis miedo del pobre mulato, a quien creisteis digno de recibir de vos el retrato de Carlota? ¿Me tendréis miedo, Teresa?
-No -respondió ella con voz más segura-: ¡Sab! Yo te lo prometo, acudiré a la cita.
-¡Bendita
-Allí me hallarás.
-¿Lo juras, Teresa?
-¡Lo juro!
A este diálogo habido en las tinieblas sucedió en la sala un silencio profundo, y cuando tres minutos después salió don Carlos de su escritorio llamando a Sab, para entregarle las cartas que debía llevar a la ciudad, encontró a Teresa en la misma butaca en la que la había visto al dejar la sala, y al parecer profundamente dormida. A las voces del señor de B... y al ruido de la puerta del cuarto de Carlota, que se abrió casi al mismo tiempo, despertó de su sueño, y oyó esperezándose la dulce voz de su amiga que la decía abrazándola:
-Teresa mía, perdona el que te haya dejado sola por tanto tiempo. ¡Tenía tanto que escribir! -y al momento, como si se arrepintiese de ser poco sincera con su amiga, añadió más bajo-: ¡Tenía tanta necesidad de estar sola!
Teresa sin prestar atención
a esta excusa miró alrededor de sí, como si
después de un tan largo sueño
-¿Qué hora es? -preguntó seguidamente.
-Mira el reloj -respondió Carlota-, son las diez dadas y creo justo nos recojamos, tanto más cuanto me parece estás muy dispuesta a volver a dormirte. Pero he aquí a Sab que recibe órdenes y cartas; voy a darle dos cartas que he escrito para nuestras amigas. ¿No tienes tú nada que encargar a Puerto Príncipe?
-Nada -contestó Teresa, levantándose y dirigiéndose hacia el dormitorio, al cual la siguió Carlota después de poner en manos del mulato sus dos cartas, y de recibir un beso y una bendición de su padre.
-Te habrás fastidiado mucho, mi buena Teresa -dijo cariñosamente a su compañera, después de cerrar la puerta y mientras se desnudaba para acostarse-: ¡tan sola como estabas!, ¿qué has hecho?
-Dormir, ya lo has visto -respondió Teresa, que ya estaba en la cama y al parecer muy próxima a volver a dormirse.
-He
-Estabas triste, ¿qué tenías pues? -dijo Teresa incorporándose un poco en la almohada.
-Tenía... ¿qué se yo? ¡una opresión de corazón!... necesitaba llorar, lloré mucho y ya me siento aliviada.
-¿Has llorado? -repitió Teresa alargándola una mano, con más ternura en su voz y en sus miradas que la que Carlota estaba acostumbrada a ver en ella.
Conmovida
en aquel momento, a vista de este inesperado interés,
arrojose la pobre niña en los brazos de su amiga y
renovó su llanto. Poco tuvo que insistir Teresa para
arrancarla una entera confesión de los motivos de
su tristeza. No acostumbrada al dolor, pero dotada de una
alma capaz de recibirlo en toda su plenitud, Carlota había
padecido tanto aquella noche con sus cavilaciones e inquietudes,
que sentía una necesidad de pedir consuelo y compasión.
Por otra parte, aunque Teresa con su sequedad genial recibiese
sus confianzas por lo común con
-¡Pobre Carlota! -la dijo-, ¡cómo te forjas tú misma motivos de inquietud!
-¡Pues qué! -exclamó con ansiedad de temor y de esperanza-, ¿piensas tú que soy injusta?
-Lo eres indudablemente -repuso Teresa.
-¿Piensas que me ama lo mismo que antes?
-¿Y por qué no te amaría más cada día, querida Carlota? Eres tan buena, ¡tan hermosa!
-¿Me adulas, Teresa? -preguntó Carlota, que a las primeras palabras de su amiga había levantado su linda cabeza, enjugando sus lágrimas y conteniendo sus sollozos, para oírla mejor.
-No ciertamente, eres amada y mereces serlo. ¿Por
qué interpretas en tu daño lo que puede ser,
y es indudablemente, efecto
Escuchaba estas palabras Carlota con inexpresable alegría.
Es tan fácil persuadirnos aquello que deseamos, y
tan dulce esta persuasión, que la apasionada joven
no necesitó más que aquellas pocas palabras
de Teresa, para disipar todas sus inquietudes; y si aún
no se mostró convencida fue por el placer de que su
amiga le repitiese que era injusta y que Enrique la
-He sido ciertamente muy injusta -dijo entre sonrisas y lágrimas-; pero merezco perdón. ¡Le amo tanto! Una palabra, una mirada de Enrique es para mi corazón la vida o la muerte, la felicidad o la desesperación. Tú no comprendes esto, Teresa, porque nunca has amado.
Teresa se sonrió tristemente:
-Estás tan
poco acostumbrada a padecer -la dijo después-, que
el menor contratiempo hallando indefenso tu corazón,
se posesiona y le oprime. ¡Oh, Carlota! Aun cuando la desgracia
que sin razón has temido llegase a realizarse, ¿deberías
abandonarte así cobardemente al dolor? Si Enrique
fuese mudable, pérfido, ¿no tendrías bastante
orgullo y fortaleza,
Carlota desenlazó sus brazos de los de Teresa con un movimiento convulsivo, y pintose en sus ojos un triste sobresalto.
-¡Qué! ¿Intentas acaso prepararme? ¿Me has engañado al asegurarme que me amaba? ¿Has conocido tú también su mudanza? ¿La sabes? ¡Dímelo, oh! En nombre del cielo, ¡dímelo, cruel!
-No, pobre niña -exclamó Teresa-, ¡no! No he conocido otra cosa sino que serás desgraciada, no obstante tu hermosura y tus gracias, no obstante el amor de tu esposo y de cuantos te conocen. Serás desgraciada si no moderas esa sensibilidad, pronta siempre a alarmarse.
-Sí -respondió Carlota, con un hondo suspiro,
mientras se sentaba tristemente y con aire pensativo sobre
su cama-: Sí, seré desgraciada; no sé
qué voz secreta me lo dice sin cesar: pero al menos
la desgracia contra la cual quieres prepararme, no será
la que yo llore más largo tiempo. Si Enrique fuese
pérfido, ingrato..., entonces
Concluyendo estas palabras dejose
caer con abatimiento sobre la almohada y Teresa fijó
los ojos en ella con profunda emoción. Miraba con
cierta sorpresa, y con la más tierna piedad, impreso
el dolor en aquella frente tan joven y tan pura, en la que
ni el tiempo ni las pasiones habían grabado hasta
entonces su dolorosa huella, y reconveníase por haber
turbado un momento su deliciosa serenidad. «Desgracia para
aquellos -decía interiormente- que derraman la primera
gota de hiel en un alma dichosa. ¿Quiénes son los
que surcado el rostro por las arrugas, que les han impreso
los años o los dolores, se acercan atrevidos a la
juventud confiada y feliz, para arrebatarle sus ilusiones
inocentes y brillantes? Seres fríos y duros, almas
sin compasión que pretenden hacer un bien cuando anticipan
el momento fatal del desengaño: cuando ofrecen una
»¡Oh, vosotros, los que ya lo habéis visto todo, los que todo lo habéis comprendido y juzgado, vosotros los que ya conocéis la vida y os adelantáis a su último término, guiados por la prudencia y acompañados por la desconfianza! Respetad esas almas llenas de confianza y de fe, esas almas ricas de esperanzas y poderosas por su juventud...; dejadles sus errores... menos mal les harán que esa fatal previsión que queréis darle».
Teresa haciendo estas reflexiones
se había inclinado hacia su prima y la apretaba en
sus brazos con no usada ternura. Carlota recibía sus
caricias sin devolverlas -tan preocupada estaba- hasta que
Teresa
Luego que la vio menos agitada rogola procurase dormir y ella misma aparentó necesidad de reposo. Imposible fue sin embargo a Carlota dormirse en algún tiempo: bien que sosegada de sus temores sentíase sobradamente conmovida, y ya Teresa dormía al parecer profundamente, hacía más de media hora, cuando ella aún daba vueltas en su cama sin poder sosegar. Por fin, después de esta agitación el deseado sueño descendió a sus ojos y Carlota se quedó dormida al mismo tiempo que el reloj sonaba distintamente las doce.
-Escúchame que no seré largo; la historia de un corazón apasionado es siempre muy sencilla.
ALFREDO DE VIGNI.
CINQ-MARS. -Una conspiración .
Era una de aquellas hermosas noches de los trópicos: el firmamento
relucía recamado de estrellas, la brisa susurraba
entre los inmensos cañaverales, y un sin número
de cocuyos resaltaban entre el verde
En aquella hora una mujer sola, vestida de blanco, atravesaba con paso rápido y cauteloso los grandes cañaverales de Bellavista, y se adelantaba guiada por el ruido de las aguas, hacia las orillas del río. Al ligero rumor de sus pisadas, que en el silencio de la noche se percibía claramente, levantose de improviso de entre las piedras del río, la figura de un hombre de aventajada talla, y se oyó distintamente esta exclamación; proferida al mismo tiempo por los dos individuos que mutuamente se reconocían.
-¡Teresa!
-¡Sab!
El mulato la tomó
por la mano y haciéndola sentar sobre las piedras
de que acababa de levantarse, postrose de rodillas delante
de
-¡Bendita seáis Teresa! Habéis venido como un ángel de salvación a dar la vida a un infeliz que os imploraba; pero yo también puedo daros en cambio esperanza y consuelo: nuestros destinos se tocan y una misma será la ventura de ambos.
-No te comprendo, Sab, -contestó Teresa-; he venido a este sitio porque me has dicho que dependía de ello tu felicidad, y acaso la de otros: respecto a la mía, no la deseo ni la espero ya sobre la tierra.
-Sin embargo, al hacer mi dicha haréis también la vuestra, -la interrumpió el mulato-; un acaso singular ha enlazado nuestros destinos. ¡Teresa! Vos amáis a Enrique y yo adoro a Carlota: vos podéis de ese hombre, y yo quedaré contento con tal que no lo sea Carlota. ¿Me entendéis ahora?
-Sab, -repuso con melancólica sonrisa la doncella,- tú deliras seguramente: ¿yo puedo ser, dices tú, la esposa de Enrique?
-Sí, vos podéis serlo, y soy yo quien puede daros los medios para conseguirlo.
Teresa le miró con temor y lástima:
-Pobre Sab -dijo ella desviándose involuntariamente-: cálmate en nombre del cielo; no están en tu juicio cuando crees...
-Escuchadme, -interrumpió con viveza Sab, sin darla tiempo de concluir la frase que había comenzado-. ¡Escuchadme! Aquí en presencia del cielo y de esta magnífica naturaleza, voy a descubriros mi corazón todo entero. Una sola cosa exijo de vos: prometedme que no saldrá de vuestros labios una sola palabra de cuantas esta noche me escucharéis.
-¡Te lo prometo, Teresa! -prosiguió él, sentándose a sus pies-: vos sabéis que este desventurado se atreve a amar a aquella cuya huella no es digno de besar, pero lo que no podéis saber es cuán inmensa, cuán pura es esta pasión insensata. ¡Dios mismo no desdeñaría un culto semejante!
-Yo he mecido la cuna de Carlota: sobre
mis rodillas aprendió a pronunciar «te amo» y a mí
dirigieron por primera vez sus angélicos labios esta
divina palabra. Vos lo sabéis Teresa; junto a ella
he pasado los días de mi niñez y los primeros
El mulato, cuya voz fue sofocada por la conmoción, guardó un instante de silencio y Teresa le dijo:
-Ya lo sé Sab; sé que te has criado junto a Carlota, sé que tu corazón no se ha entregado voluntariamente a una pasión insensata, y que sólo debe culparse a aquellos que te expusieron a los peligros de semejante intimidad.
-¡Los peligros! -repitió
tristemente el mulato-, ellos no los preveían, porque
no sospecharon nunca que el pobre esclavo tuviera un corazón
de hombre: ellos no creyeron que Carlota fuese a mis ojos
sino un objeto de veneración y de culto. En efecto,
cuando yo consideraba aquella niña tan pura, tan bella,
que junto a mí constantemente, me dirigía una
mirada inefable, parecíame que era el ángel
custodio que el cielo me había destinado, y que su
misión sobre la tierra era conducir y
»Luego la
niña creció a mi vista y la hechicera criatura
convirtiose en la más hermosa de las vírgenes.
Yo no osaba ya recibir una mirada de sus ojos, ni una sonrisa
de sus labios: trémulo delante de ella un sudor fría
cubría mi frente, mientras circulaba por mis venas
ardiente lava que me consumía. Durmiendo aún
la veía niña y ángel descansar junto
a mí, o elevarse lentamente hacia los cielos de donde
había venido, animándome a seguirla con la
sonrisa divina y la mirada inefable que tantas veces me había
dirigido.
-¡Teresa! -añadió bajando la voz
que había sido hasta entonces llena, sonora y clara,
y que fue luego tomando gradualmente un acento más
triste y sombrío-. ¡Teresa! ¡Entonces recordé
también que era vástago de una raza envilecida!
¡Entonces recordé que era mulato y esclavo...! Entonces
mi corazón abrasado de amor y de celos,
Calló un momento, y Teresa vio brillar sus ojos con un fuego siniestro.
-¡Sab! -dijo entonces con trémula voz-; ¿me habrás llamado a este sitio para descubrirme algún proyecto de conjuración de los negros? ¿qué peligro nos amenaza? ¿Serás tú uno de los...?
-No, -la interrumpió él
con amarga sonrisa-: tranquilizaos, Teresa, ningún
peligro os amenaza; los esclavos arrastran
Teresa alargó su mano a Sab, con alguna emoción; él fijó en ella sus ojos y prosiguió con tristeza más tranquila.
-Era puro mi amor como el primer rayo de sol
en un día de primavera, puro como el objeto que le
inspiraba, pero ya era para mí un tormento insoportable.
Cuando Carlota se presentaba en el paseo o en el templo y
yo iba en su seguimiento, observaba todos los ojos fijarse
sobre ella y seguía con ansiedad la dirección
de los suyos. Si un momento los paraba en algún blanco
y gentil caballero, yo suspenso, convulso, quería
penetrar a su corazón, sorprender en él un
secreto de amor y morir. Si la veía en casa melancólica
y pensativa dejar caer el libro que leía, o el pañuelo
que bordaba; si revelaba el movimiento desigual de su pecho
una secreta emoción; mil dolores desgarraban el mío,
y me decía con furor: ella siente la
»No
pude sufrir mucho tiempo aquel estado de agonía: conocí
la necesidad de huir de Carlota y ocultar en la soledad mi
amor, mis celos y mi desesperación. Vos lo sabéis,
Teresa, solicité venir a este ingenio y hace dos años
que me he sepultado en él, volviendo a ver raras veces
aquella casa en que pasé días de tanta felicidad
y de tanta amargura, y aquel objeto adorable, que ha sido
mi único amor sobre la tierra: pero lo que no podéis
saber, no yo podré deciros, es cuánto he padecido
en estos dos años de voluntaria ausencia. ¡Preguntádselo
a esos montes, a este río, a estas peñas! Sobre
ellas he derramado mis lágrimas que el río
arrastraba en su corriente. ¡Oh Teresa! Preguntádselo
también a este cielo que ostenta sobre nosotros sus
bóvedas eternas; él sabe cuántas veces
le rogué me descargase del peso de una existencia
que no le había pedido, ni podía agradecerle:
pero siempre había un muro de bronce interpuesto entre
él
Una gruesa y ardiente lágrima se desprendió de los ojos de Sab, cayendo sobre la mano de Teresa, que aún retenía en las suyas; y otra lágrima cayó también al mismo tiempo y resbaló por la frente del mulato: esta lágrima era de Teresa, que inclinada hacia él le fijaba una mirada de simpatía y compasión.
-¡Pobre mujer! -dijo él, -¡vos también habéis padecido! Lo sé: los hombres al ver vuestro aspecto frío y vuestro rostro siempre sereno, han creído que ocultabais un corazón insensible, y han dicho acaso: «¡qué feliz es!», pero yo, Teresa, yo os he hecho justicia; porque conozco que para ahogar el llanto y disfrazar bajo una frente serena el dolor que despedaza el corazón, es preciso haber sufrido mucho.
Siguió a estas palabras un nuevo intervalo de silencio y luego prosiguió.
-Bajo un cielo de
fuego, con un corazón de fuego, y condenado a no ser
jamás amado, he visto
»Si cansado del trabajo venía a la caída
del sol a reposar mis miembros a orillas de este río,
aquí también me aguardaban las mismas ilusiones:
porque aquella hora de la tarde, cuando el sinsonte canta
girando en torno de su nido, cuando la oscuridad va robando
por grados la luz y el color a los campos, aquella hora,
Teresa, es la hora de la melancolía y de los
»¡Vientos abrasadores
del Sur! ¡Cuando habéis acudido a mis desesperados
clamores, trayendo en vuestras alas las tempestades del cielo,
también vosotros me habéis visto salir a recibiros,
y mezclar mis gritos a los bramidos del huracán y
mis lágrimas a las aguas de la tormenta! ¡He implorado
al rayo y le he atraído en vano sobre mi cabeza: junto
a mí ha caído, tronchada por él, la
altiva palma, reina de los campos, y ha quedado en pie el
hijo
-¡Oh Sab, pobre Sab! ¡cuánto has padecido!, -exclamó conmovida Teresa-, ¡cuán digno es de mejor suerte un corazón que sabe amar como el tuyo!
-Soy muy desgraciado,
es verdad, -respondiola con voz sombría-: vos no lo
sabéis todo: no sabéis que ha habido momentos
en que la desesperación ha podido hacerme criminal.
Sí, vos no sabéis qué culpables deseos
he formado, qué sueños de cruel felicidad han
salido de mi cabeza abrasada... arrebatar a Carlota de los
brazos de su padre, arrancarla de esa sociedad que se interpone
entre los dos, huir a los desiertos llevando en mis brazos
a ese ángel de inocencia y de amor... ¡oh, no es esto
todo! He pensado también en armar contra nuestros
opresores, los brazos encadenados de sus víctimas;
arrojar en medio de ellos el terrible grito de libertad y
venganza; bañarme en sangre de blancos; hollar con
mis pies sus cadáveres y sus leyes y perecer
Otro nuevo
intervalo de silencio sucedió a estas palabras. Sab
parecía haber caído en profundo enajenamiento
y Teresa, fijos en él los ojos, sentía en su
corazón nuevas y extraordinarias sensaciones. Teresa,
que jamás había oído de la boca de un
hombre la declaración de una pasión vehemente,
hallábase entonces como fascinada por el poder de
aquel amor inmenso, incontrastable, cuya fogosa expresión
acababa de oír. Había algo de contagioso en
las pasiones terribles del hombre con quien se hallaba: acaso
el aire que respiraba saliendo encendido de su pecho, se
extendía quemando cuanto encontraba. Teresa temblaba,
y una sensación muy extraordinaria se apoderó
entonces de su corazón: olvidaba el color y la clase
de Sab; veía sus ojos llenos del fuego que le devoraba,
oía su acento que salía del corazón
El mulato, que absorto en sus pensamientos apenas atendía a ella, levantó por fin la cabeza y tomó otra vez la palabra, con más tranquilidad.
-En las pocas veces que iba a Puerto
Príncipe apenas veía a Carlota, pero interrogaba
a todas sus criadas con mal disimulada ansiedad, deseando
saber el estado de su corazón y temblando siempre
de conseguirlo; pero mis temores quedaban desvanecidos. Belén,
su esclava favorita como sabéis, me decía que
aunque Carlota era el objeto de mil obsequios y pretensiones,
no concedía a ningún hombre la más ligera
preferencia: solía añadir que su joven ama
repugnaba el matrimonio
»¡Oh delirio de un corazón abrasado! ¡A ti debo los únicos momentos de felicidad que después de cuatro años haya experimentado!
»Una de las veces
que estuve en la ciudad, no pude ver a Carlota aunque permanecí
tres días con este objeto. Belén me dijo que
la señorita apenas salía de su cuarto; que
se hallaba ligeramente indispuesta y muy triste, y rehusaba
recibir hasta vuestras visitas, Teresa, y las de sus parientas.
Según me ha confesado después nadie ignoraba
en la casa el motivo de su tristeza: su mano había
sido rehusada a Enrique Otway: pero entonces nadie me comunicó
estas noticias. A pesar de lo impenetrable que yo creía
mi secreto Belén lo había adivinado, y según
me ha dicho después ella rogó a las esclavas
no hablar en mi presencia de los amores de la señorita.
Inquieto con lo que se me decía de su poca salud y
no logrando verla, pasaba las noches pegado a la ventana
de
»La última noche que pasé en la ciudad, estando más atento que nunca al más leve rumor que se sentía en aquella habitación querida, ya muy avanzada la noche creí oír andar a Carlota, y poco después aproximarse a la ventana contra la cual estaba apoyado: redoblé entonces mi atención y oí distintamente su dulce voz. Sabiendo que dormía sola causome admiración y poniendo toda mi alma en el oído, para entender lo que decía, conocí en breve que estaba leyendo. Era sin duda el libro de los evangelios el que ocupaba su atención, pues después de haber leído algunos minutos en voz baja, que no permitía oír distintamente las palabras, profirió por fin más alto: «Venid a mí los que estéis cargados y fatigados, y yo os aliviaré» [23].
Después de estas tiernas y consoladoras palabras, que repitió dos veces, dejé de oír la argentina voz y sólo pude percibir algunos suspiros. Trémulo, conmovido hasta lo más profundo del alma, repetía yo interiormente las palabras de consuelo que había oído, y parecíame ¡insensato! que a mí habían sido dirigidas. Súbitamente sentí descorrer el cerrojo de la ventana, y apenas tuve tiempo de ocultarme detrás del rosal que la da sombra, cuando apareció Carlota. A pesar de ser la noche una de las más frescas del mes de noviembre, no tenía abrigo ninguno en la cabeza, cuyos hermosos cabellos flotaban en multitud de rizos sobre su pecho y espalda. Su traje era una bata blanquísima, y la palidez de su rostro y el brillo de sus ojos humedecidos, daban a toda su figura algo de aéreo y sobrenatural. La luna en su plenitud colgaba del azul mate del firmamento, como una lámpara circular, y rielaban sus rayos entonces sobre la frente virginal de aquella melancólica hermosura.
»Yo me arrastré por tierra hasta colocarme otra
vez junto a la ventana, y de pecho contra el suelo mis ojos
y mi corazón se fijaron en Carlota. También
ella parecía agitada, y un minuto después la
vi caer de rodillas junto a la reja: entonces estábamos
tan cerca que pude besar un canto de la cinta que ceñía
la bata a su cintura, y que colgaba fuera de la reja, mientras
apoyaba en ella su dos hermosos brazos y su cabeza de ángel.
Permaneció un momento en esta postura, durante el
cual yo sentía mi corazón que me ahogaba, y
abría mis secos labios para recoger ávidamente
el aire que ella respiraba. Luego levantó lentamente
la cabeza y sus ojos, llenos de lágrimas, tomaron
naturalmente la dirección del cielo. ¡Paréceme
verla aún! Sus manos desprendiéndose de la
reja se elevaron también y la luz de la luna, que
bañaba su frente, parecía formar en torno suyo
una aureola celestial. ¡Jamás se ha ofrecido a las
miradas de los hombres tan divina hermosura! Nada había
de terrestre y mortal
La voz de Carlota, que sonó en mis oídos más dulce, más cerca que la voz de los querubines, ahogó en mis labios esta imprudente exclamación:
-¡Oh tú, -decía ella- tú, que has dicho: venid a mí todos los que estéis fatigados y yo os aliviaré!; recibe mi alma que se dirige a ti, para que la descargues del dolor que la oprime.
»Yo uní mis preces a las suyas, Teresa, y en lo íntimo de mi corazón repetí con ella: Recibe mi alma que se dirige a ti. Yo creía sin duda que ambos íbamos a morir en aquel momento y a presentarnos juntos ante el Dios de amor y de misericordia. Un sentimiento confuso de felicidad vaga, indefinible, celestial, llenó mi alma, elevándola a un éxtasis sublime de amor divino y de amor humano; a un éxtasis inexplicable en el que Dios y Carlota se confundían en mi alma.
»Sacome de él el ruido estrepitoso de un cerrojo: busqué a Carlota y ya no la vi: la ventana estaba cerrada, y el cielo y el ángel habían desaparecido. ¡Volví a encontrar solamente al miserable esclavo, apretando contra la tierra un corazón abrasado de amor, celos y desesperación!
«¿Qué haré?, ¿qué medio hallaré donde no ha de hallarse medio?, mas si el morir es remedio remedio en morir tendré.» Lope de Vega
-¡Pobre Sab! -exclamó Teresa-, ¡cuánto habrás padecido al saber que ese ángel de tus ilusiones quería entregarse a un mortal!
-¡Indigno
de ella! -añadió con tristeza el mulato-. Sí,
Teresa, cien veces más indigno que yo, no obstante
su tez de nieve y su cabellera de oro. Si no lo fuese, si
ese hombre mereciese el amor de Carlota,
»No volví a la
ciudad hasta el mes anterior al pasado. Hacía ya cerca
de dos que estaba decidido el casamiento de Carlota, pero
nada se me dijo de él y no habiendo estado sino tres
días en la ciudad, siempre ocupado en asuntos de mi
amo, no vi nunca a Otway y volví a Bellavista sin
sospechar que se preparaba la señorita de B... a un
lazo indisoluble. Ni mi amo, ni Belén, ni vos, señora...,
nadie me dijo
Sab recibió entonces su primer encuentro con Enrique y, como si fuese de un peso mayor que todos sus otros dolores, quedó después de dicha relación sumido en un profundo abatimiento.
-Sab -díjole Teresa con acento conmovido-, yo te compadezco, tú lo conoces, pero, ¡ah!, ¿qué puedo hacer por ti?...
-Mucho -respondió levantando su frente, animada súbitamente de una expresión enérgica-; mucho, Teresa: vos podéis impedir que caiga Carlota en los brazos de un inglés, y supuesto que vos le amáis, sed su esposa.
-¡Yo!, ¿qué estáis diciendo, pobre joven?, ¡yo puedo ser esposa del amante de Carlota!
-¡Su amante! -repitió él con sardónica sonrisa-; os engañáis, señora, Enrique Otway no ama a Carlota.
-¡No la ama!, ¿y por qué pues ha solicitado su mano?
-Porque entonces la señorita de B... era rica -respondió el mulato con acento de íntima convicción-; porque todavía no había perdido su padre el pleito que le despoja de una gran parte de su fortuna; porque aún no había sido desheredada por su tío; ¿me entendéis ahora, Teresa?
-Te entiendo -dijo ella-, y lo creo injusto.
-No -repuso Sab-, no escucho ni a mis celos ni a mi aborrecimiento
al juzgar a ese extranjero. Yo he sido la sombra que por
espacio de muchos días ha seguido constantemente sus
pasos; yo el que ha estudiado a todas horas su conducta,
sus miradas, sus pensamientos..., yo quien ha sorprendido
las palabras que se le escapaban cuando se creía solo
y aun las que profería en sus ensueños, cuando
dormía: yo quien ha ganado a sus esclavos para saber
de ellos las conversaciones que se suscitaban entre padre
e hijo, conversaciones que rara vez se escapan a un doméstico
interior, cuando quiere oírlas. ¡No era preciso tanto,
sin embargo! Desde la primera vez que examiné a ese
extranjero,
-Sab -dijo Teresa-, me dejas atónita: luego tú crees...
El mulato no la dejó concluir:
-Creo -respondió- que Enrique está arrepentido del compromiso que lo liga a una mujer que no es ya más que un partido adocenado. Creo que el padre no consentirá gustoso en esa unión, sobre todo si se presenta a su hijo una boda más ventajosa, y creo, Teresa, que vos sois ese partido que el joven y el viejo aceptarán sin vacilar.
Teresa creyó que soñaba.
-«¡Yo!», -repitió por tres veces.
-Vos misma -respondió el mulato-. Jorge Otway preferirá una dote en dinero contante (yo mismo se lo he oído decir), a todas las tierras que puede llevar a su hijo la señorita de B..., y vos podéis ofrecer a Enrique con vuestra mano una dote de cuarenta mil duros en onzas de oro.
-¡Sab! -exclamó
con amargura la doncella-, no te está bien ciertamente
burlarte de
-No me burlo de vos, señora -respondió él con solemnidad-. Decidme ¿no tenéis un billete de la lotería?, le tenéis, yo lo sé: he visto en vuestro escritorio dos billetes que guardáis: el uno tiene vuestro nombre y el otro el de Carlota, ambos escritos por vuestra mano. Ella, demasiado ocupada de su amor, apenas se acuerda de esos billetes, pero vos los conserváis cuidadosamente, porque sin duda pensáis «siendo rica sería hermosa, sería feliz...; siendo rica ninguna mujer deja de ser amada.
-¡Y bien! -exclamó Teresa con ansiedad-, es verdad..., tengo un billete de la lotería...
-Yo tengo otro.
-¡Y bien!
-La fortuna puede dar a uno de los dos cuarenta mil duros.
-Y esperas...
-Que ellos
sean la dote que llevéis a Enrique. Ved aquí
mi billete -añadió sacando de su cinturón
un papel-, es el número 8014 y el 8014 ha obtenido
cuarenta mil duros. Tomad este billete y rasgad el vuestro.
Cuando dentro de algunas horas venga yo
Teresa no respondió: una sola palabra no salió de sus labios, pero no eran necesarias las palabras. Sus ojos habían tomado súbitamente aquella enérgica expresión que tan rara vez los animaba. Sab la miró y no exigió otra contestación; bajó la cabeza avergonzado y un largo intervalo de silencio reinó entre los dos. Sab lo rompió por fin con voz turbada:
-Perdonadme, Teresa -la dijo-,
¡ya lo sé!...nunca compraréis con oro un corazón
envilecido, ni legaréis la posesión del vuestro
a un hombre mezquino. Enrique es tan indigno de vos como
de ella; ¡lo conozco! Pero, Teresa, vos podéis aparentar
algunos días que os halláis dispuesta a otorgarle
vuestro dote y vuestra mano, y cuando vencido por el atractivo
del oro, que
-En este corazón alimentado de amargura por
tantos años -respondió ella- no se ha sofocado,
sin embargo, el sentimiento sagrado de la gratitud: no, Sab,
no he olvidado a la angélica mujer que protegió
a la desvalida huérfana, ni soy ingrata a las bondades
de mi digno bienhechor, que es padre de Carlota. ¡De Carlota,
a quien yo he envidiado en la amargura de mi corazón,
pero cuya felicidad que me hace padecer, sería un
deber mío
Sab cayó a sus pies como herido de un rayo.
-¡Pues qué! -gritó con voz ahogada-; ¿ama tanto Carlota a ese hombre?
-Tanto
-respondió Teresa-, que acaso no sobreviviría
a la pérdida de su amor. ¡Sab! -prosiguió con
voz llena y firme, si es cierto que amas a Carlota con ese
amor santo, inmenso, que me has pintado; si tu corazón
es verdaderamente capaz de sentirlo; desecha para siempre
un pensamiento inspirado únicamente por los
Detúvose un momento y viendo que Sab la escuchaba inmóvil añadió con más dulzura:
-Tu corazón es noble y generoso, si las pasiones le extravían un momento él debe volver más recto y grande. Al presente eres libre y rico: la suerte, justa esta vez, te ha dado los medios de elevar tu destino a la altura de tu alma. El bienhechor de Martina tiene oro para repartir entre los desgraciados, y la dicha de la virtud le aguarda a él mismo, al término de la senda que le abre la providencia.
Sab miró a Teresa con ojos extraviados y como si saliese de un penoso sueño.
-¿Dónde estoy? -exclamó-,
¿qué hacéis
-A consolarte -respondió conmovida la doncella-. ¡Sab!, querido Sab..., vuelve en ti.
-¡Querido! -repitió él con despedazante sonrisa-: ¡querido!..., no, nunca lo he sido, nunca podré serlo..., ¿veis esta fuente, señora?, ¿qué os dice ella?, ¿no notáis este color opaco y siniestro?..., es la marca de mi raza maldecida... Es el sello del oprobio y del infortunio. Y, sin embargo -añadió apretando convulsivamente contra su pecho las manos de Teresa-, sin embargo, había en este corazón un germen fecundo de grandes sentimientos. Si mi destino no los hubiera sofocado, si la abyección del hombre físico no se hubiera opuesto constantemente al desarrollo del hombre moral, acaso hubiera yo sido grande y virtuoso. Esclavo he debido pensar como esclavo, porque el hombre sin dignidad ni derechos, no puede conservar sentimientos nobles. ¡Teresa!, debéis despreciarme..., ¿por qué estáis aquí todavía?..., huid, señora, y dejadme morir.
-¡No! -exclamó ella inclinando su
cabeza
Un sudor frío corría por la frente de Sab, y la opresión de su corazón embargaba su voz; sin embargo, a los dulces acentos de Teresa levantó a ella sus ojos, llenos de gratitud.
-¡Cuán buena
sois! -la dijo-, pero ¿quién soy yo para que os intereséis
por mi vida?..., ¡mi vida! ¿Sabéis vos lo que es mi
vida?..., ¿a quién es necesaria?... Yo no tengo padre
ni madre..., soy solo en el mundo: nadie llorará mi
muerte. No tengo tampoco una patria que defender, porque
los esclavos no tienen patria; no tengo deberes que cumplir,
porque los deberes del esclavo son los deberes de la bestia
de carga, que anda mientras puede y se echa a tierra cuando
ya no puede más. Si al menos los hombres blancos,
que desechan de sus sociedades al que nació teñida
la tez de un color diferente, le dejasen tranquilo en sus
bosques, allá tendría patria y amores..., porque
amaría a una mujer de su color, salvaje como él,
-Deja estos países, déjalos -exclamó con energía Teresa-; ¡pobre joven!, busca otro cielo, otro clima, otra existencia..., busca también otro amor...; una esposa digna de tu corazón.
-¡Amor!, ¡esposa! -repitió tristemente Sab-, no, señora, no hay tampoco amor ni esposa para mí: ¿no os lo he dicho ya? Una maldición terrible pesa sobre mi existencia y está impresa en mi frente. Ninguna mujer puede amarme, ninguna querrá unir su suerte a la del pobre mulato, seguir sus pasos y consolar sus dolores.
Teresa se puso en pie. A la trémula
luz de las estrellas pudo Sab ver brillar su frente altiva
y pálida. El fuego del entusiasmo centelleaba en sus
ojos y toda su figura tenía algo de inspirado. Estaba
hermosa en aquel momento: hermosa en con aquella hermosura
que proviene del alma, y que el alma conoce mejor que los
ojos. Sab la miraba asombrado. Tendió ella sus dos
manos hacia él y levantando los ojos
-¡Yo! -exclamó-, yo soy esa mujer que me confío a ti; ambos somos huérfanos y desgraciados..., aislados estamos los dos sobre la tierra y necesitamos igualmente compasión, amor y felicidad. Déjame pues seguirte a remotos climas, al seno de los desiertos..., yo seré tu amiga, tu compañera, tu hermana!
Ella cesó de hablar y aún parecía escucharla el mulato. Asombrado e inmóvil fijaba en ella los ojos, y parecía preguntarle si no le engañaba y era capaz de cumplir lo que prometía. Pero ¿debía dudarlo? Las miradas de Teresa y la mano que apretaba la suya eran bastante a convencerle. Sab besó sus pies, y en el exceso de su emoción sólo pudo exclamar:
-¡Sois un ángel, Teresa!
Un torrente de lágrimas brotó en seguida
de sus ojos; y sentado junto a Teresa, estrechando sus manos
contra su pecho, sintiose aliviado del peso enorme que le
oprimía, y sus miradas se levantaron al cielo, para
darle gracias de aquel momento de calma y consuelo que le
había concedido.
-¡Sublime e incomparable mujer! -la dijo-, Dios sabrá premiarte el bien que me has hecho. Tu compasión me da un momento de dulzura que casi se asemeja a la felicidad. ¡Yo te bendigo, Teresa!
Y tornando a besar sus manos añadió:
-El mundo no te
ha conocido, pero yo que te conozco debo adorarte y bendecirte.
¡Tú me seguirías!..., tú me prodigarías
consuelos cuando ella suspirase de placer en brazos de un
amante!..., ¡oh, eres una mujer sublime, Teresa! No, no legaré
a un corazón como el tuyo mi corazón destrozado...,
toda mi alma no bastaría a pagar un suspiro de compasión
que la tuya me consagrase. ¡Yo soy indigno de ti!; mi amor,
este amor insensato que me devora, principió con mi
vida y sólo con ella puede terminar: los tormentos
que me causa forman mi existencia: nada tengo fuera de él,
nada sería si dejase de amar. Y tú, mujer generosa,
no conoces tú misma a lo que te obligas, no prevés
los tormentos que te preparas. El entusiasmo dicta
Calló por un momento, luego volviendo a agarrar convulsivamente las manos de Teresa, que permanecía trémula y conmovida a su lado, exclamó con nueva y más dolorosa agitación:
-¡Pero lo será!..., ¿podrá
serlo cuando después de algunos días de error
y entusiasmo vea rasgarse el velo de sus ilusiones, y se
halle unida a un hombre que habrá de despreciar?...
¿Concebís todo lo que hay de horrible en la unión
del alma de Carlota y el alma de Enrique? Tanto valdría
ligar al águila con la serpiente, o a un vivo con
un cadáver. ¡Y ella habrá de jurar a ese hombre
amor y obediencia!, ¡le entregará su corazón,
su porvenir, su destino entero!..., ¡ella se hará
un deber de respetarle!, y él..., él la tomará
por mujer, como a un género de género, por
cálculo, por conveniencia..., haciendo una especulación
vergonzosa del lazo más santo, del empeño más
solemne! ¡A ella que le dará su alma!
Y era así pues corría de su frente un helado sudor, y sus ojos desencajados expresaban el extravío de su razón. Teresa le hablaba con ternura, ¡pero en vano!; un vértigo se había apoderado de él.
Parecíale que temblaba la tierra bajo sus pies y que en torno suyo giraban en desorden el río, los árboles y las rocas. Sofocábale la atmósfera y sentía un dolor violento, un dolor material como si le despedazase el corazón con dos garras de hierro, y descargaran sobre su cabeza una enorme mole de plomo.
¡Carlota esposa de Enrique! ¡Ella prodigándole sus
caricias! ¡Ella envileciendo su puro corazón, sus
castos atractivos con el grosero amor de un miserable! Éste
era su único pensamiento, y este pensamiento pesaba
sobre su alma y sobre cada uno de sus miembros. No sabía
dónde estaba,
El desventurado Sab en aquel momento quiso
levantarse, acaso para huir del pensamiento horrible que
le volvía loco; pero sus tentativas fueron vanas.
Su cuerpo parecía de plomo y, como sucede en una pesadilla,
sus esfuerzos, agotando sus fuerzas, no acertaban a moverle
de aquella peña infernal en que parecía elevado.
Gritos inarticulados, que nada tenían
Inclinada sobre él
y sosteniéndole la cabeza sobre sus rodillas, mirábale
la pobre mujer y sentía agitarse su corazón.
«¡Desventurado joven! - pensaba ella-, ¿quién se acordara
de tu color al verte amar tanto y sufrir tanto?». Luego pasó
rápidamente por su mente un pensamiento, y se preguntó
a sí misma qué hubiera podido ser el hombre
dotado de pasiones tan ardientes
Al volver en sí el mulato mirola y la reconoció:
-Señora -la dijo con desfallecida voz, ¿estáis aquí todavía?, ¿no me habéis abandonado como a un alma cobarde, que se aniquila delante de la desventura a que debiera estar tan preparada?
-No -respondió ella con emoción-, estoy aquí para compadecerte y consolarte. ¡Sab! Has sufrido mucho esta noche.
-¡Esta noche! ¡Ah! No..., no ha
sido solamente esta noche: lo que he padecido a vuestra vista
una vez, eso he padecido otras mil, sin que una palabra de
consuelo cayese, como gota de rocío, sobre mi corazón
Guardaron ambos un momento de silencio durante el cual Teresa lloraba, y Sab sentado a sus pies parecía sumergido en profundo desaliento. Por fin, Teresa enjugó sus lágrimas, y reuniendo todas sus fuerzas señaló con la mano al mulato el punto del horizonte en que aparecían ya las nubes ligeramente iluminadas.
-¡Es preciso separarnos! -le dijo-. Sab, toma tu billete, él te da riquezas..., puedes también encontrar algún día reposo y felicidad!
-Cuando tomé ese billete -respondió
él- y quise probar la suerte, Martina, la pobre vieja
que me llama su hijo, estaba en
-¡Y qué! ¿No hay otros infelices?
-No hay en la tierra mayor infeliz que yo, Teresa, no puedo compadecer sino a mí mismo... Sí, yo me compadezco, porque lo conozco, no hay en mi corazón ni un solo deseo, una sola esperanza..., ¡la muerte!
-Sab, no te abandones así a la desesperación: acaso el cielo se dispone a ahorrarte el tormento de ver a Carlota esposa de Enrique. Si el viejo Otway es tan codicioso como crees, si su hijo no ama sino débilmente a Carlota, ya saben que no es tan rica como suponían y ese enlace no se verificará.
-Pero vos me habéis dicho
-exclamó con tristeza Sab- que ella no sobrevivirá
a su amor..., vos lo habéis dicho, vos lo sabéis...,
pero lo que no sabéis es que yo os ofrezco el oro,
para comprar la mano de ese hombre, no os perdonaría
nunca si lo hubieseis aceptado: ni a él, ni a mí
mismo me perdonaría. Vos no sabéis que la
-No, Teresa, no me lo digáis otra vez..., vos no podéis comprender las contradicciones de un corazón tan atormentado.
Teresa se puso en pie y escuchó por un momento.
-A Dios, Sab -dijo luego-, paréceme que los esclavos están ya levantados y que se aproximan a los cañaverales: a Dios, no dudes nunca que tienes en Teresa una amiga, una hermana.
Ella aguardó en vano algunos minutos una contestación del mulato. Apoyada la frente sobre una peña, inmóvil y silencioso, parecía sumido en profunda y tétrica meditación. Luego de repente brillaron sus ojos con la expresión que revela una determinación violenta y decidida, y alzose del suelo grande, resignado, heroico.
Los negros se acercaban. Sab sólo tuvo tiempo de decir en voz baja algunas palabras a Teresa, palabras que debieron sorprenderla pues exclamó al momento:
-¡Es posible!... ¿Y tú?
-¡Moriré! -contestó él haciéndole con la mano un ademán para que se alejase.
En efecto, Teresa se ocultó entre los cañaverales al mismo tiempo que los esclavos llegaban al trabajo. Uno solamente, más perezoso que los otros, o sintiéndose con sed, dejó su azada y se adelantó hacia el río. Un fuerte tropezón que dio por poco le hace caer en tierra.
-Es un castigo de Dios, José -le gritaron sus compañeros-, por lo holgazán que eres.
José no respondía, sino que estaba estático en el sitio de que acababa de levantarse, los ojos fijos en el suelo con aire de pasmo.
-¿Qué es eso, José? -gritó uno de los negros-, ¿te habrás clavado en el suelo?
José
los llamó hacia a él, no con la voz sino con
aquellos gestos llenos de expresión que se notan en
la fisonomía de los negros.
-¡El mayoral!
Sab estaba sin sentido junto al río; los esclavos lo levantaron y lo condujeron en hombros al ingenio.
Cuando dos horas después se levantó D. Carlos de B... oyó galopar un caballo que se alejaba.
-¿Quién se marcha ahora? -preguntó a uno de los esclavos.
-Es el mayoral, mi amo, que se va a la ciudad.
-¡Cómo tan tarde!, son las siete y yo le había encargado que se marchase al amanecer.
-Es verdad, mi amo -respondió el esclavo-, pero el mayoral estaba tan malo...
-¡Estaba malo!..., ¿qué tenía pues?
-¿El mayoral, mi amo?..., yo no lo sé, pero tenía la cara caliente como tenía un tizón de fuego, y luego echó sangre, mucha sangre por la boca.
-¡Sangre por la boca! ¡Cómo! ¡Sangre por la boca y se ha marchado así! -exclamó don Carlos.
José, que pasaba cargado con un haz de caña, se detuvo a oírle y echó una mirada de reconvención sobre el otro negro. José era el esclavo más adicto a Sab, y Sab le quería porque era congo, como su madre.
-No haga caso su merced de lo que dice ese mentecato. El mayoral está bueno, sólo que echó un poco de sangre por la nariz, y me dijo que a las tres de la tarde tendría su merced las cartas del correo.
-Vaya, eso es otra cosa -dijo el señor de B...-, este bruto me había asustado.
El negro se alejó murmurando:
-¡Bruto! Yo soy bruto porque digo la verdad!
«Echábase de ver en su traza que había corrido mucho, y que debía ser en gran manera interesante su mensaje.»
LARRA.
El Doncel de D. Enrique el Doliente.
El buque consignado a Jorge Otway había anclado en
el puerto de Guanaja el día antes de la llegada de
Enrique, y a las pocas horas hubiera podido este volverse
a Puerto Príncipe con el cargamento, pero no lo hizo
así. El cargamento fue enviado a su padre con un hombre
de su confianza, y aunque nada le detenía en Guanaja
-Esto es un hecho -decía él hablando consigo mismo-, esa mujer me ha trastornado el juicio, y es una felicidad que mi padre sea inflexible, pues si tuviese yo libertad de seguir mis propias inspiraciones es muy probable que cometiera la locura de casarme con la hija de un criollo arruinado.
Y sin embargo
de raciocinar de este
Agitado con estos pensamientos paseábase a orillas del mar la tarde del segundo día de su llegada a Guanaja, y buscaba de modo de decidirse a sí mismo a volver al siguiente a Puerto Príncipe.
-Iré -decía-, iré sin ver a Carlota,
sin detenerme en Bellavista, diré a mi padre la verdad
de todo y le suplicaré se revista de prudencia y discreción,
para que al romper mis compromisos no hiera demasiado el
orgullo ni la sensibilidad de Carlota: le diré que
busque, que invente un pretexto plausible, que disfrace en
lo posible la verdadera causa de este rompimiento,
Pero apenas había
tomado esta resolución, parecía que algún
mal espíritu ponía delante de sus ojos a Carlota
más bella, más tierna que nunca, y la veía
desolado reconvenirle por su abandono, echarle en cara su
avaricia y acaso de despreciarle en su corazón. Luego,
(y este último cuadro le afectaba más vivamente),
luego la veía consolada de su perfidia con el amor
ardiente y desinteresado de un apasionado criollo, y le juzgaba
dichoso y a ella también dichosa. Entonces sentía
que la sangre se agolpaba a su cabeza y a su corazón,
y que le ahogaba. Porque los celos son a veces más
omnipotentes que el mismo amor, y el hombre menos capaz de
sentir en su sublimidad esta noble pasión, es acaso
susceptible de conocer los celos en toda su terrible violencia.
El hombre, egoísta por naturaleza, se irrita de ver
gozar a
La tarde era cálida y calmosa.
Estábase a mediados de junio y ya empezaba la atmósfera
a tomar aquel aspecto amenazante que caracteriza el verano
de las Antillas. Después de la gran tempestad que
se sintiera
Enrique se
había sentado tristemente en una peña, y fijos
sus ojos en el mar dejaba vagar su pensamiento. «¿Qué
hará ahora Carlota?, decía interiormente, ¿esa
alma tan apasionada sentirá un presentimiento
Enrique, como todo hombre
que siente halagada su pasión dominante por una esperanza,
aunque sea remota e incierta,
-Carlota -decía Enrique fijando sus ojos en el anillo que brillaba en su mano, prenda de amor que le otorgara su querida-; yo no podré amar a otra mujer tanto como a ti, ninguna podrá hacerme tan feliz como tú me hubieras hecho; pero el destino nos separa. Es preciso que yo sea rico, y tú no puedes hacerme rico, Carlota.
Se puso en pie entonces, decidido
a volverse a la ciudad al día siguiente, y echó
una mirada orgullosa en contorno suyo, como hombre que acaba
de triunfar de un enemigo poderoso. Detúvose empero
esta mirada quedando fija por algún tiempo, y su cabeza
en la actitud de quien pone toda su atención en escuchar
alguna cosa. Y era que Enrique percibió, primero confusamente
y luego con más distinción, la carrera de un
caballo, que se aproximaba evidentemente al sitio donde se
encontraba. Parece que un instinto del corazón, le
advirtiera que algo muy interesante para él se le
acercaba en aquel momento, pues anduvo algunos pasos como
para encontrar
-¡Sab! -exclamó, y al instante el mulato se puso en pie y se adelantó hacia él.
Enrique le consideró un momento. El sudor empapaba su cabeza y corría por su rostro en gruesas gotas; sus ojos tenían un brillo extraordinario, y su color parecía más oscuro que lo era naturalmente. En toda su fisonomía se notaba aquella especie de vivacidad triste y extraña que presta comúnmente la fiebre.
-Sab -dijo Enrique-, ¿qué novedad ocurre? Cuando me separé de tu amo no me dijo que vendrías a Guanaja; sin duda te conduce algún motivo extraordinario y exigente, pues parece has hecho un viaje muy apresurado.
-Ya lo ve su merced -contestó el mulato señalando su caballo-. ¡Está reventado! ¡Muerto!... Hace poco más de cuatro horas que salí de Bellavista.
-¡Poco más de cuatro horas! -exclamó Enrique-,
diez leguas en cuatro horas reventando tu jaco tan querido!...,
sin
-Esta carta informará a su merced -respondió Sab alargándole el papel y dejándose caer quebrantado junto a su caballo. Enrique rompió el sello con mano mal segura, y mientras leía, el mulato tenía fijos en él los ojos, sonriendo con amargura al ver la notable turbación que se pintaba en el rostro del inglés. La carta era del Sr. de B..., y decía así:
«Son las dos de la tarde, Enrique,
y aún no hace una hora ha venido Sab de la ciudad
trayéndome la correspondencia de La Habana del correo
pasado, que no recibí a su debido tiempo, por no sé
qué fatalidad maldecida. Esperaba carta de mi hijo
y en vez de ella he recibido una del director del colegio,
en la que me participa que la tisis que parecía amenazar
a mi hijo, hace tantos años que ya habíamos
cesado de temerla con extraordinaria violencia. Eugenio se
hallaba tan malo a la salida del correo que los médicos
le daban pocos días de vida. El hijo de mis entrañas
mostrábase
Ven sin dilación, hijo mío, a recibir el precioso depósito que quiere confiarte.»
Carlos de B.
Enrique temblaba y una palidez lívida había sucedido, mientras leía esta carta, al bello color de rosa que tenían comúnmente sus mejillas. El mulato, siempre fija en él su mirada penetrante:
-Y bien -le dijo-, ¿qué determináis?
Enrique tartamudeó algunas palabras, de las cuales Sab sólo pudo comprender:
-¡Imposible!, no puedo sin orden de mi padre dejar Guanaja!
Sab calló, pero su mirada siempre fija en el inglés parecía devorarle. Enrique, lleno de turbación y desconcierto, apenas pudo leer la posdata que seguía a las últimas líneas de la carta a D. Carlos, y que el mulato le indicó con un gesto expresivo. La posdata decía:
«La suerte, por una cruel irrisión, ha querido compensar
el golpe mortal dado en mi corazón con la pérdida
de mi hijo otorgando fortuna a mi hija mayor. Carlota ha
sacado el premio de cuarenta mil
Al concluir de leer Enrique estas palabras, Sab volvió a preguntarle:
-Y bien, señor, ¿qué determina su merced?
-Marchar inmediatamente a Puerto Príncipe -contestó el joven con resolución.
-Ya lo sabía yo -dijo el mulato con sonrisa sardónica, y apartó de Enrique su mirada, que expresaba en aquel momento un profundo desprecio.
-Ven, vamos a marchar ahora mismo.
-Su merced marchará solo -respondió Sab volviendo a sentarse junto a su caballo-, estoy rendido de cansancio.
-Tienes razón, pobre Sab, yo no puedo perder un minuto, pero tú quédate hasta mañana.
-Sí -dijo Sab-, apresúrese su merced; yo tengo necesidad de reposar un momento.
Enrique se alejó, Sab le siguió con los ojos hasta que le perdió de vista, y luego dejose caer sobre el cadáver del pobre animal tendido a su lado.
-Ya no existes -dijo
Levantose y tendió su mirada en la extensión
del mar que estaba delante de él. Entonces se estremeció
todo, y como si quisiera apartar de sí un objeto importuno
extendió las manos con fuerza, desviando los ojos
al mismo tiempo. ¡La muerte! Era una terrible tentación
para el desventurado, y aquel mar se abría delante
de él como para ofrecerle una tumba en sus abismos
profundos. ¡Mucho debió costarle resistir
El cielo oyó sin duda sus votos y Dios tendió sobre él una mirada de misericordia, pues en aquel momento sintió el infeliz quebrantarse todo su cuerpo, y helar su corazón el frío de la muerte. Una voz interior pareció gritarle: «Pocas horas de sufrimiento te restan, y tu misión sobre la tierra está ya terminada.»
Sab aceptó aquel vaticinio, miró al cielo con gratitud, dejó caer la cabeza sobre el cadáver de su caballo y le baño con un caño de sangre que salió de su boca.
Un pescador que venía a tender sus redes
a orillas del mar, pasando un minuto después por aquel
sitio, vio el extraño espectáculo de un hombre
y un caballo tendidos y sangre en derredor. Creyó
que acababa de descubrir un asesinato,
-¡Un caballo! ¡Dadme un caballo en nombre del cielo! Buen hombre -exclamó Sab-, aún no estoy tan malo que no pueda andar siete leguas con el fresco de la noche, dadme un caballo.
-Si me pidierais una barca podría serviros -respondió todavía sobrecogido el pescador-, pero un caballo, no le tengo. Sin embargo, aquí cerca vive el tío Juan, mi compadre, que podrá prestaros el suyo.
-Bien, llevadme donde está ese hombre.
El pescador presentó su brazo
a Sab,
... Por sus miembros todos que abandona la vida, un sudor frío vaga, y triste temblor. QUINTANA
Era la una de la noche y todo yacía en silencio y reposo en la
aldea de Cubitas; los labriegos de la tierra roja descansaban
durmiendo de los trabajos del día, y solamente algunos
perros, únicos transeúntes de las desiertas
calles, interrumpían por intervalos con sus ladridos
el silencio de aquella hora de calma. Sin embargo, el
Nosotros nos permitiremos penetrar dentro y descubrir quiénes eran las personas que velaban solas, en aquella hora de reposo general.
En un pequeño catre de lienzo, entre sábanas
gruesas pero muy limpias, aparecía la cara enjuta
y cadavérica de una criatura, al parecer de pocos
años, pues el bulto
De rato en rato levantábase
esta mujer y con pasos ligeros se acercaba a una mesilla
de cedro colocada cerca de la ventana, abierta sin duda para
refrescar la habitación, en la cual, por su pequeñez,
hacía un calor excesivo, y tomaba de ella un vaso
y una palmatoria de metal en la que ardía una vela
de sebo; volvíase en seguida poco a poco junto al
lecho del enfermo, colocando la luz en la silla que había
ocupado, examinaba atentamente su rostro y humedecía
sus labios con el licor contenido en el vaso. El perro la
seguía
-¿Cómo va el enfermo, Martina?
-Ya lo veis -respondió con su mano afilada el rostro del niño-, no verá el día, aunque son ya las dos de la madrugada.
-¡Cómo!, tan pronto creéis que...
-Sí -dijo Martina moviendo tristemente la cabeza-. Sí, mayoral, muy pronto.
-Pues bien -repuso
el recién llegado-, id a descansar un rato, Martina,
y yo quedaré velándole. Hace cuatro noches
que no cerráis los
-Gracias, mayoral, vos no podréis pasar malas noches, porque tenéis harto trabajo durante el día, y D. Carlos de B... os ha puesto aquí para atender a sus intereses, y no para cuidar mis enfermos. Volveos a vuestra cama y dejadme, ¿qué importa una noche más sin descanso? Mañana -añadió con triste sonrisa, mañana ya no tendrá necesidad de mí el pobre Luis, y podré descansar.
-Haré lo que queráis, Martina -respondió el mayoral de la estancia encogiéndose de hombros-, pero ya sabéis que estoy en la habitación inmediata para si algo se os ofreciere.
-Os doy las gracias, mayoral.
El anciano se volvía de puntillas, cuando al pasar por la puerta detúvose y puso atención al galope de un caballo que se oía distintamente en el silencio de la noche. El perro se alarmó también, pues se levantó, derechas las orejas y el oído atento.
-¿Oís Martina? -dijo en voz baja el mayoral.
-¡Y bien! ¿Qué os asusta? Es alguno que pasa a caballo -respondió la vieja.
-Es que no pasa, que o yo me engaño mucho o el caballo se ha detenido delante de nuestra puerta.
En acabando estas palabras dos golpes sonaron sucesivamente en la puerta principal de la sala contigua al cuarto de Martina. El perro empezó a ladrar, y le mayoral exclamó:
-Es aquí, es aquí, ¿no lo decía yo? ¿Pero a estas horas quién puede venir a molestarnos? A menos que no sea algún enviado del amo, y para que venga a estas horas preciso es que haya acontecido alguna cosa bien extraordinaria...
-Id a abrir la puerta -le interrumpió Martina-, he conocido a Sab en los dos golpes... ¡Oíd, oíd!... Ya los repite: es Sab, mayoral, corred y abridle la puerta. ¡Leal! Silencio, que es Sab.
El mayoral obedeció,
y sea que el ruido de los cerrojos que descorría para
dejar libre la entrada, y los ladridos del perro asustasen
al enfermo, sea que en aquel momento su agonía comenzase
a hacerse
-Hijo mío -le dijo Martina-, ya lo ves... Acércate, el cielo te ha traído sin duda para recordarme que aún tengo un hijo. Tú solo quedarás en el mundo para consolar los últimos días de esta pobre mujer.
Sab se puso de rodillas junto a la cama y besó la mano de Martina, mientras el perro saltaba en torno suyo acariciándole, y Luis hacía penosos esfuerzos para levantar la cabeza.
-Mírale, hijo mío -dijo Martina-, tu presencia le ha reanimado; háblale, sin duda te oye todavía.
Sab se inclinó hacia el moribundo y le llamó por su nombre; Luis entreabrió los ojos, aunque sin dirigirlos a Sab, y alargó sus manecitas transparentes como para asir alguna cosa. Las tomó Sab entre las suyas, e inclinando el rostro sobre el del niño dejó caer sobre él una gruesa y ardiente lágrima.
-¿Me conoces? -le dijo-, soy yo, tu hermano.
Luis dirigió su mirada vidriada hacia el paraje de que partía la voz y apretó débilmente las manos de Sab; en seguida volvió el rostro al lado opuesto y quedose en su primera inmovilidad, solamente que su respiración se hizo más trabajosa formando aquel sonido gutural y seco, que es el estertor de la agonía.
-Es preciso que descanséis, madre mía -dijo Sab a Martina-, vuestro semblante me dice que habéis pasado muchas noches de vigilia.
-¡Cuatro! -exclamó el mayoral de la estancia-, cuatro noches hace que no cierra los ojos, y no porque yo haya dejado de decirle...
El mulato interrumpió al anciano, y tomando la mano de Martina:
Esta noche descansaréis -la dijo-, porque yo estoy aquí, yo velaré a mi hermano.
-Sí, y tú recibirás su último aliento -respondió la india con amarga resignación-, porque Luis no vivirá dos horas. ¡Bien! ¡Bien!-añadió poniéndose en pie e inclinándose sobre la cama del niño-. Yo le dejo, porque ya... ya no puedo servirle de nada al infeliz.
-Os engañáis,
-Sab, hijo mío, yo te dejo a su lado y me retiro tranquila; pero no quieras alucinarme: harto sé que está agonizando. Pero por eso mismo lo dejo... he visto ya en igual trance a mi hijo, a mi nuera, y a dos de mis nietos, y he recibido sus últimos suspiros, pero con todo me siento débil junto a esta pobre criatura. Es el último, Sab, es mi último pariente, el último lazo que me une a la vida, y me siento débil en este momento.
Sab tomó la mano de la vieja y la apretó entre las suyas. Martina dejó caer la cabeza sobre su hombro y añadió con voz enternecida.
-Soy injusta, ¡lo conozco! Aún tengo un hijo: ¡Tú!, tú me restas aún.
-¡Eh!, no es ahora tiempo de llorar y hacernos llorar a todos -dijo el mayoral de la estancia acabando de arreglar la cama para Martina.
-Venid a acostaros y dejaos ahora
de esas reflexiones: mañana hablaréis largamente
con Sab y le diréis todas esas cosas; lo
Martina se inclinó y estampó un beso en la frente ya helada de su nieto, dejándose conducir en seguida por Sab a la cama que se le había preparado. El joven la colocó cuidadosamente y la cubrió el mismo con una manta. Luego se volvió al mayoral de la estancia y le dijo con voz que revelaba su agitación.
-Mañana temprano necesito un hombre de confianza, para llevar una carta a Puerto Príncipe a casa de mis amos, y os encargo procurármelo.
-Yo mismo iré si me lo permitís -respondió el anciano-. Pero decidme, Sab, ¿ocurre alguna novedad en la ciudad? Vuestra venida a estas horas y esa carta...
Sab no la dejó concluir:
-Ninguna novedad ocurre que
pueda importaros, mayoral: mañana a las seis saldréis
a llevar una carta a la señorita Teresa sobrina de
mi amo, y a poneros a las órdenes de éste,
al que diréis el motivo de mi detención en
Cubitas. Va a emprender un viaje y acaso necesite un hombre
de confianza que le acompañe.
-¡Oh! yo os aseguro, Sab, que, aunque viejo, soy tan capaz como vos...
-Lo creo -interrumpió el mulato con alguna impertinencia. Ahora, mayoral, idos a dormir, buenas noches. Dadme solamente un pedazo de papel y un tintero. Hasta mañana.
-El viejo obedeció: había en el acento de aquel mulato un no sé qué de autoridad y grandeza que siempre le había subyugado.
Cuando Sab quedó solo, se puso de rodillas junto al lecho de Martina, que incorporándose sobre su almohada y fijándole una mirada penetrante, y profundamente triste, le dijo:
-Conmigo, Sab, no tendrás reserva: yo exijo que me digas el motivo de tu venida y el de ese viaje que dices debe emprender D. Carlos.
-El joven abrazó las rodillas de Martina inclinando la cabeza sobre ellas en silencio.
-Sab -exclamó la anciana bajando la suya sobre aquella
cabeza querida y oprimiéndola entre sus manos-, tu
cabeza arde...
-Tranquilizaos -la dijo esforzándose a sonreír-, es la agitación del viaje, estoy bueno, procurad descansar..., mañana lo sabréis todo, madre mía.
-No, no -gritó Martina con ansiedad-; déjame coger esa luz y alumbrar tu rostro... ¡Dios mío!, ¡qué mudanza!...Tus ojos están hundidos y brillan con el fuego de la fiebre. ¡Hijo mío!, ¡hijo mío!, ¿qué tienes?
Y se puso de rodillas delante de él.
-¡Por compasión! -exclamó el mulato levantándola con una especie de furor-. Callad, callad, Martina... tranquilizaos si no queréis verme morir de dolor a vuestros pies.
Martina se dejó llevar otra vez al lecho y se esforzó la pobre mujer en parecer tranquila.
-Siéntate aquí, a mi
cabecera, hijo mío, yo no te importunaré más,
callaré como el sepulcro...; pero ven, hijo mío,
que yo te oiga, que oiga tu voz, que vea tus facciones, que
sienta
Sab la abrazó estrechamente y regó su frente con dos gruesas y ardientes lágrimas.
-Sí, madre mía -la dijo-, descansad sobre mi pecho, mi voz arrullará vuestro sueño. Yo os hablaré de Dios y de los ángeles entre los cuales va a habitar nuestro querido Luis. Yo os hablaré del eterno descanso de los desgraciados y de las consoladoras promesas del evangelio. Descansad en mis brazos, ¿estáis bien así?
Martina agobiada de fatigas y de penas dejose colocar por Sab y pareció sucumbir a aquella especie de letargo que sigue a las grandes agitaciones.
-Habla -repetía ella-, habla hijo mío, yo te escucho.
Sab sólo murmuraba algunas palabras inconexas;
en aquel momento también el infeliz sufría
horriblemente. Pero Martina descansando en su pecho se sentía
más tranquila, y se durmió por fin cuando Sab
comenzaba a hablarle
Entonces aquel humilde recinto presentó un cuadro dramático. Entre el sueño de la vejez y la tranquila muerte de la inocencia, aquella vida juvenil despedazada por los dolores era un espectáculo terrible. Al lado de Luis, frágil criatura que se doblaba sin resistencia, débil caña que cedía sin ruido, echábase de ver aquella fuerza caída, aquel hombre lleno de vigor sucumbiendo como la encina a las tempestades del cielo.
Parecía que su alma a medida que abandonaba su cuerpo se trasladaba toda a su semblante. ¡Ay, aquella terrible agonía no tuvo más testigos que el sueño y la muerte! Nadie pudo ver aquella alma apasionada que se revelaba en su hora suprema.
Pero Sab escribía y aquella carta fue todo lo que quedó de él.
Pasó desconocido el mártir sublime del amor, pero aquella carta le sobrevivió y le conquistó el solo premio que sin esperarlo deseaba: ¡una lágrima de Carlota!
Sab escribía con mano mal segura y que fue poniéndose más y más trémula. Dejó por un instante la pluma y sacó de su pecho un objeto que contempló largo rato con melancólica atención. Era el brazalete de Carlota que Teresa le había regalado por mano de Luis en aquella misma habitación cinco días antes.
¡Hela aquí! -murmuró fijando sus ojos en el retrato-. ¡Tan bella! ¡tan pura! ¡para él! ¡toda para él!...
Sus dedos crispados dejaron caer
el brazalete y un momento después volvió a
escribir. Pero claro que sus fuerzas se debilitaban rápidamente.
Sin embargo escribió sin descanso más de una
hora, interrumpiéndose únicamente para acercarse
algunas veces a la cama de Luis y humedecer sus labios, como
había hecho Martina. Ésta continuaba sumida
en una especie de letargo y de vez en cuando se la
-Sab no tengo otro hijo que tú.
El mulato la escuchaba y su mano temblaba más en aquellos momentos: pero seguía escribiendo. La claridad del día penetraba ya por la ventana cuando concluyó su carta.
Puso dentro de ella el brazalete, cerróla, quiso rotularla, pero su mano no obedecía ya el impulso de su voluntad, y violentas convulsiones le asaltaron en el momento.
Hubo entonces un instante en el que el exceso de sus dolores le comunicó un vigor pasajero y probó a ponerse en pie por medio de un largo y penoso esfuerzo, pero volvió a caer como herido de una parálisis, y sus dientes rechinaron unos contra otros al apretarse convulsivamente.
Sin embargo, consiguió
arrastrase trabajosamente hasta la cama de Luis, y su mirada
delirante y ardiente se encontró allí con la
mirada vidriada e inmóvil del moribundo. Sab quiso
dirigirle un último a Dios pero se detuvo espantando
del sonido
Entonces pasaron por su mente multitud de ideas y multitud de dolores. Pensó que iba a morir también, y que en aquel mismo instante que él sufría una dolorosa agonía, Enrique y Carlota pronunciaban sus juramentos de amor. Luego ya no pensó nada: confundiéndose sus ideas, entorpeciose su imaginación, turbose su memoria; quebrantose su cuerpo y cayó sobre la cama de Luis bañándola con espesos borbotones de sangre que no salían de su boca.
El mayoral de
la estancia había consultado al sol, su reloj infalible,
y no dudó fuesen ya las cinco. Dejó pues preparado
su caballo a la puerta de la casa, y acercándose poco
a poco a la habitación de Martina, y tocando ligeramente
la puerta, para no despertar a la anciana si por ventura
dormía, llamó repetidas veces a Sab. Pero Sab
no respondía. En vano fue levantandose progresivamente
la voz y golpeando con mayor fuerza la puerta, aplicando
en seguida el oído con silenciosa atención.
Martina cayó desmayada a los pies de la cama, y el mayoral, echando abajo la puerta, entró a tiempo de recoger el último suspiro del mulato.
Sab expiró a las seis de la mañana: en esa misma hora Enrique y Carlota recibían la bendición nupcial.
Esta es la vida, Garcés; Uno muere, otro se casa, Unos lloran, otros ríen... ¡Triste condición humana! GARCÍA GUTIÉRREZ,
El Paje
Reinaba la mayor agitación en la casa del señor de
B... que verificando el casamiento de su hija había
partido para el puerto de Nuevitas, en el cual debía
embarcarse para La Habana. Jorge que había estado
presente a la celebración
Rodeábanla llorando sus
hermanitas sin que ella acertase a dirigirles una palabra
de consuelo. Únicamente Teresa conservaba su presencia
de espíritu, y al mismo tiempo que daba órdenes
a las esclavas restableciendo en la casa tranquilidad, momentáneamente
alterada, cuidaba de las niñas y aún de la
misma Carlota. Instábala con cariño para que
se acostase algunas horas, temiendo que tantas agitaciones
y una noche de vigilia alterasen su salud delicada, y vencida
por fin de sus ruegos ya iba Carlota a complacerla cuando
Esta noticia que algunos días antes hubiera sido dolorosísima a Carlota, apenas pareció afectada en un momento en que tanto había sufrido. Acababa de separarse de un padre, su hermano espiraba tal vez en aquel momento, y la pérdida del pobre mulato era bien pequeña al lado de estas pérdidas.
Enrique manifestó con más viveza su pesar y su sorpresa.
¡Pobre muchacho! -dijo-, estas muertes repentinas me aterran. Luego, como si se le presentase una idea luminosa añadió:
Martina tiene razón: una caída del caballo
ha sido indudablemente la causa de su muerte. ¡Pobre Sab!
Ahora recuerdo lo pálido, lo demudado que estaba ayer
cuando llegó a Guanaja. Yo lo atribuí al cansancio
del viaje tan precipitado:
-Aquí traigo una carta sin sobre escrito, -dijo el mayoral-, pero que creo que es para la señora.
Para Carlota: ¿y de quien es esa carta buen hombre?
Del pobre difunto, señor, respondió el mayoral presentándola. Creo que agonizando la escribió, pues me pidió el papel y la tinta a las tres de la madrugada, y a las seis el desgraciado rindió su alma al criador. Pero parece que el asunto era de importancia, y luego, como yo debía venir parar acompañar al amo a La Habana... pero ya lo veo, he llegado tarde y mi venida sólo habrá servido para traer esta carta.
En el breve tiempo que duró este discurso del mayoral, al que nadie atendía, pasó una escena muy viva en aquella sala. Enrique, que se había apoderado de la carta que decían ser para su esposa, rompió la cubierta apresuradamente, y al abrir la carta cayó en tierra el brazalete que levantó sorprendido.
¡Un brazalete!... Carlota... este brazalete...
Es mío -dijo Teresa adelantándose con
Enrique estaba estupefacto y miraba a Teresa y luego Carlota, como si quisiese leer en sus rostros la aclaración de aquel enigma. Pero el semblante de Teresa estaba pálido y sereno, y en la hermosa filosofía de Carlota sólo se veía en aquel momento la cándida expresión de la sorpresa.
Tened la bondad de darme esa carta y ese brazalete, Enrique, repitió con firmeza Teresa, y conducid a Carlota a su aposento: tiene necesidad de descanso.
Enrique echó una mirada sobre la carta, cuya primera línea leyó, y en seguida la alargó con el brazalete a Teresa diciéndole con una sonrisa maliciosa
Efectivamente para vos es, Teresa,
pero yo ignoraba
Pues si lo ignorabais, Enrique -respondió ella con dignidad-, ya lo sabéis.
Luego abrazó a Carlota rogandola nuevamente fuese a descansar algunas horas con sus hermanitas, cuyos rostros infantiles estaban descoloridos con la mala noche.
Carlota tomó en su brazos una después de otra a las cuatro niñas.
-Sí -las dijo-, venid a descansar, pobres criaturas, que en toda la noche habéis velado y llorado conmigo. Y tú, Teresa -añadió fijando en su amiga una mirada de indulgencia y compasión-, descansa también, querida mía, por que también padeces.
Se levantó entonces y sostenida por Enrique y rodeada de sus hermanas, como de un coro de ángeles, retirose a su aposento, después de estampar un beso en la frente pálida y resignada de su amiga.
Para obligar a acostarse a sus hermanitas, que no querían apartarse de ella un momento, echose vestida sobre la cama, y en torno suyo se colocaron las cuatro niñas, que no tardaron en dormirse.
Enrique cerró la cortina recomendando a su joven esposa procurarse también dormir, mientras él se ocupaba en arreglar algunos papeles de los que el señor B... le había encargado.
-Si, -dijo Carlota-, guardaré silencio para no despertar a estas pobres niñas, pero no salgas del aposento, Enrique, porque te lo confieso, tengo miedo. Esta muerte de Sab tan repentina me ha causado una fuerte impresión.
»-¡Oh querido mío! ¡qué tristes auspicios para nuestra unión!... muertes, despedidas! No me dejes sola, Enrique, pareceme que veo a la muerte levantarse amenazando todas las cabezas queridas, y que si dejo de verte un momento no volveré a verte más.
-Tranquilizate,
vida mía, -contestó su marido-, aquí
estaré velando tu sueño.
-¡El día de nuestra boda! -murmuró ella-: ¿qué triste ha sido este día?
Pero Enrique se había ya puesto en el escritorio de D. Carlos, donde se ocupaba en leer y arreglar papeles, y Carlota sin esperanza de descanso, pero deseando no interrumpir el de sus hermanas, cerró los ojos y aparentó dormir. Cerca de una hora pudo mantenerse en la misma posición pero no le fue posible permanecer más tiempo, y sacando con cuidado uno de sus brazos, sobre el cual descansaba la cabeza de la más joven de sus hermanas, echose poco a poco fuera del lecho.
-¿Ya estás despierta? -dijo Enrique llegandose a sostenerla-; ¿no quieres descansar una hora más, vida mía?
-No puedo, contestó
ella, porque he estado pensando, Enrique, que en la perturbación
-Fácil es de adivinar, -dijo Enrique sonriendo-, Teresa amaba al mulato.
-¡Amarle! ¡Amarle! -repitió Carlota con tono de duda-. Se me había ocurrido esa sospecha pero... ¡amarle!... ¡Oh! No es posible.
-Las mujeres, querida mía, ¡tenéis caprichos tan inconcebibles y gustos tan extraordinarios!
-¡Amarle! -repitió Carlota- ¡A él! ¡A un esclavo!... Luego Teresa, es tan fría... ¡tan poco susceptible de amor!
-Acaso nos hemos engañado juzgando su corazón de por su semblante, querida mía.
-No, Enrique, yo no he juzgado su corazón por su semblante: sé que su corazón es noble, bueno, capaz de los más grandes sentimientos; pero el amor, Enrique, el amor es para los corazones tiernos, apasionados... como el tuyo, como el mío.
-Es para todos los corazones, vida mía, y Teresa tiene un corazón.
-Ven pues, vamos a verla Enrique, y si es verdad que amó a ese infeliz, compasión merece y no vituperio. Él era mulato, es verdad, y nació esclavo: pero tenía también un noble corazón, Enrique, y su alma era tan noble, tan elevada como la tuya, como todas las almas nobles y elevadas.
Al oír estas palabras la mirada
de Enrique, que había estado amorosamente clavada
en los bellos ojos de su mujer, vaciló
-Ven pues, Carlota, vamos a ver si tu prima, no creo que después de lo que dijo, al pedirme el brazalete, quiera negar sus amores con Sab.
-Yo no trataré tampoco de arrancarla su secreto, pero si llora lloraré con ella -contestó Carlota apoyándose en el brazo de su marido: y hablando así salieron ambos del aposento y llegaron a la puerta del de Teresa, que estaba abierta. Enrique se detuvo a la entrada y Carlota se adelantó llamando a su amiga. Carlota hizo venir a Belén y preguntó por Teresa.
-¡Pues qué! -le respondió admirada la esclava-. ¿No advirtió a su merced que iba a salir? Hace más de media hora que se marchó.
-¡Dónde? ¿Con quién?
-Donde no dijo, pero
presumo que a la iglesia porque se puso su vestido negro
y se cubrió la cabeza con su mantilla. La
-¿Oyes, Enrique?- dijo Carlota sentándose tristemente en una silla que estaba delante de la mesa de Teresa.
-¡Y bien! ¿Por qué te asustas, Carlota?
-¿Por qué? Porque Tersa no acostumbra salir a esta hora con un hombre que apenas conoce y a pie, sin decirmelo... ¡Esto es extraordinario!
Carlota en aquel momento notó un papel escrito sobre la mesa en que se había apoyado, y conociendo la letra de Teresa lo leyó con apresuramiento. En seguida se lo alargó a su marido, deshaciéndose en lágrimas, y Enrique lo leyó en alta voz. Decía así:
«Pobre, huérfana y sin atractivos ni nacimiento, hace años que miré el claustro como el único destino a que puedo aspirar en este mundo, y hoy me arrastra hacia ese santo asilo un impulso irresistible del corazón.
»No te dejara en
el día de la aflicción si me creyese necesaria
o siquiera útil, pero tú tienes ya un esposo,
Carlota, a quien
»Por evitarme las reflexiones que harías, para apartarme de esta resolución en la que estoy irrevocablemente fijada, dejo tu casa sin despedirme de ti sino por estas líneas y me marcho al convento de las Ursulinas, de donde no saldré jamás. Mi patrimonio, aunque corto, cubre la dote que necesito para ser admitida, y dentro de un año espero que me será permitido pronunciar mis votos.
A Dios Carlota, a Dios Enrique... amaos y sed felices.
-¡Oh Enrique!- exclamó Carlota-. ¡Ya lo ves! Todo se reúne para afligirme, para hacer triste y sombrío este día de nuestra unión: ¡este día que tan dichoso debía ser!
-Ya no debe quedarte duda,
-dijo Enrique,- del amor de tu prima por Sab. Su
-No la condenes, Enrique, ten indulgencia con todas las debilidades del corazón. ¡Pobre Teresa! ¡Harto desgraciada es! Pero ¿no podía esperar y remitir el cumplimiento de su resolución para otro día? ¿Por qué ha tenido la crueldad de añadir otro disgusto a tantos como hoy he experimentado? Me deja la ingrata el mismo día que ha partido mi padre, sola... abandonada.
-¡Sola! ¡Abandonada,
Carlota!- repitió Enrique ciñéndola
con sus brazos-, cuando estás con tu esposo que te
adora, cuando yo estoy aquí, a tu lado, apretándote
contra mi corazón. ¡Querida mía! Sensible es
la pérdida de un hermano, aunque sea de un hermano
que no ves desde hace tres años, y cuya débil
y enfermiza constitución estaba ya de largo tiempo
preparando para este golpe; sensible la separación
de un padre, aunque esta separación será tan
corta; sensible la muerte de un mulato que
-¡No te amo! -exclama ella con enajenamiento de pesar y de ternura-. ¡Que no te amo, dices! Ah, no te amo, te idolatro. Tú eres mi consuelo, mi esperanza, mi apoyo... porque eres ya mi esposo, Enrique, y este día será un día de ventura por más contrariedades que el destino arroje sobre él. Acaso era necesario este contrapeso para que mi razón no sucumbiese al exceso de tal felicidad. ¡Porque yo te amo, Enrique!
-Pues bien, pruebámelo, vida
mía, no
-Sí, sí, yo soy dichosa -le interrumpió ella con una especie de delirio. Mi padre, mi hermano, Teresa, Sab... ¿qué son todos al lado de mi amor? Yo no tengo ahora a nadie más que a ti... pero tú lo eres todo para el corazón de Carlota. Mira, no sientas que llore: son lágrimas muy dulces las que vierto en tu pecho. ¡Porque soy tuya! ¡Porque te amo! ¡Porque soy feliz!
-Carlota, vida mía... dímelo tora vez, ¿qué nos importa todo lo de más amándonos así?- exclamó Enrique transportado.
-Tienes razón, -añadió ella-, amándonos así el cielo mismo no tiene poder bastante para hacernos desgraciados.
-¡Carlota, ya eres mía!
-¡Tuya para siempre!
-¡Cuán dichoso soy!
-¡Y yo, Enrique, y yo!...
¡Y lo eran en efecto! Aquel
era el primer día de su unión, y el primer
día de
Una horrible tempestad bramaba sobre la tierra. Eran las tres de la tarde y el firmamento, cubierto de un opaco velo, anunciaba una tarde espantosa.
En aquella hora D. Carlos, desafiando la
tormenta, corría al embarcadero de Nuevitas; pensando
que en un momento de dilación podía impedirle
hallar vivo a su hijo. En aquella hora Teresa de rodillas
delante del crucifijo, en una estrecha celda, imploraba la
misericordia de Dios en favor de los que ya no existían.
En aquella hora enterraban en Cubitas dos cadáveres,
-¡Ya soy tuya!
-¡Ya eres mía!
Tales contrastes los vemos cada día en el mundo. ¡Placer y dolor! Pero el placer es un desterrado del cielo, que no se detiene en ninguna parte. El dolor es un hijo del infierno, que no abandona su presa sino cuando la ha despedazado.
Siá ciasscun l'interno affanno, Si leggesse in fronte scritto, Quanti mai, che invidia fanno, Ci farebbero pietá METASTASIO
Si a la frente del hombre anunciase El infierno pesar con que lidia, Cuantos hay, que nos causan envidia, Y excitarnos debieran piedad.
Era la tarde del día 16 de junio de 18...; cumplían en este
día cinco años de los acontecimientos con que
terminaba el capítulo precedente, y notábase
alguna agitación en
En el día de que hablamos era también la muerte la que motivaba el movimiento que se advertía en el convento. Sor Teresa estaba en las últimas horas de su vida, sucumbiendo a una consunción que padecía hacía tres años, y todas las religiosas se consternaban a la proximidad de una muerte que ya tenían prevista.
Sor Teresa era amada generalmente. Aunque fría y adusta,
su severa virtud, su elevado carácter, la sublime
resignación
Eran las seis de la tarde y las monjas comenzaban a impacientarse de que no hubiese llegado todavía la señora de Otway, a la que se había despachado un correo a su ingenio de Bellavista, donde se hallaba, informándola de la gravedad del mal de su prima y del deseo que manifestaba de verla antes de morir. Esta dilación enfadaba a las buenas religiosas porque, decían ellas, era una ingratitud de la señora de Otway estar tan perezosa en correr al lado de la moribunda que tanto la amaba, y a la que mostraba tan tierna correspondencia.
En efecto, muchas veces, principalmente en aquellos dos años últimos, las religiosas habían murmurado en secreto las largas visitas de Carlota a su prima, quizás por el enojo que les causaba no poder satisfacer su curiosidad oyendo lo que hablaban las dos amigas en aquellas conferencias, que tenían en frecuentes ocasiones en la celda de sor Teresa. Era un escándalo, decían ellas, aquellas conversaciones a solas infringiendo las reglas del instinto, y sólo las permitía la abadesa por ser la señora de Otway parienta suya, y acaso más aún por los frecuentes regalos que hacía al convento.
Si hubieran podido las pobres religiosas satisfacer
su curiosidad oyendo aquellas conversaciones, acaso se hubieran
retirado de aquella celda más satisfechas de su suerte
y menos envidiosas de la de Carlota: porque habrían
oído que la mujer hermosa, rica, y lisonjeada, la
que tenía esposo y placeres venía a buscar
consuelos en la pobre monja muerta para el mundo. Hubieran
visto que la mujer que creían
En efecto, Teresa había alcanzado aquella felicidad tranquila y solemne que da la virtud. Su alma altiva y fuerte había dominado su destino y sus pasiones, y su elevado carácter, firme y decidido, la había permitido alcanzar esa alta resignación que es tan difícil en las almas apasionadas como a los caracteres débiles. Su pasión por Enrique, aquella pasión concentrada y profunda, única que se hubiese posesionado en toda su vida de aquel corazón soberbio, se había apagado bajo el cilicio, a la sombra de las frías paredes del claustro: su ambición teniendo por único objeto la virtud había sido para ella un móvil útil y santo, y a pesar de sus males físicos y de sus combates interiores, coronose del triunfo aquella noble ambición.
Carlota
por el contrario era desgraciada y lo era tanto más
cuanto que todos la creían feliz. Joven, rica, bella,
esposa del hombre de su elección, del cual era querida,
estimada generalmente, ¿cómo hubiera podido hacer
comprender que envidiaba
¿Pero por qué lloraba Carlota? ¿Cuál era su dolor? No todos los hombres le comprenderían porque muy pocos serían capaces de sentirle. Carlota era una pobre alma poética arrojada entre mil existencias positivas. Dotada de una imaginación fértil y activa, ignorante de la vida, en la edad en que la existencia no es más que sensaciones, se veía obligada a vivir de cálculo, de reflexión y de convivencia. Aquella atmósfera mercantil y especuladora, aquellos cuidados incesantes de los intereses materiales marchitaban las bellas ilusiones de su joven corazón. ¡Pobre y delicada flor!, ¡tú habías nacido para embalsamar los jardines, bella, inútil y acariciada tímidamente por las auras del cielo!
Mientras fue soltera, Carlota había
gozado
Pero D. Carlos sólo sobrevivió dos años a su hijo, y a su muerte privó a Carlota de un indulgente amigo, y de un tierno consolador, fue acompañada de circunstancias que rasgaron de una vez el velo de sus ilusiones, y que envenenaron para siempre su vida.
Durante las últimas semanas de la vida del pobre caballero, Jorge no se apartaba ni un instante de la cabecera de su lecho, velándole las noches en que Carlota descansaba. Agradecía ella esta asistencia con todo el calor de su corazón sensible y noble, incapaz de penetrar sus viles motivos; pero al descubrirlos su indignación fue tanto más viva cuanto mayor había sido su confianza.
Débil carácter
D. Carlos y más débil
Carlota se había persuadido que su marido pensaría lo mismo que ella, pero Enrique encontró absurda la demanda de su mujer y la trató como fantasía de una niña que no conoce aún sus propios intereses. Aquel testamento era legal y Enrique no concebía los escrúpulos delicados de Carlota, ni porque le llamaba injusto y nulo.
Todas las súplicas, las lágrimas, las protestaciones de Carlota sólo sirvieron para malquistarla con su suegro, sin que Enrique la escuchase jamás de otro modo que como a un niño caprichoso, que pide un imposible. La acariciaba, la prodigaba tiernas palabras y concluía por reírse de su indignación.
Carlota luchó inútilmente por espacio de muchos
meses, después guardó silencio y pareció
resignarse. Para ella todo había acabado. Vio a su
marido tal cual era: comenzó a comprender la vida.
Sus sueños se disiparon, su amor huyó con su
felicidad. Entonces tocó todo la desnudez, toda la
pequeñez de las realidades, comprendió lo erróneo
de todos los entusiasmos, y su alma que tenía necesidad
sin embargo de entusiasmos y de ilusiones, se halló
sola en medio de aquellos dos hombres pegados a la tierra
y alimentados de positivismo. Entonces fue desgraciada, entonces
las secretas y largas conferencias con la religiosa Ursulina
fueron más frecuentes. Su único placer era
llorar en el
Así en el día que comienza este último capítulo de nuestra historia, hallábase fuera de la cuidad, mientras las monjas la esperaba con impaciencia y teresa agonizaba. Había ya cumplido ésta con sus deberes de católica, pero parecía escuchar con distracción las bellas cosas que le decía el religioso que la auxiliaba, y profería por momentos el nombre de Carlota.
Por fin llegó ésta. Un carruaje se detuvo
delante de la puerta del convento y
Teresa pareció reanimarse a la vista de su amiga y con su voz débil pero clara pidió que las dejasen solas.
Carlota se puso de rodillas junto al lecho, a cuya cabecera ardían dos velas de cera, alumbrando una clavera y un crucifijo de plata. Teresa se incorporó un poco sobre sus almohadas y le tendió la mano.
-Yo muero, -dijo después de un instante de silencio-, y nada poseo, nada puedo legar a la compañera de mi juventud. Pero acaso pueda dejarle un extraño consuelo, un triste pero poderoso auxilio contra el mal que marchita sus años más hermosos.
»Carlota,
tú estás cansada de la vida, y detestas al
mundo y a los hombres... sin embargo, tú has sido
amada con aquel amor que ha sido el sueño de tu corazón,
y que hubiera hecho la gloria de mi vida si yo le hubieses
inspirado. Tú has poseído
»No recibí del cielo una rica imaginación, ni una alma poética y exaltada: no he vivido, como tú, en la atmósfera de mis ilusiones. Para mí la vida real se presentó siempre desnuda, y la triste experiencia del infortunio me hizo comprender y adivinar muchos horribles secretos del corazón humano: sin embargo de eso, Carlota, muero creyendo en el amor y en la virtud, y a ese papel debo esta dulce creencia que me ha preservado del más cruel de los males: el desaliento.
La voz de Teresa se extinguió por un momento: pidió a su prima un vaso de agua y después le reveló con más firmeza el noble sacrificio del mulato.
-Él te dio el oro, -la dijo- que decidió a Enrique llamarte su esposa, pero no desprecies a tu marido, Carlota; él es lo que son la mayor parte de los hombres, ¡y cuántos existirán peores!...
»Quiera el cielo que no vuelvas algún
día los ojos con dolor hacia el país en que
has nacido, donde aún se señalan los vicios,
se aborrecen las bajezas y se desconocen los crímenes:
donde aún existen en la oscuridad, virtudes primitivas.
Los hombres son malos, Carlota, pero no debes aborrecerlos
ni desalentarte en tu camino. Es útil conocerlos y
no pedirles más que aquello que pueden dar: es útil
perder esas ilusiones que acaso no existen ya sino en el
corazón de una hija de Cuba. Porque hemos sido felices,
Carlota, en nacer en un suelo virgen, bajo un cielo magnífico,
en no vivir en el seno de una naturaleza raquítica,
sino rodeadas de todas
»Acaso tú destino te aleje algún día de esta tierra en que tuviste tu cuna y en donde yo tendré mi sepulcro: acaso en el ambiente corrompido de las ciudades del viejo hemisferio, buscarás en vano una brisa que refresque tu alma, un recuerdo de tu primera juventud, un vestigio de tus ilusiones: acaso no hallarás nada grande y bello en que descansar tu corazón fatigado. Entonces tendrás ese papel: ese papel es toda un alma: es una vida, una muerte: todas las ilusiones reasumidas, todos los dolores compendiados... el aroma de un corazón que se moría sin marchitarse. Las lágrimas que te arranque ese papel no serán venenosas, los pensamientos que te inspire no serán mezquinos. Mientras leas ese papel creerás como yo en el amor y en la virtud, y cuando el ruido de los vivos fatigue tu alma, refugiate en la memoria de los muertos.
Teresa imprimió un beso
en la frente de su amiga. Carlota la estrechó entre
A la melancólica luz de las velas, que alumbraban la calavera y el crucifijo, Carlota de rodillas, pálida y trémula, leyó junto al cadáver de Teresa la carta de Sab. Luego... ¿para qué decir lo que sintió luego? Esa carta nosotros, los que referimos esta historia, las hemos visto: nosotros la conservamos fielmente en la memoria. Hela aquí.
CARTA DE SAB A CARLOTA
Teresa: la hora de mi descanso se acerca: mi tarea sobre la tierra va a terminar. Cuando dejo este mundo, en el que tanto he padecido y amado, solamente de vos quiero despedirme.
He venido a morir cerca de mi madre y de mi hermano: pensé que su presencia -la presencia de estos dos seres que me han amado-, dulcificaría mi agonía: pero me engañaba. Dios me guardaba aquí mi última prueba, mi postrer martirio.
Ella duerme, la pobre anciana,
y la muerte la rodea: ella duerme junto a dos moribundos:
¡sus dos hijos que van a abandonarla! Os lo confieso: al
ver hace un momento su frente calva, surcada por los años
y por los dolores, reposar fatigada sobre mi pecho, y cuando
su voz -aquella voz que me ha dado el dulce nombre de hijo-,
me decía «
¡Ah!, sí la muerte era mi único deseo, mi única esperanza, y al sentir su mano fría apretar mi corazón, he gozado una alegría feroz y he levantado a Dios mi corazón para decirle «Yo reconozco tu misericordia.»
Pero al aspecto de esta anciana, que duerme arrullada por el estertor de un moribundo junto al cadavérico cuerpo de su último nieto, y que aun durmiendo me tiende los brazos y me dice «sólo tú me quedas en el mundo», sufro un nuevo género de combate, una terrible lucha. Siento el deseo de vivir y la necesidad de morir. Sí, por ti quisiera vivir pobre anciana, que te has compadecido del huérfano y que le has dicho «yo seré tu madre»: por ti que no te has avergonzado de amar al siervo, y que le has dicho «levanta tu frente, hijo de la esclava, las cadenas que te aprisionan las manos no deben oprimir el alma.» Por ti quisiera vivir, para cerrar tus ojos y enterrar tu cadáver, y llorar sobre tu sepultura: y el abandono en que te dejo hace amarga para mí mi hora solemne y deseada.
Y bien ¡Dios mío!, yo acepto esta nueva prueba y agoto, sin hacer un gesto de repugnancia; la última gota de hiel que has arrojado en el cáliz amargo de mi vida.
Yo muero, Teresa, y quiero despedirme de vos. ¿No os lo he dicho ya? Creo que sí.
Quiero despedirme de vos y daros gracias por vuestra amistad, y por haberme enseñado la generosidad, la abnegación y el heroísmo. Teresa, vos sois una mujer sublime, yo he querido imitaros: pero ¿puede la paloma tomar el vuelo del águila? Vos os levantáis grande y fuerte, ennoblecida por los sacrificios, y yo caigo quebrantado. Así cuando precipita el huracán su carro de fuego sobre los campos, la ceiba se queda erguida, iluminada su cabeza vencedora por la aureola con la que ciñe su enemigo; mientras que el arbusto, que ha querido en vano defenderse como ella, sólo queda para atestiguar el poder que le ha vencido. El sol sale y la ceiba saluda diciéndole: «veme aquí», pero el arbusto sólo presenta sus hojas esparcidas y sus ramas destrozadas.
Y sin embargo, vos sois una débil
mujer: ¿cuál es esa fuerza que os sostiene
Esta explicación no me satisfacía. ¡Y qué!,
pensaba yo: ¿la virtud puede ser relativa? ¿la virtud no
es una misma para todos los hombres? ¿El gran jefe de esta
gran familia humana, habrá establecido diferentes
leyes para los que nacen con la tez negra y la tez blanca?
¿No tienen todos las mismas necesidades, las misma pasiones,
los mismos defectos? ¿Por qué pues
Muchas veces, Teresa, he meditado en la soledad
de los campos y en el silencio de la noche, en esta gran
palabra: ¡la virtud! Pero la virtud es para mí como
la providencia: una necesidad desconocida, un poder misterioso
que concibo pero que
Nunca he podido comprender estas cosas,
Teresa, por más que se las he preguntado al sol, y
a la luna, y a las estrellas, y a los vientos bramadores
del huracán, y a las suaves brisas de la noche. Las
densas nubes de mi ignorancia cubrían a pesar mío
los destellos de mi inteligencia, y al preguntarnos ahora
si debéis a la virtud vuestra fortaleza se me ocurre
una nueva duda, y me pregunto a mí mismo si la virtud
no es la fortaleza, y si la fortaleza no es el orgullo. Porque
el orgullo es lo más bello, lo más grande que
yo conozco, y la única fuente de donde he visto nacer
las acciones nobles y brillantes de los hombres. Decídmelo,
Teresa, esa grandeza y abnegación de vuestra alma,
no es más que orgullo? ¡Y bien! ¿qué importa?
Cualquiera
Había nacido con un tesoro de entusiasmos.
Cuando en mis primeros años de
Un día Carlota leyó un drama en el
cual encontré por fin a una noble doncella que amaba
a un africano, y me sentí trasportado de placer y
de orgullo cuando oí a aquel hombre decir: «
¡Cuántas
veces, como el paria, he soñado con las grandes ciudades
ricas y populosas, con las sociedades cultas, con esos inmensos
talleres de civilización en que el hombre de genio
encuentra tantos destinos!
No he conocido más cielo que el de Cuba: mis ojos no han visto las grandes ciudades con palacios de mármol, ni he respirado el perfume de la gloria: pero acá en mi mente se desarrollaba, a la manera de un magnífico panorama, un mundo de opulencia y de grandeza, y en mis insomnios devorantes pasaban delante de mí coronas de laurel y mantos de púrpura. A veces veía a Carlota como una visión celeste, y la oía gritarme «¡Levántate y marcha!». Y yo me levantaba, pero volvía a caer al eco terrible de una voz siniestra que me repetía: «¡Eres mulato y esclavo!».
Pero todas
estas visiones han ido desapareciendo, y una imagen única
ha reinado en mi alma. Todos mis entusiasmos se
En este momento, Teresa, yo le veo grande en su misericordia
y me arrojo confiado en su seno paternal. Los hombres le
habían disfrazado a mis ojos, ahora yo le conozco,
le veo, y le adoro. Él acepta el culto solitario de
mi alma... Él sabe cuánto he amado y padecido:
esas blancas estrellas, que velan sobre la tierra y oyen
en el silencio de la noche los gemidos del corazón,
le han dicho mis lamentos y mis votos. ¡Él los ha
escuchado! Yo muero sin haber mancillado mi vida: ¡yo muero
abrasado en el santo fuego del amor! No podré
Los hombres dirán que yo he sido infeliz por mi culpa; porque he soñado los bienes que no estaban en mi esfera, porque he querido mirar al sol, como el águila, no siendo sino un pájaro de la noche; y tendrán razón delante de su tribunal pero no en el de mi conciencia: ella respondería.
Si el pájaro de la noche
no tiene ojos bastante fuertes para soportar la luz del sol,
tiene el instinto de su debilidad, y ningún impulso
interior más fuerte que su voluntad, le ha lanzado
a la región a que no nació destinado. ¿Es culpa
mía si Dios me ha dotado de un corazón y de
un alma? ¿Si me ha concedido el amor de lo bello, el anhelo
de lo justo, la ambición
Pero si no es Dios, Teresa, si son los hombres
los que me han formado este destino, si ellos han cortado
las alas que Dios concedió a mi alma, si ellos han
levantado un muro de errores y preocupaciones entre mí
y el destino que la providencia me había señalado,
si ellos han hecho inútiles los dones de Dios, si
ellos me han dicho: «¿Eres fuerte?, pues sé débil.
¿Eres altivo?, pues sé humilde. ¿Tienes sed de grandes
virtudes?, pues devora tu impotencia en la humillación.
¿Tienes inmensas facultades de amar?, pues sofócalas,
porque no debes amar a ningún objeto bello y puro
y digno de inspirarte amor. ¿Sientes la
¿Saben ellos lo que pude haber sido...? ¿Por qué han inventado estos asesinatos morales aquellos que castigan con severas penas al que quita a otro hombre la vida? ¿Por qué establecen grandezas y prerrogativas hereditarias? ¿Tienen ellos el poder de hacer hereditarias las virtudes y los talentos? ¿Por qué se rechazará al hombre que sale de la oscuridad, diciéndole: «vuelve a la nada, hombre sin herencia, y consúmete en tu cieno, y si tienes las virtudes y los talentos que faltan a tus dueños, ahógales, porque te son inútiles»?
¡Teresa!, qué multitud de pensamientos me oprime...
La muerte que hiela ya mis manos aún no ha llegado
a mi cabeza y a mi corazón. Sin embargo, mis ojos
se ofuscan... paréceme que pasan fantasmas delante
de mí. ¿No veis? Es ella, es Carlota, con su anillo
nupcial y su corona de virgen... ¡pero la sigue una tropa
escuálida y odiosa...! Son el desengaño, el
tedio, el arrepentimiento... y más atrás ese
monstruo de voz sepulcral y cabeza de hierro...
¡Oh, qué
suplicio...! No es la muerte, no son vulgares celos los que
me martirizan; sino el pensamiento, el presentimiento del
destino de Carlota... ¡verla profanada!, ¡a ella! A Carlota,
flor de una aurora que aún no había sido tocada
sino por las auras del cielo... ¡Y el remedio imposible...!
¡Lo imposible! ¡Qué palabra de hierro...! Y éstas
son las leyes de los hombres, y Dios calla... ¡y Dios las
sufre! ¡Oh!, adoremos sus juicios inescrutables... ¿quién
puede
¡Teresa! ¡Teresa! La luz que ha brillado a mis ojos los ha cegado... no veo ya las letras que formo... las visiones han desaparecido... la voz divina ha callado... una oscuridad profunda me rodea... un silencio... ¡No!, lo interrumpe el estertor de un moribundo, y los gemidos que arranca la pesadilla a una vieja que duerme. Quiero verlos por última vez... ¡pero yo no veo ya...! quiero abrazarlos... ¡mis pies son de plomo...! ¡Oh, la muerte! La muerte es una cosa fría y pesada como... ¿como qué? ¿con qué puede compararse la muerte?
¡Carlota!... acaso ahora mismo... ¡Muera yo antes, Dios mío...! mi alma vuela hacia ti... adiós, Teresa... la pluma cae de mi mano... ¡adiós...!, yo he amado, yo he vivido... ya no vivo... pero aún amo.
Pocos días
después de la muerte de la religiosa, Carlota, cuya
delicada salud declinaba visiblemente, manifestó a
su marido el deseo de probar si la mejoraban
En efecto, a principios del mes siguiente dejó la ciudad, y acompañada únicamente de Belén y dos de sus más fieles esclavos, trasladose a Cubitas, donde fue recibida por todos aquellos honrados labriegos con manifestaciones del mayor regocijo.
Su primer cuidado fue preguntar por la vieja Martina al mayoral de la estancia, pero con gran pesar supo que había muerto hacía seis meses.
-La buena vieja -añadió el mayoral-, desde la muerte de Sab y de su último nieto puede decirse que no vivía. Constantemente enferma sólo se la veía salir todas las tardes, cerca de anochecer, amarilla y flaca como un cadáver, para ir a su paseo favorito seguida de su perro.
Carlota no tuvo necesidad de preguntar cuál era su paseo favorito, pues un labriego que se hallaba presente añadió inmediatamente:
-Es muy cierto lo que dice mi compadre: todas las noches
cuando venía yo de mi estancia
-Eso no es exactamente verdad -repuso el mayoral-, que no pocas veces son buenas presas de vacas, y no piltrafas ni huesos, las que se engulle el tal animalillo. Pero, ¿quién ha de tener corazón para negarle un bocado a ese perro tan fiel, que pasa su vida al lado de los huesos de sus amos, y que además está ya viejo y ciego?
La señora de Otway despidió
a los dos interlocutores dándoles pruebas de su generosidad,
y manifestándose agradecida al
Permaneció más de tres meses en Cubitas, pero su salud continuaba en tan mal estado y vivía en un retiro tan absoluto, que nadie volvió a verla en la aldea. Al principio hablábase mucho entre los estancieros de aquella rara dolencia de la señora de Otway, que nadie, ni aun su esclava favorita, acertaba a calificar; y se murmuraba la indiferencia de su marido que la dejaba sola en situación tan delicada. Pero bien pronto la atención de los pocos habitantes de la aldea fue llamada hacia otra parte y se dejó de pensar en Carlota.
Circulaba rápidamente
la voz de un acontecimiento maravilloso, cual era que la
vieja india, al cabo de medio año de estar enterrada,
volvía todas las noches a su paseo habitual, y que
se la veía arrodillarse junto a la cruz de madera
que señalaba la sepultura de Sab, exactamente a la
misma hora en que lo hacía mientras vivió
El ruido de esta visión ocupaba exclusivamente las noches ociosas de los labriegos y nadie se acordó más de Carlota, hasta el día en que agravándose su dolencia se vio precisada a volverse a Puerto Príncipe.
Por una coincidencia singular aquel mismo día murió
Leal y dejó de verse la visión.
Desde entonces nadie a vuelto sin duda a orar al pie de la tosca cruz de madera, único monumento erigido a la memoria de Sab: pero acaso se acuerde todavía algún sencillo labrador de la tierra roja, del tiempo en que una vieja y un perro venían a visitar aquella humilde sepultura, y de la visión misteriosa que posteriormente se dejó ver todas las noches por espacio de tres meses, en el mismo lugar.
Desearíamos también dar noticias al
lector de la hermosa y doliente Carlota, pero aunque hemos
procurado indagar cuál es actualmente su suerte, no
hemos podido saberlo. Verosímilmente su marido, cuyas
riquezas se habían aumentado considerablemente en
pocos años, muerto su padre habrá creído
conveniente establecerse en una ciudad marítima y
de más consideración
Los cubiteros han forjado en otros tiempos extraños cuentos relativos a una luz que decía aparecer todas las noches en aquel paraje, y que era visible para todos los que transitaban por el camino de la ciudad de Puerto Príncipe y Cubitas. Desde que dicha aldea fue más visitada y adquirió cierta importancia en el país, no ha vuelto a hablarse de este fenómeno cuyas causas jamás han sido satisfactoriamente explicadas. Un sujeto de talento, en un artículo que ha publicado recientemente en un periódico con el título de «Adición a los apuntes para la historia de Puerto Príncipe» hablando sobre este objeto dice que eran fuegos fatuos, que la ignorancia calificó de aparición sobrenatural. Añade el mismo que las quemazones que se hacen todos los años en los campos pueden hacer consumido las materias que producían el fenómeno.
Sin pararnos a examinar si es o no fundada esta conjetura, y dejando a nuestros lectores la libertad de formar juicios más exactos, adoptamos por ahora la opinión de los cubiteros, y explicaremos el fenómeno, en la continuación de la historia, tal cual nos ha sido referido y explicado más de una vez.