A su respetable amigo el Sr. D. Juan Nicasio Gallego.
Prólogo
Si la benévola acogida con que el público de Madrid ha concedido a la novelita intitulada
Dirá únicamente que la presente obrita no pertenece al género
A los críticos abandona los defectos numerosos que deben contener estas páginas
como obra literaria, y previene cualquiera interpretación ligera
La autora no se cree en la precisión de profesar una doctrina, ni reconoce en sí la capacidad necesaria para encargarse de ninguna misión de cualquier género que sea. Escribe por mero pasatiempo, y sería dolorosamente afectada si algunas de sus opiniones, vertidas sin intención, fuesen juzgadas con la severidad que tal vez merece el que tiene la presunción de dictar máximas morales doctrinales.
-Te repito por centésima vez, hermana, que es absolutamente preciso que mi hijo conozca un poco del mundo antes de contraer empeños tan solemnes como los del matrimonio.
-Sí, porque arrojar a un pobre muchacho de veinte años, que sale de un
colegio, en esa Babilonia de Madrid, para que le perviertan y
-Leonor, tú interpretas mis palabras con una arbitrariedad que me pasma. ¿Quién trata de arrojar a Carlos, como dices tú, para que le perviertan y le corrompan? No pude mi hijo ir a la corte recomendando a sujetos apreciables y prudentes, que le sirvan de guía en ésa que tú llamas Babilonia? Además, en Madrid como en Sevilla hay bueno y malo: no sé por qué se ha de suponer que todo el que vaya, habrá de pervertirse forzosamente. ¡Tienes unas preocupaciones tan injustas y tan tenaces!
-¡Y tú unos caprichos tan inconcebibles!... Conque, en fin, Francisco, estás
resuelto a pesar de las
-No digo yo que sea precisamente apenas llegue a Sevilla, no por cierto. Hace ocho años que no veo a Carlos y...
-Gracias a la loca manía que tuviste de querer hacer a tu hijo un revolucionario, un hereje, un francés. No fue ciertamente mi dictamen el que seguiste cuando enviaste a Carlos a tomar lo que tú llamas una brillante educación, a un colegio de Francia: de esa Nínive, de ese centro de corrupción, de herejías, de...
-Por el amor de Dios, hermana, suspende tus calificaciones y déjame concluir
lo que iba diciendo. Repito que hace ocho años no veo a mi
-Pero ¿qué necesidad tiene Carlos de ese bañito de corte, como tú dices? Porque se quede tranquilo en su patria al lado de su padre y de su esposa, cuidando sus intereses, que a Dios gracias son considerables, será menos caballero, menos estimado de sus compatriotas? ¿Pierde algo con no ir a Madrid?
-Sí, señora, porque este paseo, que por otra parte no será largo, le proporcionará revivir útiles relaciones, que yo tengo muy descuidadas: podrá, por medio de ellas, vestir el distinguido hábito de Carlos III que yo obtuve a su edad, pues mi hijo no ha de ser menos que yo; se dará a conocer y cultivará la amistad su primo que es capellán de la Reina, anciano valetudinario y poderosos, que no tiene parientes más próximos... en fin, suponte que ninguna ventaja resulte de este viaje, yo lo quiero y esto basta.
-Ésa es la razón que tú acostumbras oponer a todas las que yo te presento
para apartarte de alguno de los proyectos desatinados que formas cada día. A
la verdad, hermano, que a los cincuenta y cuatro años
-Y tú más tenaz y dominante a los cincuenta que a los diez y ocho, cuando te casate con aquel pobre hombre a quien echaste a la sepultura a fuerza de impertinencias. Estas beatas o devotas son más temibles que una legión de demonios.
-¡Hermano Francisco!
-¡Hermana Leonor!
-Tú te excedes.
-Tú me precipitas.
En el momento en que el debate de los dos hermanos, llegaba a esta línea peligrosa que divide el terreno de la discusión y el agravio, abriose sin ruido una puerta vidriera cubierta de cortinas de tafetán verde, y asomó por ella una rubia angélica cabeza diga del pincel de Urbino o del Corregio.
-¿Qué es esto, mi querida mamá?, ¿qué tiene Ud., mi amado tío?, ¿están ustedes riendo? ¡Ah! ¡y yo me aflijo tanto siempre que tienen Vds. estas disputas que terminan por enfadarse!
Al oír estas palabras, pronunciadas con un ligero y gracioso acento andaluz por una voz musical, desarrúguese la frente de don Francisco de Silva, y una sonrisa de orgullo maternal asomó a los pálidos labios de doña Leonor que un momento antes temblaban de cólera.
-Ven, Luisita -exclamó la buena señora, removiendo en un ancho sillón de
damasco encarnado con galón de plata, su cuerpo enjuto y acartonado-. Ven y
tráeme agua de colonia, éter, cualquier cosa, porque me siento muy mala.
¡Ay, Dios
-Hermana -dijo don Francisco mirándola con inquietud- yo siento mucho..., ¡pero tú me insultas de un modo...! En fin, olvídese esto; si te he ofendido perdóname. Ya sabes mi genio... soy una pólvora... pero repito que me perdones.
Mientras el caballero tartamudeaba estas palabras, sintiendo sinceramente la
indisposición de su hermana, aunque debía estar acostumbrado a tales escenas
que eran demasiado frecuentes, Luisa salió del gabinete con un frasquito de
éter, y poniéndose en una banquetita delante de su madre, acercó su linda
cabeza para examinar con tierno sobresalto las facciones de la anciana,
alteradas aún por la cólera, pero en
Luego la hermosa niña aplicó el frasquillo a la nariz de la enferma, y volviendo a su tío dos bellísimos ojos azules, llenos de ternura y mansedumbre, pareció decirle con ellos: «¿Por qué, por amor a mí, no es Ud. más dulce con mi madre?»
Don Francisco se levantó de su silla, no ya con las cejas fruncidas ni la frente arrugada, sino con aire contrito y avergonzado, y tomando una mano de su hermana.
-Leonor -la dijo-, dime que me perdonas. De todos modos Carlos no irá ya a Madrid.
Estas palabras fueron un himno de triunfo de triunfo para doña Leonor, que
-Yo te perdono, Francisco -exclamó-, y espero que tú también...
-No digas más, mi buena Leonor, olvídese de esto; ¿estás mejor?
-Quisiera irme a la cama, hermano mío, necesito reposo. ¡Hace tres días que me siento tan mala!
-¡Y yo, bárbaro!, que sin consideración al estado de tu salud, te doy a cada hora un nuevo disgusto...
-Vamos, tío, ya Ud. ha dicho que no se hable más de eso. Venga Ud.; llevemos a mamá a su cama y luego... luego le daré Ud. un abrazo en premio de lo bien que ha reparado su falta.
-¡Hechicera!
Y el caballero miraba cayéndosele la baba, como suele decirse en su país, a la linda niña, hasta que dándole un golpecito en el hombro le recordó ésta que era preciso conducir al lecho a la anciana.
Mientras que descansa en sus bien mullidos colchones la respetable y
doliente señora; que se marcha don Francisco después de recibir el prometido
abrazo; y que Luisa aprovecha el momento en que se ve sola para leer a
hurtadillas detrás de las cortinas de la cama de su madre, el libro de Pablo
y Virginia, que por pertenecer al anatematizado gremio de las novelas era en
el concepto de ésta una obra perjudicial a la juventud, nos tomaremos sin
disgusto el trabajo de dar al lector una breve noticia de las personas que
le
De seis hijos que tuvo doña Leonor, no le quedaba más que uno a la muerte de
su esposo, y la pérdida de tantos queridos objetos había hecho más preciosa
para ella aquella última prenda de su unión. Luisa, la linda Luisa era esta
cara prenda, y su madre había tenido en su educación el más incansable
desvelo. No entraba en sus ideas el adornarla de talentos distinguidos
Luisa no tuvo amigas de su edad, doña Leonor no le gustaba da dar por
compañeras a su hija
Doña Leonor era en alto grado española y realista. El culto que daba a
Fernando VII estaba como enlazado al que tributaba a Dios, y la desafección
al Rey legítimo y absoluto era para ella un pecado de herejía, de tal modo
se confundía en su cabeza el altar y el trono. Durante el reinado de José
Bonaparte en España habíase confinado en un pueblo pequeño de la sierra
viviendo en el más absoluto retiro, para evitar de este modo el oír hablar
de aquel
Doña Leonor volvió a Sevilla a mediados del año 1814 para solemnizar con fiestas religiosas, que hizo celebrar a su costa en varios conventos, la vuelta del Rey.
Tres años habían transcurrido desde dicho día hasta aquel en que comienza
nuestra relación, y aunque el entusiasmo popular por el restituido monarca
se hubiese algún tanto entibiado durante ese tiempo,
Es de suponer que su casa y su familia hubieran podido transportarse al siglo XVII sin que se desdijesen en nada. El aire que allí se respiraba tenía un olor a antiguo y monacal, los muebles, el interior, todo en doña casa de Leonor era español puro, antiguo y acendrado. Comíase a la una del día, merendábase chocolate y dulces a las cinco de la tarde, cenábase a las nueve de la noche, y a las diez, en punto, en verano o en invierno, todo el mundo estaba en la cama.
Doña Leonor trataba a pocas personas
A esto se reducían todos los placeres de Luisa, pero a falta de ellos llenaban su vida mil pequeños deberes que su madre la hacía cumplir escrupulosamente.
Ningún sábado dejaba de confesar y comulgar en las Capuchinas, ningún
domingo de oír dos misas en la catedral. Había ciertos días del año:
destinados a visitar hospitales para consolar y socorrer a los enfermos,
otros que madre e hija consagraban a trabajar con sus manos ropas para los
niños de la cuna, de cuyo establecimiento era especial protectora doña
Leonor: en fin la multitud de novenas, las varias fiestas que se
Aunque nacida bajo el ardiente cielo de Andalucía no tenía ni física ni
moralmente los rasgos que caracterizan a las mujeres meridionales.
Parecía cercar a aquella figura pública e ideal una atmósfera de divina poesía, y que en torno suyo se respiraba un aroma de pureza.
La imaginación menos casta concebía al verla, pensamientos vagos de amor
tímido y religioso, el corazón más gastado se sentía reanimar al aspecto de
aquella juventud tan bella y tan cándida. Parecía que las pasiones de los
hombres, no podían tener
Todo en ella correspondía a su divina figura: tierna, suave, benigna,
siempre con la sonrisa en los labios y la paz en el corazón, no había
conocido ni los placeres ni los dolores de la vida, y llevaba en su frente
el sello de un alma virgen. Sin embargo, si nadie contemplándola se
atrevería a imaginar que pudiesen hallar entrada en aquella existencia
apacible fogosas y terribles pasiones, cualquiera al observar la dulzura
melancólica de su frente y la exquisita sensibilidad que se traslucía en su
mirada, hubiera comprendido que aquella alma todavía serena, había sido
formada para amar: para
Tenía solamente siete años y diez Carlos su primo, cuando los dos hermanos
concertaron unirlos. Aquel enlace era bajo todos los aspectos proporcionado:
ambos ran hijos únicos, ambos ricos y análogos en edad:
Y la verdad, la buena señora hubiera sentido con extremo que se cumpliesen sus pronósticos, pues sea por apego a su familia, sea por el largo tiempo que alimentaba el proyecto de dicha unión, o porque viéndose anciana y enferma quisiese asegurar cuanto antes a su hija un protector, doña Leonor deseaba ardientemente no sólo realizar, sino también apresurar en lo posible el casamiento de Luisa con su primo. Con la considerable dote de ésta y su mérito es de suponer que no faltarían muchos interesados por su mano, pero el conocimiento que todos tenían de su proyectado enlace y el absoluto retiro en que vivía, no habían permitido hasta entonces que ninguno se presentase como aspirante, y doña Leonor temblaba al pensar que podía morir sin haber colocado a su hija.
Sin duda estas consideraciones la hacían oponerse con tanto tesón al paseo que don Francisco quería hiciese su hijo a Madrid, y su corazón no descansó completamente ni aun después de haberle oído ofrecer que desistiría de tal pensamiento.
Tendida en su cama daba vueltas a un lado y a otro sin poder sosegar, y entre los ayes que le arrancaban, de vez en cuando, sus dolores reumáticos y sus accesos de histérico, la oía Luisa exclamar con voz destemplada.
-No, no estaré tranquila hasta verlos volver del altar.
He aquí que en una hermosa mañana del mes de mayo del año 1817, cuando los
colorines saludan a la primavera en los ricos campos de la Andalucía, y
Sevilla, recostada, como una reina oriental en el centro de su fértil
llanura se perfuma de azahares y jazmines; cuando empiezan a adornarse los
moriscos patios con macetas de porcelana sembradas
No tarda doña Leonor en recibir oficialmente el aviso de la feliz llegada de su sobrino y futuro yerno, y de que aquel día vendrá con don Francisco a comer con ella. A pesar del histérico y el reumatismo se supone al instante en movimiento, y hace poner igualmente a toda su servidumbre, para obsequiar dignamente a tan queridos huéspedes.
Es fama que los muebles antiguos y venerandos de aquella casa tan
constantemente tranquila, se espantaron al ver el inusitado movimiento de
aquel día, y la vieja ama de llaves que en treinta años que servía a doña
Leonor no se acordaba de haber presenciado iguales gastos y profusiones,
-No hay remedio, nuestra ama va a morir pronto, Tadeo, pues cuando las personas hacen esas cosas extraordinarias nada bueno para ellas puede esperarse.
Luisa no tenía ningún adorno que pareciese bueno a la mamá, y bien que hasta
entonces hubiese sido acérrima enemiga de las modas, en obsequio de tan gran
día permitió que su oficiosa amiga doña Serafina recorriese varias tiendas
para comprar mil chucherías del ornato mujeril. La pobre Luisa que hasta
aquel día había oído decir que era un grave pecado perder los momentos en el
tocador, hubo de someterse en aquella memorable mañana a dos largas horas de
La hora de la visita se acercaba: doña Leonor habiendo ya concluido todos
sus preparativos se había sentado majestuosamente en su enorme sillón de
damasco encarnado con galón de plata, recogiendo cuidadosamente su vestido
de raso de color de hoja seca, y acomodándose simétricamente en los hombros
su pañuelo de crespón de la India. Doña Serafina y doña Beatriz, sus únicas
amigas, llenaban un canapé o sofá que formaba juego con el sillón, adornadas
también con lo más selecto de sus guardarropas; y junto a su madre, en un
taburete antiguo, Luisa estaba sentada con timidez y
-Niña, es preciso no estar ni tan seria que parezca que no tomes parte en el
placer de la familia, ni tan risueña y contenta que pueda creerse que te
hallas con el derecho de manifestar que recibes la mayor parte.
En el momento en que se terminaba esta arenga, probablemente para volver a comenzarla, oyose el ruido de un coche que paraba a la puerta y las tres señoras exclamaron a la vez, arreglando sus toquillas con majestuosa y casi solemne compostura.
-Ya están aquí.
Los hermosos ojos de Luisa se dirigieron involuntariamente hacia la puerta, pero doña Leonor la dio un golpecito con el abanico en el hombro, diciéndola con severidad.
-¡Niña, niña!, esos ojos bajos.
Obedeció Luisa, y quedose inmóvil hasta que oyó la voz de su tío gritar
-Luisita, saluda a tu primo.
Levantó entonces la cabeza y fijó su dulce y candorosa mirada en la persona que don Francisco le presentaba, pero en el mismo instante y sin necesidad de nueva orden maternal volvieron a inclinarse al suelo sus hermosos ojos, tiñéndose de púrpura su rostro.
La causa de tan súbita turbación no es imposible de adivinar. Luisa no había
hallado a su Carlos. El objeto que estaba delante de ella no era el mismo de
quien se había separado ocho años antes. El alegre, el gracioso Carlos había
desaparecido: la niña no había encontrado sus redondas y frescas mejillas,
sus largos cabellos castaños, sus ojos vivaces, y su boca risueña y
diminuta. Bucles de un negro perfecto sombreaban
Un sentimiento sin nombre, una mezcla confusa de sorpresa, placer, tristeza
y temor, embargó en aquel momento su corazón. Los cumplimientos entre
Carlos, don Francisco y las tres señoras, se habían empezado y concluido por
tres veces; los recién llegados se habían ya sentado y la conversación había
agotado todos los lugares comunes, todas las vaciedades que se emplean en
semejantes casos, antes de que
-¿Qué haces niña?
Un trueno no asusta más a un viajero descuidado que lo fue Luisa al oír
aquella repentina interpelación; ¿qué hacía?, ¿por ventura lo sabía ella
misma? El fatal abanico
Gracias a la oportuna intervención de don Francisco, no se trató más del
abanico: la conversación volvió a entablarse y Luisa pudo reponerse poco a
poco de su primera emoción. Las tres señoras se habían situado por último en
su terreno; es decir, comenzábase a hablar de jaquecas, histéricos y
reumatismos, y se hacía la prolija enumeración de odas las recetas probadas
o no probadas, que podían convenir. Don Francisco las oía mezclándose de vez
en cuando en la conversación para
Dos o tres veces pareció que el joven intentaba dirigir alguna palabra
Doña Leonor expresó al final de la comida cuán agradecidos debían estar a Dios de que les hubiese dado vida para volver a reunirse en familia, del mismo modo y con igual placer que lo habían hecho hacia ocho años.
-Sí, mi querido sobrino -dijo después dirigiéndose a Carlos- yo doy gracias a la Providencia porque te haya vuelto al seno de tu familia; y a mí me haya concedido ver este dichoso día. En los ocho años que ha durado tu ausencia nunca me he sentado a la mesa sin mirar con tristeza el sitio que tú ocupabas en ella, y acordábame con emoción de tus travesuras y donaires.
Carlos se atrevió entonces por primera
-Y Vd., Luisa -dijo con voz baja y algo trémula-, ¿y Ud. nunca se ha acordado de mí?
Su nombre pronunciado por Carlos hizo estremecer a la doncella, y la
conclusión de su pregunta la puso en un embarazo inexplicable. Quiso
contestar, y el monosílabo
-Yo también -añadió él con alguna osadía-, yo también me acordaba de Ud., pero a la verdad, no de Ud. como es ahora, sino como era cuando nos separamos.
-¡Ah! -exclamó con candidez la niña-, ¿con que le ha sucedido a Ud. lo mismo a mí?
Las señoras y don Francisco se levantaban de la mesa, pero distraídos
-Yo la recordaba a Ud. tan linda como era cuando tenía ocho años, Luisa, pero ¡ahora es Ud. tan hermosa!
Luisa volvió a ponerse encendida, pero acertó sin embargo a responder:
-¡También Ud. ha variado tanto!
-Yo quisiera ser siempre el mismo Carlos a quien Ud. tuteaba, a quien Ud. llamaba hermano. ¿Se acuerda Ud. Luisa?
-¡Ah!, sí: pero...
-Pero ahora soy otro a sus ojos de Ud. ¿no es verdad? Ahora, prima, no me trata Ud. ya como hermano, ahora no me quiere Ud. como entonces.
-Yo siempre... -le quiero a Ud., iba añadir Luisa, pero como en aquel
instante encontró otra vez aquella mirada del mancebo que tanto
Carlos tampoco acertó a decir nada más: pero estúvose mirándola largo espacio tan distraído en su contemplación que no oyó a doña Leonor que le invitaba a pasar con su padre a un gabinete para descansar un rato, pues no podía la buena señora ni aun a favor de tan gran día pasarse si sueño de la siesta. Tres veces repitió su indicación antes que el joven la oyese; y acaso aun la haría inútilmente por cuarta vez, si Luisa, que no podía resistir por más tiempo el rubor y la emoción que experimentaba, al sentir, por decirlo así, el fuego de la tenaz mirada del joven, no se hubiese levantado y entrádose precipitadamente en su alcoba.
Entonces Carlos se dejó conducir al gabinete, y al verse sólo con Francisco:
-¡Padre mío! -exclamó en un exabrupto de entusiasmo-, ¡qué feliz soy! ¡qué felices seremos!
El joven pensaba sin duda en aquel momento que aquella divina criatura le estaba destinada: mientras estuvo junto a ella no había pensado sino en verla tan bella y tan pura como un ángel.
Y Luisa, ¿en qué pensaba mientras dormían la mamá y venerables colegas, y ella echada en un sillón leía su libro de
La siesta pasó: las señoras dejaron sus lechos, y Luisa y Carlos se
volvieron a ver sino con tanto embarazo con mayor agitación. Pero don
Francisco, a quien le era tan imposible dejar de dar algunas vueltas todas
las tardes de verano por la alameda, como a su hermana
-Aunque no sea mi casa -dijo- una de aquéllas en que hay reuniones
numerosas, no se pasa mal rato. Mis dos apreciables amigas que están
presentes (y aquí doña Beatriz y doña Serafina hicieron una ligera
cortesía), el cura don Eustaquio, sujeto de amabilísimo trato, y algún otro
amigo, suelen venir a favorecernos,
Carlos interrumpió con viveza a su tía para asegurar que lejos de fastidiarse se preparaba a divertirse muchísimo, pues tenía una decidida afición a la malilla y a la lotería.
Doña Leonor, sin embargo, concluyó su prospecto diciendo:
-Si te fastidiase el juego alguna noche, Luisita te dará conversación, pues ella nunca juega.
-Si tuvieras un piano en tu casa como debías -dijo don Francisco- y si no te
hubieses encaprichado en que la niña no aprendiese música,
-Hermano -exclamó doña Leonor con algún enfado-, al oírte pensará mi sobrino
que la niña es una ignorante, una estólida, y a la verdad que no porque no
haya querido hacer de ella una profesora de música, ni una bailarina, creo
que pueda tachárseme, de no haber dado a mi hija la educación
correspondiente a su sexo. Otro día enseñará Luisa a su primo el mantel que
ha hecho para el altar de nuestra señora del Amparo, que es la admiración de
cuantas personas le han visto, y las dos imágenes de la
-¿He dicho yo acaso semejante cosa? Hermana, contigo no se puede hablar, pues das a la palabra más sencilla una interpretación absurda.
-Hermano, es que tú...
Verosímilmente iba a entablarse un altercado de los dos de costumbre entre los dos hermanos, cuando llegó felizmente la amabilísima persona del cura don Eustaquio que cortó con su presencia el comenzado debate. Después de otra media docena de felicitaciones y bienvenidas del reverendo cura de la familia, y contestadas una por una con escrupulosa exactitud, se despidieron padre e hijo y se encaminaron a la alameda, diciendo el uno:
-¡Mi hermana es insoportable!
Y el otro:
-¡Mi prima es encantadora!
Carlos de Silva era uno de aquellos que las mujeres juzgan a la primera mirada, y de los que suelen decir en su interior:
-¡Feliz aquella a quien ame!
En efecto, sus ojos revelaban un alma ardiente y apasionada, y un corazón generoso, lleno de fe y fácil a exaltarse, así como su frente llevaba el sello de la inteligencia y de una noble altivez.
Había en su fisonomía todo el ardor, todo el entusiasmo de la primera juventud, templados ligeramente por una tintura de orgullo y de melancolía. Era un hombre hermoso en toda la extensión de la palabra, pues su hermosura era enteramente varonil, y observando aquel rostro tan joven, presentíase que más tarde debería tener un gesto de severidad. Pero, entonces, Carlos no tenía más que veinte años.
Los doce primeros de su vida los había pasado cerca de su tía, en la
atmósfera de devoción y de austeridad que la rodeaba. Habíanse formado sus
primeras ideas análogas a las de las personas con quienes vivía. Los
principios severos de doña Leonor, su rígida moral, sus hábitos religiosos y
su inflexible carácter,
En la época más brillante para la Francia y cuando el gran drama político comenzado con la revolución acababa de terminar con la caída del imperio; en aquella época de las nuevas ideas y los nuevos principios, Carlos a cuya natural comprensión se unía un carácter reflexivo, no había dejado escapar los varios acontecimientos de un período tan fecundo en grandes instrucciones.
Sus ideas se habían modificado y engrandecido, ilustrado su razón y extendido su inteligencia, sin que por eso se corrompiese su corazón ni viciase su carácter.
Sin duda, al volver al lado de su tía no le acompañaban las mismas
preocupaciones que ella le había inculcado, pero conservaba intacta la fe
religiosa y la severa moral que distinguía a la respetable señora. Aunque
dotado de un temperamento sanguíneo irritable y violento, y de pasiones muy
vivas -acaso más vivas que profundas-, manteníase constante en sus
principios, su conducta era regular e consecuente, y la franqueza impetuosa
de su carácter era temperada por la energía de su razón. Verdad es que hasta
entonces aquellos principios y aquella razón no habían tenido que sostener
ninguna lucha tenaz con sus pasiones. Carlos era, pues, una bella y fuerte
organización que aún no se había ejercitado; un ardiente corazón
Desde muy niño había oído repetir a su alrededor que Luisa debía ser su
esposa: en el colegio no dejó de pensar alguna vez en esto. Cuando su
corazón empezó a hablar, cuando la juventud circuló ardiente e impetuosa por
sus venas, entonces pensó muchas veces en que estaba ya elegida la que debía
ser compañera
-¡Y yo no podré buscarla! ¡Y habré de aceptar a otra que no sea ella!
Pero por un acaso feliz y raro, la mujer elegida por su padre para Carlos,
era, sin que él lo sospechase, la realidad de sus ilusiones, el original del
retrato que le bosquejaba su ardiente imaginación. Carlos vio a Luisa y la
conoció: conoció a su creación, a su esposa ideal: aquélla
Fácil es adivinar que no echó en el olvido la invitación de su tía y que fue
exacto en concurrir todas las noches a su casa. No hizo, es verdad, grande
empeño en participar de la divertida malilla que doña Leonor
Era el mes de julio, tan caluroso en Sevilla, y según la costumbre del país
las familias establecían su domicilio en las habitaciones bajas, y los
patios se adornaban con primor. El de casa de doña Leonor no sobresalía por
el lujo de sus muebles, pero sí por la abundancia y variedad de flores que
Luisa cultivaba en jarrones azules y blancos, y cuyos aromas perfumaban el
aire. En aquel patio estaban las mesas en que jugaba su malilla doña Leonor,
y en la que pintaba Luisa. El ambiente fragante de aquel recinto parecía la
única atmósfera en que debía vivir aquel ángel, y cuando Carlos apoyado en
el respaldo de su silla inclinaba la cabeza, para seguir de más cerca los
movimientos de la linda mano que se ensayaba en imitar los
Si entonces su corazón latía con violencia y sus labios ardían, ávidos de devorar aquel hermoso pelo y aquellos hombros de nieve, cuando Luisa volvía hacia él sus ojos serenos y apacibles, la frente del hombre se inclinaba confusa y respetuosa a la mirada inocente de aquella virgen querida.
Junto a ella el alma más que los sentidos eran sensibles, y las tempestades del corazón se serenaban al aspecto de aquella reunión de lo más dulce y más poderoso que existe sobre la tierra: la inocencia y la hermosura.
El contemplarla en un mudo y
El sentimiento nuevo y poderoso que llenaba su corazón lejos de entibiar su piedad la había exaltado: porque el amor en las almas que aún no se han corrompido es también una religión: una fe.
¿Y dónde está el hombre que al amar por primera vez en su vida, cuando aún
no ha visto y sentido que el amor tiene cansancio, que la felicidad tiene
límites, no ha creído estrecha la tierra y breve la vida para el sentimiento
que le engrandece? ¿Dónde está aquél que no haya
Por eso ningún hombre es materialista a los veinte años. Sólo se deja de creer cuando se deja de amar.
Pero ellos, con sus corazones vírgenes, con su poderosa juventud, ellos que
se amaban sin crimen, que en breve harían un deber sagrado de su ardiente y
pura pasión, ellos tan castos y tan dichosos, creían en todo: en la
eternidad de la vida; en la eternidad del amor. ¡Oh! No seré yo ciertamente
quien se burle de ninguna fe. Veo en todas las creencias una virtud y una
felicidad. Búrlense en buena hora los corazones desgastados y fríos de esos
elevados instintos del hombre que llaman ilusiones. ¡Venid a mí, verdaderas
Dos meses habían corrido desde que Carlos llegó a Sevilla, y don Francisco
aún no había dicho ni una sola palabra relativa al enlace de los dos primos.
Este silencio molestaba ya a doña Leonor, tanto más cuanto que por ciertas
expresiones que se escapaban a su hermano tenían fundadas sospechas que aún
no había desistido enteramente
En efecto, no podía dudarse que de día en día se aumentaba el cariño del
joven. Era cosa digna de verse cómo pasaba horas tras horas sentado junto a
su prima, embebecido en mirarla y como olvidado del mundo entero. Sus
conversaciones que eran regularmente en presencia de un respetable
auditorio, se reducían a naderías o palabras insignificantes en sí, pero en
aquellas pláticas tan indiferentes, ¡había tantos medios de entenderse dos
amantes! Una mirada tímida y furtiva, un suspiro ahogado, las inflexiones de
la voz, más dulce, más lenta, más expresiva cuando se dirigían uno al otro
la palabra... Todas las pequeñeces que son tan grandes en el amor, venían
naturalmente al auxilio de nuestros héroes, y sin que
Las lecciones de pintura que Carlos continuaba dando a su prima les
proporcionaban algunos momentos de menos sujeción, porque entonces estaban
algo más separados, aunque nunca fuera de la vista de la vigilante mamá.
Pero sucedía que la mayor libertad los hacía más tímidos. Muchas veces, al
verse espiado, por decirlo así, por las miradas inexorables de doña Leonor,
imposibilitado de poder decir a su prima una palabra que ella sólo oyese,
deseaba Carlos y promovía la lección de dibujo, pareciéndole que tenía mil y
mil cosas apasionadas que decirla: pero luego que se veía en la posición
deseada, intentaba en vano expresar
Doña Leonor, que en vista de todos estos síntomas no dudó ya de que Carlos amaba verdaderamente a su hija, resolvió dar un paso prudentemente meditado hacia el blanco de sus deseos, y cuando vio más enamorado a su sobrino le declaró seriamente que su decoro y el de su hija exigía que se hiciese menos largas y frecuentes sus visitas.
-No puedes figurarte -añadió- cuánto siento el verme en la precisión de
hacerte esta súplica, mi querido sobrino, pero ha llegado a mis oídos que
las gentes empiezan a murmurar la intimidad que te permito con Luisa, pues
aunque
Carlos que hasta entonces no había sentido una gran impaciencia por ver
llegar el día de aquella unión, porque la certeza de lla le quitaba toda
inquietud, quedó dolorosamente sorprendido al oír aquel discurso de su tía,
y, entonces, por primera vez, pensó en que ya podía estar casado y que no lo
estaba. Turbose
-¡Dejar de verla todos los días, a todas las horas! ¡Oh! ¡Sería una crueldad! ¡Obstáculo dice Ud.! ¿Cuál es? ¿Qué puede impedir que se verifique muy pronto esa unión concertada hace tanto tiempo y en la que cifro yo la felicidad de mi vida?
-Estoy en ese punto tan ignorante como tú mismo -respondió la astuta devota-, por mi parte hoy mismo pudieras casarte.
-¿Quién es pues...?
-Tu padre tendrá acaso algún motivo para este retardo, que extraña toda Sevilla y que da margen a los ociosos para mil suposiciones y comentarios, poco honoríficos a la verdad para él y para mí. Pero Francisco no reflexiona en nada de esto y sospecho que su intención es enviarte a la corte y...
-¡Enviarme a la corte!... -interrumpió con impetuosidad el mancebo. ¡Separarme de Luisa! ¡Oh! ¡No! ¡No consentiré!
Trabajo le costó a doña Leonor disimular su gozo al oír esta declaración que disipaba todos sus temores: procuró hacerlo, sin embargo, y dijo con fingida severidad a su sobrino que un buen hijo no debía resistir a la voluntad de su padre, aun cuando esta voluntad fuese tiránica y caprichosa.
-No poco se murmura de esta resolución de mi hermano -añadió-, y no poco hará padecer a mi corazón que anhela darte el dulce nombre de hijo, pero no me corresponde a mí el empeñarme en apresurar ese día, como si me pesase mi hija y quisiera a toda costa descargarme de ella. A Dios gracias estoy muy lejos de este caso.
-¿Quién
Doña Leonor aparentó vacilar, y viendo la decisión del joven fue recogiendo velas hasta el punto de decir, que acaso convendría mejor que se tomasen más tiempo de meditar en ello, antes de echarse un yugo tan duro como el matrimonio.
-Pero continuaremos como hasta ahora -exclamó Carlos-, ¿no es verdad mi
Doña Leonor que no esperaba tanta resignación, se guardó bien de consentir en lo que su sobrino le pedí, y como éste por su parte no suscribiese a ver con menos frecuencia a Luisa, fue preciso, por fin, acceder a su primera proposición; pero supo hacerlo doña Leonor de un modo tan decoroso, con tanta maestría, que su sobrino la dejó persuadido de que cedía casi a pesar suyo, y ella quedó muy segura de que no había comprometido en nada su dignidad, ni rebajado ni un ápice su orgullo.
Carlos habló aquel mismo día a su padre, manifestándole su deseo de que se
realizase cuanto antes el casamiento.
¡La juventud! ¡El amor! Si tuvieran por compañeras a la prudencia y a la previsión no producirían tantos errores, tantos arrepentimientos, tantos dolores: pero, ¡ah!, ¿tendrían entonces tantos encantos?
Don Francisco racionaba: Carlos sentía, Carlos debía triunfar y triunfó.
Quince días después de las siete de la mañana se celebró en la catedral la ceremonia que unía a dos personas hasta la muerte. Ceremonia solemne y patética en el culto católico, y que jamás he presenciado sin un enternecimiento profundo mezclado de terror.
Al salir de la iglesia Carlos que
-Consérvala pura y piadosa como te la entrego: ha sido buena hija,
Su fisionomía tomó un carácter verdaderamente patético.
Carlos, conmovido, tomó una de sus manos enflaquecidas, y, uniéndola entre las suyas con las de Luisa, las apretó sobre su corazón exclamando.
-¡Yo lo juro!
-Tú, hija mía -prosiguió Leonor-, no olvides nunca que después de Dios tu primer amor debe ser tu marido: ámale, obedécele en todo aquello que no se oponga a la salvación de tu alma.
Luisa levantó a hacia su esposo una mirada de inefable ternura: Carlos, enajenado, la estrechó entre sus brazos; y ella, reclinando lánguidamente su cabeza sobre el pecho de su marido, pronunció con voz tan dulce que sólo él pudo oírla
-Sí, siempre te amaré: ¡Dios y tú!
Era la primera palabra de amor que pronunciaban aquellos labios tan puros. Carlos fuera de sí imprimió un beso de fuego en su frente virginal: era la primera vez que el joven veía en sus brazos a una mujer amada.
-Ahora -exclamó doña Leonor con tono solemne-, yo os bendigo hijos míos, que Dios os haga virtuosos y felices, y que vuestros hijos sean para vosotros lo que habéis sido vosotros para vuestros padres.
Y los circunstantes respondieron a coro:
-Amén.
El ángel de los castos amores debió desde su asiento de nubes palpitar de placer en aquel momento.
Si existe una felicidad para los hombres, si es posible alcanzarla sobre la
tierra, la unión del amor con la virtud puede solamente darla. El amor
santificado por la religión, el amor templado por la seguridad y la
costumbre, el amor constituido en deber, el deber embellecido por el amor...
¡qué sublime, qué santa
Pero Carlos y Luisa son tan dichosos!... ¡Oh! Alejaos, frías reflexiones, alejaos tristes luces de la verdad, que quiero recrearme en el espectáculo encantador de un amor feliz y casto. Mas no intentaré pintarle: las almas puras y amantes le adivinan, y jamás puede hacerse que le comprendan los seres insensibles y depravados.
Los primeros meses pasaron para
La salud de doña Leonor, que decaía rápidamente y el hábito de una vida
recogida, hacían que Luisa no saliese casi nunca de su casa, y Carlos, feliz
con su vida doméstica, se había separado también de toda sociedad. Pero,
¿qué necesidad hay de placeres cuando se tiene ventura? Luisa que había
sustituido a su madre (ya postrada en cama constantemente), en los cuidados
domésticos, y que asistía a la anciana con esmero y ternura
Llegó enero: hacía quince meses que ya estaban casados Carlos y Luisa, y les
parecía que había sido la víspera. Las largas noches de invierno eran para
ellos deliciosas. Era un cuadro digno de ser inmortalizado por el pincel de
Murillo -si Murillo hubiese vivido entonces-, el que presentaba aquella
familia patriarcal. En medio de una espaciosa alcoba que ardía un abundante
fuego. En torno de ella una joven hermosísima vestida sencillamente y
ocupada en las labores de su sexo, y un gentil mancebo que junto a ella leía
en alta voz una novela de Richardson, interrumpiendo por momentos la lectura
para hacer una caricia a su linda vecina: un poco más lejos, en tres cómodos
sillones, un anciano
El destino miró con ceño aquella dulce serenidad de una vida dichosa y bien
pronto las inocentes veladas fueron interrumpidas. Una carta de Madrid llevó
a Sevilla la noticia de haber muerto el capellán de la reina,
Llegó, por fin, el día de la partida de Carlos: muchos hacía ya que Luisa no
cesaba de llorar, y su dolor se manifestaba de una manera tan viva que la
severa mamá hubo de reñirla seriamente, después de haberle hecho inútiles
reflexiones sobre la grave culpa que es a los ojos de Dios la falta de
resignación, y lo que se ofende su Divina Majestad de que se emplee en un
mortal ese amor inmenso que para él sólo merece y que a él sólo debemos. La
pobre niña escuchaba a su madre
Cuando arreglaba las maletas de su marido besaba sus ropas humedeciéndolas con sus lágrimas, y pensó con una especie de celos que otras manos que las suyas plegarían en lo sucesivo aquellos pañuelos que ella había bordado para Carlos, y se encargarían de todos los pequeños cuidados que solamente ella debía prestarle. Cuando le abrochaba su chaqueta de viaje y cepillaba su capa:
-Carlos -le dijo llorando-, no seré yo en adelante...
Y no pudo concluir, embargada su voz por sollozos. Carlos la tomó en sus
brazos y quiso en vano consolarla: él mismo lloraba como un niño, y casi ya
estaba a punto de tomar la resolución de llevarse a Luisa cuando compareció
doña Leonor apoyada en el brazo de su hermano,
-Adiós.
Luisa se estremeció: levantó los ojos y los fijó con avidez en el rostro de
Carlos, y quitando de su cuello una cinta negra que sostenía un escapulario
de la virgen, bordado por su mano, lo puso
-Ella te proteja.
Intentó luego repetir, mas no pudo, las recomendaciones mil veces hechas ya, de que se preservase el aire sutil de Madrid, de que no hiciese ningún género de exceso... En fin, aquellas prevenciones que sólo se ocurren a una mujer y que son tan pueriles como tiernas.
-Ea, hijos míos -dijo don Francisco-. ¡Valor! Pronto, muy pronto, volveréis a reuniros.
-Así sea -pronunció doña Leonor acercándose a abrazar a su yerno.
Pero Carlos no podía apartarse de Luisa, que, enlazándose a su cuello, repetía entre sollozos la palabra fatal:
-Adiós.
-No irritéis al cielo, hijos míos -dijo la anciana-, no os atraigáis en castigo de un dolor sin causa un dolor más justo.
A esta estimación Luisa, estremecida, se apartó de su marido, exclamando:
-Perdón, Dios mío, y hágase tu voluntad.
Carlos desvió sus ojos de ella porque conocía que mientras la viese no podría tener valor para partir.
-Va a salir la diligencia -gritó el mayordomo desde la puerta-.
Carlos besó la mano de su padre, abrazó a su tía, y sin mirar a Luisa se lanzó fuera de la sala.
Quiso ella correr al balcón para verle aún, para decirle mil cosas que en aquel momento se la ocurrían, pero la pobre niña no pudo llegar al sitio a que se encaminabas: sus fuerzas la abandonaron y cayó desfallecida en los brazos de su madre.
-¡Luisa! ¡Luisa! -exclamó don Francisco conteniendo sus lágrimas-: ¿no
-¡Yo!, ¡yo! -gritó temblando la niña-: ¡Ah!, ¡no! Madre mía, que tome Dios mi vida en cambio de la vuestra, pero que me conceda verle aun otra vez... ¡Un momento, un solo momento...!
-Pronto volverá a tu lado, hija mía -dijo conmovida doña Leonor.
-Muy pronto debe ser -exclamó la desconsolada esposa-, si queréis que me encuentre viva.
Era un bello día de invierno, de aquellos días de invierno que sólo se conocen en Madrid, cuando Carlos entrando por la puerta de Atocha vio por primera vez aquella vida activa que circula, por decirlo así, en todas las calles de la coronada villa, y que sorprende de pronto al que viene de una tranquila ciudad de provincia.
Durante el viaje su pensamiento ocupado solamente de Luisa no le había
permitido ningún género de distracción, y apenas la vista grandiosamente
pintoresca de Sierra Morena, que siempre llama la atención aun de aquellos
que la han contemplado muchas veces, logró sacarle un momento de su profunda
tristeza. Pero al llegar a Madrid el movimiento y el bullicio vinieron a
despertarle de su melancólico letargo, y acostumbrado ya a la silenciosa
grandeza de Sevilla no pudo dejar de sorprenderse agradablemente con la
impresión que le causó una población sonora y animada. En el camino había
hecho conocimiento con un madrileño que volvía a su patria después de dos
años de ausencia, y el entusiasmo que la
-¡Hela allí! -gritaba su compañero batiendo las manos de alegría- ¡hela allí
a la villa real, a la hermosa villa!, con su brillante irregularidad, sus
numerosos paseos, sus cuarenta y dos plazas, sus innumerables fuentes, sus
gentes siempre afanadas como las hormigas. Madrid no es España: Madrid es
Madrid: Fura de aquí no se vive. ¿Sabe Ud., Silva -añadía dirigiéndose a
Carlos-, que yo he estado también en París, en los primeros años del
imperio, y he estado en Londres, y Edimburgo y Viena? Pues bien, en esas
cortes extranjeras suspiraba por Madrid. Un español no puede vivir sin
Madrid si una vez le ha visto:
El entusiasta madrileño preguntó a Carlos si pensaba hospedarse en fonda o
en casa particular, y conociendo por su contestación que aún no tenía tomada
ninguna resolución respecto a esto, le propuso que viviese con él a un
cuarto principal de una de las mejores casas de aquellas que en Madrid se
conocen por
Carlos volvió a caer en su tristeza, y anhelando concluir cuanto antes el
negocio que tan a pesar suyo
No habiéndola encontrado dejó la carta a su doncella con las señas de su habitación.
Cansado, pensativo, preocupado, pero menos triste por la grata esperanza de
volver a ver pronto al lado de los objetos de su cariño, entró en su casa y
se encerró para evitar el
Ya coordinaba en su imaginación cuánto debía decirla en su primera carta; pues, aunque le había escrito desde Córdoba y Ocaña, parecíale trascurrido un siglo desde que no la comunicaba sus pensamientos: sus pensamientos que todos eran para él y para ella. Ya calculaba los días que debería pasar sin verla y se trasportaba a aquél en que la sorprendería arrojándose en sus brazos inesperadamente; ya, en fin, trataba de adivinar lo que ella haría, lo que pensaría en aquel momento, y al decirse a sí mismo; -¡acaso llora!-, no pudo él tampoco detener sus lágrimas.
Embebecido en estos pensamientos estaba todavía, medio recostado
Carlos pensó que no podía ser otra que doña Elvira y salió a recibirla, maldiciendo en su interior tan inoportuna visita.
No se engañaba: era, efectivamente, su prima política, y bien o mal procuró
disimular su disgusto, para corresponder como era debido a su cariñosa
urbanidad. Había oído a su padre y a su tía hablar repetidas veces de
aquella dama sin prestar a sus discursos bastante atención, y sin saber por
qué se había imaginado en doña Elvira una respetable matrona, con corta
diferencia de tiempo de doña Leonor y don Francisco. Quedose, por lo tanto,
un poco
-¡Mi querido primo! ¡Cuánto placer tengo en conocer a un pariente tan
próximo de mi difunto y eternamente llorado Silva! ¿Con que es Ud. el hijo
de su primo predilecto, de su amigo de la niñez, de su querido Francisco de
quien me hablaba sin cesar? Mi marido era idólatra de su familia. ¿Y mi
amable prima Leonor? ¡Qué carta tan innecesaria ha dado de Ud.! ¿Preciso era
recomendarle a Ud. conmigo? ¿No bastaba que me dijese, simplemente, va a esa
corte mi sobrino? Sin embargo, mucho placer he recibido
Todo este raudal de palabras cayó sobre Carlos antes de que hubiese tenido tiempo para desplegar los labios, y aprovechó el primer momento de tregua para rogar a Elvira pasase a la sala.
-En manera alguna consiento en ello -respondió con la misma vivacidad
atolondrada que tenía atónito a Carlos-; he
Diciendo estas palabras se asió del brazo de Carlos y todo cuanto dijo para excusarse de admitir aquel obsequio, que en manera alguna deseaba, fue trabajo inútil. Elvira llevó hasta la obstinación su empeño y Carlos tuvo que ceder a pesar suyo.
Entró, pues, con Elvira en su coche después de despedirse de la ama
-Sólo me faltaba el vivir con una mujer atolondrada y habladora -pensó él- para que fuese completo el tormento de estar lejos de aquella que es la delicia de mi corazón.
Elvira, a pesar de la malísima gracia con que su primo le sostenía la
conversación, no desmayó un minuto. Su pasmosa locuacidad dejaba al joven
estupefacto. En el corto espacio que divide a la calle de Fuencarral de la
del Príncipe, en la cual estaba situada la casa de Elvira, espacio que
recorrió el coche con más mediana velocidad, hizo ella la enumeración de
todos los parientes
Por otra parte, tenía, sin ser hermosa, un rostro muy agradable, y su carácter ligero, frívolo, y atolondrado, daba su fisonomía una gracia casi infantil.
Cuando llegaron a su casa condujo a Carlos a un bonito gabinete con su alcoba, dispuesto para él.
-Aquí -le dijo-, estará Ud. mejor que en casa de su gruesa patrona. ¡Jesús! ¡Y cuán pródiga de carnes ha sido la naturaleza con la buena mujer! Este balcón es un coche parado: la calle del Príncipe es de las más concurridas de Madrid. Vea Ud. el teatro, ¿le agrada a Ud. el teatro? Yo soy entusiasta por la tragedia: prefiero la tragedia a la comedia; sin embargo, las de Moratín me hacen reír como una loca. ¡Qué graciosísimo personaje es el de doña Irene en
¿A qué hora acostumbra Ud. comer? En provincia creo que se come temprano. Mi
hora es ésta, ¿le acomoda
Salió concluidas estas palabras y Carlos la siguió con los ojos, preguntándose a sí mismo si le sería posible acostumbrarse al trato de aquella mujer.
Durante la comida Elvira habló mucho, y dijo mil sandeces, pero Carlos creyó
descubrir suma bondad y dulzura de carácter en medio de su excesiva
ligereza. Tenía Elvira dos hijas, pero ambas se educaban fuera de su casa,
y, aunque Carlos
Elvira le dejó a las siete para ir al teatro después de hacerle inútiles
instancias para que la acompañara, y Carlos apenas se vio sólo se encerró en
su gabinete para escribir a Luisa, aunque debían pasar dos días antes de que
saliese el correo. ¡Qué cartas las primeras que se escriben dos amantes en
su primera separación! Un indiferente no pudiera leerlas sin reírse desde la
primera línea. ¡Qué detalles!, ¡qué minuciosidades! ¡Cómo un mismo
Carlos empleó algunas horas de la noche en tal deliciosa tarea, y a las once tocó la campanilla y preguntó si había venido Elvira. El criado se sonrió.
-¡A las once! -dijo-: No, señor, nunca viene la señora tan temprano,
Carlos siguió el consejo: pidió una taza de té y se acostó enseguida rendido de cansancio, en el elegante lecho que le habían dispuesto, y en el cual el sueño le halagó dulcemente trasportándole a Sevilla al lado de su adorada Luisa.
El sueño es un gran encantador, al cual todos debemos, unos más, otros
menos, dulcísimos favores. Los poetas que le han llamado muchas veces
Sonríe, pus, dulce y silencioso Morfeo, a nuestro enamorado Carlos y embriágale con el aroma de tus inocentes mentiras; mientras que nosotros por no mirar los fantasmas de fuego del insomnio, tu enemigo, vamos a escribir fielmente todo lo que sabemos o suponemos que hacía y pensaba Luisa, desde el momento en que perdió de vista al caro objeto de su primero y único amor.
Una de las particularidades que se observan en las personas afligidas o
tristes, es la sorpresa que les causa el placer o la mera indiferencia de
las demás. Cuando padecemos se nos hace difícil creer que nuestra pena no
sea un mal general, y como que no se comprende que lo que es causa de
nuestro profundo dolor
Cuando Luisa dejó de ver a Carlos no fue solamente su corazón el que dejó vacío: parecíale que lo estaba igualmente la casa que ya no habitaba, la ciudad que dejaba desierta. Antojábasele que, como si la ausencia de su marido fuese una calamidad pública, Sevilla había tomado un aspecto de luto, y que el trastorno verificado en su felicidad era un trastorno universal. La voz de una vecina que cantaba al piano una alegre canción andaluza, la hirió el oído y el corazón, y se dijo con una especie de dolorosa sorpresa:
-¿Hay quien cante cuando él se ausenta?
Por la noche vinieron con la acostumbrada puntualidad doña Serafina y doña
Beatriz, y Luisa
-¡Eh! ¿Conque se ha ido Carlos? -dijo una de las dos seoras. Ya lo dicen esas lagrimitas. Vamos, niña, no hay que afligirse que eso no vale nada. Un mes o dos de separación para después verse con mayor placer. Vamos, vamos -añadió, enjugando con su pañuelo los ojos de Luisa- serenarse, pues ya que nos falta esta noche nuestro lector, justo es que su amada esposa le reemplace: de otro modo pasaríamos la noche bien sosamente. ¿No es verdad, Leonor?
-Le he dicho lo mismo que Ud., mi querida Serafina, pero esta niña se está
haciendo en demasía mimosa: la culpa la tienen su suegro y su marido, que la
han acostumbrado a salirse siempre con su gusto
Luisa aumentó su llanto y don Francisco se apresuró a defenderla llamando a su hermana cruel, injusta y dura.
-¿No es natural -dijo, besando la frente y los cabellos a la llorosa niña-,
no es natural que sienta mucho la primera separación de su marido?, ¿qué hay
en esto de malo? ¿Es posible, Leonor, que de todo saques argumento para
mortificar a tu hija y calumniar a tu hermano? Consuélate, hija mía, no
llores más: hazlo por mí, no hagas caso de lo que dice tu madre: su
Y el anciano caballero conducía a Luisa lejos de la enferma para que ésta no notase el poco fruto de sus consejos.
-Vamos, vamos, no se hable más de esto -dijo a la sazón doña Beatriz-, y, a propósito de ausencias, ¿sabe Ud., amiga doña Leonor, como nuestro buen amigo el cura don Eustaquio se nos marcha también a Madrid?
-¿Cómo es posible?
-Sí, señora, le contaré a Ud. la historia: porque es una historia el motivo de su marcha.
-Diga Ud., diga Ud. -exclamaron a un tiempo las dos señoras.
Y doña Beatriz comenzó su historia después de sacar su caja de oro con el retrato de lord Wellington, y ofrecer un polvo a sus oyentes.
Luisa, sentada en un rincón del aposento, procuraba serenarse, y don Francisco después de darla al oído algún consejo con la seguridad de la pronta vuelta de Carlos, se acercó también a la narradora para oír la historia de la partida del padre de don Eustaquio.
La conversación se sostuvo más de una hora sobre este asunto; luego se habló
del tiempo frío que estaba haciendo, de las enfermedades que producía en
Sevilla, según relato del médico de doña Leonor, de la madre abadesa de las
capuchinas que padecía horriblemente todos los inviernos; de una vista que
la habían hecho doña Serafina y doña Beatriz; de lo que pensaban hablar en
otra visita que proyectaban hacer a la reverenda madre; en fin, la noche
¿Y por qué hemos de combatir como una locura los presentimientos? El corazón
tiene un instinto particular y previsor, y muchas veces lo que nos parece
una aprensión
Desde el día que siguió al de la partida de Carlos todos los de Luisa fueron
iguales, sin otro interés, sin otro objeto, sin otro pensamiento que el de
recibir las cartas de su adorado; eran para ella otros tantos siglos los
días que separaban a aquéllos en que legaba el correo de Madrid. La única
ocupación a que se entregaba sin repugnancia era a la de escribir
larguísimos diarios a su marido; todo lo que no tenía relación con él le era
insoportable. Los cuidados que le eran tan dulces cuando los dividía con
Carlos, llegaron a fatigarla. No era por esto menos diligente y esmerada
Ajábase su tez y enflaquecía videlemente, en términos que al mes la partida de Carlos, su hermosura había sufrido una notable alteración.
Sin embargo, las cartas de su marido eran largas y frecuentes, en todas
respiraba la misma pasión, el mismo dolor de no ver a su Luisa, en todas se
la aseguraba de un pronto regreso, y, en medio de sus penas, la pobre niña
no tuvo, por lo menos, la terrible y devorante de los celos. Una sola vez no
se la pasó por el pensamiento la idea de que su marido pudiese a mar a otra:
nunca pensó en la posibilidad de que la ausencia entibiase el afecto que la
había jurado,
Carlos conoció que se había engañado al temer hallarse en incómoda sujeción
en la casa de su prima política. Muchos días pasaban sin siquiera ver a
Elvira sino a la hora de comer, ocupada enteramente como lo estaba en sus
numerosas visitas y diversiones, y cuando era invitado por ella un rato de
conversación por las mañanas, no hallaba
Elvira era una persona tan dulce y complaciente, de trato tan franco y fácil
que no imponía ninguna especie de sujeción, y cuando se la había conocido lo
bastante para hacer justicia a su buen corazón, se perdonaba fácilmente la
frivolidad y ligereza de su carácter. Carlos llegó hasta gustar de su
insustancial y voluble cháchara, y no evitaba ya los momentos raros en que
podía verla en su casa, pues, aunque ella le instase repetidas veces a
acompañarla a los teatros y tertulias que frecuentaba, se negó siempre a
complacerla, alegando sus muchas ocupaciones y el poco gusto que sacaba de
diversiones en las que
Procuraba, pues, un rato de conversación con el mismo empeño que tuvo antes
para evitarla, y aquelle distracción le era tanto más necesaria cuanto que
apenas salía de su casa cuando lo exigía el interés del negocio que lo había
conducido a Madrid. Solía por la mañana ir a encontrar a su amigo en la
Puerta del Sol y pasearse con él un rato, y por las noches iba de vez en
cuando a visitar a la esposa de don Eugenio de Castro, albacea de su difunto
pariente, del cual eran herederos su padre y tía. A
El día en que cumplía exactamente un mes de su salida de Sevilla hallose más
triste que de costumbre, y pensó para distraerse en rogar a Elvira le
permitiese estar con ella aquel día, pero, cuando iba a pasar a su
habitación con este objeto, recibió una atenta esquela de la señora de
Castro en la que le rogaba fuese a las cinco a comer a su casa, pues, con
motivo de ser aquel día el de su cumpleaños, había convidado a muchos
amigos. Carlos que deseaba cualquiera novedad que disipase un tanto su
profunda tristeza, aceptó y fue exacto
-¿Va Ud. esta noche al concierto que da en su casa la condesa de S.***?
-No tengo el honor de conocerla -respondió Carlos.
-¡Cómo así! ¿No conoce Ud. a la condesa siendo la amiga íntima de su rima de Ud., doña Elvira?
-¡Y la más hermosa y distinguida dama de
Sus palabras produjeron un movimiento simultáneo de las damas presentes, que
se miraron unas a otras y se hablaron al oído con muestras de viva
impaciencia, y algunas con sonrisa de desdén. La señora de Castro tomó la
palabra y con tono irónico preguntó al caballero que había cometido aquel
crimen de lesa galantería, en qué sentido usaba el adjetivo de
-En cuanto a su problemática hermosura -añadió sonriendo- no seré yo quien la analice.
-La llamo
El orador fue interrumpido por el sordo murmullo de muchas vocecitas, trémulas de indignación, que repetían con fingido respeto: ¡Envidiosas! ¿Envidiosas de la condesa?
-Señoras -repuso más y más turbado el caballero- no ha sido mi ánimo ofender
a nadie, y sólo he querido decir que llamaba
-¿Pasmosa coquetería? -dijo con viveza una solterona cincuentona, que sin duda en sus tiempos felices había sido buen juez en la materia.
Esta ingeniosa salida, pues por tal fue reputada, se celebró con estrepitosas risas que probaban las perfectas simpatías de la concurrencia femenina.
-No niego -repuso el caballero- que la condesa es algo coqueta...
-¡Algo, algo! -repitieron en coro las señoras- ¡Y no lo niega! ¡Oh, qué concesión tan meritoria no negar que la condesa es algo coqueta!
Y la risa y la burla se aumentaron en términos que el pobre caballero tuvo a bien abandonar el campo a sus contrarias, diciendo humildemente que su opinión no era infalible y que como amigo de la condesa no podía ser un juez imparcial.
-¡Amigo de la condesa! -dijo la dama que estaba a la derecha de Carlos,
acercando su boca al oído de éste: ¿Sabe Ud. el origen de esa amistad? Pues
no es otro que este caballero solicita un empleo, y la condesa tiene
-Yo -contestó con aire de suficiencia el interpelado-, yo detesto a esas
-¡Oh! En cuanto a no necesitar de nadie -repuso maliciosamente una de las señoritas- Ud. se engaña, y no hace justicia a Catalina. ¿Cree Ud. que pudiera pasarse esa deidad sin el culto de sus numerosos admiradores? Ya ve Ud. que los busca con empeño.
-Y los encuentra -añadió una casada, cuyo noveno amante la había abandonado
por la condesa, pero que, no obstante, merced a su gran prudencia
No es extraña, señora -dijo con respetuosa y añeja galantería un septuagenario que aspiraba a consolar a la dama del abandono de su noveno infiel-; no es extraña en Ud. esa adorable indulgencia, muy propia de la acendrada virtud y caridad cristiana que a Ud. distingue.
-No ciertamente -repuso la dama con humildad tan hechicera que le valió
generales elogios-: no creo que mi virtud sea tan rara en mi sexo que pueda
distinguirme. Yo no soy en nada una mujer
-Pienso lo mismo que Ud. -dijo entonces una joven de aspecto sentimental-.
La condesa es una persona de trato tan franco, tan fácil, tan ameno, que
debe agradar infinito a los hombres. Lo único que en ella censuro
amargamente es que no use de algún miramiento, de alguna prudencia...
Al oír estas palabras parece que algunos de los concurrentes se miraron
sonriéndose con disimulo y con inteligencia, como si recordasen algún hecho
que pudiera desmentir aquella aserción. Un caballero de los presentes se
apresuró, sin embargo, a probar lo que acababa de decir la hermosa señorita.
Era un afrancesado, acérrimo bonapartista en el año 1809, y legitimista y
absolutista exaltado después de 1814. Levantó con afectación la cabeza, que
hasta entonces mantuvo en la posición más propia para masticar cómodamente,
y haciendo una imitación graciosísima del acento defectuoso de un extranjero
que habla
-¡Oh! Esta señora tiene sobradísima razón y yo soy
-Uds. hablan con demasiado rigor
Todas las damas miraron a Carlos que había oído en silencio la conversación, y esperaron su respuesta con algún embarazo, como personas de buen tono que temen haber faltado a los miramientos sociales.
Pero Carlos había oído demasiado bien lo que se había dicho de la condesa
para confesar su parentesco con ella, y poniéndose encendido contestó un
-Pues ahora que no temo que se hiera a nadie -prosiguió el señor de Castro-,
me permitirán uds. que les preguntes, señoras, qué gran falta, qué
escandalosa aventura ha habido en la vida de la condesa que tanto la ha
Las damas vacilaron algún tanto, y se miraron como para consultarse la contestación que debían dar a esta inesperada interpelación. Por último, la más viva tomó la palabra:
-¡Gran falta! -repitió-: ¡Pues qué! ¿Las coquetas cometen grandes faltas? Tienen demasiado frío el corazón y demasiado ligero e inconstante el carácter para que puedan cometer grandes faltas.
-La condesa es una mujer muy sagaz -añadió otra-, sabe hacer las cosas con mucho talento.
-Creía -observó el señor de Castro-, que uds. habían condenado a la condesa por imprudente, y encuentro una manifiesta contradicción en...
-¡Basta! -interrumpió su señora, lanzando una mirada aterradora sobre
Carlos no pudo sufrir más: estaba avergonzado de que la mujer de quien se hablaba estuviese enlazada con su familia. Parecíale que si en aquel momento se le presentase la volvería la espalda con el más soberano desprecio, y, sin embargo, comenzaba a sentirse indignado contra sus detractores y más de una vez se contuvo con dificultad para no insultarlos.
Pretextó hallarse indispuesto y obtuvo el permiso de marcharse.
Cuando entró en su cuarto el ayuda de cámara le advirtió que doña Elvira le
esperaba en su tocador, y que había encargado decirle que
-Bienvenido, mi estimado primo -le dijo sin interrumpir su ocupación-, esperaba a Ud. con impaciencia.
-¿En qué puedo servir a Ud. amable prima?
-¡Oh! Eso lo veremos después, lo que ahora importa es que me dé Ud. su voto sobre mi traje: ¿qué tal, me halla Ud. bien?
-Entiendo poco de esto, querido prima, no obstante me parece Ud. muy hermosa.
-Es la primera vez que le he oído a Ud. galante con su querida prima: pero a
propósito de parentescos, sin duda ignora Ud. que hay en Madrid otra persona
ligada a Ud. como yo, por
Esta alusión no podía ser más intempestiva. Carlos contestó disculpándose con excusas frívolas y casi insignificantes.
-Aunque una persona severa y escrupulosa en punto a etiquetas -repuso sonriendo doña Elvira-, no se daría por satisfecha con tales disculpas. Yo que conozco a Catalina declaro que las estima suficientes, y en nombre suyo convido a Ud. para el concierto que tiene esta noche en su casa.
-Prima mía -respondió con viveza Carlos-, me es imposible aceptar ese honor.
Agradezco a Ud. y a la condesa
-La de la condesa será de las más selectas: un día cada semana de conciertos en su casa, en la que reúne el círculo más brillante de Madrid.
-Ésa es una razón más para no ir -dijo fríamente el joven debiendo ser corta mi permanencia en Madrid no trato de adquirir conocimientos, ni introducirme en ese círculo tan brillante que no debe gustar mucho por otra parte de un pobre mozo de provincia, que suspira por volver a ella.
-Es Ud. original -dijo riendo doña Elvira-, y ya que me manifiesta con tan
poco embarazo el deseo de dejarme, quiero vengarme
-Prima...
-¡Chist! No valen excusas: si Ud. se negase a acompañarme me obligaría a no ir.
-Irá Ud., prima, la acompañaré, aunque será ciertamente un sacrificio.
-No hay modo de hacerle a Ud. galante, lo veo, pero, en fin, a pesar de esa brusca franqueza estoy cierta que agradará a Ud. infinito a Catalina: sólo de oírme referir algunos de rasgos del singular carácter de Ud. ha concebido una vivísima curiosidad de conocerle.
-¿Con que según eso Ud. me quiere llevar a esa reunión como un objeto raro,
curioso, destinado a servir
-Primo, es Ud. insufrible algunas veces: ¿de dónde ha sacado Ud. esa consecuencia...?
-No se enfade Ud. -dijo Carlos sonriéndose-, estoy muy pronto a ir con Ud. a donde guste conducirme, y no compraría caro el placer de darla esta prueba de mi obediencia, aun cuando hubiese de ser el objeto de la burla de veinte coquetas.
-Es Ud. severo con mi amiga, Carlos, y no conociéndola ignoro en qué se funda para creerla una coqueta.
-No he dicho tanto, señora, he hablado en general.
-Pero vamos, confiese Ud. que algo ha oído que le haya inducido a
-Prima mía, hoy por la primera vez he oído hablar de la condesa, y las personas que sostuvieron esta conversación convenían todas en concederla el mérito de un talento brillante y de una finísima educación.
-Es poco.
-Se sabe generalmente, según creo, que la condesa cultiva todas las artes con éxito.
-También habrán dicho a Ud. que es hermosa.
-Así opinaron algunos.
-Que su trato es hechicero.
-Sí.
-Y en esa larga conversación, de que parece fue el objeto Catalina, no
dejarían de atribuírsele defectos, poderosos a deslucir todo el
-Veo, querida prima, que Ud. conoce perfectamente la sociedad en que vive.
-No, no tanto como Catalina, pero, en fin, veamos si adivino. ¿No han dicho que la condesa es ligera, inconsecuente, burlona y frívola?
-Se dijo algo más.
-¡Más! Veamos, pues.
-No quisiera creer que la mujer a quien un pariente de mi padre dio el título de esposa, fuese reputada la más fría y sagaz de las coquetas.
-¡Ah! ¿Es eso todo? -dijo riéndose Elvira- Y, bien, si así fuese mejor para su marido. Todo el mundo sabe que el conde nunca tuvo celos.
-¡No tuvo celos!
-No: la mujer que necesita los homenajes de
-¿Y el conde veía fríamente a su mujer buscar y aceptar esos homenajes?
-El conde, mi querido Carlos, era un hombre de mundo.
-Confieso, señora, que no comprendo esa especie de hombres. En cuanto a la condesa, ya pudiera reunir a todos los talentos, todas las gracias de su sexo, que yo jamás podría querer ni estimar a semejante mujer.
-Severo por demás está Ud. -dijo Elvira-, y no quiero aumentar el mal humor
que parece se ha posesionado de Ud. esta noche. Voy a la comedia: le dejo a
Ud. para que se disponga. Dentro de tres horas vendré a buscarle para
llevarle a casa de
Carlos la llevó al coche y volviose a su habitación asaz disgustado del compromiso en que se veía de acompañar a Elvira.
Mientras llegaba la hora señalada por ésta, ocupose escribiendo a su esposa una extensa carta, cuyo párrafo más notable era éste:
«Esta noche asistiré por primera vez a una reunión de Madrid, no habiendo
podido excusarme de acompañar a nuestra prima Elvira. La reunión es en casa
de la condesa viuda de S.***, mujer que inspira a nuestra amada madre una
desafección instintiva, que creo veré justificada, pues por todo cuanto he
oído respecto a su carácter, la condesa, Luisa mía, no se parece en
Cerró esta carta que terminaba con los juramentos de costumbre de amor eterno, inviolable felicidad, etc., etc.; mandola a la estafeta y se vistió de mala gana para esperar a Elvira. No tardó ésta en llegar: mandó llamar a Carlos sin bajar del coche, y apenas hubo éste entrado en él cuando empezó a inundarle con elogios de la condesa, pero debemos confesar que estos elogios no eran de naturaleza que pudieran recomendarla en el concepto de Carlos.
Numeró Elvira con su genial jovialidad todos los adoradores de su amiga,
ponderó su influjo sobre varios personajes de la corte, influjo tanto más
admirable cuanto que la condesa hacía profesión de opiniones
-Es una mujer singular -dijo-, ha sabido inspirar violentas pasiones sin
participarlas nunca: no ama sino a sus amigos, la amistad es su ídolo, su
corazón es inaccesible al amor; y, por eso, juega con sus amantes como con
las piezas del ajedrez. Nadie sabe como ella desconcertar a un temerario,
humillar a un soberbio, hacer desatinar a un sabio y prestar mérito a un
tonto. Ella se ríe de todos sin malquistarse con ninguno. Nadie tampoco se
venga con tanto talento de una rival celosa, obligándola al mismo tiempo con
-Es decir -repuso Carlos con irónica sonrisa-, que es un verdugo insensible que se hace una fiesta de las convulsiones de sus víctimas.
-No, por cierto: Catalina tiene un bellísimo corazón, pero dice ella, y con
razón, que es una habilidad útil y permitida la de saber volver contra
nuestros enemigos las armas con que quieren herirnos. Pero nada tiene de
cruel, ¡oh!, es una persona buena y caritativa. Su dinero y su amistad están
a la disposición de todo el mundo, ¡y su trato es tan fácil, es
-No puedo ahora juzgar a la condesa -dijo Carlos con desdén-, ni creo que jamás me intimaré lo bastante con ella para conocerla a fondo.
Hablando así llegaron Elvira y Carlos a casa de la condesa, y, a pesar del disgusto con que aquél asistía a la fiesta, no pudo menos de sentir una grata impresión al entrar en la sala resplandeciente de luces y de hermosura. Todo en casa de la condesa llevaba el sello del buen gusto y de la más exquisita elegancia: todo lo que se veía, y aun el aire que se respiraba en aquel recinto, estaban como impregnados de perfumes. La sociedad que la condesa reunía en su casa era la más selecta y brillante de Madrid, y había introducido aquella especie de franqueza delicada y elegante sencillez que hace tan felices y amenas las tertulias de París.
Carlos no pudo dejar de confesarse a sí mismo al verse en medio
-Mira a nuestro sevillano -dijo entonces sonriendo a la condesa-, mira cómo va a buscarme una soledad en medio de un baile. No puedes formarte una idea de un carácter más esquivo y huraño, y es lástima a la verdad, pues convendrás conmigo en que es muy guapo.
-Sí -contestó con una especie de gracioso desdén-, no es desagradable.
-¡No es desagradable!... Muy parca eres en tu aprobación, prima -repuso
Elvira fijando en Carlos los ojos-, y creo que serás la primera mujer que no
le crea digno de una calificación más lisonjera. ¿Has visto
-No he reparado, en verdad -respondió la condesa, arrojando una rápida ojeada hacia el objeto de la conversación, y añadiendo enseguida-. ¡Pero qué insoportable impertinencia, querida mía! ¡Retirarse como fastidiado cuando aún no hace ni diez minutos que se halla en nuestra sociedad!
-¿No te había advertido que es un original, una mezcla de orgullo, de timidez y de extravagancia?
-¡Oh! Tu protegido, querida Elvira, me parece un fatuo de provincia solamente.
-Te engañas: de nada tiene menos que de fatuidad. Si le trataras
-¡Cómo! -dijo la condesa volviéndose con viveza hacia su interlocutora- ¡A mí! ¡Insuperable adversión!
-Quiero decir, que lo que había oído de tu carácter, le previno tan
fuertemente en contra tuya que no te perdonaba el atrevidillo, ni aun a
favor de tus talentos y gracias, y no me ha costado poco trabajo el
-¡Es posible! -dijo la condesa, volviendo a mirar a Carlos, que aún permanecía en su actitud pensativa, y desviando lentamente su mirada en torno a fijarla en Elvira, con una expresión de interés.
-¡Pues qué! ¿Tan peligrosa me juzgaba?
-¿Peligrosa? Nada de eso. ¡Si te he dicho que es un original! ¿Sabes lo que me decía hablando de ti esta noche?
-¿Qué te decía? -preguntó con viveza la condesa.
-Que jamás podría amar ni estimar a semejante mujer.
La tez de la condesa se encendió ligeramente y su fisionomía en aquel
momento trasparentó, por decirlo
-¿Tan mal le han hablado de mí? Pues, ¿qué le han dicho?
-Necedades. Pero él parece enemigo declarado de la coquetería. ¡Oh! Es un hombre que tiene poblado el cerebro de sueños de entusiasmos, y que habla sin cesar de amor, de felicidad, de virtud.
-¡Ah! -dijo la condesa sonriendo con tristeza-. ¡Cree en el amor, en la virtud, en la felicidad!... ¡Qué feliz es!
-Cree en todo, menos en que haya algo grande y bueno en el alma de una coqueta. Es severo, muy severo en sus juicios, aunque tiene, naturalmente, un fondo de bondad que me encanta.
-¡Tiene entusiasmos! -repitió con
Y su mirada, que volvió a dirigir a Carlos, se mantuvo fija en él, mientras decía Elvira con su natural volubilidad:
-Es triste, además. Siempre está pensativo, auque nunca de tan mal humor: y te aseguro que tiene un bellísimo corazón. Excepto de ti de nadie le he oído hablar mal. Cualquier cosa le conmueve. Y, en medio de esa aparente esquivez y hurañería, es en el trato íntimo la persona más dulce y complaciente. En fin...
Catalina no le dejó acabar la comenzada frase.
-Elvira -la dijo-, pasado mañana es tu día, si mal no me acuerdo, y te
ofrezco ir a comer
-Con mil amores, prima mía, pero temo que tendréis ambos, quiero decir, tú y Carlos, un mal rato, sino podéis vencer la recíproca antipatía que parece os divide.
En aquel momento comenzó el concierto, y la condesa, desentendiéndose de las
últimas palabras de su amiga, pareció prestar toda su atención a la música.
Carlos, empero, permanecía en la misma actitud y como enteramente extraño a
cuanto le rodeaba. ¡Oh! En aquellos momentos su imaginación estaba en
Sevilla. Cantaron sucesivamente algunas señoras y caballeros de la
Cuando cesó de cantar Catalina
Las damas quisieron valsar y Catalina, que deseaba ostentar delante de Carlos su admirable habilidad, condescendió gustosa. Eligió por su pareja al joven marqués de ***, que, según se decía, era entonces su predilecto adorador, y ambos llamaron la atención por su superioridad en el baile. Catalina se detuvo al pasar delante del sitio en que había visto a Carlos al comenzar el vals, pero al buscarle sus ojos vieron vacía la silla que había ocupado.
Carlos se había marchado del salón, y un observador hubiera fácilmente
conocido que la condesa bailó desde aquel momento con menos animación.
Concluido el vals, salió ella también fuera de la sala y encontró a Carlos
en una galería apoyado en el antepecho de una
-Parece que el señor de Silva no es aficionado al baile: ¿querrá po ventura darnos el placer de servirnos de tercio en una partida de tresillo?
Volviose Carlos y, entonces, por la vez primera oyó su voz la condesa.
-Estoy tan ignorante de toda clase de juego, señora -la dijo-, que no puedo aceptar ese honor.
La condesa tomó una silla que colocó junto a la ventana, y sentándose en ella invitó a Carlos con la mano a ocupar otra que estaba a su lado.
-Creo que hace algunas semanas que está Ud. en Madrid, y sin embargo no recuerdo haberle visto en un paseo ni en teatros. ¿Mi amada Elvira se descuida en proporcionar a Ud. distracciones? En ese caso yo celebraría poder enmendar su falta. Tengo palco en el teatro del Príncipe y me sería de mucha satisfacción que Ud. aceptase un asiento en él.
Carlos dio gracias con bastante sequedad, y manifestó que se hallaba
demasiado ocupado del asunto que le había conducido a la corte para poder
pensar en distracciones. La condesa le preguntó por su familia, a la que
dijo se envanecía de pertenecer; y Carlos pudo conocer, sin embargo, que
estaba muy poco enterada en todo lo concerniente a ella. Contestó
lacónicamente a sus
Catalina le dejó entonces y volvió al salón a tiempo que Carlos y Elvira salían de él.
-Me marcho, amiga mía -dijo ésta-, porque mi compañero empieza a fastidiarse grandemente en tu brillante tertulia, pero para compensarme del disgusto de dejarte tan temprano, ya sabes que te espero a comer pasado mañana.
La condesa despidió afectuosamente a Elvira, pero su saludo a Carlos fue más
frío y seco de lo que debía esperar a éste, en vista de
-¿Catalina guardar consideraciones a su amante? ¡Qué locura, querido Carlos! Ella es reina despótica, que no tiene que dar cuenta de sus acciones a nadie, y cuyos caprichos son leyes para la humilde grey de sus adoradores. Además, el marqués es un amable calavera, que no aspira a más que a poder adornarse en salones con el título de amante de la condesa de S.*** ¿Piensa Ud. que la ama? ¡Qué necedad!
Carlos creía soñar: una mujer que permitía se llamase su amante
Sin embargo, no fueron estos pensamientos los que desvelaron aquella noche. Pensó en su esposa, en su padre, en su apacible e inocente felicidad doméstica, y se prometió a sí mismo dejar cuanto antes a Madrid y sus corruptores placeres.
El día del cumpleaños de Elvira Carlos fue advertido de que comería con ellos la condesa, y, aunque de manera alguna le fuese lisonjero el aviso, fue exacto en acudir a la hora señalada.
Encontró a las dos amigas solas en el gabinete de Elvira, y vista a la luz
del día Catalina, con un sencillo y elegante traje de alepín oscuro,
Carlos, aunque al principio algo embarazado, no tardó en sentir la influencia del trato fácil y franco de la condesa, que, sin hacer estudio para conducir a la confianza, parecía inspirarla involuntariamente.
Durante la comida, y después de ella, supo Catalina mantener una
conversación tan variada como entretenida, y Carlos se admiró de no
encontrar en nada de cuanto decía, ni la pedantesca pretensión de una mujer
instruida, ni la locuacidad insustancial de Elvira. Había una magia
indecible en la elegancia natural con que se explicaba la condesa, y los
asuntos más
Elvira estaba atónita al ver cuán bien se encontraban juntas dos personas a
quienes suponía antipáticas: alegrábala tanto esta observación que, deseando
acabar de reconciliarlas, rogó a Carlos las acompañase a la comedia. No se
negó éste y Catalina no pudo ocultar la satisfacción que le inspiraba lo que
creía su triunfo. Aquella alegría de la vanidad satisfecha no se le escapó
al joven, y estuvo a punto de retractar su promesa. Mientras las dos damas
se disponían para el teatro,
Tenía Carlos poquísima vanidad, y aun diremos sobrada sencillez y modestia para poder interpretar a su favor aquel movimiento de la condesa, y, en vez de sospechar que la lisonjease ir con él al teatro, ocurriósele que no era más que un objeto de burla para la artificiosa coqueta.
-Acaso se propondrá -pensaba él-, sacar partido de mi carácter, que Elvira
le ha pintado como raro y extravagante, para divertirse en sus momentos de
fastidio; acaso el placer de ridiculizar a un hombre que no la ha atribuido
ningún
Y Carlos se decía casi a mandar en sus excusas a Elvira, cuando ésta llegó ya vestida a la puerta de su aposento diciéndole:
-Estamos a las órdenes de Ud., querido primo, vanidosas con el placer de tenerle por nuestro caballero esta noche.
La condesa se presentó al mismo tiempo y Carlos no tuvo ya medio de
evadirse. Presentolas el brazo en silencio y marchó con ella, bien resuelto
a desconcertar cualquier plan que la condesa pudiera haber formado,
observando con ella en el teatro una conducta en extremo reservada y fría. Y
a la verdad cumplió exactamente su propósito. Colocado en el palco junto a
Elvira
Una vez, en un entreacto de la comedia, Elvira dijo riendo:
-He observado, querida Catalina, que no te conviene traer contigo al teatro
a nuestro primo, pues te usurpa muchas miradas que cuando estamos solas te
son casi exclusivamente dirigidas. Noto muchos anteojos flechados de los
palcos hacia el nuestro y fijos, si no me engaño, en la nueva y bella figura
que hoy le adorna; y aun tus adoradores examinan con una curiosidad inquieta
-En tal caso -respondió la condesa, jugando distraídamente con su abanico-, su posición es tan errónea como impertinente su curiosidad.
-El que no descuida en manera alguna de nosotras -añadió Elvira-, es el marqués de ***; está esta noche muy asiduo en el palco de la duquesa de R. ¿Le has notado?
-No, ciertamente -respondió con indiferencia Catalina, y volviéndose a Carlos de repente le preguntó con un gracioso mohín-: ¿Le parece a Ud. muy bella esa señorita inglesa, a la que mira tan atentamente hace una hora?
-Es, en efecto, hermosa -respondió él sin dejar de mirar a la dama
La condesa se turbó un poco y tardó en hablar. Recobrando enseguida su sonrisa hechicera, aunque algo desdeñosa, dijo a Carlos:
-¿Conque Ud. gusta de las rubias? En efecto, no falta poesía en esos ojos
celestes, y en esos cabellos que parecen en torno de una frente de nácar una
diadema de oro. En España, en Andalucía, sobre todo, son raras estas figuras
y deben tener todo el mérito de la novedad. Según he oído a Elvira, Ud. se
ha educado en Francia. ¿Será bajo aquel cielo menos ardiente que el de
España
-No, señora -contestó fríamente Carlos-. Ella ha nacido en el suelo andaluz, pura y fragante como sus flores.
-Ya comprendo -dijo Catalina, deshojando con precipitación y sin advertirlo el ramillete de flores que llevaba en la mano, según estilo de su país-, ya comprendo porque está Ud. tan triste y retirado de la sociedad. Ama Ud. y está separado del objeto de su amor.
-¡De mi primero y único amor!... -exclamó él con fuego-, sí señora, estoy hace un mes lejos de ella, de mi Luisa.
-¡Su Luisa!... -repitió Catalina, poniéndose pálida y dejando caer su
destrozado
-¿No lo sabía Ud.? -repuso él con un tono de sorpresa muy natural.
-Es verdad -dijo riendo Elvira-, ahora me acuerdo que no he dicho nada a Catalina. El caso es que yo misma lo olvido sin cesar; pero luego la referiré cuanto sé de la historia de Ud.
Mientras hablaba Elvira, Carlos miraba a la condesa atónito al observar la
repentina mudanza de su fisonomía. ¿Por qué se había demudado Catalina?,
¿qué le importaba a ella que Carlos amase o no? Sería posible que aquella
mujer tan indómita y tan lisonjeada hubiese concebido una afición seria por
un joven sin mundo, sin celebridad,
La condesa hizo un gesto de disgusto, y apenas se hubo acercado a hablarla su amante le dijo en voz bastante alta, para que Carlos pudiese oírla:
-¿A qué viene Ud., caballero? ¿Cómo se ha determinado Ud. a dejar un
instante a la duquesa? ¿Acaso le advirtió ella que yo había notado la
graciosa amabilidad con que acaba de otorgar a las súplicas
El marqués, atónito al oír estos terribles cargos, se esforzó inútilmente en
refutarlos, jurando por su honor que aquella rosa no había pertenecido jamás
a la duquesa, y que él la había traído al teatro con ánimo deliberado de
regalarla a Catalina, pues ésta no le escuchaba y parecía tan poseída de
cólera, que Elvira que jamás la había visto dar
Mientras tanto, Catalina y el marqués seguían en voz baja una conversación muy animada, reducida toda ella a acusaciones y a quejas de la una parte, y a humildes excusas de la otra. Elvira, que no perdía una palabra, se inclinó al oído de Carlos y le dijo:
-Apostaría cualquier cosa a que la orgullosa Catalina empieza a enamorarse
de veras de este tronera.
-Poco me importa, señora -respondió-, que la condesa ame o no ame el marqués, y que sea o deje de ser su esposa..., pero creo que si existe una mujer capaz de representar tales escenas de celos en una publicidad, por un hombre a quien no ame y con el cual no enlazarse, es indudablemente una loca.
-Hable Ud. más bajo por Dios... ¡Qué manía tiene Ud. de gritar! Creo, ojalá
me engañe, que ha oído a Ud., Catalina. No hay duda: vea Ud., vea Ud. cómo
le mira: se ha distraído
-Déjela Ud. -dijo Carlos sonriéndose y volviéndose al escenario, con una afectación de desdén digna de la misma Catalina.
-¿Tendré el honor de que Ud. me reciba después del teatro? -preguntó el marqués.
-Esto es insoportable -contestó con distracción la condesa-. Esto es un marcado desprecio.
¡Cómo, señora! ¿Es posible que Ud. interprete así mi natural pretensión? El sólo anhelo de justificarme a los ojos de Ud...
-Marqués -interrumpió Catalina. tomando súbitamente un aspecto risueño-:
Había pensado no ir esta noche a la tertulia de la señora de
El marqués, aunque sin duda conocía muchos de los caprichos de la condesa, no sabía qué pensar de todo lo que la oía decir en aquella noche. Era para él un enigma cuando pasaba, y sólo pudo deducir de ello su vanidad que había, por fin, esclavizado aquel voluble corazón. Salió, pues, del palco hinchado de satisfacción, y, dando una mirada desdeñosa a Carlos, cuya hermosa figura había llamado su atención, pero cuya nulidad para con la condesa acababa de conocer en las muestras de preferencia que en presencia suya acababa ésta de concederle.
Y ¡cuántos hombres tan sagaces
Cuando el marqués salió del palco de la condesa finalizaba el segundo acto, y Carlos cuyos ojos no tenían ya un pretexto para permanecer clavados en la escena, se volvió hacia Elvira, sin hacer atención de su compañera.
-Dejo a Ud. un momento, amable prima -la dijo-, para ir a saludar a la señora de Castro que está en el palco del frente.
-Vaya Ud. con Dios, pero creo -añadió a media voz Elvira-, que haría Ud. muy bien en decir antes algunas palabras conciliatorias a Catalina. Es indudable que oyó lo que Ud. decía y que se ha enojado de verás.
-Haría mal en enojarse de una observación que otro cualquiera en mi lugar hubiera hecho -contestó Carlos-, y como no sé de qué palabras podré valerme para disipar su enfado, que, por otra parte, no me importa nada, ruego a Ud. me dispense de intentarlo.
Salió al concluir estas palabras haciendo una ligera cortesía a la condesa,
y ésta le siguió con los ojos
-Entonces -dijo a Elvira con un tono de mal humor que hasta entonces no había usado con ella- ¿por qué has querido traer al palco a ese insoportable y grosero andaluz?
-Perdona -respondió desconcertada Elvira-. Como tú misma le invitaste y me mostraste tanto empeño...
-¡Empeño!... Desatinas, Elvira. Y ¡bien! ¿Quién es esa divinidad de quien se
muestra tan enamorado? ¿Eres tú la confidente de ése sin igual y amartelado
amante? Creo que has dicho que me referirías
-No es sino muy común y prosaica -contestó Elvira volviendo a mirar a
Carlos, que hablaba en el
-¿Pues qué? -la interrumpió con un gesto de impaciencia la condesa-: ¡son tan serios sus compromisos!, ¿en qué consisten?, ¿cuáles son?
-En aquel momento entraron a saludar a las dos amigas varios caballeros y no pudo satisfacer Elvira la curiosidad de la condesa. Levantábase el telón y salían los nuevos visitantes, cuando volvió Carlos, y, estando tomado por otro el asiento que había ocupado antes junto a Elvira, se mantuvo de pie cerca de Catalina.
Ésta no podía disimular la especie de inquietud que la dominaba,
-Señor de Silva, me siento indispuesta, y no quisiera distraer de su diversión a Elvira. ¿Querrá Ud. hacerme el favor de acompañarme fuera? Necesito respirar el aire libre un momento.
Carlos con poquísima gracia la ofreció el brazo, y diciendo una palabra en voz baja a su amiga, salió con él la condesa sin que ni uno ni otro se dijesen nada.
Bajando la escalera fue cuando habló Carlos preguntándola secamente a dónde quería que la condujese.
-A mi casa -respondió con impetuoso despecho-, a mi casa... El coche aún no habrá venido. No importa: iré a pie.
-Como Ud. guste -dijo Carlos, y continuaron andando en silencio.
Cerca ya de casa de la condesa, dijo ésta a su taciturno compañero:
-Caballero, pido a Ud. mil perdones por el mal rato que le he dado, alejándole del teatro donde tan agradablemente podía ocuparse en contemplar a la hermosa rubia que tan dulces recuerdos le proporcionaba.
-Señora -respondió él, siempre con su tono seco y desabrido-, esos recuerdos son compañeros inseparables de mi corazón y mi memoria.
-¿Tanto ama Ud. A su Luisa? -dijo esforzándose para sonreírse Catalina.
Y animándose súbitamente Carlos, y dando a su semblante y a su voz una expresión de entusiasmo y de inefable y sublime ternura, contestó:
-¡Que si la amo! ¡Sí, señora! ¡Y compadezco a todos los corazones que hallen ridícula o exagerada mi constante, mi inextinguible y acendrada pasión! La amo, sí, como se ama la vida, a la felicidad... ¡Mas todavía! La amo como un fanático puede amar a Dios, con un amor ciego, absoluto, inmenso. La amo como a mi primero y último amor, como al origen de todos mis placeres y virtudes, como el consuelo de todas mis penas, como a la tierna compañera de toda mi vida. ¿Que si la amo, dice Ud.? ¡Ah, señora!, pregúnteselo Ud., a esta emoción que, a pesar mío, me ha dominado al oír pronunciar a Ud. el nombre adorado de Luisa.
Y Carlos volvió la cabeza para ocultar una lágrima que se asomaba
-Nada -respondió ésta, pero su brazo, que se apoyaba en el de Carlos, tembló un momento, y al llegar a la puerta de su casa se detuvo como fatigada, llevando la mano sobre su corazón.
-Señor de Silva -díjole con voz mal y segura y que revelaba su emoción-, un amor como el de Ud. es raro, muy raro en la vida, y nunca lo siente un corazón vulgar. Pero el amor, por grande que pueda ser, no es eterno a la edad de Ud. A veces el corazón nos engaña... De todos modos, es feliz, muy feliz sin duda la mujer que ha sabido inspirarlo, y si es digna de él...
-¡Digna de él! -exclamó Carlos,
-¡Su esposa! -repitió ella retirando su mano, como si la hubiese picado una víbora.
-¡Pues qué! ¡Está Ud. casado! Diga Ud., ¿está Ud. casado?...
-¿Qué nuevo artificio es éste? -se preguntaba a sí mismo Carlos, atónito de la acción y del acento trémulo de Catalina- ¿Qué pretende esta mujer?, ¿qué intenta aparentar?
-Responda Ud. -repitió ella con la misma ansiedad, inmóvil en mitad de la escalera, como si la hubieran clavado en ella. ¿Es Ud. casado?
-Sí, señora -respondió sin turbarse, aunque sorprendido cada vez más del
tono de su interlocutora-. Hace más de un año que los lazos
-Basta -dijo secamente la condesa, volviendo a dar su mano a Carlos; y continuó subiendo la escalera deprisa, aunque conocidamente trémula. Llegando a la puerta, despidiole con una muda cortesía.
Volviendo al teatro atravesaba Carlos las calles maquinalmente y sin acertar a darse cuenta a sí mismo de lo que acababa de presenciar. La conducta de la condesa le parecía tan extravagante, tan enigmática, tan incomprensible, que cuanto más quería explicársela más se perdía en el laberinto de sus conjeturas.
Llegó al teatro sin haber sacado nada de su largo examen, y al subir
-La comedia se ha concluido -le dijo ella-, y no quiero quedarme al baile y al sainete. Cuando no está conmigo Catalina todo me fastidia. Pero ¿dónde está?, ¿no vuelve? Me dijo que salía a tomar un poco el aire.
-La dejé en su casa -dijo Carlos-, y creo que su indisposición no será nada. Sin duda, está ya disponiéndose para esperar al marqués que debe llevarla a una reunión.
-Lo que es yo no la acompañaré esta noche, y así ruego a Ud. me lleve a mi casa.
Carlos, destinado a ser conductor de damas, aquella noche la dio el brazo y
todo el camino sólo contestó por monosílabos a las innumerables preguntas de
Elvira, que no
Ocho días habían pasado desde aquel que ocupa todo el último capítulo que
acaban de ver nuestros complacientes lectores, durante los cuales Carlos
apenas había visto tal cual vez a la condesa, por encuentros casuales en el
teatro a donde transcurrió algunas noches, pues Catalina no había vuelto a
casa de Elvira
Pero cuando ambas amigas se engolfaban en el océano de sus diversiones, Elvira fue súbitamente atacada de una enfermedad peligrosa, que se anunció desde sus principios con síntomas alarmantes.
En tal circunstancia, Carlos creyó un deber suyo dedicarse exclusivamente al
cuidado de su prima y lo hizo con tanta asiduidad como cariño. La condesa,
por su parte, apenas supo la enfermedad de su amiga, voló a su lado
redoblando sus
Encontrábanse ella y Carlos con frecuencia junto al lecho de Elvira, pero como si ambos hubiesen olvidado lo ocurrido en su última conversación, tratábanse recíprocamente con fría urbanidad.
El tercer día de la enfermedad aumentose tan considerablemente la postración
de Elvira, que los médicos que la asistían la declararon en inminente
riesgo, y por la noche se temió una crisis peligrosa. La condesa declaró que
velaría toda la noche a la cabecera de su amiga, y por su orden se
recogieron a descansar las criadas de Elvira, fatigadas de la asistencia que
la habían prestado en las noches anteriores. Carlos creyó no deber dejar a
la condesa sola
De esta manera, encontráronse por toda una noche a la cabecera de una mujer enferma, y unidos en cierta manera por un mismo cuidado y un mismo interés.
Hallábase él algún tanto embarazado al verse en semejante posición. Casi le parecía mentira que veía a la más brillante mujer de Madrid constituida con él en enfermera, y pensaba, a pesar de toda la amistad que Catalina podía profesar a Elvira, se encontraría violenta y como fuera de su elemento.
Hacia la media noche la doliente pareció más agitada, y la condesa,
Al verla con un sencillo peinador de indiana y su gorro de punto, ponerse de
rodillas para calentar los
La agitación de la enferma crecía por momentos, y comenzó a delirar.
Catalina multiplicaba sus cuidados y
Carlos intentaba en vano hacerla callar.
-Déjeme Ud., caballero -decía ella fijando sus ojos, ardientes con la
fiebre, en el rostro de Carlos-, déjeme Ud. ¿Quién es Ud. para venir a dar
órdenes en mi casa? ¿No puedo ya ni aun hablar de mis hijas? ¡Mis hijas que
van a quedar huérfanas! Porque yo muero... ¡No hay
-Por Dios, Elvira -dijo interrumpiéndola la condesa y asiendo entre las suyas una de las manos de la enferma. Calla, tranquilízate.
-Pues bien, que traigan a Catalina. ¿No le he dicho ya, caballero?
-proseguía la delirante-. ¿No fue ella quien salvó a mis hijas de la ruina?
¿No fue ella quien pagó muchas de mis deudas, quien me perdonó las que tenía
-¡Elvira! ¡Elvira! -exclamó la condesa-: Aquí estoy, aquí, a tu lado, pero si no callas me marcharé traspasada de dolor.
-Déjela Ud. hablar -dijo Carlos con emoción-, déjela Ud. hablar. Lo que acaba de revelar en su delirio responde victoriosamente a todas las viles imputaciones de sus enemigos de Ud. y de ella. ¡Señora! Yo debía también oírla para saber apreciar a Ud. y arrepentirse de mis ligeros juicios.
A la agitación de Elvira sucedió una gran debilidad y un abundante
-El peligro ha pasado, a mi entender -la dijo Carlos, que acababa de tomar el pulso a la doliente-. Procure Ud. también descansar; ha tenido Ud. una noche cruel.
-Ciertamente -respondió Catalina-, es cosa cruel ver sufrir a quien se ama sin tener el poder de participar en sus dolores.
-¡Ah! -dijo Carlos-, tiene Ud. buen corazón.
-Hable Ud. más bajo, por Dios -dijo ella con inquietud-. ¡Está dormida y ha padecido tanto!
Carlos se calló, pero se colocó de manera que pudiera ver el rostro de la
condesa, que había reclinado la
La débil claridad del día, que comenzaba apenas, penetraba por las junturas de los balcones y se debilitaba al través de as cortinas que cerraban las puertas de cristal del aposento. La luz del quinqué, que ardía aún sobre una mesa, estaba también cubierta por un espeso velo de crespón verde, para que no ofendiese los ojos de Elvira; y en la claridad leve de la estancia resaltaba sobre la colcha carmesí de la cama, el blanco y pálido rostro de Catalina, que sucumbiendo a la fatiga se había dormido.
Carlos observó la incómoda postura en que se hallaba, vaciló un momento, y,
por fin, se decidió a aprovechar su sueño para proporcionarla
-¡Ah! ¿Es Ud., señor de Silva?
-Catalina -respondió él (y era la primera vez que la llamaba por su nombre de bautismo)-: Está Ud. muy molesta, la ruego que me permita acercarla un sillón en el cual puede descansar mejor.
Ella consintió y Carlos la ayudó a acomodarse en un sillón que rodeó con los
cojines de seda, cubriéndola otra vez con su capa, y se sentó en un taburete
junto a ella, apoyando también su cabeza en el respaldo del sillón. Ella
volvió en breve a dormirse. Carlos sentía en la frente su respiración un
-Más hermosa está así -pensaba él- que cuando se presenta deslumbrante y radiosa en medio del círculo de sus adoradores.
Poco después añadía:
-No es Luisa más hermosa: ¿cómo no lo he notado hasta ahora?
Continuaba mirándola y casi respirando su aliento, y comenzó a sentirse agitado. Esta vez su boca pronunció claramente y sin el consentimiento de su voluntad el pensamiento que le ocupaba.
-Ningún corazón libre -dijo- podrá conocerla impunemente.
Y se apartó de Catalina descontento de sí mismo, aunque sin darse cuenta de lo que sentía a su lado.
Salió de la sala y se paseó algún tiempo con un extraño apresuramiento,
-Es imposible que no sea buena, siendo tan hermosa.
En aquel instante volvió a despertar Catalina.
-¿Ha hablado Elvira? -preguntó con inquietud.
-No, sosiéguese Ud., he sido yo.
-¡Ud.!
-Sí, pero no volveré a interrumpir su sosiego de Ud.
-No, ya es de día y me marcho, señor de Silva...
-¿Por
-Pues bien, Carlos, ruego a Ud. que se recoja a descansar. Haré venir ahora mismo a las criadas de Elvira. Está mejor, y si tuviese alguna novedad me avisarán al momento. Descanse Ud. para que esta noche podamos cumplir nuestro deber cerca de nuestra querida prima.
-¡Se marcha Ud. ya!...
-Hasta la tarde.
-A Dios, Catalina.
Ella le alargó la mano. Esta vez Carlos la llevó a sus labios. Ella no se
ofendió, pero al salir se detuvo un momento a la puerta, y, poniendo la mano
sobre su corazón, pareció querer sepultar en él la emoción que, a pesar
suyo, revelaba su semblante. Carlos la vio alejarse y se sentó pensativo en
el sitio que
Elvira estaba fuera de peligro, pero su situación era, según la opinión de los médicos, tan delicada que exigía un incesante cuidado. Por lo tanto, aquella noche, como la anterior, Catalina quiso velar a su lado y Carlos, como es de suponer, se presentó para acompañarla.
Las horas pasadas en aquella habitación
Volvieron a verse aquella segunda noche con el placer de dos compañeros de trabajos o peligros que se hubiesen separado por largos años, y se instalaron cerca de la enferma con la franqueza que inspira la seguridad de ser mutuamente agradables. Como Elvira descansaba tranquilamente, Catalina se apartó de junto a ella yendo a colocarse en un sillón al extremo opuesto del aposento, y dijo a Carlos con dulce familiaridad:
-Puesto que hemos de velar y que por ahora no necesita Elvira, mientras ella duerme podremos hablar en voz baja.
-Venga Ud., Carlos, deseo que me refiera Ud. su historia. Hace algunos días que hubiera manifestado mi curiosidad, si el obstinado desvío de Ud. no me lo hubiera impedido.
-¡Mi historia! -dijo Carlos, sentándose en una banquetita a sus pies- ¿Cree Ud. acaso que será larga y divertida?
-Por lo menos será hermosa y pura como su alma de Ud., como su vida. Le creo a Ud. feliz, y es tan rara la felicidad en el mundo que mi corazón se recrea al respirar ese perfume divino que exhala una vida dichosa e inocente.
-No se engaña Ud. ciertamente en creer que soy feliz -dijo Carlos-, pero mi historia y mi felicidad están referidas en dos palabras: amo y soy amado.
-Sin embargo -dijo Catalina-, Elvira me ha dicho que el matrimonio de Ud. fue obra de un convenio de familias, y como en tales enlaces es rarísima la felicidad...
-Acaso sea exacta su observación de Ud. -contestó Carlos-, pero yo tuve la dicha singular de que la esposa que me estaba destinada desde mi infancia, fuese la misma que yo hubiera elegido entre todas las mujeres del globo. Nos amamos de niños como tiernos hermanos, nos separamos, Catalina, y cuando volvimos a vernos, ya jóvenes y en la edad del amor, nos amamos también como amantes, ¡como esposos!
Yo reconocí en ella la mitad de su alma, ella me dio toda la suya. Jamás dos
hermanos se han querido tan tiernamente, ni dos esposos se
-Es Ud., en efecto, dichoso -dijo la condesa, que había escuchado estas
Mientras hablaba así la condesa, Carlos se había aproximado a ella, y, observando la profunda tristeza que se pintaba en su rostro, sintiose enternecido y asió involuntariamente una de sus dos manos.
Pues
-¿Acaso Ud. no ha conocido esa ventura? No puedo creerlo, Catalina: digan lo que digan los enemigos de Ud. y los espíritus ligeros que juzgan sin comprender, yo no puedo persuadirme que Ud. encierre un corazón frío, sólo sensible a las frívolas y efímeras sensaciones de la vanidad. No, Catalina, Ud. mismo no podrá arrancarme la opinión que estas horas pasadas junto a Ud. me han hecho formar de la excelencia de su alma y de la exquisita sensibilidad de su corazón.
-Yo agradezco a Ud. esa opinión -contestó ella-, aunque creo que me hace
justicia solamente; pero es tan rara la justicia que debemos estimarla como
un favor. Sí, mucho me obliga ese juicio favorable que
-Sí -dijo él con vivacidad-, de hoy más quiero yo también merecer un lugar entre las personas a quienes Ud. honra con su amistad. Y, acaso, Catalina, acaso no seré el último en saber apreciarla, aunque haya sido el último en obtenerla.
-Lo creo -repuso ella-, porque acaso también me conozca Ud. mejor que mucho de aquéllos que me han tratado años enteros. Creo que Ud. me puede comprender fácilmente.
-Y, por eso, porque comprendo
-¿Y por qué? -preguntó ella con una sonrisa en que se mezclaban la ironía y
la amargura- ¿Sería culpable el que, abrumado de un inútil fardo que pesase
sobre él, le arrojase algunos momentos para poder respirar? ¡El talento! ¡El
corazón! ¿Contraen algunas obligaciones con
Carlos se desvió de ella sin poder reprimir un movimiento de despecho. ¡Pues
qué, señora! -exclamó fijando en ella una mirada severa- ¿La bondad divina
sólo habrá dado al hombre para su martirio los dones
-Cuestión es ésa -dijo Catalina-, que yo no me atreveré jamás a resolver, y
no porque dude que a la mayor facultad de sentir sea inherente la mayor
facultad de padecer, sino porque creo en la ley eterna de las
compensaciones, y el que es capaz de padecer mucho, puede también gozar
mucho. En cuanto a mí, sólo sé decir que no quisiera haber tenido por dote
al nacer una imaginación que me devora, y un corazón que va gastándose a sí
mismo por no encontrar
La voz de la condesa al pronunciar estas últimas palabras revelaba la más viva emoción, y Carlos tornó a su lado, serena otra vez su frente que por un momento se había oscurecido.
-Es Ud. una mujer extraordinaria -la dijo-, y cuanto más me empeño en
conciliar las contradicciones
-Nada he sacrificado -contestó la condesa-. Nada tenía que sacrificar. Esa
vida no ha sido una elección, sino una necesidad. Cuando se padecen agudos
dolores se suele
-¿Y es Ud. desgraciada, Catalina?
-Lo soy.
-¿Por qué?, ¿por qué es Ud. desgraciada? -repuso Carlos tomando su mano con visible emoción.
-Porque no soy feliz -respondió ella-. No extrañe Ud. esta contestación:
creo que hay personas que sin ser felices se consideran desgraciadas,
personas que no se quejan cuando no experimentan positivos y materiales
infortunios. Yo no soy de ese número, y sólo puedo explicar
-Pero, ¿qué le falta a Ud. para ser dichosa?
-Me falta todo, puesto que no los soy.
-Pero, ¿cree Ud. que pudiera serlo con un destino igual al mío, al de Luisa?
-¡Ah! ¡Sí, lo sería! -exclamó ella sin pensar- Sería completamente feliz, lo creo en este instante, con el destino de Luisa... y con el de Ud., Carlos -añadió ruborizada de las palabras que acababa de proferir.
-¿No ha sido Ud. amada de su esposo?, ¿no le ha amado Ud., Catalina?
-No.
-¿No ha amado Ud. nunca?
-No lo sé. Creo en este momento que no: No he amado nunca como Ud. ama a Luisa, como adivino que ella le ama a Ud. No he amado nunca con ese amor que debe hacer la felicidad de toda la vida.
-Y, sin embargo, su corazón de Ud. es apasionado. Sin duda no ha sido impotencia suya el no haber gozado de esa felicidad. Acaso no ha hallado Ud. en ningún hombre el amor que necesitaba.
-Si he de ser sincera con Ud. y si debo descubrirle mi corazón todo entero,
aun a riesgo de que le juzgue ingrato y caprichoso, confesaré que he
conocido hombres que han mostrado por mí una violenta pasión, y que no han
rehusado ningún género de sacrificios para convencerme de ella. Si es crimen
del corazón el no obedecer al mandato de la voluntad, el mío es culpable,
porque por desgracia no quiso amar cuando mi razón se lo aconsejaba. Hubo
una época en mi vida en la que dando todo mi aprecio a las cualidades del
-Pero Ud., Catalina -observó Carlos-, Ud. que posee cualidades de espíritu tan sobresalientes, ¿podría considerarse humillada por las que poseyese su amante?, ¿necesitaría Ud. que él las depusiese cerca de Ud.?
-No sé -contestó ella-, si he de decir verdad, si he reconocido sinceramente
en algún hombre una superioridad moral sobre mí, puedo asegurar que sí, que
he deseado encontrarla.
Así, pues -dijo Carlos-, Ud. no ha amado nunca porque no ha podido encontrar esa rara reunión de inteligencia y bondad, de fuerza y dulzura, de dignidad y de amor. En efecto, difícil es encontrar esa perfección, acaso imposible, y sería muy temerario el hombre que osase esperar satisfacer la ambición de su corazón de Ud.
-¿Perfección ha
-¡Ah! -contestó él, suspirando a tan dulce recuerdo- Mi esposa, catalina, es
un ser único. Estoy cierto de que nunca ha preguntado ella a su corazón por
qué ama, ni si mis defectos deben o no influir en su felicidad. Ella, el
ángel adorado, no piensa sino en la mía: su felicidad consiste en aquélla
que me da, y debe ser, por lo tanto, perfecta. Además, los defectos que Ud.
me nota, ¿qué pudieran contra ella? ¿No tengo indulgencia? Ella no la
necesita. ¿Mis opiniones son tenaces y severas? Ella las respeta y las
participa. ¿Carezco de finura? En el feliz aislamiento en que vivimos no
tenemos censores, y mi carácter impetuoso está siempre dominado por la
La condesa se levantó impetuosamente y se alejó algunos pasos de Carlos sin saber lo que hacía. El joven la miró con sorpresa, y ella dominándose al momento volvió a sentarse diciendo con fingida calma:
-Creí que había llamado Elvira, pero me engañé, está dormida.
No se le ocurrió a Carlos el dudar de aquella explicación, y prosiguió volviendo a asir entre las suyas la mano de la condesa.
-Creo también, Catalina, que ella es capaz de comprender a Ud., y de amarla,
porque estoy persuadido de que Ud. posee
-¡Mi alma! -repitió la condesa- Acaso valga mucho, en efecto, y aun mi corazón es mejor de lo que convendría a mi felicidad. Pero Ud., ¿qué habla de completa confianza?, ¿desea Ud. la mía? ¿hallaría yo en su corazón esa indulgencia que necesito? Por qué por desgracia no soy como esa Luisa cuya resplandeciente ventura no ha sido jamás oscurecida. Yo he sido desgraciada y debo parecer a Ud. culpable.
-¡Culpable!... No, Catalina, no puede Ud. serlo nunca en tanto grado que no
absuelva a Ud. mi corazón.
La condesa levantó la cabeza con altivez.
-No sé a qué llamará Ud. faltas -dijo-, pero yo nunca me avergonzaré, ni haré un penoso esfuerzo al confesar errores de la imaginación que han podido hacerme infeliz. Nada bajo ni mezquino puede encontrar en mi alma y en mi vida la observación más escrupulosa, y si Ud., dudando de ello, ha podido decir que me estimaba, o ha mentido o es Ud. lo que yo creía.
-No, nada indigno de un noble corazón he podido sospechar en Ud. después que
la he tratado, Catalina: ¿pero no pueden cometer faltas también los nobles
corazones? Ud. que me llama severo, ¿querrá obligarme
-¡Condenar los errores! -repitió Catalina- Es Ud. severo hasta en su indulgencia. Si se condenan los errores, ¿dónde está el mortal exento de faltas...? Si existiese, yo no podría estimarle: El que nunca se engaña debe ser desde que nació malvado. En cuanto a mí, confieso que me he engañado muchas veces, y que aún no me creo exenta de grandes errores. ¿Quiere Ud. juzgar por sí mismo si son imperdonables? Pues bien, escúcheme Ud.
Carlos la escuchaba, en efecto, con vivísimo interés, y ella prosiguió, co una serenidad que fue perdiendo a medida que hablaba.
-A la edad de dieciséis años me sacó mi
El conde, que ninguna parte activa tomaba en las cuestiones políticas, se
halló bien en París y, olvidando
A principios del año 1811 me conoció y pocos días después pidió mi mano, que le fue concedida.
Aunque tan joven y tan ignorante de las pasiones, no dejé de observar que no
se contentaba para nada con el amor en aquel contrato que él sólo debiera
sancionar, pero se me advirtió que sólo las que debieron a la suerte un
nacimiento humilde tenían el derecho de no consultar más que a su corazón al
elegirse un dueño por toda la vida; más yo, miembro de una noble familia, no
era libre en mi elección. El orgullo y la vanidad debían hacerla y la
hicieron. Ud. sabrá
-Pero Ud., Catalina -respondió secamente-, Ud., que se había vendido por una posición social; Ud., que a los dieciséis años especuló con el vínculo más dulce y santo, ¿podía esperar ni merecía otra suerte?
-Cruel es esa observación -dijo la condesa-, pero Ud. olvida que a los
dieciséis años no tiene una mujer voluntad; Ud. olvida que yo no conocía el
amor, y que al salir del colegio
-Le bastaba a Ud. esa vida de tumulto y brillantez -dijo Carlos con algún enfado-. ¡Ah! ¡Catalina! Mucho temo que se engañe Ud. a sí mismo cuando la llama insuficiente.
-¡Pluguiese al cielo que su temor de Ud. fuese fundado! -respondió la
condesa- Pero no, Carlos, no me bastó aquella vida, aunque tan llena de todo
lo que no es amor ni felicidad. Presto mi ardiente imaginación se cansó de
aquellas impresiones y mi vanidad saciada dejó hablar al corazón. Entonces
concebí que debía existir una felicidad superior a la que el rango y las
riquezas pueden darnos. Extremada en
La situación que me había embriagado, que me había pintado mi imaginación
durante dos años como el supremo bien, llegó casi de repente a parecerme
odiosa. El mágico pincel que la había embellecido fue el mismo que la tiñó
de colores más sombríos. Los caracteres exaltados rara vez se detienen en
los intermedios, y no conocen compensaciones. De mí sé decir que pocas
situaciones me parecen meramente gratas o desagradables:
Así, cuando mi existencia, vacía de afectos y llena de insuficientes
placeres, dejó de enloquecerme, fue para inspirarme y el tedio más
invencible. En vano mi marido y mis amigas intentaron retenerme en ella: me
hubiera muerto de fastidio en medio de los placeres y de la alegría. Obtuve,
pues, del conde que fuésemos a pasar un verano a una pequeña ciudad del
mediodía de la Francia, y pasé allí algunos meses en un retiro absoluto. En
París se hicieron extraños comentarios de mi ausencia y de mi melancolía.
Quien suponía que mi marido estaba arruinado, quien que yo alimentaba una
pasión novelesca, y no faltó persona que sólo viese
Parecía que la consternación dominaba todos los ánimos, con aquel trastorno
que debía mudar el destino de Europa; y esta situación general y el mal
estado en que se hallaba ya la salud de mi marido, me
¡Oh! ¡Qué peligroso es para una mujer de viva imaginación ese período de la
vida en que necesita y busca, y espera ser protector y querido a quien
entregar su alma, su porvenir, su existencia entera! ¡Cuánto debe engañarse
a sí misma! ¿Y cómo evitar esta desgracia forzosa? Si pudiese referir a Ud.
hasta qué punto llegaron en los primeros años de mi libertad, las
extravagantes prevenciones de mi novelesca imaginación, se reiría Ud. de mi
simplicidad y se conmovería de mi entusiasmo. Un hombre a quien veía por
primera vez era a veces el objeto de todos mis pensamientos durante muchas
semanas. Bastaba para hacer tan viva impresión en mi fantasía que tuviese un
noble aspecto, un aire distraído y melancólico,
Sin embargo, la misma amistad sólo ha existido para mí después que dejó de ser una pasión. Mientras la concedí entusiasmo, sólo obtuve decepciones. Ahora que conozco la vida y los hombres, he sabido apreciar ese dulce sentimiento y lo he comprendido tal cual es, como únicamente puede ser; pero en aquel tiempo en que sólo conocía la vida por mis sensaciones, y en que de nada podía juzgar sino por instinto, el amor y la amistad, me eran igualmente imposibles de encontrar. Yo buscaba en todo la realización de un sueño, el cuerpo de un fantasma..., buscaba la felicidad, que más tarde he dudado pudiese dar el amor mismo.
Con tales disposiciones puede Ud. imaginar cuántas falsas creencias, cuántos
absurdos entusiasmos debía
En aquellos dos años hice un costoso y triste aprendizaje. Mis afectos
fueron decepciones, mis esperanzas locuras, mis mismas virtudes llegaron a
serme fatales. La experiencia de cada día, de cada hora, me mostraba que
todo lo bueno, grande y bello que había en mi alma, era un obstáculo para mi
ventura: que mi entusiasmo me extraviaba, que mi credulidad me hacía el
juguete de las gentes llamadas sagaces, que mi sublime imprudencia me atraía
la censura de personas que hacían gala de sensatez y aplomo, que mi
incapacidad de mentir era llamada indiscreción, mi ambición de afectos
coquetería
Con el corazón desgarrado me retiré por segunda vez de esa sociedad que empezaba a comprender, pero a quien no podía todavía despreciar. Cuanto más pobre hallaba al mundo y más injusto, más sentía la necesidad de un ser noble y sensible que me compadeciese y me amase, y protegiera mi existencia frágil y aislada. Pero, ¡ay de mí!, en vano le buscaba aún.
Cuando el amar era para mí un crimen, creía que nada era tan fácil como amar: libre mi corazón parecía impotente para dar aquello mismo de que estaba exuberante.
Yo no encontraba nunca lo que buscaba con afán, y llegué a culparme a mí misma.
A falta de pasión y entusiasmo, que ningún hombre me inspiraba después de conocido, creí que podía hallar la felicidad en uno de aquellos sentimientos tan dulces y serenos, que llenan la vida de muchas mujeres. Pero no son de mi naturaleza los sentimientos templados.
Lord Byron hace notar que en ciertos climas no se conoce la dulce tibieza
del crepúsculo, la melancólica vaguedad de las medias tintas. El sol no se
acerca lentamente al ocaso cansado de su carrera, sino que lleno de fuerza y
de luz desaparece súbitamente, como si su poderosa actividad no pudiera
someterse a una declinación progresiva. ¿No
Bien pronto se apoderó de mí el desaliento, aquella poderosa imaginación se
cansó de engañarme y sólo conocí la extensión de mi desventura cuando sentí
que el manto de hielo de la duda cubría rápidamente todas las nobles
creencias de mi juventud. Queriendo sacudir a toda costa aquel germen de
muerte que brotaba en mi corazón, busqué en la inteligencia lo que en vano
había perdido al sentimiento: yo había visto al hombre en el mundo y quise
estudiarlo en los libros. Persuadime que iluminada por la experiencia
He pasado muchas noches leyendo las obras de los grandes moralistas y
filósofos antiguos y modernos: he respirado, he querido palpitar -por
decirlo así- la poesía de Platón, le he seguido en su República ideal y
sublime en delirios; he meditado en mis insomnios los sueños
Desde entonces el mundo que me asesta sus tiros por la espalda, viene a
verter rosas a mis pies; desde entonces no soy víctima porque puedo ser
verdugo, desde entonces nadie me compadece porque algunos me envidian. Nadie
me desprecia porque muchos me odian. No tengo desengaños porque en nada
creo. Engo enemigos que me calumnian y a los
La sociedad es para mí un mal necesario. Yo que no puedo aceptar su código
no me revelo contra él, porque yo soy un ser fuerte y débil a la vez, que ni
puede ajustar su talla a esa medida estrecha de la hipocresía social, ni
tiene bastante rico el corazón para privarse de los goces aturdidores de sus
brillantes placeres.
Hará lo que yo hago, y como yo será desventurada, sin que su desventura
pueda ser confiada ni comprendida.
La condesa calló y Carlos permaneció inmóvil sin acertar a apartar de él sus miradas de aquel rostro expresivo en el cual se pintaba una tristeza desdeñosa.
Era rara y terrible aquella amalgama de pasión y juicio, de actividad y
cansancio, de ligereza y profundidad, de indiferencia y orgullo. Catalina le
inspiraba un sentimiento de admiración dolorosa, una de aquellas impresiones
que solemos experimentar a la vista de una gran torre que se desploma, o de
un vasto incendio que devora grandes edificios. Catalina no era ya para él
la coqueta ligera
-Sin duda -la dijo- en las brillantes sociedades de las grandes poblaciones,
pueden encontrarse vicios y maldades que no se conocen en aquéllas donde la
vida individual es más conocida, y la civilización ha introducido menos
elementos de corrupción. Pero no puedo persuadirme, señora, que en ninguna
parte la generalidad de los hombres pierda todo
La condesa se sonrió.
-Le creo a Ud., Carlos -dijo con voz dulce y melancólico acento-. Para Ud.,
joven y puro corazón de corazón de veintiún años, que aún no ha padecido,
que aún no ha hecho padecer a nadie, la voz dolorosa de una existencia
herida debe parecer una blasfemia de rabia y no un grito de dolor.
¡Presérveme
El mundo, como dice Shakespeare en
En el hogar doméstico acaso veamos un padre de familia que ama a su esposa y
a sus hijos, y que es bueno, puesto que es amado. Pero busquemos a ese
hombre en la masa común llamada sociedad, y posible es que le veamos
intrigar para perder a un rival que sirve de obstáculo a su
engrandecimiento. Observaremos a un joven en quien hallamos muchos
sentimientos de honor, que se sonrojaría si dudásemos de que es incapaz de
una vileza, y en la sociedad le veremos hacer gala de sus vicios, burlarse
de la credulidad de un corazón inocente, mancillar con lengua inmunda el
nombre de una madre de familia. La mujer que posea en
A la sociedad nadie va a lucir sus virtudes. Los buenos sentimientos se
guardan para la vida privada, para la intimidad, para la confianza. A la
sociedad del hombre va armado de la desconfianza que le defiende y de la
malicia que le venga. La sociedad, sobre todo en las ciudades civilizadas y
corrompidas, es la cloaca en que se vierten
-Pero señora -repuso Carlos-, ¿cómo
La condesa se sonrió.
-Donde quiera que se reúnan tres personas -dijo- ya pueden dividirla
intereses opuestos, ya serían un fragmento de la gran sociedad y vendría
contagiado de vicios. Pero doy por concedido que yo reuniese un número de
amigos, y que ellos y yo nos aislásemos de la masa general y nos hiciésemos
indiferentes y extraños para todo lo que no fuera nuestro círculo estrecho;
y aun doy por posible que nada nos dividiese y que uno mismo fuese el
interés de todos. ¿Sería
Yo me había resignado a este destino hace algún tiempo, pero Ud. me ha hecho
un mal, un gran mal. Ud. ha venido a gritarme que existe la felicidad, que
existe el amor, que existe la virtud. ¡Carlos! Desde que le conozco a Ud.
hallo mi vida bien miserable, y créame Ud..., cuando llegue para mí el día
de la vejez y de la soledad, no tendré de mis días de placer más que un
recuerdo grato:
Al pronunciar estas últimas palabras la voz de la condesa temblaba entre sus labios, y sus ojos se fijaron en Carlos con una melancolía profunda. Parecía que una lágrima templaba el fuego apasionado de sus grandes ojos, y Carlos se sintió tan hondamente conmovido que tomando su mano la llevó con ternura a sus labios.
Elvira se incorporó en la cama en aquel momento. Catalina corrió a su lado, y Carlos permaneció absorto en sus reflexiones hasta el momento en que se acercó a él la condesa para decirle a Dios.
-Me marcho, Carlos -le dijo-, es ya de día y Elvira no tiene novedad. Creo
que habrá sido ésta la última noche en que habremos velado juntos en
-Entonces -dijo él con viveza-, espero que me será permitido ir a pasar algunos momentos cerca de Ud., en su casa.
-Deseábalo -dijo ella-, pero no me atrevía a pedirlo. Sin embargo, Carlos, ¿por qué me privaría Ud. de este placer? Nada arriesga Ud. en concedérmelo y yo -añadió poniéndose encendida, yo creo que respetaré siempre la felicidad de Ud.
Salió ella y Carlos se encerró en su cuarto en el cual, sin embargo, no
buscó el descanso de dos noches de desvelo. Paseábase por él a largos pasos,
recordando cuánto había oído a la condesa. Estudiaba el alma y la vida de
-Debe ser verdad todo lo que me dice -pensaba él-. Nunca podrá amar, nunca hallará un hombre que domine a la vez su apasionado corazón y su brillante y poderosa imaginación. ¡Pero si llegase a amar!... ¡Qué orgullo, qué satisfacción comparable a la de hacer feliz a esa criatura tan brillantemente desventurada.
Sin embargo, ¿pudiera ser durable ninguna impresión en semejante carácter?
Esa exaltación febril -continuó-, paroxismo del alma, ¿puede
Su criado entreabrió la puerta en aquel momento y viéndole aún levantado le dijo:
-Quería recordar a Ud., señor, que hoy es día de correo para Andalucía, y que si ha de acostarse bueno sería me diese ahora las cartas que he de llevar.
Carlos se estremeció. Era la vez primera que sus cartas para Luisa no estaban escritas desde la víspera de su salida, y esta vez aun había olvidado que era día de correo.
Despidió al criado y se puso a escribir. No sabemos si su carta fue tan larga como las anteriores, mas podemos asegurar que fue todavía tierna y sincera.
-Y bien, ¿qué tal sigue Ud. con Catalina? -preguntaba una mañana Elvira a su primo-. Parece que durante mi enfermedad se han hecho Uds. amigos.
Carlos, que estaba sentado a alguna distancia del sofá en que se hallaba tendida la convaleciente, se levantó y fue a colocarse a su lado.
-La condesa -dijo- tendrá tantos amigos como personas tengan la dicha de tratarla.
-Según eso -repuso Elvira sonriendo-, su opinión de Ud. respecto a ella ha cambiado mucho. Veinte días hace, un mes a lo más, que Ud. me aseguraba que jamás podría querer ni estimar a semejante mujer.
Carlos se enfadó de que le recordase Elvira su prevención en contra de la condesa, y respondió con bastante sequedad:
-Eso sólo prueba que si fui entonces sobrado ligero en mis juicios, soy siempre bastante sincero para no querer pasar por consecuentes a expensas de la justicia.
-Ya le había dicho yo a Ud. -añadió Elvira-, que Catalina era una mujer
irresistible, y me alegro mucho que, por fin, estén en buena armonía
En aquel momento llegó la condesa. Ocho días hacía que se hallaba de
convaleciente Elvira, y en todos ellos su amiga la había visitado con la
exactitud de un médico y con la esmerada y natural afectuosidad de una
hermana. Desde las doce del día hasta las cuatro de la tarde, no salía un
momento del aposento de la convaleciente, a la que entretenía con su variada
conversación o con amenas y ligeras lecturas. Leía admirablemente: los
versos, sobre todo, eran una música verdadera entonados por su voz
cadenciosa y armónica. Como poseía con igual perfección las lenguas francesa
y castellana, y traducía y hablaba más que medianamente el inglés, el
italiano
Carlos, que se hallaba siempre presente a las lecturas y conversaciones de
las dos amigas, admiraba cada día más el universal talento de la condesa, y
su vasta y -sin embargo- modesta erudición. Como él poseía también varios
idiomas, podía conocer mejor que Elvira todo el mérito que encerraban
aquellas bellas
Era, en fin, un compuesto singular, una amalgama difícil de analizar; mas cualquiera que fuese el fondo del carácter que resultase de aquella combinación de cualidades opuestas. Había indudablemente una picante originalidad y un atractivo siempre nuevo en sus exterioridades, o por decirlo así, en su fisionomía, porque también hay fisonomía en los caracteres, y, a veces, más engañosa que la que presenta el rostro.
Catalina, condesa de S.***, era lo que suele llamarse en el mundo un
carácter vivo y amable, pero el que observase las desigualdades que encubría
aquel carácter bajo su aparente alegría, el que notase que aquella mujer era
a la vez demasiado
Carlos, sin embargo, estaba cada día más cautivado por la amenidad del trato
de la condesa, y formaba un juicio más ventajoso de su corazón a medida que
creía conocerla mejor. No salía apenas de casa de Elvira: levantábase
temprano y esperaba con vivísima impaciencia la hora en que acostumbraba ir
a Catalina. Cuando
Sin embargo, no se le había pasado por el pensamiento al esposo de Luisa la más leve sospecha de estar enamorado. El sentimiento que le inspiraba la condesa no era ni podía ser amor: así por lo menos lo creía Carlos.
Aun siendo libre no hubiera elegido por su compañera a aquella brillante notabilidad de la corte, aun siendo libre no hubiera creído posible ser amado de la que era el objeto de tantas adoraciones.
Catalina no le inspiraba sino sentimientos de admiración y, a veces,
timidez, y, aunque se fuese aumentando su estimación hacia ella a medida que
la trataba, sucedíale
Por lo que hace a Catalina, que en ocho días no había pensado en otra cosa
que en Elvira y Carlos, que no había
Pero lejos de huirle se daba prisa en tratarle, en estudiarle, en
comprenderle y en abrevarse -por decirlo así-, en la ponzoña de sus miradas:
miradas que tenían un poder indecible sobre aquella mujer singular. Y no se
crea que Catalina procediese así por falta de prudencia, ni que se hubiese
propuesto conquistar a cualquier precio el corazón de Carlos. Su conducta
era precisamente el efecto de un deseo contrario y de un prudente cálculo.
Sabía ella que sus ilusiones no resistían jamás al análisis, sabía que
ningún hombre era para ella conocido lo que había sido imaginado:
Éste era, pues, ni más ni menos lo que la condesa esperaba. Se conocía
Tal era su cálculo, y se admiraba de que en ocho días de un trato casi continuo y de un examen severo, no se hubiese entibiado en manera alguna su entusiasmo.
Cuando Elvira se halló completamente buena y declaró que iba a volver a su
antiguo régimen de vida, Carlos y Catalina se estremecieron. Miráronse al
mismo tiempo con igual expresión, y cada uno de ellos comprendió que el
pensamiento de dejar
-¡Acaso me ama! -se dijo a sí misma Catalina con imprudente e involuntaria alegría.
-¡Acaso me ama! -se atrevió a pensar por primera vez Carlos. Y se estremeció de espanto y acaso también de orgullo.
Cada uno de ellos juzgaba los sentimientos del otro, y no examinaba los suyos. ¿Por qué? Catalina porque empezaba a temerlos, Carlos porque aún no los conocía.
Eran las dos de la tarde de un bello y templado día del mes de abril cuando Carlos entraba por la segunda vez de su vida en casa de Catalina de S.***.
Tres días hacía que no la veía. Elvira, restituida a su antiguo método de
vida, no estaba casi nunca en su casa, y Carlos, que no se había
-Sin duda -decía-, habrá vuelto con placer a esa agitada atmósfera en que
vive, y en el tumulto de los placeres que la cercan bien pronto se borrarán
de su memoria estos quince días de amistad y recíproca expansión que hemos
pasado juntos. Quizá en este momento en que yo aún creo aspirar en estos
sitios el perfume de sus cabellos, ella en medio del círculo de sus
elegantes admiradores, olvida hasta la existencia del joven modesto y sin
brillo, a quien ha tratado en horas de soledad y tristeza junto al lecho de
una enferma. Mis recuerdos
Pero no me quejo -añadía apretando maquinalmente a su pecho el relicario de
la virgen, que le dio su esposa en la despedida-. Debo alegrarme de que la
impresión que estos días han podido dejar en su corazón sea tan efímera como
ha parecido viva y verdadera. Sin duda ella no mentía, no era una ficción su
complacencia cuando estábamos juntos, su
Y el joven besaba el escapulario de la virgen, y recordando las palabras de su esposa al colocarlo en su seno, as repetía con una especie de supersticioso fervor.
-Ella te proteja.
Pero pasados tres días en continua melancolía y en una mal comprimida agitación, resolviose a ir a visitar a la condesa, pareciéndole que no podía eximirse de esta atención sin incurrir en la nota de grosero y de ingrato.
Fue, pues, y al llegar a la casa de la condesa sintiose tan agitado que estuvo a punto de volverse sin entrar. Pero en el momento en que iba a realizar su intención apareció Elvira que salía de casa de la condesa, y que al verle le dijo con viveza:
-Gracias a Dios que, por fin, quiera Ud. una vez en su vida ser atento y cortés con sus amigos. La pobre Catalina está bien mala, y hubiera Ud. venido a informarse personalmente de su salud.
-¡Está mala! -exclamó Carlos, pero Elvira estaba ya a veinte pasos de distancia, y el portero fue quien contestó:
-Sí, señor, está algo mala la señora condesa, pero no ha guardado cama. Su indisposición, según me ha dicho su doncella esta mañana, más es tristeza que otra cosa.
Carlos no oyó más. Subió corriendo las escaleras y apenas dio tiempo de que
le anunciasen, tal fue la impaciencia con que se lanzó al gabinete en que le
dijeron estaba
Catalina estaba reclinada con languidez en su elegante sofá, cuyo elástico asiento cedía muellemente al ligero peso de su delicado cuerpo. Tenía un peinador blanco con el cual competía su tez extremadamente pálida aquel día, y sus cabellos, recogidos con negligencia hacia atrás, dejaban enteramente despejada su hermosísima frente y sus grandes y brillantes ojos.
Al oír el nombre de Silva se incorporó con un movimiento de sorpresa
-¡Carlos!, ¡Carlos! -exclamó con acento capaz de volverle loco- ¡Por fin le vuelvo a ver a Ud.!
-Catalina -dijo él tomando con un estremecimiento de placer la mano que ella le alargaba a Catalina-, yo ignoraba que Ud. estuviese mala.
-Es decir -repuso ella con melancólica y hechicera sonrisa-, que sólo debo a mi indisposición...
-No -la interrumpió él sentándose a su lado-, pero yo temía... Perdone Ud.,
Catalina, temía encontrar a Ud. en el círculo de sus adoradores, en la
atmósfera de placer que la rodea en esa brillante sociedad a la cual soy
extraño. Temía
-¡Ingrato! -dijo ella, y enseguida continuó esforzándose por tomar un tono
tranquilo y amistoso- Es una injusticia de Ud. el suponerme tan frívola, tan
inconsecuente, que olvidase por los placeres de una amistad que con tanto
orgullo había aceptado y con tanta ternura correspondido. No, no pudo Ud.
pensar jamás que me sería importuno, y si es cierto que Ud. lo pensó, no
debía decírmelo, porque con eso me quita una ilusión: la de creer que Ud.
había conocido mi corazón. Pero,
Concluidas estas últimas palabras escapadas a su natural sinceridad, conoció que había dicho demasiado y añadió con muy poca pretensión de ser creída:
-He estado mala.
-¡Y bien!, ¿qué tiene Ud.?, ¿qué ha tenido? -preguntó Carlos con inquietud.
Catalina pareció consultar la respuesta consigo misma, y buscar en el número
de las enfermedades
-Jaqueca, ataques de nervios, un fuerte
Lo cierto era que su mal no había sido otro que el despecho y la pena de haber esperado a cada hora durante tres días una visita que no había tenido, y que su tez pálida, sus ojeras, su tristeza, no tenían otro origen que el poco dormir, y la inapetencia, y el disgusto continuo que le causaba al verse despreciada por un hombre de cuyo amor se había lisonjeado tres días antes, y del cual, a pesar suyo, se sentía locamente apasionada.
Carlos manifestó su pesar al oír la enumeración de todos los males que en
tres días habían agobiado a su amiga, y enseguida se mostró sorprendido de
no encontrar junto a la bella doliente ninguno de sus
-Eso consiste -dijo la condesa-, en que me he negado ayer y hoy a todo el mundo. No me hallaba capaz de disimular mi enfado, y además quería probar si a fuerza de entregarme a un solo pensamiento lograba hacerle menos tenaz.
-¿Y cuál es ese pensamiento? -la dijo Carlos, fijando en los de Catalina sus soberbios ojos árabes, que parecía querer llegar hasta el fondo de su alma.
-¿Cuál...? -y ella también le fijó con su mirada fascinadora- ¿Quiere Ud. saberlo?
-¡Sí!... ¡Sí!
Y al decir este «sí» ya casi adivinaba lo que preguntaba, ya se lo decía su
corazón y la mirada apasionada de Catalina. Pero él no estaba en su entero
juicio, y arrastrado
-Sí quiero saberlo.
-Pues bien -dijo ella-. Carlos, pensaba en que soy muy infeliz..., en que no me convenía haber conocido a Ud.
Carlos no halló palabras para responder a aquella imprudente manifestación, pero no fue ya dueño de sus acciones y cayó a los pies de la condesa.
Aquella acción y la expresión de su rostro lleno de pasión y de dolor al mismo tiempo, sacaron de su peligroso abandono a la condesa.
-¡Carlos! -le dijo, procurando aparentar una tranquilidad que no tenía-,
créalo Ud. pues se lo aseguro: no me convenía haber conocido a Ud. porque
-¿Su amigo de Ud.?, ¿su hermano? -exclamó él con una mezcla de miedo y de
esperanza- ¿Y qué otro título puedo desear?, ¿qué otro vínculo puede existir
entre los dos? ¡Su hermano de Ud.!... Sí, yo lo quiero ser, Catalina. Fuerza
es que Ud. me haga su hermano porque nada más puedo ni debo ser para Ud.,
porque si Ud. quisiese inspirarme otros sentimientos llegaría un día en que
se arrepintiese de ello, un día en que desearía y no podría volverme la
felicidad que me había robado, y en que pesaría sobre Ud. un remordimiento
-¡Ah, Carlos!, calle Ud., calle Ud. -exclamó la condesa cubriéndose la cara con ambas manos.
Carlos percibió un ahogado sollozo, y más que nunca conmovido y más que
nunca trastornado por aquella posición inesperada en que se veía, apartó las
manos con que cubría la condesa su semblante y, al verla bañada en lágrimas
y hermoseada por una especie de terror que se pintaba en sus facciones,
apretó sus manos sobre su corazón y la dio los más dulces nombres rogándola
En aquel momento un criado anunció desde la puerta a Elvira, y apenas Carlos tuvo tiempo de levantarse de los pies de la condesa cuando entró su prima.
Catalina se quejó de un fuerte dolor de cabeza que explicaba la alteración de su rostro y la humedad de sus ojos. Elvira la condujo a la cama declarando que pasaría a su lado todo el día, y Carlos se marchó tan agitado, tan fuera de sí, que anduvo a todo Madrid antes de acertar a ir a su casa.
La escena en que acababa de ser actor le daba una funesta luz sobre sus
sentimientos. Conocía por primera vez que estaba enamorado de la condesa,
que junto a ella no podía responder de sí mismo. Creía
-¡Pobre ángel! -decía paseándose precipitadamente por su aposento- ¡Si
supiera que su marido ha sentido a los pies de otra un delirio tal que le ha
faltado poco para ofrecer un corazón que sólo ella debe pertenecer!... ¡Si
lo supiera!... ¡Ah!, me perdonaría, estoy cierto, porque su alma divina sólo
fue formada para querer y perdonar, y su voz angelical no puede pronunciar
sino bendiciones y plegarias. Pero ella, la
Y él, todavía virtuoso pero ya ingrato e injusto esposo, casi deseaba hallar
en la virtud de su mujer un motivo que excusase su pasión criminal por otra,
y al decir -
Tal es la lógica de las pasiones, y tal será siempre por más que al contemplarse a sangre fría comprendamos y denunciemos sus sofismas.
Carlos pasó una tarde agitada y una noche peor. Elvira, que había vuelto a las once de casa de la condesa, habíale dicho que la dejaba con alguna calentura, y su imaginación le exageraba el padecimiento y el peligro. El infeliz no durmió en toda la noche, y, sin embargo, sueños febriles y devorantes le impidieron en todas aquellas largas horas un momento de reflexión.
¿Qué mortal que haya amado y padecido desconoce estos terribles ensueños del
insomnio, durante los cuales en vano estaban abiertos los ojos y el cuerpo
erguido? La razón no por eso está despierta, ni el corazón exento de
pesadillas. La imaginación divaga sin darle tiempo para pedirle cuenta de
sus extravíos, y víctima suya el corazón cede palpitando al
A un hombre le será siempre más fácil responder de sus acciones que de sus pensamientos, y ciertamente no habría mayor locura que pedirle cuenta de ellos.
Carlos supo por Elvira al día siguiente que la condesa estaba muy mejorada, y por la noche que había dejado la cama.
Resolvió visitarla a la siguiente mañana, y se proponía para justificar
consigo mismo esta segunda y peligrosa visita, manifestar a la condesa una
tan noble, tan pura y tierna amistad, que bajo la égida de tan
Pero pasó el día sin que tuviese un momento de bastante serenidad y aplomo para juzgarse en la disposición necesaria para ir a ver a Catalina, y era ya bastante entrada la noche cuando salió con dirección a la casa de ésta.
Dos días antes había llegado a su puerta turbado con el temor de hallarla
contenta, brillante, olvidada de él y toda consagrada a sus placeres y
triunfos, y esta vez agitábale un temor de otro género. Acaso la
Subió temblando la escalera. No puso atención en que toda la casa estaba perfectamente alumbrada, y sólo cuando llegó a la antesala oyó el murmullo de varias voces. En la extrema agitación en que se hallaba un horrible pensamiento se le presentó en aquel instante, y dijo golpeándose la frente:
-Está muy mala: ¡Dios mío!, ¡está muy mala!
Su aparición fue un verdadero golpe teatral, y para que nada faltase a la
naturalidad cómica de aquella escena, apenas se presentó pálido,
Un sordo murmullo circuló por toda la sala.
-¿Quién es? -preguntaban unos.
-¿Está loco el primo de Elvira de Sotomayor? -decían otros.
-Ésta ha sido una sorpresa -repetían algunas maliciosas-, una travesura de la condesa para divertirse a expensas de ese pobre tonto.
-¡Y qué guapo es!... -observaban las más jóvenes.
-Sin embargo, es un necio, ¿qué hace allí inmóvil como el convidado de piedra en el festín de D. Juan?
En efecto, la sorpresa, la confusión, la vergüenza y el despecho de
En cualquiera otra circunstancia este extraño episodio de la fiesta hubiera
sido celebrado con unánimes risas y burletas; pero la extrema palidez que se
extendió por el rostro de la condesa, la ansiedad con que sus miradas
siguieron a Carlos, y la visible emoción que la obligó a sentarse cuando al
parecer quiso seguirle, todo esto que no se escapó a las perspicaces
personas que la rodeaban, dieron otro colorido muy diferente al cuadro. Cada
cual sospechó una amorosa aventura, una escena novelesca,
Mientras tanto, Carlos bajaba las escaleras como un loco, y hallándose al momento en la calle echó a andar desatinado y sin saber a dónde.
Tenía el necesario amor propio para sentirse avergonzado y casi furioso del
ridículo que acababa de
Acordábase haberla visto hermosa y adornada en medio de sus adoradores, en el momento en que él se presentó como un loco creyendo hallarla acaso moribunda... Dudó de su amor, dudó de su voluntad. Ocurriósele al insensato que acaso se burlaría ella misma con sus amantes del raro espectáculo que acababa de ofrecerles, y en su arrebatamiento de cólera, de despecho y de dolor, estuvo a punto de volver a casa de la condesa para abrumarla de injurias en presencia de toda su tertulia.
En aquel momento volvía a ser para él la coqueta sagaz, fría, implacable.
Hallose en el Prado sin haber tenido intención de ir a él. El fresco bastante penetrante de una noche de abril, la soledad y el silencio de aquel sitio en aquella hora, y sobre todo algunos minutos de reflexión que pasó allí, calmaron el ardor de su sangre y la ira de su corazón. Examinando bien lo ocurrido no pudo menos de conocer que ninguna culpa tenía la condesa en lo que sólo era efecto de su propia imprudencia, y cuando a las doce de la noche regresó a su casa, si bien profundamente pensativo, estaba sin duda alguna más calmado.
Encerrose en su aposento y procuró dormir. No le fue fácil, pero lo logró al fin, y en su sueño se le representó que veía volar a su esposa entre un coro de ángeles, que venían a custodiarle y que se interponían entre él y la condesa, a la que le presentaba el sueño en la misma sala de baile, y tan adornada y tan hermosa y tan pérfida como le había parecido aquella noche.
Despertose muy tarde al otro día: eran las doce cuando su criado entró a servirle el almuerzo y a rogarle de parte de Elvira que antes de salir pasase a su alcoba.
Fue, en efecto. Estaba en cama todavía, se quejó de no sentirse muy buena y le mandó se sentase en una silla que estaba junto a su cama.
-Deseaba hablar Ud. para que me
-¡Pues qué!, ¿estaba Ud. allí?
-Ciertamente.
-¿Y cómo no me había dicho nada de esa fiesta?, ¿por qué se me hizo un misterio de ella?
- No sé qué especie de misterio sea ése -respondió Elvira-, en cuanto a no haber dicho a Ud. que tenía reunión anoche la condesa. Culpa es de Ud. que en todo el día no salió de su cuarto excusándose hasta de acompañarme en la mesa. Además, como sabía que Ud. no había de ir, como sólo una visita ha hecho a Catalina y ella, por otra parte, antes de ayer me apreció poco dispuesta a oír de Ud... Francamente, Carlos, creí que estaban Uds. otra vez enemistados.
-Yo no seré nunca ni amigo ni enemigo de la condesa -respondió Carlos con viveza-. Soy poca cosa, señora, para lo uno y para lo otro.
Elvira le miró con más sagacidad de la que tenía de costumbre.
-¡Y bien! -le dijo- Yo lo que deseo es que Ud. me explique su conducta de anoche.
Carlos dijo la verdad, aunque sin entrar en detalles, y atribuyó a la sorpresa de hallarse con una reunión cuando creía encontrar enferma a la condesa, todo el desconcierto con que se presentó.
Se disponía Elvira a reconvenirle dulcemente por su poco disimulo, por su
falta de serenidad. En fin, por no haber sabido dominarse y hacer de la
necesidad virtud, aparentando que iba prevenido a la tertulia, cuando
Al ver a Carlos se conmovió tanto que apenas acertó a saludarle, y él por su parte quedose turbado sin saber si debía salir o quedarse. Sentose la condesa en la misma cama de Elvira diciendo que sólo estaría un momento y entonces Carlos determinó permanecer y procuró mostrarse todo lo sereno e indiferente que le fuese posible.
-¡Qué lindo aderezo estrenaste anoche! -dijo Elvira-, ¡qué hermosa estabas! ¿Sabes que el marqués de *** te se enamoró anoche muy de veras? ¿Y el coronel de A.?... ¿Sabes que hiciste su conquista?
Catalina no atendió a estas palabras
-¿Por qué no permaneció Ud., puesto que había entrado?
-Señora -respondió secamente-, no iba dispuesto para una reunión.
-Pero -repuso ella-, ¿por qué al menos no esperó Ud. un instante? Después... yo hubiera salido, hubiera dado Ud. las gracias...
-¿De qué, señora? -preguntó él con prontitud.
-Del interés que mi salud le inspiraba.
-¡Luego sabía Ud. que yo la creía enferma, que entraba en aquella sala devorado de inquietud, agitado de mil temores!...
-Lo adiviné, Carlos, su acción de Ud. me lo explicó todo.
-Y debí parecer a Ud. un loco..., un ente ridículo -dijo Carlos con forzada sonrisa.
-¡A mí! -exclamó ella con una expresión
-Ciertamente, señora, pero yo celebro -prosiguió él dándose un aire afectado de jovialidad-, yo celebro que a costa de un pequeño sacrificio de la vanidad haya yo podido dar a Ud. un testimonio indudable de mi amistad, del interés que él me inspira.
La condesa se inclinó un poco y con voz muy baja:
-¿Es verdad, Carlos? -le dijo-, ¿deberé creerlo? ¿Será Ud. siempre mi amigo?
-¡Quién lo duda! -respondió con una ironía, la más impertinente; pero, por desgracia, bastante graciosa.
Enseguida su rostro, que sabía a las veces tomar un gesto severo y
dominante, cambió repentinamente de expresión, y poniéndose en pie y
despejando, como por distracción, su hermosa frente, cuya azulada vena se
señalaba enérgicamente
-Mi amistad, señora, debe valer bien poco para una persona que tiene tantos amigos como hombres la han visto. Mi amistad, por otra arte, no pudiera ser ni aun comprendida por el brillante talento de Ud.
Yo agradezco de que Ud. tenga la bondad de manifestar que la desea, pero, persuadido de que no puede existir entre Ud. y yo ningún género de simpatía, renuncio a un honor que pudiera serme muy difícil de conservar.
Al concluir estas palabras se puso a hojear un libro que tomó de la mesa, y la condesa, que le había escuchado sin pestañear, se levantó en silencio y se salió del aposento.
-¿Adónde va Catalina? -dijo incorporándose
Carlos salió bastante despacio, a pesar de las instancias de Elvira, y sin dejar de hojear el libro que llevaba en la mano, como si le interesase extraordinariamente el contar de sus páginas. Encontrose Catalina de pie junto a una mesa en la que apoyaba sus dos manos. Acercose lentamente y la dijo:
-Señora, su prima de Ud. desea hablarla.
Levantó ella la cabeza y vio él que tenía los ojos y las mejillas inundadas de lágrimas. Un corazón de veinte y un años no ve jamás fríamente el llanto de una mujer hermosa, aun cuando no la ame. Carlos se sintió súbitamente desarmado, y cambió de rostro y de lenguaje:
-¡Catalina!
-Es de dolor -respondió ella-, de dolor es, Carlos. Y no porque crea que soy a Ud. tan extraña como ha querido fingir, no porque deje de conocer que es el resentimiento y no el corazón quien le dicta a Ud. las crueles palabras que acababa de pronunciar, sino porque ese resentimiento me prueba que soy cruelmente juzgada.
-Catalina -dijo él-, yo no acuso a Ud. ni tengo derecho para quejarme, pero
séame permitido huir de la mujer que sólo se me presenta sensible y tierna
para trastornar mi razón, para arrebatarme el sosiego, y que vuelve a ser
feliz
-Cuando Ud. me vio sensible y tierna -respondió ella- no me había detenido
un momento en el pensamiento de que su felicidad de Ud. y la de otra estaban
en peligro. Creía yo que sólo arriesgaban la mía. Más, ¡lo confesaré
todo!... Sí, esperaba que los sentimientos a los cuales imprudentemente me
abandonaba, no serían de una gran influencia ni en su suerte de Ud. ni en la
mía. Pero desde aquel día, desde aquel momento en que le vi a Ud. a mis
pies, en que Ud. me recordó cuán inmensa responsabilidad caería sobre mí...
¡Carlos! Desde que conocí por mi dolor profundo la extensión de mi
El llanto daba una expresión irresistible al rostro de Catalina, y la
Carlos, tan trémulo como ella, la ciñó con sus brazos.
-¡Luego es cierto que usted de ama! -exclamó con una especie de doloroso placer.
Ella no respondió, pero su cabeza se apoyó en el pecho de Carlos, y un débil gemido reveló más que su acción la fuerza y vehemencia del sentimiento que la dominaba.
Carlos no estaba en su juicio. Apretábala frenético contra su seno y como poseído de un vértigo pronunciaba palabras incoherentes.
La voz de Elvira sacó a ambos de tan peligroso delirio. Sonaba la campanilla
de su alcoba y ella gritaba
Carlos huyó de la condesa y fue desatinado a encerrarse en su cuarto.
Catalina quiso levantarse y volvió a caer en su silla. La doncella de Elvira, al verla, acudió en su auxilio.
-Mariana -la dijo la condesa-, excúseme Ud. con su señora de no entrar a decirle adiós: me he puesto súbitamente mala... Ayúdeme Ud. a ir a encontrar mi coche.
La doncella la condujo casi en sus brazos, y cuando entró a ver a su señora la refirió lo que la había dicho la condesa y el estado en que la había encontrado.
Elvira saltó del lecho haciendo un gesto de cólera y pesar.
-¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó sin cuidarse de ser comprendida por
Mariana- Si tal fuese la causa jamás
¡Bárbaro!, ¡imbécil! -añadió dando un golpe en el suelo con su pulido pie todavía descalzo- ¡Será capaz de no comprender su dicha!
La doncella ayudó a vestir a Elvira que se fue a comer con su amiga sin procurar ver a Carlos, ni dejarle un recado de atención como acostumbraba.
-Señor don Carlos, señor don Carlos -dijo la conocida voz de su criado, golpeando suavemente en la puerta del gabinete en que nuestro héroe se había encerrado.
Con voz terriblemente alterada y con acento de mal humor se oyó responder:
-¿Qué quieres Baldomero?
El cartero acaba de dejar las cartas que han venido para V. S. por el correo de Sevilla.
La puerta se abrió y Carlos alargó una mano trémula para recibir las cartas. La letra de Luisa que conoció a la primera ojeada en el sobre de una de ellas, le dejó tan confuso cual si hubiese visto delante súbitamente a la misma Luisa pidiéndole cuenta de sus pensamientos.
La carta se le escapó de la mano y dos minutos transcurrieron antes de que tuviese bastante resolución para levantarla y abrirla. Apenas la hubo desplegado una cosa de más peso que un papel cayó a sus pies, y era tan fuerte la afección nerviosa que le agitaba, que tuvo miedo de buscarla, como si presintiese que en ella había de encontrar nuevos motivos de pesar y remordimientos.
«Mi amado Carlos: (decía la pobre niña) Me ha dado lástima la profunda
Él se golpeó la frente repitiendo:
-¡Ah! ¡Sí, cruel! ¡Bien cruel, pues harto infeliz puede hacerme! -y continuó leyendo.
«Creo que si esta separación se prolongo nos hará mucho mal a los dos, nos hará muy infelices».
-¡Muy infelices! ¡Sí! -volvió a exclamar- ¡A ti también, pobre ángel!... ¡Ah! ¡No, no! No lo consentiré.
Y temblándole las manos y oscurecida la vista por las lágrimas, que se agolpaban a sus ojos, continuó leyendo.
«¡Si vieras cuán mudad estoy! Ya no soy bonita, esposo mío, porque las
lágrimas y los pesares me han enflaquecido, y las que tú llamabas
-¡Cándida y sublime confianza! -exclamó él- ¡Desgracia y oprobio al hombre bastante vil para burlarla!
Y después de dos vueltas en derredor de la sala, volvió a tomar la carta.
«El vestido que me has enviado es muy lindo, pero sólo lo estrenaré el día
en que vuelvas. Sin embargo, para darte una prueba de cuánto agradezco
Carlos levantó precipitadamente del suelo el objeto que al abrir la carta
había caído. Era un marfil con un retrato en miniatura. ¡El retrato de
Luisa! Carlos le contempló con una mirada vacilante y ardiente. ¡Era ella
tan joven, tan apacible, tan linda! ¡Ella, con sus ojos azules implorando
ternura, inspirando virtud! Ella, con su boca de rosa naciente, que parecía
formada expresamente para rezar y bendecir, con su modesto seno cubierto con
triple gasa, y sus cabellos de oro jamás profanados por la
Parecíale que aquella boca muda le reconvenía, que aquella mirada fija penetraba hasta el fondo de su conciencia, y arrojó la desventurada imagen con un involuntario movimiento de terror.
Cubriose el rostro con las manos y lloró como un niño.
Luego se levantó, alzó el retrato, pidiole perdón con una mirada triste
Esta resolución la conocerá en breve el lector, pues, por ahora, queremos volverle un instante al lado de Catalina y hacerle conocer lo que pasaba en el corazón de aquella mujer, hacia la cual nos lisonjeamos de haberle inspirado algún interés, de curiosidad por lo menos.
La condesa de S.*** recibió a su amiga en su tocador. En aquel santuario
misterioso de la coquetería, en el cual todo lo que se veía denotaba el lujo
y la molicie de una sultana. Hallábase, entonces, echada en un sofá
descompuesta y en un completo descuido
-Catalina -pronunció a media voz Elvira.
La condesa levantó la cabeza y no pudo reprimir un gesto de disgusto al ver a su amiga.
-¿Eres tú, Elvira? -dijo, sin embargo, con forzada sonrisa.
Elvira se sentó junto a ella sin esperar que la invitase, y dijo tomando un tono serio y triste, que parecí impropio a su risueña y casi infantil fisonomía.
-Catalina, estás muy mudada hace algunos días.
-¿Lo crees así? -contestó la condesa con un tono que quiso hacer burlesco.
-Sí, así lo creo -prosiguió Elvira-, y lo que me aflige más es que adivino el motivo.
Catalina se inmutó y lanzó sobre
-Sí, Catalina, he conocido que tú, la mujer más obsequiada de Madrid, la que puede hacer gala de mayores triunfos, de conquistas más gloriosas, de homenajes más sumisos; tú, la fría, la indómita hermosura que se burla de las pasiones que inspira, te has dejado dominar por el capricho de vencer la selvática virtud de un pobre muchacho de provincia, sin mundo, sin brillo, sin otro atractivo que una hermosura que él mismo ignora.
La condesa se sonreía irónicamente mientras hablaba Elvira, como persona que
se ve juzgada por juez incompetente, pero en su interior
-Muy visible y notable debe ser mi pasión cuando una mujer tan irreflexiva y ligera la ha conocido.
Elvira, que se había detenido un momento como para coordinar sus ideas, que, a pesar suyo no eran nunca muy unidas y consiguientes, prosiguió:
-Y tu orgullo sufre mucho al ver que todos tus ataques se estrellan en la dura corteza de esa rústica fidelidad conyugal.
La condesa se incorporó con viveza, y tomó un tono frío e irónico.
-¡Pues qué! ¿Supones que yo trato de combatir esa fidelidad, que soy el
ángel malo que viene a tentar a la virtud?... ¿Supones, además, que mis
-No, creo solamente que quisieras castigar a un joven necio que no ha
-¿Me crees capaz de tomar por pasatiempo la desunión de un matrimonio? ¿Crees que atacaría a la felicidad de dos personas para satisfacer un ruin impulso de vanidad, aun en el caso de que semejante conquista pudiese lisonjearme?
-Pero -observó Elvira, que empezaba a hallarse embarazada-, como tú observas
una conducta con
-¡Y bien! -dijo con impetuosidad la condesa- Creí un deber de mi amistad decirte que haces mal en obrar de ese modo.
-¿Conque eso es todo? -dijo sonriendo Catalina, pero sin poder disimular, no obstante, su artificiosa jovialidad el despecho que la agitaba. ¿Tú quieres, a fuer de amiga prudente y concienzuda, advertirme que hago mal en atacar la virtud de tu primo y que ésta es invulnerable?
-Sé que ama tiernamente a su esposa, que no tiene bastante mundo para comprender tu conducta respecto a él, y que puede interpretarla de una manera que te agravie.
-¿Te ha dicho algo respecto a eso? -preguntó vivamente la condesa.
-No, pero hace días que le noto descontento, de mal humor, y hoy mismo me ha hablado de ti con poquísima estimación.
-En ese caso -dijo la condesa con movimiento irreprimible de cólera-,
Elvira casi tuvo miedo. Nunca había visto aquella mirada ni oído aquel acento en Catalina. Entonces, por primera vez en su vida, conoció, como por instinto, que en el alma de aquella mujer dormían pasiones violentas, que aquella criatura frívola, alegre e inofensiva, no podía comprender.
La condesa procuró calmarse y la preguntó:
-¿Cuándo has hablado de mí con Carlos en este día?
-Antes de que tú fueses a mi casa.
-¡Ah! -dijo Catalina.
Y ese «¡Ah!» que no comprendió Elvira, encerraba todo un triunfo del orgullo, toda una satisfacción del corazón. Era cuando estaba ofendido, celoso, cuando Carlos había hablado con dureza de ella. Era antes de la escena que le había dado la certeza de ser amado.
-¿Y después...? -dijo.
-Después no lo he visto. Siento un principio de odio contra ese hombre -respondió con sencillez Elvira.
-¿Y crees que le amo?... -dijo Catalina mirándola con una especie de curiosidad inquieta.
-No, creo solamente que quisieras que él te amase.
-Y eso en tu concepto es imposible.
-No sé, pero en mi concepto eso sería un triunfo bien mezquino para
-¡Una gran desgracia para él! -repitió Catalina, y quedose un momento pensativa. Luego levantó la cabeza y su bello rostro apareció tan despejado y tan pálido como de costumbre.
-Te agradezco cuanto me has dicho, amiga mía -dijo levantándose y tomando
por el brazo a Elvira-. Has tenido mala elección en las palabras, pero
descubro la bondad de tu intención. Yo te aseguro que
Elvira abrazó a la condesa llorando de alegría. Acababa de recobrar a
-Esto es obra mía.
Siguiola saltando como un niño a quien promete su madre un bonito juguete, y Catalina la miró con la misma tierna indulgencia de una madre, que se hace pueril también para ser mejor comprendida.
Carlos volvió a su casa ya muy próxima la noche. Estaba serio y tranquilo. Venía de tomar un asiento en la diligencia -muy recientemente establecida en España en aquella época-, que debía salir al amanecer para Sevilla.
Dio algunos pasos por su cuarto.
-Baldomero, ¿mi prima está visible?
-No está en casa, señor, ha comido con la señora condesa y ahora mismo acaba de venir y de llevarse su doncella y uno de sus mejores trajes, pues creo se vestirá en casa de la señora condesa para ir juntas a un baile.
-Bien, es decir, que no volverá hasta mañana: tanto mejor. Baldomero, un acontecimiento imprevisto me obliga a marcharme al amanecer para Sevilla, y como mi prima se afectaría con esta noticia, conviene que no se sepa nada hasta que vuelva del baile.
Ruégote que me arregles esa maleta mientras yo escribo dos cartas de despedida. La una se la darás mañana a tu señora, la otra la llevarás después a casa de la señora condesa.
Sentose y escribió rápidamente algunas líneas en la que, pretextando una carta de su padre que le llamaba con precipitación a Sevilla, se excusaba con su prima de no poder esperar su vuelta para despedirse verbalmente, y concluía con los cumplimientos de costumbre en tales casos.
Después tomó otro pliego de papel y meditó largo rato antes de comenzar a
escribir. La serenidad de su frente se turbó algún tanto, y su mano no
parecía muy segura cuando principió a trazar las primeras líneas. Varias
veces suspendió su tarea y se paseó agitado por el cuarto; varias veces
también se acercó a una ventana como si necesitase respirar el ambiente
fresco de la noche. Por fin, el reloj sonaba las doce cuando concluía esta
carta, que dirá mejor
«Voy a partir, Catalina, voy a dejar Madrid, sin despedirme de Ud. sin manifestarla toda la gratitud que sus bondades me inspiran.
»Si la viese a Ud. otra vez no tendría valor para consumar un sacrificio que me imponen imperiosamente el honor y el deber.
»¡Catalina! Cuando vínculos santos, que respeto, me unen para siempre a una
joven inocente, buena, digna de ser adorada, sólo siendo un malvado pudiera
permanecer por más tiempo cerca de Ud., la más seductora, la más
irresistible, la más superior de las mujeres que existen. No sé si es
compasión, capricho o una desgracia simpatía, el impulso
»Pero es fuerza huir de Ud..., y huyo de Ud. porque su presencia me ha
llegado a ser una necesidad de mi vida. Porque si Ud. no viese en mí más que
un amigo, el menos brillante de los muchos que la rodean, padecería
cruelmente sin tener el derecho de quejarme, y si Ud. me amase... ¡amarme
Ud.! Catalina,
»Si esta resolución la causa a Ud. alguna pena, perdónemela Ud., Catalina;
pero no será así, no. En este momento, en que yo me despido de Ud. para
siempre con agonías de mi corazón, Ud. baila, Ud. recoge adoraciones, Ud. es
bella y amable para todo el mundo..., y todo el mundo vale mucho más que un
pobre joven como yo, sin más tesoro que
»¡Catalina! Todo debe ser pasajero en quien vive en esa agitada atmósfera de placeres. Pronto, muy pronto, borrará de la memoria de Ud. el débil recuerdo de su infeliz amigo. Pero yo, ¡ah!, plegue al cielo que encuentre en la satisfacción de haber llenado un deber sagrado la compensación de haber sacrificado una felicidad inmensa.
»¿Una felicidad?... ¡Yo deliro!... ¿Cuál es, ¿dónde está esa felicidad? ¿Puede existir en el crimen? ¡El crimen asociado a Ud., Catalina! ¡El crimen en su amor! ¡Oh! Esto es imposible.
»Pero vuelan las horas... Aún hablo a Ud., aún tengo la esperanza de que Ud.
se ocupe de mí un momento.
»Compadezca Ud. a su amigo, Catalina, pero sea Ud. feliz... Sí, sea Ud. feliz, y permítame por primera, por última vez, decirla que la amo, que quisiera ser libre... ¡que soy muy infeliz!».
Cerrada esta carta y entregadas ambas a Baldomero, Carlos, concluyó sus preparativos de marcha y esperó la hora con ansiedad dolorosa.
Eran apenas las dos cuando oyó parar a la puerta un coche, y poco después oyó subir a Elvira. Prestó atención temiendo que su criado la dijese algo respecto a su marcha, pero se sosegó oyendo decir a su prima:
-Mariana, no me esperaba Ud. tan pronto, ¿no es verdad? Catalina,
Elvira continuó a su aposento hablando con su doncella, y poco después el silencio profundo que reinaba en la casa advirtió Carlos que todos dormían.
-¡Ha bailado como una loca! -repitió varias veces, mientras que apoyado en su balcón seguía con los ojos algunas nubecillas que el viento arrebataba, y que interceptaban a intervalos la pálida claridad de la luna.
-¡Todo pasa!... -añadía-, todo pasa
Apartose de la ventana y se echó vestido en su cama, donde sólo pudo
permanecer algunos minutos. La quietud le era imposible. Volvió a
levantarse, se paseó, se sentó, tomó un libro, le dejó para volver al
balcón, y en esta continua agitación estuvo
Cuando llegó estaba ya la diligencia en disposición de partir. Su asiento
era en la berlina y el mayoral le dijo que sólo por él se aguardaba. Subió
inmediatamente, embozose perfectamente en su capa, porque la madrugada era
fría, como lo son regularmente en Madrid las del mes de abril, y se sepultó
en su asiento sin decir una palabra a la única persona que tenía por vecina,
y que
La diligencia partió y Carlos respiró como aliviado de un peso enorme. La fatiga de varias noches de insomnio y agitación, el movimiento del carruaje, el monótono son de las campanillas, y la soñolienta humedad de la madrugada, le aletargaron muy pronto y quedose adormecido. Otro tanto debió suceder a su vecina, pues envuelta en un gran mantón de merino y cubierta la cabeza por una gorra de terciopelo, que sustituyó al sombrero para mayor comodidad, se dobló hacia delante, apoyó sus codos en sus rodillas y su cabeza en sus manos, y bien pronto pareció tan adormilada como Carlos.
El sol estaba ya muy alto cuando
Estaban ya muy próximos a Ocaña donde debían comer, y Carlos empezaba a
sentirse molestado de la posición en que se encontraba y
Despertó, en efecto, la señora. Incorporose y por un movimiento natural volvió los ojos hacia a aquél de cuyo hombro levantaba la cabeza.
Un grito se escapó al mismo tiempo del pecho de ambos.
-¡Carlos!
-¡Catalina!
La diligencia entraba ya en Ocaña y los dos viajeros de la berlina, que se devoraban con los ojos, aún no habían acertado a explicarse mutuamente por qué casualidad se encontraban juntos. Las primeras palabras que se dirigieron uno a otro nada decían, nada aclaraban.
-¿Ud. aquí, Catalina?
-Carlos, ¿es Ud.?, ¿es Ud. realmente al que veo, o mi imaginación
-¡Oh, Catalina! ¡Conque aún nos vemos, conque aún nos hablamos!
Y uno y otro callaron apretándose las manos con efusión. Hay sensaciones en la vida que ningún hombre puede comprender ni explicar en el momento en que las experimenta. Se gozan en silencio, se gozan sin examen: no se busca su origen, no se prevén sus consecuencias. Parece que al menor esfuerzo, al más leve contacto, por decirlo así, podemos destruir su encanto, y nos abandonamos a ellas sin intentar explicárnosla. La condesa y Carlos no se preguntaban nada, nada se decían. Se hallaban juntos, ren felices en aquel instante: poco les importaba conocer cómo y porqué.
Pero la diligencia se detenía delante del parador, y los viajeros se daban prisa a poner en libertad sus entumecidos miembros. Carlos bajó, tomó del brazo a la condesa y pidiendo una habitación sola entrose con ella, sin cuidar de lo que pensarían de aquella acción sus compañeros de viaje. Tenía una absoluta necesidad de estar solo con Catalina, de verla, de oírla, de saborear una dicha de la que media hora antes se creía para siempre privado.
Luego que estuvo solo con ella echose a sus pies.
-¡Catalina! ¡Catalina! ¿Es la casualidad, es el cielo o el infierno quien
nos reúne? ¡Catalina! -repitió con arrebatos de placer y dolor, ¿me ha
querido Ud. seguir?, ¿es su voluntad de Ud., es su
-¡Ud. me huía! -exclamó ella con un gesto de sorpresa- ¡Pues qué!, ¿no se hallaba Ud. en la diligencia por frustrar mi cruel resolución?, ¿no se descubrió Ud. mi viaje y sus motivos? ¡Carlos! Explíqueme Ud. esto. Nada comprendo ya.
-¡Ah, Catalina!... ¡Yo sí, sí! Empiezo a comprender... Y en tal caso vea Ud.
el poder de un destino irresistible... ¡Oh, Dios mío! Esto me hará caer en
un ciego fatalismo. ¡Catalina! Yo he dejado Madrid para huir de Ud., ¡porque
la amo!, ¡porque la amo locamente!, ¡y no tengo el derecho de ofrecer a Ud.
mi corazón! Huía de Ud. porque era mi
-Tiene Ud. razón -dijo ella después de un instante de silencio-, ¡hay un destino! Hay un poder de fatalidad más poderoso que la voluntad humana. ¡Carlos! Yo también he dejado en Madrid una carta para Ud. pero conservo su borrador... en esta cartera. Léala Ud.
Carlos tomó el papel que le presentaba y acercándose a una ventana le recorrió con ojos ansiosos, mientras la condesa reclinada en su sillón parecía rendida de cansancio o emoción. La carta contenía estas palabras:
«¡A Dios para siempre, Carlos! No
»Elvira ha pronunciado en este día una palabra que ha decidido de mi suerte. Al conocer que era amada todo lo olvidé, ¡todo! Hasta el obstáculo insuperable que nos divide. La voz de la amistad ha venido a despertarme de tan peligroso sueño gritándome: 'él es feliz y virtuoso, ¿quieres ser a la vez el asesino de su dicha y de su virtud?' ¡Ah, no! ¡Jamás! Carlos, quiero merecer su estimación de Ud., ya que no me es permitido merecer su amor.
Tengo algunas posesiones en un pueblo de La Mancha y voy a pasar en ellas
todo el tiempo que Ud. permanezca en Madrid. Deseo la soledad y de ella
espero un reposo de espíritu que
A nadie he dicho mi determinación, pero la tengo tomada desde esta mañana. Son ahora las tres de la madrugada y aún estoy en traje de baile. He oído repetir en tormo mío: '¡Qué feliz es! '; ¡cuando yo bailaba con la sonrisa en los labios y la muerte en el corazón! Porque la muerte para mí es no ver a Ud. Es renunciar para siempre... ¡Carlos! ¡Carlos! ¡A Dios! Sea Ud. feliz y si algún día oye Ud. decir que yo lo soy no lo niegue Ud., pero conserve la convicción de que es imposible».
Acercose a ella cuando hubo leído esta carta y asiendo sus manos con una especie de desesperación:
-Ya Ud. lo ve -la dijo-, ambos hemos querido inmolarnos a la virtud y la virtud no ha aceptado nuestro sacrificio. Intentamos huir y nos hemos encontrado a pesar nuestro. ¡Catalina! Yo la amo a Ud. y aún estamos juntos. ¡La felicidad o la desgracia, la virtud o el crimen! Deme Ud. lo que quiera. Mi destino está en sus manos.
-¡Nos separaremos! -exclamó ella, haciendo sobre sí misma un doloroso
esfuerzo- No podrá más que nosotros una casualidad caprichosa. Nos
separaremos, Carlos, y no con el dolor de no habernos dicho un último y
tierno adiós. Aún tendremos horas, dulces horas
-En La Mancha nos separaremos y el recuerdo de estos últimos momentos de dicha, debidos al acaso poblará por mucho tiempo mi soledad.
E inclinada hacia él, derramaba en sus manos abundantes lágrimas.
Carlos la contemplaba con la avidez de un amor comprimido. Había en su mirada como una mezcla extraña del delirio del amante y de la timidez del niño. Estaba hermoso en aquel combate interior que daba a su rostro una expresión particular, y en el cual cualquiera mujer hubiera leído que había aún para aquel corazón muchas sensaciones en la vida nuevas y desconocidas.
Si el dominio de un corazón fiero o experto lisonjea a una mujer, también se
goza en la posesión de un alma joven y apasionada, que le arroja
indiscretamente todos sus tesoros de ternura y de ilusiones. El amor de
Carlos tenía estos dos atractivos, y debía lisonjear por ambas causas. Era
un triunfo vencer a la vez su orgullo y su virtud, y aún se encontraba en su
pasión ese encanto inexplicable, ese aroma divino de respeto, sumisión y
pureza que con tanto dolor echan de menos las mujeres cuando son amadas de
los que solemos llamar
Catalina respiraba con delicia aquel perfume de un amor tan puro, aunque
culpable. Carlos estaba a su lado, la sostenía en sus brazos y no tocaba
-Carlos -le dijo fijándole de cerca con sus ojos fascinadores-, la virtud que condenase una felicidad tan pura sería una virtud feroz.
-¡Y bien! -respondió él con aquella resolución imprudente y apasionada de un corazón joven- ¡Si ella la condena castíguenos!, ¿no valen estos momentos toda una vida de expiación?
-¿Y por qué, por qué injuriar nuestros corazones creyéndoles incapaces de
sentimientos nobles y santos? -dijo Catalina- ¿Qué es el amor?, ¿no es la
más involuntaria y la más bella de las pasiones del hombre? El adulterio,
dicen, es un crimen, pero no
-¡Ah, sí! -respondió él con entusiasmo-. Pasaría mi vida a sus pies de Ud.
embriagándome de una mirada, de un acento, de una sonrisa. Velaría
protegiendo su sueño cuando Ud. durmiese en mis brazos, y al despertarse en
ellos estaría tan pura como la luz del día, que comenzase. Sí, Catalina, sí,
deme
-¡Y yo lo sería también, Carlos! ¡Ah! No, nunca pediría a Ud. mi corazón el sacrificio de sus deberes. La felicidad que diese a su esposa aumentaría la mía, y cuanto más justa, más noble, más virtuosa fuese la conducta de Ud., más justificado creería mi cariño. Las virtudes de Ud., ¿le harían menos amable a mis ojos?
¡Ah! ¡Carlos! La más feliz, la más honrada con ellas, sería su mujer de Ud.,
pero no la más honrada con ellas, sería su mujer de Ud., pero no la más
orgullosa. Su amiga de Ud. que no tendría el derecho de adornarse con esas
virtudes, las adoraría en el secreto de su corazón, y le bastaría el placer
de
-Calle, calle Ud., por Dios -exclamó él apretando sus manos contra su palpitante corazón-. Calle Ud. porque me vuelvo loco. ¡Catalina! ¡Mujer adorada! Sí, el amor que tú sientes, que tú inspiras, no es un amor sujeto a leyes generales. Tu alma sublime le engrandece y le purifica. ¡Pues bien! No hables de separarnos. ¡Sé, mi amiga, mi hermana!, pero no me dejes nunca.
Una ronca voz gritó a la puerta.
-¡A la diligencia! ¡Señores! A la diligencia.
-¡Catalina!
-¡Carlos!
-¿Consientes?
-Te amo.
-Yo haré que no te arrepientas nunca.
-¡Señores, a la diligencia! ¡A la diligencia! -repetía el mayoral.
Carlos abrió la puerta.
-Mayoral, los dos viajeros que ocupábamos la berlina la dejamos libre y a disposición de Ud. Haga Ud. bajar nuestras maletas.
-¡Carlos!..., ¿y ahora?
-Ahora a Madrid, a Madrid, porque ya que soy feliz no estoy triste, no tengo remordimientos ni inquietudes, ni celos... Ahora gozaré en tus placeres, seguiré tu caro de triunfo, me confundiré entre tus adoradores. Brilla, goza, sé adorada, pero guarda para tu amigo esa mirada, esa sonrisa que deben ser su única felicidad sobre la tierra.
-Pero -dijo ella- ¿no podríamos ambos en La Mancha...?
Carlos la miró con una expresión
-Es verdad -dijo entonces apretándole la mano-, vale más estar en Madrid. Pero en cualquier parte, en la soledad más profunda, amigo mío, yo sabría responder de tu corazón y el mío.
-Yo responderé siempre de mi corazón -la contestó él oprimiéndola en sus brazos-, pero no de mi razón, Catalina. Te he jurado ser digno de tu amor sublime y casto, déjame los medios de cumplirlo.
-Haz lo que quieras -dijo ella-, mi vida es tuya.
-¡Tres meses! ¡Tres meses cumplen hoy que no lo veo! -decía la triste Luisa,
apoyando su rubia cabeza sobre sus manos, sentada delante de un veladorcillo
en el cual se veían esparcidas varias cartas de Carlos-. ¡Y no habla de
volver! -prosiguió, dejando de repente su primera postura y buscando entre
las cartas la última que había recibido-.
Y volvió a tomar la carta que comentaba a medida que leía:
«Querida Luisa: Lo que me dices del estado de nuestra respetable madre me causa el mayor dolor, y siento no poder compartir contigo los cuidados que prodigas a la querida enferma».
-¡Lo siente!, ¿y por qué no viene? ¡Dios mío! ¡Valen todas las riquezas de la tierra el dolor de estar tres meses separado de lo que se ama!
«Aún no he terminado completamente el negocio que me retiene en Madrid, porque las cuentas del difunto se hallaban tan embrolladas que toda mi actividad y la de los albaceas no han bastado aún para aclararlas».
-¡Y sin embargo hace un
«En días pasados tomé la resolución de volverme a esa y se la comuniqué a los albaceas de mi tío, ofreciéndoles que apenas llegase diría a mi padre nombrase un apoderado más propio que yo para este negocio. Pero después de dos días de reflexión, conocí que no era racional abandonarle a manos mercenarias, después de haber venido y que acaso mi padre no lo aprobaría... En fin, volví a presentarme a los albaceas para decirles que había desistido de mi primera resolución».
-¡Oh, qué fácil le fue desistir!..., ¡pero el temor de disgustar a nuestro
padre!... Y, sin embargo, ¡es tan bueno! Sí, él hubiera perdonado. Quiero
hablarle hoy mismo de esto, quiero echarme
Y la pobre niña lloró por muchos minutos con amargos sollozos.
Fuese casualidad o intención, aquellos sollozos se aumentaron de tal modo en el instante en que don Francisco, saliendo del aposento de su hermana, atravesaba una galería contigua al gabinete en que se encontraba Luisa, que, oyéndola el buen caballero, entró precipitado y llamándola con sobresalto:
-¡Luisa!, ¡Luisa!, ¿dónde estás?
-Aquí... -respondió balbuciente-. Aquí... estoy.
-¡Hija mía!, ¿qué tienes?, ¿qué te aflige? -exclamó su tío acercándose con
-¿Qué me aflige?... -tartamudeó ella haciendo un gesto infantil con el cual quería decir-. ¡Bien lo sabe Ud.!
-¿Qué te escribe Carlos, hija mía?, ¿te ha dado algún motivo de queja? Habla, Luisita, es tu padre quien te lo suplica.
Y el anciano, sentándose junto a ella, la atraía sobre sus rodillas.
-¡Queja! No, no es de él de quien debo formar queja...
-¿Pues de quién, niña mía? ¿Quién te ha ofendido?, ¡quién ha podido ofenderte!
-Nadie..., pero él no puede venir sin orden de Ud... y Ud. no da esa
orden... y ya hace tres meses que no lo veo: ¡tres meses!... ¡y pasarán
Y el llanto y los sollozos comenzaron de nuevo, y fue cosa imposible para el buen caballero hacerlos cesar, por más que prodigaba caricias y mimos.
-¡Ud. No me quiere! -le respondía Luisa a intervalos, y no salía de este tema.
Por fin, don Francisco acertó a tomar la carta que ella había leído por vigésima vez un momento antes, y al llegar al párrafo en que su hijo hablaba de no haber dejado la corte por el temor de disgustarle, el orgullo paternal le hizo olvidar por un momento las lágrimas de Luisa.
-¡Así!... -exclamó- ¡hizo muy bien! Esto prueba que no han sido perdidos mis
desvelos. Carlos es un hijo respetuoso y sumiso, como hay pocos en el día.
De eso debo tener
-Pero si él es un buen hijo, Ud. no debe ser un padre cruel -dijo Luisa con un atrevimiento tan inusitado en ella que dejó parado a don Francisco.
-¡Yo padre cruel!... -exclamó después de un momento de silencio-. ¡Qué estás diciendo, Luisita!
Y la afligida niña se echó a sus pies pidiéndole perdón, con una humildad que lo enterneció.
-No sé lo que digo -repetía-; conozco que todo lo que hace Ud. debe ser
bueno y justo, pero ¡padezco
Y apoyando la frente sobre las rodillas del anciano se abandonaba a su dolor.
Ya está conocido que don Francisco de Silva no era hombre que podía resistir mucho tiempo a los ruegos y a las lágrimas. Levantó a Luisa, besola en sus lindos ojos encendidos de llorar, pidió pluma y papel, y sobre el mismo veladorcillo en que estaban las cartas de su hijo trazó unas líneas.
«Carlos: Puedes venirte cuando quieras, pues yo daré mi poder a un sujeto más instruido que tú en esos embrollos. Tu esposa te espera con impaciencia, y tu padre está contento de ti y desea abrazarte».
Alargó el papel a Luisa, que al leerlo lloró de alegría tanto como había llorado de pesar. Abrazola el papá y dejola aconsejándola serenarse.
Luisa estaba loca de contento, pero no saltaba ni manifestaba su regocijo con los pueriles extremos propios de sus diez y siete años, sino que siempre tímida y religiosa se arrodilló para dar gracias a la virgen por aquel favor que, sin duda, le debía. Luego escribió una larga y hechicera carta a su marido, y cuando volvió al lado de su madre estuvo con ella más tierna, más humilde, más angelical que nunca, pues la felicidad era en aquella alma inocente y buena, como un perfume divino que se hacía sentir a cuantos la rodeaban.
Nadie, excepto Elvira, tenía conocimiento en Madrid de la partida de la condesa y de Carlos, y de la vuelta de ambos. La misma Elvira no estaba perfectamente instruida de las circunstancias particulares de aquel repentino viaje y de aquella repentina vuelta; pero no era ya solamente ella la que conocía el amor de Catalina.
De vuelta a Madrid presentose con Carlos en teatros y paseos, sin hacer
misterio de su afición. Aquella mujer extremada en todo y orgullosa hasta el
punto de creerse con fuerzas bastantes para dominar o despreciar la opinión,
no había sabido nunca, ni acaso había querido saber el arte del disimulo; y
Carlos estaba demasiado aturdido todavía de su propia derrota para poder
pensar en las conveniencias sociales. El gran paso para él estaba ya dado.
Había ofrecido y aceptado un amor culpable; había faltado en su corazón a
sus severos principios de virtud; había sido ingrato con su esposa y perjuro
con Dios. Para no sentir remordimientos érale preciso no pensar en nada, y
él mismo excitaba a la condesa y la conducía de fiesta en fiesta, procurando
Catalina, imprudente y gloriosa de su triunfo, tanto como temerosa de perderle, se engañaba a sí misma con sus especiosos sofismas para persuadirse que no faltaba a la virtud, mientras no faltase al honor; y cuando más se esforzaba en merecer la estimación y el cariño de Carlos, creíase más justificada, como si no fuese el usurparle el corazón de su esposo el más terrible e irremediable daño que podía hacer a la desventurada Luisa.
Y, sin embargo, era naturalmente buena y compasiva. Su gran defecto
consistía, como ella misma había dicho a Carlos, en que su poderosa
imaginación todo lo engrandecía o disminuía hasta el exceso; y las más
Bien conocía que la avidez de Carlos por entregarse con ella a todas las distracciones del mundo, provenía del temor de encontrarse a solas consigo mismo. No se le ocultaba el poder que sobre su noble y recto corazón ejercían los deberes a que por ella faltaba, y recelosa siempre de un arrepentimiento que hubiera herido a la vez su orgullo y su corazón, secundaba diestramente los esfuerzos que hacía el culpable para olvidar su crimen.
Nunca había aparecido tan hermosa, tan magnífica y espléndida.
Si Carlos hablaba de pintura, Catalina pintaba ingeniosas alegorías y bellísimas cabezas que todas se parecían a él.
Si le oía celebrar las bellezas de la naturaleza, inventaba un paseo al campo, y con una escasa y escogida sociedad le llevaba a pasar días de dulce expansión, a los sitios más pintorescos.
En fin, si le sorprendía un momento como tímido y receloso de su cariño,
probábale el exceso de él con mil apasionadas imprudencias. Si, por el
contrario, sospechaba que empezaba a adormecerse en la confianza de su
dicha, sabía despertar su inquietud con sagaces y finas coqueterías. Era
dulce y tierna y sumisa cuando convenía; y altiva, vehemente y dominante
cuando debía serlo. Era, en fin, la antítesis de la mujer que había hecho
feliz a Carlos durante dieciocho meses, y la única que podía fascinarle
hasta el punto de hacer
Carlos, pues, había visto pasar dos meses desde el día en que regresó a Madrid con la condesa, sin que en este tiempo se le hubiese ocurrido un solo momento el pensamiento de dejarla. Hallábase como encadenado, a pesar suyo, al lado de Catalina. No concebía ya cómo era posible vivir sin ella: sin sus talentos que le fascinaban, sin sus placeres que le aturdían, sin su pasión imprudente que le volvía loco, y aun sin sus coqueterías que le hacían rabiar. Se necesitaban todas aquellas nuevas y variadas emociones para que Carlos no sintiese el vacío de aquella felicidad inocente que había perdido, y si aún no bastase criminal para desconocer su falta, harto débil era ya para desear espiarla.
Más de un mes hacía que había recibido de su padre el permiso de volver a Sevilla: no se atrevió ni aun hablar de ello a la condesa. Difería bajo diferentes pretextos su salida de Madrid, y cuando alguna carta de Luisa, tierna y quejosa, venía a recordarle que sólo por su voluntad aún estaban separados, casi le parecía que era una crueldad de la pobre inocente el pedirle un sacrificio que tanto debía costarle.
Sus cartas eran ya menos largas, menos fáciles; todas reducidas a justificar
con pueriles razones su permanencia en Madrid, y a dar
Y la amaba, en efecto, sí, la amaba todavía, cual el hermano más tierno
La malignidad y la envidia que persiguen con preferencia a las personas
elevadas y brillantes, así como, según observaba un poeta, el rayo busca
siempre las torres; debían aplaudirse de la imprudencia de la condesa, que,
justificando en cierto modo los juicios desventajosos que de ella se
formaban, parecía renunciar a todo miedo de defensa y entregarse
Elvira, a cuyos oídos llegaban cada día las hablillas que circulaban en
descrédito de su amiga, no era mujer de un temple de alma bastante fuerte
para poner un dique a la murmuración: su cobarde, aunque sincera
No sucedía lo mismo a Carlos: padecía cruelmente al saber que el amor de la
condesa por él daba nuevas armas contra ella, y su violenta indignación
apenas podía ser reprimida por el temor de causarla un daño mayor, tomando a
su cargo el vengarla. La loca embriaguez con que durante dos meses se había
entregado a los placeres del mundo, en que veía brillar a su amada, iba
disipándose rápidamente. Cuando la acompañaba a una reunión, érale imposible
participar de la alegría y confianza con que ella se presentaba. Espiaba las
miradas de cada uno de los que le cercaban, prestaba el oído con sobresalto
a cualquiera conversación que se tenía junto a él, siempre receloso
Catalina veía declinar de día en día la alegría de Carlos. En vano prodigaba
fiestas para distraerle, y en vano agotaba la magia de su elocuencia para
infundirle el desprecio de la sociedad de que ella hacía ostentación. Carlos
no podía participar de sus opiniones en este punto, y cuanto más la amaba,
más sensible era al concepto que el mundo podía
-Carlos -le dijo una noche en que ambos iban a salir para un baile, y en el momento en que el disgusto de su amante se pintaba enérgicamente en su semblante-, creo que haremos bien en no asistir al baile.
-¡Lo deseabas tanto!... -respondió con triste sonrisa.
-Esperaba que te divertirías, pero ahora veo que me engañaba.
Y arrancando de sus cabellos su rica diadema de perlas, arrojola lejos de sí y dejose caer llorando sobre un sofá.
Carlos la miró un momento en silencio.
-¡Catalina! -la dijo luego-, yo soy un desventurado que sólo ha
-¡Carlos!... -exclamó ella fijándole con una mirada ansiosa-, ¿tendrás por ventura celos?... ¡Ah! Si es así dímelo, dímelo por tu vida, y quitarás de mi corazón un terrible peso.
-¡Celos!... ¡Sí, los tengo, los tendré sin duda! Celos de tu talento, de tu hermosura, de esa felicidad que no me debes a mí. Celos tengo sí, hasta del viento que agita tus cabellos, hasta del objeto inanimado en que fijes casualmente los ojos. Pero no es eso lo que me martiriza, lo que me hace aborrecer a los hombres y desear arrancarte de una sociedad que maldigo.
-¡Habla! ¡Habla, pues! -exclamó ella, extendiendo hacia él los brazos en ademán de súplica.
Carlos la asió entrambas manos, y con una mirada llena de pasión:
-¡Qué hermosa eres! -la dijo-, ¿cómo pudieras no excitar la envidia? ¡Oh! Si
me fuese dado tomarte en mis brazos, apoyarte sobre mi corazón y presentarte
diciendo: «Hela aquí, ¡es mi esposa, es la mujer adorada por mi corazón!»;
entonces desafiaría al mundo, entonces sería feliz, porque tendría el
derecho de adornarme con tu amor, de enorgullecerme con mi dicha. Pero,
¡desventurado! Mi estéril amor nada puede hacer por ti, y estoy condenado a
no darte en cambio de tu ternura sino la persecución del mundo, acaso el
descrédito y la vergüenza. ¡Oh,
Al concluir estas palabras habíase sentado junto a ella, y ocultaba su
rostro con las manos para que no viese dos lágrimas, que, a pesar suyo,
habían corrido de sus ojos. Mas era tarde: ella las había ya devorado con su
mirada. Era la primera vez que veía llorar a Carlos. ¿Y qué mujer desconoce
el poder del llanto de un hombre cuando es amado? Se dice que las lágrimas
de la mujer son omnipotentes, pero ¡cuánto más cierta es la omnipotencia del
llanto del hombre! El llanto de la debilidad puede conmover, pero en la
debilidad el llanto es natural, es fácil, es frecuente. Mas cuando una
lágrima humedece un rostro varonil, cuando la fuerza y el orgullo pagan un
momento
La condesa. Subyugada por esta emoción, estuvo próxima a echarse a los pies de su amante. Tomola él en sus brazos y la oprimió contra su corazón.
-Catalina -la dijo- fuerza es imponernos ambos un terrible sacrificio.
Presentándome contigo en todas partes no hago más que dar pábulo a la
malignidad que se enfurece contra
Pues bien, preciso es ser esclavos de ellas.
-¿Y qué me importa? -exclamó ella con impetuosidad-, ¿qué me importa la estimación o el desprecio de una sociedad, cuya inmensa mayoría la forman los tontos y los malvados? ¡Y qué!, ¿será preciso revestirse de una máscara hipócrita, degradar su carácter, envilecer sus sentimientos para merecer una mirada de ese mundo que despreciamos?
-¡Oh! -respondió él con amarga sonrisa-, no debemos despreciarle mientras tengamos necesidad de él.
-Pues bien, renunciémosle para siempre.
-¡Catalina!...
-Sí, es preciso. Desde hoy quiero emanciparme de él, quiero vivir una vida oscura y retirada. No ambiciono otros homenajes que los tuyos; no aprecio otro placer que el de mirarte; no concibo felicidad sino en ser amada de ti. ¡Carlos! Mientras esa felicidad me anime el mundo todo no tiene bastante poder para darme un solo instante de pena, y si la pierdo...
-¡Ah, calla! La felicidad no puedo dártela, ¡no! Y eso me atormenta aun en los momentos más dulces de mi vida. Pero mi amor tuyo es, tuyo mientras yo exista, tuyo si le aceptas, tuyo si le desprecias: ¡Tuyo siempre, amiga mía!
Y el insensato solemnizó con juramentos su perjurio, y más [...] la
apasionada Catalina levantaba
Desde aquel día cesaron las reuniones en casa de la condesa. Su sociedad quedó reducida a un corto número de amigos, y ella y su amante estaban solos la mayor parte del día. Aquella nueva situación les encantaba en un principio. ¡Cuán largas e íntimas conversaciones!, ¡cuántas horas de deliciosa soledad! Eran el uno para el otro únicamente. No tenían un pensamiento que no fuera común. Adquirían aquella dulce confianza, que es el lazo más fuerte del amor, cuando no le asesina. Aquella costumbre de verse, de decírselo todo, que a veces sobrevive al amor, y que cuando se pierde deja un vacío más grande en el corazón que el del amor mismo.
Para Carlos era nueva aquella situación. Con la dulce y sencilla Luisa la vida íntima tenía más suavidad que encantos.
La condesa poseía aquel raro talento de dar variedad a la vida uniforme. Su conversación era más amena y seductora cuanto más franca y espontánea. Conocía el secreto de evitar el fastidio poniendo siempre en juego el talento o el corazón, y Carlos casi se impacientaba de que tuviese para aprisionarle tantos atractivos cuando él creía no tener otros recursos que su amor.
Y, sin embargo, engañábale su modestia. La condesa se apasionaba más y más
cada día, y el exceso de su amor la espantaba. Carlos era un hombre que no
se parecía a ninguno de cuantos la habían amado. No era
No era ciertamente Carlos uno de tantos fatuos que abundan en todas partes, siempre gloriosos y confiados, ansiosos de triunfos de galanteos como único lauro a que pueden aspirar, ni era del número de aquellos enamorados infelices que se cuidan más de ostentarse amantes que amables, y que fastidian demasiado al presentarse para que sea posible sufrirles hasta que puedan darse a conocer.
Siempre sincero y digno, ora cediendo al sentimiento que le dominaba, ora combatiéndole con todo el poder de su razón, Carlos, sin estudio, era lo que debía ser para cautivar a la condesa.
Era irresistible en su delirio y respetable en su resistencia. Dejaba conocer todo el poder de su pasión, inspirando al mismo tiempo tan alta idea de su virtud que impedía una entera confianza en aquélla.
Amábale con delirio Catalina, amábale porque era digno y acaso también
porque no debía amarle. Considerábase desgraciada en que su caprichoso
destino le presentase ligado ya con otra por los más estrechos vínculos, al
único hombre a quien había verdaderamente querido. La imposibilidad de ser
feliz perteneciéndole
Estaba en la naturaleza del carácter de Catalina que no pudiese gozar con entusiasmo de una dicha fácilmente adquirida, y que no se apegase sino a aquellos bienes de cuyo logro no pudiese tener una certeza, ni aun acaso una esperanza.
Una insaciable necesidad de emociones devoraba de continuo su alma de fuego.
En los primeros años con sueños febriles de un amor que
La pasión, y la pasión desgraciada, vino, en fin, a darla nueva vida, y
semejante pasión que la hacía profundamente infeliz, era sin embargo la que
debía colocar a aquella mujer en su natural elemento, y contemplar por decir
así su existencia. Aquella pasión siempre igual en su esencia, tenía todas
las variadas faces que necesitaba una sensibilidad activa en demasía y
propensa al cansancio. Las grandes pasiones son, como todo lo verdaderamente
grande, inmutables en su naturaleza y variables en sus aspectos. Así como el
cielo, ora azul y espléndido, ora cubierto de nubes; así como el mar, que
aveces parece un monótono llano, a veces una escarpada montaña;
Si el amor de la condesa era más vehemente cada día, también cada día era
más infeliz. Aquella muer que gozaba con avidez de la felicidad de un
instante, aquella cuya filosofía consistía en la imprevisión y en la
imprudencia, hallose de súbito asaltada por un nuevo género de tormento, y
en los instantes más dulces que tenía junto a Carlos, el
-¡No es libre! ¡Tiene una patria! ¡Una familia! ¡Una esposa! -decía Catalina a cada minuto del día-. Será forzoso que vuelva a ellas, ¡forzoso! Y yo... ¡Dios mío!, ¿qué haré cuando deje de verle?
Y muchas veces tomaba la resolución de seguirle a Sevilla, de vivir en la
ciudad que él viviese, de renunciar a todo por él. Pero en el propio
instante acordábase que en aquella ciudad, extraña para ella, a que le
seguiría pisando su reputación y renunciando su vida libre y brillante,
encontraría una rival adornada de un nombre sin mancilla: una rival joven,
hermosa y pura, y que a ella pertenecería el hombre
He aquí por qué rara vez se halla en los caracteres entusiastas la
apreciable cualidad llamada
La condesa estaba muy lejos ya del heroísmo de que se creía capaz al
principio de sus relaciones con Carlos. Temblaba sin cesar temiendo el
anuncio de su partida, porque bien le siguiera, bien se quedase, creíase que
aquel momento completaría
No era ya la brillante condesa de S.***, no era ya siquiera la mujer de
talento que inventaba recursos para retener al amante. Su tez alterada; su
mirada, ora ardiente y casi febril, ora lánguida y apagada por el
desaliento; la desigualdad de su humor; sus movimientos nerviosos; la
continua abstracción en que se le veía siempre que no estaba Carlos a su
lado; todo revelaba en ella aquel torcedor secreto que cada
Pero si ella padecía no era Carlos a la verdad más dichoso. Su pasión le devoraba: era un hombre y en vano quería olvidarlo. Si los remordimientos de su falta aún dormían a veces en su corazón, era porque los sufrimientos de la pasión contrariada le hacían tan infeliz que podía creer que estaba ya suficientemente expiada.
Arrastrado por su corazón al lado de la condesa, pasaban días y días en la más estrecha y peligrosa intimidad, y cada vez se retiraba de junto a ella más enamorado y más infeliz.
Cuando todos le juzgaban tranquilo poseedor de Catalina, era presa de todas las agonías de una pasión continuamente irritada y nunca satisfecha.
Su propia resistencia había sucumbido más de una vez junto a la condesa, pero parecía que la flaqueza del hombre vigorizaba el orgullo de la mujer.
Había algo de incomprensible para el mismo Carlos en la larga resistencia de aquella criatura tan imprudente y tan apasionada. No entendía cómo sacrificaba su dicha y reputación al amor para condenar a aquel mismo amor a una eterna lucha. La mayor parte de las mujeres son detenidas por el temor del desconcepto público; pero Catalina, ¿qué podía respetar cuando arrojaba a los pies del ídolo de su culpable amor todo cuanto su sexo aprecia más?
Ignoraba Carlos, al raciocinar así, el poder del orgullo, del grande orgullo
que se basta a sí mismo y
No se engañaba en su esperanza: Carlos era infeliz -bien que acaso lo hubiera sido más siendo ella menos virtuosa- pero ni se quejaba, ni se atrevía a condenarla. Catalina era a sus ojos un ser excepcional a quien idolatraba más y más, y casi se complacía en hallarla tan grande y tan superior que le fuese imposible dejar de amarla.
En los sacrificios que una mujer hace vencida por el amor, se descubre
siempre la flaqueza y es natural que inspire más lástima que admiración.
Pero si una mujer que todo lo pospone a su pasión domina
¿Ignoraba esto Catalina?... No sabemos. Y si el lector se complace en creer pura virtud su resistencia, dejámosle en libertad para que así lo asegure. Pero si las personas que en todas las virtudes humanas buscan por origen y apoyo el egoísmo (por otro nombre: interés personal), se empeñasen en probarnos que a él y al orgullo debe nuestra heroína el no merecer el nombre de una mujer común, no nos creeremos tampoco obligado a contradecirles.
Era el 6 de julio. La mañana había sido calurosa y la tarde no lo era menos.
Por consiguiente, apresurábanse las personas elegantes de Madrid a ir a
tomar el polvo del Prado, diciendo que tomaban el fresco. Los coches
formaban una larga hilera y en el salón lucíanse las perfumadas cabezas,
cubiertas de trasparentes velos
-¿Quiénes son ésas? -preguntaba una marquesa a otra gran señora que iba con ella en su coche.
-Si no me engaño, la condesa de S.*** y su inseparable.
-¡Hola!, ¿vuele a darse a la luz la francesa?, ¿habrá dejado ya a su último adonis?
-Vendrá a caballo... Mas no, no le veo.
-Pero, amiga mía, si creo que te engañas, ésa no es Catalina de S.***
-Es ella, no lo dudes, pero está flaca que da
-Sin duda se ha gastado con su último amor.
Y las dos damas se sonrieron.
Diálogos parecidos a éste se suscitaron varios al ver a la condesa; pero ella no parecía cuidarse mucho del efecto que causaba su presencia, y en su rostro se veía una vivacidad triste y extraña, como la que produce la fiebre. Hablaba con Elvira sin echar una mirada entorno suyo.
-Sí, amiga mía, ésa es la causa de haber venido al Prado, y mañana daré un baile, y pasado mañana y siempre... ¡Quiero volver a la vida!
-¿Quieres volver a la vida? -observó con tristeza Elvira-, ¿y te estás dejando morir? ¡Si vieras qué pálida, qué desemblantada estás! Catalina, me das lástima.
-¡Lástima!...
Y sus labios hallaron todavía aquella su antigua sonrisa, desdeñosa e irónica; pero enseguida llenáronse de lágrimas sus ojos, y añadió con profunda amargura:
-¡La merezco, no hay duda!
-¡Eso te dijo el bárbaro!
-Sí, que su madre, es decir, la madre de... de esa mujer con quien le han casado, está muy enferma; que su padre le manda imperiosamente salir de Madrid... En fin, que se va y que yo... ¡Yo no debo acompañarle!
-Pues, qué querías.
-Sí, quería ir con él, como su hermana, como su amiga, como su dama, o como su esclava... quería.
-¡Dios mío! -exclamó Elvira mirando
-¡No sabes cuánto le amo! ¡No puedes concebir una pasión como la mía!
-Pero dime, ¿no le has visto hoy? Desde ayer no le veo..., acaso se ha marchado.
-¡Y bien!, ¿qué me importa?... ¿No le dije ayer que le aborrecía, que estaban rotos nuestros vínculos, que le iba a olvidar?
-¿Eso le dijiste, Catalina?
-¡Y qué!, ¿lo desapruebas?... ¿No sabes que me había arrodillado delante de él, bañada en llanto, rogándole no me abandonase?, ¿no sabes que dos veces me he desmayado a sus pies? Y el ingrato, ¡ah!, el ingrato me repetía: «¡No puedo!».
-Y entonces...
-Entonces le aborrecí... Le dije que le aborrecía y debo aborrecerle. ¿Le has visto hoy?
-No. Desde que no vive en mi casa no le veo con frecuencia.
-Acaso se ha ido ya... ¡Elvira! Es preciso saberlo... para... ¡para morir! Porque esto es imposible.
-¡Dios mío!, ¡qué tienes! ¡Catalina!... Cochero, a mi casa pronto.
La condesa sufría una terrible congoja. Elvira la apretaba las manos y el coche corría con dirección a su casa. Pero antes de llegar a ésta era preciso pasar por delante de aquélla en que vivía Carlos, y a pesar de su conturbación notolo Elvira y dijo:
-¡Y que haya venido a pasar este torpe cochero por aquí!
Oyolo la condesa y animose su rostro de una expresión extraña. Tiró del
cordón mandando al mismo tiempo con imperio que parase el coche, y apenas lo
hizo arrojose rápidamente
Entró en la casa que habitaba Carlos y subió precipitadamente la escalera, mas al llegar a la puerta de su cuarto detúvose fatigada y pálida, y hubiera caído a no llegar Elvira que la sostuvo en sus brazos.
Dos o tres minutos transcurrieron sin que Catalina pudiese o quisiese tirar del cordón de la campanilla, y acaso cediendo a las súplicas de su amiga hubiera consentido, por fin, en volverse al coche sin entrar, cuando la puerta se abrió de pronto y el criado de Carlos apareció en el umbral. Al conocer a la condesa exclamó:
-A casa de Vuestra Señoría iba yo ahora.
La condesa con indecible ansiedad le preguntó:
-¿A qué?, ¿a
-Señora, no lo lleve Vuestra Señoría a mal; es que, como estaba solo y el amo está tan malo que no me conoce, ni hace más que hablar disparates, y...
Elvira quiso en vano contener a la condesa, que se precipitó en la sala llamando a gritos a su amante. Cuando pudo alcanzarla hallola ya de rodillas junto a la cama de Carlos. Una fiebre violenta le tenía postrado, y el delirio se veía pintado en sus desencajadas facciones y en sus encendidos ojos. La condesa le besaba las manos y le llamaba con los más tiernos nombres. A su voz pareció calmarse la agitación del doliente, y su mirada buscó a Catalina, que le sostuvo en sus brazos.
-Yo soy, soy Catalina, tu amante, aquí
Y besaba sus cabellos y su frente abrasada.
Carlos la conoció, pero sus palabras eran tan incoherentes que la condesa, traspasada de dolor, estuvo próxima a desmayarse.
Elvira, que en esta ocasión desplegó una presencia de ánimo de que no parecía capaz, logró hacer comprender a su amiga que el estado del enfermo requería cuidados y no lágrimas, y cuando la vio más dispuesta a proceder con prudencia mandó inmediatamente el coche de la condesa en busca de su médico, y procuró tomar informes del criado de Carlos relativos a la enfermedad de éste.
El criado dijo que hacía dos días que su amo había recibido de Sevilla una
carta, que al parecer no
Desde entonces, añadió el criado, la calentura se ha ido aumentando y me ha
parecido que empeoraba rápidamente, por lo cual determiné avisar a la señora
condesa,
De rodillas junto al lecho de Carlos la condesa escuchaba estas palabras con una dolorosa expresión de placer.
-¡Me ama! -repetía besando delirante sus cabellos y sus manos ardientes con la fiebre-. ¡Me ama, a mí sola!, ¡solamente a mí!, ¡por mí padece!, ¡por mí muere!... Pues bien, ¡el sepulcro nos unirá con lazos más eternos que aquellos que los hombres tiránicamente nos imponen! ¡Carlos, Carlos! -añadía con exaltado amor-. La muerte sola podía hacerte mío, libertándote del yugo que en el mundo te esclaviza. Pues bien, venga en buena hora. Ambos debemos saludarla como un ángel libertador.
Elvira logró nuevamente calmarla,
Carlos comenzó a mejorar desde aquel instante, como si la presencia de su querida tuviese una influencia física sobre él, y después de una copiosa sangría, que se le hizo por mandato del médico, su cabeza pareció completamente despejada y su pulso perdió el vigor febril que había tenido durante el día.
Habló Elvira dándola gracias por su cuidado, y asiendo una mano de la condesa la dijo en voz baja:
-¿Por qué me conservas una vida que no puedo consagrarte?
Ella por única contestación le dio una de aquellas miradas que dejan sin armas a la razón y sin fuerzas a la resistencia.
En toda la noche las dos amigas no se apartaron ni un minuto de junto al lecho del doliente. Éste no les decía nada. Adormecíase a intervalos y, entonces, se le oían pronunciar alternativamente los nombres de Luisa y Catalina, pero cuando estaba despierto guardaba un silencio triste y parecía preocupado de algún pensamiento doloroso.
Al amanecer del día siguiente hallándose un momento solo con la condesa la dijo, asiéndola una mano:
-Me vuelves con la vida el sentimiento de mis deberes. Creía morir y estaba
en paz en aquel momento con mi conciencia y con el mundo. Pero tú me lanzas
de nuevo a esta lucha espantosa, de la cual saldrá mi corazón despedazado.
Toma esta carta, léela, amiga mía, y
Tomó la carta la condesa y la leyó temblando. Decía así:
«Carlos: mi hermana se halla a las puertas del sepulcro. Cuando recibas ésta tu esposa será huérfana. La infeliz niña, sucumbiendo a los pesares que devora en silencio, desde el momento en que pudiendo estar a su lado permaneces voluntariamente lejos de ella, y a las fatigas y desvelos que sufre con la asistencia de su madre, se halla casi en tanto peligro como ésta. Padece hace días cruelmente, y hay momentos en que tiemblo por su razón, que parece a las veces próxima a abandonarla.
»La desolación ha entrado en esta casa, antes tan tranquila y tan dichosa, y
a nombre de las lágrimas
La condesa devolvió la carta a Carlos sin proferir palabra alguna.
-¡Y bien! -exclamó él-, ¿qué me aconsejas, Catalina?
-No es ahora tiempo -respondió ella-, tu estado hace imposible la obediencia a esa orden paternal. Luego que estés bueno... entonces... Entonces partirás, si puedes, si quieres... Si es preciso.
Enseguida hizo venir a Elvira
«Primo mío: Por orden de Carlos participo a Ud. que no puede obedecer inmediatamente la orden de Ud. por hallarse enfermo, pero que saldrá para ésa tan pronto como se halle en estado de poderlo hacer sin peligro.
»Participamos del vivo dolor que experimenta por la situación desesperada en que Ud. le dice hallarse nuestra amada Leonor. Pido al cielo conceda a Uds. La resignación cristiana que en tal caso puede únicamente servirles de consuelo, y tengo el honor de repetirme, etc., etc.».
Esta carta fue despachada al correo y Carlos continuó mejorando rápidamente,
aunque se notaba que con
La condesa no se apartaba de junto a él, pero, ¡ah!, ¡cuánto más padecía ella misma que aquél por quien se inquietaba!... Las dos más terribles pasiones devoraban su alma de fuego: el amor y los celos.
Allí, a la cabecera de aquel lecho junto al cual ella velaba sin cesar
prodigando ternura, allí sobre la cabeza del hombre que amaba, del hombre a
cuyo amor inmolaría con placer su vida, allí estaba como un severo juez,
como un dueño celoso, como un testigo eterno, el retrato de la otra.
Catalina hubiera adivinado quién era el original, aun cuando hubiese visto
aquel retrato en otra parte. Su corazón la decía que tan celestial imagen
era la única que podía resistir
-¡Y qué! -pensaba ella-. ¡Habré de devolverlo a sus brazos!... ¡Consentiré en restituírselo a esa rival dichosa después de haber sacrificado a un loco amor el porvenir de mi vida!
Y al fijar de nuevo sus ojos en la angélica imagen, la expresión de una inocente sonrisa que aparecía en su boca la pareció un sarcasmo.
-¡Ella ríe! -se dijo apretando sus dientes de marfil sobre su labio inferior
que quedó
Carlos, que dormía, acababa de despertar agitado, y un nombre se escapó de sus labios:
-¡Luisa!
La condesa se puso pálida y seguidamente encendida como la grana. Acércose
al lecho y sentándose junto a Carlos le miró con una expresión desusada. El
terrible sentimiento que la animaba en aquel momento prestaba a su fisonomía
un carácter de hermosura particular. Carlos la contempló un instante y se
estremeció
-No, no tendré fuerzas para dejarte jamás si tú misma no me las das, Catalina. Si no me ocultas esa agitación, ese enérgico dolor que revelan tus facciones. Ten, pues, lástima de mi corazón...
-¡Ah! No sabes, no, ¡cuánto ha padecido!
-Esta separación que le destroza era ya necesaria, forzosa. La pasión que me
consume la hace tan precisa como el deber que me llama a otra parte. Al
menos, amiga mía, parto digno de ti; parto sin la vergüenza de haber
maldecido como una cruel tiranía la virtud que te ha hecho superior a una
pasión delirante. Pero esta lucha
La condesa le miró fijamente con una pasión que hizo saltar en el pecho el corazón de Carlos.
-¡Y bien! -le dijo-, ¿temerías acaso ligarte a mí con más estrechos vínculos?... ¿La felicidad que te diese no bastaría a tu corazón?
Carlos la abrazó delirante.
-¡Ah!, sí -exclamó-. ¡Un momento de suprema ventura y en cambio una vida
entera de expiación! Yo lo hubiera aceptado, Catalina: llamarte mía
Y ella sin esquivarse ni ceder sus trasportes, clavándole su mirada de fuego, exclamó:
-¿Quieres que sea tuya?, ¿quieres que te consagre mi vida entera?, ¿quieres que olvidemos ambos, en brazos de la felicidad, al cielo, al mundo y a sus leyes?, ¿quieres...?
Él la abrumaba de ardientes caricias...
-Soy tuyo, sí, quiero que seas mía, quiero la dicha o la muerte
-Pues la dicha para ambos -dijo ella- ¡la dicha! Mañana dejaremos para
siempre este país y cualquier rincón del nuevo mundo nos dará un asilo. Soy
rica, y los amantes dichosos muy poco necesitan. ¡Bien! Huyamos de esta
sociedad que hace un crimen de los sentimientos que ella no autoriza, que
ella no mide con su compás de hielo. Bajo el cielo de la joven América
seremos libres, seremos virtuosos..., ¡viviremos oscuros e ignorados, pero
viviremos! ¡Ah! No es vivir la eterna lucha de la naturaleza con las leyes
humanas, Carlos, amigo mío, no hay, no puede haber crimen para el corazón
sino en la falsedad y en la perfidia, no puede ser virtud la hipocresía.
Arrojemos su máscara cobarde, y pues no hemos
Carlos la escuchaba inmóvil. Su exaltación había cedido a la sorpresa, al espanto que tan inesperada proposición le causaba. La impresión que le dominaba no se escapó a la penetrante perspicacia de la condesa, y el movimiento de indignación y de celos que entonces sintió en su corazón contribuyó a hacer más ardiente y vigorosa su elocuencia.
-¡Y qué!..., ¿vacilas?... -exclamó con un gesto enérgico de dolor-.
¿Vacilas?... Temes acaso -añadió con amarga ironía- comprometer mi
reputación, ¿que está perdida? ¿Temes
-¡Basta, por Dios! -exclamó Carlos a quien estas últimas palabras habían
profundamente conmovido-. ¡Oh! No me pidas lo que sólo podría ejecutar
convirtiéndome en un monstruo. No, no puedo violar un juramento solemne que
Dios y los hombres han oído y sancionado. No puedo inmolar al ángel que me
ha sido confiado... ¡Harto culpable soy con no amarle como merece!... No
puedo arrojar
-Acaba, ¡bárbaro! -exclamó con desesperación la condesa-. Acaba de pisotear a la desgraciada a quien su amor por ti ha encubierto de vergüenza.
Y cayó sofocada por el dolor y la cólera.
Carlos se echó fuera del lecho y la levantó con sus brazos.
-¡Catalina! -la decía-. Yo te amo, te adoro..., pero ¿qué quieres de mí? ¿Serías tú dichosa perdiéndote para siempre en la opinión del mundo?... Este amor infeliz que nos extravía, ¿bastaría siempre a tu corazón?...
Ella se desprendió de sus brazos.
-Para mí -dijo-, no hay más que esta alternativa. ¡Tu amor o la muerte!
Y cayó a los pies pálida, suelto el cabello, inundada en llanto.
-¡Ya es demasiado! -gritó él apretándola en sus brazos-. ¡Catalina! ¡Tuyo soy! ¡Dispón de mí! Te seguiré donde quieras, cometeré mil crímenes si tu voz omnipotente en mi corazón me los dicta. ¡Ven! ¡Todo lo olvido! Dios, el mundo, el honor... ¡Ven! Y embríagame de amor y de placer, y seamos tan felices como somos culpables.
Las agitaciones de aquel día memorable volvieron a Carlos la fiebre con toda
su primera violencia. La condesa le asistió, y cuando estuvo mejor se marchó
con él a una casa que poseía a algunas millas de Madrid. Su encargado de
negocios quedó ocupado de la venta de varias fincas de que juzgó oportuno
deshacerse,
Mientras él se entregaba ciego y débil a su loca pasión, la condesa tomaba desde su retiro todas las disposiciones para poder realizar su partida tan pronto como se hallase Carlos completamente restablecido; y Elvira, que sin conocer sus proyectos empezaba a temer vagamente alguna gran imprudencia en su amiga, la escribía larguísimas cartas a las cuales no recibía otra contestación que ésta.
«Soy feliz: no me digas nada».
-¡Pobre Catalina! -decía Elvira llorando,
Y herida de esta reflexión cesó de llorar y mojó presurosa una finísima toalla para refrescar sus bonitos ojos.
Los asuntos de la condesa estaban en buen estado y todo dispuesto para su
largo viaje, que era, sin embargo, un secreto para todos. Carlos, todavía
débil y triste, encadenado a los pies de su apasionada querida, veía
acercarse el día de su expatriación con una especie de indiferencia. No
tenía ya bastante energía ni para el dolor ni para el placer. Creyó, sin
La condesa a quien detenían en su quinta algunos negocios le dejó partir ofreciéndole ir a reunirse con él a fines de semana (era lunes). Carlos, al hallarse solo, al dejar de ver sus ojos que le fascinaban, y de oír su voz que llegaba siempre al alma, conoció al mismo tiempo lo imposible que le sería vivir sin ella, y el remordimiento de una acción cuya enormidad no veía sino cuando dejaba de ver a su amada.
No vaciló, sin embargo, y apenas llegó a Madrid visitó a las personas a quienes había resuelto dejar encargadas de los asuntos de su familia, y luego comenzó a escribir; primeramente a su esposa. Esta carta no fue escrita con serenidad, como bien puede presumir al lector.
¡Había amado tanto a la pobre niña!, ¡la quería aún con afecto tan tierno! No pocas veces mientras su mano trazaba las líneas que debían herir de muerte su corazón, espantado de la grandeza de su crimen tuvo impulsos de suicidarse, terminando con su vida la lucha atroz que destrozaba su alma.
Concluyose, sin embargo, la carta. Quebrantado, cayó enseguida sobre su
cama, y un mar de lágrimas amargas y abrasadoras brotó de sus ojos,
Carlos lanzó un grito, y en su exaltación púsose de rodillas exclamando:
-¡Perdona, ángel ultrajado!
-Carlos, esposo mío -respondió una voz musical que Carlos no había oído hacia siete meses-. Acabamos de llegar. He querido sorprenderte. Nuestro padre te espera en la fonda en que nos hemos hospedado. Temíamos hallarte enfermo. ¡Ah! Gracias a Dios supimos por Elvira que estás bueno. Aquí me tienes... ¡Cuánto he padecido!... Vengo a buscar a mi esposo... ¡No tengo ya madre!
Y le levantaba la inocente, abrazándole y vertiendo en su pecho abundantes lágrimas.
Carlos no sabía si dormía aún o si estaba despierto. Parecía completamente lelo.
-Ven -le repetía Luisa-, un coche nos espera a la puerta.
Y se le llevaba consigo sin que
Sin embargo, al atravesar la sala en la cual había algunos preparativos de su viaje, detúvose repentinamente y mirando con una especie de espanto a su mujer:
-Dímelo una vez más -exclamó-. ¿Es cierto que eres Luisa?..., ¿qué estás en Madrid?..., ¿a qué has venido?...
-¡Ingrato! -respondió ella con ternura-. Sabía que estabas malo ¿y me preguntas a qué he venido? ¿Te pesa, Carlos -añadió mirándole con una vaga inquietud-, te pesa por ventura mi venida?
Carlos se dio con la mano en la frente. Acababa ya de comprenderlo todo, de conocer la verdad.
-¡No! -dijo tomando la mano de Luisa y apartando de ella los ojos-. No, amiga mía. ¡Bienvenida seas!
Y la siguió en silencio.
Cuando dos sentimientos poderosas luchan en el corazón, la victoria obtenida
por uno de ellos vigoriza en vez de aniquilar al otro. En el amor sobre todo
se observa con frecuencia esta especie de fenómeno. Si nos hallamos
colocados entre esta tirana pasión y un deber sagrado, ella vence
regularmente, pero todos los sacrificios que obtiene, todos los
¡Orgullo y pequeñez del corazón! Siempre le hallaréis así: Siempre le hallaréis así: en todos los climas, en todas las jerarquías, con corta diferencia el corazón humano es siempre el mismo. Veréisle sin cesar anhelando cederlo todo a la pasión que le domina y arrepintiéndose a proporción que da. Veréisle indómito a cuanto no sea su pasión para convertirse después en tirano de su propio ídolo. Toda su fuerza está en la contrariedad: dadle el poder de sacrificarlo todo y lo veréis muy pronto cansarse de ese mismo poder.
Si Carlos hubiera realizado su fuga con la condesa, acaso el valor de cuanto
por ella sacrificaba hubiérase aumentado en su imaginación, y el
arrepentimiento y el pesar vengarían
Hallábase en los brazos de su padre y su esposa, y en vano se esforzaba para corresponder a sus caricias. Un pensamiento, un objeto único le ocupaba: ¡Catalina! Era ella en aquel momento la verdadera víctima a sus ojos.
Al verse restituido, a pesar suyo, a una esposa ultrajada, conmoviole
Felizmente no sucedió así. ¡Es tan ciego el amor! ¡Tan fecunda en ilusiones la inocencia! ¡Tan crédula la confianza! El desconcierto de Carlos no parecía a Luisa sino un natural efecto de placer y sorpresa. Era tan feliz en aquel momento que ninguna sospecha dolorosa podía caber en su alma.
Sentada sobre las rodillas de su tío y oprimiendo entre sus manos
Carlos padecía. Sus ojos fijos en Luisa bajábanse con frecuencia preñados de lágrimas, pero su corazón, su culpable corazón ahogaba rápidamente los impulsos de un momentáneo arrepentimiento.
Y, sin embargo, al verla, al oírla, al recordar cuánto la había amado y al
sentir cuánto era amado todavía
Abismado en confusos pensamientos permanecía junto a Luisa sin saber qué resolución tomar en aquella crisis de su destino, cuando un coche se detuvo ante la puerta y poco después se presentó Elvira. Su parentesco con los recién llegados, y la visita que éstos le habían hecho apenas dejaron la diligencia, la obligaban a corresponder con todo el empeño y atención posibles, pero advertíase a primera vista que cedía con cierta repugnancia a la imperiosa ley de las conveniencias sociales.
Carlos, al verla, sintiose tan turbado como si viese a la misma Catalina
Enseguida, y mientras sostenía distraída una conversación lacónica e insignificante con don Francisco, en el cual no manifestó ni una sola vez su genial locuacidad, miraba frecuentemente a Luisa, y admirada y conmovida de su perfecta hermosura, volvía los ojos hacia Carlos con una expresión colérica y como si quisiese decirle: «Ud. Es indigno igualmente de su esposa y de mi amiga».
Carlos no pudo soportar largo tiempo la violenta posición en que se hallaba.
Despidiose con un pretexto frívolo, y en vano la mirada de su mujer expresó
una tímida queja. Salió precipitadamente de aquella casa cuya atmósfera le
ahogaba. Tenía
Apenas hubo vuelto a su casa despachó un correo a la condesa con una carta que sólo contenía estas incohesas palabras:
«Mi esposa ha llegado, mi padre también. El rayo ha caído sobre mi cabeza.
Estoy loco. Tranquilízate, Catalina: Yo te amo más que nunca...
¡Desventurado! ¡Más que nunca! No sé qué debo hacer, es terrible, es atroz
la alternativa. Pero, ¿no te he jurado, al aceptar tus sacrificios, hacer
por ti todos los que me exijas? Otro juramento había prestado antes, tú lo
sabes, ¿será mi suerte el eterno perjurio? Y, sin embargo, soy más infeliz
que culpable. Espero tus órdenes.
Despachada esta carta se sintió más agitado. ¿Qué resolución tomaría la condesa?, ¿pediríale nuevamente el abandono de su esposa, de su inocente esposa que venía huérfana y triste a apoyarse en su corazón? Esta idea le hacía estremecer; y, sin embargo, cuando pensaba en la posibilidad de que Catalina desistiese de su proyecto y acaso renunciase a su amor, experimentaba impulsos de ira y desesperación tan violentos que casi le hacían aborrecer la causa inocente de su desventura.
El día pasó sin que se hallase con valor para volver junto a su esposa. Tan
prolongada ausencia comenzó a
-¿Qué hace tu marido? -repetía el anciano caballero con notable disgusto.
Luisa no contestaba nada, pero su propio corazón la decía como su tío: «¿Qué hace tu marido?».
El sol llegaba a su ocaso y no parecía Carlos. Don Francisco no pudo sufrir más y salió en su busca: Luisa al verse sola se deshizo en un mar de lágrimas. Sin embargo, nada sospechaba todavía. Su corazón oprimido por vagos e indeterminados temores no dejó escapar ni un solo impulso de desconfianza, y concibió todas las desgracias, excepto aquélla de que era realmente víctima.
Cuando don Francisco llegó a la casa en que habitaba su hijo, acababa
«Te comprendo: el sacrificio que me ofreciste es para ti la muerte. No le acepto. Puedo cederte, jamás divertirte: ¡Te cedo! Todo concluye para mí. Sé dichoso».
La desesperación de Carlos no conoció límites. Habríase precipitado por el balcón si una rápida e instantánea reflexión no le hubiera contenido. Su muerte voluntaria acaso perdería a la condesa en la opinión del mundo: sobre ella recaería la odiosidad pública, y sobre ella las acusaciones de su familia.
Carlos, en su extremo delirio, concibió el pensamiento de confiar a Luisa
todos sus secretos, de implorar
El bárbaro no se acobardaba a la idea de arrancar a aquella alma tierna el voluntario sacrificio de toda su ventura.
Voló, pues, a la casa de Luisa, y subió precipitado y con aire decidido la escalera que conducía a su habitación. Hallola triste y sola, lánguidamente echada en un sofá. Habíase cansado de esperarle y la aflicción y el desaliento se pintaban en su hermoso rostro. Mas al presentarse Carlos incorporose con viveza, brillando en sus ojos un rayo de felicidad y le tendió sus brazos.
-¡Carlos!
Fue todo lo que pudo pronunciar, pero el sonido de su voz, su acento, su
mirada, trastornaron en
La expresión violenta, pero enérgica, que animaba su semblante, fue cubierta por una repentina nube de tristeza, y pálido y temblando dejose caer a los pies de su esposa, que se arrojó a su cuello con mortal sobresalto.
-Carlos, esposo mío, ¿qué tienes? -repetía con angustiado acento.
Y atrayéndole a su pecho sintió correr sus lágrimas.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó temblando-. ¡Tú padeces! ¡Tú me ocultas algún secreto terrible! ¡Carlos! ¡Carlos! ¡Habla, por compasión!
Él se apartó de sus brazos con un movimiento convulsivo, y comenzó a
pasearse maquinalmente por la sala con extrema agitación. Luisa le seguía
toda trémula juntando sus
Detúvose de repente Carlos y, asiéndola del brazo con una especie de furor:
-Nada me preguntes -la dijo-. ¡Nada! Por Dios y por las cenizas de tu madre te lo suplico. Soy muy infeliz: ¡Eso es todo!
-¡Eres infeliz! -exclamó ella aterrada, y cayó en los pies como herida de un rayo.
Carlos la llevó en sus brazos al lecho, profundamente conmovido, y reanimada por sus caricias fijó Luisa sus ojos en él con inefable y tristísima ternura.
-¿Has dicho que eres infeliz, Carlos? -le dijo-. ¿No he oído mal?, ¿es cierto que eres infeliz? ¡Hoy! ¡El día de nuestra reunión!
Y pasando rápidamente por su pensamiento el recuerdo de la voluntaria
permanencia de su marido en la corte, y las
-¡Carlos!, ¿no me amas ya?
-¡Siempre! -la dijo él-. Siempre serás mi hermana y la amiga de mi corazón. Siempre te amaré con toda la ternura de mi alma. Pero, ¿puedo hacerte feliz?, ¿puedo serlo yo mismo?... Tan imposible es ya como el devolverte tu libertad perdida. Los hombres nos han encadenado con vínculos eternos, y tú, pobre ángel, serás víctima como yo de sus tiránicas y absurdas instituciones.
Tales reflexiones jamás pudieron ocurrírsele a Luisa, pero, ¡ah!, aquellas
insensatas palabras habían dado una luz funesta a su ciega inocencia. No
tuvo palabras, no tuvo un gesto
Don Francisco volvió a las nueve de la noche cansado de buscar inútilmente a
su hijo, y hallole junto a la cama de Luisa. La desventurada se encontraba
rendida por una fiebre violenta, pero don Francisco no pudo sospechar la
culpabilidad de Carlos. Sus cuidados por la enferma eran tan tiernos, tan
viva su inquietud y tan verdadera, que el anciano caballero le perdonó su
extraña conducta durante el día, y atribuyendo la indisposición de Luisa a
las fatigas del viaje, retirose a su alcoba, muy convencido de que los dos
esposos
Tres días pasaron después de haber recibido y contestado la condesa la carta de su amante, sin que tuviese noticias suyas. No era preciso tanto para exaltar aquella alma naturalmente extremada. La desesperación se apoderó de ella y horribles resoluciones se sucedieron unas a otras sin dar lugar a la ejecución.
Su dolor no era el dolor profundo y resignado de Luisa: Era el dolor
Veíasele pasar en un momento de las más convulsiva movilidad a la inacción
más completa; y había momentos en que la expresión de un semblante y la
incoherencia de sus palabras podían persuadir que se hallaba
Al tercer día su desesperación tomó un carácter más silencioso y constante, y acaso en él se hubiese realizado el desenlace de esta historia si Elvira no hubiese llegado a tiempo de impedirlo.
Buena, aunque cobarde amiga, corrió al lado de la condesa, adivinando el
estado en que la encontraría, y, sin embargo, aterrola el aspecto sombrío de
su dolor, y concibió temores que hasta entonces no había tenido. Ansiosa de
templar su amargura a cualquier precio, noticiola la enfermedad de Luisa que
justificaba, en cierto modo, la conducta de Carlos; dando al mismo tiempo
seguridades que ella misma no tenía, de la firme resolución de éste de
consagrarse todo a su amante, tan pronto pudiese
No le era posible a Elvira comprender perfectamente el alma de su amiga, jamás se elevaba a la altura de sus sentimientos. Aquella muerte presumible, anunciada como una buena noticia, afectó dolorosamente el magnánimo corazón de la condesa y causó un visible trastorno en sus pensamientos. Acaso era capaz aquella mujer apasionada y violenta de asesinar a su rival en un arrebatamiento de furiosos celos, pero no lo era de calcular las ventajas que podían resultarle de su muerte, ni de fundar sobre su tumba el edificio de sus esperanzas.
Debemos hacer justicia: no existía alma más noble y generosa que la que animaba a aquella mujer culpable.
A la idea de Luisa moribunda, de la esposa inocente y ultrajada expirando junto a un marido criminal, concibió el dolor y los remordimientos de éste. Le hubiera despreciado profundamente si pudiese creerle libre de ellos. Hasta aquel momento la felicidad de su rival había exacerbado su dolor. Entonces, su dolor recayó sobre los padecimientos de su víctima.
Juzgose con rigor a sí misma y condenose. Los extravíos de las nobles almas no han menester de jueces ni verdugos: Ellas mismas se juzgan y se castigan, ¡ay!, acaso con sobrada crueldad.
Pasó el día en honda y silenciosa tristeza. Elvira se esforzaba en vano por hacerla hablar o llorar. Permanecía horas enteras en completa inmovilidad, los ojos clavados en el suelo, su pálida frente nublada como si reflejase un pensamiento lúgubre. A veces levantaba al cielo su mirada y sus labios murmuraban confusas palabras. Expresaban un voto del cual sólo Dios podía comprender la grandeza y heroicidad. El voto de no reclinar jamás su cabeza culpable en el casto lecho de la esposa moribunda, de no sucederla nunca en el tálamo nupcial de Carlos, en el tálamo que ella dejaba tan puro y que él había mancillado.
¡Oh! Digan lo que quieran los ignorantes
Pedidles en buena hora a ellos las brillantes acciones inspiradas por la
ambición, la gloria y el honor. Pedidles la osadía del valor, la franqueza
de la libertad, el noble orgullo de la fortaleza. En muchos, aunque no en
todos, encontraréis algo de esto. Pero no pidáis sino a la mujer aquella
inmolación oscura, y, por lo tanto, más sublime; aquella heroicidad sin
ruido que no tiene por
Por eso, la mujer es siempre víctima en todas sus asociaciones con el
hombre. No lo es solamente por su flaqueza, lo es también por su bondad.
Buscadla amante, esposa o madre y siempre la hallaréis sacrificada, ya por
la fuerza, ya por su voluntad, siempre la hallaréis generosa
Pero no vais a decírselo a esos reyes por la fuerza, que tan decantada
protección aparentan darla, no vayáis a decirles: «El sexo a quien llamáis
débil y al que por débil habéis cargado de cadenas, pudiera deciros: '¡Sois
cobardes!'; si el valor, mejor entendido, sólo se midiese por el
sufrimiento». No se lo digáis, no, porque después de haberle inhabilitado
para los altos destinos que exclusivamente se han apropiado, después de
cerrarle todas las sendas de una noble ambición, después de anatemizar
cualquier lauro que haya arrancado trabajosa y gloriosamente a su orgullo,
todavía serían osados a disputarle el triste privilegio de la desventura,
todavía
Al cuarto día una carta de Carlos llegó a la quinta de la condesa. Luisa estaba fuera de su peligro. Catalina respiró como si la descargasen de un enorme peso. Carlos escribía lleno de compasión hacia su esposa, pero lleno también de amor hacia su querida. Conjuraba a ésta a que se tranquilizase, y jurándola morir si le retiraba su amor ponía en sus manos el destino de ambos. Mas al ofrecerse todo a su amante mostrábale la certeza que tenía de que su esposa no sobreviviría a su abandono, y dejaba comprender que tampoco él soportaría largo tiempo una existencia emponzoñada por el atroz remordimiento de haber sido el asesino de Luisa.
La condesa leyó aquella carta por tres veces y pareció después profundamente pensativa. Elvira, respetando su larga meditación, no se atrevía a hablarla para preguntarla su intención, pero observando el semblante de su amiga concibió lisonjeras esperanzas. Parecían disiparse las sombrías nubes que turbaban y obscurecían aquel hermoso semblante, y una expresión de altiva calma sustituía a la honda desesperación que algunas horas antes se pintaba en cada uno de sus rasgos.
-Triunfará -pensaba Elvira-, triunfará de una loca pasión: recobraré a mi amiga. Y acercándose a ella y asiendo una de sus manos:
-Catalina -la dijo-, tu orgullo solamente puede salvar ahora a tu virtud, y
veo con placer que ese poderoso
-Sí -respondió ella con una sonrisa que hizo estremecer a Elvira-. Sí, la cólera del destino no sería satisfecha si ese invencible orgullo no existiese. Sí, necesario era en este instante para que el combate fuese más atroz y más difícil el triunfo.
Y trazando rápidamente algunas líneas alargóselas a Elvira que las leyó temblando. Eran éstas:
«¿Es forzosa una víctima? ¡Bien! Yo lo seré, pero basta una sola. Ocúltale por piedad tu crimen y el mío. Que viva feliz en su ignorancia, y si puedes tú vive feliz también en tu perfidia. Procura que jamás sorprenda en tus labios la estampa de mis besos. Yo acepto el destino con que me brindas».
-¿Y cuál es ese vergonzoso destino? -exclamó fuera de sí Elvira-. ¡Catalina!, ¿has reflexionado lo que vas a hacer?, ¿has reflexionado la posición en que quieres colocarte?
-En la que más me humilla -respondió la condesa-, en la que debe arrancar lágrimas de sangre a mi culpable corazón. Pero esta sola pudiera ser expiación de mi delito. Yo que me he complacido en encender en el alma de un hombre una pasión criminal, no soy ciertamente la que tiene el derecho de castigarle por ella. Sea él dichoso, y que su dicha no cueste lágrimas sino a mí sola.
Elvira, despechada, olvidó en aquel momento el respeto que instintivamente tributaba a su amiga, y:
-¡Haces bien! -la dijo con amargura-, ¡haces bien en disfrazar la vergonzosa
-¿Para qué? -respondió con amarga sonrisa la condesa. ¡Para lo que sirven siempre! Para atraer la desventura y alejar la compasión: para poner en espectáculo nuestras faltas y hacer incomprensibles nuestras virtudes.
Luisa se hallaba restablecida de su enfermedad. Don Francisco, encantado con revivir sus antiguas amistades y lleno de ambición y de proyectos respecto a su hijo, había resuelto permanecer en la corte, y un lindo cuarto principal en la calle de Alcalá hospedaba ya al buen caballero, a su hijo y a su nuera.
Demostrado tenemos que el señor
Con la misma tenacidad con que en otros días se empeñó en mandarle a Madrid, se decidió entonces a obtener para Carlos, a cualquier precio, algún destino honorífico que hiciese resaltar las ventajas de su ilustre nacimiento, esmerada educación y considerables riquezas: ventajas que creía oscurecidas mientras no ocupase algún puesto en el mundo político.
La carrera diplomática era y había sido siempre su favorita, y todos sus esfuerzos se dirigieron a alcanzar para su hijo el título de secretario de embajada en alguna de las principales cortes extranjeras.
Carlos, sin embargo, no se cuidó en su principio de estas pretensiones. Su corazón se hallaba demasiadamente ocupado con su posición, respecto a las dos mujeres a cuyos destinos se hallaba enlazado el suyo.
La condesa permanecía en su quinta, a la cual iba diariamente Carlos a pasar muchas horas en su compañía. Más apasionado, más afectuoso que nunca, su amor se forzaba por hacer olvidar a Catalina la amargura de su posición, y jamás se apartaba de su lado sin hacerse una dolorosa violencia.
Conocía ella que nunca como entonces había sido amada. Segura estaba de su imperio, afianzado por la generosidad con que sacrificaba su orgullo y el celoso exclusivismo de la pasión, a la ventura de su amante y de su misma rival, pero era, no obstante, muy feliz.
¿Podía aniquilar aquel orgullo que había atrevidamente pisado?, ¿podía
olvidar la brillante vida que había renunciado, su reputación perdida para
siempre, su libertad encadenada por reprobados vínculos? La pasión en
aquella alma fogosa y delicada, ¿tendría el vigor de perseverancia que aleja
los momentos de cansancio, en los cuales volvemos la vista a lo pasado y nos
asombramos de la extensión del camino que hemos recorrido, y nos decimos con
Devorada todavía por la pasión, la condesa analizaba ya los dolores que ella le atraía, y sus momentos más dulces eran aquéllos en que el torcedor de los celos la atormentaba bastante para privarla de la facultad de medir su desventura.
Horrible cosa era, sin duda, para aquella mujer tan apasionada y a la par
delicada: haber de dividir con otra la posesión de su amante; tocar su mano
caliente, aun con el calor de Luisa; respirar su aliento impregnado aún, por
decirlo así, del aliento de Luisa. Los hombres no comprenden esta especie de
suplico en las mujeres. Se creen con el derecho de ser exclusivamente
delicados en este punto, y, por eso, sin duda les
No la había visto nunca. La peregrina belleza de Luisa no había podido
exaltar sus temores, y acordábase siempre de que había estado moribunda,
acaso por encontrar el corazón de su marido sin calor para abrigar su
delicada existencia. Sentía compasión hacia la tierna joven que ya no tenía
madre, que entraba en el mundo inexperta y tímida, sin armas para defenderse
de las perfidias,
Carlos le daba mil seguridades de ella. Decíala con frecuencia que la
inocencia y la credulidad de su esposa no la permitían concebir la menor
sospecha, que, después de las primeras escenas desagradales que habían
tenido lugar entre los dos, la buena y demasiado indulgente Luisa se había
dejado consolar sin dificultad, prestando entero crédito a las falsas
explicaciones que él creyó conveniente darla. Carlos estaba cierto, según
decía, de que Luisa era incapaz de celos, y que siendo
Pero, ¡cuánto se engañaba! La callada y, al parecer, tranquila esposa era más infeliz de lo que podía expresarse. No la cegaba ya su inocencia, ni la sostenía su confianza. Una terrible verdad había brillado delante de sus ojos. ¿Qué valí su ignorancia respecto a la infidelidad de su marido? Para ser profundamente desgraciada bastábale la certeza de no ser amada.
Las palabras de Carlos, aquellas palabras que la habían lanzado al borde de
la tumba, ¿podrían borrarse
No se quejaba, es verdad. Había escuchado con atención y bondad las explicaciones y disculpas de su marido, y, a pesar de toda su inexperiencia, comprendió que se hallaba arrepentido de su imprudente sinceridad y que intentaba repararla. Era todavía bastante bueno y compasivo para desear engañarla, y ella aparentó estarlo.
Era la vez primera que fingía: es
Guardaba, pues, silencio y observaba a su marido. Bien pronto al pesar de conocerse desamada debía seguir la dolorosa sospecha de creerse ofendida.
Carlos estaba con ella cada día menos. Marchábase a caballo todas las tardes después de comer y no volvía hasta muy avanzada la noche, dando siempre frívolos pretextos a sus periódicas y largas ausencias.
Estaba don Francisco tan ocupado de sus proyectos y pretensiones, y tan
asediado por sus antiguos amigos, que no fijaba su atención en la conducta
de Carlos. Salía por las tardes
-¿Estás contenta? -solía preguntarla al marcharse.
-Sí, padre mío -contestaba ella.
Íbase, entonces, muy complacido don Francisco, y un mar de lágrimas espiaba la generosa mentira de la infeliz niña.
A nadie podía confiar sus penas, a nadie pedir consejo y compasión. Evitaba con extremo cuidado que don Francisco pudiese concebir la menor sospecha, porque temía ver destruida la buena armonía que reinaba entre padre e hijo, hacer sufrir a éste la cólera violenta de aquél, y acaso emponzoñar los últimos días del anciano que se consideraba feliz con la dicha de sus hijos.
Tanto poder tenían en ella estos temores que cuando Carlos volvía demasiado
tarde velaba para esperarle y hacerle entrar con sigilo, evitando que don
Francisco, sabiendo
Pero en medio de tan increíble bondad su descontento crecía por instantes. Sospechaba ya toda la extensión de su desgracia, y los celos fermentaban ocultos en su alma.
Muchas veces en mitad de la noche dejaba su lecho para espiar -por decirlo así-, el sueño de su marido, con la esperanza de oír escaparse de sus labios alguna palabra que disipase o confirmase sus temores. Al despertar, Carlos hallábala todavía junto a su cama.
-¿Tan temprano te has levantado, querida mía?
-Ya lo ves -respondía ella-, como tus ocupaciones me privan de ti muchas
horas del día quisiera anticipar
Si entonces Carlos la dirigía una tierna mirada, si articulaba una palabra afectuosa, retirábase para ocultar el exceso de su emoción, y se decía con alegría:
-¿Acaso volverá a amarme, acaso no se ha mudado completamente su corazón?, ¿no tiene todavía aquella mirada que me hacía feliz, aquel mismo acento que siempre llega a mi alma?
Cuando hemos sido amados con verdad y hemos tenido fe en el sentimiento que
inspiramos, nunca prevemos la posibilidad que deje de existir. El momento
llega, sin embargo, súbito, inesperado. El corazón fascinado no ha
comprendido los síntomas precursores de su llegada, y muchas veces dudamos
todavía, aun después de tocar la terrible
Pero cuando dejaba de verle, cuando contaba en la soledad de su cuarto horas interminables de ansiedad, cuando volvía los ojos en torno suyo sin encontrar un seno amigo donde reclinar su cabeza atormentada, entonces faltábala resistencia y saliendo de su habitual mansedumbre osaba quejarse al cielo.
-¡Dios mío!, ¡Dios mío! -exclamaba-. No es justo que una pobre mujer sea oprimida por tanta desventura.
Mientras tanto, pasaban días y días, y ninguna mudanza se operaba favorable
Un día, a la hora en que se acostumbraban a comer, Carlos, que se paseaba por la sala, entró de pronto en el gabinete en que ella se hallaba sumida en triste cavilación:
-¡Y qué! -la dijo con mal disimulada impaciencia-. ¿No comemos hoy?
-Nuestro padre -respondió Luisa- no ha salido todavía de su aposento.
-¿Y qué hace?, ¿en qué se ocupa? -repuso Carlos con enfado-. ¿Qué significa que a las cinco de la tarde aún no hayamos despachado?
-No lo sé -dijo ella con dulzura.
La impaciencia de Carlos era tan fácil de comprender como la morosidad de
don Francisco. El uno anhelaba volar junto a su amada y el
Carlos continuó paseándose, pero como pasaban los minutos unos tras otro sin que su padre saliese del aposento en que ocultaba su despecho, el enfadado joven se hacía más y más visible.
-¡No comeremos hoy! -volvió a decir a su mujer.
-No lo sé -respondió segunda vez ella reprimiendo una lágrima.
-¡Esto es insufrible! -exclamó Carlos-. Tengo precisión de salir, precisión
absoluta, y mi padre se enojaría si me marchase antes de acompañarle a la
mesa. ¿No es verdad,
-No lo sé -tornó a decir ella.
Y Carlos, enojado con el laconismo de sus respuestas, le volvió la espalda con precipitación. Su reloj, que miraba por momentos, señalaba ya las seis y no pudo sufrir más. Pensó en la impaciencia, en la inquietud que su tardanza causaría a la condesa, y volviendo a donde estaba su mujer con una cara en que se pintaba su anhelo por dejarla:
-Luisa -la dijo-, hazme el favor de entrar en el aposento de mi padre y advertirle la hora que es.
Obedeció Luisa y volvió a decir a su marido que ambos debían comer solos, pues don Francisco se sentía un poco indispuesto y no quería asistir a la mesa.
Carlos entró corriendo a ver a su padre, pero enterado de la poca
importancia
-Comes hoy sola, querida mía, pues, como ya te he dicho, tengo absoluta precisión de salir ahora mismo.
Luisa bajó los ojos, y por más esfuerzos que hizo para reprimir su dolor, estalló en un mar de lágrimas.
Carlos, que iba a salir, se detuvo oyendo sus ahogados sollozos:
-¡Luisa!, ¿qué tienes? -la preguntó.
-Nada -contestó la niña; el llanto embargaba su voz.
-¿Qué significa esto, Luisa?
Un repentino impulso de indignación
-¡Qué soy muy desgraciada!
Admirado y conmovido Carlos se quedó parado, y sin hallar palabras para pedir a su esposa más clara explicación. Luisa continuaba llorando y él se sentía impulsado a permanecer junto a ella, a consolarla, a mentir si era preciso para devolverla la tranquilidad; pero el momento no era oportuno, la condesa esperaba y los minutos volaban.
Tomó la mano a su esposa rogándola con mal ordenadas frases que se calmase, y ofreciéndola volver temprano se marchó precipitadamente.
El dolor ahogaba a Luisa. Aquella conducta de su marido le pareció bárbara y
humillante. No sólo no la
Estos pensamientos la volvían loca, pues experimentaba impulsos nuevos y extraños a su naturaleza, impulsos de odio y de venganza, que en casos iguales han perdido a muchas mujeres, que no hubieran jamás sido culpables si hubiesen podido ser insensibles al ultraje.
Agitábase aquel tierno corazón con movimientos desordenados, y exclamaba con dolor y cólera:
-¿Quién es, quiero saberlo, quién es la mujer que usurpa su cariño, que le
ve, que le escucha, mientras que yo, pobre abandonada, me adorno inútilmente
en la soledad con el vano
Lloraba amargamente y sucumbía en algunos momentos a la fatiga que causaba en su delicada organización la continuidad de su pesar, pues aquella situación no era de un día, todos eran acompañados del mismo malestar, y con haber dejado conocer a su marido que padecía, sólo había conseguido hacerle más culpable a sus ojos.
En efecto, Carlos no se hacía ya ilusión, sabía que su esposa era infeliz,
Conociendo que no podía satisfacer al corazón de su esposa, que no trataba
ya de disimular su descontento, observaba con mayor cuidado todas las
exterioridades, desvelado por no darla ningún motivo
Pero, ¿qué valían todas aquellas aparentes consideraciones para una criatura que con poca vanidad tenía un excesivo amor a su marido? Más tierna que orgullosa Luisa hubiera trocado por una mirada de ternura todos aquellos respetos que parecían destinados a encubrir su desventura.
Crecía ésta con su duración. La pobre joven iba perdiendo de día en día la
esperanza de una mutación feliz. Y no la agobiaba únicamente el
-¡Dios mío! -decía con fervorosa piedad-. No es mi felicidad sino su salvación la que os pido. Que jamás, si es preciso, vuelva a pertenecerme su corazón, pero que sea vuestro solamente. Yo cubriré mi frente de ceniza y me arrastraré por el polvo para expiar su pecado. ¡Perdonadle, Señor!, y volved al redil esa oveja extraviada.
Pero Dios parecía sordo a la angélica súplica. La oveja no volvía al redil,
y la celestial resignación de Luisa
-¡No es un capricho! -decía-, ¡no es un pasajero extravío!, ¡le he perdido para siempre!, ¡ha olvidado a Dios en cuya presencia juró amarme toda su vida! ¿Cómo es posible este exceso de perversidad? ¿Cómo es esto posible, Dios mío? -repetía la inocente con profundo dolor-. ¿Cómo faltar así a un juramento sancionado por vos?
En la primera época de la juventud, y aun más tarde, los corazones tiernos descansan con entera confianza en la solemnidad de un juramento, y no conciben la posibilidad de quebrantarlo sin perder la estimación que inspira el objeto amado.
Así es que una mujer exige de su amante la promesa de un amor eterno, y un
amante pide a su querida
Tanto valdría pedir el juramento de que en el día de mañana gozaremos la misma salud de hoy, o que tendremos la misma juventud a los cuarenta que a los veinte años. Tal es, sin embargo, la ceguedad del amor que la persona que confesaría absurdo el juramento de no tener nunca arrugas ni canas, ni padecer de dolores de estómago, jaquecas o ataques de nervios, confía en el que una boca amada pronuncia, obligándose a hacer que el corazón no experimente nunca las influencias irresistibles del tiempo y los acontecimientos.
Nada es más común que oír en boca de la persona desamada la terrible
interpelación:
-Ella, la naturaleza -respondería-. ¡Todo cambia, todo pasa! Ésta es mi ley, la ley inmutable, ¡la ley eterna!
La vida de Luisa era bien amarga: no salía casi nunca, ni hallaba en la
soledad ningún género de consuelo. En uno de sus más tristes días fue Elvira
a visitarla y quedó asombrada de la alteración que había sufrido su
hermosura. Quiso ser discreta y no darse por entendida de los sufrimientos
que revelaba el abatido semblante de la joven esposa, pero eran tan claras
las muestras de dolor que en
La pobre niña no podía sostener la más insignificante conversación: hacía preguntas extravagantes sin escuchar la respuesta, y contestaba a las de Elvira con tal desconcierto que ésta no podía comprenderla. A veces deteníase en mitad de una frase y sin acertar a concluirla principiaba otra que dejaba tan truncada como la primera.
Elvira la miraba con sorpresa y lástima. Preguntola por Carlos y a éste sólo nombre vio estremecer a la pobre niña.
-¿No va a su casa de Ud.? -dijo con ansiedad-. ¿No la visita a Ud. con frecuencia? Yo creía que pasaba con Ud. todas las tardes.
-No, ciertamente -respondió Elvira bajando los ojos, porque no ignoraba con quién pasaba las tardes el marido de Luisa.
Luego, deseando dar otro giro a la conversación, preguntó a su prima por qué vivía tan retraída de toda sociedad, y la invitó a proporcionase algunas distracciones.
-¡Cómo estoy tan sola! -dijo con profunda tristeza Luisa-. ¡Siempre sola! No tengo en esta corte ninguna amiga.
-Yo creía -repuso Elvira-, que Ud. me honraría con este título.
-Es verdad -dijo Luisa con distracción-, es verdad que Ud. debe quererme un poco..., ¡compadecerme! Ud. es la única persona que en Madrid me está allegada por vínculos de parentesco.
Y recordando de pronto y por primera vez que existía otra señora que estaba en igual caso, añadió con la mayor sencillez:
También la viuda del conde de S.*** es mi parienta, pero no la conozco, no me ha visitado.
La turbación de Elvira al oír estas palabras fue tan notable que no pudo menos que fijar la atención de Luisa. Fingiose distraída con el paisaje de su abanico, pero como Luisa la miraba con alguna sorpresa, se esforzó para decir algo y dijo con tono de indiferencia:
-Si la condesa no ha visitado a Ud. no será ciertamente ni por olvido ni por desprecio del vínculo que las une, sino porque se halla fuera de Madrid, en su casa de campo hace cinco meses.
-No ha sido mi intención -contestó Luisa- quejarme de la condesa.
Y estas pocas palabras dichas con la más perfecta simplicidad alarmaron a Elvira, que con más bondad que discernimiento se apresuró a decir:
-No tiene Ud. tampoco motivos de queja. La condesa tiene enemigos que la calumnian y no debe Ud. dar crédito a nada de cuanto digan.
-Ningún enemigo suyo conozco -repuso Luisa con la misma sencillez de antes-. Nadie me ha hablado de la condesa, cuya visita no he deseado, pero hubiera agradecido. Y participando, a pesar de su angélica bondad, de las prevenciones de su madre, añadió:
-Y no debo a la verdad extrañar su falta, porque nunca han existido
relaciones amistosas entre esa
Elvira hallaba en cada una de las palabras de Luisa un indicio vehemente de que no ignoraba el amor de Carlos a la condesa, y con aquella ligereza que tan a menudo la hacía cometer con las mejores intenciones las peores imprudencias, se propuso justificar en lo posible a su amiga.
-Veo -dijo-, que han influido en Ud. las lenguas maldicientes que se empeñan en hacer daño a Catalina de S.*** y como me honro con su amistad creo un deber mío desmentir calumnias que alteran la felicidad de Ud. y agravian a mi amiga.
Luisa la miró fijamente. Aquellas indiscretas palabras hacían nacer en ella
sospechas que hasta entonces no habían pasado ni remotamente por su
pensamiento, pues ni de la existencia
-La envidia, la malignidad, Carlos sabe que siempre han calumniado a la condesa. ¡Su amistad por ella es tan desinteresada y tan pura! No debe Ud. creer hablillas y chismes.
Después de este truncado discurso calló Elvira, evidentemente embarazada con su posición, y Luisa calló también.
La visita no fue larga. Elvira se despidió sin volver a mencionar a la condesa, y Luisa permaneció profundamente pensativa hasta que llegó su marido.
Carlos parecía aquel día más triste
Mientras llegaba la hora de comer, quiso dar conversación a su marido, bien que esta antigua costumbre hubiese estado interrumpida en aquellos últimos meses, y entre otras cosas dijo a Carlos que tenía en Elvira una apasionada amiga.
Carlos hizo mil elogios de aquella dama, y de otras varias que sucesivamente y con aparente sencillez fue nombrando Luisa, la cual le dijo por último:
-De quien nunca me has hablado es la condesa de S.***, y, según he oído, también te profesa una grande amistad.
Carlos lanzó sobre ella una mirada de águila que parecía querer penetrar
-Esa grande amistad es una concesión gratuita que me dispensa el público. La condesa de S.***, no es tan amiga mía como suponen. Pero, ¿quién te ha hablado de ella, querida Luisa?
-Nadie más que Elvira -contestó la joven.
Carlos, a quien esta declaración aumentaba la osadía, añadió:
-Tengo con ella mucha más intimidad que con la condesa. Y bien, ¿qué te ha dicho Elvira de su amiga?
-Que es muy hermosa -dijo Luisa atreviéndose a mirar fijamente a su marido.
-¡Muy hermosa!... No, no tanto.
-Y aun antes de venir a Madrid -añadió Luisa-, me acuerdo de haber oído celebrarla como mujer de gran talento.
-Sí..., así se dice -tartamudeó Carlos, sin saber que postura tomar-, pero se exagera. ¡Y qué!, ¿no comeremos hoy, querida mía? Son las cinco.
Luisa se levantó y con el pretexto de ir a dar disposiciones para la comida se retiró a llorar. ¡Todo lo sabía ya! Su rival era la condesa de S.*** ¡y era hermosa!, ¡y tenía gran talento!
Aquella conversación que daba tanta luz a las sospechas que Elvira había inspirado a Luisa, prestó a Carlos alguna tranquilidad.
Muchas veces en aquella última época había creído a su mujer perfectamente instruida en todo lo relativo a su falta; y como no pudiese sospechar a la sencilla niña capaz de astucia, como ignoraba la rapidez con que el mundo y la desventura enseñan a las mujeres este arte que algunas veces las sirve de escudo y muchas veces más de puñal, dedujo de cuanto había oído a la desgraciada niña que se hallaba en completa ignorancia respecto a la cómplice de su crimen, y volvió a creer posible él tranquilizarla, mintiendo excusas a la conducta extraña que no podía menos que notar él.
Su error fue corto, por desgracia. Aquel mismo día estaba señalado por el
destino para descubrirle toda la extensión de su falta y de la desventura
Luisa, sucumbiendo a los dolores de su corazón en aquella mañana, tuvo por la noche una fiebre violenta. Cuando volvió Carlos de la quinta de la condesa, hallola delirando. Por fortuna, don Francisco, que ignoraba la indisposición de su nuera, no se encontraba junto a ella, pues de lo contrario todo lo hubiera sabido aquella noche.
Luisa, en su desvarío, nombraba a la condesa y a Carlos, hablaba de perfidias y de infidelidades, y a veces invocaba a la muerte exclamando:
-¡Él la desea acaso para mí! ¡Es el único medio de recobrar su libertad perdida!
Carlos, traspasado de dolor, la pedía en vano de rodillas que se
tranquilizase. Luisa le miraba sin conocerle
-¡Ven! -exclamaba-. ¡No me abandones sin compasión! Yo estudiaré los medios de agradarte y adivinaré tus deseos, lo más fantásticos! ¿Necesitas talentos en la mujer a quien ames? Por ti y para ti los adquiriré yo. Quiero poseer como ella todos los encantos, quiero que al verme digan todos: «Es la primera mujer del mundo, porque es la esposa de Carlos».
La fiebre la prestaba una elocuencia que jamás podía alcanzar en su natural estado. Estaba hermosa, patética, sublime en su delirio.
Carlos, apretándola en sus brazos, pensaba morir de dolor, y hubo momentos
en aquella terrible noche que tres meses antes hubiera bastado para decidir
la cuestión del
Pero ya no era posible: Catalina era ya únicamente una seductora amante, una
sublime amiga. La naturaleza, revistiéndola de augusto carácter, de un
indisputable derecho, la ligaba Carlos con el más dulce y más santo de los
vínculos. Delante de él eran débiles todos aquellos creados por los hombres,
y el nuevo deber y el nuevo sentimiento que llenaban el corazón de Carlos,
eran más poderosos que
Sufría horriblemente, pero ninguna resolución podía tomar que le sacase de aquel insoportable estado de agonía. Con ninguna promesa podía consolar el corazón de luisa que veía destrozado.
Entre las dos mujeres a quienes hacía igualmente desgraciadas, y de las cuales la una tenía el derecho sagrado de su esposa, y la otra un derecho no menos respetable, animado de la más viva ternura por la una, de la más violenta pasión por la otra, y de la más profunda piedad hacia las dos, desesperábase de no poder conciliar la felicidad de ambas y no se hallaba con valor de sacrificar a ninguna.
Lamentable era aquella posición, y sin duda de los tres personajes de esta historia, no era Carlos, por entonces, el menos infeliz.
Aquella noche fue para él verdaderamente terrible, pero aquella noche pasó como otra cualquiera. Luisa, calmada de la fiebre que habían producido las agitaciones de aquel día en que descubrió quién era su rival, volvió a su estado habitual de silenciosa tristeza. Y Carlos, que la veía resignada aunque infeliz, y que imaginaba que su presencia debía ser dolorosa para aquella mujer tan ofendida y tan callada, buscaba en su imaginación un medio decoroso para sacarla de tan violenta situación, que era para él mismo insufrible.
Todo lo sabía ya Luisa, no podía ya
Entonces se acordó de las pretensiones de su padre, y pensó mucho en ellas como un recurso plausible para salir de aquella posición de la cual era preciso librarse a toda costa. Obteniendo el destino de secretario de embajada en cualquiera nación extranjera, podía separarse de su mujer sin llamar la atención de nadie, y con un pretexto satisfactorio que ella misma aprobaría.
La salud de Luisa parecía decaída. Algunos facultativos opinaban que la
convendría volverse a Andalucía, y de todos modos Carlos se proponía
declarar que un viaje más largo le sería perjudicial, y que un clima más
frío no le era en manera alguna conveniente. Contaba con la docilidad de
Luisa y con el deseo
En efecto, Catalina que era libre y podía seguirle a cualquier parte debía regocijarse con aquella determinación de su amante. Los médicos podían ordenarla unos baños que justificasen su salida de Madrid, caso que ella quisiese disfrazar la verdad, y en el estado en que se hallaba nada podía convenirle tanto como una vida oscura en un país extranjero, cerca del hombre a quien amaba y al cual iba a poseer por fin exclusivamente.
La felicidad que tanto había anhelado algunos meses antes y por la cual
estaba dispuesta a sacrificar su
El mismo sentimiento nuevo y poderoso que prestaba energía al corazón de Carlos, había quebrantado el corazón de su amiga. En aquella alma poderosa aquel sentimiento en aquella posición era una cosa terrible.
Un gran trastorno, un trastorno doloroso se había apoderado en aquella
mujer: sólo entonces comprendió
¿Qué felicidad podía existir para ella? ¿El amor? ¡No! No era el amor ya la pasión dominante en su corazón de fuego. El amor, ¡ah!, ¡a él debía aquella inmensurable desventura de hallar en el más dulce de los sentimientos el más humillante de los dolores!
Catalina hubiera sido fuerte para su infortunio, pero entonces otro destino
y no el suyo la ocupaba: una vida cien veces más preciosa que la suya estaba
en las garras de la desventura y del oprobio. Aquella misma opinión que un
mundo que despreciaba, cuando su fallo sólo en ella podía recaer, se
revestía de una autoridad terrible cuando le consideraba levantado contra
una adorada
No seremos nosotros los que explotemos aquella alma para pintar con detalles sus secretos dolores, nos basta bosquejarlos. ¡Mujeres que sois madres! A vosotras dejamos el cuidado de terminar on este cuadro. Vuestro corazón os dirá más que cuanto la imaginación nos revela.
Lucían entonces los últimos días de otoño. Los árboles comenzaban a despojarse de sus vistosos follajes, las hojas amarillentas alfombraban la tierra y las aves viajeras, levantando su vuelo, iban a buscar en las costas africanas el calor que bien presto robaría el invierno al hermoso sol de Castilla.
Desprendíanse los punzadores vientos de la nevada cima del Guadarrama, y sus hálitos penetrantes eran ya sensibles en Madrid, donde todo comenzaba a tomar la actividad que la naturaleza deponía. Formábanse tertulias; los teatros solitarios recobraban su esplendor y se trasladaban a la población de la vida y la alegría que se ausentaban de los campos.
Sin embargo, aún había en el aspecto de la naturaleza aquella melancólica
hermosura más grata a los corazones heridos o cansados que la pompa risueña
de la primavera. Bellos son los últimos días del buen tiempo, bellos y
tristes como los últimos afectos de un corazón que ha sido poderoso. A mí me
agrada contemplar un sol pálido y como
Me agradan, sí, me agradan más que las imágenes halagüeñas de la juventud y la alegría, aquellos emblemas melancólicos de la declinación de la vida.
¡Rápido y tibio sol del mes de octubre! Nunca fatigó tu luz a los ojos cansaos de verter lágrimas, y muchas veces supiste alumbrar la oscuridad profunda de un alma devastada y hacer brotar en ella, a manera de aquellas flores pálidas y de imperceptible perfume con que sueles regalar la tierra, dulces y tristes recuerdos de una dicha pasada.
La condesa amaba también aquellos días nublados como su corazón, aquella
naturaleza marchita como su
Habíala abandonado la coquetería que la hacía tan amable. Sus negros cabellos caían con frecuencia desordenados sobre su enflaquecida espalda, y la palidez extrema de su tez era realzada por el color oscuro de su vestido. Apenas podía conocerse que había sido hermosa. La belleza, como la alegría, pasan sin dejar huellas, sólo el dolor tiene el privilegio de grabar en el rostro humano aquellos surcos profundos que no alcanza a borrar la misma muerte.
En las noches más frías veíasela vagar por el campo sola y silenciosa, como
un fantasma evocado por la desesperación. Sus pisadas apenas
¡Pobre Catalina!, ¡pobre alma siempre engañada!, ¡pobre alma que diez meses antes lloraba al sentirse vacía y que ahora se fatiga por demasiado llena!
¿Por qué tienen tan hipócrita sed de ventura los seres que arrastran consigo
la impotencia de gozarla?, ¿por qué mata la calma a aquéllos
¿Cuál es el elemento de esas almas débiles a la vez y poderosas? ¿Cuál es su destino? ¿Vinieron solamente a la tierra para dar testimonio de otra existencia que recuerdan, que ansían, y que revelan a las almas comunes en esa misma impotencia que tienen de comprender ni gozar la presente? Si así fuese, ¿quién se atrevería a pedirle cuenta de sus extravíos?
Nada distraía a la condesa: la música, la pintura, todas las artes que
cultivaba en esos días de esplendor e
En sus más amargos días de fastidio y melancolía, habíanla distraído los libros, pero ninguno existía ya que pudiese agradarla. La poesía, aun aquella más triste, no hallaba simpatías en su alma; porque el dolor poetizado, expresado en versos, engalanado de imágenes, es un dolor que sólo conmueve a los corazones que no le han sentido todavía en su desnuda y áspera realidad. Es el dolor que habla a los corazones melancólicos, pero no a los corazones llagados.
Las novelas la eran aún más enojosas. Aquéllas que la presentaban alguna semejanza con su suerte, la afligían sin alcanzar a interesarla. Es doloroso ver un pálido bosquejo de aquellos dolores que sentimos, y si la pintura acertase a ser exacta, el cuadro nos horrorizaría más bien que enternecernos. El infeliz cuyo rostro presenta el lastimoso sello de una cruel enfermedad, no iría ciertamente a mirar reproducidas en un espejo sus llagadas facciones.
Una de las mayores desventuras del dolor verdadero y profundo es el no poder
ser aumentado. El espectáculo más triste no tiene el poder de interesarle.
La propia desgracia, cuando es inmensa, nos hace insensibles a la desgracia
ajena. El que ha padecido compadece, el que
Hay, por eso, en el dolor una especie terrible de egoísmo. Las más nobles almas no pueden libertarse de un impulso de crueldad en los momentos en que se sienten atormentadas. Un gran dolor tiene necesidad de derramarse, de extenderse a cuanto le rodea, de ver sufrir a la naturaleza entera. Un dolor único, exclusivo, sería el más insufrible de los dolores.
¡Pobre Catalina! En otros tiempos repartía beneficios en torno suyo, y las
penas aliviadas por su mano exhalaban un perfume que embalsamaba las suyas.
Ahora hace el bien sin participarle: la miseria que alivia es mucho menos
amarga que su inútil opulencia. Envidia al mendigo
Cartas de Elvira la llegan con frecuencia: cartas crueles. No obstante, la bondad del corazón que las dicta. En ellas se trasluce siempre la censura de un mundo que un alma fuerte puede despreciar cuando es injusta, pero que siempre lástima si no nos sostiene una conciencia tranquila.
En vano el orgullo se levantará como el ángel réprobo, para proclamar su fortaleza, y alejar la negra sombra del arrepentimiento; en vano se verá pisado sin confesarse vencido. El orgullo puede cubrir de una máscara embustera las humillaciones del corazón, pero no puede engañar al corazón mismo.
¡Pobre Catalina, que en su desventura no alcanza los consuelos de una religión divina, largo tiempo desdeñada por su soberbia y hoy implorada en vano por una fe vacilante! La mano que la hiere no la encuentra todavía bastante humilde para juzgarla digna de ser consolada. Y, sin embargo, aquella razón incrédula que se hace supersticiosa y sobrecogida de pánicos terrores piensa descubrir en mil naturales acontecimientos, en mil insignificantes casualidades la amenaza de un Dios que la juzga y la condena.
Una nube que cubre a la luna en el momento que la mira; un pájaro negro que
pasa cerniéndose sobre su cabeza; un retrato suyo de cuando era niña y pura,
manchado y casi borrado por una casualidad; una pesadilla
Tal era la suerte de aquella mujer contra la cual lanzaba el mundo su
anatema, y a la que Luisa en su tristeza llamó muchas veces su
¡Hay compasión en nosotros para el asesino, para el bandido a quien conducen
al último suplicio! ¡Y no la hay para los reos de aquellas faltas que
produce el sentimiento, y cuya
Todos nos hallamos dispuestos a arrojar la primera piedra al desgraciado mortal que vemos caído, todos queremos castigar aquellas culpas que en el código de nuestras leyes no tienen señalada una pena, porque sólo Dios debe imponerla juzgándolas en el tribunal de su justicia. Pero nosotros le usurpamos en particular ese derecho que, en general, le hemos concedido; nosotros individualmente nos constituimos jueces y nos convertimos en verdugos, y nos llamamos rectos y virtuosos cuando somos inflexibles para la piedad y mudos para el perdón.
Carlos fue nombrado secretario de la embajada de España en Inglaterra y
debía ir sin dilación a ocupar su destino. Don Francisco había pensado en
acompañarle con Luisa, pero Carlos logró hacerle mudar de intención,
guardándose bien de oponerle una manifiesta resistencia. Persuadiole de que
el clima de Inglaterra sería muy perjudicial a su esposa, en el estado
Sin embargo, preparábase Carlos para su partida sin que hubiese en estos preparativos la menor apariencia de que le acompañase su mujer, y ella que hasta entonces había callado se decidió, por fin, a conocer su suerte.
Entró una mañana en el aposento de don Francisco, donde también entraba
Carlos, y procurando conservar serenidad preguntó terminantemente
Don Francisco, embarazado a esta pregunta, contestó tartamudeando:
-Eso lo decidiréis vosotros. Yo no volveré a separaros, ni creo que convenga al uno ni a la otra.
-En ese caso -dijo Luisa con resolución-, nada me impide acompañar a mi marido. Ése es mi deber y mi voluntad.
Carlos un poco conmovido se apresuró a contestar:
-Tu salud es delicada, querida mía, y no debes por ahora pensar en exponerte a las fatigas de un viaje y al rigor de un clima septentrional. Irás con mi padre a pasar el invierno a Sevilla, y luego, más tarde, pensarás en reunirte conmigo.
-Mi salud -repuso Luisa- mejorará
-Tiene razón -dijo don Francisco-, yo opino que todo su mal más grave será tu ausencia.
Carlos bajó los ojos y con visible desconcierto y disgusto dijo que sería una locura permitir que una mujer delicada emprendiese un viaje a la entrada del invierno a un país frío.
-Concedo cuanto quieras -repuso el anciano-, pero sería peor si se quedase, porque esta pobre niña no vive cuando no te ve. Yo no cargaré con la responsabilidad de su dolor. Si ella absolutamente se empeña en acompañarte, irá.
-Si ella absolutamente se empeña
Luisa le miró fija y atentamente, y comprendiendo que su marido anhelaba alejarse de ella, bajó luego los ojos preñados de lágrimas, y dijo con triste resignación:
-¡No iré, Carlos, no iré!
Carlos la tomó una mano y se la apretó con ternura. Aquella demostración de gratitud indignó a Luisa. ¡Se atrevía a darle las gracias de que consintiese en su desventura, en su abandono!
Levantose y salió precipitadamente. Encerrada en su aposento se entregó a un
amarguísimo llanto. Y, sin embargo, estaba muy lejos de creer
-No puede sufrirme junto a él -decía la infeliz-, porque su corazón está lastimado por la separación de su amante. Pero el tiempo calmará esa pena y apagará la llama de ese amor criminal, y cuando vuelva el cielo a reunirnos, mi esposo será más digno de esta ternura sin límites que ahora no puede estimar ni corresponder.
Devoraba, pues, su pesar fortalecida por esta esperanza, y llegó la víspera
de la partida de Carlos sin que
-¡Aún me quiere!, ¡aún volverá a ser todo mío ese corazón adorado! Si deseaba esta partida era acaso como único medio de romper unas relaciones culpables. Si me niega el placer de acompañarle es acaso porque quiere expiar lejos de mí su extravío y volver a mis brazos libre de una pasión que le avergüenza.
Y la inocente se ponía de rodillas y daba gracias a Dios porque al fin había escuchado sus ruegos, y arrancaba a su marido de las garras del pecado.
En esto se ocupaba en aquel día solemne, último que debía pasar con
-Vengo -la dijo- de cumplir con un deber de urbanidad que por pereza y olvido había descuidado. He ido a visitar a la condesa de S.*** a su quinta. Debía haber tenido esta atención desde los primeros días de mi llegada, pero ya era indispensable, pues he sabido que a ella, a su influjo, debo el destino que ha obtenido Carlos, y hubiera pasado de desatento a ingrato si no hubiese estado a darla las gracias.
-¡Ella! -exclamó sorprendida Luisa-. ¡Ella ha sido la que ha querido alejarle de Madrid!
-¡Alejarle de Madrid! -dijo sonriendo el anciano-. No habrá pensado en eso
ciertamente, pero tú no te ocupas de otro pensamiento que de ése: de que tu
marido se aleja. La condesa
-¡Y Ud. ha estado en su quinta! ¡Y Ud. la ha visto! -repuso Luisa con ansiosa curiosidad-. ¿Es hermosa?, ¿qué le ha dicho a Ud.?, ¿sabe ya que me deja mi marido?
-Contestaré por su orden a todas esas preguntas -dijo don Francisco con una calma que desesperaba a la joven-. Es hermosa, quiero decir, es agraciada, una figurita muy delicada, muy fina, bastante distinguida. Se conoce que habrá sido bonita, pero está enferma y triste, por eso los médicos la mandan mudar de clima.
-¡Mudar de clima! -exclamó Luisa
-Ciertamente, hija mía. Yo le manifesté cuánto hubiéramos celebrado que pudiese Carlos acompañarla, porque también es a Londres a donde ha determinado irse la condesa, pero tiene precisión de detenerse aún algunas semanas en Madrid, y Carlos no puede dilatar su marcha.
-Allá nos veremos -me dijo ella-, y su hijo de Ud. tendrá una amiga muy sincera en aquel país extranjero.
-¡Se va con él!, ¡le sigue! -exclamó Luisa fuera de sí-. ¡Ah! ¡Ya lo comprendo todo! ¡Por eso soy abandonada! ¡Por eso!...
Y loca ya y sin saber lo que decía, demudada, trémula
-¡Y Ud. lo consiente! -prosiguió-. ¡Ud. ha ido a darla las gracias porque me hace infeliz, porque me roba a mi esposo, porque le arrastra al crimen!... Esto es demasiado, no, no lo sufriré.
Don Francisco la miraba atónito:
-¡Luisa!, ¿qué estás diciendo? -exclamó-. ¡Deliras, hija mía!
-No, no es delirio -repuso cada vez más exaltada-. Es la verdad. ¡La
vergonzosa verdad que mi prudencia ha encubierto hasta ahora! Pero ya no, ya
no puedo más. Sépalo Ud. todo: esa mujer es la querida de Carlos, la que me
ha robado su corazón, la que me arranca de su patria y de su familia para
poseerle ella sola... ¡por qué me creería demasiado
-¡Luisa!, ¡Luisa!, ¡mira lo que dices! ¿Sabes que si eso fuera cierto...? ¡Dios mío, Luisa!, ¿quién, quién te ha inspirado esa sospecha indigna?...
-¡Todo Madrid! -respondió ella con desesperación-. ¡Todo el mundo lo sabe! Ud. sólo no ha visto mis lágrimas: Ud. sólo no ha conocido mi abandono, ni ha observado las miradas de compasión que se fijaban en mí donde quiera que me presentaba. ¡Ud. que me ha visto moribunda y no comprendió cuál era el golpe que me había asesinado!
Temblaba don Francisco de pies a cabeza, y la cólera oscurecía su frente y palidecía sus labios.
-¡Será posible! -gritó con voz de trueno-, ¡habré sido el juguete de un
infame
-Sí, la verdad, padre mío -dijo echándose a sus pies-, pero no es él, ella es sin duda la criminal, ¡la más criminal! ¡Padre mío!... Devuélvame Ud. a mi esposo o quíteme es este instante esta vida que acaso maldice ya. ¡La muerte o mi Carlos, padre mío!
-Sí, te lo devolveré. ¡Vive Dios! ¡Te lo devolveré! -gritó cada vez más
colérico el anciano y enteramente arrebatado por su impetuoso carácter.
Y aquel hombre violento e irreflexivo que jamás supo dominar sus primeros impulsos, saliose como frenético dejando aterrada a Luisa.
Entonces comprendió lo que había hecho; entonces los arrebatos furiosos de
los celos dejaron lugar en su tímido y sensible corazón a sentimientos más
blandos, y tembló por los culpables. Representósele a
La pobre Luisa, cuya imaginación exageraba todas las posibles consecuencias
de su imprudencia, sintiose entonces tan sobrecogida por el temor como antes
lo había sido por los celos. Saliose como loca de aquel aposento fatal donde
sólo
-¡Allá ha ido! ¡Allá! ¡Los matará a los dos!... ¡Dios mío! ¡Los matará sin saber lo que hace!
Y arrebatada por impulsos ajenos de su naturaleza tímida y apacible, hizo venir un coche, entrose en él desatinada y ordenó la condijera a casa de Elvira.
Al llegar encontrola que salía a paseo, y haciéndola entrar en su coche la dijo con un acento y una mirada que persuadieron a Elvira de que no estaba en su juicio:
-Venga Ud., señora, venga Ud. conmigo a impedir ruidosos escándalos, terribles desventuras.
Elvira la miraba atónita y ella exclamó con profundo dolor:
-No estoy
Y se torcía los brazos con desesperación.
Elvira, en efecto, la había comprendido
-¿Y qué podemos hacer? -la dijo-. Ordene Ud.
-¡Allá, allá! -exclamó Luisa-. ¡Vamos adonde estén ellos: A salvarles! ¡Ella es amiga de Ud. y él es mi esposo!
Elvira no necesitó oír más. Mandó al cochero ir a toda prisa a la casa de campo de la condesa.
-No importa reventar los caballos -dijo-, yo los pago.
Y el coche partió veloz desempedrando las calles po donde pasaba.
Cuando don Francisco había ido a visitar a la condesa aquel día salió de
Madrid bastante temprano, pero no tanto que Carlos, advertido la noche
anterior de su resolución. No hubiese podido prevenirla. Así pues, recibió
la visita del anciano con la posible serenidad, algunos minutos después de
haberla dejado Carlos, que se anticipó a su padre. La visita fue
Eran las cuatro de la tarde, poco más o menos, cuando oyó el ruido de un coche, y pensó que Carlos anticipaba su visita algunas horas, cosa muy natural atendida a su marcha que debía verificarse al siguiente día y que acaso la obligaría a dejarla aquella noche más temprano que lo hacía regularmente.
Llamó a uno de sus criados y dijo:
-Que entre.
Sin salir a recibirle como lo tenía de costumbre.
Su postración de espíritu se comunicaba a su cuerpo. Era aquél uno de sus
más amargos días. La visita de don Francisco, la hipocresía a cuya
observación se había visto precisada,
Una hora hacía que aquella criatura antes tan viva permanecía inmóvil, apoyada la cabeza en el mármol de una chimenea, menos blanca que su rostro, y no se movió ni aun al oír las pisadas que creía de su amante.
Elvira entró precipitadamente. Luisa, toda trémula y sobrecogida de contrarios sentimientos quedose inmóvil al umbral de la puerta.
Catalina levantó lánguidamente los ojos, y al ver a Elvira una melancólica sonrisa acompañó al:
-¡Ah, eres tú! -que fue su única salutación.
-¡Yo soy, sí! -exclamó con su habitual
Y se arrojó llorando en sus brazos.
La condesa repitió las últimas palabras de su amiga, fijando los ojos con aire de sorpresa en la persona desconocida testigo mudo de aquella escena. Luisa bajó los suyos y el vivo carmín que el embarazo de su posición sacó súbitamente a su rostro, contrastaba con la profunda palidez de su rival.
La condesa tembló. No sabemos si conservaba en la memoria los rasgos del
hermoso rostro que había visto en puntura, o si fue efecto de un instinto
del corazón, pero lo cierto es que su repentina alteración
A no ser por las palabras que había pronunciado Elvira, aquella visita estuviera explicada por la de don Francisco, pero lo que acababa de oír Catalina a su amiga la hicieron presentir confusamente parte de la verdad.
Quiso ponerse en pie y no se lo permitió el temblor de sus rodillas, y haciendo con la mano un ademán para invitar a Luisa a que tomase asiento, articuló débilmente:
-Creo que tengo el honor de recibir...
-A la señora de Silva -dijo Elvira con apresuramiento-, a la mujer de Carlos, Catalina. ¡Todo lo sabe! ¡Todo! Y ha venido...
-¿A qué? -interrumpió con vehemencia la condesa, cuyo rostro pareció
Luisa, aunque sobrecogida por la posición extraordinaria en que se hallaba, supo recobrar la dignidad de un alma noble e inocente, y adelantándose con timidez, pero sin aturdimiento, dijo con voz bastante inteligible:
-No a reconvenir a Ud., señora, ni a quejarme de mi desventura, no ciertamente, ¡lo juro!
A estas palabras despertose todo el orgullo de Catalina y sus ojos despidieron rayos de ira, mientras apretando convulsivamente las manos de Elvira se esforzó en vano para contestar.
Luisa, conmovida al notar su agitación
-No, no vengo a insultar al caído: ¡perdone Dios a Ud., señora, como yo la perdono!
Catalina no pudo sufrir más:
-Recoja Ud. ese perdón -dijo con voz ahogada-: yo no lo acepto. Estoy caída,
¡es verdad! Soy culpable a los ojos del mundo, y Ud. es pura, Ud. es
virtuosa! ¿Qué más quiere Ud., señora? ¡Ud.! En prueba de amor ha aceptado
el honor de llamarse esposa de Carlos, de ser respetada como tal. Yo, en
prueba del mío, he aceptado la afrenta, la reprobación del mundo. ¡Y Ud. es
la que perdona ostentándose generosa! Y Ud. es la que viene a perseguirme
hasta el
A esta acerba ironía Luisa, herida e indignada, no acertó a proferir ni una palabra, y Elvira exclamó:
-¡Catalina! No es así como debes hablarla. Ella te compadece y ha venido a salvarte.
-¡A salvarme! -repitió con sarcasmo Catalina-. Yo se lo agradezco. Pero no,
señora, yo no me he dejado ningún recurso. Me he sacrificado completamente y
estoy para siempre perdida.
Pero yo, señora, yo nada espero. Ud. sabe cuál debe ser mi destino, llene Ud. el suyo glorioso con tanta resolución como yo acepto el mío.
-¡No! -exclamó Luisa con una energía que la hacía capaz en aquel momento el triunfo que su bondad acaba de obtener en su corazón sobre sus celos y su indignación. ¡No!, Ud. no llenará ese destino vergonzoso. Nunca, señora, nunca es tarde para el arrepentimiento, y si los hombres no tienen misericordia la de Dios es infinita. Nunca deja sin recursos al pecador: nunca cierra las puertas a la expiación. Yo he venido, señora, he venido...
-¡A insultarme! -gritó enfurecida la condesa-. ¡No más, señora! -prosiguió
Luisa iba a replicar, pero no se lo permitió:
-¡Salga Ud.! -la dijo por tercera vez, y poniéndose en pie hizo más visible con este movimiento la situación en que se hallaba.
Mirábala Luisa y lanzó un grito cubriéndose la cara con las manos. Comprendió la condesa aquel grito y aquella demostración y cayó casi ahogada. Fue aquel un momento supremo de humillación para aquella alma soberbia.
Pero, ¡ah!, lo que pasaba en el alma de Luisa no era ciertamente menos
doloroso. Los celos, los más crueles celos la desgarraban al comprender los
derechos de su rival sobre el corazón de su marido. Y, sin embargo,
-¡Ella es! -pensaba- ¡ella es realmente su esposa!, ¡la naturaleza la ha concedido un derecho de que me ha privado!
La emoción profunda que este pensamiento le causaba dominó todos los otros sentimientos y dejó aparecer únicamente el más noble, el más digno: ¡la piedad!
No era ya Luisa una mujer: era un ángel superior a todas las flaquezas humanas, y cuando sus manos, apartándose de su rostro, dejaron ver la expresión divina que le animaba, la misma Catalina inclinó su altiva frente subyugada por un sentimiento de respeto.
-Señora -dijo Luisa con patético acento-, mi muerte puede solamente dejar libre a Carlos, y yo la imploro en este momento de la piedad del cielo. Si pudiese sin crimen terminar mi vida desgraciada, ese sería el testimonio que yo diese a Ud. de los sentimientos de mi corazón. Espero que Dios me concederá muy en breve dejar este valle de lágrimas en donde han sido tan amargas las mías. El golpe que me ha traspasado el alma me permite esta esperanza.
La condesa comprendió, sin duda, toda la sublimidad de aquella incomparable abnegación, pues el llanto brotó entonces con violencia en sus ojos.
Luisa continuó. Mientras tanto, vivan ustedes en el país extranjero que
Iba a salir Luisa. La condesa se levantó y la detuvo.
Vaciló un momento... Luego se arrojó a sus pies.
Luisa la abrió los brazos y una en el seno de la otra lloraron ambas largo rato. También lloraba Elvira, único testigo de aquella patética escena.
Dos corazones, dos nobles corazones ligados en aquel momento por todos los
sentimientos generosos se
Luisa aconseja a la condesa el modo de realizar su partida con más prudencia. Catalina la escuchaba con veneración y parecía dispuesta a obedecerla ciegamente.
Estaba Luisa divina en aquellos momentos. Una resignación sublime se pintaba en cada una de sus facciones, y al verla tan hermosa, tan joven, tan santa, la condesa juzgó muy culpable y muy insensato al hombre que la abandonaba.
Al anochecer se separaron. Quedó determinado que la condesa iría a reunirse
a su amante ocho días después de la partida de éste, y que para desvanecer
si era posible las hablillas que circulaban en descrédito
Luisa y Elvira volvieron a Madrid, y la condesa al verse sola exclamó con una especie de alegría, desusada en ella aun en sus días felices:
-¡Esto es hecho! ¡Este angustioso drama toca a su fin! ¡Gracias te doy, destino!
Don Francisco estaba en su casa cuando llegó Luisa. Cuando había salido
poseído de aquella violenta cólera que tan atrevida resolución inspiró a la
joven, hizo un feliz acaso que se encontrase con un antiguo
Su sagaz y prudente amigo había sabido hacerle sospechoso el testimonio de
Luisa, y el buen caballero
-¡Vaya! He sido un loco en dar crédito a las visiones de una niña celosa.
Cuando volvió a su casa y supo que había salido Luisa fue a buscarla
inútilmente en cuantos sitios creyó verosímil encontrarla: en todas las
iglesias, en todas las casas de sus conocidos. Afortunadamente no se dejó
llevar del deseo de contar a cuantos veía la inquietud que le causaba el no
encontrar a su nuera, por los temores que le causaban los celos que le había
revelado aquel día, y volviose cansado, lleno de sobresalto, pero resuelto a
obrar con prudencia. Pocos minutos habían transcurrido desde que llegó a su
casa, cuando vio entrar a Luisa con semblante sereno y apacible. Auguró
favorablemente aquella mudanza
Don Francisco no concibió ni la más remota sospecha de la generosa mentira,
y después de declamar largamente contra la ligereza de las mujeres y sus
imprudencias, y sus celos, y sus malicias, etc., etc., acabó haciendo mil
elogios de sí mismo: de su cordura, de su sensatez en no haber dado entera
fe a las acusaciones
-¡Dios mío! Me he hecho cómplice de un amor adúltero, criminal a vuestros
ojos. Los sentimientos generosos que me había impuesto son flaquezas
culpables delante de vuestra severa justicia. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! Yo
me someto humilde al castigo que queráis imponerme, pero que no sea, Señor,
el de hacer inútil mi delito! ¡Que sea feliz
Eran pasados pocos minutos después que Luisa y Elvira habían dejado a la condesa cuando llegó Carlos a su quinta. Había encontrado al coche por el camino, pero estaba muy distante de sospechar que en él fuese su mujer, la cual por su parte iba demasiado absorta en sus pensamientos para haber podido poner atención en un hombre a caballo que pasó junto al coche con dirección al sitio de donde venían.
Catalina recibió a Carlos tranquila y casi risueña. Hacía mucho tiempo que Carlos no la veía así, y se regocijó pensando que al fin le era dado ofrecer a su desgraciada amiga todos los consuelos de que era capaz en la triste posición en que la colocaba.
Aquel día no había sido apacible para Carlos. Al separarse de Luisa no
sufría únicamente por el dolor que causaba. Su propio corazón le
suministraba sobrada amargura: porque la quería aún, quería tiernamente a la
pobre niña, y en aquellos momentos exaltábase su ternura con el sacrificio
de que ella hacía. Además, su conciencia se alarmaba al pensar que acaso la
virtud de su esposa no siempre saldría vencedora de los peligros a que la
exponía
Estuvo triste, pensativo todo el día, y al llegar junto a la condesa necesitaba que ella le hiciese sentir todo su amor y le embriagase con todos sus delirios, para sustraerse algunos momentos a la sombría tristeza que le agobiaba.
Sentose junto a ella y la contempló con placer.
-Estás hermosa, amiga mía -la dijo-. Estás alegre. Dímelo, sí, dime que
esperas ser feliz, necesito oírlo. Voy a estar separado de ti algunos días y
quiero llevar en
-Sí -respondió ella-. Ven y siéntate junto a mí, más cerca..., más todavía. Así, bien. Te hablaré. También yo tengo necesidad de hablarte de ese porvenir que deberé a tu amor. ¡Cuánto, cuánto haces por mí!, ¡cuánto te sacrificas! No disimules, no. No me ocultes cuánto te cuesto. Sé que en estos instantes el valor de lo que me sacrificas es comprendido por tu corazón, y eso mismo aumenta la gratitud del mío.
La suerte te habían dado por compañera una mujer digna de tu adoración a una
mujer que debe atravesar los pantanos del mundo sin
Había concebido opiniones erróneas respecto al corazón humano. En mis
primeros años de juventud pedíale demasiado, y al ver burlada mi esperanza
llegué progresivamente a esperar de él demasiado poco. Ambos extremos eran
malos, y, sin embargo, ambos tenían un origen noble. Mi exigencia nacía del
entusiasmo, y cuando nada esperaba ni nada pedía, aún pude ser generosa y
emplear la bondad que ya no podía engañarme en un manantial de inagotable
indulgencia. Esta indulgencia era más que una cualidad, era una virtud,
porque confieso que no me era natural. Había en mi corazón demasiada
fogosidad y en mi alma una virtud demasiado severa
El mundo que no me comprendió entusiasta, tampoco me comprendió indulgente.
No conoció cuánto me había costado perdonarle por tantas bellas creencias
como me había arrebatado, no supo estimar la virtud que encerraba mi
tolerancia. Quería más: Veíame indulgente
Siempre mal comprendida, siempre cobardemente calumniada, aún había un goce para mi alma en aquella generosidad de mi orgullo que perdonaba notablemente la injusticia. ¡Tantas veces, Carlos, tantas veces he tenido necesidad de esa injusticia para poder dar salida a algunos de los sentimientos generosos que la razón había sepultado en el fondo de mi alma! ¡Es tan dulce perdonar!
Yo había podido sobrevivir a mi
Ahora que estoy a los pies de ese mundo, necesitaba de ese perdón que tantas veces le había concedido, ahora que en mí misma encuentro un juez más severo que ese mismo mundo que me reprueba, ahora que arrastro en mi honda caída al hombre que amo..., ahora, Carlos, ahora conozco que nada puede salvar a las víctimas que el destino reclama, y que a manera que aquellos perros cuyo maravilloso olfato percibe el olor de la muerte en un cuerpo todavía vivo, así el mundo presiente y anuncia la suerte de aquellos desgraciados que están destinados a ofrecerle el espectáculo de una lastimosa caída.
Sin embargo, Carlos, no te eches jamás la culpa de mi desventura. Acaso era inevitable. Si la pasión me ha conducido al crimen el vacío del corazón, el eterno vacío me hubiera hecho un daño mayor.
Habíame persuadido de que estaba ya condenada a ese horrible destino, y
tomando la inacción por la muerte muy injusta con mi propio corazón. Él me
ha desmentido probándome que jamás muere el entusiasmo en las almas capaces
de sentirle, y que, semejante al ave poética que renace de sus cenizas la
facultad de amar no se pierde nunca en los corazones ardientes. Cansados o
heridos, enervados o replegados en sí mismo siempre existen en ellos esas
misteriosas cenizas que una centella divina puede reanimar
El amor que me ha perdido ha sido mi solo bien sobre la tierra. Confieso mi culpa sin arrepentirme de ella. Deploro mi destino, pero le acepto. ¡Carlos! Sólo el mal que te hago me inspira remordimiento el que a mí misma me ha causado no me pesa.
Prefiero esta desventura a la de una vida sin objeto, y ahora que soy culpable valgo algo más que cuando me había resignado a ser nula. El orgullo sufre, el corazón padece... ¡Pero he vivido!, ¡he amado! Condéneme el mundo y castígeme el cielo: Estoy resignada.
-¡Catalina! ¡Catalina! -exclamó Carlos- No son ésas las palabras que mi
corazón te pedía. ¿Qué nos importa ahora, amada mía, ese mundo
-Sí -dijo ella-, lo creo. Seremos felices viviendo el uno para el otro
únicamente rompiendo todos los lazos que aún nos ligan al mundo y olvidando
todos los deberes. Acaso habrá momentos en que el remordimiento nos
sorprenda en brazos del placer, momentos en que te acuerdes de un padre
anciano y de una esposa inocente a quienes abandonas, y en los cuales yo
adivine tus remordimientos y me aborrezca a mí misma por ser causa de
ellos...
Carlos se estremeció y dijo con profunda amargura:
-¡Es verdad!
-Tu esposa -prosiguió Catalina-, es más digna de compasión. ¡Tan joven, tan
enamorada, tan digna de ser querida, y abandonada por otra!, ¡abandonada por
otra que no merece besar la huella
-¡Calla! -la interrumpió Carlos con una especie de furor- ¡Calla en nombre
del cielo, Catalina! ¿Qué incomprensible placer puedes encontrar en
-Quiero -respondió ella con calma-, quiero presentarte el cuadro de nuestro porvenir con todos sus posibles resultados. Pero, ¿por qué tiemblas, amor mío? En medio de todas las desgracias, de todas las humillaciones, ¡cuán felices seremos al saber que vivimos siempre unidos, y que las maldiciones de nuestra familia, la reprobación del mundo, las amenazas del cielo, son otros tantos vínculos que nos estrechan, aislándonos de cuanto podría servir de obstáculo a nuestro amor!
¡Carlos! Si débil alguna vez echas de menos todo lo que ahora me sacrificas
y si tienes la barbarie de dejármelo adivinar: ¡Me asesinarás!...
Carlos no pudo sufrir más.
-Catalina -la dijo levantándose con impetuosidad- ¡Ya es demasiado! No eres tú, no, la que debe castigarme por las faltas a que me arrastra el amor que me inspiras. No debes tú ser el instrumento de la venganza del cielo. ¿Qué pretendes cuando así me hablas?, ¿qué más quieres de mí, Catalina?
-De ti no quiero más que la felicidad. ¿Puedes dármela? Responde, Carlos, ¿esperas darme felicidad?, ¿crees posible que haya felicidad para nosotros?
Carlos callaba. Ella prosiguió:
-Muchos te dirán que no hay felicidad sin virtud; que no hay amor en el
oprobio; que si el amor sucumbe muchas veces al peso de un compromiso
eterno, de una obligación
Carlos volvió a sentarse con profundo desaliento, y bajando la cabeza guardó largo tiempo un terrible silencio. Catalina no tuvo compasión y prosiguió:
-Cualquiera que sea el efecto que lo que voy a revelarte produzca en tu
corazón, quiero obedecer a un impulso generoso del mío, quiero que antes de
inmolar a mi amor a la desventura niña a cuya felicidad juraste consagrarte,
sepas cuán grande es el bien que sacrificas y
Luisa, la esposa que ultrajas, la rival que he aborrecido, sabe y aprueba nuestra resolución. Palabras que han salido de sus labios pueden ser repetidas por los míos: «Mi muerte sola -ha dicho-, puede dejar libre a Carlos, y yo la imploro de la piedad del cielo». «Yo consagraré los días que aún restan sobre la tierra al anciano abandonado, y no moriré sin obtener para Carlos ¡y su querida gracia y perdón!».
-¿La has visto? -gritó Carlos- Catalina, por compasión, respóndeme. ¿La has visto?, ¿qué significa tu lenguaje?, ¿qué te propones?
-¡La he visto! -respondió la condesa, y le refirió seguidamente toda su
conversación con Luisa, pintando
Carlos desahogó su agitado corazón con un torrente de lágrimas. La condesa las recibió en su pecho, y la dureza de su lenguaje desapareció a vista del dolor de su amante.
-No te aflijas así -le decía con dulcísimo acento-, acaso no eres tan
culpable como en este momento te juzgas, ni la desgracia que te oprime tan
irreparable como piensas. Los hombres te habían unido a Luisa con vínculos
perpetuos, que son acaso un peso demasiado enorme para una vida pasajera,
pero las almas destinadas a la eterna vida, las almas se encontrarán en el
cielo; y si la flaqueza de la carne las desune en la tierra, allá, donde
todos los amores son compatibles, allá, donde
¿No lo esperas así, Carlos mío? ¿No crees, como en este instante lo creo yo, en la inmortalidad del pensamiento y del sentimiento? ¿No necesitas de un Dios y de una vida sin límites, y de un amor inmenso? Sí, hay un Dios cuya misericordia es hija de su justicia, un Dios que reconoce demasiado débil al corazón humano para que le sea posible juzgarle con severidad. La piedad, ese sentimiento divino que puso en el fondo de nuestras almas, es una emanación de la suya.
Somos culpables, pero ¿no sientes como yo una esperanza dulcísima
Carlos la escuchaba, y, sin embargo, no la comprendía ya. Estaba enteramente
preocupado, y por momentos se aumentaba la agitación de su alma. ¡Ay!
Aquella noche que Catalina le decía considerase como la última de la vida de
ambos, no lo era; pero era, sí, la última que pasaría cerca de su Luisa, del
ángel que acababa de aparecer más que nunca bello
Palabras divinas salían de los labios de la condesa, pero él no podía ya oírlas. Eran las nueve de la noche, y, aunque ella le rogase permaneciese un instante más, negose y se levantó para partir.
La serenidad de Catalina se alteró algún tanto. Sus manos temblaban cuando las extendió hacia Carlos en ademán de despedida.
-Dentro de pocos día -la dijo él-, nos reuniremos para no separarnos más, y
por horrible que hayas pintado el porvenir que me espera, yo le acepto
contigo. Pero déjame las últimas horas de esta triste noche, que deben ser
consagradas a la soledad y a la amargura. Deja que llore en silencio el
destino que aquélla que voy a inmolar en aras de mi amor, y
-¿La piedad? -repitió la condesa- ¡Qué hermosa, qué sublime palabra! ¿Cuál es el mortal que no tenga en el curso de su vida necesidad de ella? Yo reclamo la tuya, amigo mío, porque en este instante padezco mucho. ¡Ven! Sostén en mi alma una creencia que desfallece.
La esperanza de una vida futura más allá de la tumba es una sonrisa paternal
del cielo. Yo siento necesidad de ella en este momento en que vamos a
separarnos. ¡Es tan triste y tan solemne la palabra
Algunas lágrimas humedecieron las mejillas de la condesa, y Carlos, conmovido, la dijo:
-No, amiga mía, no te entristezcas con pensamientos lúgubres, si nuestras faltas no alcanzan piedad delante de Dios, en mí sólo deben recaer sus castigos, ¡en mí que me he emponzoñado la vida de dos ángeles! Tú vivirás, sí, para endulzar mis días sobre la tierra, y cuando muera bendiciéndote, me presentaré resignado a recibir una eternidad de expiación.
-¡Tanto me amas! -dijo ella- ¡Oh! No te reconvengas nunca del mal que me has hecho. Al sentirme tan amada gozo una felicidad que no sería comprada dignamente a costa de mil dolores. ¡Carlos! Te he debido momentos supremos de ventura. Si muriese ahora aún llevaría al sepulcro un aroma de amor, que acaso más tarde sería desvanecido. ¿Por qué sería una desgracia la muerte para mí? ¿Por qué? Todavía amo y oy amada, y tal vez este fuego divino se apagaría antes que nuestra existencia. ¡Debe ser una cosa horrible sobrevivir a su propio corazón! ¡Ser un cadáver y no poder aún descansar en la tumba!
¡Carlos! Si la muerte me sorprendiese ahora, mis últimos instantes nada
tendrían de crueles. La muerte
Mi muerte en esta hora te ahorraría muchos años de remordimientos, y
mientras mi cuerpo descansara en el sepulcro, mi alma sería custodia de la
tuya. Si los efectos de mi culpa no sobreviviesen, si las lágrimas de
nuestra inocente víctima no llegasen a turbar el sueño de mis cenizas, ¡cuán
hermoso luciría mañana el sol sobre la piedra de mi sepultura! Y así debiera
ser, amigo mío. Si yo muriese, mi voz se alzaría del borde de la huesa para
pedirte paz. «Compra -te diría, compra con tus virtudes el reposo de
¡Desgraciado de ti si desoyendo mis súplicas cerrases para mi alma las puertas de la misericordia! Si tu existencia sobre la tierra fuese más larga que la mía, si el cielo te escogiese para ser reparador de nuestras culpas, yo iría a esperarte a la puerta de aquella morada eterna que debían abrirme tu arrepentimiento y tu expiación.
¡Oh, Carlos!, ¿cuál es la suerte a que nos conduce esta senda de crimen en
que nos precipitamos? ¿qué seremos cuando el amor que hoy nos pierde, pero
que nos justifica,
La herencia de felicidad que la justicia de Dios debe conceder a todo mortal, no me estuvo señalada en este mundo. Fuerza es buscarla más allá de él; para que yo la comprendiese me ha sido tu amor. Los momentos felices que por ti he gozado han sido una voz divina que ha dicho a mi alma: «No desmayes, ¡pobre desterrada!, el foco eterno de ese amor bienhechor, cuyos destellos te alumbran, existe para ti en otra vida, en otro mundo mejor».
El amor y el dolor han arrancado de mi corazón lágrimas bienhechoras que han
sido un saludable
Dios nos llama a todos los hombres por un solo camino, la senda misma del crimen puede acercarnos a él. El arrepentimiento es muy bello. ¡Carlos! Mucho debe perdonarse al que a sufrido mucho.
Las ideas de la condesa brotaban desordenadas e incohesas de sus labios, pero en su semblante había una expresión de esperanza y de fe que jamás Carlos había visto hasta entonces.
-Sí, cara amiga -la dijo-, mucho debe perdonarse a un alma como la tuya. Yo
también necesito de una
-¡Tan presto debe ser! -exclamó ella estremeciéndose, mas venció al instante aquella debilidad, y tomando entre las suyas las manos de Carlos-: Adiós -le dijo- no olvides la conversación que acabamos de tener. Antes de partir obtén para ti y para mí el perdón de aquella mujer angélica a quien tanto hemos ofendido. Sí, ponte de rodillas a sus pies y que su misericordia nos alcance a ambos.
Carlos la abrazó llorando.
-Y si el cielo me llama antes que a ti -prosiguió con voz trémula Catalina-,
júrame en este instante que, aceptando la expiación que te destina,
consagrarás
Carlos lo juró.
-Ahora -dijo Catalina-, mírame aun una vez con esa tu mirada de amor. Ahora dame tú también tu bendición para mí y para tu desventurado hijo. Yo te doy la mía -prosiguió, poniendo sus manos sobre la cabeza de Carlos, que se había arrojado a sus pies- ¡Que Dios guíe tus pasos, y que el ángel que en la tierra te fue concedido te acompañe por entre los pantanos del mundo sin manchar la orla de su blanca vestidura!
Carlos no atendió a estas palabras. Demasiado conmovido se arrancó
Catalina estaba muy pálida, y su voz y sus manos temblaban notablemente, pero no desmayó su valor y vio partir a Carlos sin que se escapase de sus labios una palabra de flaqueza.
De pie, junto a su ventana, prestó atento oído al galope de su caballo que se alejaba, hasta que el rumor, que fue debilitándose gradualmente, cesó del todo. Entonces, enjugó algunas gotas de frío sudor que humedecían su frente, y se apartó de la ventana con semblante triste, pero sereno.
El tiempo era ingrato. Nubes negras envolvían, como de un manto de luto, la
pálida faz de la luna menguante, y el viento, que azotaba los
La condesa escribió lentamente una carta. Ni su mano temblaba, ni se oscurecía su frente. Estaba hermosa y tranquila como en cualesquiera de sus más brillantes días. Sin embargo, cuando concluyó su carta, algunas lágrimas humedecieron el papel que plegaba esmeradamente.
Enseguida hizo venir a sus criados. Recomendó a uno de ellos que llevase la carta al amanecer del próximo día a la casa de Elvira, y como la noche se hacía por momentos más fría, hizo encender dos anchas copas de bronce y ordenó a sus sirvientes se recogiesen a descansar.
La emoción de Carlos al separarse de la condesa se aumentaba a medida que iba acercándose a Luisa. Sentíase oprimido, tenía fiebre. Ardían su cabeza y su corazón, y no podía darse cuenta de los sentimientos y dolores que en tumulto le asaltaban.
Llegó a su casa en un estado de delirio, y Luisa, que le aguardaba con
dolorosa impaciencia, quedó espantada
La pobre niña había pasado las horas transcurridas de aquella noche en fervorosa oración, pero, aunque había llamado en su auxilio todo su esfuerzo y toda su resignación, auque había implorado a Dios llorando su culpa y demandando valor, sintiose enteramente trastornada al ver a su marido.
Tendiole los brazos y él se arrojó en ellos. Aún era su Carlos, su esposo,
aquél que gemía en su seno; aún era suyo, y dentro de algunas horas le
habría perdido para siempre. A tan amarga reflexión un mar de lágrimas brotó
de sus ojos, y murmuró a aquellas conocidas palabras:
-Luisa -la dijo Carlos-,
¿Dime -prosiguió cada vez más delirante-, dime si es verdad que todo lo sabes, que todo lo perdonas? ¿Será posible, Luisa, que puedas perdonarme? ¿No llevaré sobre mi cabeza el peso de tu maldición?
-No -respondió ella-, no, Carlos mío. Todo te lo perdono, excepto el que
dudes del corazón de tu Luisa. Yo no he bastado a tu felicidad, había jurado
dártela y no he sabido. Mi anhelo sería poder en este instante devolverte
esa libertad que por mí sacrificaste, y en cambio de la cual nada he podido
dar a tu corazón:
-¡Aborrecerte!, ¡Oh, Luisa! Ninguna mujer ha sido jamás tan tiernamente querida, ninguna tampoco ha sido tan digna. Y si mi corazón no se parte de dolor en este instante es porque se siente más infeliz que culpable. ¡Luisa!, ¡hermana mía! ¡No hay para mi corazón paz ni virtud que encuentre al menos en el tuyo misericordia y piedad!
-Tuyos son -respondió ella entre sollozos-, tuyos son todos los más tiernos
sentimientos de este corazón. ¡Oh!, ¡ha sido muy maltratado, es verdad!,
pero todavía tiene para ti
-No, no es digno de él el mío -exclamó Carlos-. No merezco esa ternura indulgente que agrava mi delito. ¡Luisa!, ¿por qué no muero a tus pies en este momento?, ¿para qué vivir más?
-¡Para hacerla feliz
-No, no puede serlo, ¡no puede ser feliz! -exclamó Carlos- Yo he sido el
asesino de ambas. Mi corazón rebosa de remordimientos, y siento en
-¡A mí! ¡Sí, a mí! -gritó Luisa con profundo dolor- Yo soy la que estoy demás sobre la tierra.
-¡No, tú no! -exclamó Carlos cada vez más en desorden y más febril, ¡tú no!, porque tú eres el ángel que debe salvarme..., porque yo tengo necesidad de ti, de tu piedad, de tu religión, de tu virtud.
Su delirio crecía, y Luisa le hizo entrar en la cama y se puso de rodillas a su cabecera.
-¿Es verdad -decía Carlos-, es verdad que es ésta la última noche que
pasaremos juntos? De
Aunque pronunciada en el desvarío esta palabra, hizo latir de placer el corazón de Luisa. El ángel era mujer, y mujer enamorada.
-¿Me amas? -exclamó trastornada-, ¿es cierto que me amas?, ¿es cierto que no podrás ser feliz sin tu esposa?
-¡No puedo serlo, no! Ven, Luisa, ven a soplar un aura de pureza sobre mi
cabeza que me abrasa. ¡Ven! E persiguen imágenes de crimen, fantasmas de
remordimientos. La pasión que me ha extraviado es un infierno que me cerca
de llamas que me punzan, que devoran. ¡Ven, que necesito frescor, calma,
inocencia! Ven y háblame de aquellos días serenos de nuestro casto amor.
Háblame de aquellos placeres sin crimen, y de aquella felicidad que a nadie
costaba tanto. ¿Te acuerdas,
-¿Los deseas tú, Carlos? -dijo ella templando el ardor de su frente con su delicada mano.
-Sí, devuélvemelos: ¡Uno solo!, ¡uno solo al menos! ¡He tenido tantos
-¡Bien! Dios nos devolverá a ambos aquella felicidad que necesitamos igualmente, y ahora yo arrullaré tu sueño, porque quiero que duermas con aquellas dulces palabras que nos decíamos en la época apacible de nuestro amor.
-Luisa, me dijiste un día: «Si existe una suerte más feliz que la mía, no quiero conocerla». Ningún goce deseo si no me viene de ti; ni temo ninguna desgracia, si tú me ayudas a soportarla.
Juntos viviremos, y moriremos juntos, y nuestras almas volarán unidas al seno de Dios, de aquel Dios que te creó tan hermosa para mi ventura, y de cuya bondad jamás se hará indigno un corazón donde tú reinas.
-Prosigue -dijo Carlos-, ¡tu voz me hace tanto bien!
-Y éramos, en efecto, buenos y felices -continuó Luisa-. Éramos el orgullo de nuestros padres, el modelo de los esposos, y esperábamos ser el ejemplo de nuestros hijos. Figurábame yo que juntos envejeceríamos, y que, al dejar la tierra, podríamos bendecir a nuestros hijos, como a nosotros nuestros padres.
-Sí -dijo Carlos-, y ellos también nos hubieran bendecido; porque aquellos hijos no nos deberían una vida de vergüenza, no podrían reconvenirnos de haberlos arrojado a un mundo que les cerraba sus puertas. Háblame, Luisa, háblame de la felicidad de aquellos padres que pueden presentarse sin rubor delante de sus hijos.
Luisa continuó, en efecto, hablando, pero la fiebre rindió a Carlos, y en breve quedó sumergido en aquel sueño letárgico que sigue comúnmente a las grandes agitaciones.
Luisa velaba de rodillas junto al lecho y lloraba, y oraba, y pedía ya algo más que la resignación: volviole a parecer posible la ventura.
El día amaneció, y como Carlos no debía partir hasta cerca del medio día, rogó Luisa a Don Francisco le dejase descansar, y mientras el anciano se ocupaba en los preparativos del viaje, volvió ella al lado de su marido, cuya calentura iba cediendo, permitiéndole un sueño más tranquilo.
Sonaba el reloj las diez y ya don Francisco ordenaba que se hiciese
despertar a Carlos, cuando Luisa recibió
Recibiola en su oratorio, donde acababa de entrar para fortalecerse en la oración, y se presentó Elvira tan pálida y demudada que la salutación que había comenzado Luisa quedó ahogada entre sus labios.
-¿Ha partido Carlos? -preguntó con precipitación Elvira.
-Dentro de una hora debe partir -preguntó con precipitación Elvira.
-No solo -añadió Elvira-, no solo. Es preciso que UD. se marche con él.
-¡Ah, sí!, ¿sabe Ud., pues, que está enfermo?, ¿aprueba Ud. que no lo deje partir solo en esa situación?
-Ése será el pretexto que Ud. le dé -dijo Elvira-. Dirá Ud. que quiere
acompañarle solamente una jornada. Al fin de ella podrá Ud. revelarle la
verdad y le acompañará Ud. a su destino.
-Dejando la vida -dijo Elvira-, ha querido devolver a Ud. el esposo que le usurpaba. Su muerte solamente podía romper para siempre los vínculos criminales que había impuesto a Carlos, y ha querido morir. ¡Que Dios tenga piedad de un alma tan generosa y tan culpable!
-¡Suicidada! -gritó Luisa.
-Sí -respondió Elvira con un profundo gemido-, ¡se ha asfixiado!
-¡Suicidada! -repitió Luisa, y cayendo de rodillas delante de un crucifijo- ¡Oh, Dios mío!, ¡Dios mío! -exclamó- No juzguéis la acción, sino el sentimiento. ¡Apartad los ojos de los medios, Señor, y no miréis sino al fin!
-Sus sufrimientos en la Tierra -dijo Elvira-, nos permiten tan consoladora
esperanza. ¡Hasta su suicidio ha sido expiado por su larga y terrible
agonía! Encerrada en una estrecha alcoba, sofocada por una atmósfera
mefítica, aquella horrible muerte debió parecerla insoportable ¡y, sin duda,
quiso huirla cuando ya era tarde! La posición en que la hemos encontrado
prueba que quiso en sus últimos momentos proporcionarse aire, pero, en la
oscuridad, en el trastorno en que debía encontrarse,
Saliose Elvira al terminar estas palabras, dejando en manos de Luisa la carta de la condesa, escrita a su amiga pocas horas antes de morir. Leyola entre sollozos. Decía así:
«En el instante que recibas este papel, corre a ver a Luisa. Dila que debe
partir con su esposo y que solamente
Me ha amado y su dolor será grande. Dios y ella le templarán. La mujer
culpable que ha hecho a los dos esposos desventurados, va a implorar del
cielo el perdón que no espera ni desea de los hombres. Pero el de
Que no sepa Carlos, si es posible, que muero por mi voluntad, tendría
remordimientos. Que el ángel a quien confío esa existencia querida, derrame
en su llagado corazón los tesoros inmensos de su ternura
Mi última bendición es para ellos, y por ellos mi último voto.
Tú, mi buena Elvira, tú sabes que ha sido tuya exclusivamente mi más tierna
amistad. No llores por mí, no. ¡No lamentes mi vida tronchada en flor
todavía! La muerte no se me presenta bajo un aspecto lúgubre. Veola como una
ángel libertador que Dios envía al infortunio. Su mano no está armada de la
sangrienta guadaña, en ella conduce una tea divina, más brillante que el sol
que ya no verán mis ojos. No, mi alma no pasará sin guía a la noche de la
tumba, a sus umbrales me aguarda la esperanza, y la fe que volaba sobre mi
cuna
La orgullosa razón se extingue con la vida, pero cuando me abandona su insuficiente luz, la luz de la esperanza renace sobre sus cenizas. Para fecundar mi corazón la bondad de Dios me concedió el amor, pero para castigar mi soberbia ese amor bienhechor debió de ser un crimen. ¡El designio de la providencia se ha cumplido! El amor salva mi alma, y mi muerte expía mi amor».
Luisa guardó esta carta sobre su corazón, y por espacio de algunos minutos
oró con silencioso fervor. La piedad resplandecía en cada una de sus
facciones, y sus ojos, elevados al cielo, parecían querer penetrar
Su oración duró los momentos que empleó Elvira en instruir a don Francisco de la lamentable catástrofe de aquel día y de sus tristes antecedentes. Cuando ambos volvieron en busca de Luisa, Elvira estaba llorosa, don Francisco, aterrado. Solamente Luisa llevaba en su frente un rayo de esperanza. Acababa de ofrecer a Dios su vida terrestre y la felicidad que les restituía, en expiación de las faltas de su rival que no existía, y tenía la convicción de que su súplica había sido escuchada.
Carlos despertó en brazos de su esposa:
-¡Qué largo ha sido mi sueño! -dijo- ¡Cuánto tiempo hacía que no descansaba tan profundamente ni gozaba de un despertar tan dulce!... ¡Qué hermoso es el día después de una oscura noche!
Y recordando súbitamente que aquel día debía ser el de su partida:
-¡Luisa! -exclamó con una especie de terror- ¿Es ya efectivamente de día?... ¿Es ya, por ventura, la hora de nuestra separación?
-No -le respondió ella-, no, amigo mío. Tu padre y yo hemos determinado acompañarte una jornada. No es ésta la hora de nuestra separación, pero es la de nuestra partida.
Carlos suspiró y se dispuso a marchar si proferir una palabra.
Luisa le ayudaba en sus preparativos, tan silenciosa y no menos conmovida que él, y cuando sonó la hora prefijada para la partida se presentó don Francisco anunciándola.
Elvira les vio partir sin ser vista de Carlos. Una larga y triste mirada fue la única despedida que se hicieron la amiga y la rival de Catalina.
Pronto circuló por Madrid la noticia de haber muerto la condesa de S.*** Pocos sospecharon que su asfixia había sido voluntaria. Generalmente se le creyó fatal descuido, y se supuso la partida de Carlos de Silva efecto del dolor natural a la partida de su querida.
Nada desarma al odio como la muerte. El día en que no podemos agradecerlas, es el día de las simpatías.
La muerte súbita de Catalina la reconquistó todo su perdido prestigio. Se olvidaron sus buenas prendas. Hasta sus mismas flaquezas fueron poetizadas y prestaron más vivo interés a la compasión.
Había cesado de ser bella, ilustre, celebrada. Había cesado de ser todo, y siempre se concede al mérito que existe.
Los hombres tenemos esta ventaja sobre las otras fieras. Jamás nos cebamos en los cuerpos muertos, necesitamos víctimas palpitantes que sangren entre nuestras uñas, que giman entre nuestros dientes.
El entierro de la condesa, dispuesto por Elvira, fue magnífico.
Durante ocho o diez días no se habló más que de la difunta, pero cuando el
interés público fue excitado por otra cualquiera
Tres meses después de la partida de éste, tuvo Elvira la primera y única carta que recibió de Luisa. Por ella supo que Carlos había estado gravemente enfermo, pero que los cuidados de su mujer y de su padre, y su juventud, le habían salvado. Que no parecía sospechar que la muerte de la condesa hubiese sido voluntaria, o al menos no lo decía. Que su tristeza era profunda, pero tranquila, y que aunque no tenía otra voluntad que la de su esposa y su padre, se manifestaba decidido a no volver jamás a España.
Esta carta, escrita en Londres, tenía la fecha de 20 de marzo del año de 1820.
En 1826, en una tarde bastante fría del mismo mes de marzo, un hombre de figura hermosa, auque algo marchita, leía unas tras otras todas las inscripciones sepulcrales que había legibles en uno de los cementerios más antiguos de Madrid, y no se detuvo sino cuando encontró este epitafio, cuyas letras mostraban no haber sufrido aún los deterioros del tiempo:
El hombre que leía los epitafios, permaneció algunos minutos delante de
éste, profundamente pensativo,
Luego salió lentamente del cementerio y se encaminó a una de las fondas más conocidas de Madrid en aquella época. Allí le aguardaban varios personajes notables, que iban a felicitarle y a despedirle al mismo tiempo. A felicitarle porque acababa de obtener un brillante destino, a despedirle porque dicho destino le obligaba a marchar de Madrid al día siguiente.
Dos de aquellos personajes, saliendo juntos de su visita, hablaban bastante alto.
-No hace mala carrera este diplomático de ayer. -decía el uno- ¿Qué demonio de favor es éste que goza en la corte, donde apenas ha estado?
-¡Calle Ud.! -contestaba el otro- Esto es un escándalo, pero los escándalos
de este género han perdido el privilegio de ser llamados tales en una época
en que son tan comunes y frecuentes. Los extranjeros hacen bien en llamar a
nuestra España una segunda Turquía. Es imposible que el número de los
descontentos no se aumente rápidamente. Mientras que miles de españoles
beneméritos mendigan el pan en extraños países, mientras que el comercio se
estanca, la industria fallece y el empobrecido erario amenaza con una
completa ruina. ¿Cómo podremos ver impasibles alzarse cada día esas hechuras
del favor, para las que se improvisan destinos, se inventan comisiones, se
prodigan honores?... ¡La sangre del pueblo
-Pero, ¿piensa Ud. que sea solamente
-Mientras no conozca sus méritos...
-Tiene uno contestable.
-¿Cuál es?
-Su dinero. Silva es muy rico.
-Y tiene una mujer muy linda, ¡y nuestro católico monarca aprecia tanto a los maridos de las hermosas!
-Calle Ud., lengua de víbora. La mujer de Carlos de Silva es
-Puede ser, pero ella queda en Madrid y su marido se marcha.
-Queda en Madrid porque está consagrada al cuidado de su viejo suegro que se halla ciego y enfermo, pero es una mujer ejemplar, idólatra de su marido.
-Sí, pero el marido no es idólatra
-Sin embargo, Silva hace de su mujer un alto precio y es uno de los más atentos y finos esposos que he conocido.
-Sí, pero según se dice no tiene otra pasión que la de la ambición, y por muy obsequioso y muy dulce que se muestre con la linda Luisa, me han asegurado que es de puertas adentro, un compañero asaz, triste e incomunicativo. Se dice que ha tenido un gran pesar con la pérdida de una querida, y que se hizo ambicioso por distracción. Por distracción también podrá su esposa hacerse cualquiera otra cosa, porque, en fin, es preciso que la vida tenga algún interés, algún objeto.
-¿Hacia dónde se encamina Ud.?
-Yo me dirijo al teatro del Príncipe.
-Yo a casa del Ministro de Hacienda con quien tengo esta noche una conferencia.
Los dos caballeros se separaron, saludando antes profundamente a una señora que pasó junto a ellos con dos niñas muy lindas.
Era Elvira de Sotomayor con sus hijas. La mayor, que cumplía apenas trece años, era una rubia angelical; la segunda, que tenía diez, era una morena de ojos de fuego que se llamaba Catalina.
Iban a visitar a la familia de Silva, y una hora después regresaban a su casa por la misma calle.
Elvira parecía tan profundamente triste que la mayor de sus hijas la preguntó tímidamente la causa.
-¿Qué te aflige, mamá?, ¿por qué has llorado tanto con aquella señora a
-Porque esa señora -respondió suspirando Elvira-, es muy buena y muy
infeliz. Cuando tengáis algunos años más, hijas mías, os contaré una
historia muy triste: la historia de
Y las niñas callaron y Elvira calló también.
Hasta aquí llegan nuestras noticias fidedignas. Cualquiera otra cosa que quisiéramos añadir, sería fundada sobre conjeturas.
Ignoramos si Elvira refirió, como lo había ofrecido a sus hijas, la historia
de las dos mujeres. Y si así lo hizo, ¿qué impresión dejaría en el corazón
de aquellas jóvenes?,
Acaso ninguna, acaso nada les dijo, nada les reveló, sino que la suerte de
la mujer es infeliz de todos modos; que la indisolubilidad del mismo lazo
con el cual pretenden nuestras leyes asegurarlas un porvenir, se convierte
no pocas veces en una cadena tanto más insufrible cuanto más inquebrantable.
Seres apasionados y débiles, ya ofensoras, ya ofendidas, ellas son las que
salen destrozadas, y en sus propios yerros, como en aquéllos de que son
víctimas, ellas son siempre las que presentan al mundo, que las contempla
con indiferente egoísmo o con fría severidad, el espectáculo de aquellos
silenciosos dolores, de
La culpable encuentra por do quier jueces severos, verdugos implacables. La virtuosa pasa desconocida y, a veces, ¡ay!, calumniada. ¡Y la culpable y la virtuosa ambas son igualmente infelices, y acaso también igualmente nobles y generosas!