Trafalgar
Benito Pérez Galdós
Se me permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo, diga algunas palabras sobre mi infancia, explicando por qué extraña manera me llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible catástrofe de nuestra marina.
Al hablar de mi nacimiento, no imitaré a la mayor parte de los que cuentan hechos de su propia vida, quienes empiezan nombrando su parentela, las más veces noble, siempre hidalga por lo menos, si no se dicen descendientes del mismo Emperador de Trapisonda. Yo, en esta parte, no puedo adornar mi libro con sonoros apellidos; y fuera de mi madre, a quien conocí por poco tiempo, no tengo noticia de ninguno de mis ascendientes, si no es
Yo nací en Cádiz, y en el famoso barrio de la Viña, que no es hoy, ni menos era entonces, academia de buenas costumbres. La memoria no me da luz alguna sobre mi persona y mis acciones en la niñez, sino desde la edad de seis años; y si recuerdo esta fecha, es porque la asocio a un suceso naval de que oí hablar entonces: el combate del cabo de San Vicente, acaecido en 1797.
Dirigiendo una mirada hacia lo que fue, con la curiosidad y el interés propios de quien se observa, imagen confusa y borrosa, en el cuadro de las cosas pasadas, me veo jugando en la Caleta con otros chicos de mi edad poco más o menos. Aquello era para mí la vida entera; más aún, la vida normal de nuestra privilegiada especie; y los que no vivían como yo, me parecían seres excepcionales del humano linaje, pues en mi infantil inocencia y desconocimiento del mundo yo tenía la creencia de que el hombre había sido criado para la mar, habiéndole asignado la Providencia, como supremo ejercicio de su cuerpo, la natación,
La sociedad en que yo me crié era,pues, de lo más rudo, incipiente y soez que puede imaginarse, hasta tal punto, que los chicos de la Caleta éramos considerados como más canallas que los que ejercían igual industria y desafiaban con igual brío los elementos en Puntales; y por esta diferencia, uno y otro bando nos considerábamos rivales, y a veces medíamos nuestras fuerzas en la Puerta de Tierra con grandes y ruidosas pedreas, que manchaban el suelo de heroica sangre.
Cuando tuve edad para meterme de cabeza en los negocios por cuenta propia, con objeto de ganar honradamente algunos cuartos, recuerdo que lucí mi travesura en el muelle, sirviendo de
Entre las impresiones que conservo, está muy fijo en mi memoria el placer entusiasta que me causaba la vista de los barcos de guerra, cuando se fondeaban frente a Cádiz o en San Fernando. Como nunca pude satisfacer mi curiosidad, viendo de cerca aquellas formidables máquinas, yo me las representaba de un modo fantástico y absurdo, suponiéndolas llenas de misterios.
Afanosos para imitar las grandes cosas de los hombres, los chicos hacíamos también nuestras escuadras, con
Aquélla era época de grandes combates navales, pues había uno cada año, y alguna escaramuza cada mes. Yo me figuraba que las escuadras se batían unas con otras pura y simplemente porque les daba la gana, o con objeto de probar su valor, como dos guapos que se citan fuera de puertas para darse de navajazos. Me río recordando mis extravagantes ideas respecto a las cosas de aquel tiempo. Oía hablar mucho de Napoleón, ¿y cómo creen ustedes que yo me lo figuraba? Pues nada menos
Pero no quiero cansar al lector con pormenores que sólo se refieren a mis particulares impresiones, y voy a concluir de hablar de mí. El único ser que compensaba la miseria de mi
Mi madre tenía un hermano, y si aquélla era buena, éste era malo y muy cruel por añadidura. No puedo recordar a
Mi madre debió padecer mucho con las atrocidades de su hermano, y esto, unido al
En aquella edad de miseria y vagancia, yo no me ocupaba más que en jugar junto a la mar o en correr por las calles. Mis únicas contrariedades eran las que pudieran ocasionarme un bofetón de mi tío, un regaño de mi madre o cualquier contratiempo en la organización de mis escuadras. Mi espíritu no había conocido aún ninguna emoción fuerte y verdaderamente honda, hasta que la pérdida de mi madre me presentó a la vida humana bajo un aspecto muy distinto del que hasta entonces había tenido para mí. Por eso la impresión sentida no se ha borrado nunca de mi alma. Transcurridos tantos años, recuerdo aún, como se recuerdan las medrosas imágenes de un mal sueño, que mi madre yacía postrada con no sé qué padecimiento; recuerdo haber visto entrar en casa unas mujeres, cuyos nombres y condición no puedo decir; recuerdo oír lamentos de dolor, y sentirme yo mismo en los brazos de mi madre; recuerdo también, refiriéndolo a todo mi cuerpo, el contacto de unas manos muy frías, pero muy frías. Creo que
No tengo presente lo que hizo mi tío en aquellos días. Sólo sé que sus crueldades conmigo se redoblaron hasta tal punto, que cansándome de sus malos tratos, me evadí de la casa deseoso de buscar fortuna. Me fui a San Fernando; de allí a Puerto Real. Junteme con la gente más perdida de aquellas playas, fecundas en héroes de encrucijada, y no sé cómo ni por qué motivo fui a parar con ellos a Medinasidonia, donde hallándonos cierto día en una taberna se presentaron algunos soldados de Marina que hacían la leva, y nos desbandamos, refugiándose cada cual donde pudo. Mi buena estrella me llevó a cierta casa, cuyos dueños se apiadaron de mí, mostrándome gran interés, sin duda por el relato que de rodillas, bañado en lágrimas y con ademán suplicante, hice de mi triste estado, de mi vida, y sobre todo de mis desgracias.
Aquellos señores me tomaron bajo su protección, librándome de la leva, y desde entonces quedé a su servicio. Con ellos me trasladé a Vejer de la Frontera, lugar de su residencia, pues sólo estaban de paso en Medinasidonia.
Mis ángeles tutelares fueron
Cuatro años hacía que estaba en la casa cuando ocurrió lo que voy a referir. No me exija el lector una exactitud que tengo por imposible, tratándose de sucesos ocurridos en la primera edad y narrados en el ocaso de la existencia, cuando cercano a mi fin, después de una larga vida, siento que el hielo de la senectud entorpece mi mano al manejar la pluma, mientras el entendimiento aterido intenta engañarse, buscando en el regalo de dulces o ardientes memorias un pasajero rejuvenecimiento. Como aquellos viejos verdes que creen despertar su voluptuosidad dormida engañando los sentidos con la contemplación de hermosuras pintadas, así intentaré dar interés y lozanía a los mustios pensamientos de mi ancianidad, recalentándolos con la representación de antiguas grandezas.
Y el efecto es inmediato. ¡Maravillosa superchería de la imaginación! Como quien repasa hojas hace tiempo dobladas de un libro que se leyó, así miro con curiosidad y asombro los años que fueron; y mientras dura el embeleso de esta contemplación, parece que un genio amigo viene y me quita de encima la pesadumbre de los años, aligerando la carga
Soy joven; el tiempo no ha pasado; tengo frente a mí los principales hechos de mi mocedad; estrecho la mano de antiguos amigos; en mi ánimo se reproducen las emociones dulces o terribles de la juventud, el ardor del triunfo, el pesar de la derrota, las grandes alegrías, así como las grandes penas, asociadas en los recuerdos como lo están en la vida. Sobre todos mis sentimientos domina uno, el que dirigió siempre mis acciones durante aquel azaroso periodo comprendido entre 1805 y 1834. Cercano al sepulcro, y considerándome
A este sentimiento consagré mi edad viril y a él consagro esta faena de mis últimos años, poniéndole por genio tutelar o ángel custodio de mi existencia escrita, ya que lo fue de mi existencia real. Muchas cosas voy a contar. ¡Trafalgar, Bailén, Madrid, Zaragoza, Gerona, Arapiles!... De todo esto diré alguna cosa, si no os falta la paciencia. Mi relato no será tan bello como debiera, pero haré todo lo posible para que sea verdadero.
En uno de los primeros días de Octubre de aquel año funesto (1805), mi noble amo me llamó a su cuarto, y mirándome con su habitual severidad (cualidad tan sólo aparente, pues su carácter era sumamente blando), me dijo:
No supe al principio qué contestar, porque, a decir verdad, en mis catorce años de vida no se me había presentado aún ocasión de asombrar
«Sí, mi amo: soy hombre de valor».
Entonces aquel insigne varón, que había derramado su sangre en cien combates gloriosos, sin que por esto se desdeñara de tratar confiadamente a su leal criado, sonrió ante mí, hízome seña de que me sentara, y ya iba
-No, no irás... te aseguro que no irás a la escuadra. ¡Pues no faltaba más!... ¡A tus años y cuando te has retirado del servicio por viejo!... ¡Ay, Alonsito, has llegado a los setenta y ya no estás para fiestas!
Me parece que aún estoy viendo a aquella respetable cuanto iracunda señora con su gran papalina, su saya de organdí, sus rizos blancos y su lunar peludo a un lado de la barba. Cito estos cuatro detalles heterogéneos, porque sin ellos no puede representársela mi memoria. Era una mujer hermosa en la vejez, como la Santa Ana de Murillo; y su belleza respetable habría sido perfecta, y la comparación con la madre de la Virgen exacta, si mi ama hubiera sido muda como una pintura.
D. Alonso, algo acobardado, como de costumbre, siempre que la oía, le contestó:
«Necesito ir, Paquita. Según la carta que acabo de recibir de ese buen Churruca, la escuadra combinada debe, o salir de Cádiz provocando el combate con los ingleses, o esperarles
-Bueno, me alegro -repuso Doña Francisca-. Ahí están Gravina, Valdés, Cisneros, Churruca, Alcalá Galiano y Álava. Que machaquen duro sobre esos perros ingleses. Pero tú estás hecho un trasto viejo, que no sirves para maldita de Dios la cosa. Todavía no puedes mover el brazo izquierdo que te dislocaron en el cabo de San Vicente.
Mi amo movió el brazo izquierdo con un gesto académico y guerrero, para probar que lo tenía expedito. Pero Doña Francisca, no convencida con tan endeble argumento, continuó chillando en estos términos:
«No, no irás a la escuadra, porque allí no hacen falta estantiguas como tú. Si tuvieras cuarenta años, como cuando fuiste a la tierra del Fuego y me trajiste aquellos collares verdes de los indios... Pero ahora... Ya sé yo que ese calzonazos de Marcial te ha calentado los cascos anoche y esta mañana, hablándote de batallas. Me parece que el Sr. Marcial y yo tenemos que reñir... Vuélvase él a los barcos si quiere, para que le quiten la pierna que le queda... ¡Oh, San José bendito! Si en mis quince hubiera sabido yo lo que era la gente de mar... ¡Qué tormento! ¡Ni un día de reposo!
Mi amo miró sonriendo una mala estampa clavada en la pared, y que, torpemente iluminada por ignoto artista, representaba al Emperador Napoleón, caballero en un corcel verde, con el célebre redingote embadurnado de bermellón. Sin duda la impresión que dejó en mí aquella obra de arte, que contemplé durante cuatro años, fue causa de que modificara mis ideas respecto al traje de contrabandista del grande hombre, y en lo sucesivo me lo representé vestido de cardenal y montado en un caballo verde.
«Esto no es vivir -continuó Doña Francisca agitando los brazos-. Dios me perdone; pero aborrezco el mar, aunque dicen que es una de sus mejores obras. ¡No sé para qué sirve la Santa Inquisición si no convierte en cenizas esos endiablados barcos de guerra! Pero vengan acá y díganme: ¿Para qué es eso de estarse arrojando balas y más balas, sin más ni más, puestos sobre cuatro tablas que, si se quiebran, arrojan al mar centenares de infelices? ¿No es esto tentar a Dios? ¡Y estos hombres se vuelven locos cuando oyen un cañonazo! ¡Bonita gracia! A mí se me estremecen las carnes cuando los oigo, y si todos pensaran como yo, no habría más guerras en el mar... y todos los cañones se convertirían en campanas. Mira, Alonso -añadió deteniéndose ante su marido-, me parece que ya os han derrotado bastantes veces. ¿Queréis otra? Tú y esos otros tan locos como tú, ¿no estáis satisfechos después de la del 14? [1].
D. Alonso apretó los puños al oír aquel triste recuerdo, y no profirió un juramento de marino por respeto a su esposa.
«La culpa de tu obstinación en ir a la escuadra
-Sea o no almirante, yo debo ir a la escuadra, Paquita -dijo mi amo-. Yo no puedo faltar a ese combate. Tengo que cobrar a los ingleses cierta cuenta atrasada.
-Bueno estás tú para cobrar estas cuentas -contestó mi ama-: un hombre enfermo y medio baldado...
-Gabriel irá conmigo -añadió D. Alonso, mirándome de un modo que infundía valor.
Yo hice un gesto que indicaba mi conformidad con tan heroico proyecto; pero cuidé de que no me viera Doña Francisca, la cual me habría hecho notar el irresistible peso de su mano si observara mis disposiciones belicosas.
Ésta, al ver que su esposo parecía resuelto, se enfureció más; juró que si volviera a nacer, no se casaría con ningún marino; dijo mil pestes del Emperador, de nuestro amado Rey, del Príncipe de la Paz, de todos los signatarios del tratado de subsidios, y terminó asegurando al valiente marino que Dios le castigaría por su insensata temeridad.
Durante el diálogo que he referido, sin responder de su exactitud, pues sólo me fundo en vagos recuerdos, una tos recia y perruna, resonando en la habitación inmediata, anunciaba que Marcial, el mareante viejo, oía desde muy cerca la ardiente declamación de mi ama, que le había citado bastantes veces con comentarios poco benévolos. Deseoso de tomar parte en la conversación, para lo cual le autorizaba la confianza que tenía en la casa, abrió la puerta y se presentó en el cuarto de mi amo.
Antes de pasar adelante, quiero dar de éste algunas noticias, así como de su hidalga consorte, para mejor conocimiento de lo que va a pasar.
D. Alonso Gutiérrez de Cisniega pertenecía a una antigua familia del mismo Vejer. Consagráronle a la carrera naval, y desde su juventud, siendo guardia marina, se distinguió honrosamente en el ataque que los ingleses dirigieron contra la Habana en 1748. Formó parte de la expedición que salió de Cartagena contra Argel en 1775, y también se halló en el ataque de Gibraltar por el Duque de Crillon en 1782. Embarcose más tarde para la expedición al estrecho de Magallanes en la corbeta
Desde entonces, mi amo, que no había ascendido conforme a su trabajosa y dilatada carrera, se retiró del servicio. De resultas de
Era Doña Francisca una señora excelente, ejemplar, de noble origen, devota y temerosa de Dios, como todas las hembras de aquel tiempo; caritativa y discreta, pero con el más arisco y endemoniado genio que he conocido en mi vida. Francamente, yo no considero como ingénito aquel iracundo temperamento, sino, antes bien, creado por los disgustos que la ocasionó la desabrida profesión de su esposo; y es preciso confesar que no se quejaba sin razón, pues aquel matrimonio, que durante cincuenta años habría podido dar veinte hijos al mundo y a Dios, tuvo que contentarse con uno solo: la encantadora y sin par Rosita, de quien hablaré después. Por éstas y otras razones, Doña Francisca pedía al cielo en sus diarias oraciones el aniquilamiento de todas las escuadras europeas.
En tanto, el héroe se consumía
tristemente en Vejer viendo sus laureles apolillados y roídos
Pasaron ocho años después de aquel
desastre, y la noticia de que la escuadra combinada iba a tener un
encuentro decisivo con los ingleses, produjo en él cierta
excitación que parecía rejuvenecerle. Dio, pues, en la flor de que
había de ir a la escuadra para presenciar la indudable derrota de
sus mortales enemigos; y aunque su esposa trataba de disuadirle,
como he dicho, era imposible desviarle de tan estrafalario
propósito. Para dar a comprender cuán vehemente era su deseo, basta
decir que osaba contrariar, aunque evitando toda disputa, la firme
voluntad de
Réstame hablar ahora del marinero
Marcial (nunca supe su apellido),
llamado entre los marineros Medio-hombre, había sido contramaestre
en barcos de guerra durante cuarenta años. En la época de mi
narración, la facha de este héroe de los mares era de lo más
singular que puede imaginarse. Figúrense ustedes, señores míos, un
hombre viejo, más bien alto que bajo, con una pierna de palo, el
brazo izquierdo cortado a cercén más abajo del codo, un ojo menos,
la cara garabateada por multitud de chirlos en todas direcciones y
con desorden trazados por armas enemigas de diferentes clases, con
la tez morena y curtida como la de todos los marinos viejos, con
una voz ronca, hueca y perezosa que no se parecía
Puede decirse que su vida era la
historia de la marina española en la última parte del siglo pasado
y principios del presente; historia en cuyas páginas las gloriosas
acciones alternan con lamentables desdichas. Marcial había navegado
en el
A la edad de sesenta y seis años se
retiró del servicio, mas no por falta de bríos, sino porque
Mas al saber que la escuadra combinada
se apercibía para un gran combate, sintió renacer en su pecho el
amortiguado entusiasmo, y soñó que se hallaba mandando la marinería
en el alcázar de proa del
En estas encerronas, que traían a Doña
Francisca muy alarmada, nació el proyecto de embarcarse en la
escuadra para presenciar el próximo combate. Ya saben ustedes la
opinión de mi ama y las mil picardías que dijo del marinero
embaucador; ya saben que D. Alonso insistía en poner en ejecución
tan atrevido pensamiento, acompañado de su paje, y ahora me resta
referir lo que todos dijeron cuando Marcial se presentó a defender
la guerra contra el vergonzoso
«Señor Marcial -dijo ésta con redoblado furor: -si quiere usted ir a la escuadra a que le den la última mano, puede embarcar cuando quiera; pero lo que es este no irá.
-Bueno -contestó el marinero, que se había sentado en el borde de una silla, ocupando sólo el espacio necesario para sostenerse-: iré yo solo. El demonio me lleve, si me quedo sin echar el catalejo a la fiesta.»
Después añadió con expresión de júbilo:
«Tenemos quince navíos, y los francesitos veinticinco barcos. Si todos fueran nuestros, no era preciso tanto... ¡Cuarenta buques y mucho corazón embarcado!»
Como se comunica el fuego de una mecha a otra que está cercana, así el entusiasmo que irradió del ojo de Marcial encendió los dos, ya por la edad amortiguados, de mi buen amo.
«Pero el
Se me había olvidado decir que Marcial, como casi todos los marinos, usaba un vocabulario formado por los más peregrinos terminachos, pues es costumbre en la gente de mar de todos los países desfigurar la lengua patria hasta convertirla en caricatura. Observando la mayor parte de las voces usadas por los navegantes, se ve que son simplemente corruptelas de las palabras más comunes, adaptadas a su temperamento arrebatado y enérgico, siempre propenso a abreviar todas las funciones de la vida, y especialmente el lenguaje. Oyéndoles hablar, me ha parecido a veces que la lengua es un órgano que les estorba.
Marcial, como digo, convertía los
nombres en verbos, y éstos en nombres, sin consultar con la
Academia. Asimismo aplicaba el vocabulario de la navegación a todos
los actos de la vida, asimilando el navío con el hombre, en virtud
de una forzada analogía entre las partes de aquél y los miembros de
éste. Por ejemplo, hablando de la pérdida de su ojo, decía que
había cerrado el
Sigamos ahora. Doña Francisca, haciéndose cruces, dijo así:
«¡Cuarenta navíos! Eso es tentar a la Divina Providencia. ¡Jesús!, y lo menos tendrán cuarenta mil cañones, para que estos enemigos se maten unos a otros.
-Lo que es como Mr. Corneta tenga bien provistos los pañoles de la pólvora -contestó Marcial señalando al corazón-, ya se van a reír esos señores casacones. No será ésta como la del cabo de San Vicente.
-Hay que tener en cuenta -dijo mi amo
con placer, viendo mencionado su tema favorito-, que si el
almirante Córdova hubiera mandado virar a babor a los navíos
-¡Victoriosos! -exclamó con desdén Doña Francisca-. Si pueden ellos más... Estos bravucones parece que se quieren comer el mundo, y en cuanto salen al mar parece que no tienen bastantes costillas para recibir los porrazos de los ingleses.
-¡No! -dijo Medio-hombre enérgicamente
y cerrando el
José Débora miró y me dijo:
«Que el palo mayor se caiga por la
fogonadura y me parta, si hay por estribor más barco que el
-Pues por sí o por no -dije-, voy a avisarle al oficial que está de cuarto».
No había acabado de decirlo, cuando
pataplús... sentimos el
-Eso sí que estuvo bueno -dijo Doña Francisca mostrando algún interés en la narración-. ¿Y cómo fueron tan burros que uno y otro...?
-Diré a usted: no tuvimos tiempo de
andar con palabreo. El fuego del
-¡Jesús, María y José!, ¡qué horror! -exclamó mi ama-. ¿Y se salvaron?
-Nos salvamos cuarenta en la falúa y
seis o siete en el chinchorro: éstos recogieron al segundo del
-¿Y los demás?
-Los demás...
-Válgame Dios -dijo Doña Francisca-. Aunque bien empleado les está, por andarse en esos juegos. Si se estuvieran quietecitos en sus casas como Dios manda...
-Pues la causa de este desastre -dijo
Don Alonso, que gustaba de interesar a su mujer en tan dramáticos
sucesos-, fue la siguiente. Los ingleses, validos de la obscuridad
de la noche, dispusieron que el navío
-¡Oh!, ¡y qué bien os la jugaron! -dijo la dama-. Estuvo bueno, aunque eso no es de gente noble.
-Qué ha de ser -añadió Medio-hombre-.
Entonces yo no los quería bien; pero
-¿Pues y la captura de las cuatro fragatas que venían del Río de la Plata? -dijo D. Alonso animando a Marcial para que continuara sus narraciones.
-También en esa me encontré -contestó
el marino-, y allí me dejaron sin pierna. También entonces nos
cogieron desprevenidos, y como estábamos en tiempo de paz,
navegábamos muy tranquilos, contando ya las horas que nos faltaban
para llegar, cuando de pronto...
Entonces el capitán inglés nos habló con su bocina y nos dijo... ¡pues mire usted que me gustó la franqueza!... nos dijo que nos pusiéramos en facha porque nos iba a atacar. Hizo mil preguntas; pero le dijimos que no nos daba la gana de contestar. A todo esto, las otras tres fragatas enemigas se habían acercado a las nuestras, de tal manera que cada una de las inglesas tenía otra española por el costado de sotavento.
-Su posición no podía ser mejor -apuntó mi amo.
-Eso digo yo -continuó Marcial-. El
jefe de nuestra escuadra, D. José Bustamante, anduvo poco listo,
que si hubiera sido yo... Pues, señor, el
-¡Pobre hombre!... ¿y entonces perdiste la pata? -le dijo compasivamente Doña Francisca.
-Sí señora: los ingleses, sabiendo que
yo no era bailarín, creyeron que tenía bastante con una. En la
travesía me curaron bien: en un pueblo que llaman
-Muy bravo estás -dijo mi ama-; quiera Dios no pierdas también la otra. «El que busca el peligro...»
Concluida la relación de Marcial, se
trabó de nuevo la disputa sobre si mi amo iría o no a la escuadra.
Persistía Doña Francisca en la
«Iremos sólo a ver, mujer; nada más que a ver -decía el héroe con mirada suplicante.
-Dejémonos de fiestas -le contestaba su esposa-. Buen par de esperpentos estáis los dos.
-La escuadra combinada -dijo Marcial-, se quedará en Cádiz, y ellos tratarán de forzar la entrada.
-Pues entonces -añadió mi ama-, pueden ver la función desde la muralla de Cádiz; pero lo que es en los barquitos... Digo que no y que no, Alonso. En cuarenta años de casados no me has visto enojada (la veía todos los días); pero ahora te juro que si vas a bordo... haz cuenta de que Paquita no existe para ti.
-¡Mujer! -exclamó con aflicción mi amo-. ¡Y he de morirme sin tener ese gusto!
-¡Bonito gusto, hombre de Dios! ¡Ver
cómo se matan esos locos! Si el Rey de las Españas me hiciera caso,
mandaría a paseo a los ingleses y les diría: «Mis vasallos queridos
no están aquí para que ustedes se diviertan con ellos. Métanse
ustedes en faena unos con otros si quieren juego». ¿Qué creen? Yo,
aunque tonta, bien sé lo que hay aquí, y es que el
-Es verdad -dijo mi amo-, que la alianza con Francia nos está haciendo mucho daño, pues si algún provecho resulta es para nuestra aliada, mientras todos los desastres son para nosotros.
-Entonces, tontos rematados, ¿para qué se os calientan las pajarillas con esta guerra?
-El honor de nuestra nación está
empeñado -contestó D. Alonso-, y una vez metidos en la danza, sería
una mengua volver atrás. Cuando estuve el mes pasado en Cádiz en el
bautizo de la hija de mi primo, me decía Churruca: «Esta alianza
con Francia, y el maldito tratado de San Ildefonso, que por la
astucia
-Bien digo yo -añadió doña Francisca-,
que ese Príncipe de la Paz se está metiendo en cosas que no
entiende. Ya se ve, ¡un hombre sin estudios! Mi hermano el
arcediano, que es partidario del príncipe Fernando, dice que ese
señor Godoy es un alma de cántaro, y que no ha estudiado latín ni
teología, pues todo su saber se reduce a tocar la
-Tú irás a Cádiz también -dijo D. Alonso ansioso de despertar el entusiasmo en el pecho de su mujer-; irás a casa de Flora, y desde el mirador podrás ver cómodamente el combate, el humo, los fogonazos, las banderas... Es cosa muy bonita.
-¡Gracias, gracias! Me caería muerta de miedo. Aquí nos estaremos quietos, que el que busca el peligro en él perece.
Así terminó aquel diálogo, cuyos pormenores he conservado en mi memoria, a pesar del tiempo transcurrido. Mas acontece con frecuencia que los hechos muy remotos, correspondientes a nuestra infancia, permanecen grabados en la imaginación con mayor fijeza que los presenciados en edad madura, y cuando predomina sobre todas las facultades la razón.
Aquella noche D. Alonso y Marcial
siguieron conferenciando en los pocos ratos que la recelosa Doña
Francisca los dejaba solos. Cuando ésta fue a la parroquia para
asistir a la novena, según su piadosa costumbre, los dos marinos
respiraron con libertad como escolares bulliciosos que pierden de
vista al maestro. Encerráronse en el despacho, sacaron unos mapas y
estuvieron examinándolos con gran atención; luego leyeron ciertos
papeles en que
Marcial imitaba con los gestos de su
brazo y medio la marcha de las escuadras, la explosión de las
andanadas; con su cabeza, el balance de los barcos combatientes;
con su cuerpo, la caída de costado del buque que se va a pique; con
su mano, el subir y bajar de las banderas de señal; con un ligero
silbido, el mando del contramaestre; con los porrazos de su pie de
palo contra el suelo, el estruendo del cañón; con su lengua
estropajosa, los juramentos y singulares voces del combate; y como
mi amo le secundase en esta tarea con la mayor gravedad, quise yo
también echar mi cuarto a espadas, alentado por el ejemplo, y dando
natural desahogo a esa necesidad devoradora de meter ruido que
domina el temperamento de los chicos con absoluto imperio. Sin
poderme contener, viendo el entusiasmo de los dos marinos, comencé
a dar vueltas por la habitación, pues la confianza con que por mi
amo era tratado me autorizaba a ello; remedé con la cabeza y los
brazos la disposición de una nave que
Muy enfrascados estaban ellos en su conferencia, cuando sintieron los pasos de Doña Francisca que volvía de la novena.
«¡Qué viene! -exclamó Marcial con terror.
Y al punto guardaron los planos,
disimulando su excitación, y pusiéronse a hablar de cosas
indiferentes. Pero yo, bien porque la sangre juvenil no podía
aplacarse fácilmente, bien porque no observé a tiempo la entrada de
mi ama, seguí en medio del cuarto demostrando mi enajenación con
frases como éstas, pronunciadas con el mayor desparpajo: ¡la mura a
estribor!... ¡orza!... ¡la andanada de sotavento!... ¡fuego!...
¡bum, bum!... Ella se llegó a mí
«¡También tú! -gritó vapuleándome sin compasión-. Ya ves -añadió mirando a su marido con centelleantes ojos-: tú le enseñas a que pierda el respeto... ¿Te has creído que estás todavía en la Caleta, pedazo de zascandil?
La zurra continuó en la forma siguiente: yo caminando a la cocina, lloroso y avergonzado, después de arriada la bandera de mi dignidad, y sin pensar en defenderme contra tan superior enemigo; Doña Francisca detrás dándome caza y poniendo a prueba mi pescuezo con los repetidos golpes de su mano. En la cocina eché el ancla, lloroso, considerando cuán mal había concluido mi combate naval.
Para oponerse a la insensata determinación de su marido, Doña Francisca no se fundaba sólo en las razones anteriormente expuestas; tenía, además de aquéllas, otra poderosísima, que no indicó en el diálogo anterior, quizá por demasiado sabida.
Pero el lector no la sabe y voy a decírsela. Creo haber escrito que mis amos tenían una hija. Pues bien: esta hija se llamaba Rosita, de edad poco mayor que la mía, pues apenas pasaba de los quince años, y ya estaba concertado su matrimonio con un joven oficial de Artillería llamado Malespina, de una familia de Medinasidonia, lejanamente emparentada con la de mi ama. Habíase fijado la boda para fin de Octubre, y ya se comprende que la ausencia del padre de la novia habría sido inconveniente en tan solemnes días.
Voy a decir algo de mi señorita, de su
novio, de sus amores, de su proyectado enlace y... ¡ay!, aquí mis
recuerdos toman un tinte melancólico, evocando en mi fantasía
imágenes importunas
Rosita era lindísima. Recuerdo perfectamente su hermosura, aunque me sería muy difícil describir sus facciones. Parece que la veo sonreír delante de mí. La singular expresión de su rostro, a la de ningún otro parecida, es para mí, por la claridad con que se ofrece a mi entendimiento, como una de esas nociones primitivas, que parece hemos traído de otro mundo, o nos han sido infundidas por misterioso poder desde la cuna. Y sin embargo, no respondo de poderlo pintar, porque lo que fue real ha quedado como una idea indeterminada en mi cabeza, y nada nos fascina tanto, así como nada se escapa tan sutilmente a toda apreciación descriptiva, como un ideal querido.
Al entrar en la casa, creí que Rosita
pertenecía a un orden de criaturas superior. Explicaré
Como niños ambos, aunque de distinta condición, pronto nos tratamos con la confianza propia de la edad, y mi mayor dicha consistía en jugar con ella, sufriendo todas sus impertinencias, que eran muchas, pues en nuestros juegos nunca se confundían las clases: ella era siempre señorita, y yo siempre criado; así es que yo llevaba la peor parte, y si había golpes, no es preciso indicar aquí quién los recibía.
Ir a buscarla al salir de la escuela
para
¿Y qué diré de su canto? Desde muy
niña acostumbraba a cantar el
Teníamos la misma edad, poco más o
menos, como he dicho, pues sólo excedía la suya
Al cabo de lo tres años advertí que
las formas de mi idolatrada señorita se ensanchaban y redondeaban,
completando la hermosura de su cuerpo: su rostro se puso más
encendido, más lleno, más tibio; sus grandes ojos más vivos, si
bien con la mirada menos errátil y voluble; su andar más reposado;
sus movimientos no sé si más o menos ligeros, pero ciertamente
distintos, aunque no podía entonces ni puedo ahora apreciar en qué
consistía la diferencia. Pero ninguno de estos accidentes me
confundió tanto como la transformación de su voz, que adquirió
cierta sonora gravedad bien distinta de aquel travieso y alegre
chillido con que me llamaba antes, trastornándome el juicio, y
obligándome a olvidar mis quehaceres, para acudir al juego. El
capullo se convertía en rosa y la crisálida en
Un día mil veces funesto, mil veces
lúgubre, mi amita se presentó ante mí con traje bajo. Aquella
transfiguración produjo en mí tal impresión, que en todo el día no
hablé una palabra. Estaba serio como un hombre que ha sido vilmente
engañado, y mi enojo contra ella era tan grande, que en mis
soliloquios probaba con fuertes razones que el rápido crecimiento
de mi amita era una felonía. Se despertó en mí la fiebre del
raciocinar, y sobre aquel tema controvertía apasionadamente conmigo
mismo en el silencio de mis insomnios. Lo que más me aturdía era
ver que con unas cuantas varas de tela había variado por completo
su carácter. Aquel día, mil veces desgraciado, me habló en tono
ceremonioso, ordenándome con gravedad y hasta con displicencia las
faenas que menos me gustaban; y ella, que tantas veces fue cómplice
y encubridora de mi holgazanería, me reprendía entonces por
perezoso. ¡Y a todas éstas, ni una sonrisa, ni un salto, ni una
monada, ni una veloz carrera, ni un poco de
No necesito decir que se acabaron los retozos y los juegos; ya no volví a subir al naranjo, cuyos azahares crecieron tranquilos, libres de mi enamorada rapacidad, desarrollando con lozanía sus hojas y con todo lujo su provocativa fragancia; ya no corrimos más por el patio, ni hice más viajes a la escuela, para traerla a casa, tan orgulloso de mi comisión que la hubiera defendido contra un ejército, si éste hubiera intentado quitármela. Desde entonces Rosita andaba con la mayor circunspección y gravedad; varias veces noté que al subir una escalera delante de mí, cuidaba de no mostrar ni una línea ni una pulgada más arriba de su hermoso tobillo, y este sistema de fraudulenta ocultación era una ofensa a la dignidad de aquel cuyos ojos habían visto algo más arriba. Ahora me río considerando cómo se me partía el corazón con aquellas cosas.
Pero aún habían de ocurrir más
terribles desventuras. Al año de su transformación, la tía Martina,
Rosario la cocinera, Marcial y otros personajes de la servidumbre,
se ocupaban un día de cierto grave asunto. Aplicando mi diligente
oído, luego me enteré de que corrían rumores alarmantes: la
señorita se iba a casar. La cosa era inaudita, porque yo no le
Pues un joven de gran familia pidió su mano, y mis amos se la concedieron. Este joven vino a casa acompañado de sus padres, que eran una especie de condes o marqueses, con un título retumbante. El pretendiente traía su uniforme de Marina, en cuyo honroso Cuerpo servía; pero a pesar de tan elegante jaez, su facha era muy poco agradable. Así debió parecerle a mi amita, pues desde un principio mostró repugnancia hacia aquella boda. Su madre trataba de convencerla, pero inútilmente, y le hacía la más acabada pintura de las buenas prendas del novio, de su alto linaje y grandes riquezas. La niña no se convencía, y a estas razones oponía otras muy cuerdas.
Pero la pícara se callaba lo
principal, y lo principal era que tenía otro novio, a quien de
veras amaba. Este otro era un oficial de Artillería, llamado
El escándalo fue grande. La religiosidad de mis amos se escandalizó tanto con aquel hecho, que no pudieron disimular su enojo, y Rosita fue la víctima principal. Pero pasaron meses y más meses; el herido curó, y como Malespina fuese también persona bien nacida y rica, se notaron en la atmósfera política de la casa barruntos de que el joven D. Rafael iba a entrar en ella. Renunciaron al enlace los padres del herido, y en cambio el del vencedor se presentó en casa a pedir para su hijo la mano de mi querida amita. Después de algunas dilaciones, se la concedieron.
Me acuerdo de cuando fue allí
Nueva transformación de mi amita. Su indiferencia hacia mí era tan marcada, que tocaba los límites del menosprecio. Entonces eché de ver claramente por primera vez, maldiciéndola, la humildad de mi condición; trataba de explicarme el derecho que tenían a la superioridad los que realmente eran superiores, y me preguntaba, lleno de angustia, si era justo que otros fueran nobles y ricos y sabios, mientras yo tenía por abolengo la Caleta, por única fortuna mi persona, y apenas sabía leer. Viendo la recompensa que tenía mi ardiente cariño, comprendí que a nada podría aspirar en el mundo, y sólo más tarde adquirí la firme convicción de que un grande y constante esfuerzo mío me daría quizás todo aquello que no poseía.
En vista del despego con que ella me
trataba, perdí la confianza; no me atrevía a desplegar los labios
en su presencia, y me infundía mucho más respeto que sus padres.
Entre
También había correspondencia larga, y lo peor del caso es que yo era el correo de los dos amantes. ¡Aquello me daba una rabia...! Según la consigna, yo salía a la plaza, y allí encontraba, más puntual que un reloj, al señorito Malespina, el cual me daba una esquela para entregarla a mi señorita. Cumplía mi encargo, y ella me daba otra para llevarla a él. ¡Cuántas veces sentía tentaciones de quemar aquellas cartas, no llevándolas a su destino! Pero por mi suerte, tuve serenidad para dominar tan feo propósito.
No necesito decir que yo odiaba a
Malespina. Desde que le veía entrar sentía mi sangre enardecida, y
siempre que me ordenaba algo, hacíalo con los peores modos
posibles, deseoso
«Este chico está tan echado a perder, que será preciso mandarle fuera de casa».
Al fin se fijó el día para la boda, y unos cuantos antes del señalado ocurrió lo que ya conté y el proyecto de mi amo. Por esto se comprenderá que Doña Francisca tenía razones poderosas, además de la poca salud de su marido, para impedirle ir a la escuadra.
Recuerdo muy bien que al día siguiente de los pescozones que me aplicó D. Francisca, movida del espectáculo de mi irreverencia y de su profundo odio a las guerras marítimas, salí acompañando a mi amo en su paseo de mediodía. Él me daba el brazo, y a su lado iba Marcial: los tres caminábamos lentamente, conforme al flojo andar de D. Alonso y a la poca destreza de la pierna postiza del marinero. Parecía aquello una de esas procesiones en que marcha, sobre vacilante palanquín, un grupo de santos viejos y apolillados, que amenazan venirse al suelo en cuanto se acelere un poco el paso de los que les llevan. Los dos viejos no tenían expedito y vividor más que el corazón, que funcionaba como una máquina recién salida del taller. Era una aguja imantada, que a pesar de su fuerte potencia y exacto movimiento, no podía hacer navegar bien el casco viejo y averiado en que iba embarcada.
Durante el paseo, mi amo, después de
haber asegurado con su habitual aplomo que
Regresamos a la casa y allí se habló de cosas muy distintas. Mi amo, que siempre era complaciente con su mujer, lo fue aquel día más que nunca. No decía Doña Francisca cosa alguna, aunque fuera insignificante, sin que él lo celebrara con risas inoportunas. Hasta me parece que la regaló algunas fruslerías, demostrando en todos sus actos el deseo de tenerla contenta; sin duda por esta misma complacencia oficiosa mi ama estaba díscola y regañona cual nunca la había yo visto. No era posible transacción honrosa. Por no sé qué fútil motivo, riñó con Marcial, intimándole la inmediata salida de la casa; también dijo terribles cosas a su marido; y durante la comida, aunque éste celebraba todos los platos con desusado calor, la implacable dama no cesaba de gruñir.
Llegada la hora de rezar el rosario,
acto solemne que se verificaba en el comedor con asistencia de
todos los de la casa, mi amo, que otras veces solía dormirse,
murmurando perezosamente los
Otra cosa pasó que se me ha quedado muy presente. Las paredes de la casa hallábanse adornadas con dos clases de objetos: estampas de santos y mapas; la Corte celestial por un lado, y todos los derroteros de Europa y América por otro. Después de comer, mi amo estaba en la galería contemplando una carta de navegación, y recorría con su vacilante dedo las líneas, cuando Doña Francisca, que algo sospechaba del proyecto de escapatoria, y además ponía el grito en el Cielo siempre que sorprendía a su marido en flagrante delito de entusiasmo náutico, llegó por detrás, y abriendo los brazos exclamó:
«¡Hombre de Dios! Cuando digo que tú me andas buscando... Pues te juro que si me buscas, me encontrarás.
-Pero, mujer -repuso temblando mi
amo-, estaba aquí mirando el derrotero de Alcalá
-Cuando digo que voy a quemar todos esos papelotes -añadió Doña Francisca-. Mal hayan los viajes y el perro judío que los inventó. Mejor pensaras en las cosas de Dios, que al fin y al cabo no eres ningún niño. ¡Qué hombre, Santo Dios, qué hombre!»
No pasó de esto. Yo andaba también por allí cerca; pero no recuerdo bien si mi ama desahogó su furor en mi humilde persona, demostrándome una vez más la elasticidad de mis orejas y la ligereza de sus manos. Ello es que estas caricias menudeaban tanto, que no hago memoria de si recibí alguna en aquella ocasión: lo que sí recuerdo es que mi señor, a pesar de haber redoblado sus amabilidades, no consiguió ablandar a su consorte.
No he dicho nada de mi amita. Pues
sépase que estaba muy triste, porque el señor de Malespina no había
parecido aquel día, ni escrito carta alguna, siendo inútiles todas
mis pesquisas para hallarle en la plaza. Llegó la noche, y con ella
la tristeza al alma de Rosita, pues ya no había esperanza de verle
hasta el día siguiente. Mas de pronto, y cuando se
Aún me parece que le estoy viendo, cuando se presentó delante de mí, sacudiendo su capa, mojada por la lluvia. Siempre que le traigo a la memoria, se me representa como le vi en aquella ocasión. Hablando con imparcialidad, diré que era un joven realmente hermoso, de presencia noble, modales airosos, mirada afable, algo frío y reservado en apariencia, poco risueño y sumamente cortés, con aquella cortesía grave y un poco finchada de los nobles de antaño. Traía aquella noche la chaqueta faldonada, el calzón corto con botas, el sombrero portugués y riquísima capa de grana con forros de seda, que era la prenda más elegante entre los señoritos de la época.
Desde que entró, conocí que algo grave ocurría. Pasó al comedor, y todos se maravillaron de verle a tal hora, pues jamás había venido de noche. Mi amita no tuvo de alegría más que el tiempo necesario para comprender que el motivo de visita tan inesperada no podía ser lisonjero.
«Vengo a despedirme», dijo Malespina.
Todos se quedaron como lelos, y Rosita
más
«¿Pues qué pasa? ¿A dónde va usted, señor D. Rafael?», le preguntó mi ama.
Debo de haber dicho que Malespina era oficial de Artillería, pero no que estaba de guarnición en Cádiz y con licencia en Vejer.
«Como la escuadra carece de personal -añadió-, han dado orden para que nos embarquemos con objeto de hacer allí el servicio. Se cree que el combate es inevitable, y la mayor parte de los navíos tienen falta de artilleros.
-¡Jesús, María y José! -exclamó Doña Francisca más muerta que viva-. ¿También a usted se le llevan? Pues me gusta. Pero usted es de tierra, amiguito. Dígales usted que se entiendan ellos; que si no tienen gente, que la busquen. Pues a fe que es bonita la broma.
-¿Pero, mujer -dijo tímidamente D. Alonso-, no ves que es preciso?...».
No pudo seguir, porque Doña Francisca, que sentía desbordarse el vaso de su enojo, apostrofó a todas las Potencias terrestres.
«A ti todo te parece bien con tal que
sea para los dichosos barcos de guerra. ¿Pero quién, pero quién es
el demonio del Infierno que ha mandado vayan a bordo los oficiales
de
Y como viera que su marido se encogía de hombros indicando que la cosa era sumamente grave, exclamó:
«No sirves para nada. ¡Jesús! Si yo gastara calzones, me plantaba en Cádiz y le sacaba a usted del apuro».
Rosita no decía palabra. Yo, que la observaba atentamente, conocí la gran turbación de su espíritu. No quitaba los ojos de su novio, y a no impedírselo la etiqueta y el buen parecer, habría llorado ruidosamente, desahogando la pena de su corazón oprimido.
«Los militares -dijo D. Alonso-, son esclavos de su deber, y la patria exige a este joven que se embarque para defenderla. En el próximo combate alcanzará usted mucha gloria e ilustrará su nombre con alguna hazaña que quede en la historia para ejemplo de las generaciones futuras.
-Sí, eso, eso -dijo Doña Francisca
remedando el tono grandilocuente con que mi amo
-Mañana mismo. Me han retirado la licencia, ordenándome que me presente al instante en Cádiz».
Imposible pintar con palabras ni por escrito lo que vi en el semblante de mi señorita cuando aquellas frases oyó. Los dos novios se miraron, y un largo y triste silencio siguió al anuncio de la próxima partida.
«Esto no se puede sufrir -dijo Doña Francisca-. Por último, llevarán a los paisanos, y si se les antoja, también a las mujeres... Señor -prosiguió mirando al Cielo con ademán de pitonisa-, no creo ofenderte si digo que maldito sea el que inventó los barcos, maldito el mar en que navegan, y más maldito el que hizo el primer cañón para dar esos estampidos que la vuelven a una loca, y para matar a tantos pobrecitos que no han hecho ningún daño».
D. Alonso miró a Malespina, buscando en su semblante una expresión de protesta contra los insultos dirigidos a la noble artillería. Después dijo:
«Lo malo será que los navíos carezcan también de buen material; y sería lamentable...»
Marcial, que oía la conversación desde la puerta, no pudo contenerse y entró diciendo:
«¿Qué ha de faltar? El
-¿Quién le mete a usted aquí, Sr. Marcial -chilló Doña Francisca-, ni qué nos importa si tienen cincuenta u ochenta?»
Marcial continuó, a pesar de esto, su guerrera estadística, pero en voz baja, dirigiéndose sólo a mi amo, el cual no se atrevía a expresar su aprobación.
Ella siguió hablando así:
«Pero, D. Rafael, no vaya usted, por Dios. Diga usted que es de tierra; que se va a casar. Si Napoleón quiere guerra, que la haga él solo; que venga y diga: «Aquí estoy yo: mátenme ustedes, señores ingleses, o déjense matar por mí». ¿Por qué ha de estar España sujeta a los antojos de ese caballero?
-Verdaderamente -dijo Malespina-, nuestra unión con Francia ha sido hasta ahora desastrosa.
-¿Pues para qué la han hecho? Bien dicen que ese Godoy es hombre sin estudios. ¡Si creerá él que se gobierna una nación tocando la guitarra!
-Después de la paz de Basilea -continuó el joven-, nos vimos obligados a enemistarnos con los ingleses, que batieron nuestra escuadra en el cabo de San Vicente.
-Alto allá -declaró D. Alonso, dando un fuerte puñetazo en la mesa-. Si el almirante Córdova hubiera mandado orzar sobre babor a los navíos de la vanguardia, según lo que pedían las más vulgares leyes de la estrategia, la victoria hubiera sido nuestra. Eso lo tengo probado hasta la saciedad, y en el momento del combate hice constar mi opinión. Quede, pues, cada cual en su lugar.
-Lo cierto es que se perdió la batalla
-prosiguió Malespina-. Este desastre no habría sido de grandes
consecuencias, si después la Corte de España no hubiera celebrado
con la República francesa el tratado de San Ildefonso, que nos puso
a merced del Primer Cónsul, obligándonos a prestarle ayuda en
guerras que a él solo y a su grande ambición interesaban. La paz de
Amiens no fue más que una tregua. Inglaterra y Francia volvieron a
declararse la guerra, y entonces Napoleón exigió nuestra
-Pero, según dicen -indicó Marcial-, Mr. Corneta quiere pintarla y busca una acción de guerra que haga olvidar sus faltas. Yo me alegro, pues de ese modo se verá quién puede y quién no puede.
-Lo indudable -prosiguió Malespina-, es que la escuadra inglesa anda cerca y con intento de bloquear a Cádiz. Los marinos españoles opinan que nuestra escuadra no debe salir de la bahía, donde hay probabilidades de que venza. Mas el francés parece que se obstina en salir.
-Veremos -dijo mi amo-. De todos modos, el combate será glorioso.
-Glorioso, sí -contestó Malespina-.
¿Pero quién asegura que sea afortunado? Los marinos se forjan
ilusiones, y quizás por estar demasiado cerca, no conocen la
inferioridad de nuestro armamento frente al de los ingleses. Estos,
además de una soberbia artillería, tienen todo lo necesario para
reponer prontamente sus averías. No digamos nada en cuanto al
personal: el de nuestros enemigos es inmejorable, compuesto todo de
viejos y muy expertos marinos, mientras que muchos de los navíos
-En fin -dijo mi amo-, dentro de algunos días sabremos lo que ha de resultar de esto.
-Lo que ha de resultar ya lo sé yo -observó Doña Francisca-. Que esos caballeros, sin dejar de decir que han alcanzado mucha gloria, volverán a casa con la cabeza rota.
-Mujer, ¿tú qué entiendes de eso? -dijo D. Alonso sin poder contener un arrebato de enojo, que sólo duró un instante.
-¡Más que tú! -contestó vivamente ella-. Pero Dios querrá preservarle a usted, señor D. Rafael, para que vuelva sano y salvo».
Esta conversación ocurría durante la
cena, la cual fue muy triste; y después de lo referido, los cuatro
personajes no dijeron una palabra. Concluida aquélla, se verificó
la despedida, que fue tiernísima, y por un favor especial, propio
de aquella ocasión solemne, los bondadosos padres dejaron solos a
los novios, permitiéndoles despedirse a sus anchas y sin testigos
para que el disimulo no les obligara a omitir algún accidente que
fuera desahogo a
Cuando Malespina salió del cuarto,
estaba más pálido que un difunto. Despidiose a toda prisa de mis
amos, que le abrazaron con el mayor cariño, y se fue. Cuando
acudimos a donde estaba mi amita, la encontramos
A la mañana siguiente se me preparaba una gran sorpresa, y a mi ama el más fuerte berrinche que creo tuvo en su vida. Cuando me levanté vi que D. Alonso estaba amabilísimo, y su esposa más irritada que de costumbre. Cuando ésta se fue a misa con Rosita, advertí que el señor se daba gran prisa por meter en una maleta algunas camisas y otras prendas de vestir, entre las cuales iba su uniforme. Yo le ayudé y aquello me olió a escapatoria, aunque me sorprendía no ver a Marcial por ninguna parte. No tardé, sin embargo, en explicarme su ausencia, pues D. Alonso, una vez arreglado su breve equipaje, se mostró muy impaciente, hasta que al fin apareció el marinero diciendo: «Ahí está el coche. Vámonos antes que ella venga.»
Cargué la maleta, y en un santiamén
Don Alonso, Marcial y yo salimos por la puerta del corral para no
ser vistos; nos subimos a la
Aquel viaje me gustaba extraordinariamente, porque a los chicos toda novedad les trastorna el juicio. Marcial no cabía en sí de gozo, y mi amo, que al principio manifestó su alborozo casi con menos gravedad que yo, se entristeció bastante cuando dejó de ver el pueblo. De cuando en cuando decía:
«¡Y ella tan ajena a esto! ¡Qué dirá cuando llegue a casa y no nos encuentre!
A mí se me ensanchaba el pecho con la
vista del paisaje, con la alegría y frescura de la mañana y, sobre
todo, con la idea de ver pronto a Cádiz y su incomparable bahía
poblada de naves; sus calles bulliciosas y alegres; su Caleta, que
simbolizaba para mí en un tiempo lo más hermoso de la vida, la
libertad; su plaza, su muelle y demás sitios para mí muy amados. No
habíamos andado tres leguas cuando alcanzamos a ver dos caballeros
montados en soberbios alazanes, que viniendo tras nosotros se nos
juntaron en poco tiempo. Al punto reconocimos a Malespina y a su
padre,
Nos detuvimos para comer en el parador de Conil. A los señores les dieron lo que había, y a Marcial y a mí lo que sobraba, que no era mucho. Como yo servía la mesa, pude oír la conversación, y entonces conocí mejor el carácter del viejo Malespina, quien si primero pasó a mis ojos como un embustero lleno de vanidad, después me pareció el más gracioso charlatán que he oído en mi vida.
El futuro suegro de mi amita, D. José María Malespina, que no tenía parentesco con el célebre marino del mismo apellido, era coronel de Artillería retirado, y cifraba todo su orgullo en conocer a fondo aquella terrible arma y manejarla como nadie. Tratando de este asunto era como más lucía su imaginación y gran desparpajo para mentir.
«Los artilleros -decía sin suspender
por un
-Es maravilloso -dijo mi amo, quien, conociendo la magnitud de la bola, no quiso, sin embargo, desmentir a su amigo.
-Pues en la segunda campaña, al mando del Conde de la Unión, también escarmenté de lo lindo a los republicanos. La defensa de Boulou, no nos salió bien, porque se nos acabaron las municiones: yo, con todo hice un gran destrozo cargando una pieza con las llaves de la iglesia; pero éstas no eran muchas, y al fin, como un recurso de desesperación, metí en el ánima del cañón mis llaves, mi reloj, mi dinero, cuantas baratijas encontré en los bolsillos, y, por último, hasta mis cruces. Lo particular es que una de estas fue a estamparse en el pecho de un general francés, donde se le quedó como pegada y sin hacerle daño. Él la conservó, y cuando fue a París, la Convención le condenó no sé si a muerte o a destierro por haber admitido condecoraciones de un Gobierno enemigo.
-¡Qué diablura! -murmuró mi amo recreándose con tan chuscas invenciones.
-Cuando estuve en Inglaterra...
-continuó el viejo Malespina-, ya sabe usted que
-¿Eso almorzaba?
-Era lo que le gustaba más. Yo hacía llevar de Cádiz embotellada la pescadilla: conservábase muy bien con un específico que inventé, cuya receta tengo en casa.
-Maravilloso. ¿Y reformó usted la Artillería inglesa? -preguntó mi amo, alentándole a seguir, porque le divertía mucho.
-Completamente. Allí inventé un cañón que no llegó a dispararse, porque todo Londres, incluso la Corte y los Ministros, vinieron a suplicarme que no hiciera la prueba por temor a que del estremecimiento cayeran al suelo muchas casas.
-¿De modo que tan gran pieza ha quedado relegada al olvido?
-Quiso comprarla el Emperador de Rusia; pero no fue posible moverla del sitio en que estaba.
-Pues bien podía usted sacarnos del apuro inventando un cañón que destruyera de un disparo la escuadra inglesa.
-¡Oh! -contestó Malespina-. En eso estoy pensando, y creo que podré realizar mi pensamiento. Ya le mostraré a usted los cálculos que tengo hechos, no sólo para aumentar hasta un extremo fabuloso el calibre de las piezas de Artillería, sino para construir placas de resistencia que defiendan los barcos y los castillos. Es el pensamiento de toda mi vida».
A todas éstas habían concluido de
comer. Nos zampamos en un santiamén Marcial y yo las sobras, y
seguimos el viaje, ellos a caballo, marchando al estribo, y
nosotros como antes, en nuestra derrengada calesa. La comida y los
frecuentes tragos con que la roció excitaron
«Guerra desastrosa e impolítica. ¡Más nos hubiera valido no haberla emprendido!
-¡Oh! -exclamó Malespina-. El Conde de Aranda, como usted sabe, condenó desde el principio esta funesta guerra con la República. ¡Cuánto hemos hablado de esta cuestión!... porque somos amigos desde la infancia. Cuando yo estuve en Aragón, pasamos siete meses juntos cazando en el Moncayo. Precisamente hice construir para él una escopeta singular...
-Sí: Aranda se opuso siempre -dijo mi amo, atajándole en el peligroso camino de la balística.
-En efecto -continuó el mentiroso-, y
si aquel hombre eminente defendió con tanto calor la paz con los
republicanos, fue porque yo se lo aconsejé, convenciéndole antes de
la inoportunidad de la guerra. Mas Godoy, que ya entonces era
Valido, se obstinó en proseguirla, sólo por llevarme la contraria,
según
-¡Qué faltos estamos, amigo D. José María -dijo mi amo-, de un buen hombre de Estado a la altura de las circunstancias, un hombre que no nos entrometa en guerras inútiles y mantenga incólume la dignidad de la Corona!
-Pues cuando yo estuve en Madrid el año último -prosiguió el embustero-, me hicieron proposiciones para desempeñar la Secretaría de Estado. La Reina tenía gran empeño en ello, y el Rey no dijo nada... Todos los días le acompañaba al Pardo para tirar un par de tiros... Hasta el mismo Godoy se hubiera conformado, conociendo mi superioridad; y si no, no me habría faltado un castillito donde encerrarle para que no me diera que hacer. Pero yo rehusé, prefiriendo vivir tranquilo en mi pueblo, y dejé los negocios públicos en manos de Godoy. Ahí tiene usted un hombre cuyo padre fue mozo de mulas en la dehesa que mi suegro tenía en Extremadura.
-No sabía... -dijo D. Alonso-. Aunque
Así continuó el diálogo, el Sr. Malespina soltando unas bolas como templos, y mi amo oyéndolas con santa calma, pareciendo unas veces enfadado y otras complacido de escuchar tanto disparate. Si mal no recuerdo, también dijo D. José María que había aconsejado a Napoleón el atrevido hecho del 18 brumario.
Con éstas y otras cosas nos anocheció en Chiclana, y mi amo, atrozmente quebrantado y molido a causa del movimiento del fementido calesín, se quedó en dicho pueblo, mientras los demás siguieron, deseosos de llegar a Cádiz en la misma noche. Mientras cenaron, endilgó Malespina nuevas mentiras, y pude observar que su hijo las oía con pena, como abochornado de tener por padre el más grande embustero que crió la tierra. Despidiéronse ellos; nosotros descansamos hasta el día siguiente por la madrugada, hora en que proseguimos nuestro camino; y como éste era mucho más cómodo y expedito desde Chiclana a Cádiz que en el tramo recorrido, llegamos al término de nuestro viaje a eso de las once del día, sin novedad en la salud y con el alma alegre.
No puedo describir el entusiasmo que
despertó en mi alma la vuelta a
Después de ausencia tan larga, lo que había visto tantas veces embelesaba mi atención como cosa nueva y extremadamente hermosa. En cuantas personas encontraba al paso veía un rostro amigo, y todo era para mí simpático y risueño: los hombres, las mujeres, los viejos, los niños, los perros, hasta las casas, pues mi imaginación juvenil observaba en ello no sé qué de personal y animado, se me representaban como seres sensibles; parecíame que participaban del general contento por mi llegada, remedando en sus balcones y ventanas las facciones de un semblante alborozado. Mi espíritu veía reflejar en todo lo exterior su propia alegría.
Corría por las calles con gran ansiedad, como si en un minuto quisiera verlas todas. En la plaza de San Juan de Dios compré algunas golosinas, más que por el gusto de comerlas, por la satisfacción de presentarme regenerado ante las vendedoras, a quienes me dirigí como antiguo amigo, reconociendo a algunas como favorecedoras en mi anterior miseria, y a otras como víctimas, aún no aplacadas, de mi inocente afición al merodeo. Las más no se acordaban de mí; pero algunas me recibieron con injurias, recordando las proezas de mi niñez y haciendo comentarios tan chistosos sobre mi nuevo empaque y la gravedad de mi persona, que tuve que alejarme a toda prisa, no sin que lastimaran mi decoro algunas cáscaras de frutas lanzadas por experta mano contra mi traje nuevo. Como tenía la conciencia de mi formalidad, estas burlas más bien me causaron orgullo que pena.
Recorrí luego la muralla y conté todos
los barcos fondeados a la vista. Hablé con cuantos marineros hallé
al paso, diciéndoles que yo también iba a la escuadra, y
preguntándoles con tono muy enfático si había recalado la escuadra
de Nelson. Después les dije que
Llegué por fin a la Caleta, y allí mi
alegría no tuvo límites. Bajé a la
Nadé más de una hora, experimentando
un placer indecible, y vistiéndome luego, seguí mi paseo hacia el
barrio de la Viña, en cuyas edificantes tabernas encontré algunos
de los más célebres perdidos de mi glorioso tiempo. Hablando con
ellos, yo me las echaba de hombre de pro, y como tal gasté en
obsequiarles los pocos cuartos que tenía. Preguntéles por mi tío,
mas no me dieron noticia alguna de su señoría; y luego que hubimos
charlado un poco,
Durante el periodo más fuerte de mi embriaguez, creo que aquellos tunantes se rieron de mí cuanto les dio la gana; pero una vez que me serené un poco, salí avergonzadísimo de la taberna. Aunque andaba muy difícilmente, quise pasar por mi antigua casa, y vi en la puerta a una mujer andrajosa que freía sangre y tripas. Conmovido en presencia de mi morada natal, no pude contener el llanto, lo cual, visto por aquella mujer sin entrañas, se le figuró burla o estratagema para robarle sus frituras. Tuve, por tanto, que librarme de sus manos con la ligereza de mis pies, dejando para mejor ocasión el desahogo de mis sentimientos.
Quise ver después la catedral vieja, a
la cual se refería uno de los más tiernos recuerdos de mi niñez, y
entré en ella: su recinto me pareció encantador, y jamás he
recorrido las naves de templo alguno con tan religiosa veneración.
Creo que me dieron fuertes ganas de rezar, y que lo hice en efecto,
arrodillándome en el altar donde mi madre había puesto un ex-voto
por mi salvación. El personaje de cera que yo creía mi perfecto
retrato estaba allí colgado,
Habíamos ido a residir en casa de la
prima de mi amo, la cual era una señora, a quien el lector me
permitirá describir con alguna prolijidad, por ser tipo que lo
merece.
Vestía con lujo, y en su peinado se
gastaban los polvos por almudes, y como no tenía malas carnes, a
juzgar por lo que pregonaba el ancho escote y por lo que dejaban
transparentar
Era Doña Flora persona muy prendada de las cosas antiguas; muy devota, aunque no con la santa piedad de mi Doña Francisca, y grandemente se diferenciaba de mi ama, pues así como ésta aborrecía las glorias navales, aquélla era entusiasta por todos los hombres de guerra en general y por los marinos en particular. Inflamada en amor patriótico, ya que en la madurez de su existencia no podía aspirar al calorcillo de otro amor, y orgullosa en extremo como mujer y como dama española, el sentimiento nacional se asociaba en su espíritu al estampido de los cañones, y creía que la grandeza de los pueblos se medía por libras de pólvora. Como no tenía hijos, ocupaban su vida los chismes de vecinos, traídos y llevados en pequeño círculo por dos o tres cotorrones como ella, y se distraía también con su sistemática afición a hablar de las cosas públicas. Entonces no había periódicos, y las ideas políticas, así como las noticias, circulaban de viva voz, desfigurándose entonces más que ahora, porque siempre fue la palabra más mentirosa que la imprenta.
En todas las ciudades populosas, y especialmente en Cádiz, que era entonces la más culta, había muchas personas desocupadas que eran depositarias de las noticias de Madrid y París, y las llevaban y traían diligentes vehículos, enorgulleciéndose con una misión que les daba gran importancia. Algunos de éstos, a modo de vivientes periódicos, concurrían a casa de aquella señora por las tardes, y esto, además del buen chocolate y mejores bollos, atraía a otros ansiosos de saber lo que pasaba. Doña Flora, ya que no podía inspirar una pasión formal, ni quitarse de encima la gravosa pesadumbre de sus cincuenta años, no hubiera trocado aquel papel por otro alguno, pues el centro general de las noticias casi equivalía en aquel tiempo a la majestad de un trono.
Doña Flora y Doña Francisca se aborrecían cordialmente, como comprenderá quien considere el exaltado militarismo de la una y el pacífico apocamiento de la otra. Por esto, hablando con su primo en el día de nuestra llegada, le decía la vieja:
«Si tú hubieras hecho caso siempre de
tu mujer, todavía serías guardia marina. ¡Qué carácter! Si yo fuera
hombre y casado con mujer semejante, reventaría como una bomba. Has
hecho bien en no seguir su consejo y en venir a
Después, como mi amo, impulsado por su gran curiosidad, le pidiese noticias, ella le dijo:
«Lo principal es que todos los marinos
de aquí están muy descontentos del almirante francés, que ha
probado su ineptitud en el viaje a la Martinica y en el combate de
Finisterre. Tal es su timidez, y el miedo que tiene a los ingleses,
que al entrar aquí la escuadra combinada en Agosto último no se
atrevió a apresar el crucero inglés mandado por Collingwood, y que
sólo constaba de tres navíos. Toda nuestra oficialidad está muy mal
por verse obligada a servir a las órdenes de semejante hombre. Fue
Gravina a Madrid a decírselo a Godoy, previendo grandes desaires si
no ponía al frente de la escuadra un hombre más apto; pero el
Ministro le contestó cualquier cosa, porque no se atreve a resolver
nada; y como Bonaparte anda metido con los austriacos, mientras él
no decida... Dicen que éste también está muy descontento de
Villeneuve y que ha determinado destituirle; pero entre tanto...
¡Ah! Napoleón
-¡Oh!, yo no soy para eso -dijo mi amo con su habitual modestia.
-O a Gravina o a
-Lo que es eso -dijo mi amo interrumpiéndola vivamente...-. Es preciso que cada cual quede en su lugar. Si el almirante Córdova hubiera mandado virar por...
-Sí, sí, ya sé -dijo Doña Flora, que había oído muchas veces lo mismo en boca de mi amo-. Habrá que darles la gran paliza, y se la daréis. Me parece que vas a cubrirte de gloria. Así haremos rabiar a Paca.
-Yo no sirvo para el combate -dijo mi amo con tristeza-. Vengo tan sólo a presenciarlo, por pura afición y por el entusiasmo que me inspiran nuestras queridas banderas».
Al día siguiente de nuestra llegada
recibió mi amo la visita de un brigadier de marina, amigo antiguo,
cuya fisonomía no olvidaré jamás, a pesar de no haberle visto más
que en
El uniforme del héroe demostraba, sin
ser viejo ni raído, algunos años de honroso servicio. Después,
cuando le oí decir, por cierto sin tono de queja, que el Gobierno
le debía nueve pagas, me expliqué aquel deterioro. Mi amo le
preguntó por su mujer, y de su contestación deduje que se había
casado poco antes, por cuya razón le compadecí, pareciéndome muy
atroz que se le mandara al combate en tan felices días. Habló luego
de su barco, el
Hablaron luego del tema ordinario en
aquellos días, de si salía o no salía la escuadra, y el marino se
expresó largamente con estas palabras, cuya substancia guardo en la
memoria, y que después con datos y noticias históricas
«El almirante francés -dijo Churruca-,
no sabiendo qué resolución tomar, y deseando hacer algo que ponga
en olvido sus errores, se ha mostrado, desde que estamos aquí,
partidario de salir en busca de los ingleses. El 8 de octubre
escribió a Gravina, diciéndole que deseaba celebrar a bordo del
»Habiendo mostrado Villeneuve el deseo
de salir, nos opusimos todos los españoles. La discusión fue muy
viva y acalorada, y Alcalá Galiano cruzó con el almirante Magon
palabras bastante duras, que ocasionarán un lance de honor si antes
no les ponemos en paz. Mucho disgustó a Villeneuve nuestra
oposición, y también en el calor de la discusión dijo frases
descompuestas, a que contestó Gravina del modo más enérgico... Es
curioso el empeño de esos señores de hacerse a la mar en
Así se expresó el amigo de mi amo. Sus palabras hicieron en mí grande impresión, pues con ser niño, yo prestaba gran interés a aquellos sucesos, y después, leyendo en la historia lo mismo de que fui testigo, he auxiliado mi memoria con datos auténticos, y puedo narrar con bastante exactitud.
Cuando Churruca se marchó, Doña Flora y mi amo hicieron de él grandes elogios, encomiando sobre todo su expedición a la América Meridional, para hacer el mapa de aquellos mares. Según les oí decir, los méritos de Churruca como sabio y como marino eran tantos, que el mismo Napoleón le hizo un precioso regalo y le colmó de atenciones. Pero dejemos al marino y volvamos a Doña Flora.
A los dos días de estar allí noté un
fenómeno que me disgustó sobremanera, y fue que la prima de mi amo
comenzó a prendarse de mí, es decir, que me encontró pintiparado
para ser su paje. No cesaba de hacerme toda clase de caricias, y al
saber que yo también iba a la
Al día siguiente me obligó a limpiar
la
Era natural: su intempestivo cariño, sus dengues, la insistencia con que solicitaba mi compañía, diciendo que le encantaba mi conversación y persona, me impedían seguir a mi amo en sus visitas a bordo. Le acompañaba en tan dulce ocupación un criado de su prima, y en tanto yo, sin libertad para correr por Cádiz, como hubiera deseado, me aburría en la casa, en compañía del loro de Doña Flora y de los señores que iban allá por las tardes a decir si saldría o no la escuadra, y otras cosas menos manoseadas, si bien más frívolas.
Mi disgusto llegó a la desesperación
cuando vi que Marcial venía a casa y que con él iba mi amo a bordo,
aunque no para embarcarse definitivamente; y cuando esto ocurría, y
cuando mi alma atribulada acariciaba aún la débil
Esto me era insoportable, tanto más
cuanto que yo soñaba con poner en ejecución cierto atrevido
proyectillo, que consistía en ir a visitar por cuenta propia uno de
los navíos, llevado por algún marinero conocido, que esperaba
encontrar en el muelle. Salí con la vieja, y al pasar por la
muralla deteníame para ver los barcos; mas no me era posible
entregarme a las delicias de aquel espectáculo, por tener que
contestar a las mil preguntas de Doña Flora, que ya me tenía
mareado. Durante el paseo se le unieron algunos jóvenes y
Como yo observaba todo, me fijé en la
extraña figura de aquellos hombres, en sus afeminados gestos y,
sobre todo, en sus trajes, que me parecieron extravagantísimos. No
eran
La conversación de aquellos personajes versó sobre la salida de la escuadra, alternando con este asunto la relación de no sé qué baile o fiesta que ponderaron mucho, siendo uno de ellos objeto de grandes alabanzas por lo bien que hacía trenzas con sus ligeras piernas bailando la gavota.
Después de haber charlado mucho, entraron con Doña Flora en la iglesia del Carmen, y allí, sacando cada cual su rosario, rezaron que se las pelaban un buen espacio de tiempo, y alguno de ellos me aplicó lindamente un coscorrón en la coronilla, porque en vez de orar tan devotamente como ellos, prestaba demasiada atención a dos moscas que revoloteaban alrededor del rizo culminante del peinado de Doña Flora. Salimos, después de haber oído un enojoso sermón, que ellos celebraron como obra maestra; paseamos de nuevo; continuó la charla más vivamente, porque se nos unieron unas damas vestidas por el mismo estilo, y entre todos se armó tan ruidosa algazara de galanterías, frases y sutilezas, mezcladas con algún verso insulso, que no puedo recordarlas.
¡Y en tanto Marcial y mi querido amo
trataban de fijar día y hora para trasladarse definitivamente
Luego, como entrase inesperadamente mi amo, yo, juzgando llegada la ocasión de lograr mi objeto por medio de un arranque oratorio, que había cuidado de preparar, me arrodillé delante de él, diciéndole en el tono más patético que si no me llevaba a bordo, me arrojaría desesperado al mar.
Mi amo se rió de la ocurrencia; su
prima, haciendo mimos con la boca, fingió cierta hilaridad que le
afeaba el rostro amojamado, y
Octubre era el mes, y 18 el día. De esta fecha no me queda duda, porque al día siguiente salió la escuadra. Nos levantamos muy temprano y fuimos al muelle, donde esperaba un bote que nos condujo a bordo.
Figúrense ustedes cuál sería mi
estupor, ¡qué digo estupor!, mi entusiasmo, mi enajenación, cuando
me vi cerca del
Por fin llegamos al
Pero en cuanto subimos y me hallé
sobre cubierta, se me ensanchó el corazón. La airosa y altísima
arboladura, la animación del alcázar, la vista del cielo y la
bahía, el admirable orden de cuantos objetos ocupaban la cubierta,
desde los
Los presentes no pueden hacerse cargo
de
Yo, que observo cuanto veo, he tenido
siempre la costumbre de asociar, hasta un extremo exagerado, ideas
con imágenes, cosas con personas, aunque pertenezcan a las más
inasociables categorías. Viendo más tarde las catedrales llamadas
góticas de nuestra Castilla, y las de Flandes, y observando con qué
imponente majestad se destaca su compleja y sutil fábrica entre las
construcciones del gusto moderno, levantadas por la utilidad, tales
como
El
Nada más grandioso que la arboladura, aquellos mástiles gigantescos, lanzados hacia el cielo, como un reto a la tempestad. Parecía que el viento no había de tener fuerza para impulsar sus enormes gavias. La vista se mareaba y se perdía contemplando la inmensa madeja que formaban en la arboladura los obenques, estáis, brazas, burdas, amantillos y drizas que servían para sostener y mover el velamen.
Yo estaba absorto en la contemplación de tanta maravilla, cuando sentí un fuerte golpe en la nuca. Creí que el palo mayor se me había caído encima. Volví la vista atontado y lancé una exclamación de horror al ver a un hombre que me tiraba de las orejas como si quisiera levantarme en el aire. Era mi tío.
«¿Qué buscas tú aquí, lombriz? -me dijo en el suave tono que le era habitual-. ¿Quieres aprender el oficio? Oye, Juan -añadió dirigiéndose a un marinero de feroz aspecto-, súbeme a este galápago a la verga mayor para que se pasee por ella».
Yo eludí como pude el compromiso de
pasear por la verga, y le expliqué con la mayor cortesía que
hallándome al servicio de D. Alonso Gutiérrez de Cisniega, había
venido a bordo en su compañía. Tres o cuatro marineros, amigos de
mi simpático tío, quisieron maltratarme, por lo que resolví
alejarme de tan distinguida sociedad, y me marché a la cámara en
busca de mi amo. Los oficiales hacían su tocado, no menos difícil a
bordo que en tierra, y cuando yo veía a los pajes ocupados en
empolvar las cabezas de los héroes a quienes servían, me pregunté
si aquella operación no era la menos a propósito dentro de un
buque, donde todos los instantes son preciosos y donde
Pero la moda era entonces tan tirana como ahora, y aun en aquel tiempo imponía de un modo apremiante sus enfadosas ridiculeces. Hasta el soldado tenía que emplear un tiempo precioso en hacerse el coleto. ¡Pobres hombres! Yo les vi puestos en fila unos tras otros, arreglando cada cual el coleto del que tenía delante, medio ingenioso que remataba la operación en poco tiempo. Después se encasquetaban el sombrero de pieles, pesada mole, cuyo objeto nunca me pude explicar, y luego iban a sus puestos si tenían que hacer guardia, o a pasearse por el combés si estaban libres de servicio. Los marineros no usaban aquel ridículo apéndice capilar, y su sencillo traje me parece que no se ha modificado mucho desde aquella fecha.
En la cámara, mi amo hablaba acaloradamente con el comandante del buque, Don Francisco Javier de Uriarte, y con el jefe de escuadra, Don Baltasar Hidalgo de Cisneros. Según lo poco que oí, no me quedó duda de que el General francés había dado orden de salida para la mañana siguiente.
Esto alegró mucho a Marcial, que junto
con otros viejos marineros en el castillo de proa,
Con los primeros hacía yo mejores
migas que con los segundos, y asistía a todas las conferencias de
Marcial. Si no temiera cansar al lector, le referiría la
explicación que éste dio de las causas diplomáticas y políticas de
la guerra, parafraseando del modo más cómico posible lo que había
oído algunas noches antes de boca de Malespina en casa de mis amos.
Por él supe que el novio de mi amita se había embarcado en el
Todas las conferencias terminaban en
un solo punto, el próximo combate. La escuadra debía salir al día
siguiente, ¡qué placer! Navegar en aquel gigantesco barco, el mayor
del mundo; presenciar una batalla en medio de los mares; ver cómo
era la batalla, cómo se disparaban los cañones, cómo se apresaban
Amaneció el 19, que fue para mí
felicísimo, y no había aún amanecido, cuando yo estaba en el
alcázar de popa con mi amo, que quiso presenciar la maniobra.
Después del baldeo comenzó la operación de
Pequeñas olas acariciaban sus costados, y la mole majestuosa comenzó a deslizarse por la bahía sin dar la menor cabezada, sin ningún vaivén de costado, con marcha grave y solemne, que sólo podía apreciarse comparativamente, observando la traslación imaginaria de los buques mercantes anclados y del paisaje.
Al mismo tiempo se dirigía la vista en
derredor, y ¡qué espectáculo, Dios mío!, treinta y dos navíos,
cinco fragatas y dos bergantines, entre españoles y franceses,
colocados delante, detrás y a nuestro costado, se cubrían de velas
y marchaban también impelidos por el escaso viento. No he visto
mañana más hermosa. El sol inundaba de luz la magnífica rada; un
ligero matiz de púrpura teñía la superficie de las aguas hacia
Oriente, y la cadena de colinas y lejanos montes que limitan el
horizonte hacia la parte del Puerto permanecían aún encendidos por
el fuego de la pasada aurora;
No andaban todos los bajeles con igual paso. Unos se adelantaban, otros tardaron mucho en moverse; pasaban algunos junto a nosotros, mientras los había que se quedaban detrás. La lentitud de su marcha; la altura de su aparejo, cubierto de lona; cierta misteriosa armonía que mis oídos de niño percibían como saliendo de los gloriosos cascos, especie de himno que sin duda resonaba dentro de mí mismo; la claridad del día, la frescura del ambiente, la belleza del mar, que fuera de la bahía parecía agitarse con gentil alborozo a la aproximación de la flota, formaban el más imponente cuadro que puede imaginarse.
Cádiz, en tanto, como un panorama
giratorio, se escorzaba a nuestra vista presentándonos
sucesivamente las distintas facetas de su vasto circuito. El sol,
encendiendo los vidrios de sus mil miradores, salpicaba la ciudad
con polvos de oro, y su blanca mole se destacaba
Al mismo tiempo llegaba a mis oídos como música misteriosa el son de las campanas de la ciudad medio despierta, tocando a misa, con esa algazara charlatana de las campanas de un gran pueblo. Ya expresaban alegría, como un saludo de buen viaje, y yo escuchaba el rumor cual si fuese de humanas voces que nos daban la despedida; ya me parecían sonar tristes y acongojadas anunciándonos una desgracia, y a medida que nos alejábamos, aquella música se iba apagando hasta que se extinguió difundida en el inmenso espacio.
La escuadra salía lentamente: algunos barcos emplearon muchas horas para hallarse fuera. Marcial, durante la salida, iba haciendo comentarios sobre cada buque, observando su marcha, motejándoles si eran pesados, animándoles con paternales consejos si eran ligeros y zarpaban pronto.
«¡Qué pesado está D. Federico! -decía
observando el
El cielo se enturbió por la tarde, y al anochecer, hallándonos ya a gran distancia, vimos a Cádiz perderse poco a poco entre la bruma, hasta que se confundieron con las tintas de la noche sus últimos contornos. La escuadra tomó rumbo al Sur.
Por la noche no me separé de él, una vez que dejé a mi amo muy bien arrellanado en su camarote. Rodeado de dos colegas y admiradores, les explicaba el plan de Villeneuve del modo siguiente:
«Mr. Corneta ha dividido la escuadra
en cuatro cuerpos. La vanguardia, que es mandada por Álava, tiene
siete navíos; el centro, que lleva siete y lo manda Mr. Corneta en
persona;
»Según me ha referido D. Alonso, el
francés ha dicho que si el enemigo se nos presenta a sotavento,
formaremos la línea de batalla y caeremos sobre él... Esto está muy
guapo, dicho en el camarote; pero ya... ¿El
Todos asintieron a su opinión. Su
conferencia duró hasta hora avanzada, elevándose desde la profesión
naval hasta la ciencia diplomática. La noche fue serena y
navegábamos con viento fresco. Se me permitirá que al hablar de la
escuadra diga
Al amanecer del día 20, el viento
soplaba con mucha fuerza, y por esta causa los navíos estaban muy
distantes unos de otros. Mas habiéndose calmado el viento poco
después de mediodía, el buque almirante hizo señales de que se
formasen las
Yo me deleitaba viendo cómo acudían
dócilmente a la formación aquellas moles, y aunque, a causa de la
diversidad de sus condiciones marineras, las maniobras no eran muy
rápidas y las líneas formadas poco perfectas, siempre causaba
admiración contemplar aquel ejercicio. El viento soplaba del SO.,
según dijo Marcial, que lo había profetizado desde por la mañana, y
la escuadra, recibiéndole por estribor, marchó en dirección del
Estrecho. Por la noche se vieron algunas luces, y al amanecer del
21 vimos veintisiete navíos por barlovento, entre los cuales
Marcial designó siete de tres puentes. A eso de las ocho, los
treinta
Tal era la situación de ambos
contendientes, cuando el
«Ya se
Efectivamente, la vanguardia se
convirtió en retaguardia, y la escuadra de reserva, que era la
mejor, según oí decir, quedó a la cola. Como el viento era flojo,
los barcos de diversa andadura y la tripulación poco diestra, la
nueva
Se mandó restablecer el orden; pero por obediente que sea un buque, no es tan fácil de manejar como un caballo. Con este motivo, y observando las maniobras de los barcos más cercanos, Medio-hombre decía:
«La línea es más larga que el camino
de Santiago. Si el
El sol avanzaba hacia el zenit, y el enemigo estaba ya encima.
«¿Les parece a ustedes que ésta es hora de empezar un combate? ¡Las doce del día!» exclamaba con ira el marinero aunque no se atrevía a hacer demasiado pública su demostración, ni estas conferencias pasaban de un pequeño círculo, dentro del cual yo, llevado de mi sempiterna insaciable curiosidad, me había injerido.
No sé por qué me pareció advertir en todos los semblantes cierta expresión de disgusto. Los oficiales en el alcázar de popa y los marineros y contramaestres en el de proa, observaban los navíos sotaventados y fuera de línea, entre los cuales había cuatro pertenecientes al centro.
Se me había olvidado mencionar una operación preliminar del combate, en la cual tomé parte. Hecho por la mañana el zafarrancho, preparado ya todo lo concerniente al servicio de piezas y lo relativo a maniobras, oí que dijeron:
«La arena, extender la arena».
Marcial me tiró de la oreja, y
llevándome a una escotilla, me hizo colocar en línea con algunos
marinerillos de leva, grumetes y gente de poco más o menos. Desde
la escotilla hasta el fondo de la bodega se habían colocado,
escalonados en los entrepuentes, algunos marineros,
«Es para la sangre -me contestó con indiferencia.
-¡Para la sangre!» repetí yo sin poder reprimir un estremecimiento de terror.
Miré la arena; miré a los marineros, que con gran algazara se ocupaban en aquella faena, y por un instante me sentí cobarde. Sin embargo, la imaginación, que entonces predominaba en mí, alejó de mi espíritu todo temor, y no pensé más que en triunfos y agradables sorpresas.
El servicio de los cañones estaba listo, y advertí también que las municiones pasaban de los pañoles al entrepuente por medio de una cadena humana semejante a la que había sacado la arena del fondo del buque.
Los ingleses avanzaban para atacarnos
en dos grupos. Uno se dirigía hacia nosotros, y traía en su cabeza,
o en el vértice de la cuña, un gran navío con insignia de
almirante. Después supe que era el
Todos estos hombres, así como las particularidades estratégicas del combate, han sido estudiados por mí más tarde.
Mis recuerdos, que son clarísimos en todo lo pintoresco y material, apenas me sirven en lo relativo a operaciones que entonces no comprendía. Lo que oí con frecuencia de boca de Marcial, unido a lo que después he sabido, pudo darme a conocer la formación de nuestra escuadra; y para que ustedes lo comprendan bien, les pongo aquí una lista de nuestros navíos, indicando los desviados, que dejaban un claro, la nacionalidad y la forma en que fuimos atacados. Poco más o menos, era así:
Eran las doce menos cuarto. El terrible instante se aproximaba. La ansiedad era general, y no digo esto juzgando por lo que pasaba en mi espíritu, pues atento a los movimientos del navío en que se decía estaba Nelson, no pude por un buen rato darme cuenta de lo que pasaba a mi alrededor.
De repente nuestro comandante dio una orden terrible. La repitieron los contramaestres. Los marineros corrieron hacia los cabos, chillaron los motones, trapearon las gavias.
«¡En facha, en facha! -exclamó Marcial, lanzando con energía un juramento-. Ese condenado se nos quiere meter por la popa».
Al punto comprendí que se había
mandado detener la marcha del
Al ver la maniobra de nuestro buque,
pude observar que gran parte de la tripulación no tenía toda
aquella desenvoltura propia de los marineros, familiarizados como
Marcial con la guerra y con la tempestad. Entre los soldados vi
algunos que sentían el malestar del mareo, y se agarraban a los
obenques para no caer. Verdad es que había gente muy decidida,
especialmente en la clase de voluntarios; pero
Por lo que a mí toca, en toda la vida ha experimentado mi alma sensaciones iguales a las de aquel momento. A pesar de mis pocos años, me hallaba en disposición de comprender la gravedad del suceso, y por primera vez, después que existía, altas concepciones, elevadas imágenes y generosos pensamientos ocuparon mi mente. La persuasión de la victoria estaba tan arraigada en mi ánimo, que me inspiraban cierta lástima los ingleses, y les admiraba al verles buscar con tanto afán una muerte segura.
Por primera vez entonces percibí con
completa claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió a
ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi
alma. Hasta entonces la patria se me representaba en las personas
que gobernaban la nación, tales como el Rey y su célebre Ministro,
Pero en el momento que precedió al
combate, comprendí todo lo que aquella divina palabra significaba,
y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu,
iluminándolo y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que
disipa la noche, y saca de la obscuridad un hermoso paisaje. Me
representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes,
todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en
familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que
educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo
de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y
sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí que por todos
habían sido hechos aquellos barcos para
Yo creía también que las cuestiones
que España tenía con Francia o con Inglaterra eran siempre porque
alguna de estas naciones quería quitarnos algo, en lo cual no iba
del
Un navío de la retaguardia disparó el
primer tiro contra el
El
El
En el ardor de aquel primer encuentro,
apenas advertí que algunos de nuestros marineros caían heridos o
muertos. Yo, puesto en el lugar donde creía estorbar menos, no
cesaba de contemplar al comandante, que mandaba desde el alcázar
con serenidad heroica, y me admiraba de ver a mi amo con menos
calma, pero
«¡Ah! -dije yo para mí-. ¡Si te viera ahora Doña Francisca!»
Confesaré que yo tenía momentos de un
miedo terrible, en que me hubiera escondido nada menos que en el
mismo fondo de la bodega, y otros de cierto delirante arrojo en que
me arriesgaba a ver desde los sitios de mayor peligro aquel gran
espectáculo. Pero, dejando a un lado mi humilde persona, voy a
narrar el momento más terrible de nuestra lucha con el
En el semblante de mi amo, en la
sublime cólera de Uriarte, en los juramentos de los marineros
amigos de Marcial, conocí que estábamos perdidos, y la idea de la
derrota angustió mi alma. La línea de la escuadra combinada se
hallaba rota por varios puntos, y al orden imperfecto con que se
había formado después de la vira en redondo sucedió el más terrible
desorden. Estábamos envueltos por el enemigo, cuya artillería
lanzaba una espantosa lluvia de balas y de metralla sobre nuestro
navío, lo mismo que sobre el
Los cabellos blancos que hoy cubren mi
cabeza se erizan todavía al recordar aquellas tremendas horas,
principalmente desde las dos a las cuatro de la tarde. Se me
representan los barcos, no como ciegas máquinas de guerra,
El espectáculo que ofrecía el interior
del
Yo tuve que prestar auxilio en una
faena tristísima, cual era la de transportar heridos a la bodega,
donde estaba la enfermería. Algunos morían antes de llegar a ella,
y otros tenían que sufrir dolorosas operaciones antes de poder
reposar un momento su cuerpo fatigado. También tuve la indecible
satisfacción de ayudar a los carpinteros, que a toda prisa
procuraban aplicar tapones a los agujeros hechos
La sangre corría en abundancia por la cubierta y los puentes, y a pesar de la arena, el movimiento del buque la llevaba de aquí para allí, formando fatídicos dibujos. Las balas de cañón, de tan cerca disparadas, mutilaban horriblemente los cuerpos, y era frecuente ver rodar a alguno, arrancada a cercén la cabeza, cuando la violencia del proyectil no arrojaba la víctima al mar, entre cuyas ondas debía perderse casi sin dolor la última noción de la vida. Otras balas rebotaban contra un palo o contra la obra muerta, levantando granizada de astillas que herían como flechas. La fusilería de las cofas y la metralla de las carronadas esparcían otra muerte menos rápida y más dolorosa, y fue raro el que no salió marcado más o menos gravemente por el plomo y el hierro de nuestros enemigos.
De tal suerte combatida y sin poder de
ningún modo devolver iguales destrozos, la tripulación, aquella
alma del buque, se sentía perecer, agonizaba con desesperado
coraje, y el navío mismo, aquel cuerpo glorioso, retemblaba al
golpe de las balas. Yo le sentía estremecerse en la terrible lucha:
crujían sus cuadernas,
El
Disipose por un momento la densa penumbra, ¡pero de qué manera tan terrible! Detonación espantosa, más fuerte que la de los mil cañones de la escuadra disparando a un tiempo, paralizó a todos, produciendo general terror. Cuando el oído recibió tan fuerte impresión, claridad vivísima había iluminado el ancho espacio ocupado por las dos flotas, rasgando el velo de humo, y presentose a nuestros ojos todo el panorama del combate. La terrible explosión había ocurrido hacia el Sur, en el sitio ocupado antes por la retaguardia.
«Se ha volado un navío», dijeron todos.
Las opiniones fueron diversas, y se
dudaba si el buque volado era el
Algunos segundos después de la explosión, ya no pensábamos más que en nosotros mismos.
Rendido el
Lo que más me asombraba, causándome
Cayó con estruendo el palo de trinquete, ocupando el castillo de proa con la balumba de su aparejo, y Marcial dijo:
«Muchachos, vengan las hachas. Metamos este mueble en la alcoba».
Al punto se cortaron los cabos, y el mástil cayó al mar.
Y viendo que arreciaba el fuego, gritó dirigiéndose a un pañolero que se había convertido en cabo de cañón:
«Pero Abad, mándales el vino a esos casacones para que nos dejen en paz».
Y a un soldado que yacía como muerto, por el dolor de sus heridas y la angustia del mareo, le dijo aplicándole el botafuego a la nariz:
«Huele una hojita de azahar, camarada, para que se te pase el desmayo. ¿Quieres dar un paseo en bote? Anda: Nelson nos convida a echar unas cañas».
Esto pasaba en el combés. Alcé la
vista al alcázar de popa, y vi que el general Cisneros había caído.
Precipitadamente le bajaron dos marineros a la cámara. Mi amo
continuaba
Cuando bajó mi amo, el comandante quedó solo arriba, con tal presencia de ánimo que no pude menos de contemplarle un rato, asombrado de tanto valor. Con la cabeza descubierta, el rostro pálido, la mirada ardiente, la acción enérgica, permanecía en su puesto dirigiendo aquella acción desesperada que no podía ganarse ya. Tan horroroso desastre había de verificarse con orden, y el comandante era la autoridad que reglamentaba el heroísmo. Su voz dirigía a la tripulación en aquella contienda del honor y la muerte.
Un oficial que mandaba en la primera
batería subió a tomar órdenes, y antes de hablar cayó muerto a los
pies de su jefe; otro guardia marina que estaba a su lado cayó
también mal herido, y
Entre tanto, gran parte de los cañones había cesado de hacer fuego, porque la mitad de la gente estaba fuera de combate. Tal vez no me hubiera fijado en esta circunstancia, si habiendo salido de la cámara, impulsado por mi curiosidad, no sintiera una voz que con acento terrible me dijo: «¡Gabrielillo, aquí!»
Marcial me llamaba: acudí prontamente, y le hallé empeñado en servir uno de los cañones que habían quedado sin gente. Una bala había llevado a Medio-hombre la punta de su pierna de palo, lo cual le hacía decir:
«Si llego a traer la de carne y hueso...»
Dos marinos muertos yacían a su lado; un tercero, gravemente herido, se esforzaba en seguir sirviendo la pieza.
«Compadre -le dijo Marcial-, ya tú no puedes ni encender una colilla».
Arrancó el botafuego de manos del herido y me lo entregó diciendo:
«Toma, Gabrielillo; si tienes miedo, vas al agua».
Esto diciendo, cargó el cañón con toda la prisa que le fue posible, ayudado de un grumete que estaba casi ileso; lo cebaron y apuntaron; ambos exclamaron «fuego»; acerqué la mecha, y el cañón disparó.
Se repitió la operación por segunda y tercera vez, y el ruido del cañón, disparado por mí, retumbó de un modo extraordinario en mi alma. El considerarme, no ya espectador, sino actor decidido en tan grandiosa tragedia, disipó por un instante el miedo, y me sentí con grandes bríos, al menos con la firme resolución de aparentarlos. Desde entonces conocí que el heroísmo es casi siempre una forma del pundonor. Marcial y otros me miraban: era preciso que me hiciera digno de fijar su atención.
«¡Ah! -decía yo para mí con orgullo-.
Si mi amita pudiera verme ahora... ¡Qué valiente
Pero estos nobles pensamientos me ocuparon muy poco tiempo, porque Marcial, cuya fatigada naturaleza comenzaba a rendirse después de su esfuerzo, respiro con ansia, se secó la sangre que afluía en abundancia de su cabeza, cerró los ojos, sus brazos se extendieron con desmayo, y dijo:
«No puedo más: se me sube la pólvora a la toldilla (la cabeza). Gabriel, tráeme agua».
Corrí a buscar el agua, y cuando se la traje, bebió con ansia. Pareció tomar con esto nuevas fuerzas: íbamos a seguir, cuando un gran estrépito nos dejó sin movimiento. El palo mayor, tronchado por la fogonadura, cayo sobre el combés, y tras él el de mesana. El navío quedó lleno de escombros y el desorden fue espantoso.
Felizmente quedé en hueco y sin
recibir más que una ligera herida en la cabeza, la cual, aunque me
aturdió al principio, no me impidió apartar los trozos de vela y
cabos que habían caído sobre mí. Los marineros y soldados de
cubierta pugnaban por desalojar tan enorme masa de cuerpos
inútiles, y desde entonces sólo la artillería de las baterías bajas
En aquel pasajero letargo, seguí oyendo el estrépito de los cañones de la segunda y tercera batería, y después una voz que decía con furia:
«¡Abordaje!... ¡las picas!... ¡las hachas!»
Después la confusión fue tan grande,
que no pude distinguir lo que pertenecía a las voces humanas en tal
descomunal concierto. Pero no sé cómo, sin salir de aquel estado de
somnolencia, me hice cargo de que se creía todo perdido, y de que
los oficiales se hallaban reunidos en la cámara para acordar la
rendición; y también puedo asegurar que si no fue invento de mi
fantasía, entonces trastornada,
Me sentí despertar, y vi a mi amo arrojado sobre uno de los sofás de la cámara, con la cabeza oculta entre las manos en ademán de desesperación y sin cuidarse de su herida.
Acerqueme a él, y el infeliz anciano no halló mejor modo de expresar su desconsuelo que abrazándome paternalmente, como si ambos estuviéramos cercanos a la muerte. Él, por lo menos, creo que se consideraba próximo a morir de puro dolor, porque su herida no tenía la menor gravedad. Yo le consolé como pude, diciendo que si la acción no se había ganado, no fue porque yo dejara de matar bastante ingleses con mi cañoncito, y añadí que para otra vez seríamos más afortunados; pueriles razones que no calmaron su agitación.
Saliendo afuera en busca de agua para
mi amo, presencié el acto de arriar la bandera, que aún flotaba en
la cangreja, uno de los pocos restos de arboladura que con el
tronco de mesana quedaban en pie. Aquel lienzo glorioso, ya
agujereado por mil partes, señal de nuestra honra, que congregaba
bajo sus pliegues
El fuego cesó y los ingleses penetraron en el barco vencido.
Cuando el espíritu, reposando de la agitación del combate, tuvo tiempo de dar paso a la compasión, al frío terror producido por la vista de tan grande estrago, se presentó a los ojos de cuantos quedamos vivos la escena del navío en toda su horrenda majestad. Hasta entonces los ánimos no se habían ocupado más que de la defensa; mas cuando el fuego cesó, se pudo advertir el gran destrozo del casco, que, dando entrada al agua por sus mil averías, se hundía, amenazando sepultarnos a todos, vivos y muertos, en el fondo del mar. Apenas entraron en él los ingleses, un grito resonó unánime, proferido por nuestros marinos:
«¡A las bombas!»
Todos los que podíamos acudimos a
ellas y trabajamos con ardor; pero aquellas máquinas imperfectas
desalojaban una cantidad de agua bastante menor que la que entraba.
De repente un grito, aún más terrible que el anterior, nos llenó de
espanto. Ya dije que los heridos
«¡Que se ahogan los heridos!»
La mayor parte de la tripulación vaciló entre seguir desalojando el agua y acudir en socorro de aquellos desgraciados; y no sé qué habría sido de ellos, si la gente de un navío inglés no hubiera acudido en nuestro auxilio. Estos no sólo transportaron los heridos a la tercera y a la segunda batería, sino que también pusieron mano a las bombas, mientras sus carpinteros trataban de reparar algunas de las averías del casco.
Rendido de cansancio, y juzgando que
Don Alonso podía necesitar de mí, fui a la cámara. Entonces vi a
algunos ingleses ocupados en poner el pabellón británico en la popa
del
En la cámara encontré a mi señor más tranquilo. Los oficiales ingleses que habían entrado allí trataban a los nuestros con delicada cortesía, y según entendí, querían trasbordar los heridos a algún barco enemigo. Uno de aquellos oficiales se acercó a mi amo como queriendo reconocerle, y le saludó en español medianamente correcto, recordándole una amistad antigua. Contestó D. Alonso a sus finuras con gravedad, y después quiso enterarse por él de los pormenores del combate.
«¿Pero qué ha sido de la reserva? ¿Qué
ha hecho
-Gravina se ha retirado con algunos navíos -contestó el inglés.
-De la vanguardia sólo han venido a
auxiliarnos el
-Los cuatro franceses,
-Pero Gravina, Gravina, ¿qué es de Gravina? -insistió mi amo.
-Se ha retirado en el
-¿Y el
-Ha sido apresado.
-¿Y el
-También ha sido apresado.
-¡Vive Dios! -exclamó D. Alonso sin
poder disimular su enojo-. Apuesto a que no ha sido apresado el
-También lo ha sido.
-¡Oh!, ¿está usted seguro de ello? ¿Y Churruca?
-Ha muerto -contestó el inglés con tristeza.
-¡Oh! ¡Ha muerto! ¡Ha muerto Churruca!
-exclamó mi amo con angustiosa perplejidad-. Pero el
-También ha sido apresado.
-¡También! ¿Y Galiano? Galiano es un héroe y un sabio.
-Sí -repuso sombríamente el inglés-; pero ha muerto también.
-¿Y qué es del
-Alcedo... también ha muerto».
Mi amo no pudo reprimir la expresión de su profunda pena; y como la avanzada edad amenguaba en él la presencia de ánimo propia de tan terribles momentos, hubo de pasar por la pequeña mengua de derramar algunas lágrimas, triste obsequio a sus compañeros. No es impropio el llanto en las grandes almas; antes bien, indica el consorcio fecundo de la delicadeza de sentimientos con la energía de carácter. Mi amo lloró como hombre, después de haber cumplido con su deber como marino; mas reponiéndose de aquel abatimiento, y buscando alguna razón con que devolver al inglés la pesadumbre que este le causara, dijo:
«Pero ustedes no habrán sufrido menos que nosotros. Nuestros enemigos habrán tenido pérdidas de consideración.
-Una sobre todo irreparable -contestó
el inglés con tanta congoja como la de D. Alonso-. Hemos perdido al
primero de nuestros
Y con tan poca entereza como mi amo, el oficial inglés no se cuidó de disimular su inmensa pena: cubriose la cara con las manos y lloró, con toda la expresiva franqueza del verdadero dolor, al jefe, al protector y al amigo.
Nelson, herido mortalmente en mitad del combate, según después supe, por una bala de fusil que le atravesó el pecho y se fijó en la espina dorsal, dijo al capitán Hardy: «Se acabó; al fin lo han conseguido». Su agonía se prolongó hasta el caer de la tarde; no perdió ninguno de los pormenores del combate, ni se extinguió su genio de militar y de marino sino cuando la última fugitiva palpitación de la vida se disipó en su cuerpo herido. Atormentado por horribles dolores, no dejó de dictar órdenes, enterándose de los movimientos de ambas escuadras, y cuando se le hizo saber el triunfo de la suya, exclamó: «Bendito sea Dios; he cumplido con mi deber».
Un cuarto de hora después expiraba el primer marino de nuestro siglo.
Perdóneseme la digresión. El lector
extrañará que no conociéramos la suerte de muchos buques de la
escuadra combinada. Nada más
Al anochecer, y cuando aún el cañoneo no había cesado, distinguíamos algunos navíos, que pasaban a un largo como fantasmas, unos con media arboladura, otros completamente desarbolados. La bruma, el humo, el mismo aturdimiento de nuestras cabezas, nos impedía distinguir si eran españoles o enemigos; y cuando la luz de un fogonazo lejano iluminaba a trechos aquel panorama temeroso, notábamos que aún seguía la lucha con encarnizamiento entre grupos de navíos aislados; que otros corrían sin concierto ni rumbo, llevados por el temporal, y que alguno de los nuestros era remolcado por otro inglés en dirección al Sur.
Vino la noche, y con ella aumentó la
gravedad y el horror de nuestra situación. Parecía que la
Naturaleza había de sernos propicia
Entre tanto no era posible tomar
alimento alguno, y yo me moría de hambre, porque los demás,
indiferentes a todo lo que no fuera el peligro, apenas se cuidaban
de cosa tan importante. No me atrevía a pedir un pedazo de pan por
temor de parecer importuno, y al mismo tiempo, sin vergüenza lo
confieso, dirigía mi escrutadora observación a todos los sitios
donde colegía que podían existir provisiones de boca. Apretado por
la necesidad, me arriesgué a hacer una visita a los pañoles del
bizcocho, y ¿cuál sería mi asombro cuando vi que Marcial
«Toma, Gabrielillo -me dijo, llenándome el seno de galletas-: barco sin lastre no navega».
En seguida empinó una botella y bebió con delicia.
Salimos del pañol, y vi que no éramos nosotros solos los que visitaban aquel lugar, pues todo indicaba que un desordenado pillaje había ocurrido allí momentos antes.
Reparadas mis fuerzas, pude pensar en
servir de algo, poniendo mano a las bombas o ayudando a los
carpinteros. Trabajosamente se enmendaron algunas averías con
auxilio de los ingleses, que vigilaban todo, y según después
comprendí, no perdían de vista a algunos de nuestros marineros,
porque temían que se sublevasen, represando el navío, en lo cual
los enemigos demostraban más suspicacia que buen sentido, pues
menester era haber perdido el juicio para intentar represar un
buque en tal estado. Ello es que los
Entrada la noche, y hallándome transido de frío, abandoné la cubierta, donde apenas podía tenerme, y corría además el peligro de ser arrebatado por un golpe de mar, y me retiré a la cámara. Mi primera intención fue dormir un poco; pero ¿quién dormía en aquella noche?
En la cámara todo era confusión, lo
mismo que en el combés. Los sanos asistían a los heridos, y éstos,
molestados a la vez por sus dolores y por el movimiento del buque,
que les impedía todo reposo, ofrecían tan triste aspecto, que a su
vista era imposible entregarse al descanso. En un lado de la cámara
yacían, cubiertos con el pabellón nacional, los oficiales muertos.
Entre tanta desolación, ante el espectáculo de tantos dolores,
había en aquellos cadáveres no sé qué de envidiable: ellos solos
descansaban a bordo del
Los oficiales muertos eran: D. Juan Cisniega, teniente de navío, el cual no tenía parentesco con mi amo a pesar de la identidad de apellido; D. Joaquín de Salas y D. Juan Matute, también tenientes de navío; el teniente coronel de ejército D. José Graullé, el teniente de fragata Urías y el guardia marina Don Antonio de Bobadilla. Los marineros y soldados muertos, cuyos cadáveres yacían sin orden en las baterías y sobre cubierta, ascendían a la terrible suma de cuatrocientos.
No olvidaré jamás el momento en que
aquellos cuerpos fueron arrojados al mar por orden del oficial
inglés que custodiaba el navío. Verificose la triste
Los marineros muertos eran arrojados
con menos ceremonia: la Ordenanza manda que se les envuelva en el
Entonces ocurrió un hecho, una
coincidencia que me causó mucho terror. Un cadáver horriblemente
desfigurado, fue cogido entre dos marineros, y en el momento de
levantarlo en alto, algunos de los circunstantes se permitieron
groseras burlas, que en toda ocasión habrían sido importunas, y en
aquel momento infames. No sé por qué el cuerpo de aquel desgraciado
fue el único que les movió a perder con tal descaro el respeto a la
muerte, y decían: «Ya las ha pagado todas juntas...; no volverá a
hacer de las suyas», y otras groserías del mismo jaez. Aquello me
indignó; pero mi indignación se trocó en asombro y en un
sentimiento indefinible, mezcla de respeto, de pena y de miedo,
cuando observando atentamente las facciones mutiladas de aquel
cadáver, reconocí en él a mi tío... Cerré los ojos con espanto, y
no los abrí hasta que el violento salpicar del agua me indicó que
había
Aquel hombre había sido muy malo para mí, muy malo para su hermana; pero era mi pariente cercano, hermano de mi madre; la sangre que corría por mis venas era su sangre, y esa voz interna que nos incita a ser benévolos con las faltas de los nuestros, no podía permanecer callada después de la escena que pasó ante mis ojos. Al mismo tiempo, yo había podido reconocer en la cara ensangrentada de mi tío algunos rasgos fisonómicos de la cara de mi madre, y esto aumentó mi aflicción. En aquel momento no me acordé de que había sido un gran criminal, ni menos de las crueldades que usó conmigo durante mi infortunada niñez. Yo les aseguro a ustedes, y no dudo en decir esto, aunque sea en elogio mío, que le perdoné con toda mi alma y que elevé el pensamiento a Dios, pidiéndole que le perdonara todas sus culpas.
Después supe que se había portado
heroicamente en el combate, sin que por esto alcanzara las
simpatías de sus compañeros, quienes, reputándole como el más
bellaco de los hombres, no tuvieron para él una palabra de afecto o
conmiseración, ni aun en el momento supremo en que toda falta se
perdona, porque se
Avanzado el día, intentó de nuevo el
navío
Durante todo el día 22 la mar se revolvía con frenesí, llevando y trayendo el casco del navío cual si fuera endeble lancha de pescadores; y aquella montaña de madera probaba la fuerte trabazón de sus sólidas cuadernas, cuando no se rompía en mil pedazos al recibir el tremendo golpear de las olas. Había momentos en que, aplanándose el mar, parecía que el navío iba a hundirse para siempre; pero inflamándose la ola como al impulso de profundo torbellino, levantaba aquél su orgullosa proa, adornada con el león de Castilla, y entonces respirábamos con la esperanza de salvarnos.
Por todos lados descubríamos navíos
dispersos, la mayor parte ingleses, no sin grandes averías y
procurando todos alcanzar la costa para refugiarse. También los
vimos españoles y franceses, unos desarbolados, otros remolcados
por algún barco enemigo. Marcial reconoció en uno de éstos al
El día pasó entre agonías y
esperanzas: ya nos parecía que era indispensable el trasbordo a un
buque inglés para salvarnos, ya creíamos posible conservar el
nuestro. De todos modos, la idea de ser llevados a Gibraltar como
prisioneros era terrible, si no para mí, para los hombres
pundonorosos y obstinados como mi amo, cuyos padecimientos morales
debieron de ser inauditos aquel día. Pero estas dolorosas
alternativas cesaron por la tarde, y a la hora en que fue unánime
la idea de que si no
Comenzó precipitadamente el trasbordo
con las lanchas del
El comandante Iriartea y el jefe de
escuadra,
Mis temores no fueron vanos, pues aún no estaba fuera la mitad de la tripulación cuando un sordo rumor de alarma y pavor resonó en nuestro navío.
«¡Que nos vamos a pique!... ¡a las
lanchas, a las lanchas!», exclamaron algunos, mientras dominados
todos por el instinto de conservación, corrían hacia la borda,
buscando con ávidos ojos las lanchas que volvían. Se abandonó todo
trabajo; no se pensó más en los
A éstos se lo pedían en vano, porque no pensaban sino en la propia salvación. Se arrojaron precipitadamente a las lanchas, y esta confusión en la lobreguez de la noche, entorpecía el trasbordo. Un solo hombre, impasible ante tan gran peligro, permanecía en el alcázar sin atender a lo que pasaba a su alrededor, y se paseaba preocupado y meditabundo, como si aquellas tablas donde ponía su pie no estuvieran solicitadas por el inmenso abismo. Era mi amo.
Corrí hacia él despavorido, y le dije:
«¡Señor, que nos ahogamos!»
D. Alonso no me hizo caso, y aun creo, si la memoria no me es infiel, que sin abandonar su actitud pronunció palabras tan ajenas a la situación como éstas:
«¡Oh! Cómo se va a reír Paca cuando yo vuelva a casa después de esta gran derrota.
-¡Señor, que el barco se va a pique!» exclamé de nuevo, no ya pintando el peligro, sino suplicando con gestos y voces.
Mi amo miró al mar, a las lanchas, a
los
Alcé la vista y vi como a cuatro o
cinco varas de distancia, a mi derecha, el negro costado del navío,
próximo a hundirse; por los portalones a que aún no había llegado
el agua, salía una débil claridad, la de la lámpara encendida al
anochecer, y que aún velaba, guardián incansable, sobre los restos
del buque abandonado. También hirieron mis oídos algunos lamentos
que salían por las troneras:
Mi imaginación se trasladó de nuevo al interior del buque: una pulgada de agua faltaba no más para romper el endeble equilibrio que aún le sostenía. ¡Cómo presenciarían aquellos infelices el crecimiento de la inundación! ¡Qué dirían en aquel momento terrible! Y si vieron a los que huían en las lanchas, si sintieron el chasquido de los remos, ¡con cuánta amargura gemirían sus almas atribuladas! Pero también es cierto que aquel atroz martirio las purificó de toda culpa, y que la misericordia de Dios llenó todo el ámbito del navío en el momento de sumergirse para siempre.
La lancha se alejó: yo seguí viendo
aquella gran masa informe, aunque sospecho que era mi fantasía, no
mis ojos, la que miraba el
La lancha se dirigió... ¿a dónde? Ni
el mismo Marcial sabía a dónde nos dirigíamos. La obscuridad era
tan fuerte, que perdimos de vista las demás lanchas, y las luces
del navío
No acabó aquella travesía sin hacer,
conforme a mi costumbre, algunas reflexiones, que bien puedo
aventurarme a llamar filosóficas. Alguien se reirá de un filósofo
de catorce años; pero yo no me turbaré ante las burlas, y tendré el
atrevimiento de escribir aquí mis reflexiones de entonces. Los
niños también suelen pensar grandes cosas; y en aquella ocasión,
ante
Pues bien: en nuestras lanchas iban españoles e ingleses, aunque era mayor el número de los primeros, y era curioso observar cómo fraternizaban, amparándose unos a otros en el común peligro, sin recordar que el día anterior se mataban en horrenda lucha, más parecidos a fieras que a hombres. Yo miraba a los ingleses, remando con tanta decisión como los nuestros; yo observaba en sus semblantes las mismas señales de terror o de esperanza, y, sobre todo, la expresión propia del santo sentimiento de humanidad y caridad, que era el móvil de unos y otros. Con estos pensamientos, decía para mí: «¿Para qué son las guerras, Dios mío? ¿Por qué estos hombres no han de ser amigos en todas las ocasiones de la vida como lo son en las de peligro? Esto que veo, ¿no prueba que todos los hombres son hermanos?».
Pero venía de improviso a cortar estas
consideraciones, la idea de nacionalidad, aquel sistema de islas
que yo había forjado, y entonces decía: «Pero ya: esto de que las
islas han de querer quitarse unas a otras algún pedazo de tierra,
lo echa todo a perder, y sin duda en todas ellas debe de haber
hombres
Así pensaba yo. Después de esto he vivido setenta años, y no he visto llegar ese día.
La lancha avanzaba trabajosamente por
el tempestuoso mar. Yo creo que Marcial, si mi amo se lo hubiera
permitido, habría consumado la siguiente hazaña: echar al agua a
los ingleses y poner la proa a Cádiz o a la costa, aun con la
probabilidad casi ineludible de perecer ahogados en la travesía.
Algo de esto me parece que indicó a mi amo, hablándole quedamente
al oído, y D. Alonso debió de darle
«Somos prisioneros, Marcial; somos prisioneros».
Lo peor del caso es que no divisábamos ningún barco.
El
«¡Ah del navío!», gritaron los nuestros.
Al punto contestaron en español:
«Es el
-El
Efectivamente, al acercanos, todos
reconocieron al
El
Desde luego me sirvió de consuelo el
ver que los semblantes de toda aquella gente revelaban el temor de
una próxima muerte. Estaban tristes y tranquilos, soportando con
gravedad la pena del vencimiento y el bochorno de hallarse
prisioneros. Un detalle advertí también que llamó mi atención, y
fue que los oficiales ingleses que custodiaban el buque no eran, ni
con mucho, tan complacientes y bondadosos como los que desempeñaron
igual cargo a bordo del
Por lo demás, no quiero referir
incidentes de la navegación de aquella noche, si puede llamarse
navegación el vagar a la ventura, a merced de las olas, sin velamen
ni timón. No quiero, pues, fastidiar a mis lectores repitiendo
hechos que ya presenciamos a bordo del
Yo había perdido mi afición a andar
por el combés y alcázar de proa, y así, desde que me encontré a
bordo del
Abrazole D. Alonso con mucho cariño, y él se sentó a nuestro lado. Estaba herido en una mano, y tan pálido por la fatiga y la pérdida de la sangre, que la demacración le desfiguraba completamente el rostro. Su presencia produjo en mi espíritu sensaciones muy raras, y he de confesarlas todas, aunque alguna de ellas me haga poco favor. Al punto experimenté cierta alegría viendo a una persona conocida que había salido ilesa del horroroso luchar; un instante después el odio antiguo que aquel sujeto me inspiraba se despertó en mi pecho como dolor adormecido que vuelve a mortificarnos tras un periodo de alivio. Con vergüenza lo confieso: sentí cierta pena de verle sano y salvo; pero diré también en descargo mío que aquella pena fue una sensación momentánea y fugaz como un relámpago, verdadero relámpago negro que obscureció mi alma, o mejor dicho, leve eclipse de la luz de mi conciencia, que no tardó en brillar con esplendorosa claridad.
La parte perversa de mi individuo me dominó un instante; en un instante también supe acallarla, acorralándola en el fondo de mi ser. ¿Podrán todos decir lo mismo?
Después de este combate moral vi a Malespina con gozo porque estaba vivo, y con lástima porque estaba herido; y aún recuerdo con orgullo que hice esfuerzos para demostrarle estos dos sentimientos. ¡Pobre amita mía! ¡Cuán grande había de ser su angustia en aquellos momentos! Mi corazón concluía siempre por llenarse de bondad; yo hubiera corrido a Vejer para decirle: «Señorita Doña Rosa, vuestro D. Rafael está bueno y sano».
El pobre Malespina había sido
transportado al
«Pero nadie me dice a punto fijo dónde está Gravina. ¿Ha caído prisionero, o se retiró a Cádiz?
-El general -contestó Malespina-,
sostuvo un horroroso fuego contra el
-Cuénteme usted lo que ha pasado en el
Malespina dijo que desgraciadamente él había presenciado la muerte de Churruca, y prometió contarlo puntualmente. Formaron corro en torno suyo algunos oficiales, y yo, más curioso que ellos, me volví todo oídos para no perder una sílaba.
«Desde que salimos de Cádiz -dijo Malespina-, Churruca tenía el presentimiento de este gran desastre. Él había opinado contra la salida, porque conocía la inferioridad de nuestras fuerzas, y además confiaba poco en la inteligencia del jefe Villeneuve. Todos sus pronósticos han salido ciertos; todos, hasta el de su muerte, pues es indudable que la presentía, seguro como estaba de no alcanzar la victoria. El 19 dijo a su cuñado Apodaca: «Antes que rendir mi navío, lo he de volar o echar a pique. Este es el deber de los que sirven al Rey y a la patria». El mismo día escribió a un amigo suyo, diciéndole: «Si llegas a saber que mi navío ha sido hecho prisionero, di que he muerto».
»Ya se conocía en la grave tristeza de su semblante que preveía un desastroso resultado. Yo creo que esta certeza y la imposibilidad material de evitarlo, sintiéndose con fuerzas para ello, perturbaron profundamente su alma, capaz de las grandes acciones, así como de los grandes pensamientos.
»Churruca era hombre religioso, porque
era un hombre superior. El 21, a las once de la mañana, mandó subir
toda la tropa y marinería; hizo que se pusieran de rodillas, y dijo
al capellán con solemne acento: «Cumpla usted,
»Esta
»El
»Nos sostuvimos enérgicamente contra tan superiores enemigos hasta las dos de la tarde, sufriendo mucho; pero devolviendo doble estrago a nuestros contrarios. El grande espíritu de nuestro heroico jefe parecía haberse comunicado a soldados y marineros, y las maniobras, así como los disparos, se hacían con una prontitud pasmosa. La gente de leva se había educado en el heroísmo, sin más que dos horas de aprendizaje, y nuestro navío, por su defensa gloriosa, no sólo era el terror, sino el asombro de los ingleses.
»Estos necesitaron nuevos refuerzos:
necesitaron seis contra uno. Volvieron los dos navíos que nos
habían atacado primero, y el
»Entre tanto, Churruca, que era nuestro pensamiento, dirigía la acción con serenidad asombrosa. Comprendiendo que la destreza había de suplir a la fuerza, economizaba los tiros, y lo fiaba todo a la buena puntería, consiguiendo así que cada bala hiciera un estrago positivo en los enemigos. A todo atendía, todo lo disponía, y la metralla y las balas corrían sobre su cabeza, sin que ni una sola vez se inmutara. Aquel hombre, débil y enfermizo, cuyo hermoso y triste semblante no parecía nacido para arrostrar escenas tan espantosas, nos infundía a todos misterioso ardor, sólo con el rayo de su mirada.
»Pero Dios no quiso que saliera vivo
de la terrible porfía. Viendo que no era posible hostilizar
»Su espíritu se rebelaba contra la
muerte, disimulando el fuerte dolor de un cuerpo mutilado, cuyas
postreras palpitaciones se extinguían de segundo en segundo.
Tratamos de bajarle a la cámara; pero no fue posible arrancarle del
alcázar. Al fin, cediendo a nuestros ruegos, comprendió que era
preciso abandonar el mando. Llamó a Moyna, su segundo, y le dijeron
que había muerto; llamó al comandante de la primera batería, y
éste, aunque gravemente
»Desde aquel momento la tripulación se
achicó: de gigante se convirtió en enano; desapareció el valor, y
comprendimos que era indispensable rendirse. La consternación de
que yo estaba poseído desde que recibí en mis brazos al héroe del
»La mitad de la gente estaba muerta o
herida; la mayor parte de los cañones desmontados; la arboladura,
excepto el palo de trinquete, había caído, y el timón no
funcionaba. En tan lamentable estado, aún se quiso hacer un
esfuerzo para seguir al
»Churruca, en el paroxismo de su
agonía, mandaba clavar la bandera, y que no se rindiera el navío
mientras él viviese. El plazo no podía menos de ser
desgraciadamente muy corto, porque Churruca se moría a toda prisa,
y cuantos le asistíamos nos asombrábamos de que alentara todavía un
cuerpo en tal estado; y era que le conservaba así la fuerza del
espíritu, apegado con irresistible empeño a la vida, porque para él
en aquella ocasión vivir era un deber. No perdió el conocimiento
hasta los últimos instantes; no se quejó de sus dolores, ni mostró
pesar por su fin cercano; antes bien, todo su empeño consistía
sobre todo en que la oficialidad no conociera la gravedad de su
estado, y en que ninguno faltase a su deber. Dio las gracias a la
tripulación por su heroico comportamiento; dirigió algunas palabras
a su cuñado Ruiz de Apodaca, y después de consagrar un recuerdo a
su joven esposa, y de elevar el pensamiento a Dios, cuyo nombre
oímos pronunciado varias veces tenuemente por sus secos labios,
expiró con la tranquilidad de los justos y la entereza de los
héroes, sin la satisfacción de la victoria, pero también sin el
resentimiento del vencido; asociando el deber a la
»Rindiose el
»Ante el cadáver del malogrado
Churruca, los ingleses, que le conocían por la fama de su valor y
entendimiento, mostraron gran pena, y uno de ellos dijo esto o cosa
parecida:
»El número de heridos a bordo del
Aquí terminó Malespina, el cual fue oído con viva atención durante el relato de lo que había presenciado. Por lo que oí, pude comprender que a bordo de cada navío había ocurrido una tragedia tan espantosa como la que yo mismo había presenciado, y dije para mí:
«¡Cuánto desastre, Santo Dios, causado
por las torpezas de un solo hombre!». Y aunque yo era entonces un
chiquillo, recuerdo que pensé lo siguiente: «Un hombre tonto no es
Buena parte de la noche se pasó con la relación de Malespina y de otros oficiales. El interés de aquellas narraciones me mantuvo despierto y tan excitado, que ni aun mucho después pude conciliar el sueño. No podía apartar de mi memoria la imagen de Churruca, tal y como le vi bueno y sano en casa de Doña Flora. Y en efecto, en aquella ocasión me había causado sorpresa la intensa tristeza que expresaba el semblante del ilustre marino, como si presagiara su doloroso y cercano fin. Aquella noble vida se había extinguido a los cuarenta y cuatro años de edad, después de veintinueve de honrosos servicios en la armada, como sabio, como militar y como navegante, pues todo lo era Churruca, además de perfecto caballero.
En estas y otras cosas pensaba yo,
cuando al fin mi cuerpo se rindió a la fatiga, y me quedé dormido
al amanecer del 23, habiendo vencido mi naturaleza juvenil a mi
curiosidad. Durante el sueño, que debió de ser largo y no
Mas al fin, todas estas glorias se
desvanecieron; lo cual, siendo como eran puramente soñadas, nada
tiene de extraño, cuando vemos que también las reales se
desvanecen. Todo se acabó, cuando abrí los ojos y advertí mi
pequeñez, asociada con la magnitud de los desastres a que había
asistido. Pero ¡cosa singular!, despierto, sentí también cañonazos;
sentí el espantoso rumor de la refriega, y gritos que
Salí fuera, y pude hacerme cargo de la
situación. El tiempo había calmado bastante: por barlovento se
veían algunos navíos desmantelados, y dos de ellos, ingleses,
hacían fuego sobre el
En el alcázar de popa estaba uno que
comprendí era el general Álava, y, aunque herido en varias partes
de su cuerpo, mostraba fuerzas bastantes para dirigir aquel segundo
combate, destinado quizá a hacer olvidar respecto al
Todo lo comprendí. El heroico
comandante del
Este singular atrevimiento, uno de los
episodios más honrosos de la jornada de Trafalgar, se llevó a cabo
en un buque desarbolado, sin timón, con la mitad de su gente muerta
o herida, y el resto en una situación moral y física enteramente
lamentable. Preciso fue, una vez consumado aquel acto, arrostrar
sus consecuencias: dos navíos ingleses, también muy mal parados,
hacían fuego sobre el
Las peripecias todas del terrible día
21 se renovaron a mis ojos: el entusiasmo era grande; pero la gente
escasa, por lo cual fue preciso duplicar el esfuerzo. Sensible es
que hecho tan heroico no haya ocupado en nuestra historia más que
una breve página, si bien es verdad que junto al gran suceso que
hoy se conoce con el nombre de
Entonces presencié un hecho que me
hizo derramar lágrimas. No encontrando a mi amo por ninguna parte,
y temiendo que corriera algún peligro, bajé a la primera batería y
le hallé ocupado en apuntar un cañón. Su mano trémula había
recogido el botafuego de las de un marinero herido, y con la
debilitada vista de su ojo derecho, buscaba el infeliz el punto a
donde quería mandar la bala. Cuando la pieza
«¡Ah!, ahora Paca no se reirá de mí. Entraremos triunfantes en Cádiz».
En resumen, la lucha terminó
felizmente, porque los ingleses comprendieron la imposibilidad de
represar al
Estábamos libres de la manera más
gloriosa; pero en el punto en que concluyó aquella hazaña, comenzó
a verse claro el peligro en que nos encontrábamos, pues el
Cinco leguas nos separaban del puerto.
¡Qué indecible satisfacción! Pronto concluirían nuestras penas; pronto pondríamos el pie en suelo seguro, y si llevábamos la noticia de grandes desastres, también llevábamos la felicidad a muchos corazones que padecían mortal angustia creyendo perdidos para siempre a los que volvían con vida y con salud.
La intrepidez de los navíos españoles
no tuvo más éxito que el rescate del
A todas éstas se venía la noche encima con malísimo aspecto: el cielo, cargado de nubes negras, parecía haberse aplanado sobre el mar, y las exhalaciones eléctricas, que lo inflamaban con breves intervalos, daban al crepúsculo un tinte pavoroso. La mar, cada vez más turbulenta, furia aún no aplacada con tanta víctima, bramaba con ira, y su insaciable voracidad pedía mayor número de presas. Los despojos de la más numerosa escuadra que por aquel tiempo había desafiado su furor juntamente con el de los enemigos, no se escapaban a la cólera del elemento, irritado como un dios antiguo, sin compasión hasta el último instante, tan cruel ante la fortuna como ante la desdicha.
Yo observé señales de profunda
tristeza lo mismo en el semblante de mi amo que en el del general
Álava, quien, a pesar de sus heridas, estaba en todo, y mandaba
hacer señales a la fragata
Nosotros experimentábamos la desdicha
de estas alternativas, y además la que proviene de las propias
obras del hombre. Tras un combate habíamos sufrido un
Una nueva circunstancia aumentó para
mí y para mi amo las tristezas de aquella tarde. Desde que se
rescató el
Acerqueme a él y le vi muy demudado; le interrogué y no pudo contestarme. Quiso levantarse y volvió a caer sin aliento.
«¡Está usted herido! -dije-: Llamaré para que le curen.
-No es nada -contestó-. ¿Querrás traerme un poco de agua?»
Al punto llamé a mi amo.
«¿Qué es eso, la herida de la mano? -preguntó éste examinando al joven.
-No, es algo más», repuso D. Rafael con tristeza, y señaló a su costado derecho cerca de la cintura.
Luego, como si el esfuerzo empleado en mostrar su herida y en decir aquellas pocas palabras fuera excesivo para su naturaleza debilitada, cerró los ojos y quedó sin habla ni movimiento por algún tiempo.
«¡Oh!, esto parece grave -dijo D. Alonso con desaliento.
-¡Y más que grave!», añadió un cirujano que había acudido a examinarle.
Malespina, poseído de profunda
tristeza al verse en tal estado, y creyendo que no había remedio
para él, ni siquiera dio cuenta de su herida y se retiró a aquel
sitio, donde le detuvieron sus pensamientos y sus recuerdos.
Creyéndose próximo a morir, se negaba a que se le hiciera la cura.
El cirujano dijo que aunque grave, la herida no parecía mortal;
pero añadió que si no llegábamos a Cádiz aquella noche para que
fuese convenientemente asistido en tierra, la vida de aquél, así
como la de otros heridos, corría gran peligro. El
En tanto, el navío
«La suerte -dijo-, me ha traído a este buque, y en él estaré hasta que Dios decida si nos salvamos o no. Álava está muy mal; la mayor parte de la oficialidad se halla herida, y aquí puedo prestar algunos servicios. No soy de los que abandonan el peligro: al contrario, le busco desde el 21, y deseo encontrar ocasión de que mi presencia en la escuadra sea de provecho. Si llegas antes que yo, como espero, di a Paca que el buen marino es esclavo de su patria, y que yo he hecho muy bien en venir aquí, y que estoy muy contento de haber venido, y que no me pesa, no señor, no me pesa... al contrario... Dile que se alegrará cuando me vea, y que de seguro mis compañeros me habrían echado de menos si no hubiera venido... ¿Cómo había de faltar? ¿No te parece a ti que hice bien en venir?
-Pues es claro: ¿eso qué duda tiene?
-respondí
-Veo que tú eres una persona razonable -añadió sintiéndose consolado con mi aprobación-; veo que tienes miras elevadas y patrióticas... Pero Paca no ve las cosas más que por el lado de su egoísmo; y como tiene un genio tan raro, y como se le ha metido en la cabeza que las escuadras y los cañones no sirven para nada, no puede comprender que yo... En fin... sé que se pondrá furiosa cuando vuelva, pues... como no hemos ganado, dirá esto y lo otro... me volverá loco... pero quiá... yo no le haré caso. ¿Qué te parece a ti? ¿No es verdad que no debo hacerla caso?
-Ya lo creo -contesté-. Usía ha hecho muy bien en venir: eso prueba que es un valiente marino.
-Pues vete con esas razones a Paca, y
verás lo que te contesta -replicó él cada vez más agitado-. En fin,
dile que estoy bueno y sano, y que mi presencia aquí ha sido muy
necesaria. La verdad es que en el rescate del
-No, no me olvidaré. Ya sabrá que si
no es por usía no se represa el
-Dos docenas, no, hombre -dijo-; eso es mucho. Dos navíos, o quizás tres. En fin, yo creo que he hecho muy bien en venir a la escuadra. Ella estará furiosa y me volverá loco cuando regrese; pero... yo creo, lo repito, que he hecho muy bien en embarcarme».
Dicho esto se apartó de mí. Un
instante después le vi sentado en un rincón de la cámara. Estaba
rezando, y movía las cuentas del rosario con mucho disimulo, porque
no quería que le vieran ocupado en tan devoto ejercicio. Yo presumí
por sus últimas palabras que mi amo había perdido el seso, y
viéndole rezar me hice cargo de la debilidad de su espíritu, que en
vano se había esforzado por sobreponerse a la edad cansada, y no
pudiendo sostener la lucha, se dirigía a Dios en busca de
misericordia. Doña Francisca tenía razón.
Conforme a lo acordado nos
trasbordamos. D. Rafael y Marcial, como los demás oficiales
heridos, fueron bajados en brazos a una de las lanchas, con mucho
trabajo, por robustos marineros. Las fuertes olas estorbaban mucho
esta operación; pero al fin se hizo, y las dos embarcaciones se
dirigieron al
«Hemos salido de Guatemala para entrar
en Guatepeor -dijo Marcial cuando le pusieron sobre cubierta-. Pero
donde manda capitán no manda marinero. A este condenado le pusieron
-¿Qué dice usted, Marcial, que no llegaremos? -pregunté con mucho afán.
-Usted, Sr. Gabrielito, no entiende de esto.
-Es que cuando mi señor D. Alonso y
los oficiales del
-Y tú no sabes,
-¿Y usted cree que no llegaremos a Cádiz?
-Digo que este navío es más pesado que el mismo plomo, y además traicionero. Tiene mala andadura, gobierna mal y parece que está cojo, tuerto y manco como yo, pues si le echan la caña para aquí, él va para allí».
En efecto: el
Marcial fue puesto en el sollado, y
Malespina en la cámara. Cuando le dejamos allí con los demás
oficiales heridos, escuché una voz que reconocí, aunque al punto no
pude darme cuenta de la persona a quien pertenecía. Acerqueme al
grupo de donde salía aquella charla retumbante, que dominaba las
demás voces, y quedé asombrado, reconociendo al mismo D. José María
Malespina en persona.
«Eso que tienes no es nada -dijo abrazando a su hijo-: un simple rasguño. Tú no estás acostumbrado a sentir heridas; eres una dama, Rafael. ¡Oh!, si cuando la guerra del Rosellón hubieras estado en edad de ir allá conmigo, habrías visto lo bueno. Aquéllas sí eran heridas. Ya sabes que una bala me entró por el antebrazo, subió hacia el hombro, dio la vuelta por toda la espalda, y vino a salir por la cintura. ¡Oh, qué herida tan singular!, pero a los tres días estaba sano, mandando la artillería en el ataque de Bellegarde».
Después explicó el motivo de su
presencia a bordo del
«El 21 por la noche supimos en Cádiz
el éxito del combate. Lo dicho, señores: no se quiso hacer caso de
mí cuando hablé de las reformas de la artillería, y aquí tienen los
resultados. Pues bien: en cuanto lo supe y me enteré de que había
llegado en retirada Gravina con unos cuantos navíos, fui a ver si
entre ellos venía el
Los oficiales que le rodeaban
mirábanle con sorna oyendo el último jactancioso concepto
El cirujano dijo que convenía dejar reposar al herido, y no sostener en su presencia conversación alguna, sobre todo si ésta se refería al pasado desastre. D. José María, que tal oyó, aseguró que, por el contrario, convenía reanimar el espíritu del enfermo con la conversación.
«En la guerra del Rosellón, los
heridos graves (y yo lo estuve varias veces) mandábamos a los
-Pues en las guerras de la República francesa -dijo un oficial andaluz que quería confundir a D. José María-, se estableció que en las ambulancias de los heridos fuese un cuerpo de baile completo y una compañía de ópera, y con esto se ahorraron los médicos y boticarios, pues con un par de arias y dos docenas de trenzados en sexta se quedaban todos como nuevos.
-¡Alto ahí! -exclamó Malespina-. Esa es grilla, caballerito. ¿Cómo puede ser que con música y baile se curen las heridas?
-Usted lo ha dicho.
-Sí; pero eso no ha pasado más que una
vez, ni es fácil que vuelva a pasar. ¿Es acaso probable que vuelva
a haber una guerra como la del Rosellón, la más sangrienta, la más
hábil, la más estratégica que ha visto el mundo desde Epaminondas?
Claro es que no; pues allí todo fue extraordinario, y puedo dar fe
de ello, que la presencié desde el
-A ver, Sr. D. José María -dijo un oficial-; explíquenos usted cuál es su invento.
-Pues ahora me ocupo del modo de construir cañones de a 300.
-¡Hombre, de a 300! -exclamaron los oficiales con aspavientos de risa y burla-. Los mayores que tenemos a bordo son de 36.
-Esos son juguetes de chicos. Figúrese
usted el destrozo que harían esas piezas de 300 disparando sobre la
escuadra enemiga -dijo Malespina-. Pero ¿qué demonios es esto?
-añadió agarrándose para no rodar por el suelo, pues los balanceos
del
-El vendaval arrecia y me parece que esta noche no entramos en Cádiz», dijo un oficial retirándose.
Quedaron sólo dos, y el mentiroso continuó su perorata en estos términos:
«Lo primero que habría que hacer era construir barcos de 95 a 100 varas de largo.
-¡Caracoles! ¿Sabe usted que la
lanchita sería regular? -indicó un oficial-. ¡Cien varas! El
-Veo que usted se asusta por poca
cosa, caballerito -prosiguió Malespina-. ¿Qué son
-¡De hierro! -exclamaron los dos oyentes sin poder contener la risa.
-De hierro, sí. ¿Por ventura no conoce usted la ciencia de la hidrostática? Con arreglo a ella, yo construiría un barco de hierro de 7.000 toneladas.
-¡Y el
-¡Bicoca!... ¡Oh!, señor marino, ¿y quién le dice a usted que yo sería tan torpe que moviera ese buque por medio del viento? Usted no me conoce. Si supiera usted que tengo aquí una idea... Pero no quiero explicársela a ustedes, porque no me entenderían».
Al llegar a este punto de su charla, D. José María dio tal tumbo que se quedó en cuatro pies. Pero ni por esas cerró el pico. Marchóse otro de los oficiales, y quedó sólo uno, el cual tuvo que seguir sosteniendo la conversación.
«¡Qué vaivenes! -continuó diciendo el
viejo-. No parece sino que nos vamos a estrellar
El oficial no quiso oír más; y aunque no tenía puesto en el buque, ni estaba de servicio, por ser de los recogidos, fue a ayudar a sus compañeros, bastante atareados con el creciente temporal. Malespina se quedó solo conmigo, y entonces creí que iba a callar por no juzgarme persona a propósito para sostener la conversación. Pero mi desgracia quiso que él me tuviera en más de lo que yo valía, y la emprendió conmigo en los siguientes términos:
«¿Usted comprende bien lo que quiero decir? Siete mil toneladas, el vapor, dos ruedas... pues.
-Sí, señor, comprendo perfectamente -contesté a ver si se callaba, pues ni tenía humor de oírle, ni los violentos balances del buque, anunciando un gran peligro, disponían el ánimo a disertar sobre el engrandecimiento de la marina.
-Veo que usted me conoce y se hace
cargo
-¿Pero los cañones de éstos no le harían daño también? -manifesté con timidez, arguyéndole más bien por cortesía que porque el asunto me interesase.
-¡Oh! La observación de usted, caballerito, es atinadísima, y prueba que comprende y aprecia las grandes invenciones. Para evitar el efecto de la artillería enemiga, yo forraría mi barco con gruesas planchas de acero; es decir, le pondría una coraza, como las que usaban los antiguos guerreros. Con este medio, podría atacar, sin que los proyectiles enemigos hicieran en sus costados más efecto que el que haría una andanada de bolitas de pan, lanzadas por la mano de un niño. Es una idea maravillosa la que yo he tenido. Figúrese usted que nuestra nación tuviera dos o tres barcos de esos. ¿Dónde iría a parar la escuadra inglesa con todos sus Nelsones y Collingwoodes?
-Pero en caso de que se pudieran hacer
aquí esos barcos -dije yo con viveza, conociendo la fuerza de mi
argumento-, los ingleses los harían también, y entonces las
D. José María se quedó como alelado con esta razón, y por un instante estuvo perplejo, sin saber qué decir; mas su vena inagotable no tardó en sugerirle nuevas ideas, y contestó con mal humor:
«¿Y quién le ha dicho a usted, mozalbete atrevido, que yo sería capaz de divulgar mi secreto? Los buques se fabricarían con el mayor sigilo y sin decir palotada a nadie. Supongamos que ocurría una nueva guerra. Nos provocaban los ingleses, y les decíamos: «Sí, señor, pronto estamos; nos batiremos». Salían al mar los navíos ordinarios, empezaba la pelea, y a lo mejor cátate que aparecen en las aguas del combate dos o tres de esos monstruos de hierro, vomitando humo y marchando acá o allá sin hacer caso del viento; se meten por donde quieren, hacen astillas con el empuje de su afilada proa a los barcos contrarios, y con un par de cañonazos... figúrese usted, todo se acababa en un cuarto de hora».
No quise hacer más objeciones, porque
la idea de que corríamos un gran peligro me impedía ocupar la mente
con pensamientos contrarios a los propios de tan crítica situación.
No volví a acordarme más del formidable buque imaginario, hasta que
treinta años más
Medio siglo después me acordé de D. José María Malespina, y dije: «Parece mentira que las extravagancias ideadas por un loco o un embustero lleguen a ser realidades maravillosas con el transcurso del tiempo».
Desde que observé esta coincidencia, no condeno en absoluto ninguna utopía, y todos los mentirosos me parecen hombres de genio.
Dejé a D. José María para ver lo que
pasaba, y en cuanto puse los pies fuera de la cámara, me enteré de
la comprometida situación en que se encontraba el
El
No tardamos en rebasar de la bahía. A
nuestra derecha quedó bien pronto Rota, Punta Candor, Punta de
Meca, Regla y Chipiona. No quedaba duda de que el
La pérdida del buque era ya
inevitable. Picados los palos mayor y de mesana, se le abandonó, y
la única esperanza consistía en poderlo fondear cerca de la costa,
para lo cual se prepararon las áncoras, reforzando las amarras.
Disparó dos cañonazos para pedir auxilio a la playa ya cercana, y
como se distinguieran claramente algunas hogueras en la costa, nos
alegramos, creyendo que no faltaría quien nos diera auxilio. Muchos
opinaron que algún navío español o inglés había encallado allí, y
que las hogueras que veíamos eran encendidas por la tripulación
náufraga. Nuestra ansiedad crecía por momentos; y respecto a mí,
debo decir que me creí cercano a un fin desastroso. Ni ponía
atención a lo que a bordo pasaba, ni en la turbación de mi espíritu
podía ocuparme más que de la muerte, que juzgaba inevitable. Si el
buque se estrellaba, ¿quién podía salvar el espacio de agua que le
separaría de la tierra? El lugar más terrible de una tempestad es
aquel en que las olas se revuelven contra la
Por último, después de algunas horas
de mortal angustia, la quilla del
Todo había concluido, y ya no era
posible ocuparse más que de salvar la vida, atravesando el espacio
de mar que de la costa nos separaba. Esto pareció casi imposible de
realizar en las embarcaciones que a bordo teníamos; mas había
esperanzas de que nos enviaran auxilio de tierra, pues era evidente
que la tripulación de un buque recién naufragado vivaqueaba en
ella, y no podía estar lejos alguna de las balandras de guerra cuya
salida para tales casos debía haber dispuesto la autoridad naval de
Cádiz... El
Los de tierra no podían darnos
auxilio; pero Dios quiso que oyera los cañonazos de alarma una
balandra que se había hecho a la mar desde Chipiona, y se nos
acercó por la proa, manteniéndose a buena distancia. Desde que
avistamos su gran vela mayor vimos segura nuestra salvación, y el
comandante del
Mi primera intención, cuando vi que se trataba de trasbordar, fue correr al lado de las dos personas que allí me interesaban: el señorito Malespina y Marcial, ambos heridos, aunque el segundo no lo estaba de gravedad. Encontré al oficial de artillería en bastante mal estado, y decía a los que le rodeaban:
«No me muevan; déjenme morir aquí».
Marcial había sido llevado sobre
cubierta, y yacía en el suelo con tal postración y abatimiento,
«Gabrielillo, no me abandones.
-¡A tierra! ¡Todos vamos a tierra!», exclamé yo procurando reanimarle; pero él, moviendo la cabeza con triste ademán, parecía presagiar alguna desgracia.
Traté de ayudarle para que se levantara; pero después del primer esfuerzo, su cuerpo volvió a caer exánime, y al fin dijo: «No puedo».
Las vendas de su herida se habían caído, y en el desorden de aquella apurada situación no encontró quien se las aplicara de nuevo. Yo le curé como pude, consolándole con palabras de esperanza; y hasta procuré reír ridiculizando su facha, para ver si de este modo le reanimaba. Pero el pobre viejo no desplegó sus labios; antes bien inclinaba la cabeza con gesto sombrío, insensible a mis bromas lo mismo que a mis consuelos.
Ocupado en esto, no advertí que había
comenzado el embarque en las lanchas. Casi de los primeros que a
ellas bajaron fueron D. José María Malespina y su hijo. Mi primer
impulso fue ir tras ellos siguiendo las órdenes de mi
Las lanchas atracaban difícilmente;
pero a pesar de esto, una vez trasbordados los heridos, el embarco
fue fácil, porque los marineros se precipitaban en ellas
deslizándose por una cuerda, o arrojándose de un salto. Muchos se
echaban al agua para alcanzarlas a nado. Por mi imaginación cruzó
como un problema terrible la idea de cuál de aquellos dos
procedimientos emplearía para salvarme. No había tiempo que perder,
porque el
Yo observé el abandono en que estaba
Medio-hombre, y me dirigí sofocado y llorando a
«¡Oh, esos malvados no quieren salvarte, Marcial! -exclamé con vivo dolor.
-Déjales -me contestó-. Lo mismo da a bordo que en tierra. Márchate tú; corre, chiquillo, que te dejan aquí».
No sé qué idea mortificó más mi mente:
si la de quedarme a bordo, donde perecería sin remedio, o la de
salir dejando solo a aquel desgraciado. Por último, más pudo la voz
de la naturaleza que otra fuerza alguna, y di unos cuantos pasos
hacia la borda. Retrocedí para abrazar al pobre viejo, y corrí
luego velozmente hacia el punto en que se embarcaban
«¿Y yo? -exclamé con angustia, viendo que me dejaban-. ¡Yo voy también, yo también!».
Grité con todas mis fuerzas; pero no me oyeron o no quisieron hacerme caso. A pesar de la obscuridad, vi la lancha; les vi subir a ella, aunque esta operación apenas podía apreciarse por la vista. Me dispuse a arrojarme al agua para seguir la misma suerte; pero en el instante mismo en que se determinó en mi voluntad esta resolución, mis ojos dejaron de ver lancha y marineros, y ante mí no había más que la horrenda obscuridad del agua.
Todo medio de salvación había
desaparecido. Volví los ojos a todos lados, y no vi más que las
olas que sacudían los restos del barco; en el cielo ni una
estrella, en la costa ni una luz. La balandra había desaparecido
también. Bajo mis pies, que pataleaban con ira, el casco del
Al verme en tal situación, corrí hacia Marcial diciendo:
«¡Me han dejado, nos han dejado!».
El
«¡Nada! -exclamó-; no se ve nada. Ni lanchas, ni tierra, ni luces, ni costa. No volverán».
Al decir esto, un terrible chasquido
sonó bajo nuestros pies en lo profundo del sollado de proa, ya
enteramente anegado. El alcázar se inclinó violentamente de un
lado, y fue preciso que nos agarráramos fuertemente a la base de un
molinete para no caer al agua. El piso nos faltaba; el último resto
del
Marcial se dejó caer en la cubierta, y luego dijo:
«Ya no hay esperanza, Gabrielillo. Ni ellos querrán volver, ni la mar les dejaría si lo intentaran. Puesto que Dios lo quiere, aquí hemos de morir los dos. Por mí nada me importa: soy un viejo y no sirvo para maldita la cosa... Pero tú... tú eres un niño, y...»
Al decir esto su voz se hizo ininteligible por la emoción y la ronquera. Poco después le oí claramente estas palabras:
«Tú no tienes pecados, porque eres un
niño. Pero yo... Bien que cuando uno se muere así... vamos al
decir... así, al modo de perro o gato, no necesita de que un cura
venga y le dé la
Yo no sé lo que contesté; creo que no dije nada, y me puse a llorar sin consuelo.
«Ánimo, Gabrielillo -prosiguió-. El
hombre debe ser hombre, y ahora es cuando se conoce quién tiene
alma y quién no la tiene. Tú no tienes pecados; pero yo sí. Dicen
que cuando uno se muere y no halla cura con quien confesarse, debe
decir lo que tiene en la conciencia al primero que encuentre. Pues
yo te digo, Gabrielillo, que me confieso contigo,
Mudo por el espanto y por las solemnes palabras que acababa de oír, me abracé al anciano, que continuó de este modo:
«Pues digo que siempre he sido
cristiano católico,
No pudo hablar más. Yo me agarré
fuertemente al cuerpo de Medio-hombre. Un violento golpe de mar
sacudió la proa del navío, y
Volvió, no sé cuándo, a iluminar turbiamente mi espíritu la noción de la vida; sentí un frío intensísimo, y sólo este accidente me dio a conocer la propia existencia, pues ningún recuerdo de lo pasado conservaba mi mente, ni podía hacerme cargo de mi nueva situación. Cuando mis ideas se fueron aclarando y se desvanecía el letargo de mis sentidos, me encontré tendido en la playa. Algunos hombres estaban en derredor mío, observándome con interés. Lo primero que oí, fue: «¡Pobrecito...!, ya vuelve en sí».
Poco a poco fui volviendo a la vida, y
con ella al recuerdo de lo pasado. Me acordé de Marcial, y creo que
las primeras palabras articuladas por mis labios fueron para
preguntar por él. Nadie supo contestarme. Entre los que me rodeaban
reconocí a algunos marineros del
Diéronme a beber no sé qué; me
llevaron a una casa cercana, y allí, junto al fuego, y cuidado por
una vieja, recobré la salud, aunque no las fuerzas. Entonces me
dijeron que habiendo salido otra balandra a reconocer los restos
del
Quise saber qué había sido de
Malespina, y no hubo quien me diera razón del padre ni del hijo.
Pregunté por el
«Buen marino era Medio-hombre -decía mi compañero de viaje-. ¿Pero quién le metió a salir a la mar con un cargamento de más de sesenta años? Bien empleado le está el fin que ha tenido.
-Era un valiente marinero -dije yo-; y tan aficionado a la guerra, que ni sus achaques le arredraron cuando intentó venir a la escuadra.
-Pues de ésta me despido -prosiguió el
marinero-. No quiero más batallas en la mar. El Rey paga mal, y
después, si queda uno cojo o baldado, le dan las buenas noches, y
si te he visto no me acuerdo. Parece mentira que el Rey trate tan
mal a los que le sirven. ¿Qué cree usted? La mayor parte de los
comandantes de navío que se han batido el 21, hace muchos meses que
no cobran sus pagas. El año pasado estuvo en Cádiz un capitán de
navío que, no sabiendo cómo mantenerse y mantener a sus hijos, se
puso a servir en una posada.
-Pues no podrá usted quejarse,
amiguito, si le tocó ir en el
-Yo no estaba en el
-Ha sido apresado, y su comandante murió, si no recuerdo mal.
-Así fue -contestó-. Y todavía me dan
ganas de llorar cuando me acuerdo de Don
-También oí que era hombre muy sabio en la náutica.
-¿En la náutica? Sabía más que Merlín
y que todos los doctores de la Iglesia. ¡Si había hecho un sinfín
de mapas y había descubierto no sé qué tierras que están allá por
el mismo infierno! ¡Y hombres así los mandan a una batalla para que
perezcan como un grumete! Le contaré a usted lo que pasó en el
»Pues verá usted: el
-Lástima es -dije yo-, que estos hombres no hayan tenido un jefe digno de su valor, ya que no se les encargó del mando de la escuadra.
-Sí que es lástima, y verá usted lo
que pasó. Empezó la refriega, que ya sabrá usted fue cosa buena, si
estuvo a bordo del
»Con esto concluyó el entusiasmo, si
no la lucha. Cuando cayó muerto nuestro querido comandante, le
ocultaron para que no le viéramos; pero nadie dejó de comprender lo
que había pasado, y después de una lucha desesperada sostenida por
el honor de la bandera, el
Al concluir su relación, y después de
contar cómo había pasado del
«¡Ah! -dijo-. ¿Es un joven oficial de artillería que fue transportado a la balandra y de la balandra a tierra en la noche del 23?
-El mismo -conteste-, y por cierto que
-Pues ese fue de los que perecieron en la segunda lancha, que no pudo tocar a tierra. De los sanos se salvaron algunos, entre ellos el padre de ese señor oficial de artillería; pero los heridos se ahogaron todos, como es fácil comprender, no pudiendo los infelices ganar a nado la costa».
Me quedé absorto al saber la muerte del joven Malespina, y la idea del pesar que aguardaba a mi infeliz e idolatrada amita llenó mi alma, ahogando todo resentimiento.
«¡Qué horrible desgracia! -exclamé-. ¿Y seré yo quien lleve tan triste noticia a su afligida familia? ¿Pero, señor, está usted seguro de lo que dice?
-He visto con estos ojos al padre de ese joven, quejándose amargamente, y refiriendo los pormenores de la desgracia con tanta angustia que partía el corazón. Según decía, él había salvado a todos los de la lancha, y aseguraba que si hubiera querido salvar sólo a su hijo, lo habría logrado a costa de la vida de todos los demás. Prefirió con todo dar la vida al mayor número, aun sacrificando la de su hijo en beneficio de muchos, y así lo hizo. Parece que es hombre de mucha alma, y sumamente diestro y valeroso».
Esto me entristeció tanto, que no hablé más del asunto. ¡Muerto Marcial, muerto Malespina! ¡Qué terribles nuevas llevaba yo a casa de mi amo! Casi estuve por un momento decidido a no volver a Cádiz, dejando que el azar o la voz pública llevaran tan penosa comisión al seno del hogar, donde tantos corazones palpitaban de inquietud. Sin embargo, era preciso que me presentase a D. Alonso para darle cuenta de mi conducta.
Llegamos por fin a Rota, y allí nos
embarcamos para Cádiz. No pueden ustedes figurarse qué alborotado
estaba el vecindario con la noticia de los desastres de la
escuadra. Poco a poco iban llegando las nuevas de lo sucedido, y ya
se sabía la suerte de la mayor parte de los buques, aunque de
muchos marineros y tripulantes se ignoraba todavía el paradero. En
las calles ocurrían a cada momento escenas de desolación, cuando un
recién llegado daba cuenta de los muertos que conocía, y nombraba
las personas que no habían de volver. La multitud invadía el muelle
para reconocer los heridos, esperando encontrar al padre, al
hermano, al hijo o al marido. Presencié escenas de frenética
alegría, mezcladas con lances dolorosos y terribles desconsuelos.
Las esperanzas se desvanecían, las sospechas se
En honor del pueblo de Cádiz, debo decir que jamás vecindario alguno ha tomado con tanto empeño el auxilio de los heridos, no distinguiendo entre nacionales y enemigos, antes bien equiparando a todos bajo el amplio pabellón de la caridad. Collingwood consignó en sus memorias esta generosidad de mis paisanos. Quizás la magnitud del desastre apagó todos los resentimientos. ¿No es triste considerar que sólo la desgracia hace a los hombres hermanos?
En Cádiz pude conocer en su conjunto
la acción de guerra que yo, a pesar de haber asistido a ella, no
conocía sino por casos particulares, pues lo largo de la línea, lo
complicado de los movimientos y la diversa suerte de los navíos, no
permitían otra cosa. Según allí me dijeron, además del
En cuanto a los franceses, no es
necesario decir que tuvieron tantas pérdidas como nosotros. A
excepción de los cuatro navíos que se retiraron con Dumanoir sin
entrar en fuego, mancha que en mucho tiempo no pudo quitarse de
encima la marina imperial, nuestros aliados se condujeron
heroicamente en la batalla. Villeneuve, deseando que se olvidaran
en un día sus faltas, peleó hasta el fin denodadamente, y fue
llevado prisionero a Gibraltar. Otros muchos comandantes cayeron en
poder de los ingleses, y algunos murieron. Sus navíos corrieron
igual suerte que los nuestros: unos se retiraron con Gravina; otros
fueron apresados, y muchos se perdieron en las costas. El
Pero a pesar de estos desastres,
nuestra aliada, la orgullosa Francia, no pagó tan caro como España
las consecuencias de aquella guerra. Si perdía lo más florido de su
marina, en tierra alcanzaba en aquellos mismos días ruidosos
triunfos. Napoleón había transportado en poco tiempo el gran
ejército desde las orillas del Canal de la Mancha a la Europa
central, y ponía en ejecución su colosal plan de campaña contra el
Austria. El 20 de Octubre, un día antes de Trafalgar, Napoleón
presenciaba
Estos triunfos atenuaron en Francia la pérdida de Trafalgar; el mismo Napoleón mandó a los periódicos que no se hablara del asunto, y cuando se le dio cuenta de la victoria de sus implacables enemigos los ingleses, se contentó con encogerse de hombros diciendo: «Yo no puedo estar en todas partes».
Traté de retardar el momento de
presentarme a mi amo; pero, al fin, el hambre, la desnudez en que
me hallaba y la falta de asilo, me obligaron a ir. Mi corazón, al
aproximarme a la casa de Doña Flora, palpitaba con tanta fuerza,
que a cada paso me detenía para tomar aliento. La inmensa pena que
iba a causar anunciando la muerte del joven Malespina, gravitaba
sobre mi alma con tan atroz pesadumbre, que si yo hubiera sido
responsable de aquel desastre, no me habría sentido más angustiado.
Llegué por fin, y entré en la casa. Mi presencia en el patio
produjo gran sensación; sentí fuertes pasos en las galerías altas,
y aún no había tenido tiempo de decir una palabra, cuando me
abrazaron estrechamente. No tardé en reconocer el rostro de Doña
Flora, más pintorreado aquel día que un retablo, y ferozmente
desfigurado con la alegría que mi presencia causó en el espíritu de
la excelente vieja. Los dulces nombres de
«¿Y D. Rafael? ¿Qué ha sido de D. Rafael?»
Permanecí confuso por largo rato. La
voz se ahogaba en mi garganta y no tenía valor para decir la fatal
noticia. Repitieron la pregunta, y entonces vi a mi amita que salía
de una pieza inmediata, con el rostro pálido, espantados los ojos y
mostrando en su ademán la angustia que la poseía. Su vista me hizo
prorrumpir en amargo llanto, y no necesité pronunciar una palabra.
«¿Con que ha muerto ese caballerito? Ya me lo figuraba yo, y así se lo he dicho a Paca; pero ella, reza que te reza, ha creído que lo podía salvar. Si cuando está de Dios una cosa... Y tú bueno y sano, ¡qué placer! ¿No has perdido nada?»
La consternación que reinaba en la
casa es imposible de pintar. Por espacio de un cuarto
«Pero D. Rafael... -le dijo mi amo con asombro.
-Bueno y sano -contestó D. José María-. Es decir, sano, no; pero fuera de peligro sí, porque su herida ya no ofrece cuidado. El bruto del cirujano opinaba que se moría; pero bien sabía yo que no. ¡Cirujanitos a mí! Yo lo he curado, señores; yo, yo, por un procedimiento nuevo, inusitado, que yo solo conozco».
Estas palabras, que repentinamente
cambiaban de un modo tan radical la situación, dejaron atónitos a
mis amos; después una
Efectivamente, D. Rafael vivía y
estaba fuera de peligro; mas se había quedado en Sanlúcar en casa
de gente conocida, mientras su padre vino a Cádiz en busca de su
familia para llevarla al lado del herido. El lector no comprenderá
el origen de la equivocación que me hizo anunciar con tan buena fe
la muerte del joven; pero apuesto a que cuantos lean esto sospechan
que algún estupendo embuste del viejo Malespina hizo llegar a mis
oídos la noticia de una desgracia supuesta. Así fue, ni más ni
menos. Según lo que supe después al ir a Sanlúcar acompañando a la
familia, D. José María había forjado una novela de heroísmo y
habilidad por parte suya; en diversos corrillos refirió el extraño
caso de la muerte de su hijo, suponiendo pormenores, circunstancias
tan dramáticas, que por algunos días el fingido protagonista fue
objeto de las
Pasadas aquellas fuertes emociones, mi amo cayó en profunda melancolía; apenas hablaba; diríase que su alma, perdida la última ilusión, había liquidado toda clase de cuentas con el mundo y se preparaba para el último viaje. La definitiva ausencia de Marcial le quitaba el único amigo de aquella su infantil senectud, y no teniendo con quién jugar a los barquitos, se consumía en honda tristeza. Ni aun viéndole tan abatido cejó Doña Francisca en su tarea de mortificación, y el día de mi llegada oí que le decía:
«Bonita la habéis hecho... ¿Qué te
parece?
-Mujer, déjame en paz -contestaba dolorido mi amo.
-Y ahora nos hemos quedado sin escuadra, sin marinos, y nos quedaremos hasta sin modo de andar si seguimos unidos con los franceses... Quiera Dios que estos señores no nos den un mal pago. El que se ha lucido es el Sr. Villeneuve. Vamos, que también Gravina, si se hubiera opuesto a la salida de la escuadra, como opinaban Churruca y Alcalá Galiano, habría evitado este desastre que parte el corazón.
-Mujer... ¿qué entiendes tú de eso? No me mortifiques -dijo mi amo muy contrariado.
-¿Pues no he de entender? Más que tú. Sí, señor, lo repito. Gravina será muy caballero y muy valiente; pero lo que es ahora... buena la ha hecho.
-Ha hecho lo que debía. ¿Te parece bien que hubiéramos pasado por cobardes?
-Por cobardes no, pero sí por
prudentes. Eso es. Lo digo y lo repito. La escuadra española no
debía salir de Cádiz, cediendo a las
Esta opinión, que entonces me pareció
un desacato a la honra nacional, más tarde me pareció muy bien
fundada. Doña Francisca tenía razón. Gravina no debió haber cedido
a
Sin negar el mérito de Gravina, yo creo hiperbólicas las alabanzas de que fue objeto después del combate y en los días de su muerte [3]. Todo indicaba que Gravina era un cumplido caballero y un valiente marino; pero quizás por demasiado cortesano carecía de aquella resolución que da el constante hábito de la guerra, y también de la superioridad que en carreras tan difíciles como la de la Marina se alcanza sólo en el cultivo asiduo de las ciencias que la constituyen. Gravina era un buen jefe de división; pero nada más. La previsión, la serenidad, la inquebrantable firmeza, caracteres propios de las organizaciones destinadas al mando de grandes ejércitos, no las tuvieron sino D. Cosme Damián Churruca y D. Dionisio Alcalá Galiano.
Mi señor
Murió mucho después de que su hija se
casara con D. Rafael Malespina, acontecimiento que hubo de
efectuarse dos meses después de la gran función naval que los
españoles llamaron
Se casaron, y el mismo día en que
partieron
Silencio profundo reinaba en la casa. Los dos esposos, casados el día antes, dormían sin duda el primer sueño de su tranquilo amor, no turbado aún por ninguna pena. No pude menos de traer a la memoria las escenas de aquellos lejanos días en que ella y yo jugábamos juntos. Para mí, era Rosita entonces lo primero del mundo. Para ella, era yo, si no lo primero, al menos algo que se ama y que se echa de menos durante ausencias de una hora. En tan poco tiempo, ¡cuánta mudanza!
Todo lo que estaba viendo me parecía
expresar la felicidad de los esposos y como un insulto a mi
soledad. Aunque era invierno, se
Mi propósito era inquebrantable. Sin
perder tiempo salí de Medinasidonia, decidido a no servir ni en
aquella casa ni en la de Vejer. Después de reflexionar un poco,
determiné ir a Cádiz para desde allí trasladarme a Madrid. Así lo
hice, venciendo los halagos de Doña
Así se llamaba al combate del cabo de San Vicente.
Palabras de Nelson.
Murió en marzo de 1806, de resultas de sus heridas.