Un servilón y un liberalito, ó Tres almas de Dios : Edición ELTeC Böhl de Faber y Ruiz de Larrea, Cecilia [Fernán Caballero] (1796-1877) Edición ELTeC Paula Serrano López Borja Navarro Colorado 22719 247 COST Action "Distant Reading for European Literary History" (CA16204) Zenodo.org ELTeC ELTeC release 1.1.0 ELTeC-$textLang ELTeC-$textLang release 1857 Imprenta del Establecimiento de Mellado Madrid 1863 bdh0000185562 Biblioteca Digital Hispánica - Biblioteca Nacional de España Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Saavedra Universidad de Alicante Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Transformación automática de HTML a XML (HTML2XML 2.0),Etiquetado del texto en XML-TEI, Revisión del etiquetado Sonia Jover Sánchez

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Un servilón y un liberalito, o Tres almas de Dios

Novela

por Fernán Caballero

Capítulo I. El castillo de Mnesteo Souvent a l'aspect d'une belle contrée on est tenté de croire qu'elle á pour unique but d'exciter en nous des sentiments élevés et nobles. Al contemplar una hermosa vista, suele uno sentirse llevado a creer que es su único objeto excitar en nosotros sentimientos elevados y nobles. Madame de Stael

Ya en otra ocasión hemos hecho mención del antiguo castillo de Mnesteo, que existe en el Puerto de Santa María, y pertenece a los Duques de Medinaceli,. Fue llamado de Mnesteo por haber sido construido por un príncipe fenicio de igual nombre. Pasó después a la dominación romana: luego a la de los moros; hasta que en 1264 lo conquistó el Rey D. Alfonso el Sabio, para cuya conquista le alentó, apareciéndosele la Virgen de los cristianos; en memoria de lo cual dio el sabio y religioso Rey su venerado nombre a aquella población, perdiendo así la bautizada villa su pagano nombre de Mnesteo.

Mas si interesase ahora a alguno de nuestros lectores penetrar con nosotros en su recinto, le serviremos gustosos de cicerone . Haremos aun más; toda vez que en ello le complazcamos, le haremos conocer a sus moradores, y tendremos, según la expresión de una amiga nuestra de infinito talento y gracia [1], un rato de comadreo .

Sentimos que a fuer de verídicos no nos sea posible divertir al lector con una descripción lúgubre y medrosa en el género de las de la autora inglesa Anna Radeliff, en vista de que, según dice Custine, l'imagination aime á frémir (la imaginación gusta de extremecerse). Porque opuestamente, para ser verídicos, tenemos que descender a los pormenores más sencillos, más cándidos, y si se quiere, más triviales de la vida común, si hemos de describir el estado actual del castillo, de este adalid muerto y petrificado, de este grandioso y fuerte esqueleto con pies fenicios, cuerpo romano, cabeza morisca y brazos españoles, que ostenta el Puerto como antiguo y noble blasón de cuatro cuarteles sobre una eminencia, a la entrada de su río Guadalete, a cuya orilla y al amparo de su valiente defensor, se ha ido extendiendo la población, como crece el vástago a la sombra del árbol que lo cría.

Al penetrar en el recinto por la puerta que se halla en la gran plaza a que da nombre, esto es, la plaza del Castillo, se atraviesa un pequeño espacio, se suben unas gradas, y se entra en el compás que precede a la iglesia, que es el punto céntrico del edificio. Fórmala un espacio grande, abovedado, cuyo techo está sostenido por enormes pilares, sin tener más luz que la que recibe por una gran ventana que está al pie de la iglesia, y la toma de un corral interior. No hemos podido averiguar el primitivo destino de esta vasta pieza: si fue aduana, lonja, mezquita o almacenen que se depositasen víveres. Hoy es el adornado, bendito y recogido santuario de un culto sostenido y devoto, al que con gran asiduidad concurren los habitantes de la ciudad.

A la derecha del compás hay una escalera empinada que conduce a lo alto. La plataforma o azotes que está sobre la iglesia, constituye un gran espacio enladrillado, que fue, -y conserva aún hoy día el nombre- de Plaza de Armas. Alrededor de esta plazoleta están las habitaciones que fueron morada de los caudillos, y salas de armas; y que hoy subdivididas forman habitaciones. Vive en la mejor el capellán del castillo; en otra el sacristán; en otra un maestro de escuela; en la más pequeña una anciana viuda: todos tipos los más genuinos de gentes pacíficas; por lo cual uno de los formidables torreones se ha convertido en oratorio, otro en cocina, otro en palomar y otro en jardín. ¿Cómo, pues, amalgamamos con estos objetos la aparición de un moro feroz llevando su cortada cabeza debajo del brazo o de un formidable caudillo cristiano entre cuya celada se divisase una calavera siniestra? ¿Cómo podrían oírse gemidos ni amenazas entre las bóvedas y escaleras de aquellas torres, en que tan pacíficamente cuelgan los chorizos y ristras de pimientos, en que tan amorosamente arrullan los palomos; en que unidas están las almenas con las flores, a las que sirven de reclinatorio, y que por ellas han olvidado de un todo dardos, flechas y arcabuces; en las que tan suaves suenan las preces, y con tan esforzado ¿ qué se me da a mi retumba el doméstico almirez?... No, no; allí no hay malos espíritus, asombros ni horrores: las oraciones, el sol de Dios, la paz material y la del alma, las buenas conciencias y las flores los han ahuyentado.

Si nos asomamos por la ventana de la sala del capellán, que está a la derecha de la plaza de armas, vemos un corral, que sería quizás el cementerio en tiempos de guerra, convertido en un diminuto huerto, presidido por una aislada y austera torre cuadrada, en la que se han amontonado gran cantidad de huesos de bizarros cristianos y valientes moros enterrados en aquel lugar. En cuanto a los huesos romanos que allí puedan hallarse, deben bailar de contento, al considerar que la tierra, a fuerza de oír su famosa plegaria, de que les sea ligera , se ha ido aligerando hasta el punto de no cubrirlos. Los honrado moradores actuales del castillo suplicaron atentamente a estos huesos errantes que cediesen su sitio a las coles y rábanos, a la yerba-buena y al perejil; y que se fuesen apiñando en amor y compañía en aquella torre, testigo de sus hazañas. Los huesos no se negaron a acceder a lo que con tan buen modo se les pedía, y allí están sin que nadie se meta con ellos, sino unos preciosos conejos caseros, que viven, juegan y procrean alegre y pacíficamente a su lúgubre sombra.

Necesaria, es, pues, una fuerza de abstracción, -que no le es dada sino al historiador o al anticuario-, para poder prestar todo el vivo y solemne colorido de su heroico pasado, a aquella mansión de sol, de flores, de paz y silencio, de lindos animalitos caseros y de buenos vecinos.

Hasta los ecos que repitieron los bélicos sonidos de trompas y clarines, han caído en un obstinado mutismo, no queriendo descender a alternar con el canto del gallo, cantor que cual no otro, cumple con una de las primeras reglas de su arte, que es la de echar la voz; con la algarabía de las golondrinas que charlan hasta por las alas; con el ronco y poco armonioso arrullo de los palomos, amantes formales, fieles y comedidos; ni con los destemplados arranques de los patos poco filarmónicos, que sin la más mínima aprehensión, hieren el aire que los rodea y los oídos que los oyen; pero ni aun con los alegres cantares del canario saltimbanqui, que prefiero a las de laurel, coronas de jaramago.

Un lugar hay, sin embargo, en que la mente deja de sonreír, y el alma se eleva ampliamente a otras esferas. Es esta la plataforma de las altas torres, que coronadas de sus almenas, se alzan erguidas en su ancianidad y abandono, tan bellas, tan derechas y tan señoras, como cuando dominaban y defendían el país.

La vista que desde su altura se descubre admira, eleva, embelesa; y si nos es permitido decirlo, deslumbra. ¡Tal es el esplendor de la atmósfera, del cielo y de la mar, la lontananza de los horizontes, la belleza de los objetos, y lo grandioso del inmenso paisaje, que desde aquellas alturas se presenta a la vista!

Al lado del Sur, se extiende en toda su majestad y su brillo el mar, que hacia la izquierda viene a ostentar sobre la barra que precede al río Guadalete el garbo de sus olas y la blancura de sus espumas. Al frente se ve a Cádiz, que aunque distante dos leguas, muestra claro sus tersos y delineados contornos, como dibujados con firme pulso en el esmalte del horizonte.

A la izquierda, siguiendo con la vista el recto camino real por medio de un verde coto, se llega con él, a las dos leguas, al elegante Puerto Real, y siguiéndolo después en su curva, se llega a la isla, o ciudad de San Fernando, donde muere entre albinas la bahía, dejándoles por legado gran cantidad de la afamada sal, que en blancos montes apiñan. En lontananza se extiende Chiclana en su llano, llevando por bandera una ruina, que fue lindísima capilla de Santa Ana, y se encarama Medina en su monte, como vigilando sus verdes campos y sus ganados.

Volviendo la vista a la derecha, se ve subir la carretera en suave cuesta por entre viñas y arboledas, la que más adelante se arrastra por ricos campos de trigo, hasta llegar a San Lucar de Barrameda.

Al Norte, esto es, en dirección opuesta al mar, vése el camino de Jerez atravesar la vega, derecho como el que quiere llegar pronto, y torcer después a la derecha, para salvar los altos cerros, en cuyo seno se ocultan las magníficas canteras que hace tantos siglos están formando los edificios que levanta el hombre, y dedica ya al culto, ya a labrarse sus moradas; y después de pasar cerca de lo que fueron ruinas del castillo de doña Blanca, desaparece detrás del monte.

Este castillo, de que apenas resta vestigio, fue edificado por D. Alonso el Sabio sobre una eminencia que dominaba el río; pero el río ha tomado las de Villadiego como un desertor, si no a sus banderas, a su cauce. Relevado por consiguiente el castillo del cargo de vigilarlo, cansado de su soledad y de su farniente , se ha caído como una barraca sin respeto a su poético nombre de Castillo de doña Blanca, nombre que debe a la tradición, que jura y perjura que en aquel solitario albergue encerró el Rey D. Pedro a la mujer que le faltó a la fe debida.

Vése también en la vega otro objeto lleno de actualidad y palpitante de interés (según se espresan en francés traducido los periódicos de la corte y sus socios de las provincias), se ve, sí, se ve, poniendo cuidado o sacando un anteojo de larga vista, el camino de hierro; pero... ¡qué chico! ¡qué mezquino! Cuando en seguida se baja la vista, y se mira aquel castillo de otras edades, tan grande, tan fuerte y sólido; cuando se miran las iglesias seculares, allí, en Cádiz, en Puerto Real, serenas e inmutables entre huracanes, vicisitudes, guerras y siglos... y se comparan a esa moderna obra magna , no puede uno menos de considerar que mientras más se emancipa el hombre de Dios, más mezquinas, efímeras, e inconsistentes son, no solamente sus ideas, sino también sus obras.

Sirven de punto de vista a este cuadro del Norte, los montes de Ronda, que el San Cristóbal tiene á sus pies, mientras alza su cabeza entre nubes.

Esta vista toda es magnífica y grandiosa. Ostenta el país tan abierta y completamente sus contornos, como muestra su índole una persona franca. Todo lo alcanza la mirada, que después de vagar con delicia por la tierra, tan bella como la ha hecho Dios, se alza al cielo más bello aun, lleno de admiración y gratitud ofreciendo ambos al Criador; que agradecer es amar, y admirar es tributar homenaje

Pero volvamos a bajar con cuidado para no perder pie, los vetustos y carcomidos escalones de las escaleras, y regresemos a la Plaza de Armas , la más pacífica del mundo que conserva, -a pesar de ser el más descarado anacronismo, -su nombre, como prueba palpable de la fuerza de la tradición.

A la derecha de la escalera está la habitación del sacristán, que es la menos buena, por tener Inces a corrales; en esta es donde se halla el torreón, poco elevado, sobre cuyo turbante de almenas ha puesto la sobrina del sacristán una corona de flores.

Una vez en la Plaza de Armas, vemos a la izquierda la habitación de la viuda, dueña del corral de gallinas y del torreón-palomar, torreón bonachón que no se desdeña de proteger al palomo persergido por el gavilán, como protegió a príncipes contra reyes, a caudillos contra caudillos.

A la derecha está la habitación del capellán, que es la mejor, y tiene la hermosa torre ochavada que le sirve de oratorio, y donde la Virgen de la Paz la derrama en los corazones.

Al frente está la habitación en que vive el maestro de escuela D. José Mentor, con su buena mujer Doña Escolástica, y su buenísima hermana Doña Liberata.

No hemos querido describir las anteriores habitaciones, por no cansar al lector, que es probable que no sienta la simpatía que tenemos nosotros por el castillo de Mnesteo. Pero, en cuanto a esta, nos precisa describirla gráficamente, por ser en ella en la que van a tener lugar la mayor parte de los eventos que vamos a referir.

Después de atravesar la alegre y tranquila Plaza llamada de Armas por antonomasia,. en la que en lugar de fieros hombres de guerra, se ven como ya indicamos, hermosos palomos que andan presumido, volviendo sus cabecitas para lucir los tornasoles de su plumaje, se entra en una pequeña antesala o pasadizo, que a la izquierda tiene una puerta, que da entrada a un cuarto con una ventana a la Plaza de Armas, y que es el que ocupa Doña Liberata.

Entrase por este pasadizo a la sala, que es lindísima, por tener al andar una azotea que domina la pescadería, la aduana, el muelle, el río, y va a descansar en el siempre verde coto de la orilla opuesta. La sala está aseadamente amueblada, con su estera, sus sillones de caoba, que cubren con una careta de tela de algodón blanco, unas crines contemporánea, de las de Bucéfalo, que cansadas de sentirse aplastadas, se esfuerzan por salir de su purgatorio. En el testero hay una mesa puritana , sin ninguna clase de adornos sobre la cual se ve un nicho de caoba y cristales que encierra una hermosa efigie de la Virgen. En la pared cuelga un cuadro, antiguo de poca estima como obra artística, pero de muchísima como objeto de veneración, que representa al Santo de la profunda y sincera devoción de la familia, de Padres a hijos, San Cayetano.

Debajo de este cuadro, en otro de media caña pintado de negro, está un mamarracho con una banda azul y blanca, que pasa por el retrato de Don Fernando VII, y fue colocado allí por el dueño cuando la guerra de la Independencia.

A la izquierda, a los pies de la sala, hay una puerta pequeña, por la que se entra en la alcoba del matrimonio, la cual tiene ventana a la referida azotea, y no tiene nada de notable sino una cómoda papelera vetusta y secular, cuya tapa viene a cerrarse en diagonal sobre una tabla angosta, en la que se ven un Crucifijo y algunos libros; y encima de la cómoda, colgado en la pared, otro cuadro de San Cayetano.

Esta alcoba tiene una puerta que comunica con un pasadizo triangular, en cuyo extremo está la entrada del valiente torreón convertido en cocina. ¿Quién vio nunca un caballero con cota de malla y lanza en ristre, convertido en ranchero? Con entrada a ese mismo pasadizo hay un cuarto pequeño con ventana a la Plaza de Armas, que sirve de comedor a la familia.

En este partido, (nombre que se da en Andalucía a cada una de las partes en que se divide un edificio grande, para que sirva a vecinos), vivía desde innumerables años la familia del maestro de Escuela. Ahora, pues, que conocemos el local, vamos a ocuparnos de los habitantes que han sucedido en él a fenicios, romanos y moros, y a los guerreros del sabio Rey; esto es, los gorriones y tórtolas que se han posesionado del nido abandonado por las águilas y milanos.

Es de suponer que, si los miembros de la Sociedad de la Paz tuviesen noticias de las transformaciones que en beneficio de ésta ha sufrido el descrito castillo, ese león hecho cordero, ese Hérculos hilando, ese Aquiles vestido de Matrona, ese dragón narcotizado, lo hubiesen elegido para punto de reunión de sus sesiones; pues ciertamente con plena aprobación de sus habitantes se habrían podido anatematizar en aquella Plaza de Armas todas ellas, inclusas las flechas de Cupido.

Capítulo II. Tres almas de Dios

Bienaventurados los pobres de espíritu.

Evangelio de San Lucas

Il est vrai qui la grandeur selon les hommes n'est pas le grandeur selon Dieu.

Alexandre Dumas

Don José Mentor era, como ya hemos dicho, un Maestro de escuela. Los adelantos de la época atrasaron al pobre D. José: el colegio, la gratuita, la escuela mutua, aquellos rayos de las luces del siglo, le arrebataron todos sus niños como lo habían hecho los de Apolo con los de Niobe. Pero D. José no se descorazonó: siguió viviendo en su pacífico castillo, en su tranquilo hogar doméstico; con su mujer y su hermana, en paz y en gracia de Dios, tan confiados los tres en el Santo de su devoción, San Cayetano, ahogado de la Providencia, que a ninguno robó su desgracia un cuarto de hora de sueño.

Don José contaba con un vitalicio en que vendió una casa ruinosa. Consistía aquel en una peseta diaria -¿qué tal sería la finca?- vitalicio que con su imprevisión de niño, puso sobre su cabeza, sin acordarse de que su mujer y su hermana deberían probablemente sobrevivirle. Tenía algunos otros recursos; era el uno llevar del brazo a misa a una anciana extranjera ciega, por cuyo obsequio recibían tres cuartos; y era otro, algunas lecciones de leer y de escribir que daba a las Maritornes con pretensiones de ilustrarse, con lo que lograban leer novelas perversas, descuidar sus quehaceres y la aguja, y llevar calcetas con puntos. -Mire Vd., niña, solía decir D. José a las talludas discípulas que hacían palotes, ¿ve Vd. esas viguitas del techo? Pues así deben ir, derechitos y bien alineados.

Don José era feo, -preciso es confesarlo; que amor no quita conocimiento-; de un feo que llamaba la atención. Sus narices desmedidamente salientes y gruesas, necesitaban todo el extremado largor de la cara en que se ostentaban, para vivir en paz con la boca y la frente, sus vecinas. No eran menos largas sus orejas, ni menos gruesos sus labios, siendo el inferior colgante y pendiente como pabellón. Sus ojos pequeños, enterrados en gruesos párpados, tenían una expresión bondadosa, a la par que atónita o curiosa; lo que era debido a su sordera; y eran cobijados por unas cejas tremendas, que formaban un entrecejo formidable, que hubiera sentado bien en un busto de Júpiter, pero que estaban en la cara de nuestro buen D. José completamente fuera de lugar, y podían competir con la carabina de Ambrosio. Era alto, y su cuerpo se había torcido de una manera lastimosa, teniendo un hombro muy alto y otro muy bajo, como si se esforzase en probar que nada hay igual en este mundo, -que es lo que le hace original-; nada... ni aun los hombros en un mismo sujeto!

Sin embargo, cuando por Semana Santa o el día del Corpus, vestía D. José un frac negro que estrenó a principios del siglo, y salía pavoneándose y arrastrando los pies, su mujer y su hermana lo seguían con la vista al atravesar la Plaza de Armas, mirándose después con una sonrisa de satisfacción que parecía decir: ¡que se presente otro!

Doña Liberata tenía la misma fealdad que su hermano, en pequeño, así como la misma sordera; aunque como mujer, era menos torpe, y se enteraba más pronto de lo que deseaba saber, o de lo que se le quería comunicar. Ligera, dispuesta, hacendosa, acudía a todo con paso menudo y precipitado, y ayudaba a los gastos, cosiendo ageno. Nunca se había casado por no habérselo presentado ocasión, ni haberla ella buscado jamás.

Doña Escolástica era algo gruesa, muy pastorona, sin hiel, como los palomos pisaverdes, que paseaban la Plaza de Armas; de un feo menos subido, pero de una insulsez más marcada que su cuñada.

Estas tres personas tan semejantes, existían felices y bien avenidas en medio de sus escaseces, no amargaban su pan con quejas, ni su vida con apuros; y nunca se vieron en la triste situacion, a que gradualmente fueron descendiendo, genios más alegres, ni índoles más apacibles: pues la alegría y la apacibilidad, las dan las conciencias limpias y la fe virgen y firme, que poseen los ricos de corazón y pobres de espíritu. Este su envidiable temple de alma, esta completa sumisión y confianza en Dios, crea la mansedumbre; y esta ahuyenta los angustiosos cuidados, los excesos de la sensibilidad, la hiel contra los hombres y las cosas. Y sobre todo, crea el hermoso don de la conformidad, que espontáneamente brota en las almas de aquellos, y que las cobija con su dulce sombra, sin que noten ellos siquiera que la tranquilidad de su espíritu es debida a la excelencia de sus almas, y que el epíteto burlesco de alma de dios con que con tanta ligereza los ridiculiza el mundo, significa nada menos que haber llegado al apogeo del cristianismo. Ha dicho muy bien Dumas; que la grandeza, según Dios, no es la grandeza según los hombres. Por lo cual nada de extraño tiene, que a pesar de la bondad de los individuos que hemos descrito, ocupasen en la sociedad una posición más que subalterna, tanto por su clase, como por su pobreza, como por su desgraciado exterior, como por esas mismas virtudes, que desdeña el mundo, ese señorón que en nuestro globo se emancipa de su Criador, relegándole, -¡y gracias! -a los templos y a los libros no sin mofarse de los que sacan su santo nombre de la clausura de las obras teológicas, que no lee. Miran los hombres descreídos que a él pertenecen, estas virtudes de alto abajo, como miran los bullidores delfines y peces espadas que se agitan en la superficie del mar, a la perla que tranquila yace en el firme fondo.

La índole bondadosa y la falta de hiel de D. José eran tan conocidas en el pueblo, que para pintarla burlescamente, habían inventado sus paisanos, que necesitan poco para ejercitar su humor burlesco, el siguiente chascarrillo. [2]

Contábase que D. José entró un día en su casa cuando menos se le aguardaba y halló a un amante con su mujer. ¿Qué hace el ultrajado marido? coge en los brazos a su rival, le lleva al fin del paseo de la Victoria, esto es, de extremo a extremo del pueblo; allí le deposita en el suelo, y le dice con voz severa: -«¡esto es por la primera vez! Pero le prevengo a Vd., que si otra vez le encuentro con mi mujer, que como me llamo José, y como espero salvarme, le llevaré hasta allí!» y le señaló un ventorrillo que se halla a un cuarto de legua. D. José, satisfecho con la reparación que había dado a su ultrajado honor, se volvió a su casa. Añadían que desde aquella época databa el desquiciamiento de los hombros del héroe de la aventura.

Para principiar nuestra Relación desde el principio, -como suele hacerse-, es preciso retroceder al año 1823, en cuya época estaban el castillo y sus habitantes idénticos a como los volveremos a hallar después, y a como los hemos descrito. Hay personas que no tienen juventud, así como hay otras que son jóvenes toda su vida, no sólo en su sentir sino hasta en su físico; jóvenes arrugados, modernizados con modas de París, embalsamados con ungüentos, encurtidos con esencias; a cuyos miembros no pesan, y a cuyas cabezas no sirven de lastre los años. Si a las primeras falta la fragancia de la primavera; a los segundos falta la madurez del otoño.

Como hemos dicho, el torreón del ángulo izquierdo servía de cocina a la familia del ex-maestro de escuela. Una noche de dicho verano, estaba Doña Liberata majando con el mayor ahínco, la miga, el ajo, la sal y el tomate para el gazpacho. Aunque no hubiese sido un poco sorda, la atención profunda que prestaba a su faena, y los vigorosos golpes que daba al mortero, habrían bastado para abstraerla completamente. ¡Cuál sería, pues, su asombro, cuando de repente y como llovido de la bóveda, se vio a un hombre enfrente de ella! Las cejas de Doña Liberata, -que como las de su hermano, tenían una aptitud particular para alzarse, formando un arco agudo-, arrastrando detrás de sí a los párpados, dejando sus ojitos negros desmesuradamente abiertos; su boca los imitó, y la mano del mortero quedó levantada inmóvil en la suya.

Un ladrón en aquel castillo, donde no había nada que robar, -era un fenómeno más extraño y sobrenatural que hubiese podido serlo la aparición de un mero o do un romano.

Sin embargo, la persona aparecida no justificaba tanto espanto. Era un joven de vinos veinte años; traía una chaqueta y un pantalón estrafalario, y en la cabeza una gorra con visera, y ésta muy echada a la cara. Un tanto de barba juvenil, que no había sido afeitada en varios días, daba alguna sombra y algo de varonil a aquel rostro de colegial. De estatura mediana, tenía elegantes formas, y su flexible cuerpo parecía hallarse poco a gusto en el traje que llevaba, en el cual se movía extraño e impaciente; como la serpiente que ansía por soltar y zafarse de su deslucida piel, cuando debajo tiene otra más adherente, más lucida, y más nueva.

-Pe... ro... -articuló Doña Liberata, que no pudo acabar de pronunciar el nombre de sus hermanos.

-Señora, -dijo el aparecido-; me vais a perder Soy perseguido por fieros esbirros; he trepado por grietas de este desmoronado muro con la intención de entrar por esa abierta ventana, y con la esperanza de hallar pechos nobles e independientes que amparasen una víctima del despotismo.

Doña Liberata, que era sorda, que era novicia en percances aventureros, y que a esto añadía el haber perdido la cabeza por el miedo, contestó temblando:

-¡Señor! ¡por la Virgen del Carmen! somos unos pobres; a mi hermano le han cerrado la escuela; yo no he cobrado todavía la costura de esta semana. Nada tengo, sino mi rosario y mi caja de plata; si usted las quiere...

La pobre doña Liberata metió con dolor profundo su temblorosa mano en la faltriquera.

El aparecido, haciéndose cargo de la dificultad de oído de su interlocutora, se acercó a ella, y le dijo:

-Yo no soy ladrón.

-¿No? -contestó Doña Liberata algo tranquilizada, y soltando con íntima satisfacción el rosario y la caja de plata que tenía asidas.- Pues entonces, ¿a qué se entra Vd. a deshoras por las ventanas?

-Porque un poder tiránico me persigue para prenderme, contestó en recia voz el aparecido.

Las cejas de Doña Liberata, que habían emprendido su descenso, se remontaron instantáneamente.

-¿Qué? ¿quieren prender a Vd.? ¡Ave María Purísima! -exclamó angustiada-, ¡éste ha hecho una muerte! -añadió mentalmente-; si chisto me deja en el sitio. ¡Dios tenga misericordia de mi!

El desconocido conoció cuanto pasaba por la aterrada mente de su interlocutora, y se apresuró a decirle.

-No he cometido delito alguno; soy un prófugo político.

Esta voz culta que significa fugitivo, errante, y que ha sido aplicada por la ley al que se sustrae al servicio de las armas, el pueblo la ha adoptado con la variante de préfulo , y ha hecho de ella la denominación genérica y exclusiva de aquel que acude a la huida para escapar al sorteo. Bajo este concepto inspira siempre un préfulo interés y lástima.

-¿Un préfulo ? ¡pobrecito! -dijo la buena Doña Liberata, volviendo sus cejas a ocupar su línea recta.- Vamos, esté Vd. sosegado, añadió con bondad, que nosotros no le hemos de delatar. Pero voy a avisar a Escolástica y a Pepe, para que no se asusten.

Doña Liberata se fue, con los pasitos cortos y precipitados que le eran propios, dejando abierta la ventana por la que había entrado el fugitivo, y la puerta por la que ella salió, con tanta confianza en el intruso, como terror le había inspirado al aparecerse.

Don José, que mediante a ser sordo, tenía algo de desconfiado y otro algo de gruñón (ambas cosas empero en dosis muy inofensivas), no estuvo tan propicio como su hermana para esconder a un fugitivo, ni para creer sobre su palabra, que lo fuese por huir de la quinta.

-¡Qué prófugo!... -gruñó con su gruesa y pastosa voz-; ¡si ahora no hay quinta! ese es un prófugo, pero prófugo de presidio. Los tiempos están revueltos, y cuando esto sucede, hacen los tunantes de las suyas. ¿Por qué le dejaste entrar?

-¿Acaso me pidió licencia? -contestó su hermana-. Pero mira, José, no tiene mala traza, y es casi un chiquillo.

-¡Chiquillo que de noche trepa por las paredes y allana las casas!... nada, nada; que se vaya... o voy a llamar a la guardia.

-¡Hombre! cómo se va, si está cerrado el castillo y es preciso despertar al sacristán para que abra la puerta!... observó Doña Escolástica.

-Que se vaya por donde ha venido; no quiero líos con la justicia, ni dimes ni diretes con los franceses, aunque no sean éstos los malvados de Napoleón.

-Pepe, no te conozco; ¡qué despiadado estás! -le dijo su hermana-; por los cantos descarnados ha podido subir, pero no se puede bajar por ellos.

Mientras que con su acostumbrada calma discutían D. José, su hermana y su mujer el asunto, el fugitivo cansado de esperar, había seguido el camino que vio tomar a Doña Liberata, y se presentó de repente con mucha soltura a los ojos atónitos del trío.

Don José frunció sus cejas jupiterianas, y se levantó erguido, con su hombro izquierdo más remontado que nunca.

Pero el que se presentaba no era hombre a quien impusieran las cejas de D. José, puesto que si la impavidez y el sans fazon francés se hubiesen unido, habrían engendrado al que se presentó a su vista. Habíase quitado el prófugo su feísima gorra, y levantado de sobre su frente, tersa y erguida, sus negros rizos; su boca sonreía, luciendo la bella dentadura que la adornaba, y dirigiéndose a su huésped, dijo con gran frescura:

-¿Usted es D. José Qué-sé-yo-qué hermano de esa señora Qué-sé-yo-cuánto, a la que he dado, mal que me pese, un susto magno?

-Don José Mentor, servidor de Vd., -contestó Doña Escolástica-; no ha oído a Vd. porque es un poco tardo...

-¿Mentor? -exclamó, soltando una carcajada el aparecido-; por consiguiente, Vds. serán los Calipsos de esta gruta, y yo vengo de molde para ser el Telémaco.

-¿Qué dice? -preguntó D. José a su mujer.

-Que se llama Telémaco -contestó ésta.

-No digo eso, -repuso alzando la voz, y redoblando sus carcajadas el aparecido-; me llamo Leopoldo Ardaz. ¡Ay! -añadió, golpeándose la frente-: lo primero que me encargó Ramón fue que ocultase mi nombre.

-No hay cuidado por eso, advirtió D. José; que lo que a Vd. ni a nadie pueda perjudicar no saldrá nunca de nuestros labios. ¡Mas que fuese Vd. Barrabás en propia persona! además... yo no lo he oído.

La hermana, que se preciaba de oír mejor que su hermano, se acercó a su oído y le dijo sin gritar: se llama D. Deopolvo Ardaz.

El huésped volvió a empezar a reírse, y como la risa se pega, sobre todo entre gentes sin hiel, uno después de otro se pusieron todos a reír.

-Pero vamos al caso, -dijo después de un rato don José-; aunque Vd. perdone, ¿Vd. quién es, señor Ardaz? ¿Qué ha hecho, y por qué se esconde?

-¿Quién soy? -contestó éste-: un hombre libre; ¿qué he hecho? ¡Defender la libertad! ¿Por qué me escondo? porque volvemos a los tiempos (y se puso a cantar) en que se asaban, cual salmonetes, la carne humana.

-¡Dios del cielo! ¡Un nacional de Madrid! -exclamó asustado D. José.

-¡Jesús, un tragalista! -murmuró temblando Doña Escolástica.

-¡Madre mía, un bullanguero! -dijo con dolor Doña Liberata.

-Vamos, -dijo Leopoldo, que notó la impresión que había causado su terminante declaración, conozco que deben Vds. estar en dudas sobre mi persona; pero voy a tranquilizar a Vds. Dádme avíos de escribir; escribiré a quien salga responsable de mí, y llevareis la carta, señor Mentor.

-¡Que lleve yo la carta a las diez de la noche, y quizás a los quintos infiernos! ¡En eso estaba yo pensando! -gruñía D. José, mientras estaba escribiendo su huésped.

Después de cerrar la esquela, preguntó éste a Don José:

-¿Vd. conocerá al Gobernador?

-¿Don Juan de Soto? ¡pues no le he de conocer!

-Id a su casa; preguntad por su ayudante Valverde, y entregadle en mano propia esta esquela.

-¡El ayudante del Gobernador! -exclamó D. José-. Este se quiere perder, y nos va a comprometer, -pensó apurado; y añadió en voz recia-: Señor, es tarde.

-No le hace, id.

-Es que el castillo está cerrado.

-Haced que os abran

-¡Cascabeles con el mocito este, y como sabe mandar! ¡Parece que en su vida ha hecho otra cosa! -gruñó D. José.

-Pepe, le dijo su hermana, complácele; se conoce que es persona fina.

-Lo mismo me da a mí, si es delincuente, que sea fino o que sea basto.

-Hombre, si se vale de ti, ¿le has de huir cara? -le dijo su mujer-; haz lo que te dice, en caridad; que él sabrá lo que le conviene; ¡es tan bonito!

-¡Pues mire que recomendación para un consejo de guerra!... ¡Y si siquiera lo pidiese con buen modo!... -gruñó D. José, y salió arrastrando los pies, precedido de su hermana, que iba alumbrando con el velón.

Capítulo III.Un servilón y un liberalito Las plazas abundaban en legisladores de veinte años, que encontraban a Cristo demasiado viejo, y que deseaban suplirle abrogándose el cuidado de dirigir la humanidad. Julio Sandeau

No es el tormento , sino la causa , lo que constituye el martirio. Santos Padres

Apenas había transcurrido un cuarto de hora, cuando se oyeron pasos acelerados por la plaza de armas, y entró la persona a quien iba dirigida la carta, que se precipitó hacia el recién venido, al que abrazó, exclamando.

-¡Leopoldo! ¡Leopoldo! ¡Tú aquí, tú, escondido! ¿Qué locura o qué desgracia es esta?

Dona Escolástica y Doña Liberata se retiraron consideradamente, y se fueron con una luz a aguardar a su Pepe en la escalera.

Cuando estuvieron solos, hizo Leopoldo la siguiente relación a su amigo:

-Habiéndose unido mi regimiento a las tropas del Rey, tres oficiales, que éramos exaltados, desertamos. Pudimos llegar a Gibraltar donde nos recibieron los ingleses como héroes, y nos embarcamos disfrazados, llevando pasaportes con nombres supuestos, y con algunos pasageros de pésimas trazas en un queche con destino a Cádiz; pero apresados por una lancha cañonera, fuimos traídos aquí. Como esto sucedió de noche, pude esconderme entre los dobleces de una vela que estaba arrollada en el camarote. Los demás fueron desembarcados, y yo permanecí todo el día en mi escondite; pero llegada la noche, salí, y me dí a conocer a los dos marineros que habían quedado guardando la embarcación. Estos me depositaron sigilosamente en tierra, y atravesaba la plaza de la Pescadería, cuando oí que desde la casilla del muelle me llamaban. Aunque era claro que esto sería para cerciorarse de que no llevaba contrabando, no creí prudente exponerme a ninguna clase de registro, y proseguí mi camino.

Entonces oí que salían a alcanzarme, y para que no lograsen su intento, puse mis piernas a todo vapor. No sabiendo dónde refugiarme, presentóse ante mí el torreón de ese castillo, con su abierta y alumbrada ventana, que parecía decirme: -pase usted adelante.-Sabes desde el colegio que soy buen gimnasta; trepando por los intersticios de los descarnados cantos, subí a la ventana, por la que entré, y me encontré frente a frente con una de las castellanas de este castillo, a la que aparecí bajo la celada de mi yelmo (vulgo a la sombra de mi visera), algún Orlando furioso, o Barbarroja renegado... y... colorín colorado, cate Vd. mi cuento acabado.

-¿Y qué hacemos ahora? -exclamó Valverde apurado.

-Respirar para no ahogarnos. -repuso Leopoldo con su imperturbable calma.- ¿Tan imbuido y contaminado estás con las ideas y máximas tiránicas de los que te rodean en la actualidad, que te parece ver colgado sobre mi cabeza, a guisa de espada de Damocles, un nudo corredizo?

-Desertar de sus banderas, ser cogido disfrazado y con pasaporte falso, al ir a entrar en una plaza sitiada, con todo el carácter de un espía... -exclamó con dolor su amigo, ¡y te muestras tan impasible y tan sobre ti!

-¿Y qué quieres que haga? -repuso Leopoldo-, ¿que me eche de cabeza en lo patético? No; lo patético me es antipático; (¡qué lindo esdrújulo!). El hombre debe ser franco y verdadero; el hombre noble y liberal nunca sale de su carácter, y si me condenasen, me verías ir al patíbulo cantando.

Leopoldo, que no tenía muy bonita voz, se puso a cantar.

Se levante Merino mil veces, se reúna la turba servil, me designen por víctima suya, me preparen mil muertes y mil...

-No temas a las mil muertes, ni a una tampoco -dijo sonriendo Valverde-; no se trata de eso. Se trata de que no se pueda sospechar en ti una acción vil; de que tu ilustre nombre no figure en los tribunales, y de que tu persona no sufra detenciones y disgustos. Debes, por ahora, quedar oculto.

-No tengo inconveniente, con tal que no sea por mucho tiempo, repuso Leopoldo, porque este castillo, que chochea, y sus moradores que le imitan, son capaces de convertirme en idiota en poco tiempo. Y si en breve no me procuras los medios de salir de aquí por la puerta, me saldré por la ventana por la que he entrado, aunque al bajar me encuentre a la derecha con los bigotes negros de tu Fierabrás Soto, y a la izquierda con los rubios del Duque de Angulema, esa sosa y ajada flor de lis.

-Cuánto confías propuso Valverde, en tu buena estrella, en la amistad de tus amigos, y en la falta de tiranía de la causa a la que gratuitamente se la atribuye! Pero, en fin, vuestra insolencia misma y vuestra osadía hace nuestro elogio. No volveré cuanto deseo, por no despertar sospechas, pero trabajaré por sacarte de aquí con seguridad y honor. Prométeme tener entretanto paciencia, y ser prudente.

-Procúrame ante todo mi equipaje, excelente Pílades; porque la ropa que tengo puesta me pesa y agobia como la concha de una tortuga. Además, quiero hacer la conquista de aquella torre matrona que se atreve a descollar entre las demás, y ver por ese medio de infundirle algunas ideas liberales sobre la igualdad.

Valverde le prometió lo que le pedía, y se fue después a recomendar a sus huéspedes el sigilo.

Mientras la conversación de los dos amigos, habían las hermanas preparado lo mejor posible la piececita que les servía de comedor; habían pedido al capellán un catre de tijera y cubiértolo con ropas no finas, pero blanquísimas y sahumadas con alhucema, y habían aprestado, con huevos frescos y con el gazpacho tan bruscamente interrumpido en su confección, una frugal cena a su huésped, el que se la engulló con un apetito propio de los veinte años, reforzado por un día de ayuno; y durmió como un bienaventurado.

-Don Leopoldo, -le dijo a la mañana siguiente Doña Escolástica, que a fuer de mujer, era curiosa, y a fuer de buena, se interesaba por él-, ¿tiene usted Madre?

-Este contestó: Madre, Padre, Abuela, tías, tíos, hermanos, primos, cuñados y sobrinos, y cuidado, añadió vizqueando, que no caiga sobre Vd. un vizconde con toda su parentela.

-¿Y es su padre de Vd. de tropa? -tornó a preguntar Doña Escolástica.

-Sí; es guardia de Corps del Padre Quieto, por orden superior del general Gota.

-Pues sino tiene más pan y prest que los que le dé ese Padre, tendrá su estómago que alistarse en la compañía de hambrientos, dijo haciéndose gracioso contra la voluntad del que le crió, D. José.

-Tiene rentas propias, individuales e independientes, sin contar con la bolsa ajena, -esto es, la paga del Gobierno, que sale de las contribuciones que aniquilan el país.

-Pero, ¿qué es su Mercé? -tornó a preguntar la curiosa.

-Su Mercé no es Mercé, que es Señoría; y Conde y Marqués.

-¡Hola! ¡Marqués! ¡Sea para bien, y por muchos años! -dijo respetuosamente Doña Escolástica, repitiendo recio la noticia a su marido y a su cuñada.

-También San Cayetano era hijo de título, dijo Doña Liberata, del Conde Gaspar Tiene. Felicito a Vd.

-¿Y eso qué significa para que me feliciten ustedes? -exclamó impaciente Leopoldo; y poniéndose de pie se puso a cantar gesticulando esta canción, en voga en aquella época.

Todo Conde o Marqués nace hombre.

-¿Qué dice? -preguntó D. José al verlo tan enfuncionado.

-Que todo Conde o Marqués nace hombre, contestó su mujer.

-¿Y qué había de nacer mujer? -repuso Don José.

Leopoldo entretanto había concluido la discreta copla, y cantaba el estribillo o coro:

¡A, las armas corred, ciudadanos! ¡A lidiar, a morir o vencer!

Don José entretanto movía impaciente su cabeza.

Leopoldo proseguía:

Guerra a muerte a la tiranía...

-¿Y quién es el tirano? -preguntó D. José.

-Ese Nerón, -contestó Leopoldo, señalando al mamarracho que figuraba la hermosa Persona del Rey Fernando a caballo.

-Mocito, repuso D. José, no hable Vd. así del Rey de España, mientras humea aún en los campos y en las ciudades la sangre noble y leal de los que murieron por él; que eso saca los colores a la cara a todo español legítimo.

-¿Es Vd. por lo visto un servilón de siete suelas? -exclamó sofocado Leopoldo.

-¿Y Vd., según parece, un liberalito a casquete quitado? -repuso D. José.

-Ser lo que soy lo tengo a mucha gloria, -dijo Leopoldo.

-Ser lo que soy lo tengo a mucha honra, -repuso D. José.

-¿Cómo tiene Vd. valor, -exclamó muy en sí Leopoldo-, de expresarse así en la presencia de un mártir de la santa libertad?

-Dice Vd. dos despropósitos, mocito.

-Y Vd. cada salomonada que asombra; es Vd. un badulaque, o está loco.

-Estoy muy cuerdo, señorito. ¿Dónde ha visto usted canonizada esa santa y abogada de las bullangas? Santo quiere decir el que posee la santidad, el que es perfecto y libre de toda culpa; y sólo se dice de las cosas de Dios en español puro, ¿está usted? Tampoco es Vd. un mártir, pues dicen los Santos Padres que no constituye el martirio el tormento que se padece, sino la causa por lo cual se sufre ¿está Vd.?

-A Vd, es preciso o matarlo o dejarlo, -exclamó furioso Leopoldo. Es Vd., añadió saliéndose, un bolonio, un fanático, un preocupado, un... un... ostrogodo!

-¡Pues está bueno! dijo D. José, cuando su contrincante hubo salido. ¡Que me diga que soy un atrevido en decir que soy realista, cuando anda él escondido y huyendo por no serlo! ¡Habráse visto tal descaro!... ¡Vaya con el mocito!

-¡Pobrecito! dijo Doña Liberata: déjale, José, no le respondas; está caído; y a los caídos no se les canta el trágala como hacen ellos.

-¿Y yo se lo he cantado, ni nada que se le parezca? -repuso D. José-. No he hecho más que responderle; que para decir mi parecer, tengo boca como cualquier liberal, y voz, aunque no tan chillona como las suyas.

-José, ya ves, opinó su mujer, que como es hijo de Marqués...

-Y aunque sea hijo de Duque, ¿qué derecho tiene, me querrás decir, para decirme a mí badulaque, loco, bolonio, y hasta ostrogodo? -repuso su marido.

-Oye, Pepe, y eso ¿qué quiere decir?

-Mira tú, que yo soy y no lo sé. Pero me hago, cargo que querrá decir un hombre muy rudo, muy basto, y muy templado a la antigua. ¡Puede echar plantas lo moderno!, ¡cascabeles!

Leopoldo a los pocos días sintió un fastidio desmedido, como es de suponer. Su humor era tan malo y estaba tan propenso a la impaciencia, que sería largo al referir las escenas que tuvieron lugar entre él y los pacíficos habitantes del castillo, víctimas todos ya de sus bromas, ya de sus arranques de impaciencia ya de sus desdeñosos aires de superioridad, ya de sus travesuras.

Sin embargo, como Leopoldo aunque tenía desparpajo, no tenía acritud; como aunque era desvergonzado, no era acerbo; como desdeñaba y befaba sin despreciar; como sus pocos años, su viveza, y su buen fondo, al través de la maleza que lo cubría, se patentizaban a cada instante, y como todos los que le rodeaban eran tan buenos, no sólo se interesaban por él, sino que le iban tomando sincero cariño. Y así, nunca estuvo un escondido más seguro que él entre aquellos contrarios a su opinión, a quienes cada día contradecía, atacaba, burlaba, y escandalizaba descaradamente y con la más completa falta, no ya de delicadeza sino de equidad.

Cuando Doña Liberata le veía muy desesperado, le decía:

-Don Deopolvo, encomiéndese Vd. a San Cayetano, abogado de la Providencia. Sus devotos nunca llegan a ricos; pero nunca, nunca les falta la subsistencia. Hágale Vd. una promesa, y verá Vd. cómo le saca en bien de este atajo.

-¡Vaya Vd. a freír monas! -contestaba con coraje Leopoldo-. Pues qué, ¿me cree Vd. algún fanático supersticioso como Vd.?

Leopoldo estaba entonces, por desgracia imbuido en las acerbas máximas anti-religiosas que de la mano traía consigo el liberalismo, que, -por ese instinto de verdad que hay en todo corazón recto-., rechazaban las gentes religiosas, a las que tan ampliamente ha dado razón el tiempo.

Cuando entraban en la sala, solían siempre las hermanas hallar a su amado protector San Cayetano vuelto de cara a la pared.

-Lo ven Vds., les decía entonces Leopoldo, autor del trastorno, el Santo les vuelve las espaldas. ¡Milagro! ¡milagro! Pronto un ex-voto, para conservar la memoria de que al santo no le gusta que le muelan, como hacen Vds., y no quiere pesados delante de sus ojos.

Un día, no sabiendo qué hacerse se entró en el oratorio del Capellán que estaba ausente. Era este aficionado a la pintura, y tenía sobre el caballete un cuadro sin concluir, que representaba a Santa Ana enseñando a leer a la Virgen. No bien lo hubo visto Leopoldo, cuando, sin pensarlo dos veces, cogió un pincel con pintura negra, y trazó en las hojas del abierto libro que en sus manos tenía la Santa estas palabras: Código de la Constitución . Se salió muy serio silbando, y se subió a una de las torres donde se echó de bruces sobre el pretil, y se puso a mirar a la bahía, sin acordarse más de lo que había hecho.

Cuando D. José con su mujer y su hermana se ponían a rezar por el Rey, como tenían de costumbre, interrumpía los rezos para decirles impaciente:

-¿Qué les importa a Vds. el Rey? ¡El Rey es un pecador como yo, y un zoquete, tan zoquete como los que rezan por él!

Las hermanas se ponían entonces las manos en la cabeza exclamando:

-¡Por Dios, por Dios, no diga Vd. eso ni en chanza, señor! que se debe dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César; esto dice el Evangelio.

Y D. José añadía:

-Al Rey lo ha puesto Dios en el trono, y debemos acatarle, ¿está Vd., mocito? Hemos de ser mandados, no hay tu tía; y para eso está ahí el Rey legítimo, que lo tiene de derecho, por herencia, y en la masa de la sangre. Y esto vale más que cien reyezuelos, a cual más malo, a cual más amigo de destruir, que están abriendo una puerta... por la que se nos entrarán muchos males!

-En teniendo yo veinte y cinco años, -respondía con coraje Leopoldo-, si hay entonces Constitución, he de procurar ser diputado a Cortes, nada más que para meter el palo en candela, y proponer que se les ponga una mordaza a Vd., y a otros malvados servilones como Vd.

-No lo dudo, no dudo, que si vuelven Vds. a sacar la cabeza, así lo hagan, -contestaba D. José-. Lo que tiene que a la Verdad no se la podrán Vds. poner, y cuando no hable por boca de los hombres, hablará por medio de los hechos ¿Está Vd., mocito?

-¡Cuándo saldré de este maldito castillo! -exclamaba Leopoldo tirando la silla-: ¡castillo de la tontería, digna morada de la vejez, cuartel general de ineptos, mansión del opio, fortaleza del statu quo !!!

Capítulo IV. La tertulia a la luna

De la misma manera que excita el asombro el recio nadador, que corta con fuerza y vence una corriente impetuosa, así también admira que haya imaginaciones bastante vigorosas para hallar inspiraciones poéticas al través de las tendencias y del espíritu del siglo actual.

Velisla

A la caída de una tarde estaban los habitantes del castillo reunidos en la Plaza de Armas tomando el fresco. Ya el sol había hecho su última caricia a la alta torre, que más encumbrada que las demás, alza sobre todas sus almenas, las que parece haber levantado, como pirámides conmemoratorias, a cada siglo que cuenta y ha visto morir. La luna, que empezaba su lenta y silenciosa ascensión, las alumbraba triste y pálidamente, como si fuese un gran cirio que en sufragio de sus hijas hubiese encendido su Padre el Tiempo. Las estrellas, que están más altas que la luna, brillaban alegremente, cual si alcanzasen a ver a su Criador.

Los animales domésticos, moradores del castillo, no prorrumpían ya sino en aquellas voces lentas y arrulladoras, precurosas del sueño que anuncian, y que precede a su descanso; cuando de repente y como bajados del cielo, se oyeron unos sonidos encantadores. Al resonar aquellos suaves acentos en aquel severo y callado edificio, los ecos que se durmieron al extinguirse los últimos sonidos de las trompas y clarines guerreros, despertaron dulcemente sorprendidos al oír las melodías de Rossini; si eran estos ecos moros, pudieron creerse muertos en los campos de batalla, y resucitados entre huríes. Y no fueron ellos los solos agradablemente sorprendidos, sino todos los demás moradores del castillo. Los palomos posados sobre las almenas, torciendo en todas direcciones sus cabecitas, buscando con su serena mirada a su alado vate el ruiseñor. Los conejitos salieron de su confortable osario, se pusieron en dos pies lavándose sus caras con ambas manitas a compás. Los jilgueros y canarios se entusiasmaron, lanzando a deshoras sus más puros trinos y más sonoros gorjeos, como para formar el coro a aquellas encantadoras melodías. El gallo salió erguido de debajo de su higuera, como Aquiles de debajo de su tienda, levantando tan bien y metódicamente sus patas, como si se lo hubiese enseñado un maestro de equitación; las gallinas, más prosaicas, fueron las que no se distrajeron de sus únicas ocupaciones, que son buscar con qué llenar el buche, y nido donde poner el huevo.

-¿Qué es esto? -dijo el ama del Capellán.

-Es, -respondió Doña Escolástica- D. Deopolvo...

-Dale con el Deopoldo, -observó D. José- te he dicho que es Leopoldo, Leo-pol-do, ¿te enteras?

Doña Escolástica hizo una señal de asentimiento, y continuó:

-Don Leopoldo, pues, recibió esta mañana su equipaje que por fin pudo rescatar su amigo; en él venía su flauta, y se ha ido a tocarla a la torre: ¡y qué bien lo hace!

-¡Qué primor! -añadió la sobrina del sacristán, que no por ser sobrina, dejaba de poder ser tía-; ¡no parece sino que baja del cielo la música, como si fuera la de los ángeles!

-Oye, Pepe, -preguntó Doña Liberata, que medio se enteró-, ¿toca el Santo Dios?

-¡No, qué! -respondió su hermano-: toca cosa profana y alegre: ¡unas seguidillas o cosa por el estilo, pero bonitas,... bonitas!

-Preciosas, repuso con fe -Doña Liberata.

A poco sonó la Oración, y los vecinos del castillo se pusieron a saludar a la Señora con el Ángel, en seguida a rezar el rosario.

Leopoldo no lo notó; y es probable que aunque lo hubiese notado, no habría interrumpido su tocar. Y no obstante, como todo lo que son cosas sentidas se armonizan unas con otras en el corazón, sin profanarse y sin despoetizarse, aquellas voces monótonas, que con respeto se alzaban, y aquellas dulces y sonoras melodías que alegres bajaban, parecían responderse, como el pájaro enjaulado que no puede volar, y la alegre alondra en altas esferas. Todas las cosas de este mundo tienen dos modos de mirarse, el uno con la helada mirada de la razón, que todo lo enfría y lo rebaja, como la luz de la bujía, y el otro con la ardiente y simpática mirada del corazón, que todo lo dora y vivifica como el sol de Dios. Esta vista del corazón se llama Poesía . ¡Felices aquellos que, teniéndola, la expresan en palabras armoniosas! ¡Y más felices aun los que la conservan y entretejen en la vida práctica, en la que se la cree inútil, y aun nociva, por los que no la comprenden, siendo un don del cielo!

Cuando concluyeron de rezar, hacía rato que Leopoldo había dejado de tocar. Porque Leopoldo, aunque amaba la música,-si no con pasión , con extremo , como lo amaba y odiaba todo-, no tenía paciencia para hacer mucho tiempo de seguido una misma cosa.

-Ya calló el canario sin jaula, -dijo Doña Escolástica-; ¿qué estará haciendo?

-Puede que haya mandado por almagra, como hizo al otro día, para echarla en mi tinaja, -dijo la sobrina del sacristán.

-O por pimiento chile para untar los bordes de mi alcarraza, como hizo ayer, de manera que me abrasé los labios: ¿ve Vd. la pupa? -dijo don José señalando su gran labio.

-¡Si esto no se puede tolerar! -dijo el sacristán.

-No lleva mala intención, -repuso Doña Escolástica.

-¡Cascabeles! -exclamó D. José-, ¡con buena o mala intención... a mi me dolió de lo lindo!

-¿Qué estará haciendo? -volvió a decir al cabo de un rato Doña Escolástica.

-Ve a verlo, si tanto empeño tienes en averiguarlo, -le respondió su marido.

Pero, ¡cuál sería el asombro de todos, cuando vieron a su huésped elegantemente vestido de paisano, y puesto de punta en blanco, que con un junquito en la mano, y silbando el himno de Riego, atravesó la Plaza de Armas, les hizo un saludo con la mano, y se echó a la calle.

Fue tal el general asombro, que todos quedaron gran rato callados y con la boca abierta.

-Pues valía la pena, -dijo al fin D. José- de romperse las uñas y exponerse a quebrarse la cabeza trepando por un muro, y entrarse por la ventana, para salirse con tanto descaro por la puerta.

-¡Quién vio otra! -opinó el sacristán-. Disfrazado se esconde, ¡y con su ropa se deja ver tan cariparejo!

-¡Y cantando que iba el himno de pliego! -exclamó asustada Doña Escolástica.

-¡Vaya por Dios! -dijo Doña Liberata-, pues siempre que sale el cante del niño de Diego , hay jarana.

-Te he dicho cien veces, -le gritó su hermano- que no se dice el niño de Diego , sino el himno de Riego.

-Oye, José; -preguntó ésta- ¿qué es himno?

-Himno es -contestó su hermano-, un canto en alabanza de Dios o de sus Santos, o bien entre los gentiles un poema para celebrar sus dioses o sus héroes.

-Pues no le viene bien el nombre a ese cante -observó su hermana.

-Ya se ve que no -repuso D. José-. Pero si han trabucado todos los nombres, porque les ha dado la gana, ¿eso quién lo remedia?

-¡Si no fuera más que los nombres!... -suspiró el sacristán.

-Pues si le digo eso a ese mocito, -prosiguió Don José- me dice con el salero del mundo, bolonio, badulaque y loco.

-Y ostrobobo -añadió su mujer.

-¡Pues eso es jarabe de pico! En el fondo es un infeliz; alegría... pocos años!... -observó Doña Liberata.

-Sí, -dijo D. José- pero tiene una lengua muy larga.

-Como todos -repuso el sacristán.

-¿Si estará libre? -dijo la viuda

-NO; sino que al loco y al aire, darle calle -repuso D. José.

-¡Dios vaya con él, y le libre de mal! -dijo Doña Liberata.

-¡Y a nosotros también! -repuso su hermano suspirando- Pero este mocito no ha de parar hasta que nos atraiga una desazón: ¡ya lo verán Vds.!...

-Dios quiera que no hayan cerrado el castillo cuando vuelva -dijo Doña Escolástica.

-A bien que se entrará por la ventana, -repuso mal humorado su hermano- o puede que acabe la noche en la cárcel. Un hombre que estaba aquí como la propia rosa, ir tan impávido a meterse por los ojos, diciendo ¡aquí estoy yo! ... ¡Vamos; sí es preciso que haya perdido los pocos sesos que tiene! Bien dice la copla.

Un loquito del Hopicio me dijo en una ocasión: «Ni son todos los que están, ni están todos los que son.»

Capítulo V. La perla

Angelitos de Dios, testiguitos del diablo.

Refrán

La Fe es un vaso sagrado en el que cada uno debe estar pronto a sacrificar sus sentimientos, su razón y su imaginación. Se puede disputar sobre el saber, porque este se puede rectificar, extenderse; pero la Fe siempre es una.

Goethe

Leopoldo paseó las calles del Puerto lo más tranquila y garbosamente del mundo. No era conocido en aquella población, y así confiaba en que iba muy bien disfrazado con su propia ropa.

Bajó toda la bien denominada calle Larga, a cuyo epíteto se puede sin lisonja añadir el de hermosa; anduvo por el espacioso paseo de la Victoria, y hallándolo muy solitario, se encaminó al Vergel, que es otro paseo más pequeño y más céntrico a la orilla del río, paseo que estaba lleno de gentes, y en el que se entró nuestro héroe como Pedro por su casa.

No bien hubo dado una vuelta, cuando oyó una vocecita, aunque infantil, muy recia y sonora, que decía: ¡Mamaíta, Mamaíta! ahí esta Leopoldo Ardaz.

El nombrado hizo como si no hubiese oído aquella señal de reconocimiento, y apretó el paso; pero se encontró delante de sí colocada -a la manera que Alcibiades niño lo hizo para parar un carro, esto es, decidido a morir o vencer-, a una niña de seis a siete años, ataviada con lujo y primor, que le dijo con su agudo tiple:

-Ardaz, ¿por qué está Vd. vestido de paisano? El uniforme le sienta a Vd. mejor.

-Calla, calla, Margarita de mi alma (¡de mis pecados! añadió mentalmente el interpelado) voy de prisa; tengo una cita con un amigo.

-¿Y no quiere Vd. ver a Mamaíta? Allí está sentada en aquel poyo: ¡venga Vd., venga Vd.!

Y Margarita asió de la mano a Leopoldo, al que arrastró hacia uno de los asientos.

-¿Vd. por acá, Ardaz? -exclamó, sorprendida de verle, una elegante señora.

-Sorpresa también, aunque más grata, me causa a mí, Condesa, el ver a Vd. en este Vergel, cuya atmósfera asfixia, según lo cargadísima que está por la aglomeración de tantos hijos de San Luis.

-¿Quién son los hijos de San Luis, Mamaíta? -preguntó la niña, que en toda conversación se entremetía.

-Son los franceses, mi corazón.

-¡Ay, cuántos hijos tuvo ese Santo! -dijo la niña-, ¡y qué guapos son! ¿No es verdad, Ardaz?

-¡Vaya!... ¿te gustan? -repuso con reprimido coraje Leopoldo-; ¡pues cómprales dulces, mi alma!

-¿Sabe Vd. lo que me ha dicho el sobrino del General Gundi? -prosiguió muy ancha la niña-: que Margarita quiere decir perla.

-Cosa digna de repetirse, hija mía.

-Y que soy yo la Perla de las Antillas.

-Hasta ahora lo había sido la Habana.

-No; esa es demasiado grande para ser perla. Yo lo soy, ¿no es verdad, Mamaíta?

-Si, hija de mi vida; y la de más valor a mis ojos.

La Condesa de la Enramada era una Habanera tan sencillamente fina, como naturalmente amable, que no tenía más defecto para sus amigos, que el de mimar de una manera exagerada e incómoda a su hija. Era esta señora tan esmerada y sibarita en sus refinamientos de lujo, que mandaba su ropa a lavarse a la Habana, por parecerle que no se lavaba bastante bien en España, que es el país de Europa en que la lavan mejor. [3] Había venido a la Península a traer a un hijo suyo al colegio de artillería; había después permanecido en Madrid, donde conoció a Leopoldo; y cuando auyentada por las circunstancias políticas, salió de Madrid para regresar a la Habana, se halló a Cádiz sitiado, por lo que permanecía en el Puerto hasta que terminase el sitio.

-Pero... ¿cómo os halláis aquí? -preguntó la Condesa a Leopoldo-: A juzgar por vuestras ideas belicosas, yo os hacía en Cádiz al pie de un cañón con la mecha encendida en la mano.

-No lo estoy, -contestó Leopoldo- por haber sido apresada la embarcación que a Cádiz me conducía, por una lancha cañonera, Cancerbero de la entrada de su bahía.

-¿Estáis, pues, preso?

-No, señora; que escapé: estoy escondido.

La Condesa soltó una alegre carcajada.

-Esto es -dijo-, que os hacéis la ilusión, cuando paseáis por los paseos públicos, de llevar el sombrero de Merlin.

-No es eso, Condesa. Si me veis aquí es porque confiado en que nadie me conoce en este campamento francés, he salido a dar una vuelta entre dos luces.

-Sí, la luz del sol y la de los reverberos, para disfrutar de ambas donde más resplandecen. ¿No veis, imprudente, que os exponéis?

-Ya me vuelvo a mi guarida, en la que no me hallarán, ni me buscarán, porque es el puro inmaculado limbo del servilismo.

-Y ¿cuál es esa mansión, ese palomar en que albergan las palomas al halcón? -preguntó admirada e irreflexivamente la Condesa.

-Es el Castillo, -contestó sin detenerse y con su acostumbrada imprevisión- Leopoldo.

-Mamaíta, yo quiero ver ese castillo -dijo Margarita.

Los oídos que a mis estúpidas lechuzas del castillo faltan, sobran a esta perla fina, que me viene de perlas para comprometerme, pensó Leopoldo.

-Hija de mi vida, eso no puede ser, contestó la madre a su hija.

-Lléveme Vd., Ardaz -rogó la niña.

-No, hija mía, me guardaré de hacerlo. Ese castillo es el de No volverás . El que entra en él ¡ay! mal que me pese, no vuelve a salir. Además, hay un fiero dragón llamado D. José, que se traga a cuantas perlas se le presentan, inclusa a la de las Antillas, esto es, la isla de Cuba, si se le pusiera por delante.

-Ese dragón será yankée , -dijo riendo la Condesa.

-Lo que puedo decir a Vds. sin mentir, es que es feróstico, y tan gigante que tiene un hombro en Flandes y otro en Aragón. Si no fuera por eso, con mil amores te llevaría, Margarita (donde no te diera el sol en seis meses, añadió mentalmente Leopoldo).

La Condesa insistió en que Leopoldo se fuese, y éste, que ya estaba aburrido, se volvió poco después a su pacífica guarida.

Merced a la costumbre popular que existe, tanto en el campo como en las ciudades, entre los españoles, de dormir poco, sobre todo en verano, estaban todavía levantados sus huéspedes cuando llegó Leopoldo: D. José, para abrirle la puerta del castillo: Doña Liberata, por si quería cenar o se le ofrecía algo; y Doña Escolástica para acompañar a los otros. Los tres demostraron la mayor alegría de verle, y le dieron mil parabienes por su feliz regreso.

-¡Qué majaderías! -dijo Leopoldo, que venía de mal talante-: ¡no están Vds. poco cansados y machacones en gracia de Dios! ¡No parece sino que, como Noé, he escapado de algún diluvio universal! ¡Podríase creer, al ver ese cuidado con que están Vds. por mí, que pesa sobre mi cabeza alguna carga de graves delitos! Si Vds. me siguen moliendo con sus advertencias y apremiando con sus consejos, tan fijo como dos y tres son cinco, que me presento a D. Juan de Soto o al General Córdoba, y arda Troya.

Al oír esto, D. José, su mujer y su hermana, en fila y sin chistar, como mansos corderos, tomaron el camino de la puerta.

-No tengo sueño, -añadió Leopoldo- estoy aburrido, dado al demonio: ¿no tienen Vds. algún libro que leer, aunque sea el Bertoldo?

Salieron todos apresurados para complacer a su huésped y la primera que volvió muy ufana y contenta, fue Doña Liberata.

-Aquí tiene Vd., -dijo presentando a su huésped unos libritos en rústica muy usados- este es la vida de la Virgen; nunca la leo sin llorar y morir de gozo; estas lo son de Santos, y verá Vd. los milagros que ha obrado Dios por su mediación, no que ese Martín Lutero no sanó ni un dolor de muelas

Seguía sus pasos D. José, llevando en sus manos un librote panzudo en una encuadernación negra muy deteriorada.

-Bajo una mala capa hay un buen bebedor- dijo, al presentársela con íntima satisfacción a Leopoldo y abriendo el libro en el sitio donde había por señal una cuartilla de papel con palotes, provechos de su ex-escuela, se puso a leer con su gruesa y pastosa voz este trozo:

En este tiempo Francia corrompida, la católica ley adulterando, negará la obediencia al Rey debida, las sacrílegas armas levantando; y con el cebo de la suelta vida cobrará la maldad fuerza, juntando de gente infiel ejército formado contra la Iglesia y propio Rey jurado.

-No se canse Vd. más en leer esos malos versos, que serán de algún maestro de escuela bolonio, como Vd., o de algún fraile panzón y pendolista -dijo Leopoldo.

-¡Qué está Vd. diciendo, mocito! -exclamó Don José, y señalando con el dedo la portada añadió-:son de un militar como Vd., pero que tenía más seso, y por eso se ha granjeado fama y renombre.

Leopoldo leyó en la portada.

«La Araucana de Ercilla»

-Déjeme Vd. de vejestorios, -dijo rabioso a Don José- que bastante tengo con Vd., su mujer y su hermana.

-Pues mire Vd. que tras que le trae uno buenos libros!... -murmuró D. José, encaminándose arrastrando los pies hacia la puerta.

-Tome Vd. -añadió Leopoldo, corriendo a Doña Liberata, y entregándole sus tan queridas vidas de Santos-: tome Vd.,... para hacer cartuchos.

-¡Ay qué irreverencia! -exclamó con dolor la buena y religiosa mujer.

-No es irreverencia, señora, es despreocupación, -repuso Leopoldo.

-Mire Vd. mocito, -le dijo D. José- que de la que usted llama despreocupación, a la herejía y al apostatado hay camino, pero tenga presente que es pendiente y se anda muy pronto.

Diciendo esto salió D. José seguido de su hermana.

-¡Y que no entre la pesadez en la nomenclatura de las plagas del mundo! -exclamó al verlos salir Leopoldo.

No sabiendo que hacerse, se sentó en su mesa y se puso a escribir a su amigo Ramón Ortiz.

Carta a Ramón Ortiz

«¡Dónde discurres que se halla tu íntimo? Se halla hecho víctima del despotismo y de la tiranía en el Puerto de Santa María, que bien puede serlo de todos los diablos; escondido en un castillote el más desencantado del mundo, en un castillo de Chuchurumbel en el que tontos son cuantos habitan en él.

»¿Te figuras a tu amigo el liberal, el ilustrado, el adorador de lo moderno y sede de la elegancia, encerrado en un cotarro vulgar, santurrón, servilón; con un capellán sin más luces que las de un cirio pascual, con un sacristán que tiene un apagador en la mano, otro sobre su intelecto, y los ojos apagados; con dos viejas beatas, más feas que Barrabás, que quieren a la fuerza que rece el rosario con ellas, como un santurrón, y haga una promesa a San Cayetano, de su devoción; y por último con un maestro santo de escuela, que es en lo físico y en lo moral un borrico en pie, sin que le falten las descomunales orejas propias de la especie? Me tiene este rinoceronte con sus subversivos axiomas monárquicos y teológicos tan frita la sangre, que se me van y vienen unos ímpetus feroces de ahogarle entre mis manos. ¡Sí, sí! llegará el caso en que no pueda contener mi ira, y el día menos pensado se quedarán estáticos los coquineros [4], y estupefactos los vandeanos de segunda edición, al ver en una de las torres litografiado a un maestre de escuela

»Por fortuna tenía yo aquí a un Padrino que no te nombro, pues voy viendo que en los tiempos retrógrados que corren, la prudencia se hace necesaria; y mientras sea necesaria la prudencia, que es un freno, que es una hipocresía, que es una contemplación del parecer ajeno, nada hemos adelantado en la luminosa senda de la libertad y de la independencia. Este padrino me ha prometido sacarme pronto de este centro de oscuridad, de este pantano de turbias, mansas y estancadas aguas, de esta jaula vetusta y ruinosa de lechuzas y pájaros bobos. Mi primer vuelo será el de las golondrinas, esto es, surcaré los mares para reunirme, a los míos, a ustedes, queridos, para morir o cantar, según las circunstancias.

»Esta noche cansado de mi odiosa prisión y de mis insoportables carceleros, que a los demás tomentos que me causan, añaden, sin mi licencia, el de quererme muchísimo, salí a dar una vuelta, y me encontré en el paseo a la... ya iba a poner su nombre sin acordarme de mi reciente alianza con la señora Prudencia, persona cuyo trato estirado me es antipático. La... me ha dicho que estás en Cádiz, y me ha ofrecido encargarse de esta carta, y cuidar de que llegue a tus manos.

»Con ella estaba su insoportable apéndice, la niña Margarita, ese inoportuno Métome en todo , que con sus ojos de lince me reconoció a un cuarto de legua y con su voz de silbato se puso a llamarme, comprometiendo mi incógnito, para participarme que los franceses la apellidaban perla , por llamarse Margarita. Las hijas de la primera pecadora del mundo no han degenerado nunca, sacan la vanidad y la presunción del seno de sus madres. ¡Qué crianza da su lladre a esa niña! Asombra. ¡Qué niña! ¡Qué niña! ¡Quién pudiera disolver esta perla en vinagre, como lo hizo la hermosa Cleopatra con otra!»

Capítulo VI. Elquid pro quo

La buena fe es el primer distintivo del hombre honrado, y el espontáneo brote de un corazón sano.

Máxima

El alma buena, llena de pureza, juzga por bien lo que es indiferente, y en el mal halla achaques de flaqueza. Aquí tiene principio, de aquí nace aquella santa celestial simpleza, que a Dios tanto enamora y tanto place.

Diego Murillo

A la mañana siguiente y temprano, recibió Leopoldo un billete sin firma, que le entregó un Marinero. Leopoldo reconoció la letra, que era la de Valverde. Contenía estas palabras:

«Leopoldo: eres incorregible, y has nacido para desesperar a tus amigos. Has tenido el atrevimiento de presentarte en un paseo público, de saludar y estar largo rato hablando con una señora muy conocida: su niña lo ha dicho, y ha descubierto tu paradero: esta mañana vas a ser preso. Para evitarlo, vistete el traje de marinero que te lleva el dador, que es hombre de toda mi confianza, y síguele. Él cuidará igualmente de poner en salvo tu equipaje.»

Apenas concluyó Leopoldo de leer la esquela, cuando se puso a liar su equipaje, vistió el traje que le llevaban, escribió una esquela a D. José, que con su familia estaba en misa, en que le avisaba su marcha, se despedía y le rogaba comprase a su mujer y hermana una memoria, con diez onzas que quedaban con la carta; en seguida añadió estos reglones a la carta de Ramón Ortiz.

«Estoy descubierto, y es preciso huir. La niña Margarita, esa cotorrita habanera, esa sabonetilla de repetición, me ha vendido. No tengo tiempo para más. Ya te participaré los futuros destinos de tu amigo, el más perseguido y el más errante.»

En seguida cerró ambas cartas, y con su acostumbrado atolondramiento, equivocó las direcciones, poniendo a la de D. José el sobre a Ramón Ortiz, y dirigiendo la que había escrito a Ramón Ortiz a Don José. Puso esta con las diez onzas sobre la mesa de la sala, hecho lo cual siguió a su guía.

Media hora después volvían de misa los habitantes del partido.

-¿Y D. Leopoldo? -preguntó D. José, que fue el último que llegó.

-No se habrá levantado -contestó su mujer.

-Si no se hubiese acostado tan tarde... -gruñó Don José.

-¡Pobrecito! déjale que duerma; que dormir mucho es propio de la poca edad -dijo Doña Escolástica.

-Si, si, que duerma, -opinó Doña Liberata- mientras duerme no se fastidia, ni se impacienta, ni peca.

-¡Pobrecito, pobrecito!... Están Vds. con el señorito que han de acabar por tocar rosarios en él.

-¡Pobrecito! Pobre es el diablo que no ha de ver a Dios... Bien que con el camino que lleva, puede que a él le suceda lo propio, regruñó D. José.

-¡Pepe! No te conozco, observó su hermana; esos son malos juicios; D. Leopoldo es un bendito, y sus cosas no son más que chamarasca.

-En nada lleva mala intención, -añadió su mujer- ni tiene hiel; y nos quiere bien.

Don José se había acercado a la mesa, y vio entonces la carta que sobre ella había colocado Leopoldo.

Una carta para D. José era cosa demasiado extraordinaria. ¿Quién podrá escribirme? pensó, sacando de su estuche de zapa negra sus espejuelos.

En este momento Doña Liberata, que había ido al cuarto del huésped, entró con sus pasitos cortos apresurados, diciendo azorada.

-¡Pepe!... ¡Escolástica!... no está en su cuarto; no está en su cama... no está en parte alguna!

-¡Ay! ¡Qué habrá sido de él! -exclamó Doña Escolástica cruzando las manos.

-¡Toma!, se habrá largado con viento fresco -dijo Don José, sin decir ni chuz ni muz, y sin pedir parecer a nadie; de la misma manera que entró.

-¿Si será del pobrecito esa carta? Pepe, hermano, leela.

Mientras D. José se ponía sus grandes espejuelos, murmuraban su mujer y su hermana: -¡San Rafael vaya con él! ¡San Cayetano lo proteja!

Don José abrió la carta y se puso a leer:

« ¿Dónde discurres que se halla tu íntimo? »

-¿Mi íntimo? -dijo D. José- ¿Donde está esa intimidad? ¡Y me dice de tu! ¡Eso no está bien con un hombre de mis años!

-Eso es franqueza -dijo su mujer.

-¡Patrañas! -contestó el lector, que prosiguió:

« Se halla hecho una víctima del despotismo y de la tiranía. »

-¡Las paparruchas de siempre! -gruñó D. José.

« De... de... de la tírania en el Puerto de Santa María... que bien puede serlo de todos los diablos.

-¡Buen principio de semana! -observó el lector.

« Los diablos... escondido en un castillote el más desencantado del mundo. »

-¡Ya! -dijo Doña Liberata-, desde la bula de la Santa Cruzada...

Don José prosiguió sin detenerse:

« En el castillo de Chuchurunbel, en el qne son tontos cuantos habitan en él. »

Don José paró su lectura, miró a su mujer, y después a su hermana, que bajaron los ojos, y continuó:

« ¡Te figuras a tu amigo el liberal, el ilustrado, el adorador de lo moderno y sede de la elegancia, encerrado en un cotarro vulgar, santurrón, servilón, con un capellán sin más luces que la de un cirio pascual! »

-¡Jesús, Jesús! ¡Vaya por Dios, vaya por Dios! -exclamaron a una voz Doña Escolástica y Doña Liberata.

Don José después de escombrarse estrepitosamente y con coraje, prosiguió:

« Con un sacristán que tiene un apagador en la mano, otro sobre su intelecto, y los ojos apagados; con dos viejas beatas, más feas que Barrabás... »

-¿Lo oyes Liberata?

-¿El qué? -preguntó esta que no había oído bien, a causa de que la recia y corajuda voz de D. José al leer los cumplidos dirigidos a su mujer y a su herrnana, se había apagado.

-Que somos más feas que Barrabás -le gritó muy formal, pero sin incomodidad, su cuñada.

-¡Vaya, eso es ponderación! -opinó Doña Liberata.

-¡El pobrecito ... el bendito !... ¡Cascabeles con el mocito! -dijo D. José que volvió a leer:

« Más feas que Barrabás; que quieren a la fuerza que rece el rosario con ellas como un santurrón y haga una promesa a San Cayetano, santo de su devoción; y por último, con un maestro de escuela... »

-Por lo visto, -observó el lector- en el modo de pensar de este mocito sólo oran los santurrones . Pero vamos a ver, -prosiguió, estirando bien la carta, y acercándose a la ventana- ahora la emprende el angelito sin hiel conmigo, y ahora viene el trueno gordo:

« Un... un... un... maestro de escuela, que en lo físico y en lo moral parece un borrico en pie, sin que le falten las descomunales orejas propias de su especie. »

-¿Que t-a-l, tal? -dijo el lector, cuyas mencionadas orejas se habían puesto del color de la grana, y cuyo labio inferior estaba más caído y saliente que nunca- ¿Qué tal? ¿Qué decís ahora del pobrecito , del bendito ? ¿Sabe insultar el nene? ¡Liberal, liberal de los exaltados; que para eso se pintan solos! ¡Y dejarnos esta sarta de desvergüenzas y oprobios por despedida, al largarse a la francesa! ¿Puede esto concebirse entre gentes blancas?

-Eso no está bien -dijo Doña Liberata.

-Eso no es regular, -añadió Doña Escolástica.

Don José continuó leyendo.

« Me tiene este rinoceronte con sus subersivos axiomas monárquicos y teológicos tan frita la sangre... »

-¿Rinoceronte? Oye Pepe, ¿y eso qué quiere decir? -preguntó su mujer.

-Quiere decir -contestó con despecho el interrogado-, un animal, un animal disforme, primo, paisano y compadre del elefante.

-¡Qué cabeza de chorlito! -dijo Doña Liberata.

-¡Qué cabeza de novillo de cuatro años! -rectificó D. José furioso-, que con cada embestida tumba patas arriba al que entrecoje!

-Vamos, sigue, Pepe; veremos en qué viene a parar -pidió su mujer.

-¡Sigue!... -repuso éste- Como que es muy divertida la lectura y da un buen rato a cualquiera.

Don José volvió a ponerse, con un gesto violento, la carta ante la vista, y prosiguió:

« Rinoceronte,... la sangre, que se me van y vienen unos impulsos feroces de ahogarle entre mis manos... »

Al llegar a este párrafo, la carta cayó de las manos de D. José, que palideció.

-¡Intenciones de asesino! ¡Ánimas benditas!... ¡Quién hubiera pensado que tales pensamientos abrigara, al verle tan gentil y tan galán! -exclamó Doña Escolástica.

-¡Gentil!... ya lo dijiste -repuso D. José-. ¡Un mal cristiano sin fe ni ley; un hombre a quien nada habíamos hecho sino bienes, que siente conatos de matar a uno, sólo porque oye de sus labios la palabra de Dios! Esto es una iniquidad, una ingratitud poco vista.

-No nos pese el poco bien que le hemos hecho, Pepe -dijo Doña Liberata-. El bien agradecido es pagado por el que lo recibe, el bien no agradecido lo paga Dios; pues nada de lo que hagan los hombres, de bueno ni de malo, ha de quedar sin compensación.

-Si volviese, haríamos por él lo que pudiésemos, ¿no es verdad, José? -añadió Doña Escolástica.

-Menos meterle en casa, -repuso su marido- que de los escarmentados nacen los avisados. Así me harán Vds. el favor, aunque se ahoguen de calor, de tener de noche la ventana de la cocina cerrada, no vuelva a entrarse ese mal alma la noche menos pensada; que ya sabe el camino.

-Pero ¿qué es lo que hay en este papel? -preguntó Doña Liberata, que se había acercado a la mesa, y que, abriéndolo, vio aparecer a sus ojos las diez onzas que debían acompañar la carta escrita a D. José y que había tomado el camino de Cádiz.

-¡Qué les parecen a Vds. los sesos a la gineta del mozo! -dijo D. José- ¡Se deja olvidado su dinero! ¡Vamos!... ¡si ese hombre no tiene atadero!

-¡Dios mío! ¡y falta que le va a hacer al infeliz! -exclamó Doña Liberata.

-¿Pepe, no se le podría enviar? -preguntó su mujer.

-¿Y a dónde se le dirije, mujer de Dios? -contestó impaciente su marido- Nada, guardadlo; que cuidado tendrá él de reclamarlo.

-¿Y si no lo reclama?

-En pasando estos barullos se indagará dónde para, y se le enviará.

-Pepe, ¿y si nos morimos? -dijo su hermana.

-Mujer, casualidad sería que de aquí a que las cosas se serenen muriésemos los tres. Pero por si acaso, dame el papel y el tintero.

Don José escribió en una cuartilla de papel estas palabras: «Estas diez onzas de oro pertenecen a Don Leopoldo Ardaz, teniente que era en el año de 1823 del Regimiento de Reales, al que deberán ser entregadas.» Dobló el papel, lo lió con las diez onzas en un pliego con todo primor, le puso tres obleas cuadradas, y escribió encima la palabra depósito. Diolo a su mujer para que lo guardase en el arca de cedro, en que se guardaban con reverencia las alhajas de la casa (incluso el consabido frac negro de D. José, y sus títulos y licencias para abrir escuela), y se preparaba a seguir la lectura de la carta, cuando se oyó un tropel por la escalera, y asomándose los tres a la pequeña antesala, vieron con asombro presentarse en la Plaza de Armas a un Coronel francés, que hacía de mayor de plaza, con algunos soldados y un intérprete.

El Coronel mandó poner un centinela a la subida de la escalera y dijo en voz recia:

-Monsieur Josef Mentor, maitre d'école.

Omitiremos pintar, -porque el lector lo habrá comprendido ya-, el susto y alarma que se apoderó de aquellas buenas gentes, que habían pasado su tranquila vida en aquel castillo, verdadero paréntesis de piedra en la activa ciudad, tan olvidado, tan petrificado, tan extraño y tan inaccesible al bullir de mundo y al ruido de los acontecimientos, como lo está una roca en medio del mar al movimiento y estrépito de las olas que no la mueven ni impregnan.

-¿No os dije siempre que ese desatinado nos había de atraer algún pesar? -exclamó consternado Don José- ¡Esto es salir de Herodes, y entrar en Pilatos! ¡Cúmplase la voluntad de Dios! Servidor de Usía, añadió presentándose ante el Coronel y haciendo la cortesía más desgarbada que han visto ojos humanos.

-Usted tiene aquí escondido a un preso fugado -dijo el Coronel.

Don José contestó: señor, aquí vino un sujeto que yo no conocía, y que por más señas se entró de noche por la ventana, y sin pedir mi venia. Buscaba amparo, y se lo dí; que no creo yo, que amparar al desvalido está prohibido, ni por las leyes divinas ni por las humanas. Así, pues, aquí ha estado, en mi casa; pero ya no está.

El Coronel mandó registrar el castillo, y no se encontró a nadie.

-Usted le ha hecho fugar -dijo el Coronel-. Así pues, es Vd. cómplice.

-¿Cómplice? ¿De qué? -preguntó D. José.

-Usted le ayudaba en su intento; era un espía.

-Qué, señor, no puede ser; ni escribía ni veía a nadie.

-Pues él debía tener precisamente informes, y algún amigo que le ha avisado de haber sido reconocido anoche, y que le ha proporcionado los medios de fugarse.

-Eso no sé yo.

-Pero de cierto sabrá Vd. quien es ese amigo.

Don José calló un instante, en el que el miedo y su honrada veracidad sostuvieron un recio combate, y después contestó:

-Le conozco, pero aseguro, a fuer de hombre de bien, que sólo de vista.

-¿Y quién es? -preguntó el Coronel.

Don José pasó su dedo alrededor de su cuello, y respondió con decisión:

-Eso no lo digo; ¡aunque pierda esta!

Su mujer y su hermana se precipitaron hacia él acongojadas, como si viesen ya en peligro aquella cabeza tan querida.

- Oh! le sot! -exclamó el Coronel.

-¿Qué dice? -preguntó su hermana.

-Me dice sóo, porque creerá que quiero huir -contestó su hermano-. No, señor -añadió con creciente entereza-; no trato de huir: no puedo ya correr, ni quiero. Aquí estoy: Usía es el cuchillo y yo la carne; haga Usía lo que quiera de este infeliz, que en los años que tiene, no ha tenido un sí ni un no con la justicia. Pero que por mi dicho se lo siga perjuicio a nadie; que José Mentor sea un delator... ¡eso no! aunque me lo mandase el mismo Rey, que Dios guarde.

-Pues irá Vd. a la cárcel -dijo para intimidarle el Coronel.

-Iré -gritó en un arranque de desesperado valor Don José, señalando con el brazo heroicamente la escalera.

Su mujer y su hermana se abrazaron a él llorando amargamente.

-¿Le ha confiado a Vd. el fugitivo algunos papeles? -preguntó el Coronel.

-Ninguno.

-Que registren al señor -mandó el jefe.

Esta orden fue ejecutada al punto, y la carta de Leopoldo fue hallada en el bolsillo en que la había metido su dueño.

-¿Lo ve Vd? -dijo el Coronel, esta carta es para usted- y debe ser de su preso.

-Verdad es -contestó D. José.

-Así, pues, Vd. me engañaba.

-¡Yo engañar! -exclamó ofendido D. José-. ¡No, señor, yo no engaño nunca. Esta carta es mía, escrita a mí, y no es ningún papel que pertenezca al que se busca, ni menos es un depósito. ¿Usía me comprende?

Apenas empezó el Coronel a leer la carta, cuando a pesar del carácter de Juez de que venía revestido, empezó a reírse tan irresistiblemente, que aquella escena de tribunal acabó en escena de sainete.

En esta carta aparecía la no complicidad de Don José tan patente, pintaba tan a las claras la situación, que el Coronel, al devolvérsela, le pidió excusas, le hizo un ligero saludo, y se retiró.

Apenas se hubo ido, cuando D. José, cogiendo, con una de sus manos el brazo de su mujer, y con la otra el de su hermana, se las llevó, arrastrándolas precipitadamente a la sala.

-¿No han caído Vds.?... -les preguntó con toda la alegre animación de que era capaz su tranquila naturaleza.

Su mujer y su hermana le miraron atónitas, diciendo:

-No. ¿Qué hay?

-Hay -contestó entusiasmado D. José-, hay que ese D. Leopoldo es un hombre bueno si los hay; prevenido, a pesar de sus pocos años; un hombre honrado, un amigo leal, y con muchísimo criterio, con un corazón bueno y noble -añadió enternecido, dándose una palmada en el pecho-. Esta carta, esta carta! -repitió, dando sobre el papel golpes con el reverso de su mano-; esta carta, que creíamos un insulto, esta carta nos ha salvado. Y, previendo lo que iba a suceder, la escribió solo con este fin. ¿No lo estáis viendo claro como la luz del día?

-¡Verdad es! ¡Verdad es! -exclamaron gozosas y asombradas las cuñadas.

-¡Mira si discurrió el pobrecito! -añadió Doña Liberata- ¿No decía yo que nos quería bien?

-Si tenía muy buenas entrañas, hijo mío, y las luces muy espabiladas!... -dijo Doña Escolástica.

-Cuidado, -previno D. José- que aunque tengáis frío, dejéis todas las noches la ventana de la cocina abierta.

-Y una mariposa para que se distinga bien en la oscuridad -añadió su mujer.

-El Faro de San Sebastián [5] -dijo con una especie de asomo de bosquejo de sonrisa el grave Don José.

-No -observó su hermana-, el de San Cayetano abogado de la Providencia!

Capítulo VII. El eco

Eco, Hija del Aire y de la Tierra, amó a Narciso; mas viéndose desdeñada por ese amante de sí mismo, se retiró a las cuevas, los montes y los bosques, en los que la consumió su dolor, no quedando de ella sino la voz.

Mitología

Merced a su disfraz, había llegado Leopoldo a Cádiz embarcado en el falucho que llevaba las frutas y legumbres al Rey, en vista de que la casualidad suele mimar a los que en ella confían, así como la prudencia suele desamparar cabalmente a sus más fervientes subordinados.

Una vez en Cádiz, Leopoldo se halló en su centro, rodeado de amigos y camaradas, y en sus glorias por haber salido del espantoso centro del servilismo, proponiéndose persuadir al Duque que lo demoliese, lo que contribuiría a modernizar el Puerto. Pero el día menos pensado, exclamó:-Pues para tan poco tiempo no fuera Príncipe yo!- cuando se halló al Rey en su Trono absoluto, y a sí mismo indefinido . Leopoldo hizo varias exclamaciones corajudas, ensartó una docena de maldiciones contra los servitas y los esbirros de la Santa Alianza, y se puso a tocar la flauta.

Había llegado a Cádiz la Condesa de la Enramada con su inseparable Margarita. Cuando fue Leopoldo a verla, miró de una manera feroz a la niña, que en cambio le dijo con su nunca atajada franqueza.

-¡Ay, Ardaz, en todas partes está Vd.! Yo pensaba que se hallaba Vd. para siempre en el castillo de No volverás .

-Aquí estoy para servirte, hijita mía -contestó Leopoldo-. Te lo digo porque no me importa que lo repitas. ¿Sabes, señorita Eco?

-¿Eco? ¿Qué es Eco, Ardaz?

-La primera parte de una virtud muy apreciable, y que yo deseara que gastases en tus palabras, perlita Eco.

-¡Mamaíta, que Ardaz me dice señorita Eco!

-Es un nombre muy bonito, mi corazón -repuso su madre.

-¡Pues no quiero, no quiero, no quiero! -repitió la niña alzando gradualmente la voz- Me llamo Margarita, que quiere decir perla.

-Eco -dijo con los labios sin que se oyese Ardaz-, que era poco menos niño que su interlocutora.

-Mamaíta -dijo esta desesperada-, prohíba Vd. a Ardaz que me diga Eco: me llamo Margarita, que quiere decir perla.

-Perlesía -enmendó entre dientes Leopoldo.

-Hablando de eco. Ardaz, ¿ha oído Vd. hablar de uno muy famoso que suena en los fosos de Puerta de Tierra? -dijo la Condesa.

-Es la primera noticia que tengo -respondió el interrogado.

-¿Qué es eco? -preguntó la niña dirigiéndose a Ardaz, en vista de que su madre se acababa de levantar para recibir a unas amigas suyas que entraron.

-Ese eco es -le contestó Leopoldo, una ninfa muy amiga de repetir cuanto oye, a quien, para castigarla, ha preso en los fosos de Puerta de Tierra Don Fulano Hércules, quefundó esta ciudad. Ya lo sabes: escarmienta.

-¿Y qué son fosos, Ardaz?

-Zanjas.

-¿Y qué son zanjas!

-Hoyas.

-¿Para guisar?

-Sí, al eco; que cuando hierve, suena muy bien.

-¿Quién? -dijo la Condesa dirigiéndose de nuevo a Leopoldo. No puede oírse cosa más linda que el sonido de una flauta en aquellos parajes. Ardaz. Vd. que toca tan bien ese instrumento, ¿podría proporcionarnos el buen rato de oírle allí? Estas amigas mías lo desean tan vivamente como yo.

-Con el mayor placer, Condesa -contestó Leopoldo.

-Quedamos, pues, convenidos y aplazados para mañana a las dos de la tarde -dijo alegremente la condesa.

-Yo también quiero ir -exclamó Margarita.

Leopoldo, que como hemos dicho, era poco menos niño que ella, estuvo para decirle: si tú vas, no voy yo.

Al día siguiente fueron todos puntuales a la cita, y se pusieron en camino, subiendo a la muralla por disfrutar de mejor vista y mejor piso.

-¿Dónde lleva Vd. la flauta? -preguntó Margarita a Leopoldo.

-En la petaca -contestó éste.

-¡Ay, qué chica es! A verla.

-No puede ser: en la muralla están prohibidas las armas.

-¿Pues qué, es un arma?

-Si... en caso de guerra sirve de pistola.

-Eso no es verdad...

-Qué fina eres, perla no oriental.

-¡Mamaíta, Ardaz no me quiere enseñar la flauta!

-En los fosos la verás, vida mía -le respondió su madre.

No habían andado diez minutos cuando dijo la niña:

-Mamaíta, tengo sed.

-Hija, ¿qué te ha producido esa sed! ¿Te sientes indispuesta, mi corazón?

-No, sino que tengo mucha sed.

-Ardaz, allí veo a un rosquetero con vasos de agua: si tuviese Vd. la bondad de llamarle.

-Con mucho gusto, señora.

Y Leopoldo echó a correr, renegando enérgicamente de la niña.

No habían llegado a la mitad de la muralla cuanda dijo la niña:

-¡Mamaíta, estoy cansada!

-¡Pobrecita mía! -repuso su madre compadecida- Sentémonos un poco en este pretil para que descanses.

El diván de los pordioseros, pensó desesperado Leopoldo. ¡Dios sabe si habrán dejado en él reminiscencias animadas!

A poco, con la inestabilidad de los niños, Margarita se levantó, atravesó la muralla, y se fue al lado opuesto que domina la bahía, mas siendo muy alto el parapeto, se puso a gritar:

-Ardaz, Ardaz aúpeme Vd. que quiero ver los barcos.

Leopoldo hizo como si no lo oyese.

-Ardaz, ¡cuánto agradecería a Vd. -dijo la Condesa-, que alzase un instante a la niña! La pobrecita mía no alcanza a ver los barcos.

-Con mil amores, Condesa.

Vamos, ¡esto es insopartable! iba murmurando Leopoldo al atravesar la muralla, ¡vaya con la zangoncita de la niña que es preciso levantar en peso, como si tuviese dos años!

-Oye niña -te dijo alzándola del suelo lo suficiente para que su cabeza sobresaliese del parapeto, de manera que la niña apoyó en él sus manos y su barba-; oye, niña, ¿tú no vas a la amiga?

-¿Y Vd. no va al colegio? Pues yo he visto en el de artillería en que está mi hermano, unos colegiales más altos que Vd.

Un segundo después dijo Leopoldo:

-Ya puedes haber contado los barcos, los faluchos y hasta las lanchas de la bahía, y soltando de repente a la niña, que tenía apoyada su barba en la piedra tosca del parapato, se la desolló al caer, y prorrumpió en los más lastimeros ayes y quejidos.

¡Ahí fue ella!... La Condesa temblaba convulsa; sus amigas estaban a cual más azoradas y compadecidas. Lo que es Leopoldo, causante del mal, hacía el papel más desairado; sus muestras de interés eran rechazadas por la paciente con imponente rencor, a punto de coger y arrojar por encima del parapeto un pañuelo de holan que Leopoldo le presentaba, para estancar una mostacilla encarnada que se había asomado a la rozadura.

Fue preciso bajar de la muralla, e ir a una botica, donde se aplicó a la lánguida doliente sobre su desolladura un papelito de estraza humedecido con agua y sal, y a instancias de la misma, que ardía en curiosidad de oír el eco que cantaba al hervir en una olla, volvieron a emprender su caminata a los fosos de Puerta de Tierra.

Llegaron, y salvaron la puerta de la ciudad, puerta fuerte, colosal, revestida de su armadura de baluartes y parapetos, armada de punta en blanco, que con su puente levadizo parece extender una mano amiga al que acoge, o levantarlo como un puño amenazador contra el que como conquistador, quisiese penetrar en el recinto que guarda, y que es el nunca profanado asilo del españolismo, pues aquella puerta nunca se abrió sino a la voz de ¡viva España! aquel eco nunca repitió con su dulce acento sino ¡viva España!

Mientras nos hemos entretenido en considerar la puerta, habían bajado la Condesa y los que la acompañaban, a los fosos; a Margarita se le había caído el papel de estraza sin sentir, aguardando con la boca abierta el ver salir una flauta, de una petaca, y Leopoldo se había puesto a tocar.

Hallábanse todos embebidos en el efecto encantador que producían los sonidos de la flauta, tan distinta como suavemente repetidos por el eco, y embalsamados por aquellas melodías aéreas, que se cernían entre murallas, fosos y baluartes como rayos de sol que hubiesen bajado a brillar y reír en un calabozo, cuando, sin haberlos notado venir, se hallaron a su lado el Capitán francés que estaba de guardia en la puerta de Tierra, acompañado de dos amigos, que habían sido atraídos por la magia de aquellas melodías gemelas.

Leopoldo que, como hemos dicho siempre se dejaba llevar por su primer movimiento, derecho, pronto, y sin detenerse, como salen las muñecas de muelle de las cajas en que están encerradas, Leopoldo, que sentía un odio tremebundo, que había de durar dos meses, hacia los franceses, no bien los vio cuando apartando la flauta de sus labios, la desmontó y guardó en el bolsillo.

-¡Ay! -dijo Margarita-; Ardaz no quiere tocar más porque han venido aquí esos oficiales.

-Espero que no será así -dijo el Capitán saludando a las señoras- y como hemos bajado aquí atraídos por el duo encantador que ejecuta el señor con el eco, el suspenderlo sería una desatencíon que no merece nuestro deseo de oírle, puesto que nada tiene que no sea lisonjero para ese caballero.

-Llamad como gustéis a mi negativa -dijo Leopoldo-;... pero no toco más.

-Caballero -repuso el francés-, una desatención confesada, es un insulto. ¿Debo interpretarlo así?

- Ad libitum -respondió con su usual frescura Leopoldo.

Las señoras, a quienes la sorpresa había dejado paradas hasta entonces, intervinieron, pero era tarde. Sus reflexiones y sus persuasiones se estrellaron contra el ultimatum del ofendido Capitán.

-El señor me ha insultado, y sólo tocando podrá darme la satisfacción que me debe. Si no me otorga esta, pediré otra que no se niega.

Leopoldo por su lado respondía a los agentes de la conferencia, con el más perentorio:

-No toco; pero me hallo muy dispuesto a complacer al señor en su segunda exigencia.

Por más que la Condesa les hizo presente que un desafío en las circunstancias de entonces tendría para ambos contrincantes los más funestos resultados, y les proporcionaría los más trascendentales compromisos, ninguno cedía. ¡Cómo habían de ceder, si creían ambos, con mucha formalidad, que en aquellas insignificantes quisquillas estaba comprometido nada menos que... su honor!!! Nosotros los hombres nos burlamos del sexo bello; pero, confesemos internos, que a veces debemos los del sexo feo parecer muy ridículos al bello, en particular cuando nos metemos a confeccionar códigos, que es nuestra parte flaca.

Entonces las señoras acudieron a las súplicas, y a las lágrimas. El francés se mantuvo inmutable como el destino, impasible como una de las pirámides de Egipto, que son una de las maravillas del mundo. Pero Leopoldo que, a pesar de sus ligeros cascos, era un caballero, sintió haber, y sobre todo en presencia de señoras, dado lugar a aquella escena tragi-ridícula. Considerando esto, sacó su flauta con mucha cachaza, y dirigiéndose a las señoras:

-Conozco que he sido un imprudente, que he faltado a los miramientos debidos a señoras. Pero es de cuerdos reconocer su error, y de prudentes enmendar su yerro. Voy a complacer, no a los señores, sino a ustedes, a las que debo esta reparación.

Leopoldo tocó algunos compases, guardo su flauta, y se retiraron.

Las señoras iban tan satisfechas y tan agradecidas a la prueba de consideración que les había dado Leopoldo, que no sabían cómo demostrárselo y encomiar su fineza, su buen trato y su prudencia. Las pobres señoras no habían notado que al pasar cerca del Capitán le había Leopoldo entregado su tarjeta, en señal de que volverían a verse, y que por consiguiente, estaba muy lejos de merecer los justos y sensatos elogios que admitia el hipócrita con una modestia admirable.

Había Leopoldo entregado su tarjeta, porque decía de buena fe, según el código de honor de los espadachines, que en este lance estaba su honor comprometido. ¡Hasta este punto han llegado los varones con barba y sin ella, a tergiversar el sentido de la palabra honor , que genuinamente significa gloria o buena reputación, que sigue a la virtud , al mérito y a las acciones heroicas , haciendo como ciertos salvajes, que llaman dioses a unos ídolos que ellos mismos confeccionan, a los ojos de los cuales creen hacer una obra meritoria inmolando víctimas humanas, y rociando sus aras con sangre! ¿Pues qué es un llamado lance de honor , sino un asesinato premeditado?

Así sucedió, que a la mañana siguiente a las cinco, estaba Leopoldo con sus padrinos y el Capitán con los suyos en Puntales, el uno frente al otro con una pistola en la mano.

La suerte había decidido que al marchar el uno sobre el otro, fuese el Capitán el que tirase primero, y así sucedió. Pero Leopoldo tenía razón en confiar en su buena estrella, que no lo desamparó. La bala francesa pasó rozando por su hombro, y fue a herir mortalmente a una inocente retama.

Ambos desafiados siguieron avanzando.

-¿Qué vas a hacer? -gritó a Leopoldo su padrino Ramón Ortiz.

-A matarle -contestó Leopoldo con su inalterable sonido de voz-; o a perdonarle la vida bajo una condición.

Los desafiados se pararon y quedaron inmóviles en su misma posición.

-¿Y cuál es esa condición? -preguntaron los franceses.

-Esta condición es -contestó Leopoldo-, que cante el señor una canción.

-¡Cantar!... ¡en estas circunstancias! -exclamaron.

-No hay más: cantar o morir -repuso Leopoldo-. El señor me forzó a tocar sin ganas; yo le obligo a mi vez a cantar sin ellas. Sólo así quedamos pagados; es el finiquito de nuestras cuentas. Ya veis que no abuso de mi ventaja, cuando sólo pido la aplicación del talión.

El Capitán se negó, Leopoldo insistió.

¡Era de ver la inmovilidad de aquellos dos hombres, impávidos ambos, el uno cerca de recibir la muerte, el otro próximo a darla, por una canción, por unos sonidos de flauta, por una de esas fruslerías, dignas bases de los insensatos lances de honor! ¡Era de ver, repetimos, esa inmovilidad, que contrastaba con la activa intervención de los testigos, que iban, venían y se afanaban sin resultado!

Mas al fin, viendo que Leopoldo estaba resuelto a no ceder, conociendo que el tiro de su pistola a la distancia en que se hallaban, no podía marrar, empezó a vacilar el Capitán, porque el valor que no se apoya en una buena causa y que no es sostenido por la conciencia, es bravata, y decae cuando no logra su objeto. Se penetró por último, del argumento que uno de los testigos le hizo, y fue, que si su Enrique IV había dicho que bien valía París una misa, y la oyó, aunque era entonces protestante podía él decir, sin rebajarse, que bien valía su vida una canción. El Capitán, pues, apretó los dientes, y cantó con una voz poco armoniosa este estribillo ( refrain ) de una canción de su romancero en boga, Béranger:

«Reviens ma vois faible, mais douce et pure: il est encore des beaux jours á chanter.»

Leopoldo y sus testigos, mudos e impasibles saludaron y se retiraron. El lance costó al Capitán dos, sangrías y quinientas sanguijuelas (sistema Brousais).

Por más que se esmeraron los actores de este acontecimiento en callarlo, empezó a cundir, esparcido por conductos invisibles, impalpables y desconocidos, como suele acontecer con todas las cosas que se quieren tener secretas; como si la justicia divina anticipase premios y castigos, desvaneciendo con su soplo el velo con que piensan los hombres cubrir sus maldades; pues ciertamente en esta inconcebible publicidad hay algo de providencial.

Pocos días después, estando Leopoldo en casa de la Condesa de la Enramada, y hallándose la sala llena de gentes, un caballero, ignorante del todo de las personas que habían figurado en el lance, lo refirió desde su principio hasta su fin con todos sus pormenores.

La condesa, que ignoraba el desenlace, palideció y miró a Leopoldo, que estaba tan sereno e impasible como si se estuviese refiriendo un hecho del tiempo de los moros.

-¿Y no se ha podido averiguar quiénes han sido los actores del lance? -preguntó al narrador uno de los concurrentes.

-Nada absolutamente. -contestó éste- Y es una suerte; porque las autoridades están furiosas, y dicen que es necesario un escarmiento y una enérgica represión, para evitar en las delicadas circunstancias actuales que estos lances se repitan.

-Pues yo sé quiénes son. -dijo Margarita.

-¡Niña! -gritó en la mayor angustia su madre, cogiéndola por un brazo.

-Sí que lo sé -gritó contrariada la niña-. El que tocó la flauta fue Ardaz, y el francés que le quería oír era el que estaba de guardia en la Puerta de Tierra. [6]

A la madrugada siguiente, Ardaz, de nuevo fugitivo por causa de la niña Margarita, se embarcaba en un vapor inglés, maldiciendo a todas las niñas mal criadas, mimadas, entremetidas y parlanchinas.

Capítulo VIII. San Cayetano

El tránsito de la Iglesia a una secta, se hace generalmente por el camino de los vicios: y el de una secta a la Iglesia, siempre por el de las virtudes.

Fitz Williams

Una pobre mujer es la que me ha enseñado o ilustrado sobre las vías de la Providencia. Ella había puesto en Dios la misma confianza y esperanza que yo había puesto en los hombres; y nunca he visto un ánimo más sereno en una situación más desgraciada.

Bernardino de Saint-Pierre

Para volver a hallar a las personas que han actuado en nuestra relación, en circunstancias que tengan analogía con las anteriores, tenemos que salvar diez y ocho años, los cuales, vistos de frente, parecen un siglo, y vistos de espaldas, parecen un átomo. Totalmente se transforma el Tiempo, ese Rey coronado de las canas que platea, ese Padre de la experiencia y de la ciencia, ese campeón despacioso de la verdad, ese viejo ligero con dos alas, que le sirven, según dice Julio Sandeau, la una para borrar nuestras alegrías, la otra para enjugar nuestras lágrimas.

Más, este viejo, que tantas supulturas abre, había en el trascurrido espacio abierto la de uno de los que hemos visto en los anteriores capítulos, ¡y era Don José! Había acaecido su muerte de la manera siguiente.

Una noche, después de haber rezado, se acostó Don José en perfecta salud, al lado de su buena compañera: a la mañana siguiente llamó ésta a su cuñada Doña Liberata, acudió, y...

-Hermana, le dijo, mira que me parece que Pepe se ha muerto.

-¡Qué! no; no puede ser... -repuso ésta acercándose a su hermano ya cadáver.-¡Pepe, Pepe! llamó; pero viendo que no respondía, se puso a tentarle la frente y el pulso, hecho lo cual, volviéndose a su cuñada, le dijo:

-Mujer, creo que tienes razón... ¡muerto está!

-Nos cogió la delantera -dijo su mujer.

-Ayer me dijo: allí te espero, añadió Doña Liberata. Pero se ha ido sin los Santos Sacramentos, Escolástica.

-Ayer confesó y comulgó -repuso su mujer-; ¿si le daría el corazón que se iba a morir?

-Se lo diría al oído el ángel de su guarda -dijo Doña Liberata-. Vamos, hermana, a encomendar su alma a Dios, que es lo que nos queda.

Y ambas cayeron de rodillas, y se pusieron a rezar con voz tranquila y espíritu recogido y fervoroso, pero sereno.

¡Oh, almas de Dios! sencillas, mansas, tranquilas y conformes. ¡Almas mil veces bienaventuradas! ¡Qué lecciones dais a las almas mundanales, inquietas, apuradas, extremosas, que refinan y alambican el dolor, gastando su buena savia en hojarasca!

Con la muerte de D. José cesaron el vitalicio y los demás mezquinos recursos de la familia, y por último, la pobre Doña Liberata perdió tanto la vista, que sólo podía dedicarse a hacer calceta, triste y postrer recurso de las pobres mujeres hacendosas. Los telares de medias deberían prohibirse en caridad de Dios. La miseria, pues, habían invadido aquel interior, antes tan feliz; pero no embozada sino, en esqueleto, sin un girón que la cubriese, con las manos vacías y la boca hambrienta, acompañada de la vejez, a la que tanto abruma, pero que tanto resiste. Bien podía esta doble tremenda visión, la vejez inerte y desvalida y la miseria sin lenitivo ni esperanza, asombrar a cuantos se le presentasen; pero no así a aquellas hermanas, a aquellas almas de Dios que no las veían, interpuesta como estaba entre ellas y los ojos de estas la imagen de San Cayetano, abogado de la Providencia, con sus planes de ley, símbolo y atributo de almas puras.

Sin embargo, había dos días que no comían, dos días que Doña Liberata estaba enferma y postrada en su lecho. ¿Olvidábalas el Santo?

-Liberata -dijo Doña Escolástica-, dos días hay que no has probado alimento. Voy al cuarto del Padre Capellán a pedirle una taza de caldo.

-No, no, -repuso esta-; acaba de pagar por nosotras la casa; nos dio un socorro la semana pasada; su mercé no está muy sobrado; no se debe abusar.

-Pero mujer... ¿te dejo morir?

-No cuides tú de eso; el que esto no suceda está al cargo del Santo bendito -dijo la buena anciana alzando sus amortiguados ojos hacia el cuadro de San Cayetano.

-¡Ay, hermana! -repuso Doña Escolástica-, ya me voy temiendo que nos ha olvidado.

-¡Qué disparate, Escolástica! lo que hace es probar nuestra fe.

-Dos días hay que no comemos, y mañana...

-Dios proveerá, Escolástica.

-Así, hermana, dejémonos de cuidados y angustias y vamos a rezar.

-Vamos -respondió su hermana; y dirigiéndose a su cuadro tan querido del Santo abogado de la Providencia:- ¡Ampáranos, -oró mentalmente-: no te lo pido por mí, sino por aquella pobrecita que está en la cama, que no ha tomado en tanto tiempo ni una cucharada de caldo!

-¡Santo mío! -invocaba a su vez con el corazón la pobre enferma-, intercede por nosotras con Dios para que nos socorra; no lo pido por mí, sino por la pobre Escolástica, que tanto siente no poder asistirme.

Apenas habían rezado diez minutos, cuando Escolástica calló. En aquella silenciosa Plaza de Armas sonaban voces y tropel.

-¿Qué podrá ser esto? -dijo Doña Escolástica, saliendo de la alcoba en que dormían ahora ambas hermanas; y asomándose a la puerta, notó en la Plaza de Armas cantidad de gentes, aumentándose su sorpresa al ver destacarse de aquel grupo a un caballero cuyo traje de General estaba cubierto de bandas y cruces, que llevando del brazo a una hermosa joven se dirigía hacia ella.

-Estos señores -pensó Doña Escolástica-, vienen a ver el castillo.

-Señor -dijo al General que en este momento llegaba a la sala-; esta casa está toda a la disposición de V. E. Pero, señor, en esta alcoba hay una persona enferma.

-¿Quién es la persona enferma? -preguntó el General.

Esta pregunta, que hubiera causado sorpresa a cualquiera otra, no se la causó a Doña Escolástica, que contestó sencillamente.

-Mi cuñada Liberata.

-Doctor -dijo el General, llamando a uno de los señores que habían quedado en la Plaza de Armas-; hacedme el favor de examinar a la enferma que se halla en esta alcoba.

El facultativo entró en la pieza designada, y el General preguntó a Doña Escolástica:

-¿Y D. José?

-Mi José, señor, -contestó ésta- está donde quisiera estar yo -y señaló al Cielo-. En seguida añadió:

-¿Pero ha conocido V. E., que es un caballero tan principal, a mi Pepe, que era un pobre maestro de escuela?

-¿Y habiendo faltado él, con qué cuentan ustedes para subsistir? -preguntó el General, sin contestar a la pregunta.

Doña Escolástica señaló al cuadro que sobre la mesa colgaba en la pared, y contestó:

-Con aquel que es abogado de la Providencia, hasta hoy no nos ha desamparado.

En este instante salía el facultativo de la alcoba.

-¿Qué tiene la enferma? -preguntó el General.

-Inanición, señor; hay dos días que no toma alimento.

El General procuró ocultar que se hallaba dolorosamente conmovido; dijo algunas palabras al oído del médico, y en seguida se entró en la alcoba, seguido de la hermosa joven y de la atónita Doña Escolástica.

-¡Doña Liberata! -exclamó con alegría-; ¿con que San Cayetano ha dado a Vds. un chasco? ¿No decía yo, cuando se lo ponía a Vds. de espaldas, que el Santo no quería a las gentes cansadas?

-¡Jesús María! -exclamaron alborozadas ambas buenas mujeres-; ¿V. E. es aquel loqui..., perdone Vuecencia, aquel jovencito, que se nos entró como un pajarito por la ventana?

-¡El mismo!... que ahora se entra por vuestras puertas como un hombre formal, a pediros perdón por lo mucho que sin consideración os mortifiqué, y a daros gracias por las inmerecidas bondades y favores que os debí; pues ya no soy aquel loquillo, sino un hombre que ha aprendido a pensar y a sentir. ¿No es verdad, Margarita?

-¡Margarita! -exclamaron asombradas las dos hermanas.

-¿Qué, os asombra mi nombre? -preguntó con bondadosa sonrisa la hermosa joven.

-No es el nombre, señora -contestó Doña Escolástica-; es porque es el mismo de una pícara niña que delató al señor; y si no se lo avisan a tiempo, Dios sabe lo que hubiese sucedido pues apenas huyó cuando se llenó la Plaza de Armas, de tropa y a mi Pepe, porque no quiso decir el nombre del amigo de V. E., se lo quisieron llevar preso. Pero como Vuecencia, a pesar de su locu... de sus cosas, tenía tan buenas entrañas, dejó a mi Pepe aquella carta, -V. E. se acordará -que escribió con objeto de que le sirviese de salvaguardia; y así fue, que apenas la leyó el oficial que venía haciendo de Gobierno, cuando se echó a reír, y le dejó en paz.

-¡Que escribí una carta con ese objeto! -exclamó admirado el General. No lo recuerdo.

-¿Tampoco recuerda V. E. que se le olvidó el dinero? -preguntó Doña Escolástica- Diez onzas, ¡diez onzas nada menos! se dejó V. E. al lado de la carta.

-La carta decía -observó el General, que eran destinadas a comprarles una memoria del huésped que tanto les dio que hacer.

-No señor, nada de eso decía la carta, así fue que mi Pepe las metió en un papel, que selló, diciendo a quién pertenecían, y escribió encima la palabra depósito , por si moríamos antes que V. E. las reclamase o hubiésemos podido averiguar su paradero. Pero ni una ni otra cosa sucedió, y ahí están, señor.

El General se volvió a la señora que le acompañaba, y dijo:

-¡Y iban a perecer de hambre! ¡Esto admira!

-Esto enternece, Leopoldo -contestó la jóven secando con su rico pañuelo dos lágrimas que surcaban sus mejillas.

-Pero recuerdo muy bien -dijo el General-, que mi carta expresaba el destino de esa suma.

-No señor; y si os queréis convencer, aquí está la carta -dijo Doña Escolástica, sacando de la vetusta papelera una carta envuelta en una plana de palotes que puso en manos del General, añadiendo: -siempre la guardó mi Pepe como reliquia.

El General miró el sobre para cerciorarse de que era dirigida a D. José, y se puso a leerla con curiosidad, a la par de la joven Señora que se había apoyado en su hombro.

Los lectores recordarán el contenido de la carta que han leído ha poco. Pero no así el General Leopoldo Ardaz, que había diez y ocho años que la había escrito. Pero tanto él como la joven Señora tenían demasiada bondad de corazón, y eran demasiado finos, delicados y cultos para que aquella carta ingrata y denigrativa les moviese a risa.

-¡Qué cabeza era entonces la mía! -murmuró el General al oído de la señora-: esta carta era dirigida a Ramon Ortiz, y equivoqué el sobre.. ¡y se han hecho la ilusión de que la escribí con la intención de evitarles compromisos!... ¡Oh corazón sano y sin malicia, que todo lo alzas a tu pura esfera, como rebaja todo a la mustia suya el corazón gangrenado por la hiel de la malevolencia y el agraz de la malicia!

Por fortuna, al volver la hoja hallaron el párrafo que hablaba de Margarita, lo que volvió a traer la escena al florido terreno del buen humor.

El insoportable apéndice de su madre , -leyó la joven riendo de corazón- ¡qué crianza dan a esa niña!... asombra! -prosiguió leyendo-, ¡quién pudiera disolver esta perla en vinagre, como hizo la hermosa Cleopatra con otra! -Pues ha sido al revés, -dijo sin cesar de reír-: la perla ha sido la que ha absorbido al vinagre.

-Y sin impregnarse de él -contestó el General-; cumpliendo cual no otra con la misión de la mujer cristiana y culta, que no consiste en seguir los errores de su marido, ni menos en identificarse con sus maldades, si las tuviese; sino en constituirse en ángel visible de su guarda; que le retraiga del mal y del error, y le guíe al bien y la verdad. La mujer que yerra con su marido, tiene dos cargos ante la suprema ley, que quiso que fuese para el hombre no el aguijón que irrita sino el freno que contiene:

- Estoy descubierto , -prosiguió leyendo la joven- la niña Margarita, esa cotorrita habanera, esa sabonetilla de repetición, me ha vendido.

-¿Lo ven Vuecencias? -dijo Doña Escolástica-: esa pícara niña fue...

-Esa pícara niña, -exclamó volviendo a reír la joven- hizo otras muchas fechorías de que fue víctima vuestro huésped.

-¿Puede darse?.. -repuso Doña Escolástica-, ¡pobrecito!... Válgame Dios, y qué malas entrañas tenía, la dichosa niña ¿Qué más hizo?

-Poco después en Cádiz le originó un desafío con un francés.

-¡Santo Dios de Israel!... -exclamaron las buenas ancianas.

-A los pocos días lo divulgó, por lo cual el huésped de Vds. tuvo que huir y que expatriarse.

-¿Pues no es nada! ¡Ay que niña!...

-Pues no es esta la peor partida que le jugó; porque años después, habiendo ido su merced a la Habana, le puso como a un manso cordero el santo yugo; pues yo, su mujer y servidora vuestra, soy la pícara niña Margarita.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Y cómo ha sido eso! -preguntaron asombradas las hermanas.

-El loco huésped de Vds. -contestó la interrogada-, después de doce años bien empleados en su carrera, en los que sobre los campos de batalla ganó sus grados, no sin que le dejase la muerte, -de la que siempre escapó- esta cicatriz en la sien y un hombro atravesado por memoria, vino destinado a la Habana, donde se encontró con su antigua contraria la pícara niña Margarita, que -por lo visto- entonces tenía juicio y era apreciable, puesto que su adversario trocó en un todo sus sentimientos hacia ella.

La sorpresa de las buenas ancianas, que iba siempre en aumento, llegó a su colmo cuando vieron entrar unos mozos de fonda, que traían en bateas una suculenta comida.

Margarita corrió hacia ellos, destapó una sopera, llenó un plato de sopa, y se apresuró a llevarlo a la desfallecida; mas esta no le tocaba, y permanecía profundamente abstraída.

-Tomad, tomad -le dijo Margarita-; esta es la medicina que ha prescrito el facultativo.

-¿En que os detenéis Doña Liberata, que no gustáis el alimento que debéis apetecer y que tanto necesitáis?

-Señor, -repuso la anciana- ¿dudaréis aún de la influencia de la intercesión de mi Santo sobre la Providencia, que en el día de hoy desde la Habana os ha guiado aquí?

-No por cierto, no por cierto, Doña Liberata -contestó el General-. Soy español, soy cristiano, soy católico: creo por lo tanto en las gracias espirituales y materiales que obtiene la fe, esa fe que nos une a Dios, a su redil, a nuestros hermanos. Si la hallo en almas puras y en corazones sanos más robusta, más ciega, más cándida y confiada que lo es la mía, lejos de condenarla o burlarme de ella, la venero y la admiro. Y para no envidiarla, me esfuerzo por adquirirla, no por la convicción del entendimiento, -que la fe no desciende a los torpes y estrechos alcances del hombre- sino por medio de la voluntad, poderosa hija del alma.

Al oír estas palabras, las dos excelentes mujeres cruzaron sus manos, y dos lágrimas corrieron lentas y brillantes por sus mejillas.

-¡Quien a Dios busca, a Dios halla! -dijo Doña Liberata.

-¡Que no le hubiese oído mi José! -dijo Doña Escolástica.

-¿Con que... nada os ha quedado? -preguntó el General.

-¡Nada! -contestó Doña Escolástica-, pues el vitalicio murió con mi José.

-Y yo veo tan poco que apenas puedo coser, -añadió Doña Liberata- que a medida que caía aquel sano alimento en su desfallecido estómago, se iba vivificando.

-Pues el vitalicio que murió con D. José resucita con Leopoldo -dijo el General.

-Tú cuidarás del vitalicio de Doña Liberata, a quien tan terrible susto diste entrándote por la ventana; pero la pícara niña Margarita cuidará de Doña Escolástica.

-Señora -exclamó Doña Escolástica-, ¡si con una peseta nos sobra! ¡Y nunca nos falte!

-No, nunca os faltará a cada una -repuso el General, que añadió sonriendo:- San Cayetano se me ha aparecido, y me ha encargado que cuide de que así suceda.

Epílogo

-¡Oh, Leopoldo! -exclamó con dolor Margarita, cuando hubieron salido:- ¡Y habrá hombres de ideas rectas y de corazón sano que se atrevan a decir a los creyentes y a imbuir en el pueblo: «Vuestra fe es necia, vuestra confianza es vana: no hay esfera espiritual; el mundo es una bola material y estúpida, que no tiene Criador; sin más luces que la de los hombres; sin más motor ni más poder que el de la casualidad!...»

-Si son jóvenes, acuérdate de mí y no desesperes de ellos, -contestó su marido- que ellos volverán si son buenos, a la grey, en cuya serena atmósfera se eleva el alma, se ensancha el corazón y descansa la mente. Si son viejos, esto es, si tienen ya el corazón seco, sin brotes de amor al Criador y a la criatura, si tienen la mente estacionada y encallada en sus errores, si su voluntad inerte y estéril no puede crearles la fe que salva; si sus ojos están ya sin lágrimas, sus pechos sin suspiros, su vida sin esperanzas ulteriores a estas transitorias... ¡compadécelos!... ¡Dios se ha alejado de ellos porque ellos se han alejado de Dios!

La señora Doña Espíritu Santo Moreno de Escalante. Mucho hemos sentido ver en las gacetillas de un periódico de Madrid esta chuscada. Reclamamos en nombre de D. José la invención sacada y aplicada por sus paisanos exprofeso para él, y no para un caballero gallego que en la gacetilla le usurpa su lugar. ¡Cómo corren los cuentos! -No corren así las máximas, no. Cuéntase esto de la tan renombrada habanera la Condesa de Jaruco, cuya hija casó en la guerra de la Independencia con el General francés Conde de Merlín. Ya hemos dicho en otro lugar que este nombre dan a los habitantes del Puerto de Santa María, por la gran abundancia de una almeja pequeña de aquel nombre, que se vende por sus calles. Así se denomina al Faro de Cádiz. El lance referido nos ha sido comunicado por personas fidedignas que en aquella época se hallaban en Cádiz.