Marianela
por
Benito Pérez Galdós
Madrid
1978
Imprenta y litografía de La Girnalda
calle de las Pozas, núm 12
Se puso el sol. Tras el breve crepúsculo vino tranquila y oscura la noche, en cuyo negro seno murieron poco a poco los últimos rumores de la tierra soñolienta, y el viajero siguió adelante en su camino, apresurando su paso a medida que avanzaba la noche. Iba por angosta vereda, de esas que sobre el césped traza el constante pisar de hombres y brutos, y subía sin cansancio por un cerro en cuyas vertientes se alzaban pintorescos grupos de guinderos
Era un hombre de mediana edad, de
complexión
Detúvose, y mirando a todo el círculo del horizonte, parecía impaciente y desasosegado. Sin duda no tenía gran confianza en la exactitud de su itinerario y aguardaba el paso de algún aldeano que le diese buenos informes topográficos para llegar pronto y derechamente a su destino.
-No puedo equivocarme -murmuró-. Me
dijeron que atravesara el río por la pasadera... así lo hice.
Después que marchara adelante, siempre adelante. En efecto, allá,
detrás de mí queda esa apreciable villa, a quien yo llamaría
Después de andar largo trecho, añadió:
-Me he perdido, no hay duda de que me
he perdido... Aquí tienes, Teodoro Golfín, el resultado de tu
Y puesta denodadamente en ejecución aquella osada ley, recorrió un kilómetro, siguiendo a capricho las veredas que le salían al paso y se cruzaban y se quebraban en ángulos mil, cual si quisiesen engañarle y confundirle más. Por grande que fuera su resolución e intrepidez, al fin tuvo que pararse. Las veredas, que al principio subían, luego empezaron a bajar, enlazándose; y al fin bajaron tanto, que nuestro viajero hallose en un talud, por el cual sólo habría podido descender echándose a rodar.
-¡Bonita situación! -exclamó sonriendo
y buscando en su buen humor lenitivo a la enojosa contrariedad-.
¿En dónde estás, querido Golfín? Esto parece un abismo. ¿Ves algo
allá abajo? Nada, absolutamente nada... pero el césped ha
desaparecido, el terreno está removido. Todo es aquí pedruscos y
tierra sin vegetación, teñida por el óxido de hierro... Sin duda
estoy en las minas... pero ni alma viviente, ni chimeneas
humeantes, ni ruido, ni un tren que murmure a lo lejos, ni siquiera
un perro que ladre... ¿Qué haré?, hay por aquí una vereda que
vuelve a subir. ¿Seguirela? ¿Desandaré lo andado?... ¡Retroceder!
¡Qué absurdo!
Dio un paso y hundiose en la frágil tierra movediza.
-¿Esas tenemos, señor planeta?... ¿Con que quiere usted tragarme?... Si ese holgazán satélite quisiera alumbrar un poco, ya nos veríamos las caras usted y yo... Y a fe que por aquí abajo no hemos de ir a ningún paraíso. Parece esto el cráter de un volcán apagado... Hay que andar suavemente por tan delicioso precipicio. ¿Qué es esto? ¡Ah! Una piedra; magnífico asiento para echar un cigarro, esperando a que salga la luna.
El discreto Golfín se sentó
tranquilamente como podría haberlo hecho en el banco de un paseo; y
ya se disponía a fumar, cuando sintió una voz... sí, indudablemente
era una voz humana que lejos sonaba, un quejido patético, mejor
dicho, melancólico canto, formado de una sola frase, cuya última
cadencia se prolongaba apianándose en la forma que los músicos
llamaban
-Vamos -dijo el viajero lleno de gozo-, humanidad tenemos. Ese es el canto de una muchacha; sí, es voz de mujer, y voz preciosísima. Me gusta la música popular de este país... Ahora calla... Oigamos, que pronto ha de volver a empezar... Ya, ya suena otra vez. ¡Qué voz tan bella, qué melodía tan conmovedora! Creeríase que sale de las profundidades de la tierra y que el señor de Golfín, el hombre más serio y menos supersticioso del mundo, va a andar en tratos ahora con los silfos, ondinas, gnomos, hadas y toda la chusma emparentada con la loca de la casa... Pero, si no me engaña el oído, la voz se aleja... La graciosa cantora se va... ¡Eh! Muchacha, aguarda, detén el paso.
La voz, que durante breve rato había regalado con encantadora música el oído del hombre extraviado, se iba perdiendo en la inmensidad tenebrosa, y a los gritos de Golfín, el canto extinguiose por completo. Sin duda la misteriosa entidad gnómica, que entretenía su soledad subterránea cantando tristes amores, se había asustado de la brusca interrupción del hombre, huyendo a las más hondas entrañas de la tierra, donde moran, avaras de sus propios fulgores, las piedras preciosas.
-Esta es una situación divina -murmuró
Moviose entonces ligero vientecillo, y Teodoro creyó sentir pasos lejanos en el fondo de aquel desconocido o supuesto abismo que ante sí tenía. Puso atención y no tardó en adquirir la certeza de que alguien andaba por allí. Levantándose, gritó:
-Muchacha, hombre, o quien quiera que seas, ¿se puede ir por aquí a las minas de Socartes?
No había concluido, cuando oyose el violento ladrar de un perro, y después una voz de hombre, que dijo:
-Choto, Choto, ven aquí.
-¡Eh! -gritó el viajero-. Buen amigo, muchacho de todos los demonios, o lo que quiera que seas, sujeta pronto ese perro, que yo soy hombre de paz!
-¡Choto, Choto!
Golfín vio que se le acercaba un perro
negro y grande; mas el animal, después de gruñir junto a él,
retrocedió llamado por su
-¡Gracias a Dios!, al fin salió esa loca. Ya podemos saber dónde estamos. No sospechaba yo que tan cerca de mí existiera esta senda... Pero si es un camino... ¡Hola!, amiguito, ¿puede usted decirme si estoy en las minas de Socartes?
-Sí, señor, estas son las minas de Socartes, aunque estamos un poco lejos del establecimiento.
La voz que esto decía era juvenil y agradable, y resonaba con las simpáticas inflexiones que indican una disposición a prestar servicios con buena voluntad y cortesía. Mucho gustó al doctor oírla, y más aún observar la dulce claridad que, difundiéndose por los espacios antes oscuros, hacía revivir cielo y tierra, cual si se los sacara de la nada.
-
-¿Va usted al establecimiento? -preguntó el misterioso joven, permaneciendo inmóvil y rígido, sin mirar al doctor, que ya estaba cerca.
-Sí, señor; pero sin duda equivoqué el camino.
-Esta no es la entrada de las minas. La entrada es por la pasadera de Rabagones, donde está el camino y el ferro-carril en construcción. Por allá hubiera usted llegado en diez minutos al establecimiento. Por aquí tardaremos más, porque hay bastante distancia y muy mal camino. Estamos en la última zona de explotación, y hemos de atravesar algunas galerías y túneles, bajar escaleras, pasar trincheras, remontar taludes, descender el plano inclinado; en fin, recorrer todas las minas de Socartes desde un extremo, que es este, hasta el otro extremo, donde están los talleres, los hornos, las máquinas, el laboratorio y las oficinas.
-Pues a fe mía que ha sido floja mi equivocación -dijo Golfín riendo.
-Yo le guiaré a usted con mucho gusto, porque conozco estos sitios perfectamente.
Golfín, hundiendo los pies en la tierra, resbalando aquí y bailoteando más allá, tocó al fin el benéfico suelo de la vereda, y su primera acción fue examinar al bondadoso joven. Breve rato estuvo el doctor dominado por la sorpresa.
-Usted... -murmuró.
-Soy ciego, sí, señor -añadió el joven-; pero sin vista sé recorrer de un cabo a otro las minas de Socartes. El palo que uso me impide tropezar, y Choto me acompaña, cuando no lo hace la Nela, que es mi lazarillo. Con que sígame usted y déjese llevar.
-¿Ciego de nacimiento? -dijo Golfín con vivo interés que no era sólo inspirado por la compasión.
-Sí, señor, de nacimiento -repuso el ciego con naturalidad. No conozco el mundo más que por el pensamiento, el tacto y el oído. He podido comprender que la parte más maravillosa del universo es esa que me está vedada. Yo sé que los ojos de los demás no son como estos míos, sino que por sí conocen las cosas; pero este don me parece tan extraordinario, que ni siquiera comprendo la posibilidad de poseerlo.
-Quién sabe... -manifestó Teodoro- ¿pero qué es esto que veo, amigo mío, qué sorprendente espectáculo es este?
El viajero, que había andado algunos
pasos junto a su guía, se detuvo asombrado de la fantástica
perspectiva que se ofrecía ante sus
-¿En dónde estamos, buen amigo? -dijo Golfín-. Esto es una pesadilla.
-Esta zona de la mina se llama la
Terrible -repuso el ciego indiferente al estupor de su compañero de
camino-. Ha estado en explotación
-Espectáculo asombroso, sí -dijo el forastero deteniéndose en contemplarlo-, pero que a mí antes me causa espanto que placer, porque lo asocio al recuerdo de mis neuralgias. ¿Sabe usted lo que me parece? Me parece que estoy viajando por el interior de un cerebro atacado de violentísima jaqueca. Estas figuras son como las formas perceptibles que afecta el dolor cefalálgico, confundiéndose con los terroríficos bultos y sombrajos que engendra la fiebre.
-¡Choto, Choto, aquí! -dijo el ciego-. Caballero, mucho cuidado ahora, que vamos a entrar en una galería.
En efecto, Golfín vio que el ciego, tocando el suelo con su palo, se dirigía hacia una puertecilla estrecha, cuyo marco eran tres gruesas vigas.
El perro entró primero olfateando la
negra
-Es pasmoso -dijo- que usted entre y salga por aquí sin tropiezo.
-Me he criado en estos sitios y los conozco como mi propia casa. Aquí se siente frío; abríguese usted si tiene con qué. No tardaremos mucho en salir.
Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de vigas perpendiculares. Después dijo:
-Cuide usted de no tropezar en los carriles que hay en el suelo. Por aquí se arrastra el mineral de las pertenencias de arriba. ¿Tiene usted frío?
-Diga usted, buen amigo -interrogó el doctor festivamente-. ¿Está usted seguro de que no nos ha tragado la tierra? Este pasadizo es un esófago. Somos pobres bichos que hemos caído en el estómago de un gran insectívoro. ¿Y usted, joven, se pasea mucho por estas amenidades?
-Mucho paseo por aquí a todas horas, y
me agrada extraordinariamente. Ya hemos entrado en la parte más
seca. Esto es arena
-¿Quién, el sapo?
-Sí, señor. Ya nos acercamos al fin.
-En efecto; allá veo como un ojo que nos mira. Es la claridad de la boca.
Cuando salieron, el primer accidente que hirió los sentidos del doctor, fue el canto melancólico que había oído antes. Oyolo también el ciego; volviose bruscamente y dijo sonriendo con placer y orgullo:
-¿La oye usted?
-Antes oí esa voz y me agradó sobremanera. ¿Quién es la que canta?...
En vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con toda la fuerza de sus pulmones, gritó:
-¡Nela!... ¡Nela!
Ecos sonorosos, próximos los unos, lejanos otros, repitieron aquel nombre.
El ciego, poniéndose las manos en la boca en forma de bocina, gritó:
-No vengas, que voy allá. ¡Espérame en la herrería... en la herrería!
Después, volviéndose al doctor, le dijo:
-La Nela es una muchacha que me acompaña; es mi lazarillo. Al anochecer volvíamos juntos del prado grande... hacía un poco de fresco. Como mi padre me ha prohibido que ande de noche sin abrigo, metime en la cabaña de Romolinos, y la Nela corrió a mi casa a buscarme el gabán. Al poco rato de estar en la cabaña, acordeme de que un amigo había quedado en esperarme en casa; no tuve paciencia para aguardar a la Nela, y salí con Choto. Pasaba por la Terrible, cuando le encontré a usted... Pronto llegaremos a la herrería. Allí nos separaremos, porque mi padre se enoja cuando entro tarde en casa, y ella le acompañará a usted hasta las oficinas.
-Muchas gracias, amigo mío.
El túnel les había conducido a un
segundo espacio más singular que el anterior. Era una profunda
grieta abierta en el terreno, a semejanza de las que resultan de un
cataclismo; pero no había sido abierta por las palpitaciones
fogosas del planeta, sino por el laborioso azadón del minero.
Parecía el interior de un gran buque náufrago, tendido sobre la
playa, y a quien las olas hubieran quebrado por la
La ilusión fue completa cuando sintió rumor de agua, un chasquido semejante al de las olas mansas cuando juegan en los huecos de una peña o azotan el esqueleto de un buque náufrago.
-Por aquí hay agua -dijo a su compañero.
-Ese ruido que usted siente -replicó el ciego deteniéndose- y que parece... ¿cómo lo diré? ¿no es verdad que parece ruido de gárgaras, como el que hacemos cuando nos curamos la garganta?
-Exactamente. ¿Y dónde está ese buche de agua? ¿Es algún arroyo que pasa?
-No, señor. Aquí, a la izquierda, hay
una loma. Detrás de ella se abre una gran boca,
-¿Y nadie ha bajado a esa sima?
-No se puede bajar sino de una manera.
-¿Cómo?
-Arrojándose a ella. Los que han
entrado no han vuelto a salir, y es lástima, porque nos hubieran
dicho qué pasaba allá dentro. La boca de esa caverna hállase a
bastante distancia de nosotros; pero hace dos años los mineros,
cavando en este sitio, descubrieron una hendidura en la peña, por
la cual se oye el mismo hervor de agua que por la boca principal.
Esta hendidura debe comunicar con las galerías de allá dentro,
donde está el resoplido que sube y el chorro que baja. De día podrá
usted verla perfectamente, pues basta trepar
-Pues yo no oigo sino ruido de gárgaras -dijo el doctor riendo.
-Así parece desde aquí... Pero no nos retardemos, que es tarde. Prepárese usted a pasar otra galería.
-¿Otra?
-Sí, señor. Y ésta, al llegar a la mitad se divide en dos. Hay después un laberinto de vueltas y revueltas, porque se hicieron galerías que después quedaron abandonadas, y aquello está como Dios quiere. Choto, adelante.
Choto se metió por un agujero, como
hurón que persigue al conejo, y siguiéronle el doctor y su guía,
que tentaba con su palo el tortuoso, estrecho y lóbrego camino.
Nunca el sentido del tacto había tenido más delicadeza
-¿Sabe usted a lo que me parece esto? -dijo el doctor, conociendo que los símiles agradaban a su guía-. Pues se me parece a los pensamientos del hombre perverso. Parece que somos la intuición del malo, cuando penetra en su conciencia para verse en toda su fealdad.
Creyó Golfín que se había expresado en lenguaje poco inteligible para el ciego; mas éste probole lo contrario, diciendo:
-Para el que posee ese reino desconocido de la luz, estas galerías deben de ser tristes; pero yo, que vivo en tinieblas, hallo aquí cierta conformidad de la tierra con mi propio ser. Yo ando por aquí como usted por la calle más ancha. Si no fuera porque unas veces es escaso el aire y otras la humedad excesiva, preferiría estos lugares subterráneos a todos los demás lugares que conozco.
-Esto es la idea de la meditación.
-Yo siento en mi cerebro un paso, un
agujero lo mismo que este por donde voy, y por
-¡Oh! ¡cuán lamentable cosa es no haber visto nunca la bóveda azul del cielo en pleno día! -exclamó el doctor con espontaneidad suma-. Dígame usted, ¿este conducto donde las ideas de usted se desarrollan magníficamente, no se acaba nunca?
-Ya, ya pronto estaremos fuera... ¿Dice usted que la bóveda del cielo...? ¡Ah! Ya me figuro que será una concavidad armoniosa, a la cual parece que podremos alcanzar con las manos, sin poder hacerlo realmente.
Al decir esto, salieron; Golfín, respirando con placer y fuerza, como el que acaba de soltar un gran peso, exclamó mirando al cielo:
-Gracias a Dios que os vuelvo a ver, estrellitas del firmamento. Nunca me habéis parecido más lindas que en este instante.
-Al pasar -dijo el ciego, alargando su mano que mostraba una piedra- he cogido este pedazo de caliza cristalizada; ¿sostendrá usted que estos cristalitos que mi tacto halla tan bien cortados, tan finos, y tan bien pegados los unos a los otros no son una cosa muy bella? Al menos a mí me lo parece.
Diciéndolo, desmenuzaba los cristales.
-Amigo querido -dijo Golfín con
emoción
El ciego volvió su rostro hacia arriba, y dijo con profunda tristeza:
-¿Es verdad que existís, estrellas?
-Dios es inmensamente grande y misericordioso -observó Golfín, poniendo su mano sobre el hombro de su acompañante-. Quién sabe, quién sabe, amigo mío... Se han visto, se ven todos los días casos muy raros.
Mientras esto decía, le miraba de cerca, tratando de examinar a la escasa claridad de la noche las pupilas del joven. Fijo y sin mirada, el ciego volvía sonriendo su rostro hacia donde sonaba la voz del doctor.
-No tengo esperanza -murmuró.
Habían salido a un sitio despejado. La luna, más clara a cada rato, iluminaba praderas ondulantes y largos taludes, que parecían las escarpas de inmensas fortificaciones. A la izquierda y a regular altura vio el doctor un grupo de blancas casas en el mismo borde de la vertiente.
-Aquí a la izquierda -dijo el ciego-
está
Esto decía, cuando se vino corriendo hacia ellos una muchacha, una niña, una chicuela, de ligerísimos pies y menguada estatura.
-Nela, Nela -dijo el ciego-. ¿Me traes el abrigo?
-Aquí está -repuso la muchacha poniéndole un capote sobre los hombros.
-¿Ésta es la que cantaba?... ¿Sabes que tienes una preciosa voz?
-¡Oh! -exclamó el ciego con candoroso acento de encomio -canta admirablemente-. Ahora, Mariquilla, vas a acompañar a este caballero hasta las oficinas. Yo me quedo en casa. Ya siento la voz de mi padre que baja a buscarme. Me reñirá de seguro... ¡Allá voy, allá voy!
-Retírese usted pronto, amigo -dijo Golfín estrechándole la mano-. El aire es fresco y puede hacerle daño. Muchas gracias por la compañía. Espero que seremos amigos, porque estaré aquí algún tiempo... Yo soy hermano de Carlos Golfín, el ingeniero de estas minas.
-¡Ah!... ya... D. Carlos es muy amigo
de
-Llegué esta tarde a la estación de Villamojada... dijéronme que Socartes estaba cerca y que podía venirme a pie. Como me gusta ver el paisaje y hacer ejercicio, y como me dijeron que adelante, siempre adelante, eché a andar, mandando mi equipaje en un carro. Ya ve usted cómo me perdí... pero no hay mal que por bien no venga... le he conocido a usted y seremos amigos, quizás muy amigos... Vaya, adiós; a casa pronto, que el fresco de Setiembre no es bueno. Esta señora Nela tendrá la bondad de acompañarme.
-De aquí a las oficinas no hay más que un cuarto de hora de camino... poca cosa... Cuidado no tropiece usted en los rails ; cuidado al bajar el plano inclinado. Suelen dejar los vagonetes sobre la vía... y con la humedad, la tierra está como jabón... Adiós, caballero y amigo mío. Buenas noches.
Subió por una empinada escalera abierta en la tierra y cuyos peldaños estaban reforzados con vigas. Golfín siguió adelante, guiado por la Nela. Lo que hablaron ¿merecerá capítulo aparte? Por si acaso, se lo daremos.
-Aguarda, hija, no vayas tan a prisa -dijo Golfín deteniéndose- déjame encender un cigarro.
Estaba tan serena la noche, que no necesitó emplear las precauciones que generalmente adoptan contra el viento los fumadores. Encendido el cigarro, acercó la cerilla al rostro de la Nela, diciendo con bondad:
-A ver, enséñame tu cara.
Mirábale la muchacha con asombro, y
sus negros ojuelos brillaron con un punto rojizo, como chispa, en
el breve instante que duró la luz del fósforo. Era como una niña,
pues su estatura debía contarse entre las más pequeñas,
correspondiendo a su talle delgadísimo y a su busto mezquinamente
constituido. Era como una jovenzuela, pues sus ojos no tenían el
mirar propio de la infancia, y su cara revelaba
-¿Qué edad tienes tú? -preguntole Golfín sacudiendo los dedos para arrojar el fósforo, que empezaba a quemarle.
-Dicen que tengo diez y seis años -replicó la Nela, examinando a su vez al doctor.
-¡Diez y seis años! Atrasadilla estás, hija. Tu cuerpo es de doce, a lo sumo.
-¡Madre de Dios! Si dicen que yo soy como un fenómeno -manifestó ella en tono de lástima de sí misma.
-¡Un fenómeno! -repitió Golfín poniendo su mano sobre los cabellos de la chica-. Podrá ser. Vamos, guíame.
La Nela comenzó a andar resueltamente
sin adelantarse mucho, antes bien, cuidando de ir siempre al lado
del viajero, como si apreciara en todo su valor la honra de tan
noble compañía. Iba descalza: sus pies, ágiles y pequeños
-Dime -le preguntó Golfín- ¿tú vives en las minas? ¿Eres hija de algún empleado de esta posesión?
-Dicen que no tengo madre ni padre.
-¡Pobrecita! Tú trabajarás en las minas...
-No, señor. Yo no sirvo para nada -replicó sin alzar del suelo los ojos.
-Pues a fe que tienes modestia.
Teodoro se inclinó para mirarle el
rostro. Este era delgado, muy pecoso, todo salpicado de menudas
manchitas parduzcas
. Tenía pequeña la frente, picudilla y no falta de gracia la
nariz, negros y vividores los ojos; pero comúnmente
Golfín le acarició el rostro con su mano, tomándolo por la barba y abarcándolo casi todo entre sus gruesos dedos.
-¡Pobrecita! -exclamó-. Dios no ha sido generoso contigo. ¿Con quién vives?
-Con el señor Centeno, capataz de ganado en las minas.
-Me parece que tú no habrás nacido en la abundancia. ¿De quién eres hija?
-Dicen que mi madre vendía pimientos
en el mercado de Villamojada. Era soltera.
-¡Vaya con la buena señora! -murmuró Teodoro con malicia-. Quizás no tenga nadie noticia de quién fue tu papá.
-Sí, señor -replicó la Nela con cierto orgullo-. Mi padre fue el primero que encendió las luces en Villamojada.
-¡Cáspita!
-Quiero decir que cuando el Ayuntamiento puso por primera vez faroles en las calles -dijo la muchacha, dando a su relato la gravedad de la historia-, mi padre era el encargado de encenderlos y limpiarlos. Yo estaba ya criada por una hermana de mi madre, que era también soltera, según dicen. Mi padre había reñido con ella... Dicen que vivían juntos... todos vivían juntos... y cuando iba a farolear me llevaba en el cesto, junto con los tubos de vidrio, las mechas, la aceitera... Un día dicen que subió a limpiar el farol que hay en el puente; puso el cesto sobre el antepecho, yo me salí fuera y caíme al río.
-¡Y te ahogaste!
-No, señor; porque caí sobre piedras. ¡Divina Madre de Dios! Dicen que antes de eso era yo muy bonita.
-Sí; indudablemente eras muy bonita
-afirmó el forastero con el alma inundada de bondad-. Y todavía lo
eres... Pero dime otra
-Dicen que hace tres años. Dicen que mi madre me recogió después de la caída. Mi padre cayó enfermo, y como mi madre no le quiso asistir, porque era malo, él fue al hospital donde dicen que se murió. Entonces vino mi madre a trabajar a las minas. Dicen que un día la despidió el jefe porque había bebido mucho aguardiente...
-Y tu madre se fue... Vamos, ya me interesa esa señora. Se fue...
-Se fue a un agujero muy grande que hay allá arriba -dijo Nela, deteniéndose ante el doctor y dando a su voz el tono más patético- y se metió dentro.
-¡Canario! ¡Vaya un fin lamentable! Supongo que no habrá vuelto a salir.
-No, señor -replicó la Nela con naturalidad-. Allí dentro está.
-Después de esa catástrofe, pobre criatura -dijo Golfín con cariño-, has quedado trabajando aquí. Es un trabajo muy penoso el de la minería. Tú estás teñida del color del mineral; estás raquítica y mal alimentada. Esta vida destruye las naturalezas más robustas.
-No, señor, yo no trabajo. Dicen que yo no sirvo ni puedo servir para nada.
-Quita allá, tonta, tú eres una alhaja.
-Que no señor -dijo Nela insistiendo con energía-. Si no puedo trabajar. En cuanto cargo un peso pequeño, me caigo al suelo. Si me pongo a hacer alguna cosa difícil en seguida me desmayo.
-Todo sea por Dios... Vamos, que si cayeras tú en manos de personas que te supieran manejar, ya trabajarías bien.
-No, señor -repitió la Nela con tanto énfasis como si se elogiara-; si yo no sirvo más que de estorbo.
-¿De modo que eres una vagabunda?
-No, señor, porque acompaño a Pablo.
-¿Y quién es Pablo?
-Ese señorito ciego, a quien usted encontró en la Terrible. Yo soy su lazarillo desde hace año y medio. Le llevo a todas partes; nos vamos por esos campos paseando.
-Parece buen muchacho ese Pablo.
La Nela se detuvo otra vez mirando al doctor. Con el rostro resplandeciente de entusiasmo, exclamó:
-¡Madre de Dios! Es lo mejor que hay en el mundo. ¡Pobre amito mío! Sin vista tiene él más talento que todos los que ven.
-Me gusta tu amo. ¿Es de este país?
-Sí, señor, es hijo único de D.
Francisco Penáguilas, un caballero muy bueno y
-Dime ¿y a ti por qué te llaman la Nela? ¿Qué quiere decir eso?
La muchacha alzó los hombros. Después de una pausa, repuso:
-Mi madre se llamaba la señá María Canela; pero le decían Nela. Dicen que este es nombre de perra. Yo me llamo María.
-Mariquita.
-María Nela me llaman y también La Hija de la Canela. Unos me dicen Marianela, y otros nada más que la Nela.
-¿Y tu amo, te quiere mucho?
-Sí, señor, es muy bueno. Él dice que ve con mis ojos, porque como le llevo a todas partes y le digo cómo son todas las cosas...
-Todas las cosas que no puede ver.
El forastero parecía muy gustoso de aquel coloquio.
-Sí, señor; yo le digo todo. Él me pregunta cómo es una estrella, y yo se la pinto de tal modo hablando, que para él es lo mismito que si la viera. Yo le explico todo, cómo son las yerbas, las nubes, el cielo, el agua y los relámpagos, las veletas, las mariposas, el humo, los caracoles, el cuerpo y la cara de las personas y de los animales. Yo le digo lo que es feo y lo que es bonito, y así se va enterando de todo.
-Veo que no es flojo tu trabajo. ¡Lo feo y lo bonito! Ahí es nada... ¿Te ocupas de eso?... Dime, ¿sabes leer?
-No, señor. Si yo no sirvo para nada.
Decía esto en el tono más convincente, y el gesto de que acompañaba su firme protesta parecía añadir: «Es usted un majadero en suponer que yo sirvo para algo.»
-¿No verías con gusto que tu amito recibía de Dios el don de la vista?
La muchacha no contestó nada. Después de una pausa, dijo:
-¡Divino Dios! Eso es imposible.
-Imposible no, aunque difícil.
-El ingeniero director de las minas ha dado esperanzas al padre de mi amo.
-¿D. Carlos Golfín?
-Sí, señor. D. Carlos tiene un hermano médico que cura los ojos, y, según dicen, da vista a los ciegos, arregla a los tuertos y les endereza los ojos a los bizcos.
-¡Qué hombre más hábil!
-Sí, señor; y como ahora el médico anunció a su hermano que iba a venir, su hermano le escribió diciéndole que trajera las herramientas para ver si le podía dar vista a Pablo.
-¿Y ha venido ya ese buen hombre?
-No, señor: como anda siempre allá por
las
-Quizás tenga razón... Pero dime, ¿estamos ya cerca?... porque veo chimeneas que arrojan un humo más negro que el del infierno, y veo también una claridad que parece de fragua.
-Sí, señor, ya llegamos. Aquellos son los hornos de la calcinación, que arden día y noche. Aquí enfrente están las máquinas de lavado, que no trabajan sino de día; a mano derecha está el taller de composturas y allá abajo, a lo último de todo, las oficinas.
En efecto; el lugar aparecía a los ojos de Golfín como lo describía Marianela. Esparciéndose el humo por falta de aire, envolvía en una como gasa oscura y sucia todos los edificios, cuyas masas negras señalábanse confusa y fantásticamente sobre el cielo iluminado por la luna.
-Más hermoso es esto para verlo una vez que para vivir aquí -indicó Golfín apresurando el paso-. La nube de humo lo envuelve todo, y las luces forman un disco borroso, como el de la luna en noches de bochorno. ¿En dónde están las oficinas?
-Allá: ya pronto llegamos.
Después de pasar por delante de los hornos, cuyo calor obligole a apretar el paso, el doctor vio un edificio tan negro y ahumado como todos los demás. Verlo y sentir los gratos sonidos de un piano teclado con verdadero frenesí musical, fue todo uno.
-Música tenemos. Conozco las manos de mi cuñada.
-Es la señorita Sofía, que toca -afirmó María.
Claridad de alegres habitaciones lucía en los huecos, y el balcón principal estaba abierto. Veíase en él una pequeña ascua: era la lumbre de un cigarro. Antes que el doctor llegase, aquella ascua cayó, describiendo una perpendicular y dividiéndose en menudas y saltonas chispas; era que el fumador había arrojado la colilla.
-Allí está el fumador sempiterno -gritó el doctor con acento del más vivo cariño-. ¡Carlos, Carlos!
-¡Teodoro! -contestó una voz en el balcón.
Calló el piano, como un ave cantora que se asusta del ruido. Sonaron pasos en la casa. El doctor dio una moneda de plata a su guía y corrió hacia la puerta.
Menudeando el paso y saltando sobre
los obstáculos que hallaba en su camino, la Nela se dirigió a la
casa que está detrás de los talleres de maquinaria y junto a las
cuadras donde rumiaban pausada y gravemente las sesenta mulas del
establecimiento. Era la morada del señor Centeno de moderna
construcción, si bien nada elegante ni aun cómoda. Baja de techo,
pequeña para albergar en sus tres piezas a los esposos Centeno, a
los cuatro hijos de los esposos Centeno, al gato de los esposos
Centeno, y, por añadidura, a la Nela, la casa, no obstante,
figuraba en los planos de vitela de aquel gran establecimiento
ostentando orgullosa, como otras muchas, este letrero:
En lo interior el edificio servía para
probar prácticamente un aforismo que ya conocemos,
-¡Que no he de dar un paso sin tropezar con esta condenada Nela!...
También se oía esto:
-Vete a tu rincón... ¡Qué criatura! Ni hace ni deja hacer a los demás.
La casa constaba de tres piezas y un
desván. Era la primera, a más de comedor y sala, alcoba de los
Centenos mayores. En la segunda dormían las dos señoritas, que eran
ya mujeres, y se llamaban la Mariuca y la Pepina. Tanasio, el
primogénito, se agasajaba en el
La Nela, durante los largos años de su
residencia allí, había ocupado distintos rincones, pasando de uno a
otro conforme lo exigía la instalación de mil objetos que no
servían sino para robar a los seres vivos su último pedazo de suelo
habitable. En cierta ocasión (no conocemos la fecha con exactitud),
Tanasio, que era tan imposibilitado de piernas como de ingenio, y
se había dedicado a la construcción de cestas de avellano, puso en
la cocina, formando pila, hasta media docena de aquellos ventrudos
ejemplares de su industria. Entonces la de la Canela volvió
tristemente sus ojos en derredor, sin hallar sitio donde
albergarse; pero la misma contrariedad sugiriole repentina y
felicísima idea, que al instante puso en ejecución. Metiose
bonitamente en una cesta, y así pasó la noche en fácil y tranquilo
sueño. Indudablemente aquello era bueno y cómodo: cuando tenía
frío, tapábase con otra cesta. Desde entonces, siempre que había
Durante la comida, y entre la algazara de una conversación animada sobre el trabajo de la mañana, oíase una voz que bruscamente decía: «Toma». La Nela recogía una escudilla de manos de cualquier Centeno grande o chico, y se sentaba contra el arca a comer sosegadamente. También solía oírse al fin de la comida la voz áspera y becerril del señor Centeno diciendo a su esposa en tono de reconvención: «Mujer, que no has dado nada a la pobre Nela». A veces acontecía que la Señana (este nombre se había formado de señora Ana) moviera la cabeza para buscar con los ojos, por entre los cuerpos de sus hijos, algún objeto pequeño y lejano, y que al mismo tiempo dijera: «Pues qué, ¿estaba ahí? Yo pensé que también hoy se había quedado en Aldeacorba».
Por las noches, después de cenar, rezaban el rosario. Tambaleándose como sacerdotisas de Baco, y revolviendo sus apretados puños en el hueco de los ojos, la Mariuca y la Pepina se iban a sus lechos, que eran cómodos y confortantes, paramentados con abigarradas colchas. Poco después oíase un roncante dúo de contraltos aletargados que duraba sin interrupción hasta el amanecer.
Tanasio subía al alto aposento y Celipín se acurrucaba sobre haraposas mantas, no lejos de las cestas donde desaparecía la Nela.
Acomodados así los hijos, los padres permanecían un rato en la pieza principal, y mientras Centeno, sentándose estiradamente junto a la mesilla y tomando un periódico, hacía mil muecas y visajes que indicaban el atrevido intento de leerlo, la Señana sacaba del arca una media repleta de dinero, y después de contado y de añadir o quitar algunas piezas, lo volvía a poner cuidadosamente en su sitio. Sacaba después diferentes líos de papel que contenían monedas de oro, y trasegaba algunas piezas de uno en otro apartadijo. Entonces solían oírse frases sueltas como éstas:
-He tomado treinta y dos reales para el refajo de la Mariuca... A Tanasio le he puesto los seis reales que se le quitaron... Sólo nos faltan once duros para los quinientos...
O como estas:
-«Señores diputados que dijeron sí...» «Ayer celebró una conferencia», etc.
Los dedos de Señana sumaban, y el de Sinforoso Centeno seguía tembloroso y vacilante los renglones, para poder guiar su espíritu por aquel laberinto de letras.
Aquellas frases iban poco a poco
resolviéndose
Una noche, después que todo calló, dejose oír ruido de cestas en la cocina. Como allí había alguna claridad, porque jamás se cerraba la madera del ventanillo, Cilipín Centeno, que no dormía aún, vio que las dos cestas más altas, colocadas una contra otra, se separaban abriéndose como las conchas de un bivalvo. Por el hueco aparecieron la narizilla y los negros ojos de la Nela.
-Celipín, Celipinillo -dijo esta, sacando también su mano-. ¿Estás dormido?
-No, despierto estoy. Nela, pareces una almeja. ¿Qué quieres?
-Toma, toma esta peseta que me dio esta noche un caballero, hermano de D. Carlos... ¿Cuánto has juntado ya?... Este sí que es regalo. Nunca te había dado más que cuartos.
-Dame acá; muchas gracias Nela -dijo el muchacho incorporándose para tomar la moneda-. Cuarto a cuarto, ya me has dado al pie de treinta y dos reales... Aquí lo tengo en el seno, muy bien guardadito en el saco que me diste. ¡Eres una real moza!
-Yo no quiero para nada el dinero. Guárdalo bien, porque si la Señana te lo descubre, creerá que es para vicios y te pegará con el palo grande.
-No, no es para vicios, no es para vicios -dijo el chico con energía, oprimiéndose el seno con una mano, mientras sostenía su cabeza en la otra- es para hacerme hombre de provecho, Nela, para hacerme hombre de pesquis, como muchos que conozco. El domingo, si me dejan ir a Villamojada, he de comprar una cartilla para aprender a leer, ya que aquí no quieren enseñarme. ¡Córcholis! Aprenderé solo. ¡Ay!, Nela, dicen que D. Carlos era hijo de uno que barría las calles en Madrid. Él solo, solito él, con la ayuda de Dios, aprendió todo lo que sabe.
-Puede que pienses tú hacer lo mismo, bobo.
-¡Córcholis! Puesto que mis padres no quieren sacarme de estas condenadas minas, yo me buscaré otro camino; sí, ya verás quién es Celipín. Yo no sirvo para esto, Nela. Deja tú que tenga reunida una buena cantidad, y verás, verás, cómo me planto en la villa y allí o tomo el tren para irme a Madrid, o un vapor que me lleve a las islas de allá lejos, o me meto a servir con tal que me dejen estudiar.
-¡Madre de Dios divino! ¡Qué calladas
tenías
-¿Pero tú me tienes por bobo?... ¡Ay! Nelilla, estoy rabiando. Yo no puedo vivir así, yo me muero en las minas. ¡Córcholis! Paso las noches llorando, y me muerdo las manos, y... no te asustes, Nela, ni me creas malo por lo que voy a decirte: a ti sola te lo digo.
-¿Qué?
-Que no quiero a mi madre ni a mi padre como los debiera querer.
-Ea, pues si haces eso, no te vuelvo a dar un real. Celipín, por amor de Dios, piensa bien lo que dices.
-No lo puedo remediar. Ya ves cómo nos
tienen aquí. ¡Córcholis! No somos gente, sino animales. A veces se
me pone en la cabeza que somos menos que las mulas, y yo me
pregunto si me diferencio en algo de un borrico... Coger una cesta
llena de mineral y echarla en un vagón; empujar el vagón hasta los
hornos; revolver con un palo el mineral que se está lavando.
¡Ay!... (al decir esto los sollozos cortaban la voz del infeliz
muchacho). ¡Cór... córcholis!, el que pase muchos años en este
trabajo, al fin se ha de volver malo, y sus sesos serán de
calamina... No, Celipín no sirve para esto... Les
La Nela no respondió... Quizás comparaba la triste condición de su compañero con la suya propia, hallando esta infinitamente más aflictiva.
-¿Qué quieres tú que yo te diga? -replicó al fin-. Como yo no puedo ser nunca nada, como yo no soy persona, nada te puedo decir... Pero no pienses esas cosas malas, no pienses eso de tus padres.
-Tú lo dices por consolarme; pero bien ves que tengo razón... y me parece que estás llorando.
-Yo no.
-Sí; tú estás llorando.
-Cada uno tiene sus cositas que llorar -repuso María con voz sofocada-. Pero es muy tarde, Celipe, y es preciso dormir.
-Todavía no... ¡córcholis!
-Sí, hijito. Duérmete y no pienses en esas cosas malas. Buenas noches.
Cerráronse las conchas de almeja y todo quedó en silencio.
Se ha declamado mucho contra el
positivismo de las ciudades, plaga que entre las galas y el
esplendor de la cultura, corroe los cimientos morales de la
sociedad; pero hay una plaga más terrible, y es el positivismo de
las aldeas, que petrifica millones de seres, matando en ellos toda
ambición noble y encerrándoles en el círculo de una existencia
mecánica, brutal y tenebrosa. Hay en nuestras sociedades enemigos
muy espantosos, a saber: la especulación, el agio, la metalización
del hombre culto, el negocio; pero sobre éstos descuella un
monstruo que a la callada destroza más que ninguno: es la codicia
del aldeano. Para el aldeano codicioso no hay ley moral, ni
religión, ni nociones claras del bien; todo esto se resuelve en su
alma con supersticiones y cálculos groseros, formando un todo
inexplicable. Bajo el hipócrita candor, se esconde una aritmética
parda que supera en agudeza y perspicacia a cuanto idearon los
matemáticos más expertos. Un aldeano que toma el gusto a los
ochavos y sueña con trocarlos en plata para convertir después la
plata en oro, es la bestia más innoble que puede imaginarse; porque
tiene todas las malicias y sutilezas del hombre y una sequedad de
sentimientos que espanta. Su alma se va condensando, hasta no
La Señana y el señor Centeno, que
habían hallado al fin, después de mil angustias, su
La Señana daba muy pocas comodidades a sus hijos en cambio de la hacienda que con las manos de ellos iba formando; pero como no se quejaban de la degradante miseria en que vivían; como no mostraban nunca pujos de emancipación ni anhelo de otra vida mejor y más digna de seres inteligentes, la Señana dejaba correr los días. Muchos pasaron antes que sus hijas durmieran en camas; muchísimos antes que cubrieran sus lozanas carnes con vestidos decentes. Dábales de comer sobria y metódicamente, haciéndose partidaria en esto de los preceptos higiénicos más en boga; pero la comida en su casa era triste, como un pienso dado a seres humanos.
En cuanto al pasto intelectual, la Señana creía firmemente que con la erudición de su esposo el señor Centeno, adquirida en copiosas lecturas, tenía bastante la familia para merecer el dictado de sapientísima, por lo cual no trató de atiborrar el espíritu de sus hijos con las rancias enseñanzas que se dan en la escuela. Si los mayores asistieron a ella, el más pequeño viose libre de maestros, y engolfado vivía durante doce horas diarias en el embrutecedor trabajo de las minas, con lo cual toda la familia navegaba ancha y holgadamente por el inmenso piélago de la estupidez.
Las dos hembras, Mariuca y Pepina no carecían de encantos, siendo los principales su juventud y su robustez. Una de ellas leía de corrido; la otra no, y en cuanto a conocimientos del mundo, fácilmente se comprende que no carecería de algunos rudimentos quien vivía entre risueño coro de ninfas de distintas edades y procedencias, ocupadas en un trabajo mecánico y con boca libre. Mariuca y Pepina eran muy apechugadas, muy derechas, fuertes y erguidas como amazonas. Vestían falda corta, mostrando media pantorrilla y el carnoso pie descalzo, y sus rudas cabezas habrían lucido mucho sosteniendo un arquitrabe como las mujeres de la Caria. El polvillo de la calamina que las teñía de pies a cabeza, como a los demás trabajadores de las minas, dábales aire de colosales figuras de barro crudo.
Tanasio era un hombre apático. Su
falta de carácter y de ambición rayaban en el idiotismo. Encerrado
en las cuadras desde su infancia, ignorante de toda travesura, de
toda contrariedad, de todo placer, de toda pena, aquel joven, que
ya había nacido dispuesto a ser máquina, se convirtió poco a poco
en la herramienta más grosera. El día en que semejante ser tuviera
una idea propia, se cambiaría el orden admirable de todas las
cosas,
Las relaciones de esta prole con su madre, que era la gobernadora de toda la familia, eran las de una docilidad absoluta por parte de los hijos y de un dominio soberano por parte de la Señana. El único que solía mostrar indicios de rebelión era el chiquitín. La Señana, en sus cortos alcances, no comprendía aquella aspiración diabólica a dejar de ser piedra. ¿Por ventura había existencia más feliz y ejemplar que la de los peñascos? No admitía, no, que fuera cambiada, ni aun por la de canto rodado. Y Señana amaba a sus hijos; ¡pero hay tantas maneras de amar! Ella les ponía por encima de todas las cosas, siempre que se avinieran a trabajar perpetuamente en las minas, a amasar en una sola artesa todos sus jornales, a obedecerla ciegamente y a no tener aspiraciones locas, ni afán de lucir galas, ni de casarse antes de tiempo, ni de aprender diabluras, ni de meterse en sabidurías, porque los pobres -decía- siempre habían de ser pobres y como pobres portarse, y no querer parlanchinear como los ricos y gente de la ciudad, que estaba toda comida de vicios y podrida de pecados.
Hemos descrito el trato que tenían en
casa
Y lo creía como el Evangelio. En su
cerrada mollera no entraban ni podían entrar otras luces sobre el
santo ejercicio de la caridad; no comprendía que una palabra
cariñosa, un halago, un trato delicado y amante que hicieran
olvidar al pequeño su pequeñez, al miserable su miseria, son
heroísmos de más precio que el bodrio sobrante de una mala comida.
¿Por ventura no se daba lo mismo al gato? Y este al menos oía las
voces más tiernas. Jamás oyó la Nela que se la llamara
Jamás se le dio a entender a la Nela
que había nacido de criatura humana, como los demás habitantes de
la casa. Nunca fue castigada; pero ella entendió que este
privilegio se fundaba
Por el contrario, todo le demostraba
su semejanza con un canto rodado, el cual ni siquiera tiene forma
propia, sino aquella que le dan las aguas que lo arrastran y el
puntapié del hombre que lo desprecia. Todo le demostraba que su
jerarquía dentro de la casa era
Al menos, de estos no se dijo nunca con cruel compasión: «Pobrecita, mejor cuenta le hubiera tenido morirse».
El humo de los hornos que durante toda la noche velaban respirando con bronco resoplido se plateó vagamente en sus espirales más remotas; apareció risueña claridad por los lejanos términos y detrás de los montes, y poco a poco fueron saliendo sucesivamente de la sombra los cerros que rodean a Socartes, los inmensos taludes de tierra rojiza, los negros edificios. La campana del establecimiento gritó con aguda voz: «Al trabajo», y cien y cien hombres soñolientos salieron de las casas, cabañas, chozas y agujeros. Rechinaban los goznes de las puertas; de las cuadras salían pausadamente las mulas, dirigiéndose solas al abrevadero, y el establecimiento, que poco antes semejaba una mansión fúnebre alumbrada por la claridad infernal de los hornos, se animaba moviendo sus miles de brazos.
El vapor principió a zumbar en las
calderas del gran automóvil, que hacía funcionar a un tiempo los
aparatos de los talleres y el aparato de lavado. El agua, que tan
principal papel desempeñaba en esta operación, comenzó a correr por
las altas cañerías, de donde debía saltar sobre los cilindros.
Risotadas de mujeres y ladridos de hombres que venían de tomar la
mañana, precedieron a la faena; y al fin empezaron a girar las
cribas cilíndricas con infernal chillido; el agua corría de una en
otra, pulverizándose, y la tierra sucia se atormentaba con
vertiginoso voltear, rodando y cayendo de rueda en rueda, hasta
convertirse en fino polvo achocolatado. Sonaba aquello como mil
mandíbulas de dientes flojos que mascaran arena; parecía molino por
el movimiento mareante; kaleidoscopio
, por los juegos de la luz, del agua y de la tierra; enorme
sonajero, de innúmeros cachivaches compuesto, por el ruido. No se
podía fijar la atención, sin sentir vértigo, en aquel voltear
incesante de una infinita madeja de hilos de agua, ora claros y
transparentes, ora teñidos de rojo por la arcilla ferruginosa; ni
cabeza humana que no estuviera hecha a tal espectáculo, podría
presenciar el feroz combate de mil ruedas dentadas que sin cesar se
mordían
El lavado estaba al aire libre. Las correas de transmisión venían zumbando desde el departamento de la máquina. Otras correas se pusieron en movimiento, y entonces oyose un estampido rítmico, un horrísono compás, a la manera de gigantescos pasos o de un violento latido interior de la madre tierra. Era el gran martillo-pilón del taller, que había empezado a funcionar. Su formidable golpe machacaba el hierro como blanda pasta, y esas formas de ruedas, ejes y raíles, que nos parecen eternas por lo duras, empezaban a desfigurarse, torciéndose y haciendo muecas, como rostros afligidos. El martillo, dando porrazos uniformes, creaba formas nuevas tan duras como las geológicas, que son obra laboriosa de los siglos. Se parecen mucho, sí, las obras de la fuerza a las de la paciencia.
Hombres negros, que parecían el carbón
humanado, se reunían en torno a los objetos de fuego que salían de
las fraguas, y cogiéndolos con aquella prolongación incandescente
de los dedos a quien llaman tenazas, los trabajaban. ¡Extraña
escultura la que tiene por genio al fuego y por cincel al martillo!
Las
También afuera las mulas habían sido
enganchadas a los largos trenes de vagonetes. Veíaselas pasar
arrastrando tierra inútil para verterla en los taludes, o mineral
para conducirlo al lavadero. Cruzábanse unos con otros aquellos
largos reptiles, sin chocar nunca. Entraban por la boca de las
galerías, siendo entonces perfecta su semejanza con los
resbaladizos habitantes de las húmedas grietas, y cuando en las
oscuridades del túnel relinchaba la indócil mula, creeríase que los
saurios disputaban chillando. Allá en lo último, en las más remotas
cañadas, centenares de hombres golpeaban con picos la tierra para
arrancarle, pedazo a pedazo, su tesoro. Eran los escultores de
aquellas caprichosas e ingentes figuras que permanecían en pie,
atentas, con gravedad silenciosa, a la invasión del hombre en las
misteriosas esferas geológicas. Los mineros derrumbaban aquí,
horadaban allá, cavaban
El cielo estaba despejado; el sol
derramaba libremente sus rayos, y la vasta pertenencia de Socartes
resplandecía con súbito tono rojo. Rojas eran las peñas
esculturales, rojo el mineral precioso, roja la tierra inútil
acumulada en los largos taludes, semejantes a babilónicas murallas;
rojo el suelo, rojos los carriles y los vagones, roja toda la
maquinaria, roja el agua, rojos los hombres y las mujeres que
trabajaban en toda la extensión de Socartes. El color subido de
ladrillo era uniforme, con ligeros cambiantes, y general en todo;
en la tierra y las casas, en el hierro y en los vestidos. Las
mujeres ocupadas en lavar parecían una pléyade de equívocas ninfas
de barro ferruginoso
La Nela salió de su casa. También
ella, a pesar de no trabajar en las minas, estaba teñida
ligeramente de rojo, porque el polvo de la tierra calaminífera no
perdona a nadie. Llevaba en la mano un mendrugo de pan que le había
dado la Señana para desayunarse, y, comiéndoselo, marchaba aprisa,
sin distraerse con nada, formal y meditabunda. No tardó en pasar
más allá de los edificios, y después de subir el plano inclinado,
subió la escalera labrada en la tierra, hasta llegar a las casas de
la barriada de Aldeacorba. La primera que se encontraba era una
primorosa vivienda infanzona, grande, sólida, alegre, restaurada y
pintada recientemente, con cortafuegos de piedra, aleros labrados y
ancho escudo circundado de follaje granítico. Antes faltara en ella
el escudo que la parra, cuyos sarmientos cargados de hoja parecían
un bigote que aquella tenía en el lugar correspondiente de su cara,
siendo las dos ventanas los ojos, el escudo la nariz y el largo
balcón la boca, siempre riendo. Para que la personificación fuera
completa, salía del
Dábale acceso un patiecillo circundado de tapias y al costado derecho tenía una hermosa huerta. Cuando la Nela entró, salían las vacas que iban a la pradera. Después de cambiar algunas palabras con el gañán, que era un mocetón formidable... así como de tres cuartas de alto y de diez años de edad... dirigiose a un señor obeso, bigotudo, entrecano, encarnado, de simpático rostro y afable mirar, de aspecto entre soldadesco y campesino, el cual apareció en mangas de camisa, con tirantes, y mostrando hasta el codo los velludos fornidos brazos. Antes que la muchacha hablara, el señor de los tirantes volviose adentro y dijo:
-Hijo mío, aquí tienes a la Nela.
Salió de la casa un joven, estatua del
más excelso barro humano, grave, derecho, con la cabeza inmóvil y
los ojos clavados y fijos en sus órbitas, como lentes expuestos en
un muestrario.
Parecía tener veinte años, y su cuerpo
sólido y airoso, con admirables proporciones construido, era digno
en todo de la sin igual cabeza que sustentaba. Jamás se vio
incorrección más lastimosa de la Naturaleza, que la que tan acabado
tipo de la humana forma representaba, recibiendo por una parte
admirables dones
Don Francisco Penáguilas, padre del
joven, era un hombre más que bueno, era inmejorable, superiormente
discreto, bondadoso, afable, honrado y magnánimo, no falto de
Su esposa, que era andaluza, había
muerto en edad muy temprana, dejándole un solo hijo, que desde el
nacer demostró hallarse privado en absoluto del más precioso de los
sentidos. Esto fue la pena más aguda que amargó los días del buen
padre. ¿Qué le importaba allegar riqueza y ver que la fortuna
favorecía sus intereses y sonreía en su casa? ¿Para quién era esto?
Para quien no podía ver ni las gordas vacas, ni las praderas
risueñas, ni las repletas trojes, ni la huerta cargada de frutas.
D. Francisco hubiera dado sus ojos a su hijo, quedándose él ciego
el resto de sus días, si esta especie de generosidades fuesen
practicables en el mundo que conocemos; pero como no lo son, no
podía D. Francisco dar
Viéndole salir, y que la Nela le acompañaba fuera, díjoles cariñosamente:
-No os alejéis hoy mucho. No corráis... Adiós.
Miroles desde la portalada hasta que dieron vuelta a la tapia de la huerta. Después entró, porque tenía que hacer varias cosas; escribir una esquela a su hermano Manuel, ordeñar una vaca, podar un árbol y ver si había puesto la gallina pintada.
Pablo y Marianela salieron al campo, precedidos de Choto, que iba y volvía gozoso y saltón, moviendo la cola y repartiendo por igual sus caricias entre su amo y el lazarillo de su amo.
-Nela -dijo Pablo-, hoy está el día muy hermoso. El aire que corre es suave y fresco, y el sol calienta sin quemar. ¿A dónde vamos?
-Echaremos por estos prados adelante -replicó la Nela, metiendo su mano en una de las faltriqueras de la americana del mancebo-. ¿A ver qué me has traído hoy?
-Busca bien y encontrarás algo -dijo Pablo riendo.
-¡Ah, Madre de Dios! Chocolate
crudo... ¡y poco que me gusta el chocolate crudo!... nueces... una
cosa envuelta en un papel... ¿qué es? ¡Ah! ¡Madre de Dios!, un
dulce... ¡Dios Divino!,
-¿A dónde vamos hoy? -repitió el ciego.
-A donde quieras, niño de mi corazón -repuso la Nela, comiéndose el dulce y arrojando el papel que lo envolvía-. Pide por esa boca, rey del mundo.
Los negros ojuelos de la Nela brillaban de contento, y su cara de avecilla graciosa y vivaracha multiplicaba sus medios de expresión, moviéndose sin cesar. Mirándola se creía ver un relampagueo de reflejos temblorosos, como los que produce la luz sobre la superficie del agua agitada. Aquella débil criatura, en la cual parecía que el alma estaba como prensada y constreñida dentro de un cuerpo miserable, se ensanchaba y crecía maravillosamente al hallarse sola con su amo y amigo. Junto a él tenía espontaneidad, agudeza, sensibilidad, gracia, donosura, fantasía. Al separarse, parece que se cerraban sobre ella las negras puertas de una prisión.
-Pues yo digo que iremos a donde tú
quieras -observó el ciego-. Me gusta obedecerte.
-Bueno, bueno, iremos al bosque -exclamó la Nela, batiendo palmas-. Pero como no hay prisa, nos sentaremos cuando estemos cansados.
-Y que no es poco agradable aquel sitio donde está la fuente ¿sabes, Nela?, y donde hay unos troncos muy grandes, que parecen puestos allí para que nos sentemos nosotros, y donde se oyen cantar tantos, tantísimos pájaros, que es aquello la gloria.
-Pasaremos por donde está el molino de quien tú dices que habla, mascullando las palabras como un borracho. ¡Ay, qué hermoso día y qué contenta estoy!
-¿Brilla mucho el sol, Nela? Aunque me digas que sí, no lo entenderé, porque no sé lo que es brillar.
-Brilla mucho, sí, señorito mío. Y a ti ¿qué te importa eso? El sol es muy feo. No se le puede mirar a la cara.
-¿Por qué?
-Por que duele.
-¿Qué duele?
-La vista. ¿Qué sientes tú cuando estás alegre?
-¿Cuándo estoy libre, contigo, solos los dos en el campo?
-Sí.
-Pues siento que me nace dentro del pecho una frescura, una suavidad dulce...
-¡Ahí te quiero ver! ¡Madre de Dios! Pues ya sabes cómo brilla el sol.
-Con frescura.
-No, tonto.
-¿Pues con qué?
-Con eso.
-Con eso; ¿y qué es eso?
-Eso -afirmó nuevamente la Nela, con acento de la más firme convicción.
-Ya veo que esas cosas no se pueden explicar. Antes me formaba yo idea del día y de la noche. ¿Cómo? Verás: era de día, cuando hablaba la gente; era de noche, cuando la gente callaba y cantaban los gallos. Ahora no hago las mismas comparaciones. Es de día, cuando estamos juntos tú y yo; es de noche, cuando nos separamos.
-¡Ay, divina Madre de Dios! -exclamó la Nela, echándose atrás las guedejas que le caían sobre la frente-. A mí, que tengo ojos, me parece lo mismo.
-Voy a pedirle a mi padre que te deje vivir en mi casa, para que no te separes de mí.
-Bien, bien -dijo María batiendo palmas otra vez.
Y diciéndolo, se adelantó saltando algunos pasos y recogiendo con extrema gracia sus faldas, empezó a bailar.
-¿Qué haces, Nela?
-¡Ah!, niño mío, estoy bailando. Mi contento es tan grande, que me han entrado ganas de bailar.
Pero fue preciso saltar una pequeña cerca, y la Nela ofreció su mano al ciego.
Después de pasar aquel obstáculo, siguieron por una calleja tapizada en sus dos rústicas paredes de lozanas hiedras y espinos. La Nela apartaba las ramas para que no picaran el rostro de su amigo, y al fin, después de bajar gran trecho, subieron una cuesta por entre frondosos castaños y nogales. Al llegar arriba, Pablo dijo a su compañera:
-Si no te parece mal, sentémonos aquí. Siento pasos de gente.
-Son los aldeanos que vuelven del mercado de Homedes. Hoy es miércoles. El camino real está delante de nosotros. Sentémonos aquí antes de entrar en el camino real.
-Es lo mejor que podemos hacer. Choto, ven aquí.
Los tres se sentaron.
-Si está esto lleno de flores... -dijo la Nela-. ¡Madre!, ¡qué guapas!
-Cógeme un ramo. Aunque no las veo, me gusta tenerlas en mi mano. Se me figura que las oigo.
-Eso sí que es gracioso.
-Paréceme que teniéndolas en mi mano me dan a entender... no puedo decirte cómo... que son bonitas. Dentro de mí hay una cosa, no puedo decirte qué, una cosa que responde a ellas. ¡Ay! Nela, se me figura que por dentro yo veo algo.
-¡Oh!, sí, lo entiendo... como que todo los tenemos dentro. El sol, las yerbas, la luna y el cielo grande y azul, lleno siempre de estrellas; todo, todo lo tenemos dentro; quiero decir que además de las cosas divinas que hay fuera, nosotros llevamos otras dentro. Y nada más... Aquí tienes una flor, otra, otra, seis: todas son distintas. ¿A que no sabes tú lo que son las flores?
-Pues las flores -dijo el ciego, algo confuso, acercándolas a su rostro- son... unas como sonrisillas que echa la tierra... La verdad, no sé mucho del reino vegetal.
-Madre Divinísima, ¡qué poca ciencia! -exclamó María, acariciando las manos de su amigo-. Las flores son las estrellas de la tierra.
-Vaya un disparate. ¿Y las estrellas, qué son?
-Las estrellas son las miradas de los que se han ido al cielo.
-Entonces las flores...
-Son las miradas de los que se han muerto y no han ido todavía al cielo -afirmó la Nela, con la convicción y el aplomo de un doctor-. Los muertos son enterrados en la tierra. Como allá abajo no pueden estar sin echar una miradilla a la tierra, echan de sí una cosa que sube en forma y manera de flor. Cuando en un prado hay muchas flores es porque allá... en tiempos de atrás, enterraron en él muchos difuntos.
-No, no -replicó Pablo con seriedad-. No creas desatinos. Nuestra religión nos enseña que el espíritu se separa de la carne y que la vida mortal se acaba. Lo que se entierra, Nela, no es más que un despojo, un barro inservible que no puede pensar, ni sentir, ni tampoco ver.
-Eso lo dirán los libros, que según dice la Señana, están llenos de mentiras.
-Eso lo dicen la fe y la razón, querida Nela. Tu imaginación te hace creer mil errores. Poco a poco yo los iré destruyendo, y tendrás ideas buenas sobre todas las cosas de este mundo y del otro.
-¡Ay, ay, con el doctorcillo de tres
por un cuarto!... Ya... cuando has querido hacerme
-¡Qué tonta!
-¿Y por qué no ha de ser así? ¡Ay! Tú no has visto el cielo en un día claro: hijito, parece que llueven bendiciones... Yo no creo que pueda haber malos, no, no los puede haber, si vuelven la cara hacia arriba y ven aquel ojazo que nos está mirando.
-Tu religiosidad, querida Nelilla, está llena de supersticiones. Yo te enseñaré ideas mejores.
-No me han enseñado nada -dijo María
con inocencia- pero yo, cavila que cavilarás, he ido sacando de mi
cabeza muchas cosas que me consuelan, y así cuando me ocurre una
buena idea, digo: «esto debe de ser así, y no de otra manera». Por
las noches, cuando me voy sola a mi casa, voy pensando en lo que
será de nosotros
-Nuestra madre amorosa.
-¡Nuestra madre querida! Yo miro al cielo y la siento encima de mí como cuando nos acercamos a una persona y sentimos el calorcillo de su respiración. Ella nos mira de noche y de día por medio de... no te rías... por medio de todas las cosas hermosas que hay en el mundo.
-¿Y esas cosas hermosas...?
-Son sus ojos, tonto. Bien lo comprenderías si tuvieras los tuyos. Quien no ha visto una nube blanca, un árbol, una flor, el agua corriendo, un niño, el rocío, un corderito, la luna paseándose tan maja por los cielos, y las estrellas, que son las miradas de los buenos que se han muerto...
-Mal podrán ir allá arriba si se quedan debajo de tierra echando flores.
-¡Miren el sabihondo! Abajo se están mientras se van limpiando de pecados; que después suben volando arriba. La Virgen les espera. Sí, créelo, tonto. Las estrellas, ¿qué pueden ser sino las almas de los que ya están salvos? ¿Y no sabes tú que las estrellas bajan? Pues yo, yo misma las he visto caer así, así, haciendo una raya. Sí, señor, las estrellas bajan cuando tienen que decirnos alguna cosa.
-¡Ay, Nela! -exclamó Pablo vivamente-. Tus disparates, con serlo tan grandes, me cautivan y embelesan, porque revelan el candor de tu alma y la fuerza de tu fantasía. Todos esos errores responden a una disposición muy grande para conocer la verdad, a una poderosa facultad tuya, que sería primorosa si estuvieras auxiliada por la razón y la educación... Es preciso que tú adquieras un don precioso de que yo estoy privado; es preciso que aprendas a leer.
-¡A leer!... ¿Y quién me ha de enseñar?
-Mi padre. Yo le rogaré a mi padre que
te enseñe. Ya sabes que él no me niega nada. ¡Qué lástima tan
grande que vivas así! Tu alma está llena de preciosos tesoros.
Tienes bondad sin igual y fantasía seductora. De todo lo que Dios
tiene en su esencia absoluta te dio a ti parte muy grande. Bien lo
conozco; no veo lo de fuera, pero veo lo de dentro, y todas las
maravillas de tu alma se me han revelado desde que eres mi
lazarillo... ¡Hace año y medio! Parece que fue ayer cuando
empezaron nuestros paseos... No, hace miles de años que te conozco.
¡Porque hay una relación tan grande entre lo que tú sientes y lo
que yo siento!... Has dicho ahora mil disparates, y yo, que conozco
algo de la verdad acerca del
-¡Madre de Dios! -exclamó la Nela, cruzando las manos-. ¿Tendrá eso algo que ver con lo que yo siento?
-¿Qué?
-Que estoy en el mundo para ser tu lazarillo, y que mis ojos no servirían para nada si no sirvieran para guiarte y decirte cómo son todas las hermosuras de la tierra.
El ciego irguió su cuello repentina y vivísimamente, y extendiendo sus manos hasta tocar el cuerpecillo de su amiga, exclamó con afán:
-Dime, Nela, ¿y cómo eres tú?
La Nela no dijo nada. Había recibido una puñalada.
Habían descansado. Siguieron adelante,
hasta llegar a la entrada del bosque que hay más allá de Saldeoro.
Detuviéronse entre un grupo de viejos nogales, cuyos troncos y
raíces formaban en el suelo una serie de escalones, con musgosos
huecos y recortes tan apropiados para sentarse, que el arte no los
hiciera mejor. Desde lo alto del bosque corría un hilo de agua,
saltando de piedra en piedra, hasta dar con su fatigado cuerpo en
un estanquillo que servía de depósito para alimentar el chorro de
que se abastecían los vecinos. Enfrente el suelo se deprimía poco a
poco, ofreciendo grandioso panorama de verdes colinas pobladas de
bosques y caseríos, de praderas llanas donde pastaban con
tranquilidad vagabunda centenares de reses. En el último término
dos lejanos y orgullosos cerros que
Sentose Pablo en el tronco de un nogal, apoyando su brazo izquierdo en el borde del estanque. Alzaba la derecha mano para coger las ramas que descendían hasta tocar su frente, por la cual pasaba a ratos, con el mover de las hojas, un rayo de sol.
-¿Qué haces, Nela? -dijo el muchacho después de una pausa, no sintiendo ni los pasos, ni la voz, ni la respiración de su compañera-. ¿Qué haces? ¿Dónde estás?
-Aquí -replicó la Nela, tocándole el hombro-. Estaba mirando el mar.
-¡Ah! ¿Está muy lejos?
-Allá se ve por los cerros de Ficóbriga.
-Grande, grandísimo, tan grande, que se estará mirando todo un día sin acabarlo de ver, ¿no es eso?
-No se ve sino un pedazo como el que coges dentro de la boca cuando le pegas una mordida a un pan.
-Ya, ya comprendo. Todos dicen que ninguna hermosura iguala a la del mar, por causa de la sencillez que hay en él... Oye, Nela, lo que voy a decirte... ¿Pero qué haces?
La Nela, agarrando con ambas manos la rama del nogal, se suspendía y balanceaba graciosamente.
-Aquí estoy, señorito mío. Estaba
pensando que por qué no nos daría Dios a nosotras las personas alas
para volar como los pájaros. ¡Qué cosa más bonita que hacer
-Si Dios no nos ha dado alas; en cambio nos ha dado el pensamiento, que vuela más que todos los pájaros, porque llega hasta el mismo Dios... Dime tú, ¿para qué querría yo alas de pájaro, si Dios me hubiera negado el pensamiento?
-Pues a mí me gustaría tener las dos cosas. Y si tuviera alas, te cogería en mi piquito para llevarte por esos mundos y subirte a lo más alto de las nubes.
El ciego alargó su mano hasta tocar la cabeza de la Nela.
-Siéntate junto a mí. ¿No estás cansada?
-Un poquitín -replicó ella, sentándose y apoyando su cabeza con infantil confianza en el hombro de su amo.
-Respiras fuerte, Nelilla; tú estás
muy cansada. Es de tanto volar... Pues lo que te
La Nela parecía no comprender ni una sola palabra de lo que su amigo decía; pero atendía profundamente abriendo la boca. Para apoderarse de aquellas esencias y causas de que su amo le hablaba, abría el pico como el pájaro que acecha el vuelo de la mosca que quiere cazar.
-Pues bien -añadió él- anoche leyó mi padre unas páginas sobre la belleza. Hablaba el autor de la belleza, y decía que era el resplandor de la bondad y de la verdad, con otros muchos conceptos ingeniosos y tan bien traídos y pensados, que daba gusto oírlos.
-Ese libro -dijo la Nela queriendo
demostrar suficiencia- no será como uno que tiene padre Centeno,
que llaman...
-No es eso, tontuela; habla de la belleza en absoluto... ¿no entenderás esto de la belleza ideal?... tampoco lo entiendes... porque has de saber que hay una belleza que no se ve ni se toca, ni se percibe con ningún sentido.
-Como, por ejemplo, la Virgen María -interrumpió la Nela- a quien no vemos ni tocamos, porque las imágenes no son ella misma, sino su retrato.
-Estás en lo cierto: así es. Pensando en esto, mi padre cerró el libro, y él decía una cosa y yo otra. Hablamos de la forma y mi padre me dijo: «Desgraciadamente tú no puedes comprenderla». Yo sostuve que sí; dije que no había más que una sola belleza y que esa había de servir para todo.
La Nela, poco atenta a cosas tan sutiles, había cogido de las manos de su amigo las flores, y combinaba sus risueños colores.
-Yo tenía una idea sobre esto -añadió el ciego con mucha energía- una idea con la cual estoy encariñado desde hace algunos meses. Sí, lo sostengo, lo sostengo... No, no me hacen falta los ojos para esto. Yo le dije a mi padre: «Concibo un tipo de belleza encantadora, un tipo que contiene todas las bellezas posibles; ese tipo es la Nela». Mi padre se echó a reír y me dijo que sí.
La Nela se puso como amapola y no supo
responder nada. Durante un breve instante de terror y ansiedad,
creyó que el ciego la estaba
-Sí, tú eres la belleza más acabada que puede imaginarse -añadió Pablo con calor-. ¿Cómo podría suceder que tu bondad, tu inocencia, tu candor, tu gracia, tu imaginación, tu alma celestial y cariñosa que ha sido capaz de alegrar mis tristes días; cómo podría suceder, cómo, que no estuviese representada en la misma hermosura?... Nela, Nela -añadió balbuciente y con afán-. ¿No es verdad que eres muy bonita?
La Nela calló. Instintivamente se había llevado las manos a la cabeza, enredando entre sus cabellos las florecitas medio ajadas que había cogido antes en la pradera.
-¿No respondes?... Es verdad que eres modesta. Si no lo fueras, no serías tan repreciosa como eres. Faltaría la lógica de las bellezas, y eso no puede ser. ¿No respondes?...
-Yo... -murmuró la Nela con timidez, sin dejar de la mano su tocado- no sé... dicen que cuando niña era muy bonita... Ahora...
-Y ahora también.
María, en su extraordinaria confusión, pudo hablar así:
-Ahora... ya sabes tú que las personas dicen muchas tonterías... se equivocan también... a veces el que tiene más ojos ve menos.
-¡Oh! ¡Qué bien dicho! Ven acá: dame un abrazo.
La Nela no pudo acudir pronto, porque habiendo conseguido sostener entre sus cabellos una como guirnalda de florecillas, sintió vivos deseos de observar el efecto de aquel atavío en el claro cristal del agua. Por primera vez desde que vivía se sintió presumida. Apoyándose en sus manos, asomose al estanque.
-¿Qué haces, Mariquilla?
-Me estoy mirando en el agua, que es como un espejo -replicó con la mayor inocencia, delatando su presunción.
-Tú no necesitas mirarte. Eres hermosa como los ángeles que rodean el trono de Dios.
El alma del ciego llenábase de entusiasmo y fervor.
-El agua se ha puesto a temblar -dijo la Nela- y no me veo bien, señorito. Ella tiembla como yo. Ya está más tranquila, ya no se mueve... Me estoy mirando... ahora.
-¡Qué linda eres! Ven acá, niña mía -añadió el ciego, extendiendo sus brazos.
-¡Linda yo! -dijo ella llena de
confusión y ansiedad-. Pues esa que veo en el estanque
-Sí, muchos.
-¡Si yo me vistiese como se visten otras!... -exclamó la Nela con orgullo.
-Te vestirás.
-¿Y ese libro dice que yo soy bonita? -preguntó la Nela apelando a todos los recursos de convicción.
-Lo digo yo, que poseo una verdad inmutable -exclamó el ciego, llevado de su ardiente fantasía.
-Puede ser -observó la Nela, apartándose de su espejo pensativa y no muy satisfecha- que los hombres sean muy brutos y no comprendan las cosas como son.
-La humanidad está sujeta a mil errores.
-Así lo creo -dijo Mariquilla, recibiendo gran consuelo con las palabras de su amigo-. ¿Por qué han de reírse de mí?
-¡Oh!, miserable condición de los
hombres -exclamó el ciego, arrastrado al absurdo por su delirante
entendimiento-. El don de la vista puede causar grandes
extravíos... aparta a los hombres de la posesión de la verdad
absoluta... y la verdad absoluta dice que tú eres hermosa, hermosa
sin tacha ni sombra alguna de fealdad. Que me digan lo contrario, y
les
María corrió a arrojarse en los brazos de su amigo.
-Chiquilla bonita -exclamó este, estrechándola de un modo delirante contra su pecho- ¡te quiero con toda mi alma!
La Nela no dijo nada. En su corazón lleno de casta ternura, se desbordaban los sentimientos más hermosos. El joven, palpitante y conturbado, la abrazó más fuerte diciéndole al oído:
-Te quiero más que a mi vida. Ángel de Dios, quiéreme o me muero.
María se soltó de los brazos de Pablo,
y este cayó en profunda meditación. A la fenomenal mujer una fuerza
poderosa, irresistible, la impulsaba a mirarse en el espejo del
agua. Deslizándose suavemente llegó al borde, y vio allá sobre el
fondo verdoso su imagen mezquina, con los ojuelos negros, la tez
pecosa, la naricilla picuda, aunque no sin gracia, el cabello
escaso y la movible fisonomía de pájaro.
-¡Madre de Dios!, ¡qué feísima soy!
-¿Qué dices, Nela? Me parece que he oído tu voz.
-No decía nada, niño mío... Estaba pensando... sí, pensaba que ya es hora de volver a tu casa. Pronto será hora de comer.
-Sí, vamos, comerás conmigo, y esta tarde saldremos otra vez. Dame la mano, no quiero que te separes de mí.
Cuando llegaron a la casa, D.
Francisco Penáguilas estaba en el patio, acompañado de dos
caballeros. Marianela reconoció al ingeniero de las minas y al
individuo que se había extraviado en la
-Aquí están -dijo- el señor ingeniero y su hermano, el caballero de anoche.
Miraban los tres hombres con visible interés al ciego que se acercaba.
-Hace rato que te estamos esperando, hijo mío -dijo el padre tomando a su hijo de la mano y presentándole al doctor.
-Entremos -dijo el ingeniero.
-¡Benditos sean los hombres sabios y caritativos! -exclamó el padre, mirando a Teodoro-. Pasen ustedes, señores. Que sea bendito el instante en que ustedes entran en mi casa.
-Veamos este caso -murmuró Golfín.
Cuando Pablo y los dos hermanos entraron, D. Francisco se volvió hacia Mariquilla, que se había quedado en medio del patio inmóvil y asombrada, y le dijo con bondad:
-Mira, Nela, más vale que te vayas. Mi hijo no puede salir esta tarde.
Y luego, como viese que no se marchaba, añadió:
-Puedes pasar a la cocina. Dorotea te dará alguna chuchería.
Al día siguiente, Pablo y su guía salieron de la casa a la misma hora del anterior; mas como estaba encapotado el cielo y soplaba un airecillo molesto que amenazaba convertirse en vendaval, decidieron que su paseo no fuera largo. Atravesando el prado comunal de Aldeacorba, siguieron el gran talud de las minas por Poniente con intención de bajar a las excavaciones.
-Nela, tengo que hablarte de una cosa que te hará saltar de alegría -dijo el ciego, cuando estuvieron lejos de la casa-. ¡Nela, yo siento en mi corazón un alborozo!... Me parece que el Universo, las ciencias todas, la historia, la filosofía, la Naturaleza, todo eso que he aprendido, se me ha metido dentro y se está paseando por mí... es como una procesión. Ya viste aquellos caballeros que me esperaban ayer...
-D. Carlos y su hermano, el que encontramos anoche.
-El cual es un famoso sabio, que ha
corrido por toda la América, haciendo maravillosas curas... Ha
venido a visitar a su hermano... Como D. Carlos es tan buen amigo
de mi padre, le ha rogado que me examine... ¡Qué cariñoso y qué
bueno es! Primero estuvo hablando conmigo; preguntome varias cosas
y me contó otras muy chuscas y divertidas. Después díjome que me
estuviese quieto: sentí sus dedos en mis párpados... Al cabo de un
gran rato dijo unas palabras que no entendí: eran palabras de
medicina. Mi padre no me ha leído nunca nada de Medicina.
Acercáronme después a una ventana. Mientras me observaba con no sé
qué instrumento, ¡había en la sala un silencio!... El doctor dijo
después a mi padre: «Lo intentaremos». Decían otras cosas en voz
muy baja para que no pudiera yo entenderlas, y creo que también
hablaban por señas. Cuando se retiraron mi padre me dijo: «Hijo de
mi alma, no puedo ocultarte la alegría que hay dentro de mí. Ese
hombre, ese ángel de Dios, me ha dado esperanza, muy poca
esperanza; pero la esperanza parece que se agarra más, cuando más
chica es. Quiero echarla de mí diciéndome que es imposible, no, no,
casi imposible, y ella... pegada
-No, estoy aquí a tu lado.
-Como otras veces te pones a bailar desde que te digo una cosa alegre... ¿Pero hacia dónde vamos hoy?
-El día está feo. Vámonos hacia la
Trascava, que es sitio abrigado, y después bajaremos al
-Bien, como tú quieras... ¡Ay! Nela, compañera mía, si fuese verdad, si Dios quisiera tener piedad de mí y me concediera el placer de verte... Aunque sólo durara un día mi vista, aunque volviera a cegar al siguiente, ¡cuánto se lo agradecería!
La Nela no decía nada. Después de mostrar exaltada alegría, meditaba con los ojos fijos en el suelo.
-Se ven en el mundo cosas muy extrañas -añadió Pablo- y la misericordia de Dios tiene así... ciertos exabruptos, lo mismo que su cólera. Vienen de improviso, después de largos tormentos y castigos, lo mismo que aparece la ira después de felicidades que parecían seguras y eternas, ¿no te parece?
-Sí, lo que tú esperas será -dijo la Nela con aplomo.
-¿Por qué lo sabes?
-Me lo dice mi corazón.
-¡Te lo dice tu corazón! ¿Y por qué no han de ser ciertos estos avisos? -manifestó Pablo con ardor-. Sí, las almas escogidas pueden en casos dados presentir un suceso. Yo lo he observado en mí, pues como el ver no me distrae del examen de mí mismo, he notado que mi espíritu me susurraba cosas incomprensibles. Después ha venido un acontecimiento cualquiera, y he dicho con asombro: «Yo sabía algo de esto».
-A mí me pasa lo mismo -repuso la Nela-. Ayer me dijiste tú que me querías mucho. Cuando fui a mi casa, iba diciendo para mí: «Es cosa rara, pero yo sabía algo de esto».
-Es maravilloso, chiquilla mía -cómo están acordadas nuestras almas. Unidas por la voluntad, no les falta más que un lazo. Ese lazo lo tendrán si yo adquiero el precioso sentido que me falta. La idea de ver no se determina en mi pensamiento si antes no acaricio en él la idea de quererte más. La adquisición de este sentido no significa para mí otra cosa más que el don de admirar de un modo nuevo lo que ya me causa tanta admiración como amor... Pero se me figura que estás triste hoy.
-Sí que lo estoy... y si he de decirte
la
-No, no, déjalo como está. Noche y día, si Dios quiere que yo sepa al fin diferenciaros, ¡cuán feliz seré!... ¿Por qué nos detenemos?
-Estamos en un lugar peligroso. Apartémonos a un lado para tomar la vereda.
-¡Ah!, la Trascava. Este césped resbaladizo va bajando hasta perderse en la gruta. El que cae en ella no puede volver a salir. Apartémonos, Nela; no me gusta este sitio.
-Tonto, de aquí a la entrada de la cueva hay mucho que andar. ¡Y qué bonita está hoy!
La Nela, deteniéndose y deteniendo a
su compañero por el brazo, observaba la boca de la sima que se
abría en el terreno en forma parecida a la de un embudo. Finísimo
césped cubría las vertientes de aquel pequeño cráter cóncavo y
profundo. En lo más hondo, una gran peña oblonga se extendía sobre
el césped entre malezas, hinojos, zarzas, juncos y cantidad inmensa
de pintadas florecillas. Parecía una gran lengua. Junto a ella se
adivinaba, más bien que se veía, un hueco, un tragadero, oculto por
espesas yerbas, como las que tuvo
La Nela no se cansaba de mirar.
-¿Por qué dices que está bonita esa horrenda Trascava? -le preguntó su amigo.
-Porque hay en ella muchas flores. La semana pasada estaban todas secas; pero han vuelto a nacer, y está aquello que da gozo verlo. ¡Madre de Dios! Hay muchos pájaros posados allí y muchísimas mariposas que están cogiendo miel en las flores... Choto, Choto, ven aquí, no espantes a los pobres pajaritos.
El perro, que había bajado, volvió gozoso llamado por la Nela, y la pacífica república de pajarillos volvió a tomar posesión de sus estados.
-A mí me causa horror este sitio -dijo Pablo, tomando del brazo a la muchacha-. Y ahora ¿vamos hacia las minas? Sí, ya conozco este camino. Estoy en mi terreno. Por aquí vamos derechos al Barco... Choto, anda delante; no te enredes en mis piernas.
Descendían por una vereda escalonada.
Pronto llegaron a la concavidad formada por la explotación minera.
Dejando la verde zona vegetal, habían entrado bruscamente en la
zona geológica, zanja enorme, cuyas paredes, labradas por el
barreno y el pico, mostraban
¿En dónde está nuestro asiento? -preguntó el señorito de Penáguilas-. Vamos a él. Allí no nos molestará el aire.
Desde el fondo de la gran zanja
subieron un poco por escabroso sendero, abierto entre rotas
piedras, tierra y matas de hinojo, y se sentaron a la sombra de
enorme peña agrietada, que presentaba en su centro una larga
hendija.
-¡Qué bien se está aquí! -dijo Pablo-. A veces suele salir una corriente de aire por esa gruta; pero hoy no siento nada. Lo que se siente es el gorgoteo del agua allá dentro en las entrañas de la Trascava.
-Calladita está hoy -observó la Nela-. ¿Quieres echarte?
-Pues mira que has tenido una buena idea. Anoche no he dormido, pensando en lo que mi padre me dijo, en el médico, en mis ojos... Toda la noche estuve sintiendo una mano que entraba en mis ojos y abría en ellos una puerta cerrada y mohosa.
Diciendo esto sentose sobre la piedra, poniendo su cabeza sobre el regazo de la Nela.
-Aquella puerta -prosiguió- que estaba
allá en lo más íntimo de mi sentido, abriose, como te he dicho,
dando paso a una estancia donde estaba encerrada la idea que me
persigue. ¡Ay, Nela de mi corazón, chiquilla idolatrada, si Dios
quisiera darme ese don que me falta!... Con él me creería el más
feliz de los hombres, yo, que casi lo soy ya sólo con tenerte por
amiga y compañera de mi vida. Para que los dos seamos uno solo, me
falta muy
-¿No oyes? -dijo la Nela de improviso, demostrando interés por cosa muy distinta de lo que su amigo decía.
-¿Qué?
-Aquí dentro... ¡La Trascava!... está hablando.
¡Supersticiosa! El agua no habla, querida Nela. ¿Qué lenguaje ha de saber un chorro de agua? Sólo hay dos cosas que hablan, chiquilla mía; esas dos cosas son la lengua y la conciencia.
-Y la Trascava -observó la Nela, palideciendo- es un murmullo, un sí, sí, sí... A ratos oigo la voz de mi madre, que dice clarito: «Hija mía, ¡qué bien se está aquí!»
-Es tu imaginación. También la
imaginación habla; me olvidé de decirlo. La mía a veces se pone tan
parlanchina, que tengo que mandarla callar. Su voz es chillona,
atropellada, inaguantable; así como la de la conciencia
-Ahora parece que llora... Se va poquito a poco perdiendo la voz -dijo la Nela, atenta a lo que oía.
De pronto salió por la gruta una ligera ráfaga de aire.
-¿No has notado que ha echado un gran suspiro?... Ahora se vuelve a oír la voz: habla bajo, y me dice al oído muy bajito, muy bajito...
-¿Qué te dice?
-Nada -replicó bruscamente María, después de una pausa-. Tú dices que son tonterías. Tendrás razón.
-Ya te quitaré yo de la cabeza esos
pensamientos absurdos -dijo el ciego, tomándole la mano-. Hemos de
vivir juntos toda la vida. ¡Oh, Dios mío! Si no he de adquirir la
facultad de que me privaste al nacer, ¿para qué me has dado
esperanzas? Infeliz de mí si no nazco de nuevo en manos del doctor
Golfín. Porque esta será nacer otra vez. ¡Y qué nacimiento! ¡Qué
nueva vida! Chiquilla mía, juro por la idea de Dios que tengo
dentro de mí, clara, patente, inmutable, que tú y yo no nos
separaremos jamás por mi voluntad. Yo tendré ojos, Nela, tendré
ojos para poder recrearme
La Nela oprimió contra sí la hermosa cabeza del joven. Quiso hablar, pero su emoción no se lo permitía.
-Y si Dios no quiere otorgarme ese don -añadió el ciego- tampoco te separarás de mí, también serás mi mujer, a no ser que te repugne enlazarte con un ciego. No, no, chiquilla mía, no quiero imponerte un yugo tan penoso. Encontrarás hombres de mérito que te amarán y que podrán hacerte feliz. Tu extraordinaria bondad, tus nobles prendas, tu seductora belleza, que ha de cautivar los corazones y encender el más puro amor en cuantos te traten, asegúrante un porvenir risueño. Yo te juro que te querré mientras viva, ciego o con vista, y que estoy dispuesto a jurarte delante de Dios un amor grande, insaciable, eterno. ¿No me dices nada?
-Sí; que te quiero mucho, muchísimo -dijo la Nela, acercando su rostro al de su amigo-. Pero no te afanes por verme. Quizás no sea yo tan guapa como tú crees.
Diciendo esto, la Nela había rebuscado
en su faltriquera y sacado un pedazo de cristal
-Nela, sobre mi frente ha caído una gota. ¿Acaso llueve?
-Sí, niño mío, parece que llueve -dijo la Nela sollozando.
-No, es que lloras. Pues has de saber que me lo decía el corazón. Tú eres la misma bondad; tu alma y la mía están unidas por un lazo misterioso y divino: no se pueden separar, ¿verdad? Son dos partes de una misma cosa, ¿verdad?
-Verdad.
-Tus lágrimas me responden más claramente que cuanto pudieras decir. ¿No es verdad que me querrás mucho lo mismo si me dan vista que si continúo privado de ella?
-Lo mismo, sí, lo mismo -dijo la Nela con vehemencia y turbación.
-¿Y me acompañarás?...
-Siempre, siempre.
-Oye tú -exclamó el ciego con amoroso arranque- si me dan a escoger entre no ver y perderte, prefiero...
-Prefieres no ver... ¡Oh! ¡Madre de Dios divino, qué alegría tengo dentro de mí!
-Prefiero no ver con los ojos tu hermosura, porque yo la veo dentro de mí clara como la verdad que proclamo interiormente. Aquí dentro estás, y tu persona me seduce y enamora más que todas las cosas.
-Sí, sí, sí -afirmó la Nela con desvarío- yo soy hermosa, soy muy hermosa.
-Oye tú -exclamó el ciego con amoroso arranque- tengo un presentimiento... sí, un presentimiento. Dentro de mí parece que está Dios hablándome y diciéndome que tendré ojos, que te veré, que seremos felices... ¿No sientes tú lo mismo?
-Yo... El corazón me dice que me verás... pero me lo dice partiéndoseme.
-Veré tu hermosura ¡qué felicidad! -exclamó el ciego con la expresión delirante que era propia de él en ciertos momentos-. Pero si ya la veo; si la veo dentro de mí, clara como la verdad que proclamo y que me llena todo...
-Sí, sí, sí... -repitió la Nela con
desvarío,
-Bendita seas tú...
-¡Y tú! -añadió ella besándole en la frente-. ¿Tienes sueño?
-Sí, principio a tener sueño. No he dormido anoche. Estoy tan bien aquí...
-Duérmete, niño...
Principió a cantar como se canta a los niños para que se duerman. Poco después Pablo dormía. La Nela oyó de nuevo la voz de la Trascava, diciéndole:
-Hija mía... aquí, aquí.
Teodoro Golfín no se aburría en Socartes. El primer día después de su llegada pasó largas horas en el laboratorio con su hermano, y en los siguientes recorrió de un cabo a otro las minas, examinando y admirando las distintas cosas que allí había, que ya pasmaban por la grandeza de las fuerzas naturales, ya por el poder y brío del arte de los hombres. Por las noches, cuando todo callaba en el industrioso Socartes, quedando sólo en actividad los bullidores hornos, el buen doctor que era muy entusiasta músico, se deleitaba oyendo tocar el piano a su cuñada Sofía, esposa de Carlos Golfín y madre de varios chiquillos que se habían muerto.
Los dos hermanos se profesaban el más
vivo cariño. Nacidos en la clase más humilde, habían luchado solos
en edad temprana por salir
Teodoro, que era el mayor, fue médico antes que Carlos ingeniero. Ayudó a éste con todas sus fuerzas mientras el joven lo necesitara, y cuando le vio en camino, tomó el que anhelaba su corazón aventurero, yéndose a América. Allá trabajó juntamente con otros afamados médicos europeos, adquiriendo bien pronto fama y dinero. Hizo un viaje a España, tornó al Nuevo Mundo, vino más tarde para regresar al poco tiempo. En cada una de estas excursiones daba la vuelta a Europa para apropiarse los progresos de la ciencia oftálmica que cultivaba.
Era un hombre de facciones bastas,
moreno, de fisonomía tan inteligente como sensual, labios gruesos,
pelo negro y erizado, mirar centelleante, naturaleza incansable,
constitución fuerte, si bien algo gastada por el clima americano.
Su cara grande y redonda, su frente huesuda, su melena rebelde,
aunque corta, el fuego de sus ojos, sus gruesas manos,
-Nosotros -solía decir Teodoro- aunque descendemos de las yerbas del campo, que es el más bajo linaje que se conoce, nos hemos hecho árboles corpulentos... ¡Viva el trabajo y la iniciativa del hombre!...
Yo creo que los Golfines, aunque
aparentemente venimos de maragatos, tenemos sangre inglesa en
nuestras venas... Hasta nuestro apellido parece que es de pura
casta sajona. Yo lo descompondría de este modo:
En la época de esta veraz historia venía de América por la vía de New-York Liverpool, y según decía, su expatriación había cesado definitivamente; pero no le creían, por haber dicho lo mismo en otras ocasiones y haber hecho todo lo contrario.
Su hermano Carlos era un bendito,
hombre muy pacífico, estudioso, esclavo de su deber, apasionado por
la mineralogía y la metalurgia hasta poner a estas dos mancebas
cien codos más altas que su mujer. Por lo demás, ambos cónyuges
vivían en conformidad completa, o como decía Teodoro, en estado
-El matrimonio sería para mí una
Sofía era una excelente señora de
regular belleza, cada día reducida a menor expresión, por una
tendencia lamentable a la obesidad. Le habían dicho que la
atmósfera de carbón de piedra enflaquecía, y por eso había ido a
En el número de sus vehemencias, que
solían ser pasajeras, contábase una que quizás no sea tan
recomendable como aquella de socorrer a los menesterosos, y
consistía en rodearse de perros y gatos, poniendo en estos animales
un afecto que al mismo amor se parecía. Últimamente, y cuando
residía en el establecimiento de Socartes, tenía un
Los Golfines paseaban en los días buenos; en los malos tocaban el piano o cantaban, pues Sofía tenía cierto chillido que podía pasar por canto en Socartes. El ingeniero segundo tenía voz de bajo profundo, Teodoro también era bajo profundo, Carlos allá se iba; de modo que armaban una especie de coro de sacerdotes, en el cual descollaba la voz de Sofía como una sacerdotisa a quien van a llevar al sacrificio. Todas las piezas que se cantaban eran, o si no lo eran lo parecían, de sacerdotes sacrificadores y sacerdotisa sacrificada.
En los días de paseo solían merendar
en el campo. Una tarde (a últimos de Setiembre y seis días después
de la llegada de Teodoro a las minas) volvían de su excursión en el
orden siguiente: Lili, Sofía, Teodoro, Carlos. La estrechez del
sendero no les permitía caminar de dos en dos. Lili llevaba su
manta o gabancito azul con las iniciales de su ama. Sofía apoyaba
en su hombro el palo de la sombrilla, y Teodoro llevaba en la misma
postura su bastón, con el sombrero en la punta. Gustaba mucho de
pasear con la deforme cabeza al aire. Pasaban al borde de la
Trascava, cuando Lili, desviándose del sendero con la elástica
ligereza
-Deja que se lleve el demonio a Lili, mujer; él volverá. No se puede bajar, porque este césped es muy resbaladizo.
-¡Lili, Lili!...-gritaba Sofía, esperando que sus amantes ayes detendrían al animal en su camino de perdición, trayéndole al de la virtud.
Las voces más tiernas no hicieron efecto en el revoltoso ánimo de Lili, que seguía bajando. A veces miraba a su ama, y con sus expresivos ojuelos negros parecía decirle: «Señora, por el amor de Dios, no sea usted tan tonta».
Lili se detuvo en la gran peña
blanquecina, agujereada, muzgosa, que en la boca misma del abismo
estaba, como encubriéndola. Fijáronse allí todos los ojos, y al
punto observaron que se movía un objeto. Creyeron de pronto ver un
animal dañino que se ocultaba detrás de la peña, pero Sofía lanzó
un nuevo grito, el
-Si es la Nela... Nela, ¿qué haces ahí?
Al oír su nombre, la muchacha se mostró toda turbada y ruborosa.
-¿Qué haces ahí, loca? -repitió la dama-. Coge a Lili y tráemelo... ¡Válgame Dios, lo que inventa esta criatura! Miren dónde se ha ido a meter. Tú tienes la culpa de que Lili haya bajado... ¡Qué cosas le enseñas al animalito! Por tu causa es tan mal criado y tan antojadizo.
-Esa muchacha es de la piel de Barrabás -dijo D. Carlos a su hermano-. Mira dónde se ha ido a poner.
Mientras esto se decía en el borde de la Trascava, la Nela había emprendido allá abajo la persecución de Lili, el cual, más travieso y calavera en aquel día que en ningún otro de su monótona existencia, huía de las manos de la chicuela. Gritábale la dama, exhortándole a ser juicioso y formal; pero él, poniendo en olvido las más vulgares nociones del deber, empezó a dar brincos y a mirar con descaro a su ama, como diciéndole: «Señora, ¿quiere usted irse a paseo y dejarme en paz?»
Al final Lili dio con su elegante
cuerpo en medio de las zarzas que cubrían la boca de la
-¡Que se me pierde, que se me mata! -exclamó gimiendo Sofía-. Nela, Nela, si me lo sacas, te doy un perro grande; sácalo... ve con cuidado... Agárrate bien.
La Nela se deslizó intrépidamente, poniendo su pie sobre las zarzas y robustos hinojos que tapaban el abismo; y sosteniéndose con una mano en las asperezas de la peña, alargó la otra hasta pillar el rabo de Lili, con lo cual le sacó del aprieto en que estaba. Acariciando al animal, subió triunfante a los bordes del embudo.
-Tú, tú, tú tienes la culpa -díjole Sofía de mal talante, aplicándole tres suaves coscorrones- porque si no te hubieras metido allí... Ya sabes que va tras de ti donde quiera que te encuentra... ¡Qué buena pieza!
Y luego, besando al descarriado animal y administrándole dos nalgadas, después de cerciorarse de que no había padecido nada de fundamento en su estimable persona, le arregló la mantita, que se le había puesto por montera, y lo entregó a Nela, diciéndole:
-Toma, llévalo en brazos, porque
estará
Púsose de nuevo en marcha la familia, precedida por la Nela. Lili miraba a su ama por encima del hombro de la Nela, y parecía decirle: «¡Ay, señora; pero qué boba es usted!»
Teodoro Golfín no había dicho nada durante el conmovedor peligro del hermoso Lili, pero cuando se pusieron en marcha por la gran pradera, donde los tres podían ir al lado uno de otro sin molestarse, el doctor dijo a la mujer de su hermano
-Estoy pensando, querida Sofía, que ese animal te ocupa demasiado. Es verdad que un perro que cuesta doscientos duros no es un perro como otro cualquiera. Yo me pregunto por qué has empleado el tiempo y el dinero en hacerle un gabán a ese señorito canino, y no se te ha ocurrido comprarle unos zapatos a la Nela.
-¡Zapatos a la Nela! -exclamó Sofía
riendo-. Y yo pregunto: ¿para qué los quiere?... Tardaría dos días
en romperlos. Podrás reírte de mí todo lo que quieras... bien, yo
comprendo que cuidar mucho a Lili es una extravagancia... pero no
podrás acusarme de falta de caridad...
-Sí, ya sé, ya sé, querida, que has
hecho maravillas. No me cuentes otra vez lo de las funciones
dramáticas, bailes y corridas de toros organizadas por tu ingenio
para alivio de los pobres, ni lo de las rifas, que poniendo en
juego grandes sumas, han servido en primer lugar para dar de comer
a unos cuantos holgazanes, quedando sólo para los enfermos un resto
de poca monta. Todo eso sólo me prueba las singulares costumbres de
una sociedad que no sabe ser caritativa sino bailando, toreando y
jugando a la lotería... No hablemos de eso: ya conozco estas
heroicidades y las admiro: también eso tiene su mérito, y no poco.
Pero tú y tus amigas rara vez os acercáis a un pobre para saber de
su misma boca la causa de su miseria... ni para observar qué clase
de
-Ya tenemos a nuestro filósofo en campaña -dijo Sofía con mal humor-. ¿Qué sabes tú lo que yo he hecho ni lo que he dejado de hacer?
-No te enfades, querida -replicó Golfín-; todos mis argumentos van a parar a un punto, y es que debías haberle comprado zapatos a la Nela.
-Pues mira, mañana mismo se los he de comprar.
-No, porque esta misma noche se los compraré yo. No se meta usted en mis dominios, señora.
-¡Eh!... Nela -gritó Sofía, viendo que la muchacha estaba a larga distancia-. No te alejes mucho; que te vea yo para saber lo que haces.
-¡Pobre criatura! -dijo Carlos-. ¡Quién ha de decir que eso tiene diez y seis años!
-Atrasadilla está. ¡Qué desgracia!
-exclamó Sofía-. Y yo me pregunto, ¿para qué permite Dios que tales
criaturas vivan?... Y me pregunto también, ¿qué es lo que se puede
hacer por ella? Nada, nada más que darle de comer,
-Pues yo he observado en la Nela -dijo Carlos- algo de inteligencia y agudeza de ingenio bajo aquella corteza de candor y salvaje rusticidad. No, señor, la Nela no es tonta ni mucho menos. Si alguien se hubiera tomado el trabajo de enseñarle alguna cosa, habría aprendido mejor quizás que la mayoría de los chicos. ¿Qué creen ustedes? La Nela tiene imaginación; por tenerla y carecer hasta de la enseñanza más rudimentaria, es sentimental y supersticiosa.
-Eso es, se halla en la situación de los pueblos primitivos -dijo Teodoro-. Está en la época del pastoreo.
-Ayer precisamente -añadió Carlos-
pasaba yo por la Trascava y la vi en el mismo sitio donde la hemos
hallado hoy. La llamé, hícela salir, le pregunté qué hacía en aquel
sitio, y con la mayor sencillez del mundo me contestó que estaba
hablando con su madre... Tú
-Es decir, que se suicidó -dijo Sofía-. Era una mujer de mala vida y peores ideas, según he oído contar. Carlos no estaba aquí todavía; pero nos han dicho que se embriagaba como un fogonero. Y yo me pregunto: ¿Esos seres tan envilecidos que terminan una vida de crímenes con el mayor de todos, que es el suicidio, merecen la compasión del género humano? Hay cosas que horripilan; hay personas que no debieran haber nacido, no señor, y Teodoro podrá decir todas las sutilezas que quiera, pero yo me pregunto...
-No, no te preguntes nada, hermana querida -dijo vivamente Teodoro-. Yo te responderé que el suicida merece la más viva, la más cordial compasión. En cuanto a vituperio, échesele encima todo el que haya disponible, pero al mismo tiempo... bueno será indagar qué causas le llevaron a tan horrible extremo de desesperación... yo observaría si la sociedad no le ha dejado abierta, desamparándole en absoluto, la puerta de ese abismo horrendo que le llama...
-¡Desamparado de la sociedad! Hay
algunos que lo están... -dijo Sofía con impertinencia-. La sociedad
no puede amparar a todos.
-Refiérome al miserable desesperado
que reúne a todas las miserias la miseria mayor, que es la
ignorancia... El ignorante envilecido y supersticioso sólo posee
nociones vagas y absurdas de la divinidad... Lo desconocido, lejos
de detenerle, le impulsa más a cometer su crimen... Rara vez hará
beneficios la idea religiosa al que vegeta en estúpida ignorancia.
A él no se acerca amigo inteligente, ni maestro, ni sacerdote. No
se le acerca sino el juez que ha de mandarle a presidio... Es
singular el rigor con que condenáis vuestra propia obra -añadió con
vehemencia, enarbolando el palo en cuya punta tenía su sombrero-.
Estáis viendo delante de vosotros, al pie mismo de vuestras cómodas
casas, a una multitud de seres abandonados, faltos de todo lo que
es necesario a la niñez, desde los padres hasta los juguetes... les
estáis viendo, sí... nunca se os ocurre infundirles un poco de
dignidad, haciéndoles saber que son seres humanos, dándoles las
ideas de que carecen; no se os ocurre ennoblecerles, haciéndoles
pasar del bestial trabajo mecánico al trabajo de la inteligencia;
-No sé para qué están ahí los asilos de beneficencia -dijo agriamente Sofía-. Lee la estadística, Teodoro, léela, y verás el número de desdichados... Lee la estadística...
-Yo no leo la estadística, querida hermana, ni me hace falta para nada tu estadística. Buenos son los asilos; pero no, no bastan para resolver el gran problema que ofrece la orfandad. El miserable huérfano, perdido en las calles y en los campos, desamparado de todo cariño personal y amparado sólo por las corporaciones, rara vez llena el vacío que forma en su alma la carencia de familia... ¡oh!, vacío donde debían estar, y rara vez están, la nobleza, la dignidad y la estimación de sí mismo. Sobre este tema tengo una idea, es una idea mía; quizás os parezca un disparate.
-Dínosla.
-El problema de la orfandad y de la
miseria infantil no se resolverá nunca en absoluto,
-Con tu sistema -dijo Sofía- ya se arreglarían las cosas de modo que nosotros fuésemos padres de la Nela.
-¿Por qué no? -repuso Teodoro- Entonces no gastaríamos doscientos duros en comprar un perro, ni estaríamos todo el santo día haciendo mimos al señorito Lili.
-¿Y por qué han de estar exentos de esa graciosa ley los solteros ricos? ¿Por qué no han de cargar ellos también con su huérfano, como cada hijo de vecino?
-No me opongo -dijo el doctor, mirando al suelo-. ¿Pero qué es esto?... ¡sangre!
Todos miraron al suelo, donde se veían de trecho en trecho pequeñas manchas de sangre.
-¡Jesús!... -exclamó Sofía, apartando
los
-Ya se ve... Como tuvo que meterse entre las zarzas para coger a tu dichoso Lili. Nela, ven acá.
La Nela, cuyo pie derecho estaba ensangrentado, se acercó cojeando.
-Dame al pobre Lili -dijo Sofía, tomando el canino de manos de la vagabunda-. No vayas a hacerle daño. ¿Te duele mucho? ¡Pobrecita! Eso no es nada. ¡Oh, cuánta sangre!... No puedo ver eso.
Sensible y nerviosa, Sofía se volvió de espaldas, acariciando a Lili.
-A ver, a ver qué es eso -dijo Teodoro, tomando a la Nela en sus brazos y sentándola en una piedra de la cerca inmediata.
Poniéndose sus lentes, le examinó el pie.
-Es poca cosa; dos o tres rasguños... Me parece que tienes una espina dentro... ¿Te duele?... Sí, aquí está la pícara... Aguarda un momento. Sofía, echa a andar, si te molesta ver una operación quirúrgica.
Mientras Sofía daba algunos pasos para poner su precioso sistema nervioso a cubierto de toda alteración, Teodoro Golfín sacó su estuche, del estuche unas pinzas, y en un santiamén extrajo la espina.
-¡Bien por la mujer valiente! -dijo, observando la serenidad de la Nela-. Ahora vendemos el pie.
Con su pañuelo vendó el pie herido. Marianela trató de andar. Carlos le daba la mano.
-No, no; ven acá -dijo Teodoro, tomando a Marianela por los brazos.
Con rápido movimiento levantola en el aire y la sentó sobre su hombro derecho.
-Si no estás segura, agárrate a mis cabellos; son fuertes. Ahora, lleva tú el palo con el sombrero.
-¡Qué facha! -exclamó Sofía, muerta de risa al verlos venir-. Teodoro con la Nela al hombro, y luego el palo con el sombrero de Gessler...
-Aquí tienes, querida Sofía -dijo
Teodoro- un hombre que sirve para todo. Este es el resultado de
nuestra educación, ¿verdad, Carlos? Como no hemos sido criados con
mimos; como desde nuestra más tierna infancia nos acostumbramos a
la idea de que no había nadie inferior a nosotros... Los hombres
que se forman solos, como nosotros nos formamos; los que, sin ayuda
de nadie, ni más amparo que su voluntad y noble ambición, han
logrado salir triunfantes en la
-Cuéntalos, cuéntalos otra vez, Teodoro.
-No, no... todo eso debe callarse; así lo manda la modestia. Confieso que no poseo en alto grado esta virtud preciosa; yo no carezco de vanidades, y entre ellas tengo la vanidad de haber sido mendigo, de haber pedido limosna de puerta en puerta, de haber andado descalzo con mi hermanito Carlos y dormir con él en los huecos de las puertas, sin amparo, sin abrigo, sin familia. Yo no sé qué extraordinario rayo de energía y de voluntad vibró dentro de mí. Tuve una inspiración. Comprendí que delante de nuestros pasos se abrían dos sendas: la del presidio, la de la gloria. Cargué en mis hombros a mi pobre hermanito, lo mismo que hoy cargo a la Nela, y dije: «Padre nuestro que estás en los cielos, sálvanos»... Ello es que nos salvamos. Yo aprendí a leer y enseñé a leer a mi hermano. Yo serví a diversos amos, que me daban de comer y me permitían ir a la escuela. Yo guardaba mis propinas; yo compré una hucha... Yo reuní para comprar libros... Yo no sé cómo entré en los Escolapios; pero ello es que entré, mientras mi hermano se ganaba su pan haciendo recados en una tienda de ultramarinos...
-¡Qué cosas tienes! -exclamó Sofía muy
desazonada, porque no gustaba de oír aquel
-No exagero nada -dijo Teodoro, con
brío-. Señora, oiga usted y calle... Voy a poner cátedra de esto...
Oíganme todos los pobres, todos los desamparados, todos los niños
perdidos... Yo entré en los Escolapios como Dios quiso; yo aprendí
como Dios quiso... Un bendito padre diome buenos consejos y me
ayudó con sus limosnas... Sentí afición a la medicina... ¿Cómo
estudiarla sin dejar de trabajar para comer? ¡Problema terrible!...
Querido Carlos, ¿te acuerdas de cuando entramos los dos a pedir
trabajo en una barbería de la antigua calle de Cofreros?... Nunca
habíamos cogido una navaja en la mano; pero era preciso ganarse el
pan afeitando... Al principio ayudábamos... ¿te acuerdas,
Carlos?... Después empuñamos aquellos nobles instrumentos... La
flebotomía fue nuestra salvación. Yo empecé a estudiar la anatomía.
¡Ciencia admirable, divina! Tanto era el trabajo escolástico, que
tuve que abandonar la barbería de aquel famoso maestro Cayetano...
El día en que me despedí, él lloraba... Diome dos duros y su mujer
me obsequió con unos pantalones viejos de su esposo... Entré a
servir de ayuda de cámara.
-Me acuerdo -dijo Carlos con emoción-. Y gracias que encontré quien me diera casa por un pequeño servicio de llevar cuentas. Luego tuve la dicha de tropezar con aquel coronel retirado, que me enseñó las matemáticas elementales.
-Bueno: no hay guiñapo que no saquen ustedes hoy a la calle -observó Sofía.
-Mi hermano me pedía pan -añadió
Teodoro- y yo le respondía: «¿Pan has dicho?, toma matemáticas...»
Un día mi amo me dio entradas para el teatro de la Cruz; llevé a mi
hermano y nos divertimos mucho; pero Carlos
-Fue milagro de Dios que me salvara en aquel cuchitril inmundo, almacén de trapo viejo, de hierro viejo y de cuero viejo.
-Dios estaba con nosotros... bien
claro se veía... Habíase puesto de nuestra parte... ¡Oh, bien sabía
yo a quién me arrimaba! -prosiguió Teodoro, con aquella elocuencia
nerviosa, rápida, ardiente, que era tan suya como las melenas
negras y la cabeza de león-. Para que mi hermano tuviera medicinas
fue preciso que yo me quedara sin ropa. No pueden andar juntas la
farmacopea y la indumentaria. Receta tras receta, el enfermo
consumió mi capa, después mi levita... mis calzones se convirtieron
en píldoras... Pero mis amos no me abandonaban... volví a tener
ropa y mi hermano salió a la calle. El médico me dijo: «que vaya a
convalecer al campo...» Yo medité... ¿Campo dijiste? Que vaya a la
escuela de Minas. Mi hermano era gran matemático. Yo le enseñé la
química... pronto se aficionó a los pedruscos, y antes de entrar en
la escuela, ya
-Alábate, pandero -dijo Sofía riendo.
-Si hay héroes en el mundo, tú eres uno de ellos -afirmó Carlos, demostrando gran admiración por su hermano.
-Prepárese usted ahora, señor semi-Dios -dijo Sofía- a coronar todas sus hazañas haciendo un milagro, que milagro será dar la vista a un ciego de nacimiento... Mira, allí sale D. Francisco a recibirnos.
Avanzando por lo alto del cerro que limita las minas del lado de Poniente, habían llegado a Aldeacorba y a la casa del señor de Penáguilas, que echándose el chaquetón a toda prisa, salió al encuentro de sus amigos. Caía la tarde.
-Ya la están ordeñando -dijo antes de saludarles-. Supongo que todos tomarán leche. ¿Cómo va ese valor, doña Sofía?... ¿Y usted, D. Teodoro?... ¡Buena carga se ha echado a cuestas! ¿Qué tiene María Canela?... una patita mala. ¿De cuándo acá gastamos esos mimos?
Entraron todos en el patio de la casa. Oíanse los graves mugidos de las vacas que acababan de entrar en el establo, y este rumor, unido al grato aroma campesino del heno que los mozos subían al pajar, recreaba dulcemente los sentidos y el ánimo.
El médico sentó a la Nela en un banco de piedra en un banco de piedra, y ella, paralizada por el respeto, no se atrevía a hacer movimiento alguno y miraba a su bienhechor con asombro.
-¿En dónde está Pablo? -preguntó el ingeniero.
-Acaba de bajar a la huerta -replicó el señor de Penáguilas, ofreciendo una rústica silla a Sofía-. Mira, Nela, ve y acompáñale.
-No, no quiero que ande todavía -objetó Teodoro, deteniéndola-. Además va a tomar leche con nosotros.
-¿No quiere usted ver a mi hijo esta tarde? -preguntó el señor de Penáguilas.
-Con el examen de ayer me basta -replicó Golfín-. Puede hacerse la operación.
-¿Con éxito?
-¡Ah! ¡Con éxito!... eso no se puede
decir. ¡Cuán gran placer sería para mí dar la vista a quien tanto
la merece! Su hijo de usted posee una inteligencia de primer orden,
una fantasía superior, una bondad exquisita. Su absoluto
desconocimiento del mundo visible hace resaltar más aquellas
grandiosas cualidades... se nos presentan solas, admirablemente
sencillas, con todo el candor y el encanto de las grandes
creaciones de la Naturaleza, donde no ha entrado el arte de los
hombres. En él todo es idealismo, un idealismo grandioso,
enormemente bello. Es como un yacimiento colosal, como el mármol en
las canteras... No conoce la realidad... vive la vida interior, la
vida de ilusión pura... ¡Oh! ¡Si pudiéramos darle vista!... A veces
me digo: «si al darle
Sacaron los vasos de leche blanca, espumosa, tibia, rebosando de los bordes con hirviente oleada. Ofreció Penáguilas el primero a Sofía, y los caballeros se apoderaron de los otros dos. Teodoro Golfín dio el suyo a la Nela, que abrumada de vergüenza se negaba a tomarlo.
-Vamos, mujer -dijo Sofía- no seas mal criada: toma lo que te dan.
-Otro vaso para el Sr. D. Teodoro -dijo D. Francisco al criado.
Oyose enseguida el rumorcillo de los menudos chorros que salían de la estrujada ubre.
-Y tendrá la apreciación justa de todas las cosas -dijo D. Francisco, repitiendo esta frase del doctor, la cual había hecho no poca impresión en su espíritu-. Ha dicho usted, señor D. Teodoro, una cosa admirable. Y ya que de esto hablamos, quiero confiarle las inquietudes que hace días tengo. Sentareme también.
Acomodose D. Francisco en un banco que a la mano tenía. Teodoro, Carlos y Sofía se habían sentado en sillas traídas de la casa, y la Nela continuaba en el banco de piedra. La leche que acababa de tomar le había dejado un bigotillo blanco en su labio superior.
-Pues decía, Sr. D. Teodoro, que hace días me tiene inquieto el estado de exaltación en que se halla mi hijo: yo lo atribuyo a la esperanza que le hemos dado... Pero hay más, hay más. Ya sabe usted que acostumbro leerle diversos libros. Creo que ha enardecido demasiado su pensamiento con mis lecturas, y que se ha desarrollado en él una cantidad de ideas superior a la capacidad del cerebro de un hombre que no ve. No sé si me explico bien.
-Perfectamente.
-Sus cavilaciones no acaban nunca. Yo me asombro de oírle y del meollo y agudeza de sus discursos. Creo que su sabiduría está llena de mil errores por la falta de método y por el desconocimiento del mundo visible.
-No puede ser de otra manera.
-Pero lo más raro es que, arrastrado por su imaginación potente, la cual es como un Hércules atado con cadenas dentro de un calabozo y que forcejea por romper hierros y muros...
-Muy bien, muy bien dicho.
-Su imaginación, digo, no puede contenerse en la oscuridad de sus sentidos, y viene a este nuestro mundo de luz y quiere suplir con sus atrevidas creaciones la falta de sentido de la vista. Pablo posee un espíritu de indagación asombroso; pero este espíritu de investigación es un valiente pájaro con las alas rotas. Hace días que está delirante, no duerme, y su afán de saber raya en locura. Quiere que a todas horas le lea libros nuevos, y a cada pausa hace las observaciones más agudas con una mezcla de candor que me hace reír. Afirma y sostiene grandes absurdos, y vaya usted a contradecirle... Temo mucho que se me vuelva maniático; que se desquicie su cerebro... ¡Si viera usted cuán triste y caviloso se me pone a veces!... Y coge un tema, y dale que le darás, no lo suelta en una semana. Hace días que no sale de un tema tan gracioso como original. Ha dado en sostener que la Nela es bonita.
Oyéronse risas, y la Nela se quedó como púrpura.
-¡Que la Nela es bonita! -exclamó Teodoro cariñosamente-. Pues sí que lo es.
-Ya lo creo, y ahora que tiene su bigote blanco -dijo Sofía.
-Pues sí que es guapa -repitió
Teodoro, tomándole
Teodoro devolvió a Sofía su pañuelo después de afeitar a la Nela. Díjole a esta D. Francisco que fuese a acompañar al ciego, y cojeando entró en la casa.
-Y cuando le contradigo -añadió el señor de Aldeacorba- mi hijo me contesta que el don de la vista quizás altere en mí ¡qué disparate más gracioso!, la verdad de las cosas.
-No le contradiga usted y suspenda por ahora absolutamente las lecturas. Durante algunos días ha de adoptar un régimen de tranquilidad absoluta. Hay que tratar al cerebro con grandes miramientos antes de emprender una operación de esta clase.
-Si Dios quiere que mi hijo vea -dijo
el señor de Penáguilas con fervor- le tendré a usted por el más
grande, por el más benéfico de los hombres. La oscuridad de sus
ojos es la oscuridad de mi vida: esa sombra negra ha hecho tristes
mis días, entenebreciéndome el bienestar material que poseo. Soy
rico: ¿de qué me sirven mis riquezas? Nada de lo que él no pueda
ver es agradable para mí. Hace un mes he recibido la noticia de
haber heredado una gran fortuna... ya sabe usted, Sr. D. Carlos,
que mi primo Faustino ha muerto en Matamoros.
Siguió a estas palabras un largo silencio, sólo interrumpido por el cariñoso mugido de las vacas en el cercano establo.
-Para él -añadió el patriarca de
Aldeacorba con profunda tristeza- no existe el goce del trabajo,
que es el primero de todos los goces. No conociendo las bellezas de
la Naturaleza, ¿qué significan para él la amenidad del campo ni las
delicias de la agricultura? Yo no sé cómo Dios ha podido privar a
un ser humano de admirar una res gorda, un árbol cuajado de peras,
un prado verde, y de ver apilados los frutos de la tierra y de
repartir su jornal a los trabajadores y de leer en el cielo el
tiempo que ha de venir. Para él no existe más vida que una
cavilación febril. Su vida solitaria ni aun tendrá el consuelo de
la familia, porque cuando yo me muera ¿qué familia tendrá el pobre
ciego? Ni él querrá casarse, ni habrá mujer de punto que con él se
despose, a pesar de sus riquezas, ni yo le aconsejaré tampoco
Iba avanzando mansamente la noche y
los
-La felicidad de mi hermano y la mía dependen de que yo tenga un hijo que ofrecer por esposo a Florentina, que es tan guapa como la Madre de Dios, como la Virgen María Inmaculada según la pintan cuando viene el ángel a decirle: «el Señor es contigo...» Mi ciego no servirá para el caso... pero mi hijo Pablo con vista será la realidad de todos mis sueños y la bendición de Dios entrando en mi casa.
Callaron todos, hondamente impresionados por la relación tan patética como sencilla del bondadoso padre. Este llevó a sus ojos la mano basta y ruda, endurecida por el arado, y se limpió una lágrima:
-¿Qué dices tú a eso, Teodoro? -preguntó Carlos a su hermano.
-No digo más sino que he examinado a
conciencia este caso, y que no encuentro motivos suficientes para
decir: «no tiene cura», como han dicho los médicos famosos a
quienes ha consultado nuestro amigo. Yo no aseguro la
-De modo que todo queda reducido a una simple catarata congénita -dijo el patriarca con afán.
-¡Oh, no, señor; si fuera eso sólo,
seríamos felices! Bastaba decretar la cesantía de ese funcionario
que tan mal cumple su obligación... Le mandan que dé paso a la luz,
y en vez de hacerlo, se congestiona, se altera, se endurece, se
vuelve opaco como una pared. Hay algo más, Sr. D. Francisco. El
iris tiene fisura. La pupila necesita que pongamos la mano en ella.
Pero de todo eso me río yo, si cuando tome posesión de ese ojo por
tanto tiempo dormido, entro en él y encuentro la coroides y la
retina en buen estado. Si por el contrario después que aparte el
cristalino, entro con la luz en mi nuevo palacio recién
conquistado, y
-¿Valor? ¡Que si tengo valor! -exclamó don Francisco con cierto énfasis.
-Se necesita mucho valor para afrontar el caso siguiente...
-¿Cuál?
-Que su hijo de usted sufra una operación dolorosa, y después se quede tan ciego como antes... Yo dije a usted: «La imposibilidad no está demostrada, ¿hago la operación?»
-Y yo respondí, y ahora respondo: «Hágase la operación, y cúmplase la voluntad de Dios. Adelante.»
-¡Adelante! Ha pronunciado usted mi palabra.
Levantose D. Francisco y estrechó entre sus dos manos la de Teodoro, tan parecida a la zarpa de un león.
-En este clima la operación puede hacerse en los primeros días de Octubre -dijo Golfín-. Mañana fijaremos el tratamiento a que debe sujetarse el paciente... Y nos vamos, que se siente fresco en estas alturas.
Penáguilas ofreció a sus amigos casa y cena, mas no quisieron estos aceptar. Salieron todos, juntamente con la Nela, a quien Teodoro quiso llevar consigo, y también salió D. Francisco para hacerles compañía hasta el establecimiento.
Convidados del silencio y belleza de
la noche, fueron departiendo sobre cosas agradables; unas relativas
al rendimiento de las minas, otras a las cosechas del país. Cuando
los
-Choto, ¿qué sucederá?
El señor Centeno, después de recrear
su espíritu en las borrosas columnas del
Cuando la casa fue el mismo Limbo, oyose en la cocina rumorcillo como de alimañas que salen de sus agujeros para buscarse la vida. Las cestas se abrieron y Celipín oyó estas palabras:
-Celipín, esta noche sí que te traigo un buen regalo; mira.
Celipín no podía distinguir nada; pero
alargando
-Me los dio D. Teodoro -añadió la Nela- para que me comprara unos zapatos. Como yo para nada necesito zapatos, te los doy, y así pronto juntarás aquello.
-¡Córcholis!, ¡que eres más buena que María Santísima!... Ya poco me falta, Nela, y en cuanto apande media docena de reales... ya verán quién es Celipín.
-Mira, hijito, el que me ha dado ese dinero andaba por las calles pidiendo limosna cuando era niño, y después...
-¡Córcholis! ¡Quién lo había de decir!... D. Teodoro... ¡Y ahora tiene más dinero!... Dicen que lo que tiene no lo cargan seis mulas.
-Y dormía en las calles y servía de criado y no tenía calzones... en fin, que era más pobre que las ratas. Su hermano D. Carlos vivía en una casa de trapo viejo.
-¡Jesús! ¡Córcholis! Y qué cosas se ven por esas tierras... Yo también me buscaré una casa de trapo viejo.
-Y después tuvo que ser barbero para ganarse la vida y poder estudiar.
-Miá tú... yo tengo pensado irme derecho a una barbería... Yo me pinto solo para rapar... ¡Pues soy yo poco listo en gracia de Dios! Desde que yo llegue a Madrid, por un lado rapando y por otro estudiando, he de aprender en dos meses toda la ciencia. Miá tú, ahora se me ha ocurrido que debo tirar para médico... Sí, médico, que echando una mano a este pulso, otra mano al otro, se llena de dinero el bolsillo.
-D. Teodoro -dijo la Nela- tenía menos que tú, porque tú vas a tener cinco duros, y con cinco duros parece que todo se ha de venir a la mano. Aquí de los hombres guapos. Don Teodoro y D. Carlos eran como los pájaros que andan solos por el mundo. Ellos con su buen gobierno se volvieron sabios. D. Teodoro leía en los muertos y D. Carlos leía en las piedras, y así los dos aprendieron el modo de hacerse personas cabales. Por eso es D. Teodoro tan amigo de los pobres. Celipín, si me hubieras visto esta tarde cuando me llevaba al hombro... Después me dio un vaso de leche y me echaba unas miradas como las que se echan a las señoras.
-Todos los hombres listos somos de ese
modo -observó Celipín con petulancia-. Verás tú qué fino y galán
voy a ser yo cuando
-No pienses todavía en esas cosas de remontarte mucho, que eres más pelado que un huevo -le dijo ella-. Vete poquito a poquito; hoy me aprendo esto, mañana lo otro. Yo te aconsejo que antes de aprender eso de curar a los enfermos, debes aprender a escribir para que pongas una carta a tu madre pidiéndole perdón y diciéndole que te has ido de tu casa para afinarte, hacerte como D. Teodoro y ser un médico muy cabal.
-Calla, mujer... ¿Pues qué creías que
la escritura no es lo primero?... Deja tú que yo coja una pluma en
la mano y verás qué rasgueos de letras y qué perfiles finos para
arriba y para abajo, como la firma de D. Francisco Penáguilas...
¡Escribir!, a mí con esas... a los cuatro días verás qué cartas
pongo... Ya las oirás leer y verás qué concéitos los míos y qué
modo aquel de echar retólicas que os dejen bobos a todos.
¡Córcholis! Nela, tú no sabes
-Pues debe de haber muchas. Pablo Penáguilas que las sabe todas, me ha dicho que son muchas y que la vida entera de un hombre no basta para una sola.
-Ríete tú de eso... Ya me verás a mí...
-Y la más bonita de todas es la de D. Carlos... Porque mira tú que eso de coger una piedra y hacer con ella latón. Otros dicen que hacen plata y también oro. Aplícate a eso, Celipillo.
-Desengáñate, no hay saber como ese de
cogerle a uno la muñeca y mirarle la lengua, y decir al momento en
qué hueco del cuerpo tiene aposentado el maleficio... Dicen que don
Teodoro le saca un ojo a un hombre y le pone otro nuevo, con el
cual ve como si fuera ojo nacido... Miá tú que eso de ver un hombre
que se está muriendo, y con mandarle tomar,
-Bien, bien -dijo la Nela con alegría-: pero mira que has de ser buen hijo, pues si tus padres no quieren enseñarte es porque ellos no tienen talento, y pues tú lo tienes, pídele por ellos a la Santísima Virgen y no dejes de mandarles algo de lo mucho que vas a ganar.
-Eso sí lo haré. Miá tú, aunque me voy de la casa, no es que quiera mal a mis padres, y ya verás como dentro de poco tiempo ves venir un mozo de la estación cargado que se revienta con unos grandes paquetes; y ¿qué será? Pues refajos para mi madre y mis hermanas y un sombrero alto para mi padre. A ti puede que te mande también un par de pendientes.
-Muy pronto regalas -dijo la Nela sofocando la risa-. ¡Pendientes para mí!...
-Pero ahora se me está ocurriendo una
cosa. ¿Quieres que te la diga? Pues es que tú debías venir conmigo,
y siendo dos, nos ayudaríamos
-¡Qué bobo eres! Yo no sirvo para nada. Si fuera contigo sería un estorbo para ti.
-Ahora dicen que van a dar vista a don Pablo, y cuando él tenga vista nada tienes tú que hacer en Socartes. ¿Qué te parece mi idea?... ¿No respondes?
Pasó algún tiempo sin que la Nela contestara nada. Preguntó de nuevo Celipín, sin obtener respuesta.
-Duérmete, Celipín -dijo al fin la de las cestas-. Yo tengo mucho sueño.
-Como mi talento me deje dormir, a la buena de Dios.
Un minuto después se veía a sí mismo
en figura semejante a la de D. Teodoro Golfín, poniendo ojos nuevos
en órbitas viejas, claveteando piernas rotas y arrancando criaturas
a la muerte, mediante copiosas tomas de mosquitos guisados un lunes
con palos de mimbre cogidos por una doncella. Viose cubierto de
riquísimos paños, con las manos aprisionadas en guantes olorosos y
arrastrado en coche, del
La Nela cerró sus conchas para estar más sola. Sigámosla; penetremos en su pensamiento. Pero antes conviene hacer algo de historia.
Habiendo carecido absolutamente de
instrucción en su edad primera; habiendo carecido también de las
sugestiones cariñosas que enderezan el espíritu de un modo seguro
al conocimiento de ciertas verdades, habíase formado Marianela en
su imaginación poderosa un orden de ideas muy singular, una
teogonía extravagante y un modo rarísimo de apreciar las causas y
los efectos de las cosas. La idea de Teodoro Golfín era exacta al
comparar el espíritu de Nela con los pueblos primitivos. Como en
éstos, dominaba en ella el sentimiento y la fascinación de lo
maravilloso; creía en poderes sobrenaturales, distintos del único y
grandioso Dios, y veía en los objetos de la Naturaleza
A pesar de esto, la Nela no ignoraba
completamente el Evangelio. Jamás le fue bien enseñado; pero había
oído hablar de él. Veía que la gente iba a una ceremonia que
llamaban misa, tenía idea de un sacrificio sublime; mas sus
nociones no pasaban de aquí. Habíase acostumbrado a respetar, en
virtud de un sentimentalismo contagioso, al Dios crucificado; sabía
que aquello debía besarse; sabía además algunas oraciones
aprendidas de rutina; sabía que todo aquello que no se poseía debía
pedirse a Dios; pero nada más. El horrible abandono en que había
estado su inteligencia hasta el tiempo de su amistad con el
señorito de Penáguilas era causa de esto. Y la amistad con aquel
ser extraordinario, que desde su oscuridad exploraba con el
valiente ojo de su pensamiento infatigable los problemas de la
vida, había llegado tarde. En el espíritu de la Nela estaba ya
petrificado lo que podremos llamar su filosofía, hechura de ella
misma, un no sé qué de paganismo y de sentimentalismo, mezclados y
confundidos. Debemos añadir que María, a pesar de vivir tan fuera
del elemento común en que todos vivimos, mostraba casi siempre buen
sentido y sabía apreciar sesudamente
La más notable tendencia de su
espíritu era la que la impulsaba con secreta pasión a amar la
hermosura física, donde quiera que se encontrase. No hay nada más
natural, tratándose de un ser criado en soledad profunda bajo el
punto de vista de la sociedad y de la ciencia, y en comunicación
abierta y constante, en trato familiar, digámoslo así, con la
Naturaleza, poblada de bellezas imponentes o graciosas, llena de
luz y colores, de murmullos elocuentes y de formas diversas. Pero
Marianela había mezclado con su admiración el culto, y siguiendo
una ley, propia también del estado primitivo, había personificado
todas las bellezas que adoraba en una sola, ideal y con forma
humana. Esta belleza era la Virgen María, adquisición hecha por
ella en los dominios del Evangelio, que tan imperfectamente poseía.
La Virgen María no habría sido para ella el ideal más querido, si a
sus perfecciones morales no reuniera todas las hermosuras, guapezas
y donaires del orden físico, si no tuviera una cara noblemente
hechicera y seductora, un semblante humano y divino al mismo
tiempo, que a ella le parecía resumen y cifra de
La persona de Dios representábasele terrible y ceñuda, más propia para infundir respeto que cariño. Todo lo bueno venía de la Virgen María, y a la Virgen debía pedirse todo lo que han menester las criaturas. Dios reñía y ella sonreía. Dios castigaba y ella perdonaba. No es esta última idea tan rara para que llame la atención. Casi rige en absoluto a las clases menesterosas y rurales de nuestro país.
También es común en éstas, cuando se
junta un gran abandono a una gran fantasía, la fusión que hacía la
Nela entre las bellezas de la Naturaleza y aquella figura
encantadora que resume en sí casi todos los elementos estéticos de
la idea cristiana. Si a la soledad en que vivía la Nela hubieran
llegado menos nociones cristianas de las que llegaron; si su
apartamiento del foco de ideas hubiera sido absoluto, su paganismo
habría sido entonces
Esta era la Nela que se crió en Socartes, y así llegó a los quince años. Desde esta fecha su amistad con Pablo y sus frecuentes coloquios con quien poseía tantas y tan buenas nociones, modificaron algo su modo de pensar; pero la base de sus ideas no sufrió alteración. Continuaba dando a la hermosura física cierta soberanía augusta; seguía llena de supersticiones y adorando en la Santísima Virgen como un compendio de todas las bellezas naturales; haciendo de esta persona la ley moral, y rematando su sistema con las más extrañas ideas respecto a la muerte y la vida futura.
Encerrándose en sus conchas, Marianela habló así:
-Madre de Dios y mía, ¿por qué no me
hiciste hermosa? ¿Por qué cuando mi madre me tuvo no me miraste
desde arriba?... Mientras más me miro más fea me encuentro. ¿Para
qué estoy yo en el mundo?, ¿para qué sirvo?, ¿a quién puedo
interesar?, a uno solo, Señora y madre mía, a uno solo que me
quiere porque no me ve. ¿Qué será de mí cuando me vea y deje de
quererme?... porque ¿cómo es posible que me quiera viendo este
cuerpo chico, esta
Y luego, dando una vuelta en la cesta, proseguía:
-Mi corazón es todo para él. Este
cieguito que ha tenido el antojo de quererme mucho,
Y derramando lágrimas y cruzando los brazos, añadió medio vencida por el sueño:
-¡Ay! ¡Cuánto te quiero, niño de mi alma! Quiéreme mucho, a la Nela, a la pobre Nela que no es nada... Quiéreme mucho... Déjame darte un beso en tu preciosísima cabeza... pero no abras los ojos, no me mires... ciérralos, así, así.
Los pensamientos que huyen cuando somos vencidos por el sueño, suelen quedarse en acecho para volver a ocuparnos bruscamente cuando despertamos. Así ocurrió a Mariquilla, que habiéndose quedado dormida con los pensamientos más raros acerca de la Virgen María, del ciego, y de su propia fealdad, que ella deseaba ver trocada en pasmosa hermosura, con ellos mismos despertó cuando los gritos de la Señana la arrancaron de entre sus cestas. Desde que abrió los ojos, la Nela hizo su oración de costumbre a la Virgen María; pero aquel día la oración fue una retahíla compuesta de la retahíla ordinaria de las oraciones y de algunas piezas de su propia invención, resultando un discurso que si se escribiera habría de ser curioso. Entre otras cosas, la Nela dijo:
Anoche te me has aparecido en sueños, Señora, y me prometiste que hoy me consolarías. Estoy despierta y me parece que todavía te estoy mirando y que tengo delante tu cara, más linda que todas las cosas guapas y hermosas que hay en el mundo.
Al decir esto, la Nela revolvía sus ojos con desvarío en derredor de sí... Observándose a sí misma de la manera vaga que podía hacerlo, pensó de este modo: -A mí me pasa algo.
-¿Qué tienes, Nela?, ¿qué te pasa, chiquilla? -le dijo la Señana, notando que la muchacha miraba con atónitos ojos a un punto fijo del espacio-. ¿Estás viendo visiones, marmota?
La Nela no respondió porque estaba su espíritu ocupado en platicar consigo mismo, diciéndose:
-¿Qué es lo que yo tengo?... No puede ser maleficio, porque lo que tengo dentro de mí no es la figura feísima y negra del demonio malo, sino una cosa celestial, una cara, una sonrisa y un modo de mirar que, o yo estoy tonta, o son de la misma Virgen María en persona. Señora y madre mía, ¿será verdad que hoy vas a consolarme?... ¿Y cómo me vas a consolar? ¿Qué te he pedido anoche?
-¡Eh!... chiquilla -gritó la Señana
con voz
La Nela corrió. Había sentido en su espíritu un sacudimiento como el que produce la repentina invasión de una gran esperanza. Mirose en la trémula superficie del agua, y al instante sintió que su corazón se oprimía.
-Nada... -murmuró- tan feíta como siempre. La misma figura de niña con alma y años de mujer.
Después de lavarse, sobrecogiéronla las mismas extrañas sensaciones que había experimentado antes, al modo de congojas placenteras. Marianela, a pesar de su escasa experiencia, tuvo tino para clasificar aquellas sensaciones en el orden de los presentimientos.
-Pablo y yo -pensó- hemos hablado de lo que se siente cuando va a venir una cosa alegre o triste. Pablo me ha dicho también que poco antes de los temblores de tierra se siente una cosa particular, y las personas sienten una cosa particular... y los animales sienten también una cosa particular... ¿Irá a temblar la tierra?
Arrodillándose tentó el suelo.
-No sé... pero algo va a pasar. Que es
una cosa buena no puedo dudarlo... La Virgen me
Pasó por junto a las máquinas de lavado en dirección al plano inclinado y miraba con despavoridos ojos a todas partes. No veía más que las figuras de barro crudo que se agitaban con gresca infernal en medio del áspero bullicio de las cribas cilíndricas, pulverizando el agua y humedeciendo el polvo. Más adelante, cuando se vio sola, se detuvo, y poniéndose el dedo en la frente y clavando los ojos en el suelo con la vaguedad que imprime a aquel sentido la duda, se hizo esta pregunta:
-¿Pero yo estoy alegre o estoy triste?»
Miró después al cielo, admirándose de
hallarlo lo mismo que todos los días (y era aquél de los más
hermosos) y avivó el paso para llegar pronto a Aldeacorba de Suso.
En vez de seguir la cañada de las minas para subir por la escalera
de palo, se apartó de la hondonada por el regato que hay junto al
plano inclinado, con objeto de subir a las praderas y marchar
después derecha y por camino llano a Aldeacorba. Este camino era
más bonito y por eso lo prefería casi siempre. Había callejas
pobladas de graciosas y aromáticas flores, en
La Nela seguía andando despacio,
inquieta de lo que en sí misma pasaba y de la angustia deliciosa
que la embargaba. Su imaginación fecunda supo al fin hallar la
fórmula más propia para expresar aquella obsesión, y recordando
haber oído decir:
La Nela cerraba los ojos y los volvía
a abrir. Habiendo pasado junto a un bosque, dobló el ángulo del
camino para llegar a un sitio donde se extendía un gran bardo de
zarzas, las más frondosas, las más bonitas y crecidas de todo aquel
país. También se veían lozanos helechos, madreselvas, parras
vírgenes y otras
Había aparecido entre el follaje,
mostrando completamente todo su busto y cara. Era, sí, la auténtica
imagen de aquella escogida doncella de Nazareth, cuya perfección
moral han tratado de expresar por medio de la forma pictórica los
artistas de diez y ocho siglos, desde San Lucas hasta los
contemporáneos. La humanidad ha visto esta sacra persona con
distintos ojos, ora con los de Alberto Dürer
, ora con los de Rafael Sanzio, o bien con los de Van Eick
o Bartolomé Murillo. Aquella que a la Nela se apareció era
según el modo Rafaelesco, que es el más sobresaliente de todos, si
se atiende a que la perfección de la belleza humana se acerca más
que ningún otro recurso
Pasado el primer instante de estupor, lo que primero fue observado por Marianela, causándole gran confusión, fue que la bella Virgen tenía una corbata azul en su garganta, adorno que ella no había visto jamás en las Vírgenes soñadas ni en las pintadas. Inmediatamente observó también que los hombros y el pecho de la divina mujer se cubrían con un vestido, en el cual todo era semejante a los que usan las mujeres del día. Pero lo que más turbó y desconcertó a la pobre muchacha fue ver que la gentil imagen estaba cogiendo moras de zarza... y comiéndoselas.
Empezaba a hacer los juicios a que daba ocasión esta extraña conducta de la Virgen, cuando oyó una voz varonil y chillona que decía:
-¡Florentina, Florentina!
-Aquí estoy, papá; aquí estoy comiendo moras silvestres.
-¡Dale!... ¿Y qué gusto le encuentras a las moras silvestres?... ¡Caprichosa!... ¿no te he dicho que eso es más propio de los chicuelos holgazanes del campo que de una señorita criada en la buena sociedad?... criada en la buena sociedad?
La Nela vio acercarse con grave paso
al que esto decía. Era un hombre de edad madura,
-Vamos, mujer -dijo cariñosamente el señor D. Manuel Penáguilas, pues no era otro-, las personas decentes no comen moras silvestres ni dan esos brincos. ¿Ves?, te has estropeado el vestido... no lo digo por el vestido, que así como se te compró ese, se te comprará otro... dígolo porque la gente que te vea podrá creer que no tienes más ropa que la puesta.
La Nela, que comenzaba a ver claro,
observó los vestidos de la señorita de Penáguilas. Eran buenos y
ricos; pero su figura expresaba a maravilla la transición no muy
lenta del estado de aldeana al de señorita rica. Todo su atavío,
desde el calzado a la peineta, era de señorita de pueblo en día del
santo patrono titular. Mas eran tales y tan supinos los encantos
naturales de Florentina, que ningún accidente comprendido en las
convencionales reglas de la elegancia podía oscurecerlos. No
Cuando la señorita se apartaba del zarzal, D. Manuel acertó a ver a la Nela a punto que esta había caído completamente de su burro, y dirigiéndose a ella, gritó:
-¡Oh!... ¿aquí estás tú?... Mira, Florentina, esta es la Nela... recordarás que te hablé de ella. Es la que acompaña a tu primito... a tu primito. ¿Y qué tal te va por estos barrios?...
-Bien, Sr. D. Manuel. ¿Y usted, cómo está? -repuso Mariquilla, sin apartar los ojos de Florentina.
-Yo tan campante, ya ves tú. Esta es mi hija. ¿Qué te parece?
Florentina corría detrás de una mariposa.
-Hija mía, ¿a dónde vas?, ¿qué es eso?
-dijo el padre, visiblemente contrariado-. ¿Te parece bien que
corras de ese modo detrás de un insecto como los chiquillos
vagabundos?... Mucha formalidad, hija mía. Las señoritas criadas
D. Manuel tenía la costumbre de repetir la última frase de sus párrafos o discursos.
-No se enfade usted, papá -repitió la joven, regresando después de su expedición infructuosa hasta ponerse al amparo de las alas del sombrero paterno-. Ya sabe usted que me gusta mucho el campo y que me vuelvo loca cuando veo árboles, flores, praderas. Como en aquella triste tierra de Campó donde vivimos no hay nada de esto...
-¡Oh! No hables mal de Santa Irene de
Campó, una villa ilustrada, donde se encuentran hoy muchas
comodidades y una sociedad distinguida. También han llegado allá
los adelantos de la civilización... de la civilización. Andando a
mi lado juiciosamente puedes admirar la Naturaleza; yo también la
admiro sin hacer cabriolas como los volatineros. A las personas
educadas entre una sociedad escogida se las conoce sólo por el modo
de andar y por el modo de contemplar los objetos todos. Eso de
estar diciendo a cada instante: «¡ah!, ¡oh!... ¡qué bonito!...
¡Mire usted, papá!», señalando a un helecho, a un roble, a una
piedra, a un espino, a un chorro de agua, no es cosa de muy buen
gusto... Creerán que te has
-Tirando a la izquierda por detrás de aquella casa vieja -dijo la Nela- se llega muy pronto... Pero aquí viene el Sr. D. Francisco.
En efecto, apareció D. Francisco gritando:
-Que se enfría el chocolate...
-Qué quieres, hombre... Mi hija estaba tan deseosa de retozar por el campo, que no ha querido esperar, y aquí nos tienes de mata en mata como cabritillos... de mata en mata como cabritillos.
-A casa, a casa. Ven tú también, Nela, para que tomes chocolate -dijo Penáguilas, poniendo su mano sobre la cabeza de la vagabunda-. ¿Qué te parece mi sobrina?... Vaya que es guapa... Florentina, después que toméis chocolate, la Nela os llevará a pasear a entrambos, a Pablo y a ti, y verás todas las hermosuras del país, las minas, el bosque, el río...
Florentina dirigió una mirada cariñosa a la infeliz criatura, que a su lado parecía hecha expresamente por la Naturaleza para hacer resaltar más la perfección y magistral belleza de algunas de sus obras.
Al llegar a la casa esperábalos la mesa con las jícaras donde aún hervía el espeso licor guayaquileño y un montoncillo de rebanadas de pan. También estaba en expectativa la mantequilla, puesta entre hojas de helechos, sin que faltaran algunas pastas y golosinas. Los vasos transparente y fresca agua reproducían en su convexo cristal estas bellezas gastronómicas, agrandándolas.
-Hagamos algo por la vida -dijo D. Francisco, sentándose.
-Nela -indicó Pablo- tú también tomarás chocolate.
No lo había dicho, cuando Florentina
ofreció a Marianela el jicarón con todo lo demás que en la mesa
había. Resistíase a aceptar el convite; mas con tanta bondad y con
tan graciosa llaneza insistió la señorita de Penáguilas, que no
hubo más que decir. Miraba de reojo D. Manuel a su hija, cual si no
se hallara completamente satisfecho de los progresos de ella en el
arte de la buena educación, porque una de las partes principales de
esta consistía, según él, en una fina apreciación de los grados de
urbanidad con que debía obsequiarse a las diferentes personas según
su posición, no dando a ninguna ni más ni menos de lo que le
correspondía con arreglo al fuero social;
Luego que fue tomado el chocolate, don Francisco dijo:
-Váyase fuera toda la gente menuda. Hijo mío, hoy es el último día que D. Teodoro te permite salir fuera de casa. Los tres pueden ir a paseo, mientras mi hermano y yo vamos a echar un vistazo al ganado... Pájaros, a volar.
No necesitaron que se les rogara mucho. Convidados de la hermosura del día, volaron los jóvenes al campo.
Estaba la señorita de pueblo muy gozosa en medio de las risueñas praderas sin la enojosa traba de las pragmáticas sociales de su señor padre, y así, en cuanto se vio a regular distancia de la casa, empezó a correr alegremente y a suspenderse de las ramas de los árboles que a su alcance estaban, para balancearse ligeramente en ellas. Tocaba con las yemas de sus dedos las moras silvestres, y cuando las hallaba maduras cogía tres, una para cada boca.
-Esta para ti, primito -decía poniéndosela en la boca- y esta para ti, Nela. Dejaré para mí la más chica.
Al ver cruzar los pájaros a su lado no
podía resistir movimientos semejantes a una graciosa pretensión de
volar, y decía: «¿A dónde irán ahora esos bribones?» De todos los
-A la primita -dijo Pablo- le gustará ver las minas. Nela, ¿no te parece que bajemos?
-Sí, bajemos... Por aquí, señorita.
-Pero no me hagan pasar por túneles, que me da mucho miedo. Eso sí que no lo consiento -dijo Florentina, siguiéndoles-. Primo, ¿tú y la Nela paseáis mucho por aquí?... Esto es precioso. Aquí viviría yo toda mi vida... ¡Bendito sea el hombre que te va a dar la facultad de gozar de todas estas preciosidades!
-¡Dios lo quiera! Mucho más hermosas me parecerán a mí, que jamás las he visto, que a vosotras que estáis saciadas de verlas... No creas tú, Florentina, que yo no comprendo las bellezas; las siento en mí de tal modo, que casi, casi suplo con mi pensamiento la falta de la vista.
-Eso sí que es admirable... Por más que digas -replicó Florentina- siempre te resultarán algunos buenos chascos cuando abras los ojos.
-Podrá ser -dijo el ciego, que aquel día estaba muy lacónico.
La Nela no estaba lacónica sino muda.
Cuando se acercaron a la concavidad de la Terrible, Florentina admiró el espectáculo sorprendente que ofrecían las rocas cretáceas, subsistentes en medio del terreno después de arrancado el mineral. Comparolo a grandes grupos de bollos, pegados unos a otros por el azúcar; después de mirarlo mucho por segunda vez, comparolo a una gran escultura de perros y gatos que se habían quedado convertidos en piedra en el momento más crítico de una encarnizada reyerta.
-Sentémonos en esta ladera -dijo- y
veremos pasar los trenes con mineral, y además veremos esto que es
muy curioso. Aquella piedra grande que está en medio tiene su gran
boca, ¿no la ves, Nela?, y en la boca tiene un palillo de dientes;
es una planta que se ha nacido sola. Parece que se ríe mirándonos,
porque también tiene ojos; y más allá hay una con joroba, y otra
que fuma en pipa, y dos que se están tirando de los pelos, y una
que bosteza, y otra
-Todo eso que dices, primita -observó el ciego- me prueba que con los ojos se ven muchos disparates, lo cual indica que ese órgano tan precioso sirve a veces para presentar las cosas desfiguradas, cambiando los objetos de su natural forma en otra postiza y fingida; pues en lo que tienes delante de ti no hay confituras, ni gatos, ni hombres, ni palillos de dientes, ni catedrales, ni borrachos, ni cafeteras, sino simplemente rocas cretáceas y masas de tierra caliza embadurnadas con óxido de hierro. De la cosa más sencilla hacen tus ojos un berenjenal.
-Tienes razón, primo. Por eso digo yo que nuestra imaginación es la que ve y no los ojos. Sin embargo, éstos sirven para enterarnos de algunas cositas que los pobres no tienen y que nosotros podemos darles.
Diciendo esto tocaba el vestido de la Nela.
-¿Por qué esta bendita Nela no tiene un traje mejor? -añadió la señorita de Penáguilas-. Yo tengo varios y le voy a dar uno, y además otro, que será nuevo.
Avergonzada y confusa, Marianela no alzaba los ojos.
-Es cosa que no comprendo... ¡que algunos tengan tanto y otros tan poco!... Me enfado con papá cuando le oigo decir palabrotas contra los que quieren que se reparta por igual todo lo que hay en el mundo. ¿Cómo se llaman esos tipos, Pablo?
-Esos serán los socialistas, los comunistas -replicó el joven sonriendo.
-Pues esa es mi gente. Soy partidaria de que haya reparto y de que los ricos den a los pobres todo lo que tengan de sobra... ¿Por qué esta pobre huérfana ha de estar descalza y yo no?... Ni aun se debe permitir que estén desamparados los malos, cuanto más los buenos... Yo sé que la Nela es muy buena, me lo has dicho tú anoche, me lo ha dicho también tu padre... No tiene familia, no tiene quien mire por ella. ¿Cómo se consiente que haya tanta y tanta desgracia? A mí me quema el pan la boca cuando pienso que hay muchos que no lo prueban. ¡Pobre Mariquita, tan buena y tan abandonada!... ¡Es posible que hasta ahora no la haya querido nadie, ni nadie le haya dado un beso, ni nadie le haya hablado como se habla a las criaturas!... Se me parte el corazón de pensarlo.
Marianela estaba atónita y petrificada de asombro, lo mismo que en el primer instante de la aparición. Antes había visto a la Virgen Santísima, ahora la escuchaba.
-Mira tú, huerfanilla -añadió la
Inmaculada- y tú, Pablo, óyeme bien: yo quiero socorrer a la Nela,
no como se socorre a los pobres que se encuentran en un camino,
sino como se socorrería a un hermano que nos halláramos de manos a
boca... ¿No dices tú que ella ha sido tu mejor compañera, tu
lazarillo, tu guía en las tinieblas? ¿No dices que has visto con
sus ojos y has andado con sus pasos? Pues la Nela me pertenece; yo
me entiendo con ella. Yo me encargo de vestirla, de darle todo lo
que una persona necesita para vivir decentemente, y le enseñaré mil
cosas para que sea útil en una casa. Mi padre dice que quizás,
quizás me tenga que quedar a vivir aquí para siempre. Si es así, la
Nela vivirá conmigo; conmigo aprenderá a leer, a rezar, a coser, a
guisar; aprenderá tantas cosas, que será como yo misma. ¿Qué
pensáis?, pues sí, y entonces no será la Nela, sino una señorita.
En esto no me contrariará mi padre. Además, anoche me ha dicho:
«Florentinilla, quizás, quizás dentro de poco, no mandaré yo en ti;
obedecerás a otro dueño...» Sea lo que Dios quiera, tomo a
Marianela, que mientras oía tan nobles palabras había estado resistiendo con mucho trabajo los impulsos de llorar, no pudo al fin contenerlos, y después de hacer pucheros durante un minuto, rompió en lágrimas. El ciego, profundamente pensativo, callaba.
-Florentina -dijo al fin- tu lenguaje no se parece al de la mayoría de las personas. Tu bondad es enorme y entusiasta como la que ha llenado de mártires la tierra y poblado de santos el cielo.
-¡Qué exageración! -dijo Florentina riendo.
Poco después de esto la señorita se levantó para coger una flor que desde lejos había llamado su atención.
-¿Se fue? -preguntó Pablo.
-Sí -replicó la Nela, enjugando sus lágrimas.
-¿Sabes una cosa, Nela?... Se me
figura que mi prima ha de ser algo bonita. Cuando llegó anoche a
las diez... sentí hacia ella grandísima
La Nela volvió a llorar.
-¡Es como los ángeles! -exclamó entre un mar de lágrimas-. Es como si acabara de bajar del cielo. En ella cuerpo y alma son como los de la Santísima Virgen María.
-¡Oh!, no exageres -dijo Pablo con inquietud-. No puede ser tan hermosa como dices... ¿Crees que yo, sin ojos, no comprendo dónde está la hermosura y dónde no?
-No, no; no puedes comprender... ¡qué equivocado estás!
-Sí, sí... no puede ser tan hermosa -manifestó el ciego, poniéndose pálido y revelando la mayor angustia-. Nela, amiga de mi corazón; ¿no sabes lo que mi padre me ha dicho anoche?... Que si recobro la vista me casaré con Florentina.
La Nela no respondió nada. Sus lágrimas silenciosas corrían sin cesar, resbalando por su tostado rostro y goteando sobre sus manos. Pero ni aun por su amargo llanto podían conocerse las dimensiones de su dolor. Sólo ella sabía que era infinito.
-Ya sé por qué lloras tanto -dijo el
ciego estrechando las manos de su compañera-.
Florentina volvió. Hablaron algo más; pero después de lo que hemos escrito, nada de cuanto dijeron es digno de ser transmitido al lector.
En los siguientes días no pasó nada; mas vino uno en el cual ocurrió un hecho asombroso, capital, culminante. Teodoro Golfín, aquel artífice sublime en cuyas manos el cuchillo del cirujano era el cincel del genio, había emprendido la corrección de una delicada hechura de la Naturaleza. Intrépido y sereno, había entrado con su ciencia y su experiencia en el maravilloso recinto cuya construcción es compendio y abreviado resumen de la inmensa arquitectura del Universo. Era preciso hacer frente a los más grandes misterios de la vida, interrogarlos y explorar las causas que impedían a los ojos de un hombre el conocimiento de la realidad visible.
Para esto había que trabajar con ánimo
resuelto, rompiendo uno de los más delicados organismos, la córnea;
apoderarse del cristalino
Pocas palabras siguieron a esta atrevida expedición por el interior de un mundo microscópico, empresa no menos colosal que la medida de las distancias de los astros en las infinitas magnitudes del espacio. Mudos y espantados estaban los individuos de la familia que el caso presenciaban. Cuando se espera la resurrección de un muerto o la creación de un mundo no se está de otro modo. Pero Golfín no decía nada concreto, sus palabras eran:
-Contractibilidad de la pupila... retina sensible... algo de estado pigmentario... nervios llenos de vida.
Pero el fenómeno sublime, el hecho, el hecho irrecusable, la visión, ¿dónde estaba?
-A su tiempo se sabrá -dijo Teodoro, empezando la delicada operación del vendaje-. Paciencia.
Y su fisonomía de león no expresaba
desaliento ni triunfo; no daba esperanza, ni la quitaba. La ciencia
había hecho todo lo que sabía. Era un simulacro de creación, como
El paciente fue incomunicado con absoluto rigor. Sólo su padre le asistía. Ninguno de la familia podía verle.
Iba la Nela a preguntar por el enfermo cuatro o cinco veces; pero no pasaba de la portalada, aguardando allí hasta que salieran el Sr. D. Manuel, su hija o cualquiera otra persona de la casa. La señorita, después de darle prolijas noticias y de pintar la ansiedad en que estaba toda la familia, solía pasear un poco con ella. Un día quiso Florentina que Marianela le enseñara su casa, y bajaron a la morada de Centeno, cuyo interior causó no poco disgusto y repugnancia a la señorita, mayormente cuando vio las cestas que a la huérfana servían de cama.
-Pronto ha de venir la Nela a vivir conmigo -dijo Florentina, saliendo a toda prisa de aquella caverna-, y entonces tendrá una cama como la mía y vestirá y comerá lo mismo que yo.
Absorta se quedó al oír estas palabras
la señora de Centeno, así como la Mariuca y la
Cuando estuvieron solas Florentina dijo a María:
-Ruégale a Dios de día y de noche que
conceda a mi querido primo ese don que nosotros poseemos y de que
él ha carecido. ¡En qué ansiedad tan grande vivimos! Con su vista
vendrán mil felicidades y se remediarán muchos males. Yo he hecho a
la Virgen una promesa sagrada: he prometido que si da la vista a mi
primo he de recoger al pobre más pobre que encuentre, dándole todo
lo necesario para que pueda olvidar completamente su pobreza,
haciéndole enteramente igual a mí por las comodidades y el
bienestar de la vida. Para esto no basta vestir a una persona, ni
sentarla delante de una mesa donde haya sopa y carne. Es preciso
ofrecerle también aquella limosna que vale más que todos los
mendrugos y que todos los trapos imaginables, y es la
consideración, la dignidad, el nombre. Yo daré a mi pobre estas
cosas, infundiéndole el respeto y la estimación de sí mismo. Ya he
escogido a mi pobre, María; mi pobre eres tú. Con todas las voces
de mi alma le he dicho a la Santísima Virgen que si
Diciendo esto la Virgen estrechó con amor entre sus brazos la cabeza de la Nela y diole un beso en la frente.
Es absolutamente imposible describir
los sentimientos de la vagabunda en aquella culminante hora de su
vida. Un horror instintivo la alejaba de la casa de Aldeacorba,
horror con el cual se confundía la imagen de la señorita de
Penáguilas, como las figuras que se nos presentan en una pesadilla;
y al mismo tiempo sentía nacer en su alma admiración y simpatía
considerables hacia aquella misma persona... A veces creía con
pueril inocencia que era la Virgen María en esencia y presencia. De
tal modo comprendía su bondad que creía estar viendo, como el
interior de un hermoso paraíso abierto, el alma de Florentina,
llena de pureza, de amor, de bondades, de pensamientos discretos y
consoladores. La Nela tenía la rectitud suficiente para adoptar y
asimilarse al punto la idea de que no podría aborrecer a su
improvisada hermana. ¿Cómo aborrecerla, si se sentía impulsada
espontáneamente a amarla con todas las energías de su corazón? La
aversión, la repulsión eran como un sedimento que al fin de
Una mañana, cuando habían pasado ocho días después de la operación, fue a casa del ingeniero jefe, y Sofía le dijo:
-¡Albricias, Nela! ¿No sabes las noticias que corren? Hoy han levantado la venda a Pablo... Dicen que ve algo, que ya tiene vista... Ulises, el jefe de taller, lo acaba de decir... Teodoro no ha venido aún, pero Carlos ha ido allá; pronto sabremos si es verdad.
Quedose la Nela al oír esto más muerta que viva, y cruzando las manos exclamó así:
-¡Bendita sea la Virgen Santísima, que es quien lo ha hecho!... Ella, ella sola es quien lo ha hecho.
-¿Te alegras?... Ya lo creo: ahora la señorita Florentina cumplirá su promesa -dijo Sofía en tono de mofa-. Mil enhorabuenas a la señora doña Nela... Ahí tienes tú como cuando menos se piensa se acuerda Dios de los pobres. Esto es como una lotería... ¡qué premio gordo, Nelilla!... Y puede que no seas agradecida... no, no lo serás... No he conocido a ningún pobre que tenga agradecimiento. Son soberbios, y mientras más se les da, más quieren... Ya es cosa hecha que Pablo se casará con su prima: es buena pareja; los dos son guapos chicos; y ella no parece tonta... y tiene una cara preciosa, ¡qué lástima de cara y de cuerpo con aquellos vestidos tan horribles!... No, no, si necesito vestirme, no me traigan acá a la modista de Santa Irene de Campó.
Esto decía cuando entró Carlos. Su rostro resplandecía de júbilo.
-¡Triunfo completo! -gritó desde la puerta-. Después de Dios, mi hermano Teodoro.
-¿Es cierto?...
-Como la luz del día... Yo no lo creí... ¡Pero qué triunfo Sofía! ¡Qué triunfo! No hay para mí gozo mayor que ser hermano de mi hermano... Es el rey de los hombres... Si es lo que digo: después de Dios, Teodoro.
La estupenda y gratísima nueva corrió por todo Socartes. No se hablaba de otra cosa en los hornos, en los talleres, en las máquinas de lavar, en el plano inclinado, en lo profundo de las excavaciones y en lo alto de los picos, al aire libre y en las entrañas de la tierra. Añadíanse interesantes comentarios: que en Aldeacorba se creyó por un momento que don Francisco Penáguilas había perdido la razón; que D. Manuel Penáguilas pensaba celebrar el regocijado suceso dando un banquete a todos cuantos trabajaban en las minas, y finalmente, que D. Teodoro era digno de que todos los ciegos habidos y por haber le pusieran en las niñas de sus ojos.
La Nela no se atrevía a ir a la casa
de Aldeacorba. Una secreta fuerza poderosa la alejaba de ella.
Anduvo vagando todo el día
Halló una tregua a las congojosas batallas de su alma en la madre soledad, que tanto había contribuido a la formación de su carácter, y en la contemplación de las hermosuras de la Naturaleza, que siempre le facilitaba extraordinariamente la comunicación de su pensamiento con la divinidad. Las nubes del cielo y las flores de la tierra hacían en su espíritu efecto igual al que hacen en otros la pompa de los altares, la elocuencia de los oradores cristianos y las lecturas de sutiles conceptos místicos. En la soledad del campo pensaba ella y decía mentalmente mil cosas, sin sospechar que eran oraciones.
Mirando a Aldeacorba, decía:
-No volveré más allá... Ya acabó todo para mí... Ahora, ¿de qué sirvo yo?
En su rudeza pudo observar que el
conflicto en que estaba su alma provenía de no poder aborrecer a
nadie. Por el contrario, érale forzoso amar a todos, al amigo y al
enemigo,
-Mi dignidad no me permite aceptar el atroz desaire que voy a recibir. Puesto que Dios quiere que sufra esta humillación, sea; pero no he de asistir a mi destronamiento. Dios bendiga a la que por ley natural va a ocupar mi puesto; pero no tengo valor para sentarla yo misma en él.
No pudiendo expresarse así, su rudeza expresaba la misma idea de este otro modo:
-No vuelvo más a Aldeacorba... No consentiré que me vea... Huiré con Celipín, o me iré con mi madre. Ahora yo no sirvo para nada.
Pero mientras esto decía, parecíale muy desconsolador renunciar al divino amparo de aquella celestial Virgen que se le había aparecido en lo más negro de su vida extendiendo su manto para abrigarla. ¡Ver realizado lo que tantas veces había visto en sueños palpitando de gozo, y tener que renunciar a ello!... ¡Sentirse llamada por una voz cariñosa, que le ofrecía amor fraternal, hermosa vivienda, consideración, nombre, bienestar, y no poder acudir a este llamamiento, inundada de gozo, de esperanza, de gratitud!... ¡Rechazar la mano celestial que la sacaba de aquella sentina de degradación y miseria para hacer de la vagabunda una persona, y elevarla de la jerarquía de los animales domésticos a la de los seres más respetados y queridos!...
-¡Ay! -exclamó clavándose los dedos como garras en el pecho-. No puedo, no puedo... Por nada del mundo me presentaré en Aldeacorba. ¡Virgen de mi alma, ampárame... Madre mía, ven por mí!...
Al anochecer marchó a su casa. Por el camino encontró a Celipín con un palito en la mano y en la punta del palo la gorra.
-Nelilla -le dijo el chico- ¿no es verdad que así se pone el Sr. D. Teodoro? Ahora pasaba por la charca de Hinojales y me miré en el agua. ¡Córcholis!, me quedé pasmado, porque me vi con la mesma figura que D. Teodoro Golfín... Cualquier día de esta semanita nos vamos a ser médicos y hombres de provecho... Ya tengo juntado lo que quería. Verás como nadie se ríe del señor Celipín.
Tres días más estuvo la Nela fugitiva, vagando por los alrededores de las minas, siguiendo el curso del río por sus escabrosas riberas o internándose en el sosegado apartamiento del bosque de Saldeoro. Las noches pasábalas entre sus cestas sin dormir. Una noche dijo tímidamente a su compañero de vivienda:
-¿Cuándo, Celipín?
Y Celipín contestó con la gravedad de un expedicionario formal:
-Mañana.
Los dos aventureros levantáronse al
rayar el día y cada cual fue por su lado: Celipín a su trabajo, la
Nela a llevar un recado que le dio Señana para la criada del
ingeniero. Al volver encontró dentro de la casa a la señorita
Florentina que la esperaba. Quedose María al verla sobrecogida y
temerosa, porque
-Nela, querida hermana -dijo la señorita con elocuente cariño-. ¿Qué conducta es la tuya?... ¿Por qué no has parecido por allá en todos estos días?... Ven, Pablo desea verte... ¿No sabes que ya puede decir «quiero ver tal cosa»? ¿No sabes que ya mi primo no es ciego?
-Ya lo sé -dijo Nela, tomando la mano que la señorita le ofrecía y cubriéndola de besos.
-Vamos allá, vamos al momento. No hace más que preguntar por la señora Nela. Hoy es preciso que estés allí cuando D. Teodoro le levante la venda... Es la cuarta vez... El día de la primera prueba... ¡qué día!, cuando comprendimos que mi primo había nacido a la luz, casi nos morimos de gozo. La primera cara que vio fue la mía... Vamos.
María soltó la mano de la Virgen Santísima.
-¿Te has olvidado de mi promesa
sagrada -añadió ésta- o creías que era broma? ¡Ay!, todo me parece
poco para demostrar a la Madre de Dios el gran favor que nos ha
hecho... Yo quisiera que en estos días nadie estuviera triste en
todo lo que abarca el Universo;
Marianela no dijo adiós a nada, y como en la casa no estaba a la sazón ninguno de sus simpáticos habitantes, no fue preciso detenerse por ellos. Florentina salió llevando de la mano a la que sus nobles sentimientos y su cristiano fervor habían puesto a su lado en el orden de la familia, y la Nela se dejaba llevar sintiéndose incapaz de oponer resistencia. Pensaba ella que una fuerza sobrenatural le tiraba de la mano y que iba fatal y necesariamente conducida, como las almas que los brazos de un ángel trasportan al cielo.
Aquel día tomaron el camino de
Hinojales, que es el mismo donde la vagabunda vio a
-¿Por qué no has ido a casa? Mi tío decía que tienes modestia y una delicadeza natural que es lástima no haya sido cultivada. ¿Tu delicadeza te impedía venir a reclamar lo que por la misericordia de Dios habías ganado? No hay más sino que tiene razón mi tío... ¡Cómo estaba aquel día el pobre señor!... decía que ya no le importaba nada morirse... ¿Ves tú?, todavía tengo los ojos encarnados de tanto llorar. Es que anoche mi tío, mi padre y yo no dormimos; estuvimos formando proyectos de familia y haciendo castillos en el aire toda la noche... ¿Por qué callas?, ¿por qué no dices nada?... ¿No estás tú también alegre como yo?
La Nela miró a la señorita, oponiendo débil resistencia a la dulce mano que la conducía.
-Sigue... ¿qué tienes? Me miras de un modo particular, Nela.
Así era, en efecto; los ojos de la abandonada, vagando con extravío de uno en otro objeto, tenían al fijarse en la Virgen Santísima el resplandor del espanto.
-¿Por qué tiembla tu mano? -preguntó
la señorita-, ¿estás enferma? Te has puesto más pálida que una
muerta y das diente con
La Nela tiró suavemente de la mano de Florentina y soltola después, cayendo al suelo como un cuerpo que pierde súbitamente la vida. Inclinose sobre ella la señorita, y con cariñosa voz le dijo:
-¿Qué tienes?... ¿Por qué me miras así?
Clavaba la huérfana sus ojos con terrible fijeza en el rostro de la Virgen Santísima; pero no brillaban, no, con expresión de rencor, sino con una como congoja suplicante, a la manera de la postrer mirada del moribundo que con los ojos pide misericordia a la imagen de Dios, creyéndola Dios mismo.
-Señora -murmuró la Nela- yo no la aborrezco a usted, no... no la aborrezco... Al contrario, la quiero mucho, la adoro.
Diciéndolo, tomó el borde del vestido de Florentina, y llevándolo a sus secos labios lo besó ardientemente.
-¿Y quién puede creer que me aborreces? -dijo la de Penáguilas llena de confusión-. Ya sé que me quieres. Pero me das miedo... levántate.
-Yo la quiero a usted mucho, la adoro -repitió Marianela besando los pies de la señorita- pero no puedo, no puedo...
-¿Qué no puedes?... Levántate, por amor de Dios.
Florentina extendió sus brazos para levantarla; pero sin necesidad de ser sostenida, la Nela levatose de un salto, y poniéndose rápidamente a bastante distancia, exclamó bañada en lágrimas:
-No puedo, señorita mía, no puedo.
-¿Qué?... ¡por Dios y la Virgen!... ¿qué te pasa?
-No puedo ir allá.
Y señaló la casa de Aldeacorba, cuyo tejado se veía a lo lejos entre los árboles.
-¿Por qué?
-La Virgen Santísima lo sabe -replicó la Nela con cierta decisión-. Que la Virgen Santísima la bendiga a usted.
Haciendo una cruz con los dedos se los besó. Juraba. Florentina dio un paso hacia ella. María comprendiendo aquel movimiento de cariño, corrió velozmente hacia la señorita, y apoyando su cabeza en el seno de ella, murmuró entre gemidos:
-¡Por Dios!... ¡déme usted un abrazo!
Florentina la abrazó tiernamente. Entonces, apartándose con un movimiento, o mejor dicho, con un salto ligero, flexible y repentino, la mujer o niña salvaje subió a un matorral cercano. La yerba parecía que se apartaba para darle paso.
-Nela, hermana mía -gritó con angustia Florentina.
-Adiós, niña de mis ojos -dijo la Nela mirándola por última vez.
Y desapareció entre el ramaje.
Florentina
Largo rato después hallábase en el mismo sitio, con la cabeza inclinada sobre el pecho, las mejillas encendidas y los celestiales ojos mojados de llanto, cuando acertó a pasar Teodoro Golfín, que de la casa de Aldeacorba con tranquilo paso venía. Grande fue el asombro del doctor al ver a la señorita sola y con aquel interesante aparato de pena y desconsuelo, que lejos de mermar su belleza, la acrecentaba.
-¿Qué tiene la niña? -exclamó con interés muy vivo-. ¿Qué es eso, Florentina?
-Una cosa terrible, Sr. D. Teodoro -replicó la señorita de Penáguilas, secando sus lágrimas-. Estoy pensando, estoy considerando qué cosas tan malas hay en el mundo.
-¿Y cuáles son esas cosas malas, señorita?... Donde está usted, ¿puede haber alguna?
-Cosas perversas; pero entre todas hay una que es la más perversa de todas.
-¿Cuál?
-La ingratitud, Sr. Golfín.
Y mirando tras de la cerca de zarzas y helechos dijo:
-Por allí se ha escapado.
Subió a lo más elevado del terreno para alcanzar a ver más lejos.
-No la distingo por ninguna parte.
-Ni yo -exclamó riendo el médico-. El señor D. Manuel me ha dicho que se dedica usted a la caza de mariposas. Efectivamente esas pícaras son muy ingratas al no dejarse coger por usted.
-No es eso... Contaré a usted si va hacia Aldeacorba.
-No voy, sino que vengo, preciosa señorita; pero porque usted me cuente alguna cosa, cualquiera que sea, volveré con mucho gusto. Volvamos a Aldeacorba: ya soy todo oídos.
La Nela estuvo vagando sola todo el
día, y por la noche rondó la casa de Aldeacorba, acercándose a ella
todo lo que le era posible sin peligro de ser descubierta. Cuando
sentía rumor de pasos alejábase prontamente como un ladrón. Bajó a
la hondonada de la Terrible, cuyo pavoroso aspecto de cráter le
agradaba en aquella ocasión, y después de discurrir por el fondo
contemplando los gigantes de piedra que en su recinto se elevaban
como personajes congregados en un circo, trepó a uno de ellos para
descubrir las luces de Aldeacorba. Allí estaban, brillando en el
borde de la mina, sobre la oscuridad del cielo y de la tierra.
Después de mirarlas como si nunca en su vida hubiera visto luces,
salió de la Terrible y subió hacia la Trascava. Antes de llegar a
ella sintió pasos, detúvose, y al poco
-Celipe... ¿a dónde vas? -le preguntó la Nela, deteniéndole.
-Nela... ¿tú por estos barrios?... Creíamos que estabas en casa de la señorita Florentina, comiendo jamones, pavos y perdices a todas horas y bebiendo limonada con azucarillos. ¿Qué haces aquí?
-¿Y tú, a dónde vas?
-¿Ahora salimos con eso? ¿Para qué me lo preguntas si lo sabes? -replicó el chico, requiriendo el palo y el lío-. Bien sabes que voy a aprender mucho y a ganar dinero... ¿No te dije que esta noche?... pues aquí me tienes, más contento que unas Pascuas, aunque algo triste, cuando pienso lo que padre y madre van a llorar... Mira, Nela, la Virgen Santísima nos ha favorecido esta noche, porque padre y madre empezaron a roncar más pronto que otras veces, y yo, que ya tenía hecho el lío, me subí al ventanillo, y por el ventanillo me eché fuera... ¿Vienes tú o no vienes?
-Yo también voy -dijo la Nela con un movimiento repentino, asiendo el brazo del intrépido viajero.
-Tomaremos el tren, y en el tren iremos hasta donde podamos -dijo Celipín con generoso entusiasmo-. Y después pediremos limosna hasta llegar a los Madriles del Rey de España; y una vez que estemos en los Madriles del Rey de España, tú te pondrás a servir en una casa de marqueses y condeses y yo en otra, y así mientras yo estudie tú podrás aprender muchas finuras. ¡Córcholis!, de todo lo que yo vaya aprendiendo te iré enseñando a ti un poquillo, un poquillo nada más, porque las mujeres no necesitan tantas sabidurías como nosotros los señores médicos.
Antes de que Celipín acabara de hablar, los dos se habían puesto en camino, andando tan a prisa cual si estuvieran viendo ya las torres de los Madriles del Rey de España.
-Salgámonos del sendero -dijo Celipín, dando pruebas en aquella ocasión de un gran talento práctico- porque si nos ven nos echarán mano y nos darán un buen pie de paliza.
Pero la Nela soltó la mano de su compañero de aventuras, y sentándose en una piedra, murmuró tristemente:
-Yo no voy.
-Nela... ¡qué tonta eres! Tú no tienes
como yo un corazón del tamaño de esas peñas de la
-Yo... ¿para qué?
-¿No sabes que dijo D. Teodoro que los que nos criamos aquí nos volvemos piedras?... Yo no quiero ser una piedra, yo no.
-Yo... ¿para qué voy? -dijo la Nela con amargo desconsuelo-. Para ti es tiempo, para mí es tarde.
La Nela dejó caer la cabeza sobre su
pecho y por largo rato permaneció insensible a la seductora
verbosidad del futuro Hipócrates. Al ver que iba a franquear el
lindero de aquella tierra donde había vivido y donde dormía su
madre el eterno sueño, se sintió arrancada de su suelo natural. La
hermosura del país, con cuyos accidentes se sentía unida por una
especie de parentesco, la escasa felicidad que había gustado en él,
la miseria misma, el recuerdo de su amito y de las gratas horas de
paseo por el bosque y hacia la fuente de Saldeoro, los sentimientos
de admiración o de simpatía, de amor o de gratitud que habían
florecido en su alma en presencia de aquellas
-Yo no me voy -repitió.
Y Celipín hablaba, hablaba, cual si ya, subiendo milagrosamente hasta el pináculo de su carrera, perteneciese a todas las Academias creadas y por crear.
-¿Entonces vuelves a casa? -preguntole al ver que su elocuencia era tan inútil como la de aquellos centros oficiales del saber.
-No.
-¿Vas a la casa de Aldeacorba?
-Tampoco.
-Entonces ¿te vas al pueblo de la señorita Florentina?
-No, tampoco.
-Pues entonces ¡córcholis, recórcholis!, ¿a dónde vas?
La Nela no contestó nada: seguía mirando con espanto al suelo, como si en él estuvieran los pedazos de la cosa más bella y más rica del mundo, que se acababa de caer y romperse.
-Pues entonces, Nela -dijo Celipín, fatigado de sus largos discursos- yo te dejo y me voy, porque pueden descubrirme... ¿Quieres que te dé una peseta, por si se te ofrece algo esta noche?
-No, Celipín, no quiero nada... Vete, tú serás hombre de provecho... Pórtate bien y no te olvides de Socartes, ni de tus padres.
El viajero sintió una cosa impropia de varón tan formal y respetable, sintió que le venían ganas de llorar; mas sofocando aquella emoción importuna, dijo:
-¿Cómo me he de olvidar a Socartes?... Pues no faltaba más... No me olvidaré de mis padres ni de ti, que me has ayudado a esto... Adiós, Nelilla... Siento pasos.
Celipín enarboló su palo con una decisión que probaba cuán templada estaba su alma para afrontar los peligros del mundo; pero su intrepidez no tuvo objeto, porque era un perro el que venía.
-Es Choto -dijo Nela temblando.
-Agur -murmuró Celipín, poniéndose en marcha.
Desapareció entre las sombras de la noche.
La geología había perdido una piedra y la sociedad había ganado un hombre.
La Nela sintió escalofríos al verse acariciada por Choto. El generoso animal, después de saltar alrededor de ella, gruñendo con tanta expresión que faltaba muy poco para que sus gruñidos fuesen palabras, echó a correr con velocidad suma hacia Aldeacorba. Creeríase que corría tras una pieza de caza; pero al contrario de ciertos oradores, el buen Choto ladrando hablaba.
A la misma hora Teodoro Golfín salía de la casa de Penáguilas. Llegose a él Choto y le dijo atropelladamente no sabemos qué. Era como una brusca interpelación pronunciada entre los bufidos del cansancio y los ahogos del sentimiento. Golfín, que sabía muchas lenguas, era poco fuerte en la canina, y no hizo caso. Pero Choto dio unas cuarenta vueltas en torno de él, soltando de su espumante boca, unos al modo de insultos que después parecían voces cariñosas y después amenazas. Teodoro se detuvo entonces prestando atención al cuadrúpedo. Viendo Choto que se había hecho entender un poco, echó a correr en dirección contraria a la que llevaba Golfin. Este le siguió murmurando: -Pues vamos allá.
Choto regresó corriendo como para
cerciorarse de que era seguido, y después volvió a
-¿Qué quieres, Choto?
Al punto sospechó que era la Nela quien hablaba. Detuvo el paso, prestó atención colocándose a la sombra de una haya, y no tardó en descubrir una figura que, apartándose de la pared de piedra, andaba despacio. La sombra de las zarzas no permitía descubrirla bien. Despacito siguiola a bastante distancia, apartándose de la senda y andando sobre el césped para no hacer ruido. Indudablemente era ella. Conociola perfectamente cuando entró en terreno claro, donde no oscurecían el suelo árboles ni zarzas.
La Nela avanzó después más
rápidamente. Al fin corría. Golfín corrió también. Después de un
rato de esta desigual marcha, la Nela se sentó en una piedra. A sus
pies se abría el cóncavo hueco de la Trascava, sombrío y espantoso
en la oscuridad de la noche. Golfín esperó y con paso muy quedo
acercose más. Choto estaba frente a la Nela, echado sobre los
cuartos traseros, derechas las patas delanteras, y mirándola como
una esfinge. La Nela miraba hacia abajo... De pronto empezó a
descender rápidamente, más bien resbalando que corriendo. Como un
león se abalanzó Teodoro
-¡Nela! ¡Nela!
Miró y no vio nada en la negra boca. Oía, sí, los gruñidos de Choto que corría por la vertiente en derredor, describiendo espirales, cual si le arrastrara un líquido tragado por la espantosa sima. Trató de bajar Teodoro y dio algunos pasos cautelosamente. Volvió a gritar, y una voz le contestó desde abajo: -Señor...
-Sube al momento.
No recibió contestación.
-¡Que subas!
Al poco rato dibujose la figura de la vagabunda en lo más hondo que se podía ver del horrible embudo. Choto, después de husmear el tragadero de la Trascava, subía describiendo las mismas espirales. La Nela subía también, pero muy despacio. Detúvose, y entonces se oyó su voz que decía débilmente: -¿Señor?...
-Que subas te digo... ¿Qué haces ahí?
La Nela subió otro poco.
-Sube pronto... tengo que decirte una cosa.
-¿Una cosa?...
-Una cosa, sí; una cosa tengo que decirte.
La Nela subió y Teodoro no se creyó triunfante hasta que pudo asir fuertemente su mano para llevarla consigo.
Anduvieron breve rato los dos sin decir nada. Teodoro Golfín, con ser sabio, discreto y locuaz, sentíase igualmente torpe que la Nela, ignorante de suyo y muy lacónica por costumbre. Seguíale sin hacer resistencia, y él acomodaba su paso al de la mujer-niña, como hombre que lleva un chico a la escuela. En cierto paraje del camino donde había tres enormes piedras blanquecinas y carcomidas que parecían huesos de gigantescos animales, el doctor se sentó, y poniendo delante de sí en pie a la Nela, como quien va a pedir cuentas de travesuras graves, tomole ambas manos y seriamente le dijo:
-¿Qué ibas a hacer allí?
-¿Yo... dónde?
-Allí. Bien comprendes lo que quiero
decirte.
-Yo no tengo padre -replicó la Nela con ligero acento de rebeldía.
-Es verdad; pero figúrate que lo soy yo, y responde. ¿Qué ibas a hacer allí?
-Allí está mi madre -le fue respondido de una manera hosca.
-Tu madre ha muerto. ¿Tú no sabes que los que se han muerto están en el otro mundo o no están en ninguna parte?
-Está allí -afirmó la Nela con aplomo, volviendo tristemente los ojos al punto indicado.
-Y tú pensabas ir con ella, ¿no es eso?, es decir, que pensabas quitarte la vida.
-Sí, señor; eso mismo.
-¿Y tú no sabes que tu madre cometió un gran crimen al darse la muerte y que tú cometerías otro igual imitándola? ¿A ti no te han enseñado esto?
-No me acuerdo de si me han enseñado tal cosa. Si yo me quiero matar ¿quién me lo puede impedir?
-Pero tú misma, sin auxilio de nadie,
¿no comprendes que a Dios no puede agradar que nos quitemos la
vida?... ¡Pobre criatura abandonada a tus sentimientos naturales
sin
-Sí me las ha dicho; pero como ya no me las ha de decir...
-Pero como ya no te las ha de decir ¿atentas a tu vida? Dime, tonta, arrojándote a ese agujero ¿qué bien pensabas tú alcanzar?, ¿pensabas estar mejor?
-Sí, señor.
-¿Cómo?
-No sintiendo nada de lo que ahora
siento,
-Veo que eres más tonta que hecha de encargo -dijo Golfín riendo-. Ahora vas a ser franca conmigo. ¿Tú me quieres mal?
-No, señor, yo no quiero mal a nadie, y menos a usted que ha sido tan bueno conmigo y que ha dado la vista a mi amo.
-Bien: pero eso no basta: yo no sólo deseo que me quieras bien, sino que tengas confianza en mí, y me confíes tus cosillas. A ti te pasan cosillas muy curiosas, picarona, y todas me las vas a decir, todas. Verás como no te pesa; verás como soy un buen confesor.
La Nela sonrió con tristeza. Después bajó la cabeza, y doblándose sus piernas, cayó de rodillas.
-No, tonta, así estás mal. Siéntate junto a mí; ven acá -dijo Golfín cariñosamente sentándola a su lado-. Se me figura que estabas rabiando por encontrar una persona a quien poder decirle tus secretos. ¿No es verdad? ¡Y no hallabas ninguna! Efectivamente estás demasiado sola en el mundo... Vamos a ver, Nela, dime ante todo, ¿por qué... pon mucha atención... por qué se te puso en la cabeza quitarte la vida?
La Nela no contestó nada.
-Yo te conocí gozosa y al parecer satisfecha de la vida, hace algunos días. ¿Por qué de la noche a la mañana te has vuelto loca?...
-Quería ir con mi madre -repuso la Nela, después de vacilar un instante-. No quería vivir más. Yo no sirvo para nada. ¿De qué sirvo yo? ¿No vale más que me muera? Si Dios no quiere que me muera, me moriré yo misma por mi misma voluntad.
-Esa idea de que no sirves para nada
es causa de grandes desgracias para ti, ¡infeliz criatura! ¡Maldito
sea el que te la inculcó o los que te la inculcaron, porque son
muchos!... Todos son igualmente responsables del abandono, de la
soledad y de la ignorancia en que has vivido. ¡Que no sirves para
nada! ¡Sabe Dios lo que hubieras sido tú en otras manos! Eres una
personilla delicada, muy delicada, quizás de inmenso valor; pero
¡qué demonio!, pon un arpa en manos toscas... ¿qué harán?,
romperla... Porque tu constitución débil no te permita romper
piedra y arrastrar tierra como esas bestias en forma humana que se
llaman Mariuca y Pepina, ¿se ha de afirmar que no sirves para nada?
¿Acaso hemos nacido para trabajar como los animales?... ¿No tendrás
tú inteligencia, no tendrás tú sensibilidad, no tendrás mil dotes
preciosas que nadie ha sabido
La Nela, profundamente impresionada con estas palabras, que entendió por intuición, fijaba sus ojos en el rostro duro, expresivo e inteligente de Teodoro Golfín. Asombro y reconocimiento llenaban su alma.
-Pero en ti no hay un misterio solo -añadió el león negro-. Ahora se te ha presentado la ocasión más preciosa para salir de tu miserable abandono, y la has rechazado. Florentina, que es un ángel de Dios, ha querido hacer de ti una amiga y una hermana; no conozco un ejemplo de virtud y de bondad como las suyas... ¿y tú qué has hecho?... huir de ella como una salvaje... ¿Es esto ingratitud o algún otro sentimiento que no comprendemos?
-No, no, no -replicó la Nela con aflicción- yo no soy ingrata. Yo adoro a la señorita Florentina... Me parece que no es de carne y hueso como nosotros y que no merezco ni siquiera mirarla...
-Pues, hija, eso podrá ser verdad, pero tu comportamiento no quiere decir sino que eres ingrata, muy ingrata.
-No, no soy ingrata -exclamó la Nela,
ahogada por los sollozos-. Bien me lo temía
-Yo te reconciliaré con la señorita... yo, si tú no quieres verla más, me encargo de decirle y de probarle que no eres ingrata. Ahora descúbreme tu corazón y dime todo lo que sientes y la causa de tu desesperación. Por grande que sea el abandono en que una criatura viva, por grande que sean su miseria y su soledad, no se arranca la vida sino cuando hay un motivo muy poderoso para aborrecerla.
-Sí, señor, eso mismo pienso yo.
-¿Y tú la aborreces?...
Nela estuvo callada un momento. Después cruzando los brazos, dijo con vehemencia:
-No, señor, yo no la aborrezco, sino que la deseo.
-¡A buena parte ibas a buscarla!
-Yo creo que después que uno se muere tiene todo lo que aquí no puede conseguir... Si no, ¿por qué nos está llamando la muerte a todas horas? Yo tengo sueños, y soñando veo felices y contentos a todos los que se han muerto.
-¿Tú crees en lo que sueñas?
-Sí, señor. Y miro los árboles y las peñas que estoy acostumbrada a ver desde que nací, y en su cara...
-¡Hola, hola!... ¿también los árboles y las peñas tienen cara?...
-Sí, señor... Para mí todas las cosas hermosas ven y hablan... Por eso cuando todas me han dicho: «ven con nosotras; muérete y vivirás sin pena»...
¡Qué lástima de fantasía! -murmuró Golfín-. Alma enteramente pagana.
Y luego añadió en voz alta:
-Si deseas la vida, ¿por qué no aceptaste lo que Florentina te ofrecía? Vuelvo al mismo tema.
-Porque... porque... porque la señorita Florentina no me ofrecía sino la muerte -dijo la Nela con energía.
-¡Qué mal juzgas su caridad! Hay seres tan infelices que prefieren la vida vagabunda y miserable, a la dignidad que poseen las personas de un orden superior. Tú te has acostumbrado a la vida salvaje en contacto directo con la Naturaleza, y prefieres esta libertad grosera a los afectos más dulces de una familia. ¿Has sido tú feliz en esta vida?
-Empezaba a serlo...
-¿Y cuándo dejaste de serlo?
Después de larga pausa, la Nela contestó:
-Cuando usted vino.
-¡Yo!... ¿Qué males he traído?
-Ninguno: no ha traído sino grandes bienes.
-Yo he devuelto la vista a tu amo -dijo Golfín, observando con atención de fisiólogo el semblante de la Nela-. ¿No me agradeces esto?
-Mucho, sí, señor; mucho -replicó ella, fijando en el doctor sus ojos llenos de lágrimas.
Golfín sin dejar de observarla, ni perder el más ligero síntoma facial que pudiera servir para conocer los sentimientos de la mujer-niña, habló así:
-Tu amo me ha dicho que te quiere mucho. Cuando era ciego, lo mismo que después que tiene vista, no ha hecho más que preguntar por la Nela. Se conoce que para él todo el Universo está ocupado por una sola persona, la Nela; que la luz que se le ha permitido gozar no sirve para nada, si no sirve para ver a la Nela.
-¡Para ver a la Nela!, ¡pues no verá a la Nela!... ¡la Nela no se dejará ver! -exclamó ella con brío.
-¿Y por qué?
-Porque es muy fea... Se puede querer
a
-Quién sabe...
-No puede ser... No puede ser -afirmó la vagabunda con la mayor energía.
-Eso es un capricho tuyo... No puedes decir si agradas o no a tu amo mientras no lo pruebes. Yo te llevaré a la casa...
-¡No quiero, que no quiero!, gritó ella levantándose de un salto, y poniéndose frente a Teodoro, que se quedó absorto al ver su briosa apostura y el fulgor de sus ojuelos negros, señales ambas cosas de un carácter decidido.
-Tranquilízate, ven acá -le dijo con dulzura-. Hablaremos... Es verdad que no eres muy bonita... pero no es propio de una joven discreta apreciar tanto la hermosura exterior. Tienes un amor propio excesivo, mujer.
Y sin hacer caso de las observaciones del doctor, la Nela, firme en su puesto como lo estaba en su tema, pronunció solemnemente esta sentencia:
-No debe haber cosas feas... Ninguna cosa fea debe vivir.
-Pues mira, hijita, si todos los feos
tuviéramos la obligación de quitarnos de en medio,
Estas sensatas palabras o no fueron
entendidas o no fueron aceptadas por la Nela, que, ocultándose otra
vez junto a Golfín, le miraba atentamente. Sus ojos pequeñitos, que
a los
-Aquí -continuó Golfín, gozando extremadamente con aquel asunto, y dándole a pesar suyo un tono de tesis psicológica- hay una cuestión principal y es...
La Nela le había adivinado y se cubrió el rostro con las manos.
-No tiene nada de extraño; al contrario, es muy natural lo que te pasa. Tienes un temperamento sentimental, imaginativo; has llevado con tu amo la vida libre y poética de la Naturaleza siempre juntos, en inocente intimidad. Él es discreto hasta no más, y guapo como una estatua... Parece la belleza ciega hecha para recreo de los que tienen vista. Además su bondad y la grandeza de su corazón cautivan y enamoran. No es extraño que te haya cautivado a ti, que eres niña casi mujer, o una mujer que parece niña. ¿Le quieres mucho, le quieres más que a todas las cosas de este mundo?...
-Sí, sí, señor -repuso la chicuela sollozando.
-¿No puedes soportar la idea de que te deje de querer?
-No, no, señor.
-Él te ha dicho palabras amorosas y te ha hecho juramentos...
-¡Oh!, sí, sí, señor. Me dijo que yo sería su compañera por toda la vida, y yo lo creí...
-¿Por qué no ha de ser verdad?...
-Me dijo que no podría vivir sin mí, y que aunque tuviera vista me querría mucho siempre. Yo estaba contenta, y mi fealdad, mi pequeñez y mi facha ridícula no me importaban, porque él no podía verme, y allá en sus tinieblas me tenía por bonita... Pero después...
-Después... -murmuró Golfín traspasado de compasión-. Ya veo que yo tengo la culpa de todo.
-La culpa no... porque usted ha hecho
una buena obra. Usted es muy bueno... Es un bien que él haya sanado
de sus ojos... Yo me digo a mí misma que es un bien... pero después
de esto, yo debo quitarme de en medio... porque él verá a la
señorita Florentina y la comparará conmigo... y la señorita
Florentina es como los ángeles, y yo... compararme con ella es como
si un pedazo de espejo roto se comparara con el sol... ¿Para qué
sirvo yo? Yo soñé que no debía haber nacido, ¿para qué nací?...
¡Dios se equivocó!, hízome una cara fea, un cuerpecillo chico y un
corazón muy grande, ¿de qué me sirve este corazón muy grande? De
tormento
-Te atormenta con los celos, con el sentimiento de verte humillada. ¡Ay! Nela, tu soledad es grande. No puede salvarte ni el saber que no posees, ni la familia que te falta, ni el trabajo que desconoces. Dime, la protección de la señorita Florentina ¿qué sentimientos ha despertado en ti?...
-¡Miedo!... ¡vergüenza! -exclamó la Nela con temor, abriendo mucho sus ojuelos-. ¡Vivir con ellos, viéndoles a todas horas... porque se casarán, el corazón me ha dicho que se casarán; yo he soñado que se casarán!...
-Pero Florentina es muy buena, te amaría mucho...
-Yo la quiero también; pero no en
Aldeacorba -dijo la de la Canela con exaltación y desvarío-. Ha
venido a quitarme lo que es mío... porque era mío, sí, señor...
Florentina es como la Virgen María... yo le rezaría, sí, señor, le
rezaría; pero no quiero que me quite lo que es mío... y me lo
quitará, ya me lo ha quitado... ¿A dónde voy yo ahora, qué soy, ni
La Nela dio algunos pasos; pero Golfín, como fiera que echa la zarpa, la detuvo fuertemente por la muñeca. Haciendo esto observó el agitado pulso de la vagabunda.
-Ven acá -le dijo-. Desde este
momento, que quieras que no, te hago mi esclava. Eres mía y no has
de hacer sino lo que yo te mande. ¡Pobre criatura, formada de
sensibilidad ardiente, de imaginación viva, de candidez y de
superstición, eres una admirable persona nacida para todo lo bueno;
pero desvirtuada por el estado salvaje en que has vivido, por el
abandono y la falta de instrucción, pues careces hasta de la más
elemental! ¡En qué donosa sociedad vivimos, que se olvida hasta
este punto de sus deberes y deja perder de este modo un ser
preciosísimo!... Ven acá, que no has de separar de mí; te tomo, te
cazo, esa es la palabra, te cazo con trampa en medio de los
bosques, fierecita silvestre, y voy a ensayar en ti un sistema de
educación... Veremos si sé tallar este hermoso diamante... ¡Ah!,
¡cuántas cosas ignoras! Yo te descubriré un nuevo mundo en tu alma,
te haré ver mil asombrosas maravillas que hasta ahora no has
conocido, aunque de todas ellas has de tener
«Entonces serás lo que debes ser por
tu natural condición y por las cualidades que posees desde el
nacer. ¡Infeliz!, has nacido en medio de una sociedad cristiana, y
ni siquiera eres cristiana; vive tu alma en aquel estado de
naturalismo poético, sí, esa es la palabra y te la digo aunque no
la entiendas... en aquel estado en que vivieron pueblos de que
apenas
No puede afirmarse que la Nela
entendiera el anterior discurso, pronunciado por Golfín con tal
vehemencia y brío que olvidó un instante la persona con quien
hablaba. Pero la vagabunda sentía una fascinación extraña, y las
ideas de aquel hombre penetraban dulcemente
-Vamos allá -dijo este súbitamente.
La Nela tembló toda. Golfín observó el sudor de su frente, el glacial frío de sus manos, la violencia de su pulso; pero lejos de cejar en su idea por causa de esta dolencia física, afirmose más en ella, repitiendo:
-Vamos, vamos; aquí hace frío.
Tomó de la mano a la Nela. El dominio que sobre ella ejercía era ya tan grande, que la muchacha se levantó tras él y dieron juntos algunos pasos. Después la Nela se detuvo y cayó de rodillas.
-¡Oh!, señor -exclamó con espanto- no me lleve usted.
Estaba pálida y descompuesta con señales de una espantosa alteración física y moral. Golfín le tiró del brazo. El cuerpo desmayado de la vagabunda no se elevaba del suelo por su propia fuerza. Era preciso tirar de él como de un cuerpo muerto.
Hace días -dijo Golfín- que en este
mismo sitio te llevé sobre mis hombros porque
Y la levantó en sus brazos. La ardiente respiración de la mujer-niña le quemaba el rostro. Iba decadente, roja y marchita, como una planta que acaba de ser arrancada del suelo, dejando en él las raíces. Al llegar a la casa de Aldeacorba Golfín sintió que su carga se hacía menos pesada. La Nela erguía su cuello, elevaba las manos con ademán de desesperación; pero callaba.
Entró. Todo estaba en silencio. Una criada salió a recibirle, y a instancias de Teodoro condújole sin hacer ruido a la habitación de la señorita Florentina.
Hallábase esta sola, alumbrada por una luz que ya agonizaba, de rodillas en el suelo y apoyando sus brazos en el asiento de una silla, en actitud de orar devota y recogidamente. Alarmose al ver entrar a un hombre tan a deshora en su habitación, y a su fugaz alarma sucedió el asombro, observando la carga que Golfín sobre sus robustos hombros traía.
La sorpresa no permitió a la señorita de Penáguilas usar de la palabra cuando Teodoro, depositando cuidadosamente su carga sobre un sofá, le dijo:
-Aquí la traigo... ¿qué tal?, ¿soy buen cazador de mariposas?
Retrocedamos algunos días.
Cuando Teodoro Golfín levantó por
primera vez el vendaje de Pablo Penáguilas, este dio un grito de
espanto. Sus movimientos todos eran de retroceso. Extendía las
manos como para apoyarse en un punto y retroceder mejor. El espacio
iluminado era para él como un inmenso abismo en el cual se suponía
próximo a caer. El instinto de conservación obligábale a cerrar los
ojos. Excitado por Teodoro, por su padre y los demás de la casa,
que sentían la ansiedad más honda, miró de nuevo; pero el temor no
disminuía. Las imágenes entraban, digámoslo así, en su cerebro
violenta y atropelladamente con una especie de brusca embestida, de
tal modo que él creía chocar contra los objetos. Las montañas
lejanas se le figuraban hallarse al alcance de su
Teodoro Golfín observaba estos fenómenos con la más viva curiosidad, porque era aquél el segundo caso de curación de ceguera congénita que había presenciado. Los demás no se atrevían a manifestar alegría; de tal modo les confundía y pasmaba la perturbada inauguración de las funciones ópticas en el afortunado paciente. Pablo experimentaba una alegría delirante. Sus nervios y su fantasía hallábanse horriblemente excitados, por lo cual Teodoro juzgó prudente obligarle al reposo. Sonriendo le dijo:
-Por ahora ha visto usted bastante. No se pasa de la ceguera a la luz, no se entra en los soberanos dominios del sol como quien entra en un teatro. Es este un nacimiento en que hay también mucho dolor.
Más tarde el joven mostró deseos tan vehementes de volver a ejercer su nueva facultad preciosa, que Teodoro consintió en abrirle un resquicio del mundo visible.
-Mi interior -dijo Pablo, explicando
su impresión primera- está inundado de hermosura, de una hermosura
que antes no conocía. ¿Qué cosas fueron las que entraron en
Al decir esto, Golfín, descubriendo nuevamente sus ojos a la luz y auxiliándoles con anteojos hábilmente graduados, le ponía en comunicación con la belleza visible.
-¡Oh! Dios mío... ¿esto que veo es la Nela? -exclamó Pablo con entusiasta admiración.
-Es tu prima Florentina.
-¡Ah! -dijo el joven lleno de confusión-. Es mi prima... Yo no tenía idea de una hermosura semejante... Bendito sea el sentido que permite gozar de esta luz divina. Prima mía, eres como una música deliciosa, eso que veo me parece la expresión más clara de la armonía... ¿Y la Nela dónde está?
-Tiempo tendrás de verla -dijo D. Francisco lleno de gozo-. Sosiégate ahora.
-¡Florentina, Florentina! -repitió el ciego con desvarío-. ¿Qué tienes en esa cara que parece la misma idea de Dios puesta en carnes? Estás en medio de una cosa que debe de ser el sol. De tu cara salen unos como rayos... al fin puedo tener idea de cómo son los ángeles... y tu cuerpo, tus manos, tus cabellos vibran mostrándome ideas preciosísimas... ¿qué es esto?
-Principia a hacerse cargo de los colores -murmuró Golfín-. Quizás vea los objetos rodeados con los colores del iris. Aún no posee bien la adaptación a las distancias.
-Te veo dentro de mis propios ojos
-añadió Pablo-. Te fundes con todo lo que pienso, y tu persona
visible es para mí como un recuerdo. ¿Un recuerdo de qué? Yo no he
visto nada hasta ahora... ¿Habré vivido antes de esta vida? No lo
sé; pero yo tenía noticias de esos
-Aquí... en la presencia de su enfermo -dijo Teodoro presentándose-. Aquí estoy más feo que Picio... Como usted no ha visto aún leones ni perros de Terranova, no tendrá idea de mi belleza... Dicen que me parezco a aquellos nobles animales.
-Todos son buenas personas -dijo Pablo con gran candor-; pero mi prima a todos les lleva inmensa ventaja... ¿Y la Nela?, por Dios, ¿no traen a la Nela?
Dijéronle que su lazarillo no parecía por la casa, ni podían ellos ocuparse en buscarla , lo que le causó grandísima pena. Procuraron calmarle, y como era de temer un acceso de fiebre, le acostaron, incitándole a dormir. Al día siguiente era grande su postración, pero de todo triunfó su naturaleza enérgica. Pidió que le enseñaran un vaso de agua y al verlo dijo:
-Parece que estoy bebiendo el agua sólo con verla.
Del mismo modo se expresó con respecto
a otros objetos, los cuales hacían viva impresión
El tercer día le dijo Golfín:
-Ya se ha enterado usted de gran parte de las maravillas del mundo visible. Ahora es preciso que vea su propia persona.
Trajeron un espejo y Pablo se miró en él.
-Este soy yo... -dijo con loca admiración-. Trabajo me cuesta el creerlo... ¿Y cómo estoy dentro de esta agua dura y quieta? ¡Qué cosa tan admirable es el vidrio! Parece mentira que los hombres hayan hecho esta atmósfera de piedra... Por vida mía que no soy feo... ¿no es verdad, prima? ¿Y tú, cuando te miras aquí, sales tan guapa como eres? No puede ser. Mírate en el cielo trasparente y allí verás tu imagen. Creerás que ves a los ángeles cuando te veas a ti misma.
A solas con Florentina, y cuando esta le prodigaba a prima noche las atenciones y cuidados que exige un enfermo, Pablo le decía:
-Prima mía, mi padre me ha leído aquel
pasaje de nuestra historia, cuando un hombre llamado Cristóbal
Colón descubrió el Mundo
Después cayó en profunda meditación, y al cabo de ella preguntó:
-¿En dónde está la Nela?
-No sé qué le pasa a esa pobre muchacha -dijo Florentina-. No quiere verte sin duda.
-Es vergonzosa y muy modesta -replicó Pablo-. Teme molestar a los de casa. Florentina, en confianza te diré que la quiero mucho. Tú la querrás mucho también. Deseo ardientemente ver a esa buena compañera y amiga mía.
-Yo misma iré a buscarla mañana.
-Sí, sí... pero no estés mucho tiempo
fuera. Cuando no te veo, estoy muy solo... Me he acostumbrado a
verte, y estos tres días me
-¡Qué tontería! -dijo la señorita ruborizándose-. Hay otras mucho más guapas que yo...
-No, no, todos dicen que no -afirmó Pablo con vehemencia, y dirigía su cara vendada hacia la primita, como si al través de tantos obstáculos quisiera verla aún-. Antes me decían eso y yo no lo quería creer; pero después que tengo conciencia del mundo visible y de la belleza real, lo creo, sí, lo creo. Eres un tipo perfecto de hermosura; no hay más allá, no puede haberlo... Dame tu mano. El primo estrechó ardientemente entre sus manos la de la señorita.
-Ahora me río yo -añadió él- de mi ridícula vanidad de ciego, de mi necio empeño de apreciar sin vista el aspecto de las cosas... Creo que toda la vida me durará el asombro que me produjo la realidad... ¡La realidad! El que no la posee es un idiota... Florentina, yo era un idiota.
-No, primo; siempre fuiste y eres muy
discreto... Pero no excites ahora tu imaginación... Pronto será
hora de dormir. D. Teodoro
-¿Es ya de noche?
-Sí, es de noche.
-Pues sea de noche o de día, yo quiero hablar -afirmó Pablo, inquieto en su lecho, sobre el cual reposaba vestido y muy excitado-. Con una condición me callo, y es que no te vayas de mi lado y de tiempo en tiempo des una palmada en la cama, para saber yo que estás ahí.
-Bueno, así lo haré, y ahí va la primer fe de vida -dijo Florentina, dando una palmada en la cama.
-Cuando te siento reír, parece que respiro un ambiente fresco y perfumado, y todos mis sentidos antiguos se ponen a reproducirme tu persona de distintos modos. El recuerdo de tu imagen subsiste en mí de tal manera que vendado te estoy viendo lo mismo.
-¿Vuelve la charla?... Que llamo a D. Teodoro -dijo la señorita jovialmente.
-No... estate quieta. Si no puedo
callar... si callara, todo lo que pienso, todo lo que siento y lo
que veo aquí dentro de mi cerebro me atormentaría
más... ¡Y quieres tú que duerma!... ¡Dormir! Si te tengo
aquí dentro,
-Yo misma iré a buscarla mañana... Vaya, se acabó la conversación. Calladito, o me marcho.
-Quédate... Hablaré conmigo mismo... Ahora voy a repetir las cosas que te dije anoche, cuando hablábamos solos los dos... voy a recordar lo que tú me dijiste...
-¿Yo?
-Es decir, las cosas que yo me figuraba oír de tu boca... Silencio, señorita de Penáguilas... yo me entiendo solo con mi imaginación.
Al día siguiente cuando Florentina se presentó delante de su primo, le dijo:
-Traía a Mariquilla y se me escapó. ¡Qué ingratitud!
-¿Y no la has buscado?
-¿Dónde?... ¡Huyó de mí! Esta tarde saldré otra vez y la buscaré hasta que la encuentre.
-No, no salgas -dijo Pablo vivamente-. Ella parecerá, ella vendrá sola.
-Parece loca.
-¿Sabe que tengo vista?
-Yo misma se lo he dicho. Pero sin duda ha perdido el juicio. Dice que yo soy la Santísima Virgen y me besa el vestido.
-Es que le produces a ella el mismo efecto que a todos. La Nela es tan buena... ¡Pobre muchacha! Es preciso protegerla, Florentina, protegerla, ¿no te parece?
-Es una ingrata -dijo Florentina con tristeza.
-¡Ah!, no lo creas. La Nela no puede ser ingrata. Es muy buena... yo la aprecio mucho... Es preciso que me la busquen y me la traigan aquí.
-Yo iré.
-No, no, tú no -dijo prontamente Pablo, tomando la mano de su prima-. La obligación de usted, señorita sin juicio, es acompañarme. Si no viene pronto el señor Golfín a levantarme la venda y ponerme los vidrios, yo me la levantaré solo. Desde ayer no te veo, y esto no se puede sufrir, no, no se puede sufrir... ¿Ha venido D. Teodoro?
-Abajo está con tu padre y el mío. Pronto subirá. Ten paciencia; pareces un chiquillo de escuela.
Pablo se incorporó con desvarío.
-¡Luz, luz!... Es una iniquidad que le
tengan
Subió Teodoro y le abrió las puertas de la realidad, inundando de gozo su alma. Después pasó el día tranquilo, hablando de cosas diversas. Hasta la noche no volvió a fijar la atención en un punto de su vida, que parecía alejarse y disminuir y borrarse, como las naves que en un día sereno se pierden en el horizonte. Como quien recuerda un hecho muy antiguo, Pablo dijo:
-¿No ha parecido la Nela?
Díjole Florentina que no, y hablaron de otra cosa.
Aquella noche sintió Pablo a deshora
ruido de voces en la casa. Creyó oír la voz de Teodoro Golfín, la
de Florentina y la de su padre. Después se durmió tranquilamente,
siguiendo durante su sueño atormentado por las imágenes de todo lo
que había visto y por
La habitación destinada a Florentina
en Aldeacorba era la más alegre de la casa. Nadie había vivido en
ella desde la muerte de la señora de Penáguilas; pero D. Francisco,
creyendo a su sobrina digna de alojarse allí, arregló la estancia
con pulcritud y ciertos primores elegantes que no se conocían en
vida de su esposa. Daba el balcón al Mediodía y a la huerta, por lo
cual la estancia hallábase diariamente inundada de gratos olores y
de luz, y alegrada por el armonioso charlar de los pájaros.
Florentina, en los pocos días de su residencia allí, había dado a
la habitación el molde, digámoslo así, de su persona. Diversas
cosas y partes de aquella daban a entender la clase de mujer que
allí vivía, así como el nido da a conocer el ave. Si hay personas
que de un palacio hacen un infierno, hay otras que para
Era aquel día tempestuoso (y decimos aquel día, porque no sabemos qué día era: sólo sabemos que era un día). Había llovido toda la mañana. Después había aclarado el cielo, y por último, sobre la atmósfera húmeda y blanca apareció majestuoso un arco iris. El inmenso arco apoyaba uno de sus pies en los cerros de Ficóbriga, junto al mar, y el otro en el bosque de Saldeoro. Soberanamente hermoso en su sencillez, era tal que a nada puede compararse, como no sea a la representación absoluta y esencial de la forma. Es un arco iris como el resumen, o mejor dicho, principio y fin de todo lo visible.
En la habitación estaba Florentina, no
ensartando perlas ni bordando rasos con menudos hilos de oro, sino
cortando un vestido con patrones hechos de
-Por Dios, Florentinilla, parece que ya no hay modistas en el mundo. No sé qué me da de ver a una señorita de buena sociedad arrastrándose por esos suelos de Dios con tijeras en la mano... Eso no está bien. No me agrada que trabajes para vestirte a ti misma, ¿y me ha de agradar que trabajes para las demás?... ¿para qué sirven las modistas?... ¿para qué sirven las modistas, eh?
-Esto lo haría cualquier modista mejor que yo -repuso Florentina riendo- pero entonces no lo haría yo, señor papá; y precisamente quiero hacerlo yo misma.
Después Florentina se quedó sola, no,
no se quedó sola, porque en el testero principal de la alcoba,
entre la cama y el ropero, había un sofá de forma antigua, y sobre
el sofá dos mantas una sobre otra. En uno de los extremos asomaba
entre almohadas una cabeza reclinada con abandono. Era un semblante
Golfín se dirigió al sofá, y aproximando su cara observó la de la Nela.
-Parece que su sueño es ahora más tranquilo -dijo-. No hagamos ruido.
-¿Qué le parece a usted mi hija? -dijo don Manuel riendo-. ¿No ve usted las tareas que se da?... Sea usted imparcial, Sr. D. Teodoro, ¿no hay motivos para que me incomode? Francamente, cuando no hay necesidad de tomarse una molestia, ¿por qué se ha de tomar? Muy enhorabuena que mi hija dé al prójimo todo lo que yo le señalo para que lo gaste en alfileres; pero esto, esta manía de ocuparse ella misma en bajos menesteres... en bajos menesteres...
-Déjela usted -replicó Golfín, contemplando a la señorita de Penáguilas con cierto arrobamiento-. Cada uno, Sr. D. Manuel, tiene su modo especial de gastar alfileres.
-No me opongo yo a que en sus
caridades llegue hasta el despilfarro, hasta la bancarrota
Detúvose ante la Nela para obsequiarla con sus miradas.
-¿No habría sido más razonable
-añadió- que en vez de meternos en la casa a esta pobre muchacha,
hubiera organizado mi hijita una de esas útiles solemnidades que se
estilan en la corte, y en las cuales sabe mostrar sus buenos
sentimientos lo más selecto de la sociedad? ¿Por qué no te ocurrió
celebrar una rifa? Entre los amigos hubiéramos colocado todos los
billetes reuniendo una buena suma que podrías destinar a los asilos
de Beneficencia. Podías haber formado una sociedad con todo el
señorío de Villamojada y su término, o con todo el señorío de Santa
Irene de Campó, y celebrar juntas y reunir mucho dinero... ¿Qué
tal? También pudiste idear una corrida de toretes. Yo me hubiera
encargado de lo tocante al ganado y lidiadores... ¡Oh! Anoche hemos
estado hablando acerca de esto la señora doña Sofía y yo...
Aprende, aprende de esa señora.
Florentina se reía, y no hallando mejor contestación que repetir una frase de Teodoro Golfín, dijo a su padre:
-Cada uno tiene su modo de gastar alfileres.
-Señor D. Teodoro -indicó con desabrimiento D. Manuel- convenga usted en que no hay otra como mi hija.
-Sí, en efecto -manifestó Teodoro con intención profunda, contemplando a la joven- no hay otra como Florentina.
-Con todos sus defectos -dijo el padre acariciando a la señorita- la quiero más que a mi vida. Esta pícara vale más oro que pesa... Vamos a ver ¿qué te gusta más, Aldeacorba de Suso o Santa Irene de Campó?
-No me disgusta Aldeacorba.
-¡Ah!, picarona... ya veo el rumbo que tomas... Bien, me parece bien. ¿Saben ustedes que a estas horas mi hermano le está echando un sermón a su hijo? Cosas de familia: de esto ha de salir algo bueno. Mire usted, D. Teodoro, cómo se pone mi hija; ya tiene en su cara todas las rosas de Mayo. Voy a ver lo que dice mi hermano... a ver lo que dice mi hermano.
Retirose el buen hombre. Teodoro se acercó a la Nela para observarla de nuevo.
-¿Ha dormido anoche? -preguntó a Florentina.
-Poco. Toda la noche la oí suspirar y llorar. Esta noche tendrá una buena cama, que he mandado traer de Villamojada. La pondré en ese cuartito que está junto al mío.
-¡Pobre Nela! -exclamó el médico-. No
puede usted figurarse el interés que siento por esta infeliz
criatura. Alguien se reirá de esto; pero no somos de piedra. Lo que
hagamos para enaltecer a este pobre ser y mejorar su condición,
entiéndase hecho en pro de una parte no pequeña del género humano.
Como la Nela hay muchos miles de seres en el mundo. ¿Quién los
conoce?, ¿dónde están? Están perdidos en los desiertos sociales...
que también hay desiertos sociales; están en lo más oscuro de las
Florentina, vivamente impresionada, parecía haber comprendido las observaciones de Golfín.
-Aquí la tiene usted -añadió este-.
Posee una fantasía preciosa, sensibilidad viva; sabe amar con
ternura y pasión; tiene su alma aptitud maravillosa para todo
aquello que del alma depende; pero al mismo tiempo está llena de
las supersticiones más groseras; sus ideas religiosas son vagas,
monstruosas, equivocadas; sus ideas morales no tienen más guía que
el sentido natural. No tiene más educación que la que ella misma se
ha dado, como
«Su espíritu da a la forma, a la belleza una preferencia sistemática. Todo su ser, sus afectos todos giran en derredor de esta idea. Las preeminencias y las altas dotes del espíritu son para ella una región confusa, una tierra apenas descubierta, de la cual no se tienen sino noticias vagas por algún viajero náufrago. La gran conquista evangélica, que es una de las más gloriosas que ha hecho nuestro espíritu, apenas llega a sus oídos como un rumor... es como una sospecha semejante a la que los pueblos asiáticos tienen del saber europeo, y si no me entiende usted bien, querida Florentina, más adelante se lo explicaré mejor...
»Pero ella está hecha para realizar en
poco tiempo grandes progresos y ponerse al nivel
Florentina, a pesar de no ser
sabihonda, algo creyó entender de lo que en su original estilo
había dicho Golfín. También ella iba a hacer sus observaciones
sobre aquel tema; pero
-¿Nos tienes miedo? -le dijo Florentina dulcemente.
-No señora, miedo no -balbució la Nela-. Usted es muy buena. El Sr. D. Teodoro también.
-¿No estás contenta aquí? ¿Qué temes?
Golfín le tomó una mano.
-Háblanos con franqueza -le dijo- ¿a cuál de los dos quieres más, a Florentina o a mí?
La Nela no contestó. Florentina y Golfín sonreían; pero ella guardaba una seriedad taciturna.
-Oye una cosa, tontuela -prosiguió el médico-. Ahora has de vivir con uno de nosotros. Florentina se queda aquí, yo me marcho. Decídete por uno de los dos. ¿A cuál escoges?
Marianela dirigió sus miradas de uno a otro semblante, sin dar contestación categórica. Por último se detuvieron en el rostro de Golfín.
-Se me figura que soy yo el preferido... Es una injusticia, Nela; Florentina se va a enojar.
La pobre enferma sonrió entonces, y
extendiendo
-No quiero que se enoje.
Al decir esto, María se quedó lívida; alargó su cuello, sus ojos se desencajaron. Su oído prestaba atención a un rumor terrible. Había sentido pasos.
-¡Viene! -exclamó Golfín, participando del terror de su enferma.
-Es él -dijo Florentina, apartándose del sofá y corriendo hacia la puerta.
Era él. Pablo había empujado la puerta y entraba despacio, marchando en dirección recta, por la costumbre adquirida durante su larga ceguera. Venía riendo, y sus ojos, libres de la venda que él mismo se había levantado, miraban hacia adelante. No habiéndose familiarizado aún con los movimientos de rotación del ojo, apenas percibía las imágenes laterales. Podría decirse de él, como de muchos que nunca fueron ciegos de los ojos, que sólo veía lo que tenía delante.
-Primita -dijo avanzando hacia ella-. ¿Cómo no has ido a verme hoy?, yo vengo a buscarte. Tu papá me ha dicho que estás haciendo trajes para los pobres. Por eso te perdono.
Florentina no supo qué contestar.
Estaba
-Primito- dijo contrayendo ligeramente el hermoso entrecejo- D. Teodoro no te ha dado todavía permiso para quitarte hoy la venda. Eso no está bien.
-Me lo dará después -replicó el mancebo riendo-. No me puede suceder nada. Me encuentro bien. Y si algo me sucede algo, no me importa. No, no me importa quedarme ciego otra vez después de haberte visto.
-¡Qué bueno estaría eso!... -dijo Florentina en tono de reprensión.
-Estaba en mi cuarto solo; mi padre había salido, después de hablarme de ti... Tú ya sabes lo que me ha dicho...
-No, no sé nada -replicó la joven, fijando sus ojos en la costura.
-Pues yo sí lo sé... Mi padre es muy
razonable. Nos quiere mucho a los dos... Cuando mi padre salió,
levanteme la venda y miré al campo... Vi el arco iris y me quedé
asombrado, mudo de admiración y de fervor religioso... No sé por
qué aquel sublime espectáculo, para mí desconocido hasta hoy, me
dio la idea más perfecta de la armonía del mundo... No sé por qué,
al mirar la perfecta unión de sus colores, pensaba en ti... No sé
por qué, viendo el arco iris, dije: «yo he sentido antes esto en
alguna parte...» Me produjo sensación igual a la que sentí al
verte, Florentina de mi alma. El corazón no me cabía en el pecho:
yo quería llorar... lloré mucho y las lágrimas cegaron por un
instante mis ojos. Te llamé, no me respondiste... Cuando mis ojos
pudieron ver de nuevo, el arco iris había desaparecido... Salí para
buscarte, creí que estabas en la huerta... bajé, subí, y aquí
estoy... Te encuentro tan maravillosamente hermosa que me parece
que nunca te he visto bien hasta hoy... nunca hasta hoy, porque ya
he tenido tiempo de comparar... He visto muchas mujeres... todas
son horribles junto a ti... Si me cuesta trabajo creer que hayas
existido durante mi ceguera...
Diciendo esto puso una rodilla en tierra. Alarmada y ruborizada Florentina dejó de prestar atención a la costura.
-Primo... ¡por Dios!... -murmuró.
-Prima... ¡por Dios! -exclamó Pablo con entusiasmo candoroso- ¿por qué eres tú tan bonita?... Mi padre es muy razonable... no se puede oponer nada a su lógica ni a su bondad... Florentina, yo creí que no podía quererte; yo creí posible querer a otra más que a ti... ¡Qué necedad! Gracias a Dios que hay lógica en mis afectos... Mi padre, a quien he confesado mis errores, me ha dicho que yo amaba a un monstruo... Ahora puedo decir que idolatro a un ángel. El estúpido ciego ha visto ya y al fin presta homenaje a la verdadera hermosura... pero yo tiemblo... ¿no me ves temblar? Te estoy viendo y no deseo más que poder cogerte y encerrarte dentro de mi corazón, abrazándote y apretándote contra mi pecho... fuerte, muy fuerte.
Pablo, que había puesto las dos rodillas en tierra, se abrazaba a sí mismo.
-Yo no sé lo que siento -añadió con turbación, torpe la lengua, pálido el rostro-. Cada día descubro un nuevo mundo, Florentina. Descubrí el de la luz, descubro hoy otro... ¿Es posible que tú, tan hermosa, tan divina, seas para mí? ¡Prima, prima mía, esposa de mi alma!
Parecía que iba a caer al suelo desvanecido. Florentina hizo ademán de levantarse. Pablo le tomó una mano; después, retirando él mismo la ancha manga que lo cubría, besole el brazo con vehemente ardor, contando los besos.
-Uno, dos, tres, cuatro... ¡Yo me muero!
-Quita, quita -dijo Florentina, poniéndose en pie, y haciendo levantar tras ella a su primo-. Señor doctor, ríñale usted.
Teodoro gritó:
-¡Pronto... esa venda en los ojos, y a su cuarto, joven!
Confuso volvió el joven su rostro hacia aquel lado. Tomando la visual recta vio al doctor junto al sofá de paja cubierto de mantas.
-¿Está usted ahí, Sr. Golfín? -dijo acercándose en línea recta.
-Aquí estoy -repuso Golfín seriamente.
-Me encuentro perfectamente... Sin embargo, obedeceré... Pero antes déjenme ver esto.
Observaba la manta y entre las mantas una cabeza cadavérica y de aspecto muy desagradable. En efecto, parecía que la nariz de la Nela se había hecho más picuda, sus ojos más chicos, su boca más insignificante, su tez más pecosa, sus cabellos más ralos, su frente más angosta. Con los ojos cerrados, el aliento fatigoso, entreabiertos los cárdenos labios, la infeliz parecía hallarse en la postrera agonía, síntoma inevitable de la muerte.
-¡Ah! -dijo Pablo- mi tío me dijo que Florentina había recogido una pobre... ¡Qué admirable bondad!... Y tú, infeliz muchacha, alégrate, has caído en manos de un ángel... ¿Estás enferma? En mi casa no te faltará nada... Mi prima es la imagen más hermosa de Dios... Esta pobrecita está muy mala, ¿no es verdad, doctor?
-Sí -dijo Golfín-, le conviene estar sola y no oír hablar.
-Pues me voy.
Pablo alargó una mano hasta tocar
aquella cabeza que le parecía la expresión más triste de
Hubo una pausa angustiosa, una de esas pausas que preceden a las catástrofes del espíritu, como para hacerlas más solemnes.
Con voz temblorosa, que en todos produjo trágica emoción, la Nela dijo:
-Sí, señorito mío, yo soy la Nela.
Lentamente y como si moviera un objeto de mucho peso, llevó a sus secos labios la mano del señorito y le dio un beso... después un segundo beso... y al dar el tercero, sus labios resbalaron inertes sobre la piel del mancebo.
Después callaron todos. Callaban mirándola. El primero que rompió la palabra fue Pablo, que dijo:
-Eres tú... ¡Eres tú!...
Después le ocurrieron muchas cosas,
pero no pudo decir ninguna. Era preciso para ello que hubiera
descubierto un nuevo lenguaje,
Florentina se acercó derramando lágrimas, para examinar el rostro de la Nela, y Golfín que la observaba como hombre y como sabio, pronunció estas lúgubres palabras.
-¡La mató! ¡Maldita vista suya!
Y después mirando a Pablo con severidad le dijo:
-Retírese usted.
-Morir... morirse así sin causa alguna... Esto no puede ser -exclamó Florentina con angustia, poniendo la mano sobre la frente de la Nela-. ¡María!... ¡Marianela!
La llamó repetidas veces, inclinada sobre ella, mirándola como se mira y como se llama desde los bordes de un pozo a la persona que se ha caído en él y se sumerge en las hondísimas y negras aguas.
-No responde -dijo Pablo con terror.
Golfín tentaba aquella vida próxima a su extinción y observó que bajo su tacto aún latía la sangre.
Pablo se inclinó sobre ella, acercó sus labios al oído de la moribunda y gritó:
-¡Nela, Nela, amiga querida!
Entonces ella se agitó, abrió los ojos, movió las manos. Parecía que había vuelto desde muy lejos. Al ver que las miradas de Pablo se clavaban en ella con observadora curiosidad, hizo un movimiento de vergüenza y terror, y quiso ocultar su pobre rostro como se oculta un crimen.
-¿Qué es lo que tiene? -exclamó Florentina con ardor-. D. Teodoro, no es usted hombre si no la salva... Si no la salva usted es usted un charlatán.
La insigne joven parecía colérica en fuerza de ser caritativa.
-¡Nela! -repitió Pablo, traspasado de dolor y no repuesto del asombro que le había producido la vista de su lazarillo-. Parece que me tienes miedo. ¿Qué te he hecho yo?
La enferma alargó entonces sus manos,
tomó la de Florentina y la puso sobre su pecho; tomó después la de
Pablo y la puso también sobre su pecho. Después las apretó allí
desarrollando un poco de fuerza. Sus ojos hundidos les miraban;
pero su mirada era lejana, venía de allá abajo, de algún hoyo
profundo y oscuro. Hay que decir como antes que miraba desde el
Teodoro puso en movimiento toda la casa; llamó y gritó; hizo traer medicinas, poderosos revulsivos, y trató de suspender el rápido descenso de aquella vida.
-Difícil es -exclamó- detener una gota de agua que resbala, que resbala ¡ay!, por la pendiente abajo y está ya a dos pulgadas del Océano; pero lo intentaré.
Mandó retirar a todo el mundo. Sólo Florentina quedó en la estancia. ¡Ah!, los revulsivos potentes, los excitantes nerviosos mordiendo el cuerpo desfallecido para irritar la vida, hicieron estremecer los músculos de la infeliz enferma; pero a pesar de esto se hundía más a cada instante.
-Es una crueldad -dijo Teodoro con desesperación, arrojando la mostaza y los excitantes- es una crueldad lo que estamos haciendo. Echamos perros al moribundo para que el dolor de las mordidas le haga vivir un poco más. Afuera todo eso.
-¿No hay remedio?
-El que mande Dios.
-¿Qué mal es este?
-La muerte -vociferó con cierta inquietud delirante, impropia de un médico.
-¿Pero qué mal le ha traído la muerte?
-La muerte.
-No me explico bien. Quiero decir que de qué...
-¡De muerte! No sé si pensar que ha muerto de vergüenza, de celos, de despecho, de tristeza, de amor contrariado. ¡Singular patología! No, no sabemos nada... sólo sabemos cosas triviales.
-¡Oh!, ¡qué médicos!
-Nosotros no sabemos nada. Conocemos algo de la superficie.
-¿Esto qué es?
-Parece una meningitis fulminante.
-¿Y qué es eso?
-Cualquier cosa... ¡La muerte!
-¿Es posible que se muera una persona sin causa conocida, casi sin enfermedad?... ¿Señor Golfín, qué es esto?
-¿Lo sé yo acaso?
-¿No es usted médico?
-De los ojos, no de las pasiones.
-¡De las pasiones! -exclamó hablando con la moribunda-. Y a ti, pobre criatura, ¿qué pasiones te matan?
-Pregúntelo usted a su futuro esposo.
Florentina se quedó absorta, estupefacta.
-¡Infeliz! -exclamó con ahogado sollozo-. ¿Puede el dolor moral matar de esta manera?
-Cuando yo la recogí en la Trascava, estaba ya consumida por una fiebre espantosa.
-Pero eso no basta ¡ay!, no basta.
-Usted dice que no basta. Dios, la Naturaleza dicen que sí.
-Si parece que ha recibido una puñalada.
-Recuerde usted lo que han visto hace poco estos ojos que se van a cerrar para siempre. Considere usted que la amaba un ciego y que ese ciego ya no lo es, y la ha visto... ¡la ha visto!... ¡la ha visto!, lo cual es como un asesinato.
-¡Oh!, ¡qué horroroso misterio.
-No, misterio no -gritó Teodoro con cierto espanto- es el horrendo desplome de las ilusiones, es el brusco golpe de la realidad, de esa niveladora implacable que se ha interpuesto al fin entre esos dos nobles seres. ¡Yo he traído esa realidad, yo!
-¡Oh!, ¡qué misterio! -repitió Florentina, que no comprendía bien por el estado de su ánimo.
-Misterio no, no -volvió a decir
Teodoro, más agitado a cada instante- es la realidad
-Y todo por...
-¡Todo por unos ojos que se abren a la luz... a la realidad!... No puedo apartar esta palabra de mi mente. Parece que la tengo escrita en mi cerebro con letras de fuego.
-Todo por unos ojos... ¿Pero el dolor puede matar tan pronto?... ¡casi sin dar tiempo a ensayar un remedio!
-No sé -replicó Teodoro inquieto, confundido, aterrado, contemplando aquel libro humano de caracteres oscuros, en los cuales la vista científica no podía descifrar la leyenda misteriosa de la muerte y la vida.
-¡No sabe! -dijo Florentina con desesperación-. Entonces ¿para qué es médico?
-No sé, no sé, no sé -exclamó Teodoro, golpeándose el cráneo melenudo con su zarpa de león-. Sí, una cosa sé, y es que no sabemos más que fenómenos superficiales. Señora, yo soy un carpintero de los ojos nada más.
Después fijó los suyos con atención profunda en aquello que fluctuaba entre persona y cadáver, y con acento de amargura exclamó:
-¡Alma! ¿qué pasa en ti?
Florentina se echó a llorar.
-¡El alma -murmuró, inclinando su cabeza sobre el pecho- ya ha volado!
-No -dijo Teodoro, tocando a la Nela-. Aún hay aquí algo; pero es tan poco, que parece ha desaparecido ya su alma y han quedado sus suspiros.
-¡Dios mío!... -exclamó la de Penáguilas, empezando una oración.
-¡Oh!, ¡desgraciado espíritu! -murmuró Golfín-. Es evidente que estaba muy mal alojado...
Los dos la observaron muy de cerca.
-Sus labios se mueven -gritó Florentina.
-Habla.
Sí, los labios de la Nela se movieron. Había articulado una, dos, tres palabras.
-¿Qué ha dicho?
-¿Qué ha dicho?
Ninguno de los dos pudo comprenderlo. Era sin duda el idioma con que se entienden los que viven la vida infinita.
Después sus labios no se movieron más. Estaban entreabiertos y se veía la fila de blancos dientecillos. Teodoro se inclinó, y besando la frente de la Nela, dijo así con firme acento:
-Mujer, has hecho bien en dejar este mundo.
Florentina se echó a llorar, murmurando con voz ahogada y temblorosa:
-Yo quería hacerla feliz, y ella no quiso serlo.
¡Cosa rara, inaudita! La Nela que nunca había tenido cama, ni ropa, ni zapatos, ni sustento, ni consideración, ni familia, ni nada propio, ni siquiera nombre, tuvo un magnífico sepulcro que causó no pocas envidias entre los vivos de Socartes. Esta magnificencia póstuma fue la más grande ironía que se ha visto en aquellas tierras calaminíferas. La señorita Florentina, consecuente con sus sentimientos generosos, quiso atenuar la pena de no haber podido socorrer en vida a la Nela, con la satisfacción de honrar sus pobres despojos después de la muerte. Algún positivista empedernido, criticona por esto; pero nosotros vemos en tan desusado hecho una prueba más de la delicadeza de su alma.
Cuando la enterraron, los curiosos que
fueron a verla ¡esto sí que es inaudito y raro!
Los funerales se celebraron con pompa, y los clérigos de Villamojada abrieron tamaña boca al ver que se les daba dinero por echar responsos a la hija de la Canela. Era estupendo, fenomenal que un ser cuya importancia social había sido casi casi semejante a la de los insectos, fuera causa de encender muchas luces, de tender muchos paños y de poner roncos a sochantres y sacristanes. Esto, a fuerza de ser extraño, rayaba en lo chistoso. No se habló de otra cosa en seis meses.
La sorpresa y... dígase de una vez, la indignación de aquellas buenas muchedumbres llegaron a su colmo cuando vieron que por el camino adelante venían dos carros cargados con enormes piezas de piedra blanca y fina. ¡Ah! En el entendimiento de la Señana se verificaba una espantosa confusión de ideas, un verdadero cataclismo intelectual, un caos, al considerar que aquellas piedras blancas y finas eran el sepulcro de la Nela. Si ante la Señana volara un buey o discurriera su marido, ya no le llamaría la atención.
Revolvieron los libros parroquiales de
Villamojada, porque era preciso que después de
MARÍA MANUELA TÉLLEZ
RECLAMOLA EL CIELO
EN 12 DE OCTUBRE DE 186...
Una guirnalda de flores primorosamente
tallada en el mármol coronaba esta inscripción. Algunos meses
después, cuando ya Florentina y Pablo Penáguilas se habían casado y
cuando (dígase la verdad, porque la verdad es antes que todo)...
cuando nadie en Aldeacorba de Suso se acordaba ya de la Nela,
fueron viajando por aquellos países unos extranjeros de esos que
llaman
«Lo que más sorprende en Aldeacorba es
el espléndido sepulcro erigido en el cementerio, sobre la tumba de
una ilustre joven, célebre en aquel país por su hermosura.
Bastome leer esto para comprender que
los dignos
Despidámonos para siempre de esta
tumba, de la cual se ha hablado en
Pues señor...
Pero no: este libro no le corresponde. Acoged bien el de Marianela y a su debido tiempo se os dará el de Celipín.
Madrid.- Enero de 1878.