La corona de fuego o Los subterraneos de las torres de Altamira : Edición ELTeC Pastor de la Roca, José (1824-1875) Edición ELTeC Borja Navarro Colorado 144256 567 6 COST Action "Distant Reading for European Literary History" (CA16204) Zenodo.org ELTeC ELTeC release 1.1.0 ELTeC-$textLang ELTeC-$textLang release Madrid 1863 J. Sierra Ponzano- Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Saavedra Universidad de Alicante 001129 Corrección del texto, etiquetado XML-TEI y edición Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Josefina Carrión

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La corona de fuego o los subterráneos de las torres de Altamira

Novela histórica del siglo XI

José Pastor de la Roca

A mi querido amigo y compatriota D. J. R. y G.

Un acto espontáneo, desnudo de lisonja, me impulsa a dedicarte en esta obra un recuerdo honroso que aliente tu perseverancia, combatida por tantas decepciones. ¿Qué importa que una pasión bastarda trate de proscribir al mérito, deprimiéndole bajo mentidas formas? ¿Acaso no ha sido éste siempre el destino de los grandes hombres?

Que esa funesta rémora no retraiga tu laudable propósito en esa senda difícil a que te has lanzado. Artista de inspiración, no desistas de tu noble empeño; luce allá lejos un astro providencial que marca el rumbo a tu creador instinto, al brotar en medio de esos tenebrosos abismos: allí tu renombre artístico, ornamento y lustre de nuestra ingrata patria, brillará un día también en los anuales de la fama, coronado de los esplendores del genio.

Madrid, marzo de 1863.

José Pastor de la Roca.

Prólogo

«¡Santiago y cierra España!»

Este grito de guerra tan proverbial entre los cristianos, cuando se las habían en buena lid con los hijos de Mahoma, dueños a la sazón de gran parte de la caballeresca España, resonaba como un trueno articulado por millares de entusiastas héroes, victoriosos en Guadalajara, Uceda y Almería.

«¡Santiago y a ellos!»

Y a este grito unísono, formidable, eléctrico, aliento de una nación guerrera, contestaba un destemplado alarido de coraje, y la chusma agarena, explotada por la rabia, precipitábase frenética en la refriega, malgastando a veces sus bríos en medio de un arrojo imprudente y ciego.

Entonces solían empeñarse lances sangrientos, choques desesperados, rudos, salvajes, en que un millón de vociferaciones apagaba el fatídico ¡ay! de los moribundos, el estallido de las alabardas moriscas al resbalar sobre las partesanas y adargas de los cristianos, y que formaban, al reflejo del sol y de la luna, un cuadro animado y feroz, cuadro terrible, trazado por relámpagos fosfóricos y fugaces.

Corrían los años 1053 de la Era de gracia.

Hacia esta época habíase publicado por varios emires confederados esa temible cruzada que llamaban los árabes guerra santa; y en las provincias meridionales de España sometidas a su bárbaro imperio, cundían los formidables aprestos marciales que debían sublevar el país y promover el choque decisivo y enérgico de la cruz con la medía luna.

Pero con tan poca suerte por parte de esta, que además de las referidas plazas de Uceda, Guadalajara y Almería, acababa de caer en poder de D. Fernando I la villa de Madrid con sus alquerías y anexidades.

Suponíase también que se trataba de conquistar la imperial Toledo, cosa no muy fácil entonces, por ser el baluarte antemural del islamismo en España, y cuyos formidables recursos de defensa desafiaran a cualquier poder, por colosal que fuese.

En venganza, pues, de tamañas pérdidas que acababan de experimentar, los moros, empeñados siempre con indomable tesón en aquel juego de peligroso desquite, saciaban su coraje haciendo correrías por tierras de los cristianos, talando mieses y campiñas, quemando bosques e incendiando cortijos, después de sacrificar a su furor a todos cuantos tenían la desgracia de caer en sus manos.

Hubo quien, dejándose llevar de un celo imprudente, aconsejase al rey la conquista del reino de Toledo, empezando por la capital; pero el monarca, más cauto y sin dejarse deslumbrar por el brillo de sus repetidas victorias, comprendió que la conquista no debía ser por la fuerza de las armas, sino por medio de arte, cosa imposible, pues siendo el dinero el principal recurso o auxiliar en tales casos, y hallándose exhausto el erario, debía aplazarse la empresa por entonces.

A reina, que era belicosa en extremo y que poseía en alto grado esa virtud o esa flaqueza que se llama ambición, destinó sus alhajas y joyas para aquella empresa; y astuta y reservada, designó secretamente el instrumento de que iba a valerse en lance tan difícil, con cuyo favorable éxito lisonjeábase allá en su interior, de poder sorprender y avergonzarala vez un día el ánimo de su esposo.

Ese instrumento era un joven hidalgo, llamado Veremundo Moscoso, presunto conde de Altamira, guerrero intrépido que servía a la reina en clase de guarda-mayor, y de cuyo pundonor y fidelidad estaba altamente satisfecha, habiendo recibido repetidas muestras de ello.

Doña Sancha, que tal se llamaba aquella princesa, le llamó reservadamente para comunicarle sus proyectos, y el altivo infanzón, no solo se comprometió a negociar por sí solo el asunto, Dios mediante, y aun a riesgo de su propia vida, sino que además juró por la bendita cruz de su espada ensayar su política en otra plaza fuerte, cuyo resultado debía ser la conquista de ella, sin efusión de sangre.

La varonil mujer le despidió afectuosamente entregándole ciertas joyas de inestimable precio, y una gran cantidad de oro, para que lo emplease todo en el mejor éxito de la empresa.

-¡Ah señora!, exclamó ruborizándose el noble hidalgo, siento en el alma que la pobreza de mi casa me coloque en el triste y vergonzoso compromiso de admitir esta dádiva que se resiste al carácter de un leal y pundonoroso caballero; en cambio, señora, tengo una espada y un nombre sin tacha: este es mi principal patrimonio, y lo pongo a las órdenes de V. A.

-Con ello estoy suficientemente recompensada, replicó la reina con la más cordial efusión, tendiendo la mano, al joven caballero, para impedirle que se arrodillase.

-Id con Dios, prosiguió con una autoridad dulce y majestuosa, y no volváis a mi presencia si no obtenéis las llaves de ambas plazas.

Y con una sonrisa afectuosamente grave lo despidió.

Pocos días después el orgulloso hidalgo atravesaba con paso altivo el regio salón de audiencia, portador que era de un pliego importante, sellado con las armas reales y dirigido a la reina doña Sancha.

Su contenido era el siguiente:

«A vos, mi cara esposa, salud.- Sabredes ca la güena villa de Alcalá de Henares ha caído en poder de Nos, por la misericordia divina: que esto fue milagro non natural, e mu defícil de comprendello.

»De mi real campo de Madrid, etc. »

La reina no pudo concluir la lectura del pergamino: tan poseída se hallaba de alegría.

En efecto, el ensayo de Veremundo había sido completamente feliz, y el orgulloso caballero tuvo la altivez o acaso la modestia de ocultar a su soberano que a él solo tal vez se debía el triunfo.

Cierto día, a puestas de sol, entraba en la ciudad de Toledo por la antigua puerta de Visagra una pequeña y modesta cabalgata que caminaba a buen trote, con intento, al parecer, de aposentarse cómodamente antes de que se cerrasen los establecimientos de hospedaje, cuyos dueños tenían orden de no recibir forasteros después del crepúsculo de la tarde.

Componían esta cabalgata un joven comerciante y dos criados árabes, a juzgar por sus vestidos a la morisca, turbante amarillo y verde, bombacho blanco y babuchas azafranadas; llevaban también vistosos alhamares, color de naranja, a excepción del primero, que lucía un blanquísimo alquicel de lana, puro como el armiño y orlado caprichosamente de festones y ricos bordados orientales.

Montaba un brioso caballo cordobés, espléndidamente encaparazonado con monturas y jaeces africanos, gualdrapa carmesí sembrada de medías lunas de plata y bridas trenzadas de seda verde con hilos de oro.

La planta arrogante del noble animal le acreditaba pertenecer a esa raza pura andaluza, tan conservada y apreciada justamente por el delicado gusto de la aristocracia árabe-española.

En cuanto a los dos turcos que le acompañaban, venían montados en acémilas sobre un cargamento misterioso que formaban unos cajones rotulados en idioma oriental, con este mote:

« SEDERÍAS. -N.º 2.º -Alha-Sid y Compañía. -CAIRO. »

El caballero era nuestro conocido Veremundo, que acompañado de dos escuderos, iba a poner en práctica el plan de conquista ya anteriormente expresado.

Al llegar a la aduana, como diríamos hoy, situada a corta distancia de la puerta, el pretendido moro principal exhibió una patente de la ciudad de Smirna, junto con la correspondiente guía de las factorías en las fronteras marroquíes.

El sol, hundido ya en su ocaso, doraba débilmente con purpúreo brillo los altos minaretes de las mezquitas, las torrecillas afiligranadas de los templetes, y las agujas aéreas de las sinagogas, que se confundían en el plano inclinado de los adarves y en los techos de pizarra gris, sobre el claroscuro de la montaña.

Hemos dicho que se acercaba el crepúsculo, y los fanáticos almuédanos, desde los alminares de las mezquitas, anunciaban los fieles creyentes la oración de la noche.

Las medías tintas de la luz imprimían a aquella religiosa ceremonia de la fe musulmana un doble carácter de majestad y languidez imponentes; las bulliciosas alhóndigas se cerraban; suspendíanse los baños, y las tiendas portátiles de los bazares retirábanse a sus respectivos porches, porque lo contrario fuera una impiedad que atacara las rígidas prescripciones dogmáticas del mahometismo.

Los barrios de la judería, que ocupaban la parte meridional de la ciudad, cerrábanse de orden superior y en virtud de cierta confidencia sobre sospechas de conspiración, las cuales, fundadas o infundadas, solían recaer siempre sobre los desgraciados hijos de Israel.

Empezaba ya a sonar el rumor de la bulliciosa zambra morisca: agitado concierto de guzlas, chirimías y guitarras, panderetas y tamboriles, y brillaba el fuego de las hogueras allá en la cumbre de las colinas.

Afluía allí el tumultuoso gentío que vomitara aquel laberinto de tortuosas calles, atraídos sus moradores por la algazara, por la armonía y por la frenética animación que reinaba en las alturas.

Los mercaderes entre tanto habían atravesado con mesurada gravedad y disimulo toda la vasta extensión que comprende la primera colina, o sea desde la indicada puerta de Visagra hasta la plaza-mercado de los Jumentos o de Zocodover, en su acepción árabe, y que equivale a la actual plaza de la Constitución.

Había entonces en esta misma plaza una especie de fonda u hostería, titulada de Bab-Shara, esto es: puerta del campo, aludiendo acaso al jardín con que comunicara y que se extendía en vistoso anfiteatro a la misma falda del collado, antes de desmontarse el terreno y reducirlo a caseríos, y del cual acaso ya nos ocuparemos luego.

Los viajeros se hospedaron en este suntuoso establecimiento, ocupando una lujosa cámara espléndidamente ataviada, y que fue solicitada con gran empeño y a cualquier precio por Veremundo.

Instalados allí, y cuando los mil ruidos de la imperial ciudad se habían ya extinguido, el pretendido mercader cerró cautelosamente la dorada puerta de su alojamiento, los ajimeces y ventanas, y practicando un escrupuloso reconocimiento, colocó de centinela a sus dos criados, completamente armados, para que vigilasen las avenidas, y conocedor al parecer, de todos los pormenores de aquella pieza, tocó en uno de sus ángulos cierto resorte simulado bajo de un marco de tapicería, y apareció un batiente que se desprendió, retirándose con un giro tácito e imperceptible y produciendo un crujido sordo que iba aumentándose a medida que el fingido moro empujaba el botón de bronce del mecanismo.

Quedó entonces abierto un buque circular y sombrío.

Veremundo respiró con satisfacción y asomó la cabeza por el fondo tenebroso de aquella trampa.

Un rayo de luna límpido y nacarado atravesaba aquel limbo oscuro, como una cinta piramidal de plata.

En aquel limbo desconocido nada se percibía, sino un fondo inmensurable de tinieblas.

Veremundo encontró al tiento una cuerda: tiró de ella y sonó al punto, muy remoto, el eco de una campana invisible, como la vibración de un timbre subterráneo y mágico.

Retrocedió al punto herido por un movimiento de incertidumbre, porque en efecto, la situación de aquellos hombres temerarios era en aquel punto azarosa y crítica.

¿Acaso les era de todo punto fiel la persona que hasta allí les guiara, vendiéndoles con tanta facilidad tan profundo arcano, y con quien trataran además un asunto delicadísimo?

¿No podía disfrazarse una infame perfidia bajo la máscara de una aparente y falsa amistad?

El hombre que hacía traición a una causa, constituido en su innoble terreno, por afectar servir a otra, ¿no pudiera también cambiar papeles al tiempo de la ejecución?

¡Ah! y en este caso, probable por desgracia, habíanse dejado llevar de una ligereza imprudente que les colocaba en inminente riesgo.

Una vibración metálica, como la que produce el escape de un muelle de templado acero, interrumpió la ansiedad de los conspiradores, que armados hasta los dientes, hallábanse dispuestos hasta a una lucha corporal, si necesario fuese.

Colocados a la puerta de la trampa, desnudo el corvo alfanje y suspendida en el aire la pesada cimitarra, guardaban ambos, como fieras en acecho, el misterioso buque, resueltos, como dejamos dicho, a vender caras sus vidas; pero esta alarma cesó de pronto cuando vieron asomar por el mismo una cabeza encanecida, bajo un capuz o turbante griego, y luego un anciano de vigorosa musculatura, que saltó hacia la pieza con una agilidad portentosa.

En el rostro carnoso y rubicundo de aquel hombre lucía una indolente y fría sonrisa, signo equívoco y peligroso a primera vista y que impuso a sus testigos.

-Parece, exclamó, que no os inspira entera confianza la palabra de los hijos de Israel, y en verdad que desgraciadamente ese es otro de los precedentes fatales que suelen acompañar siempre a la raza infeliz del mísero pueblo de Dios, disperso, errante, oprimido y vilipendiado.

Y en aquella fisonomía indefinible brilló una llamarada de odio, sarcasmo implacable que pasó fugitivo y precoz, como esas ráfagas o exhalaciones que dejan un rasgo encendido en la zona.

-Me habéis requerido con vuestra proposición, continuó, cambiando su alarma por una aparente naturalidad sincera, sutilmente reflejada en su rostro; me habéis ofrecido un partido, y lo acepto, y por más que existan motivos dentro de la posibilidad humana que opongan una funesta rémora a vuestro plan, he aquí que acudo solicito al llamamiento, y que atropellando riesgos y contradicciones de conciencia, ocupo mi puesto y me entrego a vuestro simple albedrío.

-Nunca pude yo dudar de vuestra palabra, repuso el hidalgo con marcado entusiasmo, la sana intención que dicta nuestras palabras y dirige nuestras mutuas acciones, es el punto donde converge mi vista y se ilumina de fe y sinceridad, si alguna vez la duda, ese paréntesis de la conciencia, ha tratado de eclipsar el brillo de mi esperanza. Pero hénos aquí entregados a vuestro arbitrio, pobres extranjeros, disfrazados con el traje de un mismo oprobio, y que obedeciendo tan solo a su inspiración, arrostran todo género de riesgos; su ambición misma, cuando no otra causa más grande todavía, le presta recursos de fe y perseverancia, y vednos aquí entregados a vuestra voluntad, confundidos, comprometidos con vos, campeón ilustre de la independencia, para trabajar de consuno en llevar a cabo la obra meritoria de la extirpación del dominio musulmán, oprobio común de nuestras creencias, por medio de un golpe que debe ser la base de la emancipación de la raza hebrea, como una de las primeras exigencias de la civilización y de la política.

El judío marcó un signo de amarga ironía.

- ¡Oh! dijo después de una pausa, y sonriendo con su astuta calma, ¡aleje Dios la tentación de la incredulidad y de la duda que me asalta bien a pesar mío!

-Es decir, repuso el magnate, como ofendido en su fe, es decir que trato yo de envolveros en un plan insidioso, precisamente cuando vengo a poner a vuestra disposición mi seguridad y la de mis consortes; cuando os entrego el tesoro de mi reina, que veis ahí.

Y Veremundo mostró a su colocutor los fingidos fardos de mercancías, que no eran realmente sino paquetes de alhajas y dinero de la corona. El anciano siguió maquinalmente la dirección del dedo de Veremundo, y su codiciosa mirada fue a clavarse como un dardo en aquellos objetos preciosos.

-Basta, mi querido señor, repuso, al decir tentación, no creo haber querido ofender, ni vuestras intenciones, ni mi decisión resuelta en favor vuestro; admitid la expresión en lo que vale, y no dudéis de un éxito que se nos muestra enteramente propicio.

Los músculos del rostro del hebreo se exaltaron con la expresión de un triunfo diabólico.

-Quiero, pues, creer vuestras palabras, continuó siempre con su eterna sonrisa, quiero acceder a esos deseos, en gracia al menos de la noble intención que encierran, y puesto que el destino o la Providencia nos ha aproximado en tan arriesgado terreno, utilicemos la ocasión, cooperemos a ese mismo fin tan laudable, conspiremos contra un sistema opresivo, que es el blanco común de nuestras aspiraciones, y si llegásemos a obtener el triunfo entonces. ¡ Y bien! hombre filántropo, ¿qué sucederá luego? ¿cuál será el galardón que yo obtenga para mi pobre raza proscripta? ¿cuál será, pues, su destino? ¿mejorará por ventura? ¿qué podremos esperar entonces? Acaso una persecución más cruel y encarnizada, a medida que el león castellano, con su intolerante sistema, acrezca su fuerza y poderío, clavando su acerada garra en estos miembros esparcidos en rededor del tronco que yace sin vida, híbrido, yerto y mutilado, sí, pero incorrupto, mientras contenga el germen de la regeneración que en él existe.

Una lágrima de odio asomó al ojo del judío, exaltado por una secreta indignación feroz; lágrima abrasadora y fugitiva que se apresuró a enjugar con su dedo grasiento, y que huyó acaso desapercibida de su colocutor, que deslumbrado visiblemente por la calma siniestra que vagara en aquella fisonomía maligna, estrechó conmovido, y por un enérgico y maquinal impulso, la demacrada mano del judío.

Oyóse entonces el tañido de una campana, la misma acaso que ya dijimos.

-No son estos, dijo el anciano, la hora y punto más oportunos para la discusión y ratificación del tratado que debe poner en poder del castellano el cetro de la ciudad de Toledo, el precioso antemural del nombre árabe en España. Las bases están ya redactadas, y solo falta por vuestra parte que hagáis honor a vuestra palabra, mostrándoos generoso y agradecido (no diré pródigo) con los que tanto arriesgamos en la empresa, y que tan tremenda responsabilidad cargamos sobre nuestras cabezas.

La mirada del hebreo, penetrante y lúcida, se dirigió oblicua y furtivamente hacia los cajones, que, apilados en un ángulo de la pieza, contenían lo que tanto codiciara: oro.

-Alabo vuestra franqueza, repuso el fingido turco; justo es recompensar el valor de vuestros servicios con un premio digno de ellos y de la alta persona que me ordena ponerlo a vuestra disposición, tan luego como hayáis cumplido con buen éxito vuestra promesa, a cuyo efecto ya veis que queda por mi parte constituido el depósito del tesoro que podéis examinar, sí gustáis, a vuestro placer.

-Basta, caballero, eso sería hacer una marcada ofensa a vuestra palabra, descanso en ella, y no seré yo quien dude jamás de vuestra buena fe y lealtad.

La campana repitió su lúgubre tañido e interrumpió por un momento al hebreo.

-¿Oís? dijo con marcada precipitación y disponiéndose a retirarse, esa campana ordena la convocatoria de los ancianos israelitas que bajo mi presidencia deben revisar y ratificar el tratado. Seguidme, pues, si os place, os ocultaré en punto desde el cual podéis observar las deliberaciones de la asamblea sin ser visto. Allí me esperaréis, quiero que deis testimonio de cuanto veáis. El asunto es crítico, y es necesario rodearse de ciertas precauciones, porque la policía no se duerme en pajas y sondea haga los más profundos designios.

Y mientras el judío tornaba a introducirse por el buque, Veremundo dio una orden secreta a sus escuderos, introduciéndose también a su vez en pos del mismo por aquella cripta desconocida y lóbrega.

Era esta una galería subterránea, sostenida su bóveda por medio de gruesos pilares de mampostería que se enlazaban por medio de una serie no interrumpida de arcos obtusos toscamente labrados, que describían graciosas combinaciones y cuya altura perpendicular no excedía de seis pies.

El judío, provisto de una linterna sorda, caminaba delante del mercader, que le seguía como una sombra muda y silenciosa, convencido cada vez más de la buena fe de aquel hombre hábil que se abandonara a su albedrío en aquel dédalo ignorado y lúgubre,

Anduvieron largo espacio por aquella mansión tenebrosa, cuya calma y silencio solo eran alterados por el rumor vibrante de los carruajes que rodaban sobre sus cabezas y parecían amenazar hundir la bóveda.

Al fin lograron salir del subterráneo, y la blanca claridad de la luna iluminó la vista de ambos con su pálido y plateado brillo.

Era bien entrada la noche y la luna remontaba el cenit, rodeada de qua aureola diáfana y sanguinolenta.

Hallábanse en un gran patio rodeado de tapias de desigual altura, cuyos desmoronados perfiles cortaban en ángulos rectos un horizonte algo diáfano, aunque límpido y despejado de nubes. Solo hacia el Sur parecía levantarse un tenue vapor macilento que se extendía como un pabellón rojizo coronado de pintorescos celajes.

Hacia la izquierda dibujábanse en lontananza las almenas del muro con sus dentadas pirámides que hundían sus delgados espectros en el espacio, y sobre los cuales descendían las plateadas brumas de la noche; los copudos fresnos que bordaban las riberas del Tajo, y la áspera silueta de los alhamíes allá en la cúspide de un collado sembrado de ruinas postradas, cuyos blanquiscos grupos condensados por la vaporosa niebla, proyectábanse, decorando el cuadro y destacando sus formas fantásticas sobre un firmamento sembrado de estrellas.

Percibíase allá en frente un gran caserón ennegrecido y casi ruinoso, precedido de una especie de pórtico sustentado por una columnata istriada de forma piramidal, al que daba ingreso una inmensa puerta de medio punto. El hebreo introdujo una llave en la cerradura, y a costa de un leve esfuerzo giró un postigo, presentando una abertura tan mezquina, que apenas cabía un cuerpo, y por el cual ambos se introdujeron.

Reinaba en aquel vestíbulo un profundo silencio.

Una luz invisible difundía su pálido brillo en aquella mansión solitaria, y un olor de incienso, semejante al que suele aspirarse en nuestros templos, se exhalaba del ambiente.

Atravesaron el vestíbulo y varias piezas equiláteras, exágonas y triangulares, trazadas en laberinto, y cuyas ennegrecidas paredes estaban cubiertas de indescifrables anagramas y jeroglíficos.

El mismo silencio, la misma calma, calma imponente y pavorosa; solo que el resplandor, a medida que avanzaban, era cada vez más vivo y luminoso, y el grato aroma del incienso aspirábase cada vez más fuerte.

Por fin halláronse junto a una gran verja de bronce, veladas sus doradas barras, en forma de culebras trenzadas, por cortinas de crespón violado, que trasparentaban una luz vívida, arrojando en la pared opuesta un matiz de sangrienta púrpura.

El hebreo designó, al caballero un rico sitial de brocado que, colocado en cierto punto, permitía ver desde él parte de lo que ocurría al otro lado de la reja, y le ordenó que tomase asiento en él, diciendo:

-Hasta aquí pudo llegar el hombre extraño a las creencias del pueblo de Moisés, esa es la barrera que separa al profano del santuario venerable, destinado al culto del Arca y el Tabernáculo; el ara del sacrificio rechaza vuestra ley, como esa misma ley rechaza a su vez a aquella; funesta represalia, cuando el mismo principio, la unidad divina, constituye en cierto modo la base sustancial de entrambos ritos. Esperad, pues, ahí, y no os mováis, porque seríais perdido sin recurso. ¿Quién podría contener el golpe de un fanático, ciego por su propio celo? ¡Y bien!, todos los ritos tienen en tales casos sus héroes.

-Ni ridiculicéis, continuó, lo que veáis y oigáis, es el preliminar de ese tremendo golpe que de común concierto meditamos, y que, como ya os dije, va a sancionarse por el consejo supremo de nuestros ancianos. Para ello, pues, Dios, a quien ponemos por inspirador y árbitro, exige un holocausto, según nuestro rito; sometamos a su voluntad nuestra inspiración él sabrá infundirnos el debido acierto, pues siempre que se reconozca su esencia única y omnipotente, poco le importa el nombre con que se le invoque.

Y rápido, veloz, aun a pesar de sus años, el hebreo empujó un botón de cristal y nácar, introduciéndose por un postigo de escape que debía dar ingreso a aquella estancia misteriosa.

Veremundo, accediendo al mandato del judío, y sin poderse dar cuenta de lo que ocurría, ocupó el sitial que se le indicara. Oyóse al punto un recitado lúgubre que fue animándose gradualmente, produciendo una expresiva armonía; y aunque todo se pronunciaba en idioma hebreo, idioma que él no comprendía, creyó, sin embargo, o adivinó que, eran los salmos de la Biblia.

Percibió también otra oleada de incienso mucho más aromática que las anteriores, al paso que las cortinas que trasparentaban un matiz de granate y fuego, condensábanse visiblemente a ciertos intervalos por una niebla vaporosa.

Una música expresiva y lánguida alternaba con los versículos del profeta rey, cada vez más animado todo por una exaltación religiosa y patética, que descendió luego gradualmente con la última nota del cántico.

Rasgáronse de improviso las cortinas, cayendo como un velo diáfano y quedando visible el interior de aquella sinagoga solemne que, a través de las doradas barras, aparecía en toda esa esplendorosa majestad de que todos los ritos suelen rodear a sus respectivas ceremonias.

Allá en el fondo veíase el ara de mármol blanco enrojecida aún, y sobre la cual yacían esparcidos los restos del sacrificio; la sangre del cordero salpicaba el altar, y en uno de sus ángulos veíase un vellón blanco como la piel de armiño.

Alrededor, sentados sobre banquetas de pulido cedro, había como treinta ancianos con prolongadas túnicas y el birrete o turbante negro judaico colocado junto a cada uno respectivamente. Entre aquellas figuras venerables sobresalía el gran sacerdote vestido de pontifical con su prolongada barba gris y su hopalanda carmesí sobrepuesta a un alba de finísimo y blanco fino.

Veremundo le reconoció al punto: era el mismo anciano que le había introducido, y a cuyo cargo estaba la dirección del suceso.

El menaje y accesorios de aquel recinto eran de un lujo soberbio. Taburetes plateados, pesados cortinajes de tisú cogidos en pabellones flotantes, todo brillaba en torno de la imponente ceremonia, y dejábase ver al fulgor de un candelabro de tres mecheros que brillaba en el centro del santuario, reverberando en las blancas paredes estucadas sus luminarias deslumbradoras, reproduciéndose y multiplicándose en la pulimentada superficie, donde parecían incrustarse, resbalando como errantes estrellas o como facetas diamantinas y abrillantadas.

Sobre un estrado de terciopelo blanco alzábanse unas gradas de jaspe negro, alfombradas al gusto oriental y sobrepuestas a la correspondiente altura de ricos toldos de oriflama y raso arabesco; sobre aquellas gradas, figurando tronos, bajo aquellos toldos y sentados en escaños de bello pórfido, veíanse varios coros de mancebos vestidos de púrpura, que al compás marcado por uno de ellos con una varilla de oro, pulsaban en sonoro concierto las cuerdas de cítaras y harpas eolias que hacían vibrar con sus dedos suaves y levísimos.

Al son de aquellos acordes lánguidos cantaban con sus aéreas voces versículos y estrofas de una cadencia sublime, dulces armonías que hacían vibrar el corazón y anegaban el alma en un abismo de deleite, como el grito de un ángel al remontarse al cielo.

Aquellas notas de una poesía arrebatadora y dulcísima iban descendiendo luego gradualmente y apagaban su tierna melodía a medida que el preste, seguido de sus adláteres, abreviaba el giro de la ceremonia.

Hubo entonces un momento de silencio y una breve pausa, durante los cuales prosternáronse todos y oraron.

Una música expresiva y grave apagaba sus últimas cadencias, ejecutando modulaciones de una arrebatadora ternura que arrancaba lágrimas de emoción. El gran sacerdote exhibió luego un gran libro, sobre el cual impusieron todos simultáneamente la diestra, pronunciando a medía voz cierta fórmula sacramental, a la que contestaba el preste con una sola frase, y concluyendo por encerrar el libro en el Arca, cuya forma percibíase vagamente allá en el fondo de la penumbra.

Abrióse después una puerta de medio punto que correspondía al vestíbulo, y por la cual empezó a salir el concurso, que hasta entonces permaneciera en un departamento invisible para el joven, y cuyas oleadas movibles sucedíanse con la mayor compostura.

Iban todos envueltos en sus túnicas, oculto el rostro bajo antifaces pendientes de sus piramidales capuces, si eran hombres, o bajo el tupido velo sacro, si eran mujeres.

Cayeron también las cortinas diáfanas sobre la gran verja, y tras de un crujido tenue giró el postigo, por el cual introdujérase antes el judío, y que, despojado ahora del traje de ceremonia, tornó a reaparecer, animado siempre el rostro de su habitual sonrisa.

Traía en la mano un pergamino, del cual pendía un gran sello de lacre negro prendido a una cinta de pergamino, cuyos objetos entregó al fingido moro con cierto aire de marcada importancia.

- Tomad, dijo, esta es la prenda de alianza que debe garantizar la promesa, cuya realización se aplaza únicamente hasta el primer momento de oportunidad: el consejo ha adoptado la idea, y desde luego estoy plenamente autorizado para anunciaros que podéis ya retiraros a vuestro alojamiento, quedando a cargo de la sinagoga la organización de esa conspiración terrible, ante cuya gravedad no retroceden los ancianos, y que en su día debe dar su fruto.

¡Toledo!, prosiguió inspirado por un entusiasmo ardiente, ¡Toledo!, orgulloso emporio del islamismo español, tu destino debe cumplirse, porque inexorable y potente, la voz profética de tus anales llama en los tiempos futuros al legítimo dueño de tu grandeza. Este debe ser un príncipe cristiano, porque así está escrito en los fastos de la Providencia.

El hebreo, alucinado por su mismo rapto, hízose seguir de su colocutor, el cual fue restituido a su alojamiento por el mismo subterráneo de que ya hicimos mérito.

-Oid, oid, dijo el viejo antes de separarse de Veremundo, dentro de tres días debe darse el golpe proyectado, según acuerdo del consejo. Precisamente ese es el día de sábado, día que el Dios de Israel, por medio de Moisés, se ha reservado en conmemoración de su descanso, terminada la obra prodigiosa de la creación del mundo: el Decálogo en su tercer precepto nos manda santificarlo, y ninguna ocasión más oportuna de solemnizarlo. El choque debe ser horroroso, y la sangre de esos hombres contumaces regará las calles de su metrópoli. ¡Y bien!, la misma ceguedad e intolerancia debe conducirles a su propio exterminio.

-Por cierto que andáis diligente, repuso Veremundo, y sin que parezca una ofensa a vuestra previsión y exquisito tacto, os recomiendo calma y discreción en la empresa de un plan tan formidable.

El anciano soltó una insultante carcajada de mofa.

- ¡Bah! dejaos de observaciones y abandonad ese cuidado una mano práctica, amaestrada en ese género de riesgos; ocupaos únicamente de vos y de los vuestros. ¿Creéis acaso que el rayo de maldición que vibra mi brazo ha de quebrarse en el escudo de esa miserable chusma? Desengañaos, pues, Israel ha elegido una víctima, aun en medio de su postración abyecta, esa víctima está ya herida por el anatema del cielo, y aun en medio de su situación aflictiva, alza su cabeza rebelde, como la víbora, para herir al coloso. Tranquilizaos, pues, la planta del gigante dormido aplastará esa venenosa cabeza.

En la fisonomía del judío brilló una sonrisa cáustica y convulsa, y continuó después de una breve pausa:

-Para ese gran día tan próximo en que debe tener lugar el desenlace, es preciso que los ejércitos del rey cristiano se hallen a corta distancia, dispuestos a acudir al socorro de la revolución, cuando se les llame, en virtud de la consigna que acordemos de común concierto; avisad, pues, y disponed lo que creáis necesario, mañana en otra conferencia podremos explanar los pormenores, y entre tanto descansad tranquilo.

El hebreo desapareció entonces, mientras Veremundo entraba en su alojamiento, donde le esperaban los suyos.

El buque se cerró al punto detrás de él, sin dejar la más mínima señal de sus junturas.

Cierto día al amanecer, cuando la aurora brillaba en el Oriente con su pabellón de púrpura, notábase en las calles de Toledo una extraña animación que ponía en movimiento la vida todavía dormitante y soñolienta de la gran metrópoli.

Corrían por do quier oleadas impetuosas de gente, chocando, atropellando e impeliendo aceleradamente a las turbas que en movibles grupos se agitaran, y todo en medio del mayor silencio; silencio fúnebre, siniestro, que encerraba, no obstante, un alarido mortal de angustia, mudo como el hálito de un espectro, y bajo cuya influencia fatídica gemía una gran parte de aquella población amenazada de una inevitable catástrofe.

Y luego, cuando aquellas turbas llegaban a cierto punto, cuando su natural curiosidad se satisfacía con el triste espectáculo que diera alma y vida propia al misterio, volvían en su mayor número, refluyendo hacia atrás como rechazadas por una fuerza extraña, horripiladas, llenas de pavor mientras que el resto de ellas, es decir, la parte desmoralizada, proseguía alentada por ese instinto feroz que todavía no se ha borrado de las sociedades modernas, oprobio vil de la humanidad, si es que hombres merecen llamarse los que autorizan y aplauden el suplicio de sus semejantes.

Y de ahí los continuos choques de que eran indistintamente víctimas los que iban y venían, semejantes al flujo y reflujo de un proceloso mar explotado.

Porque no era ya un secreto para la generalidad la causa impulsiva de aquella animación tan inquieta, especie que corría de boca en boca con todo el lúgubre horror del misterio, que no se despojaba de sus tristes formas.

Tratábase de la ejecución capital de varios israelitas, en un considerable número y sorteados de entre todos los que se hubiesen hallado aquella noche misma en Toledo; medida bárbara y sangrienta, digna únicamente de la crueldad mahometana, cuyo rencor cebábase ordinariamente en las familias cristianas y hebreas, con todo el implacable rigor del águila que cae violentamente sobre su presa, alentada siempre por el cobarde estímulo de la impunidad.

El fundamento de aquella sentencia, inicua por las formas de que se revestía, era bajo cierto punto de vista una medida de orden y reparación política que llevaba envuelto, según se decía, el sello de la prescripción legal. La noche precedente al tiempo del relevo de guardias, habían sido sorprendidos y asesinados en sus garitas varios centinelas, mientras un pelotón de judíos, armados y dueños de la consigna, habíanse apoderado de varios puntos fortificados, cortando hábilmente por medio de una paralela improvisada, aquella parte de muro que más resistencia pudiera ofrecerles, y colocándose en una posición ventajosa que iba robusteciendo una doble línea de paisanos armados, ingeniosamente ordenada y que se prolongaba desde la puerta de Visagra hasta el fortín aspillerado del Tajo.

El resultado de este golpe revolucionario pudiera haber dado indudablemente una probabilidad de éxito, favorable, sin la circunstancia de haber precipitado vivos los conspiradores a los fosos a los soldados moros; pero los ayes de estos desventurados que yacían moribundos, mutilados y heridos, malograron el éxito de la empresa, y un grito sostenido de ¡traición! que fue prolongándose con un eco eléctrico, llevó la alarma a los cuarteles, que empezaron a vomitar de tropel masas de soldados que, en medio de las tinieblas de la noche, empeñaron un sangriento combate, con dudosa suerte.

En medio, pues, del estrépito de la lucha, un toque de clarín, vibrante y sonoro, dominó el universal trastorno, modulando una nota expresiva, aunque lejana.

Este clamor parecía corresponder hacia las afueras, y era la señal de que el ejército de D. Fernando, a las ordenes del joven infante D. Alfonso, creyendo asegurado el golpe de la conspiración, con la cual fácil es de comprender estaba de acuerdo, dirigíase, precipitando marchas, a tomar posesión de la ciudad, cuyas puertas permanecían realmente abiertas ya por industria de los judíos.

Sólo que en aquellos momentos críticos, el clamor bélico sonaba todavía muy lejano, y los conjurados que combatían con desesperación, cedían ya al número y desmayaban. Unos minutos más de tregua y su triunfo es seguro, y la plaza sucumbe.

Mas la lucha continuó cada vez más desigual y encarnizada, y así trascurrió un buen rato: periodo terrible que todavía mantuvo indeciso y problemático el éxito del combate. Luego una luz azulada brilló en la cumbre de un collado que dominara todo el ámbito de la ciudad y sus afueras, como un siniestro meteoro suspendido en los aires, o como una estrella errante, resbalando sobre el espacio lóbrego de la zona.

La súbita aparición de aquella luz decidió completamente el éxito de la jornada por un efecto rápido y momentáneo, semejante a un golpe mágico.

Era la señal de antemano convenida para anunciar al ejército cristiano que la empresa se había malogrado y que debía retirarse a toda prisa; los jefes directores de la conspiración estaban de antemano en el secreto, y al punto, con una pericia admirable, mandaron la dispersión de los conscriptos, que se retiraron en el mayor desorden.

Consecuencia de este fatal suceso fue el suplicio ejemplar de numerosas víctimas israelitas, que al siguiente día bien temprano, según queda dicho, fueron ajusticiadas.

Su suplicio llevó también ese sello de cruel ferocidad que marcan la época en que tuvo lugar y el fanatismo mahometano con su intransigente sistema; los desgraciados fueron maniatados sin piedad, despeñados desde una colina, apedreados inhumanamente y arrojados por fin al Tajo sus cuerpos agonizantes y mutilados.

Por una prudente cautela, apoyada en una experiencia amarga, los pocos cristianos que entonces contenía Toledo en su recinto, abstuviéronse de tomar parte en la conspiración, según resultó luego por las pesquisas de la policía, y con tanto mas motivo, cuanto que la naturaleza del contrato que el rey, por medio de Veremundo, celebrara, según ya dijimos, con la asamblea judaica, debía poner, a costa exclusivamente de esta, en poder de los cristianos y mediante una enorme suma convenida, la plaza entera con sus arrabales, fortificaciones y dependencias; promesa exagerada, que por sus circunstancias mismas llevaba en sí el sello de la temeridad en cierto modo, y que tan cara costó a sus autores.

Mientras tanto, desde las primeras horas de la noche Veremundo que, aunque guardando rigoroso incógnito, estaba bien lejos de contarse seguro en su alojamiento, habíase trasladado con su tesoro y criados, por vía de precaución, a otro de los aposentos de la hospedería, situado sobre uno de los siete collados que contiene el recinto de la imperial Toledo.

La noche trascurrió en medio de una agitación cruel por parte de Veremundo, que permaneció en un continuo insomnio, lleno de ansiedad, asaltada su tranquilidad precaria por el estruendo de las patrullas que solían recorrer las calles, armando frecuentes escaramuzas y choques, hasta bajo de las mismas rejas de sus ventanas.

Al amanecer, y con objeto de distraer su pensamiento cruelmente preocupado y triste, mientras esperaba ocasión favorable para su fuga, el joven caballero salió a pasear vestido con, su traje árabe, a la galería que rodeara la balaustrada o pretil del edificio, y que correspondiera a una especie de terraza morisca, a la cual descendíase por una escalerilla de hierro, perteneciente a un suntuoso y antiguo alcázar.

Aquel era el palacio del gobernador árabe.

Desde aquel punto podía contemplar un risueño paisaje la imaginación del entusiasta joven, extasiado visiblemente ante aquel panorama magnífico.

Valles amenos, granjas de vistoso aspecto, hermosos y variados vergeles, vastas praderías, florestas deliciosas y armonizadas, resaltando sobre campos de musgo, sobre doradas campiñas y musgos tornasolados de verde y negro, jardines artificiales entre céspedes y cañaverales silvestres, soberbios edificios campestres, como villas romanas, escalonados en irregular anfiteatro, en las hondonadas y barrancos, y sobre todo, sobre la falda de la fragosa montaña, en la cual aparecían suspendidos como nidos de alondra, cortijos y granjas, torres y atalayas de puro lujo, destacando sus blancas formas sobre bosques de olivos y arboladura de aterciopelado verdor, masa heterogénea de frondas, minas y edificios, limitada por el undoso Tajo, como un ceñidor fosfórico de plata.

De trecho en trecho las mil agujas de los minaretes de las mezquitas veíanse ender el espacio, marcándose en lontananza sobre un fondo azul zafiro, y a través de aquel tenue vapor, sobre el espacio condensado por la luminosa neblina, alzábase allá en el Oriente el penacho inflamado del sol naciente, como un pabellón de granate y púrpura, cerniéndose en el horizonte, y en torno del cual vacilaba una nebulosa alborada.

Veremundo abarcó de una sola mirada aquel vistoso panorama, aspiró la brisa del crepúsculo, pura, fresca y saturada de mil perfumes, y extasiado en la contemplación del cuadro, todos los riesgos que había arrostrado y que acaso todavía le amenazaban, borráronse por un momento de su imaginación entusiasmada.

Respiró como si sacudiese una pesadilla mortal, su pecho se dilató hasta lo infinito, fundiéndose, por decirlo así, el alma en aquella dulce armonía de la naturaleza y el hombre, y perdiéndose su fantasía en las esferas ideales, vírgenes y poéticas de un dulce éxtasis.

En medio, pues, de aquel rapto, el ligero crujido de la persiana que cubriera uno de los ajimeces del patio, vino a despertar la atención del joven caballero, que prestó oído y púsose silenciosamente en acecho.

Abriéronse las hojas de la ventana, y entre el colgante pabellón de seda amarilla, cuyos profusos pliegues agitó una mano blanca y diminuta, apareció, destacándose en el marco sobre el alféizar, semejante a una incrustación de alabastro, el perfil de una peregrina belleza, que se recatara, al parecer, de una mirada vehemente, de pupila fascinadora y tenaz.

Lucía en su expresión un sello de languidez sentimental y, melancólica, de un orientalismo incitante, mucho más expresivo todavía a través de la matutina alborada. De su rostro purísimo irradiaba todo el tesoro y atractivos de una criatura ideal, en cuyo conjunto compendiábase un mundo entero de perfecciones.

Aquella seductora visión desapareció como por un soplo mágico, semejante a una de esas divinizadas creaciones desertadas del Olimpo, que vagan fascinadoras por el campo de la fantasía del poeta, y cuya ilusión, al disiparse, suele siempre dejar en el alma un vacío que solo llena un dolor agudo. Veremundo cayó del cielo de su ventura al abismo del desengaño; en vano su mirada ansiosa trató de inquirir el objeto de su admiración, que había desaparecido ya realmente un velo de gasa blanca y sedilla cubrió al punto el buque del ajimez, cuyos pliegues flotantes agitaban las brisas matutinas.

Convirtió la vista entonces al flanco opuesto, y estimulado por la curiosidad, examinó con detención aquella parte del edificio y sus accesorios que con el mismo se enlazaran, formando acaso una parte integrante o dependencias del mismo.

Este mismo edificio que habitara indudablemente su joven vecina, vasta aglomeración arquitectónica, sin orden ni simetría, comunicaba, al parecer, con el de su alojamiento, por medio de una galería cubierta o terraplén, que se prolongara alrededor del patio, y del cual descendía una serie de gradas de mármol blanco, hasta un bonito jardín o invernadero con laberinto de murta caprichosamente recortada y entretejida de flores. Un reducido cenador de filas con columnillas tenues que sostenían su florido toldo, ocupaba el centro entre grupos de naranjos cubiertos de azahar y fruto, y el interior, cuyo pavimento de jaspe estaba primorosamente alfombrado, contenía un riquísimo mueblaje oriental compuesto de divanes y cojines de terciopelo púrpura, con bordados y franjas de tisú y oro.

De trecho en trecho, sobre consolas pérsicas de mármol perfilado de oro, había bonitos grupos de estatuas alegóricas de esa mitología pagana, que ha sido y será probablemente siempre el alma de la verdadera poesía.

Eran sus árboles de vistoso follaje, cuyas variadas frondas encubrían imperfectamente sus frutos sazonados. Naranjas de Smirna de figura oval, como enormes globos de oro, limones de forma umbilical, manzanas exquisitas, como granos de arrebol o púrpura, de cuyo delicado matiz pudiera solo dar idea las mejillas de una mujer coqueta, vides rastreras que enroscaran sus sarmientos parásitos como serpientes sobre un lecho de rosas, suspendiendo opimos frutos que se disputaran bandadas de zumbadoras avispas, frutas de mil especies confundidas entre flores y aromáticas yerbas; precioso y natural conjunto de primores vegetales artísticamente combinados por el buen gusto, y que con sobrada razón absorbieran la atención del joven.

La niebla que poco antes habíase condensado hacia Levante, empezaba ya a disiparse, aclarando los objetos en un despejado horizonte: una brisa apacible agitaba las ramas y follajes, produciendo ese dulce y monótono zumbido que tanto halaga en ciertas horas.

Los pájaros saludaban con armoniosos trinos y gorjeos la aparición del nuevo día, y allá en las eminencias solitarias del monte brillaban ya los primeros rayos de un sol purísimo.

Veremundo, temiendo ser descubierto en tan peligrosas circunstancias, retiróse a su alojamiento, aunque con el pesar de no poder distraer de su mente la idea de aquella peregrina hermosura que sorprendiera su corazón, para dejarle inquieto al retirarse, como esos rápidos relámpagos que incendian al mundo, para aumentar luego sus tinieblas.

Asomó la vista por el buque del ajimez, desde el cual percibíase casi de frente la ventana morisca, velada todavía por un crespón blanco de sedilla que flotara a impulso de la brisa sobre un búcaro de rocas y adelfas, colocado en un resalte de mármol a la altura exterior del marco de la ventana.

En vano acechó todo el día desde aquel punto, la visión no se reprodujo.

Llegó por fin el crepúsculo de aquella tarde.

Las brumas candentes del día habían desaparecido, y un vientecillo fresco y suave refrigeraba el ambiente.

Veremundo, ebrio de amor y de recuerdos, y alucinado por un entusiasmo imprudente, había hallado medio de bajar, no sin gran riesgo, a aquel vergel, separado del edificio que él ocupara por un simple vallado artificial, cerrado por una verja de laureles de bronce trenzados.

Allí respiraba el aura aromático de las flores, y absorbía, por decirlo así, el espacio desde aquellas bóvedas de follaje y murta rociadas periódicamente por saltos de agua y vistosos juegos hidráulicos, que producían otras tantas cascadas artificiales en sus recipientes de mármol y alabastro estucado.

Recostado en un banco de musgo y recatándose cautelosamente de cualquier mirada que pudiera descubrirle en aquel sitio peligrosísimo, nuevos pensamientos asaltaron su acalorada mente, haciéndole comprender sobre todo la gravedad de su locura al invadir aquel recinto vedado.

En medio de su terror parecióle oír muy próximo el ligero crujido de una falda de seda que pasó rozando airosamente los grupos de romerales del mismo pabellón que él ocupara.

Su corazón latió de pronto con una sacudida violenta, ni su pecho pareció experimentar cierta compresión sensible, como quien sacude, una pesadilla y aun duda de ella.

Levantó la vista azorada por la sorpresa, concentró sus ideas, y si bien un impulso de precaución contuvo su primer impulso, se incorporó lo suficiente para inquirir sin ser visto la causa de aquel accidente.

Vio en efecto a través de la enmarañada yedra, y trasponiendo las enramadas floridas, la talla elegante de una hechicera mujer que se movía graciosamente con la flexibilidad de una palma, como un ángel que se columpia en los aires, tocando la tierra por capricho.

Iba envuelta en una túnica plegada, con rayas de oro y púrpura, retirado hacia atrás con dulce coquetería el velo de gasa, y rodeado a su delgado talle un magnífico chal de Smirna con franjas de tisú y brillantes.

Una especie de pañoleta de encajes cruzaba negligentemente sobre su seno, cuyas mórbidas formas marcara, y un ligero turbante blanco, sembrado de ricos abalorios, coronaba su hermosa cabeza, permitiendo ver la profusión de sus rubias crenchas enlazadas con estudiada coquetería.

Una y otra vez retrocedió y tornó a alejarse del pabellón del joven, como si realmente adivinara su presencia, semejante a la mariposa imprudente que atrae la luz, para precipitarla en su fuego.

Veremundo, preso de mil vacilaciones, se atrevió al fin a jugar su vida al azar de su vehemente amor, si bien guardando toda la cantela posible. Aquella mujer, o por mejor decir, aquella niña, debió haberle visto, según ciertas particularidades que había tenido ocasión de poder sorprender en ella, circunstancia que alentó su osadía, resuelta a cometer tal vez otra nueva locura, más arriesgada quizás que la primera.

Sacó del pecho un ramo simbólico de flores, algo ajado ya y que tuvo ocasión de componer aquel mismo día a prevención, y lo arrojó resueltamente a cierto punto junto al cenador, por donde debiera pasar precisamente la joven árabe.

Contenía solo estas tres flores enigmáticas: mirto, balsamina y amigdálida[1].

El ramillete permaneció largo rato en tierra, lo cual fue un signo de desesperación para el pretendiente, cuya imprudente osadía iba acaso a costarle cara, si su empeño recibía una negativa o un desprecio.

La astuta dama, a quien en realidad no se había ocultado la acción de Veremundo, y que disimulándolo solo esperaba una ocasión de no ser vista, retrocedió unos pasos afectando distracción, y arrojó sobre el ramillete una capuchina enredada en un tallo de espino blanco [2], después de lo cual retiróse precipitadamente al otro extremo del jardín.

Veremundo estaba a punto de enloquecer de entusiasmo y amor. Alucinado, fuera de sí, quiso precipitarse en pos de aquella adorable belleza, y dejándose llevar de aquel mismo rapto, postrarse a sus pies en demanda de piedad; pero al propio tiempo parecióle oír un silbido tácito y misterioso que moduló dos notas agudas, y contúvose al punto.

Siguiendo la procedencia de aquel silbido, juzgó al pronto equivocadamente si pudiera ser un amante oculto que daba a la joven árabe su consigna, y otra vez tuvo impulsos de cometer otra imprudencia, que en verdad hubiérale, perdido sin recurso.

Contúvose de nuevo sin saber cómo. Un volcán de celos inflamó su pecho, brotó una llamarada intensa que cegó su vista y paralizó sus facultades al pronto.

El silbido volvió a repetirse, y Veremundo, que tal vez hubiera cometido al fin una locura, pudo observar con asombro el negro perfil de un esclavo africano, que armado de un cangiar damasquino, aguardaba el regreso de la joven, de pie, inmóvil como una estatua gigantesca de ébano, y cuya elevada talla parecía marcar el buque de la entrada principal del jardín, situada al otro extremo del laberinto.

Comprendió desde luego que aquél sería uno de esos desgraciados eunucos, bárbaras mutilaciones de la naturaleza, y que serviría de centinela o guardián de la joven señora.

Sólo entonces, en esta creencia, y descendiendo de su amoroso vértigo, pudo apreciar la gravedad de su situación, el riesgo que había corrido al profanar con su presencia aquel sitio vedado, que los musulmanes suelen guardar como sus santuarios mismos, y al cometer, en fin, tantas imprudencias, de las cuales se arrepentía ya entonces.

Ambos árabes se retiraron al punto en el mayor silencio.

Luego, algo más tarde, cuando las sombras de la noche extendían su tenebroso manto, Veremundo pudo a su favor huir y retirarse a su alojamiento recatadamente, ebrio de amor y ventura, y fluctuando en un caos de esperanzas, de vacilaciones y dudas.

Y pasaron luego algunos días de sufrimiento por parte del joven, y de amorosas pruebas por parte de la misteriosa dama, quien correspondía indudablemente a las galanterías de aquél, en cuanto la permitiera la rígida vigilancia de que se hallara rodeada en aquel desconocido alcázar.

Durante aquel periodo, su correspondencia, sus entrevistas ingeniosas y felizmente llevadas a efecto, habían adelantado mucho, y el más acendrado amor ardía recíprocamente en ambos corazones con toda la vehemencia imaginable.

Los medios de comunicación, sin alterar en lo mas mínimo el sistema de precaución establecido, habían vencido insuperables obstáculos, colocando a entrambos amantes en una posición ventajosa en este punto, atendidas las dificultades gravísimas que mediaron y que eran una amenaza constante hacia la imprudencia, si se tenía la desgracia de incurrir en ella. Tocaban, pues, puede decirse, el límite de la posibilidad en este punto, y no podía menos de suceder así, porque en tales casos, la fuerza de voluntad en el amor allana las montañas, supera los obstáculos y sabe sacar partido de sus mismas dificultades, para obtener sobre ellas un triunfo positivo.

Los medios inventados de común concierto para su inteligencia, siempre indirectos, disfrazados, aunque eficaces, habían estrechado tan íntimamente el lazo de sus relaciones mutuas, el lenguaje mímico, emblemático y figurado de que se valieran habíase perfeccionado hasta tal punto, que apenas había una frase en el idioma articulado que no pudiera sustituirse por una combinación cualquiera de su vocabulario simbólico. Una cinta flotante en el friso de un ajimez, una cortinilla de variados colores, diferente en todo o parte cada día, una dulce inflección sonora de la guzla morisca, la iluminación nocturna de un minarete con trasparentes de púrpura, verde y, azul zafiro, etc., y otras mil particularidades que hubieran pasado para cualquiera desapercibidas e indiferentes; todo, en fin, entraba y tenía significación concertada en el lenguaje singular de entrambos, quienes entendíanse por medio de tan ingeniosa cábala, como pudieran hacerlo en su idioma nativo.

Una noche paseaba Veremundo por el arriate contiguo, bajo una bóveda de frondosas vides. Era aquella bien entrada, y el cielo aparecía encapotado de nubes densas, entre las cuales solía asomar alguna que otra vez el disco de la luna que derramaba una pálida claridad momentánea: alguna ráfaga de viento impelía de vez en cuando aquellas mismas nubes, aglomerándolas en remolinos, haciéndolas tomar caprichosos e informes grupos, y tronchando las copas de los gigantescos árboles que coronaran las colinas próximas.

Como dominando aquel vertiginoso cuadro de la naturaleza, el grito del centinela hendía el espacio con su lúgubre eco, que parecía ser la única señal de vida en medio de la quietud de la noche.

Veremundo, que tenía fija la vista en el minarete que correspondiera al ángulo septentrional del palacio de su joven querida, y que parecía esperar una señal de antemano convenida, notó con indecible placer un punto escarlata que se destacó por un instante en la pirámide del chapitel, resaltando brillante y luminoso en el fondo de las tinieblas de la noche.

Esta señal misteriosa decidió la resolución del caballero, que arrebatado y entusiasta, olvidando los riesgos a que iba a exponerse, desnudó su jabalina y dirigióse recatadamente al lugar de la cita.

Atravesó la terraza y la galería, saltó el vallado, la tapia y otra pared de regular altura, y se halló luego junto a un pórtico escusado que se abrió como por encanto, y cuyo buque interior le ofrecía los primeros peldaños de una escalera secreta que se prolongaba hasta un punto remoto, e iluminada débilmente por un resplandor tenue e indeciso.

Aquella escalera le condujo a una espaciosa galería con pasamanos de bronce y cubierta por una bóveda aplanada sobre columnas góticas hacinadas en grupos laterales.

Un prolongado vestíbulo vivamente iluminado por arandelas de cristal tallado se presentó después, y al cual se abandonó intrépido el temerario joven, llegando finalmente a una puerta dorada con incrustaciones afiligranadas, formando lujosísimas labores, caprichosos paisajes y dibujos profanos en relieve.

Aquella puerta giró silenciosamente sobre sus goznes de bronce, ofreciendo la perspectiva grandiosa de una vasta cámara oriental, verdadera mansión de hadas, cuyo pesado lujo guardaba rigurosa armonía en todos los objetos que contenía en su soberbio recinto.

La figura de aquella pieza era hexagonal, y sus paredes estucadas, cubiertas de riquísimas tapicerías de Persia, con pabellones de brocado amarillo sembrados de medias lunas de plata, dejábanse ver a ciertos trechos desde su friso de mármol verde, incrustadas de pórfidos y mosaicos, hasta el cornisamento calado de rosetones y arabescos, y la ancha faja o greca que corría sobre los capiteles figurados, trazando ángulos rectos sobre el perfil superior, estaba asimismo calada de menuda crestería alicatada sobre un fondo alabastrino.

La bóveda, formada por un lujoso artesonado de cedro, figuraba sostenerse sobre cabezas salientes de monstruos mitológicos, manos de gigante y grupos espirales de frutas exóticas desconocidas, puesto que solo debieran hallarse, cuando más, en el Edén de los elegidos del Profeta.

Eran los muebles divanes de palo de sándalo y rosa, cojines de terciopelo carmesí y verde, espejos oblongos con marcos de oro cincelado y engastes de azul zafiro en esmalte, cuadros con versículos del Alcorán, alegorías e inscripciones en caracteres cúficos, y otros mil objetos análogos.

Ardían el ámbar, aloes y mirra en braserillos de plata cincelada, y en cuyas aguas habíanse vertido esencias líquidas de clavillo, jazmín y rosa, que difundían un aroma sensual y embriagador como el deleite.

Lucía por do quier el oro, la seda y pedrería en profusa abundancia, desde los muebles, con sus labores e incrustaciones, hasta las cortinas colgantes, que sacudían al moverse una lluvia de diamantes, multiplicados por la reverberación de la luz que ardía en hermosas lámparas de alabastro oriental, pendientes del artesonado por medio de cadenillas de oro casi imperceptibles, y resbalando sobre el lustroso pavimento de mosaico cubierto a trechos por muelles alcatifas pérsicas.

En el fondo de aquel delicioso retrete apareció la hermosa niña, que ya conocemos, y que ahora se presentaba al noble mancebo, radiante el rostro de angelical sonrisa y retirado el velo con indecible coquetería.

Adelantábase con paso majestuoso y grave, y al notar la natural timidez del asombrado joven, le cogió por la mano y condújole a un rico sitial de brocatel raso donde se sentaron.

-Bien venido seáis, caballero, exclamó con un timbre de voz que conmovió todas las fibras de éste; en vano el corazón trata de rebelarse contra el destino: he luchado contra las exigencias sociales del mundo, contra las preocupaciones morales, contra los inexplicables impulsos de mí misma y contra los riesgos a que se expone una mujer de mi clase, que puede también precipitar en su caída al hombre a quien concede una cita en su retrete mismo. Sublimada la idea hasta el principio simple y racional de la naturaleza, impelida por su fuerza potente y creadora, la voluntad ha triunfado al fin y no vacilo en admitiros a mis confidencias, no sin haber tomado previamente las precauciones que reclama el caso y dispuesta a haceros partícipe de mis afecciones más gratas.

Veremundo se inclinó con un respetuoso ademán, conturbado y como sin poder darse cuenta de las confidencias de aquella misteriosa mujer, cuyo hechicero halago le fascinaba y cuya mano adorable retenía aun la suya con una presión tenaz. Todo su ser, sus potencias todas, su galantería, hallábanse paralizados ante aquel portento de hermosura y gracia, cuyo conjunto tenía para él en aquellos instantes un incentivo mágico, poderoso e irresistible.

-Llegáis a tiempo, prosiguió la hechicera niña después de una breve pausa y como sorprendido el ánimo por una idea súbita; los instantes apremian, porque ellos son los dados a cuyo azar jugamos nuestras cabezas. Necesito ante todo comunicaros un secreto, y para ello la mujer culpable reclama la indulgencia del noble cristiano.

Y como ella notara la alteración de semblante del joven al oír la alusión de su pretendido incógnito, se apresuró a calmar sus temores con estas palabras:

-No os inquietéis si insisto y os declaro con la franqueza que reclama el caso, que conozco vuestro nombre, la arriesgada misión que os trae a Toledo y demás proyectos ulteriores. Por eso mismo os he admitido a esta cita que aun a trueque de enormes sacrificios hemos podido realizar; pero no es tiempo de daros amplias explicaciones sobre este asunto: los momentos urgen, necesito haceros una declaración importantísima, como ya he dicho, y esta debe ser la más inequívoca prueba de mi afecto hacia vos.

-Mucha honra será para mí, señora, oír de vuestros lindos labios palabras que deben llenar mi alma de una inefable ventura que tan lejos estoy de mereceros.

-Basta, no prosigáis, porque en este instante en que vuestro corazón no posee todavía la clave del misterio, dudáis de mí y os asalta la idea posible de una alevosía; y esto es tan natural, como que la perfidia se adapta a todas, las formas y suele ensayar, con buen resultado ordinariamente todos los recursos de un artificio suspicaz y doble. Pero el tiempo es precioso y necesitamos aprovecharlo, aplazando lo demás para luego; oid, pues:

Y oprimiendo con vehemencia las manos del joven entre las suyas temblorosas, continuó con cierta agitación que en vano se esforzara en disfrazar bajo una adorable sonrisa:

-Hará como dos años que una familia feliz moraba en una humilde casa de esta ciudad, en la calle de Nazaritas. Aunque no muy ricos en bienes de fortuna, Toledo entero envidiaba la suerte de aquellos dos ancianos que cifraran sus esperanzas en su única hija, niña de doce años, vivaracha y coqueta, aunque dominada por sus ideas religiosas, exaltadas hasta un grado eminente.

Esta niña era yo.

Pertenecíamos a esa clase de cristianos viejos estigmatizados, tenaces en sus creencias y solidificados sus corazones por la fe trasmitida con la sangre y jurada siempre con una ceremonia tradicional sobre el lecho de sus moribundos padres.

Pero como nada es estable en esta vida, sobrevino una de esas imprudentes asonadas que suelen sublevar la ciudad, poniéndola en doloroso conflicto, y cuyos resultados funestos labran todos los días hierros para los bulliciosos cristianos. Eran estos los que promovieran el motín, a cuyo frente figuraba mi anciano padre, que impelido por un ciego entusiasmo, no vaciló en ponerse al frente del movimiento revolucionario.

Pero esta empresa quimérica fracasó como otras muchas, y mi pobre padre fue preso y sentenciado a ser atenazado y descuartizado vivo, confiscados nuestros bienes y proscripta su familia y descendencia hasta la tercera generación.

No hallando medio, pues, de desviar aquel fatal golpe, ni de conjurar la sentencia que pesaba sobre el autor de mis días: yo que te amaba con delirio y que no hubiera podido sobrellevar el dolor de su suplicio, hallé medio de parar aquel golpe, y me resigné a ello, aun a trueque de todo, aunque se tratara de mi libertad, de mi vida y acaso de mis creencias mismas, y vais a saber cómo la realicé al fin.

Mi pobre y anciana madre tenía una parienta, superiora del convento o casa de asilo titulada de la Purificación, que no ha mucho se veía en la Huerta del Rey, y que la intolerancia musulmana ha hecho desaparecer. Aquí nos retiramos ella y yo durante aquellos aciagos momentos, y amedrentadas vestirnos el hábito de la regia, con el fin de burlar, si era posible, las pesquisas de la policía, bajo aquel santo disfraz que los infieles han respetado siempre.

Pero el demonio de la tentación dispuso que cierto día acertase a venir al convento disfrazada de buhonera una de esas mujeres sospechosas, de bajo oficio y abastecedoras del harem, y me pidió un momento de audiencia, que me apresuré a concederla con el beneplácito de la superiora y el de mi pobre madre, que temblaba sin saber la causa. ¡Desgraciada!, presentiría tal vez una nueva desdicha.

Yo también me estremecía de espanto instintivamente, porque la experiencia me había enseñado a sospechar de todo; pero ¿qué había de hacer, si aquella mujer mercenario me ofrecía noticias de mi anciano padre y de los medios de libertarle? ¿Cómo, pues, rehusar la audiencia?

La mujer vino de intento a hacerme una proposición indecorosa, ofreciéndome, a nombre del gobernador, salvar la vida de mi padre, a trueque de una condición que acaso llevara envuelta mi honra.

Temblé, vacilé horrorizada ante la idea del deshonor. Al fin, tras una despiadada lucha entre el deber y el amor paterno, triunfó este y me resigné al sacrificio, abandonándome en manos de aquella mujer liviana y miserable. Tratábase de un padre, y este nombre no tiene equivalente en el lenguaje humano. ¿Qué sacrificio pudiera yo rehusar por salvarle de una muerte afrentosa?

Huí aquella noche misma con ese propósito, cuando dormían ya las religiosas, dejando a mi anciana madre postrada en el lecho, devorada por la fiebre que dos días mas tarde la arrebató la vida, y sumida en un ardiente delirio que me partía el alma.

La orden de libertad fue al punto notificada a mi padre, y mientras a costa de ella me constituía yo esclava del gobernador en este mismo palacio, donde reino por mí y para mí sobre todo cuanto me rodea en él, mi pobre padre, víctima del fanatismo de los alfaquíes y de la perfidia de la escolta que, lejos de protegerle, le entregó sin piedad al furor de un bárbaro y feroz populacho, moría apedreado en las calles de la ciudad.

Esta circunstancia, para mí tan sensible, no impidió que Solimán, a cuyo capricho iba yo destinada, me recibiese con su natural bondad, alojándome en este mismo retrete, bien resuelto a castigar a los culpables, como lo verificó, aunque también a no renunciar a mi posesión por todos los honores y riquezas del mundo, pues que desde entonces solo yo reinaría en su corazón: éstas fueron sus mismas palabras.

Más de una vez pude apreciar el valor de mi honra, de mi libertad y de mi albedrío, y adiviné desde fuego el profundo abismo que a mis pies se abriera. Me revestí de valor, resuelta a rechazar cualquier ataque indecoroso que se me dirigiera: mi generoso señor, que jamás ha traslimitado sus exigencias de la línea persuasiva: lloró mi ingratitud como un niño, y rendido, humillado por mi resistencia, maldijo su destino que le encadenara a un imposible.

Pocos días ha, poseído de un acceso frenético, porque divagaba su mente, y sus potencias y sentidos caducaban a consecuencia de un extravío mental, Solimán, más apasionado que nunca, me colocó en una cruel alternativa, poniendo de nuevo a prueba mi virtud.

Paseaba yo por el jardín, vigilada por uno de esos miserables eunucos, oprobio de la civilización y de la cultura. Pues bien, yo que siempre estoy rodeada de esa naturaleza degradada, imponente y muerta, y que, sin embargo, no he llegado a enervarme en medio de la molicie y del ocio, paseaba, repito, una tarde por el jardín, sumergida en amargas consideraciones, y atormentada por el recuerdo de mis desgracias y penalidades sin número.

La tarde era serena, el sol poniente apenas enviaba sus postreros rayos, dorando con su pálido brillo los altos minaretes del alcázar, sobre cuya sombría mole cerníase una especie de vaporosa niebla, como un velo sangriento. Para mí fue éste un presagio cruel, y el corazón, rebotando en el pecho, respondía con sus latidos a mis temores.

Una esclava africana, quebrantando la consigna que yo había dado, vino de parte de Solimán a decirme que me detuviese algún tiempo en el pabellón, porque aquella noche deseaba tener conmigo una entrevista secreta en aquel punto, y me suplicaba no se la negase.

Adiviné al punto que mi honra iba a sufrir tal vez una prueba terrible, que aquel hombre, no pudiendo ya contenerse acaso, pudiera dejarse arrastrar quizás de un arrebato de su pasión volcánica para hacerme violencia.

Con todo, no había medio de negarse, y acepté.

Precisamente recordé entonces la Judit de la Biblia, y juré imitar en un caso extremo su varonil ejemplo en aquel generoso Olofernes.

Era ya entrada la noche.

Los argenteados rayos de la luna, condensados por la niebla iluminaban ya el jardín con su nacarado brillo, en cuyo fondo las masas de arbolado proyectaban sus fantásticas y verdinegras sombras en un cielo azulado.

Solimán, el bravo caudillo, el general bizarro, a cuya pericia y lealtad cometiera su rey el gobierno supremo de estos estados, se improvisó ante mí: hermoso y gentil como siempre, y cuya talla arrogante y majestuosa, estaba realzada entonces por el brillante uniforme de su alto empleo y categoría.

No era ya aquel turco impetuoso que aterraba con su presencia los aguerridos tercios castellanos, sino el amante respetuoso y humilde que venía rendido a deponer toda su fiereza salvaje a las plantas de una débil mujer, sorda a sus ruegos y resuelta en su caso a lavar en su sangre cualquier desacato que se la hiciera.

Suplicó, lloró... todo inútil.

Comprendiendo por fin el imposible, retiróse triste y despechado, aunque jurándome que por su parte, y mientras él viviera y permaneciese yo a su lado, no peligraría jamás mi honor, puesto que nunca recurriría a la violencia.

Pero ¡ay de mí! Ese generoso joven, en quien desde aquel día pudiera yo haber mirado mi más influyente protector, fue aquella misma noche víctima de un acceso de desesperación. Destituido de toda esperanza de poseerme, recurrió al suicidio, y al siguiente día amaneció estrangulado con la cuerda de su cangiar.

Este desgraciado suceso permanece todavía oculto bajo el velo del más profundo secreto, y aun a pesar de haber trascurrido algunos días, nada se ha traslucido, al parecer, suponiéndose generalmente que el gobernador se halla ausente, con alguna misión secreta, en uso tal vez de la real licencia que por motivos de salud largo tiempo ha disfrutara.

Con todo, ha llegado ya el día en que ese secreto contenido por mí misma a costa de sacrificios y ardides, deje de serlo ya, y su revelación amenaza sobre mi cabeza todas las sospechas que indudablemente atraerían mi suplicio, porque desgraciadamente estos muros no son del todo impenetrables para que dejara de ser un misterio mi negativa constante a las impetuosas exigencias del amor de Solimán.

Además de los mil riesgos que me amenazan, una mujer sagaz y vengativa acecha todos mis movimientos, me espía día y noche, y siempre fatídica e implacable como una sombra rencorosa, espera la ocasión de poder beber mi sangre y de confundir mi nombre en un acta mortal. Esta mujer es la nodriza de Solimán, la que negoció mi cautiverio a trueque de la pretendida libertad de mi padre, y que poseída de ese entrañable amor que le ha profesado durante su vida, semejante a la loba a quien se han arrebatado sus cachorros, husmea el rastro, olfatea, bramando de dolor y coraje, y acaso ese instinto poderoso de su acendrada pasión por su hijo haya hallado a estas horas la clave del enigma. ¡Desgraciada de mí! Esa mujer es el demonio que continuamente asalta mi tranquilidad precaria, que conturba mis sueños, y de quien todo lo temo, porque su poder es diabólico.

Tal es mi historia, caballero, conocéis ya la posición crítica en que me hallo: no olvidéis que, al extremo a que hemos llegado, si yo pereciera, es bien posible en estas circunstancias que os arrastrase en mi caída, porque las investigaciones descubrirían nuevo campo, y... ¡desdichados entonces de nosotros!

Por lo tanto, seamos previsores, y adelantándonos a las contingencias, antes que cualquier accidente rasgue ese funesto velo, apreciad mi situación y salvadla. Puesto que somos cristianos, protejámonos mutuamente, salvémonos a cualquier costa, y contad mientras tanto con la gratitud de una infeliz mujer que se coloca en vuestras manos, invoca vuestro amparo, abandonándose a los impulsos de ese corazón generoso, y entrega desde luego su honra, su seguridad, su suerte toda bajo la salvaguardia de la nobleza de un caballero como vos, en quien cifra su única esperanza de salvación.

Y al expresarse así, la hermosa joven, deshecha en lágrimas, se arrojó en los brazos de Veremundo, que sintió las pulsaciones de aquel corazón entusiasta que latía bajo las formas de su turgente seno.

Olvidóse entonces de sí mismo, porque las lágrimas de una mujer hermosa, hablan en ciertas ocasiones como aquélla, un lenguaje irresistible.

-Pues bien, ya que lo exigís, repuso en un trasporte de entusiasmo, mi vida, mi voluntad, mis potencias... todo es vuestro, señora: disponed de mí, que solo espero vuestras órdenes para libertaros. ¿Qué importan las dificultades que a ello se opongan? Mi firme voluntad sabrá vencerlas, y mi espada nos abrirá paso a despecho de todo.

-No podía yo esperar otra cosa de vuestra hidalguía, generoso joven, replicó la dama con inspirado acento; en cambio, pues, de tal sacrificio, solo tengo un corazón que ofreceros, aceptadlo, sí, y sed desde hoy el dueño absoluto de mi albedrío.

Tendió entonces su blanca y diminuta mano, que Veremundo besó con delirio, diciendo al propio tiempo:

-No perdamos un tiempo precioso, señora, huyamos de este sitio peligrosísimo que nos compromete, ¿quién sabe si acordaremos demasiado tarde?

-Tenéis razón, amigo mío, lo que nos importa es la fuga ante todo; seamos diligentes, y abreviemos: ¡Oh!, ¡cuánto pudiéramos perder en un solo instante de retardo!

-Retiraos ya, prosiguió, y disponed lo que juzguéis necesario para nuestra evasión: antes que brille la aurora del nuevo día, os aguardo en la plazoleta de acacias que hay inmediata a la terraza de vuestro alojamiento. No faltéis a la consigna, y contad siempre con la eterna gratitud de una mujer que nada sabrá rehusaros en recompensa de tanta lealtad y tanto desinterés.

Veremundo, todo conmovido, protestó de nuevo su fidelidad a la joven, si bien comprendiendo lo expuesto que sería salir de la ciudad en aquellas circunstancias tan críticas, en que con motivo de la conspiración reciente, redoblábase la vigilancia, se aventuró a hacer ciertas observaciones que la animosa doncella se apresuró a desvanecer, diciendo:

-Nada temáis, conozco una mina subterránea que desemboca en cierto punto inmediato al Tajo, así pues, disponed una barca que nos conduzca luego a la ribera opuesta, y dejad lo demás a mi cuidado.

El caballero se retiró al instante para poner en práctica las órdenes de aquella mujer misteriosa, por las mismas galerías, rampas y pasadizos que había venido; penetró por el postigo que todavía permaneciera abierto, saltó las tapias del jardín sin ser visto de persona alguna, y llegó a la galería de su alojamiento.

El mismo silencio, la misma soledad que una hora antes, reinaba en todos los sitios de su tránsito; la oscuridad era aún más densa, y solo las luces de imaginaria brillaban allá en la distancia como puntos perdidos en medio del cuadro de la tenebrosa noche.

Veremundo empleó el tiempo que restaba hasta la hora aplazada para la fuga, en reparar su armadura y pulir las armas. Cometió a sus criados la vigilancia del tesoro, comunicándoles las órdenes necesarias acerca del modo y forma en que debieran verificar su evasión, y entregar este a la reina en todo caso; después de lo cual, y provistos de su correspondiente defensa, acudió, apenas llegó la hora oportuna, al punto de reunión designado, donde le esperaba ya la hermosa cautiva.

Sin dirigirse una sola palabra, ambos fugitivos partieron.

Atravesaron casi a tientas varios patios y callizos obstruidos de ruinas, en medio de los cuales solía elevarse una silueta fantástica o un paredón desquebrajado, como solitarios espectros que se destacaban sobre un limbo tenebroso y lúgubre.

Aquella parte de la ciudad había sido arruinada algunos años antes por un terremoto, en lo cual el espíritu de superstición predominante alejara de aquel sitio maldecido del cielo toda idea de reedificación, persuadida la generalidad del vulgo de que pesaba sobre el mismo el anatema divino.

Entre aquella masa informe de escombros percibíanse las, ruinas de un edificio de grandes proporciones, y del cual quedaban todavía en pie algunas piezas en primer piso que escaparan a la general catástrofe.

La joven empujó una de aquellas puertas desquiciadas, e introdujéronse por una bóveda de mampostería y ladrillo que los condujo a una pieza destartalada, y rodeada interiormente de un entarimado de cedro.

Un resplandor muy débil y amortiguado daba a esta pieza un aspecto verdaderamente fantástico; diríase que era el lejano reflejo de un incendio.

A favor de aquella luz notábanse grandes trozos rasgados de tapicería, y el ancho friso de la pared recargado de florones en relieve con labores de alicatado.

Aquel brillo procedía indudablemente de alguna de esas misteriosas reuniones subterráneas que solían tener los desgraciados hijos de Israel, que buscaran siempre las entrañas de la tierra a fin de burlar la vigilancia de sus perseguidores.

La joven, práctica al parecer en aquellos misteriosos sitios, tentó con su diminuta mano cierto punto saliente mal encubierto por la tapicería, y al punto crujió la ensambladura del entarimado, saltó con un ligero estallido una tabla y quedó practicable un buque sumamente angosto, por el cual introdujéronse uno en pos del otro.

Entonces el buque tornó a cerrarse, pero muellemente, sin estrépito ni sacudimiento alguno.

Hallábanse en una especie de corredor oscurísimo, cuyo piso húmedo y resbaladizo, a trechos, pronunciábase en declive.

Todo yacía en profundo silencio, y notábase apenas la impresión del aire mefítico del subterráneo.

La joven tentó en varios puntos, como buscando un objeto, y al fin halló una cuerda que se extendía a lo largo de la misma y que sirviera indudablemente de dirección o guía al que la recorriera.

Apoderáronse ambos de ella y abandonáronse largo rato a aquélla infinita serie de peldaños rústicos que descendían cada vez más perpendicularmente por un terreno desigual y fangoso.

Por fin llegaron junto a una gran reja enmohecida, que era el límite exterior del subterráneo, y que cedió al fin a los esfuerzos del joven caballero.

Halláronse entonces junto a la ribera del undoso Tajo, cuya corriente reverberaba alguna que otra luminaria de los barrios contiguos, o las hogueras casi apagadas ya de las chotas que bordaran varios puntos de aquellas márgenes selváticas.

Empezaba a rayar la aurora.

Un ligero matiz de escarlata y oro iluminaba el oriente, y los contornos de la montaña dibujábanse algo confusos, como una masa aplomada y cenicienta sobre un firmamento tachonado de estrellas.

A lo lejos de la dilatada vega extendíase con su verde alfombra sobre un lecho de aterciopelada vegetación a través de las nebulosas brumas matutinas, y más arriba, tendida en irregular anfiteatro, la soberbia ciudad recostada sobre la montaña gris y envuelta en un velo de nacarados vapores.

Las luces, deslucidas ya por la proximidad del día, multiplicábanse en las alturas, rielando apenas en las turbulentas aguas del Tajo, que envolviera como un enorme ceñidor de plata el recinto de la imperial Toledo, con sus castillos y fortificaciones.

El gran caudal de aguas que llevara el río retrajo a los fugitivos de la idea de atravesar el cauce en una de aquellas frágiles barquillas que había atracadas en la orilla, y cuyos dueños se servían con bastante destreza de ellas para hacer un contrabando activo bajo acreditados pretextos con los judíos toledanos.

Determinaron, pues, ocultarse al pronto en una de aquellas miserables cabañas inmediatas a la ribera y señaladas con pendoncillos negros, distintivo obligatorio de los cristianos, esperando oportunidad de huir con el menor riesgo posible, lo cual era siempre sumamente expuesto, pues de un momento a otro pudiera ser notada su fuga, en cuyo caso estaban irrevocablemente perdidos.

Tiempo ha que una epidemia maligna afligiera a la ciudad y sus poblaciones limítrofes: las víctimas del contagio eran numerosas hasta tal punto, que la policía, como una medida sanitaria, había prohibido se diese sepultura a los cadáveres durante el día, destinando a este objeto las altas horas de la noche.

En aquellas mismas horas melancólicas las calles permanecían desiertas y solitarias: solo de cuando en vez oíase el monótono rumor de algún carruaje que aparecía fuego tirado por un macilento jamelgo, y en cuya delantera vacilaba una luz pálida, colocada sobre un palo algo elevado.

Aquél era el carro de los sepultureros.

El cementerio de los cristianos, situado extramuros y a una considerable distancia, estaba por consiguiente al lado opuesto del río, y punto fronterizo al puente de Alcántara.

Una idea extraña ocurrió a Veremundo a tiempo que una pareja de sepultureros regresaba con el carruaje vacío junto a la choza y en dirección al interior de la ciudad. Aquellos hombres pertenecían a una pobre y piadosa hermandad de cristianos, y eran religiosos legos mercenarios, a juzgar por la divisa o escapulario de la orden redentora, que campeaba sobre el fondo de sus hábitos blancos talares.

El pretendido árabe mandó detener el fúnebre vehículo, y mediante una corta conferencia con aquellos hombres, pudo conseguir ponerse con ellos de acuerdo para que les sacasen de la población dentro del carro mortuorio, a cuyo ardid prestáronse ellos mediante un corto estipendio y con la mayor cortesanía.

Colocados allí, los sepultureros dejaron correr las cortinas del carruaje, y simulando bajo tan ingenioso equívoco un cargamento ordinario de su triste misión, estimularon al animal, que partió al trote, arrastrando con velocidad aquel carretón desvencijado, cuyas ruedas hicieron retemblar crujientes el puente de Alcántara.

La salida del sol sorprendió a los profusos en las inmediaciones de Almonacid, al pie de su imponente castillo, en cuyas torres ondeaba el pendón de la media luna, y cuyos esmaltados vidrios reflejaban los rayos del sol de Oriente.

Emboscáronse en los sotos de arbolado, cañaverales y arbustos que pueblan las márgenes del Guadiela, y resolvieron pasar allí el día y tomar aliento para continuar su fuga a favor de las tinieblas de la noche próxima, si es que se presentara oportunidad de ello.

Algunos días después de la evasión de nuestros héroes, un edicto del rey de León refrendado por Payo Ataulfo de Altamira y Moscoso, hermano de Veremundo, condenaba a éste a extrañamiento perpetuo de los dominios cristianos en la península, con aplicación inmediata de todas las demás penas en que incurren los reos de alta traición, infidelidad y rebeldía, confiscación y pérdida de todos sus bienes, fueros e inmunidades, e inhabilitación para recobrarlos, caso de no presentarse a justificarse en cierto término.

Al propio tiempo una real provisión daba el condado de Altamira, que por muerte de su padre correspondiera de derecho a Veremundo, a su indicado hermano Payo Ataulfo de Moscoso, y todo en calidad de interinidad, mientras el legítimo sucesor no se presentase a justificar su conducta y obtener su rehabilitación dentro de ese mismo plazo que se le otorgara.

En honor de la verdad diremos que por industria del nuevo conde, el edicto, si bien fue expedido con tales condiciones, se comunicó y publicó en términos absolutos y sin esa restricción derogatoria que ofrecía lugar en su caso al efecto retroactivo de la sentencia, lo cual venía a cerrar la puerta a la posibilidad de que se presentase el reo a reivindicar sus derechos después de probada su inocencia, con lo cual declararíase contumaz y rebelde, convicto del crimen que se le imputara, y por consentido el fallo.

En ese caso anularíase la restricción de la donación del condado, que el usurpador esperaba ver confirmada a su favor por el monarca, en calidad de título hereditario para sí y sus descendientes.

Al propio tiempo, y por una coincidencia simultánea, poníase precio a la cabeza de una cautiva cristiana que desertara del harem de Toledo, a la cual imputábase también el crimen de asesinato en la persona de Selim-el-Achmet, entendido por Solimán, gobernador y generalísimo de dicho reino, siempre que fuese habida en el mismo.

Y mientras tanto, ambos fugitivos eludían el rigor de estas fulminantes órdenes desde una gran distancia, entregados a los goces de un amor entusiasta y recíproco.

Vagaban una tarde por la frondosa vega de Granada, a orillas del pintoresco Darro, con sus riberas selváticas y su bulliciosa corriente.

El sol trasponía las cumbres bordadas de blancos caseríos, de campiñas de mieses y olivares: sus rayos oblicuos reverberaban en las crestas de las Alpujarras, coronadas de perpetuas nieves.

Más lejos la oriental Granada, paraíso del Profeta y cuna de la poesía árabe-española, cuyas torres, alminares y esbeltos minaretes afiligranados y esmaltados de azulejos, reflejaban el brillo esplendente, fosfórico, del sol de ocaso.

Y dominando el caserío de esa informe masa de edificios y monumentos árabes, la célebre Colina Roja con su ruinoso templo de Diana [3], su vieja atalaya coronada de estandartes moriscos tremolando, al aire y sus achatadas torres cuadradas que hundían sus medias lunas de hierro en un horizonte magnífico... cuadro poético, cuyos variados objetos resaltaban sobre el claroscuro de la montaña, marcando irregulares puntos que iban borrándose gradualmente a medida que disminuía la luz.

Refugiados en aquellos amenos sitios e impelidos por la fuerza de su destino mismo, ambos amantes contestaban al acta de proscripción que pesara sobre ellos, con un amor casto y entusiasta, al abrigo y protección de un pobre anacoreta, deudo muy cercano de Veremundo, que habitara en cierto caserío, a la falda de la misma montaña sobre que asienta Granada la árabe, y resguardado por un salvo-conducto de aquel rey.

La naturaleza de los tratados sobre extradición recíproca de criminales, celebrados entre los monarcas cristianos, no había permitido a los fugitivos acogerse a sus dominios, puesto que la especie, de coalición o liga que mantenían, a fin de contrarrestar el poder musulmán tan arraigado y fuerte en la Península, no ofrecía seguridad ni garantía a los mismos, que indudablemente hubieran sido sacrificados a esa dura condición del derecho internacional, llamada impropiamente razón de Estado.

Tal era, pues, el motivo que indujera a los jóvenes proscriptos a refugiarse en Granada, donde contaban con mas elementos de simpatía que en cualquier otro punto, a juzgar por ciertos antecedentes y probabilidades que de ellos nacieran.

Venían por de pronto allí completamente desconocidos, entregados el uno al otro dentro de los severos límites del decoro, olvidando la opulencia y el bullicio del mundo, y ejerciendo las prácticas de una virtud rigorosa y ascética.

Habíanse desposado clandestinamente, el santo misionero había bendecido esta unión feliz, y era fruto de su amor un hermosísimo niño rubio, a quien impusieron en el bautismo el nombre de Gonzalo Rodrigo.

Pero acaeció cierta noche uno de esos desmanes tan comunes en aquellos calamitosos tiempos, de esos que imprimen siempre en las generaciones una huella sangrienta y fatal.

Una horda sediciosa de árabes que era el terror del reino de Granada, cayó de improviso como una tromba airada sobre el país; incendió las campiñas, taló y quemó las mieses, los bosques y las chozas, y apresó ganados y gran número de cautivos de ambos sexos.

Entre estos contábanse también los jóvenes esposos, con su hijo y el pobre religioso, el cual fue inmolado sin tregua a la barbarie de los facinerosos, que llevaron su crueldad hasta el punto de coserle en su hábito de buriel, después de maniatado, arrojándole por último al Darro en medio de su brutal algazara.

Ni fue tampoco perdonado el tierno niño, a quien maltrataron cobardemente, ni respetado el pudor de su casta madre. Veremundo presenció uno de esos actos brutales y torpes, cuya simple relación ofende la moral y la escandaliza, desgarrando a la vez el corazón de un esposo honrado.

Este atentado vergonzoso produjo en su pecho naturalmente un acceso de rabioso coraje, que su situación hacia impotente; en vano provocó con virulentos apóstrofes a aquellos desalmados monstruos, en vano les amenazó, retándoles a singular combate, porque ellos, prolongando el tormento, acogían esas mismas provocaciones con una indiferencia burlesca hasta el insulto, haciendo escarnio y mofa de su dolorosa cólera.

Oyó con amarga desesperación la conferencia siniestra de aquellos malvados acerca de la suerte que iba a caberles. ¡Ah! ¿Qué importa que se les hiciera merced de la vida a trueque de tan ignominiosas condiciones? ¿No era mil veces preferible ante todo la muerte?

La religión y el amor, infundiendo en su corazón noble sus saludables impulsos, pudieron separar de la mente acalorada y febril una idea siniestra, el suicidio; negro fantasma que sorprendiera su enardecida organización nerviosa con todo el arrebato que suele imprimir un rapto de desesperación en sus víctimas.

Contúvose al fin, concluyendo por desear el mismo género de muerte que meditaban dar a aquella pobre mujer exánime, destrozada por la violencia, y a aquel hermoso niño que por un tierno instinto tendía hacia él sus manecitas suplicantes, como en demanda de socorro.

Y cuando húbose convencido de que se le reservara la misma suerte, experimentó un cruel consuelo, su pecho pareció dilatarse en la esfera de una esperanza puramente egoísta, y una nube parecida al caos ofuscó su mente, perdiéndola en un devaneo sensible.

Con respecto al orden que debiera guardarse en el turno, vaciló un momento: tuvo impulsos de rogar a aquellos bárbaros que le hiciesen morir a él el primero, para ahorrarse la pena de ver perecer a aquellos dos seres tan queridos; pero al fin prevaleció la idea de sobrevivirles en todo caso, en la confianza quizás de que un acontecimiento cualquiera pudiese restituirle la libertad, en cuyo caso exigiría terrible cuenta de aquellas víctimas.

Por fin los malhechores, por una especulación bastarda, resolvieron conservar la vida a aquellos tres infelices, porque, jóvenes como eran, ofrecían a su codicia una probabilidad lucrativa en los bazares turcos.

Si se hubiese tratado de personas ancianas o enfermizas, hubiera sido diferente el acuerdo indudablemente, puesto que esta circunstancia hacia variar el negocio, reducido a su entidad esencialmente mercantil; pero era todo lo contrario, y el interés y la avaricia decidieron el hecho.

En virtud, pues, de esta resolución, los árabes aseguraron su presa y desaparecieron en las tinieblas, medio disipados a trechos por el brillo del incendio que todavía continuaba devorando la hermosa campiña y sus bosques.

Mientras tanto los criados de Veremundo hallaron medio de huir afortunada mente, para poder dar cuenta de la ocurrencia y desvanecer ciertos errores en favor de aquél, cuyo concepto mejoró notablemente en el ánimo de sus soberanos.

En su fuga, poco menos que milagrosa, no les fue posible salvar las joyas y dinero que componían el tesoro entregado por la reina a su amo Veremundo, y cuya conducción les cometiera éste, cuyo paradero no pudo averiguarse; y agotados los medios que se emplearon en su busca, se sospechó que lo hubiesen asesinado en la refriega. Los criados que habían recibido orden de no decir palabra con respecto a él, cumplieron su promesa de no revelar cosa alguna.

En cuanto a su hermano, el nuevo conde de Altamira, redobló sus pesquisas por inquirir su paradero, porque entraba, en sus designios buscarle, si es que existiera, aunque fuese en las entrañas de la tierra.

Traslademos ahora al lector a la bulliciosa plaza de Bibrambla, precedida del Zacatín, sitio no menos animado en aquellos tiempos, y que enlaza dicha plaza con la Nueva, por bajo de la cual se precipita el Darro, arrastrando sus aguas minerales, y bordadas sus riberas de bosques de sauces y abedules que balancean sus verdes frondas agitadas por el susurro de las brisas.

Pues bien, esa plaza, obstruida en parte por las arenas del Darro, ofrecía en ciertos días, hacia la época de que vamos hablando, un cuadro singular de animación y barbarie, presentando el relieve de ese borrón infamatorio que las luces de la pretendida civilización del siglo no han logrado extirpar todavía en nuestras colonias mismas, donde existe, como en otros puntos, oprobio de las generaciones en medio de esas nobles teorías que agitan la humanidad sensible: ¡la esclavitud!

Celebrábase uno de esos mercados generales, especie de ferias sumamente concurridas por las poblaciones de la parte meridional de España, que componen lo que se llama Andalucía, y a las cuales el lenguaje oriental suele dar el nombre de bazares.

El día era caluroso, uno de esos días abrasadores en que el solsticio estival hace exprimir sus verticales rayos en las regiones templadas.

Remontaba el sol el meridiano.

Una caliginosa niebla condensaba el espacio, como un velo de fuego nebuloso, a través del cual percibíase confusamente como un punto sanguinolento y mate, el espectro solar, girando su inflamado disco, cuyo foco parecía contraerse cada vez más opaco, concentrado y diáfano.

Reinaba una profunda calma, y apenas el aire enviaba un ligero soplo ardiente que absorbía luego una ráfaga enroscada como una columna pirotécnica, prolongada verticalmente en remolino hasta perderse en la inflamada zona.

Un torbellino de hojarasca y polvo solía interrumpir este juego cruel de la naturaleza, condensando más y más el ambiente y velando el espacio imaginario de aquel cielo encendido por la abrasadora canícula.

Los habitantes de Granada la árabe, supersticiosos por principios, observaban con visibles muestras de asombro aquel fenómeno atmosférico, bajo cuya influencia parecía arder la naturaleza entera, si bien luego, dominados por el fatalismo clásico del islamismo, restituían a su continente toda la estúpida resignación que forma el tipo característico del código mahometano y sus sectarios.

A una proporcionada altura hablase cubierto con telas y esterado casi todo el ámbito superior de la gran plaza, dispuesta en calles artificiales rociadas de aguas olorosas.

Aquel conjunto, simétricamente trazado, formaba un pintoresco paisaje, semejante a las tiendas portátiles o pabellones árabes del desierto, improvisados por las caravanas de las tribus salvajes.

Aquí, bajo esos toldos, bajo esas mismas tiendas movibles que llevaran en su lujoso atavío el sello de un verdadero atractivo, en aquella especie de retretes en que el esmero rivalizara con el buen gusto, hallábase el bazar de esclavos, separados sus departamentos con admirable simetría y con la rigorosa clasificación de sexos, bajo una numeración exacta.

En esta plaza, que como queda dicho, tenía la apariencia de una bonita población árabe, aspirábase el aroma del clavillo y rosa j unto con esa incomprensible combinación de perfumes con que el genio oriental ha poetizado su vida sensual y voluptuosa, vida material, sublimada en sus goces, aunque muerta para el genio, galvanizada, o por mejor decir, enervada en el placer y el ocio; naturaleza negativa, a la cual prestan una apariencia ficticia, artificial, los aromas de la Arabia, las perlas de la India y las sederías de Damasco, Smirna y Basora.

En aquellas mismas subdivisiones, preservadas de la influencia del sol, mirábanse hacinadas varias esclavas cristianas medio vestidas con una saya corta de lana anaranjada, y acurrucadas sobre sus rodillas, con los brazos cruzados sobre el desnudo seno. Su actitud era generalmente dulce, risueña y melancólica, viéndose correr algunas lágrimas por aquellas mejillas, contraídas por una sonrisa amarga y forzada, que debiera ser el sarcasmo de un dolor sublimado o la resignación de un heroico martirio.

Los mercaderes, ostentando sus alquiceles blancos, sus albornoces primorosamente bordados, sus turbantes verdes y abigarrados con medias lunas de plata, y calzados con babuchas amarillas o encarnadas, paseaban al frente de sus respectivas tiendas, con su mirada grave, compungida y benévola; sus barbas venerables prolongadas hasta el pecho, y pendientes de su cintura el alfanje damasquino de hoja corva, el látigo de sedal blanco como la plata y el inseparable rosario de enormes cuentas.

Casi todos fumaban a la oriental en lujosas pipas de elásticos y prolongados tubos con boquilla de ámbar, marfil o cristal zafiro, que usaban con graciosa indolencia, mientras que otros hacían silbar con cierta destreza en el aire sus látigos de plateado sedal con cabos de nácar primorosamente incrustados de menudos brillantes.

El continente de aquellos hombres era inalterable, como ya hemos dicho: brillaba en sus facciones esa gravedad fría y severa a la vez que afectuosa, que forma el verdadero tipo musulmán, y su paso lento, sus movimientos flemáticos y su habitual silencio parecían revelar a ese verdadero, autómata, galvanizado apenas por las, exigencias de la naturaleza, y las pasiones ya amortecidas, y que ha elegido para su cuna la mas hermosa región del universo, el Asia.

Estos hombres, dedicados en toda conciencia al comercio de sus semejantes, y que fijaran a su placer precio a su propia sangre mediante una cantidad convenida, ni más ni menos que si se tratara de bestias, conducíanse con cierto aire de afectada distracción, si bien aun en medio de ella, cada vez que su mirada oblicua, clavada disimuladamente y como al acaso sobre sus mercaderías, llegaba a sorprender un gemido ahogado por el terror, cada vez que esa misma ojeada suspicaz y penetrante se embotaba en cualquiera demostración que no fuese una sonrisa por parte de aquellas desventuradas bellezas, solía oírse entonces un silbido agudo, y las mallas elásticas del látigo caían crujientes sobre sus desnudas carnes, abriendo un surco acardenalado y sangriento.

Preciso era, pues, que rieran en medio de su situación aflictiva, porque la tristeza, ese sello del corazón doliente y mártir podía repeler a los compradores y retraerles. ¿Cómo llorar pues?

¡Bárbara antítesis, de la naturaleza, puesta en contradicción con sus principios constitutivos!

Allá en frente y al extremo opuesto veíase el bazar de esclavos, separado del de las esclavas por una distancia convenida.

Aquella sección del mercado, aunque no tan preservada de los rayos del sol como la otra, al menos en cambio de esta desventaja no estaba tan concurrida de gentes disolutas que, poseídas de un cruel libertinaje, acudieran allí a insultar el pudor de las infelices mujeres, dando pábulo a sus licenciosos estímulos a vista, de aquella desnudez, culpable en que la bárbara especulación de los traficantes cifrara su mayor lucro y puesto, que hasta las cedían por cierto número de días, mediante cantidades convenidas y con las oportunas cautelas, a todo aquél fiel creyente que por el pronto careciese de medios para el desembolso siempre considerable que solía ocasionar la adquisición de una esclava de mediana belleza.

Vestían aquellos una túnica corta de lienzo crudo, sujeta a la cintura con un cordón amarillo: todos iban descalzos, y en la cabeza llevaban un gorro, de buriel con madroño de lana; especie de caperuzo que variaba de color, según la divisa mercantil consignada en la patente de su respectivo dueño.

Grupos de soldados árabes recorrían los bazares por vía de simple precaución, con su holgado y pintoresco uniforme. Iban armados de gumías, jabalinas, alfanjes y puñales buidos, cuyas hojas reflejaban un fosfórico brillo. Entre ellos solía distinguirse algún santón con su manto blanco prolongado y sus enseñas sacerdotales, cuyos labios no cesaba de murmurar secretas preces al paso que repasaban una rápida regularidad las cuentas de sus enormes rosarios, y a cuyo tránsito postrábanse de hinojos los turcos, y besaban con veneración y respeto la orla de su alquicel.

No obstante la continua afluencia de forasteros, el calor insufrible de aquel día había retraído a muchos traficantes de salir de las posadas, de suerte que al mediodía aún no se habían hecho sino bien pocas y desventajosas transacciones.

Tal desanimación en un mercado regularmente provisto de lindas mercancías (tal era la calificación con que las designaran sus especuladores), y en el cual tan insignificantes traspasos se realizaran, tenían impacientes a los mercaderes que se entretenían unos en pasar y repasar las cuentas de sus rosarios favoritos, con objeto de matar el tiempo y distraer su impaciencia misma, sentados con las piernas cruzadas sobre cojines de damasquina alfombra en la parte anterior de sus tiendas; reclinados otros en almohadillas de brocatel raso arabesco, tras de cortinillas entreabiertas de sedilla verde, amarillo o púrpura con franjas de oro, o bien sobre el regazo de sus bellas esclavas que les abanicaran con las gasas de sus velos, a fin de ahuyentar los insectos o refrigerar su piel, que traspiraba un sudor copioso, mientras sus indolentes dueños fumaban tranquilamente en sus largas pipas de marfil y ébano.

Otros limpiaban los cristales de la anaquelería, los aparadores y muestrarios de sus tiendas anejas de vajilla y sederías, los andenes poblados de puñales buidos, de alfanjes damasquillos, de jabalinas, gumías, cangiares y cimitarras, de arneses abrillantados, mallas, cascos cimerados, celadas y yelmos con penacho elástico, airones y garzotas, cotas de acero bruñido, adargas, rodelas y escudos que reverberaban algún rayo de sol furtivo, alabardas y hachas de doble golpe, capacetes, lórigas, pomos de esencias aromáticas, de olorosos espíritus volátiles o de esos venenos, narcóticos o afrodisiacos que matan, enervan o estimulan; recursos a que suele apelar esa naturaleza artificial que vejeta en medio del desorden su disolución; chales de Smirna, turbantes moriscos traídos del Cairo o de Alejandría, esas dos ciudades privilegiadas del Egipto; lámparas de oro esmaltado, de varios mecheros, arandelas de cristal tallado, braserillos y pebeteros de plata, babuchas bordadas de perlas y aljófar por las odaliscas de Stambul, y blanquísimos alquiceles de lana con trenzados cordones de seda carmesí, etc.

Otros, en fin, recorrían las galerías, seguidos de una turba de ganapanes, tañendo organillos con teclado de vidrio, bandurrias, cítaras, salteríos, harpas y otros instrumentos, mientras que las turbas del séquito danzaban, acompañando un concierto de guzlas y chirimías moriscas alternativamente, al paso que los negociadores o charlatanes de oficio, discurrían buscando compradores, los cuales parecían ensordecer ante sus exageraciones y palabrería.

Un edicto recientemente publicado permitía a los cristianos españoles, residentes en cualquier punto de la Península, la compra o rescate de sus correligionarios esclavos expuestos en los bazares, si bien con la condición precisa de que no debieran presentarse en el mercado por sí ni por tercera persona antes del mediodía, según la señal que debiera dar una campana colocada en lo alto de la colina Roja, sobre el ruinoso torreón de la Atalaya.

Esta medida envolvió un doble motivo de especulación, porque teniendo derecho los cristianos a la adquisición o redención de esclavos, no perdonarían medio ni sacrificio alguno para rescatar a sus deudos, lo cual debía producir necesariamente una competencia en los precios y un alza consiguiente.

Por otra parte, quedaba a salvo la preferencia de los compradores árabes sobre los cristianos, por el estudiado medio de no permitir el concurso de éstos hasta las doce del día, pudiendo ellos surtirse hasta aquella hora sin ser perjudicados.

De cualquier suerte, era un hecho innegable que este ramo de comercio debía naturalmente elevarse con esa medida a un alto grado de prosperidad.

La hora de convocatoria sonó, según costumbre, para los cristianos.

Terminada la última vibración de la campana se presentó entre otros un apuesto caballero leonés vestido sencillamente en traje de paisano y precedido de dos criados con librea condal.

Entraron en la población por la puerta del Arenal, punto por donde el Darro, en sus frecuentes avenidas, suele salir de álveo, inundando aquella parte de la ciudad, donde rebalsa, dejando un gran depósito de arenas de oro.

El caballero podría tener algo más de unos veinticinco años; su figura era en cierto modo sombría y antipática; pálido de rostro, en cuyas angulares facciones, en que parecía retratarse el sello de cierta autoridad, traslucíase esa ruda altivez clásica de la nobleza de la Edad media.

Llamábase Payo Ataulfo de Altamira y Moscoso, nuevo conde de este título.

Las puertas del bazar estaban abiertas, y una turba de dragomanes asediaba con insistencia a los señores cristianos, que extraños en su mayor parte al lenguaje árabe, no solían escasear su retribución hacia esta clase de gentes que les prestaran, no solo el servicio no despreciable de la interpretación de idioma, sino al mismo tiempo el de su defensa personal, cuya protección sostenían fielmente y con la mayor tenacidad y empeño.

El conde, pues, provisto de un dragomán, dirigióse al centro del bazar de esclavos.

No recordamos haber advertido al lector que los mercaderes colocaban una tablilla al frente de su tienda, en la cual exponíase y se anunciaba en ambos idiomas, castellano y árabe, los nombres, filiación, señas y circunstancias especiales de los esclavos que estaban de venta.

Escusado es encarecer las exageraciones de estos anuncios, así como también la poca fe que merecieran.

El dragomán dijo una palabra al oído al conde, y la designó con el índice una de las tablillas del bazar.

Ataulfo se dirigió entonces al mercader a quien correspondía, hombre afable, de una fisonomía simpática y en cuyos labios vagaba una plácida y oficiosa sonrisa.

Con la mayor amabilidad y finura ofreció a disposición de su bolsillo aquellas frioleras de carne blanca que tenía el honor de presentarle y recomendar a su buen gusto, por ser un género exquisito.

Del fondo de aquella tienda surgió entonces una figura pálida, un espectro con forma humana, pues tal parecía serlo por la demacración de su rostro lívido y la alteración febril de sus facciones.

El turco, siempre con su benévola sonrisa, suspendió su látigo de sedal sobre aquel pobre esclavo, cuya debilidad le impidiera acomodar su cuerpo escuálido a una postura airosa; pero el dragomán, excitado por Ataulfo, detuvo el brazo del cruel mercader y demandó el precio de aquel hombre.

Hasta entonces el esclavo, que por un punto de orgullosa tenacidad no había alzado todavía la vista, no había podido reconocer por consiguiente a su futuro dueño, quien por su parte sí le había conocido a él.

El mercader, irritado por el orgullo de aquel hombre altivo, alzó de nuevo el látigo, que silbó en el aire y cayó crujiente sobre las espaldas del desgraciado.

Fue tan rápido este movimiento, que no pudo ser evitado por Ataulfo, cuyas cejas se fruncieron de cólera.

El esclavo se agitó con un estremecimiento de dolor; temblaron sus carnes, y sus ojos azules y rasgados posaron en su verdugo una mirada indefinible de dignidad y orgullo.

Aquella mirada se encontró luego con la de Ataulfo, el cual se apresuró a hacerle una señal significativa de silencio.

La voz de la sangre había lanzado su grito elocuente, y aquellos dos hombres, por un instinto simultáneo y enérgico, abrazáronse y de pura alegría lloraron.

El conde había reconocido en aquel pobre esclavo a su hermano Veremundo, y éste a su vez a aquel hermano generoso que venía a restituirle el pleno goce de su libertad, y con ella la vida.

No en vano aquel había venido allí, atraído por una indicación respecto a la existencia de su hermano en aquel mercado, cuyo hecho acababa de confirmarse; así que, deseando abreviar su adquisición, demandó de nuevo el precio al mercader, quien por su parte parecía andar algo remiso en ello, con el fin, sin duda, de sacar mejor partido, apelando a este ardid.

La cantidad, algo exorbitante por cierto, exigida por el mercader, no obtuvo réplica por parte del conde, y Veremundo siguió poco después a su libertador, apoyado en su brazo y en el del intérprete.

Ni se dirigieron una sola palabra ambos hermanos durante el tránsito del bazar de esclavos al de esclavas; pero cuando hubieron llegado al espacio que separara a ambos, preguntó Ataulfo a Veremundo:

-Me consta que esa mujer a quien llamas esposa, se halla de venta con su hijo entre las demás esclavas del bazar: ¿quieres que sean libres?

Veremundo, por toda contestación, abrazó a su hermano todo conmovido

- ¡Oh, hermano mío!, exclamó; sálvanos a todos, porque no podríamos vivir separados.

Ataulfo, seguido de sus criados y llevando siempre del brazo a su hermano, entró, precedido del dragomán, al pórtico anterior al mercado de las esclavas, cuya aproximación anunciábase por un fuerte aroma que impregnara el ambiente.

Llegados al centro del bazar detuviéronse junto a una tienda lujosamente parada, y en la cual, rodeada de varias esclavas negras, yacía una hermosísima joven, reclinada su cabeza sobre cojines de terciopelo, y brocatel con franjas de tisú y oro.

Estaba medio, envuelta en un gran velo sutil de trasparente gasa que mancara sus purísimas, formas; y sus, brazos y piernas divinamente modelados, estaban profusamente, adornados con pulseras de oro y pedrería.

Sobre la espalda y seno flotaban sus blondos cabellos trenzados en crenchas incrustadas de flores, y saturadas de fragantes perfumes, y sus diminutos pies mirábanse encerrados en unas magníficas sandalias de terciopelo negra bordadas de esmeraldas de oro.

Veremundo, al verla, arrojó un grito de sorpresa, y seguramente hubiérase arrojado hacia aquel caro objeto de su amor, a no haberle prohibido el dragomán toda demostración que les hubiera comprometido acaso.

Un niño de peregrina hermosura, rubio y sonrosado, jugueteaba con aquella joven, que era su madre. Era éste Gonzalo Rodrigo, de quien ya hicimos anteriormente mérito.

Mirábala la joven enternecida unas veces, indiferente otras y sumergida siempre en una actitud melancólica y contemplativa. Alguna lágrima solía saltar por sus mejillas al contemplar la alegría infantil de aquel rapaz tan lindo, si bien tornando luego de nuevo a aquella profunda distracción que la daba el aspecto de una estatua pudorosa de mármol o de una casta diosa del paganismo.

Veremundo, olvidando la prohibición del dragomán, dirigió a la linda cautiva un signo de expresivo amor; pero ella parecía desentenderse, vertió una sonrisa de gracioso desdén y le rechazó con una imperiosa señal de su linda mano cuajada de inestimables joyas, volviendo luego a su distracción habitual, mientras cambiaba con el niño otra de sus amargas sonrisas.

Y sin embargo, aquella mujer era la esposa de Veremundo y aquel hermosísimo niño el fruto de su primer amor.

El tierno infante sonreía a su padre, a su madre y a su tío, y aun cambió balbuciente con su voz purísima algunas frases árabes con el intérprete, que quedó encantado de aquella criatura tan graciosa.

-Compradle, señor, dijo al conde; prendas de este género no son caras jamás por ningún precio.

Y al mismo tiempo pintóse en el semblante brusco del buen hombre un gesto de noble conmiseración.

Veremundo no podía volver de su asombro al notar la frialdad incomprensible de aquella mujer tan apasionada antes y tan impasible ahora para él.

Ataulfo, por medio del dragomán, hizo preguntar al mercader el precio de aquella mujer y de su hijo, a lo cual se contestó que en cuanto a la madre, que era una de las mujeres del harem del rey de Sevilla, no podía venderse por ningún dinero, sino que únicamente se la había expuesto en el bazar por consejo de los médicos a fin de que recibiera todo género de impresiones que acaso, en concepto de ellos, pudiera, quizás, contribuir a restituirle la razón que días ha le andaba extraviada, habiendo sido desahuciada ya por los facultativos de dicha ciudad, por lo cual se la había trasladado bajo caución a Granada en la esperanza de salvarla; pero que en cuanto al niño no había inconveniente en tratar de ajuste.

En efecto; la desgraciada, desde la separación de su esposo, estaba poseída de una grave enajenación mental, sin que los halagos, el lujo y las comodidades de que la rodeara el rey moro de Sevilla, para cuyo serrallo había sido adquirida por una fuerte suma, consiguieran su restablecimiento, ni aun su alivio, por lo cual se había recurrido a la variación de clima y de facultativos.

Veremundo, cediendo a su propia debilidad y a la impresión de aquella fatal nueva tan imprudentemente aventurada por el mercader acerca de la aberración mental de su esposa y su forzosa separación, en vista de la orden prohibitiva que hiciera imposible su compra, cayó desfallecido en brazos de los criados, que por mandato del conde le condujeron a su alojamiento.

Poco después el niño fue adjudicado también a su tío, mediante cierta cantidad no despreciable; pero al separarle de su madre, despertóse la cólera de ésta como una víbora herida.

Levantóse como impelida por un resorte, y precipitóse furiosa, rugiente y colérica, desnuda como estaba, hacia el dragomán, que hallándose desprevenido, vino a tierra al ímpetu de la agresión.

Era en verdad un triste cuadro el que presentaba aquella pobre frenética, que en medio de su impotente cólera, mordíase y se despedazaba, arañándose sin piedad y luchando desesperadamente con aquellos hombres.

El niño lloraba al notar aquel lance que tan lejos debía estar de comprender en su inocencia, y entonces la desolada madre redoblaba su furor, exaltada más y más hasta la cumbre del vértigo.

Pero aquel rapto tan violento aniquiló las fuerzas de la infeliz demente, y cayó al punto aplomada en tierra.

Restituida a uno de esos lúcidos intervalos de que solía gozar a veces, reparó su desnudez vergonzosa, y cruzando los brazos sobre el seno, olvidóse por un momento hasta de su propio hijo para ocuparse del pudor. Envolvióse como pudo en el velo que antes la cubriera, corrió las cortinas de crespón verde que cerraban la tienda, y sin cuidarse de la desaparición del niño que se llevara uno de los criados de Ataulfo, púsose a llorar de desesperación y vergüenza, encendidas de rubor sus mejillas y exaltadas sus hermosas facciones, a las cuales prestara el llanto dobles quilates de interés y belleza.

En concepto del mercader, era aquél un precedente favorable para la salud mental de la graciosa esclava.

El conde, a pesar de su dureza de corazón, no pudo menos de enternecerse ante aquel cuadro inhumano que rompiera con tal violencia esa cuerda sensible que estrecha el vínculo de una madre para con su hijo.

Aun insistió en que se le vendiese aquella pobre insensata, por quien el orgulloso hidalgo sentía un vehemente amor, que surgiendo de improviso en su pecho, perdíale en un caos de deseos impuros. Ofreció pagar por ella cualquier suma por exorbitante que fuese; pero el mercader contestó por conducto del dragomán que era inútil todo empeño, porque el rey de Sevilla mostraba una pasión decidida por aquella señora, a quien esperaba poder curar con el tiempo, y la cual, habiéndole dado una hija muy linda llamada Zaida, que se criaba en su mismo Serrallo, había salido del mismo con el referido objeto y debía ser elevada acaso en su día, apenas se restableciera, a la categoría de reina o sultana favorita.

El mercader saludó cortésmente y cerró las vidrieras de su tienda, ejemplo que imitaron los demás como por un golpe simultáneo de magia.

El intérprete advirtió al conde que era ya tiempo de retirarse, porque como caía ya la tarde y se acercaba la hora de practicar las abluciones, debían cerrarse de orden superior las puertas del bazar, de modo que todo aquel que fuera cristiano no podía permanecer allí sin gran riesgo.

En efecto, el conde y el dragomán se retiraron.

En la mente del primero flotaba el recuerdo de aquella mujer hechicera, por cuya posesión diera la mitad de su propia existencia, y cuya tentadora imagen cerníase sobre su corazón como un ángel del Edén, estimulándole en un piélago de deseos impuros y sensuales.

Para esta idea seductora estrellábase en el imposible, y el orgulloso aristócrata, herido en lo más vivo del alma, mesábase los cabellos y hervíale la sangre, enardecida por su impotente cólera.

Era entonces una fiera acorralada por los cazadores, una serpiente herida por el insecto que se introduce en sus escamas y la mata con sus picaduras. Ataulfo maldijo la hora en que tuvo el capricho de entrar en aquel bazar funesto, donde se exponían ángeles tentadores que mataban en fuerza de hechizos vedados al hombre y concedidos únicamente a la vista, ese sentido el más precioso y el más fatal también para la criatura.

Y sin embargo, a aquel precio únicamente podía comprar la posesión de sus Estados y su tranquilidad futura. Esto al menos le consolaba en cierto modo, aunque era de todo punto necesario completar la obra.

Al día siguiente, al salir el sol, Ataulfo, Veremundo y su hijo con los dos criados, salían de Granada por la puerta del Arenal, por donde habían entrado los tres primeros de incógnito en una especie de berlina cerrada y escoltados por los dos últimos.

Hay quien asegura que la noche precedente departían dos hombres con gran misterio allá en las altas horas y junto a las riberas mismas del Darro, en un sillón solitario y lúgubre.

Eran Ataulfo y el mercader de esclavas, atraído allí a aquella cita sospechosa por una exigencia del hidalgo, cada vez más tenaz en adquirir la hermosa esclava, y en verdad que era esto luchar con un imposible.

Con todo, fue tal su empeño, que hubo de colocar al mercader en una alternativa que le obligara a tomar un partido, cuya elección no era dudosa, por más que la crónica que seguimos no ande en este punto muy explícita.

Fácil es comprender también que el dinero debiera tener una gran parte en este caso, y que desempeñaría su papel importante y su influencia.

Lo cierto es que allá a la madrugada hubo medio de huir el negociante, llevando consigo, a disposición del de Altamira, a la bella esclava, en lo cual jugaron ambos su cabeza.

Ataulfo, pues, había logrado la primera parte de sus planes, y se creyó feliz.

Primera parte El castillo de Monforte
Capítulo primero La familia feudal A ver cómo escucháis Risueños de placer o enternecidos Y consigo escucháis, Si en ello solazáis, Lances de amor en crimen convertidos.

El verano de 1070 dejábase sentir con intenso rigor en varias provincias de España, y los zahoríes de las campiñas gallegas aseguraban la proximidad de un castigo del cielo que debía concluir con el mundo, y cuyos preludios tocábanse ya en aquellos rasgos de la insufrible canícula que agostaran las mieses y esterilizaran los campos.

Los colonos elevaban súplicas a sus respectivos señores en demanda de una rebaja equitativa en sus cánones; pero la mayor parte de ellos se desentendían con insultante altivez y despedían a los pobres villanos, lanzándoles poco menos que a puntapiés de sus alcázares, por importunos.

Entre aquella orgullosa aristocracia contábase la hermosa Constanza, heredera y única poseedora de los Estados del conde de Monforte, el cual acababa de morir de mala muerte, legándola su pingüe patrimonio. Esta altiva huérfana, original y excéntrica, hacíase llamar la señora baronesa solo por un simple capricho, en lo cual verdaderamente hacía el debido honor a su sexo.

Constanza o Constantina, como también solía nombrarse entre los muchachos de su edad, era la verdadera y suprema belleza del país, graciosa, gentil y traviesa, que montaba diestramente a caballo, y manejaba con igual maestría y soltura la espada y el arco que la pluma y la aguja; hablaba con encantadora elocuencia, saltaba, brincaba con la agilidad de una ardilla y hacía vibrar los cristales de sus ventanas con el timbre argentino de su poderoso pulmón.

Por lo demás, su carácter excéntrico marcaba ciertas faces singulares de su vida privada, corriendo en proverbio a porfía de las jóvenes más casquivanas del país, que iban en zaga a aquella vigorosa exaltación tan prodigiosamente desarrollada.

Vestía ordinariamente con extremado lujo, lo que tampoco impedía que en uno de sus alternados periodos de volubilidad revistiera sus actos de un puritanismo que llamaba ella severo, cuando desmentido a cada paso por cualquier rasgo instintivo de su carácter propio, venía a degenerar en ridículo a veces.

Así es que en medio de aquella misma aristocracia feudal, tan impertinente y brusca, brotó este incomprensible pimpollo, tipo clásico de la mujer coqueta; pero en cuyo corazón impresionable y nervioso, reblandecido y accesible siempre a cualquier género de afecciones, germinaba un fondo de virtud rústicamente concentrada, y que solo faltaba explotarla como el diamante perdido en las entrañas del pedernal, que solo espera el instrumento del lapidario para lucir su brillantez y valor nativos, deponiendo la materia vil que lo comprime.

Constanza habitaba un castillejo de arquitectura gótica, aspillerado, coronado de almenas y torreones desmoronados por el tiempo y rodeado de un murallón desquebrajado e irregular, circunvalado de fosos y contrafosos. En el interior había un pequeño jardín, un patio con caballerizas, una cisterna pluvial con agua potable y varios departamentos para la servidumbre, precedido todo de varias poternas de arte, cuyo resorte solía ser un secreto que se trasmitía de uno en otro dueño en aquella familia, según costumbre en las de su clase.

Una puerta principal, llamada de honor, un postigo de escape y un rastrillo de planchas dobles de hierro que jugaba, haciendo crujir y estremecer el pontón de encina claveteado que salvara el foco durante el día; tales eran los puntos de ingreso de esta pretendida fortaleza.

Diz que este edificio, de formas tan severas, contenía un subterráneo misterioso, lo cual era una necesidad absoluta, tratándose de fortalezas de la Edad media, y aun también alguna que otra máquina impulsiva estratégica en guisa de precaución.

Una triple serie de robles y encinas seculares rodeaba el pequeño parque, y se extendía, prolongándose en la anterior explanada, hasta terminar en una pendiente elíptica que se confundía luego con los restos de una antigua selva inmediata.

La posición de este castillo era sumamente pintoresca y graciosa: rodeado de breñas y peñascos, cuyas crestas altísimas parecían medir el horizonte, ofrecía un golpe de perspectiva magnífico, terminado por el valle de Lemus, serpenteado por infinidad de murmuradores arroyos que se precipitan a porfía y buscan su natural confluencia: hermosas llanuras, verdaderas florestas alfombradas de verdinegras plantas, confundíanse como pequeños oasis, en una serie irregular de colinas coronadas de pinos y olivares de un verdor aterciopelado y mate.

El Sil, el Cabe, el Sardiñeira, esos bulliciosos riachuelos tributarios del Miño que los absorbe, las escarpadas cumbres de Frontón, Faramontaos, San Ciprián, Lentejuel y Agualevada, irguiendo sus aplomados penachos en el espacio inflamado por la caliginosa neblina, como un velo de fuego vacilante...

Y en medio de este admirable juego de vegetación, de rocas y de horizontes puros, de agua y de llanuras, resaltaban como planchas inmensas de bruñida plata las áridas lagunas disecadas, cubiertas de polvo salitroso que reflejara a los rayos del sol de Mediodía.

Digamos algo ahora sobre la servidumbre de la fortaleza.

Reducíase toda ella a los individuos siguientes:

Una aya algo anciana llamada Beatriz, dueña quintañona e impertinente a veces, y que por lo tanto de ser el reverso de la medalla de la castellanita, había concluido por abandonar a sus impulsos a aquella índole rebelde y tenaz que se la ponía de asas cuando en su calidad de mentora, cualquier demasía de la insolente señorita la ponía en el caso de reconvenirla, y aun amenazaba de hecho a la pobre anciana, semejante a una víbora pisada en medio del rigor de un sol cálido.

Una doncellita melancólica y enfermiza servía de compañera a Constanza en sus travesuras, y venía a completar la parte femenina de aquella familia extraña por más de un concepto.

En cuanto a sus individuos del sexo masculino, figuraba en primer término el honorable esposo de Beatriz, llamado Fromoso, hombre de edad provecta, bonachón y tartamudo, a cuyo cargo corría la mayordomía y administración del castillo y sus rentas; dos criados antiguos, de una probidad tradicional, cocineros, lavanderos, etc., completaban la servidumbre familiar, si se añaden unos pocos soldados a sueldo que mantenían la vigilancia del castillo, y cuatro o seis mastines cruzados de loba, terribles guardianes, en cuya hoja de servicios aparecieron mil proezas de su nunca desmentida y fiel bizarría, cuando se tratara de la defensa de los estados de su linda señorita, quien por su parte, a fuer de agradecida, no escaseaba por cierto sus maliciosas caricias hacia aquellos pobres animales, repartiéndoles sendos mendrugos y estimulándoles para que corriesen, mediante el premio de cualquier golosina, que era el premio ordinario del mas diligente.

Capítulo II Una batida de monte ¿A qué tan estrambótica locura?... Venid, venid conmigo, Ved la senda que sigo En esta noche oscura: Nos darán esos bosques grato abrigo.

Constanza observaba una tarde, desde la última plataforma cubierta del castillo y a través de la especie de persiana formada por el enlace de los barrotes de bronce del antepecho, el pintoresco cuadro que dominara aquella altura, lo contemplaba con una ansiedad febril e imponente, devorada, tal vez, por una secreta inquietud.

El sol replegaba sus postreros rayos, inflamando el cielo de occidente con un matiz granate y púrpura: mientras bosquejaba en otros puntos celajes cobrizos y azafranados rasgos, iluminados caprichosamente, mediante una degradación inimitable de tintas que iban degenerando en un azul opaco y ceniciento.

La joven veía acercarse el crepúsculo con sus tintas fantásticas y sus vagas creaciones, vaporosas e indefinibles, el horizonte condensado por la luminosa niebla de occidente, y los valles, colinas y barrancos, esas caprichosas exuberancias del terreno que destacaban sus formas irregulares, salpicadas de manchas verdinegras y confundidas en las medias tintas del crepúsculo.

Aquel día se habían presentado varios colonos del castillo en solicitud de que se les perdonase alguna parte de las rentas devengadas aquel año por la baronesa, con motivo de la pérdida de las cosechas que generalmente se experimentara, principalmente en los secanos.

Constanza, por un rasgo ejemplar y que formara la excepción entre aquella clase de hidalgos territoriales, había puesto su sello condal de aprobación a aquellas demandas tan fundadas y equitativas, ofreciendo de hecho una rebaja proporcional que conciliase en lo posible sus derechos con los intereses de aquellos pobres vasallos, si bien bajo una condición precisa, cuya revelación se reservó por entonces, aplazándola para la noche inmediata al oscurecer, en que debían concurrir aquellos, armados de cualquier suerte y montados en sus respectivas cabalgaduras, reuniéndose en el patio principal del castillo.

Aunque nadie puso en duda que se trataba de una empresa original y descabellada, de esas que tan a menudo cometiera la joven baronesa, todos, sin embargo, perdíanse en conjeturas acerca del misterioso objeto de aquella consigna. No faltó quien sospechara que iba a comprometerles en alguna imprudente y temeraria asonada con cualquier estado vecino, provocando una acción guerrera o por medio de un golpe de sorpresa secretamente manejado, a fin de posesionarse de grado o por fuerza de una fortaleza cualquiera.

Con todo, aun a trueque de arrostrar las más delicadas eventualidades, todos fueron puntuales a la cita; y la castellana, orgullosa de su prestigio, les veía llegar en turbas pacíficas montados en jumentos, mulos y hacaneas y grotescamente armados.

El aspecto de aquella pequeña tropa producía un golpe de vista extraño, con sus abigarrados trajes, sus cabalgaduras ridículamente encaparazonadas y sus peones rústicos, sucios y derrengados, tremolando sencillas banderolas.

Algunos de ellos vestían trajes completos de papel de diversos colores, sobrepuestos a los zaragüelles morunos, polainas y abarcas de cuero hervido, carátulas grasientas de tela embadurnada para precaverse de los insectos, cuyas picaduras en este país es lancinante a ciertas horas, y capellinas gallegas con caireles, rematadas en espiral.

Otros iban envueltos en sus tabardos y en sus holgadas vestas, especie de hopalandas informes y embarazosas, llevando a la cabeza un casquete forrado de azul con carrilleras y sobrebarba de metal, cimerados mitológicamente a la romana, y por cuya parte inferior asomaba con negligencia algún mechón de cabellos rebeldes, mientras que otros, en fin, remedaban la proverbial chamberga, con sus sombreros de ala oblicua o pronunciada, plumaje de rizada espumilla de seda y justillos de lana sobre botas de cuero de loba.

En cuanto a sus armas, era una mezcla heterogénea y confusa de mazas, picas, hondas, arcos y rodelas cubiertas de orín la mayor parte, y que solían manejar algunos con singular destreza.

Todo este concurso llenaba ya el patio del castillo, cuando las sombras de la noche extendían sus velos sombríos y borraban los accidentes selváticos del paisaje. Su impaciencia cesó, luego que Constanza, por conducto del mayordomo Fromoso, les anunció que iban a dar, lo que entonces llamaban en términos técnicos de cetrería, una batida mayor nocturna.

En efecto, la joven baronesa, que había esperado desde su mirador que estuviese reunida aquella porción de villanos, bajaba a la pieza de tocador, y salía luego montada en una yegua andaluza con gualdrapas y caparazón de lujosa hechura, jaeces africanos de seda, bridas de hilo dorado y collares de cascabeles de plata.

Era gentil y airosa su apostura, y bizarro su porte: sobre un calzoncillo de punto llevaba una media falda de elegantes y sedosos pliegues figurando pequeños pabellones u ondas de trasparente tul cogidos con rapacejos de oro, y cuya cola prolongábase graciosamente, dejando ver, con las ondulaciones del viento, una pierna, a la que el puritanismo anatómico del artista pidiera en vano una perfección, con su leve y diminuto pie que asomaba por la orla del vestido, envuelto en un laberinto de bordados y gasas; una chaquetilla de raso con corpiño escotado de terciopelo negro ceñía su flexible y ondulante traje, del cual brotaba un cuello de alabastro entre una profusión de encajes como el tallo de la azucena, dejando ver los contornos de sus formas divinamente redondeados; un sombrerillo pastoral de paja cubría su virginal cabeza, de la cual descendían en simétricos hueles sus profusos cabellos blondos y perfumados que flotaban sobre aquellas formas tan seductoras perfectamente modeladas.

Un arco de doble alcance y una aljaba o carcaj lleno de flechas pendían de la espalda de aquella hermosura, que tan presto daba a sus movimientos todo el marcial lenguaje de amazona, como la seducción de la cazadora Diana.

En pos de ella salió la otra dama de que hemos hablado ya, que la servía en clase de camarera y confidente, llamada Elvira de Monferrato, y cuyo origen era un verdadero misterio. Estaba hermosa aun en medio de su habitual palidez, que por cierto la hacía aun más interesante y aumentaba el tesoro de sus atractivos.

Montaba un fogoso potro cordobés que piafaba impaciente y caracoleaba en el patio, haciendo resonar con sus callos de acero el sonoro pavimento empedrado de guijarros. Por un capricho singular que se atribuyó desde luego a Constanza, la hermosa camarera vestía de doncel, armado al estilo gótico, con su espadón recto de tres filos acanalados, casco cerrado, cota de acero a escamas y embrazado su gran broquel de umbilical, que despedía brillantes relumbrones cuando los rayos del sol, de la luna o de las teas resbalaban, quebrándose en su bruñida superficie acerada.

Esta joven y encantadora pareja se colocó al frente de aquella multitud de villanos, orgullosos por tan alto honor. Un grito entusiasta y sostenido de ovación general resonó en los aires, y todos se pusieron en marcha al punto.

Una jauría de hambrientos perros salía al propio tiempo impetuosamente del castillo y lanzáronse a la carrera, precediendo siempre a la cabalgata, que en el mayor bullicio seguía gozosa a su buena señorita.

Capítulo III En que se verá el peligro a que se expuso el capricho de la baronesa ¿A qué tanto bullicio y algazara? ¡Cuál retumba en mi oído Tanto clamor perdido, Que cual moruna algazara Las selvas y montañas ha invadido!

Había cerrado la noche.

La luna asomaba su bronceado disco sobre un trono luminoso que parecía extender su pabellón radiante, brotando en la línea de oriente.

Un vapor blanquisco y plateado rodeaba el horizonte como una aureola diáfana, en torno del cual izaba el firmamento su magnífico pabellón de estrellas.

El sendero que atravesara la cabalgata era sumamente difícil, casi intransitable: no era ya la hermosa y cómoda calzada del castillo con sus alamedas frondosas, sino una senda pedregosa sembrada de guijarros calcáreos que rodeara un áspero collado de cuarzo silíceo con sus breñas cortantes y resbaladizas, donde apenas había vestigio de vegetación, excepto algún que otro grupo de palmeras silvestres, y un enorme pino doncel que se elevaba com o un espectro allá en la cumbre granítica de un peñasco.

Traspuesto este, halláronse en una selva oscura, obstruida por la maleza que interceptara el tránsito como una red insuperable, y en la cual internáronse desde fuego.

Una porción de liebres y cervatillos saltó de improviso, brincando, corriendo, y desapareciendo luego como exhalaciones, en términos de no poderles seguir la pista.

Sin embargo, Constanza, que ardía en impaciencia, mandó a Elvira que diese la señal, y la hermosa guerrera descolgó de su cuello un cuerno de plata con embocadura de nácar, que llevó a sus labios, modulando un sonido expresivo y agudo, que comprendieron todos ser la señal de embestida.

Y en efecto, por un movimiento rápido y espontáneo, lanzáronse todos a la persecución de las piezas, que volaban, se escabullían y probaban saltos elásticos, con los cuales más de una vez lograban eludir la eficacia de aquellos hombres intrépidos, que llevaran no obstante la desventaja de un terreno desfavorable y apenas conocido.

Fue aquello una dispersión pronunciada y completa. Los villanos disemináronse al acaso por el laberinto de arbolado y malezas: las temerarias jóvenes fueron las primeras en extraviarse en medio de aquella masa desconocida y lóbrega, sin más guía que aquellos fieles perros que las precedían infatigables por tan arriesgados senderos.

Pero cuando todos vagaban errantes en el centro de la tenebrosa espesura, un clamoreo disonante que llevaba en su eco todos los accidentes de un diapasón horrible por la degradación variada de tonos, se elevó de aquella selva peligrosa: un ¡ay! prolongado y lastimero que se reproducía incesante, como la voz de ¡alerta! en una plaza sorprendida, o como el fatídico y desesperado acento del agonizante náufrago, hendió el espacio con un eco vibrante y sombrío.

Por do quier aquel grito doloroso hallaba una respuesta lúgubre que alarmaba más los ánimos sobrecogidos de un funeral presentimiento, y los corazones se comprimían palpitantes en medio de una ansiedad letal y angustiosa.

Constanza, animosa siempre hasta la imprudencia, preparó el arco, probó la tensión elástica de su cuerda, sacó dos flechas, y seguida de su incansable compañera, hendió la espuela en los ijares de su cabalgadura, y lanzáronse ambas a la ventura en veloz carrera.

Sólo que, en medio de la rapidez de su curso, Elvira pudo notar que los perros que las precedían deteníanse a trechos, como fascinados por una causa desconocida, y luego continuaban su marcha, trémulos y sobrecogidos por un visible pánico.

Poco después observaron ambas que se estremecían sus cabalgaduras, hasta el punto de suspender su carrera con una fría e inexplicable inmovilidad.

Y en vano trataron de estimular a aquellos pobres animales que temblaban cada vez más, vacilando sobre sus jarretas y rebelándose contra su mismo ánimo. Parecían enclavadas allí por encanto.

No se hizo esperar por mucho tiempo la causa del misterio: una hermosa cierva herida y seguida de sus cachorrillos, jadeantes, vertiendo sangre y medio exánimes, pasaron como una flecha a corta distancia, llevando una regular ventaja a un oso feroz que les seguía bramando furiosamente y haciendo retemblar los montes con su tremendo eco.

De trecho en trecho deteníase la fiera, herida también, para lamerse la sangre que iba vertiendo y arrancarse algunas flechas que todavía llevara clavadas en aquella piel curtida por la naturaleza y por la inclemencia del desierto.

Un rayo de luna que se deslizó por entre las frondas del arbolado, ofreció a la vista de ambas jóvenes a este carnívoro con toda su ferocidad implacable.

La gritería de los villanos dejábase oír aun muy remota para que pudiesen llegar a tiempo de salvarlas, y sin embargo, las animosas jóvenes no decayeron de ánimo, aun a vista de tan inminente riesgo.

La fiera, que iba también dejando un rastro de sangre, detúvose de repente, erizó el pelo de su lomo, levantóse sobre sus pies y dejóse caer, vertiendo un rugido, sobre el vientre de la yegua de la baronesa.

En tal conflicto no abandonó a ésta su presencia de ánimo, antes por el contrario, impelida por una serenidad increíble en tales casos, sacó de su cintura un pequeño puñal buido que jamás abandonara y que manejaba con singular destreza, y lo hundió en el cráneo de la fiera.

Cayó esta aturdida por el golpe, pero no tardó en reponerse: la sangre hervía a borbotones en la herida, que debía ser mortal, pero que todavía alentara al oso, por haber quedado dentro el puñal hasta la guarnición, circunstancia que dejaba indefensa a la joven y expuesta a una muerte positiva.

Pero cuando el carnívoro, excitado por el estímulo de su dolor mismo iba a arrojarse furioso y rugiente a despedazar a la dama, Elvira, que pudo comprender el peligro que corría su compañera, arrojóse intrépida de su caballo, dispuesta a jugar por ella su propia vida.

Interpúsose animosa entre la baronesa y el monstruo, y al tiempo que abría este sus horribles garras para devorarla, le introdujo por la boca su enorme espada, cuya hoja salió luego por un costado, aniquilando y postrando las fuerzas del oso, que al punto midió el suelo con un bramido bronco y supremo. Precisamente al mismo tiempo llegaban a este sitio los cazadores.

Hallaron a Constanza medio desmayada, y a la animosa Elvira, ufana con su triunfo y llena de satisfactorio orgullo, por ser la heroína de la jornada que decidiera favorablemente la vida de la baronesa, y acaso también de la suya propia.

Tenía su casco lleno de agua, y rociaba el rostro pálido de su compañera, quien, merced a este auxilio, volvió lentamente a la plenitud de sus sentidos.

En un instante reuniéronse todos los villanos que tan involuntaria, como imprudentemente, habían acorralado al oso, poniendo en inminente riesgo la vida de su buena señorita, quien, sin el auxilio de su compañera, indudablemente hubiera sido víctima de aquella calaverada.

Era admirable la solicitud con que se disputaban todos los más insignificantes servicios de la castellana; guardaban silencio, por no incomodarla en aquel estado de debilidad, mientras que alguno que otro imbécil vengaba en el cadáver de la fiera aquel desastre sensible, hundiendo en él sendas puñaladas.

Cortaron luego ramas de encina, y construyeron sobre ellas una especie de camilla portátil, muelle y cómoda, donde colocaron a la baronesa, dirigiéndose luego al castillo.

Llegaron al amanecer, cuando la aurora plateaba las colinas y el planeta precursor del día brillaba en el oriente como un punto de fuego pálido.

Oíase el canto perezoso y soñoliento de los villanos que repasaban el río en ágiles barquillas, entonando alegres algunas cantinelas.

Silbaba un fresco airecillo que agitaba los cañaverales de la ribera, confundiéndose con las suaves y refrigerantes ráfagas de la brisa perfumada del valle.

Y en medio de aquella tenue claridad vacilante, todavía condensada y vaporosa, destacábase la sombría mole del castillo con sus canzorros y góticas almenas, sus banderolas flotantes sobre los techos de pizarra como en un día de fiesta, y en segundo orden, casi a la misma raíz del muro, veíanse blanquear grupos de cabañas y caseríos informes que se borraban y confundían en las medias tintas del crepúsculo.

Un toque de corneta, modulado por la joven Elvira, anunció el regreso de la baronesa y su comitiva, y al punto se oyó crujir el rastrillo y cayó el puente levadizo con atronador estrépito.

Capítulo IV El trovador nocturno Junto al muro almenado, Con el aire envió tierna querella A su ídolo amado Por quien bebe los vientos y se estrella.

Algunos días trascurrieron desde aquella extraña aventura, cuyo recuerdo horrorizaba todavía a aquellos buenos vasallos tan fieles a su señora, como solícitos por su salud, prosperidad y bienandanza.

La baronesa, fiel a su carácter, no podía resolverse a renunciar a sus excursiones nocturnas y a sus originales proyectos: mal se avenía su habitual viveza e impetuosidad de carácter a circunscribirse a un completo aislamiento campestre, pues no era este su natural elemento. Amaba los peligros, no por un punto de presunción veleidosa, sino porque verdaderamente no poseía el arte de saber apreciarlos con sus consecuencias; así es que todos los días corría inocentemente de un riesgo en otro, sin utilizar jamás una de aquellas terribles lecciones en que solía jugar a veces su vida, su reputación y aun algo más.

Respecto a su compañera, era bien diferente: melancólica y flemática por temperamento, aunque dócil como la cera, accedía siempre a las exigencias de la baronesa, violentando su carácter y únicamente por complacerla hasta en sus menores caprichos. Parecía imposible la armonía que reinara entre dos criaturas tan opuestas en índole y genialidad, pues si de una parte surgía el más desenvuelto coquetismo, de otra brillaba una dulzura pacífica y prudente, moderados visiblemente sus arranques por una aquiescencia pasiva.

Aquella sobrenatural armonía que venía a unir, sin embargo, dos extremos opuestos y antipáticos, debía ocultar un secreto anómalo y terrible, uno de esos sombríos misterios que preparara acaso y fermentara una de esas funestas catástrofes, tanto más graves y peligrosas, cuanto más se aplaza y comprime el punto crítico de su explosión.

Tal era, pues, el concepto que alguno que otro observador había formado casi instintivamente de esta conjunción singular y extraña, dado caso que ningún antecedente contaban en que fundar un principio relativo.

Una noche, a cosa de las doce, cuando todos dormían en el castillo, se oyó en los alrededores un tropel de caballos que luego cesó de pronto, y que generalmente fue poco notado. Una persona sí lo oyó. Era Constanza, quien debió tener indudablemente alguna idea anticipada de ello, porque aun a pesar de lo avanzado de la hora, no se había desnudado todavía y se ocupaba en leer un libro caballeresco a la luz de una lámpara de vidrio.

Prestó oído al punto, y su impaciencia se aumentó al oír varios preludios de una música dulcísima, ejecutados prácticamente en varios instrumentos de viento y cuerda, y a cuyo sonido despertó también Elvira.

El fulgor amortiguado de la bujía que ardía aun en el mechinal de la chimenea de un dormitorio, fue a reproducir su fisonomía dormitante y calenturienta en un grande espejo que pendía de la pared opuesta.

La palidez de aquel rostro alterado y lívido la aterró: tocó sus cabellos húmedos de sudor, y los halló pegados a las sienes.

Coordinando sus ideas, pudo recordar que había tenido un ensueño cruel; una de esas pesadillas mortales que paralizan el curso de la sangre y oprimen las funciones del corazón transido.

Estaba celosa...

Cesó el preludio, y varios instrumentos templados en acorde escala, ejecutaron un aire melancólico que tenía un no sé qué de armonía divina, poetizada por el silencio de la noche.

A aquel concierto expresivo siguió una pausa grave, y luego una poderosa voz varonil, acompañada de un harpa perfectamente templada y de una guzla sutil y vibradora, cantó varias endechas con una cadencia armoniosa, apasionada y sublime.

Elvira, que a este tiempo se había levantado y medio vestido apresuradamente, pudo oír los pasos de la baronesa que salía de puntillas de su gabinete (estaba contiguo al de ella) y luego notó que se dirigía a la plataforma superior de la fortaleza por la escalerilla secreta.

En efecto, no se engañaba. Oyó luego también el ligero estallido del muelle de la trampa que tornó a cerrarse por la parte exterior con un sonido estridente.

Esta conducta reservada y tan poco franca de su joven amiga, hirió vivamente el corazón egoísta de Elvira, y un presentimiento de cruel sospecha pasó abrasador e implacable, como una rápida exhalación incendiaria que deslumbró su mente. Era ésta la primera vez de su vida que se atrevía a dudar de la franqueza y lealtad de Constanza. Llegó a sospechar desde luego que esta tenía un amante, y que ambos acudían de común concierto a una cita, recatándose de ella; idea siniestra que ponía en tortura su espíritu herido en lo más vivo de su sensibilidad.

La música aumentaba sus armoniosos acordes, y Elvira, por un instinto de curiosidad, se asomó cautelosamente por una de las persianas de su ventana, desde cuyo punto podía observarse todo lo que sucediese en el exterior, que correspondía a aquel flanco de la fortaleza.

Vio entonces un grupo estacionado al otro lado del foso, y del cual parecía proceder el sonido de la música. Los rayos vívidos de la luna iluminaban la estatura gentil del cantor, cuya talla elevada destacábase arrogante y majestuosa en medio de un horizonte sereno. Su acento era suave y melancólico, y adquiría a veces una cadencia nerviosa que hería con su eco estridente, sublimando sus agudas notas en un torrente de armonía, a que prestaba nuevo realce aquel cuadro solemne de soledad y silencio.

Elvira, conmovida, fascinada visiblemente por aquella mágica voz que tanta poesía encerraba, experimentó un vértigo de celos que hizo brotar en sus ojos una lágrima fugitiva de odio, una gota de hiel.

Vio o acaso creyó ver luego que el cantor agitó en el aire un pañuelo blanco. Otra y otra vez se repitió aquella señal, que desde luego adivinó sería contestada por su ingrata amiga; y cuando pudo adquirir esta convicción, una violenta llamarada pareció subir y abrasarla las sienes.

Nada vio ya, y se retiró maquinalmente a su dormitorio con el alma acibarada, herido el corazón y destrozado por el demonio de los celos, ese tormento inexorable que ha sido el verdugo de tantas víctimas.

Un momento después el trovador y su numerosa comparsa desaparecían por la vereda escusada del castillo, mientras la baronesa se restituía a su retrete, con la mayor cautela.

-¡Terrible noche!, exclamaba Elvira con mortal despecho y arrojándose furiosa sobre su cama.

En efecto, había asistido a un misterio, cuyo desenlace cometió a su mismo disimulo.

En aquella fisonomía varonil y enérgica lució entonces un destello de fulminante amenaza, y en sus facciones exaltadas por un roedor sarcasmo, brilló algo de infernal y diabólico, como esa belleza equívoca y salvaje que se atribuye al rebelde espíritu.

Aquello era el reflejo del secreto volcán que fermentara en su pecho y abrasaba sus entrañas coléricas.

Para apagar aquel volcán intenso e implacable será necesario todo un diluvio de sangre y lágrimas sin cuento.

¡Terrible noche!, sí, muy terrible debiera ser, con sus consecuencias y resultados de aciaga memoria.

Capítulo V Elvira de Monferrato o Benferrato

Digamos algo acerca de la venida al castillo de Elvira de Monferrato, según se hacía llamar esa hermosa joven, tan melancólica, tan celosa e impresionable, y cuyo verdadero origen era un misterio.

Gaston de Arriaga, conde de Monforte y barón de Stella, por parte de madre, no perdonaba medio de satisfacer los menores caprichos de su hija única Constanza, niña todavía, pero que iba ya a entrar en ese periodo de atractivos y merecimientos que inauguran un desarrollo precoz y marcan la línea que separa de la mujer a la niña.

Por un principio sistemático diametralmente opuesto a las costumbres rígidas de aquellos hidalgos solariegos, el conde, lejos de aislar bajo un violento espionaje a su hija, prestábase condescendiente a todo género de exigencias por parte de aquella niña mimada, aunque se traslimitasen a veces del círculo del decoro, con tal que lisonjearan sus caprichos.

Así es que Constanza, dando rienda suelta a su desenvoltura, amaba y aun provocaba los peligros; bien es verdad que no los comprendía ni apreciaba. Alternaba con los hombres en sus empresas laboriosas y en sus penalidades, soportaba incansable las fatigas de la caza y montería, e introduciéndose en todos los negocios y conversaciones, adivinaba perspicaz las reticencias que se imponían a su candor, en todo lo cual complacíase su padre.

De tal suerte, estimulada por aquella complacencia misma, fue nutriéndose de veleidosos caprichos aquella impresionable naturaleza, hasta el extremo de formar el tipo puramente excepcional de su sexo.

Afortunadamente la honradez y buen ejemplo que veía en las sanas costumbres e irreprensible conducta de su padre, preservó a Constanza en la esfera de la virtud, conteniéndola en los límites de la moralidad; de suerte que, fuera de sus excentricidades veleidosas, la severa simplicidad de sus actos no desdijo jamás del pudoroso carácter de la doncella pura.

Acaeció, pues, que el conde dio una caída del caballo, de cuyas resultas, combinadas con otras causas, se declaró una fiebre maligna que le arrebató la vida violentamente, por manera que la pobre niña quedó huérfana en la época más peligrosa de su vida, y a merced de los cuidados de una pobre mujer de origen desconocido que había servido ya algún tiempo en el castillo.

Esta mujer ya anciana es la misma a quien dimos a conocer en el capítulo primero del presente libro, bajo el nombre de Beatriz.

Constanza, pues, altiva y exaltada por las deferencias de su padre, lejos de obedecer los preceptos de su anciana aya, la desatendía con el mayor descaro, y hollando el respeto debido a lo menos a sus canas, solo conocía por norte su voluntad propia; verificaba sus excursiones solitarias por el bosque, aun expuesta a los mayores riesgos, a pie, a caballo, de todos modos, y siempre estaba en abierta contradicción con la dueña.

Cierto día por la tarde se presentó en el castillo una joven bien parecida, algo morena de tez y vestida decentemente: pidió con instancia una audiencia de la baronesa, a cuya presencia fue conducida una vez otorgado el permiso.

La conferencia fue breve, dijo llamarse Elvira de Monferrato o Benferrato (sinónimo que no ha fijado aún la historia), pobre joven a quien quería violentar su familia para que tornase el velo de novicia, con el fin de apropiarse la herencia de sus bienes; y como no era ésta su vocación, había huido de cierto pueblo de la vecina Francia, donde había nacido, y donde habiéndose también criado, poseía un reducido aunque decente patrimonio; concluyendo por apelar a los buenos sentimientos de la baronesa, para que la acogiese bajo su protección, único medio de burlar los conatos codiciosos de su familia y salvar su porvenir y libre albedrío.

Era tal el acento de convicción que dio a estas palabras tan interesantes sus episodios, que brotó del pecho de Constanza un impulso de simpatía hacia aquella pobre mujer que apelaba a su generosidad con tanta franqueza, por manera que al punto acogió la pretensión con una alegría entusiasta, y sus nobles aspiraciones halláronse pronto en contacto con aquella joven tan de su agrado, y que tan útil iba a seria en su orfandad solitaria.

La vieja Beatriz dicen que palideció al ver a aquella criatura tan interesante, que tan francamente se había introducido en lo que llamaba ella su casa; pero la baronesa así lo dispuso, y fue hecho.

¡Ay! aquella palidez debió responder a un remordimiento oculto, a un recuerdo tal vez amenazador y criminal.

La joven advenediza, indiferente al pronto, pudo apercibirse luego, o creyó notar que la vieja la dirigía miradas oblicuas, magnéticas y escrutadoras, y aun observó que aquella mujer se retiró, ocultándose detrás de la mampara el día de su presentación en el castillo, y recatándose de ella se persignó tres veces, como si viera al mismo demonio.

-He aquí, dijo para sí, la clave del misterio.

Desde aquel día las voluntades de ambas jóvenes se fueron estrechando con un doble vínculo fraternal y recíproco, robustecido por la mutua simpatía de sus ideas; bien que Elvira parecía habitualmente forzada a aquellas extravagancias de la baronesita, al paso que miraba con cierta prevención reservada a Beatriz, sorprendida a su vez siempre que se hallaban frente a frente.

¡Extraño proceder!

Y sin embargo, no era odio, sino instinto acaso, el móvil de una y otra.

Tal era, pues, esa misteriosa Elvira que figura con uno de los caracteres de primer orden de nuestra narración, y estos son también los únicos pormenores que ahora podemos adelantar acerca de ella sin faltar al plan propuesto.

Capítulo VI Sorpresa in fraganti.- La provocación

Desde el acontecimiento últimamente referido, Constanza, agitada por una viva impaciencia, parecía siempre sumida en profunda e indiferente abstracción respecto de Elvira, aquella Elvira adorada, para la cual nunca había tenido ella un secreto, y a quien diera en otro tiempo reiteradas pruebas de un amor y confianza sin límites.

Elvira, por su parte, reservada y astuta, no pareció apercibirse de ello, encerrándose en el frío círculo del disimulo y esperando acaso que por este camino llegaría con el tiempo a aclarar aquel horizonte cargado de nubes que tanto pesaran sobre su alma combatida.

No había dudo ya para ella: Constanza debía tener un amante.

Y sin embargo, esta probabilidad debía trasformarse en certeza; necesitaba además una prueba concluyente y fija. A este fin dirigió sus esfuerzos la vengativa dama: un imperioso deber se lo exigía.

De esta suerte trascurrieron muchas noches de insomnio y muchos días de desesperación y afanes. Las conferencias de aquellas dos mujeres, sus juegos, sus peligrosos ensayos iban siendo cada vez más raros, e iban perdiendo a la vez el carácter de dulce intimidad que los distinguiera hasta entonces: aquella estrecha y franca familiaridad que se profesaran antes mutuamente había sido reemplazada por una actitud recelosa, en cierto modo hostil, y a fuer de cautelosa apenas dejaban traslucir el sensible disgusto interno que las devorara, sino por la fría y estudiada reserva en que iban a porfía ambas.

Elvira, más experta acaso que la baronesa en este terreno, solía dejar escapar a veces alguna que otra frase aguda e incisiva, que hacía asomar a las inocentes facciones de esta esa aureola purpúrea que extiende en las mejillas de la mujer amante un velo de encendida grana, y ésta era la prueba que venía a dar nuevo pábulo a su cruel sospecha.

Entonces hacíase necesaria una lucha, en la cual debía militar, de una parte la inexperiencia de Constanza, que solo obedecería en su situación a la voz de un instinto, y de otra la astucia de su antigua amiga, la cual dejaba de serlo ya desde aquella hora: lucha desigual y arriesgada, empeñada con tanta ventaja por parte de esta, como debía sacar partido de la misma inocencia y simplicidad, digámoslo así, de aquella.

Tal situación, tal estado de cosas no podían prolongarse, por mucho tiempo; debía tener un término, un desenlace nada risueño, y este momento crítico se aproximaba.

Una noche (porque ésta es la hora de los misterios que a su sombra toman la forma más caprichosa y vaga), Elvira terminaba de desnudar a su señorita y amiga, según se titulaban todavía, y después de haberla dejado acostada, y al parecer dormida, retirábase muda y silenciosa a su gabinete.

Su natural ternura, su ardiente pasión comprimida no se habían desmentido un punto para con aquella compañera, a quien, no obstante su resentimiento de otra índole, amaba con un frenesí entrañable.

La había estrechado entre sus brazos, y al acostarla en su muelle lecho, había cambiado con sus labios de rosa un ardiente ósculo que periódicamente se repitiera a la misma hora.

Un recuerdo aciago vino a disipar entonces, como un soplo maléfico satisfacción tan grata, y aquella criatura sensible huyó veloz a encerrarse en su retrete y rompió allí en un fuerte llanto.

Allí, sí, frente a frente consigo misma, con sus secretos, con sus recuerdos y pasiones, aquella desgraciada criatura dio curso a su desconsuelo, y en medio del vértigo de su amargura, el eco de un nombre adorado sonaba de cuando en cuando en su mente como una gota de fría nieve que repetía una y otra vez una palabra querida: ¡Constanza, Constanza!...

Todo yacía en silencio, y solo se oía el choque elástico del viento que azotaba los árboles del parque, produciendo un lúgubre gemido.

Elvira, por un secreto e instintivo presentimiento, y no pudiendo conciliar el sueño, abrió la ventana ojiva de su gabinete y subió al pequeño torreón, casi derruido, que se alzaba sobre la plataforma oriental del castillo.

El aire había aplacado, y la brisa de la noche, embalsamada por los perfumes del campo, refrigeró su rostro. Los rayos de la luna diseñaban a su vista un risueño paisaje, armonizado por el contraste de tintas que bosquejaban el fantástico panorama de una naturaleza selvática.

Vestía el cielo su estrellado manto, y allá en el Oriente lucían sobre sus promontorios de vaporosas nubes, bronceados celajes y rasgos de tornasol dorado.

A lo lejos grupos de arbolado como manchas de terciopelo gris, colinas, valles y prominencias del terreno, diseñando sobre el fondo azulado del cielo masas y esqueletos fantasmagóricos, que eran las ruinas de una antigua abadía, confundidas entre cañaverales silvestres, irguiendo sus mutilados paredones como flotantes lienzos.

A la izquierda las pequeñas aldeas destacando sus blanquiscos caseríos irregulares con sus torrecillas y campanarios, y más lejos la aplomada línea de montañas que servían de orla al paisaje, y cuyas dentadas y ondulantes cimas perdíanse en medio de una niebla de brumas cenicientas.

La campana del castillo anunció las doce.

Todavía vibraba el eco del último sonido, cuando Elvira creyó percibir un grupo movible de hombres, al parecer, que se aproximaban cautelosamente hacia aquella parte de la fortaleza, defendida naturalmente por la peña cortada y resbaladiza, y que carecía de foso por ser estratégicamente inaccesible.

De pronto aquel grupo, hasta entonces compacto, fue disolviéndose, desapareciendo por fin totalmente.

La joven notó que arrojaban desde lo alto una escala de cuerda.

Un hombre ágil y vigoroso comenzó a trepar por ella aceleradamente. El brillo nacarado de la luna hizo reflejar su luciente armadura con un resplandor fosfórico y rutilante.

Una idea cruel asaltó el ánimo de Elvira con una sospecha que por desgracia se confirmó luego. Una mujer recibió a aquel hombre en sus brazos en la explanada del muro, y casi al mismo tiempo se oyó un sonoro y ardiente ósculo.

Aquella mujer era Constanza.

El eco de aquel beso apasionado, nervioso y frenético, inflamó más y más el volcán de celos que hervía implacable en el pecho de aquella mujer, cuya sangre se enardecía en sus venas como ardiente lava, y cuyas palabras destellaban relámpagos de venganza y llamaradas de odio; aquel eco vibraba en su oído todavía con un martilleo estridente que estimulaba una sobrexcitación febril, arrobadora y sangrienta.

Entró en su cámara, descolgó su traje de paladín, vistió aceleradamente su armadura de acero, su casco cimerado y su templado arnés: empuñó su broquel y su pesada lanza, incompatible con la delicadeza de sus brazos, y sin olvidar su inseparable puñal buido, ciñó una especie de jabalina oriental de un corte sutil y una hermosa y templada daga damasquina de puño cincelado.

Echó la celada sobre el rostro, y estimulada por un rabioso coraje, dirigióse en busca de cualquier aventura, por peligrosa que fuese, siempre que rasgara el velo de su desesperada incertidumbre.

Atravesó los vestíbulos, las rampas y galerías que cruzaran los departamentos del castillo. ningún ruido se oía en aquellas solitarias mansiones, sino el tenue crujido de su armadura que resonaba con el movimiento del paso, y cuyo eco era todavía mayor por la forma acústica de las bóvedas del tránsito, apenas iluminadas por el brillo opaco de varias claraboyas que había a ciertos trechos.

Detúvose junto a la puerta del retrete de la baronesa, que halló entreabierta.

El mismo silencio, la misma soledad: solo vio agitarse los pliegues de los pabellones del lecho, de donde salió un hombre completamente armado, el cual atravesó la antecámara y se dirigió hacia la puerta con pausado recelo, dirigiendo a todas partes miradas cautelosas.

Elvira le esperaba allí, acechando desde el fondo de la penumbra, trémula y contraída por una alegría feroz. Brillaba en su rostro cierta exaltación salvaje, y sus pupilas de fuego vibraban rayos de venganza diabólica a través del hierro de la visera.

Allí acechaba con implacable impaciencia a aquel hombre desconocido, cuyo nombre debía importarle bien poco, con tal que fuese, como indudablemente debía ser, amante de Constanza; y apenas acertara a pasar por donde ella estaba, le pondría en la garganta la punta de su lanza y le arrancaría así la palabra de admitir un duelo a muerte, si es que era caballero.

Y si por desgracia no lo fuese, si atolondrado por la sorpresa de aquel ataque brusco e imprevisto, el miserable se negara a admitir el reto por una vil cobardía... ¡y bien!, entonces le mataría sin clemencia alguna en aquel mismo sitio.

Por un movimiento maquinal y espontáneo llevó la mano al pecho como para comprimir los latidos de su corazón, y se colocó detrás de un arco apuntado, en parte que la sombra le hacía invisible.

El desconocido, siempre cauteloso, salió por aquella puerta entreabierta que tornó a cerrarse detrás de él lentamente. Un destello de luz vivísimo que brotó de improviso, iluminó la alta y majestuosa talla de aquel hombre, que armado de Punta en blanco, atravesaba la extensa galería, haciendo crujir su luciente arnés de batalla, y dando a sus movimientos una elasticidad sutil, como las ondulaciones de una serpiente cubierta de escamas de acero.

-Tanto mejor, murmuró Elvira con infernal sarcasmo, será un caballero que debe comprender las leyes del honor: al menos me librará de recurrir al puñal y desempeñar el innoble papel de asesino.

Y en su hermoso rostro debió brillar una infernal sonrisa.

A este tiempo el desconocido cruzaba por la cripta inmediata al escondite de la joven. Saltó ésta como una pantera irritada, y con la agilidad de una ardilla precipitóse frenética, colocándose de un salto delante de aquel hombre, cerrándole el paso y enderezándose con provocativa arrogancia.

El desconocido, paralizado al pronto por aquel lance improvisto, detúvose un momento, y en su aturdimiento mismo dejó caer un objeto que resonó en el pavimento con un sonido metálico.

Elvira recogió disimuladamente aquel objeto.

Era un guantelete de acero.

-Muy bien, murmuró para sí con alborozo diabólico; tengo ya otra ventaja de mi parte; así la provocación no será mía.

-Eso no os pertenece, dijo el desconocido, apercibiéndose de la acción de Elvira y acentuando sus palabras con una voz bronca, pero visiblemente fingida; dadme esa pieza de armadura y despejad el paso.

-Os equivocáis, repuso ella con un cruel sarcasmo; eso no os corresponde ya a vos, es prenda de honor y estoy en mi derecho reteniéndola, mal que os pese a vos, sino sois un buen caballero que sabe sostener su decoro de tal en lances de honra.

Y la audaz Elvira embrazó su rodela, empuñó su espada y se colocó en ademán de provocadora insolencia.

-¡Atrás, víbora! gritó el incógnito, arremetiendo con un brusco ataque de puñal a aquella tenaz criatura que acogió la embestida con una sorda carcajada que heló la sangre de aquél, y se colocó en guardia al punto sin perder una sola línea de terreno.

-¡Hola!, exclamó el desconocido con burlesca ironía; ¿espadachín también? Tanto mejor para despacharos.

-Quiso ensayar otro golpe de puñal, que fue parado con igual maestría que el anterior. Comprendió entonces que el lance no podía tener fin sin notable escándalo, y trató de ensayar otro recurso más prudente.

-¿Qué queréis, pues, quien quiera que seáis?, preguntó convulso por la cólera que ardía en su pecho con un rugido voraz.

-Medir mi espada con la vuestra y beber vuestra sangre o daros a beber la mía.

Imposible.

-¿Seríais, pues, tan miserable, que rehusaríais empeñar conmigo un lance de honra?

-¡Tened la lengua insolente!, replicó aquel hombre, dominando visiblemente un arranque colérico y vertiendo una insensata blasfemia.

-¡Cuidado, que os descomponéis, en términos que necesitaré acaso recurrir a mi espada para haceros entrar en razón!

-¡Oh! ¡Esto más!

-Abreviemos razones y concluyamos por concertar el duelo.

-¡Un duelo!, repitió el caballero con un acento rotundo, parecido a un eco sordo y lúgubre, ¿Seríais tan osado?

-¿Y seríais, vos, tan cobarde que lo rehusarais?

Hubo un momento de silencio, en que la cólera de ambos parecía luchar en secreto con la aparente calma del uno, y el marcado asombro del otro: al fin el desconocido, haciendo, un violento esfuerzo por dominarse, exclamó:

-Basta ya de provocaciones e insultos; respetemos el honor de esta casa, y... despejad el paso. Yo os perdono la ofensa de vuestros denuestos, que... creedme, es la más plausible, victoria que pudiera la suerte haberos deparado sobre una persona de mi jerarquía.

-¿Y sois vos quien habla aquí de honor, infame? ¿Vos que habéis venido a profanar el santuario doméstico y acaso también a arrebatar la honra de una doncella? Pues bien; si así es, si habéis violado a esa virgen, es preciso lavar esa mancha inmunda, y... creedme, manchas de esa clase solo se lavan con sangre.

Elvira dio a estas últimas palabras una entonación fatídica llena de venenoso sarcasmo.

-¡Imprudente! ¿Y es mi sangre la que apeteces? ¿Ignoras que si el león alzara su mano aplastaría al reptil que lo insulta y provoca con tanta imprudencia?

-¡Ah! en ese caso, guárdese el león de la picadura del reptil, porque su acción es corrosiva y mortal.

-¿Quién sois, pues?, interrogó el apurado caballero.

-Lo habéis dicho vos; seré tal vez, un reptil, un pigmeo acaso a vuestro lado; pero que no por ello os cede en tenacidad y saña. Y vos, ¿quién sois y qué derecho tenéis para preguntarme mi nombre que acaso yo mismo ignoro y que no estáis autorizado a exigirme sin revelarme antes el vuestro, al que dais tan alta importancia aplicándolo el epíteto de león? Yo os demando a mi vez el nombre vuestro.

-Imposible.

-¡Imposible! Alzad, pues, la celada y yo haré otro tanto; conozcámonos al menos de rostro y reservemos lo demás.

-No puede ser, creedme.

-¿Por qué no?

-Porque al brillo de mi pupila cegaríais.

-¡Ah! es verdad; he oído decir que el ojo del león brilla en las tinieblas de la noche oscura, replicó Elvira con un sarcasmo irónico hasta la insolencia; y esto debe ser tan cierto, como que la vista del cobarde procura velarse siempre cuando tiene que encontrarse con la del valiente que le demanda su honra o su sangre. En fin, puesto que he agotado ya todos los recursos imaginables para provocar vuestro amor propio o vuestra cólera, sin conseguirlo, puesto que no circula por vuestras venas la sangre del honor caballeresco, os abandono a vuestro albedrío. Dios me ha despejado la mente de las ideas que tenía ahora mismo de asesinaros; él me libre de esa tentación criminal. Salid, salid, pues; éste es el guante que me habéis arrojado y que he cogido, creyendo que era el de un caballero: tomadle, pues, no quiero prendas de un cobarde vil.

Y así diciendo, arrojó el guante al rostro del desconocido, produciendo un crujido sonoro en el acero de la visera.

Vertió él un rugido sordo, y aún hizo un movimiento de indescriptible cólera que dominó al fin con cierta desesperación marcada.

-Día llegará, exclamó con una voz convulsa, en que se cumplan vuestros deseos. Adiós, pues, y preparaos; yo os empeño mi palabra de que os pesará el insulto de esta noche, y que no podrá perdonaros mi propio decoro.

Capítulo VII En el cual se despeja una incógnita La máscara cayó, que tiempo era De arrojar ese velo Y presentarse fiera Esa lucha de horror, franca y sincera, Fatídica, Insultando al mismo cielo.

Elvira, enervada por aquella lucha que con tanta ventaja sostuviera, y perdida su mente en un caos de vacilaciones a vista de un misterio que no comprendía, permaneció al pronto aterrada, muda, fría e inmóvil, apoyada sobre la pared como una estatua contra su pedestal truncado. Sin aquel apoyo indudablemente hubiera caído anonadada bajo el peso de su propio terror.

Aquella impresión pasó lentamente, como esas sombras imaginarias que sorprenden la fantasía y solo dejan luego un recuerdo vago de su quimérico ser. Poco a poco descendió de su rapto, y sus ideas recobraron gradualmente su primitiva energía: mil ideas contradictorias cruzaron por su mente, iluminada por accidentes vagos, como los fenómenos de la linterna mágica, que sorprenden la ilusión por medio de las creaciones ópticas del artista.

Sacudió de pronto su hermosa cabeza, como el centinela a quien sorprenden dormido; pasó la mano por la frente como para disipar una idea torcedora, y entonces no fue ya terror, sino un impulso vehemente de odio y venganza mucho más intenso que antes: una llamarada voraz inflamó su mente, que ardía en un infierno de celos. La víbora había refocilado sus fuerzas y recobrado toda su venenosa energía.

Hasta llegó a echarse en cara su falta de ánimo, cuando la suerte o la fatalidad pusiera a aquel hombre en sus manos, y necesitó llamar en su auxilio toda su rencorosa prudencia para resistir al impulso que tuvo de salir en busca de aquella persona venturosa o maldita, para provocarla de nuevo o asesinarla, quien quiera que fuese, porque en ocasiones dadas se desconocen las jerarquías y se salta por todas las barreras.

La vengativa joven concluyó por adoptar una resolución suprema que rasgara el velo del profundo arcano que existiera hasta entonces, y que iba a dejar de serlo dentro de breves instantes. La hiel que hervía en su pecho rebosaba ya, y no era fácil contenerla en tan reducidos límites.

Una halagüeña esperanza, que acaso llevara envuelta su propia felicidad y su porvenir, había mantenido siempre el sello de aquel terrible arcano, cuya revelación debía causar una escandalosa impresión en el castillo.

Trémula, con paso vacilante y alentada únicamente por su mismo rencor, la exaltada joven se resolvió a verter el vaso de la ponzoña hasta tanto tiempo comprimida, aun a trueque de destrozar su propio corazón. Entró, o por mejor decir, se dejó arrastrar por su misma cólera hacia aquella pieza funesta que servía de dormitorio a la imprudente Constanza, separó el batiente de su dorada moldura e introdújose con paso inseguro.

Un pálido reflejo iluminaba débilmente aquella mansión silenciosa, confundiendo y borrando los dibujos asiáticos de las tapicerías, los bustos severos de familia colocados en marcos preciosos de filigrana con labores de crestería, los lujosos muebles embutidos de nácar, los mosaicos alicatados del pavimento medio cubiertos por alfombras pérsicas, y los pesados cortinajes de damasco y terciopelo recamado con orlas y franjas de tisú, medio borrado todo por el destello opaco de la oscilante lámpara, en torno de la cual flotaba una movible aureola.

La alcoba donde se hallaba el lecho de la baronesa estaba cerrada por un cortinaje de brocado amarillo, cogido a pabellones sobre el cornisamento gótico del friso en tercer orden. A través de aquella cortina suntuosa oíase la agitada respiración de Constanza, que dormía o fingía dormir con un sueño profundo.

Elvira descorrió, toda trémula, los pliegues de aquel velo, y detúvose a contemplar el cuadro con cierta expresión maligna y diabólica.

El lecho estaba desordenado, y las sábanas de finísima batista arrastraban por uno de sus extremos, apenas sostenidas por las columnillas angulares de bronce con pomos de plata córnea. Una arandela, también de plata, alumbraba, como hemos dicho, aquel retrete, esculpiendo sobre las paredes un baño de violada púrpura.

Sobre aquel lecho yacía, en una voluptuosa postura, vestida con una especie de peinador de muselina blanca, la hermosa castellana, sumida, al parecer, en un profundo sueño, y denotando en la dejadez e indolencia de sus miembros una laxitud fatigosa.

Uno de sus blancos y torneados brazos colgaba del lecho, mientras que sobre el otro reclinaba su linda cabeza, orlada de profundos bucles que rodeaban el lindo perfil de su rostro semigriego, que pudiera ofrecerse por modelo a la estatuaria, así como sus demás formas mórbidas de una perfección verdaderamente académica.

Elvira, en cuya mirada lúcida parecía traslucirse cierta criminal codicia, rodeó cautelosamente el lecho, practicó cierto reconocimiento escrupuloso, y cuando húbose persuadido de que ningún riesgo podría correr, volvió atrás, cerró interiormente la puerta del dormitorio y tornó luego a aproximarse al lecho de la baronesa. Al practicar nueva investigación en aquel recinto del reposo, la vengativa joven tropezó con un objeto.

Cogiólo con ansia, y vio que era una garzota de cimera.

Un rayo que cayera a sus pies no le hubiera impresionado tanto como aquella prueba, que venía a disipar sus dudas de una manera concluyente: sí, porque Elvira aún dudaba, y como la duda suele seguir todo el curso de la incertidumbre, tomando una parte activa en esa lucha moral en que por tanto entra el egoísmo, hasta llegar al periodo de convicción, de ahí esa impresión terrible y decisiva que disipó sus vacilaciones, fijando la verdadera faz del suceso, cuyo desenlace en cierto modo preveía.

Elvira vertió una sorda aspiración de sombría cólera, y sublevada por su misma explosión, sacudió el brazo de la baronesa, oprimiéndolo por la muñeca con una fuerza convulsiva, con una crispatura nerviosa.

Despertó Constanza sobresaltada, y aun trató de incorporarse y saltar maquinalmente del lecho; pero aquella mano atarazada con una fuerza tenaz, sujetándola en aquella postura inmóvil, como si fuera un tornillo de hierro.

- ¿Quién sois? exclamó con despavorida sorpresa y cubriéndose instintivamente con la sábana por un movimiento pudoroso.

Elvira alzó entonces la alambrera que cubría su rostro, lívido por la cólera, contraídas sus facciones por una exaltación feroz, y destellando sus ojos un brillo de sarcasmo diabólico.

Constanza fijó su vista, extraviada en aquella fisonomía tan dulce tan simpática en otro tiempo y alterada ahora por una descomposición infernal... Nunca había irradiado de aquellos ojos un fuego tan fosfórico y tenaz; nunca aquel semblante, tan gracioso y gentil se había rodeado de tan amenazadora expresión. La baronesa, respondiendo acaso a un presentimiento oculto, se estremeció de espanto.

-¡Por piedad!, exclamó toda trémula, fijando aquella suplicante mirada en el semblante airado de la joven; por piedad, Elvira mía, ¿qué me quieres a esta hora? Apenas reconozco en ti a aquella fiel amiga que tanto me ha amado; di, ¿por qué me estás atarazando tan cruelmente? ¿En qué he podido yo ofenderte? Suelta, me haces daño, Elvira.

-Tenéis razón, no soy ya esa Elvira a quien tanto habéis amado, y que tanto os amó y ama todavía: esa Elvira se ha trasfigurado; el odio que inflama sus venas le ha convertido en un ser abominable y monstruoso, sí; porque en esas venas no circula ya sangre de humanidad y de misericordia... porque una lluvia de maldición ha rociado de amargura mi alma y ha enfriado el depósito de caridad y dulzura que un tiempo vivificó mi espíritu e iluminó mi alma con la luz de la clemencia. Porque la llama del odio que me devora ha hecho descender sobre mi cabeza el anatema del cielo... y héme aquí con el corazón vacío de fe, exhausto de afecciones, cadáver pestilente arrojado al osario de la desesperación; ese peligroso terreno donde resbala la víctima, triste refugio a que apelamos cuando el desengaño nos precipita desde el mentido sueño de la ilusión más grata.

-No te comprendo, amiga mía, exclamó Constanza cada vez más consternada por el discurso enigmático de su extraña colocutora, la cual continuó con una de esas crueles e irónicas sonrisas que deslumbraban la vista de la baronesa.

-Escuchad: hubo un tiempo en que el título de amiga halló un eco simpático en mi corazón, que respondió al eco de esa palabra mágica, y que no tiene equivalente en el lenguaje de los hombres; pero ¡ay! añadió, oprimiendo con mayor vigor aquel brazo de nieve; esa misma palabra, cuya armonía difunde una plenitud inefable de goces en la vida intelectual de la criatura, se sublima a otro grado supremo que lleva en sí otro nombre divino disfrazado con la palabra amor.

-Pues bien; continuó acentuando lentamente su trémula voz, a la que gradualmente iba dando una vibración cada vez más febril y extraña; esa palabra sublimada a ese grado eminente ardía en mi pecho con una vehemencia latente y enérgica. Porque era el soplo germinador que me animara, y sin el cual no hubiera tenido vida... porque era, en fin, el hálito del mismo Dios, potente, ideal y sublime, que dilata el alma y la eleva a una esfera suprema e inmediata a las jerarquías celestes. Y fascinado por ese mismo vértigo que enloquece y extravía en su mismo rapto sensible, hube de apelar a un ardid para encubrir, bajo el velo de la modestia y del disimulo, ese franco y generoso afecto que concentra el primer deber impuesto por el Criador a la criatura respecto de sus semejantes; y partiendo de un principio sistemático, el amante adoptó las formas aparentes de mujer, porque éste era el único medio que le ofreciera mejores probabilidades en la lucha ruda y difícil que iba a empeñar con un imposible. Ese desdichado fui yo.

-¡Tú!, exclamó toda horrorizada la baronesa. ¿Qué es lo que oigo?

-No alcéis la voz, miserable mujer, replicó la fingida Elvira, concentrando cada vez más su odio intenso en aquellas palabras de hiel; los días de maldición han empezado para nosotros, el astro común, que parecía sonreírnos, ha volado su disco bajo una nube sangrienta, y ha plegado sus rayos luminosos en el limbo de la desesperación más cruda. Esta grata figura de la amistad ficticia ha sido solo un lúgubre fantasma que agitó sus negras y seductoras alas durante nuestro sueño, meciéndonos en una cuna tenebrosa y maldita; y toda esa aparente ventura que nos halagara en el periodo equívoco de nuestro letargo, ha huido como una de esas raudas parábolas que incendian de luz la zona para envolverla luego en una masa de tinieblas.

-¡Oh, Dios mío!, exclamó Constanza, juntando las manos y poseída de una contracción nerviosa provocada por el terror que la inspiraran aquellas revelaciones siniestras. ¡Dios mío, Dios mío! , es muy extraño todo eso.

-Y sin embargo, continuó su interlocutor con su infernal sarcasmo, es, por desgracia nuestra, bien cierto: escuchad los pormenores de ese sangriento episodio, tenéis un derecho a ello, sí, porque luce allá a lo lejos un punto terrible y fatídico que concentra su desenlace sangriento, y todo esfuerzo se declarará impotente ante la inclemencia de esa misma fatalidad inexorable que nos persigue. Oíd, pues, y estremeceos.

-Ese hombre insensato que amaba con frenesí... a vos, que erais su vida, su porvenir, su Dios, que hubiera dado en cambio de ese amor frenético su misma existencia, y acaso también algo de su eternidad (¡perdóneme Dios esta locura!), ese mismo hombre tuvo la suficiente calma de esperar en medio del piélago de su desesperación cruel, la hora feliz, aunque incierta, de que una casualidad cualquiera anudara ese acto supremo y grandioso, solemne, sublime y heroico de la voluntad mutua santificada por el afecto recíproco.

¡Ay!, que el alma entera se fundía a impulsos de esa ilusión tan pura y halagüeña, de ese fantasma tan risueño y feliz que parecía columpiarse allá en el horizonte de la posibilidad humana, provocando deseos vagos, dulcísimos y hechiceros, y prometiendo, al parecer, una fruición de indecibles goces, cuya sola idea sumergía en un piélago de éxtasis profundos y de seductoras imágenes... ¡Oh!, y abatido el espíritu, enervado, apenado el corazón por la lucha del disimulo, aunque corroído por el estímulo de tanta ventura posible, la naturaleza solía ceder al vértigo embriagador que torturaba sus resortes y aniquilaban al hombre precipitándole en el caos de la desesperación más cruda, después de haberle elevado a toda la altura de su fantasía.

Y sin embargo, ese mismo hombre, perdido en medio de tanta amargura y sufrimiento, sobrexcitado por la lucha, os ha respetado, cual cumple a la lealtad de un caballero, ha saltado la barrera del amor propio ofendido, y esto es tanto más meritorio, cuanto que el hombre enamorado sale de su esfera racional, constituyéndose en una situación anómala y excepcional que le embrutece y degrada hasta el peligroso extremo de las pasiones.

Pues bien, continuó con una entonación siniestra; ese mismo hombre que ha guardado respecto de vos una línea de conducta tan honrosa, cual cumple a la lealtad de un buen caballero; que se ha encerrado en el círculo de sus deberes de tal, aun a trueque de destrozar más cada día su corazón calcinado por tan poderoso estímulo... oídlo bien: ese hombre que os guardaba para disfrutar algún día vuestro tesoro con el mismo interés, con la misma codicia que un avaro guarda el suyo; ese mismo hombre, yo, he tenido el dolor de sorprenderos esta noche con vuestro amante en una cita culpable. Dios me ha infundido 'el valor suficiente para contener la explosión que debiera haber arrastrado mi vida al probar ese amargo cáliz que debiera coronar el acto de mi desesperación. Y he venido resuelto a darle de estocadas en honroso duelo o asesinarle si lo rehusaba, aplicando a este caso la frase de Alejandro a Darío, de que: dos soles no pueden, sino uno, alumbrar al universo.

Porque eráis vos el sol de mi inteligencia, astro fulgente a cuyo brillo cegaban mis potencias, divagando luego sin orden, como puntos perdidos, durante su ocaso. Porque fanatizado yo por el brillo de ese fantasma de la Divinidad en la tierra, me anegaba en un mar de venturosos éxtasis y goces lisonjeros.

Pero ese hombre ha eludido mi venganza, y ha sido tan miserable, que he necesitado insultarle, casi abofetearle, para que entrara en razón de honra, y aun así ha aplazado el duelo, porque indudablemente debe ser un miserable y un cobarde.

Y rechazado, al fin, por esa fría impasibilidad que en ese hombre es un sistema, héme aquí frente a frente con vos, que eráis mi vida, que ahora sois mi verdugo, y que luego seréis, tal vez, la víctima expiatoria, porque tal es el decreto del destino.

Y extraviado por su mismo discurso metafórico, este singular personaje exaltábase progresivamente a medida que daba mayor energía y fiereza a su duro lenguaje.

Capítulo VIII Capitulación Consecuencia forzosa Era dar tregua al odio comprimido, Airado el corazón, en tenebrosa Lucha de afectos empeñado, herido Por llaga cancerosa.

Constanza temblaba bajo el peso de su misma vergüenza, confundida por aquellas revelaciones terribles: más de una vez trató de sustraerse a aquella fuerza tenaz que retenía su brazo con una presión cruel; pero su esfuerzo hubo al fin de ceder ante aquella violenta resistencia.

-¡Piedad!, dijo con un aturdimiento forzado; no prosigáis, me hacéis daño y tiemblo al ver esas facciones tan descompuestas: apelo a la generosidad del caballero que, reemplaza a la dama por medio de tan ingeniosa metamorfosis, y os perdono a mi vez, como también vos debéis perdonar a una pobre mujer que no tiene contra sí otro delito que su misma ignorancia, que nunca ha podido tener la más remota idea de ese amor, de ese ardid, o de esa locura y vuestra, y todo al menos en gracia de ese mismo afecto que nos hemos profesado, y cuyo recuerdo os aseguro que no se extinguirá en mí jamás. Lo que deseo ante todo es saber vuestro nombre propio para consagrarle una memoria grata y encerrarle dentro de mi alma.

-Nada más justo, y, sin embargo, poco puede importaros el nombre de un joven oscuro y miserable, cuyo origen es, quizá para él mismo, un secreto, y cuya familia no conoce. En cuanto al nombre, dejadlo a merced de los acontecimientos y del tiempo, que se encargarán del desenlace del asunto y sus incidencias; solo os puedo decir que amo todavía: a pesar de todo, y puesto que ya cayó la máscara y el disfraz que encubriera al amante, solo un medio os resta de conjurar el golpe de mi venganza: este medio es bien sencillo; dadme vuestra mano de esposa o preparaos al ludibrio público.

- ¡Oh!, ésta es una infame violencia que tratáis de ejercer con una pobre mujer indefensa, pero a quien todavía sobra valor para rechazar esa brutal coacción con que queréis humillar su orgullo ofendido. Apartaos, miserable, porque si doy una voz, os suspenderán de una almena como un traidor villano.

Y explotada verdaderamente por su mismo orgullo, la altiva joven prodigó mil denuestos e improperios contra aquel hombre, herido en lo más vivo de su sensibilidad, y en cuyos labios, contraídos por una cruel sonrisa, parecía rebosar la hiel de sus entrañas.

No era ya Constanza aquella estatua púdica de blanco mármol, envuelta en sus castos velos, y en cuyos labios vagara tierna e inocente dulzura, sino una furia explotada hasta el último grado de la cólera, que participaba del veneno de la víbora y de la ponzoña de la serpiente.

Incorporada en el lecho, y sin reparar en su desnudez, por medio de un esfuerzo vigoroso, logró, al fin, desprender su brazo de aquella mano que la oprimiera como una tenaza ardiente.

-Pues bien, exclamó el joven desconocido, retrocediendo a su pesar, aunque sin despojarse de su habitual sarcasmo, y dando a su voz una vibración sombría y cavernosa; ya que así lo queréis, corramos un velo sobre el pasado y ocupémonos del porvenir: vela por entrambos el ángel de la maldición y preside indudablemente la marcha de los astros que deben influir de concierto en nuestro común destino. Porque si algo debe haber de común entre nosotros en lo sucesivo, será indudablemente el genio de la discordia, del rencor y de una maledicencia implacable y eterna. Adiós, pues, en cambio de tanto odio que devora mi alma y que mantiene la tea inflamada del aborrecimiento recíproco, la mujer impura, la doncella lasciva que ha manchado su lecho virginal con sus fragilidades, puede vivir tranquila, porque mis proyectos sellan mis labios, y dormirá ese arcano en mi pecho, a fe de hombre honrado y que cifra en ello el mejor éxito de sus planes.

Ahora bien, prosiguió; intrigad en buen hora, poned en juego todo el horrendo artificio del odio contra mí: ésta es una arma lícita, pero que solo debe tener un carácter simplemente privado entre nosotros; ¿qué adelantaríamos con dar publicidad a nuestros actos? Atraernos el escándalo, que es sinónimo del mayor ridículo. Perseguidme, aborrecedme, estáis en vuestra línea, y no seré yo, por cierto, quien os dispute el terreno que os marquéis; poned mano a todos los medios, a todos los ardides, por repugnantes que os parezcan: yo os ofrezco en cambio mi recíproca, y sea esta la norma reguladora de nuestras mutuas acciones.

-Sea, pues, si así os place, repuso Constanza, en cuyas mejillas rodaban una o dos lágrimas de dolorosa amargura, abandonadme a la vergüenza de mí misma y libradme de vuestra odiosa presencia, que tantos recuerdos gratos pudiera evocar en mi mente para mayor tortura, y que tantos reproches y flaquezas me pondría en cara. Decís bien, la confluencia de estos dos mares de rejalgar y hiel, no podría producir ya sino desgracias mayores que acibararían más y más nuestras almas y producirían más víctimas, porque la conjunción de nuestros astros debe ser contagiosa.

-Gracias, replicó aquel hombre, animado siempre de su eterna sonrisa cáustica, eco de la más sangrienta ironía: veo que nos vamos comprendiendo y que nos ponemos de acuerdo en las bases: descuidad, pues, en cuanto a lo demás, el drama será fecundo en peripecias, sí, y lejos de una acción lánguida, yo os vaticino que traerá escenas de gran bulto y que será digna en un todo de sus autores.

El desconocido fulminó otra mirada infernal a aquella pobre mujer abatida que yacía sumida en un parasismo nervioso y ajeno de toda compasión hacia ella; retiróse con una calma espantosamente glacial, desapareciendo de aquella pieza. Al salir del vestíbulo que daba ingreso a la antecámara, por muy dueño que quisiera ser de sí mismo, ahogó el más cruel sollozo que jamás se exhalara de pecho humano: tal era su amargura.

-¡Ah!, exclamó con una entonación dolorosa: ¡todo cuanto he amado!...

Al día siguiente todo eran conjeturas sobre la súbita desaparición de Elvira de Monferrato.

Constanza cayó en una profunda melancolía, que le atrajo una enfermedad peligrosa y desconocida.

La causa de todo se atribuyó generalmente a la ausencia de la camarera; pero esto solo era una vaga suposición, porque la baronesa no soltó prenda ni palabra acerca de este incidente, y aun prohibió que se hablara de ello ni se hiciese comentario alguno, en lo cual fuerza es decir que no fue obedecida.

Segunda parte Las torres de Altamira
Capítulo primero La gruta de los abismos

E hobo un perlado mú guerrero cá reclutaba gentes a sueldo y ventura en guisa de resguardo contra los desmanes del soberano de aquellos dominios. Este animoso magnate era D. Diego Peláez, y por cierto que jugó en ello sin dignidad de obispo.

(Fastos de Compostela.)

El valle de Lemus, tan pintoresco y ameno en nuestros días, gracias al cultivo de su feraz terreno, era, en la época antigua de que vamos hablando, un vasto erial inculto, donde pacían los ganados de los muy reverendos abades y señores solariegos y jurisdiccionales del país, y cuya vegetación poderosa era una fuente inagotable de riqueza para los adelantos propagadores de la industria pecuaria.

Apenas algún caminante solía atravesar aquel vasto, oasis de lozana verdura, donde las fuentes brotan por do quier a porfía, y los bullidores torrentes se deslizan con armonioso murmullo, arrastrándose sobre sus lechos de grava.

Era el crepúsculo de la tarde.

El sol acababa de trasponer las cumbres, y las sombras invadían ya el valle, apoderándose de la vasta llanura, donde proyectaban sus vagas formas.

El aire puro y vivificador agitaba los arbustos de la campiña, y las pequeñas cascadas precipitábanse a la vez, produciendo sonoros chasquidos y vapores leves que se disipaban en el ambiente como torbellinos flotantes que velaran a trechos el espacio, condensando en perspectiva los rasgados senos de las montañas y sus barrancos.

A lo lejos conos truncados, peñascos de extrañas formas suspendidos como en el aire, grupos de pinos y olivares silvestres, bojes, romerales y arbustos de aterciopelado verdor, esmaltaban el cuadro, borrándose en las medías tintas del crepúsculo y confundiéndose vagamente en la masa tenue y casi uniforme del cuadro, limitado por una línea irregular de bronceada púrpura, trazada en el cielo de occidente.

Empezaban ya a brillar las hogueras de los pastores, diseminadas en la montañas de Faramontaos y Aguavelada, cuyas dentadas cúspides marcaban visiblemente el horizonte.

Breñas y asperezas, precipicios intransitables que se desprendían de aquel nudo de pintorescas montañas; prominencias de irregulares formas, gargantas, senos y barrancos, contrastaban con la planicie del terreno, y más lejos aún, trazando un rasgo oblicuo, pirámides de colosales formas alzaban sus penachos de roca y hendían la profunda cavidad de la zona, palidecida por la degradación de luz del espirante crepúsculo.

Reinaba un imponente silencio, alterado apenas por la esquila de los rebaños y el lejano balido de las reses.

En la falda de la montaña surgió de pronto una llamarada que se dilató en los aires como una inflamada parábola, y desapareció luego lentamente, lanzando a ciertos intervalos un pálido destello, rápido, fugaz, que se reprodujo cinco veces en progresivo descenso.

Era fácil suponer que aquello fuese una misteriosa consigna concertada.

En efecto, así era.

El lector nos acompañará hasta aquel sitio, confundido ya en la densa oscuridad de la noche, que ha reemplazado al crepúsculo con su lóbrego y tenebroso velo.

No brilla ya la fosforescente llama, ni se percibe el luminoso destello de los astros condensados por una blanca y vaporosa neblina: el cuadro adquiere mayor gravedad y resaltan sus tintas diáfanas en medio del silencio y soledad imponentes.

Siempre inaccesibles riscos, gargantas y desfiladeros, asperezas e intransitables breñas.

Ni un solo caserío, ni una choza, ni alma viviente: apenas algún grupo de arboladura percibíase vagamente como manchas de terciopelo: únicamente, allá en la cumbre, entre collados y derrumbaderos, viose de pronto una gruta débilmente iluminada por una tenue claridad fosfórica.

Llamábase la Gruta de los abismos.

Y en verdad que este nombre estaba en perfecta armonía con su misma posición topográfica, su situación entre riscos inaccesibles, y el paisaje solitario y selvático que en torno se desarrollara.

Aproximémonos.

A la puerta de aquella cueva, semejantes a dos estatuas inmóviles, había dos centinelas que afectaban sostener sobre sus cabezas la pesada bóveda terminada por un toldo saliente de su negra y mohosa peña, y que suspendido como en el aire, asomaba, haciendo avanzar sus atrevidos picos salientes que amenazaran venir abajo.

En virtud de la consigna que dejamos ya indicada, iban llegando presurosos algunos hombres que se conducían con mesurado silencio.

Sus bultos informes como errantes sombras, destacábanse confusos a través de la dudosa claridad, y rendían luego a los centinelas cierta contraseña convenida, en cuya virtud introducíanse al punto en la gruta, guardando empero la misma cautela.

Y era, en verdad, cosa incomprensible la aparición tan súbita de aquellos individuos, que brotando sin saber de dónde, escalaban aquellos intransitables sitios, deslizándose como sombríos espectros y arrostrando las tinieblas y precipicios.

Eran todos ellos montañeses tostados por el sol y curtidos por la inclemencia en medio de su vida aventurera y nómada; espadachines a sueldo y devoción de quien mejor pagase, y materia dispuesta para cualquier servicio especial que se les cometiese, y cuyo buen desempeño solía responder ordinariamente a la confianza que se les exigiera, bien que en armonía siempre con el premio que se estipulara, como prenda y galardón del mismo; instrumentos templados a son de oro, preparados siempre a una batida en cualquier encrucijada con las rondas volantes de S. A. el rey de León, con quien tenía, por cierto, graves desazones el obispo de Santiago, por motivos jurisdiccionales, según decía el vulgo, o bien con cualquiera otra fuerza de la clase que fuere, como que, según dijimos, esta pandilla independiente y rebelde, acampaba por respeto propio a sus anchas, poniendo a sueldo sus servicios, que giraban siempre en la órbita de un fuero múltiple y mercenario.

Vestían de diverso modo, llevando al cinto su puñal de misericordia junto al inseparable cuchillo de monte y daga buida, amén de su espadón y adarga, y otras piezas bélicas por el estilo, en guisa de marcha siempre o de combate, por si ocurría realizar de pronto un capricho cualquiera de cuenta propia o ajena, puesto que, como ya indicamos, aquella gente no solía andar muy remisa en punto a escrúpulos ni consideraciones de cierta índole, ni acostumbraba consultar los medios de llegar a los fines, con tal de llegar a los mismos, aun a través de alguna mancha de sangre.

Porque era cosa generalmente admitida en aquellos rudos tiempos caballerescos de sangre, hierro y amores entre los señores feudales, mantener además de su correspondiente guardia pretoriana, su servidumbre de rústicos jayanes y de envilecidos villanos; sus tercios de lanzas siempre en campo abierto y su grey más o menos numerosa de aventureros o matachines asalariados, todo lo cual entraba por mucho en su omnímoda voluntad erigida en capricho, que adquiría mayores garantías y respetos, según el boato de que rodeara su jerarquía y sus actos de buena ley.

Pues bien, solía suceder también con harta frecuencia que algunos de aquellos mismos hidalgos, arruinados por sus despilfarros, por los desastres de la guerra civil, o bien por cualquiera otra causa, empobrecían en términos que se veían obligados a licenciar sus mesnadas, reservando únicamente un débil cuerpo de guarnición que hacía también las veces de servidumbre doméstica en aquellos mal llamados castillos con honores de alcázares, orgullosa antonomasia admitida genéricamente entre los hidalgos solariegos y ricos-homes titulares de la Edad media.

Y de aquellas huestes dispersas, mezcla heterogénea y disoluta, seres abyectos, corrompidos miembros de una sociedad viciada, abandonados al pillaje y a la indiferencia, formábanse improvisadas huestes mercenarias, o mejor dicho, pandillas sueltas de aventureros, sin otra bandera, tal vez, que la vagancia, el vandalismo, al abrigo del apoyo incondicional del magnate, y cuyos servicios solían ponerse a precio de almoneda en aquel juego innoble de potestades grotescamente ridículas, puestas siempre en choque y movimiento.

Volvamos, pues, al asunto.

Fijando el punto de alusión convenido, añadiremos que esos mismos hombres que indicamos concurrieran al sitio misterioso, pertenecían a distintas cuadrillas o hermandades confederadas, haciendo causa común en determinados lances de honra y provecho convencional mente empeñados, y distribuyéndose luego el botín que resultara en las empresas a ley y buen criterio de compañerismo.

En el interior de aquella especie de cuenca, y en uno de sus ángulos, sobre un resalte rústico de la misma peña, ardía una tea resinosa, cuya llama azulada trazaba ondulantes destellos, arrojando corrientes de aplomado humo y un fulgor incierto y vacilante.

Luego, entre aquella turba que iba reuniéndose pausada y cautelosamente, llegó un grupo como de diez personas que conducían en calidad de preso, al parecer, a un encubierto, embozado en una gran capa, por cuya orla inferior asomaba el perfil de una sotana de púrpura.

Un gran sombrero de ala prolongada cubría su cabeza, todavía joven, a juzgar por el color de su prolongado cabello castaño, y al movimiento de su paso brioso, firme y seguro, crujía el sonoro choque de su espada contra las mallas de una armadura interior.

Hemos dicho que aquel personaje venía en calidad de preso, y añadiremos que dos de aquellos hombres feroces, sin consideración ni miramiento hacia el carácter que revelara, conducíanle violentamente a empellones hasta la gruta, donde se detuvieron.

Y ¡cosa extraña!, apenas el prisionero, erguida su airosa talla y con paso firme, llegó a aquel sitio; los aventureros, al reconocer su alta dignidad, atónitos por una súbita sorpresa en su mayor parte, inclinaron sus cabezas, balbucearon algunas frases confusas y rindiéronle un profundo saludo.

Formaron todos círculo en derredor del desconocido, quien a su vez, comprendiendo el efecto que produjera su presencia ante aquellas gentes sin alma y aquella especie de fascinación tan marcada, pareció verter una orgullosa sonrisa que reflejó simultáneamente un rayo vívido de triunfo en aquella mirada ardiente y serena.

Y en medio del profundo silencio que guardaran todos, poseídos como de un sombrío pánico, el incógnito, por un brioso movimiento lleno de donaire y que prestara mayor autoridad a su figura, dejó caer el embozo de su gran capa de vuelo, y pronunció con su poderosa voz estas palabras, a las cuales pareció dar cierto aire burlesco:

-Hénos aquí providencial mente reunidos por la misericordia de Dios, y precisamente cuando tan lejos me hallaba yo de creerlo, ni aun sospecharlo acaso: tan cierto es que los cálculos de la previsión humana caminan mucho más despacio que esas mismas leyes providenciales también, a cuya influencia no es fácil sustraerse. ¡Y bien! estos dos bravos, por lo menos, son dos muchachos de provecho, y me atrevo a recomendaros su buen comportamiento, como que les juzgo acreedores a un galardón proporcionado a esta hazaña, que es grande y meritoria, puesto que se refiere nada menos que a la prisión del muy reverendo en Cristo padre D. Diego Martín Peláez, obispo de Santiago, y os le han conducido poco menos que maniatado a esta gruta. Yo os pido para ellos el premio de su proeza.

Era, en efecto, el mismo prelado el que así hablaba.

Los aventureros le reconocieron, y cada vez más confundidos, su habitual fiereza se vio humillada, imponente ante la cáustica ironía de aquel famoso sacerdote, de cuya fama ha ocupado algunas páginas memorables la historia.

Los que le condujeron allí pertenecían a otra hermandad diferente, y cuyos trajes y armaduras merecen una descripción singular.

Vestían cotas de sencilla malla, arneses africanos y armaduras milanesas sobrepuestas en algunos de ellos, de elegantes vestas con cinturón de correa, sobre cuya parte anterior solía brillar una lámina o diploma con cierta cifra, que también variaba en algunos individuos, como también su armamento; desde la maza claveteada de aceradas púas, hasta la ballesta con su templado arco de nervio de buey y la aljaba morisca; desde la adarga de tres golpes hasta la alabarda romana y el espadón gótico, con su correspondiente broquel o rodela; desde las dagas céltica y buida hasta el puñal o alfanje damasquino.

Gruesas abarcas de cuero hervido defendían sus piernas curtidas por la inclemencia, y sus pies calzaban una especie de borceguí de la misma materia, rústicamente cerrado. Sobre sus cabezas, cubiertas de un pesado casco metálico, ondeaba una sola garzota elástica, en todos uniforme.

Luengas barbas y mechones de cabellos rebeldes daban a aquellas feroces fisonomías un aspecto más repugnante, revelando la verdadera profesión de aquellos prójimos, cuya conciencia, como queda dicho, solía venderse al oro del licitador más pródigo.

Y sin embargo, tal es el prestigio de la religión, aun entre la barbarie, que arrastra involuntariamente hacia su poderosa magia los resortes de la conciencia, que es el instinto omnipotente del, alma. Diego Peláez, ministro de esa misma religión tan influyente, no debiera, quizás, sino a su carácter de tal, ese triunfo moral sobre aquella pandilla, cuya pupila parecía apagada en su presencia y como anonadada visiblemente toda su fiereza ruda y salvaje.

El prelado parecía paladear y gozar toda la plenitud de su triunfo ante aquel respeto soberano de que era indudablemente objeto ante los aventureros.

-¡Gloria a Dios y a nuestro soberano pontífice!, exclamó con su autorizada voz, produciendo un imperioso golpe de sorpresa, que concluyó de humillará aquella pandilla mercenaria, la cual, por su parte, tan lejos estaba de esperar aquel rasgo estudiado, y en cierto modo estratégico.

Un ¡Amén! general resonó entre aquellos hombres como una descarga eléctrica, que respondió al voto de Diego Peláez, por un impulso unísono, maquinal y espontáneo.

-Parece, prosiguió el prelado, cuyo acento tomaba un punto de autoridad más enérgico, que os imponen las palabras del sacerdote en Cristo, insultado en su alto carácter por vuestra malevolencia, o acaso por un conato de sórdida codicia. Ea, pues, profanos, ¡de rodillas!

Aquellos hombres, cada vez más humildes, por un movimiento rápido y simultáneo, prosternáronse, como impelidos por una fuerza sobrenatural y extraña, como sí un soplo mágico les moviese.

-Así es como yo os quiero ver, fieras medio domesticadas por la influyente savia de la civilización, que aun a pesar vuestro, acaso se os ha infundido. Ni podía menos de suceder así en vosotros, que, aunque relajados y criminales, pertenecéis por nacionalidad a esta dichosa España esencialmente católica. Me habéis sorprendido como a un cualquiera, sin retraeros, cuando no, ante determinadas consideraciones sociales, al menos ante la preeminencia sacerdotal de mi jerarquía y la santidad del sacerdocio que ejerzo, al cual no podéis dejar de rendir ahora un tributo de inexplicable respeto. Habéis dado, pues, ese paso imprudente, sacrílego, con el intento de robarme acaso, en lo cual habéis llevado un solemnísimo chasco, puesto que las necesidades del prójimo, que no en vano imploran mi caridad todos los días, y de la cual no creo puedan quejarse, se han encargado de variar hoy mi limosnera, donde no llevo ni un cornado.

Callaron todos, mientras que el prelado continuó con cierta satisfacción cada vez más marcada, y que venía a revelar aquella sonrisa, no exenta de intención, que habitualmente vagara siempre en sus delgados labios.

-Basta, os confunde el rubor, y leo en esa misma vergüenza la certeza de vuestro arrepentimiento, que ignoro hasta qué punto puede ser sincero y estable: ea, pues, tiempo es ya de acabar, y por cierto que, hallándome en estos momentos a merced de vuestra voluntad, me guardaré muy bien de decidir el medio, limitándome a preveniros que teniendo a mi cargo gravísimos asuntos de conciencia que están sobre todas las exigencias temporales, de suyo primeras, redoblan para mí el valor del tiempo, que es de todo punto precioso. Fijad desde luego la suma en que estiméis mi rescate, y dejadme marchar con la oportuna seguridad de poder llegar pronto y sin obstáculo a Santiago.

Uno de aquellos mismos que poco antes condujera allí prisionero al obispo, y que debiera ser jefe de hermandad, adelantó respetuosamente y con dignidad un paso, y dijo, dirigiéndose al mismo, con un lenguaje franco y resuelto:

-Los bravos que os han aprehendido, si bien creyeron habérselas con una persona de alto coturno, nunca pudieron llegar a preveer que pudiera rayar tan lejos la fortuna de su hazaña, y este golpe de mano debe redundar en gran lauro de su fama, célebre ya en la comarca, donde cunde en favorable sentido su nombre, bien sentado por cierto. La equivocación pudiera muy bien reducirse a un punto convencional de existencia, anulando sus efectos, en gracia al menos del sagrado carácter que os distingue; pero, ¿qué queréis?, eso sería una capitulación, fácil, quizás, de llevarse a cabo, según la índole de las condiciones que se impusieran más o menos aceptables, y para las cuales deben abrirse negociaciones.

-Es decir, repuso Peláez, con cierta acritud recóndita, que es fuerza abrir conferencias sobre el particular, y tratar luego, como si dijéramos, de potencia a potencia, sin conceder ventaja alguna.

-No, eso no, contestó obstinadamente el caudillo; la suerte o la casualidad os ha traído a nuestro poder, y...

-La fatalidad, diréis más bien.

-Como queráis: tal vez sea eso que llaman Providencia que debe estar en vuestra cuerda por más que tratéis de desconocerla en este caso; bien es verdad que, según parece, calzáis puntos de fatalista, lo cual, dicho sea con perdón vuestro, desdice altamente de un hombre de tal valía.

Aquello era el epigrama lanzado por la insolencia a la faz de la dignidad torpemente insultada, y que parecía descifrar una intención malévola por parte de aquel hombre osado. Diego Peláez devoró secretamente uno de esos ultrajes que nunca sufriera de persona alguna, si bien desentendiéndose en la apariencia, pudo todavía alentar una esperanza sostenida por la fuerza misma de su espíritu; él, hombre de mundo y dueño de esos resortes supremos que solamente son patrimonio de las almas de cierto temple.

- Me hablabais ahora de condiciones respecto a mi soltura, y en verdad que no habiendo otro medio de obtenerla, será preciso resignarse a ellas, por duras que aparezcan, con tal que sean al menos aceptables, aunque a trueque de algún sacrificio.

-Verdaderamente, pues, que comprendiendo el valor de ciertas cosas, el llevar la exigencia hasta un punto al que no pudierais vos llegar sin detrimento de vuestro carácter y de vuestra conciencia, era sentar un imposible, con lo cual ninguna ventaja reportaríamos, nosotros que en nuestra situación precaria necesitamos desviar esos mismos obstáculos para entendernos.

-Veamos, pues, qué pedís vos.

-¿A cambio de qué?

-De mi soltura.

-¿Nada más que eso?

-Pues ¿qué otra cosa?, replicó encogiéndose de hombres el prelado.

Aproximósele confidencialmente su colocutor.

-El terreno está plagado de malhechores.

-Lo sé.

-Los tiempos andan revueltos.

-¡Y bien! Es cosa sabida.

-Las gentes matan más que Dios.

-Así sucede por desgracia.

-Y tal es la depravación social que reina.

-¡Oh!

-Que esos mismos delitos suelen quedar impunes con notorio escándalo.

-Sí, es la falta de temor de Dios lo que más influye; así que todas las clases se escandalizan ante ese inicuo sistema que una legislación relajada y viciosa ha establecido en estos reinos, trabajados por las discordias civiles, por la barbarie musulmana y por esa multitud de circunstancias, que derivan sus resultados de esas mismas causas radicales nacidas de las pasiones que las producen, como consecuencia necesaria de ellas. Pero volvamos a nuestro asunto, cuya idea hemos distraído: ¿a dónde ibais a parar con vuestras observaciones?

-A nuestro centro únicamente.

-¿Cómo, pues?

-De un modo muy sencillo. ¿Convenís ahora conmigo en ellas, eh?

-Indudablemente, y como consecuencia de todo, en que el trecho que debo atravesar para llegar a mi casa ofrece riesgos atendibles.

-Es que hay medios de atenuarlos y conjurarlos, pudiendo llegar vos salvo e ileso; y esos medios están en mi mano y a vuestras órdenes.

-¡Ah! Ya voy comprendiendo, y esos mismos medios deben tener un premio proporcionado en vuestra tarifa.

-Pues, lo habéis acertado.

-Por consiguiente, formarán en su caso una parte proporcional, integrante y colectiva de la convención.

-Precisamente, como que al sustraeros en tal caso a esos peligros, mi gente los acepta y los busca, lo cual creo que, merece un galardón para esos pobres muchachos que viven a costa de esos percances y trafican con su vida, que no tiene precio.

-En fin, basta de filosofía y abreviemos. Resulta que por equivocación o por malicia me hallo en vuestro poder, y lo que es peor, a merced de vuestro capricho, que puede desplumarme, pero que por otra parte renunciáis vuestro derecho y me dais soltura, aún más, me dais escolta y me defendéis a punta de lanza, conduciéndome incólume a mi palacio a través de estos riscos y al abrigo de cualquier fechoría: ¿no es esto mismo?

-Lo adivinasteis; y en cambio de ese gran servicio...

-Dejadme concluir, puesto que conociendo a fondo ciertos pormenores, y comprendiendo la situación en que os halláis, no se me oculta el medio compensador que pudierais proponerme en este caso, aun llevado a su último límite. Oid pues.

Y retirándose más al fondo de la gruta con su interlocutor, mientras que los demás aventureros formaban una especie de cuerpo de guardia junto a la puerta, continuó el prelado:

-Dentro de breves días deben celebrarse los esponsales de mi deudo el conde de Moscoso y Altamira, Payo Ataulfo, con la baronesa Constanza de Monforte. La alianza de ambas casas va a crear un vínculo favorable a mis intereses, por más que no sea del cumplido agrado de su señoría el rey D. Alfonso, con quien no voy de acuerdo por desgracia en ciertos asuntos: y en tal caso, allá en mi conciencia pecadora, tal vez creo deber coadyuvar moralmente a la realización de esa alianza, si se me consultara sobre ella, a la vez que atendida la pobreza de ambos estados, si se les deja áislados en medio de la lucha feudal que por do quier se agita, pudieran verse aniquilados. En este caso, prescindiendo de cierto género de consideraciones que omito, y reforzada mi influencia con este paso, pudiera yo hallarme entonces en posición de seros útil, y bajo este precedente voy a proponeros un partido, si bien tomando mi recíproca os impongo a mi vez una condición indeclinable. Vuestra situación, como ya dije, es sumamente crítica y apuradísima, hasta comprometida, lo sé, y esto no podéis negarlo: debéis la vida a la justicia, puesto que habiendo levantado pendón y tomado armas contra el monarca, vasallos rebeldes, os colocasteis en una pendiente fatal, y vuestra cabeza le pertenece. No pudiendo, pues, esperar gracia de ese príncipe, cuya inflexibilidad es bien notoria, debéis procurar buscar un refugio, a cuya sombra pudierais medrar sin contingencia. En Altamira, si se obtiene la sanción de esa alianza de que os he hablado, estoy seguro de que por mi mediación se os podría admitir a sueldo en las banderas señoriales, si bien se entiende bajo la condición de todo punto precisa, que acabo de anunciaros, esto es, que habéis de variar de conducta, convirtiéndoos al buen camino, a fuer de cristianos temerosos de Dios y sus santos preceptos, amando al prójimo, no robando ni asesinando, ni cometiendo, en fin, esos repugnantes sucesos que rebajan al hombre ante sus semejantes, rasgando al propio tiempo el pacto social, tan santo e improfanable. De esta suerte podréis hallar el apoyo y protección que necesitáis, y mi influencia, más o menos poderosa, garantizará en lo posible vuestra seguridad, pudiendo tal vez crearos a su amparo, y al del nuevo señor a quien sirváis, un porvenir cualquiera, proporcionado al mérito de vuestras acciones, y convirtiéndoos por último en hombres de provecho.

-Aceptamos el partido, repuso el aventurero, y no creo os arrepintáis de vuestro buen deseo, días ha que un desengaño triste, sugerido por la experiencia, me infundió una idea idéntica y desde entonces medito cómo debía combinar las circunstancias para poder dar un cuarto de conversión que ha llegado a ser una necesidad apremiante de todo punto. Creedme, este género de vida es bien triste, y aquí como nos veis, solo la necesidad de sacar un partido en medio de nuestra pobreza, nos obliga a darnos ese aire vandálico y a perpetrar actos de rapiña que no están en nuestra conciencia siempre. ¿Qué queréis?, el terror lleva sobre la prudencia y moderación una ventaja, puesto que deslumbrando el ánimo con sus alardes, obra como un agente enérgico que arrebata sin tregua el fruto de sus sorprendentes estímulos.

-¿Estáis seguro de lo que decís?

-Señor, yo, en mi nombre y en el de todos estos buenos muchachos, solo espero el momento de prueba, si así no fuera, almenas tiene Altamira para colgarnos.

-Basta, espero que mi proyecto se convertirá pronto en hecho, y que podréis dar al mando un buen ejemplo. Heos aquí un nuevo motivo que me obligará a redoblar mis gestiones por lograr la realización de esa alianza que ya indiqué, y que debe obtenerse a cualquier costa, aunque solo sea porque debe restituir al buen camino a 25 o 30 hombres que, vuelta la espalda a la virtud, tienen al propio tiempo comprometida su vida y arriesgada su suerte.

Una señal de cordial aquiescencia por parte de todos respondió a las palabras del obispo, cuya mano besaron visiblemente conmovidos, así como también una especie de pendoncillo muy puesto en uso entonces, y que él desplegó, en el cual estaban bordadas a realce las armas del patrón de España.

Diego Peláez alzó ceremoniosamente el brazo y trazó tres cruces simbólicas sobre aquel grupo de vagabundos medio convertidos, y cuyas cabezas inclináronse de nuevo para adorar la enseña emblemática del Santo apóstol.

Un ¡viva! entusiasta y sonoro se alzó entonces entre aquella gente perdida, dilatando satisfactoriamente el pecho del prelado, el cual acababa de obtener un triunfo moral sobre aquella grey desmoralizada y díscola.

-Siento, dijo, no tener dinero que daros para celebrar a mi salud este acontecimiento memorable, sin embargo, puesto que es necesario dejaros un recuerdo, sea éste, cuyo valor no es cosa despreciable por cierto.

Y despojándose de una magnífica cadena con una preciosísima cruz de brillantes, la entregó al jefe de los aventureros, como se arroja un mendrugo de pan a un perro, para comprar su fidelidad.

Un momento después, precedido de dos guías y escoltado por un grupo de vagabundos con su jefe, su ilustrísima libre ya y salvo, abandonaba aquellos sitios con dirección a Santiago.

Capítulo II Un casamiento por razón de Estado Conciencia y voluntad valen un bledo Al tratar de alianzas temporales: ¡Diplomática especie, ardiente credo!... Ante tal prescripción ¿quién dijo miedo?... Preparad las coyundas conyugales.

Ha llegado ya el caso de decir algo acerca del matrimonio de la baronesa Constanza de Monforte.

Ante todo vamos a reparar un involuntario olvido, antecedente esencial para nuestro objeto y omitido hasta ahora en la narración.

Gudesteo de Limia, rico segundón de una opulenta casa de Galicia, había sido nombrado tutor de la huérfana baronesa por disposición testamentaria de su difunto padre el conde de Monforte en sus últimos momentos, y cuya institución, consultada que fue a la corona, recibió la sanción regia incondicionalmente y sin reserva alguna.

Este personaje, hidalgo harto desgraciado en sus ambiciosas empresas, y que cediendo al carácter clásico de aquella nobleza turbulenta y rebelde, probara suerte mas de una vez en las rencillas y colisiones que se cruzaran entre sus altivos magnates, tenaces en su sistema y orgullosos hasta el punto de no tornar en cuenta los accidentes prósperos o adversos de aquella lucha perdurable por abandonar su empeño, que por otra parte seguían tenaces y con una constancia ciegamente sistemática: este hombre, repetimos, si bien de alta alcurnia, arruinado por su larga carrera de prodigalidades y locas tentativas, sin influencia moral, reprobado, aborrecido en el concepto público y sobre cuya cabeza pesaran severas responsabilidades, casi viejo ya, achacoso y débil, hubo de ceder forzosamente al destino, y no contándose, al parecer, seguro con sus propias fuerzas ni con las de sus deudos y aliados, pobres señores como él, también arruinados por el descrédito y el desorden, aislado, solo en aquel su castillejo gótico, solía siempre retirarse con la sonrisa en sus labios y el corazón rebosando rencor y odio, guareciéndose al abrigo de su pupila y buscando un amparo en su propio castillo de Monforte.

Todo esto sucedía hacia la época a que nos referimos.

Sentado, pues, este precedente, volvemos a anudar de nuevo nuestra interrumpida narración.

Instruido Gudesteo de las relaciones amorosas que mantenía su pupila, según se aseguraba de público, con el rey Alfonso, relaciones recatadas en un principio, y que, saltando los límites de un escándalo simplemente doméstico, no eran ya un secreto para el vulgo, trató de poner correctivo a aquellos amores culpables que tanto ultrajaran el bien sentado nombre y la notoria reputación de aquella casa.

Para ello, aun a trueque de arrostrar mil, peligros, desplegó una vigorosa energía, hasta el extremo de aislar a la joven, encerrándola en una de las torres del castillo; con cuya medida logró interrumpir sus galanteos con el rey por algún tiempo.

Contrariado este en su loco empeño, fácil es suponer el grado de irritación a que llegara su ánimo herido en lo más vivo de su pasión frenética, así es que juró tomar del hidalgo una cruel venganza, de él, que oponiendo un rudo obstáculo a sus aspiraciones amorosas, proscribía su dicha, abatiendo su amor propio y condenándole a una desesperación cruel.

Crítica era en verdad la situación del noble tutor, tratándose de un adversario tan poderoso como el monarca: era muy posible una invasión a mano armada por parte de este, una violación territorial y aun tal vez el allanamiento de la fortaleza por las tropas del burlado amante, el cual podía muy bien demolerla, arrasarla y aun colgarle a él mismo, impotente ante tan colosal poder, de uno de sus canzorros, o bien, cuando menos, ahorcarle de una de aquellas almenas desmoronadas ya por las vicisitudes feudales de la época.

Era, pues, de todo punto necesario ocurrir al conflicto, empleando un poderoso recurso para conjurar el peligro que realmente amenazara: solo un medio podía salvar al tutor de una desgracia, y era la alianza federal con algún otro magnate influyente de la comarca.

Fijo en esta resolución, Gudesteo se dirigió al obispo de Santiago, deudo de la casa de Monforte y de Altamira, y acaso el más poderoso blasón contemporáneo del reino, quien se prestó obsequioso a la exigencia, porque, según dijimos en otro lugar, necesitaba también este personaje robustecer con alianzas, siquiera secundarias, su poder, a fin de oponer al arrogante príncipe un antemural más vigoroso, que le colocara en posición capaz, si fuera posible, de rendir ante el escudo episcopal de Compostela a aquel rey altivo y disoluto, que enorgullecido con sus fueros y amorosas conquistas, diz que sembrara la deshonra, el escándalo y la depravación moral sobre las más honradas familias del Estado.

Pero una condición terminantemente absoluta se exigió como prenda de alianza por parte de su ilustrísima. Era necesario atraer un tercero que suscribiese aquella especie de tratado de alianza ofensiva y defensiva, con lo cual venia a realizarse mejor la independencia de la coalición, garantizados mejor sus intereses recíprocos y asegurado el plan con sus consecuencias ulteriores.

Colocado en este terreno el punto de partida de las negociaciones y el sagaz prelado buscó un instrumento de atracción para adquirirse aquella triple alianza, y le halló al fin en la castellana de Monforte.

He aquí la idea.

Payo Ataulfo Moscoso, señor de Altamira, y enlazado según anunciamos, por relaciones de parentesco con su ilustrísima, era un hidalgo arruinado también por sus desórdenes y no muy bien quisto generalmente por ciertos antecedentes de mala catadura, si bien no plenamente, acreditados. Esto no obstaba que los ricos homes solariegos de la comarca le temiesen y guardaran ciertas consideraciones, temerosos quizás de sus violentos arranques de excentricidad o locura, por cuya razón gozaba de cierta influencia, y su nombre era pronunciado con sombrío respeto.

Pues bien, este hombre, aunque de edad madura, hallábase soltero y necesitaba también el apoyo de una casa cualquiera respetable, a fin de rehabilitar la suya, tan arruinada y abatida.

Mas el buen prelado, cuyos deseos caminaban de buena fe a un fin laudable, puesto que reconocieran por base primordial un principio de moralidad a todas luces meritorio, estaba bien lejos de comprender el sacrificio que iba acaso a imponerse a la baronesa al enlazarse con el de Altamira, como que carecía de antecedentes acerca de la genialidad y circunstancias especiales de entrambos. Pero Ataulfo, si bien pudo preveer las consecuencias, conocedor profundo que era del carácter atrabiliario de su futura esposa, prescindió de esta consideración, puesto que no era el amor el móvil que le impeliera a dar aquel paso decisivo; además, como en tales casos generalmente suele anteponerse a la voz de la voluntad esa bárbara razón que suelen llamar impropiamente de Estado, abuso monstruoso de las plagas sociales, el apurado magnate, caminando siempre a su fin, sin pararse en los medios, previas las oportunas negociaciones, solicitó y obtuvo del tutor de Constanza su mano de esposa, con la correspondiente venia de su ilustrísima.

El enlace o desposorio tuvo lugar cierta noche y de reserva como un acto funeral, en la capilla gótica de Monforte, en medio de una indiferente frialdad por parte de entrambos contrayentes y mucho mayor por la de la baronesa, visiblemente abatida y contrariada.

Tan repugnante acto fue el preliminar de aquella triple coalición que tan funesto desenlace debiera producir en su día, aun a despecho de sus autores, muy distantes tal vez de calcularlos, y muy particularmente el buen obispo.

Porque aquel himeneo había sido saludado con una maldición secreta, al tiempo que la bendición del sacerdote descendiera sobre las víctimas. Bien es verdad que nadie pudo apercibirse de un joven que se había introducido sin saber por dónde al sitio de la ceremonia, para tener, quizá, el cínico placer de espiar el acto sagrado, oculto detrás de una pilastra del santuario, desde donde pudo fulminar a mansalva la blasfemia sacrílega.

Y sin embargo, ¿qué importaba, pues, a la bárbara preocupación de la época aquella execración impía, aunque fuese notada, tratándose de un matrimonio espiritualmente ya consumado entre personas que obraban por conveniencia propia, por egoísmo?

Esta objeción habla muy alto, porque el lenguaje de las pasiones suele dominar, acallando los instintos puros del alma.

Según costumbre admitida en aquellos tiempos entre algunas familias de la aristocracia, de esa aristocracia excepcional y excéntrica, de que aun hoy restan vestigios, solían celebrarse los desposorios privadamente y sin ostentación ni pompa, por diferir indudablemente de las clases humildes, cuya imitación, por parte de aquella, suele mirarse por punto general como un insulto, sin duda, por creerse de mejor condición en fuerza de sus riquezas y de su pretendida jerarquía. En cambio, pues, y con posterioridad al acto de los esponsales, tenían lugar las fiestas nupciales en casa del contrayente, y entonces se celebraba, con todo el aparato posible, la función llamada de tornaboda, a la cual asistían por convite los individuos de ambas familias y demás personas a quienes la amistad, o cualquiera otro género de consideraciones sociales, dieran un derecho de representación.

Y en efecto, practicado así en este caso respecto a la primera ceremonia en las Torres de Altamira, se disponían grandes aprestos para celebrar las velaciones y tornaboda de su señor, Payo Ataulfo, con la castellana de Monforte.

Desde la víspera habíanse aderezado varias piezas de la fortaleza, reemplazando a los jirones de viejas tapicerías nuevos tapices en bastidor, siempre variados, y si bien menos preciosos, de mejor efecto artificial a la vista.

A proporción, y guardando una armonía simétrica, seguía renovado también el mueblaje en escala idéntica, y sobre todo, habíanse acumulado los mayores objetos de lujo en el adorno de una vasta cámara de forma elíptica, destinada al alojamiento, según se decía, de un gran personaje.

Era este el obispo de Santiago, a quien se aguardaba con la mayor impaciencia, pues, contábase con su palabra empeñada de venir personalmente a bendecir el tálamo de los nuevos esposos, cuya unión quedaba aplazada hasta obtener la honra de tal requisito.

Habían ya precedido a su ilustrísima sus aposentadores, sus pajes de cámara con su correspondiente séquito, conduciendo en mulos ricamente encaparazonados los equipajes, ornamentos y atributos episcopales,

Era aquella un verdadero golpe de fiesta: hacíase alarde del más fastuoso aparato, y los vasallos de Altamira disputábanse a porfía la honorable dicha de tomar parte en los trabajos con que se disponía la recepción del venerable prelado, cuya llegada esperábase con tanta ansia desde la víspera.

¡Lástima que por causa de esa misma tardanza, o tal vez por haberse adelantado demasiado a poner en práctica las órdenes del obispo, se hubieran ajado ya las flores, follajes y murtas con que se alfombraran el tránsito y avenidas por dónde debiera verificar su triunfal entrada el poderoso magnate de la Iglesia!...

Aquellas colgaduras flotantes en las galerías, los gallardetes que adornaran las almenas, antepechos y matacanes de la fortaleza, y sus torreones macizos, los saltos artificiales de agua que se habían improvisado, los estanques secos el día anterior, ahora colmados de agua cristalina y clara, y poblados de pececillos, la servidumbre sumamente solícita, vestida de rigurosa librea, hasta los mulos aderezados con sus caparazones de seda, ricos, aunque descoloridos, y sus collares dispuestos en recua para salir con sus respectivos jinetes a recibir tan elevada visita, y los perros, en fin, del castillo, macilentos; escuálidos, muertos de hambre, presentábanse también adornados con sus más lucientes collares, aunque formando triste contraste con su propia flaqueza y su mirada famélica, puesto que su inhumano dueño cifraba su complacencia en matar, a fuerza de hambre y castigo, a aquellos pobres animales... Todo este lujoso artificio anunciaba el grande acontecimiento que debía tener lugar en aquel edificio, cuyo aspecto, habitualmente severo y sombrío, iba a sufrir una trasformación radical, cuyos preludios ya se notaran.

En vano el lecho nupcial brillaba en la cámara privada del castillo, cubierto de flores, rapacejos y lazos orlados de guirnaldas de rosas blancas y amarillas; en vano aquella luz fulgente que iluminara, transparentando las labores, los dibujos y pliegues del cortinaje cogido en pabellones simétricos con profusas blondas, y en vano, en fin, aquellas esencias aromáticas con que se rociara el pavimento alfombrado, y cuyo espíritu volatilizado impregnara el ambiente... todo, pues, inútil por entonces, pues aquel lecho no debía ocuparse hasta que lo bendijera el prelado, y sin embargo, no llegaba esto, aun a pesar de la impaciencia con qué se le esperaba.

La noche vino por fin a sorprender esa impaciencia misma; leváronse los puentes, colocáronse los rastrillos, alzáronse las compuertas del foso, y la campana del castillo anunció el toque de oraciones, aun a pesar de las maldiciones del de Altamira contra el flemático obispo, que tanto retardara el momento ansiado de su dicha, y a despecho también de las murmuraciones de los jayanes y de las villanas que hubieron de aplazar forzosamente su intención de danzar, triscar y retozar aquella noche en los patios, al amor del vino y de la lumbre.

Capítulo III La misa de velación Lució por un el anhelado día Día de maldición... el sol radiante Sarcástico encubría, Bajo un toldo de fuego y de diamante Nubes de horror, de sangre y de agonía.

Por último, amaneció el día deseado.

Así lo anunció el trino de las canoras aves que, ocultas en la enramada, hacían oscilar los flotantes follajes agobiados por una escarchada lluvia de gotas de rocío.

La aurora desaparecía ya en el Oriente entre pabellones de grana y púrpura, bronceando los caprichosos celajes y difundiendo en el horizonte sus esplendentes rayos matutinos.

Vino luego el crepúsculo con su claridad luminosa y su alborada brillante, ante la cual eclipsábanse los velos diáfanos de la espirante aurora.

Las brisas de Levante embalsamaban el ambiente con el aroma de la campiña, y todo parecía renacer de nuevo tras de una melancólica noche, a la luz y a la vida.

El vigía del castillo anunció entonces que aun a pesar de la confusa niebla que empezara a levantarse, percibíase, allá a lo lejos, una multitud de gente armada que parecía venir en dirección del mismo, de cuyo incidente dedújose una conjetura que tenía visos de probabilidad.

Podían ser muy bien el señor obispo y su escolta.

Y así era, en efecto.

La campana de aviso hizo resonar un repique bastante agitado, y que dio la voz de alarma a la muchedumbre.

Al punto viéronse los muros coronados de gente que, impelida por la curiosidad, al paso que devorada por su impaciencia misma, saltaba, brincaba, reía hasta desgañitarse, gesticulando grotescamente como un ejército de energúmenos y prorrumpiendo en vítores al señor conde, al señor obispo y sus adlateres in solidum et in partibus.

En el vértigo de su febril locura hubo algún imprudente que mezcló con intención o sin ella el nombre del monarca.

Un momento después todo aquel tumultuoso gentío, con su excéntrico abigarramiento de colores y trajes, salía en precipitado tropel, y cubriendo en desordenados grupos la vereda principal, lanzábase en pos del señor conde de Altamira y Moscoso, que marchaba con otros hidalgos a recibir en primer término a su ilustrísima.

El lector nos permitirá una ligera digresión para dar a conocer a este personaje de primer orden en nuestro teatro.

Era una figura poco recomendable, en verdad, por su siniestro aspecto y su catadura antipática. Alto, flaco y amarillento, de apergaminada piel y mirada torva, por mucho que quisiera a veces dulcificarla con cierto aire de candidez fingida; Ataulfo ofrecía uno de esos tipos nada recomendables que revelan una realidad inicua. Aquel aire pretencioso de bondad que mentía él en momentos dados, venía luego a contrariarse ante la dureza de las líneas severas que operaban una profunda contracción del ángulo facial y de su frente deprimida, sus pómulos salientes, su nariz aguileña y su rostro barbilampiño. Lord Byron pudiera haber hallado en aquel hombre una viva personificación del héroe de su terrible fábula, aunque para complemento de ella exigiera unos ojos profundamente hundidos en sus acardenalados alveolos, y cuya pupila fulgurante revolvíase allá en el fondo de su verde córnea, como el cráter de un volcán inflamado, Ataulfo de Moscoso, por más que repugne la comparación, era el mismo tipo fisionómico de esa creación imaginaria y monstruosa.

Una polvareda, no muy lejana, percibieron luego, y una vibrante modulación del clarín hendió los aires.

Un instante después encontrábanse ambas comitivas, las cuales, previo el cambio recíproco de sendos cumplidos y ceremonioso saludos en que la galantería y la etiqueta fueron a porfía, dirigiréronse al castillo en la mayor compostura y orden, pues D. Diego Peláez prohibió toda demostración hasta llegar a su hospedaje.

Montaba su ilustrísima una haca torda, vivaracha y lozana, que tan pronto se encabritaba, alzándose arrogante sobre sus jarretes, como inclinando graciosamente su inteligente cabeza; sacudía aquella ensortijado crin y su enroscada cola con cierta especie de coquetería, como si se hubiera hallado envanecido el noble animal, por llevar sobre su ondulante lomo una de las supremas jerarquías sacerdotales de España.

Llegados al puente de honor, apeóse el prelado con un brioso rasgo de agilidad, quitó por sí mismo las monturas y freno a su coqueta cabalgadura, lo que denotaba el alto aprecio en que la tenía, y tomando el aire soberano de un monarca que entra en sus dominios, precedió a la comitiva introduciéndose en el castillo.

A su tránsito, por aquellas piezas ridículamente adornadas, varios criados arrojaban a sus plantas canastillos de flores, y como los esclavos de Tiberio, rociaban el pavimento, con aguas aromáticas.

El prelado, por su parte, correspondía a tales obsequios, distribuyendo sobre aquella servidumbre oficiosa bendiciones y votos de intención in corde, prodigándoles al propio tiempo sonrisas de grato entusiasmo, palabras afectuosas llenas de misión evangélica y demostraciones nada equívocas de una satisfacción profundamente sincera.

Una hora después tenía lugar la ceremonia de recepción en el salón de honor, con todas las reglas que exigiera la ruda etiqueta de aquellos tiempos, y que desplegó en aquella ocasión todo el lujo de esa fría y aparente política con que suelen descifrarse las pasiones en esos círculos viciosos que llaman hoy de la alta sociedad o del gran mundo.

A su vez la bella Constanza, que ocupara un apartamiento privado y completamente independiente, acompañada solo de su doncella de honor o aya, Beatriz, a quien ya conocemos, presentóse con esta, vestida de brocado y cubierta de relumbrante pedrería. Prendido de su lujoso tocado lucía el velo nupcial de gasa plateada con estrellitas diminutas de oro, y rodeaba su hermosa frente la diadema condal, que era un verdadero portento artístico.

Aun a pesar de la negra melancolía que se pintara en su rostro pálido, lucía en su conjunto ese elocuente sello de peregrina belleza, radiante de gracias, con el brillo de los más incitantes atavíos.

En rededor de aquella reina de la fiesta agrupábanse los deudos de ambas familias y los innumerables convidados, incluso el señor obispo con todo su deslumbrante séquito, ostentando todos a porfía un pesado lujo, y desplegando su respectivo séquito o servidumbre con paramentos amarillos, verdes y abigarrados, teniendo en sus manos pendoncillos de seda con las armas, blasones y acuartelados escudos de Altamira y Monforte, bordados a realce o estampados sobre orlas de oro, con borlones de tisú y cordones trenzados.

El conde vestía de negro rigoroso: más bien que una boda, dijérase que concurriera a un duelo moderno, o cuando menos a una ceremonia fúnebre. Su semblante era, como siempre, sombrío, aunque dulcificado en vano bajo su habitual sarcasmo, porque los músculos, rebeldes a aquel afecto aparente, resistíanse a dilatarse un punto.

Terminado aquel acto preliminar, pasaron todos luego a la capilla del castillo.

El señor obispo esperaba ya revestido de pontifical, luciendo en sus ornamentos de toda gala ese deslumbrante esplendor que la miseria humana ofrece a su humilde Dios: oro, plata, perlas, seda y diamantes, todo, pues, brillaba en conjunto a porfía, rodeado de ese realce imponente que diera al santuario el fulgor de las luminarias colocadas en candelabros de plata, y cuyo destello eclipsaba el humo del incienso que ardía junto al ara de mármol negro.

Allí también asistía la baronesa, pálido el semblante, palpitante y trémulo el pecho bajo su golilla de encajes y su gran cruz de esmeralda, pendiente de una cadena preciosa. Caíanle sobre los hombros sus blondos cabellos con aderezos abrillantados, y su vestido de brocatel blanco, con abejas de oro, abierto por delante, dejaba ver su descote púdico, cerrándose luego hasta la orla con presillas y agremanes.

En cuanto al conde, vestía el mismo traje severo que antes, y su fisonomía biliosa, mal encubierta por un velo equívoco de hilaridad, que era el sarcasmo irónico de su alma, parecía traslucir cierta amargura displicente, demacradas sus mejillas, lívidas y contraídas por una roedora tristeza. Diríase que era la estatua animada del remordimiento.

Y bien: ¿no podía estar lacerada aquel alma y devorado su espíritu por un crimen oculto?...

Como quiera que fuese, diose principio a la ceremonia, en la cual el celebrante pudo lucir su poderosa voz, su devoción ascética, y sobre todo, la rectitud de intención en pro de aquel matrimonio antipático, tal vez, y fatal.

Los asistentes quedaron altamente satisfechos y contritos ante la elocuente plática con que el sacerdote exhortó, en particular a los desposados, al cumplimiento de sus deberes recíprocos, y a los demás en general respecto a la obediencia hacia sus superiores, a la caridad y fraternidad mutuas, y al santo temor de Dios, base de toda felicidad acá en la tierra.

Capítulo IV La comida de boda Hubo festín, y música y bullicio, Cínica competencia De intemperante gula; ¡odioso vicio! Llegó a tal la impudencia, Que más de un comensal salió de quicio.

Terminada la celebración de la misa, en la cual tuvo lugar la ceremonia de velación de los desposados, faltaba todavía la bendición del tálamo y de la pieza o recámara donde se hallaba, ceremonia indispensable, sin cuyo requisito aquel matrimonio hubiera concluido por una profanación impía, así que, el obispo, cuando hubo concluido su celebración, llevó a efecto aquella ceremonia al son de clarines, guzlas y cimbalillos, que formaron, con los ¡vivas! de los villanos que gritaran en las afueras, un concierto estrepitoso y anómalo.

Fue entonces cuando, retirados al salón de familia, tuvieron lugar los plácemes y enhorabuena: siguieron luego las galanterías familiares que, en aquellos benditos tiempos, solían traspasar los límites del decoro y de la decencia a veces, terminando todo con un espléndido banquete, en que todos a porfía, y entre ellos el prelado, hicieron cumplido alarde y dieron prueba de sus poderosos recursos gastronómicos y su admirable comezón de truchas, besugos y lampreas, lo cual formara las más gratas aspiraciones de su ilustrísima, quien aun en medio de su misticismo se mostró igualmente aficionado al buen humor y a los chistes más peregrinos e inofensivos, en lo cual fuerza es asegurar que lució la agudeza y oportunidad de su despejado ingenio, su genialidad jovial y su buen humor salpicado de picarescos epigramas y ocurrencias célebres y sin malicia.

Mas, aun a pesar de su hilaridad y de la especie de competencia que el bullicio y la alegría empeñaran, confundiéndolo todo, D. Diego Peláez, si bien oportuno y locuaz hasta el extremo, llevó su sobriedad hasta un punto verdaderamente heroico: contra el tenaz intento de la buena Beatriz, en quien cebáronse los epigramas del prelado, hiriendo en alto grado el amor propio de la presuntuosa vieja, la cual, si bien mal disimulando su desazón, procuró por mil medios tomar una revancha, que no pudo lograr por cierto.

En cuanto al conde, no fue en realidad tan sobrio como su ilustrísima, pues bebió fuerte y demasiado contra su costumbre, y hasta con un empeño de vano alarde, en lo cual dicen no le fue en zaga la rumbosa baronesa. Justo es consignar que al pronto le abstuvo ésta; pero excitada luego por el olor de cierto estofadillo, y sobre todo, de unas pastillas estimulantes (obra, según, se dijo, de la señora Beatriz, con ayuda del diablo), hubo al fin de ceder a la tentación, porque una secreta simpatía o una abrasadora sed parecía atraer a sus labios la copa, a fin de refrigerar su árida garganta. Y empeñada la competencia con su contrincante, solo cedió cuando la acción espirituosa y narcótica la desvaneció en un rapto.

Sólo que, lo que en Constanza era un verdadero amodorramiento producido, tal vez, por la acción corrosiva de un narcótico, era en el conde un parasismo profundo parecido a la embriaguez. Sentía ella una laxitud físico-moral, un entorpecimiento de miembros, una dejadez y soñolencia que iban en aumento gradualmente, bien que aun en medio de su atolondramiento surgía siempre semiviva la llama de la razón ofuscada por la presión del rapto.

En tal estado ambos esposos fueron retirados a su cámara, y colocados en los lechos que de antemano se les dispusieran, porque su situación reclamaba auxilios de cierto género, que en verdad no llegaron a ocupar la atención de aquella servidumbre, enloquecida por el alborozo de una función, que era por cierto un raro y notable acontecimiento en aquel castillo, en torno del cual solo reinaron hasta entonces la soledad, la melancolía y el misterio con sus terribles sombras.

Capítulo V Revista de actores y de sus caracteres ¡Descórrese el telón!... en el proscenio Figuran ya alineados Por la mágica mano de un mal genio, Seres predestinados A sucesos fatales y arriesgados.

Aquel día de festejos, de algazara y regocijo, en que se había roto el dique a las pasiones comprimidas hasta entonces por la severa disciplina social del conde, cuyos actos familiares más íntimos solían rodearse de un lúgubre y misterioso aparato, sucedió una noche plácida y serena, embalsamada por la brisa que recorría el ambiente y murmuraba en los follajes del parque.

Habíanse levantado los pontones del foso, y calado, como en la noche anterior, los rastrillos de la fortaleza, haciendo crujir las pesadas cadenas de las compuertas, habiéndose obligado de antemano a evacuar su recinto a aquellas turbas de importunos vasallos que acudieran como enjambres de abejas a comer a costa y salud del orgulloso hidalgo, caritativo y clemente hasta el punto de sacudirse aquellas plagas importunas, como él decía, a puro latigazo, que allá en su recto juicio moral diz que solía aplicar en penitencia y expiación de los pecados de sus víctimas.

Desaparecieron ya los postreros albores del crepúsculo, percibiéndose apenas un pálido vestigio de luz diáfana y bronceada sobre los celajes de Occidente: empezaban ya a brillar algunas estrellas, y sobre la oscura línea de las montañas opuestas asomaba fuego el disco de la luna entre blancos celajes.

Por vía de precaución, o acaso con el siniestro fin de alejar a los importunos músicos que a la parte ulterior del foso, y hacia el punto que correspondía a la aldea de San Félix de Briones, cantaban a porfía al son de rústicas zampoñas, serenatas, endechas y epitalamios en obsequio de los recién casados, lo cual constituía un estrépito atronador e indecible; con uno u otro fin, repetimos, no faltó tampoco un doméstico mal intencionado que soltara o hiciese soltar toda la jauría de mastines hambrientos sobre aquellas pobres e inofensivas gentes que tanto importunaran con sus músicas sempiternas, importando por demás bien poco las consecuencias que de tal lance pudieran sobrevenir luego.

No dejaba de ser aquello una triste gracia; sin embargo, dio que reír buen rato a los ociosos, produjo la dispersión de los grupos, bien lastimados, por cierto, algunos de sus individuos por las mordeduras de los perros, y maltratados otros por el atropello; de modo que pudo muy bien decirse que no se perdió el tiempo para todo.

Al propio tiempo la servidumbre del castillo (dividíase naturalmente, según se dijo, en alta y baja), reunida sin etiqueta en el primer piso, junto a un fogón, y bajo la gran campana de la chimenea ocupaba la doble serie de entarimado que rodeara el vasto ámbito de aquella ahumada pieza, en unión con la mayor parte de los criados del señor obispo, mientras que en uno de los patios contiguos, bajo las arcadas de una alta bóveda claustral que daba a una explanada de la fortaleza en primer término, la soldadesca vivaqueaba al amor de otra grande hoguera, fraternizando y charlando con las mozuelas, que iban y venían bulliciosas y desenvueltas.

Allí, tanto en aquel punto como en la cocina, se reía, cantaba y danzaba a las mil maravillas; allí los charlantines ponían en juego su impertinente verbosidad, sus pesadas bromas, su indigesto afán por mentir, exagerar e inventar, sus ridículas controversias salpicadas de juramentos y blasfemias, sus oportunidades excéntricas traídas a la cuestión como de intento, y aquella interminable charla de circunloquios y pleonasmos ensartados prácticamente por los hablistas de profesión y por los embaucadores de oficio.

De aquella vocinglera y tumultuaria algarabía, de aquel anárquico tumulto desprendíase un grupo de tres personajes, medio oculto en la penumbra y bajo de una bovedilla de canto que debiera haber sido uno de esos terribles nichos, destinados en otro tiempo al emparedamiento de los espías, y que según las antiguallas del país, había sido teatro de sangrientos crímenes.

Aquellos individuos, reunidos allí en aquel sitio siniestro como una terrible coincidencia, conversaban, al parecer, misteriosamente, desapercibidos de la muchedumbre, que en verdad no debiera reparar en ellos.

Y aunque hemos dado ya a conocer a algunos de esos personajes mismos en distintos sitio y época, vamos a trazar ahora los detalles de todos tres.

Uno de ellos, hombre de edad madura, como que pudiera frisar en los cincuenta años, robusto y mofletudo, de achatada nariz, bonachón de aspecto; pero cuya pupila ardiente parecía revelar un fondo de intención recóndita fisiológicamente marcado, estaba arrellanado en un sillón de cuero, taraleando una loa caballeresca muy en boga entonces. Reía a estrepitosas carcajadas y comía ojaldras a dos carrillos, como suele decirse, sin olvidar tampoco su querido porrón de lo añejo, que tan excelente saliera de las bodegas del castillo, y a cuyo poderoso recurso, al que solía apelar en ocasiones dadas, debía, bien a menudo, raptos de exaltación sumamente graciosos, delirios célebres y vértigos de todo punto notables, y entonces solía operarse en aquella humanidad una extraña crisis: sus facciones, de una vulgaridad clásica, adquirían un brillo indecible y se iluminaban de un destello de exaltada inspiración.

Improvisaba entonces dislates su lengua a veces tartamuda, bostezaba, brincaba y cometía locuras, bastantes por sí solas para excitar la hilaridad del más adusto ceño.

Vestía una especie de sayal que solía llevar remangado, a fin de dar mayor soltura y desembarazo a sus movimientos; y para complemento de aquel conjunto de ridiculez, aquel ente singular usaba sombrero de ala superlativamente exagerada en su prolongación y abarquillada, con escarapela y cascabeles.

Tal era, pues, el Sr. Gurrumino Fromoso, a quien ya conoce el lector, personaje importante en la familia, como que prestándose su tipo a las más ridículas formas, desempeñaba antes el alto y honorable cargo de administrador-bufón de la casa de Monforte, árbol exótico, trasplantado recientemente a Altamira con iguales funciones y atributos.

El segundo individuo de aquella trinidad era la señora Colomina o Palomina, por un malicioso equívoco inventado por el vulgo con visible contentamiento suyo, puesto que prefería este nombre al de Beatriz, con que la presentamos ya al lector, aunque de perfil, en el castillo de Monforte.

Esta figura era, moral y físicamente considerada, el reverso de la medalla de Fromoso o Gurrumino el imbécil, con quien decía hallarse casada, según rito de la Santa Iglesia apostólico-romana.

Esta, venerable quintañona, con sus sesenta y tantos abriles y su acartonada piel rugosa y morena, vestía con unas pretensiones de ridícula coquetería, impropias de su edad y estado. Llevaba una falda o guardapié de sedilla, color de avellano con tondillo de exagerado vuelo, dejando ver una pierna desecada, si bien de abultada y perfecta hechura, con media de seda negra, y cuyo pie ceñía un rico borceguí de raso amarillo, bordado en abalorios.

Su cuerpo de bruja iba encarcelado en un corpiño de vellorí, con terciopelo y adornos de pasamanería, como hoy diríamos, comprimiendo un talle todavía esbelto, y del cual brotaban unas formas exageradas por el arte. Una cadena de plata daba vueltas a su cuello enjuto, de la cual pendía un medallón con la efigie de la Virgen, traído, según decía, de Roma, y dádiva del obispo de Tuy.

De su cintura pendía asimismo un gran rosario de monstruosas cuentas, traído, al parecer, de la Santa Casa, y unido al mismo un hermoso escapulario bordado igualmente de abalorios.

Lucía esta mujer un lujos tocado, no exento tampoco de coquetismo: su cabello, negro todavía, no sabemos si por arte de Dios o del diablo, con prendidos y relumbrones, estaba magistralmente peinado y adornada de lazos bi-colores, según cierta moda de la época en determinadas clases; caía sobre su delantera un hermoso cendal de raso anaranjado y una limosnera de terciopelo bien repleta de relicarios y preservativos contra el mal de ojo, contra los hechizos y encantamientos; porque es de advertir que en aquellos tiempos felices, si bien no se cono cian los pasaportes, la policía, ni otras tantos casillas por el estilo que hoy abundan para tormento de la libertad del prójimo, no escaseaban en cambio los malsines, los zánganos y las brujas, de todo lo cual aun nos quedan reminiscencias, y contra cuyos maleficios era necesario ir siempre prevenidos.

Pero volviendo a nuestra anciana trazaremos un bosquejo de su fisonomía; porque, en verdad, tan gallardo original merece los honores de la reproducción. Figuraos, pues, un rostro contraído por algunas arrugas, aunque almidonado, coloreado y lustroso, en fuerza de un barniz de afeites que trascendían a ajos desde una legua: unos ojos, eso sí, picarescos, cuya pupila fulgurante ardía allá en el fondo de una profunda órbita, revelando acaso ose postrer destello de las pasiones que fermenta en naturalezas privilegiadas como aquella, de temperamento nervioso, y cuya borrascosa vehemencia dejárase sentir indudablemente en el trascurso de su vida, airada con todo el ímpetu del frenesí y de la explosión.

Pero en cuanto al tercer individuo de aquel grupo, difería su interesante diseño respecto a los otros, en un sentido altamente favorable a esa juventud radiante de belleza y todo género de atractivos de que es susceptible, en su eminente grado, esa edad privilegiada de la criatura, que apenas ha llegado a la época suprema de su desarrollo físico, presentando a la vez una proporción de formas y una estructura admirables. Era, pues, un mancebo, mejor dicho, un adolescente de esbelto talle, estatura proporcionada, ojos azules de una expresión encantadora, y cuyos rubios cabellos, cuidadosamente peinados, caían en ensortijados bucles sobre sus hombros.

Vestía una ropilla de terciopelo leonado, justillos de grana con plegadura de encajes, que trasparentaban la viva encarnación de sus piernas de una pureza académica; su hermosa rodilla y el nacimiento del muslo divinamente modelados; una gorra de pieles cubría su cabeza, y de ella brotaba una rica pluma flotante que acariciaba, sombreando aquel delicado rostro imberbe, verdadero tipo de varonil belleza.

Por todas armas llevaba en la cintura un precioso cangiar, cuyo pomo de nácar cincelado con incrustaciones, casi desaparecía medio oculto en la plegadura de la ropilla.

Aun a pesar de la dulzura que respiraran aquellas hermosas facciones, notábase en su mirada algo de esa alteración interna que suele experimentarse en uno de esos críticos momentos que preceden a un acto peligrosísimo y decisivo, pero de problemática solución; abstraído, meditabundo, su pupila animada, errante, inquieta, sus miembros todos, su entera economía, participaban visiblemente de ese rapto que conmueve el corazón, pero que no es dable sondear a la vista de la criatura. Obligado, o mejor dicho, violentado a sostener un diálogo con la anciana, sus palabras eran vehementes; lucía en su semblante un destello que tenía algo de diabólico, y cierta exaltación de ideas asomaba a su continente con expresiva fiereza. Cada vez que la señora Palomina se atrevía a pulsar una de aquellas cuerdas sensibles, irradiaba de sus ojos una mirada inefable, contraíase su carmínea boca, y mostraba sus dientes de perla bajo una sonrisa adorable y cruel al propio tiempo.

El lector, medianamente versado, habrá reconocido en este personaje a la supuesta Elvira de Benferrato, a quien ya hicimos desempeñar un papel interesante en la primera parte de esta obra.

Capítulo VI Artificio y plan Tomad nota: veréis cual disfrazados La astucia y el tesón fraguan unidos Inicuos planes al honor vedados Proyectos malhadados, En mal hora, por cierto, concebidos.

-Y bien, querido, decía la dueña al joven, dulcificando su semblante con afectada coquetería; es tiempo ya de sacudir esos mortales delirios; tocas una dicha que va a realizar el problema de tus sueños febriles de venganza, y no hallo motivo racional que justifique esa eterna melancolía que apaga el brillo de tu mirada hechicera, eclipsando tu gloria, que es también la mía.

-Porque no comprendéis la dura prueba a que se somete mi alma al dar un paso tan repugnante para un hombre que ama y sufre, inflamado por el volean de una pasión cruel; por esa razón me reconvenís. Yo no debiera apelar a un medio que mi conciencia de hombre honrado tanto reprueba y odia, pero que acepta a la vez el amante; porque de su pecho surge la ardiente llama de la pasión, explotada por un vehemente estímulo, y surge potente, arrebatadora, arrastrando todo cuanto hay de respetable en el santuario de la conciencia.

Y ante esta contestación del mancebo, sublimado por la terrible ingenuidad a que respondiera secretamente el eco de sus palabras; la vieja, en cuya fisonomía cruzó un fugaz relámpago de ironía infernal, sonrió con una com pasión afectada, con un aire diabólico, diciendo:

-¡Niño! esclavo de una preocupación pueril, hueco el corazón de esperanzas, vacía el alma de ilusiones, y desecado el cadáver de tu candor por fútiles utopías, veo que olvidando mis consejos, cedes todavía a la preocupación, fantasma implacable de la humanidad, torturando tu existencia en sus más gratos goces... desecha, pues, escrúpulos tan ridículos, separa de tu vista moral la venda de esa misma preocupación, y acepta mis inspiraciones, que puede decirse son las tuyas propias. Éste es un recurso que no dejaría de surtir efectos saludables, proscribiendo esos insustanciales preceptos de un grosero escepticismo.

Yo, al menos, prosiguió, amaestrada por la experiencia; yo, que he sufrido en mi larga carrera las alteraciones diversas del termómetro de las pasiones, así lo he llegado a comprender, combatida indistintamente por los desengaños y goces, y libre de la falacia de los caprichos. Con todo, querido mío, si no equivocases con una falsa interpretación mi consejo, me atrevería a suplicarte que establecieses una tregua mientras madura un plan tan grave.

-¿Es decir, replicó el joven, que estimuláis mi encono para disuadirme luego de ese mismo proyecto a que vos misma habéis cooperado en favor mío, según decís, y pretendéis hacerme renunciar ahora a la realización de este atentado, cuya idea ocupa todos mis sueños y marca el punto supremo de mis aspiraciones? ¿Y sois vos, quien con vuestra larga experiencia blasonáis de estoica haciendo alarde de una pretendida insensibilidad? ¡Ah!, confesad, mi querida Palomina, que estáis cruelmente celosa de esa pobre joven que acaso ignora el quilate de sus mismas gracias y hasta el punto que han llegado a enloquecer mis sentidos.

-Has hablado de celos, mi amado niño, repuso la astuta dueña, halagada por el triunfo de su ardid; y aun casi me atreviera a concederte que tienes razón y que es un hecho positivo tu idea; pero ¡ah! criatura, a mi edad ya no existen los celos bajo su forma clásica, porque sublimados a otra esencia mucho más grave, degeneran en otro tormento supremo que tan desgraciados nos hace con su violenta acción corrosiva: este es el odio, ¡ah! sí, el odio, último recurso de la impotencia y de la envidia.

-Esa confesión, arrancada a lo más profundo de vuestra conciencia, valiera menos, quizá, en otros labios que en los de mi querida Palomina; cooperemos, pues, aunque por tenebrosas vías, a realizar la idea: ¿qué importan, pues, los medios de llegar a un fin, con tal de que se llegue? Dejemos libre el curso del torrente para impedir que rompa el dique y lo arrolle todo bajo el ímpetu de la inundación. Después... a la tempestad sucede la calma, la bonanza que pacifica los mares explotados por los elementos, y cuando desde la cumbre del escollo, donde la pasión me haya arrojado con su vértigo, pueda contemplar un día en su normal sosiego ese mismo piélago puro, sereno, terso y sosegado, entonces, mi amable anciana (no os agravie la expresión), entonces descenderé de esa misma altura que tantos riesgos me ofrece hoy, y bogaremos juntos sin borrascas, sin olas ni abismos que nos sepulten, sin ningún género de riesgos, podremos gozar de esa quietud y os haré partícipe de mi ventura; porque ventura debe ser el recuerdo de haber paladeado una apasionada venganza, apurando hasta su plenitud, los goces, y hasta la saciedad el deseo que exaltan y halagan su propia idea, después de haber contagiado el espíritu en un dédalo de vacilaciones.

Y el mancebo tomó la mano a la anciana, que temblaba de emoción, y que alentada por las palabras de su niño, como ella solía llamarle, imprimió en aquella frente, radiante de juventud y gracias, un beso entusiasta y sonoro.

-Pues bien, exclamó aquella mujer enloquecida hasta el punto de olvidarse de sí misma; puesto que aún puedo aspirar a tu afecto, puesto que todavía se me ofrece el medio de conservarlo, consúmese el atentado y no vaciles: yo te anticipo mi enhorabuena, porque vas a obtener el fruto apetecido, si a ese precio vuelves luego de nuevo a mis brazos, bello como siempre, radiante de entusiasmo, como yo lo estoy también, en fuerza de amor.

Y la dueña rodeó con sus descarnados brazos a aquella cabeza tan joven, tan pura y graciosa.

El venerable Fromoso, arrellanado en su sillón, dormía a pierna suelta, o al menos lo fingía, sin cuidarse, al parecer, de lo que pasaba allí; bien, que por más que fuese todo lo contrario, cualquiera, al fijarse superficialmente en el aire de candidez de aquella fisonomía, iría a creer cuán poco debieran molestarle tan demostrativos afectos, acostumbrado como debiera estar a ellos durante su larga carrera de relaciones con aquella mujer liviana, al decir de las gentes, y que jamás debieron alterar la calma de su reposada conciencia.

-¿Huyes y me rechazas?, continuó ella con un simulado ardid de coquetismo; ¿no es verdad que soy ridícula hasta la locura, al aspirar ostensiblemente nada menos que a tu amor, que es por muchos conceptos un imposible? ¡Pobre antorcha que se extingue ya por falta de pábulo y que solo arroja un moribundo destello que la ciega! Es cierto: yo debiera mantenerme a la línea que la naturaleza marca a sus periodos; pero he aquí que una explosión vana y frívola me seduce, me arrebata y traslimita mi mente hasta un extremo vedado a este astro oscurecido ya en su ocaso.

Y tomando cierto aire confidencial que encubría un fondo esencialmente artificioso e hipócrita, continuó Beatriz, apretando entre las suyas una mano del joven.

-Recuerdo, querido mío, cuando para acallar tu llanto te mecía en mi regazo... ¡qué tiempos aquellos! pobre huérfano maldecido; yo te adormecía al arrullo de mis tiernas cantinelas: y tú, inocente niño, respondías a mis caricias con infantil sonrisa, posando en mí esos radiantes ojos, espejo donde se reflejara tu alma purísima, y en cuyo cristal mirábase y aun se mira hoy tu madre adoptiva, tu madre, que no ha renunciado todavía a este título, que la envanece. ¡Cómo, pues, la pobre gitana, digo mal, la infeliz aldeana, al acallar el llanto del niño desvalido y enjugar sus lágrimas, pudiera llegar a suponer que un día más o menos lejano, cuando el tierno pimpollo sé llamara, hombre, esa insensata criatura había de profanar su materno título, soñando hasta aspirar al amor de su propio hijo adoptivo! Confiesa, mi amado niño, que es llevar la locura y la imbecilidad hasta el cinismo. Y sin embargo, así sucede realmente, y esta triste anciana, poseída del demonio de la tentación, morirá de celos, de desesperación y de cólera, rechazada por el imposible y presa de su incurable vértigo.

-¡Oh! no exageréis, querida Palomina, repuso el joven, visiblemente impresionado por las palabras de ésta, vos no sois mi madre, sino mi mentora, mi aya, a cuyo amparo y protección he crecido; y estos títulos, al paso que obligan mi reconocimiento, no establecen un imposible entre nuestro afecto. Confiad en los acontecimientos, y... ¿quién sabe si haciéndome eco de vuestras aspiraciones, pudiera yo deciros, esperad tal vez?

Vuestros desvelos por mi suerte, vuestros cuidados maternales merecen una recompensa, y comprendiendo esto mismo, no será tan ingrato hasta el extremo de olvidarlo este miserable huérfano, este pobre expósito de vuestra caridad, que después de Dios, debe quizá a vuestros sacrificios la existencia que alienta.

La anciana, conmovida visiblemente por estas consoladoras frases, se arrojó desvanecida en los brazos del joven, vertiendo llanto de alegría.

Eran las once de la noche, hora en que la etiqueta de familia prescribía el retiro, y ciertas costumbres como éstas tenían fuerza de ley, sin que por nada llegaran a alterarse.

-Ya es hora, exclamó el joven palpitante y trémulo por una súbita agitación; ya es hora de que pongáis en práctica lo ofrecido: el tiempo es precioso y los instantes vuelan... no olvidéis...

-Nada olvido de mis compromisos, repuso la vieja trémula a su vez, aunque resuelta: si el narcótico que he vertido en las copas de los señores desposados ha surtido ya sus efectos, como supongo, deben hallarse a estas horas en la mejor disposición y allanado el camino de la tentativa. Sígueme con el mayor sigilo, pues voy a dar mis disposiciones y a allanar cualquier obstáculo que pudiera comprometer el resultado de nuestros designios.

Y la astuta Beatriz, después de haberse santiguado con un garabato, y encomendádose por lo bajo no se sabe a qué santo o a Satanás, tal vez, se alejó silenciosa y veloz por una puertecilla de escape, con una ligereza que hacia bastante honor a sus piernas.

El mancebo la siguió a cierta distancia y con una reserva prudente.

-¿Será cierto? pensaba él para sus adentros: ¿no puede ocultarse aquí una trama infernal bajo la máscara del disimulo, a tal punto conducido por esa imbécil mujer tan loca, hasta el extremo de concebir ese ridículo amor, que es un imposible y hasta un absurdo?... Y ese mentecato que duerme ahí como un leño, ¿no puede acaso haber fingido su misino sueño, espiando a costa de mi imprevisión el terrible secreto de que se trata?... Todo es muy posible, y la probabilidad más o menos lejana de ese riesgo, precipita la ejecución del designio con toda la celeridad que su importancia requiere, como que es el único medio de conjurar nuevos desastres.

Fromoso, como si respondiera a los temores expresados en el precedente monólogo, vertió una especie de gruñido sordo, bostezó, estiró sus miembros y tornó luego a roncar como un estúpido.

- ¡Bah! continuó el joven, como sacudiendo sus vacilaciones; éste no es capaz de llevar su pobre inteligencia al terreno del disimulo. De cualquier suerte, ese pobre diablo es un pedazo de carne muerta que no debe inspirar temor alguno por su parte.

Se nos olvidaba advertir que el bullicio había cesado entre la del multitud que dijimos invadía aquel recinto, y que habíase ido retirando a descansar, bien ajena del coloquio que mediara entre la vieja y el joven.

Sin embargo, el hogar todavía continuaba encendido, medio iluminando con su destello aquel antro tenebroso que cobijara un crimen sangriento y fatídico.

La-campana del castillo vino a interrumpir aquel animado coloquio que tan interesante iba haciéndose.

Capítulo VII El atentado El drama sanguinario Descorre ya su pabellón de muerte; Rasgad ¡ay! el sudario Que cubre hoy del dolor la rosa inerte A través de ese campo funerario.

Reinaba un profundo silencio en la fortaleza.

Sólo el gemido del viento bramaba en las afueras, azotando los torreones y el muro, y produciendo lúgubres silbidos.

Tal era, pues, el único ruido que alteraba la calma de la noche.

La vieja Beatriz, seguida siempre de su cómplice, atravesó la galería descubierta que enlazara ambas torres, no sin haberse asegurado antes de que toda la familia alta y baja dormía.

Llegaron por fin a un pasillo ruinoso de la plataforma, y subieron una tortuosa espiral que se comunicaba con una especie de pórtico que daba ingreso al departamento de preferencia ocupado aquella noche por el señor obispo y su guardia interna.

Prestaron oído y nada percibieron. Beatriz alentó una esperanza, y eso mismo silencio vino a confirmarla en ella. Diego Peláez debía estar en aquellas benditas horas aletargado por el narcótico que aquella maquiavélica furia le administrara, y en lo cual el pobre prelado tenía verdaderamente compañeros de desgracia.

Únicamente el grito lúgubre del centinela alternábase en las garitas del muro, envuelto en una de aquellas impetuosas ráfagas que se estrellaban en la antigua mole.

La noche estaba opaca, y la atmósfera diáfana exhalaba un olor metálico, casi sulfuroso, como ese que suele ser precursor de la lluvia en las primaveras.

El disco ensangrentado de la luna pugnaba por desplegar sus rayos, comprimidos por la condensación nebulosa que empezaba a enrarecerse, como vaporosas cortinas flotantes, arremolinadas en blanquiscos grupos, cual témpanos de nieve impelidos por el viento de la noche.

La dueña, seguida siempre del joven, receloso siempre y cauto, abrió una puertecilla de medio punto, e introdujéronse ambos en un vestíbulo iluminado por una tenue claridad vacilante.

Subieron luego por una rampa casi perpendicular, y llegaron a una especie de antesala, amueblada con cierta decencia si colgada de varios cuadros indefinibles.

Hallábanse junto a una enorme puerta de talla incrustada de arabescos y embutidos de marfil y nácar.

Esta puerta, de una altura inmensa, apoyábase sobre columnas istriadas de basamento doble, todo de mármol blanco, sobre cuyos capiteles corría un soberbio ático con molduras de crestería y afiligranadas labores.

Sobre el frontón principal, entre blasones y alegorías heráldicas, lucía el escudo señorial de Altamira con las armas del Estado, que eran dos cabezas de lobo sobre fondo rojo, donde campeaban merletas y estrellitas, con otros atributos en orla y campo de gules.

Aquella puerta de tanto efecto correspondía a la cámara de honor y a los dormitorios de los señores del Estado.

Entreabrió la anciana el biombo de arte que cerraba el conducto de ingreso, empujó cautelosamente el botón de resorte, cuya presión era un secreto conocido únicamente de las personas de la servidumbre admitidas a la alta confianza de los dueños; y la puerta, o sea el biombo, se entreabrió lo suficiente para dar cabida al cuerpo del joven.

Cambiaron entrambos unas secretas frases, y Beatriz, al paso que parecía dar a sus palabras una mal disimulada amargura que no se ocultó a la penetración de su confidente, empujóle hacia dentro, diciendo al retirarse:

-¡Ánimo a la empresa! aquí te espero para asegurarte la retirada... nada temas, y puesto que se halla expedito el camino, llega presto, despacha y vuelve.

Introdújose el joven con pausado y receloso recato: aun a pesar del valor, y sobre todo, del rencor vengativo que en su pecho ardieran, flaqueaban sus piernas, su corazón palpitaba y experimentaba todo su ser ese cruel vértigo de encontrados afectos que debe sentir el criminal en los momentos críticos que preceden a la ejecución del delito.

Una tenue claridad vacilante, procedente de una lámpara invisible, iluminaba aquella mansión regia e imprimía a los objetos un tinte fantástico.

Era una cámara extensa, adornada con un lujo soberbio hasta cierto punto pesado, con sus cortinas de terciopelo, pabellones de brocado con franjas de tisú y flecos de oro, que arrojaban en su movimiento relumbrones vivísimos por las bordaduras de rica pedrería que salpicara las plegaduras y borlones.

El mueblaje correspondía a la grandeza del conjunto, las paredes revestidas de mosaico estucado, aunque de pésimo gusto; el pavimento de azulejos, cubierto de alfombras, y los pesados cornisamentos de resalte que rodearan el ámbito, de los que pendían tapices africanos y lustrosas pieles, formaban pintoresco contraste con los perfiles, capiteles y prescinciones de calado estuco, imitando mármoles con labores de un dorado delicadísimo, y estableciendo una caprichosa combinación artística de gran mérito.

En el fondo de la vasta pieza, y en una de aquellas tersas y abrillantadas paredes, veíase una puertecilla dorada entreabierta, que correspondía al gabinete, dormitorio de los condes, especie de pabellón o alcoba, cerrado interiormente por cortinas y gasas.

En aquel reducido retrete alzábase un gran lecho suntuosamente adornado y a cuya descripción renunciamos.

Yacía en uno de sus extremos, y en una linda postura realzada por esa interesante y melancólica dejadez que imprime un sueño reposado, una linda joven narcotizada o dormida.

Era la castellana de Monforte, ahora condesa de Altamira y Moscoso.

Estaba vestida con el traje de boda, y lucía aun sobre su alba frente la corona nupcial sobre su tocado apenas descompuesto, y sus ricos prendidos ajados por el desorden.

Su vestido entreabierto por delante dejaba ver la profusión de encajes que velaran, transparentando su pecho blanquísimo y terso como el alabastro, y su cuello divinamente modelado. Vagaba en sus labios una amarga sonrisa, dulcificada visiblemente por un destello de resignación marcada.

El joven se acercó de puntillas, rodeó el lecho, entreabriendo los cortinajes del pabellón flotante con profunda cautela y examinando todos los pormenores. Su mirada, lucida y anhelante, buscaba con ansiedad un objeto, y al fin le halló. Entonces brilló en sus labios una contracción parecida a una indefinible sonrisa. Su avidez quedaba satisfecha, el conde dormía narcotizado junto a su esposa, cubierto con las sábanas del lecho y respirando angustiosamente con una pesadilla cruel.

El mancebo sacudió al fin sus vacilaciones, y adoptando una resolución enérgica, adelantó un paso trémulo; deslizóse rozando, con su cuerpo los tapices de las paredes, entreabrió de nuevo el cortinaje y arrodillóse junto al lecho, donde por un momento pudo contemplar con una especie de adoración a la condesa.

Aun le pareció más hermosa, más incitante en medio de aquella profunda languidez e indolencia. Atrevióse entonces a cogerla una mano, y notó que brillaba en uno de sus dedos el precioso anillo nupcial.

Una alegría feroz se reflejó en su rostro, animado por un rayo de odiosa venganza. Aquella sortija debla ser el terrible talismán que buscara para consumar sus criminales proyectos, cuando por otros medios no pudiese obtenerlo.

Pudo arrebatar con avidez aquel anillo, que guardó en su limosnera, e inclinándose sobre la piel de armiño que sostenía la hermosa cabeza de la desposada, imprimió sobre su frente un ardiente ósculo que resonó en los artesonados de cedro del salón...

Dio luego otro rodeo, colocándose al otro extremo del lecho y rápido como el viento, alzó por dos veces el brazo armado de su cangiar, cuya hoja arrojó un destello fosfórico, y sepultandose otras tantas en las ropas de aquél.

Un doloroso y ahogado ¡ay! acompañado de una imprecación que vibró en la bóveda, respondieron a aquel doble ademán siniestro.

Constanza permaneció inmóvil.

Al propio tiempo agitóse bruscamente un bulto informe bajo las sábanas de batista del lecho, como pugnando por desembarazarse de ellas, y arrojando en medio de aquella ruda y repugnante lucha a la condesa, que indudablemente hubiera caído al suelo, sino lo impidiera el agresor, el cual, aun en medio de su excitación criminal, la recibió en sus brazos y la colocó sobre la alfombra cuidadosamente.

Sin pérdida de tiempo, y alentado por el mismo peligro de su posición en aquel momento crítico, precipitóse de nuevo y sepultó su puñal en aquel bulto informe que todavía continuaba agitándose bajo los pliegues del lecho.

El herido era el conde de Altamira.

Lanzó a su vez un ronco gemido, se agitó de nuevo con una convulsión horrible, quiso incorporarse algo desembarazado ya de su obstáculo, pero aniquilado al parecer por este mismo esfuerzo, cayó anegado en su sangre como una masa aplomada e inerte.

Entonces, mientras tenía lugar esta horrible escena, sonó en la parte exterior una lúgubre carcajada histérica.

Aquella risa tenía algo de infernal o diabólica, hasta el punto de desconcertar el ánimo del joven, el cual pareció vacilar y desvanecerse en un acceso de terror sombrío.

Beatriz se improvisó en el dintel de la cámara, y en su fisonomía extraña parecía notarse una descomposición horrenda, la expresión del réprobo en el día tremendo de la expiación y del castigo.

Aquella figura pálida, aquella aparición maldita parecía sonreír aún: sus pupilas de fuego, irradiaban un brillo fosfórico, y en todo aquel ser trasfigurado lucía un no sé qué de horrible y repugnante que imponía.

-Basta, exclamó con un metal de voz indefinible; te has excedido acaso, mi querido niño, y ¡ojalá no te hayas comprometido! el amor solo produce locuras, de tal jaez, y mucho más cuando degenera en celos... ¡maldito Cupido, siempre ciego!

E impelió al asesino hacia afuera, con una calma que tenía algo de infernal y diabólico.

Dieron varios rodeos, recorrieron algunas galerías ruinosas, bóvedas oscuras y solitarias, patios cubiertos de musgo, vestíbulos obstruidos por sus mismos escombros, descendieron luego por escaleras casi desplomadas; en una palabra, atravesaron toda la parte inhabitada s, desierta del castillo, y salieron por fin a una plataforma rodeada de una especie de columnata de truncados conos.

Respiraron allí el aire libre, tomaron aliento un instante y descendieron después por la espiral que antes dijimos.

Condújoles esta al primer piso de la fortaleza, precisamente cerca de una poterna, cuyo resorte tocó la dueña con una exactitud que hacía demasiado honor a su práctica y a sus conocimientos de aquel sitio.

El muro, cuya densidad era inmensa, se abrió por el buque correspondiente a aquella poterna, lo suficiente para dar paso al joven y a la anciana que le precedía, provista de una linterna sorda.

El piso húmedo y fangoso pronunciábase en declive formando ondulaciones y recodos, erizado al propio tiempo de puntiagudas piedras y fragmentos desprendidos de la bóveda.

Exhalábase un hedor inmundo de aquella asquerosa cloaca, que ofreciera además un constante peligro a la osadía de aquellas dos personas abandonadas por la fatalidad a su tenebroso seno, y que se deslizaban pavídicas como dos sombras lúgubres lanzadas por un soplo mágico.

Aquel reducto era una especie de vestíbulo que daba la clave estratégica a los subterráneos del castillo, y cuya profundidad era tal, que pasaba por bajo de los mismos fosos.

Beatriz, aunque permanecía poco tiempo allí, había logrado, no se sabe cómo, sorprender todos los secretos más íntimos de la fortaleza y sus tenebrosos misterios; recurso que empezara ya a utilizar aquella dueña infiel que dirigía y concentra ha en sí misma la ejecución del sangriento drama que presta argumento a la presente obra.

Por fin, después de vencidos innumerables obstáculos, la vieja despidió a su cómplice con sus demostraciones eternas de amor, dándole además ciertas instrucciones secretas.

Sin embargo, en el rostro de aquella mujer implacable y vengativa, debió lucir entonces una diabólica sonrisa de satisfacción criminal.

Retrocedió a su vez por el mismo camino, devorando sus rencores no satisfechos todavía, y saboreando al propio tiempo la venganza que empezaba a servir a sus designios en aquella noche infausta.

En efecto, para penetrar a fondo el verdadero carácter de este personaje terrible, necesitamos desplegar el tremendo plan de nuestra obra, en cuyo discurso rogarnos al lector tenga la complacencia de seguirnos paso a paso, sin obligarnos a precipitar la acción ordenada de los acontecimientos.

Capítulo VIII La alarma ¡Verted ¡ay! maldiciones Sobre esa infame furia del averno Que finge devociones Y con halago tierno, ¡Pérfida! encubre un mundo de traiciones.

El asesino se halló, efectivamente, al campo libre.

Sentóse sobre un peñasco, junto a un grupo de enebros, y vertió una respiración sonara larga tiempo comprimida.

Pasó la mano por la frente húmeda de sudor, y quiso en vano coordinar aquel tropel de siniestras ideas que cruzaran por su mente entontecida por un alucinamiento profundo.

La ejecución por lo menos del atentado y fuga había sido sumamente rápida, obra de bien poco minutos. Y sin embargo, parecíale un sueño mortal muy lejano, una pesadilla o una de esas tentadoras ideas que cruzan imaginarias por la mente exaltada, por una predisposición febril entre aterradores fantasmas.

Luego su vista, azorada y trémula, giró en rededor como si le persiguieran: quiso huir, pero sus piernas flaquearon, obligándole a permanecer como enclavado en aquel punto.

Aquello era el primer periodo de esa instintiva reacción de la conciencia que se llama remordimiento.

La soledad del sitio, su aspereza, selvática, su pintoresco aspecto y aquella rústica poesía que reflejara el cuadro del paisaje, contribuían en conjunto a enardecer la inspiración de su ánimo violentamente sobrexcitado por tanta peripecia.

Siempre escarpadas breñas, barrancos y encumbradas crestas, abismos inaccesibles, y que las pálidas tintas de la noche exageraban más todavía, imprimiendo a todo un matiz puramente fantástico, y allá, en las hondonadas del yermo, en las faldas pedregosas e irregulares, medio iluminadas por la luna con un tinte diáfano y tenue ante la progresiva degradación de las sombras, como sudarios grises contraídos en caprichosos repliegues, diseñábanse varios grupos de arbolillos y arbustos de un verdor aterciopelado, como informes manchas que salpicaran los accidentes del terreno.

En medio, pues, de ese silencio, de ésa soledad y de ese mismo cuadro, una voz terrible, no muy lejana, resonó con un acento enérgico en aquellos riscos, que prolongaron su eco rotundo largo rato.

Era el grito de alarma lanzado por el vigía del castillo y repetido por los demás centinelas, como una descarga sostenida y creciente.

Aquella voz, alterada visiblemente por la sorpresa y el terror, vino a despertar de su abstracción al joven, que sacudiendo sus vacilaciones, púsose de pie y huyó al acaso a través del campo sin rumbo determinado y fijo, ni más ni menos que si le persiguiese un fantástico escuadrón de sombras.

Mientras tanto, el grito de alarma, propagándose por todos los ámbitos del castillo, cundía como un eco funeral por su vasto recinto; los soldados se armaban presurosos, y los convidados, en su mayor parte, abandonando sus dormitorios, salvaban los reductos del parque y huían despavoridos por do quier, precipitándose en los fosos algunos de ellos y participando todos de aquel alarido general que difundiera el espanto y el terror por todas partes.

Al propio tiempo un hombre Pálido, ensangrentado y casi desnudo, bajaba envuelto en una sábana, medio arrastrando por la escalera principal, sosteniéndose penosamente contra las paredes y oprimiéndose el costado con una mano.

Aquel hombre era el conde de Altamira.

Un reguero de sangre marcaba las huellas de su tránsito, y en su rostro notárase esa lívida palidez que caracteriza el desfallecimiento físico producido por la pérdida de fuerzas.

-¡Traición!!! exclamó con un acento exánime y cayendo al punto aplomado en tierra, aniquilado por aquel esfuerzo supremo, mientras que la sangre hervía a borbotones en las heridas del costado.

La señora Palomina, medio desnuda, y simulando una soñolencia profunda, acudió presurosa, estregándose los ojos, trémula, despavorida y vertiendo un copiosísimo llanto, que por cierto, como es de suponer, nada tenía de sincero.

-¡Pobre amo mío! exclamaba mesándose los cabellos y precipitándose sobre el desventurado conde, que exánime y desvanecido, murmuraba por lo bajo:

-La traición se alberga en mi casa, y yo soy la primera víctima. ¿Qué será de la condesa a estas horas?

La dueña pudo responder con su vida de la de Constanza, así se lo juró al conde; pero este nada oía ya, presa que era de un profundo deliquio.

Entonces aquella arpía infernal, exaltada más y más por su pretendido dolor, precipítase corriendo por las galerías, esparciendo más y más la alarma, y reclamando solícita los auxilios de la religión y de la ciencia al obispo y a su médico, el cual acudió al punto a curar al herido, mientras que el primero, sumido todavía en su letargo, apenas pudo pronunciar una frase ininteligible para volver a dormirse, presa de la acción del narcótico.

La guarnición del castillo, armada y equipada definitivamente, se había reunido en el patio, y a la luz de las mil antorchas que ardían en los resaltes de la plataforma, sobre los matacanes y torreones, en los canzorros, en todos los puntos del edificio, dieron principio a las pesquisas; adoptáronse disposiciones, entre ellas la de redoblar los centinelas y avanzadas, previo el correspondiente relevo, y el muro, coronado bien pronto de soldados, presentó en seguida, con esta súbita improvisación, el aparato de una plaza de guerra en asedio, combatida por un enemigo invisible.

Aquella iluminación intempestiva, que se alzaba progresivo incremento, extendía en la vasta campiña una zona luminosa, en medio de la cual, brotando de la espesa selva, sobre la colina calcárea donde radicara, descollaba la sombría mole de las Torres de Altamira, como un espectro de formas gigantescas, nadando en un lago de luz fosfórica.

Payo Ataulfo, retirado a la sala de enfermería, era objeto de la tierna solicitud de la maligna dueña, la cual, inclinada sobre el lecho de la víctima, vertía improperios contra el asesino, exhalaba, dolorosas quejas y pronunciaba votos de enteras penitencias a trueque de la salud de su amo, tan bueno, tan inocente y santo.

Los circunstantes, cuyo corazón condolían las quejas de aquella mujer infame, trataron en vano de retirarla, porque ella reclamó sus derechos de dueña directora de aquella familia, y que todos hubieron de respetar de grado o por fuerza.

Y al paso que se empeñara un turbulento altercado entre aquella imprudente servidumbre, no perdíase tiempo en continuar las pesquisas en averiguación del criminal, y que no produjeron resultado alguno favorable.

Ataulfo, presa de un fuerte parasismo, pronunciaba amenazadoras palabras de una ilación incoherente, y allá a poco declarábase un profundo delirio, que hizo palidecer de terror a la vieja.

Indudablemente ambos eran cómplices de algún feo delito, cuya revelación temía ella se escapase al delirante conde.

-¡Oh! estoy perdida sin recurso, murmuró a media voz, alterada por un temor cobarde y sombrío que conturbó su mente.

Y rápida como el viento, sacó de su limosnera un pomito de esencias que iba aplicando de vez en cuando a la nariz del paciente, quien pudo volver en sí, merced a este auxilio.

Luego despidió a los circunstantes, que no pudieron negarse a las órdenes de aquella imperiosa mujer, cuya voluntad únicamente pudiera modificarse por una orden del conde.

Hizo beber a este un vaso de agua, en el cual vertió previamente unas gotas rubicundas que produjeron en el mismo un notable y momentáneo alivio. Después cerró la puerta interiormente, levantó los apósitos provisionales que se habían aplicado a las heridas, en las cuales derramó cierto bálsamo misterioso de que venia provista, y volvió a colocar las hilas y vendajes con una pericia verdaderamente facultativa.

En aquella misma hora, es decir, cuando empezaba a rayar el día, y la luz indecisa del alba principiaba a platear el cielo del Oriente, Diego Peláez, con su séquito y equipajes, abandonaba más que de prisa los dominios de Altamira.

Fromoso, que al despertar de su sueño real o fingido, al estrépito de aquel fracaso sufriera un fuerte ataque de nervios, había desaparecido misteriosamente, sin que su desolada Palomina ni las demás personas que se interesaran por la suerte del buen hombre, lograran hacerle reaparecer en aquellos momentos solemnes; suceso que algún malicioso pudiera, quizás, comentar de diverso modo, como que debía prestarse a interpretaciones distintas.

La condesa, restituida también a sus sentidos, fue retirada a otro departamento, habiéndosela ocultado por aquel día el acontecimiento fatal de la noche anterior, a fin de prevenir con esta precaución prudente, otras consecuencias que pudieran haber comprometido su salud harto delicada.

Tercera parte Complicaciones
Capítulo primero El cuadrillero de la Santa Hermandad ¡Encuentro singular! en noche oscura De caluroso estío, A través de breñales y espesura, Departían los dos sin gran desvío, Que no fuera otra casa gran cordura.

Propio nos pareciera y oportuno trazar ante todo el cuadro topográfico de la escena con que inauguramos la tercera parte de nuestra obra, siquiera fuese en obsequio de la rutina generalmente establecida por la mayor parte de los novelistas; pero otras consideraciones de más bulto desviaron el propósito, para trascribir desde luego el diálogo que traían empeñado dos personajes desconocidos, algún tiempo después de los sucesos últimamente narrados, y en una madrugada algo húmeda del mes de agosto.

-Buenos días tengamos, camarada; vais tan arropado que parece una de dos cosas, o que tenéis mucho frío, lo cual no es muy creíble, porque estamos a fin del estío, o que os importa mucho recataros, y en tal caso respeto la causa que tengáis para ello.

-¡Hola! compadre, repuso el interpelado, que seguía andando delante, volviéndose apenas de medio flanco un instante, aunque sin descubrirse y haciendo sonar como al acaso su armadura, que desde entonces crujía al andar: parecéis curioso por vida mía, y es un acontecimiento no despreciable para mí el encuentro de un prójimo tan expedito y franco cual lo parecéis vos.

-Loado sea Dios que tales percances nos depara; yo, por mi parte, aunque no os conozco, en lo cual maldita la curiosidad que tengo, puedo aseguraros, por mi ánima, que no me pesa este encuentro que me depara la suerte, puesto que habiéndome santiguado y encomendádome a Dios al levantarme, mi fe cristiana no me permite temer la desgracia de caer en tentación, ni de esperar cosa mala por hoy. No puedo decir otro tanto de vos en esta hora, y dispensadme esta ingenuidad, en gracia, al menos, de la ignorancia en que estoy de vuestras cualidades y antecedentes, que podrán ser muy buenos; pero como debéis comprender, son cosas estas en que es necesario andarse con tino y mesura, tratándose de personas de juicio y buen criterio.

-Parlanchín sois por demasía, camarada, y por la cruz de mi espada os juro que ese flujo de lengua que os caracteriza no suele ser signo favorable de hombres sesudos: bien es cierto que el adagio suele establecer excepciones dadas y casuales para las mismas reglas.

-¡Eh! buen hombre, replicó el interpelante, deteniéndose con un ademán de provocadora arrogancia, cuidado con salir de, nuestras casillas, para lo cual creo habéis ya explotado lo suficiente la sangre que hierve en mis venas; basta de humos, y preparemos como leales viandantes un desayuno más sabroso que el que suelen facilitar los cintarazos, siquiera sean de buena ley: nada de animosidad, y conversemos buenamente a fuer de compañeros de casualidad. Venga, pues, esa diestra.

-Ahí va, contestó el de delante, que se detuvo un momento, y que volvió a emprender de nuevo su acompasado paso cada vez más grave y seguro.

El importuno colocutor estrechó aquella mano invisible que el otro le alargara, oculta en un terso y bruñido guantelete.

-¿Ésas tenemos? exclamó con su imperturbable y licenciosa locuacidad; ¿aun no fiáis del contacto de mis carnes? ya voy viendo que lleváis la suspicacia al terreno de la malicia; y para mis adentros, para mi conciencia y para mi honor, que es por cierto muy limpio, señor mío, que casi me asalta, aunque involuntariamente, la intención de que vos debéis tal vez...

-¿Qué? le interrumpió el de delante deteniéndose de repente y en un ademán de sorda amenaza.

-¿Qué?... vos debéis ser cuando menos... un enigma.

Y al expresarse así con una serenidad admirable, detúvose a su vez el importuno, y aquellos dos seres misteriosos miráronse frente a frente y se midieron de alto a bajo con una arrogante mirada de altanería e insolencia.

-Ved, dijo el de delante, que no es cordura provocar un lance como el que estáis provocando, sin otro fundamento que la intención culpable de sorprender quizá un secreto de Estado; y por Dios vivo que siento en el alma no ser dueño de mi albedrío en este instante para colmar vuestros deseos.

-Y por cierto que es lástima grande malograr la oportunidad, porque presiento que íbamos en tal caso a disputarnos proezas empeñadas en rudo antagonismo; y aunque pudiéramos concertar un aplazamiento honroso, creedme, caballero (y dispensadme la calificación, sino lo fuerais), perdería en ello el lance sus mejores quilates, el mérito indisputable de la oportunidad.

-Tenéis razón, o al menos os la concedo, y puesto que al fin nos vamos comprendiendo, dejadme andar y no me hagáis perder el tiempo, que no es mío.

-Según eso, ¿quién sois?

-Y ¿quién sois vos? el diablo.

-¡Eh! parece que os salís de parva.

-No tanto como debiera.

-Curioso sois por demás y vais tocando las consecuencias, puesto que os condoléis sin querer sentir el aguijón que vuestra osadía me ha aplicado con más descaro que prudencia, y en oposición a ciertos principios de que habéis hecho alarde.

Y el iracundo interpelado que se detuviera un breve instante, volvió a poner en movimiento sus piernas con un giro rápido y violento.

-Ya volvéis a enfadaros, exclamó el otro con su fría naturalidad, y lo siento a fe mía...

Encogióse de hombros y marchó a su vez.

-¿Lo sentís de veras, eh? dijo el de delante con cierta fatiga visible.

-Sí, por cierto, prosiguió aquél, siempre imperturbable; yo quería saber vuestra opinión, para poder, según ella, conversar con vos un breve rato de común acuerdo, partiendo de una base prudente, a fin de no suscitar pendencia, porque veo que ambos tenemos la sangre viva e inflamable. Creedme, parecíame tener un derecho a ello, y por eso me propasé: veo que me he equivocado, y os ruego me dispenséis la falta de previsión y cordura, o más bien el exceso de confianza que me propuse, y en cuyo sentido he obrado, a la verdad, con gran pesar mío, y bien a costa de mi sentimiento.

-¡Calle! observo, si no me equivoco; que vais dando a vuestro lenguaje, un tanto agresivo antes, el giro y entonación que convienen en la ocasión presente: en verdad, os había tenido por un espía al principio, siquiera por vuestra picaresca locuacidad; pero en fuerza de conversar con vos, he modificado mi dictamen, variando la calificación y protestándoos, por mi parte, la lealtad más sincera.

-¿Con qué sí, eh? ¿Me tuvisteis por alguno de esos ganapanes vagabundos que comen a costa del país, metiendo zalagardas y aleluyas?

-Pues, repuso el de delante con una tos cascada.

-Y yo al pronto os tomé igualmente por un excomulgado; enderezador de tuertos y desfacedor de agravios a cierta facha.

-¿De veras, señor peneque? ¿Tanto adelantasteis el discurso en ese terreno tan poco caritativo?

-Como lo oís, en lo cual vuestra temeridad me colocaba en mi lugar, como a vos la mía. Pero aparte esas bagatelas pueriles, pareciste ahora otro hombre distinto; yo me felicito a mi vez por haber obtenido esa justificación que me llena de orgullo; y de la que supongo no os arrepentiréis con el tiempo.

-Así lo espero, si bien quisiera que me permitieseis ímponeros una condición, a lo cual, en cierto modo, creo tener derecho, puesto que establece un beneficio igual para entrambos.

-¿Una condición?

-Sí; la de que respetaréis mi incógnito, y no insistiréis en un imposible; esto es, la revelación de mi nombre, que debo reservarme, porque así me conviene. Por mi parte seguirá respetando vuestro secreto, absteniéndome de preguntaros vuestro nombre, quien quiera que seáis.

-Convenido.

-¿Bajo palabra de honor?

-Acepto.

Y aquellos hombres misteriosos enlazaron de nuevo sus manos.

-Decidme ante todo, si no tenéis inconveniente en ello, dispensadme la curiosidad: ¿a dónde vais?

-A Santiago, Dios mediante. ¿Y vos?

-Yo voy hacia Compostela.

Y el desconocido recargó con cierta sutileza enfática el adverbio hacia.

-Os perdono el sinónimo, repuso el de delante, sin apercibirse al parecer de la evasiva y apresurando el paso.

-Según eso, ¿iréis de romería a visitar el sepulcro del Santo Apóstol?

-Tal vez, y en ese caso supongo hallar en vos un buen devoto que, a fuer siquiera de compañerismo, quiera compartir conmigo el bordón.

-Siento en el alma no poder complaceros, porque mis penitencias son de otro género, y por cierto que no por eso deben ser menos eficaces para aplicarlas en remisión de mis culpas.

-No blasfeméis.

-¡Confúndame Dios antes de cometer tal delito! no me vengáis a mí con esas, que soy cristiano rancio por la gracia de Dios y del bautismo.

-Pues, ¿cuál es vuestro objeto?

-Visitar al señor obispo.

-¿Diego Peláez, ese santo varón de tanta fama?

-El mismo en cuerpo y alma.

-Que... ¿tenéis cuentas con su señoría ilustrísima?

-¡Pst! sí... tengo ciertos negocios puramente sencillos que ventilar con ese buen señor.

-¡Negocios!

-Sí; negocios temporales.

-¡Hola! no os preguntaba yo tanto, buen prójimo; pero de cualquier modo, siempre es una aclaración que viene de molde a resolver un mal pensamiento posible. ¿Por qué razón no pudiera yo haberos tenido por uno de esos empecatados recalcitrantes comprendidos en cualquier entredicho, y que habiendo entrado en cuentas rehúsa la broma de convertirse en momia y corre a buscar el remedio?

-Picantillo andáis, por vida mía en vuestras pullas, que no pueden hacer mella en mí; y entended que por ahora solo pudiera acusarme de un pecado de intención, de que ya me acusé y cuya absolución me dispensasteis.

-Culpa venial ya remitida: nada hablemos de ello.

-Sí, eso mismo; mi situación requiere prudencia, en lo cual sirvo también al señor obispo.

-Cuidado con ésas, no andéis pródigo en repetir ese nombre peligroso por demás en estos tiempos de turbulencias civiles; tened en cuenta que no faltan espías intencionados y fieles a S. A. que se acercan a conversar con ciertos fines con el señor obispo, quien, como de público se dice, ha levantado leva contra el soberano, recluta soldados y busca alianzas.

-Enterado estáis para poder hablar con seguridad sobre asuntos tan graves: no os pesaría, tal vez, oír un consejo, y es que en negocios que no os atañen suele ser arriesgado todo cuanto traspase el círculo de una confianza leal y sincera.

Detúvose el de delante, como sorprendido por las últimas palabras de su colocutor, y como para respirar de su creciente fatiga.

-¿Sois vos, dijo, adicto, según parece, a la parcialidad del señor obispo, eh?

-Y ¿qué os importa a vos?

-Quizás, repuso con su tosecilla, que revelaba cierta opresión pulmonal.

-Pues bien, si en ello sirvo a vuestra curiosidad...

-Nada de eso, puesto que no formo en ello empeño; pero creo es tiempo ya de que nos entendamos en nuestro respectivo sentido, en cuanto a ese particular que ha llegado a ser el terna obligado de la época, y debemos evitar el terreno de las interpretaciones, escollo peligroso que más de una vez ha sido ocasión de fuertes compromisos. Ya que una feliz casualidad nos ha reunido, no abusemos de ella, procedamos con cordura y entendámonos a nuestra vez.

Y aquellos hombres, poseídos, al parecer, de un mutuo y cordial impulso de simpatía, guardaron silencio y detuviéronse por un movimiento espontáneo.

Capítulo II El ardid ¡Singular composición, bravo contraste! Al fin se comprendieron Aquellos dos rivales, dando al traste Con toda su prudencia, y se mintieron, ¡Oh artificio infernal, cuanto causaste!

Lucían ya los primeros destellos de la aurora.

Ni una nube manchaba el horizonte, sembrado de in numerables estrellas: solo livianos y vaporosos celajes parecían surgir hacia el Norte, formando una zona blanquecina como un velo flotante.

El terreno, cuya descripción aplazamos en el anterior capítulo, era quebrado y breñoso: grupos de arboladura, diseminados al acaso, sombreaban aquel sitio despoblado y solitario entonces, y algunos torrentes se precipitaban sobre lechos de piedra como sonoras y bullidoras cascadas, hasta desviarse en los valles y barrancos contiguos.

A lo lejos percibíanse, las torres de la ciudad de Santiago, hendiendo las vaporosas brumas como espectros indefinibles, y proyectando sus formas vagas a través de aquella claridad mate.

Sobre una elevada colina divisábanse las figuras de nuestros nocturnos viajeros, departiendo con ademanes enérgicos y empeñados, al parecer, en una discusión acalorada.

Los albores del naciente crepúsculo nos permitirán describir a estos dos actores de nuestro drama, y darles a conocer al lector, siquiera sea superficialmente.

Era el de delante un hombre de más que mediana estatura, sueltos y airosos sus ademanes, aunque no desprovistos de esa gravedad que forma, por regla general, el tipo clásico de las gentes de alto coturno. Vestía interiormente, a juzgar por el continuo y estridente crujido que produjeran sus movimientos, una loriga de templado acero, un yelmo con penacho cimerado a la romana, con la visera echada al rostro y demás piezas de armadura al estiló de la Edad media. Sobre el arnés llevaba una ropilla holgada, sujeta con un cinturón al talle, sobre el cual asomaba la cruz blasonada de una de esas monstruosas espadas que pueden verse aun hoy en nuestras armerías, y que nos ha legado la época feudal. En su brazo, izquierdo llevaba una magnífica rodela, tersa y bruñida, en cuyo fondo figuraba la cruz capitular de Compostela, orlada de estrellas y atributos, todo en rico esmalte en oro y azur, sobre campo y merletas de plata, y sobrepuestas a todo, la mitra y báculo episcopal de Santiago, campeando entre accesorios heráldicos.

En cuanto al otro individuo, vestía de paladín y llevaba cota de malla finísima, casco cimerado y hermoso penacho, cuyas plumas elásticas flotaban con el aire. Apoyábase en una fuerte lanza de tres golpes, a la romana, y de cuya asta pendía una divisa con el diploma feudal de los estados del poderoso prelado de Compostela. Llevaba calzas de grana, borceguíes de finísimo ante, sin guanteletes ni visera, y apareciendo, en fin, como un raro contraste, como un conjunto enciclopédico e imperfecto.

Su estatura era, proporcionalmente esbelta y arrogante, el metal de su voz socoro, vibrador y simpático, y sobre sus hombros caía su rubia cabellera ensortijada.

Éste era, según habrá podido adivinarse, el joven agresor del conde de Altamira, que ha figurado ya anteriormente en nuestra narrativa, y cuyo verdadero nombre era aun para él mismo un misterio quizás.

-Os repito que lleváis vuestra suspicacia demasiado lejos, decía el joven a su compañero, y que quien quiera que seáis, estáis en un miserable error al creer que me impone un ardite vuestra pedantesca prosopopeya: abroquelado en mi opinión, todos vuestros esfuerzos por cambiarla se estrellarán aquí en esta roca.

Y señalaba con la mano al corazón.

-¿Luego es decir, replicaba el otro, que rehusáis plaza en los tercios de su señoría el rey D. Alfonso?

-Ya os lo tengo dicho por tercera vez: S. A. no tiene oro bastante para comprar mis servicios, que son eco fiel de mi conciencia libre.

-Y si ese mismo monarca me hubiese enviado directamente a vos (suponedlo así al menos), con la orden expresa de obligaros a aceptar su bandera...

-¿Qué decís de obligarme? ¿Acaso podéis medir la tenacidad de mi carácter?

-No, no digo tanto, pero en fin...

-Creedme, si os place: las órdenes de S. A. no pueden alcanzar a tanto, y pudieran quedar desairadas en tal caso, porque sería empeñarse en un imposible.

-¿Es decir que, en definitiva, rehusáis servir al señor rey que tan bien sabe pagar a quien le ayuda en su santa causa?

-Sí, lo rehúso a trueque de todo.

-Es una singularidad en tu género: tanta fidelidad, tal tenacidad por apoyar a un rebelde.

-Id con tiento, seor valiente, y sed más comedido al pronunciar ciertas palabras que nunca, sientan bien en labios honrados, y moderad los arranques apasionados de vuestro genio: por mi parte os aconsejaría que trataseis con más respeto ese nombre, acreedor a todo género de consideraciones, si quiera por la alta jerarquía sacerdotal de que se halla investido.

-Sea, pues, y en gracia de ello, os prometo templar mi entusiasmo patriótico, porque a fuer de realista, soy también patriota.

-Sea enhorabuena; siempre os tuve en tal concepto.

-Pero decidme vos: ¿por qué tanto aferraros en ese sistema que tan arriesgadas probabilidades ofrece y que es bien posible concluya por aniquilaros?

-¿A mí?

-Sí, a vos y a los vuestros, que arrastraréis, sin duda, en la caída.

-Podrá suceder así; ¿qué queréis? no es dado a la criatura sustrarse a las leyes de la predestinación.

-Pero ¿quién sois vos que habláis de tal suerte? Acabemos, pues, de entendernos, si os place.

-Franca es, por vida mía, la pregunta, cuando tanto os empeñáis por vuestra parte en conservar el incógnito. ¿Es posible que hayáis olvidado el pacto?

-Perdonad la indiscreción, y dad la culpa a mi memoria, conozco que me he excedido.

-Pecado de intención, ¿eh?

-Culpa venial, ¿eh?

-Ya voy comprendiendo el busilis; y no obstante, me veo tentado a renunciar mi derecho, revelándoos mi profesión, ya que no pueda mi nombre. Sabed que soy jefe cuadrillero de la Santa Hermandad del Cristo de la Agonía, que forma uno de los tercios de preferencia que destina el señor obispo a la persecución de malhechores y a las operaciones estratégicas del escuadrón de Guías volantes de su ilustrísima.

-Basta, pues; acepto en cuanto vale esa revelación que espontáneamente me hacéis, y siento en el alma no poder ofreceros mi recíproca: ocupáis un buen lugar en la Iglesia militante del buen prelado, para que yo trate de insistir en violentaros, a fin de que admitáis mis proposiciones de abandonar esas banderas por las del rey. Por el contrario, quizás yo mismo, invirtiendo el orden de mis papeles, al oír esas explicaciones que habéis dado, y que por cierto os honran, en nombre del soberano de quien soy emisario, os absolviera en su nombre del nuevo juramento, si lo hicierais, aconsejándoos y restituyéndoos a vuestra opinión primitiva.

Hablando así, ambos personajes remontaban entonces el Monte-del-Gozo o del Humilladoiro[4], pintoresca eminencia desde la cual veíanse, a través de la vaporosa neblina, las torres y cúpulas de la ciudad santificada por el sepulcro del Apóstol tutelar de España y los bultos indecisos de sus monumentos, que semejantes a los diseños medio borrados de un cuadro, vagaban en el límpido tinte del crepúsculo.

Fieles a la piadosa costumbre establecida por las romerías que acudieran todos los días a visitar el santuario, ambos sujetos postráronse de hinojos en la cumbre de la indicada colina, y a vista de las torres de la famosa catedral oraron.

El sol de Oriente, brotando de un grupo de tornasoladas nubes, difundía sus nacientes rayos que empezaban a dorar las alturas y resaltaban sobre el fondo condensado del cuadro.

Pasaron junto a la alquería de Briones, ocupada a la sazón por una cuadrilla de gente armada.

Aquella fuerza, a sueldo y devoción de su ilustrísima el obispo de Santiago, formaba la hermandad titulada del Santo Cristo de la Agonía, y de la cual, según dijimos, era jefe el joven de que vamos hablando, bajo un nombre que ha poetizado la crónica y que nos hemos guardado de violentar ni sustituir por nuestra parte.

-¡Calle! exclamó admirado el de delante, al reparar en aquel golpe de milicia, ¿esa es vuestra cuadrilla o hermandad?

-Lo habéis adivinado, y está a vuestra disposición, mientras no contravenga a los intereses, buenos servicios e intención del señor obispo, que Dios guarde.

-Ya vais volviendo a vuestro tema, que os honra mucho por cierto. Gracias por vuestra oferta, y siento no poder corresponderos con igual fineza, digna de tan generosa hidalguía.

-¿Necesitáis escolta?

-Nada de eso, caballero; me juzgo demasiado seguro con solo vuestra compañía... porque supongo puedo contar con que me acompañaréis a Compostela.

-Ya tuve el honor de deciros que me dirigía hacia esa ciudad, contestó el otro, lisonjeado al parecer por el calificativo de caballero, que por vez primera le dirigiera su colocutor, y que tan grato eco dejara en su oído; por consiguiente, siento no poder, merecer vuestra gratitud, porque, en verdad, el sacrificio es exigencia de mis intereses.

-De cualquier modo, un hombre como vos es siempre acreedor a mi reconocimiento, mucho más cuando trato de exigiros otro favor.

-Sólo espero vuestras órdenes; se entiende, con la condición siempre de que no me hagáis ir en ello contra mis deberes, como supongo.

-Al contrario, mi empeño se reduce a que os presentéis al señor obispo después de concluida la misa capitular, y a cuya entrevista asistiré yo también, precisamente a la misma hora.

-¡Vos realista y enemigo natural de su ilustrísima!

-Posible es, contestó el de delante con su fatigosa tos.

-Confieso que no adivino... aunque ahora reparo en una circunstancia que añade otro punto de oscuridad al enigma, y que puedo juraros no había notado todavía.

-¿De veras?

-Sí; veo que ostentáis insignias que no os atañen, y que quizás disfracen a un espía, y en auxilio de mi sospecha viene esa tenacidad tan obstinada por vuestra parte en conservar el incógnita y recatar esas facciones que, tal vez, alienten una vida que ha caído bajo el imperio de la ley.

-Os equivocáis, por Dios, repuso el otro con firmeza, y si bien no puedo revelaros mi nombre en este momento, os ofrezco una satisfacción y una garantía que deben pesar mucho en vuestro ánimo.

-Sepámoslas.

-Nada tan sencillo, me dejo desarmar por vos, mientras me acompañáis hasta la misma puerta del palacio de su ilustrísima, a cuya guardia de honor podéis entregarme. Creo que no puede pedirse mas. Y luego, en la entrevista que tengamos ante el prelado, os asegura que podréis conocerme a vuestro sabor, si es que tanto empeño formáis en ella.

-Me basta vuestra espontaneidad y renuncio al desarme: en cuanto a lo demás, aceptado. Pero decidme: ¿qué objeto os proponéis con esa entrevista?

-Pedir a su ilustrísima una simple gracia, a la cual tampoco vos debéis ser enteramente extraño.

-Acato el misterio que os personifica en todo, y acepto el partido.

-Descuidad por lo demás; es asunto puramente de familia, y en cuyo particular deseo que terciéis vos, a fin de que se despache pronto y favorablemente, en la curia cierto negocio que hace referencia al objeto, y en el cual andan remisos los agentes, sin duda porque no corre a su sabor la moneda.

-¿Es decir que me precederéis vos?

-Seguramente, tengo billete de introducción hasta la misma sala de Sagrario: ya sabréis que sirve de antecámara al oratorio de su ilustrísima, y que está contiguo al salón oficial de audiencias.

-Mucho lleváis adelantado, según veo, y puesto que así lo queréis, no haré falta a la cita. También yo tengo el mismo permiso que vos.

-¿De veras? preguntó el encubierto con su anhelante fatiga.

-Como os lo digo.

-Entonces nos podemos excusar el trabajo de presentación, que no es poca cosa.

Llegaban precisamente a incorporarse a la soldadesca, que a una señal del joven jefe abrióse en dos rifas para facilitar el tránsito a entrambos colocutores. Siguieron éstos su camino, dejando a los acantonados en su sitio.

-Buena gente tenéis, por Dios vivo, exclamó el encubierto.

-Así, así, repuso el joven con jactancia.

-Y bien disciplinada, a lo que parece.

-Sin disciplina no hay ejércitos, y la fuerza degenera en otra cosa peor aun que la anarquía; ya lo sabréis vos, si es que sois algo práctico en el arte, como supongo.

-Tenéis razón, lo cual no impide que yo os envidie la suerte de acaudillar una mesnada tan bien lucida.

Seguían ambos aproximándose a la ciudad, y atravesaban entonces el sitio antiguamente conocido por la Granja del Castillejo o Huerto de los Reyes, precioso jardín botánico sostenido a expensas de la nobleza gallega, y destinado al hospital general de Santa Tecla.

Detuviéronse allí un momento para contemplar el hermoso panorama que se extendía a su vista, y en verdad que era digno de ello.

Figuraos un vasto enlace de selvas y montañas escalonadas a irregular sistema; una serie de prominencias coronadas de granjas, cortijos y alquerías, verdes prados y valles cruzados por bullidores arroyos y saltos de agua que por do quier brotan en aquel terreno feraz; y rodeando la hermosa ciudad ceñida de vetustos muros, mil lugarcillos, y caseríos sembrados en las afueras[5] contrastaban con las agujas aéreas de las torres de sus iglesias, que hendían el espacio condensado aun por las livianas, brumas matutinas.

Al Este las altísimas lomas tituladas del Viso y de Santa Marina, pobladas de bosques de olivos y que enlazan con las cordilleras del Norte el Son y el Monte del Gozo, hoy de San Marcos, hasta las cumbres del Pedroso, cuyos dentados picachos elévanse a 650 metros sobre el nivel del mar.

Por el Oeste los collados de Montonto, Conjo y del Humilladero cierran el círculo de la vistosa explanada, sobre la cual asienta la ciudad, rodeada como por una zona de plata líquida formada por los ríos Sar, que corre de Norte a Oeste, y Sarela, que viene de Norte a Sur.

Unos momentos después verificaban ambos viandantes su entrada en la ciudad por la antigua puerta de Mazarelos, no sin habérseles sujetado a determinadas formalidades por los individuos del retén allí apostado, y que cesaron ante la exhibición del respectivo salvo-conducto por parte de aquéllos.

Siguieron sin detenerse por la Azabachería hasta la plaza del Hospital y Arco de Someruel, hoy de San Martín, en frente de la hermosa fachada del palacio episcopal, cuya arquitectura llama todavía la atención del artista, por su gran mérito.

Aunque no era, en verdad, cosa extraordinaria ver en aquellos tiempos dos guerreros de punta en blanco públicamente y en pleno día, fuerza es decir, en honor de la verdad, que más de un ciudadano llegó a apercibirse de aquellos dos personajes que caminaban a buen paso, conversando, al parecer, en la mejor armonía.

Al llegar a la puerta de la Curia, el joven sintió que su compañero, le tocó en el hombro, y le dijo:

-Ya llegamos: ved el grupo de la guardia de su ilustrísima, a quien me entrego en cumplimiento de mi palabra empeñada.

En efecto; los individuos, que daban la guardia al pie de la escalera, levantáronse ante el encubierto, a quien saludaron respetuosamente, como reconociéndole por un gran personaje, y de cuya demostración pudo apercibirse con cierto estupor su compañero, quien pareció renunciar a su derecho por entonces, y se preparó a salir de allí.

-Id con Dios, lo dijo el encubierto, puesto que os vais ya satisfecho, según parece; no hagáis falta después de la misa capitular, a cuyo efecto yo me encargo de preparar ahora mismo a su ilustrísima. Podéis mientras tanto correr vuestras diligencias y no andéis tarde tu volver.

Y se separaron.

Capítulo III La conferencia Por cierto que el destino del magnate Marcha ya a su ruina, Mientras la suerte abate El porvenir del pacto que adivina Tras de lucha tenaz y en crudo embate.

(A. DE BAENA.)

El joven cuadrillero no faltó por su parte a la cita.

Con la debida oportunidad se apresuró a hacer uso del documento que, por un especial privilegio, le permitiera llegar hasta él mismo departamento privado del obispo, conocido por la sala del Sagrario.

Devorábale la curiosidad y la impaciencia por rasgar el velo del enigma y conocer al singular personaje que le diera aquella cita misteriosa. Esa curiosidad, esa impaciencia, ardían en su mente, violentando su deseo de una manera enérgica, y aun tal vez un presentimiento secreto, que no podía alcanzar a comprender, parecía estimular esa misma ansiedad intensa, febril e instintivamente sostenida a la altura, quizás, de su importancia misma.

Aun antes de la hora convenida, esperaba el momento de audiencia en la antecámara de palacio, ocupada a la vez, según costumbre, por una multitud de pretendientes dispuestos a disputarse el turno, y que repararon todos con cierta especie de sorprendente asombro en aquel hombre que con tal franqueza llegaba hasta allí completamente armado, a ciencia y paciencia de la guardia de su ilustrísima, tan poco celosa en sus precauciones aquel día.

Las diez señalaba el meridiano de la Plaza Mayor, hora en que las campanas de la catedral doblaban, anunciando la terminación del oficio divino.

Poco después uno de los pajes introductores o nuncios de cámara, manifestaba al joven caballero que el señor obispo se dignaba esperarle en el salón de audiencia.

El pretendiente, cuyo corazón palpitaba a impulsos de un secreto instinto, siguió al punto al paje, que le dejó en el dintel del gran salón episcopal.

El golpe de vista que se ofreció entonces ante el aturdido joven, produjo en el mismo un efecto profundamente fascinador.

Desde el ingreso de aquella pieza suntuosa, en cuyo vestíbulo, según las reglas de etiqueta, debía esperar la competente venia, apareció aquella en toda su regia grandeza, con sus tapicerías africanas, sus alfombras asiáticas, sus pieles, muebles y variados hasta lo infinito, sus pesados cortinajes de brocado y raso arabesco con pabellones de oro recamado, y su esplendida colección de muebles ensamblados y pulimentados al estilo flamenco.

En cuanto a lo demás, ofrecían las paredes una mescolanza hetereogénea y rarísima: lucían devotas colecciones de cuadros místicos, bustos de emperadores romanos, de santos y de án geles, crucifijos de talla, imágenes y estatuas sobre consolas y pedestales de pulimentado jaspe, entre ordenadas series de pirámides de flores artificiales y candelabros de maciza plata; y entre ese conjunto anómalo, verdadero laberinto enciclopédico, religioso, artístico y cristiano, veíanse también paisajes caprichosos, alegorías, grupos mitológicos del Olimpo y divinidades paganas.

Pero sobre todo, lo que más llamaba la atención (y por cierto que en aquella ruda época era lo más natural y sencillo) era aquel conjunto simultáneo de arneses, escudos y panoplias, adargas, espadas, aljabas y arcos, mazas claveteadas, puñales lujosamente armados, picas, lanzas, gumías, jabalinas, capacetes, lorigas y demás piezas de armadura, alfanjes damasquinos, etc., verdadero caos marcial, que del mismo modo que los cuadros y bustos, aunque en sección independiente, aparecía colgado de las numerosas escarpias de las paredes, hacinado todo, confundido a su vez entre los escudos y atributos episcopales, amontonado y sin clasificación de ningún género.

En el testero o lienzo de fondo del salón, sobre el frontón del rico dosel de tisú que cubría el sillón pontifical, lucía, rodeado de rayos de oro bruñido, el escudo heráldico del prelado, y más arriba, entre un círculo emblemático de plateadas panoplias estrelladas, aparecían las armas de la ciudad, que constan de un escudo partido en campo azul, un cáliz con la hostia sobrepuesta y rodeada de siete cruces de oro, y una estrella de lo mismo sobre un sepulcro de blanco mármol, aludiendo al del Santo Apóstol, patrón de la ciudad que de él titula, y de toda España.

El fuerte retintín de una campanilla despertó la atención del joven, abstraído en la contemplación de aquel espectáculo, de aquella inconcebible aglomeración de objetos, que por primera vez se ofreciera a su vista como una novedad extraña e indescifrable.

Un nuncio le introdujo al gran salón, en el cual, sentado bajo el dosel referido, le esperaba el opulento prelado vestido de pontifical.

Llevaba entreabierta su túnica talar, que parecía transparentar a través de su tejido finísimo, el templado arnés de acero de Milán que los prelados guerreros de la Edad media no solían abandonar en tiempo alguno bajo sus ropas episcopales. Calzaba coturno, especie de sandalia romana bordada de riquísima pedrería, y cuyos cordones de seda y oro entrelazábanse trenzados al tobillo, el cual desaparecía bajo la orla de la túnica blanca y tersa como la nieve, y que estaba primorosamente salpicada o bordada de delicadísimas estrellitas casi imperceptibles como chispas, de brillantes lunillas, conchas o veneras de plata y abejas de oro.

Pendía de sus hombros una especie de muceta o palio de terciopelo negro galoneado, con franjas de tisú, y en cuyo fondo, sobre el omóplato izquierdo del prelado, veíase bordado a realce un dragón volante en campo rojo, también al parecer de oro, con este lema en caracteres góticos: Fiat justitia, ruat caelum, et adversus Deum nihil subsistat. Sobre su pecho pendía asimismo el magnífico pectoral de diamantes, que solo usaba su ilustrísima en las ocasiones solemnes.

La figura recomendable de Diego Peláez, con su fisonomía jovial, sus ademanes dignos, sueltos y airosos, su habitual sonrisa graciosa y el pestañeo rápido de sus ojos garzos de fulgurante pupila, decía bastante en favor de aquel prelado tan rumboso y enérgico, quien para corresponder a su alta dignidad, tantos quilates de gravedad reuniera, como que parecía haber nacido para rey, para cortesano, para guerrero y para obispo a la vez.

Alargó su blanca diestra, que besó el joven respetuosamente, y le condujo luego al estrado que se extendía, cubierto con una preciosa alcatifa oriental, ante el dosel, cuyo sillón ocupó luego, indicando el recién venido un escaño inmediato para que le ocupara.

Fue entonces, al tiempo de sentarse, cuando el cuadrillero pudo notar a su lado, y medio oculto en la penumbra, a un hombre vestido de punta en blanco, y cuya armadura crujía al más leve movimiento.

A juzgar por las apariencias, aquel era el mismo caballero que casualmente, al parecer, acompañó al joven la precedente madrugada al palacio episcopal.

Llevaba ahora descubierto el rostro, y su pecho respiraba penosamente, enronquecido por la fatiga.

El cuadrillero, al percibir junto a sí a aquel rostro bilioso y pálido, experimentó un estremecimiento involuntario que le costó mucho disimular. Acababa de reconocer al conde de Altamira.

Reprimió, sin embargo, la impresión que produjera en su ánimo la odiosa presencia del magnate, a quien creyera tal vez difunto, y el rencor, un rencor cobarde, surgió de rep aspecto de su rival, como evocado por aquella sombra sangrienta que vagara tenaz en su memoria como una pesadilla eterna, cáncer roedor de su conciencia intranquila.

-Venís oportunamente, amigo mío, exclamó el prelado una jovial sonrisa y refiriéndose al cuadrillero, en tanto que el conde, despojando su diestra del guantelete, la tendía al mismo, descarnada y huesosa.

Al contacto de aquella piel árida, calenturienta y fría, entumecida por un sudor febril, el joven experimentó una conmoción involuntaria.

-La Providencia, o la casualidad, continuó el obispo, me colocan en este instante en un terreno sumamente satisfactorio a fe mía: se trata de una comisión honorífica y en alto grado meritoria, en la cual se halla mi autoridad en cierto modo interesada, y que por cierto reclama el desagravio de la justicia y de la vindicta pública, para lo cual es de todo punto necesario un instrumento activo, un hombre de vuestras prendas. El señor conde, en quien va compendiada la empresa, que es verdaderamente algo ardua, tuvo la inspiración de recurrir a mi demanda de ese instrumento que se apetece, y tuvo la buena suerte de encontraros en el camino la última noche, dándoos y conviniendo en una cita o entrevista con mi asistencia. Y mientras llegabais, he merecido la honra de que su señoría cae enterase de ciertos antecedentes sobre que versa el particular, pidiéndome consejo respecto a ser vos mismo el comisionado, depositario fiel de un secreto en que acaso estriba el resultado favorable de la empresa. Falta saber ahora si os halláis dispuesto a complacernos accediendo al empeño del señor conde, que es también en cierto modo el mío, sobre el cual se os pide una contestación franca, libremente deliberada y categórica.

-Es inútil consultar mi voluntad, señor, cuando me tenéis enteramente a vuestras órdenes, desde que tuve el alto honor de poner a vuestra disposición mis servicios.

-Sin embargo, hay compromisos de índole tan grave, que no puede alcanzar a ellos, ni con mucho, la autoridad del mismo solio a veces, porque en ellos es la voluntad, no la subordinación y obediencia, ni aun la disciplina tampoco, lo que debe dictar las operaciones fuera de la violenta presión que suelo ejercer el abuso erigido en criterio, y de todo lo cual por mi carácter, por mis convicciones, y aun también por el eco de mi propia conciencia, estoy bien lejos, y ruego a Dios me haga perseverar siempre, particularmente en esta época de lamentables disturbios y de perturbaciones político-sociales, que tantos conflicto han creado en estos reinos.

-Tengo el honor, señor, de repetiros, que tanto en este caso como en cualquiera otro, mi voluntad es la vuestra, pudiendo disponer de ella sin reserva alguna. Por mi parte tendré como una honra, en alto grado meritoria, si mis servicios pueden emplearse en vuestro obsequio y en el de la digna persona por quien os interesáis vos.

La mirada radiante del joven recayó disimuladamente y al soslayo sobre el conde con respetuosa naturalidad, franca, y disfrazando todo el volcán de odio y de sorpresa que ardía latente en su pecho hacia aquel hombre que tan distante estaba de adivinarlo, como que no le conocía siquiera personalmente, ni aun de nombre.

El conde se inclinó a su vez ante la manifestación tan lisonjera del joven, y los músculos de su rostro de mármol dilatáronse por una sonrisa equívoca, aunque amarga y tristemente lúgubre.

Diego Peláez, con una concentración solemne de lenguaje, que parecía imprimir doble energía al metal de su voz nerviosa, prosiguió:

-Puesto que tan sumiso y complaciente os hallo, me obligáis, desde luego, a aceptar en toda su latitud esa expresión tan sincera que os merezco. En su virtud, pues, desde hoy quedáis al servicio de mi deudo el de Altamira, quien os comunicará las órdenes que estime oportunas, y que yo por mi parte, sin renunciar tampoco sino temporalmente a vos, os ruego y mando cumpláis y acatéis con la misma eficacia y puntualidad que las mías. Mucho hueco dejáis en mis tercios, y sin embargo, solo obrando en pro de altos intereses de Estado que no necesito encarecer, consiento en dejaros marchar por un término dado que deben marcar las circunstancias; pero todo bajo una condición precisa, la de que apenas terminéis vuestro cometido, volváis a ocupar de nuevo vuestro lugar en mis milicias, según me ha ofrecido mi poderoso primo, y que espero ratificará siempre.

El conde manifestó su aquiescencia con un signo afirmativo y solemne.

-Una merced tengo que pediros, señor, dijo el joven, antes de despedirme de vuestra casa.

-Concedida desde luego, contestó el prelado.

-¿De veras? ¿Podré contar con esa gracia?

Diego Peláez, por toda respuesta, alargó la mano al joven y apretó una de las suyas, signo que en aquellos momentos equivalía a una solemne promesa con honores de juramento, después de lo cual prosiguió:

-Explicaos, ¿a qué viene a reducirse vuestra demanda?

-A que me permitáis llevar conmigo toda mi mesnada de subordinados, que acaso pudieran entrar en tentaciones de desertar, si les faltase su actual jefe. Esta exigencia podéis creer que nada tiene de extraña, tratándose de individuos armonizados por vínculos de simpatía de cierto género, de esa simpatía especial que brota, crece y se identifica aun en medio de los riesgos de la guerra. Y ahora, puesto que cuento con vuestra palabra, solo me falta suplicar al señor conde que no tenga inconveniente en admitir a sueldo y pendón los servicios de esos buenos leones, que no podrían vivir sin su jefe, como tampoco puede existir el pez fuera del agua, que es su elemento vital. Es gente bien nutrida y disciplinada, dura e infatigable a toda prueba, que hace bien poco gasto, y que, por otra parte, sabe muy bien ganarse el sustento y recompensar en cierto modo a su señor.

Tanto el obispo como el conde, se apresuraron a la vez a acceder a la petición del joven, quien contestó a entrambos con un expresivo ademán de gratitud.

-Fáltaos ahora, observó Ataulfo, que solo deseaba lo que se le exigía, por hallarse escaso de soldados fieles e incorruptibles, según solía él mismo decir apenado; fáltaos ahora avisar a esos bravos, que acaso ignoren de lo que se trata aquí, y que deben estar en su derecho sabiéndolo.

-Ése es asunto que corre de mi cuenta, repuso el cuadrillero; podéis estar seguro que acudirán a mi voz como mansos lebreles.

-En cuanto a estipendio, creo es inútil deciros que serán siempre arreglados a costumbre, razón y práctica, y con la oportuna participación en las presas y correrías que se hagan: ¿no es esto?

-Seguramente, es lo que suelo llamarse a buena ley de pecho y fuero.

-Pues bien; es asunto convenido completamente, y en lo cual no pudimos todos andar más razonables. Ahora podéis salir y esperar en la antecámara mis órdenes: necesito hablar a solas con su ilustrísima.

El joven marcó una reverente cortesía, saludó y salió del salón.

-Es, en verdad, todo un vasallo vuestro, un servidor incorruptible, honrado, generoso y valiente, dijo al prelado el conde en tono confidencial y recatado.

Peláez sonrió con visible satisfacción, y un relámpago de orgullo pareció cruzar por su placentero rostro.

-Es un bravo, diréis, contestó, cuyo pecho es de acero y diamante, y cuyos puños son capaces de habérselas con el mismo Goliat en persona.

-Y... ¿quién es él?

-¡Pst!... un advenedizo, a quien se le nombra... no recuerdo cómo.

La respuesta, lacónica por cierto, era al propio tiempo absoluta, concluyente, en aquellos tiempos, tratándose de un aventurero cualquiera, a quien las más veces, como un recurso fundadamente confidencial y necesario acaso, se imponía un apodo casi siempre imaginario y ridículo.

Véase por qué, tal vez por la belleza misma de este personaje, o quizás por sus famosas travesuras, que eran muchas, hacíase llamar generalmente Lucifer, a cuyo fatídico nombre solía responder con una extraña sonrisa, que parecía tener algo de sobrenatural y diabólica, al decir de las buenas gentes de antaño, según la tradición y las crónicas.

Y ese mismo nombre que ignoraban muchos, o se abstenían de pronunciar por no caer tal vez en pecado, pocas veces sonaba en público, a fin de no producir un escándalo moral de conciencia; y por igual razón nos hemos abstenido de revelarlo hasta ahora, en que es indispensable hacerlo, a fin de no introducir la confusión en nuestra obra, y por lo cual, como escrupulosos en determinadas materias, recomendamos el secreto al público.

Ambos magnates ignoraban también esa circunstancia por entonces, pues de lo contrario el uno de ellos le catequizara acaso, mientras que el otro no acertamos a afirmar qué hiciera con aquella parodia impía singularmente personificada. Bien es verdad que el aventurero había adoptado poco tiempo ha, según la tradición, aquel siniestro nombre que, para colmo del misterio, procuraba recatar lo posible.

-¿Con qué le habéis tentado, eh? preguntó Peláez al de Altamira en tono festivo y burlesco.

-De todos modos, repuso éste, y por cierto que aun habiendo apelado a diversos medios, ha afrontado mis ataques y los ha rechazado de una manera tenaz y obstinada en un grado que honra su carácter: no ha habido recurso, ha sido repelida de un modo heroico. Confieso, mi querido primo, que he traslucido en él todo un campeón, un caballero, y sobre todo, un pecho de diamante incontrastable de todo punto. Su abnegación, su serenidad y firmeza me han confundido, y creo que es el mismo hombre que necesito.

Ataulfo se interrumpió con un fuerte ataque de su tos seca y fatigosa.

-Según parece, le preguntó luego el obispo con su tonillo socarrón y cáustico, ¿han mediado también amenazas de cierto género, eh?

-Amenazas reales, de esas que aplastan en estos tiempos la frente de los gigantes; pero que tampoco han bastado a desviarle de la senda del honor y de la consecuencia, que parecen ser su fuerte, y le caracterizan. Ese hombre, ¡Dios me perdone! es algo más que hombre, acaso sea un héroe, y en verdad que es lástima no confiarle la conducta de un poderoso ejército.

-Le conocéis mal, conde, solo es un buen guerrillero y hábil estratégico cual ninguno; título que en nuestras montañas vale más que cualquiera otro que vos le atribuyáis: verdadero rey y dueño de la topografía del país, es hombre al propio tiempo capaz de sondear por sí solo, y sin auxilio de guías de ningún género, los más ocultos resquicios, y descubrir el paradero o guarida de los criminales, cuya aprehensión se le cometa.

Ataulfo saltó con viveza sobre su asiento, estimulado por una idea a la cual correspondieran las últimas frases del prelado, quien sin pensarlo acaso acababa de poner el dedo en la llaga.

-¿Estáis seguro de ello? se apresuró a decirle con marcada ansiedad. ¿Ese hombre sabrá investigar dónde se oculta mi asesino y le entregará al brazo de mi justicia?

-No puedo ir tan lejos, según podéis comprender; sin embargo, lo que si os diré, que si puede darse una persona capaz de llevar a cabo tan delicada cuanto importante empresa, es ese mismo joven, a quien podéis dirigiros en la plena confianza de que sabrá desplegar sus poderosos medios a fin de obtener un buen éxito, si cabe. Me parece os digo lo bastante; así, pues, empleadle a él y a los suyos, sed generoso y pródigo, que es el principal estímulo para llegar a un buen fin, y luego daos prisa a devolverme esas mismas prendas que garantizan la seguridad de mis estados, amenazada su integridad por la ambición de Alfonso.

Poco después separábanse aquellas dos eminencias político-religiosas de la época, y cuya alianza acababa de recibir cierta sanción legal, robustecida más y más desde aquel día.

Capítulo IV Confidencias Apenado sus cuitas confiara A su propio enemigo, Del cual no recelara, Teniéndole ¡infeliz! por un amigo Que el cielo le depara.

El sol, próximo al ocaso, exprimía sus ardientes rayos, que reverberaban en los montes como una inflamable lluvia de oro en fusión.

Ni un soplo de aire, ni un ruido turbaran la calma solemne de la naturaleza: las frondas, los arbustos, los cañaverales silvestres, todo parecía dormir ese caliginoso letargo que imprime el estío en la naturaleza, narcotizada por la influencia de los rayos de un sol ardiente en los climas cálidos y meridionales.

El canto de la cigarra, monótono, soñoliento y triste, parecía arrullar con sus lentos acordes aquella postración profunda y melancólica como el silencio. y sus últimas notas, perezosas, lánguidas y cansadas, perdíanse en el vacío como un eco moribundo y lúgubre, que se extinguía con aquel día tan caluroso y con aquella calma que parecía absorber hasta la misma existencia.

A lo lejos oíase retumbar, a indeterminados intervalos, el eco de un torrente que apenas alteraba esa calma eterna, poetizada por el paisaje mismo y por las tibias brisas de la tarde.

Precisamente en aquella misma hora el conde de Altamira y el joven caudillo, al regreso de Santiago, reuníanse en la gruta de los Abismos, de que ya hablamos en otro lugar de esta obra.

El cuerpo de aventureros que capitaneaba el último, y que dijimos ya permanecía acantonado en la aldea de Briones, al tránsito de su jefe por la misma, habíale seguido, y acampaba en un montecillo inmediato a la gruta, en frente de ella, donde juraban todos a porfía, reían y blasfemaban, bebiendo sendas botellas a la salud y buena intención del nuevo amo que Dios o el diablo les deparara.

Mientras tanto, el conde y su compañero, constituíanse, como ya indicamos, en aquella espaciosa gruta, y ocupaban aquel departamento circular de ella, erizado de puntas salientes de roca, y las paredes rústicas, la bóveda, ahumado todo por las hogueras y teas resinosas de los pastores. Sobre uno de los peñascos graníticos desprendidos y que obstruyeran su ámbito, sentáronse ambos, contrariado el joven visiblemente por una lucha interior, y fatigado el conde por su tos cascada, por la debilidad y el cansancio.

-Ya es tiempo de que sepáis la alta importancia de la comisión que os reservo, dijo Ataulfo con una voz hueca, ahogada por su mismo desfallecimiento: el señor obispo, a quien he franqueado mi corazón y he pedido consejo acerca del asunto, ha tranquilizado mis escrúpulos, acallando mis temores y desterrando mis recelos, fundados en la incertidumbre que la delicadeza misma del proyecto lleva consigo. Por su dictamen os entrego la clave de mis más hondos proyectos, sin la más mínima reserva por mi parte, y creo inútil invocar toda vuestra lealtad y buena fe al aceptar la ejecución de esos mismos designios que absorben todas mis aspiraciones, en medio de la lucha cruel que trabaja mi penosa vida. Depositario fiel de mis secretos, seréis a la vez mi confidente, y mi pecho, destrozado por tantas decepciones, ¿quién sabe si podrá descargarse de una parte del peso que le oprime y respirar con una satisfacción bien grata, y de la cual le aleja hoy un negro abismo?...

Ataulfo suspendió su discurso un momento, ahogado por su habitual fatiga: inclinó la cabeza sobre su pecho, y pareció recapacitar un instante, después del cual, como si cobrara nuevo aliento y como si sacudiera sus vacilaciones, continuó en tono confidencial:

-Se trata de perseguir y capturar a un criminal que ha atentado contra mi honra y la de mis blasones, puros y sin mancilla siempre, y que no contento aun con ello, ha hundido su cobarde puñal en mi pecho. ¿No es verdad que ese doble delito clama justicia a Dios y a los hombres?

-Ciertamente, repuso el cuadrillero, trémulo, alterado su organismo por una sacudida nerviosa; os he empeñado mi palabra jurada de fidelidad, y mientras no os avise cosa en contrario, contad con mi cooperación incondicional y franca.

-Mirad, prosiguió el de Altamira, desabotonándose la cota y mostrando una gran cicatriz todavía enrojecida y que correspondiera al sitio de un pulmón; esta herida es un testimonio viviente del crimen de que fui víctima, y este mismo crimen tiene una historia de repugnante horror. Quiero daros una prueba cumplida de sinceridad, refiriéndoos esos detalles que deben escandalizar vuestros oídos.

El cuadrillero, en medio del rapto que poseyera su ánimo, conturbado por la lucha moral que lo destrozara, se inclinó ante las palabras del conde, sin articular un solo concepto que hubiera hecho traición indudablemente a aquella afectada serenidad de ánimo que mentía.

-Escuchad, pues, continuo Ataulfo, tomando aliento y vertiendo una sonora aspiración, al paso que se limpiaba el sudor febril de su frente: hace algún tiempo fui invitado, no diré por quién, a contraer esponsales con la joven Constanza de Monforte, mi sobrina, que no pasaba de ser una muchachuela casquivana y coqueta, pero cuyo caudal, acrecido algún tanto por la solicitud y pericia económica de su tío materno, a cuyo cargo y tutela estaba, venía a suplir la versatilidad de sus condiciones morales demasiado libres, y no tan rígidas como conviene a una doncella de su alcurnia. Los asuntos materiales y administrativos de mi casa tampoco iban a la sazón muy florecientes, y amenazado además por la ambición de varios señores comarcanos, y aun también por el mismo rey que me apremiara al pago de mis feudos atrasados, me constituía en una situación apuradísima y precaria. Por otra parte, las gracias de la baronesa, sus prendas personales, y aun sus rasgos excéntricos con sus extravagancias mismas, formaban, juntamente con sus riquezas, un poderoso estímulo a mi ambición; de suerte que pude conocer que necesitando por precisión una alianza, yo, hidalgo arruinado, sin otro crédito que mis despilfarros y desórdenes, sin otra garantía que mis prodigalidades, no era fácil que la obtuviese, toda vez que no podía ofrecer en este caso reciprocidad de capital, ni de fuerza. Era, pues, necesario buscarla en el matrimonio, a cuyo estado mi vocación no me inclinaba; pero al cual no había otro medio que resignarse, como un recurso convencional de alta política. Pensé entonces en Constanza de Monforte.

Ataulfo volvió a interumpirse por otra pausa, acompañada de uno de esos accesos de tos que le aniquilaban las fuerzas y apagaban su voz con frecuencia.

-Por mi suerte, o quizás por mi desdicha, prosiguió, pude alcanzar mi objeto aun a trueque del sacrificio de mi voluntad y albedrío; y por fin, merced a esta ventajosa acumulación de Estados, pude crearme alianzas y recursos de cierto género, rehabilitando, en cierto modo, el eclipsado esplendor de mi casa. Pero volvamos al asunto.

Se interrumpió de nuevo y vertió un hondo suspiro, como si temiese recordar lo mismo que iba a decir,. en esta forma:

-Es cosa bien sabida que en compañía de la baronesa, cuando era soltera, había otra joven poco mayor de edad que ella: aquella joven, cuyo origen y procedencia dícese que son un misterio aun hoy todavía, se llamaba, si mal no recuerdo...

-Elvira de Benferrato, lo interrumpió maquinalmente el joven, conturbado luego por aquel arranque impremeditado de imprudencia.

-Sí, Elvira de Benferrato o Monferrato; ¡maldición eterna sobre ese nombre fatal que detesto por inspiración y que responde secretamente al eco de mis rencores!... Pues bien, esa persona, raza de víboras y que debió ser engendro de Satanás... lo he sabido después; no era mujer, sino un seductor miserable, mejor diré, un cómplice, tal vez, de esa mujer impura, que ha venido a mi tálamo corrompida por sus liviandades, sorprendiendo mis sentidos para seducirlos y burlar mi buena fe, envuelta en sus pretendidos velos virginales y coronada de una diadema, símbolo del candor y de la inocencia... Esa mujer, que me ha mentido su fe de esposa en los altares, profanando la santidad, del juramento... ella, la infame sacrílega, la impostora, ha venido a inocular en mi alma la ponzoña de la duda, el más cruel de los suplicios, y ha abierto en mi corazón la úlcera cancerosa del odio que arde aquí en mi pecho y le destroza.

Ataulfo, distraído en esta digresión, y translimitado hasta el último grado de la exaltación y la cólera, hubo de detenerse como para coordinar sus ideas dispersas, reanudando en los siguientes términos su discurso:

-Pero aun no es eso todo; el crimen no retrocedió ante el altar mismo: aquel amante prematuro, oculto bajo un disfraz tan ingenioso, desapareció del castillo de Monforte, apenas empezaran mis negociaciones matrimoniales con la baronesa, y en ello veo un doble ardid preconcebido felizmente, puesto que a fin de prevenir ciertas eventualidades escandalosas, a la vez que su disfraz de mujer anulaba toda sospecha posible respecto a sus relaciones culpables, era el único medio de consolidar el fraude y sus consecuencias, dar un marido paciente, en fuerza de su ignorancia misma, a la dama, y personificado en mí, inocente en un todo de la traición que se le jugara. ¿Qué os parece todo esto?

-Creo, repuso balbuciente el joven, que tenéis razón suficiente para abrigar hacia esa mujer inicua un resentimiento que es a mi ver fundado y que puede daros derecho a...

-¿A qué? le interrumpió con precipitación el conde.

-¡Quién sabe, señor! Las apreciaciones de conciencia llevan en sí esculpido un sello indisputable de singularidad no sujeto a regularización determinada, mucho más tratándose de determinados asuntos delicadísimos por su propia índole. Vuestra prudente sabiduría debe ser el único juez competente en esta causa, cuyo fallo, señor, os declino con el honor que al consultármelo me dispensáis.

-Está bien, y con vuestro permiso llego al punto crítico del desenlace trágico del drama, para lo cual no puedo menos de reclamar vuestra indulgencia, que mi justa indignación necesita acaso. ¡Oh! me horroriza ese cruel recuerdo que ataraza mi mente, viviendo aquí perenne para torturarme y alentar la venganza que surgió en mi pecho y que debe consumarse, aun a despecho del destino mismo y sus decretos. Celebráronse las bodas con gran contento general, hubo festejos dignos de un monarca, y Altamira no fue en zaga a Monforte en ostentación y lucimiento, particularmente al tiempo de las velaciones y de la bendición del tálamo, para todo lo cual no se desdeñó mi deudo, el señor obispo, de venir a celebrar con todo el boato pontifical de su curia y dignidades. Más ¡ay! ¡quién creyera que aquellas fiestas tan inusitadas, en las que llegara a desplegarse un alarde verdaderamente regio, como ya dije, iban a ser coronadas con un crimen abominable, que roció de sangre mi alcázar y enlutó mis Estados con gran escándalo del público!

-¿Qué decís? exclamó el cuadrillero, mal encubriendo su mortal congoja ante aquel relato que rasgaba todas sus fibras sensibles, que la perspicacia quizás del conde pudiera romper, aun a través de aquella máscara de fingida impasibilidad que encubriera todo un mundo de remordimientos.

-Sí, continuó el conde en el colmo de su explosión y con una entonación extraña, en la cual exhalábase todo el implacable vértigo de sus rencores; sí, no lo dudéis, aquella noche de maldición, la noche de mis bodas, a poco de haberme retirado a la cámara nupcial, cuando mis ojos se cerraban y mis potencias, mis sentidos, combatidos, al parecer, por un narcótico administrado indudablemente por una mano inicua, cedían a la presión del sueño o del parasismo... entonces... un asesino vil, el antiguo amante de Constanza, según supe luego, y que había acechado mis movimientos, espiándolos, de concierto con algún criado infiel, pudo ocultarse bajo el tapiz de la ante-cámara y llegar hasta mi lecho, hundiendo en mi costado su puñal homicida, y mientras yo, exánime, semivivo, luchaba con las convulsiones del dolor (porque las heridas eran mortales, y solo a los arcanos de la Providencia debo mi restablecimiento), el agresor, protegido por la alevosía que le condujera hasta allí, escapaba del castillo, aprovechando los primeros momentos de confusión y desorden, sin que persona alguna se ocupase de otra cosa que de verter gritos y lamentos, distrayendo así en aquel instante de perturbación la idea de perseguir al asesino. Y todo bajo un colorido aparente de solicitud por acudir en mi auxilio: yo, que solo necesitaba entonces los de la religión y de la ciencia. Pero a Dios gracias, restituido ya, aunque no enteramente, a la vida, porque mis pulmones han quedado lastimados, aun así, apenas pude, me levanté del lecho, huí de mi casa, aun a riesgo de una recaída, en busca de nuevos servidores; porque: ¡perdóneme Dios la sospecha! temo más al tósigo que al puñal, pues me encuentro asediado de traidores, pagados a mi propia costa, y en nadie fío, ni aun en mi esposa, a quien no conozco como tal desde la funesta noche, ni tampoco me inspira confianza esa mojigata dueña, que acaso debe ser quien concierta y dirige, en jefe la cuerda de una conspiración que señala en mí su víctima, mientras yo, pundonoroso caballero, guardo dentro de mí un secreto suyo, que es terrible y criminal en alto grado...

Las últimas palabras del conde produjeron en su colocutor una impresión instintivamente cruel; la sangre pareció helársele en las venas, y toda aquella organización tan gentil experimentó una horrible sacudida eléctrica. Sin saber por qué, la desconfianza pareció abrir en su corazón la puerta de una sospecha preventiva hacia aquella mujer maquiavélica, donde adivinó podía revolverse un genio maléfico predispuesto al crimen; y por consecuencia de todo aquel golpe súbito de inspiración, el joven tuvo miedo a aquel ser peligrosísimo, cuyo solo nombre acababa de infundir en su corazón, impresionable y dócil, un sombrío e inexplicable pánico.

Capítulo V Tras de la cruz el diablo Quizás se arrepintió; pero era tarde. Profanación impía, ¡Fanático! leyó su alma cobarde En aquel garabato que mentía El nombre de que el joven hizo alarde.

-Ahora bien, prosiguió el de Altamira, después de una breve pausa, durante la cual pudo reponerse algún tanto de su fatiga; a vista de estas confidencias que solo a Dios y a vos he hecho, y que no dudo sabréis reservar dentro de los verdaderos límites de la prudencia, supongo que haciendo cumplido honor a vuestra palabra, estaréis dispuesto a prestarme el inapreciable servicio de dar caza a ese infame ladrón de mi salud y de mi honra: y si lo estáis y sabéis cumplirlo, podéis estar bien seguro de la recompensa que os preparo, mayor quizás de lo que pudierais creer. Para ello se os facilitarán recursos de todo género, os daré la clave topográfica de mi alcázar, a fin de que poseyendo sus secretos, podáis penetrar en él a todas horas que os plazca, si bien os impongo una restricción en este punto esencial del pacto; la de que no os aproximéis a las prisiones de Estado ni al departamento que ocupan, puesto que siguiendo el sistema establecido, una imprudencia vuestra en tal sentido pudiera comprometer en alto grado la suerte de esos desventurados que en ellas espían sus detestables crímenes. Por lo demás, mi autoridad os prohíbe absolutamente revelar secretos de ninguna clase que afecten al interior del castillo, si no es a mí mismo: ¿estáis conforme?

El cuadrillero se inclinó con una señal respetuosamente afirmativa.

-¡Ah! continuó Ataulfo, como inspirado por un pensamiento súbito; temo que vuestra presencia, constante y fija en mi casa, pudiera aparecer sospechosa respecto al golpe de mano proyectado, y este lance, que solo podría culparse a un rasgo de imprevisión, malograda infaliblemente la empresa; por tanto, podéis ceñir el plan de operaciones por ahora, a vigilar las afueras de las Torres de Altamira, ejerciendo un rigoroso sistema de espionaje con relación a todas cuantas personas traten de aproximarse, a inquirir guaridas de salteadores y malas gentes que suelen albergar determinados puntos de los cercanos bosques, a fin de poder hallar a ese hombre o demonio que asalta mi tranquilidad y mi sueño. Vuestras gentes, bajo el pretexto de merodear, pueden recorrer las alquerías y las aldeas contiguas. aunque sin incomodar gran cosa a sus moradores, sino por el contrario, ofreciéndoles protección e inspirándoles confianza, como el mejor medio de facilitar el apetecido objeto. No olvidéis cuánto puede convenirnos el que se ignore la connivencia en que estamos, pudiendo obrar en todo en la apariencia, como si dijéramos, de cuenta propia, sin que mi nombre llegue a mezclarse en cosa alguna, ni aun de modo indirecto, lo cual, además de poner a cubierto mis intereses, añade la ventaja de hacer útiles exploraciones, alentando la confianza de esas ruines gentes, que desgraciadamente para ellos; no me han tomado en buen predicamento, y ante quienes convendría revalidar mis méritos, cambiando en el mejor sentido el juego de opiniones en que fluctúa nombre, víctima de apreciaciones diversas, y fijando de un modo definitivamente sólido su verdadera calificación ante los hechos prácticos de que va a derivarse presto, como medio confirmatorio e innegable. Y por último, con el objeto de conjurar un compromiso cualquiera, tomad y leed: ahí os entrego un salvo-conducto que sabrán respetar mis gentes, y ante cuyo talismán se os abrirán, en caso necesario, los más vedados retretes, los departamentos más recónditos de mi alcázar, a excepción, como ya os dije, de las prisiones de Estado, para las cuales tengo carceleros y guardias especiales, a quienes, sin que por ello vaya yo a creer que abuséis, tengo comunicadas las competentes consignas que rigen para la generalidad, sin excepción de persona alguna. ¿Juráis, pues, servirme con tales condiciones?

-Lo juro, contestó con cierta solemnidad el joven, estrechando con la suya la diestra que le presentara el conde, y besando al mismo tiempo la blasonada cruz de la espada que le ofreciera igualmente.

-¿A fe de caballero?

-Y de cristiano, conde.

Y como para tranquilizar completamente los escrúpulos del magnate, y enajenarse enteramente su confianza, se picó con la punta del puñal una vena de su mano izquierda, haciendo brotar una gota de sangre que vertió sobre el salvo-conducto, como para imprimirle un sello indeleble de solemnidad.

-No es bastante eso todavía, dijo Ataulfo; es preciso que suscribáis el duplicado de ese documento que debo yo conservar en mi poder, haciendo constar vuestro nombre, apellido y rúbrica.

El cuadrillero tomó la pluma que le presentara el conde, previsor hasta este punto; la mojó en sangre, y con pulso algo alterado, firmó el pergamino que le ofrecía el mismo, con el nombre de Lucifer. La rúbrica era una cruz.

Ataulfo no pudo reprimir un movimiento de marcado asombro ante aquel nombre y aquella rúbrica; posó en el joven su despavorida mirada, que este sostuvo con su habitual naturalidad y sangre fría, como desentendiéndose, al parecer, de aquella ojeada tenaz como un rayo encendido.

-¿Os burláis? exclamó aquél escandalizado.

-¡Qué!... ¿Os espanta ese nombre acaso?

El conde se persignó.

-No es posible, dijo, que habléis formalmente.

-Dejad correr los sucesos; ellos dirán por sí mismos si pueden responder de mi identidad o de una farsa, que no tendría por mi parte objeto.

-Por cierto que hasta ahora creía libre de demonios mis Estados.

-Ved como podéis engañaros a costa de vuestra previsión: ¿qué queréis?... Y lo peor es que acaso exista en Altamira, en vuestra propia casa, otro género de espíritus malignos que, mientras yo, al menos, escudo mi nombre detrás de la cruz como veis, por más que sea esta de sangre, ellos giran por cuenta propia en un círculo más vicioso y temible. ¡Líbreos Dios de que una triste experiencia salga a vuestro encuentro con una prueba nada feliz, en corroboración de mis presagios!

El conde, arrepentido, al parecer, de haberse entendido con aquel ser incomprensible, como que debía estar cuando menos bajo la influencia de las potestades malignas, fijó de nuevo en él su mirada atónita, como para cerciorarse de la verdad de lo que oía. Supersticioso y fanático por educación y hasta por conciencia, túvole miedo, un miedo cobarde y estúpido.

Oyósele murmurar secretamente un voto; besó la blasonada cruz de la espada, y con su mano trémula separó sus cabellos, que una fría traspiración tenía pegados a su frente calenturienta.

Exhaló una respiración sonora, en la cual su pecho, enronquecido por la fatiga, pudo dilatarse con un suspiro. Y entonces entregó a su colocutor uno de los ejemplares del salvo-conducto, reservándose en su escarcela el otro, firmado, según se dijo, por el joven.

Luego, apercibiéndose, al parecer, del ridículo papel que estaba desempeñando y que rebajaba su dignidad ante aquel testigo, varió el giro del asunto con más atolondramiento que oportunidad.

-Tomad, dijo, entregando al jefe de los aventureros un puñado de monedas de oro: ahí tenéis esa propina para que vuestra gente beba a mi salud: hacedles entender que desde hoy entran al servicio de una persona agradecida, cuyo nombre podéis someter a una previsora reserva, que no necesito encareceros a vuestra prudencia, sin olvidar tampoco la alta importancia de los arcanos que os he revelado, y de cuya confidencia no creo abusaréis en tiempo alguno: son el grito doliente de un esposo ultrajado, y cuyo eco debe morir en vuestro pecho. Sed, pues, el director, y, que los demás queden de reserva para un caso dado, aunque predispuestos siempre a seguir ciegamente vuestras órdenes en este punto, sin vacilación ni réplica.

-Está bien, señor; creo sabré mostrarme a la altura de mis deberes haciéndome digno de vuestra confianza, y correspondiendo dignamente a ella. Quedad con Dios si os place, y dejadme partir a tranquilizar los temores que mis bravos pueden fundar, tal vez, en mi tardanza, poniendo al propio tiempo la primera piedra en nuestro proyectado edificio.

-Si, partid, valiente servidor; una secreta voz me predice que vuestro plan no será defraudado, y que un resultado favorable debe responder bien presto a mis esperanzas.

Y el conde, aquel hombre de piedra, sintió su corazón conmovido hacia el joven, que se retiraba un paso atrás en actitud de marcha.

-¡Ah! oíd, continuó el magnate, se me olvidaba designaros cuartel para establecer vuestro centro de operaciones: la aldea de Briones, por su situación especial a la vez que por su proximidad a las Torres de Altamira, me parece bien a propósito para el caso, y allí podéis fijar el punto central del destacamento. Cuidad, sin embargo, de que no llegue a traslucirse vuestra comisión entre aquellas gentes de la aldea, porque entre ellas hay muchos realistas acérrimos y de su mismo ídolo, del rey Alfonso, recelo haya podido partir el golpe de ese puñal homicida, que solo Dios ha hecho desviar de mi corazón.

Y entonces el guerrillero, todo conturbado, casi fuera de sí y contrariado por una lucha profundamente interna, se separó del conde.

-Esperad, le dijo, voy a sacar escolta para que os acompañe conmigo a vuestras Torres.

-No, es inútil voy más seguro solo desde este punto hasta el Breñal y que veis ahí en frente y donde me esperan mis arqueros, que son buenos muchachos a Dios gracias. Además conviene salvar las apariencias para alejaros de cualquier conflicto que pudiera también alcanzarme, atendido el plan de conducta que nos hemos propuesto. Ea, pues, adiós con los vuestros.

Y el conde se alejó en opuesta dirección que el joven, encaminándose hacia el Breñal, que era un cortijo acotado muy próximo y de su pertenencia.

Bien presto perdiéronse ambos en las dudosas sombras del crepúsculo, que invadieran el paisaje selvático del yermo con sus tintas fantásticas.

Fácil es comprender, en vista de los antecedentes, los violentos impulsos que tendría que sofocar el cuadrillero para no lanzarse sobre el conde, su mortal enemigo, cuando le tenía precisamente en su poder, en ocasión que todas las ventajas estaban de su parte; pero el pundonor pudo más en su ánimo que el odio, y mantúvose a la línea que la prudencia le marcara. En efecto, un crimen, cobardemente perpetrado allí, a vista de sus soldados, a quienes se había propuesto mon, de acuerdo con el obispo de Santiago, para convertirlos de criminales que eran, en ciudadanos honrados, le hubiera dado un resultado contraproducente, desacreditándole a él mismo, y haciéndole descender a cierto terreno.

Además, disponiendo de un plan tan vasto como el que concluía de concertar con su misma víctima, y de unas facultades tan omnímodas como las que se le concedieran, el porvenir de su venganza tomaba a su vista enormes proporciones, y resultados infinitamente mayores lisonjeaban su fantasía por su mismo vértigo: nuevos horizontes desplegábanse ante él como un rasgo sangriento, y se decidió, al fin, por contemporizar y esperar, abandonándose a la influencia del destino, no acertando a definir aquel artificio que absorbiera los resortes del ánimo en medio del laberinto que revolviera su mente, y cuyo desenlace no podía alcanzar a preveer tampoco. Por consecuencia de todo, deducíase un hecho a todas luces concluyente: el conde de Altamira estaba a toda hora en sus manos.

Capítulo VI A la descubierta Juguetona la brisa recorría La campiña esmaltada y olorosa Y una niebla confusa, vaporosa Las almenadas corres envolvía, Cual gasa de cristal, nácar y rosa.

Amanecía ya.

Así lo anunciaba el canto melancólico de la tórtola, monótono, lúgubre y sentido como el eco de un dolor sin consuelo.

Las estrellas brillaban en un firmamento límpido, inundado de la haracada luz de los astros, y allá, en el Oriente, izaba la naciente aurora su pabellón de nacarada púrpura, como un penacho de fuego condensado.

Lucifer, según llamaremos desde ahora a nuestro capitán de aventureros, recorría solo la hermosa campiña que separa la villa de Padrón de las Torres de Altamira, y parecía explorar con escrupulosa atención el terreno salvaje y solitario entonces, cuando las rondas volantes del señorío le dejaban libre de sus investigaciones.

Iba armado, como suele decirse, hasta los dientes, y en su almete lucía un airón o garzota que le sirviera de distintivo, como un penacho flotante a impulso del agitado movimiento de sus pasos.

Llevaba echada al rostro la visera de su brillante celada, sobre la cual resbalaban los destellos diáfanos e incoloros de aquella luz mate.

De pronto, y en medio del profundo silencio que allí reinara, oyóse un silbato que produjo tres modulaciones sordas, lentas y acompasadas, y que procedían, al parecer, de un bosque de olivos que se extendía hacia la parte de Altamira, y enclavado dentro del mismo coto jurisdiccional de dicha fortaleza.

El aventurero moduló otro sonido lento, pausado, que reprodujo otras dos veces, y aceleró el paso hasta, llegar junto a un grupo de ruinas, al extremo opuesto de los olivares.

Un bulto informe, especie de sombra inmóvil como una estatua, dominaba el montecillo de escombros, semejante a un fantasma que se destacaba en aquel horizonte, condensado por un velo de nebulosas brumas.

Lucifer, ágil y denodado, saltó sobre las ruinas, y el bulto le salió al encuentro, abrazándole y besando su armadura.

-Has sido puntual, amado niño, exclamó el desconocido con un metal de voz algo afectado, y en verdad que tu obediencia te hace acreedor por mi parte a un galardón proporcionado al mérito. Pero no es este el sitio más oportuno para que nos comprendamos; necesito tener contigo una conferencia importante, como que de ella penden asuntos gravísimos, y es llegado el caso de no poderse ya diferir por más tiempo. He sabido preveer, el inconveniente, y al efecto tengo designado el sitio más a propósito para el objeto. Pero amanece ya, y todo pende de nuestra prudencia: si nos descubrieran... ¡oh! aunque enmascarados, tal vez pudiéramos sufrir un reconocimiento, y aun quizás. un interrogatorio, que nos comprometerían sin recurso, y entonces...

-Sí, tenéis razón, mi querida Palomina, estoy sediento de vuestra conversación, tan sabrosa como fecunda siempre para mí, porque me revela a menudo cosas interesantes y curiosas, y es lástima que un incidente cualquiera nos sorprenda y delate nuestra alianza que tanto me importa conservar.

-Escucha, le dijo confidencialmente la dueña (pues ella en efecto), bajando la voz y cogiendo por el brazo al cuadrillero; duerme un secreto terrible en los subterráneos de Altamira, a los cuales no puedes aproximarte sin arriesgar tu amistad con el señor conde y aun otra cosa quizás más grave; y es preciso que conozcas ese mismo arcano que debe lisonjear tu amor propio y la sorpresa que en ti despierta la revelación que de él te ofrezco. Ahora bien, esos subterráneos se dan la mano con una mina o cueva misteriosa que se prolonga, atravesando por su base la montaña oriental de la fortaleza, y que puede dar la clave topográfica de ese sistema de prisiones que forman el departamento subterráneo, desconocido absolutamente, menos del conde y de los carceleros. Yo debo a una casualidad el secreto de esa mina, y utilizándolo en beneficio tuyo, voy a abrirte su centro misterioso, fiando a tu reserva la delicadeza de este paso que arriesga en mí toda mi suerte y la tremenda responsabilidad que su revelación pudiera traerme.

Y la vieja, con más agilidad de la que permitieran sus años, replegó el manto con que iba tapada, e hízose seguir del joven.

La luz del crepúsculo alumbraba ya lo bastante para que pudieran ver, aunque vagamente, el terreno que atravesaran. Era un espeso bosque de encinas que sombreaba un profundo valle alfombrado de musgo y aterciopelados arbustos.

Bien presto el tránsito les fue casi imposible a través de aquella espesura salvaje, donde no penetrara sino algún rayo fugitivo de luz, bajo la inmensa bóveda de frondas altísimas e imponentes como la cúpula de una catedral gótica.

De vez en cuando entreabríase el ramaje inferior como una cortina vegetal, y atravesaba una liebre o un gato montés, escapando raudos como el viento, veloces y despavoridos hacia uno u otro extremo del laberinto, lanzando un grito de alarma y terror.

Llegaron, por fin, a un vallado de espinos, cuya puerta, formada por una gran cortina flotante de murta, separó la mano práctica de la dueña.

Un hermoso mastín de Terranova, como hoy diríamos, guardaba por la parte interior aquel recinto, acostado sobre un lecho de pieles.

El inteligente animal, como avergonzado de haberse dejado sorprender en su sueño, se levantó diligente y lanzó un gruñido sordo que hizo retumbar el espacio con su eco, si bien acariciado por la vieja, que al parecer debiera serie bastante familiar, el bravo cancerbero movió la cola y tornó a acostarse en su lecho, no sin seguir con su tenaz pupila todos los movimientos de ambos personajes.

Avanzaron éstos.

El sitio que hollaron era un pensil de perfumados arbustos, un plano inclinado con cuadros de rosales y madreselvas, y cubierto a trechos por emparrados y caprichosas cúpulas formadas por los mil festones de pasionarias, jazmines y madreselvas. En el centro, es decir, en la parte más prominente de aquel jardín encantado, como pudiera decir un poeta, elevábase, como un pintoresco pináculo, un rústico pabellón o invernadero, gruta verdaderamente mágica que se prolongaba a través de la montaña, sostenida en su ingreso por columnas de murta enlazadas arriba por medio de pabellones de flores.

Del mismo fundamento de este valle y de esta -gruta, alzábanse también a trechos pirámides de follaje esmaltadas de rosas blancas y encarnadas, formando arcos y caprichosos toldos, que parecían cerrar casi en su totalidad el espacio, y sobre todo, como una inmensa cortina gris que rodeara aquel mágico jardín de Armida, el Monte Sorayo[6] proyectaba en el brumoso horizonte sus dentadas cumbres plomizas, recortando sus aéreos perfiles y hundiendo sus irregulares espectros en el vacío condensado por las nieblas matutinas.

Una bandada de ánades posábanse revoloteando sobre el pretil de un pequeño estanque abierto a cincel en la misma peña, y huyó de pronto, lanzando estrepitosos graznidos, al notar la presencia de los recién venidos. Al llegar estos a la verja o empalizada giratoria del invernadero, la anciana tiró dos veces de una cuerda que allí había.

Sonó al punto un esquilón algo remoto, y apareció un hombre enteramente negro como el ébano, alto de estatura y fornido de miembros, de cabello crespo y lanudo, nariz aplastada, y en cuyos ojos revolvíase una fulgurante pupila. Vestía un traje africano de grosera lana, y en su cintura lucía el puño cincelado de un cortante alfanje damasquino. Era, en fin, uno de esos esclavos nubios que tenían a su servicio los señores árabes, y cuya fidelidad proverbial más de una vez se ha desmentido.

Llamábase Abrael.

Su poderosa musculatura, su mirada imponente, fiera, salvaje, su frente aplanada y espaciosa, signo inequívoco de un racionalismo instintivo, todo revelaba una naturaleza activa y enérgica, solidificada quizás por los arranques del infortunio de esa raza torpemente envilecida, mutilación bárbara de la sociedad, y a la cual el empirismo de la filantropía moderna niega hasta la prerrogativa de sus derechos civiles, bajo el especioso pretexto de la utopía.

La vieja sacó un trozo de medallón o amuleto, que juntó con otra que le presentara el negro con una mano, mientras que armada de su luciente alfanje la otra, levantaba amenazador y rugiente su brazo terrible y musculoso.

Debió, sin embargo, quedar satisfecho de la prueba, porque al punto hizo girar la verja erizada de picas de acero, y que dio entrada a ambos huéspedes.

-¿Dónde está el señor? preguntó Beatriz.

Abrael recostó la mejilla sobre su mano izquierda y cerró los ojos, por toda contestación.

Era mudo.

-¿Tardará mucho a despertar?

El esclavo marcó un signo negativo.

-¿Y después?

Abrael, por un movimiento rápido e insinuante, volvióse hacia el Oriente, abrió repetidas veces sus formidables brazos, se hincó luego de rodillas, juntó las manos y tocó el suelo con su frente ancha y deprimida, dando a entender que su amo haría oración apenas se levantase.

Prestábase con tal soltura su carácter a este juego mímico, e imprimía en todos sus movimientos tal expresión y elocuencia, que suplía admirablemente la falta de palabras, y se dejaba comprender fácilmente.

Introdújose en una de las bóvedas del pabellón de ingreso, y ágil, gozoso, campeando cierta sonrisa satisfactoria en su fisonomía horrible, tornó luego a salir por otro punto diferente, manifestando con sus ademanes vivos y enérgicos, que se les esperaba.

Entraron ambos, precedidos siempre del gigantesco esclavo, el cual, desciñéndose su faja de lana a grandes cuadros amarillos y verdes, vendó los ojos a aquellos y condújoles por un piso irregular, aunque llano.

Oyeron después el choque estridente de una piedra al girar, al parecer, sobre otra, y asidos por la mano y conducidos por el siniestro guía, descendieron por una rampa suave que variaba de dirección a trechos, y que les condujo junto a una puerta oval de herrada encina.

Al pie de aquella puerta de arte, cortada por ambos extremos en forma de medio punto, y a la parte exterior donde se hallaran, había unos gruesos anillos de hierro prendidos a una gran losa sostenida por dos cadenas perpendiculares, que se perdían a través de una hendidura de la gruta o subterráneo. El nubio desató la venda que cegara la vista a sus huéspedes, y con su lenguaje mímico les dio a entender el objeto de aquella losa enorme que obedeciera a un secreto mecanismo.

Bien pudiera la imaginación humana tratar de investigar aquella mansión desconocida; podía, sí, penetrar hasta aquella misma puerta, último extremo del portento; pero aunque así fuese, lo que dejaba ofrecer dificultades casi insuperables, aun con todo ello, la persona dueña de aquel prodigioso antro podía fácilmente burlar la osadía del invasor con solo tocar cierto resorte que dejaba escapar de pronto aquellas cadenas, único punto de apoyo del pavimento que se hundía entonces, presentando un insondable abismo, en cuyo fondo oíase rebramar muy remoto un bullidor torrente. Y entonces los profanadores, siquiera fuesen muchos, eran despeñados a una horrible profundidad, y adsorbidos por el abismo sus mutilados cuerpos.

Capítulo VII La gruta encantada Entrad, entrad conmigo A ese oriental portento, Donde el hado enemigo, Bajo nubes de horror y fingimiento, Hacerme quiere de su ardid testigo.

Aquella puerta abrióse como a impulso de un golpe mágico, y giró sobre sus goznes con un crujido armonioso y tenue.

Los exploradores, si así los llamamos, entraron a un vestíbulo espléndidamente tapizado, y cuyas paredes pulimentadas reflejaban la luz opaca a veces, otras vívida y radiante, y cuyos rayos, procedentes de un punto desconocido, resbalaban en la bóveda, vacilando informes y fugitivos.

De allí pasaron a un retrete ricamente alfombrado, colgadas las paredes de tapices pérsicos, y de cuya techumbre, de cedro ensamblado, pendían, en cadenas de cristal tallado, enormes lámparas de amatista y pórfido.

Muelles, cojines de, terciopelo, divanes de seda, y brocado, bajo profusas cortinas amarillas cogidas a pabellones, rodeaban el ámbito de aquel saturado retrete, en cuyos ángulos, sobre consolas de mármol blanco pulimentado, veíanse búcaros de flores y pebeteros magníficos en forma de braserillos, en los cuales ardían perfumes de Arabia, que se disipaban luego en grupos de humo plateado como la nieve en aquel ambiente nebuloso y embriagador como el deleite.

Y ¡cosa extraña! de las paredes de aquella mansión prodigiosa pendían haces de armas, escudos, arneses y trofeos, rosarios de ámbar gris, de gruesas y olorosas cuentas, dijes orientales de sándalo, nácar y ébano, de delicadas labores, caprichosa creación de esas misteriosas houríes del paraíso del profeta; espejos con primorosos marcos de cinceladura, velos de plateada gasa casi impalpable, chales de cachemir artísticamente trenzados, turbantes de brillantes colores, compuestos en estudiada combinación de verde, amarillo, encarnado y blanco... y de este conjunto pintoresco, de esa colección extraña, parecía desprenderse algo de voluptuoso y sensual que convidara a la molicie, al reposo, al amor más incitante y poético, al deleite más puro...

En el fondo, detrás de un arco cimbrado, calado de arabescos y adornado de ricos cortinajes de brocado amarillo, veíase, a través de trasparentes velos de gasa, una mujer vestida con el traje oriental, recostada indolentemente sobre un diván de raso carmesí guarnecido de franjas de tisú.

Era hermosísima de rostro, blanca, con esa palidez de mármol que imprime la privación del sol y del libre ambiente, por lo menos en el cutis delicado y terso de las odaliscas del serrallo: su profusa cabellera negra caía sobre su seno turgente y agitado, y como para desmentir aquella tranquila apariencia de sosiego, aquella indolencia afectada, lucía su mirada enérgica, alentada por esa pupila tenaz que arde, revelando el fuego que inflama y caracteriza el corazón de las hijas del Mediodía.

Allí también, en rededor de aquella beldad que parecía, sin embargo, traslucir en su fisonomía cierta expresión de amargura recóndita, ardían lámparas de cristal de roca, y un humo leve, fragrante y aromático, evaporábase de los pebeteros de oro cincelado que ardían igualmente en aquella estancia tan provocadora al placer, y separada del dormitorio de la joven por una verja de laureles de hierro dorados.

Y confundida en aquella masa de vapores tenues y semilucidos, riente, nacarada como una divinidad mitológica, surgía aquella visión peregrina, seductora como el amor y voluptuosa.

De pronto, y mientras Lucifer, que no había reparado en aquella belleza tentadora, seguía internándose, apareció en el fondo del retrete morisco un anciano de luenga y plateada barba, continente severo hasta la fiereza, y de cuya gruesa cintura pendían varias armas, desde la pesada jabalina hasta el puñal buido, agudo y cortante, con su punta envenenada de tres filos, y cuya herida era mortal.

Vestía al estilo árabe, y en su alquicel de grana escarlata, campeaban africanas lunas y otros atributos, cifras e inscripciones, repitiéndose profusamente en caracteres cúficos el tema dogmático y sacramental de los sectarios de Mahoma: LE GALIB ILLE ALLAH[7].

La atmósfera enrarecida, condensada por aquella nube rosada de humo y vapores, daba a los objetos un colorido mágico y a través de ella aparecía en primer término aquel anciano de rostro indefinible, pero en cuyas atezadas facciones no era difícil traslucir una aspereza cruel.

La vieja. seguida del cuadrillero, adelantábase lenta y ceremoniosamente hacia el árabe, saludó al estilo oriental, correspondiéndola éste a su vez del propio modo, llevando su mano derecha sucesivamente a la frente, a la boca y al corazón.

Lucifer imitó, como pudo, aquella pantomima, nueva enteramente para él; pero ni uno ni otro obtuvieron una sonrisa ni la más leve demostración afectuosa por parte de aquel personaje, cuyo semblante impasible, frío y severo, permaneció ceñudo y sombrío, contraído bajo su piel de bronce.

Omar-Jacub, que así se llamaba, se sentó con su naturalidad glacial sobre cojines de brocatel leonado, extendidos sobre alfombra, e indicó a sus dos huéspedes otros almohadones no menos ricos, colocados, al parecer, de intento, bien próximos al que él mismo ocupara. Luego llevó a sus labios el tubo de una pipa de marfil y ébano que le sirvió el esclavo, y se recostó indolentemente sobre el espaldar de filigrana del estrado.

Entonces, por la vez primera, después de haber saboreado pausadamente el humo de su pipa, hizo oír su poderosa voz, que vibró en los ámbitos de aquel recinto, y pareció conmover con una sacudida rapidísima los grupos de columnas tenues con junquillos, esbeltas y airosas, con su agramilado enlace de crestería, todo admirablemente figurado.

-¿Podré saber, dijo en mal romance y con un acento gutural muy pronunciado, podré saber la feliz casualidad a que debo el honor de esta visita?

Y mientras Lucifer, explotado por la insultante arrogancia del árabe, revolvía, allá en su mente acaso, un proyecto temerario; la vieja se apresuró a responder con cierta sumisión marcada:

-Me encargasteis, señor, que buscase un héroe que supiera manejar la espada; un caballero de acreditada hidalguía; un joven decidido, en fin, y libre enteramente de esos vicios criminales que degradan a la humanidad con sus abominables flaquezas; y os lo presento como modelo de todas las cualidades que apetecer pudierais para el caso.

Omar-Jacub abrazó al joven y estrechó su mano. Estaba horriblemente fría; y sin embargo, hervía la sangre en sus venas, y el cerebro se le desvanecía a pura confusión.

-Sed, pues, muy bien venido, continuó aquel, a esta triste morada de la desventura; yo me apresuro a anticiparos mi gratitud y reconocimiento, para cuya expresión os confieso que no hallo conceptos suficientes: podéis estar seguro de ello.

Lucifer se inclinó con un movimiento simpático.

-¿Con qué sois desgraciado? se atrevió a preguntar, depuesta ya su prevención, nacida de la misma sorpresa y alentado por las palabras de Omar, cuya fisonomía pareció resplandecer con un rayo de súbito entusiasmo.

-Sí, repuso con un acento de terror salvaje que retronó en el ámbito, como el huracán en su vértigo; han destrozado mi corazón los hombres, perros rabiosos, que no contentos con eso, han llevado su crueldad al extremo de proscribir mi libertad, mi albedrío, mis riquezas y mi alma, que en realidad no es mía; bebieron mi sangre maldecida, y trajeron junto a mi noche y día a Eblis[8] para despedazar mi espíritu pobrecito.

En aquel hondo lamento, fúnebre, doloroso y tristísimo, parecía exhalarse un sentimiento indecible, y revelábase al propio tiempo todo un vértigo de sangrienta e implacable cólera.

-Aquí, donde me veis, prosiguió, he apurado el amargo cáliz del dolor; he bebido una copa de lágrimas, y héme aquí, víctima expiatoria, herida por alevosas criaturas, ponzoñosas serpientes que he hallado en el tránsito de mi vida tristísima y acerba. ¡Oh! tened com pasión de mí... ¡Maldición y oprobio sobre los enemigos de mi felicidad y reposo!

Y enervado, aniquilado visiblemente por este rasgo de su desahogo, Omar inclinó la cabeza sobre el pecho, como una señal de abatimiento.

Luego, después de una breve pausa, durante la cual, centradas sus facultades, pareció sumido en completo arrobamiento; incorporóse de pronto, sacudió su piateada cabeza, cuya lustrosa cabellera flotante descendía desde la orla de su turbante, y en aquella mirada lúcida centelló un rayo de fiereza que inflamó todas sus facciones como un meteoro, temblaron de coraje sus músculos, y una rabia nerviosa, cruel, sangrienta, se reflejó súbitamente en aquel semblante de hiena.

-¡Oh! prosiguió cada vez más enardecido; yo necesito un brazo vengador que me proteja en mi obra de redención, un instrumento que me ayude en esa empresa de reparación y exterminio que proyecto, una espada, un cangiar, una gumía o una cortante jabalina que derriben cuellos a millares, y sobre todo, esa cabeza maldecida por el soplo de Alá... y por Dios vivo, por el profeta, por el Corán, que esa misma cabeza reprobada debe caer partida para pasto de víboras.

Omar sonrió con un frío sarcasmo, y mostró sus dientes agudos, cortantes como los del chacal, y que aun a pesar de su edad proyecta, parecían conservar todavía su blanquísimo esmalte y su ordenada simetría. Su poderoso acento asemejábase a un rugido, cuyo eco parecía vibrar aun, como el estallido de la tempestad en los trópicos.

-Vos ignoráis la historia de mis infortunios, prosiguió dulcificando el lenguaje y dirigiéndose al aventurero; es una historia de sangre y lágrimas, que solo conoce esa mujer, dueña de todos mis secretos, y que vos también debéis conocer en sus principales detalles, puesto que tratáis de interesaros en mi suerte y en la de mi pobre hija, víctima como yo de la brutalidad y del abuso.

La dueña, a quien había aludido el anciano, muda espectadora de aquella escena, marcó un signo de asentimiento hipócrita a las palabras del árabe, el cual continuó con uno de aquellos arranques de colérica rabia:

-Yo era un poderoso arráez argelino que tenía a la mar por patria, libre, feliz y dueño de la inmensidad, dominando como un bajá en mi capitana de tres puentes, rodeado de esclavas bellas como houríes... poseía alcázares de mármol, jardines, taifas[10] aguerridas, pabellones de granete, bellos y suntuosos, y riquezas a montones; cuanto pudiera lisonjear el poderío, el amor propio y la ambición, eso mismo me pertenecía; era, en fin, un nabab, cuyos caudales perdíanse en la fábula por su inmensidad; y sin embargo, de tanta opulencia ¿qué me resta? Héme aquí reducido a la esclavitud, la más mísera de las condiciones humanas, proscrito mi albedrío, encadenado por las redes de la tiranía y convertido en un objeto de oprobio y vilipendio. ¿Qué importa, pues, que las cadenas sean de giro? el acta condenatoria que gravita sobre mi cabeza como un padrón de infamante ignominia, no se aligera con el tiempo, y mientras tanto yo, criatura maldita de los hombres, me agito en vano en este círculo apenador que oprime mi voluntad y me hunde en el abismo de la desesperación más cruda, al paso que arrastro en mi caída a otro ser querido; ¡yo, hombre formado a imagen y semejanza de Dios, y que sobre mí solo reconozco y acato la divisa clásica de los verdaderos creyentes del código ismaelita: LE GALIB ILLE ALLAH!

-Ciertamente tenéis razón, contestó Lucifer, subyugado visiblemente a su pesar por aquel acento vigoroso que tanta dignidad revelara al parecer y tanto nervio.

-Escucha, cristiano, prosiguió Omar con cierta evolución de lenguaje significativa; oye una revelación que creo deber hacerte y que encierra la parte más dramática de mi tragedia. Tenía yo una hija hermosa, pura como la azucena, voluptuosa como las vírgenes del Edem, más brillantes sus divinas facciones que los mismos astros que tachonan el firmamento límpido, y cuyo talle de, sílfide, pudiera causar envidia y celos a las mismas hadas: eran sus ojos dos lumbreras que despedían fuego, y sus crenchas, negras como la noche plácida, encadenaban amores. Dalmira, con su tez de marfil pulido, con sus rasgados ojos que retrataran un alma toda entusiasmo, y con ese primoroso conjunto que le constituyeran centro y dechado de prendas físicas, verdadero fenómeno en su clase, era a la vez un modelo de perfecciones y virtudes: obra más completa no ha salido jamás de las manos del Criador, ni más candorosa alma pudiera hallarse en el universo, alma purísima, en la cual complaciérase el profeta mismo, si viniese a este mundo, valle de miserias y penalidades sin cuento. Pero esta criatura adorable, por desgracia suya y mía tan bella, tuvo la fatalidad de inspirar una pasión criminal al conde Ataulfo de Altamira y Moscoso, que la vio en un torneo, en el cual, bajo el traje de paladín, figuró en aquella confusión de cristianos y musulmanes, y aunque bajo su caballeresco disfraz la declaró él su ardiente afecto; negóse Dalmira, que te conoció, tal vez, a corresponder al amor de un hombre infiel, cuando menos a la religión que ella profesara.

Omar se apresuró a enjugar una lágrima que brotara involuntariamente de sus inflamados ojos, y que pareció avergonzarle.

-Mas ¡ay! continuó con cierta amargura recóndita; el conde, infame y fementido, pudo hallar medio de arrebatarme la hija de mi alma, sin que mis pesquisas por recobrarla dieran un resultado favorable, hasta que cierta noche, una mano misteriosa hizo llegar a mí una carta del raptor, que me pedía en ella una entrevista o cita reservada del mayor interés, según decía, y de la cual pendía, tal vez, la suerte de mi pobre hija. Acudí puntual al sitio que se me indicara, dispuesto a verter mi propia sangre, si era necesario, por salvarla, y en verdad que no otra cosa era el deber de un padre en mi lugar.

A fin de alejar todo motivo de sospecha y de confianza, llevé únicamente en mi compañía un esclavo fiel: de otro modo pudiera haber comprometido, quizás, la suerte deplorable de mi pobre Dalmira; y sobre todo, creía también que trataba de caballero a caballero.

Llegamos, pues, al sitio designado.

El conde nos esperaba allí con un golpe de gente emboscada.

Dimos principio a la conferencia, que al iniciarse me hizo ver o adivinar todo el horrible artificio de la mala fe que, por parte de aquel hombre protervo, presidiera a aquel acto simulado de su perfidia.

Sí, porque Ataulfo, abusando de su posición, me hizo ciertas proposiciones inadmisibles para un padre que sabe estimar en algo el decoro de su hija. Por eso mismo no debí aceptar, ni acepté, en efecto.

Y sublevado por el rubor que su insolencia encendiera en mi corazón honrado, creí usar de un derecho legítimo, reprochándole su conducta indigna y colocándome en el sitio que mi propia dignidad me designara.

Mis reproches hirieron su amor propio, y el inhumano, arrojando la máscara de sus rencores, me amenazó con la muerte, una muerte oscura y repugnante en aquella soledad, a vista, quizás, de sus sicarios, esos crueles cómplices, instrumentos de sus criminales hazañas, y que aun los honores del martirio hubieran negado luego a mi fama póstuma.

Temí, en verdad, a ese género de muerte que mi valor y mis timbres tanto repugnaran. Además, el desamparo, la orfandad a que debía quedar abandonada mi hija, solo a merced del brutal capricho de su tirano, y sobre todo, el misterio de mi desaparición en el mundo, todo esto se me representó como una turba de amenazadores espectros que apagaron mi voz en aquel momento solemne, y oprimieron mi corazón contra su pecho.

Entonces un recurso providencial vino en mi auxilio: creo que lloré y supliqué como un niño, a fin de ablandar aquel corazón de hierro y sacar el mejor partido posible de aquella situación tan crítica.

Al fin pude recabar un partido bien triste, caballero, el de encerrarme perpetuamente con mi hija en esta prisión, pudiendo disfrutar en ella de mis riquezas.

La dureza de esta transacción admitía en ella una medida compensadora, aunque triste, la de que permanecía yo siempre junto a Dalmira para vigilar su honra amenazada. ¿Qué queréis? ¿qué mejor centinela que un padre para la salvación del honor de su hija, cuando peligra?

En cuanto al pobre esclavo, testigo único por mi parte de aquella capitulación tan bárbara, pagó bien cara cierta amenaza que profiriera, al verme ultrajado, contra el inhumano conde, quien en un arrebato de furor mandó le maniatasen y que le cortaran la lengua y la arrojasen a los mastines, como ejecutó a mi presencia su cruel sayón; y como si añadiese el sarcasmo al insulto, me anunció luego el magnate impío, que con aquella condición podía quedar también a mi servicio, que admití yo del mejor grado.

¡Pobre Abrael! ¡Cuán cara has comprado esa felicidad, de que no habrá ejemplo acaso!

Y en efecto, el negro, que indudablemente prestara oído a la relación del anciano, se aproximó de pronto, abrió desmesuradamente la boca negra y cavernosa, mostrando el zócalo de su lengua mutilada.

En aquel rostro de ébano se operó entonces cierta exaltación de fiereza salvaje; centellaron sus ojos como dos ascuas vivas, y tal era la diabólica exaltación del miserable, que parecíase al ángel de la maldición.

Agitó su cabeza espeluznada y crespa, trazó con su alfanje en el aire un círculo simbólico, y sus dientes agudos, blancos y cortantes, crujieron terriblemente; después de lo cual, su mirada fulgurante y amenazadora, pareció arrojar un destello supremo, un relámpago de odio súbitamente comprimido, y marchó a ocupar de nuevo su punto de observación y vigilancia.

Omar suspendió su discurso un instante, giró una mirada de reojo en rededor, en la cual traslucíase cierto recelo afectado.

-No temáis que os oiga, díjole interpretando convencionalmente aquella especie de inquietud la anciana, y dando a su acento una expresión extraña, duerme el sueño de la inocencia Dalmira, y su corazón no se enternecerá, estad tranquilo.

En efecto, el moro, distraído un momento por su propio entusiasmo, había creído notar más agitada y sonora la respiración de la joven; parecíale también haber oído un suspiro, y creyéndola despierta acaso, hubo de suspender su discurso, que al parecer no le convenía percibiese ella.

-Sí, continuó el árabe, como abstraído visiblemente por una especie de éxtasis, allí duerme, pálida y hermosa como una visión peregrina, esa virgen, en cuyo pecho late un corazón todo puro: el soplo del pecado no empañó jamás su angelical espíritu, que los conatos de la seducción respetaron siempre. ¡Oh, ángel mío! ¡cuántas veces libaron mis labios ese aliento no contaminado, y en el cual se ha fundido el hálito de la divinidad!

Capítulo VIII En el cual se complica más el plan con un nuevo misterio Y anegóse la mirada Del soberbio paladín En aquel triple mosaico De ébano, nieve y carmín.

Omar, cuya sagacidad sabia sacar partido de los más leves incidentes, como el que dejamos consignado al final del precedente capítulo, hizo aproximar a sus dos huéspedes a la parte anterior de la verja que cerraba el arco agramilado del dormitorio de la joven.

Detuviéronse allí un momento y guardaron todos tres un silencio religioso.

El ruido de sus pasos, lentos y casi reverentes, apagábase en la mullida alfombra y en las blancas pieles que cubrieran además el pavimento de aquel singular retrete.

Y en efecto, justa debió ser la admiración que experimentara el joven, y que no pudo menos de pintarse en su rostro, a vista de aquel portento de belleza y de perfecciones, que el viejo Omar no había exagerado mucho, en verdad, con ese lenguaje propio de los orientales, y contra cuya veracidad el rigorismo clásico ha establecido una prevención justa. Merece, pues, la pena de que tracemos en breves pinceladas la descripción detallada de aquel portento de hermosura, y por cierto que no lo extrañará el lector, tratándose de una heroína de novela.

Figuraos una de esas estatuas yacentes de mármol, severas, purísimas, verdaderos portentos del arte y de que tantos modelos nos ha legado el inmortal Cánova. Su hermosa cabeza cubierta por un bellísimo turbante, estaba reclinada sobre un rico almohadón de brocado, en el cual tendíase con negligencia su profusa cabellera trenzada, en medio de la cual, como engastado en un marco de lustroso ébano, resaltaba su rostro palidecido por ese tinte peculiar que imprime un sufrimiento heroico y resignado.

Los pliegues de su holgada tánica verde diseñaban vagamente la conformación anatómica de aquellas turgentes y delicadas formas, y por la orla inferior de la misma asomaban sus pies leves y diminutos, medio encerrados en zapatillas de brocatel púrpura.

Sus manos diminutas, blancas como el marfil y tersas, estaban cubiertas de preciosas sortijas, y oprimían un pomito de esencias, lindo capricho de cristal tallado, que parecía un precioso juguete improvisado en aquellas manos de niña.

Y todo este halagüeño conjunto, resaltando sobre su lecho de seda, oro y armiño, envuelto en los pliegues de gasa, luciente como la plata, a través de los pabellones flotantes que le rodearan como un toldo precioso de estrellas, todo esto, repetimos, adquiría aun más realce al tibio resplandor de las lámparas, al humo nacarado de los braserillos de oro, que envolvía el ambiente en una niebla fantástica, difundiendo mágicos perfumes.

Aquel cuadro embriagador de belleza, de sensualidad y de factuoso lujo, podía deslumbrar a cualquiera que le observase en todos sus pormenores, y era la confirmación complementaria, vivo testimonio de esa realidad a que aludiera el inspirado moro en aquel rasgo sublime de su brillante metáfora.

Lucifer, al aspecto de aquella hechicera visión, cuyo sueño la daba la apariencia de esa fría inmovilidad de la muerte, experimentó de improviso una sensación de vehemente amor, una de esas violentas sacudidas, chispas eléctricas que hieren el alma y abren en el corazón una de esas incurables heridas que solo puede cicatrizar el amor correspondido y satisfecho.

Palomina y Omar, en cuya mente revolviérase acaso de concierto una maligna idea, cambiaron mutuamente una ojeada furtiva de siniestra inteligencia, fugaz como el relámpago y fosforescente como el rayo: en sus facciones pareció reflejarse el alborozo de un triunfo naciente y positivo que debiera responder a un secreto artificio, diabólico, infernal, como el mismo espíritu que lo dictara.

Y mientras tanto, por muy dueño que quisiera ser de sí mismo en ocasiones dadas, el aventurero permanecía extasiado, mudo e inmóvil, bajo la presión de aquel adorable encanto, que le atraía como el imán y hacia el cual arrastrábale, aun a pesar suyo, una fuerza secreta y poderosa.

-He ahí a la víctima, exclamó la astuta dueña, designando a la joven con su dedo cínico; hela ahí, mi querido niño, ella te demanda conmigo venganza; venganza que Dios, remunerador y justo, exige y aprueba contra el verdugo de la inocencia.

-Pero ¿quién es ese miserable? decid, preguntó con amenazador acento el cuadrillero.

-Callad, no alcéis tanto la voz y evitad despertarla, dijo a su vez el viejo; ¡pobrecita! solo es feliz cuando duerme, por que al restituirse a la vida, siente rasgarse de nuevo su sensibilidad, tan hondamente lastimada, y entonces, creedme, al caer de la altura de su ilusión al abismo de esa realidad tan acerba, el llanto invade su rostro y cae sobre su corazón, para escaldarle con su lluvia de fuego, que lo mata.

Retirándose hacia atrás, medio ocultándose entre los pabellones que velaran la entrada del retrete, y Lucifer, en cuyo pecho ardía la llama de su interesada curiosidad, preguntó de nuevo y con acento más recatado:

-Decid, Omar-Jacub, ¿quién es el asesino de vuestra hija?

-¿Quién? ¿os interesa acaso conocerle?

-Sí, me interesa, y lo deseo con ansia.

-Pues bien, sabe... contestó Omar con voz cavernosa.

-¿Qué?

-Que ese asesino es... el conde de Altamira.

-¡Él también! ¿Ataulfo?...

-El mismo, sí; ese monstruo impuro que ofende a la sociedad con su existencia, y cuyo solo nombre es por sí solo un padrón de infamia y vilipendio ante la civilización y sus instituciones.

-¡Inhumano! exclamó como incidentalmente la dueña, cuyas pupilas parecieron arder súbitamente con un infernal destello.

-¡Ay, si lo supieras todo! continuó la terrible harpía con un tono confidencial y solemne, colocando su huesosa mano en el hombre del joven; ¡cómo beberías los vientos, surcarías los mares, raudo como el vuelo de la alondra, y sondearías los más profundos abismos por beber la sangre del tirano y despedazar sus miembros, quebrantarlos, mutilarlos y reducirlos a polvo, para arrojarlos luego al viento!

Una mirada fulgurante y amenazadora del anciano suspendió el discurso de la vieja, cuyo rostro inflamábase a impulso de un odio recóndito. Aquella mirada indefinible, solo podía interpretarse por la inteligencia mutua y convencional que existiera en aquellos dos instrumentos jurados de un maquiavelismo torpe, cuyo fin no podía tampoco preveerse por ellos, como que estaba reservado a la justificación de la Providencia en su día.

Omar-Jacub, cuya sagacidad se indicaba en todos sus más leves movimientos, por más que tratara de revestirlos de cierto aire de candidez ficticia, consultó a su vez con su taladrante pupila la impresión que produjeran sus palabras y las de la dueña, y una chispa de alegría feroz pareció brillar rápida y fugitiva en aquella fisonomía severa.

Y como creyera notar en la del joven un rasgo de interesada simpatía, que revelara por parte del mismo una predisposición marcada en favor de sus designios.

-Es necesario, dijo, herir a ese hombre o monstruo, sobre cuya cabeza pesa ya el decreto del anatema del cielo. Solo falta hallar a mano el instrumento que se encargue del ministerio de la divina justicia. Mis tesoros, mi sangre, hasta mi propia vida, son la recompensa que preparo a ese brazo providencial, y aun si es vuestro por fortuna ese brazo, mayor recompensa merecería su hazaña, puesto que reuniría a la justicia el valor y la heroicidad que os distinguen.

El ardid tendía otro nuevo lazo de seducción para sorprender la vanidad y el amor propio del joven, lisonjeándole por medio de un rasgo halagüeño, a cuyo eco no podía menos de corresponder, al menos, su cortesanía; y preciso es confesar que tratándose de un mancebo inexperto como Lucifer, no debía extrañarse su caída.

Inclinó, pues, su cabeza con un signo de gratitud visible y estrechó en las suyas, trémulas de emoción, la mano que le tendiera su artificioso colocutor, intérprete experimentado y fiel de tales actos.

-Acepto, dijo aquel, en principio el cometido de esa empresa, constituyéndome protector desde luego de vos y de vuestra hija; y si en un caso extremo mis esfuerzos ni mis recursos bastaran a salvar la triste condición que sobre ambos pesa, no lo dudéis, apelaré al extremo de obtener del conde, hasta por violencia, lo que de grado me niegue, cuando la esterilidad posible de mis medios me lleve a ese extremo.

-No pudiera esperarse de vos resolución más cumplida y caballeresca; por lo cual, aun a riesgo acaso de parecer indiscreto, quisiera mereceros el honor de que fijaréis vos mismo el precio de vuestra generosa hazaña, en cualquier concepto que la realicéis.

-Con la satisfacción de haber contribuido a vuestra libertad y bienestar, mi ambición puede quedar cumplida: ¿qué mayor galardón para mi orgullo? Acaso luego mi ambición, mi entusiasmo, dejándose llevar de un rasgo apasionado y noble, tendrían una exigencia para vos, una sola, reputada tal vez, si os place, por recompensa, no a mis servicios futuros, sino a las inspiraciones de un amor vehemente que presiento y hace latir ya mi corazón impresionable hacia un objeto que lo atrae. Con todo, repito que aplazo por ahora la idea, al encargarme de ese acto reparador, cuya causa tomo por mía, cuando su principal objeto es desagraviar a la ancianidad y a la hermosura: la recompensa que por hoy anhelo es vuestra gratitud y la de vuestra hija: fuego, quizás, si su corazón estuviera libre, si nuestras voluntades pudieran armonizarse y nuestros principios religiosos se conciliaran...

-Eso, nunca, exclamó el anciano, interrumpiendo al imprudente joven, sorprendido por su propia ligereza entusiasta eso no, jamás: antes su sangre mancharía el blanco armiño de se lecho de virgen. ¡Renegada Dalmira!... ¡oh! no, eso no, antes víctima.

De este modo Omar robustecía más y más el mecanismo de su artificio y de su iniquidad. Aquella firmeza, realzada por el eco de su voz, vibrante como el trueno de la tempestad, a que la respiración, anhelante y sorda al propio tiempo, estridente y rotunda como el bramido de la catarata, eran, a la vista del observador, ignorante de este género de ardides, pruebas irrecusables de verdad y del profundo sentimiento que parecía producirlas; así es que la inexperta voluntad del mancebo, que acababa de estrellarse en la firmeza del moro, concluyó por inclinarse al fin en favor de aquel hombre astuto, en quien creyó ver indudablemente un héroe y un mártir.

-Sea como queráis, repuso, doblegado cada vez más ante aquel artificio; mi voluntad, señor, es vuestra, y solo espera las órdenes que os dignéis dictarle.

-Aun no es tiempo, replicó Omar-Jacub, en cuyo continente, empañado por su habitual tinta de severidad, no era difícil leer el alborozo de su triunfo; es preciso aguardar oportunidad, y mientras suena la hora suprema, esperemos. Otros sinsabores desgarrarán el alma del tirano, cuya agonía debe ser lenta, prolongada y cruel, como lo empieza ya a ser, y para lo cual tomamos nosotros las oportunas medidas, que nos dan las primicias del triunfo, asegurando a la vez las probabilidades de una fruición grata y halagüeña.

La dueña apoyaba con marcados signos y ademanes las frases de su cómplice: cualquiera fisonomista medianamente versado en el arte, pudiera haber leído en aquellos ojos, en aquellos labios trémulos y balbucientes, en aquel pecho, en fin, anhelante por la fiebre del rencor y del deseo, algo de sobrenatural y maquiavélico que debiera responder a la exaltación infernal que ardiera en el corazón de aquella furia poseída del demonio de la venganza.

Las últimas palabras de Omar, demasiado significativas, provocaron el supremo grado de esa misma exaltación febril de la anciana, como que aludieran quizás a los amores del rey con la condesa, los cuales no eran un secreto para el vulgo, escandalizado, con más o menos fundamento, por las hablillas de que este asunto era objeto.

Por lo demás, continuó el moro, cuyo semblante se dilató con una afectada sonrisa de benevolencia, en la cual acaso viera alguien un destello de infernal malicia; yo no podría desairar cualquiera petición que vos, nuestro generoso bienhechor, me exigierais; he querido probar vuestra generosidad, y habéis vencido, lo cual me constituye en el círculo de un deber recíproco. Puesto que hasta tal grado llegáis con vuestro proceder tan recto, me veo, a pesar mío, obligado a acceder a ese deseo formulado de un modo tan modesto y reverente. Confiad, pues, en que mi hija será vuestra, si así os place; tomadla desde luego para vos, si bien a trueque de una condición que me permito imponer a vuestra prudencia, y que consiste en que no la obligaréis a cambiar de religión, ni ejerceréis presión alguna sobre sus creencias. Si admitís el partido, tenedla ya por vuestra como esclava, y juzgad por el valor del sacrificio que con esta preciosa dádiva me impongo, de la suma importancia que doy a mi empeño, a la vez que del alto aprecio que me merecéis.

Era éste el último esfuerzo del ardid llevado a un estro, desconocido, Lucifer, alucinado en su impresión primera, deslumbrado, ciego y resuelto, por las alucinadoras palabras de Omar, era ya un autómata, instrumento servil de su capricho. Su mirada, antes enérgica y altiva, parecía subyugada a la de aquel hombre, cuya superioridad, realzada por la majestad que le imprimieran sus venerables canas, y aun también el lujo de su pintoresco traje, llevaba en sí esculpido ese indisputable sello de autoridad que le distinguiera, con sus brillantes modales, con la gravedad dramática de sus movimientos y con la oratoria, en fin, tan seductora y simpática, que arrebataba con el eco mágico de su palabra enérgica y nerviosa. ¿Dónde estaba aquella provocadora entonación de lenguaje con que el aventurero solía anonadar los rudos bríos de sus feroces subordinados, aterrados por el respeto que les inspiraba su proverbial bravura? ¿qué se había hecho aquel fuerte empuje de voluntad incontrastable, que no sufría contradicción ni réplica?

La infame Palomina, interpretando la interioridad del cuadrillero, en uno de aquellos raptos de alucinamiento falso que ya conocemos, le estrechó entre sus demacrados brazos y le besó frenética, enloquecida por el vértigo de un entusiasmo que se aproximara al delirio.

- ¡Bien, muy bien! así te quiero yo, mi valiente y hermoso niño mimado: no otra cosa esperaba yo de tus excelentes dotes, y en tal concepto no vacilé en recomendarte y presentarte yo misma a este caballero, sin necesidad de consultarte; preferí prepararte este golpe de sorpresa, en lo cual consiste acaso su mayor mérito, deslumbrando tus sentidos con la realidad más halagüeño, sobre todo, para ti, mi ardiente niño, mecida tu fantasía en sueños de amor, y acariciado por esa brisa mágica que corroe los huesos y reproduce, en la juventud sobre todo, la abnegación más noble y generosa. Y cuando tras de una ruda serie de sacrificios se trasparenta uno de esos premios divinos, verdadera ofrenda depositada en el ara de los dioses; cuando sonríe en lontananza la seductora imagen de un ángel que se columpia en las nubes, que bate sus alas de nieve, esparciendo un perfume de mística ambrosía que incita al deleite, que le atrae como el imán, con un encanto indefinible y voluptuoso como la tentación... ¡Oh! confiesa, mi querido niño, que no es posible conjurar esa fascinación sensual, que no es fácil contemplar indiferentemente esa sonrisa mágica como la de un genio, que su incentivo provocador ofusca las potencias en un profundo éxtasis, y que la criatura, sojuzgada por la fuerza del encanto, lo arrostra todo, hasta el martirio que le da la palma del triunfo ideal sobre la materia bruta.

Y en efecto, este lenguaje afectadamente sublime en boca de Palomina, era ya el principio de esa alucinación, de ese mundo de imaginarios fantasmas, de esas visiones arrebatadoras como la poesía y voluptuosas como un deseo de amor; era en fin, una de esas sublimes inspiraciones de la fantasía, rapto delicioso del alma.

Palomina estaba verdaderamente extasiada: era la fogosa sibila de la fábula, pronunciando sobre la trípode uno de esos delirantes oráculos que inflamaran la preocupación gentílica, y que solían dilatar la esfera del valor hasta ese punto heroico o temerario que presta el fanatismo a sus víctimas.

Omar-Jacub observaba a su vez también con cierta complacencia feroz el triunfo de su astucia, y como si pretendiese, antes de terminar la conferencia, encadenar al joven con otro vínculo más fuerte, a aquella mujer hechicera, supo aprovechar su sueño para descubrir a la vista aturdida del mismo algunos de aquellos encantos tan bellos e incitantes, aun a través del velo que los cubriera apenas.

Y al perpetrar aquel acto repugnante y profanador, el viejo y la dueña sonreían con una sonrisa intempestiva y sardónica que reflejaba un viso de impureza.

Capítulo IX Que es continuación del anterior Maquiavélica trama allí se urdía, Y los dos criminales instrumentos con cínica falsía Su sistema de horribles fingimientos Redoblan a porfía, De venganza y de cólera sedientos.

Ante aquel atentado sacrílego contra el pudor, la hermosa dama despertó despavorida, abrió los ojos, el rostro encendido de vergüenza y sus músculos contraídos por una indignación que en vano quiso reprimir, atemorizada quizás por una significativa mirada de Omar, rápida como el relámpago, pero que, sin embargo, no pasó desapercibida del joven, que vio en ella un rayo providencial de luz, ante el cual disipáronse íntimamente las sombras de su alma.

Dos lágrimas rodaron por las mejillas de aquella mujer tan bella, tan incitante, y resbalaron como dos perlas líquidas sobre aquel rostro hechicero. Sus ojos posaron luego sobre el mancebo una indefinible mirada, cuya elocuencia revelaba al menos perspicaz todo un cúmulo de misteriosos crímenes.

Aquella mirada lánguida, expresiva, dulcísima y que compendiara todo un tesoro de resignación y dolor, permaneció clavada como instintivamente en el rostro varonil del joven, quien a su vez cruzó con ella la suya, ardiente y sensual como un rayo, y ante la cual hubo de bajar la desconocida sus castos ojos.

Era aquella la primera chispa que debiera inflamar dos corazones vírgenes tal vez todavía, para producir más tarde un infierno entero de remordimientos y crímenes.

Y luego aquella mirada misma, vivo trasunto de bondad, que revelara toda la poesía del sufrimiento, huyó como azorada y sorprendida, clavándose como un dardo en el rostro impasible de Omar-Jacub y en el de la vieja, quienes sostuvieron fríos e indiferentes aquel rasgo elocuente de dolor, sublimado por la resignación más heroica.

Bien es verdad que al dirigirse antes lánguida y expresiva esa ojeada misma al cuadrillero, penetró en su alma como una intensa llamarada, y la iluminó como un rayo profético.

Lucifer, herido por una inspiración instintiva, entrevió entonces un nuevo horizonte, cuya densidad se asemejaba al abismo contradictorio de la duda. La historia casi romántica e inverosímil que le refiriera aquel viejo, aquellos detalles incoherentes de una narración sobremanera extraña y hasta cierto punto ridícula, por más que tratara de embellecerla con un lujo de accesorios a todas luces inconsecuentes; todo, en fin, ese cúmulo de circunstancias contradictorias, le pareció un juego combinado de artificio, a través del cual creyó percibir tal vez un crimen horriblemente disfrazado. Qué, ¿no pudieran ser cómplices de ese mismo crimen posible aquellos dos malditos viejos, conduciendo de común acuerdo el hilo de una trama inicua y cuya víctima debiera ser aquella belleza?

¿No pudieran estar de acuerdo con Ataulfo para explorarle a él mismo, tentando su lealtad, como ya en otra ocasión la tentara el conde, respecto del obispo de Santiago, de quien pretendió ficticiamente desviarle, bajo pretexto de atraerle a las banderas del monarca, y solo con el intento de graduar el punto de su fidelidad? Y en tal caso, ¿a qué esa imprudencia de permitirle sondear el secreto de la existencia de aquella gruta, de aquella beldad, que podía ser muy bien la manceba del conde, pero que en sus ojos purísimos se leía otra cosa bien diversa, esto es, el martirio y la resignación de la virtud y de la inocencia?

Porque aquella expresión tan adorable, aquellas lágrimas, aquella poesía, en fin, tan insinuante, parecíale la viva encarnación de un ángel aparecido en este valle de miserias, víctima propiciatoria de una falta, cuya redención tenía a su cargo, y que debiera llevar a cumplido efecto con toda la fuerza de ánimo de la virtud, y con la constante perseverancia de un héroe.

Pero ¿no pudiera ser verdad también todo aquel amargo episodio, que el delicado sentimentalismo de Omar le refiriera? ¿No se repetían, en aquella época de abusos, lances de naturaleza análoga? ¡Cuántas prisiones, cuántos cautiverios, sin otra razón que las pasiones y el capricho, ocurrieran en aquellos tiempos turbulentos! La hermosura de aquella mujer, las riquezas de su padre, su posición política, su poderío quizás en medio de aquellos bandos que se destrozaran a través de la lucha feudal, del antagonismo político-religioso y de la intolerancia mutua que levantaran bandera de conciencia y guerra; todo esto atraía a los límites de la posibilidad aquel insondable dédalo, creando la duda al menos y la incertidumbre, esa fiebre apenadora del alma.

Sin embargo, no era esto lo más creíble: una voz secreta y pertinaz se revelaba allá en el fondo de la conciencia, destruyendo la hipótesis, falseando aquella posibilidad y combatiendo victoriosamente la duda. Si en realidad aquel hombre y aquella mujer estaban prisioneros, ¿cómo se les destinaba por toda prisión aquella gruta abierta al campo libre, sin otras precauciones que aseguraran su existencia dentro de sus verdaderos límites, e impidiendo toda probabilidad de evasión por su parte? ¿Cómo, pues, se comprendía todo esto?

Y aun dado caso de ser esto posible, ¿cómo aquel hombre se proporcionaba recursos tan cuantiosos como los que el esplendor de que se rodeara requería? ¿Cómo se llenaban sus necesidades, si no comunicando con el exterior, y por consiguiente, poniéndose en contacto con otras personas que pudieran proveerle de medios capaces de obtener su libertad, denunciando el misterio? ¿Cómo no se había intentado un rapto?...

Y Palomina, aquella mujer traviesa, ser incomprensible y peligroso, cuyo solo nombre era un misterio, ¿qué papel representaba en toda esta intriga? ¿cuál pudiera ser su propósito en esa farsa, abominable tal vez, si se interpretaba un presentimiento fatal que surgía ya en la mente como un fantasma de amenazador aspecto?...

De tal suerte discurría el cuadrillero, perdida su imaginación en un dédalo de vacilaciones, conturbada la mente por un turbión de ideas contradictorias.

Por de pronto quedaba establecida una prevención marcada contra aquellos dos seres diabólicos, que hablaban el lenguaje del artificio y que debieran ser (según suponía) los criminales agentes, instrumentos viles de la perfidia humana, recrudecida por la acción inmunda y corrosiva de las pasiones en la culminante explosión del vértigo.

A fuer de prudente, y sirviendo a la vez al instinto de la curiosidad que la misma naturaleza del asunto le inspirara, dedujo de todo este embrión confuso, una consecuencia oportuna: determinó fingir también por su parte y observar con cautela, siguiendo el hilo de los acontecimientos, todas las fases que ofrecieran éstos, y con las cuales pudiera llegar al punto crítico del desenlace, que había creado una especie de necesidad apremiante en su ánimo.

Prestóse, pues, espontáneamente desde entonces a ser instrumento pasivo de ambos ancianos, desentendiéndose ostensiblemente de ciertas cosas, si bien manteniéndose a una línea prudente, mientras el tiempo y el éxito de sus proyectos le dieran la clave del enigma.

-Heos aquí a vuestro libertador, exclamó Palomina, designando a Lucifer y refiriéndose a la joven en un lenguaje afectadamente halagüeño; este caballero, que os envía la Providencia, toma desde hoy a su cargo la empresa de vuestra libertad, y sabrá cumplirlo su hidalguía. Confiad en él, sí, y los días de vuestro cautiverio tendrán un fin próximo.

Estas palabras fueron un oráculo que alucinó la mente de aquella pobre mártir, y resonó en su oído con una cadencia indecible. Exaltada, fuera de sí, se incorporó súbitamente, saltó del lecho, y prosternándose de rodillas ante el soldado, en una postura suplicante y dulce, pronunció las siguientes frases entrecortadas por sollozos:

-¿Será posible? ¿quién ha pronunciado cerca de mí la palabra libertad? ¿es una ilusión?

-No, bella señora, contestó Lucifer, todo conmovido, vuestro esclavo sabrá salvaros o perecerá en la empresa.

Y ante aquella franca respuesta del aventurero, la dama no pudo contener uno de esos trasportes violentos que ofuscan el espíritu y le ciegan.

Besó frenética los pies del cuadrillero, se arrojó delirante en sus brazos, y sintió este palpitar junto a su pecho aquel corazón mártir, todo amor, tan sediento de goces y predispuesto al entusiasmo. Por su parte el aventurero, alucinado por el timbre de aquella voz hechicera, que tan en armonía estaba con aquella belleza y con aquella actitud tan seductoras, como que añadían a sus méritos el interés de su propio encanto, sintió de nuevo la explosión de la amorosa llama que estalló en su pecho con mayor intensidad que nunca, abrasando el corazón con su incentivo.

-Basta ya, exclamó el viejo, frunciendo ligeramente el ceño y dándose el aire de una reconvención paternal; no es llegado todavía el tiempo de entregarse a ilusiones impropias de este caso y circunstancias: lo que importa es preparar materiales para levantar ese edificio reparador, que a despecho de la tiranía proyectamos: el artífice está pronto, y el sol de la libertad sonríe nuestro común destino. ¿A qué demorar el ensayo que debe hacer brillar ese día venturoso en nuestro horizonte?...

Y después de una estudiada pausa, continuó dirigiéndose a la joven, rebosando en su rostro carnoso y rubicundo esa afectada inspiración que él sabía fingir en ciertas ocasiones:

-Regocíjate, Dalmira, porque ese mismo día feliz, que se aproxima con tan lisonjeros auspicios, será el precursor de tu ventura y la de tu libertador mismo, a quien he concedido tus gracias, ya que no puedo tu mano, por la diversidad de creencias que os separa.

Dalmira bajó al pronto los ojos por un movimiento pudoroso, luego se atrevió a dirigir al joven una elocuente mirada, que no supo él comprender, y sonrió amargamente, reprimiendo a la vez el llanto que se agolpaba a su vista y la enturbiara.

-Ya es tiempo de que marchéis, dijo Ornar-Jacub dirigiéndose a Lucifer; nos hemos comprendido perfectamente, y este día, no lo dudéis, debe formar anales en los fastos de esta romántica Galicia: ahora os toca proceder con cordura en la ejecución del proyecto, que espero no traspasará los límites de la más absoluta reserva por vuestra parte, como que de ello pende el éxito más o menos feliz de la empresa. La existencia de esta grata es un secreto para todos, menos para nosotros, para el conde y sus sayones; supongo que comprendiendo la responsabilidad que su revelación pudiera atraer sobre nuestra cabeza y la vuestra, ese arcano dormirá en vuestro pecho perpetuamente; ¿no es esto?

-Sí, eso mismo, repuso Lucifer con aplomo, y si queréis que os lo jure...

-Nada de eso; está por demás el juramento cuando media la palabra de honor de un caballero de vuestra fama y de vuestras prendas.

El cuadrillero se inclinó con marcada gratitud ante la lisonjera frase de Omar.

-Cumple a vuestra delicadeza, continuó este con cierta sutileza sensible, salvar incólume ese imprescriptible derecho que reclama el desagravio de la sociedad en la persona de estas víctimas, que de vuestra hidalguía tanto esperan. Y puesto que tomáis definitivamente a cargo tan meritoria empresa, combinaremos de común concierto nuestro plan de campaña, a cuyo efecto podremos comunicarnos cuando gastéis, siempre que traigáis en vuestra compañía a la señora Palomina o al menos la contraseña que ella os entregue, como el talismán en cuya virtud puede únicamente penetrarse en esta mansión ignorada y misteriosa, si bien con las precauciones oportunas y salvando las apariencias, a fin de evitar un compromiso por parte del conde. Adiós, pues, creería inferir a vuestra prudencia un marcado agravio si insistiera en mis observaciones, que remito a vuestra prudencia y buena fe: lo que no dejaré de recordaros, es que no olvidéis jamás a vuestros prisioneros de honor, si así merece llamarse el pobrecito Omar-Jacub, quien os guarda en recíproca sus tesoros, su sangre y la hija más desgraciada y bella que nació de madre.

Y el anciano acompañó sus palabras con un abrazo entusiasta al cuadrillero, quien por su parte, embebecido en la contemplación de la dama, cambió con ella una mirada apasionada y expresiva, por medio de la cual sus corazones se comprendieron.

Omar y Palomina supieron utilizar también, aquel momento de distracción de ambos jóvenes, para comunicarse otra mirada profunda como el rayo, es la cual revelábase su feroz complacencia por el triunfo de su astucia, que creían ya seguro.

Luego; por fin, precedidos del terrible eunuco, que se presentó de improviso, como obedeciendo a una siniestra evocación secreta, ambos huéspedes salían de aquella misteriosa mansión subterránea, donde el incauto joven dejara su corazón partido.

¿Qué significación pudiera tener ante su pasión esa duda tenaz que acerca de aquel misterio continuamente le aquejara? ¿Acaso para el amor se han inventado la reflexión y la filosofía?

Capítulo X La sorpresa ¿Quién creyera que allí les acechara Valiente y justiciero Ese rey caballero Que celoso de amor, allá prepara, Un castigo severo Que a su, pecho y honor solo declara?

Al salir de la estancia, ninguna precaución se tomó respecto al aventurero.

Omar-Jacub así lo previno al nubio por medio de un signo harto significativo para éste y que pasó para los demás enteramente desapercibido. Así es que no le vendaron los ojos ni le pusieron el más leve impedimento en la exploración del terreno que iban hollando, y que tan presto pronunciábase en declive, como en una planicie cómoda y suave.

Era una grande gruta prolongada, especie de mina o subterráneo bastante desahogado, sostenida su bóveda por enormes pilastras y arcadas de tosca mampostería.

Sus paredes laterales eran de sólida sillería, y cerrábanse en medio punto a una altura considerable.

De trecho en trecho un rayo de luz amortiguada y pálida penetraba, como una cinta fosfórica, por una especie de saetera diagonal obstruida a veces de arbustos por la parte exterior para ocultarla a la vista de un explorador cualquiera.

Aquella mina les condujo al jardín, y luego al vallado, que el lector ya conoce, y sobre los cuales, como espectros suspensos en el aire, próximos a derrumbarse, las cumbres del monte Sorayo, hoy Morovello, proyectaban a lo lejos sus dentadas pirámides, cortando el brumoso horizonte.

Era cerca del medio día.

La atmósfera estaba algo cargada, el viento, acre y sulfuroso, mugía en los arbustos, y una calma glacial envolvía a la naturaleza.

Bien pronto se hallaron la anciana y Lucifer en la selva, y apenas llegaron, oyóse la nota aguda de un clarín, que tornó a repetir de nuevo otra modulación más lenta y prolongada.

Y sin embargo, la misma calma pareció responder con su eco mudo, misterioso y lúgubre, a aquel clamor bélico, que los accesorios del cuadro rodearon de cierta poesía palpitante y fatídica.

Siguieron, pues, avanzando, aunque con recelo.

El mancebo aventuraba alguna que otra frase, que la vieja, trémula de terror, se apresuraba a interrumpir con un signo silencioso, como si en realidad temiese algún riesgo próximo.

-Estamos en un terreno peligroso, díjole ella por lo bajo, y quiera Dios preservarnos de una desgracia, dejándonos llegar sanos y salvos a nuestro destino.

El clarín sonó por tercera vez, no tan remoto como antes.

Un cuerno de caza contestó al punto con otra modulación prolongada y sostenida, semejante a la vibración de un timbre, o a una de esas notas perdidas, cuyo eco pierde en el vacío su gradación sutil.

Lucifer, alarmado por los temores de la vieja, detúvose de pronto.

-¿Oís? dijo.

Palomina temblaba a puro terror, pálida como la cera. Sus piernas flaqueaban, y casi estaba próxima a desfallecer aquella naturaleza, nerviosa por temperamento, si bien vigorizada por una fuerza de ánimo admirablemente enérgica.

-Sí, contestó toda trémula, he oído esa señal que me anuncia un presagio infeliz.

-¿Os burláis? replicó el joven, cuyo espíritu estaba en tortura ante tanto misterio.

Palomina calló. Sus dientes crujían de terror, y hubo de asirse al brazo del joven para no caer.

El clarín volvió a sonar con una prolongada modulación, que formaba un juego de notas prácticamente desempeñado. Era un canto guerrero muy usual entonces.

El cuerno de caza acompañaba con puntos sueltos, hábilmente modulados, aquel juego de melodías tan poético, formando una especie de concierto o dúo metódicamente armonizado.

-Estamos perdidos, volvió a decir la dueña para sí en voz baja.

-¿Qué decís? la preguntó su colocutor.

-Que solo un prodigio del cielo puede quizás salvarnos.

-Explicaos, pues, y acabad.

-Son ellos, sí, murmuró ella maquinalmente, como divagando su imaginación en su propio terror.

-¡Ellos! pero ¿quiénes son ellos?

Palomina llevó el dedo a sus labios, como indicando silencio.

Lucifer, que no comprendía aquel misterioso juego de palabras y reticencias, volvió la vista para avisar al negro que tomara sus disposiciones por su parte, como por vía de precaución.

Abrael había desaparecido, con gran asombro del joven, que interpretó esta fuga en mal sentido.

Salvaban ya el último coto de la selva, e iban ya a percibir las próximas torres de Altamira, cuyas altísimas almenas perdíanse en aquellas rastreras nubes que rodaban en el espacio.

-¡Quién va! gritó una voz varonil bien próxima.

-¿No te lo decía? murmuró por lo bajo la vieja, en la explosión de su cobarde miedo y asiéndole del brazo con horrible angustia.

-¡Quién va! tornó a gritar aquella voz terrible en un tono amenazador y altivo.

-¿No lo veis? contestó con su habitual sangre fría Lucifer, un joven militar que no conoce el miedo, y una pobre mujer anciana: creo, por Dios, que no debe inferir sospecha el hallazgo.

En aquellas palabras había algo de arrogancia, por no decir insulto, siquiera por el tono burlón que encerraran en aquel momento crítico.

-¡Teneos! volvió a decir la voz con el eco de un trueno.

-¡No, vive Dios! exclamó a su vez el cuadrillero, con un grito, no menos terrible y poniendo mano a su tizona.

-¿Qué no decís, eh?

-¡Nunca, mi brazo solo se rinde a Dios!

-Y a los hombres también, temerario.

Y diciendo así, un hombre ágil y vigoroso se improvisó delante, blandiendo un sable corvo damasquino.

Aquel hombre había brotado, como una súbita aparición, de un grupo de jarrales próximo, raudo, veloz, como el salto de un reptil.

Esta escena tenía lugar junto a las mismas ruinas que, según dijimos, yacían hacinadas entre los olivares y la selva.

Lucifer pudo divisar entonces bien cerca y sobre un repliegue del terreno, su partida volante de cuadrilleros, escalonada estratégicamente, como un grupo de inmóviles estatuas colocadas allí de intento.

Aquella novedad, de que no sabía darse cuenta, alentó su ánimo, y le desconcertó a la vez.

-¡Ah de los míos! gritó con su poderosa, voz y con todo el vigor de sus pulmones, acompañando la expresión con un ademán enérgico.

Pero su fe le engañaba. Aquellos hombres, si bien oyeron aquel grito, permanecieron inmóviles, como si, realmente obedecieran a la presión de un encanto.

La voz del desconocido volvió a repetir su intimación y resonó como un trueno, en el oído del caballero, que por su parte se preparó a la lucha, colocándose a la defensiva.

-Basta, dijo aquel con cierta calma equívoca, no conviene dar el triste espectáculo de un duelo ante tanta gente; teneos, ya creo que tenéis buenos bríos.

-No es bastante que lo creáis, es menester que lo probéis y os convenzáis por vos mismo.

-No, de vos a mí no cabe la lucha, creedme.

-¡Cómo! exclamó el cuadrillero montado en cólera; qué ¿os desdeñáis de reñir conmigo?

El desconocido, siempre con su eterna calma, por toda respuesta sacó de su escarcela un guantelete de acero, y lo mostró al joven, crispado el puño por un furor recóndito.

-¿Conocéis esta prenda? dijo rugiente de cólera y con una sombría vibración de voz, ante la cual pareció enmudecer el mancebo, quien por su parte no acertaba a explicarse aquella transición tan brusca y repentina.

-Comprendo, continuó el desconocido en su tono sarcástico, comprendo la confusión que el recuerdo de este objeto debe despertar en vuestra mente; y puesto que tratáis, según parece, de desentenderos, yo evocaré ese recuerdo mismo, reproduciré sus pormenores, y crearé en vuestro corazón todo un caos de remordimientos.

La voz de aquel hombre era sorda, cavernosa, y resonaba atronadora en el tímpano de Lucifer, como un timbre ensordecedor y lúgubre.

La vieja, que presentía quizás una desgracia, pretendía, a parecer, aconsejar al cuadrillero la fuga, y temblaba su huesosa mano posada sobre el hombro del mismo.

El incógnito, sin deponer aquel sombrío tono, que aun bajo la mentida apariencia de una calma lúgubre hacia vibrar sus pulmones, continuó después de una breve pausa:

-¿Recordáis aquella noche en que la casualidad o el destino hizo que nos encontrásemos en un vestíbulo del castillo de Monforte?... Volvía yo de una cita amorosa; nada más natural, tratándose de dos jóvenes enteramente libres: y, sin embargo, vos, que aspirabais indudablemente a la preferencia de aquellos mismos amores, aun antes de atreveros a declarar vuestra pasión al objeto que os la inspirara, vos, celoso de un fantasma que se introducía clandestinamente en aquella especie de santuario; vos, Elvira de Monferraro, serpiente o víbora alevosamente enroscada al tronco de la amistad bajo una apariencia ficticia, conduciendo a mansalva el hilo mágico de un ardid innoble y repugnante, arrojasteis por fin la máscara que os cubría y me escupisteis al rostro esa venenosa ponzoña que rebosaba el corazón herido, sin duda, por el rayo de la desesperación y del desengaño de una ilusión atrevida. Pues bien, ya que vuestra osadía perpetró el desafuero de arrojarme al rostro este guantelete en ocasión que no me permitía castigaros a la altura de la ofensa que me inferisteis, ya que pusisteis mano a la espada, retando a singular combate a quien la Providencia ha colocado en el atrio del tabernáculo para ser su delegado y regir el destino de las criaturas... ¡oh! no os rebeléis, sacrílego, contra ese decreto providencial también que os trae a mi poder, y doblad la rodilla ante quien en nombre de Dios viene a demandaros una satisfacción por vuestra ofensa, cobrándoosla en la propia moneda y perdonándoos luego.

Y el guante silbó en el aire, crujiendo luego sobre la celadilla o visera del aventurero, donde se estampó, volviendo luego rechazado al suelo.

Lucifer, trémulo, furioso por aquel ultraje que acababa de recibir públicamente, allí a vista de sus mismos subordinados, ahogó uno de esos rugidos coléricos que carecen de ortografía en el lenguaje humano. Una nube sangrienta pasó por su vista y la cegó, y una llamarada de implacable odio surgió del corazón al propio tiempo, desvaneciéndole como un vértigo.

- ¡Oh! ¡esto más! exclamó balbuceando de furor, ¿venís a insultarme aquí, mal caballero; exaltáis mi rencor, provocando indiscreto un lance de honra, para encerraros luego en una negativa cobarde? ¡Ah! pues yo os juro a fe mía que no os ha de valer ese ardid y que no habéis de lograr sustraeros a una lección de pundonor que voy a daros.

Arremetió frenético hacia el desconocido, que, hábil jugador de armas y extraordinariamente sereno, paró sin perder una línea de terreno aquel golpe terrible, si bien imprudentemente dirigido.

Al propio tiempo uno de los soldados de su compañía misma le disparó un venablo, que pudo él desviar por fortuna y que fue a clavarse en el tronco de un olivo inmediato.

-¿Con que es decir, dijo bramando de cólera, que estoy rodeado de traidores y que somos víctimas de una celada?

-No, contestó el desconocido, al contrario, estáis en salvo y a cubierto de cualquier insulto; sois valiente, y si bien es cierto que alenté una sed de venganza por vuestro ultraje, también lo es que estoy ya cumplidamente satisfecho y desagraviado. Dadme vuestra mano.

Lucifer desvió la suya del incógnito.

-Mi afrenta, dijo, no se lava de esta suerte.

-¡Vuestra afrenta decís! ¿y la que vos me inferisteis? que... ¿guarda proporción acaso con ella?

Y aflojando el lazo de la visera, exclamó con un grito imperativo lleno de autoridad.

-¡Ea, pues, orgulloso mancebo, rendíos al rey de León y Castilla!

Y em efecto, Lucifer hubo de reconocer en aquellas facciones augustas al muy excelso y poderoso monarca Alfonso VI.

Su rostro sonrosado, de prolongado óvalo, verdadero tipo romano, y a cuya perfección uniforme solo faltaba una nariz exenta de aquella carnosidad pulposa que la afeara, aparecía entonces radiante de majestad y energía, en términos, que acaso un fanático cualquiera hubiese entrevisto un reflejo de la Divinidad personificada en el hombre; y en verdad, que aunque profesemos diferentes ideas, no podemos menos de asegurar que de aquel rostro irradiaba un destello fascinador que imponía y que llegó a desconcertar al joven, idólatra de ciertos principios políticos ya caducados hoy de hecho.

Por un movimiento instantáneo y rápido, el fanatizado jefe postróse de hinojos, e inclinando la cerviz, todo avergonzado y confuso, se despojó de sus armas y las depositó a las plantas del rey.

Palomina, más muerta que viva y mudo testigo de aquella sorprendente escena, precipitóse a su vez a los pies del monarca, que besó y regó con sus lágrimas.

-No es así como deben estar los héroes en presencia de sus príncipes, dijo al cuadrillero Alfonso, con cierta severidad no exenta de conmoción al propio tiempo: nada de envilecimiento que aniquile la dignidad del hombre, el cual comete en ello una falta grave, abaratando un tesoro que se le ha confiado, para que no abuse ni disminuya el tipo de sus quilates. Respetuoso, comedido, debe ser el hombre ante sus autoridades, sumiso a su acatamiento y prudente mientras no se atente contra la integridad de su soberanía social: pero de aquí a la reverencia y al culto media un abismos; la reverencia y el culto serio pertenecen a Dios. Ea, pues, alzad y besad mi mano.

La anciana, trémula, abatida por aquella sorpresa tan inesperada, apenas podía comprender lo que estaba viendo: un temblor nervioso agitaba su cuerpo entero, y las palabras espiraban inarticuladas en sus labios, crispados por el terror.

Alfonso pareció reparar por primera vez en aquel reptil que se arrastraba en su presencia. Un signo de marcado desdén fue la primera impresión que hizo en el real semblante, pero que fue dulcificándose luego por medio de una sonrisa equívoca de conmiseración o desprecio.

-Alzad, dijo, presentando a aquella mujer su mano, que ella besó con avidez; alzad, Beatriz, nunca olvidaré vuestros buenos servicios, que procuraré recompensar algún día, no lejano por cierto.

Palomina, que estaba bien lejos de prometerse tanta benevolencia por parte del príncipe, profirió una frase inarticulada y vertió una lágrima, la única verdadera, quizás, que aquella inicua mujer derramara en toda su dilatada vida criminal.

-En cuanto a vos, continuó el rey, refiriéndose al joven no puedo olvidar que estáis al servicio del señor obispo de Santiago, que ha alzado pendones contra mis fueros, y que, coaligado con el conde de Altamira Y otros rebeldes, atizan todos de concierto el fuego de la discordia en estos reinos, proclamando una cruzada exterminadora y preparando tal vez la guerra civil, ese azote, el más cruel de los que pueden afligir a una nación, que con ella se enerva, se desmoraliza y prostituye, aniquilándose a sí misma y suicidándose con sus propias armas. Esto mismo sucede aquí, y ese prelado, que tan desviado anda, en concepto mío, de la interpretación de su verdadero ministerio, acaba de arrojar la tea inflamada, que debe producir si Dios no obra un prodigio, una conflagración sangrienta en mis dominios.

-No acierto, señor, a contestaros, repuso Lucifer con respetuosa dignidad, ni compete al guerrero criticar ni apreciar el espíritu de las altas cuestiones que la política ha creado y define en diversos sentidos: cúmplenos solo obedecer, y en ello descansa la piedra angular de la milicia, que da la razón material de existencia a los Estados de todas las épocas.

-Está bien, por más que en la ocasión presente varíe de especie el asunto; pero ¿qué importa todo ello? mientras que se trata de alucinar a mis súbditos con esos criminales sofismas de la hipocresía y de la impostura, al paso que se logra sorprender su buena fe con esos ridículos argumentos disolventes, que tal vez deslumbran a mi pueblo y arrancan a una parte de sus miembros un voto de aquiescencia; yo, Alfonso de León, me presento solo, desarmado, tranquilo, con la justicia de mi causa, que es la de Dios, y esas huestes de forajidos, a quienes se ofrece a cambio de sus mercenarios servicios una indulgencia culpable, un pedazo de pan y una latitud sin límites a sus rapiñas y desafueros, yo, repito, me presento a esas turbas indisciplinadas e indómitas, las cuales, aunque estén formadas en guisa de combate, ciegan al esplendor de mi rostro, vacilan cuando menos, y a una señal de mando que les dirijo, me obedecen al punto, acuden como ovejas descarriadas a implorar mi perdón, y deponiendo sus armas, regresan, ellos, fieras salvajes, a encerrarse pacíficamente en el redil que mi clemencia les prepara. Pues bien, todo eso ha sucedido y viene repitiéndose todos los siglos, desde que la malicia del hombre alterando la pureza moral de los primitivos tiempos, cambió la faz de las sociedades: el pueblo, es decir, la plebe, demasiado impresionable, y cuya volubilidad tradicional no ha logrado extirpar ese juego tenaz de las revoluciones, aplaude todas las novedades que se le ofrecen; pero por una causa natural que entra en su misma condición veleidosa e inconstante, con la misma facilidad que las admite se hastía y reniega de ellas, para crear entonces otro género de ídolos.

Ved, pues, el ejemplo de todo ello, prosiguió el rey; a la vista tenéis ese grupo de fuerza armada, cuyas protestas de fidelidad y adhesión lisonjearon tanto vuestro orgullo. ¿Quién os dijera que al simple aspecto de su verdadero monarca, a una mirada suya, debían separarse de vuestra obediencia y someterse espontáneamente a mi autoridad? Y sin embargo, así ha sucedido: vedles allí, estatuas animadas, poseídas de un sombrío e inexplicable pánico y paralizados sus movimientos por el soplo de la justicia: ello os dará una prueba inequívoca de la insuficiencia moral de esa soldadesca mercenaria, de esa plebe militar, que es el baldón del ejército regular y subordinado; presas usurpadas criminalmente a la ley y arrebatadas a sus purificadores depósitos. Ahora bien, ¿reconocéis ya vuestro error? ¿sentís el peso de la mano de Dios sobre vuestra cabeza rebelde?

-Conozco, en efecto, señor, que engañado por falsas apariencias, viví alucinado por las protestas de esas gentes, cuya defección tan pronunciada me confunde. En cuanto al error o equivocación que pueda conducir mi opinión, más o menos extraviada, quisiera mereceros la gracia de que no tratéis de conjurar mi destino, bueno o malo, según sea; permitidme que siga sus inspiraciones, no coartéis mi voluntad ni violentéis mi libre albedrío; abandonadme a esa carrera a que me ha lanzado mi estrella, dejándome toda la responsabilidad del resultado favorable o adverso, según lo dicte el decreto de la Providencia: sois bastante generoso para que no deje yo de esperar de vos ese nuevo rasgo de clemencia que os dará nuevos timbres a mi reconocimiento.

-Sea como os plazca; id pues, sois libre por mi parte, y os dejo marchar con el sentimiento de que abandonéis el servicio de la buena causa que representa el monarca legítimo, por los de un magnate rebelde y sedicioso: separe Dios de mi el remordimiento que aqueja mi alma al rehabilitar en vuestra mano el puñal certero que acaso parta mi corazón, víctima de su misma generosidad y nobleza.

-Líbreme el cielo, señor, de tal crimen. Al separarse de vos, me llevo también un sentimiento profundo que no acierto a explicarme; pero os juro por Dios trino y uno que no tomaré las armas en tiempo alguno contra vos, para lo cual os empeño mi palabra de honor, que vale mucho. Pero la sociedad, mis exigencias propias personales, reclaman de mí un servicio providencial que debo cumplir y cuya ejecución no puedo delegar en nadie. Por lo demás, apenas cumpla esa misión reservada, recordaré vuestra clemencia y el desengaño que hiere a mi alma en este día, y a cuya memoria estad seguro que sabré ajustar las operaciones de mi conducta futura.

Lucifer besó la mano al rey.

-Quedad con Dios, señor, dijo visiblemente afectado; no sé por qué siento sobre mi alma la presión de un peso que la abruma y que no acierto a explicaros.

-Ni podía por menos de suceder así; es el martillo de Dios que hiere la conciencia, y no lo comprendéis.

El cuadrillero vertió un suspiro y volvió la espalda sin pronunciar palabra.

-Que... ¿no lleváis los vuestros? le preguntó el rey.

-Renuncio a ellos, señor, y ruego a V. A. se digne colocarles en otro destino, olvidando su hazaña de hoy e indultándoles de sus pasadas fechorías, que no son ciertamente de la mejor ley. Vuestra clemencia alcanza a todo, y yo no dudo invocarla en favor de esos desventurados, que son más dignos de corrección y lástima que de otra cosa.

Alfonso sonrió de un modo extraño y no repuso.

-Vos, buena vieja, dijo refiriéndose a ésta, que continuaba tiritando de miedo, sois por ahora mi prisionera. Los motivos que me impulsan a tomar esta determinación, son un secreto de Estado: no me pidáis explicaciones, y esperad.

-¡Señor! exclamó la anciana, cayendo medio desvanecida y abrazando las rodillas del rey.

Pero este la rechazó, ensordeciendo ante aquella plegaria.

-Y no hay medio de saber...

-Basta, insistió Alfonso, frunciendo el ceño con un signo de fría severidad.

Y volviéndose de pronto, exclamó con un acento de imperiosa dureza:

-¡Ea, soldados! apoderaos de esa mujer y custodiadla, sin ofenderla lo más mínimo.

-Permitidme, señor, despedirme al menos de mi hijo adoptivo que se marcha.

Alfonso fulminó una intencionada mirada a aquella mojigata mujer, tan sagaz, que por un movimiento rápido se acercó a Lucifer y le entregó recatadamente un pedazo de medallón, que debiera servirle de consigna o contraseña para entrar en el subterráneo que dejamos descripto.

A este tiempo una veintena de arqueros reales había acudido al llamamiento del monarca, brotando, por decirlo así, de los arbustos próximos, y colocándose en línea de honor junto al mismo.

Al punto rodearon a la dueña, que desconcertada y tímida, llevaba impreso en su rostro pálido el sello del terror.

Lucifer se alejó solo, contristado y rugiendo interiormente a puro despecho.

El rey le siguió con la vista, como atraído por una fuerza secreta y simpática.

-¡Pobre muchacho, si lo supieras todo!... murmuró para sí y recargando más y más el interés de su mirada cada vez más sostenida y anhelante; pero no importa, lo sabrás, sí, aunque tenga que recurrir al ardid de un tercero, aunque me costara buscarte, imponiéndome el sacrificio de esas mismas revelaciones que han de colocar tu deber en su verdadero terreno, y descargar mi conciencia del peso que le abruma... Un momento después el rey, seguido de su compañía de arqueros y de los cuadrilleros del obispo, salían de los dominios de Altamira, llevándose consigo a la dueña, y trasponían las cumbres de Monte-Sorayo.

Capítulo XI Armonías conyugales Por Dios que en paz dichosa No pudieran vivir reconciliados, Ni estrella venturosa, Pudo brillar hermosa En sus lares cuitados.

Una noche a cosa de las doce, y cuando la familia del castillo, después de una bulliciosa velada, en que la servidumbre o gente menuda había echado, como suele decirse, el resto al buen humor, promoviendo una de esas ruidosas explosiones alentadas por sendos tragos de lo añejo, y por ese flujo tenaz de charlatanería, que al amor de un buen fuego de invierno, suele inspirarse después de una cena abundante, el conde de Altamira, solo, aislado en su cámara de honor, permanecía sumido en funeral silencio, y reconcentrado visiblemente en una meditación profunda.

Una luz muy débil alumbraba aquella pieza feudal con sus lujosas tapicerías, con sus pesados cortinajes, a través de los cuales, los bustos severos de familia, medio encubiertos y pendientes de las paredes, asomaban sus amenazadores perfiles por entre los flotantes pliegues, semejantes a otras tantas apariciones fantasmagóricas que surgieran en medio de aquella pesada profusión tan pretensiosa.

Triste, meditabundo y concentrado, al parecer, en un pensamiento lúgubre, Ataulfo, frente a frente con su conciencia, parecía sostener una lucha interior casi desesperada, cuyas consecuencias pintaban en su rostro lívido una huella de angustia acerba que imprimiera allí su terrible sello, aunque templado en parte por un rasgo de orgullo, sublevado por una inspiración de amor propio herido.

La tibia claridad del retrete, el silencio profundo que allí reinara, hasta la hora misma en que presentamos al lector este cuadro íntimo de familia, juntamente con todos los demás accesorios que concurrieran, prestaban de concierto un solemne realce al mismo, cuyo efecto no pudiera menos de reconocer el observador a primera vista.

El conde, inquieto, desasosegado, paseaba con pasos desiguales e inseguros a lo largo de la inmensa cámara, recorriendo su ámbito y deteniéndose de vez en cuando, como para coordinar un pensamiento tenaz que el eco de la conciencia solía recargar con sombrías tintas; y entonces, como empujado por una fuerza secreta y poderosa, aquel hombre continuaba su marcha vacilante, volviendo a todos lados su vista azorada y recelosa, como si huyese de un espectro que te persiguiera amenazador e invisible allá en sus sueños de terror y remordimiento.

Su convalecencia marcaba ya su último período, y sin embargo, el magnate estaba todavía sumamente pálido, sus ojos hundidos, vibraban un rayo de indignación y odio, como si realmente toda la energía vital de aquella alma corrompida se hubiese concentrado allí en aquel punto lúcido de la economía, para reverberar todo el fuego que ardiera latente en su corazón emponzoñado y vil.

Vestía, como siempre, de negro riguroso, su demacración habitual también parecía ser cada vez más pronunciada, y una tinta cadavérica extendía sobre aquellas facciones cárdenas un velo sepulcral y horrendo.

Tosía a menudo, con esa tosecilla, al parecer, forzada y seca, que ya dijimos padecía, y que suele ser siempre un alevoso preludio de esas mortales dolencias, para las cuales la ciencia no ha podido hallar todavía sino paliativos, y que ofrecen en perspectiva una trágica catástrofe más o menos aplazada.

Fatigado, al fin, enervado ante aquel esfuerzo insostenible de su debilidad crónica, Ataulfo se sentó, o mejor dicho, se dejó caer aplomado sobre un gran sillón de encina, e inclinó sobre su pecho jadeante y trémulo aquella cabeza agobiada por un mundo de contradicciones.

Así, en esta actitud, permaneció un buen rato, después del cual pareció quedar dormido. Su pecho, agitado siempre como su espíritu, lanzaba un estertor profundo parecido al ronquido, y de vez en cuando un gemido sordo, ahogado por la misma respiración fatigosa, exhalábase como el eco de esa lucha sin tregua que atormentara también entonces su espíritu tan combatido, precipitando a la vez los latidos de aquel corazón oprimido por la presión del vértigo.

Oyóse un ligero crujido, y una puerta secreta de arte, disimulada por las tapicerías, abrióse de pronto en uno de aquellos lienzos de pared y a través de los plegados cortinajes sobrepuestos.

Una mujer joven y hermosa, vestida con una especie de peinador flotante y rebozada en uno de esos prolongados mantos negros con cola que usaron durante muchos siglos las damas de primer orden, entró por aquel buque misterioso, que tornó a cerrarse detrás de ella con un crujido tenue y casi imperceptible.

Atravesó lentamente como una sombra el radio de la pieza, y fue a colocarse en frente del conde.

Era la joven baronesa Constanza de Monforte, su esposa, y condesa ahora de Altamira y Moscoso.

Nada dijo aquella mujer silenciosa, cuyas pisadas leves apagábanse en la mullida alfombra; y no obstante, parecía la evocación fatídica de un genio que venía de intento a asaltar la precaria tranquilidad del conde.

Abrió este sus ojos dormitantes, como si la varilla mágica de ese mismo genio le tocara, produciendo en su atormentado ánimo una súbita perturbación moral; y fijando su mirada errante, extraviada en el vértigo de su parasismo, en aquella aparición tan intempestiva, y de la cual no pudo hacerse cargo al pronto, lanzó una especie de alarido inarticulado, bajo la terrible impresión que le produjera su pesadilla, y levantándose bruscamente al propio tiempo.

Constanza, fría, impasible, y en cuya hechicera boca parecía vagar una desdeñosa sonrisa, permaneció de pie, inmóvil como una figura de talla delante de aquel hombre, cuya razón restituía ya a sus sentidos toda la plenitud de sus funciones.

-Dispensad, señora, balbuceó Ataulfo, mi sorpresa: nada tan natural en los primeros momentos que subsiguen a un mal sueño, a una pesadilla mortal como la que he tenido... ¿Qué queréis? mi espíritu sobreexcitado se halla asaltado continuamente por esos negros delirios donde flota la imaginación torturada siempre por ese riesgo posible que amenaza mi tranquilidad, envolviéndola en un sangriento caos, al cual no me es posible sustraerme. Por eso me he sorprendido al veros, y rectificando mi error, me apresuro, señora, a reclamar vuestra indulgencia, rogándoos que no me retiréis vuestra amistad al menos, ya que es imposible restituirnos el cariño de esposos, que tanto debe valer y que no hemos conocido nosotros.

Constanza pareció desentenderse del discurso del conde, o quizá debió apreciarse su silencio por una tácita aprobación del mismo. Dirigió un frío saludo a su esposo, inclinó ligeramente su hermosa cabeza, de la cual separó la magnífica gorra de pieles bordada en oro que la cubriera, cayendo al punto sobre sus hombros los blandos y saturados bucles en que se dividía su profusa cabellera flotante.

Luego, por un movimiento lleno de donaire y coquetismo, desprendió de su espalda el talabarte del manto, quitándose el embozo; y replegando graciosamente su vuelo con toda esa encantadora naturalidad característica de las damas españolas de todos los tiempos, se sentó sobre un lujoso taburete en frente del conde, cada vez más subyugado ante aquella altiva mujer, cuyo orgullo dominaba todo cuanto la rodeara.

-Os sorprende acaso mi visita, señor, exclamó la joven con su acento plateresco e irónico; ¿no es así?

-Al contrario, es siempre para mí una grata satisfacción el veros, y en esta ocasión, señora, me apresuro a presentaros el homenaje de mi admiración, ofreciéndoos mis respetos y reiterando a la vez, con toda la efusión de mi alma, el deseo que me anima de poder daros una nueva prueba de...

-Basta de hipérbolas, Ataulfo, veo que lleváis vuestra galantería hasta un extremo tal, que me envanece, y en verdad que no hallo frases con que corresponderos. No en vano me decíais ahora poco, que sois a menudo presa de delirios, de pesadillas y aberraciones sensitivas, de las cuales no os veo todavía libre.

Ante esta irónica frase imprudentemente vertida, el rostro pálido del conde se coloreó por el sonrojo, y su lengua enmudeció al pronto.

-No creía en verdad, dijo, merecer vuestros desaires, y sin embargo, dejan de serlo para mí, que sé apreciar en todo su valor las palabras que os dignéis dirigirme, como proferidas por tan lindos labios.

-Veo, señor conde, que vos por vuestra parte, aun a trueque de la impertinencia y del ridículo en que pudierais incurrir con pesar mío, que os estimo en cuanto valéis, volvéis de nuevo al terreno de esa eterna lisonja que me envanece y que ha llegado a ser el tema obligado de vuestro entusiasmo.

-Señora... replicó Ataulfo todo corrido y desconcertado por tanto sarcasmo.

-Basta, objetó ella con su sonrisa cínica y burlona, si mi consejo valiera algo para vos...

-¡Oh! sí, y mucho.

-Pues os ruego que suspendáis, o mejor dicho, que renunciéis a ese triste papel que, creedme, sienta muy mal a una persona de vuestras circunstancias y de vuestros años: además, que nunca pudierais prometeros de él un buen partido. De la cortesía a la lisonja media una gran distancia, que en vuestro claro discernimiento podéis calcular con la esperanza de no perder el trabajo.

-¡Ay, Constanza! es demasiada hiel para mí, que no la merezco, y que por el contrario debiera ser acreedor a tu piedad ya que no a tu amor.

La condesa soltó una carcajada histérica que heló la sangre en las venas del conde.

-Pero en fin, exclamó éste en el colmo del furor, humillado su amor propio y su altivez proverbialmente insultante; puesto que no podemos entendernos en cumplidos ni en un desahogo íntimo de familia, ¿podré saber el objeto de vuestra visita a estas horas?

-Nada más natural, respondió ella apelando a su habitual causticidad y sin despojarse en cierto modo de aquel viso irónico tan pronunciado; es justo satisfacer vuestro deseo, que es por demás legítimo; y si al principio hubieseis formulado en tal sentido vuestras palabras, seguramente pudiéramos haber aprovechado mejor el tiempo: ¿qué queréis? la contradicción nace con nosotros mismos y se convierte en fantasma que no puede el hombre, desde que viene al mundo hasta que le deja, desviar de su tránsito, que le disputa con una tenacidad cruel.

Hasta en estas últimas palabras, a las cuales la experiencia ha dado en todos los tiempos una sanción práctica, había esa sangrienta ironía que hacía verter gota a gota la amarga hiel que aquel corazón rebosara. La baronesa tomó una actitud graciosa y solemnemente provocadora, para continuar después de una breve pausa:

-Días ha que eludís mi presencia, sin que yo pueda resolverme a fijar la causa, por más que la sospeche. Ha sido preciso que os venga a buscar a vuestra cámara, para provocar una verdadera contienda conyugal en el sentido confidencialmente franco que debe presidir en tales casos. De vos pende el giro más o menos templado que pueda tomar el asunto, lo cual me es de todo punto indiferente; sin embargo, quisiera evitar el escándalo a cualquier costa, y dejando a vuestra discreción ese mismo giro, empiezo por pediros cuenta de vuestras infidelidades.

Ataulfo, todo conturbado por aquella especie que tan lejos estaba de esperar, fijó en su esposa una mirada de indescriptible asombro, y que ella supo arrostrar con una altivez procaz.

-¿Os burláis? exclamó todo desconcertado el conde.

-Nada de eso, al extremo a que han llegado los sucesos, sería una triste gracia aventurar un juego de ardides de este género, y al cual suele ser poco apasionada una esposa que estima en algo su carácter.

-Y vos, Constanza, ¿sois capaz de concitar una reyerta de esta índole, envenenando una cuestión delicadísima y que pudiera lastimaros? Por Dios, señora, que es llevar demasiado lejos la insensatez, la ceguedad y la pasión, para incurrir en ese contrasentido arriesgado acerca de un asunto, cuyas consecuencias pueden resultaros contraproducentes, haciéndoos sentir el peso de ese error o de esa ligereza que pudo alucinar vuestra imaginación impresionable.

-No acierto a interpretaros, conde, dijo a su vez Constanza, sin destemplar el lenguaje, ni deponer aquella arrogante expresión que fijara en sus animadas facciones un rayo de inexorable sarcasmo; mi inteligencia es bastante limitada para seguir vuestros giros metafóricos, por lo cual, si algo vale mí ruego, lo interpondría ante vos, para que adoptaseis otro lenguaje más propio de mi insuficiencia.

-Creo, sin embargo, dejarme entender lo bastante, por más que vuestro amor propio trate de eludir ciertos reproches ante los cuales puede rebelarse vuestro orgullo de mujer al menos. Establezcamos una tregua a nuestros rencores y una amistad social bajo condiciones recíprocas, y lejos de agravar esa cuestión que arde aquí en nuestros corazones y les abrasa en el volcán del odio... Constanza, por esta vez siquiera, coloquemos la mano sobre nuestro pecho, y prestemos oído a la acusación de la conciencia, esa reacción moral, evocación divina que revela la existencia del alma.

La baronesa parecía escuchar las palabras de su colocutor con cierta atención burlesca: en sus labios carmíneos vagaba cada vez más irónica aquella cínica expresión de insultante sarcasmo, que era el vivo reflejo de un escepticismo grosero hasta el oprobio.

Guardó silencio, como si a su indiferencia añadiera con él otra prueba inequívoca de menosprecio, y al paso que hacia vagar su mirada errante y desdeñosa en los diversos objetos que la rodearan, menos en su esposo, golpeaba sobre la alfombra la punta de su lujosísimo chapín de raso arabesco, simulando una especie de distracción y de indiferencia.

-Os veo impaciente, señora, continuó el de Altamira, dando un sesgo a la conversación, y no quisiera daros ese pretexto para agravar más esa prevención tan funesta que contra mí abrigáis; quiero alejar ese obstáculo a nuestra reconciliación, todavía posible por mi parte, y que no en vano creo secundaréis por la vuestra. Prescindo de circunloquios, y recordándoos la especie de vuestras palabras: vengo a pediros cuenta de vuestras infidelidades, me atrevo a pediros explicación de su sentido.

-Nada más natural que eso, mucho más tratándose de hechos, cuya existencia descansa en pruebas que pueden confundir la hipocresía y desenmascarar el vicio en toda su horrible desnudez. Yo me complazco en reconocer en vuestra decisión el mérito de una franqueza que, si bien revela un grito doloroso del orgullo herido, responde al propio tiempo a la indeclinable necesidad en que os halláis colocado de salir una vez al fin de esa posición crítica y difícil que os han creado vuestras fragilidades y flaquezas.

-Por Dios, señora, que es llevar hasta el mismo insulto ese obstinado propósito, y os juro...

-No juréis, miserable, añadiendo el sacrilegio al crimen, creedme, el perjurio suele imprimir en la fama del hombre una mancha inmunda e indeleble, al paso que envilece al alma y la proscribe ante la moral y ante la religión.

-¿Qué estáis diciendo? gritó irritado el magnate, ¿qué significan esas reticencias calumniosas de perjurio y de infamia?

Constanza no pestañeó siquiera, ni perdió su aplomo. Luego con un acento contundente y acerbo, en que parecía exhalarse toda la hiel de su alma, dijo bajando la voz, que vibraba como un timbre eléctrico.

-Qué... ¿no sois vos Ataulfo Moscoso de Altamira, quien me juró eterna fe al pie de los altares?

El conde marcó un signo afirmativo, y preguntó a su vez con tono idéntico a aquella mujer de temple de acero, que no abdicaba su energía de carácter jamás.

-Y vos... ¿no sois Constanza, antes Elvira, condesa de Altamira y baronesa de Monforte, la impura mujer que revistiéndose de un candor ficticio, respondió a mi juramento de esposo con otro incondicional y solemne en manos del sacerdote, que pudo equivocar la solidez de aquella misma fe a medida de la sana intención que le poseyera?

-¡Y bien! ¿qué queréis decir con eso?

-Que vinisteis ya profanada y prostituida a mi tálamo, que lejos de modificar vuestra conducta en el nuevo estado en que entrabais, habéis continuado vuestra carrera en el vicio, sin retraeros ante el escándalo, ante el ludibrio de un público insolente que os señala con el dedo y lee todos los días en vuestra frente esa marca afrentosa de la mujer adúltera, sin que alcance a atenuar el grado de esa ignominia el regio brillo de la corona que ciñe la frente de vuestro amante.

La altiva joven sonrió de nuevo; pero al propio tiempo sus pupilas ardieron con un relámpago de rencorosa ira.

-Y no es eso todo, prosiguió el conde, cuyos pulmones jadeaban de fatiga, sino que no contenta con hacer traición a mi honra y a la vuestra, tenéis también otro género de amantes que asestan puñales a mi pecho y persiguen mi tranquilidad a todas horas, conspirando contra mi vida y anticipando mi fin, sin concederme siquiera la tregua del sueño.

Ataulfo hubo de interrumpirse por un ataque de aquella tos rebelde que le hacía a veces vomitar sangre.

-Este accidente mortal, consecuencia funesta del atentado, del cual, como sabéis, fui víctima, es testigo de esa conspiración tenaz, de la cual llego hasta sospechar que acaso seáis cómplice.

-¡Mentís, indignamente! gritó la condesa con un acento amenazador y como si hubiera sido picada de un áspid; sois un miserable y no podéis abrigar un pensamiento digno de un caballero, de un noble, como blasonáis serlo.

-¡Esto más! exclamó encolerizado el conde apretando los puños convulsivamente.

-Sí, no lo dudéis, y cuando me llegue el turno, os probaré la certeza de mis apreciaciones con hechos tales, que no os atreveréis a rebatir, por indestructibles.

-¡Constanza! volvió a decir Ataulfo con acento lúgubre.

-Qué... ¿habéis concluido de explanar vuestra acta de acusación?

-¡Y bien! ¿no os atrevéis a destruir los cargos?

-Los hay entre ellos de tal naturaleza, que no necesitan disculpa, procediendo de una persona como vos, indigno en vuestras apreciaciones de los honores de la refutación por mi parte; mientras que otros, de cuya veracidad prescindo, no toca a vos juzgarlos bajo un prisma tan impuro y apasionado como el vuestro.

-En ese caso desisto por ahora, reservándome tomar satisfacción honrosa de vuestras palabras, que aun procediendo de una dama como vos, nunca pueden alcanzar a herir, si no cuando más, la dañada intención que las dicte. Mientras tanto, la curiosidad que me anima por enterarme a fondo de esas cuentas que venís a pedirme, y en cuya liquidación, invirtiendo el orden, ha anticipado mi indiscreción la data al cargo, sella mis labios y da tregua a mi resolución, que por otra parte se ha hecho de todo punto necesaria, al extremo a que han venido las cosas; pero tened entendido, señora, que no debemos perdonarnos el saldo que resulte a favor de uno u otro, como presa de buena ley que ambos debemos apresurarnos a reconocer anticipadamente y disponernos a su puntual cumplimiento.

Capítulo XII Capitulación Su mutuo compromiso Faérales conservar muy necesario; Este prudente aviso Alejó un rompimiento temerario Y el nublado deshizo.

Constanza pareció recapacitar un momento.

Era la pantera que amagara uno de esos saltos elásticos tan fatales para sus víctimas, que los esperan con un terror semejante a una agonía angustiosa.

Ataulfo temía también aquel embrión misterioso que el instinto parecía presentarle con un colorido siniestro, infundiéndole un terror indecible, como que procediendo de aquel enemigo abiertamente declarado, que la fatalidad le deparara, tan astuto y tan irresistible, érale inminente una lucha tenaz, en la cual, aun teniendo, al parecer, ventajas positivas de su parte, empezaba ya a anunciarse el desaliento.

Al fin, la voz vibrante de la condesa dejóse oír con su acento clásico de provocadora burla, mal disfrazada a veces por un sentimentalismo que desdecía en verdad de su carácter.

-No ha mucho tiempo, dijo, que una maquinación disfrazada con mentidos colores y que solo reconocía un fondo de ambición predominante, anuló mi felicidad, aprisionando mi albedrío y encadenando mis destinos, proscribiendo la expansión que disfrutara hasta entonces, libre como el pájaro en el aire, y dichosa con esa felicidad tan amplia que solo está reservada a los seres predestinados al goce material de las delicias de la vida. La intriga sorprendió mis dorados sueños, me arrancó del hogar patrio, donde tanta alegría dejara, y mi alma despertó bien pronto en el limbo tenebroso del aislamiento, del pesar y de la melancolía. Yo que no pude imaginar hasta entonces que mi voluntad tuviera límites, me encontré prisionera en este sombrío castillo, tan diferente al que yo dejara, morada bulliciosa y risueña, que rebosaba una plenidad de vida indecible, y cuyo puente levadizo, aun a pesar de su escasa guarnición, apenas solía levantarse. En cambio de tanta ventura, de tanto bien para mí perdido, desperté en brazos de un tirano que quiso amoldarme a sus caprichos, aprisionándome en su tenebrosa guarida, y aun lo que es peor, haciendo recaer implícitamente sobre mí una parte de responsabilidad en la perpetración de los crímenes que aquí impunemente se albergan. Ese monstruo sois vos.

Ataulfo perdió las tintas de su rostro al oír estas palabras, que golpearon como un martillo su corazón cobarde.

-Pero la Providencia, prosiguió la joven, iluminó oportunamente mis potencias, manifestándome la profundidad del abismo que ante mí se abriera, y desde cuyos bordes os conjuro, Ataulfo, por todo lo más santo que creáis, si es que resta en vos un átomo de fe, para que revoquéis por vuestra parte ese pacto conyugal que une nuestros destinos, renunciando a los castos goces de nuestro estado y emancipando mi albedrío, por más que ostensiblemente manifestemos otra apariencia bien distinta, que ponga limites al escándalo. De lo contrario, me creeré autorizada para delatar vuestros tenebrosos misterios y evocar la sombra de la justicia, a quien sois deudor de tantos créditos.

Ataulfo, que se había levantado poco antes a impulsos de su inquietud misma, volvió a dejarse caer maquinalmente en su butaca, como aplomado por las palabras de su esposa.

La indignación pareció enardecer su sangre, que afluyó al rostro, animando sus tintas pálidas con un relámpago colérico, inflamado más y más por aquel cruel apóstrofe.

-Creo, dijo, que exageráis, o por mejor decir, que mentís, señora; ese tirano, como injustamente le apellidáis, si bien al llamaros a compartir su tálamo accedía a una necesidad puramente política y convencional, servía al mismo tiempo al afecto que por primera vez sentía, inspirado, en verdad, por vuestras gracias. ¿Era en mi un crimen rehabilitar el abatido esplendor de vuestra casa, creándoos una posición social envidiable y asociándoos a una coalición poderosa, a la vez que elevaba vuestro rango a la categoría de condesa de Altamira? ¿qué ofensa pudiera yo inferiros con ello? ¡Decid! Y si luego, de acuerdo con la prudencia, que marcó siempre en mí el orden regulador de mis acciones, una exigencia honrosa modificó el círculo de vuestra libertad, admitiéndoos en cambio a una intimidad más sincera, con solo el objeto de distraer esa pasión fatal y atraeros a vuestros deberes...

-¡Ataulfo! le interrumpió la condesa con soberbia acritud.

-Dejadme hablar, señora, para imponer un solemne mentís a vuestras calumnias.

-¡Miserable hipócrita!

-Estoy rectificando.

-No es eso, sino que os vais batiendo en retirada, pretendiendo en vano ahogar la voz de la verdad, que os lanzará al rostro, por más que os pese, un nublado de recriminaciones.

-¡Señora! será preciso recordar a vuestra insolencia que habláis al conde de Altamira, exclamó ensoberbecido Ataulfo.

-¡Mentís como un villano! gritó a su vez Constanza, en cuyas facciones, exaltadas por un odio implacable, pudiera traslucirse ese rasgo irónico y característico que formara un tipo peculiar de su especie.

-Vos no sois, continuó, ese pretendido, magnate, al cual vuestra ambición criminal ha usurpado sus títulos, sustituyéndole indignamente, y mandándole asesinar quizás, o cuando menos, haciéndole podrir vivo en una mazmorra..., y todo a trueque de esa posición tan precaria, a merced, de la voluntad del rey, que por mi mediación os ha hecho merced, hasta hoy, de una vida que debe a la vindicta pública un tremendo fallo expiatorio.

-¡Constanza! exclamó el conde con un acento horriblemente lúgubre, en que parecía exhalarse un eco conmiserador y triste.

-Qué... ¿os pesa oír mis palabras? pues tened muy en cuenta que no me haréis callar hasta tanto que os recuerde vuestro origen, vuestros antecedentes, y...

-¡Constanza! volvió a exclamar desconcertado aquel hombre, no abuséis de vuestra posición excepcional respecto de mí; hacéis bien con invocar repetidas veces el nombre de S. A., creyendo intimidarme en el lauro vuestro: ese protectorado soberano, a cuyo amparo medra la savia provocativa de vuestro orgullo, puede alcanzar con su influencia a mi aniquilamiento político; pero no podrá dejar de respetar mi autoridad discrecional dentro de mi casa, ni detener mi brazo, si hiere.

La joven vertió una carcajada de insultante escarnio.

-Atreveos, dijo, si os place, a dejaros arrebatar por un brutal exceso hacia mí, y entonces probaréis mis fuerzas. ¿Qué sería luego de vos? ¿Dónde os ocultaríais, desventurado?

-En mi sepulcro, señora.

-¡Ah! ¿os dejaríais matar acaso?

-No, eso nunca: me mataría yo mismo, para evitar con ello hasta ese mismo placer a mis enemigos.

-No llevéis tan lejos vuestra jactancia; para el suicidio se necesita más valor o más abnegación que creéis, y vos no tenéis uno ni otra.

-Pero, en fin, ¿a qué reproducir esos hechos ciertos o erróneos, con los cuales solo pudierais proponeros lanzar a mi frente un baldón que no tenéis derecho a juzgar, y con lo cual, si formuláis un acta de acusación privada, no alcanzáis a imprimirle una consecuencia jurídica que respondiera a vuestro sistema de rencor y odio?

-Prescindamos de teorías, ajenas en un todo a nuestro asunto, y de esas digresiones que nos hacen perder un tiempo precioso. Comprendo cuán repugnante debe seros la revelación de esa historia, cayos detalles son tan poco gratos; pero no puedo menos de reproducirlos, probándoos con ello que me son todos conocidos, y que a merced de todo ello os tengo cogido en mis redes cuando me plazca. En cuanto al interés que doy a mi empeño de formular esas revelaciones mismas y que tanto os sorprende, debo deciros que consistiendo mi principal agravio en esa superchería que conmigo ejercitaron vuestras maquinaciones, no debo renunciar a este desahogo por ahora, aplazando los demás para otra ocasión más propicia.

-No alcanzo a entender vuestros preámbulos, impertinentes hasta cierto punto, y que giran en la oscuridad del enigma con un fin determinado acaso.

-Y sin embargo, son bien fáciles de comprender, por más que pretendáis desentenderos. Al pretender mi mano de esposa, os anunciasteis con el pomposo título de conde de Altamira y Moscoso, con lo cual acabáis de decir que elevasteis mi posición jerárquica, fundando la base condicional del matrimonio que nos unió luego. Ahora bien, descubierto ese juego indigno que ha mantenido esa brillante máscara sobre vuestro rostro hipócrita, queda patente el fraude de que mi ligereza y la de mi tutor me han hecho víctima, y nuestra unión, basada en aquel punto supuesto, debe ser rescindida.

-Lo está de hecho ya hace bastante tiempo, bien lo sabéis, señora.

-No basta eso, pudiera traslucir el público ese secreto que arroja una mancha ignominiosa sobre vuestra frente, proscribiéndola junto con todo cuanto os rodea, y debo sustraerme oportunamente a esas contingencias, a esa eventualidad tan bochornosa. Que no se diga jamás que desde el momento en que he sido sabedora del engaño, he dejado de protestar con todas mis fuerzas contra el mismo. Constanza de Monforte no se resignará jamás a pasar por la esposa de un bastardo.

Esta palabra produjo en el conde una explosión de indecible cólera: levantóse bruscamente, el rostro descompuesto por el furor, sus ojos verdosos y fulgurantes y todos sus músculos agitados por una violenta crispatura nerviosa.

-¡Tened la lengua, infame! exclamó todo trémulo, alzando el paño sobre su esposa en amenazadora actitud; callad, o no respondo de mí en este instante. ¡Yo bastardo!...

-Sí, bastardo, espúreo... ser degenerado y abyecto, miembro podrido de la sociedad, que os repelo como una plaga inmunda y contaminadora... ¡Ataulfo! no os dejéis arrastrar por el vértigo de esa impotente cólera; de lo contrario sois perdido. Y puesto que la Providencia en sus inescrutables juicios ha permitido la revelación de ese arcano, doblad la frente al destino y resignaos.

Y la condesa, al expresarse en estos términos, bien lejos de intimidarse ante la imponente actitud de aquel hombre, permanecía impasible, provocativa siempre, con su risita sardónica y su maligna mirada venenosa.

-¡Imposible! gritaba maquinalmente Ataulfo, apretando los dientes con furor y recorriendo a grandes e irregulares pasos aquella estancia; yo no puedo dejar impune esa calumnia que arrojáis a mi frente con todo el cinismo de que solo es capaz una mujer criminal como vos lo sois; no, yo no puedo perdonaros esa ofensa, y os juro...

-No juréis en vano, Ataulfo, le interrumpió irónicamente ella, y puesto que me hablabais al principio de ajustar una tregua a nuestros odios, veamos las condiciones que formuláis, y si alcanzan a un arreglo posible, es decir, si son aceptables sus bases, estableceré yo a mi vez las mías, pudiendo partir de ese punto común las negociaciones.

-¿Es decir, que callaréis? preguntó con una ansiedad marcada el conde, que vio en esta salida de Constanza un consuelo posible a sus temores.

-Tal vez, repuso ella con cierto énfasis intencionalmente recargado; pero las cuentas, el cargo y data de que hablabais poco antes, y a cuyo saldo sentasteis por principio que no debiéramos renunciar uno ni otro...

-Hablemos una vez formalmente, y puesto que, según veo, estáis enterada de todo, olvidad mis arranques de genio, que yo mismo no alcanzo a reprimir siempre, y... ved a qué precio puedo obtener vuestro secreto perdurable, y si cabe también nuestra reconciliación, que tanto anhelo. ¡Qué dicha la de dos seres que desinteresadamente se aman en esta vida de tortura y tedio!... Y si es preciso hacer el sacrificio del amor propio herido, y si es necesario olvidar, adorar y sentir, a trueque de merecer vuestro cordial afecto... hasta mi vida, si la queréis, tomadla, si con todo ello puedo esperar vuestra indulgencia, que será el bálsamo que cicatrice las llagas de mi corazón despedazado. No volváis la vista a mis flaquezas, esos rasgos característicos de la humanidad, y que a veces dan testimonio de la grandeza de la criatura. ¿Qué más queréis? ¿qué mayor satisfacción podéis pedirme?... Porque yo no puedo ser responsable de mi origen... bastardo... como decís; y en cuanto a la usurpación y suplantación civil, que no puedo negaros aquí, en el seno de la confianza...

-¡Callad, por Dios! le interrumpió la joven con un gracioso mohín, que era otro de sus hechiceros recursos; callad, miserable, me dais lástima y tedio, y no puedo menos de apartar la vista de tanta bajeza. Pobre ser degenerado, no podéis ocultar vuestro origen, que os envilece hasta el abismo de la negación más compasible. Está bien, yo callaré mientras no me faltéis al compromiso que establezcamos, y si es necesario sacrificar también hasta un deber de conciencia, aplazándole más o menos tiempo... también accederé, por mucho que me cueste resignarme a ello.

Mientras tanto, prosiguió, y puesto que tan a discreción os rendís, he aquí las condiciones que por mi parte os impongo, a trueque de guardar por ahora, y mientras no me faltéis, el secreto de vuestro origen y de vuestros crímenes: nuestra unión conyugal, interrumpida en la actualidad de hecho, según vos mismo acabáis de reconocer y confesar, debe serlo de derecho, debiendo yo entretanto, es decir, mientras recae la aprobación canónica, regresar a mi alcázar de Monforte, donde permaneceré en depósito bajo mi palabra de honor y con absoluta independencia vuestra. No exijo sacrificio alguno de intereses de ningún género, solo reclamo vuestra prudencia a trueque del secreto que os ofrezco guardar, por ahora, tanto de vuestros antecedentes y conducta privada, como de ese otro crimen que nos pertenece a entrambos, y en cuya reserva estamos igualmente interesados. Podéis disfrutar sin obstáculo de vuestros amores con la cautiva, cuya repugnancia hacia vuestras instancias, puede, tal vez, vencer mi ausencia, y... ¡quién sabe si a todo este precio podéis obtener un cambio favorable en vuestra suerte! Porque, en verdad, creo que hasta hoy no os ha hecho feliz ese mujer heroica, la cual, si no obtiene la libertad de vuestra generosidad un día, puede al menos merecer, a costa de vuestra conciencia, la corona de un martirio honroso.

Ataulfo permanecía mudo y silencioso: pálido como siempre, apagada la vista y la cabeza inclinada sobre su pecho jadeante, enervadas las fuerzas por la lucha moral de su espíritu y la que acababa de sostener con aquella mujer incontrastable, parecía la estatua del remordimiento, inmóvil, petrificador: era, en fin, un ser abatido hasta la abyección, torturado por la conciencia, que le predecía una expiación tremenda, y que, combatido por la contradicción y la duda, caminaba, él, extenuado por una convalecencia delicada y lenta, a su aniquilamiento físico, secundado por esa misma lucha moral tan corrosiva.

Y en verdad que era digna de compasión aquélla criatura perversa, en cuyo corazón parecía haberse encarnado un espíritu de maldición, al cual respondiera aquella conducta inicua con sus actos intencionales, y a cuyas inspiraciones diabólicas se hallaran sojuzgados aquel tesón, aquella resistencia tenaz y sistemática, que le hacían inaccesible a todo rasgo noble, reparador y humanitario.

-Es decir, exclamó luego en un tono de abatimiento, que sentaba muy mal a su carácter, ¿qué se trata de un divorcio legal por vuestra parte?

-Lo habéis adivinado; creo es el único medio de poder llegar al punto de partida que fijasteis a vuestras negociaciones, a las cuales sirve de preliminar la tregua consabida.

Ataulfo, que había alzado un instante la vista para fijar en su esposa una mirada angustiosa, volvió a bajarla, deslumbrada al parecer por otra de ella, cuyas pupilas parecían destellar un rayo vívido de altivez y orgullo.

-Con que, dijo con cierta timidez servil, es decir, que si yo accediera a todo eso... ¿callaríais?

-Ya os he repetido que sí; condicionalmente, se entiende, o lo que es lo mismo, mientras vuestra conducta futura no os hago indigno de esta merced, cuyo sacrificio me impongo.

Ataulfo guardó otro momento de silencio, y dejó caer la cabeza jadeante sobre su pecho, del cual exhalábase un sordo estertor, interrumpido a veces por una tos seca, que revelaran la afección de sus pulmones y la crítica alternativa de su espíritu en aquellos momentos de prueba, que ponían en tortura su mente.

Capítulo XIII La separación ¡Ni un momento ya más!... era imposible Prolongar esa unión tan quebrantada.

Al fin vertió el conde un suspiro.

Sacudió su cabeza, pasó la mano por su frente lívida, y como quien sacude sus vacilaciones para adoptar una resolución franca y enérgica, levantóse de su asiento, como si un resorte le empujara.

Su talla elevada y recta, su mirada lúcida y toda la altiva expresión de su semblante escuálido, parecieron recobrar todo su nervio: era el supremo esfuerzo de la voluntad, potente y vigoroso, acaso el postrer destello de una luz moribunda, describiendo su última aureola.

-Sea como queráis, señora, exclamó al fin, dando a su lenguaje un tono de firmeza que no sentía; será preciso entrar por todo y aceptar los hechos con sus consecuencias, sean las que fueren. Podéis marchar cuando gustéis a vuestro castillo, apenas concluyan de hacerse las reparaciones que están ya para terminar uno de estos días; si bien para ello me permito imponeros una restricción que no debéis rehusarme.

-Explicaos, pues.

-La guarnición de Monforte debe darse por mis tropas, sin que por ello vayáis a creer que trato de haceros mi prisionera, puesto que solo me propongo proveer a vuestra seguridad. No se diga jamás que el conde de Altamira abandona a cualquier riesgo posible a la que todavía lleva su título de esposa. Por lo demás, seréis tan libre como queráis, vuestra voluntad no será coartada en lo más mínimo, y mis soldados solo recibirán vuestras órdenes, que serán puntualmente obedecidas. Se publicarán las diligencias del divorcio, lo cual os pondrá a cubierto de interpretaciones de cierto género, garantizando vuestra responsabilidad e independencia, y luego, apenas recaiga el fallo que anule y rompa el lazo de nuestra unión para siempre...

Ataulfo se interrumpió por un sollozo que ahogó un momento su voz.

-Entonces, prosiguió, mis tropas evacuarán vuestro alcázar y regresarán al punto al mío.

-Admito, dijo Constanza, con tal que no pretendáis anular mis facultades de poder admitir a mi servicio a otras personas.

-No solo estoy conforme, sino que os permito elegir la servidumbre íntima y familiar, a medida de vuestro agrado: los míos se abstendrán de mezclarse en vuestros asuntos, concretándose a guarnecer la plaza.

Con respecto a vuestras rentas, continuó, o bien podéis reservarme, como hasta ahora, su administración, quedando siempre a cuentas respecto al sobrante, después de cubiertas las atenciones de vuestra casa, o bien se pondrán en secuestro, caso que no queráis encargaros de esas impertinencias vos misma, como ajenas de vuestro sexo.

No, contestó ella, con un desahogo demasiado libre, prefiero a todo el secuestro.

Ataulfo recibió en esta respuesta otra nueva herida en su corazón egoísta.

-No creáis, dijo, que se trata por mi parte de someter vuestros intereses a una especulación mercantil, antes al contrario, quise ponerlos a cubierto de una defraudación, de una sustracción o de un desfalco... mas, puesto que tal es vuestro deseo, no debo contrariarlo. Sea como gustéis.

-¿Es decir, que estamos convenidos?

-Puesto que no hay medio de anular esa idea...

-Es por parte mía irrevocable; y tanto, que salgo ahora mismo para mi destino.

-¡Para Monforte! ¿estáis loca?

-¿Quién me lo puede impedir?

-Nadie, señora; pero ya sabéis que se están haciendo reparaciones, y aunque adelantadas las obras, no es cosa terminada todavía, ni podéis habitar allí con decencia.

-No importa, debo partir antes que amanezca, a fin de evitar comentarios: luego ya podrá inventarse un pretexto cualquiera que justifique mi permanencia en Monforte: ni cosa tan natural en un propietario como visitar sus fincas y permanecer en cualquiera de ellas una temporada por puro recreo, por variación de residencia, por cualquier capricho, en fin, de esos cuya explicación no suele ser cosa propia de la incumbencia de todos; y luego, en fin, andando el tiempo, la nueva del divorcio fijará los hechos en su verdadero punto de vista.

Ataulfo comprendió que no había medio de contrarrestar aquella fuerza de voluntad tan incontrastable y poderosa, y que era necesario ceder.

-Constanza, dijo, después de haberos concedido tanto, después de abdicar mi autoridad por complaceros, anulando al propio tiempo mi entidad social, nada puedo rehusar a la que tanto he amado. Cuando queráis... partid.

Aunque trató de sostener su entereza de ánimo, Ataulfo no pudo menos de dar una vibración tal a sus palabras, que revelaron toda la presión moral que devorara su corazón, tan despiadadamente combatido, toda la acerba intensidad que destrozara su espíritu lacerado por el remordimiento y por el desengaño.

La condesa, que leía con su penetración sutil en el interior de aquel hombre, del cual su alta dignidad acababa de hacer una víctima, volvió a sonreír con su sonrisa cáustica y provocativa, llevando en aquel mismo la prueba evidente de esa dureza viril que la caracterizara, y que constituía un tipo excepcional y antipático en su sexo.

Rápida, veloz, y con uno de esos giros llenos de donaire que tanto la agraciaran, agitó el cordón que pendía junto a la chimenea del salón, y al punto sonó muy remoto el eco de una campana.

Al mismo tiempo, y sin que el conde pudiera evitarlo, desencajó el batiente de una ventana que daba al parque.

La luna remontaba el Meridiano, semivelada por bronceados celajes que trasparentaban una claridad mate.

Las brisas de la noche humedecían al ambiente y suspiraban en los árboles próximos un leve y sordo murmullo.

-¡Constanza! exclamó el conde, precipitándose primeramente a arrebatar a su esposa la cuerda que tenía asida, y luego a cerrar aquella ventana que la indiscreta dama acababa de abrir, y que pudiera interpretarse como una señal de alarma.

Una carcajada de mofa respondió a su exclamación.

La luz que alumbraba la estancia se apagó de pronto, como por un soplo mágico.

Ataulfo, errante y furioso, vacilaba, pugnando por abrirse paso en medio del tenebroso limbo, tropezando en los muebles, cayendo e hiriéndose a cada movimiento que intentaba por hallar, la cuerda o la aldaba de alguna puerta o ventana, sin conseguirlo.

Bramaba de coraje, la sangre ardía enardecida en sus venas, y en la explosión del vértigo se agolpó a los pulmones con violencia, produciéndole un copioso y doloroso vómito.

Este accidente ahogó su voz y no pudo gritar.

Oyó entonces el crujido de una puerta al cerrarse.

Era Constanza que salía.

-¡El secreto! exclamó con un acento lánguido, sordo y lúgubre; el secreto, al menos... ¿lo guardarás según me lo has prometido?

Nadie respondió a aquella voz que se extinguía en las tinieblas y en el silencio de la noche.

Entonces, transido de angustia y medio exánime ante la violencia del accidente, cayó sin sentido sobre la alfombra.

Un momento después, la condesa, enmascarada y arrebozada en un manto, atravesaba un subterráneo, precedida de un anciano en traje musulmán, ambos silenciosos y recatados.

Sus pasos resonaban huecos, fatídicos, como los de un fantasmo de piedra.

Aquel anciano era Omar-Jacub, el cual había recibido una orden del rey de guiar a una persona desconocida a través del subterráneo que ya conocemos y que comunicaba con el castillo de Altamira, como que formara la clave de su sistema, conduciéndola hasta las ruinas que ocultaran su ingreso exterior.

Omar-Jacub no debía conocer el nombre de aquella persona, y sin embargo, sospechó que era una mujer.

Por precaución, y usando del derecho que le dieran en aquel sitio sus facultades, vendó los ojos a la condesa, la cual se prestó voluntariamente a este acto, sin otra repugnancia que un gracioso apodo que se permitió dirigir al árabe.

Condújola este por la mano a través de aquella húmeda galería subterránea, casi oscura entonces, y que ya en otro lugar dejamos descrita.

-Largo es el camino, exclamó al fin la impaciente dama, ahuecando la voz, lo cual no pudo impedir que el viejo Omar ratificara su sospecha de que era una tapada y no un encubierto a quien servía de guía.

Nada contestó: solo le indicó por medio de un ademán harto significativo, la inconveniencia de entrar en detalles de curiosidad en aquella hora y en aquel sitio.

Abrael que estaba, según costumbre, fijo en su punto de guardia, vertió una interjección furiosa parecida al rugido de una fiera salvaje, y con lo cual pareció revelar la sospecha de una alevosía disfrazada con cualquier pretexto.

El anciano le tranquilizó con un gesto.

Por fin salieron al campo libre, entre bosques de olivos y matorrales, entre precipicios y breñas.

La luna cerníase en un horizonte azulado y límpido.

Las estrellas brillaban nítidas, fulgentes como puntos de fuego agitados por rápidas reverberaciones.

Omar-Jacub desató la venda sobrepuesta al velo de la joven, saludó y desapareció en el bosque.

Un caballero encubierto y de punta en blanco se entregó de Constanza.

Saludáronse ambos con amabilidad, y poco después un grupo de soldados se improvisó junto a ellos.

Traían una especie de litera cerrada, donde colocaron a la condesa.

Aquel caballero era Lucifer, encargado de orden del rey de conducir en reserva a Constanza a su castillo de Monforte; penosa comisión que venía a evocar en su mente terribles recuerdos de otra época, y que era necesario sofocar a cualquier costa entonces.

Por fin la litera y su escolta pusiéronse en marcha cuando el cielo de Oriente empezaba a lucir los primeros destellos del naciente día.

Capítulo XIV El monje de Sahagún Fantástico avanzaba, Cual fatídica sombra aparecida; Su porte fascinaba Y su acento tronaba, Cuando en jerga fingida, Mensajero de un santo se llamaba.

La misma noche y a la misma hora en que tuvo lugar el cuadro de familia que dejamos delineado en el antecedente capítulo, y como una coincidencia singular e inexplicable, el rey D. Alfonso de León, hallábase en la ciudad de este nombre, retirado en la cámara regia de su alcázar desde bien temprano; circunstancia extraña en un joven bullicioso y cuyo carácter caballeresco han poetizado las crónicas con las más románticas aventuras amorosas, definido además como el más apuesto galán de su época.

S. A. sufría un ataque de migraña, ese accidente en él tan frecuente, que le exponía a violentos vómitos y a otras consecuencias desagradables.

Por esta causa habíase visto obligado aquella noche a meterse en cama temprano, sin que por ello omitiera el rezo de sus devociones, ni el despacho ordinario de los negocios de Estado, con la anticipación conveniente.

En la antecámara velaba la servidumbre íntima, a cuyo frente figuraba el noble conde Peranzules, ese magnate justamente favorecido por la privanza del príncipe, debida a su constante fidelidad, aun en los días de su mayor desgracia.

Alfonso, después de algunas horas de insomnio, empezaba ya a conciliar el sueño, cuando un golpe dado en el biombo de pieles del atrio, seguido de algunas pisadas fuertes que retumbaron en la bóveda, le despertaron, sobresaltado el ánimo y receloso. Temía, en verdad, con harto fundamento, que pudiera ser víctima de cualquier asechanza por parte de aquellos bandos calumniadores que se permitieran inculparle la complicidad, cuando menos, en el asesinato de su hermano D. Sancho de Castilla[11].

Al propio tiempo un bulto indefinible avanzaba con solemne gravedad por la gran pieza, aun a despecho de la oposición tenaz de los camareros.

-¡En nombre de Dios! exclamaba el desconocido con una calma solemne que tenía algo de sobrenatural e imponente, y cuyo eco parecía vibrar largo tiempo en las altas crujías del salón, como el estampido de un trueno.

Y ante aquella grave invocación tan enérgica, los camareros, reunidos a su pesar e impresionados, no se atrevían a poner las manos en aquel ser incomprensible que se escudaba con el nombre de Dios, a quien creyeran ellos ofender si le tocaban, ni más ni menos que si se tratara de una profanación, cuya responsabilidad rehusaban atraerse, aun a riesgo de quebrantar la disciplina palaciega, y de incurrir en el desagrado del rey.

-Os digo que en nombre de Dios necesito entrar, repetía el desconocido, con su grave entonación, avanzando, y entraré, mal que os pese, aunque fuera necesario romper por un muro: la divina gracia y la fe allanan los montes.

Los palaciegos volvían a aterrarse, inspirados por aquellas palabras que parecían un talismán supremo y prodigioso, y no atreviéndose a detener aquella sombra sagrada, limitábanse a espiar sus pasos con cierto respeto mezclado de asombro, repitiendo sus protestas negativas, que desoía impertérrito el incógnito.

D. Alfonso despertó, como hemos dicho, ante aquel altercado tan alarmante y tan intempestivo; su vista azorada erraba por todo el vasto ámbito de la pieza iluminada apenas por una luz tenue y confusa.

A este tiempo la guardia de honor, avisada oportunamente de la novedad, acudía en tropel y cortaba el paso al desconocido, que instaba por pasar adelante apelando a su intimación favorita.

-¡En el nombre de Dios!

-¡Ah de mi guardia! gritó a su vez el rey incorporándose, a tiempo que el conde de Peranzules penetraba en la alcoba, solo y dejando atrás a los monteros, que se colocaban en fila a su vista, y cerrando el paso al incógnito, al cual, sin embargo, no se atrevían a prender.

-Pero ¿qué significa esto, conde? preguntó Alfonso al de Peranzules.

-Señor, repuso este, descuidad, es un santo religioso o un loco que pide con tal insistencia hablaros, que no nos es fácil contenerle, sin emplear la violencia, que es siempre inconveniente cuando se trata de ambas cosas.

-Que entre, pues, sea quien quiera, y... despejad.

-Señor, V. A. olvida en este instante que se entrega tal vez a una inconsiderada imprudencia...

-Basta.

-Mi deber, el celo por serviros, el interés...

-Basta he dicho, salid, y que entre ese hombre, si lo es, y es Dios quien lo envía, como dice.

Retiróse el privado con la guardia, que quedó apostada en el atrio preventivamente, mientras que el desconocido, con su mesurado paso, llegaba hasta el lecho del rey, a cuya cabecera tomó asiento sin ceremonia alguna.

Vestía un saco religioso de lana burda de un color oscuro que estaba salpicado de nieve, con la capilla echada al rostro, del cual desprendíase una luenga barba blanca y prolongada.

Venía chorreando agua, tiritando de frío y en un estado poco favorable; pero en su fisonomía venerable resplandecía una serenidad verdaderamente majestuosa.

Traía una linterna en una mano y apoyábase con la otra en un grueso cayado.

Su alta estatura, su airoso porte, todo el grave conjunto de aquella imponente figura, le daban cierto aspecto fantástico, rodeándole de un profundo misterio en aquel sitio, y sobre todo en aquella hora.

-¡Dios sea loado, señor! exclamó al sentarse y dirigiéndose al rey, el cual, en el colmo de su asombro, concluyó de incorporarse en el lecho y fijó en aquella figura sombría una anhelante mirada.

-¡Buenas noches, padre! contestó, mal disimulando su sorpresa; ¿podré merecer el honor de saber el objeto de vuestra visita a estas horas?

-Ciertamente, pues de otro modo no se comprendería el propósito de hacérosla y en una noche tan cruda como ésta.

-Es verdad que venís estupendamente mojado y cubierto de nieve, lo cual viene a probarme la alta importancia que debe encerrar vuestra misión, y en verdad, que esto mismo envuelve una causa más que justifique la viva curiosidad que experimento en este instante por conocer su objeto. Pero ahora recuerdo que esta noche no ha llovido; ¿cómo, pues, habéis podido mojaros tanto?

-Un mal paso de mi cabalgadura me ha arrojado al Astura[12], en las inmediaciones de Mansilla; venia el río bastante alto de madre, lo cual me ha puesto a riesgo de ser arrebatado por la corriente, demasiado impetuosa por las avenidas de las vertientes, acrecidas por las grandes lluvias.

-Es preciso que os enjuguéis y os calentéis al fuego: avisaré, y os le encenderán.

Nada de eso, señor, no es necesario. ¡Pero si estáis yerto, padre!

-No importa, los hombres de mi ministerio lo arrostran todo cuando se trata de un acto propio del mismo: la fe, la rectitud de intención y el deber suplen lo demás, cuando tienen por auxiliar la gracia. Además, no me pertenece el tiempo, puesto que, aun contando con la velocidad de mi mula, me veré algo apurado para poder regresar antes del amanecer al monasterio.

-¿De qué monasterio habláis?

-Del de Sahagún.

-Con que sois...

-Un pobre sacerdote peregrino, monje profeso de Cluni, agregado a las misiones redentoras de cautivos cristianos en España. Vengo de San Millán de la Cogulla y San Pedro de Cardeña, a donde fui con objeto de cumplir ciertos cargos de penitencia, y desde aquí, es decir, desde Sahagún, a donde he venido con el propio objeto, debo marchar sin detención a Santo Domingo de Silos, que está, como sabéis, en el valle de Tablatello, a diez leguas de Burgos hacia Santisteban de Gormaz, donde debo predicar el sermón de la Epifanía, y luego la cuaresma, para regresar después a Sahagún. Estamos ya a 20 de diciembre, y aunque la distancia no es larga, hay que tomar en cuenta los inconvenientes del camino.

-Ea, pues, abreviad si os place, puesto que tanto os urge la marcha, ca en negocios de tal monta, ocioso fuera entraros en detenimiento, y penoso por demás faceros andar desasosegado e mustio, e por ende asaz desabrido como un cuitado o como un malandrín de cierto jaez[13].

-Sí, tenéis razón, abreviemos, repuso el monje, el cual acercó todavía más el sillón a la cabecera del rey, que le escuchaba con marcado asombro, medio incorporado sobre la almohada.

Entonces el religioso, después de haber girado en torno una inquisidora mirada, habló en estos términos:

-Se trata de la revelación de un alto crimen de Estado que vos, príncipe justiciero y magnánimo, no podéis dejar de perseguir, aplicándole en su día el condigno castigo que desagravie a la sociedad e imponga un correctivo a abusos de esta índole, por desgracia harto frecuentes en estos reinos, con notorio escándalo de las leyes, que claman a su vez por un acto de reparación que satisfaga cumplidamente a la humanidad y la justicia. Dios, al predestinaros en la tierra para representar el derecho, al colocar en vuestra mano un cetro para regir los pueblos desde la altura del solio, os dio también una espada que comparta vuestras atribuciones, convirtiéndoos en su delegado, mero ejecutor de esa justicia distributiva, reguladora de las acciones humanas. En tal sentido, yo, sacerdote de ese mismo Dios, y su ministro espiritual, aunque indigno, en la tierra, en nombre del carácter que represento, os conjuro, amonesto y requiero, para que persigáis el crimen que voy a revelaros y deis la reparación conveniente a sus víctimas: de lo contrario os prevengo que haré pesar sobre vuestra responsabilidad las consecuencias, y se os tomará en cuenta luego esa tibieza culpable a los ojos de la sana moral, de la religión y dey la justicia.

-No puedo sustraerme a la tremenda influencia de vuestro discurso, padre, y os confieso que no sé que cosa me aterra más, vuestras amenazas, probables en cierto modo, o la duda que parece envuelven hacia mi conducta, cuya justificación creo se halla acreditada con hechos. Así, pues, yo, príncipe justiciero, según me aclaman todos mis súbditos, sin excepción acaso, voy siempre a caza de aventuras como que las busco con harta frecuencia, solo con el plausible fin de buscar en ellas la parte sustancial más dramática que suelen encerrar, por si me dan un viso cualquiera de criminalidad, un punto vulnerable accesible a mi justicia, donde pueda yo emplear con buen éxito toda su acción benéfica y terrible a la vez, en desagravio de la inocencia, que no en vano me invoca, y que se cobija bajo la regia púrpura de mi manto. Hablad, pues, yo seguiré dando a vuestras revelaciones, si ellas me indican la existencia y aun la posibilidad de un delito cualquiera, cuya persecución me competa, ese cumplimiento exacto y tradicional en mi nombre, sin que pueda escapar el culpable a mis rigores, ni su castigo ejemplar a la acción rápida y certera de mi justicia. Solo espero que os expliquéis acerca de ese crimen: lo demás queda de mi cuenta.

-No otra cosa pude prometerme de vos, y en esta convicción misma he venido. Mensajero de un santo moribundo que previó vuestras excelentes disposiciones, no he podido diferir el alto cumplimiento de mi cargo, desde el punto en que su elevado inspiración me designó como mandatario responsable de ella. Escuchad, pues:

Seis días atrás hallábame de enfermero o asistente del reverendo padre Fr. Domingo de Silos, cuya fama de santidad conoceréis, como que algún día será venerado en los altares.

Rodeaban su lecho los monjes a porfía, porque la comunidad entera, al disputarse los menores servicios del enfermo, anhelaba presenciar aquella muerte ejemplar tan dichosa, que debiera coronar una vida de penitencias y méritos, y que se acercaba lentamente con todos sus síntomas.

Yo no abandonaba mi puesto, como que había jurado acompañarle hasta el borde del sepulcro mismo.

Todo esto era bien natural en mí, su compañero de niñez y de los juegos de infancia, ese incidente generalmente inapreciable en el hombre, en cuyo corazón suele imprimir un sello indeleble.

El santo abad, consecuente siempre conmigo, jamás me había retirado su amistad y su benevolencia, y débole más de un recuerdo grato, que constituye mi mayor satisfacción y mi más lisonjero orgullo.

En la tarde de ese mismo día, que era viernes veinte del mes actual, previendo el agonizante que su fin estaba bien próximo, tendió su tenebrosa mano, que yo estreché convulsivamente entre las mías.

-«Adiós, me dijo con acento extenuado y débil, la voluntad suprema me llama a sus juicios, y es fuerza separarnos aquí en la tierra, donde vos quedáis mientras yo vuelo al cielo: allí seguiré protegiéndoos siempre con mi influjo.»

Lloré como un niño al oír estas consoladoras frases del varón apostólico, mientras que él sonreía, indiferente al mundo que dejara, y mecido en sus sueños de gloria, de esa gloria que debiera entrever tan cercana.

Luego, cuando me vio más tranquilo, mandó que se retirasen los monjes, menos yo que permanecí en mi sitio junto a la cabecera, a instancia suya.

-«Oye, me dijo cuando quedamos solos; concluidas mis exequias, puesto que no quiero contrariar tu asistencia a ellas, debes partir en busca de D. Alfonso de León, y decirle en mi nombre: Rey, en tus Estados se ha cometido una iniquidad, el condado de Altamira es presa de un bastardo que le ha usurpado a su legítimo dueño, sacrificándole a su crueldad, mientras que el hijo y sucesor del mismo, víctima de horribles manejos, ignora su nombre y su origen, viéndose obligado a poner su espada a sueldo para vivir, a título de capitán de aventureros. En Altamira se oculta la trama, de la cual es también sabedora y cómplice una vieja hebrea llamada Betsabé, por nombre propio. Corre, vuela en auxilio de la inocencia, y corta los progresos de la iniquidad, que se disfraza bajo mentidas formas: y cuando respondiendo a esta exigencia providencial tan justa, hayas dado reparación cumplida a la humanidad y a sus víctimas, la bendición del cielo te atraerá felicidades sin número, que en caso contrario deben cambiarse en anatemas.»

Le ofrecí cumplir su encargo, y el santo fundador pudo fiar en mi palabra, que me apresuro a realizar conjurándoos de nuevo en su nombre, en el de la humanidad y en el de Dios, para que no rehuséis prestaros a esta insinuación que os reitero por mi parte, en mi doble carácter de hombre civilizado y de ministro del Altísimo.

El rey, visiblemente inmutado, pareció dudar todavía de la exactitud de aquellas revelaciones, que sin embargo concluyó por creer, siquiera por respeto al carácter de la persona de quien procedieran. La suplantación del conde de Altamira, esa gravísima usurpación del derecho civil, le parecía un crimen abominable, merecedor en su hipótesis de un ejemplar castigo, que por otra parte empezaba ya a lisonjear su amor propio, puesto que ponía de su parte otro pretexto legal, para abatir la contumacia, de aquel magnate rebelde.

-¿Con que es cierto todo eso, eh? preguntó sin salir de, su aturdimiento.

El monje colocó la mano sobre el pecho y repuso:

-Si no basta para creerlo la autoridad de un santo, aquí está la mía que no vale tanto, ni con mucho, pero que habiendo adquirido pormenores, puede garantizarlo todo con pruebas irrefutables en un caso extremo.

-¡Ataulfo bastardo!

-Sí, no lo dudéis; Ataulfo retiene unos Estados usurpados traidoramente y por medio del engaño.

-¿Y el heredero legítimo desconoce toda esa trama infernal, y se halla con vertido en un vagabundo, en un capitán de ladrones?

-No, sino en un jefe de aventureros como él, si bien reglamentados en buen orden y disciplina, pero a sueldo y servicio del obispo de Santiago.

-¡Él! decidme...

-Nada debo deciros ya, sino que en Altamira se ha pretendido por el tirano sofocar esa voz, que clama justicia a Dios y a los hombres mucho tiempo ha; que dentro de sus muros, en sus lóbregos subterráneos, duermen tenebrosos misterios, y que una mujer perversa, admitida a la íntima complicidad del pretendido conde, es la única que posee la clave de todo ese artificio diabólico que aterra la conciencia y la conturba. Esa mujer es la que sirve en clase de dueña en el castillo.

-Esa mujer está en mi poder.

-Tanto mejor para obligarla a confesar la trama a cualquier costa: un deber de conciencia exige que sepáis utilizar las ventajas que puede prometeros esa circunstancia providencial, que tenéis a mano en beneficio de vuestros semejantes. ¿Qué os detiene, pues?

Alfonso puso la mano sobre su corazón palpitante de terror, e inflamado por un vehemente impulso de indignación, provocada por las revelaciones del religioso.

-Juro, exclamó, tomar a mi cargo esa justicia y vengar la inocencia. El nombre de Altamira irá unido a una de esas estrepitosas catástrofes cuyo recuerdo no pueden extirpar los siglos.

Un instante después el monje salía del alcázar, cabalgó en su mula y picó espuelas hacia Sahagún, a donde llegó al rayar el nuevo día.

Esta aventura que han registrado escrupulosamente en sus fastos las crónicas y que reconoce un fondo verídico, tuvo lugar el 26 de diciembre del año 1075, primero de la restauración del rey D. Alfonso VI, apellidado el Bravo por sus proezas.

Cuarta parte Intrigas, amores y proyectos
Capítulo primero Antecedentes

Ha trascurrido algún tiempo desde los acontecimientos últimamente referidos.

Hasta entonces los sucesos políticos, esa tenaz contienda empeñada por el conde de Altamira y el obispo de Santiago por una parte, coaligados contra el rey, D. Alfonso, por otra, habían ido tomando un aspecto gravísimo y complicado: crecía el encono el los bandos, agitábanse las parcialidades, el descontento era cada vez más pronunciado en las masas, las depredaciones, los despilfarros, los abusos, estaban a la orden del día, y el país, constituido en una insostenible crisis, estaba constantemente amenazado de un cataclismo, cuyo desenlace, aunque no era difícil preveer, debía acarrear indudablemente, y en un plazo no muy lejano, grandes e incalculables catástrofes.

Ni la mediación de altas influencias ni las tentativas amistosamente oficiosas, puestas en juego por personas interesadas favorablemente en el asunto, y animadas de laudables fines, dirigidos siempre a una solución cualquiera, aunque radicalmente pacífica, fueron suficientes para conciliar los extremos y llegar a un acomodamiento. En el castillo de Altamira, centro propagador de la discordia, estaba el foco de esa intriga permanente, y no era fácil, ni en modo alguno posible, recabar, sin emplear para ello ciertos recursos notoriamente violentos, un medio saludable que conjurase la nube amenazadora de aquella tremenda crisis.

El prestigio del trono, hondamente hollado por la rebelión feudal, escandalosamente propagada, no podía en modo alguno, sin desprestigiarse, transigir con las exigencias de aquellos orgullosos magnates, que sin un motivo racionalmente fundado, enarbolaban sus pendones, haciéndoles tremolar sobre las almenas de sus torres feudales; pero que habiendo avanzado ya demasiado, siquiera obedeciendo a un punto de tradicional altivez, no creían decoroso retroceder en la empresa temerariamente adoptada, sin menoscabo de ese tesón tan proverbial, y que forma el tipo ordinariamente clásico de cierta aristocracia.

Con todo, Alfonso, antes hombre que monarca, y como tal, víctima de las miserias y fragilidades humanas, podía hallar aun medio de transacción posible con aquellos soberbios reyezuelos, bien que a costa de cualquier pequeño sacrificio de autoridad; pero tratándose del conde de Altamira, el asunto variaba de especie: reclamaba de este una prenda que valía para él más que su propio tesoro acaso; pero Ataulfo, si bien admitiera la amistad del soberano, con tal de no partir de él mismo la iniciativa, no podía tampoco satisfacer esta exigencia que reclamara con tenacidad esa prenda de alianza, inestimable para él bajo diversos aspectos.

Ésta era la baronesa de Monforte, ahora condesa de Altamira, cuyo enlace con el conde adolecía de ciertos vicios de nulidad legal, tales como el de no haberse pedido la aprobación regia previamente y el que se refería al origen bastardo del pretendido magnate.

¿Cómo, pues, rebajarse su altivez hasta el extremo de admitir la gracia del rey a trueque de una condición tan humillante e indecorosa y que arrastraría indudablemente a la ruina su casa, rehabilitada, según dijimos, por este enlace?

¡Oh! entonces el ludibrio público le arrojara al rostro mil baldones, y los cuarteles de Altamira quedarían mancillados con el lodo inmundo del deshonor.

En tal terreno discurría Ataulfo.

Pero habíase ya malignado la atmósfera política en términos desesperados, según ya dijimos. Alfonso, antiguo amante de la baronesa, cuya hechicera imagen, a pesar del trascurso del tiempo, atarazaba su mente, como el ángel de la tentación victoriosa; Alfonso, locamente enamorado de ella, estaba resuelto a jugar el todo por el todo, hasta su misma corona, si necesario fuese: aprestábase con redoblados bríos a la lucha, y cual fiero atleta, enardecido, exaltado por su frenético entusiasmo, sublimada su criminal pasión hasta un grado de perturbación moral supremo, era casi un autómata de aquella misma tentadora imagen, que absorbiera su alma entera; eterno emblema del placer, vivo trasunto de goces sensuales y que, bajo el inapreciable tesoro de sus seductores halagos, arrastraba el manto regio por el lodo de la impureza y del escándalo.

Constanza correspondía por su parte a aquella pasión del cielo monarca con todo el ímpetu de un deseo contrariado por el deber de un esposo, herido en lo más vivo de su honra, y que, violento en sus resoluciones, más de una vez hubo de apelar a las vías de hecho, maltratando brutalmente a aquella esposa infiel, la cual, bien lejos de corregirse, semejante a una víbora aplastada, erguía su venenosa cabeza para vomitar insultos, amenazas y execraciones contra su tirano, como solía apellidar al conde.

Y exaltada por el vértigo de la cólera y de la impotencia, excitada por la fiebre de sus rencores, hollado su orgullo por aquella resistencia tenaz, sublevábanse más y más los instintos culpables de la joven, inflamábase más su deseo, que adquiría desde luego un grado de exasperación indecible.

En medio, pues, de esta guerra de rencores, otro hombre hubiera adoptado desde el principio una resolución radical que decidiera aquella reñida crisis; pero, Ataulfo, que amaba a su esposa hasta el grado que cupiera en él este afecto, aplazando un rompimiento de esta índole, servía a su interés propio, puesto que ese mismo acto, quebrantando el vínculo de aquella coalición política que prestara la principal condición de apoyo a su posición crítica y comprometida, pudiera arrastrarle indudablemente a la ruina y al descrédito. Así que, devorando su amor propio, por más que sintiera quebrarse una por una las fibras de su corazón egoísta, reprimía sus ímpetus, sin dejarse llevar de un rapto insensato; de modo que mientras tenían lugar disgustos graves entre ambos consortes, sostenía él heroicamente la lucha, para descender luego de su vértigo, aniquilado por el sentimiento, transida de dolor el alma, agobiada por la angustia.

Sin embargo, el conde hasta entonces solo era víctima de una mordaz sospecha; pero no tardó en conocer otros pormenores más íntimos, pruebas concluyentes de esas mismas fragilidades de su esposa, testimonios auténticos de la traición que hiciera ésta a sus deberes de tal, y pudo penetrar el fondo verídico de aquellas liviandades que mancillaran el tálamo. Y ante aquel plenario infamante, el hombre más apasionado no hay duda que adoptara un medio cualquiera que lavase su propia mancha, que provocara una reparación decorosa y digna de un caballero que sabe apreciar su delicadeza.

Palomina, la infame Palomina, ese personaje siniestro y peligroso, que bajo una sumisión afectadamente hipócrita y fingiendo un celo complaciente, era quien, admitida a las más íntimos confidencias de familia y sabedora de todos los secretos, como que era su cómplice, intrigaba astuta, inflamando el corazón de ambos esposos, encendiendo, con una reserva hábilmente conducida, la tea de la discordia, y preparando la conflagración de un incendio, cuya explosión debía estallar un día no lejano.

Y después, invirtiendo el orden de sus maquinaciones, con tanta pericia combinadas, por una ingeniosa evolución de ardid, y prevalida de su rango de dueña, solía provocar la conciliación de aquellos desventurados esposos, indispuestos por ella, terciando hipócrita en reyertas mismas que provocara su maligno espíritu, con un fin diabólico, al paso que patrocinaba y aun terciaba también en las relaciones adúlteras de la condesa con el monarca. Y eludiendo siempre todo género de compromisos que este maligno juego de intrigas creara, y del cual salía siempre a salvo, continuaba dirigiendo a su arbitrio la trama de aquellos amores culpables, sin decaer al propio tiempo su alta influencia en los consejos de aquella desgraciada familia.

Mas, aun a pesar de aquella habilidad tan rara que desplegaba el maldito genio de la vieja, erigida en punto central y directivo de tan odioso plan, todo aquel incomprensible dédalo de intrigas domésticas debía tener un término y un desenlace, y a ello caminaba precipitadamente el curso de los acontecimientos: acercábase el día crítico, y para ese momento preciso todos los resortes de aquella máquina odiosa conspiraban por distintas vías, llenando el hueco de sus aspiraciones bastardas con redoblados esfuerzos, con medios tenebrosos siempre, trazando sangrientos planes y conspirando siempre a un fin culpable y siniestro.

Era por cierto lamentable el cuadro que representara aquel grupo de voluntades antipáticas, explotadas por el espíritu de aquel ser abominable y agobiadas por el peso de una maldición tremenda: aquellas escenas tan repugnantes de familia, traspasando ya la línea del misterio, brotaban del santuario doméstico, ramificándose por todas partes y esparciendo por do quier esa sangrienta alarma del escándalo, que tanto hiere la paz conyugal y el decoro de las sociedades.

Por otra parte, el impetuoso príncipe, tomando pretexto de la rebelión del conde y de su alianza con el obispo de Santiago, a quien odiara por instinto y a quien había jurado por su propia corona despojar de la mitra compostelana, redoblaba sus aprestos de guerra contra las torres de Altamira, y aun es fama que tuvo la flaqueza de proponer abiertamente y sin ambages, al primero, que si quería obtener su gracia, le entregaría sin más tregua a la baronesa de Monforte, su antigua prometida, casada clandestinamente contra su voluntad (cuyo contrato llevara en sí más de un vicio de nulidad, según ya indicamos) y a la cual se había sorprendido y violentado; intimidándole además, caso de negarse, con destruir la fortaleza de Altamira, confiscándosele todos sus bienes y tratándole, en fin, como rebelde, contumaz y reo de alta traición.

Era, pues, por todo lo dicho, inevitable ya el cataclismo en uno y otro caso: ni podía caber medio posible de avenencia, puesto que se habían agotado todos; y como quiera que el foco permanente de intriga estaba en el mismo castillo, conspirando por exacerbar más la situación de aquella desdichada familia, de ahí esa misma conflagración moral que ardía implacable, y cuyo fin nadie podía atreverse a calcular, a excepción tal vez de uno de los mismos instrumentos de tan infernales tramas, que pudo llevar hasta ese punto su jactancia.

Este instrumento era la infame Palomina, protagonista de este drama trágico, y enemigo juramentado de la familia de Altamira y de todo cuanto tuviera relación con ella.

-«Hacinaremos combustibles por ahora, había dicho en son de mofa en cierto tiempo, y no podrá perderse el trabajo: ¡Ay del día que la luz de mi libertad se eclipse! Entonces prenderemos fuego a la mecha y arderá todo.»

Fue este un rasgo profético, cuyo cumplimiento debía realizarse, y se realizó en efecto.

Apenas el rey, inspirado únicamente por su criterio fundado en la observación y la experiencia, hizo presa legal de aquel peligroso monstruo que traía en sus manos la tea de una implacable venganza, apenas ese mismo monstruo conocido con el nombre de Palomina, entraba en el atrio de la justicia, para preparar su expiación, sin renunciar empero al tema de su venganza, no enteramente satisfecha, halló medio de romper ante el conde y su esposa el hilo de la trama, provocando ese tremendo choque entre ambos, que ya conocemos, y cuyas consecuencias debieron sonreír al depravado ánimo de aquella mujer perversa.

Tal es el estado de cosas que vinieron a crear los preliminares que forman el presente capítulo, considerado como una ojeada retrospectiva que puede dar la clave a la mejor interpretación de los sucesos cuya narración nos hemos impuesto.

Capítulo II La capilla del santo Cristo de la agonía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . En aquel santuario Con honores de tal... allí se dieran Citas de rebelión disimuladas, Cuando era necesario Bajo el escapulario De la hermandad cubrir otras jugadas.

Sobre la margen del riachuelo Agua-pesada que desciende desde Amés, a unas seis millas de Santiago y poco más de tres de Negreira, existe aun hoy un conjunto de caseríos aglomerados sin orden, titulado San Félix de Brión o Briones.

Precisamente en la época de que vamos hablando, era un mezquino hacinamiento de chozas pobres y miserables, guarida de pecheros empobrecidos por los tributos, embrutecidos por la ignorancia y enervados por la inacción y el envilecimiento más abyecto.

Cada una de aquellas míseras familias solía cultivar un trozo de terreno que tomaran a título oneroso, o bien apacentaban, por cuenta propia o ajena, un reducido rebaño en las praderías no acotadas de la montaña.

Y en medio de aquella vida nómada que arrastraran escépticas por el servilismo en que yacían, aquellas pobres generaciones de siervos, fanatizadas por un grosero sistema, resignaban pasivas su destino al arbitrio y buena voluntad discrecional de sus orgullosos señores, verdaderos monarcas microscópicos, que reinaran a veces según les placía, indiferentes ante tanta miseria, ahorcando, enrodando o descuartizando a sus pecheros, deshonrando a sus hijas, y monopolizando la voluntad con repugnantes abusos jurisdiccionales; y si alguna vez en fuerza de tanta presión se sublevaba aquel mismo sufrimiento pasivo, otros nuevos desafueros más violentos solían ahogar aquel doloroso clamor con todo ese lujo de crueldad inherente a la tiranía en su vértigo.

Entonces la necesidad, ese imperioso auxiliar de la criatura, solía romper todo género de consideraciones, inspirando a la víctima un recurso que pudiera quizás evitar el extremo de la desesperación. El desgraciado elevaba al trono el eco de sus gemidos, que si eran atendidos acaso, podían prometerse un rasgo ejemplar de justicia en ocasiones dadas.

Pues bien, en medio de aquel conjunto de cabañas tan pobres y desmanteladas, vivo reflejo de la indigencia que albergaran, alzábase, como oponiendo un contraste insultante, un edificio toscamente construido, compuesto de un solo cuerpo cuadrado con ventanas aspilleradas, con saeteras, cubos y canzorros, amen de una espesa cerca de mampostería, con foso y contrafoso, y su puente levadizo sobre el río, que defendiera su parte anterior, y de cuyo fondo arrancaba su sólido cimiento de canto. Dominaba, sobre todo, como una esbelta y altísima pirámide, el torreón de atalaya, con su gigantesco esqueleto desquebrajado, y su esquilón de alarma colocado en su capitel cubierto, que proyectara su negra sombra sobre los aplomados techos de pizarra.

Ésta era la titulada alquería de Briones, propiedad de los señores de Altamira, de cuyos Estados formaran parte, y cuyas fortificaciones acababa de poner el conde en estado de defensa, como que eran la atalaya de sus dominios por aquella parte, y avanzada del castillo.

Sin embargo, su posición estratégica no era la más a propósito, por no prestarse a ello las condiciones locales del terreno, ni otras circunstancias atendibles; pero en cambio de ello ignoraba el público que aquel juguete de fortaleza ocultaba la clave de los subterráneos de Altamira, colocada como estaba en el centro de un espeso jaral casi intransitable, que se daba la mano con la montaña inmediata a la del castillo, como que dicha alquería, o mejor dicho, su castillejo, apenas asomara la alta espiral de su torreón cónico sobre aquel grupo inmenso de arboladura.

Tal era, pues, esta quinta fortificada, habitada ordinariamente por determinadas personas, admitidas a la íntima confianza de los señores del Estado; pero en la actualidad la ocupaba un respetable cuerpo de cuadrilleros a las órdenes de Lucifer.

Era esta la respetable hermandad del Santo Cristo de la Agonía.

Y a propósito advertiremos que entro los individuos de esta terrible milicia, figuraban también los que habían abandonado antes a su jefe por seguir al rey, y a los cuales había éste despedido, para que volviesen a ocupar su primitivo puesto, después de haber negociado previamente su reconciliación con el joven capitán, a pretexto de que solo le habían acompañado en calidad de escolta; excusa ingeniosa que por cierto alcanzaba visos de posibilidad, por ser un hecho frecuentemente repetido en aquellos tiempos caballerescos.

Una tarde, cuando el sol declinaba al ocaso, dos hombres vestidos de rigurosa armadura departían misteriosamente, paseando por una deliciosa pradera próxima al citado arroyo de Agua-pesada y oculta por una selva enmarañada y frondosa.

Los rayos fugitivos del sol, reverberando en el bruñido acero de sus arneses, reflejaban destellos fosfóricos que herían la vista, como inflamados relámpagos.

Los hermanos del Santo Cristo de la Agonía vigilaban al propio tiempo desde la plataforma del torreón, ocupando el resto los demás puntos convenientes.

Aquellos dos hombres llevaban echada al rostro la visera.

Era evidente que uno de ellos, por lo menos, tenía empeño en conservar, respecto a la multitud, su incógnito.

Era éste S. A. el rey D. Alfonso.

El otro era Lucifer.

Indudablemente caminaban ambos de concierto a un sitio de misteriosa consigna.

Avanzaban siempre recatados, buscando los más recónditos senderos del bosque y precedidos de Nerón, el terrible mastín de presa del rey, que iba husmeando el terreno y asegurando el tránsito.

¡Oh! Nerón eran un ser importante, y la mejor garantía de seguridad y defensa.

Largo rato aquellos dos hombres y su perro continuaron discurriendo por el bosque y sus accesorios. Era evidente que esperaban que anocheciera.

Cuando las tintas del crepúsculo empezaban a entrar en esa tenebrosa condensación de las sombras, marcando el primer período de la noche, llegaban ambos, después de un rodeo considerable, al punto que precisamente corresponde hoy al conocido caserío de Cabreiros.

Allí se alzaba entonces, entre un grupo de árboles, solitaria, medio arruinada, escueta como una hita funeraria, rodeada de cipreses, la capilla del Santo Cristo de la Agonía, que daba nombre a la hermandad, y en la cual, con el fin de proteger a los viadantes, solía haber constantemente un pequeño retén o destacamento de las rondas volantes de la cuadrilla.

Las ruinas del santuario extendíanse a gran trecho, y solo quedaba en pie una especie de bóveda claustral, sostenida por arcadas sobre columnas toscamente labradas.

En el fondo de aquella bóveda alzábase un altar rústico con un enorme crucifijo de piedra mal tallado y denegrido por el tiempo, y en uno de los resaltos laterales de la doble grada, ardía siempre una pobre lamparilla de hierro.

Por lo demás, la capilla permanecía abierta a todas horas, ocasionando con ello una continuada serie de impías profanaciones.

Ni había tampoco una persona cualquiera que tuviese fijamente a su cargo aquel humilde culto; el primer pasajero, cualquier campesino, en cuya alma no se había borrado un resto de piedad cristiana, acudía a reponer el aceite, pobre ofrenda que sostenía aquella lámpara, que solía también apagar luego una ráfaga de viento o el soplo de una profanadora impiedad.

Referíanse mil consejas extravagantes acerca de esta especie de santuario, piadoso ardid inventado y exagerado con loable intento, y merced al cual el vulgo, por lo menos, miraba con sombrío terror aquel pobre y abandonado sitio.

Y esas mismas consejas, respondiendo a un doble sentido político y religioso, resumían la condición de existencia de aquel mísero santuario, como que tenía por objeto imponer un santo terror a la herejía en el segundo caso; mientras que cuando se inventaran por miras políticas o de otro género, se proponían alejar de aquel sitio santificado todo motivo de curiosidad o investigación, como que solía ser el punto convenido de las más comprometidas citas de los conspiradores.

Alfonso se introdujo sin vacilar en aquel asilo misterioso, y su compañero le siguió resuelto y sin manifestar recelo alguno.

Era evidente que ambos se dirigían allí de concierto con un fin determinado.

Capítulo III En el cual empieza ya a rasgarse un pliegue del velo Ved que asoma un destello De ese arcano que la mente aterra, De ese caos que encierra, Trasparentando aquello Que hay más abominable aquí en la tierra.

Ambos personajes, por un movimiento espontáneo, marcaron una profunda reverencia ante aquella tosca efigie del Crucificado, y sentáronse sin ceremonia en la doble grada, especie de tarima rústica, labrada en la peña, que formaba la base mutilada del ara.

Nerón quedó de centinela a la parte exterior, y a prevención colocáronse previamente a la entrada del buque varias ramas de ciprés, con el fin de ocultar la presencia de los nocturnos huéspedes a cualquier imprudente.

-Henos ya aquí a cubierto de todo compromiso, exclamó el rey, rompiendo el silencio en voz baja y recatada; os he pedido una cita, yo, vuestro rey, a vos, guerrero afortunado y digno de otra categoría; no perdamos tiempo, mis soldados precipitan su marcha en estos momentos sobre la alquería, y es bien posible que cometan una imprudencia, porque solo mi voz puede contener su intrépida bravura y esa entusiasta inspiración que les inflama. Pues bien, nuestra alianza se ha hecho de todo punto necesaria; una serie de complicados accidentes se ha agolpado sobre el suceso que insulta hoy mi prestigio y ha hecho surgir del caos un fantasma casual disfrazado con los velos del portento.

-No puedo menos, señor, repuso el joven, de protestar a V. A. la confusión que me causan vuestras bondades llevadas hasta una prodigalidad que me envanece; ni alcanzo tampoco a reputar mis pobres méritos militares dignos de aspirar a esa alta honra por parte de un príncipe como vos, tan poderoso y magnánimo, respecto a un triste soldado sin nombre, aventurero y sin otro lustre que su espada, puesta siempre a su servicio. ¿En qué fundáis, señor, tanto favor? ¿podré saberlo?

-Todo lo sé, exclamó el rey con profética solemnidad, todo me lo ha revelado la Providencia y esa maldita bruja a quien Dios confunda: el castillo de Altamira alberga horrendos crímenes, y es el asilo tenebroso de la iniquidad...

-¿Qué decís, señor? ¿será cierto? exclamó Lucifer, interrumpiendo al monarca, como si obedeciese a una mágica evocación que acabaran de hacer brotar en su mente las últimas palabras del príncipe.

-No lo dudéis, amigo mío, aunque todavía carezco de pormenores, aunque solo he sorprendido alguna que otra indicación, que en boca de esa mujer encierra siempre un interés trascendental y sombrío, he podido, sin embargo, deducir una consecuencia lógica: Altamira encierra monstruosos crímenes, y en sus horrendas prisiones existe acaso más de una inocente víctima. Fijo en esta convicción, yo, que cuento con antecedentes en que fundar la más vehemente sospecha, yo, que poseo la cuerda de esos mismos antecedentes, que por ahora debo reservarme, me concreto a daros la voz de «¡alerta!» esta voz de alarma, cuyo eco se reproducirá algún día en vuestros oídos como el clarín del día supremo. ¡Ay de vos entonces, si rechazáis las proposiciones que hoy os hago en nombre de todo lo que hay de más santo en la sociedad y en la tierra! Dios ha colocado en mi diestra la espada de la justicia; invocadla vos, puesto que un deber imperioso os lo dicta, invocadla, y caerá certera para extirpar el crimen donde quiera que se encuentre.

-Esos crímenes de que habláis... ¿tienen acaso alguna relación conmigo, señor?

-Acaso mucho más de lo que podáis calcular, y yo, en nombre de Dios, os amonesto y conjuro a que os prestéis a mis insinuaciones y cooperéis conmigo de acuerdo con ellas.

-Pero ¿no merezco saber los pormenores? ¿me dejaréis obrar como un instrumento ciego de vuestra voluntad, que por mi parte acataré siempre, pero que me creía en el derecho de poder interpretar, en vista de una confidencia vuestra?

-Ya os he dicho que por más que posea ciertos datos sustanciales, carezco de esos pormenores fijos, sobre los cuales, sin embargo, he fundado mi convicción, basada en otro género de antecedentes de suma importancia; pero dueño como soy de estos, yo, en cuyo plan no entra rasgar por ahora, si es posible, el misterioso velo que os oculta acaso una realidad terrible, me adelanto a deciros: ahí tenéis la espada de mi justicia, la sociedad, la sangre tal vez que anima vuestras venas, os reclaman un sacrificio plausible y meritorio, un generoso servicio en su desagravio; partid, pues, armado de valor y de fe, y herid en el corazón al tirano. ¿Qué puede deteneros? ¿Mi conciencia, mi autoridad suprema, no os garantizan el éxito? Bien es cierto que no poseéis ese mismo secreto de conciencia, que es al propio tiempo de lesa-sociedad, y que si obraseis, es porque yo os empujo, a pesar vuestro acaso, y os digo, puesta la mano sobre el corazón que late bajo de la púrpura: «¡herid!», herid, pues, esa cabeza maldecida, agobiada bajo el anatema del cielo en su alta justicia: ¿qué importa, pues, el velo de ese enigma, esa sombra que presta mayor importancia y solemnidad al suceso? ¿no quedo yo aquí para responder con mi conciencia de la responsabilidad en que pudiera incurrir el instrumento de mis decretos?

-Dispensad, señor, mi repugnancia, contestó Lucifer con cierta dignidad respetuosa, mi obediencia hacia vos es la más profunda y cual cumple a un buen súbdito con relación a un soberano como vos, bien quisto de su pueblo. Prueba de ello es la puntualidad con que me veis acudir a vuestro llamamiento y ponerme a vuestras órdenes, dónde y cómo habéis dispuesto, ved que a la más mínima insinuación de mi rey, admito de nuevo esos tránsfugas que me abandonaron por seguirle, y que al paso que han dado una prueba de acatamiento a esa autoridad suprema, que está sobre todas las consideraciones jerárquicas, faltaron también con su conducta y modo de proceder a la disciplina, y lo que es más, al honor jurado. Y sin embargo, vuestra palabra desarma mi justo encono, dejándome rodear otra vez de esos hombres peligrosos, les entrego mi sosiego, mi tranquilidad, mi mismo sueño, esa dulce tregua de la vida, a ellos, eternos fantasmas de mi pesadilla, y en cuyas manos me parece ver siempre alzado sobre mi corazón el puñal de la alevosía, tinto en sangre... y entonces, aterrado por un sobresalto horrendo, cierro mis párpados, me encomiendo a Dios, tutelar de mi destino, y oigo únicamente la voz protectora de mi rey, que con acento profético y paternal, exclama y dice: «¡Duerme!»

E inspirado por el eco de esa misma voz sublime y elocuente hasta el infinito, duermo al punto, entregándome otra vez a esa turba de quimeras, que, sin embargo, no ceden un ápice en sus amenazadores conatos.

Pero cuando se trata de asesinar a un hombre, señor, continuó el cuadrillero con una variación extraña de lenguaje, es bien diferente para mí, que experimento un instinto de repulsión sensible, al cual no me es posible sustraerme (y dispensadme la franqueza que con ello me permito) puesto que en la esfera de mis teorías la voz de la autoridad, ni aun la regia prerrogativa alcanzan, racionalmente hablando, a ello, sino al ejecutor civil, erigido en instrumento maquinal de la acción vengadora de la ley, erigida en árbitro supremo de las sociedades regidas por un orden de sistemas diverso. Una vez tan solo estuve a punto de perpetrar un crimen de ese género, que afortunadamente para mi conciencia no llegó a consumarse, y luego, pasado el vértigo que pudo inducirme a ello, creí enloquecer de remordimiento y pesar. ¿Veis? me estremezco solo al recordarlo, porque habiendo reflexionado luego a sangre fría y bajo un prisma estrictamente filosófico, profeso tiempo ha la máxima de que las facultades humanas únicamente deben girar dentro del círculo de su misma potencia creadora; que el hombre solo puede destruir lo que es capaz de crear por sí mismo, sin otro auxilio sobrenatural, porque, ¿puede acaso crear otro ser que le iguale?

-No, eso es imposible, dijo el rey con aplomo.

-Pues bien, prosiguió el argumentador, alentado por la con descendencia de aquél, en ese caso, en ese sistema relativo, en ese orden lógico de que viene a desprenderse el hecho concreto de un racionalismo filosófico-moral, la muerte del hombre, ese aniquilamiento físico a manos de otro de sus iguales, por más que quiera cohonestarse con un pretexto cualquiera, le juzgo como un asesinato jurídico cuando más, abuso que la jurisprudencia criminal trata de santificar con el capcioso epíteto de ley, y que en realidad no es otra cosa que una utopia hipócrita, una herejía social.

-Y si yo os dijese: hay una razón de alta política que aconseja adoptar ese triste recurso, como medida saludable de reparación...

-Perdonad, señor, para mí el asesinato destruye y no repara; he aquí el vicio capital de que adolece esa pena estéril que imprime a las sociedades una marca abominable, que vive en la atmósfera artificial de los sistemas, lejos del corazón que la repele, cuando no es presa de las pasiones y del egoísmo, esa corrosiva gangrena del alma. Esto podrá ser una opinión mía, pero no aislada: la muerte del hombre a manos del hombre es una aberración moral, un vértigo de la criatura puesta en contradicción con sus principios constitutivos, y por cuya abolición claman las exigencias humanitarias de los pueblos civilizados en todos los tiempos.

-Basta de disertaciones, respetemos lo existente y abandonemos a los legisladores el cuidado de esa controversia. Decía, concretándome a nuestro caso, que existe una razón de alta política que aconseja recurrir a ciertos medios en circunstancias dadas como la presente; y en efecto, si dando yo expansión al sentimiento, si evocando la voz de la sangre, pulsara una de esas delicadas fibras del alma, si soltara la presión moral de las potencias de vuestro espíritu y anegándoos en una mar de puro entusiasmo... ¡Oh! entonces os cegaría la cólera, se os cerrarían las puertas del discernimiento y os precipitaríais desenfrenado en la carrera de esa violencia misma que calificáis con justicia de crimen. Por eso llamo hoy a las puertas de vuestro corazón, pobre expósito de la caridad pública, os reconvengo en el seno de la amistad, invocando deberes sagrados, y desde la altura del solio os conjuro por la memoria santa de vuestro padre que clama: « ¡Venganza!»

-¿Qué decís, señor?

-Venganza, sí, venganza pronta e inexorable.

-¿Contra quién?

-Contra su asesino.

-Pero... decidme... ¿quién es el asesino de mi padre?

-Qué... ¿no lo habéis adivinado acaso? ¿no habéis sobreentendido el nombre del conde de Altamira en las palabras del rey, cuando os ha dicho: « Ahí, en Altamira le tenéis, matadle?»

Un turbión de sangre pasó ante la vista del joven, y le cegó: en su hermosa fisonomía se operó un completo trastorno, y exclamó todo conturbado y trémulo:

-¿Mi padre, habéis dicho, señor? ¡Oh! repetidme ese nombre sagrado, que por primera vez suena en mis oídos con su verdadero timbre; decidme quién es, quién soy yo mismo, puesto que lo ignoro y no puedo levantar la frente del polvo de la negación y de la oscuridad que la mancha: reveladme mi estirpe humilde o elevada, según sea, y dadme, en fin, señor, esos datos indispensables, por los cuales suspira el alma, perdida en el limbo de una duda perdurable, dolorida y acerba.

Alfonso pareció conmoverse, y en su rostro juvenil se reflejó una plenitud visiblemente entusiasta.

Tendió la mano al joven, y éste la besó con cierto respeto, parecido a la veneración.

-Teníais razón, prosiguió, exaltadas a la vez sus facciones por una excitación vehemente, siento ya germinar dentro de mi ánimo un esfuerzo inexplicable, que concentra todo mi ser y le enaltece; brota en mi alma una llama abrasadora, que inflama mi sangre y hará estallar el corazón, si no concluís de rasgar ese tremendo arcano, que empieza a despertar en mí un torbellino de ideas sangrientas y desconocidas.

-¿Qué más queréis saber ahora, triste huérfano desheredado? ¿no os he revelado ya lo suficiente para que os decidáis a tomar pronta reparación del agravio de que sois víctima? Qué... ¿aun no os basta esto?

-Pero mi padre, señor, ante todo... un hijo tiene derecho a pedir noticias de su origen, de su familia, y sobre todo de sus padres; y yo, como ya he dicho, desconozco mi estirpe y mi propio origen: estoy solo, abandonado como un pobre paria en el mundo; mi espada se afana inútilmente por conquistar un nombre, aunque fuera a costa de mi sangre; pero ensordecen los hombres, enmudece todo como el desierto, y mientras tanto mi alma se funde en el crisol de la vergüenza y del oprobio. Dadme, pues, las noticias que os pido, en nombre de todo cuanto más estiméis sobre la tierra; libradme del tormento de la incertidumbre que vos mismo provocasteis, y salvad con ello a este miembro proscrito de la sociedad: dadme noticias, señor, y en cambio de tantas bondades, reclamad de mí el mayor servicio que puede exigirse a un hombre de sana intención, templado para los peligros y sufrimientos.

-Basta lo dicho para indicaros que el asesino, el verdugo de vuestro padre, es el titulado conde de Altamira: esto es todo. Únicamente debo añadiros, que toda vez que ha incurrido en el delito de rebelión contra su señor natural y rey, el acta de confiscación de todos sus estados se halla ya rubricada y sellada: ahora solo falta una persona resuelta que investida de la autoridad competente, se atreva a notificarle ese rayo que fulmina contra él la majestad insultada, de acuerdo con las leyes de estos reinos. Ahora bien, puesto que rehusáis el papel de vengador por ahora, ¿queréis encargado de dicha embajada?

-A todo me tenéis dispuesto, y solo espero vuestras órdenes. En cuanto a mi venganza particular, podéis estar seguro de que la tomaré, y de tal manera acaso, que su memoria pasará a las generaciones como un acto ejemplar de criminalidad.

-Sea, pues, repuso sonriendo el rey, con cierta expresión de triunfante orgullo; ya voy viendo que empiezan a realizarse mis presagios, y que vuestros bríos van recobrando todo su nervio. Ni podía por menos de suceder así, y empiezo a ir creyendo que sellaréis con una hazaña digna del nombre que lleváis una empresa en que tan interesado se halla vuestro decoro. Partid, pues, cuando gustéis a Altamira, y respecto al conde, de él a vos, obrad como os plazca, puesto que os declino mi jurisdicción en cualquier terreno que plantéis el asunto.

Ante todo, prosiguió, entregando un pergamino al joven, he aquí el salvo-conducto que debe garantizar vuestra seguridad, y que os acredita mi plenipotenciario en este caso; tomadle y haced de él el uso conveniente. Enterad de mis intenciones al pretendido conde en la forma que voy a indicaros: hacedle ver esa funesta obcecación en que se halla, ese error tan craso a que le arrastra su desmesurada soberbia, y... en fin, prevenidle que abra a mis tercios las puertas de la fortaleza simplemente, a discreción sin condición alguna, o que de lo contrario sabré arrasarla hasta sus fundamentos.

Y si obcecado en su equivocado sistema de una resistencia ridícula, desoyera esa proposición amistosa, entonces leedle este otro despacho, que encierra el acta de confiscación de todos sus dominios, derechos y rentas en beneficio del fisco o de la persona que yo tenga a bien designar a este efecto; intimadle en mi nombre el castigo en que pudiera hacerle incurrir su negativa, y retiraos luego.

Alfonso, que había entregado otro pergamino a su colocutor, parecía observar con una sutileza verdaderamente diplomática el efecto que produjeran en el mismo sus órdenes, y pudo deducir la consecuencia de esa sinceridad franca y destituida de doblez que caracterizara al aventurero.

-Despachad, pues, continuó, sin mezclar mi cansa con la muestra, que debéis tratar separadamente a su debido tiempo; sed prudente, moderad vuestros arranques, y tened bien presente que en esta ocasión sois el plenipotenciario regio, desnudo de pasiones e instrumento fiel de la paz de mis súbditos. Tenéis razón, quizás convenga aplazar por de pronto vuestra venganza; tiempo y ocasiones se ofrecerán luego para esa venganza misma, que es también la mía propia; y entonces, cuando ese edificio de la iniquidad y de la perfidia haya caído por cualquier medio en poder de la corona; cuando ese tenebroso artificio desaparezca, para dar lugar a la dilucidación del misterio, haciendo brillar el astro radiante de la reparación y de la justicia; entonces, el monarca, justiciero ante todo, abrirá un proceso verbal contra el tirano, y le entregará, si necesario fuere, y según los méritos que resulten, al brazo secular, al hacha de mis sayones. Después, y de ahora para luego, tarde o temprano, cuando esto suceda, el rey os felicita, os premia y dice: « ¡salud, conde de Altamira!»

-Mi gratitud, señor, exclamó Lucifer todo confuso, no acierta a comprender tantas bondades hacia mí, que tan distante estoy de merecerlas. ¿Qué méritos puedo yo alegar, qué títulos proporcionados a una recompensa como ésa?

Prosternóse de hinojos ante el monarca, cuyos pies besó con una especie de respeto que rayara casi en adoración.

-Permitidme, continuó, besar vuestras plantas reales, rindiéndoos un sincero homenaje de acatamiento y de...

-Alzad, le interrumpió Alfonso, rechazándole con visible enojo, ya os dije en otra ocasión que no es así en esa actitud servil como quiero yo ver a mis súbditos, cualquiera que sea la categoría que ocupen en la escala social: respetad al rey en su encumbrada esfera, pero reservad el culto para Dios, a quien únicamente corresponde; el hombre envanecido que admite ciega e ignorante idolatría de sus semejantes, cuando se arrastran como inmundos reptiles, comete una profanación o una herejía culpable.

Alzad, conde, prosiguió con una indefinible expresión de intimidad, besad la mano de vuestro rey, y, creedme, no volváis a cometer esa flaqueza, porque pudierais incurrir en mi desagrado.

Lucifer, confundido cada vez más por tanta bondad de parte de aquel generoso príncipe, tan pródigo y benigno, besó su mano.

Oyóse una nota lejana de clarín.

-Son mis monteros, exclamó el rey, y quiera Dios llegue yo a tiempo de poder evitar una colisión, que siempre podría comprometer mis designios.

Un momento después el cuadrillero, se separaba de su soberano, y salía hacia el campo, precediéndole.

Alfonso, precedido también de su bravo Nerón, pareció tomar la dirección opuesta por un sendero escusado, en cuya primera encrucijada le esperaba un grupo de soldados para darle escolta.

Al tiempo de salir de la capilla, un anciano religioso, alto y corpulento, se improvisó sin saber cómo, y cambió con el rey unas palabras secretas, volviendo a desaparecer al punto.

Era el misterioso monje de Sahagún, el mensajero nocturno de Santo Domingo de Silos, según se anunciara al rey y dejamos consignado ya en otro lugar de esta obra.

Capítulo IV El oso cogido en el lazo Importábale mucho Enjaular al león y a la pantera Porque en ardides ducho Conocía el rencor de fiera a fiera Astuto gavilán, puesto de escucho.

Al separarse ambos personajes era ya la noche bien entrada, noche diáfana, alumbrada por una tenue claridad fosfórica que reflejara el brillo de las estrellas, sembradas como inflamados diamantes en un cielo azul zafiro.

Allá lejos, sobre las copas de los árboles, brillaba también en el espacio, como una aureola de nebulosa púrpura, el destello de un fuego que parecía corresponder a la alquería de Briones, y que, envuelto en torbellinos de humo, parecía marcar el vacío como un devorante incendio.

Aquel fulgor era producido por las hogueras de los soldados de la alquería, que vivaqueaban en la plataforma y en los patios, porque el frío húmedo de la noche era intolerable de todo punto.

Mientras tanto Lucifer regresaba a la alquería, perdida la mente en un caos de contradicciones.

El rey, por su parte, acompañado de tres de sus monteros, dirigíase hacia la selva de Monte Sorayo, en la cual incorporóse además con el resto del tercio que marchaba contra la alquería, y cuyo propósito desbarató la voluntad de aquél, conjurando así un compromiso grave.

El frío era intenso, avivado luego por un viento glacial que les obligó a apresurar el paso, haciendo crujir sus armaduras milanesas, cuyo peso no parecía embarazar sus movimientos.

Emboscáronse en la selva, que ya conoce el lector, y llegaron al bosque de olivos, de que también hicimos mérito, precisamente junto a las ruinas donde apareció la vieja Palomina al tiempo de penetrar con Lucifer en la gruta árabe.

La luna parecía brotar pálida y nacarada de aquellas ruinas, imprimiéndolas un tinte fantástico de melancolía.

Al dirigirse allí en aquella hora intempestiva, Alfonso obedecía a un intento premeditado y que se guardara muy bien de revelar, ni aun al cuadrillero mismo: tanta importancia debía darle.

Sin duda había logrado arrancar a la vieja la clave de la consigna que facilitara la entrada de aquel apartamiento ignorado, sobre cuya existencia y circunstancias quizás le hiciera profundas revelaciones el misterioso monje de Sahagún cuando apareciera en la capilla, y a cuyo favor el secreto de aquel prodigioso subterráneo debiera acercarse a una solución pronta y despejada.

Al menos así debió comprenderlo el monarca, en cuyas miras entraría tal vez la idea de preparar una sorpresa, al paso que un acto reparador, a su simpático favorito.

Produjo con su silbato tres modulaciones sucesivas, a las cuales respondieron otros tres sonidos pausados, cuyo eco se reprodujo en los cóncavos senos de la montaña largo tiempo, perdiéndose al fin en el vacío como una nota moribunda.

Luego pronunció el rey una especie de alarido salvaje, sutil y prolongado, como el silbido de un reptil, al que contestó otro grito muy remoto, lúgubre como un gemido, y gutural como una nota melancólica, no exenta de armonía.

Siguióse una pausa breve.

Un momento después se entreabrió el ramaje y apareció un bulto informe, que avanzaba lentamente y con cierta gravedad marcada.

Era el anciano Omar-Jacub.

Venía envuelto en un blanquísimo alquicel de lana, y por cuya orla asomaba la ancha hoja de una cimitarra tunecina. Los rayos de la luna, límpidos, daban a aquella aparición un aspecto de solemnidad imponente, como una visión fantasmagórica.

Adelantó con solemnidad su paso grave, saltó sobre las ruinas y pareció columpiarse allí como una estatua envuelta en sus plateados velos.

-¡Quién va! exclamó con su tremendo acento, y recelando acaso la sorpresa de que era víctima.

-¡El rey! contestó éste a su vez, echando mano a la espada y dirigiéndola al pecho del árabe.

Mantúvose éste inmóvil, y con una profunda calma pareció devorar su misma cólera con un rugido sordo y cavernoso.

-¿Qué significa esta sorpresa?

Y ante aquella altiva interrogación, que envolviera visiblemente todo un fondo de rencor implacable, sus músculos temblaron de coraje, crujieron sus dientes, y una sonrisa infernal, satánica, dilató sus crispados labios.

Por toda contestación, a una imperiosa señal del rey, un grupo de soldados se precipitó sobre Omar-Jacub, que atado de pies y manos fue obligado a rendirse.

-Escucha, rey, exclamó forcejeando por romper sus ligaduras, tú no puedes consentir, en justicia, que haga perecer mi prisión a otra víctima.

-¿Qué dice ese hombre?, exclamó a su vez Alfonso, aproximándose a Omar, cuyas palabras habían despertado su atención y sus sospechas.

-Que es preciso revelar un arcano antes de prenderme, y que...

-Sea, pues, ahora mismo, y despacha sin tardanza.

-Imposible, se trata de una narración que requiere un buen rato.

-¿Sí, eh? pues no faltará tiempo luego, porque lo que es ahora, no le tenemos de sobra ciertamente.

Alfonso, en cuya mente despertara un presentimiento grave la indicación del árabe, pareció recapacitar un instante.

-Oye, le dijo en voz baja, de modo que no pudiera ser notado por sus soldados, conviene mucho que calles por ahora, hasta tanto que yo disponga lo contrario: entonces me harás tus revelaciones, de las cuales espero mucho en verdad, y tú también de mi gratitud y clemencia, como que acaso te restituirán la libertad, mi gracia, que puede valerte mucho, y después...

-Después... ¿qué?

-El galardón a ese servicio, y que sabré igualar por mi parte al mérito.

Omar-Jacub respiró entonces: su pecho se dilató con una aspiración, que acaso envolviera un supremo destello de esperanza.

-Pero señor, exclamó algo afectado, mis revelaciones son de suma trascendencia, y urgen. ¿Podréis decirme cuando se dignará oírlas V. A.?

-Presto, yo mismo iré a buscaros al punto a que por ahora os destina mi justicia.

-Una prisión tal vez, señor...

-No importa, así conviene; resignaos, por más que tenga para vos algo de repugnante esta medida, así mirada superficialmente. Sin embargo, prescindid de la forma por la esencia; y si fueran de tal naturaleza esas confidencias, que merecieran esa misma recompensa de que os hablaba, no dudéis, repito, que a ella irá unida vuestra libertad y mi gracia.

-¿Es verdad, señor? preguntó en el colmo de la emoción Omar-Jacub, ¿se compadecería de mí vuestra clemencia?

-Palabra real.

Y ante esta frase tan concluyente y enérgica, el anciano se precipitó a besar la mano de Alfonso, el cual sintió caer sobre ella una lágrima ardiente, y se separó de allí.

-Que suelten a ese hombre, dijo.

La orden fue al punto obedecida, y el anciano fue inmediatamente conducido con una respetable escolta al castillo de Mondoñedo.

Pero en los cálculos del monarca no debía entrar, sin duda, divulgar ante una guarnición tan numerosa como la de dicha fortaleza, la prisión de Omar; así que la orden fue luego revocada, a cuyo efecto un jinete partió hacia el punto referido, portador de esa misma orden terminante y precisa.

El emisario alcanzó al preso y a su escolta bien cerca de los mismos muros de Mondoñedo, y por consiguiente pudo cumplirse al fin la voluntad de S. A., en cuya virtud fue trasladado Omar a un pequeño fuerte o torre aislada que ocupara las alturas de Zintraes, y que más adelante dieron en llamar de San Cayetano.

En aquella prisión solitaria hallábase presa ya de antemano la vieja Palomina, cómplice de Omar-Jacub.

Siguiendo las órdenes del rey, ambos fueron puestos en rigorosa incomunicación, y una veintena de soldados, escogidos de los más bravos tercios leoneses, quedó guarneciendo la torre, con el encargo especial, tanto estos como los demás, de no revelar a persona alguna, y menos a Lucifer, esta ocurrencia.

Capítulo V Que trata del apuro en que colocara al cuadrillero su doble compromiso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¡Laberinto fatal! ¡suerte enemiga! ¿Cómo salir del dédalo sombrío De ese artificio de maligna intriga?

Lucifer, por su parte, no se descuidaba en proveer a la mejora de las fortificaciones de la alquería: redoblaba sus esfuerzos y aglomeraba materiales y gente, reclutando nuevos soldados y concentrando aquellos tercios dispersos que recorrían la comarca en forma de guerrillas errantes y aventureras.

Un buen resultado coronó sus esfuerzos, y en bien pocos días empleados en infatigables pesquisas, pudo conseguir abastecer de gente y víveres aquella pequeña fortaleza, poniéndola en estado de regular defensa y enajenándose al propio tiempo, con liberalidades y dádivas, la voluntad de aquella soldadesca corrompida y mercenaria, instrumento decidido para cualquier empresa, con tal que pagaran sus servicios a buen precio.

Y de aquí la influencia moral que conquistara sobre aquella gente su nuevo jefe, cuya voluntad puede decirse que reinara omnímoda sobre todos, y levantábase orgullosa, omnipotente, como la del general a cuya voz se baten millares de entusiastas héroes.

Una noche llamó al rastrillo un hombre completamente armado.

Era un soldado de Altamira, portador de una orden secreta y perentoria del conde.

Previos los requisitos de consigna, fue introducido y llevado a presencia de Lucifer, a quien entregó un pliego cerrado y sellado.

El contenido de este pliego era el siguiente:

«En el nombre de Dios trino y uno, etc.

»Payo Ataulfo de Moscoso, conde de Altamira y de Monforte, etc., al capitán Lucifer, jefe cuadrillero de la hermandad del Santo Cristo de la Agonía en los tercios del M. R. en Cristo Frey Don Diego Peláez, obispo de Santiago, y hoy a las órdenes de estos Estados que regimos por la divina misericordia; salud.

»Por cuanto S. A. el señor rey D. Alfonso de León y Castilla, nos ha hecho presa de mala ley en las personas de nuestra muy honorable dueña doméstica Beatriz de Quiñones, entendida por Palomina, y de nuestro buen amigo y prisionero de honor el antes arráez y poderosísimo señor Omar-Jacub, a quien teníamos bajo de la salvaguardia de nuestra buena fe y lealtad en un palacio subterráneo que existe en nuestros dominios.

»Por cuanto se ha cometido en este caso una violación de territorio y una usurpación injusta por parte de dicho príncipe, agresión que rechazamos y protestamos con toda la fuerza de voluntad necesaria que pone en nuestras manos la justicia que nos asiste ante Dios y los hombres:

»Por todo lo cual, a vos, valiente y noble caudillo, prevenimos que pongáis a cubierto de una invasión cualquiera el importante punto de la Alquería de Briones, cuya defensa hemos confiado a vuestra fidelidad, ínterin adoptamos otras disposiciones que impidan la repetición de lances de tal naturaleza, y reclamamos al cielo y a nuestros aliados la pronta y reparadora satisfacción de tales ultrajes, a fin de dar una lección de dignidad a ese príncipe injusto que nos huella y tiraniza.

»De nuestras Torres de Altamira a los cuatro días del mes de enero del año del Señor mil y sesenta y cuatro. -Firmado y sellado de nuestro puño y sello. -PABLO ATAULFO DE MOSCOSO,

CONDE DE ALTAMIRA.»

Terminada la lectura, el joven cuadrillero quedó un momento cabizbajo y poseído visiblemente de una profunda confusión.

¿Qué pasaría en aquella mente combatida por tan variados proyectos? ¿cuál fuera su decisión en medio de aquella lucha moral, de aquel caos de vacilaciones y dudas?

Solo Dios lo sabe.

De aquel laberinto de intrigas que se agitaran en torno suyo, de aquella misma lucha perdurable, oscura y tenebrosa, era él el centro de acción en cierto modo, el blanco a que se dirigían los tiros, el foco donde fermentara acaso un fuego exterminador que en su día debía vomitar, como una tromba asoladora, todo un infierno de suplicios y crímenes, marcando al propio tiempo un punto trágico en los fastos de las catástrofes de la historia.

Sacudió al fin su hermosa cabeza, como para aliviarla de un gran peso, dictó a su lugarteniente una orden secreta, y salió de aquel recinto, concentrada visiblemente su imaginación y confundido al parecer en una perplejidad profunda.

Un momento después caía el pontón y tornaba a subir de nuevo.

Lucifer se alejó entonces de la alquería, montado en su arrogante caballo árabe, raudo como el viento o como alma que arrebatan los demonios, al decir del vulgo: iba solo, aunque completamente armado.

Las tinieblas de la noche, que era fría por cierto, apenas permitían una dudosa claridad producida por las estrellas que brillaban en un cielo despejado y purísimo.

Allá a rato, el joven llegaba a las faldas pedregosas del Monte Sorayo, y por consiguiente, junto a las ruinas que ocuparan el centro de la selva que ya conocemos.

Ató el caballo a un corpulento pino, y provisto del medallón quebrado que le entregara la vieja, como el talismán que debiera facilitarle la entrada y allanar cualquier obstáculo al penetrar en la misteriosa gruta, dirigióse presuroso a ella, henchido el corazón de emociones.

Capítulo VI Coloquio Un sueño funeral la sorprendiera, Que triste y abatida En angustioso afán, su suerte fiera Oprime al alma entera De amarguras transida.

Según se dejara traslucir por el contenido del pliego de que dejamos hecho mérito en el precedente capítulo, Ataulfo, al paso que ponía en conocimiento del cuadrillero la prisión de Palomina y de Omar-Jacub, hacíalo en términos ambiguos, particularmente al referirse al palacio subterráneo que habitara éste, y cuya situación y circunstancias absteníase de revelar. ¿Cómo, pues, se conciliaba esta reticencia con esa misma confianza tan franca y sincera que tantas veces le protestara? ¿Cómo le ocultaba igualmente la existencia de la joven árabe y del esclavo, y como accesorio de todo ello, aquella brillante profusión de riqueza oriental que guardaran las entrañas de aquel monte entre selvas y maravillas salvajes?

Luego también aquellas confidencias tan francas y espontáneas del rey, aunque misteriosamente disfrazadas, aquellas reticencias, aquel tenaz empeño, cuyo fin podía tal vez calcularse, aunque no su origen, y en fin, aquel compromiso sistemático, que era el tema obligado del monarca... todo ello, pues, llevaba el sello de un origen constante que formara el núcleo de ese caos contradictorio en que fluctuara el joven.

¡Oh! sí, en todo ello encerrábase tal vez un profundo arcano.

Por lo mismo, adelantándose la previsión de Lucifer a la del conde, había volado a poner en práctica un generoso designio, el de salvar a su bella amante, aun a trueque de arrostrar los mayores riesgos, con tanta más razón, cuanto que si llegaba tarde, iba acaso a perderla para siempre.

Tal era, pues, su proyecto.

Exhibió el trozo de medalla al negro, cuya interrogadora mirada parecía sondear el pensamiento del joven, y al fin, no sin gran repugnancia, condújole al departamento de la cautiva, quedando él a la parte exterior, vigilando, al parecer, sus movimientos, y acechando como el león su presa, desnudó su luciente alfanje, contraídos por una ferocidad cruel los músculos de aquel rostro de ébano.

Lucifer pudo notar aquella expresión, aquella calma equívoca, aquella alarma, en fin, tan violenta, que el nubio envolvía en un continuo rugido de ferocidad salvaje, y no pudo menos de estremecerse en cierto modo.

Un momento después, y como visiblemente contrariado, Abrael introdujo al cuadrillero al departamento oriental que ocupara la joven y que ya conocemos.

La esclava, riente y entusiasta al parecer, yacía medio vestida en su lecho de pieles, e incorporada sobre un rico almohadón de recamado, arreglaba su hermoso tocado saturado de olorosos perfumes.

Cada vez que su mirada lánguida se posaba en aquellas delicadísimas carnes, en aquellos diminutos pies, aprisionados en sus babuchas leves de muñeca, cuando reparaba su piel de alabastro, lustrosa y trasparente, donde parecía traslucirse, a través del terso epidermis, la circulación de aquella sangre purísima, meridional, rubicunda como coral fundido, y cuando, en fin, consultaba al gran espejo veneciano, con marco cincelado, que tenía en frente... ¡oh! viérase entonces dilatarse aquel mórbido seno bajo sus forma de nieve, y reflejar en su rostro una sonrisa de soberbio coquetismo.

A este tiempo crujieron los goznes de la puerta al abrirse, y el cuadrillero pudo sorprender involuntaria mente aquellos voluptuosos encantos, todo aquel provocativo tesoro de seducciones tan sensual e incitante.

La bella cautiva, cuando se apercibió de la presencia del joven, cruzó sobre el seno su túnica de armiño, y replegándose en una pudorosa actitud, devolvióle el saludo con una sonrisa angelical y hechicera.

-¡Cuánto tardaste! exclamó ella, dejándose besar en la frente por Lucifer y en tono de marcada reconvención; ¡oh! ¡Si supieras cuanto he temido por tu vida!...

-¿Por mi vida?

-Sí, porque he tenido sueños sangrientos y horrorosos.

-¡Ah! ¿una pesadilla quizás o un delirio?

-Sí, amado mío; mi fantasía me hizo presenciar tu suplicio...

-¡Qué horror!

-Asistí a tu agonía, sin poder socorrerte, ni menos dirigirte una sola palabra de amor, ni una frase de consuelo en aquella hora crítica y suprema. Si supieras cuál era la opresión de mi alma, el peso que agobiara mi corazón transido... las lágrimas no existían ya en mí, porque la intensidad del golpe había secado sus fuentes, había helado de espanto la sangre en mis venas, paralizando su circulación y congelando a la vez también mi vitalidad con el hielo del terror más insensato.

- ¡Dalmira! ¡cuánto habrás sufrido!

-No me llames Dalmira, abomino ese nombre, que no es el mío y que...

-¿No? le interrumpió el cuadrillero con cierto asombro; pues explícame...

-Espera que concluya mi relato. Luego un sayón había colocado en mis manos tu cabeza, que había visto yo rodar y rebotar sobre el tablado fúnebre; tu cabeza tan bella, híbrida entonces con el vértigo de la muerte, y yo besaba frenética esos ojos donde se mira mi alma transida de amargura y que giraban en sus órbitas con una expresión espantosa, fiera, rugiente e indecible, mientras que el tronco, palpitante y yerto, saltaba en medio de un charco de sangre sobre el patíbulo, y mis manos, también enrojecidas, chorreaban esa misma sangre, que fluía en espantosa abundancia de tu cabeza, que pesaba en ellas como un globo de plomo.

-Eso es verdaderamente horrible.

-Después, el inmenso gentío que acudiera a presenciar aquella bárbara y criminal mutilación, que la hipocresía social suele apellidar justicia, y que en realidad es la mancha que lleva en sí el anatema de las naciones cultas y de la moral más pura, se retiró, satisfecho, al parecer, de aquel crimen premeditado, de aquel asesinato jurídico, el más cobarde, el más odioso, el más abominable de todos... y yo quedé allí únicamente, petrificada de espanto, me abracé a tu cadáver, ya frío, empapó mi túnica en aquella sangre, que era el último efluvio de mi vida, y... nada más vi. Una niebla ardiente, caliginosa, me envolvió como en un sudario de fuego... luego hirió mis oídos un silbido, extraño como el torbellino, retronó en los aires, rasgáronse los cielos, abrióse la tierra, el caos lo incendió todo y absorbió al mundo.

Cuando volví en mí, prosiguió, me hallé aquí en este lecho, bañada en sudor mortal, devorada por la fiebre y comprimido el corazón por la pesadilla. ¡Ay! algo de extraordinario debiera haber sucedido durante mi rapto, y así lo presumí al punto. En efecto, Omar-Jacub había sido sorprendido por las rondas volantes del rey en los bosques de Monte Sorayo, a donde la traición le atrajera por medio de un engañoso ardid, y tomándosele acaso por un espía disfrazado en un terreno peligroso como éste, acababa de ser conducido... no sé dónde.

-¿Será cierto? exclamó Lucifer, en cuyas facciones pareció lucir un destello de profética sorpresa.

-No lo dudes, y lo peor es que el conde quizás sea ya sabedor del suceso, destinado a influir terriblemente en mi suerte acaso. ¡Oh! estoy perdida entonces para siempre... los sucesos se precipitan, el misterio prolonga los pliegues de su sombra fatídica, y un astro sangriento parece cernerse sobre mi cabeza maldecida:, ¡cúmplase, pues, la voluntad de Dios!

Y la hermosa cautiva cayó de rodillas sobre la alfombra: elevó al cielo sus hermosos ojos rasgados, en los cuales temblaba una lágrima, como una perla líquida, y leíase un destello de resignación sublime.

En aquella actitud, en aquella mirada intensa, sublime hasta el éxtasis, había algo, de sobrenatural y angélico: era el vivo trasunto de la virgen mártir que a vista del suplicio, inflamada por la fe y confortada por el divino espíritu, ofrecíase toda en holocausto de su propia inocencia.

Lucifer contemplaba extasiado aquella estatua purísima, divinizada por la virtud, como un ángel postrado en las gradas del trono del Altísimo, y su corazón palpitó de pasión y de entusiasmo, cual nunca él lo había experimentado.

Oyóse entonces el tañido lento de una campana o de un timbre.

-¡Santo Dios! exclamó sobrecogida de espanto la joven.

-¿Qué significa esa señal? preguntó a su vez Lucifer en el colmo de la sorpresa y del asombro.

-Somos perdidos sin recurso, dijo ella toda trémula y recorriendo la estancia en busca de un punto cualquiera donde poder ocultarse u ocultar al joven.

-Pero ¿qué sucede? insistió éste sin poder salir de su atonía.

La esclava no parecía oírle, tan preocupada estaba.

-¡Dios mío! volvió a exclamar en el colmo de su angustia; ¿hasta cuándo durará mi desventura y tu cólera hacia esta triste víctima de tu justicia?

Y tomando por la mano a su colocutor, le arrastró en pos como un autómata hacia un oscuro rincón del subterráneo, diciéndole:

-Es preciso ocultarte; si es que no quieres precipitarme contigo y perdernos; fío a tu prudencia y discreción lo demás, y solo en un caso extremo...

-No acierto a comprenderte, repuso él, obedeciendo maquinalmente a aquella mujer que le impelía con tenacidad hacia el punto donde pretendiera ocultarle.

Sonó entonces no muy lejos de allí un golpe extraño que puso fin al diálogo, separándose ambos colocutores.

Un instante después Dalmira, como seguiremos llamándola, restituida a su departamento, tiraba de un cordón de seda pendiente de la bóveda, y abrióse una puerta.

Unos pasos lentos sonaron entonces e hicieron recrujir la espiral de madera que correspondía al fondo de la gruta.

Capítulo VII Declaración de amor Recurrió en su aflicción al alto cielo, Rechazando su afán aquí en la tierra; Y aquel ensordeció, y aquí la guerra De la conciencia en el humano suelo, Cercáronle de amargo desconsuelo.

Allá a poco un hombre alto y cubierto con una gran capa, entraba con cierta gravedad jactanciosa, o como si dijéramos, con cierto coquetismo parecido a una petulancia que rayaba en ridícula.

Era el conde Ataulfo de Altamira y Moscoso.

Su pecho enronquecido, jadeaba de pura fatiga, y en aquella fisonomía escuálida, cada vez más demacrada y lívida, traslucíase algo más que fiebre, el sino de desesperación que poseyera su espíritu, destrozado por una lucha moral contradictoria y que en vano tratara él de disfrazar bajo una sonrisa forzada.

-Mucho temía, señora, dijo con su acento, lúgubre y en tono de plácida reconvención, que vuestra constante esquivez para conmigo hubiera concluido por negarme el favor, para mí siempre grato, de mereceros una audiencia esta noche; y por cierto que vuestra condescendencia me obliga al fin a justificar la tardanza en admitirme.

-En verdad, señor conde, contestó ella, que os he hecho esperar más de lo necesario, y casi me atrevo a solicitar vuestra indulgencia; ¿qué queréis? dormía uno de esos sueños terribles, una de esas siniestras pesadillas, en mí tan frecuentes desde que el alma es presa de tantos sentimientos, y... no pude acudir a tiempo, como debiera: después me vestí apresuradamente apenas oí la señal, y al punto abrí la trampa.

-Estáis dispensada, señora, y verdaderamente que no otra cosa pudiera esperarse de esa urbanidad que os distingue: si un pesar me aqueja después de la cumplida manifestación que os debo, es el de esa profunda melancolía que os aflige, produciéndoos esos mortales deliquios, y entristeciendo esa existencia que yo por mi parte, creedme, quisiera dulcificar a cualquier costa con los más puros goces. ¡Ah, señora! ¡cómo no interpretar yo ese quebranto que os aqueja! La simpatía, esa cuerda sensible que encadena los seres predestinados al sufrimiento y al cariño, ha venido a despertar mi sensibilidad y mi afecto en un arado heroico hacia vos, que sufrís como yo, y que por lo mismo debéis comprender mi situación moral, como yo a mi vez conozco la vuestra y la compadezco, pidiéndola mi egoísmo un consuelo.

-¿Qué decís? Vos, tan poderoso, tan rico, tan...

-Sí, tenéis razón; yo tan rico y poderoso, tan influyente por mi posición social y política, pudiera aspirar a cierta plenitud, a cierta fruición de goces que la fatalidad aleja de mí, arrebatándome la tranquilidad y el reposo, y constituyéndome en una condición deplorable. ¡Ay de mí! si supierais la hiel que rebosa mi corazón despedazado, el dolor que envenena mi alma en esta noche... ¡Ah! decís muy bien; yo pudiera ser feliz en medio de mi suerte; pero estas mismas circunstancias favorables que me rodean, esta pompa, este poder, estos brillantes medios que enaltecen mi nombre, todo, en fin, concurre a agravar mi situación y acibararla. ¡Líbreos Dios, señora, de una desgracia como la mía, disfrazada por la opulencia y el brillo artificial de la fortuna; puesto que concentrada en el espíritu, a salvo de todo género de apariencias, esa irónica expresión del amor propio, devora al corazón puesto en tortura entre ese amargo torcedor y las exigencias sociales alentadas por el orgullo. Es verdad, habrá quien mirando en mí únicamente al conde de Altamira, deslumbrado por la apariencia de esa brillante aureola que me rodea, me tenga envidia; ¡incautos! ignoran que si me despejara de esa máscara falaz, si dejara yo caer la corteza que encubre esa horrible desnudez descarnada y triste... ¡oh! entonces, estad bien segura que apartarían de mí su vista escandalizada, me compadecerían quizás, y... ¿quién sabe si me despreciarían, maldiciéndome?

Ataulfo se dejó caer con profundo abatimiento sobre un sitial próximo.

Contemplábale la joven con cierto asombro, como que, habituada a otro género de lenguaje por parte de aquel hombre altivo, no alcanzaba a adivinar la causa de una variación tan súbita como desconocida.

-En verdad, señor, que nadie creo pudiera sondear una realidad que yo misma extraño, careciendo para ello de antecedentes: ¿quién sabe? todo es posible, y en tal caso no puedo menos de protestaros mi conmiseración.

El conde guardó un instante de silencio, como si recapacitase, coordinando una idea o venciendo una duda tenaz; vertió un suspiro, y su pecho anhelante experimentó cierta comprensión fatigosa, que produjo sucesivamente uno de esos ataques de tos con esputos sanguíneos.

Luego, cuando húbose tranquilizado algún tanto, exclamó en un lenguaje que, aun a despecho de la clásica dureza que le distinguiera, parecía tomar cierta familiaridad confidencial.

-Dalmira, soy un desdichado mortal, sobre quien la Providencia ha querido desplomar todo el terrible peso de sus justicias. Perseguido por S. A. el rey de León, que se ha propuesto aniquilarme, perseguido además por la sombra de un rival invisible, que ha estado a punto ya una vez de matarme y de cuyo atentado ha quedado mi salud gravísimamente lastimada, solo me faltaba una escandalosa ruptura conyugal, y... esto acaba de sucederme. Rechazado por la imprudente conducta de una esposa adúltera, único consuelo que pudiera prometerse mi afán, acaba de abandonarme con el mayor descaro, después de insultarme, abusando de ciertas circunstancias que favorecen su culpabilidad.

-Eso debe ser triste, sí, tenéis razón.

-Lo es, señora, y tanto, que ese golpe ha roto las fibras de mi corazón, enfermo de afecciones amargas; y como si todo ello no bastara para crearme esta posición, la más desesperada que dar se puede, esa mujer ha provocado un divorcio legal, del cual entienden ya los tribunales del reino. ¡Ah! cualquier día no lejano una ejecutoria siniestra pondrá término a ese litigio en perjuicio de mis derechos, rasgando mi decoro propio y deprimiéndole.

Además, continuó después de una corta pausa, no es ese solo el insulto doméstico que me atormenta; hasta Palomina, esa dueña maldita, a quien Dios confunda, y cuyas tenebrosas maquinaciones han traído mi situación a este extremo, ese instrumento de la intriga que mancilló mi tálamo, monstruo hipócrita de rencores y crímenes, pero cuya discreción me convenía comprar a cualquier precio, acaba de caer en manos del rey, quien podrá utilizar sus revelaciones en perjuicio mío, y entre ellas la de vuestra existencia en este punto. En este caso, ¿cómo poner a cubierto vuestra virtud de la incontinencia de Alfonso? ¿Cómo pueden conjurarse las consecuencias de sus arrebatos violentos, si tenéis la desgracia de caer en su poder por cualquiera de los diversos medios, que él, poderoso, astuto y fuerte, pueda poner en juego para haceros suya?... ¡Oh! confieso que todo este turbión de ideas concurre en tropel a atormentar mi mente, combatida por tanta peripecia, creando un verdadero caos de que no hallo salida apenas.

Y agobiado por tanto pesar, quebrantada mi salud por mis sufrimientos físicos, y aun más por esa fiebre moral que corroe y destruye sus resortes vitales, rechazado despiadadamente por todo cuanto me rodeara, y que un tiempo pudo lisonjear mis ilusiones, vengo a pediros un consuelo en mi tristeza, a vos, único ser que pudo infundirme una esperanza. ¿Qué queréis? cerrado el horizonte de mi dicha, cuando envuelto en las tenebrosas sombras de la duda, vi cernerse allá lejos, sobre un abismo de nubes, un punto sangriento que marcara el fatídico fin de mi destino... escuchadlo bien: en aquellos momentos críticos de mi desesperación, que concentrada en aquel punto profético, no otra cosa veía en rededor que una masa de tinieblas compacta, poblada de fantasmas terribles, a través de alboradas sangrientas e imponentes... entonces se improvisó una tentadora imagen que sonreía como un ángel y que pudo a la vez infundir todavía aliento a mi fe, poco antes muerta, y que volvía a surgir de nuevo, inspirada por no sé qué presentimiento, que me salvaba y me restituía la vida.

Ahora bien, todo eso, que no pasaba de un sueño, prestábase a la interpretación con toda la verdad que imprime la certeza de un hecho providencial a todas luces. Dalmira, ese ángel, ese genio, ese fantasma consolador que me enviara el cielo en mis sueños de agonía... erais vos.

-¡Yo!

-Sí, estoy seguro, erais vos... ni podía ser otra. La mano de Dios descorrió un pliegue del velo que oculta al hombre lo desconocido, y en uno de esos lúcidos destellos que es permitido disfrutar al alma, rasgos providenciales que muestran a la criatura todo un tesoro de maravillosos fenómenos, sentí la vibración del golpe, mi alma experimentó la dulce plenitud de la verdad que hiere la conciencia conmoviéndola, y esa presión moral tan vehemente, dio toda la luz a mi espíritu, para iluminar ese camino que recorre su marcha vacilante por un sendero tortuoso a veces, y en el cual plugo a mi ligereza lanzarme.

Y puesto que, prosiguió con vehemencia, habéis sido vos la inspiración salvadora de mi reposo y de mi conciencia, la cual entra desde hoy en las vías saludables de la reparación, puesto que vuestro corazón es el eco de la virtud más pura, mártir de las debilidades humanas, de que sois también víctima; Dalmira, mi único refugio, mi ángel tutelar, mi todo; vengo a ti, rechazado por el mundo entero y por el destino; salvadme, sed mi providencia y no ensordezcáis a mi voz cuando os pide un amor, por el cual tanto tiempo ha suspiro, y que rehabilitando mi carácter, puede coronar la obra de mi predestinación.

-Imposible, señor; yo nunca puedo variar mi propósito, que os ha repetido ya en otras ocasiones las fundadas causas en que se apoya mi negativa, sin que trate de inferir agravio alguno a vuestro amor propio.

-Esas causas permitidme haceros observar que han cesado de existir, y por lo tanto creo estáis en el caso de modificar vuestra opinión.

-Os equivocáis, señor conde, y en prueba de ello, atreveros a negarme que, aun a pesar del divorcio intentado, todavía subsiste vuestro matrimonio legítimo; y en tal caso, vuestra pretensión solo puede abrigar el propósito de querer hacerme vuestra manceba; idea que, aun desde la triste posición que ocupo, rechaza mi honra con toda la dignidad que imprime la desgracia, en quien sabe arrostrarla a la altura de sus deberes.

-No, eso jamás; en algún tiempo me acometió la tentación de intentarlo, y tuve la flaqueza de proponeros mi deseo, el cual debisteis rechazar y rechazasteis, sin que por ello trate yo de mostraros resentimiento alguno, puesto que he llegado a reconocer imparcialmente la justicia que os asistiera, pero hoy, por más que penda todavía el fallo resolutorio de ese divorcio, no deja ya de estar roto virtualmente y de hecho el vínculo de mi matrimonio con la baronesa de Monforte, mis exigencias varían de especie, y esta pretensión, que me permito someter a vuestro albedrío, gira en el círculo de una lícita posibilidad, que os recomiendo con insistencia, esperando que, tomándola en consideración, sabréis resolverla en el buen sentido a que es acreedor el espíritu que la dicta.

-Veo que os dejáis alucinar por un error, puesto que, partiendo de un equivocado principio, fundáis un sistemático empeño que os ofusca. Además, mi condición excepcional, mi estado de casada...

-De viuda diréis, señora.

-No me atrevo a creerlo, por grande que sea vuestro empeño en afirmarlo, y dispensadme la libertad que me permito de contradecir vuestro aserto en este caso, sin desmentiros: hasta hoy el único dato que cuento para suponerlo así, es la afirmación que ratificáis siempre, y por mucha que sea la fe que vuestra autoridad me merezca, todavía no cuento con un documento confirmatorio que lo ratifique, desvaneciendo las dudas que asaltan siempre en estos casos, y deslindando francamente mi situación, colocándola en un terreno expedito al amparo legal. Entonces, señor, en ambos casos, es decir, sancionadas en debida forma vuestra independencia y la mía, vuestras pretensiones respecto de mí podrían estar en su lugar acaso y obtener cualquier resultado favorable o adverso; pero mientras todo eso no suceda, permitidme que insista en mi propósito, invariable y fijo.

-¿Es decir, que también me aborrecéis vos?

-A nadie sé aborrecer, señor, lo cual no impide tampoco que pueda usar de mi albedrío en este caso, por más que esté en abierta contradicción con vuestras pretensiones.

Ataulfo levantó la vista y la fijó en la joven con una brusca mirada de insolencia: una nube colérica pasó súbitamente por su rostro, que una explosión recóndita iba descomponiendo, y aquella palidez biliosa que velara su piel, tomaba progresivamente un tinte cadavérico y calenturiento.

-Cruel sois en demasía, señora, dijo visiblemente desconcertado, y por cierto que creía tener derecho a esperar que los acontecimientos últimamente sucedidos hubiesen modificado vuestro proceder: tened presente que sienta mal la ingratitud en una persona de vuestras prendas, y que hay exigencias determinadas acreedoras a otro género de comportamiento por parte de quien, comprendiéndolas, no las desaira, de acuerdo al menos con la urbanidad, que suele ser el reflejo de cierto género de virtudes.

-No os comprendo, o por mejor decir, no acierto a comprender esas causas que pudieran obligar mi gratitud hacia vuestro comportamiento para conmigo; y puesto que provocáis una cuestión candente, que repugna por su propia índole, entro en ella de buen grado, rogándoos, ante todo, que la explanéis con latitud, seguro de que será por mi parte cumplidamente sostenida.

-Dalmira, replicó aquel hombre, aventurando un supremo esfuerzo suplicatorio y violentando su amor propio herido, no rasguemos llagas cicatrizadas ya, comprometiendo a la vez mi porvenir quizás venturoso; olvidemos el pasado, y amándonos todavía, probemos al destino que ante un esfuerzo supremo de la voluntad, debe ceder su saña, que hay un germen de abnegación en nuestros corazones, predispuestos siempre a la generosidad y al perdón, y que, en fin, lejos de esas flaquezas que empequeñecen al alma, otros sentimientos más elevados nos enaltecen, cuando conducidos por saludables vías, nos colocan en un punto heroico donde no todos llegan.

-No acierto, señor, a seguir los giros metafísicos de vuestro discurso, ni a vos en ese terreno tan recomendable. Acaso me equivoque, pero no arde en mi corazón la llama de ese entusiasmo que inflama el vuestro; solo restan las cenizas frías del fuego que aquí ardió, y siento un vacío helado que imprime, la insensibilidad en mi ser entero, paralizando sus resortes morales. Preciso es resignarse, y yo, a la vez que protesto no abrigaros rencor alguno, no puedo desterrar de mi memoria el recuerdo de ciertos lances que han dejado impresa en mi alma una marca indeleble de aflicción y de calamidades sin cuento.

-Ea, ya volvéis a vuestro tema, olvidando, en medio de esa ceguedad que os alucina, los favores recibidos, que constituyen por vuestra parte una deuda pendiente a mi favor y que no os perdono.

-Volvéis vos también a vuestro empeño, y a propósito, recuerdo ahora la especie que habéis vertido de que mi gratitud debe estaros obligada. En primer lugar, una observación de este género, siquiera sea fundada, envuelve un pensamiento bajo, que empequeñece a quien le concibe y da una idea bien pobre de sus principios, como que extingue de un soplo esa obligación misma, anulándola. Además, y viniendo ahora al punto capital de la especie, ¿dónde están esos motivos de gratitud tan decantada? ¿Lo es el romper el vínculo que uniera a una familia feliz, dispersando sus miembros, proscribiéndoles y sepultándoles en hediondas mazmorras? ¿Lo es también el arrebatarles su rico patrimonio, usurpándoles sus derechos de primogenitura, reservando a una pobre mujer, sin otro delito que el de ser hermosa, el solo lenitivo de un lujo asiático que de nada sirve en una prisión subterránea, lejos de la luz del día, y a cargo de crueles carceleros que espían sus más leves movimientos?

-Por Dios, señora, que os dejáis llevar de esa prevención fatal contra mí, para exagerar y alterar los hechos. Esas personas que os han guardado hasta aquí, no creo que merecen la calificación de carceleros que les dais, puesto que, según vos misma, han venido tratándoos con todo género de miramientos y consideraciones. ¿Qué queja tenéis del proceder de Omar-Jacub hasta el día en que la perfidia de Alfonso le hizo prisionero?

-Ninguna por su parte, puesto que ha sido únicamente el mero ejecutor de vuestras órdenes, de las cuales un grave compromiso lo impedía separarse.

-¿Qué agravio os ha inferido ese pobre esclavo, cuya vigilancia ha velado vuestra seguridad y vuestro sueño, poniéndoos a cubierto de cualquiera sorpresa?

-Ese desgraciado ha sido y es, como el otro, un instrumento obligado y ciego de vuestras iras o de vuestras pasiones.

-Y después, cuando las maquinaciones del rey os han arrebatado ese centinela de vuestra honra, cuando la paternal figura de Omar ha desaparecido, dejando un hueco sensible a vuestro lado, ¿no me he apresurado yo mismo a acudir en vuestro auxilio?

Dalmira guardó silencio, un silencio desdeñoso y displicente. El conde continuó:

-Pero ese vacío es difícil ya de llenarse, porque es tal la prostitución social que invade las clases, que no hallo persona a quien poder fiar vuestro tesoro y que pueda reemplazar esa pérdida que deploro. En tal caso, y utilizando a la vez las demás circunstancias especiales que concurren sobre el particular, reproduzco mi pretensión y os digo: Dalmira, aceptad mi amor para ser mi esposa luego, y entre tanto, no despreciéis la mano que, sacándoos de vuestro encierro, os restituye a la luz del día, al ambiente libre, y trasladándoos a las brillantes comodidades de su alcázar, os ofrece en perspectiva felicidades sin número y una dulce compensación a vuestras penas.

-Eso nunca lo aceptaré mientras no me deis noticias documentadas y auténticas de mi esposo y de mi hijo.

-Imposible, os repito por la centésima vez que no existen; no puedo seros más explícito.

-En tal caso, renunciad a vuestro empeño: dejadme podrir en este antro inmundo, y aun si es necesario morir... moriré en él: ¿qué puede importaros mi muerte?

-Dalmira...

-Sí, prefiero la muerte a este estado en que, violentada mi voluntad por la presión del abuso que en mí se ejerce, se me obliga a admitir un papel bien triste en esta farsa insustancial y ridícula, donde se prescinde de nombres propios con un fin que desconozco. No, no os empeñéis en un imposible, creedme, prefiero permanecer en un cautiverio, encargando a la Providencia la justificación de mi causa y compadeciendo a mis tiranos, sin odiarles.

-¡Señora! exclamó con una brusca irritación el conde, en el vértigo de ese parasismo que os inflama, desconocéis la razón y olvidáis al propio tiempo la condición a que os conduce vuestra altivez y vuestro error. Hay un abismo al fin de esa obcecación tan ciega, y sin duda queréis precipitaros en él, aunque con pesar mío; consten, pues, mientras tanto, los esfuerzos que he hecho por salvaros, por más que hayan sido estériles sus efectos y sus consecuencias.

-Os comprendo, en verdad, y por desgracia mía no hay medio a mi favor que alcance a sustraerme a vuestros rigores; sois árbitro de mis destinos, y al experimentar toda la gravedad de las consecuencias que se deriven de eso que vos apellidáis sistema, obcecación y otras mil cosas más; no desconozco tampoco las probabilidades que de mi desistimiento pudiera prometerse acaso. Como quiera que sea, no debo separarme de la línea de conducta que mi conciencia y dignidad me han trazado, y en la cual persisto.

Capítulo VIII Intimación Fue en vano su rogar, y la amenaza Con que selló la súplica postrera, Al par que desespera Su corazón, y alma despedaza, Ofrécele allá lejos, lisonjera, Una esperanza, en fin... una quimera.

Ataulfo oyó con cierto estupor las últimas palabras de la joven y que ratificaran su resolución inmutable.

En su rostro, ordinariamente impasible, se pintó con más vigor que nunca esa expresión de incalificable dureza que precede a la desesperación a veces, y en la cual no era difícil traslucir un rasgo de dolorosa amargura.

La pretenciosa brillantez de sus vestidos, su aseado porte y aquel alarde, en fin, de coquetismo, tan extravagante en fuerza de ridículo, nada de esto había logrado corresponder al pensamiento que lo produjera y que ocultara el propósito de hacerse menos repugnante a su víctima, aspirando nada menos que a la posibilidad de arrancarla un consentimiento de amor. Y sin embargo, Ataulfo, aun a despecho de sus esfuerzos verdaderamente contrariados, solo había conseguido exasperar más el odio de su víctima, ante la cual, como una irónica personificación del vicio, presentábase más repugnante todavía y asqueroso aquel hombre atrevido, cuyo supremo ardid le diera un resultado contraproducente. Y en verdad que el conde, cuya figura tan poco recomendable, aun en su estado de salud normal, parecíase mejor que a un hombre, a un esqueleto animado o a un cadáver engalanado tal vez por irrisión con una lujosa mortaja.

Su mirada fosforescente, aquella pupila que se revolviera allá en el centro de sus alvéolos, con todo el tempestuoso fuego de una rabia colérica, adquiría al parecer mayor intensidad, semejante a un airado relámpago en medio de aquellas descarnadas facciones, de aquella palidez sepulcral que le asemejara a un espectro; y en todo aquel horrible conjunto revelábase algo de infernal y diabólico que imponía.

Al fin rompió el silencio que hasta entonces guardara, y con voz campanuda y hueca, al paso que fulminó a la joven una de sus fulgurantes miradas, exclamó:

-¿Es decir, que todas las puertas se cierran a mi afán? ¿Qué estoy solo absolutamente en el mundo, convertido en objeto de oprobio y rodeado de enemigos? ¡Ah! yo sabré hacerme justicia, y me abriré paso por mi camino, aun a despecho de todas las potencias del infierno, si contra mí se conjuraran también; y puesto que la fatalidad me coloca en este extremo sensible, ¡y bien! recurriré a la violencia, usando de mi derecho, y arrancaré a viva fuerza el triunfo, mal que os pese a vos, señora, y a todo el que se interponga en mi camino.

-Está bien; pero eso no pudiera impedir que vuestras violencias se estrellaran siempre en mi voluntad, que es inmutable, y que os reto a quebrantar, si es que os atrevéis.

-¿Y quién pudiera resistir el ímpetu de mis rencores? vos, pobre mujer, ¿qué partido pudierais sacar de una lucha empeñada conmigo? ¿seríais tan crédula que pudierais aspirar a obtener un triunfo nada menos que contra mi poder?

-Es bien posible, no lo dudéis, por más que os halague una ilusión en contrario: ¿quién me impediría hacer ciertas revelaciones que os comprometieran, sin que vuestro poder bastara a desvirtuar su influjo? Pues bien, esas revelaciones mismas me darían ese triunfo, que aniquilaría vuestro orgullo, desagraviando a la sociedad y a vuestras víctimas.

Ataulfo vertió una destemplada carcajada irónica.

-Parece que tratamos, como si dijéramos, de potencia a potencia, y que en alas de vuestra ilusión volvéis a olvidar de nuevo la condición a que os reduce vuestra suerte. Si en fuerza de mérito no conseguís mejorarla, si vuestro indiscreto orgullo no desciende al terreno de la prudencia, colocándose al nivel de las necesidades que os cercan, ¿quién me impedirá ahogar vuestra voz en cualquiera prisión, cuyos muros pueden únicamente devolveros el eco de esas delaciones con que ¡incauta! acabáis de amenazarme? No seáis, pues, tan imbécil, y sin remontar tanto el vuelo de esa fantasía pueril, poneos en razón, y os salvaréis.

Dalmira calló a su vez, y una dulce sonrisa brilló en aquellas purísimas facciones, imprimiéndolas una indefinible expresión de desdén que inflamó el orgullo del conde.

Levantóse este visiblemente irritado, contraído su demacrado rostro por la desesperación, y revelando en todo su ser ese horrendo vacío en que flotara su corazón, destrozado por una lucha interna.

-Puesto que lo queréis, sea, dijo con un rugido de esos que rasgan las fibras del alma y la aterran; vuestra pertinacia se obstina en forjar nuevas cadenas a vuestra libertad, que yo por mi parte quise salvar de buena fe, y me he engañado. Salgo contristado de este retrete, donde pensé encontrar el bálsamo consolador de mis desgracias, y al ausentarme, apenado, traspasado el corazón por el dolor que me aflige y me conturba, me llevo el consuelo al menos de haber puesto de mi parte todos los medios conciliatorios que pudieran haber evitado el conflicto moral de nuestro espíritu y dulcificado sus goces.

Aquel hombre hipócrita, que en aquellos momentos, impresionado acaso por su propia situación tan aflictiva, sentía indudablemente todo el peso de los remordimientos, y que, cediendo a un instinto propiamente egoísta, veía cerradas todas las puertas del consuelo, enjugó maquinalmente con su dedo meñique una lágrima que debiera ser de sangre, último resto de sensibilidad, quizás, que destilara su corazón, desecado por el orgullo y petrificado por la perversidad y el odio. Por lo demás, no había allí compasión, ese destello innato de la caridad, rocío benéfico del cielo; el egoísmo, esa monstruosa pasión tan degradante, predominaba allí de nuevo, cada vez más tenaz y desmedida, bajo la máscara hipócrita del artificio.

Detúvose otra vez, fingiendo cierta vacilación que no sentía; su mirada adusta pareció tomar cierto aspecto de conmiseración, fijándose con cierto interés sostenido en el rostro de la prisionera, alterado a su vez por una impaciente ansiedad. Luego dijo, como echando mano del último ardid:

-Duéleme en verdad haceros sentir el peso de vuestro merecido, dejándome llevar de mi justa cólera: ese tesón de que hacéis alarde y que tanto hiere mi amor propio, no alcanza a destruir el sincero amor que hacia vos me anima. Os concedo el plazo de un día para poder meditar detenidamente el asunto y resolveros definitivamente en cualquier sentido, entendiéndose como improrrogable. Quedad con Dios, os dejo libre, y mañana por la noche, sin que persona alguna pueda apercibirse, os haré otra visita, que será la última, como que decidirá vuestra suerte: en vista de lo que resolváis... Mientras tanto, la ausencia de Omar no impedirá tampoco que se os sirva la comida como siempre por la compuerta de costumbre y en la misma forma que se ha practicado estos últimos días, y aun también me atrevería a acompañaros, sino sirviera de rémora a vuestra meditación en la grave alternativa que debe ocuparos mañana.

Y el conde un momento después salía del subterráneo, donde fueron extinguiéndose progresivamente sus pasos lentos e inseguros.

Capítulo IX En el cual desaparece de la escena uno de los actores Al punto abandonaron Aquella gruta de oriental portento; Sobre el cadáver híbrido, sangriento, Del esclavo pasaron. Rápidos como el viento, Y aquel antro infernal abandonaron.

La joven prisionera, cuya emoción llegaba ya a su colmo, sin poder contenerse, cayó, o mejor dicho, se dejó caer sobre un rico almohadón de brocado, pálida como el mármol, y en cuyo semblante lucía, sin embargo, una aterradora sorpresa.

Lanzó un prolongado suspiro, y su vista azorada vagaba errante por todo el ámbito de la gruta, fijándose principalmente y con cierto terror en el punto por donde saliera el conde.

¡Dios mío! exclamó, tu misericordia es grande, pues me salva de mis enemigos.

Lucifer, testigo mudo e invisible de la precedente escena, apareció entonces, trémulo por la cólera y la indignación que le poseyera, a juzgar por la alteración de su semblante.

-¿Qué significa, dijo, ese enigma? ¿qué misterio se oculta en todo este turbión de intrigas?

Dalmira balbuceó una frase incomprensible, y su vista no dejaba de fijarse cada vez más tenaz en el fondo lóbrego del subterráneo.

Arrojóse de rodillas a las plantas del joven, cruzó las manos y le dirigió una de esas arrebatadoras miradas que tanto dicen y que no admiten réplica.

En aquella actitud suplicante, en aquella deprecatoria mirada, había algo de sobrenatural que conmoviera el ánimo del más indiferente.

-Los momentos apremian, dijo a media voz y con entrecortadas frases, es preciso huir sin perder tiempo: ¿no has oído mi sentencia en boca de ese hombre infame?

-Sí, es preciso burlar su depravado intento, es necesario abatir su saña diabólica, aproximándole a la expiación de sus crímenes: ¡oh! todo lo adivino, ese hombre debe ser un monstruo de iniquidad, a quien la Providencia en sus decretos coloca tal vez bajo la cólera del cielo. Yo seré el instrumento ejecutor de esa justicia, a cuya acción no podrá sustraerse con todo el artificio de su astucia. Por de pronto, dices bien, es necesario huir sin perder tiempo, y yo por mi parte estoy dispuesto a salvarte, si mis fuerzas alcanzan a ello. Con tal intento dirigí aquí mis pasos, y ahora que lo he oído todo, con más razón todavía insisto en ello: y a ti, ¿qué te parece?

-Que es necesario huir o perecer, porque la separación es la muerte, y ese hombre perverso es capaz de todo.

Dalmira, que había pronunciado con vehemencia estas palabras, enjugó una lágrima que brotara de sus hechiceros ojos, y dejóse caer con cierta languidez, desvanecida, en los brazos del cuadrillero, que la besó en la frente.

-Huyamos, pues, dijo, tomándola dulcemente en sus brazos, ¿qué nos detiene ya?

Desprendióse ella al punto y llevó el índice a sus labios, prescribiendo el silencio.

-Seamos prudentes, dijo, bajando la voz y señalando al terrible mudo que vigilara en la parte exterior, y cuya mirada torva y siniestra no se separaba del grupo venturoso.

La joven, revistiéndose de cierta autoridad, adelantóse hacia aquel temible centinela, con quien cambió un signo particular de inteligencia.

El miserable entreabrió entonces la verja y se arrodilló ante su altanera señora, hasta tocar el suelo con la frente.

-Abrael, dijo ella con una expresión concluyente y enérgica, es menester huir desde luego.

Una sonrisa de cruel amargura dilató los labios del esclavo, cuyos dientes blanquísimos parecieron chocar con un ligero crujido: besó la orla de la túnica de la dama y vertió un gemido sordo, cavernoso y lúgubre.

Luego, a una señal de ella, enderezó su cuerpo monstruoso, elástico como el de una serpiente, y su mirada, lúcida, ansiosa y fiera, pareció interrogar con cierta insolencia la causa de tan súbita resolución, como si dudase en realidad de lo que oía y veía.

-¡Despacha pronto, esclavo! repitió ella con imperativo acento e impeliendo hacia fuera a aquella masa negra y repugnante que se erguía rebelde a sus plantas, como Satanás a las del Arcángel.

Abrael, de rodillas, trémulo por un sordo rencor que hervía en su pecho, marcó con su mudo, aunque expresivo lenguaje, un signo negativo y resuelto.

Era preciso apelar a la violencia o al ardid para vencer, si era posible, aquel obstáculo casi insuperable.

Dalmira se decidió por este último medio, convencida de la ineficacia, o al menos de la arriesgada exposición del primero.

-Nos han vendido, dijo, para robustecer su resolución con esta prueba; nos han vendido, Abrael, y es preciso partir ahora mismo.

Pero este recurso no surtió el apetecido efecto por parte del negro, cuya fidelidad solía rayar a veces en pertinacia.

Entregóse entonces a un rapto de desesperación cruel: mesábase sus crespos cabellos, reía con una risa satánica, y bramaba de cólera como un toro salvaje.

Pero aquel rapto pasó luego, y el nubio, abatido visiblemente por el dolor y la cólera, inclinó la cabeza sobre su pecho, quedando como aniquilada aquella poderosa energía.

-¡Sal, de aquí, esclavo! exclamó la dama, repeliéndole imperiosamente hacia afuera, como si obedeciese a una idea previsora y profética: ¡sal de aquí, miserable, y obedece a tu señora, o tiembla!

Al fin cedió él, murmurando una sorda amenaza, y colocándose a la parte exterior de la verja, empezó a blandir su luciente alfanje con una expresión imponente.

Lucifer, cuya sangre ardía a pura impaciencia, no pudo ya reprimir un movimiento colérico para precipitarse sobre el rebelde esclavo; pero la joven le contuvo.

-Déjale, por Dios, díjole por lo bajo, no le irrites, porque es una fiera indómita y terrible que nos devoraría.

Y corrió al punto los barrotes de la puerta de hierro, como para interponer una insuperable barrera entre el negro y ellos.

-¡Abrael!!! gritó luego con un vibrante acento de amenaza; ¡Abrael! es necesario que partamos todos; yo lo mando.

Pero el negro, con su expresión sarcástica, señaló al cielo con su dedo índice, que luego llevó al pecho, trazando por fin un signo negativo.

Era aquel el colmo de la impiedad, la blasfemia llevada al punto supremo del cinismo: aquella señal denotaba que ni aun el mismo Dios podría obligarle a abandonar su puesto.

Y su infernal mirada dejaba traslucir la tempestad que bramara en aquel corazón salvaje, realzando la parte mímica de su lenguaje mudo, aunque terriblemente nervioso.

-¿Con qué es decir que rechazas mi mandato? gritó ella enfurecida a su vez y en tono de amenazadora autoridad.

Abrael, altivo y arrogante, contestó afirmativamente con una inclinación de cabeza.

Su pupila de fuego, inflamada por la ira, traslucía el fuego que ardiera en su pecho. No era ya el esclavo servil, pasivo y humilde que se suele arrastrar a los pies y aun bajo el látigo de su dueño; era, sí, el orgulloso gigante, potente y soberbio, en cuya frente erguida estallaba el rayo de la maldición y la cólera,

-¡Ea, acabemos de una vez! exclamó la joven en el colmo del furor; no se diga jamás que el esclavo triunfa de la justicia y de la voluntad de su dueño.

Y animosa hasta la imprudencia, al paso que se esforzaba en contener los ímpetus de su compañero, la joven llevó su delicada diestra al pomo de su magnífico cangiar que lucía en su cintura como un enorme diamante oval labrado.

Pero Abrael, lejos de imponerse ante aquel ademán que revelara una expresiva amenaza, volvió a reír con diabólico sarcasmo, cruzándose luego de brazos con una expresión de calma insolente: luego inclinó la cabeza y dirigió a su colocutora una mirada oblicua, abrasadora como un relámpago y que traslucía una ironía procaz.

Aquella actitud desapareció Juego, y en medio de su transición salvaje lanzó un rugido y pareció devorar al joven con una implacable ojeada de odio recóndito y mortal.

Era aquel un destello de inspiración diabólica, como que revelaba una temeraria sospecha. Creía que Lucifer habría podido vender el secreto de Omar, y aun quizás el de la gruta y sus moradores, y que el anciano habría sido preso o asesinado a consecuencia de ello.

Sus dientes blanquísimos, agudos y cortantes como los del chacal, rechinaron fuertemente, como respondiendo a la convulsión nerviosa que agitara su cuerpo entero: una espuma blanquisca rebosaba por aquellos labios indefinibles, crispados por la cólera; y fiero, iracundo, presa de un sangriento vértigo, agitaba su corvo alfanje y dirigía al cuadrillero, con su elocuente ademán, una señal bastante significativa, que pudiera interpretarse de esta suerte:

-«¿Qué has hecho de Omar-Jacub? ¡Responde presto, tráele salvo ahora mismo o beberé tu sangre!»

Y su voz tonante, aunque sorda y cavernosa, bramaba como el estampido de la tempestad, rebosando hiel e improperios.

-¡A tierra, esclavo! ¡dame esa arma y ríndete! gritó la sonora voz de la joven con un acento imponente.

Y como tardara en ser obedecida, la animosa dama, en uno de esos poderosos arranques de ánimo que revelan el temple de una alma heroica, precipitóse hacia la puerta como una leona rugiente, en ademán de herir al nubio.

Lucifer se precipitó a su vez hacia la verja, para contener a la joven y sustraerla de un peligro inminente.

Pero era ya tarde. Ella, rápida, con un giro veloz, había asido la aldaba y forcejeaba por abrir la puerta con una fuerza increíble en aquellos brazos delicados.

Y al paso que se empeñaba aquella especie de lucha entre ambos, Abrael, espectador sombrío y principal actor de aquella repugnante escena, observaba sus detalles como el tigre astuto y maligno sobrexcitado por el hedor de la sangre.

Aproximóse a la verja, a la cual unió su pecho desnudo y negro como el ébano, como un reto imprudente y provocativo al furor de su señora.

Lanzóse ésta como el rayo, levantó su brazo armado del cangiar, cuya hoja arrojó un brillo fatídico, y se precipitó a herir al negro.

Pero éste, dilatado el rostro por una risa histérica, su pupila encendida como la de la hiena, saltó hacia atrás y se colocó recto, como una estatua a cierta distancia.

Y excitado por esta evolución salvaje, tan rápida y elástica, vertió una sorda aspiración, su aplastada nariz pareció dilatarse, y en el colmo de aquella inspiración feroz que le sublevara, riendo con su infernal sarcasmo, hundióse en el costado la hoja de su alfanje morisco, sin la más mínima alteración de dolor.

Era por cierto harto significativa esta cruel resistencia, con la cual el orgulloso esclavo oponía al monopolio humano una prueba de dignidad social, que designara el límite potestativo del hombre sobre el hombre, colocado a la altura de sus privilegios.

El suicida mantúvose aun allí de pie, como un gigante inmóvil. Un arroyo de sangre fluía de su herida del pecho, hasta que al fin, debilitado ya, vaciló un instante y cayó luego como una masa aplomada e inerte. Su lengua mutilada pugnó por articular sin duda una frase; pero sus labios no se movieron.

Oyóse aun el bronco estertor de su respiración, que hacía hervir a borbotones la sangre en la herida, y por fin, después de una repugnante agonía, un bramido sordo y lúgubre puso término a su vida.

Entonces la animosa mujer y su amante huyeron precipitadamente, pasando sobre aquel gigantesco cadáver, horriblemente alterado por la muerte, y que aun parecía sonreír con su expresión diabólica.

Aun parecían agitarse aquellos palpitantes miembros, y sus deslustradas pupilas, terriblemente amenazadoras, parecían lanzar también una execrable maldición a entrambos fugitivos.

Capítulo X El asilo de Santa Susana Libres, gozando del ambiente puro, En plática amorosa La campiña esmaltada y olorosa Hienden en busca de un rincón seguro Que asilo ofrezca a la cautiva hermosa.

Ambos jóvenes lograron salir incólumes del subterráneo, y llegaron al valle artificial, donde permaneciera el caballo del cuadrillero atado al mismo árbol donde le dejara poco antes al cuidado de su palafrenero y paciendo en la olorosa floresta.

Una vez ya al campo libre, Lucifer cabalgó con su querida en aquel brioso corcel de batalla, y partieron.

Aquel grupo hendía el espacio como una exhalación, y el terreno que hollara desaparecía con una rapidez asombrosa.

-¿Y qué? decía el joven con cierta expresión apasionada, ¿será posible que nuestro mutuo afecto, nacido en circunstancias tan complicadas y difíciles, haya de llegar a la plenitud de sus aspiraciones? ¿Cómo repeler esos obstáculos, y arrancar, sin otro auxilio que nuestro amor, un triunfo venturoso de mano de la adversidad que nos persigue? ¡Oh! siempre esa nube de misterios que nos rodean, siempre ese caos de intrigas y esa turba de fantasmas que nos disputan la felicidad y ventura.

-¿Qué importa, pues? repuso ella con una dulzura inefable, ¿acaso esa lucha no ha de tener un término? Y sobre todo, cuando el empuje de una voluntad constante sostiene inalterable siempre la pasión a una altura de reciprocidad sublime, cuando en medio de esos contrariados esfuerzos surge potente y triunfadora la fe de nuestras protestas, y cuando, en fin, a despecho de esa misma lucha, que haciéndonos pasar por el crisol de la prueba nos purifica al propio tiempo, haciendo brotar la esperanza, ese bello ideal de los seres constituidos en relación amorosa y simpática... ¡Oh! entonces, amigo mío, la victoria es completa, nos diviniza en vivo apoteosis, nos sublima hasta una esfera suprema y nos hace tocar en la cumbre del heroísmo.

-Pero si en medio de esa lucha incesante, ruda y desigual que nos combate a muerte, si en medio de esa conjuración tremenda que nos amaga pereciésemos... ¡Ah! entonces, ¿para qué tanto amarnos? ¿por qué nos hemos conocido? ¿por qué el destino nos ha aproximado, ofreciéndonos la copa sabrosísima del más puro y entusiasta afecto?

-Tienes razón; esa duda cruel ha exaltado también mi mente y la ha atormentado; pero tú eres libre, tienes una espada que te honra, y tu posición no creo que sea tan desventajosa, mientras yo... ¡Ah! no tientes al cielo estableciendo conmigo una base de asimilación que no puede caber entre ambos; porque si bien es cierto que desde hoy unos mismos riesgos nos son comunes y que un mismo destino nos preside... con todo, tiende una ojeada retrospectiva, y cuando conozcas mis infortunios, juzga deliberadamente, y notarás entonces la inmensa distancia que nos separa en ventaja tuya.

-Qué, ¿acaso conoces mis desgracias? ¿Ignoras que soy un hijo de la naturaleza, errante y proscripto, un simple aventurero, solo, aislado, que no conoce a quien debe el ser y ni aun su nombre propio de bautismo? ¡Ah! tú desconoces todavía eso, querida mía, y por cierto que un ser abyecto como yo, abandonado, solo en el mundo, sin patria ni familia, sin hogar donde guarecerse, sin un lecho donde reclinar su cabeza, criatura infeliz, a quien la sociedad rechaza imprimiéndole una marca degradante y triste. No, no debes amar a un ser como yo sin nombre.

La joven vertió un hondo suspiro, y exclamó luego, reprimiendo el llanto que ahogara su voz:

-Calla, por Dios, tus palabras han conmovido mi corazón, hiriendo su más sensible fibra: no prosigas, porque acabas de evocar recuerdos terribles que han dormido mucho tiempo en mi alma, flotando en un mar de hiel... También yo... ¡oh, Dios mío! desvaneced esa sombra, ese fantasma, esa inspiración que me asalta, y tú mi amigo y protector, no prosigas hablando en ese sentido, te lo ruego por Dios, que esa turba de implacables espectros se disipe, que haya de mí y no vuelva a agitar en torno mío sus lúgubres alas.

-No te comprendo... acaso las palabras del conde... si, todo lo veo.

-Sí, es una historia de lágrimas sin cuento: algún día la sabrás, y puesto que no es ésta la ocasión más propicia para ello, aplacemos nuestras confidencias mutuas, que requieren más tiempo del que ahora tenemos, y entre tanto demos una tregua y relévame de esa prueba durísima, de la cual debe salir mi sensibilidad tan lastimada.

Llegaban a este tiempo a la alquería, cuyo puente levadizo cayó al punto a una señal convenida, dando entrada a entrambos amantes. El palafrenero había huido, sin que nadie notase su ausencia.

Amanecía ya.

La aurora extendía en el paisaje su manto de esplendente púrpura, y el naciente crepúsculo desplegaba ya su rubicunda alborada en aquel horizonte purísimo.

Los soldados de la guarnición, que vivaquearan en el patio, acudían estimulados de una curiosidad tenaz por ver aquella beldad tan peregrina, a lo cual prestara doble atractivo su traje oriental tan pintoresco.

-¡Una cautiva, una cautiva! murmuraban por lo bajo, creyendo sin duda que se trataba de una de esas presas tan frecuentes en aquellos tiempos de aventuras romancescas.

Lucifer se adelantó a aquella curiosidad que ya había él previsto, y a fin de conjurar todo comentario, dijo a los importunos:

-Esta dama se ha puesto bajo el amparo y salvaguardia de nuestro honor, y yo he jurado defenderla de sus perseguidores. ¡Desdichado del que no la tribute, mientras permanezca aquí, el respeto que se debe a su sexo y a la desgracia que la persigue! Vuestra vida me responde, en todo caso, del secreto de su existencia en este sitio y del decoro que se la debe.

La joven fue instalada provisionalmente en el único departamento decente que servía de pieza o gabinete de honor en aquel castillejo, y a cuya puerta se constituyó un centinela durante todo el siguiente día.

Llegada la noche, Lucifer, escoltado por algunos de sus soldados, condujo a su amante, a través de pedregales y riscos, hacia los alrededores de Santiago.

Nadie, a excepción de la escolta, pudo notar su fuga, si tal merece llamarse aquella súbita salida, en las altas horas de una tenebrosa noche y por un sendero tan peligroso.

Llegaron, por fin, al sitio conocido hoy por el nombre de Souto dos Podros, altura desierta entonces y contigua a Santiago, al extremo del campo de la Estrella, que arrancaba de la misma raíz del muro.

Sobre aquella solitaria eminencia alzábase, semejante a una mole escueta y sombría, el santuario de Santa Susana, pobre y mezquino, sin concluir todavía y tal como le dejara su ilustre fundador, el último obispo Gudesteo[14].

Su humilde fábrica de mampostería alzábase apenas con un solo cuerpo murado, dominado por un campanario esbelto en forma de pirámide cónica, semejante a una columna funeraria y cuya aguja invisible hundíase perdida en las tinieblas de la noche.

Este santuario hallábase habitado a la sazón por una congregación de piadosas mujeres, una de esas austeras comunidades que se reúnen espontáneamente en un asilo cualquiera y bajo el rigorismo de una disciplina ascética, dispuestas a sacrificarse en beneficio de la humanidad, cuando ésta reclama sus servicios en sus más hondas tribulaciones. Era, en fin, lo que hoy llamaríamos un establecimiento de Hermanas de la Caridad.

Lucifer pulsó a la puerta del santuario, y al punto sonó un esquilón muy remoto.

Luego una voz femenil y gangosa se dejó oír desde dentro:

-¡Alabado sea Dios y su Providencia!

-¡Amén! contestaron ambos jóvenes.

-¿Quién sois y qué se os ofrece a estas horas?

-Soy un caballero conscripto a las órdenes del señor obispo de Santiago.

-Dios le salve y a los suyos.

-Así sea.

-Veamos ahora qué objeto os guía a este monasterio.

-En nombre de Dios y de la sociedad, os pido gracia de asilo para una pobre mujer desdichada que necesita de él y de las oraciones de estas santas siervas de Dios.

-¡Loada sea la Providencia!

-Amén.

-Pero os advierto que no podemos ir contra los estatutos canónicos de la regla, que nos prohíbe, salvos casos determinados, alterar el orden establecido por la disciplina para estos lances, so pena de incurrir en ciertas censuras. Podéis esperar a la salida del sol, y no habrá inconveniente entonces.

-No es posible, sin exponerse a malograr la ocasión, atrayéndose consecuencias y compromisos de mal género. En nombre de Dios me permito volver a suplicaros de nuevo, que no ensordezcáis por caridad a mi voz, que intercede en favor de la inocencia perseguida.

Hubo un momento de silencio, después del cual, otra voz monjil más gangosa y que debía ser la superiora, previa la clásica salutación de costumbre, dijo:

-Sea, pues, muy bien venida esa joven a este asilo penitente y caritativo: Dios clemente y misericordioso velará por ella y por estas sus pobres siervas, indignas de su clemencia y de sus bondades.

-Amén, contestó Lucifer, impresionado vivamente por aquel tono monástico y severo.

-¿Con qué la persigue alguien? preguntó la superiora.

-Lo habéis adivinado, repuso el cuadrillero.

-Luego conviene que no se trasluzca su permanencia en este sitio, ¿eh?

-Importa mucho que nadie, absolutamente nadie, sino Dios y nosotros, sepamos, por ahora, su paradero: ¿lo oís? nadie, ni aun el señor obispo.

-Está muy bien, nadie lo sabrá por nuestra parte.

-Una palabra más: conviene respetar y hacer respetar su incógnito: un profundo arcano así lo exige, y yo os conjuro a vos...

-Basta, basta, todo está comprendido: a Dios gracias, esas prevenciones no se oponen en modo alguno a su admisión en este asilo. Que entre en buen hora, y que la paz del Señor sea con todos y con nuestro espíritu.

-Amén, contestó la joven, cuyo corazón palpitaba de emoción y de gratitud.

Lucifer había previsto que no se admitiría a su protegida en su traje árabe, porque las preocupaciones de la época lo exigían así, en términos que cualquier santuario se creería profanado con ello; por cuya causa tuvo la precaución de hacerla cambiar oportunamente dicho vestido por otro de los que estaban entonces en uso en la alta sociedad cristiana.

Hecha esta observación, volvemos a reanudar nuestro interrumpido asunto.

Ambos amantes verificaban su despedida, protestando y ratificando sus juramentos, y reproduciéndose sus apasionadas protestas.

Después se oyó un adiós y un doble sollozo ahogado.

Dalmira desapareció por el torno del locutorio, mientras que el cuadrillero, agobiado al parecer por el vértigo contradictorio de tanta peripecia, abandonaba con los suyos aquel sitio de penitencia.

Capítulo XI El espía Un venablo partió de la espesura, Silbó en los aires, y al clavar violento El acero mortífero, sangriento, En aquel infeliz... la noche oscura Pareció murmurar un triste acento Que inspiraba pavura.

Mientras tanto, y algunas horas después de la salida del cuadrillero del asilo de Santa Susana, un escudero, al parecer, de Altamira, según se anunciara, llegaba a la alquería de Briones, e insistía en que se le abriesen las puertas del castillejo, portador que aseguraba ser de órdenes urgentes.

La guarnición, que había recibido una orden reservada del capitán, hacíala valer, resistiéndose a la petición del emisario, el cual redoblaba su empeño y clamaba en altas voces para que se accediese a su demanda.

-Os digo que es empeño inútil, contestaba desde la explanada una voz vigorosa, porque no está el jefe, y hasta tanto que regrese y revoque sus órdenes, no es posible franquearos la entrada, aunque fuerais el mismo conde.

-¡Cuidado que son órdenes singulares! replicaba el de afuera.

-¿Qué queréis? estamos en época de felonías, y no parece ir descaminado creyendo en la posibilidad de que seáis un espía disfrazado.

-Malicioso sois por vida mía.

-La experiencia es buen maestro, amigo mío.

-¡Eh! no tanto, mi amistad no transige con la astucia, cuando no se funda en precedentes, como sucede, por ejemplo, con vos.

El de adentro vertió una carcajada estúpida.

-¡Bah, bah! sois recluta a lo que veo, y sería una triste gracia que con vuestras jaculatorias me la pegarais, a mí, perro viejo en esto de ardides. De todos modos, tal vez al despuntar el día podamos entendernos en otro sentido, porque lo que es ahora, perdéis un tiempo que ignoro hasta qué punto puede ser precioso.

-Y entre tanto...

-Tenéis razón, mientras tanto, es cosa dura que tengáis que pasar la noche a la inclemencia.

-Pues... haceos cargo que no debe ser cosa apetecible, porque sopla el cierzo con una fuerza endiablada.

-Con todo, aunque con pesar mío, fuerza os será resignaros a ello, mal que os pese.

Oyóse entonces una imprecación proferida por el de afuera.

-Vive Dios, camarada, que os inquietáis por bien poca cosa, cuando debéis estar habituado a éstos y otros contratiempos de la milicia, en cuyo caso lástima es que malgastéis esas lamentaciones insustanciales, más propias de otra ocasión que de ésta. Creedme cuanto os digo, y repito que os empeñáis en un imposible.

-¿Sí, eh? pues yo estaba en otra creencia.

-La de que a la voz de cualquiera que pronunciara el nombré dél señor conde de Altamira, se abrirían sin tardanza esas puertas, que por más que otra cosa creáis, son de su propiedad, y se nos apearía de todo género de ceremonias.

-Estáis en un error crasísimo, buen hombre.

-¿Sí, eh?

-Pues... en otra época sucedía todo eso, pero ahora los tiempos han cambiado, y no es moneda corriente.

-¿Qué estáis diciendo?

-Que aquí para entre nosotros, creedme, no es un talismán tan poderoso ese nombre, que tenga el privilegio de arrastrar las voluntades de ciertos prójimos que, aun sin que blasonemos de héroes, tampoco nos envilecemos hasta cierto punto.

-¿Luego prevaricáis, eh?

-¡Pst! no creo os halléis autorizado para dirigir reproches de tal jaez a quien sabrá escupirlos al rostro del imprudente que a tal se atreva.

-Cachaza, hermano, no arrojéis humo antes de encender fuego, lo cual no impide que en vuestra evasiva se trasluzca un acto de rebelión contra nuestro señor natural, convirtiendo acaso esta fortaleza en centro armado de conspiraciones.

-Basta, basta, veo que no nos entendemos, y creo pudiera convenir a entrambos suspender una discusión peligrosa en el terreno que la vais planteando.

-Parece que eludís la cuestión, señor mío,

-No por cierto.

-Sí, y ahora voy ratificando mis sospechas, a la vez que las llevo hasta un punto que aun no se me había ocurrido.

-¿Cuál?

Dios me perdone, que se fragua una conspiración en que entran testas coronadas.

-¡Villano! el rey nunca conspira, son sus vasallos rebeldes los que cometen tal desacato... reparad bien lo que decís: andad con tiento y acortad la lengua, que es ofensiva.

-Catad que yo no he rendido pleito homenaje a quien vuestro fanatismo monárquico puede aludir acaso; por consiguiente, lo dicho está dicho. Y decidme, puesto que en algo hemos de matar el tiempo, parece que se admiten también soldados hembras en este castillejo, lo cual no da una buena idea que digamos de moralidad y de disciplina...

La atrevida frase fue interrumpida por un doloroso ¡ay! que resonó en el silencio de la noche.

Un venablo había silbado en el aire, y atravesando el espacio, fue a clavarse en el vientre del escudero, traspasándole.

-¡Traición! gritó este con acento desfallecido y lúgubre, cayendo en tierra.

Al propio tiempo un hombre, que hasta entonces acechara oculto el anterior diálogo, salió de entre los árboles, y arrojándose sobre el herido, le remató con repetidos golpes de su puñal de misericordia.

Luego dio con su cadáver en el pozo o cisterna de la alquería, próximo al foso.

Aquel hombre, es decir, el matador, era Lucifer; al menos así se afirmó luego.

El pozo fue cegado al día siguiente.

El hombre asesinado era un espía pagado por el conde de Altamira, quien habiendo entrado en sospechas respecto al cuadrillero, lo había enviado a explorar todo cuanto ocurriera en el castillejo, vigilando al propio tiempo las iras minuciosas acciones del jefe, de quien únicamente era conocido, y el cual, después de haber tomado nota exacta de ciertos pormenores, tales como la extracción de la joven del subterráneo y todo lo demás que ocurriera en aquella noche, habíase propuesto penetrar, si le era posible, en la fortaleza, donde suponía debiera hallarse aquella, y completar, antes del regreso de Lucifer, el sistema de sus investigaciones, con el fin de volver después a Altamira, para ponerlo todo en conocimiento del conde y percibir su recompensa.

Era, en fin, el palafrenero que acompañara al joven jefe cuando el rapto de Dalmira, y que ya dijimos había desaparecido después de consumado el mismo, sin que aquel se apercibiera al pronto.

Felizmente recayeron luego sospechas contra aquel hombre, y su muerte venía a establecer una tregua recíproca entre Lucifer y el conde, que empezaron a mirarse ya con recelo.

Preciso es confesar que el primero obraba con pleno discernimiento, partiendo de un principio fijo en cierto modo, mientras que el segundo solo se apoyaba en conjeturas más o menos fundadas.

Al extremo, pues, a que habían llegado los sucesos, naturalmente debía hacerse notar un enfriamiento de relaciones entre ambos, resentidos ya de antemano, como hemos dicho, por más que el accidente de que fue víctima el espía privara al magnate de unos datos fehacientes, destinados a corroborar sus sospechas.

Con todo, tratábase ya, no de establecer un franco antagonismo, una lucha leal abierta entre ambos, colocados en cierto modo frente a frente, sino de avivar el fuego latente del rencor y poner al propio tiempo en juego esos medios tenebrosos que tanto repugnan a la sana razón social, simulado, todo bajo la máscara de una familiaridad mentida.

Capítulo XII El confesor La misa matinal en aquel día Misterio revelaba, Que al celebrante santo rodeaba De cierta alegoría, Y el portento a su altura levantaba.

Dos días después Lucifer, vestido de su luciente arnés, paseaba muy temprano por las riberas del riachuelo Agua-pesada, contiguo a la alquería, solo, meditabundo y cabizbajo, como sumido en una meditación profunda.

Era día festivo, y los campesinos acudían a oír la misa matutinal que cierta persona devota mandara celebrar en la ruinosa ermita del Santo Cristo de la Agonía, cuya hermandad se había esmerado todo el día anterior en adornarla lo más decentemente posible.

Allá a poco un religioso, con la capucha echada al rostro y embozado en una gran capa, atravesó el campo con dirección a la ermita, cabalgando en una lucida mula que llevaba al trote.

Algo después se oyó el tañido de un esquilón, y las gentes rezagadas redoblaban el paso, con el fin de llegar a tiempo de oír misa.

Lucifer, con la celada al rostro y embozado en su ferreruelo, porque la mañana era algo fría, acudió también con varios aventureros, vestidos como él, a cumplir con el tercer precepto del Decálogo.

Cierta precaución disciplinaria y de circunstancias obligaba a todos a ir con la visera echada al rostro, y así oyeron misa.

Concluida ésta, y cuando evacuado por el paisanaje el mezquino ámbito de la ermita, esperaban los soldados lo que solía llamarse la bendición marcial, concedida únicamente a las respectivas hermandades o milicias titulares de algún santo, el celebrante, que reconoció a Lucifer entre los demás por su habitual distintivo, que era, según dijimos, un airón flotante sobre el almete, le dirigió una mirada tenaz, de que se apercibió con visible sorpresa el joven.

Al aproximársele éste, como jefe de la, hermandad, a gratificarle la limosna de costumbre, la rehusó diciendo en voz baja:

-Guardadla para los pobres, y esperad, que tengo que hablaros a solas.

Lucifer mando a los suyos despejar la capilla.

La lámpara perpetua continuaba ardiendo delante del gran Cristo de piedra que se elevaba sobre el ara.

Aquel sacerdote era alto y corpulento, como el que en aquel mismo sitio se apareciera al rey y le hablara, al tiempo de terminar la misteriosa conferencia con el cuadrillero, y de la cual ya nos ocupamos.

Era por consiguiente el extraño monje de Sahagún.

Retiráronse ambos hacia la parte posterior del altar y que correspondía a un reducido aposento, en otro tiempo sacristía del santuario, y cuyas paredes vacilantes permitían ver a trechos por sus rendijas la vasta campiña con sus caseríos y arbolados, y por las cuales penetraba un rayo luminoso del crepúsculo.

Aquel pálido destello iluminaba de perfil el rostro venerable del religioso con sus vestidos talares y su blanca y prolongada barba, dando a aquella imponente figura cierto aspecto puramente fantástico.

-¿Me conocéis? preguntó con su acento insinuante y plateresco.

Lucifer, sin alzar la visera, dirigió una mirada de sorprendente asombro a aquel personaje que le interrogara de tal suerte, y a quien no recordaba haber visto jamás.

-No os conozco, padre, repuso bajando la vista, sojuzgado por aquella voz que resonara en su oído con un eco terrible.

-Yo sí os conozco a vos: por eso vengo a buscaros a través de las distancias y penalidades que ha sido necesario vencer para ello. No es extraño que me desconozcáis después de tantos años que no nos hemos visto.

Lucifer se atrevió a fijar de nuevo en aquel hombre otra mirada de sorpresa.

En vano trató de investigar en su fisonomía una huella de conocimiento, en vano evocó sus recuerdos, concentrándolos en un punto dado; érale completamente desconocido aquel personaje, el cual continuó con visible interés:

-Un tiempo hubo en que teniendo a mi cargo cierta comisión poco honrosa, es verdad, pero que no podía rechazar la disciplina militar que creara en mí lo que se llama un compromiso, vuestra existencia estuvo en mis manos, mejor diré, en las de mi deber, si tal nombre merece la situación pasiva de un jefe subalterno. Un criminal magnate, semejante al cruel Herodes, conducido por el demonio de la ambición y del odio, me dio orden de averiguar el paradero de un niño que debía tener determinadas señas, y apoderarme de él, para conducirle a cierto punto, donde debiera ser asesinado quizás. Ese niño erais vos.

-¿Yo? exclamó todo conturbado el joven.

-Sí, vos erais, pobre criatura abandonada a la caridad de una miserable villana de las montañas cantábricas, y a quien habíais sido recomendado por otra mujer maquiavélica que se hacía llamar Beatriz de Quiñones, y la cual, aunque depravada y perversa, tenía al mismo tiempo grande interés en conservar vuestra existencia destinada a ser algún día instrumento de sus rencores.

-Ya lo comprendo, esa mujer se ha vendido a mi buena fe, a título de mi madre adoptiva.

-Es verdad: yo debía procurar cumplir mi encargo, so pena de incurrir en una nota infamante en mi carrera militar, y que hubiera producido un verdadero escándalo en las filas. Partí, pues, solo y sin otro testigo que mi fogoso corcel de batalla, y llegué dos días después a encontraros. Os tomé en mis brazos.. y al acariciaros, pobre criatura, vuestras hermosísimas facciones parecieron contraerse de terror, me mirasteis afligido y con espanto, a mí, que ningún daño os había hecho, bien es verdad que los ángeles deben tener el raro privilegio de sondear las interioridades del hombre.

Aquella amargura, aquella contracción, aquel llanto en que al fin rompisteis, me conmovieron. ¿Qué daño me había hecho aquella criatura inocente?

Os salvé por último, y, el tirano que decretara esa muerte, pudo confiar en mi palabra de honor que le aseguraba quedar cumplidas sus órdenes, sin que hasta hoy haya salido de su error. Ese tirano, o por mejor decir, ese verdugo, era el pretendido conde de Altamira.

-¡Él! exclamó Lucifer con un acento de indefinible horror.

-Sí, no lo dudéis.

-¿Ataulfo?

-El mismo.

-¿Y qué motivo podía yo haberle dado para tanta crueldad?

-Ninguno, pero la codicia y la ambición le cegaron.

-¿Cómo, pues?

-Nada más sencillo, tratándose de un corazón pervertido por el vicio y devorado por la sed de riquezas. El condado de Altamira era un brillante estímulo para halagar sus sueños de gloria, y para cuya realización había dado dos pasos gigantescos: había hecho desaparecer sin dejar huella alguna de su paradero, al legítimo dueño de dichos estados, Veremundo Moscoso, con su esposa Hormesinda Elvira; faltábale aun hacer presa del hijo de entrambos, Gonzalo Rodrigo, que erais vos.

-¡Yo!

-Sí, vos; y entonces, aunque bastardo de origen, pudiera haber revalidado a cualquier costa sus títulos de segundo genitura al condado, formalidad que no se ha llenado todavía, y de cuya circunstancia sabrá aprovecharse S. A. para reincorporar a la corona esos bienes y título, o cuando menos, para fundar el secuestro.

-Me horrorizan vuestras palabras, al paso que se exalta mi orgullo al oír en ellas la confirmación del anuncio que en igual sentido me ha dirigido el rey.

-¿Os lo ha dicho también su señoría?

-Sí, y por cierto que salvando el decoro y fe que se deben a su real palabra, me atreví a dudar de tanta dicha, yo que por primera vez oía resonar en mi oído el eco de esa suerte feliz que venía a visitar mi oscuridad y mi desgracia.

-Pues bien, sabed que la Divina Justicia se ha cansado de probar vuestra resignación y desventura. Todo pende de vuestra prudencia, esperad en Dios y en vuestros amigos, que el día de la reparación se acerca. Ahora solo me resta enteraros del objeto de mi misión, y por cierto que me pesa haber perdido tanto tiempo.

-Pero mis padres... ¿no me decís si existen y dónde?

El monje se sonrió con una expresión de inefable dulzura.

-No me es permitido tanto sin quebrantar el sigilo sacramental de la penitencia, y me es sumamente sensible someterme a este deber que me impone mi santo ministerio.

-¿Pero al menos no podéis decirme si existen?

-Nada me preguntéis, os lo repito, porque un precepto canónico a que responde la conciencia, sella mis labios, creedme, el deber del sacerdote en actos de esta especie está sobre todas las consideraciones sociales: mis facultades solo alcanzan a ciertos límites, a los cuales han llegado mis revelaciones, no tratéis de insistir en un imposible, y... oid el objeto de mi misión que ya os he anunciado:

Ayer fui invitado a asistir en su lecho de agonía a una pobre mujer moribunda.

Acudí al punto, ansioso de prestar ese auxilio supremo a uno de mis semejantes, que con tanta insistencia lo reclamara y cuya salvación estaba indudablemente en mis manos.

Llegué a aquella choza miserable, donde en un lecho de raídas pieles yacía devorada por la fiebre una pobre mujer cubierta de harapos.

Esa desgraciada es la misma que os crió a sus pechos en las montañas cantábricas.

-¿De veras? exclamó en el colmo del entusiasmo el cuadrillero, ¿qué decís?

-Sí, esa mujer, acometida de una afección morbosa de mal carácter, se sintió herida por el aguijón de la conciencia; Dios ha tocado su corazón, y su arrepentimiento ha sido tal, que su salvación creo debe estar asegurada por este medio.

-¿Pero vive todavía, decid, vive?

-He pasado en oración toda la noche junto a su lecho, siguiendo con cuidadoso interés la marcha progresiva de la fiebre que abrasa sus entrañas; y al salir de uno de esos frecuentes parasismos que comprometen su amenazada existencia, me ha manifestado un deseo vivísimo de veros por última vez, de daros el adiós supremo, y haceros ciertas revelaciones que deben aliviar su conciencia de unos escrúpulos que la conturban en esos críticos instantes.

-Vamos allá, si todavía es tiempo, dijo Lucifer, en cuya fisonomía notábase una inquietud extrema; ¿supongo que os encargaréis de acompañarme?

-Nada más justo, y aun me atrevería a recomendaros que traigáis escolta, no por mí, pues mi carácter vale por todos los poderes del mundo, sino por vuestra seguridad individual. Tratándose de asuntos de trascendencia tal, todas las precauciones no bastan a veces a poner a cubierto su interés propio, al paso que no alcanzan tampoco a dar al asunto ese sello de previsión, que suele ser el fundamento y base del mismo.

-Decid, ¿dista mucho de aquí?

-Bien poca cosa: podremos llegar a las ocho de la mañana, a pesar de ser el camino bastante difícil; sin embargo, nuestras cabalgaduras que no son perezosas, se encargarán de abreviar lo posible el trayecto.

-Ea, pues, estoy a vuestras órdenes: cuando gustéis, marchemos.

Capítulo XIII La confesión Y en el lecho de muerte La voz de la conciencia sublevada, Transida de dolor, trémula, inerte, Revela denodada Una especie hasta entonces reservada.

Inmediatamente abandonaron ambos personajes la ermita, y montados en sus respectivas cabalgaduras, siguieron la margen del riachuelo, tomando luego al través del campo y emboscándose en unos olivares que sombrearan una hondonada inmediata.

Despuntaba ya el sol entre plateadas nieblas: las brisas de Levante, húmedas por el rocío de la noche, refrigeraban el nacarado ambiente saturado de los perfumes del campo.

Un séquito de algunos soldados acompañaban al trote, a entrambos jinetes, que espoleaban sin compasión, y sin tener en cuenta la fatiga de los peones por seguirles.

Levantábase ya el sol radiante en un purísimo horizonte sin brumas, y el día anunciábase magnífico.

Los labriegos aguijoneaban sus yuntas, cantando esas cadenciosas endechas, lentas y perezosas, que se nos han trasmitido más o menos modificadas, y que encierran esa poesía melancólica y sublime, tan en armonía con la naturaleza en su estado simplemente rústico.

Llegaron por fin a una pobre choza, especie de cabaña pastoril tejida de junco y cañas, y rodeada por vía de precaución de una tapia algo alta de piedra, al estilo de los cortijos de la Edad media en el país de que hablamos, y que era de necesidad absoluta para la defensa de sus habitantes ante cualquier asalto de una fiera o de cualquier banda de malhechores.

En el fondo de aquella estancia mísera, débilmente alumbrada por una luz tenue, había un lecho de pieles sobre el suelo, y en él yacía una mujer, cuyo rostro escuálido revelaba un principio de descomposición mortal.

Su mirada lúcida y desencajada, encendida por la fiebre, fijábase anhelante en un pequeño crucifijo de talla que pendía del testero de en frente, y su garganta árida guturaba frases incoherentes, producidas por la excitación morbosa que la poseyera.

Olvidábasenos decir que tanto la mula del religioso y el alazán del cuadrillero, como los peones que hasta allí les escoltaran, se habían ocultado por disposición de aquel, los primeros en un cobertizo próximo, y los segundos en una excavación junto a las mismas tapias de la cabaña; precaución prudente en aquellos tiempos de rencillas civiles, en que el más leve accidente solía dar lugar a una zalagarda cualquiera, en la cual corría siempre la sangre en abundancia.

Pero volvamos de nuevo al asunto.

El sacerdote precedió a Lucifer en la entrada a aquel recinto santificado por la desgracia y por el dolor; sus pasos lentos, acompasados, resonaban como los de una sombra sagrada, y en todos sus movimientos traslucíase esa grave solemnidad que caracteriza al verdadero hombre evangélico que comprende sus altos deberes, y los practica.

El cuadrillero quedó a la parte exterior, mudo y reverente, aunque altamente conmovido por un indecible misterio.

El religioso entró solo, y volvió luego a salir, resplandeciente el rostro de alegría y demostrando en toda su actitud esa plenitud inefable del alma extasiada por un santo entusiasmo.

-¡Bendigamos a la Providencia, hijo mío! exclamó; ella permite todavía una tregua para que esa revelación pueda realizarse por medio de un acto, cuyas consecuencias deben influir en la suerte de esos seres a quienes persigue un sistema de maquinaciones inicuas: la voz de Dios ha hallado eco en un corazón antes pervertido, e inspirado providencial mente por el esplendor de la gracia: ¡que la Divina Misericordia termine su obra, y la bendiga!

Tomó por la mano al cuadrillero y le acercó a la cabecera de la enferma, cuya enardecida mirada se clavó como un dardo en la fisonomía juvenil del mismo con una ansiedad profunda.

-¡María! exclamó el religioso, llamando por su nombre a aquella mujer; María, vuestros deseos y mi comisión espiritual quedan cumplidos; me pedisteis que trajera a este joven... aquí le tenéis... es el niño que criasteis y que, predispuesto por mis palabras, viene a oír vuestras revelaciones y a perdonaros luego. No perdáis tiempo, el día de la redención ha llegado, y el momento de las misericordias se acerca: dentro de breves horas compareceréis ante el trono del Altísimo, y vuestras obras van a ser juzgadas... ¡que Dios clemente y justiciero ilumine vuestra conciencia y la salve!

El silbido del viento que gemía en las afueras parecía responder a aquel acento solemne que el sacerdote hacía vibrar como el rayo del Sinaí, en el oído de los circunstantes, y su eco iba a perderse luego en aquel tenebroso recinto y en aquel silencio que allí reinara, alternado con las ráfagas sonoras del cierzo.

El monje, de rodillas junto al lecho, oraba en secreto: sus labios se movían con visible fervor, y en toda su fisonomía leíase algo de sobrenatural parecido al éxtasis.

La vista de la moribunda, cada vez más fija en Lucifer, parecía querer sondear un misterio o evocar cuando menos un recuerdo lejano: sus pupilas destellaban un fuego vehemente que parecían traducir toda la ansiedad que devoraba aquella conciencia alterada por una lucha interna.

Su mano temblorosa empezó a agitarse, como si buscara un objeto, y por fin, cogió la del joven y la apretó convulsivamente.

-Al fin has venido, exclamó con una voz cavernosa y alterada por la fatiga; al fin, sí... estrecho tu mano y... mi conciencia va a sacudir un gran peso que la agobia... tú no recordarás tal vez a la pobre mujer... que te nutrió a sus pechos por salvar tu vida, que el conde de Altamira tenía un interés en aniquilar... pobre criatura inocente...

-Sí, ya recuerdo, contestó él todo conmovido, que una mujer me crió en el campo hasta la edad de cuatro años, sin que acierte yo a explicarme la causa de haber salido de su poder. Según eso, ¿sois vos... esa mujer?

-Yo soy, sí... esa mujer culpable en cierto modo.

-¿Culpable vos? ¿por qué causa?

-Porque al recibir a este niño, al devolverle de nuevo, a la mujer que me le entregó, debí exigirle el secreto de su procedencia, su origen y de su destino; debí, en fin... resistirme a desprenderme de aquel pedazo de mi vida... que eras tú, Gonzalo... espejo de mi alma, donde se miraba y complacía...

La palabra Gonzalo, aquel nuevo llamamiento instintivo, aquella dulce evocación tan vehemente, hirió la curiosidad del joven, que vio en ella la clave de otro nuevo prodigio.

-¿Qué mujer era esa? preguntó con visible sorpresa.

-Era, balbuceó ella, como forzando su memoria, era...

-¿Quién? replicó el impaciente joven.

-Beatriz de Quiñones, la renegada.

-¡Y bien! ¿qué había de particular en ello?

-Esa mujer, instrumento de las iras del conde y enemiga acérrima suya... había hallado medio de hacerte desaparecer, fingiéndote muerto o robado... porque tenía empeño en reservarte, para instrumento también de sus venganzas... Pero mi hora se acerca, mi pecho se oprime... y me falta el aliento... la vida se extingue en mí, y no, debo perder tiempo en pormenores que... no interesan tanto como el punto esencial de mi propósito. Cuando viniste a poder mío... una inadvertencia tal vez de esa raptora había descuidado un pequeño relicario de plata que llevabas al cuello... y que era un signo providencial para tu suerte acaso... Ese relicario encerraba una crucecita blasonada, con una marca que decía Hormesinda.

Esta palabra pareció estrellarse contra el corazón del cuadrillero, despedazándole; sus ojos vertieron involuntariamente lágrimas de emoción, y redoblábase más su curiosidad. Arrebató con avidez el relicario que le alargaba aquella mano trémula, y le besó repetidas veces con delirio.

-¡Hormesinda! exclamó maquinalmente y como cediendo a un presentimiento oculto.

-Sí,. esa era... tu... madre.

-¡Mi madre decís! que... ¿existe aún?

-Sí, adiviné que ese nombre podía significar una cosa grande... por ejemplo, una madre, y aunque mientras estuviste a mi cargo mis investigaciones no dieron resultado alguno... guardé en mi poder este talismán que pudiera darme la clave del enigma... y en efecto, a su favor pude averiguarlo todo... Tu pobre madre, prisionera del conde, se halla en los subterráneos del castillo de Altamira a cargo de un anciano que la da el título de hija y la ha cambiado su nombre propio por el de Dalmira...

Un rayo que cayera a los pies del cuadrillero, no hubiera producido tal impresión en su ánimo: vacilaron sus piernas y estuvo a punto de ceder al impulso de su mismo terror, que le hizo enmudecer.

-En cuanto a tu padre, prosiguió la moribunda, precipitando sus trémulas frases, como si presintiera su fin próximo y temiendo no tener tiempo suficiente para completar sus revelaciones; en cuanto a tu padre... legítimo conde de Altamira, fue también encerrado en los subterráneos del castillo por el inhumano Ataulfo...

-¿Pero vive todavía? decídmelo..

Un velo funeral pareció extenderse por el rostro de la agonizante, que quedó cubierto de un tinte cadavérico y ceniciento: sus labios cárdenos se movieron aun imperceptiblemente, oyóse un ligero estertor, y un estremecimiento nervioso agitó su cuerpo con una sacudida postrera.

Lucifer que aun tenía su mano cogida a la de la moribunda, sintió en ella la presión de aquella horrible sacudida, y como si quisiera arrebatarla todavía una palabra interesante que satisficiera su pregunta, inclinóse anhelante sobre ella, y pudo persuadirse entonces de que tenía asida, la mano a un cadáver.

En la mirada de éste, deslustrada ya y sin brillo, parecía también haber quedado impreso ese mismo sello de ansiedad, poderoso esfuerzo de la voluntad paralizada por la muerte.

Entonces oyéronse algunas voces en las afueras, que revelaban un altercado entre la familia de la difunta y otros desconocidos.

Era un pequeño destacamento de soldados a la devoción y sueldo del conde, precedidos de un pendoncillo con los cuarteles señoriales de Altamira.

El monje, seguido del cuadrillero, precipitóse hacia la puerta de la tapia que aquella gente mercenaria pretendía forzar con empeño.

-¿Qué significa esta tropelía? exclamó el primero con ese aire de solemnidad propio del sacerdote.

El que hacía de jefe notificó a éste la orden que traían de parte del conde para que se diera a prisión.

El religioso palideció al pronto y permaneció inmóvil.

-¡Ah de los míos! gritó Lucifer en un arranque de ira, embrazando el broquel, desnudando su enorme espada y aprestándose a la lucha.

-Esperad, dijo el monje, no es justo que mi nombre sea pretexto para que se vierta sangre: tened el acero, y si se trata de mi prisión únicamente, aquí me tenéis dispuesto: a Dios gracias nada tiene que temer el recto proceder de la inocencia.

Estas palabras no parecieron satisfacer al cuadrillero, que hizo retirar al sacerdote y dio a los suyos que habían acudido ya, la orden de acometida.

Ejecutóse esta con grande ímpetu: en un instante confundiéronse unos con otros, empeñándose un sangriento combate cuerpo a cuerpo, y en el cual, el exceso numérico de los contrarios parecía llevar la ventaja.

Oyóse entonces la nota algo lejana de un clarín guerrero.

Lucifer prestó oído, y tendiendo la vista a lo largo del camino que descendiera hacia Santiago, de las cumbres próximas, percibió una nube rastrera de polvo que arremolinaba el viento.

Con su cuerno de caza que llevara al cinto, moduló un toque de auxilio, que fue contestado al punto, al paso que la esperanza de un pronto refuerzo redobló el ataque por parte de los suyos que desmayaban.

Las espadas y escudos, lucientes como espejos, reflejaban inflamados rasgos en medio de aquella lucha homicida, a los rayos del sol de Oriente que parecía cernerse en un horizonte luminoso.

Poco después una guerrilla de guardias volantes de S. A. llegaba a aquel sitio y tomaba parte en el combate.

Los soldados de Altamira, acribillados de heridas, hubieron de rendirse y renunciar a su empresa de apoderarse del monje.

-¿Qué os parece que hagamos con estos perdidos? preguntó al cuadrillero el jefe de los del rey.

-Desarmarlos y restituirles la libertad, de que no son dignos: ¿qué queréis? es menester ser generosos con los vencidos; en lo cual estriba el atributo principal del valor y de la victoria.

Entre los heridos contábase el monje, el cual, en el calor del combate y con intento de impedirlo, se había arrojado en medio, conjurando en nombre de Dios a aquellos hombres poseídos de un genio vengativo, para que diesen tregua al furor, hasta que al fin hubo de caer aturdido por un mandoble de maza equivocadamente dirigido.

Cuando volvió en sí, abrió los ojos y se sonrió.

Sus primeras frases fueron para interceder en favor de sus ofensores e influir para que se les dejara libres.

-De buen grado me pondría en manos del señor conde, dijo con una mansedumbre edificante; y aunque estoy seguro que correría indudablemente al martirio, no importa, me hallo dispuesto a todo; pero mi misión en el mundo todavía no está cumplida: id y decidlo así a vuestro amo[15].

Estas palabras dirigidas al caudillo de los de Altamira, produjeron efecto en su ánimo: aquel hombre pareció conmoverse.

-No creáis, repuso, que es mi voluntad tan depravada que me lleve hasta el sacrílego extremo de poner las manos ni hacer violencia a un sacerdote del Altísimo. Es un deber de honor el que me guía y me obliga a ir contra mi propio instinto. Debía mi vida a la justicia, y me ha hecho gracia de ella el conde, a condición de serle fiel, y lo he jurado. Pero al aceptar vuestra generosa indulgencia (continuó dirigiéndose al cuadrillero) quisiera al menos conoceros y estrechar vuestra mano de amigo y camarada.

Lucifer se separó un corto trecho con aquel hombre que hablaba verdaderamente el lenguaje de la sinceridad, y con el cual conversó un momento, aunque sin descubrir su rostro.

Allá a poco dispersábase el gentío.

Los soldados de Altamira, estropeados y heridos, regresaban a las Torres, tristes por la derrota y por el fatal resultado de su comisión, mientras que los de la alquería, juntamente con los guardias volantes del rey, reuníanse bajo los árboles, al abrigo de aquel sol radiante, cuyo esplendor condensara el polvo del huracán cada vez más violento.

El monje permaneció un instante orando junto al cadáver de María, acompañado del joven cuadrillero, el cual respondía todo conmovido a las preces de aquel.

-Ved aquí, hijo mío, exclamó, una triste verdad que no tiene réplica: ante ella enmudece la atolondrada vanidad del hombre, y el imperio de la razón moral adquiere un triunfo amargo, que es forzoso reconocer como un dogmático recurso de la filosofía cristiana. Por lo demás, no olvidéis a esa mujer, sobre cuya frente ha quebrado Dios el rayo de la vida: debéis la vuestra regeneración social, la rehabilitación de vuestros derechos, la vida que respiráis, puesto que os dio su sangre, y al restituiros a la plenitud social de vuestros destinos, acaso otros seres amados sean partícipes de esos beneficios y de esa inefable ventura a que sois llamados por su medio. Su corazón ha sido siempre bueno, y si un equivocado propósito pudo desviar un tiempo sus deberes, aplazando la delación del crimen que os hace víctima y a los vuestros, ese mismo error ha sido reparado al fin por la mujer penitente y contrita. ¿Qué más queréis, que os diga? El confesor tiene sus límites marcados y no puede faltar a los deberes que su alto ministerio le prescribe. Con todo, dueño de todos los pormenores que puedan conducir al desenlace de ese criminal secreto, contribuiré en lo posible al esclarecimiento de los hechos y al triunfo reparador de la justicia.

Lucifer cogió entre las suyas una mano de la difunta, y la besó de rodillas antes de abandonar la estancia.

Al volver la espalda al cadáver, fijó en él una mirada suprema, mirada que fue a encontrarse con aquellas deslustradas pupilas petrificadas por la muerte, y su corazón pareció conmoverse.

Entonces salieron ambos de aquel, retrete fúnebre.

Dieron una abundante limosna a la familia que lloraba en el patio, prodigándola consoladoras frases.

El cuadrillero dictó una orden a su gente, que se preparó en marcha.

Un instante después partieron.

La tropa se dividió en secciones. Fue mandato del joven caudillo, que en sus marchas por terrenos sospechosos, solía preferir siempre el sistema de guerrillas, como un recurso estratégico al cual apelara su experiencia, respondiendo a un punto de previsión prudente.

Temía, y con fundamento, una emboscada que pudiera armarle el conde o el obispo acaso, con mucha más razón, cuanto que caminaba con los suyos de incógnito.

El monje, por su parte, mientras que todos se dirigían a la alquería, separóse de ellos, y picando a su mula, sin doblegarse a los ruegos de Lucifer y sus compañeros, que le indicaban un peligro posible, tomó otro sendero a través de precipicios y breñas, desapareciendo luego como un objeto fantástico envuelto en la luminosa neblina.

Capítulo XIV El remolino de los ajusticiados Junto a aquesta palmatoria, Formad círculo, zagales, Que si conservo memoria, Voy a contar una historia Con sus puntos y señales. Y a la luz de la candela Charlaré en jerga lacónica Mientras quede lengua y muela, Los detalles de una crónica De los tiempos de mi abuela. Y oiréis con cuánto donaire, Desde el cántabro confín, Os jura un rancio compaire Que vio volar por el aire Diablillos con faldellín.

(Cantiga romancesca.)

En la época de que vamos hablando y sobre la cumbre del collado do San Cayetano, antes de Satanajildo, junto a la ciudad de Mondoñedo, alzábase un torreón cónico aspillerado, con pretensiones de fortaleza, y que fue abandonado en tiempo de la última restauración de dicha ciudad por Alfonso III el Magno en el año 870.

D. Fulgosio Gómez Arias de Castro, que lo poseyó luego en clase de donación remuneratoria por la corona, trató de reparar la fortaleza; pero la muerte atajó sus pasos, anulando el proyecto, y aquella obra romana quedó de nuevo abandonada al estrago de los siglos, hasta el extremo de no restar en la actualidad ni el más mínimo vestigio de ella.

Porque a mediados del siglo XVII, un inquisidor natural de Lugo, mosén Íñigo Bocanegra, persona bastante influyente y poderosa, obtuvo permiso del cabildo para destruir, como se efectuó, la indicada torre, haciendo volar los restos ruinosos ya de aquel pequeño monumento, hasta los mismos cimientos de hormigón que le sirvieran de base y radicaban a una profundidad inmensa.

Los motivos que pudo alegar para ello el fanático inquisidor fueron bien peregrinos por cierto, cuando no absolutamente ridículos: tratábase, según él, de aplacar el terror del pueblo de Mondoñedo ante la siguiente leyenda que corría de boca en boca como artículo de fe, y que vamos a trascribir antes de continuar la narración de nuestra interrumpida obra, y tal como se nos ha referido.

«Corrían los años 785 de Jesucristo.

»Reinaba en Asturias Mauregato, príncipe indigno y cobarde, cuya memoria ha pasado a los siglos envuelta en la reprobación y el descrédito.

»Este príncipe, abominable por sus actos, acababa de gravar a sus dominios con un tributo odioso.

»Era el conocido feudo de las cien doncellas, otorgado en favor de Abderramán I, rey moro de Córdoba.

»A tal precio quiso comprar el infame sucesor del gran Pelayo una paz innoble y afrentosa, y una protección más o menos sincera por parte de los invasores.

»Pero el orgullo clásico español, tan proverbial en los fastos de este generoso pueblo, no podía tolerar un borrón tan infamante y vil.

»Porque era insostenible de todo punto ese estado pasivo que la presión inicua de las circunstancias convertía en abuso.

»Esa aparente calina imponía a quien la observara de cerca, como un mar explotado por el mugido sordo de la tempestad y cuya tranquila apariencia siempre es precaria.

»¡Ay del día en que el león, dormitante entonces, sacudiese el letargo de su fiebre!

»Mauregato el tirano, el cobarde, el infame, murió en Pavía el expresado año.

»¡Desgraciado príncipe!

»Porque hay quien afirma que ni una lágrima causó esta muerte; ni una sola siquiera. Y es creíble.

»La memoria de este hombre odioso cayó como una mancha indeleble, inmunda, en la marcha de la civilización cristiana.

»Los leoneses y astures, los cristianos todos de la Península, parecieron respirar de un gran peso, congratuláronse en su alegría y se exaltaron.

»Las montañas cantábricas con mucha más razón se conmovieron, y fue tal su alborozo, que resonaron al eco de aquellas demostraciones públicas con que los siervos de la Cruz celebraran el juicio de la Providencia, que citaba a aquel rey pecador ante su justicia.

»Los hijos de Pelayo, esos virtuosos astures de costumbres patriarcales tan puras, pero al propio tiempo tan tenaces como fieles a su tradicional carácter, aclamaron unánimes por su rey a Bermudo o Veremundo, apellidado el Diácono, y le elevaron sobre el pavés a la suprema dignidad del solio, de aquel solio federativo colocado al frente de una verdadera república, disfrazada con otro nombre, pero venturosa y libre.

»¡Oh que dichoso sistema! ¡La monarquía democrática!... ¡Armonía feliz! Concordancia práctica del Evangelio y del hombre, ligados en un pacto civil dos veces santo.

»La unión de hecho y de derecho, la defensa recíproca, la igualdad ante la ley, la alianza social, y como consecuencia de todo, el engrandecimiento de la patria amenazada.

»Y en verdad que ante esa necesidad de los tiempos no podía retrocederse en modo alguno sin arriesgar con ello supremos intereses creados; ni de otro modo hubiérase sostenido aquel pequeño Estado naciente, que crecía al abrigo de paternales leyes, a cuyo favor ha ido prosperando hasta un punto poderosísimo: hasta imponerlas al universo.

»Sí, porque pocas naciones han rayado a tan sublime altura.

»Mauregato, al ratificar el tratado por el cual compraba una paz afrentosa, a cambio de ese odioso padrón de infamia que legara a su pueblo, avistóse con Abderramán en un monte inmediato a la ciudad de Mondoñedo, cerca del arroyo de Valiñadares; punto donde se habían dado ambos de antemano la cita, y a la cual concurrieran ambos príncipes con la mayor puntualidad.

»El moro iba acompañado de una taifa de peones: el cristiano iba asimismo escoltado por una guardia de diez caballeros cántabros, valientes y leales a toda prueba, pero cristianos viejos antes que todo, y temerosos de su Dios.

»Ocioso es decir que ignoraban estos la causa de aquel tenebroso concierto.

»Era de noche y llovía menudamente, o por mejor decir, nevaba con un viento glacial.

»Con todo, aquella negociación odiosa requería las tinieblas de una noche triste, explotada por la naturaleza en su vértigo. ¿Cómo, pues, pudiera celebrarse a la luz del día?...

»Y sucedió que ambos príncipes hubieron de guarecerse en una cabaña de pastores, porque el frío era intenso y la lluvia arreciaba.

»La noche era cada vez también más densa, y a indeterminados intervalos la tempestad que bramara sordamente bajo su capa de negras nubes, trazaba en el tenebroso espacio angulosas parábolas de azufrado fuego que rasgaban el horizonte, como inflamadas serpientes, después de lo cual estallaba el rayo al compás del trueno fragoroso.

»Ambas comparsas permanecían separadamente en dos grupos a la parte exterior de la choza, y guarecíanse de la espesa lluvia con las adargas de cuero diestramente colocadas sobre sus cabezas en forma de testudo romano.

»El brillo de los relámpagos, al herir las figuras de aquellos fantasmas de la noche, resbalaba sobre sus armaduras de acero, arrojando un destello fatídico y siniestro.

»Y mientras tanto, al compás del vértigo de la naturaleza irritada, concertábanse las bases de aquella capitulación odiosa y maldecida.

»Hay quien afirma que ambas partes contratantes, cuando hubiéronse convenido y cuando húbose extendido aquel pacto infernal, picáronse las venas y lo signaron con tres gotas de sangre cada uno.

»¡Tres gotas de sangre! Número cabalístico, simbólico, que lanzara un cruel epigrama sobre aquella triple alianza de potestades malditas:

»El infierno, Abderramán y Mauregato.

»¡Mauregato! ¡Oprobio eterno para su nombre y para su memoria; esa memoria odiosa que es el escándalo, la execración de las generaciones cultas!

»Y como sucediese que los nobles señores cristianos comprendieran que se trataba de una convención clandestina (habían venido ignorantes de lo que se trataba, según dijimos), entraron en recelo, y llenos de altivez se atrevieron a preguntar a Mauregato el objeto de ella, es decir, le pidieron una capitulación algo atrevida.

»Porque es de advertir que esos mismos magnates tenían fuero de consejo, y no estaban dispuestos a renunciar este privilegio.

»Fue aquel un incidente que abochornó al orgullo del rey, quien les reprendió con dureza, despidiéndoles de su presencia con furor colérico.

»Pero ellos que, al parecer, habían logrado traslucir algo de aquella conferencia criminal, supieron arrostrar con dignidad el insulto y pusieron mano a la espada.

-»¡Traición! gritaron, ardiendo en coraje y aprestándose a la lucha con denuedo.

»Los musulmanes, escandalizados ante aquel desacato, desnudaron sus cimitarras y lanzaron a la vez su grito de guerra:

-»¡LE GALIB ILLE ALLAH!

»Según ellos, los cristianos, al atreverse a hacer la demostración más mínima de amenaza delante de su rey, cometían los delitos de rebelión, de alta traición, y de lesa majestad, como hoy diríamos; delitos para los cuales, el fanatismo musulmán, tan ciego y servil, no halla gracia.

»Abderramán se alarmó también, extrañando que pudiese haber vasallos tan sediciosos que se atrevieran tan descaradamente a su rey.

»Mauregato tembló de pies a cabeza ante aquella demostración tan resuelta, ante aquel choque irreconciliable y tenaz.

»Porque era cobarde, con esa cobardía vil que agravan los remordimientos de una conciencia como la suya, herida con el tremendo fallo de la Providencia.

»Vertió un rugido de ira, crujieron sus dientes y devoró el ultraje en de esos aterradores momentos que ponen a prueba el temple del ánimo.

»Uno de los próceres, arrebatado por la indignación, puso su mano sobre Mauregato, sobre aquel hombre que no era ungido de Dios, y cuya investidura regía era un insulto.

»Aquel hombre, cuyas manos estaban todavía manchadas con la sangre inocente de Bimarano, habían usurpado el cetro, y sus profanadores pies habían escalado el trono de Pelayo; ese trono venerable, santificado en Covadonga, como la estrella de la civilización cristiana destinada a brillar y engrandecerse en medio de las tinieblas de la barbarie y regenerada por la sangre del martirio, bajo la emblemática enseña de una cruz luminosa y fulgente, como el brillo de la Transfiguración.

»El varón tan bravo y animoso que reconvenía a Mauregato, era Bermudo el Diácono, legítimo sucesor de Pelayo, Favila y Alfonso el Católico, esa trinidad reparadora y digna que echó los fundamentos de la verdadera monarquía en España.

»Mauregato el cobarde retrocedió helado de espanto. La sombra de Bimarano, lívida y sangrienta, de mandábale el trono y la honra del pabellón nacional insultado.

»Porque Bermudo era hijo de Bimarano, por más que algunas crónicas mal informadas traten de oscurecer y aun de negar este hecho.

»Bimarano, el valiente infante, muerto a mano airada por Fruela el fratricida, que invirtió por medio de este criminal atentado el orden genealógico de sucesión al trono del gran Pelayo.

»Y se empeñó al punto un sangriento combate entre los caballeros cristianos de una parte, y de otra los moros, cuya severa disciplina pareció hallar un justo motivo de agresión contra ellos, en aquel acto irreverente con que amenazaran a su soberano, faltando con ello al decoro debido a esa institución suprema, imagen personificada, según dicen, de la Divinidad en la tierra.

»Así al menos discurrían, y aun discurren hoy ciertas imaginaciones idólatras, fanatizadas por una exaltación extrema.

»Y peleaban encarnizadamente, como tigres rabiosos, a la luz fosfórica de los relámpagos y al embate de las ráfagas del huracán que silbaba con su atronador acento entre los torbellinos de agua y granizo.

»Era aquella una repugnante lucha, a ciegas, perdidos todos en el limbo de la tenebrosa noche, mientras Abderramán, valiente, animoso y bravo, se precipitaba en aquel belicoso grupo, y con su tonante y majestuoso acento restablecía la concordia entre los contendientes.

»Mauregato el cobarde permanecía guarecido en la choza, contraído por el furor y por el deseo de una sorda venganza, que daba a su fisonomía cierto aspecto huraño, salvaje,

»Abderramán, por su parte, ardiendo en coraje, decretó en el acto la muerte de sus caballeros, por el delito de haber provocado aquel lance temerario sin su permiso.

»Mauregato a su vez pronunció igual fallo respecto de los suyos, y pidió a Abderramán un verdugo que se encargase de ejecutar la sentencia.

»Los moros depusieron al punto las armas y sometiéronse a su rey sin réplica.

»Pero los magnates cristianos hallaron medio y lugar de emprender la fuga, y huyeron, burlando así la intención del tirano príncipe, a favor de las tinieblas de la noche.

»Y sin embargo, la justicia se ejecutó en los caballeros árabes en aquel mismo sitio, sobre la fragosa colina que diseñamos, y tuvo lugar, al rayar la aurora, cuando las nubes se evaporaban del valle bajo el azulado cenit, como grupos de livianos fantasmas...

»Los primeros rayos del sol naciente alumbraron un sangriento cuadro: las cabezas de los diez musulmanes (porque fueron diez contra diez los combatientes) alzadas, sobre escarpias en un poste levantado de intento para el caso junto a la cabaña misma del, pacto, y otros tantos troncos mutilados y palpitantes, hacinados como una pira, bajo el florido toldo de ella.

»Allí permanecieron todo el día, y a la siguiente noche los astrólogos y nigromantes de Abderramán I construyeron en aquel mismo sitio un sepulcro monumental, donde enterraron aquellos troncos insepultos, cuyas cabezas achicharradas se remitieron al califa de Córdoba, quien las reclamó por un simple capricho de curiosidad. ¡Singular capricho! Y devolviéndolas luego, para que fuesen colocadas en otros tantos nichos que rodearan el óvalo almenado de la torre funeraria.

»Así se hizo, y diose desde entonces a esta misma torre el nombre de Remolino de los ajusticiados.

»Luego, andando el tiempo, diz que dos ancianos de distinto secto aposentáronse en esta torre, que el vulgo empezaba a mirar ya con sombrío pavor y respeto.

»Eran éstos, dos genios que tomaran forma humano, a fin de no despertar sospechas, por lo menos en el clero que les hubiera prodigado conjuro sobre conjuro, hasta lanzarles de aquel asilo maldito, donde al parecer tenían que cumplir una misión secreta.

»Por las noches, hacia la tercera vigilia, cuando las tinieblas invadieran totalmente la zona de aquella comarca, acudían de tropel en bandadas, de los puntos más distantes, millares de brujas, enjambres de demonios y seres infernales, atronando con sus panderetas y castañuelas, y poblando el aire en bullicioso alboroto.

»Y corrían, corrían, deslizándose con un vuelo oblicuo, silbando en torbellino, arremolinándose, cerniéndose como bandadas de mortíferas aves de rapiña sobre los cementerios, en los cuales solían estallar fuegos fatuos, errantes, parabólicos, de un brillo azulado y fatídico.

»Luego aquel escuadrón de espíritus siniestros solía dispersarse; replegábase, aglomerándose a veces; agitábase en evoluciones extrañas, alejándose siempre de las iglesia, de las mezquitas, y hasta de las sinagogas mismas, de todos los santuarios, en fin, donde bajo cualquiera nombre y forma y denominación se tributa a Dios culto.

»Y caían luego como una tromba airada sobre la torre que habitaran los genios, y que lo absorbía todo bajo su áspera silueta apizarrada.

»Y en aquel tiempo, en aquel mismo lugar diz que solían celebrarse horrendos conciliábulos de brujas en aquelarre bajo la presidencia de ambos viejos, coronados de astas de fuego y reclinados sobre lechos de sapos, vestidos de terciopelo verde, y de trasparentes culebras, coquetas y juguetonas, replegadas sobre sus anillos sonoros y cristalizados.

»Pero acaeció que el pueblo de Mondoñedo, amedrentado por el portento, elevó queja, y se instruyó expediente informativo, del cual vino a resultar todo plenamente acreditado; ítem más: desde el fondo del valle donde asienta la ciudad sobre las cumbres de Padronelo, Peña de Roca, Arca y Pombeiro, que la rodean como un ceñidor de piedra, solían estallar a veces fragorosos ruidos, rotundos como un terremoto y vibradores como el estallido del trueno. Surgían luego fuegos rastreros como cabelleras de llamas, y en medio de ellas, como evocadas por un conjuro mágico, aparecían en los aires, rodeadas de una sangrienta aureola, diez cabezas humanas, cuyos ojos destellaban rayos por sus alvéolos, en cuyo centro ardía una centelleante pupila.

»Susurróse que el cabildo eclesiástico iba a tomar por lo serio el negocio, lo cual no dejaba de ofrecer sus riesgos en aquellos tiempos, o por mejor decir, en aquellas circunstancias; pero cuando iba a darse al público un espectáculo imponente de su género, reprodújose cierta noche el prodigio a la hora de costumbre, pero con mayor impulso, y la ciudad entera, es decir, sus moradores, consternados, diseminados por el valle, vieron con sombrío pavor brotar y estallar sobre la cúspide de la torre aquel fuego fosforescente con una explosión que atronó el espacio.

»Luego aquella masa luminosa tomó la forma de una columna flotante, como un penacho de fuego que íbase elevando lentamente entre torbellinos de aplomado humo; y sobre aquel dédalo de llamas, columpiándose en la región del aire; aparecieron también los, dos ancianos moradores de la torre encantada, rodeados de diez cabezas humanas, cuyas fisonomías feroces hacían repugnantes gestos.

»Es fama también que aquel nuevo fenómeno fue elevándose todavía más entre infernales meteoros e indescriptibles seres, que debieran ser quizás demonios bajo grotescas formas... Luego aquel fulgor siniestro, que esparcía en la zona un reflejo fatídico y sanguinolento, fue alejándose, disminuyendo a medida que se aumentara la distancia.

»Es fama igualmente que aquella terrible explosión con sus alboradas fatídicas siguió la dirección del río Tamboga, pasando por San Gregorio, siguiendo luego las inflexiones de las pintorescas márgenes del Tambre, hasta el cabo de Finisterre, en el Océano Atlántico, desde donde pudo percibirse el fenómeno.

»Las buenas gentes, atraídas por la novedad del mismo, salían a la campiña para observar absortas aquel cuadro terrible que inflamara los aires en aquella atmósfera luminosa, que un silbido invisible hacía vibrar con un estallido metálico.

»Hubo más: diz que una pobre ciega de ambas vistas, estimulada por la curiosidad, al eco de aquel rumor tan alarmante que corriera de boca en boca, salía a tientas de su cabaña, preguntando a gritos con voz trémula:

-»¿Dónde, dónde?

»Un pechero que acertara a pasar entonces, lleno de entusiasmo repuso:

Allá alto: mira[16].

»La anciana, aunque ciega, miró en efecto maquinalmente al cielo.

»Y ¡cosa extraña! tuvo lugar entonces un nuevo, prodigio: aquella mujer vio el fenómeno.

»Lo vio, sí, cernerse como una masa inflamada sobre un edificio gótico, especie de castillejo asentado sobre una montaña próxima a Santiago.

»Vio también descender luego aquel torbellino de fuego o de luz sobre la negruzca mole, coronándola de una zona luminosa, mientras que los viejos columpiábanse en los aires en medio de las diez cabezas en forma de círculo, riendo todas aquellas fisonomías horrendas con cierta expresión burlesca y satánica.

»Aquel edificio era el antiguo castillo de Breñales, restaurado o construido acaso por Fruela el rey fratricida, en la persona de Bimarano, y que desde entonces, por una de esas casualidades que no se explican, empezó a llamarse de Alto-mira, aludiéndose al dicho de la vieja, célebre ya por el prodigio de haber, recuperado la vista. Luego, andando los siglos, ha vuelto a modificarse ese nombre, dicho hoy por corrupción de Altamira

»Pero volvamos al asunto.

»Mientras que aquella enorme cabellera de llamas lúcidas e incandescentes descendía sobre el castillo, proyectando en lontananza la fantástica visión de que se ha hecho mérito, mientras que el aparente incendio rebramara en la región etérea con su tonante silbido, para desaparecer luego en las tinieblas de la noche; una de éstas, es decir, la misma de que antes íbamos hablando, una manga de fuego envolvió rápidamente el torreón de Satanagildo, y lo devoró con un estrepitoso estallido.

»Durante un momento una alborada luminosa, infinita, esparció en el espacio un fulgor radiante... Ardieron los cielos y la tierra, y todo terminó con otra explosión horrenda.

»Al día siguiente solo quedaba allí un montón de calcinadas ruinas derrumbadas hacia el valle.

»Sin embargo, continuó llamándose el Remolino de los ajusticiados, mientras que, como ya dijimos, el castillo de los Breñales cambiaba este nombre por el de Alto-mira, degenerado hoy por corrupción en el de Altamira.

»Permitido es suponer la existencia de cierta analogía entre ambos monumentos; pero cuestión es ésta cuya solución debe aplazarse.

»Lo demás qua tiene referencia con esa torre, queda ya referido en el capítulo IV de esta parte. Respecto al castillo de Altamira, todavía continuamos pendiente el hilo no interrumpido de su enlace.

»Solo sí añadiremos que una especie tradicional aseguraba como artículo de fe que ese altivo monumento feudal tan imponente, debiera ser arrasado un día hasta sus fundamentos por una desgraciada catástrofe, cuyo recuerdo pasaría a los siglos como una de las grandes vicisitudes anecdóticas de la historia patria.

»Así lo habían predicho unos agoreros normandos, y de ese funesto horóscopo hacíase eco la superstición del vulgo, que miraba a aquélla sombría mole con apenadora inquietud, cuya realidad trataremos de acreditar a medida que desenlacemos el plan desarrollado ya de nuestra obra, y que forma la base del enigma.»

Quinta parte En la cual se eleva a plenario la causa
Capítulo primero El juicio Severo y majestuoso Tribunal por Alfonso improvisado, Ostentábase allí grave, fastuoso, Do el orgullo real viese humillado: Escándalo alevoso, testimonio de un crimen obcecado.

Reseñada ya la fábula de la torre que sirviera de prisión a Omar-Jacub y a Palomina, entremos ahora en su lúgubre recinto y asistiremos a una escena sombría e imponente, escena de importancia suma, como que debe darnos la clave del desenlace parcial de nuestra obra, cuyo argumento ha venido a complicar su misma acción con sus variadas fases y peripecias.

Ante todo, anticipemos para ello una idea, aunque ligera, de la decoración donde va a tener lugar esa misma escena, lo cual constituye una circunstancia esencial de primer orden.

Figurémonos, pues, una bóveda aplanada en forma de elipse, de paredes espesas, negras, manchadas y desquebrajadas, de las cuales colgaban, hechos jirones, tapices sucios, empolvados y cubiertos de telarañas, e iluminada por una lámpara de hierro colgada de una escarpia.

Algunos muebles antiquísimos, rotos y apolillados en fuerza de viejos, rodeaban el ámbito de aquella mezquina pieza, pobre, abandonada y miserable.

Sin embargo, en ella iba a tener lugar un interrogatorio solemne, dirigido por un magistrado inexorable y supremo.

Sentado en uno de aquellos sitiales carcomidos, especie de poltrona que ocupara el fondo de la pieza, estaba un personaje ricamente vestido de púrpura, envuelto en un manto de armiño, coronado de una diadema regia y con un cetro en la diestra.

Era S.A. el católico y poderoso señor rey D. Alfonso de León y Castilla.

Junto a aquel personaje de continente majestuoso y severo, de pie, inmóvil como una serpiente de acero, aparecía en primer término a su diestra un caballero rigurosamente vestido de punta en blanco, calada la visera y apoyándose en una luciente alabarda romana, mientras que detrás desplegábase en semicírculo un piquete, de archeros, que formara la guardia de honor de su alteza.

En segundo término aparecían sentados sobre escaños toscamente improvisados, los jurados de Mondoñedo con sus sobrevestas capitulares y sus varas de marfil y ébano: los concejales del municipio con sus trajes tala res alegóricos, y los ministriles con sus pesadas mazas emblemáticas, claveteadas de púas de bronce dorado a fuego.

Los movimientos ondulantes de la luz daban a aquel cuadro un tinte lúgubremente fantástico, y al reflejar sobre la espiral de las armas, dábalas un viso sanguinolento, como lenguas de purpúreo fuego.

Sonó luego un esquilón invisible en medio de aquel profundo silencio que allí reinara, y que realzaba tanto la solemnidad de aquel acto imponente, por lo desconocido y extraño en un tribunal como aquél, tan anómalo y con tal urgencia improvisado.

Luego, casi simultáneamente, y cuando apenas se extinguiera el eco de aquel fuerte retintín tan imprevisto, oyóse frío, vibrante y lacónico el tremendo acento del rey, que dictó una orden, ante la cual dividiéronse al punto en dos grupos los soldados, dejando un espacio vacío en medio.

Rasgóse el tapiz que cubría la pared, y apareció un buque oscuro, por el cual salió un bulto informe envuelto en una especie de túnica gris, y adelantándose con los movimientos de un reptil.

Tratábase indudablemente de un juicio, y Lucifer, que era el mismo caballero cubierto que presentamos a la diestra del monarca, reconoció en aquel bulto al reo que debiera figurar como tal en aquel acto solemne; y en este, mismo reo pudo reconocerse también a la vieja Palomina.

Entonces, al aspecto de aquel ser abominable y odioso, en el semblante del cuadrillero, aunque cubierto por su luciente visera, debió pintarse una expresión de inexplicable y repulsivo horror.

¿Qué significaba, pues, tan fastuoso aparato?

El rey, cada vez más sombrío y ceñudo, y en cuyo interior parecía rugir un vértigo de iracunda cólera, dejó oír de nuevo su poderosa voz en medio del más lúgubre silencio.

-Nada hay oculto, exclamó, a los ojos de la Divina Justicia; los crímenes del hombre pueden permanecer ignorados durante un periodo más o menos largo, porque así entra en sus inescrutables juicios; pero llega un día en que un decreto supremo acerca el momento de las revelaciones, y la Providencia entonces, por un acto reparador de su justicia distributiva y sabia, pone en evidencia la realidad que ocultara ese velo temporal que disfrazó un tiempo la iniquidad del hombre.

A este exordio tan sombrío como enigmático, respondió de nuevo un silencio pavídico.

Alfonso, cada vez más contraído el semblante por un furor recóndito que parecía hervir en su pecho, continuó:

-Esto mismo es lo que ha sucedido con vosotros los llamados Beatriz de Quiñones, entendida también por Palomina, y Omar-Jacub, especiosos nombres con los cuales se disfrazan dos instrumentos viles de la perversidad y de la impostura: muchos años han trascurrido desde que organizasteis de consuno, y en connivencia con Ataulfo de Moscoso, una trama infernal, cuyo velo, va a rasgarse al fin a la faz del mundo, que se estremecerá de espanto ante tanto escándalo, y verterá sobre vuestra memoria odiosa todo un cúmulo de execraciones.

La interpelada, de pie en el fondo de aquella especie de tribunal improvisado, arrostró fría, impasible, y hasta con insultante procacidad, la expresión del rey, y en su rostro pareció lucir cada vez más pronunciado un rasgo de provocadora ironía.

-Y puesto que vais a ser ahora juzgados con imparcialidad y justicia, prosiguió el rey, aquí en presencia de la diputación foral, de los jurados del municipio, y a la faz de Dios, que nos ve y nos escucha; para poder pronunciar luego una sentencia arreglada deliberadamente a los principios de justicia, dando previamente al público una satisfacción franca y categórica acerca del objeto que nos mueve al dictar dicho fallo en el proceso, cumple a nuestro real propósito hacer una reseña histórica de los sucesos que lo motivan; sucesos que tiempo ha preocupan nuestra conciencia pecadora, y a cuyo recuerdo contesta el eco del pundonor, de la conciencia y del temor de Dios que nos confunde.

-Escuchad, pues, todos: queremos ser nos mismo el relator de esa causa, antes de juzgarla.

Y en medio del tétrico silencio que allí reinara, la voz del monarca, vibrante como un trueno recóndito, empezó su relato, lento, pausado, en esta forma:

-Muchos años ha que un caballero leonés, a cuya bravura cometieran nuestros augustos padres D. Fernando y doña Sancha cierta misión arriesgada, llegó a Toledo en ocasión que los revueltos bandos civiles preparaban una de esas sangrientas colisiones, tan frecuentes por desgracia en estos tiempos de disturbios, y de la cual y sus consecuencias trataban de aprovecharse aquellos de común acuerdo con el emisario, pronto por su parte a jugar en esta partida hasta su vida misma, si fuere necesario.

Reinaba a la sazón en Toledo Yahyah-Ben-Ismail-el-Mahmun, príncipe generoso y magnánimo, del cual conservamos más de un recuerdo grato[18]. Sus talentos diplomáticos adelantáronse a todo, y adelantáronse además al designio mismo de los monarcas cristianos. Pero su plan fracasó por desgracia, y el regio embajador hubo medio de huir, llevando consigo una hermosísima joven casi niña, delicada y tierna, llamada Hormesinda, nombre tradicional que le impusieran en memoria de la hermana del gran Pelayo.

El embajador, amante de esa beldad célebre, ese pundonoroso caballero errante y fugitivo, era Veremundo Moscoso, legítimo conde de Altamira y gran privado de la reina doña Sancha, nuestra augusta madre.

Hormesinda, hija y descendiente de cristianos viejos, era a la sazón esclava de Solimán-el-Acmet, gobernador de Toledo, quien no pudiendo obtener su amor, habíase suicidado de puro despecho en la noche misma que precedió a la fuga de la dama.

Pero habitaba también en su palacio una mujer hipócrita, entusiasta y cautelosa, llamada Betsabé (el rey recargó un nervioso énfasis sobre esta palabra, fulminando a la vez una terrible mirada de soslayo a la vieja, que la sostuvo con una impasibilidad marmórea), judía de origen, de religión y raza, con todo el refinamiento de esa concentración de odio que caracteriza a los hijos de Israel, y con la maliciosa astucia de un demonio. Esta mujer, verdadero aborto del infierno, era la nodriza de Solimán; le había amamantado a sus pechos de fiera, pero no había logrado transmitir e inocular en aquel noble niño la baba ponzoñosa de sus rencores. Pues bien: esa mujer, si tal merece llamarse... vedla ahí, es ésa.

Alfonso pronunció este último período con un acento de trueno y señalando a Palomina, con su dedo tenaz o inexorable, pero la vieja sostuvo por su parte el apóstrofe con un descaro cada vez más provocativo e insultante, dejando lucir en su fisonomía una risita cínica y sarcástica.

El rey prosiguió:

-Betsabé, personaje invisible antela familia, sobre la cual debiera haberse impuesto una misión secreta acaso, era también desconocida de Hormesinda la esclava, porque semejante a la pantera replegada en su caverna, acechaba desde las tinieblas los accidentes de sus maquinaciones inicuas, que eran muchas, y en las cuales aquel genio maldito que se resolviera en ella, parecía, complacerse al abrigo de la impunidad que escudara sus actos.

Mientras tanto Veremundo, que cometiera la indiscreción de no presentarse a justificar su conducta, incurriendo por ello en el desagrado de sus reyes, buscaba con su amante un asilo en las inmediaciones de Granada, desposándose clandestinamente con ella, de quien tuvo un hijo llamado Gonzalo Rodrigo. En la conducta del fugitivo entraba por mucho una exagerada susceptibilidad o delicadeza ante el desgraciado éxito de sus gestiones: no había, pues, rebeldía ni defección, por más que los soberanos ignorasen esta circunstancia mal interpretada por sus consejeros, entre los cuales ocupaba un lugar Ataulfo, hermano bastardo de aquél, el mismo que refrendó la cédula de su proscripción y confiscación de bienes, y a quien se concedió el condado con calidad de interinidad y de simple gracia.

Pero la infame mujer que velara incansable por la perdición de esa pobre familia errante y proscrita, pudo averiguar el asilo donde esperaban el perdón y gracia de sus monarcas, y ardiendo en sus deseos vengativos, logró al fin su cautiverio, valiéndose para ello de una horda mercenaria y salvaje que les hizo presa de mala ley y les vendió luego como esclavos.

Payo Ataulfo, hermano bastardo de Veremundo, y a quien, como ya queda dicho, diéranse sus estados a título de sustitución e interinidad, púsose de acuerdo con la mujer que conducía la trama, y por ella pudo averiguar el paradero de su hermano y consortes.

Importaba mucho el ardid de su prisión en cuanto a Ataulfo y Betsabé, porque con ello asegurarían él sus estados, y su venganza ella. La empresa, pues, tenía para entrambos un punto de enlace reciproco: conveníales poner desde luego manos a la obra.

En su virtud, Veremundo, su esposa e hijo, fueron expuestos en venta pública en los bazares, y comprados por Ataulfo. Betsabé hizo suya la mitad del precio; precio de sangre inocente, mártir que desde aquel día clama venganza al cielo y a la tierra.

En aquel pacto infernal, cruel e inhumano, figuraba en primer término una condición siniestra: era preciso desvanecer la huella del crimen, asesinando al tierno niño, o por lo menos arrancándole del pecho de su madre, de su pobre madre que se volvió loca de dolor, de cólera y de sentimiento. Betsabé, en cuyo ánimo ardía otra idea infernal, se encargó de él, a condición, según se dijo, de enviarle al África, para que le criasen y le destinaran luego a las galeras del rey de Túnez, aunque destinándole en realidad para un nuevo instrumento de sus rencores.

Betsabé, ¿qué hiciste de ese niño?

Y ante el tremendo acento del monarca, que resonaba, sombrío y fatídico en aquel recinto, la vieja no pareció conmoverse, sino que permaneció impasible aquella fisonomía animada por un rasgo diabólico.

Hubo un instante de pausa, durante la cual en vano se hizo esperar, la contestación de la vieja.

La voz del monarca, reposada en la apariencia, aunque explotada por la cólera que hervía concentrada y sorda en su pecho, repitió con su acento cada vez más hueco y fatídico:

-Betsabé, ¿qué hiciste de ese niño?

La acusada pareció salir de su abstracción fingida, sacudió su cabeza altiva, y alzando con aire procaz aquella vista de ave de rapiña, preparóse a contestar la verdad a todo cuanto se le preguntara, si bien no sin imponer a esta resolución ciertos límites.

-Le crié, o por mejor decir, le mandé criar hasta cierta edad, repuso con su habitual serenidad, siempre insultante; le inoculé después cuando fue más crecido y vino a mi poder de nuevo, todo el odio que pude hacia ti, rey, y al conde su tío, salvando siempre las formas y la esencia del secreto que por tanto ha entrado en mi plan, y he dado rienda suelta a sus pasiones y a su albedrío. Pero no era esto solo el objeto de mis aspiraciones: necesitando dar ensanche al plan de mi intriga, le di carta franca de libertad, le emancipé, y le seguí siempre de lejos con mi odio, con mi rencor y mi sistema.

-¿Qué edad tenía cuando le emancipaste?

-Catorce años podría tener entonces.

-¿Catorce años? ¿Por qué esperaste tanto?

-Elegí esta época crítica y revolucionaria de la naturaleza, para que las pasiones pudieran aprovechar su explosión y desbordarse.

-¿Cómo no temiste que pudiera descubrirse su origen y sus vicisitudes, haciéndole permanecer en España, exponiéndote y comprometiendo tu suerte y la de tus cómplices?

-Eso no era posible: mi previsión se adelantaba al riesgo de un modo que cerraba la puerta a la posibilidad, conjurando a la vez sus consecuencias.

-¿Cómo, pues?

-De un modo tan sencillo, cual es el sustituir un nombre, supuesto al suyo de pila.

-¡Ah, sí! Olvidaba ese ardid que solo pudo sugerirte un genio maléfico, ese espíritu infernal que te alienta: es verdad, diste al pobre niño el nombre de un demonio; sarcasmo infame que arrojaste a la faz de la inocencia, oprimida por tu influencia sacrílega. Desde entonces, es decir, desde que su mala estrella le puso a tu albedrío, esculpiste sobre la frente de esa criatura el sello de una irrisoria burla, y el nombre de Lucifer reemplazó al de Gonzalo Rodrigo, que era el verdadero, borrando de este modo la huella inquisidora de las investigaciones y de las pesquisas. Di, maldita, ¿no hallaste a mano otra palabra más digna que apropiarle?

La vieja soltó una carcajada histérica.

-No creas, rey, contestó, que se procedió en este punto de malicia: el niño era de una hermosura tan rara, que verdaderamente no era fácil hallar un nombre que le cuadrase, aun recorriendo todo el índice del martirologio cristiano. Entonces tuve una ocurrencia: recordé al príncipe de los ángeles que llaman rebeldes, y de esa brillante alegoría parafrástica formé una asimilación, humanizándola, es decir, dando una forma a la especie, sin que por ello me propusiera otro fin que el de establecer una alusión brillante a la belleza del niño.

-Está bien. ¿Y luego?

-Luego me coloqué de aya de la baronesita de Monforte, con objeto de prostituirla, y la prostituí al fin, sublevando prematuramente los resortes sensuales, aun antes de la edad núbil, y predisponiéndola para que te profesara a ti, príncipe entonces, una pasión frenética; encendí en su corazón, virgen todavía de seducciones, una llama impura, y... ya lo sabes: Constanza, la altiva castellana, despertó un día de su rapto en brazos del deshonor.

-¡Infame!

-Espera, rey, porque aun no es eso todo: es preciso que hoy, día supremo de la expiación y de las revelaciones, quede rasgado todo el velo, Gonzalo era ya por este tiempo un hermoso adolescente, de formas purísimas, y que con facilidad pudiera equivocarse con una mujer, en la cual halló un poderosísimo recurso mi odio. Le busqué, te solicité entonces, ponderándole las prendas de mi joven señorita, y le propuse un partido que admitió él de buen grado: esto es, suplantarse él mujer y entrar en el castillo en clase de doncella de honor, con un fin que no debo revelar hoy.

-¿Y se realizó al fin?

-Sí, se verificó al punto. Presto simpatizaron los genios, y admitido a las más profundas confidencias del sexo, no tardó a brotar en él una pasión sin límites por Constanza: Constanza, pervertida ya enteramente por ti, rey, su candor de virgen, y sumida en el lodo de una perversa disolución moral. Se me olvidaba decir que al encargarse de este nuevo papel, al cambiar en apariencia de sexo, el joven debía también variar de nuevo el nombre, y le varió, tomando el de Elvira de Benferrato.

-¡Maldito monstruo!

-Los motivos que me impulsaran a esta nueva combinación con todo su artificio, eran muy poderosos y entraban por mucho en la trama, de mis proyectos. Constanza desde algún tiempo estaba prometida para esposa de Ataulfo; existía un contrato privado y solemne de capitulaciones matrimoniales, y habíanse canjeado ya las prendas de costumbre entre ambas familias. Constanza, pues, debía ir prostituida ya al tálamo de su futuro esposo, llevando así la tea de la discordia encendida por mí, y que no debía extinguirse ya en el matrimonio, porque estaría yo allí, siempre a su lado, dirigiendo desde mi puesto la cuerda inexorable de la intriga. Por otra parte, Gonzalo, ardiente adorador de ella, y cuya pasión iba a romper los límites del disimulo, depondría luego su ingenioso disfraz, y saltando por todo, declararía su amor al objeto que lo produjera, precisamente cuando su propio destino la arrojaba en brazos de un poderoso rival, en virtud de un compromiso solemne, y después de ser sorprendida in fraganti, por industria mía, con el rey Alfonso.

Este insulto, arrojado al rostro del monarca con una intención depravada, produjo en éste una revolución visible y enérgica; el rubor encendió sus facciones, temblaron sus músculos, y el coraje cegó su vista como un relámpago.

No obstante, ante aquel bochorno que tanto deprimía la majestad y el alto prestigio de S. A., que humillaba su amor propio y arrojaba el ludibrio sobre aquella orgullosa frente, supo luego oponer el velo del disimulo bajo su habitual severidad y sangre fría.

-Pero ¿a dónde ibais a parar, dijo, con ese laberinto abominable de intrigas?

-¡Ah! Es bien fácil comprenderlo; y sin embargo, yo, centro director y principal móvil de esa cábala, cuya ilación perdía a veces sin alcanzar a armonizarla, confieso que me rendía, y tenía necesidad de evocar en mi auxilio un espíritu sobrenatural que al punto solía inspirarme. Aborrecía en primer lugar a Hormesinda, causa del suicidio de mi generoso Selim; aborrecía a Veremundo, que la libertara de la esclavitud y de la responsabilidad que pesaba sobre su conducta por dicho crimen: he aquí los principales agentes de mi odio.

A medida que hablaba aquel ser infernal, parecía exaltarse; su mirada lúcida tomaba un brillo extraño, y todas sus facciones subían con un incremento rápido.

-Seguí aborreciendo, prosiguió con vehemencia, y aborrecí a muerte a Ataulfo, por ser hermano de Veremundo, y a quien por de pronto elegí por instrumento de mi implacable venganza; y te aborrezco a ti, rey, porque buscabas con ahínco a las víctimas de mis rencores, para protegerles, y porque te has propuesto suspender o neutralizar el curso del plan de mis venganzas, tratando a la vez de investigar sus pormenores. Por eso yo he vomitado sobre tu cabeza un torrente de maldiciones, a la vez que afectaba solícita terciar en tus amores adúlteros con la baronesa, hasta tal punto, que creo haber podido llenar tus deseos en este caso.

Miráronse estupefactos los jurados, y más de un signo de picaresca malicia se cambió en aquel concurso.

-¡Oh! Tan ta maldad me confunde, exclamó corrido y escandalizado al propio tiempo el monarca; pero Constanza... di, ¿qué daño te había hecho Constanza?

En el rostro de la acusada brilló tiña expresión de indecible ironía, y guardó silencio.

-Responde, infame, insistió el rey, visiblemente irritado ante tanta insolencia: ¿En qué te había ofendido la infeliz Constanza? ¿Qué mal te hizo el inocente Gonzalo, ese tierno niño a quien tu odio acérrimo viene, persiguiendo desde su cuna bajo apariencias falsas?

¡Ah! contestó Betsabé, con su insultante sarcasmo: ¡Constanza! Constanza era, lo mismo que Gonzalo, un instrumento de ciega predestinación: ella debía llevar, como ya dije, la discordia perpetua al tálamo de su esposo, a quien me reservé un medio hábil de enterar de todo ello a su tiempo, y de un modo que correspondiera a la convicción y al disimulo; debía, pues, emponzoñar los días del tirano usurpador, e introducir en su alma un cáncer roedor e incurable, concentrando al mismo tiempo en ella todo el odio de Gonzalo, de Gonzalo, pobre y advenedizo, rechazado por la altanería de la condesa, mientras que el joven, irritado por el desaire, ardiendo en celos, que procuraba yo excitar bajo una apariencia de amor maternal, debía aborrecer a muerte al conde, rival afortunado que por un privilegio de fortuna le arrebatara su ídolo. Entonces, por industria mía hallaría medio de hundir en su pecho un puñal homicida en la primera noche de bodas, como lo efectuó, realizando así parte de su venganza, en la cual confieso que me reservó el papel de cómplice, facilitándole el medio y franqueándole el camino. Déjale, pues, rey, abandónale a su destino; ¿qué puede importarte su suerte? Él será acaso, no lo dude, el instrumento que te vengue del conde, tu rebelde vasallo, porque Dios quiere valerse de él para ejecutor de su justicia. Y créeme, rey, apártate de ese joven, porque es cabeza maldecida; apártate del conde y de Constanza, porque son raza anatematizada por la Providencia.

-Pero Veremundo, Hormesinda... esas dos víctimas de tus tenebrosas maquinaciones, de que también es víctima Ataulfo, dime, ¿qué ha sido de ellos? ¿Dónde los hallaré, si es que existen?

La anciana vertió una sonrisa sarcástica, fugaz como un relámpago.

-Responde, demonio, repitió Alfonso: ¿dónde están esas víctimas?

-Deja cumplirse un decreto del destino, y no me dirijas esa pregunta que no puedo satisfacer: no insistas, rey, porque mis oídos son de roca y no la oyen.

-¿Será posible? ¿Querrás comprar tu libertad al precio del secreto que te demando, vil mujer?

Betsabé miró al rey con una expresión negligente y despreciativa.

-¿Y lo has creído así? dijo. ¡Bah! Ignoras sin duda hasta donde raya el grado de mi tesón: cuando la esperanza de una venganza certera, que puede sonreírme aun después de mi muerte; cuando mi corazón late de júbilo al vislumbrar allá en lontananza (no muy lejos por cierto) ese nublado que se cierne sobre mi tumba, que estalla como la tempestad y produce el cataclismo de mi victoria... ¿qué importa aventurarlo todo, aun a trueque de los mayores sacrificios y el de la del muerte misma? ¡Oh! Tú, ignoras, rey, cuanto vale para mí saborear mi venganza, siquiera un solo instante, cuando éste, por rápido que sea, equivale a una eternidad de perpetuos goces.

-¡Monstruo! exclamaron instintivamente y por lo bajo los circunstantes, poseídos por un sentimiento de repulsión marcada hacia aquella mujer, por cuya boca hablara indudablemente un genio maléfico.

Capítulo II Obstinación Temple de acero fue que en vano altivo Quiso ablandar el mismo soberano, Tesón provocativos Con que el orgullo insano Hizo alarde agresivo.

El joven caballero que dijimos, había de pie Junto al rey, y en quien debe haber reconocido el lector al pretendido Lucifer, no podía ya reprimir su cólera, contenida únicamente por el precepto de permanecer impasible que le impusiera la voluntad del mismo rey.

-El interrogatorio está ya terminado por mi parte, rey Alfonso, dijo la vieja con su habitual audacia; basta por ahora.

-¿Y eres tú, preguntó éste con destemplada cólera, quien se atreve a tomar la iniciativa en este caso?

-Sí; al principiar el acto impuse un límite a mis revelaciones, y hemos llegado ya al mismo, sin que pueda alcanzar todo el poder de tu voluntad para salvarlo.

Miráronse todos estupefactos ante esta salida tan extraña de la acusada, que parecía convertirla en acusadora.

Alfonso pareció a su vez desconcertado por tanto cinismo por parte de aquella mujercilla rebelde.

-¿Es posible? dijo, sin poder aun sacudir su sorpresa.

-Sí, rey, créeme, aunque para ello necesite recordarte que se está instruyendo el sumario de una causa grave, o por lo menos célebre, cuya sustanciación no conviene precipitar, mucho menos a ti, que tanta importancia le has dado. Tiempo habrá después para ampliar sus formas e incidentes y para acumular otros méritos, a medida que vayan resultando.

-¡Miserable!

-He dicho mi parecer, y creo que está en su lugar mi observación, puesto que ya he dicho cuanto debía.

-Qué... ¿no hablarás ya?

-No.

-¿De verás? Pues es bien fácil para mi obligarte a variar de propósito.

Betsabé calló. En sus facciones se reflejó cierto aire de indiferencia, o por mejor decir, de menosprecio.

-Está bien, continuó el monarca, después de una pausa: la rueda del tormento tiene el raro privilegio de hacer hablar a los mudos; tanto mejor.

La acusada vertió otra de sus sonrisas cáusticas y provocadoras.

-¿Qué importa, dijo con su ironía clásica, que ataraces mis carnes y quebrantes mis huesos, cuando mi fuerza de ánimo lo arrastra todo y vence? Entonces, injusto juez, mi silencio elevará a plenario ese monstruoso procedimiento, en el cual me acuso como delincuente. Créeme, no provoques mi orgullo ni mi amor propio irritado; mi amor propio que no alcanza límites ni aun en las gradas del patíbulo.

-Con que te obstinas, ¿eh?

-Sí, estoy resuelta.

-¡Extraño empeño el tuyo!

-No es empeño, rey, es algo más que eso.

-No es empeño, ¿eh?

-No.

-Pues ¿qué es?

-Es sistema, que significa algo más que eso.

-¡Ah! ¿Y no hablarás?

Betsabé marcó uno de sus desdeñosas gestos, y repuso:

-No te empeñes en un imposible, rey.

-¿No hablarás, eh? repitió Alfonso, cuyos dientes crujieron de cólera.

-Antes me harás pedazos que saber por mi boca un solo detalle más.

-Pero dime únicamente si existen Veremundo, Hormesinda y Gonzalo.

Betsabé ensordeció, y en su rostro se reprodujo nuevamente su habitual sonrisa de demonio, fulminante y estúpida.

-¿Con qué nada más dices acerca de esa familia desdichada?

-Por hoy... nada: lo repito, contestó la anciana.

-¿Y luego?

-Luego... tiempo habrá para saberlo todo, sí, y acaso no te pese esperar.

-¿Cuánto tiempo?

-Lo ignoro, porque depende todo del curso de los acontecimientos, y este puede variar, sujeto como está a mil accidentes y eventualidades.

-¿De modo que nada cierto me dices?

-Ya he dicho cuanto debía, sin faltar al plan de mi propósito.

-¡Víbora!

-Nada conseguirás, rey, con tus apóstrofes, sino provocar más mi resolución y mi odio.

-¡Tiembla, malvada, si es que tratas de tenderme un lazo!

La judía vertió una carcajada disonante o histérica.

-No seas imbécil, rey; cuenta que en ese furor imprudente que contra mí te alucina, aventuras mucho por ti y por los tuyos; contra mí, que de tanto puedo servirte, para ayudarte en la investigación de ese arcano que con tanto empeño buscas en favor de tus protegidos.

Y en esa profunda calma con que fueron proferidas estas frases, exhalábase todo el furor intencionalmente depravado que hervía en el pecho de la hebrea, y explotaba toda su ponzoñosa bilis.

-Está bien, dijo el monarca, cortando el diálogo, mañana dispondremos de tu suerte, puesto que te obstinas en esa negativa que te precipita al abismo: ante la sentencia inapelable que vamos a pronunciar, ante ese, fallo irrevocable y certero, ¡criatura rebelde! inclina tu cabeza altiva, porque es el soplo poderoso de Dios que va a aniquilar tal vez a una de sus criaturas más extraviadas y pecadoras.

En el rostro severo del monarca pareció reflejarse un destello sobrenatural de majestad indecible al pronunciar sus últimas frases; pero aquella mujer de hierro las acogió con su visible frialdad, que era un verdadero insulto arrojado a la faz del mismo príncipe, cuyo continente austero contraíase cada vez más a impulso de aquel tropel de sensaciones que agitaron su mente.

-¡Ea, guardias! gritó con una voz de trueno, y refiriéndose a los soldados con imperativo ademán; conducid a esa mujer a su prisión, redoblad la vigilancia de ese monstruo, y despachad presto, librándome de su odiosa presencia.

Esta orden fue al punto obedecida; el piquete desfiló en semicírculo, y la vieja, rodeada de lanzas, alabardas y partesanas, fue conducida de nuevo al calabozo.

En el rostro de aquella infernal mujer brilló una sonrisa de orgulloso triunfo, feroz y diabólica: la sonrisa del ángel malo.

Alfonso, altamente impresionado por las revelaciones que acababa de oír, y que él ignoraba en su mayor parte, permaneció un instante con la cabeza apoyada en sus manos, sumido en honda meditación.

Los jurados, y sobre todo, el joven caballero, confundidos todos por la impresión que les produjera aquella mujer diabólica, dejaban traslucir en su muda, pero elocuente sorpresa, una marcada indignación que sublevara los ánimos, infundiendo un sombrío pánico, al paso que una excitación alarmante, devoradora e inquieta.

Los diputados y demás circunstantes, a una señal del rey, evacuaron aquel recinto, aturdidos también por las peripecias de aquel acto verdaderamente extraño; y en verdad que necesitaban aspirar otro ambiente más puro que disipara la sombría emoción de su ánimo.

Capítulo III Órdenes ¡Ay! Que imprudente y ciego Su vértigo vehemente precipita Al entusiasta joven... ¡Oh! ¡Maldita Esa serpiente que en activo fuego La savia del amor, cruel, irrita!

Bajo la solemne impresión que dominara al rey y a su joven protegido, con quien quedó a solas, siguió un momento de lúgubre silencio: necesitaba dar una tregua o suspensión al acto de aquel juicio tan repugnante por sus detalles, como interesante por las consecuencias mismas que se anunciaran y que prometían ser fecundas. Mandó, pues, despejar el ámbito de la pieza, quedando a solas con sus recuerdos y con su conciencia, en aquel lúgubre y tenebroso retrete.

Pálido, el ojo apagado, desasosegado e inquieto, en vano buscaba en su imaginación la clave de aquel arcano que todavía preocupara su espíritu, manteniéndole en perpetua tortura y desasosiego: la existencia de Veremundo y de Hormesinda, si es que no habían todavía perecido; ese terrible enigma que se obstinó en guardar la vieja, y en cuya tenacidad fueron a estrellarse todos los esfuerzos persuasivos y amenazadores del rey, dejaba siempre en pie el problema con toda la incertidumbre de la vacilación y del misterio.

De aquel cúmulo de dudas pareció surgir en su ánimo; una probabilidad posible: ambas víctimas, si es que realmente existían acaso, debían gemir en los subterráneos de Altamira.

Fue este un rayo luminoso de inspiración que halagó la mente del monarca, creando, como ya dijimos, en ella una probabilidad factible y casi certera.

Por de pronto la sospecha que abrigara hasta entonces respecto al origen del joven cuadrillero, quedaba plenamente confirmado ante la confesión de la vieja, aquella prueba viviente e inexcusable: no existía ya escrúpulo alguno, puesto que la duda habíase disipado al soplo de aquella confidencia. Una exigencia de justicia reclamaba el condado de Altamira para el joven Gonzalo, quien desde aquel día misino empezaría a usar de éste su verdadero nombre en lugar del de Lucifer, como había dado en apellidársele por el maquiavelismo de su impía nodriza, y que parecía una palabra de escarnio que marcara un sello reprobador en su frente. ¡Él, pobre hijo errante y desheredado, arrojado al páramo de una oscura y triste vida!

Ni podía diferirse más una solución cualquiera reparadora y enérgica, mucho menos en las circunstancias presentes, en que las leyes de la guerra solían autorizar cualquier agresión hostil por parte del monarca; así, pues, desde aquel instante una idea súbita fijó su belicoso espíritu: según ella, debía marchar el grueso del ejército a combatir la fortaleza de Altamira, y esta empresa ardua no dejaba de ser un tanto atrevida y expuesta, por cuanto las expresadas torres pasaban por inexpugnables, tanto por su posición estratégica, como por los reparos y formidables aprestos con que Ataulfo acababa de robustecerlas.

Alfonso, al adoptar aquella resolución extrema, temió, no sin fundamento, que pudieran quedar humilladas sus victoriosas banderas en aquella empresa decisiva; pero aun en medio de aquella contradicción vacilante, otra idea feliz ocurrió a aquel tropel de contradicciones, con las cuales, sin embargo, no podía transigir sin menoscabo de la conciencia y del honor. Determinó, pues, poner en juego el ardid, introduciendo la traición en el castillo, lo cual no le pareció difícil si sabía utilizar los momentos y lograba interceptar completamente las relaciones exteriores con las gentes de la fortaleza.

La amistad aparente o sincera que profesara el conde a Gonzalo, a cuyo servicio estaba, era para el rey la circunstancia más propicia que pudiera depararle la suerte; jefe cauto, pundonoroso, y valiente hasta la temeridad a veces, efecto de su inexperiencia y de sus pocos años, Gonzalo poseía gran ascendiente, tanto en la guarnición como en los demás tercios militares del conde, contra quien guardara él siempre una prevención instintiva y hostil; prevención que se había agravado desde que oyó ciertas revelaciones de los labios del rey, según dejamos ya dicho.

Entonces, al tiempo de dicha confidencia, el monarca, refiriéndose solo a conjeturas y a ciertas palabras vagas sorprendidas a la vieja, habíale instruido de una parte confusa del misterio: ahora, pues, con datos más fijos iba a ratificarle y aun a confirmarle en aquellas revelaciones mismas tan terribles y odiosas que él mismo oyera de la vieja Betsabé.

Fijo, pues, en su propósito, Alfonso hizo llamar a su confidente, con quien tuvo una conferencia reservada, a fin de ocultar a los jurados que esperaban fuera, las relaciones que mantenía en secreto con aquel hombre, puesto ostensiblemente al servicio del rebelde tirano de Altamira.

Por esta razón debía ir Gonzalo encubierto ante aquellos magistrados, permaneciendo a la vez pasivo, frío y mudo espectador de aquel proceso que, sin embargo, le interesaba tanto, pero era también preciso de todo punto salvar las apariencias, asegurando de esta suerte el tremendo golpe que debiera dar la solución radical al suceso.

-Os he mandado llamar, le dijo, para que activéis la marcha sobre Altamira; sed, pues, el negociador prudente y diestro de mi empeño, y si Ataulfo, como es de suponer, se negase a rendir discrecional mente las armas de su rey la fortaleza, porque es rebelde y su corazón perverso se ha empedernido en el crimen, entonces adoptad los medios que creáis conducentes para que mis tropas se apoderen de ella a toda costa por medio de arte y ardides, si es posible, a fin de economizar siempre sangre. Entre tanto, mi ejército, acampado al frente de las Torres, apoyará, protegiendo bajo mi mando vuestras operaciones, y procederemos de común acuerdo mediante las evoluciones y contraseñas que convengamos de antemano y que deben ser la clave de nuestra inteligencia mutua.

Tened presente, prosiguió, que al tomar a vuestro cargo esta arriesgada misión, trabajáis por cuenta propia bajo mi protectorado, que os prestará todo género de auxilios. Los estados de Altamira os pertenecen de derecho, entorpecido únicamente por el acta de proscripción que pesa sobre el nombre de vuestro padre; pero esa acta prohibitoria queda alzada, derogada y revocada desde luego, y de ello el rey os empeña su palabra de honor inviolable y sagrada.

Además, continuó, no olvidéis que vuestros padres Veremundo y Hormesinda, prisioneros tal vez por la ambición de Ataulfo, vuestro tío, gimen acaso en un subterráneo hediondo de Altamira: ya oísteis bastante para poder fundar una sospecha de que esto sea cierto; las revelaciones, aun mas, las reticencias culpables de esa infamo vieja, que confunda el infierno, dan un motivo para ello, y en tal caso, la obligación de un hijo como vos, la humanidad, la conciencia misma, os reclaman el deber de indagar si acaso existen, y en este caso, libertarles: los datos que debéis al monje, a aquella moribunda, en fin... todo ello debe abrir a vuestra vista un dilatado horizonte de esperanza en la Providencia, que vela sobre la iniquidad y la confunde. Partid, pues, apenas termine el juicio pendiente, al cual quiero asistáis hasta su fin, y entonces, sin detención, porque los momentos son preciosos en casos dados como el presente, entonces, sí, partiréis a poner en práctica lo convenido, y yo espero mucho de la justicia de Dios en este caso.

-Comprendo, señor, y parto con vuestro permiso, profundamente agradecido, llevando una nueva demostración de vuestras bondades y de vuestra justificación: dadme a besar vuestra mano y apresurad el momento de mi marcha sobre Altamira.

-Sí, abreviemos el término, y ante todo concluyamos el juicio pendiente, por si acaso del examen del delincuente que debe comparecer ahora en nuestro tribunal, resulta algún otro incidente que redoble el interés del suceso. ¿Quién sabe, si podéis llevar una certeza más al partir?

Tomad, prosiguió el príncipe, entregando al capitán un pergamino enrollado, con un sello de plomo pendiente de una cinta encarnada; ahí tenéis un salvo-conducto que podéis hacer valer, en un caso de apuro, si os ocurriere, y ¡desdichado de quien no le acate! Hacedle valer, sí, y con su auxilio sostened vuestro carácter de comisario regio a toda la altura de mi prestigio.

Capítulo IV Segundo interrogatorio, en el cual va aclarándose más el enigma No hay arcano que cien mil años dure Recatada la faz, mudo el lenguaje.

Un momento después, los diputados de Mondoñedo, acudiendo al llamamiento del monarca, entraban a ocupar de nuevo los escaños rústicos de que hicimos mérito.

Gonzalo se colocó en su primitivo sitio, a la diestra del rey, donde ya anteriormente le presentamos, y volvía a echarse al rostro la celada, de que se despojara antes cuando quedó a solas en su diálogo con dicho personaje.

Todas las miradas fijábanse naturalmente en aquel actor disfrazado, al cual dábase no obstante una preferencia tan extraña como significativa; de modo que formábanse mil comentarios y suposiciones respecto a su nombre y circunstancias, que, sin embargo, nadie adivinara.

Y en medio del general silencio, turbado apenas por cualquier movimiento imperceptible de los circunstantes, la voz terriblemente pausada de Alfonso VI resonó vibrante, fatídica, en las aplanadas crugías de la bóveda, y al punto, escoltado por los soldados mismos de que antes hablábamos, salió el otro reo, vestido con su traje árabe y haciendo sonar sobre el pavimento una pesada cadena.

Era Omar-Jacub, a quien ya conocemos.

En su rostro, afectadamente compungido, parecía leerse una candidez tan inocente, era tal su compostura, su humilde actitud, hasta cierto punto hipócrita, que su presencia produjo desde luego en los circunstantes, y aun en el mismo rey, una impresión favorable.

Su venerable aspecto, su luenga y blanquísima barba, su gravedad natural o aparente, y hasta el traje mismo que vestía, daban a aquel singular personaje un realce de majestuosa autoridad que imponía.

Colocado frente al rey, marcó una cortesía reverente y esperó con visible serenidad, con una calma reposada, que se abriese el interrogatorio, como si contara ya de antemano con una absolución segura.

Nadie que desconociera a fondo aquel hábil cómico atreviérase a calificarle de lo que realmente en sí era, un viejo astuto y reservado; pero hombre de mundo al propio tiempo, de continente elástico, digámoslo así, que se acomodara fácilmente a todo género de apariencias, y retrataba todas las pasiones del corazón humano con admirable maestría y disimulo.

-Antes de dar principio al interrogatorio, dijo el monarca refiriéndose al anciano, os conjuro en nombre de Dios Todopoderoso, para que me respondáis con verdad a todo cuanto se os pregunte. ¿Lo haréis así?

-Sí, lo haré, repuso el anciano, colocando sobre el pecho su temblorosa diestra con cierta solemnidad imponente, e inclinándose de nuevo con una profunda reverencia.

-¿Juráis, pues, y ofrecéis esa verdad por el eterno Dios omnipotente, creador de todo lo visible e invisible, que sacó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, y por la ley de Moisés, según el texto y el espíritu del Antiguo Testamento que observáis todos los judíos, si es que lo sois?

Por las facciones de Omar pasó rápida, sutil e imperceptible una sonrisa cáustica, fugaz como un relámpago, y de la cual apenas pudo el rey apercibirse.

-Sí juro, respondió con una expresión tan vehemente, tan profunda, que justificó ante todos los oyentes la sinceridad verdadera o fingida de aquel singular personaje.

-Así sea, y Dios Todopoderoso os premie o demande, tomando en cuenta vuestra intención. Decidme ante todo cómo os llamáis.

-Ante quien me conoce de pocos años ha, me llamo Omar-Jacub.

-No se os preguntan nombres supuestos, sino el verdadero que se os impuso en la circuncisión, a menos que hayáis abjurado luego vuestras primitivas creencias.

-Me precio mucho, señor, de consecuente, mucho más en asuntos de conciencia, y tengo bien arraigados por cierto mis principios religiosos. Y puesto que esa misma fe de que blasono me dicta la verdad en este caso, ligando los escrúpulos de mi conciencia con un vínculo improfanable y santo, os confesaré sin rodeos que me llamo Eleazar, de la tribu de Leví, e hijo de Isaac y Ester, comerciantes establecidos en Toledo, calle de la Redención, en el barrio de la Judería.

-¿Cómo cambiasteis de nombre?

-Porque así convenía a mis designios.

-¿No podéis explicar esa circunstancia?

-Solo espero que V. A. se digne preguntarme desde la época a que pretende circunscribir y remontar el examen, a cuyo efecto estoy a sus órdenes.

-Muy franco os mostráis.

-No otra cosa me impone el juramento, señor, con lo cual me propongo desvanecer al propio tiempo ante V. A. la equivocada idea que pueda tener de los hijos de Israel, esa pobre raza miserable, tan injustamente calumniada.

-Puesto que tan espontáneamente blasonáis de sincero, explicadnos ahora el secreto de ese doble cambio de nombre y domicilio, ese misterio que os hizo renunciar a vuestra posición social y a vuestra libertad misma, para encerraros en una gruta de maravillas y encantamientos.

-¡Ah, señor! recurrí a ello en un momento desesperado, del cual he tenido, sin embargo, ocasión de arrepentirme muchas veces. Ya debéis saber la empresa fracasada de la proyectada conquista de Toledo, imaginada por vuestra belicosa madre doña Sancha, y acometida con denodado empeño por el noble Veremundo, conde de Altamira; sabréis también el desenlace, que tuvo tan desgraciado suceso, efecto de la delación de una mujer inicua, alucinada por, un fanatismo imprudente y ciego...

Un rayo de súbita inspiración pareció surgir, al eco de estas palabras, del corazón del monarca, el cual, obedeciendo a un previsor impulso, preguntó al hebreo con marcada precipitación:

-¿Quién era esa mujer?

-¿Qué mujer, señor? objetó trémulo y conturbado el judío.

-La que delató el plan de Veremundo. Señor...

-Basta, responded con arreglo a vuestro juramento prestado.

-Esa mujer, señor..., repuso pesaroso y contraído Eleazar.

-Acabad de una vez, ¿quién era?

-Era... mi hermana.

-¡Vuestra hermana decís!

-Sí, desventurada mujer, cuyo menguado destino se halla hoy a merced de vuestra inexorable justicia, a cuya acción temo no pueda alcanzar a sustraerse.

-Comprendo ahora vuestra repugnancia, justificada por ese poderoso estímulo de la voz de la sangre, del cual ha podido triunfar, al fin, un arranque de conciencia.

Eleazar, como empezaremos a llamarle, se inclinó ligeramente, como cediendo a las palabras del monarca, que continuó preguntando:

-Puesto que vamos despejando incógnitas, decidme ahora el nombre propio de vuestra hermana, porque voy creyendo que ese juego variado de supuestos nombres a que apela con frecuencia, debe encerrar algún misterio.

-En efecto, contestó el interrogado, adhiriéndose a la idea del rey; ha dado en llamarse Beatriz de Quiñones, Palomina, y otras mil cosas más; pero su verdadero nombre es el de Betsabé.

El peso de la indignación pareció comprimir el corazón del monarca, cuyo semblante anubló un rasgo colérico, aunque en cierto modo disimulado bajo su habitual severidad.

-Pero ¿qué objeto, dijo, pudo mover a esa mujer a conspirar contra vos mismo? Porque erais la persona que tenía a su cargo la organización del golpe revolucionario, y por consiguiente la más comprometida de todas cuantas han figurado en este golpe de mano, tan mal sentado por desgracia.

-¡Ah, señor! Esa resolución, en tan mal hora concebida acaso, y que tantas víctimas costó a mi raza y a la vuestra, envolvía una idea sórdida y siniestra: la de utilizar los primeros momentos de confusión que necesariamente debiera producir el lance, con el fin de poder aprovecharse del tesoro de que era portador y depositario Veremundo.

-¿Y lo consiguió, eh?

-Sin duda alguna: el éxito correspondió a su propósito, porque a esa mujer parece asistirle un genio sobrenatural y maldito. Nodriza del gobernador de Toledo, y admitida con este motivo al más alto favor del mismo, hallábase en disposición de poder penetrar las más reservadas confidencias de palacio y sus más íntimos arcanos: sabía que existía en el harem del joven Solimán una hermosísima esclava cristiana, por cuyo amor el generoso señor acababa de suicidarse estrangulado, mientras ella lograba emprender la fuga, en compañía de Veremundo. Desde entonces empezó a dirigir los tiros de su odio contra ambos amantes, que huían hacia Granada, donde parece que se desposaron y tuvieron un hijo, fruto de su unión, al cual impusieron el nombre de Gonzalo Rodrigo. Pero el odio de Betsabé reclamaba sin cesar a sus víctimas, a quienes hacia responsables de la muerte de Solimán, su hijo, como solía llamarle; de modo que al fin por industria suya fueron todos presos y vendidos en el bazar de esclavos.

-¡Vendidos! interrumpió el rey, simulando admiración e ignorancia.

-Vendidos, sí, vendidos como bestias.

-¿A quién?

-Al conde Payo Ataulfo de Altamira y Moscoso.

Alfonso fijó una mirada escrutadora y tenaz en el rostro del hebreo, cuya sutileza pudo adivinar el objeto que la produjera y que en vano tratara de ocultar ya al príncipe.

Bajó instintivamente la vista, deslumbrada ante aquel relámpago y con un movimiento de verdadero pesar, en el cual su dignidad de hombre manteníase a toda su altura posible, inclinóse diciendo:

-Yo fuí, señor, el mercader que realizó esas ventas, si por ello merezco un castigo, aquí tenéis mi propia confesión que delata mi falta, la cual puedo juraros con la propia ingenuidad, que lleva en sí un sello meritorio que la atenúa, atendidas las particularidades que la acompañaron.

-¡Vos... su vendedor! articuló el rey, simulando todavía más su extrañeza.

-Señor... tenía a mi cargo un bazar de esclavos de ambos sexos, clasificados en regia y en dos pabellones distintos: fue una exigencia a que no creí deber negarme, y de la cual tampoco me arrepiento, apoyado en la fe de mi conciencia que descansa en ello.

E irguiéndose de nuevo, paseó su mirada tranquila y grave por todo aquel solemne recinto, en el cual preciso es confesar que empezaba a despertar simpatías aquel personaje importante.

No había arrogancia, ni insulto, ni insolencia en aquella mirada tranquila, sin afectación apenas, y que, lejos de encerrar un principio de provocación, parecía revelar un fondo de probidad que hasta al mismo rey impuso.

-¿Y después? volvió a preguntar éste.

-Después... ¡Oh! relevadme, señor, del compromiso, y absolvedme del juramento que en un momento de entusiasmo me arrancasteis, porque lo que me resta por decir me estremece y repugna.

-No haré tal; y toda vez que Dios en sus inescrutables designios ha puesto en mi mano un instrumento como vos, quiero y debo utilizar sus revelaciones. Nada temáis, y tened entendido que solo a este precio podéis recabar del rey el partido de vuestra vida, que pertenece a la ley, y a su primer magistrado, cuyo sacerdocio ejerzo.

-Pues bien: obligado por vuestra autoridad, continúo. Según el plan de Ataulfo, debiera convenir a sus intereses la desmembración, o mejor dicho, la dispersión de esa pobre familia proscripta, aplazando su exterminio, mientras haciendo cundir la especie de la muerte de Veremundo, jefe de ella, apoderaríase sin disputa del condado de Altamira, como inmediato sucesor en los derechos del mismo. No tuvo corazón para asesinarles, y en verdad que hubieran ellos ganado mucho con este rasgo supremo de crueldad: sí, porque el medio que se prefirió para borrar la huella de su existencia ante el público, era mucho más cruel todavía...

-¿Sí, eh? interrumpió el rey, cuyo semblante contraíase cada vez más.

-¡Ah, señor! Es repugnante recordar y reproducir todo eso.

-Continuad, continuad, y no omitáis pormenor alguno, porque en ello está interesada la vindicta pública, y aun también vuestra suerte misma, si es que la estimáis en algo. Decid, ¿qué hizo Ataulfo del niño Gonzalo Rodrigo?

-Lo entregó a su cómplice para que le vendiese a unos piratas, utilizando ambos el precio de esta venta.

-¿Y lo hizo así?

-Creo que no, porque creyó ella que ese niño pudiera servirla después para realizar sus sueños de venganza.

-¿Ella decís?

-Ella, sí, la cómplice de Ataulfo, Betsabé la hebrea.

-Pero ¿qué hizo esa mujer del niño?

-Por de pronto lo dio a criar a una pobre villana de las montañas cantábricas, y en cuyo poder permaneció hasta la edad de cuatro años, poco más o menos. Luego volvió a su poder de nuevo para educarle a su modo, y tuvo lugar y ocasión de inocularle un odio mortal hacia vos y hacia el supuesto conde su tío, Ataulfo, aunque sin revelarle jamás las relaciones de parentesco que lo ligaran al mismo, y ni un solo pormenor de su verdadera historia. Luego y a crecido, le emancipó en cierto modo, dejándole errante y aventurero a merced de la licencia y del vicio, de todo lo cual su instinto, su noble inclinación, le apartaran, y siguiéndole de lejos con su odio y sus maquinaciones. Mientras tanto entraba ella con estudiado intento en calidad de dueña mentora de la castellanita Constanza de Monforte, cuya casa había frecuentado muy a menudo, y para lo cual fingió que era una buena cristiana vieja.

-¿Sí, eh? ¿Ese ardid también?

-Qué queréis, es artículo de moda en todos los tiempos, como que suele apelarse a él como el talismán supremo que todo lo vence.

-¡Hipócrita!

-Todo eso está aun hoy mismo a la orden del día, en que desgraciadamente apenas hay un rostro que se presente en la sociedad desenmascarado.

-Pero esa mujer...

-Tengo para mí que renegó de la ley de Moisés, no por otro motivo que por una especulación indigna: desliz que en su hipótesis no le he perdonado ni le perdonaré jamás.

-¿Con que es renegada, eh?

-Sí, no tengo duda; renegada bajo el supuesto nombre de Beatriz de Quiñones, ¡Maldición sobre su memoria! Esa mujer atea ha hecho un asunto mercantil de la conciencia, que explota a su modo; no tiene creencias propias, y la aborrezco a muerte.

En la fisonomía de Eleazar, ordinariamente reposada tranquila, brilló un rayo de exaltación fiera y salvaje: hállabase completamente trasfigurado.

Alfonso, hábil fisonomista, conoció la ventaja que pudiera sacar si utilizaba aquellos momentos de excitación, y se apresuró a continuar el interrogatorio, diciendo:

-¿Y vos?

-Yo no tuve participación alguna en todo ello, porque Betsabé, cuya infernal astucia tenía algo de diabólico, no fiaba en mí y permanecía, alejada en una montaña todo el tiempo que tardó a despedir a Gonzalo, desde que tuvo uso de razón; así que, dudo, que me conociera ya él si llegase a verme. Pero dispensadme, señor, que omita todo cuanto tiene relación conmigo, porque sería inoportuno, creedlo así; ya me llegará el turno.

-Basta, sí, dijo el rey; limitaos a contestar las preguntas que voy a dirigiros, porque tampoco me es desconocida en sus mayores detalles la historia de ese joven desde su adolescencia. Decid ahora: ¿qué objeto debió proponerse esa mujer inicua con su implacable odio a esa desventurada familia?

-Su, exterminio, y aun tal vez mucho más todavía.

-¿Y Veremundo, y Hormesinda?

-Payo Ataulfo tenía un marcado interés, según ya dije, en que desaparecieran para siempre, en lo cual obraba de concierto común con su cómplice; pero no tuvo valor para deshacerse de ellos a mano airada: túvolo, sí, para asesinarles lenta y cobardemente en una hedionda prisión del castillo de Altamira.

-¿Y existen todavía? preguntó con marcada ansiedad el rey.

-Todavía existen, según creo, sin temor de equivocarme,

-¿Y sabéis dónde?

-En Altamira señor, existe Veremundo; en cuanto a su esposa, hoy lo ignoro, porque hace poco tiempo que perdí la huella de su existencia.

Alfonso pareció respirar, aliviado de un gran peso, y en su rostro brilló cierta expresión satisfactoria de triunfo, ni más ni menos que un juez que logra el fruto de sus investigaciones. Los jurados, y sobre todo, el joven Gonzalo, cuyo corazón no cabía en el pecho de puro entusiasmo, experimentaron visiblemente un gozo inefable, interesados como se hallaban todos en la suerte de la justicia de aquellas víctimas de la iniquidad y de la ambición.

Capítulo V Que es continuación del anterior El sol de la verdad va despejando La atmósfera sombría Sus esplendentes rayos desplegando Que van iluminando Regiones que la luz desconocía.

Hay en vuestra deposición puntos discordes, dijo el rey, después de una breve pausa, dirigiéndose al hebreo, y convendría aclarar en lo posible la materia. ¿Qué os parece a vos?

-Muy sencillo, señor, si me permitís continuar mi declaración respecto a esa repugnante historia, cuyo recuerdo me asa lla como la pesadilla eterna de mi conciencia, que conturba mis sueños y pulsa a las puertas de la desesperación a veces. Porque yo también, señor, tengo de qué acusarme ante Dios y ante la sociedad en esto caso.

-Está bien, y puesto que habéis iniciado con loable franqueza el asunto, decidnos el papel que os reservasteis en la ejecución de esta trama diabólica.

-El de encubridor, o mejor dicho, el de cómplice.

-Sois franco, por Dios, Eleazar, y casi me atrevo a aplicaros el galardón de la indulgencia, al menos por la parte de bien que vuestras revelaciones, oportunas quizás todavía, pueden traer a la causa de la humanidad.

-También soy yo culpable, señor, y me acuso de ello, sin que creáis ver en esta confesión otra cosa que no sea el eco de la conciencia fiel que me inspira, replicó el judío, recurriendo de nuevo a pulsar uno de los estudiados resortes de su refinada astucia, que tan buena suerte llevara.

-No importa, contestó Alfonso, cada vez más propicio en favor de aquel hombre; el tiempo de la reparación ha llegado, y entráis ahora de lleno en las vías saludables de ella: esperad, pues, mucho de la clemencia de vuestro juez y de la parte doliente que os acusa y demanda por mi medio.

Eleazar se inclinó con una de sus profundas cortesías, y al mismo tiempo brotaron dos lágrimas de sus ojos.

-Veamos, continuó el monarca, cómo se explica vuestra connivencia en esa intriga.

-De una manera bien natural: esa mujer, con quien en mal hora me unió un vínculo de parentesco tan estrecho, y a la cual me avergüenzo de llamar mi hermana, en los momentos críticos en que se hacía ejemplar castigo en los conspiradores de Toledo, en aquellos instantes solemnes en que un edicto del rey ponía precio a mi cabeza; esa mujer entró en mi gabinete como una furia exaltada, y tuvo la osadía de hacerme una proposición odiosa, colocándome en una comprometida alternativa: venía resuelta a decirme, que o huíamos con el tesoro de Veremundo, de que no sé cómo se había apoderado, o que me delataba.

-¿Y os decidisteis?...

-La elección no podía ser dudosa, apreciados ciertos antecedentes graves que mediaran: era necesario sacar partido de todo, y accedí a lo primero.

-¡Linda hazaña!

-Cualquiera en mi lugar hubiera hecho otro tanto, tratándose de una mujer como esa y en unas circunstancias tan críticas, no extrañéis que me doblegase a ella como un simple autómata. Además, el estímulo del interés es otra de las miserias de la criatura en casos dados: Adán prestó oído al seductor halago de Eva, y fue tentado.

-¿Con que huisteis?

-Huimos, sí, aquella misma noche, porque no era caso de perder tiempo.

-¿Con el tesoro?

-Pues... No pude hacer frente a la tentación tan vehemente que combatiera mi fe, debilitada ya por el egoísmo, por un terror cobarde, y por el soplo impuro de una sórdida avaricia: oía zumbar en mi oído el silbido de la serpiente del Paraíso, y contaminado, mejor diré, fascinado, enloquecido, seguí mi destino por la senda tortuosa y resbaladiza del deshonor.

En el semblante varonil del rey lució una conmiseradora expresión, más pronunciada cada vez en favor del reo.

-Era mi posición difícil, continuó éste, no sin apercibirse del efecto que su lenguaje produjera en el ánimo del soberano; me era imposible ya de todo punto volver a Toledo, porque mi fuga había acarreado sobre mí una sospecha vehemente; ni podía tampoco descubrirme al rey de León, quien, además de ser constante aliado de Yahyah-Ben-Ismail, que me hubiera reclamado al punto, en virtud del tratado de extradición recíproca que existiera entre ambos, hubiérame exigido además la responsabilidad como ladrón del tesoro, cuya criminalidad no podía negar en buen terreno; porque en cuanto a la conspiración fraguada, y que acababa de fracasar por desgracia de todos nosotros, era asunto peculiar de la reina doña Sancha, y al cual era absolutamente extraño su esposo y vuestro padre don Fernando. Era, pues, de todo punto necesario recurrir a un medio que me salvara, y de lo cual hubo de encargarse Betsabé.

-Sepamos cómo.

-Negoció con el supuesto conde de Altamira un tratado que garantizaba mi seguridad bajo condiciones extrañas, que yo desconocía por entonces: solo sé que Betsabé me condujo a una gruta de Monte Sorayo, gruta que adornamos con un lujo oriental, precedida de jardines y selvas vírgenes, siempre verdes y frondosas. Allí nos acompañó un esclavo etiope, Alí-Belin, o Abrael, terrible eunuco gigante que debía garantizar nuestra seguridad en aquel sitio ignorado e impenetrable.

-¿Podréis decirnos la procedencia y origen de ese esclavo?

-Solo sé que estaba al servicio de Selim, el gobernador de Toledo; que era instrumento ciego de la voluntad de mi hermana, a quien parece debía la vida, no se por qué causa, y que desempeñó el papel de espía o de guarda de vista de Hormesinda, a quien jamás abandonaba, ni aun durante su sueño a veces. Betsabé le ganó por la mano, mediante no sé qué premio, y él, que bien sea por tesón o por sistema, no quería renunciar su papel fácilmente, accedió al deseo de su protectora, que le prescribía el deber de continuar guardando su presa a toda costa. Pocos días después de mi instalación en la gruta, porque Betsabé permanecía al lado de Constanza, condesa ya de Altamira, vino la primera, trayendo consigo a una linda joven que me entregó de orden del conde para que la ocultase en aquel desconocido antro. La pobre mujer simpatizó bien pronto conmigo; me refirió sus infortunios, que eran muchos, y empezó a titularme su bienhechor y padre.

La absolución del reo era ya cosa enteramente decidida en el ánimo del rey, completamente convencido de la ingenua probidad de aquel hombre.

-Instigado y aun obligado por mi hermana, prosiguió, yo que ignoraba el fondo de la intriga que en torno mío se agitara, de acuerdo con ella, y aun también con la misma joven, inventé una trama, necesaria de todo punto, según la cual, debía ella tomar el nombre de Dalmira y pasar por hija mía, con otras particularidades que desfiguraban la verdad en la parte referente a aquella dama, en quien pude reconocer a la esclava fugitiva, a la esposa de Veremundo Moscoso de Altamira.

-¡Ella! ¡Hormesinda! exclamó maquinalmente el encubierto, quien por un impulso maquinal y espontáneo, rompió por primera vez el silencio que el precepto del rey le impusiera.

-Sí, ella, repuso Eleazar, exaltado a su vez por un entusiasmo recóndito; ella, pobre inocente, a quien la Providencia salve de un crimen que puede perpetrarse, a no conjurarlo un prodigio del cielo que afortunadamente ha empezado ya a operarse...

-¡Un crimen! interrumpió el rey, con visible alarma. ¿Qué crimen es ese de que habláis, hombre incomprensible?

-Uno de esos que la misma naturaleza rechaza, y de que apartan su vista escandalizada la civilización y el decoro.

-Explicaos más claro.

-¡Ah, señor! Y si yo, en nombre del pudor, os suplicase que me relevéis de ese compromiso... porque es al propio tiempo la clave radical de la intriga, y estoy seguro que debe provocar vuestra indignación y la de todos...

-Despachad, debéis hablar, y decir todo cuanto sepáis.

-Desistid, señor, os vuelvo a suplicar de nuevo, y libradme a mí mismo del disgusto de esa confesión horrenda, con lo cual podéis también acaso libraros vos de un escándalo de conciencia.

-Proseguid, proseguid sin detención, porque el acto se prolonga demasiado, insistió Alfonso a su vez con su inexorable y sentenciosa tenacidad.

-Pues bien: ya que así lo queréis, sea. Betsabé, en cuya mente no se interrumpía la idea de su criminal venganza, llevada hasta un punto incalculable, me había mandado confeccionar un prodigioso elixir que tiene la rara virtud de contener los progresos de la edad, manteniendo el vigor y la hermosura de la parte física. Es un secreto químico que aprendí en la Arabia, y que he tenido la buena fortuna de ver justificado en mí mismo, porque aquí como me veis, tengo noventa años cumplidos, y me siento no obstante vigoroso y ágil como si solo tuviese cuarenta.

El fingido Omar cautivaba cada vez más la atención de los circunstantes y sus palabras eran escuchadas con vivísimo asombro, especialmente por el rey.

-Betsabé, continuó él, allá en su maligno interior, concibió una idea infernal, resuelta, como estaba, a hacer de ese maravilloso licor un uso indigno por sus consecuencias: lo administró a la esclava, y hoy, después de veinte o más años, se encuentra tan delicada y joven, como una doncella que apenas cuente cuatro lustros.

-¿Hormesinda, eh? preguntó el rey.

-La misma, sí.

-Pero ¿a dónde iba a parar con ese artificio?

-Al crimen de que os hablaba antes, señor.

-¿Cómo, pues? No se os comprende.

-De un modo bien sencillo: la esclava no oye el grito de la sangre que trata en vano de alejarla del abismo que su ignorancia abre a su imprevisión... porque ama a su propio hijo sin conocerle, y...

-¡Oh! ¡Maldición! exclama maquinalmente el encubierto joven, sin poder contenerse, mientras le dirigía el rey una mirada enérgica de reconvención. ¡Oh! ¡Abominación!... Ya adivino...

-¡Cómo! dice Alfonso. ¿No sabía ella que era casada?

-Se le había hecho creer que Veremundo era muerto y que su hijo había sucumbido al veneno que Ataulfo mandara administrarle. De esta suerte, Betsabé veía marchar el plan a su madurez, y contaba los instantes en que, progresando la intriga y el afecto por distintas vías, llegara el instante crítico en que se perpetrara acaso uno de esos detestables delitos que son el oprobio de la sociedad constituida.

-¡Horror! ¡Infamia! repitieron todos por lo bajo, reproduciendo murmullos que se apresuró a apagar el monarca, escandalizado también, mientras Gonzalo, no pudiendo reprimir su cólera y vergüenza, cediendo a la violenta emoción que le alucinara, caía aplomado sobre un taburete.

-¡Basta! ¡Basta! exclamó, conturbado y confundido a su vez el monarca: volvamos ahora a vos. ¿Cómo es que cambiasteis el verdadero nombre de Eleazar por el supuesto de Omar-Jacub?

-Fue una exigencia de Betsabé que no he podido alcanzar a comprender todavía: es posible que con ese ardid pretendiérase crear un nuevo medio de cerrar la puerta a la investigación.

-¿Y cómo os entendíais con el conde?

-Lo ignoro, señor.

-¿Cómo, pues? ¿No dijisteis?...

-Nada he dicho que tenga relación con mi connivencia con Ataulfo; lo contrario fuera faltar a la verdad de los hechos. Dije que se me entregó por mandato del mismo y en calidad de prisionera a Hormesinda, constituyéndoseme guarda y carcelero suyo para que la tuviese bajo mi responsabilidad y custodia en una gruta misteriosa: esto es todo cuanto he dicho y repito; en cuanto a lo demás, es cosa de Betsabé.

-¿Y por qué causa permanecisteis tanto tiempo allí pasivo, sin delatar el crimen, puesto que os repugnaba?

-No podía atreverme a tanto sin exponerme a los furores del sanguinario espía que tenía a mi lado, y sobre todo, aventuraba también la suerte de Hormesinda y la mía. Preferí esperar ocasión.

-¿Teníais un espía, eh? ¿Quién era ese espía?

-He dicho mal, señor; tenía dos, cual de ellos más inexorable y malvado: Betsabé, la renegada, y el esclavo Abrael, llamado antes Alí-Belim, del cual ya os he hablado.

-Dicen que vivíais rodeado de un lujo espléndido...

-Así es la verdad, y aun yo mismo os lo he asegurado.

-¿Quién os facilitaba esos recursos?

-El tesoro de vuestra madre doña Sancha, que sustrajo Betsabé con mi ayuda, y del cual gratificó la mitad al conde Ataulfo, a trueque de condiciones que entre ellos mediaron, y a las cuales fui completamente extraño.

-¿También a él?

-¿Qué queréis? Solo a ese precio pudo comprarse mi vida, mi vida que era la salvaguardia de Hormesinda; y sobre todo, yo no podía contrarrestar el poder de Betsabé, ese espía constante de mis sueños, que colocaba incesantemente junto a mí, como una sombra diabólica, al terrible eunuco, y me encadenaba a su maquiavélico arbitrio. Por manera que esa mujer manejaba de un modo extraordinario la intriga, y anudaba en su corazón, corroído por el rencor y el odio, todos los cabos de esa trama tenebrosa, en términos que lo dominaba todo, sojuzgándolo a su albedrío.

-Está bien: me falta saber ahora sí seríais capaz de sostener vuestras confesiones a vista y presencia de Betsabé.

-¿Por qué no? ¿Las he rehusado acaso ante Dios?

El rey ordenó entonces a los soldados que trajesen de nuevo a la vieja a su presencia.

Capítulo VI El careo ¡Oh, sabia Providencia, Cuál triunfa tu justicia soberana!

Poco después, el mandato de Alfonso era puntualmente obedecido. Betsabé, rodeada de alabardas y partesanas, entraba de nuevo en la pieza del juicio.

Su paso era firme y seguro, su fisonomía estaba exaltada hasta la ferocidad, su mirada era la de la leona irritada y colérica, y en toda aquella nerviosa organización dejábase notar una exaltación sobrenatural e imponente, como una tempestad de odio terriblemente explotado.

La penetración de aquella criatura de temple de hierro, de cuyo tesón dieran testimonio evidente su perseverancia y su obstinación tan tenaces, había adivinado todo cuanto acabara de ocurrir, o sea la delación tan cumplida que había hecho Eleazar de aquella complicada serie de maquinaciones y crímenes, y en la cual cupiérale tanta parte.

Colocada enfrente del hebreo, las miradas de entrambos cruzáronse altaneras, sombrías y estúpidas: era el concurso de dos fieras en acecho, aprestándose cada una a su modo a la lucha, rebosando toda la hiel del odio, y concentrando toda la atención de los circunstantes, sobre todo, del mismo monarca, cuya fulminante pupila parecía sondear aquellos corazones, que con fundada razón tuvieran el raro privilegio de excitar la ansiedad y aun la curiosidad pública.

Gonzalo, abrumado todavía bajo el peso de su confusión y de su vergüenza, acechaba desde su sitio la actitud de aquellos extraordinarios seres, cuyo intencionado silencio parecía envolver realmente una tregua recíprocamente establecida antes del acto tan solemne de aquel singular careo, última prueba que, prescindiendo de las reglas jurídicas y separándose de las formas dilatorias del procedimiento, iba indudablemente a fijar de pronto la verdad y precisión de los hechos, dejando expeditas las vías de la conciencia, de la expiación, y del fallo.

El profundo silencio que reinó en los primeros instantes de esta escena, daba doble realce al acto, e imprimía en los circunstantes un terror pavídico.

El rey, nublado el semblante, y poseído a la vez de aquella solemnidad tan grave que se reflejara en el ánimo de todos, exclamó al fin con su acento vibrante y pausado, dirigiéndose a la vieja:

-Betsabé, queda aclarado ya cuanto deseaba saber mi justicia respecto del proceso de que se te acusa como reo; si no logras justificarte, desvaneciendo los cargos, todos gravísimos, que contra ti resultan, y de cuya mayor parte te hallas ya confesa y convicta, ¡miserable pecadora, apiádese Dios y tenga de ti clemencia!

-Es inútil, contestó ella, en cuya mirada lució un infernal destello; mi justificación es ya de todo punto inútil, porque ese hombre ha sido tan débil, que lo ha confesado todo; me ha delatado a tu justicia y ha rasgado el velo del arcano que mi venganza reservara, como la salvaguardia o tregua de mi vida.

-¿Será preciso que te se relaten los hechos, y que sin separarte de los principios de la verdad, los confirmes o los deniegues por medio de una confesión franca y explícita. Oye, pues:

-No es necesario, rey: la forma acústica de esta pieza, separada allá en el ángulo de enfrente por un conducto abocinado que corresponde a mi prisión, me ha permitido oír toda la delación de ese miserable. La reproduzco a mi vez en todos sus detalles porque ¿a qué conduciría una negativa por mi parte contra las pruebas mismas que están ahí para destruirla? ¿A qué exigir otros comprobantes que mi confesión misma, cuando os dice: rey, ese hombre ha declarado en verdad?

-¿Es decir que admites toda la tremenda responsabilidad que arroja sobre ti el proceso, y sobre todo, la confesión de Eleazar?

-Sí, repuso la víbora, con un rugido de rabia colérica.

Y al pronunciar esta afirmación tan concluyente, en aquella fisonomía diabólica pareció brillar un relámpago fugitivo de odio.

-¡Ea, pues, conducid de nuevo a esa mujer a su prisión, donde debe esperar el fallo! exclamó el monarca, refiriéndose con imperativo acento a los soldados. Llevadla, y redoblad las precauciones, a fin de asegurar a ese monstruo de la iniquidad y de la infamia.

-¡Una palabra todavía, rey! dijo ella al tiempo de salir de aquel recinto. No te lisonjees de tu triunfo efímero y falaz: caigo al embate del torbellino de mi propia intriga, es cierto; pero es ya tarde para detener la marcha de mi venganza. Mi venganza, sí, que levantará, no lo dudes, su orgulloso vuelo sobre mi cadáver, y sabrá coronar mi empresa, aun a despecho de tus esfuerzos. Es tarde para anular los tiros de mi odio: el veneno ha invadido todos los poros, se ha inoculado en la circulación de la sangre, y discurre allí potente, incontrastable, perseverando en su corrosiva acción y apresurando su marcha lenta y peligrosa, que no puede contener ya el esfuerzo del hombre. Apelemos, pues, al porvenir, y veréis todos hasta qué punto puede ser cierto mi presagio.

Betsabé vertió otro de sus rugidos coléricos, en el cual pareció exhalarse toda la hiel de su alma.

Dirigió a Eleazar una mirada oblicua, fulminante y amenazadora como el rayo, que parecía traducir su odio impotente y recóndito, y exclamó en un rapto de exaltación airada:

-¡Maldición sobre ti, judío vil e infame! Mis rencores asaltarán tus sueños, y la tranquilidad huirá de ti por toda la vida, que no podrá ahuyentar jamás el fantasma de mi odio, ese fantasma sangriento que levantará sobre ti su terrible espectro y la tea de sus inexorables venganzas. Mientras tanto, gózate en tu obra, obra del crimen, en el cual ¡hipócrita! fuiste mi cómplice, de la bajeza y de los remordimientos.

Eleazar se irguió como un atleta: su estatura parecía crecer y regenerarse aquella poderosa humanidad, tan venerable y simpática.

A su placentera sonrisa, a aquella plácida y majestuosa expresión que animara ordinariamente sus facciones, reemplazó una indignación visiblemente enérgica. Encendiósele el rostro, sus ojos irradiaron un fuego sombrío, y toda aquella fisonomía participó súbitamente de una revolución interior violenta.

Betsabé, riente con un infernal sarcasmo, erizado su cabello blanco, y con destemplado acento, con un verdadero aspecto de condenado, a la vez que devoraba a Eleazar con una de sus indescriptibles miradas cáusticas, le dijo:

-¡Yo reniego de la sangre que corre por tus venas, reniego de tu nombre de hermano, y te maldigo para siempre!

La descomposición fisonómica del delator subió de punto entonces; temblaron los músculos de su rostro y agitó sus miembros una convulsión horrible: era evidente que solo la presencia del rey le contenía con sus respetos o con sus temores.

-¡Ea, hasta ya! dijo éste, abreviando la escena, y conjurando así la tempestad que indudablemente amenazaba levantarse; el acto queda terminado. ¡Ea, guardias, cumplid mis órdenes!

Empujaron éstos a Betsabé, y desaparecieron con ella por la áspera crujía del vestíbulo.

-Despejad vosotros, prosiguió Alfonso, refiriéndose a los jurados; terminado ya el acto, al cual he querido que asistierais, solo a la justicia del rey queda reservado el fallo ulterior y supremo que reclaman la vindicta pública ultrajada y los fueros del reino; y al permitiros que os retiréis, os empeño mi palabra de que no se hará esperar mucho esa misma justicia, saludable ejemplar destinado al desagravio de la sociedad constituida, y que debe producir un resultado satisfactorio.

Inclináronse los jurados ante las palabras del monarca, salieron silenciosamente de la torre.

-Retiraos también vos, continuó el rey, dirigiéndose a Eleazar, que permaneciera en su doble actitud de dignidad y sumisión, paralizadas sus facultades por la lucha de sensaciones que experimentara; retiraos, y esperad ahí en la rampa mis órdenes. Confiad mucho en la clemencia del juez que os ha oído y de la parte ofendida, quienes no olvidarán jamás lo mucho que deben a vuestras revelaciones.

Eleazar se inclinó de nuevo, y en su continente grave y simpático, aunque disfrazando siempre una refinada malicia, lució un elocuente rasgo de conmiseración suplicatoria y triste.

-Sea cualquiera el fallo que pronuncie V. A., dijo, siempre acataré en él la voz de la justicia personificada, y que en nombre de Dios ejercéis aquí sobre la tierra.

El astuto hebreo besó la mano que le ofreciera el monarca, retirándose luego de la pieza, conducido entre dos soldados.

Capítulo VII Combinación del plan decisivo Llegó, la hora de obrar, que el tiempo urge Y los instantes vuelan.

Ya lo oísteis, Gonzalo, díjole el rey cuando quedaron a solas; el velo del misterio queda ya rasgado, y los manejos de la iniquidad están patentes a nuestra vista. ¿Qué más queréis? Os hallabais abocados a un precipicio, cuya sola idea horroriza, y ha estado a punto de consumarse uno de esos repugnantes crímenes que son baldón y oprobio de la sociedad. ¡Ah! Entonces... ¡desventurados! víctimas inocentes de esa trama infernal que se ha agitado entorno vuestro... ¡Maldición sobre esa infame bruja, engendro de Satanás y monstruoso aborto del infierno!

-Mi razón, señor, se extravía en ese asqueroso abismo de intrigas, y el peso del rubor agobia mi frente, me doblega y confunde hasta el último extremo de la vergüenza y del oprobio. ¿Cómo, pues, me presentaré, a mi madre, rasgando ante su vista ese miserable arcano, y despojándome, por medio de una transición violenta y ruborosa, del carácter de amante, para tomar el de hijo suyo? ¿Cómo hemos de poder arrostrar ambos la crisis de ese cambio, tan súbito como inesperado?

Pronunció el joven estas palabras con una sensibilidad tan profunda, que no pudo menos de aumentar la emoción del rey.

-Falta ahora, dijo éste, averiguar el paradero de vuestra madre, del cual debe darnos noticia tal vez ese anciano, salvarla.

-Es inútil, mi madre está ya en salvo.

-¿Lo está ya? ¿Pero dónde?

-En el asilo de Santa Susana la deposité yo mismo reservadamente.

-¿Sin contar con la venia del señor obispo?

-¡Oh! No hay cuidado por esa parte: la ciudad de Santiago y sus alrededores dormían en aquella hora, y en cuanto a las santas penitentes, estoy tranquilo, señor; tengo bien probadas su discreción y su prudencia.

-Pero decidme: ¿cómo es que la supuesta Dalmira os ha ocultado la historia de sus infortunios, ese dédalo de circunstancias que tanta luz pudieran darnos, corroborando hoy los hechos sobre que versan las. confidencias de Betsabé y de Eleazar?

-No me ha ocultado el fondo de esa historia: me la ha referido a grandes rasgos, y ha aplazado los pormenores para otra ocasión, porque, según me aseguró, era una historia tan trágica como extensa, cuya narración requería mucho más tiempo del que podíamos disponer entonces. Yo la vi llorar, señor; la vi fundirse en un dolor intenso, apenada e inconsolable, y vi aquellas lágrimas que salpicaran su rostro, encendido por una indignación suprema: sus labios trémulos evocaron un nombre sagrado, y ante aquella inspiración dulcísima, mi corazón respondió con un latido de amoroso respeto... Sensación inefable, santa chispa eléctrica que inflamó mi ser entero y agitó mi cuerpo y mi alma con una sacudida nerviosa. ¡Veremundo! ¡Padre mío! ¡Oh, todavía resuena en mi oído ese nombre adorable, y que, sin embargo, por más que el instinto o la voz de la sangre me acercaran sus simpatías, nunca pude adivinar que perteneciese al hombre a quien debía el ser.

Alfonso dirigió al joven una de esas paternales miradas que tanta elocuencia encierran para quien sabe comprenderlas y apreciarlas.

-Dispensadme, señor, prosiguió el cuadrillero, cuyo acento vibraba a impulso de la emoción que le poseyera, y que trataba de ocultar en vano; dispensadme estos trasportes, bien naturales por cierto en la sensibilidad de un hijo, víctima de tan negra intriga... Y esa mujer maldita, de empedernido corazón, esa hechicera... ¡Oh! Esa arpía infame que ensangrienta su odio recóndito en una pobre criatura inocente, persiguiéndola incansable toda la vida por la pendiente del precipicio que ella misma le prepara... que le impone el nombre del espíritu más rebelde a Dios, acaso por un siniestro sarcasmo... ¡Ah, señor, desciendo de mi clemencia, y desde la altura legal de mi propio agravio, os pido justicia contra ese monstruo!

-La tendréis cumplida, Gonzalo, repuso el rey, en cuya hermosa frente, ligeramente fruncida, parecía reflejarse toda una tempestad de iracunda cólera: mi deseo se halla interesado en esa misma justicia, reclamada a la vez por un deber de reparadora satisfacción, y para cuyo fallo, apelando en este caso a los prudentes impulsos de vuestra alma noble, declino en vos mi autoridad para la sustanciación e inmediata aplicación del fallo que estiméis procedente: podéis, pues, a su tiempo, elevar a plenario el procedimiento, y sin traslimitar las leyes del buen sentido y de la crítica racional en tales casos, pronunciar, y aun también llevar a cumplido efecto, la sentencia que merezca. Con ello creo daros una prueba evidente de mi estimación, a la vez que del buen concepto que vuestra cordura me merece, sin que nadie pueda tampoco tacharme por ello de injusto, puesto que mi fallo se inclinaría acaso hacia la pena capital, la más terrible. Sin embargo, tal vez vuestra clemencia, al usar de la prerrogativa regia, encuentre algún lenitivo atenuante que no hallaría vuestro rey, aun recurriendo a los impulsos de su corazón generoso, puesto que sobre ellos está la vara de su justicia indeclinable y recta. ¿Quién sabe si podrá templarse algo el rigor a que esa tremenda responsabilidad ha hecho acreedora?

Pero la marcha del proceso, continuó, debe ser rápida en la sustanciación, puesto que de esta circunstancia esencial pende el éxito de la empresa: no olvidéis que vuestro infeliz padre Veremundo se está pudriendo acaso en una prisión, y que es necesario salvarle a cualquier costa, asegurando ante todo los medios que puedan ponerse en juego para obtener su libertad y la reivindicación de sus Estados de Altamira.

-¡Ah, padre mío! exclamó enternecido el joven, ¡yo juro por tu nombre, para mí tan sagrado, arrostrarlo todo y sacrificarme por tu salvación y tu dicha!

Y ante esta efusión cordial, tan tierna, tan vehemente, Gonzalo no pudo ocultar dos lágrimas que brotaron de sus ojos y rodaron por sus enrojecidas mejillas.

-Permitidme, señor, dijo doblando una rodilla, que os pida ante todo una gracia.

-¿Qué podría yo negaros en este día solemne de la reparación y de las revelaciones? Hablad, amigo mío, y contad desde luego con la palabra de vuestro rey que os ama.

-Quisiera la absolución del anciano Eleazar.

-Nada más justo, atendiendo a su carácter propio, a lo mucho que se debe a sus revelaciones, y a que la culpabilidad de su conducta resulta en cierto modo, grave: además, servicios como los que nos presta, jamás pueden pagarse; por cuya razón debéis perdonarle, como le perdona vuestro señor y rey por su parte. Además, ¿de cuánto puede aprovecharos ese hombre, dueño, al parecer, de ciertos resortes poderosos, que hallaríais cerrados de otra suerte en la marcha tenebrosa de vuestras investigaciones? Perdonadle, sí, es propio de vuestra indulgencia; perdonadle, y guardándoos a la vez de él al propio tiempo, utilizad sus servicios con prudencia.

-Veo, señor, que vuestra conciencia marcha de acuerdo con mi propósito, y que una misma inspiración nos guía, lo cual obliga hacia vos mi reconocimiento: creo que vuestra opinión se ajusta a los principios de la razón, de la equidad y de la justicia, y os prometo seguirla a todo trance. Ahora me permito preguntar a V. A. por dónde debo empezar mi obra.

-Por Hormesinda. El principal deber de un hijo en vuestro lugar es salvar a su madre.

-¿Y luego?

-Partiréis al castillo de Altamira, y con arreglo a las instrucciones que os tengo dadas, obraréis con energía, reclamando, del modo que os plazca, a vuestro padre, empleando para ello las vías de derecho y aun de hecho si fuere necesario, y haciendo valer el carácter de mi plenipotenciario, de que os acredita mi salvo-conducto, a cuyo efecto mi ejército, acampado a vista de la fortaleza, apoyará vuestras operaciones, y asaltará, caso necesario, los muros, aportillados ya, de las Torres.

Ea, prosiguió resueltamente, después de una ligera pausa: partid desde luego; vuestra tardanza puede infundir sospecha en el ánimo suspicaz de Ataulfo, quien, si llegara a apercibirse (y contad que ha empezado a entrar ya en sospecha), os cerraría las puertas de su castillo, desbaratando así el plan y dificultando la empresa. Llevaos a Eleazar, si os parece, y ante todo, notificad a ese buen anciano la absolución vos mismo, a condición siempre de su fidelidad y cooperación en la empresa; y si fuese precio la admite, exigidle de ello juramento, alentadle y amenazadle con mi justicia, cuya libre acción os podréis reservar en todo caso, si bien no perdiéndole jamás de vista y ejerciendo sobre sus acciones la más cautelosa vigilancia.

Ya amanece, continuó el rey, abriendo una claraboya, por la cual veíase un trozo de cielo estrellado y purísimo; partid a poner mano al plan, y volved luego a besar la mano a vuestro rey, que os continuará en la posesión legal de vuestros Estados, que se os restituyen, y a vuestro padre si existe.

Gonzalo besó la mano al monarca y salió de aquella pieza, donde al propio tiempo entraba un escudero que se desprendía del cuerpo de guardia colocado en la inmediata cámara, y que acudía a la voz de Alfonso.

-Que entreguen, dijo éste, al reo Eleazar al guerrero que le reclamará en mi nombre. En cuanto a la vieja...

-¿La bruja, eh?

-Sí, ponedla a buen recaudo e incomunicada con el mayor rigor. ¿Lo oís?

El escudero se inclinó y salió al punto.

El rey, desasosegado e inquieto, empezó a pasear a grandes pasos por aquella, pieza denegrida y lúgubre, y cuyas amortiguadas luces teñían de un pálido fulgor sus paredes.

Fatigado al fin por aquella prolongada lucha de sensaciones, abandonaba poco después la torre, escoltado por un grupo de su guardia de archeros.

Capítulo VIII La madre y el hijo Blanca cual azucena, Vedla, allí está, ¡qué hermosa! En ardiente plegaria fervorosa Alterada la faz por honda pena, Fundida en su dolor, triste y llorosa. ¡Seductora visión de magia llena! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La escena tierna fue. ¿Quién se atreviera A interpretar tan hondas sensaciones En ambos corazones? Fuera intentarlo, en fin, una quimera.

Era la media noche: hora que, según las prescripciones reglamentarias de aquella santa casa, prescribía el retiro y el silencio a los moradores del sombrío monasterio de Santa Susana.

Con todo, el torno del locutorio permanecía todavía abierto e iluminado su interior por una luz invisible a través de la gran verja velada por cortinajes negros que formara el frontal de dicha pieza: circunstancia verdaderamente extraña en aquella hora. Bien es verdad que todo llevaba el sello de la novedad y de lo incomprensible en aquella noche, extraña también y portentosa.

En una de aquellas celdas, pobre y miserable asilo de la penitencia, oraba de rodillas la desgraciada Hormesinda, afligida y contristada el alma por la pena que la devoraba.

Era una blanquísima estatua suplicante, envuelta en su holgada túnica y en los profusos pliegues de su flotante manto, prosternada en la tarima de su reclinatorio ante un Crucifijo groseramente pintado en un lienzo con marco apolillado rasgado en jirones, y en torno del cual, sobre un trozo de tapicería, ardían dos cirios amarillos.

El aspecto de aquella celda era triste y melancólico: su mueblaje reducíase a dos sitiales rotos y desvencijados, un lecho nada suntuoso por cierto, un búcaro con flores, y un jarro con agua.

Sobre los hombros de aquella mujer, todavía hermosísima, flotaba su profusa cabellera destrenzada, y sus ojos suplicantes, enrojecidos por el llanto, posábanse en el Crucifijo con una indefinible expresión de dulzura.

-¡Dios mío, Dios mío! exclamaba a media voz, fundida en llanto y retorciéndose los brazos con cierta desesperación angustiosa: ¿por qué me inspirasteis esa pasión frenética que ataraza mi espíritu, empujándome hacia el abismo de la culpa? ¿Por qué no desviasteis de mí esa tentación, eterna pesadilla del alma, vivo cáncer del remordimiento que corroe mis huesos o inflama mi sangre?...

¡Amar a mi propio hijo!... ¡Oh! Amor criminal e incestuoso, rapto hediondo de la debilidad humana, flaqueza culpable, de que jamás me arrepentiré bastante, y cuyo recuerdo será siempre un tormento eterno y perdurable que matará mi vida sin remedio, después de hacer vacilar la antorcha de la fe, esa guía providencial tan combatida, de la predestinación y de la gracia.

Pero aun en medio de ese borrascoso vértigo que sofoca mi conciencia, ahogando en cruda alternativa el poderoso instinto del alma, desciende siempre el rayo de la esperanza en la misericordia de un Dios, que sabe como yo misma la parte de culpabilidad que pudiera caberme en cierto modo... Porque en verdad yo no obraba con discernimiento de la falta que cometiera... estaba inocente de esa intriga de que éramos víctimas, y obedecía únicamente a los impulsos del corazón, que por cierto dábame en ello una prueba de su infidelidad y miseria... ¡Oh! ¡Fragilidades humanas a que arrojan siempre a la faz de la criatura una prueba evidente de su flaqueza!

¡Ay de mí, si cediendo al incentivo amoroso que ardía aquí dentro, en mi pecho, con una intensidad voraz... si dejándome alucinar por la mágica seducción de esa voz de las pasiones, tan estimulante y seductora que sorprende el ánimo más denodado y fuerte, deslumbrando el entendimiento y envolviéndole en peligrosas redes... si alucinada por esa voz potente, mágica revulsión de la naturaleza, que pone en combustión sus recursos vitales, sometiéndolos a la acción corrosiva de un con flagrante incendio... si entonces, en esos momentos peligrosos de conturbación moral, víctima de mi propio rapto, hubiera sido débil, cediendo a las exigencias de la pasión frenética que nos devoraba cada vez que nos aproximábamos el uno al otro!... ¡Horror! ¡Oh!, ¡Maldición! Añadiría hoy a mi afán un nuevo tormento, eterno, cruel, que me aniquilaría sin recurso y condenaría mi pobre, alma, presa de la desesperación y del remordimiento.

Dios no lo ha querido así. ¡Oh, gracias, Señor! Me habéis dispensado en ello una prueba de vuestra misericordia, haciéndome ver con ello que una Providencia sabia, eterna, preside los actos de la criatura, velando siempre sobre sus destinos, y sosteniéndole, alentándole, contra los embates de la tentación con que prueba los quilates de su virtud y de su fe.

Y sin embargo, conturbada el alma en medio de un piélago de vacilaciones, pugno en vano por alejar esa turba importuna de fantasmas que me persigue, y necesito invocar el auxilio de la gracia para recobrar la paz del espíritu y el candor de mi primitiva inocencia... pero ensordece el cielo a mis plegarias, y entra en mí el desaliento más amargo.

No, yo insistiré por conseguirlo, aun a costa de cualquier sacrificio expiatorio, por enorme que sea, aunque necesite renunciar definitivamente al mundo... ¿Y cómo no recurrir a él? Abdicaré mi libertad y mi albedrío, y me encerraré en este mismo claustro, que ensordece al ruido de las pasiones y da paz al alma en la soledad de sus penas.

¡Ay! Acoged, Señor, mis preces; inspiradme una perseverancia resignada y heroica; alentad mi fe, que vacila al soplo de la tentación que la combate, y en cambio, recibid el voto de un corazón contrito, dispuesto, a trueque de ello, a renunciar al mundo y sus falaces goces, para consagrarse eternamente a vuestro servicio.

Y sublimada por su propio entusiasmo, encendido el rostro de fervor, y animadas aquellas facciones, poco antes pálidas, por el fuego de una inspiración vehemente, Hormesinda extendió los brazos, los elevó sobre su hermosa cabeza, y cruzó luego las blancas manos sobre su pecho, palpitante y trémulo por la emoción misma que acaba de exaltar más todavía su precedente monólogo.

Murmuró una oración secreta, e inspirada de un santo entusiasmo, levantóse radiante de majestad y belleza. En su rostro, completamente trasfigurado, lució un destello de triunfante dicha, de una plenitud satisfactoria que rebosara toda aquella humanidad, exaltada por esa victoria obtenida por la heroína en aquella lucha sobre su misma virtud tan combatida.

-Las sombras de la noche extendiéronse de repente en aquel silencioso retrete, porque las luces del Crucifijo apagáronse súbitamente, como por un soplo mágico a impulso de una ráfaga de viento que se introdujo por un tragaluz del muro.

Hormesinda, nerviosa por temperamento, y cuya conciencia alterada la constituía en un estado de sobreexcitación continua, lanzó un grito de sorpresa, y aterrada por su propio pánico, que le impidió huir, cayó de rodillas casi desvanecida, yerta de espanto y sin poder articular una sola frase...

Al propio tiempo abríase la puerta de la celda, cuyos goznes produjeron un ligero crujido, y un religioso alto, corpulento, con la capilla echada al rostro, penetraba en la celda, llevando en una mano una linterna sorda y apoyándose con la otra en un cayado nudoso.

Era el monje de Sahagún, a quien ya conocemos.

Su majestuosa presencia, su blanca y prolongada barba, la expresión dulce y benévola de su venerable semblante, todavía pálido por la convalecencia de las heridas que poco antes, según dijimos, recibiera; todo aquel interesante conjunto, en aquel sitio, en aquellas circunstancias, y en aquella hora intempestiva, concurría a dar a esta importante figura ese extraño aspecto de solemnidad de que se rodeara, y que tanto imponía.

Hasta la puerta de la celda habíale acompañado otra persona que quedó por de pronto a la parte exterior, donde quedaba también de escucha, junto al mismo dintel, una de aquellas virtuosas reclusas; formalidad que en tales casos, sin excepción alguna, prevenían las reglas, y que se llenaba siempre con rigorosa puntualidad.

La súbita aparición del santo anciano restituyó a Hormesinda su razón, ofuscada momentáneamente por su propio alucinamiento. Levantóse de pronto, tímida y modesta, inclinada su vista al suelo, y besó la mano que el sacerdote la ofreciera.

-Comprendo vuestra vergüenza, o vuestra confusión, al menos, dijo el monje con su acento grave y reposado; sin embargo, el rubor debe desaparecer siempre al penetrar el pecador en el atrio del tribunal de la penitencia, donde arde el fuego purificador de la gracia, esa medicina reparadora del alma.

-¡Ay, padre mío! repuso ella, sin alzar del suelo su vista, abatida por el sonrojo; es tan larga la serie de mis infortunios y tan enorme el peso que agobia mi espíritu...

No pudo concluir: la puerta de la celda volvió a rechinar tras del biombo, entreabrióse la cortina que velara interiormente el buque del postigo de la celda, y un apuesto doncel vestido de paladín, avanzó como una sombra gentil por aquel retrete, mudo, silencioso y reverente.

Era el joven Gonzalo Rodrigo de Moscoso. De su cuello pendía la hermosa cruz de oro que le entregó su moribunda nodriza, según dijimos, y flotaba luciente sobre la bruñida cota acerada aquel precioso relicario, revelación santa de un secreto por tantos títulos interesante.

La sorpresa de esta improvisación tan rápida produjo un profundo pánico en la impresionable Hormesinda, cuya extraviada mirada erró al pronto azorada y confusa por todo aquel ámbito, como si realmente dudase de lo que estaba viendo.

El monje únicamente permaneció en cierto modo impasible, y si algún efecto se pintó en sus facciones, fue cierta expresión solemne y satisfactoria, imposible de describir.

-He aquí, dijo con su voz grave y usada, uno de los puntos más esenciales de la misión que afecta a mi sacerdocio: culpad, señora, a mi celo, mal o bien conducido, esta sorpresa que en este instante solemne os confunde: yo me constituyo responsable de cualquier imprudencia o indiscreción que en este caso pueda haber habido por mi parte, mientras que el sacerdote, no el hombre, tiene el plausible honor de presentaros a vuestro hijo.

Y sin más tregua, dirigiéndose al guerrero, continuó:

-Gonzalo, se concluyó el misterio, ahí tenéis a vuestra madre, que como tal os ama: haceos digno de su cariño.

Y su dedo índice, tenaz como un dardo, designó a la joven que permanecía como petrificada todavía.

El cuadrillero a su vez también quedó inmóvil, mientras que el religioso, en su actitud afectadamente tranquila, enmudecido e impasible, contemplábales respetando al propio tiempo aquella situación crítica que él mismo había creado.

Pasado este primer instante de fascinación, de éxtasis, o de atonía, un instinto de pudoroso respeto se apoderó de ambos, obligándoles a bajar simultáneamente la vista, como impelidos por un mismo resorte de rubor.

Al fin pudo más la voz de la sangre, esa irresistible evocación del instinto; despertóse súbitamente el entusiasmo, y en aquella rápida transición tan crítica, solo dos palabras las más dulces del lenguaje humano, como que componen todo un poema de amor, oyéronse en una consonancia mutua.

-¡Madre mía!

-¡Hijo mío!

Y el eco de ambas exclamaciones fue a refluir en los corazones de aquellos dos seres tan desgraciados, y al propio tiempo tan dichosos, fundiéndolos en copioso llanto.

Durante un largo intervalo oyéronse únicamente los sollozos de la madre y del hijo entusiastamente abrazados y entregados exclusivamente a toda la explosión del sentimiento.

El monje, cruzado de brazos, hubo de volverse un momento de espaldas, conmovido por aquella escena patética: en sus ojos enrojecidos por el llanto, temblaban lágrimas de alegría y de ternura. Y en aquellos instantes en que la emoción embargara el uso de la palabra, concentrando todas las sensaciones, extendió maquinalmente sobre aquel grupo venturoso su diestra, elevó la vista al cielo en religioso éxtasis y sus labios murmuraron una oración secreta.

Aquella figura patriarcal, tan venerable, realzada todavía más por su interesante actitud, tenía un no se qué de profético que imponía: el sacerdote estaba en verdad entonces a toda la sublime altura de su misión en la tierra.

-¡Madre mía!

- ¡Hijo mío!

Esta exclamación recíproca volvió a repetirse otra vez, vertiendo de nuevo toda la mágica unción de su poesía y agitando las fibras del corazón profundamente conmovido. Y las lágrimas volvieron a correr de nuevo en abundancia durante un breve rato, porque todos los actores de esta escena solemne lloraban, hasta la misma religiosa que estaba de escucha a la parte exterior de la puerta, oíase suspirar tras de la cortina del buque.

Trascurrido un corto intervalo que hubo de concederse al desahogo, el religioso, con su acento grave y majestuoso, dijo:

-Ya es tiempo de acabar, dando así tregua a tantas emociones, mi misión queda por esta noche cumplida, y por cierto que debemos congratularnos todos del resultado que acaba de despejar la incógnita fijando de un modo indudable la claridad de los hechos Dios ha permitido que el asunto haya atravesado estas fases, para que un día, hoy, resolviendo la crisis, rasgando el velo del prodigio, el sol radiante de la verdad haya venido a iluminar el caos resplandeciendo su esplendor triunfante sobre las tinieblas del maquiavelismo y del crimen.

Vuestros recuerdos, continuó, no deben ocuparse ya de lo pasado, sino del presente que os prepara todavía, quizás un porvenir dichoso, amar, olvidar y perdonar, esperando después la recompensa: he aquí el deber que embellece la vida de la criatura, endulzando sus amarguras y realzando sus goces en fuerza de indulgencia y amor. Debéis una protección decidida a S. A. que preside en nombre de Dios, de quien es figura en la tierra, vuestros destinos; esperadlo pues todo de él, y... ¿quién sabe si esa fe, esa plenitud de esperanza y amor pueden cicatrizar las llagas que sangran todavía vuestro corazón mártir, colmando un día, no lejano, vuestro afán y vuestras aspiraciones más gratas?

-Ya no podía resignarme, dijo al fin Hormesinda, al sacrificio de la ausencia de mi hijo, en quien veré desde hoy mi constante apoyo. ¿Qué sería de mí, de las demás religiosas, de este monasterio, en fin, donde el secreto tal vez ya revelado de mi existencia en él puede acarrear una persecución y un peligro por parte de Ataulfo y sus parciales y confederados, sin exceptuar tal vez al obispo de Santiago y sus taifas? No hijo mío, ¿es verdad que no abandonarás a tu pobre madre y a sus bienhechoras?

-Sosegaos, señora, repuso el monje, S. A., previsor hasta la prudencia, ha encontrado medio de ocurrir a todo eso, adelantándose a los acontecimientos posibles, mirad.

Y abriendo una ventanilla abocinada y guarnecida de reja que daba al campo de la Estrella, hízole observar una pequeña tropa que vivaqueaba, diseminada en movibles grupos, al brillo de las chispeantes hogueras del campamento.

-¡Y bien! objetó ella, ¿qué importa que esa demostración denote un acto de protección, si se quiere, en favor nuestro, cuando eso mismo puede crearnos un peligro más permanente todavía y un compromiso probable, apenas vuelva a ponerse en marcha ese tercio?

-Estáis en un error, señora: esa fuerza, a la orden y devoción de S. A., ha sido destacada por su mandato y colocada ahí permanentemente hasta que cese el riesgo. Descuidad pues, es buena gente, y no faltará a su puesto de honor.

Pero entonces parece que se trata de una invasión a mano armada en estos dominios del señor Obispo, lo cual puede crear tal vez otro género de compromisos.

-No importa, ya se ha ocurrido a esas eventualidades, ocupando los puntos de más importancia que pudieran inquietar a S. A. en la empresa que se ha propuesto llevar a cumplido término y desenlace. Además, las noticias recibidas de Roma con relación al proceso formado al prelado rebelde, no son en modo alguno favorables a S. I. quien en la expectativa de una destitución quizás de su dignidad, no es de creer que insista en llevar adelante ese sistema tradicional, en él de agresivo orgullo que le pierde. ¡Téngalo Dios de su santa mano!

-Con todo, S. I. diz que es demasiado altivo, según parece, y acaso de esos mismos reveses de su fortuna comprometida piquen su orgullo herido y recurra a la desesperación...

-Sus tercios le han abandonado porque no les pagaba, matándoles en fuerza de hambre y castigo, aun a pesar de ser sacerdote y rico.

-Está bien, pero su avaricia que cuentan se halla en relación con su opulencia misma, parece que ha encontrado medio, de allegarse alianzas que le protejan en caso de apuro, y entre ellas la de Ataulfo, que parece se reputa bastante poderosa todavía según parece.

-No lo creáis así, señora, todo eso puede muy bien decirse y aun darse por seguro, sin temor de ser desmentido, aquí, dentro de esta santa casa, donde se hacen cundir favorablemente, según, parece, los aires de S. I. y de sus parciales como el que habéis nombrado y a quien libre Dios de cualquier desgracia posible.

-¿Qué me decís?

-Yo, señora, nada más digo, y cedo en este punto la palabra a vuestro hijo que podrá tal vez informaros mejor que yo del asunto.

-Es cierto, madre mía, dijo a su vez Gonzalo: Ataulfo se halla amenazado de una proscripción civil, de un secuestro y acaso todavía más que de un despojo.

-¿Es verdad?

-Y no es eso todo, señora, caso de interesaros por su vida, no le olvidéis en vuestras oraciones, porque peligra también quizás.

-¡Cómo! exclamó sobrecogida de terror la joven.

-El cielo, reparador y justo, parece haber abandonado a su destino que mengua, y a la terrible espada de la ley que brota ya sobre su cerviz y la hiere.

Hormesinda pareció recapacitar un instante, y en aquella actitud contemplativa, en aquel recogimiento, muda concentración del espíritu, debieron evocarse los recuerdos de su pasado con todo su sombrío terror, con sus amarguras y sufrimientos.

Su corazón, cruelmente ulcerado debió sentir rasgarse sus heridas mal cicatrizadas y que empezaban ya de nuevo a destilar sangre: contrajéronse sus fibras y a través de todo su cuerpo, corrió, cual chispa eléctrica, un frío mortal.

-¡Dios! murmuró, ¡siempre Dios!...

Oyóse entonces la campana del monasterio que tañía a maitines.

La iglesia empezaba a iluminarse, y colocábanse ya los atriles del coro.

-Dispensad, padre, dijo Gonzalo entonces, necesito hablar a solas con mi madre vuestro permiso y el de la religiosa que nos oye.

-Sea pues, a Dios gracias, contestó ésta desde su escondite con su voz gangosa.

El monje se retiró hacia el dintel y habló por lo bajo con la religiosa, permaneciendo ambos en la arte exterior de la celda un breve rato.

Mientras tanto la madre y el hijo, a solas, en grato y confidencial coloquio, pudieron comunicarse sus secretos más íntimos.

Nadie pudo traslucir jamás los pormenores de esta conferencia que debió ser por demás interesante. Solo se dijo que la joven reconoció el relicario que entregara a Gonzalo la mujer moribunda y que llevaba éste al cuello, lo cual produjo una nueva escena sentimental y patética entre ambos, puesto que por parte de Hormesinda era la prueba más concluyente de la identidad de su hijo, quien la restituyó a su madre, que la aceptó con verdadero delirio.

Media hora después el monje y el guerrero salían del monasterio del propio modo y por el mismo punto que habían entrado.

Hormesinda, después de una despedida afectuosa en que terció el monje, a quien protestó ella su gratitud por su cooperación en el desenlace del suceso, y al mismo tiempo que ellos abandonaban el santo asilo, acudía a su vez al coro, más agitada que nunca, a tiempo que los preludios del órgano acompañaban la antífona del primer nocturno.

Al paso diremos a quien pueda extrañar la entrada del monje y del cuadrillero en el santuario en aquella hora tan intempestiva, que nada tiene de extraña esa circunstancia, demasiado común en una época como aquella en que la simplicidad de costumbre o mejor dicho, la relajación de las reglas monásticas no andaban ciertamente muy escrupulosas en este punto, que en otros tiempos pasara por un marcado escándalo.

Sexta parte Flores y abrojos
Capítulo primero El emisario de S. A. Por fin desesperado, Cediendo a la inquietud y al desaliento. Presa de vil pecado, Lacerado en cruel remordimiento. El magnate infeliz inclina al hado Su destino fatal, triste y cruento.

El castillo de Altamira era mientras tanto teatro de singulares acontecimientos.

Reinaba en él la agitación más profunda, cubríanse de soldados malos o buenos, sus almenas, sus muros y atalayas, sus obras aportilladas por los estragos del tiempo y por las contiendas civiles reparábanse a toda priesa, y en una palabra, redoblábanse los aprestos de defensa, como si se tratara de una invasión a mano armada o cuando menos de una guerra inminente.

Y así era como en general se comprendía, en lo cual, fuerza es decir que había sobrado fundamento, pues venía a corroborarlo aquella celeridad tan activa, aquel arrebato, aquella precipitación tan diligente aquella alarma en fin tan constante que le trasformara en un todo las solitarias Torres de Altamira.

Al mismo tiempo los hidalgos sub-tributarios, esos señores tiranuelos a la sombra poderosa del conde, hacían aproximar también, precipitando marchas, sus tercios, de cualquier modo armados y equipados, hacia la fortaleza, donde ellos mismos iban también a encerrarse, acudiendo al llamamiento angustioso de aquel que hacia valer la naturaleza de los tratados federativos en el apurado conflicto en que se hallara la referida plaza, porque apuro y vivísimo debía ser en efecto.

Las noticias que continuamente se recibían del exterior eran cada vez más alarmantes. A juzgar por las evoluciones de los tercios, castellanos y leoneses, el grueso de ellos parecía dirigirse, forzando marchas, sobre Altamira, capitaneados personalmente por el mismo rey, circunstancia especial, capaz de infundir por sí sola la desesperación y el desaliento en los confederados rebeldes.

Y era caso de desesperar por cierto esta noticia, si se confirmaba, apreciados algunos antecedentes, en cuyo caso bien merecía la pena de aventurarlo todo en la empresa, porque Alfonso era tenaz en todas las suyas y había jurado ademas arrasar hasta los fundamentos de las Torres de Altamira.

Y aun sobre ese mismo temor, bien fundado en verdad, alzábase especialmente en la conciencia de Ataulfo el fantasma amenazador del remordimiento. El secreto de la prisión de Veremundo, la fuga de Hormesinda y de Omar-Jacub, aunque restituido éste de nuevo al castillo bajo una artificiosa fábula ingeniosamente urdida, y luego, en fin, el escandaloso divorcio promovido por su esposa, comprometida en aquellos amores culpables con el rey, amores criminales, adúlteros, que desgraciadamente no eran ya un secreto para el público, y que indisponiendo las voluntades, acababa de introducir la discordia conyugal que produjera aquel acto, y de ahí la rivalidad y un desacuerdo peligroso entre el monarca y el magnate... todo este cúmulo de circunstancias principales concurría a mantener la zozobra en el ánimo del tirano hidalgo, que por su parte invocaba para ocurrir al conflicto, la alianza y los recursos de sus amigos y en particular del famoso Diego Peláez, obispo de Santiago, cuyos asuntos tampoco iban verdaderamente muy prósperos, como ya en otro lugar dejamos dicho.

Mientras tanto, y cuando Ataulfo revolvía en su ardiente imaginación todo un dédalo de contrariedades, sin acertar a resolverlas, una noche, cuando toda la familia del castillo al sueño y solo velaban los centinelas en el muro, oyóse el toque algo lejano de un clarín que moduló unas notas pausadas, como un clamor lúgubre y melancólico.

El conde salió al fin de su abstracción, subió a la plataforma que se extendía entre los dos cuerpos del edificio como una terraza morisca, y desde allí dio orden para que se levantara el rastrillo y se permitiese entrar a la persona que esperaba a la parte opuesta del foso y a cuantas otras formaran su séquito.

Esto parecía probar al menos que Ataulfo debiera estar preparado de antemano tal vez para aquel suceso.

Bajó luego a su cámara de honor, alumbrada por una gran lámpara bizantina pendiente de la alta clave, y que difundía en el vasto recinto una pálida claridad vacilante.

Poco después, precedido del venerable Fromoso, aposentador del castillo, entraba un guerrero de punta en blanco, en cuyo almete ondeaba un airón flotante, con cierta divisa, distintivo peculiar del cuadrillero Gonzalo, pues tal era.

Apoyábase en una fuerte lanza, haciendo crujir en el movimiento de su paso acompasado y grave su luciente arnés de batalla, sobre cuyas templadas piezas damasquinas, admirablemente bruñidas, resbalaban los rayos oblicuos de la luz.

El conde, en quien notáranse hasta entonces signos vivísimos de impaciencia, pareció respirar tranquilo, como si sacudiese un gran peso, y encubriendo bajo una complacencia forzada el odio que ardiera en su pecho, salió al encuentro de aquel personaje que penetrara sin ceremonia en su cámara y en cuya arrogante apostura había algo de majestuoso y heroico.

Ya hemos indicado que se trata de nuestro conocido Lucifer o sea Gonzalo, jefe cuadrillero a las órdenes del obispo de Santiago, y endosado luego a las de Ataulfo, aunque en realidad, como sabemos, entregado realmente a la voluntad de S. A., por cuya cuenta y la suya propia trabajara en secreto.

Al paso debemos consignar que en esta conducta del noble mancebo no había traición en cierto modo, ni podía tampoco separar su proceder de esta arriesgada línea, la única tal vez que pudiera conducirle a la libertad de su padre, prisionero, si es que existiera aún en las mazmorras de Altamira.

-¡Por fin venís con mil legiones de demonios! exclamó Ataulfo con visible muestras de enojo y al propio tiempo de familiaridad no muy sincera por cierto; os habéis hecho esperar demasiado y a la verdad tengo yo en ello algún tanto de culpa por no haberos sido demasiado franco y explícito respecto al gran riesgo que amenaza hoy a mi casa.

El conde sabio, no obstante, cuán poco podía confiar con el joven, de quien se le había hecho sospechar con fundamento; pero en su apurada situación conveníale ante todo disimular sin darse por sentido de ciertas cosas, hasta el extremo de asirse a lo que se llama un clavo ardiendo.

-Por cierto, señor, contestó el cuadrillero con refinado disimulo, que nunca creí fuese tan desesperado el lance; pero no era posible abandonar la alquería, punto de tanta importancia, como que, según me tenéis dicho, con sobrada razón, es la clave de esta fortaleza; por lo cual creí de mi deber vigilar en su defensa noche y día mientras me ha sido posible, no separándome a la vez con ello de vuestras órdenes, de tal suerte, que aún permaneciera en mi puesto de honor si una desgracia que deploro no me lo hubiese impedido.

-¿Sí, eh?

-Es repugnante, señor, para un soldado como yo venir encargado de una misión tan desagradable y triste.

-Pero decid, insistió el conde con el entusiasmo de su ansiedad, ¿conseguisteis al fin rechazar las huestes de ese ambicioso príncipe que, según he sabido, os asedió, y ha empleado toda clase de medios para apoderarse de la alquería?

-No ha sido posible resistir por más tiempo tan formidable lucha: las fuerzas y los recursos empleados por ambas partes han sido desiguales, nuestra desventaja era notable y la alquería ha sido tomada.

-No creáis que me sorprende la nueva, porque era ya resultado previsto por mí de antemano: ese hombre tenaz en su odio y su sistema no podía ceder, y debió acumular todo su poder entero para llevar a cabo su propósito. ¿Cómo, pues, se ha apoderado de la alquería?

-Por asalto, señor, el terreno ha sido disputado palmo a palmo, y la lucha empeñada cuerpo a cuerpo.

-¡Diablo! pues es un combate de fieras más que de hombres.

-Era propio del caso, en que el fuego del honor y del amor propio prestaba aliento y creaba proezas de valor aun por parte del soldado más pusilánime. Fui testigo del arrojo de todos los nuestros, que supieron sostener a toda su altura el honor de nuestras banderas, a cuyo efecto cumplí con mi deber por mi parte, reservándome el sitio de mayor peligro en la contienda.

-Bravo sois, capitán, no en vano mi deudo el señor obispo me lo ha asegurado así por su cruz pastoral repetidas veces.

Gonzalo se inclinó con fingida modestia, simulando sonrojo.

-Las pérdidas deben haber sido grandes por nuestra parte.

-Unos veinte heridos y contusos: el resto de la guarnición prisioneros.

-Y vos ¿cómo escapasteis?

-Milagrosamente, señor, porque en el calor de la refriega, que ha sido bien terrible y reñida, pude muy bien haber quedado sepultado bajo las ruinas del muro, batido por el enemigo con un resultado espantoso. ¡Ah! júroos por la cruz bendita de mi espada que a no ser por ese suceso endiablado, no ondeara hoy tal vez en las almenas de Briones la bandera de Castilla y León, como se, titula.

-¿Y huisteis, eh?

-Pude muy bien haberlo hecho; pero no queriendo abandonar la acción mientras me quedase un soldado, fui sorprendido por el mismo rey, el cual me ha soltado bajo palabra de honor, me envía a vos, portador de una embajada.

-¿Para mí? Sepamos pues a qué se reduce, aunque nada debe tener de agradable.

-Ciertamente: a que le entreguéis a discreción la fortaleza, o que de lo contrario, os preparéis a perecer con todo cuanto encierra, a cuyo efecto precipita su marcha acaso al frente de una fuerza irresistible en estos momentos mismos.

-Y ¿qué os parece a vos?

-Que no es cosa de decidirse en un momento, sino que requiere negociar una tregua, tratándose de un asunto de tamaña entidad.

Con este nuevo ardid aspiraba el joven a amenguar en lo posible o a desvanecer la sospecha que pudiera alimentar hacia él el conde, haciéndose a la vez un lugar más favorable a su más íntima confianza, principal objeto de su intención.

-Y creéis vos, dijo, que pudiéramos obtener esa tregua?

-¿Quién sabe? S. A. no es de esos hombres atolondrados que lo llevan todo a sangre y fuego, y por muy prevenido que esté contra lo que suelo él llamar vuestra rebeldía, le creo persona razonable para rechazar cualquier proposición que, lejos de envolver una abierta hostilidad que equivaldría a la ofensa de arrojarle a la cara el guante de la provocación y del insulto, establece un medio probable de llegar a un acomoda miento conciliatorio.

-Como quiera que sea, prefiero el honor a la humillación, que es el oprobio. Venga, pues, ese altanero príncipe y le probaremos con las armas y nuestra constancia hasta dónde puede llegar el heroísmo cuando se atenta contra el amor propio y se insulta su dignidad, avasallándola sin otra razón que el abuso de la fuerza bruta; que venga ese usurpador contra nosotros, si hasta ese punto lleva su osadía: sus soldados, esos hambrientos sanguinarios, esos aventureros, ávidos de pillaje y de violencias, servirán de pasto a mis rebeldes.

Ataulfo se interrumpió un momento por otra nueva sorpresa. Un tercer personaje avanzaba silencioso y mudo por la vasta estancia, y saludaba con fría ceremonia. Era el viejo Eleazar.

-¡Oh! exclamó el magnate con asombro, ¿también vos, Omar-Jacub?

Y ante esta exclamación fingidamente entusiasta, confundíanse ambos en un abrazo mutuo y un ósculo, al estilo hebraico.

Era éste el beso alevoso de Judas.

-Decid, buen viejo, ¿no habíais caído, vos también las redes de S. A.?

-Sí, por desgracia; ese hombre fatal, a quien Dios confunda, pudo reducirme por la sorpresa al cautiverio, en lo cual maldito el interés que pudiera inspirarle un pobre anciano como yo, con lo cual puede explicarse acaso en gran parte la suerte de mi fuga.

-Pero ¿cómo habéis podido llegar hasta aquí?

-Permitid, señor, que tome el asunto desde el principio. Sorprendido en los bosques de Monte-Sorayo, y mientras mi esclavo rubio caía mortalmente herido por un venablo del rey Alfonso, pude huir con gran riesgo y ocultarme en los matorrales contiguos, escapando luego y escondiéndome en las ruinas del Cristo de la Agonía, en ocasión que acertaba a pasar casualmente por aquel punto vuestro capitán Lucifer, a quien pedí auxilio, y el cual ha tenido la galantería de acompañarme y traerme incólume a vuestra presencia.

Gonzalo se inclinó con un signo afirmativo.

Ataulfo, siempre receloso, con una mirada profunda sondeó el semblante de sus dos colocutores; pero era tal la naturalidad, o mejor dicho, el disimulo que había en aquellas fisonomías en la apariencia tan francas, tan predispuestas de antemano al plan preconcebido, que el conde con toda su suspicacia pudo respirar tranquilo, en la persuasión tal vez de que hablaran ellos la verdad sin artificio.

-Pero ¿quién se encarga, dijo, de transmitir al rey mi propósito?

-Si es negativo, señor...

-Seguramente, capitán, otra cosa fuera a menguar mi carácter y envilecerle. No, eso nunca, antes mi cabeza: vale más que caiga, que no que se doble.

-Pues entonces basta el silencio, que servirá de intérprete de nuestra negativa, contestó Gonzalo con aplomo.

-¿Y vos, entonces?

-¡Yo!... quedo aquí, en mi puesto de honra.

-¿No decíais que el rey os ha dado suelta bajo palabra de honor? En tal caso no perjuréis, que es la mancha más degradante en la carrera del soldado.

-No me liga a tanto mi empeño, tan distante del compromiso como de la indiferencia; me conocéis bien, señor, y aun cuando no me conocierais por vos mismo, ahí está el señor obispo que pudiera en todo caso garantizar mi conducta, incapaz de cometer una felonía, aun cuando mediase el sacrificio de mi propia existencia.

-Nunca pude dudarlo, capitán, repuso, estrechando su mano; ¿de suerte que os quedáis definitivamente aquí?

-A vuestro lado, señor, esperando mereceros el singular favor de que me designéis el punto más peligroso en el asalto que deben tal vez darnos.

Ante la palabra asalto que concluía de proferir el joven, Ataulfo no pudo disimular un doloroso arranque de ánimo que hizo palidecer súbitamente su rostro.

-¿Con que... tanto apremia el asunto? exclamó con desesperada amargura.

-Demasiado; acaso todavía más de lo que creáis.

-¿Y decís que no se concede tregua?

-Ninguna, como que es bien posible que mañana mismo marche ya sobre Altamira el rey con sus tropas, sin que haya quien le haga desistir de su propósito.

Ataulfo, con la cabeza ligeramente inclinada, su mirada fiera, errante y estúpida, clavada en el pavimento de mármol, destellando miradas oblicuas y fulminantes como el rayo, parecíase a la estatua del remordimiento, personificado visiblemente en aquel hombre, agobiado por el fantasma de la expiación que le persiguiera. Así permaneció un instante, y luego empezó a pasear apresuradamente como un insensato, sombrío, lúgubre y totalmente distraído bajo el peso de su terror.

Detúvose de pronto luego, como adoptando una resolución desesperada y decisiva: sacudió su altiva cabeza, irguió aquella frente cubierta de sudor febril, y en la explosión delirante de su alucinamiento, exclamó con una voz hueca, enronquecida por un cruel sarcasmo:

-Puesto que él lo quiere... sea. Que venga ese hombre ambicioso, cuya soberbia podremos estrellar tal vez en los muros de nuestra fortaleza, con el favor de Dios, si no nos abandona en tan justa causa... y si acaso triunfa... hagámosle comprar a precio de su sangre esa triste venganza estéril.

En la fisonomía del conde lució un destello de ira diabólica; subieron los colores de sus mejillas pálidas con un rápido incremento, contrastando notablemente con aquella tinta biliosa que manchara como un velo mortal su demacrado rostro.

-No perdamos tiempo, continuó, refiriéndose al joven con una exaltación delirante y frenética; partid al punto a poneros al frente de mis soldados; dirigid personalmente las operaciones, e impedid, rechazando a cualquier costa, la aproximación de los tercios reales al castillo; y si agotados los medios de resistencia, conocierais que no resta otro recurso que la derrota, dadme oportuno aviso; es preciso, entonces, preparar el trofeo que ese príncipe cruel e injusto debe arrastrar como consecuencia de su victoria, y que el carro de su mismo triunfo se abrase, si posible fuera, en las cenizas de las Torres de Altamira, y se sepulte y confunda en sus escombros mismos calcinados. Salid, salid, capitán, y ocupad vuestro puesto.

Gonzalo, en cuyo plan entraba aplazar algún tanto el designio que preocupara su mente, reprimiendo toda demostración de odio, y encubriendo, bajo su fría y pasiva indiferencia el mortal tesón que corroyera su alma, obedeció el mandato del conde y salió de la cámara con la satisfacción del triunfo que empezara ya a sonreírle allá en su instinto profético.

-¡Ataulfo! murmuró interiormente, el día de la expiación se acerca para ti, y la sombra de Veremundo, de mi pobre padre, te persigue, sin que alcance su poder a sustraerte de ella y de sus remordimientos.

-Ornar-Jacub, continuó Ataulfo, dirigiéndose al anciano que permaneciera a cierta distancia, mudo, inmóvil, con su mirada hipócrita fija en tierra; amigo mío, nunca he podido dudar de vuestros servicios, y sentiría que esta confianza tan ciega que en vos tengo y que una larga experiencia ha confirmado, pudiera desmentirse ahora en estas circunstancias tan críticas en que va a ponerse a dura prueba la fidelidad de mis servidores.

Eleazar se inclinó y apretó entre sus huesosas manos la que le tendía el conde, el cual continuó con voz baja y trémula:

-Amigo mío, recuerdo que en otro tiempo me aconsejasteis una cosa de que me horroricé entonces y que, al extremo a que han llegado los sucesos, es necesario adoptar hoy tal vez. Nunca creí en verdad, que un día necesitase apelar a tan diabólico recurso, que la desesperación reclamase un crimen para consolar el orgullo humano ofendido, y que el infierno hubiese de vomitar su vértigo por satisfacer un criminal deseo. Y sin embargo, ese día llegó, el día del extermino y de la venganza, día de reprobación, en que a toda idea racional y humanitaria se sobrepone un desenfrenado instinto de fiereza: es necesario, en fin, que en el caso desesperado, cuando violando el santuario de la morada pacífica de un castillo, el vencedor, abusando de la inmensa superioridad numérica de sus fuerzas, entre acaso en él a profanarle; entonces, Eleazar, es preciso huir por el subterráneo y prender fuego por todas partes al edificio, inundándole además rompiendo los diques de las cisternas, a fin de exterminar a ese ejército por medio del fuego y del agua, arrasando a la vez la fortaleza y arrebatando así al tirano hasta el más pequeño alarde de vanagloria, convirtiéndole en arma poderosa que le vilipendie y destruya. Vos habéis sido siempre el confidente íntimo de todos mis secretos y los de mi castillo; pues bien, sed el instrumento de esta terrible empresa, poned los medios, preparad lo necesario, puesto que ningún género de instrucciones necesitáis y no perdamos tiempo, porque el rey avanza y precipita sus tercios sobre la fortaleza... ¿Oís?

En efecto, oyóse entonces un toque de clarín lejano.

Eleazar se inclinó sin denotar alteración alguna.

-¿Lo oís bien? prosiguió Ataulfo: mientras nosotros entretenemos a ese ejército feroz y ganamos tiempo, a la primera orden que os comunique, dispondréis los preparativos del incendio: el edificio en su caso y cuando los tercios de Alfonso se hallen dentro y huimos nosotros por la mina, debe arder por todos sus flancos simultáneamente: a fin de que se propague y no pueda cortarse, emplead para ello las sustancias inflamables que juzguéis necesarias y que tengo preparada en abundancia para este efecto; y sueltas al propio tiempo las presas, la inundación aumentará el estrago mientras se alzan los puentes levadizos, impidiendo al rey y a los suyos la salida, y achicharrándoles, es decir, matándoles con el fuego y el agua.

Ataulfo sonrió a su modo ante esta idea infernal con tal sarcasmo, que hizo temblar y estremecer al judío, cuyo semblante ordinariamente impasible, pareció escandalizarse a fuerza de terror y odio.

Marcó otra cortesía, y mudo, asombrado, confuso en fuerza de su misma sorpresa, salió de la cámara, a tiempo que un estrépito de añafiles y atambores atronaba con un rumor cercano y vibrante las cercanías de Altamira, y batían una marcha bélica.

Capítulo II La entrevista ¡A qué tanto rencor, tanta insolencia, Tal empeño en su torpe negativa! Refinada imprudencia Que aleja un rasgo de real clemencia Y la venganza aviva.

Ataulfo, exaltado y comprimido a la vez por aquel estruendo que llamaba a las puertas de su mismo alcázar y provocara su amor propio herido, parecía ceder al abatimiento y a la postración moral: zumbaba en su mente todo un vértigo de sensaciones, a cuyo reo gemía el corazón con el rugido de una impotente cólera.

En esta situación acerba, en este éxtasis contradictorio solo una idea risueña y consoladora venia a reanimar su espíritu y a infundirle un destello supremo y halagüeño. Constanza, ángel hermoso con sus sueños de amor y ventura descendencia como una hechicera visión celeste, acariciábale con sus alas, sentía él la voluptuosa impresión de su aliento impregnado de embriagador deleite, y su mirada virginal, ardiente, apasionada, posábase en el alma del conde con una mágica seducción, con un encanto irresistible y tierno.

Y entonces, ante aquella tentadora visión tan arrebatadora, ensanchábase el pecho de aquel hombre egoísta, dilatábase su corazón, aspiraba con delirio aquel perfume divino, aquel aroma enloquecedor como un filtro, sensual, arrebatador y excitante como un deseo de amor.

Pero a veces también el demonio de su esposo solía evocar enmedio de aquella satisfactoria tregua moral un recuerdo lejano, una mancha impura que alteraba la ilusión de aquella esposa adultera... ¿Por qué ensañarse pues con aquel espíritu combatido tan cruelmente por tantas emociones? ¿Por qué ensangrentarse con tanta saña y tenacidad en su tortura?

¡Ay! que esos recuerdos que atarazaban el alma de aquel infortunado esposo, debieran por piedad siquiera, dormir siempre relegados a un perpetuo olvido; y sin embargo eran siempre el cáncer roedor de aquella conciencia alterada por el anatema y el crimen.

Sumergido en este abismo de amargura permaneció Ataulfo algunas horas, presa de una lucha contradictoria: su imaginación enervada por tanta fatiga, abatida por el insomnio, cárdeno el rostro con una lividez cadavérica, hundidos los ojos, apagado su brillo, el cabello erizado y bañada la frente por un sudor febril, el conde parecíase a un espantoso espectro mejor que a un ser viviente y animado: diríase que aquella fantástica sombra con trazas de hombre, empezaba a asistir con marcado terror a la descomposición física de su ser. Ataulfo, roto el temple de su alma inicua, parecía ceder ya al desfallecimiento y a aquella laxitud profunda que aniquilara sus resortes vitales.

Y en aquellos momentos críticos, cuando desaparecía el vigor y empezaba a eclipsarse el genio, presa de mortal deliquio, un nuevo incidente vino a reanimar a aquella organización nerviosa por temperamento y tan impresionable: la puerta de la antecámara crujió con estrépito, y una mujer medio desnuda, envuelta apenas en una especie de peinador blanco, precipitóse rápida como el viento, cruzó como una exhalación el espació y fue a postrarse a los pies del conde.

Era Constanza de Monforte.

Ataulfo la levantó dulcemente en sus brazos, mudo, trémulo, paralizado por la sorpresa y adivinando acaso con su receloso instinto alguna otra nueva desgracia para él.

-¿Qué sucede pues? exclamó todo convulso ante aquella sorpresa.

-Todo se ha perdido, conde, repuso ella sollozando, y con desgarrador despecho; el destino arroja hoy sobre vos y sobre mí una tempestad de calamidades y anatemas sin cuento.

-Al menos resta el honor, señora, dijo el orgulloso magnate con un supremo esfuerzo de dignidad y de amor propio, si se ha perdido todo, como decís equivocadamente, resta todavía el honor que está sobre ese todo, sobre ese hecho colectivo que decís vos. ¿Qué sucede pues? qué, ¿se trata de invadir nuestro hogar y arrojarnos de él como unos molestos huéspedes?

-No es eso todo, señor.

-¡Mas todavía! ¿acaso se ha puesto precio a mi cabeza?

Y en la fisonomía del hidalgo lució un relámpago de cruel ferocidad.

-¡Ah, señor! es que se acerca para nosotros el día de la expiación, y antes de pasar por esa horrible prueba, he resuelto matarme.

-¡Mataros vos! exclamó Ataulfo como picado de un áspid, ¿vos decís? Desistid de ello, señora, dejad caer sobre mi frente todo el peso de la desventura que viene a visitar nuestro destino. Sobre todo, el divorcio ha destruido nuestro lazo y cuanto había de común entre ambos; no, señora, estáis libre, enteramente libre y en modo alguno os alcanza la mancha de mi oprobio: retiraos... y huid, porque pudierais ser también víctima de vuestro alucinamiento, que es infundado y necio hasta la ridiculez:: creedme, debéis retiraros, lo exijo.

-Nada de eso, conde; el divorcio no exime la mancomunidad del honor entre los que han cohabitado tantos años bajo un mismo techo y han comido el pan de la felicidad y de la amargura muchas veces: yo por mi parte no puedo desprenderme de esta parte, de compromiso, del que no me considero desligada, y reclamo mi puesto de honor en esta crisis: vengo pues a implorar vuestra indulgencia o a matarme de despecho si no la consigo, aquí mismo.

-Volved en vos, pobre mujer, dijo el conde conmovido a su pesar a vista de tanto heroísmo verdadero o falso, y besando aquella frente pálida como la azucena; perdonada estáis por mi parte porque en estos instantes solemnes no puede negarse el perdón a quien como vos, lo invoca con ese mágico interés, que me obliga: pero entretanto, huid de mí, no os contaminéis con mi presencia porque apesta.

-Pero ese hombre que me persigue, que me arroja al rostro el lodo sucio de mi ignominia, del deshonor y del vilipendio.., ¿cómo librarme de él, cómo libraros vos y todo cuanto os rodea y pertenece?

-¿De quién habláis, señora?

-De ese miserable a quien habéis entregado la suerte de este castillo, de ese espía disfrazado, tránsfuga del Campo de Castilla, que os ha sorprendido, que os vende y que en estos momentos abre las puertas de la fortaleza a vuestro poderoso enemigo.

-¿Lucifer decís? gritó Ataulfo con destemplado acento de coraje, y corriendo desalentado hacia la puerta de la cámara.

-Teneos, no seáis imprudente, replicó ella, impidiéndole la salida; es ya tarde, y os halláis preso y vigilado como yo misma. Oíd ahora. ¿Os acordáis de aquella Elvira que tan miserable papel desempeñó conmigo... y con vos?

-¿Era él? preguntó el conde en un arranque instintivo de inspiración profética.

-El mismo, sí, todo me lo ha referido ese hombre, ese seductor infame y miserable, que invocaba mi compasión, redoblando sus exigencias ilícitas; pero vedle todavía, tenaz en su empeño, persiguiéndome aun a vuestra vista, y vomitando blasfemias e impurezas. Matadme, señor, matadme antes de pertenecerle por la violencia y el desacato.

En estos momentos, el conde azorado, mudo por el terror y la cólera, convirtió la vista hacia la gran puerta de cedro que daba ingreso al salón, a tiempo que Gonzalo trasponía el umbral y penetraba con la espada desnuda hasta colocarse enfrente del grupo de ambos esposos.

Seguíanles varios soldados armados de picas, espadas y alabardas, que ocuparon todo el ámbito del salón y sus avenidas. Entre ellos distinguíase uno, cubierto el rostro por una visera de luciente acero y vestido como todos de rigorosa armadura. Permanecía incorporado a Gonzalo, junto al cual fue a colocarse a guisa de escudero, mudo, arrogante y silencioso, como una estatua de hierro inmóvil.

Ataulfo, en un arranque súbito de genio, no supo reprimir la cólera que inflamara su pecho, y quiso salir al encuentro del joven cuadrillero, como adivinando lo que pasaba.

-¡Traidor! exclamó, ¡me has vendido como un espía villano y miserable!

-¡Mentís! respondió él con una calma sangrienta, vos sois el villano, el monstruo de mis rencores; vos, Ataulfo, asesino de Veremundo y de Hormesinda, a quienes arrebatasteis los dominios de Altamira, que no os pertenecen; vos, inhumano, que no contento con ello, les sepultasteis en un calabozo hediondo y arrojasteis a la miseria pública, al crimen, el fruto de sus castos amores.

-¿Tembláis? continúo, dando a su acento toda la feroz entonación del triunfo y de la cólera envueltos visiblemente en una sombría amenaza; pues todavía no es eso todo: os pusisteis de acuerdo con una mujer inicua, instrumento cómplice de vuestra infernal codicia, fraguasteis ambos de concierto un plan tenebroso, y no creísteis rebajaros, dando participación a un judío para entregarlo a vuestras víctimas y hacerlas a su vez también instrumentos de vuestras iniquidades, admitiéndoles a las confidencias y consejos más íntimos, y sacrificándolo todo, en fin, a vuestra ambición culpable y a vuestros rencores. Pero velaba mientras tanto sobre esa trama odiosa la Providencia o el destino, y amagaba vuestro corazón el puñal de la expiación; el instinto poderoso del alma me designó la víctima, es decir, al delincuente, y le aceché noche y día, y hundí en su pecho el acero vengador de la justicia indignamente ultrajada, aunque disfrazada bajo la apariencia de unos celos rabiosos.

-¡Vos! le interrumpió, sublevado por la ira el conde, queriendo precipitarse sobre el joven.

-¡Teneos, miserable! dijo éste a su vez, sin perder su sombrío aplomo; estáis desarmado y no quiero mataros todavía: es preciso que lo oigáis todo, quiero que mis revelaciones corroan vuestros huesos y abrasen vuestras entrañas, y que me justifiquen a la vez ante estos incasables testigos de vuestra confusión cobarde. Yo fui, sí, quien clavó el puñal en vuestro pecho por arrebataros la mujer que absorbiera entonces mi amor criminal, y cuya conducta no era por cierto tan irreprensible como creíais.

-¡Infame! gritó la condesa con una exclamación ahogada y lúgubre que agotó sus fuerzas y la desvaneció en profundo rapto.

-¡Oh! prosiguió después de una breve pausa, repuesta ya de su estupor, ¡calumniador después de asesino!... porque eso es una calumnia que vertéis para sonrojarme y envilecerme, para oprimir mi corazón y hacerte estallar o destrozarle a mansalva: ¡callad, miserable, o no respondo de mi justa cólera!

Gonzalo, con su calma sardónica, mostró, al conde el anillo nupcial que arrebatara a la baronesa la noche de sus bodas.

-¿Conocéis esta prenda? dijo.

Ataulfo, ante aquella prueba tan concluyente, vivo testimonio de su deshonra, experimentó un sangriento vértigo: una llama iracunda subió a su rostro y le inflamó, agolpando la sangre a sus poros.

-Ved ahí, continuó el joven, la prenda de amor que ligara el secreto de vuestra deshonra. ¿Dudáis ahora todavía?

El conde enmudeció: la hiel de su corazón rebosaba en forma de espuma por sus crispados labios, su mirada inyectábase de sangre, y no pudo menos de caer atolondrado sobre un taburete.

Luego, obedeciendo a una súbita inspiración colérica, arrojóse brutalmente sobre la condesa que yacía desmayada sobre el pavimento, la arrastró, la pisoteó y por poco la estruja con sus pies.

Fue esta evolución tan rápida, que apenas tuvieron tiempo de evitarla los circunstantes. El desconocido mandó retirar y sacar del castillo a aquella pobre mujer maltratada y bañada en sangre.

En el calor de su alucinamiento, Ataulfo no pareció apercibirse de este incidente.

-Pero, gritó, explotado por un vértigo de implacable cólera, ¿cómo pudo llegar hasta vos esa sortija?

-Ése es un secreto de honor que no revelaré jamás.

-¡Honor! ¿quién habla aquí de honor?

Y al proferir este sardónico apóstrofe, el magnate vertió una carcajada histórica y provocadora.

-Respetad, le dijo el cuadrillero, respetad el decoro de las personas que tenéis delante y que pueden probaros cuánto valen a vuestro lado, confundiendo vuestra insolencia.

-Pero ¿quién sois vos que de tanto blasonáis aquí con vuestras pretenciosas frases? preguntó el conde con burlesca expresión.

-Soy, repuso el joven capitán con solemne énfasis, vuestro sobrino y dueño legítimo de los Estados de Altamira, que retenéis usurpados; soy Gonzalo Rodrigo de Moscoso.

Y como para anonadar todavía más al asombrado hidalgo, el desconocido que permaneciera hasta entonces pasivo, levantó su visera y lanzó a Ataulfo una majestuosa y terrible mirada.

-¡El rey! exclamó reconociéndole, y huyó al punto como espantado y atónito, de la presencia del monarca que parecía fascinarle con su tremenda mirada.

-El rey, sí, repuso éste con su atronador acento, que parecía vibrar en el corazón de Ataulfo con un eco terrible y contundente, el rey, sí, que os pido cuenta en este instante de vuestros abusos y de vuestra criminal conducta, que os reclama a Veremundo, dueño legítimo de los dominios que indignamente lo usurpasteis, vos, ambicioso y cruel tirano; que os reclama igualmente a su esposa Hormesinda, sacrificada a vuestra iniquidad, y además los Estados y feudos que arrebatasteis a esa familia desventurada por culpa vuestra. En nombre del cielo, de la humanidad y de la justicia, yo Alfonso de Castilla, ungido de Dios y tutelar de estos pueblos que rijo y gobierno por la Divina Providencia, tomo bajo mi protección esa causa, la hago mía, y erigiéndome en juez de la misma, os demando y acuso ante el tribunal de la ley como reo de usurpación y homicidio, como tirano convicto y confeso.

-¡Convicto y confeso!... repitió Ataulfo con trémula y ensordecida voz; eso no, rey, porque seríais un juez injusto si vuestro fallo partiera de tan falso principio; podré aparecer acaso ante vos como reo presunto y sospechoso, pero convicto... eso no, vuestra conciencia debe estar alucinada, en cuyo caso no es esta por cierto la mejor oportunidad para faltar, si es que vuestra magistratura blasona de imparcial y desinteresada.

-Os equivocáis, Ataulfo, mis pesquisas lo han sondeado todo y queda patente la certeza de vuestros crímenes: he oído previamente la deposición testifical de un hombre que os ha servido de instrumento y cómplice en vuestras iniquidades, y me han satisfecho sus pruebas claras basta la evidencia.

-¡Todo eso es una impostura miserable! ¿quién es ese hombre? Os reto a que me lo pongáis delante a sostener tanta infamia... Pero no; es un ardid a que recurrís para envolverme en un lazo: nadie, puede asegurar esa calumnia.

-Ved que os equivocáis, Ataulfo, y moderad el lenguaje, porque habláis al rey.

El conde marcó un gesto de desdeñosa ironía.

-Ved, prosiguió el rey sin descomponer su aparente seriedad y calma, ved que ese testigo va a comparecer aquí ahora mismo a corroborar plena y terminantemente mis palabras, y a confundir vuestra pertinacia sistemática.

-Pero, ¿quién es ese hombre? insistió el conde con trémula altivez y en una actitud que reflejaba su cínica insolencia.

-¡Yo! contestó secamente Omar-Jacub, improvisándose y cruzándose de brazos con insultante procacidad.

-¡Tú! ¡traidor infame! exclamó como escandalizado el conde, el cual, pálido, desconcertado y trémulo, no pudo continuar de tal suerte lo impresionara aquella sorprendente revelación que tan lejos estaba de esperar: su misma desesperación paralizó sus facultades y ofuscó sus sentidos en un abismo de confusión. Al fin pudo hacer un esfuerzo y dijo balbuciente y trémulo:

-¡Rey Alfonso, ese hombre miente!

-Era éste un destello supremo del instinto egoísta de la criatura que tiende siempre a su propia conservación.

-Basta, dijo el monarca, es preciso que me digáis dónde está Veremundo.

-¡Veremundo! nada se de él Muchos años ha.

-Os equivocáis mintiendo, Veremundo es prisionero vuestro en Altamira.

-Estáis en un error, Alfonso, ninguna noticia tengo de lo que decís: y en prueba de la verdad, reconoced la fortaleza entera y os convenceréis.

-Servidnos vos de guía, y empecemos.

-Estoy dispuesto a ello, y solo espero vuestras órdenes.

-¡Ay de vos sino hallamos a la víctima! Temblad para entonces.

-Tenedlo por seguro, rey; ignoro el destino de mi hermano, os lo juro por lo más santo que veneramos en el mundo.

Capítulo III El aviso oportuno ¡Recuerdo del amor ¡oh! cuánto vales! ¡Cuál revelas tu magia poderosa!

Nadie se había apercibido, al parecer, de una misteriosa señal que dirigiera disimuladamente Ataulfo a uno de sus criados o confidentes que asistiera al acto desde un ángulo de la pieza, y confundido entro la soldadesca, nadie por consiguiente, pudo notar la desaparición de aquel hombre en los momentos en que tomaba un giro alarmante y amenazador el diálogo. Sentamos este precedente necesario a nuestra narración, como que influye poderosamente en la acción del drama que vamos ya desenlazando.

El día era ya entrado. Un sol esplendoroso alzábase en el Oriente, rodeado de una aureola inmensa de fuego, o iluminaba el espacio con su punzante brillo luminoso.

Las brumas del crepúsculo disipábanse en vaporosa neblina, y retiraban sus pliegues flotantes de plateada nieve.

Era en fin, una mañana encantadora, cuadro de arrebatadora poesía dulce y majestuosa, con su ambiente saturado de perfume, sus alboradas de fuego, y luego aquel sol resistente y tropical cerniéndose en el inflamado horizonte sobre un cielo azul zafiro sembrado a trechos de azafranados celajes, y en cuya línea oriental parecía ir brotando lentamente un penacho de tornasoladas nubes, como si se tratara de alzar un pedestal de nácar a aquel astro esplendente que invadía las esferas, remontándose sobre el encendido cenit.

Todo parecía sonreír en aquel día tan puro y sereno. Y sin embargo, en aquel mismo día tan magnífico debía suceder una catástrofe que debieran registrar los siglos en sus más sangrientos y repugnantes fastos.

¡Singular contraste el de la naturaleza! ¡mudo y elocuente mentís para esos fatalistas que juzgan por deducciones genéricas y armonizan los accidentes más casuales, enlazándolos por medio de un término comparativo y simpático! ¡triste lección para la ciencia humana tan limitada y errónea!

Pero no es justo permanecer por más tiempo separados de nuestro asunto.

Precedidos de Ataulfo y escoltados por un grupo de soldados fieles, el rey y Gonzalo penetraron en todos los departamentos, reconocieron con la mayor escrupulosidad los menores detalles, las avenidas, las torres y sótanos de la fortaleza, penetraron en las prisiones y mazmorras, abrieron todas las poternas y trampas, las puertas herradas de encina cubiertas de orín y moho; nada, en fin, escapó a la investigación, que por cierto no dio resultado alguno favorable respecto al hallazgo de Veremundo y Hormesinda.

Bramaba el rey de cólera, y Gonzalo apenas podía reprimir su pesar y su rencoroso ímpetu de venganza.

-¡Maldición sobre vos! exclamó sublevado por el dolor y la indignación, dirigiéndose a Ataulfo sobre vos que me arrebatasteis mis padres y mi posición social!, ¡Temblad, tirano, sino me restituís esas dos caras prendas que no os pertenecen!

Faltaba todavía reconocer los subterráneos.

Alfonso dispuso que le guiasen a ellos, y Ataulfo, en cuyo feroz continente parecía brillar una satisfacción siniestra y maligna dirigióse a la poterna abierta a flor de tierra, y que daba paso a la región subterránea.

Quedó, pues, abierto un buque profundo y lóbrego: una rampa desmoronada arrancaba del mismo ingreso y perdía su interminable serie de irregulares gradas casi perpendiculares en aquella lóbrega catacumba.

Una bocanada de viento húmedo y mefítico salió del buque y continuó azotando el rostro de los circunstantes con su violenta corriente.

El rey vaciló al pronto y rehusó entrar a aquella mansión tenebrosa. Llevó a los labios su clarín de aviso y moduló unas notas pausadas, a que contestó desde el exterior otra modulación aguda y vibrante.

Allá a poco presentóse una veintena de soldados.

-Esperad aquí, díjoles Alfonso, guardad la poterna a toda costa y no os separéis de este puesto por ningún pretexto.

Tomada, esta precaución preparáronse todos a penetrar en la mina, precedidos siempre de Ataulfo.

Alfonso, valiente y animoso basta la temeridad, porque temeridad y hasta imprudencia era lo que iba a acometer quizás, dio la orden de entrada.

-Esperad, señor, dijo Gonzalo, cogiendo por el brazo al monarca, y conteniéndole; ved la señal que nos hacen desde el torreón del Norte los nuestros.

En efecto; al convertir el rey la vista hacia la plataforma del muro, pudo notar un brazo que agitaba desde la saetera del cubo un pañuelo blanco.

Al mismo tiempo el timbre agudo, aunque lejano de una voz de mujer gritó muy remoto.

-¡Esperad, no entréis!

Detuviéronse todos instantáneamente. Ataulfo pareció experimentar un sacudimiento terrible. En aquella voz acababa de reconocer a su esposa Constanza de Monforte.

Quedó como petrificado de estupor, mudo, helado de espanto y sorpresa.

Hubo entonces una pausa lúgubre y sombría.

Y mientras todos concentraban su atención hacia la plataforma paralizados por la sorpresa, un viejo criado del conde llegaba cojeando, sudando a mares, jadeante por la fatiga de una larga y precipitada carrera.

Ataulfo lo reconoció al punto. Era el venerable Fromoso, mayordomo del castillo a quien ya conocemos.

Traía en la mano un pliego que entregó al rey.

El conde palideció entonces: agolpósele la sangre a las sienes y experimentó un vértigo de terror. Aquel billete era sin duda la caja de pandora que debiera encerrar acaso su sentencia de muerte.

Alfonso lo desdobló y leyó para sí en medio del profundo silencio de los circunstantes. Su contenido era el siguiente:

«No seas imprudente, príncipe; en ese subterráneo solo bailarás la muerte para ti y para los que te sigan: la previsión de Ataulfo se ha adelantado a todo, y tu vida y la de todos los tuyos penden de un hilo.

»Créeme y desiste de tu loco empeño; utilizando el sano consejo de tu siempre fiel:

Constanza de Monforte

Durante un momento el monarca quedó pensativo y perplejo, sumido en una lúgubre meditación, sin alcanzar a comprender el enigma. ¿Qué sentido, qué interpretación debería dar a aquel aviso? ¿Era acaso la astuta y refinada condesa quien aventuraba el ardid, disfrazado bajo el terror del misterio, a fin de intimidarle y retraerlo en aquella empresa investigadora, y que agotados los materiales, recurría a ese último y supremo grado de artificio?

¿O era acaso la antigua y apasionada amante, interesada en la suerte del hombre, cuya memoria estaba grabada todavía en su corazón y a quien sacrificará en otro tiempo su posición, su honor mismo, su virtud de mujer y su alma entera?

En esta perplejidad, en esta ruda alternativa, en esta incertidumbre, preciso es confesar que la balanza de la duda inclinábase a esta última probabilidad. Alfonso, aún a pesar del transcurso de tantos años, sintió despertarse en su corazón sensaciones simpáticas y desconocidas, y solo vio en aquella mujer adorable al ángel de seductor halago, sincero y, locamente entusiasta por sus amores, sombra hechicera que evocara sus más tiernos afectos, disipando a la vez las nubes que oprimían, su alma.

Alfonso pues, si bien convertido ya por su parte, quiso todavía otra prueba más que corroborase su decisión: así que, sondeó con una mirada profunda la fisonomía de Ataulfo, que pálido, consternado por la delación de su esposa, llevaba retratada en su semblante toda la hiel del terror y el odio.

Aquella prueba suprema decidió completamente el ánimo del rey, el cual dispuso en su vista que definitivamente no se continuase la pesquisa en los subterráneos.

Ataulfo, adivinando acaso con su habitual suspicacia la verdad, pareció devorar a Fromoso con una mirada oblicua y venenosa en que iban envueltos la amarga desolación del hombre abandonado y el tesón de una sorda amenaza implacable.

-¿Es decir, exclamó el rey sublevado por la ira y aun humillado en cierto modo por la perversa tenacidad del conde; es decir, que os resistís rotundamente a entregarnos Veremundo?

-He dicho ya y repito, contestó el bastardo hidalgo, que ignoro su paradero mucho tiempo ha. Esa es la verdad.

-Ved, desgraciado, que podéis arrepentiros tarde de vuestra pertinacia.

Ataulfo sonrió con desdén.

-Poco me importa, dijo, a todo estoy dispuesto, hasta el martirio.

-¡Hipócrita!

Gonzalo apenas podía reprimir la cólera: ardía en su pecho una abrasadora llama que cegaba sus sentidos y ofuscaba su mente. Sin la presencia del monarca hubiera cometido indudablemente en aquel hombre un exceso cualquiera.

-Sea como queráis, Ataulfo, continuó el rey; vuestra imprudente obcecación os precipita en el abismo y me ponéis en el caso de juzgaros como rebelde y contumaz por medio de un consejo de guerra que va a constituirse, hoy mismo acaso.

Ataulfo se inclinó con un movimiento afectado. Había en él más ironía que resignación, ironía procaz y venenosa que rebosara hiel, maldición y odio.

Levantasteis pendones contra vuestro rey y señor natural, enarbolasteis contra él el estandarte de la rebelión, lanzasteis el grito sedicioso, colocándoos al frente de esa miserable cruzada, esa revoltosa pandilla que se ha alzado contra las leyes del reino, y me ha negado sus feudos. Bien es cierto que ese miserable obispo ha contribuido a fomentar la facción, poniéndose con vos de acuerdo y estableciendo para ello una liga de reciprocidad mutua, ha creado alianzas y vinculado en provecho propio las ventajas de sus tenebrosos manejos; ha negociado matrimonios antipáticos como el vuestro con la infeliz Constanza, víctima inmolada a la ambición y al crimen, y cuya candorosa inexperiencia sorprendisteis de acuerdo con el prelado de Compostela, que servía en ello al secreto de sus rencores. Todo está, pues, descubierto y patente; rebelión, sacrilegio, usurpación violenta, homicidio... una serie, en fin, de infinitos crímenes agobia esa cabeza rebelde que permanece todavía erguida, insultando con su impunidad a la vindicta pública. Inclinadla, Ataulfo, inclinadla a la justificación del destino; es el peso de la ley, es la ley, Dios mismo quien lo manda.

El conde sonrió con su frío sarcasmo. Era aquella la provocación llevada hasta el cinismo: su corazón de mármol resistía todo género de prueba, y su temple parecía invulnerable.

Alfonso no alcanzaba a comprender tanta procacidad: estaba verdaderamente escandalizado, y resuelto a llevar el giro de su justicia hasta un grado ejemplar.

En esta persuasión, fijo y decidido, dio orden de asegurar al conde, empleando para ello las mayores precauciones, trasladándose luego a la cámara de audiencia del castillo, donde debiera ser juzgado y donde iba el soberano a recibir el juramento y pleito homenaje de los magnates gallegos.

Capítulo IV Sentencia y protesta Rindieron a su rey pleito-homenaje, ¡Oh, cuán mengua la estrella Del cruel personaje!

Aquel día tan esplendoroso y brillante fue poco a poco trasformándose.

A la caída de la tarde el cielo estaba ya casi totalmente condensado; las brumas de Levante impelidas por un viento sulfuroso y tibio, amontonábanse en remolinos flotantes, formando movibles capas cenicientas, densas, pesadas, que comprimían la atmósfera como una inmensa cúpula de plomo.

Era el viento, como hemos dicho, sulfuroso, acre y tibio, de estridente soplo, y cuyas sonoras y violentas ráfagas levantaban torbellinos de hojarasca y polvo, barriendo el espacio con sus inseguras corrientes que condensaran el éter, como el soplo impuro de la tempestad.

Bramaba ésta ya, anunciándose en los aires donde hacía resonar su rencoroso y sordo rugido, y allá hacia el Norte extendíase una faja de blanquizcas nubes, cuyos recortes destacábanse sobre un fondo sombrío trazado por serpientes angulares de electricidad.

La noche amenazaba ser desastrosa.

Las tropas castellanas hallábanse acampadas en las afueras de Altamira, y ocupábanse en construir y armar apresuradamente tiendas donde guarecerse de la tempestad que amenazaba.

Mientras tanto los hidalgos de la comarca, congregados en la cámara o tribunal de justicia de la fortaleza, renovaban en manos del rey de León y Castilla juramento de fidelidad, de obediencia y pleito-homenaje, en cuya virtud alzábaseles el acta de proscripción, restituyéndoseles a la gracia, amistad y buena armonía del monarca.

Luego aquellos altivos reyezuelos marchaban a sus castillejos, escoltados por un puñado de aventureros, que eran el contingente respectivo que los correspondiera por vía de auxilio en favor del pretendido conde de Altamira.

Veía éste con desesperado coraje cómo se disipaba de esta suerte el humo de su poder, apenas comenzara a menguar el astro de su derrocada fortuna. ¡Terrible lección que repiten los siglos, y cuyo testimonio vivo y continuado es la misma historia!

Una calma horrorosa, esa calma sorda y terrible que suele preceder a las grandes tempestades polares, parecía adormecer a intervalos el vértigo rugiente de la naturaleza explotada: luego resonaba el trueno, y al fragor de la electricidad acompañaban los bramidos del torbellino, que silbaban e iban a estrellarse en la gigantesca mole de Altamira, que aparecía enmedio del cuadro sublime de la naturaleza como un tenebroso espectro fantástico, herido por el brillo fatídico de los relámpagos, azotado por los elementos y proyectando sus angulares recortes y sus desmoronadas almenas góticas en aquel horizonte lóbrego, inflamado por las corrientes eléctricas.

La noche empezaba a cerrar, y a medida que iban desapareciendo los postreros fulgores del crepúsculo, arreciaba la tempestad con todos sus majestuosos horrores.

Mientras tanto concluíase la ceremonia en el salón de justicia; todos los hidalgos habían renovado ya su juramento de fidelidad y obediencia en manos del rey, y habían sido despedidos del castillo. Alfonso, en vista de ello y de los cargos que resultaran contra el conde, pronunciaba el siguiente fallo:

«Alfonso, rey de León, de Asturias, de Galicia y Castilla, etc,

»Visto y oído todo cuanto resulta contra Payo Ataulfo de Moscoso, titulado conde de Altamira, venimos en declararle, consultando nuestra propia conciencia, inspirada por Dios, cuyo poderoso -auxilio invocamos, traidor, contumaz y rebelde, e incurso además en la pena que marcan los reglamentos y leyes de estos nuestros reinos con relación a los reos de lesa majestad.

»Otrosí: lo acusamos y declaramos usurpador de los dominios de Altamira, usando de criminales medios, y además como homicida en la persona de su hermano Veremundo, legítimo señor de dichos estados, sin perjuicio de las responsabilidades en que ha incurrido por las coacciones y bajos manejos ejercidos en las personas de Hormesinda y Gonzalo, esposa e hijo respectivos del notado Veremundo Moscoso de Altamira; todo lo cual se hará constar por documento auténtico que se archivará con el proceso en el archivo de la Corona.

»En vista de ello, usando de nuestra prerrogativa regia, le desposeemos de los referidos estados, declarándolos de ahora para siempre pleno dominio de Gonzalo, hijo de Veremundo, caso de no parecer éste, como que le pertenecen legítimamente.

»Y por fin, con respecto al castigo corporal que, según el código de estos reinos, corresponde aplicar a Ataulfo y a Betsabé por el segundo concepto ya pronunciado, delegamos todas nuestras atribuciones y privilegios en el referido Gonzalo de Moscoso, para que ajustándose a las prácticas reglamentarias de nuestro fuero regio, pronuncie y mande llevará efecto dicha pena, como juez inapelable, sin restricción alguna, a cuyo efecto declinamos en él toda nuestra autoridad y celo, previniéndole que use ante todo y agote los recursos oportunos, a fin de inquirir por cuantos medios imaginables le sugieran su justificación y prudencia, el paradero y suerte de Veremundo y Hormesinda, por si existen, cuya circunstancia en su caso remitimos a su clemencia, para modificar y atenuar el rigor del fallo en cuanto lo merezca.

Pronunciado en Altamira... etc.

Alfonso

Ataulfo escuchó costa sentencia con estúpida y burlesca altivez y aun con cierta indiferencia insultante; aquel odio inveterado, aquel corazón todo perversidad y malicia oponían su organización de hierro a todo género de amenazas, y mostrábase rebelde, como él espíritu maldito, encarnado en humana forma.

Dirigió a Gonzalo una tremenda ojeada, en la cual parecía exhalarse toda la sublime concentración de su odio recóndito.

-Esto es hecho, dijo, os habéis puesto de acuerdo para fraguar una iniquidad, y elegisteis en mí la víctima, inventando para ello las formas de un proceso y revistiéndole de mentidas apariencias legales. Poco os debe importar la evidencia supuesta del crimen que me imputáis, cuando limitáis las pruebas a vuestro apasionado criterio. Sea pues, y como quiera que no me es fácil contrarrestar tanta fuerza como contra mí se conjura, cedo a esa violenta presión tiránica, pero no me conformo con los cargos, que rechazo por falsos y gratuitos. He aquí mi solemne protesta, que exijo se haga constar en el proceso.

Y con la mirada hosca, extraviada por su impotente cólera, pálido, rugiente y fieramente exaltado, Ataulfo empezó a dar agitados pasos por el salón, loco, frenético, y dejando traslucir el furor que inflamara su alma.

El rey fulminó a su vez también otra severa mirada de odioso menosprecio hacia aquel hombre, cuyas palabras, provocaran su enojo e insultaban la autoridad y la justicia.

-Basta, dijo: os prohíbo toda refutación de mi fallo, del cual solo a Dios debo dar cuenta en su día: apelad pues, a su tribunal, porque en la tierra no hallaréis otro superior al mío.

-Os equivocáis, rey, apelo a otro tribunal en la tierra, más Poderoso todavía que el vuestro, contestó con altiva provocación el hidalgo; apelo a la opinión pública que anatematizará ese abuso, esa coacción que contra mí se ejerce, al abrigo de la impunidad y del poder.

-¡La opinión pública!

-Sí y rey, y vais a ver quizás ahora mismo una prueba de ello.

Ataulfo se precipitó súbitamente hacia el alféizar de una gran ventana que daba al patio principal de la fortaleza, lleno a la sazón de soldados leoneses.

-¡Al tirano! gritó, ¡favoreced a una víctima indefensa! ¡soldados! ¡a mí contra el rey, y mi tesoro es vuestro!

A este grito tentador y subversivo, Alfonso y Gonzalo arrojáronse sobre el conde y lo arrastraron de aquel sitio, retíranle hacia dentro. Al extremo a que había llegado la corrupción en aquella época, no podía ser extraña una rebelión, cuando a cambio de ella se ofrecía una pingüe recompensa. El rey lo comprendió así, y experimentó un temor fundado, de alguna sedición en la soldadesca.

Ataulfo, al tiempo de separarse del buque, tuvo lugar de hacer sonar un silbato, produciendo un agudo y vibrante silbido.

-¡Callad, infame gritó el rey, callad u os haré arrancar la lengua!

-No haréis tal, repuso Ataulfo enderezándose de un salto con su provocadora actitud.

-¿Que no lo haré decís? ¿Por qué razón?

-Porque entonces no averiguaríais el paradero de Veremundo.

-¿Con que lo sabéis vos, y lo ocultáis?

-¡Tal vez!

-Sospechó al pronto Alfonso que aquel hombre pudiera apelar al ardid para eludir quizás, o cuando menos, para dar tregua al castigo.

-Ese hombre miento, dijo Gonzalo, es un miserable que trata de sorprendernos: yo os suplicaría señor, que tuviera a bien V. A. mandar llevar a efecto el castigo que le habéis impuesto, sin más tregua.

-A vos os toca, repuso el monarca; en esta causa, amigo mío me ha constituido en fiscal que acusa y propone, mientras que el juez que debe obrar sois vos.

A este punto llegaba el diálogo cuando uno de los heraldos del rey, previa la venia de costumbre, entraba en el salón y entregaba al conde un pliego que traía en su escarcela, sellado con las armas señoriales de Monforte. Ataulfo rasgó el sobre y devoró con ansiedad el contexto de aquel billete, que era el siguiente:

«Cuando un hombre de vuestra posición social, que blasona de honrado y caballero, aun sin serlo, llega al extremo en que se halla hoy el que aún se titula conde de Altamira, debe sostener su papel, siquiera sea de pura farsa, a toda su altura, hasta los momentos supremos.

»Hacedlo vos, y obrando así, mereceréis bien de los que conociéndoos, os compadecen, respetando a la vez la fatalidad que os persigue.

»Ataulfo, un hombre como vos debe matarse, si es que quiero dejar de existir con la honra. Hacedlo hoy mismo: quizás mañana fuera tarde:

Constanza, Baronesa de Monforte

Capítulo V La inundación ¡Infamia sin igual! ¡oh, materia impura Escándalo tan cruel tan inaudito, Que si acaso conjuro Las artes de su espíritu maldito, No pudiera llegar a más altura, No pudiera crear mayor delito.

A este tiempo un hombre anciano empapado en agua y fatigado al parecer por una larga carrera, hendió el grupo de soldados que invadiera el vestíbulo que precedía al gran salón y que constituía el cuerpo de guardia de S. A. y penetraba aun a pesar de las prohibiciones que se le oponían, hasta llegar a la presencia del monarca a cuyos pies cayó desfallecido.

Durante la carrera, aquel hombre, a quien creyeron loco o alucinado, lanzaba desesperados y alarmantes gritos y gesticulaba como un energúmeno, circunstancia que pasaba desapercibida en cierto modo en medio de las tinieblas de la noche y del bullicio de la soldadesca.

Era Omar-Jacub.

Aun a pesar suyo hubo de permanecer un instante mudo y silencioso, mientras tomaba aliento y se reponía del cansancio.

-¿Qué ocurre pues? exclamó el Rey visiblemente inmutado.

-Una gran desgracia, señor, repuso el anciano hebreo; Ataulfo, ha hecho soltar el dique de los estanques y cisterna de la fortaleza, ha mandado levantar las compuertas y a estas horas todas las prisiones y subterráneos están ya inundados: las aguas crecen con asombrosa rapidez, y a estas horas es bien posible que hayan ocurrido lamentables desgracias.

En el semblante de Ataulfo pareció brillar una sonrisa de satisfacción diabólica.

-¿Es cierto? exclamaron a la vez el Rey y Gonzalo, atónitos por las palabras del hebreo y lanzándose hacia la ventana por un movimiento instintivo y rápido.

Los soldados agitábanse presurosos en el patio, iluminado por algunas teas colocadas en los postes: reinaba entre aquella tumultuosa multitud una algarabía confusa, entre la cual percibíanse gritos de socorro; improperios y votos.

Era éste el comprobante de la desgracia que anunciara el judío.

-¿Y Veremundo?

-¿Y mi padre?

A estas dos exclamaciones unísonas, simultáneas, contestó Eleazar con un signo de desesperación juntando las manos elevándolas luego al cielo sobre su cabeza con una expresión indescriptible.

-Por fortuna, dijo con cierta sutileza ferviente y equívoca, hay un Dios remunerador y justo: ¡él haya tenido misericordia de esas pobres víctimas!

-¡Volemos pues a socorrerles, si todavía es tiempo!

-Es inútil, repuso Eleazar, moviendo la cabeza con amarga desesperación; los subterráneos están intransitables la inundación es completa y el agua invade todos los buques: no hay medio ya posible de salvación; todos los prisioneros deben haber, perecido ahogados y yo mismo he visto flotar algunos cadáveres sobre las aguas. A vos, señor solo toca ya ahora hacer justicia de este crimen, en nombre de la humanidad al menos.

-Ese hombre dice la verdad, exclamó Ataulfo con sombrío sarcasmo; es ya inútil tratar de contener el estrago; la disposición misma de la región subterránea del Castillo impide la salvación de persona alguna. Veremundo ha perecido, y mi obra ha recibido su última mano: ése era el golpe de gracia que reservara y ya está dado: Ahora os toca a vosotros.

Alfonso pronunció una palabra secreta al oído de Gonzalo, como para alentarle, porque el pobre mancebo estaba a punto de enloquecer de despecho y tristeza.

-¡Maldición sobre ese hombre! exclama con un rasgo de inspiración suprema; es preciso, Señor, apresurar el castigo, si os place, y desagraviar cuanto antes la sociedad y la justicia: es necesario que no quede huella de este maldito edificio de la iniquidad y del crimen, el cual debe arrasarse y reducirse a escombros y pavesas, pero esa venganza no me compete a mí, Gonzalo que he delegado en vos mis facultades: salgo de este asilo del crimen y de la iniquidad escandalizado de mi propia tibieza y llevando en mi corazón el cáncer roedor del remordimiento, que es el germen del pecado y el eco de una conciencia combatida por la tempestad de las contradicciones y debilidades humanas. Aleje Dios de mí ese fantasma y acalle el grito que conturba mis sueños y pierde mi alma en un devaneo continuo: sed pues el ejecutor de vuestra venganza misma, en desagravio de la ley ultrajada; yo podré alentar ya entre tanto, persuadido como estoy de que sabréis aliviar a mi corazón del peso que le oprime.

El Rey marcó un movimiento, como preparándose a salir del salón.

-Esperad, señor, gritó Eleazar aproximádosele y asiendo tenazmente el talabarte de su manto de púrpura, puesto que el castillo de Ataulfo es ya de todo punto inevitable, debo revelaros todavía otro atentado de que quiso hacerme instrumento.

-¡Esto más!

-Sí, me ordenó que prendiese fuego a Altamira cuando vos y vuestros soldados estuviereis dentro, para que así pereciereis todos achicharrados.

-¡Horror! exclamó el príncipe, aturdido por tantos crímenes.

Y con la manos puestas sobre su cabeza, salió de aquella pieza tan hondamente preocupado, que fue necesario le guiasen a la plataforma que dividía ambos cuerpos del edificio, como una vasta prescinción bizantina.

Desde allí, al brillo fugitivo de los relámpagos que cruzaran el limbo de la oscura noche, percibíanse, al través de su claridad fatídica, las tiendas del campamento diseminadas por los collados en una vistosa simetría.

Los soldados vivaqueaban alegres en aquellas alturas y cantaban trovas de una candencia monótona. Otros discurrían por los patios, jurando y blasfemando, preocupados por la sorpresa de la inundación y por el enjuiciamiento del conde, sobre cuya suerte formábanse diversos comentarios.

Pero sobre todo, lo que absorbió entonces la atención del Rey fue aquella copiosa porción de aguas que inundara los fosos y barrancos y sobre las cuales parecía flotar el vasto edificio como un tétrico y gigantesco espectro de indefinibles formas. El brillo de los relámpagos resbalaba sobre aquella superficie movible y tersa como un espejo encendido.

Precipitábanse las corrientes como sonoras cascadas para buscar los sitios más bajos, los barrancos y sinuosidades y las simas profundas de los terraplenes. Por algunas partes era tan impetuoso el curso, que arrastraba todo cuanto hallara al paso, y socavaba los cimientos, produciendo a veces hundimientos en las bóvedas subterráneas que cruzaran el vasto edificio.

Entre tanto estallaba la tormenta con asolador estruendo, los truenos se sucedían a indeterminados intervalos y resonaba en las montañas próximas, ese estridente rumor que es el eco de la naturaleza en su vértigo.

Llovía a torrentes, y el espacio encendido por aquellas fatídicas exhalaciones que en medio del fuego azufrado de los relámpagos, vibraba el cielo, parecía hundirse ante el rotundo crujir de los polos que parecían quebrarse al ímpetu de los elementos en choque.

No obstante, faltaba todavía otra pincelada para complemento del cuadro destructor que amenazara absorber en su estrago al universo entero. Aquella noche debiera ser horriblemente desastrosa, los elementos no debían hacerlo todo sin el concurso del poderoso auxiliar del hombre, esa fiera la más terrible de la creación.

Capítulo VI En el cual se cambian los papeles Sigue la destrucción... de los furores De una terrible y dura providencia No le pondrán librar, no, sus rencores, Su saña criminal, su atroz violencia, Sus ardides traidores, Verdugo del candor y la inocencia.

-No os detengáis, señor, poneos en salvo con los vuestros, porque acaso, si desprecias este aviso, seáis víctimas del general estrago que va a ocurrir en este teatro de mis furores y de la justicia misma que en vuestro nombre ejerzo.

El rey, sorprendido en su distracción momentánea volvió la vista hacia el hombre que le dirigiera las precedentes palabras.

Era Gonzalo.

Traía en la mano una tea encendida.

Al resplandor de aquella luz fatídica, aparecía aquel rostro descompuesto, cubierto de una palidez biliosa y cadavérica, y en cuyos ojos horriblemente exaltados revolvíase una fulgurante pupila.

Su cabello erizado, jadeante el pecho y contraídos todos los músculos de su hermoso rostro, la voz cavernosa por la alteración general que poseyera aquella organización nerviosa, daban a aquella figura un horrendo aspecto, un aspecto de ferocidad diabólica y salvaje: era un monstruo explotado por el cataclismo del entusiasmo, o mejor dicho, del frenesí.

-Salid, señor, insistió el joven con su arrebatado lenguaje, salid con los vuestros sin demora, y quiera Dios no acordéis tarde.

-¿Qué decís Gonzalo? repuso el Rey con marcado asombro y volviéndose como impelido por un resorte.

-¡No desprecies mi aviso, salid y no os expongáis a perecer, señor!

-Pero... no os comprendo, amigo mío... qué... ¿no tengo derecho a que me expliquéis?

-Es tarde ya: esperad fuera, del castillo y os convenceréis luego de que obro en favor de vuestra salvación: la tempestad avanza y se acerca el momento crítico. Creedme, cada minuto que perdéis es un nuevo peligro que creáis para vos mismo.

-¿De dónde procede ese riesgo?

-De mi venganza o de mi justicia, que es la vuestra. No me pidáis más pormenores.

-¿Y no me podéis explicar?

-Nada. Creo haréis el debido honor a vuestra real palabra que me habéis dado y con la cual cuento, seguro de que no me la retiraréis en este caso.

-¿Cómo pues?

-Delegasteis en mí toda vuestra autoridad para ejecutar la sentencia de Ataulfo y sus cómplices, por lo mismo vengo. Os digo y repito, escudado por esa garantía: ¡salid, señor, de esta mansión maldecida, donde solo se aspira el hálito de la muerte, salid presto, y respetad mi aviso y mis órdenes!

Alfonso inclinó la cabeza, como sojuzgado por su propio rubor.

En efecto, el prestigio, el decoro de su alta jerarquía estaban comprometidos en aquella palabra que se le ponía en cara y a la cual no podía faltar sin desdoro: acaso estaba arrepentido de su ligereza, y de ahí esa perplejidad con que luchara en aquellos momentos críticos tan acerbos para su amor propio.

-Tenéis razón, conde, no rebajaré mi prestigio hasta vina retractación que me envilecería en alto grado; el brillo de mi corona saldrá ileso, os lo juro, de esta desgraciada jornada que ha herido mi propio orgullo y ha cargado sobre mi espíritu un peso enorme y mortal.

Era la tercera vez que el monarca lisonjeaba el oído de joven con la palabra conde, y acaso recurría a ella en estas circunstancias con un estudiado objeto: era el ardid, revestido de las formas de esa misma lisonja tan caprichosamente seductora: parecía que se habían cambiado los papeles y que era el rey el que apelando a las formas del honor y de la consecuencia y prestando oído a los principios que se invocaran, suplicaba al súbdito altivo, ensoberbecido con sus fueros.

De su pecho se axhaló un hondo gemido, y tomando la mano al joven, la oprimió con una efusión cordial de sentimiento.

Gonzalo hincó una rodilla en tierra y besó la mano al rey. Alzad, amigo mío, dijo éste visiblemente contrariado por aquella demostración de servil respecto que ha llegado todavía a nuestros tiempos; es la tercera vez queme veo obligado a corregiros esa bajeza degradante que tanto rebaja la dignidad del hombre y que es una herejía clásica con que se insulta a la Divinidad, a quien solo debe rendirse adoración y culto. Soy un hombre como vos, disfrazado con el oropel de una pompa social que ha llegado a ser una necesidad constitutiva de la época: reconocedla y acatadla, pero al hacerlo, guardaos de no traspasar la línea que separa la potestad divina de la humana. Todos los hombres son iguales: la virtud y la ciencia marcan los grados de superioridad entre ellos, y apenas un velo artificial, mundano en el terreno de la utopía ha procurado atribuirle una jerarquía ilusoria que desaparece en el terreno de la razón práctica ante la idea del Evangelio y de la filosofía.

-En verdad, señor, que había olvidado por un momento vuestra advertencia: perdonadme, mi cabeza arde y la fiebre que enardece mi corazón me ofusca y me confunde.

-Ea pues, os dejo ya, fiel depositario de mi justicia, no abuséis de ella, y obrad libremente en el sentido que os plazca. Al salir no puedo ocultaros sin embargo el vivo remordimiento que corroe mi alma, la llamarada del furor que inflama mi pecho y el sentimiento torcedor que me destroza el espíritu. ¡Veremundo! ¡Hormesinda!... ¡Oh! en vano pido un rasgo de clemencia a mi justicia en favor de los culpables, del criminal atentado de que habéis sido inocentes víctimas; la enormidad del delito rechaza toda la conmiseración, y una expiación recta y saludable puede únicamente satisfacer la justicia que reclaman las leyes y la sociedad, cuyos derechos han sido bárbaramente hollados.

Oyóse entonces un horroroso alarido.

Aquel grito de sombría y desesperación fue prolongándose, sostenido por un eco funeral a través del trastorno de los elementos.

Entre los soldados que poblaban los patios y departamentos del castillo reinaba una agitación espantosa.

-¡Un motín! exclamó, palideciendo el rey.

Eleazar que había salido poco antes, volvió a entrar agitado y trémulo.

En el rostro de aquel singular personaje lucía una exaltación indescriptible.

-¿Qué ocurre? preguntó el rey con sombría cólera, precipitándose al ajimez bizantino que daba al patio, donde la sedición parecía estallar de nuevo, tomando mayores proporciones.

El hundimiento de una bóveda ha ocasionado lamentables desgracias, señor, repuso el judío; vuestros soldados peligran, y aun vosotros mismos si tardáis en salir del edificio. Oídles murmurar y blasfemar de vos, y dentro de un instante acaso estalle una rebelión o al menos una deserción afrentosa para vos.

-Es decir, que...

-Salid todos, señor, y salvaos: aquí solo quedamos los huéspedes de la venganza, del exterminio y de la muerte; nuestra obra es inexorable y terrible; huid de ella, porque es bien posible que no respete ni aun a las mismas testas coronadas.

Y al expresarse así, aquel instrumento de la venganza y de la ira estaba en cierto modo hermoso, con una hermosura salvaje, diabólica, la belleza del ángel rebelde.

Alfonso le contempló un momento con terror, y su orgullo de rey sintióse verdaderamente sojuzgado por aquella terrible figura; cuyo acento retronaba en su oído como un eco mortal y contundente.

Gonzalo impaciente, fiero, amenazador y en la cumbre del rapto que le poseyera, dijo con un rasgo de cruel furor:

-¿Qué esperáis, señor? ¿Será preciso que me permita revelaros mi propósito?..., Sea pues, y elegido, rey entre vuestra partida y mi muerte.

El monarca cogió la mano al joven y la apretó con efusión entre las suyas.

Aquella mano ardía a pura fiebre.

-Tenéis calentura, amigo mío, le dijo.

Gonzalo hizo un movimiento como para precipitarse por el ajimez.

Pero Alfonso que notó, aquella evolución, le contuvo y salió al punto, dirigiendo al bizarro joven una mirada paternal y suprema.

Un momento después el príncipe y los suyos evacuaban la fortaleza, vadeando con gran riesgo las cenagosas aguas que iban sin cesar creciendo.

Capítulo VII Justicia de dios y de los hombres Es tiempo de acabar, y por Dios santo Que esa expiación aterre y horroriza Con funeral espanto ¿Quién pudo imaginar tormento tanto? ¡Diabólica invención que martiriza! Lúgubre quebranto.

La tempestad bramaba todavía.

Los silbidos del huracán, el estrépito de los truenos y aquella copiosísima lluvia que descendiera en remolinos como un diluvio, formaban el terrible conjunto de aquel cuadro destructor y horrísono, iluminado por el brillo fatídico de los relámpagos que inflamaran el espacio con una niebla sulfúrea y luminosa.

Y entonces estallaba el trueno, fragoroso siempre, el trueno precursor del rayo que estallaba a su vez también con su poderoso eco y que solía descender en angures parábolas sobre las copas de los árboles que tronchaba y reducía a pavesas.

Era aquélla una verdadera tempestad tropical, un vasto incendio que devoraba a la naturaleza, rebramando con su infernal y majestuoso ímpetu, mágica decoración que había elegido al mundo por teatro y por víctima.

Mientras tanto dos hombres misteriosos recorrían la plataforma del muro, y registraban escrupulosamente todos los departamentos de Altamira desde el primer término invadido por las aguas hasta el recto coronamento almenado; cortado en forma de peine de truncadas pirámides y la apizarrada cubierta bizantina que cerraba toda la inmensa fábrica una capa gris, coronada en fin por almenadas torres.

Aquellos dos hombres agitábanse en la oscuridad como dos inquietos fantasmas, sombras indefinibles que iban y venían con una tea encendida en la mano, envueltos en túnicas de amianto y destacando sus formas fatídicas, vagas y errantes sobre la sombría mole de la fortaleza, como dos espectros a través del limbo de la oscura noche, alumbraba el azufrado fulgor de los relámpagos.

Éstos agitaban en torno de aquellos hombres su fatídica cabellera de llamas, dando a sus figuras un aspecto diabólico y siniestro.

Eran Eleazar y Gonzalo.

Si se les hubiera podido observar de cerca, notárase en sus fisonomías una agitación indecible, leyéranse en sus semblantes una alteración infernal, poseídos como se hallaban de un frenético e insaciable deseo de venganza.

Inquirían, registraban escrupulosamente todos los reductos accesibles del castillo y recorríanlos apresuradamente, según queda dicho; querían persuadirse por sí mismos de que nadie quedaba en él, que todas las tropas del rey y demás personas que moraban allí habían salido, y de que no quedaba alma viviente.

En efecto, Alfonso, obedeciendo a un presentimiento fatal había mandado evacuar la fortaleza bajo severas penas, y sus órdenes fueron puntualmente cumplidas: solo aquellos dos misteriosos personajes hablan quedado allí, terribles ejecutores de una tremenda justicia, cuya víctima debiera ser el desventurado Ataulfo, prisionero ya en un reducto secreto e impenetrable de Altamira.

Cuando hubiéronse satisfecho del éxito de sus pesquisas el hebreo, seguido del joven conde, penetró en una especie de cripta gótica abierta por el Norte y que correspondía una gran planicie sobre el murallón del castillo.

De aquella misma planicie elíptica descendía una especie de rampo que iba a perderse por medio de un hundimiento aparente o artificial, en un camino cubierto y abierto a lo largo de la escarpada roca.

Aquella rápida pendiente escalonada en desmoronados peldaños y a cuyos lados había dos desfiladeros profundos, como un doble abismo estratégico, estaba interceptada a trechos por enormes rastrillos de encina, herrados perfectamente y cercados por resortes de arte.

Ambos conocían el mecanismo secreto de aquellas puertas, así como también el de todas las dependencias interiores y exteriores de Altamira. Ahora querían satisfacerse de nuevo de la expedición de aquel punto, con objeto de verificar por allí su salida, porque la empresa misma que meditaran impedíales la retirada por las entradas naturales del edificio.

En el fondo de aquella especie de bóveda destartalada yacía un hombre atado de pies y manos, como una masa inerte arrojada sobre un suelo fangoso, encharcado por la lluvia que penetrara por el desquebrajado techo.

Era Ataulfo Moscoso de Altamira.

Frío, aterido, empapado de agua, colérico, rugiente y desesperado, el hidalgo infeliz murmuraba secretas maldiciones y rebramaba como una fiera cogida por el cazador en el lazo, y de quien no se atreve a esperar misericordia.

Eleazar se introdujo en aquel departamento, contempló un momento a la víctima, cuyas amenazadoras pupilas claváronse en el judío con una odiosa expresión, y tornó a salir de nuevo, satisfecho al parecer y complacido a donde le esperaba el vengativo joven cuyo corazón latía de impaciencia.

Acercaron luego una especie de bastidor de gruesa tela de una magnitud extraordinaria, asegurado a un sólido marco de haya, delgado, flexible y leve a la vez y equilibrado por una contrapesa proporcionada de intento, a la manera de los cometas que echan a vuelo los niños de nuestros tiempos.

Aquel aparato, diabólica invención del hebreo y en el cual compendiábase una idea siniestra fue colocado horizontalmente sobre una almena, adoptósele un grueso bramante enrollado a una especie de torno o eje cilíndrico de hierro asegurado a una de las troneras aportilladas del muro.

El hebreo, como un sarcástico epigrama de su genio aseguró a aquel aparato una linterna por medio de un bramante doble.

No podía llevarse más lejos la crueldad y la burla en la hazaña que se proyectaba; la expiación que debiera sufrir la víctima iba a ser horrenda, cruel, nunca vista ni oída acaso.

Entre tanto; y como para establecer una lúgubre y pavorosa armonía, la tempestad que un momento antes aplacara, tornó a reproducir de nuevo su asolador impulso, y el huracán, la lluvia, el trueno y los relámpagos estallaron otra vez como un horrísino cataclismo.

-¡Preparaos!, ¡ya es tiempo! exclamó con acento convulso el hebreo, aproximándose a Ataulfo, a tiempo que Gonzalo le asía por las muñecas, y con vigor extraordinario arrastrábale hacia el exterior de la bóveda, diciendo con acento cavernoso y lúgubre:

-¡Ea!, vuestra hora es llegada, ¡maldito de Dios y de los hombres! volveos a Dios, para que su misericordia, que no os sustrae a la justicia de los hombres, se apiade al menos de vuestra alma, porque vuestras faltas son muchas e infinitas.

Ataulfo no contestó, porque su boca parecía masticar un objeto.

Gonzalo y Eleazar se aproximaron más, creyendo que el bastardo cortaba sus ligaduras, con los dientes.

De improviso sintiéronse ambos mordidos casi a un mismo tiempo, y lanzaron a la vez un grito de dolor simultáneo.

Ataulfo vertió una lúgubre carcajada histérica.

La carne de ambos llenaban las mandíbulas del hidalgo que la saboreaba como un antropófago.

Brotaba la sangre de las mordeduras. Eleazar y Gonzalo sufrían un dolor agudísimo, lancinante.

Ataulfo continuaba riendo con su risa infernal y convulsiva.

Al brillo de los relámpagos su rostro fiero y descompuesto le daba el aspecto de un alma condenada, según han dado en pintarla los canonistas.

Miráronle sus dos testigos y temblaron de ira y de espanto a la vez.

La cólera sublevó el ánimo de ambos extendiendo sobre su vista un velo sangriento.

-¡Maldición! gritó el judío en el doble colmo de su dolor y de su arrebato.

Y ambos, llevados de un impulso colérico, golpearon despiadadamente a aquel cuerpo indefenso, que arrostró el maltratamiento con un silencio estoico.

Arrastráronle entonces hacia el aparato aéreo que ya dejamos bosquejado, atáronle fuertemente al mismo, y ensayaron varias evoluciones para remontar aquella especie de cometa diabólica.

-Sí, exclamó al fin la víctima con indefinible acento y como adivinando el tormento que se le preparara, es necesario apresurar el desenlace del drama: horrendo es en verdad el vuestro; pero el mío le ha sido más todavía. Mi obra está ya terminada y a mi vez os cedo el turno.

-¡Infame! dijo a su vez Gonzalo, sacudiendole despiadadamente, vuélvete a Dios, porque tu hora se acerca: la Providencia ha dispuesto que nosotros, tus mismas víctimas seamos los ejecutores de la sentencia.

-Es verdad, pero no me habéis ganado el turno; mi venganza os precede siempre, miserables, lo cual me permite la satisfacción, para mi muy grata, de saborear en mi misma agonía esa grata expansión de ánimo tan dulce y halagüeña.

-¿Qué decís? preguntó Eleazar, como obedeciendo a una inspiración secreta, con la sutileza de genio que caracteriza al pueblo de Israel.

Ataulfo balbuceó unas palabras que apagó el estrépito de un trueno.

-¿Qué habéis dicho? preguntó Gonzalo impaciente y colérico.

Alumbrad, prosiguió, refiriendose al anciano.

El judío cogió del suelo su linterna sorda que había dejado poco antes y la aproximó al hidalgo.

Estaba sumamente horrible: su rostro cárdeno, amoratados los labios, la vista lúgubremente extraviada y erizado el cabello, Ataulfo tenía el aspecto de una furia irritada, mostróle una gran sortija que llevaba en un dedo y cuya cápsula acababa de destrozar con sus dientes.

Eleazar, súbitamente inspirado por una idea siniestra, dio un salto, como herido de un rayo, y su frente se cubrió de mortal sudor.

-¡Estamos envenenados! gritó con un acento en que es exhalara una desesperación acerba.

Y aplicaron ambos, por un movimiento instintivo y simultáneo, los labios a la mordedura.

-Es ya inútil la succión, dijo, sarcásticamente el bastardo con una risa diabólica, la ponzoña se ha inoculado y ha invadido la masa de la sangre... todo remedio es ya ineficaz; pero tranquilizaos, hay una tregua todavía: la muerte viene lenta y sin estrépito. En cambio pues y para adormecer los temores y ese terror consiguiente que inspira al hombre el momento supremo de sufrir, tendréis en mi agonía, anticipada a la vuestra, un grato solaz.

-¡Maldito! ¿con qué es cierto que no hay medio de contrarrestar la acción mortífera del tósigo?

-Ciertamente: su acción corrosiva es omnipotente y enérgica: veréis acercarse la muerte con demasiada lentitud, sí, pero no por eso será menos cierta y segura.

El terror, el odio, todas las pasiones arrebatadoras, esa monstruosa borrasca que suele en momentos dados inflamar el corazón humano con su explosión recóndita y perturbadora, todo ello pues estalló como una tromba asoladora en la mente de Eleazar y de Gonzalo. Y como si realmente temiesen morir sin consumar su venganza, dieron impulso a aquel aparato aéreo que lanzado al espacio, empujado por el torbellino y sostenido por el bramante recrujió al embate de la columna del viento a impelido por éste, fue arrebatado por la violenta corriente, arrastrando al desgraciado Ataulfo que desapareció al punto, prorrumpiendo en blasfemias y en desaforados gritos maldicientes.

Presto aquel espantoso cometa, al cual dio el judío todo el bramante que, según dijimos, había enrollado el torno, y cuya longitud era incalculable, se remontó en el condensado limbo del espacio, dejando lucir allá remotamente como un punto luminoso y casi imperceptible por su pequeñez, la linterna colorada, según ya dijimos, a la cola de aquel aparato diabólico, invención de Eleazar, quien, cuando hubo dado todo el hilo, soltó el cabo, abandonando al capricho cruel del huracán la victima, que con el gigantesco cometa, falto de apoyo, iría a estrellarse en algún barranco, despedazándose y sirviendo de pasto su cadáver a las aves carnívoras.

Nadie pues, desde entonces ha podido decirnos fijamente el paradero de nuestro personaje, cuyo desastroso y trágico fin aterra. Creáronse mil conjeturas, forzáronse fábulas de distinta especie y nada más Nosotros pues, simples narradores de la catástrofe, debimos abstener de penetrar más lejos, ni de invadir terrenos vedados al historiador, siquiera se apellide, aunque con cierta propiedad, novelista.

Capítulo VIII Última escena del drama ¡Desenlace infernal, grande portento! Cielos y tierra ardieron Hasta el alto y oscuro firmamento... ¡Sublime creación! los siglos vieron. Los mutilados restos que antes fueron Soberbio monumento; Y en sus postradas páginas leyeron Lúgubre encantamento.

La tempestad continuaba todavía.

El huracán no era tan violento; pero el cataclismo de los elementos parecía recrudecerse más cada vez bajo aquel cielo tenebroso, inflamado por las corrientes eléctricas.

La lluvia disminuía progresivamente, y solo sacudía de vez en cuando sendos chaparrones de gotas sumamente gruesas y sonoras como el granizo.

Era ya más de media noche; noche lúgubre y desastrosa como la tempestad que la oprimiera.

Alfonso vivamente afectado, habíase retirado a unas de las tiendas de su campamento, que permaneciera todavía en el mismo sitio, esperando que cesara la tempestad, o al menos que amaneciera.

El rey que era muy temeroso de las iras de Dios o de la naturaleza, como dicen nuestros filósofos modernos, habíanse retirado al fondo de otra tienda más céntrica, donde en compañía de mosén Pierre de Peralta, su capellán mayor castrense, y de otros dos monteros y escanciadores de su corte, rezaba varias preces y letanías, en desagravio y para aplacar la cólera del cielo.

De pronto una voz vigorosa y sostenida, que fue reproduciéndose como un acento lúgubre, hendió todo el espacio y llegó a oídos del rey.

Ante aquel grito de sombría alarma, el príncipe olvidó sus temores al pronto y salió precipitadamente de la tienda.

-¡Incendio, incendio!

Esta voz no cesaba de repetirse, y el monarca, al notar la efervescencia que reinara entre sus soldados, sin reparar en el aguacero que todavía alternaba con el juego de los elementos, subió a una pequeña colina próxima, invadida ya de antemano por varios curiosos.

Y en verdad que el espectáculo que se desplegara tan majestuosamente entonces a la vista, merecía los honores de aquella misma curiosidad.

Porque era una decoración portentosa y sublime, ante la cual el mismo rey no pudo menos de exclamar en un arranque de entusiasmo:

-Heos ahí la suprema pincelada del cuadro, sin la cual fuera únicamente un boceto: en verdad que el hombre se ha excedido a sí propio en esta noche.

Allá, al frente, y sobre la montaña donde asentaran las torres de Altamira; alzábase la sombría mole de estas, como una prodigiosa silueta que marcaba el nebuloso horizonte a través de un humo diáfano y sanguinolento que la envolviera como en un velo fantástico.

De sus flancos, por do quier alzábanse grupos de voraces llamas que devoraban las obras, envolviéndolas, como en una zona o ceñidor de fuego; horrible corona infernal, que inflamando el espacio con su destello fosforescente y sanguinolento, parecía invadir el cielo, confundiendo sus vacilantes lenguas con un penacho colosal de humo denso, envuelto en remolinos de chispas como la escarlata, y dejando oír el bramido del incendio con su estridente crujido.

Aquellas llamas, cuyas pirámides alzábanse y se deprimían alternativamente, ondulando y confundiéndose a veces en la masa de la inmensa hoguera, lamían, enroscábanse como fuegos rastreros a aquellos muros de canto, apoderábanse por asalto de las bóvedas del castillo, y haciendo rebramar su corrosivo impulso en el maderamen, generalizaban el cuadro de conflagración, a cuyo ímpetu desplomábanse los apizarrados techos, los torreones góticos, los coronamentos todos de aquella poderosa fábrica bizantina poco antes tan sólida e inexpugnable, y que dentro de poco, a juzgar por los progresos del incendio, iba a quedar reducida a un miserable montón de escombros calcinados.

La justicia de Gonzalo, en nombre del rey que la observara como un simple espectador, aterrado por su misma obra, se cumplía de un modo terrible e inexorable.

El corazón del monarca estaba comprometido por una indefinible angustia: ahogábale el dolor.

-¡Dios! exclamó ¡siempre Dios!...

Y ante esta frase lacónica y elocuente, llevó sus manos a la cabeza, aturdido por una idea torcedora y lúgubre.

Aquello debía ser remordimiento.

Esta ansiedad mortal, esta agitación, este caos que revolviera en el pecho del monarca todo un vértigo de vacilaciones y dudas que le devoraban como un cáncer roedor, conturbó su mente, perdiéndole en un extravío moral, su frente parecía crujir al ímpetu de aquel cataclismo que estallaba ya y que comprimía su corazón en un círculo de hierro candente.

Cuando poco después la tempestad cesaba, cuando entreabríase aquel cielo sombrío, oscuro limbo de una desastrosa noche, transparentando en el Oriente nacarado y límpido el pabellón granate de la aurora; cuando las brisas de Levante murmuraban en la selva como un leve y susurrante suspiro, aromatizando el ambiente, purificado ya, con el aura de las flores del campo, y cuando en fin la naturaleza, anhelante y fatigosa empezara a sacudir su letargo, arrullado por el trino de los pajarillos, el monarca desaparecía con sus tercios, desasosegado y pensativo, y tomaba la vuelta hacia León, en medio de un sepulcral silencio, semejante a una marcha fúnebre.

Y mientras tanto, bajo aquel horizonte despejado ya y sin nubes bajo aquel pabellón de plateados astros que la luz del crepúsculo empezaba ya a amortiguar, alzábase un cono impuro, una mancha flotante, aplomada y densa como el penacho de un volcán en erupción y rodeado siempre de un enorme círculo de llamas; corona de fuego invisible casi a la luz matinal de aquel día tan risueño, semivelado luego por ligeras nubecillas errantes, brumas juguetonas del crepúsculo, velo sutil y diáfano que ocultara el rubor de ese espléndido sol naciente que escondido entre aquellos celajes flotantes a impulso de los céfiros, parecía enlutado o avergonzada acaso ante aquella escena, ante aquel sombrío testimonio de ese escándalo abominable de la historia.

Aquello eran los restos calcinados del formidable castillo de Altamira; envueltos en la nebulosa bruma del incendio que oscurecía por aquella parte el esplendente espacio y alzábase potente destructor, rebrumando en los aires devorando la ostentosa fábrica y propagándose espantosamente a los bosques y selvas contiguos que ardieron durante muchos días, después de los cuales, y en medio de aquel cuadro asolador y exterminio que llevara el pánico a toda la comarca, solo quedaron en pie los mutilados paredones, calcinados y vacilantes que aun hoy existen, como una hita maldecida, huella infamante de execración y oprobio.

Conclusión

Henos ya aquí de nuevo, descorriendo por última vez el telón de nuestro drama.

Ha trascurrido algún tiempo desde que suspendimos la acción como que le reanudamos en el año de 1081 de Cristo.

Era un día de abril radiante y caluroso, cosa extraña en medio de una primavera recrudecida constantemente por una temperatura frígida, húmeda y lluviosa.

La zona atmosférica de la ciudad de Santiago, oscura siempre y nebulosa, pesada como una cúpula de plomo, enrarecida por un vapor glacial, diáfana, lúgubre y triste, un solo día apenas había entreabierto el pabellón de sus tenebrosas brumas, apenas había contenido el vuelo de las nieblas de Levante que se precipitaran en remolino, absorbiendo las agujas de sus campanarios y las alturas de sus montañas, sobre cuyas laderas resbalaban sus vaporosas brumas, especie de vapores blancos, con una blancura nacarada y diáfana, como la misma nieve.

Aquel día sin embargo, ya lo hemos dicho, era una excepción de la regla; porque apareció el horizonte despejado y límpido, y el sol cerníase esplendente en el horizonte, derramando torrentes de fuego, reverberando en la nieve cristalizada que coronara las cumbres, como una capa de diamante.

Descendía el sol al ocaso: las huertas, las cañadas, los barrancos, los valles y las hondonadas, sombreado todo por grupos de olivos, encinas, nogales y fresnos, formaban un contraste con sus demás accesorios que daban en conjunto al cuadro una encantadora poesía.

La ciudad aparecía como un hacinamiento irregular de edificios, apiñados y distribuidos sin orden sobre un terreno irregular también, cruzado por angostas y tortuosas calles y erizado de vetustas moles, cuya apariencia unía a su misma pesadez rústica esa clásica severidad de la arquitectura gótico-bizantina, tan pesada en las formas exteriores, tan esbelta y majestuosa sin embargo en el interior de sus bóvedas ojivales, en sus botareles y columnatas.

Y este grupo informe de apizarradas fábricas, al destacar en aquel radiante, horizonte sus formas espectrales, vagas o indecisas, parecía destacarse entro rubicundos vapores, coronado de azafranados celajes, como una exuberancia fantástica bordada de aljófares y oro, recostada sobre colinas y ceñida por el Sar y el Sarela, como un vasto círculo irregular encerrado entre líneas de vegetación pintoresca.

Declinaba el sol lentamente al ocaso, rasando las aplomadas cumbres del Pedroso, y las sombras cenicientas también de los montes prolongábanse, desarrollando sus pliegues y envolviendo como en un sudario los objetos: las aguas de los ríos apenas se dejaban ver la través del claro-oscuro que empezaba a crear la niebla del crepúsculo, como una flotante sábana funeraria.

El silencio era profundo, alterado apenas por el canto monótono del labriego al retirarse de sus faenas, o por el balido del rebaño que se retiraba también a los cortijos: todo era pues solemne en esta hora de melancolía tan poética y suprema.

En el monasterio de santa Susana ocurría precisamente entonces una escena de grande efecto, uno de esos acontecimientos que, aunque predispuestos de antemano, marcan época en la memoria, por su gravedad y circunstancias.

Describamos ante todo el punto donde tenía lugar.

Era una cámara de grandes proporciones, sin ventilación apenas y alumbrada por un tenue fulgor macilento. Su bóveda ojival, imitando un claustro de catedral gótica, alzábase robusta y vigorosa, aunque rebajada considerablemente, colgada de pesados pabellones de tela carmesí recamado con franjas, que cubrían aquellas paredes rústicamente labradas, a las cuales faltaba la última mano del artífice.

Algunos muebles de tapicería notábanse en aquel recinto, y allá en el testero de fondo, sobre un ara de mármol negro, alzábase un nicho tallado en madera con marcos y cinceladuras entre columnas istriadas con capiteles, figurando grotescos caprichos; y sobre aquella barbara profanación del arte, corríase un ático pesado y de mal gusto, figurando una combinación de variados jaspes, con adornos de crestería.

En aquella capilla y medio cubierto por una cortinilla carmesí corrida hacia los extremos, había un Cristo de talla, alumbrado por cirios verdes y amarillos. La gran figura de esta efigie, demacrada y cárdena, augusto simulacro de la redención del hombre y de los padecimientos del Dios mártir, destacábase sobre el fondo del nicho forrado de terciopelo negro, e imprimía una majestad imponente a aquel recinto solemne.

Era esta la pieza de enfermería y hospedaje del monasterio.

En uno de sus departamentos, sobre un lecho ricamente parado, yacía un hermoso joven, cuyo rostro aparecía encendido por la fiebre que lo devoraba.

Era Gonzalo Moscoso de Altamira.

Junto a aquella cama, pálida, demacrada y hermosa todavía, oraba de rodillas, sumergida, al parecer, en mágico arrobamiento, una mujer, como una estatua de Carrara labrada por el cincel del inmortal Cánova.

Era Hormesinda. Hormesinda, cada vez más bella y seductora, aun a pesar de sus ayunos y maceraciones y su vida ascética en aquel santo retiro, donde existía desde los últimos acontecimientos de nuestra historia.

Vestía ya el hábito de la regla; pero las tijeras todavía no habían segado aquella sedosa cabellera tan profusa que constituyera el mayor ornamento de aquella cabeza virginal tan voluptuosa.

Allá a poco otra mujer vestida de luto rigoroso y rebosada en un manto, atravesó la pieza como una sombra, y con paso arrogante, airoso y soberano, fue a prosternarse junto al altar del Cristo, donde pareció orar.

Aquella mujer era la altiva Constanza de Monforte, viuda de Altamira.

En aquel luto, en aquel porte profano y orgulloso había menos devoción que coquetería: era un ascetismo hipócrita mentido a Dios y al mundo, y a cuyo recurso no en vano apelara la astuta dama, para captarse más y más el amor del rey, por el cual ardía y se afanara éste, aprisionado en sus redes de una manera extraordinariamente frenética.

Luego un hombre vestido de guerrero y en cuyo almete ondeara una garzota elástica, apareció en el fondo. Era S. A. el rey D. Alfonso.

Su arrogante porte revelaba ese destello soberano, ¡inherente a esos seres que bajo cualquier título colocan el destino o la intriga al frente de las naciones, y a los cuales hay quien sueña con atribuirles todavía, en estos tiempos que se dicen cultos, el dictado de reyes de derecho divino.

-Mucho tardan, murmuró aquel hombre, devorado por la impaciencia y arrellanándose en un sillón, después de marcar una reverencia ante la santa efigie.

Era pues evidente que se trataba de una cita en aquel sitio.

Así trascurrieron algunos momentos; pausa solemne, en la cual un profundo silencio dominara la situación del cuadro. Alfonso parecía participar de aquella secreta emoción mística y edificante, y un secreto terror agitaba su alma visiblemente conmovida y contrariada.

Respiró al fin, en cierto modo satisfecho, y levantándose del sitial, dirigióse al encuentro de un grupo misterioso que avanzaba con lentitud y que se improvisara en aquel sitio.

Formaban este grupo dos ancianos, uno de ellos tembloroso y decrépito, encorvado sobre un báculo y vestido de una hopalanda negra con capuz, cuyo extremo piramidal inclinábase hacia atrás. Este traje miserable daba una apariencia repugnante a nuestro conocido Eleazar, porque efectivamente era el mismo.

Aquel hombre extenuado, raquítico y miserable, con su demacrado semblante y su asqueroso aspecto, parecíase más bien a un cadáver exhumado y arrojado de nuevo a la tierra, para recordar a los vivos las miserias de sus primeras postrimerías.

El otro, aunque no tan viejo, era un hombre de regular estatura, pálido, enfermizo, tardo en andar y ciego, al parecer, de ambas vistas. Vestía ostentosamente una ropilla de seda leonada, y sobre su pecho lucía una placa de oro mate con el blasonado escudo de Altamira: un birrete de brocado púrpura cubría su cabeza, como distintivo clásico de los hidalgos de la época, y sus pies calzaban ricas sandalias de granate y oro batido.

Alfonso se incorporó a aquel grupo, arrojándose en los brazos del ciego, a tiempo que éste, conducido por su compañero, precipitábase a su vez delirante sobre el lecho donde yacía Gonzalo, presa de una penosa agonía.

-¡Veremundo!

-¡Alfonso!

Tales fueron las exclamaciones que se cruzaron entro el rey y el ciego. El primero, todo conmovido, hubo de retirarse a un rincón, agobiado por su misma emoción y por aquel tropel de recuerdos y pesares que se renovaran simultáneamente en su ánimo, como otras tantas úlceras incurables o por lo menos mal cicatrizadas que destilan sangre a toda hora.

-¡Veremundo! repitió el rey: y ante esta palabra mágica como una evocación poderosa, el moribundo Gonzalo pareció recobrar una energía vital extraordinaria; incorporóse de repente, como movido por un resorte oculto, y precipitóse con una fuerza tenaz al cuello de Veremundo, que le estrechaba también sobre su pecho, cubriéndole de entusiastas besos y sin acertar a articular otras palabras que las de ¡Hijo mío, hijo mío!

-¡Padre mío! ¡al fin!... exclamó el moribundo, fijando su extraviada vista en el Santo Cristo que tenía enfrente, y que parecía dirigirle una mirada de inefable misericordia.

-¡Gracias, Dios mío! exclamaron ambos.

Veremundo sintió luego que la cabeza de su hijo pesaba extraordinariamente sobre su hombro, y que aquel corazón ya no latía.

-¡Gran Dios! exclamó, levantando al cielo sus ojos mates, de los cuales no brotó una sola lágrima; ¡Dios mío! ¡esto más todavía!!! ¿Me ofrecéis, Señor, un consuelo, por el que aliento veinte años ha esta vida miserable, alumbrada por la fe únicamente y por la esperanza de este momento que me concedéis y me arrebatáis a un mismo tiempo? ¡Sois injusto conmigo!

Ante esta blasfemia pareció descender de su rapto Hormesinda, y se precipitó entusiasta y llorosa hacia el lecho, terciando en aquel grupo del sentimiento y de la muerte y animadas sus facciones de una resignación santa y sublime.

-¡Veremundo, esposo mío!, exclamó, con un acento indefinible.

-¡Quién eres tú, ángel tentador, que conmueves las fibras de mi alma y la haces vacilar en medio de la tempestad que la combate?

-Soy... tu esposa Hormesinda; repuso ella, precipitándose enloquecida de alegría y de dolor en los brazos del ciego, que gritó a su vez también:

-¡Dios mío! tú... esto más!

Y combatido por aquellas diversas afecciones tan violentas, el conde experimentó un vértigo que extravió su razón ¿hizo subir a su cerebro una columna de sangre hirviente, que produjo una aguda congestión mortal.

-¡Basta ya, Dios mío! exclamó horrorizado el rey; ¡apartad, Señor, vuestra cólera de nosotros, y dad tregua a vuestra justicia!

El hebreo, impasible hasta entonces, como que debiera ser el instrumento que preparara aquel golpe teatral tan sorprendente, no pudo menos de participar también del terror que comprimiera el corazón del rey, y experimentó un golpe de inspiración religiosa que le obligó por un impulso instintivo y rápido, a dirigir su corazón hacia la santa efigie del Crucificado, del cual no tardó en apartar la vista con cierta expresión de irónica incredulidad, y como avergonzado de su ligereza.

Entro tanto Hormesinda, con una resignación santa, con la plácida serenidad de un mártir, cerró los ojos a su hijo y a su esposo, difuntos, que yacían, el primero en el lecho y el segundo en tierra, o imprimió en ellos un beso.

Allí, inclinada sobre ambos cadáveres, permaneció algunos instantes extasiada, contemplando atenta sus lívidas facciones y regándolas con un río de lágrimas, muda, silenciosa y sublime por aquel rapto de dolor, sin dirigir la más mínima reconvención al cielo que acibarara su alma con aquel doble golpe, tanto más cruel y sensible, cuanto que lo recibía en los primeros instantes de su dicha.

-Basta, exclamó el monarca, aturdido por aquel suceso; salgamos de este sitio, Eleazar; me habíais citado aquí para una ocurrencia feliz, y salgo con el corazón traspasado: sea pues; la voluntad de Dios no ha sido otra.

-Ni pudiera menos de suceder así, señor, repuso el judío; Gonzalo y yo fuimos envenenados por Ataulfo, y la muerte que ha establecido para mí una tregua, ha encontrado en la emoción nerviosa del joven un motivo de anticipar en él su efecto.

-¿Y Betsabé?, ¿qué ha sido de ella?

-Betsabé, Señor, existe todavía para insulto de la justicia de Dios y de la vuestra; Betsabé que preparó la ponzoña con que nos ha asesinado Ataulfo.

-¡Ella! exclamó Alfonso con indefinible horror, y llevó la mano a su frente calenturienta, en la cual revolviérase todo un volcán de encontrados afectos.

Oyóse, entonces el armonioso preludio de un órgano.

Aquel aire melancólico, pausado y patético pareció conmover el ánimo de los circunstantes, preocupados por tanta peripecia.

Eleazar sintió, aun a pesar suyo, que su corazón se fundía al impulso de una idea vehemente que hablara al, alma en lenguaje irresistible.

-¡Dios! murmuró dentro de él una voz secreta, y lo conmovió.

El judío pareció sentirse arrastrado a pesar suyo hacia una nueva creencia, para la cual solo tuviera hasta entonces palabras de sarcasmo y de burlesco oprobio: quiso no obstante rebelar e contra aquella fuerza oculta que llenara su fe de esplendores desconocidos... por la primera vez acaso fijóse, su mirada en el Crucifijo, y de sus ojos brotó una lágrima que se apresuró a enjugar con su dedo meñique, como avergonzado de aquel arranque súbito de debilidad, según creyera, y que nadie pudo notar realmente en aquellos momentos de preocupación tan solemne.

El órgano apagaba sus notas lentamente con un escape lánguido y moribundo.

-Adiós, señora, dijo el rey fuertemente conmovido y dando un paso para salir de aquel recinto; nada tengo ya que hacer aquí, mi misión es otra, y debo cumplirla: deseo aliviar mi alma del remordimiento que la agobia.

-Que... ¡os vais Señor? exclamó Hormesinda fijando en Alfonso su mirada dulcemente serena y resignada como la de un mártir.

-Si, señora; marcho sin detención: mi justicia no está cumplida todavía, y es menester castigar en desagravio de la vindicta pública tan ofendida.

-¿Todavía más víctimas, Señor?

Tranquilizaos, será tal vez la última, y por cierto que debiera haberse empezado por ella.

-¿Quién?...

-Betsabé.

Hormesinda juntó las manos sobre el pecho agitado y palpitante y elevó al cielo sus castos ojos en una actitud arrobadora.

Era aquella la plegaría del mártir que, aun enmedio del suplicio, ruega a Dios por sus verdugos. Y Dios debió acoger sin duda aquella oración, muda, es verdad, pero enérgica y vehemente, desde el trono de sus misericordias.

-Vos, señora, dijo el rey, quedáis desde ahora bajo la tutela y protección de vuestro soberano, que velará a vuestro lado y os conservará en la posición que os corresponde.

-Gracias, señor, repuso ella, V. A. ignora sin duda que he tomado una resolución inmutable al presentir una catástrofe cualquiera posible, como la que hoy ocurre; dispensadme pues que rehúse ese obsequio que acepta mi gratitud, pero que mi conciencia rechaza: yo no debo pues salir de aquí.

-¿Y vos, Eleazar? preguntó el rey.

-Yo, señor, no sé qué deciros por ahora: esta noche debo velar junto a los cadáveres de mis amigos y acompañar en su duelo a esta señora: luego será probable que necesite algún tiempo para pasar revista a mi larga y agitada vida, si tengo tiempo para ello; porque conozco que mi hora se acerca a redoblados pasos; siento un gran peso que me agobia el corazón como una montaña de plomo, y debe ser la mano de la Providencia que me empieza a herir en las puertas de mi agonía.

El órgano ya había cesado; reinaba un imponente silencio y las sombras de la noche extendían sobre los buques de aquella gran pieza funeraria su velo diáfano y tenebroso: la campana de la Abadía doblaba a Réquiem por la muerte de Veremundo y de Gonzalo, y su sonido lúgubre aumentaba más y más la tétrica solemnidad del cuadro.

El rey dirigió a ambos cadáveres una suprema mirada de terror, y salió tan hondamente preocupado, que no vio un bulto que le salía pausadamente al encuentro.

Los pasos de aquel fantasma parecían resonar huecos, fatídicos, sobre el pavimento, como los de un espectro, y el monarca creyó percibir una especie de gemido ahogado y triste.

Detúvose, porque la sombra lo cerraba el paso y parecía interrogarle con una suplicante actitud.

Era Constanza, envuelta en los vaporosos pliegues de su manto, arrastrando su prolongada falda de seda que crujía con el roce y destacando sobre el marco de su profusa cabellera flotante aquel rostro seductor tan hechicero, que tanto estímulo tenía y tantas gracias.

Un huracán de amorosos recuerdos, incitantes, voluptuosos como el deseo mismo, cegó momentáneamente las potencias morales del rey y conturbó su mente; pero sobreponiéndose al punto, con un esfuerzo que su misma conciencia desmintiera, exclamó;

-Apartad, señora, sois mi tentación perdurable, y os perdono vuestra aparición aquí en estos momentos solemnes, a trueque del sacrificio que os impongo.

Constanza se hincó de rodillas.

-Alzad, señora, prosiguió el monarca con vacilante acento y sin alargarla su mano; la adoración solo corresponde a aquél (designando el Crucifijo) cuando en su presencia está el rey; no seáis idólatra después de haber sido perjura e infiel a vuestros deberes de esposa.

-Que... replicó ella, apelando a un recurso de dolorido coquetismo, ¿nada me decís, nada más que reproches?

Y se echó a llorar con un ardid de estudiado efecto.

-Es verdad, repuso el príncipe conmovido por aquella tentadora reconvención tan amarga, tan sensible y tierna al mismo tiempo; ¡Constanza! mi corazón solo rebosa hiel; nada le pidáis ya de lo que no puede daros: una barrera se ha levantado entre nosotros, y es preciso resignarse al decreto providencial que se sobrepone a todo, ahogando otras afecciones y condenándonos, a mí a un remordimiento perdurable, y a vos... a la oscuridad de un claustro.

-¡Un claustro! exclamó aquella mujer altiva en la cumbre de su clásico orgullo herido: ¿un claustro habéis dicho?

-Sí, un claustro o el destierro: al extremo a que han llegado las cosas, no podéis vivir en el siglo aquí, sin notorio escándalo de estos reinos.

-¡Alfonso! ¿éste es el pago?...

-Basta, lo mando; añadió el rey horriblemente violentado.

-Venga, pues, el destierro, dijo ella, si así lo quiere V. A.

-Pues bien, mañana saldréis para Francia: yo me encargo de vuestra pensión.

Pocos días después verificábase el bautismo de Eleazar, convertido al cristianismo por mediación de Hormesinda, que le proporcionó el empleo de portero del monasterio, del cual no llegó a tomar posesión, porque la muerte se le interpuso. Fue, pues, sustituido en el cargo por el venerable Fromoso, cuyos mofletes se rellenaban cada día más, merced al sabroso alimento y al reposo físico y moral que disfrutara en su nueva vida el buen hombre.

Palomina o Betsabé murió achicharrada en su conocida prisión del Remolino de los ajusticiados, que la voluntad del rey convirtió cierta noche en un verdadero remolino de fuego, y redujo a cenizas.

Merced a esta última justicia, la conciencia del monarca pudo descansar, al parecer, del peso. de un remordimiento, por más que, según parece, necesitara luego rociar su cámara de agua bendita todas las noches, para ahuyentar la turba de fantasmas que le asaltara en su lecho, pellizcándole sin misericordia.

Esto decía el vulgo.

Trece meses después, es decir, el día 25 de mayo de 1085[19] Alfonso tomó por la fuerza de las armas a Toledo, que había estado en poder de los moros por espacio de 363 años.

Después, en el de 1088 fue también depuesto Diego Peláez, obispo de Santiago, reemplazándole en esta dignidad Pedro II.

Con estos dos acontecimientos pudo respirar triunfante el orgullo del poderoso príncipe, empeñado en ellos con un tesón irrevocable, como que eran para él asunto de vida o muerte.

La corona de Castilla pudo jactarse entonces de haber adquirido un bello florón poderosísimo con la conquista de la imperial metrópoli goda, emporio y antemural del Islamismo en la península.

Con esto, repetimos, era de esperar ver saciada la ambición del victorioso monarca: pero no sucedió así; sus aspiraciones se dilataron más todavía, y empezó entonces para él una doble serie alternada de fatigas y de triunfos que le asustaron luego a él mismo, poniéndole al borde del abismo en el último período de su vida.

En cuanto a Hormesinda, vivió en concepto de santa predestinación y fue canonesa correctora de Santa Susana, en virtud de un breve de S. S. que dispensó lo demás; porque en aquellos tiempos no solía andarse en escrúpulos, sobre todo, cuando se trataba de ciertas cosas y de ciertas personas determinadas.

Constanza de Monforte, cuya causa tomó en favorable sentido la opinión pública, no siempre atinada en sus juicios, redobló ante el rey sus instancias para obtener revocación de su condena; y en su súplica instó tanto, que al fin, por la mediación del nuevo prelado, pudo reivindicar los estados de su padre, comprendidos en el acta del secuestro, para indemnizar al legítimo poseedor de Altamira. Esta dama, reconciliada luego y repudiada otra vez por su real amante, desapareció al fin, sin que las crónicas coetáneas nos hayan revelado todavía hasta hoy cual fue su suerte, lo mismo que respecto a los demás personajes de nuestra obra, a la cual ponemos término, con el propósito no obstante de continuarla si, como es de esperar, pudiéramos adquirir ciertos datos, históricos que deben darla complemento.

Emblema amoroso que significa: Os amo ardientemente, y aguardo con impaciencia el instante en que os dignéis concederme una cita, si de ese favor me juzgáis merecedor.

Significa: Sed discreto y esperad.

Sobre esta colina empezó a construirse la célebre y fabulosa Alhambra en 1247.

Hoy se llama altura o collado de San Marcos.

Hoy se hallan comprendidos dentro del muro y forman parte de la ciudad.

Llámase hoy del Morovello (moro viejo), desde la fecha de que vamos hablando y aludiendo al personaje que presentaremos en él, y cuyo pasaje es rigurosamente histórico, según la tradición.

Sólo Dios es grande o vencedor.

Demonio o espíritu tentador y maldito entre los musulmanes.

Capitán de buque árabe, a veces corsario o ladrón de mar, cuya acepción parece mejor recibida.

Compañía o partida de gente armada.

D. Fernando el de Castilla, en su testamento, dividió sus Estados en esta forma entre sus tres hijos: a D. Sancho el Mayor señaló el reino de Castilla, con otras provincias anejas; a D. Alonso o Alfonso, de quien vamos hablando en esta obra, el reino de León, con gran extensión de territorio; y a D. García, Galicia y Portugal en parte; habiendo legado además a título de infantado, a sus hijas doña Elvira, la ciudad de Toro, y a doña Urraca la de Zamora, para su manutención y alimentos; funesto reparto que ocasionó guerras y disgustos sin número. D. Sancho quiso desposeer a ésta última, y puso sitio a Zamora, pero fue alevosamente asesinado por un ciudadano de la misma, llamado Vellido Dolfos, a pretexto de enseñarle la parte débil del muro, por donde pudiera verificar el asalto. No faltó quien pretendiera hacer luego recaer la sospecha de este crimen en D. Alfonso, a quien los próceres hicieron jurar en manos del Cid, el único que se atrevió a ello, que no había tenido participación en la muerte de su hermano; desaire que no perdonó jamás el de León al Cid, por más que le disimuló al pronto.

Esla, Ezla, antes Astura; río que nace en las montañas de León.

Textual e histórico, según la crónica inserta en un códice coetáneo. (Anales de Galicia y fastos de Compostela; en el archivo de Simancás).

Hay quien afirma que fue su fundador D. Diego Gelmirez, último obispo y primer arzobispo compostelano; pero es más creíble lo fuese Gudesteo, según nuestras investigaciones.

Histórico (Fastos de Compostela).

Textual e histórico.

El Afamado. Apellidábanle también Dzu-el-Madj-el-Dirk, o Madjedyn.

Alfonso VI fue aliado constante del rey de Toledo, cuya hospitalidad disfrutó largo tiempo cuando la fortuna no le fue próspera, llevando hasta tal punto su esplendidez Yabyab, que puso a disposición de aquél un palacio y una servidumbre enteramente cristiana y hasta un oratorio donde pudiese, sin salir de aquél, ejercitarse con plena libertad el culto católico.

Hay autores que varían esta fecha.